todos los casos de sam spade - dashiell hammett

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Annotation

Todo Sam Spade engloba lascuatro únicas obras que Hammettescribió sobre el famoso detective:los relatos Demasiados han vivido,Solo pueden colgarte una vez, Untal Samuel Spade, publicadosoriginalmente en The AmericanMagazine en 1932, y la novela Elhalcón maltés, que ha permanecidoen la memoria colectiva como unode los mayores hitos del género

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negro de todos los tiempos. En1530, los caballeros de la Orden deMalta regalaron al emperadorCarlos V una estatuilla en forma dehalcón repleta de piedras preciosasque durante más de cuatro siglos hasido objeto de robos ydesapariciones. En pleno siglo XX,el halcón aparece en San Francisco,donde es codiciado por una bandainternacional de criminales atraídapor su incalculable valor. Eldetective Sam Spade, tras elmisterioso asesinato de su socio

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Miles Archer, se verá envuelto enla búsqueda de la extraña estatuillay deberá lidiar con un sifín dementiras, traiciones, asesinatos, yuna seductora clienta que ocultaoscuros secretos.

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DASHIELLHAMMETT

Todos los casos de Sam Spade

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RBA

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Sinopsis

Todo Sam Spadeengloba las cuatro únicasobras que Hammettescribió sobre el famosodetective: los relatosDemasiados han vivido,Solo pueden colgarte unavez, Un tal SamuelSpade, publicadosoriginalmente en The

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American Magazine en1932, y la novela Elhalcón maltés, que hapermanecido en lamemoria colectiva comouno de los mayores hitosdel género negro detodos los tiempos. En1530, los caballeros dela Orden de Maltaregalaron al emperadorCarlos V una estatuillaen forma de halcónrepleta de piedras

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preciosas que durantemás de cuatro siglos hasido objeto de robos ydesapariciones. En plenosiglo XX, el halcónaparece en SanFrancisco, donde escodiciado por una bandainternacional decriminales atraída por suincalculable valor. Eldetective Sam Spade,tras el misteriosoasesinato de su socio

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Miles Archer, se veráenvuelto en la búsquedade la extraña estatuilla ydeberá lidiar con un sifínde mentiras, traiciones,asesinatos, y unaseductora clienta queoculta oscuros secretos.

Autor: Hammett, Dashiell©2011, RBAColección: Serie negra (RBA),

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102ISBN: 9788498679496Generado con: QualityEbook

v0.64

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Dashiell Hammett

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Todos los casos de SamSpade

TÍTULO original: The MalteseFalcon

Dashiell Hammett, 1930

Traducción: Luis Murillo Fort

Para Jose

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EL HALCÓNMALTÉS

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1 spade & archer

SAMUEL Spade tenía unamandíbula larga y huesuda, con labarbilla en forma de V, debajo deotra V, la de la boca, esta másflexible. Las aletas de la narizretrocedían ligeramente formando, asu vez, otra V más pequeña. Losojos, de un gris pálido, eranhorizontales. El motivo V loretomaban unas cejas tirando apobladas que nacían de dos surcos

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idénticos sobre la nariz ganchuda, yel cabello castaño muy claro partíade unas sienes altas y achatadaspara terminar en punta sobre lafrente. Tenía un simpático aspectode Satanás rubio.

—¿Sí, encanto? —le dijo aEffie Perine.

Era una chica espigada,tostada por el sol. El vestido de telafina se pegaba a su cuerpoproduciendo un efecto de humedad.Tenía unos ojos castaños yjuguetones y una cara tersa y un

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poco masculina. Cerró la puerta, serecostó en ella, y dijo:

—Hay una chica que quiereverte. Se llama Wonderly.

—¿Cliente?—Tal vez. De todos modos, te

conviene recibirla: está como untren.

—Pues hazla pasar, mi vida —replicó Spade—, hazla pasar.

Effie Perine abrió la puertaque comunicaba la antesala con larecepción, se hizo a un lado y, conuna mano en el tirador, dijo:

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—¿Quiere usted pasar,señorita Wonderly?

Se oyó un «Gracias» en vozmuy baja —solo la perfectaarticulación hizo inteligible lapalabra—, y una mujer jovenfranqueó la entrada. Con pasovacilante, avanzó despacio mientrasmiraba a Spade con unos ojos azulcobalto, tímidos y sagaces al mismotiempo. Era alta, con un cuerpoesbelto y flexible, ni un solo ángulo.Su cuerpo se mostraba erguido, conlos senos altos, las piernas largas, y

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manos y pies pequeños. Lucía dostonos de azul a juego con el colorde sus ojos. El cabello queasomaba ensortijado bajo elsombrero azul era de un rojooscuro, mientras que sus carnososlabios eran de un rojo más subido.Unos dientes blancos brillaron en lamedia luna de su tímida sonrisa.

Spade se levantó haciendo unaespecie de reverencia cortés, altiempo que le indicaba con unamano de gruesos dedos la butaca deroble que había junto al escritorio.

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Medía poco más de un metroochenta. El fuerte decliveredondeado de los hombros daba asu cuerpo un aire casi cómico —menos ancho que grueso— eimpedía que la americana grisrecién planchada le sentara bien.

La señorita Wonderly dijo«Gracias» en el mismo murmullo deantes y se sentó en el borde delasiento de madera.

Spade se dejó caer en su sillagiratoria, hizo un cuarto de giropara quedar de cara a ella y sonrió

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educadamente. Sonrió sin separarlos labios. Todas las uves de sucara se alargaron. A través de lapuerta llegaban los sonidos de lamáquina en la que Effie Perineestaba escribiendo: el tac-taca-tac,el campanilleo, el rumor del carroal girar. En alguna oficina cercanavibraba una máquina eléctrica conun ruido sordo. Sobre la mesa deSpade, un cigarrillo se consumíalentamente en un cenicero de latónrepleto de colillas retorcidas.Copos grises de ceniza salpicaban

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la superficie amarillenta delescritorio, así como el secanteverde y los papeles esparcidos. Poruna ventana con cortinas beige,abierta unos veinte o veinticincocentímetros, entraba del patio unaire que olía ligeramente aamoniaco. La ceniza sueltabailoteaba en la corriente.

La señorita Wonderly observóel bailoteo de los copos de ceniza.Sus ojos se movían inquietos.Estaba sentada en el borde mismode la butaca y sus pies se apoyaban

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planos en el suelo, como siestuviera a punto de levantarse. Susmanos, enguantadas de oscuro,sujetaban férreamente un oscurobolso plano sobre su regazo. Spadese retrepó en su butaca al tiempoque preguntaba:

—Bien, señorita Wonderly,¿en qué puedo ayudarla?

Ella se sobresaltó un poco, lomiró. Después tragó saliva y dijo,atropelladamente:

—¿Usted podría...? Hepensado... bueno, es que... —Acto

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seguido, se torturó el labio inferiory no dijo más. Sus ojos, sinembargo, suplicaron por ella.

Spade sonrió, asintiendo conla cabeza como si la hubieraentendido, pero transmitiendo laimpresión de que no ocurría nadagrave.

—¿Qué le parece si me locuenta usted desde el principio —dijo—, y así sabremos qué medidashay que tomar? Remóntese lo másatrás que pueda.

—Fue en Nueva York.

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—Continúe.—No sé dónde se conocieron.

Quiero decir en qué lugar concretode Nueva York. Ella es cinco añosmás joven que yo (solo tienediecisiete) y no compartíamosamistades. Creo que nunca hemostenido la intimidad que cabríaesperar de dos hermanas. Mispadres están en Europa. Se moriríande pena. He de hacer que vuelvaantes de que ellos regresen.

—Continúe —dijo él.—Vuelven el primero de mes.

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Los ojos de Spade seiluminaron.

—Entonces tenemos dossemanas —dijo.

—No supe lo que había hechomi hermana hasta que llegó la carta.Me puse frenética. —Los labios letemblaban; el bolso apoyado en suregazo estaba siendo sometido a unsevero aplastamiento—. Tuvedemasiado miedo de que hubierahecho algo así como para acudir ala policía, pero el miedo a que lehubiera sucedido algo a ella me

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empujaba a hacerlo. No tenía anadie a quien pedir consejo. Nosabía qué hacer. ¿Qué podía haceryo?

—Nada, naturalmente —dijoSpade—, ¿y entonces llegó lacarta?

—Así es, y yo le envié untelegrama pidiéndole que volviera acasa. Lo mandé a una lista decorreos, mi hermana no me diootras señas. Esperé una semanaentera y nada, ni una palabra deella. A todo esto, el regreso de mis

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padres se iba acercando, de modoque decidí venir a San Francisco abuscarla. Le escribí diciendo quevenía. No debería haberlo hecho,¿verdad?

—Tal vez no. Acertar nosiempre es fácil. Y ¿no ha dado conella?

—No. Le escribí que mehospedaría en el St. Mark,suplicándole que fuera a verme yque me dejara hablar con ellaaunque no tuviese ninguna intenciónde volver a casa conmigo. Pero no

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se ha presentado. He esperado tresdías y nada, ni siquiera me haenviado un mensaje.

Spade asintió con su cabeza deSatanás rubio, frunció uncomprensivo entrecejo y apretó loslabios.

—Ha sido horrible —continuóla señorita Wonderly, intentandosonreír—. No podía quedarmesentada, esperando, sin saber qué lehabía pasado, o qué le podía estarpasando. —Cejó en su intento desonreír. Se estremeció visiblemente

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—. La única dirección que tenía deella era la lista de correos. Leescribí otra carta, y ayer por latarde fui a la oficina de Correos.Estuve allí hasta que se hizo denoche, pero no la vi. Esta mañanahe vuelto a ir, y Corinne sigue sinaparecer, pero a quien sí he visto hasido a Floyd Thursby.

Spade asintió de nuevo con lacabeza. El ceño desapareció,dejando en su lugar un semblante deextremada atención.

—No ha querido decirme

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dónde estaba Corinne —continuóella—. No ha querido decirmenada, excepto que estaba contenta ybien. Pero ¿cómo me lo voy acreer? Es lo que él me diría detodos modos, ¿no?

—Sin duda —convino Spade—. Pero también podría ser verdad.

—Espero que lo sea. Ojalá losea —exclamó la joven—. Pero nopuedo volver a casa sin haberlavisto, sin haber hablado con ella almenos por teléfono. Él se ha negadoa llevarme, dice que Corinne no

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quiere verme. Eso no me lo puedocreer. Me ha prometido que le diríaque me había visto, y que la traeríaconsigo (si ella aceptaba) estanoche al hotel. Pero luego dijo queseguro que no iba a querer. Floydme ha prometido que de todosmodos él vendría. Y...

Se interrumpió llevándose unamano a la boca en el momento enque se abría la puerta.

El hombre que la había abiertodio un paso hacia el interior, dijo«¡Oh, perdón!», se quitó

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apresuradamente el sombreromarrón que llevaba y dio marchaatrás.

—No pasa nada, Miles —ledijo Spade—. Entra. SeñoritaWonderly, le presento al señorArcher, mi socio.

Miles Archer volvió a entraren el despacho. Cerró la puerta,sonrió a la joven e hizo un gestovagamente cortés con el sombreroque sostenía en la mano. Era deestatura mediana y complexiónatlética, los hombros anchos, el

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cuello grueso, el rostro jovial y debuen color y unas cuantas canas enel pelo muy corto. Aparentabapasar de los cuarenta y tantos añoscomo Spade aparentaba pasar delos treinta.

—La hermana de la señoritaWonderly se escapó de Nueva Yorkcon un tal Floyd Thursby —explicóSpade—. Ahora están aquí. Laseñorita ha hablado con Thursby yha quedado con él esta noche.Puede que Thursby lleve a suhermana consigo, aunque lo más

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probable es que no. La señoritaWonderly quiere que encontremos asu hermana, la apartemos de eseindividuo y la hagamos volver acasa. —Miró a la señoritaWonderly—. ¿No es así?

—Sí —dijo ella, en unsusurro. La vergüenza, que habíaido desapareciendo gracias a lasobsequiosas sonrisas de Spade, asus asentimientos de cabeza y sutono tranquilizador, comenzaba adevolverle el color a su cara. Miróel bolso que tenía en el regazo y

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empezó a toquetearlo nerviosa.Spade le hizo un guiño a su

socio. Miles Archer se aproximó yse detuvo junto a una esquina de lamesa. Mientras la chica miraba elbolso, él la miró a ella. Sus ojilloscastaños la recorrieron en osada ypositiva valoración desde la carahasta los pies y vuelta a subir.Después miró a Spade y simulólanzar un silbido de admiración.

Spade hizo un rápido gesto deadvertencia levantando apenas dosdedos del brazo de la butaca y dijo:

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—No creo que vaya a serdifícil. Es solo cuestión de apostarun hombre en el hotel y hacer que lesiga cuando se marche, de ese modonos llevará hasta su hermana. Siresulta que ella se presenta con él yusted la convence para que vuelva acasa, tanto mejor. Si no (si suhermana no quiere abandonarlo unavez hayamos dado con ella), bueno,ya encontraremos la manera desolucionarlo.

—Claro —dijo Archer. Su vozera ronca, ordinaria.

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La señorita Wonderly miró aSpade, fugazmente, juntando elentrecejo.

—¡Pero deben tener cuidado!—exclamó. La voz le tembló unpoco, sus labios parecían aquejadosde un tic nervioso—. Ese hombreme da mucho miedo, no sé de lo quesería capaz. Ella es muy joven, yque la haya traído aquí desdeNueva York me parece muy... ¿Noserá...? ¿No puede hacerle algúndaño a mi hermana?

Spade sonrió al tiempo que

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palmeaba los brazos de la butaca.—Eso corre de nuestra cuenta

—dijo—. Sabremos cómo tratar aese individuo.

—Pero —insistió ella—,¿creen que podría...?

—Todo es posible, desdeluego. —Spade asintió con gestosensato—. Pero puede confiar enque nos encargaremos de eso.

—No, si no es que desconfíe—dijo ella, sincera—, pero quieroque sepan que ese hombre espeligroso. Estoy casi convencida de

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que no se detendría ante nada. Nocreo que dudara en... en matar aCorinne si pensara que así puedesalvarse él. ¿Creen que podríahacerlo?

—Dígame, no le habrá ustedamenazado, ¿verdad?

—Le dije que lo único quequería era llevarla a ella casa antesde que volvieran mis padres, paraque no se enteraran de lo que habíahecho. Le prometí no contarles nadaa ellos si él me ayudaba, pero quesi no, papá se encargaría de que le

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dieran su merecido. Diría que nome creyó del todo.

—¿Y no perseguirá casarsecon su hermana? —preguntóArcher.

La chica se ruborizó. Surespuesta denotó confusión.

—Tiene mujer y tres hijos enInglaterra. Corinne me lo dijo porcarta, para explicarme por qué sehabía fugado con él.

—Suele pasar —dijo Spade—, lo de Inglaterra es solo unañadido. —Se inclinó al frente para

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coger lápiz y una libreta—. ¿Quéaspecto tiene él?

—Oh, pues rondará los treintay cinco años, es alto como usted, depiel morena, o quizá toma mucho elsol. Tiene el pelo oscuro y unascejas espesas. Habla siempremedio gritando, a lo fanfarrón, y esde carácter nervioso e irritable. Dala impresión de ser una persona...violenta.

Spade, que estaba escribiendo,preguntó sin alzar la vista:

—¿Color de ojos?

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—Azul gris, acuosos, pero sumirada no es de persona débil. Ah,sí, y tiene una hendidura muymarcada en el mentón.

—¿Complexión delgada,normal, recia?

—Se le ve en forma. Tiene lasespaldas anchas y camina muyerguido, se podría decir que con unporte muy militar. Esta mañanallevaba puesto un traje gris claro yun sombrero también gris.

—¿A qué se dedica? —preguntó Spade dejando el lápiz

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sobre la mesa.—Lo ignoro. No tengo la más

remota idea.—¿A qué hora han quedado?—A partir de las ocho.—Muy bien, señorita

Wonderly, tendremos un hombreapostado allí. Iría bien que...

—Señor Spade, ¿no podría irusted, o el señor Archer? —Hizo ungesto de súplica con ambas manos—. ¿No podrían ocuparsepersonalmente del asunto uno de losdos? No estoy diciendo que el

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hombre que enviarían no estécapacitado, pero es que tengomucho miedo de lo que puedapasarle a Corinne. Me da miedo esehombre. ¿No podrían ir ustedes?Bueno, ya me imagino que en esecaso tendría que pagar más... —Abrió el bolso con dedos nerviososy puso dos billetes de cien dólaresencima de la mesa de Spade—.¿Bastará con esto?

—Sí —dijo Archer—. Iré yomismo.

La señorita Wonderly se puso

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de pie, tendiéndole impulsivamenteuna mano.

—¡Gracias! ¡Muchas gracias!—exclamó. Luego le estrechó lamano a Spade y repitió—:¡Gracias!

—No hay de qué —dijo Spade—. Iría bien que recibiera usted aThursby en la planta baja, o que sedeje ver con él en el vestíbulo.

—De acuerdo —dijo ella, ydio otra vez las gracias a los dossocios.

—Y no intente buscarme —le

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advirtió Archer—. Ya la veré yo austed.

Spade acompañó a la señoritaWonderly hasta la puerta delpasillo. Cuando volvió, Archerseñaló con la cabeza los billetes decien que había sobre el escritorio,soltó un gruñido de placerdiciendo:

—Bastan y sobran. —Cogióuno, lo dobló y se lo metió en unbolsillo del chaleco—. Y en elbolso llevaba a sus hermanitos —agregó.

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Spade se guardó el otro billeteantes de tomar asiento.

—No me la aprietesdemasiado, Miles —dijo—. ¿Quéte ha parecido?

—¡Preciosa! Y me dices queno la apriete. —Archer soltó unarisotada, pero ahora sin alegría—.Puede que tú la hayas vistoprimero, Sam, pero el primero enhablar he sido yo. —Hundió lasmanos en los bolsillos del pantalóny se balanceó sobre los talones.

—Le causarás estragos, claro

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que sí. —Spade sonrió enseñandolos dientes como un lobo—. Tienescerebro, claro que lo tienes.

Se puso a liar un cigarrillo.

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2 muerte en la niebla

SONÓ un teléfono en la oscuridad.Al tercer timbrazo crujieron unosmuelles, unos dedos tantearon en lamadera, algo pequeño y duro cayócon un golpe sordo al sueloalfombrado, los muelles crujieronde nuevo, y una voz de hombre dijo:

—¿Diga?... Sí, al habla...¿Muerto?... Sí... Quince minutos.Gracias.

Un interruptor hizo clic y un

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globo blanco colgado de trescadenas doradas en mitad del techollenó de luz la habitación. Spade,descalzo y con pijama a cuadrosverdes y blancos, se sentó en elborde de la cama. Miró con malacara el teléfono que había sobre lamesita de noche mientras sus manoscogían el librito de papel de fumary la bolsa de tabaco Bull Durham.Un aire frío y brumoso entraba pordos ventanas abiertas, llevandoconsigo el gemido amortiguado dela sirena de niebla de Alcatraz

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media docena de veces por minuto.Las manecillas de un despertadorde hojalata, precariamente apoyadoen una esquina de los CelebratedCriminal Cases of America, deThomas Duke —boca abajo sobrela mesita—, señalaban las dos ycinco.

Spade procedió a liaresmeradamente un cigarrillo consus gruesos dedos: después deechar la cantidad justa de hebracolor canela sobre un papelcurvado y extenderla de modo que

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hubiese el mismo volumen en cadaextremo y una ligera depresión en elcentro, hizo rodar hacia dentro elborde interior del papel con lospulgares y luego hacia arriba, bajoel borde exterior, sin dejar depresionar con ambos índices,deslizando los dedos hacia elexterior del cilindro de papel parasostenerlo recto al tiempo quepasaba la lengua por el bordeencolado, y finalmente índice ypulgar izquierdos pellizcaron unextremo mientras índice y pulgar

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derechos alisaban la costurahumedecida, volvían en surecorrido hacia arriba y llevaban elextremo contrario hasta la boca.Spade recogió el encendedor deníquel y piel de cerdo que habíacaído al suelo, lo manipuló y, conel cigarrillo encendido en lacomisura de la boca, se puso depie. Se quitó el pijama. El grosorde sus brazos, piernas y torso,prácticamente lisos, y la formaredondeada de sus fuertes hombrosdaban a su cuerpo un aspecto de

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oso. Era como un oso afeitado: notenía un solo pelo en el pecho, supiel era suave y rosada como la deun niño.

Se rascó el cogote y empezó avestirse. Eligió una combinacióncamiseta-calzoncillo blanca,calcetines grises, ligas negras yunos zapatos marrón oscuro.Cuando se los hubo atado, llamópor teléfono a Graystone 4500 ypidió un taxi. Se puso una camisablanca con rayas verdes, un cuelloblando blanco, una corbata verde,

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el traje gris que había llevado esedía, un abrigo de tweed holgado yun sombrero gris oscuro. El timbrede la puerta de abajo sonó mientrasmetía tabaco, llaves y dinero en losbolsillos.

En el punto donde Bush Streetpasaba sobre Stockton antes deprolongarse cuesta abajo haciaChinatown, Spade pagó al taxista yse apeó. La niebla nocturna de SanFrancisco, fina, pegajosa ypenetrante, empañaba la calle. Aunos metros de donde Spade había

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despedido el taxi, un grupito dehombres miraba hacia un callejón.En la otra acera de Bush Street dosmujeres y un hombre mirabantambién el callejón. En algunasventanas se veían cabezas.

Spade cruzó la acera entrebarandillas de hierro que dabansobre feas escaleras desnudas, seacercó al pretil y, apoyando lasmanos, miró hacia abajo, a StocktonStreet.

Un automóvil salió del túnelcon un silbido ronco, como si lo

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hubieran apagado soplando, y seperdió de vista. No muy lejos de laboca del túnel había un hombre encuclillas frente a una vallapublicitaria con anuncios de unapelícula y de una marca degasolina, en el espacio entre doscomercios. La cabeza del hombrecasi tocaba el suelo a fin de podermirar por debajo de la valla; unamano plana sobre el pavimento y laotra agarrada al armazón lomantenían en tan grotesca postura.Dos hombres atisbaban apretujados

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por el hueco que quedaba entre unextremo de la valla y el edificio deese lado. La casa del otro extremotenía un muro lateral gris, sin vanos,que daba al solar de detrás de lavalla. En el muro parpadeabanluces, así como las sombras de unoshombres que se movían entre ellas.

Spade se apartó del pretil yenfiló Bush Street hacia el callejóndonde había gente mirando. Unagente de policía que mascabachicle bajo un rótulo esmaltado querezaba Burritt St. en letras blancas

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sobre fondo azul oscuro sacó unbrazo y dijo:

—¿Qué busca aquí?—Soy Sam Spade. Me acaba

de telefonear Tom Polhaus.—Ya, claro. —El policía bajó

el brazo—. No le había reconocido.Están ahí detrás. —Señaló con elpulgar a sus espaldas—. Malasunto.

—Y que lo diga —convinoSpade, y echó a andar por elcallejón. Hacia la mitad del mismo,no lejos de la entrada, había una

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ambulancia. Detrás del vehículo, ala izquierda, el callejón estabadelimitado por una cerca de casi unmetro de altura, hecha de tabloneshorizontales sin cepillar. Más alláde la cerca un terreno oscuro seextendía en pronunciada pendientehasta la valla publicitaria de másabajo, en Stockton Street. Unos tresmetros de la parte superior de lacerca habían sido arrancados deuno de los postes y colgaban delposte siguiente. A unos cuatrometros y medio cuesta abajo

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sobresalía una piedra grande,achatada. En el hueco entre lapiedra y el suelo yacía MilesArcher, boca arriba. Dos hombresestaban de pie junto a él. Unosostenía en alto una linterna eiluminaba al muerto. Otros hombresprovistos de luces subían o bajabanpor la pendiente.

Uno de ellos saludó de lejos aSpade —«Hola, Sam»— y remontóhasta el callejón, precedido por supropia sombra. Era un hombre altoy tripudo de ojillos astutos, boca

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gruesa y mejillas descuidadamenteafeitadas. Tenía sucios los zapatos,las rodillas, las manos y el mentón.

—Me figuraba que querríasverlo antes de que nos lolleváramos —dijo, pasando porencima de la cerca rota.

—Gracias, Tom —dijo Spade—. ¿Cómo ha sido? —Se acodó enuna estaca del vallado y miró hacialos hombres que estaban más abajo,devolviendo el saludo a aquellosque lo saludaban con la cabeza.

Tom Polhaus se señaló el

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pecho izquierdo con un dedo sucio.—Le dieron justo en el

corazón... con esto. —Sacó unrevólver grueso del bolsillo de suabrigo y se lo alargó a Spade. Lasconcavidades de la superficieestaban incrustadas de barro—. UnWebley. Es inglés, me parece.

Spade levantó el codo de lacerca y se inclinó para examinar elarma, pero no la tocó.

—Sí —dijo—. Un revólverautomático Webley-Fosbery.Calibre treinta y ocho, de ocho

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disparos. Ya no los fabrican.¿Cuántas balas ha disparado?

—Una. —Tom se señaló elpecho otra vez—. Ya debía de estarmuerto cuando rompió la cerca. —Levantó un poco el arma y preguntó—: ¿Habías visto antes un revólverasí?

Spade asintió.—He visto varios Webley-

Fosbery, sí —dijo sin interés, yacto seguido habló muy rápido—:Le dispararon aquí arriba, ¿eh?Justo donde estás tú ahora, de

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espaldas a la cerca. El tipo que lomató estaba aquí. —Se situódelante de Tom y levantó una manoa la altura del pecho apuntando conel índice extendido—. Se lo carga yMiles cae para atrás, se lleva pordelante la parte superior de la cercay rueda cuesta abajo hasta que lofrena esa roca. ¿Voy bien?

—Vas bien —respondió Tom,despacio, al tiempo que juntaba lascejas—. El fogonazo le chamuscóla chaqueta.

—¿Quién lo encontró?

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—El guardia que estabahaciendo la ronda, Shilling. Bajabapor Bush y justo cuando pasaba poraquí los faros de un automóvil algirar iluminaron este trecho, yentonces vio el desperfecto en lacerca. Se acercó para echar unaojeada y encontró el cadáver.

—¿Y qué hay de ese automóvilque estaba girando?

—Nada en absoluto, Sam.Shilling no le prestó ningunaatención porque en ese momento nosabía que hubiera ocurrido nada. Él

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dice que de aquí no salió nadiemientras se acercaba por Powell;de lo contrario, lo habría visto. Laotra posible vía es pasando pordebajo de la valla publicitaria, enStockton. Nadie fue por ese lado. Elsuelo está empapado a causa de laniebla, y ahí no hay más huellas quelas que dejó Miles al deslizarsecuesta abajo y la del revólver alrodar.

—¿Y nadie oyó el disparo?—Por el amor de Dios, Sam,

si hemos llegado hace un momento.

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Alguien tuvo que oírlo, pero aún nohemos dado con él. —Giróapoyando una pierna en la cerca—.¿Bajas a echarle un vistazo antes deque lo levanten?

—No —dijo Spade.Tom se detuvo a horcajadas de

la cerca, volvió la cabeza y miró aSpade con ojillos sorprendidos.

—Ya lo has visto tú —dijoSpade—. Con eso me basta.

Sin dejar de mirarlo, Tomasintió con gesto indeciso y acabóde pasar la pierna sobre la cerca.

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—Miles tenía su arma en lapistolera del cinto —dijo—. No lahabía disparado. El abrigo,abrochado de arriba abajo. Llevabaencima ciento sesenta y picodólares. ¿Estaba trabajando, Sam?

Spade, tras dudar un instante,asintió.

—¿Y bien? —dijo Tom.—Se suponía que estaba

siguiendo a un tipo llamado FloydThursby —contestó Spade, ydescribió a Thursby tal como laseñorita Wonderly se lo había

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descrito a él.—¿Por qué razón?Spade metió las manos en los

bolsillos del abrigo y miró a Tomparpadeando de sueño.

—¿Por qué razón? —repitióTom.

—Podría tratarse de un inglés.No sé de qué va la cosa.Tratábamos de averiguar dóndevive. —Spade sonrió ligeramente ysacó una mano del bolsillo paradarle una palmada a Tom en elhombro—. No me atosigues. —

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Volvió a meter la mano en elbolsillo—. Me marcho, tengo quedarle la noticia a la mujer de Miles.—Dio media vuelta.

Tom torció el gesto, abrió laboca para decir algo, la cerró,carraspeó un poco, dejó de torcer elgesto y habló con una especie deáspera dulzura:

—Es duro que se lo hayancargado así. Miles tenía susdefectos como cualquier hijo devecino, pero supongo que tambiéntendría sus cosas buenas.

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—Yo también lo supongo —convino Spade, en un tono que nodejaba entrever absolutamentenada, y salió del callejón.

En la esquina de Bush yTaylor, en un drugstore abiertotoda la noche, Spade llamó porteléfono.

—Preciosa —dijo, un pocodespués de que le pasaran—, aMiles le han pegado un tiro... Sí,está muerto... No te pongasnerviosa... Sí... tendrás quecontárselo a Iva... Ni hablar, yo no.

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Tienes que hacerlo tú... Buenachica... Y que no vaya por laoficina... Dile que la veré, qué séyo, dentro de unos días... Sí, perono me comprometas a nada... Asíme gusta. Eres un ángel. Adiós.

El despertador de hojalatamarcaba las cuatro menos veintecuando Spade encendió el globosuspendido del techo. Dejando elsombrero y el abrigo encima de lacama, fue a la cocina y volviómomentos después con un vaso yuna botella de Bacardi. Se sirvió un

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trago y se lo bebió de pie. Dejóbotella y vaso encima de la mesita,se sentó en la cama y lió uncigarrillo. Iba por el tercer trago deBacardi y estaba liando el quintocigarrillo cuando sonó el timbre delportal. El despertador marcaba lascuatro y media. Spade suspiró, selevantó de la cama y fue al teléfonointerior que estaba al lado delcuarto de baño. Pulsó el botón paraabrir la puerta de la calle.Masculló: «Maldita sea, ya lostenemos aquí» y se quedó allí

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quieto, el gesto torcido, respirandoentrecortadamente mientras unligero arrebol se extendía por sucara.

Le llegó el chirrido de lapuerta del ascensor en el pasillo alabrirse y cerrarse. Spade suspiró denuevo y se dirigió hacia la puerta.Al otro lado sonaron pisadas,fuertes pero mullidas sobre el sueloalfombrado, pasos de dos hombres.El rostro de Spade se animó. Susojos ya no estaban contrariados.Abrió rápidamente la puerta.

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—Hola, Tom —le dijo alinspector alto y tripudo con quienhabía estado hablando en BurrittStreet—. Hola, teniente —le dijo alque le acompañaba—. Pasad.

Los recién llegados saludaroncon la cabeza, sin intercambiarpalabra, y entraron. Spade cerró lapuerta y los condujo al dormitorio.Tom se sentó en una punta del sofá,junto a las ventanas. El teniente lohizo en una silla al lado de lamesita de noche. Este era unhombre robusto, con una cabeza

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redonda de pelo corto entrecano yuna cara cuadrada en la quedominaba un bigote corto entrecano.Llevaba prendida en la corbata unamoneda de oro de cinco dólares, yen la solapa, una pequeña insigniade alguna sociedad secreta,adornada con diamantes.

Spade fue a la cocina a pordos vasos, los llenó —también elsuyo— de Bacardi, se los pasó aambos y se sentó en un lado de lacama con su propio vaso. Tenía unaexpresión plácida, exenta de

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curiosidad. Levantó el vaso, dijo:«Por el éxito del crimen», y se lobebió de un trago.

Tom vació el suyo, lo dejójunto a sus pies en el suelo y sepasó un dedo sucio de barro por loslabios. Contempló los pies de lacama como si tratara de recordarqué era lo que le recordaba. Elteniente contempló su vaso duranteunos diez o doce segundos, tomó unpequeño sorbo y dejó el vaso sobrela mesita que tenía al lado. Examinóla habitación con mucho

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detenimiento y luego miró a Tom.Este se rebulló inquieto en el sofáy, sin levantar la vista, preguntó:

—¿Le has dado la noticia a lamujer de Miles, Sam?

—Sí —dijo Spade.—¿Cómo se lo ha tomado?Spade meneó la cabeza.—Yo de mujeres no sé nada.—Y una mierda —dijo Tom

en voz baja.El teniente apoyó las manos en

las rodillas y se inclinó hacia elfrente. Sus ojos verdosos estaban

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fijos en Spade de un modopeculiarmente rígido, como sicambiar el enfoque dependieraúnicamente de tirar de una palancao pulsar un botón.

—¿Qué clase de arma utilizas?—preguntó.

—Ninguna. No me gustanmucho las armas. En la oficina hayvarias, por supuesto.

—Me gustaría ver alguna —dijo el teniente—. ¿No tendrás unapor aquí?

—No.

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—¿Seguro?—Mira tú mismo. —Spade

sonrió y agitó ligeramente su vasovacío—. Puedes ponerlo todo patasarriba. No voy a chillar, siempre ycuando traigas una orden deregistro.

Tom protestó:—¡Eh, oye, Sam!Spade dejó el vaso sobre la

mesita y se levantó encarando alteniente.

—¿Qué es lo que quieres,Dundy? —preguntó, con una voz tan

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fría y dura como sus ojos.Los del teniente Dundy se

habían movido para mantenerenfocado a Spade. Solo sus ojos sehabían movido. Tom volvió acambiar el peso de sitio, resoplóaudiblemente y dijo, mediogruñendo y medio suplicando:

—No estamos buscandoproblemas, Sam.

Haciendo caso omiso, Spadele dijo a Dundy:

—Bueno, habla de una vez. Dilo que quieres. ¿Quién diablos te

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has creído que eres, tratando deliarme en mi propia casa?

—Muy bien —dijo Dundy,sacando apenas la voz—, siéntate yescucha.

—Me sentaré si me da la gana—dijo Spade, sin moverse dedonde estaba.

—Sé razonable, por el amorde Dios —imploró Tom—. ¿Quésentido tiene que nos peleemos? Sino hemos hablado claro de entradaes porque cuando te pregunté quiénera ese Thursby tú te permitiste el

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lujo de decir que no era asunto mío.No puedes tratarnos así, Sam. Noestá bien y no te estás haciendoningún favor. Nosotros cumplimoscon nuestra obligación.

El teniente Dundy se situó deun salto delante de Spade y arrimóla cara a la del otro, que era másalto.

—Ya te advertí que un día deestos ibas a dar un paso en falso —le espetó.

Spade hizo una mueca dedesdén, al tiempo que levantaba las

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cejas.—Todos damos un paso en

falso alguna vez —replicó conburlona mansedumbre.

—Y esta vez te toca a ti.Spade sonrió, meneando la

cabeza.—No, te equivocas. —Dejó de

sonreír. Su labio superior, por ellado izquierdo, tembló revelando uncolmillo. Sus ojos seempequeñecieron, hoscos, y su vozsonó ahora tan profunda como ladel teniente—. No me gusta esto.

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¿Qué estáis tramando? Contádmelode una vez o largaos y dejad que meacueste.

—¿Quién es Thursby? —exigió saber Dundy.

—Ya le expliqué a Tom lo quesé de él.

—A Tom no le explicaste casinada.

—Casi nada es lo que sé.—¿Por qué lo seguías?—Yo no lo seguía. Era Miles,

por la puñetera razón de queteníamos un cliente que nos pagaba

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una buena pasta por seguir a esetipo.

—¿Quién es el cliente?La placidez volvió al rostro y

a la voz de Spade. En tonoreprobatorio dijo:

—Sabes de sobras que nopuedo decírtelo hasta que lo hayahablado con mi cliente.

—Si no me lo dices a mí,tendrás que decírselo al juez —leespetó Dundy—. Se trata de unasesinato, que no se te olvide.

—Tal vez. Pero hay una cosa

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que tú tampoco debes olvidar,monada. Lo diré o no según mesalga de las narices. Ya hace muchotiempo que no me echo a llorarporque no le caiga simpático a unpoli.

Tom dejó el sofá y se sentó alos pies de la cama. Su rostro,aparte de mal afeitado y sucio defango, mostraba cansancio yarrugas.

—Sé razonable, Sam —insistió—. Danos una oportunidad.¿Cómo vamos a descubrir nada

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sobre la muerte de Miles si tú nonos cuentas lo que sabes?

—Eso no tiene por quécausarte ningún dolor de cabeza —dijo Spade—. Yo me ocuparé demis muertos.

El teniente se sentó y apoyónuevamente las manos en lasrodillas. Sus ojos eran como dosdiscos verdes calientes.

—Eso pensé que harías —dijo. Sonrió con lúgubresatisfacción—. Esa es exactamentela razón por la que hemos venido a

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verte. ¿No es cierto, Tom?Tom rezongó, sin llegar a

articular palabra. Spade miró aDundy con cautela.

—Es exactamente lo que ledije yo a Tom —continuó elteniente—. Le dije: «Tom, me da enla nariz que Sam Spade es de losque prefiere que los problemasfamiliares no salgan de casa». Esoes precisamente lo que le dije.

La cautela desapareció de losojos de Spade. Ahora tenía unamirada opaca, de aburrimiento.

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Volvió la cabeza hacia Tom y lepreguntó con suma delicadeza:

—Y a tu novio ¿qué le picaahora?

Dundy se levantó de un salto ypercutió el pecho de Spade con lapunta de dos dedos doblados.

—Esto y nada más —dijo,recalcando mucho cada palabra,dando énfasis a través del contactode sus dedos—: A Thursby le handisparado delante de su hotel,treinta y cinco minutos después deque tú te marcharas de Burritt

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Street.Spade habló recalcando las

palabras igual que el teniente:—Quítame tu manaza de

encima ahora mismo.Dundy retiró los dedos, pero

su tono no varió un ápice:—Tom dice que tenías tanta

prisa que ni siquiera quisiste echarun vistazo a tu socio.

Tom rezongó en tono dedisculpa:

—Hombre, Sam, maldita sea,es que te largaste de una manera...

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—Y no fuiste a casa de Archerpara dar la noticia a su mujer —continuó el teniente—. Pasamos porallí y estaba esa chica, la de tuoficina; nos dijo que la habíasenviado tú.

Spade asintió. La serenidad desu semblante rayaba en la idiotez.

El teniente Dundy levantó losdos dedos de antes para golpear denuevo el pecho de Spade, los bajórápidamente y dijo:

—Diez minutos para buscar unteléfono y hablar con esa chica;

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diez minutos para ir hasta el hotelde Thursby (en Geary cerca deLeavenworth), o pongamos quincecomo mucho. Eso quiere decir queestuviste diez o quince minutosesperando a que él apareciera.

—¿Acaso sabía dónde vivíaese tipo? —dijo Spade—. ¿Y sabíaque no había vuelto directamente acasa después de matar a Miles?

—Sabías lo que sabías y punto—contestó Dundy, testarudo—. ¿Aqué hora llegaste a casa?

—A las cuatro menos veinte.

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Estuve por ahí, pensando.Dundy movió exageradamente

su redonda cabeza arriba y abajo.—Sabíamos que a las tres y

media no estabas en casa.Intentamos localizarte por teléfono.¿Y por dónde estuviste«pensando»?

—Tiré por Bush Street y luegovolví.

—¿Viste a alguien que...?—No, no tengo testigos —dijo

Spade, y rió con ganas—. Siéntate,Dundy. No te has terminado el ron.

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Venga, Tom, trae acá tu vaso.—No, Sam, gracias —dijo

Tom.Dundy se sentó, pero sin

prestar atención a su vaso.Spade se sirvió, apuró el

trago, dejó el vaso sobre la mesita yvolvió a sentarse.

—Ahora sé qué terreno piso—dijo, mirando alternativamentecon ojos amistosos a los dosinspectores—: Siento habermepuesto agresivo, pero ver queintentabais hacerme pagar el pato

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me ha puesto nervioso. La muertede Miles me ha afectado mucho, yluego aparecéis vosotros y oshacéis los listos. Pero no pasa nada,ahora ya sé lo que buscáis.

—Olvídalo —dijo Tom. Elteniente guardó silencio.

—¿Thursby ha muerto? —preguntó Spade.

Mientras el teniente dudaba,Tom dijo:

—Sí.Fue ahí cuando Dundy

recuperó la voz, para decir en tono

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airado:—Y para que lo sepas, si es

que no lo sabes ya, murió antes depoder decirle nada a nadie.

Spade, que estaba liando uncigarrillo, preguntó sin levantar lavista:

—¿Qué quieres decir con eso?¿Que yo ya lo sabía?

—Quiero decir lo que hedicho —contestó secamente Dundy.

Spade lo miró con una sonrisaen los labios, sosteniendo en unamano el cigarrillo ya liado y en la

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otra el encendedor.—Todavía no me puedes

pescar, ¿eh, Dundy? —dijo. Elaludido le lanzó una mirada deacero y no respondió—. Bueno,entonces —continuó Spade—, nohay motivo para que me importe unamierda lo que puedas pensar,¿verdad, Dundy?

Tom intervino:—Venga, Sam, sé razonable.Spade se llevó el cigarrillo a

los labios, lo encendió y rióexpulsando el humo.

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—Seré razonable, Tom —prometió—. A ver, ¿cómo maté aese Thursby? Es que ya no meacuerdo.

Tom gruñó, molesto.—Le dispararon cuatro veces

por la espalda —dijo el teniente—,con un cuarenta y cuatro o uncuarenta y cinco, desde la otraacera, cuando se disponía a entraren el hotel. Nadie lo vio, pero es loque parece.

—Y él llevaba una Luger en lapistolera —añadió Tom—. No

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había sido disparada.—¿Qué sabe de Thursby la

gente del hotel? —preguntó Spade.—Nada salvo que hacía una

semana que estaba hospedado allí.—¿Él solo?—Él solo.—¿Qué llevaba encima?, ¿qué

encontrasteis en su habitación?Dundy se impacientó.—¿Qué crees tú que

deberíamos haber encontrado? —preguntó.

Spade hizo un vago

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movimiento circular con la manoque sostenía el cigarrillo.

—No sé, algo que indicaraquién era, en qué estaba metido.Bueno, ¿encontrasteis algo o no?

—Pensábamos que eso nos lodirías tú.

Spade miró al teniente con uncasi exagerado candor en sus ojosgris pálido.

—No he visto a Thursby en mivida: ni antes ni después de muerto.

El teniente se puso de pie,visiblemente disgustado. Tom se

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levantó bostezando ydesperezándose.

—Ya hemos preguntado lo queveníamos a preguntarte —dijoDundy, juntando el ceño sobre susojos duros como canicas verdes.Mantuvo su embigotado labiosuperior tenso sobre los dientes,dejando que el inferior expulsaralas palabras—. Te hemos contadomás que tú a nosotros. No importa.Me conoces bien, Spade. Hayassido tú o no, yo te trataré como esdebido y te daré las facilidades que

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pueda. No sé si te culparía mucho opoco, pero eso no me impediríatrincarte.

—De acuerdo —dijo Spadesin alterarse—, pero me sentiríamejor si te bebieras el ron.

El teniente Dundy se volvióhacia la mesa, cogió el vaso y loapuró despacio.

—Buenas noches —dijo,tendiendo la mano a Spade.

Se saludaronceremoniosamente. Luego Spade yTom hicieron otro tanto. Spade los

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acompañó hasta la puerta. Despuésvolvió, se desnudó, apagó las lucesy se metió en la cama.

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3 tres mujeres

CUANDO Spade llegó a su oficinaal día siguiente alrededor de lasdiez, Effie Perine estaba abriendola correspondencia sentada a sumesa. A pesar del bronceado, sucara de muchacho estaba pálida.Dejó a un lado el fajo de sobres yel cortaplumas de latón y dijo convoz queda, como una advertencia:

—Está ahí dentro.—Te pedí que no la dejaras

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entrar —protestó Spade, hablandotambién en voz baja.

Effie Perine abrió mucho susojos castaños y replicó en el mismotono irritado que su jefe.

—Sí, pero no me dijiste cómohacerlo. —Sus párpados se juntaronun poco. Dejó caer los hombros—.Y no me gruñas, Sam —dijo,cansada—. La he aguantado toda lanoche.

Spade se acercó a la chica,apoyó una mano en su cabeza y leacarició el pelo hacia atrás.

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—Perdona, cielo, no he... —Se interrumpió al abrirse la puertadel despacho—. Hola, Iva —dijo,saludando a la mujer que acababade abrirla.

—¡Oh, Sam! —exclamó ella.Era una mujer rubia de treinta ypocos. La hermosura de su carahabía dejado atrás su mejormomento unos cinco años antes.Tenía una figura exquisita y bienmodelada a pesar de su robustezgeneral. Vestía de negro delsombrero a los zapatos, pero sus

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prendas tenían un aire improvisado.Después de hablar, se apartó unpoco de la puerta y se plantóesperando a Spade.

Él retiró la mano de la cabezade Effie Perine y entró en eldespacho cerrando la puerta. Iva sele acercó al instante, alzando unacara triste para que él la besara. Sindarle tiempo a que la rodeara consus brazos, ella se abrazó a él. Unavez se hubieron besado, Spade hizoademán de apartarse, pero ellahundió la cara en su pecho y

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empezó a sollozar.Spade le acarició la espalda,

susurrando: «Pobrecilla». El tonofue tierno, pero sus ojos mirabanhacia la mesa que había ocupadosiempre su socio, enfrente de lasuya propia, llenos de rabia. Retirólos labios en una mueca deimpaciencia y apartó el mentón parano chocar con la copa del sombrerode ella.

—¿Avisaste al hermano deMiles? —le preguntó.

—Sí, ha pasado esta mañana.

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—Su voz llegó amortiguada por lossollozos y por el abrigo de Spade,que tenía pegado a la boca.

Él hizo otra mueca y dobló lacabeza para echar una ojeada alreloj que llevaba en la muñeca.Tenía a Iva rodeada con el brazoizquierdo, la mano sobre el hombroizquierdo de ella, y el puño estabalo bastante subido como para dejarel reloj al descubierto. Eran lasdiez y diez.

La mujer se agitó entre susbrazos y alzó de nuevo la cara. Sus

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redondos ojos azules estabananegados y con un cerco blanco.Tenía la boca húmeda.

—Oh, Sam —gimió—. ¿Le hasmatado tú?

Spade la contempló con losojos saliéndose de sus órbitas, laboca abierta de asombro. Retiró losbrazos y se apartó de ella. Luego lamiró, ceñudo, y carraspeó. Ella sequedó con los brazos en alto, comoél se los había dejado. La angustiale empañaba los ojos, entornadosahora bajo unas cejas que se

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combaban hacia arriba en susextremos interiores. Sus labiosrojos, brillantes de humedad,temblaron.

Spade soltó una risotada,apenas una sílaba desabrida, y seacercó a la ventana. Permanecióallí de pie mirando a través de lacortina hasta que ella empezó aacercarse. Entonces él se volvióbruscamente, fue hasta su escritorio,se sentó acodado en el tablero,apoyando la barbilla en los dospuños, y la miró. Sus ojos pálidos

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relucían entre los párpados a mediaasta.

—¿Quién —preguntó confrialdad— te ha metido esabrillante idea en la cabeza?

—Pensé que... —Ella se llevóuna mano a la boca y sus ojos sedesbordaron de nuevo. Se aproximóa la mesa de Spade caminando congracia y soltura sobre unos zapatosde salón negros tan menudos comode vertiginosa altura—. Sé buenoconmigo, Sam —dijo con humildad.

Spade, con los ojos todavía

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brillantes de rabia, se rió en sucara.

—Has matado a mi marido,Sam, sé bueno conmigo —laparodió, y juntando las palmas delas manos, exclamó—: Santo Dios.

Ella rompió a llorar sujetandoun pañuelo blanco frente a la cara.Él se levantó y, situándose muycerca de ella, la rodeó con susbrazos. Le dio un beso entre laoreja y el cuello del abrigo.

—No llores, Iva —dijo, surostro carente de toda expresión.

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Cuando ella dejó de llorar, leacercó los labios a la oreja ysusurró—: Has hecho mal en venirhoy, mi vida. No puedes quedarteaquí. Deberías estar en tu casa.

Ella giró entre sus brazos paramirarlo y le preguntó:

—¿Vendrás esta noche?Él negó con la cabeza:—Esta noche no puede ser.—¿Pronto entonces?—Sí.—¿Cuándo?—Lo antes que me sea

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posible.La besó en la boca, la

acompañó hasta la puerta, dijo«Adiós, Iva» mientras abría, laempujó suavemente para quesaliera, volvió a cerrar y regresó ala mesa. Sacó tabaco y papel defumar de los bolsillos de su chalecopero no lió un cigarrillo. Se quedósentado con el librito de papel enuna mano y el tabaco en la otra ymiró meditabundo hacia elescritorio de su recién fallecidosocio.

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Effie Perine abrió la puerta yentró. Sus ojos castaños estabaninquietos. Su voz sonódespreocupada al preguntar: «¿Ybien?». Spade guardó silencio. Sumirada no se apartó del escritoriode su socio. La chica frunció elentrecejo y se acercó a él.

—Bueno —dijo en voz másalta—. ¿Cómo te ha ido con laviuda?

—Cree que yo maté a Miles—dijo él. Sólo sus labios semovieron.

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—¿Para así poder casarte conella?

Spade no respondió. La chicale quitó el sombrero de la cabeza ylo dejó sobre la mesa. Luego seinclinó para cogerle el tabaco y ellibrito de papel, que él tenía aúnentre sus dedos inertes.

—La policía piensa que hematado a Thursby —dijo Spade.

—¿Y ese quién es? —preguntóella, separando un papel y echandoun poco de tabaco en él.

—Y tú ¿a quién crees que he

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matado? —preguntó Spade. Comoella hiciera caso omiso, dijo—:Thursby es el tipo a quien sesuponía que Miles debía seguir porcuenta de Wonderly.

Ella terminó de dar forma alcigarrillo con sus finos dedos. Pasóla lengua por la tira encolada, loalisó, retorció un poco las puntas yse lo puso a Spade entre los labios.Él dijo: «Gracias, cariño», rodeócon un brazo su esbelta cintura yapoyó la mejilla con gesto cansadoen su cadera, cerrando los ojos.

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—¿Te vas a casar con Iva? —preguntó Effie Perine, mirándole lacoronilla.

—No seas tonta —murmuró él.El cigarrillo sin encender brincó alcompás de los labios.

—A ella no le parece ningunatontería, teniendo en cuenta cómo lehas ido detrás...

Spade suspiró.—Ojalá no la hubiera visto en

mi vida —dijo.—Eso lo dices ahora. —El

tono de la chica no estuvo

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desprovisto de rencor—. Pero enotro tiempo...

—Es la única forma queconozco de tratar con las mujeres—rezongó él—, y Miles no me caíabien.

—Eso es mentira, Sam —dijola chica—. Iva me parece unabellaca, ya lo sabes, pero yotambién lo sería si tuviera uncuerpazo como el suyo.

Spade restregó la cara,impaciente, contra la cadera deella, pero no dijo nada. Effie Perine

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se mordió el labio, arrugó la frentey, doblándose para verle mejor lacara, preguntó:

—¿Supones que ella puedehaberle matado?

Spade se incorporó al punto yseparó el brazo con que le ceñía lacintura. Luego le sonrió, y en susonrisa no hubo sino contento. Sacóel encendedor, lo accionó y aplicóla llama al extremo del cigarrillo.

—Eres un ángel —dijo conternura entre el humo—, unsimpático ángel con la cabeza llena

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de pájaros.Ella sonrió con cierta ironía.—¿De veras? ¿Y si te dijera

que tu querida Iva no llevaba encasa muchos minutos cuando fui adarle la noticia esta madrugada alas tres?

—¿Qué estás diciendo? —preguntó él. Sus ojos se habíanpuesto alerta aunque su bocaconservaba la sonrisa.

—Me tuvo esperando en lapuerta mientras se desvestía oacababa de desvestirse. Vi la ropa

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amontonada encima de una silla.Sombrero y abrigo estaban debajode todo; y la combinación, encima,aún tibia. Me dijo que la habíapillado durmiendo, pero no eraverdad, la cama estaba revueltapero las arrugas no eran profundas.

Spade le cogió la mano y ledio unas palmadas.

—Eres una buena detective,cielo, pero... —meneó la cabeza—ella no lo mató.

Effie Perine retiró la mano alinstante.

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—Esa bellaca te quiere cazar,Sam —dijo con amargura. Él hizoun gesto de impaciencia con lacabeza y una mano. Ella frunció elceño y le espetó—: ¿La visteanoche?

—No.—¿Me lo prometes?—Te lo prometo. No hagas

como Dundy, encanto. No te sientanada bien.

—¿Dundy te ha buscado lascosquillas?

—Pues sí. Se presentó con

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Tom Polhaus a tomar una copa a lascuatro de la mañana.

—¿Y ellos creen que mataste aese comosellame?

—Thursby. —Spade tiró lacolilla al cenicero de latón y almomento lió otro cigarrillo.

—¿Sí o no? —insistió lachica.

—Vete a saber. —Tenía lamirada fija en el cigarrillo mientraslo liaba—. Pero sí, parece que lesronda esa idea. No sé hasta quépunto he conseguido quitársela de

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la cabeza.—Mírame, Sam. —Él lo hizo,

y se rió tanto que por un momento elregocijo se mezcló con la angustia—. Me tienes preocupada. —Ahoraella estaba seria otra vez—.Siempre crees que sabes lo quehaces, pero eres más listo de lacuenta y tarde o temprano eso tepasará factura.

Él suspiró en plan burlón yfrotó la mejilla contra el brazo deella.

—Lo mismo me dice Dundy,

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pero tú procura que no se meacerque Iva, que del resto ya meocupo yo. —Se levantó y se puso elsombrero—. Haz que quiten eseSpade & Archer de la puerta y quepongan Samuel Spade. Volverédentro de una hora, y si no, tellamo.

Spade cruzó el largo vestíbulode tonos morados del hotel St. Marky preguntó a un recepcionistapelirrojo, muy atildado él, si estabala señorita Wonderly. El pelirrojose volvió un momento y luego negó

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con la cabeza.—Se ha marchado esta

mañana, señor Spade.—Gracias.Spade dejó atrás el mostrador

y caminó hasta un rincón delvestíbulo donde un hombre rollizode unos treinta años, con trajeoscuro, estaba sentado ante unescritorio de caoba maciza. En elextremo de la mesa que miraba alvestíbulo había un prismatriangular, de caoba y latón, dondeponía: Señor Freed.

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El hombre rollizo se levantó yrodeó la mesa con la mano tendidapara saludar.

—Qué mal me sabe lo deArcher, Spade —dijo, en el tono dealguien acostumbrado a dar elpésame sin husmear en los asuntosajenos—. Acabo de leerlo en elCall. Anoche estuvo aquí, ¿sabe?

—Gracias, Freed. ¿Hablóusted con él?

—No. Lo vi sentado en elvestíbulo cuando llegué a mediatarde, pero no me paré a decirle

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nada. Pensé que estaría trabajando,y ya sé que les gusta que no lesmolesten cuando tienen faena. ¿Erapor algo relacionado con su...?

—No lo creo, pero todavía nolo sabemos. Sea como fuere, nomezclaremos en ello al hotel, si sepuede evitar.

—Gracias.—No hay de qué. ¿Podría

darme alguna información sobre unapersona que estaba hospedada aquíy olvidar que la he pedido?

—Cómo no.

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—Una tal señorita Wonderly;ha dejado el hotel esta mañana. Megustaría conocer los detalles.

—Acompáñeme —dijo Freed—, y veremos qué se puedeaveriguar.

Spade se quedó allí quieto,meneando la cabeza.

—No quiero dejarme ver.Freed asintió. Salió de su

rincón, y no había dado más queunos pasos cuando se detuvo yvolvió adonde Spade.

—Anoche el detective de

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servicio era Harriman —dijo—.Seguro que vio a Archer. ¿Deboprevenirle de que no mencionenada?

Spade miró a Freed con elrabillo del ojo.

—Mejor que no. Si su nombrey el de Wonderly no se mezclan,tampoco importaría demasiado.Harriman es buen tipo, pero le damucho a la lengua; será mejor queno piense que hay algo que ocultar.

Freed asintió de nuevo y semarchó. A los quince minutos

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volvía.—Llegó el martes pasado, se

registró con un domicilio de NuevaYork. No traía baúl, solo unasmaletas. Ninguna llamada desde lahabitación, y no parece que hayarecibido mucha correspondencia,tal vez ninguna. La única personacon quien recuerdan haberla vistoes un hombre alto y moreno, deunos treinta y seis años. La señoritasalió esta mañana a las nueve ymedia, volvió una hora después,pagó la cuenta e hizo que bajaran su

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equipaje a un coche. El botonesdice que era un Nash descapotable,probablemente de alquiler. Dejóuna dirección por si llegaban cartasa su nombre: el Ambassador de LosÁngeles.

—Muchas gracias, Freed —dijo Spade, y salió del St. Mark.

Cuando Spade llegó a laoficina, Effie Perine dejó de teclearen la máquina para decirle:

—Ha venido tu amigo Dundy.Quería echar un vistazo a tus armas.

—¿Y?

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—Le he dicho que vuelvacuando estés tú.

—Perfecto. Si vuelve por aquíle dejas que las mire.

—Y ha telefoneado la señoritaWonderly.

—Ya era hora. ¿Qué ha dicho?—Que quiere verte. —La

chica cogió un papelito de la mesay leyó la nota que había escrito alápiz—: Está en el Coronet,California Street, apartamento1.001. Tienes que preguntar por laseñorita Leblanc.

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—Dame eso —dijo Spade,tendiendo la mano.

Cuando ella le pasó la nota,sacó el encendedor, prendió fuegoal papel y sostuvo este con dosdedos mientras se convertía ennegra ceniza abarquillada. Luego lotiró al suelo de linóleo y lo pisócon la suela del zapato. La chica loobservaba con malos ojos. Él lesonrió.

—Así es la vida, amiga mía —dijo, y se volvió a marchar.

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4 el pájaro negro

LA señorita Wonderly abrió lapuerta del apartamento 1.001 delCoronet ataviada con un vestidoverde de crepé de seda, concinturón. Se le habían subido loscolores a la cara. Su melenacastaño rojiza, con raya en el ladoizquierdo y apartada en ondassueltas sobre la sien derecha,estaba un tanto alborotada. Spadese quitó el sombrero y dijo:

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—Buenos días.Su sonrisa hizo que ella

sonriera un poco también, sin quesus ojos, de un azul casi violeta,perdieran la expresión atribulada.Agachó la cabeza y, con voz tímida,dijo:

—Pase, señor Spade.Dejando atrás la cocina, el

baño y el dormitorio, todos elloscon la puerta abierta, entraron a unasala de estar de tonos rojo y cremay ella se disculpó por el desorden:

—Está todo patas arriba. Ni

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siquiera he terminado de deshacerel equipaje.

Dejó el sombrero de Spadesobre una mesa y tomó asiento en unpequeño sofá de nogal. Él lo hizoen una butaca de pasamanería conrespaldo ovalado, de cara a ella. Lachica se miró los dedos,toqueteándoselos, y dijo:

—Señor Spade, debo hacerleuna confesión, una confesiónhorrible.

Smile ofreció una sonrisaeducada, que ella no vio por estar

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mirando hacia el suelo, y guardósilencio.

—Es que lo que le conté ayerera... era todo inventado —tartamudeó ella, mirándolo ahoracon ojos asustados, desconsolada.

—Ah, eso —dijo Spade comoquitándole importancia—. Si quiereque le diga la verdad, no la creímosdel todo.

—¿Entonces...? —Aldesconsuelo y el temor vino asumarse la perplejidad.

—Solo creímos en sus

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doscientos dólares.—¿Quiere decir que...? —No

parecía entender lo que él habíaquerido decir.

—Quiero decir que nos pagómás de lo que habría pagado sihubiera dicho la verdad —explicóél—, pero suficiente como para queeso no importara.

Los ojos de ella cobraronvida. Se levantó unos centímetrosdel sofá, volvió a sentarse, se alisóla falda, se inclinó hacia adelante ypor fin, con el semblante serio,

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dijo:—Y a pesar de todo ¿usted

está dispuesto a...?Spade la interrumpió con un

gesto de la mano. La parte superiorde su cara tenía una expresiónadusta; la parte inferior sonreía.

—Eso depende —dijo—. Elproblema, señorita... Oiga, ¿sellama usted Wonderly o Leblanc?

Ella se sonrojó de nuevo ydijo en un murmullo:

—En realidad me llamoO’Shaughnessy. Brigid

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O’Shaughnessy.—El problema, señorita

O’Shaughnessy, es que dosasesinatos —ella dio un respingo—tan seguidos arman mucho revuelo,hacen que la policía piense quepuede pasarse de la raya, que todoel mundo resulte difícil y caro demanejar. No es que... —Dejó dehablar porque vio que ella ya noescuchaba y solo estaba esperandoa que él dejara de hablar.

—Dígame la verdad, señorSpade. —La voz le tembló, al

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borde de la histeria. Sus ojos, en elrostro ahora macilento, denotabandesesperación—. ¿Soy laresponsable de... de lo de anoche?

Spade negó con la cabeza.—No, a no ser que haya cosas

que yo ignoro —dijo—. Usted nosprevino de que Thursby erapeligroso. Naturalmente, todo esode su hermana y demás era mentira,pero vamos a dejarlo: no nos locreímos. —Se encogió de hombros—. Descuide, yo no diría que hayatenido usted la culpa.

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—Gracias —dijo ella, muyflojo, y luego movió la cabeza de unlado a otro—. Pero siempre meculparé por lo ocurrido. —Se llevóuna mano a la garganta—. El señorArcher estaba tan... tan vivo ayerpor la tarde, tan... tangible, tancampechano...

—No siga —le ordenó Spade—. Él sabía lo que estaba haciendo.Son gajes de nuestro oficio.

—Dígame, ¿estaba... casado?—Sí, con una póliza de diez

mil dólares, sin hijos, y con una

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esposa que no le quería demasiado.—¡No diga eso, por favor! —

susurró ella.Spade se encogió otra vez de

hombros.—Así estaban las cosas —

dijo. Se miró el reloj y fue asentarse en el sofá al lado de ella—. No hay tiempo para que nospreocupemos de eso. —Su voz sonógentil pero firme—. Ahí fuera haytodo un rebaño de policías,ayudantes de fiscal, periodistas conel hocico pegado al suelo,

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husmeando. ¿Qué quiere hacer?—Quiero que... que me ahorre

usted todo eso —respondió ella convoz trémula. Luego apoyó una manocon timidez en la manga de él—.Señor Spade, ¿saben ellos algo demí?

—Todavía no. Quería verlaantes.

—¿Y qué... qué pensarían si seenteran de que acudí a usted contodas esas mentiras?

—Sospecharían, sin duda. Poreso he procurado pararles los pies

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hasta no haber hablado con usted.Pensé que quizá sería mejor que nolo supieran todo. Habrá queinventar alguna historia paracalmarles los ánimos, por si acaso.

—Usted no piensa que yo hayatenido nada que ver con... con losasesinatos, ¿verdad?

Spade sonrió y dijo:—Se me había olvidado

preguntárselo. ¿Tuvo algo que ver?—No.—Fantástico. Bien, ¿qué le

decimos a la policía?

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Ella se rebulló en el sofá y susojos fluctuaron entre gruesaspestañas, como tratando, sinlograrlo, de hurtarse a la mirada deSpade. Se la veía más menudaahora, muy joven, angustiada.

—¿Es preciso que sepan cosasde mí? —preguntó—. Creo queantes preferiría morirme. Ahora nopuedo explicárselo, pero ¿no podríaconseguir que no me vea obligada acontestar preguntas? Creo que eneste momento no sería capaz desoportar un interrogatorio. Creo que

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preferiría morir. ¿Sería posible,señor Spade?

—No digo que no, peronecesitaré saber toda la historia.

La chica se hincó de rodillasdelante de él y alzó la cara. Estabaexangüe, tensa, asustada, sus manosen actitud de súplica.

—No he llevado una buenavida —exclamó—. He sido mala,muy mala, más de lo que seimagina, pero no soy mala del todo.Míreme, señor Spade. Usted sabeque no soy mala, ¿verdad? Puede

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verlo, ¿no es cierto? Entonces,¿podrá confiar un poco en mí? Mesiento tan sola, tan asustada, notengo a nadie a quien recurrir,dependo de usted. Soy conscientede que no tengo ningún derecho apedir que se fíe de mí si yo noconfío en usted. Bueno, sí queconfío, pero no puedo contárselo.No se lo puedo contar ahora. Másadelante sí, cuando pueda. Tengomiedo, señor Spade. Me da miedoconfiar en usted. No, eso no esverdad. Sí que me fío de usted,

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pero... me fié de Floyd y... No tengoa nadie más, ¿comprende?, a nadiemás. Usted puede ayudarme. Hadicho que podía. Si no hubieracreído que usted podía salvarme,habría escapado, no le habríamandado llamar. Si pensara quealguien más puede salvarme,¿estaría ahora de rodillas delantede usted? Sé que esto no está bien,pero sea generoso conmigo, señorSpade, no me pida que actúe bien.Usted es fuerte, tiene recursos, esvaliente. Deme una pequeña parte

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de esa fuerza y de esa valentía.Ayúdeme, señor Spade. Ayúdeme,porque necesito ayudadesesperadamente, y porque si nolo hace, ¿dónde voy a encontrar aotro que pueda ayudarme? No tengoningún derecho a pedirle que meayude a ciegas, pero se lo pido. Seageneroso, señor Spade. Usted puedeayudarme. Hágalo.

Spade, que había aguantado larespiración durante buena parte dela alocución, vació ahora suspulmones exhalando

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prolongadamente entre los labiosfruncidos y dijo:

—No le va a hacer falta ayudade nadie. Usted se vale. Es muybuena. Creo que son los ojos, sobretodo, y esa vibración especial quele pone a la voz cuando dice cosascomo: «Sea generoso, señorSpade».

Ella se levantó de un salto. Sucara se puso cárdena, pero ello nole impidió mantener la cabezaerguida y mirar a Spade a los ojos.

—Me lo merezco —dijo—.

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Sí, me lo merezco, pero, ay, no sabecuánto deseaba su ayuda. La sigodeseando, la necesito y mucho. Lamentira está en la forma como lo hedicho, de ningún modo en lo que hedicho. —Apartó la cara, su cuerpoaflojándose por momentos—. Esculpa mía que no pueda creerme.

Él se sonrojó. Bajando la vistaal suelo, murmuró:

—Y además es peligrosa.Brigid O’Shaughnessy fue

hasta la mesa para coger elsombrero de Spade. Volvió y se

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puso delante de él sujetando elsombrero sin ofrecérselo,solamente sosteniéndolo para quelo tomara si deseaba hacerlo.Estaba blanca, demacrada. Spademiró el sombrero y dijo:

—¿Qué pasó anoche?—Floyd llegó al hotel a las

nueve. Salimos a dar una vuelta, selo propuse yo, para que el señorArcher pudiera verle. Entramos enun restaurante, creo que era enGeary Street, cenamos y bailamosun rato, y hacia las doce y media

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volvimos al hotel. Floyd meacompañó hasta la puerta, yo entré,y vi que el señor Archer empezabaa seguirlo calle abajo por la otraacera.

—¿Calle abajo? ¿HaciaMarket Street?

—Sí.—¿Sabe qué podían estar

haciendo en las cercanías de Bush yStockton, que fue donde dispararona Archer?

—¿Eso no queda cerca dedonde se alojaba Floyd?

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—No. Está como a una docenade manzanas, si es que se dirigiódesde donde usted se hospedaba alhotel donde se hospedaba él.Bueno, ¿y qué hizo usted cuando semarcharon?

—Acostarme. Y esta mañana,cuando he salido a desayunar, hevisto los titulares y me he enteradode... ya sabe. Después he ido hastaUnion Square, donde había vistoque alquilaban automóviles, heelegido uno y he vuelto al hotel apor el equipaje. Cuando ayer

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descubrí que habían registrado mihabitación, supe que tenía quecambiar de sitio. Este apartamentolo vi ayer por la tarde. Después demudarme, llamé por teléfono a suoficina.

—¿Dice que registraron suhabitación en el St. Mark?

—Sí, mientras yo estaba en suoficina. —Se mordió el labio—.Eso no tenía que habérselo dicho.

—¿Se supone entonces que nodebo preguntarle al respecto?

La chica asintió tímidamente

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con la cabeza. Spade frunció elentrecejo. Ella movió un poco elsombrero entre sus dedos; él riócon impaciencia y dijo:

—Deje de menear elsombrero. ¿No me he ofrecido ahacer lo que pueda?

Ella sonrió, contrita, devolvióel sombrero a la mesa y volvió asentarse en el sofá.

—No veo inconveniente enconfiar en usted a ciegas —dijo él—, salvo que no podré servirle demucho si no tengo una ligera idea

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de qué hay detrás de todo esto. Porejemplo, necesito que me eche uncable con respecto a ese FloydThursby.

—Lo conocí en ExtremoOriente. —Habló despacio,mirando fijo a un dedo con el quedibujaba ochos en el sofá, entreellos dos—. Llegamos de HongKong la semana pasada. Floyd ibaa... había prometido ayudarme. Perose aprovechó de mi desamparo, yde que dependía absolutamente deél, para traicionarme.

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—¿Traicionarla?Ella meneó la cabeza y no dijo

nada. Spade empezaba aimpacientarse.

—¿Para qué quería que losiguiéramos?

—Necesitaba saber hastadónde había llegado. Incluso senegó a decirme dónde sehospedaba. Yo quería averiguar quéhacía, con quién se veía, cosas así.

—¿Mató Thursby a Archer?Ella lo miró, sorprendida:—Sí, desde luego —dijo.

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—Llevaba una Luger en unapistolera. A Archer no lo mataroncon una Luger.

—Floyd tenía un revólver enel bolsillo del abrigo —dijo ella.

—¿Lo vio?—Oh, sí, muchas veces. Sé

que siempre lleva uno ahí. Anocheno se lo vi, pero él nunca sale sin elrevólver metido en el abrigo.

—¿Y a qué tantas armas?—Vivía de ellas. En Hong

Kong corría el rumor de que Floydhabía ido allí, a Oriente, como

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guardaespaldas de un jugadorprofesional que había tenido quemarcharse de aquí, de EstadosUnidos, y que el jugador habíadesaparecido sin dejar rastro. Sedecía que Floyd estaba al corrientede su desaparición. No sé. Lo quesí sé es que iba armado hasta losdientes y que nunca se acostaba sinantes cubrir el suelo alrededor de lacama con papel de periódicoarrugado, para que nadie pudieraacercase a él sin hacer ruido.

—Se buscó un encanto de

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amiguito.—Solo alguien como él podía

ayudarme —respondió ella—;lástima que me saliera desleal.

—Sí, lástima. —Spade sepellizcó el labio inferior con elpulgar y el índice y la mirósombrío. Sobre su nariz, las arrugasverticales cobraron hondura,haciendo que las cejas se acercaranla una a la otra—. ¿Hasta qué puntoestá metida en un hoyo?

—Yo diría que estoy en elfondo —respondió ella.

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—¿Corre peligro físico?—No soy ninguna heroína.

Para mí no hay cosa peor que lamuerte.

—Entonces se trata de eso.—Tan seguro como que

estamos aquí sentados —seestremeció—, a menos que meayude.

Spade dejó de pellizcarse ellabio y se pasó los dedos por elpelo.

—Yo no soy Dios —dijo,enfadado—. No puedo hacer

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milagros así como así. —Se miró elreloj—. Va pasando el tiempo yusted no me da material paraponerme a trabajar. Veamos, ¿quiénmató a Thursby?

Ella se llevó el pañueloarrugado a la boca y dijo: «No losé», a través de la tela.

—¿Los enemigos de usted olos de él?

—No lo sé, de veras. Esperoque los de él, pero tengo miedo...no lo sé.

—¿Y cómo se supone que la

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estaba ayudando Thursby? ¿Por quélo trajo consigo de Hong Kong?

Ella lo miró con ojosasustados y luego meneó la cabeza.Tenía el rostro desencajado, frutode una patética obstinación. Spadese levantó, hundió las manos en losbolsillos de la americana y la miróceñudo.

—No hay nada que hacer —dijo, brutalmente—. No puedoayudarla de ninguna manera. No séqué quiere que haga, ni siquiera sési usted misma sabe lo que quiere.

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Ella bajó la cabeza y se echó allorar. Él emitió un gruñido animaly fue a coger su sombrero.

—No va a ir a la policía,¿verdad? —imploró ella con la voztenue, quebrada, sin levantar losojos.

—¡A la policía! —exclamó él,esta vez colérico—. Me tienensudando tinta desde las cuatro de lamañana, ¿sabe? Me he buscadosabe Dios cuántos problemasintentando pararles los pies. ¿Y porqué? Por alimentar la insensata idea

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de que podía ayudarla a usted. Puesbien, no puedo. Ni lo voy a intentar.—Se encajó el sombrero con fuerzaen la cabeza—. ¿Ir a la policía?Basta con que me quede quieto yvendrán todos como abejas a lamiel. Tendré que decirles lo que séy usted tendrá que apañárselas.

Brigid O’Shaughnessy selevantó del sofá, encarándose conél muy erguida, aunque letemblaban las rodillas, y alzó lacara pálida, presa del pánico, sinpoder dominar el tic de los

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músculos de su mandíbula.—Ha tenido mucha paciencia

—dijo—. Ha intentado ayudarme.Sí, supongo que no hay nada quehacer, es inútil. —Tendió la manoderecha—. Le agradezco cuanto hahecho. Tendré que... tendré queapañármelas sola.

Spade volvió a emitir aquelruido gutural y se sentó en el sofá.

—¿Cuánto dinero tiene? —preguntó.

La chica se sobresaltó. Luegose mordió el labio inferior y, de

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mala gana, respondió:—Me quedan unos quinientos

dólares.—Démelos.Ella dudó, mirándolo con

timidez. Él hizo gestos de enfadocon la boca, las cejas, las manos,los hombros. Ella fue al dormitoriovolviendo casi de inmediato con unfajo de billetes en la mano. Él lecogió el dinero, lo contó y dijo:

—Aquí sólo hay cuatrocientos.—Necesito algo para vivir —

se justificó ella, mansamente,

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llevándose una mano al pecho.—¿No puede conseguir más?—No.—Tendrá algún objeto de

valor... —insistió él.—Un par de anillos, algunas

joyas.—Pues empéñelas —dijo él, y

le tendió la mano—. El mejor sitioes el Remedial. Está en Missionesquina con la Quinta Avenida.

Ella le dirigió una mirada desúplica. Los ojos de él aguantaron,duros e implacables. Lentamente,

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ella se metió una mano por elescote, extrajo unos billetesenrollados y los depositó en lapalma que él le tendía. Spadedeshizo el rollo, alisó los billetes ylos contó: cuatro de veinte, cuatrode diez, uno de cinco. Le devolvióeste último y dos de diez dólares.Los otros se los metió en elbolsillo. Después se puso de pie,diciendo:

—Me marcho, a ver qué puedohacer por usted. Volveré tan prontocomo me sea posible y con las

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mejores noticias que pueda.Llamaré cuatro veces, largo, corto,largo, corto, para que sepa que soyyo. No es preciso que meacompañe. Conozco el camino.

La dejó de pie en medio de lahabitación, mirándolo con sus ojosazules empañados.

Spade entró en un despachocuya puerta ostentaba estosnombres: Wise, Merican & Wise.La pelirroja que atendía lacentralita dijo:

—Ah, hola, señor Spade.

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—Hola, encanto. ¿Está Sid?Se situó junto a la chica con

una mano apoyada en un hombrorollizo mientras ella manipulabauna clavija y hablaba por elauricular:

—El señor Spade ha venido averle, señor Wise. —Levantó lavista hacia Spade—. Adelante.

Spade le dio un pequeñoapretón en el hombro a modo degracias, atravesó la estancia parameterse por un pasillo pobrementeiluminado, y siguió andando hasta

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la puerta de cristal esmerilado quehabía al fondo. Abrió la puerta yentró a un despacho donde unhombre menudo de piel olivácea,rostro ovalado que denotabacansancio y ralos cabellos oscurossalpicados de caspa estaba sentadoante un inmenso escritorio sobre elque se amontonaban pliegos depapel. El hombre hizo un floreo conel resto de puro apagado que teníaentre los dedos y dijo:

—Agarra una silla. Bueno, asíque anoche Miles llegó al final del

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camino, ¿no? —Ni su rostrocansado ni su voz tirando a chillonadenotaron el menor sentimiento.

—Ajá, por eso venía. —Spadefrunció el entrecejo y carraspeó—.Creo que voy a tener que mandar alcarajo al mismísimo juez instructor,Sid. ¿Puedo escudarme en lainviolabilidad de los asuntos eidentidad de mis clientes, en plancura o abogado?

Sid Wise alzó los hombros ybajó las comisuras de su boca.

—¿Por qué no? —dijo—. Una

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investigación no es un procesojudicial. En fin, tú prueba. Hassalido airoso de cosas peores, Sam.

—Ya lo sé, pero Dundy se estáponiendo chulo, y esta vez la cosapodría ser gorda. Coge tu sombrero,Sid, y vayamos a ver a quien seanecesario. Quiero tener lasespaldas cubiertas.

Sid Wise miró los papeles quese amontonaban sobre su mesa ygruñó, pero finalmente se levantóde la silla y fue hasta el armaritoque había junto a la ventana.

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—Eres lo que no hay, Sammy—dijo, cogiendo el sombrero.

Spade llegó a su oficina a lascinco y diez de la tarde. EffiePerine estaba sentada a la mesa deél, leyendo el Times. Spade seaposentó encima de la mesa y dijo:

—¿Alguna novedad?—Por aquí, no. Veo que traes

una sonrisa de oreja a oreja.—Creo que tenemos futuro —

dijo él, con gesto satisfecho—.Siempre pensé que si Miles lapalmaba un día, tendríamos más

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probabilidades de prosperar. ¿Teencargarás de mandar unas flores?

—Ya lo he hecho.—Eres un ángel, no sé qué

haría sin ti. ¿Cómo estás hoy deintuición femenina?

—¿Por qué?—¿Qué opinas de Wonderly?—Estoy a favor —respondió

la chica sin dudarlo un instante.—Tiene demasiados apellidos

—dijo Spade—. Wonderly,Leblanc..., ella dice que en realidadse llama O’Shaughnessy.

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—Como si tiene todos los quesalen en el listín de teléfonos. Esachica es buena gente, y tú lo sabes.

—Tengo mis dudas. —Spadele guiñó un ojo con cara dedormido. Luego rió—. En cualquiercaso ha soltado setecientos dólaresen dos días, o sea que no está mal.

Effie Perine se incorporó ydijo:

—Sam, si esa chica está en unapuro y le fallas, o te aprovechas deello para sacarle dinero, no te loperdonaré nunca, no volveré a

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sentir el menor respeto por timientras viva.

Spade sonrió remiso. Luegofrunció el ceño. Este era tan remisocomo antes la sonrisa. Iba a deciralgo pero calló al oír que alguienentraba por la puerta del pasillo.Effie Perine se levantó y fue a laantesala, mientras Spade se quitabael sombrero y tomaba asiento. Lachica volvió con una tarjeta devisita donde se leía: Señor JoelCairo.

—Es marica —informó.

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—Pues hazle pasar, encanto —dijo Spade. Joel Cairo era unhombre moreno de mediana estaturay huesos pequeños. Tenía el pelonegro, liso y muy brillante. Susrasgos lo situaban en el levantemediterráneo. Un rubí de tallacuadrada, con los bordes adornadosde diamantes baguette, relucíasobre el verde oscuro de su fular.El traje, negro y de corte ajustado asus espaldas estrechas, seabombaba ligeramente a la altura deunas caderas tirando a anchas.

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Llevaba un pantalón con pernerasmás ceñidas de lo que marcaba lamoda. La caña de sus zapatos decharol quedaba oculta por unaspolainas de color beige. Sostenía unsombrero hongo en una manoenfundada en un guante de gamuza;se aproximó a Spade con pasitosafectados, saltarines, trayendoconsigo una penetrante fraganciaChypre.

Spade inclinó ligeramente lacabeza y luego le indicó una silla,diciendo:

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—Tome asiento, señor Cairo.Cairo hizo una exagerada

venia, dijo «Gracias» con una vozfina y aguda y se sentó. Lo hizo conremilgo, cruzando los tobillos, ytras colocar el sombrero sobre susrodillas, procedió a quitarse losguantes amarillos.

Spade se retrepó en su butacay preguntó:

—¿En qué puedo servirle,señor Cairo? —La afablenegligencia de su tono de voz, sumodo de moverse en la silla, fueron

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exactamente los mismos que habíaempleado el día anterior parapreguntarle algo parecido a BrigidO’Shaughnessy.

Cairo dio vuelta a susombrero, metió dentro los guantes,y lo dejó boca arriba sobre laesquina de la mesa más próxima aél. En el segundo y cuarto dedos desu mano izquierda centelleabandiamantes, mientras que en el tercerdedo de la derecha lucía un rubíque hacía juego con el del fular,incluidos los diamantes baguette.

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Sus manos, que parecían blandas,estaban bien cuidadas. Aun nosiendo grandes, su aspectorechoncho les confería un aspectode torpeza. Cairo frotó las palmasentre sí y, sobre el susurro que esemovimiento produjo, respondió:

—¿Se le permite a undesconocido ofrecer el pésame porla desafortunada muerte de susocio?

—Gracias.—¿Puedo preguntarle, señor

Spade, si había, tal como apunta la

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prensa, cierta... relación entre esedesgraciado suceso y la muerte,acaecida algo más tarde, de ese talThursby?

Spade no expresó nada, ni depalabra ni de gesto.

Cairo se levantó e hizo unavenia.

—Usted perdone. —Se sentóde nuevo y apoyó las manos una allado de la otra, con las palmashacia abajo, en la esquina de lamesa—. Mi pregunta respondía aalgo más que mera curiosidad,

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señor Spade. Trato de recuperarun... un objeto de adorno que se ha,digamos, extraviado. Pensaba, dehecho confío en ello, que podríaayudarme.

Spade asintió con las cejasligeramente levantadas para indicarque le seguía.

—El objeto en cuestión es unaestatuilla —continuó Cairo,eligiendo y pronunciando laspalabras con esmero—, una figurade pájaro de color negro.

Spade asintió de nuevo, con

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educado interés.—Estoy dispuesto a pagar, por

cuenta del legítimo propietario dela estatuilla, la cantidad de cincomil dólares a quien consigarecuperarla. —Cairo levantó unamano de la mesa y tocó un puntoinvisible con la yema de su dedo,feo y con uña muy ancha—. Estoydispuesto a prometer que, ¿cómo sedice?, que no habrá preguntas. —Volvió a poner la mano al lado dela otra y dedicó una sonrisa fofa aldetective privado.

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—Cinco mil es mucho dinero—observó Spade, mirandopensativo a Cairo—. Es...

Unos dedos tamborilearonsuavemente en la puerta.

Cuando Spade dijo«Adelante», la puerta se abrióapenas para mostrar la cabeza y loshombros de Effie Perine. Se habíapuesto un pequeño sombrero oscurode fieltro y un abrigo tambiénoscuro con un cuello de pieles gris.

—¿Alguna cosa más? —preguntó.

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—No. Buenas noches. Cierracon llave cuando salgas, ¿quieres?

—Buenas noches —dijo lachica, y cerró la puerta.

Spade giró en la butacamirando de nuevo a Cairo.

—Es una cifra interesante —dijo.

Pudieron oír el ruido de lapuerta del pasillo al cerrarse.

Cairo sonrió y acto seguidoextrajo de un bolsillo interior unapistola corta y compacta de colornegro.

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—¿Me hará usted el favor —dijo— de juntar las manos en lanuca?

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5 el levantino

SPADE no miró la pistola. Levantólos brazos y, retrepándose en labutaca giratoria, entrelazó losdedos de ambas manos detrás de lacabeza. Sus ojos, sin ningunaexpresión concreta, permanecieronfijos en el rostro atezado de Cairo.

Este soltó una tosecita dedisculpa y sonrió nervioso con unoslabios que habían perdido parte desu color encarnado. La mirada era

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húmeda, cohibida y muy seria.—Me propongo registrar su

oficina, señor Spade. Le adviertoque si intenta impedírmelo novacilaré en disparar.

—Adelante —dijo Spade, convoz tan inexpresiva como su cara.

—Póngase de pie, haga elfavor —dijo el hombre de la pistolaapuntando con ella al pecho deSpade—. Necesito asegurarme deque no va armado.

Spade se levantó, retirando lasilla hacia atrás con las pantorrillas

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al enderezar las piernas.Cairo se colocó detrás de él.

Cambiándose la pistola de la manoderecha a la izquierda, levantó laamericana de Spade y miró debajo.Luego pasó la mano derecha por elcostado para palparle el pecho,sosteniendo el arma a pocadistancia de la espalda deldetective. La cara del levantinoestaba en ese momento a unosquince centímetros en diagonaldescendente del codo derecho deSpade.

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El codo basculó hacia abajocon el giro de Spade hacia laderecha. Cairo apartó la cara perono lo bastante deprisa: Spadeestaba pisando los zapatos decharol del hombre más menudo conel talón derecho, manteniéndolo asíen la trayectoria del codo, quegolpeó a Cairo por debajo delpómulo, haciéndole trastabillar detal modo que, de no haber tenidolos pies inmovilizados por el pie deSpade, habría caído al suelo. Elcodo sobrepasó la atónita cara

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aceitunada para recuperar lahorizontal cuando la mano de Spadese abatió sobre la pistola. El otrosoltó el arma no bien los dedos deSpade la hubieron tocado. Lapistola se veía pequeña en la manode Spade.

Tras levantar el pie de los deCairo, Spade completó la mediavuelta. Agarró al otro por lassolapas con la mano izquierda (elfular verde con el rubí se apelotonósobre sus nudillos), y con laderecha se guardó el arma recién

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capturada en un bolsillo. Sus ojosgris pálido miraban casi opacos; sucara, rígida como la madera,mostraba en torno a la boca unatisbo de malhumor.

Cairo tenía el semblantecontorsionado de dolor yremordimiento. Había lágrimas ensus ojos oscuros. Su piel tenía eltono del plomo pulido, salvo en lamejilla que había probado el codode Spade.

Sin soltar las solapas dellevantino, Spade lo hizo girar y

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retroceder hasta que lo tuvo cercade la silla donde había estadosentado antes. Una expresiónestupefacta sustituyó a la de doloren la cara plomiza. Entonces Spadesonrió. Fue una sonrisa afable, casisoñadora. Su hombro derechoascendió unos centímetros, y con éltambién el brazo derecho doblado.Puño, muñeca, antebrazo, cododoblado y brazo parecían un todorígido, con el hombro flexibleproporcionándoles movimiento. Elpuño golpeó la cara de Cairo,

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abarcando brevemente un lado de labarbilla, una esquina de la boca ybuena parte de la mejilla entre elpómulo y la quijada.

Cairo cerró los ojos y perdióel conocimiento.

Spade depositó el cuerpoinerte sobre la silla, donde quedóespatarrado, la cabeza mediocolgando sobre el respaldo y laboca abierta.

Vació uno por uno losbolsillos de Cairo con ademanesmetódicos, moviendo el cuerpo

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laxo cuando era preciso yamontonando el contenido de losbolsillos sobre el escritorio.Cuando hubo terminado el registro,fue a sentarse a su butaca, lió yencendió un cigarrillo y se puso aexaminar el botín. Procedió conseria meticulosidad y sin el menorasomo de apresuramiento.

Había una cartera, dedimensiones grandes y piel flexibleoscura. Contenía, a saber:trescientos sesenta y cinco dólaresen billetes de diverso valor; tres

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billetes de cinco libras esterlinas;un pasaporte griego con muchosvisados y el nombre y la foto deCairo; cinco hojas, dobladas, depapel cebolla rosado llenas de loque parecían caracteres árabes; unsuelto de periódico, arrancado decualquier manera, informando delhallazgo de los cadáveres deArcher y Thursby; una fotografía-postal de una mujer muy morena deojos insolentes y crueles y tiernaboca entreabierta; un pañuelogrande de seda, amarillento de

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viejo y muy rozado en los dobleces;un pequeño fajo de tarjetas de visita(«Señor Joel Cairo»); y por últimouna entrada de platea para aquellamisma noche en el teatro Geary.

Además de la cartera con sucontenido, había tres pañuelos deseda de colores vivos con perfumeChypre; un reloj Longines deplatino con una cadena de platino yoro rojo, prendida por el otroextremo de un pequeño colgante conforma de pera hecho de un metalblanco; un puñado de monedas de

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Estados Unidos, Gran Bretaña,Francia y China; un llavero conmedia docena de llaves; unaestilográfica de plata y ónice; unpeine metálico dentro de un estuchede cuero sintético; una lima parauñas en un estuche de cuerosintético; una pequeña guía de SanFrancisco; un resguardo de equipajede la Southern Pacific; unenvoltorio medio lleno de pastillasde violeta; una tarjeta de un agentede seguros chino; y cuatro hojas depapel con el membrete del hotel

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Belvedere, en una de las cuales,con letra menuda y pulcra, se leía elnombre de Spade así como ladirección de su oficina y de sudomicilio particular.

Tras examinar condetenimiento estos artículos —abrió incluso la caja del reloj paraver si había algo escondido dentro—, Spade se inclinó hacia elhombre inconsciente y aplicó índicey pulgar a la muñeca para tomarleel pulso. Luego soltó la muñeca, seretrepó en la butaca y lió y

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encendió otro cigarrillo. Mientrasfumaba, su rostro estaba tan quietoy concentrado —exceptuandopequeños movimientos sin ton nison del labio inferior—, que casiparecía idiota. Pero cuando Cairogimió y movió las pestañas, la carade Spade adoptó un semblanteafable, con un principio de sonrisaa caballo de sus ojos y su boca.

Joel Cairo fue volviendo en sí.Primero abrió los ojos, pero hubode pasar un minuto entero hasta quefue capaz de fijar la mirada en un

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punto concreto del techo. Acontinuación cerró la boca, tragósaliva y expulsó ruidosamente elaire por la nariz. Encogió unapierna y giró una mano apoyándolaen el muslo. Levantó la cabeza delrespaldo, miró a su alrededor congesto confuso, vio a Spade y seincorporó. Cuando abrió la bocapara decir algo, se llevórápidamente la mano allí donde elpuño de Spade le había golpeado,que ahora lucía una magulladuramulticolor.

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Entre dientes, dolorido, dijo:—Podría haberle disparado,

señor Spade.—Lo podría haber intentado

—concedió Spade.—No lo he hecho.—Ya.—Entonces, ¿por qué me ha

pegado cuando yo ya no tenía lapistola?

—Lo siento —dijo Spade,sonriendo abiertamente—, peroimagínese mi engorro alcomprender que esa oferta de cinco

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mil dólares era puro farol.—Se equivoca, señor Spade.

Era, y es, una oferta en toda regla.—¡Qué me dice! —La

sorpresa de Spade fue genuina.—Estoy dispuesto a pagar

cinco mil dólares si recupera laestatuilla. —Cairo retiró la manodel moretón en la cara y volvió asentarse en plan formal—. ¿La tieneen su poder?

—No.—Si no está aquí —Cairo se

mostró muy educadamente

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escéptico—, ¿por qué se haarriesgado tanto para impedir queregistrara la oficina?

—¿Usted se quedaría sentadodejando que entrara un tipo aatracarle? —Spade señaló lascosas de Cairo que había dejado enla mesa—. Veo que tiene ladirección de mi apartamento. ¿Hapasado ya por allí?

—Sí, señor Spade. Estoy encondiciones de pagar cinco mildólares por la devolución de laestatuilla, pero, como es lógico,

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primero debía intentar ahorrarle esegasto al propietario.

—¿Y quién es esa persona?Cairo meneó la cabeza y

sonrió.—Tendrá que disculparme por

no responder a su pregunta.—¿De veras...? —Spade se

inclinó hacia adelante, apretandolos labios—. Le tengo cogido,Cairo. Sin venir a cuento se hainvolucrado en los asesinatos deanoche, hasta tal punto que lapolicía se va a relamer con usted.

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En resumidas cuentas, no le quedamás remedio que jugar conmigo.

La recatada sonrisa de Cairono mostró la menor señal dealarma.

—Antes de dar ningún pasohice mis averiguaciones, señorSpade, y sé de buena fuente queusted es demasiado razonable comopara permitir que ciertasconsideraciones se interpongan enun trato potencialmente beneficioso.

Spade se encogió de hombros.—¿Como cuál? —preguntó.

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—Acabo de ofrecerle cincomil dólares por...

Spade golpeó la cartera deCairo con el dorso de la mano ydijo:

—Aquí no hay nada parecido.Se está tirando un farol. Por mí escomo si dijera que me va a pagar unmillón por un elefante morado.Bueno, ¿y qué?

—De acuerdo, de acuerdo —dijo Cairo, apretando los ojos confuerza—. Necesita alguna garantíade que soy sincero. —Se pasó la

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yema de un dedo por el tumefactolabio inferior—. ¿Le serviría unapaga y señal?

—Puede.Cairo avanzó una mano hacia

su cartera, dudó, retiró la mano ydijo:

—¿Aceptaría, pongamos, ciendólares?

Spade cogió la cartera y sacócien dólares. Luego, frunciendo elentrecejo, dijo:

—Mejor que sean doscientos.—Extrajo cien más.

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Cairo guardó silencio.—Su primera hipótesis fue que

el pájaro lo tenía yo escondido —dijo Spade con sequedad una vez sehubo guardado el dinero en elbolsillo y devuelto la cartera a lamesa—. Por ahí vamos mal. ¿Quéotra hipótesis tiene?

—Que usted sabe dónde estáo, si no dónde exactamente, quesabe cómo apoderarse de él.

Spade no lo negó ni lo afirmó:fue casi como si no hubiera oídonada.

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—¿Qué pruebas puede aportarde que su hombre es el propietariodel pájaro?

—Muy pocas, a decir verdad.Pero déjeme añadir una cosa: nadiemás puede darle una pruebafehaciente de ello. Y si sabe de esteasunto tanto como me imagino, delo contrario no estaría yo aquí,sabrá que el medio empleado paraarrebatarle la estatuilla demuestraque su derecho a la misma es másválido que el de ninguna otrapersona; por descontado, más

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válido que el de Thursby.—¿Qué me dice de su hija? —

preguntó Spade.La exasperación hizo que

Cairo abriera la boca y los ojos, sepusiera colorado, exclamara convoz chillona:

—¡El propietario no es él!—Oh —dijo Spade, sin

mojarse.—¿Está él aquí, en San

Francisco? —preguntó Cairo convoz menos chillona, pero todavíanervioso.

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Spade parpadeó con cara desueño antes de sugerir:

—Mire, lo mejor será quepongamos todas las cartas sobre lamesa.

Cairo recobró la composturacon una pequeña sacudida. Cuandohabló lo hizo con voz más suave.

—Yo no creo que sea lomejor. Si sabe más que yo, mebeneficiaré de sus conocimientos; yusted otro tanto, recuerde los cincomil dólares. Si no, entonces habrécometido un error viniendo a verle,

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y hacer lo que propone no haríasino agravarlo.

Spade asintió con gestoindiferente y señaló los objetos quehabía sobre la mesa, diciendo:

—Ahí tiene sus cosas. —Luego, mientras Cairo procedía aguardárselas en los bolsillos,añadió—: ¿Quedamos en que correcon los gastos mientras me ocupode recuperar ese pájaro y que medará cinco mil dólares cuando se loentregue?

—Sí, señor Spade. Es decir,

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cinco mil menos la cantidad que sele haya avanzado. Cinco mildólares es el total.

—Bien. Y es una proposición,digamos, legal. —Spade habló conexpresión solemne, salvo por laspequeñas arrugas en el rabillo delos ojos—. No me está contratandopara que cometa un homicidio o unrobo, sino simplemente para querecupere el pájaro, si es posiblepor medios honestos y dentro de laley.

—Si es posible —convino

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Cairo. También su expresión fuesolemne con la salvedad de los ojos—. Y, en todo caso, discretamente.—Se levantó y cogió su sombrero—. Me hospedo en el Belvedere,por si ha de comunicarse conmigo:habitación seiscientos treinta ycinco. Tengo la seguridad de quenuestra asociación nos depararápingües beneficios a ambos, señorSpade. —Dudó un momento—. ¿Medevuelve la pistola?

—Oh, claro. Lo habíaolvidado.

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Spade la sacó del bolsillo y sela entregó a Cairo.

Cairo apuntó al pecho deSpade con la pistola.

—Haga el favor de poner lasmanos encima del escritorio —dijo,muy serio—. Me dispongo aregistrar su oficina.

Spade dijo:—Será posible. —Luego soltó

una carcajada y dijo—: Está bien.Adelante. Me quedaré quietecito.

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6 una sombra de cortaestatura

SPADE permaneció media horasentado a su mesa, inmóvil y con elceño fruncido tras marcharse JoelCairo. Luego, en el tono de quiendesecha un problema, dijo en vozalta: «Bueno, al menos pagan», y deun cajón sacó una botella de cóctelManhattan y un vaso de cartón.Llenó dos terceras partes del vaso,bebió, devolvió la botella al cajón,

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tiró el vaso a la papelera, se pusoel sombrero y el abrigo, apagó lasluces y bajó a la calle.

Un joven de unos veinte años,más bajo de lo normal, con gorra yabrigo gris, estaba de plantón en laesquina sin hacer nada.

Spade tomó por Sutter Streethasta Kearny y entró en un estancopara comprar dos bolsitas de BullDurham. Al salir, el joven de antesera una de las cuatro personas queesperaban el tranvía en la esquinade enfrente.

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Spade cenó en el Herbert’sGrill de Powell Street. Cuandosalió del restaurante, a las ochomenos cuarto, el joven de marrasestaba mirando el escaparate de unatienda de ropa para caballero.

Spade se dirigió al hotelBelvedere y una vez allí preguntópor el señor Cairo. El recepcionistale dijo que Cairo no estaba. En unsillón al fondo del vestíbulo estabasentado el joven.

Spade fue al Geary, no vio aCairo en el vestíbulo y se apostó en

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la acera de enfrente, mirando haciael teatro. El joven se paseaba, entreotros transeúntes, por delante delvecino restaurante Marquard’s.

Joel Cairo compareció a lasocho y diez, subiendo por GearyStreet con sus característicospasitos saltarines. Aparentementeno reparó en Spade hasta que estele tocó en el hombro. Por unmomento pareció levementesorprendido, y luego dijo:

—Ah, claro, vio la entrada quellevaba en la cartera.

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—Ajá. Quiero enseñarle unacosa. —El detective tiró de Cairohacia la acera, apartándolo de lagente que esperaba para entrar en elteatro—. Ese chaval con gorra queestá en la entrada de Marquard’s.

Cairo murmuró: «Enseguida»,y se miró el reloj. A continuaciónmiró calle arriba, hacia un cartelque tenía delante, con GeorgeArliss caracterizado de Shylock, ypor último sus ojos viraron congran lentitud hasta enfocar al chicode la gorra, a su cara pálida de

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rizadas pestañas que ocultaban unosojos dirigidos al suelo.

—¿Quién es? —preguntóSpade.

—No lo conozco —dijoCairo, sonriéndole.

—Me viene siguiendo desdehace rato.

Cairo se humedeció el labioinferior con la lengua y preguntó:

—Entonces, ¿le parece sensatodejar que nos vea juntos?

—Yo qué sé —contestó Spade—. En fin, ya está hecho.

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Cairo se quitó el sombrero yse alisó el pelo con una manoenguantada. Volvió a ponersecuidadosamente el sombrero y, conun tono que tenía toda la aparienciadel candor, dijo:

—Le doy mi palabra de que nolo conozco, señor Spade. Le doy mipalabra de que no tengo nada quever con él. No le he pedido ayuda anadie salvo a usted, palabra dehonor.

—Entonces, ¿es de los otros?—Podría ser.

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—Solo quería saberlo, porquesi me molesta más de la cuentaquizá tendré que hacerle daño.

—Haga lo que estime másconveniente. Ese muchacho no esamigo mío.

—Bien. Están a punto de subirel telón. Buenas noches —dijoSpade, y cruzó la calle para subir aun tranvía que iba hacia el oeste.

El joven de la gorra hizo lopropio.

Spade se apeó en Hyde Streety subió a su apartamento. No lo

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encontró excesivamente revuelto,pero se veía claramente que lohabían registrado. Después delavarse y de cambiarse de camisa,volvió a salir, subió por SutterStreet y tomó un tranvía hacia eloeste. Así lo hizo también el joven.

Como a media docena demanzanas del Coronet, Spade seapeó del tranvía y entró en unbloque alto de apartamentos con lafachada marrón. Pulsó tres timbresa la vez. La puerta se abrió con unzumbido eléctrico. Spade entró,

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dejó atrás el ascensor y la escalera,enfiló un corredor de paredesamarillas hasta la parte de atrás deledificio, llegó a una puerta traseracerrada mediante una cerraduraYale, y salió a un patio estrecho. Elpatio daba a un callejón oscuro, queSpade recorrió a lo largo de dosmanzanas de casas. Después tomópor California Street y entró en elCoronet. Aún no eran las nueve ymedia.

La ansiedad con que BrigidO’Shaughnessy recibió a Spade dio

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a entender que había dudado unpoco de que se presentara. Llevabapuesto un vestido de raso contirantes de calcedonia, de un azulque aquella temporada se conocíacomo Artois; los zapatos y lasmedias eran también azul Artois.

El saloncito rojo y cremaestaba ordenado. Unas flores enjarrones bajos de cerámica de colornegro y plateado le daban vida.Tres leños de corteza rugosa ardíanen el hogar. Spade se los quedómirando mientras ella guardaba su

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sombrero y su abrigo.—¿Me trae buenas noticias?

—preguntó al volver al salón. Susonrisa no pudo ocultar elnerviosismo con que aguardaba larespuesta.

—No tendremos que dar aconocer nada que no sea ya deldominio público.

—Entonces, ¿la policía notendrá que saber de mí?

Suspiró contenta y se sentó enel sofá de nogal, visiblementerelajada. Sonrió a Spade mirándolo

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con admiración.—¿Cómo lo ha conseguido?

—preguntó, más asombrada quecuriosa.

—En San Francisco casi todose puede comprar, o coger.

—¿Y no se buscarácomplicaciones? Pero siéntese, porfavor. —Le hizo sitio en el sofá.

—Puedo asumir una ciertacantidad de ellas —dio él sinespecial complacencia.

Se quedó de pie junto al hogary la miró estudiándola,

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sopesándola, juzgándola sindisimular que lo estaba haciendo.Ella se ruborizó un poco ante lafranqueza de su mirada, peroparecía más segura de sí misma queantes, pese a que sus ojosconservaban una favorecedoratimidez. Spade permaneció dondeestaba hasta dejar bastante claroque hacía caso omiso de lainvitación a sentarse a su lado, yluego se acercó al sofá.

—Usted no es —dijo, tomandoasiento— exactamente la clase de

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persona que dice ser, ¿verdad?—No sé si entiendo lo que

quiere decir —respondió ella en unmurmullo, mirándolo con ojosperplejos.

—Maneras de colegiala —dijo él—: tartamudear, ruborizarse,todo eso.

Ella se ruborizó y, sin mirarlo,respondió apresuradamente:

—Ya le he dicho esta tardeque había sido mala, peor de lo quese imagina.

—A eso me refiero —dijo

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Spade—. Me lo ha dicho esta tardecon las mismas palabras y en elmismo tono de voz. Lo tieneensayado.

Tras un instante en que parecióque iba a echarse a llorar de puraconfusión, ella rió y dijo:

—Muy bien, señor Spade, deacuerdo, no soy la clase de personaque finjo ser. Tengo ochenta años,soy más mala que Barrabás y soyherrero de oficio. Pero si se trata deuna pose, es obvio que ya me hefamiliarizado con ella. No esperará

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que me desprenda de ella así comoasí.

—No, si no pasa nada —leaseguró él—. Pero sí que pasaría sifuera en verdad tan inocente. Nollegaríamos a ninguna parte.

—Olvidemos la inocencia,entonces —dijo ella, llevándoseuna mano al corazón.

—Anoche vi a Joel Cairo —dijo Spade, como quien daconversación por quedar bien.

Ella se puso seria de golpe. Ensus ojos, que estaban mirando el

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perfil de Spade, hubo primerotemor y después cautela. Él habíaestirado las piernas y se miraba lospies, cruzados uno sobre otro. Sucara no indicaba que estuvierapensando en nada concreto.

Tras una larga pausa, ellapreguntó, inquieta:

—¿Usted... le conoce?—Le he visto esta noche. —

Spade no alzó la vista ni alteró eltono de voz—. Cairo iba a ver aGeorge Arliss.

—¿Quiere decir que ha

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hablado con él?—Solo un momento, hasta que

sonó el aviso de que iba a empezarla función.

Ella se levantó del sofá y fue aatizar el fuego. Cambió ligeramentede posición un objeto de adornoque había sobre la repisa, cruzó laestancia hasta una mesa en el rincónpara coger una cigarrera, enderezóuna cortina y volvió al sofá. Surostro estaba sereno.

Spade le sonrió sin mirarla ydijo:

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—Lo hace bien. Sí, muy bien.Ella permaneció impertérrita y

luego preguntó, en voz baja:—¿Qué le ha dicho ese

hombre?—¿Sobre qué?Ella dudó:—Sobre mí.—Nada. —Spade giró un poco

para arrimar el encendedor alcigarrillo de ella. En la rigidez desu cara de Satanás, los ojos lebrillaban.

—Bueno, entonces ¿qué le ha

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dicho? —insistió ella, con malgenio solo fingido a medias.

—Me ha ofrecido cinco mildólares por el pájaro.

Ella se sobresaltó, sus dientesrasgaron el extremo del cigarrilloque tenía entre los labios mientrassus ojos hurtaban una rápida miradade alarma a Spade.

—No irá otra vez a atizar elfuego y a colocar cosas bien,¿verdad? —preguntó Spade medioaburrido.

Ella rió, con diáfana alegría,

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tiró el cigarrillo al cenicero roto ylo miró con ojos diáfanos y alegres.

—No —le prometió—. ¿Yusted qué le ha contestado?

—Que cinco mil dólares esmucho dinero.

Ella sonrió, pero, al ver queél, en vez de sonreír, la miraba muyserio, su sonrisa perdió intensidad yfirmeza hasta desvanecerse deltodo. En su lugar apareció unaexpresión dolida, desconcertada.

—No me diga que estápensando en serio en aceptar —

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dijo.—¿Y por qué no? Cinco mil

dólares es mucho dinero.—Pero, señor Spade, usted

prometió ayudarme. —Le tocó unamanga con las dos manos—. Yoconfiaba en usted. No puede... —Calló, retiró las manos y frotó unapalma contra la otra.

Spade no pudo evitar unasonrisa.

—Procuraremos no calcularhasta dónde confiaba en mí —dijo—. Yo le prometí ayuda, cierto,

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pero usted no me explicó nada deningún pájaro.

—Pero... usted no me habríadicho nada si no hubiera estadoenterado de ello. En todo caso,ahora lo sabe. No puede tratarmeasí. —Sus ojos eran dos plegariasazul cobalto.

—Cinco mil dólares —dijo élpor tercera vez— es mucho dinero.

La chica alzó los hombros ylas manos, dejándolos caer en ungesto de derrota aceptada.

—Sí —dijo, con voz apagada,

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menuda—. Es mucho más de lo queyo podría ofrecerle nunca, si setrata de pujar por su lealtad.

Spade se echó a reír. Su risafue breve y un tanto amarga.

—Eso tiene gracia —dijo—,viniendo de usted. ¿Qué otra cosame ha dado, aparte de dinero?¿Acaso ha confiado en mí?, ¿me hadicho algo que fuera verdad?, ¿meha echado un cable para que yopudiese ayudarla? Ha intentadocomprar mi lealtad con dinero y yaestá, ¿no es cierto? Muy bien, si mi

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lealtad está a subasta, ¿por qué noentregársela al mejor postor?

—Le he dado todo el dineroque tenía. —En sus ojos brillaronunas lágrimas. Su voz sonó áspera,vibrante—. Me he puesto a sumerced, señor Spade, le he dichoque sin su ayuda estoy perdida.¿Qué más puedo hacer? —Derepente se acercó más a él en elsofá y exclamó, airada—: ¿Tendréque comprarle con mi cuerpo?

Sus rostros estaban separadosapenas unos centímetros. Spade

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tomó el de ella entre sus manos y labesó en la boca sin el menormiramiento. Luego se apartóbruscamente y dijo, con saña:

—Lo pensaré.La chica se quedó sentada

tocándose la cara entumecida dondelo habían hecho las manos deSpade.

—¡Dios! —Spade se puso depie—. Esto no tiene ningún sentido.—Dio un par de pasos hacia lachimenea y luego se detuvo,mirando ceñudo el fuego,

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rechinando los dientes.Ella no se movió.Spade se dio la vuelta. Los

dos surcos verticales más arriba desu nariz eran como grietasprofundas entre rojos verdugones.

—Me importa un bledo suhonestidad —le dijo, tratando deobligarse a hablar con calma—. Meimportan poco los líos en que puedaestar metida, los secretos que puedatener, pero necesito algo que medemuestre que sabe lo que estáhaciendo.

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—Sé lo que estoy haciendo. Leruego que me crea; es lo mejor quese puede hacer y...

—Demuéstremelo —le ordenóSpade—. Yo estoy dispuesto aayudarla. Hasta ahora he hecho loque he podido. Si es precisoseguiré adelante a ciegas, pero nopuedo hacerlo sin confiar en ustedmás de lo que confío ahora mismo.Tiene que convencerme de que sabede qué va esto, de que no estájugando simplemente a la buena deDios con la esperanza de que al

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final todo saldrá bien.—¿Puede fiarse de mí un

poquito más?—¿Cuánto es «un poquito»?

¿Y a qué está esperando?Ella se mordió el labio y bajó

la vista.—Tengo que hablar con Joel

Cairo —dijo, casi sin voz.—Puede verlo esta misma

noche —dijo Spade, consultando elreloj—. La función debe de estar apunto de terminar. Podemosllamarle por teléfono a su hotel.

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Ella levantó las cejas, muyalarmada.

—Pero aquí no puede venir. Élno debe saber dónde estoy. Tengomiedo.

—En mi casa —propusoSpade.

Ella dudó un momento,amasándose los labios entre sí, ypreguntó:

—¿Cree que iría allí?Spade asintió con la cabeza.—De acuerdo —exclamó ella,

levantándose de un salto, los ojos

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grandes y animados—. ¿Nos vamosya?

Entró en la habitacióncontigua. Spade se acercó a la mesadel rincón y silenciosamente abrióel cajón inferior. Dentro había dosbarajas de naipes, unas hojas deanotación para jugar al bridge, untornillo de latón, un trozo de cordelrojo y un lápiz dorado. Acababa decerrar el cajón y estabaencendiendo un cigarrillo cuandoella reapareció vestida con unsombrerito oscuro y un abrigo gris

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de cabritilla; en la mano, elsombrero y el abrigo de Spade.

El taxi se detuvo detrás de unsedán oscuro que estaba justoenfrente del portal de Spade.Dentro del vehículo, sentada alvolante y sola, estaba Iva Archer.Spade la saludó levantándoseligeramente el sombrero y entró enel edificio con BrigidO’Shaughnessy. A la altura de unode los bancos del vestíbulo, sedetuvo y dijo:

—¿Le importa esperar aquí un

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momento? Enseguida vuelvo.—Faltaría más —dijo Brigid

O’Shaughnessy, sentándose en elbanco—. Tómese el tiempo quequiera.

Spade salió y se acercó alsedán. No bien acababa de abrir laportezuela cuando Iva empezó ahablar a toda prisa:

—¿Puedo subir a tu casa?Necesito hablar contigo, Sam. —Estaba pálida y muy nerviosa.

—Ahora no.Iva chasqueó los dientes y

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preguntó con brusquedad:—¿Quién es esa?—Solo tengo un minuto, Iva —

dijo Spade, conservando la calma—. ¿Qué hay?

—¿Quién es la chica? —insistió ella, señalando con lacabeza hacia el portal.

Spade dejó de mirarla ydirigió la vista calle abajo. En lasiguiente esquina, delante de untaller mecánico, un joven de unosveinte años más bajo de lo normal,con gorra y abrigo gris,

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haraganeaba recostado en lafachada. Spade frunció el entrecejoy volvió su atención a la insistenteIva.

—¿Qué ocurre? —le preguntó—. ¿Ha pasado algo? No deberíasestar por aquí a estas horas de lanoche.

—Sí, empiezo a creerlo —selamentó ella—. Me dijiste que nodebía ir al despacho de la oficina, yahora, que no debo venir aquí. Osea que no te vaya detrás, ¿es eso?Si se trata de eso, ¿por qué no lo

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dices claro?—Oye, Iva, no tienes derecho

a ponerte así.—Oh, claro. Por lo que a ti

respecta, se diría que no tengoderecho a nada. Pero yo pensabaque sí. Pensaba que el hecho de quefingieras quererme me daba a mí...

Spade la interrumpió:—No es momento para

discutir de esas cosas, encanto.¿Para qué querías verme?

—Aquí no puedo hablar, Sam.Déjame que suba.

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—No, ahora no.—Pero ¿por qué?Spade no dijo nada.Ella estiró la boca hasta

convertirla en una línea, se rebullóen el asiento sentándose recta alvolante y puso el motor en marchacon la vista fija al frente.

Cuando el sedán ya arrancaba,Spade dijo: «Buenas noches», cerróla portezuela y se quedó en elbordillo sombrero en mano hastaque el coche se hubo alejado. Yluego entró de nuevo en el portal.

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Brigid O’Shaughnessy selevantó del banco, muy risueña, ysubieron juntos al apartamento.

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7 una g en el aire

EN el dormitorio, ahora sala deestar ya que la cama plegableestaba remetida en la pared, Spadetomó el sombrero y el abrigo deBrigid O’Shaughnessy, la hizosentar en una cómoda mecedoraacolchada y telefoneó al hotelBelvedere. Cairo no habíaregresado del teatro. Spade dejó sunúmero y pidió que avisaran aCairo de que le telefoneara lo antes

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posible.Se sentó en el sillón que había

al lado de la mesa y, sinpreámbulos, sin comentario algunoa modo de introducción, empezó acontarle a la chica una cosa quehabía sucedido en el Noroeste hacíavarios años. El relato se ciñó a loshechos, no hubo énfasis ni pausasen su voz, aunque de vez en cuandorepetía una frase ligeramentemodificada, como si fueraimportante que todos los detalles seajustaran exactamente a la realidad.

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Al principio BrigidO’Shaughnessy no prestó especialatención, sin duda más sorprendidade que él le contara aquella historiaque interesada en la misma, máscuriosa por saber qué se proponíaél al contársela que por la historiaen sí; luego, sin embargo, a medidaque el relato avanzaba, empezó aescuchar con más atención,atrapada por la historia.

Un tal Flitcraft salió un día desu agencia inmobiliaria, en Tacoma,para ir a almorzar y no volvió

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nunca más. No acudió a la cita quetenía para jugar al golf aquellatarde a las cuatro, aunque era élquien había tomado la iniciativa deconcertarla, menos de media horaantes de salir a comer. Su esposa ysus hijos nunca volvieron a verlo.Al parecer, el matrimonio sellevaba muy bien. Tenían dos hijosvarones, uno de cinco años y otrode tres. Flitcraft poseía una casa enla zona residencial de Tacoma, unPackard nuevo y el resto de loslujos que conlleva ser un

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norteamericano que ha triunfado enla vida.

Su fortuna, sumando lossetenta mil dólares heredados de supadre a los beneficios de supróspero negocio inmobiliario,estaba valorada en unos doscientosmil dólares en el momento de sudesaparición. Todos sus asuntosestaban en regla, si bien numerososcabos sueltos indicaban que no sehabía tomado la molestia de invertirtiempo en preliminares antes deesfumarse. Por ejemplo, el día

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siguiente al de su desaparición teníaque cerrar un trato que le habríaproporcionado una buena suma.Nada hacía pensar que tuviera amano más de cincuenta o sesentadólares en el momento devolatilizarse. De sus costumbres enlos meses previos se conocíantodos los pormenores, con lo quequedaba descartada toda sospechade vicios ocultos, o de que hubieraotra mujer en su vida, aunque ambascosas cabían dentro de lo posible.

—Desapareció sin más —dijo

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Spade—, como un puño al abrir lamano.

Fue al llegar a este punto delrelato cuando sonó el teléfono.

—Sí —dijo Spade por elaparato—. ¿Señor Cairo? SoySpade. ¿Puede venir a mi casa, enPost Street, ahora?... Sí, creo quesí. —Miró a la chica, frunció loslabios y luego dijo muy deprisa—:La señorita O’Shaughnessy estáaquí y desea verle.

Brigid O’Shaughnessy fruncióel entrecejo, se rebulló en la

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mecedora, pero no dijo nada.Spade colgó el teléfono.—Estará aquí dentro de unos

minutos —dijo—. Bien, estoocurrió en 1922. En 1927 yotrabajaba en una de las agencias dedetectives más importantes deSeattle. La señora Flitcraft vino avernos diciendo que alguien habíavisto a un hombre en Spokane quese parecía mucho a su marido. Fui acomprobarlo y, en efecto, eraFlitcraft. Llevaba un par de añosviviendo en Spokane como Charles

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Pierce (Charles era su nombre depila). Tenía un negocio deautomóviles que le daba veinte oveinticinco mil dólares netos alaño, esposa, un hijo recién nacido ycasa propia en las afueras deSpokane; durante la temporadasolía jugar al golf a partir de lascuatro de la tarde.

Spade no había recibidoinstrucciones concretas sobre quéhacer cuando localizara a Flitcraft.Hablaron en la habitación de Spadeen el hotel Davenport. Flitcraft no

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tenía el menor sentimiento de culpa.Había dejado a su primera familiacon recursos más que suficientes, yconsideraba lo que había hecho unacosa de lo más razonable. Si algo lefastidiaba era no estar seguro depoder convencer a Spade de lorazonable de su conducta. Era laprimera vez que se lo contaba aalguien, y, por lo tanto, no se habíavisto hasta entonces en el brete detener que justificarse de algunamanera ante otra persona.

—Yo lo entendí —le dijo

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Spade a Brigid O’Shaughnessy—,pero la señora Flitcraft no. A ella lepareció una tontería de principio afin. Tal vez lo fuera. En fin, el casoes que todo salió bien. Ella noquería escándalos, y después deaquella mala pasada (mala pasadasegún ella), ya no quiso saber nadamás de su marido. Se divorciarondiscretamente y todos contentos.

»Lo que le pasó a Flitcraft fuelo siguiente: Yendo a almorzar pasópor delante de un bloque deoficinas que estaban empezando a

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construir. Una viga o algo así cayódesde una altura de ocho o diezpisos y aterrizó en la acera a dospasos de él. Le pasó rozando perono llegó a tocarle, aunque elimpacto hizo saltar un trozo depavimento que fue a darle en lamejilla. Solo le arrancó un poquitode piel, pero cuando yo le vitodavía se le notaba la cicatriz.Flitcraft se la estuvo frotando, sepodría decir que casi con cariño,mientras me explicaba lo sucedido.Como es lógico, se llevó un susto

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de muerte, pero fue más la sorpresaque otra cosa; me dijo que fue comosi alguien hubiera levantado la tapade la vida y le hubiera dejado verel mecanismo.

Flitcraft había sido un buenciudadano, además de buen maridoy buen padre, y no porque sesintiera obligado a ello sino porqueera una persona que se sentíaespecialmente a gusto yendo al pasode su entorno. Así era como lohabían educado. La gente que élconocía era así. La vida que

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conocía se regía por laresponsabilidad, la sensatez, elorden, la limpieza. Y ahora unaviga desprendida accidentalmentele hacía ver que la vida no era, enlo esencial, ninguna de esas cosas.Él, un buen ciudadano-marido-padre, podía irse al otro barrio porun percance acaecido al salir de laoficina. Fue consciente entonces deque los hombres morían de manerafortuita, de que solo vivían mientrasel azar no los señalaba con el dedo.

Lo que le turbó no fue,

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principalmente, la injusticia delhecho en sí: eso lo aceptó despuésdel primer susto. Lo que le turbófue el descubrimiento de quegestionando sensatamente susasuntos había perdido el paso, y noal revés, de la vida. Me dijo queapenas se había alejado diez pasosde la viga caída cuando supo que novolvería a tener paz mientras no sehubiera adaptado a esa nueva visiónde la existencia. Al terminar lacomida sabía ya de qué forma iba aacometer dicha adaptación. Uno

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podía dejar de existir simplementeporque el azar le lanzaba una viga ala cabeza: pues bien, él dejaría queel azar cambiara su vida yéndose dedonde estaba. Quería a su familia,me dijo, tanto como pensaba queera normal; sabía que los dejabacon recursos suficientes, y el amorque sentía hacia su mujer y sus hijosno era como para que la ausenciaresultara dolorosa.

»Aquella misma tarde semarchó a Seattle —continuó Spade—, y de allí en barco a San

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Francisco. Vagó sin rumbo fijodurante un par de años y luegovolvió al Noroeste paraestablecerse en Spokane, donde secasó. Su segunda esposa no separecía físicamente a la primera,pero tenían más en común quemenos. Ya sabe, era esa clase demujer que juega bien al golf y albridge y le gusta conocer nuevasrecetas para ensalada. Flitcraft nolamentaba lo que había hecho, leparecía suficientemente razonable.Creo que ni él mismo sabía que

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había acabado pisando el mismoterreno que había creído abandonaren Tacoma. Pero esa es la parte dela historia que siempre me gustó. Elhombre se había adaptado a quecayeran vigas y luego, como nocaían más, se adaptó a que nocayeran.

—Es absolutamente fascinante—dijo Brigid O’Shaughnessy. Selevantó de la silla y se puso delantede Spade, muy cerca. Sus ojosestaban crecidos, profundos—. Nohace falta que le diga hasta qué

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punto, con Cairo aquí, estaré endesventaja.

Spade esbozó una sonrisa sinseparar los labios.

—No, no hace falta que me lodiga.

—Y sabe que yo jamás mehabría puesto en esta situación deno haber confiado plenamente enusted. —Con el pulgar y el índicetoqueteó un botón de la americanaazul de Spade.

—¡Otra vez eso! —saltó él,con fingida resignación.

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—Pero usted sabe que escierto —insistió ella.

—No, yo no lo sé. —Dio unaspalmaditas a la mano que tocaba elbotón—. Si estamos aquí es porquele pedí que me diera un motivo paraconfiar en usted. No confundamoslas cosas. Además, usted no tienepor qué fiarse de mí, siempre ycuando me convenza para que yome fíe de usted.

Ella lo miró detenidamente.Las ventanas de su nariz temblaban.

Spade rió. Le palmeó de nuevo

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la mano y dijo:—Olvídese de eso ahora.

Cairo llegará de un momento a otro,y entonces sabremos a quéatenernos.

—¿Y dejará que haga lascosas a mi manera?

—Pues claro.Ella volteó la mano y le apretó

los dedos, diciendo suavemente:—Eres un regalo del cielo.—No exageres —dijo Spade.Ella lo miró con reproche,

pero sonriendo, y volvió a la

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mecedora.Joel Cairo estaba muy agitado.

Sus ojos parecían todo iris y su finavoz atiplada empezó a soltar untumulto de palabras antes de queSpade hubiera abierto del todo lapuerta.

—Ese muchacho está ahí fueravigilando la casa, señor Spade, elque usted hizo que mirara (o que élme mirase a mí) enfrente del teatro.¿Qué conclusión debo sacar deello? Yo he venido de buena fe, sinpensar en trucos ni en trampas.

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—Y yo se lo pedí de buena fe.—Spade frunció el entrecejo—.Vaya, debería haber pensado queigual aparecía ese chico. ¿Le havisto entrar?

—Naturalmente. Podría haberpasado de largo pero me haparecido inútil, puesto que usted yahabía permitido que nos vierajuntos.

Brigid O’Shaughnessyapareció detrás de Spade en elpasillo y preguntó, nerviosa:

—¿De qué muchacho habláis?,

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¿qué ocurre?Cairo se quitó el sombrero,

hizo una rígida reverencia y dijocon voz remilgada:

—Si no está enterada,pregúntele al señor Spade. Yo nosabía nada de ese muchacho.

—Un chico que lleva horassiguiéndome por la ciudad —dijoSpade, quitándole importancia, sinvolverse a mirarla—. Pase, Cairo.No vale la pena seguir hablandoaquí de pie para que se enteren losvecinos.

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Brigid O’Shaughnessy agarróel brazo de Spade por encima delcodo y preguntó:

—¿Te ha seguido hasta miapartamento?

—No. Antes de subir me lo hequitado de encima. Supongo quedespués habrá venido hasta aquípara ver si me pillaba otra vez.

Cairo había entrado en elpasillo sujetando su sombrero negrocon ambas manos a la altura delvientre. Spade cerró la puerta de laescalera y entraron a la sala de

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estar. Una vez dentro, Cairo volvióa hacer una venia sobre susombrero y dijo:

—Encantado de volver averla, señorita O’Shaughnessy.

—Me lo supongo, Joel —dijoella, alargando una mano.

Él se inclinó educadamentesobre la mano tendida y la estrechóen un visto y no visto.

Brigid O’Shaughnessy fue asentarse de nuevo en la mecedoraacolchada; Cairo lo hizo en elsillón contiguo a la mesa; Spade,

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después de colgar el abrigo y elsombrero de Cairo en el armario, sesentó en una punta del sofá frente ala ventana y se puso a liar uncigarrillo.

—Sam me ha comentado laoferta que le hiciste por el halcón—dijo Brigid O’Shaughnessy aCairo—. ¿Cuándo crees que podrástener listo el dinero?

Las cejas de Cairo saltaron alunísono. Sonrió.

—Listo ya lo está. —Continuósonriendo a la chica hasta un poco

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después de decirlo. Luego miró aSpade.

Spade estaba encendiendo elcigarrillo. Su cara no se alteró.

—¿En metálico? —preguntó lachica.

—Cómo no —respondióCairo.

Ella torció el gesto, adelantóla lengua entre los labios, la retiró,y dijo:

—¿Puedes darnos cinco mildólares, ahora mismo, si teentregamos el halcón?

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La mano de Cairo se movió enel aire como una culebra.

—Disculpe —dijo—. No mehe expresado bien. Lo que queríadecir no es que tenga ese dinero enel bolsillo, sino que estoy dispuestoa aportarlo en cuestión de minutossiempre que estén abiertos losbancos.

—¡Ah! —exclamó ella, y miróa Spade.

Spade expulsó el humo delcigarrillo chaleco abajo y dijo:

—Probablemente es verdad.

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Solo llevaba encima unos cientos,cuando le he registrado esta tarde.

Ella abrió los ojos, de purasorpresa; Spade sonrió.

El levantino se dispuso ahablar de nuevo, sin lograr que susojos y su voz no mostraranansiedad.

—Estaré en condiciones deentregar el dinero, pongamos, a lasdiez y media de la mañana. ¿Quétal?

Brigid O’Shaughnessy lesonrió y dijo:

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—Pero yo no tengo el halcón.El rostro de Cairo se puso

cárdeno. Apoyando sus feas manosen los brazos del sillón, se irguió enel asiento, tieso y menudo comoera. Sus ojos brillaban de rabia,pero no dijo nada.

La chica lo miró con unaexpresión falsamente conciliatoria.

—Calculo que lo tendré antesde una semana —dijo.

—¿Y dónde está? —Cairo tiróde expresión cortés para manifestarsu escepticismo.

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—Donde Floyd lo escondió.—¿Floyd? ¿Quiere decir

Thursby?Ella asintió.—¿Y usted sabe dónde está?

—preguntó él.—Creo que sí.—Entonces, ¿para qué esperar

una semana?—A lo mejor serán solo unos

días. ¿Para quién vas a comprar elpájaro, Joel?

Cairo levantó las cejas:—Ya se lo dije al señor

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Spade. Para su propietario.La chica lo miró asombrada.—¿De modo que estás otra vez

a su servicio?—Por supuesto.Ella rió quedamente, con la

garganta, y dijo:—Me hubiera gustado

presenciar el reencuentro.Cairo se encogió de hombros,

diciendo:—Era la salida más lógica. —

Se frotó el dorso de una mano conla palma de la otra. Sus párpados

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superiores descendieron cubriendolos ojos—. ¿Y por qué, si mepermite a mí una pregunta, estádispuesta a vendérmelo?

—Es que me ha entrado miedo—dijo ella—, después de loocurrido con Floyd. Por eso no lotengo conmigo. Me da miedo hastatocarlo, como no sea paraentregárselo cuanto antes a otrapersona.

Spade los miraba y losescuchaba sin tomar partido,acodado en el sofá. La serena

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disposición de su cuerpo, allísentado, la cómoda quietud de susfacciones, no indicaban nicuriosidad ni impaciencia.

—¿Qué fue exactamente lo quele pasó a Floyd? —preguntó Cairoen voz baja.

Brigid O’Shaughnessy dibujóuna rápida G en el aire con la puntadel índice derecho.

—Entiendo —dijo Cairo, perosu sonrisa tenía una pizca deincertidumbre—. ¿Está aquí en SanFrancisco?

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—No lo sé —dijo ella,impacientándose—. ¿Qué más da?

La incertidumbre se afianzó enla sonrisa de Cairo.

—Yo creo que importa mucho—dijo, moviendo las manos sobreel regazo de forma que,intencionadamente o no, un dedorechoncho quedó señalando aSpade.

La chica se dio cuenta e hizoun gesto de impaciencia con lacabeza antes de decir:

—O yo. O tú.

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—Precisamente, y habrá queañadir sin duda al chico de ahífuera, ¿no?

—Sí —concedió ella, riendo—. Sí, a menos que sea el amiguitoque tenías en Constantinopla.

El rostro de Cairo se tiñó derojo sangre. Furioso, exclamó convoz chillona:

—¿El que no le hizo caso austed?

Brigid O’Shaughnessy selevantó de un salto mordiéndose ellabio inferior. Sus ojos eran como

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dos bolas oscuras en el rostro tensoy blanco. Avanzó dos pasos haciaCairo. Él empezó a levantarse,asustado. La mano de ella cruzó elaire y se estampó en la mejilla delotro, dejando marcadas las huellasde sus dedos.

Cairo soltó un gruñido y laabofeteó a su vez, haciéndolatrastabillar. La chica emitió unbreve grito ahogado.

Con cara de palo, Spade sehabía levantado del sofá y estaba yajunto a ellos dos. Agarró al hombre

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por el pescuezo y lo sacudió. Cairo,sintiendo que se ahogaba, metió unamano por dentro del abrigo. Spadele agarró la muñeca apartándole lamano del abrigo, forzó el brazo asepararse del cuerpo y siguióretorciendo la muñeca hasta que losfláccidos dedos de Cairo dejaroncaer a la alfombra la pequeñapistola negra.

Brigid O’Shaughnessy seapresuró a cogerla del suelo.

Cairo, hablando con dificultaddebido a los dedos que le

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atenazaban el cuello, dijo:—Es la segunda vez que me

pone las manos encima. —Sus ojos,a pesar de que la presión en lagarganta los hacía saltones, miraronfríos y amenazadores al detective.

—Sí —rezongó Spade—, yahora, cuando le abofetee, encimale va a gustar. —Soltó la muñeca deCairo y con la mano abierta lepropinó tres salvajes bofetadas.

Cairo intentó escupirle a lacara, pero tenía la boca tan secaque solo consiguió hacer una mueca

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de rabia. Spade le dio otro cachete,abriéndole el labio inferior.

Entonces sonó el timbre.Cairo dirigió rápidamente la

vista hacia el pasillo quecomunicaba con la puerta de laescalera; en sus ojos ya no habíacautela ni rabia. La chica habíaemitido un jadeo y mirado tambiénhacia el pasillo. Su cara denotabamiedo. Spade miró un momento elhilillo de sangre que manaba dellabio de Cairo y luego dio un pasoatrás, soltándole el cuello.

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—¿Quién puede ser? —susurró la chica, acercándose aSpade; y los ojos de Cairo sedesplazaron otra vezvertiginosamente para formular lamisma pregunta.

—No lo sé —contestó,enojado, Spade.

El timbre volvió a sonar, conmás insistencia.

—Todo el mundo callado —dijo Spade, y salió de la habitacióncerrando la puerta tras él.

Spade encendió la luz del

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pasillo y abrió la puerta de laescalera. Eran el teniente Dundy yTom Polhaus.

—¿Qué tal, Sam? —dijo Tom—. Pensábamos que quizá aúnestarías levantado.

Dundy saludó con la cabezapero no abrió la boca.

—Hola, chicos —dijo, debuen talante, Spade—. Hay que verqué horas más raras escogéis paravisitar a la gente. ¿De qué se trataesta vez?

Ahí intervino Dundy, con la

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voz queda:—Queremos hablar contigo,

Spade.—Muy bien. —Spade no se

movió de la puerta, cortando elpaso—. Adelante, hablad.

Tom Polhaus hizo ademán deentrar al tiempo que decía:

—No nos vas a tener aquí depie, ¿eh, Sam?

Spade se plantó en el umbral ydijo:

—No podéis pasar. —Hubomuy poco de disculpa en su voz.

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Las gruesas facciones de Tom,igualadas en estatura con las deSpade, adoptaron una expresión deamistoso reproche, aunque susojillos astutos brillaron un poco.

—Venga, hombre —protestó,poniendo una manaza sobre el torsode Spade.

Spade ofreció resistencia,enseñó los dientes con mediasonrisa y preguntó:

—¿Qué pasa, Tom, vas aemplear mano dura conmigo?

—Por el amor de Dios —

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rezongó Tom, retirando la mano.Dundy chasqueó la lengua y

dijo, entre dientes:—Déjanos entrar.Spade dejó asomar los

colmillos.—De eso nada —dijo—.

¿Cómo lo veis, chicos: intentáisentrar por la fuerza, o hablamosaquí? También os podéis ir alcarajo.

Tom gruñó.Dundy, sin dejar de hablar

entre dientes, dijo:

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—Te convendría darnos unpoco de margen, Spade. Has salidoairoso de unas cuantas, pero nosiempre va a ser así.

—Cuando puedas, me loimpides —dijo Spade, arrogante.

—Es lo que pienso hacer. —Dundy se puso las manos a laespalda y acercó la cara a unoscentímetros de la del detective—.Corre el rumor de que la mujer deArcher se la pegaba contigo.

Spade rió.—Suena como si se te hubiera

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ocurrido a ti.—Entonces, ¿es solo una

patraña?—En efecto.—Lo que cuentan —dijo

Dundy— es que ella intentódivorciarse de él para podermontárselo contigo, pero queArcher le dijo que nones. ¿Unapatraña también?

—Sí.—Y se dice incluso —

continuó Dundy, obstinado— quepor eso se lo cargaron.

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Spade pareció tomárselo comoalgo gracioso.

—No te pases —dijo—. Ya esel segundo asesinato que intentascolgarme. Tu teoría de que mecargué a Thursby porque él habíamatado a Miles se va al cuerno siahora me cargas también elmochuelo de haber matado a Miles.

—Yo no he dicho en ningúnmomento que tú hayas matado anadie —contestó Dundy—. Eres túel que saca eso cada vez. Pero,bueno, supongamos que lo hubiera

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dicho. Podrías haberlos despachadoa los dos. Existe esa posibilidad.

—Claro. Podría haberliquidado a Miles para tirarme a sumujer y luego a Thursby para podercolgarle a Miles el muerto. Es unsistema bárbaro, o lo será cuandopueda liquidar a otro y hacer que loacusen a él de lo de Thursby.¿Hasta cuándo tendré que seguirasí, Dundy? ¿Piensasencasquetarme todos los homicidiosque se produzcan en San Franciscoa partir de ahora?

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—Venga ya, corta el rollo,Sam —dijo Tom—. Sabesperfectamente que esto nos gusta tanpoco como a ti, pero tenemos quehacer nuestro trabajo.

—Pues espero que consista enalgo más que en presentaros aquí demadrugada con un montón depreguntas tontas.

—Y recibir otras tantasmentiras por respuesta —añadiópausadamente Dundy.

—Ándate con cuidado —leprevino Spade.

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Dundy lo miró de arriba abajoy finalmente a los ojos.

—Si afirmas que no ha habidonada entre tú y la mujer de Archer—dijo—, entonces eres unembustero, y te lo digo a la cara.

Los ojillos de Tom se abrieronsobresaltados.

Spade se humedeció los labioscon la punta de la lengua ypreguntó:

—¿Es ese el chivatazo que osha hecho venir aquí a una hora tanintempestiva?

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—Solo uno de ellos.—Bien, ¿y el resto?Dundy bajó las comisuras de

la boca.—Déjanos entrar —insistió,

haciendo un gesto significativohacia el umbral.

Spade frunció el entrecejo ynegó con la cabeza.

Las comisuras de la boca deDundy ascendieron ahora en unamueca satisfecha.

—Eso es que oculta algo —ledijo a Tom.

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Tom cambió el peso de piernay, sin mirar a ninguno de los otrosdos, murmuró:

—Vaya usted a saber.—¿De qué va esto? —

preguntó Spade—. ¿Es un acertijo?—De acuerdo, Spade, nos

largamos. —Dundy se abotonó elabrigo—. Vendremos a verte de vezen cuando. Quizá haces bienresistiéndote. Medítalo.

—Vale —dijo Spade, con unasonrisita—. Será un placerrecibiros, teniente. Y si no estoy

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ocupado, os dejaré pasar.De pronto se oyó un grito

procedente de la sala de estar:—¡Socorro! ¡Auxilio!

¡Policía! —La voz, entre atiplada ychillona, era la de Joel Cairo.

Dundy, que estaba dandomedia vuelta, giró de nuevo haciaSpade y dijo, con determinación:

—Creo que vamos a entrar.Oyeron ruidos de forcejeo, un

golpe, un grito ahogado.La sonrisa de Spade fue un

rictus exento de alegría.

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—Me temo que sí —dijo, y seapartó para dejarles pasar.

Una vez los inspectoreshubieron entrado, cerró la puerta dela escalera y los siguió a la sala deestar.

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8 disparates

BRIGID O’Shaughnessy estabaacurrucada en el sillón contiguo a lamesa. Se cubría las mejillas con losantebrazos y tenía las rodillassubidas hasta el mentón. Sus ojosmostraban aureolas blancas yestaban aterrorizados.

Delante de la chica, inclinadohacia ella, estaba Joel Cairo,empuñando la pequeña pistola queSpade le había hecho soltar un rato

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antes. La otra mano la tenía pegadaa la frente, y entre sus dedosresbalaba sangre hacia los ojos. Elhilillo que le caía del labio partidodibujaba tres líneas onduladas en subarbilla.

Cairo hizo caso omiso de lospolicías. Estaba mirando con ira ala chica hecha un ovillo frente a él.Sus labios se movíanespasmódicamente pero de ellos nosalía ningún sonido coherente.

Dundy, el primero de los tresen entrar, se acercó con rapidez a

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Cairo, se llevó una mano a lacadera, bajo el abrigo, mientras conla otra le agarraba la muñeca aCairo, y dijo:

—¿Se puede saber qué sepropone?

Cairo apartó de su cara lamano manchada de sangre y la agitófrente a las narices del teniente.Descubierta ahora, la frente dejóver un desgarrón de unos siete uocho centímetros.

—Esto es lo que me ha hecho—lloriqueó—. Fíjese.

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Brigid O’Shaughnessy bajó lospies al suelo y miró primero aDundy, que sujetaba la mano deCairo, luego a Tom Polhaus, de pieun poco más atrás, y finalmente aSpade, recostado en el marco de lapuerta. El rostro de Spade estabacompletamente sereno. Cuando susmiradas se encontraron, los ojosgris pálido de él despidieron unbrillo fugaz de bienintencionadamalicia para recuperar enseguida lamirada neutral.

—¿Se lo ha hecho usted? —

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preguntó Dundy a la chica,señalando el corte que Cairo teníaen la frente.

Ella volvió a mirar a Spade,pero este no reaccionó de ningunamanera a la petición de su mirada.Observaba a los ocupantes de lahabitación desde el umbral con elaire de educado desapego de unespectador apático.

La chica miró a Dundy conojos muy abiertos, oscuros,ansiosos.

—No he tenido más remedio

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—dijo con voz grave y vibrante—.Estaba sola aquí con él cuando meha agredido. No he podido..., lo heintentado, pero no he podidoquitármelo de encima. No me..., nome atrevía a dispararle.

—¡Será mentirosa! —exclamóCairo, tratando en vano derecuperar el brazo armado queDundy le sujetaba—. ¡Eres unasucia y asquerosa embustera! —Seretorció para encarar a Dundy—.Todo lo que dice es mentira. Yo hevenido de buena fe y me han

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agredido los dos. Al llegar ustedes,él ha salido a hablar y la ha dejadoa ella aquí con la pistola, yentonces me ha dicho que pensabanmatarme en cuanto se marcharanustedes. Yo he gritado pidiendoayuda, para que no me abandonaranaquí, para no acabar asesinado, yentonces ella me ha pegado con lapistola.

—Deme eso —dijo el teniente,y le cogió la pistola a Cairo—.Vamos a aclarar un par de cosas.¿Para qué venía usted?

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—Él me ha pedido queviniera. —Cairo giró la cabezapara mirar desafiante a Spade—.Me llamó por teléfono y me dijoque viniera aquí.

Spade pestañeó con cara desueño, mirando al oriental, y nodijo nada.

—¿Para qué quería él queviniera? —preguntó Dundy.

Cairo no respondió hasta quese hubo limpiado la frente y labarbilla con un pañuelo de seda arayas color lavanda. Después de

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hacerlo, parte de su indignaciónhabía dejado paso ya a la cautela.

—Me dijo que quería, quequerían, verme. Yo no sabía elmotivo.

Tom Polhaus bajó la cabeza,olfateó el aire perfumado a Chyprey dirigió la vista hacia Spade congesto de inquisitiva censura. Este leguiñó un ojo y se puso a liar uncigarrillo.

—Bien —dijo Dundy—, yluego ¿qué?

—Me han agredido. Primero

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va ella y me pega, y luego él meestrangula y me quita la pistola quellevaba en el bolsillo. No sé de quéhabrían sido capaces si no aparecenustedes en ese momento. Estoy casiseguro de que me habrían asesinadosin más. Cuando él ha salido paraver quién llamaba al timbre, la hadejado a ella aquí vigilándome conla pistola.

Brigid O’Shaughnessy selevantó de un salto del sillón,gritando: «¿Por qué no le obligan adecir la verdad?», y le dio un

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bofetón a Cairo.Cairo soltó un grito

inarticulado.Dundy empujó a la chica hacia

el sillón con la mano que nosujetaba el brazo del levantino ygruñó:

—Ahora se está quietecita.Spade sonrió levemente

sacando el humo después deencender el cigarrillo y,dirigiéndose a Tom, dijo:

—Es una chica impulsiva.—Eso parece —dijo Tom.

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Dundy miró ceñudo a laaludida y le preguntó:

—Según usted, ¿cuál es laverdad?

—Todo menos lo que ha dichoél —respondió BrigidO’Shaughnessy. Luego, mirando aSpade, añadió—: ¿Tengo o notengo razón?

—¿Y cómo lo voy a saber? —dijo Spade—. Yo estaba en lacocina haciendo una tortilla cuandoha pasado todo, ¿no es cierto?

Ella arrugó la frente y lo miró

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con ojos nublados de perplejidad.Tom gruñó, enfadado.Dundy, que no había dejado de

mirar a la chica, ignoró las palabrasde Spade y le preguntó a ella.

—Si este hombre no dice laverdad, ¿cómo es que el quechillaba pidiendo socorro era él, yno usted?

—Bueno, es que se haasustado muchísimo cuando le hedado el golpe —respondió ellamirando con desprecio a Cairo.

El rostro de Cairo se coloreó

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allí donde no estaba manchado desangre.

—¡Bah! ¡Otra mentira!Ella le propinó una patada —

el tacón alto de su zapato azul legolpeó justo encima de la rodilla—,y Dundy tuvo que apartar a Cairomientras Tom se plantaba al lado dela chica cuan alto era y le decía,con voz de trueno:

—Cuidadito. Esa no es manerade comportarse.

—Pues oblíguenle a decir laverdad —replicó ella, desafiante.

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—Descuide, eso vamos ahacer —le prometió Tom.

Dundy, mirando a Spade consus verdes ojos ahora chispeantesde contento, le dijo a susubordinado:

—Bueno, Tom, creo que lomás adecuado será llevarnos a lostres a comisaría.

Tom asintió, mohíno, con lacabeza.

Spade dejó el umbral y avanzóhacia el centro de la sala, tirando elcigarrillo en el cenicero al pasar

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junto a la mesa.—¿A qué viene tanta prisa? —

dijo—. Todo tiene su explicación.—No me digas —le espetó

Dundy.Spade se dirigió a la chica,

haciendo una venia:—Señorita O’Shaughnessy,

permita que le presente al tenienteDundy y al sargento Polhaus,inspectores de policía. —Otravenia, ahora para Dundy—: Laseñorita O’Shaughnessy trabajacomo detective a mi servicio.

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Joel Cairo intervino al punto,indignado:

—Eso no es verdad. Ella...Spade lo interrumpió alzando

la voz, pero sin variar apenas eltono:

—La contraté ayer mismo. Yaquí el señor Joel Cairo, un amigo,o, en cualquier caso, conocido, deFloyd Thursby. Ha venido a vermeesta tarde a solicitar mis serviciospara ver si encontraba algo quesupuestamente estaba en poder deThursby cuando lo liquidaron. La

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cosa, tal como me lo contaba, olía achamusquina, así que le he dichoque no. Entonces ha sido cuando élha sacado un arma. Pero, bueno,dejemos eso mientras no llegue elmomento de presentar cargos. Enfin, después de hablar del asuntocon la señorita O’Shaughnessy,pensé que quizá podría sacarle algorespecto de las muertes de Miles yde Thursby, así que le he pedidoque viniera. Reconozco que quizáno hemos sido muy finos a la horade interrogarlo, pero de daño, nada

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de nada, en todo caso no como paraque gritara pidiendo auxilio. Yo yahabía tenido que quitarle esa pistolaque tanto le gusta enseñar.

Mientras Spade hablaba, elcolor del rostro y los nervios deCairo fueron aumentando deintensidad. Sus ojos no paraban,mirando ora al suelo, ora a Spade,que ponía cara de no haber rotonunca un plato.

Dundy se encaró a Joel Cairoy le preguntó con brusquedad:

—Bien, ¿qué dice a eso?

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Cairo no respondió durantemedio minuto, la mirada fija en elpecho del teniente, y cuando alzólos ojos su mirada fue tímida ycautelosa.

—No sé qué podría decir —murmuró. Parecía genuinamenteavergonzado.

—Pruebe a contar los hechos—le sugirió Dundy.

—¿Los hechos? —Cairo hizoun alarde de gimnasia ocular, pesea que sus ojos no llegaron aapartarse de los del teniente—. ¿Y

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qué garantía tengo yo de que alguienlos va a creer?

—Déjese de rodeos. Lo únicoque tiene que hacer es presentar unadenuncia por agresión, y el oficialencargado le creerá lo suficientecomo para expedir una ordenjudicial que nos permitirá meter aesos dos en chirona.

Spade intervino, exudandobuen humor:

—Adelante, Cairo. Dele esegusto. Dígale que lo hará, y luegonosotros presentamos una denuncia

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contra usted, y así estaremos lostres juntitos.

Cairo se aclaró la voz y mirónervioso a su alrededor, pero no alos ojos de ninguno de lospresentes.

Dundy expulsó aire por lanariz, sin que llegara a ser unresoplido, y luego dijo:

—Cojan los sombreros.Con inquietud y una pregunta

en la mirada, Cairo buscó los ojosde Spade y vio que le estabanmirando con sorna. Luego Spade le

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guiñó un ojo y se sentó en el brazode la mecedora.

—Bueno, chicos y chicas —dijo sonriendo al levantino y a lachica, sin otra cosa que jovialidad ydeleite en la voz—, lo hemosexplicado la mar de bien.

El rostro duro, cuadrado, deDundy se oscureció hasta el últimode los matices.

—Cojan los sombreros —repitió, apremiante.

Spade desvió su sonrisa haciael teniente, se acomodó mejor sobre

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el brazo de la mecedora y preguntóperezoso:

—¿Tú nunca te enteras cuandote están tomando el pelo?

Tom Polhaus se pusovisiblemente rojo.

La cara de Dundy, sin dejar deensombrecerse, permaneció inmóvilsalvo los labios, que se movieronapenas para decir:

—No, pero eso lo dejaremospara cuando lleguemos a jefatura.

Metiendo las manos en losbolsillos del pantalón, Spade se

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levantó y se puso muy erguido, a finde poder mirar de arriba abajo alteniente. Su sonrisa era irónica, yhasta la última línea de su poseindicaba una gran seguridad en símismo.

—Atrévete a detenernos,Dundy —dijo—. Serás elhazmerreír de toda la prensa de SanFrancisco. No pensarás que algunode nosotros va a presentar ningunadenuncia, ¿verdad? Despierta,hombre. Te hemos tomado el pelo.Cuando ha sonado el timbre les he

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dicho a la señorita O’Shaughnessy ya Cairo: «Son otra vez esosmatones. Empiezan a ponersepesados. Vamos a gastarles unabroma. Cuando los oigáis entrar,que uno de los dos grite y a ver loque dura la cosa antes de que se dencuenta». Y...

Brigid O’Shaughnessy sedobló hacia delante, tal comoestaba sentada, y empezó a reírcomo una histérica.

Cairo hizo un gestoespasmódico y sonrió sin vitalidad,

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pero manteniendo fija la sonrisa enel rostro.

Tom, encendido, gruñó:—Basta ya, Sam.Spade rió y dijo:—Pero si es la verdad.

Hemos...—¿Y esos cortes en la frente y

en el labio? —preguntó Dundy consarcasmo—. ¿A santo de qué?

—Pregúntaselo a él —sugirióSpade—. A lo mejor se ha cortadoal afeitarse.

Cairo empezó a hablar a toda

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prisa, antes de que pudieranpreguntarle nada, y sus músculosfaciales temblaron con el esfuerzode mantener aquel rictus de sonrisamientras hablaba.

—Me he caído. La idea erahacer como que estábamosforcejeando cuando entraranustedes, pero he tropezado con elborde de la alfombra y me he dadoun golpe.

—¡Disparates! —dijo Dundy.Spade dijo:—Es la verdad, lo creas o no,

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Dundy. Lo que cuenta es quenosotros nos ceñiremos a esto. Laprensa lo publicará tal cual, se locrean o no, y en cualquiera de losdos casos será igual de divertido, omás. ¿Qué piensas hacer? Tomarleel pelo a un poli no es ningúndelito, que yo sepa. No tienes nadaque colgarnos a ninguno de los tres.Todo lo que te hemos contadoformaba parte de la broma. ¿Quévas a hacer al respecto?

Dundy dio la espalda a Spadey agarró a Cairo por los hombros.

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—No se va a salir con la suya—le espetó, sacudiéndolo—. Hagritado pidiendo auxilio y se lovamos a dar.

—Pero, caballero —farfullóCairo—, si ha sido una broma. Élnos ha dicho que ustedes eranamigos suyos y que lo entenderían.

Spade se rió.Dundy hizo girar bruscamente

a Cairo, sujetándolo ahora por unamuñeca y por el cogote.

—Da igual, me lo trinco porllevar un arma de fuego —dijo—.

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Y a los otros dos también, a verquién ríe el último.

Cairo, alarmado, desvió losojos hacia Spade en busca deayuda.

—No seas inocentón, Dundy.La pistola solo era un elemento deatrezo. La tenía yo aquí en casa. —Se rió—. Lástima que sea un simpletreinta y dos, porque si no igualdescubrías que fue el arma con laque mataron a Thursby y a Miles.

Dundy soltó a Cairo, giró enredondo y propinó un directo a la

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mandíbula de Spade.Brigid O’Shaughnessy lanzó un

gritito.La sonrisa de Spade se

extinguió en el momento delimpacto, pero regresó al instantecon el añadido de un matiz soñador.Mantuvo el equilibrio dando unpequeño paso atrás y sus anchasespaldas se menearon bajo lachaqueta. Antes de que él pudieraresponder con el puño, Tom ya sehabía situado entre los doshombres, de cara a Spade,

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obstruyéndolo con la cercanía de sucorpachón y con sus propiosbrazos.

—¡No, no, por Dios! —suplicó.

Tras un largo momento deinmovilidad, los músculos deSpade se relajaron.

—Pues llévatelo de aquí, yrápido —dijo. Su sonrisa habíadesaparecido de nuevo, ahora sucara estaba un poco pálida yenfurruñada.

Sin apartarse de Spade ni

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dejar de disuadirlo con sus brazosde cualquier intento de agresión,Tom volvió la cabeza y sus ojillosafearon a Dundy con una mirada.

El teniente tenía los puñosapretados al frente y los pies bienanclados en el suelo, ligeramenteseparados, pero una fina aureolablanca entre el iris verde y elpárpado superior matizaba laagresividad de su faz.

—Tómales nombre y dirección—ordenó.

Tom miró hacia Cairo, que

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rápidamente dijo:—Joel Cairo, hotel Belvedere.Spade habló antes de que Tom

pudiera preguntar a la chica.—Cuando queráis contactar

con la señorita O’Shaughnessypodéis hacerlo a través de mí.

Tom miró a Dundy. Estegruñó:

—La dirección.Spade dijo:—Sus señas son las de mi

oficina.Dundy avanzó un paso y se

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plantó delante de la chica.—¿Dónde vive? —le

preguntó.Spade miró a Tom y dijo:—Sácalo de aquí. Ya me he

hartado de esto.Tom lo miró a los ojos —los

de Spade echaban chispas— ymusitó:

—Cálmate, Sam. —Seabrochó el abrigo al tiempo que sevolvía hacia Dundy y le preguntó,tratando de aparentardespreocupación—: Bueno, ¿ya

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está? —Empezó a ir hacia la puerta.El ceño de Dundy no pudo

disimular su indecisión.De pronto, Cairo fue hacia la

puerta, diciendo:—Yo también me marcho, si el

señor Spade tiene la amabilidad dedarme mi sombrero y mi abrigo.

—¿Qué prisa hay? —preguntóSpade.

Dundy intervino, colérico:—Todo era en plan de broma,

pero le da miedo quedarse aquí conellos dos.

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—No, en absoluto —contestóel levantino, nervioso, sin mirar anadie en concreto—, es que ya esun poco tarde. Que me marcho,vaya. Saldré con ustedes, si no lesimporta.

Dundy apretó los labios y nodijo nada. Una luz titilaba en susverdes ojos.

Spade fue al armario delpasillo a buscar el sombrero y elabrigo de Cairo. Su cara nomostraba la menor expresión, comotampoco su voz cuando, después de

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ayudar al levantino a ponerse elabrigo, le dijo a Tom:

—Dile que deje aquí lapistola.

Dundy se sacó del bolsillo lapistola de Cairo del abrigo y ladepositó en la mesa. Salió elprimero, seguido de Cairo. Tom sedetuvo delante de Spade ymurmuró:

—Espero que sepas lo quehaces. —Al no obtener respuesta,suspiró y salió detrás de los otros.Spade los siguió hasta el recodo del

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pasillo y permaneció allí hasta queTom cerró la puerta de la escalera.

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9 brigid

SPADE volvió a la sala de estar yse sentó en una punta del sofá, loscodos en las rodillas y la caraapoyada en las manos, mirando alsuelo y no a Brigid O’Shaughnessy,que le sonreía desmayadamentedesde el sillón. Los ojos denotabanmal humor. Los surcos del entrecejoeran profundos. Las aletas de lanariz se abrían y cerraban con larespiración.

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Cuando quedó claro que él nola iba a mirar, BrigidO’Shaughnessy dejó de sonreír y sequedó observándolo con crecienteinquietud.

De pronto, con la caraencendida de cólera, Spade se pusoa hablar en un tono de voz áspero ygutural. Sujetándose las mejillas,mirando furioso al suelo, maldijo aDundy durante cinco minutosseguidos, lo insultó de maneraobscena, blasfemando, una y otravez, con voz áspera y gutural.

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Después apartó las manos dela cara, miró a la chica, sonrióapocadamente, y dijo:

—Una niñería, ¿verdad? Ya losé, pero es que no hay nada quedeteste tanto como no poderdevolver un puñetazo. —Se tocó labarbilla con cuidado—. Bueno,tampoco es que haya sido grancosa. —Rió, se echó hacia atrás enel sofá y cruzó las piernas—. Unprecio bastante bajo a cambio desalir ganando. —Sus cejas seacercaron brevemente entre sí—.

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Pero esta no se me olvida.Otra vez risueña, la chica se

levantó del sillón y fue a sentarse asu lado en el sofá.

—En mi vida había conocidouna persona tan agresiva como tú—dijo—. ¿Siempre eres así deprepotente?

—Le he dejado que me pegara,¿no?

—Sí, claro, pero él erapolicía.

—No ha sido por eso —explicó Spade—. Perdiendo los

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estribos y dándome un tortazo, elteniente se ha pasado de la raya. Sime hubiera liado a tortas, él nohabría podido dar marcha atrás.Dundy tendría que haber llegadohasta el fondo y al final habríamosacabado en comisaría contando esaestúpida historia. —Miró pensativoa la chica y preguntó—: ¿Qué le hashecho a Cairo?

—Nada. —Se ruborizó—.Intentaba asustarlo para queestuviera callado hasta que ellos semarcharan, y no sé si se ha asustado

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más de la cuenta o es un cabezota ypor eso chillaba.

—¿Y entonces le has golpeadocon la pistola?

—Se me ha echado encima.¿Qué iba a hacer, si no?

—Eres una ingenua. —Lasonrisa de Spade no ocultó su enojo—. Ya te lo he dicho antes: vasdando tumbos a la buena de Dios.

—Lo siento —dijo ella,contrita en la expresión y en la voz—, Sam.

—No lo dudo. —Spade sacó

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tabaco y papel de los bolsillos yempezó a liar uno—. Bueno, ya hashablado con Cairo; ahora puedeshablar conmigo.

Ella se llevó un dedo a loslabios, dirigiendo la vista hacianada en particular, y luego,entrecerrando los ojos, miródisimuladamente a Spade. Él estabaenfrascado liando el cigarrillo.

—Oh, pues claro... —dijoella. Apartó el dedo de la boca y sealisó el vestido por encima de lasrodillas, frunciendo el entrecejo al

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mirárselas.Spade terminó de liar el pitillo

y preguntó:—¿Y bien? —Buscó el

encendedor.—Es que —dijo ella muy

despacio, como si estuvieraeligiendo cada palabra— no hepodido terminar de hablar con él.—Dejó de mirarse las rodillas congesto ceñudo y dirigió a Spade unamirada candorosa y diáfana—. Noshan interrumpido antes de empezar.

Spade encendió el cigarrillo,

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expulsando el humo con unacarcajada.

—Si quieres lo llamo y le digoque vuelva.

Ella negó con la cabeza, sinsonreír. Sus ojos, mientras hacíaque no con la cabeza, fueron de unlado al otro entre sus párpados sindejar de enfocar a los de Spade. Suexpresión era inquisitiva.

Spade le pasó un brazo por laespalda, ahuecando la mano sobreel hombro blanco y desnudo másalejado de él. La chica se acomodó

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en el hueco del brazo de Spade.—Te escucho —dijo él.Ella volvió la cabeza hacia

arriba para sonreírle con traviesainsolencia.

—¿Y para eso necesitas tenerel brazo ahí? —le preguntó.

—No. —Spade retiró la manodel hombro de ella y dejó caer elbrazo por el respaldo.

—Eres de lo másimpredecible.

Él asintió y dijo, en tonoamistoso:

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—Continúo escuchando.—¡Pero mira qué hora es! —

exclamó ella señalando con un dedohacia el despertador posado encimadel libro; sus torpemente moldeadasmanecillas marcaban las tres menosdiez.

—Sí, ha sido una larga velada.—Tengo que irme. —La chica

se levantó del sofá—. Esto eshorrible.

Spade se quedó donde estaba.Meneó la cabeza y dijo:

—Hasta que no me lo hayas

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contado, no te mueves de aquí.—Pero mira la hora —

protestó ella—. Además, tardaríamuchísimo en contártelo todo.

—No importa.—¿Soy tu prisionera,

entonces? —preguntó ella, jovial.—Y acuérdate del chico de

afuera. Puede que no se haya ido ala cama todavía.

La jovialidad se esfumó degolpe.

—¿Tú crees que aún estaráahí?

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—Es lo más probable.Ella se estremeció.—¿No podrías averiguarlo?

—dijo.—Puedo bajar a ver.—Oh, sí, me harías un gran

favor.Spade calibró por un momento

la expresión angustiada de ella.Luego se levantó del sofá, fue alarmario a por un sombrero y unabrigo y dijo:

—Volveré dentro de diezminutos.

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—Ten mucho cuidado —lerogó ella mientras lo acompañabahasta la puerta.

—Descuida —dijo él, y salió.Post Street estaba desierta.

Spade caminó una manzana hacia eleste, cruzó la calle, caminó dosmanzanas hacia el oeste, volvió acambiar de acera y regresó a suedificio sin haber visto a nadiesalvo a dos mecánicos arreglandoun coche en un taller.

Cuando abrió la puerta delapartamento se encontró a Brigid

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O’Shaughnessy en el recodo delpasillo, empuñando la pistola deCairo con el brazo caído a uncostado.

—Sigue ahí —le dijo Spade.Ella se mordió el interior del

labio y giró lentamente para volvera la sala. Spade entró detrás,dejando sombrero y abrigo encimade una silla.

—Parece que tendremostiempo para hablar —dijo, y fue ala cocina.

Cuando ella apareció en la

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puerta, acababa de poner la cafeterasobre el fogón y estaba cortandorebanadas de una barra larga depan. Ella permaneció en el umbral ylo observó con ojos intranquilos.Los dedos de su mano izquierdaacariciaban distraídamente la culatay el cañón de la pistola que sosteníaaún en la mano derecha.

—El mantel está ahí dentro —dijo Spade señalando con elcuchillo del pan hacia un hueco enla pared que hacía las veces dealacena.

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Ella puso la mesa mientras éluntaba las rebanadas con paté dehígado o ponía entre ellas fiambrede carne. Luego él sirvió el café,añadió un poco de brandy de unabotella achaparrada y se sentaron ala mesa, juntos, en uno de losbancos. Ella dejó la pistola en elasiento.

—Ya puedes empezar, entrebocado y bocado —dijo Spade.

Brigid O’Shaughnessy hizo unamueca.

—Eres el colmo de la

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insistencia —protestó, antes de darel primer mordisco.

—Sí, además de agresivo eimpredecible. ¿Qué pasa con esepájaro, ese halcón, que ha caldeadotanto los ánimos?

Ella acabó de masticar el pancon la carne, tragó, miródetenidamente la media luna quesus dientes habían formado en elbocadillo y preguntó:

—¿Y si no te lo dijera? ¿Y sino te contara absolutamente nada?¿Qué harías?

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—¿Te refieres al pájaro?—A todo el asunto.—No me extrañaría nada —

dijo él, con una sonrisa que dejóver los molares— que supieraexactamente qué hacer acontinuación.

—¿Y qué sería...? —Ella dejóde mirar el bocadillo y buscó susojos—. Eso es lo que deseo saber,qué harías a continuación.

Spade meneó la cabeza.—¿Algo agresivo e

impredecible? —Ella sonrió,

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burlona.—Tal vez. Pero no veo qué

ganas ahora poniéndote a cubierto.Está saliendo todo, aunque sea atrocitos, ¿o no? Hay muchas cosasque todavía desconozco, pero séunas cuantas y otras me las imagino;otro día como el de hoy y prontosabré más de esta historia que túmisma.

—Puede que ya lo sepas ahora—dijo ella, mirando muy seria otravez su emparedado—. ¡Estoy tanharta de tener que hablar de ello!

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¿No sería... no sería mejor esperary que te vayas enterando de todo,tal como tú dices?

Spade se echó a reír.—No sé. Eso tendrás que

averiguarlo por ti misma. Yo sueloenterarme de las cosas a base desabotear la situación de la maneramás agresiva e impredecible. Pormí no hay inconveniente, si tú estássegura de que por ese sistema novas a salir perjudicada.

Ella movió los hombros,inquieta, pero no dijo nada.

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Comieron en silencio durante unosminutos, él flemático, ellapensativa. Finalmente, con vozapagada, ella dijo:

—Me das miedo, esa es laverdad.

—Esa no es la verdad —dijoél.

—En serio —insistió ella sincambiar la voz—. Conozco a doshombres que me dan miedo y a losdos los he visto esta noche.

—Entiendo que Cairo puedadarte miedo —dijo él—. Queda

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fuera de tus redes.—¿Y tú no?—No en ese sentido —

respondió Spade, con una sonrisa.Ella se ruborizó un poco.

Cogió una rebanada de panrecubierta de paté gris y la dejó enel plato. Arrugó su blanca frente ydijo:

—Es una estatuilla negra,como ya sabes, de un pájaro, unhalcón. Lisa y brillante. Medirá asíde alto. —Levantó la mano derechaunos treinta centímetros sobre la

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mano izquierda, las palmasencaradas.

—¿Y por qué es tanimportante?

Ella tomó un sorbo de café conbrandy y luego meneó la cabeza.

—No lo sé. Nunca me lo hanexplicado. Prometieron pagarmequinientas libras si les ayudaba aconseguirlo. Y luego Floyd,después de que abandonamos aJoel, me dijo que él me daríasetecientas cincuenta.

—Entonces debe de valer más

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de siete mil quinientos dólares.—Oh, sí, mucho más —dijo

ella—. En ningún momento dieron aentender que íbamos a partesiguales. Simplemente mecontrataron para que les ayudara.

—Ayudarles ¿a qué?La chica se llevó de nuevo la

taza a los labios. Spade, sin dejarde controlarla con la mirada,empezó a liar un cigarrillo. Detrásde ellos, en el fogón, la cafeteraborbotó.

—Ayudarles a quitárselo al

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hombre que lo tenía —dijo ella,despacio, habiendo bajado la taza—, un ruso de nombre Kemidov.

—¿Y cómo?—Bah, no tiene ninguna

importancia —objetó ella—, y denada te serviría saberlo. —Sonriódescaradamente—. Además, no esasunto tuyo.

—¿Eso pasó enConstantinopla?

La chica dudó, asintió con lacabeza, y dijo:

—En Mármara.

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Agitando el cigarrillo, Spadela instó a continuar:

—Bueno, ¿y qué más?Continúa.

—No hay más. Ya te lo hedicho todo. Me prometieronquinientas libras si les ayudaba, lohice, y luego descubrí que JoelCairo pensaba traicionarnos,llevarse el halcón y dejarnos sinnada. Que fue exactamente lo que lehicimos nosotros a él. Pero eso nome sirvió para ser más rica, porqueresulta que Floyd no tenía la menor

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intención de pagarme lassetecientas cincuenta libras que mehabía prometido. Eso lo supecuando llegamos aquí, a SanFrancisco. Me dijo que iríamos aNueva York, él vendería el halcón yme daría mi parte, pero yo me olíque no decía la verdad. —Sus ojosse habían puesto violetas deindignación—. Por eso acudí a ti,para que me ayudaras a localizar elhalcón.

—Supón que te hubieras hechocon él. Después ¿qué?

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—Habría podido discutir lascondiciones con el señor FloydThursby.

Spade la miró entornando losojos.

—Pero no habrías sabidodónde llevar el pájaro para sacarmás dinero del que él estabadispuesto a darte, esa cantidadmayor que sabías que él confiaba ensacar del halcón.

—No, yo no lo sabía —dijo lachica.

Spade miró ceñudo la ceniza

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que se le había caído en el plato.—¿Y por qué vale tanto

dinero? —exigió saber—. Algunaidea tendrás, digo yo.

—No, ni la más mínima.Su rostro ceñudo se volvió

hacia ella.—¿De qué material está

hecho?—De porcelana, o de piedra

negra. No lo sé. Nunca lo hetocado. Solo lo he visto una vez,apenas unos minutos; Floyd me loenseñó la primera vez que nos

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hicimos con él.Spade aplastó la colilla en el

plato y echó un trago de café conbrandy. Ya no se mostraba ceñudo.Se pasó la servilleta por los labios,la tiró arrugada a la mesa y dijo,como quien no quiere la cosa:

—Eres una embustera.Ella se puso de pie al extremo

de la mesa y le miró con ojosturbios y avergonzados entre elarrebol de su cara.

—Soy una embustera —dijo—. Lo he sido siempre.

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—No alardees de eso. Es muyinfantil —la reconvino él, de buenhumor. Se levantó también delbanco—. ¿Hay algo de verdad entodo lo que me has contado?

Ella dejó caer la cabeza. Susoscuras pestañas se perlaron dehumedad.

—Algo —susurró.—¿Cuánto?—Pues... no mucho.Spade acercó una mano a su

barbilla y le levantó la cabeza. Serió mirando sus ojos llorosos y

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dijo:—Tenemos toda la noche por

delante. Serviré un poco más decafé con otro poco de brandy y lointentaremos de nuevo.

Ella dejó caer los párpados.—¡Estoy tan cansada! —dijo,

temblorosa—. Cansada de todoesto, de mí misma, de mentir y deinventar embustes, de no saber yaqué es verdad y qué es mentira.Ojalá...

Tomó la cara de Spade entresus manos y aplicó la boca abierta a

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la de él, arrimando todo el cuerpo.Spade la rodeó con los brazos,

atrayéndola todavía más hacia él,los músculos marcados bajo susmangas azules, una mano ahuecadaen la nuca de ella, los dedosextraviados en su melena pelirroja,una mano de dedos juguetones en laespalda esbelta de la chica. Susojos ardían amarillentos.

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10 el diván del belvedere

EL despuntar del día habíareducido la noche a una presenciafuliginosa cuando Spade seincorporó. A su lado, la suaverespiración de BrigidO’Shaughnessy tenía la regularidaddel sueño profundo. Spade procuróno hacer ruido al levantarse y salirde la alcoba y cerrar la puerta. Sevistió en el cuarto de baño.Después rebuscó en la ropa de la

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chica, cogió del bolsillo del abrigouna llave plana y salió a la calle.

Fue hasta el Coronet y accedióal edificio y luego al apartamentode ella utilizando la llave. Suactitud no habría levantadosospechas a ojos de nadie: entrócon decisión y sin detenerse. Por lodemás, su entrada difícilmentehabría sobresaltado los oídos denadie: apenas hizo el menor ruido.

Una vez arriba, encendió todaslas luces del apartamento yprocedió a un registro exhaustivo.

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Sus ojos, igual que sus gruesosdedos, se movían sin prisa aparentey sin demorarse en nada nitoquetear nada, palmo a palmo,sondeando, escrutando, palpandocon la certeza del experto; nodejaron un solo cajón, armario,caja, maleta y baúl (cerrados o nocon llave) sin abrir y examinar sucontenido. Hasta la última prendade ropa fue sometida al tacto de susmanos, atentas a bultos reveladores,como sus oídos lo estaban alposible crujir de papeles

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escondidos. Deshizo la cama. Miródebajo de las alfombras y de cadauno de los muebles. Bajó laspersianas para comprobar que nohubieran ocultado nada entre susvueltas. Se asomó a las ventanaspara comprobar que no hubierandejado nada colgando fuera. Hurgócon un tenedor en los tarros decosméticos que había sobre eltocador. Sostuvo al trasluzatomizadores y frascos. Examinóplatos y cacharros de cocina,alimentos y envases. Vació el cubo

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de la basura extendiendo en el suelopapel de periódico. Abrió la tapadel inodoro en el cuarto de baño,tiró de la cadena y miró en elinterior. Examinó y comprobó lasrejillas metálicas que cubrían losdesagües de la bañera, el lavabo, elfregadero y la tina de lavar.

No encontró el pájaro negro.No encontró nada que parecieratener alguna relación con un pájaronegro. La única cosa escrita quehalló fue un recibo de la semanaanterior por el alquiler del

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apartamento. La única cosa quesuscitó su interés lo suficiente comopara demorarse en el registro fueuna cantidad respetable de joyasbastante buenas en un estuchepolicromado, dentro de un cajón deltocador cerrado con llave.

Cuando hubo terminadopreparó café y bebió una taza.Luego abrió la ventana de la cocina,rascó un poco el borde con lanavaja, dejó la ventana abierta(daba a una escalera de incendios),cogió el sombrero y el abrigo que

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había dejado sobre el sofá de lasalita y salió del apartamento de lamisma forma que había entrado.

De regreso paró en uncolmado que un hombre rechonchocon cara de sueño y tiritando estabaabriendo en ese momento, y comprónaranjas, huevos, panecillos,mantequilla y crema de leche.

Entró sin hacer ruido en suapartamento, pero no había cerradoaún la puerta cuando BrigidO’Shaughnessy gritó: «¿Quién es?».

—Aquí Spade el Joven con el

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desayuno.—¡Ay, me has asustado!La puerta del dormitorio, que

él había dejado cerrada, estabaabierta. La chica estaba sentada enel borde de la cama, temblando, lamano derecha oculta bajo unaalmohada.

Spade dejó los paquetes sobrela mesa de la cocina y entró en laalcoba. Se sentó en la cama, al ladode la chica, besó su terso hombro ydijo:

—Quería ver si ese chaval

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seguía al pie del cañón, y de pasocomprar algo para el desayuno.

—¿Está?—No.Ella suspiró, apoyándose en

él.—Me he despertado y tú no

estabas, y luego he oído entrar aalguien. Estaba aterrorizada.

Spade le apartó de la caraunos mechones pelirrojos,diciendo:

—Perdona. Creí que seguiríasdurmiendo hasta que volviera. ¿Has

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tenido esa pistola debajo de laalmohada toda la noche?

—Ya sabes que no. He ido deun salto a cogerla cuando me heasustado.

Spade preparó el desayuno (yaprovechó para devolver la llave albolsillo de donde la había cogido)mientras ella se bañaba y se vestía.

La chica salió del cuarto debaño silbando En Cuba.

—¿Quieres que haga la cama?—preguntó.

—Sí, buena idea. Estos huevos

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aún necesitan un par de minutos.El desayuno estaba en la mesa

cuando ella volvió a la cocina. Sesentaron donde lo habían hecho lavíspera y comieron con ganas.

—Bueno, ¿qué hay del pájaro?—dijo él al rato, invitándola acontinuar.

Ella dejó el tenedor y lo miróa la cara. Con las cejas muy juntas yponiendo la boca pequeña y prieta,protestó:

—No puedes pedirme quehable de eso, precisamente esta

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mañana. No pienso hacerlo y no loharé.

—Además de picarona, tozuda—dijo él, cariacontecido, y dio unbocado a un bollo.

El joven que había seguido aSpade no se encontraba a la vistacuando el detective y BrigidO’Shaughnessy cruzaron la callehasta el taxi que les esperaba en laotra acera. Nadie siguió al taxi.Cuando llegaron al Coronet, nohabía señales del joven ni deningún otro elemento

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vagabundeando en las cercanías.Brigid O’Shaughnessy no

quiso que Spade entrara con ella enel edificio.

—Bastante tengo con volver acasa en traje de noche a estas horascomo para encima hacerloacompañada. Espero noencontrarme a nadie.

—¿Cenamos juntos?—De acuerdo.Se besaron. Ella entró en el

Coronet.—Al hotel Belvedere —le

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dijo Spade al taxista.Nada más entrar en el hotel

vio al joven que le había estadosiguiendo. Estaba sentado en undiván del vestíbulo desde donde sepodían ver los ascensores, y hacíacomo que leía el periódico.

Spade preguntó por Cairo enla recepción y le dijeron que noestaba. Frunció el entrecejo y sepellizcó el labio inferior; unospuntos de luz amarilla empezaron abailar en sus ojos. Dio las graciasal recepcionista y se alejó.

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Caminando con airedespreocupado, cruzó el vestíbulo,fue hasta el diván desde el que sepodían ver los ascensores y sesentó al lado (a no más de unpalmo) del joven que hacía comoque leía el periódico.

El joven no levantó la vista. Atan escasa distancia no parecía quehubiese cumplido aún los veinte.Era de facciones pequeñas yregulares, a tono con su estatura.Tenía la piel muy clara. La blancurade sus mejillas no estaba maculada

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siquiera por una pelusilla conpretensiones de barba ni por elmenor flujo de sangre. La ropa quellevaba puesta no era nueva,tampoco de buena calidad, pero sítenía, lo mismo que su manera dellevarla, una marcada pulcritudmasculina.

—¿Dónde está? —preguntóSpade como si tal cosa, mientrasvertía picadura en un papelillomarrón.

El chico bajó el periódico ymiró a su alrededor con deliberada

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lentitud, como si estuvierareprimiendo una presteza innata.Dirigió sus menudos ojos coloravellana, de pestañas largas yrizadas, hacia el torso de Spade yluego, con una voz tan monótona,serena y fría como su juvenilsemblante, dijo:

—¿Qué?—Que dónde está. —Spade

estaba liando el cigarrillo.—¿Quién?—El maricón.Los ojos color avellana

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ascendieron hasta posarse en elnudo de la corbata granate deSpade.

—Pero ¿tú qué te has creído?—dijo el chico entre dientes—.¿Me tomas el pelo?

—Cuando lo haga te lo harésaber —contestó Spade. Pasó lalengua por el papel de fumar ysonrió afablemente al muchacho—.De Nueva York, ¿verdad?

El chico se quedó mirando lacorbata de Spade y no dijo nada.Spade asintió con la cabeza como si

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el otro hubiera dicho que sí ypreguntó:

—¿Te han echado de algúnsitio por vago o maleante?

El chico siguió mirando fijo ala corbata un momento más y luegolevantó el periódico y reanudó supresunta lectura, diciendo con laboca torcida:

—Lárgate.Spade encendió el cigarrillo,

se retrepó en el diván poniéndosecómodo y dijo con afabledespreocupación:

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—Tendrás que hablar conmigoantes de acabar con esto, hijo. Si notú, alguno de tus amigos. Pásale elrecado a G de mi parte.

El chico dejó rápidamente elperiódico a un lado y se encaró aSpade, mirando fijamente el nudode su corbata con ojosinexpresivos. Sus pequeñas manosse apoyaron planas en el abdomen.

—Te la estás buscando, amigo—dijo—, y gorda. —Habló con vozgrave, monocorde y amenazadora—. Antes te he dicho que te

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largaras. Lárgate.Spade esperó a que un hombre

regordete con gafas y una rubia conunas piernas inacabables pasarande largo y luego, riendo, dijo:

—Esto te daría muy buenresultado en la Séptima Avenida.Pero resulta que no estamos enNueva York, pequeño, sino en misterritorios. —Dio una calada alcigarrillo y expulsó una larga nubepálida—. Bueno, ¿qué?, ¿dóndeestá?

El chico pronunció tres

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palabras: «Que», «te» y un tiempoverbal de dos sílabas.

—¿Sabías que hablando así tepuedes quedar sin dientes? —Eltono de Spade continuaba siendoafable, pero su cara se había puestotensa—. Si piensas seguir por aquí,mejor que seas educado.

El chico repitió las trespalabras.

Spade tiró el cigarrillo a unjarrón alto de piedra que habíajunto al diván y, alzando la mano,llamó la atención de un hombre que

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durante los últimos cinco minutosno se había movido del mostradorde cigarros. El hombre asintió conla cabeza y se acercó a ellos. Erade mediana edad y estatura media,cara redonda y cetrina, complexiónrobusta, e iba bien vestido con untraje oscuro.

—Hola, Sam.—Hola, Luke.Se dieron la mano y Luke dijo:—Oye, siento mucho lo de

Miles.—Sí, mala suerte. —Spade

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hizo un gesto en dirección al chicosentado a su lado—. ¿Cómo dejasque ronden por el vestíbulopistoleros baratos como estemocoso, que ni siquiera sabedisimular que lleva una pipaescondida?

—Vaya. —Luke escrutó almuchacho con sus expertos ojoscastaños. Se había puesto serio derepente—. ¿Qué buscas aquí? —lepreguntó.

El chico se puso de pie. Spadese puso de pie. El chico miró

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alternativamente a los dos hombres,a sus respectivas corbatas. La deLuke era negra. El chico parecía uncolegial al lado de ellos.

—Bueno —dijo Luke—, puessi no quieres nada, largo, y novuelvas por aquí.

—Vuestras caras no se me vana olvidar —dijo el chico, y semarchó.

Lo vieron salir del hotel.Spade se quitó el sombrero y sepasó un pañuelo por la frente; latenía húmeda.

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—¿Qué pasa? —preguntó eldetective del hotel.

—Que me aspen si lo sé —respondió Spade—. Acabo defijarme en él. ¿Sabes algo de JoelCairo, el de la seiscientos treinta ycinco?

—¡Ah, ese! —rió el detective.—¿Cuántos días lleva aquí?—Hoy hace cinco que llegó.—¿Sabes algo de él?—Que me registren, Sam. No

me gusta su jeta, pero eso es todo.—¿Puedes averiguar si durmió

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aquí anoche?—A ver. —Luke se alejó.

Spade se sentó en el diván aesperar—. No —dijo a su regresoel detective del hotel—, ayer nocheno vino. ¿Qué hay?

—Nada.—Habla claro. Tú sabes que

tendré la boca cerrada, pero si hayalgún asunto turbio más vale que losepamos también, por si se marchasin pagar la cuenta.

—No va por ahí la cosa —leaseguró Spade—. A decir verdad,

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estoy haciendo un trabajito para él.Si el tipo fuera un maleante, te lodiría.

—Eso espero. ¿Qué quieres?,¿que le eche un ojo?

—No estaría de más. Gracias,Luke. Hoy en día hay que estar altanto de la gente para quien setrabaja.

Eran las once y veintiúnminutos por el reloj que había sobrelos ascensores cuando Joel Cairollegó al hotel. Llevaba la frentevendada. Su ropa tenía el aire

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desaliñado de cuando ha sidollevada demasiadas horas seguidas.Se lo veía demacrado y teníahinchados la boca y los párpados.

Spade salió a su encuentrofrente a la recepción.

—Buenos días —le dijo.Cairo irguió su fatigado

cuerpo, y las líneas caídas delrostro se tensaron.

—Buenos días —contestó sinentusiasmo.

Tras una pausa larga, Spadedijo:

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—Vamos a algún sitio dondepodamos hablar.

Cairo levantó la barbilla.—Usted me disculpará —dijo

—, pero nuestras conversaciones enprivado no son cosa que tengamuchas ganas de repetir.Perdóneme por la franqueza, peroes la pura verdad.

—¿Es por lo de anoche? —Spade hizo un gesto de impacienciacon la cabeza y las manos—. ¿Yqué demonios podía hacer yo?Pensé que lo entendería. Si busca

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pelea con ella o permite que ella labusque con usted, tengo queponerme del lado de la chica. Mire,yo no sé dónde está ese malditohalcón. Usted tampoco. Ella sí.¿Cómo vamos a conseguir el pájarosi no le sigo la corriente a ella?

Cairo dudó; seguía sin verloclaro.

—Siempre tiene unaexplicación a punto.

Spade lo miró ceñudo.—¿Y qué pretende que haga?,

¿que aprenda a tartamudear? Bueno,

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hablemos ahí. —Fue hacia el diván,y cuando se hubieron sentado dijo—: ¿Dundy lo llevó a comisaría?

—Sí.—¿Cuánto rato han estado

interrogándolo?—Hasta hace muy poco, y

debo decir que contra mi voluntad.—La voz y el rostro de Cairo eranuna mezcla de dolor e indignación—. Pienso quejarme ante elconsulado griego y poner el asuntoen manos de abogados.

—Adelante, a ver qué es lo

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que consigue. ¿Qué ha podidosacarle la policía?

Cairo sonrió con remilgadasatisfacción.

—Nada en absoluto. Me heceñido a lo que usted explicó en susaposentos. —La sonrisadesapareció—. Aunque, para serlesincero, ya podría haber inventadouna historia más razonable. Me hesentido completamente ridículorepitiéndola una y otra vez.

Spade sonrió, burlón.—Por supuesto —dijo—, pero

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la gracia estaba en que fuera tantonta. ¿Seguro que no les ha soltadonada?

—Puede contar con ello, señorSpade, nada de nada.

Spade se puso a tamborilearcon los dedos en el asiento entreellos dos.

—Dundy le buscará otra vez—dijo—. Siga haciéndose el suecocon él y no le pasará nada. Y no sepreocupe por que la historia seatonta; con una más sensatahabríamos terminado todos en el

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calabozo. —Se puso de pie—.Necesitará dormir si ha estadotragando quina toda la noche en lacomisaría. Ya nos veremos.

Effie Perine estaba diciendo«No, todavía no» por el teléfonocuando Spade irrumpió en laoficina. Ella volvió la cabeza y, sinemitir sonido, formó con sus labiosla palabra «Iva». Él hizo que no conla cabeza.

—Le diré que la telefonee tanpronto como venga, pierda cuidado—dijo la chica en voz alta, y

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después colgó—. Es la tercera vezque llama esta mañana —informó.

Spade emitió un gruñido deimpaciencia.

La chica movió ligeramentesus ojos castaños hacia el despachointerior.

—Tu amiga, la señoritaO’Shaughnessy. Lleva esperandoahí desde poco después de lasnueve.

Spade asintió como si ya se lohubiera esperado.

—¿Qué más? —dijo.

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—Ha llamado el sargentoPolhaus. No ha dejado ningúnmensaje.

—Localízalo y me lo pasas.—Y ha telefoneado G.Los ojos de Spade se

iluminaron.—¿Quién?—G. Eso ha dicho. —La

indiferencia de Effie Perine alrespecto no pudo ser más perfecta—. Como tú no estabas, me hadicho: «Pues cuando llegue, haga elfavor de decirle que le ha llamado

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G, que recibí su mensaje y quevolveré a llamar».

Spade movió los labios unocontra el otro como saboreandoalgo que le gustaba.

—Gracias, preciosa —dijo—.Mira a ver si das con Tom Polhaus.—Entró en su despacho privado ycerró la puerta.

Brigid O’Shaughnessy, vestidacomo en su primera visita a laoficina, se levantó de la sillacontigua al escritorio de Spade yfue rápidamente hacia él.

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—Alguien ha entrado en miapartamento —exclamó—. Estátodo patas arriba.

Spade pareció moderadamentesorprendido.

—¿Se han llevado algo?—Creo que no. No lo sé.

Tenía miedo de quedarme. Me hecambiado de ropa lo más rápidoque he podido y he venido aquíenseguida. ¡Seguro que ese chico tesiguió hasta el Coronet!

Spade negó con la cabeza.—No, encanto.

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Sacó del bolsillo la primeraedición de un periódico de tarde yle mostró una crónica a unacolumna con este titular: los gritosahuyentan al ladrón. Una joven denombre Carolin Beale, que vivíasola en un apartamento de SutterStreet, se había despertado aquellamadrugada a las cuatro al oír aalguien rondando por su habitación.Sus gritos habían hecho que elintruso huyera a toda prisa. Otrasdos mujeres que vivían solas en elmismo edificio habían descubierto,

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pocas horas después, indicios deque un ladrón había entrado en susrespectivas viviendas. De ningunade las tres se habían llevado nada.

—Ahí fue donde me lo quitéde encima —explicó Spade—.Entré en ese edificio y me escabullípor la puerta de atrás. Por eso lastres eran mujeres que viven solas.El tipo miró las tarjetas delvestíbulo y probó suerte en losapartamentos que tenían nombre demujer, buscándote a ti y suponiendoque te habrías registrado con

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nombre fingido.—Pero si él estaba vigilando

tu casa cuando estuvimos allí —objetó ella.

Spade se encogió de hombros.—No hay por qué suponer que

trabaja solo —dijo—. O quizá fue aSutter Street cuando se olió que túquizá pasarías la noche en mi casa.En cualquier caso, a mí no mesiguió hasta el Coronet.

La chica no estaba convencida.—Pero él, o alguien más,

localizó el edificio.

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—Desde luego. —Spade lemiró los pies, frunciendo elentrecejo—. Estoy pensando quepodría ser cosa de Cairo. Anocheno durmió en su hotel, no ha llegadohasta hace unos minutos. Dice quese pasó la noche aguantando uninterrogatorio de la policía. Asaber. —Giró en redondo, fue aabrir la puerta y preguntó a EffiePerine—: ¿Tienes ya a Tom?

—No está. Probaré dentro deun rato.

—Gracias. —Spade cerró la

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puerta y miró a BrigidO’Shaughnessy.

Ella le devolvió una miradaensombrecida.

—¿Has ido a ver a Joel estamañana? —preguntó.

—Sí.—¿Por qué? —preguntó ella,

tras dudar un instante.—¿Que por qué? —Spade le

sonrió—. Porque, amada mía, tengoque mantener un cierto contacto contodos los cabos sueltos de esteembrollado asunto si quiero acabar

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entendiendo algo. —Le rodeó loshombros con el brazo y la llevóhacia su butaca giratoria. Luego ledio un beso en la punta de la nariz ehizo que se sentara. Él se sentó enel borde de la mesa, frente a ella—.Bueno, ahora tendremos quebuscarte un nuevo hogar, ¿verdad?

Ella asintió con énfasis:—Allí no pienso volver.Spade dio unas palmaditas a la

superficie de la mesa, poniendocara de pensar, y al rato dijo:

—Me parece que ya lo tengo.

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Espera un segundo. —Salió y cerróla puerta.

Effie Perine hizo ademán delevantar el teléfono, y dijo:

—Lo intento otra vez.—Después. ¿Tu intuición

femenina te sigue diciendo que lachica es una santa y tal?

Ella lo miró, alerta.—Sigo creyendo que sea cual

sea el lío en que esté metida, lachica es de buena ley, si te refieresa eso.

—A eso me refiero —dijo él

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—. ¿Y tú eres lo bastante fuertecomo para cargar con ella acuestas?

—¿Perdón?—¿Podrías alojarla unos días?—¿Quieres decir en mi casa?—Sí. Han entrado a robar en

su piso. Es la segunda vez que lepasa esta semana. Sería mejor queno estuviera sola. Si pudierastenerla unos días en tu casa, seríaperfecto.

Effie Perine se inclinó haciaadelante y preguntó, muy seria:

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—¿Corre peligro, Sam?—Yo creo que sí.Ella se rascó el labio con una

uña.—Si se lo digo a mamá le da

un soponcio. Tendré que contarleque es una testigo sorpresa o algoasí, y que necesitas tenerlaescondida hasta el último momento.

—Eres un sol —dijo Spade—.Será mejor que te la lleves ahora.Le pediré la llave de suapartamento e iré a buscar lo queme diga que necesita. Veamos. No

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deberían veros salir juntas de aquí.Tú vete a casa. Toma un taxi, peroasegúrate de que no te sigan. Lomás probable es que no, peroasegúrate. Yo te la mandaré en otrotaxi dentro de un rato, y measeguraré también de que nadie lasigue.

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11 un hombre gordo

EL teléfono estaba sonando cuandoSpade volvió a su despachodespués de enviar a BrigidO’Shaughnessy a casa de EffiePerine.

—¿Diga? —contestó—. Sí,soy Spade... Lo tengo, sí. Estabaesperando noticias suyas...¿Quién?... ¿El señor Gutman? ¡Sí,cómo no!... Ahora, cuanto antes,mejor... Doce C... Eso es.

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Pongamos unos quince minutos. Deacuerdo.

Spade se sentó en la esquinade la mesa, junto al teléfono, y lióun cigarrillo. Una V dura ysatisfecha se dibujó en su boca, entanto que los ojos, mirando cómoliaban los dedos el cigarrillo,parecían arder a fuego lento sobrelos párpados inferiores.

En ese momento se abrió lapuerta y apareció Iva Archer.

—Hola, cariño —dijo Spade,con tan escasa dulzura en la voz

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como la que su rostro habíaadquirido de repente.

—¡Oh, Sam, perdóname!,¡perdóname! —suplicó ella,gimoteando.

Permaneció junto a la puerta,apretando un pañuelo de pespuntenegro entre sus menudas manosenguantadas, escrutando temerosa lacara de él con ojos hinchados yenrojecidos.

Él no se levantó de la esquinade la mesa, pero dijo:

—Claro, mujer. Olvídalo.

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—Pero, Sam —gimió ella—.Fui yo quien envió esos policías atu casa. Estaba furiosa, loca decelos, y les telefoneé diciendo quesi iban allí podrían averiguar algosobre el asesinato de Miles.

—¿Y por qué pensaste talcosa?

—¡No, si no lo pensaba! Peroestaba furiosa, ¿entiendes?, queríahacerte daño como fuera.

—La verdad es que esocomplicó bastante las cosas —dijoél, inclinándose para pasarle el

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brazo por la cintura y atraerla haciasí—. Pero ya pasó todo; lo únicoque te pido es que procures noalimentar más ideas como esa.

—Te lo prometo. Nunca más.Es que anoche fuiste muy pocoamable conmigo. Estabas frío,distante, querías deshacerte de mí.Yo, que llevaba allí esperando nosé cuánto tiempo, que había idopara avisarte, y tú...

—¿Avisarme de qué?—De lo de Phil. Se ha

enterado de..., sabe que me amas.

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Miles le había dicho que yo queríadivorciarme, aunque, claro, él nollegó a saber para qué, y ahora Philcree que nosotros..., que tú matastea su hermano porque Miles no quisoconcederme el divorcio, para que túy yo pudiéramos casarnos. Me dijoque lo veía muy claro, y ayer fue yse lo contó a la policía.

—Ah, muy bien —dijo Spade,con voz queda—. Y entonces fuistea avisarme, y como yo estabaocupado perdiste los estribos yayudaste a ese maldito Phil Archer

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a liar las cosas.—Lo siento —gimoteó Iva—.

Ya sé que no me perdonarás. Losiento de veras, lo siento.

—Haces bien en sentirlo, tantopor ti como por mí. ¿Ha ido a verteDundy o alguien del departamentodesde que Phil se fue de la lengua?

—No. —Abrió mucho losojos, alarmada.

—Te buscarán. Y mejor seráque no te encuentren aquí. ¿Dijistequién eras cuando los llamaste?

—¡No, qué va! Solamente les

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dije que si iban enseguida a tuapartamento averiguarían algosobre el asesinato, y luego colgué.

—¿Desde dónde telefoneaste?—Desde el drugstore de más

arriba de tu casa. Oh, Sam, amormío, yo...

—Un ardid de lo más tonto —dijo Spade en tono amistoso,dándole unas palmaditas en elhombro—, pero, en fin, ya estáhecho. Más vale que vuelvascorriendo a casa y pienses qué levas a decir a la policía. Tendrás

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noticias de ellos. Lo mejor quizásería contestar «no» a todo. —Frunció el ceño, pensativo—. Oquizá será mejor que vayas primeroa ver a Sid Wise. —Apartó el brazocon que la tenía cogida, sacó delbolsillo una tarjeta de visita,garabateó una breve nota en elreverso y se la dio—. A Sid puedescontárselo todo. —Frunció elentrecejo—. O casi. ¿Dóndeestabas la noche que mataron aMiles?

—En casa —contestó ella sin

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vacilar.Él meneó la cabeza, sonriendo

irónicamente.—Es la verdad —insistió ella.—No lo es —dijo él—, pero

si es lo que vas a decir, por mí nohay inconveniente. Ve a ver a Sid.Es en la siguiente manzana, eledificio de color rosa. Habitaciónocho veintisiete.

Ella trató de sondear con susojos azules los gris pálido deSpade.

—¿Qué te hace pensar que yo

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no estaba en casa? —preguntódespacio.

—Nada, salvo que me constaque no estabas allí.

—Que sí estaba, te lo aseguro.—Sus labios se crisparon y la ira leoscureció los ojos—. Te lo hadicho Effie Perine. —Se mostróindignada—. Vi que fisgaba en miropa. Sabes muy bien que medetesta, Sam. ¿Por qué crees lascosas que te dice si sabes que haríalo que fuera para causarmeproblemas?

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—¡Cómo sois, las mujeres! —dijo suavemente Spade, mirando elreloj—. Tendrás que salir pitando,preciosa. Voy a llegar tarde a unacita. Tú haz lo que quieras, pero yoen tu lugar le diría la verdad a Sid.O eso o nada. Quiero decir, omitelos detalles que no quieras contar,pero no inventes nada parasustituirlos.

—No te estoy mintiendo, Sam—protestó ella.

—Y un cuerno que no. —Spade se puso de pie.

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Iva se puso de puntillas paraacercar la cara a la de él.

—¿No me crees? —susurró.—No, no te creo.—¿Y no me vas a perdonar

lo... lo que hice?—Claro que sí. —Inclinó la

cabeza y la besó en los labios—.No pasa nada. Vamos, apresúrate.

Ella se le abrazó, diciendo:—¿No me acompañas a ver al

señor Wise?—No puedo. Además, solo

haría que estorbar. —Dándole unas

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palmaditas en los brazos, la apartóde sí estampándole un beso en lamuñeca entre el guante y labocamanga. Luego le puso lasmanos sobre los hombros y la hizodar media vuelta—. Paso ligero —ordenó, dándole un suave empujón.

El chico con quien Spadehabía hablado en el vestíbulo delBelvedere le abrió la puerta decaoba de la suite 12-C del hotelAlexandria.

—Hola —dijo Spade, de buentalante.

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El chico se limitó a mantenerla puerta abierta para que pasara.

Spade entró. Un hombre gordofue a recibirlo.

Era de una gordura sebosa,con rosáceas carnes faciales —carrillos, labios, papada y cuello—, una gran barriga fofa, ovoidal,que abarcaba todo el torso, yextremidades como conoscolgantes. Al acercarse parasaludar a Spade, todas aquellascarnes se echaron a bailar porseparado, subiendo y bajando, a la

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manera de apelotonadas pompas dejabón a punto de salir del tubo através del cual han sido hinchadas.Los ojos, constreñidos por la grasaque los rodeaba, eran oscuros ysagaces. Rizos morenos cubríanescasamente su amplio cuerocabelludo. Vestía chaqué negro,chaleco negro, fular negro de rasocon una perla rosada como adorno,pantalón de estambre a rayas y unoszapatos de charol.

Su voz era un ronroneo gutural.—Ah, señor Spade —dijo con

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entusiasmo, alargando una manosonrosada que parecía una estrellafofa.

Spade se la estrechó, sonrió ydijo:

—Encantado de conocerle,señor Gutman.

Sin soltar la mano de Spade, elgordo se situó junto a él, le tomódel codo con la otra mano y locondujo por la alfombra verde hastaun sillón de felpa verde cercano auna mesa sobre la que había unabandeja con un sifón, varios vasos y

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una botella de Johnnie Walker, asícomo una caja de cigarros —Coronas del Ritz—, dos periódicosy un pequeño estuche corriente deesteatita amarilla.

Spade se sentó en el sillónverde. El gordo empezó a servirwhisky y sifón en dos vasos. Elchico no estaba. Las puertas en tresde las paredes de la estanciaestaban cerradas; la otra pared,detrás de Spade, tenía dos ventanasque daban sobre Geary Street.

—Empezamos bien, caballero

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—dijo el gordo con su ronroneo,volviéndose al tiempo que leofrecía un vaso—. Desconfío delhombre que pone límites. Si ha detener cuidado de no beber más de lacuenta es que cuando bebe no es defiar.

Spade cogió el vaso y,sonriendo a Gutman, hizo la mínimaexpresión de una reverencia.

El gordo puso su vaso altrasluz de una ventana y cabeceócon gesto de aprobacióncontemplando las burbujas en

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ascensión.—Bien, caballero —dijo—.

Brindemos por las cosas claras y elbuen entendimiento.

Bebieron.El gordo miró con ojos

sagaces a Spade y le preguntó:—¿Es persona de pocas

palabras?Spade negó con la cabeza:—No, me gusta hablar.—¡Tanto mejor! —exclamó el

gordo—. Desconfío de los hombresde pocas palabras. Normalmente

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eligen el peor momento para hablar;y suelen decir cosas inconvenientes.Hablar no es algo que puedahacerse sensatamente sin el debidoentrenamiento. —Mostró unasonrisa radiante—. Nos llevaremosbien, ya veo que sí. —Dejó el vasoencima de la mesa y le ofreció aSpade la caja de Coronas del Ritz—. ¿Un puro, caballero?

Spade cogió uno, cortó lapunta y lo encendió. Mientras tanto,el gordo arrimó otro sillón verde,se sentó frente a Spade a una

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distancia prudencial y colocó uncenicero de pie al alcance deambos. Después cogió el vaso de lamesa, eligió un cigarro de la caja yse aposentó en el sillón. Sus carnesdejaron de bambolearse y quedaronen fláccido reposo.

—Ahora, caballero —dijo,tras soltar un suspiro satisfecho—,ya podemos hablar si le parece. Lediré de entrada que soy un hombre aquien le gusta hablar con personas alas que le gusta hablar.

—Fantástico. ¿Hablamos del

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pájaro negro?El gordo se rió y sus carnes

subieron y bajaron al compás de lacarcajada.

—¿Hablamos? —dijo,respondiendo él mismo acontinuación—: Sí, hablemos. —Susonrosada cara estaba exultante—.Es usted el hombre ideal, caballero,está hecho de mi mismo molde.Nada de andarse con rodeos, sinodirecto al asunto. «¿Hablamos delpájaro negro?». Cómo no. Eso meha gustado, caballero. Me gusta ese

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estilo. Vamos a hablar del pájaronegro, claro que sí, pero antes,caballero, contésteme por favor auna pregunta, aunque pueda no sernecesaria, para que nos entendamosbien desde el principio. ¿Ha venidousted en calidad de representante dela señorita O’Shaughnessy?

Spade lanzó una larga columnade humo por encima de la cabezadel hombre gordo. Luego frunció elentrecejo, mirando pensativo laceniza en el extremo de su cigarro,y respondió pausadamente:

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—No puedo decir que sí nique no. Ninguna de las dosopciones está del todo clara, demomento. —Miró al gordo y elceño desapareció—. Depende.

—¿De qué?Spade meneó la cabeza.—Si supiera de qué depende,

podría contestar sí o no.El gordo tomó un buen sorbo,

tragó y dijo, a modo de sugerencia:—¿Depende tal vez de Joel

Cairo?Spade pronunció un «Quizá»

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que no comprometía a nada. Echóun trago.

El gordo se inclinó haciaadelante hasta donde se lo permitióla tripa. Su sonrisa fue obsequiosa,lo mismo que la voz ronroneante.

—¿Se podría decir, pues, quela cuestión es a cuál de los dosrepresentará usted?

—Sí, se podría plantear así.—Pero será uno de los dos.—Yo no he dicho eso.Los ojos del gordo brillaron y

su voz se redujo a un susurro ronco

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cuando preguntó:—¿Quién más está metido?Spade se señaló a sí mismo

con el cigarro:—Yo.El gordo se retrepó en la silla

y aflojó todo su cuerpo. Dejó salirel aire contenido en una largaráfaga de contento.

—Eso es estupendo —ronroneó—, estupendo. Me gustaque un hombre me diga a la caraque vela por sus intereses. Es loque hacemos todos, ¿no es cierto?

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No me fío de aquel que lo niega. Ydel que más desconfío es delhombre que dice la verdad cuandoafirma que no vela por susintereses, porque es un burro, y unburro que va contra las leyes de lanaturaleza.

Spade expulsó humo. Su caramostraba una educada atención.

—Sí —dijo—. Bien, ahorahablemos del pájaro negro.

El gordo sonrió benévolo.—De acuerdo. —Hizo un

guiño, y la parte alta de sus

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mofletes no dejó visible de los ojosmás que un brillo sombrío—. SeñorSpade, ¿tiene usted idea de lacantidad de dinero que se puedesacar por el pájaro?

—Ninguna.El gordo se inclinó de nuevo

hacia adelante y apoyó una manoregordeta en el brazo de la butacade Spade.

—Mire, caballero, si yo se lodijera (¡bueno, si le dijera solo lamitad!) me llamaría embustero.

Spade sonrió.

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—No le llamaría eso ni que lopensara —dijo—. Pero si no quierearriesgarse, dígame qué es y yomismo calcularé los beneficios.

El gordo se echó a reír.—Le sería imposible,

caballero. Nadie que no tuviesemucha experiencia con objetosparecidos podría calcularlo; apartede que —hizo una pausa teatral—no hay ninguna otra cosa que se leparezca.

Las carnes faciales del gordose bambolearon al reírse de nuevo,

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pero la carcajada cesó de repente.Los pulposos labios quedaronentreabiertos tal como la risa loshabía dejado. Miró a Spade con unafijeza que le hizo parecer miope, yluego preguntó:

—¿Me está diciendo que nosabe de qué se trata? —El asombrohabía despejado la ronquera de suvoz.

Spade hizo un gestodespreocupado con el cigarro.

—Oh, bueno —dijo,restándole importancia al asunto—.

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Sé qué aspecto se supone que tiene.Sé el valor que le atribuyen ustedes.Pero no sé qué es.

—¿Ella no se lo ha dicho?—¿La señorita

O’Shaughnessy?—Sí. Una chica encantadora,

por cierto.—En efecto. Pues no.Los ojos del gordo se

convirtieron en dos destellossombríos emboscados tras sendospliegues de carne rosada.

—Ella tiene que saberlo —

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dijo en un murmullo. Y enseguida—: ¿Cairo tampoco?

—Cairo no suelta prenda. Estádispuesto a comprarlo, pero noquiere arriesgarse a decirme nadaque yo no sepa ya.

El gordo se humedeció loslabios con la lengua antes depreguntar:

—¿Y por cuánto está dispuestoa comprarlo?

—Por diez mil dólares.El gordo soltó una risotada.—Diez mil, dice, y encima

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dólares, no libras esterlinas. Vayacon el griego, ¡ja! ¿Y qué le dijousted?

—Que si yo le entregaba elpájaro, esperaba cobrar los diezmil.

—Ah, claro, «si». Muy biendicho, caballero. —La frente delgordo mostró unas arrugasalmohadilladas—. Ellos tienen quesaberlo —dijo a media voz, y luego—: ¿Realmente? ¿Saben ellos quées ese pájaro, caballero? ¿A ustedqué le pareció?

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—En eso no puedo ayudarle—confesó Spade—. No es que hayamucho donde agarrarse. Cairo nodijo que lo supiera pero tampoco locontrario. Y ella me dijo que no losabía, pero di por sentado queestaba mintiendo.

—No hizo usted mal —dijo elgordo, pero sin duda su menteestaba en otra cosa. Se rascó lacabeza. Arrugó la frente hasta quele salieron unos surcos rojos. Serebulló en el asiento tanto como supropio tamaño y el de la butaca se

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lo permitían. Luego cerró los ojos,los abrió de repente, mucho, y ledijo a Spade—: Puede que no losepan. —La pulposa cara rosadaabandonó lentamente el ceño y actoseguido, con más rapidez, adoptóuna expresión de inefable felicidad—. Si no lo saben... —exclamó, yde nuevo—: Si no, ¡entonces soy laúnica persona en todo el anchomundo que lo sabe!

Spade enseñó los dientes enuna sonrisa forzada.

—Me alegro de haber venido

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al sitio adecuado —dijo.El gordo sonrió también, pero

más vagamente. Su rostro ya nomostraba dicha, pese a que lasonrisa se prolongó; en sus ojoshabía cautela. Toda su cara era unamáscara risueña de ojos vigilantesque se interponía entre suspensamientos y Spade. Los ojos,evitando los del detective, viraronhacia el vaso que Spade tenía allado.

—Pero, hombre —dijo, elrostro ahora iluminado—, si tiene

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el vaso vacío. —Se levantó para irhasta la mesa, donde se puso atrajinar otra vez con el sifón, labotella y los vasos.

Spade permaneció sentado, sinmoverse, hasta que el gordo —trasun floreo y un jocoso «¡Esta clasede medicina no le hará nunca daño,caballero!»— le hubo alargado elvaso lleno. Entonces se puso de piey se acercó al gordo, mirándolodesde arriba con ojos duros ybrillantes. Luego, alzando el vaso,dijo en tono pausado y retador:

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—Por las cosas claras y elbuen entendimiento.

El gordo rió. Bebieron.Después de sentarse, el gordosostuvo el vaso a la altura de labarriga con ambas manos ysonriendo a Spade, que seguía enpie, dijo:

—Bien, caballero, essorprendente pero, sí, al parecerninguno de los dos sabe conexactitud qué es el pájaro, y diríaque nadie en todo este ancho mundolo sabe, con la única excepción de

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este su humilde servidor, CasperGutman.

—Fantástico. —Spade teníalas piernas separadas, una mano enel bolsillo del pantalón y la otrasujetando el vaso—. Cuando ustedme lo diga, solo seremos dosquienes lo sepamos.

—Matemáticamente correcto,caballero —los ojos del gordotitilaron—, pero... —su sonrisa seensanchó— no estoy muy seguro deque se lo vaya a decir.

—No me venga con tonterías

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—dijo Spade, paciente—. Ustedsabe qué es. Yo sé dónde está. Poreso nos encontramos aquí.

—Bien, y ¿dónde está?Spade hizo oídos sordos.El gordo frunció los labios,

alzó las cejas e inclinó ligeramentela cabeza hacia el lado izquierdo.

—Veamos, pretende que lediga lo que sé, pero usted no quieredecirme lo que sabe. No me pareceequitativo, caballero. Creo que porese camino va a ser imposiblehacer un trato.

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Spade mudó el semblante;ahora estaba pálido, la expresióndura. Cuando habló lo hizo deprisay con voz grave y furiosa:

—Piense otra vez y pienserápido. Ya le dije a ese niñato suyoque antes de terminar este asuntotendría usted que hablar conmigo.Pues bien, lo que le digo ahora esque o habla hoy o se acabó lo quese daba. ¿Por qué me hace perder eltiempo? ¡Tanto secreto y tantamandanga! Sé exactamente quéclase de cosas se guardan en las

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cámaras acorazadas, pero ¿de quéme sirve a mí eso? Puedoapañármelas sin usted. ¡Por mí, quele zurzan! Usted quizá podríahabérselas apañado sin mí si no sehubiera puesto en mi camino. Ahoraes imposible. Más aún en SanFrancisco. O va o pasa: y tendráque decidirse hoy.

Se volvió y, con airadodescuido, tiró el vaso sobre lamesa. El vaso chocó con la madera,se rompió, y el resto de whisky ylos añicos de cristal se esparcieron

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por la mesa y el suelo. Como si nohubiera visto ni oído absolutamentenada, Spade giró de nuevo paraencararse al hombre gordo.

Tampoco este prestó la menoratención al vaso accidentado: conlos labios fruncidos, las cejaserguidas y la cabeza ligeramenteinclinada a la izquierda, habíamantenido la rosada inexpresividadde su rostro durante la diatriba deSpade, y así seguía aún.

Spade, cuya furia no habíaremitido, dijo:

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—Y una cosa más: no quieroque...

Se abrió la puerta que Spadetenía a su izquierda y entró el chicoque le había franqueado la entrada.Cerró la puerta, se plantó deespaldas a ella con las manospegadas a los costados, y miró aSpade. Tenía los ojos muy abiertosy las pupilas oscuras y grandes. Sumirada recorrió a Spade desde loshombros hasta las rodillas,subiendo de nuevo para posarse enel pañuelo cuyo borde granate

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asomaba del bolsillo superior de laamericana marrón de Spade.

—Otra cosa —repitió Spade,con una mirada asesina dirigida alchico—. Mientras se lo piensa,quíteme de encima a esa sabandijao me lo cargo. Me cae mal. Mepone nervioso. Lo mataré a laprimera que se me ponga pordelante, y no le daré ocasión ni derespirar. No le daré una solaoportunidad. Lo mataré y listo.

Una sonrisa sombría jugueteóen los labios del chico: no levantó

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la mirada ni dijo una sola palabra.El gordo intervino en tono

conciliador:—Caballero, está visto que

tiene un temperamento muyviolento.

—¿Temperamento? —se rióSpade, como un loco. Fue hasta lasilla donde había dejado elsombrero, lo cogió y se lo puso.Luego alargó un brazo, en cuyoextremo un grueso dedo índiceapuntó a la tripa del gordo. La vozairada de Spade resonó en la

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estancia.—Piénselo bien y estrújese la

mollera. Le doy hasta las cinco ymedia. Después, o juega o pasa,definitivamente. —Bajó el brazo,miró una vez más al gordo y luegoal chico, con cara de pocos amigos,y fue hasta la puerta por dondehabía entrado. Después de abrirlase volvió y dijo con aspereza—:Las cinco y media... y se baja eltelón.

El chico, que seguía con lamirada fija en el pecho de Spade,

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pronunció las tres palabras quehabía repetido en el vestíbulo delBelvedere. No lo hizo en voz alta,pero sí con acritud.

Spade salió cerrando de unportazo.

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12 tiovivo

SPADE bajó de la planta deGutman en ascensor. Tenía loslabios secos y ásperos, y la carapálida y húmeda. Al sacarse elpañuelo del bolsillo vio que letemblaba la mano. Se la miró conuna sonrisa y exclamó: «¡Uf!», tanfuerte que el ascensorista volvió lacabeza y dijo: «¿Perdón?».

Spade bajó por Geary Street yentró a almorzar en el Palace. Para

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cuando se hubo sentado, su carahabía perdido ya la palidez, suslabios, la sequedad y la mano, sutemblor. Comió con mucho apetito,sin prisa. Después se dirigió aldespacho de Sid Wise.

Cuando Spade entró, Wiseestaba mordiéndose una uñamientras miraba por la ventana. Sequitó el dedo de la boca, giró labutaca para quedar de cara a Spadey dijo:

—¿Qué tal? Acerca una silla.Spade colocó una silla junto al

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enorme escritorio abarrotado depapeles y se sentó.

—¿Ha venido la señoraArcher? —preguntó.

—Sí. —Una luz casi invisibleparpadeó en los ojos de Wise—.¿Te vas a casar con esa dama,Sammy?

Spade resopló, enfadado.—¡Y ahora me vienes tú con

eso! —rezongó.Una sonrisa cansada animó

fugazmente la boca del abogado.—Si no te casas con ella —

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dijo—, vas a tener trabajo entremanos.

Spade levantó la vista delcigarrillo que se había puesto a liar.

—Querrás decir tú, que paraeso estás —dijo con amargura—.¿Qué te ha contado?

—¿De ti?—De lo que sea que yo deba

saber.Wise se pasó los dedos por el

pelo y unas escamas de caspaaterrizaron en sus hombros.

—Me ha contado que intentó

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divorciarse de Miles para poder...—Todo eso ya lo sé —le

interrumpió Spade—, te lo puedessaltar. Ve a lo que yo no sepa.

—¿Y cómo voy a saber lo queella...?

—Déjate ya de rodeos, Sid. —Spade arrimó la llama delencendedor a la punta del cigarrillo—. ¿Qué te ha contado que noquiere que yo sepa?

Wise lo miró con gesto dedesaprobación.

—Oye, Sammy —empezó a

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decir—, esa no es...Spade miró hacia las alturas,

al techo, y gruñó:—Dios del cielo: hete aquí a

mi abogado, que se ha hecho rico acosta mía, ¡y yo tengo queimplorarle de rodillas que meexplique las cosas! —Bajó la vistay miró a Wise—. ¿Tú por quédemonios piensas que le dije queviniera a verte?

Wise hizo una mueca fatigada.—Otro cliente como tú —se

lamentó— y acabaría en el

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manicomio... o en San Quintín.—Te encontrarías a la mayoría

de tus clientes. Bien, ¿te ha dichoella dónde estuvo la noche delasesinato?

—Sí.—¿Y dónde?—Le estaba siguiendo a él.Spade se incorporó al punto y

pestañeó, exclamando con gesto deincredulidad.

—¡Santo Dios, qué mujeres!—Luego soltó una carcajada, setranquilizó y preguntó—: Bueno, ¿y

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qué fue lo que vio?Wise meneó la cabeza.—Poca cosa. Cuando Miles

llegó a casa aquella tarde, le dijoque tenía una cita con una chica enel St. Mark, provocándola,diciéndole que así le ponía enbandeja la petición de divorcio.Ella primero pensó que Miles solointentaba crisparle los nervios. Élsabía que...

—Conozco la historia —dijoSpade—. Eso te lo puedes saltar.Dime qué te contó Iva.

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—Si me dejas, lo haré.Después de que él se marchara, ellaempezó a pensar que lo de la citaquizás era verdad. Ya conoces aMiles. Hubiera sido típico de él...

—Los comentarios sobre elcarácter de Miles te los puedessaltar también.

—Maldita sea, no deberíacontarte nada —protestó el abogado—. Bueno, ella sacó el coche delgaraje, fue hasta el St. Mark yaparcó en la acera de enfrente. Lovio salir del hotel y se fijó en que

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estaba siguiendo a un hombre y auna chica (dice que anoche vio aesa misma chica contigo) quehabían salido momentos antes queél. Entonces comprendió que Milesestaba trabajando, que le habíatomado el pelo. Imagino que sesintió decepcionada y que no lehizo ninguna gracia: así me lopareció cuando me lo estabacontando. Siguió a Miles un ratopara asegurarse de que,efectivamente, estaba vigilando losmovimientos de la pareja y luego

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fue a tu apartamento. Tú no estabas.—¿A qué hora? —preguntó

Spade.—¿A qué hora fue a tu casa?

Entre las nueve y media y las diez,la primera vez.

—¿Cómo que la primera?—Estuvo dando vueltas con el

coche durante cosa de media hora yluego probó otra vez. O sea queserían más o menos las diez ymedia. Tú aún no habías llegado, demodo que se dirigió de nuevo alcentro y entró en un cine para hacer

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tiempo hasta pasadas las doce de lanoche, pensando que para entoncesseguro que te encontraría en casa.

Spade frunció el entrecejo.—¿Se metió en un cine a las

diez y media?—Eso dice ella, el que hay en

Powell Street, que no cierra hastala una. No quería volver a casa,dice, porque no quería estar allícuando llegara Miles. Por lo vistoeso a él lo ponía furioso, sobre todoa esas horas de la noche. Se quedóen el cine hasta que cerraron. —

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Wise empezó a hablar másdespacio, y en su mirada aparecióun brillo de sarcasmo—. Ella diceque a esas alturas ya había decididono pasar otra vez por tuapartamento, que no sabía si a ti teiba a gustar que se presentara tantarde. Así pues, paró en el Tait’s deEllis Street a comer algo y luegovolvió a casa... sola.

Wise se apoyó en el respaldode la butaca a la espera de queSpade dijese algo.

El detective, completamente

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inexpresivo de cara, preguntó:—¿Tú la crees?—¿Tú no? —dijo Wise.—¿Cómo lo voy a saber?

¿Cómo sé que no habéis pactadodecirme eso entre los dos?

—Tú no sueles aceptarcheques de desconocidos, ¿verdad,Sammy? —preguntó Wise, con unasonrisa.

—No muchos, la verdad.Bueno, y luego ¿qué? Miles noestaba en casa. Debían de ser ya lasdos, por lo menos, y a él lo habían

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matado.—Miles no estaba en casa —

dijo Wise—. Parece ser que eso lapuso furiosa otra vez, que nohubiera llegado antes que ella acasa y así ponerse furioso al verque no estaba. Total, sacó otra vezel coche del garaje y volvió a tuapartamento.

—Y yo no estaba allí, porqueestaba contemplando el cadáver deMiles. ¡Santo cielo, qué de vueltas!Esto es como un tiovivo. Bien, ¿quémás?

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—Se fue a casa, su maridoseguía sin aparecer, y mientras seestaba desnudando llegó tumensajera con la noticia de quehabían matado a Miles.

Spade no dijo nada hasta quehubo terminado de liar con esmerootro cigarrillo y encenderlo.

—Creo que es una historiabastante coherente —dijo al cabo—. Parece encajar con la mayorparte de los hechos conocidos.Supongo que colará.

Los dedos de Wise, enredados

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otra vez entre sus cabellos, hicieroncaer más escamas sobre loshombros. Mirando detenidamente aSpade con curiosidad, dijo:

—Pero no te la crees...Spade se quitó el cigarrillo de

los labios.—Ni la creo ni la dejo de

creer, Sid. De todo esto no séabsolutamente nada.

Una sonrisa irónica alumbrólos labios del abogado.

—Ah, claro —dijo, moviendolos hombros con gesto cansado—,

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te estoy engañando. ¿Por qué no tebuscas un abogado como Diosmanda, alguien en quien puedasconfiar?

—Ese tipo ya murió. —Spadese puso de pie y miró a Wise conuna mueca burlona—. Te has vueltosusceptible, ¿eh? Por si no teníasuficientes cosas en que pensar,ahora debo acordarme de ser cortéscontigo. ¿Se puede saber qué hehecho? ¿He olvidado la genuflexiónal entrar por la puerta?

Sid Wise le sonrió

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tímidamente.—Eres un hijo de tu madre,

Sammy —dijo.Effie Perine estaba de pie en

mitad de la antesala cuando Spadeentró. Mirándole con suspreocupados ojos castaños, le hizoesta pregunta:

—¿Qué ha pasado?—¿Qué ha pasado, dónde? —

exigió saber él. Sus faccionesestaban rígidas.

—¿Por qué no ha venido lachica?

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Spade se acercó a ella de doszancadas, la sujetó por los hombrosy le gritó a la cara:

—¿No ha ido a tu casa?Ella, asustada, negó

vehementemente con la cabeza.—He estado esperando pero

no se ha presentado. Y como nopodía localizarte, me he venidohasta aquí.

Spade retiró bruscamente lasmanos, las hundió con rabia en losbolsillos del pantalón, dijo: «Otrotiovivo» en voz alta y enojada y se

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metió en su despacho. Al poco ratovolvió a salir.

—Telefonea a tu madre —ordenó—. A ver si ha llegado ya.

Empezó a pasearse de un ladoa otro del despacho mientras EffiePerine se ocupaba de hacer lallamada.

—No —dijo la chica alterminar—. La mandaste en un taxi,¿verdad?

El gruñido de Spade sonó arespuesta afirmativa.

—¿Estás seguro de que...?

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¡Alguien ha tenido que seguirla!Spade dejó de pasearse, se

puso en jarras y miró con furia a lachica. Dirigiéndose a ella sin lamenor contemplación, le dijo:

—¡No la ha seguido nadie!¿Me tomas por un colegial, o qué?Me aseguré bien antes de hacerlasubir al taxi, fui con ella en elcoche unas doce manzanas paraestar más seguro aún, y después deapearme la seguí otra media docenade manzanas.

—Ya, pero...

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—Pero ella no ha ido a tucasa. Me lo acabas de decir. Tecreo. ¿O es que piensas que yo creoque sí ha ido a tu casa?

Effie Perine sorbió por lanariz y dijo:

—Está claro que te comportascomo un colegial.

Spade emitió un ruido guturaly se dirigió a la puerta del pasillo.

—Salgo a buscarla. Laencontraré aunque tenga queregistrar las alcantarillas —dijo—.Quédate hasta que vuelva o te diga

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algo. ¡A ver si podemos hacer lascosas bien por una vez!

Cuando iba ya hacia losascensores, se detuvo y volviósobre sus pasos. Encontró a EffiePerine sentada ante su escritorio.

—Ya deberías saber que nohay que hacerme mucho casocuando me pongo de esta manera —dijo Spade.

—Si crees que te hago algúncaso, estás loco —replicó ella—;eso sí —añadió con un gesto deindecisión en la boca, cruzando los

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brazos para llevarse las manos alos hombros—, voy a tardar dossemanas en poder ponerme unvestido de noche, pedazo de bruto.

Él sonrió avergonzado, dijo:—Soy un desastre, cariño. —

Hizo una reverencia exagerada yvolvió a salir.

En la parada hacia la queSpade dirigió sus pasos había dostaxis amarillos. Los conductoresrespectivos estaban de pie,charlando.

—¿Dónde anda el taxista rubio

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de mofletes colorados que estabaaquí este mediodía?

—Haciendo una carrera.—¿Volverá aquí después?—Supongo.El otro taxista señaló con la

cabeza hacia el este:—Por ahí llega.Spade fue hasta la esquina y se

quedó en el bordillo hasta que eltaxista rubio y rubicundo se huboapeado del coche después deaparcar. Entonces se le acercó y ledijo:

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—A eso de las doce he subidoa su taxi con una señorita. Hemosido por Stockton Street ySacramento arriba hasta la altura deJones, y luego yo me he bajado.

—Sí, sí —dijo el taxista—.Me acuerdo.

—Le he dicho que la llevara auna dirección de la NovenaAvenida. Parece ser que no lo hahecho. ¿Adónde la ha llevado?

El hombre se pasó una palmamugrienta por la mejilla y miró aSpade con recelo.

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—No sé nada al respecto —dijo.

—De acuerdo. —Spade lepasó una tarjeta de visita—. Claroque, si no acaba de verlo claro,podemos ir a la compañía a ver quéopina su supervisor.

—No, está bien. La he llevadoal edificio Ferry.

—¿Iba sola?—Sí. Claro.—¿No han parado antes en

ningún otro sitio?—No. Mire, después de

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bajarse usted he seguido porSacramento, y al llegar a Polk laseñorita me ha tocado en el cristal yha dicho que quería comprar undiario, así que he parado en laesquina, le he silbado a un chicoque vendía periódicos y ella hacomprado uno.

—¿Cuál?—El Call, me parece. Después

he seguido un trecho más porSacramento, y justo después decruzar Van Ness ella ha vuelto atocar el cristal para decirme que la

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llevara al edificio Ferry.—¿Estaba nerviosa o algo así?—No me lo pareció.—¿Y cuando han llegado al

Ferry?—La señorita ha pagado, y ya

está.—¿La estaba esperando

alguien?—Yo no vi a nadie.—¿Hacia dónde se fue?—¿Al entrar? No sé. Puede

que arriba, o quizá hacia laescalera.

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—¿Llevaba consigo elperiódico?

—Sí, al pagar lo tenía bajo elbrazo.

—¿Con la página de colorrosa hacia fuera, o una de lasblancas?

—Caray, jefe, de eso no meacuerdo.

Spade le dio las gracias, yluego le dijo: «Para tabaco», y lepasó un dólar de plata.

Spade compró el Call y entróen el vestíbulo de un bloque de

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oficinas para mirarlo a resguardodel viento.

Echó un rápido vistazo a lostitulares de la primera plana y delas páginas dos y tres. Se detuvo unmomento en uno de la cuarta páginaque rezaba: detienen a sospechosode falsificación, y luego en otro dela página número cinco, jovenintenta suicidarse de un tiro. Noencontró nada que le interesara enlas páginas seis y siete. En la ocho,tres chicos detenidos por robo trasun tiroteo captó brevemente su

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atención, y luego nada hasta lapágina treinta y cinco, que conteníainformación sobre el tiempo, laactividad portuaria, recursosfinancieros, divorcios, nacimientos,bodas y obituarios. Leyó la lista defallecidos, pasó las páginas treintay seis y treinta y siete —economía—, no encontró nada interesante enla treinta y ocho, suspiró, dobló elperiódico, se lo metió en el bolsillode la chaqueta y lió un cigarrillo.

Estuvo unos cinco minutos enel vestíbulo, fumando y mirando al

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vacío con gesto hosco. Luego salióa Stockton Street, paró un taxi y ledio la dirección del Coronet.

Entró en el edificio y luego enel apartamento de BrigidO’Shaughnessy con la llave que ellale había dado. El vestido azul de lanoche anterior estaba tirado sobrelos pies de la cama; sus medias yzapatos azules, en el suelo de laalcoba. El estuche policromado conlas joyas que había encontrado enun cajón del tocador estaba ahoravacío sobre la mesa del mismo.

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Spade lo miró con gesto ceñudo, sepasó la lengua por los labios, fue aechar un vistazo, sin tocar nada, alresto de las habitaciones yfinalmente salió del Coronet yregresó al centro.

En el portal del edificio dondetenía su despacho se topó de frentecon el joven que trabajaba paraGutman. El chico le obstruyó elpaso y dijo:

—Vamos. Quiere verle.Llevaba las manos metidas en

los bolsillos del abrigo, y estos

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abultaban más que si solo hubieratenido en ellos las manos.

Spade sonrió y dijo, en planburlón:

—No esperaba verte hasta lascinco y veinticinco. Confío en nohaberte hecho esperar.

El chico alzó los ojos hasta laaltura de la boca del detective y convoz contenida, como si le dolieraalgo, dijo:

—Sigue provocándome ydentro de muy poco te estarássacando plomo del ombligo.

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Spade soltó una risotada.—Los matones, ya se sabe:

cuanto más viles, más groseros.Muy bien, andando.

Caminaron uno al lado del otropor Sutter Street. El chico no sacólas manos de los bolsillos.Recorrieron algo más de unamanzana en silencio y luego Spadepreguntó, en tono simpático:

—Dime, chaval, ¿cuántotiempo llevas haciendo decarabina?

El chico no mostró señales de

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haber oído la pregunta.—¿Alguna vez...? —empezó a

decir Spade, pero calló. Unalucecita había empezado a brillaren sus ojos pálidos. Ya no volvió adirigir la palabra al chico.

Entraron en el Alexandria,subieron en ascensor hasta laduodécima planta y recorrieron elpasillo hasta la suite de Gutman. Nohabía nadie más en el pasillo.

Spade se rezagó un poco, detal forma que, cuando estuvieron aalgo más de cuatro metros de la

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puerta, él se encontraba ya unos dospalmos detrás del muchacho. Desúbito, Spade se inclinólateralmente y lo agarró por detráscon los dos brazos, justo por debajode los codos del chico. Le obligóentonces a levantar los brazos, deforma que las manos, que seguíanmetidas en los bolsillos, subieron elabrigo por delante. El chico sedebatió con brío, pero la presa deSpade lo tenía casi inmovilizado y,aunque empezó a cocear, sus piesse perdieron entre las piernas

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separadas de Spade.Levantándolo en vilo del

suelo, Spade lo dejó caernuevamente con fuerza sobre lospies. El impacto quedó amortiguadopor la gruesa alfombra del pasillo.En el momento del impacto lasmanos de Spade se deslizaron haciaabajo para hacer nueva presa en lasmuñecas del chico. Este, apretandolos dientes, continuó forcejeandopero no fue capaz de soltarse, nopudo impedir que las manos delotro, más fuerte que él, avanzaran

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sobre las suyas. Los dientes delchico rechinaban, y el ruido vino amezclarse con el de la respiraciónde Spade al estrujarle las manos.

Permanecieron así, tensos einmóviles, durante largo rato. Luegoel chico dejó de hacer fuerza.Spade lo soltó retrocediendo unpaso. Cuando sus manos salieron delos bolsillos del abrigo del chico,cada una empuñaba una pesadapistola automática.

El chico se encaró con Spadecon el rostro blanco, desencajado, y

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las manos en los bolsillos delabrigo. Clavó la mirada en el pechode Spade y no dijo nada.

Spade se guardó las pistolasen los bolsillos y sonrió con sorna.

—Vamos —dijo—. Tu jefe seva a poner muy contento cuando seentere.

Llegaron a la puerta deGutman. Spade llamó con losnudillos.

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13 el regalo del emperador

GUTMAN abrió la puerta. Unasonrisa de contento iluminó suvoluminosa cara. Alargó una manoy dijo:

—¡Ah, caballero! Adelante.Gracias por venir. Pase.

Spade le estrechó la mano yentró. El chico lo hizo detrás de él.El gordo cerró la puerta. Spade sesacó de los bolsillos las dospistolas y se las entregó a Gutman.

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—Tome. No debería dejarlosuelto por ahí con estas cosas.Cualquier día se hará daño.

El gordo rió alegremente ycogió las armas.

—Vaya, vaya —dijo—, ¿quées esto? —Miró alternativamente aSpade y al muchacho.

—Se las ha quitado unchavalín que vendía periódicos, ycojo por añadidura —dijo Spade—, pero yo he hecho que se lasdevolviera.

Todavía pálido como un

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fantasma, el chico cogió las pistolasde manos de Gutman y se lasguardó. No dijo una sola palabra.

Gutman rió de nuevo.—Hay que ver, caballero —

dijo—. Es usted un tipo digno deconocer, un auténtico personaje.Adelante. Tome asiento. Permítamesu sombrero.

El chico salió por la puertaque estaba a la derecha de la deentrada.

El gordo hizo sentar a Spadeen un sillón verde de felpa junto a

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la mesa, le pasó un cigarro puro, ledio fuego, mezcló whisky con aguacarbonatada, le puso un vaso en lamano y, tras servirse él otro, sesentó delante de Spade.

—Bien, caballero —dijo—.Permítame que le exprese misdisculpas por...

—Olvídelo —interrumpióSpade—. Hablemos del pájaronegro.

El gordo inclinó la cabezahacia la izquierda y estudió a Spadecon una mirada de cariño.

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—De acuerdo, caballero —dijo—. Hablemos. —Hizo unapausa para tomar un sorbo—. Estova a ser la cosa más increíble quehaya oído usted en su vida, y lodigo sabiendo que un profesional desu calibre habrá tenido ocasión deconocer unas cuantas cosasincreíbles.

Spade asintió educadamentecon la cabeza.

El hombre gordo achicó losojos antes de preguntar:

—¿Qué sabe usted de la Orden

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de los Hospitalarios de San Juan deJerusalén, más tarde conocidos,entre otros nombres, como losCaballeros de Rodas?

—Poca cosa —respondióSpade con un gesto vago de la manoque sostenía el cigarro—, apenas loque recuerdo de cuando estudiabahistoria en el colegio; algo de loscruzados, creo que era...

—Muy bien. Veamos, ¿no seacordará por casualidad de queSolimán el Magnífico los expulsóde Rodas en 1523?

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—No.—Pues eso hizo, caballero. De

Rodas fueron a parar a Creta, dondepermanecieron hasta el año 1530,que fue cuando el emperador CarlosV se dejó convencer para cederles—Gutman puso en alto tres dedosregordetes y los fue contando—Malta, Gozo y Trípoli.

—¿Ah, sí?—Sí, pero con estas

condiciones: cada año debían pagaral emperador, a modo de tributo, un—levantó un dedo— halcón como

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reconocimiento de que Malta seguíasiendo dominio español y que, sialguna vez abandonaban la isla, éstavolvería a manos de España. ¿Lo haentendido? Carlos les regalabaMalta, pero a condición de que lautilizaran, y ellos no podían cederlani venderla a nadie.

—Ya.El gordo miró sucesivamente

las tres puertas cerradas, arrimó labutaca unos centímetros más a la deSpade y redujo la voz a unmurmullo ronco.

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—¿Tiene usted idea de laextraordinaria, la inconmensurableriqueza de la Orden en aquellostiempos?

—Si no me equivoco —dijoSpade—, estaban forrados.

Gutman sonrió con gestoindulgente.

—Forrados —dijo— esquedarse muy corto. —El murmullode voz bajó aún más de frecuencia yse convirtió en un ronroneo—.Nadaban en riquezas, caballero. Nopuede usted imaginárselo; ni usted

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ni nadie. Habían perseguido duranteaños a los sarracenos, habíanreunido prodigiosos botines: gemas,metales preciosos, sedas,marfiles..., lo más selecto deOriente. Son hechos históricos,caballero. Todo el mundo sabe quepara ellos, como para lostemplarios, las guerras santasfueron más que nada una excusapara el saqueo.

»Muy bien, tenemos que elemperador Carlos les ha dadoMalta, y que a cambio solo exige un

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insignificante pájaro al año, unamera formalidad. Como es lógico ynatural, aquellos hombresinmensamente ricos buscaronalguna manera de expresar sugratitud, ¡y vaya si la encontraron!Se les ocurrió la feliz idea deenviarle, como tributo del primeraño, no un insignificante pájarovivo, sino un fastuoso halcón de orocon incrustaciones de la mejorpedrería que atesoraban sus cofres.No olvide, caballero, que estabanen poder de las mejores joyas de

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toda Asia. —Gutman dejó desusurrar, estudió con sus ojossagaces la cara de Spade (quepermanecía sereno) y luegopreguntó—: Bueno, ¿qué le parece,caballero?

—No sé.El gordo sonrió con

suficiencia y dijo:—Lo que le cuento son hechos

históricos, no es la historia quedaban en el colegio, ni la historiadel señor Wells, pero historia al finy al cabo. —Se inclinó hacia

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adelante—. Los archivos de laOrden, del siglo doce en adelante,se encuentran en Malta. No estánintactos, pero en lo que queda hayal menos tres —y levantó tresdedos— referencias a algo que nopuede ser sino este halcónrecubierto de joyas. En Lesarchives de l’Ordre de Saint-Jean ,de J. Delaville Le Roulx, se lomenciona, si bien de manera muyindirecta, pero ahí está. Y en elapéndice a Dell’origine edinstituto del sacro militar ordine ,

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de Paoli, obra inédita porque quedóinacabada a la muerte del autor, sehabla de manera inequívoca de loshechos que le vengo refiriendo.

—Bueno. Muy bien —dijoSpade.

—Muy bien, sí. El granmaestre Villiers de l’Isle d’Adamordenó a los esclavos turcos delcastillo de Sant Angelo forjar estepájaro enjoyado de unos treintacentímetros de alto y lo hizo enviaral emperador Carlos, que seencontraba en España, a bordo de

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una galera al mando de un caballerofrancés de nombre Cormier, oCorvere, miembro de la Orden. —Gutman bajó nuevamente la voz—.El halcón nunca llegó a España. —Sonrió apretando los labios y dijo—: Habrá usted oído hablar deBarbarroja, o Khair-ed-Din,¿verdad? Un célebre jefe de lospiratas que a la sazón operabandesde Argel. Pues bien, caballero,Barbarroja abordó la galera y seapoderó del pájaro. El halcón fue aparar a Argel, es un hecho probado,

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un hecho del cual el historiadorfrancés Pierre Dan dejó constanciaen una de las cartas que escribió enArgel. Decía en ella que el pájaroestuvo en dicha ciudad más de cienaños hasta que se apoderó de él sirFrancis Verney, el aventurero inglésque vivió un tiempo con losbucaneros argelinos. Quizá no fueasí, pero Pierre Dan lo creía, y mebasta con eso.

»Nada se dice del pájaro enlas Memoirs of the Verney familyduring the Seventeenth Century,

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escritas por lady Francis Verney.Eso es seguro porque yo mismo locomprobé. Como es casi seguro quesir Francis no estaba en posesióndel pájaro cuando falleció en unhospital de Messina en 1615. Segúnparece, estaba completamentearruinado. Ah, caballero, pero loque sí es cierto es que el halcón fuea parar a Sicilia. Estaba allí y pasóa manos de Víctor Amadeo II pocodespués de ser este proclamado reyen 1713, y fue uno de los regalosque le hizo a su esposa cuando se

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casaron en Chambéry, después deabdicar. Eso también es un hechoprobado, caballero. El propioCarutti, autor de Storia del regno diVittorio Amadeo II, da fe de ello.

»Podría ser que Amadeo y suesposa lo hubieran llevado consigoa Turín cuando él intentó revocar suabdicación. El caso es queposteriormente aparece en poder deun español que participó en la tomade Nápoles en 1734; se trata delpadre de don José Moñino yRedondo, conde de Floridablanca,

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quien fuera ministro de Carlos III.Nada indica que el pájaro nocontinuara en posesión de esafamilia como mínimo hasta el finalde la guerra carlista en el año 40.Después reaparece en París, justocuando la capital francesa estabarepleta de carlistas huidos deEspaña. Alguno de ellos debió dellevarlo consigo a París pero, fueraquien fuese, es muy probable quedesconociera su verdadero valor.El halcón había sido pintado oesmaltado (sin duda como

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precaución durante las guerrascarlistas) para que no parecieramás que una interesante estatuillanegra. Y de esta guisa estuvodurante setenta años paseando, pordecirlo así, de una parte a otra deParís en manos de particulares o demarchantes demasiado estúpidoscomo para ver lo que había debajode la piel.

El gordo hizo una pausa,sonrió y meneó la cabeza con airecompungido. Luego prosiguió:

—Durante setenta años,

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caballero, esta maravilla fue, pordecirlo así, como un balón de fútbolen las callejuelas de París... hastaque en 1911 un anticuario griegollamado Charilaos Konstantinidesse lo encontró en una tienducha. Elhombre no tardó en identificarlo ylo compró. Las capas de esmalteque cubrían la estatuilla no podíanengañar a su olfato para los objetosde valor. Pues bien, ese talCharilaos fue la persona queconsiguió reconstruir la mayor partede la historia del halcón e

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identificarlo como lo que era enrealidad. A mí me llegaron rumoresal respecto, y finalmente conseguísacarle al tipo casi toda la historia,aunque después he podidoaveriguar personalmente algunosdetalles.

»Charilaos no tenía prisa porconvertir su hallazgo en dinerocontante y sonante. Él sabía que,aun teniendo un enorme valorintrínseco, la pieza se podríavender a un precio muchísimomayor una vez quedara establecida

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su autenticidad más allá de todaduda. Probablemente pensó enhacer un trato con algunas de lasórdenes descendientes de laprimitiva, ya fuera la inglesa de SanJuan de Jerusalén, laJohanniterorden prusiana o lasramas italiana o alemana de laSoberana Orden de Malta, todasellas inmensamente ricas.

El gordo alzó su vaso, sonrióal verlo vacío y se levantó paraservirse otra vez, y también el deSpade.

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—¿Me va creyendo unpoquito? —le preguntó mientrasaccionaba el sifón.

—No he dicho que no lecreyera.

—Cierto —rió Gutman—,pero hay que ver la cara que ponía.—Se sentó, bebió un buen trago yse enjugó la boca con un pañueloblanco—. Bien, caballero, a fin deprotegerlo mientras llevaba a cabosus pesquisas, Charilaos habíaesmaltado de nuevo el pájaro, sesupone que dejándolo tal como está

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ahora. Exactamente un año despuésde comprarlo, es decir, unos tresmeses después de que me contaratoda la historia, estando yo un díaen Londres me enteré por el Timesde que su establecimiento habíasido objeto de un robo y que elladrón había asesinado a Charilaos.Al día siguiente me planté en París.—Meneó tristemente la cabeza—.El pájaro había desaparecido. Nose puede imaginar cómo me puse,caballero. Estaba convencido deque nadie más conocía el secreto;

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estaba convencido de que Charilaosno se lo había contado a nadie más.Se habían llevado muchas cosas, locual me hizo pensar que el ladrónhabía robado el halcón con el restodel botín sin saber lo que escondía.Porque ya le aseguro yo que unladrón que conociera el valor de laestatuilla no habría cargado conningún otro objeto, ni hablar, a noser que fueran las joyas de laCorona.

Cerró los ojos y algúnpensamiento le hizo sonreír

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complacido. Luego abrió los ojos ydijo:

—Eso ocurrió hace diecisieteaños. Pues bien, caballero,diecisiete años me costó dar con elparadero del halcón, pero al final lologré. No soy hombre que se dejedesanimar fácilmente cuando quiereconseguir algo, y yo quería esepájaro. —Su sonrisa se ensanchó—. Lo quería y di con él. Lo quieroy lo voy a tener. —Apuró el vaso,se secó otra vez los labios ydevolvió el pañuelo a su bolsillo

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—. Le seguí el rastro hasta unsuburbio de Constantinopla,concretamente en el domicilio de ungeneral ruso, un tal Kemidov. Elhombre no sabía nada de nada. Paraél no era más que una estatuillaesmaltada en negro, pero su afán decontradicción, innato en todogeneral ruso, hizo que se negara avendérmelo cuando le sugerí unprecio. Puede que mi ansiedad mehiciera un flaco favor; puede que noactuara con el suficiente tacto. Nosabría decirle, pero yo quería ese

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pájaro a toda costa y temí que aquelmilitar idiota se pusiera a investigarpor su cuenta o que hicieradesprender parte del esmalte, quésé yo. Así que envié a unos...,bueno, digamos agentes para que seapoderaran del ave. Y así lohicieron, en efecto, y yo me quedésin él. —Se levantó para llevar elvaso vacío a la mesa—. Pero aúnno he dicho mi última palabra. ¿Mepermite su vaso?

—Entonces —dijo Spade—,¿el pájaro no pertenece a ninguno

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de ustedes, sino a ese generalKemidov?

—¿Pertenecer? —dijo elgordo, jovialmente—. Mire, sepodría afirmar que pertenecía al reyde España, pero no veo que a nadiemás se le pueda adjudicarhonestamente el título de propiedad,como no sea el que se deriva de laposesión misma. —Se rió—. Unartículo de semejante valor, que haido pasando de mano en mano comole cuento, es propiedad de quienconsiga hacerse con él.

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—Bien, entonces ahora es dela señorita O’Shaughnessy.

—No, salvo como agente mío.—Ya —dijo Spade, con

ironía.Mirando fijamente el tapón de

la botella que sostenía en la mano,Gutman preguntó:

—¿No existe duda ninguna deque ella tiene el ave?

—Yo diría que pocas.—¿Y dónde está?—No lo sé con exactitud.El gordo descargó la botella

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sobre la mesa.—¡Pero usted me dijo que lo

sabía!Spade hizo un gesto como

quitándole importancia.—Quise decir que sé dónde

conseguirlo cuando sea el momento.Las carnes faciales de Gutman

adoptaron una disposición másfeliz.

—¿Y lo sabe? —preguntó.—Sí.—¿Dónde?Spade sonrió antes de decir:

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—Eso déjemelo a mí. Es miterreno.

—¿Cuándo?—Cuando yo esté listo.El gordo frunció los labios y,

sonriendo con cierta intranquilidad,preguntó:

—Señor Spade, ¿dónde estáahora la señorita O’Shaughnessy?

—En mis manos, a buenrecaudo.

Gutman sonrió satisfecho.—Me fío de usted, caballero

—dijo—. Muy bien, antes de que

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nos sentemos a hablar de cifras,dígame una cosa: ¿cuándo podría, ocuándo estaría dispuesto a traer elhalcón?

—Calcule un par de días.El gordo asintió con la cabeza.—Me parece bien. Podemos...

Oh, me olvidaba el aperitivo. —Regresó a la mesa, sirvió whiskycon un chorrito de agua de seltz,dejó un vaso al lado de Spade yalzó el suyo propio—. Bueno,caballero, brindemos por un tratojusto y unos beneficios sustanciales

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para ambos.Bebieron. El gordo se volvió a

sentar.—¿A qué llama usted un trato

justo? —preguntó Spade.Gutman sostuvo su vaso a

contraluz, mirándolo con expresiónafectuosa, echó otro trago largo ycontestó:

—Tengo dos propuestas quehacerle, caballero, y cualquiera mevale. Elija usted mismo. Le doyveinticinco mil dólares cuando meentregue el halcón y otros

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veinticinco mil en cuanto llegue aNueva York; o bien le doy unacuarta parte, el veinticinco porciento, de lo que yo saque por elpájaro. ¿Qué le parece, caballero:cincuenta mil dólares casi atocateja o una suma enormementemayor dentro de, pongamos, un parde meses?

Spade bebió y preguntó a suvez:

—¿Cómo de mayor?—Enormemente mayor —

repitió Gutman—. ¿Cómo saber

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hasta qué punto? ¿Cien mil dólares,un cuarto de millón? ¿Me creerá sile digo la cifra que se haestablecido como mínimoprobable?

—Claro, ¿por qué no?El gordo hizo un chasquido

con los labios y bajó la voz hasta unronroneante murmullo:

—¿Qué le parecería mediomillón, caballero?

Spade entornó los ojos y dijo:—O sea que cree que el

pajarraco ese vale dos millones,

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¿no?Gutman sonrió sereno.—Diré lo que usted: ¿por qué

no?Spade apuró el vaso y lo dejó

encima de la mesa. Se llevó el puroa la boca, lo sacó, se lo miró yvolvió a encajarlo entre los dientes.Tenía la mirada ligeramente turbia.

—Eso es un montón de pasta—dijo.

El gordo estuvo de acuerdo.—Un buen montón de pasta, sí

señor. —Inclinándose hacia

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adelante, palmeó un par de veces larodilla de Spade—. Y estoyhablando del mínimo más mínimo, ano ser que Charilaos Konstantinidesfuese el idiota más grande delmundo, cosa que no era.

Spade volvió a sacarse el purode la boca, lo miró con un gesto dedisgusto y lo dejó apoyado en elcenicero de pie. Cerró los ojos confuerza, los abrió de nuevo. Suvisión era más turbia que antes.

—Conque el... mínimo, ¿eh?¿Y el máximo? —La «x» de

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máximo degeneró en un sonido deneumático pinchado.

—¿El máximo, dice usted? —Gutman mostró la palma de la mano—. No quiero ni pensarlo. Metomaría por loco. Mire, no lo sé. Esimposible determinar el máximo,caballero, y esa es la única y puraverdad.

Spade se tiró del labio inferiorhacia arriba; lo tenía adormecido.Sacudió la cabeza, impaciente. Unrepentino brillo de temor aparecióen sus ojos, pero sucumbió a la

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turbiedad, que iba en aumento. Sepuso de pie apoyando ambas manosen los brazos de la butaca, sacudióde nuevo la cabeza y avanzó untitubeante paso. Luego rió con lavoz espesa y masculló:

—Maldito seas.Gutman se levantó de un salto,

retirando su silla hacia atrás. Suscarnes se bambolearon. Los ojos,en la rosácea cara sebosa, eransendos agujeros de negrura.

Spade movió la cabeza delado a lado hasta que sus nublados

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ojos apuntaron —más que enfocar— a la puerta. Dio otro titubeantepaso.

El gordo llamó en voz alta:—¡Wilmer!Se abrió una puerta y apareció

el chico.Spade avanzó un tercer paso.

Ahora tenía la cara gris, y losmúsculos de la mandíbulasobresalían como si se hubiesenconvertido en tumores debajo de lasorejas. Sus piernas ya no sepusieron rectas tras dar el cuarto

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paso, y sobre los ojos fue cayendoel velo de los párpadosrespectivos. Avanzó un paso más,el quinto.

El chico se acercó, situándosecasi delante de Spade pero sincortarle el paso hacia la puerta.Llevaba la mano derecha metidapor dentro de la chaqueta, sobre elcorazón. En las comisuras de laboca tenía un tic.

Spade intentó dar un sextopaso.

El chico interpuso una pierna

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en el camino de la de Spade, y estetropezó y cayó de bruces. Siemprecon la mano metida por dentro de lachaqueta, el chico miró a Spadetendido en el suelo. Spade intentólevantarse. El chico tomó impulsocon el pie derecho y le asestó unapatada en la sien. El puntapié hizorodar a Spade de costado. Denuevo, el detective intentóincorporarse, no lo logró y perdióel sentido.

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14 la paloma

AL doblar la esquina tras salir delascensor unos minutos después delas seis de la mañana, Spade viouna luz amarilla a través de lapuerta de cristal esmerilado de suoficina. Se detuvo, apretó loslabios, miró a un lado y a otro delpasillo y se acercó a la puerta conpaso raudo y sigiloso.

Puso la mano en el tirador y lohizo girar cuidando de no hacer el

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menor ruido. Giró la maneta hastaque no dio más de sí: la puertaestaba cerrada con llave. Sin soltarel tirador, cambió de mano,agarrándolo ahora con la izquierda.Se sacó las llaves del bolsillo conla mano derecha, esmerándose enevitar que tintinearan entre sí.Separó la de la oficina y,amortiguando las otras en la palmade la mano, introdujo la llave en lacerradura. La inserción fuecompletamente silenciosa.Tomando impulso sobre las puntas

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de los pies, hinchó de aire lospulmones, abrió la puerta y entró.

Effie Perine estaba sentada asu mesa, durmiendo con la cabezaapoyada en los antebrazos. Llevabala chaqueta puesta, y encima, amodo de capa, uno de los abrigosde Spade.

El detective dejó escapar elaire con una carcajada muda, cerróla puerta y pasó al despachointerior. Dentro no había nadie.Volvió, se acercó a la chica y lepuso una mano en el hombro.

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Ella se movió un poco, levantóla cabeza con cara de sueño y suspárpados aletearon. De repente seincorporó, con los ojos muyabiertos. Vio a Spade, sonrió, seretrepó en la silla y empezó afrotarse los ojos.

—Vaya, por fin has vuelto —dijo—. ¿Qué hora es?

—Las seis. ¿Qué haces aquí?Effie Perine tiritó, se arropó

aún más en el abrigo de Spade ybostezó a placer.

—Me dijiste que me quedara

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hasta que volvieras o llamaras porteléfono.

—Así que ¿tú eres la hermanadel chico que se quedó en lacubierta del barco en llamas?

—Bueno, no pensaba... —Calló de golpe y se puso de pie,dejando que el abrigo resbalarahasta el asiento de la silla. Miróalarmada la sien de Spade bajo elala del sombrero y exclamó—:¡Dios mío! ¿Qué te ha pasado en lacabeza?

Spade tenía la sien derecha

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hinchada y tumefacta.—No sé si me he caído o me

han dado un mamporro. Supongoque importa poco, pero duele que nite imaginas. —Se tocó con lasyemas de los dedos, dio unrespingo, convirtió la mueca en unasonrisa lúgubre y dijo, a modo deexplicación—: Estaba de visita, mehan dado unas gotitas fulminantes yhe despertado doce horas más tardetirado en el suelo, en casa ajena.

La chica estiró el brazo y lequitó el sombrero con cuidado.

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—Tiene muy mal aspecto —dijo—. Deberías llamar a unmédico. No puedes andar por ahícon la cabeza de esa manera.

—Tampoco hay para tanto,excepto por la jaqueca, y esoprobablemente se debe más quenada a las gotas. —Spade fue hastael lavabo que había en un rincón yhumedeció un pañuelo con agua fría—. ¿Ha habido alguna novedad?

—Sam, ¿has encontrado a laseñorita O’Shaughnessy?

—Todavía no. ¿Alguna

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novedad?—Llamaron de la oficina del

fiscal del distrito. Quiere verte.—¿El fiscal en persona?—Así es como lo entendí. Y

vino un chico a traer el recado deque el señor Gutman tendría muchogusto de hablar contigo antes de lascinco y media.

Spade cerró el grifo, estrujó elpañuelo y se dio la vueltasosteniendo el pañuelo pegado a lasien.

—Ya —dijo—. Me topé con

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el chico abajo, y esto que ves esconsecuencia de haber hablado conel señor Gutman.

—¿Es el G que llamó porteléfono?

—El mismo.—¿Y qué...?Spade dirigió la vista hacia la

chica, sin mirarla, y empezó ahablar como si eso le ayudara aponer orden en sus pensamientos:

—Ese hombre quiere algo queél cree que puedo conseguir. Loconvencí de que si no hacíamos un

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trato antes de las cinco y media,podía quedarse sin eso que tantodeseaba. Y luego..., oh, sí, claro,cuando le dije que iba a tener queesperar un par de días, me endilgóuna droga. Dudo que pensara queeso acabaría conmigo. Debía desaber que despertaría al cabo dediez o doce horas. Así que larespuesta podría ser esta: el tipocalculó que si me dejaba groguitendría un margen de tiempo parahacerse con esa cosa sin mi ayuda.—Frunció el entrecejo—. ¡Ojalá se

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haya equivocado! —Su mirada yano era tan distante—. ¿No hassabido nada de O’Shaughnessy?

La chica negó con la cabeza ypreguntó a su vez:

—¿Todo esto tiene algo quever con ella?

—Algo, sí.—¿Lo que quiere ese hombre

le pertenece a la chica?—O al rey de España.

Encanto, ¿tú no tenías un tío quedaba clases de historia o algo así enla universidad?

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—Un primo, ¿por qué?—Si le alegráramos la vida

con un supuesto secreto histórico dehace cuatro siglos, ¿podríamoscontar con que mantenga la bocacerrada durante un tiempo?

—Oh, desde luego. Es buenagente.

—Estupendo. Coge papel ylápiz.

Así lo hizo ella. Spade mojóotra vez el pañuelo en agua fría y,aplicándoselo en la sien, se pusodelante de Effie Perine y procedió a

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dictarle la historia del halcón, talcomo se la había contado Gutman,desde la donación de Carlos V a losHospitalarios hasta —pero no másallá de— la llegada del halcónesmaltado a París en la época enque muchos carlistas acudían a laciudad. Titubeó un poco a la horade mencionar los autores y lasobras citados por el gordo, peroconsiguió aportar cierta similitudfonética. Todo lo demás fue capazde repetirlo con la precisión de unentrevistador experto.

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Cuando hubo terminado, lachica cerró la libreta y lo miró concara risueña y emocionada.

—Qué historia tanapasionante... —dijo—. Es...

—Emocionante o absurda, nosé. Bueno, ¿puedes llevarle esto atu primo y preguntarle qué opina, ysi alguna vez se ha topado con algoque pueda tener alguna conexión?Si le parece una historia verosímil,aunque solo sea mínimamente, o sicree que son cuentos chinos. Si tedice que necesita tiempo para

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investigar, de acuerdo, peroprocura sacarle alguna opinión ya.Y, por el amor de Dios, que no sevaya de la lengua.

—Iré a verlo ahora mismo —dijo Effie Perine—. Y tú anda a queun médico te vea la cabeza.

—Primero vamos a desayunar.—No, comeré algo en

Berkeley. Estoy impaciente porsaber qué piensa Ted de todo esto.

—Bueno —dijo Spade—,pero no empieces a soltar trapo sise te ríe en las narices a las

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primeras de cambio.Tras un pausado desayuno en

el Palace, que aprovechó para leerlos dos diarios matutinos, Spadevolvió a casa, se afeitó, se dio unbaño, se aplicó hielo en la sienmagullada y se cambió de ropa.

Fue al Coronet. En elapartamento de BrigidO’Shaughnessy no había nadie.Todo estaba exactamente igual quela última vez.

Se dirigió al hotel Alexandria.Gutman no estaba, y tampoco

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ninguno de los otros ocupantes de lasuite. Spade se enteró de que setrataba del secretario del gordo,Wilmer Cook, y de su hija Rhea,una chica menuda de diecisieteaños, rubia y de ojos castaños, quesegún el personal del hotel era muyguapa. Le informaron de que elgrupo de Gutman había llegado alhotel, procedente de Nueva York,hacía diez días, y de que enprincipio se hospedaban todavíaallí.

Spade fue al Belvedere y

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encontró al detective del hotelcomiendo en la cafetería.

—Hola, Sam. Siéntate y picaalgo. —El detective del hotel lemiró la sien hinchada—. Pero,hombre de Dios, ¿te han dado conuna maza o qué?

—Ya he desayunado, gracias—dijo Spade mientras tomabaasiento, y luego, hablando delchichón—: No es tan serio comoparece. ¿Qué hay de Cairo?

—Ayer salió apenas mediahora después de que tú te fueras, y

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desde entonces no le he visto elpelo. Anoche tampoco durmió aquí.

—Este hombre se nos estáechando a perder.

—Bueno, un tipo como ese,solo en una gran ciudad... ¿Quién teha dado ese mamporro, Sam?

—Cairo no. —Spade fijó lavista en la pequeña campanaplateada que cubría las tostadas deLuke—. ¿Sería posible echar unvistazo a su habitaciónaprovechando que no está?

—Cuenta con ello. Ya sabes

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que, por ti, yo hago lo que seanecesario. —Luke apartó el café, seacodó en la mesa y miró a Spadeentornando los ojos—. Pero me daen la nariz que tú no me estásenseñando todas las cartas. ¿Quédiablos pasa con ese sujeto, Sam?No tienes que pagarme nada acambio. Sabes que soy legal.

Spade dejó de mirar lacampana. Sus ojos tenían ahora latransparencia del candor.

—Pues claro que lo eres —dijo—. No te oculto nada, Luke. Te

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conté la verdad. Estoy haciendo untrabajo para Cairo, pero tiene unosamigos que me dan mala espina ytemo un poco por él.

—Ese chico al que echamosayer es uno de ellos, ¿no?

—Sí, Luke.—Y el que se cargó a Miles

fue uno de sus amigos.Spade negó con la cabeza.—A Miles lo mató Thursby.—¿Y quién liquidó a Thursby?—Se supone que es un secreto

—dijo Spade con una sonrisa—,

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pero te diré, en plan confidencial,que fui yo... según la policía.

Luke soltó un gruñido, se pusode pie y dijo:

—Contigo es difícil saber aqué atenerse, Sam. Bueno, vayamosa echar esa ojeada.

Pararon en la recepción eltiempo suficiente como para queLuke lo arreglara «para que nosavisen si se presenta» y subieron ala habitación de Cairo. La camaestaba hecha y en orden, pero lapapelera medio llena, las cortinas

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corridas de manera desigual y unpar de toallas arrugadas en elcuarto de baño indicaban que lachica de la limpieza no habíapasado todavía por allí.

El equipaje de Cairo consistíaen un baúl cuadrado, una maleta yun maletín. El armarito del bañoestaba repleto de cosméticos —cajas, latas, tarros y frascos depolvos, cremas, ungüentos,perfumes, lociones, tónicos—. Enel armario de la ropa, debajo dedos trajes y un abrigo colgados de

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sus respectivas perchas, había trespares de zapatos con hormas.

La maleta y la bolsa noestaban cerradas con llave. Luke yatenía abierto el baúl para cuandoSpade hubo terminado de registrarlo demás.

—Por ahora, nada —dijoSpade mientras se ponían a mirar enel baúl.

No encontraron nada que lesinteresara.

—¿Estamos buscando algo enparticular? —preguntó Luke

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mientras cerraba de nuevo el baúl.—No. Se supone que Cairo

vino de Constantinopla. Me gustaríasaber si es así. No he visto nadaque sugiera lo contrario.

—¿A qué se dedica?Spade meneó la cabeza.—Eso también me gustaría

saberlo. —Fue hasta donde estabala papelera y se inclinó para mirar—. Bueno, a ver si aquí hay algo...

Sacó un periódico y sus ojosse animaron al advertir que era elCall del día anterior. Estaba

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doblado por la página de anunciosclasificados. Desplegó elperiódico, miró la página y nada lellamó la atención.

Miró a continuación la páginaque había quedado hacia dentro aldoblar el periódico; era la queinformaba de las cotizaciones enBolsa, el movimiento portuario, elestado del tiempo, los nacimientos,las bodas, los divorcios y losobituarios. Algo más de cincocentímetros del pie de la segundacolumna habían sido arrancados de

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la esquina inferior izquierda de lapágina.

Justo encima del corte habíaun pequeño titular: LLEGADAS DEHOY, y más abajo:

12:20 — Capac, de Astoria17:05 — Helen P. Drew , de

Greenwood17:06 — Albarado, de BandonEl trozo desgarrado se había

comido la siguiente línea, pero porlas letras que quedaban se podíadeducir que ponía «de Sidney».

Spade dejó el Call encima de

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la mesa y volvió a mirar en lapapelera. Encontró un resto depapel de envolver, un trozo decuerda, dos etiquetas de una tiendade ropa interior, un recibo de otratienda por la venta de seis pares decalcetines y, ya en el fondo, unfragmento de papel de periódicohecho una pelotita.

La deshizo con cuidado,alisándola sobre la mesa, yensambló el papel en la parte quefaltaba de la página recortada.Encajaba a la perfección por los

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lados, pero entre la parte superiordel trozo arrugado y el «de Sidney»faltaba más de un centímetro,espacio suficiente para que constaraen él la llegada de cinco o seisbarcos. Dio la vuelta a la página yvio que el otro lado de la porciónque faltaba solo correspondía a unaesquina sin importancia del anunciode un agente de Bolsa.

Luke, que estaba observandodetrás de Spade, preguntó:

—¿De qué va la cosa?—Parece que el caballero se

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interesa por un barco.—Bueno, eso no es ningún

delito —dijo Luke, mientras Spadedoblaba la página y el fragmentoarrancado y se los guardaba en elbolsillo de la chaqueta—. ¿Hemosterminado aquí?

—Sí. Muchas gracias, Luke.¿Me llamarás, por favor, tan prontocomo aparezca Cairo?

—Descuida.Spade fue a la redacción del

Call, compró un ejemplar delnúmero del día anterior, lo abrió

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por la página de noticias portuariasy la comparó con la que habíarescatado de la papelera de Cairo.En la parte que faltaba había lasiguiente información:

5:17 — Tahiti, de Sidney yPapeete

6:05 — Admiral Peoples, deAstoria

8:07 — Caddopeak, de SanPedro

8:17 — Silverado, de SanPedro

8:05 — La Paloma, de Hong

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Kong9:03 — Daisy Gray, de

SeattleLeyó la lista despacio y al

terminar subrayó «Hong Kong» conla uña, recortó la lista de llegadascon la navaja, tiró el resto delperiódico y la página de Cairo a lapapelera y regresó al despacho.

Se sentó a su mesa, buscó unnúmero en la guía telefónica yllamó.

—Kearny uno cuatro cero uno,por favor... ¿Dónde está atracado el

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Paloma, que llegó ayer por lamañana procedente de Hong Kong?—Repitió la pregunta—. Gracias.

Mantuvo un momento apretadoel gancho del teléfono con el dedopulgar, lo soltó y dijo:

—Davenport dos cero doscero, por favor... Gracias... Hola,Tom, aquí Sam Spade... Sí, intentéponerme en contacto contigo ayerpor la tarde... Claro, ¿qué tal sialmorzamos juntos?... De acuerdo.

Mantuvo el auricular pegado ala oreja mientras cortaba la

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comunicación con el pulgar yvolvía a establecer una nueva.

—Davenport cero uno sietecero, por favor... Hola, soy SamuelSpade. Mi secretaria recibió ayerun mensaje de que el señor Bryandeseaba verme. ¿Puede preguntarlea qué hora le iría mejor?... Sí,Spade, S-P-A-D-E. —Una largapausa—. Diga... ¿A las dos ymedia? Perfecto. Gracias.

Llamó a un quinto número:—Hola, preciosa, ¿me pones

con Sid?... Hola, Sid, soy Sam.

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Estoy citado con el fiscal deldistrito esta tarde a las dos y media.¿Podrás llamarme, aquí o allí,sobre las cuatro, sólo paracomprobar que no estoy en unaprieto?... Y a mí qué me importaque los sábados juegues al golf; tutrabajo consiste en evitar que meenchironen... De acuerdo, Sid. Nosvemos.

Apartó el teléfono, bostezó yse desperezó, se llevó la mano a lasien magullada, miró la hora, lió uncigarrillo y lo encendió. Estuvo

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fumando medio adormilado hastaque llegó Effie Perine.

Entró muy risueña, llena devida y con las mejillas sonrosadas.

—Ted dice que podría serverdad —informó a Spade—, y queespera que así sea. Ese campo no essu especialidad, pero dice que losnombres y las fechas son correctos,y que ninguno de los autores ni delas obras que me dijiste es falso.Ted está interesadísimo.

—Me parece muy bien, con talde que no se entusiasme tanto como

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para dejarse engañar si resulta unfraude.

—¿Ted? ¡Qué va! Descuida,es demasiado bueno en su trabajo.

—Ya veo, toda la familiaPerine es una auténtica maravilla —dijo Spade—, incluidas tú y esapizca de hollín que tienes en lanariz.

—Ted no es un Perine; seapellida Christy. —La chica inclinóla cabeza para mirarse la nariz en elespejito del neceser—. Será delincendio. —Se limpió con una

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punta de pañuelo.—¿Es que el entusiasmo

Perine-Christy ha prendido fuego aBerkeley?

Ella le sacó la lengua mientrasse empolvaba la nariz con un discorosa.

—Cuando he vuelto había unbarco en llamas, lo estabanremolcando del muelle y el humo havenido directo hacia eltransbordador en que yo volvía.

Spade apoyó las manos en losbrazos de la butaca.

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—¿Has podido leer el nombredel barco? —preguntó.

—Sí. Ponía La Paloma. ¿Porqué?

—Que me aspen si lo sé,querida —respondió Spade congesto triste.

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15 hasta el último chiflado

SPADE y el sargento inspectorPolhaus estaban comiendo pies decerdo escabechados en una de lasmesas reservadas del States HofBrau.

Polhaus, con el tenedor amedio camino entre el plato y laboca después de pinchar un pedazode pálida gelatina brillante, dijo:

—¡Oye, Sam! Olvídate de lode la otra noche. Dundy metió la

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pata, pero tú sabes que cualquierapuede perder la cabeza si se lapegan de esa manera.

Spade lo miró con gestoreflexivo y preguntó:

—¿Era por eso que queríasverme?

Polhaus asintió, se llevó eltenedor a la boca, tragó el bocado ymatizó:

—No solo por eso.—¿Te ha enviado Dundy?Polhaus torció el gesto.—No, hombre, no. Es tan terco

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como tú.Spade sonrió.—Te equivocas, Tom —dijo

—. Se lo tiene muy creído, nadamás.

Tom frunció el entrecejo yatacó sus pies de cerdo con elcuchillo.

—¿Es que siempre vas a serun crío? —murmuró—. ¿Por quétienes que refunfuñar tanto, eh?Dundy no te hizo daño. Tú te salistecon la tuya. ¿A santo de qué todoeste rencor? Lo único que haces es

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buscarte problemas.Spade dejó lentamente sus

cubiertos en el plato y puso lasmanos una a cada lado, sobre lamesa. Su tenue sonrisa no tuvoninguna calidez.

—Con todos los matones de laciudad haciendo horas extra paraaumentar mi carga de problemas,unos cuantos más no se van a notar.Ni me enteraré, vaya.

Tom Polhaus, más rubicundode lo habitual, dijo:

—Muy bonito que me digas

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eso a mí.Spade cogió los cubiertos y se

puso a comer. Polhaus continuócomiendo.

Al rato Spade dijo:—¿Has visto el barco

incendiado en la bahía?—Solo el humo. Sé razonable,

Sam. Dundy se equivocó, y lo sabe.¿Por qué no lo dejamos correr?

—¿Debería ir personalmente adecirle que espero no haberle hechodaño en el puño con la barbilla?

Polhaus hundió ferozmente el

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cuchillo en el pie de cerdo.—Por cierto —dijo Spade—,

¿os ha venido Phil Archer connuevos chivatazos?

—¡Pero bueno! Dundy nopensó en ningún momento que túmataras a Miles, pero ¿qué otracosa iba a hacer sino seguir lapista? Tú en su lugar hubierashecho exactamente lo mismo, no loniegues.

—¿Hablas en serio? —Spadelo miró con malicia—. ¿Y por quécree Dundy que no fui yo? ¿Por qué

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crees que no lo maté? ¿O quizácrees que sí?

La rubicunda cara de Polhausse encendió de nuevo.

—A Miles lo mató Thursby —dijo.

—Os lo parece.—Fue él. La Webley era suya,

y la bala que Miles tenía dentrosalió de esa pistola.

—¿Estás seguro? —inquirióSpade.

—Absolutamente —respondióel policía—. Supimos por un

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chaval, un botones del hotel dondeThursby se hospedaba, que el armaestaba en su habitación aquellamisma mañana. Se fijó porquenunca había visto una igual. Yotampoco había visto una así. Dijisteque ya no las fabrican. Esimprobable que hubiera otra igualy, además, si no era la de Thursby,¿qué pasó con la suya? Y es el armade la que salió la bala que Milestenía dentro.

Empezó a meterse un trozo depan en la boca pero no acabó de

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hacerlo. Luego preguntó:—Dices que tú habías visto

una de esas antes: ¿dónde fue? —Semetió el pan en la boca.

—En Inglaterra, antes de queestallase la guerra.

—Claro, ¿lo ves?—Bien, en ese caso solo maté

a Thursby y a nadie más —dijoSpade.

Polhaus se rebulló en elasiento. Tenía la cara roja ybrillante cuando protestó convehemencia.

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—¡Maldita sea!, ¿es quesiempre vas a seguir con eso? Yaestá olvidado. Lo sabesperfectamente, igual que yo.Cualquiera diría que no eresdetective, tanto refunfuñar. Túnunca has empleado esos mismosprocedimientos con nadie, ¿verdad?

—Querrás decir los queintentasteis emplear conmigo, Tom:solo lo intentasteis.

Polhaus soltó un taco en vozbaja y ensartó con el tenedor lo quele quedaba en el plato.

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—Está bien —dijo Spade—.Tú sabes que está olvidado y yo séque está olvidado. De acuerdo, ¿losabe Dundy?

—Está olvidado.—¿A qué se debe ese cambio

de opinión?—Venga, Sam, él nunca pensó

realmente que tú... —La sonrisa deSpade lo hizo callar. Dejando lafrase a medias, dijo—: Tenemos elhistorial de Thursby.

—¿Ah, sí? ¿Y quién era esetipo? —Viendo que Polhaus le

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dirigía una mirada astuta con susojillos castaños, Spade exclamó,enojado—: ¡Te juro que me gustaríasaber tan solo la mitad de lo quevosotros pensáis que sé sobre esteasunto!

—Ojalá todos supiéramos más—gruñó Polhaus—. Bueno, paraempezar, Thursby era un pistolero.Lo habían detenido un montón deveces en St. Louis, donde operaba,pero como pertenecía a la banda deEgan nunca salió muy mal parado.Desconozco a qué se debió que

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abandonara el nido, el caso es quelo cazaron una vez en Nueva Yorkpor robar una serie de timbas —suchica les sopló dónde se escondía— y se tiró un año entre rejas hastaque Fallon lo sacó de allí. Un parde años después pasó unatemporadita en Joliet por darle deculatazos a otra chica porque ella lohabía plantado, pero a partir de ahíse juntó con Dixie Monahan y ya notuvo dificultad para salir cada vezque lo encerraban. Te hablo decuando Dixie era un pez casi tan

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gordo como Nick el Griego enChicago. Thursby trabajaba comoguardaespaldas de Dixie, y se largócon él cuando Dixie se enemistócon sus compinches por culpa deunas deudas que no podía, o noquería, pagar. Eso fue por la épocaen que cerraron el club náutico deNewport Beach, hará como dosaños. No sé si Dixie tuvo nada quever. El caso es que esta es laprimera vez que se les ve el pelo, aél o a Thursby, desde entonces.

—¿Han visto a Dixie? —

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preguntó Spade.Polhaus negó con la cabeza.—No. —Sus ojillos se

volvieron penetrantes—. A menosque tú lo hayas visto o conozcas aalguien que lo haya hecho.

Spade se retrepó en la silla yempezó a liar un cigarrillo.

—Yo no —dijo connaturalidad—. Todo esto es nuevopara mí.

—Sí, claro —gruñó Polhaus.—¿Y de dónde habéis sacado

tanta información sobre ese

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Thursby? —preguntó Spade.—Una parte está en los

archivos, y lo demás, bueno,picoteando aquí y allá.

—¿Cairo, por ejemplo? —Ahora fueron los ojos de Spade losque brillaron, penetrantes.

Polhaus dejó la taza de café enla mesa y negó con la cabeza.

—No soltó prenda. Algunapócima debiste de darle...

Spade se rió.—¿Me estás diciendo que un

par de sabuesos de primera como tú

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y Dundy estuvisteis toda la nocheinterrogando a ese mariposón y nopudisteis sacarle nada?

—¿Cómo que toda la noche?—protestó Polhaus—. Noestuvimos ni dos horas. Al ver queno íbamos a sacar nada en limpio,lo dejamos marchar.

Spade rió otra vez y miró elreloj. Hizo señas al encargado paraque les llevara la cuenta.

—Tengo cita esta tarde con elfiscal del distrito —le dijo aPolhaus mientras esperaban el

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cambio.—¿A petición suya?—Sí.Polhaus retiró la silla y se

puso de pie, alto y tripudo,compacto y flemático.

—Pues no me harás ningúnfavor si le cuentas que hemos tenidoesta charla —dijo.

Un joven larguirucho de orejasprominentes condujo a Spade aldespacho del fiscal. Spade entrócon una sonrisa campechana,diciendo:

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—¡Hombre, Bryan, hola!El fiscal Bryan se puso de pie

y le tendió la mano desde el otrolado del escritorio. Era un hombrerubio de mediana estatura y unoscuarenta y cinco años, con unosagresivos ojos azules pertrechadostras unos quevedos provistos de unacinta negra, boca grande, de orador,y mentón ancho con hoyuelomarcado.

—¿Cómo le va, Spade? —Suvoz estentórea traslucía poder.

Se estrecharon la mano y

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tomaron asiento.El fiscal apoyó el dedo en uno

de los cuatro botones nacaradospuestos en batería sobre la mesa, ledijo al larguirucho que abrió denuevo la puerta: «Diga al señorThomas y a Healy que vengan», y,retrepándose en la butaca, sedirigió a Spade en tono agradable.

—Últimamente no se llevausted muy bien con la policía, ¿meequivoco?

Spade le quitó importancia conun leve gesto de la mano derecha.

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—Bah, nada serio. Dundy, quese lo toma todo muy a pecho.

En ese momento se abrió lapuerta y entraron dos hombres. Elprimero, a quien Spade saludó conun «¡Hola, Thomas!», era unhombre fornido de piel morena yunos treinta años, tan indisciplinadoen el vestir como en el peinado.Thomas le dio una palmada en elhombro con una mano pecosa, lecontestó: «¿Qué tal?», y luego sesentó a su lado. El segundo era másjoven y blanco de tez. Tomó asiento

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un poco aparte de los otros, con unalibreta de taquigrafía apoyada sobrelas rodillas, y se dispuso a tomarnota con un lápiz verde.

Spade lo miró de reojo, soltómedia carcajada y preguntó aBryan:

—¿Lo que diga podrá serutilizado en mi contra?

El fiscal sonrió.—Eso vale siempre. —Se

quitó los quevedos, los miró unmomento y volvió a colocárselossobre la nariz. A través de ellos

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miró a Spade y preguntó—: ¿Quiénmató a Thursby?

—No lo sé —contestó Spade.Bryan toqueteó la cinta negra

de sus anteojos y dijo, astutamente:—Tal vez no, pero seguro que

podrá aventurar una opinión bienfundamentada.

—Igual sí, pero no lo voy ahacer.

El fiscal levantó las cejas.—No, no lo voy a hacer —

repitió Spade, muy sereno—.Aparte de que mi opinión sea más o

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menos fundamentada —tambiénpodría decir un disparate—,ninguno de los hijos de la señoraSpade ha salido tan chiflado comopara aventurar opiniones delante deun fiscal de distrito, su ayudante yun taquígrafo.

—Dígame, ¿por qué habría denegarse, si no tiene nada queocultar?

—Todo el mundo tiene algoque ocultar —respondiógentilmente Spade.

—¿Usted también?

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—Mis opiniones, sin ir máslejos.

El fiscal bajó la vista a lamesa y luego miró otra vez a Spade,ajustándose los quevedos sobre lanariz.

—Si prefiere que no esté eltaquígrafo —dijo—, podemosprescindir de él. Le he hecho venirpara mayor comodidad, nada más.

—Me importa un comino queesté o no —dijo Spade—. Por mípuede anotar todo cuanto digo,estoy dispuesto a firmarlo después.

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—No tenemos intención dehacerle firmar nada —le aseguróBryan—. Desearía que no se tomaraesto como una investigación formal.Y no vaya usted a pensar que doy elmenor crédito a esas teorías que lapolicía parece haber alimentado.

—¿No?—En absoluto.Spade suspiró y cruzó las

piernas.—Me alegro. —Buscó tabaco

y papel en los bolsillos—. Y suteoría ¿cuál es?

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Bryan se inclinó haciaadelante; sus ojos se endurecieron yempezaron a brillar como losquevedos que se les anteponían.

—Dígame por cuenta de quiénestaba siguiendo Archer a Thursbyy yo le diré quién mató a Thursby.

La carcajada de Spade fuebreve y sarcástica.

—Va tan desencaminado comoDundy —dijo.

—No me malinterprete —replicó Bryan, dando un golpe en lamesa con los nudillos—. Yo no

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digo que su cliente matara, uordenara matar, a Thursby; lo que sídigo es que en cuanto sepa quién es,o era, su cliente, no tardaré nada ensaber quién mató a Thursby.

Spade encendió el pitillo, selo quitó de los labios, vació dehumo los pulmones y dijo, fingiendodesconcierto:

—Eso no acabo de entenderlo.—¿En serio? A ver así:

¿dónde está Dixie Monahan?La cara de Spade mantuvo el

gesto de perplejidad.

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—Pues así tampoco me ayudamucho. Sigo sin entender.

El fiscal se quitó los anteojosy los agitó para dar énfasis a suspalabras:

—Sabemos que Thursby eraguardaespaldas de Monahan y quese marchó con él cuando su jefeconsideró prudente desaparecer deChicago. Sabemos que, en elmomento de esfumarse, Monahandejó a deber en apuestas unosdoscientos mil dólares. No sabemostodavía quiénes eran sus

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acreedores. —Volvió a ponerse losquevedos y esbozó una sonrisalúgubre—. Pero todos sabemos loque puede ocurrir cuando losacreedores encuentran a un jugadorcon deudas y a su guardaespaldas.No sería la primera vez.

Spade se pasó la lengua porlos labios y los separó enseñandolos dientes en una sonrisa tétrica.Los ojos titilaron a la sombra deunas cejas adelantadas. El cuello,enrojecido, desbordó ligeramente elperímetro de la camisa.

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—Vamos a ver —dijo convehemencia. Su voz sonó grave yáspera—. ¿Y usted qué piensa?¿Que yo lo maté por cuenta de losacreedores, o que simplemente lolocalicé para que luego se apañaranellos a su manera?

—¡No, no! —protestó el fiscaldel distrito—. Me ha entendidomal.

—Eso espero, no sabe hastaqué punto —dijo Spade.

—No ha querido decir eso —intervino Thomas.

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—Entonces ¿qué ha queridodecir?

Bryan agitó una mano.—Que usted podría haber

estado implicado en el asesinato sinsaberlo, nada más. Eso podría...

—Ya veo —se mofó Spade—.O sea que no piensa que yo seamalo, sino simplemente imbécil.

—No diga tonterías. —Bryaninsistió—: Supongamos que alguienfue a verle con el encargo delocalizar a Monahan, diciéndoleque tenían motivos para pensar que

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se encontraba aquí en SanFrancisco. Ese alguien pudo colarleuna historia completamente falsa —habría más de una docena dondeelegir— o decirle tal vez que setrataba de un deudor que habíahuido, sin darle ningún tipo dedetalles. ¿Cómo hubiera sabidousted qué había detrás?, ¿cómo ibaa sospechar nada? Y en talescircunstancias, es obvio que no sele podría responsabilizar por suintervención, a no ser —bajóteatralmente la voz; sus palabras

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salieron espaciadas y claramentearticuladas— que se convirtiera encómplice al ocultar la identidad delasesino o cualquier información quepudiera conducir a su detención.

El semblante de Spadeempezaba a despejarse. No hubo elmenor resto de ira en su voz cuandopreguntó:

—¿Es eso lo que ha queridodecir antes?

—Ni más ni menos.—Está bien. Entonces no le

guardo rencor. Pero se equivoca.

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—Demuéstrelo.Spade meneó la cabeza.—Ahora me es imposible.

Pero se lo puedo decir.—Adelante.—A mí nadie me ha contratado

para hacer nada en relación conDixie Monahan.

Bryan y Thomasintercambiaron miradas. Luego elfiscal volvió a mirar a Spade y ledijo:

—Pero de sus palabras sededuce que alguien lo ha contratado

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para hacer algo con respecto a suguardaespaldas, Thursby.

—En efecto, con respecto a suexguardaespaldas.

—¿Ex?—Eso he dicho.—¿Sabe que Thursby ya no

estaba asociado con Monahan?¿Tiene usted la certeza?

Spade alargó la mano y dejócaer la colilla en un cenicero quehabía encima de la mesa. Luegohabló con aire negligente:

—La única certeza que tengo

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es la de que a mi cliente no leinteresaba, ni le ha interesadonunca, ese Monahan. He oído decirque Thursby se llevó consigo aMonahan a Extremo Oriente y queallí lo... perdió de vista.

De nuevo, fiscal y ayudante semiraron.

Thomas, tratando de aparentarnaturalidad sin lograrlo, dijo:

—Eso abre otrasposibilidades. Los amigos deMonahan podrían haber eliminado aThursby por quitarse de encima a

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Monahan.—Un jugador muerto no tiene

amigos —dijo Spade.—Esto abre dos posibles vías

—dijo Bryan. Se retrepó en labutaca, mirando unos segundos altecho, y rápidamente se enderezóotra vez. Su rostro de orador estabaencendido—. Todo se reduce a trescosas. Primera: Thursby fueasesinado por los jugadores de losque Monahan había huido pordeudas. Ignorando, o no queriendocreer, que Thursby se había quitado

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de encima a Monahan, le mataronporque había estado a sueldo deMonahan, o para quitarlo de enmedio a fin de cazar a Monahan, oquizá también al negarse Thursby adarles una pista sobre su jefe.Segunda: lo mataron amigos deMonahan. O tercera: Thursbyvendió a Monahan a sus enemigos,luego se peleó con ellos y al finallo asesinaron.

—O cuarta —sugirió Spade,con una alegre sonrisa—: murió deviejo. Oigan, no están hablando en

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serio, ¿verdad?Los otros dos lo miraron pero

ninguno dijo palabra. Spade lessonrió alternativamente y meneó lacabeza con fingida compasión.

—Tienen a Arnold Rothstein1

metido en la cabeza —dijo.Bryan se golpeó la palma de la

mano derecha con el dorso de laizquierda.

—Una de estas opciones es laacertada. —Su voz ya no teníaaquel poder latente. La manoderecha, convertida en puño salvo

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por el índice que sobresalía, subióy luego bajó para detenerse con unasacudida justo cuando el dedoapuntó al pecho de Spade—. Yusted puede darnos la informaciónque nos permitirá determinar cuáles esa opción.

—No me diga. —El rostro deSpade estaba sombrío. Se tocó ellabio inferior con un dedo, luego semiró el dedo y se rascó la nuca conél. En su frente habían aparecidopequeñas arrugas de irritación.Resoplando audiblemente, añadió

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en un tono malhumorado—: Laclase de información que yo podríadarle no le interesaría, Bryan. Másque nada porque reventaría esapompa de jabón en torno al desquitecontra el jugador.

Bryan se sentó muy erguido yechó los hombros hacia atrás.Habló con voz seria, pero sinbravuconería:

—No es usted quién para decirtal cosa. Tenga o no tenga yo razón,sigo siendo el fiscal del distrito.

Bajo el labio levantado de

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Spade apareció un colmillo:—Ya, creía que esto era una

charla informal.—Desde que me levanto hasta

que me acuesto soy un representantede la ley —dijo Bryan— y ni laformalidad ni la informalidad deesta conversación justifican que meoculte pruebas de un delito, salvo,claro está —añadió con gestosignificativo—, por razones deíndole constitucional.

—O sea, si ello pudieraincriminarme a mí, ¿no? —dijo

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Spade. Aunque el tono fue sereno,casi divertido, la expresión de lacara lo desmentía—. Bueno, yotengo mejores razones que esas, oque me cuadran más. Todo clientemío tiene derecho a una cierta dosisde privacidad. Quizá me veaobligado a hablar ante un granjurado o ante el juez instructor, perotodavía no ha llegado ese momento,y hasta entonces ya le digo yo queno pienso airear los asuntos de misclientes. Mire, tanto usted como lapolicía me acusan de estar

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involucrado en los asesinatos de laotra noche. No es la primera vezque me topo con ustedes. Que yosepa, la única manera de evitarmela ruina que usted y la policía estáncontribuyendo a buscarme esentregar a los asesinos, atados depies y manos. Y solo me seráposible atraparlos y entregárselos,atados de pies y manos, si memantengo alejado de usted y de lapolicía, porque está visto que noparecen tener ni idea de lo quepasa. —Se puso de pie y giró la

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cabeza para dirigirse al taquígrafo—: ¿Lo tienes todo, muchacho, ovoy demasiado rápido para ti?

El aludido lo miró con ojossobresaltados y respondió:

—No, señor, lo tengo todoanotado.

—Así se hace —dijo Spade, yse volvió de nuevo hacia Bryan—.Bien, si quiere ir a la oficina ydecirles que estoy obstruyendo laacción de la justicia y que anulenmi licencia de detective, adelante.Ya lo ha intentado antes y solo

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consiguió convertirse en elhazmerreír de todos. —Cogió susombrero.

—Pero oiga, Spade... —empezó a decir Bryan.

—Y no quiero más charlasinformales como esta —le cortó eldetective—. No tengo nada quedecirles, ni a usted ni a la policía, yestoy hasta las narices de quecualquier chiflado a sueldo delayuntamiento me llame asesino yotras cosas. Si quiere verme,pésqueme, o mándeme una orden de

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comparecencia o lo que le dé lagana, y acudiré con mi abogado. —Se puso el sombrero y, un momentoantes de salir, añadió con gestoindignado—: Nos vemos en lainvestigación judicial. O no.

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16 el tercer asesinato

SPADE entró en el hotel Sutter ytelefoneó desde allí al Alexandria.Gutman no estaba, y tampoconinguno de sus acompañantes.Luego llamó al Belvedere. Cairo noestaba ni había aparecido en todo eldía.

Spade se dirigió a su oficina.Un sujeto grasiento de tez

morena vestido de personaimportante estaba esperando en la

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recepción.—Este caballero desea verle,

señor Spade —dijo Effie Perine.Spade sonrió, hizo una venia y

abrió la puerta de su despacho.—Pase. —Antes de seguir al

hombre, le preguntó a Effie Perine—: ¿Alguna novedad sobre ese otroasunto?

—No, señor.El hombre moreno era

propietario de una sala de cine enMarket Street. Sospechaba que unade las cajeras y un acomodador se

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habían conchabado para estafarlo.Spade le metió un poco de prisa,prometió que se «ocuparía de ello»,pidió y recibió cincuenta dólares yse libró de él en menos de mediahora.

Cuando la puerta del pasillo sehubo cerrado al salir el cliente,Effie Perine entró en el despacho deSpade. Su cara bronceada denotabapreocupación.

—¿Todavía no la hasencontrado? —preguntó.

Spade negó con la cabeza y

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continuó acariciándose la sienmagullada describiendo círculoscon la yema de los dedos.

—¿Cómo estás? —dijo ella.—Bien, pero me duele mucho

la cabeza.Effie Perine se situó a su

espalda, le bajó la mano y le hizoun pequeño masaje con sus esbeltosdedos. Spade se echó hacia atráshasta descansar la parte posteriorde la cabeza en el pecho de la chicay dijo:

—Eres un ángel.

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Ella inclinó la cabeza sobre lade él y lo miró a la cara.

—Tienes que encontrarla,Sam. Ha pasado más de un día y...

Él la interrumpió, molesto.—No he podido hacer nada

todavía, pero si me dejas quedescanse solo un minuto estamaldita cabeza, saldré e iré abuscarla.

—Pobre cabecita —murmuróella, y siguió acariciándolo ensilencio. Al rato preguntó—:¿Sabes dónde puede estar? ¿Tienes

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alguna idea?Sonó el teléfono. Spade

levantó el auricular.—¿Diga?... Sí, todo ha ido

bien, Sid, gracias... No... Puesclaro. Se ha puesto chulo, pero yotambién... Me ha venido con no séqué historia de una disputa entrejugadores... Bueno, no puededecirse que nos hayamos dado unbeso al despedirnos. Le he dejadocon la palabra en la boca... De esoya te ocuparás tú, Sid... De acuerdo.Adiós.

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Colgó el teléfono y se retrepóde nuevo.

Effie Perine se puso a su ladoy le preguntó:

—¿De veras sabes dóndepuede estar?

—Sé adónde fue —respondióél, un tanto ofendido.

—¿Adónde? —insistió ella.—Al barco que viste en

llamas.Effie Perine abrió mucho los

ojos y los iris castaños quedaronrodeados de blanco.

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—Estuviste allí. —No fue unapregunta.

—No —dijo Spade.—Sam —exclamó ella,

enfadada—, esa chica puede estar...—Fue al puerto por su propia

iniciativa —replicó Spade con vozhosca—, nadie la llevó. Fue allí envez de ir a tu casa cuando se enteróde que el barco había llegado. ¿Quépretendes?, ¿que vaya detrás de misclientes implorándoles que se dejenayudar?

—Pero, Sam, cuando te dije

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que el barco se había incendiado...—Eso fue al mediodía, y yo

estaba citado con Polhaus y despuéscon Bryan.

La chica lo miró mal; suspárpados estaban tirantes.

—Sam Spade —dijo—,cuando quieres eres el ser másdespreciable del mundo. Como ellahizo algo sin avisarte, tú vas y tequedas aquí sentado mano sobremano cuando sabes que correpeligro, cuando sabes que esa chicapodría estar...

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La cara de Spade se encendió.—Es perfectamente capaz de

cuidar de sí misma —dijo, tozudo—, y sabe adónde acudir en buscade ayuda cuando la necesita..., ycuando le conviene.

—¡Eso es rencor, nada másque rencor! —exclamó ella—.Estás dolido porque ha hecho algopor su propia iniciativa, sindecírtelo a ti. ¿Y por qué no habríade hacerlo? No es que seas el tipomás honrado de la tierra, Sam, ytampoco es que te hayas portado tan

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bien con ella como para que hayade confiar plenamente en ti.

—Basta. Déjalo ya —dijoSpade.

Su tono de voz hizo que losojos encendidos de Effie Perineadquirieran un breve brillo deinquietud, que desapareció almover rápidamente la cabeza.Luego, con la boca pequeña y tensa,dijo:

—O bajas ahora mismo abuscarla adonde sea, Sam, o voy yaviso a la policía. —La voz se

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quebró, fue perdiendo fuerza yacabó convirtiéndose en unasúplica—. ¡Sam, por favor, hazalgo!

Él se puso de piemaldiciéndola.

—¡Dios! —dijo al cabo—.Más vale que vaya, mi cabeza loagradecerá. Estoy harto de oírtegraznar. —Se miró el reloj—. Yapuedes cerrar y marcharte a casa.

—No —dijo ella—. Me quedoaquí hasta que regreses.

Spade dijo:

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—Haz lo que te dé la gana.Se puso el sombrero, dio un

respingo, se lo quitó y salió con élen la mano.

Una hora y media más tarde, alas cinco y veinte, Spade regresó ala oficina. Estaba alegre.

—¿Por qué es tan difícilllevarse bien contigo, encanto? —preguntó al entrar.

—¿Conmigo?—Sí, contigo. —Spade apoyó

la punta de un dedo en la nariz deEffie Perine y se la apretó. Luego le

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pasó las manos bajo las axilas, lalevantó en vilo y le dio un beso enla barbilla. La depositó en el sueloy preguntó—: ¿Ha pasado algomientras estaba fuera?

—Ha llamado Luke no sé quémás, el detective del Belvedere,para decir que tu Cairo ha vuelto.De eso hará como media hora.

Spade cerró la boca de golpe,dio media vuelta y fue hacia lapuerta.

—¿La has encontrado? —preguntó Effie Perine.

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—Te lo cuento cuando vuelva—respondió él sin pararse, y salióa toda prisa.

Un taxi lo dejó en la puerta delBelvedere menos de veinte minutosdespués. Luke estaba en elvestíbulo. El detective del hotel sele acercó sonriente con la manotendida.

—Quince minutos tarde, Sam—dijo—. El pájaro ha volado.

Spade maldijo su mala suerte.—Ha pagado la cuenta y se ha

ido con todo el equipaje —dijo

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Luke. Sacó de un bolsillo delchaleco su manoseado cuaderno denotas, se pasó la lengua por elpulgar y buscó la página que queríamostrarle a Spade—. Ahí tienes elnúmero del taxi que se lo hallevado. Al menos te he conseguidoeso.

—Gracias. —Spade copió elnúmero en el dorso de un sobre ypreguntó—: ¿Ha dejado algunadirección para la correspondencia?

—No. Ha llegado con unamaleta grande, ha subido a su

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habitación, ha vuelto a bajar con elequipaje y después de pagar hapedido un taxi y se ha largado sinque nadie pudiera oír quéinstrucciones le daba al taxista.

—¿Y el baúl?La pregunta dejó boquiabierto

a Luke.—¡Se me había olvidado! —

exclamó—. Vamos.Subieron a la habitación de

Cairo. El baúl estaba allí, cerrado,pero no con llave. Levantaron latapa. Dentro no había nada.

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—¡Ya me explicarás qué estápasando! —dijo Luke.

Spade no respondió.Cuando Spade volvió a la

oficina Effie Perine lo miró con unamirada interrogativa.

—Se me ha escapado —murmuró Spade, pasandodirectamente a su despacho.

La chica entró detrás. Él seacomodó en su butaca y empezó aliar un cigarrillo; ella se sentósobre la mesa, delante de él,apoyando la punta de los pies en

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una esquina de la butaca de Spade.—¿Y qué hay de la señorita

O’Shaughnessy? —inquirió.—Ella también se me ha

escapado, pero estuvo allí —respondió Spade.

—¿En el La Paloma?—Eso de «el La» no pasaría

un examen —dijo él.—No empecemos. Sé amable,

Sam. Respóndeme.Spade encendió el cigarrillo,

se guardó el encendedor y le diounas palmaditas en las espinillas.

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—La Paloma, sí —dijo—.Llegó allí poco después de las docedel mediodía de ayer, lo cual —bajó las cejas— significa que fuedirectamente después de apearsedel taxi frente al edificio Ferry.Está a unos pocos muelles de allí.El capitán no estaba a bordo. Sellama Jacobi, y la chica preguntópor él dando el nombre. El capitánhabía ido al barrio residencial poralgún asunto, lo cual da a entenderque no esperaba su visita, al menosa esa hora. Ella se quedó esperando

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hasta que Jacobi compareció, hacialas cuatro. Después estuvieron en elcamarote del capitán hasta la horade la cena. Comieron juntos.

Inhaló y expulsó humo, giró lacabeza para escupir una hebra detabaco amarillo que tenía en ellabio y prosiguió:

—Después de cenar, el capitánJacobi recibió otras tres visitas:Gutman, Cairo y el chico que vinoayer a traerte el recado de Gutman.Llegaron juntos mientras Brigidestaba allí y hablaron largo y

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tendido los cinco en el camarote delcapitán. No es fácil sacarle nada ala tripulación, pero parece quediscutieron. A eso de las once de lanoche sonó un disparo en elcamarote. El vigía bajó a todocorrer, y el capitán, que estabadelante de la puerta, le dijo que nopasaba nada. Hay un impacto debala en un rincón del camarote, lobastante arriba como para pensarque la bala no atravesó a nadieantes de llegar allí. Por lo que pudeaveriguar no hubo más que un solo

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disparo. No fue gran cosa.Frunció el ceño. Dio una

calada.—El capitán y los cuatro

visitantes salieron a eso de lamedianoche y según parece andabantodos con normalidad. Eso me lodijo el de guardia. No he podidohablar con los de Aduanas queestaban de servicio a esa hora. Yeso es todo. El capitán no ha vueltodesde entonces. No ha ido a la citaque tenía este mediodía con unosagentes navieros, y no han podido

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localizarlo para explicarle lo delincendio.

—Eso, ¿y el incendio? —preguntó ella.

Spade se encogió de hombros.—Ni idea. Lo han descubierto

en la sentina de popa —la bodegade la parte trasera— a mediamañana. Lo más probable es que sedeclarara en la madrugada de ayer.Está controlado, aunque el fuego hacausado algunos daños importantes.Nadie quería hablar mucho delasunto estando ausente el capitán.

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Es el...La puerta del pasillo se abrió

y Spade calló de golpe. Effie Perinebajó rápidamente de la mesa, peroantes de que pudiera llegar a lapuerta que conectaba ambosdespachos, un hombre la habíaabierto ya.

—¿Dónde está Spade? —preguntó.

El timbre de su voz hizo queSpade se irguiera, alerta, en labutaca. Era una voz áspera,agonizante, tensa por el esfuerzo de

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impedir que las palabras quedaranahogadas por el borboteo líquidoque las acompañaba.

Effie Perine, asustada, se hizoa un lado.

El gigante se paró en elumbral, quedando su gorraaplastada entre la cabeza y la partesuperior de la jamba: medía más dedos metros. El abrigo negro decorte largo y recto que llevaba,abrochado como una mortaja desdeel cuello hasta las rodillas,acentuaba su delgadez. Los

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hombros le sobresalían, picudos. Elcolor de su faz, muy huesuda,curtida a la intemperie y conarrugas de vejez, era el de la arenahúmeda, como húmedas tenía lasmejillas y el mentón por el sudor.Sus ojos, oscuros, estabaninyectados en sangre ydesquiciados; los párpadosinferiores, colgantes, dejaban veruna membrana interior rosada.Sujeto contra el costado izquierdodel pecho mediante un brazoembutido en una manga negra, que

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terminaba en una garra amarillenta,sostenía un paquete envuelto enpapel marrón de embalar atado conun cordel; de forma elipsoidal, eraalgo mayor que un balón de rugby.

El hombre permaneció en elumbral, y nada hacía pensar quehubiera visto a Spade. Dijo:«¿Sabe...?» y enseguida el borboteolíquido le subió por la gargantaanegando lo que hubiera podidodecir después. Apoyó la otra manoen la que sostenía el paquete.Luego, recto como un palo y sin

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adelantar las manos para frenar lacaída, se derrumbó hacia adelantecomo si fuera un árbol.

Spade se levantó con agilidady lo atajó antes de que diera contrael suelo. Al hacerlo, la boca delgigante flaco se abrió dejandoescapar un poco de sangre, y elpaquete marrón se escurrió de susmanos y rodó por el suelo hastachocar contra una pata de la mesa.Las rodillas se le doblaron, todo élse dobló por la cintura, y su cuerpose tornó flexible dentro de la

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mortaja del abrigo al desmadejarsefinalmente en brazos de Spade,quien ya no fue capaz de sostenerlopor más tiempo.

Spade lo depositó consuavidad sobre el costadoizquierdo. Los ojos del hombre —oscuros e inyectados en sangre peroya no desquiciados— estaban muyabiertos e inmóviles. La boca lehabía quedado abierta como en elmomento de escupir sangre, pero nosalió más, y todo su largo cuerpoquedó tan inmóvil como el suelo

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sobre el que yacía.—Cierra la puerta con llave

—dijo Spade.Mientras Effie Perine, con los

dientes castañeteándole,manipulaba la cerradura, Spade searrodilló junto al gigante flaco, logiró hasta ponerlo de espaldas y lepasó una mano por el interior delabrigo. Al sacarla apareciómanchada de sangre; la visión de lamano ensangrentada no modificó nipor un momento la expresión deSpade. Con la mano en alto para no

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tocar nada con ella, utilizó la otrapara sacar el encendedor delbolsillo, lo accionó y arrimó lallama alternativamente a los ojosdel flaco. No hubo la menoralteración, el menor movimiento, enpárpados, globos, iris ni pupilas.

Spade apagó la llama y seguardó el encendedor. Luego, sobrelas rodillas, se movió hacia elcostado del hombre y, con la manolimpia, le desabrochó y abrió elabrigo. El forro estaba húmedo desangre; la americana azul cruzada

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que llevaba debajo estabaempapada. Las solapas de lachaqueta, donde se juntaban sobreel tórax, y ambos lados del abrigoinmediatamente debajo de esepunto, presentaban múltiplesagujeros rezumantes.

Spade se puso de pie y fue allavabo que había en la antesala.

Effie Perine, exangüe,temblorosa, sosteniéndose en piecon una mano en el tirador de lapuerta y la espalda pegada al cristalde la misma, preguntó con voz casi

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inaudible:—¿Está m...?—Sí. Le han disparado en el

pecho, una media docena de veces—respondió Spade, mientras selavaba las manos.

—¿No tendríamos que...? —empezó a decir ella.

—Es demasiado tarde paraque lo vea un médico —lainterrumpió él—, y necesito pensarantes de ver qué hacemos. —Terminó de lavarse y empezó aenjuagar la jofaina—. No habrá

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venido de muy lejos con tantoplomo encima. Si al menos... ¿Nopodía haber aguantado un poquitomás para decirle algo? —Miróceñudo a la chica, volvió aenjuagarse las manos y alcanzó unatoalla—. Vamos, cálmate. ¡Ahorano vomites! —Tiró la toalla y sepasó la mano por el pelo—.Veamos qué es ese paquete.

Fue de nuevo al otro despacho,pasó sobre las piernas del muerto ycogió el paquete envuelto en papelmarrón. Al sopesarlo, sus ojos se

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encendieron. Lo puso encima de lamesa de manera que el nudo delcordel quedara en la parte superior.El nudo estaba muy fuerte. Spade sesacó la navaja del bolsillo y locortó.

La chica se había apartado yade la puerta y, procurando no miraral hombre que yacía en el suelo, sepuso al lado de Spade. Estando allíde pie, con las manos apoyadas enla esquina de la mesa, viendo cómoél aflojaba la cuerda y retiraba elpapel de envolver, sus náuseas

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dejaron paso a una excitación queempezó a reflejarse en su cara.

—¿Tú crees que lo es? —preguntó en un susurro.

—Lo vamos a saber enseguida—dijo Spade, sus gruesos dedosocupados ahora en desprender lastres capas de basto papel gris quehabían salido a la luz al retirar elenvoltorio. Tenía una expresióndura y sus ojos brillaban en susemblante apagado. Debajo delpapel gris, lo que apareció fue unamasa en forma de huevo grande de

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virutas muy prietas. Spade rasgó elembalaje con los dedos y allíestaba: una figura de pájaro de unostreinta centímetros de altura, negrocomo el carbón y todo relucientesalvo donde no estaba deslucidopor el polvillo de madera y losrestos de viruta.

Spade soltó una carcajada.Puso una mano encima del pájaro;los anchos dedos parecieroncurvarse sobre el objetoreclamando su propiedad. Rodeócon el otro brazo a Effie Perine y la

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atrajo con fuerza hacia sí.—Ya tenemos el maldito

pájaro, preciosa —dijo.—¡Ay! Me haces daño —

exclamó ella.Spade la soltó. Cogió la

estatuilla con ambas manos y lasacudió para desprender las briznasde viruta. Luego retrocedió unospasos y, sosteniéndola con losbrazos extendidos, sopló paraquitarle el polvo y la contempló conaire triunfal.

Effie Perine hizo una mueca de

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terror y lanzó un grito, mirándolelos pies.

Él bajó la vista. Al dar elúltimo paso atrás había pisado conel talón izquierdo la mano delmuerto, pellizcando un centímetrode la palma entre el talón y el suelo.Spade retiró rápidamente el pie.

En ese momento sonó elteléfono.

Spade le hizo una seña a lachica, que fue hasta la mesa ylevantó el auricular.

—¿Diga?... Sí... ¿Quién?...

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¡Ah, sí! —Abrió mucho los ojos—.Sí... Sí... No cuelgue... —Depronto, su boca se ensanchó en ungesto de miedo. Gritó—: ¡Oiga!¡Oiga! —Movió el gancho delteléfono arriba y abajo y dijo«¡Oiga!» otras dos veces. Luegoemitió un sollozo, giró en redondomirando a Spade, que se habíaacercado a ella, y dijo—: Era laseñorita O’Shaughnessy. Necesitaverte. Está en el Alexandria. Algole pasa. Tenía la voz tan... ¡Oh,Sam, era horrible! Y algo ha pasado

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antes de que pudiera terminar dehablar. ¡Tienes que ir a ayudarla!

Spade dejó el halcón encimade la mesa y frunció el ceño congesto lúgubre.

—Antes he de ocuparme deeste sujeto —dijo, señalando con elpulgar el cadáver del gigante flaco.

Ella le golpeó el pecho conambos puños al tiempo queimploraba:

—¡No, no...! Tienes que ir alhotel. ¿No te das cuenta, Sam? Estehombre venía a verte con ese objeto

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que le pertenece a ella, ¿no? Estabaayudando a la chica y lo hanmatado, y ahora ella... ¡Sam, ve aayudarla!

—Está bien. —Spade laapartó, se inclinó sobre la mesa,metió otra vez el halcón en su nidode virutas y lo envolvió a toda prisacon varias capas de papel, haciendoun paquete más voluminoso ychapucero—. En cuanto me vaya,llama a la policía. Diles lo que hapasado, pero no des ningún nombre.Tú no sabes nada. He contestado yo

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el teléfono y te he dicho que teníaque ir a un sitio, pero sin deciradónde.

Maldijo el cordel porquehabía quedado hecho un lío, tiró deaquí y de allá y empezó a atar elpaquete.

—Del pájaro, ni palabra.Explícalo todo tal como ha ocurridopero saltándote que el tipo traía unpaquete. —Se mordió el labioinferior—. A no ser que te aprietenlas tuercas. Si resulta que sabenalgo, tendrás que mencionarlo, pero

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es improbable. En caso de que sí, elpaquete me lo he llevado yo, sinabrir. —Terminó de hacer el nudo yse enderezó con el paquete bajo elbrazo izquierdo—. No te vayas aequivocar. Todo ha sucedido talcomo ha sucedido, pero te callas lode este trasto a no ser que sepan dequé va. No niegues nada,simplemente no lo menciones. Yrecuerda: la llamada la hecontestado yo, no tú. Y no sabesabsolutamente nada de posiblesconexiones con este sujeto. No

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sabes nada de él y no puedes hablarde mis asuntos hasta que yo noregrese. ¿Has entendido?

—Sí, Sam. ¿Quién... tú sabesquién es?

Spade sonrió mostrando losdientes:

—Bueno, diría que el capitánJacobi, el de La Paloma.

Cogió el sombrero y se lopuso. Miró al muerto con gestopensativo y echó una última ojeadaal despacho.

—Date prisa, Sam —suplicó

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la chica.—Voy, voy —dijo él, ausente

—. Me daré prisa. No vendría malretirar esas virutas que hay en elsuelo antes de que llegue la policía.Ah, y quizá deberías localizar aSid. No... —Se frotó la barbilla—.De momento lo dejaremos almargen. Así colará mejor. Y cierracon llave hasta que lleguen. —Bajóla mano con que se rascaba y lefrotó la mejilla a Effie Perine—.Eres una buena persona, ¿sabes? —dijo, y salió.

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17 sábado por la noche

CON el paquete cómodamenteinstalado bajo el brazo y caminandoa paso vivo, sin nada que indicaracautela salvo el incesantemovimiento de los ojos, Spade dejóatrás el edificio de su oficina y,pasando por un callejón y un patioestrecho, se encaminó a Kearny yluego a Post Street, donde paró untaxi.

El vehículo lo dejó en la

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terminal de la línea Pickwick, en laQuinta Avenida. Spade entró adejar el pájaro en la consigna,metió el ticket en un sobre consello, escribió M. F. Holland y unapartado de correos de SanFrancisco en él, lo cerró y lo echó aun buzón. De la terminal deautobuses, otro taxi lo llevó al hotelAlexandria.

Una vez allí subió a la suite12-C y llamó a la puerta. Alsegundo intento, una chica menudade cabellos rubios con una rutilante

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bata de color amarillo —una chicamenuda con el semblante blanco ydemacrado— abrió la puertaagarrándose al tirador como sifuera una tabla de salvación y dijo,casi sin voz:

—¿Señor Spade?—Sí —respondió él, y tuvo

que sostenerla al ver que sedesmayaba.

El cuerpo de la chica se doblóhacia atrás sobre el brazo de Spade;la cabeza quedó colgando de formaque la corta melena se separó de la

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nuca, y la esbelta garganta quedóexpuesta describiendo una firmecurva desde el mentón hasta elpecho.

Spade deslizó hacia arriba elbrazo con que sostenía a la chica yse inclinó para pasarle el otro pordebajo de las rodillas, pero en esemomento ella se movió, comoresistiéndose, y a través de unoslabios entreabiertos que apenas sise movieron, pronunció estaspalabras: «¡No! ¡Hag’ me andr!».

Spade la hizo caminar. De un

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puntapié cerró la puerta y empezó apasearse con ella arriba y abajo dela habitación alfombrada en verde.Con un brazo le ceñía el cuerpo, lamano correspondiente debajo de laaxila mientras la otra sujetaba elbrazo contrario; de esta manera lasostenía erguida si ella tropezaba,vigilaba que no desfalleciera otravez y la animaba a no pararse perohaciendo que sus titubeantes piernascargaran todo el peso posible. Asírecorrieron, de pared a pared, lahabitación: la chica sin apenas

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fuerzas ni coordinación en suspasos, Spade bien asentado sobrelos pies y en perfecto equilibriopese a los bandazos que daba ella.La chica tenía la cara blanca comola tiza, sin ojos; la de él, unaexpresión hosca y la mirada atenta atodas partes a la vez.

Spade le fue hablando en untono monocorde:

—Así, muy bien. Izquierda,derecha, izquierda, derecha. Así sehace. Uno, dos, tres, cuatro, uno,dos, tres; y ahora giramos. —La

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sacudió un poco al llegar a la paredy dar media vuelta—. Venga, otravez. Uno, dos, tres, cuatro. Lacabeza alta. Así, muy bien. Buenachica. Izquierda, derecha,izquierda, derecha. Ahora giramosde nuevo. —La sacudió, con menosmiramientos esta vez, y avivó elpaso—. Vas mejorando. Izquierda,derecha, izquierda, derecha. Ahoratenemos prisa. Uno, dos, tres...

La chica se estremeció ySpade pudo oír cómo tragabasaliva. Mientras le frotaba

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suavemente el brazo y el costado,acercó la boca a su oído y le dijo:

—Lo estás haciendo bien, muybien. Uno, dos, tres, cuatro. Másrápido, más rápido, más, más.Perfecto. Subes un pie y lo bajas,subes un pie y lo bajas. Así se hace.Ahora giramos. Izquierda, derecha,izquierda, derecha. ¿Qué han hecho,drogarte? ¿Te han dado lo mismoque a mí?

Al oír eso, los párpados de lachica se separaron un momento,dejando ver unos ojos apagados de

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color castaño pajizo, y su vozacertó a decir un «Sí» vacilante.

Siguieron caminando: ella casitrotaba ahora para seguir a Spade,mientras que él le iba dandopalmadas o le masajeaba la carne através de la seda amarilla conambas manos, sin dejar de hablarley con los ojos siempre atentos yvigilantes.

—Izquierda, derecha,izquierda, derecha, izquierda,derecha, media vuelta. Buena chica.Uno, dos, tres, cuatro; uno, dos,

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tres, cuatro. No bajes la barbilla.Muy bien. Uno, dos...

Los párpados de la chicavolvieron a abrirse unos milímetrosy debajo de ellos los ojos semovieron débilmente hacia loslados.

—Así me gusta —dijo él convoz clara, prescindiendo ahora delmonótono sonsonete—. Mantenlosabiertos. Ábrelos bien, ¡más!

Sacudió a la chica y estaprotestó, pero sus párpados sesepararon un poco más, aunque los

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ojos estaban desprovistos de todaluz interior. Spade levantó la manoy la abofeteó media docena deveces en rápida sucesión. La chicagimió de nuevo e intentó zafarse deél. Spade la retuvo con el brazo ycontinuó haciéndola andar de unapared a la otra.

—No pares —le ordenó convoz áspera, y luego—: ¿Quién eres?

Cuando ella dijo «RheaGutman», lo hizo farfullando perode manera inteligible.

—¿La hija?

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—Sí. —Esta vez la sílabasonó casi perfecta.

—¿Dónde está Brigid?La chica se retorció en sus

brazos, encarándose a él, y leagarró una mano con las suyas.Spade la retiró rápidamente y lamiró. En el dorso tenía un arañazoencarnado de al menos cuatrocentímetros de largo.

—¡Pero qué diablos! —gruñó,y le miró a ella las manos. En laizquierda no tenía nada; en laderecha, que hubo de obligarla a

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abrir, tenía un alfiler de unos ochocentímetros con cabeza de jade enforma de ramo—. ¡Pero quédiablos! —masculló de nuevo, y lepuso el alfiler delante de los ojos.

Al verlo, ella gimoteó, seabrió la bata y, apartando lachaqueta del pijama color cremaque llevaba debajo, le mostró lapiel bajo el seno izquierdo: la carneblanca mostraba múltiples líneasrojas en zigzag salpicadas depuntitos rojos, allí donde la habíaarañado y pinchado el alfiler.

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—Para mantenermedespierta... caminar... hasta queusted... llegara... Ella me dijo que...iba a venir... Tardaba tanto...

Tuvo un desvanecimiento.Spade tensó el brazo con que

la tenía rodeada y dijo:—Camina.La chica forcejeó, y se puso

nuevamente de cara a él.—No... decirle... dormir...

sálvela...—¿A Brigid? —dijo él.—Sí... Se la llevaron... Bur...

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Burlingame... veintiséis Ancho...Deprisa... Será tarde... —La cabezavenció hacia uno de los hombros.

Spade se la levantó conbrusquedad y preguntó:

—¿Quién se la ha llevado?¿Tu padre?

—Sí... Wilmer... Cairo. —Secontorsionó y sus párpados seagitaron sin llegar a abrirse—...matarla. —La cabeza le volvió acaer y él se la levantó otra vez.

—¿Quién disparó a Jacobi?La chica no pareció oír la

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pregunta. Trataba patéticamente demantener la cabeza erguida, deabrir los ojos.

—Dese prisa —musitó—...Ella...

Spade la sacudió brutalmente,diciendo:

—Aguanta, no te duermashasta que llegue el médico.

El miedo le hizo abrir los ojosy por un momento la cara parecióperder su aturdimiento.

—No, no —farfulló—...padre... matará... júreme que... se

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enteraría... yo... por ella... leprometo... que no... dormiré... lamañana...

Spade la sacudió otra vez.—¿Estás segura de que

durmiendo se te pasará?—Sssí. —La cabeza volvió a

caer.—¿Dónde tienes la cama?La chica intentó levantar una

mano, pero el esfuerzo fue superiora ella y el dedo no llegó a señalarmás que a la alfombra. Luego, conun suspiro de niño cansado, relajó

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todo el cuerpo y se dejó caer.Spade atinó a sostenerla en el

momento en que se derrumbaba y,llevándola en volandas pegada a supecho, fue hasta la más cercana delas tres puertas. Giró el tirador losuficiente para liberar el pestillo,empujó la puerta con el pie y salióa un pasadizo que terminaba en unahabitación más allá de un cuarto debaño. Al pasar frente a este, miró,vio que no había nadie y llevó a lachica al dormitorio. No había nadietampoco. A juzgar por la ropa a la

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vista y las cosas que había encimade la cómoda, era una habitación dehombre.

Spade volvió a llevar a lachica a la sala alfombrada de verdey probó otra puerta. Esta dabatambién a un pasillo, al final delcual, dejando atrás otro cuarto debaño, había un dormitorio conaccesorios femeninos. Retiró elcubrecama y la sábana de arriba,acostó a la chica, le quitó laszapatillas, la levantó un poco parapoder quitarle la bata, le puso una

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almohada debajo de la cabeza y latapó.

Después abrió las dosventanas y, de espaldas a ellas,contempló a la chica dormida.Respiraba sonoramente pero no condificultad. Spade frunció elentrecejo y miró a su alrededorapretando los labios. El crepúsculose apoderaba poco a poco de lahabitación. Permaneció dondeestaba durante unos cinco minutoshasta que, sacudiendo conimpaciencia sus fuertes hombros

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caídos, salió dejando la puertaexterior de la alcoba sin cerrar.

Spade fue a la sucursal de laPacific Telephone & TelegraphCompany de Powell Street y llamóal 2020 de Davenport.

—Póngame con Urgencias delhospital, por favor... Hola, en lasuite doce C del Alexandria hay unachica que ha sido drogada... Sí, serámejor que manden a alguien paraque le eche un vistazo... Soy elseñor Hooper, del Alexandria.

Colgó el teléfono y se echó a

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reír. Llamó a otro número.—Hola, Frank. Sam Spade al

habla... ¿Puedes conseguirme uncoche con un conductor que no sevaya de la lengua?... Para bajarcuanto antes a la península... Sóloun par de horas... Bien. Dile quepase a recogerme por John’s, enEllis Street, tan pronto como pueda.

Llamó a otro número —el desu oficina—, mantuvo el auricularpegado a la oreja durante unmomento, sin decir nada, y luegocolgó.

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Cuando llegó a John’s Grill lepidió al camarero que le sirvieracuanto antes unas chuletas conpatatas asadas y rodajas de tomate,que comió a toda prisa. Estabafumando un cigarrillo mientrastomaba el café cuando un hombrefornido de unos treinta años, gorrade cuadros escoceses sesgada sobreunos ojos pálidos y cara curtida yrisueña, entró en el restaurante y fuedirecto a su mesa.

—Todo a punto, señor Spade.El depósito lleno y el motor en

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marcha.—Estupendo. —Spade apuró

la taza y salió con el hombrefornido—. ¿Sabe dónde está Ancho,no sé si avenida, calle o bulevar, enBurlingame?

—Pues no, pero si está allí laencontraremos.

—Me parece bien —dijoSpade, sentándose al lado delchófer en el Cadillac negro—.Buscamos el número veintiséis ytenemos bastante prisa, pero no nosinteresa aparcar delante.

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—Entendido.Recorrieron media docena de

manzanas sin hablar.—A su socio se lo cargaron,

¿verdad, señor Spade? —preguntóel chófer al poco.

—Así es.El chófer chasqueó la lengua:—Un oficio duro —dijo—. Se

lo cambio por el mío.—Hombre, los taxistas

tampoco viven eternamente.—Puede que no —concedió el

tipo fornido—, pero, mire, en mi

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caso me sorprendería mucho.Spade miraba fijo al frente, a

nada en particular, y hasta que elchófer se cansó de darconversación, se limitó a respondersí y no.

Al llegar a Burlingame elchófer preguntó en una tienda cómollegar a Ancho Avenue. Diezminutos después paraba cerca deuna esquina oscura. Apagó los farosy señaló hacia la manzana quetenían enfrente, diciendo:

—Ahí la tiene. Debe de ser

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ahí, supongo que la tercera casa ola cuarta.

—Bien —dijo Spade, y seapeó del coche—. Mantenga elmotor en marcha. Puede quetengamos que salir a escape.

Cruzó la calle y avanzó por laacera. A lo lejos una solitariafarola derramaba su luz. Luces máscálidas procedentes de la mediadocena de casas que había en cadaextensión de manzana salpicaban lanoche a ambos lados. La fina rodajade luna en lo alto tenía una luz tan

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fría y débil como la de la farola. Enla otra acera el sonido de una radioescapaba por las ventanas abiertasde una casa.

Spade se detuvo delante de lasegunda contando desde la esquina.En uno de los postes de la entrada,que eran completamentedesproporcionados respecto a lacerca que los flanqueaba, un 2 y un6 metálicos captaban la poca luzexistente. Encima de los númeroshabían clavado una tarjeta blanca,cuadrada. Acercándose más, Spade

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pudo ver que era un aviso de «Sevende o se alquila». No habíacancela entre los postes. Spade fuehacia la casa por el camino decemento y al llegar al pie de laescalera del porche se quedó quietodurante un buen rato. No se oíanada dentro de la casa, que estabatoda oscura salvo por la pálida luzque despedía otra tarjeta clavada enla puerta.

Spade se acercó a la puertapara escuchar. Al no oír nada,intentó mirar a través del cristal.

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No había cortina ni visillo que se loimpidiera, pero dentro reinaba laoscuridad. Se acercó sigilosamentea una de las ventanas y luego a otra.Ambas estaban cerradas por dentro.Probó la puerta: cerrada con llave.

Bajó del porche y pisando concautela por el terreno desconocidorodeó la casa entre la hierbacrecida. Las ventanas lateralesestaban demasiado altas como paraasomarse a ellas. La puerta trasera,así como la única ventana de eselado que quedaba a su alcance,

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estaban también cerradas.Volvió a la parte delantera,

sacó su encendedor y abocinando lamano en torno a la llama, lo arrimóa la tarjeta de «Se vende o sealquila». Llevaba impresos elnombre y la dirección de uncorredor de fincas de San Mateo.Escrito a lápiz de color azul,debajo, ponía: Llave en el 31.

Spade regresó al coche y lepreguntó al chófer:

—¿Tiene una linterna?—Cómo no. —Se la dio a

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Spade—. ¿Puedo echarle unamano?

—Quizá sí. —Spade entró enel sedán—. Vamos hasta el númerotreinta y uno. Puede encender losfaros.

El 31 era una casa cuadrada decolor gris, en la acera de enfrentepero un poco más allá de la número26. En las ventanas de la plantabaja había luz. Spade subió losescalones del porche y llamó altimbre. Una chica morena decatorce o quince años abrió la

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puerta. Con una ligera reverencia yuna sonrisa, Spade dijo:

—Quisiera la llave delnúmero veintiséis.

—Voy a avisar a papá —dijola chica, y se metió dentro llamandoa voces—: ¡Papá!

Momentos después aparecióun hombre rollizo y rubicundo,completamente calvo pero con unespeso bigote. Sostenía unperiódico en la mano.

—¿Podría dejarme la llave delnúmero veintiséis? —preguntó

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Spade.El hombre pareció dudar.—No hay corriente en la casa.

No podrá ver nada.Spade se palmeó el bolsillo:—Tengo una buena linterna.Los recelos del hombre

parecieron aumentar. Carraspeóintranquilo, arrugó el periódico.

Spade le mostró una tarjeta devisita, volvió a guardársela en elbolsillo y dijo, en voz baja:

—Nos han informado de quepodría haber algo escondido dentro

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de la casa.La cara y la voz del hombre

revelaron anhelo:—Un momento —dijo—. Iré

con ustedes.Volvió con una llave metálica

de la que colgaba una etiqueta rojay negra. Spade le hizo una seña alchófer al pasar frente al sedán, y elchófer se unió a la comitiva.

—¿Ha venido alguienúltimamente a mirar la casa? —preguntó Spade.

—Que yo sepa, no —

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respondió el hombre—. Hace unpar de meses que nadie me pide lallave.

Marchó en cabeza hasta quesubieron al porche. Luego le pasóla llave a Spade, musitó «Aquítiene», y se hizo a un lado.

Spade introdujo la llave en lacerradura y abrió la puerta. Todoera silencio y oscuridad. Con lalinterna apagada en la manoizquierda, Spade entró seguido decerca por el chófer. El otro lo hizoun poco después. Registraron la

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casa de arriba abajo, primero concautela y luego, al no encontrarnada, ya sin ninguna precaución. Lacasa estaba inequívocamente vacíay todo parecía indicar que no habíaentrado nadie en varias semanas.

Después de decir «Gracias,eso es todo», Spade se apeó delsedán delante del Alexandria. Entróen el hotel y fue directamente a larecepción, donde un joven alto derostro serio le dijo:

—Buenas noches, señorSpade.

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—Buenas noches. —Spade sellevó al joven hasta un extremo delmostrador—. Gutman y compañía,los de la doce C, ¿están?

El joven respondió «No» altiempo que miraba rápidamente aSpade. Luego apartó la vista, dudóun poco, lo volvió a mirar.

—Esta tarde —dijofinalmente, en un murmullo— haocurrido una cosa curiosa, señorSpade. Parece ser que alguien hatelefoneado a Urgencias diciendoque en la suite de esos señores

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había una chica enferma.—¿Y no era así?—Qué va, arriba no había

nadie. Se han ido mucho antes.—Bueno —dijo Spade—, ya

se sabe que los bromistas necesitandivertirse de vez en cuando.Gracias.

Se metió en una cabina deteléfonos, llamó a un número y dijo:

—Hola... ¿La señora Perine?¿Está Effie?... Sí, por favor...Muchas gracias.

—¡Hola, angelito! ¿Qué

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buenas noticias me cuentas?... Bien,¡magnífico! Quédate ahí. Tardaréunos veinte minutos... Hasta luego.

Media hora después Spadellamaba al timbre de un edificio deladrillo de dos plantas en laNovena Avenida. Le abrió EffiePerine. Su cara de muchachamostraba cansancio pero sonreía.

—Hola, jefe —dijo la chica—. Entra. —Y en voz más baja—:Si mi madre te dice algo, sé amablecon ella. Está que se sube por lasparedes.

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Spade sonrió paratranquilizarla y le dio unaspalmaditas en el hombro. Ella lepuso ambas manos sobre el brazo.

—¿Y la señoritaO’Shaughnessy?

—Nada —gruñó él—. Me hanllevado al huerto. ¿Estás segura deque era su voz?

—Sí.Spade hizo un visaje.—Pues ya ves, todo era un

camelo —dijo.Effie Perine lo hizo entrar a un

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salón bien iluminado, soltó unsuspiro y se dejó caer en una puntadel diván, sonriendo contenta apesar de la fatiga.

Él se sentó a su lado.—¿Ha ido todo bien? —

preguntó—. Del paquete, ¿nada denada?

—Todo bien. Les he contadolo que me has dicho que dijera, yparece que ellos han dado porhecho que la llamada telefónicatenía que ver con el asunto y que túestabas siguiendo alguna pista.

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—¿Ha ido Dundy?—No. Hoff y O’Garr, y dos o

tres que no conozco. Ah, he habladotambién con el capitán.

—No me digas que te hanllevado a comisaría.

—Pues sí, y me han hecho unmontón de preguntas, pero todo era,bueno, pura formalidad.

Spade se frotó las palmas delas manos.

—Estupendo —dijo, pero almomento frunció el entrecejo—.Aunque seguro que cuando nos

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veamos se inventarán cualquiercosa para inculparme. Al menos esecondenado Dundy, y Bryan lomismo. —Movió los hombros—.¿Se ha presentado alguien más,aparte de la policía?

—Sí. Ese chico, el que vino atraer el recado de Gutman. No haentrado, pero la policía habíadejado abierta la puerta del pasilloy lo he visto allí de plantón.

—No habrás dicho nada,¿verdad?

—Claro que no. He seguido

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tus instrucciones. Después no me heacordado más de él, y cuando hevuelto a mirar ya no estaba.

Spade le sonrió.—Qué suerte has tenido de que

la poli haya llegado antes.—¿Por qué?—Es un mal bicho. Ah, ¿el

muerto era Jacobi?—Sí.Spade le dio un apretón en las

manos y se levantó.—Voy a seguir con lo mío.

Más vale que descanses un poco.

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Estás hecha polvo.Effie Perine se puso de pie.—Sam, ¿qué...?Él la hizo callar apoyando en

su boca la palma de la mano.—Espera hasta el lunes —dijo

—. Quiero escabullirme antes deque venga tu madre y me arme uncirio por arrastrar a su corderitopor las cloacas.

Faltaban unos minutos para lamedianoche cuando Spade llegó asu casa. En el momento en quemetía la llave en la cerradura del

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portal, oyó un rápido taconeo a susespaldas. Soltó la llave y giró enredondo. Brigid O’Shaughnessysubió corriendo los escalones, leechó los brazos al cuello y loabrazó.

—¡Pensaba que no vendríasnunca! —dijo, apenas sin aire.

Estaba demacrada, alterada,todo su cuerpo recorrido portemblores.

Con la mano que no la sosteníaen vilo, Spade tanteó hasta dar conla llave, abrió la puerta y entró con

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ella casi en brazos.—¿Me estabas esperando? —

preguntó.—Sí. —Los jadeos le

impedían hablar de corrido—. Enun... portal... de... más allá.

—¿Puedes andar? —preguntóél—, ¿o tengo que llevarte?

Ella hizo que no con la cabeza,pegada al hombro de Spade.

—Estaré bien cuando...encuentre un sitio... donde sentarme.

Subieron en el ascensor yfueron hasta el apartamento de

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Spade. Ella se quedó de pie a sulado, suelta, jadeando y con ambasmanos sobre el pecho, mientras élabría la puerta y pulsaba elinterruptor de la luz. Entraron.Spade cerró y, rodeándola de nuevocon el brazo, se la llevó hacia lasala de estar. Cuando estaban a unpaso de la puerta, la luz de la salase encendió.

La chica lanzó un grito y seaferró a Spade.

Justo al otro lado del umbralestaba el gordo Gutman,

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sonriéndoles con gesto bonachón.Wilmer, el muchacho, se situódetrás de ellos, salido de la cocina.En sus manos menudas las pistolasse veían gigantescas. Cairo emergiódel cuarto de baño. Empuñabatambién una pistola.

—Bien, caballero —dijoGutman—, ya estamos todos aquí,como puede usted ver. Vamos asentarnos y a ponernos cómodos, yhablemos.

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18 el chivo expiatorio

RODEANDO con los brazos aBrigid O’Shaughnessy, Spadeesbozó una sonrisa por encima desu cabeza y dijo:

—Cómo no, hablemos.Las carnes de Gutman se

bambolearon cuando dio tres torpespasos hacia atrás alejándose de lapuerta.

Spade y la chica entraronjuntos. El chico y Cairo los

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siguieron. Cairo se detuvo en elumbral; el chico guardó una de laspistolas y se situó muy cerca de laespalda de Spade.

El detective giró la cabeza losuficiente para mirar al chico porencima del hombro y le dijo:

—Piérdete. A mí no meregistras.

El chico dijo:—Estate quieto. Y cierra el

pico.Las ventanas de la nariz de

Spade se ensancharon con su

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respiración.—Aparta —dijo, sin alzar la

voz—. Si me pones la mano encimavas a tener que usar el arma.Pregúntale a tu jefe si quiere queme pegues un tiro antes de quehablemos.

—Déjalo estar, Wilmer —intervino el gordo. Miró con ceñoindulgente a Spade—. Es usted unindividuo de lo más testarudo.Bueno, tomemos asiento.

Spade dijo:—Le advertí que no me gusta

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este niñato.Llevó a Brigid O’Shaughnessy

hasta el sofá que había junto a lasventanas. Se sentaron muy juntos, lacabeza de ella en el hombroizquierdo de él, y Spade rodeándolelos hombros con el brazo izquierdo.Ella ya no temblaba y había dejadode jadear. La aparición de Gutmany sus acompañantes parecía haberlaprivado de la libertad demovimientos y emociones propia detodo animal, dejándola viva yconsciente, pero inerte como un

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vegetal.Gutman se aposentó en una

mecedora acolchada. Cairo eligióel sillón cercano a la mesa. Wilmerno se sentó, permaneció de pie en elumbral allí donde se había detenidoantes Cairo, con la pistola visibleen la mano y observando el torso deSpade desde sus rizadas pestañas.Cairo dejó su pistola encima de lamesa.

Spade se quitó el sombrero ylo lanzó al otro extremo del sofá.Luego sonrió a Gutman. La flacidez

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del labio inferior y los párpadossuperiores semicaídos se aliaroncon las uves de su cara paraconvertir su sonrisa en una muecalasciva de sátiro.

—Su hija tiene un vientreprecioso —dijo—, demasiadocomo para ir arañándolo conalfileres.

Gutman le ofreció una sonrisaafable aunque untuosa.

El chico dio un paso corto alfrente desde el umbral, levantandoel arma hasta la altura de la cadera.

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Todos los presentes lo miraron. Enla forma, muy distinta, en que lohicieron Brigid O’Shaughnessy yJoel Cairo hubo, paradójicamente,una idéntica expresión de censura.El chico se ruborizó, retiró haciaatrás el pie que acababa deadelantar, estiró bien la piernas,bajó la pistola y se quedó mirandootra vez al pecho de Spade bajo laspestañas que ensombrecían susojos. El rubor fue tan poco intensocomo fugaz, pero resultó chocanteen su cara, habitualmente fría y

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sosegada.Gutman dirigió de nuevo a

Spade su sonrisa empalagosa.Habló con un engolado ronroneo:

—Así es, caballero. Fue unapena, pero tendrá que admitir quesurtió efecto.

Las cejas de Spade se juntaroncomo imanes.

—Cualquier cosa hubieraservido —dijo—. Lógicamentequise ir a verle tan pronto tuve elhalcón en mi poder. Cliente quepaga al contado, ¿por qué no? Fui a

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Burlingame esperando encontrarmeuna reunión de este tipo. Ignorabaque usted andaba rondando por ahí,con media hora de retraso, con laintención de quitarme de en medio afin de localizar otra vez a Jacobiantes de que él me localizara a mí.

Gutman se rió, y en sucarcajada no pareció haber otracosa que satisfacción.

—Bien, caballero —dijo—,en cualquier caso, henos aquí todosreunidos, como parece que usteddeseaba.

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—Es lo que deseaba, sí.¿Cuándo está dispuesto a hacer elprimer pago y quitarme de encimael halcón?

Brigid O’Shaughnessy seincorporó de golpe y miró muyasombrada a Spade. Él le palmeóun hombro sin hacer mucho caso.Sus ojos estaban fijos en los deGutman, los cuales titilaban decontento entre su refugio adiposo.

—Bueno, caballero, en cuantoa eso... —Se metió una mano pordentro de la chaqueta.

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Cairo, que tenía las suyasapoyadas en los muslos, se inclinóhacia adelante expectante con losblandos labios entreabiertos. Susojos oscuros tenían la pátina de lalaca. No dejaban de moversealternativamente de la cara deSpade a la de Gutman, y viceversa.

—En cuanto a eso, caballero—volvió a decir Gutman,sacándose del bolsillo un sobreblanco.

Cinco pares de ojos —los delchico apenas oscurecidos ahora por

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sus pestañas— miraron el sobre.Girándolo en sus gruesas manos,Gutman contempló primero elanverso en blanco del sobre y luegoel envés con la solapa remetida enel interior, sin pegar. Despuéslevantó la cabeza, sonrióafablemente y lanzó el sobre haciael regazo de Spade.

Aunque no era voluminoso, elsobre pesaba lo suficiente comopara volar de verdad. Dio en laparte baja del pecho de Spade yaterrizó sobre sus muslos. Él lo

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cogió y lo abrió pausadamente,utilizando ambas manos para ellodespués de retirar el brazoizquierdo de los hombros de lachica. Contenía billetes de mildólares, lisos, tersos y nuevos.Spade los sacó y procedió acontarlos. Había diez. Levantó lacabeza, sonriente, y dijo congentileza:

—Habíamos hablado demucho más dinero.

—Cierto, caballero —concedió Gutman—. Pero aquello

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fue, como usted mismo ha dicho,hablar. Esto es dinero de verdad,auténtico papel moneda de cursolegal. Con un dólar de estos sepuede comprar más que con diezdólares de charla. —Una carcajadasilenciosa sacudió sus carnes.Cuando el bamboleo cesó, dijo envoz más seria, pero no seria deltodo—: Ahora somos más en lapartida. —Movió sus centelleantesojillos y su gruesa cabeza endirección a Cairo—. En fin, paraabreviar, caballero: la situación ha

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cambiado.Mientras el gordo hablaba,

Spade había cuadrado los billetesde diez golpeando ligeramente susbordes y los había devuelto alsobre, remetiendo otra vez lasolapa. Tenía ahora los antebrazosapoyados en las rodillas e,inclinado hacia adelante, sostenía elsobre entre sus piernas sujetándoloapenas por una esquina con elíndice y el pulgar.

Contestó despreocupadamentea las palabras del gordo:

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—Sí, bueno. Ahora están todosjuntos, pero el halcón lo tengo yo.

Joel Cairo tomó entonces lapalabra. Con las manos aferradas alos brazos del sillón, hablóremilgadamente con su voz fina yatiplada:

—No creo que sea necesariorecordarle, señor Spade, que,aunque pudiera tener el halcón,nosotros de seguro lo tenemos austed.

—Trato de que eso no mepreocupe —dijo Spade con una

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sonrisa. Se sentó erguido, dejó elsobre a un lado, sobre el sofá, y sedirigió a Gutman—: Hablaremosdel dinero más tarde. Antes habríaque tratar de otro asunto.Necesitamos una cabeza de turco.

El gordo juntó las cejas sinentender, pero Spade le dio laexplicación antes de que pudieraabrir la boca.

—La policía necesita unavíctima, un cabeza de turco, alguiena quien colgar esos tres asesinatos.Deberíamos...

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Cairo lo interrumpió con unavoz quebradiza, exaltada:

—Dos asesinatos, señorSpade, solo dos. No hay duda deque a su socio lo mató Thursby.

—Está bien, dos —rezongóSpade—. ¿Qué más da eso? Lo queimporta es que tenemos que facilitara la policía un...

Fue Gutman quien intervinoentonces, sonriendo seguro de símismo y hablando con serenaafabilidad:

—Bien, caballero, por lo que

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hemos visto y oído de usted, noparece que hayamos depreocuparnos por ese motivo.Dejaremos que se encargue demanejar a la policía; no necesitaráque le echemos una mano, pobresde nosotros.

—Si eso es lo que cree —dijoSpade—, es que no ha visto u oídosuficiente.

—Vamos, señor Spade. Nopretenderá hacernos creer a estasalturas que le tiene miedo a lapolicía, o que no es perfectamente

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capaz de manej...Spade soltó un bufido, se

inclinó hacia adelante, apoyando denuevo los brazos en las rodillas, einterrumpió a Gutman de maltalante:

—No me dan miedo y séperfectamente cómo manejarlos. Eslo que estoy tratando de decirle. Lamanera de manejarlos esproporcionarles una víctima,alguien a quien puedan cargarle elmochuelo.

—No dudo que esa sea una

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manera de enfocarlo, caballero,pero...

—¡No hay peros que valgan!—dijo Spade—. Es la únicamanera. —Ahora tenía la frenteenrojecida y sus ojos eran comodos piedras candentes. El hematomade la sien había adquirido un tonocobrizo—. Sé de lo que hablo. Hepasado por ello otras veces yquiero pensar que no será la última.En un momento u otro he tenido quemandar al cuerno a todo tipo degente, del Tribunal Supremo para

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abajo, y no me ha pasado nada. Y sino me ha pasado nada es porquenunca he perdido de vista que tardeo temprano llega el día del ajustede cuentas; y que cuando llegue esedía quiero estar en condiciones deentrar en la jefatura precedido poruna víctima propiciatoria y decir:«¡Eh, chicos, aquí tenéis alcriminal!». Mientras pueda hacereso, nada me impedirá reírme en lacara de todos los jueces y de todaslas leyes habidas y por haber. Laprimera vez que esto me falle, soy

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hombre muerto. Esa primera vez noha llegado todavía, y no va a seresta. Ya se lo digo yo.

Los ojos de Gutmanparpadearon, su mirada sagaz setornó recelosa, pero el resto de susfacciones conservó el moldecarnoso, rosado, risueño ypaternalista. Ni el más leve indiciode intranquilidad afloró a su vozcuando dijo:

—Ese método tiene mucho derecomendable, ¡y que lo diga,caballero! Y yo sería el primero en

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decirle: «Cíñase usted a él, faltaríamás», si me pareciera mínimamenterealista para el caso que nos ocupa.Pero resulta que aquí no es factible.Es lo que pasa a veces con losmejores métodos; llega un día enque uno debe hacer excepciones, yel hombre juicioso las hace y punto.Bien, caballero, así ocurre en elpresente caso, y me permito añadirque, en mi opinión, esa excepción ala regla vendrá acompañada de unabonita compensación económica.De acuerdo, quizá se ahorraría

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algún problemilla si dispusiera deun chivo expiatorio que entregar ala policía, pero —rió mostrando laspalmas de las manos— me constaque no es hombre que se arrugueante un problemilla de nada. Sabecómo hacer las cosas y sabe que,pase lo que pase, al final saldrábien parado. —Frunció los labios ycerró parcialmente un ojo—. Deeso no tengo la menor duda,caballero.

La mirada de Spade habíaperdido su calor. Su rostro estaba

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ahora velado y entumecido.—Sé lo que me digo. —La voz

sonó grave, deliberadamentecalmada—. Conozco mi ciudad ymi oficio. Sí, seguro que puedosalir bien parado... esta vez. Pero ala próxima que intentara tomarmealguna libertad, me pararían tanrápido que del golpe me tragaríatodos los dientes. Ni hablar.Ustedes se largarán a Nueva York oa Constantinopla o adonde sea. Yotrabajo aquí.

—Pero no me dirá que no

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puede... —empezó Gutman.—No puedo —lo cortó Spade,

muy serio—. Ni quiero. Que quedeclaro.

Se incorporó en el sofá y unasonrisa apacible iluminó su cara,borrando su entumecimiento previo.Luego se puso a hablar deprisa conun tono de voz simpático ypersuasivo:

—Escuche, Gutman. Le estoydiciendo lo que es mejor paratodos. Si no le damos a la policíaun chivo expiatorio hay diez

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probabilidades contra una de que seenteren de la existencia del halcón.Y entonces usted tendrá queponerse a cubierto (dondequieraque esté), lo cual supondrá unatraba en sus planes de hacer fortunacon el pájaro. Si quiere pararle lospies a la policía, deles un chivoexpiatorio.

—Ahí está el quid de lacuestión, caballero —replicóGutman, cuyos ojos eran todavía loúnico que traslucía cierta inquietud—. ¿Eso les parará los pies,

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realmente? ¿Acaso el chivoexpiatorio no será un nuevo indicioque, con toda probabilidad, acabaráponiéndoles sobre la pista delhalcón? Por otra parte, ¿no leparece que ahora mismo ya tienenlos pies parados y que, por lo tanto,lo mejor sería dejarlos en paz y nocomplicarse la vida?

Una vena en zigzag empezó alatir en la frente de Spade.

—¡Vaya por Dios! Ustedtampoco entiende de qué va esto —dijo, en un tono comedido—. A ver

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si se entera, Gutman: la policía noestá durmiendo. Están agazapados,a la espera. Procure comprenderlo.Yo estoy hasta el cuello en esteasunto y ellos lo saben. No pasanada mientras pueda hacer algocuando llegue el momento; de locontrario, sí pasará. —Volvió altono persuasivo—. Escuche,Gutman, es imprescindible que lesdemos una víctima. No hay otrasalida. Yo propongo al niñato. —Indicó con un gesto de cabeza alchico que seguía en el umbral—. A

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fin de cuentas, él les disparó a losdos, a Thursby y a Jacobi, ¿no?Además, parece hecho a la medidapara el papel. Solo hay quecomprometerlo con unas cuantaspruebas y entregarlo a la policía.

El chico tensó las comisurasde la boca en lo que pudo ser unamínima sonrisa. La sugerencia deSpade no pareció afectarle más. Elrostro de Joel Cairo, por elcontrario, había pasado de morenoa amarillento, y tanto su boca comosus ojos estaban muy abiertos.

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Respiraba con la boca abierta y suconvexo torso afeminado subía ybajaba al compás, mientras los ojosno dejaban de mirar a Spade.Brigid O’Shaughnessy se habíaapartado un poco de este y lo miróahora a la cara. Bajo la expresiónde asombro y desconcierto había unapunte de risa histérica.

Gutman permaneció inmóvil eimperturbable durante un largomomento, al cabo del cual decidióreír. Lo hizo con ganas yprolongadamente, y no paró hasta

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que sus ojos asimilaron parte delregocijo. Cuando terminó de reír,dijo:

—Se lo aseguro, caballero, ¡esusted lo que no hay! —Se sacó unpañuelo blanco del bolsillo y seenjugó los ojos—. No hay forma desaber por dónde va a salir, peroseguro que será sorprendente.

—Yo no le veo la gracia. —Spade no parecía ofendido por larisa del gordo, ni mucho menosimpresionado. Habló como quiendiscute con un amigo recalcitrante,

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aunque no del todo irrazonable—.Es lo mejor que podemos hacer.Con él en sus manos, la policía...

—Pero, hombre de Dios —lecortó Gutman—, ¿no se da cuenta?Si a mí, por un momento, se meocurriera hacer eso... No, la meraidea es absurda. Considero aWilmer como si fuera hijo mío, lodigo en serio. Pero, bueno, si enalgún momento pensara hacer loque usted propone, ¿qué leimpediría a Wilmer, caballero,contarle a la policía todo lo que

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sabe del halcón, y de nosotros?Spade sonrió con los labios

tirantes.—Si fuera necesario —dijo

con suavidad—, podríamos hacerque lo mataran por resistirse a serdetenido. Pero no creo que hagafalta llegar a tanto. Que hablecuanto le dé la gana. Le prometoque nadie va a hacer absolutamentenada al respecto. Eso es muy fácilde arreglar.

La carne sonrosada de lafrente de Gutman se arrugó por la

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preocupación. Bajando la cabeza,con el resultado de que la doblepapada se desbordó sobre el cuellode la camisa, preguntó:

—¿Sí? ¿Cómo? —Luego, conuna brusquedad que hizo que suscarnes faciales bailaranentrechocando entre sí, levantó lacabeza, giró para mirar almuchacho y soltó una carcajadaestentórea—: ¿Qué opinas tú detodo esto, Wilmer? Tiene gracia,¿verdad?

Los ojos del chico, bajo las

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pestañas, fueron dos frías puntas deluz color avellana. Con voz clara ygrave, dijo:

—Sí, mucha gracia... Qué hijode puta.

Spade estaba hablando conBrigid O’Shaughnessy:

—¿Qué tal te encuentras?¿Estás mejor?

—Sí, mucho mejor, pero... —bajó la voz, de forma que lasúltimas palabras no llegaran muchomás allá de medio metro— estoyasustada.

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—Tranquila —dijo él,apoyando una mano sobre la mediagris que cubría la rodilla de Brigid—. No va a ocurrir nada grave.¿Quieres un trago?

—Ahora no, gracias. —Bajóde nuevo la voz—. Ten cuidado,Sam.

Spade sonrió y luego miró aGutman, que en ese momento loestaba mirando. El gordo sonriócordialmente, guardó silencio unosinstantes y luego preguntó:

—¿Cómo?

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Spade puso cara de tonto.—¿Cómo qué?El gordo juzgó necesario reír

un poco más, y dar una explicaciónacto seguido.

—Mire, caballero, si estáhablando en serio, y me refiero aeso que ha sugerido, lo menos quepodemos hacer por pura cortesía esoír cuanto tenga que decir alrespecto. Bien, ¿cómo se lomontaría para que Wilmer —hizouna pausa para reír otra vez— nopudiera perjudicarnos?

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Spade meneó la cabeza.—No —dijo—, yo no soy de

los que se aprovechan de lacortesía ajena, por más pura quesea. Olvídelo.

El gordo frunció sus carnesfaciales y protestó:

—Venga, venga. Eso me hacesentir terriblemente incómodo. Nodebería haberme reído y le pidodisculpas con la mayor humildad yde corazón. No quiero queinterprete que considero ridículassus sugerencias, señor Spade, por

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más que discrepe con usted. Sepaque tengo el mayor respeto y la másgrande admiración por su astuciaprofesional. Ahora bien, yo no veoque lo que sugiere sea para nadapráctico, incluso dejando de lado elhecho de que yo no sentiría otracosa por Wilmer si llevara mipropia sangre. Pero lo consideraréun favor personal, además de unamuestra de que acepta misdisculpas, si tiene a bien explicar elresto de su plan.

—Cómo no —dijo Spade—.

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Bryan es como la mayoría defiscales de distrito: lo que más leinteresa es tener un buenexpediente. Antes abandonaría uncaso dudoso que arriesgarse a quese vuelva en su contra. No es quehaya llegado a inventar pruebaspara condenar a nadie que creyerainocente, pero no me lo imaginopermitiéndose creer que alguien esinocente mientras pueda arañaralguna prueba incriminatoria,forzando la situación si esnecesario. Para estar seguro de

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declarar culpable a un solo hombre,es capaz de dejar en libertad amedia docena de cómplices tanculpables como aquel si acusarlos atodos pudiera complicarle el caso.

»Ese es el dilema en que lovamos a poner, y Bryan tragará. Aél le daría igual saber lo del halcón.No tendrá el menor reparo enconvencerse a sí mismo de quecualquier cosa que el chico leexplique no es más que un cuentochino, un intento de embarullar lascosas. De esa parte me encargo yo.

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Puedo hacerle ver que si empieza amover cables tratando de atrapar atodo el mundo, acabará teniendoentre manos un caso tan lioso queningún jurado le verá ni pies nicabeza, mientras que si se limita alniñato puede conseguir una condenahasta haciendo la vertical.

Gutman meneó lentamente lacabeza en un gesto de bondadosadesaprobación.

—No, caballero, no —dijo—.Me temo que eso no va a funcionaren absoluto. Ya me dirá usted cómo

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ese fiscal del que habla va a poderrelacionar a Thursby, Jacobi yWilmer sin tener que...

—Usted no conoce a losfiscales de distrito —lo interrumpióSpade—. Lo de Thursby essencillo. Era un pistolero, lo mismoque su matón. Bryan ya tiene unahipótesis al respecto. Ahí no habrátrampa ni cartón. ¡Y qué diablos! Alniñato solo lo pueden colgar unavez. ¿Para qué juzgarlo por elasesinato de Jacobi una vez lohayan condenado por el de

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Thursby? Simplemente declaran elcaso cerrado con un informe en sucontra y asunto concluido. Si, comoes muy probable, empleó la mismaarma para matar a los dos, las balasconcordarán. Y todo el mundosatisfecho.

—Sí, pero... —empezó a decirGutman. Miró a Wilmer.

El muchacho avanzó desde elumbral caminando con las piernasmuy tiesas hasta quedar a igualdistancia de Gutman y de Cairo,casi en mitad de la habitación. Se

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detuvo allí, ligeramente inclinadopor la cintura, con los hombrosencorvados hacia adelante. Lapistola colgaba todavía del extremodel brazo estirado, pero ahora susnudillos estaban blancos de apretarla culata. La otra mano la teníacerrada en un puño menudo. Laimborrable juventud de su caradaba un matiz indescriptiblementefiero —e inhumano— al puro odioy la maldad de su expresión facial.Con una voz crispada por lavehemencia, le dijo a Spade:

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—Tú, basura, levanta el culo yve a coger tu pistola.

Spade le sonrió. No fue unasonrisa amplia, pero el regocijo quehabía en ella parecía genuino, sinambages.

—Tú, basura —repitió elchico—. Ponte de pie y sácala sitienes agallas. Ya he aguantadotodo lo que te tenía que aguantar.

El regocijo en la sonrisa deSpade pareció aumentar. Miró aGutman y dijo:

—El Salvaje Oeste en versión

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juvenil. —Su voz iba acorde con lasonrisa—. Quizá debería explicarleque si me mata antes de hacerse conel halcón, puede que el negocio seresienta.

El intento de sonrisa por partede Gutman quedó en un esbozo,pero mantuvo la mueca resultante ensu cara moteada. Luego se pasó lalengua por los labios resecos. Suvoz fue demasiado áspera y roncapara el tono de paternalistareconvención que intentó darle.

—Eh, vamos, Wilmer —dijo

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—, así no vamos a ninguna parte.No debes dar tanta importancia aestas cosas. Tú...

El chico, sin apartar los ojosde Spade, habló con vozentrecortada por un costado de laboca:

—Pues dile que me deje enpaz. Si continúa así, me lo cargo, ynada me va a impedir hacerlo.

—Pero Wilmer... —dijoGutman. Se volvió hacia Spade.Había recuperado el control delgesto y de la voz—: Como le he

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dicho al principio, caballero, suplan no es viable. Y no se diga mássobre este asunto.

Spade los miróalternativamente. Había dejado desonreír y su cara no tenía la menorexpresión.

—Yo digo lo que me da lagana.

—Eso está claro —dijorápidamente Gutman—, y es una delas cosas que admiro en usted.Pero, como le digo, el caso es quesu plan no es viable, de modo que

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es totalmente inútil seguir hablandode ello, como usted mismo puedever.

—Ni lo veo —replicó Spade— ni usted me hace verlo, ytampoco creo que pueda. —Fruncióel entrecejo mirando a Gutman—. Aver si lo entiendo. ¿Es una pérdidade tiempo hablar con usted? Creíque aquí quien mandaba era usted.¿Será que tengo que hablar con elniñato? Por mí no hayinconveniente.

—No —dijo Gutman—, hace

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bien en tratar conmigo.—Muy bien. Veamos qué le

parece esta otra sugerencia. No estan buena como la primera, peromás vale eso que nada. ¿Quiereconocerla?

—Por supuesto, caballero.—Darles a Cairo.El aludido cogió rápidamente

la pistola que había dejado sobre lamesa y la apoyó en su regazo,sujetándola fuertemente con ambasmanos. El cañón apuntaba al suelo,a un punto próximo al sofá. La cara

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se le había puesto amarillenta otravez. Sus ojillos negros —tanopacos que parecían planos,bidimensionales— iban nerviososde uno a otro de los presentes.

Gutman, con cara de no creerlo que acababa de oír, preguntó:

—¿Cómo?—Entregarles a Cairo.Pareció que Gutman se iba a

echar a reír, pero no lo hizo.—¡Santo Dios, caballero! —

exclamó finalmente, en un tonoincierto.

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—No es tan buena opcióncomo darles al niñato —dijo Spade—. Cairo no es un pistolero y llevauna pistola de calibre menor que elarma con que mataron a Thursby y aJacobi. Va a ser más complicadofalsear pruebas contra él, pero esmejor eso que no darles a nadie.

Cairo intervino gritando deindignación:

—¿Y por qué no usted mismo,señor Spade, o la señoritaO’Shaughnessy? ¿Qué opina, ya quetan empeñado está en darles a

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alguien?Spade le sonrió. Su respuesta

no le alteró la voz:—Ustedes quieren el halcón.

El halcón lo tengo yo. El precio quepido incluye un chivo expiatorio. Yen cuanto a la señoritaO’Shaughnessy —su impertérritamirada viró hacia el pálido rostrode la chica para luego volver aCairo, y sus hombros subieron ybajaron apenas un centímetro—, sipiensa que ella puede desempeñarese papel, estoy más que dispuesto

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a hablar del asunto.La chica se llevó las manos al

cuello, emitió un gritito ahogado yse apartó un poco más de Spade.

Cairo, todo él retorciéndosede nerviosismo, exclamó:

—Olvida que no está ensituación de insistir en nada.

Spade soltó una risotada dedesprecio.

Tratando de dar a su voz unafirmeza halagadora, Gutman dijo:

—Vamos, vamos, señores,mantengamos la discusión en

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términos amistosos; pero es cierto—ahora dirigiéndose a Spade—que no le falta razón al señor Cairo.Debe tener presente la...

—Váyase al cuerno. —Spadeescupió las palabras con brutaldespreocupación, de forma quecobraron más fuerza que si lashubiera pronunciado con énfasisteatral o gritando—. Si me matan amí, ¿cómo van a conseguir elpájaro? Si yo sé que no puedenpermitirse ese lujo hasta que tenganel halcón en su poder, ¿cómo me

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van a meter miedo para que loentregue?

Gutman inclinó la cabeza haciala izquierda y reflexionó sobre laspreguntas de Spade. Sus ojostitilaron entre los carnosospárpados. Momentos despuésofreció una respuesta cordial:

—Existen otros métodos depersuasión, aparte de matar o deamenazar con la muerte.

—Desde luego que sí —convino Spade—, pero no sonefectivos a menos que estén

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respaldados por una amenaza demuerte real. ¿Me explico? Siintentan hacer algo que no me gusta,yo me desmarco. Solo les dejarédos opciones, renunciar a ello omatarme, sabiendo que esto últimono les conviene.

—Se explica usted muy bien—dijo Gutman, riendo entre dientes—. Su postura, caballero, exige aambas partes considerar las cosascon el máximo cuidado, pues, comosabe, en el calor de la acción loshombres suelen olvidar qué es lo

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que más les conviene y se dejallevar por las emociones.

También Spade fue todosonrisas.

—Es lo que le estoy diciendo.El truco, por mi parte, consiste enjugar fuerte de manera que sequeden sin capacidad de maniobra,pero no hasta el punto deprovocarles para que me liquiden, apesar de que les convenga.

—¡Dios santo, caballero, esusted todo un personaje! —exclamóGutman con afecto.

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Joel Cairo se levantó de unsalto, pasó por detrás del chico y sesituó junto al respaldo de la butacaen que estaba sentado Gutman.Inclinándose hacia este al tiempoque cubría con la mano su propiaboca y la oreja del gordo, lesusurró algo. Gutman escuchó conatención con los ojos cerrados.

Spade sonrió a BrigidO’Shaughnessy. Los labios de lachica respondieron con una mueca amodo de sonrisa, pero sus ojos noexperimentaron el menor cambio: la

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mirada seguía siendo fija yaturdida.

—Doble o nada a que tevenden, chaval —le dijo Spade alchico.

El otro guardó silencio. Eltemblor en las rodillas empezó aagitar las perneras de su pantalón.

Spade se dirigió a Gutman:—Espero que no se estará

dejando impresionar por las armasque lucen este par de forajidos denovela barata.

Gutman abrió los ojos; Cairo

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dejó de susurrar y se irguió detrásde la butaca del gordo.

—Tengo un poco de prácticaen quitárselas, a los dos —dijoSpade—, o sea que no habráproblema. El niñato...

Con una voz espantosamenteahogada por la emoción, el chicogritó: «¡Se acabó!» y levantó lapistola a la altura del pecho.

Gutman lo agarró de la muñecacon su mano regordeta e hizo queambas, muñeca y arma, apuntaran alsuelo mientras su obeso cuerpo se

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levantaba apresuradamente de lamecedora. Joel Cairo corrió asituarse al otro lado del muchacho yle asió el otro brazo. Forcejearonlos tres, unos sujetándole los brazoshacia abajo, el otro tratando envano de zafarse. Del grupo en lizaemergían palabras sueltas,empezando por el incoherentefarfulleo del chico —«bien... voy...hijo de p... disparar...»—,siguiendo por los reiterados«¡Tranquilo, Wilmer, tranquilo!» deGutman, y terminando por la

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vocecita de Cairo y sus «No lohagas» y «Wilmer, por favor».

Impávido, con la miradaperdida, Spade se levantó del sofáy se acercó al grupo. El muchacho,incapaz de reducir a todo el peso ensu contra, había dejado dedebatirse. Cairo, que no le habíasoltado el brazo, estaba casi delantedel chico y le hablaba en tonososegado. Spade apartó a Cairo condelicadeza y asestó un directo deizquierda a la barbilla del chico. Lacabeza de este se venció hacia atrás

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—hasta donde le permitía el hechode tener los brazos sujetos— yluego recorrió el camino inverso.Gutman dijo: «Pero, oiga, ¿qué...?»,y Spade castigó de nuevo labarbilla del chico, ahora con underechazo.

Cairo soltó el brazo del chico,dejando que se desplomara sobre laprominente panza de Gutman, ysaltó sobre Spade dispuesto aarañarle con sus manitas comogarras. Spade expulsó el aire y loapartó de un empujón. El levantino

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se abalanzó de nuevo sobre él; teníalágrimas en los ojos y sus labiosrojizos no paraban de moverseformando enfurecidas palabras,pero sin que de ellos saliera sonidoalguno.

Spade soltó una carcajada ygruñó: «¡Pero qué pesado eres!» yestampó la mano abierta contra lamejilla de Cairo, haciéndole caersobre la mesa. Cairo recuperó elequilibrio y saltó sobre Spade portercera vez. Este lo frenóestampando en su cara las palmas

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de las dos manos, con los brazosestirados, y Cairo, no pudiendoalcanzar la cara del detective porser más corto de brazos, laemprendió a puñadas con susbrazos.

—Quieto —gruñó Spade—, ole hago daño.

—¡Cobarde! ¡Abusón! —exclamó Cairo, apartándose de él.

Spade se agachó para cogerdel suelo la pistola de Cairo yluego la del chico. Se incorporósosteniéndolas cañón abajo con el

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índice de la mano izquierda metidopor la guarda de los gatillos.

Gutman, que había hechosentar a Wilmer en la mecedora, lomiraba ahora con ojos intranquilosy la cara fruncida por laincertidumbre. Cairo se puso derodillas junto a la mecedora yempezó a masajear una de lasmanos inertes del muchacho.

Spade palpó la barbilla delchico y dijo:

—Nada roto. Lo tumbaremosen el sofá.

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Pasó el brazo derecho pordebajo del brazo del muchacho a finde rodearle la espalda, luegodeslizó el antebrazo izquierdo pordebajo de las rodillas y,levantándolo sin esfuerzo aparente,lo llevó al sofá.

Brigid O’Shaughnessy se pusode pie enseguida y Spade depositóal chico en el asiento. Con la manoderecha le palpó la ropa, encontróla segunda pistola, la añadió a lasque tenía en la mano izquierda y diola espalda al sofá. Cairo ya estaba

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sentado junto a la cabeza del chico.Spade hizo tintinear las

pistolas agitándolas en la mano ysonrió alegremente a Gutman.

—Bien —dijo—, ya tenemosal chivo expiatorio.

La cara del gordo estabapálida; sus ojos, empañados. Nomiró a Spade. Solo miró al suelo,sin decir nada.

—No vuelva a hacer el tonto—dijo Spade—. Ha dejado queCairo le susurrara algo al oído y hasujetado al chico mientras yo le

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zurraba. Eso no va a poderjustificarlo a base de risas y, si lointenta, lo más probable es que lepeguen un tiro.

Gutman movió los pies sobrela alfombra y guardó silencio.

—Y otra cosa —continuóSpade—: o dice que sí ahoramismo, o los entrego a usted, a suscondenados socios y el halcón a lapolicía.

Gutman alzó la cabeza y dijoentre dientes:

—Esto no me gusta, caballero.

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—Seguro que no le va a gustar—dijo Spade—. Bueno, ¿qué?

El gordo suspiró, torció elgesto y respondió, tristón:

—Es todo suyo.—Fantástico —dijo Spade.

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19 la maniobra del ruso

EL muchacho yacía en el sofá, uncuerpo menudo que a todas luces —salvo por la respiración— parecíaun cadáver. Sentado a su ladoestaba Joel Cairo, inclinado sobreél, frotándole las mejillas y lasmuñecas, alisándole el pelo de lafrente hacia atrás mientras lehablaba bajito sin dejar de mirar,angustiado, la cara pálida einmóvil.

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Brigid O’Shaughnessy estabade pie en el ángulo formado por lamesa y la pared. Tenía la palma deuna mano apoyada en la mesa, laotra sobre el pecho. Se mordía ellabio inferior mientras lanzabamiradas furtivas a Spade cuandoeste no la estaba mirando a ella. Ycuando Spade lo hacía, elladesviaba la mirada hacia Cairo o elchico.

Gutman había perdido lamáscara de preocupación y estabarecuperando su tono rosáceo. Con

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las manos metidas en los bolsillosdel pantalón, en pie delante deSpade, observaba al detective sincuriosidad.

Haciendo tintineardespreocupadamente las pistolas,este señaló con la cabeza hacia laespalda de Cairo y preguntó aGutman:

—¿Nos va a crear problemas?—No lo sé —respondió el

gordo con serenidad—. Eso,caballero, será estrictamente de sucompetencia.

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La sonrisa alargó todavía másel mentón de Spade en forma de V.

—Cairo —dijo.El oriental volvió la cabeza;

su cara atezada mostró una muecade ansiedad.

—Déjele descansar un rato —dijo Spade—. Lo vamos a entregara la policía: deberíamos concretarlos detalles antes de que vuelva ensí.

Cairo le preguntó, dolido:—¿No le parece suficiente lo

que le ha hecho?

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—No —dijo Spade.Cairo se acercó al gordo.—Por favor, señor Gutman,

dígale que no. Dese cuenta de que...Spade lo interrumpió:—Ya está decidido. Ahora la

pregunta es: ¿qué van a hacerustedes dos? ¿Se apuntan o no?

Aunque la sonrisa de Gutmanfue un poco triste, inclusonostálgica a su manera, asintió conla cabeza y luego le dijo allevantino:

—A mí tampoco me gusta esto,

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pero no podemos hacer otra cosa.—Y usted, Cairo —dijo Spade

—, ¿se apunta o no?Cairo se humedeció los labios

y lentamente se volvió hacia Spade.—Supongamos... —dijo,

tragando saliva—. ¿Tengo que...?¿Puedo elegir?

—Puede —le aseguró Spade,muy serio—, pero sepa que si larespuesta es «no», tendremos queentregarlo a la policía junto con suamiguito.

—Oh, vamos, señor Spade —

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protestó Gutman—, eso no es...—Y un cuerno vamos a

permitir que nos deje plantados —replicó Spade—. O se apunta o a lapolicía con él. No podemospermitirnos tantos cabos sueltos. —Miró ceñudo a Gutman y explotó,muy irritado—: ¡Santo Dios!, ¿es laprimera vez que roban algo, o qué?¡Menudo hatajo de blandengues! Yahora ¿qué van a hacer?, ¿ponersede rodillas y rezar? —Miró ahoracon furia a Cairo—. Bueno, ¿qué?

—No me deja elección. —

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Cairo hizo un leve e impotenteencogimiento de hombros—. Meapunto.

—Bien —dijo Spade. Miró aGutman y a Brigid O’Shaughnessy—. Siéntense.

La chica lo hizo con cautela enuna punta del sofá, junto a los piesdel chico. Gutman volvió a lamecedora acolchada y Cairo, alsillón. Spade dejó las pistolasencima de la mesa y se sentó en unaesquina de la misma junto alarmamento. Miró el reloj.

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—Las dos —dijo—. No puedoir a por el halcón hasta queamanezca, o quizá hasta las ocho.Tenemos tiempo de sobra paraorganizarlo todo.

Gutman carraspeó antes dehablar:

—¿Dónde está? —preguntó,añadiendo al momento—: Me tienesin cuidado ese detalle. Solo estabapensando que lo mejor para todossería que no nos perdiéramos devista hasta haber cerrado elnegocio. —Miró hacia el sofá y

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luego fijamente a Spade—. ¿Tieneel sobre?

Spade negó con la cabeza,mirando primero al sofá y luego ala chica. Con una sonrisa en losojos, respondió:

—Lo tiene la señoritaO’Shaughnessy.

—Sí, lo tengo yo —musitóella, metiendo una mano por dentrodel abrigo—. Lo he cogidocuando...

—No pasa nada —le dijoSpade—. Quédatelo. —Y

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dirigiéndose a Gutman—: No seránecesario perdernos de vista. Puedohacer que me traigan el halcón aquí.

—Me parece excelente —dijoGutman, ronroneando—. Entonces,caballero, a cambio de los diez mildólares y de Wilmer, usted nos daráel halcón y una o dos horas demargen para poder salir de laciudad antes de que lo ponga enmanos de las autoridades.

—No tendrán que escabullirse—dijo Spade—. Es un plan a todaprueba.

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—No lo dudo, pero aun asínos sentiremos más a salvo lejos dela ciudad cuando ese fiscal deldistrito interrogue a Wilmer.

—Como guste —contestóSpade—. Puedo retenerlo aquí todoel día, si lo prefiere. —Se puso aliar un cigarrillo—. Concretemoslos detalles. ¿Por qué mató el chicoa Thursby? ¿Y por qué, dónde ycómo mató a Jacobi?

Gutman sonrió conindulgencia, meneó la cabeza yronroneó diciendo:

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—Vamos, caballero, pidedemasiado. Le hemos dado eldinero y a Wilmer. Hasta ahí lleganuestra parte del pacto.

—No pido demasiado —replicó Spade. Prendió elencendedor y lo arrimó al cigarrillo—. Se trata de tener un chivoexpiatorio, y ese niñato no lo serámientras no esté claro que tienealgo que expiar. Pues bien, para esonecesito saber cómo fue la cosa. —Juntó las cejas—. ¿De qué se quejaahora? Si le conceden a ese una

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salida, van a tener que salir porpiernas.

Gutman se inclinó haciaadelante y agitó un dedo rechonchoen dirección a las pistolas queSpade tenía al lado, sobre la mesa.

—Hay pruebas sobradas deque es culpable. Los dos murieronpor disparos de esas armas. A losexpertos del departamento depolicía no les costará nadadeterminar que las balas quemataron a los dos hombresprocedían de esas armas. Usted

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mismo lo ha dicho, así que ya losabe. Y, a mi modo de ver, eso esprueba suficiente de suculpabilidad.

—Tal vez —concedió Spade—, pero la cosa es más complicadade lo que parece y yo tengo quesaber lo que pasó para dejarperfectamente cubiertas las partesque no encajan.

Cairo lo miró con los ojosdesorbitados y encendidos.

—Por lo visto, olvida ustedque nos ha asegurado que todo iba a

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ser muy sencillo —dijo. Y,volviendo su cara exaltada aGutman—: ¡Lo ve! Ya se loadvertía yo hace un momento. Nocreo que...

—Lo que piensen o dejen depensar carece completamente deimportancia —terció bruscamenteSpade—. Ya es tarde para eso,están metidos hasta el cuello. ¿Porqué mató el chico a Thursby?

Gutman entrelazó los dedossobre la barriga y se meció en labutaca. Su voz, lo mismo que su

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sonrisa, no pudo ser más triste.—No he conocido a persona

más difícil que usted —dijo—.Estoy empezando a pensar que nosequivocamos al no prescindir deusted desde el primer momento.¡Vaya si no!

Spade hizo un gesto desdeñosocon la mano.

—No le ha ido tan mal,Gutman. De momento se salva de lacárcel y va a tener el halcón. ¿Quémás quiere? —Se encajó elcigarrillo en un extremo de la boca

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y añadió—: Sea como fuere, ahorasabe qué terreno pisa. ¿Por quémató a Thursby?

Gutman dejó de mecerse.—Thursby era un conocido

asesino, y aliado de la señoritaO’Shaughnessy. Sabíamos quequitándolo de en medioconseguiríamos que ella se parara apensar si no le convenía hacer laspaces con nosotros, aparte de quede esa manera la dejábamos sin suviolento protector. Ya ve,caballero, ¿estoy siendo franco con

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usted o no?—Sí. Continúe así. ¿Y no

pensaban que él pudiera tener elhalcón?

Gutman negó con la cabeza ysus mofletes bailotearon.

—Ni por asomo —dijo. Luegoesbozó una sonrisa benévola—.Contábamos con la ventaja deconocer muy bien a la señoritaO’Shaughnessy como para nopensar eso, y aunque ignorábamosque ella había entregado el halcónal capitán Jacobi en Hong Kong

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para que lo trajera a bordo de LaPaloma mientras ellos venían en unbarco más rápido, en ningúnmomento se nos pasó por la cabezaque, en el caso de que solo uno deellos conociera el paradero delpájaro, ese pudiera ser Thursby.

Spade asintió pensativo.—¿No intentaron hacer un

trato con él antes de darlepasaporte? —preguntó.

—Claro que sí, caballero, porsupuesto. Hablé personalmente conél aquella noche. Wilmer lo había

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localizado dos días atrás y habíaestado intentando seguirlo hastadonde se reunía con la señoritaO’Shaughnessy, pero Thursby erademasiado listo para eso, aunque nosupiera que estaba siendo vigilado.Esa noche Wilmer fue a su hotel, seenteró de que Thursby no estaba ylo esperó fuera. Imagino queThursby regresó inmediatamentedespués de matar a su socio. Seacomo fuere, Wilmer lo trajo antemí. No hubo nada que hacer.Thursby se emperró en su lealtad

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hacia la señorita. Y luego, bueno,Wilmer lo siguió hasta el hotel ehizo lo que usted ya sabe.

Spade pensó un momento.—Sí, eso cuadra. Bien, ahora

Jacobi.Gutman lo miró muy serio y

dijo:—La culpa de la muerte del

capitán Jacobi es toda de laseñorita O’Shaughnessy.

La chica exclamó: «¡Oh!» y sellevó una mano a la boca.

Spade habló con poca

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delicadeza pero sin alterar la voz:—Dejemos eso. Dígame lo

que pasó.Gutman le dirigió una mirada

astuta y una sonrisa.—Lo que usted diga,

caballero. Bien, como ya sabe,Cairo se puso en contacto conmigo—yo lo mandé llamar— después desalir de la jefatura la noche, omadrugada, que vino aquí. Ambosreconocimos la necesidad de aunarfuerzas. —Dirigió la mirada allevantino—. El señor Cairo es una

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persona de criterio. Lo de LaPaloma fue idea suya. Aquellamañana vio el aviso de su llegadaen el periódico y recordó haberoído en Hong Kong que Jacobi y laseñorita O’Shaughnessy habían sidovistos juntos. Eso fue cuando élintentaba localizarla allí, y alprincipio pensó que había zarpadode Hong Kong en La Paloma,aunque más tarde se enteró de queno. Bien, cuando supo que el barcohabía atracado en San Francisco,entendió lo ocurrido: ella le había

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entregado el pájaro a Jacobi paraque lo trajera hasta aquí.Naturalmente, el capitán no conocíael secreto; la señoritaO’Shaughnessy sabe ser muydiscreta.

Miró radiante a la chica,balanceó un par de veces lamecedora con su peso y continuó:

—El señor Cairo, Wilmer y yofuimos a hacer una visita al capitánJacobi y tuvimos la suerte de llegarjusto cuando la señoritaO’Shaughnessy se encontraba allí.

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Fue, en muchos sentidos, unaentrevista difícil, pero finalmente, aeso de la medianoche, conseguimosque la señorita se aviniera arazones. O así lo creímos entonces.Bajamos del barco y pusimosrumbo al hotel, donde yo debíapagarle a ella a cambio de que meentregara el halcón. Pues bien,caballero, nosotros, simplesvarones, deberíamos haber sabidoque no iba a ser tan fácil lidiar conla chica. De camino, ella, Jacobi yel halcón se nos escabulleron de las

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manos. —Se rió con regocijo—.Que me aspen si no fue un trabajobien hecho.

Spade miró a la chica y esta ledevolvió una mirada suplicante ysombría.

—¿Provocaron un incendioantes de bajar del barco? —lepreguntó Spade a Gutman.

—Oh, no de maneraintencionada —respondió el gordo—, aunque debo decir que quizáfuimos (o Wilmer al menos) losresponsables del fuego. Él estaba

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tratando de encontrar el halcónmientras nosotros discutíamos en elcamarote, y parece ser que sedescuidó con los fósforos.

—Está bien —dijo Spade—.En el caso de que algún descuidonos obligue a llevarlo a juicio porel asesinato de Jacobi, podemosendilgarle otro cargo: incendiointencionado. Bueno, pasemos a losdisparos.

—Verá, estuvimos todo el díarondando por la ciudad para ver sidábamos con ellos y por fin los

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encontramos a media tarde de hoy.Al principio no estábamos segurosde haber dado con ellos; lo únicoseguro era que habíamos localizadoel apartamento de la señoritaO’Shaughnessy. Pero cuandopegamos la oreja a la puerta, oímosque había gente dentro y,convencidos de que ya losteníamos, llamamos al timbre.Cuando ella preguntó quién llamabay le dijimos, a través de la puerta,que éramos nosotros, oímos quealguien abría una ventana.

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»Naturalmente, sabíamos quéquería decir eso, de modo queWilmer bajó lo más rápido quepudo y fue por la parte trasera deledificio para cubrir la escalera deincendios. Y al doblar la esquinadel callejón se topó de cara con elcapitán Jacobi, que huía con elhalcón debajo del brazo. Era unasituación difícil, pero Wilmer laresolvió lo mejor que pudo.Disparó contra el capitán, más deuna vez, pero este resistió sincaerse ni soltar el paquete. Además,

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Wilmer estaba demasiado cerca deél como para apartarse. Jacobitumbó a Wilmer de un puñetazo yechó a correr. Piense que todo estoocurría a plena luz del día. Alponerse en pie, Wilmer vio que unagente se acercaba desde lamanzana de más abajo, de modoque tuvo que renunciar a seguir aJacobi. Se escabulló por la puertatrasera del edificio contiguo alCoronet, que estaba abierta, y luegosubió a reunirse con nosotros. Tuvosuerte de que nadie le viera.

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»Bien, pues allí estábamosotra vez, con las manos vacías. Laseñorita O’Shaughnessy nos habíaabierto la puerta al señor Cairo y amí después de cerrar la ventana pordonde había escapado Jacobi, yentonces ella... —Hizo una pausa ysonrió al recordarlo—. Laconvencimos, esa es la palabra, deque confesase que le habíaencargado a Jacobi llevarle elhalcón a usted. No parecía muyprobable que el capitán pudierallegar tan lejos en su estado, e

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incluso la policía podía detenerloantes, pero era la única opción queteníamos. Así que, una vez más,convencimos a la señoritaO’Shaughnessy de que nos echarauna manita. La..., bueno, laconvencimos para que letelefoneara a usted a fin de hacerlesalir de su despacho antes de quellegase Jacobi, y mandamos aWilmer en su busca. Por desgracia,habíamos tardado demasiado endecidirnos y en convencer a laseñorita O’Shaughnessy de que...

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El chico gimió en el sofá y sepuso de costado. Sus ojos seabrieron y cerraron varias veces.La chica se levantó y volvió asituarse en el ángulo entre la mesa yla pared.

—... de que cooperara —concluyó apresuradamente Gutman—, y al final el halcón llegó a supoder antes de que pudiéramosinterceptarlo.

El chico bajó un pie al suelo,se apoyó en un codo, abrió del todolos ojos, bajó el otro pie, se sentó y

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miró en derredor. Cuando los ojosenfocaron a Spade, toda superplejidad desapareció deinmediato.

Cairo se levantó del sillón y seacercó al chico. Le pasó el brazopor los hombros y empezó a decirlealgo. El chico se puso rápidamentede pie, zafándose del brazo deCairo, paseó una vez la mirada porla estancia y fijó nuevamente losojos en Spade. Tenía la expresióndura, y su cuerpo estaba tan tensoque parecía como si se hubiera

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encogido hacia adentro.El detective, que seguía

sentado en una esquina de la mesabalanceando tranquilamente laspiernas, le dijo:

—Mira, si te acercas aquí yempiezas a ponerte chulo, te doyuna patada en la cara. Siéntate, tenla boca cerrada y pórtate bien, asídurarás más.

El chico miró a Gutman.Gutman le sonrió, bonachón, y

dijo:—Bueno, Wilmer, me sabe

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muy mal tener que perderte, yquiero que sepas que no te tendríamás afecto ni que fueras mi propiohijo, pero... compréndelo, si sepierde un hijo siempre se puedetener otro, ¿no?, mientras quehalcón de Malta solamente hay uno.

Spade se echó a reír.Cairo avanzó hasta Wilmer y

le susurró algo al oído. El chico,con sus ojos color avellana fijos enla cara de Gutman, volvió asentarse en el sofá. El levantino lohizo a su lado.

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La benévola sonrisa deGutman no lo fue menos por elsuspiro que soltó.

—Cuando uno es joven noentiende las cosas —dijo,dirigiéndose a Spade.

Cairo había pasado un brazonuevamente por los hombros delchico y le cuchicheaba otra vez.Spade sonrió irónicamente aGutman y se dirigió a BrigidO’Shaughnessy:

—No estaría nada mal quemiraras en la cocina a ver qué hay

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de comer; ah, y prepara mucho café.¿Te importa? No quisieraabandonar a mis invitados.

—Claro —dijo ella, y fuehacia la puerta.

Gutman dejó de mecerse.—Un momento, querida —

dijo, levantando una manoregordeta—. ¿No sería mejor quedejara ese sobre aquí en el salón?No sea que se manche de grasa.

La chica interrogó a Spade conla mirada. Él, con un tono deindiferencia, dijo:

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—El sobre todavía es suyo.La chica metió la mano por

dentro del abrigo, sacó el sobre yse lo dio a Spade. Este lo lanzó alregazo de Gutman, diciendo:

—Si tiene miedo de perderlo,siéntese encima.

—Me interpreta usted mal —dijo afablemente el gordo—. No setrata de eso, sino de que en losnegocios hay que ser práctico. —Abrió el sobre, extrajo los billetes,los contó y soltó una carcajadahaciendo brincar la tripa—. Por

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ejemplo, aquí hay solamente nuevebilletes. —Procedió a extenderlossobre sus gruesos muslos—.Cuando se lo he dado, y usted losabe bien, había diez. —Su sonrisafue amplia, jovial y radiante.

Spade miró a BrigidO’Shaughnessy.

—¿Y bien? —preguntó.Ella movió la cabeza de un

lado a otro, con énfasis. Aunque nodijo nada, sus labios se movieronligeramente como si intentarahacerlo. Su cara denotaba miedo.

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Spade alargó la mano haciaGutman y el gordo depositó en ellael dinero. Contó los billetes —nueve de mil— y se los devolvió aGutman. Después se puso de piecon una expresión plácida en lacara, cogió las tres pistolas de lamesa y habló con naturalidad.

—Quiero saber qué ha pasado.Vamos a ir al cuarto de baño. —Señaló con la cabeza a la chica,pero sin mirarla—. Dejaré la puertaabierta y yo estaré mirando haciaaquí. Salvo que quieran tirarse

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desde un tercer piso, no hay otramanera de salir de aquí quepasando por delante del cuarto debaño. Que nadie lo intente.

—La verdad, caballero —protestó Gutman—, no hace ningunafalta y no es de buena educaciónamenazarnos de esta manera. Sepaque no tenemos el menor deseo demarcharnos.

—Sabré muchas cosas cuandotermine. —Spade se mostrópaciente pero resuelto—. Este trucodel billete complica las cosas.

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Tengo que encontrar la respuesta.Enseguida vuelvo. —Tocó a lachica en el codo—. Andando.

Ya en el cuarto de baño,Brigid O’Shaughnessy recuperó elhabla. Apoyando las manos en elpecho de Spade, acercó la cara a lade él y susurró:

—Yo no he cogido el billete,Sam.

—No pienso que lo hayashecho —dijo Spade—, peronecesito estar seguro. Quítate laropa.

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—¿No te vale con mi palabra?—No. Quítate la ropa.—Me niego.—Está bien. Volveremos a la

sala y haré que te desvistan ellos.La chica se echó hacia atrás

llevándose una mano a la boca.Tenía los ojos desorbitados de puropánico.

—¿Serías capaz? —preguntóentre los dedos.

—No lo dudes. Tengo quesaber qué ha pasado con ese billetey no permitiré que me lo impida el

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pudor de nadie.—Oh, pero si no es eso. —Se

le acercó y de nuevo le puso lasmanos en el pecho—. No me daapuro estar desnuda delante de ti,pero no así, ¿es que no loentiendes? ¿No ves que si meobligas será como... como simataras algo?

Él no alzó la voz al decir:—No sé de qué me hablas.

Tengo que saber qué ha pasado conel billete. Desnúdate.

Ella lo miró a los ojos y sus

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mejillas se tiñeron de rosa parapalidecer rápidamente otra vez.Poniéndose muy erguida, empezó aquitarse la ropa. Él se sentó en elborde de la bañera, mirándola yvigilando a través de la puertaabierta. En el salón no se oía ningúnruido. Ella se desnudó rápidamente,sin vacilar, dejando caer la ropa enel suelo junto a sus pies. Cuandoestuvo desnuda, se apartó un paso ylo miró. En su semblante habíaorgullo, sin desafío ni vergüenza.

Spade dejó las pistolas sobre

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la tapa del inodoro y, siempre decara a la puerta, hincó una rodilladelante de la ropa de la chica. Fuecogiendo cada prenda,examinándola con los dedos y conlos ojos. El billete de mil no estaba.Cuando hubo terminado se puso depie y le tendió la ropa.

—Gracias —dijo—. Ahora losé seguro.

Ella cogió las prendas y nodijo nada. Spade recogió laspistolas, salió del baño cerrando lapuerta y fue a la sala de estar.

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Gutman le sonrió afablementedesde la mecedora.

—¿Lo ha encontrado? —preguntó.

Cairo, que estaba en el sofá allado del chico, miró a Spade conojos inquisitivos. El chico no alzóla vista. Estaba inclinado haciaadelante con la cabeza entre lasmanos y los codos en las rodillas,mirando al suelo.

—No —respondió Spade—.Lo ha birlado usted.

—¿Que yo lo he... birlado? —

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repitió Gutman, riendo.—Eso he dicho. —Spade agitó

las pistolas—. ¿Lo reconoce oprefiere usted que lo cachee?

—¿Cómo dice...?—Que o confiesa o tendré que

registrarlo —dijo Spade—. No hayotra salida.

Gutman miró a Spade, quetenía una expresión dura, y soltóuna carcajada.

—Sí, caballero, no me cabeduda de que lo haría. En serio. Esusted un portento, si no le importa

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que se lo repita.—Usted ha birlado el billete

—dijo Spade.—Sí señor, tiene razón. —El

gordo se sacó del bolsillo delchaleco un billete arrugado, lo alisósobre el muslo, extrajo del bolsillode la chaqueta el sobre con losnueve billetes restantes y metiódentro el que había alisado—. Devez en cuando me gusta gastaralguna bromita, y sentía curiosidadpor saber qué haría en una situaciónasí. Debo decir que ha pasado la

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prueba con matrícula de honor,caballero. No se me había ocurridoque encontraría una manera tansimple y directa de aclarar loshechos.

Spade se mofó de él sinacritud.

—Ese tipo de broma es lo queyo esperaría de alguien de la edaddel niñato.

Gutman se rió.Brigid O’Shaughnessy, otra

vez vestida pero sin sombrero nichaqueta, salió del cuarto de baño,

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hizo ademán de entrar en la sala,dio media vuelta, fue a la cocina yencendió la luz.

Cairo se arrimó un poco másal chico y empezó a susurrarle denuevo al oído. El chico se encogióde hombros, irritado.

Spade, mirando las pistolasque tenía en la mano y después aGutman, salió al pasillo y se llegóhasta un armario. Abrió la puerta,dejó las pistolas dentro, encima deun baúl, cerró con llave, se guardóesta en el bolsillo del pantalón y fue

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hasta la cocina.Brigid O’Shaughnessy estaba

llenando una cafetera eléctrica dealuminio.

—¿Lo encuentras todo? —preguntó Spade.

—Sí —respondió ella con vozfría, sin levantar la cabeza. Dejó aun lado la cafetera y se acercó a lapuerta. Se había sonrojado y susgrandes ojos llorosos lo miraroncon reconvención—. No deberíashaberme hecho pasar por eso, Sam—dijo en voz baja.

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—Tenía que averiguarlo,preciosa. —Spade se inclinó parabesarla ligeramente en los labios yvolvió a la sala de estar.

Con una sonrisa, Gutman leofreció el sobre blanco a Spade,diciendo:

—Esto pronto será suyo; daigual que se lo quede ahora.

Spade no lo cogió. Se sentó enel sillón y dijo:

—Habrá tiempo para eso. Nohemos hablado lo suficiente sobreel asunto del dinero. Yo debería

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ganar más de diez mil.—Diez mil dólares es mucho

dinero —objetó Gutman.—Me está usted citando —

dijo Spade—, pero tampoco es unafortuna.

—No, no lo es. En eso le doyla razón. Ahora bien, para haberloconseguido en unos pocos días ycon tanta facilidad, es muchodinero.

—Vaya, ¿le parece que ha sidofácil? —preguntó Spade, y seencogió de hombros—. Bueno, tal

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vez sí, pero eso es cosa mía.—Desde luego —concedió el

gordo. Luego achicó los ojos,movió la cabeza en dirección a lacocina y bajó la voz—: ¿Lo va arepartir con ella?

—Eso también es asunto mío.—Desde luego —concedió

una vez más el gordo—, pero... —dudó un poco—, permítame unpequeño consejo.

—Adelante.—Si no le..., bueno, imagino

que algún dinero le dará, pero

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suponiendo que no le diera a laseñorita tanto como ella piensa quedebería sacar, mi consejo es quetenga cuidado.

En los ojos de Spade brotó unaluz burlona.

—¿Es mala? —dijo.—Mala —respondió Gutman.Spade sonrió y se puso a liar

un cigarrillo.Cairo continuaba

cuchicheando al oído del chico, denuevo con un brazo sobre sushombros. De pronto, el chico se

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quitó bruscamente el brazo deencima y giró en el sofá mirándoloa la cara con una expresión de ira yrepulsión. Cerró el puño y golpeócon él la boca de Cairo. Este soltóun grito de mujer y se apartó hastael extremo mismo del sofá. Luegose sacó del bolsillo un pañuelo deseda y se lo aplicó a la boca. Alretirarlo, vio que estaba manchadode sangre. Se lo llevó una vez más ala boca y miró a Wilmer conreproche.

—No te me acerques —le

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ladró el muchacho, volviendo aencajar la cabeza entre sus manos.

El pañuelo de Cairo repartiófragancia Chypre por toda lahabitación.

Brigid O’Shaughnessy habíaacudido a la puerta al oír el grito deCairo. Spade la miró con unasonrisita, indicó el sofá con ungesto del pulgar y le dijo:

—El amor verdadero nunca hasido un camino de rosas. ¿Qué talva esa comida?

—Enseguida estará lista —

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respondió ella, y volvió a la cocina.Spade encendió el cigarrillo y

se dirigió a Gutman.—Vamos a hablar de dinero.—Encantado, caballero, aquí

me tiene —dijo el gordo—, peromás vale que sea franco con usted yle diga ahora mismo que diez mildólares es todo lo que puedo reunir.

Spade dio una calada antes dehablar.

—Tendrían que ser veinte mil.—Y yo estaría encantado de

dárselos. Lo haría si dispusiera de

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tanto dinero, pero diez mil es todolo que puedo aportar, le doy mipalabra de honor. En el bienentendido de que esto es tan solo elprimer pago. Más adelante...

Spade se rió.—Sí, ya sé que más adelante

me dará no sé cuántos millones,pero atengámonos al primer pago.¿Quince mil?

Gutman sonrió, frunció elentrecejo, meneó la cabeza.

—Señor Spade, le he dichocon toda la franqueza del mundo y

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he dado mi palabra de honor de quetodo el dinero que tengo,literalmente, son diez mil dólares, yeso es cuanto puedo reunir.

—Pero no lo dice con elcorazón en la mano.

—Con el corazón en la mano—dijo Gutman, riendo.

—Es muy poco —dijo Spade,lúgubre—. Pero si no hay forma deconseguir más, démelo.

Gutman le alargó el sobre.Spade contó los billetes y ya se losestaba guardando en el bolsillo

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cuando Brigid O’Shaughnessy entrócon una bandeja.

El chico no quiso probarbocado. Cairo cogió una taza decafé. Brigid, Gutman y Spadecomieron los huevos revueltos, elbeicon y las tostadas conmermelada que ella habíapreparado. Bebieron dos tazas decafé por cabeza. Luego seacomodaron para pasar lo quequedaba de noche.

Gutman encendió un puro y sepuso a leer Celebrated Criminal

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Cases of America, riéndose de vezen cuando por lo bajo o haciendoalgún comentario sobre cosas queencontraba graciosas. Cairo siguióaplicándose el pañuelo a la boca,huraño en un extremo del sofá. Elchico permaneció sentado con lacabeza entre las manos hasta pocodespués de las cuatro, momento enque se estiró con los pies haciaCairo, de cara a la ventana, y sepuso a dormir. BrigidO’Shaughnessy, que se habíasentado en el sillón, dormitaba de

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tanto en tanto, escuchaba loscomentarios del gordo y entablabauna desganada conversación conSpade de vez en cuando.

Spade lió y fumó máscigarrillos y se paseó, sinnerviosismo alguno, por la sala deestar. A ratos se sentaba en unbrazo del sillón donde estaba lachica, o a sus pies en el suelo, o enuna esquina de la mesa, o en unasilla de respaldo recto. Estabacompletamente despierto, alegre,lleno de vigor.

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A las cinco y media fue a lacocina para preparar más café.Media hora más tarde el chicoempezó a moverse, se despertó y sesentó bostezando. Gutman miró elreloj y le preguntó a Spade:

—¿Todavía no?—Deme una hora más.Gutman asintió con la cabeza y

siguió con el libro.A las siete en punto Spade

llamó por teléfono a casa de EffiePerine.

—Hola, ¿la señora Perine?...

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Soy el señor Spade. ¿Puede decirlea Effie que se ponga, si me hace elfavor?... Sí, sí, ya lo sé... Gracias.—Silbó flojito un trozo de melodíad e En Cuba—. Hola, encanto.Siento haberte despertado... Sí,mucho. Este es el plan: en nuestroapartado de correos en Hollandencontrarás un sobre con mi letra.Dentro hay un resguardo; es de laconsigna de la estación deautobuses Pickwick, por el objetoque recibimos ayer. ¿Quieres ir abuscar el paquete y traérmelo aquí

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lo antes que puedas?... Sí, estoy encasa... Eres un sol. Date prisa...Hasta luego.

El timbre del portal sonó a lasocho y diez. Spade fue hasta elteléfono interior y pulsó el botónque abría la puerta de abajo.Gutman dejó el libro a un lado y selevantó sonriendo.

—No le importa que leacompañe a la puerta, ¿verdad? —preguntó.

—Como guste —dijo Spade.Gutman lo siguió al pasillo.

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Spade abrió la puerta de la escaleray momentos después Effie Perinesalió del ascensor con el paqueteenvuelto en papel de embalar. Sucara masculina traía una expresiónalegre y vivaracha; caminó hacia lapuerta del apartamento con pasodecidido, casi trotando. A Gutmanle dedicó apenas un vistazo. Sonrióa Spade y le entregó el paquete.

Él lo cogió y dijo:—Muchas gracias, señorita.

Perdona por estropearte el día deasueto, pero este...

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—No es el primero que meestropeas —dijo ella, riendo, yentonces, cuando vio que no iba ainvitarla a entrar, preguntó—:¿Alguna cosa más?

—No —respondió él—.Gracias.

Effie se despidió y volvió alascensor.

Spade cerró la puerta y llevóel paquete a la sala de estar.Gutman estaba muy sofocado y losmofletes le temblaban. Cairo yBrigid O’Shaughnessy se acercaron

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a la mesa cuando Spade depositó enella el bulto. Estaban muynerviosos. El chico se puso de pie,pálido y tenso, pero permaneciójunto al sofá mirando a los otros através de sus rizadas pestañas.

Spade se apartó de la mesa ydijo:

—Ahí lo tienen.Gutman se aplicó con sus

dedos regordetes a retirarrápidamente el cordel, el papel ylas virutas. Momentos después teníael pájaro en sus manos.

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—¡Ah, por fin! ¡Después dediecisiete años! —exclamó con vozronca. Tenía los ojos húmedos.

Cairo se relamía los labios yno paraba de retorcerse las manos.La chica se estaba mordiendo ellabio inferior. Todos respirabancon dificultad. El aire era frío yrancio, y una niebla de humo detabaco flotaba en la estancia.

Gutman dejó otra vez el pájarosobre la mesa y se hurgó en unbolsillo.

—Es el halcón —dijo—, pero

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vamos a asegurarnos. —Tenía losmofletes relucientes de sudor, y susdedos temblaron cuando sacó unanavaja dorada y la abrió.

Cairo y la chica se situaroncerca de él, uno a cada lado, ySpade, un poco más atrás, demanera que pudiese ver al chicoademás de a los otros tres.

Gutman puso el pájaro delrevés y empezó a rascar un bordede la base con la navaja. El esmaltenegro saltó en diminutos rizos, ydebajo del mismo apareció un metal

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renegrido. La hoja de la navaja sehincó en el metal y arañó una finaviruta curva. La cara interior de laviruta, así como el pequeño espacioque había dejado al despegarse,tenían la pátina grisácea del plomo.

Gutman soltó un resoplidoentre dientes. La sangre le subió porcompleto a la cabeza, hinchándolela cara. Dio la vuelta al pájaro y lehizo un corte en la cabeza. Tambiénallí apareció plomo grisáceo. Soltóel pájaro y la navaja cortaplumasde cualquier manera y giró en

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redondo para encararse a Spade.—Es una falsificación —dijo

con voz ronca.El rostro de Spade estaba

sombrío. Asintió con la cabeza,despacio, pero no hubo la menorlentitud en la forma de coger aBrigid O’Shaughnessy por unamuñeca. La atrajo hacia sí, le cogióla barbilla con la otra mano y lelevantó bruscamente la cabeza.

—Muy bien —gruñó—. Ya tehas divertido bastante. Ahoracuéntanos qué pasa.

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—¡No, Sam, no! —exclamóella—. Es el halcón que me dioKemidov. Te juro que...

Joel Cairo se interpuso entreSpade y Gutman y empezó a emitirpalabras en rápido y estridentefarfulleo:

—¡Claro! ¡Es eso! ¡Fue elruso! ¡Cómo no me di cuenta!Nosotros pensando que era tonto, ¡ylos tontos fuimos nosotros! —Susmejillas se bañaron en lágrimasmientras empezaba a dar saltitos—.¡Es culpa suya! —le gritó a Gutman

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—. ¡Usted y su estúpido intento decomprárselo al ruso! ¡Gordo idiota!¡Usted le dijo que era un objeto muyvalioso, Kemidov se enteró de loque podía valer y mandó hacer unduplicado! ¡Con razón nos costó tanpoco robarlo! ¡Con razón estaba éltan dispuesto a enviarme a recorrerel mundo en busca del halcón! ¡Esusted un imbécil! ¡Un completoidiota! —Se llevó las manos a lacara y empezó a lloriquear.

Gutman se había quedadoboquiabierto y sus ojos

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parpadeaban sin expresión. Perotardó solo un momento en recobrarla compostura; una vez sus carnesfaciales dejaron de bambolearse,volvió a ser un gordo jovial.

—Vamos, vamos —dijo—, nohay por qué ponerse así. Todo elmundo yerra alguna vez, y puedeestar seguro de que para mí es ungolpe tan duro como paracualquiera. Sí, no hay ninguna duda,esto es cosa del ruso. Bien,caballero, ¿qué sugiere quehagamos? ¿Quedarnos aquí llorando

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a moco tendido y llamándonos detodo, o —hizo una pausa, y susonrisa fue la de un querubín—volvernos a Constantinopla?

Cairo apartó las manos de lacara y lo miró con ojos muysaltones.

—¿Está usted...? —No pudoterminar: el asombro precedió a laplena comprensión.

Gutman dio dos palmadas. Susojos centelleaban. Cuando volvió ahablar, lo hizo con un ronroneo decontento:

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—He codiciado ese pequeñoobjeto durante diecisiete años, losque he invertido en ir tras él. Si espreciso dedicar un año más, bueno,eso tan solo representará un... —suslabios se movieron en silencio alcalcular—, poco más de un cincopor ciento de tiempo añadido.

El levantino soltó una risita.—¡Yo voy con usted! —

exclamó.De repente, Spade miró a su

alrededor mientras soltaba lamuñeca de la chica. El chico no

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estaba. Spade salió al pasillo. Lapuerta de la escalera estaba abierta.Torció el gesto, cerró la puerta yvolvió a la sala de estar. Recostadoen el marco, contempló a Gutman ya Cairo. Se quedó largo ratomirando a Gutman con gesto agrio.Luego, parodiando el ronroneo delgordo, dijo:

—¡Bien, caballero, debo decirque son ustedes un hatajo deladrones!

Gutman rió.—El hecho es que no tenemos

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gran cosa de que vanagloriarnos.Pero, bueno, todavía no estamosmuertos, y porque hayamos tenidoun pequeño tropiezo no se va aacabar el mundo. —Sacó la manoizquierda que tenía a la espalda yadelantó hacia Spade su lisa palmaregordeta—. Debo pedirle que medevuelva el sobre, caballero.

Spade no se movió. Su rostropermanecía impávido.

—Yo he cumplido con miparte —dijo—. Ahí está el bichoese. Si no es el auténtico, mala

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suerte para usted, pero no para mí.—Vamos, caballero —dijo

Gutman en tono persuasivo—, todoshemos fallado y no hay motivo paraesperar que ninguno de nosotroslleve la peor parte. Además... —Sacó la mano derecha que tenía a laespalda. Empuñaba una pequeñapistola, un arma con grabados eincrustaciones de plata, oro y nácar—. Resumiendo, caballero, tendréque pedirle que me devuelva losdiez mil dólares.

La cara de Spade no se alteró.

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Con un encogimiento de hombros,se sacó el sobre del bolsillo. Hizoademán de dárselo a Gutman, dudó,abrió el sobre y sacó un billete demil dólares. Después deguardárselo en el bolsillo delpantalón, remetió la solapa porencima de los otros billetes y lepasó el sobre a Gutman.

—Esto es por los gastos y eltiempo empleado —dijo.

Tras una breve pausa, Gutmanimitó a Spade encogiéndose dehombros y aceptó el sobre.

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—Bueno, caballero —dijo—,ahora le diremos adiós, a no serque... —las carnes en torno a susojos se arrugaron—, a no ser quequiera emprender viaje connosotros a Constantinopla. ¿No?Lástima, me habría gustado que nosacompañara. Me cae usted bien, esun hombre de recursos y de buencriterio. Y como sabemos que eshombre de buen criterio, estamostranquilos sabiendo que podemosdespedirnos con todas las garantíasde que mantendrá en secreto los

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detalles de nuestro pequeñonegocio. Sabemos que podemoscontar con que sabrá valorar elhecho de que, tal como está lasituación, toda dificultad quepodamos tener con las autoridadesen relación con lo ocurrido estosúltimos días les afectaría también austed y a la señoritaO’Shaughnessy. Estoy convencidode que le sobra astucia parareconocerlo.

—Descuide, lo entiendo —contestó Spade.

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—Estaba seguro de ello. Ytambién lo estoy de que, ahora queno queda otra alternativa, sabráapañarse con la policía sin un chivoexpiatorio.

—Sí, me las apañaré —dijoSpade.

—Estaba seguro de ello. Bien,caballero, las despedidas brevesson las mejores. Adieu. —Hizo unagran reverencia—. Y adiós tambiéna usted, señorita O’Shaughnessy.Dejo esa rara avis encima de lamesa a modo de pequeño recuerdo.

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20 si te cuelgan

DURANTE casi cinco minutosenteros, una vez que Casper Gutmany Joel Cairo hubieron partidocerrando la puerta del apartamento,Spade permaneció inmóvil con lamirada fija en el tirador de lapuerta de la sala de estar, todavíaabierta. Los ojos mostraban unaexpresión lúgubre bajo la frentefruncida, debajo de la cual lashendiduras en el nacimiento de la

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nariz eran dos surcos rojos,profundos. Sus labios formaban unaespecie de puchero. Los retrajopara formar una V dura y se acercóal teléfono. No había miradotodavía a Brigid O’Shaughnessy,que estaba de pie junto a la mesa ylo observaba intranquila.

Spade descolgó el teléfono,volvió a dejarlo sobre la repisa yse inclinó para buscar algo en ellistín que colgaba de una esquina dela misma. Fue pasando las páginasrápidamente hasta encontrar la que

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buscaba; luego recorrió con el dedouna de las columnas, se enderezó ylevantó de nuevo el auricular.Marcó un número.

—Hola —dijo—, ¿está ahí elsargento Polhaus?... ¿Quiere ustedavisarle, por favor? Soy SamuelSpade... —Miró al vacío mientrasaguardaba—. Hola, Tom, tengoalgo para ti... Sí, mucho. Atiende: aThursby y a Jacobi los mató unchico llamado Wilmer Cook. —Ledescribió minuciosamente almuchacho—. Trabaja para un tal

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Casper Gutman. —Describió algordo—. Ese Cairo a quienconociste en mi casa pertenecetambién al grupo... Sí, exacto...Gutman se hospeda en elAlexandria, suite doce C, al menoshasta hoy. Acaban de marcharse deaquí y quieren poner tierra de pormedio, así que tendrás que darteprisa, pero probablemente noesperan que los vayan a pescar...Hay también una chica metida enesto, la hija de Gutman. —Describió a Rhea Gutman—.

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Ándate con ojo cuando vayas a porel chaval. Parece ser que es muybueno con la artillería... Así es,Tom, y aquí en casa tengo algo parati. Las pistolas que utilizó... Esomismo. Bueno, pisa el acelerador,¡y buena suerte!

Spade depositó el auricularsobre el gancho y el teléfono sobrela repisa. Se pasó la lengua por loslabios y se miró las manos. Teníalas palmas húmedas. Llenó de airesu amplio tórax. Los ojos lebrillaban entre los párpados tensos.

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Dio media vuelta y de tres rápidaszancadas se plantó en la sala deestar.

Brigid O’Shaughnessy,sobresaltada por lo repentino de suaparición, soltó el aire en unasuerte de breve risa ahogada.

Spade se encaró con ella, muycerca de la chica, alto, corpulento,fornido, sonriendo con frialdad, lamandíbula prominente y la miradadura, y dijo:

—Cuando los cojan,hablarán... de nosotros. Estamos

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sentados sobre un polvorín y solotenemos unos minutos para prepararla coartada. Cuéntamelo todo, yrápido. ¿Gutman os envió a ti y aCairo a Constantinopla?

Ella empezó a decir algo,dudó, se mordió el labio.

Spade le puso una mano en elhombro.

—Maldita sea, ¡habla! Estoyen esto contigo y no me la vas apegar. Habla de una vez. ¿Te envióél a Constantinopla?

—S-sí. Conocí allí a Cairo y

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le... le pedí que me ayudara.Después, los dos...

—Un momento. Le pediste quete ayudara ¿a conseguir el halcón demanos de Kemidov?

—Sí.—¿Para Gutman?Ella dudó de nuevo, se

encogió bajo la furiosa mirada deSpade, tragó saliva y dijo:

—No, entonces no. La idea eraquedárnoslo nosotros.

—Bien. ¿Y qué pasó luego?—Oh, me entró miedo de que

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Joel no jugara limpio conmigo, asíque... le pedí a Floyd Thursby queme ayudara.

—Y eso hizo. ¿Qué más?—Bueno, pues conseguimos el

pájaro y nos fuimos a Hong Kong.—¿Con Cairo? ¿O antes ya le

habíais dado esquinazo?—Lo dejamos plantado en

Constantinopla, en la cárcel. Algorelacionado con un cheque.

—¿Lo arreglasteis pararetenerlo allí?

Ella lo miró avergonzada y,

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con un hilo de voz, respondió:—Sí.—Bien. Tú y Thursby estáis en

Hong Kong con el pájaro. Sigue.—Verás, yo no lo conocía muy

bien, no sabía si era de fiar. Penséque así sería más seguro... Bueno,el caso es que conocí al capitánJacobi y me enteré de que su barcovenía para San Francisco, así que lepedí que trajera un paquete: elhalcón. No estaba segura de poderconfiar en Thursby, ni de que Joelo... o alguien a sueldo de Gutman no

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subiera también a bordo connosotros, y ese plan me pareciómejor.

—De acuerdo. Y entonces tú yThursby zarpasteis en un barco másrápido. ¿Qué pasó después?

—Después... después me entrómiedo de Gutman. Sabía que tenía agente, contactos, en todas partes, yque no tardaría en enterarse de loque habíamos hecho. Y tenía miedode que se enterara de que habíamoszarpado de Hong Kong rumbo a SanFrancisco. Gutman estaba en Nueva

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York, y yo sabía que si le avisabanpor telegrama tendría tiempo dellegar aquí antes que nosotros. Yasí fue. Entonces no lo sabía,simplemente me daba miedo esaposibilidad; no me quedaba másremedio que esperar hasta quellegara el barco de Jacobi. Y tuvemiedo de que Gutman melocalizara, o de que encontrara aFloyd y lo sobornara. Por eso acudía ti y te pedí que lo vigilaras...

—Mientes —dijo Spade—.Sabías muy bien que tenías a

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Thursby enganchado. Se pirraba porlas mujeres. Su expediente así lorefleja: los únicos tropiezos quetuvo fueron por asuntos de faldas. Yya sabes aquello de «genio yfigura...». Puede que no conocierassu historial, pero tenías que saberque no corrías peligro con él.

Brigid O’Shaughnessy sesonrojó y lo miró con timidez.

Spade dijo:—Querías quitarlo de en

medio antes de que Jacobi llegaracon el botín. ¿Cuál era tu plan?

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—Bueno, yo... supe que sehabía marchado del país encompañía de un jugador en apuros.Ignoraba de qué se trataba, peropensé que por poco seria que fuerala cosa, si Floyd veía que lo seguíaun detective creería que era por eseasunto pendiente, le entraría miedoy se marcharía. No se me ocurrióque...

—Tú le dijiste que lo estabansiguiendo. —Spade habló seguro desí mismo—. Miles no era muy listoque digamos, pero tampoco tan

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torpe como para dejarse ver laprimera noche.

—Se lo dije, es verdad.Aquella noche, cuando salimos adar un paseo, fingí que descubría alseñor Archer siguiéndonos y se loseñalé a Floyd. —Sollozó—. Perodebes creerme, Sam: yo jamáshabría hecho eso si hubiera sabidoque Floyd le mataría. Solopretendía asustarlo para que semarchara de la ciudad. Ni por unmomento pensé que fuera adispararle.

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Spade sonrió enseñando losdientes, pero sus ojos no estabanpara nada risueños.

—Si pensaste que no lo haría,encanto —dijo—, pensabas bien.

Cuando la chica levantó lacara tenía un aire de pasmoabsoluto.

—Thursby no le mató —dijoSpade.

Ahora la expresión de la chicaaunó el asombro con la incredu-lidad.

—Miles no era ningún lince —

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dijo Spade—, pero, ¡caramba!,llevaba muchos años haciendo dedetective como para dejarsesorprender por el hombre a quienestaba siguiendo. ¿Meterse en uncallejón sin salida, con la pistoladentro de la funda y el abrigoabrochado? Imposible. Era todo lotonto que pueda serlo un hombre,pero no hasta ese punto. Las dosúnicas salidas del callejón sepodían ver desde el lado de BushStreet que da sobre el túnel. Tú noshabías dicho que Thursby era un

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mal actor. No podría haberengañado a Miles para que entraraallí, ni tampoco obligarlo por lafuerza. Miles era tonto, ya digo,pero tampoco tanto.

Se pasó la lengua por elinterior de los labios y sonrió conafecto a la chica. Luego, dijo:

—Pero sí se habría metido enel callejón contigo, preciosa,teniendo la certeza de que no habríanadie más. Tú eras su cliente, demodo que Miles no habría tenidoreparo en abandonar el seguimiento

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si tú le dabas el visto bueno; y siluego lo alcanzabas y le pedías queentrara allí contigo, él no se iba anegar. Para eso sí era muy tonto. Sete habría comido con los ojos, sehabría relamido y habría sonreídode oreja a oreja, y luego tú tehabrías podido acercar a él todo lonecesario, en la oscuridad delcallejón, para meterle una ba-la enel cuerpo con la pistola que lehabías cogido aquella tarde aThursby.

Brigid O’Shaughnessy se

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apartó hasta que el canto de la mesafrenó su retirada. Mirándolo conojos aterrorizados, exclamó:

—¡No me hables de ese modo,Sam! ¡Sabes que no lo hice! Túsabes que...

—Basta. —Spade miró elreloj de pulsera—. La policíallegará de un momento a otro yestamos sentados sobre un polvorín.¡Habla!

La chica se llevó el dorso deuna mano a la frente.

—Oh, Sam, ¿por qué me

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acusas de semejante...?—Basta, he dicho —le exigió

él con voz grave, impaciente—. Noes lugar ni momento para unafunción de colegio. Escúchamebien: tenemos los dos un pie en elcadalso. —La agarró de lasmuñecas y la hizo ponerse de piedelante de él—. ¡Habla!

—Yo... Yo... ¿Cómo hassabido que él..., que se relamió yque...?

Spade soltó una carcajadaamarga.

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—Conocía a Miles. Perodejemos eso ahora. ¿Por qué lomataste?

De un tirón, ella liberó susmuñecas de la presa en que latenían los dedos de Spade, le echóambas manos a la nuca y le hizobajar la cabeza hasta que sus bocasestuvieron muy juntas, el cuerpo deella pegado al de él desde lasrodillas hasta el pecho. Él laestrechó con fuerza entre susbrazos. Los párpados de oscuraspestañas entrecerrados dejaban

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entrever los ojos de terciopelo dela chica. Cuando habló lo hizo envoz apagada y vibrante:

—Yo no quería, al principiono. No era mi intención. Ya te lo heexplicado, pero al ver que Floyd nose asustaba...

Spade le palmeó el hombro ydijo:

—Eso es mentira. Nos pedistea Miles y a mí que nos ocupáramosnosotros. Querías estar segura deque quien lo siguiera fuese alguienconocido, para que así fuera

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contigo después. Ese día, esanoche, le cogiste la pistola aThursby. Ya habías alquilado elapartamento del Coronet. Teníasequipaje allí, no en el hotel, ycuando rebusqué en el apartamentome encontré un recibo del alquilercon fecha de cinco o seis días antesde cuando me dijiste que lo habíasalquilado.

Ella tragó con dificultad; suvoz sonó humilde.

—Sí, es mentira, Sam. Teníaintención de hacerlo si Floyd...

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Sam, no puedo mirarte a la cara ydecirte esto. —Le hizo bajar más lacabeza hasta que sus mejillas setocaron, y con la boca pegada a laoreja de él, susurró—: Sabía queFloyd no se iba a asustarfácilmente, pero pensé que si sabíaque alguien lo estaba siguiendo, unade dos: o... ¡No puedo, Sam, nopuedo decirlo!

Se aferró a él y empezó asollozar.

—Pensaste que Floyd leplantaría cara y que uno de los dos

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acabaría cayendo —dijo Spade—.Si era Thursby, te habrías libradode él; si era Miles, te ocuparías deque apresaran a Floyd y así telibrarías de él. Es eso, ¿verdad?

—Más o menos, sí.—Y cuando viste que Thursby

no tenía intención de plantarle cara,le cogiste la pistola y te ocupaste túmisma de hacerlo, ¿no?

—Sí, bueno, no exactamente.—Pero casi. Y tu plan fue ese

desde un principio. Pensaste que lecargarían el asesinato a Floyd.

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—Yo..., bueno, pensé quepermanecería detenido hastadespués de que llegara Jacobi conel halcón y...

—Y no sabías entonces queGutman estaba aquí y te andababuscando. No lo sospechabas; de locontrario, no te habrías librado detu pistolero. Supiste que Gutmanestaba aquí tan pronto te enterastede que habían matado a Thursby.Eso te empujó a buscar otroprotector y entonces recurriste a mí.¿Es verdad o no?

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—Sí, pero... ¡Oh, cariño!, nofue solamente por eso, habríaacudido a ti tarde o temprano.Desde el primer día que te vi supeque...

—¡Ángel mío! —dijo Spadecon ternura—. Mira, si tienes suertedentro de veinte años saldrás deSan Quintín, y entonces me vienes abuscar.

Ella apartó bruscamente lamejilla y echó la cabeza hacia atrásmirándolo sin comprender.

Él estaba pálido. Con ternura,

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dijo:—Dios quiera que no te

cuelguen de ese lindo cuello,cariño. —Deslizó las manosacariciándole la garganta.

Ella se apartó de golpe,chocando con la mesa, y quedóencorvada con ambas manos entorno al cuello. Tenía el rostrodesencajado, la mirada ida. Suboca, seca, se abrió y se cerró.Luego, con voz apagada,apergaminada, dijo:

—No irás a... —Fue incapaz

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de terminar la frase.La cara de Spade tenía ahora

un tono cerúleo. Su boca sonrió, yen torno a los ojos brillantesaparecieron pequeñas arrugas. Lavoz sonó afable y dulce cuandodijo:

—Sí, voy a entregarte. Lo másprobable es que te condenen acadena perpetua. Eso quiere decirque saldrás dentro de veinte años.Eres un ángel. Yo te estaréesperando. —Se aclaró la voz—: Ysi te cuelgan, te recordaré siempre.

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Ella dejó caer las manos y seenderezó ante él. La expresión sevolvió diáfana, sin otra muestra deinquietud que un leve brillo de dudaen los ojos. Le devolvió la sonrisay habló sin alzar la voz:

—Sam, eso no lo digas ni enbroma. ¡Ay, por un momento me hasasustado! Creía realmente que...Siempre tienes esas salidas tanviolentas e impredecibles... —Noterminó. Adelantando la cara haciala de él, lo miró de hito en hito. Susmejillas y su boca temblaban, y el

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miedo volvió a apoderarse de susojos—. Pero ¿qué...? ¡Sam! —Sellevó de nuevo la mano a lagarganta y perdió su porte erguido.

Spade se echó a reír. Teníahúmeda de sudor la cara cerúlea, yno pudo conservar la dulzura en lavoz, aunque sí la sonrisa.

—No seas estúpida —graznó—. Vas a pagar los platos rotos.Con lo que esos pájaros soltaráncuando los pillen, tú o yo tendremosque pagar. A mí me ahorcaríanseguro. Tú, en cambio, puede que

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salgas mejor parada. Bueno, ¿qué?—Pero... pero, Sam, ¡no

puedes hacer eso! Después de...,¡después de lo nuestro! No puedes...

—Y un cuerno que no.La chica inspiró larga y

temblorosamente.—¿Todo ha sido un juego,

entonces? ¿Fingías que teimportaba, solo para tenderme estatrampa? ¿Yo no te importaba... enabsoluto? ¿No me querías, no mequieres?

—Sí, me parece que sí —dijo

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Spade—. ¿Qué más da? —Losmúsculos que sostenían el rictus desu sonrisa sobresalieron comoverdugones—. Yo no soy Thursby.Ni Jacobi. No pienso hacer elidiota por ti.

—¡No es justo! —exclamóella. Acudieron lágrimas a sus ojos—. Además, es... despreciable portu parte. Sabes que no fue por eso.No puedes decir una cosa así.

—¿Que no? Viniste a mi camapara que no te hiciera máspreguntas. Ayer me hiciste salir de

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aquí en busca de Gutman con esafalsa llamada de auxilio. Anocheviniste aquí con ellos, me esperasteabajo y luego subiste conmigo.Estabas en mis brazos cuando secerró el cepo; no podría habersacado el arma si hubiera llevadouna encima, ni podría habermeliado a puñetazos si hubiera optadopor eso. Y si no te han llevado conellos es solo porque Gutman esdemasiado sensato como para fiarsede ti, salvo esporádicamente,cuando no le queda más remedio, y

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porque pensó que como yo sería tanbobo de no hacerte daño a ti,tampoco podría hacerle daño a él.

Brigid O’Shaughnessy restañólas lágrimas a golpes de pestaña.Dio un paso hacia Spade y se quedómirándolo a los ojos, con orgullo.

—Me has llamado embustera—dijo—, y ahora el que mienteeres tú. Mientes si en el fondo de tucorazón, y a pesar de todo lo que yohaya hecho, no reconoces que tequiero.

Spade hizo una reverencia, tan

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fugaz como brusca. Empezaba atener los ojos inyectados en sangre,pero no hubo ninguna otraalteración en su cara húmeda,amarillenta y de sonrisa fija.

—Puede —dijo—. ¿Y qué?¿Debería fiarme de ti?, ¿tú, que lepreparaste ese truquito a... a mipredecesor, Thursby? ¿Tú, queliquidaste a Miles, contra el quenada tenías, a quemarropa, comoquien aplasta una mosca, solo porinculpar a Thursby? ¿Tú, queengañaste a Gutman, a Cairo, a

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Thursby, y ya llevamos tres? ¿Tú,que no has jugado limpio conmigoni media hora seguida desde que teconozco? ¿Yo tendría que fiarme deti? No, cariño, no. Ni que pudierame fiaría. ¿Por qué iba a hacerlo?

Ella seguía mirándolo confirmeza, y su voz apagada sonófirme cuando respondió:

—¿Por qué? Si has estadojugando conmigo, si no me quieres,entonces no hay respuesta. Si mequisieras, no sería necesariarespuesta alguna.

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En el blanco de los globosoculares de Spade aparecieronhilillos rojos de sangre; suprolongada sonrisa se habíaconvertido en una mueca temible.Carraspeó y dijo:

—Ahora no sirve de nadahacer discursos. —Le puso unamano en el hombro. La manotemblaba, crispada—. No importaquién quiere a quién; no piensohacer el bobo por ti. No voy aseguir los pasos de Thursby y desabe Dios quién más. Asesinaste a

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Miles y vas a pagar por ello. Yopodría haberte ayudado dejandoque se fueran los otros ymanteniendo a distancia a la policon alguna argucia. Es tarde paraeso: ya no puedo ayudarte. Yaunque pudiera, no lo haría.

Ella puso una mano sobre laque él había apoyado en su hombroy dijo, con un hilo de voz:

—Entonces no me ayudes,pero no me hagas daño tampoco.Deja que me marche.

—No —dijo Spade—. Si no te

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puedo entregar a ti cuando llegue lapolicía, estoy perdido. Es lo únicoque puede impedir que acabe entrerejas con los otros tres.

—¿No vas a hacer eso por mí?—No me pidas que haga el

primo.—Te lo ruego, no hables así.

—Le bajó la mano del hombro y sela llevó a la mejilla—. ¿Por quétienes que hacerme esto, Sam? Elseñor Archer tampoco significabatanto para ti como...

—Miles era un hijo de perra

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—dijo Spade con la voz quebrada—. Lo descubrí a la semana deempezar a trabajar juntos y miintención era mandarlo a paseo alterminar el año. Matándolo no meperjudicaste en lo más mínimo.

—¿Entonces?Spade retiró la mano de las de

ella. Ya no sonreía ni torcía elgesto. Su húmedo rostro pálidotenía una expresión glacial, lasarrugas muy marcadas; los ojos leardían.

—Escucha —dijo—. Es

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perfectamente inútil. Tú nunca loentenderás, pero voy a probar otravez y luego lo dejamos. Escuchabien: se supone que si matan a tusocio tienes que hacer algo alrespecto. No importa lo quepensaras de él, era tu socio y debesactuar de alguna manera. Ten encuenta, además, la naturaleza de miprofesión. Si matan a un miembrode una agencia de detectives, esmala cosa dejar que el asesinoquede impune. Malo para esaagencia en particular y malo para

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los detectives en general. Tercero,soy detective privado, y esperar demí que persiga a criminales paradespués soltarlos es como pedirle aun perro que cace un conejo y luegolo deje escapar. Se puede hacer, deacuerdo, y a veces se hace, pero noes lo propio. Solo podría habertedejado marchar permitiendo queescaparan Gutman, Cairo y elchaval. Y eso...

—No hablas en serio,¿verdad? —dijo ella—. Noesperarás que crea que todo eso que

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estás diciendo es motivo suficientepara mandarme al...

—Espera a que termine yluego podrás hablar. Cuarto,independientemente de lo que yoquisiera hacer ahora, me sería deltodo imposible dejarte ir sin queello supusiera acabar entre rejascon los demás. Por lo demás, notengo absolutamente ningún motivopara fiarme de ti, y si te dejaraescapar y yo saliera bien librado, túsiempre tendrías algo que utilizaren mi contra cuando te diese la gana

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hacerlo. Con eso van cinco. Vamospor el punto número seis: puestoque yo también tengo de quéacusarte, nunca sabría en quémomento podrías decidir meterme amí una bala en el cuerpo. Séptimo,no me gusta para nada la idea deque pudiese haber una probabilidadentre cien de que me hubierasengañado como a un chino. Yoctavo... No, es suficiente. Todoeso por un lado. Puede que algunospuntos carezcan de importancia, note lo voy a discutir. Pero fíjate

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cuántos hay. Bien, y en el otro lado,¿qué tenemos? Solamente el hechode que quizá me quieres y que yoquizá te quiero a ti.

—Tú tienes que saber si mequieres o no —susurró ella.

—No lo sé. Es fácil perder lacabeza contigo. —La miró de arribaabajo con avidez y luegonuevamente a los ojos—. Pero nosé lo que quiere decir eso. ¿Acasolo sabe alguien? Y, suponiendo queyo lo supiera, ¿qué? Quizá dentrode un mes no lo sabría. No sería la

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primera vez que me ocurre...cuando la cosa ha durado hasta esepunto. ¿Y entonces qué? Puespensaré que he hecho el idiota. Y sihiciera lo que dices y me enviaran achirona, estaría claro que habríahecho el imbécil. Por otro lado, site entrego lo sentiré muchísimo,habrá algunas noches horribles,pero se me pasará. —La agarró porlos hombros y se inclinó hacia ellaechándola hacia atrás—. Mira, sitodo eso no te dice nada, olvídalo yvamos a expresarlo de otra manera:

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no lo haré porque todo mi ser mepide hacerlo, ¿entiendes?; porquetodo yo quisiera hacerlo y al cuernolas consecuencias..., y porque,maldita seas, tú contabas con queyo reaccionaría así, igual quecontaste con ello por lo querespecta a los otros.

Spade retiró las manos y lasdejó caer a los costados.

Ella tomó la cara de él entresus manos y le bajó de nuevo lacabeza.

—Mírame —le dijo— y dime

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la verdad. ¿Me habrías hecho estosi el halcón hubiera sido auténtico ytú hubieras cobrado lo convenido?

—¿Qué puede importar esoahora? No estés tan segura de quesoy tan corrupto como piensanalgunos. Esa fama sirve a vecespara salir adelante en estaprofesión: te salen trabajos muybien pagados y hace que sea másfácil tratar con el enemigo.

Ella siguió mirándolo y nodijo nada.

Spade movió un poco los

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hombros antes de continuar.—Bueno, al menos un buen

montón de dinero habría sido unacosa más a añadir en el otro platode la balanza.

Ella levantó la caraacercándola a la de él. Tenía laboca entreabierta y los labiosligeramente salidos hacia fueracuando susurró:

—Si me quisieras nonecesitarías nada más en ese otroplato.

Spade apretó los dientes y, a

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través de ellos, dijo:—No pienso hacer el idiota

por ti.Ella acercó lentamente los

labios a los de él, lo rodeó con losbrazos y se dejó abrazar por él. Asíestaban cuando sonó el timbre.

Con el brazo izquierdoalrededor de BrigidO’Shaughnessy, Spade abrió lapuerta de la escalera. Eran elteniente Dundy y el sargentoinspector Tom Polhaus,acompañados por otros dos

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policías de paisano.Spade dijo:—Hola, Tom. ¿Les has echado

el guante?—Sí —dijo Polhaus.—Fantástico. Adelante. Aquí

tenéis a otra. —Spade hizo avanzara la chica—. Ella mató a Miles. Ytengo algunas pruebas para eljuicio: las pistolas del chico, una deCairo, una estatuilla negra que es elorigen de todo este embrollo, y unbillete de mil dólares con el quepretendían sobornarme. —Miró a

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Dundy, enarcó las cejas, se inclinóhacia adelante para mirar fijamentea la cara del otro y reventó de risa—. Pero ¿se puede saber quédiablos le pasa a tu amiguito, Tom?Pone cara de desconsuelo, el pobre.—Se rió otra vez—. ¡Claro! Seguroque al oír lo que le contaba Gutmanhabrá pensado que por fin me teníaen el bote.

—Venga, Sam —rezongó Tom—. No hemos pensado...

—Y un cuerno que no —dijoalegremente Spade—. A este se le

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hacía la boca agua solo depensarlo, aunque a ti te supongo lobastante listo para entender que yole estaba tomando el pelo a Gutman.

—Déjalo, Sam —rezongó Tomotra vez, mirando inquieto a susuperior—. Además, lo hemossabido por Cairo: Gutman estámuerto. Ese chico acababa decoserlo a balazos cuando llegamosnosotros.

Spade asintió con la cabeza.—El gordo se lo podía esperar

—dijo.

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Effie Perine dejó a un lado elperiódico y saltó de la butaca deSpade cuando este entró en laoficina el lunes siguiente pocodespués de las nueve de la mañana.

—Buenos días, preciosa.—¿Es verdad lo que... eso que

trae el periódico? —preguntó ella.—Sí señora. —Spade dejó el

sombrero encima del escritorio y sesentó. Su tez tenía un tono pálido,pero las rayas se veían marcadas yalegres, y los ojos, aunque conalgunas venillas, estaban

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despejados.Ella, por su parte, tenía sus

ojos castaños muy abiertos, y en laboca, un gesto extraño. De pie allado de él, se lo quedó mirando.

Spade alzó la cabeza, sonrióun poco y dijo, en tono de chanza:

—Para que luego hables de tuintuición femenina.

Ella le contestó con una voztan rara como la expresión quelucía en el semblante:

—¿En serio le hiciste eso,Sam?

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Él asintió con la cabeza.—Soy un detective,

¿recuerdas? —La miró de hito enhito, le pasó un brazo por la cinturay descansó la mano en su cadera—.Esa chica mató a Miles, encanto —dijo con suavidad—, así, por lasbuenas. —Chasqueó dos dedos dela otra mano.

Ella se escabulló como si elbrazo de él le quemara, y luego, convoz entrecortada, dijo:

—No me toques, por favor telo pido. Sí, ya sé. Sé que tienes

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razón. La tienes, pero no me toques.Ahora no, por favor.

La cara de Spade se puso tanblanca como el cuello de su camisa.

Alguien zarandeó el tirador dela puerta del pasillo. Effie Perinedio media vuelta al instante y fue ala antesala cerrando la puerta alsalir. Instantes después volvió aentrar, cerrando de nuevo.

—Ha venido Iva —dijo en vozbaja y sin expresión.

Spade, sin levantar la vista dela mesa, asintió con un movimiento

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casi imperceptible de cabeza.—Ya —dijo, estremeciéndose

—. Bueno, hazla pasar.

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CUENTOS

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demasiados han vivido

LLEVABA una corbata tan naranjacomo una puesta de sol. Erarobusto, alto y entrado en carnes,pero no fofo. Su cabello oscuropeinado con raya en medio y muyadherido al cráneo, sus firmesmejillas, así como las prendas debuen corte e incluso las orejasmenudas y sonrosadas —muypegadas a los costados de la cabeza—, no parecían sino matices de unamisma superficie uniforme. Podía

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tener entre treinta y cinco años ycuarenta y cinco.

Se sentó al lado del escritoriode Samuel Spade, ligeramenteinclinado hacia adelante sobre subastón de ratán, y dijo:

—No. Solo quiero queaverigüe qué le ha pasado. Confíoen que no lo encuentre nunca.

Sus ojos verdes saltonesmiraron al detective consolemnidad.

Spade se reclinó en la butaca.Su cara, a la que las uves del

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huesudo mentón, la boca, lasventanas de la nariz y las cejastirando a espesas daban un airesatánico nada desagradable, semostró tan educadamente atentacomo su voz.

—¿Por qué? —dijo.El hombre de ojos verdes

habló quedo y seguro de sí mismo:—Sé que puedo confiar en

usted, Spade. Su reputación encajacon la idea que yo tengo de undetective privado. Por eso heacudido a usted.

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Spade asintió de un modo queno le comprometía a nada.

—Y el precio que pida, si esjusto, me parecerá bien —añadió elde los ojos verdes.

Spade asintió igual que antes:—Lo mismo digo, pero

necesito saber qué es lo que quierea cambio. Veamos, usted quiereaveriguar qué le ha sucedido aese... Eli Haven, pero poco leimporta de qué se trate.

El hombre de ojos verdes bajóla voz, pero no hubo el menor

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cambio en su expresión:—En cierto modo, sí me

importa. Supongamos que usted lolocaliza y se las apaña para que novuelva nunca: eso podría valer másdinero.

—¿Aunque él no estuvieradispuesto a quedarse donde sea queesté?

—Especialmente en ese caso—respondió el de los ojos verdes.

Spade sonrió, meneando lacabeza.

—Por cómo lo dice, eso

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podría valer más de lo que ustedpiensa. —Levantó sus manos degruesos dedos de los brazos de labutaca y puso las palmas haciaarriba—. Bien, ¿de qué se trata,Colyer?

La cara de Colyer se ruborizóligeramente, pero sus ojoscontinuaron mirando fríos y sinpestañear.

—Ese hombre está casado y amí me gusta ella. La semana pasadase pelearon y él se largó. Si puedoconvencerla de que se ha ido para

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siempre, es posible que ella pida eldivorcio.

—Me gustaría hablar con lamujer —dijo Spade—. ¿Quién esese Eli Haven? ¿A qué se dedica?

—Un mal tipo. No trabaja.Escribe poemas o algo así.

—¿Qué más puede contarmede él?

—Nada que Julia, su mujer, nopueda contarle. Ya hablará con ella.—Colyer se puso de pie—. Tengomuchos contactos. Es probable quemás adelante pueda conseguirle

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algún dato a través de ellos...Una mujer menuda de unos

veinticinco o veintiséis años abrióla puerta del piso. Llevaba unvestido de color azul pálido conbotones plateados. Era de senosgrandes pero esbelta, con hombrosy caderas estrechos. El orgullo desu porte habría resultado petulanteen una joven menos agraciada.

—¿La señora Haven? —inquirió Spade.

Ella dudó un momento antes deresponder:

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—Sí.—Vengo de parte de Gene

Colyer. Me llamo Spade. Soydetective privado. Colyer quiereque encuentre a su marido.

—¿Y lo ha encontrado?—Le he dicho que antes quería

hablar con usted.La sonrisa desapareció.

Después de mirarlo con gesto serio,detenidamente, la mujer dijo:

—Desde luego. —Abrió másla puerta y se hizo a un lado.

Una vez sentados en sendas

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sillas el uno frente al otro, en unasala de mobiliario barato que dabaa un patio donde unos niños jugabanarmando ruido, ella preguntó:

—¿Le dijo Gene por quédeseaba que localizara a Eli?

—Me dijo que si usted supieraque él no iba a volver más, quizá seatendría a razones.

La mujer guardó silencio.—¿Se ha marchado otras

veces de esta manera? —preguntóSpade.

—Bastantes.

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—¿Cómo es Eli?—Fantástico —dijo ella, sin

pasión—, cuando está sobrio; ycuando bebe se comporta, salvo porlo que respecta a mujeres y dinero.

—Bueno, eso quiere decir queen muchas cosas se comporta. ¿Ycómo se gana la vida?

—Es poeta, pero de eso no sevive.

—¿Entonces?—Bueno, de vez en cuando

trae algún dinero. Dice que es delpóquer y de las carreras, yo no lo

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sé.—¿Cuánto tiempo llevan

casados?—Cuatro años, casi. —La

mujer sonrió con sorna.—¿Siempre en San Francisco?—No. El primer año vivimos

en Seattle, y luego nos mudamosaquí.

—¿Él es de Seattle?La mujer negó con la cabeza.—De un pueblo de Delaware.—¿Qué pueblo?—No lo sé.

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Spade juntó un poco susespesas cejas.

—¿De dónde es usted?—No es a mí a quien está

buscando —respondió ella condulzura.

—Cualquiera lo diría, por suactitud —gruñó Spade—. Muy bien,¿qué amigos tiene su marido?

—¡A mí no me lo pregunte!Él hizo una mueca de

impaciencia.—Conocerá a alguno de

ellos... —insistió.

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—Claro. Está un tal Minera,uno que se llama Louis James yluego otro al que suele llamarConny.

—¿Quiénes son?—Hombres —dijo la mujer,

desabrida—. No sé absolutamentenada de ellos. Llaman por teléfonoo pasan a recogerlo; a veces losveo juntos por la ciudad. Es todo loque sé.

—¿Y a qué se dedican?Seguro que no serán todos poetas.

Ella se rió.

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—Podrían intentarlo. Uno deellos, ese Louis James, trabaja paraGene, me parece. Le aseguro que nosé más que lo que le he dicho.

—¿Cree que ellos podríansaber dónde se encuentra sumarido?

Ella se encogió de hombros.—Si lo saben, me toman el

pelo. Todavía aparecen por aquí devez en cuando para ver si ha dadoseñales de vida.

—¿Y las mujeres quemencionaba antes?

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—No las conozco.Spade miró al suelo con aire

pensativo y preguntó:—¿Qué hacía su marido antes

de no ganarse la vida escribiendopoemas?

—Un poco de todo: vendióaspiradoras, fue vagabundo, hizo demarino, de croupier, trabajó en elferrocarril, en una empresaconservera, de leñador, en una feriaambulante, en un periódico...

—¿Llevaba algún dinerocuando se fue?

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—Tres dólares que me pidió amí.

—¿Qué le dijo su marido?Ella se echó a reír.—Que si utilizaba mis

influencias ante Dios, volvería a lahora de cenar con una sorpresa paramí.

Spade levantó las cejas.—¿Tenían buena relación?—Sí, sí. Habíamos hecho las

paces tras la última pelotera un parde días atrás.

—¿Cuándo se marchó?

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—El jueves por la tarde; creoque eran las tres.

—¿Tiene alguna foto de sumarido?

—Sí.La mujer fue hasta la mesa que

había junto a una ventana, abrió uncajón y regresó con una fotografíaen la mano.

Spade contempló la imagen:rostro enjuto de ojos muy hundidos,boca sensual y una frente de arrugaspronunciadas dominada por unamata de revueltos cabellos rubios.

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Se guardó la fotografía deHaven en el bolsillo y cogió elsombrero. Al ir hacia la puerta, sedetuvo y preguntó:

—¿Qué tal es como poeta?,¿bueno?

Ella se encogió de hombros.—Depende de a quién se lo

pregunte.—¿Alguna muestra de su

trabajo?—No. —Sonrió—. ¿Cree que

puede estar escondido entre losversos?

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—Nunca se sabe. Volveré enotro momento. Medítelo mientrastanto, a ver si encuentra la manerade tranquilizarse un poco. Adiós.

Bajó por Post Street hasta lalibrería Mulford y pidió unejemplar de los poemas de Haven.

—Lo lamento —dijo la chica—. Vendí el último que me quedabala semana pasada... —Sonrió—. Alpropio señor Haven. Pero se lopuedo encargar.

—¿Le conoce usted?—Sólo de venderle libros.

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Spade frunció los labios ypreguntó:

—¿Qué día fue eso? —Le diouna de sus tarjetas—. Por favor. Esimportante.

La dependienta fue hasta unamesa, miró en las páginas de unregistro de ventas encuadernado enrojo y volvió con él en la mano.

—El miércoles pasado —dijo—, y se lo enviamos a un tal señorRoger Ferris. En el 1981 de PacificAvenue.

—Muchísimas gracias —dijo

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Spade.Salió de la librería, paró un

taxi y dio la dirección de RogerFerris...

La casa de Pacific Avenue erade cuatro plantas y piedra gris yestaba precedida por un estrechojardín. La habitación a la que unasirvienta rolliza hizo pasar a Spadeera amplia y de techo alto.

Spade tomó asiento, pero encuanto la sirvienta se hubomarchado se levantó y empezó apasearse por la habitación. Encima

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de una mesa había tres libros. En lacubierta de color salmón de uno deellos estaba impreso en rojo eldibujo de un rayo tocando tierraentre un hombre y una mujer, y ennegro el título y el autor: Luces decolores, Eli Haven.

Spade cogió el libro y volvióa la silla.

En la guarda había unadedicatoria escrita en tinta azul; laletra era gruesa e irregular:

Para el bueno de Buck, quesabía de luces de colores, en

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recuerdo de aquellos tiempos.EliSpade pasó unas cuantas

páginas y leyó unos versos al azar.DeclaraciónDemasiados han vividoigual que vivimos nosotroscomo para que nuestras vidas

seanprueba de que vivimos.Demasiados han muertoigual que morimos nosotroscomo para que sus muertes

sean

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prueba de que morimos.Levantó la vista en el momento

en que un hombre vestido paracenar entraba en la habitación. Noera alto, pero su porte erguido lehacía parecer alto incluso cuandoestuvo frente al metro ochenta ypico de Spade. Sus ojos azules nohabían perdido vivacidad a pesarde los cincuenta y tantos años queaparentaba, su rostro bronceadotenía las carnes firmes, la frente eraamplia y lisa, y el cabello espeso ycorto, casi blanco. Todo él

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transmitía dignidad y gentileza.El hombre hizo un gesto de

cabeza indicando el libro queSpade tenía aún en la mano.

—¿Qué le parece?Spade sonrió, respondiendo:—Me temo que soy bastante

idiota. —Dejó el libro sobre lamesa—. Pero es por eso que veníaa verle, señor Ferris. ¿Conoce usteda Haven?

—Desde luego. Siéntese,señor Spade. —Él lo hizo en otrasilla, no lejos del detective—. Lo

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conocí cuando era un chaval. Noestará en un aprieto, ¿verdad?

—Todavía no lo sé —respondió Spade—. Estoyintentando localizarlo.

—¿Puedo preguntarle elmotivo? —dijo Ferris, dudando unpoco.

—¿Conoce a Gene Colyer?—Sí. —Ferris volvió a dudar,

y luego añadió—: Esto esconfidencial. Verá, tengo unacadena de cines en el norte deCalifornia y hace un par de años, a

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raíz de un conflicto laboral, alguienme dijo que Colyer era el hombreadecuado para solucionar las cosas.Así fue como lo conocí.

—Ya —dijo secamente Spade—. Mucha gente ha conocido aGene por esa vía.

—Pero ¿qué tiene que verColyer con Eli Haven?

—Es él quien quiere que loencuentre. ¿Cuándo vio a Haven porúltima vez?

—Estuvo aquí el juevespasado.

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—¿A qué hora se marchó?—Serían las doce de la noche,

más o menos. Vino a eso de las tresy media. No nos veíamos desdehacía años. Lo convencí para que sequedara a cenar —tenía muy malacara— y le presté un poco dedinero.

—¿Cuánto?—Ciento cincuenta dólares:

era todo lo que tenía en casa.—¿Dijo adónde iba cuando se

marchó?Ferris negó con la cabeza.

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—Solo dijo que metelefonearía al día siguiente.

—¿Y lo hizo?—No.—¿Lo conoce usted de toda la

vida?—Bueno, no exactamente. Eli

trabajó para mí unos quince odieciséis años; yo tenía una feriaambulante, primero a medias con unsocio y después por mi cuenta, y elchico siempre me cayó bien.

—Antes del jueves pasado,¿cuánto hacía que no lo veía?

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—Sabe Dios —respondióFerris—. Le había perdido la pistahace bastantes años. Y luego, elmiércoles, como caído del cielo,me llega ese libro, sin dirección ninada, solamente eso que está escritoa mano. Al día siguiente metelefoneó. Yo me puse contentísimoal saber que Eli estaba vivo y quese había sabido espabilar. Bien,pues, se presentó por la tarde yestuvimos como nueve horasseguidas hablando de los viejostiempos.

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—¿Le contó él lo que habíaestado haciendo desde entonces?

—Solo que había estado porahí, haciendo un poco de todo,tomándose un descanso cuandopodía. No se quejó mucho; tuve queobligarle a aceptar los cientocincuenta.

Spade se puso de pie.—Muchísimas gracias, señor

Ferris. Yo...Ferris lo interrumpió.—No hay de qué. Y no dude

en venir a verme si puedo ayudarle

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en algo.Spade miró el reloj.—¿Le importa que llame a mi

oficina para ver si hay algunanovedad?

—Adelante. Encontrará unteléfono en la habitación de al lado,a mano derecha.

Spade dio las gracias y salió.Al volver iba liando un cigarrillo ysu rostro era una máscarainexpresiva.

—¿Alguna noticia? —preguntóFerris.

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—Sí. Colyer ha llamado paracancelar la investigación. Hanencontrado el cadáver de Havenentre unos arbustos al otro lado deSan José, con tres balazos. —Sonrió, antes de añadir gentilmente—: Colyer ya me dijo que quizápodría averiguar algo gracias a suscontactos...

El sol de la mañana, a travésde las cortinas que protegían lasventanas del despacho de Spade,dibujaba dos grandes rectángulosamarillos en el suelo y confería un

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tono dorado a todo cuanto había enla habitación.

Spade estaba sentado a sumesa ojeando un periódico con airemeditabundo. No levantó la vistacuando Effie Perine entró desde laantesala y dijo:

—Está aquí la señora Haven.Él alzó entonces la cabeza.—Vamos mejorando —dijo—.

Hazla pasar.La señora Haven entró

rápidamente. Estaba blanca de caray tiritaba a pesar del abrigo de

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pieles y de que el día no era frío nimucho menos. Fue derecha haciaSpade y le preguntó:

—¿Lo mató Gene?—No lo sé —dijo Spade.—Necesito saberlo.La mujer empezó a sollozar.

Spade le tomó ambas manos.—Vamos, siéntese. —La

acompañó hasta una silla y luegopreguntó—: ¿Le ha dicho Colyerque ha cancelado la investigación?

Ella se lo quedó mirando,asombrada:

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—¿Cómo?—Anoche llamó para decir

que habían encontrado a su maridoy que ya no necesitaría misservicios.

La mujer agachó la cabeza y suvoz fue apenas audible cuando dijo:

—Entonces ha sido él.Spade se encogió de hombros.—Solo siendo inocente habría

decidido cancelar la investigaciónen ese momento; o tal vez seaculpable pero lo bastante listo ytemerario como para...

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Ella no lo estaba escuchando.Inclinada hacia adelante, habíaempezado a hablar en tono muyserio:

—Pero, señor Spade, usted nova a abandonar así como así,¿verdad? No va a permitir que él leimpida...

No había terminado de hablarcuando sonó el teléfono. Spade sedisculpó y contestó.

—¿Sí?... Oh, vaya...¿Entonces? —Frunció los labios—.Te avisaré. —Dejó lentamente el

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teléfono a un lado y volvió a mirara la señora Haven—. Colyer acabade llegar.

—¿Sabe que he venido? —preguntó ella.

—No estoy seguro. —Se pusode pie, fingiendo que no laobservaba con mucha atención—.¿Le preocupa?

Ella se mordió el labioinferior y dijo, no muy segura:

—No.—Bien. Diré que entre.La mujer levantó una mano

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como para protestar, la bajó, y sucara pálida recuperó el semblantenormal.

—Como quiera —dijo.Spade abrió la puerta.—Hola, Colyer. Pase.

Precisamente hablábamos de usted.Colyer inclinó la cabeza a

modo de saludo y entró en eldespacho con el bastón en una manoy el sombrero en la otra.

—¿Qué tal estás, Julia? —dijo—. Deberías haberme llamadodiciendo que venías. Te habría

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podido acompañar después alcentro.

—Es que... no sabía lo que mehacía.

Colyer se la quedó mirando unmomento más y luego desvió susinexpresivos ojos verdes hacia lacara de Spade.

—Bien, ¿ha conseguido ustedconvencerla de que yo no lo maté?

—Todavía no hemos entradoen eso —dijo Spade—. Solo estabatratando de dilucidar hasta quépunto hay motivos para sospechar

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de usted, Colyer. Siéntese.Colyer lo hizo con cierto

miramiento.—¿Y...? —preguntó.—Y entonces ha llegado usted.Colyer asintió con gesto serio.—Muy bien, Spade —dijo—;

le contrato otra vez para que ledemuestre a la señora Haven que nohe tenido nada que ver en esto.

—¡Gene! —exclamó ella convoz ahogada, adelantando las manosen un gesto de súplica—. Yo nodigo que lo hayas matado tú, quiero

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creer que tú no has sido..., perotengo mucho miedo. —Se cubrió elrostro con las manos y rompió allorar.

Colyer se le acercó y dijo:—Tranquila. Entre todos lo

aclararemos.Spade fue a la recepción y

cerró la puerta.Effie Perine dejó de teclear en

la máquina.—Alguien tendría que escribir

un libro sobre los seres humanos —dijo él, con una sonrisa—; son

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francamente curiosos. —Fue a porla botella de agua—. Por ahítendrás el número de WallyKellogg. Llama y pregúntale si sabedónde puedo encontrar a TomMinera.

Cuando regresó a su despacho,la señora Haven había dejado dellorar.

—Lo siento —dijo.—No pasa nada —dijo Spade.

Miró de reojo a Colyer—. ¿Sigocontratado?

—Sí. —Colyer se aclaró la

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voz—. Pero si ahora mismo no nosnecesita, quisiera llevar a la señoraHaven a casa.

—De acuerdo. Solo una cosa:según el Chronicle, fue usted quienlo identificó. ¿Cómo es que estabaallí?

—Me enteré de que habíanhallado un cadáver y decidí ir a ver—respondió pausadamente Colyer—. Ya le dije que tengo contactos.Lo supe a través de ellos.

—Muy bien —dijo Spade—;ya nos veremos. —Les abrió la

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puerta.Cuando Colyer y la señora

Haven estuvieron fuera, EffiePerine dijo:

—Encontrarás a Minera en elBuxton de Army Street.

—Gracias.Spade fue a buscar su

sombrero al despacho. Luego, unmomento antes de salir, dijo:

—Si no he vuelto dentro de unpar de meses, diles que encontraránallí mi cadáver.

Spade recorrió un sórdido

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pasillo hasta la maltrecha puertapintada de verde con el número411. Del otro lado le llegó unmurmullo de voces, pero no pudodistinguir ninguna palabra. Llamócon los nudillos.

Una voz de hombre,evidentemente impostada, preguntó:

—¿Qué hay?—Quiero ver a Tom. Soy Sam

Spade.Una pausa.—Tom no está.—Vamos, abra de una vez —

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gruñó Spade al tiempo que sacudíael tirador haciendo vibrar laendeble puerta.

Al poco rato un individuo alto,atezado, de veinticinco o veintiséisaños, abrió la puerta procurandoborrar la malicia de sus redondosojos oscuros y dijo:

—Al principio no hereconocido la voz.

La flaccidez de su boca hacíaque la barbilla pareciese máspequeña de lo que era. Llevaba unacamisa a rayas verdes, no muy

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limpia y con el botón del cuello sinabrochar; el pantalón gris estabaprimorosamente planchado.

—En los tiempos que correnhay que ir con ojo —dijosolemnemente Spade, cruzando elumbral. En la habitación, doshombres intentaban aparentarindiferencia ante su llegada.

Uno de ellos estaba recostadocontra la ventana limándose lasuñas. El otro estaba repantigado enuna silla con los pies apoyados enel canto de la mesa y un periódico

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abierto en sus manos. Miraron alunísono a Spade y siguieron con loque estaban haciendo.

Spade habló en tono jovial:—Siempre es un placer

conocer a los amigos de TomMinera.

Minera cerró la puerta y dijo,un tanto incómodo:

—Oh..., claro, señor Spade.Le presento a los señores Conrad yJames.

Conrad, el que estaba junto ala ventana, hizo un leve gesto

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educado con la lima de uñas. Era unpoco mayor que Minera, de estaturamediana, fornido, las facciones muymarcadas y unos ojos apagados.

James bajó un momento elperiódico, echó una fría y rápidaojeada a Spade y dijo:

—¿Qué tal, hombre?Reanudó su lectura. Era tan

corpulento como Conrad pero másalto, y su expresión tenía un aireastuto del que el otro carecía.

—Ah —dijo Spade—, yamigos también del difunto Eli

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Haven.El que estaba en la ventana se

lastimó un dedo con la lima y soltóuna maldición. Minera, trashumedecerse los labios, empezó ahablar a toda prisa con un dejelastimero en la voz:

—En serio, Spade, pero sihace una semana que no le veíamosel pelo.

A Spade pareció divertirle lasalida del hombre atezado.

—¿Se le ocurre algún motivopara que lo mataran?

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—Lo único que sé es lo quedice la prensa, que le habíanvaciado los bolsillos y que no teníaencima ni una cerilla. —Losextremos de su boca apuntaron alsuelo—. Pero, que yo sepa, estabasin blanca. El martes por la nocheno tenía un centavo.

Spade habló en voz queda:—He sabido que el jueves por

la noche consiguió algo de dinero.Minera, que estaba detrás de

Spade, contuvo audiblemente larespiración.

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—No se lo voy a discutir —dijo James—, pero yo no estoy alcorriente.

—¿Alguna vez había trabajadocon ustedes?

James dejó a un lado elperiódico y bajó los pies de lamesa. Dio la impresión de que lapregunta del detective le interesaba,pero de una manera ambigua.

—¿Se puede saber a qué serefiere?

Spade fingió sorpresa:—Digo yo que de algo

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trabajarán, ¿no?Minera se situó a un costado

de Spade.—Eh, oiga —dijo—. A Haven

lo conocíamos, y punto. No tenemosnada que ver con que le hayan dadopasaporte; no sabemos nada de eseasunto. Usted...

Sonaron tres decididos golpesen la puerta.

Minera y Conrad miraron aJames; este asintió con la cabeza,pero Spade ya estaba junto a lapuerta y la abría en ese momento.

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Era Roger Ferris.Spade pestañeó al verlo;

Ferris hizo lo propio al ver aSpade. Luego, Ferris alargó lamano, diciendo:

—Hombre, me alegro deverle.

—Adelante —dijo Spade.—Mire esto, señor Spade. —

La mano tembló al sacar delbolsillo un sobre ligeramentemanchado.

En el anverso estaban escritosa máquina el nombre y la dirección

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de Ferris. No llevaba sello decorreos. Spade sacó lo quecontenía, una tira de papel blancobarato. La desdobló. Estaba escritaa máquina:

Le conviene presentarse en lahabitación 411 del hotel Buxton deArmy St. hoy a las 5 de la tarde, espor lo del jueves pasado por lanoche.

No llevaba firma.—Para las cinco falta mucho

—dijo Spade.—Sí, sí —concedió Ferris—.

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He venido nada más recibirlo. Eljueves por la noche fue cuando Eliestuvo en mi casa.

Minera le sacudió un brazo aSpade, preguntando:

—¿Qué pasa aquí?Spade le mostró la nota al

hombre moreno. Minera le echó unvistazo y gritó:

—¡Oiga, Spade, yo no sé nadade esta carta!

—¿Los demás tampoco? —preguntó Spade.

—No —se apresuró a

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contestar Conrad.James dijo:—¿Qué carta?Spade miró momentáneamente

a Ferris con ojos soñadores yluego, como si hablara para símismo, dijo:

—Haven quería que ustedsoltara la mosca, claro.

—¿Qué? —dijo Ferrisruborizándose.

—Sí, hombre —Spade semostró paciente—: la mosca,dinero; chantaje...

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—Un momento, Spade —Ferris se puso muy serio—; no loestará diciendo en serio, ¿verdad?¿Por qué habría queridochantajearme?

Spade citó literalmente ladedicatoria del poeta difunto:

—«Para el bueno de Buck, quesabía de luces de colores, enrecuerdo de aquellos tiempos». —Miró sombrío a Ferris con las cejasligeramente levantadas—. ¿Quéluces eran esas? En el argot delcirco y las ferias ambulantes,

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¿cómo se dice cuando se tira aalguien de un tren en marcha?Hacerle luz roja. Exacto: luces decolor rojo. ¿A quién le hizo ustedluz roja, Ferris, que Haven supiera?

Minera se acercó a una silla,se sentó apoyando los codos en lasrodillas y la cabeza entre las manosy clavó la vista en el suelo. Conradrespiraba como si hubiera estadocorriendo.

—¿Y bien? —Spade apremióa Ferris.

Después de enjugarse la frente

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con un pañuelo y guardárselo en elbolsillo, Ferris respondió sin más:

—Fue un chantaje.—Y usted le mató.La respuesta de Ferris llegó

con la misma claridad y firmeza conque sus ojos azules miraron los grispálido de Spade.

—No. Se lo juro. Deje que leexplique lo que pasó. Eli me envióun libro, como ya le conté, yenseguida supe qué quería decir labromita de la dedicatoria. Al díasiguiente, cuando me telefoneó

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diciendo que vendría a casa paracharlar de los viejos tiempos y quele prestara un dinero en recuerdo deesos mismos viejos tiempos, no mecostó entender qué había queridodecir, de modo que fui al banco ysaqué diez mil dólares. Puede ustedcomprobarlo en el Seamen’sNational.

—Lo haré —dijo Spade.—Al final no hizo falta tanto.

Las cosas no le iban nada bien yconseguí que me aceptara cinco mil.Los otros cinco los ingresé de

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nuevo al día siguiente. Puedecomprobarlo.

—Lo haré —dijo Spade.—Le dejé claro que no quería

que me molestara más, que esoscinco mil eran los primeros y losúltimos que le daba. Le pedí quefirmase un papel conformedeclaraba haber colaborado en... enlo que yo había hecho, y lo firmó.Se marchó de casa poco después delas doce, y ya no volví a verlo más.

Spade dio unos golpecitos enel sobre que Ferris le había

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entregado.—¿Qué me dice de la nota?—Me la ha traído un recadero

a mediodía, y he venido enseguidapara acá. Eli me aseguró que nohabía hablado con nadie, pero vayausted a saber. No me quedaba otroremedio que enfrentarme a lo quefuera.

Spade se volvió hacia losotros con cara de palo.

—¿Y bien?Minera y Conrad miraron a

James, que hizo una mueca de

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impaciencia.—Sí, claro —dijo—. La carta

se la enviamos nosotros. Éramosamigos de Eli, y no le habíamosvisto el pelo desde que había ido aapretarle las tuercas a ese, ydespués va y lo encuentran muerto.Por eso se nos ocurrió hacerlovenir para que explicara qué habíapasado.

—¿Sabían lo del chantaje?—Desde luego. Estábamos

todos juntos cuando se le ocurrió laidea.

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—¿Y cómo fue que se leocurrió? —quiso saber Spade.

James extendió los dedos de lamano izquierda.

—Estábamos charlando ybebiendo, ya sabe, lo normal, cadauno contando sus cosas, y Eli nosexplicó que una vez había vistocómo un tipo tiraba a otro de un trencuando pasaban por un cañón, yresulta que dijo el nombre del quelo hizo: Buck Ferris. Y alguienpreguntó: «¿Qué pinta tieneFerris?». Eli le dio la descripción y

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luego añadió que hacía quince añosque no lo veía; y el otro suelta unsilbido y dice: «Apuesto a que es elmismo Ferris que es dueño de lamitad de las salas de cine de todoel estado. ¡Apuesto a que estaríadispuesto a dar algo para que nadiese fuera de la lengua!».

»Y, bueno, parece que a Eli legustó la idea, porque se quedó unmomento pensativo, muy callado.Al poco rato preguntó cuál era elnombre de pila del Ferris de loscines, y cuando el otro le dijo que

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Roger, Eli fingió desanimarse ydijo: «No, no es ese. Él se llamabaMartin». Le dejamos claro que nonos la daba con queso, y al finalconfesó que estaba pensando en ir aver al tipo. Y cuando el jueveshacia el mediodía me llamódiciendo que esa noche iba amontar una fiestecita en el bar dePogey Hecker, no me resultó difícilentender de qué iba la cosa.

—¿Cómo se llamaba elhombre al que tiraron del tren?

—Eso no quiso decirlo. Se

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negó en redondo. Es lógico.—Entiendo —dijo Spade.—Y luego, nada. No se

presentó en Pogey’s. Al final, a esode las dos de la mañana, llamamosa su casa para ver si estaba, pero sumujer nos dijo que no había vuelto.Estuvimos en el bar hasta las cuatroo las cinco y luego, pensando quenos la había jugado, le dijimos aPogey que lo cargara todo a sucuenta y nos largamos. Ya no hevuelto a ver a Eli, ni vivo nimuerto.

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—Puede —dijo Spade,comedido—. ¿No se lo encontraríausted unas horas después, lollevaría a dar una vuelta en coche,le cambiaría los cinco mil de Ferrispor unas balas y lo arrojaría al...?

Dos golpes fuertes sonaron enla puerta.

A Spade se le iluminó la cara.Fue a abrir.

Entró un joven. Era muyatildado y de muy buena planta.Llevaba una cazadora y tenía lasmanos metidas en los bolsillos.

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Nada más franquear la entrada sesituó de espaldas a la pared, a laderecha de la puerta. A renglónseguido entró otro joven. Este sesituó a la izquierda de la puerta.Aunque no se parecían de cara, lapulcritud compartida, la similitudde perfil anatómico y sus poses casiidénticas —espalda contra la pared,manos en los bolsillos, miradaalerta controlando a los presentes—hicieron que por un momentoparecieran gemelos.

Y entonces entró Gene Colyer.

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Saludó con un gesto de cabeza aSpade pero no prestó la menoratención a los otros. Sin embargo,James dijo:

—Hola, Gene.—¿Alguna novedad? —

preguntó Colyer a Spade.—Parece ser que este

caballero —Spade señaló a Ferrismoviendo el pulgar— estaba...

—¿Podemos hablar en algunaotra parte?

—Ahí está la cocina.Colyer volvió

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momentáneamente la cabeza hacialos dos jóvenes atildados, masculló«Liquidad al primero que semueva» y siguió a Spade hasta lacocina. Se sentó en una silla yestuvo mirando al detective sinpestañear mientras Spade lecontaba lo que había sabido delcaso.

Cuando el detective terminó dehablar, el hombre de los ojosverdes preguntó:

—¿Y qué opina de todo esto?Spade se lo quedó mirando

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con gesto pensativo antes deresponderle.

—Usted sabe algo. Megustaría saber de qué se trata.

—Encontraron el arma en unarroyo —dijo Colyer—, a unoscuatrocientos metros de donde lohallaron a él. Es la pistola deJames, lleva la marca de cuandouna vez en Vallejo un balazo se laquitó de la mano.

—Qué interesante —dijoSpade.

—Un muchacho, un tal

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Thurber, dice que James fue a verloel miércoles para encargarle quesiguiera a Haven. Thurber lolocalizó el jueves por la tarde,comprobó que estaba en casa deFerris y telefoneó a James. Este ledijo que se quedase allí y leexplicase adónde se dirigía Havencuando saliese, pero una mujer delvecindario se puso nerviosa alverlo rondando por allí, empezó amurmurar y al final la poli lo pescóa eso de las diez.

Spade frunció los labios y

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dirigió la vista al techo, pensativo.La mirada de Colyer era

inexpresiva, pero su cara redondaestaba perlada de sudor y la vozsonó ronca cuando dijo:

—Spade, voy a denunciar aJames.

Spade bajó la vista y la fijó enlos saltones ojos verdes.

—Es la primera vez que delatoa uno de mis hombres —añadióColyer—. Julia por fuerza tendráque creer en mi inocencia si se tratade uno de mis hombres y lo

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denuncio a la policía, ¿no?Spade asintió despacio:—Supongo que sí.Colyer apartó repentinamente

la vista y se aclaró la voz. Cuandovolvió a hablar fue solo para decir:

—Bien, allá voy.Minera, James y Conrad

estaban los tres sentados cuandoSpade y Colyer volvieron de lacocina. Ferris se paseaba de unlado a otro. Los dos jóvenesatildados no se habían movido desitio.

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Colyer se acercó a James.—¿Dónde está tu arma, Louis?

—le preguntó.James movió la mano derecha

unos centímetros hacia el costadoizquierdo a la altura del tórax, sedetuvo y dijo:

—Ah, es que no la he traído.Con la mano enguantada,

Colyer abofeteó a James y lo hizosaltar de la silla.

James se enderezó,farfullando:

—No se ponga así, jefe. —Se

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llevó una mano a la parte dolorida—. Ya sé que no debería haberlohecho, pero cuando Eli llamódiciendo que no quería enfrentarsea Ferris con las manos vacías y queno tenía ningún arma, le dije quetranquilo y le hice llegar la mía.

—Y también le enviaste aThurber... —dijo Colyer.

—Sentíamos curiosidad porsaber si llegaría hasta el final —musitó James.

—¿Y no podías haber ido túen persona, o enviar a otro?

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—Como Thurber habíaalborotado a todo el vecindario...

Colyer se dirigió a Spade:—¿Le ayudamos a llevarlo a

comisaría, o prefiere llamar alfurgón?

—Lo haremos como Diosmanda —dijo Spade.

Fue hasta el teléfono en lapared. Cuando apartó la vista, teníacara de palo y la mirada perdida.Lió un cigarrillo, lo encendió y ledijo a Colyer:

—Le pareceré tonto, pero yo

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creo que en lo que ha contado Louishay muchas respuestas acertadas.

James apartó la mano de lamejilla amoratada y miró a Spadecon cara de asombro.

—¿Y a usted qué le pasaahora? —gruñó Colyer.

—Nada —dijo Spade consuavidad—, salvo que lo veodemasiado ansioso por cargarle elmochuelo. —Expulsó el humo trasuna calada—. Por ejemplo, ¿cómoes que Louis deja allí su arma,sabiendo que tiene marcas que

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algunos pueden identificar?—¿Acaso he dicho yo que

tenga dos dedos de frente? —dijoColyer.

—Si estos chicos lo mataron,si sabían que estaba muerto, ¿porqué esperaron a que apareciera elcadáver y se armara todo el lío parair a por Ferris? ¿Qué sentido teníavaciarle los bolsillos a Haven si lohabían secuestrado? Tomarse tantasmolestias solo lo hace quien matapor un motivo distinto y quiere queparezca un robo. —Meneó la

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cabeza—. Tiene usted demasiadaprisa por endilgarles el muerto.¿Por qué t...?

—Eso ahora no importa —lointerrumpió Colyer—. Lo queimporta es por qué insiste tanto enque yo quiero endilgarle el muerto aLouis.

Spade se encogió de hombros.—Quizá para justificarse

delante de Julia lo antes y lo mejorposible; quizás incluso parajustificarse ante la policía. Y luegoestán sus clientes...

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—¿Qué? —dijo Colyer.Spade hizo un gesto

descuidado con el cigarrillo.—Ferris —dijo, desabrido—.

Lo mató él, claro.Los párpados de Colyer

registraron un temblor, aunque nollegó a parpadear.

—Primero —explicó Spade—, que nosotros sepamos es laúltima persona que vio a Eli convida, y eso siempre cuenta mucho.Segundo, de todos aquellos con losque he hablado antes de que

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apareciese el cadáver de Eli, es elúnico a quien le preocupaba sabersi yo creía que estaba ocultandoinformación. El resto de ustedessolamente pensaba que estababuscando a un tipo que habíadesaparecido. Ferris sabía que yoestaba buscando a un hombre al queél había matado, y por tantonecesitaba quedar libre de todasospecha. Incluso le dio miedo tirarese libro, porque se lo habíanenviado desde la librería y era unapista a seguir, y algún dependiente

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podía haber leído la nota escrita amano. Tercero, es el único a quienEli le parecía un chico encantador yuna excelente persona... por lasmismas razones. Cuarto, la historiasobre un chantajista que se presentaa las tres de la tarde, consiguecinco de los grandes sin apenasmover un dedo y luego se queda allíhasta la medianoche es una sandez,por muy bueno que fuera el whisky.Quinto, lo del papel quesupuestamente firmó Eli es todavíapeor, aunque sería bastante sencillo

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falsificar uno así. Sexto, de cuantosconocemos, es quien tenía el mejormotivo para querer ver muerto aEli.

Colyer asintió lentamente conla cabeza.

—Sí, pero...—Pero nada —dijo Spade—.

Es posible que hiciera eso de sacardiez mil dólares de su cuentabancaria y luego ingresara cinco, noreviste ninguna dificultad. Despuésrecibió a ese chantajista depacotilla en su casa, lo entretuvo

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hasta que los criados se fueron aacostar, le quitó la pistola que lehabían prestado, lo hizo bajar hastael coche, se lo llevó a dar un paseo—puede que lo hubiera matado ya,o puede que lo hiciera al llegar alos arbustos—, le vació losbolsillos para dificultar laidentificación y hacer que parecieseun robo, tiró el arma al arroyo yvolvió a casa...

Calló al escuchar una sirena enla calle. En ese momento, porprimera vez desde que había

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empezado su parlamento, miró aFerris.

Ferris estaba blanco como unasábana, pero le aguantó la mirada.

—Tengo la corazonada, Ferris—dijo Spade—, de que algoaveriguaremos también sobreaquello del tren. Hablando de Eli,me contó usted que tenía una feriaambulante a medias con un socio, yque luego llevó la empresa ustedsolo. No creo que nos sea muydifícil averiguar si su sociodesapareció o murió de muerte

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natural, o si todavía vive.Ferris ya no estaba tan

erguido. Se pasó la lengua por loslabios y dijo:

—Quiero ver a mi abogado.No pienso hablar hasta que hayavisto a mi abogado.

—Por mí no hay inconveniente—dijo Spade—. Está contra lascuerdas, Ferris, aunque reconozcoque a mí tampoco me gustan loschantajistas. Creo que Eli escribióun buen epitafio para ellos en eselibro de poemas: «Demasiados han

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vivido».

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solo pueden colgarteuna vez

SAMUEL Spade dijo:—Me llamo Ronald Ames.

Quisiera ver al señor Binnett...Timothy Binnett.

—Lo lamento —dijo elmayordomo, indeciso—, pero elseñor Binnett está descansando eneste momento.

—¿Le importaría averiguarcuándo puedo verlo? Es importante.

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—Spade carraspeó—. Verá, acabode llegar de Australia; es sobreunas propiedades que tiene allí elseñor Binnett.

El mayordomo giró sobre sustalones, dijo que iría a ver y nohabía terminado de hablar, que yaestaba subiendo la escaleraprincipal.

Spade lió un cigarrillo y loencendió.

El mayordomo volvió a bajar.—Lo siento; ahora no se le

puede molestar, pero le recibirá el

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señor Wallace Binnett, el sobrinodel señor Timothy.

—Gracias —dijo Spade, ysiguió escaleras arriba almayordomo.

Wallace Binnett, un hombreesbelto, apuesto y moreno, más omenos de la edad de Spade —treinta y ocho años—, se levantó deun sillón con brocados y dijo:

—Mucho gusto, señor Ames.Le indicó otra butaca al

visitante y se sentó otra vez.—¿Viene usted de Australia?

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—preguntó.—He llegado esta misma

mañana.—¿Es socio de mi tío Tim?Spade sonrió, negando con la

cabeza.—No, no, pero tengo cierta

información que creo deberíaconocer, y cuanto antes mejor.

Wallace Binnett mirópensativo al suelo unos instantes.

—Haré lo posible paraconvencerlo de que le reciba, señorAmes, pero, francamente, no sé...

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—¿Por qué? —dijo Spade,como si eso le sorprendiera unpoco.

Binnett se encogió dehombros.

—A veces es un poco raro.Entiéndame, la cabeza parece quele funciona perfectamente, pero estan excéntrico e irritable comocualquier anciano con mala saludy... bueno, a veces se pone un pocodifícil.

—¿Se ha negado ya a verme?—preguntó Spade.

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—Así es.Spade se puso de pie. Su

rostro de Satanás rubio permanecíainexpresivo.

Binnett levantó un mano.—No, espere —dijo—. Haré

lo posible para que cambie deopinión. Tal vez si... —Sus ojososcuros adoptaron una súbitamirada de cautela—. No será quequiere venderle algo, ¿verdad?

—No.El brillo de cautela

desapareció de los ojos de Binnett.

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—Bien, entonces creo quepuedo...

Una joven entró en esemomento exclamando muyenfadada:

—Wally, ese viejo chochoha... —Calló de repente al ver aSpade y se llevó una mano alpecho.

Spade y Binnett se habíanlevantado a la vez.

—Joyce —dijo Binnett,engolado—, te presento al señorAmes. Mi cuñada, Joyce Court.

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Spade hizo una reverencia.Joyce Court soltó una risita

incómoda y dijo:—Disculpe que haya entrado

como un torbellino.Era una mujer alta y morena de

veinticuatro o veinticinco años, conlos ojos azules, buenas espaldas yun cuerpo fuerte pero esbelto. Susfacciones, aunque carentes dearmonía, eran cálidas. Llevabapuesto un pijama azul de raso conlas perneras anchas.

Binnett le sonrió afablemente.

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—Bien, ¿a qué viene tantoalboroto? —preguntó.

La ira ensombreció de nuevolos ojos de la joven. Cuando sedisponía a hablar, miró a Spade yluego dijo:

—No deberíamos molestar alseñor Ames con nuestras estúpidascuitas domésticas. Pero si... —dudóun momento.

Spade hizo un ademán y dijo:—Cómo no. Adelante.—Será un momento —le

prometió Binnett, saliendo con ella

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de la habitación.Spade se llegó hasta el umbral

que acababan de franquear los dosy se quedó allí, sin salir, a laescucha. Los pasos se fueronperdiendo y se hizo el silencio.Estaba Spade allí de pie, con lamirada de sus ojos gris pálidoperdida, cuando sonó el grito:femenino, agudo y aterrorizado.Acababa de cruzar el umbralcuando oyó el disparo. Fue undisparo de pistola que reverberó,amplificado, en las paredes y los

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techos.A unos seis metros del umbral

Spade vio una escalera, subió lospeldaños de tres en tres y torció ala izquierda. Una mujer yacía bocaarriba en el suelo hacia la mitad delpasillo.

Arrodillado junto a ella,Wallace Binnett le acariciaba unamano, desesperado, gimiendo convoz sobrecogida: «¡Molly,querida!».

De pie, a su lado, estaba JoyceCourt, que se retorcía las manos

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mientras las lágrimas resbalabanpor sus mejillas.

La mujer tendida en el suelo separecía mucho a Joyce Court peroera mayor y, a diferencia del deesta, su rostro tenía una expresióndura.

—Está muerta, la han matado—dijo Binnett sin acabar decreérselo, volviendo hacia Spadesu cara pálida. Al desplazar él lacabeza, Spade pudo ver el agujerode bala en el vestido color canelade la mujer, a la altura del corazón,

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y la mancha oscura que rápidamentese extendía debajo.

Spade tocó el brazo de JoyceCourt.

—Policía, ambulancia... Vayaa telefonear. —Mientras ella corríahacia la escalera, se dirigió aWallace Binnett—: ¿Quién ha...?

Un gemido débil sonó a susespaldas.

Spade se volvió súbito. Unapuerta abierta le permitió ver a unanciano con pijama blancodesmadejado sobre una cama

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revuelta. La cabeza, un hombro y unbrazo colgaban de cualquier maneradel borde de la cama. Con la otramano se sujetaba la garganta. Elanciano gimió de nuevo y suspárpados aletearon pero sin llegar aabrirse.

Spade le levantó la cabeza ylos hombros y lo recostó en laalmohada. El viejo volvió a gemir yapartó la mano del cuello. Tenía lapiel enrojecida y media docena demoretones. Era un hombre delgadoy adusto con la cara surcada de

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arrugas, cosa que sin duda le hacíaaparentar más años.

Sobre la mesita de noche habíaun vaso de agua. Spade le mojó unpoco la cara y, cuando los ojos delviejo volvieron a aletear, se inclinóhacia él para preguntar en voz baja:

—¿Quién ha sido?Los nerviosos párpados se

abrieron lo suficiente como paramostrar una veta de ojos grisesinyectados en sangre. Llevándosede nuevo la mano a la garganta, elviejo habló con un gesto de dolor:

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—Un hombre... —Tosió.Spade hizo una mueca de

impaciencia. Sus labios rozaroncasi la oreja del anciano cuando loapremió:

—¿Hacia dónde ha ido?Una mano huesuda señaló

débilmente la parte posterior de lacasa y volvió a caer sobre la cama.

El mayordomo y dos asustadassirvientas se habían reunido conWallace Binnett en el pasillo juntoa la mujer muerta.

—¿Quién ha sido? —les

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preguntó Spade.Los tres lo miraron, azorados.—Que alguien cuide del viejo

—gruñó, y echó a andar pasilloabajo.

Al final había una escalera deservicio. Spade descendió dostramos, atravesó una despensa yentró en la cocina. No vio a nadie.La puerta estaba cerrada pero nocon llave, según comprobó alaccionar el tirador. Cruzó unestrecho patio trasero hasta unportal, cerrado pero de nuevo no

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con llave. Lo abrió. Daba a uncallejón y allí no había nadie.Suspiró, cerró el portal y regresó ala casa.

Spade estaba cómodamentesentado en una mullida butaca decuero en una habitación queocupaba la fachada del primer pisode la casa de Wallace Binnett.Había estantes con libros y lasluces estaban encendidas. Por laventana se veía la oscuridadexterior, diluida apenas por unafarola lejana. El sargento inspector

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Polhaus —un hombretón rubicundoy mal afeitado, con un traje oscuroque pedía a gritos una plancha—estaba enfrente de Spade,arrellanado en otra butaca de piel;el teniente Dundy —más bajo, muycorpulento, la cara cuadrada—estaba de pie en mitad de laestancia, con las piernas separadasy la cabeza ligeramente inclinadahacia adelante.

—... y el médico solo me hadejado hablar con el viejo unosminutos —estaba diciendo Spade

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—. Podemos intentarlo otra vezcuando haya descansado un poco,pero da la impresión de no sabergran cosa. Estaba echando unsueñecito y de repente se despiertaal notar que alguien lo tieneagarrado del cuello y lo arrastrapor la cama. Apenas ha podido verun instante al tipo que intentabaasfixiarlo. Dice que era grande, conun sombrero flexible calado hastalas cejas, moreno, sin afeitar. Igualque Tom, vaya. —Spade señaló conla cabeza a Polhaus.

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El aludido rió entre dientes,pero Dundy se limitó a decir:

—Continúa.Spade amagó una sonrisa y

prosiguió:—Estaba casi sin

conocimiento cuando oye gritar a laseñora Binnett. Entonces nota quelas manos dejan de apretarle elcuello, oye el disparo, y poco antesde desmayarse consigue entrever algrandullón yendo hacia la parte deatrás y a la señora Binnett cayendoal suelo en el pasillo. El viejo

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asegura que no había visto nunca aese tipo grandote.

—¿De qué calibre era elarma? —preguntó Dundy.

—Un treinta y ocho. Bien, elresto de las personas que hay en lacasa no ayuda mucho. Wallace y sucuñada, Joyce, dicen que seencontraban en la habitación de lajoven y que al salir corriendo nohan visto nada salvo el cuerpotendido en el suelo, aunque sí les haparecido oír algo, tal vez alguiencorriendo escaleras abajo..., la

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escalera de servicio.»El mayordomo —se llama

Jarboe— dice que se encontrabaaquí cuando ha oído el grito y eldisparo. Irene Kelly, la doncella,dice que estaba en la planta baja.La cocinera, Margaret Finn, alegaque estaba en su cuarto —tercerpiso, parte de atrás— y que no oyónada. Está sorda como una tapia,según dicen todos. La puerta de lacocina y el portal no estabancerrados pero deberían haberloestado, según todos. Nadie afirma

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haber estado en o cerca de lacocina o del patio en el momento delos hechos. —Spade abrió lasmanos en un gesto de terminación—. Esto es todo.

—¿Ah, sí? —dijo Dundy—.¿Y qué hacías tú en la casa?

La cara de Spade se animó.—Quizá la haya matado mi

cliente —dijo—. Ira Binnett, primode Wallace. ¿Lo conoces?

Dundy negó con la cabeza.Hubo dureza y suspicacia en susojos azules.

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—Es abogado en SanFrancisco —continuó Spade—, muyrespetable y todo eso. Hace un parde días vino a verme y me contóuna historia sobre su tío Timothy,un viejo ruin y tacaño, podrido dedinero y ahora bastante hecho polvotras una vida muy ajetreada. Era laoveja negra de la familia. Nadiehabía tenido noticias suyas enmuchos años, pero hace seis o sietemeses compareció en pésimascondiciones salvo por lo querespecta a su cartera —por lo visto

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sacó mucho dinero de Australia—,diciendo que quería pasar susúltimos días con sus únicosparientes vivos, los sobrinosWallace e Ira.

»Ellos, encantados. En suidioma, “únicos parientes vivos”quería decir “únicos herederos”.Pero al poco tiempo los sobrinosempezaron a pensar que era mejorser heredero en solitario quecompartir herencia, el doble debueno, concretamente, y trataron decamelarse al viejo cada cual por su

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cuenta. Bueno, al menos eso es loque Ira me contó de Wallace, y nome sorprendería nada que Wallacedijese otro tanto de Ira, aunqueparece que Wallace es el que estámás pelado de los dos. En fin, quelos sobrinos se pelearon y el tíoTim, que estaba alojado entonces encasa de Ira, se vino a vivir aquí. Deeso hace un par de meses. Ira no havuelto a ver a su tío desde entoncesni ha podido ponerse en contactocon él, por teléfono o por carta.

»Por eso decidió acudir a un

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detective privado. Él no creía quesu tío pudiera correr ningún peligro,ni mucho menos, hizo hincapié endejarlo claro, pero sí que pudieraestar siendo coaccionado o quetrataran de engatusarlo de algunamanera, o como mínimo que lecontaran mentiras acerca de susobrino Ira, y quería saber quéestaba pasando. Esperé hasta hoyporque atracaba un barcoprocedente de Australia y mepresenté aquí haciéndome pasar porun tal Ames que tenía una

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importante información quecomunicar al tío Tim acerca de suspropiedades en aquel país. Soloquería hablar con él quince minutos.—Spade frunció el entrecejo—.Bueno, pues no hubo manera.Wallace me dijo que el anciano senegaba a verme. No sé qué pensar.

El recelo se había afianzadoen los fríos ojos azules de Dundy.

—Y ese Ira Binnett, ¿dóndeestá ahora? —preguntó.

Spade respondió con un tonode voz tan cándido como su mirada.

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—Ojalá lo supiera. Hetelefoneado a su casa y a su oficinadejando recado de que venga cuantoantes, pero me temo que...

Alguien llamó enérgicamentedos veces con los nudillos a laúnica puerta de la habitación.Spade, Dundy y Polhaus sevolvieron a la vez.

—Pase —dijo el teniente.Abrió la puerta un agente de

policía rubio y bronceado cuyamano izquierda sostenía la muñecaderecha de un hombre orondo, de

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cuarenta o cuarenta y cinco años,vestido con un traje gris a medida.El policía lo hizo entrar en lahabitación.

—Lo he pillado forzando lapuerta de la cocina —dijo.

Spade miró al hombre orondoy dijo:

—¡Ah! —El tono fue desatisfacción—. Señor Ira Binnett, lepresento al teniente Dundy y alsargento Polhaus.

Binnett dijo a toda prisa:—Señor Spade, ¿quiere

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pedirle a este hombre que...?Dundy se dirigió al agente:—Puede retirarse. Buen

trabajo.El agente hizo un medio saludo

subiendo perezosamente una mano ala gorra y se marchó.

Dundy se encaró a Ira Binnettcon una mirada furibunda.

—Explíquese.Binnett lo miró a él y después

a Spade.—¿Es que ha...?Spade habló:

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—Más vale que diga por quéestaba en la puerta de atrás y no enla principal.

Ira Binnett se ruborizó deinmediato. La vergüenza le hizocarraspear.

—Yo... —titubeó— les debouna explicación. No ha sido culpamía, claro, pero cuando Jarboe, elmayordomo, ha telefoneado paraavisarme de que tío Tim queríaverme, ha dicho que dejaría lapuerta de la cocina sin cerrar y asíWallace no se enteraría de que...

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—¿Para qué quería verle sutío? —le interrumpió Dundy.

—Lo ignoro. Jarboe solo meha dicho que era muy importante.

—¿No le han dado mimensaje? —preguntó Spade.

Ira Binnett abrió mucho losojos.

—No. ¿De qué se trata? ¿Haocurrido algo? ¿Qué...?

Spade estaba yendo hacia lapuerta.

—Todo tuyo —le dijo aDundy—. Vuelvo enseguida.

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Cerró la puerta con cuidado alsalir y subió a la tercera planta.

Jarboe, el mayordomo, estabade rodillas frente a la puerta deTimothy Binnett, mirando por el ojode la cerradura. A su lado, en elsuelo, había una bandeja con unhuevo pasado por agua, tostadas,cafetera, taza, cubiertos y unaservilleta.

—Se le van a enfriar lastostadas —dijo Spade.

Jarboe se puso en pie deinmediato, volcando casi la cafetera

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con las prisas, y rojo de vergüenza,tartamudeó:

—Yo... eh... disculpe, señor.Solo quería asegurarme de que elseñor Timothy estaba despiertoantes de entrar con esto. —Recogióla bandeja—. No quería molestarlosi estaba descansando y...

—Está bien, está bien —dijoSpade, llegando a la altura de lapuerta. Se inclinó para mirar por elojo de la cerradura y luego, en untono vagamente quejumbroso,añadió—: No se ve la cama, desde

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aquí: solo una silla y parte de laventana.

El mayordomo se apresuró acontestar:

—En efecto, señor, ya me hedado cuenta.

Spade se echó a reír.El mayordomo tosió, dio la

impresión de que iba a decir algo, yal final no dijo nada. Tras dudar unmomento, llamó suavemente a lapuerta.

Una voz fatigada dijo:«Adelante».

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Spade, en voz baja, preguntódeprisa:

—¿Dónde está la señoritaCourt?

—Creo que en su habitación,señor, la segunda puerta a manoizquierda —respondió elmayordomo.

Desde el interior, la voz sonóenfurruñada:

—Entre de una vez.El mayordomo abrió la puerta

y, antes de que volviera a cerrarlauna vez dentro, Spade entrevió

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fugazmente a Timothy Binnettrecostado en la cama sobrealmohadones.

Fue hasta la segunda puerta amano izquierda y llamó. Casi deinmediato, Joyce Court le abrió lapuerta y permaneció en el umbral,sin sonreír ni pronunciar palabra.

—Señorita Court —dijo él—,antes, cuando ha entrado en lahabitación donde estábamoshablando su cuñado y yo, ha dicho:«Wally, ese viejo chocho ha...».¿Se refería a Timothy?

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Ella se lo quedó mirando unmomento.

—Sí —respondió.—¿Le importaría completar la

frase?—Mire —dijo ella, despacio

—, no sé quién es usted realmenteni por qué lo pregunta, pero no meimporta decírselo. La frase era «hamandado llamar a Ira». Jarboe melo acababa de comunicar.

—Gracias.Joyce Court cerró la puerta

antes de que él hubiera terminado

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de dar media vuelta.Spade regresó por donde había

venido y llamó a la puerta deTimothy Binnett.

—¿Y ahora quién es? —exigióel anciano.

Spade abrió la puerta. El viejoestaba incorporado en la cama.

—Ese Jarboe estaba espiandopor el ojo de la cerradura hace unosminutos —dijo Spade, y regresó ala biblioteca.

Ira Binnett, sentado en labutaca donde antes estuvo Spade,

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estaba diciéndoles a Dundy yPolhaus:

—Wallace, como la mayoríade nosotros, sufrió lasconsecuencias de la crisiseconómica, pero parece ser queamañó algunas cuentas bancariaspara salvarse y lo expulsaron de laBolsa.

Dundy hizo un gesto abarcandola habitación y el mobiliario.

—Esto no tiene mala pinta,tratándose de alguien que está enbancarrota.

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—Su mujer posee algún dinero—dijo Ira Binnett—, y Wallacesiempre ha vivido por encima desus posibilidades.

—Sinceramente ¿piensa que ély su señora no se llevaban muybien? —preguntó Dundy frunciendoel ceño.

—No es que lo piense —respondió Binnett—, lo sé.

Dundy asintió con la cabeza.—¿Y también sabe que siente

debilidad por la cuñada, la señoritaCourt?

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—Saberlo, no lo sé, pero heoído muchas habladurías en esesentido.

Dundy refunfuñó y preguntó,bruscamente:

—¿Qué dice el testamento delviejo?

—No tengo la menor idea.Tampoco sé si ha hecho uno. —Sedirigió a Spade, sumamente serio—: Les he contado todo lo que sé,absolutamente todo.

—No es suficiente —tercióDundy. Señaló la puerta con el

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pulgar—. Dile dónde tiene queesperar, Tom, y que pase otra vez elviudo.

—Está bien —dijo elgrandullón Polhaus. Salió con IraBinnett y al poco rato volvió conWallace Binnett, que traía unaexpresión tensa y estaba pálido.

—¿Su tío ha hecho testamento?—le preguntó Dundy.

—No lo sé —contestó Binnett.La siguiente pregunta la hizo

Spade, con suavidad:—¿Su esposa sí hizo

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testamento?La sonrisa de Binnett no

mostró el menor regocijo. Hablópausadamente:

—Voy a decir algunas cosasque preferiría no tener que decir.Mi esposa, estrictamente hablando,no tenía dinero. Hace un tiempo,cuando yo estaba pasando apuroseconómicos, transferí a su nombreciertas propiedades a fin deponerlas a salvo. Ella las convirtióen dinero sin que yo me enterarahasta más tarde. Con ese dinero

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pagó facturas y demás, los gastoshabituales, pero se negó adevolvérmelo y me aseguró quebajo ninguna circunstancia, tanto siella vivía como si no, tanto siseguíamos juntos como si nosdivorciábamos, me dejaría tocar niun solo céntimo del mismo. Yo lacreí, y no he cambiado de idea.

—¿Usted quería divorciarse?—preguntó Dundy.

—Sí.—¿Por qué?—No éramos felices en

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nuestro matrimonio.—¿Joyce Court?Binnett se ruborizó.—Admiro muchísimo a Joyce

Court —dijo, muy envarado—,pero de no ser así habría pedidoigualmente el divorcio.

Spade intervino.—¿Y está seguro,

completamente seguro, de que noconoce a nadie que encaje con ladescripción que ha dado su tío delhombre que quería estrangularlo?

—Completamente.

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El sonido del timbre de lapuerta les llegó amortiguado.

—Con eso basta —dijoDundy, de mal humor.

Binnett salió de la habitación.—Ese tipo me da mala espina

—dijo Polhaus—. Y...De la planta baja llegó el

estampido de un disparo.Las luces se apagaron.A oscuras, Spade y los dos

policías chocaron entre sí al cruzarel umbral para salir al pasillo. Elprimero en llegar a la escalera fue

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Spade. Oyó ruido de pisadas másabajo, pero no pudo ver nada hastallegar al recodo. La puertaprincipal, que estaba abierta,dejaba entrar la luz de la calle, ySpade pudo ver la silueta de unhombre situado de espaldas al vanode la puerta.

Dundy acababa de llegar,accionó una linterna y dirigió eldeslumbrante haz blanco hacia elrostro del hombre. Era Ira Binnett.Este parpadeó a causa delresplandor y señaló al suelo con el

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dedo.La luz de la linterna se movió

hacia los pies de Binnett. Jarboeyacía boca abajo y sangraba por elagujero de bala que tenía en lanuca.

Se oyó gruñir a Spade.Tom Polhaus bajó la escalera

a trompicones, seguido de cerca porWallace Binnett. La vozatemorizada de Joyce Court pudooírse un poco más arriba:

—¿Qué ha ocurrido? Wally,¿qué pasa?

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—¿Dónde están los fusibles?—ladró Dundy.

—Junto a la puerta del sótano,debajo de esa escalera de ahí —dijo Wallace Binnett—. ¿Qué pasa?

Polhaus fue rápidamente haciala puerta del sótano.

Spade emitió un sonidogutural, inarticulado, apartó aWallace Binnett y subió corriendola escalera. Pasó rozando a JoyceCourt, que gritó del susto, ycontinuó escaleras arriba. Cuandosolo le faltaban unos peldaños para

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llegar al tercer piso, oyó el disparo.Corrió al cuarto de Timothy

Binnett. La puerta estaba abierta.Entró.

Algo duro lo golpeó másarriba de la oreja derecha,haciéndolo caer de bruces yaterrizar sobre una rodilla. Al otrolado de la puerta algo cayó al suelocon un ruido sordo.

Volvió la luz.Timothy Binnett yacía boca

arriba en el suelo, en mitad de lahabitación, sangrando por un

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agujero de bala en el antebrazoizquierdo. Tenía la chaqueta delpijama desgarrada. Sus ojosestaban cerrados.

Spade se incorporó y se tocóla cabeza. Miró ceñudo al viejotendido en el suelo, miró lahabitación, la automática negra enel suelo junto a la puerta.

—Arriba, rufián —dijo—.Siéntese en una silla, a ver si puedopararle esa hemorragia hasta quellegue el médico.

El viejo no se movió.

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Sonaron pasos en el pasillo yapareció Dundy, seguido de los doshermanos Binnett. El teniente veníasofocado y furioso.

—La puerta de la cocina,abierta de par en par —dijo convoz entrecortada—. Entran y salencomo si...

—Olvídalo —dijo Spade—.El que nos interesa es el tío Tim.

No prestó la menor atención algrito ahogado de Wallace Binnett,ni a las miradas de incredulidad deDundy y de Ira Binnett.

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—Vamos, arriba —le dijo alanciano tendido en el suelo—.Cuéntenos qué es lo que vio elmayordomo al mirar por el ojo dela cerradura.

El viejo siguió sin moverse.—Ha matado al mayordomo

porque yo le dije que lo habíapillado espiando —explicó Spadedirigiéndose a Dundy—. Yotambién miré, pero no pude ver másque esa butaca y la ventana, aunquees verdad que antes habíamos hechoruido suficiente como para que el

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viejo volviera corriendo aacostarse. —Fue hasta la ventana yse puso a examinarladetenidamente. Meneó la cabeza,estiró un brazo hacia atrás y dijo—:Pásame la linterna.

Dundy se la puso en la mano.Spade abrió la ventana, se

asomó e iluminó el exterior deledificio con la linterna. Despuésresopló, sacó la otra mano y tironeóde un ladrillo que quedaba un pocomás abajo del alféizar. El ladrillose soltó al cabo de un rato. Spade

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lo dejó sobre el alféizar y metió lamano en el boquete que habíaquedado al retirarlo. Uno por uno,extrajo de dentro varios objetos:una funda negra de pistola, vacía;una caja de cartuchos medio llena, yun sobre de papel Manila sincerrar.

Con todo ello en la mano, sedio la vuelta y miró a los presentes.Joyce Court entró en ese momentocon una jofaina llena de agua y unrollo de gasas y se arrodilló junto aTimothy Binnett. Spade dejó la

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pistolera y los cartuchos encima deuna mesa y abrió el sobre. Conteníados hojas de papel escritas porambas caras con letra muydecidida. Spade leyó un párrafopara sus adentros, algo le hizosoltar una carcajada, volvió alprincipio y leyó, esta vez en vozalta:

—Yo, Timothy Kieran Binnett,en plena posesión de mis facultadesfísicas y mentales, declaro que estaes mi última voluntad y testamento.A mis queridos sobrinos, Ira

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Binnett y Wallace Bourke Binnett,en agradecimiento por el cariño y labondad demostrados al alojarme ensus respectivas casas y atendermeen el ocaso de mi vida, doy y lego,a partes iguales, todas misposesiones materiales, a saber, miosamenta y la ropa que ahoramismo me cubre.

»Les lego, además, los gastosque pueda generar mi funeral asícomo los siguientes recuerdos:primero, el de su buena fe al creerque los quince años que estuve en

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Sing Sing los pasé en Australia;segundo, el de su optimismo alsuponer que en esos quince años yohabía atesorado una gran riqueza yque, si vivía a su costa, les pedíaprestado y no gastaba nunca ni uncentavo de mi peculio, lo hacíaporque era un avaro cuyo botínellos heredarían, y no porque elúnico dinero que tenía era el queles sacaba a ellos; tercero, por suafán en pensar que les dejaría a unode los dos lo que pudiera poseer; y,para terminar, porque su patética

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falta del más mínimo sentido delhumor les impedirá comprender lodivertido que ha sido todo esto.Firmado... —Spade terminó de leer,levantó la vista y dijo—: No llevafecha, pero la firma dice TimothyKieran Binnett. Con muchafloritura.

Ira Binnett estaba rojo, casimorado, de ira, mientras queWallace se había puesto blancocomo un cadáver y temblaba depies a cabeza. Joyce Court habíadejado de curarle el brazo a

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Timothy Binnett.De pronto, el viejo se

incorporó y abrió los ojos. Miró asus sobrinos y se echó a reír. Fueuna risa exenta de histeria osenilidad; una risa sana, sonora ycampechana, que remitió poco apoco.

—Muy bien —dijo Spade—.Ya se ha divertido. Ahora hablemosde los asesinatos.

—Del primero no sé nada másque lo que le he explicado —dijo elviejo—, y esto de ahora no es un

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asesinato, porque yo solo...Wallace Binnett, que seguía

temblando sin poder controlarse,dijo entre dientes:

—Es mentira. A Molly lamataste tú. Joyce y yo salimos de lahabitación al oírla gritar, despuésescuchamos el disparo y la vimoscaer al pie de tu puerta, y de allí nosalió nadie.

El anciano habló conserenidad:

—Está bien, lo diré: ha sidoun accidente. Me dijeron que

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acababa de llegar un tipo venido deAustralia que quería hablarme deno sé qué propiedades mías. Algúngato encerrado tenía que haber —sonrió irónicamente—, puesto queyo jamás he estado en Australia.Ignoraba si uno de mis sobrinosestaba empezando a sospechar yquería tenderme una trampa, peroestaba convencido de que si Wallyno estaba detrás de ello, intentaríasonsacar al australiano sobre mipersona, y yo podría quedarme sinuno de mis hoteles gratuitos. —

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Soltó una carcajada y prosiguió—.Entonces he pensado: me pondré encontacto con Ira para poder volvera su casa si aquí las cosas se ponenfeas, y luego me quitaré de encimaal australiano. Wally siempre hapensado que me falta un tornillo —devoró con la mirada al aludido—y temía que pudieran encerrarme enun manicomio antes de testar en sufavor, o de que invalidaran eltestamento. Tiene muy malareputación, pobre, con todos esoslíos de la Bolsa, y sabe que ningún

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tribunal le nombraría gestor de misasuntos si yo me trastocaba deltodo, habiendo otro sobrino —lanzóuna mirada similar a Ira— que esun respetable abogado. Es entoncescuando entiendo que en vez dearmar un escándalo y arriesgarse aque yo acabe en el manicomio,Wallace acosará al «australiano»,así que le he montado un número aMolly, porque casualmente la teníaa ella a mano. Lástima que se lohaya tomado tan a pecho.

»He sacado un arma y he

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empezado a desvariar, diciendo quemis enemigos de Australia meespiaban y que iba a bajar y pegarleun tiro al intruso. Pero Molly se hapuesto muy nerviosa, ha intentadoquitarme la pistola y, no sé cómo,se ha disparado sola. Por eso hetenido que hacerme estas marcas enel cuello e inventar lo delgrandullón que queríaestrangularme. —Miró condesprecio a Wallace—. No sabíaque este me estaba encubriendo.Aunque siempre le he tenido en muy

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poca estima, me parece infame quehaya sido capaz de encubrir alasesino de su esposa, aunque no laquisiera, solo por dinero.

—Dejemos eso —dijo Spade—. ¿Y el mayordomo?

—No sé absolutamente nadadel mayordomo —respondió elviejo, mirando sin titubear aldetective.

Spade dijo:—Tenía que matar a Jarboe, y

rápido, antes de que él pudierahacer o decir algo. Pues bien, se

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escabulle por la escalera deservicio, deja abierta la puerta dela cocina para despistar, rodea lacasa hasta la puerta principal, llamaal timbre, cierra la puerta y seesconde al pie de los escalones, alamparo de la puerta del sótano. Ycuando Jarboe va a ver quién es,usted le dispara —el agujero debala lo tiene en la nuca—, corta lacorriente accionando el interruptorque hay en el sótano y vuelve asubir sigilosamente, a oscuras, ydespués se dispara con cuidado en

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el brazo. Pero yo llego demasiadopronto, de manera que me golpeacon la culata, tira la pistola alpasillo y se tumba en el suelomientras yo estoy viendo lasestrellas.

El viejo habló de nuevodesdeñosamente:

—Es usted un...—Basta —dijo Spade,

paciente—. No discutamos. Laprimera muerte ha sido accidental,bien. La segunda no podía serlo deninguna manera. Y no será difícil

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comprobar que las dos balas, y laque tiene usted en el brazo, fuerondisparadas por la misma arma.Poco importa cuál de las dosmuertes podamos demostrar que esun homicidio en primer grado. Sololo pueden colgar una vez. —Yañadió, sonriendo con simpatía—:Y eso es lo que van a hacer.

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un tal samuel spade

SAMUEL Spade dejó el teléfono aun lado y miró el reloj de pulsera.No eran las cuatro todavía.

—¡Yuuu-juuu! —llamó en vozalta.

Effie Perine entró desde larecepción comiendo un pedazo depastel de chocolate.

—Dile a Sid Wise que nopodré acudir a la cita de esta tarde—dijo Spade.

Effie Perine se metió en la

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boca lo que quedaba de pastel y sechupó el índice y el pulgar.

—Es la tercera vez estasemana.

Cuando Spade sonrió, las uvesdel mentón, la boca y las cejas sealargaron.

—Ya lo sé —dijo—, perotengo que salir a salvar una vida. —Señaló el teléfono con la cabeza—.Alguien le está metiendo miedo aMax Bliss.

Ella rió.—Sí, seguramente un tal señor

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Conciencia.Él levantó la vista del

cigarrillo que había empezado aliar.

—¿Sabes algo de Bliss que mepueda servir?

—Nada que tú no sepas ya.Estaba pensando en cuando dejóque encerraran a su hermano en SanQuintín.

Spade se encogió de hombros.—No es lo peor que ha hecho.

—Encendió el cigarrillo, se pusode pie y cogió el sombrero—. Pero

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ha cambiado. Todos los clientes deSamuel Spade son gente honrada ytemerosa de Dios. Si no estoy devuelta a la hora de cerrar, vete acasa.

Se dirigió a un edificio alto deapartamentos situado en Nob Hill ypulsó el botón empotrado en lajamba de la puerta donde se leía«10K». Al momento, un hombremoreno y fornido con un trajeoscuro arrugado abrió la puerta.Era casi calvo y llevaba unsombrero gris en la mano.

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El sujeto dijo:—Hola, Sam. —Sonrió, pero

sus ojillos no perdieron ni un ápicede su astucia—. ¿Qué haces aquí?

—Hola, Tom —dijo Spade,con cara de palo y un tono de vozcarente de toda expresión—. ¿EstáBliss?

—¡Pues claro! —Tom hizo unmohín con su boca de gruesoslabios—. Por eso no tienes quepreocuparte.

Las cejas de Spade sejuntaron:

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—¿Y bien?Un hombre apareció en el

vestíbulo, detrás de Tom. Era másbajo que los otros dos, pero muycorpulento. Tenía una caracuadrada, rubicunda, y un bigoteentrecano poco poblado. Ibavestido con pulcritud. Llevaba unbombín negro encajado en lacoronilla.

Spade se dirigió a él:—Hola, Dundy.Dundy hizo un breve saludo

con la cabeza y avanzó hasta la

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puerta. Sus ojos azules tenían unamirada dura e inquisitiva.

—¿Qué pasa? —le preguntó aTom.

—B-l-i-s-s, M-a-x —deletreóSpade con paciencia—. Quieroverle. Él quiere verme a mí.¿Entendido?

Tom se rió. Dundy no.—Solo uno de los dos verá

cumplido su deseo —dijo Tom.Miró de reojo a Dundy einmediatamente dejó de reír. Se lenotaba incómodo.

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Spade frunció el entrecejo.—Muy bien —dijo, enfadado

—; ¿está muerto o es que ha matadoa alguien?

Dundy adelantó la jetaacercándose mucho a Spade, y suspalabras parecieron salirexpulsadas desde el labio inferior:

—¿Por qué habría de ser unade las dos cosas?

—¡Sí, claro! —exclamó Spade—. Vengo a ver al señor Bliss, meencuentro en la puerta a dospolicías de Homicidios y quieres

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que piense que solo he interrumpidouna partida de cartas.

—Venga, Sam, no empieces —gruñó Tom, sin mirarlo a él ni aDundy—. Bliss está muerto.

—¿Asesinado?Tom hizo que sí lentamente

con la cabeza, miró a Spade ypreguntó:

—¿Qué sabes de esto?La respuesta de Spade llegó en

un tono de voz monocorde:—Bliss me ha llamado esta

tarde, poco antes de las cuatro, he

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mirado el reloj al colgar el teléfonoy faltaba un minuto o dos para lahora, y me ha dicho que alguienquería cortarle la cabellera. Mepedía que acudiera a su casa. Se lohabía tomado bastante en serio;mejor dicho, estaba asustadísimo.Bien, pues aquí estoy.

—¿No te ha dicho quién ocómo? —preguntó Dundy.

Spade negó con la cabeza.—No. Solo que alguien se

había propuesto matarlo, que laamenaza le parecía creíble y que si

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podía venir enseguida. Eso es todo.—¿Y no...? —añadió Dundy.—No ha dicho nada más —le

cortó Spade—. Y vosotros ¿no mevais a contar nada?

Dundy respondió lacónico:—Pasa y échale un vistazo.—Es todo un espectáculo —

terció Tom.Dejaron atrás el vestíbulo y

pasaron a una sala de estardecorada en tonos verdes y rosas.

El hombre que estaba junto ala puerta dejó de rociar con polvo

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blanco el extremo de una mesita consuperficie de cristal, para decir:

—Hola, Sam.—¿Qué tal, Phels? —lo saludó

Spade, y luego hizo otro tanto conlos dos hombres que estabanhablando al lado de una ventana.

El muerto yacía con la bocaabierta. Le habían quitado parte dela ropa. Tenía el cuello inflamado yoscuro. La punta de la lengua, queasomaba por una esquina de laboca, había adquirido un tonoazulado y estaba hinchada. En el

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pecho desnudo, justo encima delcorazón, le habían dibujado continta negra una estrella de cincopuntas, y en mitad de la misma, laletra T.

Spade contempló al muerto ensilencio durante unos instantes, yluego preguntó:

—¿Lo han encontrado así?—Más o menos —dijo Tom

—. Nosotros lo hemos movido unpoquito. —Señaló con el pulgar lacamisa, la camiseta, el chaleco y laamericana, apiladas sobre la mesa

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—. Todo eso estaba esparcido porel suelo.

Spade se rascó la barbilla.Tenía la mirada perdida.

—¿Cuándo? —preguntó.Respondió Tom:—Nos han avisado a las

cuatro y veinte. Su hija hizo lallamada. —Movió la cabezaindicando una puerta que estabacerrada—. Ya la verás.

—¿Sabe algo?Tom hizo un gesto de

cansancio y dijo:

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—Hasta ahora no ha sido fáciltratar con ella. —Se dirigió aDundy—. ¿Quieres que volvamos aprobar?

Dundy asintió.—Ponte a mirar sus papeles,

Mack —le dijo a uno de los de laventana—. Parece ser que habíarecibido amenazas.

Mack asintió, se caló elsombrero hasta las cejas y fue hastaun secreter verde que había en unrincón de la sala.

Del pasillo entró un hombre

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grueso de unos cincuenta años.Tenía arrugas profundas en el rostroceniciento y llevaba un sombreronegro de ala ancha. Saludó a Spadey luego le dijo a Dundy:

—Ha recibido visita a eso delas dos y media, un hombre rubio ycorpulento de unos cuarenta ocuarenta y cinco años, traje marrón.Ha estado aquí cerca de una hora.No se ha hecho anunciar. Lo hesabido por el filipino, elascensorista que lo ha subido ybajado después.

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—¿Seguro que solo ha estadouna hora? —preguntó Dundy.

El de la cara cenicienta negócon la cabeza.

—Seguro no, pero el filipinodice que no eran más de las tres ymedia cuando el tipo se hamarchado. Dice que a esa horallegan los periódicos de la tarde, yque el tipo había bajado antes. —Seechó el sombrero hacia atrás pararascarse la cabeza y luego,señalando con un dedo grueso laestrella pintada en el torso del

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muerto, preguntó en un tono casiquejumbroso—. ¿Qué diablos sesupone que significa?

Nadie respondió.—¿El ascensorista puede

identificarlo? —preguntó Dundy.—Él dice que podría, pero

vaya usted a saber. Era la primeravez que lo veía. —Dejó de mirar almuerto—. La chica me estápreparando una lista de las últimasllamadas telefónicas. ¿Cómo te vanlas cosas, Sam?

Spade respondió que le iban

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bien y luego, pausadamente, dijo:—El hermano de Bliss es

rubio y grande y tendrá unoscuarenta o cuarenta y cinco.

Los ojos de Dundy lo miraronseveros y vivaces.

—Bueno, ¿y qué? —dijo.—Te acordarás de la estafa de

Graystone Loan. Los dos estuvieronmetidos en el asunto, pero Max hizoque Theodore pagara los platosrotos y al final le cayeron de uno acatorce años en San Quintín.

—Sí, ahora me acuerdo —dijo

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Dundy, asintiendo despacio con lacabeza—. ¿Y por dónde andaahora?

Spade se encogió de hombrosy empezó a liar un cigarrillo.

Dundy le dio un codazo aTom:

—Averígualo —dijo.—Bueno —dijo Tom—, pero

si se ha ido de aquí a las tres ymedia y este tipo todavía estabavivo a las cuatro menos cinco...

—Y si se ha roto la pierna ypor eso no ha podido volver a

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entrar —comentó, jovialmente, elde rostro ceniciento.

—Averígualo —repitióDundy.

—Bueno, bueno —dijo Tom, yse acercó al teléfono.

—Verifica lo de losperiódicos —le dijo Dundy al decara cenicienta—; a ver a qué horaexactamente los han traído estatarde.

El otro asintió con la cabeza ysalió de la habitación.

El hombre que estaba

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registrando el secreter dijo: «Ajá»,y se dio la vuelta con un sobre enuna mano y una hoja de papel en laotra.

Dundy preguntó:—¿Algo?El otro volvió a decir: «Ajá»,

y le entregó la hoja.Spade, que estaba detrás de

Dundy, le echó un vistazo.Era una hoja pequeña de papel

blanco corriente, con un mensajeescrito a lápiz en una letra cuidaday vulgar:

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Cuando esto llegue a tusmanos, yo estaré demasiado cercacomo para que huyas... esta vez.Haremos balance de nuestrascuentas de una vez por todas.

La rúbrica era una estrella decinco puntas con una T dentro, igualque la que el muerto tenía sobre elcorazón.

Dundy alargó la mano y elhombre le entregó el sobre. El selloera francés. La dirección estabaescrita a máquina:

sr. max bliss

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apartamentos amsterdam,san francisco, calif.u.s.a.—El matasellos es de París —

dijo—, con fecha del día dos deeste mes. —Hizo cuentasrápidamente con los dedos—. Sí,podría haber llegado hoy. —Doblóel mensaje despacio, lo metió en elsobre y se lo guardó en el bolsillode la chaqueta—. Sigue buscando—le dijo al hombre que habíaencontrado el documento.

El otro asintió y fue hacia el

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secreter.—¿Tú qué opinas? —le

preguntó Dundy a Spade.El cigarrillo de papel marrón

subió y bajó al compás de laspalabras cuando Spade respondió:

—Esto no me gusta. No megusta nada.

Tom colgó el teléfono.—Lo soltaron el quince del

mes pasado. Les he dicho queintenten localizarlo.

Spade fue hasta el teléfono,marcó un número y pidió por el

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señor Darrell. Al rato:—Hola, Harry, soy Sam

Spade... Yo bien. ¿Cómo está Lil?...Sí... Oye, Harry, ¿qué significa unaestrella de cinco puntas con una Tmayúscula en el centro?... ¿Qué?Deletréamelo... Ah, entiendo... ¿Ysi aparece en un cadáver?... Yotampoco... Sí, y gracias. Te locontaré cuando nos veamos... Sí,llámame un día de estos... Gracias...Adiós.

Dundy y Tom lo estabanobservando con atención cuando se

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dio la vuelta después de colgar.—Es un tipo que sabe un poco

de todo —les dijo Spade—. Diceque eso es un pentáculo con una taugriega en medio, un símbolo usadoantiguamente por los magos. Ypuede que los rosacruces lo utilicentodavía.

—¿Qué son los rosacruces? —inquirió Tom.

—Podría ser también la inicialde Theodore —dijo Dundy.

Spade encogió los hombroscon indiferencia:

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—Quizá, pero si quería dejarsu rúbrica, hubiese sido mássencillo poner el nombre entero. —Hizo una pausa y continuó, ahoramás pensativo—: En San José y enPoint Loma hay rosacruces. No meentusiasma como pista, pero quizádeberíamos investigar.

Dundy asintió con la cabeza.Spade miró la ropa del muerto

que había sobre la mesa y preguntó:—¿Algo en los bolsillos?—Solo lo que era de esperar

—respondió Dundy—. Está encima

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de esa mesa de allí.Spade fue a echar un vistazo.

Había un reloj con su leontina, unasllaves, una cartera, una agenda,dinero, un bolígrafo de oro, unpañuelo y un estuche para gafas. Notocó los objetos, pero fuelevantando poco a poco, de una enuna, las prendas de ropa: camisa,camiseta, chaleco, americana.Debajo de todo había una corbataazul. La contempló ceñudo.

—Esto está sin estrenar —dijo, como protestando.

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Dundy, Tom y el ayudante delforense, que durante todo el ratohabía permanecido en silencio juntoa la ventana —era de baja estaturay tenía un rostro delgado, moreno einteligente—, se acercaron paramirar la corbata de seda; no teníauna sola arruga.

Tom gruñó, abatido. Dundysoltó un taco en voz baja. Spadelevantó la corbata para mirardetrás; la etiqueta era de una tiendade ropa de caballero de Londres.

—¡Fantástico! —dijo—: San

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Francisco, Point Loma, San José,París, Londres.

Dundy lo fulminó con lamirada.

En ese momento regresó el dela cara cenicienta.

—Los periódicos han llegadoa las tres y media, sí —dijo. Losojos se le agrandaron un poco—.¿Qué pasa? —Mientras iba hacialos otros, dijo—: No encuentro anadie que haya visto al rubialesentrando aquí a hurtadillas otra vez.—Miró la corbata sin comprender,

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hasta que Tom dijo: «Es nueva, sinestrenar»; entonces soltó un silbido.

—Al diablo con esto —masculló Dundy, volviéndose aSpade—. El tipo tiene un hermano yeste tiene motivos para guardarlerencor. Acaba de salir de chirona.Alguien que se parece a él salió deaquí a las tres y media. Veinticincominutos después el tipo te telefoneapara decir que ha recibidoamenazas. Menos de media horadespués de eso, su hija entra y se loencuentra muerto: estrangulado. —

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Pinchó con el dedo el tórax delhombre menudo de tez morena—.¿No?

—Estrangulado por un hombre—precisó este—. Las manos erangrandes.

—De acuerdo. —Dundyvolvió a dirigirse a Spade—.Encontramos una carta conamenazas. Quizás era de eso de loque te hablaba, o quizá de algo quesu hermano le había dicho.Dejémonos de conjeturas;ciñámonos a lo que sabemos.

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Sabemos que él...El hombre que estaba

registrando el secreter se dio lavuelta.

—Aquí tengo otra —dijo, concierta petulancia en el semblante.

Los cinco pares de ojos que sevolvieron para mirarlo lo hicieroncon idéntica frialdad e indiferencia.Él, sin inmutarse y molesto por lahostilidad de las miradas, leyó enalto:

Mi querido Bliss:Le escribo para decirle por

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última vez que quiero que medevuelva el dinero, y que lo quieroa principios de mes, todo. Si no lorecibo, tendré que hacer algo alrespecto; imagino que entiende aqué me refiero. Y no piense quehablo en broma.

Cordialmente,Daniel Talbot.El hombre sonrió con ironía:—Otra T. —Cogió un sobre

—. Matasellos de San Diego, elveinticinco del mes pasado. —Sonrió de nuevo—: Y otra ciudad

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para la lista.Spade negó con la cabeza.—Point Loma cae por ahí —

dijo.Se acercó con Dundy para

mirar la carta. Estaba escrita continta azul, en papel blanco de muybuena calidad, igual que ladirección, con una letra apretada yangulosa que no parecía guardarninguna semejanza con la de lacarta escrita a lápiz.

—Bueno, vamos mejorando —dijo Spade con cierta sorna.

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Dundy hizo un gesto deimpaciencia y gruñó:

—Ciñámonos a lo quesabemos.

—Bueno —concedió Spade—.¿Qué sabemos?

No hubo respuesta.Spade sacó tabaco y papel de

fumar del bolsillo.—¿No habíais dicho de hablar

con la hija? —preguntó.—Hablaremos con ella. —

Dundy giró sobre sus talones y, depronto, contempló con ceño el

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cadáver tendido en el suelo. Hizoun gesto con el pulgar mirando alhombre menudo de tez morena—.¿Listo?

—Listo —dijo el otro.Dundy se dirigió

lacónicamente a Tom:—Quítalo de en medio. —

Acto seguido miró al hombre decara cenicienta y ordenó—: Cuandotermine con la chica quiero ver alos dos ascensoristas.

Fue hasta la puerta cerrada queTom le había señalado antes a

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Spade y llamó con los nudillos.Desde el interior, una voz

femenina un tanto discordantepreguntó:

—¿Quién es?—El teniente Dundy. Quiero

hablar con la señorita Bliss.Pasaron unos segundos, y

luego la voz dijo:—Entre.Dundy abrió la puerta. Spade

entró detrás de él. Era unahabitación decorada en negro, gris yplata; una mujer mayor, huesuda y

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poco agraciada, con vestido negro ydelantal blanco, estaba sentada enuna silla junto a la cama dondedescansaba una joven.

La muchacha, acodada sobrela almohada y con la mejilla en unamano, estaba vuelta hacia la mujerfea y huesuda. Aparentaba unosdieciocho años. Llevaba puesto unvestido gris. Sus cabellos eranrubios y cortos y sus facciones,firmes y extraordinariamentesimétricas. No miró a los doshombres que acababan de entrar.

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Dundy se dirigió a la mujermayor mientras Spade aprovechabapara encender el cigarrillo.

—Nos gustaría hacerle un parde preguntas a usted también,señora Hooper. Es el ama de llavesde los Bliss, ¿no?

—Sí —respondió la mujer. Lavoz ligeramente discordante, lamirada firme de sus hundidos ojosgrises, la quietud y el tamaño de lasmanos sobre el regazo, todocontribuía a dar una impresión depotencia en estado de reposo.

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—¿Qué sabe de todo esto?—Nada en absoluto. Me

habían dado la mañana libre para iral entierro de mi sobrino enOakland, y cuando he vuelto me heencontrado con ustedes aquí y... ycon todo esto.

Dundy asintió e hizo otrapregunta:

—¿Qué piensa usted de loocurrido?

—No sé qué pensar —respondió ella sin más.

—¿Sabía que él se esperaba

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una cosa así?La muchacha, de repente, dejó

de mirar a la señora Hooper, seincorporó en la cama y con los ojosmuy abiertos fijos en Dundy, lepreguntó:

—¿Qué ha querido decir?—Nada más que lo que he

dicho. Bliss había recibidoamenazas. Llamó al señor Spadepara comentárselo —señaló alaludido con un gesto de cabeza—,pocos minutos antes de que loasesinaran.

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—Pero ¿quién...? —empezó adecir la chica.

—Eso es lo que queríamospreguntarle —dijo Dundy—.¿Quién podía desear su muerte?

Ella se lo quedó mirando,muda de asombro.

—Nadie habría... —dijo alpoco.

Fue Spade quien lainterrumpió esta vez, hablando consuavidad para que sus palabrassonaran menos brutales.

—Alguien lo hizo. —Y cuando

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la chica volvió hacia él sus ojosllorosos, le preguntó—: ¿Estaba altanto de algún tipo de amenaza?

Ella negó enfáticamente con lacabeza.

Spade miró a la señoraHooper:

—¿Y usted?—No, señor —respondió la

mujer.Spade volvió a dirigirse a la

chica.—¿Conoce a un tal Daniel

Talbot?

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—Pues sí, anoche vino a cenara casa.

—¿Quién es?—Solo sé que vive en San

Diego y que papá y él tenían algúnnegocio en común. No lo habíavisto nunca.

—¿Estaban en buenasrelaciones?

La chica frunció un poco elentrecejo y tardó un instante encontestar:

—Diría que sí.—¿A qué se dedicaba su

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padre? —preguntó Dundy.—Era financiero.—¿Quiere decir empresario?—Bueno, supongo que se dice

así.—¿Sabe dónde se hospeda

Talbot, o si ha vuelto a San Diego?—No, no lo sé.—¿Podría usted describirlo?La chica frunció el entrecejo

otra vez, pensando.—Bueno, es un poco gordo,

con la cara rubicunda, pelo blancoy bigote blanco también.

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—¿Edad?—Calculo que unos sesenta; o

como mínimo cincuenta y cinco.Dundy miró a Spade; este dejó

la colilla en un cenicero que habíasobre el tocador y reanudó elinterrogatorio.

—¿Cuándo vio por última veza su tío?

La chica se sonrojó.—¿Se refiere a tío Ted?Spade asintió con la cabeza.—Desde... —empezó a decir

ella, y se mordió el labio antes de

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añadir—: Bueno, seguro que ustedestá al corriente. No le he vistodesde que salió de la cárcel.

—¿Vino aquí?—Sí.—¿A ver a su padre?—Naturalmente.—¿Qué tal se llevaban los

dos?La chica abrió

desmesuradamente los ojos.—Ninguno de ellos es muy

efusivo, que digamos —contestó—,pero son hermanos, y papá le dio

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dinero para que volviera a montaralgún negocio.

—Entonces, ¿estaban enbuenas relaciones?

—Sí —respondió ella, en eltono de quien contesta a unapregunta innecesaria.

—¿Dónde vive su tío?—En Post Street. —Añadió el

número de la calle.—¿Y no le ha vuelto a ver

desde aquel día?—No. Es que le cohibía

mucho eso de haber estado en la

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cárcel... —Terminó la frase con unademán vago.

Spade se dirigió a la señoraHopper.

—¿Usted lo ha vuelto a ver?—No, señor.Spade frunció los labios y

preguntó, pausadamente:—¿Alguna de ustedes sabe que

ha estado aquí esta tarde?—No —respondieron al

unísono.—¿Y dónde...?Alguien llamó a la puerta.

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—Pase —dijo Dundy.Tom asomó la cabeza.—El hermano está aquí —

dijo.La chica, inclinándose hacia

adelante, exclamó:—¡Oh, tío Ted!Detrás de Tom apareció un

hombre rubio y corpulento. Vestíaun traje marrón y tenía la piel tanbronceada que sus dientes parecíanmás blancos y sus ojos más azulesde lo que eran.

—¿Qué ocurre, Miriam? —

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preguntó.—Papá ha muerto —dijo ella,

y rompió a llorar.Dundy le hizo una seña a Tom,

y este se apartó para dejar pasar aTheodore Bliss.

Una mujer entró detrás de él,con paso vacilante. Era alta, demenos de treinta años, rubia, casirolliza. Tenía unos rasgosgenerosos y un rostro agradable einteligente. Llevaba un sombreritomarrón y un abrigo de armiño.

Bliss rodeó con el brazo a su

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sobrina, la besó en la frente y sesentó a su lado en la cama.

—Bueno, bueno —le dijo,visiblemente incómodo.

La chica vio a la mujer, se laquedó mirando un momento entrelas lágrimas y dijo:

—Oh, señorita Barrow, ¿cómoestá usted?

La mujer rubia contestó:—Siento muchísimo lo...Bliss carraspeó un poco y

dijo:—Ahora es la señora Bliss.

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Nos hemos casado esta mismatarde.

Dundy miró disgustado aSpade, que estaba liando otrocigarrillo y parecía a punto deecharse a reír.

Tras un segundo desorprendido silencio, Miriam Blissdijo:

—Le deseo toda la felicidaddel mundo. —Y mientras la nuevaseñora Bliss balbucía unagradecimiento, se dirigió a su tío yañadió—: Y a ti también, tío Ted.

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Él le dio una palmadita en elhombro y la abrazó, al tiempo quemiraba inquisitivamente a Spade y aDundy.

—Su hermano ha muerto estatarde —explicó Dundy—.Asesinado.

La señora Bliss contuvo larespiración. Theodore Bliss tensóel brazo con que rodeaba a susobrina, pero no hubo ningúncambio apreciable en su expresión.

—¿Asesinado? —repitió,como si no acabara de entender.

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—Así es. —Dundy hundió lasmanos en los bolsillos de lachaqueta—. Usted ha estado aquíesta tarde.

Bliss palideció bajo elbronceado, pero cuando respondió«Es verdad», su voz no tembló.

—¿Cuánto tiempo?—Cerca de una hora. He

llegado a las dos y media, más omenos, y... —Miró a su esposa—.Eran casi las tres y media cuando tehe telefoneado, ¿no?

Ella dijo:

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—Sí.—Pues me he marchado justo

después.—¿Había quedado aquí con

él? —preguntó Dundy.—No. Llamé a la oficina —

señaló con un gesto de cabeza a sumujer— y me dijeron que ibacamino de su casa, de modo que mevine para acá. Quería ver a mihermano antes de que Elise y yo nosfuéramos, naturalmente, y queríaque estuviera presente en la boda.Él me dijo que no podía porque

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esperaba una visita. Estuvimos aquícharlando más tiempo del que yohabía previsto, de modo que tuveque llamar a Elise para que sereuniera conmigo en la alcaldía.

Tras una pausa parareflexionar, Dundy le preguntó:

—¿A qué hora?—¿A qué hora nos

encontramos, quiere decir? —Blissmiró a su esposa buscando unarespuesta.

—A las cuatro menos cuarto—dijo ella, y se rió un poco—.

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Como yo llegué antes, estuvemirando el reloj todo el rato.

Theodore Bliss añadió muypausadamente:

—Cuando nos han casado eranpoco más de las cuatro. El juezWhitefield estaba viendo un caso yhemos tenido que esperar diezminutos a que terminara, y despuésaún hemos tardado un poco enempezar. Puede comprobarlo: creoque era la segunda sala del TribunalSuperior.

Spade giró en redondo y

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señaló a Tom:—Quizá será mejor que lo

compruebes.—Enseguida —dijo Tom, y se

alejó de la puerta.—Si es así, señor Bliss, no

tiene de qué preocuparse —dijoDundy—, pero tengo que seguir conlas preguntas. Bien, ¿le dijo suhermano a quién estaba esperando?

—No.—¿Comentó que había

recibido amenazas?—No. Casi nunca hablaba de

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sus asuntos, ni siquiera conmigo.¿Lo habían amenazado?

Dundy tensó un poco loslabios.

—¿Tenían ustedes buenarelación?

—Nos llevábamos bien, si lapregunta va por ahí.

—¿Está seguro? —insistióDundy—. ¿Ninguno de los dosguardaba rencor al otro por algúnmotivo?

Theodore Bliss soltó a susobrina. La acentuada palidez había

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dado un tono macilento a su tezmorena.

—Aquí están todos enteradosde mi paso por San Quintín. Puedehablar claro, si se trata de eso.

—Sí, de eso se trata —dijoDundy. Y tras una pausa—: ¿Ybien?

Bliss se puso de pie.—Y bien, ¿qué? —preguntó,

impacientándose—. ¿Si le guardabarencor por ese motivo? No. ¿Porqué? Ambos estábamos metidos; élse pudo librar, yo no. Yo estaba

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convencido de que me declararíanculpable, al margen de la suerte quecorriera mi hermano. Que lomandaran a él también a SanQuintín no afectaría a mi situación.Lo hablamos y tomamos la decisiónde que iría yo solo y que él seocuparía de arreglar las cosas. Yasí lo hizo. Si verifica usted lacuenta bancaria de mi hermano,verá que me entregó un cheque porvalor de veinticinco mil dólaresdos días después de salir yo de lacárcel, y el secretario de la

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National Steel Corporation le podrádecir que desde ese día un millar deacciones han sido transferidas de sunombre al mío.

Sonrió como disculpándose yse sentó de nuevo en la cama.

—Perdone. Ya sé que tieneque hacer preguntas.

Dundy hizo caso omiso de ladisculpa:

—¿Conoce a Daniel Talbot?—No —dijo Bliss.Su esposa intervino:—Yo sí; bueno, al menos lo he

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visto. Estuvo ayer en el despacho.Dundy la miró detenidamente

de arriba abajo y luego preguntó:—¿Qué despacho?—Soy la secretaria del señor

Bliss, mejor dicho, era, y...—¿De Max Bliss?—Sí. Ayer por la tarde vino a

verle un tal Daniel Talbot, si es quehablamos de la misma persona.

—¿Y qué pasó?La mujer miró a su marido y

este le dijo:—Si sabes algo, díselo, por el

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amor de Dios.—No es que ocurriera nada,

en realidad —dijo la mujer—.Primero me pareció que estabanenfadados, pero luego se marcharonjuntos e iban riendo y charlando.Antes de salir, el señor Bliss medijo que avisara a Trapper, es elcontable, para que extendiera uncheque a nombre del señor Talbot.

—¿Y lo hizo?—Sí, sí. Yo misma se lo

entregué. Era por valor de siete milquinientos y pico dólares.

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—¿En concepto de qué?—No lo sé.—Si era la secretaria de Bliss

—insistió Dundy—, alguna ideatendrá de qué negocios tenía eseTalbot.

—Le aseguro que no —dijoella—. Ni siquiera había oídohablar de él.

Dundy miró a Spade. Estepuso cara de palo. Dundy lofulminó con la mirada y preguntó alhombre sentado en la cama:

—¿Qué clase de corbata

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llevaba su hermano cuando lo viopor última vez?

Bliss parpadeó unos instantes,quedó pensativo y cerró los ojos.Cuando los abrió, dijo:

—Era verde con... Lareconocería si la viera. ¿Por qué lopregunta?

La señora Bliss intervino:—Franjas diagonales

estrechas en distintos tonos deverde. Es la que llevaba puesta estamañana en la oficina, al menos.

—¿Dónde guarda las

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corbatas? —le preguntó Dundy alama de llaves.

—En un armario deldormitorio —dijo la señoraHooper, poniéndose en pie—. Se lomostraré.

Dundy y los recién casados lasiguieron. Spade dejó su sombrerosobre el tocador y, sentándose a lospies de la cama, le preguntó aMiriam Bliss:

—¿A qué hora ha salidousted?

—¿Hoy? A eso de la una.

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Había quedado para almorzar a esahora y llegaba tarde. Luego me fuide compras, y más tarde... —Seestremeció y no pudo terminar lafrase.

—Y más tarde volvió a casa,¿a qué hora? —preguntó Spade entono amistoso, despreocupado.

—Eran poco más de lascuatro, creo.

—¿Y qué pasó?—M-me encontré a papá

tirado en el suelo, llamé porteléfono, no sé si llamé abajo o a la

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policía, y después no sé qué pasó:me desmayé, o tuve un ataque denervios, lo primero que recuerdo esque recobré el conocimiento y esoshombres y la señora Hooperestaban en la habitación. —Dijoesto último mirándolo a la cara.

—¿No pensó en llamar a unmédico?

Ella volvió a bajar la vista.—Me parece que no —

respondió.—Bueno, era lógico, si sabía

que él estaba muerto —dijo Spade

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como si tal cosa.La chica guardó silencio.—¿Sabía usted que estaba

muerto? —preguntó él.Ella alzó los ojos y lo miró sin

expresión.—Pero lo estaba —dijo.—Desde luego. —Spade

sonrió—. Pero me refiero a si seaseguró de ello antes de llamar porteléfono.

La chica se llevó una mano ala garganta.

—No recuerdo lo que hice —

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dijo, muy seria—. Supongo queadiviné que estaba muerto.

Spade asintió con la cabeza.—Entonces, si llamó a la

policía, fue porque supo que lohabían asesinado.

Ella empezó a retorcerse lasmanos, se las miró, y dijo:

—Sí, supongo. Fue espantoso.No sé qué pensé o qué hice.

Spade se inclinó haciaadelante y dio a su voz un tonograve y persuasivo.

—No soy inspector de policía,

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señorita Bliss. Su padre mecontrató, pero demasiado tardecomo para que yo pudiera salvarlela vida. Se podría decir que ahoratrabajo para usted, de modo que sihay algo que yo pueda hacer, porejemplo, algo que la policía no... —Tuvo que callar pues en esemomento entraron Dundy, los reciéncasados y el ama de llaves—. ¿Hahabido suerte?

Habló Dundy:—La corbata verde no está. —

Miró con recelo a Spade y a la

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chica—. Según la señora Hooper,esa corbata azul que hemosencontrado forma parte de la mediadocena que recibió hace poco deInglaterra.

—¿Qué importancia tiene lacorbata? —preguntó Bliss.

Dundy lo miró con gestosombrío.

—Encontramos a su hermanoparcialmente desnudo; la corbataque había entre sus prendas estabapor estrenar.

—¿Y no podría ser que cuando

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entró el asesino estuvieracambiándose de ropa y no hubierapodido terminar de vestirse?

El gesto de Dundy pasó desombrío a lúgubre.

—Sí, pero ¿qué hizo con lacorbata verde?, ¿se la comió?

—No se estaba cambiando —terció Spade—. Si te fijas en elcuello de la camisa, verás quedebía de llevarla puesta cuando loestrangularon.

Tom asomó a la puerta y ledijo a Dundy:

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—Lo hemos verificado. Eljuez y un tal Kittredge, el alguacil,afirman que estuvieron allí desdelas cuatro menos cuarto hasta cincoo diez minutos después de dar lahora. Le he dicho a Kittredge quevenga para echarles un vistazo yconfirmar que son las mismaspersonas.

—Bien —dijo Dundy sinvolver la cabeza, y se sacó delbolsillo la carta de amenazafirmada con la T dentro de laestrella. La dobló de manera que

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solo quedara visible la firma yluego preguntó—: ¿Alguno deustedes sabe qué es esto?

Miriam Bliss se acercótambién a echar un vistazo. Todosse miraron con cara de confusión.

—¿Alguno sabe algo de esto?—preguntó Dundy.

—Es igual que lo que tenía elpobre señor Bliss en el pecho —dijo la señora Hooper—, pero...

Los otros dijeron que nosabían nada.

—¿Alguno había visto antes

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algo parecido?Respondieron que no.—Muy bien —dijo Dundy—.

Esperen aquí. Quizá tendré quehacerles más preguntas dentro de unrato.

Spade dijo:—Un momento. Señor Bliss,

¿cuánto hace que conoce a suseñora?

Bliss lo miró con curiosidad.—Desde que salí de la cárcel

—respondió con cierta cautela—.¿Por qué?

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—O sea desde hace solo unmes —dijo Spade como para símismo—. ¿La conoció a través desu hermano?

—Pues claro, en su despacho.¿Por qué lo pregunta?

—Y esta tarde, en la alcaldía,¿han estado juntos todo el tiempo?

—Sí, desde luego —dijobruscamente Bliss—. ¿Adóndequiere llegar?

Spade le sonrió; fue unasonrisa amistosa.

—En mi trabajo tengo que

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hacer preguntas —dijo.Bliss sonrió también.—No pasa nada. —Su sonrisa

se ensanchó—. A decir verdad, lehe mentido. No estuvimos juntostodo el rato. Yo salí un momento afumar al pasillo, pero le puedoasegurar que todas las veces quemiré por el cristal de la puerta, lavi a ella sentada en la sala tal comola dejé.

La sonrisa de Spade fue tanjovial como la de Bliss. Noobstante, preguntó:

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—Y cuando no miraba a travésdel cristal, ¿tenía la puerta alalcance de la vista? ¿No podía ellahaber salido sin que usted la viera?

La sonrisa desapareció delrostro de Bliss.

—Por supuesto que no —dijo—. Además, no estuve fuera másque cinco minutos.

Spade le dio las gracias,siguió a Dundy a la sala de estar ycerró la puerta una vez dentro.

Dundy lo miró de soslayo.—¿Has sacado algo? —

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preguntó.Spade se encogió de hombros.El cuerpo de Max Bliss había

sido retirado. Además delencargado de registrar el secreter ydel hombre de rostro ceniciento,había en la habitación dosmuchachos filipinos con uniformecolor ciruela, sentados muy juntosen el sofá.

—Mack —dijo Dundy—, hayque encontrar una corbata verde.Quiero que pongáis esta casa patasarriba, y toda la manzana y el barrio

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entero si hace falta, hastaencontrarla. Dispón de tantoshombres como necesites.

El que estaba examinando elsecreter se puso de pie y dijo:«Está bien», se caló el sombrerohasta los ojos y salió.

Dundy miró ceñudo a los dosfilipinos.

—¿Cuál de vosotros vio alhombre del traje marrón?

El más bajo de los dos selevantó.

—Yo, señor —dijo.

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Dundy abrió la puerta de laalcoba y llamó a Bliss.

Bliss se acercó a la puerta.La cara del filipino se iluminó:—Sí, es él, señor.Dundy cerró la puerta en las

narices de Bliss y le dijo almuchacho:

—Siéntate.El filipino obedeció al

momento.El teniente se quedó mirando

con gesto sombrío a los chicoshasta que estos empezaron a

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rebullirse en el asiento.—¿A quién más habéis subido

esta tarde al apartamento? —lespreguntó.

Ambos menearonenfáticamente la cabeza.

—A nadie más, señor —dijoel más menudo. En su cara aparecióuna sonrisa desesperadamenteobsequiosa.

Dundy avanzó un paso haciaellos, amenazador, y bramó:

—¡Cómo que a nadie más!Habéis subido a la señorita Bliss.

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El más grueso de los doscabeceó afirmativamente.

—Sí, señor. Es verdad, señor.Los he subido yo. Creí que serefería a otras personas...

También él intentó sonreírbajo la fulminante mirada deDundy.

—Lo que puedas creer metiene sin cuidado. Contesta a lo quete pregunto —le espetó el teniente—. Vamos a ver; has dicho «los hesubido». ¿A quiénes?

La mirada asesina fundió la

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sonrisa del muchacho, que bajó lavista y dijo:

—A la señorita Bliss y alcaballero.

—¿Qué caballero?, ¿el queestá ahí dentro? —dijo Dundy,señalando con la cabeza hacia lapuerta que acababa de cerrar.

—No, señor. A otro. No era uncaballero americano. —El filipinohabía levantado de nuevo la cabezay su rostro se iluminó de repente—:Me parece que es armenio.

—¿Y por qué?

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—Porque no es comonosotros, los americanos. Hablabadiferente.

Spade rió.—¿Has visto a algún armenio

en tu vida? —preguntó.—No, señor. Por eso lo he

pensado... —Cerró la boca degolpe al oír que Dundy rezongaba.

—¿Qué aspecto tenía? —preguntó el teniente.

El chico alzó los hombros yextendió las manos con las palmashacia arriba.

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—Era alto, como esecaballero —dijo señalando a Spade—. Cabello oscuro, el bigotetambién. Muy —se puso serio,frunciendo el ceño—, muy bienvestido. Un hombre muy apuesto.Bastón, guantes, y hasta polainas...

—¿Joven? —preguntó Dundy.Cabeceó de nuevo

afirmativamente.—Sí, señor, joven.—¿Cuándo se marchó?—A los cinco minutos.Dundy movió los carrillos

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como si mascara y luego preguntó:—¿Y a qué hora entró?El chico volvió a extender las

manos y alzar los hombros.—Serían las cuatro —dijo—,

o cuatro y diez.—¿Subisteis a alguien más

antes de que llegásemos nosotros?Los filipinos negaron al

unísono una vez más.Hablando por un costado de la

boca, Dundy le dijo a Spade:—Tráela.Spade abrió la puerta de la

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alcoba, hizo una pequeñareverencia y dijo:

—¿Quiere venir un momento,señorita Bliss?

—¿Qué pasa? —preguntó ellacansinamente.

—Es solo un momento —repitió él. De pronto, añadió—: Yserá mejor que venga usted también,señor Bliss.

Miriam Bliss entró despacioen la sala de estar, seguida de sutío. Spade cerró la puerta una vezestuvieron dentro. Al ver a los

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ascensoristas, el labio inferior de lachica experimentó una brevesacudida. Miró nerviosa a Dundy.

—¿Qué es todo eso de que unhombre entró con usted? —preguntóél.

El labio inferior dio otrasacudida.

—¿C-cómo dice? —La chicatrató de poner cara de perplejidad.Theodore Bliss avanzó con pasorápido, se plantó delante de ellacomo si fuera a decirle algo yluego, cambiando aparentemente de

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opinión, se situó a su espalda ycruzó las manos sobre el respaldode una silla.

—El hombre que vino conusted —dijo Dundy secamente—.¿Quién es? ¿Dónde está? ¿Por quése marchó? ¿Por qué no nos hadicho nada de él?

La chica se cubrió la cara conlas manos y rompió a llorar.

—Él no ha tenido nada que ver—balbució—, nada en absoluto. Ysolo le habría causado problemas.

—Qué buen chico —dijo

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Dundy, irónico—. Así que, paraimpedir que la prensa mencione sunombre, sale por piernas y la deja austed a solas con su padreasesinado.

Miriam Bliss apartó las manosde la cara.

—¡No podía hacer otra cosa!—exclamó—. Su mujer es muycelosa y, si se entera de que él haestado otra vez conmigo, seguro quele pide el divorcio. Y él no tiene niun centavo a su nombre.

Dundy miró a Spade. Este

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miró a los boquiabiertos filipinos ehizo un gesto con el pulgarseñalando la otra puerta.

—Largo —dijo.Los muchachos salieron a toda

prisa.—¿Y quién es esa joya de

hombre? —le preguntó Dundy a lachica.

—Si ya le digo que él no hatenido nada que...

—Repito: ¿quién es?Los hombros de la chica

descendieron un poco. Miró al

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suelo y dijo, cansinamente:—Se llama Boris Smekalov.—Deletréelo.Así lo hizo ella.—¿Dónde vive?—En el hotel St. Mark.—¿Qué más hace, aparte de

dar braguetazos?La joven lo miró con el rostro

encendido, pero su ira tardó muypoco en desaparecer.

—Nada —respondió.Dundy se volvió hacia el

hombre de rostro ceniciento y le

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dijo:—Ve a por él.El otro emitió un gruñido y

salió de la habitación.El teniente volvió a mirar a la

chica.—¿Usted y ese Smekalov están

enamorados?Ella le dedicó una mirada de

profundo desdén y guardó silencio.—Ahora que su padre ha

muerto —continuó él—, ¿tendráusted dinero suficiente para casarsesi la mujer le pide el divorcio?

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Ella se cubrió la cara con lasmanos.

Dundy empezó a repetir lapregunta.

Spade, inclinándose desdeatrás, agarró a la chica en elmomento en que se desplomaba. Lalevantó en vilo y la llevó a laalcoba. De regreso, cerró la puertay se recostó en la misma.

—Sea cual sea el resto —dijo—, el desmayo ha sido postizo.

—Aquí todo lo es —rezongóDundy.

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Spade sonrió, burlón.—Debería haber una ley que

obligara a los criminales aentregarse solos.

El señor Bliss sonrió y sesentó a la mesa de su hermano juntoa la ventana.

Dundy habló en un tono de vozdesagradable:

—Tú no tienes de quépreocuparte —le dijo a Spade—.Tu cliente está muerto y ya no sepuede quejar. Pero a mí, si noaclaro esto, me tocará dar

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explicaciones al capitán, al jefe, ala prensa y a todo quisque.

—Sigue con ello —le dijoSpade, en tono tranquilizador—;tarde o temprano pillarás a unasesino. —Se puso serio, pero ensus ojos grises siguió brillando unaluz—. No quiero buscar más pistasde las necesarias en este asunto,pero ¿no deberíamos verificar elentierro ese al que dice que fue elama de llaves? Esa mujer me hueleun poco a chamusquina.

Después de mirar un momento

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a Spade con suspicacia, Dundyasintió y dijo:

—Tom se encargará.Spade se dio la vuelta y le dijo

a Tom, agitando un dedo:—Te apuesto diez contra uno a

que no hubo ningún entierro.Compruébalo... No dejes escapar niuna.

Abrió la puerta de la alcobapara llamar a la señora Hooper.

—El sargento Polhaus necesitacierta información —dijo.

Mientras Tom anotaba los

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nombres y direcciones que la mujerle daba, Spade se sentó en el sofá,lió un cigarrillo y lo encendió.Dundy empezó a pasearselentamente de un lado a otro con lavista clavada en la alfombra. Trasrecabar el visto bueno de Spade,Theodore se levantó y fue areunirse con su mujer en la alcoba.

Al cabo de un rato, Tom diolas gracias al ama de llaves, seguardó la libreta en el bolsillo, sedespidió del teniente y de Spade ysalió del apartamento.

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El ama de llaves permaneciódonde él la había dejado, fea, recia,serena, paciente.

Spade se levantó del sofá yempezó a andar hasta colocarseenfrente de los ojos firmes yhundidos de la mujer.

—No se preocupe —le dijo,señalando con la mano la puerta porla que acababa de salir Tom—, esmera formalidad. —Frunció loslabios y añadió—: Sinceramente,¿usted qué piensa de todo esto,señora Hooper?

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La mujer respondió serena,con su voz fuerte y un pocodiscordante:

—Que Dios ha hecho justicia.Dundy dejó de pasearse.—¿Cómo? —dijo Spade.No hubo agitación, y sí

certidumbre, cuando ella dijo:—La muerte es el precio del

pecado.Dundy avanzó hacia la señora

Hooper como un cazador queacecha a su presa. Spade lo retuvomoviendo una mano, que quedó

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oculta por el sofá a los ojos delama de llaves.

—¿El pecado? —dijo. Habíainterés en el tono de voz, pero susemblante estaba ahora tan serenocomo el de la mujer.

—«Al que escandalizara a unode estos pequeños que creen en mí—recitó ella— más valdría que leatasen una piedra de moler al cuelloy lo arrojaran al mar».

Lo dijo no como si estuvieracitando el Evangelio, sino como siexpresara de palabra una profunda

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convicción.—¿De qué pequeño habla? —

le ladró Dundy.La señora Hooper dirigió

hacia él sus severos ojos grisespara posarlos finalmente más allá,en la puerta del dormitorio.

—De ella —dijo—, deMiriam.

—¿La hija de Bliss? —preguntó Dundy, ceñudo.

—Su hija adoptiva, sí —dijola mujer.

Un flujo de sangre se agolpó

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en el rostro de Dundy.—¿Se puede saber qué

demonios pasa aquí? —dijo, ysacudió la cabeza como si algo sele hubiera pegado—. ¿Miriam no essu hija de verdad?

La serenidad del ama de llavesno se vio turbada en lo más mínimopor el tono colérico de Dundy.

—No. Su esposa estuvoinválida casi toda su vida. Notuvieron hijos.

Dundy movió otra vez lasmandíbulas como si mascara, y

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cuando volvió a hablar lo hizo enun tono más frío.

—¿Qué le hizo Bliss?—No lo sé —respondió la

señora Hooper—, pero tengo plenoconvencimiento de que cuando laverdad salga a la luz, comprobaráque el dinero que su padre le dejó,me refiero a su verdadero padre, hasido...

Spade la interrumpió y,articulando claramente las palabrasy acompañándolas de pequeñosmovimientos circulares de la mano,

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dijo:—¿Está diciendo que en

realidad no sabe si él la ha estadoestafando?, ¿que solamente losospecha?

La mujer se llevó una mano alpecho.

—Me lo dice el corazón —respondió, muy serena.

Dundy miró a Spade, este aDundy, y en los ojos de Spade huboun brillo de contento no del todoagradable.

Dundy carraspeó y se dirigió

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de nuevo al ama de llaves.—Y usted opina que esto —

señaló al suelo, donde había yacidoBliss— ha sido un castigo divino,¿eh?

—Sí, señor.Procurando borrar de su

mirada la más leve sombra depicardía, el teniente replicó:

—Entonces, ¿el asesino nohizo sino actuar como la mano deDios?

—No soy yo quien debe decireso —respondió el ama de llaves.

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La cara de Dundy empezó ainflamarse de nuevo.

—De momento, eso es todo —dijo con voz entrecortada, pero nohabía llegado la mujer a la puertadel dormitorio cuando sus ojos sepusieron alerta otra vez—. Unmomento —dijo, y de nuevo cara acara, agregó—: Oiga, ¿porcasualidad no será usted rosacruz?

—Yo solo aspiro a ser unabuena cristiana.

—Está bien, está bien —gruñóDundy, dándole la espalda.

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La mujer entró en la alcoba ycerró la puerta. Dundy se pasó lapalma de la mano derecha por lafrente y exclamó, agotado:

—Hay que ver, ¡qué familia!Spade se encogió de hombros:—Ponte a investigar la tuya un

día de estos —dijo.El teniente palideció de golpe.

Sus labios, casi sin color,desnudaron los dientes. Apretó lospuños y de dos zancadas se plantódelante de Spade.

—¿Qué has querido...?

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La afable mirada de sorpresaen la cara de Spade lo frenó.Desvió la vista, se pasó la punta dela lengua por los labios, volvió amirar a Spade, desvió una vez máslos ojos, ensayó una sonrisaavergonzada y musitó:

—Ah, querías decir cualquierfamilia. Sí, supongo que tienesrazón.

Se volvió rápidamente hacia lapuerta principal en el momento enque sonaba el timbre.

El regocijo que iluminó el

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rostro de Spade no hizo sinoacentuar su parecido con un Satanásrubio.

Del otro lado de la puertallegó una voz afable que arrastrabalas palabras:

—Soy Jim Kittredge, deltribunal. Me han dicho que viniera.

La voz de Dundy:—Sí, pase.Kittredge era un individuo

gordinflón y rubicundo; la ropa, conla pátina de muchos años de uso, levenía demasiado apretada. Saludó a

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Spade con un ademán de cabeza ydijo:

—Le recuerdo, señor Spade,de cuando el proceso Burke-Harris.

—Claro —dijo el detective, yse levantó para estrecharle la mano.

Dundy había ido a llamar aTheodore Bliss y a su esposa.Kittredge los miró cuando entraron,les sonrió afablemente, dijo«¿Cómo están ustedes?» y se volvióhacia el teniente.

—Sí, son ellos —confirmó.Miró a su alrededor como si

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buscara dónde escupir, no encontródónde y añadió—: Eran las cuatromenos diez aproximadamentecuando este caballero entró en lasala y me preguntó cuánto iba atardar su señoría, y yo le dije queunos diez minutos. Se quedaronesperando, y tan pronto como eltribunal levantó la sesión, a lascuatro en punto, los casamos.

—Gracias —dijo Dundy.Despidió a Kittredge, los Blissregresaron a la alcoba, miró conceñuda insatisfacción a Spade y

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dijo—: Bueno, ¿qué?Spade se volvió a sentar.—Pues que es imposible ir de

aquí a la alcaldía en menos dequince minutos —respondió—, osea que él no pudo volver ahurtadillas mientras esperaban aljuez, y tampoco darse prisa envolver para matarlo después de laboda y antes de que llegase Miriam.

La insatisfacción aumentó enel rostro del policía. Fue a deciralgo pero cerró la boca al ver queentraba el de rostro ceniciento

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acompañado de un joven alto, flacoy pálido, que encajaba con ladescripción que el filipino habíahecho del acompañante de MiriamBliss.

El de rostro ceniciento hizo laspresentaciones:

—Teniente Dundy, señorSpade, el señor Boris... estooo,Smekalov.

Dundy hizo una escuetainclinación de cabeza.

Smekalov empezó a hablarenseguida. Su acento no era tan

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marcado como para poner enapuros a sus oyentes, aunquealgunas consonantes sonaban untanto peculiares.

—Teniente, debo rogarle quemantenga esto en secreto. Si sesupiera sería mi ruina, mi ruinaabsoluta, e injusta por lo demás.Soy inocente, señor, se lo aseguro;inocente de corazón, de alma y deactos; no solo soy inocente, sinoque no tengo absolutamente nadaque ver con tan horrible asunto. Nohay ningún...

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—Espere un momento —locortó Dundy, pinchándole el tóraxcon un dedo rotundo—. Aquí nadieha dicho que estuviera ustedmezclado en nada... Pero habríasido mejor que se hubiera quedadopor aquí.

El joven hizo un gestoexpansivo, estirando los brazos conlas palmas de las manos haciaarriba.

—¿Y qué puedo hacer yo?Tengo una esposa que... —Meneóla cabeza con vehemencia—.

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Imposible. No puedo.El hombre de cara cenicienta

le dijo a Spade, en vozinsuficientemente apagada:

—Qué memos son estos rusos.Dundy miró a Smekalov

achicando los ojos y le habló en untono imparcial:

—Me temo que se ha metidoen un buen lío.

Pareció que Smekalov se iba aechar a llorar.

—Pero ¡póngase en mi lugar,teniente! —suplicó—, y...

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—No quisiera hacerlo. —A sutorpe manera, Dundy parecíasentirlo por el joven ruso—. Aquíen este país, el asesinato es cosaseria.

—¡Asesinato! Pero, oiga,teniente, ya le digo que mi relacióncon todo esto se debe a un simpleinfortunio. Yo no soy...

—¿Está diciendo que vinoaquí con la señorita Bliss porcasualidad?

El joven puso cara decontestar que sí, pero dijo: «No»,

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despacio, y luego continuó concreciente rapidez:

—Pero si no pasó nada, señor,nada. Habíamos ido a comer, yo laacompañé a casa y ella dijo:«¿Quieres entrar a tomar unacopa?», y acepté. Le doy mi palabrade que eso es todo. —Mostró laspalmas de las manos—. Eso lepuede pasar a cualquiera, ¿no? —añadió mirando ahora a Spade.

—A mí me pasan muchascosas —dijo Spade—. ¿Sabía Blissque usted rondaba a su hija?

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—Bueno, sabía que éramosamigos, sí.

—¿Y sabía que estaba ustedcasado?

Smekalov respondió contiento:

—Me parece que no.—Sabe muy bien que no —

terció Dundy.Smekalov se humedeció los

labios y no contradijo al teniente.—¿Qué le parece que habría

hecho él si se hubiera enterado? —le preguntó Dundy.

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—Lo ignoro, señor.Dundy se acercó un poco más

y le habló entre dientes en un tonode voz áspero y parsimonioso:

—¿Qué hizo cuando se enteró?El joven, pálido y asustado,

retrocedió un paso.Se abrió entonces la puerta de

la alcoba y Miriam Bliss entró en elsalón.

—¿Por qué no lo dejan en paz?—dijo, indignada—. Ya heexplicado que él no tuvo nada quever, que no sabía nada de este

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asunto. —Se había situado al ladode Smekalov y le cogió una manoentre las suyas propias—. Lo estánponiendo en un aprieto inútilmente.Boris, lo siento muchísimo, heintentado impedir que temolestaran.

El joven murmuró algoininteligible.

—Es verdad, lo ha intentado—dijo Dundy. Se dirigió ahora aSpade—: ¿No podría ser quehubiera ocurrido así, Sam? Blissdescubre que Smekalov está

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casado, sabe que han quedado paracomer fuera, vuelve temprano acasa a fin de llegar antes que ellos,amenaza con contárselo a la esposay lo estrangulan para impedírselo.—Miró de reojo a la chica—.Adelante, si quiere fingir otrodesmayo, no se prive.

El joven profirió un grito y seabalanzó sobre Dundy con ambasmanos por delante. El tenientegruñó, levemente sorprendido, y leasestó un puñetazo en plena cara. Eljoven trastabilló hacia atrás hasta

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dar contra una silla. Él y sillacayeron juntos al suelo. Dundy miróal hombre de cara cenicienta y ledijo:

—Llévatelo a jefatura: testigomaterial.

—A la orden —dijo el otro,recogió el sombrero del ruso y seacercó para ayudarlo a levantarse.

Theodore Bliss, su esposa y elama de llaves habían acudido a lapuerta que Miriam había dejadoabierta al entrar. La muchachagritaba y pataleaba.

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—Lo denunciaré, cobarde,más que cobarde —amenazaba aDundy—. No tenía ningún derechoa...

Y así sucesivamente. Nadie leprestó la menor atención; vieroncómo el de rostro cenicientoayudaba al ruso a ponerse de pie yse lo llevaba. La boca y la nariz deSmekalov estaban comopintarrajeadas de rojo.

—Cállese —le soltó Dundy aMiriam, y acto seguido se sacó unpapel del bolsillo—. Tengo aquí

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una lista de las llamadas que se hanhecho hoy desde este apartamento.Vaya diciendo las que reconozca.

Leyó un número de teléfono.—Ese es de la carnicería —

saltó la señora Hooper—. Hetelefoneado esta mañana antes desalir.

A continuación añadió que elnúmero que Dundy leyóseguidamente era el de la tienda deultramarinos.

Dundy leyó otro.—Hotel St. Mark —dijo

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Miriam Bliss—. Para hablar conBoris. —Identificó otros dosnúmeros: eran de amigas a las quehabía llamado.

El sexto número de teléfono,según dijo Bliss, era el deldespacho de su hermano.

—Probablemente es de cuandohe llamado a Elise para quedar conella.

Spade intervino al oír elséptimo:

—Ese es el mío.Dundy confirmó que el último

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era el de emergencias de la policía.Se guardó el papel en el bolsillo.

—Así que tenemos un montónde posibilidades —dijo Spadealegremente.

Sonó el timbre de la puerta.El teniente acudió a abrir.

Desde la sala oyeron que hablabacon otro hombre, pero no pudieronoír lo que decían.

Sonó el teléfono y Spadecontestó.

—Diga... No, soy Spade.Espere un mo... Está bien. —

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Escuchó—. De acuerdo, se lodiré... No, no lo sé. Le diré a él quele llame... Bien.

Cuando se dio la vuelta,Dundy estaba en el umbral delvestíbulo, con las manos a laespalda. Spade le informó.

—Dice O’Gar que el ruso haenloquecido por completo cuandoiban hacia comisaría. Han tenidoque ponerle una camisa de fuerza.

—Ya iba siendo hora —gruñóel teniente—. Ven.

Spade fue con Dundy hasta el

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vestíbulo. En la entrada había unagente de policía.

Dundy mostró las manos: enuna tenía una corbata a franjasdiagonales estrechas de tonosverdes; en la otra, un alfiler deplatino en forma de media lunaengastado con diamantes pequeños.

Spade se inclinó paraexaminar la corbata: tenía trespuntitos irregulares.

—¿Sangre? —preguntó.—O tierra —dijo Dundy—.

Ha encontrado las dos cosas en el

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cubo de la basura de la esquina,envueltas en papel de periódico.

—Sí, señor —dijo muy ufanoel agente—, estaba todo allí dentro,hecho una pelota de... —Calló alcomprobar que nadie le prestabaatención.

—Me inclino por la sangre —estaba diciendo Spade—. Es unbuen motivo para deshacerse de lacorbata. Vayamos a hablar con estagente.

Dundy se guardó la corbata enun bolsillo y metió la mano con el

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alfiler en el otro.—Cierto... y diremos que es

sangre.Entraron en la sala de estar. El

teniente miró primero a Bliss, luegoa su esposa, después a la sobrina yfinalmente al ama de llaves,poniendo cara de que ninguno deellos le caía bien. Sacó el puño delbolsillo, adelantó la mano en ungesto teatral y la abrió para mostrarel alfiler de media luna.

—Veamos, ¿y esto qué es? —inquirió.

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La primera en hablar fueMiriam Bliss.

—Caramba, si es el alfiler depapá.

—No me diga —replicóDundy, de mal talante—. ¿Y lollevaba puesto hoy?

—Siempre se lo ponía. —Lachica miró a los demás en busca deconfirmación.

La señora Bliss murmuró:«Sí». Los otros simplementeasintieron con la cabeza.

—¿Dónde lo ha encontrado?

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—preguntó Miriam.Dundy los estaba mirando de

uno en uno, como si ahora lecayeran peor que antes. A juzgarpor su rostro, parecía irritado.

—Siempre se lo ponía —añadió, enojado—, pero a ningunode ustedes se le ha ocurrido decir:«Papá siempre llevaba un alfiler,¿dónde está?». Ah, no, hemostenido que esperar a que aparecierapara que alguien se haya decidido amencionarlo.

—Entiéndalo —dijo Bliss—.

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¿Cómo íbamos a saber...?—Lo que fueran a saber no

importa —le espetó Dundy—. Hallegado el momento de que hable yode lo que sé. —Sacó la corbataverde del otro bolsillo—. ¿Es estala corbata?

—Sí, señor —dijo la señoraHooper.

—Pues tiene manchas desangre —dijo Dundy—, y no es lade Max Bliss, porque no hemosvisto que tuviera ningún rasguño. —Los miró por turnos, achicando los

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ojos—. Supongamos que tratan deestrangular a un hombre que llevaun alfiler y que el hombre forcejeay...

Se interrumpió para desviar lavista hacia Spade.

El detective se había acercadoa la señora Hooper, que tenía lasgrandes manos juntas delante deella. Spade le cogió la derecha, ledio la vuelta y retiró de la palma elpañuelo hecho una pelota: unrasguño reciente de unos cincocentímetros de longitud adornaba la

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carne.El ama de llaves se había

dejado examinar la mano sin oponerresistencia. Su semblante no perdióni un ápice de serenidad. Se quedócallada.

—¿Y bien? —preguntó Spade.—Me lo he hecho con el

alfiler de la señorita Miriam alacostarla cuando se ha desmayado—respondió ella con calma.

La carcajada del teniente fuetan breve como acerba:

—Igualmente acabará en la

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horca —le espetó.El rostro de la mujer no

experimentó el menor cambio.—Será como el Señor

disponga —dijo.Al soltarle la mano, Spade

emitió un extraño ruido gutural.—Bien —dijo—, veamos qué

tenemos aquí. —Sonrió a Dundy—.A ti no te gusta nada esa T de laestrella, ¿verdad?

—Ni pizca —contestó Dundy.—Lo mismo digo.

Probablemente la amenaza de

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Talbot iba en serio, pero pareceque esa deuda está saldada. Ahorabien... Espera. —Se acercó alteléfono y llamó a su oficina—. Lode la corbata, de entrada, tambiénparecía muy raro —dijo mientrasaguardaba—, pero creo que lasangre lo explica todo.

Habló por el auricular:—Hola, Effie. Escucha. En la

media hora o así a partir de quetelefoneó Bliss, ¿has recibidoalguna llamada que te sonarasospechosa? Cualquier cosa que

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pudiera haber sido un pretexto... Sí,antes... Piensa.

Cubrió el auricular con lamano y le dijo a Dundy:

—En este mundo hay muchopillo suelto.

Volvió a hablar por teléfono:—¿Sí?... Eso es... ¿Kruger?...

Sí. ¿Hombre o mujer?... Gracias...No, dentro de media hora estarélisto. Espérame ahí y te invito acenar. Hasta luego.

Colgó el teléfono y se dio lavuelta.

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—Una media hora antes de quetelefoneara Bliss, alguien llamó ami oficina y preguntó por el señorKruger —dijo.

Dundy lo miró ceñudo.—¿Y qué?—Kruger no estaba.El ceño se arrugó más.—¿Y quién es Kruger?—No lo sé —dijo Spade,

desabrido—. Es la primera vez queoigo hablar de él. —Sacó de losbolsillos tabaco y papel de fumar—. Muy bien, Bliss, ¿dónde tiene el

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arañazo?Theodore Bliss preguntó:

«¿Qué?», mientras los demásmiraban boquiabiertos a Spade.

—El rasguño —dijo Spadecon intencionada condescendencia,concentrado en el cigarrillo quehabía empezado a liar—. El sitiodonde se le clavó el alfiler de suhermano cuando lo estabaestrangulando.

—¿Se ha vuelto loco? —exclamó Bliss—. Yo estaba...

—Sí, ya, estaba en plena boda

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cuando lo mataron. Pues no. —Spade humedeció el bordeencolado del papel y lo alisó conlos dedos.

Fue la señora Bliss la queintervino, tartamudeando un poco:

—Pero si él..., pero si MaxBliss le llamó...

—¿Quién dice que me llamaraMax Bliss? —inquirió Spade—. Yoeso no lo sé. No habría reconocidola voz. Lo único que sé es que mellamó un hombre diciendo que eraMax Bliss, y eso pudo haberlo

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hecho cualquiera.—Pero, según la relación de

llamadas, le telefonearon desdeaquí —protestó la mujer.

Spade meneó la cabeza y dijo,con una sonrisa:

—Veamos: recibí una llamadahecha desde aquí, pero no esa de laque estamos hablando. Ya he dichoque alguien telefoneó a mi oficinacomo media hora antes de lasupuesta llamada de Max Bliss, yque preguntó por un tal Kruger. —Señaló con la cabeza a Theodore

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Bliss—. Fue lo bastante listo comopara dejar constancia de unallamada a mi oficina desde estacasa antes de salir para reunirsecon usted.

La mujer dirigió sus atónitosojos azules primero a Spade y luegoa su marido.

—No hagas caso, mi amor —dijo Bliss, restándole importancia—. Tú sabes...

Spade no lo dejó terminar:—Usted sabe que salió a

fumar un pitillo mientras esperaban

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al juez, y él sabía que en el pasillohabía cabinas de teléfono. Solo ibaa necesitar un minuto.

Encendió el cigarrillo reciénliado y se guardó el mechero en elbolsillo.

—¡Qué disparate! —exclamóBliss con brusquedad—. ¿Por quéiba a querer yo matar a Max? —Sonrió tranquilizadoramente a suesposa, que lo estaba mirandohorrorizada—. No dejes que teconfundan, cariño. A veces losmétodos de la policía...

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—Está bien —dijo Spade—,veamos si tiene algún rasguño.

Bliss se encaró con él.—¡Ni lo intente! —dijo,

llevándose una mano a la espalda.Spade, impertérrito, dio un

paso al frente.Spade y Effie Perine estaban

sentados a una mesa pequeña deJulius’s Castle, en Telegraph Hill.Vistos por el ventanal, lostransbordadores parecíanluciérnagas yendo y viniendo de laluciérnaga estática de la ciudad al

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otro lado de la bahía.—... es probable que no fuera

con la intención de matarlo —estaba diciendo Spade—, sino parasacarle unos dólares más. Perocuando empezaron a forcejear y lotuvo sujeto por el cuello, imagino,era tan grande el rencor que sentíacontra Max que ya no pudo soltarlohasta que lo mató. En fin, esto es loque deduzco de las pruebas, de loque pudimos sacarle a la esposa yde lo poco que pudimos sacarle aél.

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Effie asintió con la cabeza.—Esa mujer es una buena

esposa, una esposa leal.Spade tomó un sorbo de café,

se encogió de hombros y añadió:—¿Y de qué le ha servido?

Ahora sabe que él solo la cortejóporque era la secretaria de Max.Sabe que cuando él sacó la licenciade matrimonio hace dos semanas,fue solo para convencerla de que leconsiguiera fotocopias de losdocumentos que vinculabandirectamente a su hermano con la

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estafa de Graystone Loan. Y sabe...Mira, sabe que no solo estabaayudando a un inocente a limpiar subuen nombre.

Hizo una pausa y tomó un pocomás de café.

—Theodore se presenta estatarde en casa de su hermano con laidea de chantajearlo de nuevo acuenta de los años pasados en SanQuintín. Se produce una pelea y lomata, no sin hacerse un rasguño enla muñeca con el alfiler mientras loestá asfixiando. Sangre en la

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corbata, un arañazo en la muñeca:mal asunto. Le quita la corbata almuerto y busca rápidamente otra,porque la ausencia de corbata daríaque pensar a la policía. Pero en esotiene mala pata: las corbatas queestán más a mano en el perchero deMax son nuevas, y Theodore agarrala primera que encuentra. Muy bien,ahora tendrá que ponérsela alcadáver, o no, espera, se le ocurreuna idea mejor: quitarle algunasprendas más y así desconcertar a lapolicía. La corbata, puesta o no,

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pasará desapercibida si tampocohay camisa. Mientras estádesvistiendo a su hermano se leocurre otra pista falsa, y entoncesdibuja en el pecho del muerto unsímbolo místico que ha visto enalguna parte.

Spade apuró el café, dejó lataza y prosiguió:

—El tipo, a estas alturas, es yatodo un as desconcertando a lapolicía: una carta de amenazas cuyarúbrica es el símbolo que le hadibujado a Max en el pecho. La

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correspondencia de la tarde estásobre la mesa. Cualquier sobrevale, siempre y cuando esté escritoa máquina y no lleve remitente,pero el que viene de Franciaañadirá un toque exótico, de modoque extrae la carta original eintroduce la de amenaza. Aquí sepasa de la raya, ¿te das cuenta?Dando tantas pistas falsas, al finalnos hace sospechar de cosas queparecían correctas, como lallamada telefónica.

»Bien, ya está todo a punto

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para asegurar la coartada. Elige minombre de la lista de detectivesprivados que sale en la guía y haceel truco del señor Kruger; pero esoes después de llamar a la rubiaElise para decirle no solo que estánsuperados todos los obstáculos a sumatrimonio, sino que ha recibidouna oferta para montar un negocioen Nueva York y debe partirenseguida, y si no podrían versedentro de quince minutos en eljuzgado para casarse. Ahí hay algomás que una coartada. Theodore

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quiere cerciorarse de que ella estéabsolutamente convencida de queno ha matado a Max, pues ella sabeque su hermano no le cae bien, y noquiere que piense que solo le estabadando esperanzas para conseguirdatos incriminatorios contra él,porque Elise podría atar cabos yllegar a algo parecido a la verdad.

»Solucionado este asunto, yaestá en condiciones de marcharse.Sale al descubierto sin máspreocupación que la de deshacersede la corbata y el alfiler que lleva

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en el bolsillo. Ha cogido el alfilerporque piensa que la policía podríahallar rastros de sangre en elengaste de los diamantes, por muy afondo que intente limpiarlo. En elportal ve a un chico que vendeperiódicos, le compra uno,envuelve la corbata y el alfiler enuna hoja y la tira hecha una pelotaal cubo de basura que hay en laesquina. Es una buena idea. No haymotivo para que la policía busquela corbata. Tampoco lo hay paraque el barrendero que vacía los

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cubos investigue un papel deperiódico arrugado; y en caso deque algo saliera mal, ¡qué diantres!,fue el asesino quien lo tiró, yTheodore no puede ser el asesinoporque tendrá una coartada.

»Monta rápidamente en elcoche y se dirige a la alcaldía. Sabeque allí hay muchos teléfonos, ysiempre podrá decir que va alavarse las manos, pero al final nole hace falta un pretexto. Mientrasesperan a que el juez termine conuna vista, sale a fumar un cigarrillo

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y, ¡hop!, ahí tienes lo de «SeñorSpade, me llamo Max Bliss y herecibido amenazas».

Effie Perine asintió con lacabeza y preguntó:

—¿Por qué crees tú queescogió llamar a un detectiveprivado y no a la policía?

—Para no arriesgarse. Simientras tanto hubieran descubiertoel cadáver, cabía la posibilidad deque la policía estuviera sobre avisoy localizase la llamada. Pero undetective privado difícilmente se

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iba a enterar del asesinato hasta quelo leyera en los periódicos.

Ella se echó a reír.—Bueno —dijo—, o sea que

tuviste suerte.—¿Suerte? No sé qué decirte.

—Se miró sombrío el dorso de lamano izquierda—. Me he lastimadoun nudillo cuando se me ha echadoencima, y el trabajo solo ha duradomedia tarde. Lo más probable esque la persona que se ocupe de lasucesión arme un cirio si le envíouna factura por una cantidad digna.

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—Levantó un brazo para llamar alcamarero—. Bueno, la próxima vezhabrá mejor suerte. ¿Quieres quevayamos al cine o tienes algo quehacer?

DASHIELL HAMMETT

(Maryland, EE UU, 1894 - Nueva

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York, 1961) Novelistaestadounidense. Trabajó en unaagencia de detectives privadosantes de participar en la PrimeraGuerra Mundial, de la que regresógravemente enfermo. A partir de1934 participó activamente en lapolítica de izquierdas de su país,motivo por el cual en 1951, durantela era McCarthy, fue condenado aprisión. Inició su carrera literariacon algunas novelas cortas,publicadas desde 1924 y reunidasbajo el título de El gran golpe

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(1966). En 1929 publicó la novelaCosecha roja, a la que siguieron Elhalcón maltés (1930), El hombredelgado (1934) y La llave decristal (1931), entre otras. Conestas obras, que reflejan con todacrudeza los aspectos más violentosde una sociedad corrupta e inmersaen una lucha sin tregua por el podery el dinero, se apartó del modelotípico de novela policíaca y creó unnuevo género: la novela negra.

notes

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Notas a pie de página 1 El cerebro del hampa judía

neoyorquina durante las dosprimeras décadas del siglo pasado.(N. del t.)