tigre y cachorro, cuento, por aquiles juliÁn

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1 TIGRE Y CACHORRO / Aquiles Julián 1 cuento l ctofilia d i g i t a l e Tigre y cachorro Aquiles Julián 6

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Cuento ganador del primer lugar en el II Concurso de Cuentos de Beisbol, 2009, patrocinado por el Ministerio de Cultura Rep. Dominicana

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1 TIGRE Y CACHORRO / Aquiles Julián

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Tigre y cachorro

Aquiles Julián

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4 TIGRE Y CACHORRO / Aquiles Julián

© 2012 Lectofilia digital

1ª edición, febrero 2012

Editado en Rep. Dominicana por:

Editora Libros de Regalo.

Se autoriza la reproducción parcial o total de esta obra y su difusión.

Imágenes tomadas de la Internet.

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Dedicatoria

A Theo Galán, que, por cierto, es escogidista

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Índice

8 Pasiones 12 Tigre y cachorro

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Pasiones

Los dominicanos somos, quien lo duda, apasionados. Y nuestras pasiones han sido convenientemente determinadas.

Nos apasiona la política. Sobre todo la secreta esperanza de ser nombrado, de ir a la cosa pública y hacerla en lo que podamos privada, lucrándonos. A eso le tenemos distintos nombres: “defenderse”, “buscársela”, “no ser pendejo”, “sacar lo suyo”, “picar bien”, “comer con grasa” y otros eufemismos que justifican el dolo.

Todos criticamos en otros aquello que nos gustaría hacer. De ahí que los partidos más votados siempre

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serán aquellos que favorezcan, prometan o se hagan de la vista gorda frente a la depredación de los fondos públicos.

Nos apasiona el beisbol. Y somos de un partido o de un equipo de beisbol casi por tradición familiar.

Discutir de política y de “pelota” son dos aficiones a las que nos entregamos con muchísimo gusto. Y si bien no llegamos a los extremos de los hinchas ingleses del futbol, capaces de ir predispuestos a escenificar batallas campales, sin renunciar al trauma y al crimen, aquí más de uno ha muerto por los ánimos desbordados que la política o la pelota encienden.

Ambos, política y pelota, son pingües negocios. Y no nos interesa. De hecho, nos gusta.

Las “bancas deportivas” proliferan. Estamos cundidos de ellas, como liendres que chupan los magros ingresos de los pobres.

No tenemos, claro, espíritu deportivo alguno. Nos interesa ganar a cualquier precio. Tenemos el hacer coca y alzarse con el santo y la limosna como ejemplo del tígueraje mejor, y aquí todos nos autoendilgamos el mote de tígueres y rehuimos el afrentoso mote de pariguayo.

De ahí que en las elecciones de cualquier tipo nadie pierde, todos somos víctimas de trampas, aunque no nos importe el hecho de que también las hicimos, porque ¿vamos a pasar con ficha?

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“Tigre y cachorro” es un homenaje al dominicano. Agridulce, como lo somos. Y a esa clase media que se empecina en salir adelante y no ser arrastrada por los cambios a la pérdida de los privilegios alcanzados.

Yo, que no soy exactamente un apasionado del deporte, aunque confieso que, como todo dominicano, he oído mis partidos, fui un día al estadio Quisqueya y simpatizo por un equipo, me desafié a escribir un cuento en torno al beisbol.

De hecho, no fue el primero. Tigre y cachorro fue el segundo. Un día de estos saco a la luz el primero.

Tuve la buena fortuna de ganar con este cuento el II Concurso Nacional de Cuentos de Beisbol auspiciado por el Ministerio de Cultura.

Y con los fondos me compré una TV LCD de 46 pulgadas.

No la dedico a ver juegos de beisbol, sino a seriales policiales: CSI New York, CSI Las Vegas, CSI Miami, La Ley y el Orden, Detectives Médicos y películas.

Tengo, como ven, otras pasiones. Distintas, que no mejores.

Espero que disfruten este cuento.

Yo lo disfruté. Disfruto releerlo. Y también ver la TV que él me permitió adquirir sin afectar el presupuesto familiar.

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Tigre y cachorro

Llegó emocionado al apartamento con la gorra azul intensa, el rostro pícaro del tigre que guiñaba el ojo, bordado en amarillo, blanco, negro y las fauces rosadas; con las letras tipo Coca-Cola debajo, estilizadas. Volvía a “la guarida”, como solía llamar a su hogar. Toda la tarde había estado lloviznando.

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Cuando salió de sus oficinas en Bella Vista Mall, pasó por la tienda Sportland y aprovechó para comprar las cachuchas. Llevaba las dos: la de él, puesta, la otra en la mano derecha en que también llevaba el maletín. Abrió la puerta y buscó con la mirada a ver si Jean-Paul estaba a la vista, para hacerle una bulla, elevando la cachucha azul como un trofeo, como un premio; en cierta manera instándolo a que saltara y la tomara. Esa era su expectativa, la visión anticipada del retozo con su hijo que le soliviantaba el corazón. Jean-Paul no estaba. Tampoco estaban Ana y Charlotte, su hija mayor. El living, con su espejo grande al fondo, flanqueado por la cascada de agua y las plantas, y el jueguito de sala decorativo del recibidor, al igual que la sala contigua, espaciosa y acogedora, a su derecha, estaba sin nadie. Una ligera decepción asomó en su ánimo, pero se repuso. “Estará en su cuarto”, pensó. Algo de nuevo le volvió a inquietar, una leve turbiedad, una diminuta molestia como una piedrecilla en el zapato; algo insignificante que, sin embargo, le venía escociendo y mortificando de manera cada vez más frecuente. Hasta unos meses, como quien dice, él y Jean-Paul mantenían una relación más estrecha: retozaban, compartían; recibía muchas muestras de cariño y admiración de su hijo; se demostraban ese cariño cómplice de padre e hijo, de tigre y cachorro. De alguna forma, en algún momento, la relación fue enfriándose, se fueron distanciando inadvertidamente. “Son cosas de la edad, del

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crecimiento”, pensó entonces. Su hijo fue interesándose más y más por videojuegos cargados de personajes extraños, situaciones y ambientes disparatados, un mundo ajeno, estrambótico, tipo Virtual Galaxy, del que hablaba y hablaba de manera interminable con sus amiguitos, dueños de un territorio exclusivo del que habían desterrado adrede a los adultos; entre ellos a él, su papá. Ahora, Jean-Paul pasaba horas enteras en su cuarto, frente al playstation o a la computadora, solo o acompañado de otros niños, ensimismados en aquellas aventuras virtuales, en aquellos combates absurdos entre ninjas, guerreros y dragones, temibles encapuchados con siniestros poderes, héroes ocupados en terribles venganzas, operado todo desde el control remoto, y cada vez más aislado de él, de la familia, de las pasiones compartidas: el play, el equipo que era una tradición en los Hernández, el seguimiento de los averages y los rendimientos de los jugadores, comentar los desempeños, las cuerdas que daban a los que simpatizaban con los equipos contrarios, en especial a escogidistas y aguiluchos; el orgullo de ser un Hernández azul hasta la taza, liceísta desde chiquitico. ¿Qué había sucedido? “¡Eso se le pasará!”, pensó. “Así son los muchachos ahora”, le dijo Ana, una explicación que en nada lo llenaba. Ella y Charlotte seguro estaban en el cuarto de la niña. Su esposa y su hija mantenían esa relación estrecha y cómplice que él aspiraba tener con Jean-Paul. Su mujer y su hija eran liceístas, claro, aunque eso no

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era para él tan importante como que lo fuera Jean-Paul. “Las mujeres no saben de pelota”, decía. De alguna manera ese pensamiento ellas lo resentían, de alguna manera se sentían minusvaloradas por esa expresión. Charlotte, la mayor de sus dos hijos, en ocasiones le reprochaba: “Papá, tú pareces que sólo tienes un hijo. ¡Yo también soy hija tuya!”. “¡No digas eso, niña! Tú eres la luz de mis ojos”, él le replicaba. “No, para ti la luz de tus ojos es Jean-Paul, papá”. “No tengas celos de tu hermano. Yo a los dos los quiero igual”. Entonces, Charlotte lo encaraba cargada de frustración, herida, y reventaba en lágrimas: “No, si yo hubiese sido varón, tal vez tú me hubieses querido igual. Tú no me quieres igual que a Jean-Paul, ¡pero yo también soy liceísta, papá!” Acongojada, corría a refugiarse en su cuarto, ponía el seguro y se aislaba a llorar. Él se iba detrás de ella: “¡Charlotte…!, ¡Charlotte…!”, pero ella no le abría; desde la puerta, tocando, llamando, escuchaba el llanto desconsolado de su hija. Ana, su esposa, ya nada le decía, simplemente le dirigía una mirada llena de reproches, una acusación muda en su contra. Él, sintiéndose inculpado, se alteraba: “¡Esa muchacha tiene unos celos tremendos de su hermano! Ve y mira a ver qué le pasa”. Ana, incómoda, se enfurruñaba, hacía un gesto de inconformidad y se iba hacia su habitación enojada, dejándolo solo, incómodo, fastidiado. “¡Estas mujeres…!”, él pensaba, y ahora sí que se sentía solo: su hijo menor aislado en su cuarto, en su mundo de

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héroes y truhanes cibernéticos; su hija detestándolo, llorando inconsolable, y Ana, su mujer, tratándolo como si él fuera el patán más desalmado del mundo, capaz de humillar a su propia hija. “Tal vez debí traerles también cachuchas a Charlotte y a Ana”, pensó. Tuvo una leve intención de devolverse, ir de nuevo hacia la tienda y comprar un par de cachuchas adicionales. Tal vez eso animara a Jean-Paul, tal vez eso devolviera un poco de sosiego y unidad a la familia. “Tenía que haberlas comprado”, pensó. Su mente le retrotrajo a la llovizna pertinaz que caía en la ciudad, los tapones y los charcos con los que sabía que tendría que lidiar, sobre todo el tramo que iba desde la 27 de Febrero a la Sarasota, en lo que uno llamaba la Churchill aunque esa parte pertenecía en realidad la avenida Jiménez Moya, que iba de la 27 hasta La Feria. La imagen le enfrió el ánimo. “Mejor espero hasta mañana y se las compro”, se dijo. “Es difícil criar hijos ahora”. El se había ido labrando un prestigio como ingeniero-arquitecto, había montado su propia firma constructora especializada en viviendas, desde edificios a condominios, desde villas a residencias… Había hecho un nombre y estaba comenzando a cosechar resultados. Ahora vivían en este penthouse en la Torre Giralda IV, en el Evaristo Morales, torre que él mismo había diseñado y construido; podía enviar a Charlotte y a Jean-Paul a un colegio bilingüe, darle a Ana un nivel de vida superior. Claro, el precio, lo sabía, era un cierto descuido de su familia. No es fácil estar bregando con

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maestros constructores, con técnicos en plomería y en electricidad, albañiles, hormigoneras, haitianos… Evitando recibir el trabajo chapucero, previendo el robo descarado de materiales, el desperdicio, los mil y un caminos por los cuales cualquier presupuesto terminaba reventado y sobrecargado de gastos que disparaban los costos. El era escrupuloso y cuidadoso de cada centavo, de cada tarea: supervisaba personalmente las asignaciones, revisaba con cuidado, se aparecía en los momentos más insólitos, contaba y recontaba… Sabía que a sus espaldas le decían tiñoso, chelero y otros motes insultantes. Sabía que habían maestros de obras que se jactaban de que nunca, “ni que se estuvieran cayendo muertos de hambre”, trabajarían para él (“¡Claro, no los dejaba robar!”, explicaba); sabía que incluso corría sus riesgos cuando iba a supervisar si de verdad el trabajo que le estaban cobrando se estaba haciendo, cuando hacía descontar el trabajo mal hecho y cuando era tan exigente y tan despiadado con los empleados ineficientes y chapuceros Eso no le importaba. “La vida no es un concurso de popularidad”, siempre se decía a sí mismo. Tiñoso, chelero, muerto de hambre…, sí, pero eso le había ganado fama de honrado, serio, responsable y cuidadoso, y esa fama valía oro: ahora le sobraban contratas y proyectos, había prosperado. “Cuida más los cuartos de otro que los propios”, decían de él. Sí, pero eso le había permitido traer a su familia a vivir en el penthouse en que ahora vivían, el colegio

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bilingüe, las jeepetas de él y de Ana, incluyendo la Lexus azul oscuro que a Jean-Paul tanto le gustaba, los viajes a Disney para toda la familia y otros gustos. Y sus hijos y su mujer ¿lo agradecían? De alguna manera, Ana, Charlotte y Jean-Paul se habían acomodado a la nueva situación, la disfrutaban, sí; pero él no sentía que reconocían el precio que él pagaba por ello. Más bien, de alguna forma le reprochaban su ausencia, el vacío de su espacio, el grado en que su trabajo lo absorbía. ¿No era ése el fastidio de Charlotte: “¡Papá, tú nunca tienes tiempo para una!”? ¿De Ana: “Supongo que tendré que ir a pegar blocks o a tirar mezcla para ver si puedo estar un rato con mi marido”? ¿No era tal vez el origen de ese paulatino desapego de Jean-Paul con él? ¿Y qué hacer? ¿Echar hacia atrás? No es fácil producir suficiente dinero como para permitirles vivir un nivel de vida más desahogado y al mismo tiempo estar con ellos en todas las actividades: que si la función de ballet de Charlotte, que si la reunión de padres en el colegio, que si la competencia de natación de Jean-Paul, que si las fiestas de cumpleaños, los aniversarios, las diez mil actividades que lo reclamaban, que le urgían a abandonar los proyectos en momentos críticos, situaciones que si se iban de control le representarían millones de pesos en pérdidas y, peor aún, descrédito. “En este país cuesta trabajo y tiempo hacerse de un nombre; pero un descuidito y te embarras para siempre”. Él lo sabía, había visto casos así; lo decía al igual que su padre,

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cuando estaba en vida, se lo repetía: “¿Has oído eso de que: “Cría fama y échate a dormir”? ¡Pues: “Camarón que se duerme se lo lleva la corriente”! Que te reconozcan bien da trabajo, pero de ahí en adelante es que tienes que poner mayor empeño en que tu fama se agrande en vez de dañarse. Mientras nadie te ve, poco importan los errores, pero cuando todos tienen sus focos puestos en ti, un errorcito se ve del tamaño del obelisco. A un amateur se le toleran fallas, pero a un bigleaguer pueden costarle millones de dólares esas mismas fallas. No dejes que te agarren fuera de base.”, y su papá lo miraba buscando algún rastro de entendimiento, una pizca de comprensión, en su cara. Él, claro, en esa época no entendía mucho. ¿De qué le estaba hablando su papá? Entonces era niño, entraba en la adolescencia. Tuvo que llegar a la adultez, enfrentarse a la vida, abrirse espacio en medio de un mundo indiferente, cuando no abiertamente inhóspito y hostil. Entonces, aquellas perlas obtenidas de su padre en los viajes al play, mientras hacían fila en el estadio Quisqueya para entrar a palcos (“Trata siempre de no ir a los bleachers, mi hijo, ni en el estadio ni en la vida. El juego se disfruta mejor desde los palcos, aunque te cuesta unos pesos más. Y la vida también. Y si puedes, vete a preferencia”, le filosofaba su papá), toda aquella destilación que su papá quería transmitirle, con la cual quería prepararle para la vida, la fue recuperando. “¡El viejo sabía lo suyo!”, pensó. ¡Y él que sentía que su papá lo fastidiaba con

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toda esa cháchara cuando lo único que a él le importaba entonces, lo único que lo entusiasmaba y de lo que quería oír hablar era que el Licey le daría esa noche una pela al Escogido o a Las Águilas! Sobre todo al Escogido, el odiado rival. Luego saldrían del estadio tocando la bocina: ¡pa-pá! ¡pa-pa-pá! ¡pa-pá!, ¡pa-pa-pá!, “¡Licey, cam-peón!, ¡Licey, cam-peón!”, medio cuerpo fuera del carro, eufórico, triunfador, burlándose de los escogidistas que se marchaban rápido, escondidos sus banderines, castigados sin misericordia por los liceístas eufóricos, la marea azul victoriosa, una vez más. Era lo máximo. Se sentían dueños del mundo, de la vida. Veía la cara alegre de su papá, feliz, orgulloso de él, de su cachorro; sus reconvenciones más formales que reales: “No saques tanto el cuerpo del carro”, “¡Ten cuidado!”, “¡Entra los brazos!”; ambos gozosos, liceístas hasta la muerte, fanáticos de los gloriosos, los mil veces gloriosos Tigres del Licey, el equipo campeón de la pelota dominicana y punto. Ahora entendía cómo su papá lo estaba preparando para la vida. Aquellos viajes al estadio, aquella conversación aparentemente casual, eran su entrenamiento. “Si te tirán, tírale con ganas. Lo peor es que ponchen a uno sin abanicar siquiera”, le aconsejaba. “Batea para jonrón, no para dar toquecitos. El mundo es para los jonroneros”. Ese era su papá. Tal vez en el juego de la vida no llegó a ser un bigleaguer, un toletero mayor; pero tampoco fue un recogebates, un emergente o uno del banco. Su papá supo levantar la familia, tuvo su ferretería, la

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más grande del ensanche La Fe; llevó a la familia desde La Fe a vivir en Los Prados; y también a todos sus hijos los hizo profesionales. Luego un infarto se lo llevó de repente. Cuando todos creían llegado el momento de que el viejo se tomaría la vida con más calma, el corazón le hizo el out 27. Tan solo unos años después la familia se desperdigó: Dalia, su mamá, terminó por irse a vivir con Carmen, su hermana mayor, a Boston. Rubén, el segundo, se instaló en España; le iba bien como odontólogo allá; Carmen y Patricia residían en los Estados Unidos, casadas con norteamericanos de origen hispano: uno cubano, otro mexicano, sus cuñados. Él prefirió quedarse en el país, echar aquí hacia delante; seguir aplatanado, como se decía. “¡Yo no sé cómo tú aguantas ese país; tantos apagones, tanto desorden!” le decían. El optó por ir en cada temporada al estadio Quisqueya a ver jugar a los inmortales Tigres del Licey, el equipo sin rival, el dueño de la Serie del Caribe. Él decidió permanecer, en cierta forma, con el viejo.

En ocasiones se iba con Jean-Paul, antes, no ahora, a recorrer en la refulgente Lexus azul oscuro que tanto les gustaba, las calles de La Fe; toda esa zona entre la Lope de Vega y la Ortega y Gasset que él tan bien conocía. Él iba diciéndole aquí había esto y allí había aquello, algo que Jean-Paul no entendía ni le interesaba, pero que para él era un ejercicio de reapropiación de su vida, recuperación de memorias

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que se perdían de un barrio que cada vez se arrabalizaba más, se llenaba de colmadones infames, de tarantines, de ruidosos negocios y perdía esa apacible quietud que antes era su mayor virtud, su rasgo definitorio. “Papá hizo bien cuando nos sacó de aquí. Este barrio se jodió”, esa era una frase recurrente en esos momentos. Luego, se iban al Oeste, a Los Prados. De alguna manera era testigo del mismo proceso de degradación, de rebajamiento. “Uno un día de estos no podrá decir dónde terminan Los Prados y comienzan Los Praditos”, pensaba. Colmadones, negocios que iban desplazando las viviendas familiares, edificios horrendos que sustituían a aquellas amplias residencias que eran tan vistosas, tan elegantes, tan acogedoras. A él, que había estado al frente prácticamente en buena parte del proceso que transformó a Naco, Piantini, el Evaristo Morales, La Esperilla, en condominios y torres, aprovechando el embrujo que esos nombres provocaban, el valor aspiracional que sumaban, lo que hacía más fácil la venta, nunca se le ocurría que Los Prados se dañaran así. De alguna forma quería conservar esa vieja imagen doméstica de residencias de un solo nivel, a lo sumo dos; esa imagen plana, provinciana, del sitio donde vivió su adolescencia, en vez de esta otra erizada de torres en que Naco y Piantini habían devenido en parte gracias a él. Era un desarrollador. Así se autodefinía. “Mi familia desde siempre ha estado ligada a la construcción” –le gustaba explicar. “Mi papá tuvo una de las

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ferreterías más grandes del país. Casi no hay construcción en La Fe y Cristo Rey en los tiempos viejos que no tenga aunque sea un clavo de la Ferretería Hernández”. Él, a diferencia de Rubén, su hermano, que estudió Odontología, eligió Ingeniería Civil y Arquitectura. Hizo las carreras en paralelo. Su papá se sentía especialmente orgulloso de eso. De hecho, pensó que él se haría cargo de la ferretería con el paso del tiempo. Murió apenas él, el hijo menor, se estaba recién graduando. Esa alegría al menos se la llevó el viejo. Vendieron el negocio a los dueños de la Ferretería Popular. Nadie se sentía en ánimos de mantenerlo, de sustituir al papá. La venta a todos les dejó buen dinero. Él, que conocía a los contratistas, muchos de ellos clientes de su papá, se colocó fácil con la Constructora Martínez Burgos para obtener experiencia. Logró destacar en su amor por la varilla y el cemento, la gravilla y el hormigón: por el mundo de las estructuras, los vaciados, la construcción, por todo el proceso que iba del diseño al movimiento de tierra, de las excavaciones a la zapata, las columnas, los prefabricados, las terminaciones: cerámicas, baños, tuberías, cableado eléctrico, pintura, puertas, ventanas… la erección de una mole ordinaria que luego iba adquiriendo una personalidad, cobrando vida, alcanzando una presencia diferenciadora, haciéndose un espacio propio en la selva de hormigón que se había vuelto la ciudad en su polígono central. Luego, conocido el negocio, puso su constructora para desarrollar sus propios proyectos.

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“Nunca te vanaglories de estar en palco ni te sientas superior a los que están en bleachers. Simplemente pon tu meta en subir a preferencia”, le decía su viejo. Usaba siempre aquellas analogías con la pelota para que él, su cachorro, entendiera las reglas de la vida. El hijo de don Diego se hizo de un nombre propio. “Lo hice, papá”, se decía con orgullo. Solía hablar en su mente con un padre que estaba siempre con él, en él, amoroso, vigilante, cargado de sus consejos de béisbol. “Subí a Preferencia, papá”. “No te vanaglories…” Sí, él sabía lo que era estar con el bate preparado para sea cual sea la bola que la vida le tire, batearla.

Cada ida al play era un tiempo de entrenamiento. Su papá aprovechó cada jugada, cada partido, cada circunstancia para irle transmitiendo, bajo los comentarios de jugadas y jugadores, en contrapunto a las voces de Lilín Díaz, Félix Acosta Núñez, Johnny Naranjo y Freddy Mondesí que fluían de la radio de transistores en que escuchaban simultáneamente La Gran Cadena Azul de la Victoria mientras presenciaban el partido, algún tipo de aprendizaje que ahora él entendía, aunque entonces apenas le provocaban pensar que dónde era que su papá tenía la mente. “Hasta el out 27 nada está seguro. Si pierdes el ánimo, pierdes el juego. Más pueden las ganas, que la técnica”, un manojo de sentencias que iban colocando las bases para moverse en la vida, destiladas en los intermedios de los partidos, como

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acotaciones a jugadas, o dejadas caer en las tardes cuando escuchaban Amalgama de Colores en la Pelota: “¡Pelotero, la bola, vaaa quirivá, pelopelopelotero, va, quiriva, quirivá!” Eso había hecho pacientemente, durante años, Diego Hernández, el patriarca de la familia, el jefe de la manada, con él, el más pequeño de los cachorros. ¿Aprendieron también sus hermanos la simple sabiduría destilada y servida con la humildad que su papá siempre tuvo? Tal vez. Sacudió levemente la cabeza, como para reasumir el momento, escapar de las agridulces añoranzas, retornar al presente. Al no ver a ninguno de su familia abajo, decidió encaminarse al cuarto de Jean-Paul en el segundo nivel del penthouse. ¿Qué hubiese hecho su papá, pensó, en este tiempo de videojuegos, Internet, tecnología? ¿Cómo hubiese entrenado a su cachorro? Aquellos tiempos, de casas de una y dos plantas como máximo, iban desapareciendo. Eran un anacronismo: “Un uso ineficiente y disparatado de un espacio caro y exiguo. ¡Somos una isla! ¡No nos sobra espacio! El único espacio de crecimiento que tenemos es hacia arriba”. Esos eran sus argumentos, irrebatibles, sólidos como el hormigón. “Las torres brindan seguridad, confort y calidad de vida”. “Las torres me han hecho gente”, decía. “Veo una casa y me imagino el edificio que puede levantar allí. Eso me emociona.” Hoy son otros los tiempos. Antes, todo costaba cheles, se vivía de manera más simple. ¡Ahora todo estaba tan caro, la vida se había hecho tan difícil!

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Recordó sus juguetes, humildes y provincianos: carros de pedales, algún carrito a control remoto, bloques de Lego…, comparados con los ipods, las laptops, los playstations, el mundo cibernético, los blackberries… Era el mundo de Jean-Paul, un mundo de experiencias virtuales, de oscuros villanos y héroes violentos recargados de armas letales, trampas mortales, dragones y fantasías, el mundo de Facebook y Twitter, de minimensajes e Internet. ¿Volverían a ir él y su hijo al play, a ver jugar a los gloriosos…? ¿Recrearía con Jean-Paul aquella relación tigre cachorro que tuvo él con su padre? De alguna manera era su sueño: ir con su familia, sobre todo con su hijo, a disfrutar la pelota, y que Jean-Paul saque la cabeza y medio cuerpo por el sunroof de la Lexus, agite al aire el banderín azul de la victoria y vocee a todo pulmón: “¡Li-cey, cam-peón! ¡Li-cey, cam-peón”, hasta descargar su entusiasmo, hasta quedar ronco de la emoción.

Los fines de semana, su papá los llevaba de paseo a Manresa Loyola a comer helados, a los Capri o a Los Imperiales, en la Hostos casi esquina Conde. La ciudad era doméstica, sencilla, lo que era hoy una ciudad del interior, tipo San Francisco de Macorís o La Vega. Iban, en otras ocasiones, a algún parque infantil de que esos que se instalaban momentáneamente en El Malecón, por los frentes de Metaldom; la familia compartía y su papá les hablaba de Disney, de lo que le gustaría llevarlos un día allá.

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Nunca fueron. Siempre hubo algo que lo impidió, que lo relegó a un deseo que no pasó de ahí. De regreso a la casa, les contaba a todos de los tiempos de Manuel Mota, Guayubín Olivo, Juan Marichal, los hermanos Alou… “Entonces se jugaba con más corazón. Se ganaba menos, pero los jugadores dejaban el cuero en el terreno. Ahora es más negocio y menos deporte”, decía. Luego, se volvía hacia él, hacia ellos, hacia todos: “Los cuartos son importantes, pero la pasión es determinante. No importa si ganan o pierden. Los juegos se ganan y se pierden. Lo importante es ganar el campeonato y el campeonato nadie lo gana sin pasión. La pasión va más lejos que el dinero. Recuérdenlo”. Luego cambiaba de tema, les contaba del Coney Island en La Feria, les hacía historias de su niñez. Eran momentos mágicos. No lo sabía entonces, pero esas memorias se mantenían vivas, esplendentes, dentro de él. Cobraban fuerza con el tiempo, eran su referencia, las columnas sobre las que edificaba su vida. A diferencia de su padre, la niñez de él discurrió sin apreturas ni carencias: buenos colegios, buenos juguetes, buena ropa, idas a la playa y, en ocasiones, la aventura de viajar a Samaná, a Puerto Plata, a La Romana o a Higüey. Hoy la vida era más fragmentada, más desperdigada, más desvinculada. “Cada uno por su cuenta”, pensó. “Pequeños mundos que apenas se tocan y que de alguna manera se repelen” ¿Qué responsabilidad tenía él en todo eso? La pregunta le generó un vacío, un hoyo negro emocional, que le desmoronó las

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seguridades que había ido construyendo para autojustificarse. ¿Sentía Charlotte lo importante que era para él? ¿Ana era consciente del sacrificio que él hacía para darle una calidad de vida mejor; cómo se reventaba por ella y los niños? ¿Jean-Paul sentiría que él lo amaba tanto que buscaba ser para él el mejor padre del mundo? Entonces, repentinamente de alguna manera a mitad de la escalera todo entró en crisis, todo se le nubló dentro. Fue como un batazo en la cabeza. Sintió que perdía aplomo, semejante a quien súbitamente cae en un vacío. Un aluvión de angustia lo abrumó: como iluminadas por el repentino fulgor de un relámpago, vio las grietas de aquellas relaciones resquebrajadas que habían ido astillándose por las ocupaciones, la falta de tiempo o la carencia de afinidades. El golpe sordo lo tambaleó. Un tanto mareado, se sentó en el descanso que media entre el primer tramo y el segundo de la escalera al nivel superior, hundiéndose en un desasosiego creciente. Se sintió aturdido; un crudo entendimiento, una comprensión que no deseaba, se le fue abriendo paso con crueldad, alojándosele en el corazón; le desmembró las corazas de sus justificaciones y sus argumentaciones, le reveló la mezquindad en que vivía. Era un entendimiento que dolía, que lo condenaba irremisiblemente, que no le permitía escapatoria. Sí, él había equivocado el rumbo. No, Charlotte no se sentía aceptada ni apreciada. Ana vivía cada vez más distante y resignada: una pared invisible había ido formándose,

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engrosándose, entre ellos; un silencio que ya les dificultaba tocarse siquiera. Su concentración en las urgencias y demandas de su trabajo lo había en muchos sentidos desinteresado de ese hecho, aferrado a un vana expectativa, como si por la simple situación del dinero, de los lujos, del bienestar, todo lo demás se fuera a componer solo; como si únicamente bastará aguardar un tiempo para que ella, su familia, cobrara sentido y entendimiento del gran sacrificio que él hacía por ella. Como si él único que tuviera una razón, una justificación, de su conducta fuera él. ¿Y Jean-Paul, su hijo? Él ahora vivía ensimismado en los videojuegos, en aquellos personajes estrambóticos, en historias cargadas de violentas fantasías. Lejos, muy lejos, de él, de lo que hacía, de lo que él hubiese querido que fuera la relación entre ellos. “¿En qué he fallado?”, pensó. Ahora estaba allí, aturdido en el descanso de la escalera, con su gorra del Licey puesta y la que le traía a su hijo en la mano, experimentando aquella angustia ciega, el puñetazo inesperado en su corazón. La sala sola, vacía. Ana y Charlotte seguro que en la habitación de la niña en el segundo nivel, cómplices, vinculadas entre ellas. Su hijo sumergido en su cuarto navegando en las aguas virtuales del playstation o en la Internet. Todos lejos de él, ajenos a él, despreocupados de él, que terminaba por ser el extraño, el que no encajaba, la pieza innecesaria. Repentinamente, aquellos pensamientos se le removieron con violencia, se encresparon, se le

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agolparon dentro. Una implosión sorda lo devastó, un derrumbe fortuito. Sintió un chorro quemante de agua hirviente brotándole incontenible; le atrapó la garganta, le escoció adentro mientras subía con violencia: asoló su sangre y le ardió en sus ojos. Dos tercas lágrimas pugnaron por salir, se asomaron contra su voluntad. Quiso evitarlas, frenarlas, y ellas, rebeldes, cobraron fuerza y empezaron a rodar mejillas abajo. Sintió vergüenza, una cruda sensación de derrota lo aplastó. Buscó con desesperación a su padre tras ayuda; lo vio mirarle con compasión y pena. “¿Qué se ha vuelto mi familia? ¿Cómo hemos terminado así?”, se preguntó. De repente, todo se le desarmaba, como un rompecabezas cuidadosamente construido que un repentino golpe de viento desparrama y confunde, extraviando sus piezas. Como un juego ganado que se pierde sorpresivamente en el último inning. Estaba allí, sentado en el descanso de la escalera de su apartamento y se sentía un extraño, un intruso en su propio hogar. La boca se le llenó de un sabor amargo. “¿Qué hacer, papá? ¿En qué fallé?” Su padre, desde su corazón, no le dijo nada; simplemente lo abrazó con la mirada, le hizo sentir que estaba con él, que se mantendría con él y de alguna manera sintió que esperaba que él, su hijo, reaccionara, que hiciera algo, algo… ¿Qué? No sabía, algo. Una acción que cambiara el rumbo, que saneara la resquebrajadura, que torciera esta ruta hacia el desastre, que impidiera el derrumbe total. ¿Podía él dejar que su matrimonio,

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que su familia, que su vida se le desplomara? Él era la columna maestra, la viga principal, el fundamento. ¿Podía sobrevivir un edificio sin su columna principal? “Sin un buen pitcher, no hay equipo que gane un juego”, decía su padre. Él era el pitcher estelar, el manager y el principal bateador de aquel equipo. La dura responsabilidad con su peso aplastante le cayó encima, lo sepultó en una culpa avasallante. Se quedó sin palabras, sin argumentos, sin justificación… Él, sólo él, había provocado todo. Había sido insensible a los indicios, había ignorado las señales, había conducido todo a aquel tollo. Se cubrió el rostro con las manos, ardiendo en llanto, mientras el cuerpo se le estremecía. Al principio lloró en silencio, reprimiendo cualquier sonido, avergonzado de estar allí llorando, en su propia casa; avergonzado de que su familia terminara por ser esto en lo que se había convertido. Luego, ya no pudo reprimir más su pena, su vergüenza, y se escuchó gemir. Era un gemido desconsolado y triste, un grito ronco y crudo, como si le quemaran con ácido la piel del corazón. Algo se rompió adentro y el llanto le fluyó sin control. Estuvo allí, sentado, descargando amarguras. En el descanso de la escalera, la cabeza oculta entre las piernas, los hombros sacudiéndose, dejó salir su dolor inmenso, su miedo, su impotencia. Nadie acudió, nadie se dio por enterado. ¿Cuándo duró sentado allí, llorando, sintiéndose una excrecencia, un paria, el ser más despreciable? ¿Minutos, siglos? Dejó que aquella lava amarga

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saliera desde dentro, que tanto dolor drenara sin control. Luego el dolor empezó a replegarse. Al poco tiempo sintió algo de alivio, como si una tarea mucho tiempo pospuesta se hubiese cumplido. Su brazo derecho asió el pasamano y se impulsó hacia arriba. Con su mano izquierda se quitó las gafas y con la manga del antebrazo se limpió un poco de moco que le empezó a gotear por la nariz. Se guardó las gafas en el bolsillo de la camisa y sacó de su bolsillo derecho trasero un pañuelo con el que secó sus ojos y la cara y luego se sacudió la nariz. Terminó de descender los peldaños al primer piso, devolviéndose: no quería que lo vieran así. Se encaminó hacia la salida y entonces se vio en el espejo grande que estaba en el recibidor, flaqueado por la fuente y las plantas, frente a la puerta. Vio sus ojos enrojecidos, su rostro desmoralizado, su imagen derrotada. “¿Te vas a rendir antes del out 27?”. Casi pudo decir que escuchó materialmente la voz, el acento ronco de Diego Hernández, su padre; esa voz que nunca tenía rendirse como una opción. “La única razón de jugar es ganar”, explicaba. “Si no vas a jugar para ganar, no juegues. No es justo ni contigo, ni con el contricante, ni con la fanaticada”. Se sintió indigno de él. “¿Te vas a derrumbar ahora o vas a salvar el juego en el último inning?” Miró hacia el segundo nivel. Allí estarían Jean-Paul sumergido en sus aventuras virtuales; Charlotte y Ana seguro que en el cuarto de Charlotte, hablando, riendo, compartiendo… Abajo, Adelina, la doméstica,

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recluida en el cuarto al lado de la cocina en el primer nivel, estaría mirando la telenovela… “¿Vas a abandonar a tu equipo?” No, quiso explicar, justificarse. Nunca. Pero no sabía qué tendría que hacer, por dónde empezar. “Haz lo que sea, pero haz algo ya”. Quiso justificarse: él no iba a renunciar y permitir el derrumbe, él lucharía. “¿Crees que para mí fue más fácil?” Su padre sabía dónde colocar la bola. Las frases eran lanzamientos arteros, precisos. Se volvió a mirar de nuevo en el espejo. Su imagen no le gustó. Cesó de apenarse de sí mismo. “¡Empieza a jugar por fin… Y gana!” Esa era la instrucción, la orden del manager. ¿Tenía algo más que preguntar? Supo que no. Cuando hay que salvar el juego, hay que salvarlo y punto. Se miró de nuevo en el espejo y decidió de alguna manera que era la última vez que una imagen tan pusilánime le replicaría desde allí. ¡El juego no se había terminado aún! ¡El ganaría el juego! ¡El salvaría a su equipo! “La pasión puede más que el dinero. Es la pasión la que salva el juego”. No hay suma de dinero que sustituya a la pasión. Vio claro que su afán por el renombre profesional, por asegurar su posición, había cegado los frágiles canales por los que fluían el amor, el cariño, el aprecio, la confianza en la familia. Él había tapiado los sutiles conductos por los que circulaba la pasión y el afecto. Miró la cachucha de Jean-Paul. Sí, faltaban otras. ¿Cómo no pudo darse cuenta? ¿Cómo llegó a ser tan insensible? Iría a buscarlas ¡Qué importaban la llovizna, el tapón, los seguros inconvenientes de

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conducir bajo lluvia en la ciudad vuelta un caos! Si eran un equipo, todas las posiciones eran importantes; era imposible prescindir de ninguna. Iría a Sportland por las cachuchas que faltaban. Aprovecharía el viaje para ir también a la tienda de videojuegos de la segunda planta y ver qué podría comprar que pudieran todos jugar en familia. Podría ser este su último inning, el último turno al bate, dos outs, dos strikes sin bola, todo en su contra, pero el juego no estaba perdido hasta el out 27. Bastaba la pasión para salvarlo. Él iba a recuperar a Jean-Paul, a Charlotte, a Ana, él iba a recuperar su familia, a recuperarse a sí mismo, a aquel que quería ser y que había permitido que la rutina se lo tragara, difuminándose entre compromisos, tareas, urgencias, proyectos, terminaciones, retrasos y otras ocupaciones que le había hecho descuidar su tarea principal, su obra mayor, el proyecto más importante de su vida. Él era el tigre jefe de la manada, y ahora se ocuparía de retomar su lugar y entrenar a sus cachorros. Salió hacia el ascensor. Sonreía, lagrimeaba, se sintió lleno de una euforia repentina, de un valor inesperado. Llevaba prisa. Cuando entró al ascensor para bajar cantaba: “A kirikiri, va quirivá, pelopelotero, va quiriva quirivá…”

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Colección Lectofilia digital

1/ palabra dada / ensayos Aquiles Julián

2/ Argucias contra el tiempo /poemas Aquiles Julián

3/ Los 7 tesoros a encontrar en un Aquiles Julián

libro / ensayos.

4/ Cuentos premiados / cuentos Aquiles Julián

5/ Otras historias del huevo de oro / Aquiles Julián

Cuentos

6/ Tigre y cachorro / cuento Aquiles Julián

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El libro

“Tigre y cachorro” es un homenaje al dominicano. Agridulce, como lo somos. Y a esa clase media que se empecina en salir adelante y no ser arrastrada por los cambios a la pérdida de los privilegios alcanzados.

Yo, que no soy exactamente un apasionado del deporte, aunque confieso que, como todo dominicano, he oído mis partidos, fui un día al estadio Quisqueya y simpatizo por un equipo, me desafié a escribir un cuento en torno al beisbol.

De hecho, no fue el primero. Tigre y cachorro fue el segundo. Un día de estos saco a la luz el primero.

El autor

Aquiles Julián (El Seibo, Rep. Dominicana, 1953) Escritor, teatrista y cineasta dominicano. Especialista en neurolectura y neurocompetencias. Ganador de importantes premios literarios en su país. Empresario de network marketing. Vicepresidente ejecutivo de ¡TRIUNFAR! Director

de la editorial digital Libros de Regalo. Editor de varias colecciones digitales, entre ellas Muestrario de Poesía, La Biblioteca Digital y Lectofilia digital. Sus artículos se reproducen en medios y blogs de distintos países, entre ellos España, Perú, Uruguay, Argentina y los Estados Unidos.

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2012

Otras historias del huevo de oro / cuentos