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F. J. Tirado & D. López (Eds.) (2012). Teoría del actor-red: más allá de los estudios de ciencia y tecnología. Barcelona: Amentia.––ÍndiceTeoría del actor-red: un pragmatismo contemporáneo | Daniel López Gómez y Francisco J. Tirado: 1La nueva materialidad del cáncer. Teoría del actor-red y objetos potenciales | Jorge Castillo Sepúlveda y Francisco Tirado: 17Software Libre: Abriendo las cajas negras de la tecnociencia | Blanca Callén Moreu: 71¿Cómo se mantiene una usuaria? Prácticas de apuntalamiento en la teleasistencia para personas mayores | Tomás Sánchez Criado: 111Transiciones hacia otra(s) teoría(s) del actor-red: agnosticismo, interés y cuidado | Daniel López Gómez: 157El rol diplomático del científico social y el modelo de normatividad interpretativa de Bruno Latour | Paloma García Díaz: 187Aportes y límites de la cosmopolítica en la Teoría del Actor-Red | Yann Bona Beauvois y Salvador Iván Rodríguez Preciado: 217Habitando espacios socionaturales: reflexiones desde la ecología política | Ignacio Mendiola: 243Jamás hemos sido ingenuos (dóciles sí, pero ingenuos jamás): un estudio sobre la constitución del sujeto ingenuo en los laboratorios psicológicos | Arthur Arruda Leal Ferreira: 283La diferenciación de los colectivos: ensamblajes, comunicaciones y simetría total | Ignacio Farías: 301Por una teoría del actor-red menor: perspectivismo y monadología | Isaac Marrero-Guillamón: 331De redes y otros enredos: acerca de la ontología política de la red |Israel Rodríguez-Giralt: 357

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Teoría del Actor-Red Más allá de los estudios de ciencia y tecnología Francisco Tirado Serrano y Daniel López Gómez (Eds.)

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Esta licencia permite copiar, distribuir, exhibir e interpretar este texto, siempre que se cumplan las si-guientes condiciones: Autoría-Atribución: Deberá respetarse la autoría del texto y de su traducción. El nombre del autor/a y del traductor/a deberá aparecer reflejado en todo caso. No comercial: No puede usarse este trabajo con fines comerciales. No Derivados: No se puede alterar, transformar, modificar o reconstruir este texto. Se deberá establecer claramente los términos de esta licencia para cualquier uso o distribución del tex-to. Se podrá prescindir de cualquiera de estas condiciones si se obtiene el permiso expreso del autor/a. Esta obra está bajo una licencia Attribution-NonCommercial-NoDerivs 3.0 Unported de Creative Com-mons. Para ver una copia de esta licencia, visite http://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/3.0/ o envie una carta a Creative Commons, 171 Second Street, Suite 300, San Francisco, California 94105, USA. © 2012, el/la autor/a o autores/as de cada uno de los textos. © 2012, de la edición, Amentia Editorial.

1ª Edición: Septiembre de 2012

Título: Teoría del Actor-Red. Más allá de los estudios de ciencia y tecnología Autoras/es: Daniel López Gómez, Francisco J. Tirado, Jorge Castillo, Blanca Callén Moreu, Tomás Sánchez Criado, Paloma García Díaz, Yann Bona Beauvois, Salvador Iván Rodríguez Preciado, Ignacio Mendiola, Arthur Arruda Leal Ferreira, Ignacio Farías, Isaac Marrero-Guillamón, Israel Rodrí-guez-Giralt. Maquetación y diseño de cubierta: Carlos Silva

Edición: Amentia Editorial C/ Alba 1-3, baixos A4. 08012 Barcelona. www.editorial-amentia.com

ISBN Impreso: 978-84-938318-8-2 | ISBN digital: 978-84-938318-9-9 Depósito legal impreso: B. 7386-2013 | Depósito legal digital: B. 7387-2013 Editorial Amentia es una iniciativa de la Fundació Amentia que tiene por objetivo favorecer la i nclusión social y laboral de personas afectadas por trastornos de salud mental severos que lo deseen. www.fundacio-amentia.org

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Índice

Teoría del actor-red: un pragmatismo contemporáneo 1

Daniel López Gómez y Francisco J. Tirado

La nueva materialidad del cáncer. Teoría del actor-red y objetos potenciales 17 Jorge Castillo Sepúlveda y Francisco Tirado

Software Libre: Abriendo las cajas negras de la tecnociencia 71 Blanca Callén Moreu

¿Cómo se mantiene una usuaria? Prácticas de apuntalamiento en la teleasistencia para personas mayores 111

Tomás Sánchez Criado

Transiciones hacia otra(s) teoría(s) del actor-red: agnosticismo, interés y cuidado 157 Daniel López Gómez

El rol diplomático del científico social y el modelo de normatividad interpretativa de Bruno Latour 187

Paloma García Díaz

Aportes y límites de la cosmopolítica en la Teoría del Actor-Red 217 Yann Bona Beauvois y Salvador Iván Rodríguez Preciado

Habitando espacios socionaturales: reflexiones desde la ecología política 243 Ignacio Mendiola

Jamás hemos sido ingenuos (dóciles sí, pero ingenuos jamás): un estudio sobre la constitución del sujeto ingenuo en los laboratorios psicológicos 283

Arthur Arruda Leal Ferreira

La diferenciación de los colectivos: ensamblajes, comunicaciones y simetría total 301 Ignacio Farías

Por una teoría del actor-red menor: perspectivismo y monadología 331 Isaac Marrero-Guillamón

De redes y otros enredos: acerca de la ontología política de la red 357 Israel Rodríguez-Giralt

Lista de autores 395

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Teoría del Actor-Red: Un pragmatismo contemporáneo Daniel López Gómez y Francisco J. Tirado

El empirismo sólo conoce acontecimientos y a Otros, con lo que resulta un gran creador de conceptos.

Gilles Deleuze y Félix Guattari (1991/1993, p. 51)

Michel de Certeau (2000) escribió varias veces a lo largo de su vida que cocinar, coser, pasear e incluso mirar son prácticas terri-blemente complejas. Implican un sujeto, o varios, un objeto, o mu-chos, y una relación, o diversas. A su vez, cada uno de estos elemen-tos presupone otros sujetos, está inmerso en más relaciones y se su-ma con objetualidades alternativas. ¡Y así hasta el infinito! Pues bien, otro tanto se puede decir de la teoría del actor-red. Nos llama-ríamos a engaño si esta etiqueta nos hiciese pensar en un conjunto de principios y postulados perfectamente claros, establecidos y arti-culados. Muy por el contrario, remite a una propuesta compleja en extensión, sus objetos de análisis han sido múltiples, variados y di-versos; y en intensión: ella misma no es más que el efecto de las ope-raciones de interesamiento, traducción y cajanegrización que concep-tualizó para examinar sus objetos de análisis. Por tanto, no resulta nada atrevido afirmar que la teoría del actor-red es ella misma tan compleja y complicada como los objetos que detalla en sus descrip-ciones. Las controversias no sólo son su modus operandi analítico sino también una constante que ha marcado su desarrollo desde el inicio.

Los primeros trabajos de esta teoría aparecen en el campo de los estudios de ciencia y tecnología. Gravitan alrededor del Centre de Sociologie l’Innovation de l’École des Mines de París y tienen como principales autores a Michel Callon y Bruno Latour. En ese mo-

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mento, sin ningún género de duda la teoría del actor-red es una propuesta que ha nacido y tiene que ver exclusivamente con la in-novación científica y tecnológica; con el trabajo de las personas que se mueven en ese ámbito y con las relaciones que establecen con los entornos altamente tecnificados que las circundan. En ese momen-to, el interés que tales contextos despiertan en el pensamiento social es amplio. Corrientes con una fuerte presencia académica como la etnometodología (Lynch, 1993) o perspectivas, en aquel momento más rompedoras, como puede ser la escuela de Edimburgo (Bloor, 1976/1998), están analizando intensamente las prácticas en los ám-bitos tecnocientíficos y planteando que el estudio social de nuestra realidad y nuestro presente tiene que pasar obligatoriamente por un examen detallado de tales círculos de producción de conocimiento y verdad.

En tal marco, la teoría del actor-red aparece como un vector ra-dical y novedoso. Y ese efecto se produce por varias razones. La primera es la apuesta por una mirada que lleva a su máximo extremo lo que ya habían planteado las escuelas mencionadas. Nos referimos al principio de simetría generalizada. El pensamiento moderno se es-tructura a partir de tensiones y binarismos como sujeto y objeto, humano y no humano, sociedad y naturaleza, pequeño y grande, etc. La teoría del actor-red asume tales distinciones como vectores importantes y claves en la organización de nuestra cotidianidad pero en lugar de abordarlos como tensiones naturales o a prioris esencia-les del conocimiento y la experiencia humana los toma como pro-ductos o efectos. Meros resultados que emergen en el interior de complejas redes en las que actúan diferentes actores. La segunda ra-zón es un corolario que se desprende del principio de simetría gene-ralizada: el conocimiento y el significado no son una propiedad ex-clusiva de los seres humanos. Ambos son relacionales y, también, efectos o productos de las redes que hemos mencionado anterior-

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mente. Éstas generan sus significados como parte del proceso de or-denación de sus propias relaciones y términos. En éste intervienen diferentes actores, materialidades diversas y multitud de relaciones y lazos, y es precisamente esta heterogeneidad de clases y tipos la que genera la riqueza productiva de una red. A tal proceso se le denomi-na lógica semiótica-material. Es decir, con personas, palabras y cosas hacemos más personas, palabras y cosas. Por último, la teoría del ac-tor-red acaba de distanciarse de propuestas con el mismo objeto de interés en la medida en que sostendrá que las entidades que apare-cen en las mencionadas redes heterogéneas son calificadas como “ac-tantes”. La palabra proviene de la semiótica de Greimas y Courtes (1991) y hace referencia a cualquier elemento que tiene una función o actividad en una estructura narrativa. El concepto es valioso por-que, precisamente, en la descripción de tal función no se establece una distinción a priori entre seres humanos y no humanos, entre efectos estructurales e individuales, entre dimensiones macro y mi-cro. Los actantes no son entidades singulares o discretas. Más bien son partes de redes que han logrado cierto grado de estabilidad rela-cional y autonomía. Y, a su vez, se pueden considerar como un pro-pio actor-red de pleno derecho porque siempre se pueden descom-poner en una pléyade de otras entidades que actúan en la conforma-ción de ese grado de estabilidad.

Con estas señas de identidad la teoría del actor-red generará fuertes polémicas y adhesiones hasta convertirse en un proyecto re-conocible en sí mismo. Entre las reacciones más beligerantes destaca la crítica de David Bloor, quien publicó un texto titulado Anti-Latour (Bloor, 1999) en el que calificaba el principio de simetría ge-neralizado de “oscurantismo elevado a la categoría de principio me-todológico general” (Bloor, 1999, p. 97); o las acometidas de Co-llins y Yearley (1992) que veían en la teoría del actor-red una pro-puesta política y epistemológicamente reaccionaria que fragmenta y

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disuelve la agencia humana y apuesta por una especie de realismo maquiavélico como principio metodológico general. La dureza de estas acusaciones sólo es una pequeña muestra del importante y vi-rulento debate teórico que despertó a su alrededor la recién apareci-da teoría del actor-red (ver Callon y Latour, 1992; Latour, 1999a).

Todo este revuelo podría entenderse como parte de una trayec-toria lógica y natural, propia de los relatos históricos wiggish. La teo-ría del actor-red empieza siendo una propuesta teórica ninguneada, objeto de constantes controversias después, y ampliamente recono-cida y alabada al final de ese vía crucis. Y tal afirmación es cierta. Tras múltiples controversias, la teoría del actor-red ha acabado tra-duciendo a los estudios de ciencia y tecnología a sus propios térmi-nos y haciéndolos “avanzar” hacia nuevos territorios. Hoy en día, conceptos como actor-red, traducción o inscripción son términos propios de la jerga general de los estudios de ciencia y tecnología y han comenzado a convertirse en puntos de paso obligado para cual-quier investigación en ciencias sociales preocupada por la materiali-dad. Ante esta situación, cabe preguntarse en qué se ha convertido finalmente la teoría del actor-red. Es decir, qué transformaciones ha sufrido ella misma en esos procesos de traducción. Para algunos au-tores la respuesta es evidente: a medida que ha crecido su aceptación y aplicabilidad, ha desaparecido la frescura de los primeros años y ha entrado en un proceso de institucionalización.

La publicación del monográfico Actor-Network and After (Law y Hassard, 1999) es la expresión más palpable de la crisis de identidad que este triunfo generó entre los padres fundadores y los jóvenes in-vestigadores más entusiastas de la teoría del actor-red. Precisamente, en el prólogo John Law se expresaba en estos términos: “Mi argu-mento es que en las circunstancias actuales estos [el apelativo, su so-lidez y el triunfalismo] son el peligro más importante para un pen-samiento productivo, que pueda decir algo sustancial intelectual y

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políticamente” (Law, 1999). Y el resto de contribuciones del mono-gráfico van en la misma dirección: la supremacía académica de la teoría del actor-red conlleva un apoltronamiento intelectual y políti-co que es necesario remediar. A partir de su reiterado uso, repetición y puesta en discusión, se ha convertido en una teoría social más, ca-paz de ofrecer explicaciones interesantes a preguntas usuales, pero al precio de depurar y simplificar las tensiones que la animaron origi-nalmente. Es decir, se ha transformado en una propuesta con una identidad simplificada y compatible con otras miradas y puntos de vista. Evidentemente, tales características, en sí mismas, no son nada desdeñables. No obstante, alejan a la teoría del actor-red de su espí-ritu inicial y la ubican en una especie de impase ajeno a lo que debía ser su proceder característico.

Para corregir este riesgo de estandarización y dotar a la teoría de una nueva potencia heurística, Bruno Latour (1999b), en ese mismo monográfico, se atrevió a señalar algunas líneas definitorias del futu-ro de la teoría del actor-red. En su opinión, desde el inicio había cuatro elementos equivocados en la etiqueta “teoría del actor-red”. Éstos eran las palabras “teoría”, “actor”, “red” y el guión que separa a estas dos últimas. Originalmente, el concepto de “red” en los tra-bajos de Callon y Latour (1981) se desarrolló como una manera de hablar de la transformación y la traducción que continuamente se observaba en la actividad de científicos y tecnólogos que no podían ser aprehendidas con el uso de términos más tradicionales como el de institución o sociedad. Por tanto, “red” era un término que se desplegaba como herramienta crítica frente al marco conceptual de la sociología dominante en ese momento. No obstante, con el triun-fo de las tecnologías de la información y la comunicación y el adve-nimiento de la WWW como fenómeno característico de nuestro presente, la palabra “red” pasó a connotar precisamente todo lo con-trario de lo que se pretendía. Se convirtió en sinónimo de algo con

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forma estable, de información, de transporte por canales fijos y esta-blecidos, de acceso idéntico o de estabilidad. Por tanto, la palabra “red” constituye el primer camino de entrada de confusión y malen-tendidos en la etiqueta “teoría del actor-red”. Pasa otro tanto con la palabra “actor”. Ésta ha supuesto que la teoría del actor-red haya si-do tachada a menudo de no romper claramente con todos los lazos de la sociología tradicional. Como hemos señalado anteriormente, se la ha acusado, por ejemplo, de enfatizar una lógica de descripción y análisis cercana al maquiavelismo. extremo que más que alejarla de la sociología tradicional la coloca en posiciones similares a la de cier-to individualismo metodológico o propuestas sobre la acción racio-nal de los actores sociales. Además, se la ha acusado, del mismo mo-do, de utilizar la noción de red como un ingrediente que disuelve la moral y las intenciones de los actores en un juego de fuerzas en el que ningún cambio a partir de la intervención humana parece facti-ble.

Ante todo esto, Latour recuerda que en la teoría del actor-red, el concepto de red no es algo abstracto como el de estructura o el de sistema sino que se refiere a algo muy concreto: la suma de una va-riedad de cosas, inscripciones, escenarios, etc. Al mismo tiempo, el concepto de actor no encaja con el concepto clásico de agencia de la sociología tradicional porque no se refiere a actores con característi-cas predefinidas sino más bien es un concepto que enfatiza la diver-sas formas en que los actores confieren agencia a los otros, por tan-to, estableciendo subjetividad o intencionalidad como procesos que emergen en las lógicas inherentes a redes de relaciones. Y, además, Latour recuerda que el guión entre la palabra actor y la palabra red invita a pensar la teoría del actor-red como un momento más en el debate sobre la relación entre la agencia y la estructura en el pensa-miento social. Es decir, como una teoría social más. Sin embargo, la teoría del actor-red sólo es una teoría de la transformación de los ac-

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tores en una situación no-moderna. No debe entenderse nunca esta propuesta como una teoría sobre lo social y sus propiedades. Por el contrario, es un método que permite dar voz a los actores y apren-der sin prejuicios de sus actividades. La teoría del actor-red no pue-de explicar las prácticas porque es una técnica con la que se aprende a no dar por supuestas las características de ningún actor o entidad. Aunque se reconoce que no es posible una descripción neutral, se intenta desarrollar un infralenguaje que permita una descripción lo más cercana posible a los términos planteados por propios actores.

A pesar de todos estos malentendidos, Bruno Latour no propone prescindir de la etiqueta como una solución que revitalice el queha-cer de la teoría del actor-red. Es más, en Reensamblar lo Social (La-tour, 2008) vindica mantenerla y utilizarla con fuerza y convicción renovada. En su opinión, apropiarse y resignificar etiquetas típicas y habituales en el pensamiento social constituye un poderoso proceso de subversión y erosión. Su permanente explicación y especificación se convierte en una herramienta para desbordar y cuestionar perma-nentemente la teoría social tradicional. La etiqueta se presenta, de este modo, como un recurso para ralentizar la práctica del pensa-miento social. Según Latour, la sociología al uso ofrece una activi-dad caracterizada por la velocidad, se acelera como la luz y siempre utiliza demasiados atajos heurísticos para llegar a su meta. Un buen ejemplo de lo dicho es recurrir a la idea de “lo social”, o a la de “grupo”, o a la de “institución”, o a la de “cultura”… para explicar un fenómeno y su origen. Este estilo de investigación rápida y po-blada de atajos se disuelve cuando utilizamos la etiqueta “teoría del actor-red”. Por dos razones, la primera porque como decíamos es-tamos obligados a especificar que nuevo el significado que tiene ca-da término y su relación y, la segunda, porque al hacer semejante cosa tenemos que viajar por todas las pequeñas traducciones, despla-zamientos, conexiones, lazos, etc. que se establecen entre diferentes

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actores y que explican las formaciones que pueblan nuestra vida co-tidiana.

El libro que el lector tiene ahora en las manos comparte la vin-dicación que hace B. Latour de la mencionada etiqueta. No obstan-te, pretende recorrer un camino inverso al que se señala en Reen-samblar lo social (Latour, 2008). Nuestro objetivo no es tanto discu-rrir sobre aquello definitorio de la teoría del actor-red a partir de un juego de afinidades y contrastes con el que este enfoque se posicio-narla en el campo de las ciencias sociales, como entroncar con el es-píritu inconformista que tuvo en los años noventa. En ese sentido, la presente compilación recoge diversas contribuciones que incre-mentan el valor especulativo de la teoría del actor-red. Es decir, co-mo diría (Stengers, 2000), especulan porque no se limitan a defen-der o criticar determinadas fronteras, juegan con ellas para crear otras nuevas y propias. En ese sentido, ofrecemos al lector un con-junto de propuestas que han entendido que la teoría del actor-red es ante todo un pragmatismo en el seno del pensamiento social. Son aportaciones que nos recuerdan que la teoría del actor-red nace co-mo una reformulación del nuevo empirismo de William James y se convierte en una recreación actual de sus propuestas (ver Latour, 2008; Stengers, 2009).

Efectivamente, como ha señalado reiteradamente Bruno Latour (2011), la teoría del actor-red se constituye como un segundo empi-rismo o como la heredera directa del empirismo radical propuesto por William James. En palabras de Alfred N. Whitehead (1978), James supuso una revolución en la doctrina del empirismo porque rechazó el empirismo naïve y simplón que sólo consideraba como elementos directos de la experiencia los datos sensoriales elementa-les. Desde el punto de vista de esta perspectiva, la mente humana crea síntesis y totalidades con sentido añadiendo o, mejor dicho, poniendo relaciones en los datos ofrecidos por los sentidos a partir

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de disposiciones mentales. Por tanto, tanto la realidad como el co-nocimiento se encuentran siempre bifurcados. Por un lado, tenemos la cosa que debe ser conocida y, por otro, la conciencia conocedora. La originalidad de James consistió en rechazar esta bifurcación. Más no en nombre de valores subjetivos, trascedentes o dominios espiri-tuales, sino en nombre de la experiencia misma. Para este autor, no se puede privar a la experiencia de lo que la hace más directamente disponible: las relaciones. Resulta escandaloso limitar los hechos de la experiencia a los datos de los sentidos, pensando que una hipoté-tica mente se encargará posteriormente de dotarlos con las relacio-nes que necesitan para convertirse en formas con sentido. El primer empirismo, de ese modo, no es más que un tipo de reduccionismo de lo que es accesible a la experiencia. El empirismo radical, o se-gundo empirismo, sin embargo suma las relaciones a los datos de la experiencia y coloca en el centro del pensamiento una pregunta que es a la vez antigua y completamente novedosa: ¿si las relaciones es-tán dadas en la experiencia, cómo debe concebirse la actividad del pensamiento?

La respuesta es sencilla. El pensamiento captura, expresa y com-prende esas relaciones gracias al concepto. El empirismo radical no es más que una enorme máquina de producir conceptos. El concep-to es la respuesta que la investigación ofrece a la constatación de un juego de relaciones. Por esta razón, Deleuze y Guattari (1995) escri-birán que: “la filosofía inglesa es una creación libre y salvaje de con-ceptos. Partiendo de una proposición (juego de relaciones) determi-nada, ¿a qué concepción remite, qué costumbre constituye su con-cepto? Ésta es la pregunta del pragmatismo” (Deleuze y Guattari, 1995, p. 107). Y, del mismo modo, desde su nacimiento, la teoría del actor-red se sitúa en esta senda. Se distancia del realismo por considerarlo un empirismo ingenuo que no acepta que las relaciones operan en la experiencia y, por tanto, somete la creación de concep-

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tos a un juego de ajuste permanente entre la mente del sujeto cono-cedor y los datos de los sentidos. Y, al mismo tiempo, se aleja del construccionismo porque no asume la existencia de proposiciones o juegos de relaciones más allá del discurso o del canon cultural.

La teoría del actor-red se enfrenta a un mundo poblado de pro-posiciones. Un universo que se convierte en pluriverso en tanto que tales proposiciones son incorporadas a través del concepto. En ese sentido, nuestra tesis es que esta perspectiva no se comprende en to-da su magnitud si no se atiende a este papel creativo. La práctica de la teoría del actor-red es una práctica especulativa. Y es una práctica de creación conceptual. Una investigación, cualquier indagación, no puede finalizar su recorrido sin la luz de un concepto. Por tanto, la teoría del actor-red se caracterizó y se caracteriza por una creación continua de conceptos. Y esa actividad creativa es la que ofrecemos al lector en esta compilación. Ya sea partiendo del estudio de caso o de la directa polémica teórica, los participantes de este proyecto se enfrentan al desafío de crear y, por tanto, recrear la teoría del actor-red. Sus aportaciones nos recuerdan que ésta es un pragmatismo y que la mejor manera de ponerlo en práctica es servir a su lógica: la búsqueda permanente del concepto.

Como ha señalado Law (2004), un modo de especular, de prác-tica una teoría del actor-red en su sentido radicalmente pragmático, es el trabajo empírico y especialmente los estudios de caso. La falta de claridad con la que nos encontramos cuando se estudia un caso intensamente no es un obstáculo que se debe superar mediante un diseño metodológico robusto sino un aliado que debemos explotar para hacer avanzar cualquier análisis más allá de los límites que la adscripción a un marco teórico impondría. Los productos de la teo-ría del actor-red se configuran gracias a la fuerza que la singularidad de las proposiciones analizadas imprime a las herramientas que utili-zamos para dar cuenta de ellos. De ese encuentro sólo surge trans-

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formación. Del objeto y de la propia teoría del actor-red. Pero trans-formación en el campo que abre la creación de un nuevo concepto.

Esto es justamente lo que muestran los textos de Daniel López, Blanca Callén, Tomás Sánchez Criado y Jorge Castillo Sepúlveda y Francisco Tirado. En todos ellos, el trabajo de campo se convierte en el laboratorio conceptual con el que dar cuenta de las especifici-dades del objeto de estudio en cuestión a la vez que alimentar el re-pertorio de la teoría del actor-red con conceptos que lo enriquecen haciéndolo sensible a nuevos detalles y apreciaciones. Así, el texto de Jorge Castillo Sepúlveda y Francisco J. Tirado se enfrenta a la singu-laridad del cáncer en la investigación biomédica analizando el papel de protocolos y pruebas en la regulación. Tal análisis les lleva a cues-tionar la tipología de objetos hasta el momento establecida por la teoría del actor-red y proponen la noción de objeto potencial acu-ñada por A.N. Whitehead. A su vez, Blanca Callén, centrándose en la proliferación de prácticas relacionadas con el software libre, ilustra cómo resulta muy útil revertir el concepto de “caja negra” y conver-tirlo en “caja transparent(abl)e” para analizar y comprender las lógi-cas que caracterizan el desarrollo e implementación del mencionado software. En un sentido parecido, Tomás Sánchez Criado muestra la utilidad de la teoría del actor-red para analizar el fenómeno del te-lecuidado y mostrar cómo se constituyen y conjugan lo que deno-mina paisajes de habitalidades. Finalmente, Daniel López a partir de la comparación entre prácticas científicas, tecnológicas y de cuidado muestra cómo la teoría del actor-red no es una teoría sobre el mun-do ni de una metodología para las ciencias sociales, sino, más bien, un estilo de investigar que hace proliferar la ontología de los objetos de estudio y las maneras de articularnos epistemológica, ética y polí-ticamente con ellos. Se trata de un estilo de enactar con un com-promiso ético claro: hablar bien de las cosas.

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Como ponen de manifiesto los anteriores textos, el campo de experimentación predilecto de la teoría del actor-red es el estudio de caso. Sin embargo, no es el único. Con el paso del tiempo ha ido ca-lando la idea de que esta teoría es, fundamentalmente, un dispositi-vo anti-teórico. Así, para que los actores puedan impulsar la experi-mentación conceptual, en los productos de la teoría del actor-red, lo primero que se buscaba era aplacar cualquier tentación de teoriza-ción. Ésta podía convertir a éstos en meros fetiches de conceptos previamente acuñados. Para soslayar este problema, la teoría del ac-tor-red se consagra a la simple descripción y deja de lado la discu-sión teórica. Nosotros, sin embargo, hemos querido aquí volver so-bre esta conjura anti-teórica para tratar del mismo modo el terreno de juego que establece el estudio de caso y el que genera la discusión teórica. En última instancia no son más que el mismo terreno por-que como hemos afirmando anteriormente de lo que se trata es de crear conceptos. En esa línea, en los textos de Paloma García, Yann Bona y Salvador Iván Rodríguez Preciado, Ignacio Mendiola, Art-hur Arruda Leal Ferreira, Ignacio Farías, Isaac Marrero e Israel Ro-dríguez observaremos cómo la teoría del actor-red no sólo es incor-porada en discusiones propias de la antropología, la sociología, la geografía, la psicología o el pensamiento político, sino que los pro-pios conceptos de la mencionada teoría son sometidos a preguntas propias de estos campos, desafiándolos y empujándolos en direccio-nes inesperadas.

Paloma García, por ejemplo, se pregunta qué tipo de normativi-dad se destila en los trabajos de Bruno Latour y cómo está tiene al-gún interés para la práctica democrática actual. Su reflexión apunta en la dirección del enriquecimiento de la práctica política. De ma-nera similar, la contribución de Yann Bona y Salvador Iván Rodrí-guez Preciado es un examen concienzudo de la noción de cosmopo-lítica de Isabelle Stengers. El propósito de los autores no es mostrar

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las sinergias con la teoría del actor-red, sino justamente hacer hinca-pié en las interferencias. Por su parte, Ignacio Mendiola examina la noción de ecología política como un importante efecto de la teoría del actor-red que permite repensar nuestra manera de representar y habitar la naturaleza. Por otro lado, el trabajo de Arthur Arruda Leal Ferreira pone a prueba las tesis de Bruno Latour y Vincianne Des-pret sobre la producción de sujetos de conocimiento utilizando la historia de los diferentes dispositivos experimentales de psicología como campo de pruebas. A través de un repaso de los diferentes modelos de experimentación estudia los efectos en términos episté-micos y políticos de los diferentes dispositivos de “sujeto ingenuo” en el campo psicológico. La contribución de Ignacio Farías arranca en el cisma que supone para la teoría del actor-red el proyecto filo-sófico de los modos de existencia de Bruno Latour. Mientras uno se caracteriza por el monismo y la simetría, el segundo se interesa por la diferenciación del ser. Ignacio Farías ve en esta tensión un déficit conceptual que es necesario remediar en la teoría del actor-red: su obsesión empirista ha acabado por reducir lo real a lo actual, dejan-do de lado cualquier preocupación por hacer inteligible lo virtual. En un sentido parecido, el texto e Isaac Marrero propone imaginar una teoría del actor-red preocupada por lo político antes que por la política, por la movilización antes que por la representación. Tal teoría del actor-red podría crecer y desarrollarse a partir de dos injer-tos: por un lado, la política molecular propuesta por Maurizio Laz-zarato y por otro lado la noción de perspectivismo de Eduardo Vi-veiros de Castro. Finalmente, el texto de Israel Rodríguez aúna una preocupación por el espacio y por la política. Su objetivo es explorar el sentido político de la noción de red como figura espacial prepon-derante en la teoría del actor-red. Su indagación conecta los trabajos clásicos sobre móviles inmutables y la multiplicación de espacialida-

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des con el concepto de línea, desarrollado por Tim Ingold y el de es-fera de Peter Sloterdijk.

Una reflexión para concluir estas palabras preliminares: a nues-tro juicio la teoría del actor-red es un soplo de aire fresco en el pa-norama intelectual del pensamiento social y es futuro. Y esto es así no tanto por el número de jóvenes investigadores que se acercan a ella buscando inspiración como por su compromiso con una prácti-ca científica que gravita sobre la creación de conceptos. Sólo desde esa implicación ontológica y política con la práctica científica es po-sible pensar una realidad plural, cambiante y en perpetua transfor-mación. Sólo desde esa fe se puede hacer una realidad múltiple y que no ceda a la tentación de la uniformidad.

Nota de los editores

A lo largo de las páginas de este volumen el lector encontrará reiteradamente dos abreviaturas: ANT y TAR. Respectivamente, hacen referencia a Actor-Network Theory y Teoría del actor-red. Cada autor o autora ha decidido discrecionalmente utilizar una u otra. En algunos casos se ha explicado la elección y en otros, dado que el uso de ambas siglas está extendido en la literatura de los estu-dios de ciencia y tecnología realizados en nuestra lengua, nosotros hemos respetado el criterio de cada autor o autora y hemos decidido no homogeneizar el mencionado uso.

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La nueva materialidad del cáncer. Teoría del actor-red y objetos potenciales Jorge Castillo Sepúlveda1 y Francisco Tirado

En el último lustro nuestros medios de comunicación han co-

menzado a publicar textos como los siguientes: María Paula..., de 40 años, no quiere dar una sola oportunidad al cáncer y, para evitar que en un futuro le diagnostiquen un posible tumor, se ha extirpado los pechos, a pesar de que por ahora no tie-ne ningún síntoma asociado a la enfermedad y las pruebas realiza-das han descartado mutación genética. Dos de sus primas fallecie-ron a causa de un tumor mamario. Mientras que su madre y su hermana murieron de cáncer de ovario, a los 54 y 51 años de edad, respectivamente. Por eso, esta brasileña, también tiene pensado rea-lizarse una ovariotomía... Sus médicos han apoyado esta decisión, irreversible e inusual... Con esta operación... reduce un 90% la probabilidad de padecer la enfermedad. (COLPISA, 2009, Enero 27)

Portadoras del gen BRCA I y II con gran riesgo de cáncer de mama ex-plican medidas para evitar enfermar y transmitirlo. “Me quitaré los pechos”.

Los genes BRCA I y II explican entre el 5 y el 10% de los cánceres de mama... En la familia de Carmen, 27 años, gerente de un hostal en Lisboa, tiene una presencia masiva… El cáncer y los genes rela-cionados están muy presentes… “Todos nos hicimos las pruebas, y ayuda mucho que seamos tantos afectados a la hora de afrontar de-cisiones”. Se refiere a qué hacer con esa información, porque el test positivo va acompañado de hasta un 80% más de posibilidades de tener un cáncer de mama y un 20% de cáncer de ovarios. “Si la mujer que ha heredado esta predisposición está sana, le recomen-

1 Programa de Doctorado en Psicología Social, Departament de Psicologia Social.

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damos un seguimiento intenso”, explica la doctora Judith Balmaña, oncóloga de Vall d’Hebron responsable del programa de cáncer fa-miliar. El seguimiento incluye resonancia y mamografía anual desde los 25 años y, a partir de los 30, seguimiento de ovarios con ecogra-fía transvaginal y marcadores en sangre cada seis o doce meses, has-ta que llegue el momento de extirpar ovarios y trompas (sobre los 35 años) para evitar un cáncer difícil de diagnosticar a tiempo. Carmen está sana y ha decidido extirparse las mamas. “Le tengo más miedo al cáncer”… ¿Difícil decidirse? “Lo vi claro”. Christina, copropietaria de una tetería-cafetería en Barcelona, 31 años, está en ello también… Ambas agradecen saber lo suyo y poder tomar deci-siones no sólo sobre sus pechos o su maternidad… (Macpherson, 2011, Enero 30)

En las dos noticias se prefiguran dos relaciones interesantes. La primera tiene que ver con la manera en que un afectado de cáncer se enfrenta a su problema. La segunda, con la definición que éste reci-be. La manera de hacer frente a la enfermedad, sorprendentemente, es completamente pre-sintomática, se actúa antes de que aparezcan las primeras señales del trastorno, y se hace de manera contundente. Y la definición, contra-intuitivamente, se distribuye entre diversos actores y escalas.

Estos ejemplos constituyen simplemente la punta de un iceberg en el que abundan las prácticas de mastectomía profiláctica o extir-pación preventiva de pechos no cancerosos. Éstas están cada vez más presentes en los centros de tratamiento del cáncer, pese a no haberse evidenciado alguna mutación genética y contando solamente como antecedente un historial familiar con presencia de tumores en el pe-cho u ovarios (Litton et al., 2011; McLaughlin, Lillquist y Edge, 2009; Lynch et al., 1997; Eeles, Cole, Taylor, Lunt y Baum, 1996). Tal procedimiento preventivo, en buena lógica, debería ser más fre-cuente en mujeres jóvenes que han confirmado la presencia de una mutación (Litton et al., 2011). Sin embargo, en países como No-

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ruega o Suecia se ha comenzado a constatar un aumento de cirugías contralaterales profilácticas, es decir, mastectomías que quitan pe-chos sanos, como simple mecanismo de prevención de la aparición de cáncer de mama (Habermann et al., 2010; Tuttle, Habermann, Grund, Morris y Virnig, 2007).

Conviene señalar que en todo este proceso se observa la apari-ción de un actor muy importante. Nos referimos al denominado Consejo Genético. Esta es una entidad presente en todos los países europeos y cuya función es transmitir y asesorar respecto a la infor-mación disponible sobre las pruebas genéticas (Tirado y Castillo, 2011). Es un procedimiento que no sólo se encuentra presente en el cáncer de mama, sino que se extiende a todos los tipos de cáncer en los que existe correlación entre una mutación específica y alguna neoplasia. En el caso de Cataluña (España), por ejemplo, esta activi-dad se despliega a partir de la “OncoGuía del consejo y asesora-miento genético en el cáncer hereditario” (Age ncia d’Avaluacio de Tecnologia i Recerca Me diques [AATRM], 2006), que integra, en un mismo texto, antecedentes, evidencia, algoritmos y regulaciones para la Poliposis adenomatosa familiar clásica y atenuada, el Sín-drome de Lynch, Cáncer de mama y ovario hereditario, y otros sín-dromes asociados al cáncer de mama, como el Síndrome de Li-Fraumeni y el Síndrome de Peutz-Jeghers.

Pues bien, este actor es sumamente relevante porque nos pone sobre la pista de un proceso de regulación del cáncer que supera la incidencia local y se encuentra inmerso en una dinámica más amplia en la que se intenta generar guías y protocolos que normalicen estas prácticas a nivel internacional (Rantanen et al., 2008; Gerards y Janssen, 2006). Semejante proceso de protocolarización y estandari-zación está generando nuevas prácticas o maneras de relacionarse con el cáncer y, del mismo modo, está transformando la propia de-finición de la enfermedad.

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En este texto queremos analizar tales transformaciones. Plantea-remos que para entenderlas bien es necesario examinar la materiali-dad del cáncer, su redefinición a partir de la generalización del uso de protocolos y los efectos que tal cosa conlleva. Sostendremos que la aproximación más interesante para realizar este ejercicio reside en las herramientas que ofrece la teoría del actor-red. No obstante, del mismo modo, en nuestro estudio mantendremos que ésta no alcan-za a caracterizar la nueva materialidad que el cáncer adquiere a partir de los protocolos. Ésta consiste en un nuevo tipo de objetualidad producida a través de las prácticas y tecnologías de la actual biome-dicina, cuya propiedad principal es la ubicuidad en diversas escalas y una implementación que depende de la acción de procesos e im-plementaciones socio-técnicas. Ofreceremos la noción de objeto po-tencial acuñada por A.N. Whitehead (1929/1978) como un recurso con la doble finalidad de, por un lado, analizar la mencionada mate-rialidad y, por otro, enriquecer las herramientas de la teoría del ac-tor-red (o ANT). Para hacer todo esto, en primer lugar, revisaremos las principales aportaciones que ha realizado la ANT en el estudio de la materialidad del cáncer. Y, a continuación, desarrollaremos nuestra investigación y tematizaremos la noción de objeto potencial.

1. La teoría del actor-red y el cáncer: regulación, objetividad y ma-terialidad.

Con toda seguridad, los trabajos de Joan Fujimura (1992) son pioneros y paradigmáticos en el análisis sociotécnico del cáncer. Esta autora publicó en el año 1996 los resultados de una investigación en que describe varias transformaciones en el campo oncológico a lo largo del siglo XX y, en concreto, cómo la teoría del proto-oncogén fue formulada y alcanzó una amplia difusión. En sólo una década —entre 1970 y 1980—, lo que había sido durante mucho tiempo un conjunto heterogéneo de enfermedades, caracterizado por un creci-

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miento descontrolado de células, se convirtió en una enfermedad de nuestros genes. Distintos segmentos de ADN comenzaron a ser pen-sados como elementos que generan células cancerosas, articulando, a la vez, tecnologías que transformaron la ciencia y la sociedad, enro-lando a miembros de mundos y ámbitos muy diferentes. El arrastre (o bandwagon) hacia la investigación en biología molecular sobre el cáncer, según ella, ha representado la mayor reorganización de com-promisos en la investigación del cáncer y el mayor cambio en la or-ganización del trabajo científico. Para Fujimura (1992), esto se de-bió a la mezcla de dos dinámicas que jugaron un rol importante en la difusión y estabilización de la teoría molecular o genética sobre el cáncer. Ella las denomina respectivamente: objetos fronterizos (boundary objects) y paquetes estandarizados (standarized packages).

Mientras que el primero permite comprender y dar cuenta de los esfuerzos de traducción en la administración del trabajo colectivo a través de diversos mundos sociales, el segundo hace referencia a có-mo algunos conocimientos varían y/o arraigan su condición de cer-teza. El paquete estandarizado es una especie de caja gris “que com-bina varios objetos fronterizos (gen, cáncer, oncogén o gen del cán-cer) con métodos estandarizados (en este caso, tecnologías de re-combinación de ADN) y otras tecnologías genéticas, de manera que restringen aún más la definición de los objetos” (Fujimura, 1992, p.176).

Los trabajos de Fujimura han sido el punto de partida de mu-chos autores que posteriormente se han planteado analizar el cáncer desde la perspectiva que ofrece la teoría del actor-red, atendiendo a la materialidad como un vector importante que transmite y comu-nica todas las mediaciones que se constituyen en la experiencia de la enfermedad. Estos estudios se agrupan en tres grandes constelacio-nes que, a su vez, describen tres importantes transformaciones en la medicina oncológica. El primero muestra cómo el clásico juicio clí-

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nico se ha convertido en un enunciado bio-clínico que se funda-menta en la acción coordinada de diversos colectivos. El segundo es-tablece cómo la medicina da forma a ciertas mediaciones anticipato-rias, que fijan y promulgan la enfermedad de manera asintomática, reformulando su ontología, sus formas de diagnóstico, prognosis y tratamiento. El último explicita la existencia de auténticas platafor-mas semiótico-materiales que permiten la comunicación, facilitan la regulación y crean entidades biomédicas que circulan y permiten la articulación de distintos actores, constituyendo un nuevo tipo de objetividad sobre el cáncer. A continuación revisaremos con más de-talle estas tres constelaciones.

1.1. Desterritorialización del juicio clínico

Una de las labores que debe desarrollar un profesional en el ám-bito oncológico es la articulación de un conjunto de elementos habi-tualmente dispersos en todo el sistema de salud: habilidades (en on-cología médica, genética clínica, genética molecular, epidemiología genética), resultados (de diversas pruebas en las que medían aspectos tecnológicos y técnicos) y cuestiones de ámbito administrativo-político-económico (condición de paciente en sistemas de salud, por ejemplo). Esta combinación de habilidades y recursos se coordina a través de la puesta en conexión de los actores e instituciones perti-nentes, alineándose distintos equipos interdisciplinarios. Estos últi-mos caracterizarían el trabajo llevado a cabo en los hospitales mo-dernos (Bourret, 2005). Como consecuencia de los avances en el conocimiento y la tecnología médica, el trabajo en estos hospitales no puede ser disociado de una compleja red de interdependencias entre diagnósticos, redes de soporte y especialidades clínicas (Bourret, 2006; Gosselin, 1985). En el caso de la oncología, esto ha implicado la interacción de diversas especialidades: en un principio la cirugía y la radioterapia (Pinell, 1992, citado en Bourret, 2006;

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Van Helvoort, 2001), y, luego, tras la Segunda Guerra Mundial, la quimioterapia (Keating y Cambrosio, 2003), a la que se debiera agregar ahora la enfermería oncológica, la psico-oncología y una se-rie de otras especialidades auxiliares, incluidas las de laboratorio.

Bourret (2006, 2005) ha señalado como el locus de experticia, asignado tradicionalmente al juicio que realiza el médico, ha sido reemplazado por un conjunto de nuevos colectivos clínicos “deste-rritorializados”. Estos consisten en redes clínicas de colaboración e investigación, grupos dedicados a la elaboración de directrices y re-comendaciones, junto a consorcios clínicos compuestos por biólo-gos epidemiólogos, especialistas en biometría y estadística. Todos ellos actúan como condiciones de posibilidad de las prácticas locales y establecen vínculos clínicos significativos entre tales prácticas y cualquier producto ajeno a éstas en otras instancias, como por ejemplo conjuntos de datos estadísticos. La transformación del jui-cio diagnóstico ha implicado un desplazamiento desde lo clínico a lo bioclínico, es decir, la participación de múltiples colectivos que tra-ducen claves biológicas en clínicas y viceversa. Distintos autores (Keating y Cambrosio, 2003; Cambrosio, Keating y Bourret, 2006a; Dew, 2001; Howell, 1995) han señalado este mismo despla-zamiento, constatando que a lo largo de la segunda mitad del siglo XX se ha asistido al realineamiento de las relaciones entre biología y medicina, configurándose un nuevo campo de prácticas clínicas y de laboratorio llamado biomedicina. Esta implicaría un grado elevado de imbricación material y epistémica (tecnocientífica), entre diferen-tes elementos de las ciencias de la vida. Como señalan Cambrosio, Keating y Bourret (2006b):

La biomedicina ha –por decirlo gráficamente– rodeado a la medici-na... Sin embargo, la biomedicina, en tanto que proyecto dirigido a fundir la biología y la medicina en un conjunto indiferenciado, pre-senta un lado inacabado, incesantemente recomenzado cada vez

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que un nuevo enfoque (inmunología, biología molecular) rediseña los contornos de los saberes de la vida, y cada vez que nuevos avan-ces clínicos o de laboratorio obligan a los científicos y médicos a producir nuevas formas de alineamiento entre lo normal y lo pato-lógico. (2006b, p. 137)

En relación con la extensión y cualidad de los colectivos impli-cados en las prácticas diagnósticas, siempre desde la óptica de los en-samblajes semiótico-materiales, Bourret (2005), señala los colectivos locales bioclínicos, los colectivos de datos y la configuración de nue-vos colectivos bioclínicos. Los primeros consisten en equipos multi-disciplinarios, habilidades clínicas, genéticas, epidemiológicas, “dis-ciplinares”, reunidas, cuya dependencia es mutua, entrelazando bio-logía y medicina, y fijando relaciones específicas a nivel local e insti-tucional. Los segundos, conllevan la producción de distintas estima-ciones del riesgo de desarrollar la enfermedad por prácticas o predis-posición genética, mediante modelos, tablas y software especializa-do, entre otros aspectos. Estos movilizan el conocimiento epidemio-lógico y estadístico, sirviendo de base para la estandarización y la normalización, elementos clave en el ámbito de la genética oncoló-gica. Los datos epidemiológicos poseen un estatus particular. Estos no reemplazan la precisión clínica y se subordinan a ésta. Sin em-bargo, en el caso de la genética del cáncer, el juicio clínico se basa enteramente en la evaluación de los factores de riesgo y puede pro-ducirse exclusivamente gracias a los datos, análisis y elementos epi-demiológicos y estadísticos generados sobre poblaciones específicas. El juicio clínico, en este caso, se posibilita sólo por la inversión de la relación entre clínica y epidemiología. De modo similar, las entida-des y herramientas producidas en este colectivo se integran en el trabajo multidisciplinar, haciendo posible la genética oncológica. No es sólo una racionalización retrospectiva y legitimadora, sino que interviene directamente, posibilita y da forma al juicio clínico,

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la fase diagnóstica y la prognosis. El tercer componente, los nuevos colectivos clínicos, implica la decisión colectiva de procesos médicos y clínicos. Consiste en el establecimiento de convenciones que sub-yacen a las prácticas, fijando criterios que traducen las nuevas he-rramientas y entidades en componentes operativos de los entornos clínicos. Se trata de un actor que permite la introducción y coordi-nación de estas entidades y herramientas en entornos altamente complejos. En el campo de la genética del cáncer, por ejemplo, ca-racterizada por la presencia de altos niveles de incerteza y un cono-cimiento inacabado, estos nuevos colectivos organizan la discusión de casos clínicos y producen reglas informales y convenciones tanto como guías prácticas formales (o protocolos) para dar soporte a las actividades de toma de decisión, por lo que afectan directamente la naturaleza y contenido del trabajo clínico (Bourret, 2006).

En síntesis, esta línea de investigaciones describe el trabajo clíni-co como un ámbito concerniente al encuadre de distintos “colecti-vos bioclínicos” en los que participan disciplinas heterogéneas. La integración de datos biológicos variados que pretenden lograr rele-vancia clínica sitúan un campo ambiguo de prácticas; lo clínico, así, se entrelaza con la investigación y el juicio médico ya no sólo impli-ca un diagnóstico y pronóstico, sino que se intrinca con dominios nosográficos que se formulan a partir de modelos descriptivo-estadísticos e interpretativos de la enfermedad (Rabeharisoa y Bourret, 2009). Además de pautas o normas formuladas por colecti-vos que inciden en las decisiones ‘correctas’ (Bourret, 2006). Este nuevo esquema sitúa nuevas formas de producción de validez y cer-teza. En este marco epistemológico, lo cierto y lo correcto se rela-ciona necesariamente con las entidades y herramientas elaboradas por colectivos de datos y por pautas y normas producidas por los nuevos colectivos clínicos. La certeza, en tanto, se traduce en proba-bilidades y fórmulas de riesgo que fijan un campo de incertidumbre

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cuyo alcance afecta e incide en las prácticas concretas en torno a la enfermedad. Por ejemplo, Bourret, Keating y Cambrosio (2011) han documentado cómo las llamadas firmas de tumor (tumor signa-tures), nuevas herramientas diagnósticas disponibles en el mercado para abordar el cáncer de mama, han expandido el significado y contenido del diagnóstico, añadiendo una prognosis distintiva, aso-ciada a la posibilidad de reaparición de la enfermedad, y predictiva, en relación a la reacción de la misma al tratamiento, modificando las relaciones entre el diagnóstico y la terapia. Como señalan Bourret et al. (2011):

Mientras el diagnóstico, la prognosis y la terapia fueron muy bien separados en el pasado (por ejemplo, cánceres de mama hormona-positivos y hormona-negativos, conllevaban una prognosis diferente y eran tratados distintamente), la combinación de estas tres activi-dades ha alcanzado nuevas alturas. Se ha vuelto difícil definir, en la práctica, dónde y con quién termina el diagnóstico y la prognosis y comienza la terapia. (p. 2, traducción de los autores).

En suma, la intervención de nuevas entidades en los procesos clínicos ha contribuido a la reorganización de las rutinas biomédicas en todos sus aspectos sociales y materiales (Kohli-Laven, Bourret, Keating y Cambrosio, 2011).

1.2. La diagnosis presintomática.

Uno de los avances más notables en la nueva genética ha sido el desarrollo de la “medicina predictiva”. Esta consiste en el empleo de pruebas de ADN para prever la ocurrencia futura de alguna deter-minada enfermedad. En el caso del cáncer, esto implica la introduc-ción del cálculo que establezca el riesgo de alguna neoplasia no sólo en las personas que actúan como pacientes, sino también en sus fa-miliares sanos (Bourret, 2005; Tirado y Castillo, 2011). La medici-na predictiva no se centra en la patología como tal, sino más bien en

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el riesgo de desarrollar una determinada enfermedad en algún mo-mento futuro.

Esta noción de riesgo genético por lo general refiere sólo a un ti-po de peligro. Sin embargo, al hacerse operativa en la clínica de la genética del cáncer, aparecen dos clases de riesgo diferenciados. Primero, existe el de la familia que hace referencia a esta entidad como tal, como una unidad. Segundo, existe el riesgo individual, asignado a un miembro dado de la familia, según la evaluación tras el empleo de tablas de riesgo y pruebas genéticas. Los médicos rela-cionan el riesgo individual a un conjunto de factores, de los cuales el más relevante es la relación existente entre alguna mutación indivi-dual y una familiar. El riesgo individual puede sólo ser evaluado tras la demostración de la existencia de un riesgo familiar (Bourret, 2005). Así, más allá de investigar el cuerpo del paciente, se examina la estructura familiar, dibujando un árbol genealógico y generando una distribución de la patología visible en la familia. La búsqueda de una mutación re-especifica las relaciones entre miembros familiares individuales sobre la base de una mixtura de variables biomédicas tradicionales y otras nuevas –familiares de primer y segundo grado, enfermos y sanos, en riesgo y no riesgo–. Para ser traducida en he-rramienta clínica, la mutación debe relacionarse y actuar como in-termediario simultáneamente entre instituciones biomédicas y so-cio-económicas. En suma, los “pacientes” de cáncer genético no se ajustan a la definición tradicional del término paciente. Su identi-dad se somete a dos cambios principales: desde un estatus de enfer-mo a uno de “riesgo”, y de un individuo a un personaje extendido cuyos límites oscilan dependiendo de la trayectoria clínica (Tirado y Castillo, 2011; Bourret, 2005).

Y, junto a lo anterior, se inserta un elemento relacionado: el diagnóstico presintomático. Articulado a partir de las posibilidades de la oncología genética, éste consiste en una práctica que reorganiza

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las rutinas biomédicas. Considerado como un objetivo común de los distintos colectivos implicados en la reducción de mortalidad por cáncer, en tanto se ha correlacionado con una prognosis favorable, posibilitando y facilitando la transición de un modelo centrado en la enfermedad hacia uno focalizado en los genes y su distribución a ni-vel familiar, colectiva y poblacional. Es lo que Bourret (2006) ha descrito como la transición de un modelo oncológico a uno onco-genético, que se habría iniciado entre 1987 y 1991. En esta transi-ción aparece una serie de términos que refieren distintos tipos de cáncer —como el colorrectal, endocrino múltiple, hepatocelular o mamario—, que dan testimonio de un desplazamiento desde un pe-ríodo dominado por un modelo formado a partir de una enferme-dad, el linfoma de Burkitt, a otro caracterizado por la búsqueda de raíces genéticas de diferentes tipos de cáncer (Bourret, 2006). La “genetización” de la salud y la medicina se extiende progresivamente desde el abordaje de sólo algunas condiciones genéticas poco fre-cuentes hacia otras más comunes tradicionalmente comprendidas desde enfoques multifactoriales (Rheinberger, 2009; Hall, 2005). En esta trayectoria, es necesario diferenciar el fenómeno que emerge desde la detección de genes referentes a enfermedades monogenéti-cas (como la enfermedad de Huntington o la fibrosis quística), del trabajo de la genética molecular del cáncer, que se asocia a patrones no mendelianos y penetrancia de baja susceptibilidad (Bourret, 2006). Esta diferenciación conlleva tres acontecimientos que suce-den al mismo tiempo.

El primero tiene relación con que la presencia de una mutación deletérea no conlleva inevitablemente el desarrollo de la enferme-dad. El resultado positivo de una prueba genética no predice la futu-ra ocurrencia de un cáncer, sino que indica algún grado de suscepti-bilidad. El segundo, radica en que detección de una mutación no significa que el paciente no desarrolle algún tipo de cáncer (Bourret,

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2005). Y el tercero, con que estos tipos de síndromes familiares no tienen definición clínica (Essioux y Bonaïti-Pellié , 1997, citado en Bourret, 2005). El cáncer asociado a susceptibilidades genéticas no puede distinguirse clínicamente de formas esporádicas de cáncer sin raíces genéticas (Bourret, 2005). Ello sitúa este ámbito de prácticas anticipatorias o de diagnóstico pre-sintomático en un campo sin una caracterización específica. No obstante, se ha configurado como un foco importante de referencia y regulación (Tirado y Castillo, 2011; Fosket, 2010).

Las pruebas genéticas que señalan la presencia de una mutación debieran indicar, también, un punto de partida desde las definicio-nes estadísticas de riesgo familiar y uno de regreso al cuerpo del pa-ciente individual, quien recuperaría su lugar legítimo al centro de los procesos clínicos. No obstante, la prueba no permite siempre es-te retorno. Incluso las pruebas de ADN no siempre permiten una transición suave de un paciente “estadístico” a uno “biológico”. La interpretación de los resultados de la prueba, en otras palabras, no se han liberado por completo de la genealogía; esta última todavía constituye una base importante —probabilística— para la toma de decisiones médicas en algunos tipos de cáncer (Bourret, 2005).

Todo esto indica que el cáncer se significa por una serie de prác-ticas que lo ensamblan como un evento cuya presencia se extiende entre diversos cuerpos y por relaciones de parentesco muy variadas, ampliando su espectro de influencia aún antes de manifestarse. Se trata de un ámbito de acción situado más allá del paciente, mediado por pruebas genéticas y sus procedimientos asociados: un campo si-tuado en la escala familiar (Tirado y Castillo, 2011). Si bien es posi-ble afirmar que estas manifestaciones pueden diferenciarse en grados de intensidad (no es lo mismo hablar de un paciente que presente síntomas aunados a una mutación, que otro, un pariente, por ejem-plo, que posea la mutación sin sintomatología), existe una constante

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procedimental, una serie de regulaciones y prácticas objetivadoras (Gross, 2009), que articula el mismo fenómeno, el cáncer, de mane-ras diversas.

1.3. Objetividad reguladora y Plataformas biomédicas.

El tercer conjunto de estudios hace referencia a cambios en las maneras de gestión biomédica y la irrupción de otra serie de entida-des tendentes a ampliar la regulación de las rutinas, procedimientos, pruebas, interpretación de resultados y cursos de acción. Se trata de la introducción de estándares y guías en el entramado de relaciones biomédicas y, si bien puede argumentarse que la utilización de éstas no es nueva (Lynch, 2002; Timmermans y Berg, 1997), lo que sí acontece es que se ha producido un cambio en su ubicación en la red de prácticas, desde una periférica hacia una de paso y retorno. Su función reguladora se ha enaltecido, su carácter coordinador se ha interpuesto en las habilidades clínicas de la función médica, ejer-ciendo un rol importante en el tipo de objetividad que deambula en estas prácticas, en la definición misma de la normalidad y en los re-cursos con que todo ello se articula.

Cambrosio et al. (2006a, 2006b) señala que son dos los elemen-tos que caracterizan la emergencia de la biomedicina: la transforma-ción de los colectivos que producen las prácticas y saberes, y el papel de la regulación. Los primeros ya han sido detallados a partir de las investigaciones de Bourret (2006, 2005) y su incidencia en el juicio clínico. El segundo da cuenta de un movimiento que ha transfor-mado en profundidad el esquema de funcionamiento médico en to-dos sus niveles y ha generado un nuevo tipo de objetividad. Esta ha sido denominada “objetividad reguladora” en tanto las regulaciones son la base de la producción de objetividad y ésta última es el hori-zonte de las regulaciones. Cambrosio et al. (2006a) señalan incluso que el movimiento de la “Evidence-Based Medicine”, el cual vindica

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esencialmente un fortalecimiento científico de los fundamentos de las actividades de cuidado y las prácticas clínicas (Knaapen et al., 2010; Timmermans y Kolker, 2004), no consiste más que en una serie de “epifenómenos de esta ola de fondo” (p. 138).

La objetividad reguladora reposa sobre el uso sistemático de pro-cedimientos colectivos de producción de pruebas, mediante la in-troducción de convenciones (Cambrosio et al., 2006a, 2006b; Cambrosio, Keating, Schlich, y Weisz, 2006c). Estas, no se limitan al establecimiento de medidas estándar, sino que se extienden al empleo de mediciones para fundar los juicios soportados sobre las convenciones, vale decir, incidir en las mismas decisiones médicas. Se trataría, así, de un “regreso de la objetividad”. Pero una en la que el objeto no es más que el efecto performativo de un ejercicio de re-gulación:

Por ejemplo, el establecimiento de estándares que permiten identi-ficar y medir la presencia de células patológicas (Blastos) en las leu-cemias, desemboca en la creación de criterios estándar para definir un estado particular de esta enfermedad (la crisis blástica), que son en seguida utilizados como uno de los parámetros que posibilitan concluir un juicio clínico objetivo en el cuadro del desempeño de ensayos clínicos. (Cambrosio et al., 2006a, p. 145, traducción de los autores)

La objetividad reguladora liga la actividad clínica con otros do-minios (como la genética o la histopatología), cruzando, incluso, la frontera difusa entre medicina y política (Williams-Jones y Graham, 2003). Así, no es sólo un mero proceso más de racionalización de procesos médicos, sino que consiste en una auténtica nueva operato-ria de las relaciones entre entidades biomédicas y sociales, y junto a esto, de los criterios que convocan a unos u otros objetos, y a unas u otras habilidades, como entidades válidas en la red de rutinas (Cam-brosio et al., 2006a, 2006c; Cambrosio, Keating, Mercier, Lewison

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y Mogoutov, 2006; Cambrosio, Keating y Mogoutov, 2004). La es-tandarización biomédica establece sus propios criterios de objetivi-dad y plantea nuevos juegos de verdad basados en la evidencia, la circulación de rutinas y la (auto)regulación. El objetivo de la regula-ción en los dominios más actuales, tales como la genética, no con-lleva sólo la estabilización de nuevas herramientas desde un punto de vista técnico, sino que define las entidades mismas que confor-man estas herramientas, así como los marcos para su implementa-ción (Kohli-Laven et al., 2011).

Y esta implementación sucede sobre una organización de carác-ter socio-material. Keating y Cambrosio (2000) han propuesto la noción de plataforma biomédica para dar cuenta de la concentración heterogénea de procedimientos y materiales involucrados en la gene-ración de conocimiento biomédico. En sí, una plataforma biomédi-ca consistiría en una base semiótico-material, una aleación de flujos heterogéneos, que servirían de soporte para cualquier proceso, sea clínico o de laboratorio; una interfaz de conexión necesaria para cualquier juicio en la era médica actual. Esta posee elementos de una infraestructura, pero no se reducen e éstos. Las plataformas son activas, generativas; están hechas de contingencias, durables sólo por el tiempo de su existencia. Se extienden más allá de los límites de los muros del laboratorio clínico o de diagnóstico, pero esto no los transforma sólo en objetos tecnológicos: “no son ciencia ni tecnolo-gía, son una forma de articular a ambas” (Keating y Cambrosio, 2000, p. 359).

La noción de plataforma biomédica resulta fundamental, pues sirve para delinear dos cualidades de los procedimientos oncológi-cos. Uno de estos se refiere a aspectos espaciales. La plataforma biomédica permite asignar una ruta de seguimiento y graduar el al-cance de una serie de actividades en torno al cáncer, en tanto consis-te en un auténtico entramado de prácticas actuales que dan forma al

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conocimiento, diagnóstico y tratamiento de la enfermedad. Si el cáncer es asignado como una entidad reconocible y tratable en el es-pacio biomédico, esto sucede en la plataforma, y ésta puede ser per-filada, en tanto consiste en una aleación de prácticas, sucesos, labo-ratorios, máquinas y cosas que acontecen. El segundo apunta hacia algo que ya se ha mencionado y es, justamente, que si el cáncer po-see alguna presencia en la plataforma, ésta trasciende el límite que fija el cuerpo; se difunde por distintos espacios y de variadas mane-ras materiales y semióticas, en muestras, resultados de pruebas, ma-nuales, protocolos, extracciones, enunciados; siempre regulado, fi-jando una cierta unidad y relativa coherencia a todos estos aspectos. En la plataforma, la materialidad es el vector que transmite, comu-nica y conecta espacios diversos.

En los anteriores trabajos se observa que la objetualidad del cán-cer adquiere diversas formas. Concretamente, tres. La primera con-cibe el cáncer como una composición híbrida de tejidos, biología, tecnologías y prácticas. Se trata de una entidad compuesta de distin-tas materias que se organizan relacionalmente. La segunda entiende que el cáncer es un medio, un ámbito o un recurso para estudiar otros procesos fijados como importantes en el ámbito biomédico. Así, es una interface para indagar en procesos de constitución de ob-jetividades, regulaciones, bases semiótico-materiales (plataformas); para comprender las transformaciones en los juicios clínicos y los colectivos que intervienen; o bien para conceptualizar el cuerpo, su difusión y su re-esquematización al concebir que su materialidad se abre y encuentra en distintas partes. La tercera plantea el cáncer co-mo una entidad más o menos ambigua pero, a su vez, circunscrita por límites bien definidos. Si bien puede encontrarse en distintos espacios, estos se articulan y relacionan conservando cada uno su identidad. Se trata o de algo maleable, manipulable y factible de ser

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producido o de algo mediado por redes socio-técnicas yuxtapuestas al espacio biomédico.

A pesar de sus diferencias, existe un común denominador en las tres conceptualizaciones mencionadas: el cáncer es siempre un even-to presente y con un valor definido e inmediato. Es decir, siempre estamos ante un gen, una mutación, un tumor, un laboratorio, un manual, un protocolo… que se ha distribuido por diversos espacios y que adopta, según sea el entramado, distintas funciones, pero que otorga indiscutiblemente al cáncer un valor de presencia efectiva y discreta. Una presencia que se puede aislar, circunscribir, localizar, recortar y, en definitiva, manipular. El cáncer siempre está localiza-ble en un punto del espacio o del tiempo. Sin embargo, tal caracte-rización choca frontalmente con lo que hemos observado en nuestra investigación. Un nuevo estatus, nuevas formas, y la necesidad de una nueva caracterización del fenómeno, puntúan nuestros resulta-dos. Basándonos en diversas investigaciones realizadas en una aso-ciación de pacientes de cáncer de mama2 mostraremos qué nuevos recursos conceptuales pueden ayudarnos en esta labor.

2. La nueva materialidad del cáncer

Como hemos descrito anteriormente, el cáncer constituye un fenómeno que difícilmente queda capturado en la situación densa y específica de una neoplasia. Aún cuando en la situación concreta del diagnóstico, o bien el tratamiento, éste se precisa como un proceso circunscrito y factible de ser localizado, los diversos colectivos, regu-

2 Tales investigaciones hacen referencia a un estudio de caso realizado en una asocia-ción creada por un grupo mujeres afectadas de cáncer de mama en la ciudad de Bar-celona, gAmis (Grup d’Ajuda Mama i Salut). El estudio ha contemplado la realiza-ción de etnografías focales en el curso de 18 meses, recopilando y analizando además una serie de protocolos y llevando a cabo entrevistas en profundidad tanto a las aso-ciadas como a profesionales del ámbito oncológico y de rehabilitación.

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laciones y dimensiones que lo configuran como una entidad biomé-dica y que inciden en las decisiones clínicas al respecto, establecen entramados de dependencia que abren y distribuyen el fenómeno, otorgándole el aspecto de una nueva realidad.

El léxico ANT ha permitido ir más allá de las explicaciones me-canicistas u organísmicas respecto a los eventos que constituyen los ámbitos socio-técnicos, y, en particular, los biomédicos. Mediante la retórica de una semiótica material —que exalta la idea de que las en-tidades son producidas en complejas madejas de relaciones (Law, 1999)—, se ha analizado la existencia de una cierta circunscripción para el cáncer, en el cual participan colectivos y entidades de múlti-ple naturaleza. En este diagrama, no obstante, no se aprecia una manera o un término que refiera a la totalidad inmanente que se configura de forma casi evidente y automática. Por el contrario, las descripciones son fieles a las formaciones locales que entran en rela-ción o sirven de soporte, pero que no son concebidas a partir de los vínculos globales que se establecen.

Sin embargo, como ya hemos mencionado, el cáncer se caracte-riza en este momento por su ubicuidad, es decir, se encuentra al mismo tiempo en diversos espacios de manera eficiente y comple-tamente actual, actuando y agrupando multitud de actores, y sin-cronizando prácticas muy diversas. La mencionada complejidad está directamente vinculada a la reciente arquitectura médica que ofrece la proliferación de protocolos y guías sanitarias. Así, en este momen-to resulta imposible hablar del cáncer sin hacer referencia, cuanto menos, a dos realidades. La primera, por supuesto, se constituye a partir de los discursos de las personas afectadas por el trastorno. Y la segunda, no menos importante, se articula a partir de la realidad de los protocolos, guías médicas y todo el aparataje conceptual y tecno-lógico de la biomedicina. A partir de ambas, a continuación, descri-biremos la nueva realidad del cáncer.

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2.1. Constitución y articulación de escalas

Si se revisan atentamente los protocolos sobre el cáncer sorpren-de constatar que si bien la OMS define el cáncer como “un proceso de crecimiento y diseminación incontrolados de células” (Organiza-ción Mundial de la Salud [OMS], 2010, ¶ 1), en las mencionadas guías y protocolos nos encontramos definiciones del tipo:

[Sobre el cáncer] Su impacto se extiende a los diferentes ámbitos asistenciales y repercute en la actividad, los recursos y la formación de los profesionales de diversas especialidades, a la vez que trascien-de el ámbito sanitario debido a las implicaciones éticas, legales, so-ciales y económicas que comporta. (AATRM, 2006, p. 21)

De ser considerado como un evento situado y circunscrito en el cuerpo, las nuevas guías hacen hincapié en las múltiples dimensio-nes que son movilizadas por la enfermedad. Esta guía, por citar un ejemplo3, establece que desde un primer encuentro con el especialis-ta se articulan tres escalas de acción típicamente distantes y desco-nectadas en otro tipo de procesos diagnósticos. En primer lugar, te-nemos el cuerpo. El protocolo establece la realización de un examen físico detallado y preciso que se vincula inmediatamente a una se-gunda escala: los marcadores biológicos. Estos son fundamentales en el diagnóstico, siempre deben estar presentes y su detalle inexora-blemente remite a una tercera escala: la familia del paciente. No se puede diagnosticar y tratar correctamente el cáncer sin elaborar un buen árbol genealógico de la persona afectada. Éste es un elemento que implica directamente a la familia en la enfermedad, trasciende el tiempo y espacio local, atrae el pasado, lo vuelve presente, y facilita una proyección del futuro. Desde este momento, las mencionadas escalas deben coordinarse para lograr un diagnóstico y estimación

3 OncoGuía del consejo y asesoramiento genéticos en el cáncer hereditario. Versión completa (AATRM, 2006).

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apropiada del riesgo de desarrollar la enfermedad. Es decir, la emer-gencia y coordinación de diversas escalas convierte al cáncer en un fenómeno, por definición, extendido (Tirado y Castillo, 2011)4.

No obstante, en todo este proceso irán apareciendo y cobrando relevancia otras escalas. Por ejemplo, en los protocolos se observa una psicológica, una comunitaria; una ética y otra legal, que consiste en una serie de enunciados que orientan sobre el valor y justifica-ción de una serie de decisiones, y que se enlaza con una carta de de-rechos que vuelven a situar la figura del paciente como entidad au-tónoma. Por todo esto, en la enfermedad, el cuerpo del paciente es uno de los espacios relevantes, pero no el único: desde el inicio del diagnóstico se relaciona con otras dimensiones que permiten asig-narle una u otra cualidad, una u otra posición en la serie de opera-ciones que compone la arquitectura del protocolo, un pasado parti-cular y un futuro concreto.

Las guías y protocolos ofrecen una aproximación específica para el significado del cáncer: lo convierten en una trayectoria. Este de-viene algo que irradia un campo de mediaciones sociales y materia-les que se instancia5 en distintas escalas y espacios, que deben ser

4 Más allá del ámbito propiamente del Consejo Genético, la recomendación de la eva-luación de la historia familiar se aprecia en las guías de distintos tipos de cáncer, co-mo el de pulmón (AATRM, 2008b) o el de colon y recto (AATRM, 2008c). En el caso del cáncer de próstata, aún cuando no se mencione explícitamente, la neoplasia se vincula a la acumulación de lesiones genéticas y al “equilibrio entre los genes pro-motores y supresores de la carcinogénesis” (AATRM, 2004, p. 17), lo que puede lle-var a pensar en la integración de esta misma perspectiva. 5 Una instanciación es la acción opuesta de la abstracción. Mientras esta última se ob-tiene mediante la eliminación de detalles, la primera se logra añadiéndolos. En se-miótica, una instancia corresponde a una manifestación concreta del lenguaje; si bien ésta no existe independientemente de su uso, quien la emplea activa simultáneamente el sistema lingüístico en su totalidad (Thompson y Collins, 2001). En el caso que

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ocupados en uno u otro momento por los pacientes y familiares, y que performan de diversa manera a los mismo pacientes y familiares. Y aún más importante, estas distintas escalas son puestas en el mis-mo plano; no constituyen así realidades independientes y distantes, sino que en la cartografía total que proponen las guías, cada una tie-ne un papel especial o una función en la constitución de la serie de actividades que enuncian la forma que adopta la enfermedad, su in-tervención y seguimiento. En este sentido, el significado del cáncer no puede comprenderse sin este entramado que conforma su marco de coherencia, que establece su campo de posibilidades y que fija, en definitiva, las prácticas que dan contenido y forma a la enfermedad. Se trata de un fenómeno que lejos de quedar cubierto por las defini-ciones tradicionales y locales sobre la neoplasia, se ha extendido y ha involucrado a entidades de naturaleza tan diversa como son los ge-nes, las cartas de derechos, tejidos, radiaciones nucleares y acompa-ñamiento psicológico... De este modo, en la actualidad resulta difícil comprender el cáncer en su manifestación práctica sin considerar todas estas figuras, todas estas escalas; dimensiones que lejos de en-contrarse circunscritas en el hospital, se irradian a instituciones de distinta índole –como diputaciones u oficinas gubernamentales, de-partamentos científicos que participan técnica y políticamente en la elaboración de las guías– e inscripciones que son dispuestas por re-des socio-técnicas de cada vez mayor especificidad, creciente depen-dencia tecnológica y alcance transnacional –como los especialistas de distintos centros nacionales e internacionales que forman parte de la misma elaboración–. Todas ellas deben mantenerse activas –conjuntamente, globalmente– para que el tejido se mantenga en funcionamiento, los diagnósticos contengan significado y los trata-

desarrollamos, entendemos la instanciación como el perfilamiento de un fenómeno que se encuentra en estado inespecífico.

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mientos cursen como se ha establecido. Como señala uno de nues-tros entrevistados:

Pues a nivel de cada país y de Europa existen las sociedades y los grupos focalizados en cada tipo de… Existen las sociedades genera-les, nacionales, luego existen comisiones dedicadas a cada uno de los tumores y eso pasa en todos los países de Europa, entonces es muy fácil conectar a esos grupos, que ya están conectados desde ha-ce muchos años. (Entrevista 1, Oncólogo)

De modo particular, una de las pacientes entrevistadas refleja es-ta perspectiva del cáncer como trayectoria a partir de su propia ex-periencia y la que ha apreciado en sus compañeras. Para ello, recurre expresamente a la idea de “circuito”:

[Para] cualquier persona diagnosticada la época más dura es desde que te diagnostican hasta que entras en el circuito. Es muy deter-minado lo que te dicen, mira esto, la mamografía, la biopsia, es un carcinoma, lo que sea, tendrás que operar o empezar el tratamiento; te tienes que hacer analítica, placa, electro, pre-operatorio, tienes que ir a los... empiezas un circuito, pero que este circuito a lo mejor son quince, veinte días o un mes, hasta que te operan. En esa época estás desvinculada de lo que es el cáncer de mama. (Entrevista 13, Socia gAmis)

Desde la misma cita es posible extraer que el cáncer ha dejado de ser un proceso situado y circunscrito sólo al cuerpo. Se ha extendi-do, incluso en la experiencia de las pacientes, a la serie de procedi-mientos que preparan la operación, o bien circundan la existencia de una neoplasia o la posibilidad de su desarrollo. La situación concreta de la emergencia de un tumor puede pasar, de alguna manera, a un plano secundario, siendo relevada por esta serie de acciones que lo envuelven y que cobran en cierto sentido importancia. Algo similar se aprecia en el siguiente fragmento:

Yo he tenido cáncer, fíjate que te digo, he tenido, y a mi no me do-lía nada, todo el daño me lo han hecho ellos por curarme algo que

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yo no he visto, que no me dolía y que yo no sentía. O sea, esa es la situación. Porque alguien vio en una foto no sé qué a mí me han hecho… Y me las han hecho pasar… (Entrevista 6, Socia gAmis)

Una de las metas más relevantes en la elaboración de guías con-siste en “conseguir la detección precoz y la prevención de la neopla-sia, y aumentar la supervivencia asociada al cáncer” (AATRM, 2006, p. 21). Para que ello sea factible se ha hecho necesario super-poner la especialidad técnica y procedimental de los equipos exper-tos al curso de los fenómenos del cuerpo, elaborando un nuevo fe-nómeno biológico y tecnológico que se encuentra tanto en un plano espacial como temporal. Lo primero, relevando las dinámicas orgá-nicas por el conjunto de conocimientos y tecnologías (de imagen, por ejemplo) sobre el cuerpo, cuya certeza se asocia a cúmulos de datos y pruebas estadísticas que indican la probabilidad de acierto sobre los juicios que se establezcan. Lo segundo, vertiendo todo este conocimiento para anticipar cualquier desarrollo orgánico que pue-da dañar al mismo cuerpo. Todas las escalas que son fijadas por el mismo conocimiento biomédico pretenden, por tanto y en última instancia, subvertir las dinámicas del cuerpo para evitar la enferme-dad.

Resultaría aparentemente lógico interpretar toda esta diversidad de instancias o escalas como realidades en sí mismas u ontologías independientes que técnica y socialmente son organizadas y, a su vez, organizan esquemas de acción particulares. De seguir esa inter-pretación nos estaríamos acercando a las propuestas de Annemarie Mol (2002). Esta autora ha constatado que a partir de la articula-ción de tecnologías cada vez más especializadas y procedimientos cada vez más específicos, las prácticas biomédicas actuales hacen que una enfermedad particular devenga múltiples realidades diferencia-das, cada una generando un dominio de acción propio. Ello se cons-

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tituye a partir de diversos enactments6, actos que conllevan la instau-ración misma de diversos de órdenes de realidad. Esta diferenciación no refiere a una distinción de perspectivas sobre un mismo objeto, sino a realidades con un valor en sí mismo diferencial y autoconsti-tuyente. Si existen objetos, estos se hacen reales a partir de las prác-ticas; y para conocerlos se hace necesario, a su vez, desmontarlas o desarticularlas. Por tanto, nuestros hallazgos en el análisis de los pro-tocolos anteriormente mencionados podrían interpretarse como la descripción del enactment de diferentes tipos de realidades y, por tanto, de diferentes objetos o diversas conceptualizaciones del cán-cer.

Ahora bien, en este punto de la reflexión resulta importante pre-guntarse qué significa exactamente la palabra enact. Y la respuesta sorprende por su ambigüedad y apertura. El término puede ser tra-ducido como actuar, ejecutar, realizar o promulgar (en el contexto del Derecho). No obstante, admitiría también una traducción aso-ciada con el término actualizar: el devenir en algo desde un estado potencial (Silva, 2010, en comunicación personal). Las redes o ma-dejas de relaciones, por tanto, contendrían potencialidades que se-rían enacted una vez tales conexiones tienen lugar o adquieren reali-dad. Esta idea es la que gravita permanentemente en las propuestas de Mol sobre las múltiples ontologías que se despliegan en las dife-rentes prácticas que pueden circundar a un mismo proceso de salud. Sin embargo, debemos tener en cuenta que este proceso no implica-ría actualizar una porción de la red, en absoluto, sino que la red, en sí misma, consiste en una articulación compleja que puede actuar de maneras no previsibles y cada vez que actualiza alguna de sus poten-cialidades se transforma completamente. La actualización misma es,

6 Mantenemos el término original utilizado por la autora al no existir una traducción exacta al castellano.

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de este modo, una totalidad con efectos de totalidad (un ejemplo sencillo y pedagógico que permite entender esta afirmación sería considerar el caso de un árbol que se actualiza a partir de una semilla y las relaciones que ésta establece con su ambiente). No es reversible ni se repite dos veces del mismo modo. Por lo tanto, cuando Mol afirma que en una enfermedad como la esclerosis múltiple es posible encontrar, al menos, dos ontologías, que se despliegan a partir de prácticas que tienen que ver con enfoques diferenciados de la en-fermedad (simplificando mucho: el médico y el que realizan las cui-dadoras que incorporan prácticas de muchas procedencias), debe-ríamos preguntarnos, en buena lógica, qué elemento, operación u procedimiento, permite que se repitan e instauren continuamente las mismas ontologías. Es decir ¿qué actividad de coordinación per-mite que podamos afirmar que hay dos ontologías que perduran en el tiempo y en el espacio? Y tal cuestión nos remite no al problema de cómo se instaura o produce un enactment sino a un interrogante por los elementos que facilitan que una ontología dure y perdure.

Indudablemente la ontología de la práctica médica es múltiple, no seremos nosotros los que neguemos tal cosa, pero no está frag-mentada. Hablar de multiplicidad no es lo mismo que hablar de fragmentación (Tirado, 2010). Cada fenómeno médico exclusivo se encuentra parcialmente conectado con otro, aún cuando estén en diferentes sitios y tiempos. Toda conexión, aunque débil, existe. Los elementos tecnológicos (como pueden ser los protocolos) son un re-curso clave para mantener esa coordinación permanente, aunque le-ve en intensidad. Todo ello se desarrolla de manera claramente con-tingente y temporal, no obstante logra que ciertos eventos, en dife-rentes sitios, sucedan de manera similar una y otra vez, de modo que realidades múltiples se conectan y conforman un fenómeno relati-vamente homogéneo en diferentes momentos y espacios. Los proto-

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colos en el caso del cáncer juegan, precisamente, este papel de regu-lación.

En efecto, este fenómeno es relevante y va mucho más allá de la mera articulación de conocimientos y prácticas distantes. La regula-ción que establecen los protocolos hace que todo el fenómeno del cáncer y la práctica profesional gravite sobre ellos. En ese sentido, su actividad hace muy difícil que en nuestro caso se pueda hablar de diferentes enactments del cáncer puesto que todas esas actualizacio-nes tienen como punto central la existencia de un protocolo y éste establece o prefigura unas rutas constantes y repetitivas para las mismas. A continuación mostraremos esta actividad de regulación atendiendo a los testimonios de algunos profesionales y pacientes de cáncer de mama.

2.2. El rol de la regulación

Como hemos mostrado en anteriores apartados, las regulaciones médicas constituyen el componente esencial en la aparición de una nueva forma de objetividad y una manera distintiva de organización de la actividad biomédica. Sin embargo, estas no sólo se han inte-grado como un componente que facilita la administración y el juicio sobre actividades profesionales; además, son consideradas como un elemento que certifica la calidad de los procedimientos sanitarios. Las regulaciones médicas, entre ellas las guías y protocolos, se han insertado de manera tal en la práctica médica cotidiana que la defi-nición y la materialidad de la enfermedad no puede pensarse sin ellas. Las oncoguías operan como verdaderas ontologías: redefinen el significado, ámbito, alcance y realidad del cáncer (Tirado y Castillo, 2011). Poseen en última instancia la definición de los criterios que harán presente la enfermedad para los entramados biomédicos, ar-monizando las prácticas entre profesionales de distintas especialida-des.

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Las oncoguías permiten armonizar los procesos diagnósticos de di-ferentes tumores, en general. Básicamente armonizar el proceso diagnóstico y de seguimiento en un grupo determinado de pacien-tes. Puede ser que el primer paciente, el médico que vea a un pa-ciente quizás no sea un pediatra oncólogo, es un pediatra general, pero sabe que en el caso del tumor cerebral el proceso diagnóstico que ha de seguir es éste, el algoritmo es éste, y eso tienen a su favor las oncoguías, que especifican los casos a seguir sobre todo en esos aspectos (Entrevista 1, Oncólogo).

Y, además, cada vez resulta más frecuente encontrar protocolos que orientan la actividad de investigación y clínica, permitiendo la comparación de resultados y el establecimiento de conclusiones cu-yos efectos se extienden más allá de las fronteras. Del mismo modo, se establecen guías que conjugan las acciones de especialistas de dis-tintas nacionalidades, considerando que estas medidas fortalecen la confiabilidad y la validez de las acciones médicas7. Un buen ejemplo es lo que sucede con las oncoguías pediátricas:

Lo que pasa es que cada vez más se está yendo a la unión de esos protocolos, y participan tanto hospitales de lo que son el COG, Children Oncology Group, en EE.UU., SIOP [Sociedad Interna-cional de Oncología Pediátrica] en Europa y SIOP también en al-gunos de Latinoamérica o de Asia. O sea que se da una globaliza-ción, una globalización de los protocolos y de los tratamientos... (Entrevista 1, Oncólogo)

7 Por ejemplo, el Proyecto CoCanCPG (Coordination of Cancer Clinical Practice Gui-delines) se ha establecido como una empresa a nivel europeo que ostenta reducir la fragmentación entre los programas de investigación sobre guías de práctica clínica de cáncer en Europa, promoviendo la equidad de acceso a la atención sanitaria y fomen-tando la utilización de guías de práctica clínica (GPC) en los diferentes países que participan de la iniciativa (CoCanCPG, 2009).

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Los protocolos y guías consisten en dispositivos que realizan un ba-rrido por los diferentes elementos y tiempos que entregarán conte-nido y forma a las actividades biomédicas. Se trata de cuerpos, obje-tos y actividades actuales, discretas, que no se inscriben en ningún momento en el ámbito de la virtualidad. Todas ellas se encuentran en algún momento en alguno de los espacios desarrollando una ac-ción específica; todas están activas y facilitan el desarrollo de las demás tareas. Como se expresa en las siguientes citas, los protocolos establecen el lugar y momento para cada actividad.

Los niños de cualidad tal se van a tratar a partir de ahora de esta manera, con estas drogas, con este tratamiento, se las das el día 1, el día 4, el día 8, el día 66, el año completo. Es como un paciente tie-ne que ser diagnosticado, como un paciente tiene que ser, tanto del punto de vista radiológico, como de anatomía patológica, como de tal. Como ese paciente debe ser tratado en función del estadio, có-mo se definen los estadios, y cómo ese paciente tiene que ser segui-do después y cómo tiene que valorarse la calidad de vida. (Entrevis-ta 1, Oncólogo)

… el cómo se clasifican los pacientes en estadios, los estudios de imagen que hay que llevar a cabo, los estudios anatomopatológicos que hay que llevar a cabo, el tratamiento cuál va a ser, cómo es la dosificación, la administración, cómo hay que administrarlo desde el punto de vista tecnológico, cómo hay que utilizar la radioterapia, la cirugía qué características debe tener, todo eso. (Entrevista 1, Oncólogo)

Si bien es cierto que los protocolos deben ser, en definitiva, in-terpretados y performados según las cualidades y posibilidades de cada situación (Lynch, 2002; Timmermans y Berg, 1997), los espe-cialistas concuerdan en que constituyen un referente tanto interno como externo. Lo primero sucede porque en ocasiones llegan a sus-tituir los procesos de elaboración clínica que hasta hace algunas dé-cadas eran parte cotidiana de las actividades médicas. Y lo segundo porque potencian y facilitan el seguimiento y evaluación externa de

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los mismos procedimientos, operando, incluso, como elementos le-gales en algunas circunstancias. En los siguientes fragmentos se ob-serva con claridad todo esto:

Hay un protocolo, hay un algoritmo. Además a todo el mundo que trabajamos con pacientes y con vidas humanas nos deja muy des-cansados, muy aliviados. “Yo he seguido el protocolo”. Es como en Urgencias, uno va a Urgencias de cualquier hospital, todo, todo son protocolos. No hay nada de motu proprio, no existe ya. La medicina ha dejado de ser un arte. La medicina hasta hace unos años era un arte. De hecho los alemanes todavía conservan la palabra Arzt, el médico se llama Arzt… Ha dejado de ser un arte. Es una lástima, para mí es una pérdida. (Entrevista 2, Oncóloga)

A ver, la guía, sí tiene un impacto después, es decir, un impacto de que tenemos algo que nos ampara. Si un enfermo, por ejemplo… dice, “No, esto no me lo quiero dejar hacer, porque yo no estoy de acuerdo”, usted mismo, pero estas son las guías, ¿Me entiende? Us-ted pues, haga lo que quiera, pero está fuera de… entonces, que lo sepa. No habrá nadie que lo defienda. No encontrará usted un abo-gado que lo defienda, porque el abogado primero dirá: “La ley, dónde está la ley”, la ley es ésta, “Pues ya está, usted está fuera de la ley”. Fuera de la ley usted verá; su responsabilidad lo que pase a partir de ahora. (Entrevista 2, Oncóloga)

Los protocolos orientan respecto al campo de elementos que constituirán el recorrido de un paciente y/o personas que le acom-pañen y, como vemos, se articulan con una serie de otras instancias (como éticas o legales) que participan constriñendo las decisiones biomédicas y que, por lo tanto, también se encuentran afectadas y afectan el entramado. Se trata de una figura que, en sí, gestiona tiempos, etapas y actores que forman parte de todo el circuito, desde la vinculación de una persona a la red que se constituye, hasta su al-ta. Y más allá del alta, se encuentran orientaciones respecto a las fi-guras de acción para prevenir recidivas, potenciando el seguimiento continuo:

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Si… la oncóloga me dice que los marcadores se han estabilizado y que están bien, pues entonces ya me tocará luego la revisión. Es que eso como el coche, ¿No? La ITV, ¿Qué te toca, cada 6 meses la re-visión? Y luego ya la alargarán al año. Eso es lo que tengo ganas de que llegue. (Entrevista 6, Socia gAmis)

Así, en la práctica, el cáncer se extiende más allá de la neoplasia, su génesis, desarrollo y evolución. En este sentido, los protocolos y guías actúan como entes coordinadores, que facilitan la comunica-ción, la delegación y permiten establecer un campo de acción a los equipos profesionales y tecnológicos. Establecen temporalidades, son parte de la continuidad y/o cortes en los tratamientos, fijan agencias y asimismo son agenciados en las redes activas de atención sanitaria. Son los nuevos actantes que promueven nuevas formas de objetividad y de ensamblaje socio-técnico, y progresivamente se in-sertan entre los profesionales de diversas áreas biomédicas. Se consti-tuyen como las nuevas herramientas para otorgar inteligibilidad y certificar los procedimientos médicos.

El arte aquí no existe. Protocolo, a ver. Protocolo de la A.V.C8… ta, ta, ta, ta, uno, dos, tres, cuatro. Yo seguí el protocolo. Si el en-fermo… Yo, seguí el protocolo… Aquí hay un papel que me dice en todo momento, todo bien escrito, registrado. Hoy en día con los ordenadores es perfecto: cualquier movimiento que sea con el orde-nador queda registrado inmediatamente, al segundo. Hora, minuto, segundo. Con el nombre, además, porque entramos con unos códi-gos, por lo que sabe todo el momento la máquina quién ha escrito aquello. (Entrevista 2, Oncóloga)

Y existe una tendencia distintiva en tanto estas regulaciones no son necesariamente impuestas, sino pretendidas e inscritas en las prácticas por los mismos profesionales, siendo incluso apoyadas por las asociaciones de pacientes.

8 Accidente Vascular Cerebral o Ictus.

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Entonces… [la fisioterapeuta] y el doctor… establecieron un proto-colo y se implantó, por el hecho de que ya venían, se podría decir que todas las mujeres operadas de cáncer de mama en aquel mo-mento… y todas necesitaban hacer unos ejercicios de prevención del linfedema, que después con el tiempo este protocolo se… pre-sentaron al Departament de Salut y al final se ha conseguido que el protocolo se pueda impartir en otros hospitales. (Entrevista 13, So-cia gAmis)

Puede considerarse que, más allá de su contenido concreto, las guías y protocolos son los actores en torno a los cuales gravitan mu-chas de las actividades en la biomedicina actual. Y, en definitiva, re-sulta imposible definir una actualización o instanciación del cáncer sin que esté siempre presente un protocolo. Este se convierte en el verdadero plano inmanente sobre y en el que el resto de actores, prácticas y dimensiones adquieren inteligibilidad.

2.3. Riesgo inmanente.

El análisis de la situación presente del cáncer nos lleva a un ter-cer punto que refiere a la concepción misma de la enfermedad y sus efectos. Como se establece en el texto de distintas oncoguías y como concuerdan los profesionales entrevistados, ello define a partir de una teoría predominante, la del oncogén:

Científicamente hay una teoría sobre el cáncer: mecanismo por el cual unas células determinadas escapan al control, proliferan y se diferencian de forma anómala, y tienen la capacidad de invadir lo-calmente los tejidos en procesos regulados por los oncogenes y los anti-oncogenes. (Entrevista 1, Oncólogo)

Como ya hemos mencionado anteriormente, si bien el diagnós-tico se inicia desde el cuerpo del paciente, éste no puede realizarse correctamente sin atender a su examen genético y a la extensión del mismo a los familiares más cercanos. Y sea cual sea la conclusión, el protocolo, basándose y expresando una serie de datos epidemiológi-

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cos, establece un estricto seguimiento familiar, el cual implica la rea-lización de pruebas y exámenes periódicos, y medidas de preven-ción, entre otros aspectos (Tirado y Castillo, 2011). Incluso po-dríamos señalar que reorganiza circunstancialmente el tiempo, al hacer énfasis en la historia familiar y el genograma como un recurso relevante para estimar el riesgo de poseer la enfermedad. El cuerpo del paciente, el significado de la familia y las relaciones generaciona-les se resemantizan a partir de un procedimiento técnico y médico. Se ponen en relación de manera diversa y se sitúa otro componente (el cáncer), extraño anteriormente, como eje que articula las relacio-nes y los afectos. Y, más allá, el mismo riesgo se ha convertido, co-mo hemos señalado, en un componente de las intervenciones bio-médicas. Este riesgo no sólo se sitúa en la exterioridad (como han señalado distintas aproximaciones multifactoriales a la enfermedad, que alinean en una organización concéntrica los factores externos-ambientales e internos-genéticos), sino que de manera creciente co-mienza a depositarse en la fuente misma que organiza la vida. Esta fundamenta la necesidad de operaciones y la activación de rutinas pre-sintomáticas que faciliten o bien la prevención o bien el control (Cantor, 2007). Sea como fuere, el cáncer está ya presente antes de que sea diagnosticado, y los cuerpos, entrelazados por una entidad tan abstracta como un gen y su posible mutación, se reorganizan en torno a la enfermedad, se preparan para su ocurrencia y prevención incluso antes de que hayan aparecido síntomas de su desarrollo.

Como señala una de las profesionales entrevistadas en cuanto a la función del consejo genético:

se producen precisamente para evitar algún tipo de enfermedades genéticas o, cuando se diagnostican potencialmente algunas de ellas, se pueden tomar algunas medidas. Y, en general, las personas que sufren o temen sufrir alguna de estas enfermedades, lo reciben bien. Es la posibilidad de tener más ayuda en este sentido, mayori-tariamente, pero tampoco todas. (Entrevista 4, Psico-oncóloga).

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Así, por primera vez, asistimos a una redefinición del riesgo en la que éste no se sitúa en la exterioridad, sino en la definición misma de interioridad. Esta inversión relacional no puede sino establecer un campo de influencia respecto a la enfermedad que la sitúa en to-do espacio y tiempo viviente que dependa, en su organización, de algún tipo de codificación genética. Si el cáncer es comprendido como una susceptibilidad, una predisposición a desarrollar alguna enfermedad por la configuración que adoptan nuestros genes y por la misma historia que nos antecede, éste se extiende por todo el campo de lo viviente. Asimismo, las generaciones entran en sincro-nía y se objetúan en el campo visible de las moléculas. Y éstas, como señalaba una de las anteriores noticias “están muy presentes” pese a que no se detecte ninguna mutación. En este caso, las rutinas y las regulaciones indican el establecimiento de un seguimiento intenso, que se traducen en exámenes pautados, periódicos a lo largo de toda la vida. Lo sano y lo enfermo se confunden y establecen un campo difuso en el que la presencia de los genes y sus dinámicas pautan ne-cesidades y orientan responsabilidades (Rose, 2007, 2001). Y en este juego adquieren una relevancia crucial los protocolos y guías médi-cas puesto que ellos establecen las bases regulatorias de las mencio-nadas dinámicas.

La nueva materialidad del cáncer queda definida así por una va-riedad de componentes que lo sitúan en un espacio con límites par-ticularmente difusos. Una neoplasia puede encontrarse en un cuer-po, pero sus efectos se extienden más allá de la afección interna y remiten a una multiplicidad de escalas que actúan ya sea facilitando su comprensión, o bien articulándose para planificar una interven-ción lo más integral posible (considerando dimensiones biológicas, psicológicas, sociales, éticas o políticas). Del mismo modo, las posi-bilidades socio-técnicas actuales han establecido un conocimiento y unas prácticas tales que lo posicionan no sólo a nivel de la especie,

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sino en la escala de lo genético y, en fin, de lo viviente. Estas escalas no componen cada una realidades independientes. Los protocolos las gestionan de tal manera que quedan completamente integradas en un esquema relativamente coherente y actual en su totalidad. Por tanto, el protocolo opera como una especie de atractor o fuerza cen-tral que determina cualquier actualización del cáncer: las prácticas médicas, las de los afectados, las acciones políticas, la articulación entre tecnología y enfermo o especialista, etc., no pueden delimitar terrenos de experiencia ajenos entre sí. El protocolo actúa como una fuerza de gravedad que los atrae, los ordena y pone en relación. En este sentido, el protocolo constituye una nueva ontología para el cáncer. Pero una ontología única. Sí, se podría decir que con diver-sas intensidades (tal y como diría Guattari, 1996) puesto que es cier-to que aparecen diferencias en la conceptualización del cáncer que tiene lugar en un hospital o la que tiene lugar en una asociación de pacientes. Pero tales diferencias no tienen la fuerza de generar una ruptura que nos permita hablar de ontologías diferenciadas porque los protocolos operan como punto indiscutible de referencia y des-pliegue reiterado de la misma realidad.

Todo lo anterior muestra que nos relacionamos con un nuevo tipo de objeto. Una entidad que es típica de la biomedicina actual. Se trata de una entidad compuesta de múltiples escalas, regulada, que aparece de manera inmanente a diversos campos de experiencia, y que exhibe cierta homogeneidad en la expresión de su actualidad. Su caracterización como entidad híbrida o como entramado no cua-lificado se torna pequeña para capturar la amplitud de su idiosincra-sia y su conformación como trayectoria única que atraviesa y coor-dina muchas escalas y actores. Para definir la materialidad que con-forman los nuevos objetos biomédicos, en nuestro caso el cáncer es el ejemplo, hemos recurrido a la noción de “objeto potencial” recu-perando una vieja propuesta de A.N. Whitehead (1929/1978).

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3. El cáncer es un objeto potencial

Como hemos insistido, pensar en el cáncer es pensar necesaria-mente en un complejo entramado. Cada procedimiento técnico, ca-da inscripción, cada intervención o indicación quirúrgica tiene una cabida que es comprendida sólo en relación con las demás. Y más allá de esto, el tipo de conocimiento generado establece una clase de lógica anticipatoria generalizada, establece un procedimiento de re-gulación y constituye un fenómeno que es una trayectoria. En ese sentido, nuestra investigación nos ha llevado a cuatro grandes cons-tataciones.

En primer lugar hemos observado que las múltiples escalas que aparecen en el fenómeno del cáncer, que promulgan y articulan las entidades reguladoras y los diversos colectivos que participan en el esquema biomédico, son instanciaciones diversas que no hablan de múltiples objetos sino de uno único y exclusivo: el cáncer. Y lo ha-cen siempre del mismo modo. Es decir, no estamos ante diversas ontologías que configuran diversas prácticas y diferentes definicio-nes de una misma etiqueta de enfermedad (Mol, 2002, 1999), sino ante un objeto que está actuando efectiva y eficientemente más allá de unos límites claros y precisos, más allá de una situación espacial concreta. Y esto es así gracias a la actividad centralizadora de los protocolos. En ese sentido, nuestra segunda constatación tiene que ver con que tales instanciaciones se organizan por un “principio” a la vez semiótico y material que no obedece a una causa abstracta o meramente simbólica. Por el contrario, el protocolo actúa como eje que ofrece un principio de materialidad y actualidad para el cáncer. Es el zócalo que ofrece, si se quiere plantear así, una serie de enun-ciados registrados, validados por una comunidad, y sólo existentes por el soporte físico que los sostiene y que permiten se articule con otro tipo de actividades gracias a la acción de actores diversos (pro-fesionales, máquinas, flujos de radiación, agentes químicos, compa-

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ñía, recursos comunitarios, entre otros muchos). En tercer lugar, constatamos que tanto las mencionadas escalas como las regulacio-nes se producen y se reproducen en distintos espacios y amplifican el alcance de las propiedades que difunden. Como se ha señalado, se intenta, cada vez con mayor frecuencia, ampliar las redes de colabo-ración entre centros y especialistas, y ello requiere la generación de estándares internacionales que brinden y generen las mismas entida-des, las mismas mediciones, las mismas rutinas... pero en geografías diversas. O sea, la elaboración de nuevos protocolos pero con un al-cance cada vez más amplio. Finalmente, por todo lo dicho, la virtua-lidad pasa a ser un componente secundario en el entramado de rela-ciones, regulaciones y operaciones concretas que acontecen y dan actualidad al fenómeno del cáncer. Este, en la biomedicina, opera a partir de una serie de prácticas actuales que, si bien puede asociarse al campo de apertura y problematización que se sitúa en lo virtual, no se reduce a ello, más bien opera por sobre (o bajo, en torno a) és-te, lo atraviesa. No se trata de una potencia que acontece y se en-cuentra inmanente en una red de asociaciones. Todo lo contrario, el cáncer es siempre una presencia, algo que fluye por distintos espa-cios y acontece al mismo tiempo. Una permanente actualidad. Eventos distintos que generan sus propios cursos de acción, pero que se encuentran, no obstante y no paradójicamente, regulados. Estamos, pues, ante la presencia de un objeto cuya masa no se expli-ca ni por sí misma ni tampoco por la existencia de meros elementos discretos. Se trata de una entidad que requiere necesariamente de otras para emerger, pero que al hacerlo sólo se asimila gracias a las relaciones que establece con ellas. A la vez, se trata de algo que actúa según patrones reguladores que le otorgan cierta universalidad, un tipo de distribución relativamente estándar a través de diferentes es-pacios y tiempos.

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Para conceptualizar este objeto hemos recurrido a la obra de Al-fred North Whitehead (1925/1978; García Bacca, 1990). En ella existe una interesante diferencia entre la noción de potencia y la de potencial. La primera es un concepto clásico en la filosofía tradicio-nal que hace referencia a una cualidad indeterminada e inespecífica que subyace en los objetos y que adquiere especificación y determi-nación gracias a la forma. Por tal razón, la tensión potencia-forma constituye un par inseparable y definitorio de toda entidad real. En ese sentido, toda la filosofía clásica ha supuesto que las cosas reales tienen que estar en estado específico o esencial determinado y en es-tado individual. Tan sólo Dios tenía la cualidad de ser algo real que se hallaba en estado cósmico, supraindividual, o supralocal, etc. No se admitía algo así como la gravitación en estado cósmico, campal, una especie de mar electromagnético, continuo, sin partes indivi-dualmente divididas, con la propiedad de estar en todas partes, —ubicuidad—, sin estar contenido, circunscrito por ninguna cosa concreta. Sin embargo, la noción de potencial, que proviene de la fí-sica más reciente, sí lo admite. Precisamente es la cualidad que ca-racteriza a los actuales campos físicos –gravitatorio, magnético, etc.–. Los campos están en todas partes con una eficiencia positiva, están en todos los lugares, en todos los cuerpos, en todas las dura-ciones de todos los fenómenos presentes, pasados y futuros. Mien-tras que en el caso de la potencia tenemos una cualidad oculta, reti-rada, que anida en los más profundo de una entidad y, por tanto, espera las condiciones más idóneas que le transfiera la forma para aparecer. Potencial hace referencia a una cualidad siempre presente pero también siempre expresada. Las entidades potenciales están en todas partes pero no escondidas o anidadas en el corazón de otras entidades sino con ubicuidad positiva y eficiente. Potencial, por tan-to, designa ese tipo de existencia. Esta idea podría resumirse a partir de los siguientes ejes:

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a) No refiere a la “potencia” de la ontología clásica, sino a la noción de “potencial” desarrollada por la física moderna.

b) Un “potencial puro” incluye en su esencia misma un cierto grado de “indeterminación”, una ausencia de corte o delimi-tación de alcance.

c) No obstante, los objetos potenciales ni son abstractos ni ideales, son a todos los efectos actuales y eficientes. Se pare-cen más a la forma que a la potencia de los antiguos, pero no se limitan ni a la materia ni a la forma.

d) Constituyen una ontología de campo. Su propiedad es la “ubicuidad”, estar en todas partes, sin estar contenido, cir-cunscrito, delimitado por ninguna cosa concreta9.

e) Esta ontología campal nos lleva a pensar en la posibilidad de la existencia de distintos grados u intensidades ontológicas (Guattari, 1996), que conlleven la configuración de entra-mados que dan más o menos presencia al objeto.

El cáncer opera con la anterior lógica. Más allá de las concep-ciones tradicionales, resulta posible pensarlo como un objeto que es actual en distintas escalas a la vez, por su acto de presencia, aunque sea fragmentada, y por su presencia regulada y estándar. En ese sen-tido, para pensar el cáncer ya no basta su relación directa con un síntoma o incluso con un diagnóstico discreto. Por el contrario, ahora se torna imprescindible conceptualizarlo como un fenómeno articulado con una serie de tecnologías anticipatorias, procesos diagnósticos múltiples y extendidos en el tiempo genético. El cáncer es una red regulada cuyos límites se desdibujan, que no obstante

9 En lo referente al caso que analizamos, ésta sería una propiedad de cualquier evento biológico que dependa en su configuración de alguna formación, por ejemplo, gené-tica. Esta condición otorga la indeterminación necesaria para la afirmación de que se trata de un fenómeno de lo viviente y, por tanto, de la vida donde ésta se encuentre (Rose, 2007).

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constituyen en sí un campo en que es performado y sólo a través del cual éste se despliega como fenómeno biomédico. El cáncer como objeto potencial se describiría, por tanto, a partir de cuatro conste-laciones de características.

En primer lugar, como ya hemos repetido, es un fenómeno que se expresa de manera coordinada en un nivel genético, biológico, funcional, psicológico, familiar, colectivo, poblacional, ético o legal. Estas escalas se muestran como amplificadas o no según la organiza-ción particular del entramado. Podemos encontrarnos en algunos momentos con el cáncer de forma muy evidente (por ejemplo, ante la presencia de un tumor, una intervención quirúrgica, los resulta-dos de un examen de imagen), o en otros puede estar de manera mi-tigada, pero no por ello menos presente (una revisión del genogra-ma, el rescate de la historia familiar, una indicación biomédica para facilitar la prevención). En segundo lugar, se trata de un objeto que emerge como tal sólo a partir de la regulación y fijación del orden o esquema de aparición y acción de estas escalas. Entran en acción guías y protocolos que establecen qué acciones y qué entidades da-rán cuenta del cáncer como enfermedad. Fijan su ontología, vale de-cir, cómo se constituye como fenómeno. Este no depende –como entidad biológica– directamente de éstas entidades, pero se hace apreciable, se traduce en la red a partir de su participación. Los pro-tocolos recogen las escalas, las organizan y fijan el significado del cáncer como una trayectoria, como una serie de sucesos que se en-cuentran activos en todo momento, en espacios diversos. Así, no es posible actualmente pensar en el cáncer sin la existencia de genes, tecnologías de imagen, tests de ADN, acciones a nivel familiar, polí-ticas estatales para la prevención y/o control, etc. Los protocolos, además, brindan cierta homogeneidad al fenómeno a través de dis-tintas geografías y tiempos. Es lo que brinda cierto efecto de ubicui-dad del mismo objeto: es posible hablar y actuar sobre el cáncer sin

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demasiadas divergencias en diferentes espacios, en un mismo tiem-po. En tercer lugar, el estado de conocimiento actual sobre la en-fermedad lo sitúa, de la misma manera, como un actor inmanente. Todos nos encontramos en riesgo sólo por el hecho de poseer vida y depender de un código genético. De hecho, la participación de dis-tintos colectivos estadísticos, que sitúan la idea probabilidad o por-centaje de riesgo, viene sólo a establecer un campo de incertidumbre respecto al hecho de ser o no un sujeto —o un cuerpo— capaz de desarrollar algún tipo de neoplasia. Existen acciones para diagnosti-carlo, tratarlo y realizar seguimiento, pero también para prevenirlo, es decir, reducir su probabilidad. Así, no resulta atrevido afirmar que el cáncer se ha constituido como un fenómeno inherente a la propia vida y a todo su despliegue. O sea, no estamos ante un fenómeno que afecta la dimensión meramente biológica sino que se expande hacia todas las que afectan al ser humano, sean orgánicas o no. Por último, conviene recordar que el cáncer posee un rango de alcance, al igual que sucede con cualquier campo electromagnético. Este queda definido por dos aspectos principales. El primero, y quizás más evi-dente, es la delimitación establecida por la propia configuración de conocimiento sobre la enfermedad. Los efectos del cáncer como ob-jeto potencial sólo pueden ser analizados en la medida que se com-parta cierto background sobre éste, un marco de comprensión sobre su génesis genética y la serie de procedimientos para enfrentarlo, por citar un ejemplo. Creemos que el límite de este entramado puede constituirse desde la existencia de redes socio-técnicas que avalen la biomedicina como esquema epistemológico válido, no obstante, dentro de la misma red puedan existir gradaciones al respecto. El se-gundo se establece a partir del propio entramado articulado en las guías y protocolos –y su performance–, vale decir, la delimitación de los diagramas sociales y materiales que se inscriben en sus paráme-tros de acción.

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4. Objetos potenciales y teoría del actor-red

La noción de objeto potencial permite entender e integrar en una explicación homogénea todas las nuevas características que pre-senta el cáncer. Pero, a su vez, conceptualizarlo a partir de este tipo de materialidad nos ofrece la oportunidad de enriquecer el bagaje conceptual de la teoría del actor-red. Efectivamente, desde un mo-mento muy temprano, Latour (1993) desestimó la noción de poten-cia o potencialidad como elemento válido en las explicaciones socia-les. Como es bien sabido, su modelo está comprometido con actan-tes completamente desplegados en juegos de alianzas y relaciones que no mantienen nada en la reserva o escondido. No se acepta que exista nada subyacente en los actantes que no se exprese en su reali-dad actual. Tal cosa dejaba abierta para la teoría del actor-red una pregunta por la constitución de la totalidad. Latour (2005) lo ha re-suelto presentando una alternativa que intenta establecer cómo una escala se constituye en fenómeno de totalidad sin pasar por el enojo-so juego de la tensión actual-potencial. Así, una escala de tamaño global:

está relacionada a través de muchas conexiones con muchos otros sitios, del mismo modo que lo está una sala de operaciones bursáti-les de Wall Street con numerosas matrices que componen las eco-nomías mundiales... o no está relacionada y, en este caso, si hay una cosa que este gesto amenazador de las manos no puede hacer es obligarme a creer que mi pequeña descripción “local” ha sido “en-marcada” por algo “más grande”. (Latour, 2005, p. 268)

De este modo, “el Gran Cuadro es sólo eso: un cuadro” (p. 268). Bajo el concepto de panorama, pretende centrar cualquier no-ción general que pretenda enmarcar una totalidad. Los panoramas “ven todo” (p. 268), pero no son ese todo, sólo proyectan una ima-gen en un espacio que evoca esa totalidad, “en la diminuta pared de un cuarto totalmente cerrado al exterior” (p. 268)., presentando un

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cuadro enteramente coherente. Se trata, así, de una producción local del efecto de totalidad. Esta producción resuelve la cuestión de or-denar distintas escalas, lo micro, meso y macro, definiendo un es-quema sin hendiduras, generando “la impresión de estar plenamente inmersos en el mundo real sin mediaciones artificiales o flujos costo-sos de información que vayan y vengan del exterior” (p. 269).

El objeto potencial recoge el espíritu latouriano de rechazar lo virtual en tanto que cualidad escondida que espera su momento pa-ra expresarse, pero obedece a una lógica distinta a la de los actantes expresados discretamente y a la de los panoramas. En lugar de ser una producción local de totalidad, consiste en una totalidad que permite y se organiza en espacios locales. No se reduce a la presenta-ción de una totalidad, no es un cuadro, una sala o una pantalla so-bre la cual algo se proyecta. Para efectos de análisis, trata de las co-nexiones en sí y sus efectos, las relaciones y su alcance. En ese senti-do hemos visto como el cáncer, en tanto que fenómeno biomédico, permite describir cómo estas relaciones son dadas y generan este efecto de penetración en espacios que trascienden el hospital, el la-boratorio o la plataforma, e incide en nuestras vidas cotidianas. Un potencial no respeta fronteras.

El concepto de Whitehead presenta enormes similitudes con la noción de objeto-mundo propuesta por Michel Serres. Un objeto-mundo suscita una cierta cartografía o geografía del cuasi-objeto, un alcance y una trascendencia de la posibilidad de afectar que va más allá de las configuraciones locales. Serres (1991) diría: “Llamamos objeto-mundo a un artefacto en el que al menos una de las dimen-siones, tiempo, espacio, velocidad, energía... alcanza la escala del globo” (p. 32). Tan sólo conociendo la especificidad de la trayecto-ria que plantea un objeto es posible dictaminar la presencia de un objeto-mundo (Mendiola, 2006) y esto también se aplica al objeto potencial. Sin embargo, conviene establecer algunas diferencias. En

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primer lugar, la noción de objeto-mundo no establece la posibilidad de la existencia de graduaciones o de distintas intensidades o escalas en la medida que se expresa. Refiere a la extensión total de una enti-dad por espacios diversos, pero no permite connotar diferencias en esa explanación. Por el contrario, la idea de potencial es una fuerza que permite establecer estas variaciones y asociarlas a formaciones de entramados diversos que configuran distintas presentaciones del ob-jeto, vale decir, diversas escalas del mismo. Todas estas, no obstante, conforman el fenómeno en sí mismo.

En segundo lugar, un objeto-mundo remite a la presencia de una entidad a nivel global. En la manera en que hemos presentado la noción de objeto potencial la relación es distinta. Este se configu-ra, en sí, por relaciones que lo instancian de maneras diversas y, en el caso del cáncer, existen entidades que regulan y dan cierta estabi-lidad a sus expresiones, o sea: es gramaticalizado. En otras palabras, el objeto potencial no es una instancia trazada por una inmateriali-dad impalpable que se supone alcanza la totalidad; por el contrario, es materia que se encuentra dispersa, pero capturada por cierto prin-cipio que puede o no integrar la indeterminación o la idea de pro-babilidad –gracias a la participación de distintos colectivos estadísti-cos–. En el caso analizado, este principio es semiótico y material, y adquiere, en su manifestación socio-técnica, la forma de una simple guía o protocolo.

En definitiva, el objeto potencial es una herramienta que permi-te conceptualizar una parcela de nuestra realidad, la que que confi-guran los productos biomédicos, y enriquecer, del mismo modo, el acervo de instrumentos que ofrece la teoría del actor-red para captu-rar y comprender nuestro presente.

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5. Conclusiones

“La gravedad hace el espacio más homogéneo” (Neto, Enero 2012) y, por lo tanto, permite que los objetos entren en relación, reduciendo las posibilidades de su diversificación. En los procesos de tecnificación de la biomedicina se aprecia un proceso similar. Me-diante la constitución de regulaciones, la fijación de escalas y la puesta en práctica de una serie de procedimientos socio-técnicos que performan sus propias entidades de manera relativamente estandari-zada, se constituye un nuevo tipo de objetualidad que se dispersa a través de diferentes trayectorias materiales completamente activas y actuales. No hace falta insistir en que este proceso de homogeniza-ción nunca se completa, pues nunca destruye completamente las di-ferencias locales. Sin embargo, organiza y establece ciertas fuerzas performativas que distribuyen un cierto ordenamiento y unas ciertas prácticas que hacen reconocible determinado objeto. Además, reor-ganizan continuamente el mencionado residuo de diferencias loca-les.

Nuestro estudio de caso ha pretendido dar cuenta de la confor-mación de este tipo de objetualidad y hemos denominado a estos productos, acudiendo a la filosofía de A. N. Whitehead, como obje-tos potenciales, en tanto una de sus cualidades es la ubicuidad y la organización como campo totalmente actual y eficiente. Entende-mos que esta figura no se hace evidente de manera inmediata; por el contrario, comprender un objeto médico como el cáncer de un mo-do que no sea local y discreto –tal como un tumor o una patología localizada en el cuerpo– es algo sumamente complejo. Nuestro aná-lisis nos ha conducido a una conclusión en la que se observa que es-te objeto localizado y circunscrito depende de una serie de otros ma-teriales para hacerse evidente, de regulaciones que permiten que se inscriba en redes de atención e investigación biomédica que, de igual manera, lo objetúan y establecen los parámetros para que se

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haga visible ante su mirada. Insistimos: el cáncer no es un fenómeno simple; y así lo demuestran las complejas redes de atención y plata-formas de investigación que articula. Del mismo modo, el estado de conocimiento actual lo ha dispuesto como un proceso que se origina en el código mismo que organiza la vida. Y ante tal hecho cabe pre-guntarse: ¿Hasta dónde llegan sus efectos? ¿Dónde se puede trazar la frontera que lo delimite?

La teoría del actor-red nos ha servido para establecer estas tra-yectorias que, en lugar de distanciarse, se conectan y fijan una onto-logía de campo activa y eficiente. No obstante, hemos requerido de conceptos no situados hasta ahora en su perspectiva al antagonizar con su visión de que las descripciones deben ser locales y dar cuenta de todo tipo de relación que se hace evidente aquí y ahora. Creemos, sin embargo, que es posible extender esta visión del aquí y ahora sin contradecir el espíritu de tal teoría. A través de diversa evidencia material es posible conectar diversos espacios y connotar que actúan de manera eficiente al mismo tiempo: conformando estos campos activos que hemos llamado objetos potenciales. En el caso analizado, este principio se materializa en los protocolos.

Los objetos potenciales han irrumpido de manera subrepticia en nuestra vida cotidiana. Y han llegado para quedarse. Hasta el mo-mento están vinculados estrechamente a la actividad biomédica, pe-ro con total seguridad comenzarán a emerger en aquellos campos en los que florezca sin mesura un proceso de protocolarización cada vez más sofisticado. Tales objetos cambian nuestras maneras de decidir, de comportarnos y de pensar. Su dispersión afecta nuestros modos de cuidado y su gestión, inducen maneras particulares de relación con el propio cuerpo, con el de los demás y, definitivamente, con la propia vida. Los objetos potenciales son la vida que nos queda por vivir.

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Software Libre: Abriendo las cajas negras de la tecno-ciencia1 Blanca Callén Moreu

(…) la búsqueda del conocimiento requiere de políticas democráticas y participativas. Si éste no fuera el caso, sólo las élites de género, raza, sexualidad y clase que predominan en las instituciones de búsqueda de conocimiento, tendrán la oportunidad de decidir cómo plantear sus preguntas de investigación, y tenemos suficientes razones para sospe-char de la localización histórica desde donde tales preguntas serán de hecho planteadas.

Sandra Harding (1991, p. 124)

1. Introducción

Los Estudios Sociales de la Ciencia y la Tecnología (STS) han puesto de manifiesto cómo, a través de sucesivos procesos de traduc-ción, la ciencia no representa los objetos de la naturaleza, sino que los construye en complejos entramados de relaciones, negociaciones y mediaciones. Como institución, opera multiplicando las media-ciones e intervenciones de actores (humanos y no humanos) exten-diéndolas en largas cadenas de relaciones que se embrollan en totali-dades que ofrecen, sin embargo, el aspecto de hechos y fenómenos incontrovertidos (Tirado et al. 2008). El resultado final es la depu-ración del proceso en forma de “hechos” u “objetos” estabilizados que la sociología de la ciencia denomina “cajas negras” (Woolgar, 1988/1991). Cajanegrizar implica hacer aparecer el trabajo científi-co y técnico como consecuencia de su propio éxito (Latour,

1 Este artículo está basado en el Capítulo 3 de mi tesis doctoral Tecnoactivismo: la ex-periencia política de Riereta.net (Callén, 2010).

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1999/2001, p. 362): una vez que una máquina funciona eficazmen-te y es adoptada aproblemáticamente, ya no es necesario explorar la complejidad interna de su producción. Así, cuanto más se difunde y mayor éxito alcanza un objeto o proposición dados, más opacos y oscuros se vuelven. La cajanegrización es una simplificación exitosa que opera ocultando el proceso que la originó y las múltiples hete-rogeneidades que participaron en él. Entonces, el hecho construido se vuelve incuestionable, el objeto indispensable, y ambos, puntos de paso obligado (PPO) (Callon, 1986/1995) para aquellos que se aproximen a conocerlos.

El mérito de la Teoría del Actor-Red (ANT) en relación con la cajanegrización de la ciencia consiste, por el contrario, en hacerla re-versible. La ANT ha abierto las cajas negras a la investigación, do-tándolas de contexto sociológico y visibilizando su composición he-terogénea. Lo cual ha permitido conocer cómo operan bajo su apa-riencia compacta, oscura y consistente. La ANT ha demostrado que, en realidad, la estabilidad y veracidad indiscutible de los hechos científicos o la adopción masiva y la inserción social de los aparatos técnicos no son más que un frágil equilibro de fuerzas entre elemen-tos dispares, susceptible de revertirse y cambiar en el momento me-nos esperado. La denominación de “caja negra” señala un éxito pre-cario y temporal logrado mediante relaciones de poder fijadas mo-mentáneamente y con gran esfuerzo. Latour (1987) describe cómo se logra construir una caja negra: “(...) en primer lugar, hay que convencer a otras personas que crean, la compren y la difundan en el tiempo y el espacio; después, es necesario controlarlos para que lo que adopten y difundan continúe siendo más o menos lo mismo” (Latour, 1987, p. 118). Es decir, el éxito, la veracidad y eficacia de un hecho o aparato dependerá de que sean adoptados y difundidos de forma controlada, estable y consistente. Sólo así serán aceptados aproblemáticamente, sin cuestionamientos.

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Desde la perspectiva de la ANT, este proceso de composición, convencimiento, adopción y difusión controlada de las cajas negras se sustenta en una interconexión de elementos y prácticas cotidianas y colectivas de carácter político, cultural, simbólico, material, eco-nómico, etc... que, sin embargo, permanecerá oculta mientras la caja funcione como tal. Hasta que por un motivo u otro esta intercone-xión se debilite y alguna de sus asociaciones internas falle. Entonces, lo que parecía un hecho sólido e indiscutible, un descubrimiento, descenderá a la categoría de mero artefacto y conjetura. En el caso de las innovaciones tecno-científicas, éstas sólo logran el éxito cuan-do resisten las pruebas de fuerza a que son sometidas, demostrando su estabilidad y consistencia. Pero si, además, la innovación en cues-tión logra convertirse en punto de paso obligado para otros actores-red con los que se relaciona, cuando se hace necesaria e imprescin-dible para conseguir los objetivos de terceros, entonces su estabili-dad estará asegurada por mucho más tiempo.

Sin embargo, a partir de nuestro trabajo, nos preguntamos, ¿pa-ra que una innovación o dispositivo tecnológico funcione adecua-damente, siempre ha de darse este proceso? ¿su éxito depende de su opacidad?....o ¿es indispensable armar cajas negras para que hechos e innovaciones tecno-científicas sean eficaces o veraces?. A partir de un trabajo etnográfico2 realizado en el taller de Riereta (Barcelona),

2 Tras una primera presentación informal de nuestro proyecto a algunas personas de Riereta (Noviembre 2004), vamos asistiendo periódicamente a las clases de catalán que se imparten en el local de C/Riereta 5. Desde ese momento, comienza el registro del cuaderno de campo. El 1 de Febrero de 2005 se nos sugiere por primera vez el al-quilar durante un tiempo un espacio en Riereta para llevar a cabo la etnografía. Con la ayuda de varias personas, se crea la web del proyecto Riereta&Politics, pero no es hasta el 11 de Marzo del 2005 cuando enviamos un mail solicitando la aprobación de la gente que participa del local para alquilar durante un mes aproximadamente un es-pacio para llevar a cabo la fase etnográfica más participativa. Durante esta fase conti-

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trataremos de responder a estas preguntas tomando como ejemplo el desarrollo de Software Libre (SL) y otros dispositivos basados en có-digo abierto. Esto nos permitirá contestar a las explicaciones de la ANT y demostrar cómo la utilidad y eficacia de una innovación tecno-científica no dependen, necesariamente, de las condiciones de cierre y opacidad que describíamos más arriba. Así, aunque los pro-ductos que analizaremos sean similares a los que se construyen desde instituciones tecno-científicas, como puedan ser un laboratorio computacional o una empresa de software, la forma en que son desarrollados y puestos a disposición, cuestiona el concepto de “caja negra” (Woolgar, 1988/1991) y los modos de producción tecno-científica establecidos hasta el momento como válidos y descritos profusamente por la ANT. Esto tendrá efectos políticos y epistémi-cos relevantes dado que, si logramos poner en entredicho esta opa-cidad y aislamiento del que se sirve la institución tecno-científica para erigirse en representante del conocimiento, simultáneamente, 1) estaremos ampliando los límites analíticos que nos ofrece la ANT para comprender a la tecno-ciencia y 2) quizás también así contri-buyamos a visibilizar formas más democráticas e inclusivas de pro-ducción y acceso al conocimiento tecnológico. Como veremos más adelante, hacer más transparente la “caja negra” del software me-diante la implosión de las fronteras que aún separan el mundo de los expertos científicos del intrusismo de la población lega, nos permiti-rá fortalecer el denostado vínculo que existe entre objetividad y de-mocracia. ¿Y no es acaso la “objetividad” el reclamo último al que apela la institución tecno-científica para salvaguardar su privilegio y exclusividad como productora de conocimiento?

nuarán las anotaciones en el cuaderno de campo, realizaremos fotografías del local, entrevistas-conversaciones y el archivo y lectura de mensajes. Hasta Mayo del 2005.

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2. A modo de contexto: ¿qué es el Software Libre y a qué se dedica Riereta?

En el centro de las actividades cotidianas de Riereta se sitúa un objeto singular intangible y de materia informe que, compuesto por secuencias de instrucciones, es aquello que nos permite habitar los entornos virtuales y las redes sociotécnicas. Esta programática o equipamiento lógico no es otra cosa que el software3: la suma total de los programas de cómputo, procedimientos, reglas, documenta-ción y datos asociados que forman parte de las operaciones de un sistema de computación y que puede ejecutar el hardware para la realización de las tareas a las que se destina. Es decir, se trata de un objeto que posee la particularidad, la función, de “hacer hacer”. Constituye la puerta de entrada y salida a las simulaciones que com-ponen los entornos informáticos y virtuales; y también es vehículo, herramienta, traductor de códigos y mapa infovirtual, todo simultá-neamente. Sin embargo, el software que se desarrolla, implementa y transmite en Riereta tiene la característica de ser «libre».

Dicho adjetivo (free) no se refiere al deseo o anhelo de gratuidad absoluta (en relación con un precio, un valor o una medida), sino a una cuestión sobre la libertad en los entornos virtuales. El concepto de “Software Libre” se refiere al derecho irrevocable de ejecutar, co-piar, distribuir, estudiar, modificar y mejorar el software. Derecho que se materializa en cuatro libertades: a) libertad de ejecutar el pro-grama con cualquier propósito imaginable; b) libertad de estudiar cómo funciona el programa y adaptarlo a las necesidades de cual-quier usuario; c) libertad de redistribuir copias del programa y de ese modo ayudar a otros; y d) libertad de mejorar el programa y po-ner esas mejoras al alcance de cualquier persona o comunidad. Sin

3 Wikipedia, en http://es.wikipedia.org/wiki/Computer_software (consultada por úl-tima vez, el 13-8-2011).

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embargo, echando la vista a atrás, al inicio del fenómeno de la in-formática (en las décadas de los 60 y 70), observamos que no «exis-te» el concepto de “Software Libre”. Porque, sencillamente, todo el software lo es. Los programas de ordenador y sus códigos fuente (códigos escritos por programadores e imprescindibles para conocer el funcionamiento interno del programa) circulaban libremente en-tre los incipientes internautas que por aquél entonces se reducían a pequeños círculos de académicos e investigadores (Stallman, 2004). Los desarrollos de unos eran aprovechados y reutilizados por otros, que los mejoraban y, de nuevo, ponían a disposición del resto. Un trabajo particular se convertía siempre en un beneficio colectivo y se constituía una comunidad tácita de cooperación que generaba per-manentemente innovaciones, a la vez que contribuía a compatibili-zar las creaciones y a constituir un entorno informático común. El proyecto Unix, primer sistema operativo multiusuario y multitarea que se basaba en el respeto del código (fuente) abierto, era el para-digma de esta lógica que, no sin esfuerzo, se trata de mantener tam-bién para Internet. De hecho, «la red contiene muchas de las prácti-cas y éticas propias de un terreno comunal público, pero, desgracia-damente, está siendo rápidamente clausurada. Las libertades civiles son deudoras de un terreno comunal» (Haraway, 1997/2004, p. 20) que comenzó allá por los años 60.

Pero la aparición de los ordenadores personales cambió todo es-to. Comenzaron a surgir empresas privadas que desarrollaron soft-ware y comercializaron sus licencias de uso. Ocultando su código fuente se evitaba que otras compañías o programadores conocieran el funcionamiento, se eliminaba la participación de los usuarios en su innovación y desarrollo y se les prohibía así cualquier otro uso distinto al de la simple ejecución del programa. A la vez, se obligaba a las usuarias a pagar por cada actualización o mejora de éste. Dicha actividad quedaba ahora en manos, únicamente, de la compañía, y

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ella recibía el reconocimiento social y económico a pesar de que en su base se encontraba y encuentra el trabajo de todo el colectivo de usuarias. Para ilustrar este mecanismo pensemos en el momento en que usando un software propietario se nos invita a enviar y notificar los errores del sistema para la mejora del mismo. La suma de estas notificaciones de errores dará lugar a una nueva versión mejorada del sistema por la que habremos de pagar, y así es como este ejerci-cio de expoliación del fruto creativo –de conocimiento y experien-cia– de toda una comunidad de usuarios acaba enmascarado como iniciativa empresarial.

Así es cómo esta nueva práctica mercantilizó y capitalizó el acce-so a unos bienes que antes permanecían libres, colectivos e ilimita-dos y, amparándose en ciertas leyes de patentes, surgió el llamado Software Corporativo, Propietario o Privado4. Con él, se hizo nor-ma el bloqueo de los procesos creativos y de colaboración, el expolio de lo que había sido fruto de toda una comunidad, la restricción del beneficio global que antes permanecía abierto y la aparición y privi-legio de ciertos propietarios por encima de una gran masa de usua-rios y consumidores. La creación constante que antes surgía de una

4 “La mercantilización del software se organiza, por tanto, como un fenómeno recien-te (casi de principios de la década de 1980) que culmina en una autonomización total respecto al material informático «duro». Hacia 1995, según calcula la BSA (Eischen, 2003, p. 69), el valor comercial de los paquetes de software (y sus servicios asociados) superaba al del hardware. Ya en 1998, el mercado global de software era de aproxi-madamente 470 billones de dólares (OCDE, 1998) y se calcula que crecerá hasta 1,7 trillones de dólares en 2008 (BSA, 2002). Un segmento económico no sólo en ex-pansión sino líder y punto neurálgico de la globalización capitalista presente”. (Sáda-ba, 2007, p. 188). Actualizando estas cifras, la BSA (2009) calcula que el valor co-mercial del software ilegal instalado en 2009 en España fue de 707 millones de Euros (lo que corresponde a un índice de piratería del 42%). Entonces, si esta cantidad de dinero corresponde al 42% del software legal, deduciremos que el valor comercial del software legal en España en el año 2009 ha ascendido a 1683,33 millones de euros.

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red (aunque pequeña) inabarcable, irrepresentable y auto-organizada de cooperación de singularidades; ahora, mediante una lucrosa ope-ración facilitada por leyes de propiedad y patentes restrictivas, se torna un bien escaso mercantilizado y poseído sólo por unos pocos: unas cuantas corporaciones (con el tiempo, básicamente, la corpora-ción monopolística de Microsoft, seguida de cerca por Apple) que subsumieron5 lo social en capital para entonces poder administrarlo.

Con este panorama como trasfondo histórico, apareció en 1984, impulsado por Richard Stallman, el proyecto GNU (“GNU is Not Unix”) y el movimiento del Software Libre con el objetivo de crear un sistema operativo basado completamente en código abierto. Algo que ya fue en origen libre y colectivo. Con tal movimiento emergió también la idea de potenciar una comunidad abierta que, desbor-dando los límites impuestos por las operaciones del Software Pro-pietario y las leyes del Copyright, tornara a sus principios cooperati-vos. En el siguiente extracto del manifiesto que preparó Stallman para dar a conocer su proyecto aparecen perfectamente delimitados todos estos elementos:

Considero que hay una regla de oro que me obliga a que si me gus-ta un programa lo deba compartir con otra gente a quien le guste. Los vendedores de software quieren dividir a los usuarios y conquis-tarlos, haciendo que cada usuario acuerde no compartir su software con otros. Yo rehúso romper mi solidaridad con otros usuarios de esta manera. El acto fundamental de amistad entre programadores es el compartir programas; ahora se usan típicamente arreglos de mercadotecnia [marketing] que en esencia prohíben a los progra-madores tratar a otros como sus amigos. Al desarrollar y utilizar

5 El concepto de “subsunción” (real y formal) es propuesto por Marx (1867/2001) pero retomado posteriormente por autores como Dussel (1998) y el operaísmo ita-liano en su análisis de las lógicas postfordistas, a través de los trabajos de Negri (2001), Negri y Hardt (1994), Hardt y Negri (2002), Virno (2003), Corsani (2004) o Rullani (2004).

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GNU en lugar de programas propietarios, nosotros podemos ser hospitalarios con todos y obedecer la ley. Además, GNU sirve co-mo ejemplo para inspiración y bandera para conminar a otros a unírsenos a compartir. Una vez que se haya escrito GNU, todos podremos obtener un buen sistema de Software Libre, como el aire. Los códigos completos del sistema estarán disponibles para todos. Como resultado, un usuario que necesita cambios en el sistema será libre para hacerlos por sí mismo, o de contratar a cualquier pro-gramador o empresa disponible para hacerlos por él. Los usuarios no estarán ya a merced de un programador o una empresa que sea dueña de los códigos fuente y sea la única en posición de hacer cambios. Finalmente, la carga de considerar quién es dueño de qué sistema de software y de lo que está o no está permitido hacer con él, habrá desaparecido. (http://www.gnu.org/gnu/manifesto.es.html (consultada por última vez, el 13-8-2011)

Siguiendo esta propuesta, quienes participaban de Riereta im-plementaron, por ejemplo, un software que servía para gestionar la página web de “la guía útil dels moviments socials”, un proyecto en el que se ofrecía un directorio de los distintos colectivos y movi-mientos sociales que operaban en Europa. Esta página, gestionada a partir de mapas, permitía buscar y ordenar la información de los co-lectivos según diferentes criterios (geográficos, temáticos, etc...). La idea era que, con el tiempo, el funcionamiento de la web se simplifi-cara de tal modo que cada grupo pudiera autogestionar su propio espacio-web.

También desarrollaron el software básico de lo que luego con-formaría el dispositivo de la radio. “Hacía dos años que hacíamos streamings en Real Player porque no había streaming de vídeo ni de audio en SL y ahora estamos haciendo el desarrollo y el testeo de las librerías de Theora para hacer streaming por Internet. Y claro, cuan-do estuvimos en Lubiana y conocimos al tío que había desarrollado el programa, flipaba con nosotros” (T, 2005). Así, se implementó

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un software hecho con Pure Data, un patch6, cuya función era reci-bir audio o video, encodearlo, subirlo al servidor y, desde ahí, los oyentes podían conectarse para recibir los archivos y programas de la radio. “Muy sencillo. Tiene unos botones bien grandes con instruc-ciones súper claras para que todo el mundo lo pueda utilizar. Del rollo «emitir», «grabar», «emitir pero no grabar», «grabar pero no emitir», «emitir en MP3», «emitir en ogg»... Así, muy fácil, para que no sea una cosa obligatoria que quien viene a hacer un programa tenga que saber algo de Pure Data, ni de linux, ni de nada,... que quiera hacer radio y punto” (T, 2005). Es decir, la creación tecnoló-gica fundamental de Riereta consiste en secuencias de códigos que, encadenadas entre sí y registradas bajo licencias libres, conformarán los programas informáticos que luego, otras personas y colectivos utilizarán para crear sus respectivos productos políticos y culturales.

El desarrollo de estos programas, conectados con el hardware necesario, daba lugar a plataformas de comunicación como la de r23.cc. Y así es como pasamos de un software que permite editar audio y encodearlo, a lo que conformaría toda una estación de radio y estudio de grabación. “Montar” un streaming exigía estabilizar los programas, en primer lugar; pero también conectar y poner a punto micrófonos, cables o cámaras de video. A su vez, esta infraestructura de comunicación por streaming basada en software libre estaba sus-tentada en una plataforma mayor fruto del GISS (Global Indepen-dent Stream Support), un proyecto donde participaban personas de todas partes del mundo y cuyo objetivo era crear un anillo de servi-dores conectados entre sí que funcionaran simultáneamente. El ob-jetivo de este complejo dispositivo era construir una plataforma de

6 “En informática, un parche consta de cambios que se aplican a un programa, para corregir errores, agregarle funcionalidad, actualizarlo, etc.” http://es.wikipedia.org/wiki/Parche_(computación)

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comunicación basada completamente en software libre; una infraes-tructura autónoma (aunque “no del todo, porque estás enchufado a la compañía de electricidad que te da la luz” (Xa., 2005)) en cuanto a software, contenidos, información...7 “Es decir, construimos unos espacios y unas infraestructuras para poder hacer lo que queremos. No puedes transmitir por televisión, porque necesitas un estudio, una serie de legislación y permisos. Pero si ya estamos en la era de la información y podemos emitir por Internet programas en audio, vi-deo, con suficiente calidad aunque no como quisiéramos, bueno, dar una información súper cañera, que haya disturbios y estés fil-mando lo que ha pasado y no que eso lo enseñe otro medio, ni en una foto del diario... pues qué mejor que tener unas infraestructuras comunicativas propias”(Xa., 2005). Para que esto fuera posible, a nivel local, había participantes de Riereta que se ocupaban, entre otras cosas, del mantenimiento de la base de datos de la radio, del arreglo de las cuñas y falcas, de la interfaz gráfica, de la estabilización del patch de Pure Data con el que se grababan los programas de la radio, de la experimentación y testeo de nuevos objetos que desarro-llaban otros o de la limpieza del local y la acogida de las personas que llegaban hasta allí para grabar.

Así, la producción y mantenimiento de todas estas infraestructu-ras hacía posible que se llevaran a cabo el tercer tipo de productos que ofrecía Riereta: los contenidos y la información alternativa a los medios de comunicación tradicionales. Tanto los programas fijos de la radio como los eventos puntuales que se retransmitían a través de la plataforma r23.cc trataban contenidos que difícilmente tendrían

7 “r23.cc works with free software», «r23.cc is an activist loudspeaker”, “r23.cc is a con-tainer of music licensed creative commons”, se decía sobre la plataforma r23.cc (Web de Riereta). Como explicaba un participante, se buscaba “hacer todo un sistema de co-municación coherente, [...] intentando crear una plataforma que tenga en cuenta la libertad en todas sus formas. Es eso” (Xa, 2005).

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cabida en unos informativos o en los programas de los medios de comunicación de masas. Ya fuera porque abordaban temas contro-vertidos o porque afectaban a grupos minoritarios, porque se consi-deraban temas de interés menor o porque eran tratados desde pers-pectivas críticas y feministas a las que, en opinión de las participan-tes, raramente se podría haber accedido desde otros espacios de co-municación. El carácter autogestionado de la radio les dotaba de cierta libertad a la hora de plantear sus contenidos, aunque eso tam-bién acarreaba dificultades como falta de materiales e infraestructu-ra. “En otras emisoras, que por cierto tienen informativos, eviden-temente, la mayoría tienen un color político determinado. De más a la izquierda, o más a la derecha, o más para aquí o más para allá. Y si es una radio musical, aunque todo el mundo te dirá que no, muchas compañías de discos, sobre todo grandes, pagan a radios para que su grupo del momento sea numero uno. Por el contrario, la idea es que todo el mundo pueda hacer lo que quiera. Si se respeta las ideas de todo el mundo, si no le faltas el respeto a nadie, di lo que quieras y pon los contenidos que te de la gana” (A, 2005). Así, por ejemplo, si la radio trataba de constituirse como un espacio libre, tanto a nivel del software como de las licencias de la música y contenidos que se transmitían (copyleft), esta libertad también trataba de trasladarse a los temas y los enfoques de sus contenidos, de modo que difícilmen-te habrían tenido cabida perspectivas que amenazaran o vulneraran estos derechos de libertad.

En síntesis, lo que observamos a través de este recorrido por los objetos que construye Riereta es que el Software Libre opera como germen, material pero también simbólico, a partir del cual, tras pro-cesos de complejización en los que se multiplican las mediaciones con otras entidades, se despliegan el resto de productos informacio-nales. “El fin concreto es la radio, ahora más que radio, televisión. Se podría no haber hecho nada y seguir desarrollando, pero lo hici-

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mos igualmente porque es importante trabajar juntos en algo, y así le dimos una cara” (V, 2005). Del código más básico (el código fuente), a los dispositivos y tecnologías de la información (TICs) que lo traducen en acciones, y de ahí a los contenidos y la informa-ción que es alojada y transmitida por los anteriores, todos estos pro-ductos conservan algo en común que los atraviesa en una especie de mimesis, a pesar de que cada uno de ellos posee una materialidad particular. En un caso hablamos de software y código, en otro in-corporamos el hardware y las infraestructuras, y en otro aparecen los contenidos y la (contra)información. Sin embargo, existe un común denominador que los conecta a todos ellos. Todos giran alrededor de la producción, gestión y transmisión de información en distintos formatos y, además, lo que los distingue de otros tipos de códigos, hardwares y contenidos es que comparten entre sí el adjetivo de “li-bre”. Si ya vimos que para el caso del SL existen 4 libertades que se materializan en la posibilidad de ejecución, copia, estudio, modifi-cación, mejora y distribución; para el caso de las infraestructuras y dispositivos tecnológicos, tanto el modo en que son desarrollados como los artefactos en sí, se ponen a disposición pública para su apropiación y uso colectivos. Y a su vez, esta filosofía del copyleft también impregna las mismas licencias que protegen, sin limitar, cualquier tipo de contenido, música o información que es alojada y transmitida desde los servidores de r23.cc.

3. Información: materia prima de la tecno-ciencia

Una vez descritos los productos que se generaban desde Riereta, ¿qué los diferenciaría entonces de los productos que podamos en-contrar en un centro de investigación informático, en un laboratorio tecnocientífico o, incluso, en una emisora de radio? A priori, nada. En todos estos espacios se trabaja alrededor de la información y su producto último es información. Es decir, sus tareas giran alrededor

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del tratamiento automático de la información mediante dispositivos electrónicos y sistemas de computación como ordenadores, que re-ciben entradas de datos para su posterior procesamiento, almacena-miento y generación de salidas en forma de transmisión de nueva información. Esta vez, en un formato digital útil e inteligible para los usuarios. ¿Y acaso no es lo mismo que describíamos para Riereta y sus productos? El proceso de construcción de la radio y la elabora-ción de sus contenidos ilustra estos mismos pasos: partimos de un software o programa (compuesto por código binario de 0s y 1s, combinados en base a operaciones aritméticas propias de lenguaje de programación) consistente en largas listas de instrucciones que, compiladas por programas que las traducen a lenguaje máquina, son ejecutadas por el ordenador (hardware) gracias a impulsos eléctricos que las traducen en operaciones relacionadas con la generación, ges-tión y almacenamiento de información...o (contra)información.

Observando detenidamente esta secuencia de acciones aprecia-mos una pequeña operación que se repite en los distintos pasos. Nos referimos a la acción de in-formar, de dar forma: En un primer momento, el código, en base a su formulación de tipo binario com-puesto en secuencias, dota de forma y genera diferencias (continui-dades y discontinuidades) en un flujo de energía eléctrica constante que alimenta al hardware. Estas interrupciones energéticas que si-guen el patrón marcado por las secuencias del software hacen posi-ble la traducción de estos impulsos eléctricos en ejecución de fun-ciones relacionadas con el tratamiento de todo tipo de datos. Es de-cir, la producción de diferencias, en último término de tipo binario, sobre un flujo continuo y constante de energía dotan de forma a al-go que anteriormente no la tenía. Pero además, esta operación tiene una doble vertiente, pues también se repite en el siguiente paso, en el momento en que se genera algún tipo de salida, de resultado, en forma de información transmitida al usuario. Esta in-formación,

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materializada ahora en forma de imagen, sonido, etc... en forma de programa de radio, por ejemplo, se considera como tal en tanto que su transmisión también marca algún tipo de diferencia y contraste sobre un fondo de continuidad y repetición, sobre lo conocido hasta el momento. No es casual que Bateson y Bateson (1987/2000) defi-nieran la información como “una diferencia que hace la diferencia” (1987/2000, p. 40-41). De hecho, no podríamos encontrar mejor imagen para expresar la ruptura y diferencia formal que trae consigo la información que su sinónimo inglés: news. Con esta palabra se expresa la novedad que implica la transmisión de una información, en contraste con un trasfondo dado de repetición, rutina y conti-nuidad.

Pero si algo caracteriza al concepto de información y a la acción misma de informar es que encierran la capacidad de aunar en un só-lo gesto forma y materia. “Las distinciones tradicionales entre forma y contenido ya no son sostenibles en un mundo de medios digitales (que reducen todas las formas culturales a código binario, el cual es a la vez forma y contenido)” (Gane y Hansen-Magnusson, 2006, traducción propia). Es decir, gracias a los procesos de digitalización a través de ordenadores, la in-formación opera como un conmuta-dor, un transistor, que traduce entre sí esferas y materialidades de distinto orden. Eso explicaría, por ejemplo, cómo un ordenador puede mostrar en la pantalla las grafías de las letras que introduci-mos con el teclado, únicamente en base a energía eléctrica que es modulada y traducida en operación mediante complejos algoritmos formulados en lenguaje de programa. O, por ejemplo, cómo las en-trevistas que se realizan en el local de Riereta en un momento y es-pacio concreto pueden llegar a transmitirse por la red y almacenarse en un servidor para luego ser reproducidas y escuchadas tantas veces como se desee desde cualquier lugar del mundo. Esta capacidad de

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reducción a dato de cualquier tipo de ontología se debe a las caracte-rísticas transductivas que detenta la información.

La información (como producto y operación) así entendida es algo que comparten Riereta y las disciplinas tecnocientíficas más institucionalizadas. De hecho, la definición de información que hemos ido desgranando hasta el momento justifica el porqué se ha convertido en el objeto y operación central de la cibernética y la in-formática; y por qué éstas últimas, a su vez, se han convertido en indispensables para el desarrollo del resto de campos tecnocientífi-cos. “Una ciencia siempre oculta otra” (Latour, 1999/2001), y espe-cialmente para el caso de la computación. Porque la noción de in-formación tiene la capacidad de “pasar de un orden de realidad a otro en razón de su carácter puramente operativo, no vinculado a esa o a aquella materia, definiéndose únicamente en relación a un régimen energético y estructural” (Simondon, 1964, p. 250). El pa-radigma de esta capacidad operativa trans-material lo encontramos, precisamente, en el código binario del programa, donde cualquier tipo de instrucción y entidad es reducido a 0s y 1s, a un plano mo-lecular de elementos finitos y limitados que, compuestos entre sí, producen una diversidad prácticamente ilimitada de combinaciones. Tantas como para expresar y “hablar el lenguaje del ‘centro consis-tente del ser’“ (García dos Santos, 2004). Paradigma de los nuevos procesos de producción inmaterial, el software, debido a su natura-leza “informacional” (código Fuente, cod. Objeto y cod. Ejecuta-ble), indeterminada pero funcional, tiene la cualidad de albergar si-multáneamente lo material y lo inmaterial, el producto y la fuerza de producción, el continente y el contenido, lo virtual y lo actual. Y en la combinatoria de estas cualidades reside su capacidad de tra-ducción entre distintos planos y materialidades.

Esta capacidad de transducción y mediación de la información (en forma de código) es la que le ha permitido operar de puente y

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sintetizador entre especialidades científicas de distinto tipo y tam-bién al interior de ellas. Como explica Donna Haraway (1991/1995), “(...) las ciencias de la comunicación y las biologías modernas son construidas por un movimiento común – la traduc-ción del mundo para un problema de codificación, una búsqueda de un lenguaje común en el cual toda la resistencia al control instru-mental desaparece y toda la heterogeneidad pueda ser sometida al desmontaje, al remontaje, a la inversión y al intercambio” (Hara-way, 1991/1995, p. 76). Pero esta traducción universal entre distin-tos órdenes no se produce como si se trataran de realidades exterio-res puestas en contacto, sino que la información posee la capacidad de integrarlas de forma inmanente, contribuyendo así a la disolu-ción de los límites establecidos por la modernidad entre naturaleza y cultura. En el plano informacional, el orden de las cosas y las pala-bras, de la materia y los signos, confluyen. Y esta operación de hi-bridación supone un instante de abstracción tal que encierra la ca-pacidad de resumir un estado de cosas dado en una proposición8

8 “no utilizo este término en el sentido epistemológico de una oración que se juzga verdadera o falsa (para esto prefiero reservar la palabra “enunciado”), sino en el senti-do ontológico de lo que un actor ofrece a otros” (Latour, 1999/2001, p. 368)… “las proposiciones no son afirmaciones, ni cosas, ni ningún tipo de intermediario entre las dos. Son sobre todo actantes. Pasteur, el fermento del ácido láctico o el laboratorio son proposiciones. Lo que distingue a las proposiciones entre sí no es la existencia de un único abismo vertical entre las palabras y el mundo, sino la existencia de muchas diferencias entre ellas, sin que nadie pueda saber de antemano si esas diferencias son grandes o pequeñas, provisionales o definitivas, reductibles o irreductibles. Esto es precisamente lo que sugiere la palabra “pro-posiciones”. No son posiciones, cosas, sustancias o esencias que pertenezcan a una naturaleza compuesta por un conjunto de objetos mudos enfrentados a una lenguaz mente humana, son ocasiones que las distin-tas entidades tienen para establecer contacto. Estas ocasiones para la interacción per-miten que las entidades modifiquen su definición en el transcurso de un aconteci-miento, que en el caso que nos ocupa es el experimento.” (íbid., p. 169). Una propo-sición es «una propuesta (oferta) de articulación (ensamblaje) que las entidades mu-

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(Latour, 1999/2001). ¿Y qué es esto sino la tarea propia del cono-cimiento científico? El arriesgado pasadizo intermedio que Latour describía en la práctica científica para poder explicar el paso de los objetos a las palabras, de los referentes a los signos, con la entrada en juego de los dispositivos computacionales se simplifica y toma for-ma, paradigmáticamente, en el código de un software. Con este giro informacional, la tecnociencia se hace más performativa que nunca a cuenta de las instrucciones ejecutables que significan las distintas combinatorias de códigos. Tanto es así que la cibernética y la computación han sido descritas como el “arte de hacer eficaz la ac-ción” (Couffignal, 1969, p. 30) o la “ciencia del mandato por la comunicación” (Morin, 2006, p. 272). De hecho, “cada vez más, las simulaciones por ordenador están siendo usadas en los laboratorios científicos para llevar a cabo experimentos. E incluso el ordenador ha sido denominado como laboratorio (Hut y Sussman, 1987), da-do que proporciona su propio entorno de «banco de pruebas»” (Knorr-Cetina, 1999, p. 34).

Para lograr esta acción performativa sobre el mundo, la tradición sociológica de las etnografías de laboratorio9 nos muestra cómo la tecnociencia se sirve de inscripciones bidimensionales, combinables,

tuamente se hacen y deciden» tal que se puede decir que «el fermento propone y Pas-teur dispone, tanto como, que Pasteur propone y el fermento dispone». La actividad científica consiste en ese bricolaje (ensamblado artesanal), que articula las proposicio-nes (humanas y no-humanas) en un micro-sistema o red coherente y estable, que permite la emergencia de otras proposiciones, en la medida en que se puedan asociar (articular, conectar). Y esta articulación es posible en la medida, que las proposiciones del mundo mismo, están articuladas. http://galileo.fcien.edu.uy/ontologia_y_emergencia_en_latour.htm#_ftnref14 (con-sultada por última vez, el 14-8-2011) 9 Ver, por ejemplo, Latour and Woolgar, 1979; Knorr, 1977; Knorr Cetina, 1981; Zenzen y Restivo, 1982; Lynch, 1985; Giere, 1988; Gooding et al. 1989; Pickering 1995; Latour, 1987/1992, 1993, 1999/2001; Pallí, 2004

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móviles y capaces de superponerse. “Transformaciones a través de las cuales una entidad se materializa en un signo, en un archivo, en un documento...” (Latour, 1999/2001, p. 43) susceptible de despla-zarse y circular más allá de su lugar de origen. La forma en que se generan los productos de la ciencia –estas inscripciones–, el gesto de estos desplazamientos entre materia y forma, es aquello mismo que creemos observar en la operación de in-formar y en la creación de código de programa. A partir del ejemplo que nos ofrece Latour so-bre el muestreo de tierra en la selva amazónica (Latour, 1999/2001, p. 38), observamos cómo pasamos de la tierra selvática a un gráfico publicado en un artículo a través de una operación metonímica muy económica. Las inscripciones sucesivas que describe suponen una inducción, un atajo por el que algo tan diminuto como un signo (un número, un gráfico...) permite aprehender la inmensidad del todo, del desplazamiento de la tierra (íbid., p. 51). A costa de perder la materialidad terrosa, “al perder la selva, ganamos conocimiento sobre ella» (íbid., p. 53), pues la aparición de este nuevo signo que la sustituye nos aporta la comodidad de poder manejarla más allá de su contexto concreto, de hacerla móvil e inalterable, y de estandarizarla y contemporizarla con otros signos homólogos (tablas, gráficos, ci-fras, índices, etc...) con los que poder compararla, combinarla, su-perponerla o sustituirla. Lo cual, a su vez, nos aportará nuevo cono-cimiento a partir de las posibilidades combinatorias que se abren. De hecho, en sentido estricto, no perdemos a la selva; no se trata de reducción, sino de transustación” (íbid., p. 81) hacia una relativa universalidad.

En cada inscripción sucesiva, la selva se renueva en su materia y cada signo por el que pasa se hace más y más abstracto (porque se desprende de las condiciones y materialidad concretas de su origen), y más y más concreto (porque se nos hace más próximo e inmedia-to); aunque hay algo constante que permanece a lo largo de las

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transformaciones. Un mismo gesto, una distancia común, por el que cada eslabón de la cadena de mediaciones opera como signo para el eslabón anterior y como «cosa» para el siguiente. La referencia circu-lante sería, para Latour, ese operador común que pertenece a la ma-teria en uno de sus extremos y a la forma en el otro, y que logra sal-var la distancia entre las cosas y los signos. Una concatenación de transformaciones en cuyo “interior se desarrolla paulatinamente un referente que mantiene el mismo grado de diferenciación en todos los ejercicios de traducción” (Tirado et al, 2008, p. 3). Esta constan-te se entendería como un plano inmanente a las prácticas de media-ción cuya función sería garantizar la coherencia y alineamiento de la cadena de traducciones con su propio origen. Es decir, asegurar que el gráfico que tuviéramos entre manos representara y explicara el avance de la tierra selvática. La referencia circulante aparecería así como una cualidad global que hace percibir a la cadena completa de traducciones como un efecto de conjunto armónicamente dispuesto.

Pero esta misma referencia opera también en inscripciones más ‘inmateriales’ como las que puedan darse en la computación y la in-formática, y en aquellas otras disciplinas que se apoyan en ellas, donde el proceso de digitalización e informatización creciente hacen pensar en una des-sustancialización y virtualización de la produc-ción tecnocientífica. Aunque no llegue a haber desmaterialización y los instrumentales, técnicas y agentes que observábamos con la selva de Latour (edafocomparadores, rotuladores, catas, etc...) se sustitu-yan por datos, programas y ordenadores. Un ejemplo detallado de ello nos lo ofrece Pallí (2004) en su análisis de la producción de una proteína biocomputacional. Ésta es elaborada a partir de los datos aportados por proteínas de tipo experimental que luego serán tradu-cidos de sustancia a código ejecutable y manipulable mediante un mecanismo de “reducción” idéntico al descrito para el caso de la sel-va en Latour. De hecho, según este autor (1990, p. 41 citado en Pa-

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llí, 2004), “ellos [los científicos] siempre se mueven en la dirección de la mayor fusión de dibujos, cifras y letras, lo cual es facilitado enormemente por su tratamiento homogéneo como unidades bina-rias en y mediante ordenadores”. Y esta es la razón por la que los científicos necesitan de los laboratorios y, en especial, de los centros de cálculo: porque son lugares de creación e invención, de una si-mulación e imaginación tal que crea nuevas entidades (Pallí, 2004, p. 353) cuya principal característica es la de trascender su propio contexto y dotarse de una movilidad que no amenaza su materia. Tal es el caso del gráfico descrito por Latour, objeto culmen de las inscripciones sucesivas que conformaban la referencia circulante. Desde la sociología de la ciencia se denomina a este tipo de entida-des móviles inmutables (Latour, 1987/1992).

Sin embargo, la entrada en la tecnociencia de la informática y la computación en red introduce dos cambios en la producción de es-tos móviles inmutables: por un lado, el producto último de la cade-na de mediaciones dejan de ser inscripciones bidimensionales como los gráficos y pasan a ser entidades virtuales (como la proteína bio-computacional del ejemplo de Pallí, o los archivos de audio de la emisora de radio que comentábamos anteriormente) reducibles en último término a código, a un orden más abstracto y des-sustancializado si cabe. Lo cual trae como efecto una mayor descon-textualización y capacidad para ser observadas, manipuladas, repro-ducidas, transportadas y almacenadas por cualquiera que las actuali-ce, en un momento dado, desde cualquier punto de las redes por las que circulan (gracias, especialmente, a la capacidad de conexión de Internet). Y por el otro, este proceso de digitalización creciente permite acortar la cadena de mediaciones sin por ello perder la ga-rantía de coherencia y alineamiento entre las sucesivas traducciones. Con la informatización y digitalización actuales, nunca fue tan fácil ni tan rápido, tan automático, atravesar el tortuoso camino “naturo-

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cultural” que separa el mundo de las cosas del mundo de los signos y las palabras...del código, producto al tiempo que vehículo de esta travesía de mediaciones. Tanto es así que nuestra vida cotidiana transcurre cada vez más entre simulaciones y entornos virtuales. Al menos, las prácticas tecnocientíficas que, conscientes del potencial perfomativo (además de descriptivo) de estos productos informacio-nales, invierten enormes cantidades de dinero y esfuerzos en su crea-ción. Como explica Pallí (2004, p. 354) para el caso que relata, no sólo ocurre que la proteína empírica ha sido sustituida en el proceso de virtualización-digitalización por una proteína biocomputacional (que opera como modelo prospectivo de los posibles comportamien-tos y reacciones que presentará la proteína original), sino que tam-bién ha sido transformada la interacción entre los científicos y sus productos: el ensamblaje ojo-mano-proteína ha sido virtualizado dando paso a un nuevo ensamblaje científico-ordenador-proteína.

En Riereta ocurre lo mismo: la informatización y digitalización de sus productos y actividades ha virtualizado lo que se venía enten-diendo por un programa de radio y, gracias a Internet, la distancia y tiempo que separaban la creación de contenidos y su retransmisión se han hecho más inmediatos y descentralizados que nunca. La abs-tracción de los contenidos a datos permite dotarles de durabilidad, transportabilidad, accesibilidad y manipulación desde cualquier punto de la red que se conecte a sus servidores. Exactamente igual ocurre con el código de los programas informáticos y los proyectos de desarrollo de SL: algunas de las características que se atribuyen a los móviles inmutables, así como las posibilidades que presentan las inscripciones (comparables, combinables, superponibles y sustitui-bles unas por otras) también se aplican al código binario. Para poder llevar a cabo los proyectos de SL, el código es compartido pública-mente a través de la red que lo distribuye por cada uno de los ter-minales desde donde se consulta, reproduce, manipula, combina,

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actualiza y vuelve a compartir. Pero para que esto se dé, es impres-cindible que en su transporte no pierda ni un ápice de sus cualida-des, al mismo tiempo que se mantenga lo suficientemente accesible y abierto a intervención como para hacer de él un objeto performa-tivo. Performativo en origen, porque el código de programa no es ningún fenómeno preconfigurado que espera a ser descubierto (co-mo ocurría con la epistemología realista propia de la ciencia más tradicional), sino que emerge como efecto de múltiples procesos de ajustes y desarrollos sucesivos (Knorr-Cetina, 1977, 1981, 1999). Y performativo en destino, porque el código materializa mejor que ningún objeto esa capacidad creativa de “objetar” y “hacer hacer”. De hecho, la mayoría de código no es otra cosa que instrucciones ejecutables por un hardware que las materializará, a su vez, en nue-vas acciones y productos con efectos reales tanto en el ámbito virtual como físico.

3.1. Objetos tecno-científicos: de móviles inmutables y cajas negras

Pero si nuestro objeto de análisis, la información (y especialmen-te la información materializada en código de programas), guarda otro parecido con los objetos de la tecnociencia es porque, al igual que describe Pallí (2004) para la proteína computacional, ambos productos no son totalidades y “logros”, sino proyectos abiertos y permanentemente en proceso, fruto de coordinaciones parciales en-tre agentes y ensamblajes de prácticas, grupos, individuos, ideas, energía e informaciones anteriores. De hecho, el SL, la plataforma r23.cc o cualquier otro producto tecnocientífico, podrían conside-rarse como objetos liminales que posibilitan la conexión de hetero-geneidades y grupos diversos, pero que a su vez, por su carácter múl-tiple y abierto, necesitan la coordinación de estas individualidades y grupos para poder emerger como objeto. “Cada objeto es entonces un simple puente, una aspiración, medio exitosa, medio fallida, en

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el cruce del intervalo, apuntando a nuevas direcciones de mejora, zigzagueando a la búsqueda del acontecimiento, a la búsqueda del ‘sí, aquí, podemos’ (Stengers, 2000)” (Pallí, 2004, p. 394, traduc-ción propia).

De este modo, a través de los sucesivos procesos de traducción, la ciencia no representa los objetos de la naturaleza, sino que los construye en complejos entramados de relaciones, negociaciones y mediaciones. Como institución, opera multiplicando las mediacio-nes e intervenciones de actores (humanos y no humanos) exten-diéndolas en largas cadenas de relaciones que se embrollan en totali-dades que ofrecen, sin embargo, el aspecto de hechos y fenómenos incontrovertidos (Tirado et al. 2008). En los laboratorios y univer-sidades, a través del uso de técnicas, o incluso a través de la docencia de conocimientos asumidos como válidos, se proporcionan todas los elementos necesarios para que las mencionadas cadenas adquieran y conserven una sustancia duradera y sostenible (Knorr-Cetina, 1995; Law, 1994). El resultado final será la depuración del proceso en forma de “hechos” incontrovertidos u “objetos” estabilizados que la sociología de la ciencia denomina “cajas negras” (Woolgar, 1988/1991). Cajanegrizar implica, entonces, hacer aparecer el traba-jo científico y técnico como consecuencia de su propio éxito (La-tour, 1999/2001, p. 362). Una vez que una máquina funciona efi-cazmente y es adoptada aproblemáticamente, una vez que se da por sentado un hecho cualquiera, ya no es necesario explorar su proceso de producción. Así, cuanto más se difunde y mayor éxito alcanza un objeto o proposición dados, más opacos y oscuros se vuelven. Con la cajanegrización saltamos de los procesos a los objetos y de los ver-bos a nombres. Como explica la ANT, se trata de una simplificación exitosa que opera ocultando el proceso que la originó y las múltiples heterogeneidades que participaron en él.

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En ese proceso, la tecnociencia maneja simultáneamente dos discursos opuestos que operan en distintos momentos del acto crea-tivo: mientras permanece abierta la controversia, todo lo que encon-tramos son grandes esfuerzos por adquirir credibilidad y construir mediaciones y alianzas culturales, simbólicas, económicas o políticas cuya coordinación se resuelve en un hecho u objeto estable y dura-dero, aunque nunca llegue a ser una totalidad final. Sin embargo, una vez alcanzado el éxito y la asunción de los hechos, el carácter co-lectivo de su producción se invisibiliza y la naturaleza (o la propia institución tecnocientífica, para el caso de productos tecnológicos) aparecen como el único origen, causa y árbitro final de este logro indiscutible. Llegado este momento, el producto resultante es una maquinación que convierte una reunión de fuerzas en un todo au-tomatizado que opera como unidad (Latour, 1999/2001, p. 127). Entonces, el hecho construido se vuelve incuestionable, el objeto indispensable, y ambos, puntos de paso obligado (PPO) (Callon, 1986/1995) para aquellos cuyos intereses se mueven por sus mismos campos de acción.

El motivo por el que en condiciones «normales» estas cajas ne-gras no tienden a abrirse; es decir, cuando no existe ninguna eviden-cia que contradiga un hecho o cuando un aparato funciona correc-tamente, es el elevado coste de hacerlo. El crédito, no sólo económi-co, sino también simbólico, social, de autoridad, confianza y de po-sible recompensa que exigiría una replicación del proceso de pro-ducción tenocientifica es demasiado elevado para cualquier equipo científico y, mucho más, para alguien profano que no cuente con los medios adecuados. El grado de institucionalización que requiere ali-near y coordinar fuerzas y agentes que cuestionen una caja negra tecnocientífica sobrepasa la capacidad de una ciudadanía cuyas cul-turas epistémicas han sido marginalizadas desde la posición de privi-legio de la ciencia. Otra razón que explica la dificultad de abrir y

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cuestionar estos cierres es de tipo funcional: en último término, las cajas negras son operativas en tanto que suponen una simplificación de la realidad que economiza y hace más cómoda y rápida nuestra interacción con el mundo.

Como efecto de la cajanegrización y del discurso representacio-nista de la ciencia, encontramos que apelar a la “naturaleza” o a la “tecnología” como únicos causantes y árbitros finales de la genera-ción de “hechos” y objetos incontrovertibles deja al grupo de perso-nas no expertas totalmente fuera del juego de la ciencia. Se anula la posibilidad de agencia para cuestionar su cierre y estabilidad y, aún más, para participar de la construcción colectiva de estos hechos. Si con la caja negra se borra el contexto de creación, su espacio y el tiempo, o incluso la autoría, que queda en manos de un agente tras-cendente que actúa por representación de científicos y tecnólogos; entonces, ¿qué podemos hacer nosotros?. Este tipo de mecanismos, como ya explicaba Latour (1987/1992), hacen difícil la populariza-ción de la ciencia “porque está diseñada para alejar, desde el princi-pio, a la mayoría de la gente” (Latour, 1987/1992, p. 51). Un ale-jamiento que retroalimenta el estatus epistémico de la institución tecnocientífica –compuesta por complejos entramados de laborato-rios, industrias y universidades– y que contribuye a aislarla y erigirla aún más, respectivamente, como única portavoz válida de la natura-leza, como única productora legítima de tecnología y como mejor formadora y transmisora de conocimiento. De hecho, uno de los objetivos de la retórica que la caracteriza y de sus artículos científi-cos (objetos a su vez de difusión de las cajas negras), es “hacer que el disidente se sienta solo” (íbid., p. 43).

Según lo que hemos descrito acerca de Riereta, en esta iniciativa se producen objetos sociotécnicos (softwares, dispositivos electróni-cos e información) similares a los que se construyen desde institu-ciones tecnocientíficas como puedan ser un laboratorio compu-

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tacional, una empresa de software o, ya en otro terreno, una emisora de radio. Sin embargo, a diferencia de estos lugares, en Riereta no se apelará al doble discurso científico, porque se asume que nunca llega a darse la clausura de sus productos, ni la “caja” que conforma el software desarrollado se ennegrece ni se hace opaca. A diferencia de la ciencia, no presentaría dos caras opuestas, porque la producción de los objetos sociotécnicos que ofrece se entiende como un proceso radicalmente abierto, incompleto y cambiante que nunca llega a un final definitivo. A pesar de que cada versión estable de software que se lanza al público es una versión “estabilizada” y funcional; es decir, opera como una máquina unida y precisa donde las fuerzas colabo-radoras que le dieron forma convergen y trabajan en un mismo sen-tido, eso no significa que se invisibilice su proceso de producción ni que alguien se erija como único representante legítimo o con capa-cidad para intervenir en estos productos. Todo lo contrario: como detallaremos a continuación, el SL demuestra cómo la estabilización y funcionalidad de un objeto no pasa por cerrarlo y “ennegrecerlo”, aunque sí por hacer de la multitud de fuerzas y alianzas heterogé-neas una “caja” con cierto orden y estructura como para hacer del objeto algo mínimamente funcional, durable y sostenible en el tiempo. Lo máximo como para que no falle y ofrezca sus servicios adecuadamente, y lo mínimo como para que se adapte a las particu-laridades de cada usuario y sea lo suficientemente moldeable como para poder experimentar con él, intervenirlo o modificarlo, tal y como permiten las libertades de su licencia. Gráficamente, se ilustra-ría de este modo:

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4. Conclusiones: hackeando las «cajas negras» del Software

Aunque ambos procesos de producción tecnológica nunca sean definitivos sino controvertibles, los productos de la tecnociencia ge-neran efectos contrarios a los que atribuimos al SL: “El resultado de la construcción de un hecho es que parece que nadie lo ha construi-do; el resultado de la persuasión retórica en el campo agonístico es que los participantes están convencidos de que no han sido conven-cidos; el resultado de la materialización es que la gente puede jurar que las consideraciones materiales sólo son componentes menores del ‘proceso de pensamiento’; el resultado de las inversiones en cre-dibilidad es que los participantes pueden pretender que ni las creen-cias ni la economía tienen nada que ver con la solidez de la ciencia; por lo que se refiere a las circunstancias, simplemente desaparecen de los informes, ¡por lo que es mejor dejarlas para el análisis político y no a la apreciación del mundo sólido y simple de los hechos!” (La-tour y Woolgar, 1979/1995, p. 268). Para lograr estos efectos epis-témicos divergentes, mientras la tecnociencia se sirve de mecanismos

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de “facticidad” como la generación de inscripciones, la retórica “na-turalizadora” y del “descubrimiento”, la criminalización jurídica a través de licencias y patentes o el cierre técnico de sus productos (mediante, por ejemplo, las restricciones que imponen sus garantías de asistencia y servicio técnico), proyectos como el de Riereta logran sobrevivir y fortalecerse, contrariamente, gracias al carácter abierto, colaborativo, gratuito y libre de sus productos y su organización. A diferencia de los análisis que la sociología de la ciencia realiza de las instituciones tecnocientíficas, lo espurio y contaminante es la fuente de salud y resistencia de sus proyectos. Es decir, siguiendo con el símil de la caja negra vinculada a los hechos científicos, se entende-ría que es la transparentización y apertura, y no la negritud o el cie-rre, como se argumentaría desde la ANT, lo que hace sostenible la estructura de estas “cajas” y, como consecuencia, lo que provee de durabilidad y calidad al producto tecnológico; en este caso, al SL.

Más concretamente: las libertades que atraviesan el proceso de producción, acceso, uso, transformación y distribución del SL im-plican una apertura a la colaboración y apropiación por parte de los usuarios finales que, más que desestabilizar y corromper al objeto, lo refuerzan y depuran mejorándolo y haciéndolo todavía más funcio-nal. El SL demuestra así que la suma organizada y autogestionada de heterogeneidades diversas colaborando entre sí (habitualmente coordinadas a partir de programas de gestión de tareas de proyectos y de espacios de comunicación como foros, chats o listas de correo), fortalece el producto final y facilita su difusión y adopción. Una prueba de ello es la, prácticamente, ausencia de virus para los pro-gramas de SL, pues, no por hacer de un objeto una caja cerrada más negra, ésta es menos vulnerable. En primer lugar, porque el hecho de tener suficientes alianzas poderosas y exitosas —a nivel económi-co, político, de mercado, industrial, de marketing, etc.— como para alcanzar un monopolio y un cierre del producto casi total, como el

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de Microsoft, no significa que se anulen posibles fuerzas antagónicas (en forma de crackers10 o hackers, por ejemplo). En segundo lugar, porque ser un producto más minoritario y en inferioridad de posi-ción en el mercado, también lo convierte en un objetivo menos va-lioso y anhelado para sus potenciales detractores y atacantes. Ade-más, el hecho de que haya tantas personas trabajando en su cons-trucción y reportando sus fallos y debilidades constantemente (co-mo hacen los beta-testers) lo hace, efectivamente, un producto más robusto, estable y fiable; porque la diversidad de situaciones y con-textos en los que se le pone a prueba es mucho mayor de lo que po-dría pagar cualquier equipo de investigación o empresa multinacio-nal. Y, finalmente, porque la mera oportunidad de ser partícipe ac-tivo de su construcción facilita la implicación y co-responsabilidad de las personas interesadas en él, e incluso de potenciales disidentes.

Contrariamente, el alejamiento de la tecnociencia respecto a la población, y la mercantilización y capitalización monopolista de sus productos por parte de la industria generan dos figuras si no anta-gónicas, muy distanciadas entre sí: por un lado, consumidores (en su mayoría, pasivos y temerosos de aquello que desconocen: la tec-nología, en este caso) y, por otro, técnicos expertos que operan, pre-vio pago, como únicos representantes con legitimidad para mediar con ella. La apertura a la colaboración y las libertades que incorpora el SL generan, por el contrario, colaboradores, aliados y agentes con responsabilidad en un proceso creativo donde el mero uso ya impli-ca una recreación que se traduce en contribución y mejora del obje-to. Es decir, nos encontramos ante una forma de construcción de

10 Una de las acepciones de cracker, según la wikipedia, es «cualquier persona que vio-la la seguridad de un sistema informático de forma similar a como lo haría un hacker, sólo que a diferencia de este último, el cracker realiza la intrusión con fines de benefi-cio personal o para hacer daño». http://es.wikipedia.org/wiki/Cracker (consultada por última vez, el 28-8-2010)

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objetos sociotécnicos que se podría entender como de apertura o “transparentización”, en este caso, de la “caja” en que se materializa el SL. Y al igual que ocurre con éste, ocurre con la radio por Inter-net de Riereta: cualquier lugar con los medios mínimos necesarios (un ordenador y conexión a Internet) es susceptible de convertirse en estudio de radio, cualquier evento en noticia y cualquier persona (también con los conocimientos mínimos de grabación, edición y publicación) en locutora. De hecho, podríamos establecer un parale-lismo entre esta imagen de “hacer transparente” una tecnología, y cierta actitud que sobrevolaba constantemente las prácticas cotidia-nas de Riereta: nos referimos al concepto de “hackear”. Más allá de las tecnologías “exóticas” de la información y la comunicación, la transparentización o hacking cotidiano ponía en evidencia que parte de la filosofía del SL tiene que ver con un cuestionamiento y pro-blematización creativo de lo dado y establecido, de lo hegemónico, para mostrar cómo puede ser otra cosa, algo que no se había tenido en cuenta hasta ahora. Como explicaba un participante, “el hacker ya no es sólo el informático que hackea un programa, ahora ya se es-tá transformando la palabra en algo más. Yo también soy un hacker, por ejemplo, cuando no quiero que llamen con el teléfono de aquí y desmonto el teclado y hago que la gente no pueda utilizarlo. Es un hacker tecno-manual ¿sabes? Es un poco también burlarse del siste-ma, es también algo que va hacia… el combate, o sea, combatir to-das las reglas, e intentar darle la vuelta” (M, 2005).

Aunque la apertura y transparentización nunca es absoluta, total y para todo el mundo, sino que siempre está atravesada por relacio-nes de poder que la dificultan o facilitan. Como cualquier otro obje-to sociotécnico, la “caja” que conforma el SL es una presencia que también esconde ausencias, un dibujo hecho de presencias, olvidos y omisiones (Law y Singleton, 2003, p. 342). Hacerlo más o menos transparente, más o menos abierto, es una mera posibilidad suscep-

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tible de concretarse, siempre y cuando la parte de público que cuen-ta con los mínimos medios necesarios pueda y desee apropiarse de las herramientas que ofrece Riereta. Lo cual depende a su vez de las prácticas pedagógicas y de interesamiento mutuo que se generen en-tre la iniciativa y el resto de grupos y personas que acceden hasta ella. Así, si seguimos esta lógica, se pone en evidencia que la posibi-lidad de hacer del SL y su cultura una caja más fuerte y competente a nivel epistémico, pero también político, dependerá de las facilida-des que se ofrezcan para hacer de ella un objeto más transparente y accesible. Y eso pasará por ampliar los mecanismos pedagógicos y las alianzas políticas más allá de los círculos locales activistas y afines, de manera que puedan incorporarse a los proyectos de desarrollo de SL nuevas otredades y singularidades hasta ahora ausentes, como sería el público de mayor edad o las instituciones educativas. En este sen-tido, podemos aprender algo de los estudios sociales de la ciencia si radicalizamos alguna de sus propuestas. Como ya recoge Latour (1999/2001) al referirse a la tecnociencia: “si en la imagen tradicio-nal podía leerse el lema: ‘cuanto más desconectada esté una ciencia, mejor’, los estudios sobre la ciencia afirman que ‘cuanto más conec-tada esté una ciencia, mayor precisión adquirirá’. La calidad de la re-ferencia científica no proviene de ningún salto mortal que la extrai-ga del discurso y de la sociedad con el fin de darle acceso a las cosas, depende más de la amplitud de sus transformaciones, de la seguri-dad de sus conexiones, de la progresiva acumulación de sus media-ciones, del número de interlocutores que logre involucrar, de su in-genio para hacer que los no humanos resulten accesibles a las pala-bras, de su capacidad para interesar y convencer a otros, así como de la institucionalizada rutina con que sea capaz de encauzar estos flu-jos” (Latour, 1999/2001, p. 118).

La diferencia en el grado de transparencia o apertura que deten-tan las cajas generadas desde las instituciones tecnocientíficas y des-

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de Riereta también depende de sus respectivos propósitos y de la forma como ambas iniciativas se organizan. Por un lado, las inscrip-ciones en forma de móviles inmutables (Latour, 1987/1992) que dan lugar a las cajas negras de la ciencia circulan por estrechas redes que les permiten mantener su forma con el fin de que viajen a larga distancia, de manera controlada y sin por ello perder parte de sus propiedades y forma (Law y Singleton, 2003). Parte del objetivo de esta rigidificación e inmutabilidad de sus objetos es facilitar la coor-dinación entre la diversidad de grupos y aliados tecnocientíficos que trabajan alejados entre sí. A su vez, el propósito de ello es generar y difundir ampliamente, pero de modo controlado, cajas negras es-tandarizadas con aspiraciones de universalidad, con capacidad para soportar las particularidades de cada uso y contexto. Por el contra-rio, con las formas de producción del SL, el problema de la inmuta-bilidad y estandarización de los objetos se relaja. En primer lugar, dado que la mayoría de proyectos se desarrollan a través de Internet y su materia básica de trabajo (códigos y archivos) está completa-mente digitalizada, el problema del control e inmutabilidad en la circulación de los objetos a larga distancia se anula en tanto que la red permite actualizar al instante un mismo objeto informacional en diferentes lugares a la vez, prácticamente, sin pérdida de materia. Porque la información y los códigos constituyen la inscripción (La-tour, 1999/2001) más depurada y la red por la que circulan es una heterotopía que reduce las distancias y hace del tiempo un presente continuo. En segundo lugar, en tanto que el SL no se ajusta a la de-finición de “caja negra” (Woolgar, 1988/1991), dado que incorpora la posibilidad de hacerse más o menos transparente (y por tanto, modificable y cuestionable), tampoco podríamos decir que se trata de un objeto móvil e inmutable. De hecho, si fuera completamente inmutable difícilmente lograría sobrevivir como proyecto, dado que apenas podría depurarse y devenir en nuevas versiones mejoradas.

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Porque cada uso e intervención cuentan, cada movimiento y ligera transformación que se produce y colectiviza suma al proyecto y lo revaloriza (Perelman, 2003, p. 305). De modo que el SL se habría de definir más como un objeto fluido, un móvil mutable (Law y Singleton, 2003, p. 338), que como un móvil inmutable o una caja negra. Porque en su circulación/producción va cambiando ligera-mente de forma, hasta que el cúmulo de modificaciones y mejoras progresivas se considera suficientemente significativo como para re-nombrarlo con una nueva versión. De hecho, constantemente se ponen a disposición del público pequeñas actualizaciones que, como parches que se incorporan y sueldan al programa antiguo, contribu-yen a fortalecerlo. Es decir, paradójicamente, se trata de un mismo objeto que permanece al tiempo que cambia: el nombre del pro-grama se mantiene mientras que con cada versión mejorada se van sumando cifras. En consecuencia, y a diferencia de lo que ocurre en la tecnociencia que describe la ANT, en las redes por las que circula el SL la centralidad del control se diluye y éste se ejerce de manera más difusa y autónoma. Así, difícilmente encontraríamos un orde-nador que operara con una configuración de SL idéntica a otra, o difícilmente las tareas y el trabajo que ejerce un desarrollador o un testeador serán iguales a las de otro. Porque, precisamente, estas re-des que lo construyen y mantienen necesitan ser lo más adaptativas y moldeables posibles (en términos de tiempos, de cargas de trabajo, etc) si se busca que el máximo de personas se motiven, participen y colaboren de forma comprometida en su desarrollo.

Por otro lado, dado que los criterios de veracidad y credibilidad en la construcción de hechos científicos son tradicionalmente auto-referenciales y dependen en su mayor parte de la validación de la propia comunidad científica, las redes que los constituyen no tienen necesidad de abrirse más allá de este colectivo. En el caso de los mo-nopolios industriales y de mercado que se encargan de la gestión del

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software propietario ocurre parecido. Dado que su capital social y económico depende de hacer inaccesible el producto y de erigirse en únicos representantes y mediadores legítimos, el control a distancia de sus objetos también pasa por hacer de ellos cajas negras inexpug-nables y móviles inmutables que circulan por estrechas redes que só-lo se abren, previo pago, para la mera ejecución de los programas. En estos casos, la “facticidad” del software propietario pasa por ce-rrarlo técnicamente, por criminalizar jurídicamente cualquier inten-to de apertura (dado que las licencias lo definen como “de propie-dad”11), y por atribuirle un valor económico fundamentado en un hecho: hacer de la empresa y sus servicios técnicos Puntos de Paso Obligado (PPO) (Callon, 1986/1995), intermediarios, para su po-sible acceso.

Los límites, la oscuridad y la inmutabilidad que caracteriza al objeto del Software Propietario es, precisamente, aquello que le otorga su valor y, en consecuencia, lo que fuerza a pagar por su ad-quisición y difusión. De forma similar ocurre con la tecnociencia: la oscuridad y cierre de sus cajas es aquello que la mantiene alejada de la población y, como consecuencia, aquello que le otorga su mayor legitimidad y estatus entre las diferentes posiciones que pugnan por la construcción de conocimiento y la producción de información y tecnología. Para Riereta, aunque la precariedad, la autogestión y la falta de medios para coordinar y sostener sus redes dificultara la producción y difusión de sus objetos, contaba con otros elementos que compensaban esta situación y la ayudaban a sobrevivir. Se tra-taba de elementos que difícilmente podrían haber aparecido entre circuitos tan cerrados, controlados y rígidos como los de la industria

11 “La propiedad es el tipo de relacionalidad que se presenta como la-cosa-en-sí, la mercancía, la cosa fuera de la relación, que puede ser medida, delineada, poseída, apropiada y dispuesta de manera exhaustiva” (Haraway, 1997/2004, p. 24)

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o las instituciones tecnocientíficas. Nos referimos a su carácter cola-borativo e informalmente pedagógico, a la gratuidad de la fuerza de trabajo, a la fluidez de los compromisos y de las redes de trabajo, o a la heterogeneidad de modos de colaboración que contribuían a ha-cer más resistentes, adaptables y difundibles los objetos que se cons-truyeron alrededor del SL. Por esa razón, mientras el laboratorio era definido por Latour y Woolgar (1979/1995, p. 104) como “una or-ganización para persuadir mediante inscripciones gráficas”; el taller de Riereta podría definirse como una organización cuyos productos culturales, dada su apertura intrínseca, invitan (más que persuaden) a su propia problematización y al agenciamento e implicación activa de sus usuarios. En definitiva, el carácter de “libertad” (free) que describíamos al inicio y que veíamos aparecer como común deno-minador a todos los objetos “informacionales” que ofrecía Riereta (software, hardware y (contra)información) es, precisamente, aque-llo que hizo posible abrir y transparentizar estas “cajas” y, en conse-cuencia, lo que mantenía en activo al proyecto y le dotaba de su fuerza política. Entonces, es en la movilidad y capacidad de circula-ción, junto con la mutabilidad y apertura, donde residen las míni-mas posibilidades creativas de su producción epistémica sin fin. La oscuridad, inmutabilidad, consistencia y densidad que la ANT atri-buía a las cajas negras de la ciencia para poder demostrar así la vera-cidad y fuerza de sus hechos y dispositivos, dejan de ser válidas para el caso del Software Libre y los procesos de transparentización que incorpora.

Referencias

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¿Cómo se mantiene una usuaria? Prácticas de apunta-lamiento en la teleasistencia para personas mayores Tomás Sánchez Criado

[…] Pero nosotros, tía, ¿cómo haremos? ¿Cómo nos daremos cuenta de que hemos recaído si por la mañana estamos tan bien, tan café con le-che, y no podemos medir hasta dónde hemos recaído en el sueño o en la ducha? […] Hay quienes recaen al llegar a la cima de una montaña, al terminar su obra maestra, al afeitarse sin un solo tajito; no toda re-caída va de arriba a abajo, porque arriba y abajo no quieren decir gran cosa cuando ya no se sabe dónde se está. […] Tía, ¿cómo nos rehabilitaremos?

Hay quien ha sostenido que la rehabilitación sólo es posible alterándo-se, pero olvidó que toda recaída es una desalteración, una vuelta al ba-rro de la culpa. En efecto somos lo más que somos porque nos altera-mos, salimos del barro en busca de la felicidad y la conciencia y los pies limpios. Un recayente es entonces un desalterante, de donde se sigue que nadie se rehabilita sin alterarse. […]

Julio Cortázar (1968, p. 39)

1. Introducción: ¿Qué quieres decir con “qué es una usuaria”?

No sin un cierto temor a sonar como si hubiera perdido la cabe-za, el texto que tienen en sus manos quizá no sea más que una larga digresión en torno a esta aparentemente loca idea que aparece en es-te breve fragmento de un pequeño escrito de Cortázar. Pero intenta-ré convencerles de lo contrario: de que no he perdido la cabeza, y de que la cita de Cortázar es de todo menos una idea loca.

Antes de nada, quizá les interese saber que lo que aquí leerán forma parte de una investigación etnográfica sobre la teleasistencia para personas mayores que he llevado a cabo entre octubre de 2008 y septiembre de 2010 en Madrid. Y, más concretamente, se trata de

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una elaboración vinculada al proceso de escritura de la tesis doctoral en el que esta investigación confluye (Sánchez Criado, en prepara-ción). En un principio el objetivo principal de mi tesis era caracteri-zar, desde una óptica constructivista cercana a los estudios de la ciencia y la tecnología, “qué es ser una usuaria” de este tipo de servi-cios. Mi intención era que esta pregunta guiara el proceso de análisis empírico sobre la manera en que estas tecnologías (destinadas a la “promoción de la autonomía” de las personas mayores) abren posi-bilidades para la constitución de tipos de personas mayores a través de su implantación y uso.

En el transcurso de mi investigación, y en las sucesivas relecturas del trabajo posteriores, hubo un caso que capturó poderosamente mi atención: Tita Meme y las complicaciones para comportarse co-mo el tipo de usuaria que el servicio necesita. Y no fue sólo la cerca-nía personal que tenía con ella y su familia, sino también cómo me interpelaba. Todo esto me permitió volver a este caso repetidas ve-ces, en busca de preguntas y respuestas. En algún sentido, con el tiempo, se fue convirtiendo en un caso del que fue creciendo una manera de contestar a esa pregunta inicial que me hacía, aunque quizá esto me llevó a tomar algunas cuantas desviaciones.

De la misma manera en que el fragmento de Cortázar pudiera proponer una mirada contraintuitiva sobre la rehabilitación y la al-teración, el caso de Tita Meme me permitió empezar la reflexión sobre “qué es ser una usuaria de la teleasistencia” desde el cambio, la oscilación, la recaída en lugar de asumir su existencia como una cer-teza o una certidumbre. Partiendo de ahí, las preguntas grandilo-cuentes que pudieran hacerse interesantes serían: ¿Cómo es que llega a haber cosas estables en el mundo? ¿Cómo es que puede algo llegar a permanecer? Quizá mantenerse ante los cambios, volver a ser algo parecido a lo que uno era o recuperar la compostura (la rehabilita-ción de la que habla Cortázar), sólo sea posible porque nos altera-

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mos; esto es, porque no se paramos de hacer constantes y repetidos ajustes para asumir los cambios y “mantener las formas”.

1.1. Tita Meme, o los problemas para comportarse como una usuaria de la teleasistencia para personas mayores

Agosto-Septiembre de 2009: Tita Meme (ver Imagen 1) es una vivaracha y bien conservada mujer de 85 años, viuda, sin hijos y que vive sola en un apartamento enorme, con la única compañía de su pequeño perro Jacky, en la zona del Campo de Gibraltar (Cádiz). La conozco a través de su sobrina-nieta, Raquel, para quien Tita Meme cumple las funciones de abuela desde que la hermana de Tita Meme muriera. Resulta que Tita Meme tiene teleasistencia y, dado que sa-bían mi interés por el asunto al estar haciendo la tesis sobre ello, ac-cedió a que la entrevistara y los diferentes miembros de la familia siempre me contaban anécdotas al respecto.

Una de esas anécdotas fue especialmente reveladora: Un día de septiembre Raquel, que había bajado a ver a sus padres desde Ma-drid, me cuenta que el servicio de teleasistencia se ha puesto en con-tacto con sus padres diciendo que no hay manera de poder hablar con Tita Meme. Han llamado al fijo para hacer el “seguimiento” ru-tinario al que están obligados por ley y no les coge el teléfono. Esto en principio no es raro, pues Tita Meme es muy activa y está mucho rato en la calle con amigas (lo que es considerado saludable por todo el mundo). Pero lo curioso es que cuando sí les contestan la llamada la persona que coge el teléfono dice “la señora no está” o “la señora está muy bien” y cuelga. El padre de Raquel, Alberto, que es quien ha hablado con ellos, les ha dicho que no le extraña, porque Tita Meme no lleva nunca el colgante y están todo el día detrás de ella para que lo use. La operadora del servicio de teleasistencia le ha di-cho a Alberto que no entiende por qué ella hace eso, porque ellos tienen que comprobar si ella está bien y tienen que chequear que los

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aparatos funcionan correctamente haciéndole pulsar el botón de alarma. Después de esa conversación, la madre de Raquel, Conchi, ha llamado a Tita Meme para comentárselo. Y decirle que por qué les mentía, ya que no tenía por qué hacerlo. Después de una peque-ña discusión sin importancia, en cualquier caso, por lo que me cuenta Raquel no está muy claro por qué Tita Meme no quiere ha-blarles. Por lo visto, esta estrategia es la misma que emplea Tita Meme cuando le llaman para hacerle encuestas telefónicas o de al-gún otro servicio que tiene contratado.

En la conversación-entrevista que tuvimos, estando Raquel pre-sente, un mes antes de esto, había charlado con Tita Meme de algu-na de estas cosas. Me dijo que se había decidido a contratar la tele-asistencia para dejar de oír a Conchi –su sobrina– y Alberto –el ma-rido de su sobrina– diciéndole que debería tenerla, porque ellos tie-nen miedo de que ella se caiga, dada la afición favorita de su perro Jacky (un pequeño Yorkshire terrier muy nervioso, bastante mayor y con cataratas) a pasar entre las piernas de Tita Meme. Ella se lamen-taba de que estuvieran todo el rato diciéndole que se pusiera el col-gante, porque ella decía que si se caía ya iría arrastrándose para pedir ayuda (a lo que Raquel intervino diciéndole: “eso si llegas”). Y le pregunté por qué no lo usaba. Cuando se lo mencioné se fue como un tiro a la habitación a cogerlo y enseñármelo (tras lo cual accedió a que le hiciera una foto con éste, después de arreglarse, para la foto de la Imagen 1).

El colgante es una especie de mando a distancia para ser llevado al cuello con un único botón rojo que los usuarios pueden apretar para llamar a pedir ayuda y esto activa la marcación automática del terminal (ver Imagen 2), una pasarela de teléfono que establece una conexión de audio con el call-centre de la compañía adjudicataria de los servicios de teleasistencia (ya sean usuarios que reciben la presta-ción a través de un convenio con la administración pública, como es

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el de Tita Meme, o de forma privada). Tita Meme suele tenerlo, por lo visto, en la mesilla de noche (ver Imagen 3) aunque, según me di-jo, se lo ponía cuando iban Alberto y Conchi a visitarla (versión que Raquel matizó después de salir de casa de Tita Meme, porque sus padres se quejan de que muchas veces no lo lleva incluso estando ellos presentes). Las compañías de teleasistencia suelen decir a sus usuarios que lo lleven en casi todo momento para evitar que cuando les pase algo serio no lo tengan y no puedan pedir ayuda. Como este suele ser un asunto peliagudo, en la conversación le pregunté en de-talle sobre ello y ella me dio muy diferentes argumentos (sin formar una argumentación orgánica): le resulta raro tener que llevarlo en la ducha porque es algo que una hace desnuda; no le gusta llevarlo en verano porque le da calor y lo lleva más durante el invierno; ella está bien –léase, en buena forma física– y no necesita llevarlo; que las amigas que lo llevan todo el tiempo “son unas cagonas” y que “están cada vez más patosas”.

También le pregunté, aunque no con estas palabras, por algunos servicios de cuidado (más o menos formales, más o menos precarios) que tienen otras personas mayores. Ella me contó que no recibe ninguna otra ayuda, porque no la necesita; y fue bastante clara al decirme (en referencia a las internas –generalmente de origen sud-americano en el ámbito español– que algunas personas contratan) que no le gustaba que hubiera “nadie de fuera de la familia mero-deando” (lo cual me confirmaron después el resto de miembros de la familia). Le pregunté por las razones para seguir viviendo en su casa y si se había planteado en algún momento si se iría a vivir a casa de su sobrina, o a una residencia o qué opinaba al respecto. Sobre las residencias Tita Meme fue tajante: “antes de eso meto a alguien en casa”, pero que el día que no se pudiera valer –a lo que siempre añadía, porque Tita Meme es bastante religiosa, “Dios no lo quie-ra”– se iría para casa de su sobrina (de hecho Conchi, por lo visto, se

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lo ha ofrecido ya en varias ocasiones), aunque por el momento Tita Meme quiere vivir a su aire en su casa.

Imagen 1. Tita Meme con su colgante de teleasistencia (foto tomada con permi-so, Agosto de 2009).

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Imágenes 2 y 3. La situación más común del terminal (en el pasillo central del que salen las habitaciones, en el mueble en el que está el teléfono) y el colgante de teleasistencia (en la mesilla de noche del dormitorio, junto a su reloj, al lado de una estatuilla del Cora-zón de Jesús y de una foto de su difunto marido) en la casa de Tita Meme (fotos tomadas con permiso, Agosto de 2009)

Agosto de 2010: un año después vuelvo a ver a Tita Meme du-

rante las vacaciones, de forma completamente informal en una visita a su casa. Tita Meme lleva más de diez años con un dolor crónico en la rodilla que a veces le duele mucho. Esto hace que pierda fuerza en la rodilla, se siente insegura y le da miedo caerse. Por eso cuando le duele mucho se queda en casa unos días. Por lo visto, parece que a raíz de un reciente episodio de dolores y de la insistencia de los padres de Raquel, últimamente Tita Meme dice llevar más a menu-do “el botón”, como ella llama al colgante. Además, el servicio de teleasistencia parece haber afianzado a un aliado: Conchi me co-mentó que siguen llamándoles a ellos cuando no la cogen en casa para preguntarles qué tal está Tita Meme, y tanto ella como Alberto

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hablan con el servicio un buen rato. Además, Tita Meme nos contó que ahora lleva siempre el botón porque, como le dice Alberto, al-gún día se va a matar con el perrillo, y se lo sacó de debajo del vesti-do para enseñarlo. A pesar de las dudas que genera en la familia, pa-rece ser que Tita Meme comenta que le llaman mucho, que son muy amables con ella, que ya conoce a algunos de los teleoperadores y, en general, que estaba muy contenta con el trato recibido (Frag-mentos del diario de campo).

A través de este caso me gustaría discutir cómo abordar el pro-blema de “qué es una usuaria” de la teleasistencia. En la revisión de distintas versiones que abordan esta cuestión, me gustaría contra-rrestar los tratamientos que enfatizan el carácter de un usuario como algo preexistente, estable, o tomado a partir de su aspecto identitario o de continuidad en el tiempo. Para ello me apropiaré de algunas críticas post-estructuralistas a las concepciones sobre la unidad y la estabilidad subjetivas. A partir de algunos desarrollos cercanos a la teoría del actor-red (o ANT, según el acrónimo en inglés), mi obje-tivo será no tanto (o, al menos, no sólo) ensalzar lo múltiple y lo di-verso sino mostrar cómo puede ser, si partimos de su diversidad y multiplicidad, que llegue a mantenerse unida, o en pie, una figura-ción tan compleja como la de Tita Meme como usuaria. Por ello, abogaré por pasar de una identificación del “qué es una usuaria” a una consideración sobre “cómo se hace”, lo que me permitiría deta-llar ampliamente las diferentes prácticas de apuntalamiento que mantienen a Tita Meme como una usuaria del servicio.

Mi reflexión final será una breve propuesta sobre en qué nos pudiera permitir pensar esta reflexión sobre las prácticas de apunta-lamiento: quizá pudiéramos pensar en que la estabilidad de algo como “ser una usuaria” remite a un trabajo constante de manteni-miento o conservación de esa forma socio-subjetiva. A partir de una relectura constructivista del hábito y su carácter rítmico quizá esas

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usuarias pudieran ser mejor descritas como un efecto de continui-dad fruto de la articulación de conglomerados de ritmos diversos que tienen lugar en las prácticas de apuntalamiento.

1.2 Del “qué es” al “cómo se mantiene”

Si ojeamos alguno de los informes de los proyectos de telecuida-do desarrollados por los ingenieros que los construyen –véase, por ejemplo, Valero et al. (2007)– no será raro que identifiquemos que asumen un planteamiento funcionalista, o mejor dicho utilitarista, del diseño y la ingeniería según el cuál las tecnologías de telecuidado son soluciones tecnológicas a necesidades previas de unos usuarios detectadas por medio de algún procedimiento sistemático. Estas tecnologías, una vez puestas a funcionar, permitirían una nueva forma de asistir, atender o cuidar que respondiera a esas necesidades o demandas colectivas, generando beneficios cuasi-instantáneos.

En ese sentido, según algunos diseñadores (véase Fisk, 2003), los servicios de teleasistencia serían una respuesta a los problemas socia-les del envejecimiento poblacional, que suponen una presión cre-ciente sobre los recursos “agravada” por una serie de cambios fami-liares (principalmente, los derivados de la liberación de la mujer) que están afectando a la tradicional distribución sexual de tareas del cuidado familiar desde hace unas décadas (para un análisis del caso del estado español ver Vega, 2009). Sin embargo, frente al triunfa-lismo tecnológico de otras épocas, que sigue en cierta manera laten-te, en la mayor parte de estos proyectos se reivindica la importancia de contar en el proceso de diseño con el “factor humano” estudiado comúnmente a partir de las herramientas metodológicas y el arsenal conceptual de las neurociencias cognitivas (véase Salvendy, 2005). Los resultados de estas investigaciones se utilizan después para defi-nir los usuarios-modelo a quien va dirigida una tecnología concreta, tanto en su diseño como en su márketing.

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A pesar de no poder extenderme como debiera, estas caracteriza-ciones de “qué es una usuaria” asumen por lo general la estabilidad en el tiempo de necesidades y constricciones de usuarios, bien deli-mitados, de los que sólo necesitamos saber algunos indicios para ofrecerles respuestas claras y concisas a sus problemas. Seguramente la respuesta más obvia a “qué es una usuaria” es que se trata de una persona que hace uso de estas tecnologías. Pero con sólo releer el ca-so de Tita Meme esta no parece ser la mejor manera de responder a esta pregunta, porque no permitiría decir mucho sobre lo que ahí ocurre: Tita Meme es efectivamente una usuaria, pero el uso que hace de esta tecnología deja mucho que desear.

Mejor empecemos por otro sitio. Frente a estas caracterizaciones y al nuevo papel de los ergónomos y analistas del factor humano en el desarrollo de tecnología se han venido produciendo una buena se-rie de críticas (véase Spinuzzi, 2003, pp. 1-23, y Suchman, 2007, pp. 188-193 para un amplio resumen de esta cuestión), desde plan-teamientos constructivistas cercanos a los denominados “estudios de la ciencia y la tecnología”. En una de las revisiones críticas más tem-pranas del “diseño centrado en el usuario”, Bannon (1991) argu-mentaba contra la misma idea de los human factors por el tratamien-to reduccionista de los usuarios y defendía estudiar más bien human actors: sujetos “activos”, nunca en soledad, que ayudan a configurar de forma significativa sus mundos en tanto que están insertos en di-ferentes entramados de actividad social. Esto implicaba un cambio tanto en las maneras de abordar empíricamente qué es ser una usua-ria como en el tipo de concepciones movilizadas para analizarlo.

En continuidad con esto, en el ámbito de los estudios sociales de la tecnología se han venido planteando innumerables críticas a esta misma idea reduccionista y cuasi-esencialista. En los últimos años, de hecho, se ha venido hablando de la importancia de considerar los procesos de “co-construcción de usuarios y tecnología” (Bijker,

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1995; Oudshoorn y Pinch, 2005): esto es, aquellos en los que se produce la creación conjunta y concomitante de usos, usuarias y tecnologías. “Qué es ser una usuaria”, por tanto, es algo que cambia en el seno de los complejos procesos de diseño, implementación y uso.

De hecho, en una extensa revisión sobre el uso de tecnologías en diferentes ámbitos Oudshoorn y Pinch (2005) parten de la conside-ración sobre los usos canónicos que definen a alguien como usuaria como algo no preexistente, y por tanto destacan: (i) la multiplicidad y diversidad de modos de ser usuaria de una misma tecnología; (ii) los muy diferentes posicionamientos que ahí pueden emerger; (iii) las variadas distribuciones de tareas (entre productores, distribuido-res y usuarios intermediarios o finales, u otras distinciones) que se dan en los usos de una tecnología; o (iv) la influencia de actores que, aparentemente, no serían los usuarios finales de esas tecnologías tan-to en el desarrollo como en el uso de las mismas.

Y, en ese sentido, argumentan la importancia de analizar los en-tramados de poder que regulan quién puede decidir qué en un pro-ceso de diseño, implementación y uso, para lo que proponen tipifi-car las distintas posiciones ocupadas en la definición de quién debe usar qué, para qué, cómo y en qué circunstancias. Esto llevaría a es-tudios más complejos sobre los procesos de diseño, provisión y uso de las tecnologías en los que los usuarios no son sólo los “usuarios finales”, sino los diferentes tipos de agentes implicados en el cam-bio, distribución y estabilización de diseños y usos. Por ejemplo, in-corporando las resistencias o reticencias, los no-usos voluntarios o involuntarios, las resignificaciones y reapropiaciones simbólicas y gestuales de las tecnologías, así como los intentos por convencer y apuntalar usos canónicos.

No puedo dejar de ver en esta caracterización de los procesos de construcción de usuarias una amplia comunalidad con las discusio-

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nes que se han venido llevando a cabo en diversos planteamientos post-estructuralistas sobre los procesos de subjetivación e identifica-ción a raíz de los trabajos de Foucault (2005) y Deleuze (1987). Planteamientos divergentes en los que, pudiéramos decir, se produ-ce la vindicación de la multiplicidad de posiciones que pueden to-marse, como parte de una crítica de las nociones monolíticas del su-jeto moderno autónomo y racional atravesadas por innumerables concepciones de raza y etnia, género y clase (Blackman et al., 2008; Moore, 2007). No en vano han tenido especial acogida en propues-tas feministas y críticas con las ideas de raza, por no hablar más que de dos posibles usos en el seno de las “políticas de la identidad” (véase Hall, 2000, y Weedon, 1997).

En ese sentido, se reclama más bien centrar el análisis en la si-tuacionalidad encarnada de las múltiples, y en ocasiones ambivalen-tes o ambiguas, “posiciones de sujeto” (tanto con respecto a otros como con respecto a sí); esto es, las múltiples enunciaciones y cor-poreizaciones que pueden crearse o se encuentran disponibles y son impuestas o acogidas en el seno de procesos dialógicos (de embates y combates, llenos de silencios y ausencias) en los que se da la cons-trucción inacabada de identificaciones personales y grupales, así como se configuran diferentes articulaciones de la interdependencia (para un tratamiento monográfico de esta cuestión véase Kondo, 1990, y Pazos, 2008).

¿De qué forma pudieran los planteamientos post-estructuralistas ayudarnos a pensar en cómo analizar el modo en que se construye una “usuaria” de teleasistencia como Tita Meme? Si seguimos a Moore (2007, pp. 40-42), podríamos decir que empleando estos planteamientos pudiéramos adentrarnos en el análisis concreto de las formas, más o menos duraderas en el tiempo, que toman actrices sociales no-unitarias y no-monolíticas. Esto nos permitiría reflexio-

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nar sobre el carácter múltiple de la forma usuaria y su relación con otras posiciones de sujeto.

Para esta tarea pudiera ser de enorme interés reinvidicar su rela-ción con el pensamiento sobre la técnica. Para posturas como las de Foucault o Deleuze la subjetividad es algo técnico (en tanto remite a “modos de hacer”, véase Pazos, 2008). De hecho, extendiendo este carácter técnico de lo subjetivo, algunos tratamientos posteriores en la línea de estos trabajos han enfatizado y tratado monográficamente el papel de diferentes artefactos en los procesos de subjetivación, siendo especialmente interesante por ello la ANT y sus derivados (véase Michael, 2000). Lo interesante de estas recientes derivaciones post-estructuralistas, frente a otras formas de abordar la subjetiva-ción que hacen exclusivo hincapié en la importancia las enunciacio-nes lingüísticas o en el papel de los gestos y otras formas de corpo-reización, es que, además, a esto le añaden una atención a la múlti-ple materialidad (humana y no humana) que atraviesa, forma parte y da forma a estos procesos dialógicos de constitución de posicio-namientos y modos de organización e interdependencia más allá de una caracterización humanista (Law, 2004; Tirado, 2011).

Sin embargo, además de resaltar la importancia de la materiali-dad, en estos planteamientos no hay sólo una mera reivindicación de lo diverso. Lo interesante de desarrollos teóricos como los de Law (2004) o Mol (2002) –sobre los distintos modos de organizar y coordinar multiplicidades– o Haraway (1997) –sobre la noción de articulación– es que a pesar de reflexionar sobre la existencia de multiplicidades, fragmentaciones y diversidades, se centran en las precarias y complejas tareas de coordinación de éstas para la vida en común. Mol y Law (2002) hablan, en ese sentido, de la importancia

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de las prácticas del “mantener junto” (hold together)1. Por ejemplo, basándose en el análisis etnográfico de Mol (2002) sobre las diferen-tes maneras en que se conforma la arterioesclerosis en las diferentes unidades de un hospital, surge una discusión sobre la multiplicidad del fenómeno y la pregunta por su posible coordinación:

[…] puede argumentarse que todos y cada uno de los diferentes sa-beres […] conocen su propio ‘cuerpo’. Si este fuera el caso, enton-ces lo que se hace importante es comprender cómo estos diferentes cuerpos se mantienen unidos en la práctica hospitalaria. Parece que todo esto requiere de un gran trabajo de coordinación: historiales que van de un edificio a otro, protocolos, conversaciones, notas, conferencias sobre casos, operaciones. En la práctica, si un cuerpo se mantiene unido, esto no es porque su coherencia preceda al co-nocimiento generado sobre él, sino porque las diferentes estrategias de coordinación implicadas consiguen recolectar las múltiples ver-siones de la realidad (Mol y Law, 2002, p. 10; traducción propia).

En ese sentido, caracterizar la múltiple composición de una usuaria a partir de un proceso de “mantener junto” o “tener en pie” nos permitiría pensar en ésta como un efecto, sin asumir una unici-dad primordial (al modo en que hacen Mort et al., 2009). Es decir, nos permitiría pensar en su composición sin cancelar las singulari-dades, las complejidades y los galimatías que la pueblan. El asunto, por tanto, es que hay muchas maneras de lograr el mantenerse, el tenerse en pie o el tenerse junto. Y quizá tendría más sentido pensar-lo como un proceso que configura multiplicidades unidas en ten-sión, un proceso lleno de interferencias, rupturas, acuerdos y cone-

1 Entiendo que esta es la traducción al castellano menos cacofónica o compleja. Sin embargo, quizá con ella se pierde el aspecto de una multiplicidad primaria u origina-ria de elementos que se debe mantener unida, que se debe sostener, que necesita un trabajo para que se tenga en pié (como en el uso del verbo “recomponer” que em-pleamos cuando animamos a un ser querido que ha tenido una pérdida o una desilu-sión fuerte a recuperarse pronto diciéndole “¡recomponte!”).

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xiones parciales, ausencias, cuestiones no mostradas, engaños… (ya se deba su estabilidad a su no-coherencia o al modo en que se pro-duce la intersección de diferentes lógicas, en ausencia o sometida a procesos de purificación –véase Law, 2004-).

Una sensibilidad de este tipo es la que resuena en el concepto de user assemblage (composición o ensamblaje de usuario) desarrollado por Wilkie (2010) en su estudio etnográfico sobre los procesos de diseño de diferentes tecnologías de telefonía móvil. Wilkie retoma la noción deleuziana de agenciamiento para mostrar cómo “los usua-rios” son resultados de “disposiciones de componentes interopera-bles y de modos de expresión que ocupan y ayudan en la emergencia de territorios espaciales y temporales” (Wilkie, 2010, p. 189; tra-ducción propia). Lo que caracteriza a estas composiciones es que son recortes de procesos materiales y semióticos que se extienden mucho más allá de una figura cerrada del ser humano, y que se encuentran en desarrollo permanente, siendo siempre virtualidades de lo “por-venir” (Wilkie, 2010, p. 190). Las usuarias concretas serían, por tanto, disposiciones, arreglos en los que (i) las identidades y las ca-pacidades no pueden ser atribuidas ni concentradas en torno a la fi-gura de actores humanos preexistentes y encarnados; y que (ii) no derivan sólo del papel del lenguaje o de los puros determinantes tecnológicos, sino de los entrelazamientos concretos de todos estos elementos en diferentes procesos.

Un poco en ese mismo sentido se orientan los planteamientos de Suchman (2007, pp. 226-228) en su análisis sobre las formas en que se articulan usuarias en la robótica. Estos procesos de construcción responden a cuestiones de lo que denomina “figuración”: término que toma de Haraway (1997) para pensar en las articulaciones ma-terio-semióticas, esto es, los procesos más o menos estables de mez-colanza de elementos materiales y significados. Apuntar hacia estas cuestiones implica centrar la atención en las prácticas por medio de

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las cuales se hace existir estas figuraciones y qué permiten hacer, lo que supone una pregunta eminentemente política sobre qué posibi-lidades para la existencia acogen, permiten o restringen.

Si partimos de los problemas que generan al servicio las ausen-cias de Tita Meme tras un intrincado proceso de solicitar y (no) usar el colgante; si consideramos todas las fluctuaciones que pudieran hacer que dejara de existir como usuaria, lo que se hace necesario explicar es: ¿cómo puede ser que Tita Meme siga siendo una usua-ria? Creo que atender a las prácticas que permiten mantener esta fi-guración en tensión nos ayudaría a obtener una definición práctica de qué es ser una usuaria de teleasistencia a partir de cómo se consi-gue y mantiene.

Después de todo, quizá las complejidades del mantenimiento de Tita Meme dentro de los límites de “una usuaria” pudiera pensarse de forma análoga a las complejidades del mantenimiento de las fronteras en el Campo de Gibraltar donde ella vive: zona en la que, en pocos kilómetros cuadrados de tierra y mar, confluyen Gibraltar, Marruecos y España, con sus diferentes sistemas monetarios, sus di-ferentes redes de telecomunicaciones (televisión y telefonía) y sus numerosas conexiones por tierra y mar, siendo uno de los lugares de tráfico legal e ilegal de personas y mercancías más importantes del mundo. Límites y conexiones complejos y difusos, cuidados por muy diferentes técnicos especializados, pero que se articulan tam-bién por los propios habitantes de ambos lados de la orilla a través del prejuicio, el estereotipo y el miedo2.

En ese sentido, a pesar de que Tita Meme se nos muestra como un ser escurridizo, cambiante, móvil, discontinuo, que cambia de

2 Véase, por ejemplo, la exposición monográfica de Antoni Muntadas (Romero y Vi-llaespesa, 2008), que incluía la obra On Translation: Miedo/Jauf (2006-2008) sobre el Estrecho de Gibraltar.

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estado y no es una sino muchas, en lo que sigue intentaré mostrar someramente “qué la mantiene junta”, “qué la tiene”, “qué la sos-tiene” como usuaria de teleasistencia. Y lo haré desmenuzando al-gunos aspectos del caso. En ese sentido, intentaré dar cuenta de tres lógicas, tres tipos de prácticas de apuntalamiento que co-operan de diversas maneras para efectuar el mantenimiento de Tita Meme como usuaria:

a) Aquellas prácticas de las “figuras contractuales” y otras tec-nologías identitarias derivadas del trabajo burocrático de los servicios;

b) Las prácticas de los roles y relaciones de interdependencia. En concreto, y para el caso que nos ocupa, destacaré el papel de determinadas relaciones de parentesco y su importancia para mantener la figura de la usuaria;

c) Y, por último, aquellas prácticas que remiten a técnicas cor-porales y un particular trabajo sobre sí de Tita Meme para si-tuarse dentro de los márgenes aceptables del rol de usuaria.

Asimismo, antes de cerrar, dedicaré un apartado a proponer una somera caracterización teórica de estas prácticas de apuntalamien-to de una usuaria. En tanto el mantener (hold together) no es sino otra vuelta de tuerca más al problema de la repetición del orden so-cial desde su multiplicidad, propondré para finalizar una recupera-ción crítica de la noción del hábito. Y apuntaré hacia una ligera re-formulación del concepto, aplicándolo para dar cuenta de la articu-lación rítmica de figuraciones o formas a través de estas prácticas de apuntalamiento, en las que está en juego “ser una usuaria” de tele-asistencia.

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2. La forma “usuaria” como un efecto de prácticas de apuntala-miento

2.1 Infraestructuras de la usuaria: aparatos y “figuraciones contractua-les”

Como todo relato, mi narración del caso de Tita Meme tiene cosas que quedan fuera, pero que intentaré reconstruir brevemente aquí3. El espacio que tenemos dibujado de inicio en el caso es bas-tante posterior a la firma por parte de Tita Meme de un contrato con una empresa que le presta el servicio (en este caso, una funda-ción parte de una institución pública que ofrece el servicio gratui-tamente a los mayores de 80 años). La firma de ese contrato permi-tió en su momento que un oficial/instalador de la compañía acce-diera a la casa de Tita Meme y pusiera el terminal en el lugar que tenemos en la Imagen 2, así como le hiciera entrega del colgante que lleva en la Imagen 1. Es decir, tenemos alguna serie de constriccio-nes técnicas y burocráticas dibujadas como entrada, como infraes-tructura mínima que permite que Tita Meme sea considerada como usuaria.

En cuanto a las constricciones técnicas: siguiendo los plantea-mientos de Woolgar (1991), que apuntan al hecho de que en el di-seño de tecnologías existen modelos de usuario canónicos4 por el modo de disponer constricciones sobre los usos, quizá pudiéramos

3 Me refiero a todos los procesos que llevan a la instalación de estos aparatos en las ca-sas de diferentes personas y sus efectos. En la interpretación embrionaria que dimos en Sánchez Criado y López (2010), y que está siendo desarrollada en forma de artícu-lo (Sánchez Criado, López, Roberts y Domènech, en evaluación), planteamos que cuando se solicita el servicio y se instalan los aparatos en los hogares lo que se está produciendo, más que una mera instalación de un aparato, es una concomitante “ins-talación de usuarias”. 4 Generalmente atravesados por condiciones de género, habilidad, raza o clase (para un resumen de la ingente literatura al respecto, véase Oudshoorn y Pinch, 2005).

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pensar que los aparatos que Tita Meme tiene instalados la configu-ran (o, mejor, la prefiguran) de una determinada manera. Sin em-bargo, como bien contrasta Suchman (2007), debemos observar si existen o no puras prescripciones que figuran usuarios nítidos, dado que en la mayor parte de los casos “[la] ‘usuaria’ está […] mucho más vagamente definida [figured], el objeto es mucho más ambiguo” (Suchman, 2007, p. 193; traducción propia), por no decir que las prescripciones físicas de las tecnologías están muy a menudo some-tidas a indeterminaciones, a posibles vaguedades y ambivalencias con las que se debe lidiar en cursos de acción concretos. Un ligero vistazo a la volatilidad de Tita Meme como usuaria permitiría alber-gar algunas dudas al respecto de que sufra grandes constricciones sobre cómo comportarse como usuaria del servicio debido al diseño de los aparatos.

La sujeción de esta volatilidad por parte del servicio remite más bien a otro tipo constricciones más flexibles y que permean por completo los servicios de teleasistencia: sus “tecnologías documenta-les” y el tipo particular de prácticas en las que son empleadas para organizar la provisión de los servicios (véase Harper, 1998; Riles, 2006). En el caso de la teleasistencia pudiéramos dividir estas tecno-logías blandas y grises en dos grupos que, asimismo, son secuencia-les en el propio proceso organizacional de los servicios:

a) el contrato de los servicios, que es el plano en el que el servicio cobra sentido (tanto en el sentido de que supone el acuerdo suscrito, que debe ser firmado por ambas partes, como por-que define divisiones de roles/tareas, responsabilidades y obligaciones para todas las partes; asimismo regula la circula-ción del equipamiento entre los propietarios –el servicio– y los arrendatarios; y, también, supone la manera en que se traducen acuerdos legales para la prestación pública o priva-

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da de los servicios de teleasistencia, véase IMSERSO, 1996); y

b) las bases de datos donde se guarda y manipula toda la infor-mación de los usuarios relativa a datos personales y de con-tacto, las circunstancias de la casa, información sanitaria (es-tado de salud, médico de cabecera, hospital de referencia, medicación), los contactos relevantes a avisar (tanto para cuestiones informativas como de resolución de incidencias, como la necesidad de abrir la puerta en aquellos casos en los que no se han dejado llaves en custodia).

Aunque no podré centrarme monográficamente en ellas, dadas las limitaciones de espacio, me gustaría decir algunas cosas en lo re-lativo a cómo colaboran en el mantenimiento de Tita Meme como usuaria y qué tipo de continuidad pueden darle a partir de estas prácticas. Adaptando lo que plantea Pottage (2004) sobre las técni-cas burocrático-legales en un sentido más amplio, el contrato de la teleasistencia implica una determinada fabricación de personas y co-sas, así como de los modos en los que estos pueden ponerse en rela-ción, en concreto aquí a partir del régimen de validación articulado por su firma (véase Fraenkel, 1992).

Por ley (IMSERSO, 1999) los servicios de teleasistencia deben acometer la fabricación de lo que pudiéramos llamar “figuraciones contractuales”; esto es, los distintos tipos de persona con los que se trabaja cotidianamente, y que son sometidos tanto a las prácticas ac-tivas de memorización-inscripción como de recuperación en las que consiste prioritariamente el trabajo con las bases de datos5. De esto se deriva una tipología de usuarias que distingue entre titulares del

5 Para un análisis monográfico de la importancia de las bases de datos para el trabajo de los teleoperadores y otros aspectos del trabajo burocrático en servicios de teleasis-tencia, véanse los trabajos de López (2008), López y Domènech (2008), y López, Ca-llén, Tirado y Domènech (2010).

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contrato y otras personas que se pueden ver beneficiadas parcial-mente por el servicio. Asimismo, el servicio también integra otro ti-po de figuración contractual de usuarios (en el sentido ampliado que Oudshoorn y Pinch, 2005), puesto que no son a lo que se diri-ge nominalmente el servicio: los contactos, aquellas personas a las que recurrirá el servicio ante cualquier eventualidad, y de los que hablaré más adelante. Estas figuraciones contractuales y las activida-des de registro que posibilitan, están enmarcadas por una serie de garantías legales que dotan de continuidad al contrato una vez éste es suscrito.

En suma, esta “figuración contractual” es la que permite, de acuerdo con las leyes de protección de datos personales, la recogida de la información sobre la usuaria y su mantenimiento en la base de datos del servicio hasta nueva orden. En ese sentido, pudiéramos decir que esta “figuración contractual” supone, de hecho, tanto (a) la articulación embrionaria de usuaria a través de la firma del con-trato (y los diferentes documentos que permiten, según los casos, la custodia de las llaves o la adjudicación de otros tipos de servicios); como (b) la apertura de un espacio de inscripción –la base de datos– donde la usuaria-en-tanto-figura-contractual queda permanente-mente capturada (es decir, como el plano donde la usuaria-en-tanto-figura-contractual es permanentemente recolectada y compilada, en el sentido empleado por Latour, 1998). Estas tareas son las que les permitirían desarrollar su actividad a los diferentes servicios.

Usuarias “de carne y hueso”: roles de interdependencia y trabajo corpo-ral

El valor de la “figuración contractual” definida en la teleasisten-cia mediante diferentes tecnologías de identificación y registro, por tanto, reside en el hecho de que, si la pensamos en analogía a tecno-logías como los documentos de identidad:

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[l]as personas concretas quedan reducidas a esas extensiones proté-sicas que son sus documentos de identidad, que las enrolan en re-gímenes concretos de cuerpos y objetos, que son reactualizados con cada interpelación a la identificación y con los reconocimientos que posibilita (Romero Bachiller, 2008, p. 152).

Pero si atendemos al relato que presentábamos en un principio, la forma que describe Tita Meme como usuaria para el servicio es mucho más compleja que la de una mera “figura contractual” sujeta por prácticas tecnológicas de identificación y registro. Para los obje-tivos de los servicios esta usuaria definida en términos contractuales sería lo más parecido a una estatua: una visión excesivamente estable en el tiempo, monolítica y pétrea, bien delimitada y definida. La “figuración contractual” es necesaria como precondición del servicio y como plano en el que se permite articular, a través de la fluidez y la capacidad de transformación de la base de datos, una cierta conti-nuidad, un referente de actuación y las condiciones mínimas del servicio. Pero asegurar los límites de la usuaria es algo que requiere otros tipos de trabajos más allá del trabajo con la base de datos.

Para dar cuenta de cómo Tita Meme puede seguir siendo una usuaria a pesar de su volatilidad debemos atender a otros procesos por los que se busca que se adecue a unos determinados límites. Esta forma usuaria requiere de un “trabajo de división” (Hetherington y Munro, 1997): la supervisión, poda y purga permanente de esa oro-grafía cambiante, móvil y múltiple que es Tita Meme como usuaria. Un trabajo no tanto burocrático como sobre lo que, a falta de un término mejor, llamaré el aspecto “de carne y hueso” de ser una usuaria de teleasistencia.

Si observamos la manera en la que se relaciona con el servicio Tita Meme, esa imagen unitaria, sencilla y bidimensional de lo que es ser una usuaria –la “usuaria en tanto figura contractual”– se nos presenta como una imagen insostenible. Las “usuarias de carne y

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hueso” son siempre algo más complejo que la información que apa-rece en los registros y que nos pudiera dar una imagen concreta de la usuaria. Y para asumir esto, el servicio tiene que ir a su encuentro haciendo uso de toda la información que tiene de ella, intentando activar lo que la retiene, lo que la ata, como quien caza a un fantas-ma que se desvanece y reaparece cuando quiere, o a un ser meta-mórfico y camaleónico que se esconde entre el paisaje que habita. De hecho, diría que Tita Meme se mantiene como usuaria por el efecto de dos tipos de trabajos de apuntalamiento que se dan de forma conjunta, pero también contigua, al trabajo de figuración contractual: (i) las que apuntalan el trabajo de los contactos a través de roles de interdependencia; (ii) las que apuntalan técnicas corpo-rales y modo de prácticas de sí.

2.2.1 Contactos/familiares: La ambivalencia de roles de interdependen-cia y su importancia para mantener la forma de la usuaria de teleasis-tencia

Uno de los aspectos fundamentales de los problemas que supuso Tita Meme para el servicio, atendiendo al caso anteriormente pre-sentado, radica en que no contestaba a las llamadas de seguimiento. Estas llamadas de seguimiento les aparecen resaltadas periódicamen-te a los teleoperadores en la base de datos, como recordatorio de la necesidad de llamar a tal o cual usuaria del servicio a su teléfono fi-jo. Aunque ese sencillo encuentro se pierde en el agujero negro del “la señora no está”, como si fueran dos planos que no conectan más que por un trabajo burocrático que, en lo concreto, no consigue asir o mantener a Tita Meme como usuaria.

Ese galimatías (confuso y poco predecible para el servicio) que conocemos comúnmente como “Tita Meme” y ese otro galimatías (confuso y poco predecible para Tita Meme, en tanto atravesado por innumerables reglas y protocolos), que conocemos comúnmente

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como “el servicio de teleasistencia”, parecen contraponerse en un punto sencillo: La manera en que Tita Meme parece querer vivir su vida y la manera en que el servicio necesita que lo haga se repelen como el agua y el aceite. Sin embargo, el servicio cuenta, por así de-cirlo, con un as en la manga que se deriva de la propia constitución de la red de cuidado que promueve y articula: los formalismos buro-cráticos y la visibilidad intermitente de Tita Meme sólo pueden ser puestas en relación gracias al trabajo práctico de “los contactos”, a los que recurre el servicio para rebajar la enorme volatilidad de Tita Meme como usuaria.

La categoría de “los contactos” es muy curiosa y, por ello mis-mo, muy interesante. En ella caben desde familiares a conocidos, pasando por vecinos. En esta selección (que se suele hacer en el momento de la instalación) prima un criterio de maximización de la utilidad por criterios de cercanía y rapidez en llegar al hogar de la persona usuaria. En ese sentido se trata de una categoría que opera como una suerte de “espacio en blanco” –en el sentido que le dan Hetherington y Lee (2000)-, en cierta manera indeterminado pero también en cierta manera constreñido. Se trata de una categoría en que cabe toda persona que se pueda esperar que sea útil ante una eventualidad siempre por definir. Y de estas personas se espera que cualquier acción que se haga sea potencialmente interesante o útil para el servicio, puesto que descarga al servicio de encontrar otra manera más costosa de hacerlo. Por expresarlo de una manera poéti-ca un contacto es una categoría social destinada perpetuamente a excederse en su concreción, a partir de unos mínimos de utilidad para los servicios.

En el caso que nos ocupa, a pesar de esa misma indeterminación de la figuración de los contactos, el servicio “se aprovecha” de una

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manera particular en la que Conchi y Alberto viven su rol6 como familiares. De hecho, la propia indeterminación de los contactos permite que se puede colar perfectamente, dada su cercanía geográ-fica y su disponibilidad, una figuración de la interdependencia que pudiera hacer pensar que la teleasistencia no hace sino re-familiarizar el cuidado (Damamme y Paperman, 2009). Sin embar-go, no siempre ocurre esto así, porque no todos los contactos se vi-ven desde una obligación filial de cuidar, o si lo hacen no se practica esto de la misma manera. En cualquier caso, Conchi y Alberto, por su relación familiar con Tita Meme, aseguran que pueda darse una conexión entre ella y el servicio. Aunque son necesarias dos clarifica-ciones: esto queda asegurado por su forma de practicar su relación con ella como “relación filial”, consanguínea y de cariño, de preo-cupación regular por su estado, con ejercicios cuasi-rituales de cui-dado, disfrute y bienestar conjunto, lo que implica: llamarla a dia-rio, acompañarla a hacer la compra, preocuparse por llevarla al mé-dico, visitarla con frecuencia, salir a comer o cenar con ella, ayudarla a arreglar cosas en su casa, etc. Y esta conexión con el servicio es una relación en tensión, friccional (como así lo atestigua la discusión que mantuvieron Tita Meme y Conchi tras el episodio de “la señora no está”), pero una relación al menos que permite que no se rompa completamente el vínculo entre el servicio y Tita Meme.

Aunque en los términos del servicio Tita Meme como usuaria y sus contactos quedarían subsumidos por el contrato suscrito, pudié-ramos decir que para la forma de practicar los vínculos de Conchi, Alberto y Tita Meme como familia sería más bien el servicio el que

6 Entendido no al modo funcionalista, como una función social predefinida y fija, sino al modo dramatúrgico (Goffman, 1961) o etnometodológico (Hilbert, 1981, pp. 216-217): como formas de organizar las responsabilidades en el seno de “sistemas de actividad situados” que los propios actores re-trabajan y acomodan permanente-mente en sus interacciones cotidianas.

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se subsumiría como un complemento a sus relaciones de cuidado y parentesco. En ese sentido, el carácter de Conchi y Alberto como “agentes dobles”7 (como contactos y como familiares implicados a quienes Tita Meme tiene aprecio y escucha), es lo que mantiene en tensión a Tita Meme como usuaria del servicio. Si no fuera por ellos no habría usuaria. Conchi y Alberto hacen de conectores topológi-cos –por utilizar la noción que emplean Mol y Law (1994)8– de dos planos que, de otra manera, se harían inconmensurables. La manera de vivir la interdependencia de Alberto y Conchi (que el servicio puede acoger por el carácter “en blanco” de los contactos) permite que la figuración contractual se articule con otro plano, un plano que pueda afectar a Tita Meme para que se discipline como usuaria.

7 Véase Fabbri (2003) para un tratamiento más genérico del concepto, con el objetivo de repensar la semiótica partiendo no sólo del desciframiento de los códigos sino de la ubicuidad del secreto, la ambivalencia, la ambigüedad o la ausencia en todo orden social (Singleton y Michael, 1998). Generalizando, por tanto, el trabajo ambiguo y ambivalente de los “agentes dobles” (esos espías y agentes secretos que operan de forma simultánea entre varios bandos, filtrando y escondiendo secretos, descifrando y creando nuevos códigos para ello). 8 La idea de “topología social” cobra interés para hacer ver cómo diferentes lógicas o catálogos de prácticas se dan en planos espacio-temporales ontológicamente distintos, aunque estos puedan estar conectados. La conexión, sin embargo, no viene garantiza-da por que todos ellos se den en un espacio unitario más amplio e inclusivo, ni por-que su sucesión esté necesariamente regida por una idea proporcional y transitiva de escala, al modo de las matrioskas o las construcciones de Lego (Mol, 2002, pp. 144-149). La idea es no perder de vista otras posibilidades topológicas, como la intransiti-vidad ontológica que testimonian las bolsas (que pueden plegarse y meterse en otros receptáculos, pero a la vez abrirse y convertirse en contenedoras de otras) y, a partir de ahí, analizar la manera en que diferentes catálogos de prácticas pueden están uni-dos de maneras diversas: en tensión, en equilibrio inestable, con cortes, distorsiones y ausencias en las conexiones entre ellos, no formando partes de un único tejido holís-tico, sino siendo irreducibles unos con respecto a otros.

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2.2.2 ‘No estás haciendo la usuaria’: apuntes sobre las técnicas del cuer-po de la teleasistencia

Pero el trabajo de Conchi y Alberto con Tita Meme en lo que toca al servicio no sólo remite a que conteste a las llamadas. Uno de los aspectos más peliagudos para el servicio es la distancia que hay entre lo que aparece la IMAGEN 3 –un colgante encima de una mesilla de noche– y lo que muestra la IMAGEN 1 –un colgante en el cuello de la usuaria-. Este no es un aspecto menor, puesto que lo que se le está diciendo a Tita Meme con estos disciplinamientos di-fusos que le vienen por parte del servicio y de Conchi-Alberto es al-go así como “no estás haciendo la usuaria”, en el sentido que recoge Mauss del estudio de Elsdon Best sobre los maoríes:

Las mujeres nativas adoptaban un modo peculiar de andar [...] que se adquiría en la juventud, un balanceo suelto de las caderas que nos parece desgarbado, pero que los maoríes admiran. Las madres adiestran a sus hijas en esta habilidad denominada onioni y he escu-chado a una madre decir a su hija ‘Ha! Kaore koe e onioni’ (‘no estás haciendo el onioni’) cuando la joven descuidaba la práctica de an-dar (Mauss, 1996, pp. 389-390).

Para poder hacer valer la red de servicios que la teleasistencia provee a los usuarios no sólo estos deben de responder al teléfono, sino el servicio requiere que Tita Meme se someta (no en un sentido autoritario) a un cierto trabajo personal, a unas “técnicas del cuer-po” (Mauss, 1996) particulares, puesto que para ser una usuaria de-be seguir el sencillo catálogo de acciones requerido por el servicio (véase López y Sánchez Criado, 2009): llevar el colgante siempre dentro de la casa y pulsarlo siempre que, en un escrutinio de sí, vea cualquier circunstancia problemática.

Esta normatividad difícilmente se puede imponer a partir de constricciones de diseño como las que incorporan los terminales y los colgantes. En tanto no puede obligarse a nadie a llevarlo y está

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diseñado para evitar el estrangulamiento y facilitar su pulsación, el uso de los colgantes es el principal punto de fuga de la figuración de usuaria que quiere mantener unida el servicio. De hecho, como he-mos visto, Tita Meme dejaba el colgante en la mesilla de noche (ver Imagen 3). Para asegurar este crucial trabajo corporal y gestual el servicio necesita generar, a través de sus propios medios y recurrien-do a los contactos, un vapor constante de prescripciones en torno a “cómo hacer la usuaria”9. Pero no basta que Conchi y Alberto o el servicio “le den la tabarra” a Tita Meme para mantenerla dentro de los parámetros de ser una usuaria, puesto que debe ser ella la que asuma esa manera de practicarse, de moverse, de convertir, median-te tanteos y exploraciones perpetuos, el colgante en algo familiar (en el sentido que le da al término Thévenot, 1994, pp. 89-94).

Si nos fijamos en los fragmentos finales de la presentación del caso en los que Tita Meme muestra usar más el colgante, esto se de-be a que ella ha empezado a leerse y practicarse desde su rol como “usuaria”, a pesar de las reticencias que tenía (y seguramente tiene) con respecto a lo ella que interpreta supone: estigma, incapacidad, síntoma de no valerse por sí misma. Mientras Tita Meme no sufre de los dolores en la rodilla los constantes recordatorios parecen no tener un efecto duradero en la manera de encarnar a una usuaria (en los términos del servicio).

9 En rigor, más que disciplinas en el sentido fuerte del término empleado por Fou-cault (2000, pp. 139-230) en sus análisis de la anatomopolítica del XVIII y el XIX, en la teleasistencia nos encontramos ante otro dispositivo que, a pesar de usar ciertos elementos disciplinarios para poder articular un modo de organización y unos usos tecnológicos, tiene muchos menos requisitos y un control más laxo y flexible, algo ca-racterístico de los modos de auto-regulación gubernamental en las sociedades libera-les avanzadas, con una importación de innumerables tecnologías securitarias pobla-cionales al ámbito de la gestión de sí (Vaz y Bruno, 2003).

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Pero estas prácticas de apuntalamiento por corporeización se si-túan en perpetuo equilibrio inestable: en tanto y en cuanto ella se perciba como “no necesitada” muy probablemente deje de hacérsele patente la necesidad de llevarlo colgado. Si no se consigue que Tita Meme aplique perpetuamente esta “corporeización reflexiva de usuaria precavida”, el entramado de figuraciones de la usuaria (“con-tractual” y “de carne y hueso”) que monta el servicio (y, por tanto, el propio servicio para esa persona) se sitúa en situación problemáti-ca de nuevo. Y esto hace necesario volver a poner en marcha las di-ferentes prácticas de apuntalamiento que mantienen en equilibrio la composición de Tita Meme como usuaria.

3. A modo de conclusión: La articulación rítmica de habitalidades que mantiene unida a una usuaria

Mi propuesta en este escrito ha sido apuntar hacia el hecho de que Tita Meme se mantiene como usuaria por la conjugación de to-das estas prácticas en tensión. Incluso podríamos decir, en tanto este tipo de problemáticas son bastante comunes, que “ser una usuaria de teleasistencia” es un efecto precario (fluctuante, como los Ojos del Guadiana) de armonizar las relaciones en tensión entre diferen-tes prácticas de apuntalamiento. Así, he hablado de prácticas que buscan sustentar “figuras contractuales” a través de tecnologías iden-titarias como las bases de datos y otros trabajos burocrático de los servicios. Pero que esto necesita de una serie de intentos por hacer casar esta “figuración contractual” con “usuarias de carne y hueso”, a través de un trabajo tanto sobre los roles configurados en relacio-nes de interdependencia, como sobre las técnicas corporales que dan sentido al rol de usuaria de estos servicios.

Sin embargo, no me gustaría cerrar este escrito sin reflexionar brevemente sobre el carácter de este trabajo del mantener que supo-nen las prácticas de apuntalamiento que acabo de comentar y a qué

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tipo de formulaciones teóricas pudiera apuntar. Recordemos que la caracterización materio-semiótica del “cómo se mantiene” algo (how something holds together) propuesta por Mol y Law (2002) se me ha-bía hecho interesante para intentar abordar “qué es ser una usuaria”, más si cabe ante un caso como el de Tita Meme. Esta intuición es la que me ha llevado a detallar las prácticas de apuntalamiento que he ido describiendo en este texto. ¿En qué manera pensar en las prácti-cas del apuntalamiento pudiera hacer crecer empíricamente esta idea del “cómo se mantiene” una persona?

Como me hubiera gustado mostrar aquí, la propuesta de Mol y Law es especialmente útil. Pero creo que lo sería aún más si no dejá-ramos de lado las objeciones que plantea Blackman (2008) a la ma-nera en que la ANT y sus derivados se han aproximado a los proce-sos de subjetivación. Blackman se hace eco de que la ANT no ha prestado nunca demasiada atención a los procesos de subjetivación (como ya plantearan en su momento Gomart y Hennion, 1999). Una prueba de esto es el tratamiento de Latour (2005: 191-218) sobre la subjetivación, tratada como un proceso según el cual un cuerpo genérico va ganando en especificidad con la descarga de plug-ins de otros. Un tratamiento que, en la crítica de Blackman, re-sultaría muy pobre puesto que olvida todo lo que remite al “pro-blema de la psicología social”, esto es, la compleja articulación rela-cional que configura selves en procesos de subjetivación-corporeización. Blackman, de hecho, denuncia el “curioso” olvido de toda la psicología social en la ANT cuando expresa que:

El dominio de lo psicosocial no se puede hacer desaparecer con la invocación del sujeto como una posición nodal genérica. Éste sería un movimiento perjudicial si olvidamos prestar atención a las ten-siones, contradicciones, dilemas y luchas que caracterizan a la vida en todas sus formas (Blackman, 2008, p. 43; traducción propia).

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Sin embargo, la vuelta a la psicología social que promueve Bla-ckman no remite a una reivindicación disciplinaria, más aún sa-biendo que la psicología social es un verdadero campo de batalla en-tre muy diferentes posturas difícilmente reconciliables. Más bien, la posición de Blackman se sitúa en la línea de la reciente revitalización de las reflexiones sobre los afectos y la afectividad en la teoría social (ver Seigworth y Gregg, 2010). De ella me gustaría hacerme eco a efectos de proponer una caracterización más ajustada de estas prácti-cas de apuntalamiento de la usuaria de teleasistencia como formas empíricas del “mantener junta” a una usuaria.

Tal y como ya decía al principio (recordemos la cita de Cortá-zar), el problema filosófico que me planteaba al prestar atención a las prácticas de mantenimiento y apuntalamiento no es otro que abordar la repetición de un orden social partiendo de su carácter en-carnado, múltiple, inestable y cambiante. En ese sentido una catego-ría psicosocial que ha tenido una cierta utilidad para pensar cuestio-nes análogas y que quizá pudiera ser revigorizada sería la del “hábi-to”. El interés que considero pudiera tener el volver a una reflexión sobre esta noción es que nos permitiría pensar en la recuperación de algunas temáticas nucleares de la psicología social, como las prácti-cas encarnadas de conservación y olvido, comúnmente dejadas de lado en el resto de la teoría social (Middleton y Brown, 2005). Aunque más que recuperar, tal cual, un concepto tan polisémico, poco preciso y denostado como el de “hábito” quizá necesitemos hacerle un sitio específico, sin olvidar que una de las fuentes de su interés es que remitía tanto a un horizonte de “usos y costumbres” convencionales como a los “procesos corpóreos” que ahí actúan para permitir, en muy diferentes sentidos, su conservación (Kaufmann, 2004).

Una noción de hábito reformada me parecería de enorme interés para dar contenido a estas formas específicas del “mantener junto”

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(las prácticas de apuntalamiento analizadas en el caso de Tita Me-me). Dos serían las principales características que pudiera tener: (1) la repetición de la que nos hablaría el hábito no tendría por qué ser concebida como una mera reproducción mecánica o un automatis-mo, sino como una articulación rítmica, un constante tanteo, sinto-nización y acomodación para producir conservación ante la varia-ción; (2) pensar los procesos de subjetivación desde el hábito no tie-nen por qué suponer entender la individuación con una idea de cuerpo (biológico-individual o social) como único horizonte posi-ble. Permítanme que me extienda brevemente sobre estos dos aspec-tos.

En primer lugar, la idea que se pudiera rescatar de ciertas psico-biologías vitalistas (Ravaisson, 1997) o constructivistas (Sánchez y Loredo, 2007) pudiera ser que lo habitual no es sinónimo de meca-nicidad-identidad ni algo ajeno de la singularidad-diferencia. Un hábito, más bien, implica una forma de tanteo singular, situado, que se relaciona con formas empíricamente específicas de lo insólito, lo cambiante, lo inesperado, lo otro. Es por ello que pudiéramos decir que no hay reproducción/repetición que no contenga diferencia, puesto que los hábitos son virtualidades, pre-disposiciones lábiles que deben actualizarse en relación constante con la otredad (Deleu-ze, 2002a: pp. 70-73). El hábito es una práctica activa de conserva-ción ante la variación (lo que implica no asumir que el hábito sea un mero permanecer en el ser, sino más bien una práctica de “hacer permanecer”), que requiere de innumerables tanteos que pudieran permitir nuevas y subsiguientes acomodaciones.

Lo interesante de tratar estas prácticas de apuntalamiento a par-tir de semejante idea del hábito es que nos permitiría resaltar su di-mensión práctica y encarnada de forma conjunta con su dimensión temporal. Es decir, podríamos tratar el hábito desde los ritmos que implica. Esto sería un revulsivo interesante con respecto al imagina-

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rio topológico o las metáforas composicionistas puramente espacia-les que han venido poblando el imaginario de algunos constructi-vismos contemporáneos en su crítica de las nociones monolíticas de sujeto (como el planteamiento sobre los plug-ins de Latour). Lo in-teresante de pensar la repetición y el apuntalamiento desde su aspec-to rítmico es que, como expresa Ingold (2011, p. 60), el ritmo no es un movimiento, sino la perpetua concertación dinámica de diferen-tes movimientos en el devenir creativo de la vida. En ese sentido, cualquier “ritmoanálisis” (Lefebvre, 2004; Michon, 2007) no reque-riría que asumiéramos la concertación ni la estabilidad como algo estable ni precocinado, sino como el problema, siempre por acome-ter, puesto que siempre estamos teniendo que articular temporali-dades diversas, muchas veces irreducibles unas a otras (Middleton y Brown, 2005, pp. 202-203).

Más que una constitución de usuarias entendida como la crea-ción y el mantenimiento de formas temporalmente fijas, el proceso de apuntalamiento de Tita Meme como usuaria está permanente-mente atravesado por una pluralidad intrínseca de ritmos que la constituyen en tensión inestable (firmar un contrato con todo su ce-remonial; llamar a la usuaria repetidas veces; asegurarse de que se comporte como se ha convenido llamando a sus contactos; compor-tarse con las concatenaciones de gestos que el servicio necesita para trabajar, etc.). Una pluralidad de ritmos que es precisamente de donde puede surgir la propia fuente de la ruptura –la asincronía– de esa forma social que llamamos usuaria. Al igual que un río encauza-do –con sus caudales cambiantes y sus pequeños torbellinos en ri-tornelo, con sus corrientes múltiples de temperatura cambiante y con aguas de procedencia heteróclita– necesita de constantes y con-tinuos cuidados para que se mantenga dentro de la forma aceptable ante las crecidas, una usuaria tiene que ser represada constantemente ad infinitum.

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Creo que en el caso de Tita Meme se advierte magníficamente este carácter falible, lábil y abierto del objetivo conservador de las diferentes maneras de apuntalar: ella debe ser repetida y cansina-mente mantenida dentro de la forma usuaria a partir de diferentes prácticas. Un trabajo que, eso parece, puede caer a cada paso, aun-que se intenta que no sea así desarrollando una entretejida infraes-tructura tecnológica, burocrática, relacional y de trabajo corporal. Un trabajo de mantenimiento al que ella pudiera sintonizarse en mayor grado (lo cual querría decir, como se ve en los fragmentos fi-nales del caso, que sería ella la que asumiría una mayor carga de esos apuntalamientos, lleno de tanteos y palpaciones sobre sí misma).

En ese sentido, pensar los procesos de subjetivación en términos de articulaciones materio-semióticas de ritmos quizá nos permitiría advertir la existencia de formas de individuación no sólo regulares, sino también puntuales y singulares. Eso que Corcuff (2008, pp. 25-26) llama los “momentos de subjetivación” (en los que más que identidad lo que tenemos son destellos [jaillissements] de yoes, que no se dan como continuidades, como identidades estables en el tiempo, sino como expresiones irreductibles, singularidades mo-mentáneas; siendo el “la señora no está” de Tita Meme un buen ejemplo de ello). Pero, asimismo, si pensamos en la identidad de una forma usuaria como una conservación rítmica, como una sin-cronización de pulsos, la distancia entre la identidad y la irrupción de singularidades destellantes será un asunto de concertación rítmi-ca: el efecto de acometer con éxito el problema práctico de cómo poder reintroducir –al modo de una banda de jazz intentando volver al estándar tras improvisar– esos pulsos perdidos que ponen a prue-ba y pueden romper la cierta sincronía de una ejecución.

En segundo lugar, y siguiendo con esto último, la idea del hábi-to no tiene por qué quedar limitada a la individuación orgánico-corporal (en realidad, una idea bastante cristiana de persona) ni a la

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manera en que se incorpora lo social, los “usos y costumbres”, por parte de esos sujetos. Mientras que la primera idea asume la acumu-lación de recuerdo sobre el cuerpo de un modo naturalizado y no constructivista (véase la crítica de Rose, 1998), la segunda nos plan-tea una relación sujeto-sociedad como algo que se resuelve dialécti-camente (lo que implica el problema de la relación entre un indivi-duo y una sociedad pre-existentes, cuyas relaciones se plantean en términos bien metonímicos o de la relación entre la parte y el todo, en un sentido funcionalista u holístico10).

Sin embargo, lo que sí contiene la recientemente revitalizada teoría de los afectos –con su imaginario de lo social como un paisaje de impulsos eléctricos, radiaciones y extensiones de comportamien-tos víricas y sonambulares (Sánchez Criado, 2011)– es que nos per-mitiría pensar en otro tipo de individuaciones sin asumir una no-ción de cuerpo fija, ya sea individual-biológico o social, y la obse-sión dialéctica por determinar sus relaciones. De hecho, quizá tuvie-ra más sentido pensar en los hábitos de ser una usuaria que son apuntalados como distintas individuaciones en tensión. Individua-ciones al modo de las haecceidades (Deleuze, 2002b, pp. 28-30): una manera de entender la individuación que no asume el individuo y el grupo social modernos como único resultado posible. Los hábitos pensados como las particulares articulaciones rítmicas que conectan de forma fragmentaria, singular y eventual materiales y sentidos di-versos nos permitirían observar otras figuraciones posibles (ya sean pre-personales –sonambulares y pre-conscientes– o trans-personales).

10 Véase la crítica de Dubet (2010) a estos presupuestos, comunes a lo que él deno-mina la “sociología clásica”, fundamentada en nociones de la individuación como in-corporación de un orden social preestablecido.

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Por todo ello quizá tuviera sentido emplear un término que acuñamos Daniel López y yo (López y Sánchez Criado, 2009) para caracterizar las diferentes divisiones topológicas que se definen en el uso de la teleasistencia, los diferentes modos habituales en que en su uso se generan distancias y cercanías: por ejemplo, ante una emer-gencia existe un modo canónico de uso propuesto por los servicios de teleasistencia, según el cual la solución más cercana sería solicitar ayuda a través de los aparatos, existiendo por tanto una conexión natural por medio de gestos de los artefactos de la teleasistencia con determinados acontecimientos. Sin embargo, este régimen de cerca-nías se opone a otras formas de disponer el espacio en los usos de al-guna de las personas usuarias, a quienes les resulta más sencillo co-ger el teléfono y llamar a uno de sus hijos para pedir ayuda, que-dando los aparatos de teleasistencia como algo lejano en su modo de habitar la casa.

Denominamos a estas divisiones topológicas habitalidades, que bien pudiera ser un término útil a partir del cual intentar proponer una nueva idea de hábito en los términos que aquí he venido plan-teando. Las diferentes prácticas de apuntalamiento aquí menciona-das pudieran, entonces, pensarse como articulaciones de hábitos de las que se recortan materio-semióticamente formas de ser usuaria (esas diferentes figuraciones de la persona y sus relaciones, con sus sintonizaciones y acomodaciones materiales en equilibrio inestable, definidas por diferentes reglas más o menos formales a partir de di-seños tecnológicos, contratos y usos). Las distintas figuraciones de usuaria (“contractual” y “de carne y hueso”) y las prácticas de apun-talamiento en las que emergen serían, a mi juicio, ejemplos intere-santes de este tipo. Para que esas maneras distintas puedan co-existir y permitir que se articule un forma usuaria deberán, pues, ser con-jugadas.

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En el caso de Tita Meme hay un constante trabajo sobre la for-ma “usuaria” en el que participan tanto ella misma como Conchi-Alberto y el servicio de teleasistencia. Para que se mantenga la forma usuaria debe producirse la articulación rítmica de esas diferentes ha-bitalidades no siempre conmensurables. En este caso, dadas unas de-terminadas condiciones de “figuración contractual” de la usuaria, el posible punto de desmantelación de la forma usuaria es salvado por-que el modo en que Conchi y Alberto viven su doble papel (contac-tos y familiares) hace conmensurables esos espacios; y haciéndolo se permite que tenga lugar un trabajo de corporeización, de “hacer la usuaria”, al que Tita Meme se somete y es sometida (tanto por el servicio como por sus familiares) de diferentes maneras.

En ese sentido, el caso de Tita Meme se nos muestra increíble-mente interesante para explicitar todo un conjunto de prácticas, te-rriblemente comunes y paradójicamente invisibles, que ocurren en otras situaciones que tienen lugar en diferentes servicios de teleasis-tencia: las prácticas de apuntalamiento de sus usuarias, mediante las que se busca conjugar paisajes de habitalidades en tensión (con sus formas espaciales y sus temporalidades diversas, llenas de agujeros y discontinuidades, pliegues e invaginaciones temporales, al modo en que Serres, 1995, describe el Paso del Noroeste).

Si hacemos caso a la denominada “sociología de la reparación y el mantenimiento” (Henke, 1999; Graham y Thrift, 2007), que re-toma de la etnometodología la preocupación por que toda forma social siempre necesita ser constantemente mantenida y reparada pa-ra que exista como tal, la necesidad de aplicar tanto trabajo a apun-talar una figura no puede ser accesoria. Ante unas tareas tan ingentes y diversas de mantener en pie la forma “usuaria”, se hace de alguna manera patente que sin ellas no habría posibilidad de telecuidado, tal y como éste está definido. Un asunto interesante que fácilmente pudiera derivarse de aquí, y que escapa por completo a los límites de

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este escrito, sería abrir el debate de en qué manera esta forma y la organización del cuidado que trae aparejada es la que “más vida da” a las diferentes personas implicadas en las tareas de dar y recibir cui-dado. Quizá esto nos pudiera llevar a pensar en otras formas de cui-dar, lo que a buen seguro requeriría de otra ingente cantidad de formas con las que apuntalarla para defenderla y mantenerla.

Agradecimientos

Este texto va dedicado a Raquel, Alberto, Conchi y Tita Meme (protagonistas indiscutibles de esta historia), por su cariño y por ha-ber sido una inolvidable compañía en parte del viaje de la vida. Es-pero que mis humildes observaciones en este texto sirvan como tes-timonio de ello.

Sin embargo, sin la elocuencia e inteligentes intuiciones compar-tidas por numerosas personas poco hubiera podido decir al respecto (no puedo no mencionar de forma especial a Álvaro, Dani, Miquel, Isra, Blanca, Francisco y Niza con quienes he discutido numerosos aspectos del trabajo de campo, la escritura y mi mirada). Asimismo, mi agradecimiento va para todos mis buenos amigos de Madrid y Barcelona, y para mi familia, por haberme ayudado a mantenerme en pié y poder volver a escribir cuando todo eran crisis, cambios drásticos y saltos en el vacío.

Esta investigación ha contado con la financiación del proyecto del Plan Nacional de I+D 2008-2011 “Tecnología y atención a la dependencia: un análisis de los efectos psicosociales de implementa-ción de la teleasistencia” (CSO2008-06308-C02-01/SOCI).

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Transiciones hacia otra(s) teoría(s) del actor-red: ag-nosticismo, interés y cuidado Daniel López Gómez

1. Hacer proliferar otras teorías del actor-Red

El compromiso de este texto es explicar brevemente en qué con-siste este estilo de investigar que llamamos teoría del actor-Red (ANT) y mostrar que su puesta en práctica siempre implica hacer proliferar otras formas de hacer ANT. Así, sostendremos que si bien la ANT es una máquina semiótica no siempre se comporta como una “máquina de guerra contra cualquier distinción esencial” (Law, 1999, p. 7) sino como una máquina de proliferación de articulacio-nes.

Tomemos el cuadro de Magritte, La explicación (1952), para mostrar qué queremos decir (ver figura 1). Este cuadro es clarísi-mamente una maquina semiótica y funciona de manera similar a la ANT. ¿Qué diferencia hay entre una y otra máquina? Como dice su título, el cuadro es una explicación, o mejor, una explicación sobre la explicación. Según éste, cuando explicamos articulamos diferentes entidades entre sí hasta dar existencia a una nueva entidad; o como diría Latour, explicar es traducir. El cuadro ejecuta esta operación. Cuando observamos el cuadro y nos preguntamos por el extraño ob-jeto situado a la derecha lo explicamos por la suma de una zanahoria y una botella, es decir, su ser resulta de la articulación concreta entre estos dos elementos. De hecho, ésta es la explicación que tanto ha criticado la ANT por convertir a los híbridos, aquí la zanahoria-botella, en meros epifenómenos, reducidos a conglomerados de en-tidades puras predefinidas.

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Figura 1.

Ahora bien, el cuadro es mucho más rico. Ofrece otras posibles

explicaciones. ¿Por qué el objeto de la derecha es lo que debe ser ex-plicado y los de la izquierda la fuente de explicación? Si en vez de focalizarnos en el objeto de la derecha queremos explicar los objetos de la izquierda entonces son éstos los que reciben su ser del híbrido zanahoria-botella. La zanahoria y la botella son las dos mitades de la zanahoria-botella. Éste es el tipo de explicación desesencializante y agnóstica más característica o conocida de la ANT: el explanandum es la sociedad (la zanahoria) y la naturaleza (la botella) y el explanans los híbridos (la botella-zanahoria).

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Ahora bien, ¿por qué reducimos la explicación a un movimiento de derecha a izquierda? ¿Por qué motivo hemos dividido el cuadro en dos conjuntos de objetos situados a izquierda y derecha? Si los elementos del cuadro son explicados y definidos por su relación con otros elementos, ¿por qué debemos detener la explicación en estos dos conjuntos? ¿Por qué no los descentramos y rastreamos las rela-ciones que los definen? La zanahoria sería la zanahoria-botella me-nos la botella. O a la inversa, podríamos restar una zanahoria a la zanahoria-botella para explicar la botella. Pero no sólo. ¿Por que conformarnos con los elementos del cuadro? La razón de cada uno de los objetos podría venir de relaciones con otros elementos que van más allá del marco del cuadro: con el espectador, con el lugar en el que esta expuesto, con el cuadro justo al lado y/o enfrente, con lo que en ese momento estábamos pensando… No sólo cualquier ele-mento del cuadro podría ser susceptible de ser explicado por cual-quier otro y a su vez ser fuente de explicación, la propia disposición simétrica así como los límites del cuadro también podrían ser expli-cados por relaciones que van más allá del cuadro.

En la práctica, sin embargo, el cuadro nos muestra que no todas las combinaciones son igualmente densas y consistentes. Los tres ob-jetos del cuadro, junto al marco y al paisaje del fondo, introducen, de hecho, un corte en la multiplicidad de relaciones posibles fijando unas relaciones más que otras. Cuando explicamos establecemos, de hecho, “una trayectoria privilegiada, fuera de un número indefinido de posibilidades” (Akrich y Latour, 1992, p. 259).

El objetivo de este texto es similar al del cuadro de Magritte: se trata de describir algunas de las explicaciones privilegiadas de la ANT para mostrar que, al igual que los elementos del cuadro, la propia definición de lo que es una explicación ANT requiere de la ar-ticulación con otros elementos, es decir, de la proliferación de otras explicaciones. La ANT no es, por tanto, una explicación alternativa

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basada en híbridos sino una manera de hacer proliferar explicaciones y articular elementos. Es una suerte de estilo de investigar, en el sen-tido deleuziano, una manera de inventar un lenguaje dentro de un lenguaje (Deleuze y Parnet, 1980). Cada elemento que incorpora-mos es una oportunidad para poner a prueba los conceptos de la ANT e inventar un nuevo modo de hacer ANT. La ANT implica necesariamente hacer proliferar las maneras de explicar algo y por tanto multiplicar nuestros objetos de estudio.

Este capítulo es un desarrollo de este argumento. Para ello anali-zaré cómo la ANT ha ido definiéndose y adoptando diferentes for-mas en el estudio de la ciencia, la tecnología y el cuidado. Podría haber escogido otros objetos de estudio, como por ejemplo las fi-nanzas, el arte, el derecho o la religión, pero me he limitado a estos tres por dos razones bien sencillas. La primera es que el estudio de la ciencia y la tecnología es el que ha contribuido de manera más deci-siva a dar forma a la ANT, tal y como se ha popularizado. La se-gunda razón es que el estudio del cuidado es un ámbito en el que he trabajado durante los últimos años y en el que se han desarrollado aportaciones teóricas especialmente interesantes para discutir esta cuestión. En cada uno de estos tres ámbitos, se ha dinamizado el re-pertorio de la ANT con nuevos conceptos y preguntas, pero sobre-todo se ha reinventado el modo de articularla política, ontológica y éticamente. En lo que sigue trataré de mostrar cómo la ANT no só-lo es una manera de escribir, de observar, de hacer preguntas y de intervenir que se singulariza en cada caso, también es un espacio donde se abren nuevas posibilidades de relación y nuevas maneras de articular realidades y ponerlas a prueba. Concretamente, veremos cómo el estudio de la ciencia, la tecnología y el cuidado ha hecho proliferar tres estilos de hacer ANT diferentes: uno agnóstico, otro interesado, y por último uno cuidadoso.

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2. Para simetrizar ciencia, tecnología y sociedad: una ANT agnós-tica

El primer trabajo de Bruno Latour, La vida en el laboratorio (1986) empieza con una cita de David Bloor que dice: “si la socio-logía no pudiera ser totalmente aplicada al estudio del conocimiento científico, querría decir que la ciencia no puede conocerse científi-camente” (Bloor, 1976 en: Latour y Woolgar, 1979/1986, p. 8). Aunque este no es precisamente el primer trabajo ANT, aquí se enuncia ya el problema con el que se enfrentará: para que la ciencia pueda conocerse científicamente hay que transformar el modo de explicación clásico de la sociología.

Poco tiempo después de la publicación de este libro, y fruto de su colaboración en l’École des Mines de París, Bruno Latour, Michel Callon y John Law muestran que si hay una lección que se puede sacar de las etnografías de laboratorio y del análisis de controversias es justamente que para comprender la complejidad de la ciencia no basta con ser simétrico y decir que el error y la verdad son una cons-trucción social. Hay que ser simétricos también con la sociedad (ver Law, 2009). Para explicar científicamente la ciencia y la tecnología no basta con sociologizar. No se puede ser construccionista con la ciencia, la tecnología y la naturaleza y realistas con la sociedad. Hay que ser totalmente simétricos e incorporar a los no-humanos al es-tudio de la ciencia. Éste postulado fundacional de la teoría del actor-red se desarrolla en diferentes trabajos sobre la actividad científica y tecnológica.

En Ciencia en acción (1992), Latour muestra que no hay distin-ción metafísica entre las operaciones textuales de las publicaciones y la utilización de herramientas tecnológicas en el trabajo de interesa-miento, acreditación y desacreditación del que depende la facticidad de los hechos científicos. Posición que contrasta con sus anteriores trabajos. En la Vida en el laboratorio (1986), la facticidad de un he-

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cho científico era el resultado de un complejo trabajo de operacio-nes discursivas (Woolgar, 1991). El actor principal era el lenguaje. Latour radicaliza después este planteamiento en Ciencia en Acción (1992) aplicando el análisis semiótico también a entidades no-textuales, dando lugar a lo que se conoce como materialismo semióti-co (Law y Mol, 1994). Según este análisis, cualquier cualidad, in-cluida la textualidad, debe ser tratada como resultado de un trabajo de articulación materialmente heterogéneo. No existe una barrera que, per se, separe el reino del lenguaje del reino de la realidad en sí.

Esta versión radicalizada de la semiótica conduce a Latour a una comprensión de la ciencia y del conocimiento diferente a la pro-puesta por filósofos de la ciencia y sociólogos del conocimiento científico. Para los primeros, la ciencia es un acontecimiento casi milagroso: conocer objetivamente es superar la barrera que separa el mundo del lenguaje y el de la realidad. Para los sociólogos del cono-cimiento científico, el conocimiento objetivo no tiene nada de ex-cepcional porque es una construcción lingüística. La realidad en sí no juega ningún papel. Los hechos y la objetividad del conocimien-to son un producto de operaciones lingüísticas y prácticas sociales que se dirimen en el terreno de la intersubjetividad.

El problema según Latour es que en ambos casos el vínculo en-tre lenguaje y realidad está roto. ¿Si no hay medios de expresión que conecten cosas con palabras, cómo es posible que las cosas nos digan algo o que podamos ir más allá de nuestras creencias e interpreta-ciones? La semiótica radicalizada que propone Latour permite su-perar el vacío epistemológico que separa al lenguaje y la realidad al explicar cómo “la verdad no puede obtenerse reduciendo el numero de pasos intermedios [que van de un sujeto a un objeto] sino incre-mentando el número de mediaciones” (Latour, 2010, traducción propia). En Ciencia en acción (1992), por ejemplo, Latour muestra la importancia que tienen las inscripciones (o móviles inmutables)

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tanto en la configuración espacio-temporal de la ciencia como en la veracidad de sus enunciados. La circulación y producción de estas entidades es central no sólo para hacer de la ciencia una empresa de alcance global sino para que sea posible producir un conocimiento positivo sobre el mundo desde un laboratorio (Latour, 1983). El ejemplo de los edafólogos de la Selva de Boa-Vista (Latour, 2001) es muy claro al respecto. Para saber si la selva está retrocediendo o avanzando en dicha región de Brasil es necesario cartografiar, medir topográficamente y comparar el terreno, trazar una red de coorde-nadas y extraer, etiquetar, prensar, enviar y almacenar muestras de plantas, dibujarlas y reorganizarlas en el laboratorio, y por último, construir diferentes diagramas con los que combinar todos los datos y ofrecer una explicación. Latour nos muestra que el diagrama que elaboran los científicos y el suelo amazónico están conectados por una cadena de mediadores cuya consistencia asegura que los enun-ciados elaborados por los científicos refieran al suelo amazónico. La-tour muestra que la relación epistémica con la selva no es transpa-rente ni inmediata, es artificial e impura. De hecho, tanto la selva como el diagrama son el producto de esta cadena de mediadores. El conocimiento del edafólogo no es únicamente el producto de de-terminadas creencias, de una serie de convenciones lingüísticas, ni tampoco de una realidad-en-sí que es invocada de la nada. El suelo amazónico habla por boca del edafólogo gracias a toda esta cadena de traducciones. La referencia que conecta los diagramas con la selva amazónica circula de un punto a otro gracias a un complejo y costo-so trabajo de alineación de mediadores. Conservar y mantener la ar-ticulación entre estos actantes, hacerla lo más sólida posible, es cons-truir la objetividad de cualquier enunciado científico.

Esta semiótica radicalizada no sólo muestra cómo el conoci-miento es el resultado de un complejo proceso de mediación hete-rogénea, sino que explica las tesis de filósofos sociólogos en sus pro-

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pios términos. La distinción entre sujeto y objeto no es una simple ilusión o error sino que es un efecto de habituación de una media-ción ‘exitosa’. Cuando el trabajo de traducción se consolida y purifi-ca parece que no queda rastro de los mediadores que sostienen y ha-cen posible que el edafólogo predique la verdad sobre el suelo ama-zónico. El éxito en la articulación hace que el edafólogo y la selva amazónica aparezcan como entidades claramente diferenciadas.

Idéntico esquema sigue el trabajo de Michel Callon sobre las controversias tecnológicas. En su análisis del coche eléctrico VEL (Callon, 1998) muestra que un proyecto tecnológico no es com-prensible si partimos de una distinción entre, por un lado el artefac-to tecnológico, los diseñadores e ingenieros, y por otro lado, la so-ciedad, los diversos grupos sociales implicados, activistas, consumi-dores etc. Como ocurre con el conocimiento de la selva de Boa Vis-ta, el proyecto del coche eléctrico VEL es el resultado de un proceso en el que elementos materialmente heterogéneos se articulan y dan forma a entidades con ontologías claramente diferenciadas: tecnolo-gías, grupos sociales, decisiones políticas, etc. En el caso del VEL (Callon, 1998), estas entidades emergen de dos operaciones de arti-culación básicas: la simplificación y la yuxtaposición. La simplifica-ción consiste en limitar el número de posibles asociaciones entre ac-tores a unas cuantas. Así, para que los ingenieros pudieran desarro-llar un vehículo eléctrico de transporte urbano, la ciudad debía estar simplificada como “ciudad con niveles de polución bajos”, tal y co-mo la definía y proyectaba el ayuntamiento. A su vez las pilas de hi-drógeno y los acumuladores de zinc simplificaban la producción de energía limpia. Además, las diferentes entidades simplificadas se yuxtaponían para formar una entidad mayor: el VEL requería que las pilas, el fabricante de carrocerías de coche Renault y los usuarios que no consideraban el coche como símbolo de status estuvieran yuxtapuestos.

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Sin embargo, el problema surge cuando los mecanismos de sim-plificación no son suficientes y se añaden nuevos elementos que acaban por dar otra definición a los catalizadores y electrolitos de las pilas. Al no poder simplificar las pilas, la producción de energía limpia falla, y entonces la yuxtaposición entre entidades también cambia. Esto hace que el actor-red VEL se desestabilice y se convier-ta en otra cosa. Como explica Callon (1998), “las operaciones que se lleva a cabo en la composición y funcionamiento de un actor-red son extremadamente complejas. La medida en que una entidad es susceptible de modificación es una función del modo en que la en-tidad en cuestión sintetiza y simplifica, en nombre de otra, una red. Si deseamos construir una representación gráfica de una red usando secuencias de puntos y líneas, debemos ver cada punto como una red que, a su vez, es una serie de puntos que se mantienen por sus propias relaciones. Las redes se prestan su fuerza unas a otras. Las simplificaciones que realiza cada actor-red son medios poderosos de acción porque cada entidad convoca o enrola una cascada de otras entidades” (Callon, 1998, p. 159).

Tanto en el caso de los laboratorios científicos como en el de los centros de desarrollo tecnológico, queda muy claro que la ANT no es un marco teórico aplicable al estudio de la ciencia y la tecnología sino una suerte de lección que científicos y ingenieros ofrecen a aquellos filósofos y sociólogos que los estudian. Este giro es lo que caracteriza el estilo agnóstico de la ANT. En vez de estudiar socioló-gicamente lo que ocurre en un laboratorio o en un centro de desa-rrollo tecnológico, lo que hay que hacer es describir la propia socio-logía que desarrollan los propios científicos e ingenieros. Éste es, de hecho, el principio de la sociología nomadológica de Tarde (Tarde 1999, citado en: Latour, 2008b, p. 31), reivindicado también para el estudio de asuntos considerados más propios de la sociología co-

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mo el consumo, las industrias culturales y el gusto (Hennion, 2005).

El caso del VEL es paradigmático. Callon (1998) explícitamente sostiene que los ingenieros hacen sociología y que esta sociología es mejor que la de sus colegas sociólogos porque, a diferencia de la so-ciología de los sociológicos, la de los ingenieros pone a prueba su propia definición de los fenómenos que estudia, está más interesada por los procesos moleculares y muestra una mayor consideración por la pluralidad de elementos que intervienen en los procesos socia-les. La prueba es que para construir un coche eléctrico como el VEL es necesario construir una sociedad y un ciudadano para este coche, articular un diseño tecnológico y una teoría social. Además, la socio-logía de los ingenieros es paradigmáticamente agnóstica porque en su trabajo no parten de la premisa de que el mundo está escindido en elementos sociales y tecnológicos. Todos los elementos forman parte de un mismo proceso de composición. Lo mismo ocurre con los científicos que estudia Latour. Mientras los epistemólogos ven el conocimiento como la vinculación entre dos mundos separados, el mundo de las palabras y de las cosas, y los sociólogos reducen el co-nocimiento a un constructo intersubjetivo, los edafólogos muestran que conocer la selva amazónica no es ni una cosa ni la otra. Ensam-blan y alinean cuidadosamente materiales muy diversos hasta cons-truir una referencia que circula de la selva al diagrama.

La ANT se desarrolla en los Estudios de Ciencia y Tecnología fundamentalmente como un estilo de investigación agnóstico. Co-mo dice Latour: “el agnosticismo es el único modo de empezar a es-tudiar la ciencia sin quedar atrapado en alguno de los bandos de las muchas guerras que tienen los guardianes de las fronteras científi-cas” (Latour, 1993, p. 16). De hecho, el principio de agnosticismo sustenta los otros dos principios que definen la ANT, el principio de

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simetría generalizado y el de libre asociación. Así lo expresa Callon (1995):

el observador no sólo es imparcial para con los argumentos científi-cos y técnicos que emplean los protagonistas de la controversia, sino que también se abstiene de censurar a los actores cuando ha-blan sobre sí mismos o de su entorno social. No evalúa los análisis de los actores sobre la sociedad que les rodea. No privilegia ningún punto de vista ni censura ninguna interpretación. El observador no fija la identidad de los actores implicados si esta identidad está en curso de negociación (Callon, 1986/1995, p. 261).

Por lo tanto, para explicar en los mismos términos fenómenos considerados sociales, tecnológicos o naturales es necesario no asu-mir de entrada la existencia de categorías ontológicas a partir de las cuales es posible deducir las cualidades de las entidades que estu-diamos. A su vez para poder seguir a los actores y registrar como asocian diferentes elementos hasta construir un fenómeno como na-tural, social o tecnológico es necesario no imponer una red preesta-blecida de actores. Al igual que hacen los ingenieros o los científicos estudiados, el analista debe evitar asignar cualidades a priori a los di-ferentes elementos porque sus cualidades fluctúan o permanecen en función de como se relacionen los elementos entre sí. La posición del analista en el estilo agnóstico de la ANT es siempre in media res (Latour, 2007a): se sitúa en un espacio de transición en el que de-terminados operadores (actantes, entelequias, cuasi-objetos, media-dores) traducen articulan y transforman ordenes y en el que estos mediadores se van yuxtaponiendo hasta formar ordenes separados (humanos, no-humanos, sociedad, tecnología).

En este sentido, el estilo agnóstico de la ANT tiene una función preventiva. Permite arrojar luz sobre los procesos de ‘ingeniería he-terogénea’ (Law, 1987), tradicionalmente sepultados por las dico-tomías clásicas del pensamiento moderno. El resultado de estos pro-

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cesos de ingeniería heterogénea son redes de elementos yuxtapuestos cuya duración, forma y alcance depende de que dichos elementos permanezcan articulados o por el contrario sean traducidos forman-do otras redes. La noción de ingeniería heterogénea señala, en pri-mer lugar, la pluralidad de elementos que pueden formar dichas re-des: desde personas a habilidades pasando por objetos y fenómenos naturales; en segundo lugar, señala el carácter agónico y precario del orden ya que la estabilidad de un actor-red puede implicar la inesta-bilidad y disolución de otro actor-red; y en último lugar, señala el carácter productivo de dicho proceso: las entidades son siempre el producto de un trabajo de articulación (Law, 1987).

El estilo agnóstico de la ANT hace visible los procesos de inge-niería heterogénea a través de los cuales toman forma las diferentes entidades que estudian las ciencias modernas: la psique, los colecti-vos, la acción, el mercado, la tecnología, el conocimiento, la natura-leza, la política. Así, no sólo la objetividad de las teorías científicas y el diseño e implementación de una tecnología puede ser explicado como el resultado de yuxtaponer elementos diversos en una misma red. Como dice Law (1992):

lo que es válido para la ciencia lo es también para otras institucio-nes. Esto es, familia, organizaciones, sistemas de computación, la economía, las tecnologías –toda la vida social–puede ser descrita de manera similar. Todo ello puede ser puesto como redes de materia-les heterogéneos cuya resistencia ha sido superada. Este es, de he-cho, el giro analítico más crucial de los escritores ANT: la sugeren-cia de que lo social no es más que redes tramadas de materiales he-terogéneos (Law, 1992, pp. 381, traducción propia).

3. Para hablar bien de la práctica científica: una ANT interesada

El desarrollo de un repertorio simétrico capaz de hablar en los mismos términos de fenómenos naturales, sociales o tecnológicos

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puede servir para añadir un tercer argumento a la guerra entre “cien-tíficos racionalistas y positivistas” y “críticos de la ideología científi-ca” pero no deja de alimentar la guerra de las ciencias. Esto es así porque independientemente de la simetría de los conceptos, la vali-dez de los argumentos se dirime por ‘cuestiones de hecho’ (Latour, 2008a). Lo único que cuenta es encontrar otra substancia fundante con la que convertir la realidad de los otros en una mera creencia o correlato de la primera. Los científicos positivistas y racionalistas sostienen que la ciencia es una actividad extrasocial basada en pro-cedimientos lógicos. La sociología del conocimiento científico, por el contrario, sostiene que los hechos científicos son una construc-ción social. La teoría del actor-red, en cambio, sostiene que los he-chos científicos son una construcción heterogénea. Primero, la obje-tividad trascendente de los filósofos de la ciencia y de los sociólogos mertonianos es la obra de instituciones, clases sociales, imaginarios, intersubjetividades; después, la sociedad, la tecnología, la naturaleza, el self se convierten en un producto de ingeniería heterogénea.

En este sentido, la noción de construcción heterogénea puede ser tan desfondante como la de creencia o la de realidad en sí. Esta es la razón por la que los científicos no sólo no se reconocen en el concepto de construcción sino que lo toman como un insulto. No es el calificativo, sino el uso del calificativo lo que les hace enojar. Hablar de construcción heterogénea puede ser tan hiriente como hablar de realidad en sí, porque lo único que parece importar es proponer un retrato de la ciencia capaz de desbancar otros retratos y no tanto comprender lo que es propio a la ciencia como práctica. Como explica Latour (2008a), los asuntos de hecho son utilizados normalmente como herramientas críticas para entrar en algún tipo de polémica, pero tienen poca importancia. No introducen ninguna diferencia en la descripción de una práctica.

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Así pues la guerra de las ciencias no se supera con repertorios generales basados en cuestiones de hecho, sino con repertorios que permitan caracterizar la singularidad de la ciencia. Se trata, como dice Stengers (2006), de parler bien de la ciencia. Hablar de tal mo-do que los científicos no sientan que su trabajo está siendo desacre-ditado y mostrando al mismo tiempo los compromisos, siempre frá-giles, que dan sentido a la práctica científica y que la distinguen del resto de prácticas. Para Stengers (2005) una práctica siempre es concreta (no hay una práctica como las demás) porque aquello que vincula a una serie de personas y objetos es lo que les hace pensar, sentir y dudar; y por tanto, no puede ser totalmente apropiado ni identificado. Está en devenir y por tanto es frágil.

Adoptando este punto de vista, el concepto de ingeniería hete-rogénea no alcanza a captar la especificidad de la práctica científica. Equiparar, como hacen algunos estudios ANT, la objetividad de la ciencia con la dureza de una mesa o la duración de una institución es como mínimo desafortunado. Stengers nos muestra de manera brillante como los hábitos de observación de los científicos, la confi-guración de espacios, las pautas de trabajo, así como el instrumental no son mecanismos de solidificación factual. Al contrario, son prác-ticas que buscan ampliar la incertidumbre ontológica del objeto de estudio. “Las situaciones experimentales son importantes porque ponen la capacidad recalcitrante del objeto de estudio en el centro de la actividad científica. Hacen que el objeto te haga pensar y ac-tuar” (Stengers, 2010, pp. 15, traducción propia). Así, si volvemos al estudio sobre los edafólogos y lo interpretamos à la Stengers, la cadena de mediadores descrita por Latour debe estar bien articulada no para solidificar una versión de lo sucedido sino para ampliar la incertidumbre acerca de lo que está pasando con la selva amazónica. Cuanto mejor articulados estén mejor los mediadores, más recalci-trante será la selva y mas atinada y detallada deberá ser la explicación

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del edafólogo. Es esta riqueza la que hace que el conocimiento sea más o menos objetivo.

La práctica científica, por tanto, es objetiva en el sentido que tiene un compromiso con el objeto en tanto entidad recalcitrante. “La práctica de los científicos confiere a eso que les interroga el po-der de una causa que les obliga a pensar”. (Stengers, 2006, pp. 41, traducción propia). Así aunque requiere de actores-red sólidamente articulados, la práctica científica se pone a disposición del objeto, se ve afectada por sus objeciones y por lo tanto transforma, en conse-cuencia, las articulaciones que le dan forma.

Es importante atender a lo que distingue la noción de práctica de la noción de ingeniería heterogénea. A diferencia de lo que veía-mos con el coche VEL, el experimento científico transmuta el obje-to en cosa, el intermediario en mediador. La diferencia entre el VEL y un experimento científico no es baladí. En el caso de la ciencia, la ingeniería parece estar orientada a producir una disposición que te haga sensible al objeto que estás estudiando. No hay construcción porque no hay objeto con una identidad cerrada y sobretodo porque no es el mero producto de un sujeto constructor.1 Al contrario, lo que encontramos es una ecología de prácticas articuladas a través de un objeto recalcitrante, poco dispuesto a asumir una identidad.

El estilo agnóstico que veíamos en los primeros trabajos ANT era un gesto preventivo que buscaba abrir un espacio para otro tipo de articulación con el objeto. Huía deliberadamente del estilo escép-tico, que se basa en la sospecha de que hay siempre una razón ocul-ta. La duda del agnóstico no proviene de la sospecha sino de la cer-teza de que efectivamente las cosas siempre son de otra manera, de

1 De hecho, aunque Latour ha tratado de eliminar cualquier atisbo de ánimo crítico en la noción de construcción (Latour, 2004, p. 246), finalmente ha acabado por abandonar la noción de construcción en favor de nociones como instauración (La-tour, 2011), mucho más ‘respetuosas’ y ‘diplomáticas’ en el sentido de Stengers.

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que no es necesario ir muy lejos para constatarlo y que dicha consta-tación no tiene un doble trasfondo: no hay un ser de las cosas autén-tico que se oculta entre ilusiones de cambio. Sin embargo, aunque el estilo agnóstico pretende deshabilitar los argumentos basados en asuntos de hecho no consigue ir mucho más allá. Su principal pro-blema es justamente el desapego preventivo al que somete al analis-ta: cuidado, no tomes la ontología de tu objeto de estudio como un cuestión de hecho! El estilo agnóstico bloquea, por tanto, un cierto hábito reduccionista y esencialista pero no permite ir más allá de la guerra dialéctica de las ciencias modernas porque no propone una relación epistémica respetuosa con la singularidad de nuestro objeto de estudio. Si se convierte en principio metodológico puede conver-tirlo todo en una construcción.

Esto es justamente lo que trata de evitar Latour cuando sostiene que el estilo de la ANT debe basarse en asuntos de interés2 y no en asuntos de hecho. En este caso, interés no designa una disposición psicológica con respecto a una entidad exterior sino que es una arti-culación en la que las entidades implicadas entran en un devenir conjunto (Stengers, 1995). El interés no es un fenómeno psíquico sino que es una característica de la experiencia misma (Latour, 2007c, p. 96). No hay un sujeto que se interesa por un objeto. Hay una relación de interés que articula una cadena de experiencias en las que tanto el sujeto como el objeto emergerán como su resultado (Latour y Sánchez Criado, 2007). Como explica Despret (2004a) en su crítica de los experimentos psicológicos, “una relación de interés se produce cuando el devenir de la rata y del becario están mútua-mente implicados. Cuando la rata proporciona al becario la posibi-

2 La noción inglesa concern, tiene unos matices importantes que se pierden con la tra-ducción al español. Aquí mantenemos la noción de interés en español pero añadien-do los matices que el término concern añade: estar preocupado y/o afectado por algo.

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lidad de ser un buen experimentador y cuando el becario propor-ciona la posibilidad a la rata de añadir un nuevo significado al ser-con-un-humano” (Despret, 2004a, p. 123). El interés emerge en la misma situación experimental, pero no es algo que surja siempre ni tampoco de manera espontánea. Requiere de un trabajo y de un compromiso. En la mayor parte de los casos, acabamos reduciendo la existencia de unas entidades a otras y convertimos el objeto de nuestro interés en la expresión de una instancia superior, normal-mente un caso ilustrativo de una teoría. Si hacemos esto entonces obligamos a la entidad que queremos estudiar a repetir lo que ya sa-bemos de ella y su capacidad recalcitrante deja de ser una oportuni-dad epistémica y se convierte en un obstáculo metodológico, aspec-to que la psicología (Despret, 2004b; Stengers, 1997) y la sociología (Latour, 2000) han tomado equivocadamente como signo de rigor metodológico.

Una ANT interesada asume por tanto una suerte de compromi-so vitalista con los objetos que estudia (Latour, 2008a). Estos no son meros hechos factuales, sino que son actores que en su devenir se articulan con otras entidades y al hacerlo se explican a sí mismos. Se definen a medida que actúan y al hacerlo ofrecen su propio expli-cación de lo que son. Investigar, por tanto, es participar en la propia constitución de los actores, dotarlos con nuevas articulaciones y por tanto añadirles nuevas realidades. Investigar es participar activamen-te en su despliegue ontológico (ver Latour, 2008b, p. 199).

Latour de hecho defiende que las ciencias sociales deben conver-tir sus descripciones en experimentos científicos. No hay investiga-ciones descriptivas y otras explicativas, lo que hay son relatos que añaden más o menos realidad, que contribuyen más o menos al des-pliegue de los actores. Los textos en los que, por ejemplo, se muestra el papel que tienen los factores sociales en la consolidación de una teoría científica añaden poca realidad porque toman las teorías cien-

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tíficas como expresiones de otras entidades. Y lo mismo vale para los textos ANT que reducen la ciencia a una construcción heterogénea más. Son textos poco interesados/interesantes. Los textos ANT, si quieren hablar bien de las prácticas , si quieren ser prácticas científi-cas, deben ser textos con mucha acción porque el devenir del objeto les obliga a registrar las articulaciones que le van dando forma y a ofrecer al objeto múltiples vías de definición.

4. Para hablar bien de las prácticas de cuidado: una ANT cuidado-sa

Después de ver dos versiones diferentes de la ANT, me gustaría presentar una tercera que ha ido desarrollándose en los estudios so-bre cuidados (Latimer y Schillmeier, 2009; Mol, Moser y Pols, 2010; Schillmeier y Domenech, 2010). Al igual que en el caso de la ciencia y la tecnología, estos estudios no tratan de aplicar una serie de conceptos al estudio del cuidado sino desarrollar una lenguaje propio con el que dar cuenta de la especificidad del cuidado. Como resultado de todo ello veremos como se desarrolla un estilo ANT cuidadoso.

Para ahondar en las especificidades del cuidado y mostrar justa-mente tanto su especificidad como su generalidad utilizaré un ejem-plo de una investigación que llevamos a cabo en un servicio de tele-asistencia domiciliaria (ver López, 2010; López y Sánchez Criado, 2009; López y Domènech, 2009; López y Domènech, 2008; Ro-berts et al., 2011; pero especialmente López et al., 2010).

El operador, A, atiende una llamada de dos mujeres muy mayo-res que viven solas y hace mucho tiempo que no dan la alarma. A en un principio está preocupado por la edad, pero teniendo en cuenta que es una alarma de terminal y que no acostumbran a llamar, cree que debe tratarse de algún problema técnico. Lo primero que hace es preguntar por la usuaria, pero parece que nadie le oye. No recibe

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respuesta ni se oye nada. A codifica la llamada como A12, llamada de alarma no contestada. Mira los contactos y se da cuenta de que hay una hija que vive en Hospitalet y los otros contactos viven en Sant Andreu. Debido a la distancia entre ciudades, la opción de llamar a la hija para que se acerque a ver qué pasa pierde peso. Pero decide llamarla igualmente para ver si sabe algo. No le contesta. Llama al siguiente contacto, el consuegro. Con él si puede hablar. Le explica la situación sin alarmarlo, dando a entender que no pasa nada, y éste le dice que tienen que estar en el domicilio porque tie-nen una cuidadora. Al comprobar que el nombre de este contacto está mal, le explica que lo tienen mal apuntado y lo corrige. El ope-rador A sigue probando y probando a ver si le responden. Al final parece que hay alguien que escucha al otro lado: “Ai!, qué ilusión, estaba en vilo!”, dice A. La cuidadora le responde y comenta que tienen problemas con el teléfono: se les corta la comunicación. De repente, suena el teléfono de la central. Lo coge el coordinador y al ver que piden por A, le pasa la llamada. Se trata del consuegro. A le explica lo del problema telefónico y le aconseja que lo arreglen rápi-do por que sino el servicio no funciona óptimamente. Todas las llamadas hechas y recibidas son códificadas con una letra y un nú-mero que indican el motivo de la llamada y la acción realizadas. Después de solucionar el caso, apunta todo lo acontecido y lo que ha ido haciendo en un libro en que quedan registradas todas las in-cidiencias.

Como vemos en este caso, cada llamada telefónica abre un espa-cio de incertidumbre que el/la teleoperador/a trata de resolver apli-cando uno de los códigos disponibles en la base de datos. Cada có-digo describe un motivo de llamada, y a su vez los más frecuentes o importantes, tienen asociado un protocolo de atención que el/la te-leoperador/a debe seguir. En este caso, el hecho de que la mujer se haya caído, no pueda levantarse y esté sangrado hace que el/la teleo-

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perador/a codifique la llamada como emergencia sanitaria y que siga el protocolo de actuación correspondiente. La actuación es conside-rada correcta cuando la situación que motiva la llamada y la actua-ción del/la teleoperador/a se ajustan al código y al protocolo corres-pondiente. Pero no sólo, para que la atención sea completa también es necesario que las ambulancias, los médicos de cabecera, los usua-rios, los familiares cumplan con el guión que se les ha asignado. Cuando todo esto se da entonces tenemos una atención sin inciden-cias. Ahora bien, atender llamadas en un servicio de teleasistencia también requiere definir y actuar de otra manera. Cada llamada es una incógnita y como tal desencadena una serie de preguntas en el operador, ¿y si el código no nos dice todo lo que está pasando? ¿Y si resulta que la ambulancia tarda más de la cuenta? ¿y si la informa-ción no está bien apuntada? Los protocolos, el libro de códigos, la supervisión de los coordinadores, el entrenamiento no anulan la preocupación de los/las teleoperadores/as sino que permiten definir un umbral de atención con el que focalizar dicha preocupación. De esta manera el espacio en el que se pone en duda el sentido de los códigos, se traicionan los preceptos de los protocolos, y se articulan los diferentes recursos asistenciales de un modo singular, viene aco-tado o depende de aquellos elementos que permanecen asegurados y no son objeto de preocupación. Pero el aspecto central es justamen-te aquello que podría pasar y no está contemplado. Sería tan negli-gente eliminar cualquier tipo de inseguridad como no asegurar nada y preocuparse por todo. El cuidado en un servicio de teleasistencia requiere determinadas condiciones de seguridad pero al mismo tiempo requiere que estas condiciones sean modificables en cada llamada (López et al. 2010).

Como en el caso de la práctica científica, la práctica del telecui-dado es una ecología de prácticas, no sólo está articulada material-mente sino que se define por su compromiso con algo que no está

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presente, con lo que podría pasar. La llamada, es decir, la situación que requiere atención, es un objeto altamente recalcitrante y el buen cuidado efectivamente requiere que la acción del/la teleoperador/a se vea afectada por la situación. Esta es la razón por la que hasta el último detalle está monitorizado y pautado. Ahora bien, en este ca-so, el/la teleoperador/a no trata de maximizar la capacidad de obje-ción de la llamada sino que interviene para ofrecer una solución. Pa-ra ello necesita limitar el espacio de objeción de la situación hasta un cierto umbral. La situación debe definirse de determinada manera. En un experimento científico el objeto es reinstaurado una y otra vez como objeto recalcitrante, es decir, como una entidad que tiene la capacidad de no aceptar lo que se hace o dice sobre él (Stengers, 2006). En la central de alarmas la situación no debe reinstaurarse, una vez se ha actuado, la situación está definida. Sin embargo a cada llamada, la situación es abordada como un acontecimiento que re-quiere de una nueva definición. El/la teleoperador/a no hace frente a un objeto que objeta sino más bien a múltiples situaciones que es necesario poner en relación.

Annemarie Mol nos muestra un retrato similar del cuidado cuando analiza los diferentes tratamientos que recibe la esterosclero-sis en un hospital (Mol, 2002). En la clínica, lo importante es cali-brar y articular los diferentes síntomas de la enfermedad con la vida del paciente de manera que se pueda lograr el mejor tratamiento po-sible. Se trata de ajustar constantemente efectos y acciones, síntomas y tratamiento. Lo único que cuenta aquí es qué hace bien al paciente. Ese es el criterio al que se vuelve constantemente para sintonizar una y otra vez los elementos que intervienen (y podrían estar intervi-niendo) en la vida del paciente. El laboratorio anatómico-forense, por el contrario, encarna la ecología de la práctica científica. Se trata de un espacio construido alrededor de un cuerpo. Mientras el pa-ciente y lo que le sucede juega un papel central en la clínica, en el

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laboratorio es el cuerpo, los microscopios y la disección de tejidos los que tienen el papel más importante. Todo está dispuesto para reducir al máximo la voz del paciente y ampliar al máximo la capa-cidad de objeción del cuerpo. De este modo es posible ofrecer un diagnóstico lo más detallado posible.

En ambos casos queda claro que el cuidado es una práctica que lidia con la fragilidad de la vida y por tanto que no es posible do-meñar totalmente el terreno en el que se desarrolla. Así, en vez de hablar de objetos que objetan, es decir de cosas cuya indetermina-ción articula alrededor suyo intereses, afectos, percepciones, instru-mentos, colectivos y públicos, estamos ante objetos que se realizan de manera singular en cada práctica. Se trata más bien de concre-ciones. Los objetos del cuidado ciertamente son recalcitrantes pero nunca se reinstauran una y otra vez para ampliar su capacidad de re-calcitrancia. A diferencia de la ciencia, la ecuación a más objeción mejor cuidado sencillamente no funciona. El buen cuidado es aquel que se expone a la indeterminación de la situación para introducir una diferencia, una acción, que lo singularice en una determinada dirección. Por eso, como dicen los/las teleoperadores/as, cada situa-ción es diferente. Lo importante no es cuántas posibles definiciones de la situación podemos articular sino cómo se define una situación en particular, que elementos tenemos en cuenta y qué elementos no.

El cuidado es una práctica que no es posible definir a partir de una lista de condiciones sine qua non. Ocurre más bien lo contrario, el cuidado trabaja en condiciones que le vienen dadas. No hay in-complitud como tampoco hay perfección (Mol, 2008). Por eso no hay un territorio específico del cuidado y, en muchas ocasiones, es injustamente invisibilizado y precarizado (Precarias a la Deriva, 2006). Lo encontramos en la medicina (Mol, 2002), el trabajo so-cial, la educación, la comunicación, la alimentación, la muerte e in-

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cluso la tecnología (Mol et al., 2010), pero siempre se trata de una práctica frágil que da y pide cuidado. Esa es su exigencia.

En las prácticas de cuidado, la vulnerabilidad de los asuntos de interés pasa a primer plano. Esto es algo que Latour ya había subra-yado cuando hablaba de la práctica científica. El respeto de los cien-tíficos por las cosas es central en relación a la preservación del inte-rés propio o de la negación o subyugación del interés ajeno. Latour, claramente inspirado por el trabajo de Stengers (1997), se aleja en este punto de las tesis más belicistas y empresariales de la ANT para acercarse al ethos de la diplomacia (Latour, 2007b). Sin embargo, como muestra De la Bellacasa (2010), lo noción de cuidado añade un nuevo énfasis a la noción de asunto de interés. Por un lado, im-plica un compromiso con situaciones dadas, con acontecimientos que uno puede no haber producido y que pueden escapar al control individual o colectivo, pero que nos afectan inexorablemente porque nos definen. El ejemplo que utiliza De la Bellacasa (2010) está to-mado del propio Latour (2009). Una tecnología no se vuelve poco ética cuando deja de ser útil o cuando tiene efectos monstruosos que no habían sido previstos sino cuando, como Frankenstein, ya nadie cuida de ella y es abandonada. Esto es algo que ha sido ampliamente discutido en los estudios feministas (ver, Tronto, 1993) pero pocas veces tenido en cuenta en la literatura ANT. Cuidar es hacerse cargo del devenir de una entidad que no puedes ni quieres domeñar, y no únicamente verse afectado o estar interesado por su devenir.

Por otro lado, la noción de cuidado es un compromiso ontológi-co y político (Mol, 2010) ya que si la existencia de cualquier entidad es sostenida por otras entidades su devenir depende de que se gene-ren nuevas articulaciones que puedan sostenerlo. Por este motivo, como explica De la Bellacasa (2010), un estilo cuidadoso ni describe las entidades como asuntos de hecho ni interviene en su desarrollo según principios normativos fuertes o directrices generales. Un estilo

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cuidadoso sería aquel que describe e interviene en la definición de una entidad considerando las articulaciones que pueden haber sido excluidas y el efecto que podría tener su inclusión en el devenir de dicha entidad. Por lo tanto, a diferencia del estilo de los asuntos de interés, este estilo no trata únicamente de añadir nuevas realidades al objeto de estudio sino de atender al modo en el que dichas realida-des son articuladas y a los devenires que estas podrían ocasionar.

5. Conclusiones

Aunque sólo nos hemos centrado en la ciencia, la tecnología y el cuidado, son suficientes casos para mostrar que la ANT no es una teoría que se aplica sino un estilo que debe reinventarse y diferen-ciarse en cada caso. Como proponía Law (1999), la ANT puede usarse como una herramienta crítica para mostrar que cualquier ex-plicación que consideramos irrefutable es el resultado de haber des-cartado arbitrariamente otras posibles maneras de contar y de definir la realidad. Sin embargo, este sería sólo uno de los estilos de hacer ANT, un estilo que hemos llamado agnóstico y que Callon, Law y Latour desarrollaron en sus estudios sobre ciencia y tecnología. El propósito de esta ANT agnóstica es mostrar que cualquier elemento puede ser sometido a explicación, y que por tanto, ninguna cualidad es intrínseca sino derivada, otorgada por otros. Tanto la funcionali-dad de una tecnología como la objetividad del conocimiento cientí-fico son el producto de procesos de ingeniería heterogénea.

El objetivo fundamental de la ANT agnóstica era “hacer la gue-rra contra las diferencias esenciales” porque era el único modo de hacer estudios de ciencia y tecnología sin quedar atrapados en una guerra de bandos estéril. Sin embargo, como hemos visto, existe otra alternativa. En vez des-esencializar los dicotomías modernas es posi-ble multiplicar las esencias. Este es el estilo de hacer ANT que La-tour y Stengers desarrollan a partir de sus estudios sobre la actividad

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científica y que hemos llamado interesado. Stengers y Latour sostie-nen que, si se trata de hacer ciencia, hay que volver a la concreción de las prácticas, dejar de lado el debate epistemológico como guerra y abandonar nociones critico-desfondantes en favor de otras más di-plomáticas capaces de hablar bien. Pero, sobretodo, de lo que se tra-ta es de definir la práctica científica como una práctica ética que asume un determinado compromiso con aquello que estudia. Hacer ciencia es articularse con nuestros objetos de estudio de tal manera que les ofrecemos múltiples posibilidades de desarrollo, nuevos de-venires.

Junto a estos estilos, los estudios sobre cuidado nos han permiti-do definir otro modo de hacer ANT que introduce matices impor-tantes. En este caso, la cuestión ética, como en la ciencia, es central pero adquiere un matiz diferente. Una ANT cuidadosa no busca multiplicar las esencias, sino cuidar el modo en el que las diferentes entidades son articuladas, qué exclusiones e inclusiones se producen, y qué devenires desencadenan. Una ANT cuidadosa no busca enri-quecer la realidad con nuevas diferencias sino atender a si el modo en el que dichas diferencias son articuladas hace bien a la entidad en cuestión. Más que hablar bien se trata en este caso de hacer bien.

Si después de este periplo por estos diferentes estilos de hacer ANT, se hace difícil hablar de la ANT en general entonces se ha cumplido buena parte del propósito del texto. Como hemos visto, no se trata de una teoría sobre el mundo ni de una metodología para las ciencias sociales sino de un estilo de investigar que hace proliferar la ontología de los objetos de estudio y las maneras de articularnos con ellos epistemológica, ética y políticamente. La ANT es, en este sentido, una práctica especulativa (Stengers, 2000). En vez de cele-brar la identidad propia e insistir una y otra vez en reproducir los conceptos, la ANT es simplemente una invitación a explorar y desa-rrollar otras maneras de articular la realidad.

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Agredecimientos

Este texto ha sido posible gracias a los proyectos europeos EFORTT y VALUE AGEING. Quiero hacer especial mención a Katja de Vries, Rocco Bellanova, Irene Olaussen, Tomás Sánchez Criado y especialmente Niels Van Dijk porque las discusiones a propósito de sus tesis doctorales han servido como fuente de inspi-ración a este texto.

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El rol diplomático del científico social y el modelo de normatividad interpretativa de Bruno Latour Paloma García Díaz

1. Filosofía y ciencia social

Este trabajo se centra en la filosofía de Bruno Latour, autor con quien la filosofía se mantiene viva en las ciencias sociales. Con La-tour (1999b/2004, p. 68 y 2005a, p. 51), además, la filosofía se vuelve experimental pues los presupuestos de su filosofía empirista se contrastan con los resultados de las investigaciones en el terreno de la tecnociencia, de la cultura y de la sociedad. En este sentido, y desde el punto de vista de este autor, no importan las implicaciones prácticas de los estudios llevados a cabo desde la teoría del actor-red, su incorporación en políticas concretas ni en la consolidación de un pensamiento crítico –si bien las ideas en el mundo intelectual co-bran fuerza propia cuando son ampliadas, enriquecidas y contrasta-das con otras y de esta relación surgen resultados que sus forjadores no vislumbraron y, posiblemente, nuevas ideas con las que no esta-rían dispuestos a identificarse ni a aceptar–.

La filosofía en Latour desempeña un papel importantísimo en la configuración del método con el que estudiar e interpretar la realidad con ocasión de la experimentación. La filosofía, pues, desarrolla al menos una triple función en nuestra relación con el mundo en la obra de este autor. Por un lado, es fuente de ideas, tesis y conviccio-nes sobre la realidad que quedan incorporadas en el método de inves-tigación. Este método genera, asimismo, unos resultados que son los frutos de la representación de la realidad desde el estudio de sus prácticas, lo que Latour (2005a, p. 30) caracteriza como la creación de un infralenguaje para que los componentes de la realidad narren

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y describan como se interrelacionan para fabricar nuevas entidades. Pero la filosofía no es solo este método aplicado, sino también el re-sultado de la investigación sobre la propia metafísica plural de nues-tro mundo. Como filosóficos son también, en tercer lugar, los dise-ños de modelos políticos para los resultados experimentales de las investigaciones, consistentes en la representación de las realidades que se están construyendo (1999b/2004, p. 177), su presentación diplomática a otras culturas (p. 279) y la interpretación del todo. Por esta razón, preguntas tan diversas como las que se formulan a continuación cobran pleno sentido desde la filosofía no convencio-nal de este autor (2010, p. 600).

En efecto, ¿expresamos con nuestras prácticas lo que quiere y a lo que aspira nuestra cultura? ¿Podemos interpretar nuestra identi-dad desde una lectura sociológica que no sea antropocéntrica? ¿Pue-de ser relegado lo que en singular se ha venido caracterizando como la opinión pública a un plano de resultados de una investigación empírica? ¿Qué “cosas” consiguen que nos movilicemos y qué cabi-da tiene “lo que no tenemos” para cohesionar a actores diversos y heterogéneos en el reclamo de nuevas prácticas y construcciones que generen un motor de cambio? ¿Podrían entablar contactos la “tec-nociencia occidental” y la “ciencia indígena” que defiende Vandana Shiva (1997/2001)? Estas cuestiones obtendrían, como es bien sabi-do, respuestas afirmativas desde el modelo de epistemología política o ecología política de Latour. Asimismo, apuntan directamente a aspectos centrales de la teoría del actor-red. Su tratamiento, por tan-to, permitiría acercarse tanto al legado del pragmatismo en la confi-guración del pensamiento de este autor, al modelo de democracia que se encuentra en su obra –que interpretaré desde una compara-ción y confrontación con la propuesta de la democracia comunicati-va de I. Young– como al optimismo que rezuman de las páginas de este intelectual francés.

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Para realizar esta tarea investigo, de un lado, el modelo de nor-matividad interpretativa que Bruno Latour (2003) atribuye al inves-tigador social y, de otro, los puntos comunes del modelo de episte-mología política dibujado desde la teoría del actor-red con las exi-gencias y las estrategias que se proponen desde la democracia comu-nicativa, también denominado enfoque inclusivo de Young (1996). Posteriormente, adopto una doble estrategia: la primera de corte teórico por la que se analiza la lectura del pragmatismo que Latour incorpora a su cuerpo filosófico. La segunda pone de manifiesto las debilidades del proyecto político del filósofo-diplomático de presen-tar la cultura occidental a otras culturas de una nueva forma.

Este trabajo cabalga, pues, entre la epistemología, la filosofía po-lítica y la filosofía política de la ciencia. Desde estas perspectivas, me centraré en: (i) la defensa de las ventajas de la concepción epistemo-lógica que subyace a la teoría de Bruno Latour frente a los modelos epistemológicos aislacionistas presentes con gran énfasis en la con-cepción positivista de la tecnociencia. (ii) La comparación de la no-ción de “pluriversos”, “colectivos” o “cosmopolíticas” con la de “multiculturalismo” o grupos plurales en un modelo de democracia inclusiva y la reclamación de una “nueva elocuencia política”. (iii) La exposición de algunas debilidades teóricas de la propuesta de la epistemología política de Latour que salen a la luz cuando se analiza la relación entre su propuesta epistemológica y el rol diplomático del científico social. En la última sección realizo mi lectura personal sobre el papel de la filosofía y la propuesta de Bruno Latour.

1. El rol diplomático del científico social. La epistemología de Bruno Latour y la nueva imagen que nos

proporciona esta sobre la investigación y comprensión de la tecno-ciencia han ocupado buena parte de mis investigaciones sobre la teoría del actor-red, García Díaz (2007). Investigando desde la filo-sofía práctica de la ciencia si funcionaba un modelo normativo para

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la ciencia, encontraba que este autor denostaba los enfoques episte-mológicos precisamente porque anhelaban definir la ciencia correcta y deseable sin acudir a la investigación de su funcionamiento efecti-vo y la comprensión de cómo las prácticas científicas generan víncu-los sociales nuevos que transforman nuestra realidad y nos redefi-nen, (Callon y Latour, 1981). En cambio, Latour apuesta por una descripción normativizada de las buenas prácticas científicas. Estas últimas son, por lo demás, acordes con los criterios definitorios de la ciencia y la tecnología estudiadas desde un punto de vista dinámico, es decir, desde la acción tecnocientífica. Para esta tarea, Latour (2004b) se sirve del denominado “principio de falsificación” en la orientación que este recibe en las reflexiones de Stengers y Despret. El interés por una correcta descripción normativizada de nuestras prácticas de fabricación de hechos tecnocientíficos y también por los hechos culturales afecta especialmente a un tema que he investigado y que siempre he enfatizado en la obra de Latour, a saber, a la pro-fundización de reflexiones respecto de la realidad, la política y la epistemología. La pregunta acerca del “ser” y la investigación sobre la política y la epistemología han permitido a Latour (2005a, p. 17 y p. 41) romper definitivamente con las tesis de la modernidad y ca-nalizar la reflexión respecto de un método sobre la ciencia –la labor de la epistemología concebida por Latour como una guía de viaje– desde una perspectiva, según este autor, política. El “rol diplomático del científico social”, según Latour, es el que permite hablar de có-mo se está construyendo y remodelando nuestra ontología permi-tiendo, pues, una comprensión de la transformación de la realidad por la fuerza política de los nuevos hechos que se incorporan a nues-tra realidad. Retomando la función del antropólogo que se acerca a otras culturas, el científico social tiene la función política de descri-bir y presentar cómo se fabrican la naturaleza y la sociedad que han

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de ser comprendidas como dos formas particulares de organización pública (Latour, 1999b/2004, p. 87).

Pero no solo encontraba esta vía en el modelo normativizado de descripción de la tecnociencia, que permitía interpretar correcta-mente su realidad, como la de los hechos culturales construidos por los no-modernos y la sociedad (Latour, 1991a/1993 y 2005a). El compromiso con una denuncia del positivismo y del etnocentrismo, ajeno a los principios metodológicos de la teoría del actor-red y fundamentales para una formulación de las tesis filosóficas más idio-sincrásicas que Latour formula con independencia de los demás ex-ponentes de este modelo de estudio, han estado siempre en la base de su modelo no-aislacionista de interpretación de la tecnociencia; y este ha insuflado aire fresco a la filosofía de la ciencia –a pesar de que este autor (2005a, pp. 10-11) a veces se desprenda de un tal compromiso–. En este sentido, el positivismo, en su vertiente políti-ca, cabe entenderlo como un discurso legitimador del papel central de la ciencia y la tecnología en la justificación de modelos políticos –fundamentalmente de corte liberal–. También desde el positivismo se justifica que la ciencia y la tecnología sean herramientas, junto a otras, para de un lado reforzar el carácter público de las acciones po-líticas en las democracias occidentales y para, de otro, diseñar y ca-nalizar nuevas medidas políticas (Haldane y Russell, 1923/2005; Dewey, 1927/2004; Ezrahi, 1990; Collins y Evans, 2007).

Un revivir de este positivismo se encuentra en los modelos so-ciológicos centrados en una teoría de la pericia. Sus formuladores, Collins y Evans (2007, pp.10-11), apuestan, en síntesis, por una cla-sificación y categorización de la pericia de actores sociales, con inde-pendencia de su posición institucional, y establecen a partir de ellas principios de legitimidad para conocer, juzgar, valorar e interpretar las dimensiones técnicas y culturales de las controversias socio-

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técnicas. En efecto, con estos autores asistimos al nacimiento de un nuevo positivismo.

Frente a esta visión que ensalza el papel central de la ciencia y su valor instrumental en la vida política, se encuentran críticas virulen-tas lanzadas a la tecnociencia moderna. En este sentido, Vandana Shiva, activista ecologista y defensora del respeto del patrimonio na-tural, la biodiversidad y los modos tradicionales de explotación agrí-cola de la tierra, denuncia acaloradamente las injusticias y la vulne-ración de derechos a los que se ven sometidos los pueblos con mo-delos de saber plurales por la implantación de una agricultura bio-tecnológica. La ciencia moderna es colonialista, en la visión de esta autora, y desmantela los modos diferentes de saber en beneficio de una explotación agrícola, en este caso, científica. La ciencia occiden-tal no es el único modo de hacer ciencia para esta defensora de los derechos de las culturas y del respeto de la biodiversidad. Las bio-tecnologías, pues, aniquilan los modos de ciencia indígena reintro-duciendo divisiones entre naturaleza y cultura que no se reprodu-cen, en cambio, en esos modelos tradicionales del saber, condenados por lo demás a la extinción (Shiva, 1997/2001, p. 25 y p. 67). La-tour (2005a, p. 11) se encuentra en una posición diferente a la de la crítica hiriente y deconstructiva de Shiva hacia la ciencia moderna colonizadora. Pero tampoco cae en la categorización de los tipos de pericia con los que se podría explicar la comunicación y los canales de colaboración entre actores sociales heterogéneos implicados en una controversia tecnocientífica a través de la herramienta de la “ta-bla periódica de la pericia” de Collins y Evans (2007, p. 14).

La teoría del actor-red, con el rol diplomático que atribuye al científico social, permitiría investigar empíricamente las metafísicas que construyen los diferentes colectivos e interpretar cómo los posi-cionamientos de industrias tecnocientíficas, como Monsanto, y de los defensores de la ciencia indígena forman parte de un proceso que

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en la construcción de sus realidades se rige por los mismos meca-nismos de fabricación. Como todo se construye del mismo modo (i) presentarnos de manera diplomática, excluyendo la superioridad de los productos occidentales, es posible según Latour (1991a/1993 y 2004a). Asimismo, (ii) los colectivos gozan de igual validez en la de-fensa de sus reivindicaciones. Aunque pueda estar a favor de la se-gunda tesis, creo que es razonable mantener una dosis de escepti-cismo respecto de la primera afirmación.

Si no pensásemos que la tecnociencia tiene forma, modos de ha-cer política y que los colectivos pueden ser más o menos opresores o liberadores, en lo que se refiere a su constitución, o más o menos performativos, en lo que se refiere a las consecuencias prácticas que se derivan de su entrada en nuestra realidad, no podríamos reflexio-nar sobre cómo es el mundo que se está construyendo ni podríamos tampoco juzgar la fuerza transformadora o “fuerza política” de la tecnociencia. La vertiente política de la epistemología política de es-te autor, como se observa, consiste en la llamada a que sean los co-lectivos, en sus negociaciones, los que definan qué significa la opre-sión de la ciencia occidental a la ciencia indígena, qué relaciones en-tre estas serían las justas, qué lugar habría de quedar reservado para cada una, etc. Y el científico social interpretaría esta situación, sin anteponer un principio de intervención política. Ahora bien, ¿qué sentido tiene entonces que Latour reivindique la figura del investi-gador social como aquel que, comprometido con la crítica de la modernidad y defensa de la a-modernidad, ejerce una función nor-mativa interpretativa? ¿En qué canales, espacios o en qué contextos se establecen estas relaciones diplomáticas entre otras culturas y la occidental que está obligada, para asumir la a-modernidad según La-tour, de liberarse del lastre del etnocentrismo y el positivismo? ¿Ha-bría este de influir con sus resultados sobre la representación política y la descripción de controversias en las políticas efectivas? ¿Qué

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compromisos con la transformación de la realidad adquiere quien asuma este rol? ¿Cómo habría de valorarse su superioridad con res-pecto al rol intervencionista, que excluye Latour (2004c, p. 451) de sus propósitos, y frente al cual cobra fuerza la interpretación? Estas son algunas de las cuestiones que se tratarán en las secciones siguien-tes. El optimismo de Latour en la capacidad del investigador social de poder describir las relaciones diplomáticas que se establecen entre diferentes colectivos o cosmopolíticas será analizado también a la luz de una crítica basada en elementos pragmáticos presentes en su obra, lo cual se verá más adelante.

Pero no todo pueden ser críticas lanzadas contra la teoría de este autor. Las ventajas de la posición no aislacionista defendida por La-tour son varias. Me centraré, sin embargo, solo en dos. La primera es que la ciencia estudiada desde sus prácticas permite ir más allá de las tesis de la filosofía de la experimentación, que enfatiza el papel del laboratorio y el instrumental (Hacking, 1983/1997). La tecno-ciencia caracteriza y da forma a realidades centrales de nuestra cultu-ra y obliga a la filosofía de la ciencia a preguntarse, además de por cuestiones epistemológicas, por cuestiones ontológicas, morales y políticas. La segunda ventaja, derivada de la anterior, es que permite a la epistemología reformularse y enlazar con preguntas políticas desde una postura no positivista, es decir, una postura en la que la ciencia no sea concebida como la disciplina que establece qué son las cosas.

2. Democracia y diplomacia: la necesidad de una nueva elocuencia

Un modelo con el que guarda “un aire de familia” la propuesta de una democracia orientada a las cosas de Bruno Latour (2005b) es el de “democracia comunicativa” de Iris Young (1996). Esta filósofa política y feminista apuesta por este modelo inclusivo y lo presenta como una postura desde la que se superan las posiciones democráti-

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cas basadas en la teoría del interés y en el modelo deliberativo de Habermas. Una ventaja sustancial que ofrece esta propuesta comu-nicativa es que no presupone que un espacio democrático es, sin más, aquel en el que se dan cita todos los intereses individuales que son canalizados por procedimientos que permiten rastrear la opi-nión general o la mayoritaria en algún campo. La democracia no es el sistema de las mayorías expresado en un voto ni tampoco el re-cuento de voces individuales a favor o en contra de una decisión po-lítica. El modelo deliberativo, por otro lado, hace hincapié en el in-tercambio de ideas y argumentos respecto del bien común. En este se encuentra una mayor reflexión sobre el mundo en el que se quiere vivir y sus concepciones sobre justicia, libertades y procedimientos. Pero este segundo modelo se asienta en la presuposición de que ya hay un conjunto común de tesis compartidas sobre las cuestiones antes mencionadas y los procedimientos deliberativos solo servirían como mecanismo de revelación de “lo común”, generando una vi-sión positivista de la teoría política (Young, 1990, p. 3). Sin entrar a analizar las convenciones del discurso sobre las prácticas comunica-tivas para alcanzar consenso político entre todos los implicados, te-ma tratado por Young, sí me centraré en una cuestión controvertida presente en el modelo deliberativo respecto de la presuposición de que “lo común” y a fortiori el consenso moral y político son alcan-zables porque “lo común” es tanto punto de partida como de llega-da en la deliberación (Young, 1996, pp. 125-126). Este punto de vista implica consecuencias que excluyen las particularidades de las que no quieren prescindir los grupos heterogéneos y dinámicos con menor representación en la esfera democrática (Young, 1990, p. 47). La democracia comunicativa, pues, apunta a la necesidad de partir de la radical heterogeneidad en talla, aspiraciones, interpreta-ciones y relación con el mundo por parte de los colectivos para pos-tular que “lo común” que surja de las interacciones entre los grupos

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sea solo el punto de llegada. Los grupos que co-habitan en una de-mocracia, y que representan realidades plurales, han de poder con-trastar e intercambiar sus opiniones sobre sus diferencias, sus articu-laciones en términos de Latour. La unidad y “lo común” no han de entenderse como lo que subyace a las diferencias particulares de los grupos. Los colectivos y grupos diversos tienen, antes bien, una ne-cesidad de interdependencia mutua en la construcción de “lo co-mún”. Las realidades plurales, asimismo, han de respetar las diferen-cias de los demás, pues en el proyecto político de esta autora son los otros con quienes se han de acordar criterios y reglas respecto de la discusión justa, así como se han de buscar, deliberar y establecer procedimientos para la toma de decisiones políticas. Para ello han de forjar nuevos mecanismos de comunicación, argumenta Young (1996, pp. 130-133).

También en Latour (2005b) se encuentra esta idea bajo la forma concreta de la demanda de una “nueva elocuencia”. Preocupado este autor porque la investigación nos hable sobre cuál es la propia meta-física de los colectivos de actantes mediante la generación de un in-fralenguaje que canalice el discurso o metalenguaje de las propias realidades (Latour, 2005a, p. 49), aclama la adopción de una nueva retórica y una “nueva elocuencia” en política centrada en las “cosas”. La composición gradual de una realidad común en la que se negocie y acuerde el mundo en el que se quiere vivir requiere que se ponga de manifiesto que: (i) la pluralidad es el punto de partida y lo co-mún el de llegada. (ii) La realidad plural se debe entender desde los “pluriversos” o realidades plurales cuyo infralenguaje es explicitado por la investigación empírica. (iii) La composición de un mundo común se realiza desde la presentación a los demás de cómo nos unen las cosas tanto en el terreno intracultural, como en el intercul-tural. El rol diplomático del científico social es el que permitiría, tras haberse investigado los pluriversos, o cosmopolíticas, ponerlos

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en comunicación con otros pluriversos para que aflore la comunica-ción sobre sus diferencias. Si en Platón era el filósofo-rey, en virtud de su adquisición de conocimiento infalible sobre la realidad, el des-tinado a salvar del mal gobierno a la polis, en Latour es el filósofo-diplomático quien como resultado y consecuencia de sus investiga-ciones es capaz de hablar en nombre de las cosmopolíticas. El cientí-fico social o filósofo-diplomático no haría más que hablar en nom-bre de otra cosa, es decir, de la metafísica de las cosmopolíticas o pluriversos. No hay en esta descripción de la realidad una presencia activa del investigador, según Latour (1999b/2004, p. 106), más que en la selección de la realidad objeto de investigación. Así pues, la filosofía y la metafísica con Latour se vuelven empíricas y experi-mentales. Con la metafísica experimental se trata de investigar em-píricamente cómo se construye nuestra realidad para poder forjar así una nueva concepción filosófica sobre ella, que des-invente el dis-curso y metafísicas modernas (Latour, 1999b/2004, p. 256). Si bien Latour mantiene viva a la filosofía con sus reflexiones sobre el méto-do o la guía de viaje para estudiar la tecnociencia y el vínculo social, la filosofía, y esta es la segunda tesis que defiendo al respecto, pierde con este autor su carácter apriorista y la característica de ser una re-flexión de segundo orden para situarse en una vía de aprendizaje en el seno de la investigación empírica. La problematización sobre la realidad y el carácter crítico de la filosofía quedan relegados en este autor a los momentos fundacionales y programáticos de su método. Las conclusiones filosóficas y sus tesis metafísicas, políticas y mora-les están extraídas desde los resultados de la investigación. Las sus-tancias, o “lo que es”, la moral y la política están, según este autor, circulando en redes de actores. El científico social ocuparía, pues, el papel del filósofo-diplomático que traza una mirada hacia la realidad desde su sumergimiento en ella y no desde un punto de vista ex-terno, ajeno a las prácticas que configuran lo real. El método es lo

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radicalmente novedoso en su filosofía, como en los pragmatistas (James, 1907/2009, p. 51) y genera un nuevo temperamento, que en el caso de Latour se traduce en la ruptura con una concepción fi-ja y estática de la naturaleza que contrasta con las concepciones plu-rales de culturas. Latour se centra, en cambio, en las cosas que se fa-brican y nos unen, y en la defensa de que es necesario generar una “nueva elocuencia”.

3. El antiescepticismo como base del rol normativo del científico social.

Como paso previo a la reflexión sobre el rol normativo del cien-tífico social, voy a realizar una incursión breve en la herencia del pragmatismo en la obra de Latour. Ahora bien, el análisis que voy a presentar no supone solo una explicitación de la presencia del prag-matismo en la configuración del pensamiento de este autor, sino que permite, asimismo, adentrarse en algunos de los problemas que derivan de la epistemología de Latour. La primera cuestión referente a la herencia pragmatista que voy a tratar va a recibir un doble tra-tamiento. Considero que son dos las cuestiones que se entremezclan en la incorporación de elementos pragmáticos en la filosofía de La-tour. La primera apunta directamente a la inspiración que recibe el filósofo francés de tesis presentes en autores como William James y John Dewey. La segunda se centra en el pragmatismo en la filosofía del lenguaje, en lo que concierne al análisis de los actos de habla (speech act) (Austin, 1967/1991), en concreto en el potencial de la fuerza performativa que atribuye Latour a una nueva auto-comprensión cultural desde los presupuestos no-modernos de su teoría.

El pragmatismo hace referencia, por un lado, a las ideas del gru-po de intelectuales estadounidenses que publicaron y expusieron sus ideas en la primera mitad del siglo XX y que se caracterizan (Put-

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nam, 1994/1997, pp. 145-6) por defender un grupo de tesis que atañen a esferas epistemológicas y a la definición de la propia filoso-fía. En efecto, Latour (1999a, pp. 119-126) define su método como aquel que se opone a una explicación causal de las creencias y a una concepción de la ciencia de corte naturalista porque en estas hay problemas efectivos para relacionar los datos empíricos con los fac-tores naturales y socio-políticos que particularizan el contenido teó-rico de la verdad de las creencias sobre la naturaleza de las diferentes sociedades y culturas. Latour recupera así la crítica que lanzaba Ja-mes a los epistemólogos que tenían serios problemas para enlazar las palabras con el mundo, generando un reto que el intelectual francés caracteriza de salto mortale. En efecto, Latour reconoce poder hacer empíricamente lo que James realizó conceptualmente, a saber, unir las palabras con el mundo. Latour defiende que su teoría del actor-red es capaz de rastrear la fabricación de una realidad desde la des-cripción de las prácticas que han generado ins-cripciones sobre di-cha realidad. Su modelo, como es bien sabido, apuesta por un mo-delo de investigación de las prácticas que fabrican las realidades que sea realista y esté documentado. Latour es, como los pragmatistas, un antiescéptico. Su antiescepticismo se conjuga con una crítica a los elementos a priori en el plano del conocimiento y de la necesidad de la construcción de una realidad. Y, es bien sabido, Latour hereda la crítica al dualismo entre los hechos y los valores. Esta tesis impregna la crítica a la modernidad de Latour y permite la defensa de la hete-rogeneidad en la construcción de los hechos. El desplome de la opo-sición entre hechos y valores supone una ruptura con la idea de que existen esferas asociadas con los hechos, como la investigación cien-tífica o la lógica tecnológica, que se mantiene alejada y no contami-nada de las esferas asociadas con los valores y los intereses, como se ha interpretado a la realidad política, perteneciente a lo que emana de subjetivo en el polo humano y arrebata a lo no-humano la posi-

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bilidad de que sea tratado como actor político con capacidad de re-presentación. Desde esta perspectiva, el método aplicado por el cien-tífico social para describir la realidad atiende a toda la heterogenei-dad de elementos ontológicos y no depura esferas, sino antes bien resalta la interdependencia y mediación. Su postura no es, pues, ais-lacionista y con ella se extrae la consecuencia positiva de que el es-tudio y reflexión sobre la tecnociencia no es asequible desde un úni-co enfoque formal, técnico o crítico.

Ahora bien, la última tesis referente a la idea de que la filosofía es práctica encuentra una menor repercusión directa en la obra de Latour en lo que se refiere a la necesidad de comprometerse con proyectos políticos que difieran de la interpretación de nuestro mundo y que, sin embargo, analicen el contenido moral de las creencias que sostenemos, como sí queda claro en el pragmatismo (Dewey, 1908b/2000, p. 163). El rol normativo del científico social pone de manifiesto esta carencia de consecuencias prácticas abogan-do por la interpretación nueva de la realidad. En el pensamiento la-touriano basta con mostrar e interpretar lo que hay. No hay exigen-cia de una reflexión sobre esa moral vivida y encarnada; tampoco se reconoce que la heterogeneidad de la opinión pública supone ya una demanda de intervención al reclamar discusión y escrutinio respecto de las prácticas sociales (Young, 1990, p. 120). Latour no es claro a este respecto; el proyecto político del investigador social, con una función de filósofo-diplomático, consiste en ofrecer interpretaciones sobre la realidad y las controversias que dan lugar a su fabricación. Esto permitiría una apertura al escrutinio público (Latour, 2005a, p. 257), aunque cuesta trabajo discernir qué entiende Latour por es-crutinio público, si reflexión particular, reflexión desde la a-modernidad, reflexión pública en la calle o en instituciones.

Hay algo más y de mayor calado en el pragmatismo presente en el modelo epistemológico, ontológico y político de la sociología del

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actor-red que rebasan las tesis anteriores. El primero de estos ele-mentos, la ruptura de los dualismos presentes en el pensamiento moderno enlaza con un posicionamiento pluralista y en una nueva defensa de un empirismo acorde con el pluralismo. Así, pluralismo ontológico y “segundo empirismo” (Latour, 1999b/2004, p. 59 y 2005a, pp. 115-116) son dos principios del legado de William Ja-mes (1909/2009) presentes en Latour. El segundo empirismo es la fórmula con la que Latour interpreta sus investigaciones sobre las prácticas que construyen nuestra realidad y las controversias a las que tienen que hacer frente diversos grupos y actores sociales y polí-ticos, especializados y no-especializados, así como los científicos so-ciales que trazan el mapa de dichas controversias socio-técnicas. El segundo empirismo libera los hechos científicos de su encasillamien-to en una realidad objetiva y des-historizada. Desde el primer empi-rismo, presente en el pensamiento moderno, en cambio, los hechos “descubiertos” o “fabricados exitosamente” en el laboratorio aterri-zaban en una realidad temporal y mediada por las esferas simbólicas de la cultura y la gestión política de la realidad. Ahora bien, este se-gundo empirismo, caracterizado por Latour como “objetivo”, “real”, “más vivo”, “expresivo”, “activo” y “plural” (Latour, 2005a, p. 115), retoma la definición de James (1909/2009, p. 43 y p.79) de “empi-rismo radical” según el cual nada hay en el mundo, desde una con-cepción pluralista, que sea estático y que no esté en cierto sentido conectado con otras partes del mundo. El pragmatismo se considera a sí mismo como una doctrina que amplía el empirismo al insistir más en los fenómenos consecuentes a la acción y a sus posibilidades (Dewey, 1908a/2000, p. 94 y James, 1907/2009, p. 51). Latour también comparte la tesis de que lo real es lo que es capaz de trans-formar una realidad. Para este autor, los colectivos son los que tie-nen agencia –y no solo los elementos humanos que los conforman–. Las cosas, asimismo, tienen capacidad de representación y no solo

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son portavoces legítimos los actores humanos que ocupan puestos políticos en las instituciones reconocidas por los sistemas políticos (Latour, 1999b/2004, p. 101).

De aquí arranca mi primera crítica a la función atribuida por La-tour al científico social respecto de la representación de la realidad. En efecto, para Latour (1991b), la ciencia política podría verse enri-quecida con el modelo de representación que propone la teoría del actor-red y con este, además, se caminaría hacia un sistema demo-crático en el que se estimen en su justa medida a todos los que parti-cipen en la construcción, estabilización y funcionamiento de un co-lectivo, por un lado, y a todos los colectivos o realidades plurales que pueblan la ontología y que, definidos como cosmopolíticas (2004c), poseen el derecho legítimo, en la visión latouriana, de ser partícipes en la negociación respecto del mundo común en el que se quiere vivir.

Esto nos lleva a analizar algunos serios problemas que se derivan de los presupuestos del método. El primero de ellos lo enuncio con la fórmula según la cual, para Latour, y para quienes acojan la teoría del actor-red, la realidad está dada. Esto no significa que pre-exista a la investigación con la que se certifica su existencia y por esta lectu-ra, derivada del “realismo-constructivismo”, Latour ha despertado vivas polémicas (García Díaz, 2011, pp. 230-231). En efecto, La-tour no es un escéptico y la realidad parece que es solo interpretable, comprensible y describible desde los principios de su teoría y desde los resultados de sus investigaciones. Dos son los problemas que aquí pueden vislumbrarse: en primer lugar, la exclusión de la con-tingencia en el proceso descriptivo de la constitución de la realidad. El segundo empirismo es objetivo y real; no es un constructo ni es fruto de un “conocimiento situado”, (Haraway, 1991/1995). Tam-poco problematiza la función del investigador social como genera-dor del discurso por el que habla de la realidad (Callén, Domènech,

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López, Rodríguez, Sánchez Criado y Tirado, 2011, p. 9). En cam-bio, el empirismo de Latour es “plural”. La pluralidad parece afectar no al modo de conocer y describir la realidad. La pluralidad alude al hecho de que no hay una realidad, sino múltiples realidades. En este sentido, desde la teoría del actor-red de Latour, la correcta descrip-ción de cada realidad es la que revela su heterogeneidad con respecto a cualquier otra. Ahora bien, ¿por qué no admitir que el rol diplo-mático del investigador social, que solo permite hablar de una opi-nión pública a la base de cada realidad, debería abrirse a una opi-nión pública en plural que atañería a cada realidad particular y a la pluralidad de realidades?

La descripción única de las realidades plurales revela una com-prensión de la representación que implica solo hablar en nombre de otro (Latour, 1999b/2004, p. 106), del colectivo, pero no supone preguntar al colectivo qué mensaje les gustaría que fuese transmitido ni qué mediaciones que se dan en el seno de los colectivos estiman sus componentes que podrían ser cambiadas y estas tareas también consistirían en la descripción de lo que podría denominarse los in-fradiscursos de los colectivos. En filosofía política, en concreto en las reflexiones sobre el multiculturalismo y la composición de los gru-pos culturales, se habla con frecuencia de evitar la idea de que los grupos en su interior son homogéneos y que por tanto los represen-tantes de dichos grupos mantienen reivindicaciones que gozan de aceptación total, sin resistencia ni recelos, por parte de todos los miembros del grupo (Benhabib, 2002/2006, Kymlicka, 1996). Esta visión estática solo sirve para polarizar la realidad sin reflexionar so-bre cómo la identidad implica la alteridad, cómo las afinidades cul-turales y la auto-adscripción no implican la adhesión a un modelo estático de realidad en el que reina una armonía ni una participa-ción en todos los objetivos de los que hablan los portavoces o repre-sentantes de tales grupos.

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Latour, en cambio, es antiescéptico, en el sentido descrito al inicio de esta sección. Para él la realidad se construye mediante prác-ticas, pero la realidad está “dada” en el sentido de que el método no construye el objeto de estudio y, por lo tanto, lo investigado existe desde su fabricación en el laboratorio. No hay problema para este autor en cartografiar una realidad que revela, vía investigaciones con el modelo de la teoría del actor-red, una “armonía post-establecida” (1984/2001, p. 251). Como en el pragmatismo de Dewey (1908b/2000, p. 161), el estudio en tanto que conocimiento tendrá asimismo repercusiones prácticas: no solo hablará sobre las bases materiales de nuestro sistema cultural, sino también podrá ser por-tavoz y representante de la realidad desde una perspectiva no-moderna. El antiescepticismo y su creencia en la posibilidad de cap-tar la pluralidad de la realidad hace que Latour deambule por derro-teros que le llevan en ocasiones a defender posiciones optimistas respecto del poder representar de otro modo a nuestra ontología.

Por último, la mayor preocupación desde el punto de vista inte-lectual que me suscita la teoría del actor-red está relacionada con su falta de compromiso efectivo con el mundo que ha de ser investiga-do, interpretado y presentado a otras culturas. Pero una de las causas por las que se legitima esta falta de compromiso está relacionada con una deficiente concepción de la función histórica en la concepción metafísica del autor. Mi análisis parte de una contraposición entre las tesis de Michel Callon y Latour, se centra en la deficiente con-cepción del tiempo y la historia, explora una alternativa a la lectura optimista de Latour respecto del rol del científico social y se decanta por un “compromiso con la realidad” desde un modelo de filosofía política de la ciencia en vez del modelo de “especulación por el mundo” que atribuye Stengers (2002) a Latour.

Las investigaciones que tratan de contraponer una mejor inter-pretación a una intervención en el mundo se desentienden de la bús-

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queda de cauces para posibles transformaciones de una realidad en la que los desbordamientos (Callon, Lascoumes y Barthe, 2001, pp. 321-325) son concebidos como las situaciones derivadas de las con-troversias socio-técnicas. Dichos desbordamientos exigen algo más que una cartografía de cómo han sido producidos; demandan me-canismos de actuación e investigación nuevos basados en un apren-dizaje y reflexión conjuntos por parte de actores legos y expertos con los que: (i) enriquecer y mejorar la práctica tecno-científica; (ii) po-tenciar una democracia dialógica y técnica; (iii) en síntesis, hacer una mejor ciencia y una mejor política. Las tesis epistemológicas de La-tour, inspiradoras de este proyecto normativo-intervencionista, no comparten esta búsqueda de una mejor ciencia. Asimismo, los pun-tos de fricción entre los estudios de la ciencia y la ciencia política se entienden como el ofrecimiento de datos sobre la composición y funcionamiento de la realidad y la explicitación de la opinión públi-ca desde la investigación llevada a cabo por el método de la teoría del actor-red. Los principios de “representatividad política” y de inter-pretación de la realidad cobran sentido desde los estudios empíricos de “metafísica experimental”. Con estos no se pretende señalar que hay formas de hacer política ajenas a los canales institucionales, co-mo se defiende desde la noción de “subpolíticas” de U. Beck (1997/1998, p. 118). Antes bien, se trataría de reconocer que hacer proliferar interpretaciones sobre la realidad consiste en una especula-ción a favor del mundo (Stengers, 2002, pp. 321-325).

Sin embargo, la insistencia de Latour en las controversias a las que el investigador social tiene que hacer frente para llevar a cabo sus estudios sobre la fabricación de los colectivos proporciona, por un lado, una imagen constructivista de la realidad que choca, sin embargo, con el realismo que se atribuye a las investigaciones que confieren, por lo demás, mayor estabilidad y fuerza a la red de acto-res estudiada. En estos estudios se enfatiza el carácter heterogéneo de

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la realidad, pero se desliga a esta última de articulaciones previas que se mantenían con otras realidades –no científicas o no descritas por la metodología de las asociaciones–. El método no compara diferen-tes construcciones de realidades afines. La teoría del actor-red, en es-te sentido, no es sensible a la investigación de “opiniones públicas heterogéneas” en el sentido que comento. Esto, en cambio, permiti-ría: (i) hacer una lectura crítica de qué relaciones ha mantenido la tecnociencia moderna con “el estado de cosas” anterior a su irrup-ción. De este modo, se observaría que los estudios de Pasteur en las colonias muestran una composición híbrida de la realidad y una construcción de la misma en el laboratorio. Pero también podría haber una opinión pública diferente de esta que hablaría de la sub-sunción de prácticas locales de lucha contra la malaria en prácticas tecnocientíficas mediante mecanismos de imposición de políticas higienistas procedentes de la metrópolis (Latour, 1984/2001). (ii) Esto traería como consecuencia positiva la profundización en la tesis pluralista que hereda Latour de los pragmatistas, pues, en palabras de James: “(…) Cada parte del mundo está de algún modo conecta-da, en otros modos no conectada con otras partes” ( James, 1909, p. 79). Este proyecto caminaría en la investigación y evaluación de cómo nos hemos unido con nuestras cosas en nuestro legado tecno-científico al tiempo que mostraría cómo este legado se ha relaciona-do con otras prácticas anteriores que se han transformado, asimila-do, subsumido o aniquilado. (iii) Este proyecto matizaría el sesgo positivista presente en Latour para quien es más real lo certificado mediante una investigación sobre su fabricación experimental en el laboratorio y lo investigado por la metafísica experimental ya que con estos estudios se confiere fuerza y duración, aunque no materia-lidad, a la realidad.

Por último, la concepción pragmática de la teoría de los actos de habla se hace un hueco en el pensamiento de Latour. Esto se observa

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en la idea de que la representación política consiste en hablar en nombre de otros y que la cartografía de las redes permite compren-der cómo las asociaciones entre actores y sus mediaciones permiten tales efectos. Así pues, la teoría del actor-red es el estudio de las condiciones que permiten unos ciertos efectos de la realidad. Por otro lado, y en consonancia con lo anterior, el científico social tiene la capacidad de presentarnos desde el discurso de las prácticas por las que se construye nuestra realidad y, de este modo, es capaz de iniciar una relación diplomática con otras culturas que, cabe esperar, suponga el entrelazamiento de colectivos plurales y enfrentados por sus discrepancias. Para Latour (2004a): “Si siempre hemos sido dife-rentes de lo que pensábamos ser, el contraste que siempre hemos supuesto con “los otros” puede cambiar y, por tanto, podemos pre-sentarnos de nuevo al resto del mundo, de un modo algo diferente”. La tarea pendiente es la de comprender qué cosas son pertenecientes a nuestro legado para poder entablar nuevas relaciones desde este enraizamiento con lo que nos une como europeos u occidentales. En palabras del autor: “Cuáles son los seres que hacen vivir a los eu-ropeos de modo que estos podrían decir: ‘si no tenemos acceso a ellos, nos morimos’” (Latour, 2004a). El científico social interviene en el mundo, así, con la producción de un nuevo conocimiento res-pecto de quiénes somos desde una perspectiva no-moderna y no in-terpreta nuestro pasado, sino confía en que esta nueva auto-comprensión genere relaciones nuevas, basadas en la negociación y en la diplomacia. La pregunta que se abre a continuación es si es po-sible, solo con nuevas investigaciones y con la generación de una nueva elocuencia, instaurar una nueva democracia orientada a los objetos. Acompaña a este interrogante otro respecto de si, en el caso de que fuese posible, al menos en el terreno intelectual, fraguar una tal democracia, sería suficiente para cambiar y transformar las rela-ciones entre los grupos intra e interculturales en conflicto. Los in-

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tereses de Latour no van a caminar por esta senda, pero sí los de la filosofía política y los de la filosofía política de la ciencia, como se pone de relieve con estas críticas lanzadas a Latour.

4. Conclusiones

Tres son, pues, las conclusiones que extraigo de esta incursión en el proyecto latouriano. En primer lugar, la filosofía desempeña un triple papel para este autor. Gracias a esta actividad se reflexiona sobre el método, sobre los resultados de las investigaciones y se bos-queja un diseño político de representación de la realidad. En este sentido, el método pone de relieve que la investigación revela el in-fralenguaje de las realidades estudiadas. El científico social actúa como intérprete del infradiscurso de los actores que componen cada colectivo. Sobre la base de esta nueva lectura de las cosas se erige una nueva representación de la realidad y se reclama una ruptura con la auto-comprensión cultural desde la perspectiva de la moder-nidad. Para ello, como señala Latour, es preciso investigar el infra-lenguaje de dichas realidades sin postular una intervención en la composición, organización y funcionamiento de los colectivos. Así pues, el infralenguaje que generan las investigaciones basadas en el método de la teoría del actor-red nos dibuja a un científico social que hace proliferar con su trabajo la propia metafísica de dichos colecti-vos. Pero este infralenguaje ni reflexiona sobre si puede haber más de un infradiscurso, pues solo atañe a los ensamblajes, instituciones, he-chos o grupos constituidos, ni problematiza, como recogen Callén, Domènech, López, Rodríguez, Giralt, Sánchez Criado y Tirado (2011, p. 9), basándose en la reflexión de Strathern, la participación del investigador en el discurso sobre la realidad investigada.

En segundo lugar, la triple función de la filosofía en Latour ado-lece de repercusión práctica en el sentido pragmatista (Dewey, 1908a/2000). Esta característica se acompaña de una gran confianza

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en la capacidad de presentar los resultados de las investigaciones lle-vadas a cabo por la metafísica experimental de la teoría del actor-red. Si bien se observan coincidencias en el modelo político demo-crático que reclaman desde enfoques bien diversos Latour y Young, las diferencias entre sus respectivas defensas de la democracia arran-can del modo en el que estos autores entienden la función normati-va y del modo en que se conciben los grupos, colectivos o ensambla-jes. Con respecto a la función normativa, la filosofía política no du-da en la necesidad de intervenir en la realidad y reorganizarla con-forme a criterios que permitan el fomento de relaciones entre los grupos más justas. El compromiso con una democracia dialógica de Callon, Lascoumes y Barthe (2001) también camina en esta direc-ción en lo que respecta a la práctica científica en los casos de desbor-damientos. Sin embargo, la teoría del actor-red postula una figura del filósofo-diplomático que consiga representar a los diferentes grupos o colectivos y que dibuje una escena en el que diluciden y negocien respecto de cuál es el mundo en el que quieren vivir.

Por otro lado, en lo que atañe al modo de concebir a los grupos, se observa que la teoría del actor-red permite el estudio empírico de las diferentes realidades que pueblan la ontología. No obstante, el compromiso de Latour con la pluralidad en la comprensión de la realidad, procedente de la herencia pragmatista, contrasta con la fal-ta de apreciación de que en el seno de las realidades plurales mismas también hay una heterogeneidad en lo que respecta a la interpreta-ción de las reivindicaciones, objetivos, presupuestos y planes de ac-ción de los grupos, lo que he denominado los infradiscursos. Los teó-ricos del multiculturalismo en filosofía política sí son sensibles a este hecho (Kymlicka, 1996 y Benhabib, 2002/2006). De aquí se deri-van dos conclusiones: la primera es que la noción de “opinión pú-blica” en Latour está concebida en singular. Cada colectivo o grupo es una “opinión pública” que es descrita a través de su infralenguaje

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y presentada por el científico social. La segunda apunta al hecho de que no hay lugar para la discrepancia en los infradiscursos desde la teoría del actor-red. Parece no haber cabida, pues, para “opiniones públicas plurales” incluso de una misma realidad. El potencial críti-co que se pierde con esta imposibilidad teórica es la última de las consecuencias que se analiza en estas conclusiones.

Finalmente, la especulación por el mundo, de la que habla Sten-gers (2002), ajena a la transformación de este, no es el único pro-blema en el seno de la obra latouriana pero sí es destacable en rela-ción con el interés del autor de crear mecanismos políticos diplomá-ticos de relación de los grupos, ensamblajes y entidades diferentes de nuestra realidad. Atentos con sus estudios a “válvulas”, “trazados pe-riurbanos”, “alcaldes”, “ingenieros” y otros actores, nos vemos remi-tidos a un plano de reflexión abstracta posterior sin abordar la tarea de pensar en qué mundo se quiere vivir, como sí se realiza desde la filosofía política. Una de las causas fundamentales para este hecho podría explicarse por los refuerzos mutuos que se observan entre el antiescepticismo de la concepción epistemológica de Latour y el escep-ticismo respecto de cómo llevar a cabo empíricamente una negocia-ción sobre el mundo que se quiere construir. Otra causa analizada atañe a la epistemología y la metafísica de Latour y a su deficiente concepción de la historicidad de las realidades.

El potencial crítico que se pierde desde la perspectiva de Latour es inestimable. Desde la epistemología política de la teoría del actor-red se relega al silencio la reflexión sobre cómo mediar entre las opi-niones públicas plurales y también se desatiende el análisis sobre qué instituciones, nuevas prácticas, espacios públicos o foros serían los más deseables para poder llevar a cabo estas mediaciones que darían como resultado la construcción del mundo común para la plurali-dad de realidades descritas por la ciencia social. Los principios de la convivencia, las prácticas deseables y los requisitos para que interac-

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cionen los mundos plurales no remiten a un proyecto diseñado a priori, ajeno al funcionamiento de la realidad ni fundamentado so-bre la base de elementos racionales. Pero sí demanda lo anterior una reflexión sobre la política. El antiescepticismo en el que se asienta la epistemología política de Latour excluye como se ha visto, de un la-do, la contingencia en el proceso de descripción de la estabilización de las realidades pues la realidad, como se ha visto, está dada. De otro lado, el antiescepticismo trata de ahogar a la filosofía política. Solo desde esta perspectiva se puede entender el escepticismo y de-sencanto que subyacen a la teoría de Latour respecto de qué hacer una vez que se hayan trazado las controversias, como la que enfren-tan al modelo de ciencia indígena y de ciencia colonizadora (Shiva, 1997/2001), y se hayan confrontado con otras. Valdría la pena, te-niendo en cuenta esta situación, tratar de recuperar el carácter prác-tico de la filosofía, como ya se defendía desde el pragmatismo, para lo que habría que partir del presupuesto de que nunca una episte-mología política puede por sí misma y con independencia de la filo-sofía, la teoría, las ciencias políticas y las prácticas políticas repensar las relaciones entre los grupos, colectivo o realidades plurales. Esto supondría, finalmente, rescatar una función para la filosofía ajena a las funciones presentes en el cuerpo filosófico de Latour y exigir, como se ha tratado en las páginas anteriores, de comprometer aún más a la ciencia social con la tesis del pluralismo.

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Aportes y límites de la cosmopolítica en la Teoría del Actor-Red Yann Bona Beauvois y Salvador Iván Rodríguez Preciado

1. Introducción

Me atrevería a decir que el nombre para la política del futuro es cla-ramente el de cosmopolíticas, no en el sentido banal de un ser cosmopo-lita (culturalmente diverso e internacional) pero en el sentido de ser una política del cosmos, esto es, de una “buena disposición” de la gente y las cosas.

Bruno Latour (2007, p. 31, traducción propia)

La teoría del actor-red (ANT)1 es una teoría prolija en concep-tos. Sirvan como ejemplos la delegación técnica, el script, el centro de cálculo, los portavoces, los mediadores, o la idea misma de actor-red. Sin embargo, también es una teoría que importa nociones ori-ginadas fuera o en los márgenes de la misma. En este sentido, po-demos encontrar conceptos de autores como Michel Serres (quasi-objeto, colectivo, traducción), Deleuze (agenciamiento), Denis Di-derot (red), Gabriel Tarde (difusión de las innovaciones), que son ampliamente utilizados o reconocidos en las descripciones del mun-do que ofrece la ANT. Una de las incorporaciones que ha ganado relevancia a lo largo de los años, por lo menos para Bruno Latour

1 Aunque la noción de teoría del actor-red puede usar el acrónimo TAR para la len-gua castellana, preferimos adherirnos al acrónimo inglés ANT (Actor-Network Theory) por ser el más utilizado en la literatura académica sobre el tema y porque pensamos que, de existir una marca registrada (esperemos que no), esta sería ANT y no TAR. Creemos, por lo tanto, que queda más claro o parsimonioso referirnos a la ANT.

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(1999, 2002, 2004, 2006), es la idea de cosmopolítica tal como la concibe Isabelle Stengers (1997, 2002, 2005, 2006).

En este capítulo nos detendremos a analizar los aportes y límites de la misma. Argumentaremos que la noción de Stengers, si se la toma en serio, introduce un giro que permite abandonar un poco la descripción de las asociaciones (tanto la descripción de lo que circu-la en ellas como de los mecanismos que las mantienen unidas) y acercarse más a la puesta en riesgo de las mismas. Es decir, introduce una preocupación por el devenir de las asociaciones.

Para acometer nuestro fin, introduciremos el texto con una am-plia explicación de la propuesta cosmopolítica de Stengers y, a partir de ella, detallaremos las interferencias que ésta puede producir en la ANT. Nos interesa la noción de cosmopolítica porque, no siendo propiamente parte de la ANT, encaja, es defendida y sirve de apoyo a sus impulsores. Nuestra preocupación se centra específicamente en el modo en el que ésta es encajada en el repertorio ANT. Sostene-mos que la noción de cosmopolítica es una noción especulativa (que piensa un modo de existencia que no es visible o actual) en el seno de una teoría eminentemente descriptiva como la ANT (que vuelve visible aquello que actúa y conforma el mundo en el que vivimos, ofrece descripciones seguras, rastrea asociaciones). En esa medida, también nos preocupamos por las (in)diferencias de la ANT por las exclusiones de sus asociaciones. Hemos puesto el acento en el pro-blema de los límites junto con un toque de atención por aquello a lo que se está contribuyendo a alimentar o dejar morir al practicar la ANT.

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2. Primeras definiciones de la noción de cosmopolítica

Cosmopolíticas2 (1997) es una colección de siete pequeños ensa-yos en los que se analizan las prácticas de la ciencia moderna y con-temporánea. En ellos, Isabelle Stengers formula una primera pre-gunta: ¿Cómo nos obligan las ciencias a concebir el mundo? Y es a partir de aquí que tratará de desarmar una premisa. A saber, que la ciencia sólo puede avanzar en la medida que reclama para sí el privi-legio de un acceso verdadero a la realidad. ¿Podemos pensar una práctica científica que, sin renunciar a las pasiones del saber que la impulsan, no resulte tan beligerante con las prácticas no-científicas? Con esta finalidad, Stengers (1997) argumenta que la práctica cien-tífica introduce una distinción entre sus propios quehaceres y el res-to de afirmaciones sobre el mundo, quedando relegadas, éstas últi-mas, al estatus de creencias o supersticiones. Ahora bien, en un sen-tido más operativo pero también más estructural, la cosmopolítica describe la acción necesaria para considerar seriamente al otro de la ciencia moderna, y por tanto, implica un tercer elemento: la diplo-macia. En esta tesitura, el otro de la ciencia moderna, las creencias o supersticiones, son aquel conocimiento que carece de los fundamen-tos necesarios para alcanzar la verdad objetiva, aquel que es incapaz de describir el mundo tal como es y ofrece, en cambio, una repre-sentación distorsionada o ilusoria del mismo.

En este sentido, la cosmopolítica también es una apuesta por ejercer una política mediante la cual poder conocer y considerar las exigencias y obligaciones que pone en juego la práctica científica frente a aquellas prácticas que no pueden considerarse como tales. De hecho, sin este espejo en el que reflejarse, la ciencia (moderna)

2 Isabel Stengers mantiene el uso del término en plural; cosmopoliticas. Alegando que no hay un sólo modo o proceso cosmopolítico. En cualquier caso, para facilitar la lec-tura del texto, mantendremos su uso en singular “cosmopolítica”.

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no sería lo que es. Pero por otro lado, y por extraño que pudiera pa-recer, la especificidad atribuida a la práctica científica en nuestros días, no la aleja tanto de otras prácticas cotidianas. Es decir, las pre-siones por publicar en revistas de impacto, el satisfacer unos plazos curriculares o competir con otros laboratorios forma parte de lo que se conoce como la “big science” y que, en términos muy generales, podríamos arriesgarnos a decir que comparte un aire de familia con todos los procesos que pueden vincularse a una lógica capitalista ta-les como lo pueden ser el cultivo del tomate en Marruecos o la pla-nificación de las reformas universitarias en Francia. También esos procesos, no necesariamente científicos per-se, se ven afectados por presiones a encajar en un modelo que bien podemos llamar capita-lista (o al menos, eso da a entender Stengers (1997, p. 9) en el pri-mero de los ensayos que ofrece titulado Pasiones científicas).

Así, la ciencia no opera aislada del mundo. Al contrario. Partici-pa junto a una amalgama de relaciones que la afectan (i.e. jurídica-mente con prohibición de experimentar con células madre o eco-nómicamente con recortes o aumentos presupuestarios) y a las que, ella también, afecta (todo lo que, en nombre de la ciencia, puede hacerse sobre otros terrenos no necesariamente científicos; i.e. apli-car el saber psiquiátrico en decisiones jurídicas sobre la intencionali-dad de una persona al cometer un delito). Es justamente por este motivo, el de considerar las prácticas colindantes como extensivas a la práctica científica, que Stengers puede hablar de una “ecología de las prácticas”. La ciencia forma parte de un ecosistema, intercambia y se nutre de otras prácticas. De allí que el término cosmos, en cos-mopolítica, aluda a la configuración relativamente estable y organi-zada de esas distintas prácticas (comunidades de prácticas). El cosmos es una fuerza organizadora. Junta, aglutina, dispone el mundo de un modo particular, lo aprehende. En otras palabras, organiza un modo de existencia en el que pueden coexistir singularidades tales que, ca-

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da una de ellas, siendo extremadamente distintas, puede vivir sin re-nunciar a las características que la definen. Un cosmos no es un uni-verso plagado de organismos o mónadas incomunicadas entre sí.

La política, en cambio, es la negociación necesaria ante la pre-sencia de visiones divergentes para poder resolver o entender asuntos que entrañan una preocupación común para hacerlas coexistir en un cosmos. Es precisamente ésta negociación la que va a interesar a la ANT, dado que en el ámbito de los estudios sobre ciencia, tecnolo-gía y sociedad, es común referirse a las controversias como aquellos debates que surgen en relación a alguna innovación técnica, científi-ca o política de la que aún no se conocen con precisión sus efectos o de la que aún no se ha logrado generar un consenso acerca de los mismos. (i.e. los peligros de internet, el calentamiento global, la adopción del Euro...). La cosmopolítica ofrecería un nuevo vocabu-lario para pensar la resolución de las controversias.

Un vocabulario que se diferencia de ciertas teorías políticas del consenso afines a la teoría de la acción comunicativa de Habermas (1987) en tanto que no permite, no asume que los interlocutores, previa resolución a la discrepancia, deban compartir un lenguaje común o ni tan sólo conocer la “verdad” del asunto que están tra-tando. Se diferencia, por lo tanto, en que rechaza la idea según la cual habría múltiples puntos de vista pero, sin embargo, todos per-tenecerían a una sola naturaleza. Pues, como ya hemos dicho, la cosmopolítica no implica una renuncia a aquello que nos hace sin-gulares, no implica reconocer un error de apreciación sobre el modo en que llevamos a cabo nuestra existencia. Implica, eso sí, inventar o crear un nuevo modo de asociarse del que desconocemos previa-mente las reglas del juego. Para conocer los demonios que habitan en el interior del concepto de cosmopolítica, veremos ahora como encaja con la ANT.

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En un primer momento, la noción de cosmopolítica surge para llamar la atención acerca de la necesidad de los científicos de tomar seriamente las configuraciones y asociaciones entre entidades diver-sas realizadas por otros grupos, otras alianzas, que no ofrecen un producto que pueda calificarse, propiamente, de científico, pero que aún así, producen efectos válidos para las personas que usan esas asociaciones. En otras palabras, Isabelle Stengers (1997) dedica el propósito de uno de los siete ensayos a “acabar con la tolerancia”. En este ensayo, Stengers alude a una tolerancia que supone una en-fermedad para la ciencia, es decir, que tolera a los otros en tanto que presentan una opinión y una práctica distinta a la de la ciencia posi-tiva. Que los tolera, pero que no los toma en serio. Pero ¿qué quiere decir exactamente que no los toma en serio?

Para ilustrar este punto, nos referiremos a un ejemplo cinemato-gráfico esperando que ayude en su comprensión. Bien, en la conoci-da película de “El exorcista” dirigida por William Friedkin en 1973, se narra la historia de una niña de 12 años que, de repente, presenta una serie de síntomas físicos y psíquicos que no logran hallar, en el saber médico, ni una explicación, ni una cura o remedio. Todo hace pensar que la niña está poseída por el diablo. En una de las escenas de la película, Reagan, la niña, es auscultada y examinada intensa-mente por el aparataje médico y psiquiátrico en un hospital, rodea-da de especialistas. La madre, visiblemente preocupada y desespera-da por no poder nombrar el mal de su hija, les pregunta “¿cómo es posible que los mejores especialistas no puedan decirme que le pasa a mi hija?” Acto seguido, uno de los médicos apunta a una posible solución a los tormentos de su endemoniada hija: practicar un exor-cismo. Y alegando razones de fe, agrega, “...en determinadas ocasio-nes funciona; pero claro, no por lo que ellos creen...”. Es decir, la opción de practicar un exorcismo es tolerada por la ciencia médica. Se tolera que haya gente, pacientes, que crean que “eso” puede cu-

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rarlos (a la espera que la ciencia médica halle una solución). Pero lo que no se tolera, lo que no se enseñará en los libros de medicina, es que la ciencia es incapaz de hallar un remedio (con muchos estu-dios, ensayos...) o, más precisamente, que haya otro conocimiento explicativo de los fenómenos que ocurren en el mundo en relación a la salud o enfermedad que sea válido, certero, útil y no sea el de la ciencia (nos referimos a una idea de ciencia positiva). Cosmopolíti-ca, es entonces un ejercicio para llamar la atención sobre el hecho que los médicos no pueden reclamar para sí la salud del hombre. Es decir, la operación que se quiere evitar es la compartición del mun-do en esferas donde sólo los científicos deben hablar de ciencia, sólo los políticos de política y sólo los antropólogos del hombre. Según Stengers; “Cuidado, nadie de nosotros tiene el derecho de represen-tar a la “especie humana. O de definir para todos aquello que perte-nece al orden del fin y aquello que pertenece al orden de los me-dios” (Stengers, 2002, p. 28, traducción propia).

Un ejemplo menos ficticio, pero que tiene resonancias con el an-terior, es el caso de ciertas enfermedades psicosomáticas en las que, a pesar de desconocer la causa de la enfermedad y, por extensión, el motivo de su curación, los médicos siguen tratándolas como si fue-ran un objeto más de su práctica médica. Los médicos son aquellos que son capaces de hablar en nombre de las enfermedades psicoso-máticas y proponer que sean ellos la autoridad competente para ha-cerse cargo de las mismas. Los conflictos aparecen cuando son otras voces las que reclaman una posición de autoridad similar. Tal como nos recuerda Mónica Greco (2004), un derecho a la salud no sólo tiene que ver con que los médicos tengan mayores recursos o que haya más centros sanitarios sino que tiene que ver con: “reclamar un lugar para la autoridad de otras voces en la definición de las posibi-lidades que es preciso tomar en cuenta” (Greco, 2004, p.2, traduc-ción propia).

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Podemos aventurar entonces que los problemas surgen cuando “el otro”; el otro de la medicina, de la ciencia, de la física... se acer-ca. Pero también el otro en un sentido antropológico fuerte. Según el filósofo Slavoj Zizek, hay que terminar con otra tolerancia, la to-lerancia liberal. Según leemos, “dos tópicos determinan la actitud tolerante liberal de hoy hacia los otros: el respeto hacia la otredad, la apertura hacia ella y el miedo obsesivo al hostigamiento. El otro es aceptable mientras su presencia no sea invasora, mientras el otro no sea realmente otro. La tolerancia coincide con su sentido opuesto: mi deber de ser tolerante con el otro significa efectivamente que no debo acercarme demasiado. Esto es lo que emerge cada vez más co-mo el “derecho humano”: el derecho a no ser acosado, es decir, a mantenerse a prudente distancia de los otros.” (Zizek, 2006, pa-ra.4).

En cualquier caso, en el ejemplo de el exorcista. el problema pa-ra el cual se apuesta por un concepto como el de cosmopolítica pue-de verse en el conflicto entre el cosmos de la fe religiosa (con sus guerras exegéticas y sus practicas ritualizadas) y el cosmos de la cien-cia médica. Ambos son un ejemplo paradigmático, a lo largo de la historia y de las cenizas esparcidas de brujas anónimas, de la necesi-dad de una cosmopolítica. Necesidad tanto más acuciante cuando ambos cosmos deben cohabitar un mismo espacio.

Veamos ahora con un poco más de detalle a qué nos referimos. Si consideramos a la ciencia positiva como aquella que ofrece un método para acceder a la realidad tal como es, entonces, el método científico se convierte en una vía privilegiada de acceso a la realidad (si no la única). La creencia en que pueden conocerse las cosas tal como son, que el mundo existe con independencia de nosotros, im-plica también que sólo puede existir un mundo. Sólo hay una reali-dad objetiva que es aquella que el saber científico permite conocer. Bien, si partimos de esta perspectiva, entonces, cualquier conflicto

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deriva de visiones dispares, y por ende, alguna de ellas, si no todas, es errónea acerca del mundo en el que vivimos. Si los contendientes conocieran la realidad tal como es, no habría disputas. No habría guerras, sólo operaciones de “arbitraje”. Como apunta Latour, “si existe un sólo cosmos, dado de antemano, una naturaleza que es uti-lizada como árbitro para todas nuestras disputas, entonces, no hay, por definición, guerras, sino sólo operaciones de arbitraje”. (Latour, 2004, p. 455, traducción propia)

Entonces, en primer lugar, la idea de cosmopolítica sugiere que tomemos en serio el cosmos de los otros. No como una visión deri-vada, deformada, complementaria de nuestro cosmos, sino como si fuera nuestro cosmos para ellos. Sólo así, puede hacerse el esfuerzo de entender qué elementos conforman el mundo de aquellos que no se ajustan a otro y empezar a practicar una política en el sentido de buscar, producir más bien, mundos en común. Se trata, en parte, de desmentir o combatir la idea (presente en el cosmopolitanismo de Ul-rich Beck pero sobretodo en una teoría de la ciencia que lo subyace) que es posible una traducción perfecta entre colectivos diversos para que ambos vean, a la luz de la verdad acerca del mundo, dónde es-tán de acuerdo y dónde discrepan; para que vean cuál es la distancia que los separa del único mundo en el que viven (o la única naturale-za que comparten). El problema se reduce así a diferentes versiones de un único mundo. Desde esta perspectiva, la solución al conflicto pasaría por hacer entrar las diferencias, los disensos, las inconformi-dades dentro de las reglas del juego democrático. Opción, ésta, que pudiera parecer cercana a las propuestas de Habermas (1987) en el sentido que las reglas y procedimientos para solventar los desbor-damientos preexisten a los mismos.

Cosmopolítica, en cambio, significa que hay que hacer el esfuer-zo de entrar en otros mundos. Lo que implica alejarse un poco del nuestro. Evidentemente, esto conlleva trabajo. De ahí que para

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Stengers, como comenta Latour (2004), sea una buena señal que se demoren los acuerdos. La demora indica que no estamos ante una tolerancia demasiado fácil, rápida y sin compromisos. De hecho, visto con las lentes cinematográficas del director James Cameron (2009) en su película Avatar, Latour comenta:

Sólo Jake, el traidor salvador, aquel que ha aceptado de volver a aprenderlo todo, permanece en Pandora, pero porque acepta inter-cambiar su cuerpo inválido en beneficio de su avatar (Latour, 2010, p.10, traducción propia).

Expresando la misma idea, pero una década anterior a la noción de cosmopolítica y con un estilo más literario, Michel Serres escribe:

Maupassant muestra más coraje que los filósofos de la tradición. Se expatría: venido de aquí, va allá, salido de un interior hacia un exte-rior, fuera de (horla). Pierde su alma y su razón para salvarlas, única regla de la investigación, pierde la lengua para retomarla en estado naciente, único método para escribir verdaderamente (Serres, 1987, p. 143, traducción propia).

Así, hay que exiliarse y estar dispuesto a ser de otro modo, pen-sar de otro modo. Quizás no siempre se logre, quizás la idea de cosmopolítica encuentre un muro inquebrantable ante una imposi-bilidad de experimentar y entender otros conocimientos. Como el muro que separa a los creacionistas de los evolucionistas, que si bien coexisten, difieren radicalmente. Es un debate abierto, pero lo in-teresante de esta noción, nos parece, tiene que ver con una apuesta por desmontar ciertas prácticas que en nombre de la ciencia legiti-man exclusiones. Stengers caricaturiza estas prácticas a partir de la noción de pequeño (petit) en Luc Boltanski y Laurent Thévenot.

Pequeño (…) es aquel que plantea los problemas (…) desde una definición del estado de las cosas que se supone debe ser universal-mente aceptado, neutro, objetivo, de tal manera que aquellos que no la aceptasen como tal padecerían los encantos de la explicación

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pedagógica y, los que se resistiesen, serían denunciados por fana-tismo e irracionalidad y, si aún así tampoco funcionara, entonces custodia policial.” (Stengers, 2002, p. 29, traducción propia)

Recordemos que en Kant la cosmopolítica tiene que ver con un estado del mundo en el que éste aparece apaciguado y civilizado por estar sometido a un conjunto de reglas universales. La idea de cos-mopolítica se aleja radicalmente de ésta primera acepción de la filo-sofía Kantiana, del jus cosmopoliticus. En otras palabras, la idea de cosmopolítica ayuda a explicar el porqué, como Peter Sloterdijk nos recuerda, “los occidentales amaron la globalización hasta que los otros pudieron alcanzarnos tan fácilmente como nosotros a ellos” (Latour, 2004, p. 460, traducción propia). En tanto que éramos no-sotros los que podíamos desplazarnos a lugares exóticos o remotos, teníamos la posibilidad de desvincularnos a voluntad del encuentro con el otro y mantener así nuestro cosmos libre de interferencias. No era necesario hacer el esfuerzo de inventar un nuevo modo de asociación. En cambio, cuando son estos otros los que se desplazan de modo sostenido, nuestra capacidad de ignorar sus demandas, sus conflictos, su vida en definitiva, encuentra serios problemas. Por ejemplo, la prohibición de llevar velo en las instituciones educativas francesas es una muestra de cómo un objeto adquiere una singulari-dad predominantemente marcada por la discriminación de sexo en el mundo occidental y una singularidad predominantemente mar-cada por la religión en el mundo islámico. En este caso, no se puede dirimir cuál es la función más verdadera del velo, su significado uní-voco. Hay que aceptar, pues, que tanto para el islam como para las instituciones educativas francesas el velo es algo radicalmente distin-to. Es esta diferencia la que, desde las instituciones educativas fran-cesas no se tolera. De allí que la cosmopolítica también implique una diplomacia. ¿Quién está más autorizado para hablar en nombre de otros? ¿Quiénes son los expertos del velo?...

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Volviendo al ejemplo del exorcista, la diplomacia de la cosmo-política trata de abrir vías en las que la ciencia tome en cuenta la presencia e insistencia de esos otros expertos que escapan a su rejilla de interpretación, de aquello que vive fuera de la casa del ser de la medicina. En nuestro ejemplo, el demonio. Ésa es, en muy resumi-das cuentas, la proposición cosmopolítica:

Dando a esta insistencia un nombre, cosmos, inventando el modo en el que la “política”, nuestra firma, pudiera proceder, construir sus razones legítimas, en la presencia de aquello que permanece ajeno a esa legitimidad: esa es la proposición cosmopolítica. (Sten-gers, 2005, p. 996, traducción propia).

En cualquier caso, es vital recordar que, para que exista un cos-mos, existe una política que lo pone en marcha, que lo despierta ca-da día. En otras palabras, la realidad puede fallar (enciendo el inte-rruptor; no hay luz. El otro exótico, que se supone debía permane-cer en los documentales de pobreza y exclusión, vive al lado de mi casa...). Precisamente por ello hay labores de reparación y manteni-miento. Existen performadores del cosmos. Gente, asociaciones, ru-tinas, materiales, rutas, trayectorias, manuales, estándares, empresas, leyes que mantienen una cierta coherencia, una cierta imagen del mundo. Como la imagen de una peonza que, a pesar de su movi-miento constante, parece inmóvil. El cosmos es un cierto modelo de realidad que nos permite anticipar las respuestas que esperamos de la misma.

3. Interferencias entre la cosmopolítica y la ANT

Hasta aquí, hemos introducido al lector en algunos de los aspec-tos definitorios de la idea de cosmopolítica. Es momento pues de revisar los puntos de encuentro y desencuentro con la ANT.

Si como decíamos, la cosmopolítica es una apuesta por no caer en un consenso demasiado fácil, rápido y tolerante entre posturas

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dispares en una controversia dada. Si la cosmopolítica huye de una noción demasiado idealista de cosmopolitanismo en la que todos so-mos capaces de entendernos porque, a fin de cuentas, compartimos el mismo mundo. Entonces hay una serie de consideraciones adi-cionales que quedan aún por resolver. Entre ellas, ¿cómo se practica la cosmopolítica? Y pensando en la ANT, ¿cómo encaja una noción que plantea una división necesaria entre un cosmos occidental y un cosmos oriental, o un cosmos científico y un cosmos basado en creencias con una teoría que justamente quiere mostrar las constan-tes hibridaciones entre las distintas categorías modernas de naturale-za y cultura, ciencia y política, humano y no humano, cuerpo y mente...?

La relación entre la ANT y la noción de cosmopolítica es espe-cialmente importante porque, si nos ceñimos a la teoría, la ANT no busca performar o arriesgar relaciones, no busca poner en práctica una diplomacia entre singularidades radicalmente distintas, sino to-do lo contrario, busca volver a trazar las relaciones y describir esos ordenamientos de realidad que emergen gracias a ellas. Si la ANT incorpora la noción de cosmopolítica no pierde nada (uno siempre está a tiempo de volverse un obseso de la visualización de redes de asociaciones y retomar el proyecto de reensamblar lo social). Antes bien, la cosmopolítica abre la puerta a una filosofía especulativa que, creemos, permite ramificar a la ANT. La acerca a otros trabajos que, no siempre ajustados al vocabulario de la ANT pero retomando al-gunos de sus conceptos, buscan también re-ensamblar lo social3.

Para Latour, reensamblar lo social es volver a estudiar lo social desde un nuevo conjunto de herramientas o supuestos —ver las cin-co fuentes de incertidumbre que señala Latour (2005). En cambio,

3 Ver por ejemplo el texto de Videcoq, E. (2006). D’une pensée des limites à une pensée de la relation. Multitudes, 24.

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la noción de cosmopolítica incita a no imponer un vocabulario pre-vio a este reensamblaje, ni siquiera un conjunto de principios o in-certidumbres. Algo que, para la ANT, quizás pudiera representar un obstáculo dada su amplia cohorte de conceptos que la nutren e identifican.

La cosmopolítica antepone el riesgo, la apuesta por buscar nue-vas asociaciones y nuevos modos de articularse a la certeza de un camino preestablecido. ¿Cómo resistir al capitalismo? La pregunta de Stengers (otra vez presente en su ensayo sobre las pasiones cientí-ficas) es reveladora en este sentido. Stengers se pregunta por aquellas causas que, actualmente, podemos identificar como ofreciendo resis-tencia a la redefinición que impone el capitalismo sobre otras prácti-cas de intercambio de conocimiento, mercancía, servicios... Aquellas causas que resisten no por una mera contingencia histórica sino por sus propias dinámicas y recursos. “Si aprender a pensar es aprender a resistir un futuro que se presenta como obvio, plausible y normal, no podemos resistir si evocamos un futuro abstracto en el que, todo lo que nos incordia, ha sido quitado de nuestra vista o si nos referi-mos a una causa lejana que podemos y debemos imaginar libre de cualquier compromiso. Resistir un futuro probable en el presente es apostar a que éste presente ofrece aún substancia para la resistencia, que aún está poblado de prácticas vitales y cuando éstas no han lo-grado escapar al parasitismo generalizado que las implica a todas” (Stengers, 1997, p. 10, traducción propia). Apostar a que este pre-sente ofrece aún substancia para la resistencia es una afirmación que destaca el carácter marcadamente especulativo de la obra de Sten-gers. La especulación no es, precisamente, una especulación idealis-ta, falaz o engañosa en la que postulamos la existencia de un mundo posible en el que todos nos respetamos y llevamos bien. La opera-ción especulativa, en cambio, tiene su interés cuando, precisamente, sustenta su apuesta en las condiciones presentes. Cuando inventa

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una posibilidad que interroga el presente. Es decir, cuando hace que sus interlocutores se cuestionen su posición respeto a algo, ya sea el velo en las escuelas francesas o la necesidad de medir la calidad del aire con índices fiables. Para Stengers (2002) la especulación no produce una denuncia, sino que produce “testigos”, gente de la que uno se pregunta “¿pero por qué ve las cosas de este modo?” (p.31).

La filosofía especulativa, al menos la caracterizada por Withehead y que sirve de inspiración para Stengers, postula que el problema no es el pensamiento abstracto per se, dado que no pode-mos tener un pensamiento mecánico del mundo, sino que todo pensamiento recurre a la abstracción. El problema son los modos de abstracción. Es decir, el destacar algunos aspectos de la experiencia como relevantes mientras que otros son ignorados. “Los conceptos especulativos de Whitehead son abstracciones que señalan la impor-tancia de la posibilidad de crear novedad relevante” (Stengers, 2006, p.10, traducción propia)

Evidentemente, esto no quiere decir que la ANT sea meramente una teoría descriptiva en los términos que hemos señalado ante-riormente (descripción de las asociaciones, sus efectos y sus meca-nismos de unificación). La ANT recurre a especulaciones útiles en numerosos casos y, podríamos decir que, en esa medida, también participa de una filosofía especulativa como puede verse en obras como Aramis ou l’Amour des Techniques (1992). De hecho, la propia Stengers reconoce la similitud de las problemáticas abordadas;

Si me he permitido de parafrasear las tesis de Bruno Latour, no es porque él tuviera necesidad de ser defendido, sino porque su apues-ta (que yo le atribuyo) es convergente con la que, en el trabajo del que sale esta palabra, cosmopolítica, yo misma he arriesgado en re-lación a las prácticas del conocimiento llamadas modernas o cientí-ficas.” (Stengers, 2002, p.32, traducción propia).

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Sin embargo, pensamos que la idea de cosmopolítica apunta mucho más decididamente en esa dirección. Un poco más adelante, Stengers concluye;

La ecología política no debe esperar (…) lo que significa no hacer simplemente análisis de casos, sobretodo para ilustrar la teoría, sino escribir relatos que hagan vibrar lo posible que los obliga, es decir, relatos comprometidos por las categorías del riesgo, del éxito y del fracaso y no por aquellas de la explicación (Stengres, 2002, p. 36).

4. ¡Es justamente el movimiento inverso!

Llegados a este punto, queremos resaltar que esta exploración hacía lo posible contrasta enormemente con otras nociones colin-dantes a la ANT, como son las issue-networks de Noortje Marres (2005). Pues éstas suelen reafirmar otra vez la necesidad de describir o explicar las asociaciones y sus acciones4. Para Marres (2005) las is-sue-networks son configuraciones de actores afectados por algún te-ma que se coordinan definiendo en etapas sucesivas la naturaleza de qué es lo que los afecta (un recorte salarial, la tala indiscriminada de bosques del amazonas, el anteproyecto de una ley contra la piratería

4 Ver la noción de Cosmograma del historiador John Tresch. Un cosmograma versa sobre como los grupos humanos: “siempre han creado descripciones externas acerca de los elementos del cosmos y de las relaciones entre ellos. (...) Estos objetos han sido construidos para hacer explícito lo que una “cosa cósmica” puede implicar. Hay mu-chos ejemplos: piénsese en la épica de Lucrecio sobre las cosas de la natura; los man-dalas Tibetanos, a su vez adornos del templo, mapas metafísicos, y guías para la me-ditación; Mezquitas que unen a dios con la creación debajo de sus domos sin repre-sentarlo directamente; las narraciones pictóricas de la creación y la salvación y los la-berintos que conducen al peregrino a su significado oculto en las catedrales”. (Tresch, 2007, p.92, traducción propia). Los cosmogramas “Ofrecen propuestas de unión sin requerir uniformidad. Podríamos estudiar como las personas cuestionan o alteran dis-tintos cosmogramas y como seleccionan o alternan entre distintos marcos temporales y referenciales que éstos sugieren.” (Tresch, 2007, p.93, traducción propia).

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en internet...). Cada temática define un público y, cuando este pú-blico se organiza, generalmente lo hace desbordando los cauces ins-titucionales previstos para ellos. Asimismo, este público realiza una serie de acciones orientadas a dar visibilidad y proponer soluciones a su problema. Son estas acciones y los medios por las que son lleva-das a cabo las que definen una issue-network.

En palabras de Noortje Marres, puede decirse que cualquier is-sue, tiene dos movimientos. Por un lado, darse a conocer y generar debate ante la sociedad civil facilitando así su inclusión en la agenda pública, y por otro lado, encontrar algún agente que, ya canalizada la issue a través del público, pueda dar salida a la demanda.

Puede decirse que hay un déficit democrático cuando el movimien-to de la issue es deficiente: cuando issues que dependen de la partici-pación del público para su solución son desplazadas a lugares que son inaccesibles al público, imposibilitando así la implicación en la definición de la issue y, consecuentemente, su resolución.” (Marres, 2005, p. 140, traducción propia).

A este respecto, la noción de issue-network, utilizada originaria-mente para señalar redes o coaliciones de expertos y activistas que comparten información entre ellos, sufre una modificación conside-rable al ser pensada ahora para las labores de nombrar, traducir y de-finir colectivamente (con actores nacionales o transnacionales) las problemáticas comunes que los afectan (i.e, altos niveles de las emi-siones de CO2). El trabajo sobre las issues es sobretodo un trabajo de definición o formación de esa misma issue. No se trata tanto de enmarcar el conjunto de ideas o valores de una sola problemática, sino de ver las articulaciones que permiten abrir o cerrar la issue al público.

Así, regresando a nuestro argumento, si hacemos caso a Marres (2005), la issue network es un conjunto de relaciones y prácticas ya existentes o actuales que se analizan y conceptualizan a partir del

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nombre issue-network. Es, como decimos, el ejercicio inverso. Mien-tras que en la cosmopolítica esas relaciones son desconocidas y hay que dedicar tiempo a construirlas, ponerlas en juego, ver como van, pensarlas en definitiva, en la issue-network, en cambio, se trata de capturarlas y describirlas. Pues ya están “allí fuera”. La issue-network no encaja en una filosofía especulativa sino que pertenece al orden de un empirismo pragmatista. Es decir, busca la seguridad de des-cribir las asociaciones que organizan un público a partir de conocer los efectos de ese ordenamiento. En cambio, la cosmopolítica busca crear una novedad en el modo en el que los distintos públicos pue-den componerse, ordenarse, asociarse...Desconoce los efectos. De allí su énfasis en palabras como apuesta, aventura, arriesgar...

Entonces, como ya hemos apuntado, la noción de cosmopolítica vuelve a la ANT algo más aventurera sin por ello renunciar a la se-guridad que ofrecen sus prácticas descriptivas. Nos parece que no es un cambio menor y por este motivo hemos querido comentarlo en primer lugar.

Veamos ahora otra interferencia entre la noción de cosmopolíti-ca y la ANT en relación al problema de los límites y las exclusiones que trazan las asociaciones. Comentábamos antes la preocupación por pensar nuevos modos de existencia o nuevos modos de ordenar el cosmos junto a la descripción de los ordenamientos ya existentes. En esta tesitura, veíamos también como la filosofía especulativa in-terrogaba los procesos mediante los cuáles un conjunto de prácticas se vuelve relevante mientras que otros son ignorados. Pues bien, si llevamos esta interrogación a la ANT podemos hacernos eco del re-clamo de Stengers para ser capaces de preocuparnos por las asocia-ciones que describimos al punto que nos “estremezcan”5.

5 Effroi para el original, en francés. Fright para su traducción inglesa.

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Ante la pregunta de quién importa, para quién y cómo, cabe preguntarse ¿quién queda fuera de las alianzas que se estudian en la ANT, qué ayudan a evitar o silenciar? “La ANT es una teoría socio-lógica, una teoría del mundo tal y como se construye, y puede por ello, legítimamente, afirmar su validez para nuestro mundo. Pero es-te mundo es “pequeño” (Stengers, 2002, p. 30, traducción propia). Es decir, pequeño por no poner en relación (quizás imposibilidad de) el conjunto de prácticas anexas que ayudan a conformar la mo-dalidad de existencia de esas alianzas. Para el caso de lo que es un hombre, lo que define al ser humano, la pregunta parece formularse así:

¿Que sería un hombre sin elefante, sin plantas, sin león, sin cereal, sin océano, sin ozono y sin plancton, un hombre sólo, mucho más sólo que Robinson en su isla? Menos que un hombre. Ciertamente no un hombre. (...) la ecología no nos dice que haya que pasar del humano a la naturaleza(...). No sabemos lo que define la común humanidad del hombre y que quizás, si, sin los elefantes de Ambo-seli, sin el agua divagante de la Drôme, sin los osos del pirineo, sin las Palomas de Lot, sin la capa freática de Beauce, no sería hu-mano” (Latour, 1995, p.19, traducción propia).

Un ejercicio similar cabe pensarse para la ANT ¿Cuál es el en-torno constitutivo de su posicionamiento? ¿Cómo se inscribe en una ecología de las prácticas de lo social?.

Como queda claro en el libro de Reensamblar lo Social (2008), a lo largo de su obra, Latour contrapone un estilo de hacer sociología que considera ciertas características como dadas de antemano (la globalización, el proletariado, la modernidad...), y de la cual los es-tudios resultantes suelen ser confirmaciones de esas normas genera-les, a otro estilo en el que ya no se vale acudir a un hecho social para explicar otro hecho social. La globalización no explica nada, más bien es aquello que necesita ser explicado. Para Latour, los hechos sociales no son más ni menos sociales que los hechos científicos o

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económicos, lo social no es una capa añadida que ayuda a explicar porque ocurren las cosas, sino que lo social es un modo de asociarse que permite generar ciertos efectos. En la misma línea, lo que puede considerarse como factores sociales no son hechos trascendentes y autónomos, sino que son un efecto de la red de relaciones que los forma. El interés del sociólogo de las asociaciones es dar cuenta de esas asociaciones, de cómo ellas y sus efectos se implican mutua-mente. En cambio, el interés del sociólogo de lo social, es aislar “fac-tores” o describir “contextos” que explican, impactan o causan la si-tuación que padecen algunos grupos sociales. Son dos estilos radi-calmente contrapuestos. A lo largo de su obra, Latour se ha esforza-do por promover el estilo de los sociólogos de las asociaciones cari-caturizando el de los sociólogos de lo social, como el practicado por Émile Durkheim6. Así, Latour (2008) se alía con aquellos que cre-yeron que “la sociología podía ser una ciencia que explicara cómo se sostiene unida la sociedad, en vez de usar la sociedad para explicar otra cosa o ayudar a resolver una de las cuestiones políticas de la época” (p.30)

Ahora bien, consideremos, por ejemplo, que tanto los sociólogos de lo social como los sociólogos de las asociaciones comparten una misma preocupación por estudiar “lo social” y que, de hecho, como una danza agónica, se necesitan el uno al otro para defender sus pos-turas. Más específicamente, requieren que la postura del otro sea inamovible para poder elaborar una diferencia. Una diferencia que constituye, en parte, el andamiaje conceptual de la ANT. Eviden-temente, esta separación entre sociólogos de lo social y sociólogos de las asociaciones explica distintos modos de concebir lo social, pero

6 “Quiero proponer un pequeño experimento mental e imaginar qué hubiera sido de las ciencias sociales en el último siglo si hubieran prevalecido las aproximaciones de Tarde como ciencia en lugar de las de Durkheim” (Latour, 2002, p.118, traducción propia).

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es ilustrativa de la dificultad de pensar seriamente la idea de una cosmopolítica. Recordemos que en la cosmopolítica uno puede apostar por la existencia de distintos cosmos, quizás irreconciliables. Conocemos la caricatura que ofrece Latour de los sociólogos de lo social pero, ¿conocemos la caricatura que éstos ofrecen de la sociolo-gía de las asociaciones y sus redes anoréxicas (tal como las define Pe-ter Sloterdijk)? ¿Qué hacer con los sociólogos de lo social? ¿Reser-varles los encantos de la explicación pedagógica?

La ANT nos enseña que la explicación de un fenómeno cual-quiera esta siempre contenida en la red de relaciones que le da for-ma, que lo hace “ser”; que no debemos acudir a elementos externos (i.e, la globalización, el patriarcado...) para explicarlo. De allí la im-portancia de excavar como termitas en los túneles de la información para describir su recorrido y así poder explicar el éxito o el fracaso del cultivo de algún tipo de molusco en la bahía de St. Brieuc (Ca-llon, 1986) o de la política de la Unión Europea (Barry, 2001). El caso, es que los sociólogos de lo social (con sus artículos, congresos, escuelas, posgrados...) no serían externos a la ANT, sino que forma-rían parte de las relaciones que le dan forma. Un inquilino incómo-do que se mantiene a distancia. Pero inquilino a fin de cuentas.

La cosmopolítica nos permite formular la pregunta de si la ANT no está logrando ocupar ella también esa autoridad que la legitima como la portavoz de “lo social”. Si la diferencia entre los sociólogos de lo social y los sociólogos de las asociaciones es una diferencia in-franqueable (no tendría porque ser reconciliable), entonces, pode-mos decir que la misma teoría que abraza a una noción como la cosmopolítica señala asimismo un límite de la misma. El límite de la cosmopolítica es la voluntad de ponerla en práctica. En otras pala-bras, la cosmopolítica, a diferencia de algunas interpretaciones de la misma que la califican como idealista, no dice que todas y cada una de las diferencias deban poder componerse en la construcción de un

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cosmos común. No lo dice. Lo que sí apunta, es que puestos a expe-rimentar esa necesidad de articularse con el otro7, nos sirven las propuestas de la democracia occidental. Retomando una caricatura de Sloterdijk (2006), tal pareciera que para que haya democracia basta lanzar un parlamento hinchable con paracaídas desde un avión en el medio oriente. Tampoco sirven las operaciones de arbitraje en las que el objetivo es que los interlocutores reconozcan cuál es la op-ción verdadera.

Como ya hemos señalado, pero viene bien retomarlo aquí, la cosmopolítica apunta a un nuevo vocabulario, a una nueva imagen o apuesta para recomponer esas disputas. No en términos de un protocolo de actuación que se conoce de antemano para resolver conflictos, no a través de la indagación en la veracidad de lo que afirman uno y otro contendiente en la disputa sino en la búsqueda de esos modos de existencia que no obligan a los interlocutores a re-nunciar a sus pasiones pero si a construir o negociar ese espacio de relación.

5. Conclusiones

En este capítulo nos habíamos propuesto dos cosas: Definir la noción de cosmopolítica de modo que nos permitiera entender los problemas a los que pretende ofrecer una respuesta, así como los problemas que ayuda a identificar. En este punto, hemos visto cómo el conocimiento que producen distintas disciplinas ofrece, necesa-riamente, una visión del mundo que vivimos en la que ciertas accio-nes se juzgan como adecuadas y otras no, excluyéndolas o incluso reprimiéndolas si esa visión del mundo es reforzada por determina-

7 Aún y cuando nos referimos al otro, no queremos expresar un otro exclusivamente humano, sino un otro que sólo puede entenderse en relación con esos actores no-humanos que postula la ANT.

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das instituciones (i.e. la iglesia católica en el juicio a Galileo y su re-vés; los científicos abogando por la experimentación con células madre). También hemos destacado el problema de una tolerancia hacia el otro demasiado fácil, en la que se trata al otro a partir de las categorías que permiten definirlo como aquello que difiere de un centro de enunciación, sin arriesgarnos a comprender al otro con su lenguaje o su vocabulario.

Una vez presentada la idea de cosmopolítica, buscamos indagar en los aportes de esta a la ANT. En este ejercicio, lo que hemos en-contrado puede resumirse en tres puntos. En un primer lugar, ve-mos que la noción de cosmopolítica pertenece a una tradición cer-cana a la filosofía especulativa. En consecuencia, pensamos que esta filosofía especulativa ayuda a la ANT a aventurarse y preocuparse por la creación de asociaciones. Es decir, a preocuparse por crear efectivamente asociaciones que expliquen la resolución o el mante-nimiento de controversias, por ejemplo. Es un impulso que añade una vertiente más centrada en el cuidado de las relaciones y menos en la epistemología de las mismas o, si se prefiere, en los mecanis-mos de descripción del poder de las asociaciones para crear mundos comunes. Finalmente, reforzando nuestra idea, argumentamos que este movimiento puede contrastarse con otras nociones también afi-nes a la ANT como la idea de issue-network. En lugar de acercar la ANT a una filosofía especulativa, en lugar de señalar algo que pueda servir de inspiración para actualizar un estado de cosas actuales, acercan la ANT a la descripción de las asociaciones que ya se han producido (dado que en esa medida son observables).

Así pues, podemos decir que manteniendo un cierto aire de fa-milia, las pendientes que ofrece la ANT para ramificar su pensa-miento son múltiples. Nos quedamos con la duda de si en esas ra-mificaciones y en la dificultad de contemplarlas todas, aún pueda llegar a calificarse un trabajo como ANT o si no es mejor empezar a

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olvidar la ANT (en la medida que incorpora constantemente nocio-nes generadas en los márgenes de la misma) y explorar esas ramifica-ciones por si mismas.

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1. Introducción

Este artículo pretende ser un acercamiento al modo en que han de ser conceptualizados los procesos sociohistóricos a través de los cuales se producen distintas formas de representar y habitar la natu-raleza. La (re)producción de la naturaleza, aquello que dentro de una lógica dicotómica no podía ser pensado porque permanecía más allá de lo humano, deviene así el elemento central en torno al cual orbitarán las posteriores reflexiones desarrolladas en el marco de lo que se ha dado en llamar la ecología política. Para ello, una posible opción sería realizar un recorrido por las distintas aportaciones que, de un modo u otro, vienen a confluir en este campo transdisciplinar que es la ecología política y en donde, al menos, habría que otorgar un papel destacado a los enfoques antropológicos (Descola, 1996; Escobar, 1996, 1999; Ingold, 2000; Viveiros de Castro, 2010), los estudios sociales de la ciencia (Bijker, 1995; Callon, 1995; Latour, 1992, 1993, 2001, 2004; 2008; Law, 1999; Pickering, 1992, 1995; Rabinow, 1996, 1999; Traweek, 1992; Turnbull, 2000; Woolgar, 1991), la teoría feminista (Butler, 1993; Franklin et al., 2000; Ha-raway, 1995, 1997, 1999), la geografía crítica (Braun, y Castree, 1998; Castree, 2000; Dalby, 2004; Harvey, 2003, 2007; Massey, 1995; Peet, R. y Watts, 1996; Smith, 1996; Whatmore, 2002), la crítica teórico-económica de un modelo desarrollista (Latouche, 2008; Martínez Alier, 2006; Rist, 2000; Taibo, 2009) o la filosofía (Deleuze y Guattari 1988; Duque, 1986, 2001; Foucault, 1995, 2003, 2006; Guattari, 1996; Pardo, 1992; Serres, 1991, 1995).

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Sin embargo, no será esta la opción que aquí se exponga; más bien, y sobre la base de lo que llamaré una ontología biopolítica de la habitabilidad, el objetivo será ir desgranando elementos analíticos para articular los rudimentos básicos de una propuesta desde la que repensar la producción semiótico-material de la naturaleza. No se trata, por ello, de volver a recoger lo que ya se ha dicho sobre la eco-logía política cuanto de sugerir un acercamiento que, a partir del diálogo desatado entre lo que subyace a las nociones de habitabili-dad y de biopolítica, pueda delimitar los contornos de un escenario teórico-metodológico desde el que revisitar enfoques teóricos y es-bozar formas de acercarse a la producción de los espacios socionatu-rales que habitamos. De esto se trata, en definitiva, de pensar, de nuevo, la relación con la naturaleza, su representación, su produc-ción, su práctica; pensar este concepto esquivo que atraviesa la histo-ria del pensamiento occidental a modo de topos multiforme que nos confronta con todo un entramado de visiones a menudo contra-puestas; pensar esta realidad huidiza que la modernidad ha incluido desde la exclusión; pensar sus tiempos, sus espacios, sus imbricacio-nes, sus actores humanos y no humanos; pensar el modo en que se deshace y se rehace, sus recomposiciones atravesadas por relaciones de poder; pensar su dimensión biofísica y su revestimiento social, la pátina semiótico-material con la que se la envuelve; pensar, de nue-vo, todo ello para asomarnos, en sus reformulaciones presentes, a eso que Foucault denominaba lo actual, lo que emerge.

Estos son los hitos en torno a los cuales se irá construyendo el escenario, la arquitectura que subyace a una propuesta que mira en una doble dirección. Por una parte, hacia la presentación de una on-tología biopolítica de la habitabilidad en tanto que herramienta des-de la que acercarnos a la ecología política y, por otra, en el diálogo que se establecerá con distintas aportaciones teóricas, se subrayará para nuestro cometido la importancia de la sociología de la traduc-

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ción o teoría del actor-red ya que ahí, aún cuando creemos detectar ciertas carencias, se suscitan elementos que precisan ser tenidos en cuenta. Este es, en consecuencia, el andamiaje de esta propuesta que, en su desarrollo argumental, se articulará en torno a un triple eje interconectado que es, a la vez, epistemológico, ontológico y (bio)político y en donde cada epígrafe que compone este artículo profundiza, siguiendo el orden citado, en dichos ejes.

2. La geografía del conocimiento

La relación moderna con la naturaleza ha sido una relación de exterioridad, de contraposición. El hombre moderno no está en la naturaleza porque está ante ella, descifrando sus ordenamientos in-ternos, las leyes de diverso signo que rigen su estructura pero tam-bién estableciendo un cálculo de las posibilidades que el espacio na-tural pudiera ofrecer. Herencia epistemológica de una pensamiento trenzado a través de todo un haz de dicotomías que, entre otras mu-chas oposiciones, contrapone la sociedad y la naturaleza arrojando ésta a una exterioridad que deviene posicionada, igualmente, en un plano jerárquico de inferioridad: exterior e inferior. Estar ante la na-turaleza con el fin de descubrir qué hay en la naturaleza, qué se pue-de extraer de ella.

Cabe sugerir, por ello, que la metáfora del descubrimiento guía la relación con la naturaleza (adentrarse en lo desconocido, traspasar las columnas de Hércules, arrojar luz en lo que permanecía opaco) convirtiéndose en “la palabra rectora, tanto epistemológica como políticamente de la modernidad” (Sloterdijk: 2004: 741). Asumien-do este dictamen, podríamos añadir que, en lo que respecta a la ver-tiente epistemológica, la imagen del descubrimiento nos conduce a toda una retórica de la objetividad por medio de la cual la tarea científica tendría como fin último llegar a un ámbito hasta entonces desconocido poniendo de manifiesto así una verdad que yacía es-

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condida; la resonancia geográfica de la metáfora del descubrimiento desplaza la actividad científica de la producción al desvelamiento. Con ello, el sujeto cognoscente, y todo lo que le hace posible, queda en cierto sentido relegado a un segundo plano en tanto que mero cumplimentador de un ethos científico que guía, a modo de explo-rador, el recorrido en torno a lo que se observa. La verdad ya no se revela sino que irrumpe como ejercicio de correspondencia apro-blemático entre la cosa y la actividad cognoscente que la nombra (Woolgar, 1991). Por otra parte, la vertiente política del descubri-miento nos remite a la experimentación concreta del espacio descu-bierto, al modo en que lo desvelado queda sujeto a un ejercicio de indagación de las posibilidades que ofrece ese espacio que ahora puede empezar a ser manipulado y reordenado en sus procesos in-ternos; el discurso moderno ya había apuntado que el conocimiento habría de permitirnos, en última instancia, convertirnos en dueños y señores de la Naturaleza (Descartes), en gestores de esa naturaleza ex-teriorizada en la que simbólicamente ya no habitamos:

Dominio y posesión, esta es la palabra clave lanzada por Descartes, al alba de la edad científica y técnica, cuando nuestra razón occi-dental partió a la conquista del universo. Lo dominamos y nos lo apropiamos: filosofía subyacente y común tanto a la empresa indus-trial como a la ciencia llamada desinteresada, a este respecto no di-ferenciables. El dominio cartesiano erige la violencia objetiva de la ciencia en estrategia bien regulada. Nuestra relación con los objetos se resume en la guerra y la propiedad” (Serres, 1991, p. 59).

La naturaleza a des-cubrir, pasada por el tamiz de la objetividad y sujeta a las exigencias de la empresa descubridora, es la naturaleza exteriorizada-mercantilizada pensada por la modernidad; una natu-raleza en la que prima lo global sobre lo local (huella de un pensa-miento que busca leyes desde las que explicar el devenir de lo natu-ral mediante la subsunción de lo específico en lo general, que busca

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deshacer lo local para reacomodarlo a las exigencias del desarrollo) y en donde el funcionamiento interno queda simbólicamente impreg-nado por la metáfora maquínica (huella de un pensamiento geome-trizante que compartimentaliza la naturaleza despojando así a ésta de las distintas ramificaciones y entreveramientos que la componen de muy diversas formas).

La crítica de este modelo epistemológico ha sido lo suficiente-mente profusa como para que nos detengamos en exceso sobre ella. Baste afirmar que la exteriorización de la naturaleza se asienta en una lectura a todas luces insuficiente del espacio por medio de la cual se acomete el truco divino de poder narrar la verdad de las cosas omitiendo la geografía específica desde la cual se habla: la objetivi-dad borra el espacio para quedar libre de condicionantes que ha-brían de proyectar un sesgo social a lo dicho. Frente a esta lectura deviene necesario acometer una doble matización analítica que, en primer lugar, enfatiza que todo conocimiento está situado (Haraway, 1995) en un entramado teórico-metafórico que actúa de basamento para el pensamiento con lo que éste lleva ya desde sus inicios la hue-lla de una forma específica de producir y habitar el espacio.

Afirmar que el conocimiento está situado es reconocer que, antes de nada, somos habitantes de espacios que nos preceden, que vivir es habitar, y que el científico habita, en su cuerpo, desde su cuerpo (Varela et al., 1997), formas de conocer trenzadas con teorías, metá-foras y artilugios tecnológicos. Y reconocer, asimismo, que el cientí-fico también habita y recorre el modo en que el espacio tecnocientí-fico traza relaciones con otros espacios: el espacio tecnocientífico es un espacio abigarrado de conexiones múltiples que trascienden la imaginería insular con la que se quiere dotar el autocomplaciente discurso tecnocientífico heredero de la epistemología clásica para confrontarnos con un archipiélago en donde dimensiones (político-económico-jurídicas) de muy diverso signo se superponen y por las

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que se movilizan, mediante traducciones, aquellas ideaciones y cons-trucciones elaboradas por los científicos (Latour, 1992, 2001); habi-tamos, cabría resumir, (redes teórico-metafóricas que componen) pensamientos y (ordenamientos de) espacios y el científico es aquí un sujeto colectivo que ajusta, en una tarea inconclusa, formas de conocer (que le preceden pero que va haciendo suyas y ulteriormen-te modificando en mayor o menor grado) a problemáticas (configu-radas entre muchos) que se van construyendo: las ramificaciones del científico se abren así en su pensar y en su hacer articulando com-plejas madejas que en nada se pueden narrar desde la imaginería de aquel sujeto-individual-científico.

La segunda matización desde la que se pretende ahondar en la espacialización del conocer ya ha sido apuntada y recorrerá, de for-ma más o menos explícita, las páginas siguientes, con lo que nos li-mitamos a volver a decir que en la superación de esa subjetividad ra-cional y centrada que se piensa a sí misma sin cuerpo, sin espacio, deviene necesario superar igualmente toda reminiscencia de la dico-tomía que escinde sociedad de naturaleza mostrándonos el modo en que éstas se imbrican dando lugar a espacios socio-naturales en donde lo orgánico, lo material y lo social componen amalgamas he-terogéneas de extensión variable: “Naturaleza y sociedad no son ya términos explicativos, sino que requieren una explicación conjunta” (Latour, 1993, p. 123).

Subrayar la dimensión espacial de lo social sirve aquí, en conse-cuencia, para acometer un triple movimiento interconectado por medio del cual se sitúa el conocimiento, se delinea la geografía del quehacer tecnocientífico y se espacializan las imbricaciones socie-dad-naturaleza. La ecología política precisa de esta apreciación epis-temológica que rompe con la falaz exteriorización de la naturaleza con el fin de ubicarnos en un escenario en donde la naturaleza es al-go que se habita y se re-construye a través de prácticas discursivas y

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materiales, de hábitos (Mendiola, 2006). El giro postestructuralista que incorpora una geografía crítica desde la que se piensa la produc-ción de procesos de subjetivación posee resonancias indudables con la ecología política que aquí esbozamos y que tiene por objeto inda-gar en la producción de las naturalezas, en plural, que habitamos mediante un entramado de hábitos que nos preceden, que nos ha-cen, y desde los cuales se simboliza y practica el espacio socionatu-ral, el hábitat, en el que se está (Ingold, 2000). Así, la espacialidad de lo social funciona a modo de propedéutica de una redefinición de la epistemología y nos confronta con los modos en que habremos de pensar la habitabilidad de las naturalezas: el sujeto visto como habitante encarnado (que emerge entre el hábito que le piensa, le dice, le hace y el hábitat sobre el que se proyecta para volver a pen-sar, decir y hacer, a practicar, en definitiva, todo aquello que con-forma sus condiciones de posibilidad), el ser visto como un estar, la reflexión tecnocientífica vista como un conocimiento situado y el es-tar ante la naturaleza reapropiado como un estar en la naturaleza (que lógicamente puede interpretarse a sí mismo como un estar ante pero eso tan sólo sería una forma de simbolizar el estar en la natura-leza). Sin embargo, aun cuando todo esto es necesario, no es sufi-ciente; el antropólogo Escobar se pregunta acertadamente: “¿Pode-mos tener una visión de la naturaleza más allá de la trivialidad de que ésta se construye, para teorizar las múltiples formas en que es culturalmente construida y socialmente producida, reconociendo, a su vez, la base biofísica de su constitución?” (Escobar, 1999: 145).

El intento de responder a esta pregunta nos introduce ya en un plano de corte más ontológico, no tanto como elemento que viene después de la epistemología o que la trasciende sino como plano es-pecífico que se superpone a lo epistemológico: “Asistimos a la diso-lución de la distinción entre epistemología (lenguaje) y ontología (mundo) y a la emergencia progresiva de una “ontología práctica”

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en la que conocer ya no es un modo de representar lo desconocido, sino de interactuar con él, es decir un modo de crear más que de contemplar, de reflexionar o de comunicar” (Viveiros de Castro, 2010, p. 96).

3. La geografía de una ontología de lo heterogéneo

La ecología política es, decíamos, una campo transdisciplinar, desde el que pensar la producción de las naturalezas o, mejor dicho, el modo en que se habitan las naturalezas y las consecuencias de di-verso signo que se desprenden de dicha habitabilidad. La imagen de la producción conserva el poso de una cierta contraposición entre el productor y la cosa a producir, una suerte de exterioridad mutua desde la que un sujeto manipula reflexivamente aquello sobre lo que se incide; la idea de habitabilidad, por el contrario, se asienta en la profunda imbricación entre el habitante y el hábitat, un estar que incorpora (en el sentido literal de hacer cuerpo) formas de hacer y pensar (red de hábitos) que llevan el poso de un rumor anónimo (Foucault), racionalidades y tecnologías de diverso signo en torno a las cuales se van articulando formas de vivir, de estar, de co-habitar. La ontología de la habitabilidad que aquí esbozamos se asienta sobre el sustrato de una geografía crítica de corte postestructuralista que, sobre la base del desplazamiento teórico de un sujeto racional y au-tónomo al análisis de los procesos sociohistóricos de subjetivación colectivos, pretende ahondar en los modos a través de de los cuales tiene lugar el habitar, la conformación de la madeja de hábitos en los que habitamos. Y aquí, aún cuando habremos de expresar dife-rencias analíticas que se explicitarán en mayor grado en el próximo epígrafe, cabe empezar a dialogar con algunos aspectos que están en el corpus central de la teoría del actor-red y que consideramos rele-vantes para la comprensión de una ontología de la habitabilidad.

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La teoría del actor-red es, quizás y antes que nada, una reflexión sobre el carácter heterogéneo de lo social. Atrás quedan las dicoto-mías de diverso signo que el pensamiento occidental ha producido y reproducido y que no han servido sino para mutilar la propia hete-rogeneidad, para geometrizar lo social en aras de establecer compar-timentos y ámbitos diferenciados analizados en función de sus su-puestas peculiaridades internas. Pensar la heterogeneidad es pensar la relación performativa; no tanto la relación que aúna realidades ya conformadas sino la relación que conforma realidades, la relación que funda sentidos y altera materialidades, la relación que crea co-lectivos. La sugerencia latouriana (2008) de que la teoría del actor-red podría ser rebautizada como “ontología del actante-rizoma” vendría a incorporar así aquellos principios de conexión, heteroge-neidad y multiplicidad que Deleuze y Guattari conferían al rizoma, esa amalgama indiscernible de realidades diversas que siempre está por hacerse, por enredarse, y que “es abierto, conectable en todas sus dimensiones, desmontable, alterable, susceptible de recibir constan-temente modificaciones” (Deleuze y Guattari, 1988: 18). Pensar ri-zomático de la relación performativa, del devenir intersticial que crea en y desde la conexión. Desde esta reivindicación de la hetero-genidad y de lo relacional irrumpe la ya tantas veces aludida necesi-dad de trascender una sociología concernida con lo humano porque aquello que se hace, que se habita, es ya, desde sus mismos inicios, un entramado que con-funde lo humano y lo no humano, lo orgá-nico y lo tecnológico, lo biológico y lo material; en el habitar hay actantes sometidos a ensamblajes de diverso signo que hay que se-guir, mostrando así, a contraluz, la futilidad de un pensamiento que sigue mayoritariamente concernido con lo humano: “Los actores no somos sólo “nosotros”. Si el mundo existe para nosotros como:

Naturaleza”, esto designa un tipo de relación, una proeza de mu-chos actores, no todos humanos, no todos orgánicos, no todos tec-

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nológicos. En sus expresiones científicas, así como en otras, la natu-raleza está hecha, aunque no exclusivamente, por humanos; es una construcción en la que participan humanos y no humanos (Hara-way, 1999, p. 123).

Y, en un sentido más amplio, por el que habremos de transitar con más detalle en el siguiente epígrafe, Escobar afirmará que:

Naturaleza, cuerpos y organismos deben ser vistos como actores semiótico-materiales, y no tanto como objetos de ciencia que pre-existen manteniendo su pureza. La naturaleza y los organismos emergen en el seno de procesos discursivos que conllevan complejos aparatos de ciencia, capital y cultura. Esto implica que las fronteras entre lo orgánico, lo tecno-económico y lo textual (o más amplia-mente, lo cultural), son permeables (Escobar, 1996, p. 60).

No hay aquí reminiscencia alguna de un canto nostálgico por la naturaleza perdida, una naturaleza que queda atrás por la introduc-ción cada vez mayor de un dispositivo tecnológico-material que nos habría de alejar ya, para siempre, de una naturaleza primigenia ca-racterizada por el equilibrio y la armonía. No hay ningún jardín al que volver: la proliferación de híbridos no es nueva, el ensamblaje humano-no humano en modo alguno puede convertirse en plata-forma desde la que enunciar una desnaturalización de la naturaleza porque la naturaleza se habita, sólo puede habitarse, desde las po-tencialidades que abren los distintos dispositivos tecnológico-materiales. La naturaleza, como el espacio, acontece en su práctica y, por ello, sólo se deja contar mediante el plural, mediante las formas diversas en las que acontece. Esta perspectiva nos aleja tanto de una cosificación del espacio como de una disolución del mismo en un inacabable juego de lenguaje: la naturaleza nos antecede, nos acom-paña, nos sucede. La dimensión biofísica se enreda así con lo tecno-lógico-material y con lo simbólico en un complejo haz de relaciones de geometría variable que van dando su seña de distinción a cada forma de habitar, a cada naturaleza. Habitamos lo heterogéneo y el

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cuerpo, espacio que se abre al mundo, encarna en su propia especifi-cidad todo un haz de heterogeneidades.

La teoría del actor-red viene así a enfatizar el carácter colectivo de todo actor, la multiplicidad que habita en cada sujeto mediante una heterogeneidad que no es tanto añadido a un sujeto ya consti-tuido sino el entramado relacional a través y desde el cual tiene lugar el des-pliegue de la subjetividad (pero hay, como mantendremos, otra concepción fuerte del pliegue, de raíz foucaultiana, que perma-nece ajena a la teoría del actor-red: ese pliegue de un afuera presub-jetivo en el que no hay sujetos pero sí hay un hacer-sujeto, una habi-tualidad). Cabría aquí apostillar, a modo de advertencia, que el acer-tado énfasis relacional que subyace a la arquitectura de una subjeti-vidad que lleva la huella de la multiplicidad corre el riesgo de desli-zarse por toda una metaforología de lo fluido y evanescente que, arrastrado por flujos mediados tecnológicamente, difumina la di-mensión estable e instituida de lo social para celebrar toda una suer-te de identidades emergentes que llevan consigo un cierto halo de exaltación posmoderna de la diferencia; sucintamente, cabría decir que, por una parte, la metaforología de lo fluido, de la que Bauman sería su abanderado, arrastra una insuficiencia analítica de calado al haber primado el tiempo sobre el espacio (asociado a lo sólido); por otra, la exaltación de la diferencia actúa como juego de espejos que deja incólume el trasfondo capitalista desde el que se reproducen de-sigualdades y exclusiones. No son estas, en sentido estricto, cuestio-nes propias de la teoría del actor-red, pero no está de más traerlas a un primer plano en una reflexión sobre la ecología política porque esta cierta celebración acrítica de la diferencia, del nomadismo, pue-de tener su reflejo en la igualmente celebración acrítica de la pro-ducción de naturalezas, como si la denostada naturaleza mitificada pudiera abrirse ya a una miríada de formas de hacer y pensar la na-turaleza sin tener presente las relaciones de poder que las atraviesan,

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los modos en los que los habitantes de esos espacios socionaturales quedan afectados por la gubernamentalidad que incide en su habi-tar; tanto el paso analítico del sujeto al proceso rizomático de subje-tivación como el de la naturaleza a la producción heterogénea de na-turalezas exige no perder de vista la política que rige el ordenamien-to de lo social; aquí, la ontología del habitar comienza ya a despla-zarse hacia la biopolítica. Volveremos sobre ello.

Pero la heterogeneidad, como ya se ha sugerido, no queda cir-cunscrita a un plano actancial humano-no humano; es necesario in-cidir en la propia heterogeneidad que encierra la práctica misma del habitar cuando ahondamos en su proyección espaciotemporal. Si el actor es ya un actor-red, un colectivo que rasga las fronteras de la individualidad, habremos de asumir que el espacio que ocupamos en modo alguno queda circunscrito a la especificidad de lo local: del mismo modo en que todo sujeto encarna en su piel y en su palabra una realidad colectiva, el espacio local transitado se abre a una ma-deja de espacios y funda su diferencia contingente y emergente en el modo en que se establece la relación con otros espacios. De nuevo, la relación, el flujo, la conexión, pero también la frontera, el límite. Lo local y lo global son efectos de la conexión, conceptos que si se reifican funcionan bien en dispositivos geométricos que coagulan el espacio pero que, por su propia naturaleza relacional, precisan más bien de una topología variable que desbroza el modo en que se teje la relación: “Existe un hilo de Ariadna que nos permitiría pasar con-tinuamente de lo local a lo global, de lo humano a lo no-humano. Es el hilo de las redes de prácticas y de instrumentos, de documen-tos y de traducciones” (Latour, 1993: 178). Lo importante es, en-tonces, el trabajo de mediación, los dispositivos que estructuran la conexión, los actantes que se vehiculan, el entramado jurídico que lo rige porque es ahí, desde esa red, desde donde se va dando forma a los hábitats que habitamos, es ahí donde lo local se torna recono-

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cible pero siendo ya una localidad horadada por una exterioridad múltiple; de nuevo, Latour: “Es en el medio, allí donde se supone que no pasa nada, donde está todo. Y en las extremidades, donde según los modernos reside el origen de todas las fuerzas (la naturale-za y la sociedad, lo universal y lo local) no hay nada, salvo instancias purificadas que sirven de garantías constitucionales al conjunto” (1993, p. 180). Algo que ya estaba contenido en la imagen del ri-zoma, esa imagen reticular “que no tiene ni principio ni fin, siempre tiene un medio por el que crece y desborda (…) El medio no es una media, sino, al contrario, el sitio por el que las cosas adquieren velo-cidad. Entre las cosas no designa una relación localizable que va de la una a la otra y recíprocamente, sino una dirección perpendicular, un movimiento transversal que arrastra a la una y a la otra, arroyo sin principio ni fin que socava dos orillas y adquiere velocidad en el medio” (1988, p. 29) y algo que ya estaba, igualmente, contenido en la imagen del cyborg: “El mundo siempre ha estado en el medio de las cosas, en una conversación práctica y no regulada, llena de ac-ción y estructurada por un conjunto asombroso de actantes y de co-lectivos desiguales conectados entre sí” (Haraway, 1999, p. 131). Y es que es la primacía conferida a la relación, a la heterogeneidad, lo que actúa, pese a sus diferencias, como basamento que conexiona las imágenes del actor-red, del rizoma, del cyborg, del cuasi-objeto, como sustrato de una ontología de la conectividad, una topología que, “siguiendo al actor”, tiene presente que en nuestro espacio practicado hay muchos otros espacios, y que el pensar, en última instancia, puede ser redefinido como esa filosofía geográfica de las preposiciones sugerida por Serres mediante la cual se desbroza la re-lación que habitamos, la posición que ocupamos:

La topología se ciñe al espacio, de otra forma y mejor. Para ello, utiliza lo cerrado (dentro), lo abierto (fuera), los intervalos (entre), la orientación y la dirección (hacía, delante, detrás), la cercanía y la

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adherencia (cerca, sobre, contra, cabe, adyacente) la inmersión (en), la dimensión... y así sucesivamente, todas ellas realizadas sin medida pero con relaciones (Serres, 1995, p. 68).

La naturaleza habitada comienza a expandirse, a tornarse cre-cientemente compleja, por la heterogeneidad actancial a cuyo través tiene lugar la propia práctica del habitar, por las relaciones de tra-ducción que se desencadenan entre esos actantes, porque el espacio socio-natural habitado está entrelazado con otros espacios por rela-ciones de diverso signo, porque lo singular, los polos de la dicoto-mías heredados de la modernidad, apenas sirve ya para pensar eso que habitamos, porque lo plural, lo heterogéneo, está ahí, aquí, para tener que ser pensado, de nuevo, y para siempre. Reflexión esta que se me antoja central para el acercamiento a la ecología política por-que aquello a lo que alude este concepto no es, en un sentido pro-fundo y originario, sino al espacio habitado. Como apunta Serres, en ese bello e inacabable libro que es Atlas: “La ecología haciendo honor a su nombre, nunca deja de describir una topología de la ca-sa, exactamente de los lugares, estables y lábiles, por los que pasan y permanecen los seres vivos inmersos en la duración” (Serres, 1995: 54).

Y a todo ello habría que añadirle, en este rápido recorrido que estamos haciendo en torno a la multiplicidad de lo ontológico, una heterogeneidad temporal que quiebra, por su parte, aquella flecha del tiempo moderna a través de la cual se operaba una suerte de eli-minación del pasado en aras de un futuro en el que, aún estando siempre por llegar, se atisbaban destellos de un progreso tecnológi-camente alcanzable. La topología se vierte de igual manera sobre el espacio que sobre el tiempo desencadenando así conexiones entre tiempos diversos: el icono moderno de la flecha deja su paso a una espiral que pliega el tiempo, que aúna tiempos, que muestra la hete-rogeneidad del presente abriéndose a pasados y futuros, a relatos de

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diverso signo y procedencia que pueblan aquello que ahora se dice y se hace. La heterogeneidad temporal transita así por la materialidad de las cosas, de las socionaturalezas (con sus duraciones, sus ritmos, sus ciclos, sus velocidades) y por la significación de los discursos (con un sujeto colectivo de enunciación que, en su decir, vuelve a decir, a repetir, a dialogar, con lo que ya se ha dicho, acaso confi-riendo a todo ello el poso de una cierta distinción, de una novedad). El pensar y el hacer de la habitabilidad contiene, en consecuencia, toda una pluralidad de tiempos que, en cada especificidad, habría que poner de manifiesto porque es ahí, por el modo concreto en que se enredan, donde empezamos a reconocer las formas del habitar, las subjetividades de los habitantes. El tiempo irrumpirá, a decir de La-tour, como “el resultado provisional de la relación entre seres” (La-tour, 1993, p. 114) con lo que todo actor-red deviene, por los mimbres semiótico-material empleados en su (re)construcción, un conjunto politemporal, un permutador de tiempos.

Heterogeneidad actancial, espacial, temporal. La ontología va-riable de los colectivos se teje en torno a estos ejes, no tanto como dimensiones diferenciadas sino como niveles superpuestos que, en su interpenetración, van conformando, como decíamos, los modos efectivos en los que se rearticulan lo social y lo natural. La ecología política, como campo transdisciplinar que ahonda en el análisis de los modos de habitar, de la representación, producción y vivencia de los espacios socionaturales precisa reconocer y hacer suya esa hetero-geneidad que aquí se ha delineado en sus rasgos más sobresalientes: reflexionar sobre la multiplicidad que recorre toda forma de habitar y desde la cual el pensar se encara con esa raíz etimológica de la eco-logía que nos recuerda que el vivir es reapropiarse de un(os) espa-cio(s) que nos antecede(n) y que sin esa tarea, tan simple en apa-riencia, el vivir mismo carecería de la más mínima viabilidad. La na-turaleza emerge así, para nosotros, para todos esos humanos y no-

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humanos entrelazados, en su práctica, con lo que habría que hablar ya, desde el inicio mismo, de socio-tecno-naturalezas habitadas (siempre y cuando la alusión a lo social sea ya una alusión a una multiplicidad de ámbitos relacionados en donde lo económico, lo político, lo jurídico y lo simbólico quedan incluidos).

Los apuntes precedentes nos ubican así en un escenario que, so-bre la base de una ontología de la habitabilidad, pretende dejar atrás toda reminiscencia de una epistemología clásica que se arrogaba la potencialidad, desde el espacio privilegiado de la ciencia, de adentra-se en la objetividad de lo observado para des-velar así sus escondidos secretos e, igualmente, abandona las huellas de esa constitución mo-derna cuyos andamiajes están hechos de dicotomías que geometri-zan y purifican lo social. Frente a la epistemología clásica cabe ante-poner el conocimiento situado encarnado que no anhela una objeti-vidad sino que desencadena procesos de objetivación que, en el seno de controversias, han de resistir los envites de otros planteamientos; frente a la dicotomización de lo social cabe subrayar la heterogenei-dad actancial, espacial y temporal de los espacios habitados. La re-flexión de la ecología política sobre los procesos de articulación de espacios socionaturales acontece, en consecuencia, en esa conexión entre una epistemología del conocimiento situado encarnado y una ontología de la heterogeneidad; en esa juntura epistemológico-ontológica donde (sólo nos) quedan las prácticas, las formas de pen-sar y hacer, los modos de habitar. La ecología política, tal y como aquí se concibe, piensa esa juntura, la práctica misma del habitar desencadenante de espacios socionaturales o, retomando la acertada expresión de Escobar, “tiene como campo de estudio las múltiples prácticas a través de las cuales lo biofísico se ha incorporado a la his-toria o, más precisamente, aquellas prácticas en que lo biofísico y lo histórico están mutuamente implicados” (Escobar, 1999, p. 148).

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Es necesario, sin embargo, ir un paso más allá. La teoría del ac-tor-red, junto con otros planteamientos teóricos que orbitan en torno a ese campo de campos que es la ecología política, ha suminis-trado importantes herramientas analíticas para repensar la epistemo-logía y la ontología, nos ha ayudado a alejarnos de visiones simplifi-cadas condensadas en la objetividad y la dicotomización, nos ha in-troducido en un mundo de ensamblajes variables, de redes comple-jas regidas por mediaciones y traducciones, todo un haz relacional sin el cual difícilmente podemos entender los modos de estar y de hacer mundo. Pero ese estar-en-el-mundo y hacer-mundo está atra-vesado por relaciones de poder, por una política de la relación que incorpora discursos y prácticas contextualizados sociohistóricamente y es ahí donde la teoría del actor-red, a mi juicio, queda a las puertas de un análisis necesario, un análisis que ensancharía su campo de ac-tuación y su potencialidad teórica, es ahí donde la biopolítica en tanto que análisis de procesos sociohistóricos de subjetivación, de producción de espacios habitados, puede jugar un papel de acopla-miento. La ontología se desplaza a lo biopolítico (o, en rigor, habría que decir que se pasa a enfatizar lo biopolítico porque la ontología es, desde sus mismos inicios, (bio)política).

4. Ecología política y estructura de disponibilidad

Afirmar que hay que reintroducir lo político, las relaciones de poder, en el engranaje de la teoría del actor-red y más concretamen-te en su proyección al ámbito de la ecología política puede resultar, en un primer momento, difícilmente comprensible porque esas rela-ciones de poder en modo alguno han sido ajenas a la teorización propuesta; en los inicios de este enfoque, Law ya afirmaba que “para la teoría del actor-red todo tiene que ver con el poder” (Law, 1992, p. 387) e, igualmente, si atendemos a la definición misma que se ha sugerido de la traducción, dispositivo que establece las

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(des)conexiones entre actantes diversos, vemos que las relaciones de poder en modo alguno han sido descuidadas puesto que la traduc-ción nombra “todas las negociaciones, intrigas, cálculos, actos de persuasión y violencia gracias a los cuales un actor o una fuerza, adopta o se confiere a sí mismo, la autoridad para hablar o actuar en nombre de un actor o fuerza” (Callon y Latour, 1981: 279); más tardíamente, y en una definición que se acerca más a nuestro plan-teamiento, la traducción se concibe como un “desplazamiento, deri-va, invención, mediación, la creación de un lazo que no existía antes y que, hasta cierto punto, modifica dos elementos” (Latour, 1998: 254). La traducción es ya un dispositivo de poder pero de este dis-positivo, del modo en que es narrado, es necesario siquiera apuntar, ya que no será objeto de desarrollo, la necesidad de poner en cues-tión las primeras narrativas de la teoría del actor-red en las que se primaba la potencialidad de un determinado actor para erigirse en centro organizativo de la red en la que se encontraba, un actor que adquiría la potencialidad para estructurar la red y sobre el que se cernía el riesgo de la imposibilidad de seguir manteniendo el orden, abriéndose así las puertas a una traición generalizada que cuando irrumpía dejaba un escenario radicalmente contrapuesto al anterior: un actor aislado que ya no puede enrolar a nadie.

Más que establecer una férrea contraposición entre traducción y traición creo más apropiado incidir en la noción de ambivalencia (Lee y Brown, 1998; Michael, 1996; Singleton y Michael, 1993) para ahondar en los procesos entrelazados de traducción y traición, en las uniones más o menos (in)consistentes que se van tejiendo en-tre los distintos actores. La traducción no tiene que ser narrada ne-cesariamente como una codificación arborescente de la multiplici-dad porque la heterogeneidad reivindicada también se proyecta en el ámbito de las relaciones de poder, allí donde, siguiendo nuevamente

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a Deleuze y Guattari, lo arborescente y lo rizomático no dejan de entrelazarse.

No se trata, en consecuencia, de reintroducir lo político sino de adentrase en el modo en que las relaciones de poder son conceptua-lizadas. En un escrito reciente, y en una afirmación que es en sí misma clarividente, Latour ya sugiere que “hay que ser sobrio con el poder” (Latour, 2008, p. 363); este deseo de sobriedad condensa la necesidad de no conferir a lo político un marchamo de omnipresen-cia que actuaría como designio (más o menos explícito), que guía la relación misma que conecta la heterogeneidad actancial, articulando así un estructura narrativa que explicase el porqué de la relación, una presencia escondida que habría que desentrañar para explicar la estructura de la relación. Y es esto, precisamente, lo que se pretende evitar a toda costa: la creación de un modelo analítico que trascen-diendo la relación misma inaugura explicaciones mediante concep-tos reificados y multiabarcantes, aproximación esta que, lógicamen-te, tiene repercusiones obvias en el acercamiento a la categoría mis-ma de sociedad: “La sociedad no es el todo “en el que” todo está in-serto, sino lo que “atraviesa” todo, calibrando conexiones y ofre-ciendo alguna posibilidad de conmensurabilidad a toda entidad a la que alcanza” (Latour, 2008, pp. 338-9). La sociedad es relación contingente, variable, ensamblaje de heterogeneidades, colectivos que se (des)hacen: no hay una sociedad que actúe como contexto explicatorio porque la sociedad es el hacerse mismo de lo relacional en su radical inmanencia; la red en modo alguno podría designar, en consecuencia, la “presencia subrepticia del contexto” porque es lo que relaciona, aquí, ahora, a los actores y son éstos los que “habrían de definir la escala relativa” de la red en un mundo que “se ordena a sí mismo”, y es este ordenamiento, su rastreabilidad, lo que se con-vierte en el eje maestro de la narrativa de la teoría del actor-red, el carácter intersticial de lo social que omitiendo un contexto previo

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confiere al contexto la categoría de efecto móvil de las relaciones que se derivan de los ordenamientos disímiles. Desde este planteamien-to, sucintamente expuesto, Latour concluirá que “los lugares no son un buen punto de partida, dado que cada uno de ellos está enmar-cado y localizado por los otros (…) Ahora entendemos por qué tu-vimos que empezar, de acuerdo con la famosa expresión de Horacio, en el medio de las cosas, in media res. La circulación es lo primero” (Latour, 2008: 280) y la sociología, en consecuencia, no sería sino “la disciplina en que los participantes explícitamente se ocupan de reensamblar lo social” (Latour, 2008: 344).

La propuesta que voy a desarrollar aquí es que está visión de lo social cercena la potencialidad de lo político y la despoja de su pro-fundidad ontológica. Y ello, en gran parte, tiene que ver con una concepción insuficiente del espacio toda vez que la consigna “seguir al actor” se ha transmutado no tanto en una desespacialización de la relación pero sí en una sustracción de la hondura sociohistórica del espacio como si el espacio fuera mero medio que sirve de soporte a la conexiones de diverso signo y que recibe su forma contingente en función de los modos en que se operan los ensamblajes:

“Los sitios, ahora transformados definitivamente en actores-redes, son desplazados al fondo; las relaciones, los vehículos y los en-laces son traídos al primer plano” (Latour, 2008, p. 312).

El espacio, como el contexto, queda reducido a la categoría de efecto y el actante que (des)conexiona, traduce y (des)estabiliza se erige en el protagonista del relato. Pero la toma en consideración de la dimensión espacial de lo social no necesariamente habría de lle-varnos a un acercamiento analítico que nos confronta con un espa-cio ya dado y cosificado (porque el espacio, ciertamente, está dándo-se, aconteciendo, poniéndose en relación) ni tampoco a una suerte de estructura multidimensional que rige el devenir de la relación (porque la relación no se explica en su totalidad por lo que le ante-

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cede); el espacio no es una anterioridad preexistente cosificada, ni una presencia omnisciente, ni un efecto deshistorizado, el espacio siempre irrumpe, como diría Latour, intersticialmente pero esa irrupción contiene formas de hacer y pensar, tramas de hábitos se-dimentados a lo largo del tiempo, posicionamientos biopolíticos de la subjetividad que median la relación misma, imposibilitando por ello conferir al actante una posición prioritaria: el espacio habita la relación, la atraviesa, se imprime en las cosas, en los actores, en sus cuerpos tecnocientíficos, en sus palabras y en sus silencios; no es que el espacio no sea un buen de partida o que esté en el fondo, es que sólo se puede empezar desde el espacio porque da forma al trasfondo que habitamos, porque habitamos desde ahí y desde ahí nos envuel-ve: la subjetividad como pliegue de una exterioridad que produce subjetividades. No creo que esto conlleve necesariamente prescindir en su totalidad de la ontología propuesta desde la teoría del actor-red pero sí exige reubicarla espacialmente y, con ello, ensanchar su concepción de lo político, una suerte de reapropiación de su “socio-logía de lo heterogéneo” recontextualizada en el marco de una geo-grafía postestructuralista que, descentrando al sujeto y acentuando los procesos de subjetivación, subraya lo biopolítico.

Curiosamente, la asunción por parte de Latour de la categoría del rizoma, bajo la rúbrica de la ontología del actante-rizoma, opera mediante una descontextualización apenas disimulada del propio concepto de rizoma con respecto al corpus teórico sugerido por De-leuze y Guattari, como si la conectividad que a ésta le es propia quedase desgajada de las distintas líneas de fuerza que la atraviesan y de los agenciamientos en los que se inserta. Sí, lo político es rela-ción, la relación incorpora una política pero es necesario ahondar en la multidimensionalidad de la relación, en la complejidad de lo polí-tico para ver ahí que la relación es no tanto una mera consecuencia de un contexto previo sino que el contexto —la trama de hábitats

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que habitamos, la red de hábitos que nos habitan y que reproduci-mos, con sus eventuales líneas de fuga, en nuestras prácticas socia-les– está presente en el ordenamiento mismo de la relación; todo es política, dirán Deleuze y Guattari, pero “toda política es a la vez macropolítica y micropolítica” (Deleuze y Guattari, 1988: 218) en una afirmación que nada tiene que ver con un planteamiento dico-tómico de lo social cuanto con un entrecruzamiento de intensidades variables que inciden en el modo en que se producen los ensambla-jes, con lo que el mundo no es algo que se “ordena a sí mismo” sino que también está ordenado, está ordenándose, por las relaciones de poder en las que está inmerso, por los hábitos que preceden al suje-to, que hacen sujetos: la relación se abre así a una “presencia prece-dente” que le afecta (la habitabilidad sociohistórica en la que está inmersa) y al ejercicio mismo del ponerse en relación (circunscrito a decisiones multidimensionales en el marco de una heterogeneidad actancial) sin que podamos prescindir de cualquiera de ambas di-mensiones; y es la difuminación de la primera dimensión lo que cer-cena la comprensión de lo político en Latour, lo que torna su análi-sis en un ejercicio de corte más descriptivo que creo que hay que re-situar en el marco de una habitabilidad biopolítica.

Cabría sugerir, en consecuencia, por parte de la teoría del actor-red, una concepción restrictiva de la relacionalidad-heterogeneidad circunscrita al análisis detallado de los distintos sujetos-objetos im-plicados en controversias, aproximación esta que, sin embargo, des-cuida aquello que también hace sujetos pero en donde no hay suje-tos sino tan sólo el murmullo del hábito. La noción de Law y Mol (2008) de “actor-actuado” es tan sólo un reflejo de esa relacionali-dad-heterogeneidad restringida: “En las historias que la semiótica material hace posibles, un actor no actúa solo. Actúa en relación con otros actores, unido a ellos. Esto significa que también actúa sobre éste. Actuar y ser actuado van juntos. Más aún, un actor-actuado no

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tiene el control” (Law y Mol, 2008, p. 77). Hay aquí una necesaria crítica de una concepción de la individualidad lastrada por la auto-nomía reflexiva del sujeto moderno que se piensa a sí mismo como fundamento del mundo, un acertado descentramiento del sujeto en la relacionalidad que habita y que está poblada por otros sujetos y objetos pero no hay un paso previo, a mi juicio necesario, que re-quiere una deconstrucción de la subjetividad sobre la base de la ha-bitabilidad que habita y que impide ya que el sujeto se cierre sobre sí mismo porque hay algo que le habita, le hace, le piensa y le dice y ese algo son los hábitos que él/ella no ha hecho ni puede haber he-cho pero que son el fundamento de su hacer, una huella que lleva inscrita y que puede ser problematizada en la performatividad coti-diana del hábito:

Los hábitos son nuestra naturaleza y la naturaleza de las cosas (rerum natura), porque no son ni objetivos ni subjetivos. Naturale-za es lo que no depende del sujeto, decimos, sino aquello de lo que el sujeto (al menos parcial y fundamentalmente) depende: esa es justamente la definición de los hábitos. Precisamente por ello la exégesis de las habitualidades no es psicología (lo sería si considerára-mos los hábitos como propiedades de un sujeto-conciencia o sus perturbaciones y anomalías) sino ontología, tratado acerca del ser de los entes o de la naturaleza de las cosas (…) Los espacios son hábitos y hábitats que preceden al habitante, que hacen habitante” (Pardo, 1992, p. 163).

Las apreciaciones de Pardo en el marco de una filosofía-geográfica que ahonda en el proceso de producción de subjetivida-des se sitúa en un plano distinto al de la narrativa de la semiótica-material compuesta por la teoría del actor; algo que, lógicamente, tiene su reflejo en la propia definición de lo político, la cual ya no se circunscribe al modo en que se teje la relación entre distintos actan-tes sino a la propia articulación de los espacios desde los que se pro-duce subjetividad: “La política es entonces una máquina de producir

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individuos, de producir naturaleza, porque es una máquina de orga-nizar las sensaciones, ese hacer, ese trabajo o esa práctica que prece-de a la actividad consciente del sujeto” (Pardo, 1992: 163). La habi-tabilidad, cabría añadir, es bifronte, mira a lo hace al sujeto y tam-bién a lo que el sujeto hace, componiendo así una liminalidad que hace sobre lo que nos hace y en este hacer sobre lo que nos hace es donde cabe sugerir ese diálogo entre una geografía crítica que ahon-da en los procesos de subjetivación y una semiótica material que ras-trea la heterogeneidad del hacer.

Desde este prisma, cabe ya volver a preguntarnos por la imbrica-ción sociedad-naturaleza no ya sólo desde la superación de todo res-to dicotómico y del reconocimiento de la multiplicidad de actantes ensamblados en procesos ambivalentes de traducción sino también desde la biopolítica que la recorre; y es aquí que cabe ir más allá, en consecuencia, de la fusión entre lo biofísico y lo histórico a la que antes aludíamos para adentrarnos, como el propio Escobar apunta, en todo un entrelazamiento que conexiona la dimensión biofísica, la tecnologización y la mercantilización capitalista; entrelazamiento sumamente complejo del que habrá que decir no sólo que es hetero-géneo y que adquiere diferencias en virtud de los actantes involu-crados y de las extensiones desplegadas, sino que precisa, en sus es-pecificidades, del estudio de las formas de conocimiento situadas (formas de hacer y pensar que estructuran la relación con lo biofísi-co) y el modo en que éstas se ven atravesadas por relaciones de po-der que afectan a los conocimientos locales; la mera propuesta de Escobar de sugerir “una definición parcial de ecología política de la naturaleza capitalista como el estudio de la incorporación progresiva de la naturaleza en el doble campo de la gobernabilidad y la mer-cancía” (1999: 153) desborda con creces las limitaciones latourianas de una ontología que cercena el alcance de lo político. Desde esta sugerencia, mantendremos que hay, retomando la propuesta fou-

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caultiana, un régimen de gubernamentabilidad que atraviesa la habi-tabilidad biopolítica, que media entre los espacios, que se proyecta sobre los posicionamientos de los sujetos reestructurando, como consecuencia de ello, las formas de habitar y de producir socio-naturalezas. Las relaciones de poder adquieren aquí una posición predominante tanto por la ligazón de lo heterogéneo que encierran como por el papel que juegan —desbordando los límites de la teoría del actor-red– en la intermediación entre hábitat (procesos de pro-ducción de los espacios), hábito (formas de representar, estar y vi-venciar el espacio) y habitante (procesos de subjetivación encarna-da).

Sobre estas bases, cabría pergeñar un régimen de gubernamenta-lidad en torno al cual trabajase la ecología política con el fin de des-entrañar el modo en que se establece, en un contexto interconecta-do, la producción de espacios socionaturales y las consecuencias que se derivan de dicha producción para los habitantes de espacios loca-les. Expuesto sucintamente y en sus rasgos más sobresalientes, avan-zo la propuesta de que dicho régimen de gubernamentalidad se trenza alrededor de tres ejes. El primero de ellos remite a una (neo)colonialidad que sienta las bases de una relación con la natura-leza marcada, bajo el influjo del ethos moderno ya apuntado, por la exterioridad, esto es, por un estar ante esa naturaleza que puede ser apropiada para extraer y producir en ella lo que las (inacabables) exigencias del desarrollo moderno pudieran demandar; simultánea-mente, dicha exterioridad actúa en conjunción con una lógica jerár-quica de lo humano por medio de la cual el habitante del espacio natural (ese habitante que está en la naturaleza, inmerso en ella y ca-rente de la cultura de quien ha logrado autoposicionarse frente a la naturaleza para disponer de ella) queda ubicado en una posición de inferioridad que posibilita el cumplimiento de toda una miríada de ecocidios y etnocidios porque ese sujeto que va a verse afectado, que

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irrumpirá como habitante sin hábitat, es un sujeto que apenas llega a ser sujeto, un sujeto prescindible cuya genealogía se puede rastrear desde el genocidio de los pueblos originarios posterior al “encubri-miento de América” (Dussel) hasta la figura, con una importancia cada vez mayor en nuestro presente, del desplazado ambiental; lo colonial aúna exterioridad (para la naturaleza) e inferioridad (para el habitante local) en un ejercicio envolvente de violencias simbólicas y materiales.

El segundo eje responde a la actual lógica neoliberal a través de la cual se cumplimenta un proceso que establece una relación mer-cantilizada con el espacio natural que la sustrae de usos locales para proyectarla en un régimen de cosificación monetarizada establecien-do así un trasvase creciente de lo común hacia lo privatizado, un proceso que pudiera quedar condensado en la imagen de “acumula-ción por desposesión” sugerida por Harvey (2003); en este sentido, lo neoliberal adquiere una doble vía de profundización que se bifur-ca en una financiarización de los productos (en donde irrumpe co-mo ejemplo revelador el auge de la especulación bursátil con pro-ductos alimenticios) y en una patentización de la biodiversidad (apropiación tecnocientífica para la reutilización comercial biotec-nológico-farmacéutica de determinados genes) que acentúan la pér-dida de lo común (Mendiola, 2007). Desde estas consideraciones, cabe apuntar que la mercantilización de la naturaleza actúa como cumplimentación efectiva de un discurso (neo)colonial que, por medio de todo un entramado político-económico-jurídico, establece una relación con los espacios caracterizada por un triple eje que se vierte en la extracción de recursos naturales (recursos energéticos que sustentan un modo de vida insostenible), la utilización de espa-cios naturales para producir lo que será consumido en otros espacios (el agotamiento de los caladeros, los modelos de agricultura intensi-va exportadora o, como penúltimo episodio de desposesión, el ac-

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tual acaparamiento público-privado de tierras en África o América Latina) y el empleo de ciertos espacios para depositar en ellos los desechos industriales no reutilizables (convirtiendo en vertederos lu-gares del sudeste asiático, o utilizando el espacio del mar para ello, como ha sucedido en las costas de Somalia). Cabe así suscribir las acertadas palabras de Harvey: “La mercantilización de la naturaleza en todas sus formas conlleva una escalada en la merma de los bienes hasta ahora comunes que constituyen nuestro entorno global (tierra, agua, aire) y una creciente degradación del hábitat, bloqueando cualquier forma de producción agrícola que no sea intensiva en ca-pital” (Harvey, 2003: 118); en efecto, tierra (acuerdos internaciona-les que posibilitan jurídicamente la modernización agrícola en de-trimento de usos y mercados locales), aire (tratados como el proto-colo de Kyoto que permite comerciar con emisiones a la atmosfera) y agua (iniciativas en muchos lugares para privatizar la gestión de los recursos hídricos), se han visto inmersos en un contexto semiótico-material desde el que se piensa lo natural como algo con lo que se puede comercializar, como algo completamente desacralizado de lo que cabe extraer un beneficio. La alusión a una etérea responsabili-dad social empresarial que reniega de una normativa de obligado cumplimento actúa como otra de las derivas de un desarrollo soste-nible que no acaba de romper con las formas de pensar y hacer ins-critas en el imaginario del desarrollo; no en vano, la creciente trans-posición de la noción de naturaleza a la de medio ambiente conden-sa en sí mismo el trasvase a una forma de relacionarse con lo natural marcada por su gestión –habría que añadir, biopolítica-, por una gu-bernamentalidad político-económico-jurídica-tecnocientífica que funciona mayormente a contracorriente de usos comunes y en don-de la proliferación de tratados de libre comercio actúa como sustrato jurídico de la regularización y ensanchamiento del neoliberalismo.

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Por último, cabría aludir a todo un discurso securitario que marca el modo en que se establecen las relaciones entre los espacios y el control de los flujos de sujetos y de cosas que transitan entre di-chos espacios. Del mismo modo en que nuestro decir y pensar es habitado por una multiplicidad de sujetos (de tiempos diversos) que han ido conformando relatos y narraciones desde las que se inicia nuestro pensar, ese pensar que no es, en sentido estricto, nuestro pe-ro que pugnamos por hacerlo nuestro, por conferirle una seña de distintividad por precaria que pudiera ser, el análisis de nuestra bio-materialidad nos lleva más allá de nosotros mismos, a toda una hete-rogeneidad espacial que hay que rastrear para evidenciar cómo se mantienen, aquí y ahora, para nuestra localidad, unas determinadas formas de vida. Sirva tan sólo como ejemplo revelador el modo en que se establece el control de los flujos alimenticios y de los recursos energéticos. Lo alimenticio nos confronta (para gran parte del el oc-cidente “desarrollado”) no tanto a un bien escaso cuanto a una pro-ducción y distribución alimentaria gestionada desde una creciente concentración de poder empresarial (véase el papel determinante de unas pocas empresas multinacionales en la producción y distribu-ción de semillas a nivel global) que al mercantilizar productos bási-cos (en donde destaca la ya mencionada modernización agrícola y la producción intensiva ganadera) viene a dificultar, en otros espacios, la producción y comercio local convirtiendo, ahora sí, en esos espa-cios locales lo alimenticio en bien escaso (no tanto porque éste no se de cuanto porque no hay acceso al mismo); lo energético, por el contrario, y una vez superadas las ensoñaciones de un progreso ili-mitado, nos confronta con lo escaso de los recursos fósiles en un contexto marcado por el llamado “pico del petróleo” (el progresivo agotamiento de los yacimientos existentes y la casi ausencia de nue-vos yacimientos delinean un paisaje marcado previsiblemente por un petróleo cada vez más caro y escaso) pero también con la escasez

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de otros materiales centrales para el modo de vida occidental como son el coltán (necesario para la producción de dispositivos de tecno-logía móvil) o los fosfatos (empleados en la producción de fertilizan-tes agrícolas).

Lo securitario actúa como mecanismo regulador de las conexio-nes entre espacios para asegurarse el flujo de lo mercantilizado y de lo escaso. No puede extrañar, en este sentido, que en lo que hace re-ferencia a los recursos fósiles y en especial al petróleo, haya una pro-funda ligazón entre espacios con yacimientos y conflictos bélicos (campo éste que evidencia un ejemplo más de lo que Dalby (2004) denomina “geografía de la dominación de la naturaleza” y en donde se evidencia, asimismo, como ha sugerido dal Lago (2010), la cen-tralidad de la guerra en las sociedades occidentales) y que, igualmen-te, la agricultura se haya convertido en fuente inagotable de conflic-tos sociales por el empobrecimiento que la modernización-mercantilización agrícola está desencadenando en muchos lugares del sur. Asimismo, conviene no olvidar que esta apropiación securi-taria de lo mercantilizado (asegurarse un beneficio) y de lo escaso (asegurarse lo que puede faltar), se convierte en uno de los pilares de la llamada sociedad del riesgo tanto en lo que tiene de un régimen de producción alimenticia intensivo e industrializado (vacas locas, dioxinas, gripe aviar y porcina, transgénicos…) y de una política energética insostenible (calentamiento global, riesgos de lo nu-clear…).

Esta extremadamente sucinta alusión a los ejes (neo)colonial, neoliberal y securitario no nos ubica, como ya ha quedado sugerido, ante tres dimensiones diferenciadas puesto que los tres ejes nombran matices y rasgos específicos que, en la articulación de espacios so-cionaturales, quedan entretejidos de un modo difícilmente discerni-bles. En cualquier caso, la necesidad de aludir a ellos se evidencia por la necesidad de trazar los rudimentos básicos de un contexto so-

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ciohistórico que media y da forma a la relación; no tanto a modo de un contexto unívoco que explique causalmente aquello que acontece pero sí a modo de unas formas de pensar y hacer que componen un régimen multidimensional de gubernamentalidad biopolítica por medio del cual se pretende gestionar los espacios, los habitantes de los espacios y las conexiones entre espacios. Y todo ello podría que-dar recogido, como expresión sintética, en la articulación de una es-tructura de disponibilidad a la que habrían de plegarse hábitats y ha-bitantes, lo cual no es óbice, lógicamente, para que se activen toda una suerte de estrategias de indisponibilidad, de afirmación de una vida que no se quiere vivir bajo el signo de su mercantilización, en lo que no sería sino una contraposición entre una biopolítica sobre la vida y una biopolítica de la vida.

La estructura de disponibilidad funciona así como una estructura de relacionalidad que gestiona el ordenamiento del espacio median-te un engarce de discursos y prácticas; aproximación esta que creo que vendría a darle a la noción de policía tal y como la presenta Rancière, una plasmación específica:

La policía es primeramente un orden de los cuerpos que define las divisiones entre los modos de hacer, los modos de ser y los modos de decir, que hace que tales cuerpos sean asignados por su nombre a tal lugar y tal tarea; es un orden de lo visible y lo decible que hace que tal actividad sea visible y que tal otra no lo sea, que tal palabra sea entendida como perteneciente al discurso y tal otra al ruido (Rancière, 1996, p. 44-5).

La policía vendría a ser una producción de cuerpos y espacios, una “configuración de las ocupaciones y las propiedades de los espa-cios donde esas ocupaciones se distribuyen” (ibídem: 45) y es, a mi juicio, esta policía lo que tiene que ser pensado al hablar de la ecolo-gía política porque lo que este planteamiento introduce es todo un entramado de formas de hacer, ser y decir que, en las líneas perge-

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ñadas más arriba, viene a conformar esa estructura de disponibilidad articulada en torno a sus ramificaciones (neo)colonial, neoliberal y securitaria, y es esa estructura, esa policía, desde donde se va dando forma a los hábitats que habitamos, no tanto de un modo pasivo y aproblemático cuanto en relación con las exigencias de indisponibi-lidad, con el hacer-decir político, en el lenguaje de Rancière, que in-troduce una distorsión en la configuración sensible que asigna posi-ciones; aspecto este crucial ya que la vieja superación del hacer-morir propio del régimen de poder soberano por un hacer-vivir que busca mantener con vida a la vida para reglamentar el modo en que se ha de vivir, no puede ya entenderse, como el propio Foucault (1995, 2003) apuntaba, a modo de una linealidad histórica sino que ambos quedan entretejidos de formas variables articulando formas de pro-ducir vida y muerte, una suerte de entrecruzamientos bio-tanato-políticos (Mendiola, 2009) entre un hacer-vivir y lo que cabría lla-mar un hacer-dejar-morir (todo aquello que se hace para que irrum-pa la posibilidad de la muerte no tanto, o no sólo, por su imposi-ción directa, sino por el radical socavamiento de lo que permite vi-vir). La estructura de disponibilidad, carente de un centro de mando panóptico, ramificada en toda una panoplia de instituciones, discur-sos, tratados y sujetos, atraviesa así el vivir y el socavamiento del vi-vir en la producción de mercantilizados hábitats socionaturales im-pregnados de heterogeneidad actancial, temporal y espacial. Pensar la ecología política es entonces pensar, para muchos, la posibilidad de seguir viviendo, de seguir habitando.

Estas líneas teóricas, tan ajenas a la narrativa propia del actor-red, conforman los lineamientos teóricos centrales de un acerca-miento a lo social desde el campo de la ecología política que, sin embargo, no se resiste a incorporar esa ontología variable de lo hete-rogéneo subrayada por la teoría del actor-red. Decíamos antes que el sujeto (o actor-red en reconocimiento de la heterogeneidad que in-

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corpora), como la relación en la que está inmerso y de la que parti-cipa, se abre a una doble dimensión que conexiona una “presencia precedente” (todo aquello que actúa en los procesos de subjetiva-ción) con el ejercicio mismo de ponerse en relación con otros acto-res-red mediante procesos de mediación y traducción ambivalentes que dan lugar a uniones más o menos precarias, articulando así un habitar liminal que hace, dice y piensa sobre y desde lo que le hace, le dice y le piensa. Y lo político recorre todo ese proceso: lo político es tanto el hacer-sujeto como el hacer-del-sujeto. La teoría del actor-red suministra importantes herramientas teóricas para analizar el ha-cer-del-sujeto envuelto en su heterogeneidad y en procesos de en-samblaje colectivos pero presenta, sin embargo, carencias a la hora de abordar esas “presencias precedentes”, que lejos de verse de un modo cosificado y estático designan formas de pensar y hacer que median en los procesos de subjetivación, con lo que el actor-red no puede ser tanto el inicio del análisis porque ya está habitado por al-go que le precede y que, en el caso de la ecología política aquí abor-dada, viene impregnado de un hacer-decir-pensar que trenzado en torno a lo (neo)colonial, lo neoliberal y lo securitario conforma una estructura de disponibilidad sobre los hábitats y lo habitantes.

Quizás, todo pasa, en gran parte, por el espacio porque si bien la teoría del actor-red ha introducido un necesario y valiosísimo des-plazamiento de lo geométrico a lo topológico ahondando en los en-trecruzamientos cambiantes de espacios, ha descuidado la hondura sociohistórica del espacio, la consideración de que antes que actores somos habitantes (de los espacios que nos preceden), dejándonos así con un ensamblaje de ontologías variables que establecen conexio-nes y desconexiones; e incluso aquí, la propia noción de descone-xión queda retratada de un modo algo simplista: “Las redes, las re-des interconectadas y las “redes de trabajo” dejan todo lo que no conectan simplemente desconectado” (Latour, 2008: 339; subrayado

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en el original); pero la desconexión no es simplemente lo que no es-tá conectado: la noción de “exclusión inclusiva” –sugerida entre otros por Agamben o Sousa Santos– recoge de un modo más con-tundente las relaciones de poder que propician situaciones de des-conexión.

Es esa dimensión sociohistórica del espacio que aquí hemos re-cogido desde la propuesta de una ontología biopolítica de la habita-bilidad lo que acaso vendría a enriquecer la concepción de lo políti-co sugerida en la teoría del actor-red, aspecto este que, sin duda, atenta contra las premisas lanzadas por Latour de una negación del contexto en tanto que factor explicativo y, sin embargo, es precisa-mente esto lo que desde estas líneas se sugiere: no tanto la crítica de la ontología variable concernida por la heterogeneidad sugerida en el marco de la teoría del actor-red cuanto la necesidad de reubicarla en esa ontología biopolítica de la habitabilidad que ensancha el campo de la política para proyectarlo hacia la biopolítica de los procesos gubernamentales de subjetivación, de articulación de espacios so-cionaturales, en donde para todos nosotros, el hacer-vivir ha queda-do ya enmarañado con el hacer-dejar-morir y en donde la estructura de disponibilidad designa una estructura de relacionalidad en la que habitan exigencias de disponibilidad y demandas de indisponibili-dad.

El desplazamiento de lo epistemológico a lo ontológico se com-pleta así con una apertura a lo biopolítico en un triple movimiento entrelazado desde el que (re)pensar el hábitat que habitamos, los há-bitos que nos habitan.

5. La política del vivir en común

Pensar la ecología política es pensar desde y sobre el espacio; pensar su representación, su (re)producción, su vivencia, su inmer-sión en ensamblajes relacionales que lo llevan más allá de sí mismo;

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es pensar una apertura pero también la posibilidad de un ordena-miento que se sustraiga a las exigencias de la estructura de disponi-bilidad actualmente imperante. Una compleja madeja de relaciones de poder recorre todo ello de un modo tal que cabría sugerir que la biopolítica misma, en la reivindicación de la dimensión espacial de lo social, viene a designar en última instancia una ecología política concernida con los modos semiótico-materiales en que se articulan los hábitats que habitamos. Y aquí lo concreto y específico juega un papel determinante, tanto en el sentido apuntado por la teoría del actor-red de desbrozar con todo detalle los materiales con los que se tejen los ensamblajes pero también en el análisis de la vivencia de la espacialidad a nivel local, del hábitat concreto que se habita, y desde el cual cabe anteponer formas de hacer y pensar definidas desde la afirmación de la indisponibilidad.

El avance del campo transdisciplinar de la ecología política pre-cisa tanto de desarrollos teóricos que ahondan en el entrecruzamien-to sociedad-naturaleza como de estudios pormenorizados de distin-tas controversias y vivencias desde las cuales se articulan los espacios socionaturales.

Se vive, se hace y se piensa desde lo local, desde la experiencia encarnada del espacio que habitamos porque aunque lo local esté, en su propia organización, atravesado por otros espacios, por otras localidades, ello no es óbice para afirmar que la experiencia del mundo es la experiencia de una concreción sociohistórica imbuida de lo heterogéneo que se da, para cada nosotros, en la especificidad de lo local. Hay una indudable importancia epistemológica (cono-cimiento situado), ontológica (ensamblajes específicos) y biopolítica (los emplazamientos de los procesos de subjetivación) de la localidad que es preciso no olvidar en el ámbito de la ecología política porque toda producción de espacios socionaturales, por muy global que sea el problema al que podamos aludir —como el cambio climático o

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determinadas crisis alimentarias– acaban dándose y manifestándose en espacios concretos con unos rasgos propios y porque, del mismo modo, la contestación de esos proceso globalizados adquiere una mayor contundencia cuando se imbrica en procesos específicos que buscan desmercantilizar lo local, tal y como se propugna, por poner tan sólo un ejemplo, desde la agroecología con la producción y dis-tribución agroganadera en mercados locales. Lo local designa así un nodo de relaciones de poder, un espacio en el que ver el influjo de otras localidades y un posible campo de experimentación y resisten-cia frente a las exigencias de la estructura de disponibilidad. Desde este prisma, la reconceptualización de la “política de la naturaleza” como “la composición progresiva de un mundo común” (Latour) adolece de un análisis en profundidad de las relaciones de poder que conforman el “mundo común” y el modo en que dicha estructura de disponibilidad ha operado en la modernidad como un dispositivo de descomunalización generador de “exclusiones inclusivas”. Suscri-bo, en consecuencia, la crítica realizada por Escobar a Latour cuan-do afirma que necesitamos una “visión más política de la hibrida-ción”. Lo común es lo propio del existir, del habitar, porque estos, en rigor, no designan sino formas de co-existir, de co-habitar, de es-tar en(tre) otros sujetos y materialidades. Creo que el reto de la eco-logía política es pensar la relación inscrita en lo común, en toda la heterogeneidad que palpita en cada espacio, en cada actor-red, pero proyectándola en un campo de relaciones de poder que ahonden en el modo en que históricamente al habitante a menudo se le va des-pojando progresivamente del hábitat que habita(ba), en ese entre-cruzamiento entre policía y política (Ranciere) que recoja, igual-mente, los modos diversos en los que el habitante reivindica la loca-lidad como hábitat en el que desea seguir viviendo, afirmado así una vida que no lleve ya necesariamente el marchamo de la mercantiliza-ción.

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Jamás hemos sido ingenuos (dóciles sí, pero ingenuos jamás): un estudio sobre la constitución del sujeto in-genuo en los laboratorios psicológicos Arthur Arruda Leal Ferreira

1. Introducción

En las transformaciones más recientes en los cursos de psicología brasileños proporcionados por las Nuevas Directrices Curriculares (2004), existen algunas suposiciones sobre la investigación que se mantienen. Primero, en relación al uso de las técnicas cualitativas, los métodos cuantitativos son considerados como potencialmente más “objetivos”. Segundo, entre los métodos cuantitativos, el mode-lo llamado experimental es considerado el más confiable por su con-trol de las variables. Tercero, este control sobre las variables implica reducir la influencia que los investigadores pueden ejercer sobre los investigados en relación a metas, problemas y hipótesis de investiga-ción. Aunque no configure una constante en todos los modos de evaluación de los saberes psicológicos, esta definición del experi-mento psicológico consagra un modelo de investigación en el que los sujetos investigados son conducidos y mantenidos en una posi-ción de “ingenuidad” en relación a los detalles de la investigación. A pesar de que las epistemologías más tradicionales (como los positi-vismos y el racionalismo aplicado) apoyaron la distancia entre inves-tigadores e investigados en la producción de conocimientos, es nece-sario encontrar posiciones alternativas. Así, en la Teoría Actor-Red de Bruno Latour y especialmente la Epistemología Política de Vin-ciane Despret, el conocimiento es tomado como articulación entre diversos actores (humanos y no humanos) y no como representacio-

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nes distantes y controladas entre observadores y observados. De este modo es posible mapear toda una serie de transformaciones en los experimentos psicológicos de una manera totalmente diferente a como lo hacen los manuales de historia de la psicología y los textos más tradicionales de epistemología, en los que se destaca especial-mente los desplazamientos en los modos de relación entre investiga-dores y investigados. Si en los laboratorios del siglo XIX, los investi-gados debían ser entrenados para llevar cabo una descripción precisa de sus experiencias, estando vetado el acceso a los laboratorios de niños, “primitivos”, enfermos y deficientes mentales, el sujeto lla-mado ingenuo se convierte en norma a partir de la década de 1910.

El blanco de este trabajo será discutir estas transformaciones en las investigaciones psicológicas a partir de la Teoría del Actor-Red y la Epistemología Política de Vincianne Despret. Con tal finalidad, se realizará una breve presentación de estas perspectivas seguida de una descripción de algunas transformaciones en los experimentos en psicología. Estas transformaciones serán consideradas especialmente a partir de los conceptos de docilidad y recalcitrancia manejados por la ANT y la Epistemología Política. Según éstos, si la recalcitrancia, o posibilidad de resistencia y formulación de nuevas cuestiones por parte de las entidades investigadas, es considerada menor en las ciencias humanas, la docilidad o asentimiento ante las operaciones de investigación tiende a ser más grande. Aún en el caso que los par-ticipantes no se muestren tan ingenuos como podía esperarse, este tipo de investigación acaba por conducir a una reducción de la po-sibilidad de recalcitrancia, y a una producción extorsiva de subjeti-vidades ingenuas. Al final, se discutirá en favor de un análisis más plural y menos dualista de estos conceptos, contemplando la pro-ducción de nuevos modos de investigación en psicología.

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2. Teoría del Actor-Red y Epistemología Política

Las relaciones entre la Teoría del Actor-Red (TAR) y la Episte-mología Política (EP) son difíciles de delimitar. Quizás los autores relacionados con la TAR destaquen por un trabajo de naturaleza más etnográfica de los dispositivos científicos, mientras que las auto-ras de la EP lo hagan por sus trabajos históricos. A pesar de ello, La-tour parece estar más próximo conceptualmente a Despret y Sten-gers que a los demás autores de la TAR, como Callon, Law o Mol. Esta proximidad se hace patente en el artículo, “How to talk about the body?”, donde Latour (2004) enumera 10 presupuestos de la EP (o teoría S-D) que refuerzan su tesis del conocimiento como articu-lación entre cuerpos y no como representación. En el caso del cono-cimiento como representación, el conocimiento científico resultaría de la purificación de los datos, y la tarea del investigador consistiría en formular buenas proposiciones. Para estos autores, el conoci-miento se daría, al contrario, siempre como articulación y co-afectación entre entidades en la producción inesperada de efectos y no como consecuencia del salto representacional entre una sentencia o hipótesis previa y un estado de cosas que resultarían idénticas. Pa-ra Despret, el conocimiento científico opera en las márgenes del “mal-entendido de realización”, como “aquel en el cual los aconte-cimientos pueden actualizarse, simplemente porque la promesa que les encierra puede realizarse” (Despret 2002, p. 92). En este sentido, el malentendido no es visto como una influencia parasitaria a ser purificada sino como una promesa eficaz en la relación entre inves-tigadores e investigados.

Desde este punto de vista, el conocimiento científico no es clasi-ficado según lo buenas o malas que sean las representaciones, sino según lo malas o buenas que sean las articulaciones. En el primero caso, tenemos una situación en la que la articulación es extorsionada o condicionada a una respuesta puntual, conduciendo a las entida-

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des investigadas a una posición de “docilidad”. En el segundo caso, tenderíamos a una articulación en la cual el testigo iría más allá de la mera respuesta puntual, las cuestiones y proposiciones del investiga-dor estarían en riesgo de quedar invalidadas y habría espacio para proponer nuevas cuestiones. Aquí tendríamos una relación de recal-citrancia.

Al contrario de lo que suponen ciertos pensadores como Herbert Marcuse, para los cuales la posibilidad de negación o resistencia sólo es atribuible a los seres humanos, Latour, Stengers y Despret van a oponer la recalcitrancia de las entidades no-humanas a la docilidad y obediencia a la autoridad científica de los seres humanos, conduci-dos normalmente “como objetos obedientes, ofreciendo a los inves-tigadores solamente declaraciones redundantes, corroborando a los investigadores por medio de la creencia de que ellos producen he-chos ‘científicos’ robustos y así imitan la gran solidez de las ciencias naturales” (Latour, 2004, p. 217). De hecho, para Latour (1997:301), las ciencias humanas solo se tornarían realmente cien-cias si imitasen la objetividad de las ciencias naturales, es decir su posibilidad de recalcitrancia. Pero, ¿cómo esta perspectiva encaja en la historia del sujeto experimental en psicología?

3. La psicología en el siglo XVIII: el fácil testigo de las verdades del espíritu.

Una buena parte de los manuales de historia de la psicología describe esta historia como el paso de un “largo pasado” de contri-buciones filosóficas ilustres (de los antiguos hasta la filosofía ilumi-nista del siglo XVIII) a la “reciente historia científica”, inaugurada en los trabajos de los primeros laboratorios científicos, constituidos en el final del siglo XIX. Sin embargo, esta concepción presente en manuales clásicos, como el de Boring (1950/1979), es contestada por Vidal (2006), que reconoce una psicología positiva en el siglo

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XVIII. Esta psicología, propuesta como disciplina positiva, se hace presente en trabajos de teología reformista de base tomista, en la es-cuela ecléctica escocesa, en los ideólogos franceses y en el pensa-miento metafísico de Christian Wolff. Esta disciplina se basaría en el acceso que todos los sujetos tienen a sí mismos a través de la auto-observación, supuesto fundamentado en la idea que el acceso al propio espíritu es más fácil que el acceso a los objetos externos.

En una de las versiones más detalladas de la psicología de este período, tendríamos el trabajo de Wolff, que se detiene en la defini-ción de las facultades del alma y en la determinación de su relación con el cuerpo como substancias de naturalezas distintas. Esta “pura ciencia del alma”, disponía de dos abordajes complementarios: la psicología racional (basada en la postulación a priori de las faculta-des del alma) y la psicología empírica (basada en la descripción a posteriori del alma a través de la introspección). En una versión más difundida, proliferaban las descripciones de las experiencias de vida, tal y como aparecen en la Revista de Psicología Experiencial de Karl Philipp Moritz. En estos casos, no se solicitaba a los testigos que tu-vieran ninguna habilidad especial más allá de la consideración de los temas pertinentes (las facultades del alma y la relación de ésta con el cuerpo) y la buena descripción de los movimientos de su espíritu. Además, nada se imponía como límite en la descripción de nuestra alma; no había suposición alguna por ejemplo acerca de representa-ciones inconscientes o inaccesibles para la introspección: el alma se caracterizaba por la transparencia.

Sin embargo, a finales del siglo XVIII, esta forma de psicología pasa a ser problematizada por filósofos como Immanuel Kant, a par-tir de un nuevo modelo de conocimiento en el que proliferan espe-cialmente las críticas y los vetos a las psicologías racional y empírica de Wolff. La psicología racional es uno de los blancos de la Crítica de la Razón Pura (1871/1994) ya que el supuesto conocimiento ra-

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cional de una alma inmortal estaría asentado en la experiencia del sentido interno fenomenal, que se refiere al propio tiempo de la consciencia (objeto de la psicología empírica). No tendría corres-pondencia, pues, con ningún abordaje a priori del alma inmortal. Este abordaje sería imposible: el Sujeto Transcendental como condi-ción a priori de todo nuestro conocimiento jamás podría ser objeto de conocimiento.

Kant concluye, pues, que la psicología racional es imposible y todo el saber psicológico sería, en realidad, psicología empírica. Pero persiste la pregunta ¿sería posible entonces una ciencia psicológica? La respuesta de Kant en los Principios Metafísicos de la ciencia de la naturaleza (1786/1989, p. 32-33) es que la Psicología Empírica no sería ni una ciencia impropiamente dicha, como la química, la cual, al no operar en la época de Kant (transito del siglo XVIII para el XIX) con relaciones matemáticas no era considerada una ciencia aún. Para serlo la psicología tenía que: 1) descubrir su elemento bá-sico de modo similar a la química, para con esto efectuar análisis y síntesis; 2) ofrecer a este elemento un estudio objetivo, en el que su-jeto y objeto no se mezclen como en la introspección; 3) y que se produzca una matematización más avanzada que la de la geometría de la línea recta, apta para dar cuenta de las sucesiones temporales del sentido interno.

4. La psicología del siglo XIX y la encarnación fisiológico-sensorial.

Esta crítica, así como la establecida por otros filósofos como Comte (1837/1973), no excluyeron inmediatamente los modos de producción de conocimiento presentes en las psicologías del siglo XVIII. Éstas añadieron, más bien, algunas transformaciones en sus modos de investigación, tomando como base algunos saberes su-puestamente más confiables, como la fisiología del siglo XIX. Así,

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un candidato a la unidad de análisis podía encontrarse en las sensa-ciones, tal y como estaba establecido en la teoría de las energías ner-viosas específicas de Johannes Muller. Igualmente, la búsqueda de formalización matemática permitió la incorporación de la Ley psico-física de Gustav Fechner sobre la correlación entre sensaciones y es-tímulos. Pero la búsqueda de un modo más “objetivo” y distanciado en la relación entre observador y observado llevó a la incorporación de la introspección experimental de Ludwig Von Helmholtz.

Helmholtz elaboró en 1860 una teoría, la de las inferencias in-conscientes, sobre el surgimiento de las representaciones psicológicas junto a un método para el estudio objetivo de las sensaciones de ba-se, la introspección experimental. Según la teoría de las inferencias in-conscientes, nuestras sensaciones están organizadas por experiencias pasadas, dispuestas para ordenar de modo inconsciente y rápido las informaciones aportadas por los sentidos, produciendo como resul-tado nuestras representaciones psicológicas. El modo de análisis de las sensaciones, la introspección experimental, se realizaba a la inversa que la síntesis inconsciente: neutralizando los efectos de inferencia producidos por las experiencias pasadas. Para neutralizar esta síntesis inconsciente, se llevaba a cabo un análisis consciente en el que los testigos de los experimentos eran entrenados para reconocer el as-pecto sensorial más bruto y primario de nuestra experiencia. Esta-ban excluidos de este entrenamiento, niños, primitivos y enfermos mentales por ser proclives al error del estímulo, es decir, a confundir el objeto percibido y los juicios inconscientes derivados de las expe-riencias pasadas. Por esta razón, el estudio objetivo de las sensacio-nes en un sujeto solo podía ser hecho si este mismo sujeto era tam-bién fisiólogo y era capaz de distinguir el grano de la paja, las sensa-ciones de las experiencias pasadas. Aunque los sujetos observados mantenían un papel activo en la investigación, hay una enorme dife-

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rencia con la introspección practicada en la psicología del siglo XVIII.

Este modo de experimentación fisiológica era propio de una psi-cología que buscaba la diferencia entre el entendimiento de la expe-riencia común (o inmediata) y el de la experiencia física (o mediata). El problema del conocimiento se expresaba así en la búsqueda de una marca que permitiese diferenciar entre una representación co-rrecta de los fenómenos, producida por una experiencia mediada por conceptos e instrumentos (como hace la física), y una represen-tación falseada (la psicológica) que operaría sin mediación alguna. En la búsqueda de un fundamento epistemológico, la psicología tu-vo que valerse de la fisiología y sus modos de producción de testigos. Con tal finalidad, la experiencia inmediata, repleta de sensaciones, debía ser estudiada a través de una forma de experiencia mediata, la introspección experimental, en la cual los sujetos, debidamente en-trenados, debían filtrar todos los aspectos sensoriales de la experien-cia.

En este modelo de investigación, como nos recuerda Despret (2004, p. 62), las funciones de experimentador y de sujeto eran per-fectamente intercambiables. Incluso este último tenía una designa-ción completamente distinta: en vez de observador a veces recibía una designación aún más específica, como activador o discrimina-dor, etc. (2004, p. 63)1. Además el papel del observador era consi-derado como más complejo que el del experimentador, ya que su-ponía un mayor desgaste. Por ejemplo, Wilhelm Wundt, considera-do el fundador institucional de esta psicología, realizó el papel de

1 Según Despret (2004, p. 63), el uso del término sujeto no es baladí, ya que encarna una clara asimetría en cuanto a especialización y a los papeles de sujeto experimenta-dor y sujeto experimental. Su origen se encuentra en la tradición de la psicología ex-perimental francesa, en concreto en las investigaciones realizadas alrededor de la hip-nosis por la total pasividad del sujeto experimental.

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observador en la mayor parte de sus experimentos. Es digno de mención que los observadores incluso firmaban como autores prin-cipales en los trabajos publicados (Despret, 2004, p. 64). En pocas palabras, la formación del observador “constituía una técnica de sí sobre sí mismo, una experticia en la formación de uno mismo: la vo-luntad, la atención, el control del cuerpo, el anclaje de la conscien-cia” (Despret, 2004, p. 96). Se trataba prácticamente de una “técni-ca de si” de corte experimental, en el sentido que Foucault (1996) daba al término.

5. Ascensión y ocaso del sujeto experto: la psicología animal, el ges-taltismo y el conductismo.

Este modo de producción de testigos psicológicos fue problema-tizado de maneras distintas. Despret (2004) las analiza en un dispo-sitivo experimental bastante específico de la primera década del siglo XX: el desarrollado por el psicólogo alemán Oskar Pfungst para es-tudiar a Hans, un caballo que tenía la excepcional capacidad de con-testar a problemas matemáticos golpeando sus patas. Con la finali-dad de evitar hipótesis relativas a estados paranormales y cualquier atribución a una capacidad cognitiva superior del animal, Pfungst explora la posibilidad de que la solución a los problemas matemáti-cos se deba a alguna señal inconscientemente enviada al caballo por parte de la persona que enuncia dichos problemas. En la búsqueda de esta posible señal, Pfungst introduce inicialmente en el dispositi-vo un participante que desconoce la cuestión propuesta. Observan-do los errores en las respuestas del caballo y controlando cualquier gesto corporal que pudiera inducir al caballo, el psicólogo alemán investiga posibles señales emitidas por los sujetos presentes. Después de algunas variaciones, Pfungst detecta que cuando la respuesta es-perada por los participantes se acerca, estos realizan un sutil cambio postural de apenas unos milímetros. El psicólogo austríaco incluso

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va más allá y simula el papel del caballo, pidiendo a los participantes (que desconocen su hipótesis) que piensen un número que luego adivinaría, algo que lograría casi siempre. Aunque este psicólogo austríaco llevaría a cabo varios ejercicios introspectivos (como era propio del entrenamiento de los psicólogos en la época), es uno de los primeros en introducir en los laboratorios de psicología testigos que desconocen el experimento en cuestión.

Sin embargo, esta entrada súbita del sujeto ingenuo en los labo-ratorios de psicología se radicaliza en la década de 1910. A partir de entonces el “observador entrenado” sería criticado por ser un agente distorsionador en las investigaciones. Este tipo de observador activo, que había sido el valedor de la objetividad en los experimentos psi-cológicos, se vuelve el principal obstáculo para alcanzar la objetivi-dad. Para entender esto es de suma importancia tener en cuenta las críticas producidas por dos orientaciones psicológicas que surgen en esto período tanto en Alemania como en los Estados Unidos y que acabarían por ser predominantes en el campo a pesar de sus diferen-cias: el conductismo y la gestalt (la Escuela de Berlin).

La modificación promovida por el gestaltismo pasa por radicali-zar el blanco del proyecto de la psicología anterior: la experiencia. Metodológicamente hay un cuestionamiento de la propia introspec-ción experimental al mostrarse la artificialidad de este procedimien-to. El entrenamiento de los observadores, la búsqueda de las sensa-ciones puras y el riesgo del error de estímulo son considerados ahora por los gestaltistas como un mero prejuicio fisiológico que lleva a un error crucial: el “error de la experiencia”. El gestaltismo propone en contrapartida una estrategia supuestamente más conforme con la experiencia entendida en sentido amplio: el método fenoménico de Carl Stumpf. Aquí el control ya no se ejerce más sobre el propio su-jeto experimental, sino sobre las condiciones experimentales que son presentadas a los participantes de los experimentos. De los testigos

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se espera que su descripción y reacción sean lo más puras y directas posible, independientemente de si se trata de un adulto o de un ni-ño; de un individuo normal o de un supuesto enfermo; de un civili-zado o de un supuesto primitivo; o de un hombre o de un animal. La psicología dejará a un lado el estudio basado exclusivamente en individuos adultos, normales, civilizados y entrenados, propio de la psicología anterior. Entra en escena el sujeto ingenuo como prota-gonista de los laboratorios psicológicos. El control del experimento ahora pasa a ser cosa del experimentador.

Sin embargo, aquellos que participan en los experimentos, ade-más de adoptar la posición de “sujetos ingenuos”, tienen una espe-cial relevancia en la descripción de la experiencia. Aún desconocien-do los objetivos de los experimentos, el gestaltismo considera la des-cripción de los sujetos experimentales extremadamente valiosa, en-tendida aquí como una posición de un cuasi-expert en su ingenui-dad. Otro aspecto crucial de los experimentos gestaltistas es la gama de opciones de respuesta a favor de los sujetos experimentales. Así, por ejemplo, en los experimentos de Kohler (1971) con chimpan-cés, se les ofrecía una amplia gama de alternativas de solución de problemas, abriendo la posibilidad de que los animales ofreciesen respuestas sorprendentemente innovadoras. En este sentido, no se puede negar los esfuerzos de la escuela gestaltista de Berlín por desa-rrollar experimentos singulares, a pesar de que tales respuestas siem-pre están vinculadas a las Leyes de la Forma, de carácter universal y omnipresente en todos los dominios de la naturaleza (psicológico, fisiológico y físico).

Sin embargo, la oposición más radical a cualquier dispositivo de sujeto experimental experto, fue la del behaviorismo norte-americano. Éste, al contrario del gestaltismo, no pretende una reforma del pro-yecto de una “ciencia de la experiencia”. Se constituye de forma ra-dicalmente opuesta al gestaltismo al criticar a la experiencia como

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objeto de una psicología que pretenda ser científicamente respeta-ble. Entiende que este proyecto científico solo tiene sentido descar-tando a la consciencia y a la mente del universo de la psicología. Siendo igualmente inaccesible a la observación y control público, es-tas entidades serán descartadas y su existencia incluso negada. En lugar de estas entidades surgen una serie de mecanismos de regula-ción de la conducta observados en la conducta animal, sean los con-dicionamientos-reflejos (propuestos por Ivan Paulov), sean los con-dicionamientos-operantes (postulados por Edward Thorndike en su Ley del Efecto). Todo esto para facilitar una psicología más objetiva y eficaz en sus controles de la conducta (éste es el criterio final de cientificidad), donde los sujetos estudiados (ahora entendidos como meros organismos) sólo pueden reaccionar a los dispositivos postu-lados. En este caso, no se trata solamente del auge del dispositivo de sujeto ingenuo sino del sujeto meramente reactivo a las fuerzas del ambiente, controladas enteramente por los investigadores.

6. Sujeto ingenuo, docilidad y recalcitrancia

La ascensión del dispositivo sujeto ingenuo parece en principio el triunfo de una psicología más objetiva, liberada de cualquier in-fluencia previa del investigador o de un referencial teórico sobre las reacciones auténticas de sus testigos. Sin embargo, esta lectura es re-vertida tanto por la Teoría del Actor-Red como por la Epistemolo-gía Política, que toman el conocimiento como proceso de articula-ción. ¿Qué implicaciones tiene esta manera de entender el conoci-miento para la historia del sujeto experimental en psicología? Para Despret (2004) la posibilidad de la recalcitrancia jamás se colocaría del lado de cualquier dispositivo que favorezca la “ingenuidad” del sujeto, de aquello que cualquier puede ser; ésta se colocaría, en cambio, del lado de los dispositivos productores de “sujetos exper-tos”, de aquellos que son capaces de proponer nuevas cuestiones.

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Aquí tenemos una inversión de los términos utilizados en la mayor parte de los manuales de historia de la psicología: el paso del sujeto entrenado al sujeto ingenuo no es un paso hacia delante, en la direc-ción de un conocimiento psicológico más objetivo, sino un paso ha-cia atrás en lo que respecta a la posibilidad de recalcitrancia que lleva a articulaciones dóciles, asimétricas y limitadoras en relación a sus testigos. Los participantes sin la excelencia de la expertise no asumen el riesgo de tomar posición en las investigaciones (Despret, 2004, p. 97). Es en esto pacto que se fundarán los actuales laboratorios psico-lógicos.

Sin embargo, este dispositivo no garantiza una posición de inge-nuidad final por parte de los testigos psicológicos: solo una posición ambivalente entre la confianza, basada en el crédito a los científicos, y la desconfianza, ya que hay algo se esconde. Para Despret (2004, p. 99) el mejor ejemplo de esta doble posición es uno de los experi-mentos más emblemáticos en la producción de “sujetos ingenuos”: el experimento de obediencia a la autoridad realizado por Stanley Milgran (1974). En esta investigación los sujetos experimentales son invitados a participar en un experimento sobre aprendizaje que se presenta de manera bastante tradicional y confiable. Los elementos están todos presentes: la invitación a participar en el experimento, el pago a los sujetos por participar, el laboratorio psicológico, en la prestigiosa universidad de Yale, otro participante que es evaluado conjuntamente y la presencia de un científico a cargo del experi-mento. Pero el aspecto extraño de esto experimento reside en la ta-rea: dar una descarga eléctrica a otro participante por cada error de aprendizaje, aumentando la descarga en función del número de errores. Sin embargo, el contraste entre lo habitual y lo extraño en este experimento se explica por el establecimiento de un dispositivo de sujeto ingenuo. Esto se consigue no sólo engañando los partici-pantes (las descargas eléctricas son inexistentes y el otro participante

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simula que tiene problemas cardíacos producidos por las descargas) sino ocultando a los participantes los objetivos del experimento: el grado de obediencia de los participantes a la autoridad del científico. El 65% de los “sujetos ingenuos” llegan hasta la administración de la carga límite de 450 volts como resultado de la presencia y de la incitación del científico.

Pero, ¿cómo los participantes ingenuos consideraron el experi-mento y a la forzada ingenuidad a la que fueran sometidos? Aquí deben ser destacados dos aspectos de las entrevistas hechas a poste-riori a los participantes: 1) el 84% sostenían que estaban “conten-tos” o “muy contentos” de haber participado en el experimento y el 15% que les era indiferente; 2) muchos observaban que había algo extraño en el experimento, y que un científico de Yale no debía ha-cer tal cosa pero, como era un científico de Yale, había que seguir hasta el final. Para Despret estos relatos apuntan a una especie de separación en la consciencia, típica de las situaciones de confian-za/desconfianza: obediencia al científico pero con “una mosca detrás de la oreja” cuando se trata de entender lo que está pasando. Para la autora, este “desconocimiento” impuesto al sujeto ingenuo sería también visto como inútil y empobrecedor, pues no sólo no excluye la influencia, sino que evita otras posibilidades de intercambio entre investigadores y investigados (Despret, 2004, p. 100). Concluyendo su análisis de este caso, Despret (2004, p. 102) enuncia la alternati-va para los dispositivos psicológicos: estos podrían ser “un espacio de exploración y de creación de lo que los humanos pueden ser ca-paces cuando se les trata con la confianza que se le otorga a los ex-pertos”.

7. Conclusión

La discusión propuesta por Latour y especialmente por Despret sobre las investigaciones en psicología son cruciales no solamente

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por lo que respecta a la resignificación del sentido científico de éstas (en cuanto a la docilidad y recalcitrancia), sino principalmente por la interpretación histórica de estos dispositivos (especialmente con-siderando la ascensión del “sujeto ingenuo”). Así, mientras este paso es visto tradicionalmente como la ascensión de una psicología más objetiva y exenta de cualquier influencia y complicidad entre inves-tigadores e investigados, Despret ve en esta ascensión el triunfo de los modos docilizantes de articulación.

Esta re-interpretación de los experimentos psicológicos inspirada por el trabajo de Despret, puede llevarse un poco más allá si añadi-mos otras cuestiones como por ejemplo: 1) ¿Es la posición de exper-to el único requisito para una investigación marcada por la recalci-trancia? 2) ¿Hay total oposición entre las posiciones de experto y in-genuo, y entre recalcitrancia y docilidad? 3) ¿No cabría la posibili-dad de una tipología menos dualista con otros casos intermedios?

Sobre la primera cuestión, es necesario destacar que la posición de experto puede no ser el criterio único para una relación recalci-trante en las investigaciones. Esta sospecha surge de los resultados de una investigación que hicimos sobre los modos de subjetivación de la ciencia psicológica junto a estudiantes de liceos en Rio de Janeiro (Ferreira et alli, 2012): la distinción entre grupos sometidos a dispo-sitivos “expertos” (con conocimiento de los objetivos de la investiga-ción) e “ingenuos” (sin conocimiento de los objetivos de la investi-gación) no llevó a resultados muy distintos. Igualmente, en una in-vestigación que estamos realizando junto a usuarios de terapias psi (psicoanalítica, cognitiva-conductual, gestaltista y de Análisis Insti-tucional) de una División de Psicología Aplicada de la UFRJ, la in-vitación a una posición expert en las entrevistas no implica necesa-riamente la exclusión una postura dócil. Incluso cuando nos esfor-zamos en compartir el papel de experto, los sujetos investigados aún reconocen en el psicólogo-investigador un fuerte componente de

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“autoridad” que les coloca en una situación de “test de conocimien-tos psi” sobre sus propias experiencias. Como al psicólogo-investigador siempre se le atribuye mayor conocimiento que a los investigados, estos deben ofrecer respuestas “correctas” (nada muy distinto del existente en manuales tradicionales) sobre las psicologías y los procesos terapéuticos2.

Sobre la segunda y tercera cuestión, los experimentos gestaltistas con animales y “sujetos ingenuos” apuntan a la necesidad de abrirse a un abanico más amplio y gradual de posiciones entre el experto y el ingenuo. Pues, por un lado, nos encontramos con un dispositivo en el que el investigado no conoce los detalles de la investigación y por el otro en el que depositamos una confianza total en su testigo, caracterizándolo como “cuasi-experto”, o “experto-ingenuo”. Inclu-so en la investigación con animales se abren muchas más posibilida-des para testigos innovadores, especialmente si las comparamos con las conductistas de Thorndike y Skinner). De modo que, junto a la invitación a una posición de experto, es necesario también crear un dispositivo que se someta al riesgo (Latour, 2004), que se abra a la posibilidad de emergencia de testigos innovadores.

Estas reflexiones propuestas a partir de los conceptos sugeridos por Latour y Despret son fundamentales para la apertura de modos de hacer psicología que no busquen la simple confirmación de leyes universal a través de la observación de las reacciones producidas por “condiciones limitadoras”. Al contrario, lo que buscan las propues-tas de Latour y Despret son formas de investigación en las que se ensayan nuevas versiones sobre los modos en los que nos produci-mos en el mismo proceso de conocernos. Y hacerlo sin la necesidad

2 Sin embargo, los entrevistados se posicionan más como expertos a medida que estos se apropian de los dispositivos psicológicos, produciendo diarios y estrategias de auto-observación, al modo de las técnicas de si destacadas por Foucault (1996).

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de acudir a principios universales con los que juzgar los asuntos co-tidianos y los fundamentos transcendentales de nuestra existencia. Estos principios no se definen a priori, son efectos de las articula-ciones múltiples de dispositivos concretos de conocimiento, que ahora pueden ser considerados y pensados en un proceso más am-plio de producción “pluriversal” de subjetivaciones.

Agredecimientos

Agradezco a la profesora Marcia Moraes de la Universidade Fe-deral Fluminense por la lectura atenta del artículo y por las observa-ciones especialmente relativas al gestaltismo de la Escuela de Berlín.

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La diferenciación de los colectivos: ensamblajes, co-municaciones y simetría total Ignacio Farías

En este artículo propongo algunos desvíos teóricos y conceptua-

les por la teoría de la comunicación desarrollada por Niklas Luh-mann, a fin de lidiar con el que a mi juicio representa hoy uno de los principales desafíos analíticos para la teoría del actor-red (TAR): describir aquellos procesos de diferenciación de lo social que origi-nan, entre otras, formas económicas, jurídicas, científicas, turísticas, religiosas, médicas, artísticas o políticas de ensamblar entidades y re-laciones.

Ciertamente, la TAR ha producido abundantes descripciones de objetos y prácticas altamente diferenciadas. A sus clásicos estudios sobre ciencia y tecnología de los años 80 y 90 (Callon, 1986; La-tour, 1987, 1988; Law, 1986) se le han sumado trabajos sobre mer-cados y economía (cf. Caliskan y Callon, 2010; Callon, 1998; Ca-llon y Muniesa, 2005), medicina y cuidado (Mol, 2002, 2008), me-diación musical y gusto (Hennion, 2002, 2007), derecho (Latour, 2009), gobierno (Barry, 2001), etc. Una de las grandes contribucio-nes de la TAR ha sido poner en evidencia la heterogeneidad de las entidades y procesos que constituyen cada uno de estos objetos y prácticas. Además, ésta ha impugnado con éxito distinciones entre naturaleza y sociedad o entre niveles de lo social (interaccional, ins-titucional, cultural) que habitualmente subyacen el análisis socioló-gico y antropológico. Sin embargo, tal como observa Bruno Latour (2007), la TAR ha provisto ante todo un argumento negativo, orientado a mostrar porqué tales distinciones deben ser abandona-das, pero insuficiente a la hora de elaborar una descripción sustanti-va de las formas en que lo social se diferencia. En este contexto, los

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trabajos de Callon sobre la performatividad1 de las ciencias económi-cas y el agenciamiento de mercados resultan particularmente suge-rentes, pues se orientan explícitamente a la pregunta por cómo se constituye lo económico y especialmente qué rol juegan las ciencias económicas en la economización de cosas y personas y en su trans-formación en bienes calculables y agentes de cálculo. Tal marco ana-lítico, desarrollado por Callon para el caso de lo económico, no permite sin embargo describir comparativamente formas diferentes de ensamblar lo social.

Una sistematización comparativa de modos de producir lo social ha sido precisamente el proyecto filosófico que Latour ha desarro-llado durante los últimos 20 años en paralelo e incluso en contra-dicción con ciertos principios teóricos de la TAR, especialmente el de la irreducción de lo actual. Según el propio Latour “esto es algo ligeramente vergonzoso, pero la verdad es que tres años después de escribir y publicar Irreducciones me embarqué en otro proyecto por completo paralelo y absolutamente antitético a aquel […] y que consiste en el estudio de modos de existencia o de enunciación” (La-tour, Harman y Erdélyi, 2011, p. 47, traducción propia). Tal pro-yecto conecta la pregunta por la especificidad, si se quiere, socioló-gica, de distintas formas de asociacion con otra mucha más ambicio-sa relativa a la modalización del ser y la existencia (Latour, 1998, 2011). Desde esta perspectiva, la política, la religión o la economía

1 El extendido uso de la familia linguística inglesa ‘to perform’, ‘performance’, ‘per-formative’, ‘performation’ y ‘performativity’ en la teoría social contemporánea plan-tea no sólo un desafío de traducción al castellano, sino también uno de producción teórica en esta lengua. Siguiendo la tendencia actual en diversas traducciones (ver Ca-llon 2008), este texto hace uso de los neologismos ‘performatividad’ y ‘performativo’. El verbo ‘realizar’ y los sustantivos ‘realización’ y ‘actuación’ se usan aquí en sentido equivalente al de las nociones ‘to perform’, ‘performation’ y ‘performance’ respecti-vamente.

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La diferenciación de los colectivos: ensamblajes, comunicaciones y simetría total 303

no sólo remiten a formas diferenciadas de lo social, sino que involu-cran modos diversos de existencia.

Así, por ejemplo, Latour sostiene que mientras los objetos de la ciencia existen como referencias circulantes en cadenas de evidencia, los hechos jurídicos lo hacen en cadenas de obligaciones posibilita-das por su cualificación a partir de cuerpos de ley (Latour, 2009, pp. 222-243). Éstos, al igual que los modos de existencia de la econo-mía, de la técnica o de la política, por ir sumando ejemplos, son puestos por Latour (1998) a la par con el modo de existencia de las cosas inertes, el cual estaría articulado por líneas de fuerza, con el de las cosas vivas basado en linajes, e incluso con el de las cosas incon-cientes posibilitado por asociaciones libres. Ciertamente es muy temprano para evaluar los alcances de esta investigación, en su ma-yor parte todavía sin publicar, y hasta qué punto ella resuelve el problema que venimos dando cuenta: el de la diferenciación de formas de producción de lo social.

En este artículo se propone una perspectiva de análisis distinta, aunque quizás complementaria, basada en los trabajos de Niklas Luhmann sobre la comunicación y sus procesos de diferenciación (Luhmann, 2006; Luhmann y di Georgi, 1993)2. Las referencias

2 Aquí es preciso explicar brevemente la arquitectura de la teoría de la sociedad desa-rrollada por Luhmann en más de 30 monografías y expuesta en forma global en los dos libros citados, Teoría de la Sociedad y La Sociedad de la Sociedad. En este contex-to, la teoría de sistemas sociales, expuesta por ejemplo en el famoso libro Sistemas So-ciales (1998), presenta la caja de herramientas desarrolladas por Luhmann para dar cuenta de lo social. Con tales herramientas, Luhmann se aboca a tres problemas so-ciológicos fundamentales: cómo es posible la comunicación, cómo es posible la evo-lución o transformación histórica de los sistemas sociales y cómo es posible la dife-renciación de formas de comunicación. Sus monografías sobre el amor, el derecho, la economía, la política, el arte, etc. son el resultado del trabajo sobre esta última pre-gunta. Por último, en decenas de artículos de investigación histórica, Luhmann desa-rrolla una teoría de la autodescripción de la sociedad, esto es, de las formas cómo ésta

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que el propio Latour hace al sociólogo alemán cuando discute las limitaciones analíticas de la TAR frente al fenómeno de la diferen-ciación "(2007, p. 7, 2008, pp. 337-338, 2009, p. 263) sugieren que la propuesta de éste es hoy prácticamente la única que ofrece un marco analítico amplio para el estudio de la diferenciación de los colectivos. La lectura que propongo de Luhmann sugiere que la di-ferenciación de formas de lo social se origina a partir de constelacio-nes de sentido constituidas en un plano virtual. Por lo tanto, más que buscar diferencias actuales en los modos de asociación (o inclu-so de existencia) de entidades y ensamblajes, el desafío involucra comprender cómo lo político, lo económico, lo religioso, lo turísti-co, lo jurídico etc. emergen a partir de aquel loop virtual, incomple-to e incompletable, que constituye el sentido.

Ahora bien, el diagnóstico crítico que ha dado origen a este ar-tículo, y que ha suscitado el subsiguiente diálogo con la teoría de Luhmann, no es sólo que la TAR adolece de una teoría de la dife-renciación, sino que ésto se debe a su falta de repertorios conceptua-les para dar cuenta de procesos virtuales tales como la producción de sentido. En la primera sección de este artíclo se discute entonces el lugar de lo virtual (o más bien su falta de lugar) en la TAR y se plantea que aquí radica su mayor déficit. La segunda sección intro-duce la noción de comunicación desarrollada por Luhmann y des-cribe cómo ésta ocurre o más bien subsiste en el borde virtual-actual del sentido. Precisamente porque la comunicación opera en el me-dio virtual del sentido, produce además un tipo de asociaciones, de-

se autobserva y las semánticas que mobiliza. Dicho ésto, es importante precisar que la interpretación de Luhmann propuesta en este artículo se basa fundamentalmente en su teoría de la comunicación y ni siquiera abarca la totalidad de ésta. Importantes conceptos, como el de medios de comunicación simbólicamente generalizados han sido dejados fuera. Se trata evidentemente de una lectura altamente selectiva de la obra de Luhmann, quizás heterodoxa, pero no por ello forzada.

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nominadas enlaces comunicativos, distintas e irreducibles a aquellas habitualmente descritas por la TAR. La tercera parte explica enton-ces cómo, en base al estudio de los enlaces comunicativos, Luhmann elabora una teoría de la diferenciación de lo social. Tal teoría, se su-giere, se basa en la identificación de distintos tipos de atractores vir-tuales que orientan la reproducción de la comunicación. La sección final propone el estudio de la diferenciación de los colectivos a par-tir de un análisis simétrico de procesos virtuales y ensamblajes actua-les.

1. La TAR y el problema de lo virtual

Probablemente hay pocas cosas más lejanas y quizás incluso con-trarias al espíritu pragmatista de la TAR que la pregunta por lo vir-tual. Tras más de 30 años de esfuerzos por mostrar el papel activo y determinante que juegan los objetos, concretos, materiales y tangi-bles, en la producción de lo social, la pregunta por fuerzas y proce-sos virtuales no puede parecer más fuera de lugar.

De hecho, buena parte de la profunda crítica que la TAR dirije a las ciencias sociales ha sido precisamente que ésta no simplemente olvida o pasa por alto los objetos, tanto naturales como culturales, sino que explícitamente les niega toda relevancia en nombre del ámbito inmaterial de los significados, los símbolos, las creencias y las normas. Ésta es la crítica de Latour (2001) al principio de sime-tría propuesto por David Bloor (1991), de acuerdo al cual son fi-nalmente las creencias las que confieren el atributo de verdad o fal-sedad a los enunciados científicos. Tal perspectiva, observa Latour, funda un programa idealista, que si bien no niega completamente el papel que los objetos naturales (microbios, bosques, gravedad) jue-gan en la producción de verdades y hechos cientificos, los concibe como entidades materiales neutras e inocuas para la construcción social del conocimiento. Tampoco los objetos culturales (tótems re-

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ligiosos, obras literarias, tradiciones culinarias) han sido debidamen-te considerados por la sociología. Tal como observa Antoine Hen-nion (2002), el problema ha sido aquí el inverso: tales objetos son concebidos por la sociología como intermediarios puramente socia-les, como símbolos, significados o valores-signo puros, de tal manera que las transformaciones, resistencias y mediaciones derivadas de su realidad material o técnica quedan puestas entre paréntesis. En este contexto, es comprensible que dado el esfuerzo por desarrollar una sociología que se hace cargo de los objetos, de las missing masses de lo social, cualquier referencia a lo virtual, a fuerzas y procesos a pri-mera vista intangibles, inmateriales y en cierto sentido ideales, no despierte en los adeptos de la TAR sino escepticismo y perplejidad.

Pero el distanciamiento de la TAR de lo virtual no resulta de una simple cuestión de énfasis, equivalente por ejemplo al énfasis con que Goffman (1983) estudia el orden interaccional sin por ello negar la realidad de un orden estructural. El rechazo de la TAR a lo virtual es, de hecho, radical, pues se opondría directamente a uno de sus principios teóricos y ontológicos fundamentales: la irreducción. Tal como fuera tempranamente formulado por Latour, el principio de la irreducción plantea precisamente que “[n]ada puede reducirse a alguna otra cosa, nada puede deducirse de alguna otra cosa, todo puede aliarse con cualquier otra cosa” (Latour 1988, p. 163, traduc-ción propia). La TAR se funda así en una concepción del mundo y de lo real que solo reconoce la existencia de entidades concretas, de actores, o más precisamente de actantes actuales, constituidos en las redes de relaciones que mantienen entre sí. En cuanto individuos concretos e irreducibles, éstos no pueden ser explicados a partir de actores externos, estructuras anteriores o fuerzas virtuales, sino a partir del trabajo puntual por el cual se establecen las alianzas, aso-ciaciones y redes que los constituyen. En ese sentido, lo que existen son eventos específicos, concretos y locales creados con ocasión de

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tales relaciones, y en los cuales las cosas, los objetos, los actantes existen (cf. Harman, 2009). Tal ontología ocasionalista y actualista, sobre la que se funda la TAR, no deja entonces mucho espacio para lo virtual, para aquello que, con Marcel Proust, Gilles Deleuze (2004) definió como real sin ser actual, ideal sin ser abstracto, sim-bólico sin ser ficción. Latour, por su parte, ha reconocido abierta-mente esta limitación:

Considero Irreducciones como una filosofía fallida, completamente fallida. Y esto precisamente por una cuestión muy importante que tú [Harman] planteaste, y que es la de la virtualidad […], la pre-gunta por la potencialidad (Latour, Harman y Erdélyi, 2011, pp. 46-47, traducción propia).

La crítica de la TAR al papel que lo virtual juega en las ciencias sociales puede resumirse en tres problemas: la exterioridad, la de-terminación y la unidad. El problema de la exterioridad consiste en suponer que lo virtual tiene una existencia propia y autosuficiente fuera del plano de lo actual e inmanente (Hallward, 2006). Lo ante-rior caracteriza también a buena parte del estructuralismo predomi-nante en las ciencias sociales durante los años 50 y 60, especialmen-te de la mano de Claude Lévi-Strauss (1979) en Europa y de Talcott Parsons (1984) en EEUU. Es la exterioridad trascendental de tales estructuras simbólicas y normativas que la TAR rechaza enérgica-mente. Ahora bien, no se trata sólo de una disputa metafísica sobre la realidad de un plano exterior a la experiencia actual, sino ante to-do, y este es el segundo punto clave, de un rechazo a la consecuencia que habitualmente se asocia a tal postura: la de una completa de-terminación de lo actual (situaciones) por lo virtual (estructuras). Se trataría de una determinación completa, no total pues involucra sólo aquel conjunto mínimo de relaciones ideales que son suficientes pa-ra constituir y reconocer un objeto o un sujeto como siendo aquello que es, y no así aquellas otras relaciones ocasionadas por su existen-

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cia actual (Deleuze, 2004, pp. 216-228). Esto es particularmente evidente en la sociología del habitus de Pierre Bourdieu (1990), la que sin negar la contigencia de las prácticas sociales otorga una prio-ridad estructural a las disposiciones incorporadas (cf. Farías, 2010b). La TAR, por su parte, y acorde con su ontología actualista y rela-cional, no sólo asume la ‘subdeterminación de la acción’ (Latour, 2008, p. 72), sino también la ‘indeterminación radical del actor’ (Callon, 1999, p. 181), enfatizando así que tanto lo que ocurre co-mo lo que lo efectúa se constituyen de forma contingente en situa-ciones de incertidumbre radical. Por último, quizás el mayor pro-blema de la TAR con lo virtual es similar al problema apuntado por Alain Badiou (2000) en su crítica a Deleuze. Apelar a lo virtual, su-giere Badiou, implica recaer en el pensamiento de lo Uno, del Ser y, en ultimo término, negar la multiplicidad empírica de lo actual. Es interesante observar que, si no la TAR, al menos Latour no parece olvidar la pregunta por el Ser, sino más bien asumir que éste se ex-presa únicamente a través de delegados y mediadores: “Hay que re-dimir al Ser con la calderilla de esos delegados que tanto desprecia-mos: máquinas, ángeles, instrumentos, contratos, figuras y estatuillas. No tienen el aire de ser nada, pero entre todos pesan exactamente lo que el famoso Ser en cuanto Ser” (Latour, 1998, p. 93, traducción propia). Por otro lado, tal y como insiste Harman: “Es difícil imaginarse a Deleuze tomando en serio a los ‘actores’ de Latour” (2009, p. 101, traducción propia). El problema no es sim-plemente que un énfasis en lo virtual difiere de los fundamentos on-tológicos de la TAR, sino que además socava su proyecto de filosofía empírica.

Pero esta negación de lo virtual, que se basa ciertamente en ra-zones de peso, trae consigo también algunas dificultades, las cuales devienen evidentes cuando se hace la pregunta por aquello que hace posible procesos actuales de ensamblaje, por sus devenires, así como

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por su diferenciación. De hecho, cuando la TAR y, especialmente, cuando Latour intenta dar cuenta de estos procesos, referencias a lo virtual irrumpen en sus repertorios conceptuales de manera algo descontrolada. El ejemplo más claro es la noción de ‘plasma’ que Latour introduce para dar cuenta de lo que llama un ‘París virtual’ (cf. Latour y Hermant, 1998); y que estaría compuesto de aquellas materias y entidades no conectadas a ningún ensamblaje urbano (cf. Farías, 2011), pero que constituye un fondo de posibilidades y po-tencialidades que explicaría la sensación de aire y libertad que prima en la ciudad. En Reensamblar lo social, Latour va más lejos para des-cribir este plasma como “un vasto territorio interior que aporta los recursos para todo curso de acción que desee llevarse a cabo” (La-tour, 2008, p. 342). Otro ejemplo es la noción de modo de existen-cia (Latour, 1998, 2011) con la cual el principio ocasionalista de la irreducción sucumbe a la modalización virtual de lo real. Ahora bien, el problema de tales irrupciones de lo virtual es la asimétrica atribución de prioridad a lo virtual por sobre lo actual. De hecho, las nociones de plasma o de modos de existencia pueden ser acusa-das de traer consigo los mismos problemas mencionados antes: el de la exterioridad, el de la determinación y el de la unidad.

Pero tal no es la única comprensión posible de lo virtual. No-ciones como las de afecto (Deleuze y Guattari, 1988), duración (Deleuze, 1988) y sentido (Deleuze, 2005), que bien pueden ser mobilizadas para dar cuenta de la posibilidad, devenir y diferencia-ción de los ensamblajes actuales, respectivamente, no refieren a fuer-zas externas que determinen y den forma a lo actual. Por el contra-rio, se trata mas bién de emergencias, de procesos de contra-actualización que abren horizontes irreducibles a objetos, ensambla-jes y acontecimientos puntuales, pero que existen o, mejor, subsisten en lo actual. En ese sentido, lo virtual es una parte de lo actual (cf. Williams, 2008). En consecuencia, el desafío es elaborar repertorios

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conceptuales que permitan dar cuenta simétricamente de los entre-lazamientos empíricos de ensamblajes actuales y procesos virtuales. En este contexto, la noción de comunicación elaborada por Luh-mann resulta particularmente sugerente, toda vez que busca dar cuenta del entrelazamiento de lo actual con un proceso virtual espe-cífico: el sentido.

2. Comunicaciones: sentido y enlaces

En una conferencia dictada por Latour en 2009 en el Departa-mento de Comunicación de la Universidad de Montreal, una de las académicas presentes le preguntó acaso consideraba justa la crítica que se le hacía por una cierta renuencia en su trabajo a tratar cues-tiones relativas al lenguaje y a la comunicación. Tras alguna confu-sión en la comprensión de la pregunta, Latour respondió titubeante:

‘Yo no tomo… la comunicación.... en serio… para nada’. Inmedia-tamente, sin embargo, decidió corregirse: ‘Probablemente aquella sea una mala respuesta, pues ahora que recuerdo estamos aquí en un Departamento de Comunicación. La parafraseo con otros con-ceptos: inscripciones, redes, etcétera. Pero no uso la palabra comu-nicación. Eso es verdad’ (Traducción propia. Véase la parte final de la conferencia en http://www.youtube.com/watch?v=JXCj5Qij-bM&feature=related).

La respuesta refleja el ambiguo estatus de la comunicación en la TAR. No sólo la sociología de la traducción (Callon, 1986), sino también el programa de la performatividad (Callon, 2006) y los es-tudios sobre democracia técnica y cosmopolítica (Callon, Lascou-mes y Barthe, 2009; Latour, 2004) otorgan un papel central a las comunicaciones realizadas por portavoces humanos o no-humanos. Pero a pesar de ello, tal como reconoce Latour, la comunicación no es tomada en serio o, mejor dicho, es tomada por otra cosa: por un aspecto de un proceso heterogéneo de problematización, interesa-

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miento y enrolamiento de otros actores y entidades, por un elemen-to de un agenciamiento sociotécnico mayor orientado a producir un mundo. Es como si de pronto, la TAR dejara de aplicar el principio de la irreducción a todos los objetos del mundo por igual. La comu-nicación, parece ser, sí que es reducible, equiparable a otras cosas. Con ello, sin embargo, su constitución en el sentido, su autorrefe-rencialidad y, sobretodo, sus formas de diferenciación son denega-das.

La propuesta sociológica Luhmanniana (1998, 2006), en cuyo centro neurálgico se encuentra la noción de comunicación3, puede ser descrita como un caso excepcional de aplicación del principio de la irreducción a los procesos comunicativos. Todo su trabajo está orientado a comprender la comunicación como un proceso emer-gente que se despliega autorreferencialmente y con autonomía tanto de las intenciones de entidades humanas, como de las líneas de fuer-za, programas y affordances de entidades no-humanas acopladas a la comunicación. A diferencia de la teoría de la acción comunicativa que toma como punto de partida un sujeto intencional (Habermas, 1987), de la teoría cibernética de la comunicación con su énfasis en el modelo emisor-mensaje-receptor (Shannon y Weaver, 1949; Watzlawick, Veabin y Jackson, 1967) o incluso del interaccionismo simbólico, que si bien pone el énfasis en la situación como un todo, reivindica el papel de las definiciones y encuadres situacionales in-tersubjetivos (Goffman, 1974), la comunicación constituye para Luhmann un proceso autónomo respecto a los diversos participan-tes humanos y no-humanos. Su propuesta es así muy cercana a la de

3 Aquí es preciso enfatizar que en la teoría de Luhmann la noción de sistema describe sólo una forma particular de organización de complejidad observable tanto en la for-ma de la vida, de la conciencia y de lo social. Por otra parte, la noción de sentido de-signa el medio o plano virtual, en el cual los sistemas psíquicos y sociales operan. Es-tas nociones no son por tanto exclusivas de su teoría de lo social.

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Serres (1996), quién describe los procesos comunicativos como el paso de información entre puntos diversos que ciertamente la trans-forman, traducen, transfiguran, pero que ni la envían o reciben ni tampoco la determinan (cf. Wolfe, 2007). De hecho, la originalidad de Serres pasa precisamente por el rol central que le atribuye al rui-do y a la interferencia como aquello que constituye y permite que la comunicación continue: “[la] comunicación es una suerte de juego que practican dos interlocutores, que se consideran asociados contra los fenómenos de interferencia y confusión” (Serres, 1996, p. 45).

Luhmann, como veremos, es más radical. Serres describe la co-municación desde la perspectiva de los interlocutores. Para ellos, la comunicación constituye un tercero, el cual, al igual que un parásito (Serres, 2007), depende de los interlocutores, pero desarrolla una vida propia. La perspectiva de Serres es así holística y ecológica, pues se enfoca en las relaciones entre entidades y procesos heterogéneos. Luhmann (1998, 2006), por su parte, describe la comunicación como un secuencia autónoma de procesamiento de sentido. En vez de mostrar cómo la comunicación emerge y convive en una ecología híbrida y compleja, se concentra única y exclusivamente en las for-mas abstractas que estructuran la vida de este parásito llamado co-municación. Luhmann desplaza así radicalmente el foco de investi-gación desde un eje ecológico a un eje comunicativo4, al punto de llegar a sostener que lo social está constituido sólo por comunica-ciones. Una de las críticas habituales que se le hace a Luhmann es que su teoría imagina una ‘sociedad sin hombres’ (sic, Izuzquiza, 1990), sin humanos ni no-humanos, cabría quizás decir. Pero tal

4 Paul Stenner (2004) propone articular la lógica del parásito descrita por Serres con la lógica de la paradoja desarrollada por Luhmann de una forma similar. Mientras el parásito pone en evidencia los acoplamientos estructurales entre sistemas psíquicos, sociales, biológicos, las paradojas son constitutivas de la clausura sistémica autorrefe-rencial.

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apreciación es, a mi juicio, equivocada. Al igual que la TAR, Luh-mann rechaza aquellas descripciones que conciben lo social como algo hecho de entidades humanas o no-humanas. En su lugar, enfa-tiza precisamente aquellos procesos intermedios que vinculan tales entidades (humanos, objetos inertes, animales, tecnologías, palabras) sin por ello hacer de éstas entidades, entidades sociales. Su comuni-cacionalismo es problemático sólo en la medida que excluye otras formas de asociación que no sean comunicaciones, tales como las descritas por la TAR (cf. Farías y Ossandón, 2011). Pero ello no tiene porqué impedir reconocer que su análisis irreductivo de enla-ces y procesos comunicativos puede enriquecer el estudio de las aso-ciaciones. De hecho, la noción de comunicación describe un tipo muy especial de asociaciones, las cuales no sólo se basan en proce-samientos de sentido, sino que además efectúan enlaces comunicati-vos; una operación de asociación distinta a la de la traducción, la de-legación o la mediación.

El gran aporte de la teoría de la comunicación desarrollada por Luhmann es describir un tipo de asociaciones que se basan en una simultánea producción y el procesamiento de sentido. El sentido no se entiende aquí como una cualidad del mundo o del espíritu, no es actual ni ideal, sino que emerge o, mejor, subsiste en los procesos comunicativos que lo utilizan para su reproducción. Luhmann comprende el sentido como un medio o plano virtual, que aparece en la comunicación “bajo la forma de un excedente de referencias a otras posibilidades de vivencia y acción” (Luhmann, 1998, p. 78). De modo similar, Deleuze (2005) describe el sentido como un plano ontológico que toma la forma de un evento-puro que no está contenido en lo dicho, sino siempre presupuesto, desplazado, en otro lugar. Se trata entonces de un plano basalmente inestable e in-capaz de mantener un núcleo o una identidad fija (cf. Luhmann, 1998). Por lo mismo, el sentido abre un mundo para la comunica-

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ción. Tal mundo no abarca un conjunto pre-existente de cosas, sino más bien un fondo ilimitado de posibilidades de comunicación o, como señala Luhmann, un fondo de “información virtual” (Luh-mann, 2006, p. 29) que, no obstante, requiere de comunicaciones para devenir información. Esto es así, porque el sentido de una co-municación determinada resulta de la diferencia entre lo actualmen-te indicado y aquel horizonte de posibilidades que es simultánea-mente condición y resultado de la comunicación: “[t]odo sentido determinado alude a sí mismo y a lo otro distinto [...] El sentido —remitiendo al mundo — se hace co-presente (es más: apresente en la actualidad) en todo lo que se actualiza” (Luhmann, 2006, p. 31). La comunicación es entonces una operación actual que ocurre en el medio virtual del sentido y que produce un sentido determinado precisamente porque se constituye en la frontera entre lo actual y lo virtual. Tal frontera es constantemente trazada en las operaciones de selección por las cuales cada comunicación indica algo de un hori-zonte de posibilidades.

Luhmann (1998, 2006) propone además que el sentido deter-minado de una comunicación es el resultado de tres selecciones complementarias, pero en principio independientes: la selección de una información (ie. un mensaje), de un darla-a-conocer (en alemán Mitteilung y que involucra un acto expresivo) y de una compren-sión. Tal definición deja en evidencia que la comunicación no se ba-sa en alguna forma de transmisión de un mensaje o contenido de un emisor a un receptor, sino más bien en selecciones puntuales. La comunicación no recorre el espacio y el tiempo, como la metáfora de la transmisión lo sugiere, sino que es “un acontecimiento atado a un instante en el tiempo: en cuanto surge, se desvanece” (Luhmann, 2006, p. 49). Tal acontecimiento es ante todo el de la comprensión. Ella ocurre toda vez que se observa una diferencia entre una infor-mación y un darla-a-conocer. Así, una mueca, la erupción de un

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volcán o la alarma de un coche son comprendidos en la medida que se observan como el dar-a-conocer de una información. La comuni-cación ocurre así retroactivamente, en el momento de la compren-sión, la cual completa, por así decirlo, la selección de una informa-ción y de un darla-a-conocer.

En este punto, puede resultar clarificador establecer algunas im-portantes conexiones con la TAR. Lo primero, y más evidente, es que aquello que Luhmann denomina la selección de información y de un darla-a-conocer no ocurre en un espacio inmaterial, sino que involucra prácticas sociomateriales y dispositivos sociotécnicos — basta pensar en un experimento científico como procedimiento de selección de información o en la escritura de un artículo científi-co como una selección de un darla-a-conocer (cf. Knorr Cetina, 2005; Latour, 1987). Desde esta perspectiva, la inscripción de pro-gramas de acción en entidades no-humanas, esto es, la delegación técnica (cf. Law, 1991), involucra también una doble selección de información y de un darla-a-conocer. Lo segundo es el papel central que juegan no-humanos en la selección de comprensiones, tal como lo ponen en evidencia los estudios sobre cognición distribuida (Gie-ri y Moffat, 2003; Hutchins, 1995). Esto ha sido estudiado por la TAR, por ejemplo, para diversos oligópticos (Latour y Hermant, 1998), tales como telecentros de asistencia médica donde la produc-ción de comprensiones correctas por medio de sistemas sociotécni-cos, libros de codificación, una escucha atenta, etc. puede resultar de vida o muerte (cf. López y Domènech, 2008). De la misma forma, la TAR permite dar cuenta del efecto retroactivo de la comprensión mencionado por Luhmann. Tal como sugiere Latour en su estudio sobre Louis Pasteur (1988), el trabajo de alineamiento y traducción de diversas entidades naturales, técnicas y humanas produce un ajus-te retrospectivo de aquellas selecciones necesarias para la selección de una comprensión determinada.

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Ahora bien, Luhmann es claro en señalar que la comunicación no puede ser reducida a ninguno de estos tres procesos de selección y contra-selección por separado, que, por lo demás, la TAR permite describir tanto mejor. El elemento basal de la comunicación, sugiere Luhmann, es la unidad o síntesis de estas tres selecciones. Y es sólo en cuanto síntesis de estas tres selecciones que la comunicación efec-túa una selección de sentido, es decir, introduce una diferencia entre lo actualmente indicado y un horizonte virtual de posibilidades no seleccionadas. La simultánea producción y procesamiento del senti-do no ocurre así por medio de ninguno de los procesos sociotécni-cos involucrados en la selección de una información, de un darla-a-conocer o de una comprensión, sino por medio de la introducción de una diferencia entre lo actualmente indicado por la comunica-ción y un horizonte de posibilidades. En definitiva, y este es el pri-mer aspecto a considerar, cada comunicación trae consigo un en-tramado actual-virtual de sentido.

Ahora bien, y aquí pasamos al segundo punto, tales entramados actual-virtuales de sentido no generan todavía el tipo particular de asociaciones que Luhmann está interesado en analizar. Éstas consis-ten más bien en enlaces comunicativos. Para que se produzca un en-lace, una cuarta selección debe tener lugar: la de una aceptación o rechazo del entramado de sentido comunicado. Naturalmente los enlaces comunicativos no ocurren solo en aquellos casos en que el sentido comunicado es aceptado por la siguiente comunicación. También cuando éste es rechazado estamos en presencia de un enla-ce comunicativo. Como decíamos, es suficiente con que una selec-ción entre aceptación y rechazo tenga lugar, pues en ambos casos es-tamos en presencia de un proceso recursivo por el cual una nueva comunicación remite a comunicaciones anteriores. Es posible pensar que el hecho que la comunicación pueda desplegarse y producir en-laces con independencia de su aceptación o rechazo es precisamente

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resultado de su operar en el plano del sentido, pues, tal como sugie-re Deleuze, el sentido “permanece estrictamente el mismo para pro-posiciones que se oponen” (2005, p. 61). Por ello, la aceptación o rechazo de la selección de sentido no es determinante para el proce-samiento del sentido que tiene lugar en el enlace comunicativo.

Esta atención por los enlaces comunicativos tiene consecuencias importantes para la comprensión de lo social. A diferencia de la TAR, lo social no se entiende aquí como un “seguir a alguien, luego enrolarse y aliarse y, finalmente, tener algo en común” (Latour, 2008, p. 20). Los enlaces comunicativos no requieren de tanto, ni de séquitos, ni de socios, ni de aliados, sino simplemente de interlo-cutores, sean éstos simples detractores, rivales directos o acérrimos enemigos. Los conflictos y controversias son, de hecho, instancias en las que la comunicación muestra todo su potencial de asociar enti-dades completamente dispares, precisamente porque el rechazo de una comunicación es un caso más de enlace comunicativo. Desde esta perspectiva, el único caso en que no ocurre un enlace comuni-cativo es cuando el entramado actual-virtual de sentido enunciado por una comunicación es simplemente ignorado, olvidado o exclui-do de tal modo que ninguna comunicación reacciona a ella.

3. Diferenciaciones: atractores y problemas

En cierto sentido, toda la sociología de Luhmann gira en torno a un sencillo problema que se deriva de lo anterior: ¿cómo se asegura que haya un proceso recursivo de comunicación? La compleja red de conceptos desplegada por Luhmann en sus trabajos (autorreferencia, autoobservación, autodescripción, autopoiesis, medios de comuni-cación simbólicamente generalizados, distinciones directrices, códi-gos de preferencia, estructuras de expectativas, clausura operativa, acoplamiento estructural etc.) no apunta sino a describir en detalle las distintas operaciones y estructuras que hacen posible la recursivi-

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dad de las comunicaciones. Todos estos conceptos pueden resumirse a su vez en una idea mayor: diferenciación. A diferencia de las teo-rías sociológicas tradicionales, Luhmann sugiere que aquello que asegura la continuación de lo social como proceso recursivo no es la integración de lo social por medio de la cultura u otros marcos la-tentes, sino por el contrario la diferenciación de las comunicaciones.

La diferenciación de la comunicación ocurre a partir de distintos puntos de referencia, que para decirlo con DeLanda (2002) asumen una función de atractores, esto es, singularidades que orientan y así afectan la operación de un sistema dinámico, como en este caso la comunicación. En los trabajos de Luhmann es posible distinguir al menos cuatro tipos básicos de atractores. En primer lugar, la comu-nicación se diferencia de acuerdo a lenguajes (Luhmann, 2006, pp. 155-245). Éstos no involucran sólo diversas lenguas, las cuales evi-dentemente limitan las posibilidades de enlace comunicativo, sino además lo que Luhmann llama medios de difusión. Así, a los len-guajes corporales y orales, que requieren por ejemplo de co-presencialidad para asegurar el enlace comunicativo, se les suman los lenguajes escritos y visuales, los cuales dada su inscripción en mate-riales permiten un desacoplamiento de los límites espacio-temporales de la co-presencialidad.

En segundo lugar, los procesos comunicativos se ordenan a par-tir de temas (Luhmann, 1998, pp. 154ss, 2006, pp. 54ss), los cuales permiten discriminar la pertinencia de las comunicaciones aten-diendo a las informaciones que movilizan. Con esta referencia a te-mas, es posible distinguir entre aquellas comunicaciones que hacen una aportación al tema y aquellas que no aportan nada. La acepta-ción o rechazo de las aportaciones no es clave, sino el que éstas se orienten al tema en torno al cual se articula la comunicación. La importancia de los temas no significa que en los procesos comunica-tivos no se pueda cambiar de tema o incluso tratar varios temas si-

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multáneamente, sino simplemente que la referencia a temas es nece-saria para diferenciar y probabilizar la comunicación.

Una tercera forma de diferenciación de los procesos comunicati-vos se basa en las personas, esto es, en la clasificación de individuos humanos, aunque sería posible incluir aquí también no-humanos (2006, pp. 235ss), entre aquellos de los que se espera una compren-sión y de los que no. La diferenciación de personas en segmentos o linajes (2006, pp. 502-525), castas o estratos (2006, pp. 560-589), de acuerdo a su pertenencia a organizaciones (2006, pp. 655-672), redes o movimientos (2006, pp. 672-686), etc., ya sea por naci-miento, lugar de residencia, cualificación profesional, etc., constitu-ye una de las formas más efectivas para limitar y al mismo tiempo asegurar los enlaces comunicativos. Tal referencia a tipos o grupos de personas permite establecer una clara diferencia entre aquellos incluidos y aquellos excluidos por la comunicación (2006, pp. 490-502), y con ello entre aportaciones que deben ser consideradas y aquellas que no requieren ser consideradas, aun cuando se orienten al tema de la comunicación.

Tanto los lenguajes como los temas o las personas constituyen entonces puntos de referencia virtuales para la diferenciación de las comunicaciones, pues abren horizontes de remisión, constelaciones de sentido no plenamente actualizables en la comunicación, pero implícitamente referidas. Éstos constituyen entonces atractores que orientan y subsisten en la comunicación. Es interesante observar que cada uno de estos tipos de atractores actúa sobre una de las tres se-lecciones que, según Luhmann, constituyen una comunicación: los temas remiten a las informaciones, los lenguajes a las formas de dar-las a conocer, las personas a las comprensiones. Esto significa tam-bién que ninguno de estos puntos de referencia da cuenta de aque-llas diferenciaciones que se generan a partir de los enlaces comunica-tivos y que involucran la selección entre aceptación y rechazo de una

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comunicación. Aquí encontramos el elemento clave a partir del cual Luhmann elabora su teoría de la diferenciación de formas de comu-nicación. Lo que para Luhmann se diferencia, son entonces los en-laces comunicativos, no así esferas o ámbitos cada una con su cultu-ra, instituciones, espacios, etc.5

La diferenciación de los enlaces comunicativos ocurre, según Luhmann (2006, pp. 258-280), a partir de un cuarto tipo de atrac-tor: los ‘problemas de referencia’. Luhmann elabora una teoría que permite describir enlaces económicos, políticos, artísticos y de otros tipos de acuerdo a si éstos realizan problemas de sentido altamente específicos y mutuamente irreducibles, tales como el aseguramiento del futuro en contexto de escasez, la producción de decisiones colec-tivamente vinculantes o la adecuación de una forma material a un concepto. Es importante precisar que los problemas de referencia no se pueden deducir teóricamente ni se deben concebir como ahistóri-

5 Una de las críticas que Latour (2008, pp. 337-338, 2009, p. 263) hace a Luhmann es precisamente la de proponer una lectura compartimentalizada de lo social e imagi-nar solo un tipo de autonomía, la de los sistemas. Ninguna de estas críticas coinci-den, sin embargo, con lo planteado por Luhmann. Primero, los sistemas funcionales no constituyen esferas compartimentadas (2006, pp. 471-490). Tal interpretación se desprende de una interpretación simplista de la noción de sistema, pero los sistemas funcionales constituyen formas de observar y comunicar acerca de lo social y condu-cen a lo que Luhmann llama la policontexturalidad de lo social, esto es, la multiplici-dad de lo real. Segundo, es perfectamente posible distinguir entre varios tipos de au-tonomía para las formas de comunicación. Siguiendo a Luhmann, Gunther Teubner (1987) ha propuesto una distinción de cuatro niveles distintos de autonomía: au-toobservación, autoorganización, autoproducción y autopoiesis. Teubner asocia ésta última fase con el surgimiento de teorías de reflexión, tales como las teorías jurídicas o las teorías económicas. Aquí hay un interesante paralelismo con la importancia que Callon (2008) atribuye a las ciencias económicas: “la economía no existe como eco-nomía sin la elaboracion e implementación de conocimientos, afirmaciones y repre-sentaciones que la llevan a existir como un objeto de conocimiento y de intervención, esto es, como una economía” (2009, p. 20, traducción propia).

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cos. A diferencia de los imperativos secundarios (culturales) para la satisfacción de necesidades (Malinowski, 1944) o de los pre-requisitos funcionales de lo social (Parsons, 1984), los problemas de referencia no son preexistentes ni necesarios, sino que son productos históricos contingentes que surgen a partir de situaciones triviales de la vida cotidiana.

El caso de la comunicación económica es un buen ejemplo. Ésta no consiste en aquella comunicación que simplemente tematiza el problema ya existente de la escasez (Luhmann, 1982). Una comuni-cación es económica en la medida que la realización de la operación de enlace comunicativo tiene consecuencias para el problema de re-ferencia en cuestión. Las operaciones de enlace que, en este sentido, realizan la escasez son las transacciones; enlaces que consisten en la aceptación de una oferta de compraventa realizada por una comuni-cación anterior. Ciertamente, no importa si estos enlaces son lleva-dos a cabo por algoritmos matemáticos, agentes de bolsa o personas individuales, sino simplemente que se acepte la oferta de transac-ción. Tal operación mantiene una doble relación con la escasez: la resuelve y, al mismo tiempo, la profundiza, pues al tiempo que re-suelve la escasez del comprador, hace más escaso al bien o servicio transado. La escasez no es así un problema actual de la transacción que pueda ser resuelto por ésta, sino un problema de referencia vir-tual, el cual ésta hace presente. La comunicación económica no es entonces una consecuencia de la escasez, sino que ambas se consti-tuyen mutuamente. Lo económico no se encuentra entonces inscri-to en ninguna entidad actual, sino que emerge como problema de referencia virtual de las operaciones de enlace, las que, ciertamente, son posibilitadas por agenciamientos sociomateriales (cfr. Caliskan y Callon, 2009).

Nos encontramos pues con una relación circular entre proble-mas de referencia y operaciones actuales. En la medida que tales

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problemas ofrecen puntos de referencia comunes, ellos permiten la redundancia y recursividad de las comunicaciones. Al mismo tiem-po, ellos no existen con anterioridad a las operaciones de enlace co-municativo, sino que son éstas las que los constituyen. Esto queda en evidencia en el caso de los enlaces comunicativos que realizan el problema del conocimiento, de aceptar o rechazar nuevos conoci-mientos, de aceptar o rechazar la crítica a conocimientos previamen-te aceptados. Todas las comunicaciones, observa Luhmann, presu-ponen la movilización de saberes, pero en la mayoría de los casos, tales saberes no son problematizados en las operaciones de enlace. Una transacción económica, por ejemplo, ciertamente requiere co-nocimientos relativos a las cualidades del bien, a su disponibilidad, a su precio, etc. Pero la operación de enlace económico no involucra una decisión sobre la verdad o falsedad de tales conocimientos, sino la realización o no de una transacción. Tampoco la comunicación periodística se orienta al problema de la verdad o falsedad de los co-nocimientos que produce. Al igual que en el caso de la comunica-ción económica, es de suponer que existe una preferencia por una producción de noticias basada en conocimientos verdaderos, pero tanto más importante es su novedad (Luhmann, 2007). En cuanto al problema de referencia, la verdad o falsedad de los conocimientos comunicados da lugar a un tipo de comunicación altamente dife-renciado, en la que los enlaces comunicativos consisten en la acepta-ción y rechazo de las pretensiones de conocimiento (Luhmann, 1996). Lo que define entonces a la comunicación científica no son los criterios experimentales o metodológicos que en distintas disci-plinas y en distintos momentos históricos se consensuan para definir aquello que cuenta como verdad o no. Lo que la constituye es más bien la realización del problema de la verdad en la operación de en-lace comunicativo.

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La sociología de Luhmann propone describir así la diferencia-ción de enlaces comunicativos y formas de sentido a partir de pro-blemas de referencia específicos. Sus estudios históricos se orientan de hecho a dar cuenta de las genealogías de diversos problemas de referencia y cómo ellos producen lo económico, lo político, lo jurí-dico, lo científico, lo religioso, etc. Ahora bien, tales cualidades no son entendidas en este contexto como propiedades actuales de enti-dades concretas, sino que surgen del procesamiento incompleto e incompletable que la comunicación hace de problemas de sentido específicos y mutuamente irreducibles. En ese sentido, la sociología de Luhmann coincide plenamente con la noción Deleuziana (2004) que lo virtual no constituye una reserva indeterminada e informe de fuerzas y tendencias, sino que debe ser especificado en términos de problemas o tensiones que generan procesos actuales.

4. Simetrías: procesos virtuales, ensamblajes actuales

La virtud de la perspectiva Luhmanniana es, sin embargo, tam-bién el origen de su mayor defecto: su extrema desatención por las prácticas y arreglos socio-materiales que hacen posible la comunica-ción. Al mismo tiempo que la sociología de Luhmann ofrece herra-mientas conceptuales sofisticadas y precisas para dar cuenta de la realidad y fuerza de atractores virtuales, tales como los problemas de referencia, ésta se conforma con un análisis abstracto que no toma en cuenta la constitución de los ensamblajes en y a través de los cua-les la comunicación ocurre:

El vuelo de la abstracción deberá hacerse sobre las nubes, y habrá que contar con una capa espesa. [...] En ocasiones será posible echar un vistazo hacia abajo, un vistazo al paisaje con sus caminos, pobla-ciones, ríos, litorales que recuerden lo familiar […] Sin embargo, lo decisivo para la ciencia es que cree sistemas teóricos que trasciendan dichas correspondencias punto por punto, que no se limite a co-

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piar, imitar, reflejar, representar, sino que organice la experiencia de la diferencia y con ello gane en información (Luhmann, 1998, pp. 10-11).

Es difícil imaginar una aproximación más contraria a la TAR y a su interés por los ríos, caminos, litorales y las heterogéneas redes que constituyen lo social:

Completar con desprolijidad un informe desprolijo de un mundo desprolijo no parece una actividad demasiado grandiosa. Pero no buscamos la grandeza: el objetivo es producir una ciencia de lo so-cial adaptada de manera singular a la especificidad de lo social [...] Si lo social circula y es visible sólo cuando brilla a traves de conca-tenaciones de mediadores, entonces eso es lo que tiene que ser re-plicado, cultivado, suscitado y expresado por nuestros informes tex-tuales (Latour, 2008, p. 197).

La diferencia que aquí queda en evidencia no es sólo metodoló-gica, relativa a las formas de aproximarse y representar lo social, sino ontológica. Más que elegir entre un tipo de aproximación y otra, es preciso comprender que ambas enactan objetos también distintos (Law y Urry, 2004). Por un lado, la TAR permite producir detalla-dos y precisos recuentos de redes y prácticas socio-materiales com-plejas; redes y prácticas que la sociología de Luhmann no es real-mente capaz de distinguir ni describir. Por el otro, la TAR tiene di-ficultades a la hora de hacer aquello que la teoría de la comunica-ción hace tan bien, esto es, producir descripciones abstractas de las formas de diferenciación de los colectivos. Así, mientras la TAR despliega todo su potencial en el estudio de ensamblajes actuales, la sociología de la comunicación brilla en el análisis de procesos virtua-les.

El desafío entonces es el de articular ambos registros empírico-conceptuales y de esta forma ampliar el estudio de las asociaciones a partir de las nuevas preguntas que se derivan de la sociología de la comunicación de Luhmann. Tal articulación requiere sin embargo

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la instauración y seguimiento de un principio de simetría que cues-tione cualquier atribución de prioridad ya sea a procesos virtuales o a ensamblajes actuales. Es importante señalar que una perspectiva simétrica frente a lo virtual y lo actual no representa una alternativa a los principios de simetría y de simetría generalizada propuestos por Bloor (1991) y Callon (1986) respectivamente, sino su amplia-ción y complemento. Ciertamente, como la TAR lo planteara hace ya tiempo, no es suficiente con aferrarse al primer principio de si-metría y explicar con recurso a los mismo repertorios conceptuales los conocimientos verdaderos y los falsos, las innovaciones exitosas y las fallidas, la lógica del intercambio y la del don, etc. Pero, y esto es lo que se desprende de la sociología de Luhmann, tampoco basta con dar cuenta que el conocimiento, lo nuevo, el valor, etc. son producidos en ensamblajes socio-materiales, híbridos, heterogéneos. El complemento de este principio de simetría generalizada con un principio de simetría total, como se propone aquí, sugiere que ade-más es necesario, incluso urgente, mostrar cómo se entrecruzan tales ensamblajes actuales con procesos virtuales, como el de la diferen-ciación de la comunicación a partir de problemas de referencia, y cómo ese entrecruce tiene consecuencias performativas para la cons-titución de los ensamblajes.

Referencias

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Por una teoría del actor-red menor: perspectivismo y monadología Isaac Marrero-Guillamón

1. Introducción

Contribuir a un devenir-minoritario de la teoría del actor-red (TAR), desterritorializar su aparato teórico; tal es el propósito de es-te texto. La sombra de Deleuze y Guattari es en efecto alargada, aunque también oblicua. De hecho, el argumento no pasa tanto por Mil Mesetas (2002) como por someter a la TAR a una doble torsión más o menos inspirada en algunas de aquellas mesetas. El trabajo de Eduardo Viveiros de Castro nos permitirá, en primer lugar, con-frontar los límites epistemológicos de la TAR a partir de la noción de perspectivismo y el compromiso con la “liberación ontológica” de los objetos de estudio que éste permite. A continuación, la mo-nadología de Gabriel Tarde, filtrada por la lectura que Maurizio Lazzarato hace de ella, nos llevará a ensayar la posibilidad de la TAR como prolongación de la “política molecular” propia de las móna-das. El sentido de estrujar la TAR de este modo, conviene aclararlo desde un comienzo, no es otro que producir en ella una nueva arti-culación de lo político—o dicho de otro modo, una nueva politiza-ción de su articulación teórica. Quisiera plantear, como hipótesis, la posibilidad de imaginar un “programa político” de la TAR al mar-gen de sus más conocidas manifestaciones: el parlamento de las co-sas (Latour, 2004), los foros híbridos (Callon et al., 2009) y la cos-mopolítica (Stengers, 2010). Más concretamente, trataré de ofrecer una línea de fuga, una alternativa desterritorializada al impulso par-lamentarista que ha dominado el debate en torno a la re-

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composición de un “mundo común” en el ámbito de la TAR (La-tour, 2005a y 2005b).

La expresión que da título a este capítulo remite en efecto al tra-bajo de Deleuze y Guattari sobre la “literatura menor” de Kafka, en-tendida no como la “literatura de un idioma menor, sino la literatu-ra que una minoría hace dentro de una lengua mayor”, una literatu-ra que es tanto una “desterritorialización de la lengua” como una “máquina colectiva de expresión” (Deleuze y Guattari, 1978, p. 28). La expresión remite también a otros dos devenires-menores: el que Lazzarato reclama para la filosofía política en Por una política menor (2006) y el que Viveiros de Castro suscribe para la antropología en Metafísicas caníbales (2010) —un libro acerca de otro libro, que nunca llegó a escribir pero del que no obstante conocemos su título: El Anti-Narciso: de la antropología como ciencia menor. Baste subra-yar, por el momento, la extraordinaria confluencia de estos proyec-tos menores, o mejor aún, minoritarios, que se proponen nada menos que una “reimaginación” de sus respectivas disciplinas a partir de una ontología de la multiplicidad.

Con todo, las líneas de fuga aquí exploradas no dejarían de ser sino una profundización en ciertas tensiones bien conocidas en el seno de la TAR. La necesidad de reconsiderar la dimensión ontoló-gica en la TAR –cuyo otro nombre podría ser, recordémoslo, “onto-logía del actante-rizoma” (Latour, 1999) – ha sido motivo de espe-cial atención en los últimos años (García, 2011; Harman, 2009; Kochan, 2010; Oppenheim, 2007; y http://stsontology.wordpress.com/). También la influencia del postestructuralismo francés en la “reinvención” de la TAR, a través de nociones como agenciamiento o rizoma y el trabajo de filósofos como Michel Serres, ha sido reivindicada recientemente (Callén et al., 2011). Por otro lado, cabría destacar que tanto Lazzarato como Viveiros de Castro se alían, en sus argumentaciones, con viejos ca-

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maradas de la TAR: Gabriel Tarde y William James en el caso del primero; Bruno Latour y Marilyn Strathern en el del segundo. En todo caso, no se trata de reivindicar la excelencia de este linaje, sino de explorar cómo la perspectiva que abre en el seno de la TAR nos permite una nueva conceptualización de lo político, así como una nueva politización de los conceptos.

La estructura del texto es la siguiente: el primer apartado presen-ta las tesis de Viveiros de Castro en torno al perspectivismo. Esta discusión teórica me servirá como base para, a continuación, llevar a cabo un análisis crítico de Making Things Public, una exposición que puso a trabajar muchas de las tesis de Bruno Latour con respec-to al parlamentarismo, lo común y la política. La segunda parte del texto discute la monadología tardiana a través del trabajo de Mauri-zio Lazzarato, para luego operativizar estas tesis a través de un análi-sis del conflicto de Can Ricart en Barcelona. Esta estructura refleja, en efecto, una voluntad de combinar un debate abiertamente teóri-co (metafísico, incluso) con su puesta en uso a través de ejercicios analíticos. Avanzar en la desterritorialización, o devenir-minoritario, de la TAR pasa necesariamente, en mi opinión, por este tipo de ejercicios teórico-prácticos.

2. El perspectivismo amerindio

Claude Levi-Strauss relata en Tristes Trópicos (2006) una cono-cida controversia, suscitada tras el encuentro en el caribe entre los colonizadores españoles y los indios nativos. Los primeros hubieron de enfrentarse a la urgente cuestión de si los indígenas tenían alma o no, problema de investigación para el que recurrieron, entre otras diatribas, a realizar una encuesta entre los colonos:

Si realmente eran hombres, ¿eran los descendientes de las diez tri-bus perdidas de Israel? ¿O mongoles llegados sobre elefantes? ¿O es-coceses llevados siglos antes por el príncipe Modoc? ¿Eran de origen

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pagano o se trataba de antiguos católicos bautizados por santo To-más y caídos después de la herejía?” (Levi-Strauss, 2006, p. 89).

Mientras tanto, los indios ensayaban su curiosidad con respecto a la naturaleza de los españoles haciéndolos perecer por inmersión a fin de verificar, mediante una vigilancia prolongada, si los ahogados estaban o no sometidos a la putrefacción. De la comparación entre estas dos estrategias metodológicas Levi-Strauss desprendía dos con-clusiones:

Los blancos invocaban las ciencias sociales, mientras que los indios confiaban más en las ciencias naturales; y en tanto que los blancos proclamaban que los indios eran bestias, éstos se conformaban con sospechar que los primeros eran dioses. A ignorancia igual, el últi-mo procedimiento era ciertamente más digno de hombres” (Levi-Strauss, 2006, p. 90).

Eduardo Viveiros de Castro retoma en Metafísicas Caníbales (2010) esta controversia epistemológica, para descubrir en ella un verdadero abismo ontológico:

Los europeos nunca dudaron de que los indios tuvieran cuerpos (también los animales los tienen); los indios nunca dudaron de que los europeos tuvieran almas (también los animales y los espectros de los muertos las tienen): el etnocentrismo de los europeos consistía en dudar de que los cuerpos de los otros contuvieran un alma for-malmente similar a la que habitaban sus propios cuerpos; el etno-centrismo indio, por el contrario, consistía en dudar de que otras almas o espíritus pudieran estar dotadas de un cuerpo materialmen-te similar a los cuerpos indígenas (Viveiros de Castro, 2010, p. 29).

De un lado, unicidad de la naturaleza (objetividad de cuerpos y sus-tancias) y multiplicidad de la cultura (subjetividad espiritual); de otro, unidad de espíritu (universalidad de la cultura) y diversidad de cuerpos (multiplicidad de la naturaleza). El concepto de “multinatu-ralismo” amerindio se refiere justamente a esta última posición on-tológica, a su vez ligada a la cuestión del “perspectivismo”:

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El relativismo (multi)cultural supone una diversidad de representa-ciones subjetivas y parciales, actuando sobre una naturaleza externa, única y total, indiferente a la representación; los amerindios propo-nen lo opuesto: una unidad representativa o fenomenológica pura-mente pronominal, aplicada indiferentemente sobre una radical di-versidad objetiva. Una sola “cultura”, múltiples “naturalezas” —el perspectivismo es un multinaturalismo, porque una perspectiva no es una representación” (Viveiros de Castro, 1996, p. 128)1.

En la cosmología indígena hay una enorme distancia entre los distintos modos de verse a sí mismos y a los otros que tienen los se-res que pueblan el mundo. La diferencia proviene de la especificidad de los cuerpos (su fuerza, debilidad, habitus), puesto que, como dije-ra Leibniz, el punto de vista está en el cuerpo. Así, normalmente, los humanos se ven a sí mismos como humanos y a los animales como animales, mientras que los animales se ven a sí mismos como hu-manos y a los humanos como no-humanos (p.e. como presas). Además, cuando los animales están en sus casas, se vuelven seres an-tropomorfos y, por ejemplo, perciben su alimento como alimento humano (los jaguares ven la sangre como cerveza, los buitres ven los gusanos como pescado asado). Todos los animales son de este modo personas, puesto que pueden transformarse en personas; los animales ven las cosas como los humanos, sólo que las cosas que ven son dis-tintas (sangre para uno, cerveza para otro; epistemología constante, ontología variable).

A lo largo de su obra, Viveiros de Castro se ha dedicado casi en exclusiva a explorar con detenimiento la “capacidad de perturbación intelectual” que el perspectivismo puede ejercer sobre el pensamien-

1 Como queda claro en esta cita, no debe confundirse el “perspectivismo” del que ha-bla Viveiros de Castro con el “perspectivalismo” que critica Annemarie Mol (1999). Este último se refiere, de hecho, a la idea contraria: la de un pluralismo de perspecti-vas sobre un único objeto que permanece intocable.

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to europeo –si se está dispuesto a tomarlo en serio. Su controversia con Philippe Descola en torno a esta cuestión es clave para entender el alcance de su argumento. Descola (2005a) ha luchado también por impugnar la supuesta universalidad del dualismo naturaleza-cultura, sustituyéndolo por una tipología de ontologías que suponen otras tantas formas de entender la distinción entre lo humano y lo no humano, lo colectivo y lo individual. Muy brevemente, el “natu-ralismo” (“nuestra propia cosmología”), encuentra similitudes entre entidades a partir de su apariencia física (“continuidad de fisicalida-des”) y diferencias en sus características mentales o espirituales (“discontinuidad de interioridades”). Lo social, en el naturalismo, está limitado a los humanos, y dividido en colectivos culturalmente diferenciados. El “animismo”, por el contrario, establece una conti-nuidad entre la interioridad de humanos, animales y vegetales, que se diferenciarían, no obstante, por su fisicalidad (su forma exterior y su modo de vida). El mundo social es por tanto omnipresente, in-distinguible del mundo natural, aunque se manifiesta de diversos modos: una subjetividad generalizada que los cuerpos particularizan. El “totemismo” parte también de la continuidad entre humanos y naturaleza, pero la extiende a la interioridad y la exterioridad: se es-tablece así un isomorfismo entre lo humano y no-humano en el que la discontinuidad proviene de diferencias interiores. El “analogis-mo” (la ontología dominante en Europa durante la Edad Media y el Renacimiento), por último, sería algo así como su reverso: el univer-so aparece fraccionado en una multiplicidad de formas y sustancias, cuya similitud y diferencia se recompondría trabajosamente a través de un sistema de analogías. Como comenta Pazos (2006, p. 190), el problema epistemológico del analogismo no es ya cómo singularizar entidades amalgamadas, como ocurre en el totemismo, sino cómo amalgamar entidades singularizadas.

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De lo anterior se desprende que para Descola el perspectivismo es una forma de animismo; es decir, una variante de una de las cua-tro grandes ontologías. Para Viveiros de Castro, sin embargo, el perspectivismo no puede ser reducido a un objeto entre otros de una teoría que le es extrínseca, pues se trata de “una estructura intelec-tual que contiene una teoría de su propia descripción por la antro-pología; porque es, justamente, otra antropología, situada perpendi-cularmente a la nuestra” (Viveiros de Castro, 2010, pp. 59-60). Como escribió Latour (2009, p. 1-3) al levantar acta de un debate público entre ambos, Viveiros de Castro concibe el perspectivismo más bien como una “bomba” con el potencial de hacer explotar el edificio teórico de Descola (profundamente analogista, por otro la-do), construido éste sobre una herencia kantiana de “tipos” y “cate-gorías” a la que el perspectivismo es simplemente ajeno.

El sentido político que Viveiros de Castro otorga a aceptar el re-to que el perspectivismo plantea a “nuestro” pensamiento, enseguida se verá, es profundo: solo así podrá la antropología cerrar su “ciclo kármico” en relación al colonialismo y prepararse “para aceptar ín-tegramente su nueva misión, la de ser la teoría-práctica de la desco-lonización permanente del pensamiento” (Viveiros de Castro, 2010, p. 14). Para ello, la antropología debería dedicarse esencialmente a “definir lo que es “social” o “cultural” para el pueblo que estudia, o dicho de otro modo, cuál es la antropología de esos pueblos, la an-tropología que tiene a ese pueblo como agente y no como paciente teórico” (Viveiros de Castro, 2010, p. 70). La antropología resultan-te sería así una “antropología menor”, dedicada a la “descripción de las condiciones de autodeterminación ontológica de los colectivos estudiados” (Viveiros de Castro, 1996, p. 116). En otras palabras, una antropología tomada por la palabra de la minoría, que deviene un “vehículo” para, o una “versión” de, las prácticas de conocimien-to indígenas. Una antropología, en fin, en la que el clasificado se ha

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vuelto clasificador, en la que “ya no se trata de ordenar las especies en que se divide la naturaleza sino de saber cómo esas especies em-prenden ellas mismas esa tarea” (Viveiros de Castro, 1996, p. 117, traducción propia).

3. Making Things Public: contener vs. traducir

Trasladar el potencial desestabilizador del perspectivismo al seno de la TAR es justamente el primer objetivo de este texto. Para ello, desarrollaré a continuación una crítica perspectivista a la exposición Making Things Public, comisariada por Bruno Latour y Peter Wie-bel para el Centro de Arte y Media ZKM (Karlsruhe, Alemania, Marzo-Octubre 2005). Esta exposición, y su catálogo (Latour y Weibel, 2005), ofrecen una excelente plataforma para ensayar una serie de variaciones sobre el “programa político” de la TAR, pues tal y como el propio Latour (2005b) aclara en la introducción, se trata de un experimento dedicado a la Dingpolitik, o política orientada a las cosas.

Con este neologismo, que contrapone a Realpolitik, Latour se re-fiere entre otras cosas a una política no limitada a los humanos, en la que los objetos se convierten en cosas, las prótesis son aceptadas, y cuyo ensamblaje no está limitado al parlamentarismo bicameral co-mo única forma de asamblea. De este modo, la exposición tiene como objetivo construir una asamblea de asambleas (o ensamblaje de asambleas), de manera que, “como si de una feria se tratase, los visitantes o lectores puedan comparar los distintos mecanismos de representación” (Latour, 2005b, p. 21, énfasis en el original) y elegir el más adecuado.

Laboratorios científicos, instituciones técnicas, mercados, iglesias y templos, la bolsa, foros de internet, las disputas ecológicas – sin ol-vidar el propio museo en el que hemos reunido todos estos membra disjecta – son sólo algunos de los foros y ágoras en los que habla-

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mos, votamos, decidimos, nos deciden, demostramos cosas y somos convencidos. Cada uno tiene su arquitectura, su tecnología del ha-bla, su complejo conjunto de procedimientos, su definición de li-bertad y dominación, sus maneras de reunir a los interesados – y de modo fundamental, a los no interesados – y lo que les interesa, sus formas de alcanzar decisiones. Entonces, ¿por qué no volverlos comparables? (Latour, 2005b, p. 21)

En lugar de construir una asamblea aún mayor, el desafío que plantea la exposición es sin embargo el de vincular las distintas asambleas a través de sus maquinarias y tecnologías de representa-ción, es decir, de volverlas comparables sin reducirlas a una de ellas. De este modo, continua Latour, debería ser posible observar hasta que punto nuestra idea de “política” (tan vinculada a parlamentos, senados, ministerios, etc.) es tan sólo una entre muchas otras. Ma-king Things Public se erige así en una suerte de centro comercial en el que uno podría “comprar los materiales que quizá sean necesarios para luego construir este nuevo Arca de Noé: el Parlamento de las Cosas” (Latour, 2005b, p. 24).

Aún sin abandonar su característico optimismo, Latour reconoce que, ciertamente, el deseo de estar juntos podría no ser compartido. La exposición debía, por tanto, reconocer también el derecho a di-sentir, a no querer ser representado políticamente, y asumir el reto de componer una asamblea de formas de disentir. La necesidad de encontrar una salida a esta encrucijada vendría dada, según Latour, por el hecho de que, nos guste o no, ya estamos asociados: la globa-lización (la expansión de esos ensamblajes que llamamos mercados, tecnologías, ciencia, crisis económicas, guerras y redes terroristas) ha producido de facto conexiones en las que participan incluso aquellos que se resisten a participar. Lo que ocurre es “simplemente que nuestras definiciones de política no están al día con esta masa de conexiones ya establecidas” (Latour, 2005b, p. 27). La exposición responde a esta cuestión precisamente tratando de construir un nue-

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va asamblea con todos esos ensamblajes en los que ya estamos impli-cados.

Trataré de contraponer una perspectiva perspectivista al plantea-miento de Making Things Public y el modelo de la asamblea compa-rativa como mercado o feria. Y es que este parlamento de parlamen-tos no dejaría de ser la (máxima) expresión de una lógica parlamen-taria, transformada en su contenido pero intacta en su gramática. Al igual que la tipología universal de Descola a la que se enfrentaba Vi-veiros de Castro, por mucho que pretenda alojar la disidencia (o precisamente porque lo pretende), la asamblea de asambleas no de-jaría de ser un dispositivo de pacificación, el invento que permite mantener la fe en la convivencia parlamentaria y simetrizar las dife-rencias hasta ordenarlas. Lo que el perspectivismo mostraba a la an-tropología, su inconmensurabilidad radical, nos servirá aquí para cuestionar la referencia a un contenedor o centro de coordenadas a partir del cual ordenar el caos. El impulso taxonómico que subyace a la idea de catalogación puede ser, en efecto, contrarrestado por el perspectivismo (que mina la posibilidad de una taxonomía exterior a los sistemas que ordena) y la reformulación de la relación entre clasi-ficados y clasificadores.

En el caso de la exposición-catálogo que nos ocupa, el desafío perspectivista sería, por ejemplo, tomar en serio la filosofía política de los indios Achuar, uno de los materiales incluidos en la muestra (Descola, 2005b; véase 1996 para una exposición más detallada). Muy brevemente, los Achuar son un pueblo amazónico sin prácti-camente mecanismos colectivos, sin instrumentos de representación o concepto de bien común: no tienen grandes jefes, viven en casas a varios días de distancia de cada una, y en general la única razón por la que se reúnen es para entrar en guerra o para defenderse de gran-des amenazas. Por otro lado, la autoridad de los jefes del hogar es especialmente precaria, ya que está basada en un virtuosismo desinte-

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resado: deben impresionar y sentar ejemplo sin buscar la gloria pro-pia. Finalmente, los Achuar extienden esta filosofía a animales, espí-ritus y muchas plantas: desde luego, se les trata como personas, es decir, como individuos autónomos y no como miembros de ningún colectivo. La filosofía Achuar pone el destino individual por encima del todo colectivo:

Despreocupados por representarse políticamente, olvidadizos con respecto al pasado e indiferentes al futuro, incapaces de imaginar la posibilidad de delegar la libre voluntad de uno a gente autorizada a hablar en su nombre, preocupados por su reputación personal, y rápidos a la hora de desertar a aquellos que buscan un compromiso excesivo de los otros, no pueden imaginar un mundo en el que uno se convierte en parte de un todo, un esclavo del compromiso públi-co o un accionista en la res publica” (Descola, 2005b, p. 57).

Tomar en serio la filosofía de los Achuar sería entonces no con-tentarse con otorgarle una pared y un capítulo a su teoría crítica del bien común (es decir, tratar de explicarla, interpretarla, contextuali-zarla, racionalizarla), sino utilizar este pensamiento: extraer sus con-secuencias y verificar los efectos que produce sobre el nuestro. Dejar de tratar de explicar el mundo de los otros y multiplicar el nuestro a través del de ellos. En otras palabras, experimentar (con) este pen-samiento —y por consiguiente con el nuestro.

¿Tomar en serio significaría, entonces, “creer” lo que dicen los in-dios, tomar su pensamiento como expresión de una verdad sobre el mundo? Aquí tenemos de nuevo uno de esos problemas típicamen-te mal planteados. Para creer o no creer en un pensamiento, ante todo es necesario pensarlo como un sistema de creencias. Pero los problemas verdaderamente antropológicos no se plantean nunca en los términos psicologicistas de la creencia, ni en los términos logi-cistas del valor de verdad, porque no se trata de tomar el pensa-miento extraño como una opinión, único objeto posible de creencia o descreencia, ni como conjunto de proposiciones, únicos objetos posibles de los juicios de verdad. […] Ni una forma de doxa, ni una

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figura de la lógica (ni opinión ni proposición), el pensamiento in-dígena debe ser tomado —si se quiere tomarlo seriamente— como una práctica del sentido: como dispositivo autorreferencial de pro-ducción de conceptos, de “símbolos que se representan a sí mis-mos.” (Viveiros de Castro, 2010, pp. 209-210)

No se trataría, por tanto, de describir la filosofía política de los Achuar, sino de concebir esta filosofía como descripción Achuar de lo político. Por ejemplo, conceptualizar nuestra fe en la participa-ción electoral desde el agonismo individualista Achuar —un encuen-tro entre teorías políticas que de hecho sucede ritualmente en cada elección general, pues el voto es obligatorio en Ecuador, y se hacen grandes esfuerzos por facilitar la participación incluso de las más remotas tribus amazónicas. Para los Achuar, la idea de que los de-mócratas (por así llamarles) les consideren parte de una entidad po-lítica (el Gobierno, el Estado) que transciende su existencia inme-diata resulta de un exotismo extraordinario —tan extraordinario como la propia idea de “delegar” como instrumento de representa-ción política. El desafío, en definitiva, no es tratar de entender ese “exotismo”, sino de entendernos a nosotros a través de él.

Volviendo al argumento de Viveiros de Castro, esto conduce a una transformación importante de la comparación como estrategia epistemológica. No se trata ya de comparar para contener (en el do-ble sentido del término: alojar y reprimir), sino para traducir, es de-cir, traicionar, como reza el proverbio italiano. ¿Pero traicionar a quién?

“Una traducción digna de ese nombre […] es la que traiciona la lengua de llegada y no la de partida. La buena traducción es la que consigue hacer que los conceptos extraños deformen y subviertan el dispositivo conceptual del traductor, para que la intentio del dispo-sitivo original pueda expresarse en él y de este modo transformar la lengua de llegada. Traducción, traición, transformación.” (Viveiros de Castro, 2010, p. 73)

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Es importante hacer notar, siquiera brevemente, la distancia que separa a esta formulación de la conocida “sociología de la traduc-ción” de Michel Callon (1986). Aunque éste invoca también la figu-ra de la traición y concibe la traducción como desplazamiento, lo hace para referirse a la acción de los actores estudiados: la sociología de la traducción estudia procesos de asociación, representación y movilización como una forma alternativa de concebir las relaciones de poder. Una TAR menor, por el contrario, estaría interesada en cómo estas formas de asociación, representación y movilización po-drían re-escribir la sociología de la traducción (para una discusión similar ver: Law 1997). En otras palabras, en esta ciencia menor la traducción deviene un instrumento para la “autodeterminación on-tológica” de los actores estudiados, un cómplice en su lucha políti-co-conceptual –el “pensamiento salvaje”, vehículo para la descoloni-zación teórica de “nuestras” disciplinas. Ciertamente, dirá Viveiros de Castro, no podemos pensar como los indígenas, pero quizá sí pensar(nos) con ellos; traicionar aquellos puntos de vista de los que partíamos para transformar así la ontología en la que nos habíamos acomodado.

4. La monadología de Gabriel Tarde

La crítica del perspectivismo a la epistemología como instru-mento de contención de la multiplicidad y la otredad tiene una in-teresante prolongación en la monadología secular de Gabriel Tarde (2006), una “ontología pansocial” basada en la tesis de que todo – humano o no humano, desde el átomo a las galaxias – es una socie-dad (Lorenc, 2012). La monadología tardiana, particularmente a través de la lectura que Maurizio Lazzarato ha hecho de la misma2,

2 Más o menos al mismo tiempo que Latour convertía —en unos textos ya semina-les— a Gabriel Tarde en el (ausente) padre fundador de la TAR (2001, 2005a),

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podría así ser una importante herramienta en la lucha por la libera-ción ontológica iniciada más arriba.

El proyecto de Lazzarato – la restitución en la filosofía política de la multiplicidad y la singularidad como verdaderas fuerzas de creación – se enmarca en un rechazo radical al ascendente hegeliano del marxismo y la idea de un sistema cerrado de relaciones (el Capi-tal) en el que todo (la esencia) daría sentido a las partes (los fenó-menos)3. Esta totalización de las “singularidades en una unidad ab-soluta y completa”, sin un “afuera” (Lazzarato, 2006, p. 23), expli-caría según Lazzarato las dificultades del marxismo “frente a la ex-presión de movimientos que no remiten directa o exclusivamente a la relación de clase” (Lazzarato, 2006, p. 29), como por ejemplo los movimientos de mujeres. La incapacidad para pensarlos “en su au-tonomía e independencia” provendría del hecho de que “según el método marxiano, su verdad no es inmanente a los movimientos mismos, y esta verdad no se considera vinculada a las posibilidades de vida que abren sus luchas, sino a la relación capital-trabajo” (Laz-zarato, 2006, p. 29). El pragmatismo de William James y la mona-dología de Gabriel Tarde ofrecen, por el contrario, las herramientas apropiadas para aprehender, en su especificidad, las nuevas modali-dades de “ser conjunto” y “estar contra” que han venido experimen-tado los movimientos post-socialistas; para conceptualizar, sin some-

Maurizio Lazzarato (1999, 2002, 2004, 2006) articulaba su filosofía política del acontecimiento a partir, precisamente, de la monadología tardiana. Una coinciden-cia, ésta, que no hace sino reflejar la relevancia contemporánea de la obra de Tarde. Véanse, entre otros: Candea (2010), López y Sánchez Criado (2006) y Lorenc (2012); así como el número especial de Economy and Society dedicado a Tarde (vol. 36, núm. 4, 2007). 3 La reducción del pensamiento marxista a este simple esquema es, desde luego, pro-blemática. No obstante, la mantengo en un intento de reproducir apropiadamente el andamiaje teórico de Por una política menor (Lazzarato, 2006).

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terlas a una totalidad exterior, las formas “por las que las singulari-dades se componen y se descomponen, se unen y se separan” (Lazza-rato, 2006, p. 24).

Tarde (2006) concibe las mónadas, precisamente, como agrega-ciones de elementos singulares que retienen su especificidad; no es-tán sometidas a un proceso de totalización (de formación de una identidad), sino sostenidas más o menos precariamente sobre rela-ciones recíprocas de co-operación, posesión y deseo (de aquí que Tarde diga que la filosofía debería haberse fundado en el verbo “te-ner” en lugar del verbo “ser”). Lazzarato ve en esta conceptualiza-ción de los procesos de composición (y disolución) de mónadas una verdadera “política molecular”, que por otro lado no tiene lugar en un universo estable y preexistente, pues las propias mónadas son agen-tes de la configuración de este último. Frente una filosofía política ba-sada en categorías preestablecidas, en la que el conflicto se define como alternativa dentro de las condiciones dadas de posibilidad, es posible concebir, siguiendo a Tarde, la acción política como una doble creación de nuevos colectivos y de nuevos campos de posibles. No se trata, pues, de una toma de posición en una división del mundo ya efectuada, sino de la efectuación de una bifurcación en el propio mundo. La monadología, concluye Lazzarato, “nos permite pensar un mundo bizarro, poblado por una multiplicidad de singu-laridades, pero también por una multiplicidad de mundos posibles” (Lazzarato, 2006, p. 57).

A continuación trataré de argumentar, a través de un ejemplo, cómo esta noción de multiplicidad, ligada a una reconceptualización de la colectividad como agregación de singularidades irreductibles y a una redefinición del campo de lo político como un territorio abierto a las bifurcaciones y la “creación de mundos”, nos permite profundizar en la desterritoriarización de la TAR iniciada en la pri-mera parte del texto. Para Latour, recordémoslo, a la restitución de

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la complejidad y la multiplicidad ha de seguirle el diseño de un mundo común, el re-ensamblaje (o incluso la re-parlamentarización) de lo social (Latour, 2004a; 2005a; 2005b); la perspectiva de Lazzarato, por el contrario, sugiere la posibilidad de entender la labor investigadora como instrumento de prolongación de líneas de fuga y bifurcaciones: el brazo teórico-práctico de una política molecular, decididamente menor. “[S]e trata de ofrecer po-tencia de creación, autonomía e independencia a todos los seres, sin distinción alguna entre naturaleza y sociedad, entre humano y no humano” (Lazzarato, 2006, p. 69).

5. Can Ricart: agregaciones y bifurcaciones

El conflicto de Can Ricart se desató a raíz del intento de derribo de la fábrica del mismo nombre como parte del proceso de renova-ción de las áreas industriales del barrio del Poblenou en Barcelona (para un análisis más detallado véase: Marrero-Guillamón, 2008). En el año 2000 el ayuntamiento aprobó el Plan 22@, el marco jurí-dico-urbanístico para la transformación de 200 hectáreas de suelo industrial en áreas de uso mixto. A partir de entonces, se fueron desarrollando una serie de planes derivados que concretaban la ac-tuación. Uno de ellos, el PERI Parc Central, preveía la demolición del recinto industrial Can Ricart (salvo la chimenea y la torre del re-loj) para la construcción de 87.600 m2 de oficinas y lofts. El recin-to, originalmente una fábrica textil de mediados del XIX, estaba por aquel entonces dividido en unos 30 talleres (entre los que se encon-traban industrias químicas y mecánico-metalúrgicas, una cerería, una cristalería, carpinterías, una serigrafía, talleres de artistas, un bar, una vivienda, y el centro de producción de artes visuales Han-gar) y trabajaban en él aproximadamente 250 personas. En septiem-bre de 2004, una vez aprobada en firme la última pieza de la estruc-tura legal urbanística (el Proyecto de Reparcelación), los inquilinos

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recibieron la primera noticia del plan: una carta del propietario que les emplazaba a abandonar el recinto en 30 días.

Lo que siguió fue un extraordinario proceso de agregación de fuerzas heterogéneas en defensa de la fábrica: las empresas situadas en Can Ricart contrataron a un abogado y comenzaron acciones de protesta: concentraciones, pancartas, grafitis. Poco después, la Aso-ciación de Vecinos del Poblenou se sumó a la reivindicación. Tam-bién lo hizo el Grup de Patrimoni Industrial del Fòrum de la Ribera del Besòs, que paralelamente, pero por separado, había ya señalado el valor patrimonial de Can Ricart y la urgencia de un Plan Integral de Patrimonio para el Poblenou. El conflicto también atrajo a varios colectivos de artistas y activistas que operaban en la zona: los derri-bos de las últimas viviendas en el solar del futuro Parc Central ha-bían generado una suerte de polaridad activista, mientras que el pos-terior abandono del solar permitió el desarrollo de diversas activida-des de reapropiación y autogestión de este espacio en barbecho insti-tucional.

A partir de enero de 2005 todos estos vectores comenzaron a asociarse, en un proceso que culminó en la gran manifestación del 28 de abril convocada por la Plataforma Salvem Can Ricart. Unas mil personas, encabezadas por una pancarta en la que podía leerse “Salvem Can Ricart, Defensem Poble Nou”, trazaron un itinerario que les llevó a la sede del Distrito de Sant Martí, donde se presentó el “Manifiesto por Can Ricart”.

Este último, firmado por un conjunto de entidades extraordina-riamente heterogéneo, exigía, entre otras cosas: la retirada del pro-yecto en vigor y la elaboración de un nuevo plan que respetara el conjunto fabril como patrimonio industrial; que se asegurara la con-tinuidad de la actividad económica que en él se daba; que se pusiera freno a la especulación urbanística y la implantación de la industria de la guerra en el barrio; que se revisara la normativa para facilitar

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procesos de participación ciudadana reales; o que se cumplieran los compromisos en materia de vivienda pública y equipamientos. Si el lema del movimiento fijaba una suerte de mínimo común múltiplo (salvemos Can Ricart, defendamos el Poblenou), el manifiesto reco-gía la multiplicidad interior del movimiento a través de un máximo común denominador, una amalgama de diagnósticos, demandas y enunciaciones. Esta doble estrategia, aparentemente paradójica y de-cididamente contraria a la reducción al consenso, permitió de hecho la confluencia de grupos con agendas disidentes – no a través de la formación de una identidad común, un “ser-nosotros”, sino de una agregación de singularidades o “estar-juntos”. Como ha dicho Alan Badiou (2005), “juntos” no es una condición, sino un arduo resul-tado; al contrario que ese “nosotros”, contiene la alteridad, pues la diferencia está incluida en él. El proceso de agregación de una mó-nada, sin embargo, no ocurre en un mundo ya dado; también este último es configurado por la acción de las mismas. Como se estable-ció más arriba, una perspectiva monadológica sobre la actividad po-lítica pone el énfasis en una doble tarea de creación: la cooperación de singularidades como forma alternativa de entender la articulación de lo colectivo, y la producción del propio campo de posibles en el que un movimiento ha de desempeñarse. Me centraré, a continua-ción, en la interacción entre estos dos niveles.

La Plataforma Salvem Can Ricart logró operativizar como fuerza política las trayectorias y herramientas de sus múltiples integrantes, combinando el trabajo de investigación (informes, presentaciones), la movilización vecinal (manifestaciones, asambleas), la producción cultural (documentales, proyecciones) y la resistencia, mediante ba-rricadas, a las órdenes de desahucio. Más aún, este extraño ensam-blaje se encomendó a la tarea de elaborar un plan urbanístico alter-nativo que demostrara la viabilidad de conservar el recinto íntegra-mente y mantener los derechos urbanísticos del promotor (Grup de

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Patrimoni, 2005). Posteriormente, este trabajo se expandiría aún más hasta convertirse en una detallada propuesta de conservación y usos públicos del recinto (Plataforma Salvem Can Ricart, 2006). Nótese la particularidad de la situación: no se trataba simplemente de salvar la fábrica, sino de crear una situación en la que esto fuera posible (una bifurcación en el orden de lo real, diría Lazzarato). Con la totalidad de los instrumentos de planificación ya aprobados, la imaginación política de la Plataforma actuó durante mucho tiempo en un plano que cabe denominar como virtual. En primer lugar, la propia existencia de “Can Ricart” (por no hablar de su posible valor patrimonial) tuvo que ser fabricada: trabajadores, empresarios, veci-nos y planes urbanísticos se referían al espacio como “los talleres del Pasaje del Marque s de Santa Isabel, número 40”; no había noción de conjunto o unidad alguna. Fue el trabajo del Grup de Patrimoni Industrial el que produjo el conjunto-Can Ricart, a partir de la in-vestigación histórico-patrimonial del edificio y el uso efectivo de ciertas imágenes, tanto las de archivo (como el grabado de Catelu-cho, indicio de la existencia de la fábrica a finales del XIX) como las de síntesis (abstracciones, éstas, que jugaban un papel más complejo, pues inscribían un futuro virtual) (Tatjer, Urbiola y Grup de Patri-moni, 2005). En segundo lugar, el ayuntamiento argumentaba que dado que no se habían presentado alegaciones al plan en su día, no había lugar a discusión alguna más allá de la concreción de las in-demnizaciones por traslado a los talleres; sería ilegal revisitar a poste-riori un plan aprobado democráticamente. La fuerza de la Platafor-ma, sin embargo, residía en su capacidad para propagar otra enun-ciación del conflicto y convertir a Can Ricart en sinécdoque de la encrucijada de una ciudad que debía elegir entre un desarrollo res-petuoso con la historia, los intereses y el tejido socio-económico existente y una política de hechos consumados entregada al benefi-cio rápido y los intereses privados. Así, la elección de ponentes, acti-

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vidades y lugares para la difusión y discusión del conflicto, la distri-bución de estudios, artículos e imágenes, o la presión a medios de comunicación y partidos políticos, actuaban a modo de vectores que alejaban el conflicto del ámbito estrictamente técnico suscrito por el Ayuntamiento. Y tal fue la avidez y potencia del trabajo multifacéti-co de la Plataforma que hizo que aquello que estaba “escrito en pie-dra” dejara de estarlo. La lucha hizo posible desplazar el conflicto a un terreno que hasta entonces existía sólo como virtualidad; desarti-cular la estructura legal del orden de lo posible. Como consecuencia de esta bifurcación, entre otras cosas, se ampliaron las indemniza-ciones y el número de talleres que se podían acoger a ellas, y se co-menzó una larga discusión patrimonial que acabaría con la declara-ción, en 2008, de Can Ricart como Bien Cultural de Interés Nacio-nal.

No es esta, sin embargo, la historia de una victoria. Las negocia-ciones mencionadas no satisficieron a prácticamente nadie; hubo trabajadores que perdieron el empleo y algunas empresas tuvieron que cerrar; un gran incendio destruyó algunas de las naves que se había acordado preservar; el plan de construcción de oficinas que justificaba el desalojo y derribo de la fábrica nunca se llegó a ejecu-tar... No se trata tanto, para el argumento que persigo, de una cues-tión de éxito o fracaso, sino de la lección derivada de la interacción entre los procesos de producción de colectividades y el propio esce-nario en el que estos tienen lugar – una lección, añadiré, que no de-bieran olvidar los que apelan a la necesidad de “realismo” en proce-sos de lucha social.

Una aproximación monadológica como la aquí ensayada permi-te por lo tanto conceptualizar la lucha política como creación de co-lectivos y mundos – e incluso contribuir a prolongarla. Así, frente a aquellas versiones de la TAR entregadas a la reintegración de la mul-tiplicidad en un “mundo común”, una TAR menor podría por el

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contrario contribuir a la creación de una multiplicidad de otros mundos.

6. Conclusión

Regresemos al comienzo, a ese devenir-minoritario que Deleuze y Guattari identificaban en la literatura de Kafka. El proyecto aquí esbozado es, de un modo análogo, el de una desterritorialización de la TAR a partir de las líneas de fuga abiertas por el perspectivismo y la monadología. En contraposición a la epistemología del re-ensamblaje de lo social en un “mundo común”, estas dos teorías plantean una ontología de la multiplicidad que supone a su vez una reformulación radical del programa político de la TAR. El perspec-tivismo introducía la noción de traducción/traición como herra-mienta para la “descolonización del pensamiento” a través de la producción teórica de otros; la monadología tardiana planteaba la posibilidad de una “política molecular” referida a las mónadas y su doble producción: la de ellas mismas como agregación de singulari-dades y la de bifurcaciones en el orden de lo real o creación de mundos. En ambos casos, se trata de tomar en serio el trabajo (teó-rico, político) llevado a cabo por las sociedades (en el sentido tar-diano) estudiadas: la fuerza perturbadora que esto ejerce en nuestra cosmología e imaginario político bien podría prevenir una clausura apresurada del debate en torno a la composición de lo común.

La TAR, por su filiación e incuestionable compromiso con la investigación empírica, se encuentra especialmente bien situada para asumir estos desafíos en su devenir-minoritario. Parafraseando una vez más a Viveiros de Castro (2003) una TAR menor (monadológi-ca y perspectivista) bien podría ser la ciencia de la autodetermina-ción ontológica de los colectivos estudiados, y como tal, una ciencia política en el sentido más profundo de la expresión.

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De redes y otros enredos: acerca de la política ontológica política de la red Israel Rodríguez-Giralt

1. Introducción

La conocida como Actor-Network Theory es, de acuerdo a la definición que da uno de sus fundadores, una dispersa familia de herramientas, sensibilidades y métodos de análisis que se caracteri-zan por tratar tanto el mundo social como el natural como un efecto continuamente generado de redes de relaciones entre elementos he-terogéneos: objetos, sujetos, seres humanos, máquinas, animales, ideas, organizaciones, etc. (Law, 2008, p. 141). Asume así que nada tiene realidad ni forma, incluidos los propios elementos en relación, fuera de esta red de prácticas y relaciones. Obviamente ésta es una definición aproximada, una más, de las que podemos encontrar acerca de esta teoría, pero en ella se intuye, mejor dicho se explicita, un elemento que me parece clave para dar cuenta de esta aproxima-ción y para entender algunos de los debates más estimulantes que han tenido lugar dentro las ciencias sociales en los últimos años. Me refiero al papel central que juega la metáfora de la red en el articula-do de la propia ANT. Según se puede leer en la definición, es alre-dedor de la puesta en práctica de redes que gira todo este disperso andamiaje teórico y metodológico. Pues bien, como la propia defi-nición, también este capítulo girará alrededor de esta productiva no-ción. De su particular y polémico devenir y de su importante papel a la hora de dar forma a esta alternativa sociológica a la par que filo-sófica en que se ha convertido la ANT.

Para ello, primero volveré sobre los pasos de la ANT para revisar los orígenes y desarrollo inicial del concepto, muy vinculado como

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veremos al propio concepto de actor-red. Más adelante, mostraré cómo a raíz del éxito que cosecha esta metáfora empiezan a lloverle importantes críticas. Críticas que, como en el caso de la topología social (Law, 1999), apuntan a una reestructuración profunda del concepto y de su papel en la articulación del propio enfoque ANT. Pero críticas, también, como en el caso de las lanzadas por Peter Sloterdijk o Tim Ingold, que cuestionan las aspiraciones filosóficas y/o antropológicas de la ontología enredada que nos propone la ANT. Lejos de empequeñecer la noción, estas críticas, motivarán, como veremos, un interesante movimiento de revitalización de la noción, tanto en su vertiente más analítica como en su vertiente más filosófica y política. Su buena salud actual, y esa acreditada capaci-dad para reinventarse, motivarán una reflexión final acerca del futu-ro de una noción que se atisba (aún) repleta de vitalidad.

2. La ANT y la apuesta por la red

A pesar de que a menudo se la caracteriza como un todo cohe-rente y unitario, lo cierto es que la ANT se asemeja más a una tra-yectoria o movimiento abierto, incierto y disperso. Está compuesta de muchos y distintos casos de estudio, de análisis de prácticas muy diversas y de jirones teóricos y metodológicos igualmente variados. Así que encontrar continuidad en un trayecto así no es tarea senci-lla. Quizás por eso resulte especialmente atractiva la idea de red, un concepto que a pesar de sus múltiples rearticulaciones, resiste y per-siste como uno de los conceptos claves para entender esta aproxima-ción. Con esto no quiero sugerir que la coherencia de la ANT des-canse principalmente sobre la noción de red. Ni siquiera creo que sea fácil, o tan siquiera deseable, encontrar puntos de coherencia en el desarrollo de una aproximación tan discutida como heterogénea (Law y Hassard, 1999; Grad y Bruun Jensen, 2009). Más bien sub-rayar la importancia de un concepto que, a pesar de sus muchas ca-

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bezas, se erige como un punto de paso obligado a la hora de com-prender el desarrollo y los aportes de la ANT.

Para comprender la génesis del concepto hay que remontarse a un momento incierto, entre finales de los 70 principios de los 80. El escenario son los estudios de laboratorio iniciados por Latour en el Salk Institute (ver Latour, 1987; Latour y Woolgar, 1979). Allí La-tour trata de preguntarse algo aparentemente sencillo pero revolu-cionario en ese momento: ¿qué sucede en los lugares en los que se hace ciencia? La pregunta no deja de ser impertinente por cuándo y cómo viene formulada. Formado en los estudios semióticos de Greimas y en los postulados etnometodológicos, el autor se plantea observar la semiótica de las prácticas que conducen a la producción de hechos científicos. En un contexto dominado por las divisiones y supuestos de la epistemología clásica, interrogar así a la producción científica puede parecer poco menos que cuestionar su “verdad”, al-go hasta entonces destinado sólo al análisis filosófico. Latour sin embargo sustenta su pregunta en observaciones empíricas. En el la-boratorio se percata de que muchos argumentos acerca del mundo, además de vagos, mezclan constantemente lo social y lo natural. No sólo eso, se percata también que los científicos en el laboratorio usan una gran variedad de medios para “recrear” la naturaleza (Latour, 1987). Estos medios incluyen instrumentos tecnológicos, herra-mientas de inscripción (Latour y Woolgar, 1979), técnicas literarias de persuasión, como las utilizadas por ejemplo en las publicaciones científicas (Latour, 1987), o estrategias políticas (Knorr-Cetina y Cicourel, 1981). Elementos todos ellos que habitualmente son ex-cluidos tanto de la explicación sociológica como del propio relato que la ciencia hace de “su” producción científica. En ambos casos, Latour se da cuenta de que se soslaya todo un incansable y evidente trabajo de conexión, bricolaje e interactividad que vincula a científi-cos e ingenieros con partes, ideas, grupos, o aparatos tecnológicos.

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La ciencia, concluye, opera sobre un sistema de purificación que margina sistemáticamente la red heterogénea de relaciones sobre la que se asienta y de la que depende (Latour y Woolgar, 1986).

Aunque incipiente, esta es la primera formulación de red que encontramos. Y sirve, como vemos, para representar toda esta varia-da actividad que sustenta, aún silenciada, el intocable edificio cientí-fico. No sólo eso, la idea de red apunta ya en estos primeros textos a otras cuestiones que pronto aparecerán indisociablemente ligadas al propio desarrollo de la ANT. Al hablarnos de redes, Latour nos ha-bla también de heterogeneidad material, de la mezcla entre sociedad y naturaleza que tiene lugar en el laboratorio, de la productividad de las prácticas, de la circulación de objetos y de la importancia meteo-rológica de mantenerse por igual indiferente tanto hacia la verdad como hacia el error científico. Sin embargo, será seguramente la idea inicial, la idea que subraya que por muy definida o auto-contenida que una entidad u objeto particular parezca, se sustenta siempre so-bre una red de elementos o entidades relacionadas, la que rápida-mente permitirá una mayor difusión, o mejor deberíamos decir tra-ducción, del concepto.

Tomemos cualquier entidad, nos dicen los teóricos de la ANT. Ya sea científica, tecnológico, social o natural. Aunque parezca bien delineada, perfectamente aislada de lo que le rodea, ya sea un con-texto u otras entidades, hace falta bien poco para que esta imagen se resquebraje completamente. Por ejemplo, un accidente, una avería o una inesperada interrupción son suficientes para que dicha entidad u objeto nos devele la compleja red de elementos y entidades que la sostienen. Un buen ejemplo nos lo muestra Michel Callon (1987) con su análisis del proyecto de vehículo eléctrico que quería desarro-llar Électricité de France (EDF). La contaminación de unos simples catalizadores de las células que debían suministrar energía al coche fueron suficientes para mostrar la fragilidad de un proyecto destina-

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do a transformar la era de los hidrocarburos y readaptar los hábitos de millones de consumidores. Como nos muestra Callon, Renault no pudo resolver esos problemas técnicos ni las dudas económicas asociadas al proyecto. Además, no pudo conseguir los aliados claves para la popularización de la nueva tecnología. El proyecto no pudo por tanto consolidarse. Mas lo interesante del caso fue justamente constatar que gracias a este fracaso se visualizó toda la heterogenei-dad que era preciso enrolar y coordinar, a través de sólidas redes, pa-ra que una innovación tecnológica resultara exitosa.

Otro caso parecido nos lo proporciona John Law (1988), en este caso con el análisis de la historia de un avión militar. Estamos en 1955, cuando la British Royal Air Force (RAF) decide probar una nueva arma táctica, el avión de reconocimiento TSR2 (Law y Ca-llon, 1992). Este es un avión que debe permitir sobrevolar de forma más directa Europa del Este y proteger mejor los intereses del Impe-rio Británico. Lo interesante de la historia, sin embargo, es el propio proceso de diseño de este avión. Si nos adentramos en él nos damos cuenta que el avión no es sólo un avión. Además de consideraciones militares, en su diseño intervienen actores e intereses muy distintos: políticos, empresariales, industriales, técnicos… Están los túneles de viento, están las restricciones presupuestarias, los tipos de materiales disponibles, la capacidad productiva de la industria, y como no, también las amenazas y armas enemigas. Todo eso y mucho más es-tá comprometido en el diseño y en las decisiones que se van toman-do sobre el avión a construir. Por ejemplo, es importante que el avión sea capaz de volar a gran altura, justo por debajo de la barrera del sonido, para que pueda sortear los misiles antiaéreos. Pero tam-bién es importante que pueda elevarse rápidamente y hacer aterriza-jes cortos, sobretodo en caso de ataque nuclear. El avión tiene que conciliar, por tanto, las leyes de la aerodinámica con la experiencia del equipo de ingenieros… tiene que conciliar presiones estratégicas

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con argumentos técnicos, políticos pero también empresariales… y así hasta sumar una lista interminable de elementos que se encuen-tran “enredados” dando forma al avión.

Y algo parecido nos dice Latour (1988) con su análisis del Gran Pasteur. Su grandeza no hay que buscarla en las habituales narrativas con las que se acompaña y se recrea la vida de estos genios. La clave que da cuenta de porqué se convirtió en un gran científico la tene-mos que buscar en su capacidad para transformar y revolucionar to-da Francia. Es decir, en la frenética y compleja actividad que Pasteur llevó a cabo, junto a sus colaboradores, para tejer toda una red que estabilizara y entrelazara elementos muy distintos: laboratorios, ce-pas de bacterias domesticadas, cuadernos, estadísticas, vacunas quí-micamente tratadas por su colega Toussaint e incluso periodistas que presenciaron sus espectaculares experimentos, etc. Fuera de esta red, Pasteur-el-gran-científico no existiría como tal. Es más, nada diferencia al Gran científico de la red que actúa a través de él.

Al hablarnos de redes, pues, la ANT nos habla de asociaciones, de relaciones, de cadenas de entidades materialmente heterogéneas que hacen que una entidad o un determinado actor lleguen a existir como tal. De ahí que en la propia teoría pronto avance un nuevo concepto que, a su entender, resume mejor esta conexión entre acto-res y redes. Estoy hablando, como no, del propio concepto de actor-red (Callon, 1987). En efecto, las redes de las que nos hablan Law, Callon o Latour no son propiamente redes, al menos no en el senti-do que generalmente le atribuyen sociólogos y geógrafos (López, 2005). No son ni las “redes sociales” ni les “redes ferroviarias” ni las “redes de poder” (Hugues, 1983). La red no es una noción para ellos que interconecte, organice o distribuya elementos previamente existentes. Sus redes nos hablan por contra de productos relacionales que quedan a medio camino entre actores y redes, de ahí la impor-tancia del guión. Es decir, de entramados que no establecen de an-

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temano ninguna relación ontológicamente más fundamental entre los distintos elementos en relación:

El actor-red no es reducible ni a un simple actor ni a una red. Está compuesto, igual que las redes, de series de elementos heterogéneos, animados e inanimados, que han sido ligados mutuamente durante un cierto período de tiempo. Así, el actor-red se distingue del actor tradicional de la sociología, una categoría que generalmente excluye cualquier componente no humano, y cuya estructura interna muy raramente es asimilada a una red. Pero el actor-red no debería, por otro lado, ser confundido con una red que liga de manera más o menos predecible elementos estables que están perfectamente defi-nidos, ya que las entidades de las que se compone, sean éstas natu-rales o sociales, pueden en cualquier momento redefinir sus identi-dades y relaciones mutuas y traer nuevos elementos a la red (Ca-llon, 1987, p. 93).

El concepto de actor-red materializa así el principio semiótico según el cual todas las cosas son lo que son por la relación que man-tienen con otras cosas, no por ninguna cualidad esencial (Akrich y Latour, 1992). Los elementos y entidades de análisis no existen por ellos mismos sino que están constituidos en y por las redes de las que forman parte:

Objetos, entidades, actores, procesos –todos son efectos semióti-cos: nodos de una red que no son más que conjuntos de relaciones; o conjuntos de relaciones entre relaciones (Law y Mol, 1995, p. 277, traducción propia).

Ésta, sin duda, será una de las tesis más controvertidas de esta teoría, entre otras cosas, porque desmantela las premisas que aguan-tan el dispositivo humanista bajo el que tradicionalmente hemos pensado, por ejemplo, cuestiones clave como son la agencia, la in-tencionalidad, la responsabilidad, etc. En este nuevo esquema, la agencia ya no es una característica propia o atribuible únicamente a los humanos. Al contrario, en los actores-red que analizan estos teó-

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ricos, las entidades humanas y no humanas constantemente inter-cambian propiedades, competencias, identidades (Latour, 1994). De ahí que la agencia aparezca siempre como efecto de estas redes de asociación, como consecuencia de un compuesto, una delegación o una distribución en y de una particular madeja híbrida (Michael, 2000). Esto no excluye que algunas redes particulares pueden ter-minar siendo “humanas” o “no-humanas”, “individuales” o mani-festarse de forma “colectiva”, pero esa ya es una cuestión secundaria (Callon, 2002).

Pero empujemos la lógica aún un paso más allá: tanto si los ac-tores son humanos como no-humanos, las afirmaciones verdaderas o falsas, o las entidades que estudiamos naturales o sociales, todo es lo que es por efecto de la actividad de redes heterogéneas. De prácti-cas materiales, mundanas y tangibles como las que nos desvelan los estudios de laboratorio (Strum y Latour, 1987). De este modo, la red (mejor dicho el actor-red) pasa a denominar de forma más gene-ral el cambio y la transformación constante de todo tipo de entida-des a medida que éstas interactúan con situaciones o prácticas dis-tintas. Pasa a convertirse, de hecho, en un fantástico antídoto con el que sortear las dicotomías y encerronas tejidas por las ambiciones purificadoras del pensamiento moderno (Latour, 1991). Es lo que también se conocerá como simetría generalizada (Callon, 1986; Domènech y Tirado, 1998).

3. Primeras críticas a la noción de red

Pese al evidente éxito de la noción, o quizás por eso mismo, no tardarán en aparecer críticas importantes a la noción de red (o de ac-tor-red, la sinonimia es constante en esta primera época). En primer lugar, desde la propia ANT. Para John Law (1999), por ejemplo, la noción de actor-red sugiere una tensión inherente entre el actor cen-trado y la red descentrada. Lo que contribuye, en su opinión, a

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moldear la ANT como una teoría con cierto carácter gerencial y maquiavélico (ver también Amsterdamska, 1990; Elam, 1999). Cuando estudiamos redes, nos dice, es fácil centrarse –así lo hacen muchos relatos– en actores “fuertes”, o en un actor “fuerte” y en sus aliados humanos y no-humanos. Dicha decisión alimenta más que evita que se reproduzca una narrativa en la que sobresalen cuestiones de control y gestión centradas sobretodo en el poder del actor cen-tral y en cómo éste consigue crear o asegurar redes cada vez más fuertes.

Muy parecida es la crítica que le hacen también algunas aproxi-maciones feministas. En su ceguera por centrarse en actores privile-giados, argumentan, la ANT se olvida a menudo de recoger otros posibles caminos a través de los cuales las redes pueden desarrollarse. Algo que sí nos proporciona, por ejemplo, el estudio de actores me-nos privilegiados (Star y Griesemer, 1989; Star, 1991). Esta contro-vertida relación de la ANT con la alteridad, de hecho, será uno de los puntos más fuertemente criticados (Strathern, 1996). Así, Lee y Brown (1994) criticarán por ejemplo que la agencialidad de los ac-tores-red se sustenta en un ideal liberal de inclusión total de las dife-rencias. Un supuesto que cancela toda posibilidad de exterioridad o de relación con un “otro”.

El propio Latour no es ajeno a estas críticas y en un conocido texto (1999) aborda lo que él considera son los principales proble-mas que entraña el propio concepto de Teoría del Actor-red. Para él cada uno de los términos que forman el nombre de esta aproxima-ción, incluido el guión, deberían ser revisados, o cuanto menos acla-rados. El primer concepto a problematizar, en ese sentido, debería ser el propio concepto de red. Con el advenimiento de Internet, nos dice, dicho concepto ha pasado a denominar lo contrario de lo que originalmente pretendía. Inicialmente propuesto como un concepto crítico e innovador, útil para hablar de transformaciones y traduc-

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ciones que no eran recogidas por los conceptos tradicionales de la sociología, como podían ser el de “institución” o “sociedad”, con la era del “doble click” se había acabado convirtiendo en justamente lo contrario. Es decir, en un concepto corriente y dominante que indi-caba transporte inmediato o acceso instantáneo a la información (algo que incluso le hace plantearse seriamente la posibilidad de de-jar de utilizar el término).

Algo parecido puede decirse del concepto de actor. A pesar de los intentos por introducir otras nociones menos connotadas, como la de actante (Greimas y Courtès, 1982), por lo general éste ha sido un concepto muy malinterpretado. Hasta el punto que para muchos ha pasado a ser la evidencia sobre la que denunciar la supuesta “con-vencionalidad” de la teoría. Es más, junto a la idea de red, el actor-red ha sido habitualmente (mal)interpretado como una (ma-la)intervención de la ANT en el clásico debate entre agencia y es-tructura. Para Latour, nada más lejos de la realidad. En ningún momento, nos dice, el concepto tuvo como objetivo ocupar una po-sición en el debate agencia/estructura. Ni tan siquiera trató de su-perar dicha dicotomía. Más bien buscaba dar respuesta a dos insatis-facciones muy concretas. Por una lado, la provocada por los enfo-ques más micro-sociales, capaces de dar cuenta de interacciones lo-cales pero frustrados a la hora de conectar a éstas con contextos ex-plicativos más generales o abstractos. Y por otro, su reverso, es decir la incapacidad de los enfoques más culturalistas, sociológicos o abs-tractos para conectar con lo local esas leyes invisibles o generales que hacen, a su entender, que una situación sea lo que es. La noción de actor-red, en este contexto, trataba de evitar que ambas insatisfac-ciones se retroalimentaran ad infinitum. Y lo hacía convirtiendo esos puntos de partida en objeto mismo del análisis sociológico. Esto es, convirtiendo lo social en una trayectoria, un movimiento, una enti-dad circulante, el actor-red, que aunaba al mismo tiempo interac-

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ciones locales y acción socialmente organizada. Actores que son re-des y redes que son actores.

También la T de la componenda es problemática para este au-tor. Básicamente porque no estamos, y nunca hemos estado, ante una teoría social sino más bien ante un método, una sensibilidad, una aproximación que busca dar voz a los actores y aprehender de ellos sin prejuzgar sus actividades.

Finalmente, el cuarto problema es el propio guión. Como decía hace un momento, éste nos invita a pensar que la ANT es, o puede ser, una intervención en el clásico debate sobre agencia y estructura. Pero más grave aún, sugiere que la ANT ha perdido su impulso ori-ginal por cuestionar un pensamiento dicotómico. Sugiere, en ese sentido, que la ANT podría bien ser un intento por integrar, recon-ciliar o sintetizar las separaciones y distinciones típicamente moder-nas (mundo subjetivo, mundo objetivo, mundo privado, mundo público). Una vez más, nada más lejos de la realidad. La ANT es una teoría acerca de la transformación fluida de los actores en una situación no-moderna.

Más adelante, en Reassembling the social (2005a), Latour matiza-rá esta visión de la ANT, salvando no sólo el concepto sino insis-tiendo en la bondad del guión a la hora de acentuar las fugas de la sociología tradicional, recordando así la función última de la pro-puesta que no es otra que ralentizar la sociología general (muy dada a sobre-interpretar, buscar atajos y resumir rápidamente situaciones complejas bajo conceptos simples). No obstante, esta primera co-rriente de críticas y debates en torno al concepto de actor-red pone los cimientos para un nuevo e importante giro dentro de la ANT. Un giro que, como veremos a continuación, buscará recuperar una mayor sensibilidad hacia la complejidad y en el que será clave, otra vez, la idea de red.

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4. Redes, regiones, flujos y fuegos: la topología social y el giro Post-ANT

Con el paso del tiempo, el centro de las críticas se desplaza pro-gresivamente hacia la excesiva reticularización de lo social. El éxito de la noción de red, dicen algunos autores (Law y Hassard, 1999), habría convertido la noción de red en una noción definitiva, ubicua, hegemónica. La medida de todas las cosas. Esta progresiva reifica-ción, muy vinculada también a una progresiva mercantilización del concepto, iría en contra de los valores que siempre había defendido la ANT: el compromiso con lo múltiple y lo fluido; la sensibilidad hacia un mundo inconcluso y en constante transformación. De ahí que poco a poco proliferen autores que reclaman un giro que permi-ta recuperar la frescura, el impuslo y el carácter retador inicial de la ANT. John Law, por ejemplo, nos invitará a desarrollar aproxima-ciones permitan trabajar más y mejor la multiplicidad, el carácter indefinido y la condición fluida de lo social. Es lo que él llamará “method assemblages” (2004). Algo por lo que también apostará Ma-rilyn Strathern (1999), en este caso a partir de mezclar trayectorias y fundir géneros para albergar así lo marginal e impredecible.

No serán las únicas apuestas. La posibilidad de trabajar con dife-rentes versiones de un mismo fenómeno será también objeto de in-terés para Annemarie Mol (2002). En su caso, pero, la clave estará en maximizar las prácticas, los efectos que éstas producen, evitando así tomar partido por determinados actores privilegiados. Hacerlo, como demuestra con su seguimiento de la definición de enfermeda-des como la arteriosclorosis o la anemia, nos permite visibilizar una multiplicidad que quedada soslayada por las asunciones más singu-laristas popularizadas por la primera ANT.

Así, en su análisis de las prácticas clínicas y hospitalarias que de-finen la arteriosclorosis en Holanda (Mol, 2002), no sólo existen hasta dos versiones distintas de lo que es la enfermedad. Versiones

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que son consecuencia del uso de distintas técnicas, que tienen lugar en emplazamientos distintos y que involucran también a distintos profesionales y personas con distintos niveles educativos. Sino que parte de la complejidad que tiene la enfermedad reside en la tensión misma que abre esta multiplicidad de “puestas en práctica” de la ar-teriosclorosis. Así es, lejos de ser independientes, Mol (2002) nos re-lata cómo estas dos versiones se encuentran parcialmente conecta-das. Se encuentran fractalmente conectadas (es decir, están relacio-nadas pero no en todos sus puntos o dimensiones).

En esa línea, quizás sea la denominada topología social donde mejor se ve el alcance de este giro post-ANT en favor de una mayor complejidad. Según este enfoque, toda revitalización de la ANT pa-sa por recuperar un interés genuino por las traducciones y la per-formatividad (ver Mol y Law, 1994; Law 2002, Law y Mol, 2001; Law y Singleton, 2005). Es decir, por cómo las relaciones hacen co-sas sin necesariamente fijar la forma que éstas van a tomar. El te-rreno, nunca mejor dicho, escogido para aplicar estos preceptos es el estudio del espacio, de aquí el nombre de topología.

La topología se preocupa por la espacialidad, y en particular por los atributos que aseguran la continuidad de lo espacial, por cómo los objetos son desplazados a través del espacio. El punto importante aquí es que la espacialidad no viene dada. No viene fijada de ante-mano. Más bien, tiene lugar de formas muy variadas (Law, 1999, p. 6, traducción propia).

Ese interés por el espacio, de hecho, no es nuevo para la ANT. Desde sus primeros trabajos, como nos recuerdan Law y Mol (2001), podemos observar un interés de la ANT por “aterrizar” la universalidad de los hechos científicos, localizarlos en el espacio y desmontar así las normatividades de la epistemología clásica. La no-vedad que introduce la topología, sin embargo, es tratar esta espacia-lidad de las redes como una forma privilegiada de explorar la rela-

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cionalidad de las mismas, es decir, de abordar empíricamente, y a partir de su conectividad espacial, su amplia performatividad. Y di-go amplia porque de esa amplitud y variedad trata justamente la to-pología. Transformada la relacionalidad en una forma de conectivi-dad espacial, la topología se da cuenta de que no tiene porqué ha-blar sólo de redes. Ahora el espacio es un producto puramente rela-cional y como tal no presupone de antemano ninguna forma favori-ta (Law, 1999).

Obviamente no entraré a detallar las distintas espacialidades que emergen de los estudios hechos bajo una óptica topológica. Sólo mencionaré que además de redes, los autores nos describen también regiones, espacios fluidos e ignífugos (Law y Mol, 2001; López, 2005); espacios complejos, como la mónada, y espacios parciales en los que se entreveran y articulan de forma inconclusa muchas otras espacialidades (Moreira, 2004). Con ello, no sólo aportan un catá-logo más amplio de posibilidades topológicas, también reubican como decía la propia noción de red. Lejos de ser una forma espacial privilegiada, la red pasa ahora a ser una forma más, una forma parti-cular, de espacialidad. Una forma que viene descrita por la rigidez y la homogeneización de sus vínculos y conexiones. Por su insistencia en estabilizar las entidades en relación (Law y Mol, 2001).

Cierto es que ésta no es una discusión cerrada. Mientras algunos insisten en la importancia de desnaturalizar la idea de red, convir-tiéndola en un caso particular, o a lo sumo en una familia de for-mas, de relacionalidad (o de espacialidad), otros defienden que la red continúa siendo válida como metáfora o noción fundamental-mente descriptiva y neutra con la que analizar distintos patrones de conexión que encarnan o representan distintas posibilidades topoló-gicas (Hetherington y Law, 2000, p. 121). En cualquier caso, lo que es innegable es la importante contribución de la topología social al desarrollo posterior de la noción de red. Por un lado, aterrizándola

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como una forma de estudiar el espacio, la conectividad espacial. Por otro, reubicándola críticamente como una forma más, entre mu-chas, de dar cuenta de esta complejidad fraccionaria, móvil e inaca-bada de lo espacial, y por ende, de lo social.

A juzgar por el desarrollo de los últimos años, uno podría decir que esta “asunción de limitaciones” le ha venido incluso hasta bien a la propia idea de red. Las críticas de vertidas acerca de su pretensión hegemónica han permitido, como veíamos en el caso de la topolo-gía, abrir nuevos horizontes y añadir nuevas imágenes con las que pensar la complejidad de lo social y/o rearticular la propia idea de red. No sólo eso, gracias a la constante revisión y traducción de con-ceptos claves como el de actor-red, la ANT ha ido derivando lenta-mente de una sociología de la ciencia, de una teoría social, a una forma más general y filosófica de interrogar la modernidad —a ve-ces denominada comparativa, simétrica o incluso antropología mo-nista (Descola y Palsson, 1996). Quizás por eso también, le hayan llovido críticas, comentarios y rectificaciones de campos que uno podría pensar, en principio, más alejados. Éste es el caso, por ejem-plo, de Peter Sloteridjk y su crítica filosófica a la noción de red.

5. Redes y Esferas: el vitalismo geométrico de Sloterdijk

Lo primero que hay que decir para entender la crítica de Sloter-dijk es que su filosofía es básicamente un intento por teorizar la realidad a través del análisis existencial del Dasein heideggeriano. Su punto de partida en ese sentido es un pequeño excursus de Ser y Tiempo en el que Heidegger describe la espacialidad existencial del Dasein (1951). En éste, y una vez caracterizado el Dasein como “ser-en-el-mundo”, Heidegger enfatiza cómo varia el significado de la preposición “en” en función si se aplica existencialmente a una enti-dad que existe (léase el Dasein) o si es aplicada categorialmente a otras entidades que son, pero que no puede decirse que “existan”

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propiamente. Es en esta última aplicación que la preposición denota una relación de “envolvimiento” entre dos entidades que son pre-sentes a la mano: la mano “en” el bolsillo, la pelota “en” el campo. Pero ¿cómo entender esta relación, esta particular asignación de lo existente? Para responder a esta cuestión Heidegger recurre a la “apertura” del Dasein, a su “entendimiento” y “propensión” para responder que la existencia en su nivel más fundamental es sostenida por la temporalidad. Es este análisis de la temporalidad el que pro-porciona en última instancia significado, condición de posibilidad, a la existencia.

Para Sloterdijk, sin embargo, la riqueza del fragmento no se ago-ta sólo en esta subordinación del espacio al tiempo. Según este au-tor, Heidegger, nos deja abierta otra interesante posibilidad. Ser en el mundo, nos dice Heidegger, “existir”, es descubrir entidades acer-cándolas, es decir, asignándoles una direccionalidad. Eso equivale a decir que el espacio, entendido como el sitio en el que las entidades encuentran sus respectivos lugares, donde las entidades están más o menos distantes unas de otras, deviene una función misma de la existencia. Es decir, que el Dasein desvela el espacio porque la espa-cialidad pertenece ontológicamente a su propio Ser (Morin, 2009). Algo que en opinión de Sloterdijk permite tomar esta espacialidad existencial del Dasein tan seriamente cómo lo haríamos con su his-toria o carácter temporal.

En efecto, es este breve comentario el que permite a Sloterdijk edificar un singular proyecto filosófico encaminado a interpretar el desarrollo de la humanidad en base al desarrollo de distintas formas de espacialidad, de los diferentes modos en los que los humanos han comprendido el “espacio” o la “esfera” (concepto que como veremos introducirá el propio Sloterdijk) que necesariamente habita la huma-nidad (Sloterdijk, 1998). De este modo Sloterdijk trata tanto de re-latar la dimensión ontológica (ontotópica) del Ser como de diagnos-

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ticar su condición histórica. En su dimensión más ontópica, Sloter-dijk nos recuerda que los seres humanos siempre construyen esferas y burbujas. Estos espacios son endógenos, pues son generados desde “dentro de la existencia”, nunca impuestos desde fuera. Estas esferas de relaciones fuertes son necesariamente diádicas o multipolares (Sloterdijk, 1998). Siempre implican un “con” que nos remite a una cierta “estructura”. Para Sloterdijk esta relacionalidad es incluso pre-via a los individuos en relación, algo que por otra parte cuestiona dos principios tradicionales de la metafísica: la substancialidad y la individualidad de lo real. Además nos dice: estas esferas son estruc-turas inmunes caracterizadas por una protección recíproca. Es por eso que las llama invernaderos o incubadoras, pues en su opinión, estas estructuras inmunes son esenciales para lo que él denomina la reproducción y la cría real y metafórica de los humanos, ya que éstos son incapaces de vivir a la intemperie. Así es, para Sloterdjik vivir es crear esferas (Vasquez, 2008).

El hombre se convierte así en una utopía bio-ontológica que in-tenta mediante construcciones científicas, ideológicas y religiosas re-crear constantemente espacios envolventes para volver a la imagina-ria seguridad de las esferas que se ha vuelto imposible. Su trabajo en este sentido es también, como decía, una suerte de arqueología de esta poética de lo íntimo. La reconstrucción de los espacios íntimos, nutricios que albergan y entretejen las sutiles telas del alma humana, su intimidad compartida que la une a las demás y la hace resonar consigo misma. ¿Qué tipos de interiores, de esferas, han construido los humanos en su constante proceso de trascendencia, en su exis-tencia? Ahí es donde Sloterdijk relata cómo los humanos han pasado de construir microesferas a construir macroesferas (lo que él deno-mina globalización) y en última instancia a dar forma a esferas plu-rales (espumas globales).

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Pero más allá de lo sugerente que resulta el desarrollo de esta suerte de “vitalismo geométrico” que nos plantea Sloterdijk (2004), lo interesante para el capítulo es la profunda diferenciación que este filósofo establece entre sus esferas y las redes. Mientras las primeras hacen referencia a las condiciones locales, frágiles y atmosféricas que hacen posible la existencia, de ahí que subraye su papel como envol-torios, úteros o invernaderos, las redes parecen dar cuenta sólo de la acción a distancia y las conexiones inesperadas que se dan desde puntos locales. Las redes, nos dice, están hechas básicamente de no-dos y vínculos, por eso enfatizan límites y movimientos. Decir que algo es una red es equivalente a decir que residimos entre pasillos de aeropuerto: bueno para viajar, distribuir, realizar conexiones pero no para vivir. Vivir requiere, a su entender, de mejores muros de pro-tección. De políticas de climatización más complejas. De ajustes mucho más locales, frágiles y atmosféricos de los que proporciona la red. Vivir requiere de espacios y burbujas más cerradas y habitables, más íntimas. Lo que él denomina esferas. Éstas son nuestro verdade-ro estar-en-el-mundo.

Para Latour (2008), sin embargo, no hay tanta diferencia entre las esferas de Sloterdijk y sus propios actores-red. A pesar de recono-cer cierta anorexia en la idea de red (2009), argumenta que ambas imágenes responden a una misma necesidad para redescribir el Da-sein y la ontología en términos materiales y concretos. Aunque dis-tintas, ambas son además formas de combatir un enemigo común: la antigua y constante división que separa naturaleza y sociedad. Así mientras las esferas de Sloterdijk nos recuerdan que el Dasein hei-deggeriano es indivisible de un vasto número de aparentemente su-perficiales e insignificantes pequeños seres que lo hacen existir. Que son sus soportes vitales y que sin ellos, desnudo, éste tendría más bien pocas posibilidades de subsistir. La idea de red nos recuerda, según Latour, que la objetividad científica también requiere de con-

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diciones, ambientes y soportes vitales para existir. Que lejos de ser algo inmediato, invisible, intangible y universal, es algo concreto, costoso, localizado y corporeizado; y que se necesitan laboratorios, redes de laboratorios y objetos circulando. En ambos casos, por tan-to, hay una misma inquietud por desbordar la falsa distinción entre naturaleza y sociedad, por resituar la pregunta ontológica más allá del ser, del “ser como tal”, de la “realidad como tal” (dos tendencias, la naturalización y la socialización que nos conducen, en su opinión, a formas de ser inhumanas), reconociendo así una coexistencia y una dimensión material, local, colectiva y articulada de la vivir en co-mún. Por primera vez desde que se produjera la “bifurcación de la naturaleza”, argumenta Latour (2004, 2005b), tomando como pro-pia la expresión de Whitehead, tenemos la oportunidad de superar la división entre cualidades primarias y secundarias. Tenemos la oportunidad de arrojar el Dasein en el mundo sin desmerecer ni al Dasein ni al mundo sobre el que éste es arrojado.

Para Sloteridjk, sin embargo, la diferencia no es meramente terminológica. La red no puede ser realidad ni metáfora de la exis-tencia porque se focaliza únicamente en la conexión de puntos inex-tensos, como si fueran meras interfícies de líneas. Se olvida con ello de la espacialidad misma de la existencia. Se olvida por tanto de su propio ser. Pero el pensador alemán no será el único en acentuar la fragilidad de la red para dar cuenta de un mundo habitado, vivo. Aunque de un modo distinto, también Tim Ingold recordará, en es-te caso desde la antropología, que la red es incapaz de dar cuenta de cómo el mundo se enmaraña y es vivido.

6. De Networks a Meshworks: la antropología de Tim Ingold

Imaginemos dos líneas intersecantes, A y B. Su intersección de-fine un punto, P. ¿Habría alguna diferencia si en lugar de eso, A y B fueran puntos, y P la línea que los conecta? Matemáticamente esta-

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ríamos ante dos formas distintas pero equivalentes de comprender la relación entre A y B: o bien una intersección, o bien una conexión. Sin embargo, la diferencia es más profunda si aplicamos la misma lógica a la comprensión del mundo vivo. Al menos, este es el argu-mento que esgrime el antropólogo Tim Ingold (2011) para plantear la necesidad de ir más allá de la metáfora de la red propuesta por la ANT.

En efecto, según este autor, no es suficiente con pensar el des-tino inevitablemente intrincado de humanos y no-humanos, una preocupación que comparte con la ANT, bajo la idea de una red que conecta localidades, entidades u otras redes más o menos bien delimitadas. El mundo para él es mucho más que un mundo “me-ramente compartido”. Mucho más que una “red de elementos hete-rogéneos interconectados”. Esta imagen, argumenta, embute más que resuelve la complejidad, el desarrollo y la vitalidad de un mun-do repleto de diferencias y líneas de fuerza que se esparcen e inter-sectan sin cesar.

La cuestión de la vitalidad del mundo es clave en este contexto para entender la crítica de Ingold (2011). En su opinión ésta, la pregunta por la vida, por los modos de vivir, debería ser la pregunta clave para la ciencia social. Sin embargo, basta con repasar por en-cima las distintas aproximaciones para darse cuenta de que esta pre-gunta ha sido progresivamente expurgada o desplazada. O bien se nos habla de la vida como un contexto o un mero escenario. O bien se la convierte en algo consecuencial y derivativo. El producto de códigos, estructuras o sistemas culturales o sociales (o naturales o genéticos). Mas si algo tiene claro después de una vida dedicada a la antropología, argumenta, es que la vida ni es externa ni nos viene dada. No es misión o resultado previsible. Tampoco algo que vaya de un punto a otro, ni que tenga un claro origen o final. Vivir es desarrollarse, abrirse al mundo. Vivir es moverse. Proyectar. Deam-

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bular (2005). Sabemos que estamos vivos, nos dice, porque deveni-mos. Es decir, porque nos enmarañamos con el mundo en un proce-so abierto que desborda toda concepción finalista o telenómica.

La teoría social, sin embargo, parece haber olvidado esto. Parece haber soslayado qué significar habitar el mundo, vivir la vida abier-tamente. La razón de este olvido, a su juicio, tiene que buscarse en la asunción de una relación esencial según la cual a un lado queda la materia y del otro la forma, a un lado está lo inerte y en el otro lo vivo, a un lado la estructura y en el otro los atributos. Esta distin-ción esencial, de raíz aristotélica, es la que en última instancia nos impide comprender cómo está hecho el mundo y cómo es constan-temente animado. Según este esquema humanos y no humanos no sólo están separados sino que son ontológicamente distintos. Unos detentan la vida, la agencia, los otros no son más que una concep-ción abstracta e inerte de mundo, de materialidad. Pero, como nos recuerda, nunca nos relacionamos con una materialidad externa, substantiva, pasiva y repleta de objetos auto-delimitados.

El mejor ejemplo de esto nos los da una piedra. A pesar de ser el representante casi por antonomasia de ese supuesto mundo inerte y externo, la piedra difícilmente se nos presenta nunca como un obje-to cerrado e invariable. Sólo hace falta observarla con detenimiento, nos dice Ingold, para percatarse de que sus propiedades cambian constantemente en función de la luz, la sombra, la humedad, la pos-tura y el movimiento del observador. Claro está, argumenta Ingold, que esto no quiere decir que la piedra esté viva pero si que la piedra forma parte de la vida. Es decir, que está inserta en un flujo de in-tercambios constantes que hacen que pertenezca al mismo mundo al que pertenecen los árboles, los mamíferos o el aire.

Pues bien, como la piedra, el mundo está hecho de materiales, no de materialidades. Es decir de sustancias abiertas con propieda-des variables que animadas por las fuerzas del Cosmos se funden,

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mezclan y enmarañan unas con otras en la generación de cosas. La mención a la cosas no es baladí (2008a). Ingold recurre a la ontolo-gía de Heidegger (1986, 1994) para rescatar justamente esta idea de “cosa”. Es decir, para hablarnos de algo que a diferencia de los obje-tos, auto-contenidos e invariables, co-liga, esto es, se proyecta en una cadena de copertenencias y copresencias. Hablar de cosas, nos dice, es hablar de flujos en constante devenir. De totalidades que se abren y se entrelazan anudándose unas a otras. A diferencia de los objetos, argumenta, las cosas son “hilos de vida”, “líneas” que lejos de auto-contenerse se dispersan y entretejen con otras líneas, for-mando lo que él denomina “parlamentos de líneas” (Ingold, 2008a: 05). Esta es la ontología del mundo, un mundo hecho de materiales, no de materialidades. De cosas, nunca de objetos. Un mundo reple-to de líneas de distintas naturaleza que se entrecruzan sin parar, no de secuencias de puntos o estaciones que quedan unidas por un re-corrido o figura geométrica (la red).

En efecto, en clara alusión a la obra de Deleuze y Guattari (1980) Ingold nos dice que la línea es siempre una línea de fuga, nunca una conexión entre dos puntos. La línea siempre fluye en di-rección perpendicular, “un movimiento transversal (…), arroyo sin principio ni fin que socava las dos orillas y adquiere velocidad en el medio” (Deleuze y Guattari, 1980, p. 29). Mas lo importante es que las líneas, a diferencia de los puntos, no se interconectan. Más bien se tejen y entretejen entre sí, formando lo que Ingold (2008b) de-nomina meshworks, es decir, nudos, madejas hechas de distintos e incontables hilos, o cursos de acción, sin principio ni final:

[un meshwork] no es un objeto clausurado, auto-contenido que pueda ser comparado a otros objetos con los que se yuxtapone o se relaciona. Más bien es un tejido, un haz de hebras, ora fuertemente reunidas, ora sueltas y enmarañadas con hebras de otros haces (In-gold, 2008b, p. 211-212, traducción propia).

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El meshwork, un concepto que toma de Lefevbre (1991, p. 117-118), es por tanto una malla en constante devenir. En ella no hay ni interior ni exterior. Sólo superficies de todo tipo, con varios grados de estabilidad y permeabilidad. Tales superficies, pero, son sólo in-terfícies entre líneas, cosas, humanas y no humanas, que fluyen y se encuentran compartiendo un mismo devenir. Nunca en el mesh-work hay lugar para una definición general de lo que es material y lo que no. Es importante señalar esto puesto que impide que el mesh-work pueda ser asimilado a una red, a un entramado relacional que conecta o interrelaciona entidades heterogéneas más o menos bien definidas. Al menos, este es el argumento que esgrime Ingold (2011). El meshwork, a diferencia de la red, es un fajo de líneas y trayectorias, no un entramado de puntos, entidades o localidades conectadas. En él cada línea es un devenir, un flujo de actividad en un espacio topológicamente fluido. Por tanto, no hay distinción ló-gica entre los elementos conectados y las líneas u operadores rela-cionales que los conectan. A diferencia de la red (de su concepción de red), las cosas no se relacionan. Son sus relaciones.

E igualmente importante. En el meshwork la acción no es nunca una propiedad simétricamente distribuida. La acción fluye en él como consecuencia del juego de fuerzas que acompaña este devenir de líneas que componen y entretejen el propio meshwork. No es al-go, por tanto, que pueda ser atribuido a líneas de inter-acción. De hecho, es algo atribuible más bien al choque, el arrastre o la inter-sección de líneas, o juegos de fuerza, esencialmente asimétricas. Es decir, que habitan de forma distinta un mismo mundo. O por de-cirlo de otro modo, si bien es cierto que todas estas líneas, seres o cosas, son dinámicas y muestran un potencial para la acción (base sobre la que la ANT justifica su apuesta por los actantes), unas a otras se llevan a existir, por utilizar términos de Ingold, de modos muy distintos distintos. Es decir, cada una radia u organiza el mun-

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do desde y alrededor de su particular “centro de referencia”, para utilizar una expresión que Ingold toma prestada de Canguilhem (2008). De ahí que considere clave diferenciarse de la ANT. No es cómo ocupamos el mundo lo que hay que explicar, es cómo lo habi-tamos. Cómo lo habita cada organismo, persona o habitante de este mundo (para este autor, el aire, el agua, la tierra, los edificios, o la vegetación son también “habitantes” en el mundo). No es por tanto una cuestión de extensión sino de intensión, es decir, de cómo se da forma a ese habitar, cómo éste teje y complica la textura misma del mundo.

A diferencia de la crítica de Sloterdijk, la apuesta por los mesh-works no ha recibido la misma atención por parte de los teóricos de la ANT. Quizás porque como el propio Ingold intuye en algún que otro pasaje (2011: 84-85), es una crítica algo ficticia y artificiosa. No sólo porque imputa a la ANT principios que esta teoría refuta, como la propia idea geométrica de red, sino porque se atribuye par-ticularidades que son también objeto del interés de la ANT, como por ejemplo la propia idea de cosa, la apuesta por una filosofía del devenir o por una concepción ontológica más fluida y rizomática (Latour, 1999). Sin embargo, considero importante incluirla en este relato porque redunda, como la crítica anteriormente vertida por Sloterdijk, sobre una cuestión que con el tiempo parece cada vez más relevante para pensar la idea de la red. Me refiero a la imposibi-lidad de articular, desde los principios de la red, una verdadera “ciencia del vivir juntos”, por utilizar términos de Thévenot (2007). Esta preocupación por los “modos de vivir”, que entronca quizás con una preocupación de corte más vitalista, sigue siendo una asig-natura pendiente en el contexto ANT (ver Greco, 2005; Fraser, 2006; Kochan, 2010; Tirado, 2010). Así lo reconoce el propio La-tour (2005a), quien asume como problemática la dimensión excesi-vamente esquemática y mecánica del vocabulario desarrollado en

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torno a las redes (incluida su apuesta por la “ecología política” o por la “cosmopolítica” de Stengers). De ahí también que considere im-portante destacar estas aportaciones y ponerlas en relación con otras que desde ámbitos parecidos, como es el caso de la geografía, tratan igualmente de desafiar la red explorando los múltiples quiebros y ar-ticulaciones que trae consigo el vivir (Braun, 2008; Hinchliffe et al. 2005; Bennett, 2010; Whatmore y Braun, 2010).

7. Redes, sociedades y esferas: la ontopolítica de la red

A juzgar por sus últimos textos, parece claro que Latour no rehúye estas múltiples cuestiones que abre la imbricación filosófica-antropológica de la red. Más bien al contrario. Es evidente, argu-menta, que la red no es simplemente un concepto para designar co-sas en el mundo que tienen forma de red (en contraste con, por ejemplo, dominios yuxtapuestos, superficies delineadas por bordes, volúmenes impenetrables, etc.) sino sobretodo un modo de investi-gación que se caracteriza por listar los entes inesperados que cual-quier entidad necesita para existir. La red, nos dice, es justamente lo que transforma a una sustancia que parecía de entrada auto-contenida en una compleja ecología de aliados, cómplices, afluentes y ayudantes que ésta necesita para subsistir. En ese sentido es un modo de registro, un medidor, capaz de hacer visible cada nuevo elemento que, siendo hasta entonces invisible, se hace partícipe de la conformación de un determinado fenómeno o actor. O por ponerlo de un modo aún más filosófico, la red es

definida por las series de pequeños sobresaltos que permiten al in-vestigador registrar alrededor de una sustancia dada el vasto des-pliegue de sus atributos (Latour, 2011, p. 799, traducción propia).

Esto la convierte, por tanto, en un artefacto “puramente concep-tual”. Es decir, en una bella y simple metáfora que nos advierte que

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siempre que queramos definir una entidad, un agente o un actor, debemos desplegar sus atributos. Es decir, su red. Nótese que la magnífica reversibilidad del concepto actor-red sigue funcionando en este esquema más minimalista que nos presenta Latour. ¿Qué es el actor si no una red? ¿Qué es la red sino un actor? Con una simple imagen, donde quiera que se despliega una red, vemos transformarse una sustancia, hasta entonces auto-contenida, en un conjunto de atributos. Con ella, los objetos se convierten en cosas, lo invisible se torna visible y los duros y ajenos matter of fact devienen densos y disputados matters of concern (Latour, 2005b).

De hecho, es esta profunda sencillez la que hace tan sugerente al concepto. La red, nos dice, rápidamente nos sitúa ante la extrema fragilidad del mundo. Rodeada de vacío, nos habla del coste y la cantidad de trabajo que requiere asegurar, formatear o darle conti-nuidad a lo existente (toda network es worknet, nos dirá Latour). Le-jos de estar asegurada, la realidad enredada pende siempre de un hi-lo. Siempre agrietada, siempre materialmente dependiente, nos re-cuerda que nada existe ni se expande porque sí. Que todo tiene un coste y que todo “universal” es puramente “local”. No hay por tanto fantasmas en los que escudarse, ni últimas categorías. Todo, absolu-tamente todo, también nociones misteriosas como las de sociedad, naturaleza o poder, son efectos “localizables” de una red. Y es justa-mente esta capacidad de la red para desmontar cualquier noción o principio de organización “superior”, “ex-abrupto”, o “sui generis”, lo que a su juicio convierte esta noción en una idea exportable, me-jor utilizar una vez más la voz traducible, a muchos otros ámbitos más allá del estrictamente sociológico.

Por eso, en un intento por retomar el proyecto neo-monadológico iniciado hace más de un siglo por Gabriel Tarde, La-tour (2011) considera la red el nuevo concepto/problema que une por igual a biólogos, urbanistas, neurocientíficos, sociólogos, ecólo-

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gos… Todos ellos confrontan un mismo dilema: el que genera la mera posibilidad de que haya un principio, un todo —un organis-mo, un homúnculo, o una sociedad— que esté “encima”, “detrás”, o “al margen de” de las partes objeto de estudio. Un problema que, como hemos visto, la red supera recordándonos que no hay nunca entidades distintas, superiores o emergentes. Sólo organización. Trabajo. Materialización y localización a través de redes. Es decir que el todo es siempre una parte más. O mejor dicho, un primo in-ter pares, o lo que es lo mismo, lo que circula por entre las partes (La-tour, 2010a).

Este paralelismo que Latour establece entre su particular “onto-logía democrática”, sustentada en la idea de red, o de cosa, y una consecuente “democratización de la ontología”, lo que él denomina articulación “común del mundo”, particularmente a través de este neo-monadología, me sirve para introducir el último aspecto que quisiera abordar en este apartado. Me refiero a la pulsión política con la que este autor acaba coronando su particular re(d)ontologización del mundo (Hinchliffe et al. 2005; Stengers 1997).

Para Latour determinar qué es lo real y al mismo tiempo esta-blecer cómo esto, las cosas, deben convivir –su famoso parlamento de las cosas– no sólo es un correlato lógico sino una necesidad histó-rica y sobretodo política acuciante. En especial, desde que sabemos que el mundo no está compuesto, por un lado, de humanos dotados de intenciones y decisiones y, por otro, de una naturaleza inerte, ajena y homogénea. Si hay que considerar a los no-humanos como iguales, sabiendo además como sabemos que este vasto mundo hete-rogéneo requiere de cuidado y atención constante, ahora quizás más que nunca, parece lógico preguntarse también por qué proyecto po-lítico (o ecológico) puede albergar y desarrollar mejor este destino común (Latour, 2004). Ese proyecto político para Latour se inspira,

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o debe inspirarse, en lo que él denomina composicionismo (2010b). Es decir, en una propuesta que más que partir de idealismos, asume como propia la pragmática frágil, mundana, material, realista e in-manente de la propia red. Para el composicionismo no hay faltas, ni ideales, ni universales que descubrir o desvelar. Nada nos está espe-rando, ni siquiera la revolución. En el composicionismo todo es com-posición, disputabilidad y descomposición constante. De ahí que asuma que su principal tarea es establecer una tentativa difícil y con-tinuada entre las distintas entidades que conforman el mundo co-mún. Se trata de aventurar un hogar progresivamente más vivible y respirable para esas masas hasta no hace tanto errantes. En resumen, se trata de convertir las redes en esferas, burbujas habitables y debi-damente climatizadas (un guiño a Sloteridjk, claro está).

8. La vitalidad de la red

Como vemos, pues, la red es un concepto bastante polisémico dentro de la ANT. Un concepto que además ha ido transformándo-se mucho a lo largo de los más de 30 años de desarrollo de esta aproximación. De partir como un concepto más bien práctico y descriptivo, muy empíricamente orientado, hemos pasado a un con-cepto cada vez más metafísico y filosófico. Incluso político. Muchas de estas versiones, de hecho, no son incompatibles y de algún modo coexisten en las distintas actualizaciones que se hacen de esta apro-ximación. John Law (2008), por ejemplo, sigue defendiendo esta identidad práctica de la idea de red. No tiene sentido, nos dice, con-siderarla un objeto teórico más allá de su condición empírica. A pe-sar de sus posibles excesos, la red es un concepto que se sabe situado desde sus inicios. Es por esto que considera algo desmedidas las crí-ticas que acentúan su dimensión totalizante. Cada contexto, nos di-ce, genera sus propias ontologías. Sus propios conceptos. Algo que se ha demostrado con la incorporación de nuevos ámbitos de estu-

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dio que a su vez han aportado nuevos conceptos al análisis de corte ANT (Mol, 1999; Moser 2007; Verran 1998, 2001). El resonar de estas distintas ontologías debería verse, en ese sentido, como un so-plo de aire fresco para la ANT. Como una fortaleza más que una debilidad (Neyland, 2006).

Pero también hemos visto, sobretodo en el caso de Latour, que la red reaparece a cada rato como una noción fundamental y con una elevada carga filosófica. Hasta el punto de convertirse en una intervención conceptual referente en debates actuales de corte filo-sófico, metafísico o incluso políticos (nunca fue tampoco su objetivo respetar las fronteras disciplinares). Lo hemos visto con su defensa de la idea de red como una forma de neo-monadología. O en su discusión con Sloterdijk acerca de la proximidad existencial entre redes y esferas. Y lo mismo podemos decir del debate abierto con Harman (2009) y el denominado “realismo especulativo”. Según nos dice este último, el principio de relacionalidad radical que de-fiende la idea de red hace imposible preguntarse por la identidad sustancial, la esencia, de un determinado actor. Si “nada es por si mismo reducible o irreducible a nada más” (el llamado principio de irreductibilidad), todo actor es “únicamente” sus relaciones. Defen-diendo este principio, nos dice Harman (2009, 2010), la ANT in-troduce un problema metafísico importante: niega toda posibilidad de que exista una realidad “no relacional”. Y con ella impide expli-car, por ejemplo, el cambio o el “futuro” de un actor, ya que no ha-bría nada que pudiera cambiar (puesto que todo son relaciones que de por sí ya incorporan cambios constantes, no hay posibilidad para pensar en la proyección o la trayectoria de este actor, sólo en las alianzas presentes y materiales que constantemente le dan forma).

Para Latour, sin embargo, si que hay una posibilidad metafísica de articular una ontología basada en la red con una realidad “aún no enredada” y pasa por acuñar otra noción, una que permita justa-

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mente dar cuenta de lo que “aún no está formateado, aún no está medido, aún no está socializado, no está comprometido en redes metrológicas, aún no cubierto, investigado, movilizado o subjetiva-do” (2005ª, p. 244, traducción propia). Esta mundo no formateado, o mejor dicho “por formatear”, es lo que este autor denominará “plasma”. Un concepto que sin duda añade una nueva latitud a la noción de red (Doel, 2009), a la vez que confirma la productividad y la extrema transversalidad que sigue ofreciendo esta apuesta.

¿Cuán grande es? Toma un mapa de Londres e imagina que el mundo social visitado hasta ahora ocupa poco menos que el metro. El plasma sería el resto de Londres (Latour, 2005a, p. 244, traduc-ción propia).

Pero no es con nuevas discusiones que quiero concluir, sino con una breve mención a esta coexistencia de modelos o ontologías de red que siguen transitando y llenando el espacio de la ANT. Es esta coexistencia, y porque no decirlo, también interdependencia de modelos o versiones, lo que me parece más interesante del recorrido realizado hasta ahora. Por un lado, porque nos dibuja una aproxi-mación abierta y plural, inconclusa y compleja, que insiste y persiste en una experimentación activa y siempre sorpresiva de sí misma. Al-go a lo que contribuyen decisivamente las interesantes y relevantes críticas que se van gestando alrededor de la noción y que sin duda contribuyen a darle nuevas e interesantes texturas. Pero también porque a través de esta multiplicidad la red nos ejemplifica que no se trata sólo de hablar de redes, se trata también de tenderlas, de ha-cerlas y cuidarlas. En efecto, la red actúa a lo largo de este recorrido como un operador fluido que establece continuidades a través de constantes diferenciaciones, de constantes traducciones que se sola-pan unas a otras parcialmente. Es justamente esta topología fluida la que nos permite hablar de la ANT como de una aproximación in-conclusa, compleja y diversificada. Como un conjunto de métodos y

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conceptos pero también de prácticas y principios éticos (Stengers, 2005) que articulados alrededor de una compleja política ontológica (Mol, 1999), la que dibuja la propia noción de red, transforma el mundo en un bello, denso y disputado matter of concern.

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Lista de autores

Francisco Tirado Serrano

Profesor titular de Psicología Social en la Universitat Autònoma de Barcelo-na. Forma parte del GESCIT (Grup d’Estudis Socials de la Ciència i la Tecno-logia). Sus intereses de investigación cubren tres grandes áreas: a) estudios sociales de ciencia y tecnología; b) relaciones de poder en contextos socio-técnicos; y c) medicina y biopolítica.

Daniel López Gómez Investigador postdoctoral en el LSTS (Law, Science, Technology and Society) de la Vrije Universiteit Brussel y del grupo ATIC de la Universitat Oberta de Catalunya. Actualmente su trabajo gira entorno al estudio de las tecnologías de cuidado y sus implicaciones biopolíticas. Desde una óptica propia de los estudios de ciencia y tecnología (STS), está explorando tres aspectos: la emergencia de nuevas especialidades y temporalidades del cuidado; la con-vergencia entre tecnologías de cuidado y seguridad; y los procesos de subje-tivación vinculados a la promoción de políticas y tecnologías para la vida in-dependiente.

Jorge Castillo Sepúlveda Jorge Castillo Sepúlveda es psicólogo por la Universidad de Santiago de Chile, Máster en Investigación en Psicología Social y candidato a Doctor en Psicología Social por la Universidad Autònoma de Barcelona, miembro del Grupo de Estudios Sociales de la Ciencia y la Tecnología (GESCIT). Su línea de investigación aborda los procesos de producción de objetividad biomédi-ca y su vínculo con las prácticas de la vida cotidiana. En particular, su tesis doctoral realiza un análisis del cáncer desde la perspectiva de la Teoría del Actor-Red.

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Lista de autores 396

Blanca Callén Moreu Investigadora Postdoctoral en el CSS (Centre for Science Studies) del Depar-tamento de Sociología de la Universidad de Lancaster. Su actual proyecto de investigación explora las prácticas ciudadanas de innovación en respuesta a la problemática de la basura electrónica. Sus intereses de investigación in-cluyen la acción política colectiva y las relaciones de poder en contextos so-ciotécnicos.

Tomás Sánchez Criado Tomás Sánchez Criado es investigador en el grup ATIC de la Universitat Oberta de Catalunya. Trabaja en la intersección de la antropología social, la psicología cultural y los estudios de la ciencia y la tecnología, estando prin-cipalmente interesado en el análisis etnográfico de los procesos de diseño, provisión y uso de servicios y tecnologías de cuidado. Centrándose en los procesos de configuración de usuarias de estos servicios, sus controversias, su configuración institucional y los movimientos que se dan en torno a ellas. Actualmente ultima su tesis doctoral “Las lógicas del telecuidado: la fabri-cación de la ‘autonomía conectada’ en la teleasistencia para personas ma-yores” (Departamento de Antropología Social y PFE, Universidad Autónoma de Madrid).

Paloma García Díaz Paloma García Díaz. Profesora asociada del área de Filosofía Moral y Políti-ca de la Universidad de Granada. Es investigadora del grupo HUM 828 “Paz, conflictos y violencia en el mundo actual” del Instituto de la Paz y los Con-flictos de la Universidad de Granada. Su trabajo se centra en la filosofía po-lítica de la ciencia y la tecnología y la investigación de la tecnociencia para la paz.

Yann Bona Beauvois Porfesor Adjunto de Psicología Social en el Instituto Tecnológico y de Estu-dios Superiores de Occidente, ITESO. Fue investigador invitado en el Centre de Sociologie de l’Innovation (CSI) de l’École des Mines en Paris. Sus traba-jos se focalizan en los Science and Technology Studies, la gobernanza y la

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Lista de autores 397

sociología urbana y la psicología social. Con un énfasis especial por las mo-dalidades de acción en entornos digitales.

Salvador Iván Rodríguez Preciado Profesor-Investigador en programas de grado y posgrado en el Instituto Tec-nológico y de Estudios de Occidente (ITESO). Maestro y Doctor en Ciencias Humanas, especialidad en estudios de las Tradiciones por El Colegio de Mi-choacán. Coordina la Academia de Psicología Social y participa en comités tutoriales y direcciones de tesis. Sus líneas de investigación giran en torno a la historia de la Psicología Social y las Ciencias Sociales en México y algu-nos enfoques clásicos y contemporáneos en Psicología Social.

Ignacio Mendiola Profesor de sociología en la Universidad del País Vasco. Ha publicado los li-bros: El jardín biotecnológico. Tecnociencia, transgénicos y biopolítica (Los libros de la Catarata, 2006) y Elogio de la mentira. En torno a una sociología de la mendacidad (Lengua de Trapo, 2006). Actualmente trabaja en torno a la violencia, la biopolítica y los procesos de subjetivación en un triple ámbito que se plasma en el cuerpo (dispositivo de la tortura), la movilidad (la pro-ducción y vivencia del desplazamiento-viaje en la modernidad tardía) y el espacio (ecología política de la producción de naturalezas).

Arthur Arruda Leal Ferreira Arthur Arruda Leal Ferreira. Profesor adjunto del Instituto de Psicología y del Programa de Pos-Grado en Psicología en la Universidad Federal de Rio de Janeiro (UFRJ). Organizó los libros: História da Psicologia: Rumos e Percur-sos, Teoria Ator-Rede e a Psicologia y Pragmatismo e questões contem-porâneas, participando de los siguientes libros Foucault Hoje, Foucault e a Psicologia, Da metafísica moderna ao pragmatismo y Psicologia e Insti-tuições no Brasil. Sus intereses de investigación cubren dos áreas: Historia de la Psicología y Producción de Subjetividad.

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Lista de autores 398

Ignacio Farías Investigador del Social Science Research Center Berlin e Investigador Aso-ciado del Instituto de Ciencias Sociales de la Universidad Diego Portales, Chile. Su principal área de investigación son los estudios urbanos, donde se ha enfocado en tres temas: a) consumo cultural, turismo y marketing urbano; b) espacios y prácticas de creación, industrias creativas, redes y mercados; y c) controversias, expertos y gubernamentalidad urbana.

Isaac Marrero Guillamón Investigador post-doctoral en la Universidad de Birkbeck, Londres. Su traba-jo se mueve a caballo entre los estudios urbanos, la etnografía y los estu-dios visuales, ámbitos a los que ha incorporado una perspectiva TAR. Su in-vestigación reciente se centra en la relación entre renovación urbana, pro-ducción artístico-cultural y espacios de disenso.

Israel Rodríguez Giralt Profesor de Psicología Social en la Universidad Oberta de Catalunya, Barce-lona. Actualmente es investigador posdoctoral en el Centre for the Study of Invention and social Process, Department of Sociology, Goldsmiths College, University of London. Su investigación interconecta el estudio de los movi-mientos sociales y los denominados STS (Science and Technology Studies). Con este propósito, su tesis doctoral (2008) abordó las implicaciones que un enfoque basado en la Teoría del Actor-red puede tener para el análisis de los procesos de acción colectiva. Su investigación más reciente analiza las consecuencias éticas, políticas y culturales que introduce la progresiva tec-nificación de las políticas públicas de atención a la dependencia y promo-ción de la autonomía.

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