"subordinacion y valor" de edgardo lois

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Subordinación y valor (Para defender la patria) de Edgardo Lois transita sobre tres senderos principales: el relato de su servicio militar obligatorio, el recorrido de su relación con la lectura y con su oficio, su herramienta: la escritura, y por último es el registro, la descripción de la manera en que el autor construye el libro mismo: Subordinación y valor es relato, voz autobiográfica, y a la vez libro-objeto, el centro sobre el que gira y se apoya la sintonía de los recuerdos y las ideas. Los senderos se cruzan, y por lo tanto los temas y las distintas formas de contar: por ejemplo, Lois relata la noche en que un soldado intenta suicidarse en su primera guardia; pasa por el ejercicio descriptivo de la pulsión de la escritura y enumera las pistas que hoy, después de veinte años, maneja como posible receta personal; señala las lecturas que fueron aceitando ciertas magias que, afirma, aparecen cada vez que se sienta a escribir en un café de Buenos Aires; incluye además las...

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Subordinación y valor(Para defender a la patria)

Edgardo Lois

Buenos Aires, 2012

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Edgardo LoisSobordinación y valor : para defender a la patria / Edgardo Lois ; dirigido por Jose Marcelo Caballero ; edición literaria a cargo de Marcela Serrano. - 1a ed. - Buenos Aires : Pluma y Papel, 2012. E-Book.

ISBN 978-987-648-127-4

1. Narrativa Argentina. I. Caballero, Jose Marcelo, dir. II. Serrano, Marcela, ed. lit.CDD A863

© 2012 Edgardo Lois © 2012 de esta edición eBook Argentino

Alberdi 872, C1424BYV, C.A.B.A., Argentina [email protected]

Director Editorial: José Marcelo Caballero Coordinadora de edición: Marcela Serrano

Ilustraciónes de cubierta: Grabado de Juan José CartassoISBN 978-987-648-127-4

Primera edición eBook:Octubre 2012

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor. Hecho el depósito que

marca la ley 11.723

Any unauthorized transfer of license, use, sharing, reproduction or distribution of these materials by any means, electronic, mechanical, or otherwise is prohibited. No portion of these materials may be reproduced in any manner whatsoever, without the express

written consent of the publishers. Published under the Copyright Laws 11.723 Of The Republica Argentina.

Hecho en Argentina – Made in Argentina

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a Evangelina, mi amor, mi compañeray a Julia, nuestra hija

a Adela, Rolando, Alejandro, Batuque, Garúa, Trueno, mi familia en Martín Coronado

a Mónica en La Caramba

a Claudio y Augusto Ciacci

a Raquel Varrotti

a Claudia Burgos

a Marcelo Caballero

a todos los colimbas, y en especial a los clase 62 que supieron de la patria en la Escuela de Caballería de Campo de Mayo

a Oscar Giordano

a los colimbas muertos en las islas Malvinas, los asesinados por la dictadura

a Gabriel Montergous y Hugo Ditaranto, mis maestros

Mi agradecimiento a: Carlos Rigel y Erwin Federico Stefani.Motivo de tapa: grabado de Juan José CartassoContacto con el autor: [email protected]: www.delaescritura.blogspot.com

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Las moscas volaban su fiesta, así escribí en una novela.

Aquella vez las moscas volaban la fiesta de la muerte; en cambio, en este día al que regreso con la memoria, volaban la vida alrededor de la comida, al menos así lo hacían las que seguían en el aire.

Acabo de anotar y me digo que en los dos casos las moscas iban tras la comida. Es mi mirada, el relato, la que establece la diferencia. Extraño bichito del señor la mosca que no elige a la hora de comer, quizá porque nada sabe, y si nada sabe, nada piensa y simplemente se alimenta.

Hace una semana que yo mismo hablé de asco cuando miré la rejilla de la pileta de la cocina. Acababa de lavar los platos de la noche anterior, y un puñadito multicolor de restos irreconocibles de comida demoraba un poco de agua en su tránsito hacia el más allá.

Una línea de pensamiento apareció de forma casi automática, no la pensé ni un instante: apareció en la mañana, antes del desayuno.

La luz del sol pasaba libre a través de los paños de vidrio horizontales de las ventanas de la cocina. La pava estaba sobre la hornalla, el fuego hacía su trabajo cuando dije asco.

Asco, un asco real, ¿querés que te a contar, soldado?

Un asco, un verdadero asco, fue el que apareció en un mediodía de la colimba. Me habían mandado a buscar la comida para el escuadrón (el Escuadrón de Comando y Servicios). Iba junto a tres soldados. Caminamos hasta la cocina. Recuerdo que hacía calor, y que a esa altura del servicio militar ya hacía un tiempo largo que usaba ropa verde de combate.

Cuando llegamos la comida nos esperaba en dos o tres tachos altos de puro acero inoxidable; estábamos en la parte de atrás de la cocina, sobre la calle principal del cuartel: Escuela de Caballería, Ruta 8, dentro de Campo de Mayo.

Todavía veo las cintas plásticas de colores que formaban la cortina de la ancha puerta trasera. Las veo, y cada vez que vuelvo a su imagen, las cintitas son más y más inútiles.

¿Dos o tres tachos de acero inoxidable?, si fueron dos, éramos cuatro los porteadores, uno por cada asa; si fueron tres, la lógica me dice que a la cocina llegamos seis. Me decido a anotar que éramos cuatro y cruzo los dedos para que la cantidad de comida alcance para los soldados del escuadrón. Cuatro o seis colimbas, no tengo en mi recuerdo ninguna

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cara con apellido: los nombres en el cuartel estaban abolidos, sólo apellidos. Me decido entonces por dos tachos y cuatro soldados porque necesito fijar la imagen, la acción, y porque además empiezo a pensar, o mejor, a pensarme como lector de lo que estoy escribiendo. La búsqueda de la palabra tranquila, segura, importa casi desde el principio de la escritura.

Las cintas de colores no espantaban a ninguna mosca: volaban desesperadas alrededor de la comida. Cuando llegamos enseguida reparé en la cantidad de moscas que se habían acercado al sol (como Ícaro, anotaría el escriba acostumbrado a los lugares transitados). Se habían incinerado contra la polenta hirviente que llenaba los tachos.

Las moscas volaban su fiesta, pero no todas. Miré la polenta y me dio asco, no era una mosca, no eran dos, ni siquiera un miserable puñadito: eran muchas, pero la cantidad de cadáveres nada pudo contra el cucharón del sargento.

Ante esta línea el lector puede esperanzarse, al menos así lo espero: la polenta no la tiraron, pero al menos le sacaron las moscas muertas, podría pensar el hipotético interesado.

El cucharón del sargento fue torbellino fugaz sobre los dos tachos de acero y los cuerpos de las moscas kamikaze se hundieron rápidamente en un maëlstrom amarillo clarito con algunos toques de tuco rojo.

Mientras llevaba la polenta hacia el escuadrón tuve en claro que ese mediodía me iba a aguantar el hambre. Avisé a todos aquellos que tuve cerca y que conocía, esos soldados que uno podía tomar como amigos sin serlo en realidad. Hacía falta, era necesario aferrarse a ciertas señales, a ciertos recuerdos del afuera: la amistad era una de ellas.

A muchos les tocó moscas en la polenta, pequeñas pasas de uva explotando soldados adentro. Casi nadie vio, entonces casi nadie sabía, y si casi nada se sabía, los no avisados nada pensaron y simplemente se alimentaron.

Sí, es cierto, hay ascos y ascos.

Fue en ese momento que me sorprendí repitiendo, es decir, primero ubicándome dentro de mis ganas y luego sí, repitiendo, una idea que tengo hace años. Me dije que esa anécdota es parte del libro que voy a escribir sobre la colimba, y cerré con una especie de sentencia: Le debo un libro a la colimba. Mientras hablaba percibí algo distinto en mi persona: la sospecha de que algo se había corrido en mi interior. Las palabras habían sonado distintas. En el pasado me había quedado en calma cuando recordé que un día iba a escribir ese libro, pero no esta vez. Quedé enganchado de mis propias palabras, y desde

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esa altura empecé a pensar en que quizá hoy fuera el tiempo para encarar la escritura.

Y creo que la prueba de que ese tiempo ha llegado está en mi tensión, mis ansias, en mi felicísima sensación de placer supremo. Soy un hombre feliz mientras escribo estas páginas en el Viejo Agump, a metros de La Viruta, unas horas antes de entrarle a la noche del tango.

Envuelto en esa misma tensión salí de mi departamento y después bajé del colectivo. Creo que estoy escribiendo desde que salí a la calle en el barrio de San Cristóbal, mientras esperaba el 168 en mi Buenos Aires.

Pienso en mi libro de la colimba y lo imagino: lo siento extraño; estoy convencido de que sólo así, de forma extraña, puedo llegar a contar algunos de los momentos en los que necesité subordinación y valor para defender a la patria.

2

Desde el colectivo 15, mientras marchaba raudo por Scalabrini Ortiz y se acercaba a Córdoba, vi el café en la esquina. No sé su nombre y tampoco identifiqué la calle de la esquina, la memoria no fue tan rápida como mi nave.

Había tomado el colectivo cerca de la casa de mis tíos, estaba en camino hacia otra noche en La Viruta.

Al ver el café supe que otra vez me encontraba en órbita alrededor de la escritura de un nuevo libro. Estar en órbita de escritura no significa vivir todo el día pensando sobre la idea original, sobre lo escrito o por escribir, sino estar atento, en sintonía, abierto a las señales posibles que puede entregar la vida cotidiana. Creo que estar en órbita de escritura es, a esta altura, mi condición natural, y dicho estado no tiene nada que ver con haber sido bendecido con algún tipo de don, muy por el contrario, esa manera de estar se nutre en el trabajo realizado y la práctica casi constante, en el papel o el pensamiento, de la escritura; a ello se suma la recorrida a través de los años por distintas mecánicas que hacen posible contar una historia. Cuando se está en órbita de escritura luego de haber encontrado la marca que funda el impulso existencial de un libro, dicho movimiento se

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comprime sobre el tema, se acentúan los giros, y entonces se pasa a estar todavía más atento a lo que sucede adentro o afuera de la tinta.

Cuando vi el café pensé en Oscar Giordano. En ese lugar habíamos tomado, creo que dos veces, un café. En aquella otra vida, a la que quiero volver para espiar, Oscar fue: el soldado clase 62 Giordano, Oscar.

Vi el café, pensé en él, y me dije que sería una buena idea mantener una charla.

Recuerdo que luego de pasar por la fábrica de hacer milicos, un edificio grande y acondicionado como túnel al que entrábamos de civil por una puerta y salíamos pelados y vestidos de verde por la otra, y después de una formación en el playón central, obtuvimos nuestros destinos: Oscar fue a Construcciones, era electricista, y yo a la oficina de Arsenales, podía escribir a máquina y llevar planillas.

Junto al soldado Giordano hice muchas guardias y SOS (Servicio Operativo de Seguridad). Un SOS duraba veinticuatro horas, igual que una guardia completa, y consistía en recorrer en dos o tres vehículos (tres, eran tres: una camioneta de comando para los jefes y dos Unimogs con los soldados), la guarnición de Campo de Mayo durante gran parte de la noche. Durante el día el grupo se dedicaba a los preparativos: se pasaba revista a los equipos y al aspecto y prolijidad personal de sus integrantes, y se limpiaban las armas hasta el cansancio. En la tarde había que pasar con éxito una revisión de un alto oficial en alguna de las escuelas que componían la guarnición. Recuerdo que una vez ese oficial increpó a un suboficial por su uniforme y automáticamente le anunció el arresto luego de terminado el servicio. Fue un día feliz para la tropa. Algunas veces dormíamos en el campo, tres o cuatro horas sobre un colchón inflable, supongo, es un detalle del que no estoy seguro, ¿o era una bolsa de dormir? Quizás Oscar se acuerde.

La suerte o su ausencia a la hora de las guardias y los SOS se decretaba por las tardes. En un pizarrón colgado dentro de la cuadra-dormitorio aparecía la lista. Cada soldado debía buscar su apellido en el papel. Durante el servicio logré guardar varias de estas listas, como recuerdo, creo que por ese motivo me las llevaba; listas donde figuraba mi apellido. En todos estos años imaginé que esos papeles, que hace tanto tiempo no veo (no tengo idea de dónde puedan estar, papeles perdidos entre tantos papeles que guardo como el cartonero profesional que soy), van a ser encontrados por quien tenga ganas de revisar mis cosas cuando ya no esté. Sé que están en algún lado, y en alguna de esas listas Giordano ocupa un casillero.

Oscar hacía guardias, SOS, y también podía “entrar de semana”; cuando esto sucedía no podía salir de franco en ninguno de los días que sumaban, por lógica: una semana;

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se transformaba en “el” electricista de la escuela. Cada vez que él no salía y yo sí, me encargaba de llamar a su abuela para avisar que todo estaba bien, pero que Oscar había quedado adentro cumpliendo con la patria. Su familia era de Mar del Plata y su único familiar en Capital era la abuela. No recuerdo su nombre.

Desde los primeros cruces en el cuartel, hasta la confianza y compañerismo del final, quedó en mi memoria una imagen: ahí está Oscar, me digo en cada regreso.

Yo estaba de guardia en el puesto de Puerta 4 y el soldado clase 62 Giordano estaba de semana. Fue de madrugada, tres o cuatro de la mañana, al menos así presiento la oscuridad de esa hora. Había algo de niebla, había llovido; era en invierno, pero no hacía mucho frío. Por la calle que llegaba hasta el portón que yo estaba cuidando vi aparecer, desde la noche, a Giordano. Caminaba lento, más allá de todo tipo de preocupaciones; él sabía que durante esa semana no podría salir (la tensión por saber si uno salía de franco o le tocaba guardia era crucial en la vida del colimba). Llevaba puesto el casquete reglamentario con visera, no le veía la cara, y en una mano, infaltable, su valijita metálica con las herramientas. Se acercó y hablamos un rato. Estaba aburrido, inmerso y en calma en la no civilización del cuartel; esa es mi sensación a la hora de volver a esa noche. No sé de qué hablamos.

Terminado el servicio militar seguí en contacto con él; conocí a una primera novia y él a mi primera mujer. Después conocí a su segunda novia y él siguió tratando a mi misma mujer. Oscar ponía en funcionamiento una especie de relación a distancia con las mujeres; yo lo llamaba “el modelo Giordano”, que consistía en tener una relación, pero en ningún momento pasar a mayores. Compartir algunos días, sí, pero luego la damisela volvía a su casa. Sus parejas duraban años, todo lo contrario a lo que pasaba en mis historias, cuando ya hacía bastante tiempo que Oscar había dejado de ver a mi mujer. Una vez me dijo que yo le daba la llave a cualquiera, esto para defender el hecho de que su novia todavía no tuviera la de su casa. Pero “el modelo” se hizo historia, hoy tiene mujer y dos hijos.

A través de los días nos fuimos perdiendo, distanciando; desde hace varios años que sólo nos une un llamado telefónico y muy de vez en cuando. Pero hace un año entré, sin avisar, en su empresa y ahí estaba: pura sorpresa. Creo que así sucede a veces en la vida, nos desdibujamos debido a la vida misma. Él me llamó hace unos meses, cuando yo acababa de mudarme al barrio de San Cristóbal, quedamos en hablar.

Escribo otra vez en el Viejo Agump, es viernes, La Viruta me espera. Pienso trabajar estas líneas escritas en tinta roja en la computadora, a continuación del texto primero de Subordinación y valor, y enviarle por emilio el archivo a Oscar sin ningún tipo de aclaración. Una línea sola: Por favor leé. Quiero invitarlo a recordar.

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Es posible que por simple lógica terminara pensando en Oscar, mi único contacto físico con el pasado de la colimba, pero me gusta pensar que el impulso apareció porque desde el 15 vi el café. Me gusta pensarlo así porque soy un convencido de que la mejor literatura está en la calle, al menos para quien pueda y quiera verla.

3

Salvo el jueguito inocente de afirmar a mis ocho o diez años que iba a ser poeta como el abuelo, cuando llegué a la Escuela de Caballería no escribía.

El abuelo poeta era Julio Martín. Todavía lo veo caminar por el patio largo y angosto de la casa. Cuando venía de visita aprovechaba para traer sus últimos poemas. Tengo que decir que mi abuelo no fue un solo día a la escuela, sé que por un tiempo durmió, cuando era pibe, en un carrito de panadería, sé que fue actor de teatro independiente. Mi papá leía los poemas, hablaban y después los copiaba en unos cuadernos baratos de espiral. Debe haber cuatro o cinco de estos cuadernos con su poesía; hace años que los guardo conmigo, son parte de la herencia posible, junto a la buena señal de haber abierto los ojos en una casa con dos bibliotecas.

Cuando miro hacia atrás y trato de tejer una pequeña autobiografía literaria entre los días en que escribí mis poemas de pibe por admiración al abuelo y el tiempo de los primeros escritos, marco dos hechos antagónicos. Por un lado los libros que recibí de parte de mi viejo cuando ya sabía leer: Las aventuras de Tom Sawyer de Mark Twain y Colmillo blanco de Jack London, como títulos fundadores; y en el otro extremo el desprecio por el estudio de la literatura a causa de las bondades como docente de mi profesora de tercer año de la secundaria: Clarita Di Nisio. Llego hasta esta línea y es increíble, la memoria se descorcha y aparecen más datos. Mi autobiografía, primera parte, no estaría completa si no contara que en un momento, a los doce o trece años, abandoné la literatura para volcarme al conocimiento de toda clase de enigmas: ovnis, misterios de la antigüedad, apariciones de fantasmas, casas encantadas y todo aquello que apareciera marcando una ruptura en la realidad. Yo afirmaba, seguro, convencido, que sólo quería leer sobre historias que fueran reales. Tendría unos dieciséis años cuando mi papá encontró dos pequeños libritos en un trabajo, entraban en la palma de la mano: El gato negro de Edgar

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Allan Poe y La garra del mono de W. W. Jacobs, una antología de cuentos de terror que incluía En la cripta de H. P. Lovecraft. Creo que le debo mi vida presente a esos libritos, ellos me abrieron definitivamente las puertas a la fantasía. Todavía los guardo en mi biblioteca.

Y creo que le debo el haber transitado con algún atenuante mi servicio militar, al hecho de haber descubierto una manera de respirar en esos días. A los pocos meses entendí que no debía estar en el grupo de soldados al que los militares conocían el apellido, y tampoco tenía que estar en el grupo de soldados que siempre se anotaban últimos en todas las pruebas de resistencia o castigos. Los dos extremos dejaban al soldado en evidencia, entonces busqué el anonimato entre el grueso de los doscientos colimbas que formaban el escuadrón. Eso me salvó de algunos maltratos particulares, pero eso sí, no hubo manera de zafar de las atenciones generales.

Así como existe el inicio en la lectura y la escritura, aparece mi iniciación dentro del cuartel. Hasta él llegué luego de sacar el 817 en el sorteo de la clase: destino tierra, ejército. En esos días trabajaba de cadete en una oficina, desde el principio del día del sorteo supe que no iba a sacar el número bajo que me permitiría salvarme. Una sospecha, una manera cierta de ver determinadas situaciones futuras: a veces puedo ver el futuro, me di cuenta hace años.

Fui a la revisión médica, una payasada: Apto A. Pasaban casi todos, para salvarse por algún problema físico había que ser más que explícito.

Llegó el día para presentarme, 3 de febrero de 1981, y entré al cuartel para olvidar la libertad relativa a la que estaba acostumbrado hasta pasados unos veinticinco días.

El edificio-túnel estaba listo. Un militar, antes de ponernos en movimiento, advirtió que los huevos los teníamos que dejar colgados del alambrado. Así lo hice, por algo el servicio se hacía a esa edad temprana, éramos, seguíamos siendo pibes; siendo hombres, las ofensas y castigos no serían fáciles de aceptar: la situación sería a matar o morir en el intento. Nadie debería tener el poder de denigrar a otra persona escudado en la lógica de ningún gallinero: el oficial lo hacía con el suboficial y a éste, para su tranquilidad, la patria le acercaba ciudadanos en la edad justa de merecer todo tipo de pateadura.

En el edificio-túnel nos cortaban el pelo, nos daban ropa vieja de color verde, una bolsa para guardar la ropa civil y algunos utensilios que empezaban a formar el equipo por el que todo futuro soldado debería velar como si fuera el fusil o su propia vida. Jamás voy a olvidar cuando me vi en el espejo después del corte o voladura del pelo. Era otro, eso, sí, puedo afirmar que fui otro durante los siguientes trece meses.

De ese primer día recuerdo un momento en especial. Sucedió cuando quedé frente

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al cura del cuartel. A su lado había un soldado de la clase anterior que anotaba sobre mi planilla; no recuerdo si era yo quien llevaba el papel de parada en parada para que los supervisores completaran los casilleros de mi vida; pienso que habrá sido así, quizás Oscar se acuerde. El hecho es que el cura preguntó: ¿Religión?, y yo contesté: Ninguna. ¿Cómo que ninguna?; No, no tengo; Tiene que tener; No, insistía sin siquiera pensar que no tenía por qué complicar mi estadía, después de todo a quién podía importarle mi hipocresía dentro de la gran hipocresía. Pero yo no tenía dios y quería dejarlo en claro. El cura llamó a un sargento y este me preguntó por mis padres: ¿Qué religión tienen?; No, no tienen.

Al final, el revuelo se solucionó empujándome hasta la parada siguiente. Sin religión era decir comunista; qué locura, pienso hoy, cuando ubico aquel desprecio al dios católico y a sus empleados sobre la tierra en plena dictadura. Pero como ya consigné, solo en los meses siguientes aprendí lo del anonimato, nunca en los extremos, jamás a la vista.

Pasaron los años y hoy cuento con la herramienta de la escritura. La escritura es mi oficio y con la palabra intento escarbar en la memoria de mi servicio a la patria, luego de haber vencido a Clarita Di Nisio y a los oficiales y suboficiales del ejército argentino. Ellos tuvieron su turno en Campo de Mayo cuando me pegaban con un palo en la espalda; hoy, después de tantos años, la fuerza de mi momento descansa en las historias que guardo.

4

El soldado clase 62 Giordano, Oscar demora la respuesta.

Puede haber cambiado su dirección de correo electrónico, puede estar ahorcado por el trabajo, por sus obligaciones familiares, puede estar recordando, puede estar tratando de reconocerse en la noche de mi imagen o puede que no quiera exponerse.

A esta altura de nuestra amistad, siendo cercanos o lejanos, Oscar sabe que escribo y sabe que publiqué unos libros. Tiene algunos, no sé si los habrá leído, o al menos no lo supe hasta ahora, cuando me pregunto por su demora, su silencio. Quizá sí haya leído Bitácora de lluvia y en él haya encontrado un registro bastante directo de mi trabajo como librero, más el nombre de alguno de mis amigos devenidos en personajes de la historia. Quizá Giordano sí leyó, y al encontrarse dentro de los movimientos fundacionales

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de Subordinación y valor haya aparecido el aviso: Guarda que Lois publica y entonces mi nombre, mi método, mi imagen, pueden llegar... al pequeño gran público que puede tener un libro mío, agrego yo con tranquilidad. Pero lo que para mí puede significar calma, a Oscar bien podría parecerle como salir a la calle sin paragolpes. Puede ser.

Cuanto mejor se escribe, mejor se saben camuflar las experiencias personales, las pistas de hechos hurtados a la propia vida del autor. Ante esta especie de convención, anoto que sí, que puede ser, siempre y cuando esa sea la intención del escritor.

El dominio de la herramienta de la escritura aumenta la libertad a la hora del juego. La literatura bien podría definirse como un doble juego en el terreno del arte, de la creación: el arte de acomodar imágenes o fragmentos de imágenes y el arte de acomodar las palabras para mejor contar esas imágenes.

Al principio es casi lógica la aparición de la referencia personal, casi directa, y acompañada sí con una presencia ficcional. Las referencias personales nunca desaparecen, pero ocurre que la libertad de la muñeca, el pulso verdadero de la escritura, acomoda y reacomoda de una mejor manera mientras la percepción también se agiliza, es de esa manera cómo se van sucediendo los primeros giros en la órbita.

El autor puede elegir, de acuerdo a las necesidades de la historia que tiene entre manos, asumir un lugar explícito o velado. Por eso elegí una primera persona, sin atenuantes, en un libro como La Caramba en 24 hojas, y por eso mismo elijo ser el soldado clase 62 Lois, Edgardo en este libro. Pero estoy acostumbrado a la exposición, aparezco en mis libros: oculto y a la vista. El lugar desde dónde contar es una de las aristas del gran juego. Detalles, decisiones, pequeños movimientos, tiempos, ritmos a la hora de contar. Oscar no sabe de estas cuestiones, no sabe de construir o construirse, asumiéndose como una nueva criatura del doctor Frankenstein, siendo a la vez origen y abismo en el después. Con el abismo, con el azar, la puerta se abre de pleno sobre la escritura.

Tal vez él no quiera que lo vean caminar por Campo de Mayo con nombre y apellido, quizá no quiere que lo vuelvan a insultar.

Los recuerdos del cuartel no me impulsaron hacia la escritura de una novela convencional (un recorrido lineal desde el 3 de febrero de 1981 hasta el 3 de marzo de 1982), y un final feliz: el día en que volví a caminar de civil por el playón de la Escuela de Caballería, y es más, cuando subí al último colectivo 176 y ya no tenía esa urgencia de matar al cabo primero Berón de Astrada. Un final pacífico y feliz luego de un recorrido iniciático a través de los tormentosos aromas del amor a la patria. No era ese el impulso. Tampoco había sustancia para una especie de investigación periodística, un paseo analítico por

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aquellos días en el ejército. Quizá sólo hubo lo suficiente para escribir Subordinación y valor como hasta ahora.

Cuento desde la escritura, desde la memoria, desde la falta de casillero, que es una manera de vivir en un mundo incómodo.

5

Recuerdo haber quedado encerrado en la iglesia del cuartel. Encierro en una iglesia es mi manera de llamar a la misa.

Fui bautizado, mi hermano también; según mi viejo por el bien del mundo conocido. Haberse casado sólo por civil era una cosa, pero no bautizar a los pibes era para armar una guerra. Al final de cuentas la guerra fue igual, pero el miedo de mi vieja hacia el castigo divino del cielo fue suficiente y me encomendaron a dios, eso sí, él nunca pudo fundarme como una de sus víctimas. Todavía veo a mi viejo caminar con el cura que debía bautizar a mi hermano. El cura exigía que mis viejos se casaran por la iglesia, solo así mi hermano Alejandro sería entregado a las huestes del señor. La anécdota terminó con el cura vendiendo la ceremonia por unos pesos.

El encierro fue en la primera misa, y la última, en el cuartel. Como antecedente religioso tenía en mi haber las misas que debí soportar cuando iba a jugar al campamento de los boiescau en la iglesia de Betharram en Martín Coronado, provincia de Buenos Aires, que era donde vivíamos. Pero era muy caro, al menos así me pareció, pagar con toda una misa por nudos, escaleras y fueguitos. Abandoné enseguida.

Luego de la misa primera hablé con el cabo o el cabo primero, luego con el sargento, y llegué hasta las cercanías de la oficialidad. Mi inquietud se centraba en una cuestión: yo era el que no tenía religión, luego no quería asistir a misa. A la primera había llegado engañado o siendo ignorante del destino hacia donde dirigían al rebaño.

Resulté bastante insistente.

A la próxima misa quedé parado a un lado de la puerta de la iglesia, que estaba sobre la misma calle donde se encontraba la cocina. En solitario, me habré sentido, creo,

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orgulloso (de mi inconciencia, anoto ahora). Recuerdo haber mirado los techos de chapa de los edificios cercanos, los aleros pintados en blanco y rojo, pero no miré al cielo.

En una oportunidad, durante los días siguientes, escuché que el suboficial mayor Romero (tenía su imagen, pero acabo de recuperar su apellido para el libro), con quien trabajaba en mi destino de Arsenales, le decía a un cabo: Llevate al ateo.

Nunca pude entender cómo el cura del cuartel podía ser testigo de tanta barbarie y no decir nada. No entiendo la bondad de religión tan extraña: reina por el miedo, siempre amenaza con el castigo, y se mantiene en el tiempo gracias a mirar para otro lado. Un día, mientras caminaba hacia mi destino, vi que un sargento hablaba con el cura al costado de la calle. Al lado de ellos había un soldado haciendo saltos de rana, y cada tanto el sargento le pegaba en la cabeza con un palo corto. De manera intermitente, el soldado alcanzaba su altura máxima de rana para encontrarse con el golpe. El cura le regalaba una mirada, una bendición.

En la escritura no hay dios que castigue, tampoco receta autorizada.

Cada uno arma su juego, cada uno va aprendiendo a armar su juego, su manera propia de llegar al trabajo. Escribir es la forma placentera de entrarle al aroma de los días; es en la cercanía terrena donde se puede encontrar la sustancia necesaria cuando se está intentando contar una historia.

Al no existir un dios, el oficio descansa su suerte en el impulso hecho de recuerdos e imaginaciones varias. Seguir dicho impulso termina generando pequeñas ceremonias paganas como por ejemplo escribir entre la música de Tom Waits, entre los impromptus de Schubert o las suites para clave de Bach. Ceremonias aún más simples llevadas a cabo en cafés de Buenos Aires: La Paz, La Giralda, el México, el Margot, el Cao y ahora en el Viejo Agump. El definitivo placer de trabajar, sea lectura o escritura, en un café de Buenos Aires se alcanza cuando llueve de manera lenta sobre la ciudad y una ventana permite el arribo de la calle, su murmullo, hasta el papel y la tinta. Leer el Adán Buenosayres de Leopoldo Marechal en estas condiciones de misterio pleno vale como ejemplo. Fe en la lluvia, en la palabra ciudadana de su posible ceremonia; fe en el trabajo y en la fuerza necesaria para sostener una lapicera.

Escribo en el café con tinta roja y sobre hojas sueltas. Sigo el impulso cuando éste sugiere café, presencias, sonidos, conversaciones ajenas, fragmentadas, que llegan desde otras mesas, y escribo.

Enciendo mi computadora cuando el impulso pide silencio o mi música, mi lugar, mi estar en solitario, y escribo.

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Mis historias suman impulsos, estados de ánimo plenos de seguridad e inseguridad, momentos míos o ajenos, vividos sobre esta tierra. Del cielo percibo el vacío, salvo cuando la lluvia...

6

Soldado:Por unos instantes ha logrado vestirme de combate, y hacerme sentir el frío de una madrugada invernal, sentado en la parte trasera de un “puto” Unimog. Y, con todo respeto, debo aclararle que el SOS era, en realidad, el “Servicio Operacional de Seguridad”.Muchas gracias por compartir conmigo este viaje en el túnel de tiempo…Un café caliente nos espera cuando gustes.Un fuerte abrazo.Soldado Clase 62 Giordano.Escuadrón Comando y Servicio.PD: Le solicito encarecidamente hacer un minuto de silencio por el “Modelo Giordano” (QEPD).

Al parecer me equivoqué, el soldado Giordano contestó, se tomó su tiempo, casi con seguridad habrá dudado, pero al fin fue hacia adelante o hacia atrás, según se mire, y dijo sí, clickeó en responder y anotó.

Jamás pensó que su escritura terminaría dentro del libro; a decir verdad, yo lo sé desde hace un par de días. La idea apareció a las horas de haber leído su emilio. Lo leí por la mañana. Me dije: Viste, y vos que decías que se demoraba. Está bien lo que escribió.

El emilio de Oscar actúa como corrector; corrige su memoria el significado de SOS y como sus palabras quedan en el libro no veo razón para hacer el toque necesario en el capítulo 2.

Pienso en el aporte literario que podrían hacer algunos de los que fueron soldados clase 62 en Caballería. Pero nadie más a la mano.¿Voy a buscar a otros? No tengo idea de hacia dónde me lleva esta escritura. Ocurre una vez más, empiezo a escribir con una pista,

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una punta, nada más. Nunca tengo el paquete cerrado; la escritura queda abierta, atenta al mientras tanto del trabajo. El escritor Vila-Matas dijo algo parecido a que sus libros, o mejor, los libros, deben aparecer desde una nada fundacional. Los elementos deben ir apareciendo de manera azarosa. No creo en trabajos de corte y confección totalmente intelectuales. No adhiero a la búsqueda fría de componer una receta que pueda funcionar en los lectores: primero se tienen los ingredientes, luego se irá por la carne de la historia.

Alguna vez vi un hombre llevando un changuito con tres paraguas; llovía, él estaba parado sobre avenida Rivadavia, en Flores. Yo iba en el colectivo, lo vi y terminé escribiendo una novela.

Un día mi vieja me contó un sueño terrible; ese dato, más unos minutos parado en una esquina, disparó otra historia.

Si bien uno vive en órbita de escritura, atento, la casualidad es la que debe terminar alumbrando el camino.

Escribo en el Viejo Agump, es martes, y no veo a Rubén; las últimas veces tampoco estaba, creo que ya no trabaja en el lugar y es una lástima. No contaba con su ausencia. Los mozos hacen los lugares, son los que unen al habitué con el café, los que posibilitan el saludo de bienvenida y sentirse como en casa. Pienso en Alejandra, la Colorada del México; en Osvaldo en el Margot. Frente a ellos o entre ellos escribí muchas páginas. Los anfitriones se hacen uno con los lugares donde estuve con mi escritura.

El emilio de Oscar acentúa la imagen del café que hasta ahora no tiene nombre, ahí nos veremos dentro de poco; me pregunto cómo me recibirá este lugar casi desconocido, me pregunto si estaremos cómodos en una de sus mesas.También me pregunto qué dirían de estas páginas muchos de los apellidos clase 62 que marcaron el cuartel de aquellos días.

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Al terminar de pasar el capítulo anterior reparé en otra corrección de Oscar: el escuadrón es Comando y Servicio, yo había anotado Comando y Servicios.

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Tiene entre veinticinco y treinta años. Lleva una tira roja ancha, como una “v” invertida, como la punta de una flecha; y una tira roja fina debajo de la tira ancha, en similar posición. Ambas tiras se sostienen sobre el verde del uniforme, ambas apuntan hacia arriba. Ropa ajustada al cuerpo, parada compadrona, pistola 11,25 al cinto, casquete con visera, un hombre bajo, un hijo de puta: el cabo primero Berón de Astrada.

Entre punto y coma y puntos seguidos ensayé encajar pinceladas mínimas de un personaje nefasto para todo aquel ciudadano que tuvo la dudosa suerte de caer en la zona de Caballería de Campo de Mayo.

Lo descubrí en el ir y venir del rodillo sobre las paredes del salón, durante el tiempo en que jugué a ser un pintor. Un rodillo es un artefacto de mango plástico que sostiene un dispositivo de metal que a su vez recibe el cilindro que, vestido como osito de peluche, se empapa con pintura, y en este caso pintura látex con un agregado mínimo de agua para facilitar la acción cubritiva sobre el tipo de superficie que ponía el pecho al beige clarito.

El recorrido del rodillo cargado con pintura me llevó una y otra vez a una misma imagen y sonido: una calle cualquiera de Buenos Aires cuando la lluvia fina es manto sobre el paisaje, mientras ella misma calla, cuando ella es muda o silenciosa en el contacto con dicho paisaje. Tan distinta la lluvia fina, o su ínfima expresión: la garúa, de la lluvia violenta con sus sonoridades efectistas.

Cuando la lluvia fina “es” sobre la ciudad nace en las calles un murmullo mínimo, suave. Las ruedas de los autos en su plenitud de giro mágico, misterioso, sobre el asfalto húmedo, son el origen de dicho murmullo.

El rodillo rueda y recorre la pared que, seca en la primera pasada, va tomando humedad y entonces el rodillo o la rueda húmeda pasa, se desliza, sobre la calle vertical de la pared. Es el látex con su toque de agua el que llega hasta el brazo que lleva y trae el rodillo. Llega como si fuera lluvia fina, no violenta, como si llegara la garúa y su murmullo sobre mi cuerpo, la ciudad primera.

Nada más placentero que escribir en un café, cerca de una ventana abierta a una Buenos Aires de lluvia fina, calles y autos.

En los cafés escribo tan solo y a la vez tan acompañado que a veces me da miedo la fuerza del extravío que me aleja y me acerca: ¿volveré al café?, ¿saldré de la página?, ¿final para esta tinta roja?

El murmullo de la gente arrulla mi escritura en su momento interior, antes de salir a jugar,

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pero el arrullo o el extravío nacido del aroma de ese sonido se multiplica cuando el murmullo es el otro, el murmullo mínimo, suave, de la lluvia, la calle y los autos, que pasa a través de mí, de la ventana, de mi ventana.

Cuando el rodillo iba y venía reparé en que para que un paño de la pared quedara cubierto, pintado, hacía falta que yo pasara el artefacto, mi brazo, mi mano de escribir varias veces por el lugar. Con la repetición, con la vuelta al territorio delineado momentos antes, se lograba, se iba logrando, la textura, la carnadura requerida para hacer de la pared pintada, una pared o un personaje pintado, creíble. Mientras tanto la lluvia fina sobre mi brazo, como si estuviera en un café, en mi Buenos Aires y todo, absolutamente todo, quisiera pasar por mi ventana para hacerme feliz durante la labor, en capítulos, sobre las distintas maneras de escribir.

No hace mucho, en enero de 2008, escribí el texto de más arriba: Escribir desde el murmullo. Pensé que muy bien podía ocupar un lugar en Subordinación y valor. Una manera de terminar con su vida de paria literario.

Lo escribí porque en el verano pinté paredes con un rodillo, lo escribí sin destino de libro; pero por suerte trabajar la tinta encadena momentos con total libertad.

A través de pinceladas repetidas el cabo primero Berón de Astrada logrará su carnadura de mal parido y torturador. Será personaje de la realidad cuando termine de anotarlo con mi tinta roja.

Escribo el libro como tal y, además, como instrumento de escritura. El libro como vehículo de las líneas por llegar. Así me parece cuando pienso en Giordano, Oscar: acabo de enviarle los capítulos 3 y 4.

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Una pregunta: ¿me estoy citando?, y si es así: ¿por qué me cito? Porque incluí un texto escrito con anterioridad en la escritura actual. Citarme es ir todavía más lejos a la hora de decir: el que escribe soy yo. ¿Acaso es válido enseñar todos los mecanismos de la escritura?

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Subordinación y valor apareció con una parte que apunta a dejar a la vista algunos de estos juegos. Digo algunos, porque hay muchos que ni yo mismo conozco.

Se escribe desde distintos tiempos; a veces sobre el papel, otras sobre la memoria. Escribir en el aire memorioso es mucho más común de lo que se cree (y hacerlo tiene sus riesgos). Mucho de lo escrito en la memoria termina ocupando un lugar sobre el papel de una historia luego de transcurridos muchos años. Una marca reciente puede obtener un lugar inmediato, pero también puede guardarse hasta el momento de la verdad: cuando al fin es convocada, invitada por el trabajo mismo, al ruedo de la página. Utilicé imágenes, líneas escritas en el papel o en la memoria, después de haberlas guardado durante diez años.

Incluir estas escrituras previas no entra en la categoría de cita propia, es la escritura misma de la historia: se puede escribir de distintas maneras y desde tiempos distintos, es decir, como básicamente estoy llevando este libro que empecé a escribir en 1981, que seguí en el mientras tanto de los años pasados hasta llegar a este 2008, un año con acento de escritura, de decisión para buscar la realidad definitiva del libro.

Quizá moleste que el tipo de letra cambie, que se avise que esas líneas vienen de otro lugar, otro tiempo, pero lo dicho: Por suerte la tinta encadena momentos con total libertad. La cursiva indica que la línea pertenece a otro lugar, pero la línea gana su aparición en este lugar del papel y su origen, en este caso, también está en el papel (capítulo 7).

El baño de tropa se escondía en la oscuridad. Estaba cerca del polvorín. Lo rodeaban varios árboles e infinidad de acertijos. Dentro de ese baño, de esa noche, un soldado apoyaba sus manos contra la pared sucia. Se mantenía en silencio y aguantaba los embates de otro soldado que lo tomaba de la cintura y entraba en él, cada vez con mayor violencia. No recuerdo o no sé si alguna vez lo supe, no sé si el amor o la urgencia habían llegado al final cuando el sargento pegó el grito y pateó una de las puertas de madera.

Puedo anotar que estas líneas están escritas desde hace años, y sin embargo acabo de escribirlas en el Viejo Agump (Rubén sigue sin aparecer). Escribí el texto y lo subrayé en la hoja indicando que va en cursiva.

Escribo de una manera distinta, sin forma definida, quizá buscando saber algo más de mí y de mi manera de escribir mi cita con esta historia.

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Anoté en el capítulo anterior que escribir en la memoria tiene sus riesgos.

Cuando hay suerte, lo escrito permanece y los tiempos del hecho siguen siendo reconocibles. Pero la suerte no descansa a perpetuidad en la lapicera de nadie.

La noticia corrió rápida en la mañana del cuartel. Creo que todos supieron que el gordo Pierandrei, soldado de la columna de transporte, se había puesto de sombrero un reo a unos cientos de metros de la puerta principal de la Escuela de Caballería, en una curva de la ruta 8. Reo se llamaba a esos camiones grandes, pura trompa, que se ven en las películas de la Segunda Guerra Mundial. El reo se fue a fondo, imagino que el hecho debió suceder en las cercanías del río Reconquista, la zona del fantasma, que quedaba y queda abajo, allá abajo, y lejos de la ruta. Pensé que el gordo iba a pagar con sangre el descalabro del camión, pero no, no ocurrió nada y Pierandrei, en el día mismo del despiste, caminaba el cuartel, pero sin hablar. No sé quién era el suboficial que iba con él en la cabina.

La anécdota quedó en la memoria, es más, en mi memoria también guardo el encuentro que tuve con Pierandrei, años después, en el hoy desaparecido cine Argos, sobre avenida Federico Lacroze. Yo estaba acompañado con la mujer que por años el ex soldado clase 62 Giordano, Oscar vio a mi lado: Beatriz. Habíamos ido a ver El león del desierto con Anthony Quinn y dirigida por Moustapha Akkad. Antes de que empezara la película recordamos el incidente del reo, pero Pierandrei no dijo nada nuevo, sólo atinó a admitir el hecho y a sonreír.

Pero la memoria falla y a la hora del trabajo de la escritura es bueno plantar un par de líneas (obvio: en un papel) enmarcando una posible escena o la forma de trabajar en la historia en un momento determinado.

Es terrible saber que la idea se perdió por no haber anotado lo mínimo esencial; muchas veces perdí esas iluminaciones por no haber anotado en el preciso momento. Las ideas que se van, jamás retornan.

Las mejores ideas, los mejores caminos a la hora de la escritura futura, aparecen entre mis pensamientos mientras me ducho en la mañana (creo que a Gabriel le ocurría lo mismo). Cuando la aparición es realidad comienza la carrera, el miedo. Repito el concepto hasta poder llegar hasta un papel y anotar. Bajo la ducha encontré pistas para varios de mis libros. Y entre la ducha y el papel perdí otras tantas oportunidades.

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Aparece entonces la marca, la señal, la idea, y entonces busco un papel. Anoté: el emilio de Oscar entra al libro.

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Giordano volvió al silencio. En la semana estuve tentado a llamar al trabajo y pedir con él. ¿De parte?, sería la pregunta obligada, y yo, con voz segura, respondería: suboficial mayor Romero.

Acabo de llegar al Viejo Agump; es definitivo: Rubén no trabaja más en el lugar. Desde el colectivo 15 pude ver el café donde voy a encontrarme con Oscar: su nombre: Calé, la esquina: Lerma y Scalabrini Ortiz.

Subordinación y valor está en sus primeros movimientos. La colimba también tuvo su tiempo de inicio. Fue período de instrucción, puedo contar muchas situaciones ocurridas en esos días, también puedo unir varias y fundar un día ficticio sobre la continuidad: de una u otra manera la escritura me lleva a la verdad, la mía, y a la criatura del doctor Frankenstein, una suerte de armador todopoderoso, un pequeño descubrimiento aparecido en estas páginas.

A las seis de la mañana empezaban los gritos. Arriba, a levantarse, y a quedar parados al pie de la cama. Después se escuchaba: vestirse, y había que mover las manos. Recuerdo que por las noches había que dejar los borceguíes al pie de la cama y sobre ellos las medias. Luego la orden era para hacer la cama. Eran minutos, la suerte del día dependía de esos momentos iniciales. A higienizarse, al baño, en fila hacia los piletones; el baño estaba dentro de la cuadra-dormitorio: grandes puertas vaivén de madera; azulejos blancos hasta el techo; piletones y canillas contra las paredes y piletones y canillas en una isla central que, como sabríamos después, era el púlpito preferido del cabo primero Berón de Astrada; un circuito de caño mantenía, en la altura, las duchas; privados: tres o seis puertas, no recuerdo con precisión.

Desayuno en el playón frente a la cuadra-dormitorio, o sea frente al escuadrón; el edificio se completaba con una sala de armas, un lugar para intendencia (ahí se guardaba la ropa), una oficina al frente en la que se llevaba la papelería (donde se confeccionaban

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las listas de guardia), la habitación para los suboficiales que estaban de semana (como Oscar, ellos tampoco salían de franco mientras duraba el servicio) y otra para el jefe del escuadrón: un capitán.

El desayuno consistía en simulacros de mate cocido o de mate cocido con leche, y pan, una especie de pan francés, pero chico, uno por cabeza; en poco tiempo supe de la importancia que el pan tenía en la vida del soldado.

Luego seguía la formación de la mañana. Todos firmes para saludar al capitán y proceder al aprendizaje, porque el soldado debía aprender a defender a la patria.

Durante el tiempo de instrucción, unos veinticinco días, podíamos terminar en el campo, bastante alejados del escuadrón, o muy cerca, sobre alguna calle, como la que llevaba al puesto de guardia del mástil, cerca del Reconquista; la aventura instructiva podía incluir la ida y vuelta al polígono de tiro, una excursión de día completo, una caminata de varios kilómetros.

Se formaron grupos a lo largo de la calle, unos veinte soldados para cada suboficial. Este día amanecía de instrucción cerca de casa. Recuerdo que sentía cierta ansiedad por tener en mis manos un fusil, no sé, quizá demasiado cine. Enseguida nos explicaron que el fusil era un FAL (fusil automático liviano); en Caballería se usaba el modelo paracaidista: con la culata, también metálica, rebatible, quedaba pegada sobre el cuerpo del arma.

El elemento humano que componía el escuadrón de defensores de la patria estaba compuesto por muchachos provenientes de la provincia de Buenos Aires, algunos de lugares cercanos a la escuela, pibes de la zona oeste, y otros que venían de más lejos. Recuerdo a Cobas de Capilla del Señor y a Bertoldi, pero de él aparece su apellido, él no viene con localidad adherida; de ambos guardo un buen recuerdo.

En convocatoria tan grande llegaban al cuartel muchachos de lugares distintos y con distintas capacidades y formación: a todos se les dio un fusil cargado con munición de guerra, con balas que podían matar, y que mataron.

Cuando nos enseñaban los secretos del fusil a un costado de la calle, un colorado grandote, cara de bueno, un muchacho que tenía como techo tecnológico la existencia del tractor, no llamó al arma por su nombre, dijo: Escopeta. El suboficial a cargo pensó y dijo: tagarna y le dio con la culata paracaidista en la cabeza. Fue una de las primeras sangres. Se llevaron al gringo a la enfermería y todo siguió como si nada.

En esos primeros días de instrucción supimos que ellos tenían la facultad de golpearnos hasta donde entendieran que estaba bien, de insultarnos como personas, de

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denigrar familias, y de mostrarse satisfechos de su proceder, esto último era un asunto de vital importancia: ser demostrativos era la prueba de la no existencia del soldado. En esos días se fijó en mí una sensación hasta ahí desconocida en mi vida: la de respirar dentro de una trampera infinita. Sentía que la colimba era una especie de reino eterno, absoluto, algo que tuvo principio, pero que no tendría fin. No es un error anotar que lo “sentía”, porque no lo pensaba, el frío estaba en mí. Era tal el descalabro humano que presenciaba que no podía imaginarme un final feliz. La noche de la humanidad existía y yo estaba dentro de ella. Me llevaron para aprender a defender a la patria, y creo que desde esos días, y a pesar de mi inconciencia, era un pibe que poco o nada sabía de la vida, empecé a preguntarme qué cosa era la patria. En un capítulo de mi Tango Novelado me pregunté por la patria, y ahora vuelvo al tema, quizá, y más allá de las necesidades del recuerdo, el motor de Subordinación y valor: la patria: mi patria o la de ellos.

La instrucción duraba toda la mañana; cuando estábamos cerca de la cocina, íbamos a comer y después se seguía con la actividad hasta, más o menos, las seis de la tarde.

Entré al servicio en febrero y el sol caía con intención asesina sobre Campo de Mayo. Nos derretíamos bajo el febo glorioso, la piel de las orejas comenzó a evaporarse, unas costras oscuras coronaban los pabellones auditivos: sol y puteadas a discreción.

El escuadrón marchó a la cocina con hambre y sed. Nos sentamos a las largas mesas, sacamos de las bolsas los equipos: plato metálico, jarro para el agua y cubiertos. Llegó el pan, un amigo, pero no llegó el agua. Existió la orden. Llegó la comida: locro. Había hambre y con el hambre no se jode. Comimos. Comí, yo que tanto elegía cuando tenía una vida y no sabía que la tenía. O mejor, tragamos, luego de tantas carreras y ejercicios, sí, tragamos y el locro era picante puro. La orden se mantuvo: sin agua.

Salimos del comedor, todos a los piletones que estaban detrás de la cocina para lavar los platos. Un suboficial a cada lado de los piletones, las canillas abiertas. Aquel que osara tomar agua mientras lavaba los platos integraría el pelotón fantasma de esa noche. Nadie quería ser compañía de los fantasmas. Nadie tomó agua.

Nos llevaron hasta el playón desde donde partimos en la mañana. Ahí quedamos, en formación, bajo el sol cercano a las tres de la tarde.

Los que no aguantaron y estaban entre los últimos intentaron tomar agua de los piletones donde tomaban agua los caballos. Pero eran descubiertos por los vigías y castigados en el momento, más la promesa de suplicio nocturno. Cayó un soldado, dos, varios: no aguantaban y se desmayaban. Recuerdo a un muchacho que estudiaba para cura, cayó al piso y le salía una espuma blanca de la boca. Nunca entendí muy bien por

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qué le pegaban tanto, cuando en todos lados dios aparece como socio de los militares. El caso es que él cobraba por querer estar al lado de dios y recibió hasta que le dieron la baja por causa médica.

Con seguridad, antes de volver a la instrucción, nos habrán dado agua, pero no tengo la imagen, guardé la barbaridad de la negativa. Aguanté, pensé aquella vez, y lo pienso cada vez que vuelvo a ese momento, y aclaro, por si algún lector piensa que estoy haciendo literatura, luego, que exagero, que no, que se equivoca, me estoy ajustando a los hechos. Guardo muchos momentos en mi memoria, algunos terribles y otros para aflojar la sonrisa, pero tengo en claro que quisiera no tener ninguno, nada que contar, como si nunca hubiese estado atrapado en la Escuela de Caballería.

La escritura salva, no sé dónde estaría o qué sería de mí sin ella. Escribir la colimba quizá sea otra manera de sobrevivir, de decir, otra vez, aguanté.

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Hace cinco años que escribo en el periódico del barrio: Desde Boedo. Escribo notas, a mitad de camino entre lo periodístico y lo literario, referidas a la ciudad o a algunos de sus personajes. Puedo escribir sobre la historia de Boedo, sobre las actividades de un personaje como Bombón en el Boedo presente. Puedo recordar encuentros con escritores como Pedro Orgambide o Nira Etchenique, y contar algún extra con personajes de visita en mi Buenos Aires como José Saramago. Es en esta actividad, en el trabajo para aprovechar de la mejor manera posible el espacio que me da Mario Bellocchio, el director, que me encontré escribiendo sobre el artista plástico Juan José Cartasso. Llegué a él a través de mi viejo, son amigos.

Fui a charlar con Cartasso un sábado a la tarde. Un placer, un aprendizaje. Volví a ver al artista cuando salió el periódico. Me regaló un grabado, y entre los trabajos que vi sobre la mesa había una fotografía de una de sus obras. Era una cara, pura oscuridad y sufrimiento. Pregunté si era posible quedarme con una copia de la foto. La imagen me impresionó, quería guardarme tanto dolor; no sabía por qué.

Cuando tuve la copia quedó apoyada contra mi computadora. Desconozco la razón

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que tuvo el artista para componer el trabajo, pero Cartasso me había contado que de joven había hecho muchos muertos, y si bien el pibe, el muchacho, no estaba muerto, su sufrimiento era de muerte.

Estos detalles cotidianos acompañaron las primeras páginas de Subordinación y valor. La foto ocupó su lugar transitorio sobre mi escritorio hasta el momento en que empecé a mirarla cada vez con mayor detenimiento: la cara del joven sale de la noche que en apariencia se guarda sobre la pared; creo o siento que tiene los ojos cerrados, que los cierra de dolor e impotencia; la boca abierta, un abismo más oscuro que la noche de la pared; labios gruesos; llanto casi seguro; una oreja se recorta contra la claridad que habita sobre un pequeño sector de la pared; la piel de la cara está invadida por la carcoma de la noche; la nariz es gruesa; un grito como único final posible para esa noche; y es el pelo corto el elemento que termina por revelarme la sustancia verdadera del grabado de Cartasso: un colimba, acaso, el rostro del soldado desconocido.

La imagen estaba en mis manos, ahora sabía que de no encontrar las palabras justas para contar un colimba, la obra de Cartasso podría ayudar, es decir, la imagen pasaba a ser parte del libro, quizás el motivo de tapa si es que alguna vez el texto llega a vestirse de libro. La foto salió del escritorio, ahora está dentro de mi carpeta de trabajo.

De ahora en más puedo hacer referencia al soldado Cartasso, a la expresión soldado Cartasso, para que el lector sepa, con absoluta seguridad, a qué me estoy refiriendo.

Cuando cuente los detalles de una de las primeras guardias podré anotar que un soldado sin nombre, anónimo, desconocido, tuvo en su cara la expresión del soldado Cartasso apenas un instante antes de hacer el disparo en la noche. Porque en Campo de Mayo se vivía en la noche.

12

Nunca vi el fantasma del Reconquista. Pero ahí estaba, todos lo sabíamos.La leyenda lo hacía auténtico; había que estar atento en el puesto de guardia del

mástil.

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El río Reconquista corría a unos setecientos metros del puesto. Se lo veía allá abajo, en medio de la hondonada, lejos y cerca.

Se decía que el fantasma recorría la orilla del río. Nunca tuvo identidad, no se sabía si era el fantasma de un soldado o de un militar, o por qué no, de un civil que simplemente había muerto en un accidente vial en ese tramo de la Ruta 8: salió del asfalto, como el soldado Pierandrei, y cayó al río para morir ahogado en sus aguas oscuras.

El río malsano era una señal acorde a la esencia de Campo de Mayo.

El fantasma debería ser blanco, blanquito, del color inmaculado de las almas en el cine, al menos así lo imaginé la vez que escuché a un soldado, que había estado de guardia la noche anterior, asegurar que lo había visto y que el susodicho existía y que estaba hecho de la más pura verdad.

Hacia la hondonada fui llevado por el destino. Creo que el rostro del destino era el de Pierandrei y estaba al volante de un Unimog. En el recuerdo no veo la cara o las tiras de ningún suboficial. Sospecho que había otro soldado, pero no hay apellido. La misión era ir a buscar algo en un lugar y llevar ese algo a otro destino dentro del mismo cuartel. Imagino que iríamos en camino cuando Pierandrei puso proa a la hondonada y el Unimog se zambulló en la barranca. El Unimog era, y debe ser todavía, un camioncito que parecía de juguete, parecía divertido, diseñado para jugar a cualquier cosa, incluso a los soldaditos. Pero más allá de su apariencia simpática, estaba diseñado para moverse en terrenos desparejos, accidentados.

El camioncito iba a los saltos en manos de Pierandrei. Todavía veo cómo la mancha del Reconquista se acercaba a través del parabrisas. Era una locura, todavía no me explico cómo pudo suceder semejante afrenta a la disciplina y que hayamos podido salir de ella con total tranquilidad. Nadie nos vio, como fantasmas correteamos camino a la orilla haciendo círculos, riendo, nosotros: los invisibles. Me pregunto si el fantasma del Reconquista temblará de la misma manera que un Unimog.

En el puesto del mástil estuve a punto de perder la vida o de al menos ganarme flor de golpe. Ocurrió en un segundo, hacia las tres de la mañana de una de mis numerosas guardias. Seguramente estaba con la mirada perdida en el movimiento de los autos, allá, en la Ruta 8 (estaba a unos trescientos metros del mástil), o, y para variar, mirando hacia el Reconquista a la espera de ver el fantasma. Giré en el momento justo, si giraba un instante después, el caballo desbocado me hubiese llevado puesto. Yo estaba parado en la oscuridad y de la misma oscuridad salió el animal asustado, como si él sí hubiera visto un fantasma.

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En ese mismo puesto de guardia descubrí, en pleno invierno, el frío que podía acumular el fusil en su cuerpo. En la instrucción nos habían enseñado que el fusil era nuestra novia. En medio de la nada y la soledad, una dama así jamás correría peligro.

En otra noche de guardia hice un ahorro. Ante un hecho inesperado había que avisar al puesto de guardia central, esa era la orden. Transitaba mi noche cuando hubo un choque en la ruta. Silencio. Quietud. Y entonces reaccioné.

Descolgué el fusil de la posición cazadora, o sea correa al hombro y el arma horizontal a la altura de la cintura, lo apunté al pedazo de cielo que le tocaba en suerte a ese lugar del paisaje, di el golpe de corredera para que la primera munición del cargador entrara a la recámara, cambié la posición del seguro: fue de cero a tiro a tiro, acaricié la cola del disparador, léase el gatillo, pero no disparé.

Otra vez en silencio y quietud. Un pensamiento había aparecido. Retiré el cargador del cuerpo del fusil, volví a colocar el seguro y di otro golpe de corredera: la munición rebotó sobre la calle. Corrí el seguro e hice el disparo con la recámara vacía. Volví el seguro a su lugar. Coloqué la munición nuevamente en el cargador y este ocupó su lugar en el fusil. Nada había ocurrido, sólo el choque a la distancia.

Decidí aguardar el relevo, cuando volviera al puesto de guardia daría la novedad del choque, que por otro lado no parecía ser gran cosa.

El soldado, al menos en los papeles, recibía una paga mensual, paga que habré recibido en forma efectiva dos veces en mis trece meses de servicio.

La excusa para que el soldado no cobrara se fabricaba a través de los días: pérdida de elementos del equipo y roturas varias a la hora del uso de las armas (no importaban razones previas: el soldado siempre debía pagar), y esto incluía toda aquella munición que se disparara fuera del polígono de tiro, o sea disparos perdidos en el cielo o disparos certeros sobre compañeros de armas.

No disparé al cielo para no pagar la munición.

Creo que mientras esperaba mi relevo volví la mirada hacia el Reconquista, porque nunca perdí la esperanza.

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Siempre miré hacia el Reconquista. Ni una sola vez dejé de buscar el fantasma.

Me gusta creer en la felicidad que hubiera experimentado de haber vivido entre casas y castillos encantados, en esos días en que se podía creer en fantasmas de manera total. Hoy sigo creyendo a pesar de la ciencia, quizá sea mi religión, mi costado fantástico, mi maravilla: el mundo de mis muertos amigos que aguarda oportunidades para hacerme señales, y que también me espera.

El mundo de la colimba era por demás oscuro, sin embargo pude encontrar el toque de otra realidad. Por eso el fantasma. Creo que esta manera de mirar el mundo se la debo a mis lecturas iniciadas en el encuentro con los dos libros pequeños que me regaló mi viejo: ellos me abrieron la puerta a la literatura fantástica. Los primeros nombres fueron Poe y Lovecraft, después siguieron: Lord Dunsany, Lafcadio Hearn, William Hodgson, Theophile Gautier, Robert Chambers, Ambrose Bierce, Sheridan Le Fanu, M. P. Shiel, y tantos más.

Hace pocos días, hablando sobre la escritura en una mesa de café, llegué, sin proponérmelo, a una especie de descubrimiento.

Me preguntaron si había transitado con mi escritura el mundo de lo fantástico. La pregunta era lógica luego de haber entregado datos precisos sobre mis primeras lecturas. Contesté que no, pero al instante tuve el principio de una idea que, además, podía graficar con un ejemplo reciente.

Caminaba hacia la parada del colectivo. Iba a La Viruta. Al cruzar la avenida Belgrano vi a un hombre sentado en una silla sobre la vereda del café que hay en la esquina. Pocas mesas, todas vacías. En una silla el hombre: viejo, un bastón apoyado en la mesa cercana, una mirada extraviada: miraba sin objetivos, sin interés, esa era la sensación: dudo que viera los autos, la esquina, la gente. Yo caminaba cercano al cordón de la vereda, otra persona era la que pasaría cerca del hombre que repartía volantes desde su silla. Miré justo en el momento en que la mano tomaba el volante y lo vi blanco, es decir, en blanco. Me llamó la atención y a los pocos metros vi sobre la vereda tres volantes: los tres estaban en blanco. Giré para mirar al viejo, seguía ahí.

La explicación lógica apuntaba a que había visto el reverso del volante cuando pasaba de mano en mano, y que la casualidad había dispuesto que los tres volantes de la vereda estuvieran con su lado impreso hacia abajo. Sin embargo, supe, al instante, que el

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viejo repartía volantes en blanco, tan blancos como su mirada.

En el ejemplo descubrí la influencia posible de mis lecturas fantásticas en mi escritura urbana. Escribo la ciudad, la calle, sus personajes, las memorias posibles. Gabriel me decía que Buenos Aires era el personaje principal en mis historias, y tenía razón, pero además siempre hay un rasgo, una señal, una aparición, que lleva otra sintonía. En mi escritura hay mayor espacio para la presencia de la casualidad que para la lógica causal; tal vez una posible mecánica para estructurar la escritura azarosa.

Escribo sentado a una mesa en el Viejo Agump; estuve, hará una hora, en otro café, charlando con el escritor Carlos Rigel y le contaba de mi descubrimiento. Rigel quedó atrapado en mi imagen callejera y mi ocurrencia. Dijo que podía ser un gran principio o un gran final para una historia. Pero, ¿qué historia? Escribila, me dijo. Ojalá que la desarrolle él dentro de su escritura, él sí que sabe de entrarle a lo fantástico.

Mi escritura quizás encuentra su registro a mitad de camino entre el Manuscrito encontrado en Zaragoza de Jan Potocki y las aguafuertes de Roberto Arlt. Por eso siempre estoy atento a los fantasmas y puedo ver viejos que reparten volantes en blanco en la ciudad.

Mientras esperaba a Rigel había decidido no venir a escribir al Viejo Agump. Pero cuando recordé lo sucedido y lo conté, aparecieron las ganas.

Ahora escribo como si el fantasma del Reconquista, que también habita, sorprendido por el azar y destino, en las páginas de Subordinación y valor, hasta aquí me hubiera traído.

14

Cuando había pasado la mayor parte de la instrucción, los soldados nuevos tomaron las guardias.

La experiencia instructiva había sido dura, y no podíamos ser todos iguales a la hora de procesar los castigos. En la relativa tranquilidad que deparaba la noche en la cuadra-dormitorio se escuchaban los llantos ahogados.

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El comienzo de las guardias originó hechos con distintos alcances a la hora de lo humano.

De Lupe se rieron todos. El grupo de relevo donde él estaba se encontraba formado frente al puesto de guardia principal. Las órdenes se sucedían: levantar el fusil apuntando al cielo, sacar el cargador lleno de municiones, dar dos golpes de corredera, sacar el seguro y percutar (disparar). Al estar vacía la recámara del fusil (nada podía haber entrado en ella porque el cargador había sido retirado), sólo se escuchaba el latigazo de la aguja de metal en la nada. Lupe, en su primera guardia, simplificó los tiempos: llevó el fusil hacia el cielo (no sacó el cargador), dio un golpe (uno solo) de corredera (al estar el cargador colocó una munición en la recámara), quitó el seguro y percutó.

Las hojas del árbol que tenía sobre su cabeza cayeron en los alrededores del fusil del estruendo. A Lupe le sacaron el arma y lo hicieron subir al árbol agredido luego de haber recibido algún tratamiento físico. Se pasó toda la noche habitando el árbol.

Todos se rieron de él y de su disparo con suerte. En ese puesto de guardia, en sus calabozos, se encontraba alojado un soldado clase 60: su disparo en el pasado había herido a otro colimba.

El grupo de guardia salía del escuadrón cerca de las seis de la tarde con el equipo y el armamento necesario para pasar la noche, y marchaba hacia el puesto de guardia principal. Desde allí partían los grupos para hacerse cargo de los otros puestos (uno estaba junto a la dirección de la Escuela y el otro en las cercanías del mástil y el Reconquista), que a su vez distribuían soldados de guardia en lugares clave del cuartel.

Al puesto principal correspondía el cuidado del polvorín. Hacia el lugar, ubicado sobre la calle principal, pegado a la talabartería y cercano al baño de tropa donde el sargento encontró a los amantes, se dirigió un soldado de la guardia nueva a tomar su puesto. El polvorín estaba ubicado en el centro de la Escuela.

El soldado llegó cuando la noche empezaba a hacerse dueña de la escena. Habló con el soldado que lo esperaba algunas frases sueltas, cotidianas; algún chiste, como siempre, buscando la fórmula perfecta para que el que llegaba encontrara aliento en la felicidad del que se iba.

El soldado recién llegado caminó frente al polvorín, sobre su vereda chica que llegaba hasta el portón de chapa; también caminó por el pasto que llegaba hasta la calle. Las cercanías del polvorín era a esa hora una zona deshabitada.

Pudo haber tenido ganas de irse a caminar en la tranquilidad que prometían los

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árboles cercanos, pero no, imagino que ya no tuvo más ganas de caminar ni de andar pensando en más salidas.

Se paró en la vereda del polvorín. Hizo los mismos movimientos que hice yo en el puesto del mástil mientras pensaba que debía avisar con un disparo que algo pasaba en la ruta. Pero el soldado no descargó el fusil, siguió adelante. Sacó el seguro y colocó la palanquita indicadora en función tiro a tiro. Apoyó la culata en el piso, frente a él. En ese momento creo que ya llevaba en su cara la expresión del soldado Cartasso.

No alcanzo a adivinar a qué lugar de su cuerpo pensó apuntar el disparo.

Los nervios, la posición incómoda y el retroceso del arma producido cuando es disparada, burlaron los planes y la munición entró a la altura de la cadera. En esa zona se produjo el destrozo. Los 7.62 milímetros, y por más que el plomo estuviera recubierto por la camisa metálica, son un golpe duro para el cuerpo humano.

El soldado sin nombre, lo guardo en mi memoria, que quiso suicidarse en la puerta del polvorín, no aguantó más; lo supimos en los días posteriores a través de los soldados que compartieron momentos con él. Éramos más de doscientos y no teníamos mucho tiempo para el cultivo de la amistad.

De casualidad fui testigo, varios meses después, del día en que el soldado fue a retirar el documento con la baja al servicio. Llevaba puesto un pulóver rojo y caminaba rengueando por el medio del playón.

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Es martes. Otro día en La Viruta y otro día en el Viejo Agump. Tengo la sensación de que cada vez me siento menos a gusto en este café. Rubén desapareció, el mozo nuevo está más ocupado con la chica de la cocina que con los clientes. Me trajo el café tibio.

En dos lugares de Subordinación y valor nombré a Gabriel. Claudia, mi amiga bogotana, se preocupó de que no aclarara quién era el Gabriel al que se le ocurrían ideas relacionadas con la escritura bajo la ducha, y el mismo que me decía que Buenos Aires era en mis libros el personaje principal. Le contesté que era una manera de plantar las páginas

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futuras de este libro, que lo hacía a propósito, necesitaba invitar a Gabriel porque lo creía necesario al momento de esta escritura. La misma mecánica utilizo al nombrar La Viruta, una manera de establecer pequeñas marcas que hoy siento como necesarias.

Gabriel es Gabriel Montergous, escritor, dueño de una prosa y de una voz propia notable, y uno de mis maestros de escritura. Anoto maestro, pero no de puntos y comas, sino de filosofía en relación con el trabajo. Tuvimos horas de charla de café en torno al compromiso con el oficio, la ética y las búsquedas internas. Aprendí mucho de él, aprendí cuando lo escuchaba y aprendí cuando él era el que escuchaba: fue él quien me enseñó a escucharme.

Fuimos amigos ocho años. Falleció en 2003 y extraño a mi amigo.

Hace unos días Mónica estuvo en Buenos Aires. Por unos días dejó La Caramba, la casa para los amigos que ella y Gabriel pensaron y construyeron durante años, ubicada en las Sierras de los Comechingones, a tres o cuatro kilómetros de Merlo, provincia de San Luis.

A ella le pregunté por Gabriel y la ducha, la duda había aparecido y no quería anotar algo que no fuera cierto. Ella no recordaba que a mí me pasaba lo mismo. Me dijo que sí, que así era.

Gabriel escribía en el aire de la ducha, pero no tenía problemas con la posible desaparición del dato: No, Gabriel tenía una memoria impresionante. Me contó que salía de la ducha y le decía que ya tenía resuelta la cuestión. Una vez dijo: Negrita, ya tengo el título. Polo y los dispersos, Nudos de hierro o Contar la vida: pude haber preguntado cuál, pero decidí no hacerlo, precisamente para escribir esta línea donde aparecen los títulos de las tres novelas de Montergous.

Durante años fui de vacaciones a La Caramba. Ahí compartí muchos momentos con mi amigo: charlas en la galería con la vista puesta en el Valle del Conlara, al atardecer, en sobremesas, en caminatas por el parque o por los lugares de los alrededores de la casa: todo tan verde (de otro verde).

Porque mucho verde encontré en el campo de Campo de Mayo. No había sierras, apenas el barranco del Reconquista, pero la tierra era verde.

Siempre digo que el dato me sorprendió, yo no sabía que los cardos salvajes pudieran alcanzar la altura de un hombre o superarla. Estaba acostumbrado a los cardos, o mejor dicho, a los carditos del costado de la vía en Martín Coronado. Cuando me encontré rodeado por esos gigantes flacos, de cuerpo verde y pompón violeta en el

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sombrero, miré extrañado. Claro que nunca imaginé que a muchos militares se les iba a ocurrir dar la orden: ¡cuerpo a tierra!, cuando los cardos altos eran multitud. También ignoraba las virtudes culinarias de su flor violeta que, encerrada en un cabezal espinoso, se transformaba en un chupetín de campaña, así lo llamaban. El castigo para el soldado consistía en meterse la flor en la boca. Tengo la suerte de desconocer el sabor de tan atractiva golosina. Tampoco estaba al tanto del ego de esos mismos cardos: el castigo consistía en que el soldado se arrodillara frente al cardo y aplaudiera con ganas el tallo, las ramas, es decir, toda la humanidad del susodicho vegetal. Hoy desprecio el aplauso fácil, pero en mi pasado aplaudí cardos.

En La Caramba trabajé con gran provecho y tranquilidad en varios de mis libros. En la planta alta, en la biblioteca de la casa, en el escritorio de Gabriel Morir por Perón fue tomando forma a través de los años. Cada ventana de la biblioteca da sobre el verde de árboles o el verde de la montaña cercana.

Me gusta escribir en ambientes donde me siento a gusto, el Viejo Agump parece ir dejándome de lado.

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La escritura se hace marca, rastro, y guarda un lugar en el tiempo y en el espacio. Rastro en hojas manuscritas y rastro en un libro: en un cajón, en la memoria de la computadora o en el estante de la biblioteca.

La sucesión de escrituras en la escritura se hace compañía, y cada línea aparecida lleva la sustancia de la marca.

Casi desde el principio sé el título de este libro. Lo anoté directamente en la pantalla: Subordinación y valor, y una bajada entre paréntesis: (para defender a la patria). La sensación posterior fue de tranquilidad: ahí supe que estaba bien.

Cuando la tropa se encontraba formada (mi recuerdo apunta a formaciones importantes: con oficiales de alto rango en una fecha histórica), el militar que tenía la palabra mandaba: ¡firmes!, luego gritaba: ¡subordinación y valor!, y la tropa contestaba:

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¡para defender a la patria!

Siempre las mismas preguntas: ¿qué es la patria?, ¿de quién es esta patria? Al preguntarme también anoto marcas.

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Escribo en el Bar de Cao. Hace quince días que no me sentaba a escribir en el papel, sí seguía de escritura en el aire, entre las ideas. Debido a este paréntesis, las noches en La Viruta no fueron precedidas por mi trabajo en el Viejo Agump.

Estoy en el Cao de Matheu e Independencia, a unas cuadras de mi departamento. En este café escribí los capítulos finales de Morir por Perón; en ese entonces vivía un poco más lejos, pero igual caminaba hasta el lugar, casi cien años de historia me hacían muy buena compañía.

No me asusta dejar de escribir en el papel durante un tiempo. Creo que es algo natural, parte de un sano sube y baja emocional que me mantiene atento: nunca en el fondo del tacho de basura, jamás en la miseria de habérmela creído. La ausencia de trazo puede estar acompañada por causas varias: la más común es la falta de tiempo, pero también la razón puede ser la falta pura de ganas, la falta de impulso, porque sólo escribo cuando el impulso me lleva al papel o a la computadora: cuando voy de sospecha feliz hacia la tinta por venir.

Durante la no escritura envié los capítulos restantes a Claudia, la bogotana, mi amiga. Me gusta contar con dos o tres lectores en el tiempo que dura mi mientras tanto de escritura, y uno de ellos es Claudia, que se transformó en referente básico para mi trabajo. Leyó Miedo de almanaque, la historia anterior a Subordinación y valor, a medida que yo escribía. Le enviaba de a cinco capítulos, y ella decía reeditar la manera de leer novelas de su abuela y de su madre: Por entregas, me escribió en un emilio.

Primero recibí un mensaje, decía al principio: ¡Hola! No sé qué voy a hacer contigo, he pensado seriamente no volver a dirigirte la palabra, mmmmm, estoy muy indecisa ¿Entonces, cualquier estupidez que diga saldrá en Subordinación y valor? Bueno, sé que no es cualquier