speamann robert limites acerca de la dimensión Ética del actuar
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20
E L A T E N T A D O C O N T R A E L D O M I N G O *
(1989)
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19-02,ura .
El artículo 140
de la Constitución de la República Federal de Alemania di
asumiendo el artículo 139 de la Constitución de Weimar: «El domingo y los días f
tivos reconocidos por el Estado seguirán estando protegidos por la ley como días
descanso laboral y de elevación espiritual». «Elevación espiritual»: esto suena
nuestros oídos como algo pasado de moda. Sin embargo, esa expresión tiene un s
tido bastante preciso, que aclararemos en lo que sigue. Otra palabra más de ese artí
lo de la Constitución merece mención especial. El artículo no dice que el domin
está
o
es
protegido. Dice que
sigue
protegido. En aquel entonces eso tenía probab
mente el significado práctico de que seguían en vigor las correspondientes dispo
ciones legales de la época prerrepublicana. Se deseaba excluir equivalentes del d
mingo. Pero esa palabra recuerda también que el domingo no es creación del Esta
sino un elemento de nuestra civilización mucho más antiguo y fundamental y que
debe su existencia al Estado, por más que necesite que este último lo proteja. En
aspecto es comparable a la institución de la familia.
Que, sin embargo, hoy en día la protección del domingo haya pasado a ser ob
to de controversias se debe ante todo al hecho de que los nuevos métodos de produ
ción hacen que la interrupción de la misma acarree más pérdidas que antes. Surge
pregunta de si el domingo no podría estar a disposición de la producción en ma
medida que hasta ahora. En ocasiones se utiliza a modo de sustitutivo —además
un incremento de los ingresos— el señuelo de una mayor flexibilidad en la distri
ción del tiempo libre.
En las cuestiones cuya respuesta es de relevancia práctica todo depende, por
gla general, del modo en que se formulen y en que se repartan los deberes de fun
mentar. En esa formulación inicial y en la distribución de los deberes de fundam
* Título en alemán:
Der Anschlag auf den Sonntag.
Publicado originamente en
Die Zeit,
19 de mayo de 1
y posteriormente en: LAFONTAINE, O.,
Das Lied ron Teilen. Die Debilite über Arbeit and politischen Neubeg
Hamburg. 1989. pp. 242-251, con el título
Schutz des Sonntags.
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262 - Temas de nuestra época
El atentado contra el domingo -
tar hay siempre una decisión previa. Precisamente en el caso que nos ocupa es im-
portante ser plenamente consciente de esa decisión previa.
Para seres humanos libres no existe algo así como constreñimientos materiales
absolutos. En todo constreñimiento material se esconde ya una voluntad guiada por
determinados deseos, valoraciones y preferencias. Si en la calle está diluviando y no
tengo paraguas, es probable que diga: «Ahora no puedo ni asomarme a la puerta».
En realidad, eso quiere decir, obviamente: «No quiero ni asomarme a la puerta por-
que no quiero calarme hasta los huesos». Pero puede muy bien suceder que tenga
que llegar a una cita más importante que el deseo de permanecer seco. En ese caso
desaparece inmediatamente el constreñimiento material, y sobre lo único que refle-
xiono es sobre cómo minimizar los daños. Los constreñimientos materiales se deri-
van de decisiones y valoraciones previas. Y quien trata los constreñimientos mate-
riales como si fuesen algo absoluto, o bien no es consciente de ello o bien quiere
ocultar conscientemente esas decisiones y valoraciones. Los hechos y los datos no
se convierten en factores relevantes para la praxis hasta que se los inserta en un con-
texto práctico ya existente, en un marco de decisiones tomadas previamente y de ob-
jetivos prefijados.
Por ello, lo primero que hay que decir acerca del actual debate es esto: hay dos
preguntas enteramente distintas desde las cuales se puede debatir la situación actual.
Una rezaría así: «¿Qué podemos y tenemos que hacer para mantener la protección
legal del domingo como día de descanso laboral y de elevación espiritual en unas
condiciones que han cambiado, y, quizá, darle incluso una configuración más efecti-
va que hasta ahora?». La otra pregunta rezaría de manera muy distinta, a saber:
«¿Bajo qué condiciones deberíamos estar dispuestos a restringir más que hasta aho-
ra la protección legal del domingo, y qué equivalentes estaríamos dispuestos a acep-
tar?». Si la decisión acerca de cómo debe rezar la pregunta no se toma de antemano,
faltan las coordenadas dentro de las cuales los hechos que se mencionen puedan ad-
quirir relevancia. En ese caso, las preguntas no arrojan luz alguna acerca de lo que
hay que hacer. Con todo, existe el peligro de que sin una decisión expresa y cons-
ciente como ésa se imponga la segunda forma de la pregunta, a saber, la que termi-
nará produciendo un nuevo vaciado de la Constitución. Pues hunde sus raíces en una
poderosa tendencia social general. Oponerse a las tendencias dominantes tiene para
muchas personas que comparten una determinada visión de la historia el regusto de
lo que no sirve de nada, de lo que mira al pasado, de la quijotada.
Sin embargo, hemos de tener claro que todo lo humano del mundo, toda estruc-
tura, todo derecho ha sido obtenido tras dura brega contra las tendencias dominan-
tes. El curso universal de las cosas es formulado por el segundo principio de la ter-
modinámica. Dice éste que el automatismo de toda evolución no guiada aboca a la
desestructuración, al desorden, a la nivelación, y al final a la muerte. Todo lo orgá-
nico, toda vida, todo lo humano va en una dirección opuesta. El Estado de derecho
es un gran intento emprendido contra las tendencias dominantes, contra lo que pasa-
ría por sí solo si no lo contrarrestásemos. Lo que acaba imponiéndose por sí solo, es
siempre la ley del más fuerte. Si tenemos una legislación antimonopolio es porque
sabemos que a la economía de mercado le es inherente una tendencia a su autoelimi-
nación que ya conocía Karl Marx y en la que tenía puestas grandes esperanzas. Pre-
cisamente a esa tendencia a la autodestrucción es a lo que nuestra ley trata de op
nerse.
Y ante una tendencia como ésa a la autodestrucción de nuestra civilización
ante lo que nos encontramos cuando se desea poner el domingo a nuestra libre di
posición. Sin embargo, que se discuta al respecto no es necesariamente dañino. Pu
de llevarnos a recapacitar sobre su sentido y a un nuevo esfuerzo por darle una co
figuración razonable.
El más peligroso ataque contra el domingo toma la forma de una pregunta
apariencia inocua, pero que en realidad está llena de malicia: «¿Cuánto nos cuesta
domingo?». Este ataque tiene los mismos efectos que el de la vieja dama en la ob
de Dürrenmatt
La visita de la vieja dama.
La vieja dama sencillamente ofrece
premio de una cuantía exorbitante por la muerte de un hombre con el que tiene u
cuenta que saldar. Los conciudadanos de ese hombre empiezan rechazando con gr
indignación tan inmoral propuesta. La dama se marcha de viaje, pero la oferta va a
tuando como un lento veneno. La suerte está echada en el momento en que los co
ciudadanos empiezan a preguntarse cuánto les cuesta a todos ellos en general y
cada uno en particular la vida de ese hombre. La verdad es, por supuesto, que no l
cuesta absolutamente nada, ya que el hombre no exige nada de ellos. Pero el pecad
original se comete en el instante en que extienden la forma económica de pensar, s
gún la cual el lucro cesante es una pérdida, a la vida de una persona. Por así decir,
lo han matado con el pensamiento, han cobrado el dinero correspondiente y tienen
sensación de que se verían obligados a devolverlo si dejan con vida al hombre. Y e
les parece demasiado caro. Cien millones por un hombre, ¿no es eso demasiado?
Ante un cálculo así planteado, es claro que el hombre está perdido.
Y ante un cálculo así planteado, también el domingo está perdido. La pregunt
«¿Cuánto nos cuesta el domingo?», o «¿cuánto estamos dispuestos a permitir q
nos cueste como mucho?», es una pregunta malévola y que ya es ella misma el aten
tado decisivo contra el domingo. Pues el domingo es domingo precisamente graci
a que no cuesta nada y —en sentido económico— no produce nada. Y la pregunta
cuánto cuesta su protección como día en el que no se trabaja presupone que con
pensamiento ya hemos transformado el domingo en un día laborable y después ca
culamos los ingresos que perdemos si renunciamos a ese día laborable.
Pero precisamente ese cálculo ha destruido ya el sentido fundamental que def
ne al domingo en los países cristianos, al sábado entre los judíos y al viernes en el I
lam. Ese sentido reside en que el domingo no es parte del sistema funcional de nue
tra atención a las necesidades de la existencia. Ese día no somos siervos, sin
señores. No buenos para algo, sino que sencillamente existimos y todo lo demás qu
es bueno lo es para nosotros. Como puede que alguien recuerde, los nacionalsoci
listas habían creado una organización de tiempo libre que llevaba el nombre de
Kra
la alegría, y escribí en una redacción escolar que en realidad la fuerza de trabaj
existe para la alegría, y no la alegría para la fuerza de trabajo. Después de ponerm
** «Fuerza, energía gracias a la a egría». (Nota de los T.).
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264 - Temas de nuestra época
El atentado contra el domingo
un 10, el profesor arrancó la redacción del cuaderno. En caso de inspección, podría-
mos tener dificultades.
El domingo representa en nuestro ritmo vital lo que no es funcional, «bueno para
algo», sino que, antes bien, da a toda funcionalidad su sentido. En contra de ello
existe el argumento de que esos elementos de la vida no funcionales son cuerpos
extraños arcaicos que no sirven más que de obstáculo en el progreso hacia una hu-
manidad pacificada. El libro del psicólogo norteamericano Skinner
Más allá de la li-
bertad y la dignidad
caracteriza la libertad y la dignidad humana como residuos irra-
cionales de ese tipo que para una perfecta organización racional de la sociedad
constituyen más bien un obstáculo. La pregunta es, sin embargo, a quién de nosotros
le gustaría vivir en el totalitario mundo de Skinner, en el que solamente hay trabajo,
consumo y bienestar manipulado, mientras que ni siquiera está permitido formular
preguntas acerca del sentido de ese conjunto total. Es verdad: libertad y dignidad hu-
mana son conceptos «místicos», si por «místico» entendemos lo que no se puede de-
finir funcionalmente, por su utilidad para conseguir fines, sino que representa en sí
mismo el fin. Todo pueblo, toda civilización vive en su núcleo de un elemento mís-
tico o sacral de ese tipo. Todos nos estremecemos al hablar de hombres para los que
nada es sagrado, para los que todo se puede emplear para otra cosa distinta y la úni-
ca cuestión que se plantea es si algo es o no adecuado para conseguir determinados
fines, sin que exista un fin en sí mismo. Allí donde en el centro de una cultura no
existe lo místico, lo sacro, todo resulta posible; todo valor tiene su precio. Pero el
precio de lo sacro, de lo incondicionado, es siempre demasiado alto. ¿Cuánto nos
cuesta no tener esclavos? ¿Cuánto nos cuesta no hacer experimentos con seres hu-
manos? ¿Cuánto nos cuesta destinar suelo a cementerios? ¿Cuánto nos cuesta dejar
con vida a los ancianos y a los discapacitados mentales?
Cuando la Constitución caracteriza el domingo como día de «elevación espiri-
tual», eso quiere decir primero y sobre todo: es el día en que nos elevamos por enci-
ma de los constreñimientos materiales de la vida cotidiana y celebramos la vida mis-
ma. Se podría objetar: para ello sólo hace falta un día libre cualquiera. No tiene por
qué ser el mismo día para toda la sociedad. Pero eso es por completo erróneo. El
tiempo libre no se puede consumir individualmente. La celebración es algo que se
hace en común. Nadie puede celebrar algo exclusivamente consigo mismo. El do-
mingo como centro de la vida de una nación es, en cuanto día festivo común, lo que
impide la transformación del pueblo en una cooperativa individualista de producción
y consumo. La resistencia contra esta transformación se forma hoy en los distintos
planos. En buena medida, la denominada cultura alternativa no es otra cosa que la
reacción ante la pérdida de los elementos no funcionales de nuestra civilización y un
sustitutivo de los mismos. No podemos querer esa escisión de nuestra sociedad en
ciudadanos bien adaptados y «pasotas». El domingo ha consistido desde hace mile-
nios en que el pueblo en su conjunto «pasa» del mundo de los constreñimientos ma-
teriales que determinan inevitablemente nuestra vida.
El origen del domingo hunde sus raíces en la oscuridad mítica. Su santificación
se exige en el tercero de los Diez Mandamientos. Y qué puede significar el descanso
sabático, se puede experimentar todavía en el actual Israel. La Biblia fundamenta el
descanso del séptimo día en el descanso de Dios el séptimo día tras la creación de to-
das las cosas. Esto significa que el séptimo día Dios contempló todo lo que había
cho «y vio que era muy bueno». Y después se dice, extrañamente: «Y el séptimo
Dios consumó la obra que había hecho». ¿Cómo así? ¿No se acaba de decir qu
séptimo día descansó?
Precisamente ésa es la respuesta. Es el descanso de Dios, su contemplación
mundo, su alegría por él, lo que consuma su obra. Sólo en ese «y vio que era m
bueno» reside la consumación. El descanso del sábado y del domingo cristiano
sido entendido siempre como imitación del descanso de Dios. No meramente co
pausa para cobrar aliento, sino como el día en el que el mundo encuentra propiam
te su sentido. Ese día no hacemos que otros contemplen los frutos de nuestro tra
jo, sino que los contemplamos nosotros mismos. Es decir, no somos siervos, sino
ñores.
Marx dijo en cierta ocasión que los filósofos se habían limitado a contempla
mundo y que lo que había que hacer era transformarlo. A eso sólo cabe replicar
cambiará el mundo a mejor ningún cambio que no lo cambie de tal modo que a
valga más la pena contemplar el mundo. (Dado que la filosofía realmente se limit
contemplarlo, Hegel la denominaba «el domingo de la vida»). Que el domingo e
día en que se hace presente el sentido de la vida, significa que desde siempre ha si
el día de la veneración colectiva de Dios. Pues bajo el nombre de «Dios» se ven
lo que está situado frente a todo lo meramente funcional y lo precede, lo incondic
nado, sin lo cual expresiones como «libertad», «dignidad humana», «carácter sag
do de la vida», etc. pierden su estatus. Por ello, no sin razón ha puesto la Consti
ción en su preámbulo la responsabilidad ante Dios. El domingo es el modo en que
los países de origen cristiano, es decir, en los países de Europa, en los países de
gen griego, romano, germánico, céltico y eslavo se realiza simbólicamente la pres
cia de algo incondicionado, santo, de lo que no se puede disponer arbitrariamente
Que de hecho en nuestro país solamente una minoría de personas vaya los
mingos a la Iglesia, no cambia en nada las cosas. Esa minoría no es una mino
cualquiera, sino una minoría cuya praxis es de fundamental importancia para nu
tra cultura como un todo. También es un hecho que la gran mayoría de nuestro p
blo pertenece a una Iglesia cristiana, recurre a sus servicios en estadios decisivos
su vida y no querría renunciar a sus múltiples prestaciones sociales. Y además s
una pequeña minoría de aquéllos de nuestros conciudadanos que nunca asisten a
oficio religioso estaría de acuerdo con que las viejas iglesias fuesen destinadas a
nes ajenos a los suyos originales y se transformasen en espacios profanos. Ah
bien, el núcleo de las iglesias no es lo que la mayoría estima en ellas, sino la vene
ción dominical de Dios. La minoría que le da continuidad mantiene vivo algo que
la mayoría no le gustaría perder. Y, por lo demás, la idea de la representación vic
ria, asimismo mística, ha sido siempre una idea central para el cristianismo y u
forma central del actuar religioso.
Me parecía importante hablar del sentido religioso, místico, es decir, no func
nal del domingo. Lo primero que mueve a la mayoría de las personas cuando mu
tran interés en la conservación del domingo no es esto. Son los amplios efectos
esa fiesta, que también experimenta quien nunca ha preguntado por la razón de
mismos. Pero el efecto más importante es probablemente el de que ese día reúne
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El atentado contra el domingo
266 - Temas de nuestra época
las personas en formas primarias de socialización que no están condicionadas por las
necesidades de la división social del trabajo: familia, amistad, asociaciones, depor-
te, vecindad. Y también la comunidad de ideas políticas encuentra su realización una
y otra vez el domingo. Que nuestras elecciones al Parlamento se celebren en domin-
go, tiene asimismo su buen sentido. Trasladarlas al sábado, oscurecería ese sentido.
Pues las elecciones al Parlamento son los acontecimientos en los que cada par de
años el pueblo se hace presente soberanamente como totalidad. Precisamente porque
las elecciones son algo distinto de las encuestas de opinión es por lo que se deben ce-
lebrar en domingo.
Ahora bien, existe aún una última objeción de peso contra la prohibición de tra-
bajar el domingo, a saber, la referencia a que a esa prohibición ya se hacen numero-
sas excepciones, a que ya casi cuatro millones de personas trabajan los domingos.
Posiblemente esos cuatro millones sean ya demasiados. ¿Dónde está escrito que el
trabajo dominical tiene que ir extendiéndose progresivamente conforme a una ley
secreta? Hay
una sola
ley de ese tipo, a saber, aquella misma ley de la entrópía con-
forme a la cual todo tiende a un estado de la máxima desestructuración, nivelación y
desorden posibles, a no ser que determinadas fuerzas contrarresten ese proceso. Toda
la cultura descansa en esa acción en la dirección contraria. Y, así, no cabe duda de
que el legislador tiene que contrarrestar de cuando en cuando la ya iniciada decaden-
cia y revisar con arreglo a normas más estrictas el permiso para trabajar el domingo.
Para ello cabe aplicar dos criterios. Hay tipos de trabajo que son necesarios para
conservar la vida y para conservar los centros de producción. Es necesario impedir
que las minas se aneguen, y las universidades, al igual que las fábricas, precisan vi-
gilancia día y noche. Y, sobre todo, a los enfermos hay que atenderlos también los
domingos. «¿Quién de vosotros», dice Jesús en el Evangelio, «si se le cae su buey en
una zanja no lo sacará de ella aunque sea sábado?». A este respecto se da hoy inclu-
so un exagerado dejar aparte el domingo, o, dicho con más exactitud, el «fin de se-
mana», pues el sábado, de modo totalmente injustificado, cada vez se equipara más
al domingo. Cuando ya no se permite que nazcan niños en domingo, o que en las clí-
nicas fallezcan enfermos en domingo, estamos ante una perversión detrás de la cual
no se halla naturalmente algo así como la protección del domingo, sino sencillamen-
te una errónea comprensión del tiempo libre por parte de unos meros ejecutantes de
una serie de tareas que —resulta evidente— no tienen ningún apego interior a la pro-
fesión de que se trate en cada caso. Pero esas tareas de conservación son netamente
distintas de las actividades de producción.
En Israel me impresionó mucho la respuesta que recibí a la pregunta que hice en
un kibbutz sobre el trabajo los sábados: «Ordeñamos nuestras vacas, naturalmente,
porque es necesario para las vacas y para el mantenimiento de la producción de le-
che, pero nunca vendemos la leche ordeñada en sábado. Antes que hacer negocio
con ella, preferimos tirarla». No digo que los cristianos deberían hacer algo similar.
Aceptarán con agradecimiento como don de Dios la leche así obtenida. Pero los ju-
díos por su parte perciben muy bien el peligro que corre de que le salga el tiro por la
culata a quien no se preocupa de otra cosa que de llenarse el bolsillo.
La segunda parte, muchísimo más importante, del trabajo dominical es el traba-
jo no sólo
el
domingo, sino
para
el domingo. El párroco, el sacristán y el organista
trabajan para el domingo. Pero también quienes ponen sobre la mesa la comida
domingo. (¿Tienen que ser siempre las madres, que ya hacen lo mismo durante l
mana?). Todos los que mantienen en funcionamiento los medios públicos de tr
porte, todos los que trabajan en el ramo de la hostelería. Sin duda que también e
trabajan el domingo para ganarse la vida. Pero lo hacen con trabajos que para
chos hacen el domingo más dominical. Y sólo cuando y en la medida en que a
hagan está justificado trabajar el domingo.
En cambio, todo lo que exceda esas dos categorías es un atentado contra el
mingo e infringe su protección constitucional.
Y en lo que se refiere a los métodos de producción que si se excluye el domi
conducen a pérdidas, la pregunta sólo puede rezar así: ¿cómo solucionar ese pro
ma desde la premisa de que el domingo sencillamente no está disponible? ¿Por
—cabría preguntar— se desarrolla un método que sólo puede ser rentable bajo
misas irreales? Eso no lo hace en otros campos ningún técnico que calcule racio
mente. Empieza teniendo en cuenta los datos y desarrolla sus procedimientos a
diendo a esos datos. Las centrales hidroeléctricas carecen de sentido en un país
agua. Parece evidente que ya al diseñar esos procedimientos alguien tiene que ha
especulado con un séptimo día laborable que en nuestra cultura no existe.
Pero también ahora el problema se puede solucionar desde un completo res
al domingo, siempre y cuando el legislador parta de que no está en condicione
disponer de ese día. Afortunadamente, el hombre, sobre todo en una sociedad
una economía libres, posee una inventiva inaudita. Hay una sola condición par
hallazgo de soluciones: es necesario ser consciente de que se está entre la espad
la pared y de que no se dispone ya de una solución más fácil.
¡Qué asombrosas invenciones se hacen durante las guerras La conciencia
lógica de los últimos años ha señalado a la industria caminos enteramente nue
dado que repentinamente ya no están a nuestra libre disposición recursos natur
que sí lo estaban hasta ahora. Y durante los últimos años nos hemos ido hacie
cada vez más conscientes de que la naturaleza es algo distinto de una mera fuent
recursos para la productividad humana. Ya no está permitido talar árboles antig
en las ciudades. Quedan excluidos del cálculo de beneficios y gastos, como real
des que son de las que no podemos disponer a nuestro antojo. Y precisamente la
neración más joven insiste en quedar al margen de ese cálculo. El domingo es co
un árbol a cuya sombra estamos acostumbrados a descansar desde siempre. No
disponible además como fuente de recursos. Sólo cuando eso quede claro sin re
ros ni distingos, y sólo entonces, encontraremos caminos para vivir también sin
séptimo día laborable.
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ACERCA D E LA DISCUSIÓN FILOSÓFICO-TEOLÓGIC
SOBRE LA BOMBA ATÓMICA*
(1960)
Las discusiones filosófica y teológica de los problemas que han surgido de
a las nuevas armas se mueven en dos planos del problema distintos. Uno de los
nos es el moral. En él se pregunta: «¿Qué debemos hacer? ¿Qué no podemos ha
¿Es lícito arrojar bombas atómicas? Si lo es, ¿cuándo? Si no, ¿se las puede fab
como medio de intimidación? Y si tampoco esto, ¿cómo puede hoy en día un po
co cumplir con su responsabilidad por la seguridad del Estado?». Esta formula
casuística abstracta del problema encierra algunas dificultades. Cae en antinom
si es que acaso alcanza a encontrar unos patrones razonables para abordar el as
Bien pudiera ser que con una de tales preguntas sobrepasáramos el límite de lo
ticular, de lo histórico-individual, más allá del cual, según Aristóteles, ninguna
ría filosófica general está autorizada a decir nada. Pero ¿,no perderá su razón d
lamia distilción clásica de lo general_ylo particular allí donde algo articu
como la bomba atómica, empieza a atentar contra loienerai,
-
Catraef genus h
num mismo,
ya sea mediante su aniquilación, ya sea mediante la mutación de l
pecie?
Asoma aquí un punto de vista que se caracteriza por observar lo único, con
to, como momento —no como «caso»— de lo general. Es la perspectiva de la
sofía de la historia. En ella se pregunta aproximadamente: «¿Qué significa pa
humanidad la nueva posibilidad de autoaniquilación universal de la humani
¿Qué sentido tiene?». O, de manera más comedida: «¿Qué cambio para la existe
del hombre sobre la tierra se deriva del hecho de que en adelante esa existe
transcurra "bajo la sombra de la bomba"?». Pues esto está claro: Así como la po
lidad del suicidio es también relevante desde el punto de vista antropológico
cuando no se haga uso de él, de igual modo la posibilidad del aniquilamiento un
* Publicado con este título
(Zur philosophisch-theologischen Diskussion um die Atomhombe) en: At
Kompfmittel sud chrisdiche Ethik. Diskussionsbeitriige deutscher Kutholiken,
München, 1960, pp. 77
-
100.
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272 - Temas de nuestra época
Ila razón que ha fundado también las viejas instituciones de la humanidad? La pre-
gunta racional acerca de las metas cuya persecución forma parte del ser hombre del
hombre difícilmente puede quedar anticuada, tampoco ante un hecho como la bom-
ba atómica, a no ser que tengamos al hombre mismo por anticuado.
Entre todos los autores quizá sea Julius Ebbinghaus el que con más sencillez y
claridad ha mostrado hasta qué punto el problema
moral
de la guerra atómica no es
tan nuevo como parece
. Para él, la pregunta por la licitud de la guerra atómica es
parte de la pregunta dési es lícito utilizar armas para el aniquilamiento de la pobla-
ción civil, es decir, llevar a cabo una guerra de exterminio. Ebbinghaus —siguiendo
a Kant— responde rotundamente que no, y no quiere que esa negativa admita ningu-
na duda en absoluto. La guerra de exterminio «contradice el derecho de los pueblos,
que constituye el derecho de gentes, a existir en relación unos con otros»
6
. La canti-
dad de personas contra las que se dirija la guerra de exterminio no marca ahí ningu-
na diferencia
-
Tündamental. La guerra total desarrollada en la Segunda Guerra
un-
dial fue ya una «vergüenza para la humanidad». «Pero si» —continúa Ebbinghaus-
«la utilización
de armas para la aniquilación de la población civil es contraria al de-
recho de gentes, se sigue de ahí que también es contraria al derecho de gentes cual-
,
quien
arma misma
cuyos efectos, por su propia naturaleza, no se puedan limitar aTh
-
eth tomilitares. Armas de ese tipo no pueden emplearse bajo ninguna circunstancia.
Tampoco para vencer al ejército de un tirano que haya cometido multitud de críme-
nes contra la humanidad dirigidos contra determinadas personas o colectivos. No es
verdad que uno pueda a voluntad hacer una matanza en el pueblo de un tirano así, a
fin de librar de él a la humanidad y a ese mismo pueblo. La posibilidad de amenazar-
se recíprocamente con la aniquilación acabaría con toda posible libertad de los pue-
blos»'. Así pues, si por ejemplo la defensa de Occidente se concentra más y más en
las armas atómicas, viéndose por tanto más y más abocada a utilizarlas en caso de
guerra, entonces una política de ese tipo es tan inmoral como el propósito declarado
de responder con explosiones atómicas a ataques desarrollados de manera conven-
cional. Nada autoriza a los hombres a poner en juego la humanidad misma, que es la
fuente de todo derecho humano posible.
Pero para Ebbinghaus las cosas son muy distintas si las armas atómicas se fabri-
can con el único propósito de poner freno al adversario mediante la amenaza de uti-
lizar dichas armas. Esa es una «conducta absolutamente lícita», y Ebbinghaus repro-
cha a los 18 físicos de Gotinga —los autores de la
Declaración de Gotinga—
que
confunden conceptos y se atribuyen competencias que no son suyas, pues ponen tra-
bas al gobierno en el ejercicio de ese derecho. En todo caso, la posición de Ebbing-
haus se ha vuelto menos clara de lo que aparenta. En su artículo de marzo de 1957
contra Jaspers escribe: «Sólo como represalia contra un adversario que pasa por su
Acerca de la discusión filosófico-teológica sobre la bomb aalómica.-
parte a utilizarlas es posible un uso legítimo de las armas atómicas»
8 .
En agosto
mismo año dice que «absolutamente ningún fin puede justificar la utilización de
armas atómicas como tales»
9
.
Ya sólo la
amenaza
con su utilización es considerada como una conducta líc
Cierto es que es propio del concepto de derecho de Ebbinghaus fundar todo derec
en una estricta reciprocidad. Pero tampoco entonces queda sin más claro por q
para defenderse de un tirano que se dispone a aniquilar a un pueblo debe estar p
mitido exterminar, no al mismo tirano y su poderío militar sino a su pueblo. P
este pueblo —según Ebbinghaus— no es el portador de esa empresa criminal. S
atacante fuera el propio pueblo, ante
cualquier
ataque tendría que estar permitido
char contra el pueblo atacante, es decir, hacer la guerra total. En otro caso estaré u
lizando al pueblo del atacante, incluyendo a sus mujeres y niños, como
rehén.
por válidos los ataques nucleares como represalia ante ataques nucleares signif
afirmar un derecho a dar muerte indiscriminadamente a esos rehenes '°. No está c
ro qué deba significar aquí todavía el concepto «derecho». De lo que aquí se trata
más bien de la recaída en el estado de naturaleza hobbesiano de guerra de todos co
tra todos. En ese estado rige naturalmente un
jus ad omnia.
A esto Ebbinghaus c
tamente puede decir que un Estado, al apartarse de todo derecho de gentes media
el uso de la bomba atómica, anula toda obligación jurídica de su adversario (si b
esto puede ponerse en duda por las razones mencionadas). Pero el concepto de «u
legítimo de la bomba atómica» implica que subsiste una relación legal, la cual
embargo. según Ebbinghaus, es incompatible con la conducción de una guerra
exterminio. Aquí hay una incongruencia evidente.
Pero de no estar justificado el
uso
de las armas atómicas por ningún fin en ab
luto —como dice Ebbinghaus en el segundo artículo—, tampoco por tanto para
fenderse de ataques atómicos, surge la pregunta de si
amenazar
con una acción
moral puede ser moral; y en segundo lugar la pregunta de si a un estado democrát
le es posible amenazar de manera creíble sin verdadera intención de, en caso de
cesidad. hacer efectiva la amenaza. Al menos en los soldados habría de existir
disposición. Pero si el gobierno alienta en sus subordinados una disposición que
mismo considera inmoral, peca él entonces por hacer un uso impropio de la huma
dad en la persona de sus subordinados.
Una nueva dificultad es la siguiente: según Ebbinghaus, la moralidad en mate
de producción de armas exigiría estar siempre un paso por detrás del adversario
bien sólo
uno,
con relación al último avance de la técnica armamentística. Pero
tonces, como el propio Ebbinghaus ha mostrado, no hay que observar la bomba a
mica de forma aislada. Ésta es consecuencia, entre otras cosas, del principio do
nante de fabricar cualquier arma efectiva con el mayor radio de destrucción posi
5.
EBBINGHAUS, J.,
«Die Atombombe und die Zukunft des Nlenscherb>,
&tllían Generale,
X (1957),
p. 144 y
ss. Del
mismo autor, «Die Verantwortung der Physiker und die acornaren Walten»,
Studium
Generale,
X (1957), p.
447 y ss.
6.
EBBINGHAUS, J., «De
Verantwortung der Physiker und die aromaren %Cien»,
Studium
Generale,
X (1957),
p.
448.
7.
/MI., p. 449.
8.
EBBINGHAUS, J., «De
Atombombe und die Zukunit des Menschen»,
Studium Generale,
X (1957),
p. 1
9.
EBBINGHAUS, J., «De
Verantwortung der Physiker und die acornaren Walten”,
Studium
Generale,
X (1
p. 449.
10.
Merece la pena recordar que el obispo de Münster, Clemens August von Galen. durante la última gu
condenó e‘plícitamente el principio del «ataque de represalia«, en el que hoy se apoya ampliamente el pensami
táctico.
7/24/2019 Speamann Robert Limites Acerca de La Dimensión Ética Del Actuar
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Acerca de la discusión filosófico-teológica sobre la bomba atómica - 27
270 - Temas de nuestra época
sal es un acontecimiento que marca una época aun cuando la humanidad encuentre
el medio de hacer políticamente imposible ese aniquilamiento. Esa humanidad sería
diferente de aquella otra para la cual tal posibilidad aún no existiera.
Cuando la filosofía de la historia pretende poder predecir la meta de la historia y
con ella, la historia en su totalidad, tiende entonces a reemplazar a la perspectiva mo-
ral. Es lo que sucede en el marxismo, en el que la moral se convierte en una función
de la meta de la historia, pero la meta de la historia, a la inversa, en un resultado de la
moral proletaria. Con relación al problema de la bom ba atómica se deriva de ello una
serie de claras consecuencias, todas las cuales se deducen de la estrategia de la revo-
lución mundial. (En qué medida la razón de Estado soviética —de suyo sólo un mo-
mento dentro de esta estrategia— se haya convertido de hecho en un fin en sí mismo
es una cuestión cuyo análisis requiere conocimientos especiales de la política).
Una filosofía de la historia que no busca anticiparse al futuro, sino que quiere de-
cir qué es y en qué se ha convertido, a la vista de la bomba atómica se preguntará so-
bre todo ante qué nueva realidad nos encontramos ya, debido a esa nueva posibili-
dad en cuanto tal. Esta reaTiMád modificada se juzgará en parte positiva, en parte
negativa, a saber, en parte como aumento, en parte como disminución de lo que el
hombre puede ser; juicios, por lo demás, que sugieren quizás una respuesta a las pre-
guntas morales, pero que en rigor no las resuelven de antemano.
En el sentido de la concepción heideggeriana de la historia, la bomba atómica es
poco más o menos el hacerse visible del nihilismo que siempre está presente en el
pensamiento metafísico occidental. Este pensamiento, que es primordialmente do-
minación, no recogimiento interior, y que se mueve siguiendo el hilo conductor del
principio de razón suficiente, ejerce hoy por primera vez su dominio universal. A tal
perspectiva universal, cualquier esfuerzo para evitar un determinado mal ha de pare-
cerle un ofuscado quedarse en la superficie. La transformación tendría que ser de la
misma clase que el extravío de dos mil años: una disposición del ser que se oculta y
se descubre, y que sólo podemos aprehender como un suceso escatológico.
Cuando la historia es pensada más desde el hombre que desde el ser, en determi-
nadas circunstancias resultan aspectos muy diferentes. En la posibilidad que abren
las nuevas armas, se puede celebrar —como Gaston Fessard S.J., el hegeliano fran-
cés— la llegada de un suceso que por vez primera hace a la humanidad sujeto de una
libre decisión histórica, pues hace que por primera vez pueda disponer de su propia
existencia en su totalidad. Ante la posibilidad de la autoaniquilación, la humanidad
pasará a ser por primera vez de manera real esa unidad solidaria a la que siempre ha-
bía aspirado.
Surge aquí la pregunta de si un gran número de personas, la humanidad en este
caso, puede alguna vez ser otra cosa que o bjeto de una decisión, si puede también ser
sujeto de una decisión. Reinhold Schneider respondería categóricamente que no.
Para él sólo el individuo puede ser portador de una decisión moral. «Lo moral se re-
aliza exclusivamente en la persona», escribe en su notable pequeño escrito
Esencia
y administración del poder'.
Lo que con la presencia de las nuevas armas ha sucedi-
1. Wesen und verwalnazg der macla,
Freiburg, 1954, p. 32.
do no es un paso hacia la libertad, sino ya la catástrofe misma. Ésta estriba en e
mero hecho de que se hayan producido esas invenciones y de que los hombres de E
tado hayan decidido ordenar su fabricación. Cuando menos la fusión del hidrógen
no es un descubrimiento puramente científico del cual en todo caso pudiera hacers
un mal uso militar, sino que su principal, más bien único fin, ha sido y es el aniqu
lamiento de vidas humanas en proporciones absurdas. Si es así que la paz mundi
descansa hoy de hecho en la disposición a hacer uso de esas armas en caso de eme
gencia —Reinhold Schneider considera esto posible—, «en tal caso vivimos ya d
la catástrofe llevada a efecto»
. En esta situación hay menos espacio que nunca pa
la libertad de la decisión moral. Pero Schneider no cree que se pueda escapar a la tr
gedia haciendo de la renuncia unilateral a las armas, una vez están ya ahí, un debe
moral incondicionado, si bien él mismo sí se pronuncia en favor de esa renunc
«La renuncia puede ser un hecho de gran efecto, un hecho histórico y moral que ag
te al mundo. Pero también puede aparecer como huida, como culpa. Es todo lo m
una solución personal, tanto más digna de respeto cuanto mayor es la urgencia qu
la ha forzado. El no, al igual que el sí, sólo está legitimado en el corazón de aqu
que no puede hacer otra cosa»'. Lo trágico está ahí en que el gobernante no pued
eludir las condiciones históricas de su misión. Es la «urgencia del momento». Sc
neider muestra abiertamente su desprecio por los teóricos de la política y los teól
gos morales que quieren subvenir a esta necesidad anunciando deberes. «Esta urge
cia no debe recibir ningún auxilio. Si acaso hay algún valor cristiano que ganar
esta situación desesperada, es la urgencia misma»
. En un contexto de culpa y de
gracia universales, la condición de una vida «recta», de la santidad, no puede y a fo
mularse al modo de un imperativo categórico que vincule a todos.
Sin embargo, no faltan hoy intentos de proporcionar tales formulaciones, esto
de tratar el problema de las armas atómicas con los medios de la doctrina de los pri
cipios éticos y la casuística, con las categorías tradicionales de la razón práctica. E
tos esfuerzos merecen respeto. No es siempre a una necesidad provechosa a la q
debemos enfrentamos; tras la abdicación de la razón ante una cuestión de moral p
lítica a menudo se oculta la abdicación de la conciencia misma, que es indisocia
de la razón. Su lugar lo ocupa la ciega opción por partidos, uno de los cuales pare
haber monopolizado el cristianismo, y el otro la conciencia. Tampoco ha d e deduc
se de estos intentos que el autor sea ciego ante lo novedoso de la situación. Cier
mente, la moral tiene algo que ver con la costumbre, con el conjunto de los órden
de la vida en los cuales se desarrolla la existencia. Precisamente en Europa se hi
el intento de procurar también para la guerra una de tales formas ordenadas. Las n
vas armas minan esta forma desde la base, de tal manera que se extiende la opini
de que un análisis desde el punto de vista de la moral y el derecho internacional
primero que tiene que hacer es elaborar unas categorías completamente nuevas. P
¿cómo quiere hacerse esto de otra manera que no sea recurriendo de nuevo a aqu
2. lbíd.,
p. 24.
3.
lbíd.,
p. 31.
4. Ibíd., p. 30.
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274 - Temas de nuestra época
Una vez admitido que es lícito fabricar armas inmorales si la otra parte las fabrica,
también ha de ser lícito hacerse con nuevas armas de destrucción desconocidas has-
ta entonces, siempre que en ambos lados rija la máxima mencionada, o bien su eli-
minación no esté garantizada por controles internacionales. Bajo estos supuestos no
podría encontrarse ninguna objeción moral a la fabricación por los norteamericanos
de la bomba atómica en la última guerra. Su lanzamiento sobre Hiroshima y Naga-
saki es ya otra cosa. Pero incluso la utilización de armas convencionales para aniqui-
lar población civil habría de dar derecho a la otra parte a producir nuevas armas que
surtieran el mismo efecto de forma más sencilla.
Si no se quiere pensar en todas estas consecuencias, entonces habrá de admitirse
que hay amenazas para las que no es posible una respuesta en forma de amenaza
compatible con normas morales. Dónde está el límite, cuáles son los criterios de la
verdaderamente incondicionada ilicitud de un arma, es algo en lo que los moralistas,
de forma manifiesta, no se ponen de acuerdo. bl concepto clásico de Ebbinghaus de
población civil, de los «inocentes», como antes se solía decir, necesita también ser
analizado a la vista del papel que juega la industria armamentística, con lo cual ten-
dría que surgir la pregunta de cómo ha de entenderse hoy el concepto de «ciudad
abierta». Las agudas tesis de Ebbinghaus tienen la debilidad de que no sólo sus prin-
cipios, sino también la visión de la realidad histórica, parecen tener su origen en
Kant; la natural utilización de conceptos como «población civil», «tirano», etc. así
lo indica. ¿Y qué debemos entender hoy por un gobernante que «da el paso» a la uti-
lización de armas atómicas? Claramente, ahí está más presente la imagen de la mar-
cha de los ejércitos hacia el campo de batalla convenido, en la Guerra de los Siete
Años, que la guerra del futuro consistente en la pulsación de un botón.
Que, no obstante, tampoco en la guerra moderna se puede simplemente prescin-
dir del concepto de «inocentes», es también la opinión de Johannes Hirschmann S.
J. ". Ante la idea de que la guerra actual será necesariamente total, advierte él que
nunca un pueblo, con todos sus miembros, podría ser quien emprendiera un ataque
injusto. «La totalidad de las expresiones vitales de todos los miembros de un pueblo
no son parte integrante del ataque injusto, que quizá se haya emprendido en su nom-
bre» '
2
. Mientras que Ebbinghaus, en este contexto, se atiene a la vieja distinción en-
tre militares y población civil, Hirschmann pone en lugar de ésta última aquellas
«personas que no pueden ni están dispuestas a adoptar una posición individual en fa-
vor del ataque injusto»
3
. Si problemática se ha vuelto la clásica distinción de Eb-
binghaus a la vista de la determinante relevancia bélica de la industria armamentís-
tica y el progresivo entrelazamiento de todos los procesos económicos entre sí,
imposible es sustituirla por el nuevo criterio que utiliza Hirschmann para discernir
quiénes son «inocentes»: el modo de pensar. Es un criterio inservible que tendría
como consecuencia que todo miembro de un pueblo, que desee la victoria del ejér-
cito de su país, podría ser tratado como criminal de guerra en caso de que el adver-
I I. HIRSCHMANN,
J., «Kann alomare Verteidigung sittlich gerechtfertigt sein?»,
Stimmen der Zeit,
julio de 1958,
p. 284.
12. bid.,
p. 289.
13.
lbíd.
Acerca de la discusión filosófico-teológica sobre la bomba atómica - 2
sario contemple la lucha de ese ejército como un ataque injusto, lo que hoy bien p
dría ser casi siempre el caso.
De manera parecida deja Hirschmann a merced de la subjetividad la pregu
acerca de qué medidas defensivas son justas y cuáles injustas: dependerá de la «
tención» de quienes toman tales medidas. No importa ahí si mueren «inocentes»
en qué proporciones, sino si había una intención directa de provocar esas muerte
si se ha contado con ellas como «efecto secundario» de medidas militares. (Así,
inmoral de la destrucción de Hiroshima y Nagasaki se encuentra únicamente en
ánimo de aquéllos para quienes de hecho se trataba de aniquilar a la población). E
sorprendente idea se basa en una distinción de suyo muy esencial, a la que una
suística de la moral no puede renunciar, la distinción aristotélica entre lo que suce
kat' auto y
lo que sucede
kata symbebekós,
en el lenguaje de la escolástica:
per s
per accidens.
La moral bélica siempre ha hecho uso de ella cuando se ha encont
do en la necesidad de resignarse a la muerte de algunos civiles como resultado
una acción dirigida contra soldados.
Pero ¿en qué se ha convertido esta distinción en Hirschmann? Para Aristótele
Tomás de Aquino la diferencia se fundaba en la «naturaleza del asunto» o de una a
ción, y no sólo en la intención del agente. Si una persona de escasas luces, para m
tar una mosca que está en la frente de alguien que duerme, echa mano de un ma
llo y mata también al durmiente, su loable intención no cambia el hecho de que e
efecto se ha alcanzado
per se
y no como efecto secundario, pues está en la natur
za de un fuerte martillazo en la frente de un hombre que tal efecto se produzca. A
ra bien, parece patente que Hirschmann no quiere admitir en esto ningún criterio
jetivo cuando hace suyas las palabras del arzobispo de Westminster, que dice
podrían imaginarse circunstancias «en las cuales es posible un objetivo legítimo
cluso para la utilización de las armas atómicas más poderosas» '
4
. Las atinas ató
cas más poderosas son armas que
por su naturaleza
no pueden limitarse a objeti
militares y armamentísticos. La muerte de «inocentes» a causa de ellas sucede así
como efecto secundario, sino
per se,
sea cual sea la intención del general al emp
arlas '
5 .
La extensión sin límites del concepto de efecto secundario se alcanza en Hir
mann mediante su completa subjetivización. Será totalmente inservible para c
quier ética de la guerra cuando Hirschmann escribe que toda muerte y mutilación
la guerra —también la de los combatientes— es «en sí» ilícita; sólo sería lícita co
efecto secundario de acciones cuyo contenido es hacer que prevalezca el dere
frente al intento de vulnerarlo. Para esta singular opinión se remite Hirschmann a
más de Aquino; pero omite citarlo y, en lugar de ello, ¡proporciona un pasaje e
que Grotius atribuye esta opinión a Santo Tomás
6
.
14.
lbíd.,
p. 295.
15.
En este sentido, también la «Comisión permanente de cardenales y arzobispos franceses
,,
condena los
bardeos «dirigidos
contra objetivos militares,
pero que
a la vez
acanzan a ancianos, mueres y niños”, con ind
dencia de la intención de quien utiliza esas armas.
16.
C fr . HI IIS C HMA N N ,
op. dr..
p. 288
y ss. De hecho. Santo Tomás enseña lo contrario. El introduce el
act
plieis effretus,
con la teoría del homicidio indirecto, en conexión con la legítima defensa
privada,
pues u una
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Por otra parte, Hirschmann confunde aquí dos cosas fundamentalmente diferen-
tes: la búsqueda intencionada de un efecto como medio para otro fin superior, y su
asunción como efecto secundario en la persecución de un fin. Pertenece a la natura-
leza de un disparo de fusil apuntando al objetivo que su efecto primario —no secun-
dario— sea matar o herir al adversario. Eso sería inmoral únicamente si ese efecto
fuera un fin en sí mismo, en vez de un medio necesario con el fin de defenderse ''.
Esto es algo más que una sutileza académica. Pues Hirschmann, partiendo en primer
lugar de la prohibición de matar directamente en la guerra, para admitirla luego de
nuevo por la vía de una extensión sin límites del concepto de efecto secundario, eli-
mina de raíz la distinción clásica que lleva a pronunciar un juicio moral distinto so-
bre el acto de dar muerte a combatientes que sobre el de dar muerte a «inocentes».
Ambos serían «en sí» ilícitos, lícitos no obstante como «efecto secundario», para el
cual no hay ningún límite objetivo. No habría ya forma de entender por qué no de-
bería ser lícito destruir una ciudad como efecto secundario de minar la moral del
enemigo para la lucha. La condena de la guerra total, al igual que la del homicidio
en general, parece ser válida sólo «en sí».
Por desgracia, Hirschmann no se ha limitado a servirse del instrumental tradicio-
nal de la filosofía moral. Habla de la «valentía» que implica, «ante la perspectiva de
la destrucción de millones de vidas humanas, aceptar en la situación actual el sacri-
ficio de armarse con armas atómicas»
8 . Si se refiere ahí al sacrificio de la propia
vida, entonces entra en contradicción con la tesis de quienes están a favor del arma-
mento atómico y dicen que éste no significa un mayor peligro, sino una disminución
del peligro para nuestra vida, suponiendo además un coste menor que el armamento
convencional. Pero para esto no hace falta ninguna valentía. Si por el contrario se re-
fiere a la vida de un pueblo extranjero, que puede ser amenazado ahorrando costes,
¿qué significa entonces la palabra «sacrificio»? ¿Y que puede significar la relación
que Hirschmann establece entre esta «valentía para el sacrificio» y el espíritu de la
teología de la cruz? Frente a una propaganda del querer vivir a cualquier precio, pue-
na privada no le está permitido el homicidio directo. Distingue expresamente este caso del del soldado en el comba-
te, a quien dado el caso le es lícito buscar directamente la muerte del contrario, y que sólo peca si se deja llevar por
un «deseo privado». Éste es el pasaje:
«Sed quia occidere hominem non licet, nisi publica auctoritate propter bo-
num commune ut ex supra dictis patet, illicitum est quod homo intendat occidere hominem, ut se ipsum defendat,
nisi el qui habet publicara auctoritatem, qui intendens horninem occidere ad sui defensionem, refert hoc ad publi-
cum bonum, ut pestes in milite pugnante contra hostes, et in ministro pugnante contra hurones, guau:vis etiam et isti
peccent, si privara libidine moveantur«. S. Th.
II. II, q. 64, art. 7.
17. El constructo de Hirschmann anularía, entre otras cosas, el juicio católico con relación a la interrupción del
embarazo. Según la doctrina católica, un aborto directo tampoco por prescripción facultativa está permitido. Permi-
tidas están, por el contrario, operaciones que por su naturaleza propia están dirigidas a otro fin, por ejemplo una ope-
ración de apendicitis, aun cuando sea de temer que tenga como efecto secundario la interrupción del embarazo. Si
nos basamos en la definición de Hirschmann —efecto secundario es todo ef ecto que ha sido provocado no por sí
mismo, sino para conseguir otro efecto— esa distinción ya no es posible. Se seguiría de ahí que tanto en uno como
en otro caso se trata de un mero efecto secundario, pues en ambos casos la interrupción del embarazo se «asume»
por la salud de la madre y no por sí misma. Dado que Hirschmann no distingue entre un medio para un fin y un efec-
to secundario indirecto, lo que normalmente se considera aborto directo para él tendría que caer también bajo el con-
cepto de efecto secundario y. por tanto, ser lícito. En una teoría como ésa casi toda acción humana pasará a ser una
causación de efectos secundarios. Pues, realmente, a la postre sólo la gloria de Dios es un fin último por sí mismo.
Esta concepción no sólo sería la ruina de la doctrina de las acciones humanas, sino también una totalmente novedo-
sa justificación de la proposición de que el fin justifica los medios.
18. HIRSCHMANN4, J.,
op. cit.,
p. 293.
de estar justificado aludir a la cita de Jn. 12, 25: «Quien ama su vida la perderá, p
quien odia su vida en este mundo la conservará en la vida eterna». Pero entre cri
nos esto es recordar una obviedad. Cuando Hirschmann evoca la teología de la
y el espíritu de San Francisco, no se está hablando ya de morir sino de matar. Do
de esta manera se hace desaparecer la distinción entre morir y matar, difícilm
podrá esperarse obtener alguna aclaración acerca del espíritu de la teología d
cruz.
Lo que Hirschmann reprocha a los opositores evangélico-teológicos a las ar
atómicas es, precisamente, que no limitan la discusión al campo del derecho natu
Frente a ellos destaca elogiosamente a Brunner, Thielicke, Künneth y Asmussen
este contexto, Hirschmann retrata a los teólogos que llegan a distintos resultados
él de la siguiente manera: serían exégetas exaltados que sacrifican el derecho nat
a un teologumenon poco meditado, espiritualistas que no se toman en serio la En
nación, quiliastas que esperan un orden paradisíaco ya en esta tierra. Sin duda
cristianos que encajan en esa caracterización, aunque es difícil ver aquí su relación
concreto. Pues espiritualista parece ser más bien un menosprecio de la vida hum
que acepta con indiferencia su aniquilamiento por millones; y contra la esperanza
un paraíso terrenal hablan ciertamente algunos artículos de fe, pero, por desconta
ninguno menos que el que toma Hirschmann: el de la encarnación del logos.
Y si tomamos ahora el pequeño escrito de uno de los aludidos, concretame
Los cristianos y las armas atómicas
9
de Helmut Gollwitzer, en vano buscarem
todas esas herejías. La única diferencia fundamental respecto a Hirschmann se
cuentra dentro de la propia esfera jurídica, a saber, en la concepción de la guerra j
ta. Hirschmann, que se atiene al concepto medieval de la
justa causa y que interp
ta la guerra como una especie de acto judicial contra un transgresor de la ley, lo ti
más fácil que Gollwitzer para seguir el viraje del siglo XX hacia el «concepto
guerra que la discrimina» (Carl Schmitt). Gollwitzer parte de que este concepto
guerra significa la criminalización de la guerra misma. A la vista del hecho de que
la práctica todo beligerante tiene su
causa por justa, en la desteologización de la g
rra que han llevado a cabo los juristas modernos ve, al igual que Carl Schmitt,
progreso, y «en la capacidad para reconocer un
justus hostis,
el comienzo de to
derecho de gentes»
°. Pero puesto que no sólo la justa causa
sino también la man
de desarrollar la guerra formaban parte de los antiguos elementos definitorios de
guerra justa, Gollwitzer, pese a llegar al resultado contrario, se mantiene en el m
mo plano argumentativo que Hirschmann cuando califica la guerra atómica de tot
mente ilícita. Para él esta concepción no procede del evangelio sino de la «ley»: u
distinción que en la teología luterana ocupa el lugar de la habitual distinción catól
entre ley revelada y derecho natural. Gollwitzer escribe: «No hay una moral espe
para cristianos. Lo que vale para los cristianos, vale para todos los hombres»
1 .
coloca explícitamente en el terreno de la tradicional fundamentación de la partici
19. GonwITZER, H., Die Christen und die .4tomwaffen,
München, 1957.
20. Cfr.
S C HMITT, C . , Der Nonos :ler Erde.101n,
1950, p. 22.
21.
G O L L W I T Z ER, op. cit,
p. 42.
276 - Temas de nuestra época
Acerca de la discusión filosófico-teológica sobre la bomba atómica
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278 - Temas de nuestra época
ción de los cristianos en el uso de la violencia: no se trata para él de ningún compro-
miso poco firme sino de un «acto de fe»". Pero precisamente partiendo de estas pre-
misas cree tener que rechazar en redondo las armas modernas en cuanto armas mor-
tales. El argumento decisivo es de nuevo, como en Ebbinghaus, que no son lícitas las
armas que no permiten hacer ninguna distinción entre combatientes y población ci-
vil. Pero al contrario que Ebbinghaus, Gollwitzer es de la opinión de que para impe-
dir un asesinato tampoco al asesino es lícito amenazarlo «por cualquier medio», esto
es, no se puede amenazar al secuestrador con el asesinato de su propio hijo". Otras
razones que menciona son: la necesaria criminalización de las convicciones median-
te la guerra total, los daños genéticos debidos a la radiación, la imposibilidad de al-
canzar la finalidad de la guerra, a saber, la protección de la patria, puesto que en la
guerra atómica se protegen a lo más las rampas de lanzamiento de misiles y la con-
servación de las tropas combatientes se convierte en un fin en sí mismo al que la po-
blación es sacrificada. Por último, la guerra entre adversarios con un potencial ató-
mico aproximadamente similar significa el autoaniquilamiento, y de ese modo no
satisface uno de los criterios clásicos de la guerra justa: la posibilidad de victoria.
Una guerra en la que, en palabras de Pío XII, no hay vencedores sino sólo aniquila-
dos, no responde a lo que también la moral católica desde siempre ha formulado
como condición de la guerra justa.
Pero el reproche de que al hacerla fundirse con el evangelio se sacrifica el rigór
de la ley, se lo lanza a sus adversarios precisamente dentro de la teología evangéli-
ca. Sostienen «una predicación evangélica sin ley que no contiene otra cosa que
"gracia barata"»". Probablemente está pensando, entre otros, en Thielicke, que ante
la «propagación del terror atómico» recomendaba una predicación consoladora.
Gollwitzer escribe: «Hasta ahora nunca la Iglesia ha apelado a la confianza en Dios
sino en relación con la predicación de sus mandamientos. A un pueblo que renuncia
a hacer un mal uso de las fuerzas de la creación sería sin duda oportuno, siguiendo
el salmo 46, anunciarle la protección de Dios para los innegables peligros de ese ca-
mino, y eso daría lugar a una predicación sólida. Pero en vez de esto se le dice: que
prefiráis el mal uso o la renuncia al mal uso es indiferente, ¡siempre que, además,
confiéis en Dios Ésta es una prédica tan novedosa como vacía»".
Para Gollwitzer, si hay en estos asuntos algo específicamente cristiano, claramen-
te no es la moral como tal, sino sólo la incondicionalidad de la obediencia, en la con-
fianza de que Dios se ocupará de proporcionar una salida. En otras palabras, ninguna
especulación histórico-filosófica debe poder estorbar la integridad de lo moral. No
podrá decirse que Gollwitzer ha dejado igualmente claras las posibles consecuencias
de su exigencia que las que se siguen de la guerra atómica. El reconocimiento fáctico
del derecho del más fuerte y sin escrúpulos llevaría en casos extremos, como ha ob-
servado Thielicke", a la quiebra del Estado, al derrumbe de la autoridad y el derecho
22.
Ihid., p. 47.
23. /bid.,
p. 23.
24.
iba
p. 35.
25.
bid.
26.
Ctr. THIELICKE,
H.
Die Atontwu e uls Frage izo die christliche Ethik,
Tübi ngen, 1958.
Acerca de la discusión filosófico-teológica sobre la bomba atómica - 27
en el mundo, o, lo que es lo mismo, a la pérdida de la mayoría de las libertades de qu
disfrutamos. Aunque con razón puede alegar Gollwitzer que tal agravamiento no re
ponde a la realidad actual. Tampoco reclama que el Oeste tenga que entregarse si
más ni más a una renuncia unilateral a las armas atómicas. El moralista no puede dic
tar al político en detalle qué consecuencias concretas ha de extraer de la prohibició
incondicionada de utilizar armas atómicas. En las presentes discusiones nos salen
paso con claridad los dos complejos de motivos que Max Weber describió como ét
ca de los principios y ética de la responsabilidad, aunque sin los frentes con los qu
aquella distinción coincidía. Nadie podrá decir que el problema que encierra esta di
tinción haya quedado al día de hoy ya resuelto de forma satisfactoria.
Como resultado en conjunto podemos quizás establecer que el principio de
«represalia masiva», esto es, el ataque aniquilador atómico frente a una incipien
agresión con armas convencionales, encuentra una condena moral general. Pero es
es todo. Por lo demás, en la discusión de los moralistas filosóficos y teológicos su
gen una y otra vez las mismas discrepancias para cuya superación se acostumbra
apelar a su autoridad. De manera que la decisión vuelve a recaer en los político
cada uno de los cuales puede elegir a
sus
filósofos o teólogos, como suele hacer
con los peritos forenses. No se puede negar que se muestra cierta deriva confesion
Analizar las razones de ello nos llevaría demasiado lejos. Pero las distintas opini
nes a la hora de juzgar la cuestión no coinciden con los límites de las distintas co
fesiones: ni siquiera son estrictamente deducibles a partir de los principios sistem
ticos de un autor, sino de imponderables existenciales más bien, cuyo anális
llevaría la conversación por completo a su fin. Este resultado puede deprimir a aqu
que de una doctrina filosófica del deber espera reglas para la acción, reglas que
disfrutan de antemano de un reconocimiento general.
Con todo, quien se sienta más inclinado a considerar con Goethe las opinion
como un «suplemento de la existencia»". en esta situación prestará quizá particul
atención a una manifestación filosófico-existencial acerca del discutido tema. Pe
también en todos los demás inclinados a la reflexión podría contar con un vivo int
rés el voluminoso libro de Karl Jasp_ers
La bomba atómica y el futuro del hombr
recomendable no sólo por el nombre del autor, sino también por su propósito de «
correr todos los horizontes de la cuestión con relación a la bomba»". En lo conce
niente a la posibilidad de doctrinas morales racionalmente deducibles, Jaspers esc
bió ya en su gran
Filosofía
sistemática de 1931
3
" que han perdido su carác
absoluto y que al «filosofar que parte de la existencia posible» ciertamente «no
queda ninguna ética posible que anuncie lo verdadero, sino sólo una ética que resu
tamente despierta el contenido en el ser en sí mismo, mediante discusiones dialéc
cas» u. «Esta ética no -habría que esbozarla de manera abstracta, sino que tendría q
aprehender el deber en la realidad existencial de la comunidad familiar, de la soc
27.
GOETHE, J.W. v. ,
Maximen und Reflexionen,
en: Werke, edición de Hamburg, vol. 12, p. 532.
28.
JASPERS, K.,
Die Atomhombe und die Zukunft des Mens chen.
München, 1958.
29.N
. 25.
30.
Jvsints, K.,
Phiiosophie,
3 volúmenes. Berlin. 1931, aquí citado según la 3' ed., Berlin, 1956.
31.
/bid.,
vol. 2, p. 362.
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Acerca de la discusión filosófico-teológica sobre la bomba atómica - 2
280 - Temas de nuestra época
dad, del Estado, de la pretensión de la religión, y después en el espacio que une a los
hombres de la comunicabilidad de lo producido y comprendido en la cultura»". Al
reducirse así el contenido de lo ético a una filosofía de la cultura en el sentido de
Dilthey, en la apelación a la existencia, a la comunicación y a la trascendencia pare-
C e
-
i
aherse ganado sin embargo una nueva clase de incondicionalidad que nos com-
pense de la pérdida de aquella otra objetiva. Para Jaspers no hay objetividad en nin-
guna forma distinta de la de la ciencia moderna. Mostrar sus límites es una de las
aspiraciones de su filosofía.
La apelación a «razón y existencia» es la que reaparece ahora ante una situación
que en especial medida posee las características de una «situación límite» jasperia-
na; una situación, por tanto, que en el fracaso del pensamiento en los horizontes fi-
nitos posibilita aquel «trascender», ya que desafía «nuestra entera realidad in
terior»;
pues la amenaza del aniquilamiento total nos «remite al sentido de nuestra existen-
cia». «Existencia auténtica», «regreso», «trascendencia», «giro del entendimiento a
la razón», «nueva forma de pensar», éstas son algunas de las claves con las que Jas-
pers expresa de qué se trata tanto en éste como en el resto de sus libros y lo que debe
«hacerse perceptible con lo dicho y lo que va más allá de lo dicho»". Propiamente
no se puede hablar de esto, pero como Jaspers tampoco quiere permanecer callado
habla principalmente de otra cosa y despliega una desconcertante abundancia de he-
chos y puntos de vista políticos, jurídicos y técnicos en todos los campos de la polí-
tica nacional e internacional. Pues el pensamiento sólo puede convertirse en «razón»
«si ha ingresado en toda posible comunicabilidad de sus asuntos y ha llegado al lí-
mite de la aprehensibilidad y al límite de toda precisión objetiva»".
Hace treinta años, en el relevante pequeño libro
La situación espiritual de nuestro
tiempo"
resumió Jaspers categorialmente de modo impresionante las formas de tal sa-
ber objetivo. En el nuevo libro, con la finalidad de trascender el saber objetivo, éste es
desplegado en una extensión tal que ya no está justificada por la finalidad. No es un
buen libro. Los múltiples análisis de la situación mundial, de problemas sociales, polí-
ticos, coloniales, están más estrechamente ligados a los editoriales de Madariaga en el
Neue Ziircher Zeitung
que a lo que en algún sentido pudiera llamarse «filosofía».
No obstante, si hemos de extraer algo así como una tesis de las 500 páginas, en
parte impresas en letra muy pequeña, sería aproximadamente ésta: la existencia de
las nuevas armas amenaza a la humanidad con la aniquilación. Una aislada supresión
de las armas atómicas es utópica y no es en absoluto deseable, en primer lugar por-
que de ese modo se impondría la supérioridad del Este en armas convencionales
(una idea que por ejemplo Ebbinghaus tacharía de inmoral), y en segundo lugar por-
que en las condiciones actuales los soviéticos no admitirían los correspondientes
controles. Si los admitieran, eso tendría por consecuencia el fin de la soberanía esta-
tal, y con ello esa paz mundial duradera que representa la única alternativa al aniqui-
lamiento atómico. La actual paz de la coexistencia, basada en el principio de sobe-
32. /bid.
33.
JASPERS, K.,
Die Atonshombe und die Zukuolt des Met:schen.
München, 1958, p. 25.
34. /bid p. 283.
35.
JASPERS, K.,
Die geistige Situation der Zeit,
Berlin 1931; München, 1970 (reimpresión de la 5 ed., 1932).
ranía y no injerencia en los asuntos internos de los Estados extranjeros, puede
iodo caso retrasar la guerra. Sólo los Estados democráticos son capaces de una p
real. (Se dejan sentir aquí las ideas kantianas acerca de la conexión entre la paz y
forma de gobierno republicana).
Suprimir de inmediato los principios contrarios a la paz mundial, forzar de inm
diato una comunicación y publicidad ilimitadas así como elecciones libres, que s
el único medio claro para, al tiempo, la libertad política y la paz, significarían ho
en cuanto fin de la coexistencia, el suicidio. Hay que estar preparado para el fin
la paz de la coexistencia, pero la disposición a la guerra sólo puede ser de natural
za defensiva. La realización de la verdadera paz mundial en el sentido de la dem
cracia universal tiene como condición ese cambio general de la actitud interior c
cuya reclamación concluye el libro. Una transformación de ese tipo, según Jaspe
no es planificable. Basándonos en la experiencia, no cabría esperar ningún camb
Pero lo nuevo de la situación presente es, para Jaspers, que la humanidad no tiene
ninguna posibilidad de sobrevivir o de salvar su libertad política si no es convirtié
dose a una actitud interior virtuosa.
ParrprffiTocar tal cambio en la actitud interior, las Iglesias tienen una importa
cia fundamental. Por una parte, Jaspers les exhorffrfomarse en serio como nun
antes los diez mandamientos y las exigencias de Jesús, pero por otra a mantenerse
margen de toda indicación político-moral. por ejemplo al enjuiciar la guerra. Deb
además facilitar el cumplimiento de su tarea, con honradez intelectual, librándo
del lastre dogmático, lo que significa prácticamente todo el contenido de la teolog
la eh
-
b a
--lohl-
a trinidad, la específica prioridad de la revelación cristiana.
Su verdadera tarea no es otra que suscitar en los hombres abnegadas y moral
actitudes interiores y hechos. Pero mientras no se haya producido ese cambio gen
ral de la actitud interior y los hombres no se hayan vuelto mejores, se hará bien e
mantener las bombas atómicas, en parte para evitar que el contrario las utilice,
parte para compensar la desigualdad de armamento convencional. En caso de em
gencia, habría incluso que jugarse la existencia del hombre y arriesgarse a su des
parición, si es que ante el totalitarismo no queda ya otra forma de salvar la liberta
cuya única expresión son las elecciones libres y secretas. Así pues, nos encontram
ante la perspectiva siguiente: o bien continuidad, bajo la condición de una transfo
mación del hombre en un hombre más digno de la vida, o perecimiento.
Todo esto puede ser verdadero o falso, pero en cualquier caso no es en sum
nada distinto de lo que todo el mundo cree, el
common sense
occidental, la habitu
combinación de OTAN y rearme dentro de la moralidad. Esto no implica ningún j
cio, pues el
common sense
no tiene por qué excluir lo verdadero. Lo que no hay fo
ma de descubrir es cómo es que Jaspers tiene ánimo para presentarnos esta enorm
colección de
loci communes
como «radicalismo de la razón» para cuya fundamen
ción necesita un libro filosófico. Jaspers sólo es radical por cuanto que, al contrar
de la
communis opinio
de todos los filósofos y teólogos morales alemanes —a e
cepción de Gustav Gundlach»—, contempla el total aniquilamiento de la humanid
36.
Véase a respecto el siguiente trabao. capítuo 22 de este volumen.
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282 - Temas de nuestra época
cerca de la discusión filosófico-teológica sobre la bomba atómica -
como
ultima ratio
de la democracia y trata de justificarlo moralmente, y hace valer
como única alternativa la democracia universal, en cuanto condición necesaria de la
paz mundial. Lo que en la Biblia se llama «paz de Cristo», en contraposición a la paz
del mundo, debe definitivamente abrirse paso si es que ha de haber alguna paz. Tan-
to el teólogo como el político levantarán su voz contra eso. «La paz del mundo es en
el mejor de los casos coexistencia, pero no
pax», escribe por ejemplo Thielicke".
Pero querer fundar la paz en un cambio general de la actitud interior significa para
el político tanto como querer fundar lo más bien probable en lo totalmente improba-
ble. Además, no se puede decir que Jaspers haya dado explicación de la conexión,
que él afirma, entre paz mundial y virtud privada. Pues con la virtud de todos, como
ya señaló Ebbinghaus, seguiría sin estar resuelto el problema de cómo puedo yo ase-
gurarme de la virtud duradera del otro. Sólo la desaparición de la soberanía de los
Estados nacionales podría resolver el problema. Pero para ello tendría que haber
unanimidad respecto a la estructura de la nueva sociedad mundial. Jaspers hace aquí,
de hecho, de la adhesión al credo de la democracia un postulado de la conciencia
moral. Y, a la inversa, la virtud de los ciudadanos es una condición previa necesaria
para el funcionamiento de la democracia. En todo caso, ahí sólo puede tratarse de las
virtudes ciudadanas. Realmente no se entiende cómo es que también otras virtudes
como la fidelidad conyugal, etc., en adelante deben contarse entre las condiciones
necesarias para la paz mundial. Jaspers lo afirma. Pero él mismo frustra luego todas
las esperanzas que ha despertado de adquirir una nueva comprensión en esa direc-
ción, al hacer la observación de que: «La forma de lo incondicionado no tiene como
consecuencia deducible su contenido»". Luego esto significa: ese cambio de actitud
interior debe en realidad tener lugar como siempre ha sucedido, pero si de ello resul-
tará alguna solución a la pregunta de cómo nos libramos de la bomba atómica, es
algo que no podemos saber. «Se hará sensible —así lo promete Jaspers al final del
libro— en el indefinible fulgor de un amanecer, sin que sea susceptible de afirmarse
de forma inequívoca».
Lo que de hecho se muestra al final del libro es aquel horizonte final del trascen-
der que conserva su validez también ante la «total aniquilación»: «Que Dios existe,
es -suficiente», incluso si Dios quiere ponerle fin a todo". Ésta es de hecho una de las
mayores sabidurías de la religión. Es la actitud que en el místico se llamaba «aban-
dono» y que ha producido sin duda impulsos intensos y transformadores para la so-
lución de asuntos mundanos. Jaspers cree que también hoy cabe esperar tales impul-
sos.
En la piedad cristiana la mística nunca fue un sustituto de la moral; el abandono
creyente era más bien lo que permitía al hombre hacer lo correcto y dejar a Dios el
desenlace. Aquellas corrientes místicas que en virtud de la sentencia «que Dios exis-
te, es suficiente» despreciaban, al igual que Jaspers, todas las exigencias definidas
de la moral como «concreciones superficiales», no cuentan con el aval ni de los teó-
37.
THIE L IC KE . H. ,
op.
38.
JASPERS. K..
Die. Atombonsbe und die Zukunft des Menschen,
München, 1958, p. 52.
39.
Cfr. híd.. p. 492.
logos ni de los grandes místicos. La pregunta sobre lo que hay que hacer la deja J
pers —con razón— a la persona que tiene la responsabilidad de actuar. Pero este
berá buscar las normas para su acción no en una doctrina moral, sino sólo en el «
gor», mediante el cual él mismo en cuanto agente se convertirá en filósofo. Es
irónico destino de esa tan vacía como incondicionada apelación a la razón, al rig
etc., que su falta de contenido es suplida de manera concreta con lugares comun
sin elaborar. Desde siempre también la forma de pensar «blanda», que tiene por c
tenido la comunicación y la «lucha amorosa» y cuya consecuencia son premios d
paz, se encuentra estrechamente ligada a esa dureza de corazón, que permite a J
pers pensar en la muerte de los pueblos a fin de salvar la democracia y recomen
que se deje morir de hambre a los antiguos pueblos coloniales si éstos no hacen su
de manera inmediata el
ethos
laboral europeo.
«11 faut avoir l'esprit dur et le co
tendre»,
escribe Sophie Scholl en su diario.
La proximidad de Jaspers a aquella corriente mística del quietismo que se co
tentaba con la sentencia «que Dios existe, es suficiente», salta a la vista en un últi
punto. Los quietistas extremos fundaban su rechazo de los mandatos morales en q
todo lo que sucede es la voluntad de Dios, así pues también aquello que supues
mente contradice su voluntad. Exactamente lo mismo piensa Jaspers. Hace suyo
concepto de una voluntad de Dios como «clave»: frente a la exigencia moral de
jar a la humanidad con vida, él hace valer la idea de que no podemos conocer la
luntad de Dios, pues podría ser su voluntad abandonar a la humanidad a la mue
atómica. «Si afirmo saber lo que Dios quiere —en nuestro caso, que no quiere
se haga ningún uso de la bomba atómica, o al contrario, que quiere la desaparici
de la humanidad— profano la idea misma de Dios»
4
°. Tal argumentación demue
un absoluto desconocimiento de aquella «clave» bíblica de la voluntad de Dios e
que se apoya.
a teología, siguiendo la doctri
lica. siempre ha distinguido entres lo
Dios quiere que suceda y lo que quiere que nosotros
s. La voluntad e
primer sentido sal
-
amaba «Th
r)
-
Cic
encia» y permanecía o
ulta al hombre; la segun
se llamaba «mandamiento» y era conocida. Traducido al lenguaje filosófico: hi
ria y moral:U(735
---
a
r —
bíblica enseña que la voluntad de Dios también se rea
allí donde
-
se transgrede su mandato. También lo malo ha de servir a sus fines, p
esto no sirve de disculpa para quien hace el mal.
li; jesús dice quede ser tr
cionado para qué se cumpla la Escritura, pero añade: «¡Ay de aquél por quien s
traicionado » (Mt. 26, 24). Ese es el cariz de la «clave» en la que Jaspers prete
apoyarse. La cuestión de si Dios quiere que la humanidad perezca por obra d
bomba atómica es, pues, para una teología bíblica, por completo independiente d
cuestión de si es lícito provocar que eso suceda. Teólogos anteriores han fundam
tado el carácter oculto de los designios de Dios en que, de conocerlos, al hombr
sería imposible actuar moralmente. Sin embargo. a partir del carácter oculto del
senlace de la historia nunca es habría ocurrido concluir que también son des
nocidas las normas de lo bueno y lo malo,. Al hacer Jaspers esto, su tesis pasa a
40.
/bid..
p. 353 y ss.
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284 - Temas de nuestra época
fiejar la inversión irracionalista de aquella doctrina marxista que deduce la moral a
partir del curso previsto de la historia.
Pero no sólo con la «clave» de la teología bíblica entra ahí Jaspers en contradic-
ción, sino también con toda la experiencia histórica. Ciertamente, ésta enseña que el
progreso de la humanidad en modo alguno es siempre consecuencia de una concien-
cia moral enfocada a tal progreso. Kant, en el que Jaspers tanto gusta de apoyarse,
ha mostrado que sucede más bien lo contrario y que, por ejemplo, la paz eterna po-
dría hacerse realidad como resultado de una absurda carrera armamentística (sin el
supuesto de un repentino cambio de la humanidad hacia la virtud). Kant pensaba en
el agotamiento del presupuesto nacional;
nosotros
podemos pensar en el equilibrio
atómico. Por lo demás, Kant, al igual que cualquiera de los grandes maestros de la
moral, no defendía la opinión de que fuera preciso un conocimiento de los planes de
Dios o del curso de la historia para saber qué es bueno o malo. Y nunca habría su-
cumbido a la idea de considerar que una acción quedaba ya moralmente justificada
porque por medio de ella, al final, de forma indirecta, se favorecería a la humanidad.
Y es que esto nunca lo sabe uno hasta después, mientras que si algo es bueno o malo
lo ha de saber uno antes. En esta distinción prekantiana y kantiana anida una concep-
ción de la moral más moral y una concepción de la historia más realista que en ese
«radicalismo» de una razón ya tan sólo sensible, que hace a la moral política depen-
der del desconocido curso del mundo, y no obstante, al curso venturoso del mundo
lo hace dependiente de una moral ciertamente incondicionada pero, por desgracia,
desconocida.
2 2
L A D E S T R U C C IÓ N D E L A D O C T R I N A D E L D E R E C H O
N A T U R A L A C E R C A D E L A G U E R R A .
R É P L I C A A L P G U S T A V G U N D L A C H S .J .*
(1960)
«Incluso en el posible caso de que lo único que dejase tras de sí [una guerra
fensiva atómica (nota mía)] fuera que en ella se había manifestado la majestad
Dios y de su orden, lo que en cuanto hombres le debemos, es pensable un derech
un deber a la defensa de los más altos bienes. Incluso si ello supusiera el fin del m
do, tampoco esto sería ninguna razón contra nuestra argumentación». Así reza la
sis central de un artículo del P. Gustav Gundlach S. J. ', en el que pretende expo
la doctrina de Pío XII acerca de la guerra moderna.
Éstas y algunas otras tesis, expuestas por primera vez en un congreso de la A
demia Católica de Baviera', han llamado mucho la atención y han encontrado o
sición entre el público católico y no católico; tanto más por cuanto que no han s
presentadas como la opinión de un teólogo particular, sino con la pretensión de
la interpretación válida de la doctrina del fallecido Papa acerca de la guerra mod
na y en especial de la atómica, para de ese modo, de manera autoritativa, poner f
la discusión en torno a la licitud moral de la defensa atómica dentro del catolicism
alemán'.
* Publicado con este título
(Die Zerstorung der natterrechtlichen Kriegslehre. Enviderung an P Gustav G
lach, S.J.)
en:
Alomare Kamplmittel und christliche Ethik. Diskussionsbeitrlige deutscher Katholiken,
Münc
1960, pp. 161-196. Escrito en colaboración con Emst-Wolfgang Bückenforde.
1.
Die Lehre Pius' XII vara modernen Krieg;
cfr.
Stimmen der Zeit, 164/7 (abril de 1959), p. 13.
2.
Entretanto ya han sido publicadas las actas de ese congreso:
Kann der alomare Verteidigungskrieg ei
rechter Krieg sein?,
Studien und Berichte der Katholischen Akademie in Bayern, n°10, München, 1960.
3.
Ésa no fue sólo la impresión de los participantes en el congreso —cfr. a
respecto los informes del
Fran
ter Allgemeine
del 24 de febrero de 1959, p. 2. y del
Rheinischer Merkur
del 27 de febrero de 1959, p. 3—, sino
también ha sido expresado por el propio Gundlach de manera indirecta en sus exposiciones
(op. cit.,
p. 6),
y e
citamente en una Carta al Drector dirigida al Franfurrer Al/gen:eine
(edición del 12 de mayo de 1959, p. 7)
que rechaza la invitación del diputado Nellen a un debate público: »...Puedo añadir que expuse la doctrina del P
a instancias de la Academia Católica de Baviera en Würzburg. Lo hice según mi lea saber y entender. Como c
co, me repele convertir exposiciones
del más alto magisterio de la Iglesia
en objeto de una disputa pública...».
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La destrucción de la doctrina del derecho natura acerca de la guerra -
286 - Temas de nuestra época
Gundlach subraya expresamente que ha expuesto «según su leal saber y enten-
der» la doctrina de Pío XII'. A sus adversarios les reprocha directamente su «con-
ciencia errónea»
. De hecho, sin embargo, las tesis de la discusión por él expuestas
añaden únicamente una nueva y muy personal visión que ni puede apoyarse en las
manifestaciones de Pío XII, ni concuerda con la tradicional doctrina del derecho na-
tural acerca de la guerra ni con la teología cristiana. Es lo que a continuación vamos
a demostrar.
Gundlach y Pío XII
Gundlach interpreta la doctrina de Pío XII como si según ella «la aplicación de
la guerra atómica no fuera absolutamente inmoral»'; más aún, como si en determi-
nadas circunstancias una guerra defensiva atómica fuera lícita y estuviera justifica-
da moralmente, pese a los inmensos destrozos y padecimientos que el propio Papa
describe como consecuencias suyas', e incluso si eso significara el fin del mundo'.
Ésta es la interpretación de Gundlach de la doctrina papal, que él nos presenta de for-
ma más detallada desde tres perspectivas que resultan de su relación con la doctrina
del derecho natural acerca de la guerra: la del derecho a la defensa ante un ataque in-
justo, la del control de los medios empleados y la de la ponderación de bienes con
vistas a las consecuencias de la guerra.
1. El derecho del individuo y de los pueblos a la defensa contra ataques injustos
es una parte integrante fija de todo pensamiento jurídico que no quiere renunciar a sí
mismo. Así, Gundlach resalta también con razón que la guerra no es de suyo inmo-
ral', y encuentra su sentido y justificación en cuanto «uso de la violencia al servicio
del derecho» y en cuanto «vía desde un orden pacífico que ha sido perturbado hacia
un orden pacífico por construir» '°. Hasta ahí aparece la guerra como derivación y
afianzamiento del derecho a la defensa.
Dentro de este marco pone Gundlách las manifestaciones de Pío XII acerca de la
licitud moral del armamento y de la guerra defensiva. Pero a la vez, saliéndose ya de
ese marco, las interpreta en el sentido de un derecho
absoluto
a la defensa, un dere-
cho a la defensa bajo cualquier circunstancia, y en caso de necesidad sin considera-
ción de los medios ni de las consecuencias. Si uno atiende a las manifestaciones de
Pío XII en su conjunto, dice Gundlach, habría que concluir que: «Siempre ha de ha-
ber un medio para que el brutal criminal no tenga las manos libres. Si el orden divi-
4.
Cfr. la «Carta al Drector» de Gundlach al
F Z
citada en la nota 3.
5.
Cfr. las actas del congreso mencionadas en la nota 2, p. 251. Hay que considerar que, según eso, entre las
víctimas de una conciencia errónea se encuentran nombres como el del cardenal Ottaviani, el obispo auxiliar de
Nueva York, Fu ton Sheen, así como el episcopado francés a completo.
6.
G U N D LA C H, G . .
op. cit., p. 5.
7.
En el mensa e de Navidad del 24.12.1955: cfr.
Herder-Korresporidenz,
11, (p. 180; citado por Gundlach en
el lugar arriba indicado, p. 3).
8.
C fr . G U N D LA C H, G . ,
op. cit..
p. 13.
9. bid.,
p. 2.
10.
A comienzo de sus explicaciones (p. 2) y otra vez explícitamente en la p. 7.
no del mundo en algún caso, por principio, no permitiera esto, sería entonces de p
sí insuficiente en cuanto orden en el mundo, lo cual no es pensable» ". A partir d
derecho a la defensa se deduce aquí sin más ni más el derecho al empleo de cu
quier medio que se requiera para defenderse en un caso dado. La consecuencia
clara: si únicamente Fa bomba atómica —por ejemplo, ante un ataque atómico—
un medio apropiado para una defensa eficaz, entonces, puesto que tiene
que haber
medio, también su utilización está justificada. En esta argumentación de princip
desaparece el sentido de la guerra en cuanto medio para el restablecimiento del
den pacífico que ha sido alterado, al igual que la consideración de los efectos q
tendrá la utilización de un determinado medio.
¿Es esta doctrina de un derecho absoluto a la defensa la doctrina de Pío XII?
ningún modo. En el discurso del 3 de octubre de 1953 ante el V Congreso Intern
cional de Derecho Penal, que Gundlach aporta como prueba, Pío XII habla úni
mente de la necesidad que, en la situación mundial presente, tiene un Estado de p
pararse para la defensa, y declara en general que tampoco hoy, de cara a la gue
moderna, se le puede negar a ningún Estado el derecho a defenderse ' 2
. De los m
dios para la defensa y de que por principio haya de haber siempre un medio no
dice una sola palabra en el discurso; esta cuestión no se plantea en absoluto. Se t
tará no obstante un poco más tarde, en el discurso del 19 de octubre de 1953 ante
Congreso de Medicina Militar, y será respondida en sentido opuesto al de Gun
lach.
Pío XII dice ahí que la defensa contra una injusticia cualquiera no justifica ya
medio violento de la guerra, y a renglón seguido expone el siguiente enunciado un
versal: «Si los daños que acarrea [la guerra] son incomparablemente mayores q
los de la injusticia soportada, uno puede estar obligado a soportar la injusticia»
rechaza con ello de forma expresa un derecho absoluto a la defensa. Esto se corr
ponde también con la doctrina católica tradicional sobre la guerra, que siempre
distinguido entre el derecho a la guerra en sí, que está condicionado por la «cau
justa», y los medios lícitos en la conducción de la guerra, que han de cumplir dete
minados requisitos y que en particular no pueden poner en cuestión el sentido de
guerra, admitido por el propio Gundlach, de ser un medio para el restablecimien
de un orden aacífico.
2. Puesto que según la doctrina de Pío XII no existe un derecho absoluto a la d
fensa, para él es importante la cuestión de la «naturaleza» y los efectos de las arm
modernas, en particular la muy discutida cuestión de la posibilidad de controlar
medios atómicos de combate. La licitud moral de su utilización puede depender
que se dé o no esa posibilidad.
Gundlach afirma en primer lugar que en las alocuciones dirigidas al Congre
Internacional de Derecho Penal y al Congreso de Medicina Militar se dijo que la u
11. p. 2 y s.
12. Cfr.
Acta Apostolicae Sedis (AAS), 45, p. 733; ahora en: Henler-Karrespondenz.
8 (1953/54), p. 78 y s.
13.
AAS 45, p. 748:
«II ne suffit done pus, d'avoir á se defendre croare n'importe truene injustice pour uti
lu
méthode violente de la guerre. Lamour les dommages entrainés par celle-ci ne sant pas comparables á cm«
l'injustice tolérée un peal avoir l'obligarían de subir l'injustice..
Cfr. también Herder-Korrespandenz,
8, p. 127
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La destrucción de la doctrina del derecho natural acerca de la guerra - 28
88 - Temas de nuestra época
lización de las armas atómicas no es absolutamente inmoral'''. Sin embargo, en las
alocuciones mencionadas Pío XII no expresa esto ni de manera literal ni en el senti-
do de sus palabras, como ya ha sido probado por otro autor Tampoco expresa lo
contrario, sino que no deja decidido este problema en absoluto. Ahí sólo plantea la
cuestión de la licitud de la guerra con armas atómicas, biológicas o químicas (ABQ)
—y, además, sólo para el caso de la defensa frente una guerra ABQ—, y después in-
dica los principios a la luz de los cuales habría que resolverla, sin dar él mismo una
respuesta 1 6 . «La cuestión de si [la guerra ABQ] puede ser absolutamente necesaria
para defenderse de una guerra ABQ aquí queda meramente planteada. La respuesta
se puede deducir a partir de los mismos principios que hoy deciden si una guerra en
general es justificable»''.
Así pues, la afirmación de Gundlach es falsa. Sólo se explica por una errónea in-
terpretación de la doctrina de Pío XII en el sentido de un derecho absoluto a la de-
fensa. Pues si el derecho absoluto a la defensa perteneciera a los principios según los
cuales puede hoy juzgarse la licitud de una guerra, entonces quedaría totalmente cla-
ro desde el comienzo que la utilización de la bomba atómica no puede ser de suyo
inmoral. Puesto que la licitud de un determinado medio de combate dependería sólo
de su necesidad
para la defensa eficaz, sin consideración de sus efectos.
En este contexto es importante otra declaración de Pío XII, concretamente el co-
nocido pasaje de su discurso del 30 de agosto de 1954 ante el Congreso Mundial dé
Médicos. Dijo allí: «En todo caso, cuando poner en marcha un medio [la guerra
ABQ] provoca tal extensión del mal que escapa_por completo al control del hombre,
su utilización ha de ser rechazada por inmoral. Ahí no se trataría ya de "defensa"
contra la injusticia y de la necesaria "salvaguarda" de posesiones legítimas, sino del
puro y simple aniquilamiento de toda vida humana dentro del radio de acción. Eso
no es lícito bajo ningún concepto»". Todos los intérpretes, en particular los siete teó-
logos morales '", Karlheinz Schmidthüs" y Clemens Münster", han entendido hasta
el momento que ese pasaje apunta al control de los
efectos, incluidos los efectos se-
cundarios y los que tengan lugar a largo plazo. El fallo más llamativo de la Declara-
ción de los Siete estaba con todo, en que empleaban el concepto de control de mane-
14.
G UNDL ACH , G.. op. cit.. p. 4.
15.
Cfr. KR IE LE , M., «Pacer Gundlach und der ABC-Krieg»,
Hochland,
51 (junio de 1959), p. 468 y s.
l6. Discurso del 19 de octubre de 1953 ante el Congreso de Medicina Militar; AAS 45, pp. 744 y ss.,
Herder-
Korrespondenz, 8. p. 127.
17.
Ibid.
18.
AAS 46, p. 598: «Quanti toste pis
la mise en zeuvre de ce n'oyen entrame une extension telle du mal qu'il
échappe entierentent as contróle de l'homme, son utilisatizm doit entre rejetée comme inmorale. e s'agirait
plus de "déjense" contra l'injustice et de la "sauvegarde" necessaire de possession légitime, mais de l'annihilation
pare et simple de toute vie humane ú l'intérieur du rayan d'actúo . ("a n est permitir aucun titre». A diferencia
de
la traducción de Herder-Korrespondenz,
9 (1954/55), p. 79 y s., se ha traducido
entraine
por
«nach sich zieht»
(mmovoca”, «acarrea>›)
en lugar de por
«mit
sich brillo>
(«conlleva»), pues reproduce mejor el sentido.
19. Cfr. Bulletin der Butuksregierting.del
7 de mayo de 1958, n° 83, p. 823 y s.; también, Herder-Korrespon-
den:,
13, p. 395. En 1958, siete prominentes teólogos morales católicos alemanes publicaron una declaración en
la
que se oponían a los críticos del armamento atómico y defendían la posible justificación de la utilización de la bom-
ba atómica.
20.
Von der Einheit der Welt (Herder-Bücherei, vol. 8), Freiburg i. Br., 1959, p. 170 y s.
21. «Ist die Atombontbe kuntrollierbar'?», Hochhtud, 51 (diciembre 1958), p. 123.
ra puramente formal y abstracta, en cierta medida sin ubicación y sin definirlo ni in
terpretarlo en el contexto de la doctrina católica de la guerra. Así empleado, este con
cepto no da lugar a nada salvo al hecho, de contenido trivial y por tanto moralmente
irrelevante, de que es posible prever los efectos de un medio. Después no resulta di-
fícil asegurar que «concienzudos expertos» niegan que sea imposible controlar lo
medios de combate atómicos.
El P. Gustav Gundlach ha visto con claridad la debilidad de esta posición. Pero
no da un paso adelante para determinar el contenido del concepto de control, sino
que rechaza toda la interpretación que hasta el momento se ha dado a la declaración
papal en el debate católico. Según Gundlach, ahí no se está hablando del control de
los efectos, sino sólo del control sobre el acto de la utilización. No sería lícito que la
utilización recayera en un automatismo que, una vez puesto en marcha, se desenvol-
viera por medio de un mecanismo autónomo, sino que en cualquier caso habría de
permanecer sometida a la responsabilidad moral de ponderación". Hasta ahí la in-
terpretación de Gundlach es en sí al menos clara y comprensible. Pero en lo que si-
gue, pierde de inmediato esa comprensibilidad. Pues la falta de control de la aplica-
ción no tiene lugar, como uno pensaría, por un automatismo de la ejecución como el
descrito, sino sólo si se da el «desafortunado caso» de la perversa voluntad de un
hombre investido de poder, «de manera que el desenfreno de la persona desencade-
nante y
el automatismo de la ejecución desencadenada se
combinan
para dar lugar a
una completamente desequilibrada extensión de lo malo»".
Ésta es de hecho una interpretación sorprendente. Toda la cuestión es al final
trasladada de lo objetivamente dado, la naturaleza de la guerra ABQ, a la sola inten-
ción subjetiva del agente, y se pretende que acerca de la aplicabilidad de la bomba
atómica Pío XII únicamente enseñó que su uso por parte de un hombre criminal y sin
conciencia que no busca nada más que la aniquilación. como Gundlach explica", es
inmoral. Uno se queda perplejo de que Gundlach crea en serio que Pío XII, en un
Congreso Mundial de Médicos, no haya enseñado acerca de la aplicabilidad de la
bomba atómica nada más que esa obviedad". Como instrumento de la perversa vo-
luntad de un hombre investido de poder también el uso de una bayoneta es inmoral.
Según esto, las palabras conminatorias y las numerosas imágenes apocalípticas de
Pío XII no iban enfocadas más que a aseverar que no es lícito que un gobernante
malvado haga uso de una bomba atómica para fines perversos. Pío XII ha empleado
de hecho la expresión «perversa voluntad de un hombre investido de poder», pero no
en el congreso médico sino en otro contexto que, de nuevo, da a sus palabras un sen-
tido opuesto al de la interpretación de Gundlach. Se trata de las palabras del 14 de
abril de 1957 al enviado especial del primer ministro japonés. El discurso se refiere
ahí a que elpoder destructivo de las armas atómicas se ha vuelto hoy ya «ilimitado».
Y luego continúa el Papa: «Cuando se trata de catástrofes naturales, ante aquello que
22.
Cfr.
G UNDL ACH ,
G., op. cit.,
p. 3 y s.
23. /bid.,
p. 5: el subrayado es mío.
24. ¡bid.,
p. 4.
25.
Michael Seidlinayer, en
Welt ohne Krieg
(marzo/abril 1959). p. 2, a propósito de esto habla, no sin razón,
de «simpleza».
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La destrucción de la doctrina del derecho natural acerca de la guerra
290 - Temas de nuestra época
sucede por la voluntad del Todopoderoso uno ha de inclinar la cabeza. Pero si suce-
diera una catástrofe por la perversa voluntad del hombre investido de poder, tal acto
tendría que ser censurado y condenado por toda persona de pensamiento recto»
6 .
Así pues, aquí no se distingue la utilización de la bomba atómica por la «perver-
sa voluntad de un hombre investido de poder», como en Gundlach, de un posible uso
moral, sino de una catástrofe natural. El sentido de las declaraciones papales es per-
fectamente claro. De cara a una catástrofe de las proporciones de las explosiones
atómicas modernas, el Papa plantea la alternativa: catástrofe natural o perversa vo-
luntad de un hombre investido de poder.
Toda voluntad humana que tenga por obje-
to provocar tal catástrofe es una perversa voluntad de un hombre investido de po-
der.
La perversa voluntad de un hombre investido de poder, en el contexto de las
palabras del Papa, no es una condición adicional para que a un lanzamiento de bom-
bas atómicas se lo llame «inmoral», sino que aquélla queda definida precisamente
por esta decisión de lanzarlas. Este contexto es tergiversado por Gundlach justo has-
ta el sentido contrario.
¿Cómo ha llegado Gundlach a esta interpretación? La premisa pertinente habrá
que buscarla de nuevo en su tesis del derecho absoluto a la defensa. Si la posibilidad
de emplear determinados medios sólo depende de su necesidad para la defensa, y
además sus efectos son por completo irrelevantes, también el control ha de referirse
únicamente al acto de la utilización, esto es, a la ponderación de la necesidad de em-
plearlos".
Pero aun en el caso de que esto fuera correcto, seguiría sin entenderse cómo es
que la falta de control sólo puede darse con el añadido del «desenfreno de la perso-
na desencadenante». Difícilmente podrá encontrarse una razón convincente para esta
ilimitada subjetivización del concepto de control, el cual apunta a algo objetivo. No
obstante, está claro que Pío XII quiso decir algo acerca de la naturaleza
específica de
la guerra ABQ. ¿Debería para Gundlach desembocar todo esto en la simple afirma-
ción de que desencadenar una guerra nuclear incontrolable sólo es inmoral si lo hace
un déspota del Este, pero no si lo hace un gobernante del Oeste? Las citadas palabras
del Papa de ninguna manera ofrecen algún punto de apoyo a la interpretación de
Gundlach. Tal apoyo se lo ofrecería sólo la particular traducción de Gundlach, que
se aparta de la traducción que aparece en
Herder-Korrespondenz.
El pasaje decisivo,
según él, dice así: «Cuando la utilización de este medio provoca talextensión del
mal que la utilización escapa por completo al control humano...» ".
Aparte del hecho de que de esta traducción apenas puede deducirse un sentido
comprensible, la traducción contradice al texto original francés. Allí se dice:
«Quand
toutefois la mise en ceuvre de ce moyen entrame une extension telle du mal qu'il
échappe entiérement au controle de l'homme...».
Ciertamente, desde el punto de vis-
ta gramatical ese
i/
puede referirse tanto a
moyen
como a
mal,
pero en ningún caso a
la mise en wuvre,
como sucede en la traducción de Gundlach. Si
il
significa la gue-
26.
Herder-Korrespondenz,
I 1, p. 402.
27.
Cfr. a respecto también KRIELE, M.,
op.cit.,
p. 471.
28.
G U N D LA C H, G . ,
op. cit., p. 4.
rra ABQ
(moyen) o el mal que ella provoca
(mal)
—el sentido lingüístico no pe
te resolver la cuestión con claridad—, puede quedar en el aire. Suponiendo qu
la guerra como tal, y no el mal que ella provoca, lo que no es lícito que escape
completo al control del hombre, se deduce del contexto con claridad que se trata
control de sus
efectos,
no del control mental de su puesta en marcha. Pues el
dice justo en la frase precedente que es necesario que los
efectos (effets)
de la g
ABQ «se limiten estrictamente a lo que requiere la defensa». De ahí se deduce d
da y consecuentemente, en nuestra frase, la afirmación de que en cualquier caso
guerra, si sus efectos quedan por completo fuera de control, es inmoral". Sólo
tiendo de ahí puede también entenderse la subsiguiente consideración de que en
caso se trataría de un «puro y simple aniquilamiento de toda vida humana dentr
radio de acción».
Así pues, la traducción debe rezar como se ha expuesto más arriba'. La tra
ción de Gundlach es incorrecta. En el resto de citas que Gundlach utiliza se rem
la traducción de
Herder-Korrespondenz
o de Utz-Groner. Además, sólo su pr
traducción permite encontrar en el pasaje en cuestión un punto de apoyo para l
terpretación que él da. De modo que es difícil suponer que se trata de un descuid
Si en vez de tomar la errónea traducción de Gundlach partimos de la correcta
sulta claro que según la doctrina de Pío XII la licitud de la utilización de armas
micas depende de la posibilidad de controlar sus efectos''. Con ello Pío XII no h
cho nada nuevo, sino que sólo ha destacado especialmente lo que, según la doc
del derecho natural acerca de la guerra justa y el vigente derecho de gentes rela
a la guerra, se ajusta en cualquier caso a derecho; esto es, que no sólo los medio
combate utilizados han de ser en cuanto tales los requeridos para la defensa, sino
también sus efectos han de mantenerse dentro del marco de lo necesario para la
fensa
Acerca de la cuestión fáctica de si los efectos de los medios de combate at
cos, o de determinados medios de combate atómicos, son controlables, Pío XI
cuanto maestro de la Iglesia, no se ha pronunciado. Tampoco es ésta una cue
moral, sino fundamentalmente científica. Señalaremos, sin embargo, que en un
sus últimas manifestaciones al respecto, en una nota diplomática al enviado esp
29. Vid en la nota 18 la cita indicada.
30.
Esto ha sido probado convincentemente también por KRIELE, M.,
op. cit.,
p. 471.
31.
Esta interpretación contraria a la de Gundlach es también defendida por el obispo de Innsbruck. D
Rusch. En el Congreso Pastora navideño del 28 a 30 de diciembre de 1959, en Viena. siguiendo el informe d
der-Korrespondenz,
14 (febrero 1960), p. 202. entre otras cosas declaró: «Muy importante es la restricción
los
efectos
de la bomba atómica han de permanecer bao control, esto es,
imitados.
Si no es ése el caso, se t
aniquilación sin más, lo que de ninguna manera puede estar permitido (así lo dice Pío X I). Esta imposibilid
control podría ser aplicable a la bomba H».
32. Cfr., por una parte, MEaNER, J..
Das Naturrecla,
ed. (reelaborada), lnnsbruok/Wiert/Nünchen. 1
7 7 2 ; MA LS B A C H-E R ME C KE ,
Katolische Moraltheologie,
vol. 3, 9 ed., Münster, 1953. p. 94. b; y por otra pa
22 y art. 23 a y 23 c de la Convención
de
La Haya, y A fred VERDROB,
Volkerrecht,
ed.. Wien. 1955, p. 361
joven roba manzanas en mi huerto, yo soy minusválido y lo único que tengo a mano es una granada. la
utili
de esta arma quizá sea necesaria para impedir el robo. No obstante, de esa necesidad no se deriva el derecho
zarla de hecho sin considerar el efecto, a saber, la inevitable muerte o lesión del ladrón. Aquí entra en juego
deración de bienes, a la cua se referirá el texto más adelante. Ésta no puede reducirse de ninguna manera, co
cede en Gundlach, a mera función de la .necesidad».
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292 - Temas de nuestra época
4 )
La destrucción de la doctrina del derecho natural acerca de la guerra -
del primer ministro japonés, de abril de 1957, excluye de forma explícita la posibili-
dad de controlar ciertos medios de combate atómicos modernos. Dice ahí: «De he-
cho, el poder destructivo de las armas atómicas se ha vuelto hoy ilimitado, ya no se
ve frenado por la masa crítica que ponía un límite natural a la ya terrible violencia de
las armas atómicas originales»".
3. Si bien al principio Gundlach interpreta la doctrina de Pío XII en el sentido de
un derecho absoluto a la defensa, luego pasa a hablar detalladamente de la cuestión,
que aparece una y otra vez en las declaraciones papales, de la ponderación de bienes.
Para ello se remite al discurso navideño de 1948 y al mencionado discurso pronun-
ciado ante el Congreso de Medicina Militar.
Los pasajes de esos discursos que aquí nos interesan dicen así: «Ni la exclusiva
ponderación de las penas y males causados por la guerra ni la precisa especificación
de la acción y sus ventajas alcanzan finalmente a determinar si está moralmente per-
mitido, o también si en determinadas circunstancias concretas sería obligatorio (dan-
do siempre por sentado que existe una fundada probabilidad de éxito [buon succe-
so])
defenderse del atacante con violencia» ". «Así pues, para emplear el método
violento de la guerra, no basta con que uno tenga que defenderse de una injusticia
del tipo que sea. Si los daños que acarrea son incomparablemente mayores que los
de la injusticia soportada, uno puede estar obligado a soportar la injusticia>>".
Se dicen ahí dos cosas distintas: la licitud también de una guerra defensiva está
ligada a una ponderación de bienes con respecto a sus efectos, una ponderación de
bienes que no puede ser puramente utilitarista. Independientemente de esto ha de
existir en todo caso una fundada probabilidad de «éxito» de la guerra, esto es, de la
«restitución de un orden pacífico» 3 6.
Sin duda hay que dar la razón a Gundlach cuando reiteradamente subraya que la
ponderación aquí exigida es en extremo complicada, y cuando señala el grave deber
de conciencia del gobernante responsable". Sin embargo, su propia argumentación
en torno a esta cuestión se puede reducir a una bien sencilla serie de ideas. La ame-
naza de un ataque soviético es una amenaza a la fe y a las exigencias más elementa-
les de la libertad humana, es decir, los «valores humanos» más elevados. Todo valor
tiene su precio, de modo que los valores máximos demandan para su defensa el pre-
cio máximo, esto es, la «intervención máxima», una «intervención terrible». Ahí
esos valores son contemplados, de manera semejante a las ideas platónicas, como
esencias abstractas, y se los separa de sus portadores concretos, los hombres, sin los
cuales no obstante aquéllos no tienen ninguna realidad. En comparación con ellos la
vida humana aparece como «valor material» —al igual que las consecuencias de una
guerra atómica como «daños materiales»—, y es eudemonismo social y un «antepo-
ner valores materiales» no considerar que para la defensa de los valores más eleva-
33.
Henter-Korrespondenz, II,
p. 102.
34.
AAS 41, p. 5; traducción según Herder-Korresponden:,
3, p. 165.
35. AAS 45, p. 748. Cfr. también
Hender-Korrespondenz,
8, p. 127; el texto original aparece más arriba, en la
nota 13.
36. GUNDLACH, G.,
op. cit., p. 7.
37. That, p. 11 y s.
dos incluso la desaparición de todo un pueblo está justificada'. El consecuente
labón final de esta serie de ideas es la tesis de Gundlach, citada al comienzo, de q
incluso si sucumbiera el mundo y sólo así fuera posible una manifestación de la m
jestad de Dios y de su orden, es pensable un derecho y un deber a la defensa de
bienes más elevados".
Las manifestaciones de Pío XII, que Gundlach quiere interpretar, no pueden t
giversarse de forma más clara. Si el mismo fin del mundo, que implica la muerte
todos los hombres, no es ningún «daño» que puede hacer que no esté permitida
defensa, entonces la ponderación de bienes no hace en absoluto al caso. Así es de
cho. En Gundlach lo único`que se pondera es si determinados bienes, y en qué m
dida, son en sí dignos de defenderse. En tanto lo sean, todos los males que conlle
la defensa están justificados de antemano; no existe ningún otro problema de pond
ración. La ponderación de bienes es así pues sustituida por una relación valor-pre
entre la magnitud del valor de los bienes amenazados y la intensidad de la defe
permitida o bien exigida. Según esta relación, los bienes de valor supremo merec
también el precio de la «intervención suprema», esto es, una defensa incondicio
da. cueste los padecimientos y «daños materiales» que cueste. Solamente están
justificados los padecimientos y daños «innecesarios», es decir, aquéllos que no
tán cubiertos por la defensa adecuada en atención a la magnitud del valor de l
bienes amenazados". De tratarse de los «bienes supremos», consecuentemente ta
poco causar los mayores padecimientos y, a la postre el fin del mundo, está injust
cado. El contenido de la tan invocada ponderación consiste sólo en averiguar cuál
la relación en cada caso".
Esta idea tiene su origen y ubicación intelectual en la economía política (clá
ca): de ahí ha llegado a la ética. donde ha tenido una amplia difusión. Con el pen
miento iusnaturalista cristiano tiene poco que ver.
Para el pensamiento iusnaturalista clásico la doctrina de los bienes está conec
da a una interpretación teleológica del ser finito. Todo lo finito no cumple su sen
do ya por el hecho de existir, sino que su mera existencia comprende la ordenació
a un desarrollo y adquisición de sentido, a la actividad adecuada. A tal actividad l
na de sentido Aristóteles y Tomás de Aquino la denominan la «vida buena», o ta
bién, en una expresión que Gundlach aborrece, la eudaimonia, esto es, la felicid
Por tanto, la vida y la vida buena se comportan una respecto de la otra no como u
valor más bajo y otro más alto en una tabla de precios, sino que se encuentran cone
tadas en un sentido teleológico. Esto significa que la «vida buena» es la vida a la q
38.
Cfr.. en particular, ibíd., p. 8 y p. 13 arriba.
39. tb6d., p. 13; cita indicada en la nota I.
40. Cfr. al respecto el informe del Frankfurter Allgemeine Zeitung del 24 de febrero de 1959, donde se rep
duce el punto de vista de Gundlach como sigue: «Pues que la bomba de hidrógeno cause «padecimientos innec
rios» depende del grado de protección que merezcan los bienes que están en peligro en un caso determinado». El
forme del
Rheinischer Merkur del 27 de febrero de 1959, del Dr. Günter Krauss. dice algo similar. Esto es u
precisa aplicación del modo de argumentación descrito.
41. Cfr. GUNDLACH, G., op. cit., p. 13. Es revelador que Gundlach ahí, como ejemplo de ponderación, men
na unas manifestaciones del Papa que no se refieren en absoluto a una ponderación de bienes entre los.daños o
sionados por una guerra y la injusticia amenazante, sino que exponen que en el caso de los bienes
de la humani
de gran importancia también una defensa (bélica) está de suyo completamente justificada.
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La destrucción de la doctrina del derecho natural acerca de la guerra
se llena de sentido, mientras que la «vida desnuda» es la que ontológicamente posi-
bilita la vida buena. Se sigue de ahí que lo que sirve de fundamento ontológico no
puede ser simplemente un «valor inferior» que pueda pagarse como precio a cambio
del valor superior". Los filósofos clásicos han resaltado frecuentemente que lo «me-
jor», lo «superior», no siempre es lo más urgente y deseable, no por ejemplo si está
en juego lo necesario en cuanto fundamento".
Incluso la filosofía del valor moderna, que a nuestro jucio ha encubierto esta es-
tructura teleológica, conoce estas relaciones de fundación, de las cuales se sigue que
un valor inferior ha de preferirse a uno superior cuando aquel valor mismo es la con-
dición de uno superior. La «teoría del precio» de Gundlach, por el contrario, para
que tenga sentido, sólo se hace comprensible en el contexto de un espiritualismo idea-
lista, en cuya compañía no hay duda de que no es la intención de Gundlach encon-
trarse.
En este contexto se inscribe también su reinterpretación del viejo principio, re-
petido por Pío XII, de que la guerra lícita presupone la probabilidad de éxito. Cuan-
do Gundlach hace que como «éxito» de la guerra baste con una (supuesta) manifes-
tación del orden divino en vez de la restitución de un orden pacífico, también este
principio es apartado a un lado. En realidad ya no es necesario plantear la cuestión.
Pues el «éxito» de la manifestación del orden divino del mundo en la defensa contra
la injusticia se alcanzará de todos modos en cualquier guerra cuya «causa» sea jus-
ta. De ese modo, en Gundlach se priva a la guerra por completo de su sentido y ob-
jetivo, y se la convierte en medio para una manifestación escatológica. Que esta con-
cepción del «éxito» de la guerra contradice de nuevo claramente las palabras de Pío
XII lo pone de manifiesto el hecho de que el Papa habla
restrictivamente
de la nece-
saria premisa de una «fundada probabilidad de éxito». Si el éxito fuera idéntico a la
buena intención del beligerante carecería por completo de sentido postular una «pro-
babilidad» adicional a esa intención.
En conclusión, podemos afirmar que la interpretación y los resultados de Gund-
lach no se corresponden con la doctrina de Pío XII en ninguno de los tres puntos. El
Papa no ha enseñado ningún derecho a la defensa a cualquier precio, ni ha dicho que
el control de los medios de combate no tenga importancia, ni que para la defensa de
los bienes más elevados pueda asumirse incluso el fin del mundo y que pueda pres-
cindirse de considerar si hay fundadas oportunidades de éxito. Tampoco ha dicho que
una guerra atómica no sea absolutamente inmoral ni lo contrario, sino que sólo ha in-
dicado las normas y principios generales a cuya luz ha de juzgarse esta cuestión.
Además. Gundlach interpreta la doctrina de Pío XII con vistas a planteamientos
que dejan fuera de toda consideración precisamente el problema moral concreto en
42.
Esto ha s ido visto y considerado con exactitud por I vIoNzEl., N., «Der Kompromill im demokratischen Sta-
aty,
Hech/and,
51 (febrero de 1959), p. 244.
43.
Cf r . AR I S T Ó T EL ES ,
Tópicos, III, 3, 118 a.
torno al presente rearme atómico de la República Federal Alemana. a saber, el
blema del
desencadenamiento
de una guerra atómica contra ataques no atómico
intención de la dirección de la OTAN, como ha sido confirmado por el gobiern
deral alemán, responder con bombardeos atómicos masivos también a ataque
armas convencionales, para equilibrar de ese modo la inferioridad en armam
convencional. Que esta estrategia de la represalia masiva contradice de forma m
fiesta la doctrina de la Iglesia, y en particular la de Pío XII, es algo que Gun
omite. pese a que sería uno de los puntos más acuciantes del tema que trata. Ci
mente. no son los pocos opositores al rearme atómico quienes representan hoy e
un peligro para la defensa del Oeste, sino esas tendencias, derivadas de la como
y el miedo al sacrificio, a recortar cada vez más los gastos en armamento conve
nal, cosa que, entre otros, ya ha apuntado repetidas veces Karlheinz Schmid
Cuando Gundlach dice que el criterio para la licitud de un arma es exclusivam
su necesidad, la pregunta que tendría que haber formulado es qué sucede en el
de que una parte, culpablemente, se haya
privado a sí misma de las posibilidad
defenderse de un ataque con medios menos terribles, forzándose así a tener qu
gir entre «capitulación o fin del mundo». Por lo demás, a menudo se ha señala
peligro de que un enemigo cínico especule con que, debido a sus consecuencia
cidas. al
final la represalia masiva no se llevará en serio a la práctica y, precisa
te en la era atómica, será en último término la superioridad de los ejércitos co
cionales lo que resultará decisivo'; una opinión que se ha visto confirmada p
modo en que se ha tratado la crisis húngara.
En cualquier caso, como ya se ha mostrado, las tesis e interpretaciones de G
lach respecto a la doctrina del Papa Pío XII son una opinión personal, con tanta
yor o menor autoridad como poder de convicción racional posea por sí mism
opinión
.
Tras ver que en los puntos esenciales no coincide con la doctrina de Pío
ahora hay que preguntarse por su relación con la doctrina tradicional del derech
tural acerca de la guerra. Lo hemos visto ya en algún pasaje concreto, pero aho
investigaremos de nuevo de modo más sistemático.
44.
Cfr. a respecto el artícuo de WORSTHORNE, P.. «Wie die Sowj ets es sehen. RuBland und die Atorn
Der Monat (agosto 1958), pp. 17-22.
45.
El hecho de que Gundlach haya actuado ocasionamente como consejero de Pío X I en cuestiones
trina socia parece otorgar una particuar relevancia a su interpretación de la doctrina del Papa. Sin embarg
un error pensar eso. Poseen autoridad —si bien la mayor parte de las veces no infa ible— aquellas sentencia
Papa en cuanto maestro de la Iglesia tiene a bien expresar y ha expresado de hecho. En el caso de que esas
cias precisen una interpretación, ésta sólo puede producirse de nuevo autoritativamente a través del propio m
rio eclesiástico. Pero por lo demás el sentido notorio de las manifestaciones papa es ha de hablar por sí mis
puede permitirse que se reinterprete ese
“sensos obvios»
apelando a supuesto o rea conocimiento de la op
vada del Papa. Esto daría muestra de un escaso respeto a propio Papa, que en función de las circunstanc
muy bien guardarse sus opiniones personaes cuando quiere hablar como maestro de la Iglesia. Es natura
consejero del Papa corra fácilmente el riesgo de desdibu ar esos límites e incluso de querer ver en las decla
papales ideas y motivaciones que han movido al propio consejero, pero que para la Iglesia no tienen la m
portancia. La autoridad de Gundlach, por tanto, no es otra que la de un profesor de ciencias sociaes.
294 - Temas de nuestra ép oca
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296 - Temas de nuestra época
Gundlach y la doctrina del derecho natural
acerca de la guerra
La doctrina del derecho natural acerca de la guerra ha surgido a través de una
evolución de varios siglos, y ha adquirido una forma duradera especialmente al co-
mienzo de la era moderna gracias a los filósofos españoles de la baja escolástica, so-
bre todo Francisco Suárez". Dicha doctrina, si bien contempla la guerra como un
gran mal, nunca la ha reprobado en cuanto tal abogando por un pacifismo radical,
sino que siempre se ha propuesto formular las condiciones bajo las cuales una gue-
rra puede ser moralmente lícita y estar justificada. Estas condiciones son —en resu-
men— las siguientes":
1.
La guerra ha de ser declarada y conducida por una autoridad estatal;
2.
ha de emprenderse para la defensa contra un ataque injusto a bienes de impor-4,)
tacia vital
(fusta et gravis causa);
3.
han de haberse agotado todas las posibilidades de un arreglo pacífico de la
disputa;
4.
la guerra no puede poner en juego bienes considerablemente superiores a los
que van a ser defendidos (principio de ponderación de bienes), y ha de exis-
tir una fundada probabilidad de éxito (oportunidades de victoria);
5.
el modo de conducir la guerra ha de adecuarse al derecho natural y al derecho
de gentes
(debitus modus),
esto es, sólo pueden utilizarse medios que sean de
suyo irreprochables, y no puede alcanzar indistintamente a combatientes y no
intervinientes.
6.
los medios empleados han de ser adecuados al fin defensivo, esto es, no pue-
den causar males mayores que los requeridos al objeto de defenderse.
De estas condiciones han de cumplirse no algunas sino todas, para que la gue-
rra sea moralmente lícita, esto es, para que sea una guerra justa.
«Si hay una sola
de estas condiciones que no se cumple, la guerra ya no es justa»".
De estos principios de la doctrina católica sobre la guerra, junto a los poco pro-
blemáticos 1 y 3 (que, por tanto, en lo que sigue no mencionaremos expresamente).
aparecen en Gundlach sólo dos: el requisito de la
fusta et gravis causa
y el principio
de ponderación de bienes. En sí esto no tendría por qué significar nada, ya que Gund-
lach desarrolla sus tesis en el marco de la interpretación de las declaraciones papales.
que sólo destacan explícitamente algunos de estos principios, presuponiendo por con-
tra los otros de forma tácita. Pero en Gundlach esta reducción se convierte en un ais-
lamiento explícito, por cuanto para él, en rigor, sólo estos dos principios son determi-
nantes, y todos los demás quedan absorbidos por ellos o bien son abandonados.
Este aislamiento se alcanza de una triple forma: se abandona el
telos,
la finalidad
de la guerra, se añade la idea del derecho absoluto a la defensa y se reinterpreta el
principio de ponderación de bienes transformándolo en una relación valor-precio.
La destrucción de la doctrina del derecho natural acerca de la guerra -
Con respecto a la finalidad de la guerra, dentro del trabajo de Gundlach se p
duce un cambio de concepción que liela
—a
-
la contradicción. Al comienzo la gue
es situada dentro del contexto del derecho y la paz como un medio para el restab
cimiento de un orden pacífico que ha sido perturbado, y alíunas páginas más adela
te se dice de forma expresa: «La guerra sólo puede entenderse como vía desde un
den pacífico que ha sido perturbado hacia un orden pacífico por construir. Si no,
tiene sentido»". En el desarrollo posterior, este contexto va quedando a un lado
favor de la pura instauración del derecho —«la guerra sólo puede entenderse en c
nexión con el derecho vulnerado»; «la guerra hay que observarla en conexión con
instauración del derecho»
Ó
—, hasta que al final sólo «la.manifestación de la maje
tad de Dios y cl_e_lu_orden» aparece como sentido y éxito suficiente de la guerra
ésta se convierte en un puro medio ya ni siquiera para la instauración del derec
sino para esa manifestación.
Una vez se ha llevado a cabo esta desubicación abstracto-normativista de la gu
rra y el derecho en favor del
«fiat fastflfa,
pereat mundus»,
ya no sólo ha perdido
sentido el requisito de la fundada probabilidad
dé victoria, sino de igual modo el
la limitación de los efectos de la guerra a los fines defensivos; la defensa no tiene en
tonces otro fin que el de defenderse, y la guerra justa se convierte en esa medida e
un fin en sí mismo. Pero es en particular al requisito de la
justa causa
al que se le
un sentido y contenido modificados. Si la guerra sólo está al servicio de la instaur
ción del derecho y de la manifestación del orden divino, quedando fuera de toda re
lación teleológica, consecuentemente la
justa causa
ha de tener no sólo una funció
justificadora, sino motivadora a la vez, y se convertirá en la norma para determin
la intensidad obligada de la defensa. Cuanto más seria sea la
causa,
más perturbad
se verá el orden jurídico, más necesaria será la instauración del derecho y más irr
nunciable la defensa (bélica); la amenaza a los bienes máximos precisa la «interven
ción máxima» de la defensa. Éste es luego el único modo de argumentación admis
ble; la consideración de los efectos estorba la instauración y el restablecimiento de
derecho.
Desde esta posición, la introducción del derecho absoluto a la defensa se presen
ta como un acto de coherencia. Si el
telos
del derecho consiste únicamente en su au
toinstauración, y la defensa y la guerra son sólo medios para ello, entonces ha d
existir en cualquier caso la posibilidad de defensa eficaz, sin que frente a esto pued
plantearse la cuestión de los efectos. En caso contrario, se llevaría el orden jurídic
mismo
ad absurdum.
A partir de este derecho absoluto a la defensa se sigue también, como ya hemo
apuntado más arriba'', que la licitud moral de un medio de combate sólo puede de
pender de su necesidad para la defensa, de manera que el
debitus modus
queda ab
sorbido por el principio de ponderación de bienes. La prohibición de amenazar y ma
tar a los no intervinientes e inocentes establecida por el derecho natural sólo pued
46.
Cfr. REGOUT. R..
La doctrine de la guerre juste de St. Augustin ú nos jours,
Paris, 1935.
47
Según IVIEUNER, J.,
op. cit.,
p. 772, y MAUSBACH-ERNIECKE.
KathOliSChe /V/O raitheo/Ogie,
vol.
3, § 19 III (pp.
93-95).
48. MFAINER, J. .
op. cit.. p. 772.
49.
GLINDLACH, G.,
op. cit.,
p. 2 y p. 7 (eita).
50. IbUL.
p. 8 y p. 9 y s.
51.
Cfr. punto 2 del apartado <<Gundlach y Pío XII».
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La destrucción de la doctrina del derecho natural acerca de la guer
298 - Temas de nuestra época
ponerse en vigor en el marco de la defensa exigida, nunca a su costa. Esa prohibición
es ahí sustituida por una responsabilidad solidaria ilimitada de todos los afectados
por la defensa requerida, en caso de necesidad la humanidad entera, en aras de «la
instauración del derecho».
Además, por cuanto ha transformado el principio de ponderación de bienes,
como arriba se ha mostrado
2
, en una relación valor-precio entre la importancia de
los bienes amenazados y la intensidad de la defensa permitida o bien exigida, Gund-
lach no llega mediante la aplicación de ese principio a una corrección de los otros
dos, sino que precisamente en el caso de que estén amenazados los bienes máximos
y «los bienes supremos» obtiene el mismo resultado: la «intervención máxima», sin
atender a los efectos. La ponderación ha quedado trasladada por entero a la propia
relación valor-precio, y otras consideraciones teleológicas han sido excluidas".
Así es como, de triple manera, se alcanza el mismo resultado: la
fusta causa en
una doble función y un derecho incondicionado a la defensa, a cuya disposición es-
tán todos los medios necesarios, triunfan sobre los otros requisitos de la guerra justa
restrictivos.
Ya se ha mostrado cómo la reinterpretación del principio de ponderación de bie-
nes trastoca la idea teleológica de la doctrina clásica del derecho natural. Explicare-
mos ahora someramente qué otras consecuencias entraña el pensamiento de Gund-
lach.
Para la ponderación de bienes tradicional, por ejemplo la muerte de los no inter-
vinientes (producida como efecto secundario) significa por sí misma una pena inne-
cesaria y un mal, y como tal hay
iTé-g
opearla con relación a la injusticia amenazan-
te". Según la teoría del valor-precio de Gundlach, por el contrario, no hay ninguna
«pena innecesaria»
per se,
sino que el hecho de que la muerte de los no intervinien-
tes ocasione penas innecesarias depende de en qué medida merezcan ser protegidos
los bienes amenazados, lo cual viene determinado por la magnitud de su valor". De
tratarse de los bienes más elevados, no existen ya penas innecesarias.
El pensamiento funcional-finalista puro. que tiene su origen en la economía po-
lítica, sale aquí claramente a la luz. La cualidad moral de una acción o del resultado
que produzca se determina no por sí misma, sino sólo por su relación en cuanto me-
dio con un fin dado, esto es, por las relaciones fin-medio y
.
valor-precio. Frente a
esto, el pensamiento iusnaturalista cristiano, gire hunde sus raíéérerula te mía
ontológica, siempre ha distinguido entré acciones que poseen su índole
y aquéllas que sólo la reciben por su orientación a un fin, y siempre ha rechazado
52.
Cfr. punto 3 del mismo apartado.
53.
Cfr. arriba nota 40 y GUNDLACH, G.,
op. cit.,
p. 8: «La guerra sólo puede entenderse en conexión con el de-
recho que ha sido perturbado. Este orden legal perturbado del mundo puede —en función del derecho de que se tra-
te— adquirir una relevancia tan colosal que justifique una intervención extraordinaria, una intervención colosal.
Ciertamente, incluso la desaparición de todo un pueblo en la manifestación de la fidelidad a Dios frente a un atacan-
te inicuo puede representar un valor tal que eso estuviera justificado».
54.
Exactamente en el mismo sentido se pronuncia, por ejemplo,
MAUSB1CH-ERMECKE,
op. cit.,
p. 94, cuando
indica que la bomba atómica es inmoral »si según la regla sobre lo querido de manera indirecta, los efectos secun-
darios negativos no guardan ninguna proporción con el éxito (defensivo), en sí moralmente bueno, de la acción
prin-
cipal».
55.
Cfr. la cita de la nota 40.
que esas acciones e imperativos primeros se relativizaran mediante una relació
cional fin-medio
5 6
.
La teoría de Gundlach de la ponderación es la derivación de un pensamien
echa abajo los fundamentos del pensamiento iusnaturalista cristiano. Mucho m
aproxima —por mucho que pueda sorprenderle a Gundlach— a la moral com
que determina la moralidad o inmoralidad de las acciones sólo por su utilida
el objetivo final revolucionario. Según esta concepción, que una mentira o la
trucción de campos de concentración sea algo bueno o malo sólo puede sabers
sabe para quién o qué se llevaron a cabo esas acciones. En la práctica, la teo
Gundlach conduce a que, ante un eventual ataque soviético, no sólo el fin del p
que ha defenderse no representa ninguna «pena innecesaria» —aquí podría
insertarse de alguna manera la idea del sacrificio—, sino tampoco la amenaza
quilación de cuantas personas vivan en los dominios del potencial atacant
cuantos neutrales no intervinientes se quiera. Esto significa que a los pueblo
midos por el poder totalitario soviético y por los gobernantes de su órbita se le
en cuanto tales, responsables incluso de las acciones criminales de sus opresor
cluyendo a niños y ancianos, y también a los cristianos que allí profesan su fe
ven según ella en las condiciones más difíciles y con los mayores sacrificios.
Esto, bien mirado, no es otra cosa que tratar a todos los súbditos de los re
nes totalitarios como rehenes por el comportamiento de sus tiranos. Si uno
encontrar para esto un concepto legitimador, habría que hablar de un «destin
—lamentablemente— pende sobre estos pueblos oprimidos. Pero sería de un
gancia y desmesura nada cristianas sustituir el cumplimiento de los mandam
divinos, los cuales conocemos, por especulaciones sobre el destino, que no c
mos. Que Dios pueda poner también el mal al servicio de sus fines nunca ha si
disculpa para los ifiálVadol
-
L-
a
-
consideraciones sobre el «destino» de ningu
nera pueden supridul o relativizar la prohibición, establecida por el derecho n
de amenazar y matar indiscriminadamente a combatientes y no combatient
para defender los bienes que sea. Una cosa esInorir por una buena.causa —eso
pre es loable— y otra muy distinta matar por una buena causa. Esto sólo pued
permitido dentro de determinados límites, de suyo fijos, y sólo contra «atacan
el cristianaste verse ante la alternativa, antes ha de estar dispUésto a padecer
justicia que a cometerla. Este mandato no
-
-
e
-
Igle
-
olarnente del Sermón de la
taña, Ino
-
que forma parte del contenido clásico de la
philosophia perennis.
Si uno se mantiene en el terreno de la doctrina del derecho natural acerc
euerra,
en vez de echarla por tierra, como hace Gundlach, todos los caminos n
van a que la utilización de cualquiera de los medios de combate atómicos, en
dida en que por la emisión de radiactividad o con relación a la limitación de su
efectos a los combatientes son incontrolables, es de suyo inadmisible. «Contr
significa en este marco alguna posibilidad técnico-abstracta de cálculo y me
56.
Santo Tomás distingue derecho natural y derecho positivo según algo sea justo
«ex natura rei»,
mo, o sólo reciba su cualidad moral de una disposición, ya se trate de un acuerdo o de la referencia a un fin
Cfr.
S. Th..
II 57, art. 2.
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La destrucción de la doctrina del derecho natural acerca de la guerr
00 - Temas de nuestra época
)
.9
—por ejemplo del tipo de que se acabará con toda vida en un radio de 25 km' y no
de 35 km', y que la dispersión del polvo radiactivo provocará lesiones de gravedad
no más alla de 2.000 km"—, sino un control dentro del marco de los requisitos de la
guerra justa, a saber, en el sentido de que los efectos se mantengan dentro de los lí-
mites de lo requerido para defenderse y que por sí mismos no afecten a combatien-
tes y no combatientes indiscriminadamente".
Johannes MeBner, que se atiene de manera consecuente a la doctrina del derecho
natural sobre la guerra, en la reciente edición de su
Derecho natural
extrae también
esta conclusión de manera explícita. Califica de inadmisibles todas las armas atómi-
cas «cuyos efectos, debido a la emisión de radiactividad o por otras razones4o,wia-
021121211es, pues no sólo se dañaría gravísimamente a grandes masas de la pobla-
ción no combatiente del país agresor, sino también, a consecuencia de la dispersión
de los restos, a grandes masas de pueblos que no participan en la guerra»". Habrá
que contar entre ellas, por cuanto producen restos radiactivos, todas las bombas ató-
micas nucleares y las «normales» (como la de Hiroshima); que con respecto a las re-
cientes armas atómicas «tácticas» el juicio haya de ser diferente es algo muy dudo-
so". Mel3ner indica también la razón: «La razón de la inadmisibilidad del uso de
estas armas consiste en que, debido a su efecto incontrolable, necesariamente ha de
significar la muerte o gravísimos daños, queridos directamente, en la población in-
defensa del Estado enemigo y de Estados no intervinientes»
6
°.
Cierto es que luego considera que para evitar una guerra atómica es admisible, e
incluso obligado, el rearme y la disuasión atómicos, debido al «hecho incontroverti-
ble» de que un atacante dispuesto a utilizar los medios de combate atómicos atribu-
ye la misma intención al defensor, y por tanto sólo se abstendría de utilizarlos ante
el igual o mayor potencial armamentístico de la otra parte". Esto suscita la nueva
57.
Si con acierto se resalta una y otra vez —también el propio Gundlach— que Pío XII se mueve permanen-
temente en el terreno de la doctrina católica sobre la guerra y que no ha expuesto ninguna nueva exigencia o princi-
pio, es por sí mismo evidente que también el concepto de control lo emplea tomándolo de ese contexto y no como
un concepto abstracto y sin ubicación. Sin embargo, en la mayor parte de las interpretaciones habidas hasta ahora
no se ha prestado atención a esto; cfr. también, más arriba, punto 2 del apartado «Gundlach y Pío XII». No obstan-
te, similar a ésta es la concepción del obispo de Innsbruck, Dr. Paul Rusch, que identifica el control con la limita-
ción de los efectos (cfr. arriba nota 311: también la del anterior arzobispo de Westminster, el cardenal Griffin.
58.
MEBNER,
J., op. cit., p. 600.
59.
Henry A. Kissinger,
Kernwaffen und auswiirtige Politik,
München, 1959, explica los siguientes efectos de
la bomba de 20 megatones: «...Lo destruye todo en un radio de 28 millas cuadradas (77,2 km'). Dentro de esa zona
moriría al menos el 75% de la población y el resto quedarían heridos de gravedad. Y con esto en ningún caso se ago-
tarían los daños y casos de muerte debido a tos efectos directos. Cuando la bola de fuego de un arma de megatones
toca el suelo, aspira partículas de tierra y de los edificios y las convierte en polvo radiactivo que queda suspendido
en el aire y es arrastrado por el viento. Dependiendo de las condiciones meteorológicas imperantes en ese momen-
to, la lluvia radiactiva puede cubrir una superficie de 10.000 millas cuadradas o una superficie mayor que el Estado
de Nueva Jersey». Carl Friedrich v. Weizsacker tasa el radio de destrucción de una bomba como la de Hiroshima en
10-20 km'
(Mit der Bombe leben,
Hamburg, 1958, p. I I ). C fr. también el trabajo de R. Fleischmann,
Kernphysik und
Atombonzhe. Ein Sachreferat,
igualmente en
Mamare Kampfinittel und christliche Ethik,
p. 11 y ss.
60.
MEBNER.
J.,
op, cit.,
p. 600. De ese modo se rechaza también claramente la tesis del P. Hirschmann S. J. de
que un efecto que necesariamente acompaña al uso de la bomba, que se produce por la propia naturaleza de la bom-
ba, podría ser un efecto secundario no querido de su utilización, siempre que ese efecto no sea buscado como tal.
Cfr. al respecto SPAEMANN,
R., «Zur philosophisch-theologischen Diskussion um die Atombombe”,
Hochland, 51
(febrero 1959), p. 207 y s., capítulo 21 de este volumen.
61. MEBNER,
J., op. cit., p. 601.
cuestión de si es moralmente admisible, y en qué medida, amenazar con una a
de suyo ilícita para de ese modo lograr un efecto disuasorio
, de suyo justifica
evitar así acciones inmorales del adversario. Aquí no haremos más que plant
Que esto pueda afirmarse sobre la base de los principios morales del derecho
ral, según los cuales «ninguna intención, por buena que sea, justifica un med
suyo malo» 2
, es cuando menos dudoso.
Los presupuestos particulares de Gundlach
Tras los resultados a que hemos llegado surge la cuestión acerca de los p
puestos particulares de Gundlach a partir de los cuales llega a sus novedosas
Hay que buscarlos en una teodicea estoico-pagana sin influencia alguna de la t
gía cristiana, en un abstracto platonismo del valor que conduce a la radical se
ción del ser y el valor, y, finalmente, a consecuencia de lo anterior, en una do
errónea de la acción moral.
1. El primer axioma básico falso de Gundlach descansa en su postulado d
siempre ha de ser posible la defensa (bélica) contra un ataque injusto, pues de
modo el orden divino del mundo sería de suyo imperfecto". Esta tesis se basa e
idea del orden divino del mundo que no tiene casi nada que ver con la conce
cristiana de la historia, y sí mucho más con la cosmología y teología paganas. S
esta idea, hay ciertamente elementos perturbadores de la armonía universal, p
integridad autorregulativa del cosmos en su conjunto ofrece la garantía de que
perturbación de la armonía es luego eliminada en el proceso histórico intramun
y de que el universo cerrado se reconstruye siempre de nuevo en su integridad
cosas, según la sentencia de Anaximandro, se pagan
mutuamente
sanción por
justicia, y las Erinias, según las palabras de Heráclito, recogen el sol cuando s
su medida. Una idea como ésa es el postulado de un pensamiento al que todav
le había sido revelado el misterio del pecado y la redención.
Según la doctrina cristiana, la perturbación que ha experimentado, y ex
menta una y otra vez, el orden divino del mundo en su integridad y armonía p
caída del hombre en el pecado es de tal clase que de ninguna manera es po
una reconstrucción autorreguladora intramundana. Los hombres se esforzarí
vano tratando de pagarse
mutuamente
todo el desorden que han sembrado y
brarán por sus pecados contra Dios, y si empezaran por ahí harían imposib
convivencia ordenada. Lo que el pecado representa para el cosmos del orden
no del mundo sólo ha podido ser «reconstruido» mediante la muerte de Cris
la cruz. La humanidad necesitaba el acto redentor de Cristo. En esta expiació
hijo de Dios, y sólo en ella, se reconstruye el orden divino del mundo firme
cretamente, se paga la compensación de una vez por todas. Ahora bien, y en
tiene Gundlach toda la razón, el Sermón de la Montaña no es la ley del orden
62.
MAUSBACH-ERNIECKE,
O. Cit.
p. 94.
63. Cfr. GuNot.nal, G., op. cit.,
p. 2 y s., y punto 1 del apartado «Gundlach y Pío XII».
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302 - Temas de nuestra época
dico en medio de un mundo marcado aún por el pecado original. Pero, por tanto,
el actuar terreno conforme a derecho no puede tampoco competir con la
restitutio
in integrum
obrada por'Cristo. Tal pretensión, que trataría de eliminar en el terre-
no político las consecuencias del pecado original, sería terrorista e irrealizable.
Las formaciones organizativas humanas quedan liberadas precisamente por el cris-
tianismo para lo que es su tarea natural, a saber, no ser ejecutores de la justicia ab-
soluta de Dios, sino servidores, en encomienda de Dios, del bien común en la tie-
rra". Así, por ejemplo, del castigo que la autoridad impone a los malhechores dice
santo Tomás que tiene más que ver con la mejora que con la reparación. «La repa-
ración está reservada al juicio divino que conforme a la verdad juzgará a los peca-
dores» ". Es de suponer que para Gundlach esta concepción del castigo es «socia-
leudemonista». Pero lo mismo es aplicable también a la guerra. La defensa y la
guerra sólo pueden estar justificadas por su sentido y
telos
dentro del orden natu-
ral, esto es, como medio para la reconstrucción de un orden
terrenal
pacífico y
conforme a derecho. En el caso de que no tengan ya la capacidad para conseguirlo
en una situación concreta, sino que sólo sirvan para provocar una destrucción in-
controlada y finalmente una catástrofe mundial, ninguna especulación y manifes-
tación escatológicas podrán cambiar el hecho de que han perdido su sentido y su
derecho. Querer extraer su sentido de una exigencia de satisfacción de la justicia
divina significa negar que Jesucristo dio de una vez por todas satisfacción y repa:
ración a la justicia divina.
Ciertamente es posible, e incluso probable, que la creación de Dios sea destrui-
da al final de los tiempos, pero que ese final fuera la realización de una misión del
orden divino del mundo y que el cristiano estuviera quizás autorizado a provocarlo
contradice todo lo que la fe cristiana y la teología cristiana han enseñado hasta el
momento sobre el fin de los tiempos". Gundlach parece advertir esto de alguna ma-
nera cuando señala que Dios luego nos eximiría de la responsabilidad de haber pro-
vocado de ese modo el fin del mundo'. Con ello está sencillamente pidiendo que
Dios entre en contradicción consigo mismo. Pues ¿cómo puede pedir a los hombres
como profesión de fidelidad algo de cuya responsabilidad, al mismo tiempo, necesi-
ta eximirles porque ellos mismos no pueden responder de ello?
El acto redentor de Cristo ha reconstruido el orden divino en cuanto tal, pero de
ninguna manera se ha llevado del mundo terrenal la realidad de la libertad humana,
del pecado y del poder del mal. Más aún, a los cristianos se les ha dicho que el
«príncipe de este mundo» vaga por ahí como un león rugiente, que el final de los
tiempos será la hora de su poder y que será terrible.
64.
En este sentido se dirigen también las observaciones de (G)eerd (H)irschauer, «Der Fall Gundlach oder die
Kapituation der Mora»,
Werk-Hefte katolischer Laien
(abril 1959), p. 96 y s., apanado
«Zu
/».
65.
S. Th. II, 11. 66, 6.
66.
O t ra op inión, c larame nt e c oinc id e nt e c on la d e G und lac h, e s t ambién la d e l d i re c tor d e la Ac ad e mia C at ó-
lica de Baviera, el Dr. Karl Foster. En una toma de posición en el
Sütldeutsche Zeitung
del 21/22 de ma rzo de 1959,
destinada a defender a Gundlach, explica: «Él [Gundlach) no ha atribuido a personas individuales una legit imación
para producir el t in del mundo, sino que ha querido abrir a todo
el
pueblo y a sus representantes polít icos la libertad
de decid i r ta mb ié n en ese sen t i do » .
67.
G UNDL ACH, G . , op. cit.,
p. 13.
La destrucción de la doctrina del derecho natural acerca de la guerra - 3
¿Por qué entonces, desde un punto de vista cristiano, no ha de ser posible que
poder del Maligno y de los hombres que consciente o inconscientemente se h
puesto a su servicio adopte un día tales formas y se sirva de tales medios que a l
cristianos les esté prohibido defenderse de ello en el mismo plano y con los mism
medios? Excluir
por principio
como «impensable» el caso de que el cristiano ha
de padecer la injusticia porque defenderse de ella únicamente sería posible com
tiendo una nueva injusticia, sólo es posible sobre la base de una cosmología pagan
que fue ya superada por un pensador como Platón. Al cristiano no se le ha prome
do nada parecido. Por el contrario, se le ha asegurado que a él, al siervo, no le irá m
jor que a su señor. Cierto es que se le ha prometido, además, el triunfo al final de lo
tiempos, pero también, a la vez, que antes de ese final vendrá el reinado del Anticri
to. La existencia cristiana siempre se ha desenvuelto en la tensión de implorar el r
greso de Cristo y hacer que se demore la llegada del Anticristo. Desde el punto d
vista cristiano puede incluso entenderse la tarea del Estado en el sentido de ese «h
cer que se demore». En esto radica el desafecto de la templanza de la acción cristi
na por todo milenarismo. En Gundlach sucede algo diferente. El reinado univers
del Anticristo es para él claramente una imposibilidad metafísica. Para Gundlach,
alternativa socrática «hacer el mal» o «padecer el mal» no
debe
darse cuando está e
juego lo último de todo.
La negativa a padecer el extremo mal conduce así a la su
presión del concepto «hacer el mal».
Dios no puede ni debe permitir que contra
Anticristo no haya más medio lícito que la oración para pedir la llegada de Cristo. L
evitación del reinado del Anticristo se convierte en la máxima suprema que deja e
suspenso todas las demás máximas morales. Se proclama la exigencia de evitar es
reinado, de tal modo que, en caso de necesidad, los propios hombres pongan ya an
tes en escena el final de todas las cosas. Ese intento de, por así decirlo, hacer iluso
rias las promesas del Nuevo Testamento mediante un
fait accompli,
dado que tam
bién en este caso se cumpliría la promesa, ¿no habría que contemplarlo como obr
del Anticristo? Una situación tan terrible como ésa sería perfectamente idónea «par
eneañar, si fuera posible, incluso a los elegidos», como el evangelio asimismo pre
dice (Mt. 24, 24).
2. Cuando Gundlach considera que para defender los más altos bienes, como l
fe, la libertad y la dignidad del hombre, no están injustificados los mayores daños, n
siquiera el fin del mundo", eso es expresión de un abstracto platonismo del valo
que reduce la realidad del hombre y de su mundo a reflejos imperfectos de esencia
de valor reales que existen por sí mismas. Gundlach es claramente de la opinión d
que valores como la fe, la libertad, el derecho y la dignidad del hombre existen,
pueden también asegurarse, independientemente de que existan hombres reale
como sus portadores.
Esta opinión idealista está en contradicción con el realismo de toda la filosofí
cristiana, para el cual el mundo no es un vago reflejo de un mundo ideal que es en sí
sino creación de Dios. Gundlach critica con razón un cierto «socialeudeinonismo»
moderno que ve en la satisfacción de las necesidades materiales la consumación úl
68.
/bíd.
7/24/2019 Speamann Robert Limites Acerca de La Dimensión Ética Del Actuar
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304 - Temas de nuestra época
La destrucción de la doctrina del derecho natural acerca de la guerra
tima de la vida humana y la norma de la acción moral. Pero la concepción idealista
particular de Gundlach es el contrapunto perfecto de este socialeudemonismo mate-
rialista. También él abandona el concepto clásico de bien común, en su caso en favor
de esencias de valor abstractas, como por ejemplo el «derecho», que existen con in-
dependencia manifiesta de cualquier comunidad real. En él se vacía la existencia real
de todos esos valores, la realidad de lo que realmente es, para dejar una mera «exis-
tencia material». La vida de las personas concretas, de un pueblo o incluso de la hu-
manidad, en cuanto «valores materiales» pueden sacrificarse en aras de los «valores
espirituales», como la fe, la libertad o el derecho". La unidad cuerpo-alma del hom-
bre, componente fundamental de toda antropología cristiana, es aquí abandonada.
Pero con ello pierde también todo sentido el concepto de sacrificio. Que los
hombres se jugaran la vida por la «v ida buena» de otros, por la vida en libertad de
sus conciudadanos o de una comunidad de pueblos, en suma, por el bien común,
siempre se ha considerado bueno y digno de elogio. El sacrificio de la propia vida,
cuando se produce de manera voluntaria, puede ser la más alta consumación de la
vida humana. Pero ¿qué puede significar «sacrificio» si los fundamentos del
bonum
commune, la existencia física de un pueblo, incluso la propia humanidad son «sacri-
ficadas»? Se abandona aquí todo ámbito posible de la acción política con sentido.
Aceptar la muerte de todos los hombres para salvar los «valores de la humanidad»
significa huir a un abstracto reino de los valores y, en realidad, destruirlos a ambqs.
El sacrificio no tiene ya lugar por mor de la «v ida buena» del otro, sino que se
convierte en una mera manifestación. Con ello parece aproximarse en cierto grado
al martirio cristiano, cuyo sentido es el «testimonio»'°. Pero precisamente Gundlach
y los defensores del rearme atómico —con razón— sostienen sin ambages la idea de
que el martirio es asunto del individuo, que el político falta a su obligación cuando
sin necesidad coloca a su pueblo, y con ello a innumerables personas débiles, en una
situación en la que no tienen más alternativa que la traición o el martirio. ¿Cómo
puede luego el mismo autor considerar que es asumible entregar a una muerte
invo-
luntaria
a toda la humanidad, a una muerte que es puramente manifestativa y que
sólo tendría algún sentido si cada individuo la aceptara voluntariamente como mar-
tirio? ¿No hay tras esto, en último término, un profundo desprecio a los hombres?
Como no se está seguro de si los más superarán la prueba del martirio voluntario, se
prefiere no exponerlos a esa situación en absoluto, y en vez de ello entregarlos a una
muerte involuntaria para gloria de Dios. Esta secularización y politización de la idea
del martirio es una perversión tanto de lo cristiano como de lo político. Tras ella, de
forma paralela a la degradación del hombre por el materialismo, se da su degrada-
ción de fiel imagen de Dios a un accesorio corpóreo-material de esencias de valor
abstractas, a las cuales, en caso de necesidad, en todo momento puede sacrificárse-
lo. De ese modo cualquier catástrofe será legitimable.
3. La radical separación del ser y el valor alcanza su punto álgido en la teoría de
Gundlach de la indiferencia moral, por principio, de todas las armas como tales, in-
cluida la bomba atómica. Gundlach afirma que ni un arma es en absoluto de suy
moral. ni
su utilización en cuanto tal podría contradecir el orden moral. Con rela
a la bomba atómica lo razona como sigue: «Sus elementos, desarrollados para n
tros por la física y la química, son también en su combinación de suyo indifere
No hay nada en esta acción [la utilización de la bomba] que de suyo, partiendo d
elementos del suceso, colocara a la acción en contradicción con el orden mor
Para reforzarlo añade un
argumentum quia absurdum.
Si eso sucediera, entonce
propio Dios nuestro Señor no podría hacer uso de la bomba, que es también una
tura suya. Nadie querrá afirmar tal cosa»".
Este último argumento teológico, con su imagen de un Dios que crea y lan
bomba atómica es de tal índole que no precisa ninguna razón para que se enti
que es insostenible, y uno ha de preguntarse cómo es siquiera posible que haya
do de la pluma de un teólogo.
También lo otro es de suyo falso. Gundlach vacía el mundo de las cosas hu
nas de toda cualidad sustancial y reduce su realidad a aquello que se puede expr
en categorías de la ciencia natural. Tal concepción es a fin de cuentas más mate
lista que el materialismo dialéctico. Si la bomba atómica es por principio una c
binación, de suyo indiferente, de elementos físicos y químicos, con igual derech
la pornografía una combinación indiferente de tinta de imprenta y papel. Y la far
céutica católica que renuncia a su puesto porque la venta de ciertos objetos va
tra su conciencia, habría de estar en un error. Además, al igual que la bomba ató
ca. en último término también estos objetos son «criaturas de Dios»...
¿Cómo es posible tal argumentación? Sólo desde la posición de un pensamie
para el cual el ser de las cosas creadas por el hombre es una pura facticidad de ca
ter científico-natural sin un
telos
propio implantado en ella, y que, en consecuen
no lleva sus cualidades en sí misma, sino que sólo puede recibirlas por afectacio
de valores venidas de fuera. Según Aristóteles y Tomás de Aquino una silla es «
cosa para sentarse». Ésta es su definición, y en nada cambia esto el hecho de qu
un caso extremo pueda utilizarse para montar una batalla campal. Eso no la conv
tirá en un objeto «neutral», totalmente indiferente, sino que un uso tal, que trast
su
tejos,
supone darle un fin distinto del previsto, quizás un mal uso.
También, y precisamente, las cosas creadas por el hombre tienen un fin pro
una estructura significativa inherente a ellas. Pues en ellas toman forma y se ob
van ideas de la mente humana, que precisamente de ese modo crean, a partir del «
diferente» material, una cosa o un objeto con sentido propio. Cierto es que el ma
rial no se transforma ontológicamente de manera que poseyese «en sí», esto es
margen del mundo humano, ese sentido implantado. Pero dentro del mundo hum
no y para él, las cosas tienen una estructura teleológica y no son un mero mate
para los fines que uno guste ". Con la producción de tales objetos creados po
hombre ha comenzado ya, siempre, una acción dirigida a determinados fines, y
71.
p. 12.
69.
Ctr.
Mi.,
p. 8 y s., y más arriba punto 3 del apartado ,
,Gundlach y Pío X11”.
2.
/bu/.
70. GUNDLACH, G., op. cit., p. 8.
3. Ctr. HENGSTENBERG, H.E.,
Pliilosiphische Anthropoliozie.
Stuttgart. 1957. p. 79
y s.
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La destrucción de la doctrina del derecho natural acerca de la g uerra -
306 - Temas de nuestra época
hacer de esos objetos el uso que corresponde a su sentido —por ejemplo al leer un
libro— se está realizando aquel sentido y aquel fin que el creador de dichos objetos
—en el caso del libro el autor y el impresor— tenía en mente al hacerlos.
Puesto que el espíritu humano no sólo es capaz de idear lo indiferente, sino, des-
de su libertad, asimismo lo bueno y lo malo, también la «naturaleza» de la cosa que
crea puede estar dirigida al bien o al mal. Ciertos instrumentos de tortura, por ejem-
plo, están pensados y formados tan claramente para algo de suyo inmoral, que la uti-
lización que corresponde a la cosa y a su fin
sólo
puede darse en una acción inmoral.
Aunque las de moral e inmoral son de suyo propiedades de las acciones humanas,
desde siempre, con razón, la doctrina moral ha calificado también de inmorales
aquellos objetos tales que la realización de su
telos
puede producirse precisamente,
y
sólo,
en una acción inmoral, y que por tanto están de suyo ligados a ella.
Del mismo modo, la mente humana puede también idear medios de combate
proyectados y construidos de tal manera, y en tal medida enfocados a la destrucción,
que por su propia «naturaleza», con total independencia de cuál sea la intención del
agente, alcancen indiscriminadamente a combatientes y no participantes y vayan
más allá de toda medida requerida para la defensa. Tales medios de combate, por su
propia estructura interna producto de la inteligencia, están necesariamente dirigidos
a producir efectos destructivos de suyo inadmisibles, y son por tanto de suyo inmo-
rales.
La objeción de que entre todas las armas habría que establer una diferencia de
efectos destructivos sólo cuantitativa, mientras que cualitativamente serían todas
iguales y por tanto todas habrían de ser inadmisibles, no es sin embargo acertada.
Pues lo que legitima al arma en cuanto arma no es de hecho un determinado límite
de la
cantidad
de destrucción, sino la posibilidad, que viene dada por su «naturale-
za», de limitar los efectos a los requerimientos de la defensa y en atención a la sepa-
ración entre combatientes y no participantes
4
. Eso precisamente es lo cuestionable
en el caso de los medios de combate atómicos a diferencia de las armas habidas has-
ta ahora, y ahí a partir de la cantidad puede surgir una nueva cualidad.
Por otra parte, es claro que para las armas no se puede plantear la alternativa:
«absolutamente inadmisible»-«admisible en todo caso». Dependiendo del
telos in-
serto en un medio de combate puede haber grados de inadmisibilidad o admisibili-
dad. Cabe pensar, por ejemplo, que un medio de combate, por su poder destructivo,
sea siempre incontrolable y por tanto inutilizable en la guerra terrestre, pero que no
obstante sea utilizable para destruir una flota de guerra que se encontrara en alta mar
o una rampa de lanzamiento en zonas desérticas y despobladas.
Si Gundlach hubiera edificado sobre el fundamento de esta concepción de la rea-
lidad ajustada a la naturaleza de las cosas y que resulta plenamente evidente tan
pronto se somete a la reflexión racional, en vez de tomar préstamos de una concep-
ción abstracta del valor desarrollada sobre una base espiritualista, habría podido de-
sarrollar una ética de los medios de combate atómicos y de la guerra atómica
fuese clara y se apoyara en delimitaciones evidentes y ajustadas a la realidad. P
de esa manera reduce, con Fichte, el mundo real a un «material del deber» vacío
contenido, y frente a ese mundo sitúa al hombre, que establece los fines, con un
der absoluto para disponer de él. Es congruente que para una concepción como é
el aniquilamiento de este fútil mundo pueda ser la mayor forma de ratificación
deber".
Gundlach se presenta con la pretensión de exponer de manera autoritativ
doctrina de Pío XII acerca de la guerra moderna. Lo que como tal transmite es u
opinión personal que en puntos esenciales, de forma notoria, no coincide con las m
nifestaciones de Pío XII, que en parte incluso las contradice directamente y que a
más destruye los fundamentos de la doctrina del derecho natural sobre la guerra.
presupuestos se apoyan en una concepción del mundo y en un pensamiento filos
co que poco tienen en común con la concepción cristiana del mundo y con la filo
fía clásica.
Gundlach, por su parte, insiste en haber expuesto la doctrina de Pío XII, «seg
su leal saber y entender»". A un erudito de la talla del Padre Gundlach hay que c
erle esa aseveración. Pero surge entonces la cuestión de si sus conocimientos en
campo no son tan defectuosos e inseguros que, en interés de los creyentes que de
y quieren informarse sobre la doctrina del Papa y de la Iglesia en torno a estos as
tos, sea necesario rechazar públicamente la pretensión de su nueva y falsa exp
ción de esa doctrina.
74. Esto no excluye que también con esas armas controlables, como por ejemplo las bombas de
fósforo, pue-
dan
producirse
efectos inadmisibles. Pero éstos se producen —como por ejemplo sucedía en los ataques a las ciu-
dades alemanas durante la II Guerra Mundial, encaminados a aterrorizar a la población— no por su naturaleza, sino
por una particularmente planeada y dirigida utilización de estas armas.
75.
Sobre todo este asunto Gi•Not.Acii, G.,
°p. ca.,
p. 12 y s.
76.
Vid arriba nota 3.
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2 3
C A R T A A H E I N R IC H B O L L
Stuttgart, 12 de septiembre de 198
Querido Heinrich Boll:
Muchas gracias por su
Objeciones y exhortaciones'
y por el texto sobre Glücks
mann. La lectura del voluminoso libro de Glücksmann no me gusta'. Que él prefie
ra la guerra atómica al comunismo es una opción que, como con acierto dice usted
no se puede justificar, sobre todo porque les toca pagar por ello a quienes no com-
parten esas preferencias. La cuestión que me inquieta es otra y desde hace tiempo
siento un fuerte deseo de formulársela, pues sé que para usted en último término e
más importante el mantenimiento de la paz que la fidelidad a un grupo que se deno-
mina movimiento pacifista, del mismo modo que también es más importante segui
a Cristo que ser fiel a un partido político que se llama cristiano.
A mí, el argumento de Sajarov me ha dado que pensar. Su línea argumentativa es
la siguiente:
1.
La guerra atómica, dado que es de suponer que no es posible mantenerla den-
tro de ciertos límites, es el mayor mal que puede caer sobre la tierra, y evitar-
la es por tanto la tarea política más importante.
2.
Puesto que la existencia de armas nucleares implica el peligro permanente de
una guerra atómica, el objetivo ha de ser la total eliminación de estas armas.
3.
Ha de evitarse como sea que una de las partes alcance una ventaja decisiva en
su potencial de amenaza atómica, y esto por dos motivos:
a)
porque eso acabaría definitivamente con el interés de esa parte en la eli-
minación de las armas atómicas y se perpetuaría así la amenaza atómica;
b)
porque eso incrementaría drásticamente el peligro de un ataque atómico.
(Esto último vale sobre todo para la Unión Soviética, en vista de su ideo-
logía expansionista).
1. BOLL, H.,
Ein- and Züspruehe, en:
Se/zriften, Peden und Prosa 1981-1984, Kohl,
1984.
2.
Con relación a Glücksmann, cfr. su libro
La force du verrige,
1983; trad. alemana:
Die Philosophie der
Abschreckung,
Frankfurt a. M ./Berlin, 1983.
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Carta a Heinrich Boli - 31
10 - Tenias de nuestra época
t
4.
La existencia e instalación de los SS-20 por parte de la Unión Soviética re-
presenta esa ventaja que hay que compensar como sea.
5.
En caso de rearme es de suponer que la espiral armamentística se prolongará
por espacio de otros 10 ó 15 años, hasta que se alcance un empate tecnológi-
co definitivo.
6.
Si una de las partes se apeara de repente de esta diabólica espiral (Vid punto
3). el desencadenamiento de una guerra atómica se volvería extremadamente
probable.
7.
En vista del hecho de que una guerra atómica afectaría por igual a quienes pa-
san hambre y a quienes viven en la abundancia, no se pueden escatimar cos-
tes para evitarla, aunque esos recursos no puedan ser destinados entonces a
los hambrientos. La única perspectiva responsable es un desarme atómico bi-
lateral contractualmente garantizado. La alternativa sólo puede ser la siguien-
te: mantenimiento del equilibrio, es decir, en caso de que sea necesario, pro-
longación de la espiral durante un decenio más.
Ésta es aproximadamente la argumentación de Sajarov. Se le podría replicar que
prescinde de una alternativa: el pacifismo radical y el desarme total de una de las
partes. En verdad esto también evitaría —por falta de defensa— la guerra atómica.
(¡Es siempre el que se defiende el que ha de disparar primero ) Pero esta alternativa
.
es
irreal. El movimiento pacifista no es lo suficientemente fuerte para imponer el de-
sarme total de Occidente. No puede hacer más que
debilitar
a Occidente y, a lo más,
conseguir la neutralidad de la República Federal Alemana. Pero esto —según Saja-
rov— incrementaría el peligro de guerra. (Y añado: el peligro de que la República
Federal se convirtiera en una tierra de nadie en la que, en caso de guerra, las grandes
potencias pudieran despacharse sin reparos).
Querido Sr. Boll, no afirmo que con seguridad Sajarov tenga razón en todos los
puntos. Sin embargo, le supongo dos cosas: 1. conocimiento del asunto, 2. el serio
objetivo de evitar la guerra atómica. Y si él siquiera con cierta probabilidad o
quizá
tiene razón, ¿cómo se puede estar a favor del movimiento pacifista? Pues en ese caso
sólo sub jetivamente
es un movimiento pacifista, pero objetivamente es un factor que
incrementa el peligro de guerra. Y no puede contar el hecho de que en ese movi-
miento haya gente que nos parezca simpática, etc. A usted y a mí —si fuéramos in-
gleses— en 1935 Churchill probablemente no nos habría resultado simpático. Pero
si se le hubiera hecho caso no se habría llegado a la Segunda Guerra Mundial. Hoy
no puede dársele importancia al alineamiento con los correligionarios, ni pensar que
es mejor equivocarse con los amigos que tener razón con los que no son amigos. En
nuestra situación el error es peor que cualquier deslealtad.
No afirmo que el rearme sea correcto o que yo esté
seguro de que es lo correc-
to. Sólo que —en vista del parecer de Sajarov, que arriesga su vida
por ello—
me re-
3. «Para los que aún no hahian nacido», una explicación del concepto «rearme»: En 1979 la Unión Soviética
comenzó a estacionar nuevas armas atómicas de alcance medio (SS 20) que amenazaban a Europa occidental me-
noscababan el equilibrio atómico. La OTAN decidió restaurar el equilibrio mediante la instalación de sus propios
cohetes (Pershing) en el caso de que la Unión Soviética no retirara sus cohetes en el plazo de dos años. Cuando la
sulta imposible estar tan seguro de lo contrario como para poder comprometerm
contra el rearme.
Y hay algo más: incluso si yo estuviera en contra del rearme, ahora estaría n
obstante
en contra de cualquier impugnación del mismo a posteriori.
Pues si exis
siquiera un 20% de probabilidades de que un día los rusos consideren la posibilida
de una eliminación por ambas partes de los cohetes de alcance medio, esa dispos
ción se reduciría a cero si pudieran albergar la esperanza de librarse de los Pershin
sin
retirar los SS-20. Los cálculos de Helmut Schmidt
pueden salir bien sólo si l
oposición declara que si vuelve al gobierno nada cambiará a este respecto. Tambié
por esto considero irresponsable la política del movimiento pacifista, al menos aho
ra, tras haberse tomado el acuerdo en favor del rearme, pues impiden los
posible
frutos de ese rearme. Están interesados en demostrar que el rearme era una equivo
cación. Pero lo políticamente responsable sería, únicamente, al menos tratar de sa
carle ahora el mayor provecho.
Querido Heinrich Boll, me pregunto si usted habrá descubierto un claro fallo ar
gumentativo en las reflexiones de Sajarov. Pues ¿de dónde procede si no esa sor
prendente
seguridad
que le permite tomar partido por el movimiento pacifista? M
pregunta es sincera, y tengo gran interés en conocer las razones de esa seguridad
puesto que yo no poseo una parecida. salvo la seguridad de que una guerra atómic
es lo peor que puede suceder en Europa. La opinión de Sajarov sobre lo que ha d
suceder para evitarla, me parece hasta el momento la más probable. ¿Es
con segur
dad
errónea?
¿Soy por ello un «cristiano intimidador»? Pero incluso este estigma estaría dis
puesto a asumir si con ello contribuyera un ápice a evitar la guerra atómica. ¿Le lla
maría a Sajarov «ateo intimidador»?
Querido Heinrich Boll, dado que no estoy
seguro,
puedo aprender, y por eso pre
gunto. Hasta ahora considero el acuerdo en favor del rearme como probablement
acertado, en el sentido de que sirve para impedir la guerra atómica. (Esta es también
la opinión de C. F. v. Weizsacker. Sólo que él cree que si,
pese a todo, estalla la gue
rra. eso la hará todavía peor). Pero para mí las palabras morales intimidatorias n
pueden reemplazar a los argumentos evidentes, y el movimiento pacifista tiene cier
tamente mucho ingenio para la producción de tales palabras. Los que, como yo, du
dan son sujetos moralmente vituperables.
¿He de consumar un
sacrij7cium intellectus
para no ser un «cristiano intimida
dor»? También aquí es aplicable eso de
«il me jata des raisons pour soumettre ma
raison».
No tome por favor a mal estas expresiones de duda. Lo que me deja perplejo de
movimiento pacifista es la total ausencia de duda, esa seguridad al 100%. Cierto e
que la coalición de gobierno ha votado al 100% en favor del rearme (y la oposición
al 100% en contra). Pero las convicciones que había tras ello en muchos casos caso
no eran tan absolutas, sino más bien reflexiones probabilísticas (como también en e
Unión Soviética no reaccionó a ello se produjeron grandes manifestaciones del «movimiento pacinsta» con la tina
hilad de impedir que se llevara a efecto la «doble resolución
de la OTAN».
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312 - Temas de nuestra época
caso de muchos miembros del SPD). Pero en el movimiento pacifista la convicción
de que saben
cómo
hay que impedir la guerra atómica es tan absoluta como la con-
vicción de
que
hay que impedirla. Y eso no puedo compartirlo. Eso me parece dema-
siado «idealismo» donde no corresponde.
Reciba un cordial saludo. Suyo,
Robert SPAEMANN
2 4
PAZ: ¿ IDEAL UTÓPICO, IMPERATIVO CATE GÓRICO
O C O N C E P T O P O L Í T IC O ?*
(1985)
P. S.: En los años 50, como usted sabe, fui un comprometido adversario del arma-
mento atómico. No tengo que retirar ni una palabra de lo que entonces escribí. La
cuestión es hoy diferente. No se trata ya de si admitimos o no las armas atómicas,
sino —dado que ahora existen en cantidad enorme por ambas partes— de cómo im-
pedimos su utilización y, a largo plazo, nos libramos de ellas. Este es un tema total-
mente diferente. Puesto que estoy en contra de las armas atómicas, no estoy a favor
del movimiento pacifista, que amenaza con hacer que existan a perpetuidad.
Las discusiones de los últimos años en torno a la paz se han caracterizado p
unas presuposiciones relativas al propio concepto de paz opuestas de forma irreco
ciliable.
Para los unos la paz es el valor más fundamental de la vida humana, y la pro
ción de la paz es, en consecuencia, un imperativo categórico que nunca puede ser r
lativizado en favor de otros valores u otros puntos de vista. La paz, sencillamente,
identificada con el bien moral. Para los otros la paz no es el valor fundamental, sin
el valor supremo, no el bien moral, sino el «bien supremo». Aquí el imperativo
reclama la protección de la paz existente, sino la aproximación a una paz que aún n
existe. La paz se convierte así en una suerte de ideal absoluto. Este ideal, puesto q
es el ideal supremo, dado el caso justifica también la guerra y la violencia, mient
que en la primera concepción la idea de «guerra justa» desaparece por comple
Quiero defender aquí la tesis de que ambas concepciones destruyen el concepto
paz al despolitizarlo. Quien trata de dejar a un lado la dimensión política de la v
humana no hace por ello que desaparezca. Simplemente se priva de la posibilidad
percibir los efectos secundarios, esto es, las consecuencias políticas de aquellas
sus acciones que obedecen a motivaciones morales. Cuando uno olvida la natura
za política del concepto de paz se priva a sí mismo de los medios para hacer políti
de paz.
Ofreceré ahora, con la obligada brevedad, un resumen de las dos posicion
mencionadas, empezando por la segunda. Esta posición es defendida por el profe
noruego Johan Galtung, que en los años 60 propuso una nueva definición de pa
pronto asumida por la «investigación crítica de la paz», que por aquellos años se e
* Publicado con el título
Der Frieden und reine Sicherung. Friedel? — utopisches Ideal. kazegi
risches Im
ratir oder polnischer Begriff?
en el
Nene Zinrher Z;nning.
n° 51, 2-
3 de marzo de 1985.
1. Con relación a Galtung, cfr. por ejemplo su articulo de los años 60: «On the Meaning of Nonviolence”,
J
nal of Peace Research,
3 (1965), pp. 225
-
257.
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Paz: ¿ideal utópico. imperativo categórico o concepto político?
14 - Temas de nuestra época
tablecía en Europa. Se trataba de una revolución semántica de fundamental impor-
tancia. En la tradición de la filosofía política la paz se definía con relación al concep-
to de violencia o al concepto de guerra, a saber, como su ausencia. Galtung y los «in-
vestigadores críticos de la paz», por el contrario, definen la violencia con relación a
la paz. Si el concepto de paz se observa ahora como el más originario y fundamen-
tal, entonces ha de ser definido positivamente. Pero ¿cuál es su contenido?
Según
Galtung la paz es el estado de la mayor posible autorrealización de todos los miem-
bros de una sociedad en un momento dado.
Se trata aquí de un concepto de paz «po-
sitivo y material», mientras que la idea tradicional —paz como «ausencia de violen-
cia»— era por el contrario de índole negativa. Ahora es la violencia la que se
convierte en un concepto negativo. «Violencia» no designa ya una determinada for-
ma de acción humana, sino simplemente «ausencia de paz», esto es, la falta de opor-
tunidades de autorrealización. Es decir, la violencia es aquel estado en el que no se
da para todo individuo el máximo de oportunidades de desarrollo personal posible
en ese momento.
La «violencia» en el sentido tradicional de la palabra está siendo distinguida ahí,
entendida como «violencia personal o manifiesta», de la «violencia estructural o la-
tente», esto es, de la «ausencia de paz». Se ve fácilmente que de este modo el con-
cepto de justicia se convierte en parte de la definición de la paz. La paz incluiría la
justicia, pero sería a la vez más que justicia, a saber, la perfecta organización de la
satisfacción de todas las necesidades humanas. Víctimas de la violencia estructural
son todos aquellos que no tienen la oportuniddad de la plena «autorrealización», es
decir —según Wolf-Dieter Narr 2
—, por ejemplo las amas de casa sin educación su-
perior y las mujeres que tienen que sufrir las consecuencias de un aborto ilegal (por
lo demás, no sus hijos, pues ya no existen): según Galtung los hijos que no pueden
escoger a sus propios padres, pero también aquellos niños a los que no se les hizo
aprender a leer y escribir. En suma, todo lo que no es perfecto es violencia. La vio-
lencia en el sentido tradicional de la palabra —violencia personal y manifiesta— re-
presentaría tan sólo una forma de situación violenta entre otras.
Se hace de la paz un ideal que nunca y en ninguna parte se realiza. Es únicamen-
te el límite pensado de un continuo de mayor o menor violencia en el que todos vi-
vimos. En consecuencia, no
se
plantea ya el problema de la justificación de la vio-
lencia abierta o de la guerra. La pregunta no es nunca: ¿violencia sí o no? La única
alternativa moralmente relevante reza: violencia progresista o violencia reacciona-
ria, guerra justa o guerra injusta. Siempre es el fin lo que justifica los medios. Pero
el fin que en todo momento logra justificar la violencia personal y manifiesta es la
paz, esto es, emancipación, autodeterminación y autorrealización para todos. Si la
aproximación a esa meta exige la lucha violenta, entonces se trata de una lucha por
la paz y, en esa medida, está justificada.
Galtung se cuenta a este respecto entre los «moderados». Para él sólo en conta-
das ocasiones la violencia abierta es el mejor medio para reducir la violencia estruc-
tural. Otros investigadores de la paz lo ven de manera diferente. W.-D. Narr esc
que el paso a la violencia abierta está justificado cuando se basa en una concep
política. esto es, estratégica, y posee un fundamento sólido. Otros investigadore
la paz, como Herman Schmid, explican que el objetivo de la investigación crític
la paz ha de ser la provocación de conflictos, la polarización, con el propósi
destruir el sistema internacional existente. Con todo, Herman Schmid
3 es prob
mente el único entre los investigadores de la paz lo bastante consecuente como
renunciar a las palabras «paz» e «investigación de la paz», 'porque «el concept
paz positiva es esencialmente una idea política y controvertida, y, en consecue
demasiado vaga para servir de fundamento a una ciencia».
De hecho, este concepto contiene dos variables dependientes: por una par
desarrollo máximo de las fuerzas productivas, por otra parte la perfecta justicia
tributiva. En lo concerniente a la justicia distributiva, sabido es que la pretensió
saber cuándo ésta se ha realizado y cuándo no es siempre objeto de controversias
dificultad de proporcionar un criterio del máximo de autorrealización, en cualq
caso, es todavía mayor. Pues dicho criterio presupone en primer lugar una esti
ción de aquellos valores humanos mediante los cuales se define esa autorrealizac
Poder rezar no pertenece, según Galtung, a esos valores, pero poder leer sí. I
Illich, por el contrario, rechaza precisamente el valor de la alfabetización. Galt
apela a un amplio consenso en nuestra sociedad. Pero si ése es un criterio, ¿c
puede luego hablar del «terror consumista» como una forma de violencia cuand
aumento del consumo se apoya en un consenso tan amplio casi como la alfabe
ción?
En este caso critica el consenso en atención a puntos de vista concretos. Quiz
hace porque él produce libros, y no frigoríficos. No hay duda de que el conce
«positivo» de paz no permite decidir de manera incontrovertible si un estado dad
un estado de paz o no. Pero el diagnóstico, en vista de la altura del ideal, resul
siempre negativo. El concepto de paz de los «investigadores críticos de la paz» es
concepto sin contenido empírico. Galtung lo sabe mejor que los demás. Escribe
la palabra «paz» tiene un valor emocional tan alto que sería tonto no servirse d
para fines políticos.
En realidad, el concepto de «paz positiva» es un concepto teológico secular
do. San Agustín, en su
Civitas Dei,
describe la paz como el estado de justicia, li
tad y beatitud perfecta en la Jerusalén celestial. Distingue de esta paz positiva
el reinado de Cristo la paz negativa, temporal. pero no por ello menos legítima. d
ciudad terrena. De esa «paz de los pecadores» formará siempre parte la inevit
opresión de la
pleonexia,
de la codicia. de la concupiscencia humana, que hace
hombre un enemigo del hombre. Frente a esta enseñanza cristiana, los «investiga
res críticos de la paz» tratan de sustituir la negativa y siempre precaria paz de la
dad terrena por la paz positiva de la Jerusalén celestial. (Unicamente el
«Ubi Le
ibi Jerusalem»
de Ernst Bloch da testimonio de una conciencia de esa relación).
2. Con relación a Narr cfr. NAnn,
W.- D., VACK, K..
(eds.)„Streitharer Pazilismas,
Friedenspolitik and Frie-
densbewegung mica dein Golfkrieg. Ein
Beitrag zar Orientierung, Sensbachtal, 1991.
3. Con relación a Schmid cfr.: SENGIIAAS,
D.,
(ell.),
Kritische FriedensPrschang. Mit Beitrügen van He
Set:raid,
Frankfurt a. NI., 1981.
d.
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316 - Temas de nuestra época
Ahora bien, en la tradición cristiana esta paz tenía una condición: la santidad.
Era la paz de aquéllos que «aman a Dios hasta llegar al desprecio de sí mismos»
(San Agustín). La condición de la paz positiva en el sentido de Galtung y sus amigos
es de índole completamente diferente y fue ya definida con precisión por Marx: es la
producción de esa abundancia que hará que toda represión y toda justicia distributi-
va estén de sobra. Sólo la sociedad de la abundancia, la sociedad sin clases, merece-
rá el nombre de paz. Hasta ese momento vivimos en un mundo de violencia perma-
nente en el cual la violencia abierta y la guerra están justificadas siempre que lo exija
la aproximación a aquel «bien supremo». Esta guerra en nombre de la paz no tolera
el concepto de un
«justus hostis».
Quien se opone al progreso es más bien un crimi-
nal cuya violencia, por tanto, ha de juzgarse de manera muy diferente que la violen-
cia de los «luchadores de la paz».
Uno se acuerda aquí de la invectiva de Sorel contra «los hombres que enseñan al
pueblo que debería cumplir Dios sabe qué extremadamente idealista mandato de una
justicia que avanza hacia el futuro. Estos trabajan para mantener precisamente las
ideas sobre el Estado de las que se siguieron los sangrientos sucesos de 1793: en lu-
gar de ello, la idea de la lucha de clases contribuye a depurar la idea de violencia»
.
Creo que Walter Benjamin ha entendido a Sorel mejor que Marcuse, cuando ha-
bla de la «profunda, moral y auténticamente revolucionaria concepción de Sorel»
,
mientras que Marcuse escribe que Sorel ha intentado «liberar la lucha de clases de•
toda consideración moral»6 .
La teoría de la «paz positiva» es una teoría de la justificación de la violencia.
Pero la idea de la violencia justificada, la idea de la guerra justa, no es en absoluto
nueva. En el pasado casi siempre se ha dado por supuesto que, bajo determinadas
circunstancias, hay causas que justifican el uso de la violencia e incluso la guerra. Lo
novedoso de la concepción de los «investigadores críticos de la paz» es que la «cau-
sa justa», lo que en determinadas circunstancias justifica la violencia no es ya «los
intereses vitales», «el honor» o «la justicia», sino «la paz». En consecuencia, en este
caso, en el fondo ya no se plantea el problema de la justificación de la violencia.
Pues la violencia abierta no es más que la manifestación de una violencia que ya
existe. Los «investigadores críticos de la paz» están tan lejos como Marx de aceptar
la diferencia fundamental entre violencia y pOder legítimo. No reconocen que la mo-
nopolización de la violencia modifica ésta fundamentalmente y posibilita una distin-
ción inequívoca entre la guerra y la paz. Cuando todo orden se basa únicamente en
la violencia latente, apenas hacen falta razones de más peso para sustituirla por la
violencia abierta.
4. SOREL, G., Réfl•.rions sur la s iolence: trad. alemana:
Ober die Gewalt,
Innsbruck, 1928,p. 127 y s.
5.
Bt
M:sNIIN,
W., Angeles Novus.
Frankfurt a. M., 1966, p. 57.
6.
MARCUSE, H., Kultur and Gesellschaft,
vol. 2. Frankfurt a. M., 1965, p. 139. Con relación a Sorel-Benjamin-
Marcuse cfr. el capítulo Moral y violencia de este mismo volumen (cap. 12).
2 5
V A L O R E S C O N T R A P E R S O N A S *. D E C Ó M O
L A G U E R R A D E K O S O V O E N R E D A L O S C O N C E P T O S
(1999)
Sólo cuando los asuntos públicos amenazan con tomar un curso catastrófico
puede convertirse en un deber moral el derecho de los ciudadanos a formarse una opi-
nión y asesorarse con personas ponderadas sobre lo que se puede hacer. La presente
guerra, en la que nuestro país ha caído de improviso, es una de tales situaciones. Y,
así, a diario cada vez más voces piden la palabra —voces de políticos con poder de
tomar decisiones y voces de quienes se tienen por ponderados y competentes— a fin
de ayudar a sus conciudadanos a formarse una opinión. De suyo esto sería digno de
elogio, pero por desgracia a menudo no lo es, porque esas voces encubren las verda-
deras alternativas mediante una extravagante semántica política.
Los pacifistas han de alimentar la ficción de que existía la posibilidad de nuevos
acuerdos también sin guerra. «La guerra nunca ha resuelto ningún problema», se
dice. Pero esto en primer lugar es falso, y da a entender, en segundo lugar, que cual-
quier problema se puede resolver sin la guerra, lo que es igualmente falso. La toma
de partido contra esta guerra sería sincera si se formulara aproximadamente así: «Si
en Europa pueblos pequeños son expulsados o asesinados, tenemos que aceptarlo.
Podemos tratar de que para sus autores sean mayores las desventajas de hacerlo.
Nuestra tarea no puede ser impedir genocidios cuando eso sólo sea posible a costa
de la vida de nuestros hijos o sólo mediante una violencia que vulnere el derecho in-
ternacional. "Mejor es que se produzca una injusticia antes que acabar con ella de
una forma injusta" (Goethe). No podemos hacer otra cosa que dejar que los proce-
sos naturales sigan su curso, hasta que el paralelogramo de fuerzas conduzca a un
nuevo equilibrio». Aproximadamente esta forma tendría la alternativa si se la despo-
jara de su envoltorio utópico.
* Título en alemán:
Werte gegen Menschen. Wie der Kosovo-Krieg die Begriffe verwirrt.
Publicado en el
Frankfurter Allgemeine Zeitung
del 4 de mayo de 1999.
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Valores contra personas. De cómo la guerra de Kosovo enreda los conceptos - 319
3I3 - Temas de nuestra época
Con todo, son los partidarios de la intervención quienes llevan el embrollo se-
mántico a su culmen. Lo que preferirían es que nadie mencionara la palabra «gue-
rra». Pero ¿cómo si no hay que llamar a lo que allí sucede? Hay dos posibilidades.
Puede hablarse de una acción policial para restablecer el estado de derecho o para
castigar a los que lo han vulnerado. Esta posibilidad queda descartada. Los Estados
asociados en la OTAN no poseen ningún poder soberano sobre Yugoslavia. De ma-
nera que sólo queda la otra posibilidad: los bombardeos son actos terroristas en tiem-
pos de paz. Y a quienes los llevan a cabo y a quienes los ordenan, si Yugoslavia los
prende, podrá hacerles rendir cuentas según el derecho penal yugoslavo. Sólo en el
caso de que se trate de acciones de guerra no será esto aplicable, pues la guerra es,
al igual que la paz, un estado jurídico, si bien menos regocijante. Si esto no encaja
dentro de la visión del mundo de alguien y éste quiere defender la acción de la
OTAN, tendrá que echar mano de trucos semánticos. Es lo que está sucediendo.
Hasta ahora el derecho internacional no ha condenado toda guerra, sino sólo las
guerras de agresión no aprobadas por el Consejo de Seguridad de las Naciones Uni-
das. Por eso hace tiempo que a los ministerios de la guerra europeos se les ha cam-
biado el nombre por el de «ministerios de defensa». Si no se quiere cambiar esto, la
guerra contra Yugoslavia no puede de ninguna manera ser una guerra de agresión. Y
esto es lo que nos asegura con insistencia también nuestro ministro de exteriores.
Pero ¿es acaso una guerra defensiva? ¿Ha sido algún miembro de la alianza atacadó
o ha visto sus intereses vitales amenazados por Yugoslavia? No. Luego quienes jus-
tifican la guerra, si quieren ser sinceros y no distorsionar el sentido de las palabras,
tendrán que decir algo así: «La discriminación de la guerra de agresión en el derecho
internacional fue un error debido a un alejamiento de la realidad, un error que todo
Estado puede corregir bajo su propia responsabilidad. Como siempre ha sucedido,
sigue habiendo guerras de agresión justas, es decir, guerras que están justificadas por
una causa justa. Una causa justa es, por ejemplo, el restablecimiento de derechos
fundamentales de grupos de población —como los albaneses, los alemanes de los
Sudetes o los palestinos, la mayoría negra o la minoría blanca en Sudáfrica, o los ca-
tólicos en Irlanda del Norte— cuando esos derechos son vulnerados en Estados so-
beranos extranjeros. Cualquier Estado o comunidad de Estados, incluso sin la auto-
rización de las Naciones Unidas, está justificado para emprender una guerra tal de
intervención; o bien, en una modalidad menos global, cualquier gran potencia o
alianza de Estados dentro del espacio para el que reclaman una función de manteni-
miento del orden. A cualquiera de esas potencias le corresponde verificar cuándo se
produce dicha vulneración».
No abogo aquí en pro ni en contra de una norma tal de derecho internacional.
Sólo digo que esa es la norma en la que se basa la actual intervención, a no ser que
no se base en ninguna norma, sino en la pura ley del más fuerte. Mientras los defen-
sores de la intervención no lo reconozcan así, uno tiene que dudar que sepan lo que
hacen. Pero si reconocen esa norma, queda aún por recordar que entre las condicio-
nes clásicas de la guerra justa, junto a la causa que uno mismo considere «justa», se
cuentan dos más: la fundada perspectiva de ganar la guerra, así como la certeza mo-
ral de que los males a eliminar no van a ser superados por los males causados por la
guerra.
Pero la mayor desazón se produce a la vista de la semántica con la que nos pre-
sentan la causa justa en torno a la que gira esta guerra. Como siempre. debe girar en
torno a la defensa, si bien no a la defensa propia. ¿A la defensa de quién entonces?
¿A la defensa de un millón de albaneses? Se trata, nos hacen saber el canciller y el
ministro de Exteriores —aunque la oposición no dice nada diferente— de la defensa
de la integración europea y de aquello en lo que ésta se basa: la defensa de «nuestro
valores». Ahora está claro: no personas, sino valores es lo que debe ser defendido.
Esto puede significar dos cosas, y en ambos casos se trata de algo disparatado y
en extremo peligroso. Puede que uno se refiera —de acuerdo con el relativismo oc
cidental dominante— a los llamados «valores occidentales», es decir, a lo que valo
ramos y consideramos importante. a nuestra forma de vida, la way
of life
occidental
Pero ésta no puede ser atacada en Yugoslavia. Los albaneses no la representan, y Mi
losevic no pretende impedir a nadie en nuestros países que sea feliz a su manera. Por
tanto, defender los valores occidentales
en Yugoslavia sólo puede significar que se
quiere imponer nuestra forma de vida a esa nación con vistas a una pertenencia a la
Unión Europea que nosotros nos hemos propuesto para ella. En tal caso, se trata de
caso clásico de guerra imperialista. O bien se piensa que las personas en cuanto per-
sonas tienen derechos inalienables, entre los que también se cuenta la pertenencia a
un pueblo. Y se quiere ayudar a personas a las que se les niegan esos derechos. En
este caso de fundamentación iusnaturalista de la intervención no se trata de una de-
fensa de «valores», sino de personas. Dicho en clave de la filosofía de los valores, e
de hecho valioso ayudar a otras personas a conseguir sus derechos o. simplemente
salvarles la vida. Pero este valor, que no es un valor puesto por nosotros, sino que es
«absoluto», no necesita ser impuesto ni defendido. Rige por sí mismo. Quien de
acuerdo con ese valor defiende a personas, no defiende valores, sino personas. De-
fender valores no es un valor.
Esto parece ser una disputa en torno a palabras. Lo es también. Pero de esta dis
puta depende en realidad mucho. Y es que al defender valores podemos estar deján-
donos personas por el camino. A la hora de combatir el «disvalor» de la expulsión no
viene al caso a quién se ayuda finalmente de hecho. Por lo demás, la lucha en favor
de los valores se puede continuar cuanto se quiera. La vigencia de valores, esto es
su ser valor, es independiente de nuestras acciones. El intento de contribuir a su ade
cuado reconocimiento carece por principio de límite. La intervención no sería un
punto final, el objetivo de la guerra no sería operativizable. Además, siempre qued
a nuestro arbitrio en auxilio de qué valores queremos acudir. La educación en el te
mor de Dios es un mandato de la Constitución de Renania del Norte-Westfalia. Pero
a Dios gracias, aún nadie ha exigido que se suspenda de sus funciones a los profeso-
res ateos que ejercen en ese Estado.
Supongamos por un momento que la palabrería de la defensa de valores es más
bien pensamiento débil, que no era ésa la intención y que en realidad se trata, como
es natural, de defender personas. En cualquier caso, forma parte de la retórica políti
ca de la presente guerra señalar la rigurosa ausencia de intereses propios. No están
en juego nuestros intereses, tampoco los norteamericanos. Se trata de las personas de
Kosovo y de nada más, excepto, precisamente, «nuestros valores». Con todo, en est
caso la guerra de la OTAN sería profundamente inmoral, por injusta. Arriesgar la
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4
20 - Temas de nuestra época
propia vida para salvar la de un extraño o defender sus derechos es uno de los actos
más nobles que una persona puede realizar. Pero es una gran injusticia obligar a ello
a otras personas, y más si son subordinados. La patria forma parte de la identidad de
una persona, y desde el momento en que existe una democracia, crea uno lo que crea
al respecto, defenderla es parte de las obligaciones ciudadanas, incluso, si es necesa-
rio, con la propia vida. Y dado que las alianzas proporcionan seguridad al país pro-
pio, eso vale también para la defensa de los aliados. Sin embargo, no puede haber
para las personas una obligación legal de, sin contrapartida alguna, sacrificar su bien
y su vida para la defensa del bien y la vida de personas extrañas.
Por consiguiente, un ejército de intervención que no defienda al mismo tiempo
intereses nacionales sólo podría consistir en «brigadas internacionales» que recluta-
ran exactamente tres categorías de personas: personas con convicciones políticas mi-
sionales, aventureros y personas predispuestas a ayudar que actúen por puro amor
a
los extraños. Y estas brigadas habrían de ser financiadas mediante donaciones volun-
tarias, aun cuando recibieran un trato fiscal de favor, pero no mediante impuestos re-
caudados a la fuerza. En cualquier caso, hay
un interés nacional que nunca es apto
para justificar una guerra de intervención, sino que, en el mejor de los casos, puede
ser un deseado efecto secundario de una guerra justa: el interés de probar nuevos sis-
temas armamentísticos para eventuales guerras futuras.
Quien intente ser de ayuda para la formación de una opinión sobre la guerra por.
Kosovo debería ante todo contarnos las historias que serbios y albaneses cuentan a
sus hijos desde hace siglos. Pero, por lo demás, debería utilizar las palabras en su
sentido tradicional, palabras que describan lo que de hecho sucede en vez de encu-
brirlo con una semántica utópica. Probablemente, luego seguiría habiendo disputas,
pero al menos se sabría mejor de qué se discutiría realmente.
2 6
L A S A L U D T O T A L *
(1975)
Las deliberaciones acerca de un nuevo texto del artículo de nuestro código pe
nal sobre el aborto están otra vez en marcha. El tribunal constitucional ha impuesto
al legislador la obligación de redactar ese nuevo texto. Anteriores partidarios de l
solución de plazos, que ha sido declarada inconstitucional, abogan ahora por un
ampliación de los supuestos médicos '.
Se desea que la ampliación consista en tomar como base que permita determina
lo que se denomina «peligro para la salud de la madre» el concepto de salud de l
Organización Mundial de la Salud (OMS). La OMS define «salud» como «el estad
de completo bienestar físico, psíquico y social».
Si el legislador tomase como base este concepto de salud, estaríamos ante l
completa despenalización de todo aborto deseado. Pues, ¿quién tiene derecho a de
cretar que alguien disfruta de un «completo bienestar psíquico», si el interesado mis
mo no lo juzga así? Si se tomase como base ese concepto de salud, todo dictame
médico estaría de más. El supuesto social se daría ya de todos modos, y no habrí
ninguna necesidad de mencionarlo expresamente.
Así pues, para los partidarios de una extrema liberalización esta solución sería
«el huevo de Colón», si no fuese de nuevo por la intervención del tribunal constitu
cional. Con toda seguridad también esa solución sería rechazada por el tribunal, ya
que equivaldría a una completa renuncia a toda protección legal del
nasciturus.
Hasta aquí todo está bien y claro. Pero sigue en pie la pregunta de qué implic
esa curiosa definición. El hecho de que la haya formulado un organismo de ámbito
mundial le asegura un prestigio poco común. Se habla en ella de «bienestar». De en-
trada eso tiene que significar bienestar subjetivo. Con arreglo a ello, las enfermeda-
des imaginarias son a partir de ahora igual de imposibles que los dolores imagina-
rios. Los dolores imaginarios son dolores.
* Título en alemán:
Die rotule Gestoulheit.
Publicado en
Deursehe Zeitung
el 14 de febrero de 1975.
I. Que las deliberaciones «otra vez
están en marcha y que «ahora» se ahoga por una ampliación de los su-
puestos médicos se refiere naturalmente al debate de mediados Je los años 70 del s. XX: la evolución posterior se
refleja también en los demás trabajos sobre este campo de temas recogidos en el presente volumen.
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398 - Temas de nuestra época
tanta facilidad como casi cualquier persona corriente. ¿Por qué eso les resulta tan
complicado a los filósofos? Probablemente porque a esa distinción le falta una «idea
clara», en sentido cartesiano, en la que basarse. Pero, a diferencia de estos filósofos,
Descartes sabía que la vida misma no es una «idea clara» y que la unidad natural de
conciencia y corporeidad sólo puede vivirse si se renuncia a pensarla de manera car-
tesiana.
Lo que vale para el concepto de vida vale también para el de matar. ¿Tan difícil
es entender a una madre que se niega a que se someta a su hijo ya desahuciado a una
dolorosísima quimioterapia o a que se lo conecte a una máquina, pero que del mis-
mo modo se niega terminantemente a que a ese niño se le aplique una inyección le-
tal o se lo deje morir de sed? Sólo una abstracción ciega para los fenómenos puede
llevar a alguien a decir a esta madre: «Has matado a tu hijo».
Por lo demás, en vista de que los métodos curativos son cada vez más costosos,
en el futuro nos veremos cada vez más obligados a proceder selectivamente en la
aplicación de tales terapias: No podremos proporcionárselas a todos. Habrá límites
de edad. ¿Significa eso que cada vez estaremos «matando» a más personas? ¿Mata
una familia a la abuela, a la que cuida con todo su amor, si no emplea todo su patri-
monio y se endeuda por generaciones para que se le practique una complicada ope-
ración en los EE.UU. y alargar así su vida dos meses más? Con sólo plantear la pre-
gunta se ve lo absurdo de una teoría que obliga a hablar aquí de homicidio y que
equipara la omisión de una acción desproporcionada a la aplicación de una inyec-
ción letal. Esta sofística, en último término, sólo sirve para restar importancia a la in-
yección letal.
Hay una última idea del Manifiesto, de nuevo pragmática, que es digna de men-
ción. Se trata del hecho empírico de que, en una civilización, para solucionar un pro-
blema nunca se busca una vía más complicada y sacrificada cuando ya se ha abierto
una vía más sencilla. Y, así, argumentan los autores: «Sólo si la barata y cómoda po-
sibilidad de la eutanasia permanece fuera de toda consideración es posible movilizar
las capacidades humanas y despertar la imaginación social. Sólo así se encontrarán
en nuestra sociedad respuestas humanas a asuntos tales como el envejecimiento, la
necesidad de asistencia, la minusvalía y las enfermedades incurables».
Los defensores de la eutanasia suelen poner de relieve casos escogidos, dramáti-
cos, de extremo sufrimiento. Pero ya Epicuro sabía que por lo general el sufrimien-
to extremo, si no lo prolongamos artificialmente, es breve. Además, deberíamos me-
jor preguntarnos por qué en materia de la lucha contra el dolor Alemania sigue
siendo de hecho un país en vías de desarrollo.
Que los medios para mitigar el dolor puedan tener como efecto secundario el
acortamiento de la vida del moribundo, no hace de su administración un homicidio;
a no ser que llamemos homicidio a todo lo que no está al servicio de la prolongación
máxima de la vida. Por lo demás, en una civilización humana siempre habrá una
zona para la discrecionalidad del médico o los amigos a la que no corresponde ser
sacada a la luz. Quien dentro de esa discrecionalidad traspasa los límites de lo gene-
ralizable, como mejor dará prueba de la humanidad de su motivación será al preferir
asumir el riesgo del castigo antes que poner en cuestión un tabú cuya caída afectaría
a los fundamentos de la humanidad de nuestra cultura.
36
¿SON PERSONASTODOS LOS HOM BRES?*
ACERCA D E NUEVAS JUSTIFICACIONES
FILOSÓFICAS DE LA ANIQUILACIÓN DE LA VIDA
( 1 9 9 1 )
El filósofo francés Emmanuel Lévinas escribe en su obra
Totalité et infini s
la infinitud que se nos muestra en el rostro del otro.
Infinitud quiere decir para L
nas algo inconmensurable que de ningún modo se puede entender como objeto n
finir por un número finito de predicados. La mirada de un hombre que me con
pla, ya sea amistosamente, hostilmente o con indiferencia, no es en ningún cas
objeto. Lo primero que me sale al encuentro desde el rostro del otro es, escribe
vinas, la incondicionada negación de algo que sin embargo me sería físicamente
sible en todo momento. Son las palabras: «No cometerás un asesinato, no me m
rás». «Lo infinito paraliza la capacidad en virtud de su resistencia infinia
-
ff
asesinato. La resistencia, insuperable, brilla en el rostro del otro, en la completa
nudez de sus ojos, sin defensa, en la desnudez de la apertura absoluta de lo trans
dente. Aquí no estamos ante una relación con una resistencia muy grande, sino
algo absolutamente distinto: la resistencia de lo que no presta resistencia algun
resistencia ética. La epifanía del rostro despierta la posibilidad de medir la infin
de la tentación del asesinato, no sólo como una tentación de destrucción total,
como la —puramente ética— imposibilidad de esa tentación y de ese intento» '.
Lévinas es un filósofo judío. el más importante filósofo judío actual'. Todo
familiares fueron asesinados en el Tercer Reich. Él mismo escapó a la muerte
que era prisionero de guerra del ejército alemán. Lo que él llama «epifanía del
tro» debe su surgimiento y su tematización teórica a la tradición judeo-cristiana.
*Publicado con este título (Sind elle Menschen Personen?)en:S•rossEL, 1.P.,
Tüchtig oder un. Die Entso
des Leidens.
Freiburg i. Br., 1991, pp. 133-147.
1.
LEVINAS, E.,
Totalitüt und UnendlichkeiL
Freiburg 1987. p. 286: título original:
7i)talité
Haag, 1961
2. Enmanuel Lévinas, nacido en 1906. falleció en 1995.
400 - Temas de nuestra época
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va en ella el nombre de «persona». Este concepto posee para nuestra civilización im-
portancia central, y su Col
-s
-
eé
uencia, la idea de lo
sc
erechos humanos, es de tal ín-
dole que ningún hombre sobre la tierra parece poder sustr
-
ersra-strevidencia.
La Antigüedad precristiana entendía por «persona»
el papel que se desempeña
en el teatro o en la sociedad. Cuando San Pablo escribe que Dios no hace acepción
de personas, todavía tiene a la vista ese concepto antiguo de persona. Quiere decir
que Dios no tiene en cuenta el papel que se desempeñe en la sociedad. ¿Qué tiene en
cuenta entonces? Precisamente lo que más tarde se denominará «persona». Este con-
cepto de persona, que ha resultado enteramente determinante, se formó primero en
11 teología, concretamente en la doctrina trinitaria, en la que se habla de las personas
divinas como portadoras del ser
-
i
-
sao, y dé la persona única de Jesús que es porta-
dor de dos naturalezas, la divina y la humana. Este concepto de persona fue transferi-
do posteriormente al hombre. Boecio da la definición determinante para los siguien-
tes mil años:
«Persona est individua rationalis naturae substantia»,
la «existencia
individual de una naturaleza racional»
3
. La persona no es un «algo», algo descripti-
ble cualitativamente, constituido de tal forma o de tal otra, una naturaleza orgánica,
etc., sino que la persona es alguien. Precisamente ese alguien que me mira desde un
rostro humano y que nunca está a mi disposición como lo está una cosa.
El cuestionamiento por principio de las premisas básicas de la civilización ju-
deo-cristiana y del humanismo a ella inherente se concreta desde hace largo tiempo
en el llamamiento a dar muerte a la vida que no es digna de vivirse, es decir, en el
llamamiento a la extinción de aquellos rostros que no cumplen determinados están-
dares cualitativos. Ya en 1910, en su novela
The Lord of the World,
Robert Benson
mostró como parte esencial de una civilización anticristiana venidera la creación de
centros de eutanasia. En 1920 los psiquiatras alemanes Binding y Hoche exigieron
que se diese muerte a la vida denominada «indigna de ser vivida». La praxis que los
nacionalsocialistas establecieron más tarde bajo ese término hizo que durante un cier-
to tiempo en Alemania y en toda Europa la discusión de este tema fuera tabú.
El tabú fue roto por Peten
Si ger con su libro
Ética práctica
(Stuttgart, 1984).
Las ideas de Singer han sido introducidas en el debate jurídico por el filósofo del de-
recho Norbert Hoerster. En el terreno filosófico las defiende en Alemania sobre todo
el profesor Meggle, de Saarbrücken, con gran impacto sobre la opinión pública. Piles
bien, a diferencia de sus predecesores, Peter Singer hace referencia expresa al con-
cepto de persona. Su tesis es que es erróneo hablar en este contexto de algo así como
los derechos del hombre. Para él es incuestionable que todo lo que ha sido procrea-
do por hombres es hombre, incluidos los individuos de la especie humana no naci-
dos. Si todo hombre poseyese realmente un derecho a la vida, estaría totalmente in-
justificado, escribe Hoerster, retirarle a ese hombre ese derecho por razones
comparativamente de poca importancia', como las que prevé el denominado supues-
to social en el caso del aborto. Lo que sin embargo niegan Singer, Hoerster y otros
" En latín en el original. (Nota de los T.).
3.
Bono°. A.M.S.,
Contra Eutychen et Nestorizan,
cap,
3. 74.
4.
Últimamente en:
Neugeborene and das Reda t'uf Leben,
Frankfurt a. M., 1995.
es que la pertenencia a la especie humana fundamente de algún modo un dere
la vida. Privilegiar a los hombres porque son hombres es denominado por Sing
paralelismo con el racismo,
especismo.
El especismo es la parcialidad a favor
especie a la que casualmente períeñaérnos. Para esa parcialidad no hay fundam
racional alguno. Antes bien, solamente deberíamos conceder derechos a los
que posean determinadas propiedades y capacidades, a saber, conciencia del yo
cionalidad. Y es que sólo esos seres son personas. Por ello, nosa personas los
b
rones, lós niños hasta que cumplen el primer año de edad y posteriormente, y
poco lo son quienes están aquejados por una grave discapacidad psíquica o p
demencia senil. A todos esos grupos de hombres se les puede dar muerte por pr
pio, a no ser que a ello se opongan otras razones, de política social ó de higien
cial, por ejemplo. El derecho a la vida de un mamífero superior adulto está por
ma, en opinión de Singer, del derecho a la vida de un niño de un año.
Antes de ocuparnos de los aspectos prácticos de esta posición, debemos pr
atención a sus premisas teóricas. A primera vista, Singer no parece estar tan ale
de la concepción clásica de la persona. Una persona es «alguien». Y que un se
alguien se echa de ver, así parece, en que posee determinadas propiedades, justa
te las que menciona Singer. Ahora bien, la diferencia radica en lo que sigue: se
el modo clásico de ver las cosas, la naturaleza humana es esencialmente una na
leza racional. Lo que el hombre es
-
ebido a su esencia se muestra en un hom
JdnIto normal. En él vemos que el hombre es alguléli,
-
ue es esencialmente p
na. Así, no existe razón alguna para no considerar también como personas y t
como personas a quienes poseen la misma naturaleza, sólo que en una forma tod
no desarrollada o defectuosa. Ser persona no es una determinación cualitativa.
que la -
e-
-
s
fia es aquéltiene esas determinaciones. A la naturaleza humana
esencial que la tenga una persona, es decir, alguien.
La negación de este modo de ver las cosas, que termina conduciendo a las
secuencias extremas de Singer, tiene una larga historia previa. Comienza en el
pirismo inglés, en
tl_kpc1es. Fue el primero en distinguir personas y homb
Los hombres son un determinado tipo
de
organismos. Las personas no son alg
no son algo así como un ente, sino que son determinadas combinaciones de est
de conciencia. Las personas están definidas por la conciencia y el recuerdo, en el
alguien se atribuye a sí mismo determinadas acciones. La identidad de la concie
no descansa en la identidad de alguien que tiene esa conciencia, sino que la ide
dad de la conciencia no es otra cosa que la conciencia de la identidad. Esto con
ya en Locke a extrañas consecuencias. Según él, a un hombre sólo se le puede
siderar responsable de acciones de las que se acuerde. Si no se acuerda de ellas
es él quien las ha efectuado, pues él, o ella, están definidos por la conciencia d
identidad. A la inversa, y como es natural, tenemos que dar las gracias a las perso
por acciones que se figuran haber efectuado, si se trata de acciones nobles, o c
garlas, si esas acciones son malas. Cada uno ha hecho todo aquello que recuerda
ber hecho.
5. Cfr. LocKE, J.,
An Evsay mi M anan Understanding,
cap. 17.
¿Son personas todos los hombres
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402 - Temas de nuestra época
¿Son personas todos los hombres
Estas tesis sumamente contraintuitivas llevaron posteriormente a David Humeó
a abandonar por completo la idea de identidad personal y a considerar el concepto de
identidad personal como un concepto igual de convencional que el de la identidad de
una asociación deportiva. ¿Durante cuánto tiempo es idéntica consigo misma una
asociación deportiva? Cuando se disuelve y se vuelve a constituir bajo el mismo
nombre, ¿sigue siendo la misma asociación? O bien: ¿cuántos miembros de la aso-
ciación tienen que cambiar para que la asociación ya no sea la misma? Todas estas
preguntas son bastante carentes de sentido, ya que es una cuestión de convenciones
cómo empleamos esas palabras. Con la identidad de las personas no sucede otra
cosa. Hay estados de conciencia, pero no hay portadores de estados de conciencia.
Estas tesis son las consecuencias de la premisa empirista de que sólo puede reivin-
dicar realidad lo que nos esté dado inmediatamente en la experiencia sensible. En la
experiencia nos están dadas impresiones sensoriales y estados de conciencia, pero no
objetos de los que esas impresiones sensoriales procedan, y tampoco portadores de
estados de conciencia. Así pues, no hay algo así como objetos, sustancias, personas.
La filosofía de Kant ralentizó la evolución iniciada por el empirismo y por su di-
solución del concepto de persona. Kant puso de manifiesto que no podemos pensar
en modo alguno el concepto de pensamiento sin pensar a la vez alguien que piensa.
Y dio expresión a la convicción inmediata que todos poseemos acerca de la incon-
mensurabilidad de las personas respecto de todo lo demás que acontece en el mun-
do. Kant lo expresó con toda precisión diciendo: las cosas pueden tener un valor.
Pero todo valor tiene su precio. Los hombres no tienen valor, sino dignidad. Y por
dignidad entendía lo que no puede tener precio alguno, porque es sujeto de toda va-
loración y precisamente por eso no puede ser objeto de valoración alguna'.
El nuevo ataque contra el concepto de persona procede de la tradición anglosa-
jona del empirismo. Se podría caracterizar a Singer como la consecuencia extrema
de la escuela de Locke. Singer no es un pensador muy profundo. Más al fondo que
sus reflexiones van las de otro filósofo inglés, al cual, si se desea contemplar a Sin-
ger como epígono de Locke, se le podría considerar como epígono de David Hume:
Derek Parfit con su libro
Reasons
rsons
n Oxford en 1984. Parfit
no int
nta separar e concepto persona del concepto de hombre, sino que lleva
ad
absurdum
el concepto de persona como tal. Elige para ello gran abundancia de ejem-
plos tomados del mundo de la ciencia ficción. Así, propone que nos imaginemos que
alguien pide que se lo envíéa un planeta lejano por el procedimiento de que se haga
de todo su organismo y de su cerebro una copia exacta por ordenador. Ese software
se envía a continuación por radio a dicho planeta, para allí reconstruir con el mate-
rial básico disponible el mismo hombre con los mismos contenidos de conciencia,
recuerdos, etc. Si ahora suponemos que al mismo tiempo se elimina al primer hom-
bre, podríamos decir, piensa Parfit, que el primer hombre sigue existiendo en aquel
otro lugar. Pues en lo que respecta a su conciencia es idéntico al primero. Ahora
6.
Cfr. HUME, D., A
Treatise on Human Nature,
cap. sobre la identidad personal.
7.
Cfr. KANT, 1.,
Grundlegung zur Metaphysik der Sitten,
edición de la Academia, vol. 4, p. 431 y s.
bien, ¿qué sucedería si no se eliminase al primero? En ese caso estaríamos ant
hombres. Así pues, no podremos seguir hablando de una persona.
Los ejemplos de este tipo le sirven a Parfit para mostrar que el concepto de
tidad personal es igual de vago y convencional que el concepto de identidad d
asociación deportiva. Pero tampoco a partir de la identidad física es posible da
contenido preciso, en opinión de Parfit, al concepto de persona. Imaginemos q
un hombre se le pone en perspectiva una horrible tortura, pero al mismo tiempo
asegura que previamente se destruirán todos sus recuerdos mediante una inter
ción sobre su cerebro y se lo pondrá en un estado en el que se tendrá a sí mismo
Napoleón y efectivamente mostrará algunos rasgos del carácter de Napoleón.
guiremos teniendo en ese caso miedo de la tortura? Ya no seré yo el que sufra
dolores. Pero ¿ése no soy realmente yo? También aquí el objetivo de Parfit es d
ver la idea de identidad personal eliminando todos los criterios inequívocos de
así como el yo o el no yo. Por lo que él aboga es por una visión budista del mu
en la que la individualidad es mera apariencia. Lo que 1
7
W nte existe son lo
s
dos de conciencia y losfailerdbccitie
—
q
-
ueran
. Éstos no crean identidad, sino que
algo así como una herencia. Un hombre que se despierta después de dormir no
mismo que el que se quedó dormido. Únicamente ha heredado de éste ciertos rec
dos. Es interesante que, por lo demás, Parfit cree poder derivar de esa idea deb
del hombre para consigo mismo que en la tradición, a decir verdad, sólo se po
derivar de una responsabilidad del hombre por sí mismo ante Dios. En una ética
no parece que pueda haber una responsabilidad como ésa. Conmigo mismo pu
hacer cuanto quiera, sólo con otros no. Pues bien, Parfit llega a esta conclusió
hombre que yo seré dentro de cinco años, en realidad no seré yo, sino un des
diente mío. Por ello tengo por él, por ejemplo por su salud, la misma responsa
dad que tengo por mis hijos o mis nietos.
La estrategia de Parfit supera incluso a la de Singer. Es más consecuente qu
posición de éste último. Tampoco Parfit sabe nada de alguien que sea portador de
tados de conciencia, de algo que aparezca en el rostro de un hombre. Tampoco
nada de un «tú» continuado. No sé qué entiende por «amor entre los hombres». P
toda relación entre hombres dotada de alguna profundidad y que designemos con
labras como «amistad», «amor» o «fidelidad» presupone la continuidad de un «
En general, es muy significativo que ni Locke ni Hume, ni Singer ni Parfit pre
atención alguna a la relación yo-tú entre personas y que no vean en ella el luga
el que se produce propiamente el descubrimiento de la persona. Nunca habla
otro modo que en primera o en tercera persona. Pero la personalidad no es en m
alguno un estado de cosas cualitativo, descriptible mediante determinados pred
dos, sino que determinados estados de cosas cualitativos descriptibles no son
nosotros más que signos en los que se dan a conocer personas. Dado que Singe
sabe nada de un alguien que se dé a conocer, o que se esconda, tampoco la idea d
conciencia y de la autoconciencia potenciales desempeña para él cometido alg
Nuestro concepto de poder hacer algo, de facultad o de disposición presupone s
pre algo así como alguien que puede algo sin estar haciéndolo en todo momento
Las personas son sujetos de ese poder hacer. Por ello carece de sentido habla
«personas potenciales». Las personas nunca son potenciales. Siempre son reales
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¿Son personas todos los hombres?04 - Temas de nuestra época
personalidad tampoco se desarrolla, sino que la personalidad es lo que da a un deter-
minado desarrollo humano su carácter específico. Así, decimos: «Nací tal día», y no:
«Tal día nació un ser humano que paulatina:mente se fue convirtiendo en mí». No
utilizamos la palabra «yo» para designar «un yo». Algo así como «un yo» no existe
en modo alguno. Es un invento de Descartes. «Yo» es un pronombre personal con el
que designamos al hombre que somos nosotros mismos. A los seres que normalmen-
te pueden hacer mención de sí mismos los denominamos
personas.
Pero también los
llamamos personas cuando no están haciendo o no pueden hacer mención de ellos
mismos en un momento concreto. El verbo «poder» tiene muchos significados. Tie-
ne sentido decir: «Puedo tocar el piano» dando a entender con ello que sé hacerlo.
Pero si se me invita: «Pues ponte a tocarlo» cuando no hay ningún piano a mi alcan-
ce, responderé: «Pero aquí no hay piano, así que no puedo tocarlo». Y estaría injus-
tificada la réplica: «Pero dijiste que podías tocarlo». Poder tocar el piano en el senti-
do de saber hacerlo es una realidad también cuando ese poder no se puede realizar
por falta de un piano. «Persona» no alude a algo en lo que puede convertirse un hom-
bre sino que alude al' hombre que puede convertirse en algo.
En realidad, la mayoría de quienes desean separar los conceptos «hombre» y
«persona» no han pensado aún hasta el final las consecuencias que ello tiene. Si sólo
son personas los seres que disponen realmente en acto de las propiedades de con-
ciencia del yo y de racionalidad, es lícito impedir a cualquier durmiente que despier-
te, matándolo para ello. Pues mientras duerme, resulta patente que no es una perso-
na. Y el hombre que despierta es —afirma expresamente Parfit— una persona
distinta. Por ello, el deber de respetar la vida de un durmiente puede derivarse, en
todo caso, del deseo que todos tenemos de poder quedarnos dormidos sin miedo a no
volver a despertar. O bien de un deber hacia otras personas para las que la muerte del
durmiente supondría una pérdida. Y, en efecto, para Singer matar a niños de un año
sólo es ilícito cuando de esa manera se priva a los padres de un hijo que preferirían
conservar. Al matar a un niño de un año se viola en todo caso un derecho de sus pa-
dres, no un derecho del niño mismo. Por otra parte, según Parfit en realidad el mie-
do a que me maten mientras duermo es irracional, y deberíamos acostumbrarnos a
perderlo. Pues resulta imposible que el que despierte del sueño sea el mismo que se
quedó dormido, ya que entre tanto la persona se ha extinguido.
Si la concepción de Singer estuviese justificada, los hombres sólo podrían llegar
a ser personas en virtud de ilusiones sistemáticas. Pues los hombres sólo se convier-
ten en seres racionales y dotados de autoconciencia gracias a que una madre habla
con ellos. Ese hablar no es someter a un condicionamiento psicológico a un organis-
mo, sino que es la dedicación a un ser al que ya se trata como persona desde el prin-
cipio. La madre habla al niño como si el niño la entendiese. Sólo así aprende el niño
a entender. Sólo cuando lo tratamos ya como persona desarrolla las características en
las que se puede reconocer la personalidad del hombre. Tenemos que presuponerla
ya de antemano, o de lo contrario no le estaremos dando oportunidad alguna para
que se muestre.
Además, la definición de la persona por la racionalidad va de suyo enteramente
descaminada. La racionalidad es ya algo derivado. Más fundamental que la racionali-
dad es lo que en filosofía se denomina en general «intencionalidad». Denominamos in-
tencionales a los actos y actitudes que no se pueden describir como estados obs
bles de ciertos seres, sino como un estar dirigido a estados de cosas. Ese «estar d
do» sólo podemos percibirlo mirando en la misma dirección. Cuando alguien pro
cia la frase: «La suma de los ángulos de un triángulo equivale a dos ángulos rect
no existe estado alguno de esa persona que yo pudiese observar para entender esa
se. Sólo entiendo la frase si pongo la vista sobre lo que quiere decir la frase, si, por
to, pienso asimismo en la suma de los ángulos del triángulo, y no en quien pronu
la frase. Parecido es lo que sucede con los deseos, aspiraciones y acciones huma
Una acción se distingue de un acontecer natural cualquiera en que es intenciona
decir, en que con ella se está queriendo algo. Sólo la entiendo en cuanto acción s
tiendo esa intención. Pues bien, denominamos racionales a las acciones en las que
tendemos tanto la intención, es decir, el propósito, como las opiniones del agente
bre el modo en que está constituido el mundo. Puede ser que alguien se ponga a a
los brazos en el aire y que con ello pretenda hacer que el planeta Marte se desvíe d
órbita. Esa gesticulación no es racional, pero sí intencional, y por ello personal.
personas pueden salirse por completo del contexto de cuanto es inteligible y comp
sible para nosotros, y sin embargo ser seres que actúan intencionalmente. Por otra
te, esto quiere decir también que pueden ser seres morales. Es verdad que, según M
Scheler mostró acertadamente en su libro
El formalismo en la ética'.
no son sujeto
imputación. Es decir, no podemos imputarles las acciones que observamos, ya
para ellas esas acciones significan algo totalmente distinto que para nosotros. Pero
no quiere decir que no sean responsables, e incluso moralmente responsables. Pue
ser perfectamente capaces de un modo de actuar bueno y de un modo de actuar m
sin que nadie pueda juzgar desde fuera de qué tipo es esa acción.
La enfermedad mental no destruye a la persona. Y en lo que respecta a quie
están afectados por una deficiencia mental severa, de modo que patentemente son
capaces de efectuar manifestaciones vitales personales, tampoco en su caso tenem
razones para no considerarlos personas y no tratarlos como personas. Pues no son
modo alguno seres de otro tipo. Sólo podemos describirlos como defectuosos, co
enfermos. Es decir, no están situados en un nicho ecológico propio que les asi
una naturaleza no personal. A diferencia de los seres vivos no humanos, carecen
instintos que ocupando el lugar de la razón garantizasen su orientación en el mun
Sencillamente les falta algo. Su naturaleza está averiada, y, si pudiésemos, trata
mos de curarlos, porque partimos de que en realidad poseen una naturaleza hum
Están necesitados de nuestra ayuda. Nada pone de manifiesto nuestra propia di
dad como personas con tanta claridad como acudir en ayuda de esos seres, por
que, quizá, en ellos no haya nada apropiado para despertar nuestra simpatía esp
tánea. Experimentar realmente el enriquecimiento que adquirimos nosotros mism
gracias a eso es ya el signo distintivo de una madurez personal cuyo despliegu
ve obstaculizado enormemente por ideas como las de Singer.
Voy a poner, por así decir a modo de contraprueba, un ejemplo inventado,
caso en el que podríamos estar inclinados a no considerar como persona human
8. SCHELER, M.,
Der Formulismus in der Ethik, Gesammelie Werke,
vol. 2, p. 478
y ss.
406 - Temas de nuestra época
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un ser engendrado por hombres y tendríamos derecho a no hacerlo. Me parece que
ese sería el caso si semejante ser no mostrase ningún tipo de señales de racionalidad
y de intencionalidad, si no fuese capaz de expresión simbólica ni de comunicación
simbólica, mientras que por lo demás diese la impresión de estar perfectamente
sano, pudiese orientarse en el mundo por sí mismo y sin ayuda externa y fuese pa-
tente que está equipado con una organización de los instintos que les falta a los hom-
bres normales. Un ser como ése sería realmente un animal. No estaría caracterizado
por la peculiar falta de especialización y por la apertura instintiva que distingue a los
hombres. Precisamente su salud sería la razón para no considerarlo como persona.
Pero mientras tengamos que considerar como una enfermedad, como una deficien-
cia de la naturaleza, la ausencia de las propiedades que por lo general son caracterís-
ticas de las personas, tenemos que partir de que esa naturaleza enferma esconde en
sí aquel misterio al que denominamos «persona» y que nos inspira un profundo res-
peto.
Igualmente, también forma parte de nuestra percepción de los niños pequeños
ver en ellos esencialmente las posibilidades expresivas que adquirirán en el futuro y
por causa de las cuales ya ahora los consideramos personas. El zoólogo Adolf Port-
mann ha señalado que los hombres en su primer año de vida, es decir, justo a la edad
en que Singer los considera piezas de caza para las que se ha levantado la veda, son
seres cuyos análogos en el reino animal se encuentran aún en el seno materno'. Ha-
bla del «embarazo extrauterino». El mundo social circundante, las personas que ro-
dean al niño, forman por así decir una piel cultural alrededor del niño, y precisamen-
te eso tiene por consecuencia que los niños adquieran al ir creciendo esa segunda
naturaleza que está mediada simbólica, cultural y lingüísticamente.
Los autores que han vuelto a poner en juego la expresión «vida que no es digna
de vivirse» se oponen enérgicamente a que se los relacione de algún modo con los
nacionalsocialistas. Los nacionalsocialistas, así argumenta por ejemplo Hoerster,
medían el valor de una vida con arreglo a un patrón externo a cada hombre concre-
to, a saber, el de su utilidad para la sociedad. En cambio, afirma, los nuevos partida-
rios de la eutanasia preguntan exclusivamente por el valor que tiene una vida para el
hombre mismo que la vive. Nada permite pasar —piensa Hoerster— de un punto de
vista al otro. Pero, por desgracia, eso es falso.
Joseph Goebbels, el ministro nacionalsocialista de Propaganda, preparó cuida-
dosamente la campaña de eutanasia de los nazis mediante una película titulada
Yo
acuso.
En esa película aparece una mujer gravemente enferma que suplica a su es-
poso que la mate. El hombre accede a esa petición, pero a resultas de ello es llevado
a los tribunales y condenado. La película estaba destinada a movilizar las emociones
del público contra el fiscal y el juez y a despertar comprensión por esa muerte a pe-
tición. Goebbels partía de que una vez que el tabú hubiese sido eliminado de ese
modo, sería más fácil dar muerte también a otros enfermos incurables y deficientes
mentales. En la novela de Walker Percy
El síndrome Tánatos
un viejo y sabio sacer-
dote de los EE.UU., que arranca a candidato'S áa eaa:TIMM
-
TM destino que los espe-
9.
PORTNIANN. A.,
Rioh,gische Fragmente zu einer Lehre vom Menschen,
1944,
Y ed. Basel 1969
ra y los pone en una residencia bajo su protección, dice haciendo referencia a la te
ría alemana de la vida que no es digna de vivirse: «El sentimentalismo conduce a
cámara de gas». Se comienza con argumentos sentimentales y se termina con el br
tal exterminio de todos aquéllos de los que otros se permiten juzgar que su vida n
es digna de vivirse.
Una vez que esté permitido matar a petición, es de suponer que se espere de l
personas ancianas y enfermas que terminen manifestando el deseo de que se l
mate. Si una persona afectada por un padecimiento crónico ve cómo es una car
para los que la rodean, y si sabe que puede librarlos de esa carga mediante el dese
de que se la mate, y si sabe además que todo el mundo considera aceptable que
manifieste ese deseo, no cabe duda de que seguir viviendo llegará a ser para ella pe
sonalmente insoportable, y terminará expresando realmente ese deseo a fin de libra
se de un padecimiento insoportable. Pero el padecimiento está causado porque e
tonces parece que ella tiene personalmente la culpa de que otras personas tengan q
dedicar parte de su vida, tiempo, esfuerzo y dinero para cuidarla. Sólo no será culp
ble si la manifestación de ese deseo y sobre todo su cumplimiento son algo sobre
que ni siquiera se discute.
Cuando hablé de John Locke dije que no podemos entender la «persona» com
una secuencia de estados de conciencia actuales de un hombre. «Persona» es el hom
bre mismo, no un determinado estado del hombre. Pero si esto es así, no hay estad
alguno de un hombre que pudiese justificar aniquilarlo en su existencia terrena. V
vimos en una sociedad hedonista. Esta sociedad es potencialmente terrorista. Hay
ella algo así como unZfébér de séi fazclékeepsiftiliii
g.
ET spectácülo del dolor, d
sufrimiento, de la enfermedad, de la deformidad y de la muerte se considera com
algo tal que no se puedeexigir_a nadie que lo soporte.
El sufrimiento no debe existir. Esta es la máxima suprema. Así pues, si no
,
puede ayudar aT que sufre, siempre se esta t
davía a tiempo de eliminar el sufrimie
to por el procedimiento de eliminar a quien lo padece. Pero la inconmensurabilida
de las personas, el hecho de que tienen dignidad. significa que el valor de la vida d
una persona no se puede medir con arreglo a criterio alguno. Peter Singer quiere qu
se mate a los niños que a causa de determinadas enfermedades sólo pueden esper
una vida llena de sufrimiento extremo. Resultó estremecedor cuando en la televisió
suiza Singer se vio confrontado inesperadamente con personas que sufrían justo l
enfermedades y minusvalías por él mencionadas y que le echaron en cara: «Si fues
por Vd.. no estaríamos aquí». Uno de ellos le dijo a Singer: «Sí, sufro y he sufrid
Pero Vd. no puede ni imaginarse qué infinita dicha puede ser la existencia tambié
para una persona que sufre». Naturalmente, ese argumento no tiene cabida en
mundo higiénico y perfectamente esterilizado del hedonismo.
La reivindicación de la eutanasia era previsible desde hace largo tiempo. Yo mi
mo escribí hace 15 años en un artículo 'u que esa reivindicación vendría inevitable
mente, y. por cierto, a consecuencia de la praxis, indigna del hombre, de prolong
violentamente la vida. Las posibilidades médicas de prolongación de la vida ha
10. En el Deutsche Zeitung
del l2 de diciembre de 1975.
¿Son personas todos los hombres? - 4
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408 - Temas de nuestra época
sido ampliadas de modo tan enorme que la regla de hacer siempre todo lo posible
para conservar la vida de una persona, que anteriormente tenía pleno sentido, ya no
lo tiene. La medicina sirve para, o bien mantener artificialmente con vida de modo
transitorio un organismo que posteriormente recuperará sus funciones naturales, o
bien para ayudar a un organismo que en sí aún tiene una tendencia a la vida fortale-
ciendo esa tendencia. Pero en estos momentos las prótesis técnicas pueden sustituir
en buena medida la tendencia natural del organismo a la vida y sencillamente man-
tener con vida al hombre artificialmente. Con ello se priva cada vez a más personas
de su muerte natural. Morir de modo digno del hombre, «decirle adiós a este mun-
do» como se decía antiguamente, la despedida y la marcha conscientes ya no tie-
nen lugar apenas. La vida se prolonga con medios intensivos hasta que el final no es
más que un mero estirar la pata igual que los animales. Lo que esta praxis y la pra-
xis de la ayuda activa a morir tienen en común es que siempre hay que estar hacien-
do algo con el hombre. O bien se lo fuerza a vivir, o se lo fuerza a la muerte. En vis-
ta de las nuevas posibilidades teriTéis, es necesario volver a aprende
1'V ejercitar una
nueva praxis del dejar morir digno del hombre. El médico tiene que recuperar ine-
quívocamente su cometido de servidor de la vida, y no le es lícito adoptar el de se-
ñor sobre la vida y la muerte. La concreción práctica de esta exigencia va mucho
más allá del tema de mis observaciones. Pero esa exigencia misma es una conse-
cuencia necesaria del conocimiento de que todos los hombres son personas.
*** Literalmente, según la frase hecha alemana sinónima de «fallecer» que Spaemann menciona aquí («Seg-
nen des Zeitlichen»): «Bendecir lo tempora». (Nota de los T.).
37
NO EXISTE UN MATAR BUENO*
(1997)
La situación civilizatoria
La perplejidad provocada por las tesis de Peter Singer y por su derribo del ta
de la eutanasia, imperante desde 1945, empieza poco a poco a ceder el paso a una r
flexión socrática sobre las buenas razones de este tabú
En primer lugar tenemos que habérnoslas con la situación demográfica de l
países industrializados occidentales. Históricamente no tiene precedentes. Mientr
que el progreso de la medicina ha llevado a que cada vez más personas alcancen u
edad más y más avanzada, los creadores de opinión relevantes difunden desde ha
tres décadas un estilo de vida en virtud del cual esas personas mayores cada vez ti
nen menos jóvenes que las sustenten. La píldora, se piense lo que se piense sobr
ella, ha favorecido esta evolución. Además, el llamado contrato generacional no
concibió como un contrato de tres generaciones, sino por desgracia como un contr
to de dos generaciones, de manera que privilegia económicamente a aquéllos qu
prefieren que en la vejez los mantengan los hijos de otros. Era de esperar que esto
hijos, llegado el momento, no estarían entusiasmados con la idea.
Se acerca ese momento. Y hace falta una buena cantidad de ingenuidad para cre
er en serio que es algo casual que precisamente en este momento y precisamente e
esos países industrializados occidentales se legalice el homicidio de personas enfe
mas o de edad avanzada, o se reclame su legalización y se discuta seriamente acerc
de ella. No es que en este contexto la situación demográfica aparezca como argu
mento y se recomiende la eutanasia como su solución. Eso sería contraproducente
Es sólo de manera latente como ese contexto produce todo su efecto. Tampoco lo
psiquiatras del Tercer Reich que ejecutaron el criminal programa de eutanasia ofre
* Publicado con este título
(Es giht kein yutes Tótenl
e n : S PA E N IA N N , R . y FU C HS , Th . , Toren oder Sterbenla
s e n
Freiburg i. Br., 1997, pp. 12-30.
** El comienzo de este artículo, hasta esta frase, es idéntico al comienzo del artículo
No podernos abandon
el tabú de lir eutanasia
(Vid. capítulo 35 de este volumen), por lo que lo hemos excluido.
410 - Temas de nuestra época
No existe un matar bueno -
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cían argumentos sociopolíticos, sino que argumentaban desde el punto de vista de
los «bien entendidos» intereses vitales del individuo. La «vida que no merece ser vi-
vida» significaba también en el uso que entonces se hacía del lenguaje aquella vida
que para aquél que tiene que vivirla no posee ya valor. Y la película
Yo acuso,
con la
que Joseph Goebbles trataba de provocar la aceptación del programa de aniquila-
miento, difundía simplemente la «muerte a petición», viendo en ella una droga que
servía para engancharse. El homicidio debía aparecer como un acto de amor y de
compasión, como ayuda a un «morir humanamente digno».
La película, con relación a los objetivos marcados, estaba magníficamente he-
cha. Las objeciones del
ethos
médico son presentadas con gran rigor por un perso-
naje que despierta simpatía, de tal manera que su cambio de convicciones produce
todavía mayor impresión. Y, naturalmente, tampoco podía faltar el sacerdote, que se
aparta de su papel tradicional de predicador de la disposición al sufrimiento con el
argumento de que Dios ha dotado al hombre de razón para que haga uso de ella.
Probablemente no existe hoy todavía ningún grupo de poderosos que instrumen-
talicen conscientemente la compasión poniéndola al servicio de una estrategia de po-
lítica demográfica. Pero sí que hay constelaciones objetivas de intereses. Hay ten-
dencias que se derivan de esas constelaciones de intereses y reclamaciones cuyas
posibilidades de éxito dependen de que se adecuen perfectamente a esas tendencias.
Hay «lo que está en el ambiente».
Dos factores fortalecen la plausibilidad de la reclamación de legalizar la eutana-
sia. En primer lugar, el enorme aumento de las posibilidades de prolongar la vida
mediante aparatos. La vieja norma deontológica de que el médico debe hacer todo lo
posible para evitar la muerte de una persona —y eso únicamente puede significar:
retrasarla— se vuelve problemática cuando esa posibilidad sobrepasa una medida
determinada. Las prótesis pueden desempeñar las funciones vitales de un organismo
y mantener artificialmente en vida a personas moribundas, con o sin su consenti-
miento. La decisión de no hacer uso de estos medios o de dejar de usarlos en algún
momento parece equivalente a matar por omisión, sobre todo si el paso de la acción
a la omisión sólo puede llevarse a efecto mediante una nueva acción, por ejemplo
desconectando una máquina. Pero puesto que una decisión así resulta a menudo
plausible, y en ocasiones sencillamente inevitable, es natural que se pregunte en qué
se diferencian entonces tal omisión y la «ayuda activa a morir». ¿Qué diferencia hay
—pregunta Peter Singer— entre que una madre ahogue a su hijo con una almohada
o lo deje morir de sed? Ahí se supone que dejar morir de sed y renunciar a la cone-
xión a una máquina de respiración artificial es el mismo tipo de omisión sólo porque
ambos llevan a la muerte.
El otro y decisivo factor descansa en una tendencia fundamental de la civiliza-
ción occidental que considera, por una parte, que divertirse, o al menos sentirse bien,
es la meta suprema del hombre, y por otra que el deber moral supremo es optimizar
el mundo mediante el alimento de la cantidad de sentimientos agradables. (Incluso
los servicios religiosos se miden por lo que «divierten», sin que nadie tenga en cuen-
ta que los clérigos que se conciben a sí mismos como animadores quedan inevitable-
mente muy a la zaga de cualquier payaso o presentador profesional de televisión). El
concepto heideggeriano del «olvido del ser» es muy útil en este contexto. Lo que
desde el anterior punto de vista hace el mundo valioso no es el ser de las person
animales o plantas, sino determinados estados y vivencias, y las personas sólo en
medida en que son portadoras de dichos estados. Lo que ante todo no debe ser so
los estados desagradables. El sufrimiento ha de ser eliminado a cualquier precio.
cuando no puede ser eliminado de otra forma que mediante la eliminacion del q
sufre, esto último es lo indicado.
«¿Valor de la vida?»
El mero hecho de hablar de un «valor de la vida», de una vida que merece o
merece ser vivida, se funda en el olvido de que algo como el «valor» o «disvalo
sólo puede darse bajo la premisa de la vida. Entretanto, Georg Meggle, un profes
de filosofía alemán, ha desarrollado de hecho un cálculo que habría de permitir m
dir en dinero el valor de la vida en un momento dado, y se refiere, entiéndase bie
al valor de la respectiva vida propia; pues cuando se prescinde de que los seres hu
manos son personas, el valor de mi vida para otros naturalmente puede tasarse com
el valor de la vida de una vaca, la vida puede para ellos ser útil o inútil. Pero eso pre
supone siempre la en sí misma intasable vida de otros. Pensar la propia vida bajo
concepto de valor, para el que podría haber una escala objetiva de cálculo, es absu
do '.
El fallo de este intento radica en que a partir de la posibilidad de determinar
valor de una parte de la vida, por ejemplo un día concreto en relación con la vida
conjunto, deduce la posibilidad de tasar la vida en conjunto, porque su valor ser
sólo el valor de la suma de sus partes individuales. Esta idea expresa un alarman
grado de autoenajenamiento. Por tanto, matar no es reprochable porque lo verdade
ramente importante sea la longitud de la vida —según el lema: cuanto más larga me
jor—, sino porque toda la vida está presente en cualquier parte de la vida. Aniquil
un día de la vida significa aniquilar en ese día la vida, esto es, la persona mism
Pero ¿en relación con qué puede determinarse el valor de la existencia de la perso
na? Sólo en relación con su no existencia, es decir, con la muerte. Así, la pregun
que plantea'Meggle reza también: «¿Cuánto de malo tiene estar muerto?». ¿Ma
para quién? ¿Cómo puede ser algo bueno o malo para alguien que está muerto? Aqu
se está jugando con las palabras. En todo caso, una muy especial y problemátic
comprensión de la inmortalidad del alma podría hacer la pregunta comprensible
Pero, por lo demás, el cálculo recuerda más bien a la vieja canción estudiantil: «Qu
siera ser un Luis de oro / así me compraría con él una cerveza». Si lo verdaderamen
te importante fuesen determinados estados cualitativos y estos estados no existiera
por causa del hombre, sino el hombre por causa de estos estados, desaparecería d
hecho esa inconmensurabilidad a la que nos referimos cuando decimos, como Kan
que el hombre no tiene ningún valor, tampoco precio por tanto, sino «dignidad».
I. Con relación a la posición de Meggle aquí expresada, cfr. su trabao «Euthanasie und der Wert des Lebens
Grazer philosophische Studien, 199
1 (41), p. 207 y s.
412 - Temas de nuestra ¿poca
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No existe un matar bueno
En todo caso, es precisamente el concepto de dignidad humana el que juega un
importante papel con relación a la reclamación del homicidio legal. En la menciona-
da pe lícula de los nacionalsocialistas se hablaba del d erecho a una «mue rte humana-
mente digna», y precisamente este concepto es el que el teólogo católico Hans Küng
interpreta en el mismo sentido que el cura de la película, abandonando así un ele-
men to es en c ia l de l
e c hos
que une a todas las grandes religiones. Humanamente dig-
no habría de ser que uno eligiera por sí mismo el momento de la propia muerte:
«¿No ha dotado Dios al hombre de razón?».
En torno a la valoración del suicidio
De l der ec h o a ma ta rs e u n o mis mo s e de du c e d e in media to e l der ec h o a h a c er se
mat ar. Est a d e d ucc ión e s e r róne a. La impunid ad d e l su ic id io e s por comple t o ind e -
pendiente de su valoración moral y tampoco signif ica que esté «legalmente permit i-
do», lo que significa es que por principio escapa a la regulación jurídica. Hay cierta-
mente también algunas leyes que protegen al hombre «paternalistamente» de sí
mismo, pero esto suced e siem pre en salvaguarda subsidiar ia de un interés en la pro-
pia existencia que siempre se da por supuesto. La acción con la cual alguien niega
definitivamente ese interés y trata de apartar lo de la red de relaciones que une a todo
lo vivo, pero en especial a todos los seres humanos, no puede medirse con las nor-
mas que r igen dentro de esa red. Pero todas las acciones u omisiones de otros que
impiden, promueven o ejecutan subsidiar iamente el suicidio de un congénere, tienen
lugar d e nt ro d e e sa re d d e re lac ione s y que d an por t anto some t id as a sus le ye s. E l
suicidio no es un «derecho», sino una acción que se sustrae a la esfera del derecho.
De él no parte ninguna vía hacia ningún dere cho de matar a otro o de ser matado por
otro.
Aun cuando el suicidio escape a una regulación jurídica, para una comunidad es
no
obstante de gran importancia cómo se lo juzgue moralmente. La condena del sui-
cidio en nuestra civilización no es en modo alguno, como siempre se af irma, de ori-
gen e n exclusiva judeo-crist iano. Correspond e m ás bien a una gran tradición f ilosó-
fica que va desde Sócrates a Wittgenstein, pasando por Spinoza y Kant. El Sócrates
platónico
ve en la vida una tarea que no nos hemos puesto nosotros mismos y a la
cual no nos es líc ito sustraernos arbitrar iamente. El sentido de la vida está evidente-
mente tan le jos de haber sido puesto por nosotros como la vida misma, y por tanto
t mpoco
se nos desvela por completo en cualquier instante de la vida. «Si el suicidio
está
permit ido, entonces todo está permit ido», dice en consecuencia Wittgenstein
l
porqué lo encontramos primero en Kant. Para Kant el suicidio no es expresión de
la
autonomía y la l ibertad del hombre, s ino de su renuncia a ellas, pues con ese acto
se
destruye justamente el sujeto de la libertad y la moralidad . El suicidio es por tan-
2.
WEITGENSTEIN. L.,
Tagebücher 1914-1916, Werke,
vol. 1, Frankfurt, 1989, p. 187.
3.
Cfr., entre otros, KANT,
1., Metaphysische Anfungsgründe der Tugendlehre,
edición de la Academia, vol. 6,
1422 y s.
to a quel a c to de l o lv ido d e u n o mis mo media n te e l c u a l u n a per so n a da fe d e qu
entiende a sí misma sólo como medio para alcanzar o conservar estados deseab
como medio que, cuando fracasa, se quita a sí mismo de en medio. Pero ante nu
t ra propia vida, que es la condición de todo actuar instrumental, d ir igido a f ines
nos encontramos únicamente e n una relación puramente instrumental. El intent
liberarse del sufrimiento t iene siempre por objet ivo la vida liberada. Pero ¿quién
e l su je t o d e una « l ibe rac ión d e la v id a»? Nad ie pue d e impe d ir a los se re s huma
que se conside ren a sí mismos como meros med ios. Y en la mayor parte d e los ca
el s u ic id io es d e h ec h o expr es ión de u n a deb i l ida d ex tr ema y de u n a men g u a da c
ciencia de los propios actos. Cuand o es conside rado como una acción legítima,
cluso como expresión de la dignidad humana, se produce irremisiblemente una
nesta consecue ncia que la legalización de la ayuda activa a morir refue rza aún m
Cuando la ley permite y la moral aprueba que uno se mate o haga que le maten
r epen te e l v ie jo , e l e n fer mo, e l n ec e s i ta do de c u ida do s , s e v u elv e r es po n s a ble de
dos los esfue rzos, costes y pr ivaciones que sus parientes, cuidad ores o conciuda
nos hayan de asumir por él. Ya no es e l de stino, la moral o la obvia solidar idad lo
exige de ellos ese sacrific io, s ino que es la propia persona necesitada de cuidado
que se lo impone, puesto que pod ría fácilmente librarlos de ello. Hace a otros pa
el hecho de que es d emasiado egoísta y cobarde para hacerse a un lado. ¿Quién q
rría seguir v iv iendo e n tales circunstancias? De l de recho al suicidio surge inevita
mente un deber. Como nos informa Diógenes Laercio, los estoicos extrajeron ya e
consecuencia y pusieron así un premio moral al suicidio . Quien se aparte volun
r iamente de la vida puede hacerlo con la conciencia de que cumple con su deber p
con la patria o los amigos.
Tras este punto de vista se encuentra el ideal del sabio estoico, que se concib
sí mismo como sujeto racional puro, libre de emociones hum anas individuales, l
de temores y e speranzas, de amor, compasión u odio. No por casualidad explica D
genes Laercio inmediatamente después del pasaje sobre el suicidio que entre los
bios estoicos reinaba la promiscuidad, que los ce los en asuntos amorosos eran d
conocidos y que los sabios tenían el mismo afecto al resto de los niños que a
suyos propios. Para ellos no e xistían la proximidad y la lejanía, puesto que e stas
tegorías pertenece n al hombre e n cuanto ser v ivo finito. Para los sabios el suicidio
recomendable siempre que su autonomía racional pura quede comprometida
causa de daños biológicos.
En tod o caso, los propios estoicos no sabían si existe e l sabio en ese sentido.
un «ideal». Un ideal, en cualquier caso, al que uno no puede aproximarse paulati
mente. Pues la sabiduría, que encierra en sí todas las virtudes, se la t iene por co
pleto o no se la tiene en absoluto. San Agustín señaló la inhumanidad de este idea
El sabio «no se alegra con los que se alegran ni l lora con los que lloran». Y renun
también al deseo o la esperanza de que alguien llore con él. Si hay algo apropia
para hacer que e l que sufre observe su vida como vida que no me rece se r v iv ida, e
4.
DoCENES LAERCIO,
De vitis, decretis, respunsis eelebrium philosoplumun,
VII. 130.
5.
S. AGUSTÍN, De civitate Dei,
XIX, 4-7.
414 - Temas de nuestra época
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No existe un matar bueno - 4
es la insolidarización de la sociedad mediante la rehabilitación moral del suicidio y
la legalización de la muerte a petición, es decir, mediante la indicación tácita: «Por
favor, ahí tiene la salida».
La droga que sirve para engancharse
Por lo demás, la muerte a petición es sólo la droga que sirve para «engancharse»
y conduce al final a eliminar el tabú de acabar con la «vida que no merece ser vivi-
da», también sin consentimiento. El viejo Padre Smith dice en
El síndrome Tánatos,
de Walter Percy: «¿Sabe adónde lleva el sentimentalismo? (...) A la cámara de gas.
El sentimentalismo es la primera máscara del asesino». A consecuencia del proceso
contra los médicos del Tercer Reich que practicaron la eutanasia, escribe el médico
norteamericano Leo Alexander, en 1949, «que a todos los que se ocuparon de la
cuestión del origen de estos crímenes les quedó claro que esos crímenes crecieron a
partir de pequeños comienzos. Al principio surgieron sutiles cambios de acentuación
en la actitud fundamental. Comenzaron con la idea, que es fundamental en el movi-
miento en favor de la eutanasia, de que existen estados que hay que considerar como
ya no dignos de ser vividos. En su primera fase esta actitud se refería sólo a los en-
fermos graves y crónicos. Paulatinamente se fue ampliando el campo de quienes en-
traban dentro de esa categoría y se fueron añadiendo también los socialmente impro-
ductivos y los de ideología o raza no deseadas. Sin embargo, es decisivo advertir que
la actitud hacia los enfermos incurables fue el diminuto desencadenante que tuvo
como consecuencia ese total cambio de actitud». Que no se trata de una casual coin-
cidencia histórica, sino de una relación causal regular, lo muestra el ejemplo de Ho-
landa, país en el que ya un tercio de las personas a las que se mata anualmente de
forma legal —se trata de miles— no han muerto a petición propia, sino por decisión
de parientes y médicos que consideran que se trata de vidas que no merecen ser vi-
vidas'. Lo más terrible es que a la v ista de este hecho un grito de horror no recorra
todo el mundo civilizado. No se equivocaba C. S. Lewis cuando en 1943 escribió en
The abolition of man:
«El proceso que, en caso de que no se le ponga freno destrui-
rá al hombre, tiene lugar de forma tan visible entre los comunistas y los demócratas
como entre los fascistas. Puede que al principio los métodos se distingan por su gra-
do de brutalidad. Pero más de un científico naturalista con binóculo y ojos tiernos,
más de un dramaturgo de éxito, más de un filósofo aficionado persigue entre noso-
tros a la larga exactamente el mismo objetivo que los nazis que gobiernan en Alema-
nia». Que la catástrofe tenga lugar precisamente en Holanda, es decir, en un país que
presentó tan impresionante resistencia al nacionalsocialismo, y que Peter Singer sea
descendiente de víctimas del asesinato cuyos métodos fueron primero probados en
deficientes mentales, es trágico, pero no se produce por casualidad. La seguridad de
estar en todo caso en el lado correcto puede con facilidad volverle a uno ciego a la
posibilidad de que él mismo pueda tener alguna tentación.
6. Mientras tanto, ¡también la depresión senil se ha reconocido en Holanda como razón para justificar la muer-
te Matar es más cómodo que consolar.
El paso de la muerte a petición a la muerte no solicitada es, por lo demás, igu
de consecuente que el paso de la aceptación social del suicidio a la legalización
la muerte a petición. La muerte a petición suele apoyarse en el inalienable derecho
la autodeterminación. Pero si esto se pensara en serio, entonces habría que cump
cualquier deseo de morir de una persona adulta, consciente de sus actos e inform
da. No obstante, de hecho esto no lo pide nadie. Siempre se establece la limitaci
de que la ayuda activa a morir sólo se puede otorgar cuando las razones del deseo
morir son «racionales»: racionales significa ahí comprensibles para quien debe pr
tar esa ayuda. Y para muchos únicamente es comprensible la razón de la enfermed
incurable. Pero una limitación como ésa no tiene nada que ver con el principio de a
todeterminación, lo contradice incluso. ¿Por qué no debería tener toda persona de
cho a determinar por sí mismo los criterios para valorar su vida? ¿Por qué deber
discriminarse el «suicidio como resultado de un balance»? ¿O el suicidio por pen
de amor? Se dice que tal candidato al suicidio después se alegrará de que se le hay
impedido llevar a cabo ese acto. Pero si alguien se lo hace ver así en el momento
la desesperación y él responde: «Sé que el tiempo cambia la valoración de la prop
vida y que también en mi caso la cambiaría. Pero es precisamente esta dependenc
del tiempo lo que aborrezco. Quiero morir como el que soy ahora», ¿qué se le rep
cará? Él argumenta como algunas mujeres que rechazan la oferta de la futura ado
ción de su hijo como alternativa al aborto. Su argumento es que ya saben ahora q
después le tomarían mucho cariño al niño y no querrían darlo en adopción. Y es ju
tamente ese amor a su hijo lo que no quieren permitir que surja. Quien coloca un
vez fundamentalmente la autodeterminación por encima de las condiciones de po
bilidad de la autodeterminación, esto es, por encima de la vida, ¿cómo puede prete
der dictarle a alguien cómo tiene que entender la relación de su vida con el tiempo
¿No representa eso el regreso a un paternalismo aliberal? ¿Y quién pretende decid
si es irracional considerar la suma de felicidad de la vida como negativa
por prin
pio,
y matarse por tanto? Si no partimos de que el suicidio es
siempre irracional, to
criterio de racionalidad que establezca diferencias y matices representará una inju
tificable tutela. Si lo que en último término importa no es la autodeterminación com
tal, sino la racionalidad del deseo de morir y si sobre esa racionalidad pueden dec
dir terceros, entonces estos terceros, en caso de incapacidad para autodeterminar
del candidato a morir, pueden también decidir sobre su vida en salvaguarda subsidi
ria de su «interés bien entendido». De ese modo se ha logrado ya el paso de la mue
te a petición a la muerte no solicitada, ¡y que Dios se apiade de nosotros si perdem
la razón o nos quedamos demasiado débiles para defendernos
La insolidarización
La reivindicación de poder matar impunemente se apoya, paradójicamente,
dos argumentos opuestos. Una vez en que los seres humanos son personas y, por ta
to, sujetos de una incondicionada autodeterminación; la otra en que determinados s
res humanos no son personas, no poseen dignidad humana alguna y, por tanto, ha
de sufrir que otros los maten por su propio interés o en interés de otros. Sí, tambi
416 - Temas de nuestra época
No existe un matar bueno -
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en interés de otros. Peter Singer aboga por 'quitar de en medio a los niños de pecho
«malogrados» para hacer sitio a los que hayan salido mejor, es decir, para aquéllos
que tienen una mayor capacidad para disfrutar de su vida. Esto optimiza el estado del
mundo, y es sólo de eso de lo que se trata. «Ser persona», desde ese punto de vista
no significa ser «alguien» que por su naturaleza está preparado para encontrarse en
ocasiones en determinados estados específicos de la persona, esto es, en estados de
autoconciencia, de recuerdo y de un interés consciente en la propia vida, sino que
«ser persona» consiste sólo en la actualización de dichos estados. Los bebés, por tan-
to, no son personas. Los retrasados mentales no lo son, y tampoco los que duermen.
Por lo demás, este punto de vista se remonta a Locke. Pero ya Leibniz, Kant y Tho
mas Reid han señalado que esta perspectiva entra en contradicción con nuestras in-.
tuiciones fundamentales y nuestro uso del lenguaje. Todos decimos: «Nací tal día de
tal año». Sin embargo, quienes defienden ese punto de vista no estarían autorizados
a decirlo, pues el que entonces nació era un ser humano, pero no la persona que aho-
ra habla; es más, no era ninguna persona, pues entonces no decía «yo». Pero ningu-
no de nosotros habría aprendido a decir «yo» si su madre no le hubiera hablado
como se habla a una persona y no le hubiera tratado como a tal. O los seres humanos
son siempre personas o no lo son nunca.
Pero tampoco cuando los seres humanos manifiestan su ser persona y pueden de-
cir «yo», son aquello por lo que los tienen los individualistas liberales: seres que en
solitario deciden con soberana autonomía sobre su vida y su muerte, y que por ello
pueden reclamar la ejecución profesional de esa decisión. Las personas existen sólo
en la pluralidad, esto es, sólo como miembros de una comunidad universal de perso-
nas. Lo que esencialmente constituye esta comunidad es la afirmación recíproca, sin
reservas y desligada de cualquier condición previa, de la existencia de cualquiera de
los otros hasta su fin natural; más aún, la corresponsabilidad por esa existencia. En
la historia de Caín y Abel, Dios pregunta al fratricida: «¿Dónde está tu hermano?».
Y Caín responde: «¿Acaso soy el guardián de mi hermano?». La insolidarización
que hay tras esta respuesta es presentada en esa historia como la actitud interior del
asesino. La pregunta de Dios no se limita a la exigencia de dejar al hermano con
vida, sino que comporta el deber, más amplio, de saber dónde está. La pregunta ape-
la a la solidaridad fundamental que liga a todos los seres humanos entre sí. Que esta
perspectiva aparezca en la Biblia no significa que sea irrelevante en una sociedad se-
cular. Una sociedad secular se volverá bárbara si renuncia a todas las tradiciones sa-'
pienciales de la humanidad. También el morir es un proceso que, si bien viene im-
puesto por la naturaleza, está inmerso en ritos de solidaridad humana. Quien por
propia voluntad quiere alejarse de esa comunidad, ha de hacerlo solo. Exigir que
otros —y en particular los médicos, cuyo
echos
se define por estar al servicio de la
vida— colaboren con ese alejamiento por decisión propia significa destruir ese fun=
damento de toda solidaridad. Significa exigir al otro que diga: «No debes existir».
Esta exigencia es una monstruosidad. La destrucción del
echos
a ella ligada, inevita-
blemente ha de volverse pronto contra el sufriente mismo. Hoy sabemos que en la
inmensa mayoría de los casos el deseo de suicidarse no es consecuencia de daños
corporales y dolores extremos, sino expresión de la situación de sentirse abandona-
do. (Un estudio hecho en Holanda revela que de 187 casos sólo en 10 eran los dolo-
res el único motivo para desear la eutanasia; en menos de la mitad jugaban los do
res algún papel). La medicina paliativa ha hecho entretanto tales progresos que
dolores son casi siempre controlables en todo estadio de la enfermedad y no alc
zan el umbral de lo insoportable. En la mayor parte de los casos también la dedic
ción intensiva cambia el deseo de suicidarse: la conciencia de que a alguien le i
porta que yo siga ahí. El médico representa ante el paciente la afirmación de
existencia por la comunidad solidaria de los vivos, aun cuando no le fuerce a viv
Precisamente en las situaciones de fragilidad anímica es cuando es catastrófica
conciencia de que el médico o el psiquiatra podrían especular con mi deseo de q
tarme de en medio y esperar secretamente poder llevar a cabo ese deseo. Catastró
ca es ya la idea de que yo podría hacer que pensaran que debo dejar de existir.
La ficción de la decisión voluntaria soberana precisamente en la situación de
trema debilidad es cínica, sobre todo con respecto a los ya de por sí perjudicados
la vida como los pobres, los que viven solos y también las mujeres. Ciertamente h
más mujeres mayores pobres, viudas, enfermas crónicas y peor aseguradas que ho
bres. La oferta de la ayuda al suicidio sería la salida más infame que la sociedad pu
de idear para eludir la solidaridad con los más débiles, y la más barata también. Y
salida más barata es la que con seguridad se elegirá al final en esta civilización nu
tra en la que la economía lo domina todo, a menos que la ley y la moral cierren e
vía con tal firmeza que aquéllos que piden su apertura pierdan toda esperanza. La e
periencia que tuvo nuestro país con esa solución hace medio siglo nos legitima y n
obliga a hacerlo con especial determinación. Como ya sabía Platón, siempre hay c
sos límite para los que no está hecha la ley y a los que no puede hacer justicia. Te
logos morales y filósofos morales se abalanzan hoy con sospechoso interés sobre
les casos límite y, partiendo de ellos, construyen reclamaciones para la formulaci
de leyes. Se pretende que las excepciones no valgan ya como confirmación de la r
gla. sino que la anulen. Así sucede también en este caso. Pero quien realmente qui
ra ayudar a un amigo en una situación extrema de una forma que la ley no cubre, s
destruir con ello la función protectora de la ley. estará dispuesto a asumir, por
ayuda de amigo, el castigo previsto por la ley, en caso de que el juez no esté en di
posición de tomar en cuenta sus especiales circunstancias. Actuará con la concienc
de estar en perfecta sintonía con la intención de la ley y la moral y de, como exce
ción, confirmar la regla.
Esto no significa, por lo demás, que la ley alemana pueda permanecer como es
Ha de ser modificada. La ayuda activa y directa a morir, la «muerte a petición», es
ciertamente en Alemania —como en casi todos los países del mundo— penaliza
por la ley. y probablemente así permanecerá por el momento. Lo que hace a la l
alemana atractiva para todos los defensores de la eutanasia a lo largo y ancho d
mundo es el hecho de que no castiga la
cooperación al suicidio. Hasta ahora esto
tenía gran importancia, si bien se hallaba en curiosa contradicción con la penaliz
ción de la denegación de auxilio. Así, está permitido proporcionarle a una persona
veneno con el que puede matarse. Pero una vez que lo ha tomado y está sin conoc
miento, cualquier pariente o médico, por tanto también el que le proporcionó el v
neno, está obligado a procurarle un lavado de estómago. Evidentemente esto no
razonable.
4 I 8 - Temas de nuestra época
No existe un matar bueno -
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Mientras el suicidio sea un acto tolerado pero socialmente proscrito, el problema
de la cooperación es marginal. Sin embargo, en conexión con el movimiento en fa-
vor de la eutanasia la regulación legal alemana se convierte en una peligrosa vía de
incursión. La Oficina Europea de Patentes ha patentado ya un preparado para el sui-
cidio. El Tribunal Europeo de Justicia tendrá que decidir sobre el recurso interpues-
to contra ello. Que las empresas ganen por prestar servicios de asistencia a la salud
es correcto. Que conviertan la cooperación a la muerte de personas enfermas o de-
primidas en un negocio es inmoral.
¿Prolongar la vida a cualquier precio?
Entre las razones objetivas del renacimiento de la idea de la eutanasia mencioné
las nuevas prácticas de prolongación de la vida y el enorme aumento de los costes
sanitarios. La resistencia contra la tentación de la eutanasia sólo puede justificarse y
sostenerse si tiene en cuenta estos factores objetivos y les da una respuesta alternati-
va. Bien es cierto que en nuestro país hace tiempo que el morir ha dejado de ser hu-
manamente digno. Cada vez más a menudo tiene lugar en clínicas, es decir, en casas
que están ahí no para morir en ellas, sino para curarse. Como es natural, en las clíni-
cas se lucha constantemente contra la muerte. La lucha acaba finalmente en toda pee-
sona con la capitulación, pero la capitulación se produce a menudo demasiado tarde.
Después de que a las personas enfermas o de edad avanzada se las haya forzado a
permanecer en vida de todas las formas posibles, ya no disponen del tiempo ni del
lugar adecuado para «decir adiós al mundo». Morir degenera en mero sucumbir. Los
rituales preparatorios de la muerte se agostan. Los parientes escurren el bulto cuan-
do la cosa se pone seria. La consecuencia de todo esto es que cada vez han de morir
más personas que nunca han visto a un moribundo. Este estado no es en absoluto na-
tural y, naturalmente, favorece el miedo mudo a la muerte. La «ayuda activa a mo-
rir» es el reverso de esa hiperactividad que hasta el último instante tiene que «hacer»
algo. Si no se puede hacer ya la vida, entonces hay que hacer la muerte. Los pacien-
tes que en otoño de 1996 pleitearon en el tribunal supremo de los EE.UU. contra el
Estado de Nueva York reclamando la autorización de la eutanasia, permanecían aún
con vida únicamente porque, con su consentimiento, se les aplicaron aparatos para
alargarles la vida. Cada vez con más frecuencia la vida comienza con el hacer de una
persona en la probeta. No se puede justificar lo uno ni lo otro. Si los seres humanos
no surgieran y murieran por naturaleza, nunca tendríamos una justificación suficien-
te para provocar la vida o la muerte de un ser humano. Todas nuestras justificacio-
nes presuponen siempre en último término la vida. La medicina ya no puede seguir
el principio de mantener en vida, en todo momento, toda vida humana durante tanto
tiempo como sea técnicamente posible. No puede hacerlo por motivos de dignidad
humana, a la cual también pertenece el dejar morir dignamente. Tampoco puede ha-
cerlo por motivos económicos. El valor de toda vida humana es ciertamente incon-
mensurable, de ahí la prohibición incondicionada de matar. Pero desde una perspec-
tiva moral hay una diferencia entre los mandatos de acción y los mandatos de
omisión. Sólo los mandatos de omisión pueden ser incondicionados, los de acción
jamás. Los mandatos de actuar están siempre sujetos a una ponderación de la situ
ción total, y a ella pertenecen también los medios de que se dispone. Éstos no pu
den multiplicarse a voluntad. De manera que para su reparto hemos de hacer comp
rable mediante criterios secundarios la en sí misma inconmensurable vida de l
personas. Dada la escasez de órganos para trasplantes esto es evidente. Pero tambi
ha de valer esto para el gasto en operaciones y aparatos. ¿Es razonable que el gas
financiero para la salud de las personas sea tan desproporcionadamente grande en
último año de vida? En el caso de los gastos en cuidados parece obvio que así se
¿Pero también en lo que se refiere a los gastos médicos? Una persona de 88 años qu
ha sufrido un derrame cerebral y se encuentra inconsciente, ¿ha de soportar dos dí
antes de morir una costosa operación en el cerebro? ¿Y han de cargarse todos eso
gastos a la comunidad de los asegurados? En vista de las crecientes posibilidades d
la medicina, la deontología médica ha de desarrollar criterios de normalidad, crit
rios de lo que debemos a toda persona, y precisamente a viejos y enfermos, en ded
cación, cuidados y asistencia médica básica, y criterios de lo que, en vez de eso, ha
que hacer depender de la edad, las perspectivas de curación y las circunstancias pe
sonales. Quien tacha de homicidio por omisión toda renuncia a la aplicación de me
dios externos está preparando el camino —y a menudo intencionadamente— para
homicidio activo. El movimiento en favor de los hospicios, y no el movimiento e
favor de la eutanasia, es la respuesta humanamente digna a la situación en que no
encontramos. Cuando el morir no se entiende y se cultiva como parte del vivir, és
es el comienzo de la civilización de la muerte.
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L A P E N A D E M U E R T E *
(1970)
El artículo 102 de la Constitución de la República Federal de Alemania reza
«Queda abolida la pena de muerte». La abolición fue solicitada en el Consejo Pa
mentario" por el conservador Partido Alemán y ganó por amplia mayoría. El C
sejo se encontraba todavía en gran medida bajo la impresión del desmesurado
que en el Tercer Reich se había hecho de la pena de muerte. En la última guerra
gunas personas habían sido condenadas a la pena de muerte por haber contado
chiste. Pero ya en la primera legislatura del Parlamento Federal Alemán se empr
dieron dos intentos de retirar de la Constitución ese artículo: una vez por parte
Partido de Baviera, otra vez por parte del mismo Partido Alemán que poco antes
bía solicitado la abolición. Una mayoría de diputados de la CDU votó ya enton
por la reinstauración de la pena de muerte para casos de asesinato. Se encontrab
entonces en sintonía con la mayoría del pueblo. Es memorable la frase de Carlo S
mid en el Parlamento de aquella época de que las decisiones destinadas a evitar
ciones o prácticas inhumanas están mejor en las manos de una minoría ilustr
(esto es, los representantes parlamentarios) que en las del pueblo.
En la discusión de cuestiones prácticas mucho depende de quién está obligad
fundamentar una propuesta determinada y lleva la carga de la prueba de una tesis
terminada, y de quién, por el contrario, puede limitarse a la discusión crítica de
razones aducidas. Como regla racional básica puede valer que quienes quieren
dificar algo de una situación existente tienen que fundamentarlo. De esta regla se
gue en primer lugar que, en el estado actual de nuestra Constitución, la reinsta
ción de la pena de muerte ha de ser fundamentada convincentemente. Esto colo
los defensores de la pena de muerte en una situación complicada. Pues mucho
estos defensores son de la opinión de que frente al peso de la tradición de la hu
nidad, el sentido espontáneo de justicia y la convicción mayoritaria del puebl
* Publicado con este título
(7nkss trafe)en: Politik fiir Nielupolitiker Ein ABC zur aktuellen Diskussion.
gart, 1990, pp. 187-195.
•* Asamblea que elaboró en 1948-1949 la actual Constitución alemana. (Nota de los T.).
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La pena de muerte -
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abolición de la pena de muerte es lo discrepante que en adelante precisa una justifi-
cación. Esta objeción hay que tomarla en serio en la medida es que los defensores de
la pena de muerte estén dipuestos a admitir razones fundadas. Pero con mucha fre-
cuencia éste no es el caso. En su lugar aparece la apelación a tomar conciencia «de
teorías de ciudadanos no enfermizos» o la aseveración de un diputado de que «tam-
poco montañas de literatura» van a hacerle cambiar de opinión y de que se niega a
«prestar oídos a una nueva gran lección científica a propósito de tales gentes (esto
es, asesinos)». El sentimiento popular, que con razón es un punto de partida, la pri-
mera instancia de toda consideración jurídica. deja de ser «sano» si se opone a la di-
lucidación racional y es elevado al rango de instancia de apelación. Incluso a un pen-
sador tan escrupuloso como I
_Sázt le sale un tono agresivo al tratar el asunto. Tras
haber referido los argumentos del adversario clásico de la pena de muerte, el mar-
qués de Beccaria, se le escapa: «¡Todo sofistería y tergiversación del derecho »' De
todos modos Kant apoya luego su arrebato en un argumento de peso, mientras que
el
Diccionario manual de criminología
de 1936 admite sin más que las mejores ra-
zones hablan en favor de la abolición, pero que —así lo dice— esas razones no son
decisivas, pues la relación del individuo con el Estado entra en la esfera de lo incon-
cebible, y las cuestiones en torno a este asunto sólo pueden decidirse en el plano de
lo irracional. Es claro que una concepción así hace imposible cualquier debate. Pues
sólo se puede debatir con razones. La alternativa sería la lucha de poder al margen
de cualquier debate. Cierto es que lo mismo puede decirse de algunos adversarios de
la pena de muerte que elevan su rechazo de toda muerte violenta al rango de una
prohibición absoluta que no está sometida a condición alguna y cuyas premisas no
deben entrar a discutirse. A ellos se les puede replicar que la ausencia de la pena de
muerte, si observamos la vida humana en su conjunto, es sin duda la excepción. El
artículo de nuestra Constitución hace visible este hecho (seguramente de forma inin-
tencionada) ya en su formulación. Al describirla como «abolida», en vez de decir
simplemente: «Nadie puede ser condenado a muerte», la supone como preexistente.
Goethe contemplaba esa supresión como una anormalidad cuando escribió: «Supri-
mir la pena de muerte es complicado. De producirse, en su día la reestablecere-
mos»
2
. Goethe escribió esto de cara al movimiento abolicionista que surgió a partir
del famoso escrito del ya mencionad
aria. Este escrito, que llevaba por título
Dei delitti e delle pene
(«Sobre los delitos y las penas»), se publicó en el año 1764.
Beccaria partió de las modernas teorías contractuales del Estado. Si pensamos el Es-
tado —éste era más o menos su argumento— como resultado de un contrato de los
ciudadanos, sólo pueden ser competencia del Estado aquellos derechos que cada uno
tuviera antes sobre sí mismo. Pero nadie tiene derecho sobre su propia vida. Luego
no puede ceder ese derecho y, en consecuencia, tampoco el Estado puede poseer un
derecho sobre la vida de sus ciudadanos.
Es un argumento débil. Kant lo vio cuando escribió: «El punto principal del error
de este sofisma consiste eriCitiée observa el propio juicio del criminal (que necesa-
1.
KAN'r.1.,
Meraphvsik (ler Sitien.
edición de la Academia, vol. 6, p. 334
2.
Gouron, J.W.
v.,Álutimen und Reflexionen, Werke
(edición de Hamburgo), vol. 12, p. 379.
riamente hay que atribuir a su razón) de tener que ser privado de la vida, como
decisión de su voluntad de juzgarse a sí mismo, imaginándose así la realización
derecho y el juicio del derecho unidos en una y la misma persona»', _Las compet
cias de la autoridad estatal, aun cuando procedan del pueblo, no se limitan a aquel
competencias que cada miembro del pueblo en cuanto individuo tiene sobre sí m
mo. Si el argumento de Beccaria fuera plausible, tampoco una privación perpetua
libertad se ajustaría a derecho, pues el hombre tampoco_es dueña de sulibertad. Cu
quier contrato cuyo contenido fuera la anulación definitiva del ser persona de uno
los contratantes, esto es, la esclavitud, se anularía a sí mismo. Pues un contrato imp
ca una obligación recíproca. Pero quien renuncia a su ser persona, quien hace de
mismo una cosa en manos de otro, deja de ser sujeto de deberes. Sin embargo, con
demos a la comunidad política, y también lo hacía Beccaria, el derecho a la privació
de libertad. De este modo, está claro que al Estado, que es el garante de todo contra
privado, no podemos a su vez pensarlo como resultado de uno de tales contratos p
vados. Y para las consideraciones que van a continuación hemos de tener presente
siguiente: el sentido elemental de justicia, que por su falta de claridad y por su man
pulabilidad hemos de rechazar como instancia de apelación, no puede dejarse a
lado como indiferente sin que se ponga en riesgo la conciencia jurídica y la paz inte
na de una comunidad. ¿Qué dice el sentido elemental de justicia? Dice que qui
mata a sangre fría ierde el derecho a la vida. No tenemos más queimaginar a argale
qFeas t13 er negado el dereclió á la vide con los hechos, ahora, una vez ha sido d
tenido, lo reclama para sí, para ver lo absurdo de la situación. El asesino ha salido d
estado desde el cual podían hacerse valer derechos frente a otros. En adelante su vid
es un hecho a partir del cual no puede ya él mismo inferir ninguna reclamación leg
de protección. El derechq_gernignicode la Alta Edad Media dio cumplida respuesta
esta situación con la declaración de praseripéian.
-
Al asesino se lo expulsaba de la co
munidad jurídica y se lo privaba desuirbteccilli. Quien quisiera podía matarlo. Pe
no había de morir necesariamente. No es una obra de la comunidad jurídica la vid
sino,e1 derecho a la proreceiínite
a.
Por tanto el asesino no ha perdido el dere
cho aa vida, sino el derecho a la protección de la vida. Su vida queda a libre dispo
sición. Hasta ahí habremos de seguir el sentido elemental de justicia, que es un senti
miento de equidad y reciprocidad. Pero ¿se sigue de ahí que el Estado ha de quitar l
vida al asesino? Ciertamente, la declaración de proscripción no es compatible con la
exigencias de seguridad jurídica y de humanidad. Dicha declaración significaría de
jar a la sociedad bajo la amenaza del asesino o entregar a éste a la justicia de Lynch
Cuando la vida del asesino queda a libre disposición. ¿qué debería hacerse con él
Para matarlo haría falta una buena razón adicional. ¿Existe tal razón? Lo mejor que
podemos hacer para responder a esta pregunta es pasar revista a aquellos fines que en
la doctrina del derecho penal valen como fines justiticatorios del castigo: la preven
ción particular, la prevención general, la rehabilitación y la expiación.
La primera tarea del poder del Estado es la protección de aquellos que viven bajo
él. El ciudadano tiene un derecho a ser protegido de forma definitiva de aquél que
3.
KANT, 1.,
Metaphysik der Sitters,
op. cit.. p. 335.
424 - Temas de nuestra época
La pena de muerte
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mediante un acto premeditado ha negado el derecho a la vida de un congénere. El
asesino ha salido de la comunidad jurídica y se ha situado frente a ella conioenemi
:
__go. Mientras esté libre ha de ser tratado como enemigo. Esto significa qúe cuando
haya huido ha de ser capturado, si no vivo, entonces muerto. Que la policía dispare
al fugitivo, cuando no puede ser detenido de otro modo, no es ni asesinato ni casti-
go, es un acto de legítima defensa social. Pero una vez está preso no es precisa su
muerte. La sociedad puede y tiene que ser definitivamente protegida de él. Y esto
puede suceder mediante la cadena perpetua o mediante una privación de libertad que
es el equivalente humanitario
--
&ijcadena perpetua, esto es, una privación de liber-
tad que dure hasta que se hayan agotado todas las energías vitales que, hasta donde
puede saberse, se requieren para un acto violento. La pena de muerte no puede, en la
práctica, mejorar esta protección. No hay en nuestro país un solo ejemplo de un de-
lito repetido que se hubiera evitado si existiera la pena de muerte para el asesinato.
Más complicado es esto en lo que se refiere a la_prevención general, esto es, la
disuasión. Si partimos de que el asesino ha perdido el dereoho a Iá
protección de su
Tira, y
si suponemos además que su muerte tendría un efecto disuasorio sobre otros
potenciales asesinos y les haría desistir de cometer ese acto, entonces, así lo creo, él
tendría que entregar la vida, pues de lo contrario la responsabilidad de todo asesina-
to posterior recaería sobre un ordenamiento jurídico que no ha hecho ningún esfuer-
zo para salvar la vida de los asesinados amenazando de muerte a los asesinos. Me
parece que, frente a algunos adversarios por principio de la pena de muerte, hay que
admitir que el efecto disuasorio de esta pena sería una razón suficiente para introdu-
cirla. Si la muerte del asesino proporcionara una probada mayor protección de la
vida de las personas de paz, no se puede en realidad explicar por qué el asesino debe
permanecer con vida. Ahora bien, no es sólo que los defensores de la pena de muer-
te no hayan aportado hasta el momento pruebas de tal efecto disuasorio, sino que
además una abrumadora cantidad de datos estadísticos de todo el mundo muestra
hoy que no existe ninguna conexión entre la existencia de la pena de muerte y el nú-
mero de crímenes capitales. Se ha querido poner por principio en cuestión el valor
de dichas estadísticas. Se ha dicho que nunca es posible comprobar si en una situa-
ción determinada la cifra de asesinatos no sería inferior de haber pena de muerte.
Pero si se puede probar que en un país se reducen los delitos mortales tras la aboli-
ción de la pena de muerte, y que en países Vecinos las cifras de asesinatos son más
bajas en aquéllos que han abolido la pena de muerte, en tal caso es indiscutible al
menos que la afirmación de que existe un efecto disuasorio se basa en una especula-
ción, pues según las estadísticas el caso es más bien el contrario. Y si se sostiene el
principio de que han de poderse aportar razones concluyentes no en contra, sino a fa-
vor de la muerte de una persona, es obvio que con relación a la pena de muerte la te-
oría de la disuasión ha fracasado. Es evidente que una persona que quiere cometer
un asesinato no acostumbra a preguntar antes si lo que le espera por su acto es la pri-
sión de por vida o la muerte, sino que piensa únicamente en el modo de escapar a
uno u otro castigo. Por consiguiente, la mejor disuasión es y sigue siendo una buena
policía y un porcentaje máximo de casos resueltos. A lo más nos quedaría el proble-
ma de la seguridad de los carceleros. ¿Puede la amenaza de la pena de muerte hacer
desistir a los presos a perpetuidad de cometer actos violentos contra los funcionarios
de prisiones? No hay ninguna razón para suponerlo. Antes al contrario, el hastí
encierro podría incitarles a jugárselo todo a una carta al intentar fugarse. En
caso sería más disuasoria la amenaza con condiciones penitenciarias más severa
Así pues, del bien común, esto es, en este caso, de la seguridad pública, no
gue nada en favor de la pena de muerte. Pero ¿qué sucede con las otras dos fin
des de la pena: la rehabilitación y la expiación? En lo concerniente a la rehab
ción, este motivo puede significar dos cosas. Su objeto puede ser la resocializa
del autor del crimen. Naturalmente ésta no se alcanzará por medio de la pen
muerte, la pena de muerte representa más bien la renuncia definitiva a ese obje
La rehabilitación puede tener también como único objetivo al autor mismo de
men en su personalidad. De hecho, la experiencia enseña que la confrontación
la muerte coloca a la persona en una situación decisiva que puede moverla a cam
sus ideas. Según cuentan algunos capellanes de prisiones, el arrepentimiento, a
de la ejecución, de muchos asesinos por lo que hicieron no es sólo la lamenta
por haber cometido un fallo y haber sido atrapado, sino, hasta donde desde fu
puede juzgarse, una auténtica conversión moral. No obstante, esto no puede s
para fundamentar la pena de muerte. Pues en primer lugar este efecto no es seg
Se da también la reacción inversa de la sorda desesperación. Pero en segundo
y sobre todo: el efecto purificador sólo puede proceder de una amenaza de mu
que no tenga por objetivo inmediato esa purificación. Se espere la muerte como
tino fatal o como justo castigo, la expectativa de la muerte puede transforma
hombre. Pero la transformación se volverá imposible si se la convierte en el fin
amenaza de muerte. Matar como medida pedagógica es perverso.
Así pues, para poder servir al objetivo de la rehabilitación la pena de muert
bría de ser justa. Los defensores de la pena de muerte afirman que lo es. Y ven
cierto la justicia, en un sentido enfático, en el carácter expiatorio de esa pena. ¿
quiere decirse con ello? El concepto de penitencia o expiación implica la idea
restablecimiento de un estado de equilibrio alterado por el criminal, la idea de re
ración o compensación. Donde con más claridad se ve esto es en el contexto de
recho privado: quien ha causado un daño debe repararlo. Lo peculiar del concep
expiación radica en que aquí la reparación se produce al experimentar el malhe
un mal correspondiente al que él ha ocasionado. Al que ha sido robado, el ladrón
de devolverle lo robado. Pero éste no ha dañado sólo a quien ha robado, sino qu
procurarse una oportunidad de disfrutar del bien robado sin tener que devolver
equivalente, ha menoscabado la seguridad general de la propiedad. Como deci
él ha de pagar por ello, esto es, tendrá que asumir un menoscabo en el desenv
miento de su vida. Forma parte de la idea de expiación el restablecimiento de
tegridad de quien ha vulnerado la ley a la vez que el restablecimiento del orden
dico. «La pena es el honor del criminal», se dice en Hegel '. La inclusión en
registro penal que discrimine posteriormente al condenado contradice por tan
idea básica de expiación. En el concepto de expiación se esconde, sin duda, un
mento mítico, la idea de una divinidad agraviada a la que se aplaca mediante un
4. HEGEL. G.F.W.
Grundhnien der Philosophie des Recias.* 100.
426 - Temas de nuestra época
La pena de muerte
crificio cruento. Tal idea mítica se deja entrever aún en Kant cuando escribe: «Inclu-
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so si la sociedad civil se disolviera por decisión de todos sus miembros (por ejem-
plo, si un pueblo que habitara una isla decidiera disolverse y dispersarse por todo el
mundo), el último asesino que se encontrara en prisión tendría que ser antes ejecuta-
do, para que a todos les suceda lo que sus actos merecen y la deuda de sangre no re-
caiga sobre el pueblo que no ha exigido este castigo, porque pueda ser considerado
como participante en esa vulneración pública de la justicia»
. Kant elige este ejem-
plo para que se vea claramente que el motivo de la expiación no se puede reducir a
algo así como la utilidad pública. En este contexto quisiera defender tres tesis:
Primera: La pena de muerte como expiación sólo tiene sentido bajo la premisa
religiosa de una continuación de la vida tras la muerte y de una justicia ultraterrena.
Si el concepto de expiación incluye la idea de la rehabilitación del malhechor, enton-
ces la pena de muerte sólo puede ser expiación si el que la sufre sobrevive a esa pena
y si hay un reino en el que, rehabilitado, tome su lugar. Así es que en las espadas me-
dievales de ajusticiamiento aparece: «Cuando levanto la espada le deseo al pobre pe-
cador la vida eterna». Sólo bajo esta premisa se relativiza debidamente la pena de
muerte. El juez bien puede ser una persona mucho peor que el asesino, pérfido, co-
barde, brutal. En la sentencia judicial no es posible ni lícito plasmar una valoración
de los motivos de la persona. Sólo Dios conoce y juzga el corazón. Al concepto de
«motivos viles» que fue introducido en la época nacionalsocialista en nuestro dere-
cho penal y que aún hoy juega un papel, no se le ha perdido nada en el derecho pe-
nal. Cuando no se cree en tal tribunal definitivo ante el cual quedan de manifiesto los
pensamientos del corazón, la pena de muerte ha de aparecer como suprema injusti-
cia. Pero en nuestro Estado la continuación de la existencia del hombre tras la muer-
te no es un presupuesto general de toda vida comunitaria. Vale por tanto lo que es-
cribe Albert Camus: «Si un juez ateo, escéptico o agnóstico condena a muerte a un
culpable no creyente, pronuncia un castigo definitivo que no se puede ya anular. Se
coloca en el trono de Dios, sin poseer el poder de Dios e incluso sin creer en él. En
el fondo mata porque sus antepasados creían en la vida eterna»
.
«Religiones sin
trascendencia matan a condenados sin esperanza»'. Un Estado secularizado ha de re-
nurlc_im_ _ - 4 _.
ULpenacltmlwrte si esta renuncia no se ve obstactifizáMpor razones de
seguridad pública.
Mi segunda tesis es la siguiente: el cristianismo ha desmitificado la idea de ex-
piación y ha hecho posible justificar, también desde el punto de vista religioso, la re-
ducción de la pena a fines de utilidad social. Cierto es que en el pasado los políticos
cristianos han creído una y otra vez que, con respecto a la pena de muerte, por razo-
nes religiosas, debían subrayar el motivo expiatorio de la pena. Se hablaba del «prin-
cipio de la represalia con acento cristiano». Esto es ignorar lo específicamente cris-
tiano. Cierto es que la idea de una justicia infinita que hay que satisfacer está en el
trasfondo de la doctrina paulina de la redención. Sin embargo, lo específicamente
cristiano es la fe en que esa justicia ha sido satisfecha de una vez por todas medi
te la muerte de Cristo. De ahí deduce por tanto Tomás de Aquino que la justicia
nal terrena ha de orientarse no por el principio de expiación, sino por el del bien
mún. Y Bernard Háring, uno de los teólogos morales católicos más reputados
presente, escribe: «La pena de muerte se justifica en último término por su serv
al bien entendido bien común» m.
Mi tercera tesis es: el motivo expiatorio tampoco se verá anulado porque la
dida penal se aplique únicamente desde el punto de vista del bien común. La gr
deza del concepto de expiación radica en que ahí el propio condenado no es sólo
dio, sino fin al mismo tiempo. Él, que ha convertido a otros en meros objetos d
arbitrariedad ilegal, se convertirá ahora en objeto de medidas apropiadas para eli
nar los daños que su acto ha causado a la colectividad. Pero la magnitud de la p
deberá ajustarse únicamente a los requerimientos del bien común. El motivo ex
torio no debería influir en absoluto. La pena se convertirá en expiación cuando e
dividuo acepte y asuma la pena como aquello cuyo cumplimiento él adeuda a la
munidad legal . Que lo haga depende en último término de él mismo. Pero esto s
facilitará el hecho de que comprenda la clase y magnitud de la pena como objeti
mente necesaria. Esto, por otra parte, presupone una ejecución de la pena que p
al condenado en condiciones de obtener esa comprensión. Esto significa que el
jetivo de la rehabilitación y resocialización no sólo no se contrapone al de la ex
ción, sino que es incluso su condición. Únicamente el que se ha rehabilitado pu
llevar a cabo subjetivamente la expiación.
Y una última observación: quien está sumido en la injusticia de forma tot
desde cualquier punto de vista, ya no puede librarse a sí mismo psicológicamente
esa situación. Pero el asesino, frente a la sociedad, nunca está total y absolutame
sumido en la injusticia. De hecho no podemos en conciencia hacernos más tontos
lo que somos. Hoy en día conocemos muchos condicionamientos psíquicos y so
lógicos de la criminalidad. No se trata de idealizar sentimentalmente al autor del
men convirtiéndolo en una inocente víctima. Si en él se concreta la culpa de la
ciedad eso es porque él mismo se convirtió voluntariamente en culpable. P
cuando la sociedad sencillamente lo elimina, su coartada es demasiado floja. S
sociedad vuelve contra Caín las palabras de éste: «¿Soy acaso el guardián de mi
mano?» (Gen. 4, 9), muestra con ello su propia naturaleza cainita. Con los gastos
dinero, conocimiento especializado y compromiso humano que dedica para el cu
plimiento de la pena, lleva ella misma a cabo la expiación que debe tanto al asesi
do como al asesino.
5. KANT, L,
Metaphysik der Sitten,
op. cit., p. 333.
6.
CAMUS, A.,
Fragen der Zeit,
Hamburg, 1970, p. 171.
7.Ml
. 175.
8.
HARING,
B.,
Das Ge.setz Christi. .Sloraltheologie.
Freiburg i. Br.. 1954, p. 071.
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39
LAS INTERVENCIONESTÉCNICAS SOBRE
LA NATURALEZA COMO PROBLEMA
DE LA ÉTICA POLÍTICA*
(1979)
Observación preliminar
Las modernas tecnologías en el campo físico y en el biológico, especialm
la fisión atómica y la manipulación genética, plantean problemas morales para c
solución las argumentaciones tradicionales filosóficas y teológicas sólo son de a
da si recurrimos a ellas en su forma más abstracta y general. Esto es así especialm
te allí donde los problemas morales se solapan con los político-jurídicos, es de
con la cuestión de la responsabilidad del Estado por las posibles consecuencia
efectos secundarios de la utilización de esas tecnologías. Por esa razón, para lle
en este terreno a resultados que puedan reclamar la aquiescencia general es nece
rio establecer firmemente paso a paso los fundamentos de la argumentación. Vo
empezar, por ello, estudiando el problema filosófico-moral general de la exigibili
de la aceptación de los efectos secundarios, para, en una segunda parte, desarro
puntos de vista que nos permitan enjuiciar las intervenciones técnicas sobre el en
no natural.
Forma parte de la esencia de las acciones humanas tener efectos secundar
Esta frase es sólo el reverso de la que dice que el actuar se dirige a fines. «Fin» s
nifica aquella consecuencia que el agente resalta intencionalmente de entre la tot
Publicado con este título
(Thehnische Eingriffe in die Natur als Problem der politisehen Ethik) en Sch
une. Vierteljahresschrift fiir skeptisches Denken,
9/4 (1979), pp. 476-497.
430 - Ternas de nuestra época
dad de las consecuencias de la acción y con relación a la cual rebaja todas las demás
Las intervenciones técnicas sobre la naturaleza corno problema de la ética política -
7/24/2019 Speamann Robert Limites Acerca de La Dimensión Ética Del Actuar
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a la categoría de consecuencias o efectos secundarios, de medios o de costes. Sólo
en virtud de esa selección resulta posible el actuar como tal, y sólo en virtud de ella
cabe dist inguirlo de los «ciegos» sucesos naturales. La diferencia entre «medios» y
«efectos secundarios» reside en que los medios tienen que ser queridos ellos mismos
como tales, y así pues son sub-fines, mientras que los e fectos secundarios no son co-
nocidos, queridos y producidos, sino sólo «asumidos». Así, por ejemplo, la destruc-
ción de un acuartelamiento en una guerra es un medio para la consecución de la f i-
nalidad de la guerra, mientras que la destrucción de los edificios de viviendas
adyacentes es un efecto secundario que «se asume» por falta de la sufic iente posibi-
l idad de delimitar los efectos destructores de una bomba. Con todo, el efecto aterro-
r izador de los ataques sobre objetivos civiles también puede ser querido en sí mismo
como medio bélico.
Que el agente no es libre en la elección de los medios, que, así pues, «el f in no
justifica todos los medios», se der iva de una sencilla reflexión. Los fines de los hom-
bres son diversos. Los medios elegidos por uno pueden impedir que otro consiga su
fin. Que cada uno, atendiendo a sus fines, tuviese derecho a obstaculizar todo lo que
de sease al otro en la persecución de los suyos, acabaría directamente con e l concep-
to mismo de derecho. Una facultad como ésa significaría el final del ordenamiento
jurídico. Por otra parte, «emplear m ed ios», o «incurrir en gastos», signif ica siempre
l imitar la persecución de otros fines. Esos otros fines pueden ser tanto los del agente
mismo como los de otros. Los gastos de un viaje de vacaciones pueden demorar la
construcción de una casa. Y, en un sentido muy ge neral, también toda persecución de
f ines por una persona impide posibles consecuciones de f ines por otra. Cuando los
recursos son escasos, lo consumido ya no está d isponible, ni para el consumidor mis-
mo ni para los demás.
En ambos casos puede plantearse un problema moral. Existen deberes del hom-
bre hacia sí mismo. Quien por un instante de placer arruina su salud, incumple ese
de ber. Fundamentar esto excede ría los límites de l tema que nos ocupa. Y es que a los
deberes hacia sí mismo no les corresponden derechos reclamables. La relación con-
sigo mismo no está normativizada por reglas de justicia.
Volenti non fit iniuria.
(Quien recibe lo que quiere no sufre injusticia alguna). Allí donde, por el contrario,
de lo que se trata es de la relación del agente con afectados no idénticos a él, surge
el problema de la justicia. esto es, de la exigibilidad de la aceptación de las conse-
cuencias secundarias del actuar. Concretamente, a este respecto se plantean sobre
todo dos preguntas: 1. ¿Cuáles son los criterios de exigibilidad de la aceptación? 2.
¿Quién es responsable de la exigencia de que se acepten los efectos secundarios de
las acciones?
Criterios de exigibilidad de la aceptación.
En lo que respecta a la cuestión de la
exigibil idad de la aceptación hay dos concepciones extremas. La pr imera es la anar-
quista. Parte de que no hay otro cr iter io de exigibil idad que el consentimiento real del
afectado. Tras esa tesis se halla el siguiente conocimiento correcto: la libertad del
hombre consiste precisamente en que no sean otros quienes decidan sobre el valor y
el rango de sus deseos e intereses. Forma parte de mi l ibertad que yo pueda dar a las
cosas la importancia para mí que yo mismo dese e d arles. El campo en el que mis
ferencias individuales son d ecisivas sin que nadie hable por mí es e l l ibre m ercado
Sin em bargo, como solución de l problema d e la justicia el anarquismo choca
algunas dificultades básicas.
a)
Dado que todo actuar produce efectos secundarios que afectan a otros, to
actuar podría verse imposibilitado con sólo que uno de los afectados, por remo
mente que lo fuese , manifestase su oposición. Ya nadie podría construir s i cualq
ra pudiese hacer valer e l per juicio que se d er iva para su bienestar subjetivo de qu
otro construya, sin tener que mostrar la inexigibilidad , conforme a criterios gene
les, de la aceptación de ese per juicio. Pero la omisión de todo actuar le e s enteram
te inexigible a un ser libre.
b)
Por ello, la exigencia anarquista tiene que hacer al menos una de las dos s
posiciones adicionales siguientes. Tiene que presuponer o bien que los de seos hum
nos están «por naturaleza» en armonía preestablecida con los limitados medios
que se dispone para su satisfacción, o bien que todos los hombres reducen
motu p
prio
sus reivindicaciones para que no excedan una «justa medida». La pr imera p
suposición hace del hombre un animal, y la segunda un santo. La pr imera queda
futada por la histor ia. Si existiese esa estructura de necesidades preestablecida, l
hombres no habrían puesto todos los medios para aumentar mediante el desarro
de las fuerzas product ivas las posibilidades de sat isfacción, y no habrían amplia
las necesidades mismas en función de ese aumento. La refutación de la segunda s
posición se sigue de la pr imera lógicamente. Sólo se podría contar con seguridad c
la disposición a una «solución justa» de los conflictos de intereses si e sa disposic
fuese innata. Sería entonces una especie de «necesidad natural», lo que a su vez
refutado por la marcha de la historia. La disposición a aceptar «soluciones justa
presupone la virtud de la just icia. Ahora bien, a las virtudes les e s aplicable la fra
de Spinoza: «Todo lo excelente es tan difíc il como escaso».
A causa de las dificultades d el anarquismo mencionadas en los apartados a) y
éste rara vez se ha dad o históricamente e n su forma pura, s ino, con más frecuenc
en una variante socialista que pone los ojos ante todo e n una fusión de los interes
individuales y los intereses coleCtivos. Así, por ejemplo, Proudhon dice que la vi
política y la existencia pr ivada, los interese s sociales y los individuales, tend rían q
ser primero idénticos entre sí, y que entonces sería claro que había desaparecido to
coacción y que nos encontrábamos en la plena libertad de la anarquía. M arx vio
rrectamente que esa identidad sólo es posible a condición de que se haya elimina
el fenóme no básico de toda activ idad económica desarrollada hasta ahora, el fenóm
no de la escasez. Dad o que sin embargo, según sabemos hoy, la escasez es por pr
cipio ineliminable, por razones ecológicas, físicas y antropológicas. la
superación
finitiva del dualismo de intereses individuales e intereses generales no dejará de s
nunca una ficción a la que sólo se puede proporcionar vigencia general mediante
coerción, de mod o que e l anarquismo se ve obligado a e liminarse a sí mismo.
c)
La te rcera dificultad que le sale al paso a la solución anarquista es la siguie
te: en realidad, sólo pueden dar su asentimiento a las correspondientes consecue
cias de la acción las personas mayores de edad que existan en el momento de
432 - Temas de nuestra época
Las intervenciones técnicas sobre la naturaleza como problema de la ética política - 43
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acción. Pero afectados también lo son los menores de edad y, en determinadas cir-
cunstancias, personas aún no nacidas. La cuestión de si les es exigible la aceptación
tiene que ser resuelta, así pues, por personas distintas de ellos mismos. Los criterios
de la justicia de esas decisiones, así pues los criterios de exigibilidad del asentimien-
to futuro, tienen que ser distintos, por ello, del asentimiento real de los afectados, o
de lo contrario no existen criterios de justicia.
La segunda solución del problema de la exigibilidad de la aceptación es el
pro-
cedimiento consensual.
En él, la cuestión es trasladada a un plano más abstracto. En
vista de la imposibilidad de obtener en cada caso particular el asentimiento fáctico a
una acción y a sus consecuencias de los afectados por las mismas, se introducen pro-
cedimientos mediante los cuales la cuestión de la exigibilidad de la aceptación se re-
suelve en cada caso particular. No son las decisiones concretas mismas, sino los pro-
cedimientos, lo que necesita entonces el asentimiento general. Por ello, a diferencia
de lo que sucede en el constructo anarquista, puede producirse en todo momento un
conflicto entre el asentimiento general al procedimiento y la resistencia de un afec-
tado a una determinada solución perjudicial para él a la que se ha llegado en virtud
del procedimiento acordado. Para ese caso tiene que estar establecido un poder co-
ercitivo que imponga la solución que haya sido obtenida de modo legítimo. En esta
concepción, la del Estado de derecho, se considera así pues exigible lo que en un
procedimiento consensual haya sido declarado exigible.
También esta solución choca con dificultades, si bien éstas no son insuperables.
Se trata sobre todo de las dos siguientes. Primera: el consenso unánime de todos para
el establecimiento de procedimientos —así pues para la aprobación de una Consti-
tución— no es, ciertamente, tan imposible como el consenso en lo referente a deter-
minadas decisiones concretas. Pero en condiciones normales tampoco es de esperar.
Un debate acerca de los pros y los contras no puede prolongarse hasta que quede
convencido el último. No puede reabrirse el debate constitucional cada vez que lle-
gue alguien nuevo. Segunda: no cabe excluir que algunos individuos sean injustos,
es decir, que favorezcan procedimientos en virtud de los cuales se vean favorecidos
a causa de determinadas condiciones iniciales naturales o sociales. Al menos, no se
puede excluir que algunos se sientan perjudicados por los procedimientos acordados
por la mayoría. Por ello, para que la vía característica del Estado de derecho de esta-
blecer la exigibilidad de la aceptación sea a su vez exigible a todo el mundo, han de
darse determinadas condiciones adicionales:
a) Los procedimientos y el debate sobre los procedimientos tienen que estar se-
parados institucionalmente. La aprobación de leyes no puede esperar a que terminen
los debates, pero tampoco le es lícito decretar el final de los mismos. La razón de
ello es la siguiente: resulta evidente que, con frecuencia, no actuar tiene consecuen-
cias que llegan tan lejos como las de actuar, es más, que a veces tiene peores conse-
cuencias que actuar incorrectamente. Es asimismo evidente que la mayor parte de las
veces actuar sería imposible si una decisión no pusiese fin a la ponderación de pros
y contras. Ahora bien, con ello no estamos diciendo que la decisión siempre sea co-
rrecta. No hay identidad apriórica alguna entre quienes tienen poder y quienes tienen
razón. La obediencia a la decisión del poseedor legítimo de poder, por ejemplo tam-
bién de la mayoría, sólo es exigible, así pues, cuando no está ligada a la exigencia de
darle la razón al poseedor del poder también en lo que respecta a la cosa misma. Qu
el poseedor del poder se deje guiar en su decisión por aquello que él considera
bien de la comunidad es algo que sólo se puede suponer cuando no se niega a reci
bir una ulterior información en lo que respecta a la cosa misma. De ello se sigue qu
tiene que estar permitido proseguir el debate sobre la corrección de una decisió
Todo el mundo ha de tener derecho a hablar libremente sobre asuntos políticos, y e
debate continuado ha de tener la posibilidad de influir en un momento posterior so
bre los procedimientos: las decisiones acerca del marco no pueden ser irreversibles
b) La última palabra acerca de la ordenación de los procedimientos de decisió
debe tenerla la mayoría del pueblo. Y allí donde sea una minoría la que tome la de
cisión, la mayoría tiene que poseer la posibilidad de decidir sobre los criterios en vir
tud de los cuales alguien es miembro de esa minoría. Este derecho de la mayoría n
se basa en la errónea suposición de que la mayoría siempre tiene razón en lo que res
pecta a la cosa misma. Tampoco descansa en la suposición de que exista una autori
dad natural de un grupo de personas sobre otro sólo porque el primero sea má
numeroso. Descansa más bien, a la inversa, en la ausencia de algo así como una con
cesión de poderes por una instancia superior, del tipo de las que tenemos ante noso
tros en determinadas instituciones, sobre todo en fundaciones. La legitimidad de l
diferenciación cualitativa puede ser fundamentada de diversos modos. Normalmen
te, esas fundamentaciones no deberían ser voluntaristas, sino que deben derivarse de
puntos de vista dotados de contenido, de la «racionalidad» de los mismos, por tanto.
Ahora bien, allí donde esa fundamentación de los contenidos no se vea, allí donde
sea negada y se pregunte quién garantiza la racionalidad de quienes consideran ra
cional un determinado orden, toda legitimidad necesitará en último término estar an
clada en el asentimiento de la mayoría. Ciertamente. una mayoría sólo puede reivin
dicar que representa a la totalidad cuando la totalidad está caracterizada por un alto
grado de homogeneidad, de modo que todos tienen por principio la posibilidad de
experimentar su opinión como opinión de la mayoría. Los conflictos étnicos o reli-
giosos, y también cuestiones de conciencia fundamentales, no pueden ser soluciona-
dos por decisiones mayoritarias de un modo que sea fundante de legitimidad.
c) Quien piense que no se le puede exigir que acepte el ordenamiento del proce-
dimiento, o una determinada decisión sobre la exigibilidad de la aceptación, ha de
tener la posibilidad de sustraerse a las repercusiones de esa decisión mediante la
emigración. La razón de ello reside en lo que sigue: es cierto que es propio del hom-
bre vivir en un ordenamiento político, pero por eso mismo todo ordenamiento polí-
tico determinado y todas las fronteras determinadas de un país son y no pueden de-
jar de ser nunca «casuales». La permanencia en un país sólo puede ser interpretada
como una declaración tácita de lealtad cuando todo el mundo es libre de abandonar
el país, también llevándose sus pertenencias. A la dirección de una prisión en la que
se ha caído sin culpa propia no se le debe lealtad alguna.
Pero tampoco en el caso de que se den todas esas condiciones queda garantiza-
da por la fundamentación en procedimientos consensuales de los procesos de deci-
sión la justicia de los mismos, esto es, la exigibilidad a todo el mundo de que acepte
sus resultados. Y es que los efectos secundarios de las acciones humanas pueden
afectar a personas que por principio no puedan intervenir en el proceso de estableci-
434 - Ternas de nuestra época
Las intervenciones técnicas sobre la naturaleza como problema de la ética política - 4
miento de los procedimientos en el cual se decide sobre la licitud de los mismos, ya
aceptación a los afectados que no puedan pronunciarse al respecto ellos mismos,
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sea porque en ese momento carezcan de la mayoría de edad o porque ni siquiera
existan todavía. Así pues, es necesario dar por supuesto su asentimiento. Esto sólo
puede suceder si nosotros, independientemente del asentimiento a las decisiones o
procedimientos, real o presumido en virtud de buenas razones, disponemos de crite-
rios dotados de contenido que marquen los límites de lo exigible.
Todas las teorías que establece la filosofía del derecho están basadas en la idea
de una mediación dialógica de intereses; encuentran su límite, primero, en la cir-
cunstancia de que en la sociedad nos las habemos también con niños y con enfermos
mentales que no pueden participar en ese diálogo. Y a los participantes en el diálogo
no les es lícito disponer a su antojo sobre ellos. ¿Por qué no? ¿Por qué los derechos
humanos no pueden estar supeditados a que se cumplan determinados requisitos, por
ejemplo a que alguien esté siquiera en condiciones de entender los derechos huma-
nos y hacerlos valer?
Porque toda definición del hombre dotada de contenido privilegiaría a aquel nú-
mero determinado de hombres que tuviese la facultad de fijar la definición y decidir
sobre la existencia de las correspondientes características. No habría en modo algu-
no derechos humanos si se dejase al arbitrio de determinados hombres decidir si al-
guien es o no portador de esos derechos. Por ello, sólo queda como criterio la perte-
nencia biológica a la especie
horno sapiens.
Mientras no se pueda cruzar a los
hombres con simios, la cuestión de quién es portador de derechos humanos se pue-•
de decidir sin dejar lugar a dudas de ese modo, y sólo de ese modo. El segundo lími-
te de la teoría dialógica de la justicia reside en la circunstancia de que los efectos se-
cundarios de nuestras acciones, y por tanto también de nuestras decisiones políticas,
afectan a personas que en el momento de nuestras acciones y decisiones ni siquiera
viven aún. La comunidad humana abarca las distintas generaciones. Pero ningún ins-
tinto limita nuestras posibilidades de acción a la medida que viene dada por las ne-
cesidades vitales de quienes vivan más tarde. Esa medida tenemos que fijarla noso-
tros mismos. Tenemos que responder de nuestras acciones ante las generaciones
futuras. Por otra parte, también es verdad que mediante la educación, mediante la
«ambientación» de las siguientes generaciones en nuestras estimaciones de valor, te-
nemos que procurar que las generaciones futuras estén en condiciones de ver en el
pasado, cuyas consecuencias tendrán que soportar, algo distinto de una mera hetero-
determinación, a saber, su propia historia. Esta responsabilidad frente a los hombres
que vendrán después de nosotros se deriva de una elemental consideración de equi-
dad. Todo agente sólo puede actuar en la medida en que otros no le hayan privado
anteriormente de su propio margen de l ibertad de acción extendiendo excesivamen-
te el de ellos mismos. Sin que cada generación se considere como miembro de una
comunidad solidaria de generaciones —con deudas y obl igaciones hacia atrás y ha-
cia delante— no hay vida humana que valga sobre la faz de la tierra. Ahora bien,
para determinar qué significan esas obligaciones en cada caso concreto se necesitan
ulteriores reflexiones.
El sujeto de la responsabilidad.
Antes de dirigir nuestra atención a la cuestión de
los criterios dotados de contenido que permitan determinar la exigibilidad de la
nemos que plantear previamente la cuestión del sujeto de la responsabilidad. Pare
como si, por naturaleza, todo agente fuese responsable de todos los efectos secund
rios de sus acciones. Sin embargo, una sencilla reflexión puede mostrarnos que e
no es posible, y que no lo es porque haría enteramente imposible actuar. Si tuviés
mos que tratar de pensar constantemente en la totalidad infinitamente compleja
las consecuencias a largo plazo de nuestro obrar y, además, incluso en las cons
cuencias de nuestras omisiones, es decir, en las consecuencias presumibles de tod
las posibilidades de acción alternativas, la función selectiva de la fi jación de fine
carecería de sentido, y con ello el actuar mismo sería ilusorio. Por ello, entre las co
diciones del actuar responsable se cuentan instituciones que delimiten con exactit
el campo de los efectos secundarios de los que ha de responder el individuo que a
túe. El «principio del productor» necesita fijación y definición legales. Sólo media
te esa fijación de un campo limitado de responsabilidad podrá ser definida la om
sión sin que para ello sea necesaria la comparación con todas las posibilidades
acción alternativas. Por lo demás, esos criterios institucionales son necesarios n
sólo en lo relativo a los efectos secundarios, sino también en lo relativo a los fin
del actuar y a su configuración concreta. Sólo cuando la mayor parte de nuestro a
tuar está prefijada por «obviedades» culturales tiene lugar la exoneración que ha
posible tomar decisiones l ibres dentro del marco dado, o cuestionar —no en gener
sino poniéndose determinados fines limitados— el marco dado mismo. Cuando so
sobre todo las tradiciones informales, culturales, morales y religiosas las que propo
cionan esos criterios previos, es asunto sobre todo del Estado asumir, definir y di
tribuir la responsabilidad por los efectos secundarios. Es más, ésta es la más impo
tante de todas sus tareas. Del Estado no se puede decir, como del individuo, que
actuar sólo resulta posible gracias a la ceguera parcial para las consecuencias rem
tas. A diferencia del individuo, el Estado tiene el deber de mirar tan lejos como se
posible recurriendo a todos los medios disponibles en una época determinada. Pr
cisamente por eso no puede pretender, sin equivocarse de tarea y olvidar la que le
propia, entenderse a sí mismo como realizador de «objetivos», de «programas». Só
puede cumplir su tarea primaria, neutralizar los efectos secundarios no deseados d
las acciones humanas que van en pos de objetivos, si no es él mismo el que produc
en calidad del mayor realizador de objetivos, los efectos secundarios de mayor e
vergadura y que ya nadie puede controlar. En la familia, en la comunidad y en el E
tado, y no en el individuo, es donde se concreta el deber del hombre de limitar s
persecución de fines de tal modo que no haga correr a otros, especialmente a las g
neraciones venideras, los riesgos que él mismo debería afrontar.
La cuestión de qué consecuencias de la acción son, por su naturaleza propia. d
inexigible aceptación es, por ello, una cuestión de moral política. En vista de los pr
blemas ecológicos de la actualidad. especialmente de la cuestión de la utilización
la energía nuclear, tenemos que recurrir a reflexiones elementales, pues la situaci
436 - Temas de nuestra época
ecológica nos coloca ante cuestiones morales que nunca antes se habían planteado.
Las intervenciones técnicas sobre la naturaleza como problema de la ética política - 4
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Desde la Antigüedad y hasta el presente, la «naturaleza» en su conjunto no había
sido nunca objeto del actuar humano, sino el presupuesto del mismo. Es cierto que
en la ética tradicional el actuar tenía que regirse por la naturaleza, pero no porque la
naturaleza fuese vulnerable, sino porque un actuar contrario a la naturaleza se con-
dena a sí mismo al fracaso. Los antiguos tenían la convicción de que el hombre no
puede llegar a ser feliz si trata de obtener su felicidad en contra de la naturaleza.
Hasta el s. XVI el hombre se consideraba a sí mismo como parte de la naturaleza, y,
por cierto, como su cúspide. Para la tradición filosófica más antigua la doctrina del
alma humana forma parte de la «Física». Esto presuponía que la naturaleza era en-
tendida a su vez por analogía con la vida y el actuar humanos, y que, así pues, los
procesos naturales eran entendidos como procesos dirigidos a fines. Por ello, en la
concepción clásica también el dominio de la naturaleza es una relación natural. Es
una forma de simbiosis. La naturaleza es considerada de antemano desde el punto de
vista práctico de su utilidad para el hombre. Pero esa perspectiva no niega a la natu-
raleza su carácter de ser en sí misma. Lo que más bien sucede es que su utilidad para
los fines del ser natural supremo, el hombre, forma parte del ser en sí misma de la
naturaleza.
En esta forma de relacionarse con el mundo, la naturaleza como un todo es siem-
pre lo omniabarcante. Puede destruir a quien atente contra ella y contra su orden.
Ella sigue siendo siempre la misma. No tenemos que responder de que sea precisa-
mente como es y no de otro modo. Desde ese trasfondo se entiende que por ejemplo
Tomás de Aquino distinga en su teoría de la acción la
libertas specificationis,
la li-
bertad de actuar así o de otro modo, de la
libertas exercitii,
la libertad de actuar o de
no actuar. Hoy en día, partiendo de un concepto total de praxis, estamos inclinados
a entender todo no actuar como meramente otra forma de actuar de la que en todo
caso tenemos que responder. Así, se suele decir: quien no vota, está votando al par-
tido más fuerte. Tomás de Aquino partía de que, ciertamente, tenemos un determina-
do campo limitado de responsabilidad debida, dentro del cual estamos obligados a
actuar y dentro del cual no actuar puede ser una omisión culpable. Pero fuera de eso
no tenemos que responder de que el mundo sea como es. Allí donde un actuar ine-
quívocamente correcto no nos sea posible, la omisión del actuar es siempre un recur-
so legítimo, de cuyas consecuencias no somos responsables.
La dinamización de las condiciones de vida humanas en la Modernidad ha hecho
cuestionable esa idea. En lo que respecta a las relaciones sociales, hoy en día esta-
mos inclinados a considerar todo estado como un estado del que hemos de respon-
der; si no nos parece ser el mejor posible, estamos inclinados a suponer una obliga-
ción de mejorarlo, se entienda lo que se entienda por esa mejora. Si no nos estaremos
excediendo con semejante deber global de optimización, es una cuestión que aquí
me gustaría dejar abierta.
El modo moderno de pensar está estrechamente relacionado con la dinamización
del dominio sobre la naturaleza. En comparación con todos los períodos anteriores
de la humanidad ha alcanzado una dimensión cualitativamente nueva. Lo decisivo
es que ya no presupone una estructura jerárquica de la naturaleza con el hombre en
su cúspide, sino un proceso dinámico de progresivo sometimiento de la naturaleza
bajo el hombre, frente al cual se sitúa la naturaleza en cuanto objeto. Hasta ha
poco, el proceso estaba caracterizado todavía por el hecho de que, por un lado,
metía progresivamente la naturaleza a fines puestos por el hombre, mientras que, p
otro lado, seguía considerándola como algo infinitamente abarcante cuya capacid
de regenerarse y de neutralizar las consecuencias de las acciones humanas era p
principio ilimitada. El dominio sobre la naturaleza no significaba responsabilid
por la conservación y reproducción de la naturaleza, responsabilidad por la cons
vación del marco elemental de condiciones de la existencia humana. Frente a el
las culturas arcaicas se comportaban en este sentido como parcialmente respons
bles, por ejemplo cuando protegían del exterminio la raza animal de cuya caza vi
an. Esa responsabilidad parcial por la conservación de la base económica de un ram
profesional, por ejemplo el de la pesca, se sigue asumiendo también en la actualida
Sin embargo, es hoy cuando hemos llegado a ser conscientes por primera vez
la interdependencia de
todos
los sistemas ecológicos. Esta interdependencia es
que, por más que se pueda percibir desde las más distintas perspectivas sistémic
parciales y tenga algo así como el carácter de un sistema total, sin embargo la con
xión interna funcional de este sistema total, que engloba también al hombre, a cau
de su elevada complejidad no se puede captar y reproducir teóricamente en su int
gridad. Ya la aplicación del concepto de sistema resulta aquí problemática, pues
que todo sistema presupone un entorno del que se distingue, mientras que la natur
leza como un todo carece precisamente de entorno. A su vez, la imposibilidad de u
teoría científica del todo de la naturaleza tiene como consecuencia que, por principi
los efectos secundarios de nuestras acciones no son previsibles en lo que se refiere
la naturaleza como un todo. La moderna investigación sobre la planificación ha mo
trado, antes bien, que todo intento de poner bajo control las consecuencias secund
rias mediante la ampliación de las intervenciones planificadoras y planificadas
hace sino generar efectos secundarios nuevos y todavía más difíciles de controlar.
Hay otra razón más de que el conjunto global de la naturaleza no pueda ser pa
nosotros un objeto de intervenciones controlables. El bienestar o felicidad del hom
bre no está ligado a condiciones naturales de tal modo que los factores que lo cond
cionan se puedan fijar inequívocamente. Aristóteles dice que el alma humana es «e
cierto modo todas las cosas». No podemos elaborar ni siquiera un catálogo de lo
animales y plantas que son útiles para la alimentación humana, pues no conocemo
las posibilidades nutritivas y curativas que se esconden aún en seres vivos que en e
tos momentos nada significan para nosotros. Mucho menos es posible establecer u
correspondencia funcionalmente inequívoca entre las especies naturales y la felic
dad humana. ¿Por qué, entonces, nos ponemos tristes cuando nos enteramos de qu
en algún lugar del mundo ha sido exterminada una especie de pájaros que de toda
formas probablemente nunca habríamos llegado a ver? Resulta patente que la felic
dad del hombre está vinculada precisamente a la riqueza de lo real no referida
hombre mismo. La reducción del mundo a lo que podemos percibir y disfrutar e
cada momento concreto nos arruinaría todo disfrute, pues de este forma parte u
trasfondo de «inagotabilidad». Saber que lo escible y visible es siempre más
que
sabido y visto en cada momento es una condición de que el hombre pueda sentirs
en casa en el mundo.
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Las intervenciones técnicas sobre la naturaleza como problema de la ética política -
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Sin embargo, si no tomamos como criterio último nuestras necesidades actuales,
o las necesidades que podamos prever de nuestros descendientes, no disponemos de
criterio alguno de selección con arreglo al cual estuviésemos en condiciones de dis-
tinguir especies «cuya vida tiene valor» de especies «sin valor». Por ello, es razona-
ble y consecuente que los Estados Unidos, en vista de la creciente amenaza para la
vida sobre la tierra, hayan aprobado una ley conforme a la cual ya no está permitido
en ninguna circunstancia aniquilar una especie animal. Hace poco un tribunal prohi-
bió que se pusiese en funcionamiento una presa en Tennessee porque con ello desa-
parecería una pequeña especie concreta de peces que sólo existe en ese lugar. Se ha
tratado de mostrar con ese ejemplo la absurdidad de la prohibición. Sucede exacta-
mente al revés. En verdad, no tenemos derecho a hacer de nuestras estimaciones de
valor actuales, esto es, de lo que nos parece importante, el criterio de lo que dejemos
a las generaciones futuras como herencia natural. Dado que no podemos hacer au-
mentar esa herencia ni añadirle nada, nuestras intervenciones sobre el campo de la
vida sólo pueden acabar produciendo un
status quo minus.
Por ello es incorrecto pre-
tender introducir en las decisiones de este tipo, en lugar de una prohibición global,
el principio de la ponderación de bienes en cada caso concreto.
El hombre siempre ha transformado la tierra. «Cultura» quiere decir labrar los
campos, esto es, simbiosis entre la naturaleza y el trabajo humano. Pero la perdura-
ción de la cultura depende de que en esa transformación no se efectúen modificaCio-
nes irreversibles del sustrato natural de esa simbiosis. La vida es más antigua que el
hombre. Hasta ahora éste sólo puede aniquilar vida, no crearla. Uno de los más im-
presionantes logros del hombre fue la cría selectiva de plantas cultivables y de ani-
males domésticos. Pero esa cría selectiva no hizo desaparecer especies salvajes, ni la
transformación tuvo lugar tampoco interviniendo sobre el sustrato genético. Se tra-
taba solamente de guiar conforme a un plan procesos de selección naturales. Con
todo, también esa intervención ha tomado formas que ya no se pueden justificar. Allí
donde la cría selectiva de animales los considera solamente como una masa de car-
ne y desatiende por completo la cuestión de algo así como una vida conforme a la
naturaleza del animal, de algún tipo de bienestar del animal, allí donde el nicho eco-
lógico en el que está asentada toda especie animal viene definido desde el principio
por el matadero, se ha abandonado la base de un trato simbiótico con lo dotado de
vida. El problema no es matar a los animales. El problema empieza allí donde su uti-
lización tras la muerte proporciona el único punto de vista para nuestro trato con lo
dotado de vida.
En la transformación de la tierra mediante la cultura se consumen asimismo bie-
nes que ya no estarán a disposición de las generaciones posteriores. En la medida en
que se trate de bienes cuyo único valor resida en su posible consumo —la sal, por
ejemplo, o restos orgánicos como el petróleo, el gas natural, etc.— ese consumo está
justificado por principio. Pues aquéllos a quienes dejaríamos esos bienes tampoco
podrían hacer con ellos otra cosa que consumirlos. Ciertamente, hay varias razones
que nos obligan al consumo más ahorrativo posible. El paso a una época que tendrá
que arreglárselas sin esos bienes no puede darse sino lentamente, si es que deseamos
que no vaya acompañado de catastróficas conmociones: así pues, tenemos que dejar
a nuestros descendientes suficientes reservas del capital que no se regenera. Existe
asimismo la probabilidad de que las generaciones posteriores puedan hacer un u
cualitativamente superior de determinados combustibles, comparada con el c
nuestra utilización actual no sea sino una forma de esquilmar y de dilapidar recur
Finalmente, no se debe pasar por alto que nuestras tasas actuales de consumo (q
siguen creciendo) de combustibles fósiles, metales pesados tóxicos y minerales
ligrosos para el medio ambiente pueden llevar a daños irreversibles para la natura
za del planeta. Entre ellos se cuentan, por ejemplo, amplios cambios climático
inundaciones, daños a escala mundial producidos por radiaciones, la extinción de
capa vegetal por la hiperacidificación del suelo a consecuencia del contenido del
en cloro y azufre, etc.
El margen de discrecionalidad que tenemos que concedernos en ese campo d
saparece cuando estamos ante aquel campo de la realidad al que nosotros mism
pertenecemos, el campo de lo dotado de vida. Dado que nosotros mismos no pod
mos volver a crear especies naturales, tenemos el deber de transmitirlas en un núm
ro de ejemplares necesario para la conservación de cada una de ellas. Es cierto q
hay una extinción natural de especies. Pero la capacidad del hombre de producir
extinción es tan desproporcionada e ilimitada que sólo actúa responsablemen
cuando se entiende a sí mismo como consciente protector de la naturaleza. Ésta e
única conclusión posible de su ambivalente posición, en virtud de la cual, por
lado, está «por encima de la naturaleza» a causa de su falta de ataduras instintiva
de su razón y, por otro, sigue siendo un ser natural y que con su existencia está at
do a condiciones naturales. Ni la naturaleza es un mero objeto destinado a su saqu
por el hombre, ni el hombre es parte de la naturaleza de tal modo que pudiese se
llamente dar rienda suelta a sus necesidades naturales de expansión impunemen
sin daño para el conjunto. Según el relato del
Génesis, es dando nombre a los anim
les como el hombre comienza a llevar a la práctica la misión de dominar que se
confía en la Biblia. La imposición de nombre tiene una doble función: por un lad
hace a lo nombrado disponible para el hombre, pero, por otro lado, el dar nombre
distingue del mero utilizar por el hecho de que lo nombrado es designado precis
mente en su ser en sí mismo. Se puede entender la protección de la naturaleza ant
pocéntricamente. Cuando destruye la naturaleza, el hombre está destruyendo las
ses de su propia existencia. En este sentido, cuando se trata de la naturaleza se tr
siempre del hombre. Sin embargo. o, mejor, por esa misma razón, hoy en día es n
cesario abandonar la perspectiva antropocéntrica. Pues mientras el hombre interpr
te la naturaleza de modo exclusivamente funcional por referencia a sus necesidad
y haga que su protección de la naturaleza se rija por ese punto de vista, irá pros
guiendo sucesivamente su obra destructora. Tratará el problema constantemen
como un problema de ponderación de bienes, y en cada ocasión solamente dejará
la naturaleza lo que en ese caso concreto salga bien librado de la respectiva pond
ración. En esa ponderación de bienes efectuada en cada caso, la parte de la natura
za irá siendo recortada constantemente.
En gran medida el lenguaje de la actual protección del medio ambiente sig
preso de ese funcionalismo: es eso lo que sucede, por ejemplo, cuando en él la na
raleza aparece solamente como portadora de «cualidades medioambientales» que
su vez deben esa cualidad únicamente a su referencia a las «necesidades» human
r
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Las intervenciones técnicas sobre la naturaleza como problema de la ética política - 44
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Ciertamente, también la argumentación aquí expuesta es funcionalista. Los argu-
mentos en general sólo pueden ser funcionalistas. La cuestión es únicamente qué
puede hacer un pensamiento meramente argumentativo y qué no. Puede hacer mu-
cho. El máximo de sus posibilidades lo mostró ya Platón: puede llevar a su propio lí-
mite, es decir, hasta el borde de intuiciones que ya no son derivables argumentativa-
mente, es decir, funcionalmente. Un funcionalismo conforme a la naturaleza esencial
del hombre puede mostrar que una ética no funcional del triple respeto a lo que está
por encima de nosotros, a lo que es como nosotros y a lo que está por debajo de no-
sotros puede ser lo mejor para el hombre, también desde puntos de vista de la utili-
dad, consideradas las cosas en su conjunto y a la larga. No tenemos aún, sin embar-
go, un respeto como ése. Necesita fundamentaciones distintas de las argumentativas.
Pero que la utilidad y los puntos de vista axiológicos absolutos convergen en último
término es a su vez parte integrante de una fe creacionista que no se fundamenta fun-
cionalmente.
Sólo cuando el hombre supera hoy en día la perspectiva antropocéntrica y apren-
de a respetar como un valor en sí la riqueza de lo dotado de vida, sólo en una rela-
ción religiosa —sea cual sea su fundamento— con la naturaleza, estará el hombre en
condiciones de asegurar a la larga la base de una existencia del hombre digna del
hombre. El funcionalismo antropocéntrico acaba destruyendo al hombre mismo. •
Hasta qué punto ese deber hacia la naturaleza por mor de la naturaleza misma in-
cluye también la materia inorgánica, es una cuestión que aquí ha de quedar abierta.
También en ese caso hay algo así como un ser en sí mismo de la naturaleza, algo así
como unidades sustanciales que, reuniendo en sí una cantidad gigantesca de energía,
se afirman en su identidad. No es de este lugar, sin embargo, el desarrollo de esta
perspectiva de filosofía de la naturaleza. Lo único importante a los efectos que aho-
ra nos ocupan es que existe un deber del hombre de dejar el mundo en un estado en
el que la vida y la libertad de quienes vengan después no se vean perjudicadas de un
modo tal que no quepa esperar que éstos lo acepten como exigible. Esto significa, en
primer lugar, que no se dejen tras de sí en la cercanía de la superficie terrestre, en
cantidades relevantes. transformaciones irreversibles. La tierra no puede ser entre-
gada a las generaciones venideras como un vertedero de plásticos. Las generaciones
futuras han de tener la posibilidad de eliminar nuestras huellas o de transformar a su
vez lo que nosotros les hayamos dejado en lo que a ellas les parezca bien. Tenemos
que dejar tras de nosotros sustancias que sigan haciendo posibles esas transforma-
ciones, y ello sin especular con progresos técnicos insospechados. Pues no podemos
obligar a nuestros descendientes a realizarlos. El segundo punto es éste: no tenemos
derecho a, más allá de los peligros inherentes a la naturaleza —terremotos, erupcio-
nes volcánicas, tornados, etc.—, crear en nuestro planeta, con nuestras transforma-
ciones de la materia, fuentes adicionales de peligro. Las posibilidades de vida natu-
rales que ofrece el mundo habitable son el requisito necesario para hacer reales la
libertad y la autonomía, y por lo tanto para algo así como el derecho. En vista de la
finitud del mundo, tenemos que considerar esas posibilidades de vida, así pues,
como un capital de cuyos intereses vivimos, pero que no podemos tocar sin incum-
plir un deber hacia nuestros descendientes, puesto que, si lo mermamos, después es
por principio imposible hacer que el capital recupere su importe inicial. Y toda crea-
ción de una fuente irreversible de peligros equivale a una reducción de ese capit
inicial. Como es natural, el problema de las cantidades desempeña siempre un im
portante papel. Por debajo de cierto orden de magnitud, se puede despreciar la cue
tión de su licitud, al igual que el hurto famélico se distingue del hurto en general po
su insignificancia. Sin embargo, a diferencia de las culturas arcaicas, las intervencio
nes de la técnica moderna ya no tienen el carácter del hurto famélico.
Mientras que para valorar la cuestión que aquí se plantea el orden de magnitu
tiene un cometido que desempeñar, lo más relevante no puede ser el grado de proba
bilidad de las catástrofes futuras. Probabilidad es una calificación subjetiva de acon
tecimientos futuros. Cuando un acontecimiento se produce, es indiferente cuál hay
sido su grado de probabilidad en un momento temporal anterior. La calificación d
un acontecimiento como más o menos probable sirve sólo como orientación para l
asunción de riesgos propios. Lo decisivo es que aquél al que afecten las ganancias
las pérdidas sea el mismo. También una sociedad puede asumir riesgos consensu
damente, por ejemplo en el tráfico automovilístico, mientras los afectados por
riesgo sean por principio los mismos que quienes disfrutan de las ventajas. Esto n
excluye que ese riesgo esté injustificado y sea irracional, como sucede en el tráfic
automovilístico actual. Pero lo que nunca puede estar permitido es que un núme
conocido y fijo de personas consiga ventajas a costa del riesgo de otras personas
las que ni siquiera se les pregunta. El cálculo de probabilidades está aquí fuera de lu
gar. A nadie le es lícito apostar la vida de otra persona sólo porque la probabilidad d
ganar la apuesta sea muy alta.
En lo que respecta a la obtención de energía por fisión nuclear, la única respues
que sus partidarios pueden dar a las advertencias es la mención de la improbabilida
de las posibles catástrofes. Pero precisamente ese argumento no cuenta. Y tampoc
cuenta la mención de las suficientes medidas de seguridad en el almacenamiento d
residuos radiactivos. Seguirán siendo potencialmente nocivos durante milenios. N
sabemos si la civilización científico-técnica, con su conocimiento de la naturaleza d
esos peligros, sobrevivirá a los próximos siglos. No sabemos si nuestros descendie
tes considerarán importantes esos conocimientos. No sabemos cuánto tiempo segu
rán existiendo las instituciones estatales que garantizan la protección frente a
irrupción en la zona de riesgo. No tenemos derecho a imposibilitar a nuestros desce
dientes, creando situaciones de hecho no transformables, la puesta a prueba de form
alternativas de vida en común. A este respecto es de señalar que el porcentaje de
población mundial que dispone de las condiciones teóricas para conocer y control
los mencionados peligros se va reduciendo constantemente. Por ello, no cabe exclu
que se repita una decadencia de la civilización, análoga a la que se produjo en la ép
ca de las invasiones de los pueblos bárbaros.
En este contexto se suele hacer referencia a que sin esa fuente adicional de ene
gía nuestro sistema económico no se puede mantener en pie, y que una limitación d
consumo generaría conflictos sociales que quizá no podrían ser domeñados. Pero e
significa que, para no tener que limitar nuestro consumo o modificar nuestro sist
ma social durante los próximos 30 años, sometemos durante milenios a las gener
ciones futuras a la constricción de que configuren su sistema social de tal modo qu
pueda mantener bajo control las nuevas fuentes de peligros creadas por nosotr
442 - Temas de nuestra ép oca
Esta desmedida exigencia no puede ser justificada en modo alguno. La referencia a
los riesgos letales que se derivan de la progresiva escasez de energía y a los conflic-
tos sociales a escala nacional e internacional de ello resultantes y que, se dice, han
Las intervenciones técnicas stibre la naturaleza cuino problema de la ética política - 443
ven un ataque a la integridad de la vida humana se plantea. así pues, la cuestión de
la lealtad. A nadie se le puede exigir que acepte decisiones mayoritarias cuando se-
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de ser ponderados con aquellos otros peligros, está injustificada.
Existe una tendencia a objetivizar las constricciones sociales de los sistemas y a
equiparadas a constricciones naturales. Pero esa equiparación provoca precisamente
aspiraciones revolucionarias. Pues equivale a afirmar que el sistema social en el que
vivimos no es un sistema elegido libremente y que ha sido preferido a otros. y que
por tanto es modificable conforme a los conocimientos que se vayan obteniendo,
sino que es el resultado de constricciones de origen natural. Si eso es así, cae por tie-
rra cualquier argumento moral contra el intento de sustituir ese sistema por otro que
albergue en sí la perspectiva de ser expresión de autodeterminación humana objeti-
va. Las generaciones posteriores tendrían que juzgar: se nos han dejado nuevas cons-
tricciones naturales porque de modo poco honesto se ha hecho pasar por una cons-
tricción natural la voluntad propia de vivir así y no de otro modo. Por lo demás, el
margen de libertad de movimientos, cuando se percibe conscientemente, no tiene por
qué llevar necesariamente en modo alguno. en el caso de que se renuncie a la obten-
ción de energía atómica, a un abandono del ordenamiento característico del Estado
de derecho. Y es que, en general, la negación de ese margen va de la mano con la su-
posición, poco menos que mitológica, de una armonía preestablecida entre las nece-
sidades humanas y determ
i
nados descubrimientos científicos. Que en el momento en•
que los combustibles tradicionales tocan a su fin se haya inventado la fisión atómica
es y no dejará nunca de ser un hecho contingente. Tiene que estar permitido, frente
a tales conexiones carentes de necesidad interna. plantear la siguiente pregunta: ¿qué
habría sucedido si no se hubiese hecho ese invento? Probablemente no habría sido el
final de la humanidad ni el final de la civilización. Precisamente los sistemas socia-
les l ibres tienen una enorme capacidad de responder a los desafíos naturales. Esta ca-
pacidad queda hoy sin ser utilizada porque la escapatoria de la energía atómica, en
cuya elaboración ya se ha invertido mucho, elimina la presión del desafío, y por tan-
to también la coerción a aquel despliegue de energía intelectual que es necesario
para solucionar a largo plazo el problema de la energía de un modo que suponga una
menor carga para la posteridad. Por ello, es necesario colocar en lugar de una coer-
ción debida a un estado de aguda necesidad. que ya no se da, una coerción motivada
por la responsabilidad moral.
Una cosa queda aún por considerar. La legitimidad del Estado y el deber de leal-
tad de los ciudadanos no son incondicionados ni ilimitados. En la primera parte de
estas reflexiones he mencionado algunas condiciones mínimas que un Estado ha de
cumplir para exigir a sus ciudadanos obediencia a sus requerimientos. No toda deci-
sión mayoritaria cumple esa condición. Sólo allí donde no se niega en virtud de esa
decisión el estatus de sujeto de los afectados se puede exigir obediencia también a
quienes disientan. Allí donde se niega el estatus de sujeto de alguien, todo el mundo
está facultado para auxiliar alafectado, que ha quedado dispensado del deber de le-
altad, y a su vez dejar de prestar lealtad. Allí donde el Estado permite el asesinato de
los judíos, quedan exentos del deber de lealtad no sólo los judíos, sino todo el que
desee auxiliarles. Para aquéllos que
en
la utilización industrial de la fisión nuclear
gún su convicción esas decisiones significan la muerte de sus hijos o un grave per-
juicio para la salud de los mismos.
Ciertamente, también hay convicciones absurdas. El Estado debe pasar por en-
cima de ellas y castigar a quien apelando a ellas actúe en contra de las leyes. Aquí,
sin embargo. no cabe hablar de convicciones absurdas. En lo que respecta al peligro
derivado de la energía nuclear, todavía no ha terminado el debate entre quienes son
capaces de argumentar. Ciertamente. las decisiones políticas siempre tienen que ser
tomadas antes de que el debate a ellas referente haya terminado en virtud de un con-
senso. Yen cierto sentido se cumple, naturalmente, que toda decisión es irreversible,
esto es, que más tarde no es posible volver exactamente al punto de partida del ca-
mino que siguió a esa decisión. Sin embargo, aquí hay una diferencia de gran impor-
tancia. En la primera parte de estas reflexiones hemos dicho que la exigibilidad de
que se acepten los resultados de tomas de decisión depende de que el debate acerca
de si son correctas pueda proseguir. Y en un momento posterior este debate tiene que
poder llevar también a una revisión. Según acabamos de decir, la revisión no puede
consistir en volver al punto de partida. Pero en cada punto del camino hay una nue-
va bifurcación posible. Se puede abandonar una dirección y tomar otra. Las anterio-
res decisiones siempre son solamente el punto de partida desde el que podemos to-
mar ulteriores decisiones libres, que incluso pueden ser opuestas a lo buscado con
la s d e c is io n e s a n te r io re s . Na d a d e e s o s u c e d e e n e s te c a s o . E l d e s e n c a d e n a m ie n to d e
reacciones radiactivas crea una circunstancia que ningún tipo de decisión posterior
puede anular. Las generaciones venideras tienen que aceptar en sus vidas ese
ocrwn
como un dato inmodificable y, en cuanto que tal. estéril. Por ello, quien se sabe en
solidaridad histórica con esas generaciones futuras no puede aceptar sencillamente
esa decisión mayoritaria, puesto que tiene que considerar que excede los conoci-
mientos y capacidades de una mayoría que. con todo. frente a los afectados siempre
estará en minoría. Cuando se trata de un caso en el que el disenso puede tener por
consecuencia el abandono de la lealtad y
.
en el que especialistas bien conocedores de
la materia se cuentan entre la minoría que disiente. es
el Estado mismo quien tiene
que responder de la pérdida de legitimidad cuando no espera al final del debate en-
tre los conocedores de la materia., sino que nos sitúa prematuramente ante hechos
consumados.
El profano avisado se forma un juicio oyendo y ponderando los argumentos de
los especialistas. A ese respecto. en vista de la envergadura y de la irreversibilidad
de los daños, tiene que exigir hoy en día una nueva distribución de la carga de la
prueba. No es la nocividad, sino la inocuidad, lo que tiene que ser mostrado de modo
creíble. ¿Cuándo queda mostrada de modo creíble? Para el profano, cuando prácti-
camente todos los especialistas se han dejado convencer. El profano tiene derecho a
desconfiar de la capacidad de convencer de un argumento mientras una minoría de
especialistas notable por su cualificación o por su número no haya sido convencida
por el mismo. En las discusiones de teología moral del s. XVII la escuela del deno-
minado tutiorismo enseñaba que una acción es ilícita siempre que en contra de su li-
citud exista 1141 argumento de peso y no refutado. En cambio, la escuela del probabi-
444 - 'lentas de nuestra época
limbo declara que está moralmente justificado subjetivamente todo modo de actuar
que haya sido aprobado por un autor de teología moral reconocido, aun cuando el
agente mismo no comparta la convicción de dicho autor. Pascal dio cuenta de esa
4 0
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concepción, con mordaz ironía y toda razón. Tras el la se encontraba una interpreta-
ción, característica de la Modernidad, de la vieja regla de los juristas:
«In parí cau-
sa vel delictu potior est conditio possidentis»
(«dada una misma situación jurídica
en un litigio, es superior la posición de quien se halla en posesión de una cosa que la
de quien reivindica su posesión»). La interpretación característica de la Modernidad
consistía en que el hombre es pensado como
possidens
en lo que respecta a su liber-
tad de arbitrio. Por ello, a quien pretende limitar su libertad le incumbe la carga de
la prueba. Y la prueba sólo puede ser considerada forzosa cuando ya no la contradi-
ga ningún conocedor de la materia.
Hoy en día hemos llegado a ser conscientes de que hay una posesión que prece-
de a la de la libertad: la integridad de aquella naturaleza en cuyo nicho ecológico es-
tán asentadas la vida y la libertad mismas. Con ello vuelven a invertirse la conjetura
y la carga de la prueba. El deber de fundamentar recae otra vez sobre quien desea
impugnar la posesión. La prueba de la necesidad y de la inocuidad de la intervención
sólo puede considerarse aportada cuando ya no la contradiga ningún conocedor de
la materia. Así pues, en esta inevitable inversión, la figura argumentativa probabilís-
tica lleva necesariamente a un nuevo tutiorismo que es más plausible que el antiguo.
En vista de los requisitos que estamos obligados a exigir a tal prueba, en estos mo-
mentos no cabe considerar que haya sido aportada. Esto es lo mínimo que todos ten-
drán que conceder. Por ello, en estos momentos la puesta en funcionamiento de cen-
trales nucleares no está justificada éticamente. Y dado que el Estado es el sujeto de
la responsabilidad por los efectos secundarios a largo plazo de las acciones humanas,
tiene que impedir su puesta en funcionamiento .
** O bien —añado veinte años después— tiene que hacer que se paren lo más pronto posible.
P R O T E C C I ÓN D E L O S A N I M A L E S
Y DIGNIDAD HUMANA*
(1979)
Que la distinción
entre personas y cosas no es una división completa de la rea-
lidad y que no se corresponde con la «naturaleza de la cosa» contar a los animales
entre las cosas. es
algo que nos dice nuestra sensibilidad. Y no sólo la sensibilidad de
los sentimentales. El jinete que fustiga a su caballo en la carrera, o que tras haber sal-
tado la valla le hace caricias en el cuello, parte de que el caballo, en lo que se refiere
a la manera en que tales estímulos actúan sobre él, se parece más a él mismo. al
ji-
nete, que a un coche de carreras. E incluso el sádico que tortura animales no haría lo
que hace si el animal fuera una cosa: no se tortura por sadismo a las cosas. Cierto es
que una determinada escuela de psicología, el behaviorismo, nos enseña a contem-
plar los dolores y el bienestar como mistificaciones; sólo sería real la «conducta de
dolor» objetivamente perceptible. Pero el behaviorista olvidará está teoría a lo más
tardar en el momento en el que alguien se niegue a reconocer su conducta de dolor
como expresión de dolor. Y si él quisiera decir que sólo la comunicación oral puede
informarnos acerca del dolor de un ser, de tal modo que sólo de los seres humanos
podemos saber que sufren, no sólo tendría que negar el sufrimiento de todo sordo-
mudo, sino que se vería abocado a la paradójica afirmación de que ese dolor extre-
mo en el que alguien ya no dice: «Tengo dolores>
,
sino que sólo llora o grita, no es
ya ningún sufrimiento. No, contra esta tesis no se debe argumentar, por la sencilla ra-
zón de que según una vieja regla dialéctica no tiene sentido querer probar lo que para
todo el mundo es patente. Y patente es que al menos los animales más desarrollados
pueden encontrarse en situaciones que sólo podemos describir de forma razonable
con palabras como «dolor», «sufrimiento», «placer
y «bienestar».
* Publicado con este título
(Tierschutz uní Mensrhenwilrde)
en: Ursula J1. HANDEL
ierschutz. Test-
nserer Menschlichkeit,
Frankturt a. M., 1979, pp. 71-81.
446 -'temas de nuestra (Moca
Por lo demás, la ley de nuestro país y de la mayor parte de los países civilizados
no sólo reconoce esto, sino que deduce de ello la prohibición de proceder con los
animales de cualquier manera y de causarles sufrimientos «sin fundamento razona-
Protección de los animales y dignidad humana - 447
cias determinados experimentos con animales. En ese caso, para que dicha pondera
ción de bienes pueda siquiera tener lugar, antes tendremos que tomar conocimiento
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ble». Mucho tiempo antes de que hubiera una protección legal de los animales, la
tortura de los mismos se contaba entre las acciones moralmente reprobables de las
que una persona decente tenía que abstenerse y entre los pecados de los que un cris-
tiano, de haberlos cometido, tenía que acusarse. La fundamentación de esto —bajo
el corsé de la distinción de personas y cosas— era tan profunda como inconsecuen-
te: la tortura de animales, desde San Agustín hasta Kant, se consideraba inmoral por-
que embrutecía al hombre y lo insensibilizaba también frente al sufrimiento huma-
no. Es de suponer que esto no es falso, si bien no podemos hacer la deducción
inversa: los verdugos más rudos de los campos de concentración podían ser compa-
sivos con sus perros. Pero ¿por qué habría de embrutecer al hombre una conducta
que considerada «en sí» no sería más que un placer inocuo o una inconsideración
moralmente indiferente? Se trata aquí evidentemente de una adaptación a posteriori
de la condena que la sensibilidad moral hace de la tortura de animales, a un esque-
ma mental preconcebido según el cual sólo puede haber deberes hacia las personas.
Pero el propio lenguaje no ayuda a ello, al hablar de «crueldad» con los animales.
«Crueldad» es una expresión moralmente reprobatoria. Designa una actitud que es
reprobable en sí misma, y no sólo por sus posibles efectos secundarios negativos.
Sentimos una aversión e indignación espontáneas, sin mediación de ninguna clase •
de idea, ante alguien que trata con crueldad a un animal. Cuando en programas tele-
visivos contrarios a la experimentación con animales se muestran tales crueldades,
eso se hace porque cualquiera sabe que el mero hecho de mostrar lo que sucede en
ese campo es un medio eficaz para movilizar el enojo del público contra ello (del
mismo modo que, probablemente, la mejor propaganda contra el aborto consistiría
en mostrar a los televidentes el feto todavía con vida y lo que luego se hace con él).
Hay cosas que basta con que uno las observe para ver que no deben ser. No es éste
el lugar para mostrar la relevancia de ese «ver» inmediato con respecto a un no-de-
ber-ser, en qué funda a éste y qué alcance tiene. Sin duda eso no es suficiente para la
formación de un juicio moral y legal definitivo, pero, por contra, sin ello no se pro-
duciría tal formación del juicio. Es una condición necesaria, pero no suficiente, del
juicio moral.
Este conocimiento podría, por lo demás, poner fin a la discusión entre quienes
programan tales emisiones televisivas y aquellos que tienen explotaciones animales
o hacen experimentos con animales y que, por tanto, critican dichas emisiones. El
argumento de éstos últimos reza aproximadamente así: «Es indiscutible que el tor-
memo sin fundamento de animales es inmoral. No obstante, allí donde están en jue-
go intereses y necesidades humanas que se ven satisfechos mediante determinados
experimentos con animales o mediante determinadas formas de explotación de ga-
nado penosas para los animales, ahí los intereses humanos tienen prioridad sobre las
necesidades animales; y no es jugar limpio movilizar los sentimientos inmediatos
del público contra determinadas prácticas sin mencionar el precio que habríamos de
pagar en caso de abandonarlas
Este argumento es débil. Partamos por un momen-
to de que una ponderación de bienes responsable justificaría en ciertas circunstan-
de los bienes
-
que corresponde ponderar. Podría suceder que yo quisiera curarme de
una grave enfermedad con ayuda de una terapia determinada, incluso conociendo e
precio que muchos animales habrían de pagar por ello. Pero incluso en ese caso qui
zá no acepte
cualquier
precio. Además, siempre queda la pregunta de si se han lle-
vado a cabo con intensidad suficiente los experimentos para desarrollar terapias al
ternativas o ensayos alternativos de la terapia practicada. ¿Y no es expresión de una
mala conciencia el hecho de que uno se oponga terminantemente a que se mencione
y se nos ponga ante la vista con vivos colores el precio que hacemos pagar a millo-
nes de animales? ¿No se teme más bien que la ponderación de bienes pudiera dar u
resultado muy diferente si ya no fuera posible acallar con tanto éxito las reflexiones
en torno a ese precio? ¿No se temerá que algún fumador prefiera renunciar al tabaco
o a una nueva mínima reducción de los riesgos que implica fumar si ve el deplora-
ble estado en que quedan los perros pastores embutidos en máscaras de inhalación
de humo? ¿Y no se teme también quizá que alguna señora se diera por satisfecha con
los cosméticos ya disponibles si supiera lo que sucede con miles de conejos para po
ner a prueba los nuevos cosméticos ante cualquier riesgo posible? ¿Cómo podremos
llegar a una ponderación públ ica de bienes si se nos ponen ante la vista las ventajas
obtenidas a costa del sufrimiento animal, pero se nos oculta éste cuidadosamente?
La habitual ocultación en este terreno. ¿no es un signo justamente de que se quiere
evitar una ponderación responsable de bienes?
Las emociones no sustituyen al juicio moral. Pero sin una percepción intuitiva
inmediata de sufrimiento animal carecemos de la experiencia elemental de valor y
disvalor que precede a todo juicio moral. En ese caso no sabemos en absoluto qué
estamos juzgando. Esto distingue el trato de hoy con los animales respecto del anti-
guo. el cual, incluso cuando era cruel, se producía a la vista de todos y no se distin-
guía en lo fundamental del trato con las personas, que a menudo era también cruel.
La perversidad de la praxis actual radica en que satisfacemos nuestra refinada sensi-
bilidad mediante el trato con los animales de compañía, y, separado de ello, institu-
cionalizamos una praxis frente a la cual blindamos esa sensibilidad y en la que los
animales son tratados sencillamente como «cosas». «Evitaba a toda costa acercarme
a los que debían morir. Las relaciones humanas eran muy importantes para mí», de-
cía el comandante del campo de concentración de Treblinka.
En la República Federal Alemana, la ley dicta que a los animales sólo «con fun-
dadas razones» es lícito causarles sufrimientos. Esto significa, en primer lugar, que
causar sufrimiento a los animales requiere una justificación. Y, por cierto, en la ley
de protección animal el bien que hay que proteger no es la propiedad del propietario,
sino el animal mismo. Los daños al animal sólo pueden vulnerar el derecho del pro-
pietario si provocan una merma de su valor de cambio o si ocasionan costes, y se tra-
ta por tanto de «daños materiales». Pero la protección animal se refiere al animal
mismo y establece limitaciones, en primer lugar, precisamente para el propietario del
animal. También
su
actuar frente al animal requiere justificación. En lo que a esto se
refiere, en principio es aplicable frente al animal lo mismo que en el caso de los da-
ños corporales o de la privación
de
libertad de personas. También esto está permiti-
~ -
448 - Tenias de nuestra época
do en ciertas circunstancias, pero sólo «con fundadas razones», es decir, también re-
quiere justificación. En este caso, razones que lo justifiquen pueden ser: salvar la sa-
Protección de los animales y dilmidad humana - 449
La otra superioridad del hombre sobre los animales se opone frontalmente a la
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lud del herido, en el caso de una operación quirúrgica; la expiación y la protección
de la sociedad, en el caso del castigo; la defensa propia, en caso de agresión. o la au-
toconservación del Estado en caso de guerra. Llama la atención que, en este caso,
como razones justificatorias sólo entran en cuestión razones cuyo acuerdo es en
principio exigible a los propios afectados. O bien se les ocasiona dolor, así y todo,
únicamente en su propio interés y con su consentimiento, o bien se les inflige a con-
secuencia de un principio susceptible de generalización al que ellos como seres ra-
cionales
pueden
adherirse, aun cuando en este caso particular deseen quizá evitar la
aplicación de dicho principio. Con otras palabras: sólo nos es lícito someter a una
persona a medidas que no nieguen por principio su carácter de «fin en sí mismo»,
esto es, su dignidad humana.
¿Son del mismo tipo las razones «razonables», esto es, justificatorias, en el caso
de los daños a los animales? Claramente no. Y no lo son, concretamente, porque el
concepto de exigibilidad carece de sentido con relación a los animales. Los dolores
de un animal pueden ser leves o fuertes. Pero no pueden ser exigibles o no exigibles,
porque el animal no está en condiciones de relativizar sus necesidades con referen-
cia a principios de justicia y de susceptibilidad de generalización, y porque, por tan-
to, no se encuentra ante la alternativa de asentir o no a su propio sufrimiento. Todo .
animal se encuentra ineludiblemente en el centro de su propio mundo, del cual no se
deja desplazar en favor de una perspectiva «objetiva» o «absoluta»: los animales no
pueden «amar a Dios». En cualquier caso, tampoco pueden hacer de sí mismos dio-
ses y contradecir la
objetiva
relativización de su centralidad subjetiva. Esta relativi-
zación se produce mediante las relaciones ecológicas específicas de cada especie, en
las que los animales se encuentran insertos mediante pautas instintivas de necesida-
des y de las cuales no pueden ni quieren escapar. Es sabido que las abejas obreras
son reinas «subdesarrolladas»
e
«infraalimentadas». Pero no conciben la idea de per-
seguir su emancipación, lo que tendría como consecuencia la desaparición de la es-
pecie. Y que no la conciban no es consecuencia de un imperativo moral que les pro-
híba poner en peligro la existencia de la especie, sino que es consecuencia del hecho
de que son lo que son. Los animales no tienen «deberes». Por eso tampoco con no-
sotros se encuentran en relaciones recíprocas de derechos y deberes.
II
El hombre es superior a los animales de dos maneras: en primer lugar por su in-
teligencia y por la apertura
de
sus instintos, en virtud de lo cual puede emanciparse
progresivamente de las condiciones naturales y extender progresivamente su domi-
nio sobre el resto de la naturaleza. Si su inteligencia basta para no destruir con ello
las condiciones de conservación de la propia
especie
es una cuestión que queda
abierta. Por lo demás. ésta no es sólo una cuestión de la inteligencia. Es propio tam-
bién de la apertura de sus instintos que nada le obliga a limitar el aumento de su bie-
nestar a las condiciones de la conservación de la especie a largo plazo.
primera. Consiste en la capacidad complementaria de poner límites a la expansión na-
tural de la propia voluntad de dominio, de reconocer valores no referidos a las nece-
sidades propias, en la capacidad de «dejar estar» en libertad a otros. Esta «posiciona-
lidad excéntrica» del hombre (Helmut Plessner), esta capacidad de, por así decirlo,
verse desde fuera, de relativizar el propio punto de vista en favor de uno suprasubje-
tivo —«amor a Dios hasta llegar al desprecio de uno mismo», decía San Agustín—,
eso es lo que llamamos «dignidad humana». El gato no sabe cómo se siente el ratón
con el que juega. Las personas pueden dejar de hacer algo que quisieran hacer y que
les es útil porque, y sólo porque, daña a otro ser o le causa dolor. Pueden también ha-
cer algo que les resulta desagradable o dañino, porque hace disfrutar a otro, le es útil
o también porque éste tiene derecho a ello. La capacidad de percibir una exigencia
de ese tipo y de hacerla valer frente a uno mismo es lo que llamamos «conciencia».
En cuánto posible sujeto de conciencia, y sólo en cuanto tal, posee el hombre lo que
llamamos «dignidad». Por eso y sólo por eso, porque puede relativizar sus propios
fines, es —como dice Kant— «fin en sí mismo». Por eso y sólo por eso, porque pue-
de «dominarse a sí mismo» tiene derecho a que no se lo convierta en mero objeto de
un dominio ajeno. Porque puede contribuir a que otros tengan una existencia confor-
me a su esencia, porque es capaz de una responsabilidad y tutela universales, tiene
sentido decir que la naturaleza entera está «sujeta a su dominio».
En tanto contemplemos las palabras sobre la dignidad humana como una forma de
hablar con la cual los miembros de la especie
horno sapiens
protegen a su propia espe-
cie, esas palabras no tienen en realidad ningún sentido normativo. La especie se com-
porta hacia el exterior como en principio cualquier otra especie de la naturaleza, sólo
que en virtud de su inteligencia posee una incomparable capacidad de imponerse, la
cual le permite ir desembarazándose paulatinamente de cualquier «temor». Si, por el
contrario, la «dignidad humana» significa algo que distingue «objetivamente» al hom-
bre, entonces sólo puede significar la capacidad del hombre de tener respeto por lo que
sobre él. junto a él y bajo él existe (Goethe). Y entonces la dignidad humana consiste
precisamente en tener en cuenta en nuestra interacción con la realidad la esencia pro-
pia de ésta última. Se ha dicho que la dignidad del hombre se funda en su naturaleza
racional. Esto es correcto si razón significa no sólo la inteligencia instrumental, sino la
capacidad de concebir lo que existe en cuanto sí mismo y no sólo como parte integran-
te del entorno propio. Por eso el hombre da nombre a las cosas. El gato no llama «ra-
tón» al ratón, sino que se lo come. Nosotros por el contrario no sólo derribamos árbo-
les o los utilizamos para este o aquel fin, decimos «árbol» y significamos con ello lo
que el árbol es. antes de que sea algo «para nosotros». No como si comprendiéramos
realmente esa «esencia» del árbol. Tampoco entendernos realmente cómo se siente un
ratón. Pero vemos que no es sólo un objeto que nosotros vemos, sino que vemos que
también nosotros podemos ser vistos por él, y que tras esa mirada hay un secreto para
siempre oculto que en dicha mirada no hace más que anunciarse.
Ahora bien, con todo, esto no nos impide derribar árboles para nuestro uso o
en provecho de otros árboles. Y también ciertamente matar animales requiere jus-
tificación, pero puede estar justificado. Los animales carecen de una relación con-
sigo mismos en el sentido de la posibilidad de hacer presente su existencia en con-
450 - Temas de nuestra época
Protección de los animales y dignidad humana - 451
junto y de establecer una conexión de los estados individuales para formar una
identidad que se prolonga en el tiempo. Nuestro deber con respecto a la existencia
de plantas y animales se refiere a la existencia de las especies, no de los indivi-
también los intereses científicos encuentran su límite en las normas generales de la
moralidad y la dignidad humana.
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duos. Cierto es que siempre han desaparecido especies. Pero la diezma de especies
vivas que en la actualidad provoca la humanidad civilizada es un pecado contra las
generaciones futuras para el que no cabe justificación alguna. No tenemos la obli-
gación de planificar su felicidad. Pero tenemos la obligación de entregarles sin
merma la riqueza natural de la realidad, tras haber vivido de los intereses de ese
capital a lo largo de nuestra vida. Una civilización que no es capaz de hacerlo así
es parasitaria, y tendrá el destino de los parásitos que perecen con el organismo
que los hospeda. En lo concerniente a esto, contra una civilización tal hay un fuer-
te argumento utilitarista.
Contra causar sufrimiento a los animales no hay ningún argumento de este tipo.
La alegría y el dolor, el sufrimiento y el bienestar no son hechos «objetivos» del
mundo que sólo obtengan algún sentido por su utilidad o nocividad para los «suje-
tos» actuales o futuros.
Son más bien formas fenoménicas de subjetividad.
No son
primariamente útiles o nocivos para algo, sino que las palabras «provecho» y «per-
juicio» sólo tienen sentido con referencia a fines tales como la dicha o el bienestar.
Dchos estados no pertenecen en modo alguno al mundo de los medios, sino al mun-
do de los fines. De la dicha no se saca «ningún provecho», precisamente porque «sa-
car provecho de algo» en último término sólo puede significar: complacerse en ello.
Moralidad significa en primer lugar y sobre todo: libre reconocimiento de la subjeti-
vidad, también cuando no se trata de la propia. Y allí donde empieza el dolor empie-
za la subjetividad, esto es, lo inconmensurable, lo que no puede ser compensado con
ningún valor del ámbito de la utilidad. Cuando la subjetividad animal, esto es, aper-
sonal, queda bajo nuestra responsabilidad, es inherente a la dignidad humana hacer
efectivo ese libre reconocimiento de dicha subjetividad. El aforismo «protección de
los animales es protección de los humanos», ciertamente no es falso, pero es superfi-
cial. No es el propio
interés,
sino el
respeto de uno mismo
el que nos dicta que permi-
tamos que la vida de esos animales, todo lo larga o corta que pueda ser, se desarrolle
de conformidad a su naturaleza y sin que se les ocasionen grandes sufrimientos. Jus-
tamente porque los animales no pueden integrar su sufrimiento en la superior identi-
dad de un contexto vital consciente, y así «superarlo», están a merced del sufrimien-
to. En el dolor son, por así decirlo, sólo dolor, sobre todo si no pueden reaccionar a
él mediante la huida o la agresión. El ocasionarles dolor o la explotación de los ani-
males contraria a su naturaleza no puede entrar en cálculos frente a ningún otro in-
terés del hombre que no sea la evitación de dolores comparables o la salvación de la
vida. De ninguna manera es lícito tener aquí en cuenta pros y contras económicos, y
los intereses de investigación científica sólo en la medida en que vayan directamen-
te enfocados a la salvación de la vida o a la evitación de dolores comparables. Pues
No obstante, también en el caso de los experimentos científicos con animales al
servicio de la salud humana hay que tener presente tres cosas:
1.
No puede tratarse de experimentos para reducir la nocividad de bienes de dis-
frute, por ejemplo, el tabaco o los cosméticos. que no son objeto de necesidades vi-
tales. Es contrario a la dignidad humana obtener ese disfrute a costa de grandes pa-
decimientos de animales. Un indicio de ello es que cualquier persona de sensibilidad
normal perdería el gusto si al mismo tiempo hubiera de contemplar cómo se satisfa-
ce el precio de su disfrute. Sólo la ocultación sistemática posibilita el disfrute.
2.
A la vez que tales experimentos. han de hacerse todos los esfuerzos posibles
para encontrar vías alternativas que conduzcan a su desaparición. Según todo lo que
sabemos de las leyes psicológicas y sociológicas, no se harán dichos esfuerzos con
la intensidad requerida mientras la práctica que debería ser sustituida no esté carac-
terizada claramente como una
medida provisional aún tolerada.
Mientras se sigan
fundando grandes instituciones, levantando edificios y creándose plazas de plantilla
destinadas en exclusiva a la experimentación animal, está claro que se va a continuar
reclutando víctimas. Todas las medidas al objeto de implantar la praxis de la experi-
mentación animal de forma prolongada en el tiempo son incompatibles con la perse-
cución decidida del objetivo de hacerla superflua.
3.
Las escalas de la «cantidad indispensable» de sufrimiento han de establecerse
de nuevo, y ha de hacerse de tal manera que ese «ser-sólo-padecimiento» del animal
no defina la parte esencial de su vida. La aparición de una subjetividad en la forma
de mero dolor se da de vez en cuando como un sombrío destino que depara la natu-
raleza. Pero producirlo conscientemente por mor de una utilidad, sea ésta del tipo
que sea, es incompatible con la idea de dignidad humana.
Todavía se ha de mencionar una última exigencia, que se deriva de la dignidad
del hombre. Se ha dicho más arriba que la dignidad está basada en que el hombre
puede elevarse, por encima de la perspectiva de sus intereses, hasta una perspectiva
de «justicia>
,
imparcial. Esto no significa que por ello dejáramos de ser seres con in-
tereses subjetivos. Estos intereses. en casos concretos, pueden colisionar seriamente
con la exigencia del «dominio» imparcial. En estos casos es de nuevo un signo de
que se posee conciencia advertir la propia parcialidad, tenerla en cuenta y, por tanto,
renunciar a decidir en caso de conflicto. Por desgracia, hasta el día de hoy. en mate-
ria de protección animal se ha faltado sistemáticamente a este deber del respeto de
uno mismo. Los legítimos intereses de la economía, de la agricultura y de la ciencia.
se
encuentran inevitablemente en conflicto potencial con los intereses de los anima-
les de que se sirven. La protección de los animales l imita potencialmente la satisfac-
ción de los intereses dentro de ese ámbito. Es por tanto absurdo asentar la protección
de los animales precisamente en un ministerio en el que el interés dominante y legí-
timamente principal se aplica al animal sólo bajo el aspecto de su utilidad para el
hombre, y no a la subjetividad del animal, opuesta a ese aspecto. que por sí misma
define una «utilidad» y «nocividad» por completo diferente, y que como tal no nos
es útil. sino que en todo caso nos complace y que hemos de reconocer. Competentes
para el «reconocimiento» son los ministerios de Interior y de Justicia. Si partimos de
452 - Tema, de nuestra época
que se trata aquí de un reconocimiento que no constituye una relación jurídica, sino
7/24/2019 Speamann Robert Limites Acerca de La Dimensión Ética Del Actuar
http://slidepdf.com/reader/full/speamann-robert-limites-acerca-de-la-dimension-etica-del-actuar 60/60
que atañe a la sustancia moral del «orden público», el lugar de la protección animal
sólo puede ser propiamente el ministerio de Interior.
Y, por último, es comprensible, aunque no en un sentido honroso, que los inves-
tigadores que experimentan con animales insistan en tener la mayoría en los «comi-
tés de ética» que deciden sobre la admisibilidad de la experimentación con anima-
les. ¿Por qué? En la medicina humana tales comités de ética parecen algo muy
cuestionable, ya que privan al médico de una responsabilidad que pertenece esen-
cialmente a su ser médico. En cuanto médico está ya obligado al bien del paciente.
Quien experimenta con animales está, en cuanto tal, tan poco obligado primariamen-
te con relación al bien del animal como lo está el criador de animales de profesión.
En cuanto ser moral, por tanto, tendría que pedir él mismo que la cuestión de la ad-
misibilidad de sus experimentos la decidieran personas no influidas por un interés
primario en la experimentación y en sus resultados, y que, por tanto, carezcan en tal
sentido de prejuicios. Lo mismo vale para la ciencia institucionalizada. Ésta, por
ejemplo la Sociedad Alemana de Investigación, nunca puede intervenir en cuestio-
nes de este tipo como asesor y juez imparcial, puesto que es ahí, esencialmente, par-
te. La investigación de la conducta animal es de gran importancia para conocer qué
es vida conforme a la naturaleza, qué es bienestar animal y qué factores influyen en •
el dolor. Pero el reconocimiento de estas magnitudes, el reconocimiento de la subje-
tividad animal como un «fin en sí mismo» —si bien no incondicionado— que pone
límites a nuestra persecución de fines, también de fines científicos, este reconoci-
miento es un acto de la libertad, un acto de la razón práctica, no de la teórica. En
esto, como ya vio Kant, los científicos no aventajan en nada al resto de las personas.
Yen la medida en que son precisamente
sus
intereses los que se limitan, su juicio ha
de quedar incluso en un segundo plano respecto al de las demás personas. Como per-
sonas les honraría que se declararan ellos mismos parte interesada y que rechazaran
el papel de juez en causa propia.
4 1
¿ E S L A E M A N C I P A C IÓ N U N
O B J E T IV O D E L A E D U C A C I ÓN ? *
(1975)
En los últimos años apenas ha habido un aspirante a un puesto académico qu
haya pronunciado una conferencia en la que no intercalase de vez en cuando las pa
labras «emancipación» y «emancipatorio». Quien no lo haya hecho debe de ser u
anticuado o una persona de independencia poco común. No quiero decir indepen
diente en el sentido de que no dependa de un salario, sino de que, pese a depender d
un salario. continúa pensando con autonomía poco frecuente.
Esto es una paradoja. Pues la palabra «emancipación» tuvo una vez algo que ve
con la autonomía. Con el tiempo ha venido a significar casi lo contrario. La palabr
ha experimentado un cambio de sentido. En su origen significaba el acto de indepen
dización del hijo de la patria potestad. es
decir. la
declaración de mayoría de edad
efectos legales. Sin embargo, desde hace algunos años ha pasado a ocupar el luga
reservado a la palabra «bueno». Y hasta ahora no hay ninguna palabra a la que eso l
haya sentado bien: ni a la palabra «ortodoxo». ni a las palabras «sano», «patriota
«altruista». «alemán», «científico» o cualquier otra. Al ascender al lugar de la pala
bra «bueno» las palabras se convierten en tabúes y eluden nuevas preguntas. Pues n
tiene sentido preguntar si lo bueno es bueno. Además, esa palabra se venga de aque
llas palabras que quieren expulsarla
de
su lugar privilegiado. Aquél para quien la sa
lud no es simplemente por lo general buena, sino que es el bien a secas, probable
mente estará enfermo. Para quien el patriotismo es lo supremo, es decir, para quie
la patria es el bien a secas, no puede hacer nada por mejorarla: probablemente, e
vez de eso, conducirá a su patria a la ruina y hará que, tras él, durante mucho tiem
po no se quiera ni oír hablar de patriotismo. Aquél para el que «científico» equiva
a «bueno» estará dispuesto, al servicio de la ciencia y siguiendo indicaciones de lo
científicos, a hacer experimentos de torturas desoyendo los gritos de las víctima
* Publicado con este título
(Entanzivarion
—
ildung,zu.11 en: Merkur /)ruta
/te Zeibehrif fiar
i)ellkell. 29/2
(1975).
pp. 11-24.