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PIERRE SORLIN SOCIOLOGIA DEL CINE La apertura para la historia de mañana Traducción de JUAN J O S É U T R I L L A F O N D O D E C U L T U R A ECONÒMICA MÉXICO

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PIERRE SORLIN

SOCIOLOGIA D E L CINE La apertura para la historia de mañana

Traducción de J U A N J O S É U T R I L L A

F O N D O D E C U L T U R A E C O N Ò M I C A M É X I C O

Í N D I C E

Advertencia 7

Primera Parte ¿ P O R Q U É E L C I N E M A T Ó G R A F O ?

I . ¿Por qué el cine? 11

Menta l idades , ideología: Ensayo de def inic iones . . . . 15 Menta l idades y representaciones 24 D i f i cu l t ades de l ec tura : 1) E l peso de la a fec t i v idad . . 29 D i f i cu l t ades de l ec tura : 2) Las falsas evidencias de las imá­

genes 32 Las otras invest igaciones: 1) L a h i s t o r i a del cine . . . . 37 Las demás investigaciones: 2) L a sociología histórica . . 40 Las demás invest igaciones: 3) L a semiótica 44 Los signos icóhicos 46 L a n a r r a t i v a 50 L o s mater ia les fílmicos 53 L o v is ib le 58

Segunda Parte

U N P R O D U C T O C U L T U R A L

I I . La producción 67

C a p i t a l i s m o y cine • 72 L a realización 81 E l med i o del cine 86

I I I . El público 99

U n a posición estratégica: L a distribución 99 L a política de los d i s t r i bu ido res 101 L o s " g u s t o s " del público 105 L a " e s c u c h a " fílmica 113 E l espectador ante el f i lme : Reconoc im ien to , identificación,

proyección 116 263

J ) 2 6 4 I N D I C E

t i Tercera Parte I A N Á L I S I S F Ì L M I C O E H I S T O R I A S O C I A L

( 0 I V . Los cuadros del análisis 129

fi De f in ic iones previas. Desglose. Planos 130 ^ Delimitación de los subcon juntos . Estructuración . . . . 134

Desglose de la p r i m e r a escena. M o d o de implicación del espectador 139

| Desglose de la segunda escena. Imposición de la "es­t r e l l a " 143

L o s mode los implícitos: M u j e r " b u e n a " y mu j e r " m a l a " 147 •v# E l universo socia l de) f i lme 151 ¿ * Las ambigüedades políticas 154

L o " r e a l " y lo " v i s i b l e " 156 s T i e m p o de la h is to r ia y t i e m p o de l f i lme 162

V. Filme e ideología 169

E l establec imiento de u n a muest ra 171 Mate r i as , re latos , temas 174

S L o v is ib le , una vez más 177 ,^ L a construcción 186

T iempo-espac io 190 * Los pun tos de fijación 195 ^ Sistemas relaciónales 202

V I . El cine en su época 207

* L a periodización 208 B Los mode los miméticos 219 ^ ¿Y el psicoanálisis? 224

Construcción y m e n t a l i d a d 229 I »

l £ Conclusiones 246

^Algunas sugestiones prácticas 254

^Filmografia 259

||1|^Vo/a bibliográfica 261 Este libro se terminó de imprimir el dia 5 de julio de 1985 en los talleres de L i to Ediciones Olimpia,

S. A . , Sevilla 109. Se tiraron 5 000 ejemplares. ;

l ' i i i l i r i . i relu ion cil I I . I M I es. I ' J 7 7 l'i miei a edición en español, 1985

T i l u l o or ig inal : Sociologie du cinéma. Ouverture pour l 'histoire de demai © 1977, Éditions Aubier-Montaigne, Paris I S B N 2-7007-0073-2

D. R. * 1985, F O N D O DE Cr i . l ' t 'RA K<:OXOMIC.\ , S. A . Av. de la Universidad, 975; 03100 Mexico, D. F .

ISBN 968-16-1839-4

Impreso en Mexico

A D V E R T E N C I A

E L H I S T O R I A D O R del siglo x x atraviesa necesariamente, en una de sus bús­quedas, por el cine y la televisión. Los obstáculos prácticos no lo arredran largo t iempo: compañías productoras, cinematecas y cadenas de televisión han editado sus catálogos, y excelentes repertorios le permiten encontrar las películas o las emisiones que necesite. L a inquietud nace con la llegada del material , cuando el histor iador se pregunta cómo empezará, qué uso dará a sus películas, de qué manera las analizará, en qué medida será afec­tada su práctica por recurr i r sistemáticamente a la imagen.

Reflexionando, como tantos otros, en ese problema, desde 1970 he tra­tado de definir las condiciones de un enfoque histórico del material audiov i ­sual, cuyos primeros resultados deseo presentar. Centrado en la problemá­tica y los métodos, este l ibro es necesariamente austero; se t ra ta de la apertura a un domin io muy poco explorado y aun cuando parte de un caso concreto —el del cine italiano—, la obra tiende más a dar una visión general que a estudiar un sector part icular de la producción fílmica. El deslinde de un terr i tor io nuevo, operación siempre delicada, en el caso del cine se com­plica más por tres dificultades suplementarias. En primer lugar, los his­toriadores son los últimos en llegar; antes que ellos, otros han del imitado el terreno, organizado un conjunto de señales (técnicas, vocabular io , concep­tos) que hay que aceptar, puesto que ya es ut i l izado por la mayoría de aquellos a quienes interesa el cine; los historiadores no pueden n i ignorar lo que ha precedido a su intervención, n i contentarse con tomar al azar algu­nos términos aparentemente cultos de los semióticos o de los sociólogos, y se ven obligados a tener en cuenta las exploraciones anteriores. En segundo ugar, el terreno oculta una mina de oro; mientras que los documentos con­servados en los archivos o las bibliotecas no han hecho r ico, sin duda, a nadie, la película y la banda magnética sí son asombrosas fuentes de lucro ; la puesta en evidencia de las condiciones de producción, que no es absolu­tamente necesaria con los documentos escritos, se vuelve indispensable cuando se trata de examinar lo audiovisual. Por último, cine y televisión j conjugan distintas maneras de expresión (imagen, mov imiento , sonido, palabra), mientras que los historiadores no han aprendido nunca a " do ­mest icar" más que los textos; el estudio de lo audiovisual supone una ver­dadera reconversión, que comienza con la aceptación del hecho de que las combinaciones imagen-sonido producen, a menudo, impresiones intraduci -

l i A D V E R T E N C I A

Mes en palabras y en frases, y prosigue con el aprendizaje de otras reglas ile análisis y de exposición.

Tres series de preguntas han determinado la separación del l ibro en tres partes. La primera establece el balance de los resultados adquiridos por otras disciplinas, y trata de precisar los dominios en que el cine tiene opor­tunidad de ser útil al historiador. L a segunda podría intitularse " cuadro económico y soc ia l " ; se trata alli de los que fabrican, de los que consumen y de la influencia que el mercado ejerce sobre la realización de los objetos audiovisuales. Abordando el análisis f i lmico, la tercera parte corre el riesgo de desconcertar a ciertos lectores, tanto por su aspecto técnico cuanto por su carácter hipotético; sin embargo, no me parece que sea posible eludir ciertos problemas precisos planteados por la lectura de un filme en par t i ­cular, y menos aún de una serie de filmes; el camino que propongo es difí­c i l , sin duda, pero de los debates sobre estos capítulos tenemos el derecho de esperar el mayor provecho para la definición de un enfoque y un modo de análisis adaptados a lo que es específico en los mensajes filmicos.

No hablo aquí más que de cine, que ofrece un terreno de experimenta­ción reducido, relativamente fácil de del imitar, y menos marcado que la televisión por el peso aplastante de los Estados Unidos. El desarrollo de la información televisada abrirá ulteriormente muchas otras vías, comen­zando por la que nos conducirá a transcr ibir en emisiones audiovisuales los resultados obtenidos por las investigaciones históricas. Pero tal será la etapa siguiente y el objeto de otra investigación, que ya no se limitará tan sólo a la sociología del cine.

Primera Parte

¿ P O R Q U É E L C I N E M A T Ó G R A F O ?

r :

t

I

I . ¿ P O R Q U É E L C I N E ?

A L O LARGoide la pared, la cola de personas se alarga poco a poco. Estamos allí tre inta, cincuenta, ajenos a los transeúntes, vueltos hacia el cine, unidos durante algunos minutos por lo único que nos es común, la espera de un mismo fi lme, y dispuestos a hablar —durante tan poco t iempo— de ese vínculo provis ional . En las breves observaciones que c irculan aparece la t rama de una red de correspondencias, de interacciones, de influencias apoyadas por ese pretexto que constituye la proyección. Hemos venido a ver la película porque se habla de ella, porque hay que haberla visto, por­que allí aparece fulano o zutano, porque necesitamos verificar —contrade­c ir—, discutir los ju ic ios que ya corren, porque allí encontraremos un tema de conversación, porque estamos hartos de ser de los que no pueden ha­blar de ella. La película es cuadriculada de antemano, recubierta de opiniones previas y futuras. As is t i r —no asistir— a una función: esa elección es superior al objeto que se t ra ta de ver; revela intereses, una act i tud, relacio­nes con el medio que no se resumen en el acto —tan sencillo— de comprar una entrada y de sentarse; sin embargo, precisamente a part i r de este objeto se tienden otras redes, se constituyen relaciones nuevas. I r al cine es, indisociablemente, cumpl i r con un r i to social e integrarse al conjunto de los testigos de un espectáculo part icular .

Por lo demás, el cine llega a demasiadas personas, ocupa m u y pocas horas en una semana para que se le a tr ibuya una gran influencia. Es en torno a la televisión donde se manifiestan con mayor c lar idad las inter­ferencias entre el espectáculo, los espectadores y la global idad del medio social en que tal espectáculo se prepara, se emite, se recibe. N o hay quien no haya hecho la sencilla experiencia que consiste en entrar en un lugar pú­bl ico al día siguiente de una emisión muy di fundida, y observar las lineas de intercambio, los circuitos de palabra desatados en to rno a este polo común. El observador distingue pronto a los que han mirado y a los que no han querido ver, a los que han entrado en el juego y a los que se han mantenido reservados; pero quisiera saber más: ¿qué silencios ha permit ido romper la evocación del espectáculo? ¿Qué otras cuestiones ha apartado? ¿Qué pun­tos han sido captados por todos? ¿Qué matices han permit ido a una minoría imponer su ju ic io , , y por tanto su autor idad, a todo el grupo? Y, aún más allá, ¿qué quedará de la emisión? ¿Qué tejido de conocimientos, de ideas, de prejuicios, se formará a lo largo de un año, de muchos años de

n

A 1 2 ¿ P O R Q U É E L C I N E M A T Ó G R A F O ?

A asiduidad televisual, de discusiones en torno a los programas, de reconsti­tución, a part ir del espectáculo, de los sistemas de exclusión, de inclusión,

9 de aceptación, de guía, propios de cada grupo o de la tota l idad de los gru-% pos sociales?

Esbocemos una comparación, mala como lo son siempre los paralelos, pero que precisa la manera en que se podría plantear el problema. En la

4 mayor parte de las naciones europeas, la instauración de la escuela obliga-^ tor ia ha revestido enorme impor tanc ia ; la mayoría de los niños han visto

cómo se les imponía una discipl ina idéntica, han aprendido en los mismos textos, han integrado referencias, modos y explicaciones similares. Toda

4 | forma de comunicación, a cualquier nivel que intervenga, presupone la _ existencia de una reserva de ideas y de imágenes de que se sirven los locu­

tores. La escuela del siglo x ix ha aportado esa barrera mínima, ha creado (a 4 1 expensas, sin duda, de los part icular ismos, pero no es éste el punto que nos j | detiene) el abasto indispensable para que se produzcan los intercambios.

En otro sentido y en escala indudablemente dist inta, la televisión crea há-w bitos (un país entero inmovi l i zado ante las pantallas), impone modelos a un ^ gran público, pretextos u ocasiones de hablar. _ ¿Qué se observa, qué se ve realmente? ¿Qué se retiene y qué se deja

^ pasar? ¿De qué se discute y cómo se comentan, a part i r del espectáculo recibido por todos, los confl ictos o las brechas sociales? ¿Qué palabras,

A qué clichés, aprendidos de la televisión, constituyen el material a part i r del cual las clases sociales van a definirse y a fijar sus oposiciones? Entre los que observan las sociedades contemporáneas y su porvenir , nadie puede

, £ evitar estas preguntas. U n solo ejemplo bastará para medir su importanc ia . En un país capitalista, ninguna política puede desconocer los cálculos ni las

^ elecciones de los agentes económicos, que son las empresas y las famil ias; -(§ ahora bien, las actitudes de los unos y de las otras, pero sobre todo de las ^ 1 familias, dependen estrechamente del concepto que se han formado del

estado del mercado y de sus mecanismos. Desde hace largo t iempo se ha ™iL i tado de evaluar la repercusión de tal o cual variación coyuntura l , preci­o s a m e n t e mensurable, sobre la conducta de los agentes, pero esta investiga­

ción ha resultado gravemente insuficiente: habría que medir el peso de la información cotidiana, de la presentación de los datos comerciales, de las

flUimágenes de la vida económica, ver cómo esos informes integran las fami­l i a s a un sistema de intercambios, inducen el conjunto de sus reacciones.

Sin embargo, no disponemos de ningún método sólido y comprobado ^ > a r a llevar a buen término las investigaciones de este t ipo . Espectadores l||iosotros mismos, que hemos crecido, cualquiera que sea nuestra edad, con

¿ P O R Q U É E L C I N E ? 13

la pantal la grande y la pequeña, rara vez somos capaces de definir la parte que corresponde al cine o a la televisión en la constitución de nuestro bagaje intelectual, o en nuestras relaciones con el exterior. Con mayor razón aún, nos vemos desarmados cuando hay que extender las investiga­ciones a'una colectividad. Se nos han propuesto hipótesis brillantes sobre el paso de una civilización de la escritura a una constelación de lo audiovi­sual y sobre los trastornos familiares, escolares, políticos, culturales, intro­ducidos por la pantalla pequeña. Casi no se necesita t iempo para percibir que tales construcciones reposan sobre muy pocos datos observables y apelan antes a generalidades que a análisis concretos. Sabemos lo que ocurre en las pantallas, pero nos cuesta trabajo precisar lo que se percibe, lo que se convierte en medio de intercambio o de enfrentamiento. E l ensayo que presento lleva la marca de esas incertidumbres. El trabajo que ahora habría que emprender sería una encuesta efectuada por un vasto equi­po, sobre el lugar de los medios audiovisuales en la vida social del siglo xx . Para definir los objetivos, para cerner y comenzar a poner en acción las técnicas de investigación, en una palabra, para intentar un primer ensayo, conviene descubrir un campo menos vasto. Y este campo parece ser el cine; en él, la producción es restringida, l imi tado el público. La diferencia de escala es considerable: el cine se dirige a una minoría y conoce fuertes variaciones de público, según las regiones o los medios; la televisión llega a un número enorme de espectadores y ejerce su influencia casi sin disconti­nuidad. Por tanto, no sería serio considerar al cine como un modelo redu­cido de la televisión; para pasar de un domin io al o t ro se necesitaría más que una simple adaptación; pero tocamos aquí o tra etapa de la investiga­ción que sólo podrá venir después de una crítica del paso dado y de los resultados obtenidos a part i r de la pantal la grande. L a televisión sigue siendo un horizonte lejano, y este volumen no abordará más que los proble­mas del cine.

Siendo historiador, escribo para historiadores un l ibro que, pese a su pre­sentación insólita, pretende ser una obra histórica. Esta advertencia ha de poner en guardia al lector: no pretendo ofrecer el esbozo de un método de análisis a todos los que se interesan por lo audiovisual ; por lo demás, se necesitaría una competencia mult idimensional que sólo podría poseer un grupo de investigadores. M i objetivo es estrecho —de tal manera estrecho que considero indispensable fijar sus límites—, y de allí esta larga introduc­ción que pretende plantear algunas preguntas a veces un poco olvidadas.

¿De qué se habla al l lamar histórica a una obra como ésta? Llamaré his-

14 ¿POR QUÉ E L C I N E M A T Ó G R A F O ?

toria a la evolución de las relaciones que las formaciones sociales mantie­nen con el medio natural y con las demás formaciones sociales. La defini­ción de los parámetros aquí invocados —medio natural y formaciones sociales— es cuestión de opción política; pero, en todo caso, un dato se escapa de las consideraciones teóricas: se trata del t iempo, cuya naturaleza nos es desconocida: mientras que llegamos a aclarar las modalidades de transformación de las sociedades, el hecho mismo de la duración sigue siendo incomprensible para nosotros. Ciertos grupos humanos, entre ellos aquél en que viv imos hoy, han tratado de computar el t iempo, para después adueñarse de él. La historia —y por ella entiendo la historiografía, la puesta de la historia en forma l iteraria— ha nacido de este esfuerzo: estu­diando, como otras "ciencias humanas" , el devenir de las formaciones sociales, lo somete al molde de la cronología. El discurso histórico se orga­niza en función de lo que los matemáticos llamarían una relación de orden, transit iva y antisimétrica, es decir que lo que es antiguo siempre es perci­bido como causa (posible) de lo que es reciente, mientras que lo contrar io parece imposible. N i aun hoy podría exagerarse la parte del t iempo medida en el trabajo histórico; por muy audaces que sean los que escriben la his­tor ia , cuentan en siglos, en decenios, en periodos; todo estudio se inserta en un cuadro, se inscribe en una " t a j a d a " de duración, y se f i jan, hasta implí­citamente, un origen y un término, fuente y meta, alfa y omega entre los cuales se "desar ro l l an" los acontecimientos.

En su forma clásica, siempre viva, aun si hoy se la cubre de datos cifra-bles tratados por series, la historia es un relato cuyas reglas nos parecen bastante próximas de las del discurso común. Ya se trate de un accidente o de una competencia deportiva, de una crisis social o de un confl icto polí­t ico, siempre se encuentra el mismo t ipo de presentación: las circunstancias elegidas se aislan, se l imi tan , al pr incipio, con un impulso inic ia l , se reto­man siguiendo la alineación cronológica de las jornadas o de las horas. Veremos que la gran mayoría de las películas se pliega a una construcción idéntica. Así la historia, arbi trar ia en sus reglas, como toda discipl ina que favorece ciertos aspectos de la actividad social, uti l iza para su construcción y su difusión las reglas de la expresión corriente. Acaso sea esto lo que explique su paradójica situación en mi tad de las ciencias humanas: aferrada a una transit iv idad que las otras ciencias han abandonado, parece caduca, parece ahogada en sus tradiciones, incapaz de definir sus concep­tos de base o de formalizar sus resultados, hasta el punto de que algunos no vacilan en condenarla; al mismo t iempo, es objeto de una creciente demanda de parte del público no especializado que aún la encuentra accesi-

¿POR QUÉ E L C I N E ? 15

ble. La historia morirá, sin duda, pero su supervivencia es probable mien­tras el relato siga siendo una forma admit ida (¿preponderante?) de la comunicación.

La medida de t iempo más sencilla es la datación. Durante largo t iempo, la historia no ha sido más que un esfuerzo por restablecer los datos correc­tos, por revelar las anterioridades y proponer encadenamientos auténticos. El encuentro con sociedades indiferentes a la noción de cont inuidad l ineal, la presión ejercida por otros tipos de investigaciones han conducido a los historiadores a reconocer en la cronología un instrumento útil para cal ibrar los efectos de superficie, pero demasiado rígido para captar las permanen­cias o los movimientos profundos que regulan la evolución de los grupos sociales. Si la duración sigue siendo el elemento fundamental al que se remite el trabajo histórico, se trata de una duración diversificada, de una articulación de " t i empos heterogéneos", t iempo indiv idual expresado en meses o en estaciones, t iempo de la producción mensurable según la orga­nización de los intercambios y la rapidez de circulación de los bienes, t iempo propio de las clases sociales, evaluado según la alternación de perio­dos de ofensiva y de momentos de retroceso. L a duración ha perdido su valor de escala abstracta, se desarrolla y se fragmenta según las prácticas de los grupos considerados. Ac to r , él mismo, en la historia de su época, que tiene del t iempo el uso prop io al medio en que evoluciona, el histor iador se pone en busca de las formas de duración copresentes durante o tra época o, en la misma época, en un círculo ajeno al suyo.

M E N T A L I D A D E S , I D E O L O G Í A : E N S A Y O D E D E F I N I C I O N E S

Para suorayar la importanc ia que atr ibuyen a estos puntos de vista diferen­tes, para relativizar.el t iempo según la'posición del grupo en cuestión, los historiadores recurren a términos nuevos: "visión del m u n d o " , "menta l ida­des' '.'"representación". L a eíeccíón de esas expresiones marca un esfuerzo de~renovación, pero a menudo oculta una gran incert idumbre. Si es inútil proponer definiciones universales para cada uno de los conceptos reteni­dos, al menos habría que precisar el sentido que se les da en una investiga­ción part icular. Considero indispensable indicar el empleo que haré de ellos en este trabajo. He descartado "vjsjóndeLmundo", ya antigua, inútilmente planetaria (¿para qué hablar del " m u n d o " ? ) , y ut i l izada con demasiada fre cuencia. Por lo que concierne a las mentalidades, al pr inc ip io se puede rete ner la aceptación común, que tiene por inconveniente mayor el ser casi exclusivamente una enumeración. " M e n t a l i d a d " designa, para empezar, un

16 ¿POR QUÉ E L C I N E M A T Ó G R A F O ?

material conceptual, un conjunto de palabras, de expresiones, de referen­cias, de instrumentos intelectuales (se habla a veces de "bagaje menta l " ) comunes a un grupo; se trata, en seguida, de las nociones que permiten delimitar los conjuntos sociales, del más próximo al más lejano, situarlos, considerar sus relaciones; por último, hay que incluir allí los mecanismos de intercambio, de transmisión y de transformación propios de la unidad social considerada. En resumen, se ordenarían en las mentalidades los ins­trumentos de intercambio que no son estrictamente materiales (aun cuando la distinción a veces sea difícil),Ja definición del espacio social y las reglas de traslación en el interior de este espacio. La naturaleza de las "represen­taciones" es menos clara aún: algunos designan con ese término lo que otros l laman mental idad; así se podría —y ésta es la solución en que yo me detengo— no ver allí más que un aspecto de las mentalidades, aspecto a menudo descuidado, por difícil de precisar, y sin embargo esencial, y que concierne a las "imágenes", la parte exclusivamente visual de las mental i ­dades; a las palabras, a las expresiones, a los útiles, se añadirían así las figuras y se descubriría, sin duda, que ocupan un lugar fundamental en las mentalidades. El cine nos obligará frecuentemente a regresar a este pro­blema.

• A u n con la explicación burda que hemos propuesto para "menta l ida­des", inmediatamente aparecerá una d i f i cu l tad: recurr ir a este término, ¿no es una manera de hacer corto c i rcui to en el concepto de ideología que, a la vez, está demasiado marcado políticamente y demasiado t r i l lado (se habla sin cesar de la ideología de los individuos, de los part idos, de las inst i tucio­nes, de la prensa, etc.)? Ideología fue, para empezar, la palabra ut i l izada para designar los sistemas de ideas; recientemente, el concepto desarro­llado por Marx y Engels en La ideología alemana ( "Las representaciones que se hacen los individuos son ¡deas, sea en sus relaciones con la natura­leza, sea en sus relaciones entre ellos, sea sobre su propia naturaleza" ) se ha impuesto de manera casi general; por tanto, hay que tomar la ideología en el sentido que el término recibe hoy : conjunto de explicaciones, de creencias y de valores aceptados y empleados en una formación social.

Las relaciones sociales nunca son Transparentes. Tanto menos lo son cuanto que impl ican grupos o clases con contornos móviles, en estado de confl icto atenuado o declarado, que ya se afrontan de manera directa, ya deben contemporizar. La ideología es, así, una retraducción de los sistemas relaciónales, utilizable en tiempos de crisis como en periodos de armist ic io ; evidentemente no es ajena a las relaciones efectivas, pero nos ofrece de ellas una visión deformada y amañada. En la medida en que la vida social

¿POR Q U É E L C I N E ? 17

se halla fundada sobre una desigualdad que, en último análisis, reposa en el recurso a la fuerza, la ideología es la serie de filtros a través de los cuales se encuentra just i f icada esta desigualdad, sin dejar por ello de ser reconocida. Di fundida por la prensa, la l i teratura, la escuela, es decir, por los canales cuyo domin io se ha asegurado la clase dominante, la ideología que circula en una formación dada es, necesariamente, la de la clase dominante. En ese sentido, la expresión tan corriente de "ideología dominante " frisa en el pleonasmo. Reconstruyendo la sociedad bajo una luz favorable a los intereses de la clase que detenta el poder, la ideología, impuesta a los demás grupos, asegura la comunicación entre clases en el seno de una formación social. Citemos de nuevo a M a r x : " L o s pensamientos de la clase domi-nantc también son, en toda época, los pensamientos dominantes: dicho de otra manera, la clase que constituye la potencia material dominante de la sociedad también es la potencia espiritual dominante" .

Estas dos nociones de ideología y de mentalidad no se recubren, por tanto, una a la otra^Lajdcología]es el discurso que una clase tiene sobre si misma, sus prácticas y sus objetivos; por extensión, se convierte en el discurso general, que las demás clases pract ican, modificándola eventual-mente, pero conservando lo esencial de sus implicaciones. Las mentalida­des, por lo contrar io , se diversifican y se distinguen según los medios. C o m o todos los grupos están unidos de cerca o de lejos al conjunto social, necesariamente part ic ipan en su ideología; mas la reinterpretan en función de las tradiciones, de los hábitos y sobre todo de las prácticas que les son propias. N o siendo muy clara la distinción, la ¡lustraré con un caso preciso. La historia, tal como la he definido antes, participa plenamente en la ideología: considerar el t iempo en forma de un desdoblamiento lineal a lo largo del cual se disponen los acontecimientos equivale a favorecer cierta forma de evolución: desaparecen los puntos de resistencia, los elementos que no se integran a una línea cont inua, lo inexplicable y lo complejo. Esta tutela de la duración, impuesta como modelo universal, es retomada por las clases dominadas. El caso más notable es, quizás, el de la clase obrera que se ha dado una historia escrita, "per iod izada" , div idida, según los cánones de la historia burguesa. Otros ejemplos menos visibles son también sor­prendentes: las crónicas familiares, cuidadosamente datadas, ordenadas siguiendo las fases de expansión de la propiedad terrena, que a menudo se encuentran en las aldeas: el domin io , las culturas, la vida de sus habitantes han sido "h is tor i zados" . En estos dos casos, el cuadro problemático es el que propone la ideología burguesa; pero los problemas considerados, sobre todo en el caso de los campesinos, provienen de la mentalidad propia del

18 ¿ P O R Q U É E L C I N E M A T Ó G R A F O ?

medio. Y, al lado del esquema cronológico, subsisten otras maneras de con­siderar el t iempo, como la canción, que a veces ha conservado, al lado de la historia, otra forma de memoria obrera o campesina.

La separación aqui propuesta sigue siendo demasiado abstracta, ya que trata de cerner la ideología o mental idad en su naturaleza part icular , y no en su relación con la evolución de las sociedades. Hace falta, pues, para precisar esas nociones, consentir en un nuevo giro. En una sociedad de cla­ses, donde el trabajo de algunos es explotado por otros, las divisiones sociales rara vez son perfectamente evidentes. Se necesitan circunstancias excepcionales, un enfrentamiento sin piedad, como la Comuna , para que se sepa a qué campo pertenece cada uno. De ordinar io , las distinciones son vagas; la clase dirigente, en part icular, es escenario de choques, de conflic­tos, de rivalidades de fracciones; así, unas prácticas cotidianas de lucha en diversos frentes, a la vez contra otras fracciones de la burguesía y contra las clases dominadas, prácticas que evolucionan a cada día y que son difí­ciles de describir con precisión, en parte son ocultas, en parte expresadas por el discurso ideológico.

Si se admite el enfoque aquí propuesto, habrá que condic ionar varias afirmaciones corrientes.

—Para empezar, la ideología no es simplemente una pantal la, una men­tira destinada a engañar a los explotados, no es conscientemente organizada como visión deformante de las cosas; si bien ignora ciertos proble­mas, integra otros que no necesariamente son secundarios; así, en una eco­nomía capitalista oblitera las relaciones de producción (los productores son, en pr incipio, iguales y en libre competencia), pero manifiesta otras contradicciones entre zonas y sectores desigualmente desarrollados, entre grupos opuestos que se disputan el poder político, entre dominantes y dominados. El análisis de las producciones ideológicas —especialmente de las películas— no puede dejar a un lado ni lo que se ignora n i lo que se revela.

—A menudo se ha presentado la ideología como un simple "e fec to " de la infraestructura económica. Hoy , parece reconocido que, dependiente del sistema de producción y de las relaciones sociales que le corresponden, sin embargo es "relat ivamente autónoma". La expresión es poco feliz; impre­cisa (¿hasta dónde se extiende la " re la t i v idad"? ) , no marca la interacción permanente establecida entre ideología y fundamentos socioeconómicos. En todo momento, según el estado de las fuerzas enfrentadas, según las alianzas provisionalmente establecidas, el enfrentamiento social se expresa en términos diferentes; el discurso ideológico refracta esta oposición,

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amplía ciertos aspectos, reduce otros. Pero la interpretación as! puesta en relieve se convierte en la que circula, la que se debate y a propósito de la cual nuevamente hay choques; las cuestiones candentes, realmente implí­citas en el conjunto de la situación, pero desplazadas, transferidas de la periferia al centro, se convierten en juego pr ior i tar io . La retraducción ideológica entraña una modificación del lugar de enfrentamiento, por una revaluación de lo que está en juego y una nueva distribución de las partes opuestas. La ideología parece entonces el ejemplo en que se traducen en ideas, en palabras y en programas las oposiciones existentes entre clases sociales, y donde esta transcripción opera como fuerza de reorientación.

—Las sociedades de estructuras relativamente sencillas acaso hayan visto desarrollarse, sobre periodos bastante largos, ideologías coherentes, orde­nadas, capaces de englobar todos los grupos y todos los aspectos de la existencia. La extrema dispersión ligada al auge del capital ismo, la trans­formación constante del sistema de producción, la coexistencia de sectores técnica y financieramente heterogéneos entrañan, en los países industriales, diferencias que hacen inconcebible una unificación ideológica. En nuestras sociedades no hay una ideología, y la ideología no es sino una entidad abs­tracta que recubre un número considerable de manifestaciones diversas. Querer definir " l a ideología de la burguesía", " l a ideología del cap i ta l i smo" es empresa un poco vana. E n j m mismo momento, en una misma forma­ción, se desarrollan expresiones ideológicas que pueden ser concordantes, paralelas o contradictorias. El lo se percibe pronto al examinar los puntos de vista expresados a propósito de la institución escolar; puesta en relieve por los acontecimientos de 1968 y por la movilización de los liceos en los años siguientes, la crisis de la escuela se ha convert ido en objeto de discur­sos ideológicos que se organizan por turnos y , contradictor iamente, sobre modos opuestos, v iniendo un grupo, según la oposición que ocupa en el campo de las fuerzas sociales, a cr i t icar una escuela inadaptada a las nece­sidades del presente, y después a defenderla contra quienes desean supri­mir la . El conjunto de las formas de intercambio y de comunicación de un periodo dado constituye un material ideológico pero, a menos que nos con­tentemos con generalidades sumamente pobres, no descubriremos, pro­piamente dicha, una ideología de esta época. A | t ra tar ciertos elementos^ tomados en es.te conjunto —aquí, de las películas—, sólo se aclaran, pues, fragmentos de una total idad inconstituible. Toda producción intelectual no es, en definit iva, sino una expresión ideológica part icular .

—Las expresiones ideológicas no son, por tanto , formas aisladas, que flo­tan unas al "lacló dé "otras. Entre ellas existen simil i tudes; la fuerza de la

I

10 ¿POR QUÉ E L C I N E M A T Ó G R A F O ?

• late dominante se revela menos a través del contenido de cada manifesta-i ion que a través de su organización interna. Resulta definit ivo el ejemplo de la historia, evocado antes: de un grupo al o t ro , los datos cambian, los factores puestos en relieve se diversif ican, los valores se desplazan, pero el ordenamiento del relato y su ley de composición siguen siendo idénticos. I OS "cuadros ideológicos", es decir, las categorías que sirven para separar y reorganizar el campo de observación elegido, pesan de manera determi-

9> nantc. Partamos otra vez de una experiencia concreta: allí donde existen ,g| circuitos cerrados de televisión, unos grupos de aficionados han tratado de

producir una "contra-información" que respondiera a los boletines oficiales de información. A menudo, los lemas, las afirmaciones y los juic ios se opo-

t nen a los de la televisión, mientras que la elección de los acontecimientos, su presentación y su tratamiento filmico permanecen cercanos al modelo que pretenden contradecir. Trabajando para ellos solos, los realizadores

i # disfrutan, sin embargo, de completa l ibertad, y ningún freno político ni j £ material explica su t imidez; de hecho, parecen incapaces de amojonar la

actualidad, de verla, de tornar su medida con instrumentos diferentes de los que ya se han ut i l izado; la determinación de los sujetos, la puesta en fo rma

t de las secuencias se operan en cuadros preformados, cuya pesadez com­pensa las libertades tomadas con la fotografía o el comentario. Periódico y contra-periódico hablan de diversa manera, pero de las mismas cosas,

4 1 y dejan subsistir las mismas lagunas. I —Contradictoria, dispersada, parcialmente incoherente, la ideología —es

decirT^JrecísemosIe ahora, el conjunto de las expresiones ideológicas pro-^ pias de una formación social— sigue siendo jndispensable a la clase domi -

~lH nante. Esta necesidad se aclara cuando la colocamos en la perspectiva del sistern^hegemóni^o^xpuestp por Gramsc i : la supremacía de una clase, y con mayor razón de una fracción de clase, no puede reposar duradera-

nK§ mente sobre el simple empleo de la fuerza; también supone recurr ir a instrumentos morales, intelectuales, que le aseguran una dirección de la opi­nión. " E l ejercicio normal de la hegemonía está marcado por la combina-ción de la fuerza y del consenso que se equi l ibran diversamente sin que la

i<£ fuerza sobrepase en mucho al consenso." Sin embargo, el consenso no es el acuerdo perfecto, ía comunión de los espíritus. C o m o también lo ha obser­vado Gramsci , " e l hecho de la hegemonía presupone que se tengan en

Uto cuenta los intereses y las tendencias de los grupos sobre los cuales se ejer-u | cera la hegemonía, que se const i tuya cierto equi l ibrio de compromiso, y

que el grupo dirigente haga algunos sacri f ic ios". Por tanto , es evidente que se producen conflictos tanto en el campo ideológico como en la esfera de

¿POR Q U É E L C I N E ? 2 1

las relaciones de producción. El dominio ideológico, lugar de contradiccio­nes, sigue siendo un terreno de encuentro, lo que Gramsci l lama un "ce­men to " social: se trata de una manera común de definir las oposiciones, de desarrollarlas, de buscar su solución. La ausencia de dirección ideológica significaría, para el grupo dominante, la incapacidad de establecer una rela­ción, aun antagónica, con los grupos aliados o adversarios, y la obligación de no emplear más que la violencia para mantener su poder. Numerosas investigaciones han mostrado el papel decisivo de los "aparatos ideológicos deMEstado", del conjunto de los instrumentos controlados por el Estado —y por tanto, al menos indirectamente por la clase dominante— y en particular de la escuela en la perpetuación de los cuadros ideológicos. A l lado de estos aparatos, se han estudiado poco otros sistemas de difusión ideológica, como la prensa, el deporte —al menos en su aspecto competit ivo y comer­cial—, las horgs j jbres y el cine. En este plano, sigue siendo considerable el trabajo que aún falta realizar.

Según la definición aquí propuesta, la ideología sería el conjunto de los medios y de las manifestaciones por los cuales los grupos sociales se defi-nen, se sitúan los unos ante los otros y aseguran sus relaciones. N o existiría una ideología, sino solamente expresiones ideológicas, entre las cuales se contarían, hoy, las películas. Las diferentes proposiciones antes evocadas indicarían los grandes l inejmientos d e j a investigación: el papel de la pro­ducción cinematográfica en la perpetuación de una instancia ideológica, la fuerza de inculcación de los modelos filmicos, el lugar del cine en la puesta en evidencia o en la tergiversación de los conflictos.

Sin embargo, no basta con detenerse allí. La ideología, difractada a t ra-vés de numerosas expresiones rara vez concordantes, no es asimilada de inmediato por quienes la reciben. EsJUtrada, reinterpretada por las men­talidades. Volvemos a un concepto antes evocado, después abandonado. Los estudios dedicados a este problema nos han aportado excelentes ejem­plos de actitudes mentales, pero rara vez se ha propuesto una definición teórica que repose sobre o tra cosa que una acumulación de elementos y de cali f icativos. El concepto de mentalidad sigue siendo un concepto abierto, cómodo por su imprecisión, que se presta a diversos enfoques. A u n es posi­ble escoger una acepción part icular, y esto es lo que haré designando con este término l a j n a n e r a en que los individuos o los grupos estructuran el mundo de t a l modo que encuentren allí un lugar y puedan dirigirse a él.

A lo largo de su existencia, el hombre debe situarse ante lo que no es él, y determinar su lugar en ese campo de relaciones y de oposiciones: el un i ­verso social. Esa marcación no es espontánea, n i entregada al azar de las

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circunstancias. Desde la infancia se operan, por turnos o simultáneamente, distinciones entre la persona y la circunstancia, entre el medio inmediato y el medio lejano, entre el grupo pr imar io y los demás grupos, etc. La instan­cia privilegiada en que interviene esta diferenciación inicial es frecuente­mente la familia inmediata, pero también puede tratarse de la familia genera!, de la comunidad de trabajo, de la aldea o de cualquier o t ra forma de ambiente. De todas maneras, ese lugar es atravesado por lineas de fuerza (alianza, asociación, neutral idad, antagonismo ante otros lugares homólogos) resultantes de la posición que ocupa en la sociedad global. La unidad de referencia queda, en particular, impl icada en las relaciones de producción; sus miembros están sometidos a ciertas políticas que concre­tan su modo de inserción en la sociedad: la pertenencia a una clase, a una fracción de esta clase, el alejamiento por relación a las otras clases y , even-tualmente, la hosti l idad son así vividas, aceptadas, sin necesidad de ser enseñadas; el comportamiento de los adultos designa las series de oposicio­nes a través de las cuales el medio asegura su ident idad; por intermedio de ellas, el niño adquiere a la vez un sistema estructurante y un punto de vista que le permitirán seguir una conducta adaptada.

Considerar las mentalidades como virtualidades estructurantes^nacjdas de una experiencia concreta, adaptables a las incitaciones llegadas^ del exterior y capaces de engendrar actitudes nuevas no causará, sin duda, grandes objeciones. La importancia , sin embargo fundamental , del " p u n t o d e ^ v ^ t a " quizás parecerá menos evidente. El_ observador teóricamente ajeno considerará una formación social como una imbricación de fuerzas que se definen en función las unas de las otras, según su posición relativa y según sus capacidades de ofensiva o de resistencia; mas todo conjunto par­t icular situado en esta formación favorece su punto de vista o, más exacta­mente, redefine en torno de sí mismo la combinación de las fuerzas opues­tas. La estructura queda así completamente excentrada, se distr ibuye en torno de uno de sus elementos, que asi se convierte en el polo. Este "e tno-centnsjrno" es un componente esencial de las mentalidades; ayuda a com­prender las distancias considerables que separan las diversas mentalidades de una misma sociedad. Decir que un banquero y un obrero captan de diferente manera una situación idéntica es una tr iv ia l idad. Sin embargo, hay que precisar que lo que separa sus opiniones no es esencialmente cues­tión de información, o de " v i v enc ia " ; y en la disposición estructural de cada uno de estos hombres, constelación específica, un dato semejante no ocupa el mismo lugar, no está atado a los mismos factores, no entraña los mismos desplazamientos.

¿ P O R Q U É E L C I N E ? 2:1

Para el estudio sociológico del cine, el " p u n t o de v i s ta " no es indiferente. La atención prestada a ios filmes y la sensibilidad a su contenido ideológico \ varían de un medio a otro , según las readaptaciones, las redistribuciones de ' la materia fílmica realizadas por los espectadores. Esta evidencia ha sido en gran parte desconocida hasta la actual idad. La mayor parte de las encues­tas : sobre_eJLpúblico cinematográfico se han efectuado como si afectaran a una_población homogénea; se ha interrogado a los sujetos sobre su profe­sión, sus ingresos, su alojamiento, 'en suma, sobre su condición, y se han repartido las opiniones emitidas según las categorías socioprofesionales. Pero, siendo las preguntas las mismas para todos, el resultado obtenido es, en el mejor de los casos, la opinión de diversos estratos así aislados sobre el cuestionario. El único avance interesante partiría de preguntas elaboradas según el punto de vista de cada grupo : a falta de semejante material , no podremos más que plantear preguntas a propósito del papel desempeñado por las mentalidades en la receptividad al eme.

Se produce un acontecimiento, se presenta una situación: en cada sector del conjunto social interesado se les mide, se les transcribe, son objeto de una definición que permite a los miembros del grupo comunicarse a propó­sito de ello. Esta retraducción varía según los medios util izados para perci­bir y expresar el cambio. Algunos instrumentos son comunes a toda una sociedad, otros pertenecen a un círculo más l imi tado : tales instrumentos caracterizan la mental idad del círculo considerado. Las mentalidades engloban asi el bagaje intelectual característico de las diferentes subdivisio­nes de la sociedad, es decir, no solamente las palabras, las expresiones específicas, las formas de locución, sino también las actitudes, los modos, los rituales, los símbolos. A f lado de este material específico existe otro material teóricamente indiferenciado para el conjunto de la formación social, en realidad diversamente coloreado según los grupos o los actores. Aquí encontramos el cine. Las películas se dirigen indistintamente a todos los medios (reconozcámoslo provisionalmente: más adelante habremos de corregir esta impresión), pero las configuraciones de signos que proponen son recibidas e interpretadas de manera part icular en cada grupo. Las rnen-tah'dades inducen modos de percepción; los elementos aceptados por un círculo dado se integran, a su vez, entre los componentes de su mental idad. Ciertos medios de expresión —diálogos, comentarios, música— no pertene­cen, como cosa propia, al cine. Veremos ulteriormente cómo se puede abor­dar esta total idad —imágenes y sonidos imbricados, que se desarrollan los unos en función de los otros— que es una película, pero por el momento no-, l imitaremos a un campo más restringido: la presentación, en una pantalla

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grande o pequeña, de combinaciones de imágenes, ¿tiene importancia para el que "se interesa en las mentalidades? i

M E N T A L I D A D E S Y R E P R E S E N T A C I O N E S

Volvamos al problema de las representaciones, lo que va a entrañar —el esfuerzo de clarificación tiene este precio— un nuevo giro. La comunica­ción se establece en las sociedades humanas por medio de sistemas de sig­nos. Ningún intercambio, por rudimentar io que sea, se l ibra de esta regla: trocar una cosa contra otra ya es dar la primera " p o r " la segunda, hacer de una el signo de la otra. El signo remite, eventualmente, a un objeto definido, concreto: "este l i b r o " , el l ibro que el lector tiene en la mano, que aborda las relaciones de la historia y del cine. Semejante relación objeto-signo, operante en el caso de una designación directa, estalla desde que el mensaje se diversif ica; "¿tiene necesidad del cine la h is tor ia?" : " h i s t o r i a " , " c i n e " , no se refieren a ningún dato aprensible; no son objetos sino nociones, espe­cie de encrucijadas en medio de vastos sistemas relaciónales. Se abandona el dominio del signo, relativamente formalizable —ocho letras reunidas según un orden culturalmente dispuesto forman la palabra historia— para entrar en el de la significación; " h i s t o r i a " es signo en la medida en que constituye la apelación convencional del discurso historiográfico; es igual­mente " sema" , es decir, elemento de significación, cuando aparece en una cadena significante en la cual da cierta inflexión (el mensaje seria diferente con ot ro signo) y que le confiere un sentido determinado (que cambiaría en otro contexto).

Toda noción se expresa por un elemento significante, por un sema. ¿Qué se encuentra tras ese sema? Es difícil responder con precisión: se sugerirá, de manera aproximat iva, que hay definiciones, descripciones, caracteriza­ciones, imágenes. Se podría —esto es lo que yo propongo— l b m a r "repre­sentación" a la total idad de los datos actuales o virtuales que subtienden una noción. Así pues, una representación no sería una realidad observable, sino un conjunto teórico del que no conoceríamos más que ciertas manifes­taciones exteriores. A toda noción corresponderían así un sema y una representación. Concretamente, la noción de cine reuniría por una parte una designación, empleada en la producción de mensajes; por otra par­te una representación que reconstruiríamos, de manera necesariamente incompleta, a través de las indicaciones verbales (relatos, descripciones, explicaciones) y a través de las imágenes.

Se preguntará si es necesario compl icar hasta este punto el enfoque

¿ P O R Q U É E L C I N E ? 25

teórico y si no es mejor l lamar "representación" a todos los datos de que se dispone sobre una noción particular. Ello sería olvidar que una noción no se reduce a lo que de ella se dice o se muestra. Sobre todo, ello sería crear un callejón sin salida en la relación entre mentalidades y representaciones. En una sociedad como la nuestra, la palabra " c i n e " es de uso casi univer­sal, la mayor parte de las definiciones y de las imágenes que se clasifican bajo la rúbrica " c i n e " pertenecen a un fondo común casi interclasista. Sin embargo, ¿quién afirmaría que las representaciones del cine son idénticas en todas las clases y todos los medios? Los mismos términos se reagrupan, se organizan, en una palabra se integran a una representación dist inta de un grupo al otro. Desde el punto de vista metodológico, la distinción sigue siendo, pues, útil.

Cinc y televisión no aportan un simple complemento a las fuentes generalmente empleadas para estudiar las representaciones: su intervención corre el riesgo de modif icar el enfoque histórico en este dominio . Evidente­mente, se les aplica sin di f icultad una problemática clásica (¿qué represen­taciones se transparentan en la producción cinematográfica de una época o de un espacio cultural? ¿Qué imágenes, una vez operados los filtrados y las redistribuciones propias de cada grupo, se integran a las representaciones? ¿En qué medida la televisión, a fuerza de jugar con las repeticiones, impone ciertas representaciones al conjunto de una sociedad?) Pero nos vemos también llevados a enfrentarnos a preguntas nuevas. N o evocaré aquí más que una sola, la más importante sin duda, a la que habremos de volver. Uj ia npdcm se vuelve cern¡b|e en la medida en que se apoya sobre la pareja sema-representación. Sin embargo, ¿no existen representaciones que se for­man, evolucionan, c irculan en una formación social y ejercen allí una influencia, sin traducirse nunca en expresiones significantes? A l lado de lo que se dice, sobre lo cual nos informan los textos, ¿no hay que dejar un lugar a lo " n o d i cho " , y el cine no es, a este respecto, un documento privile­giado?

C o m o sólo estamos en los preliminares, y como está muy lejos de haberse alcanzado el acuerdo sobre todos esos temas, deseo tratar de situar mejor las hipótesis de part ida, apoyándome en un caso preciso, exterior al domin io cinematográfico, que aclara la articulación mentalidades-representaciones. Se trata de una aldea lombarda de cerca de mi l habitan­tes, situada 30 kilómetros al sur de Mantua . En mitad de unas zonas de gran cul tura abierta, la aglomeración aparece, cuando se llega allí, como un bloque cerrado. El sentimiento de una indiv idual idad local es bastante mar­cado: la aldea tiene una frontera, invisible pero presente; más allá están los

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campos: después, muy lejos, otras localidades, a las que sólo se va en caso de necesidad. La vida comunitar ia es débil: se l imita a las ceremonias familiares, que implican intercambios y recepciones, y a las celebraciones religiosas. Entre los que trabajan la tierra, las distinciones exteriores se reducen a poca cosa: vestimentas, horarios y preocupaciones son idénticos. Unidas las unas a las otras, las casas están todas cerradas a la calle por las mismas fachadas austeras, la disposición cuadrada de los edificios impide echar una ojeada a los patios, al material , al aspecto de los hogares. Cierta­mente, hay granjas grandes y pequeñas, y todo el mundo sabe quién es obrero, quién tiene un buen ingreso; pero esas diferencias, cuidadosamente disimuladas, no influyen ni sobre los encuentros, por lo demás breves, ni sobre las conversaciones. Se creería, pues, que se trata de una yuxtaposi­ción de células autónomas que no establecen entre ellas ningún sistema de comparación. En realidad, la cuestión es solamente encontrar dónde se manifiestan los contrastes. Apenas pueden intervenir en la actividad eco­nómica (los productos de la t ierra, consumidos en la granja o vendidos, no dan lugar a ningún circuito interno), y se remiten a la única práctica a la vez generalizada y pública: la religión. La propia iglesia, gigantesco edifi­cio, verdadera catedral debida a la generosidad de un obispo nacido antaño en la aldea, es demasiado impresionante, demasiado ajena al grupo para permitirle expresarse. El verdadero lugar comuni tar io es el nuevo cemen­terio, instalado casi al margen de la aglomeración. Las tumbas, todas de piedra, están admirablemente cuidadas: ni el material ni las flores ni el cui­dado parecen sugerir tampoco aquí diferencias. Pero la organización del espacio revela una división fundamental : hay tumbas en el centro y tumbas a los lados. Cont ra los muros, se alinean las tumbas de las familias de las que ciertos miembros, que se fueron para entrar en la política, en la admi­nistración, o para ejercer funciones liberales, desearon, sin embargo, ser enterrados en la aldea; nada indica que se trate de los más ricos, pero sólo las familias acomodadas dan a sus hijos el medio de seguir sus estudios y después de encontrar una función, o un oficio independiente en la ciudad. En mitad del cementerio se agrupan los monumentos de las familias que no han guardado nexos con sus emigrados: aquí, los muertos son verdaderos aldeanos. Así, la repartición de los difuntos traduce la separación entre los que no salen nunca y los que se vuelven hacia el exterior. N o se trata de una oposición antigua, sino de una estructuración reciente. Hasta la U n i ­dad, la aldea permaneció sometida a dominaciones lejanas, mal conocidas, la de los Gonzaga, después la de Austr ia y , más estrechamente, la de los grandes propietarios eclesiásticos o laicos. El enorme sentimiento de aisla-

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miento, de extrañeza con relación a un medio más o menos hosti l , cuyos rastros aún se advierten hoy, se ha desarrollado sobre esta base.1 Después de 1860, el enriquecimiento de algunos grandes terratenientes ha creado una brecha que la mental idad tradicional ha logrado ocultar. En su mayoría, los cultivadores han seguido comprando —muy poco, por cierto— sólo en la aldea, recibiendo un salario en la región, vendiendo en el lugar sus pro­ductos excedentes; una minoría ha establecido intercambios con el exterior, y enviado a sus hijos a las escuelas urbanas. En la misma época, el antiguo cementerio pareció demasiado estrecho, y se ha buscado o t ro . La lógica, sólo la lógica, ha sido invocada para colocar en el contorno las tumbas más altas y las más grandes (también las de los más ricos); la distribución del espacio mor tuor io , traducción simbólica de una nueva división social y de otra relación con el mundo, ha sido racional izada; sin embargo, ha subrayado vigorosamente —y al mismo tiempo ha desplazado— los cam­bios nacidos de las transformaciones económicas. Desde hace un decenio, la bipartición ya no es tan neta: la población decrece, todas las familias, aun las más pobres, establecen lazos con el exterior, la instalación de los pequeños talleres aporta algunos empleos, el comercio se ahoga, los vehícu­los de motor , y ta l vez también la televisión reducen las distancias rom­piendo el aislamiento. U n decenio más y se podrá medir el efecto de esos trastornos sobre las mentalidades, y ver qué papel han desempeñado las imágenes televisuales.

Las mentajidades nos han aparecido, así, como el sistema y los instru­mentos que un grupo humano se da para transcribir , mediante símbolos, discursos, ritos, las relaciones y los contrastes a través de los cuales evolu­ción a.. Entre esos útiles, el observador pronto nota el papel considerable de las configuraciones visuales. La importancia de los nexos familiares —úni­cos unánime y abiertamente reconocidos— queda subrayada en nuestra aldea por eLji¿mero importante de fotografías. L a cont inuidad de las generaciones se lee a través de los clichés que hacen sensible un parentesco que la muerte o el alejamiento ha vuelto bastante teórico. La costumbre de guardar y de exponer retratos se ha extendido desde hace más de medio siglo, mucho antes de que el material fotográfico fuera accesible a los cam pesinos; no responde a una moda reciente, sino, antes bien, al deseo de fijar, por una marca evidente, una relación que sin ella se volvería abs tracta. El gruBQjfajPiliar conf i rma Su existencia a .través de unaJmaRcn. El caso de la iglesia es igualmente notable: la Iglesia espiritual está represen tada por la iglesia-monumento, edificio excepcional, cuya grandeza y majestad se sobreimponen a la idea que los feligreses pueden hacerse del

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cuerpo de creyentes. En un examen más minucioso, nos damos cuenta de que los tres pilares de la organización social de la aldea, al menos hasta un periodo reciente, es decir, la iglesia, la famil ia, y la división de las activida­des económicas, se han confundido con tres imágenes: una fachada, unas fotografías, una figura geométrica (el rectángulo del cementerio, con su barda); en ese estadio, las representaciones bien parecen informadas por las mentalidades.

Las representaciones tienen como fuente, al menos parcial , las percep­ciones visuales; se transmiten a través de imágenes: en los dos extremos, constitución y perpetuación, se descubre la intervención de la mirada. Lo que muy pronto se manifiesta en la escala de una comunidad l imitada corre, sin embargo, el riesgo de parecer difuso, inasible, cuando se consi­dera un conjunto extenso, por ejemplo una nación. Es aquí donde hay que tomar en cuenta la aportación del cine y de la televisión. U n discurso, un programa, un artículo de prensa sólo son legibles para un público cuyo mismo idioma emplean: asimismo, para encontrar espectadores, una pelí­cula debe combinar imágenes accesibles a quienes la contemplan.TLa pan-,; talla revela al mundo, evidentemente no como es, sino como se Te corta, como se le comprende en una época determinada; la cámara busca lo que parece importante para todos, descuida lo que es considerado secundario; jugando sobre los ángulos, sobre la profundidad, reconstruye las jerarquías y hace captar aquello sobre lo que inmediatamente se posa la mirada.^ La pintura, la estampa, la fotografía aportaban ya en este domin io indicacio­nes preciosas, pero sólo concernían a un medio l imi tado ; el cine ensancha el campo, que la televisión extiende a una dimensión aún más vasta. Las dos pantallas no sólo uti l izan las imágenes aceptadas por una sociedad; también crean otras nuevas. A l lado de las series visuales ya admitidas aparecen otras visiones, visiones de fuerza, de violencia, de guerra, de miseria que, retomadas, remodeladas de una película a o t ra , se convierten en las referencias implícitas de los semas empleados en la comunicación. Mediante el cine, y más aún mediante la televisión, se difunden los estereo­tipos visuales propios de una formación social. U n estudio de las mental i­dades no podría desdeñar el material (palabras, expresiones, conceptos, imágenes) con el cual éstas trabajan, y los medios de expresión audiovisual nos permiten, sin duda, aclarar un aspecto del problema, revelando lo que son las representaciones, y cómo se forman. La investigación está en sus comienzos, sigue siendo vacilante, pero lo que está en juego basta para que nos interese saber por qué vías habrá de avanzar.

¿POR QUÉ E L C I N E ? 2 9

D I F I C U L T A D E S D E L E C T U R A : 1) E L P E S O

D E L A A F E C T I V I D A D

Parece fácil explicar lo que el historiador podrá encontrar, sin duda, en el cine'o ante la televisión. Los obstáculos aparecen cuando se pregunta desde qué ángulo enfocará el fi lme, y cómo analizarlo. El propio objeto es des­concertante. Un l ibro , un grabado, un instrumento tienen un contorno, una apariencia que ayuda a tomar la medida; el filme no es más que una pila de rol los, indiscernible de la pila vecina; en varios millares de metros de pelí­cula (3 kilómetros para una película de duración media) están impresas imágenes y señales: imágenes demasiado minúsculas, demasiado numero­sas para poder verlas en la película, y señales incomprensibles en s! mis­mas. Cuando se termina un l ibro , volvemos a ciertas páginas, volvemos a una frase, a una palabra, todo el t iempo que deseamos. El filme no ofrece esta toma inmediata; sólo se convierte en manifestación sonora y visual pasando por un aparato que agranda las imágenes, las hace sucederse lo suficientemente rápido para dar la ilusión del movimiento , y transforma las señales ópticas en sonidos audibles. El proyector g ira; signos y señales, pertenecientes a sistemas dist intos, agreden en conjunto al espectador que no tiene t iempo, como lo haría si se ocupara de un texto escrito o de un cuadro, de escoger los elementos que le interesan, de fijarse en ciertos pun­tos, de retomar lo que no ha captado bien; sumergido entre ruidos e imáge­nes, atrapa lo que puede; después reconstruye, apoyándose sobre impresio­nes ya semiborradas, lo que le parece que constituye la línea dominante del filme. A l término de una función de cine, cada quién reúne lo que le ha quedado presente en el espíritu, y da su "interpretación", sin preguntarse siempre en qué medida su información previa, su capacidad actual de aten­ción y sus deseos han orientado sus percepciones. Es curioso notar que las discusiones sobre cine generalmente se malogran, por falta de un entendi­miento previo sobre los métodos y sobre el objeto del análisis filmico. Las " l e c tu ras " de filmes rara vez son completamente falsas, y casi nunca satis­factorias: partiendo de presupuestos implícitos, reposan sobre una selec­ción arb i t rar ia de argumentos o de indicios, de los que se olvida decir en torno de qué sistema preconstruido están organizados. Tomemos un filme sobre el cual se ha dicho y escrito mucho, Ladrones de bicicletas. U n desempleado ital iano ha encontrado un trabajo que requiere el uso de una bicicleta; le roban la bicicleta; él la busca por toda Roma y no la recupera. Yuxtapongamos algunos comentarios. El filme:

—Muestra cómo el desempleado, excluido de los circuitos de trabajo, no

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llega en ningún caso a integrarse a ellos y se ve arrastrado por un meca­

nismo inexorable; —Centra la atención sobre puntos secundarios, como la posesión de un

instrumento, y deja a un lado las causas profundas, el mecanismo del desempleo;

—Subraya la solidaridad de los explotados ante las dificultades de la vida

cot idiana; — A l mostrar la vuelta del desempleado a su medio famil iar, no deja n in­

gún lugar a la unión de los explotados contra los explotadores; —Denuncia la carencia de las instituciones sociales y de la Iglesia; —Marca tan sólo los aspectos caricaturescos de las instituciones sociales y

de la Iglesia, sin poner en duda su papel en la perpetuación de las injusticias. N o habría ninguna di f icultad en prolongar, más de una página entera,

estas opiniones, contradictorias de dos en dos. Lo interesante es que nin­guna de ellas es completamente arb i t rar ia ; buenos argumentos, todos ellos evidentemente fragmentarios, mi l i tan en favor de cada interpretación, lo que quiere decir, ora que el filme está at iborrado de contradicciones, ora que un ju i c io global sigue siendo parcial , incompleto, ni verdadero ni falso, y por tanto sin gran valor. Las dos proposiciones no parecen, por cierto, exclusivas la una de la otra.

Pocos espectadores relativamente advertidos —y los que discuten a pro­pósito del cine son siempre más o menos advertidos— se imaginan también que la película muestra " l a rea l idad" , revela " las cosas tal como son" . N i siquiera las fotografías tomadas de improviso, en un lugar cualquiera, reproducen el mundo exterior en todas sus apariencias: el marco del visor aparta un fragmento de lo que es cont inuo; hace " p r e sa " de un segmento de espacio, y después integra esta pieza en medio de una serie de otras vis­tas: al aislamiento arbi trar io del campo del imitado por la cámara viene a añadirse la intervención del montaje, es decir, el conjunto de los efectos de contraste, de complementariedad, de acentuación, que entraña la sucesión de varias imágenes. Todo el mundo tiene conciencia de ello; sin embargo, es muy raro que un público cualquiera no se deje embarcar, aunque con reticencia, en el movimiento de un filme. N o se podría entonces l iquidar con una sola frase el ojo ingenuo, la mirada marav i l lada; puesto que estos dos desempeñan su papel, tratemos de comprender a qué corresponden.

El problema, para nosotros, en el punto en que estamos no consiste en saber en qué medida el cine influye, de manera insidiosa y profunda, sobre una parte de la población, casi podría decirse de toda una formación social. No estamos considerando por el momento más que las opiniones abierta-

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mente expresadas a propósito de películas. A l término de una proyección, los espectadores emiten casi siempre un ju i c i o g lobal : "Está bien; es estú­pida; me ha gustado mucho ; me ha parecido mediocre" . Después vienen las justi f icaciones; se apoyan sobre observaciones a menudo finas, intere­santes, pero que no necesariamente conf i rman la declaración inicial . En una palabra, las observaciones del detalle se yuxtaponen a una impresión general; los espectadores han sido sensibles a aspectos particulares del filme, seleccionando cada uno imágenes o pasajes distintos, y también han experimentado sentimientos bastante poderosos de adhesión o de rechazo; como estas reacciones inmediatas son fáciles de recoger han sido larga­mente estudiadas, gracias, en part icular, a grabaciones hechas después de las funciones de cine-club o de cine educativo. Así se ha observado que las personas son extremamente sensibles a lo que conocen y se fijan en puntos minúsculos cuando se trata de un domin io que les es famil iar; por otra parte, el público se ve tanto más llevado a considerar simultáneamente varios pasajes o diversos elementos del filme, a confrontar unos a otros, a proponer una vista de conjunto, si ha recibido una mayor formación escolar o universitaria. Los historiadores no constituyen una excepción a estas reglas. Pueden mostrar una vigi lancia punti l losa a propósito de los anacronismos o de los errores, sin preguntarse si los olvidos que han notado alteran no la " ve rdad histórica" sino sencillamente la organiza­ción del filme; se ven tentados a tomar las cosas desde lo alto, a hacer una síntesis, aun después de una sola visión; por último, como todos los espec­tadores, explican, defienden la impresión que han resentido. ¿A qué corres­ponde, pues, esta reacción global de casi todos los espectadores? La evolu­ción de un debate consagrado a Camaradas acaso nos permita responder. El filme narra una huelga ocurr ida en T u r i n a finales del siglo x i x . Después de una proyección, un histor iador se constituyó en campeón de esta pelí­cula ; apoyándose sobre varios ejemplos, bastante poco precisos, se dedicó a mostrar la autenticidad de la t rama y de la presentación de los persona­jes; acosado a preguntas, acabó por dar sus referencias: se trataba de los recuerdos de Turín que varias veces había oído contar a su abuelo. La proyección le había recordado sus impresiones de infancia, y el placer que había experimentado le hizo considerar excelente el filme y , por ello, defen­derlo. Es raro que los interesados acepten llevar tan lejos su propio análisis y, por lo demás, las cosas no siempre pueden ser así de claras; mot ivacio­nes variadas entran en la cuenta: adaptación física a la atmósfera part i cular de la sala de espectáculos, simpatía o antipatía hacia los personajes, que puede llegar a la identificación; vago reconocimiento de los lugares o

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de las circunstancias; lo esencial es que, en la mayoría de los casos, la recepción dada a un fi lme, al menos en su pr imera visión, se ve gobernada por reacciones fundamentalmente afectivas; la ciencia de los detalles y el

I uso de las generalidades intervienen posteriormente, para encontrar justi.fi-j | caciones a la emoción ¡nicialmente sentida. Tales caprichos son casi inevi­

tables. La única manera de no dejarles dominarnos por completo es acep­tarlos sin duda, analizarlos y tenerlos en cuenta en el trabajo consagrado a las películas.

D I F I C U L T A D E S DE LECTURA: 2) L A S FALSAS EVIDENCIAS DE LAS IMÁGENES

¿Es posible ir mucho más allá y tratar de el iminar toda forma de emotiv i ­dad? Por ejemplo, después de un número suficiente de proyecciones, ¿se puede hacer la separación entre lo que va dir ig ido tan sólo a la sentimen-talidad de los espectadores, que, entonces, no tomaremos en cuenta, y lo que es puramente in format ivo , y por tanto mensurable y verificable? Seme­jante investigación me parece sumamente arriesgada y en cierta medida incompatible con un estudio del cine. Como la tentación existe, es nece­sario abordar este punto, y ver bien lo que aquí está enjuego. Nuevamente, partiré de una experiencia concreta; se trata de los debates celebrados con un grupo de estudiantes al término de varias proyecciones de Ladrones de bicicletas. Los espectadores habían aprendido a dominar sus primeras impresiones; se resistían a toda forma de identificación con el desempleado o con su h i j o , y se co locaban a d istancia respecto de una t r a m a cuyos hilos no tenían dif icultad en desenredar. Después de haber analizado y cr i ­ticado el contenido ideológico del filme, unánimemente se declararon impresionados por la " v e r d a d " de ciertas imágenes. Según ellos, había, por una parte, una historia un poco pesada, muy llena de detalles, y cargada del lado de los valores familiares; y , por. otra parte, fotografías que ofrecían un gran valor documental : inmuebles mult i famil iares, colas de desemplea­dos ante una oficina de colocaciones, trámites del Monte de Piedad, vida en los barrios populares de Roma. N inguno de esos datos particulares les aportó una revelación, pero contemplando las imágenes, encontraban una confirmación de lo que ya conocían. El estudio de las estadísticas, la lec­tura de los informes oficiales y de la prensa, los testimonios de los desem­pleados les habrían enseñado más cosas sobre los orígenes, el desarrollo, los efectos de la falta de trabajo y sobre los dramas sociales de la post­guerra; sin embargo el filme, como hería su vista, les parecía más seguro, mas "creíble", menos " l ib resco " .

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Sin tratar de generalizar apoyándonos en un solo caso, podemos hacer algunas observaciones a propósito de esta reacción. La act i tud de los espectadores traduce una profunda reverencia hacia lo que es visible y lo que se mueve. La imagen lleva en sí misma una especie de evidencia, que hace las veces de prueba: es tranqui l izador ver reforzado por ella lo que ya se sabía. El filme, en estas circunstancias, no convence porque "haga reali­d a d " , porque reproduzca " l a rea l idad" ; todos saben bien que la " r ea l i dad " del desempleo no reside en una serie deshilvanada de fotografías, ni en la aventura más o menos novelesca de un solo desempleado. El filme sólo per­suade porque se conforma a un saber anterior, que en cierta forma viene a autentificar. El valor in format ivo atr ibuido a las imágenes depende menos de su contenido que de la act i tud muy part icular de los historiadores frente al material iconográfico. La historia siempre ha sido y sigue siendo pr io r i ­tariamente t r ibutar ia de los textos; uti l iza marginalmente los documentos visuales, que tiende a considerar secundarios; en la mayoría de los trabajos históricos, la iconografía es un anexo de la bibliografía; las fuentes repre­sentativas a menudo son llamadas al rescate, pero tan sólo para dar una confirmación, para ajustar un detalle; las obras de historia (las de las escuelas, pero también las del gran público y aun las de los especialistas) están atestadas de ilustraciones, generalmente mal comentadas, a menudo repetitivas, de las que nos preguntamos si no son un lujo complementario. Ningún historiador cita un texto sin " s i t u a r l o " o comentar lo ; en cambio, algunas aclaraciones puramente fácticas bastan, en general, para la ilustra­ción. Tras esta clase de indiferencia no es difícil notar una tendencia pro­funda a sobrestimar lo que es visual; cuando las palabras ya no valen, cuando el redactor busca en vano otros calif icativos, recurre a la imagen, a la que atribuye virtudes casi mágicas: habla " p o r sí m isma" , "mues t r a " , y esto basta; la iconografía parece garantizar una especie de presa inmediata sobre la época, sobre los hombres y los lugares de que trata el l ibro ; per­forando la tr iv ia l idad de lo escrito, abre una profundidad, una tercera dimensión; confiere un volumen a la evocación del pasado y , al hacerlo, adquir imos la cert idumbre de que la gente en verdad era tal como está descrita.

Despreciada o sobrevaluada, la iconografía no es, de todas maneras, más que una sirvienta. Habituados a reflexionar sobre textos, los historia­dores también escriben textos; se valen de palabras, de frases, de discur­sos para sintetizar la evolución de las relaciones humanas a través de los tiempos. Cuando se apoderan de los documentos visuales, los tratan con el mismo espíritu, con los mismos métodos; los remiten automáticamente a

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una construcción discursiva en función de la cual los juzgan , los clasifican, los distr ibuyen. La mayor parte de las ilustraciones —y éste es un problema importante, en el que hay que detenerse— tienen por objeto principal rem­plazar los párrafos narrativos o descriptivos. Cuando los historiadores atr i ­buían una importancia enorme a la persona de los actores —reyes, minis­tros, dirigentes— hacían sus " r e t r a t o s " : la introducción de cuadros, de gra­bados fue para ellos un progreso: la efigie de Luis X I V remplazó con ven­taja a todo un ejercicio de estilo sobre el físico del Rey Sol. Sensible a los fenómenos colectivos, la historiografía contemporánea llena las partes bajas de las páginas con cortejos, reuniones, ejércitos en marcha, trabaja­dores en la fábrica, campesinos con la carreta. Y se ve surgir así un curioso argumento: la imagen sería más " v i v a " que el texto; en cuanto al fi lme, uniendo la voz a! gesto, el sonido al desplazamiento, alcanzaría lo máximo de la " v i venc ia " . Esta búsqueda de la " v i d a " es una preocupación muy extraña; lo que ya ocurrió queda, por definición, abol ido; se le puede tratar de evocar de manera atractiva o tediosa, se puede uno mostrar sensible a los valores del pasado o permanecer completamente ajeno a ellos, pero, en todo caso, no se opera una "resurrección". El talento del historiador se revela gracias a esta lat i tud, que se le ha dado, de ocultarse detrás de los "hechos " o, por lo contrar io , de jugar con sus matices. La imagen, en cam­bio, está definitivamente f i jada: permanecerá, inmutablemente, un conjunto de líneas y de manchas que nuestra educación nos permite etiquetar: " re ­t r a t o " , "escena callejera", " in te r io r de un ta l ler" . También el filme es muerto ; la confusión tan a menudo cometida respecto a él —admit ir que movimiento = vida— es característica de una ausencia de reflexión sobre los materiales de que disponen los historiadores, y sobre el lugar de lo visual en nuestra cul tura. He aquí una película de actualidades realizada por el Inst i tuto Luce: el 10 de j u n i o de 1940, Musso l in i , en el balcón del palacio de Venecia, anuncia a los italianos la entrada en guerra contra las democracias occidentales. El Duce y la mul t i tud están allí, por turnos, en la pantalla, uno hablando, la o tra vociferando. Pasemos sobre las manipula­ciones ulteriores, sobre los efectos de montaje, sobre las adiciones que han homogeneizado la banda sonora; hagamos como si nos encontráramos en presencia del documento bruto , tal como el operador lo ha f i lmado. L o que vemos no es otra cosa que un juego de sombras animadas que, por otra parte, podemos interrumpir , enmudecer, volver a tomar desde el pr inc ip io , o proyectar hacia atrás. Las imágenes evidentemente no son arbitrar ias; proceden de argumentos que han ocurr ido , y ulteriormente deberemos interrogarnos sobre los nexos que unen las fotografías con los objetos que

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representan; sin embargo, no necesitamos de este giro para apreciar el abismo que separa nuestro rol lo de película de las escenas que se produ­je ron en la Piazza Venezia en j u n i o de 1940; el f i lme es un eco a como lo sería un artículo de periódico o un testimonio directo. Colocar una vista de la manifestación en medio de un párrafo sobre la intervención italiana en el conf l icto mundia l , in terrumpir un curso dedicado a esta cuestión para proyectar el filme no son más que medios de confiar a las imágenes el papel de un texto. Para evocar la gravedad del fenómeno de la disoecupazione en la I ta l ia de 1947, puedo escribir: " E n los alrededores, desde la mañana, los hombres se aprietan, ansiosos, alrededor de la of icina de empleo; un empleado sale al balcón y l lama a aquellos a los que se les ha encontrado un t rabajo ; un pesado silencio precede la enunciación de cada nombre, que va seguido por un murmu l l o de desilusión"; también puedo proyectar los cuatro planos iniciales de Ladrones de bicicletas; si sólo se trata de ir con rapidez y de ser precisos, la ganancia es evidente. Pero las dos operaciones se unen; part ic ipan de una misma historia fenomenológica que describe o muestra unos comportamientos, t ratando de captarlos desde el exterior, a través de sus efectos perceptibles. La impresión de " v e r d a d " experimentada por los estudiantes en el curso de la función antes evocada se debía a que veían, traducido en imágenes, lo que fácilmente habrían podido expresar con palabras en un papel. Nada se opone a que un histor iador util ice foto grafías o películas para completar una exposición; si su tarea se facil ita asi, tanto mejor para él y para su público. Pero bien debe explicar que no cam­bia de terreno; el modernismo —relativo— de su material documental no influye sobre su trámite. Para revestir las cosas brevemente, la película a menudo es cómoda, pero no es ni más ni menos "verídica" que el texto y , cuando sirve de ilustración, desempeña una función que no difiere en nada de la de un documento escrito.

C o m o teníamos t iempo, el debate sobre Ladrones de bicicletas no se quedó allí. Varios espectadores hacen notar que el desempleado, en sus desplazamientos, hacía recorridos a través de la c iudad y revelaba, de manera obl icua, probablemente sin que lo desearan los realizadores, una especie de corte en la Roma de la postguerra; detrás del héroe también se distinguía la fisonomía de ciertos barrios periféricos, la animación de las calles en sábado, la importanc ia del mercado del domingo —desde enton­ces, completamente transformado— en la Piazza V i t t o r i o Emanuelle I I , la movilización de las mult i tudes para los acontecimientos deportivos y , aún más, el papel hoy difícilmente imaginable de la bicicleta en una época en que el automóvil pasaba por una rareza. Por o t ra parte, en cualquier pelí

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cula el decorado tomado de la " r ea l i dad " , ¿no interviene casi necesaria­mente? A u n cuando la filmación se haga en un estudio, en sitios entera­mente reconstituidos, ¿no se intenta imitar las fachadas, las tiendas, los apartamientos que existen o podrían existir? Una exploración sistemática de los filmes realizados durante cierto periodo, ¿no nos ofrecería instantá­neas de la vida cotidiana, no evocaría " l a atmósfera" en que vivía la gente?

Por un giro suti l , estas preguntas nos vuelven a la tesis antes discutida; encontramos allí el afán obsesivo de la "vivencia concreta". Sería fácil aislar, en Ladrones de bicicletas, todas las vistas de Roma, y después volver a emplearlas, solas o con otros clichés, para darnos una idea del conjunto de la capital en 1947. N o hay duda de que el montaje sería interesante, pero no representaría más que una síntesis a posteriori de documentos antiguos, es decir, un trabajo de historia clásica. Tomar las informaciones en textos escritos y combinarlos, o escoger fotografías asi fuesen animadas y reu­nirías no constituyen dos operaciones distintas. En ambos casos, se acep­tan las informaciones por su valor aparente, se reconoce que son "ob je t i ­vas", que no han sido orientadas por la persona de quienes se han recogido y transmit ido; el historiador no tiene más que hacer una selección con dis­cernimiento, y después organizar su materia, para mostrar en qué marco vivían los italianos de 1950. Sin embargo, acaso las imágenes no sean "neu t ras " ; quizá las ojeadas de conjunto que nos ofrecen de tal o cual lugar desempeñen una función en el conjunto del filme y no hayan sido retenidas sino porque desempeñaban un papel, al menos implícito. Cuando el his­tor iador se pone por tarea el estudio de las mentalidades, le está prohibido hacer elecciones a priori; decidir, en nombre de sus solas normas de apre­ciación, que una fotografía es importante y que otra no lo es. Las vistas de Roma que aparecen en Ladrones de bicicletas part ic ipan en una represen­tación global, la que los cineastas se hacen de los desempleados en la c iu­dad, de los desempleados ante la c iudad; así, la Piazza V i t t o r i o Emanuelle I I no es una plaza cualquiera; representa el centro de la c iudad; es el final de un it inerario que el desempleado no llega a terminar solo, y para el cual necesita introductores; lugar de una decepción, remite la búsqueda a la periferia, donde los protagonistas atraviesan otros espacios, por los que habría que evaluar, a la vez, el lugar que ocupan en el filme y las relaciones que mantienen unos con otros. Habiendo sido rodados los exteriores en la propia Roma no sería escandaloso servirse de ellos para restituir " e l ros­t r o " de la capital . Procediendo así, saltaríamos, sin embargo, por encima de una cuestión importante ; ¿qué es lo característico de una ciudad, y de esta ciudad part icular, en un momento dado? ¿Son reveladoras las imá-

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genes incluidas en el filme? ¿Por qué se trata de ese gran inmueble, de ese cruce, de ese estadio, y no de otros paisajes urbanos? La selección operada para Ladrones de bicicletas parece ilógica, injustificable, mientras no se la pone en relación con el desarrollo del filme; y , en cuanto se insertan los lugares en la total idad de la realización, el aspecto de "cosa v is ta " de las fotografías se vuelve secundario. Dos vías extremas entre las cuales se abre un gran abanico de compromiso , se ofrecen al historiador cuando aborda el cine: por una parte, buscar en los filmes lo que es puramente documen­ta l , y uti l izarlo como material pr imar io para una síntesis or ig ina l ; por otra parte, considerar las realizaciones filmicas como conjuntos, en que la inser­ción de cada elemento reviste una significación, y tratar de captar los esquemas que han determinado la puesta en relación, la organización de las distintas partes constitutivas del filme. T ra to de orientar el presente trabajo hacia la segunda solución, pero me importa precisar que si, personalmente, la considero más interesante, no me parece ni mejor just i f icada ni más importante que la o t ra ; durante largo t iempo, cada quién encontrará lo que más le guste siguiendo sus preferencias en el vasto campo de lo audiovisual.

L A S OTRAS INVESTIGACIONES: 1 ) L A HISTORIA DEL C INE

Habiendo comenzado con un ejemplo concreto, enumeremos los proble­mas que deberían plantearse a propósito de Ladrones de bicicletas:

—¿Por qué se consagra una película al desempleo, en 1947? —¿Quién habla de desempleo? —¿Cómo se presenta el desempleo? —¿En qué contexto el cine, esta expresión ideológica part icular, inserta el

fenómeno de la disoccupazione? —Si el eje principal es, sin duda, el desempleo, ¿no se trata, en realidad,

más que de falta de trabajo? —Otras preocupaciones surgen en el filme; ¿dónde afloran y cómo llega­

mos a captarlas? Varias de estas preguntas parecen familiares al historiador: ¿Quién? ¿Por

quién? ¿Cuándo? ¿Por qué? Las tres últimas conciernen a la periferia del tema: época, situación, c l ima, coyuntura : otros tantos dominios que la his­toriografía ha abarcado desde hace largo t iempo y en que se desplaza a sus anchas. La primera interrogación es la menos sencilla; no concierne a la envoltura externa, sino al tema central cuyo concepto se trata de aclarar, la puesta en acción y el desarrol lo: abordamos aquí la semántica —si con­venimos en l lamar semántica al estudio de los significados— a través de un

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objeto que util iza el discurso, como lo haria un l ibro, pero que también recurre a medios de expresión diferentes. En cuanto a las últimas preguntas de la lista, se salen del cuadro tranqui l izador que el contexto traza en torno del f i lme; tocan las redes de significación que se dibujan confusamente, incompletamente tras el tema declarado; conciernen a la vez las vacilacio­nes y los silencios de la realización; entonces, hay que tomar al filme en sí mismo, dedicarse a descubrir en las combinaciones de imágenes, de pala­bras y de sonidos el máximo de pistas para poder seguir algunas: precisa­mente aquellas que nos permiten regresar al momento histórico aclarando el exterior (los intercambios sociales) por el interior (el microuniverso del filme).

Los dominios de la investigación aparecen as! como vastos círculos, de los que puede adivinarse que se recortan, pero cuyas intersecciones se per­ciben ma l : pr imero la periferia, fácil de cartograf iar, pero que no parece tocar lo esencial; después, la significación declarada, la que fijan el tema, los diálogos, las imágenes; las significaciones secundarias, sólo accesibles por la tendencia de una paciente exploración efectuada en el meollo del filme; por último, los rechazos, las puertas un instante abiertas y pronto vueltas a cerrar.

A l abordar este terreno, el historiador tiene la impresión de llegar tarde. F i !_c ine~aP e n a s había nacido cuando ya se empezaba a estudiarlo, y a escri­bir sobre él. La bibliografía se ha vuelto gigantesca, aplastante: ¿cómo orientarse cuando se quieren abordar simplemente las películas bajo el án­gulo de su relación con la evolución social? Se piensa pronto —reflejo pro­fesional— en las historias del cine, pero no es seguro que nos presten gran ayuda. El cine empezó a desarrollarse en la confusión y la anarquía: los fil­mes se fabricaban, propagaban y destruían sin saber exactamente dónde ni cómo; la mayoría de las realizaciones mudas han desaparecido, y no pocas películas habladas están perdidas. La historia del cine ha constituido una primera tentativa de marcación de lo desconocido; como arqueólogos, los historiadores registraban los graneros, buscaban exhibidores forasteros, camarógrafos, actores y, paso a paso, reconstituían catálogos, establecían listas, inscribían nombres y fechas; estudiosos infatigables, tenían cuidado, ante todo, de no omit i r nada y de no equivocarse en los órdenes de pr io r i ­dad : no tenían ni t iempo ni deseos de preguntarse sobre el objetivo de sus trabajos, ni sobre las vías propias a su investigación: lo esencial les parecía salvar lo que estaba a punto de desaparecer. Buscando en torno suyo disci­plinas con métodos comprobados, la historia y la historia l i teraria, las tomaron espontáneamente como modelos. De la historia tomaron la cro-

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nología; la orientación del t iempo hacia arriba y hacia abajo, que era la característica dominante de la historiografía, no les preocupó; hasta quizá se la apropiaron con satisfacción, en la medida en que allí encontraron, no formulada pero claramente sensible, una ideología del progreso cont inuo; hubo as! toda una serie de puntos fuertes, considerados otras tantas con­quistas que hacían " a v a n z a r " el séptimo arte: el pr imer trávelling, el primer plano, el primer empleo sistemático de la profundidad de campo, el pr i ­mer filme en relieve. Por su lado, la historia l i teraria aportó marbetes: "escuelas", "géneros", "temas"; como la masa de las películas representadas se volvía enorme, hubo que plantar letreros, y la l i teratura ofreció sus rú­bricas mayores: " au t o r e s " y " o b r a maestra" . En capítulos establecidos por tajadas cronológicas, se abrieron párrafos atestados con nuestros realiza­dores, y se anotaron en grandes letras los " f a ros " , los " f i lmes c lave" de cada época. La historia del cine se encontró constituida como concurso, at iborrada de biografías, constelada de nombres propios y de títulos. A pesar de su empir ismo y de sus insuficiencias, semejante ordenación era preferible, sin duda, a la confusión anterior. Pero la historia del cine casi no superó esa etapa inic ia l . Se le deben, a veces, detalles importantes: rara vez resulta desdeñable conocer el nombre de los comanditar ios, de los técnicos, de los distribuidores; saber que un filme fue realizado mucho tiempo antes de su proyección en una sala, que hay de él varias versiones simultáneas o sucesivas, que ha sufrido cortes. Sin embargo, al recoger esa información no salimos de la región de lo prel iminar.

Abramos una historia del cine ital iano, n i peo r n i mejor que las demás, y de gran difusión, en el párrafo Ladrones de bicicletas. Dos páginas, una fotografía: buena medida. A lgunos renglones vagos sobre las dificultades con que se tropezó durante la filmación. Media página consagrada al argu­mentista, a su vida, a sus actividades anteriores, lo que permite concluir que no hay que exagerar la parte que desempeñó en la realización. Alusio­nes a los debates provocados por el filme, lista de los críticos que han hablado de él: fin de la pr imera página. Apreciación: "Ve rdad de interpre­tación", "carácter de autent ic idad" , " va lo r e jemplar" , " tragedia de la sole­dad que se aclara en favor de un tema social pero lo desborda a cada ins­tante y lo sobrepasa en su significación profunda, esencialmente psicoló­g ica" . Paralelo con otra película contemporánea. F in . N o me siento con derecho de ironizar a costa de este texto, y las notas que siguen no son cr i ­t icas: tan sólo tienden a precisar algunos caracteres típicos de la historio­grafía cinematográfica. En las dos páginas consideradas, se encuentran quince nombres propios, de los cuales tan sólo dos (el del realizador y el del

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argumentista) tienen relación directa con el filme. Los patronímicos ejercen una función tranqui l izadora (puesto que " x " , " y " y " z " han hablado de él, el filme debe ser importante ) ; contr ibuyen a realizar la cuadrícula cronoló­gica subyacente en la historia del cine: " a " que ha trabajado para esta realización, antes había colaborado con " b " , y después con " c " , del que se ha hab lado antes; de " b " a " a " , p o r " c " , con la venia de " x " , " y " y " z " se tejen a través del l ibro continuidades y filiaciones; en lugar de hablar del filme se c i tan, a propósito, todas las realizaciones que lo anuncian y todas las que él prepara. Nada de análisis, nada de estudio de los datos fílmicos; basta con los ju ic ios : verdad, cal idad, profundidad psicológica. Nos encon­tramos colocados en un terreno en que la discusión se vuelve imposible; frases cortantes vienen a apoyar una convicción preestablecida: el filme es una " ob ra maestra" y sólo se puede hablar de él con respeto. La historia del cine pocas veces rechaza la tentación normat iva : distr ibuye calificacio­nes, just i f ica reputaciones, " r e p a r a " olvidos.

L A S DEMÁS INVESTIGACIONES: 2) L A SOCIOLOGÍA HISTÓRICA

El desarrollo de las "ciencias humanas " no ha desdeñado los estudios cine­matográficos; la historia del cine, que goza de cabal salud, ve aparecer una r iva l , la sociología. M u y a menudo, la "sociología del c ine " no es más que una historia rebautizada y salpicada de algunas consideraciones sobre los frenos económicos, los gustos del público y la influencia de la coyuntura política. Sin embargo, desde el término de la segunda Guerra Mund ia l , otro camino había sido abierto ponSJegfried Kracauer ; testigo del nacimiento y después del auge del expresionismo alemán, este cr i t ico , refugiado en los Estados Unidos después de 1933, se había esforzado por comprender en qué medida y por cuáles vías el cine de los años veintes anunciaba el nazismo. Su gran obra (De'Caligari á Hiller,.\947, traducción francesa de 1973) sigue siendo un clásico, que no se ha remplazado. Pasando revista a la casi total idad de los filmes producidos durante la República de Weimar, toma en cuenta extensamente, para cada uno de ellos, las circunstancias de la filmación, y después la difusión del f i lme . E l a u t o r se p r opone rela­cionar las obras cinematográficas con la sociedad que las ha producido. Pero el vínculo que establece entre ellas parece sumamente frágil: " L o s fil­mes de una nación reflejan su menta l idad . " ¿Qué es esta " m e n t a l i d a d " de una nación? La definición es vaga: se trata de las disposiciones, de las ten­dencias, de las necesidades, en una palabra, de la psicología de un pueblo en un momento dado. Desconfiando del " a l m a de los pueblos", Kracauer

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precisa bien que no toma en cuenta más que un periodo circunscrito, no la total idad de una historia nacional ; pero, en la época así del imitada, postula la existencia de rasgos psicológicos dominantes, que son los de la pequeña burguesía, y busca su rastro en las obras cinematográficas. A l lado de las explicaciones políticas y económicas predominantes en el momento en que escribe, quiere poner en la cuenta las motivaciones menos evidentes, menos fáciles de precisar y , ansioso por convencer, exagera la nota: todos„Jos datos "característicos" anotados en los filmes le parece que "ac laran la menta l idad" de la A lemania weimarianá. La relación es, así, directa, uni­voca; como lo dice Kracauer, se trata de un reflejo, el cine refleja la psicología. Basta con estudiar los filmes para comprender; si hay persona­jes autoritarios en numerosas realizaciones, es porque Alemania teme a la autoridad y aspira a ella; si los vampiros pululan, es porque el gusto del horror y del misterio está sumamente extendido, etc... Implícitamente, K r a ­cauer parte de la época nazi y no descubre en los filmes producidos entre 1919 y 1933 más que lo que prefigura el hit lerismo.

En 1947, el l ibro de Kracauer era una novedad notable. A u n cuando sus insuficiencias aparezcan hoy, no parece que se le haya superado: la sociología del cine sigue estableciendo relaciones de homología entre los fil­mes y el medio en que nacen. Considera una especie de vaivén entre el cine y la sociedad: la sociedad impone un cuadro, es un peso que abruma a los realizadores; sin embargo, los cineastas no tratan de " c o p i a r " esta reali­dad ; la trasponen, le dan una visión de perspectiva que revela sus mecanis­mos y aclara sus trasfondos. Así, Ladrones de bicicletas aparece cuando la miseria y la falta de trabajo forman el horizonte cot idiano de I ta l ia ; sin embargo, el filme no es un reportaje: por medio de una ficción, sintetiza las dificultades de los desempleados, comp muestra las vías que les quedan abiertas, y denuncia su carácter i lusorio. U n análisis de este género es muy preferible a una lista de nombres propios y a una sucesión de calif icativos, pero sigue siendo fiel, acaso sin saberlo, al trámite de Kracauer; tiende a construir lo que los matemáticos l laman " u n a clase de equivalencia", es decir, a descubrir las mismas cadenas relaciónales en las obras cinemato­gráficas y en las formaciones sociales; al hacerlo, se condena a decir dos veces lo mismo: o bien describir la sociedad y verificar la descripción en los filmes, o bien analizar los filmes y encontrar en la estructura social el esquema así precisado. >

Por otra parte, en semejante empresa, ¿por qué enfocar el cine, de pre­ferencia sobre la novela, la p intura, el periódico? Kracauer, que ha trope­zado con esta objeción, ha respondido extensamente (Theory of Film,

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1965).. A sus ojos, el cine se separa radicalmente de las otras artes; en con­traste con la l i teratura o el teatro, que estilizan y deforman, permanece fiel a la realidad de una época, porque uti l iza la fotografía; encontrando su materia en Ta vida de cada día, muestra los hombres de la calle, sus act i tu­des, sus gestos involuntar ios; si permite captar su posición moral , su men­tal idad, es porque se apoya sobre una observación directa de su condición y de su comportamiento. Volvemos a encontrar aquí los presentimientos del espectador ingenuo, apoyados por una reflexión teórica, y hay que reto­mar la discusión sobre una base ahora mejor definida.

Que la película esté íntimamente penetrada por las preocupaciones, las tendencias y las aspiraciones de la época en que se ha producido, nadie piensa en negarlo. Lo hemos reconocido al pr inc ip io : siendo la ideología el cimiento intelectual de una época, el campo en el interior del cual se pueden plantear los problemas, el conjunto de los medios gracias a los cuales se llega a exponerlos y desarrollarlos, cada fi lme part ic ipa de esta ideología, es una de las expresiones ideológicas del momento. Cuando Kracauer a f i rma: el desequilibrio político, la crisis económica no explican por entero el fra­caso de Weimar, también hay que tomar en cuenta el estado de espíritu de los alemanes, sus menesteres, sus temores, y el cine abre la vía para estu­diar esos diferentes dominios, nos sentimos completamente de acuerdo con él.

Las divergencias nacen cuando nos interrogamos sobre lo que el cine es capaz de enseñarnos. Kracauer hace de " l a mental idad de una nación" una global idad; nosotros, por lo contrar io , hemos tenido el cuidado de subrayar el carácter estrecho, l imitado y parcial de cada una de las expresiones ideológicas de un periodo dado; así, el cine de Weimar no aclara más que. una fracción del campo ideológico alemán antes de Hit ler . Kracauer exa­gera la importancia del cine por dos razones principales; en primer lugar, ya lo hemos dicho, porque le parece que la fotografía animada es un docu­mento más "verdadero" , más inmediato que ninguna otra fuente; en segundo lugar, porque la ampl i tud y la variedad del público cinematográ­fico le. hacen suponer que el cine es testimonio del conjunto de una socie­dad, mientras que la prensa y la l i teratura sólo testimonian por grupos l im i ­tados. Las dos afirmaciones parecen igualmente discutibles. La cámara registra cosas reales, pero esas cosas no son " l a rea l idad" ; son " l a v i d a " percibida, o reconstituida, o imaginada por quienes hacen el f i lme, y nada nos permite considerarlas más que como representaciones. Entre las pelí­culas y su público Kracauer, seguido por muchos otros especialistas, consi-

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dera una especie de armonía preestablecida: la gente iría a ver las obras que le conviene, que responden a sus aspiraciones; bastaría entonces con consultar las estadísticas de frecuentación para saber qué filmes satisfacen la esperanza de los espectadores. En realidad, el éxito de un filme no prueba nada a priori; por definición, el espectador sólo sabe vagamente, de manera confusa e indirecta, lo que va a presenciar; la coincidencia entre sus pensamientos y las orientaciones del filme no se revelará, si es que existe, antes del fin de la proyección. Exito o fracaso plantean un problema grave, sobre el cual hay que hacer preguntas, pero no es posible invertir el orden de los factores y decidir que un filme es "simpático" porque ha pro­ducido ganancias.

Ansioso por arrancar el cine a las anécdotas biográficas, y por hacer de él un instrumento de la historia psicológica, Kracauer no había tenido tiempo de definir todos los preámbulos de su investigación; faltaba a sus estudios una reflexión sobre los materiales util izados por el filme, y sobre las relaciones existentes entre el cine y su público. Tales lagunas pasarían hoy inadvertidas si el esfuerzo de elaboración teórica hubiese cont inuado 1 después de 1947; mas, para un buen número de historiadores y de sociólo- \ gos, el cine sigue siendo una diversión indigna de un tratamiento a profun- J didad.

Así, en la masa de la producción histórica francesa no se descubre más que un nombre, el deJMarc F e r r o i s i algún día la historiografía francesa "T reserva un lugar al cine, a él se lo deberemos. Consejero histórico, después realizador, técnico al mismo tiempo que historiador, ha visto las di f iculta­des que se habían escapado a sus predecesores, y sus escritos empiezan a prolongar a Kracauer, superándolo. Más que como copia de la realidad, la imagen le parece un revelador: " l a cárnara revela el secreto, muestra él anverso de una sociedad, sus lapsos"; el cine no tiene tanto como la litera­tura el contro l de los instrumentos de que se vale; registra detalles en apariencia minúsculos, indiferentes, cuya presencia basta, a veces, para revelar una vacilación y para descubrir tras la interpretación evidente otros sistemas de lectura. El filme sería entonces una especie de "contra-análisis" I de la joc j edad . Una de las críticas hechas a Kracauer se debe a este hecho: ' el cine deja de parecer un conjunto unif icado, revelando " l a menta l idad" de un pueblo o de una época; abre perspectivas sobre lo que una sociedad confiesa de sí misma y sobre lo que niega, pero lo que deja entrever es par- 1 cial , lagunario y sólo resulta útil para el histor iador mediante una confron- 1 tación con otras formas de expresión. \

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L A S DEMÁS INVESTIGACIONES: 3) L A SEMIÓTICA

La inmovilización de la sociología del cine en la etapa a la que Kracauer la había llevado no sólo se debe a razones teóricas: se deriva igualmente de las insuficiencias de los métodos. G r a n número de análisis siguen siendo resúmenes de argumentos, enumeraciones temáticas o tentativas de síntesis que toman por centro los personajes y su psicología. Muchos investiga­dores se l imitan a la práctica del estudio textual —quedando el filme redu­cido al texto de sus diálogos—, y se niegan a abandonarlo en tanto que la semiótica no les asegure el domin io de la imagen. Así, la semiótica aparece como el útil del porvenir, como el anuncio de un desbloqueo, hasta enton­ces di fer ido; se encuentra div id ida entre un trámite científico, necesaria­mente lento, hecho de vacilaciones, de retrocesos, y una especie de moda intelectual. La manía semiótica, por irr i tante que sea, merece ser tomada en serio: revela hasta qué punto los que se interesan en el cine se sienten aho­gados por la avalancha de indicaciones, de avisos, de señales que sumergen la pantal la; "c iencia de los signos", que define lo que son, cómo se trans­forman, según qué leyes funcionan en un medio social, la semiótica deberá permit ir precisar, cerner los diversos " s i gnos " cuya combinación es un filme, y después de haberlos clasificado, operar una o varias " l ec turas " .

Esta espera, comprensible, probablemente reposa sobre una serie de equí­vocos. Nadie sabe si la semiótica llegará a ser un día la ciencia de todos los signos: por el momento, no ha obtenido resultados indiscutibles más que en el dominio de las lenguas. C o m o la lingüística ya era una discipl ina avan­zada, y como la mayoría de los semióticos eran lingüistas, durante años se

¡ ha tratado de aplicar al cine los instrumentos de la lingüística. Se ha pre­guntado si el cine era una lengua o un lenguaje, se ha tratado de encontrar el equivalente de la frase, de la palabra; los elementos mínimos aislables, ¿no eran especies de frases? Esta búsqueda un poco desesperada de un modelo universal no ha sido vana, en la medida en que ha permit ido aclarar nociones confusas y precisar mejor la especificidad del cine.

El cine pone en acción un número considerable de elementos visuales y sonoros, pero es imposible bautizar como " s i g n o " cada uno de esos ele­mentos. En efecto, un signo es exclusivamente una unidad (palabra, dibujo, objeto) uti l izado en lugar de otra unidad, para designar a esta última y per­mit i r trabar una comunicación a propósito de ella. Signo y comunicación son inseparables: ahora bien, la comunicación no interviene más que si hay intención deliberada de expresar un estado de conciencia, haciéndolo de tal manera que esta expresión sea comprendida por otros. Dos personas se

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cruzan en un pasaje estrecho y deben tocarse ligeramente para seguir su camino: se establece entre ellas una relación, sin que haya comunicación; un observador ha notado casualmente, en el comportamiento del uno o del otro , actitudes características (amabil idad, bruta l idad, discreción, rapidez) que no son signos, sino síntomas o indicios que revelan ora rasgos psicoló­gicos, ora modos de comportamiento social. Todo lo que muestra, todo lo que hace entender un filme no está necesariamente orientado hacia la comunicación. Presentaré un ejemplo de designio muy esquemático. Hable­mos de un país cuya producción cinematográfica está compuesta exclusi­vamente de comedias sentimentales; a part ir de cierta fecha se ven apare­cer, entre los personajes, unos mil itares; pronto , los soldados aparecen en la mayoría de las películas. Esta evolución es, desde luego, muy impor­tante; permite sospechar ciertos trastornos en el estado de los espíritus, y es preludio de nuevas actitudes. Sin embargo, en ningún caso se tendrá dere­cho de hablar de " s i gnos " ; nadie ha tratado de indicar algo mediante la estadística de las producciones que incluyen militares. Una vez más, nos encontramos en presencia de urc-lndicigy es decir, de una manifestación no intencional que, de manera indirecta, aclara un fenómeno social.

Una mujer entra en una of icina y dirige el saludo a un empleado que allí se encuentra; éste responde: ambos uti l izan signos para emit ir mensajes el uno al o t r o ; esos mensajes tienen una significación: expresan la cortesía, la indiferencia, la simpatía, el cansancio, etc. El observador al que se informa de este intercambio, una vez ocurr ido, puede proponer un análisis semán­tico en esta sola enunciación: dos personas han deseado comunicarse tales y tales sentimientos mediante tales y tales palabras. Pero el observador directo, por su parte, tiene en cuenta las observaciones que ha hecho durante el desarrollo de la escena: la primera persona es " super i o r " o " i n ­fe r ior " a la o t ra : sonríe antes de hablar, o bien el hombre sonrió antes de que la mujer hablara, y varias de esas hipótesis se combinan entre sí, even-tualmente. El significado se interpreta entonces de otra manera: la consi­deración del contexto modif ica el contenido del mensaje. Por su parte, los gestos no destinados a la comunicación, las actitudes que nos negamos a considerar signos también tienen un significado; la t imidez, la seguridad del uno o del otro se interpretan de dist inta manera si se trata de un encuentro cot idiano o de un trámite excepcional. A menos que decida proceder a una enumeración no l imitat iva , el observador seleccionará una o varias proposi­ciones, según el punto de vista en que se haya colocado: por ejemplo, el anonimato de las relaciones humanas en la sociedad moderna, o la di f i ­cultad de los diálogos entre inferiores y superiores. La escena de que se

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trata pertenece a una película: ocurre en Ladrones de bicicletas en el mo­mento en que la mujer del desempleado va a empeñar sus sábanas al M o n ­te de Piedad. A part ir de este ejemplo l imitado, puede verificarse que el cine yuxtapone un número importante de sistemas de significados diferen­tes. La semiótica ayuda a hacer la separación entre algunos de ellos; separa la comunicación lingüística (las frases intercambiadas) de la comunicación por mímica (sonrisas, saludos, gestos) y de los comportamientos orientados hacia la comunicación; subraya igualmente los límites estrechos de un estu­dio fundado exclusivamente sobre los diálogos, e invita a tomar en consi­deración otros sistemas significantes: su contribución al trabajo histórico no llega más allá; no aporta soluciones, no propone una clave universal. Apoyándose sobre la semiótica, el estudio semántico cobra mayor rigor, pero su campo de extensión no queda por ello mejor definido. El historia­dor no encuentra en la semiótica más que un instrumento; a él le corres­ponde definir, con otras normas, propias de su investigación, el eje según el cual piensa que llevará mejor su análisis o, d icho de otra manera, los domi ­nios de significación que va a favorecer.

Los S I G N O S I C Ó N I C O S

Aparte de los diálogos, a menudo cuesta trabajo precisar lo que, en una secuencia fílmica, tiende a establecer una comunicación. ¿No es preferible, entonces, para el conjunto de los elementos no lingüísticos, pasar por encima de la noción de "s igno"? Puesto que nos negamos a considerar al cine como una lengua, ¿no hay que cambiar enteramente de términos y de conceptos? La definición de signo aquí propuesta —una unidad puesta por otra—, ¿no es enteramente inadecuada, en la medida en que la imagen reproduce un l ibro por un l ibro , un automóvil por un automóvil? Cuando la esposa del desempleado entra en el Monte de Piedad, vemos con ella una ventani l la ( fo to 1); nada de mediación del t i po de lo que sería la pala­bra/ventanilla/ que no tiene nada en común con lo que es una " v en tan i l l a " ; en el cine nos enfrentamos ante el objeto cuya forma, dimensión y agencia-miento característicos dist inguimos. Lanzados sobre esta pista, no ten­dríamos que llegar muy lejos para recuperar —¡otra vez!— el ojo ingenuo y para reconocer que la fotografía entrega inmediatamente lo real, que es la presencia de lo que muestra. U n carácter fundamental del signo es que responde a una convención. Aho ra bien, la construcción cinematográfica tiene por base una cantidad enorme de convenciones: del cuadro (la pan­talla, espacio rectangular arti f icialmente l imi tado) , de la representación

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plana, de la organización discontinua de las variaciones escalares (el mismo objeto visto de lejos y luego, de pronto , en gran acercamiento o pr i ­mer plano), etc. En el correo —o en el Monte de P i edad - consideramos la ventanil la como el lugar en que se opera el intercambio entre los "encarga­d o s " y el público; desde luego, la implantación de ventanillas, aperturas minúsculas en medio de una pared que separa a dos universos estancos, no está desprovista de significado, pero hemos acordado l lamar síntoma a se­mejante relación, que significa sin constituir un mensaje. Acaso haya, a la entrada de la of icina, la indicación " V e n t a n i l l a " con una flecha: éste es el signo; en cuanto a la ventanil la propiamente dicha, es un objeto funcional y no un signo. Por lo contrar io , en el filme, el or i f ic io rectangular que encua­dra al desempleado es un fragmento arbitrariamente recortado por la cá­mara, de tal manera que llame la atención del espectador y le indique que se trata de una ventanil la. La toma aisla un elemento para ponerlo de mani­fiesto y , al hacerlo, constituye en realidad un signo. El lugar que ocupan los signos en un filme aún no está definido; ya volveremos a esto. Baste aquí con marcar bien que la imagen no copia el objeto y que, al menos poten-cialmente, tiene la condición de signo.

Para aclarar las cosas y marcar la oposición ante las lenguas, se podría dist inguir al signo lingüístico, enteramente arb i t rar io (no existe vínculo al­guno entre el objeto " l i b r o " y la palabra que lo designa), y el signo ¡cónico (la imagen signo) parcialmente mot ivado: elfo equivaldría a emprender un camino interminable, acaso sin salida; el vínculo que uniera la fotografía de un l ibro al l ibro mismo no está muy claro, ya que no nos contentamos con evocar la " s i m i l i t u d " y serían necesarios inútiles desarrollos para tratar de precisarla. Se ganará t iempo comparando los mecanismos de los sistemas de signos icónicos y no icónicos. Tomemos el caso más claro, el de la len­gua: ofrece una v i r tua l idad de expresión casi indefinida a part i r de un nú­mero reducido de elementos. En la base, algunos sonidos, emisiones vocales que no tienen significación propia pero que, al combinarse, nos dan unidades de sentido mínimas (digamos palabras, para no perder t iempo) ; a su vez, las palabras —algunos miles— puestas en relación abren el campo a todas las expresiones imaginables. L a comunicación verbal sería imposible si para cada mensaje hiciera falta una sonoridad part icular ; la doble a i t i culación de la lengua (sonidos, palabras) evita semejante gasto, que por lo demás sería inútil, pues el oído humano no llegaría a dist inguir todos esos innumerables matices sonoros. L a economía lograda por las lenguas rea ponde a los caracteres actuales de nuestra percepción audit iva. La «itun ción cambia cuando consideramos nuestra visión: discernimos p t r f M t l

,|H ¿ P O R QUÉ E L C I N E M A T Ó G R A F O ?

mente los cambios de color, los desplazamientos, las variaciones de ángulo, por pequeñas que sean. Imagine el lector —tal es un pequeño es fuerzo- un gl upo de antropoides que dispusiera de un oído sumamente fino, capaz de distinguir las menores inflexiones, y de una visión burda, que seleccionara las oposiciones marcadas ( luz/oscuridad; inmovi l idad/movimiento; obs-táculo/auscncia de obstáculo); en esta sociedad, la comunicación óptica reposaría sobre la articulación de algunas señales, y después sobre la com­binación de los signos así obtenidos; en cambio, la expresión oral —en la medida en que el menor ruido tendría un significado preciso— sería casi sin obstáculos. Esta fábula sólo tiende a poner en relieve lo que separa nuestra posición ante las imágenes y ante los sonidos: el signo sonoro art iculado es para nosotros una necesidad, en tanto que no tenemos ninguna necesidad del signo ¡cónico. Habiendo definido las reglas de organización de los sig­nos verbales, la lingüística se ha encontrado capacitada para describir las lenguas naturales; se comprende que ese modelo haya tentado a los cine­filos pero, reflexionando, comprendemos que es inadecuado. Los signos visuales constituyen casi una anomalía; si no existieran, la comunicación visuai no sería interrumpida, ni siquiera obstaculizada. Así pues, la cues­tión que se plantea no consiste en clasificar signos, sino en preguntar por qué los hay y a qué uso responden. Hasta habremos de ensanchar la inves­tigación: siendo casi i l imitado el número de elementos y de combinaciones visuales, debería verse, en las pantallas, una sucesión casi inf in i ta de men­sajes distintos. Ahora bien, en este punto tiene razón la historia del cine: los reagrupamientos que opera, los capítulos que abre traducen un estado de hecho; la producción de una época se alinea en muy pocos casos. ¿Cómo explicar la debilidad de este campo de dispersión? ¿Qué es lo que refrena la expresión f i lmica o televisual? Evidentemente no es la semiótica la que aportará los elementos de respuesta a estos diversos puntos; sin embargo, sin la comparación con la lengua, sin la precisión en el signo ¡cónico, habría sido menos fácil aclarar ciertas paradojas del cine. La semiótica, auxil iar de la investigación sobre los filmes, también constituye una referen­cia a part i r de la cual empiezan a plantearse nuevos problemas.

Aún no hemos definido lo que buscamos en el cine, ni cómo nos propo­nemos analizar las películas; los preliminares tan sólo tendían a allanar el terreno y a colocar nuestro estudio en relación con otras formas de inter­pretación. Apartaremos definitivamente la reacción espontánea; no es des­deñable, pero es testimonio más seguro de su autor que de la película de que habla. De un debate sobre Lumière d'été, registrado con el magnetó­fono, he sacado dos apreciaciones sucesivas:

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X : "aparece una magnífica visión de la lucha de clases"; Y: " n o hay ningún rastro de la lucha de clases". Es claro que los interlocutores no se entenderán jamás, por no haber

definido a qué nivel captan las manifestaciones de la lucha de clases, y tam­bién por no haberse dado los medios de precisar en el filme los elementos que designan o que ocultan esta lucha. El conjunto de la discusión, cele­brada en 1972, revela cosas importantes sobre la orientación política de los intelectuales en la época pompidoleana, y nada sobre el cine de los cua­rentas.

La enunciación inmediata de las impresiones recibidas en el curso de la proyección traduce la necesidad de "da r una conferencia": el filme estaría construido, entonces, en torno de un dato claro que habría que "despejar" y poner en relieve. Todo lo que hemos dicho hasta aquí va en oposición a este punto de vista. El interés de la película no consiste en tener " u n sen­t i d o " sino en constituir un aporte para múltiples líneas de sentido. A me­dida que se afirme el domin io teórico y técnico de los investigadores, a medida que se ensanche el dominio de investigación de las ciencias huma­nas, se plantearán otras preguntas, se propondrán otras "conferencias". No existe una significación inherente al filme: son las hipótesis de la investi­gación las que permiten descubrir ciertos conjuntos significativos.

N i la sociología del cine, al menos como se la ha practicado hasta hoy, ni la semiótica, ofrecen recetas; en cambio, aportan puntos de apoyo y con­tr ibuyen a del imitar el campo de la investigación. La semiótica clasifica los tipos de signos o de índices util izados en el cine, los reagrupa en la medida en que permutan los unos con los otros y por consiguiente se alinean en una misma categoría, y , por último, considera sus modos de articulación; pretende elaborar modelos y mostrar cómo esas combinaciones de elemen­tos simples llegarán a producir una significación. Por su tendencia a generalizar, la semiótica se separa claramente de la histor ia; al leer los tra­bajos de algunos semióticos llegamos a preguntarnos, sin desconocer la importanc ia de sus esfuerzos, si ellos jamás van al cine, y si el " c i n e " no es para ellos un lenguaje que hay que estudiar sin tener en cuenta las pelí­culas, esas realizaciones llanamente concretas. El trabajo histórico se con­centrará en las propias producciones: las películas, en su época; así pues, tomará la misma dirección que la sociología. Sin embargo, la sociología -repitámoslo, no por su objeto, sino únicamente en las formas en que se ha fijado en la actualidad— no hs superado una concepción sumaria de la ideología, y no ha sabido poner en acción medios de investigación muy superiores a la mirada ingenua. La historia no puede aceptar la relación bi-

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univoca: sociedad-ideología; debe considerar las expresiones ideológicas parcialmente como efecto, pero también como pr inc ip io y aun como des­viación, rechazo, negación de las relaciones sociales en una formación y en un periodo determinados. Por o tra parte, el historiador no tiene ninguna excusa si olvida que el cine recurre a materiales particulares, relativamente diversificados, para los cuales es conveniente emplear métodos de enfoque específicos. Los análisis que aquí hemos de proponer considerarán las pelí­culas —una por una, o por grupos, en su globalidad—, como prácticas signi­ficantes; estudiarán sus mecanismos, pero tratarán de no aislar nunca su funcionamiento en relación con la configuración ideológica o al medio social en el cual se insertan; haciendo intervenir semiótica y sociología, se esfor­zarán por tener en cuenta los modos posibles de articulación entre expre­siones ideológicas y campos sociales.

L A NARRATIVA

U n equipo se constituye con la intención de realizar una película. Sus miembros a veces sienten el deseo de manifestar una opinión política, reli­giosa o filosófica. Más a menudo, sólo piensan en narrar una historia. En los catálogos, los anuarios, las revistas especializadas, se descubren casi exclusivamente filmes narrat ivos; los cortometrajes, los documentales (salvo cuando están destinados al uso científico y se dirigen a un público l imitado) , las actualidades se adhieren, directamente o por vías indirectas, a este modelo.

El predominio aplastante de la "ficción-narración" es hoy vivamente atacado. El relato engloba al espectador, y lo impl ica de tal manera que él debe encerrarse en la proyección, aceptar pasivamente sus reglas, o romper con ellas y abandonar la sala. " L a h is tor ia " dramat iza , condensa, lleva a un grado extremo las situaciones o relaciones; crea un universo art i f ic ia l , aislado, en cuyo seno el público se encuentra inmerso y pr ivado de toda in i ­ciativa. El combate contra la narración, o por una narración distanciada, es un aspecto fundamental de las luchas militantes en el dominio cul tura l . Sin embargo, para el observador, el reino de la narrat iva es un estado de hecho que hay que tomar en cuenta: la inmensa mayoría de los filmes narra.

Esta regularidad constituye un problema: dadas las posibilidades que entraña, el cine debiera sugerir en lugar de imponer, abrir vías y dejar desarrollarse la imaginación de los espectadores. L a l i teratura no sólo está constituida de novelas o reportajes, y la figuración no agota la p in tura : si la

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historia del cine quiere superar un día las enumeraciones de títulos, habrá de interrogarse sobre los orígenes de semejante situación. Debemos renun­ciar aquí a considerar las causas, para no ver más que los efectos.

El sistema narrat ivo encierra a la realización cinematográfica entre barreras rígidas y estrechas; representa un pesado freno y, a menudo, hace las veces de marco, obliga al espectador a deslizarse, t ranqui la y regular­mente, por una pendiente cont inua. La afirmación sorprenderá, sin duda: ¿No es el " t e m a " lo que se expone en pr imer lugar, al hablar de un filme? Evocando Ladrones de bicicletas, he recordado en algunos renglones el argumento; las obras de cine proceden generalmente así; y el mejor medio para in formar a quien no ha visto una película parece ser contársela. Por tanto, creo necesario dist inguir las prácticas socializadas y las reglas de métodos. La comunicación sólo se establece, a propósito de un tema cual­quiera, sobre la base de un acuerdo mínimo: estando universalmente exten­dido el uso del resumen, es cómodo recurrir a él cuando se quiere ir más rá­pidamente, por ejemplo, cuando sólo se quiere i lustrar un razonamiento apoyándose sobre aspectos particulares y l imitados de un filme; entonces, el resumen no es más que una entrada en materia. En cuanto se lleva más lejos el análisis, hay que considerar la anécdota como una convención entre muchas otras ; ahora bien, esta convención, aleatoria aunque mayor i tar ia-mente observada, sigue unas reglas en extremo precisas, de las que volvere­mos a hablar, pero que desde el pr inc ip io podemos eyocar con rapidez.

El sistema narrat ivo se remite a tres datos fundamentales: 1) combina, en proporciones variables, microconjuntos que son luchas o desafios; 2) se inscribe en el interior de una temporal idad orientada, y se encuadra entre un pr inc ip io y un fin; 3) pone en escena personajes identificables.

Retomemos brevemente estos tres puntos: I . Reducido a su textura elemental, un relato obedece al esquema

siguiente: sea una fuerza .v; choca con o t ra fuerza y; x y y luchan, y uno de los dos términos t r iunfa sobre el o tro . Esta es la pr imera hipótesis, la de la lucha. ' Igualmente puede ocurr i r que x no esté en presencia de un obs­táculo, sino de una laguna que hay que l lenar: se t rata entonces de un desa­fío. Con variantes, añadiduras, redoblamientos, todo relato no es más que el desarrollo de esos datos de base.

1 Algunos llaman "dialéctica" a ese juego de una fuerza que afronta otra fuerza. E n el sentido estricto del término, es un error: la dialéctica es el desarrollo de una negación nacida de una afirm;i cion. y que se opone a ella: si ,v produce y como su negación, el conflicto .v... y es dialéctico. No hay ninguna razón ni de criticar el uso mayoritario de "dialéctico" como sinónimo de "conflictual" ni de servirse de una palabra tan antigua.

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2. Entre la verificación de la oposición, o de la laguna, y su resolución, se produce un cambio ; dicho de otra manera, transcurre un lapso. La modificación interviene en un sentido, se inscribe entre dos topes, que son el origen y e! fin. Esta característica, común a las diversas clases de relatos —ya lo hemos dicho a propósito de la historiografía—, se duplica por los lí­mites propios del cine. Un lector puede abrir un l ibro dondequiera, y acelerar o hacer más lenta, a su capricho, la lectura. U n espectador toma un rol lo al principio, y no tiene ninguna manera de cambiar la velocidad del desarrollo, puesto que la menor modificación, alterando el r i tmo y el sonido, daría, de hecho, otro filme. La temporal idad mensurable de la proyección viene a reforzar as! y a hacer más punzante la temporal idad ficticia del relato.

3. Las fuerzas enfrentadas a veces son grupos o vastas comunidades. Las más de las veces, toman ia apariencia de individuos perfectamente reconocibles. La historia del cine tendría también aquí un campo intere­sante por explorar: las "estrel las" ¿han obligado a los realizadores a cen­trar sus relatos en los "héroes", o bien, por lo contrar io , la necesidad de poner de manifiesto desde el pr inc ip io de una proyección las fuerzas pr in­cipales, ha obligado a retomar, de un filme a o t ro , a los mismos actores, fá­ciles de identificar, y ha desarrollado, así, el "estre l lato"? A l no poder abor­dar aquí esta pregunta, no conservaremos más que el último punto : ficción y "estre l las" están estrechamente ligadas en el cine.

No sería difícil encontrar variantes de estos tres principios fundamen­tales (desarrollo del t iempo al revés, yuxtaposición de varias temporal ida­des no homogéneas, multiplicación de los personajes, etc.) Y con la misma facilidad se podría mostrar que esas excepciones aparentes se constituyen a partir del modelo inic ial , cuyas reglas se l imi tan a complicar. Pero nuestro propósito no es definir las bases metodológicas del análisis de los relatos: numerosas investigaciones se han emprendido en ese domin io , y no hare­mos más que util izarlas. Tan sólo deseamos mostrar hasta qué punto la fic­ción, para el cine, es un freno difícil de llevar, y exigente. El relato es una convención, históricamente fechada, que ofrece esta part icular idad de ser­vir de marco de sujeción al pr imer siglo de la experiencia cinematográfica. Sin embargo, hemos de esforzarnos por dist inguir las "h i s to r i as " , que se integran a un conjunto más vasto, el de la ficción, y las modalidades narra­tivas y el sistema de exposición propios de las películas.

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L O S MATERIALES FÍLMICOS

Tomando las cosas desde muy lejos, se dirá que la especificidad del cine reside en la utilización conjunta de varios medios de expresión, cuya lista se tratará de hacer. Se logrará una larga enumeración, interesante para ver con qué parámetros podría actuar el cine, pero muy alejada de la práctica real de los filmes comerciales. El dominio del sonido probablemente es aquel en que mejor se capta la distancia entre lo que es uti l izado y lo que debería serlo. Fácil sería jugar sobre las numerosas categorías sonoras (vo­ces, palabras, cantos, música instrumental , ruidos indefinibles, etc.); empero, en la mayoría de los filmes, los sonidos intervienen como signos: un t imbre para el teléfono, un chasquido seco para un arma de fuego, un rugido para un motor . Pronto se habría hecho la cuenta de los ruidos indi­cativos casi universalmente admitidos para designar objetos o acciones: tal es el primer conjunto de signos claramente del imitado que encontraríamos. La mayor parte de las sonoridades que emplea el cine se alinean en el cua­dro de los ruidos funcionales. La música a veces es empleada como signo; así, en el caso de un acto frecuentemente renovado, basta al pr incipio con una sola representación, con acompañamiento; después, la música indica la repetición, sin que haya que mostrar el acto. Más a menudo, la part i tura —o el silencio— subrayan un momento part icularmente grave, l lamando la atención del espectador; también eh esto hay costumbres en toda forma (marcha fúnebre para una escena triste, clarín para una carga, etc.), pero también ocurre que el filme construya sus propias convenciones: lo genérico de Ladrones de bicicletas se desarrolla ante un fondo sonoro que será recordado en todas las escenas dramáticas. Sería inútil tratar de levan­tar un censo que aquí no pretende ser ni completo ni matizado. Lo impor­tante es ver claramente que la sonorización de los productos cinematográ­ficos corrientes, aun si generalmente es bien cuidada, se desempeña sobre un registro muy pobre. Se reparte entre dos códigos principales, uno indica­t ivo , que da las informaciones, y el o t ro funcional , que sirve para canalizar y orientar la recepción del mensaje por el público. La mayor parte de los elementos que entran en esos códigos pertenecen a un repertorio cul tura l ya viejo, y son inmediatamente reconocibles. A ese abasto tr iv ial izado, ciertas realizaciones añaden un subcódigo parcialmente autónomo (ruidos y sobre todo música) que les es propio.

Los efectos sonoros han estado, hasta hoy, compr imidos en provecho de la palabra y de la imagen. Aisladas, las palabras, diálogos o comentarios, "in" u "off" (se l lama "in" a las palabras pronunciadas por los personajes

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visibles en la pantalla, y "ojf" a las que provienen de una zona exterior al campo de las cámaras) dependerían de un estudio textual , pero la interac­ción permanente entre palabras e imágenes condensa el trabajo realizado tan sólo sobre los diálogos, que, sin embargo, se encuentra aún en muchos análisis f i lmicos. 2

Banda de imagen y banda de sonido se completan sin tener, empero, una importancia idéntica en la medida en que el cine comercial asegura a la imagen una parte preponderante. Es muy concebible, y hasta frecuente, que en una película los efectos de sentido sean asumidos por los medios sonoros, no teniendo entonces la fotografía más que un papel de apoyo; muchas emisiones de televisión, realizadas directamente, sin esfuerzo de imaginación, alinean vistas pobres, monótonas, tomadas por una cámara inmóvil: lo que se dice cuenta entonces más que lo que se muestra y , sin embargo, la televisión polariza las miradas. U n experimento sencillo con­siste en presentar, ante un mismo público, entrevistas sin imagen y con imagen: para contenidos casi idénticos, se nota una receptividad (atención, capacidad de memorización y de discusión) mejor en el segundo caso. Es inútil echar esta diferencia a la cuenta de un "pode r " , de una "fascinación" (la palabra se ha empleado a tontas y a locas) ejercidos por las imágenes. La fuerza de la banda de imagen se debe a circunstancias históricas perfec­tamente discernibles que sería demasiado largo desarrollar aquí, pero cuya influencia conviene observar brevemente.

Ante todo, hay que darse cuenta de que una función de cine se desarrolla siguiendo un ritual socialmente organizado: se apagan las luces al comienzo de la película, se encienden durante el entreacto, etc. Estamos de tal manera acostumbrados a estas prácticas que nos parecen normales, ine­vitables. En realidad, nada impide ver bien una película en una semioscuri-dad, de lo cual es muestra, por cierto, el empleo de bandas publicitarias durante el entreacto. En el origen del cine, razones diversas (¿sería la ines­tabi l idad de la imagen, la mediocr idad de las primeras lámparas de arco, el deseo de condicionar un público reticente, el hecho de que la imagen era por entonces el único registro de que disponía el filme?) que los historia­dores nunca han pensado en elucidar, pues lo que existía les parecía nor­mal , l levaron a adoptar la proyección en la oscur idad; el hábito se ha per-

2 Las nociones de sonido "/;;" y "qff" son mucho más complicadas de lo que parece a primera vista. Cuando vemos una persona que habla y la oímos, el sonido está "in". Pero cuando vemos una hilera de automóviles y oímos una sirena de alarma, somos nosotros los que. a partir de la relación automóvil-sirena, percibimos el sonido como "in". Por tanto, la división es insuficiente para estudiar las relaciones sonido-imagen: en cambio, hay que mantenerla cuando se considera el punto de vista del espectador, pues aquí sí funciona eficazmente.

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petuado, al punto de que el público contemporáneo difícilmente acepta la penumbra. Proyectar una película sin oscurecer completamente la sala es otro experimento fácil de realizar: puede verse que la narración se impone menos, que el público, una vez encendidas las luces, habla más de la fac­tura y de los medios puestos en acción que del relato. La imagen es tanto menos dominante cuanto su clar idad es perturbada o contrar iada; nada, sino la tradición y la demanda de un público que no.gusta del cambio, impide que se proyecten películas donde, por momentos, la imagen, ate­nuada, eclipsada, se borraría parcialmente tras las manifestaciones sonoras y en que, en suma, nos veríamos obligados a dejar de contemplar para oír. No estoy proponiendo aquí un programa; sólo deseo mostrar que la con­vergencia organizada de las miradas hacia la pantalla responde mucho menos a una necesidad que a una costumbre.

El r i to mueve a los espectadores a fijarse en lo que se les muestra; sin duda, opondrían menos resistencia a una modificación del ceremonial si la imagen no ocupara un lugar tan importante en los actuales sistemas de comunicación. De estos problemas, aún poco estudiados, poco sabemos en el fondo: ¿qué lugar desempeñaban las representaciones figurativas en sociedades distintas de la nuestra? ¿Cuáles eran las reglas de organización de la percepción visual en las épocas que nos han precedido? Para razonar no contamos más que con datos fragmentarios. A l menos, comprobemos que en la historia del l ibro y del periódico, el texto ha gozado largo t iempo de una especie de exclusividad; la información era transmit ida por escrito; las obras técnicas, científicas o médicas detallaban sus explicaciones hasta el punto en que es útil hacerlo para dar a comprender, por la descripción literaria, la apariencia de las cosas. Recorriendo manuales de fines del siglo x i x , destinados a mecánicos, nos damos cuenta de que los obreros, al leer, imaginaban que las palabras evocaban perfectamente las piezas que había que ensamblar; hoy, los especialistas, habituados a dominar los croquis, se pierden al tratar de leer esos viejos l ibros. El retroceso de lo escrito ante la ilustración es un hecho reciente; el desplazamiento se efectúa poco más o menos en los decenios en que el cine cobra auge, y la sumersión de los semanarios, de las obras escolares, de los tratados técnicos, de los diccio­narios por la fotografía, remata el t r iunfo de la televisión. En nuestro uni verso cul tura l , comprendemos mejor al comprobar que al leer pr imero nos l lama la atención la imagen, en el cine como en la calle, en las revistas y la prensa.

Mientras que nuestro modo de comunicación se organiza cada vez más a part i r de expresiones figurativas, nos cuesta mucho trabajo analizar la

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i i i i . i c . c i i . Desde que el texto se encuentra ante la fuerte competencia de la Ilustración, la lingüística ha logrado un avance, dejando muy atrás el estu­dio de los conjuntos ¡cónicos, en part icular el del cine. El mensaje escrito desconcierta menos que el mensaje visual: el pr imero impone sus propias reglas de desciframiento, mientras que el segundo no parece ofrecer dónde hacer presa. Leo: " l a casa en el jardín f lorec ido" ; la construcción de la frase hace que yo perciba, en la sucesión de las palabras, el acento puesto en " l a casa", el efecto de ilusión que instala al jardín como cuadro en torno del objeto pr incipal , el lugar subordinado del adjetivo adscrito a jardín. En contraste, cuando una fotografía muestra una casa en un jardín florecido, n.id i indica si el objeto es la total idad de las flores, o alguna especie de flor, 11 el jardín, o ¡a casa; comprenderé, a part ir de presupuestos no expresados: "las llores y la casa" o "e l jardín florido que rodea una casa" o " l a casa en el jardín f l o r ido " , etc. El mensaje verbal se presenta en una forma lineal, desplegando las palabras en una sucesión irreversible en que todo recién llegado, por su introducción, modif ica lo que le ha precedido. El mensaje [cónico es global, revelado de una sola vez, y/o abierto a múltiples recorri­dos En ocasiones se l lama "po l i s emia " a ese carácter específico de la ima­gen; el término no es excelente: parece querer decir que la imagen propone un gran número de mensajes, pero, en real idad, tan sólo la elección del observador reagrupa ciertos elementos ¡cónicos, seleccionados en un con­junto de limite infinito (teóricamente, cada rasgo, cada matiz , cada relación entre rasgos o entre tonalidades podría ser tomado en cuenta) para obtener mi mensaje. Por sí misma, la imagen no " h a b l a " . Preguntando a los miem­bros de un grupo relativamente homogéneo (por la edad, la formación, la situación en el campo social) a part i r de qué formas, de qué colores inter­pretan un dibujo o una fotografía, se obtienen respuestas asombrosamente variadas: es claro que dos espectadores rara vez ven la misma imagen. Las necesidades del análisis exigirían que se alcanzara un mínimo de rigor, pero la detonación, o, dicho de otro modo, la enumeración completa y neutra de todos los elementos que componen una expresión f igurat iva es irrealiza­ble: toda descripción entraña una lectura.

El filme no es una fotografía: encadena varias fotografías: cada foto o, para emplear el término consagrado, cada plano está disponible a varias interpretaciones, pero la posición del plano en la cadena provoca cierta lec­tura ; una gran parte del trabajo del filme a través del juego de la cámara, el montaje y los diálogos contr ibuye a orientar al espectador. Y sin embargo, el plano nunca queda perfectamente f i jado: la escala, la organización interna, la elección de los objetos y la relación instaurada entre ellos están

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cargados de significado. El cine es, sin duda, entre todos los medios de comunicación actualmente concebibles, el único a la vez global y lineal: durante la proyección, el público se encuentra constantemente dividido entre una toma global sobre cada plano y una percepción lineal de la total i ­dad del filme. El tomar en cuenta simultáneamente estas dos direcciones resulta tan complejo que el análisis fílmico, muchas veces, esquiva el obs­táculo, sin saberlo.

Del imitaremos mejor la cuestión hablando en términos concretos. En Europa 51, Ingr id Bergman sale de un autobús atestado, atraviesa un terreno baldío y se aprox ima a un gran conjunto de habitaciones. Los pr i ­meros indicios parecen difíciles de interpretar: ni el autobús, ni la mul t i tud , ni la ausencia de una disposición urbana ofrecen indicaciones claras; y nuestro ju i c i o inicialmente queda en suspenso. Por lo contrar io , los inmue­bles se ha l lan netamente caracterizados ( foto 2): f r i a ldad , masiv idad, con­traste entre el modernismo de las líneas y la situación desolada del medio nos llevan a leer este plano como : " c iudad de peri feria". Aunque las cons­trucciones, aisladas en el plano, forman un objeto único, no se trata de un signo; el espectador se ve obligado a interpretar, no lee " inmueb l e " sino " inmueble colectivo de cal idad mediocre destinado a la habitación en una zona periférica"; es decir, ha entrado a fondo en la significación. Nos encontramos en presencia de un elemento significante, de un sema, cuya intervención une, retrospectivamente, los planos anteriores, y de allí separa una sucesión de indicios que revelan un barrio de la periferia. Ulterior­mente, Ingr id Bergman vuelve al mismo lugar; esta vez sólo vemos el gran conjunto, y esta imagen repetida se convierte en signo: perfectamente reco­nocible, liberada de su indeterminación inic ial , vale ahora por " inmueble co lect ivo" ; la actriz, yendo hacia el bloque de habitaciones, corresponde a la frase: " I n g r i d Bergman va por la c iudad" . Puede verse, en este pequeño fragmento del filme, que la condición semiótica de los elementos que entran en un plano nunca está fijada por adelantado: cada cual , siguiendo su posi­ción en la cadena, será índice, signo o sema; el filme, por los sistemas de relación de que es portador, organiza sus propios códigos, crea signos, transforma en índices o en semas los datos a priori indeterminados.

Pero el gran conjunto de que hablamos no forma, en medio de Europa 51, una aparición for tu i ta : se le encuentra, con pocos matices de diferencia, al comienzo de Ladrones de bicicletas ( f o to 3) y en muchas otras p r o d u c ­ciones de la misma época. Este signo no está ligado a un filme, pertenece al material ¡cónico tr iv ial izado de los cincuentas en I ta l ia ; si quisiéramos determinar su origen, habría que retomar las fotografías, los diseños de la

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postguerra, y entraríamos as! en una encuesta ajena a nuestro propósito. El punto importante es que cuando de un signo como éste dan testimonio diversas películas contemporáneas, se integra en un conjunto de signos que los espectadores " l e en " sin vacilar, de la misma manera que leerían la pala­bra " c i u d a d " .

Puede verse, as!, qué problemas plantean la localización y la puesta en relación de los elementos visuales que constituyen un filme. Ciertas indica­ciones, definidas por un uso socializado, exterior al cine, pero del cual es el cine un testigo privilegiado, funcionan como signos y son percibidos inme­diatamente. Otras indicaciones, inicialmente recibidas como semas, no son alteradas por el filme, que las integra a su sistema part icular de signos. Debemos completar la proposición antes emit ida: cada filme se constituye un código, y también existen códigos propios de una época, de un área cul­tura l , de un medio, cuyo conocimiento es indispensable para quien desea estudiar el cine.

L O VISIBLE

A menudo desconocida por quienes se interesan en la filmología, esta yux­taposición de códigos es inapreciable para el histor iador: permite introducir la noción fundamental de "v i s ib le " . Todo el mundo sabe que no vemos el mundo exterior " c o m o es"; percibimos los seres y los objetos a través de nuestros hábitos, nuestras esperanzas, nuestra mental idad, es decir, a través de las maneras propias de nuestro medio de estructurar lo esencial (lo que es esencia! para nosotros), en relación con lo accesorio. L o " v i s ib l e " de una época es lo que los fabricantes de imágenes tratan de captar para transmit i r lo , y lo que los espectadores aceptan sin asombro. Los dos có­digos ¡cónicos que hemos evocado abren percepciones sobre lo visible. El cine i tal iano, después de 1945, emplea como signo ciertos inmuebles edifi­cados antes de la guerra, pero hasta entonces excluidos de la pantal la: lo importante es, en esta fecha, el surgimiento de un signo; la génesis del signo (primeras manifestaciones, desarrollos) nos interesa poco; el hecho notable es que lo " v i s ib l e " se haya ensanchado en una dirección nueva, que el pú­blico haya integrado a su panorama iconográfico un sector que antes des­conocía. A l lado de este código social, cuyo interés no tendrán di f icultad en reconocer los historiadores, hay que tomar en cuenta el código de cada película. Ingr id Bergman desempeña en Europa 51 el papel de una gran burguesa; ahora bien, el filme, que describe los barrios periféricos por medio de algunos signos tomados de un léxico estrecho, parcialmente t r i -vial izado y parcialmente formado para la c ircunstancia, cuando se trata de

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la burguesía acumula indicios complementarios, a veces redundantes, n in ­guno de los cuales se vuelve signo; no hay información que agote o que abarque la burguesía. Por una parte, el filme uti l iza un código cerrado; por la o t ra , mult ip l ica las notaciones; la elección y el tratamiento del material ¡cónico revelan, entre los cineastas, un desdoblamiento de la mirada, una percepción diferencial que funciona, siguiendo el medio considerado por afirmaciones generales o por adición de matices. El ejemplo, casi carica­turesco, manifiesta de qué trata aqui la cuestión: la cámara, instrumento dócil de un " p u n t o de v i s ta " socialmente estructurado, registra datos tota l ­mente heterogéneos en un barr io r ico y en una zona de la periferia.

Lo visible es lo que parece fotografiable y presentable en las pantallas en una época dada. Las transformaciones de lo visible aún nos aparecen m a l : no tenemos la costumbre de contemplar sistemáticamente las imágenes, ni de tomarlas " p o r sorpresa", de cuestionarlas sobre lo que ignoran. Ha ­bríamos de tomar en cuenta la ceguera social, la ceguera ante aquello que no estamos preparados para ver; por ejemplo, la ceguera de aquella película consagrada a una famil ia campesina en que se fotografían los ind i ­viduos, sus casas, sus negocios y en que ningún plano nos muestra los ani­males, los cult ivos ni el trabajo. También habríamos de detenernos ante la act i tud inversa, la que trata los detalles y hace de la exploración de un medio ajeno toda una verdadera exposición, una adición de puntos de vista asombrados. Quizás esas variaciones por omisión o por exceso no sean las más importantes. Probablemente habría que ir más allá de esas verificacio­nes fáciles, interrogar sobre la relación existente entre nociones e imágenes, es decir, según la definición que hemos propuesto, sobre la parte de las representaciones que se transparentan en las imágenes cinematográficas. Tómese la noción de " c i u d a d " : en ciertos filmes, la c iudad sólo es desig­nada por los diálogos, o por inscripciones, sin aparecer en la pantal la; en otros, se reduce a algunas tomas rápidas; a veces, asimismo, es extensa­mente evocada, por la exploración de diversas calles, de barrios distintos, por vistas de la circulación. Una noción en pr inc ip io única, oculta represen­taciones variadas; la disposición y la repartición de los elementos ¡cónicos centrados en torno de esta noción son características de lo que forman lo visible de un medio y de una época.

Las fluctuaciones de lo visible no tienen nada de aleatorio: responden a las necesidades o al rechazo de una formación social. Las condiciones qui influyen sobre las metamorfosis de lo visual y el campo mismo de lo visual están estrechamente ligadas: un grupo ve lo que puede ver, y lo que es capaz de percibir define el perímetro en cuyo interior está capacitado para I

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planten s u s propios problemas. El cine es, al mismo t iempo, repertorio y prodUl ción de imágenes. N o muestra " l o rea l " , sino los fragmentos de lo ical que el público acepta y reconoce. En otro sentido, contr ibuye a ensan-

i i . i i el dominio de lo visible, a imponer imágenes nuevas: una parte de nuestra investigación consiste en precisar las manifestaciones de estos dos

códigos. '• i i i M i - — _

Los elementos codificados no llenan todos los planos que componen un f i lme; la mayor parte de las tomas yuxtaponen figuras socialmente determi-nadai y las figuras " l i b r es " , flotantes, que los espectadores deberán interpre-i . n a su manera. Pero el cine comercial está organizado de tal modo que l i -i m i . i esta intervención del público, dirigiendo la mirada, indicando lo que 11.i v que contemplar, qué selecciones conviene operar en el interior de cada • macen. Unos hitos, destinados a evitar las falsas pistas, guian la lectura del filme. La banda-imagen subraya lo que se debe comprender; así, en el caso de la casa en medio del jardín, el montaje hará suceder un plano próximo a la r a s a , un plano de conjunto que sitúe el edificio en su cuadro ; o bien un movimiento de cámara, después de una exploración circular de las flores, i i a a fijarse en la casa. La banda de sonido representa, desde este punto de M l a , un instrumento sumamente ágil; ya sabemos cómo la música y los ruidos refuerzan los pasajes importantes y complementan la fotografía. Las palabras (intertítulos del cine mudo , o los diálogos) funcionan, más aún, . omo reductores de la incert idumbre; entre las hipótesis que sugiere cada p l a n o , señalan cuál es la buena; dos palabras: " m i casa", y los especta­dores ya saben que deben dar privilegio a la construcción con respecto al jardín; entre los juegos de fisonomía que evocarían la simpatía o el odio, la indiferencia o la curiosidad, entre las líneas que vacilaríamos en considerar convergentes o divergentes, entre las formas que podrían creerse abiertas o cerradas, el diálogo hace la separación.

Los filmes completamente transparentes, que seguimos de cabo a cabo sin vacilar, van siendo raros, y muchas realizaciones incluyen lagunas, disonancias entre palabras e imágenes, contradicciones pasajeras. Y es que, más allá de los diversos materiales filmicos, el relato sigue siendo el pr inc i ­pal medio de imposición de sentido. El cine se ha plegado al marco de la ficción porque ailí encontró una autorregulación cómoda. La anécdota es una convención en que se apoyan los realizadores, sabiendo que el público se ha acostumbrado perfectamente. La tensión constante hacia el desenlace evita el extravío en los episodios secundarios, y obliga a seguir la línea directora, la transit iv idad asegura la relación entre las secuencias, la puesta en evidencia de los héroes rechaza a los comparsas hacia la periferia. La

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armazón, el desarrollo del relato diseñan una topografía famil iar en que los espectadores de la pantalla, grande o pequeña, se sienten a sus anchas. La gama, por lo demás restringida, de las posibilidades ficcionales ofrece un cuadro en el cual el equipo de los realizadores integra lo que le corresponde propiamente, es decir, las fuerzas que ha decidido poner en presencia, la manera en que organiza su enfrentamiento y el desenlace que dará a su lucha. Así aparece una primera distinción entre:

—Las elecciones operadas para cada realización; testimonios de una concepción de la sociedad y de sus mecanismos;

—La disposición convencional del relato, que permite transmit ir la expre­sión de esas elecciones al público, sin encontrar en él ni sorpresa ni resis­tencia.

Semejante dual idad no es particular del cine y , sin desconocer su impor­tancia, debemos tratar de sobrepasarla. Si queremos precisar un poco más la especificidad del cine, habrá que apoyarnos en el inventario de los materiales filmicos, lo que nos permitirá precisar tres caracteres esenciales:

—El filme es una sucesión de imágenes, es decir, un encadenamiento lineal, longitudinal , de elementos que son, ellos mismos, mensajes globales propuestos a una lectura transversal. La comprobación de los dos ejes es generadora de indeterminación. Uno de los modos de imposición de sentido consistirá en reducir la incert idumbre contro lando, a la vez, el contenido de cada plano y el orden de paso entre los planos, pero, siendo menos fácil de dominar la relación de lo simultáneo y de lo cont inuo que los datos funda­mentales del relato, la articulación de la globalidad y la linealidad es uno de los puntos de menor resistencia de la realización filmica, uno de los puntos en que resulta de part icular interés cuestionarla;

—Una descripción completa de los materiales cinematográficos parece irrealizable; en su banda de sonido y en su banda de imágenes, el filme uti l iza señales inclasificables a priori. N o obstante, el empleo que se da a esas señales nos permite repartirlas entre conjuntos distintos (conjunto de semas, de indicios, de signos) que son parcialmente arbitrarios, parcial­mente codificados. El cine aparece así como un lenguaje —si por lenguaje entendemos una serie de medios cuya combinación nos permite emit ir men­sajes— cuya codificación, lagunaria, cambia de una realización a otra o, más probablemente, de un grupo de realizaciones a o t ro . La determinación de los códigos, la repartición de las señales entre los conjuntos que hemos dist inguido no están dentro del contro l de los realizadores, y nos remiten a los puntos que unen la producción cinematográfica al medio social c ircun­dante. El cine, lenguaje no codif icado o muy incompletamente codif icado,

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se muestra más dúctil, más permeable a las fluctuaciones exteriores que una lengua natural , cuyo sistema ha quedado fijado por largo t iempo;

—En el curso de la filmación, los realizadores aislan objetos o personajes que se encuentran arbitrariamente separados de su medio por los limites del objetivo. La imagen, fragmento discontinuo, tomado de un concreto cont i ­nuo, pone en relieve, subraya lo que muestra. La fotografía autonomiza los objetos que los cineastas han escogido, redistribuye lo " r e a l " en función de las capacidades perceptivas del fotógrafo. Las imágenes de un filme contie­nen lo que es " v i s ib l e " para los contemporáneos o lo que, hasta entonces "invisible", está haciéndose visible. Entre la expresión y la percepción, entre el decir y el ver, no hay una correspondencia necesaria: un grupo puede hablar de cosas que no sabe " ve r " , o ver cosas que no soñaría en describir. La no coincidencia entre lo que se proyecta en la pantalla y lo que se trans­mite por los diálogos marca otra zona de ruptura , o t ro camino abierto al análisis.

Habíamos convenido, al pr inc ip io , considerar los filmes como expresiones ideológicas que part ic ipan en la reelaboración y en la difusión de la ideolo­gía en una sociedad: nos habíamos fijado por tarea encontrar allí ciertas percepciones sobre la representación y sobre las mentalidades de una época o de una zona cul tura l . Nos hemos preguntado entonces cómo podríamos interrogar al cine; y las dificultades han empezado ya a surgir. Según una definición generalmente admit ida, un filme es la puesta en rela­ción de señales sonoras y visuales, cuya combinación produce sentido: una fórmula de este género hace hincapié en la coherencia del producto filmico; revelando, bajo el barniz del relato, una lección operada por los realiza­dores y la traducción de esa elección en una banda audiovisual, favorece la intencionalidad, la creación de un sentido. N i la ideología, tal como hemos tratado de circunscribir la, ni las mentalidades, ni las representaciones tie­nen lugar en este cuadro. As i pues, hemos de volver a cero, rechazar el ojo ingenuo, tomar, de paso, a la semiótica y a la sociología lo que tenían que ofrecernos, considerar en sus detalles los materiales f i lmicos, para ver cómo era posible estudiarlos. Aho ra acaso sepamos dónde son vulnerables los filmes, por dónde hay que tomarlos si deseamos sacar de ellos o tra cosa que un sentido catalogado.

Aún queda por determinar, y tal será el objeto del l ibro , lo que los his­toriadores deben aprender del cine. A la inversa de lo que se ha hecho en esta introducción, adoptaremos un proceso induct ivo , partiendo de objetos concretos, de filmes, tratando de hacerles hablar, procediendo por un des-

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tape sucesivo de los niveles de significación. Rechazo una tentación a la cual sucumben demasiadas obras sobre cine: la de la exhaustiv idad: no es ni posible ni deseable "ver lo t o d o " ; las enumeraciones de títulos acompaña­das de algunas líneas de comentario son casi inutil izables, y más nos val­drá estudiar con profundidad algunas realizaciones. Como no se trata de un cuadro completo, sino de un esbozo de métodos, de un largo desarrollo sobre la manera de plantear preguntas, los ejemplos habrían podido venir de cualquier horizonte; sin embargo, los tomaré de un campo bien del imita­do: de la Italia posterior a los años cuarentas. M i elección tiene razones "ob je t i vas " : en Europa, el cine ital iano es el que resiste menos mal a la competencia norteamericana y a la marea televisual; si se aparta el mons­truo americano, es, sin duda, el cine ital iano el que mejor permite consi­derar los problemas del cine en una sociedad capitalista. M u y próximo de los otros cines continentales, en part icular del cine francés, sin embargo difiere de ellos por los matices que se perciben fácilmente desde el exterior y que, una vez puestos en relieve, nos permitirán plantear nuevas preguntas. A ello añado motivos personales, que han sido cronológicamente los pr i ­meros: el cine ital iano es, simplemente, m i preferido.

Varias veces hemos evocado a los "real izadores" , al "público", sin decir a quién metíamos en esos grupos. Intentando definir las relaciones de la pantalla con la sociedad, no podemos dejar de describir los dos polos entre los que circula el mensaje filmico: la segunda parte tratará de la fabricación y de la difusión de los objetos cinematográficos. Veremos, en seguida, cómo funciona un filme; detrás del sentido manifiesto (elección de los pro­tagonistas y del conf l icto) trataremos de precisar la articulación de los materiales, la construcción de los códigos, la obturación de las disonancias; la tercera parte tratará de definir no lo que los filmes pretenden decir, sino lo que dicen, y cómo lo dicen. Ensancharemos entonces la investigación, pasando de películas aisladas a series de filmes; tomaremos en cuenta "s ig­nos " socialmente recibidos, cuyo encaminamiento al cine seguiremos, y as!, nos orientaremos hacia el análisis de las representaciones. Inicialmente d i r i ­gidos hacia lo que se ha expresado, voluntariamente o no, ulteriormente examinaremos los rechazos, las resistencias, las lagunas; a falta de una ela­boración teórica suficiente, evitaremos abordar de frente la cuestión de lo inconsciente y nos l imitaremos a precisar el campo de o t ra investigación. Reagrupando esos enfoques sucesivos, trataremos de sintetizarlos y de prolongarlos, siempre a part i r de un ejemplo preciso.

A l anunciar este programa, he mult ip l icado intencionalmente las marcas de vacilación. En el terreno mal conocido en que entramos, la historia será

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Itri ¡ca garantía contra las generalizaciones rápidas, los enfoques idOS, las descripciones intemporales. En tanto que el análisis socioló-

" i i i l i - l cine no este sólidamente construido sobre bases conceptuales neta-i i n i ' ' definidas, el método histórico, con sus límites y sus exigencias,

u n í siendo un útil parapeto. Por ello, esta historia pretende seguir |i m i l i u n trabajo de historiador, y destinado a historiadores.