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SOBRE COMO VIVIR BIEN

O EL SECRETO DE

LA NO-INFELICIDAD

SOBRE COMO VIVIR BIEN

O EL SECRETO DE

LA NO-INFELICIDAD

Alberto Zamuner

© 2007, Alberto Zamuner Todos los derechos reservados Se puede solicitar la versión impresa en: http://stores.lulu.com/albzam

A Alicia, Diego y Martín, porque son mis mayores incitaciones a vivir bien.

Indice

Indice ............................................................................................. 11 El dinero y la felicidad.................................................................. 13 Economía y salud.......................................................................... 27 Pensar de más................................................................................ 37 El futuro presunto ........................................................................ 47 Lo deseado y su precio................................................................. 55 Tensión ideológica y tensión metafísica...................................... 63 Vivir esperando o vivir sin esperar .............................................. 69 Cómo llegar a “no esperar”.......................................................... 75 ¿Qué hacer con los defectos ajenos? ........................................... 91 ¿Con qué llenamos nuestra vida?................................................. 99 La aspiración a vivir mejor......................................................... 129 Aspiración, imaginación, tensión y actividad............................ 135 El impulso hacia la máxima satisfacción................................... 139 La suerte ...................................................................................... 147 Cualidades que determinan finalidades ..................................... 157 La personificación de las circunstancias o el “efecto padres” . 163 Lo que queda sin hacer............................................................... 171 El mito de la rutina ..................................................................... 177 Las ideas-refugio......................................................................... 183 El amor exigente......................................................................... 187 Qué somos y qué podemos ser.................................................. 195 Pasar al otro lado ........................................................................ 203 El momento de actuar................................................................ 207 La decisión es la base de todo.................................................... 211 Qué se puede y qué no ............................................................... 215 Alimentarse de lo que no es alimento ....................................... 221 El desafío de vivir bien............................................................... 227

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El dinero y la felicidad

En el viejo debate sobre si el dinero hace o no la felicidad se tiende a creer que estamos forzados a contestar que sí o que no, e incluso a formar dos bandos enfrentados con el mayor de los odios posibles.

Son por demás conocidos los argumentos de uno y el otro bando, y quien se tome el trabajo de prestar atención a la vida verá que ni unos ni otros son demasiado consistentes: ni de-muestran ser verdaderos ni demuestran que el contrario se equivoque.

Tal vez el problema, y su respectiva solución, no sea tan simple como responder sí o no. Tal vez haya que pasar a través de esas apariencias de respuestas y buscar causas más profun-das.

En tal camino no está de más recordar algunas respuestas “intermedias”, que se dan en tono de broma pero pueden con-tener mayor seriedad que el sí o el no: “el dinero no hace la felicidad; pero calma los nervios”; o “el dinero no hace la feli-cidad; pero es más cómodo llorar en un palacio”.

Esto no responde la gran pregunta; pero genera cierta idea de que no está bien formulada, y no encontramos mucho sentido a buscar una respuesta seria a una pregunta mal hecha.

Y tal vez no haya una respuesta clara porque en el fondo no tenemos claro qué es la felicidad.

A primera vista, cuando se lo ha pensado poco o nada y se

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padece un determinado problema, se concibe la felicidad como el estado de cosas en que no exista ese problema. Pero basta recordar que antes de padecerlo tampoco solíamos decir que “éramos felices”. También es posible superar el problema y sentir que sigue faltándonos “algo”, o simplemente observar cuántos miles de personas no lo sufren y son tan infelices co-mo cualquier otra.

A fuerza de estos y otros ejemplos, concluimos en que la felicidad debe ser un estado, más interior que exterior, en que sea imposible aspirar a “algo más”, en que sea imposible toda sensación de carencia (porque en tales casos no sería “la felici-dad”).

Así entendida, la felicidad no puede ser una entidad, una cosa existente que podría agregarse o incorporarse a nosotros, sino todo lo contrario: una ausencia de insatisfacciones o sufri-mientos, un estado donde no pueda haber eso que llamamos infeli-cidad.

O sea que no es que exista la felicidad y necesitemos obte-nerla: existe la infelicidad y necesitamos disolverla.

Pusimos el nombre de felicidad a “eso” que aparecería cuando eliminemos todo sufrimiento, y, yendo más allá, toda idea, sensación o temor de que podamos volver a sufrir.

Esto aparece prácticamente como la meta suprema de la vida, y como tan difícil que nos daríamos por satisfechos si sólo lográramos acercarnos, si sólo lográramos disminuir el estado de insatisfacción que padezcamos.

Si entendemos la felicidad como estado de no-insatisfacción, comprendemos por qué se la relaciona tan habitualmente con el dinero: es evidente que toda criatura con necesidades bioló-gicas experimentará agudas señales de sufrimiento cuando esas necesidades no sean satisfechas, o cuando aparezcan amenazas a su supervivencia.

Esto aparece más en el hombre que en el animal, porque además de sufrir puede prever la posibilidad de sufrimientos futuros, y en el hombre de una sociedad compleja más que en el de una sociedad sencilla, porque está acostumbrado a más

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variedad de bienes deseables y, como si fuera poco, no sabe si podrá proveérselos permanentemente.

¿Qué es el “dinero” sino el poder del hombre sociabiliza-do para proveerse de bienes del mundo circundante?

No podemos concebir la felicidad, la no-insatisfacción, cuando el instinto nos envía pavorosas señales de hambre o de peligro.

De ahí proviene el concepto de “necesidades básicas”; es decir, de lo que constituye la base para que nuestra vida se mantenga.

Si nos imaginamos sin ningún producto de la cultura humana, podemos reducir nuestras necesidades básicas a ali-mento y morada, de las cuales parece que ningún animal puede prescindir, entendiendo el término morada como un sitio donde descansar a resguardo de los fenómenos y seres peligrosos.

Como alimento y morada están en el mundo externo, ma-terial, se requiere la acción sobre este mundo para obtenerlos, para no recibir las señales de insatisfacción que provoca su au-sencia.

Esto nos lleva a descubrir que la dificultad con la pregunta del comienzo se debía a que no estaba bien formulada.

Ahora podemos rehacérnosla con más precisión: ¿el dinero deshace la infelicidad?

Y nos encontramos con una respuesta sorprendente-mente fácil y casi indiscutible: Sí, hasta cierto punto.

Y ese cierto punto está determinado por el límite entre la in-felicidad física, nacida de las amenazas que padezca nuestro ser biológico, que al vivir en sociedad solemos solucionar con di-nero, y otros tipos o niveles de infelicidad que por diversas causas están presentes en nosotros, para complicarnos la exis-tencia y forzarnos a preguntas difíciles.

Podríamos hablar de infelicidad metafísica, y generar con es-to discusiones sobre qué es el hombre y por qué no es feliz.

Distintas ideologías o concepciones del mundo definirán cada una a su modo a qué llamar infelicidad metafísica, y algu-nas de ellas dirán que no existe. Detrás de toda esa diversidad,

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campea cierta coincidencia en que el hombre necesita algo más que alimentarse y que descansar en lugar seguro.

Aunque no cuente con una aprobación unánime, cualquier esbozo de idea de que en nuestra existencia hay un objetivo nos lleva forzosamente a deducir que mientras éste no se cum-pla habrá un estado de necesidad insatisfecha, o sea eso que venimos llamando infelicidad.

Como el cuerpo posee instintos que se encargan de acu-ciarnos en su afán de ser satisfechos, también los tiene la men-te, la psique o “el alma”, que se molesta y angustia de diversos modos si no satisface de su necesidad.

De ahí que el hombre, recordando la experiencia de haber obtenido alimento y haber dejado así de sufrir, imagina que poseyendo o disfrutando algún otro elemento del mundo cir-cundante calmará esa otra extraña sed que siempre le exige vi-vir y sentir algo más.

Así, una vez interrelacionados para intercambiar unos con otros los bienes que satisfacen sus necesidades básicas, los hombres prosiguen indefinidamente el proceso de elaborar nuevos bienes en busca de esa satisfacción total que de algún modo conciben, generando una contagiosa cadena en que cada uno inventa algo para ganar dinero y comprarse lo que a su vez inventó otro, que intenta convencerlo de que su producto es indispensable para la felicidad, porque él mismo intenta alcan-zar la felicidad comprando lo que a su vez le ofrece un tercero con idéntico propósito.

Esto genera una sociedad donde todos incitan a todos a ser felices y a no aguantar vivir sin serlo, y donde cada uno propone como vía a la felicidad adquirir el objeto que él ofrece.

El resultado de todo esto es, paradójicamente, un nuevo tipo de infelicidad: la infelicidad social.

Porque, se gane en esa carrera poco o mucho dinero, tarde o temprano aparece un límite, más allá del cual queda algo que no se puede comprar.

De ahí que en las sociedades más complejas haya un ma-yor grado de infelicidad que en las más primitivas; lo que pare-

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ciera un resultado diametral y absurdamente opuesto a lo que los hombres buscan al trabajar e interrelacionarse.

Si la infelicidad física entra por el cuerpo y la infelicidad metafísica se siente en lo más profundo e indefinible de nues-tro ser, la infelicidad social entra por -y reside en- la mente; de ahí repercute en el sentimiento y casi inevitablemente en el cuerpo, que se desordena y enferma, abriendo nuevas áreas de infelicidad física.

Tal como se enferma el cuerpo puede enfermarse el sen-timiento. Si la mente pulsó día tras día los botones que genera-rían angustia, miedo, desesperación, pesimismo, odio, envidia y todo el infierno que siente quien se vuelve víctima de la infeli-cidad social, esos sentimientos tenderán a mantenerse y perpe-tuarse, como la constitución del cuerpo deriva de los alimentos ingeridos y el eco deriva del sonido que le dio origen.

Este ejemplo sugiere de inmediato una pregunta: si el eco de un sonido acaba apagándose ¿no pueden apagarse también los sentimientos negativos?

Ahí empieza a perfilarse la fórmula de la no-infelicidad: hay una infinidad de sentimientos negativos (si no la totalidad al menos un alto porcentaje) que fueron generados por nues-tros pensamientos negativos; y, si dejamos de emitir éstos, los sentimientos negativos acabarán disolviéndose.

Nuestros sentimientos serían como sonidos grabados; nuestra atención el micrófono y nuestros pensamientos las pa-labras que se grabarán. Nuestra constitución biológica aporta a este equipo una energía imposible de interrumpir, y así vivimos permanentemente escuchando cintas y al mismo tiempo gra-bando otras que escucharemos posteriormente. Más precisa-mente podría decirse que nuestro pensamiento emite ideas y nuestra psique-grabador las convierte en acordes-sentimientos, más armónicos o inarmónicos de acuerdo a lo que hayamos pensado. Y luego, sin la opción de apagar ni bajar el volumen, estos buenos o malos acordes se repiten en nosotros hasta ser reemplazados por futuras grabaciones, cuyas características dependerán de lo que hoy pensemos.

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Así, el sentirse mal nace del pensar mal. ¿Y qué significa mal en el terreno del pensamiento? Simplemente pensar lo que no es cierto; trazar con ideas y pa-

labras un cuadro de la realidad que no coincida con la realidad real.

El proceso del pensar mal nace, entre otras cosas, del deseo insatisfecho.

El deseo insatisfecho no es una catástrofe, sino un fenó-meno que naturalmente se presenta reiteradas veces, ya sea en la vida del hombre civilizado como en la del salvaje o en la del animal. No es mayormente dañino cuando se da en relación con deseos naturales, porque generalmente es transitorio.

Lo realmente grave, destructivo, sucede cuando quedan insatisfechos los deseos fabricados o potenciados por el pen-samiento.

Podemos tener deseos, incluso los inducidos o generados por la sociedad consumista, sin sufrir a niveles tormentosos ni enfermantes, siempre y cuando cada chispazo de instáis-facción no ponga en funcionamiento el mecanismo del pensar mal.

Por ejemplo, vemos la publicidad de un artículo que no podemos comprar. Allí podemos conectar el pensamiento in-correcto, irreal, destructivo: “necesito tenerlo; no puedo vivir sin tenerlo; debo tenerlo; es injusto, está mal que no lo tenga”. Y de ahí pasar a la alternativa activa: luchar desesperadamente, violentándonos y violentando a otros para obtenerlo, sufrir en la lucha por ese objeto y, luego la alegría fugaz de obtenerlo, sufrir por las alteraciones que esa lucha sembró en nuestro in-terior. O bien podemos transitar la alternativa pasiva: resignar-nos con infinito dolor a no tenerlo y multiplicar los pensamien-tos destructivos: “esto está mal, no puede ser, no hay justicia, Dios no se apiada de mí, no se puede vivir así”, y de inmediato buscar culpables, dispararles andanadas de insultos y conven-cernos de que estamos rodeados de seres malignos que inten-tan arruinarnos la vida y lo consiguen.

También podemos, ante el mismo hecho de ver algo y no

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poder comprarlo, conectar el pensamiento constructivo y sin fantasía: “deseo esto. No lo necesito: simplemente tengo ganas de tenerlo; pero es una de las muchas cosas que no están a mi al-cance y la vida no empeora por eso. La suposición de que este objeto podría mejorar mi vida no significa forzosamente que mi vida empeore por su ausencia: puede perfecta y fácilmente continuar igual. En lugar de no tenerlo y sufrir, prefiero no tenerlo y no sufrir. Si lo tuviera podría sufrir por otro objeto, de modo que prefie-ro acabar ya mismo con todo eso y no atormentarme por nin-guna de las cosas que no puedo. Viviré lo mejor que pueda con las cosas que sí puedo tener, sabiendo que aunque pudiera más siempre encontraría un límite, y no puedo permitirme vivir mal por algo tan natural”.

Generalmente una persona constructiva no se pone a pen-sar textualmente todo esto; pero parece saberlo en lo más ín-timo, y simplemente no emite pensamientos destructivos.

Y en el camino positivo también cabe la opción activa: trabajar por el objeto deseado sin maltratar a nadie ni maltratarse a sí mismo con la desesperación, el apuro, el esfuerzo desgarrador ni la angustia; sin dejar por ese objeto de descansar, de experi-mentar vivencias buenas ni de adquirir otros bienes provecho-sos para la vida.

Y si consideramos que la imposibilidad de adquirirlo se debe a algún tipo de injusticia, a alguna falla de los demás o de la sociedad, podemos hacer nuestro aporte constructivo (no nuestro reproche ni nuestra lamentación estéril) para mejorar la sociedad en la medida que sea posible a una persona.

Cuando nuestros problemas individuales nos llevan a con-siderar la vida social y política, podemos una vez más, y en este terreno con más dramatismo que en otros, tomar el camino del pensamiento positivo o del negativo.

El pensamiento positivo se reconoce fácilmente porque: 1) siempre desemboca en plantearse cómo se soluciona el problema pensado, 2) pasa a considerar qué puede hacer uno mismo por una sociedad mejor, 3) lo hace y 4) nunca deja de intentarlo por el hecho de ver que la parte que uno puede hacer es pequeña, porque

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otros no lo hagan ni porque la sociedad mejore a menor ritmo que el deseado.

El pensamiento negativo es aquél que se concentra obsesi-vamente en lo malo, e incluso imagina más males que los que ve. Y en vez de discurrir sobre causas y soluciones se adhiere al tema de las injusticias, corrupciones, culpables y vidas des-honestas. Se queja y hasta se burla de la imperfección humana, y cuando alguien mejora alguna cosa rezonga porque “es muy poco”.

Esto incrementa hasta límites desastrosos la infelicidad so-cial, ya agudizada porque siempre hay un límite para la capaci-dad de adquirir objetos, y porque quien dilapida su energía en estos pensamientos debilita su propia capacidad para ganar dinero.

Esto no significa que si dominamos el pensamiento borra-remos por completo la infelicidad social. Si por costumbre o por decisión vivimos en sociedad, estamos expuestos a presen-ciar desórdenes generados por los seres poco conscientes o poco respetuosos. Incluso es más noble molestarse por la injusticia que no darle importancia, y ese malestar será el precio de vivir en sociedad.

Pero no hay que confundir el malestar que nace de presen-ciar la injusticia con el otro, mucho más grave y destructivo, que nace cuando es uno mismo el que no responde del modo correcto ante la injusticia o ante los demás problemas.

Si estamos actuando correctamente, respetando a la socie-dad e incluso cumpliendo con el ideal de contribuir a mejorar-la, el grado de “males” que igualmente existirá puede molestarnos pero de ningún modo desequilibrarnos. El desequilibrio sólo pro-viene del desorden interior, como el de quienes rumian pensa-mientos negativos o el de quienes aprovechan los bienes de la vida en sociedad pero se lavan las manos ante los males.

El desagrado ante los males que no podamos solucionar, o que se solucionen a muy largo plazo, no debe superar el nivel de desagrado que nos produzcan el frío o el calor, que no lle-gan a desequilibrarnos porque no somos culpables de que existan.

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Si la mala acción de otras personas nos perturba, general-mente es porque hay un desorden en nosotros al respecto; ya sea por-que no actuamos bien en la relación con ellas o porque no to-mamos las precauciones necesarias para defendernos.

Pensar en positivo no excluye ni debe excluir prestar aten-ción a lo malo para saber enfrentarlo.

En uno u otro terreno nos encontraremos siempre con que pasan cosas que no deseamos y no pasan cosas que deseamos.

En algún momento de la existencia debemos parar a pre-guntarnos si por esto, que parece lo más habitual en todos los ámbitos, tiene sentido pensar lisa y llanamente que vivimos mal.

Ni el más ingenuo de los humanos creería que se puede llegar (excepto en los paraísos post-mortem de creencias no poco ingenuas) a una forma de vida en que ocurra absoluta-mente todo lo que desea y no ocurra jamás lo que no desea.

Lo más que aspiramos (instintivamente y no reflexivamen-te) es a eliminar el problema más visible que por el momento nos aqueje, presintiendo que de ahí en adelante nos sentiremos mejor. Pero nunca pasamos de ese sentimiento a la convicción de que jamás volveremos a tener un problema.

No siendo imaginable la desaparición de la infelicidad por las modificaciones que el hombre establezca sobre el mundo, cabe preguntarse si es alzanzable por la modificación del hom-bre en sí.

La filosofía, la mística y la religión tomadas en su sentido más serio nos dicen que la perfección del hombre consiste en emerger conscientemente del mundo del deseo y el miedo ante los fenómenos externos, alcanzando la felicidad al dejar de ser afectado por los vaivenes de los fenómenos.

Ante ese tipo de propuestas, nos preguntamos inmediata-mente cómo se llega a tal estado, pero casi en el mismo acto nos damos cuenta de que no estamos del todo interesados en llegar; porque en el fondo, por alguna ignorancia metafísica que no se remueve simplemente pensando, aspiramos a disfrutar de no pocos fenómenos y circunstancias del mundo externo.

¿Qué cabe hacer entonces? ¿Habitar el mundo de los abso-

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lutamente infelices porque no tenemos conciencia para acceder a la felicidad absoluta?

Una mirada al mundo nos dirá que no. Tal vez no hayamos visto a nadie absolutamente conscien-

te ni absolutamente feliz; pero vemos que la gente sufre en mayor o menor medida a causa de las circunstancias y/o de su propia incapacidad.

Si nos ocupamos precisamente de sufrir cada vez en menor medida, no sólo dispondremos de un ideal alcanzable, sino que estaremos acercándonos de algún modo a la no-infelicidad.

Si nos parece alcanzable y sensato el ideal de sufrir cada vez en menor medida, si comprendemos que el sufrimiento no puede eliminarse por completo con la modificación del mundo y sí con la modificación del hombre, podemos esbozarnos una fórmula precisa (no para la felicidad absoluta pero tampoco contradic-toria con ella, lo que ya es mucho pedir) para ir eliminando la infelicidad: modificar circunstancias en la medida en que sean demasiado perturbadoras, sin esperar demasiada felicidad de esos logros, y al mismo tiempo modificarnos interiormente, con la convicción de que por ese camino vamos, sin prisa pero sin pausa, hacia la felicidad en el verdadero sentido.

Esto es comparable con caminar hacia la claridad. Caminar hacia no significa que no dispongamos de algo de claridad, ni que la claridad esté por completo en otro lugar: a medida que nos acercamos ya hay más claridad que cuando estábamos más lejos.

Si el camino es la modificación interior, todo lo que usualmente llamamos ser bueno, moral, inteligente, equilibra-do, etc., consiste en dar prioridad a la modificación interior sobre la exterior, mientras que ser malo o inmoral viene a ser matemáti-camente lo contrario.

Así pasamos a descubrir, y esto es muy importante para quien aspire seriamente a vivir mejor, que además de ser malo con los demás (lo que ante una mirada superficial pareciera el único modo de ser malo) se lo puede ser consigo mismo; por-que cada vez que se desecha la modificación interior en aras de la exterior el hombre empeora y sufre, y la posible felicidad se

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le esfuma entre las manos. Todo ser humano, desde cualquier situación en que esté,

puede empezar ya mismo a trabajar por auto-desarrollarse, y al mismo tiempo (porque nada lo obliga a interrumpir una cosa para empezar la otra) modificar las circunstancias adversas y procurar las deseables.

Y cuando las circunstancias no le obedezcan, vivir el con-siguiente disgusto emocional sin permitirse poner en marcha un solo pensamiento negativo.

Esto es indudablemente difícil; pero, como en el caso de la perfección absoluta, podemos empezar a intentarlo, y mañana estaremos más cerca que hoy.

Si aunque no lo logremos inmediatamente mantenemos la intención, cada vez que se presente la alternativa de responder bien o mal ante las circunstancias tendremos un poco más de experiencia, de recuerdos que nos dirán con mayor contunden-cia qué conviene y qué no conviene hacer.

Todo esto es posible si observamos la vida y extraemos de ella una certeza: la falta de dinero puede forzarnos a múltiples situaciones indeseables; pero hay algo a lo que si no queremos jamás podrá forzarnos: a emitir pensamientos negativos.

Si ante alguna situación emitimos pensamientos negativos, siempre será una respuesta no inevitable, una elección nuestra. Una cosa que hacemos cuando podríamos hacer otra.

Y precisamente eso a que ninguna adversidad tiene el po-der real de forzarnos es el motor, el núcleo, el corazón de la infelicidad.

La meta aparentemente inalcanzable de una vida sin pen-samientos ni sentimientos negativos puede empezar a plasmar-se hoy mismo, como una prodigiosa estatua comienza a plas-marse con el primer golpe a una piedra, si sabemos por dónde empezar.

Nos parece extremadamente difícil eliminar todo pensa-miento y más aún todo sentimiento destructivo; pero esta apa-riencia de dificultad se debe a que vemos que la distancia a re-correr es mucha: no a que ignoremos en qué dirección caminar.

De lo que un individuo sienta dependerá lo que piense, y

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de lo que piense dependerá lo que diga. Identificamos a una persona negativa principalmente por lo

que dice. Por su expresión deducimos que ha de tener pensa-mientos negativos, y de esto pasamos a convencernos de que sus sentimientos negativos han de ser el motor de todo lo que vemos en ella.

Y si nos preguntamos por el origen de esos sentimientos, deduciremos que son el fruto de la acumulación de malas res-puestas ante las circunstancias. Malas respuestas que fueron provocando hábitos e impulsos que con el tiempo conforma-ron un torrente que por inercia sigue en la misma dirección, y seguirá fluyendo con cada vez más peso y fuerza, hasta que el sujeto sufra tanto que empiece a intentar seriamente un cam-bio.

Y alguna vez comenzará a esbozarse la solución: sencilla-mente cortar la corriente; cerrar el grifo de las causas.

Pase lo que pase con nuestros pensamientos y sentimien-tos, podemos comenzar por dominar nuestras respuestas ante cada circunstancia. Es decir, controlar nuestras palabras y ac-ciones. Esto también será largo y difícil; pero a fuerza de no tener expresiones negativas llegaremos a no tener pensamien-tos negativos y, por la simple desaparición de las causas, a no tener sentimientos negativos, tal como al cerrar una pérdida de agua se pone fin a una inundación, aunque por un tiempo siga la circulación residual del agua ya caída. Lo importante será persistir en mantener cerrado el grifo de las malas expresiones, sin que ningún efecto del torrente residual nos haga dudar del valor de lo que hacemos.

Y en cualquier momento, casi sorpresivamente, empeza-remos a notar que ya vivimos mejor.

De ahí a la perfección absoluta, a la no-infelicidad, puede haber mucha distancia; pero lo que ya no nos faltará será la idea de cómo alcanzarla.

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Economía y salud

Es habitual en la actualidad escuchar que hay alteraciones

de la salud vinculadas a las vicisitudes económicas que vive cada individuo.

Llegamos a hablar de enfermedades profesionales, o pro-pias del ajetreo de la vida moderna, como dando por sentado que vivir en esta época o desarrollar una actividad económica pro-duce natural e invariablemente esos resultados.

Si así fuera, tendríamos que concluir en que vivimos en una civilización antinatural.

En esto hay algo verdad si tenemos en cuenta la comenta-da ideología del consumo y la resultante infelicidad social.

Pero si eliminamos todo lo que puede derivar del modo de encarar la vida, de lo que concretamente llamamos respuestas internas, no podemos ver mayores males en que el hombre haya inventado recursos de los que no disponen los animales, ni en que se haya agrupado en sociedades, algo que también se da en la vida animal.

Lo que sí parece un efecto inevitable de la vida socializada y tecnificada, y un efecto muy importante en el terreno biológi-co, es lo que podría llamarse elongación de las situaciones de peligro.

Nuestro organismo y nuestra psique están preparados para los peligros de la vida animal, como la lucha o la huída ante otro animal que procure cazarnos. En tal situación el corazón se acelera y bombea más sangre para que el cuerpo responda

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con la mayor intensidad posible a las exigencias del momento. Esto es por demás sano y conveniente, porque sirve para

salvar la vida. Esta adecuación es perfecta para el peligro más habitual

que enfrentamos en los últimos millones de años: el de ser de-vorados por algún animal que nos tome desprevenidos.

Pero nosotros nos tecnificamos, inventamos cómo matar a cualquier animal que nos amenace, y luego cómo producir ali-mentos con mayor abundancia que la disponible en ámbitos naturales.

Luego, emancipados de las peripecias de la vida animal, comenzamos a vivir en sociedad, y seguimos inventando me-dios con los que intentamos volver más agradable nuestra exis-tencia.

Sin embargo, para nuestro instinto esto ocurrió en un pe-ríodo de tiempo tan ínfimo que aún no desarrolló ninguna adaptación al respecto.

Nuestro instinto, y con él nuestro organismo, sigue “sa-biendo” que las situaciones de peligro deben resolverse en se-gundos o minutos.

El instinto trabaja “como siempre”, mientras nosotros cambiamos nuestras condiciones de vida, eliminando unos pe-ligros y generando otros.

¿Qué ocurrirá entonces si nuestro organismo recibe una “señal de peligro” propia de una sociedad compleja, donde la socioeconomía incide sobre la supervivencia como antes lo hacían los animales salvajes? ¿Cómo actuará el instinto, prepa-rado para matar o escapar en cuestión de segundos, cuando la amenaza sea una recesión, un desorden social, una guerra que durará meses o años?

Reaccionará ni más ni menos que como siempre: acelerará el pulso, aumentará la presión y la irrigación sanguínea para que podamos enfrentar mejor la amenaza.

Pero como ahora no necesitamos golpear ni correr, y las amenazas se prolongan muchísimo más de lo que supone el instinto, estas modificaciones nos desordenan, nos enferman.

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Por todo esto, la mencionada elongación de las situaciones de peligro es lo único con cierto índice de insalubridad genera-do por el hecho de vivir en sociedad y tecnificarse.

Se suele considerar insalubres otros efectos, como la con-taminación ambiental; pero no se trata de un fenómeno insepa-rable de la vida civilizada, sino de un descuido que podría co-rregirse sin prescindir de la tecnología ni de la sociabilización.

Si otras características de la vida actual enferman a alguna persona, la falla tiene que estar en la persona misma.

Aquí volvemos a la necesidad de discernir entre lo evitable y lo inevitable, entre las necesidades básicas y las seudo-necesidades que nos acostumbramos a creer reales e imperiosas.

Para las necesidades básicas la supervivencia biológica, pa-ra, no es lo mismo la imposibilidad de comer que la de com-prar un aparato o una prenda de vestir. Pero en la mayoría de los casos reaccionamos ante ambas imposibilidades con idénti-ca e insalubre tensión, por obra de simples hábitos mentales que, alzando la bandera del vivir mejor, consiguen precisamente lo contrario.

Así volvemos al mismo principio: los hechos y bienes ex-ternos pueden significar una mejora para nuestra vida siempre y cuando no se obtengan a costa de empeorar interiormente; porque esto es la causa más directa e intensa de la infelicidad.

Aquí cabe destacar que además del conocido empeora-miento interior activo, característico del sujeto que sufre, se altera y se lanza a matar o morir por cada pequeña modifica-ción del entorno, existe el empeoramiento pasivo, tremenda-mente distante de la verdadera superación, en el que caen los seres que, ante la disyuntiva que plantea el conflicto entre el deseo y el mundo real, pasan a vivir como si no tuvieran de-seos, desistiendo de la lucha externa e interna y cortando de raíz toda inquietud respecto a la actividad económica, hasta el punto de vivir de la caridad o de sueldos tan miserables como su dedicación al trabajo.

Estos sujetos dicen preferir “ser pobres pero estar en paz”, cuando interiormente distan muchísimo de estarlo, por-

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que siguen deseando infinidad de bienes, necesarios y/o inne-cesarios, negándose a todo esfuerzo por obtenerlos pero requi-riendo de los demás, de la providencia o de la suerte, todo lo que siguen deseando en el fondo de su corazón y de su mente.

Jamás debe confundirse esto con la superación del conflic-to: es un retroceso a una etapa previa al mismo, y la antesala de una vida aun más insana que la del empeoramiento activo.

Entre estos dos empeoramientos y el vértice superior y le-jano del sabio auténticamente desapegado de los fenómenos externos, puede aparecer la opción más sana y posible para los seres que, aun sin tanta sabiduría, exigen algo más de su exis-tencia: la disposición a mejorar la vida en el sentido más pro-fundo y auténtico de la expresión.

Este desafío habrá que encararlo caminando sobre una es-pecie de cuerda floja, con el peligro de caer en el empeora-miento activo o en el pasivo, trabajando por lo que se desea pero cuidando que esto no derive en arruinarse interiormente.

Si no se cae de esa cuerda, o si se cae pero se retorna al in-tento, cada vez será menor la diferencia con la hipotética des-aparición de la infelicidad.

Pero ¿cómo se empieza? Una buena fórmula para evitar el pensamiento negativo,

porque de éste proviene la insalubridad mental, emocional y física, es ocuparse atentamente de no pensar de más.

Pensar de más significa, por ejemplo, proponerse ganar una determinada suma de dinero o comprarse tal o cual artícu-lo en un determinado plazo. No pensar de más consiste en comprender la síntesis, el corazón de nuestra actividad econó-mica: trabajar de la mejor manera y obtener los mejores resul-tados.

Si lo hacemos bien, dará como resultado una mejora de las posibilidades y las circunstancias, entre las que se incluyen cuánto ganaremos y qué nos compraremos.

Todo intento de encasillar esto en cifras y plazos es pensar de más; porque no mejora nuestra economía pero sí empeora nuestro estado interior, ése que habíamos decidido no sacrifi-

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car nunca en aras de cambios externos. La tensión psíquica que se traduce en tensión arterial y en

enfermedad suele nacer de un empuje interior del deseo cuan-do se lanza hacia un objetivo trazado por la mente.

Este objetivo trazado es generalmente enfermante e inútil: podemos trabajar, progresar económicamente y satisfacer de-seos sin necesidad de trazarnos objetivos tan caprichosamente detallados.

Para concretar un objetivo, como, por ejemplo, comprarse tal o cual cosa, hace falta invariablemente capacidad de com-pra, y para poseer esa capacidad hace falta activar la causa que la generará. Esa causa es sencillamente el trabajo bien encami-nado.

Si generamos la causa vendrá el efecto; no importa cómo ni cuánto lo hayamos imaginado previamente.

¿Qué pasaría si en vez de ganar lo que nos propusimos ga-náramos más? ¿Lo rechazaríamos? Y si ganáramos menos ¿abandonaríamos la vida por considerarla imposible? Las res-puestas nos demuestran lo inútil que es trazarse objetivos con tanto lujo de detalle.

Si observamos nuestro pasado notaremos que nuestra vida no pudo haber mejorado ni empeorado dramáticamente por-que nos compráramos algo quince días antes o después, ni porque en un determinado mes hubiéramos ganado menos que en el anterior.

Sin embargo, nos desesperamos por cada centavo, por ca-da segundo de nuestra sucesión de causas y efectos, como si de ellos fueran a sobrevenir el bien o el mal absolutos.

Si nos preocupa la vida económica, si queremos trabajar para “tener más”, es fácil darse cuenta de que lo único impor-tante al respecto es ir mejorando.

Tampoco debe atormentarnos que la tendencia a mejorar se interrumpa o desacelere momentáneamente.

La única preocupación sana tendría lugar si comprobára-mos la existencia de una tendencia a empeorar. Y esa preocu-pación sólo sería sana si nos concentramos en generar solucio-

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nes. Todo lo otro, como medir cuánto ganamos o cuándo

compraremos qué cosas, es pensar de más, y no viviremos bien mientras no dejemos de hacerlo.

Es cierto que en cada instante estamos haciendo o des-haciendo nuestro futuro, y es todavía más cierto que nunca debemos menospreciar su desperdicio diciéndonos que “es sólo un instante”.

Pero no porque cada instante sea un ladrillo de la totalidad debemos invertirlo en ponernos a medir los resultados, como alguien que cada vez que colocara un ladrillo se detuviera y se alejara para disfrutar la visión de “la pared”, o para sufrir por “lo que todavía falta”.

Lo importante es dar cada paso: no mirarlo desesperada-mente como una señal del mayor de los éxitos o del mayor de los fracasos.

Lo que realmente necesitamos es avanzar sin medir; produ-cir sin esperar.

Existen en nosotros el impulso al movimiento y la aspira-ción a la satisfacción.

El primero simplemente nos mueve, sin que medie la mentalización de por qué. La segunda nos incita a experimen-tar más y mayores satisfacciones, a vivir la vida en una dimen-sión que siempre suponemos superior a todo lo vivido previa-mente.

Nuestra mente responde a estas tendencias trazando pla-nes de acción y esbozándose objetivos a lograr, o sea buscando algo que hacer, algo que alcanzar para saciar esas inquietudes internas.

Allí empieza un largo aprendizaje: el de descubrir qué puede satisfacernos de verdad y qué no.

En esto corremos el riesgo de que, por no haber recibido una total satisfacción con lo ya logrado, queramos alcanzarla mediante logros externos más voluminosos y más espectacula-res, con el inevitable resultado de llegar a proponernos un día logros no alcanzables en un plazo aceptable, y otros no alcanza-

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bles jamás. Por esa vía, el ser humano empieza a dudar de la felicidad

que pueden deparar los cambios externos y a procurar cambios en sí mismo.

Aquí podríamos desembocar en la filosofía o en la mística, planteándonos que el objetivo de la existencia es superar el deseo.

Sin embargo, la finalidad de la presente reflexión no es concentrarse en lo que sucede por la existencia del deseo, sino en lo que sucede por algo más fácil de eliminar: la existencia de los planes y objetivos que nos trazamos en nuestra mente.

Decir cómo se superan el impulso a la acción y la sed de vida es tarea de los grandes maestros de la humanidad. Una tarea más alcanzable, y más indispensable para desenmarañar nuestra vida, es la de no acrecentarlos inútilmente con el pensamiento. Si logramos esto, tal vez nos encontremos con que ya vamos bien encaminados hacia lo otro.

Hace falta recalcar que no es nocivo trabajar para satisfa-cer deseos, y que la respuesta de evitar pensar de más, de evitar trazarse objetivos innecesarios, no equivale a darse por vencido en la lucha por la existencia.

Sencillamente hay que darse cuenta de que lo que sentimos como “adversidades” o “pesares propios de la vida” no suelen ser más que divergencias entre la realidad exterior, que nunca tiene “culpas”, y los esquemas que trazó nuestra mente como supuesto camino a la felicidad.

Este es un problema que sólo existe cuando se comenzó a intuir la paz como un nivel superior de satisfacción, y por lo tanto se sufre la confrontación entre la aspiración a la paz y la inquietud por lograr satisfacciones externas.

Por eso se pone en duda la validez de cada esfuerzo por estas últimas; pero se sufre si no se las obtiene.

Este sufrimiento no existe en quien aún no percibió el va-lor de vivir en paz, ni tampoco en el hombre perfecto.

Es un drama intermedio, del que hay que salir hacia arriba; pero encontrando qué hacer desde hoy, no desde “alguna vez”

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ni cuando estemos al borde de la perfección. Nuestra “sed de vida” se trastoca en tensión cuando, co-

mo quien va caminando por una ladera y lanza una soga hacia un punto más elevado, nos fijamos una determinada meta y pretendemos empujar la realidad, o, dicho de otro modo, vivir tironeando, vivir como colgados y en constante esfuerzo hacia un punto que nos pusimos como objetivo, y por llegar al cual justificamos la tensión permanente de todos nuestros múscu-los.

Pero ¿qué ocurriría si el punto al que enganchamos la soga no estaba donde parecía, sino alejándose permanentemente de nosotros? ¿O si apenas lo alcanzamos enlazamos otro sin un instante de respiro para seguir trepando?

Inevitablemente, el resultado sería una creciente tensión, que sólo finalizaría al estallar nuestro organismo o, si nos da-mos cuenta a tiempo, al desistir de tan antinatural ejercicio, al proponernos sinceramente vivir en paz en vez de intentar tras-ladarnos a supuestas metas de satisfacción.

Esto sería darse por vencido sólo en el caso de que no se sin-tiera íntimamente el valor de la serenidad. Si estamos de verdad convencidos de que la felicidad puede nacer de la serenidad y de la paz, no estaremos desistiendo sino cambiando conscientemente una meta poco valiosa por otra visiblemente mejor.

Pero si, como se planteó varias veces, aún no se extinguió en nosotros el impulso a caminar y el deseo de alcanzar nuevos niveles en el mundo externo, podemos cuidarnos de ir ascen-diendo por la ladera con más tranquilidad y alegría de vivir, sabiendo que a cada paso estamos mejor que antes.

Y recordando, para no desesperarnos, que la montaña de los logros externos no tiene cumbre.

Jamás se llega a un punto donde no quede nada por lograr y todo sea satisfacción.

Entonces ¿qué sentido tiene medir cuánto ascendimos y cuánto “nos falta”? ¿Por qué condenarnos a ese estado de ten-sión y vivir mal si nunca habrá un logro que nos pague lo perdido?

A veces, el sentimiento de que debemos seguir luchando

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tiene más causas morales que materiales. Creemos que nos sen-tiríamos mal por el sólo hecho de desistir.

Ante esto corresponde aclararnos nuestra propia idea: no debemos desistir de trabajar; debemos, necesitamos, nos con-viene, desistir de medir y contar.

El error no está en ascender, sino en creer que hay una cumbre.

Si cada vez que nos sentimos mal nos observamos, gene-ralmente descubriremos que estamos en la citada situación de colgar de una soga y pretender llegar al punto enlazado.

La solución será convencernos de que ese punto no es más importante que cualquier otro, y de que no hay soga. Sólo hay un andar sin tormentos, que nos mejorará la vida interior sin por ello perder nada del mundo externo. Y si alguna vez perdemos algo, eso no nos generará grandes sufrimientos siem-pre y cuando no lo hayamos enlazado previamente con la soga de nuestra opinión.

Si proseguimos con la actitud de no pensar de más, vere-mos que hay una enorme diferencia entre perder una cosa y no alcanzarla.

Es imposible perder lo que no se tiene. Entonces, si intentamos alcanzar algo que nunca tuvimos,

debemos preguntarnos hasta qué punto ese algo justifica el esfuerzo de perseguirlo. Y si decidimos procurarlo porque vale la pena, aceptemos el grado de disgusto por no tenerlo sin pen-sar que esa situación constituye un mal, sin pensar que lo nece-sitamos sino que lo deseamos, sin creer que es necesario alcan-zarlo en tal o cual momento, y, en caso de no acceder a él, no pensar que lo perdimos, porque en realidad nunca lo tuvimos, sin que por ello nuestra vida fuera mala, y que hubo y habrá otros objetos no alcanzados.

Sería pensar de más decirnos que nuestra vida empeoró a causa de un objeto que jamás tuvimos.

Si soñamos con llegar a una cumbre para allí descansar, y luego descubrimos que no hay cumbre, nos quedan dos opciones:

1) no descansar jamás, hasta el momento en que estallen

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nuestra salud y nuestra existencia. 2) descansar en cualquier lugar, sabiendo que es una necesidad

que no depende de las circunstancias. Esa puede ser la fórmula mágica para vivir sanamente en las

complicadas sociedades que hoy habitamos.

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Pensar de más

Parece más o menos fácil eliminar quejas y preocupaciones

por no alcanzar lo que nunca se tuvo, o sea no aferrarse a una meta propuesta, a una determinada altura que se pretende al-canzar en un determinado plazo.

Pero ¿cómo evitar la inquietud ante la posibilidad de per-der lo que ya se tiene?

Dice un proverbio chino: si tus problemas tienen solución, ¿por qué te preocupas? Si tus problemas no tienen solución, ¿por qué te preocupas?

Ante esto quedamos sorprendidos, convencidos de que es tan indiscutible como una operación matemática. Pero enton-ces ¿por qué hay gente que se preocupa?

Pareciera que el gran problema fuera la incertidumbre pre-via a saber si el problema tiene solución o no.

Como esto no puede saberse al aparecer el problema, su-frimos tratando de descubrir soluciones, porque en ello está la sana necesidad, biológica, psicológica y moral, de luchar, de no permitir que fuerzas indeseadas nos cambien las circunstancias deseadas.

Aun cuando lo indeseado resulta inevitable nos queda la sensación de que tal vez estemos abandonando la lucha antes de tiempo, y resignándonos indebidamente a lo que podríamos evitar. La única manera de resolver esto con dignidad parece ser cierta exageración en la lucha: probar, caer y seguir proban-

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do hasta convencerse de que no hay nada más que hacer. Eso trae cierto sufrimiento, pero no tanto como el de reprocharse a sí mismo el no haber cumplido.

De todos modos, lo más atormentante no es la lucha, sino la espera de cuando ni siquiera se sabe si es posible luchar.

Entonces, cuando estamos expectantes, viendo qué pasa para saber si podemos hacer algo ante ello, inevitablemente sufrimos; y aún resta encontrar la fórmula para poder observar la realidad sin sufrir.

Y tal vez esa fórmula sea la misma que necesitamos para la otra alternativa: los problemas que no tienen solución y nos incorporan inevitablemente alguna circunstancia no deseada.

Para avanzar hacia tal solución conviene empezar por pre-guntarnos ¿a qué llamamos un problema? No en el sentido teórico sino en el práctico. En el de un factor que nos afecta en nuestra aventura de vivir.

Podríamos sintetizarlo diciendo que un problema es una al-teración de la realidad a la que estamos aferrados. Podemos estar afe-rrados tanto a la realidad actual, que el problema nos modifica, como a la realidad deseada, que el problema nos impide alcan-zar.

Tenemos problemas porque estamos aferrados a circunstancias reales o posibles.

Ahora bien: ¿qué significa estar aferrado? Y, más aun, ¿podemos dejar de estarlo?

Estar aferrado es un acto de nuestro ser interior, que por lo visto es realizado por varias partes o varias potencias de nuestro yo. Podemos estar aferrados a nivel instintivo, afectivo, mental, cultural, etc. No es lo mismo estar aferrado a la integri-dad física que estar aferrado a un determinado objeto porque nuestra cultura diga que es bueno tenerlo.

Hay un nivel de aferramiento nacido de la opinión (propia o ajena). Este nivel es el más superficial, y es relativamente fácil de combatir, siempre que lo identifiquemos y haya en nosotros una real disposición a combatirlo.

Buscamos determinados bienes porque en nuestra socie-

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dad hay una opinión generalizada de que es bueno tenerlos, y ésta se arraigó en nuestra mente, generando aspiraciones y sen-timientos que no hubieran nacido espontáneamente de nuestro ser interior.

Tenemos otros contenidos mentales generados por nues-tra aspiración abstracta a la felicidad. Esta aspiración nos hace sentir que nos falta algo, y, al no saber qué es ese algo, opina-mos que seremos felices al vivir en tal o cual situación o cir-cunstancia externa.

Estas opiniones trazan en nuestra imaginación algo así como un dibujo, donde aparecemos siendo felices con el obje-to o en la circunstancia que consideramos fuente de satisfac-ción.

Nuestros sentimientos, como manos que tienden hacia el alimento, como el lazo del ejemplo de la montaña, se lanzan hacia ese dibujo, lo aferran, lo rellenan, lo colorean, y tiran de nuestra voluntad, exigiéndole que modele la realidad hasta hacerla coincidir en todo con esa imagen.

El resultado de esto es una especie de corriente magnética que tira de nosotros hacia fuera, una especie de irritante campo eléctrico, con un polo en nosotros y otro en “eso” que unas veces está en el mundo externo y otras sólo dibujado en nues-tra imaginación.

Con esa tensión artificial, innecesaria, arrasamos nuestra posibilidad de vivir en paz y, paradójicamente, nos alejamos de la felicidad que suponíamos.

Esto constituye el aferramiento a la realidad deseada, y de-cíamos que es relativamente fácil de combatir si aprendemos a reflexionar sobre nuestras opiniones y no presuponemos la felicidad en el primer dibujo mental que nos tracemos o nos tracen.

Pero existe un nivel de aferramiento más fuerte, más resis-tente a la disolución, y es el aferramiento por costumbre, que se ejerce sobre la realidad actual, sobre lo que ya estamos vi-viendo.

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Podríamos decir que hay tres niveles de aferramiento:

Tipo de aferramien-

to

Facultad actuante Se aferra a

Por naturaleza Instinto.

Naturaleza espiri-

tual.

1. Necesidades bá-

sicas.

2. Aspiración a la

felicidad: bús-queda abstracta

previa a toda opi-nión.

Por costumbre Mente. Sentimiento. Realidad actual.

Por opinión Mente. Imagina-

ción. Hábitos sociales.

Realidad deseada.

No fueron los sueños inalcanzados, sino la pérdida de condi-ciones de vida a las que se estaba aferrado, lo que desató más dramas individuales, más guerras y más convulsiones sociales.

La no realización de los sueños produce desazón; la pérdida de lo que se tiene produce desesperación.

En el primer caso aparece la alternativa de triunfar o fraca-sar; en el segundo, la de matar o morir.

El aferramiento del sentimiento a las condiciones de vida es lento, concreto, vigoroso, porque se da sobre lo que se vive y se toca, no sobre lo que únicamente se imagina. Por eso la gente lucha más por no perder lo que tiene que por convertir los sueños en realidad; por lo suyo más que por lo que podría ser suyo, y no suele votar por grandes cambios, a no ser que a su vez esté desesperada ante otros cambios que modifican o amena-zan la vida a que está acostumbrada.

A menos que seamos extremada y cobardemente inmadu-ros, somos conscientes de que, por mucho que luchemos, exis-

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te la posibilidad de que en nuestra vida haya cambios no de-seados.

Por lo tanto, a nuestros sentimientos de apego a las cir-cunstancias que vivimos no debemos agregarle la opinión de que esas circunstancias permanecerán siempre inmutables.

Esto es un primer paso, que ayuda hasta cierto punto pero está lejos de librarnos de sufrimientos y preocupaciones.

Otro paso adelante será borrar la opinión (comenzando al menos por su expresión verbal) de que “no podríamos vivir de otra manera”. Nos bastará una mirada a la historia para com-probar que, exceptuando las necesidades básicas, todo lo otro puede estar ausente sin que corresponda estropear la vida con el calificativo de “mala”.

Puede haber circunstancias deseables, valiosas, por las que valgan la pena grandes luchas, pero no por ello tiene sentido pensar que “no podríamos vivir” sin ellas, ni debamos cubrir nuestra vida con un manto de tristeza en caso de que nos fal-ten.

Aquí vemos una vez más que tal vez no sepamos mucho sobre cómo ser dichosos; pero podemos ver que la desdicha nace casi exclusivamente de nuestros pensamientos (y de los sentimientos que éstos engendran).

Si aspiramos a limpiarnos de toda forma de “pensar de más”; de toda opinión perjudicial, no debemos olvidar que di-jimos toda; porque lo que consideramos hasta ahora puede lla-marse opinión atormentadora, pero hay una aparente antítesis de ésta que con la promesa de “devolvernos la paz” puede llevar-nos a otro tipo de ruina interior: la opinión consuelo.

El primer paso de toda filosofía de la despreocupación debería ser el énfasis total en que ésta debe inmunizar al hombre ante la adversidad, y de ninguna manera consolarlo.

La opinión consuelo debe ser tan desterrada como la opi-nión atormentadora; e incluso con mayor urgencia; porque es preferible la enfermedad de la lucha a la de la evasión; es prefe-rible estar disgustado con las circunstancias que estar disgusta-do consigo mismo.

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La opinión consuelo aparece casi automáticamente ante cada hecho indeseado, como anestesia psicológica ante el dis-gusto.

Todos la conocemos: es la que acostumbra decirnos “no hay mal que por bien no venga”, “a lo mejor ocurrió para bien”, “Dios lo quiso así”, “es el destino”, etc.

A lo mejor es cierto que un hecho indeseable termina pro-duciéndonos un bien. Pero es muchísimo más cierto que cuan-do ocurre “eso” indeseado no tenemos idea de cuál es la causa, de cómo se tejen los detalles de nuestra existencia, ni de cuánto le interesa a Dios decidir cada cosa que nos pasa. Y es muchí-simo más cierto, muchísimo más seguro, que incluso pensando todo eso sobre Dios, el destino o el bien subyacente tras el mal, jamás hubiéramos decidido por nosotros mismos que ocurriera ese hecho, no en vano llamado indeseado.

Por lo tanto, el objetivo debe ser procurar la salud mental silenciando todo mecanismo de opiniones, y no contrarrestando la falsedad de la opinión atormentadora con la falsedad de la opinión consuelo.

Ambas son desviaciones. Ambas son debilidades. Y si tuviéramos que elegir entre ambos males, tal vez la

opinión atormentadora nos enfermará menos, porque nos mo-verá a luchar.

El motivo por el que debemos eliminar las quejas no es el hecho de que “no nos vaya tan mal como a otros”, ni el de que “aparte de lo malo nos sucede algo bueno”, ni el de que “po-dría haber sido peor”, ni el de que “Dios nos enviará mayores males por no ser agradecidos”.

Ninguna de esas es la verdadera razón: debemos dejar de quejarnos porque quejarse es nocivo.

Y quejarse es nocivo en sentido absoluto. Es siempre malo, y es malo en sí mismo; no como otras cosas desagradables pero posi-blemente útiles (esfuerzos, tratamientos médicos, guerras). Quejarse nunca sirve. Quejarse empeora la vida en todos los casos.

De modo que ante un hecho indeseado no debemos poner en marcha el programa de “esto me arruina la vida ¿por qué

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tiene que pasarme? ¿Cómo es posible? ¡Qué horrible!”, ni tam-poco el de “podría haber sido peor; fue una desgracia con suer-te; las cosas pasan porque tienen que pasar”.

Simplemente necesitamos tomar conciencia de que pasó algo que no deseábamos, de que eso no convierte en “mala” nuestra vida y que igualmente vale la pena seguir viviendo y buscando el bien, sin agregar al mal exterior ni una sola gota de mal anímico, y sabiendo que, aunque a otros les vaya peor, aunque nos lo hayamos merecido o aunque Dios lo haya dis-puesto, nada de eso va a convertir en agradable un momento indeseado.

El ideal sería una respuesta absolutamente silenciosa: ente-rarse de lo sucedido y no opinar nada.

Sabíamos de antemano que no queríamos que eso sucedie-ra, de modo que ante lo indeseado no hay nada nuevo que pensar. Lo más sano es continuar la vida que elegimos, recons-truir lo destruido o, cuando eso no es posible, proseguir con lo que estábamos haciendo.

Sobra decir que esto es muy difícil; pero podemos ir acer-cándonos si empezamos por no decir ni decirnos maldiciones ni consolaciones.

Difícil de enfrentar o no, el daño ya ocurrido significa do-lor; y el dolor indefectiblemente se disipa.

Una causa de mayor sufrimiento y desequilibrio es el mie-do, la incertidumbre ante un mal que puede ocurrir.

A veces la amenaza está presente y es posible luchar co-ntra ella. Esto puede ser excitante pero no angustiante. Lo más difícil es eliminar la angustia, la inquietud, la incertidumbre, el miedo, ante una amenaza latente, ante un hecho que no sabemos si ocurrirá, y que no podemos combatir porque no está todavía al alcance de nuestras manos.

Tal caso parece ser la mayor fuente de sufrimiento, angus-tia y tensión interior que aqueja a los seres humanos.

Es una tarea casi sobrehumana controlar o disolver el ape-go como para no sufrir ante nada; pero ese camino comienza sencillamente por poner en orden las ideas.

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Por ejemplo, sufrirá más quien pierda algo que considera “elemental”, “vital”, y que una vez que lo obtuvo suponía que jamás iría a faltarle, que quien sufra la misma pérdida pero no lo considere más que “bueno” o “deseable”, y lo posea con la idea de que tal vez haya un día en que lo pierda, sin que esa posibilidad haga suponer que se le va a arruinar la vida.

O sea que aunque subsista nuestro apego a las circunstan-cias en que vivimos, éste no se volverá inquebrantable, ni se unificará completamente con nuestra expectativa de felicidad como para morir solamente matándonos a nosotros, si perma-nece siendo un apego a las circunstancias externas, si no lo conver-timos en un apego a un cuadro pintado por nuestra imaginación, en el cual las circunstancias permanecen inmutables “para siempre”, sin los peligros ni las modificaciones que el universo exhibe a cada instante ante quien le preste atención.

Asimismo, nuestro miedo a los cambios de circunstancias disminuirá en proporción directa con nuestra confianza en no-sotros mismos, en que no seremos modificados, en que no se echará a perder nuestra vida porque dejemos de tener tal o cual cosa. Esa confianza dependerá de saber qué es lo esencial para el hombre.

La felicidad no depende, entonces, de vivir en circunstan-cias favorables o desfavorables, sino de ser fuerte o ser débil, de ser capaz o ser incapaz de alcanzarla, de saber o no saber vivir.

De todo esto se desprende un proyecto de estrategia para no sufrir ante cualquier posibilidad de cambio indeseado: afe-rrarse a lo esencial, a las capacidades y posibilidades del yo, en vez de aferrarse a las circunstancias, actuales o potenciales.

Como esto no se obtiene sólo con pensarlo, la receta ra-zonable es comenzar por pensarlo. Si no nos decimos que necesita-mos indefectiblemente tal o cual objeto o circunstancia, deja-remos de agregar nuevo combustible a nuestro aferramiento y su consecuencia: el sufrimiento.

De ahí en más (siempre que no lo esperemos demasiado rápido) el apego subsistente irá camino de su disolución.

Esto podría considerarse una parte de la estrategia para no

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sufrir inútilmente; y es la parte más profunda, filosófica, espiri-tual, que depende de la maduración íntima de cada uno.

Sobre ella, aún cuando no esté muy asentada, se monta otra parte que podríamos llamar disciplina de pensamiento y, por extensión, de expresiones pronunciadas o pensadas. Esta es un poco más fácil, más dominable, más reducible a fórmulas.

La disciplina de pensamiento podría fundamentarse en una fórmula básica: cuando pensamos en un problema sin la finalidad de solucionarlo, nuestro pensamiento resulta invariablemente perjudicial, ya desemboque en una siembra de tensiones y disgustos o en una simple pérdida de tiempo.

En vista de ello, debemos cortar la concentración en ese tema y pasar a pensar en otro (consideración de otro problema, aprendizaje, entretenimiento, etc.).

Esto se diferencia de distraerse o de evadirse en que se hace cuando ya se enfrentó el problema y se llegó al punto de encontrarle solución, o de comprobar que por el momento no la tiene.

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El futuro presunto

Con el criterio de no pensar de más debemos poner orden y

limpieza en otro campo donde se genera otro torrente de su-frimientos: nuestra relación con el futuro.

El futuro puede ser previsible en sus acontecimientos me-nos complejos y más próximos al presente, con la salvedad de que lo es en líneas generales y como probabilidad, no como anticipación infalible.

Si todos los días nos levantamos a determinada hora y via-jamos a determinado lugar, podemos presumir que el día de ma-ñana sucederá lo mismo. Esto puede llamarse futuro presunto, y todos lo tenemos en mayor o menor medida esbozado en nuestra mente.

Luego, la diferencia entre la realidad y el futuro presunto que previamente se refería a ella se debe fundamentalmente a dos causas: 1) errores de esbozo y 2) incidencia de factores poco probables.

En el primer caso, pensamos erróneamente lo que po-dríamos haber pensado más correctamente. En el segundo, no nos equivocamos en gran medida, pero incidieron hechos que no por poco frecuentes son del todo imposibles.

Confundir lo que no ocurre generalmente con lo que no ocu-rre nunca es la causa de la mayoría de los accidentes, y de los desórdenes emocionales y psíquicos en toda persona que des-cubre que el futuro no resultó como esperaba.

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Para reducir al mínimo el impacto de los hechos sobre el futuro presunto esbozado en nosotros, la fórmula es casi ma-temática: reducir al mínimo el futuro presunto. No presuponer más que lo necesario para actuar y construir el futuro deseado.

Echamos las bases de nuestro sufrimiento cuando presu-ponemos que van a ocurrir determinados hechos deseados, cuando contamos con, cuando damos por hecho algo que todavía no sucedió y, ya sea poco o muy probable, no podemos saber con real certeza que sucederá.

Cierta “cantidad”, cierto esbozo de futuro presunto es in-dispensable para nuestras tareas cotidianas, para planificar y plasmar el futuro deseado.

Por ejemplo: presuponemos que si esperamos en la parada vendrá el autobús, que si tomamos un teléfono podremos co-municarnos, que dentro de un mes continuaremos con vida, etc. Y por ello encaramos actividades en las que interactuamos con la realidad exterior a fin de lograr tales o cuales metas. Sin un mínimo de presunciones sobre el futuro sería imposible desem-peñarse en el mundo.

Cuando en vez de concebir ese mínimo indispensable pa-samos a pensar de más, a elaborar imágenes “porque sí” sobre cómo será el futuro (cercano o lejano, individual o colectivo), entran en juego resortes psicológicos que desembocan en una de dos subjetividades altamente perjudiciales: el optimismo y el pesimismo.

Una y otra darán por resultado imágenes en las que el fu-turo (de por sí difícil de conocer) aparecerá distorsionado por los impulsos internos del sujeto. “Todo es según el color del cristal con que se mira”.

Las causas del pesimismo no están muy relacionadas con lo aquí tratado, aunque no deben desatenderse a la hora de in-tentar eliminar el sufrimiento.

Las causas del optimismo se vinculan íntimamente con el deseo y el aferramiento: éstos tienden a dibujar un futuro en con-cordancia con lo que deseamos, con lo que suavizan toda presunción de disgusto ante la realidad y/o alivian a la mente del previsible

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peso de trabajar o de pagar precios por el futuro deseado. Es muy común contraponer al pesimismo la frase “hay

que ser optimista”, con lo que el optimismo se considera prác-ticamente una virtud. Esto nace de confundir el concepto de optimista con el de positivo. Es una virtud ser positivo, ser constructi-vo, es una virtud no caer en el pesimismo; pero no es una virtud ser optimista, si se entiende por optimismo la tendencia a representar el futuro a gusto del pensador. Esto puede ser muy perjudicial, tanto para el sujeto optimista como para el mundo que éste quiere ver mejor. De ahí que también sea muy usual menospreciar a los “soñadores” que por mucho soñar nunca logran concretar nada.

El motivo por el que un futuro presunto excesivamente abultado y detallado se transforma en causa de sufrimiento es asombrosamente sencillo: a más hechos esperados, más hechos que tal vez no sucedan; o sea más cantidad de impactos, de choques de la realidad contra las imágenes a las que nuestros sentimientos se habían adherido. A mayor superficie chocable, más posibilidad de cho-ques.

Esto podría discutirse expresando la misma idea al revés: a más hechos esperados, más hechos que en caso de suceder nos harán felices. En tal caso se tomaría el tema como una lotería en donde po-demos arriesgar y ganar o no arriesgar y no ganar. Esto sería cierto en el caso de que las satisfacciones se debieran sólo a que ocurra algo que previamente hayamos pensado. Basta observar la vida propia y ajena para ver que la satisfacción no depende de esto: obte-nemos satisfacción de los hechos que benefician nuestra naturaleza humana, aunque nunca hayamos previsto ni planeado que lo hicieran. Cuando planeamos y concretamos hechos que no benefician nuestra naturaleza, podemos experimentar momen-táneamente la alegría de “triunfar”, de ver que algo pasó del futuro presunto al presente; pero esta alegría no suele durar mucho: al cabo de un tiempo estamos tan insatisfechos como antes y preguntándonos “¿qué ganamos?”.

Si las satisfacciones verdaderas nos vienen por hechos (in-ternos o externos) que benefician nuestra naturaleza, el camino

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hacia nuestro bien consiste en trabajar para dar lugar a esos hechos, no en suponer que vamos a ser felices, ni que lo deseado ocurri-rá a una determinada hora de un determinado día.

Si trabajamos correctamente, los hechos ocurrirán, los hayamos supuesto o no; con lo cual ganaremos la satisfacción deseada y nos ahorraremos el sufrimiento de la espera o la de-cepción a que se expone una mente invadida y tiranizada por el futuro presunto.

El futuro presunto ocupa su lugar justo si se lo crea y utili-za como una herramienta, como una brújula para la acción. Ocu-pa un lugar indebido, excesivo, insano, cuando se lo elabora o pretende usar como fuente de satisfacción sustitutiva de la realidad, cuando “paladeamos por anticipado” los bienes o situaciones que no sólo no están presentes (con lo que caemos en la seudo-satisfacción de alimentarnos de fantasías), sino que no es del todo seguro que vayan a ser realidad, con lo que nos exponemos al des-garrante momento de descubrir que el futuro que suponíamos no pudo pasar de ser supuesto.

Con los hechos deseables que esté en nuestras posibilida-des producir debemos proceder como en un partido de aje-drez: empezamos por el deseo de triunfar, jugamos (o sea ac-tuamos sobre la realidad) del modo que creemos más prove-choso para nuestro objetivo. No estamos demasiado seguros de cómo ni de cuándo obtendremos la victoria (ni siquiera de si la obtendremos), pero en cada momento observamos la situa-ción y respondemos, nos movemos, atacamos y nos defende-mos con reflexión y con hechos para modificar la realidad de acuerdo a nuestro objetivo. Nunca “empujamos” con nuestro deseo las jugadas de nuestro adversario creyendo que así nos serán favorables, nunca “esperamos” que el partido se desarro-lle de tal o cual forma, porque sabemos que la victoria no de-pende de nuestra capacidad de desear, soñar o esperar, sino de nuestra capacidad de considerar, planificar o actuar. O sea que no atamos nuestro sentimiento a lo que no depende de nosotros, sino que recurrimos con toda nuestra atención a nuestras propias fuer-zas, y no las usamos para fantasear sino para producir resulta-

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dos. Tal vez finalmente no ganemos; pero esto se deberá a que el adversario (léase la adversidad) fue superior a nuestra capa-cidad. Pero siempre la posibilidad de triunfar estará más cerca-na si nos dedicamos sin dilapidar fuerzas a lo que nos corres-ponde: luchar, trabajar, observar y decidir; porque el triunfo se obtiene con eso, no con sueños ni con suposiciones.

El sufrimiento sobreviene cuando tomamos la lucha en pos la realidad deseada como un juego de azar, y en vez de ob-servar la realidad como un tablero con adversidades y posibili-dades de acción la observamos como un bolillero del que espe-ramos, ansiamos, rogamos, ver salir un determinado número.

En el primer caso trabajamos; en el segundo esperamos que lo que no depende de nosotros venga a traernos la felicidad; nos subordinamos a lo que no depende de nosotros. En un caso crecemos; en otro nos enfermamos y empeoramos como seres humanos; y, como esto es contrario a lo que necesita nuestra naturaleza, no nos trae otra cosa que sufrimiento.

Ahora bien, ¿no hay en la realidad algunos factores que podemos controlar y otros que quedan fuera de nuestro alcan-ce, a los que llamamos azarosos?

Así es. Ante tal panorama, debemos tener absolutamente claro que los hechos que verdaderamente benefician nuestra naturaleza humana, ya sean controlables o azarosos, nos dan satisfacción porque ocurren, no porque previamente los hayamos esperado.

Si de la boca del bolillero sale nuestro número, viviremos una satisfacción sin necesidad de haber arruinado nuestro tiempo soñando y desesperándonos (esto nos habría dado más sufrimiento que satisfacción). Si jugamos al ajedrez y obtene-mos la victoria, ésta habrá dependido de nuestra capacidad y de su puesta en acción. En uno u otro caso, nunca el esperar ni el intentar “empujar la realidad” con nuestra ansiedad nos habrá servido de nada, y sí habrá empeorado mucho nuestra vida.

Observando la sociedad, podemos distinguir con notable claridad dos actitudes, que dan por resultado dos tipos de per-sonas: las que viven concentradas en lo que no depende de

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ellas y las que viven concentradas en lo que sí depende de ellas. Las primeras viven “culpando” de cada hecho desagrada-

ble a la suerte, a la injusticia social o cósmica, al gobierno, a su situación, a los poderosos (supuesto grupo reducido que maneja todo para sí y contra el resto del mundo, que a pesar de ser mayoría permanece eternamente imposibilitado de cambiar nada), etc., etc. Sus comentarios están llenos de referencias a la suerte, al destino, a la influencia de los astros, a los juegos de azar que podrían “salvarlos” sin que ellos necesiten esforzarse, a “lo que deberían hacer” los sujetos que presumiblemente pueden modificar las cosas, a lo malos que son los demás, a lo que “quisieran” que “les sucediera”, etc.

Las segundas, envidiadas pero no copiadas por las prime-ras, son las que actúan; las que, aun sabiendo que no todo está bajo su control, se concentran en lo que sí pueden controlar, y trabajan, ejecutan, aprenden y siempre piensan en qué pueden hacer ellas (no la suerte, Dios ni el Estado) para alcanzar su rea-lidad deseada. Consideran las culpas ajenas sólo para buscar soluciones en las que pueda incidir la acción propia, nunca co-mo descarga ni como queja. Estas son las que obtienen los re-sultados con los que otras sólo sueñan.

Pero no por ello hay que pensar que son seres perfectos: en la lucha por la realidad deseada abundan los que, si bien luchan en vez de fantasear, no reparan en el daño que pueden causar a otros o a sí mismos.

Las leyes y la ética ponen cierto límite al “daño a los de-más”. Aun en el caso de cumplir con esto, el sujeto que en vez de soñar decide luchar deberá tener cierta claridad sobre por qué y cómo lo hace. Si ignora cuál es el verdadero bien y la verdadera fórmula de la felicidad, puede incurrir en luchas donde se dañe seriamente a sí mismo.

En tal caso, por mucho que consiga modificar el mundo que le rodea, no será feliz por no ser interiormente capaz de serlo.

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Lo deseado y su precio

Generalmente, por no decir siempre, quien compra algo lo

hace con cierto disgusto por el precio, con la sensación o vaga idea de que “debería costar menos”, pese a que ignora sus cos-tos de producción.

¿Por qué ocurre esto? Simplemente porque la naturaleza nos impregnó con el instinto de economizar energía, para que no invirtamos en cada movimiento más esfuerzo que el indispen-sable.

Este provechoso instinto, combinado con la inclinación a repetir las sensaciones agradables propias de cada acto de satisfac-ción de nuestras necesidades, y potenciado en el ser humano por la capacidad de pensar, da como síntesis la aspiración a experimentar el máximo de placer realizando el mínimo de esfuerzo.

Es natural, biológicamente necesario, sentir placer por lo que satisface nuestras necesidades y disgusto por todo consu-mo de energía. Si no fuera así, no nos moveríamos para man-tenernos vivos, o bien desperdiciaríamos nuestras fuerzas hasta un nivel en que tal vez no pudieran ser repuestas por el alimen-to disponible, con el consecuente peligro de auto-extinción.

Estas predisposiciones, que funcionan tan bien en los animales, parecen provocar grandes dramas al hombre, capaz de manejar funciones que en los animales son determinadas por fuerzas inconscientes.

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Como los mecanismos necesarios para la supervivencia que al activarse en la vida civilizada generan stress y enferme-dades, los reclamos de búsqueda de lo necesario y de conserva-ción de la energía, cuando son administrados por el hombre con su capacidad y su falibilidad, derivan frecuente-mente en un resultado no planeado por la naturaleza: el sufrimiento.

Esto, a primera vista una degeneración, es más bien una etapa en el camino del hombre para ir más allá de las capacida-des meramente animales, una dificultad propia de todo proceso de superación y desarrollo.

¿Cómo superar este escollo, este padecer aparentemente absurdo?

Todo indica que con comprensión, con un emerger por encima de nuestros impulsos y observarlos conscientemente, sin ser gobernados por ellos como casi cotidianamente lo so-mos.

Y cabe destacar que en el hombre hay que entender como “impulso” no sólo lo biológico sino también lo mental, ya que es esto último y no lo primero lo que nos trae problemas.

No es, o no es principalmente, la búsqueda de satisfacciones y la aspiración a ahorrar energía lo que nos hace sufrir, sino las imágenes o fantasías que estos impulsos naturales generan en una imaginación poco controlada.

A diferencia de los animales, que se limitan a luchar por lo deseado, nosotros luchamos y además imaginamos lo deseado, con el error mental de imaginarlo más acorde al deseo de lo que es en realidad.

Más acorde al deseo significa más placentero y menos costoso. El hombre vive soñando con que obtendrá inconmesurables placeres con mínimos esfuerzos.

Esto es una mera proyección estimulada por el instinto en nuestra mente, y tarde o temprano choca frontalmente con la realidad: lo deseado no nos da una satisfacción tan absoluta, y, como si fuera poco, cuesta más de lo que pensábamos.

¿Dónde está la falla? No en las leyes de la vida, sino, una vez más, en la imagen que dibujamos en nuestra mente.

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De ahí el cotidiano disgusto al conocer el precio de algo que deseamos; precio que a su vez representa la aspiración (se-guramente inferior a la satisfacción esperada) de otro ser humano que quiere obtener el máximo de placer con el míni-mo de esfuerzo.

¿Por qué el hombre de hoy vive repitiendo que la mayoría de sus problemas son problemas de dinero?

Porque el dinero es un invento de la civilización para re-presentar e intercambiar ni más ni menos que energía.

Y energía es lo que adquirimos al alimentarnos (por eso alimentarse proporciona placer) y lo que consumimos para obtener lo deseado (por eso el consumo de energía genera can-sancio, o sea señales de desagrado).

El dinero es energía condensada, que entra en acción para que otras personas nos den lo que deseamos. Esas personas debie-ron a su vez invertir su energía para producir eso que nos ven-den, por lo cual aspiran a recibir otra cuota de energía con la que actuar sobre el mundo para que éste satisfaga sus deseos.

Debemos considerar todo esto para entender que inverti-mos buena parte de nuestra vida en comprar dinero, a cambio de nuestro tiempo, de nuestra energía aplicada a producir algo que interese a los demás y nos lo paguen (siempre menos de lo que quisiéramos y más de lo que quisieran).

Para acceder a ese objetivo tan deseado necesitamos traba-jar. Y trabajar (equivalente al luchar de la vida animal) nos pone en contacto forzosamente con la realidad; la realidad real, no la realidad supuesta ni la deseada.

Y ese encuentro con la realidad significará algún grado de sufrimiento, según nuestro grado de maduración al interrela-cionarnos con el mundo.

Ser conscientes en este aspecto significa darse cuenta de que, invariablemente, toda modificación que nuestro deseo introduzca sobre el mundo requerirá una inversión de energía.

En términos cotidianos, tendrá un precio. Y el secreto para vivir bien es decidir ante cada cosa de-

seada si estamos dispuestos o no a pagar su precio.

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Ante esta disyuntiva hay dos respuestas nobles: renunciar a lo deseado o pagar su precio sin lamentaciones, y dos respuestas innobles: renunciar a lo deseado o pagar su precio lamentándose de una u otra alternativa.

En este caso, las respuestas nobles no se llaman así porque cumplan con alguna norma ética, sino por mucho más: porque nos ennoblecen, nos limpian, nos mejoran la vida en lo más decisivo en que ésta puede ser mejorada. Y las innobles, por supuesto, producen todo lo contrario.

Esto no significa, si queremos limitar nuestro ejemplo al de una operación comercial, que no debamos defendernos de los precios abusivos, que en última instancia son la aspiración de otras personas a obtener demasiado a cambio de demasiado poco. Incluso este acto defensivo tiene un precio en atención y en tiem-po, o sea una inversión de energía.

Como el precio de la vida salvaje es la lucha, el permanen-te estado de atención para comer y no ser comido, el precio de la vida en sociedad es el trabajo. Y no sólo el trabajo sobre los materiales de la naturaleza, sino también el trabajo frente a las pretensiones de otros individuos que, movidos por el omnipre-sente impulso a obtener el mayor placer con el menor esfuerzo, aspiran a que en todos los casos el esfuerzo ajeno se traduzca en placer propio.

Esto no significa que los hombres sean por naturaleza ma-los: una pequeña proporción de seres poco conscientes para vivir en sociedad obliga a todos los otros a un costoso trabajo defensivo.

Y si creemos que esto puede mejorar con un buen manejo de la sociedad, eso tampoco es un bien gratuito: su precio, además de los impuestos que tantas quejas despiertan, es la atención, dedicación y responsabilidad de los ciudadanos para elegir representantes.

De modo que, ni bien observamos el mundo y nos obser-vamos interiormente, vemos que en nosotros (y en los otros) hay un peligroso nivel de fantasía mental que frecuente-mente choca con la realidad exterior: vivimos creándonos imágenes

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de lo deseado exageradas por nuestros propios deseos, más acordes al deseo que a la realidad actual, y, como si esto fuera poco, que a la realidad alcanzable.

Si aprendemos a eliminar esas fantasías y suposiciones, habremos encontrado el camino a la felicidad que buscábamos modificando el mundo externo.

En la medida en que deseemos adquirir bienes o modificar circunstancias, debemos aprender, y aprender en lo más íntimo de nosotros, a no disgustarnos por el precio que paguemos, incluyendo en este concepto el precio de defendernos de la inmadurez ajena y el de hacer una sociedad mejor, que en el fondo desea-mos para que todo sea más fácil.

Esta propuesta no parece muy difícil de pensar; pero basta un poco de autoobservación para ver que la ejecutamos sólo hasta cierto punto, más allá del cual aparece el sufrimiento por el precio pagado, y aparece precisamente porque manteníamos la fantasía de que todo sería más agradable y menos costoso.

Por ejemplo, presuponemos que al trabajar nos encontra-remos sólo con personas buenas y agradables, que venderemos todo lo que queremos, que no aparecerá ningún obstáculo im-pensado, que siempre trabajaremos a un ritmo cómodo, que todos nos sonreirán y nos pagarán con el cambio justo, que al ir y al volver no lloverá, no hará demasiado frío ni calor, no nos encontraremos con problemas de tránsito ni con gente peligrosa, etc, etc, etc.

Y si algo no coincide con el esquema esperado, vivimos rezongando porque “el mundo anda mal”.

Pero ¿acaso no nos habíamos enterado de cómo es el mundo? ¿No sabíamos de antemano que existe todo eso que no nos gusta?

Incluso sabiendo esto, la mente hace sus trampas en su empeño por imaginar la vida lo más linda que pueda: “los hechos y personas indeseables existen; pero al menos hoy no se cruzarán en mi camino”.

¿De qué fundamento serio extraemos semejante sentencia? Inevitablemente, y también por impulsos naturales plenos

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de sentido, nuestra mente tiende a aliviarnos el peso de la vida con la anestesia de las suposiciones agradables. Esto es útil pa-ra que podamos descansar y vivir sin preocuparnos de más; pero se vuelve contraproducente cuando esas suposiciones son demolidas por la realidad.

La única salida sana y superadora de este conflicto es tener en cuenta la realidad, incluso en sus partes indeseables, y saber que a cada paso puede presentárnoslas.

Los estudios sobre el stress dicen que éste aumenta en los individuos que ven los problemas como amenazas, como peli-gros indeseables y tal vez insuperables, y que disminuye en quienes ven los problemas como desafíos, como factores que inevitablemente están en la vida y deben ser vencidos mediante el despliegue y desarrollo de nuestras fuerzas.

Esto indicaría que el stress no es producto de las circuns-tancias en que se vive sino del disgusto ante ellas, y el disgusto es producto de la opinión del sujeto respecto al mundo que lo ro-dea.

El ideal de eliminar el disgusto, o de tener en cuenta la rea-lidad como es, no significa necesariamente resignación, ni creencia de que el mundo será siempre e irremediablemente igual.

Se puede creer que el mundo se modifica, se puede luchar por un futuro mejor, y al mismo tiempo reconocer que hay cosas indeseables, y que la posibilidad de mejorar el mundo tiene un precio, que no podemos ignorar ni atenuar con la imaginación.

De este modo, si decidimos trabajar por un determinado objetivo debemos considerar el precio con la menor cuota posible de fantasía.

Y si aceptamos pagarlo, trabajar sin disgustarnos, incluso ante las partes más desagradables de nuestra tarea.

Y si éstas son más de lo previsto, si por un error de nues-tra apreciación y no del orden cósmico el precio es mayor que el esperado, decidir pagarlo o renunciar al bien buscado sin nin-guna queja por lo uno ni por lo otro.

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Muchas veces caemos en el disgusto y en el stress cuando en nuestro trabajo aparecen circunstancias indeseables, pero en el fondo previsibles y naturales en dicha actividad. Esto ocurre porque teníamos en nuestra mente la fantasía de que todo obe-decería a nuestros deseos, e incluso por el acostumbramiento a lo que podríamos llamar nivel promedio de dificultades cotidianas, por el que tendemos a suponer que todos los días serán iguales. De ahí que cuando aparece un problema mayor nos encuentra con energía disponible sólo para el nivel promedio, haciéndonos sufrir con la exigencia de extraer de nosotros mayores fuerzas que las que nos disponíamos a invertir.

Esto podemos superarlo (necesitamos superarlo si aspiramos a vivir bien) manteniendo la capacidad de observarnos fuera del alcance de nuestros impulsos, deseos y hábitos, y darnos cuenta de que cuando aparece el disgusto ante una circunstancia es porque una parte de nosotros se resiste a pagar el precio de aquello por lo que trabajamos.

En tal caso debemos re-observar nuestra vida: ¿ese hecho desagradable no es parte natural de la tarea que escogimos? ¿Podríamos hacer lo mismo sin el riesgo de que alguna vez apareciera? ¿Hay otra actividad que podamos y queramos hacer para no vernos ante esa circunstancia? ¿Estamos dispuestos a seguir adelante considerando esa circunstancia como parte del precio de lo buscado?

En caso de contestar afirmativamente esto último, hemos de continuar nuestra actividad sin una sola queja de ninguna parte de nosotros. Y si la hubiera, porque las quejas no se eli-minan de un día para otro, no enfurecernos contra la realidad, sino emprender una lucha para clarificarnos interiormente has-ta que el impulso a la queja desaparezca.

No hay razones para quejarse si previamente observamos en qué nos meteríamos y conscientemente decidimos encararlo.

No puede ser motivo de disgusto aquello que hacemos a fin de obtener lo que deseamos. Si en algún caso lo es, la única falla es nuestra falta de madurez.

Siempre que nos sintamos molestos por lo que hacemos,

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observémonos, estudiémonos, descubramos qué pasa en noso-tros; porque invariablemente la causa estará en nosotros.

El stress nace del estado de disgusto, y el estado de disgus-to nace de nuestra opinión sobre la realidad externa.

Esto coincide con la antigua frase de Epicteto: Lo que per-turba a los hombres no son las cosas en sí mismas, sino la opinión que sobre ellas se forman.

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Tensión ideológica y tensión metafí-sica

Por debajo de la tensión o stress fruto de la opinión y del

disgusto parece haber una tensión básica, no se sabe hasta qué punto independiente de la primera, que determina que distintos individuos necesiten vivir a distintos ritmos, con distinta inten-sidad.

Vemos que hay en el mundo quienes quieren tranquilidad y quienes quieren lucha, quienes se sienten bien cuando no les pasa nada y quienes en tal caso se sienten mal, insatisfechos, y buscan, aún sin ser conscientes de ello, experiencias de choque, confrontación, drama, conmoción, violencia; porque si no “no se sienten vivos” o “se aburren”.

Esto da por resultado el gusto por diferentes tipos de arte, espectáculos, oficios, entretenimientos, alimentos, costumbres, etc.

De modo que en nuestro intento de “eliminar la tensión” de nuestra vida debemos tener en cuenta que tal vez necesite-mos y busquemos situaciones externas acordes con nuestra tensión interior. Ejemplo: la búsqueda de confrontaciones innecesarias, los juegos de azar “a todo o nada”, los deportes riesgosos, las disputas con los vecinos, el odio a quienes no son como noso-tros, los cambios de residencia, empleo, pareja, etc.

En todos estos casos pareciera que la tensión no la provo-

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cara la realidad circundante, sino que más bien “buscamos” una determinada realidad circundante, a primera vista indesea-ble, pero en el fondo necesaria para “vivir” a tono con ese mis-terioso impulso que no se resigna a un ritmo de vida desacorde con él.

Todo esto lleva a una pregunta: ¿la tensión “ideológica” y la tensión “metafísica” son dos realidades independientes, que jamás se relacionan ni explican entre sí?

Si así fuera, tendríamos muy escasa posibilidad de contro-lar y mejorar nuestra existencia. Pero al parecer podemos com-prender la relación entre ambas, aunque para ello sea necesaria toda una teoría metafísica.

Esta podría resumirse en que lo que llamamos “alma” humana es algo así como una “unidad de conciencia” que va transitando desde la inconciencia absoluta hacia la conciencia absoluta; transmutando la inconciencia-inquietud-turbulencia en con-ciencia-paz-felicidad.

Esto puede considerarse cierto o no; pero puede servir pa-ra explicar las grandes diferencias entre unos y otros hombres, y evidenciaría que la inquietud o tensión anímico-metafísica no es modificable de un día para otro.

De modo que las experiencias tumultuosas o violentas pueden ser una “vocación” de un ser humano cuando no es capaz de “sentir” a otro nivel, y por efecto de ellas vive expe-riencias que al fin y al cabo lo moverán a buscar “algo más”, a sentir y vivir a niveles más elevados.

¿Cómo se relaciona esto con la vida práctica y el objetivo de “vivir bien”?

Podemos ver que, en su búsqueda de felicidad, el hombre se lanza en pos de estados, sentimientos, experiencias, de acuerdo a sus aspiraciones y a su nivel de conciencia. Y en cada una de esas búsquedas, en cada uno de sus niveles de concien-cia, repite más o menos el mismo ciclo: el entusiasmo de la búsqueda de lo deseado, la alegría, sin noción de carencias ni insatisfacciones, del momento en que se alcanza lo deseado, y luego un sentimiento progresivamente creciente de que “falta

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algo” en la vida, que desembocará en el hastío, el aburrimiento, la angustia que finalmente lo impulsará a buscar otra cosa, con la que volverá a repetir el mismo ciclo, aunque ya en un nivel su-perior de existencia.

De ahí que existan tantos seres viviendo vidas de lo más disímiles, que a unos les aterre lo que a otros les gusta, que los hombres no se pongan de acuerdo entre sí, que haya ignorantes alegres e inteligentes insatisfechos, etc.

Cuando, cualquiera sea nuestro nivel de conciencia, esta-mos comenzando un ciclo de determinada búsqueda, vivimos entusiasmados, sin conflicto ni disgusto, no necesitamos re-flexionar ni buscar fórmulas para vivir mejor, ni tiene sentido que alguien nos diga que “hay una vida superior” a la que lle-vamos.

Con el tiempo, cuando ese “hay una vida superior” se convierte en una sensación interna, empiezan los problemas, las dudas, la filosofía.

Considerando todo esto, vemos que “la felicidad no es de este mundo”, o que al menos no nos conviene esperarla del contacto con él, y que en cualquier nivel de la existencia huma-na hay de por sí cierto grado de tensión e insatisfacción.

Cuando éstas nos lanzan a la búsqueda de satisfacciones con la convicción de que pronto las encontraremos (aun cuan-do esto sea producto de la ignorancia), hay entusiasmo, excita-ción y hasta ebullición sin disgusto.

De ahí que existan personas tumultuosas, vertiginosas, apasionadas y hasta violentas, pero sanas y alegres, sin conflic-to, porque aún no apareció en ellas la primera chispa de dis-conformidad con lo que viven ni con lo que buscan.

Las víctimas del stress no son precisamente los más igno-rantes, ni aun cuando sean tumultuosos (de hecho, los animales no padecen stress). Tampoco son sus víctimas los sabios que ya no fantasean con hallar satisfacción en las circunstancias. Las víctimas del stress son los seres en que aún hay deseo de disfrutar del mundo pero ya aparecieron dudas sobre cuál será el mejor modo de vivir; los seres en quienes hay impulsos ins-

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tintivos, pero también razonamientos que tratan de sojuzgar a esos impulsos “con miras a un bien mayor”; los seres capaces de despreciar la irracionalidad y de buscar “algo” distinto a lo hasta ahora buscado pero aún no identificado. En síntesis, los seres que aspiran a un bien superior pero también a los bienes de este mundo, al que tratan de modificar para satisfacer su afán de satisfacción individual y al mismo tiempo su afán de armonía universal.

Con esto llegamos a que el stress y el malestar son produc-to directo del disgusto. Disgusto con uno mismo o con el mun-do que se habita.

Aquí tenemos otro conflicto por demás difícil: hay que re-conocer como positiva, útil, provechosa, la aspiración a ser me-jor y a que el mundo sea mejor; pero no por ello, no por mantener despierta esa humana e irrenunciable aspiración, debemos des-embocar en un estado de disgusto con nuestra vida o con el mun-do.

Pero ¿cómo se logra esto? ¿Cómo llegar a esa fórmula ma-temática de la felicidad?

No es fácil, y lo mejor es saber que no habrá una solución mágica. La fórmula para comenzar (que ya es bastante) es ver la diferencia entre sentir aspiración a la perfección (propia y/o uni-versal) y esperar una satisfacción inmediata a la misma.

Todos los seres avanzan de algún modo hacia estados su-periores; pero hay que percibir, y aceptar lúcidamente, la dife-rencia entre avanzar y llegar ya mismo.

Nuestro “instinto metafísico” nos da un vislumbre de có-mo deben ser las cosas, tanto en nuestro interior como en el mundo, y ello nos incita a trabajar hacia dentro y hacia fuera para que sean así. Es la guía y el motor de toda superación; pero debemos concienciar que el resultado natural de ello no es un mundo perfecto ya, sino precisamente el mundo que vemos, donde se entremezclan el impulso a mejorar con el impulso a repetir siempre lo mismo, el impulso a resistir los cambios e incluso el impulso a empeorar.

Como resultado de todo ello, el mundo se mueve y apren-

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de; pero el término que llamamos una vida es demasiado breve para pretender ver en su transcurso grandes modificaciones. Echaremos a perder esa vida, y nuestra utilidad para el mundo, si aspiramos a tan espectacular e irrealizable satisfacción.

O sea: aprendamos a convivir con lo indeseable que haya en el mundo y en nosotros, sin atormentarnos pero sin dejar de trabajar por la superación en ambos campos de batalla; “sin prisa pero sin pausa”.

Si no aprendemos esta única opción madura y sana sere-mos arrastrados inconscientemente por la corriente de las op-ciones insanas, materializadas en dos grupos de sentimientos-creencias que permanentemente vemos a nuestro alrededor: el que proclama “el mundo será un paraíso en pocos años”, y el que refunfuña: “el mundo fue y será una porquería”.

Si logramos vivir sin caer en tales inmadureces, si mante-nemos sin fantasías nuestra decisión de mejorar como personas y contribuir a mejorar el mundo, debemos pasar al siguiente paso, que es el centro del tema aquí tratado: vivir en un mundo donde coexistimos con lo indeseable (y donde es buena señal que sintamos cierto rechazo por ello) sin que esto nos llene la men-te, y con ello la vida, de disgusto, tensión y enfermedad.

Esto podemos lograrlo (cuidando aquí también de no an-siar soluciones instantáneas) prestando la debida atención a cada detalle del mundo que nos altere o atormente, reflexio-nando sobre él, preguntándonos si podemos solucionarlo o no, o si, aún cuando estemos ya haciendo algo útil al respecto, de-beremos transitar todos los días junto a ese detalle sin sufrir; sabiendo que “no debería estar” pero por el momento sigue estando, y recordando aquello de que lo que nos perturba no es el hecho sino nuestra opinión sobre él.

No es un error de Dios ni del cosmos que haya en el mundo lo que hay (tal vez sería un error, pero nuestro, el desac-tivar nuestra aspiración a mejorarlo): el error es sufrir reiterada-mente por lo que ya conocemos.

Tal vez no podamos evitar una sensación desagradable an-te determinadas personas o sucesos (y tal vez eso sea una señal

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de que tenemos “buen gusto” en el terreno moral); pero sí de-bemos, necesitamos, evitar la opinión, verbalizada o pensada, de dis-gusto ante lo desagradable.

Más fácil que gobernar el sentimiento es gobernar el pen-samiento, y más fácil aun es gobernar la lengua. Empecemos por no vivir profiriendo quejas sobre cada cosa que no es co-mo quisiéramos: por ese camino tan simple podremos acos-tumbrarnos a no pensar y aun a no sentir quejumbrosamente.

Creer que porque tengamos cierta intuición de “un mundo mejor” el mundo presente es malo, es tan absurdo como ir subiendo hacia el décimo piso y considerar un mal estar transi-toriamente en el segundo o tercero.

El stress se origina cuado ante la realidad presente aparece nuestra imagen de la realidad ideal y, en vez de pensar “con-vendría que fuera así, haré lo posible porque sea así”, pensa-mos “tiene que ser así; no puede ser que no sea así”.

No hay stress cuando la realidad presente y la deseada con-viven. Hay stress cuando la realidad presente y la deseada se ata-can entre sí.

No hay stress cuando el ideal habita la realidad y la modifica con prudencia y paciencia, hay stress cuando se lanza a puñetazos contra ella pretendiendo su inmediata rendición.

No hay stress cuando se construye la realidad deseada. Hay stress cuando se odia la realidad presente.

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Vivir esperando o vivir sin esperar

Como en nuestra vida hay unos momentos más deseables que otros, y algunos de ellos son previsibles y/o programables, vivimos (o dejamos de vivir) gran parte de nuestro tiempo espe-rando.

¿Qué pasa en nosotros cuando esperamos? Lo más evidente es que estamos como succionados, magneti-

zados desde afuera. Hay en nosotros un estado de tensión, un campo magnético con un polo en nuestro interior y otro en “eso” que esperamos. Y ese salir, ese descentrarse de nuestra energía mental y emocional, produce malestar. Estamos como invadidos, perturbados, electrificados por una corriente cuyo interruptor parece ser el acto de iniciar o finalizar una espera.

Esta corriente generará como por inercia impulsos difíciles de contener, que nos llevarán a comer en exceso, maltratar a los demás y similares conductas irreflexivas, no deseadas ni provechosas, que pueden a su vez generar mayores tensiones.

Además de condenarnos a este estado interno, el “esperar” nos lleva a enterarnos alguna vez, con no poco dramatismo, de que por propia decisión desperdiciamos, desactivamos, apaga-mos, desechamos un notable porcentaje de nuestra vida.

Si apreciamos la vida, si nos disgusta el vislumbre de la ve-jez o de la muerte ¿qué sentido tiene quitarnos lisa y llanamente incontables horas o días que pasamos sin vivir, porque ansiamos que transcurran lo antes posible, que no se sientan, que se es-

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fumen, que no existan, para tener acceso a lo que vendrá después: la hora de finalizar el trabajo, la hora de cenar ricos manjares, la hora de jugar, el día de la fiesta, el comienzo de las vacaciones, etc, etc, etc?

¿Qué parte de nuestra vida tiramos a un lado esperando momentos posteriores? ¿Un décimo? ¿Un cuarto? ¿Una mitad? En cualquiera de los casos es demasiado, espantosamente dema-siado para alguien que se propuso vivir bien. Nadie nos devol-verá bajo ningún concepto ese tiempo que no hubiéramos que-rido que existiera, pero que de todos modos se nos contabilizó en el proceso de envejecer y consumir el período disponible en nuestra existencia.

Por lo primero y por lo segundo, para evitar tanto el ma-lestar inmediato como el despilfarro de horas, días y años, un principio fundamental del arte de vivir bien es el de no esperar.

Ni bien decimos esto nos vienen a la mente la habitual sentencia de que “la esperanza es lo último que se pierde”, la afirmación de que para ser feliz hay que tener “alguien a quien amar, algo que hacer y algo que esperar”, o las cosas horribles que suelen decirse sobre una persona “sin esperanzas”.

Esto no sería contradictorio si a ese sentimiento impreciso que llamamos “esperanza” lo definiéramos como confianza en que existe la posibilidad de una vida mejor o de que el mundo se enca-mina hacia un fin superior, o sea una visión en la cual se vislum-bran posibilidades de un nivel superior de vida. También po-demos referirnos a esto llamándolo fe, convicción o ideal.

Nada de ello se contradice con la propuesta de no esperar, siempre y cuando se lo considere como algo a lo que llegar, y no como algo que va a llegar por el simple paso del tiempo o por obra de fuerzas que no requieren nuestra intervención.

La exaltación exagerada y exclusiva de la esperanza como el acto de vivir esperando es un modo más de desviación, debi-litamiento y empeoramiento de las capacidades humanas.

Ninguna enseñanza moral ni religiosa nos dice de verdad que sea bueno desear que pase el tiempo, que se vaya inútil-mente una porción de nuestra vida, vacía porque nosotros la vacia-

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mos, para que llegue el momento en que ocurra algo “bueno”. No es lo mismo “esperar” un futuro mejor (en el sentido

de confiar en que es posible y hacer algo por él) que esperar un momento determinado en el que “llegará” un hecho particular.

Cuando confiamos en que en nuestra vida podemos alcan-zar bienes superiores, y ese alcanzar (como su nombre lo indica) requiere que nos movamos, que actuemos, esa “esperanza” de ningún modo anula el presente; porque éste cobra sentido, se vuelve agradable a causa de la acción encaminada a lograr “eso” que en cierto modo “esperamos” pero en cierto modo estamos construyendo ya.

Alguien dijo “en el mayor rigor está la libertad”. Así tam-bién, en la cualidad humana de ser fuerte ante las circunstan-cias, de sentir más la propia conducta que los resultados y vai-venes del mundo exterior, está la posibilidad de ser libre res-pecto de los sucesos, de no vivir esclavizado por lo que pase o deje de pasar, y de vivir toda nuestra vida; no solamente los momentos que suponemos deseables.

Si definimos esperar como desear hechos que no ocurren en el presente, tal vez sea imposible dejar de esperar mientras no se deje de desear; pero si lo entendemos como lo que más habi-tualmente hacemos: abrazar con el pensamiento y la emoción un punto del tiempo en el que ocurrirá algo deseable (con la natural consecuen-cia de que todo el período que va desde el presente hasta ese punto se vuelva indeseable), nos damos cuenta de que dejar de esperar no sólo es posible, sino que es además una necesidad imperiosa para no arruinar nuestra vida.

Podemos desear un acontecimiento, pero al mismo tiempo podemos vivir el presente sin pasar nuestro tiempo disgregados en ese abrazo enfermizo que nos parte en dos. Podemos anular esa bipolarización, ese desgarro interior que nos crucifica en dos puntos distintos.

Cuando nos descubrimos bipolarizados, disgregados, elec-trificados por esa corriente que tiende a un punto fuera de no-sotros (a veces un momento futuro, a veces un acontecimiento actual que no depende de nosotros) debemos decirnos “esto es

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esperar”, darnos cuenta de que cometemos un error y borrar de la imaginación ese punto externo que nos perturba, para quedarnos con toda nuestra corriente, con nuestra “alma” en nosotros mismos, sin fluctuaciones ni maremotos anímicos, en paz, aunque sigamos trabajando para eso que deseamos (trabajando en un presente que es tan parte de nuestra vida como el “futu-ro mejor”) o simplemente sabiendo que “será lindo” vivir un determinado momento al que el reloj todavía no llegó, pero sin aniquilar por eso nuestro presente.

Ese mantener la corriente en nosotros mismos no es un mero yoísmo, sino una actitud sana ante lo deseado.

Se puede amar a los demás, amar y disfrutar hechos y cir-cunstancias, sin dejar de cuidar el estado en que nos encontra-mos; porque la felicidad es, principalmente, ausencia de infelicidad.

El factor más decisivo para mejorar nuestra vida es la eli-minación de toda infelicidad nacida de la incapacidad propia. De ahí en adelante pueden mejorarse circunstancias; pero jamás a costa de destruir el factor primordial.

El mayor motor de la infelicidad es la morbosa “agrega-ción” de deseos a los ya existentes, el desesperarse por “disfru-tar un poco más”, el dudar de si se está viviendo bien o “queda algo para hacer”, la suposición de que agregando y agregando de ese modo se llegará a ser absolutamente feliz y a no necesi-tar nada más.

Ese modo de encarar la vida, al aumentar la turbulencia in-terior, produce precisamente el resultado de aumentar la infelici-dad; y no porque no se puedan alcanzar las circunstancias de-seadas, sino porque la felicidad es la no-turbulencia, y el nivel de absoluta satisfacción por obra de las circunstancias no existe.

Se podría, persiguiendo ese supuesto colmo de la satisfac-ción, llegar a ser el sujeto más rico del mundo, para luego des-cubrir que se sufre por la opinión ajena, la existencia de perso-nas indeseables, la incontrolabilidad del clima, la inevitabilidad de la muerte, etc, etc, etc.

En resumen: no agreguemos deseos, no inventemos su-puestas cumbres de satisfacción, no lancemos nuestro ser hacia

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fuera de sí mismo, no esperemos, y empezaremos a acrecentar en nosotros el estado de no-infelicidad.

Y ante los deseos que ya tenemos, podemos trabajar por satisfacerlos sin sacrificar el presente mediante el instrumento de tortura de la espera.

Sacrificar la base de la no-infelicidad para llegar a algo me-jor sería como quitar la escalera que nos sostiene para ponerla “más arriba” con la suposición de que con ello llegaríamos más alto.

No sólo sería imposible, sino que en caso de intentarlo perderíamos nuestro punto de apoyo y caeríamos a niveles in-feriores, resultado diametralmente opuesto a lo que nos propu-simos.

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Cómo llegar a “no esperar”

Al observar los problemas que nos trae el vivir esperando,

llegábamos a la “conclusión” de que era necesario borrar de la imaginación ese punto externo que nos perturba.

Corresponden las comillas porque esa “conclusión” no es más que un comienzo. Concluimos sabiendo qué hacer; pero empieza un gran trabajo y una gran pregunta: ¿Cómo lo hare-mos?

No se puede “borrar” como una letra mal escrita lo que está arraigado en nuestro pensamiento, en nuestra psique, en nuestro corazón.

Una fórmula para ir empezando sería, tal como en el tema del futuro presunto, no escribir de más. Ya que lo deseable tiene tanto poder sobre nosotros, evitémonos la necesidad de “borrar” mediante el recurso de evitar anotar demasiados obje-tivos en la lista de nuestros deseos.

Para esto hay que ver con claridad cómo funciona eso que llamamos deseo.

Decíamos que para procurar la felicidad tenemos dos campos de acción: modificar las circunstancias o modificarnos nosotros mismos.

Aunque comprendamos, mucho o poco, la importancia de modificarse a sí mismo, subsiste en nosotros el deseo sobre las circunstancias, y siempre necesitaremos saber qué hacer con él para que no actúe como un indesconectable generador de infe-

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licidad. Desear modificar circunstancias significa generalmente de-

sear poder para lograrlo. En una primera etapa deseamos objetos concretos. Es el

caso de los niños, cuyo modo de modificar circunstancias es pedir juguetes o golosinas.

Al crecer aprendemos que los objetos concretos y muchas otras circunstancias se dominan con el dinero, elemento más abstracto en el que se plasma la energía o el poder en sí mismo. De ahí que infinidad de personas deseen dinero en general, pero no hagan respecto a este objeto deseable más que lo que hacen los niños: pedir, llorar y quejarse.

Si maduramos, descubrimos que así como los objetos se obtienen con dinero, el dinero se obtiene con capacidad, con poder interior.

Así nos damos cuenta de que, incluso para modificar cir-cunstancias, necesitamos capacitarnos, que no es ni más ni me-nos que modificarnos nosotros mismos.

Una frase de James W. Newman nos dice “el único acon-tecimiento que puedes controlar en todo el mundo es aquello que estás pensando y sintiendo en el presente instante. ¡Pero con eso es suficiente! Es todo lo que necesitas controlar”.

A primera vista parece una propuesta estoica o mística: modificarse uno mismo y renunciar al mundo. Pero más ade-lante descubrimos que cualquier intento de conquistar o modi-ficar el mundo nos conduce al mismo “con eso es suficiente”; porque controlar lo que sucede en uno mismo genera el poder capaz de modificar el mundo.

Es imposible despreciar la modificación interior y obtener poder sobre el mundo por algún otro medio.

No faltan casos de personas sin capacidad pero con dine-ro, que suelen obtener, no ganar, por vía de herencias, juegos de azar o acciones deshonestas. A todas ellas termina acabán-doseles lo que recibieron; o viven mal con o sin riquezas.

De modo que, en la sociedad actual, el deseo sobre las cir-cunstancias deviene en deseo de dinero. Y, para quien resuelve

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esta ecuación con rectitud, la estrategia para adecuar las cir-cunstancias al deseo se centraliza en el acto de trabajar y en el ideal de “ganar más”.

Aquí llegamos al punto de darnos cuenta de que podemos, con la debida atención, trabajar para satisfacer deseos sin que ello signifique condenarnos a la automortificación del esperar.

Sabemos que más capacidad puede proporcionarnos más dinero y que más dinero modificará más circunstancias. Lo que no sabemos es en qué plazo ganaremos qué cantidad ni qué circunstancias serán moldeables por nuestro deseo. Ahí es donde debemos empezar a cuidarnos de no escribir de más, de no dibujar demasiados detalles en las páginas de lo que imagina-mos como nuestro futuro.

La manera más sana de convivir con el deseo es dedicarse a desarrollar capacidad y poder, y luego, con el poder en la ma-no, modificar circunstancias en lo que esté a nuestro alcance, en el presente que habremos conquistado, sin que para ello haya sido necesario vivir imaginando y paladeando lo que “lle-gará”.

El que se concentra en producir, crear, servir, beneficia a la sociedad y ésta le paga por lo recibido. El que sólo se con-centra en esperar e imaginar objetos deseables, no obtiene nada de los demás; porque no les entregó nada, perturbó a la socie-dad y se atormentó a sí mismo.

Podemos practicar la propuesta budista del “recto medio de vida”, podemos concentrarnos en actuar sabiendo que de esto vendrá el dinero y de él las circunstancias deseables; pero, como todo esto está motivado por el deseo, es tremendamente difícil evitar que el deseo se transforme en espera.

Porque, inevitablemente, la consecuencia es posterior a la acción, por más recta y limpia que sea ésta. Si actuamos para producir consecuencias futuras, permanentemente la corriente del deseo lanzará sus tentáculos hacia el futuro, encenderá el interruptor de la espera, y su calor perturbará, tensionará, reca-lentará y desestabilizará nuestro estado interior. Y, una vez más, la aspiración a vivir mejor habrá empeorado nuestra vida.

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Conclusión: elegimos (o pusimos en marcha sin querer) el método equivocado.

¿Cómo trabajar por un futuro mejor sin esperarlo? El primer paso será no olvidar la diferencia entre deseo y

espera. Permitámonos desear pero no nos permitamos esperar. “Cambiemos de canal” ni bien comienza en nosotros un pro-ceso de espera.

El deseo es emocional, y va dirigido a ciertas cosas desea-bles “en general”, presentes y/o futuras. Cuando interviene la mente concreta, con sus diseños detallados y planes a determi-nado plazo, el deseo, si se abraza y asocia a esos proyectos, da comienzo al proceso mental-emocional de la espera.

Los proyectos son buenos si se los genera para trabajar, para saber cómo encarar las cosas; pero son nocivos si se los hace para paladear metas por anticipado.

Si más o menos sabemos lo que deseamos, pongámonos a trabajar sin llenarnos la mente de imágenes, objetos, plazos y demás causas de desgarramientos internos.

Ahora bien: si en el trabajo reside siempre la relación pre-sente-futuro, siembra-cosecha, esfuerzo-beneficio ¿cómo man-tener la mente siempre en una mitad y nunca en la otra, que precisamente fue el motor que originó nuestra acción?

La gran dificultad nace de que la mente siempre se mueve. Cuando está creando, aprendiendo, produciendo, y también cuando deja de hacerlo.

Por lo tanto, la solución es tomar el control de los “ratos libres”.

Ninguna ocupación requiere que la mente esté ocupada en todo momento en crear o en aprender. Si hubiera una ocupa-ción así, necesitaríamos de todos modos interrupciones para descansar, y en éstas, como en las horas o días “libres”, seguiría presente el problema de a qué dedicar el pensamiento.

Si, por ejemplo, atendemos un local comercial (cada uno podrá adecuar el ejemplo a su ocupación), será provechoso estudiar, planificar, disponer todo del mejor modo para brindar el mejor servicio y obtener con ello el mejor beneficio. Si so-

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mos fieles a nuestro objetivo, nuestra mente se concentrará en cómo hacer todo mejor. Así y todo, el número de horas en que esté concentrándose, estudiando, sembrando, no será el total de las horas de ocupación cronológica en esta tarea, en la que se suele “esperar” que vengan los compradores.

Entonces ¿qué hará la mente? Para cerrarle el camino a ocupaciones dañinas, debemos

grabarle la consigna que trabajar en un puesto de venta no con-siste en “esperar” compradores. Por más que lo deseemos y hayamos hecho todo lo posible para que sea así, ocurrirá como resultado del trabajar bien y no del esperar.

Ningún trabajo de atención al público (más bien ninguno en general) consiste en esperar.

Terminantemente debemos dejar de esperar, tanto en el trabajo como en el descanso, e incluso cuando nos toca per-manecer en una “sala de espera”.

Lo que necesitamos hacer en un puesto de venta es estar disponibles para cumplir nuestra función cuando seamos re-queridos. Si viene alguien a comprar, bastará con que estemos. No es necesario que esperemos.

La diferencia entre estar disponible y esperar radica en qué están haciendo la mente y el sentimiento.

Esperar, lanzar la emoción hacia fuera de nosotros gene-rando una tensión que sólo se calmará “después”, al abrazar el hecho que ocurrirá (o puede no ocurrir) no sirve para ganar dinero ni para ninguna otra cosa, excepto para sufrir. Y la acti-tud de esperar, como ocurre con otras actividades perjudiciales, puede generar una adicción o vicio del que sea terriblemente difícil librarse. Las emociones pueden sentirse desorientadas ante la quietud, generar angustia que sólo podrá canalizarse esperando otro suceso deseable, y así continuar indefinidamen-te hasta que salgamos de ese círculo vicioso, o de nuestra exis-tencia.

Pues bien, si debemos cumplir ciertas horas de trabajo es-tando en un lugar sin necesidad (ni posibilidad) de llenarlas totalmente de concentración creativa en nuestros objetivos,

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¿qué hará nuestra mente ante ese vacío que no podemos llenar con sueño, diversiones ni satisfacciones que requerirían cam-biar de lugar?

Como estamos allí motivados por el deseo de ganar dine-ro, es muy posible que esto se traduzca en un estado de espera, que casi sin darnos cuenta hayamos ido allí con un pre-cálculo de cuánto íbamos a vender. Y desear una determinada cifra en un determinado plazo es esperar.

Si el deseo (por la adición de cifras, plazos y otros detalles imaginables) se transformó en espera, sufriremos ante cada indicio de que la realidad no coincida con el esquema supuesto.

Cabe destacar que los resultados indeseables merecen nuestra atención a fin de concentrarnos en cómo producir re-sultados mejores.

Si hacemos esto estaremos trabajando. Todo lo que se haga para mejorar resultados es parte del

trabajo. Lo que se hace para abrazar y paladear supuestos resul-tados no es ni más ni menos que espera.

De modo que, retomando el ejemplo, nos encontramos cumpliendo un horario de atención, ocupando parte de este horario en trabajos “de siembra” con el objetivo de mejorar los resultados, y ante otros períodos de tiempo en que sólo debe-mos “estar” con la finalidad de atender y vender (y con el de-seo inobjetable de llenar ese tiempo vendiendo y recibiendo el beneficio que motivó lo que hacemos).

Si ese tiempo no se llena con la entrada de clientes, se transforma en “tiempo vacío”; peor aun: en un vacío contrarian-te de nuestro deseo. Habíamos ido allí para otra cosa, deseábamos otra cosa. ¿Qué hacemos entonces?

El primer paso, básico e imprescindible, es aclararnos a nosotros mismos si elegimos o no elegimos estar allí.

Si por problemas de rendimiento, o por conflictos inter-nos de orden vocacional, decidiéramos cambiar de actividad (no soñando sino iniciando otra actividad realmente concreta-ble), debemos poner en marcha ese cambio. Y si este no es posible ya, proseguir nuestro trabajo actual hasta el último día

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con la mente limpia, sin esperar. Si eligiéramos cambiar, nos encontraríamos con que en

todas las actividades existe la relación esfuerzo-resultado, pre-sente-futuro, y, con ella, el riesgo de ponerse a esperar.

Si concluimos en que nos conviene proseguir en nuestro puesto, debemos mirar de frente, valientemente, atentamente, ese “tiempo vacío”.

Comencemos por aclararnos: ¿por qué ese tiempo está va-cío?

Con diversas diferencias de matices, la respuesta será más o menos la siguiente: 1) Por decisión propia: fuimos allí para aten-der, vender y ganar, y, por más que soñemos con otras cifras de ganancia, la decisión de estar allí significa que aceptamos, que vale la pena estar aunque no obtengamos todo lo soñado. Al ocupar esas horas estando allí desechamos otras actividades, otras circunstancias tal vez deseables que canjeamos volunta-riamente por las que obtendremos como fruto de nuestro tra-bajo. Y 2) Ese tiempo está vacío por circunstancias externas: no ingresa tanta gente como para llenar cada hora o cada minuto.

Teniendo claros ambos factores, sabremos que decidimos, aceptamos, ir allí porque nos conviene, y que en esa lucha por lo deseado debemos enfrentarnos con momentos indeseable-mente vacíos.

Entonces ¿qué hará nuestra mente en esos momentos? Lo más natural es que tienda a “llamar” circunstancias de-

seables, y caiga en el estado de espera o de deseo insatisfecho, al desear cosas que no dependen de nosotros (porque depen-den de la voluntad ajena o no son momentáneamente alcanza-bles) o cosas que dependen de nosotros pero las desplazamos hacia otro momento para estar allí trabajando.

Nuestra mente es como una locomotora incapaz de dete-nerse. Nosotros, con nuestro discernimiento, nuestra facultad de elegir y determinar, podemos mover dispositivos para hacerle tomar distintos carriles.

Debemos enterarnos de que en algunos carriles, como el de la espera, el aburrimiento, la queja o el fantaseo, le aguardan

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distintos tipos de catástrofe. No podemos detener su marcha; pero podemos elegir por

dónde encaminarla. Cada vez que vemos que nuestra locomotora se encamina

a los carriles identificados como indeseables, imaginémonos “haciendo un cambio” y llevándola por carriles que aceptamos como sanos y convenientes.

Los carriles mentales son más elásticos que los de acero, y los “desvíos” no están en puntos muy fijos, pero siempre hay un punto donde la marcha es incontrolable, y nos metemos de lleno en la catástrofe del sufrimiento.

Con un poco de ejercicio podemos acostumbrarnos a en-carrilar nuestra mente a tiempo, y luego puede resultar más fácil que al principio.

El punto de partida es tener claro cuál es nuestra situación y qué decidimos ante ella.

Vemos en el mundo personas muy “desbocadas” o “des-carriladas”, que sufren en gran medida y dan la sensación que ni ellas mismas ni nadie puede controlarlas, y otras personas que “se mantienen en sus carriles”, que “tienen las riendas” de su pensamiento. Estas últimas aplican una sola y única fórmula: prestar atención a su vida y actuar para mejorarla.

Conociendo el problema y el recurso para evitarlo, nos queda identificar claramente los carriles peligrosos, conocer todas sus características para “desviar la máquina” apenas los identifiquemos, apenas vislumbremos que ingresamos a cami-nos que pueden desembocar en catástrofes.

Podemos esbozar una lista (adaptable a cualquier tipo de trabajo y por qué no al ocio) de carriles mentales a los que conviene decirles no:

• Aferrarse mental y emocionalmente a actividades que no pueden realizarse

en el presente.

Se pueden planificar, pero no paladear intentando satisfa-cerse con la imaginación.

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• Desear que pase el tiempo.

Este deseo jamás modifica el transcurso del tiempo: sólo nos estropea el presente. • Lanzar hacia fuera la corriente (tentáculos, brazos, lazo) del deseo para

“provocar” sucesos deseados.

• Imaginar en concreto lo que deseamos y esperarlo.

• “Hacer fuerza” para que suceda aunque sabemos que no depende de noso-

tros.

• “Tener los brazos abiertos” para abrazar “eso” que deseamos que suceda.

• Desear que no suceda algo.

• Pensar o hablar en primera persona del subjuntivo presente.

¿Por qué decimos que existen malas palabras? Generalmen-te porque revelan malos sentimientos o malos pensamientos, y por la vía de no decirlas se intenta que mejoren nuestras cos-tumbres mentales.

Conviene convencerse de que las expresiones en primera persona del modo subjuntivo (si pudiera, si hubiera, quisiera, etc.) son malas palabras; porque expresan lamentaciones o refe-rencias a una situación que no es la que realmente vivimos. No lo son cuando se refieren al futuro o cuando el sujeto no es uno mismo (si alguien hiciera tal cosa, yo respondería de tal manera); porque expresan prevención o planificación.

• Usar los números como fuente de satisfacción.

Si hay circunstancias deseables y éstas dependen del dine-ro, se supone que más dinero nos dará más satisfacción. Esto puede llevarnos a buscar satisfacción contando el dinero gana-do o por ganar. Si hacemos esto, es porque caímos en la tram-pa mental de esperar una determinada cantidad en un determi-nado plazo, expectativa nunca útil y siempre perjudicial. Contar el dinero, o calcular, es útil solamente para tomar decisiones; para

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elegir el mejor modo de administrarlo o de mejorar resultados. Si lo hacemos para satisfacernos (o para sufrir por lo que “nos falta”), creamos una causa de tensión o turbulencia interior. No existe una cantidad que nos hará sentir “ya está”. Es beneficio-so ganar lo más que podamos y vivir lo mejor que podamos con lo disponible. Ir más allá de esto y pensar de más nos llevará a sufrir. Cabe recordar que hacemos lo mismo respecto al tiempo (cuánto falta para la hora o el día de tal o cual suceso deseado). También en este terreno, cuando los números no son los esperados, sufrimos. Incluso antes de “hacer números” co-menzamos a angustiarnos ante la posibilidad de que no sean los que esperamos. Generalmente la “cifra esperada” no es tan deci-siva para nuestra vida. Una cifra mayor será útil (sin por ello darnos la felicidad absoluta) y una cifra menor no significará nuestro fin. Si los cálculos sobre dinero o tiempo no tienen por fin tomar una determinación, son un juego morboso que siempre tensiona y empeora nuestro ánimo. Es recomendable com-prometerse, en nombre de la salud y de la felicidad buscada, a no hacer números si no es para decidir.

• Agredir emocionalmente las propias decisiones.

Esto sucede cuando lanzamos todo nuestro disgusto por estar en un lugar cumpliendo un horario, cuando “hacemos fuerza” por no estar allí, luego de que conscientemente deci-dimos que, aunque deseemos hacer otras cosas, vale la pena de-jarlas para después y permanecer en el puesto de trabajo. Si decidimos, si nos conviene estar en un lugar, si no hay motivos suficien-tes para cambiar nuestra elección, toda fuerza en contrario es inútil y perturbadora. Debemos evitar o reducir los desajustes entre distintas partes de nosotros; armonizarnos.

• “Empujar” los hechos externos con el sentimiento.

Todo lo que queramos cambiar en el mundo debemos lo-grarlo con nuestra acción. El sentimiento debe empujarnos inte-riormente para movernos a actuar; pero no puede salir de nosotros

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para empujar los sucesos. Y todo intento de algo que no se puede es sufrimiento.

• Confundir rápido con apurado.

Cuando hay una urgencia se requiere rapidez, y ésta es una manera de ejecutar las cosas. No hay que dejar que la rapidez en la ejecución se traduzca en una aceleración de la emoción. No hace falta estar apurado, nervioso, angustiado; más aun, en ese estado obstruiremos nuestras capacidades y perderemos eficiencia y ra-pidez. La rapidez no se logra empujándose a sí mismo con el sen-timiento, sino más bien desobstruyendo la acción, tanto en lo físi-co como en lo mental. Es necesario impedir la entrada de obs-trucciones emocionales o mentales, como, por ejemplo, la de ponerse a medir si llegamos a tiempo o tarde, a calcular “qué pa-sará” o a angustiarse por la situación y sus posibles derivacio-nes. Si en nuestra mente sólo existe lo que estamos haciendo, esto se hará más rápido y mejor, nos libraremos de todas las varian-tes del sentimiento de espera y podremos sentirnos bien aun en medio de la vorágine de las complicaciones externas.

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• Enumerar males sin ninguna referencia a soluciones.

El que piensa en los hechos indeseables que ocurrieron, ocurren u ocurrirán, en las malas personas y sus malas accio-nes, y en todo lo que “no debería” estar en el mundo; pero no se dedica ni por un instante a buscarle solución, en realidad está apegado al mal, ya sea porque no pudo encontrar la vía para vivir bien y eligió el cómodo camino de sentirse víctima sin la menor aspiración a dejar de serlo, o bien exagera la dimensión y presencia del mal para luego hacer cosas “malas” sin ser culpado; y no faltará quien pinte a todos como “malos” para aparecer como bueno por simple contraste, sin más mérito que el de hablar. La concentración en los males no hace más que contaminar, envenenar nuestras emociones, incapacitarnos para los sentimientos supe-riores y hasta para la simple tranquilidad. Para transitar por el camino de una vida sana en todo sentido, nunca nuestro enfo-que mental a lo malo debe tener otro fin que la prevención o la solución.

• Proseguir discusiones desagradables en la imaginación.

Esto tendría sentido hasta cierto punto si fuera para pre-parar respuestas en caso de tratarse de discusiones posibles. Si no es así, hay que cambiar de carril y decirse “ya me fui de ese camino”. • Intentar eliminar la incertidumbre “abrazando” un hecho futuro y “trayén-

dolo” al presente.

Esto es imposible. Sólo podemos producir los hechos, y con nuestro trabajo presente, a la velocidad que las circunstancias permitan. Si hay cierta incertidumbre sobre “qué ocurrirá”, aprendamos a convivir con ella sin prestarle demasiada atención, como a todo lo inevitable. Sólo tiene utilidad concentrarnos en lo que hacemos.

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• Lamentarse, enfurecerse, impacientarse, perturbarse por lo que no se puede

ya mismo.

• Imaginar la realidad como “podría haber sido” y sufrir porque no fue o no

es así.

• Aburrirse.

Ser consciente de que se está en una situación indeseable o insulsa y mantener todo igual, sin cambios externos, que a ve-ces no son posibles, ni internos, que siempre lo son.

• “Suspender la vida”, con todos sus buenos momentos y actividades posibles,

hasta cuando comience una circunstancia deseada.

“Estar pendiente”, aferrarse a lo que aún no existe; no sentir nada respecto al presente, y sólo sentir respecto a algo que puede llegar o no, y que en caso de no llegar nos desgarra-ría interiormente. La culpa de semejante desastre sería exclusi-vamente nuestra, por habernos “colgado” de algo que corría peligro de esfumarse.

Estos son en líneas generales los carriles por los que nues-tra mente se encaminaría a una catástrofe.

Ahora bien, si los llamados “ratos libres” no pueden ser ocupados por esas actividades nocivas, y la mente (como la locomotora del ejemplo que no podía detenerse) no puede permanecer en silencio, ¿Qué pensamos, qué hacemos en todo ese tempo libre?

La solución, que precisamente nos preservará como un an-tídoto contra la entrada del pensamiento en carriles nocivos, consiste en tener siempre a mano actividades constructivas o inofensivas, para iniciarlas ni bien dejemos atrás los momentos ocupados física o intelectualmente por nuestras tareas.

Como en los tiempos en que la mejor defensa ante los su-jetos peligrosos era llevar un arma lista para “salir”, teniendo actividades sanas a las que echar mano antes de que se nos vengan

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encima las nocivas mantendremos la salud de nuestra mente. Esto no significa que debamos “cargar” la totalidad de

nuestro tiempo con pesadas tareas que lo conviertan en “tiem-po indeseable”. El entretenimiento no evasivo, el descanso, el no pensar en nada ni perseguir nada, entran en el área de las actividades sanas. Si luego de ocupar la mente en tareas o estu-dios necesitamos “no hacer nada” por un rato, eso será sano y reconfortante, teniendo en cuenta que no existe en realidad ese “no hacer nada”: la mente no pasa mucho tiempo sin volver a arrojarse sobre algún tema; y en ese caso deberemos vigilarla para impedirle cualquier ingreso a un carril nocivo. Pero ¿hacia dónde será aceptable encarrilarla?

Hay infinidad de actividades constructivas o, por lo me-nos, inocuas. Muchas veces, el descanso o el entretenimiento son lo más constructivo o re-constructivo; porque limpian nuestras facultades, dándonos un poder tal vez no alcanzable por la vía del pensar.

Si cuando no tenemos algo específico que hacer en lo que llamamos “tareas”, disponemos siempre de material de estudio, de contacto con obras de arte o de medios de entretenimiento (que no es una actividad inútil cuando evita la entrada en nues-tro ámbito mental de los “verdaderos enemigos”), o estamos dispuestos a observarnos a nosotros mismos o al mundo que nos rodea, generaremos en nosotros la costumbre de “vivir bien”, y eso será el mejor anticuerpo ante cualquier pensamien-to estresante o destructivo.

“Vivir bien” puede entenderse en dos sentidos: 1: Habitar en medio de buenas circunstancias. 2: Sentir, pensar, elegir y actuar bien. Ambas maneras de entender el concepto son verdaderas y

complementarias; pero el propio estado interior, la propia de-terminación, es la base indispensable.

Las circunstancias “buenas” pueden agregar algo si existe algo sobre lo cual agregarlo.

No hay bienestar por las circunstancias en las personas incapa-ces de sentir, pensar o elegir bien.

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De modo que si queremos vivir bien empecemos a hacerlo ya.

Tal vez deseemos hechos y circunstancias que sólo se plasmarán más adelante; pero “vivir bien” es ante todo y funda-mentalmente un modo de actuar, y secundaria, anexamente, vivir en medio de circunstancias deseables. Si deseamos determinadas circunstancias, trabajemos ahora por ellas. Eso será ya vivir bien. Si nuestro trabajo dará fruto dentro de cierto tiempo, no pasemos ese tiempo esperando, porque eso es vivir mal en el sentido funda-mental de la palabra: pasemos ese tiempo viviendo. Aprovechémoslo; porque cada segundo es una parte irrecuperable del tiempo de que disponemos en este mundo.

El ideal de vivir bien requiere que nos dediquemos a vivir bien. No hay otro camino.

Para saber si estamos cumpliendo con esto que tanto que-remos o decimos querer, es necesario que, en cada ocasión en que sintamos que “algo” no coincide con lo que suponemos nuestra vida soñada, nos preguntemos “¿estoy viviendo bien este momento?”.

Esta debe ser una y otra vez nuestra pregunta testigo. Y si nos respondemos que no, corrijamos la situación inmediatamen-te, no cuando alcancemos tal o cual circunstancia, sino ya; por-que vivir bien es un modo de actuar, y para eso no necesitamos ningún plazo ni ninguna condición exterior.

Se sobreentiende, si somos fieles de verdad a lo que diji-mos, que vivir bien es hacer, pensar, elegir, sentir lo mejor po-sible en las circunstancias en que se esté.

Podemos permitirnos desear cosas que hoy no tenemos, porque eso no nos impide vivir bien. Pero no podemos permi-tirnos vivir esperándolas, porque eso es una acción interna (dependiente hoy y siempre de nosotros) que quiebra frontal y básicamente la acción de vivir bien.

De modo que, cuando estemos construyendo el futuro de-seado, cuando estemos aprendiendo, “no haciendo nada” o entreteniéndonos (no para “matar el tiempo” sino para disfru-tar de lo que hacemos), dediquémonos a vivir, y hagámoslo, como

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naturalmente se hace todo aquello en lo que se pone dedica-ción, lo mejor posible.

Si no lo hacemos, y nuestra vida se convierte en una vida indeseable, será una falla nuestra (aunque siempre reparable) y no habrá ninguna culpa que echarle al mundo.

Vivir bien consiste en estar haciendo en todo momento algo que elegimos hacer.

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¿Qué hacer con los defectos ajenos?

Una obra de Jean Paul Sartre lleva por título “El infierno

son los otros”, sugiriendo que la mayor parte de nuestros dis-gustos no son provocados por el mundo ni por las cosas, sino por el contacto con el resto de la gente.

Hay en ese resto de la gente quienes tienen defectos simi-lares a los nuestros, pero en ellos los aceptamos mucho menos, y hay quienes van mucho más allá, mostrando actitudes y con-ductas que detonan nuestra más incontrolable repugnancia.

Quien procure la no-infelicidad no puede pasar por alto este tema, ya que se trata de un grueso caudal de molestias ge-nerado por un factor que no depende de nosotros, o depende en una ínfima medida.

Por un lado, los defectos ajenos nos provocan un estado interior que de por sí es un mal. Por otro, ese malestar empeo-ra nuestro modo de relacionarnos con la gente, y produce más y más efectos indeseados cuando ella recibe de nosotros un trato nada aproximado a lo ideal o conveniente.

En esta área también será extremadamente difícil tener control sobre nuestras emociones; pero tal vez no lo sea tanto esclarecernos las ideas y el modo de mirar a toda la gente que no es como nos gustaría que fuese.

En primer lugar, reiterémonos la imposición de no presupo-ner que las cosas, y las personas, van a ser en todos los casos como tendríamos ganas. Más bien estemos convencidos de que

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en cualquier momento alguien hará algo que nos caerá mal. ¿Qué ocurrirá entonces? Hay varias posibilidades, algunas más graves que otras, que

debemos desterrar:

1) Atormentarnos pasivamente (“tragarnos” el disgusto).

2) Lanzar un “mazazo” emocional contra la persona o, en el mejor de los casos, contra su defecto, con la intención de que ella reciba concientemente nuestro golpe. No pocas veces este impulso se traslada a una agresión física. 3) Perturbarnos emocionalmente, de modo que ni aun inten-tando ser imparciales en el trato nuestra alteración deje de per-cibirse (con la inevitable consecuencia del empeoramiento de las relaciones).

4) “Emitir antipatía”. Versión atenuada, pero no menos dañina, del caso anterior.

¿Qué nos queda entonces? Nos queda la posibilidad más

difícil, que debemos generar y modelar con esfuerzo, porque sólo en los santos existe espontáneamente: comprender que el otro no tiene por qué ser perfecto hoy, y ni siquiera tiene que ser tan bueno como nosotros (incluso habrá seres mejores que nosotros que nos caerán mal porque no los comprenderemos).

Con las personas, como con los sucesos, corremos el ries-go de vivir envueltos en una fantasía optimista, en la cual presu-ponemos que todo va a ocurrir como tenemos ganas de que ocurra. La consecuencia de esto es que luego nos parece un golpe, una “mala noticia”, el descubrimiento de que las cosas no eran así.

No es que haya habido una “mala noticia”: hubo una mala evaluación, una mala imagen de cómo era la realidad.

Nuestros deseos deben cumplir la función de actuar sobre la realidad exterior para mejorarla, y no la de actuar sobre nuestra re-

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presentación interna para “satisfacernos” con la creencia de que se convertirán indefectiblemente en realidad.

Sólo así evitaremos el sufrimiento del que exige demasiado al mundo exterior y luego vive “descubriendo” que éste no obe-dece a sus deseos.

Si habitamos la realidad convencidos de que ésta no coincide ni está obligada a coincidir con nuestros deseos, nos libraremos de enormes disgustos y repugnancias.

Si sabemos que todos los seres están el algún punto del trán-sito desde la absoluta inconciencia hasta la absoluta conciencia, ningún acto humano nos producirá más conmoción que ver que los objetos producen sombra o caen hacia abajo.

Cada vez que se presenta en nuestra existencia el trato con otra persona cabe la posibilidad de que ésta revele características que no nos gusten.

No debemos tomar el hecho de que no nos gusten como un mal en sí mismo ni tampoco como un defecto nuestro: as-pirar a que existan belleza, justicia y sabiduría en todos los se-res puede ser una virtud; pero es un defecto no estar preparados para encontrarnos con otra cosa, es un defecto exigir inmediata-mente lo que sólo puede ocurrir a largo plazo y tal vez ni tenga-mos derecho a exigir.

Suele decirse que es injusto exigir a los demás más de lo que nos exigimos a nosotros mismos. Esto debe extenderse: también es injusto exigirles lo mismo, y hasta puede ser injusto exigirles menos. Por la sencilla razón de que nosotros estamos en nuestras propias manos, nosotros nos pertenecemos, y los demás no nos pertenecen.

Los demás están obligados con la sociedad en general en la medida en que lo exijan las leyes, y con nosotros en particular en la medida en que se comprometan voluntariamente.

Podemos exigirle a otro que no robe, que no fume donde está prohibido, que pague lo que le entregamos o que entregue lo que le pagamos. No podemos exigirle que tenga linda cara y sentimientos nobles, que ame lo mismo que nosotros amamos, que sea sabio ni que actúe virtuosamente ante cada circunstan-

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cia. Si alguna creencia metafísica nos dice que todo ser tiene

obligaciones para consigo mismo, para con Dios o para con el universo, esto no significa necesariamente que seamos nosotros los encargados de hacérselas cumplir.

Como las faltas para con la sociedad las juzgan jueces de-signados de acuerdo a la ley, las faltas para con el orden cósmi-co serán tratadas por otras fuerzas, naturales o sobrenaturales, que nadie puso en ningún momento bajo nuestra jurisdicción.

Esta idea puede hacer que nos preguntemos ¿Pero... real-mente no tenemos nada que ver? No estaremos eludiendo al-guna responsabilidad si dejamos que el mal avance libre y ale-gremente?

La respuesta es que por supuesto tenemos algo que ver y que hacer. Nuestra respuesta ante “lo malo” debe ser la del guerrero que cuida una frontera y rechaza una invasión; pero nunca la del invasor que se mete en terreno ajeno a modificar la vida del vecino de acuerdo al ideal propio; ni siquiera cuando estemos totalmente seguros de que nuestro ideal es mejor que el suyo.

Nuestra actitud ante los defectos ajenos debe centrarse en no asociarnos con ellos, no ayudarlos a crecer, no permitirles que avancen sobre nuestros derechos particulares o sociales, en dar un ejemplo distinto (aunque “el otro” no se interese en mirarlo), exponer nuestras ideas (ante quien esté dispuesto a escuchar-las), y todo lo que signifique actuar bien nosotros; pero nunca in-vadir ni violentar a otra persona para extirparle sus defectos; aunque estemos convencidos de que nosotros la manejaríamos mejor de lo que se maneja ella misma. Todo esto porque cada uno se pertenece a sí mismo, y su vida está librada a su propia capa-cidad.

Tal vez contribuyamos al bien del otro si aumentamos su ca-pacidad; pero no como quien repara una máquina, sino como quien facilita un alimento para que el otro lo tome por su pro-pia decisión.

Como existe la soberanía de las naciones, existe la sobera-nía de los individuos, y debemos actuar con ésta como con

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aquélla: es bueno defender las propias fronteras ante posibles abusos; es bueno enviar visitantes, emisarios o asesores a quien nos lo solicite o esté dispuesto a recibirlos; no es bueno invadir a otro con vista a nuestro bien y ni siquiera suponiendo que le haríamos un bien a él; no es bueno sufrir porque el país de al lado tenga otras costumbres, otras creencias, otro modo de tomarse la vida, siempre que no pase a nuestro territorio lo que no queramos dejar pasar.

Nuestro tan comentado ideal de no esperar incluye no es-perar acciones ni actitudes de las personas.

Podemos convivir con las personas “defectuosas” sin alen-tar sus defectos y sin pretender borrarlos de inmediato. Estando atentos para que no nos tomen desprevenidos los intentos de abuso ni los actos repulsivos de otras personas.

En síntesis, presenciar el espectáculo de los defectos aje-nos sin disgustarnos, sin creer que se trata de un error del plan cós-mico.

Y si no pudiéramos evitar cierta perturbación emocional (que siempre nace de esperar otra cosa), evitemos la perturba-ción de nuestro pensamiento o de nuestra respuesta ante el caso.

Nuestros dos ideales más frecuentes, el de ser felices y el de hacer un mundo mejor, se verán igualmente fortalecidos si ante cualquier conducta humana permanecemos en estado de sere-nidad, de limpieza emocional, de satisfacción por la simple ad-hesión interna a lo que sentimos como bueno, de amor a la vida y de aspiración al bien, la verdad y la belleza. Esto no nos impedirá responder con firmeza ante toda incursión del mal en el territorio a nuestro cuidado. Más aun: nos permitirá comba-tir al mal sin alimentarlo ni multiplicarlo con ningún tipo de desor-den aportado por nosotros mismos.

Todo esto nos permitirá actuar contra los males y no contra las personas que momentáneamente (y a causa de que su expe-riencia no les mostró bienes mayores) los llevan a cabo.

Cualquier oscuridad, negligencia o violencia que haya en un alma humana terminará resolviéndose mediante el contacto con

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la realidad, que a la fuerza acaba enseñando todo lo que hace falta aprender.

Respecto a los defectos de otro, nosotros somos sólo una parte de la realidad. Podemos contribuir a que alguien supere sus deficiencias si damos la respuesta adecuada cuando ese alguien se relacione con nosotros. Esta respuesta no podemos eludirla porque una respuesta inadecuada alimentaría el crecimiento del mal. Pero aun actuando del mejor modo, sepamos que somos sólo una parte de esa realidad que le enseñará en quién sabe cuánto tiem-po.

De modo que no hay ningún motivo serio para que, en caso de que alguien “malo” se cruce en nuestro camino y siga siendo tan malo como antes de cruzarse, suframos como si hubiera habido un terrible error de Dios, y como si nosotros no hubié-ramos podido corregir eso en lo que Dios falló.

Si nos atormentan los defectos ajenos, es en general por dos razones:

1) Pedimos demasiado a la realidad y a la gente, pretendiendo vivir rodeados de belleza y virtud al 100%.

2) No respondimos del modo adecuado ante los defectos ajenos, por falta de preparación, reflexión o autocontrol.

Ya se trate de una como de la otra razón, la responsabili-dad de resolver la situación es nuestra. Y la única solución será ser mejores nosotros.

Cada vez que nos encontremos con alguien que nos dis-gusta repitámonos lo que ya comprendimos o creímos com-prender: la ignorancia, la oscuridad de la conciencia, es un componente básico, una “regla de juego” de este universo. Es un trasfondo que genera sufrimiento y con él la aspiración a trascenderlo; pero no es una monstruosidad, un error cósmico que deba odiarse, más aun cuando nosotros mismos somos una determinada combi-nación de luz y oscuridad. Y si otro ser se nos aparece como “peor”, es sólo porque eliminó menos oscuridad que nosotros, y la causa de sus defectos es algo de lo que tal vez nos libramos un poco más que él pero no está ausente en nuestro interior: la ignorancia el “velo” metafísico presente el la diagramación ini-

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cial del universo. De la oscuridad inicial surge el impulso a la vida, de ahí los

instintos y después la inteligencia. Es perfectamente natural que los instintos, al chocar contra la realidad, generen impulsos destructivos o indeseables. También es natural que los instintos y aspiraciones individuales no encajen ni armonicen desde el primer paso con el invento humano de la civilización. Aunque la civilización ofrezca mejores posibilidades de vida que los im-pulsos irreflexivos y egoístas, eso debe ser aprendido, a veces muy lentamente, por cada alma humana.

La civilización es un nuevo modo de encarar la vida (nunca ol-videmos lo de nuevo), una vanguardia creada no sin esfuerzos ni errores por el espíritu humano en su búsqueda de felicidad.

Es un error catalogar a la vida civilizada como “normal”, y a quien no la practica bien como “anormal” o “degenerado”.

La civilización es un paso adelante, un terreno recientemente abier-to al que poco a poco vamos adaptando nuestra manera de an-dar.

El que lo haga menos virtuosamente que nosotros no es un “monstruo”, no es una falla de la naturaleza que si no media nuestra intervención destruirá al universo como en las historie-tas: es ni más ni menos que un ser de nuestra misma naturaleza que por el momento no acertó en su modo de encarar la vida, y tal vez no tenga problemas con “la vida” en sí, sino con la vida civilizada, que alguien inventó antes de que él naciera y ahora lo obliga a formar parte de ella.

Incluso es conveniente, cada vez que alguien nos disgusta, preguntarnos si ese alguien es verdaderamente “peor” o si sólo ocurre que camina con otro estilo, y tal vez tengamos algo que aprender de él.

Tal vez cada defecto humano deba ser un incentivo para reflexionar sobre sus causas, de modo que comprendamos mejor el mundo interior del hombre, incluyendo sus conflictos, y extrai-gamos provechosas consecuencias para nuestra vida individual y social.

Todo esto, o su síntesis, su espíritu, su sentimiento, debe

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encenderse en nosotros y transformarse en un estado de ánimo cuando aparezca alguien cuya cara no nos guste o cuyos actos nos repugnen.

Tal vez esa repugnancia sea una virtud, un indicador de que percibimos el verdadero bien e identificamos de inmediato toda discordancia con él. Pero nuestra respuesta ante “lo malo” no debe ser motorizada por nuestra repugnancia, sino por nuestra comprensión, nuestra aspiración al bien y nuestra intención de hacer un mundo mejor, objetivo que sólo lograremos educando sin violentar el alma ajena. ¿Y por qué no sin violentar la nues-tra?

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¿Con qué llenamos nuestra vida?

Desde que empezamos a mirar nuestros sentimientos y

nuestra existencia, o aun sin siquiera mirarlos, nos encontra-mos aspirando a “algo” que no sabemos bien de qué podría tratarse; pero presentimos que calmará esa permanente sensa-ción de “vida incompleta”, de que “nos falta algo”, de que de-bemos y necesitamos “vivir mejor”, de que no estamos vivien-do todo lo “bien” que podríamos vivir ni siendo todo lo felices que podríamos ser.

Esto ha llenado miles de páginas y otras tantas horas de ocupación mental de los hombres en busca de “eso” que algu-na vez comenzamos a llamar felicidad.

Además de “eso” desconocido a que aspira nuestra igual-mente desconocida naturaleza esencial, existen los requeri-mientos más evidentes de nuestra naturaleza biológica: alimen-to, morada, seguridad, contacto sexual, salud, comodidad, etc. Esto último conforma buena parte de lo necesario o deseable, y para algunos aparece como la totalidad de lo que se necesita, por lo que buscan en ello la satisfacción absoluta.

Dejando de lado la polémica entre una y otra concepción de la vida, queda presente una situación de deseo insatisfecho que, nadie puede negarlo, se yergue como la gran protagonista de nuestra existencia.

Esto nos lleva a un punto fundamental cuando nos plan-teamos vivir bien: la necesidad de aclararnos a nosotros mismos

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a qué dedicamos nuestro tiempo, que es lo mismo que decir a qué dedicamos nuestra vida, a qué nos dedicamos.

De eso, de a qué nos dediquemos, dependerá en su mayor medida, si no la felicidad absoluta, la diferencia entre vivir bien y vivir mal.

Es evidente que, pensándolo o no, e incluso antes de la edad de pensar, nos dedicamos básicamente a intentar satisfacer deseos.

De modo que, antes de poseer imaginación para compli-carla más, llenamos nuestra vida con tres actividades: 1) luchar por lo deseado, 2) tomar lo deseado y 3) descansar de las dos primeras ocupaciones.

Después, las capacidades de nuestra mente, y nuestra cre-ciente interrelación con la sociedad, van agregando otras posi-bilidades, unas que mejoran la vida y otras que la empeoran.

Allí, cuando poseemos capacidad para “algo más” que la vida de los animales o la de los niños, aparece la posibilidad de arruinarnos la vida o de tomarla en nuestras manos para ordenarla y, aun sin alcanzar la felicidad absoluta, vivir mejor de lo que vivi-ríamos siendo descuidados; vivir una vida de la que podamos estar satisfechos como de una excelente obra. Porque nuestra vida es nuestra obra, y no obra de la suerte, de la sociedad ni de otros factores a los que suelen culpar quienes no toman su vida en sus manos.

A medida que crecemos, lo deseado, que al principio se limi-taba a alimento y afecto, va cobrando mayor variedad y exten-sión por obra de nuestro conocimiento, de nuestra imaginación y de las costumbres de la sociedad que nos tocó habitar. Y se extiende a tal punto que buena parte de ello es directamente inalcanzable, otra es alcanzable sólo a largo plazo, otra es de-seada pero en caso de alcanzarla descubriríamos que no nos sirve ni nos satisface. En líneas generales, lo deseado resulta más fácil de imaginar que de obtener.

Además, lo deseado tiene un precio, y no siempre estamos tan dispuestos a pagarlo como creemos.

De modo que como lo deseado se volvió más complejo,

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porque ya no se reduce a alimento y afecto, como nosotros mis-mos nos volvimos más complejos al desarrollar más facultades, y como para colmo se complicó el modo de alcanzarlo, porque ya no somos provistos por los adultos, tarde o temprano nos encontramos con que nuestra vida ya no se reduce a las tres activi-dades básicas de requerir, tomar y descansar.

Nuestra vida pasó a estar llena de otras funciones y ocupa-ciones, algunas de las cuales son tan espontáneas y naturales como respirar, otras existirán sólo si nosotros lo decidimos y otras constituyen directamente malas costumbres, que arruinarán nuestra vida si no las eliminamos, si no las reemplazamos por algo mejor a que dedicarnos.

Si reiteradamente nos autoobservamos y preguntamos “¿a qué estoy dedicando este momento?”, nos encontraremos con que nuestra vida se “compone” de las siguientes actividades, cuya lista podría más o menos modificarse y describir con ma-yor detalle:

Actividad satisfactoria: Es lo “lindo”, lo buscado, lo que a primera vista desearía-

mos que llenara toda nuestra vida. En este punto debemos cuidarnos de la relatividad de lo

“lindo” y lo “feo”: si la totalidad de nuestro tiempo estuviera llena de lo deseado, habría dos posibilidades: 1) que sea siempre igual y nos aburramos, o 2) que con el tiempo descubramos que unos momentos son más agradables que otros, y termine-mos exactamente como ahora: considerando que una parte de nuestra existencia es deseada y otra indeseada. Esto último les sucede de verdad a las personas que, por su poder adquisitivo u otros factores, viven la vida que muchas otras quisieran vivir.

Esto puede llevarnos a la madura actitud de no esperar dema-siado de las circunstancias; porque “la felicidad no es de este mun-do”.

Actividad satisfactoria es lo que hacemos ni más ni menos que porque nos gusta, sin ningún tipo de finalidad más allá del hecho de hacerla. Es lo que más íntima y sinceramente queremos

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hacer. En este terreno, si queremos vivir bien, debemos saber que

más de una actividad satisfactoria, aunque la tomemos como un fin en sí, suele traer consecuencias, algunas de las cuales son lisa y llanamente un empeoramiento de la vida.

Otro problema al respecto son los posibles “cambios de gustos” que podemos experimentar con el tiempo.

En síntesis, lo ideal es disfrutar de la vida sin dejar de prestar atención.

Actividad consuelo: Es lo que hacemos para reemplazar a la actividad satisfac-

toria cuando no está a nuestro alcance. A veces una actividad satisfactoria es usada como consue-

lo ante la carencia de otra más deseada (por ejemplo: comer para suplir la falta de afecto o de entretenimiento, observar en cine o televisión los lugares que se quiere pero no se puede recorrer).

Excepto como medio conscientemente asumido de redu-cir una tensión peligrosa, la actividad consuelo es siempre noci-va, es un autoengaño que nos lleva a creer que queremos lo que no queremos, o bien nos impide trabajar por nuestras convic-ciones íntimas y reales. Reduce la intensidad de nuestra vida y nos lleva, en el menos grave de los casos, a perder tiempo.

Una vida muy ocupada por la actividad consuelo no es una vida bien vivida.

Lo más sano es reconocer y dejar la actividad consuelo por otras ocupaciones a primera vista menos agradables pero más provechosas para que a la larga nuestra vida sea mejor.

La actividad consuelo nos debilita. Y la debilidad es la mayor causa de la infelicidad.

Trabajo: Es todo lo que hacemos sobre el mundo exterior (las cir-

cunstancias) para lograr lo deseable o evitar lo indeseable. Tra-

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bajar para lograr lo deseable (ejemplo: cocinar, ganar dinero) suele gustar más que hacerlo para evitar lo indeseable (ejemplo: lavar los platos, prevenir el peligro, deshacerse de la basura).

Si no se es consciente de para qué se lo realiza, el trabajo puede pasar a la función de actividad consuelo.

Puede transformarse en una actividad satisfactoria si se lo in-tegra con la siguiente ocupación:

Actividad superadora: También puede llamarse “trabajo interior” o “espiritual”;

pero todo nombre le queda pequeño. Es lo que hace el hombre consigo mismo a fin de superarse, de transmutarse en un ser su-perior al que es actualmente.

El hombre puede encararlo mucho, poco o nada, siendo en el último caso mejorado a golpes por el orden cósmico.

Hay, por supuesto, muchas y muy distintas concepciones sobre en qué consiste superarse o ser mejor. Cada uno puede tomar como actividad superadora distintas acciones y con distin-tas finalidades. Lo importante es en que en todos los casos hay una sensación íntima e indubitable de que uno está luchando, cumpliendo, superándose.

La actividad superadora a veces es dolorosa y a veces satis-factoria, según nuestro estado interior y, fundamentalmente, nuestro discernimiento o facultad de elegir lo verdaderamente bueno.

Sin actividad superadora, una vida puede ser medianamen-te agradable; pero sería una vida biológica, no una vida humana

El estudio, la adquisición de conocimiento, es un modo de realizar las actividades ya consideradas: puede constituir una actividad satisfactoria, una actividad superadora, ser parte del traba-jo o, en ocasiones, una evasión o actividad consuelo.

Planificación: Es más o menos lo mismo que el trabajo. Sólo que consis-

te en detenerse a mirar, elegir, calcular y decidirse a actuar. Puede

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haber planificación tanto en el trabajo sobre el mundo como en el trabajo sobre uno mismo.

La planificación es provechosa, mientras no se la utilice como actividad consuelo o excusa para postergar el trabajo; o mientras no dé como resultado planes equivocados y perjudi-ciales.

Hay planificación sana, tendiente a lograr realmente objeti-vos beneficiosos, y planificación fantasiosa o enfermiza, tendiente a suplantar la acción o a “dibujar” una realidad irreal, en la que las cosas sean más fáciles que en la realidad que vivimos.

Descanso: Es el momento en que detenemos todo lo otro porque esta-

mos agotados. Consiste en dormir o en estar despiertos sin proponernos

otra cosa que recuperarnos, rearmonizarnos, reequilibrarnos. Cuando dormimos demasiado, cuando permanecemos

demasiado inactivos pretextando un “cansancio” inconcebible en relación a lo que realmente trabajamos, podemos estar dis-frazando de descanso una parálisis o retroceso por miedo, o una excesiva indecisión por no tener claro qué queremos de la vida. Allí debemos iniciar la actividad superadora en sus formas de re-flexión y autoexigencia.

Degustación del futuro presunto: Podría tratarse como una actividad consuelo; pero el suje-

to no dispuso iniciar esta actividad. Más bien se inicia sola mientras el sujeto permanece pasivo.

Puede ser una forma de descanso o de automotivación al trabajo; pero la gran mayoría de las veces es una insana suplan-tación de la vida real por otra que parece mejor pero no existe.

Al tratar el tema del futuro presunto observamos cómo vivi-mos imaginando el porvenir en sintonía con nuestra inclina-ción a disfrutar mucho y esforzarnos poco.

Esa tendencia a reducir el esfuerzo, cuando es muy acen-

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tuada y se suma a la tendencia a no observar la realidad, puede determinar que en vez de vivir una vida de buena calidad, llena de actividad satisfactoria, trabajo y superación, vivamos una vida pobre, ocupada en gran parte de su extensión por sueños que no se concretan, por un placer engañoso y, si somos sinceros y capaces de juzgarlo, escasísimo, sumamente tenue, ya que no nace del contacto con algo real.

Si “paladeamos” un porvenir imposible, arruinaremos nuestra vida presente y futura. Si paladeamos un porvenir po-sible, corremos el riesgo de no concretarlo, precisamente por preferir su “degustación” a su construcción.

Trabajar, o enfrentarse con la realidad, parece a primera vista menos agradable que “degustar el futuro”; pero tiene dos enormes ventajas: 1) hace que lo soñado se concrete, que po-damos más adelante degustar la realidad y experimentar una satis-facción sana, y 2) nos transforma (actividad superadora) en seres íntegros, no fantasiosos ni huidizos; nos genera fortaleza inter-ior, que, como siempre se dijo, es la base real de la felicidad.

Fantaseo: Es similar a la degustación del futuro presunto; pero va

mucho más allá, porque el sujeto paladea “hechos” que ni si-quiera él mismo presume que ocurrirán; incluso puede paladear algún acontecimiento “que tal vez hubiera pasado”, o divagar pensando “qué haría si yo fuera tal o cual persona” o “si la vida fuera de tal o cual manera”.

Cuando esto ocurre muy ligeramente, puede ser una forma de descanso reparador, como los sueños, o incluso un modo de descubrir qué queremos; pero si invade gran parte de nuestro tiempo habrá sido a costa de arrastrar y desalojar lo provecho-so y sano que puede haber en el pensamiento.

Otra forma de fantaseo es imaginar no ya lo que uno haría, sino lo que cree que está ocurriendo fuera de su alcance físico (en otro lugar) o mental (en la vida interior de otra persona), sin que se trate de hechos experimentados sino de simples “cons-

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trucciones” según la propia inclinación interna (inclinación a disfrutar, a sufrir, a disputar, etc.), donde un ser humano cree que ocurre realmente algo que no tiene nada que ver con la realidad real ni hay motivos más o menos serios para creer que ocurra.

Debemos “barrer” el fantaseo y la degustación del futuro (aquí corresponde aclarar que el futuro siempre es presunto, por más previsible que sea, y su degustación es inútil en todos los casos) mediante la siguiente autoobservación: ¿Por qué tengo en la cabeza lo que tengo en este momento? ¿Y para qué sirve?

Lamentación: Consiste en contarle a los demás cada hecho indeseable

que nos ocurra o cada cosa fea que pase en el mundo (por su-puesto sin la menor aspiración a solucionarlos); incluso puede extenderse a lo que no son hechos sino sensaciones, como “es-toy cansado”, “me siento triste”, “no aguanto más”, etc., etc.

Considerando que siempre es una comunicación (a otra persona o a Dios), puede tratarse de un medio de atraer la atención ajena, de buscar a alguien que lo acompañe a uno en su malestar. O sea una forma de buscar consuelo, de recibir lás-tima o afecto no obtenido por otro medio.

Nunca es una solución a los problemas que se viven, y lo que se espera de los demás se está intentando por medios des-leales e irrespetuosos, que en realidad terminan espantando a la gen-te que en algún momento estuvo cerca del lamentador.

No se debe confundir lamentación con reclamo ni con de-nuncia, que constituyen un trabajo sobre el entorno social con la sana intención de mejorarlo.

Descarga de tensión: Al igual que la lamentación, es una evidencia de incapaci-

dad para el silencio interior cuando las circunstancias son adver-sas. Incluso el mismo sentimiento de que las circunstancias son adversas revela un exceso de deseo, un esperar demasiado del

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mundo, un ser perturbado por la propia opinión. El esperar demasiado, o la incertidumbre más o menos fun-

damentada, generan tensión; y la tensión tiende a descargarse. La solución ideal es no cargarse de tensión. Pero como esto

requiere un altísimo nivel de sabiduría y pureza, a la gran ma-yoría de los humanos nos conviene identificar y practicar mo-dos sanos y sinceros (no disfrazados) de descargar la tensión, el más evidente de los cuales es el ejercicio físico.

Los modos insanos y engañosos son el comer innecesaria-mente, el agredir a los demás, el rezongar por todo lo indesea-ble (prestándole mucha más atención que la necesaria), el bus-car peleas verbales o físicas, el conducir a excesiva velocidad, y no pocas actividades que vistas superficialmente parecerían diversiones o placeres.

Tampoco faltan las descargas de tensión sin intervención pro-pia, como presenciar (y a menudo esperar) hechos violentos, o desear y hasta invocar daños a personas odiadas, ya que el odio es en sí una forma de tensión.

Autopreservación interna: Como en el rubro “trabajo” existen la acción en busca de

lo deseado y la acción para evitar lo indeseado, en el trabajo interior existe la acción hacia la superación o el cambio (activi-dad superadora) y otra acción de tipo defensivo, conservador, que no es descanso porque consiste en una acción, ni es activi-dad superadora porque no transmuta, sólo defiende. Podría compararse con el trabajo externo de preparar las condiciones para el descanso, sin las cuales (silencio, oscuridad, seguridad), el des-canso no sería posible.

Es el equivalente individual a la función del Estado de “preservar el orden”, evitando que las diferencias entre los in-dividuos causen muertes o daños irreparables, sin por ello que-rer significar que el orden actual sea perfecto ni pretender in-movilizarlo eternamente. Sólo preserva las fuerzas de la sociedad, para que éstas, gracias a esa posibilidad de existir, se dediquen a

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modificar constructivamente la sociedad. Así también, la autopreservación interna detiene los conflic-

tos interiores cuando éstos causan demasiado tumulto y hacen peligrar la integridad psicológica, cuando el conflicto puede provocar más destrucción que superación.

Actúa cuando el trabajo interior o exterior nos agobia y nos incapacita para seguir siendo dueños de lo que hacemos (tal como los dispositivos que apagan una máquina cuando está demasiado caliente). Es una forma de decir “no puedo más”; pero no como una lamentación ni como una rendición, sino como una orden a las potencias interiores para que “desensillen hasta que aclare”, para que repongan fuerzas y hagan un reco-nocimiento del terreno antes de seguir.

Cabe destacar lo de antes de seguir para que no se convierta en un no seguir jamás. La autoprotección debe actuar como un límite entre el trabajo y el descanso, como un administrador que decide finalizar uno y empezar el otro, sin sustituir ni evadir el trabajo permanentemente. Debe actuar contra el exceso de trabajo y no contra el trabajo. Debe ser como el acto de pisar el freno sin que ello signifique una elección de la inmovilidad permanente. Se pisa el freno para conservar la integridad y luego poder continuar el viaje; no para evitar el movimiento, no por miedo a viajar. Eso sería como si el Estado, en vez de preservar las fuerzas de la socie-dad, sin cuestionar la disposición al cambio, quisiera preservar el estado de cosas, el orden en vigencia, y luchara contra todo tipo de cambio.

Así también, el individuo puede padecer una dictadura inter-ior, que con la excusa de “evitar conflictos” lo haga prisionero de su propio miedo al cambio y lo condene a una vida vegetativa donde sus facultades humanas queden momificadas.

La autopreservación es útil y sana; pero es una de las acti-vidades más peligrosas si no se la emplea con su genuina finali-dad ni en su necesaria medida, si no se está en constante vigi-lancia sobre uno mismo y el porqué de cada actitud que se to-ma.

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Emigración mental a territorios ajenos a la propia vida:

Es la ocupación negativa más difundida; la que invade más porcentaje de la vida de quienes no quieren vivir en el sentido humano de la palabra.

Es esencialmente una actividad consuelo, un hacer que parece agradable pero en realidad está suplantando lo que se desea en lo más íntimo.

Lo más serio del caso es que no constituye un consuelo para suplantar lo que no se puede, sino para suplantar lo que no se intenta.

Corresponde tratarla independientemente porque es nece-sario conocer sus móviles y sus mecanismos para lograr libe-rarse de ellos en la mayor medida posible.

Como en el fútbol se lucha por mantener la pelota lo más lejos posible del área propia, en la emigración mental se lucha por mantener la atención lejos de la propia vida. Para ser más exactos, lejos de todo lo que depende de uno mismo.

Corresponde decir “se lucha” y compararlo con un depor-te porque no es un acto involuntario. El que practica la emigración mental no lo hace por mera ignorancia; no es que no se enteró de que existe su propia vida ni de que puede prestarle atención, no es que viva pensando al azar en cada tema que le ofrece el mun-do. Tampoco es que sepa mucho de la vida (en tal caso no la desperdiciaría).

No se trata de un conflicto en la escala de la ignorancia al saber: es un conflicto en la escala de la cobardía al valor, del autoengaño a la sinceridad, de la inercia a la autodeterminación.

Tal como el futbolista aleja la pelota, el emigrante mental aleja la atención deliberadamente, en un esfuerzo voluntario para evi-tar un peligro que, sin vislumbrar claramente la causa, intuye ni bien su atención se acerca al área de su responsabilidad.

En cierta manera presiente que su vida se volvería más complicada y (sin comprometerse a pensar si esa complicación podría derivar en una vida mejor) aleja la atención sabiendo qué quiere evitar; esforzándose sin reconocer ante nadie ni ante sí

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mismo que está haciendo ese esfuerzo con ese objetivo, porque reconocerlo lo obligaría a tomar la vida en sus propias manos, o a calificarse a sí mismo como cobarde o “evadido” de la vida. Ante esas opciones parece más cómodo mantener esa lucha por no pres-tarse atención, aun al precio de vivir haciendo fuerza contra su pro-pia capacidad de darse cuenta, actividad en realidad nada cómoda y llena del peligro de que se le filtre un descuido, una interrup-ción de la lucha, y se vea cara a cara con lo que tanto teme ver: que no está haciendo nada serio para vivir como quisiera.

Pero hay una gran diferencia entre la práctica del fútbol y la de la emigración mental: en esta última no existe ninguna inten-ción de ganar. Sólo se lucha por no sentir la inquietud del peligro. No se alberga ninguna idea de “llegar a algo”: se intenta permane-cer siempre donde se está.

Y si se sueña que alguna vez la vida será mejor, de ninguna manera se cree que eso lo obtendrá uno mismo: se lo espera de las circunstancias, del resto de los seres o de todo lo que no depende del yo.

Si continuamos con la comparación deportiva, el “emi-grante mental” no juega a ganar ni a empatar: más bien vive convencido de que ya perdió.

Entonces ¿por qué lucha? Porque para él hay algo más temible que la derrota: la res-

ponsabilidad. Cree que vive una vida liviana y despreocupada; pero en

realidad cada uno de sus días está cargado de esa tensión, de ese esfuerzo defensivo por no ver de frente la realidad de su existencia, la realidad de que no vive como quisiera y de que podría mejorar si se dedicara a intentarlo, con sus propias fuerzas y sin esperar.

Podría compararse con alguien que vive en una zona inundable y ve que el terreno va elevándose al alejarse de la costa. Eso puede sugerirle que tal vez haya una región no inundable (y hasta puede escuchar hablar de quienes habitan allí y viven mejor que él). Pero resulta que esa posibilidad de librarse de las inundaciones significa que hay que caminar cuesta

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arriba, que hay que realizar un trabajo difícil y adentrarse en territorios desconocidos. Entonces elige (aunque elegir no es la palabra exacta porque no estamos hablando de un acto cons-ciente) lo más fácil, desecha la comodidad conquistable con el esfuerzo y se abraza a la comodidad inmediata (porque en el fondo de su elección hay un presentimiento de que lo peor de la vida no son las circunstancias adversas, ni el atrofiamiento interior del hombre, sino el esfuerzo).

Quienes poseen tal escala de valores se quedan siempre donde están, y sufrirán inundaciones diciéndose que son una fatalidad, o vivirán pensando que no son un hecho tan desagradable, que alguien los librará alguna vez de ellas, o hasta que el río puede llegar a cambiar de conducta.

Sin saberlo conscientemente, el emigrante mental “siente” que ser responsable y esforzarse duele más que no lograr nada.

Esa es la escala de valores, el sentimiento de infinidad de personas. Pero como es muy feo pensar eso de sí mismo, y más en una sociedad que venera al “exitoso”, lo más cómodo es vivir pensando en cualquier cosa que no sea la propia res-ponsabilidad; en especial si lo que se piensa sirve para culpar a cualquier factor que no sea la propia voluntad del hecho de no vivir como se quisiera.

En esa práctica nace y se desarrolla una serie de temas de pensamiento y conversación. Temas que nos resultan muy familiares porque, aun si logramos la hazaña de erradicarlos de nuestro yo, nos encontramos a cada paso con quienes echan mano de ellos, como si en vez de personas con vida propia fueran dis-positivos que reproducen una u otra película, con el agravante de que no les introduce esos contenidos un operador externo, sino ellos mismos.

Se convierten en aparatos reproductores cuando tienen capacidad para ser algo más.

No hay seres humanos sin capacidades humanas: hay seres humanos que no las utilizan.

Estos temas de pensamiento, a primera vista distintos en-tre sí, esconden detrás de sus textos una estructura o finalidad

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asombrosamente clara y precisa: “asegurar” que todo lo inde-seable de la vida es producto de causas que no tienen nada que ver con uno mismo.

Los siguientes son algunos de los temas más usuales (te-niendo en cuenta que siempre pueden crearse otros que cum-plan la misma función):

Las culpas del gobierno: No importa de qué gobierno se trate ni qué

errores cometa: el presidente, los legisladores, los in-tendentes y “los políticos” en general tienen la totali-dad de la culpa de la totalidad de los males que uno padece.

Esto no significa que tomar la vida en las pro-pias manos consista en apagar toda preocupación político-social: al contrario, la misma es parte del trabajo considerado en su sentido más amplio y pro-fundo, porque revela que uno es responsable, y que de cómo marche la sociedad que se habita depende un porcen-taje de la vida mejor a que se aspira.

Pero el emigrante mental no se preocupa, no se ocu-pa, no trata de aprender, no trata de solucionar: sólo echa culpas. Y no echa culpas por las equivocaciones reales del gobierno (que en realidad nunca se ocupó de cono-cer); echa culpas por todo lo imaginable, incluyendo lo que nunca ocurrió pero él imagina que ocurrió; y tampoco echa culpas por el porcentaje de su existencia personal que puede ser perjudicado por el gobierno, sino por todo lo malo que hay o él cree que hay en su vida.

Suele vivir esperando que “llegue” un hombre pro-videncial, que se haga cargo del gobierno para dar to-do lo que él cree que deben darle.

Como esto no sucede, vive rezongando porque “los políticos” son seres malignos especializados en hacer vivir mal al resto de la gente. Si gobierna al-

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guien al que votó, considera que éste “lo traicionó”, “está rodeado de mala gente”, “cambió”, y todo lo que no signifique una responsabilidad propia, como decirse que eligió mal, o que su vida no está cien por ciento en manos del gobierno.

El emigrante mental siente no poca simpatía por las dictaduras, porque le quitan lo que precisamente quiere quitarse: su parte de responsabilidad en la vi-da pública.

La vida de los demás: Es el tema ideal para no pensar en la propia.

Todo pariente o vecino aporta un material prove-choso, especialmente cuando tienen o permiten imaginarle defectos notables, detalle que ayuda a sentir que uno es bueno y superior a ellos.

Un rubro especial es la vida de los personajes famosos y exitosos, que ofrece dos excelentes posi-bilidades: 1) fantasear y sentir como propio el mun-do paradisíaco en el que viven o se supone que vi-ven, y 2) encontrarle o suponerle gruesos defectos, con lo que se “demuestra” que nadie es mejor que nadie, que el éxito es resultado de la casualidad y no de lo que se haga.

Vicisitudes del clima: Es lo más adecuado para cuando el tema de “las

culpas del gobierno” puede acarrear disgustos con el interlocutor. Nadie se enfrentará muy seriamente por lo dicho en este terreno: cuanto mucho opinará que no va a llover cuando uno consideró que sí.

El emigrante mental suele impregnar cualquier pensamiento con sus inclinaciones internas, y, por consiguiente, hasta sus comentarios más triviales

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sobre el clima aparecen infectados por su filosofía de la imposibilidad: el calor “es insoportable”; “así no se puede estar”; “no sé si podremos seguir aguantan-do”; “no sé qué vamos a hacer”, etc.

De paso, tales conceptos sirven para confirmar que, si gran parte de su vida es fea y desprovista de gracia, la causa no está en él mismo sino en que le tocaron días desfavorables.

Todo esto es también adecuado para reiterar, burlándose de cada error del servicio meteorológico, que los demás son generalmente incapaces y viven equivocándose.

En este rubro también se echan culpas: de que llueva “cuando no debe”, de que haga “demasiado” frío o de que esté más nublado el domingo que el lunes. No se piensa que Dios mismo intervenga en hechos tan viles; pero pareciera darse por sentado que “alguien” es responsable del clima y, por su-puesto, lo maneja mal, para mayor infortunio de la gente, que “ya tiene bastante” con los males que “es sabido” acarrea esta vida.

Salud y enfermedad: Puede tener sentido preguntarle a otro por sus

problemas de salud cuando uno se preocupa por él; puede tener sentido intercambiarse algún consejo para el cuidado de la misma. Más todavía: la salud es parte de lo necesario si nos proponemos vivir bien, y no está mal dedicar tiempo a ese fin como lo dedi-camos a otros objetivos deseables.

Sin embargo, alguna gente asigna a esto tanto tiempo de su vida que despierta dos sospechas: 1) que cree que vivir bien consiste exclusivamente en no estar enfermo, que no existen más necesidades que las del cuerpo, o 2) que está echando mano a esto

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como otro tema de pensamiento y conversación, para limi-tar sus ocupación mental a un cuidado superficial y no desembocar en la idea de que su vida es lo que ella misma hace.

“Cuidarse”, en cualquiera de los sentidos en que se lo piense, es bueno como parte de lo que haga-mos. Pero necesitamos cuidarnos, conservarnos ín-tegros, ni más ni menos que para vivir.

Incluso si vivir, si superarnos, genera algún peligro para nuestra integridad, puede tener sentido arriesgar-se por lo que se sueña. Esa actitud da origen a los héroes o, sin ir tan lejos, a las personas que logran cumplir con sus aspiraciones más valiosas.

Si lo único que ocupa la atención de una perso-na es la idea de “cuidarse”, lo más probable es que esté tomándola como excusa para no arriesgarse a vivir.

O sea que está descuidándose en el sentido más profundo de la palabra.

Es muy útil para emigrar, para no ingresar seria-mente a la propia vida, la creencia de que sólo po-dremos vivirla cuando hayamos resuelto todos nuestros pro-blemas de salud. Con tal criterio, dejamos para después todo lo serio que en algún momento pueda venir a nuestra mente, y nos dedicamos a entretenernos sin su-perarnos, o, si superarse es una idea demasiado grande y seria, a entretenernos con problemas superficiales, e incluso inexistentes, para no molestarnos con el intento hacer realidad lo que en lo más íntimo de-seamos.

De ahí que buena parte de las conversaciones entre emigrantes mentales versen sobre la última vi-sita a un médico, sobre “qué están tomando” o so-bre qué le duele a cada uno. Y generalmente esto no se encamina a resolver los problemas, sino a repetir-se y convencerse mutuamente que hoy y siempre

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nos aquejarán, que -aunque nunca se lo diga abier-tamente- la vida no es como quisiéramos por culpa de la enfermedad, entre otros factores que, invaria-blemente, coinciden en la esencial característica de no depender de uno mismo.

Casi invariablemente, al hablar de este tema sale a relucir el culto a la debilidad que el emigrante mental practica y siente en todos los órdenes. La salud no es para él un estado natural del hombre mientras no se desordena a sí mismo, sino una mercadería que no se puede poseer si no se la compra en un hospital o consultorio, o se la recibe del mundo exterior en for-ma de pastillas. Se recalca permanentemente un su-puesto estado de fragilidad, de dependencia, de in-capacidad en que estamos condenados a vivir. Nun-ca se habla de algo para hacer como camino hacia la solución de esos problemas que tanto nos aquejan. Siempre la conclusión es que viviríamos o empeza-ríamos a vivir mejor cuando hayan quedado atrás nuestros problemas de salud; pero ese lejano objeti-vo, como cualquier otro, se inscribe automáticamen-te entre todo lo que no se puede.

Juegos de azar: Este tema cumple dos importantes funciones: 1)

permite entretenerse sin poner en tela de juicio la propia estimación (uno puede ser considerado inca-paz por trabajar mal, pero nunca por apostar a un número que no resulta premiado), y 2) permite vivir esperando al suministrar una prueba tangible (la vida de los que ganaron premios) de que lo deseado pue-de llegar sin mediar el esfuerzo.

Nunca se considera, porque requeriría mucha capacidad de cálculo y mucho valor para enfrentar

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la realidad, el tema de cuántas posibilidades hay de ganar contra cuántas de perder.

El emigrante mental puede permitirse no hacer nada con si vida sin por ello considerar que ésta será siem-pre desagradable, porque siempre “hay una esperanza”.

Y ya que el juego de azar permite tanta fantasía, ésta no se limita a esperar una suma que deje en pie algún deseo insatisfecho: se espera la cantidad absolu-ta, una suma de dinero que no se acabe jamás, y que no sólo proporcione todo lo comprable, sino que tam-bién elimine la posibilidad de sufrir por razones aje-nas a lo económico.

Esto sólo puede creerlo alguien que jamás se de-tuvo a pensar con un poco de sinceridad en el asun-to.

Deportes: No se trata de aprenderlos ni de practicarlos, si-

no de hablar sobre cómo los practican otros, de cómo van los campeonatos que juegan esos otros, de los erro-res o aciertos de esos otros.

Además de permitir llenar infinidad de horas sin tener que ocuparse de la propia vida, el deporte pre-senta abundantes casos de sujetos que sin estudiar mucho alcanzaron grandes satisfacciones, ganancias y admiración pública, con lo que todo emigrante mental siente que éstos lo representan en las altas esferas de los exitosos; pero nunca se fijó en que la falta de estudio o cultura no significa falta de dedica-ción, y que no hay ningún campo donde se alcance éxito sin algún tipo de dedicación.

Otra ventaja del deporte sobre otros temas de pensamiento es que en él hay un objetivo fácil de pensar: en cada juego reglamentado (a diferencia del complicado juego de la propia vida) está siempre

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claro qué se entiende por ganar. Por lo tanto, no es un asunto que plantee serios interrogantes.

Por si fuera poco, tampoco plantea grandes probabilidades de conflicto con el interlocutor. Pue-de ocurrir que éste difiera con uno en su opinión de cómo debería haber hecho tal deportista o equipo para ganar, o cuanto mucho que “sea de otro cua-dro”; pero nada de eso es tan grave como que al-guien diga que uno piensa en ese tema para no en-frentarse con su propia vida.

Objetos inalcanzables: Todos tendemos a conversar sobre lo que de-

seamos; pero para que se cumplan los requisitos de la emigración mental lo deseado debe estar lo más le-jos que pueda del alcance propio; porque si no daría lugar a la disyuntiva entre trabajar por alcanzarlo o evadir la responsabilidad.

Para mantenerlo nada más que como tema de conversación es necesario referirse a cosas que sólo poseen los sujetos más ricos del mundo, conocer los detalles más refinados de los Rolls Royce o el precio de las mansiones de Hollywood, de modo que dos o más personas puedan entretenerse un rato sin entrar en conflicto consigo mismas.

Además, al mencionar que algunos poseen cosas tan caras, se está dando a entender que tuvieron suerte o que cometieron abusos; y eso explica por qué uno y su interlocutor viven una vida tan distinta.

Noticias: Cuanto más se refieran a sucesos poco relacio-

nados con uno mismo, más alimentan la posibilidad

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de llenar el tiempo viéndolas, leyéndolas o comen-tándolas.

Se suele dar a esto un valor casi ético al recalcar que es necesario “estar informado”, como si por conocer detalles de un accidente ocurrido al otro la-do del mundo (cuando no se tuvo la menor posibili-dad de prevenirlo ni de ayudar a nadie) se estuviera cumpliendo con el más noble de los deberes.

Se prefieren las malas noticias, que ayudan a con-vencerse de que “el mundo es feo” sin que influya ni pueda influir en nada lo que uno haga. También sa-tisface al emigrante mental todo lo que revele la existencia de malas personas; porque “demuestra” que hay gente peor que uno. Y si las malas personas son ricas u ocupan altos cargos, eso demuestra que uno vive mal por culpa de ellos, o que en este mundo “triunfan lo malos”, y uno vive una vida pobre e in-significante “porque es bueno”.

Fealdad del orden cósmico: Ya hable de política, de salud o de deportes, el

emigrante mental persiste subconscientemente en un mismo intento: demostrar que la vida es fea.

Con esto logra convencerse de que vive mal por-que sí, porque es lo natural, y no porque no haya in-tentado otra cosa.

La inclinación a abandonar la responsabilidad sobre la propia vida termina desembocando en la construcción de verdaderas concepciones metafísi-cas, poco elaboradas pero útiles para el fin buscado, acordes con la vida desagradable y sin afán de cambio que llevan quienes padecen tal inclinación.

La habilidad para imaginar un universo “feo” engloba milagrosamente religión y ateísmo. Según

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sus costumbres, ambiente o formación familiar, el emigrante mental puede pensar que:

1) No existe Dios ni existe la posibilidad de superación del hombre. Esto disiente, por ejemplo, con el marxismo, un ateísmo que propone luchar por un mundo mejor y se muestra convencido de la posible superación del hombre.

“Todo es igual; nada es mejor”. Todo es igual-mente feo y malo; no hay valores espirituales, y quien habla de éstos lo hace para manipular a los demás.

Si en verdad cree esto, el emigrante mental se contradice en la práctica; porque él ni siquiera se mueve para obtener bienes materiales, que son, según dice, lo único que importa.

Esta deficiencia puede ser contrarrestada por al-guna “tesis” frecuentemente repetida: “el dinero no hace la felicidad”; “mucha gente tiene dinero pero es desdichada o padece alguna enfermedad”, etc., etc.

2) Dios existe y quiere que suframos. Esto puede ocurrir porque Dios es “incomprensiblemente injus-to” o porque “nos prueba” en este mundo para premiarnos después de la muerte. Lo cierto es que venimos a este “valle de lágrimas” a pasarla mal; y el que intente una vida distinta está loco, es un iluso o desobedece a Dios.

Ninguna enseñanza religiosa seria dice que deba-mos sufrir. No es lo mismo decir “el que cometa errores sufrirá”, o recomendar “no buscar la felici-dad en los objetos del mundo”, que afirmar que es-tamos aquí exclusivamente para sufrir.

De todos modos, tal creencia es útil para justifi-car la opacidad de la propia vida diciéndose que “Dios lo dispuso así”.

Quien proclama esta creencia también se con-tradice en la práctica: si cree que va a ser premiado

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en la otra vida, ¿por qué no vive ésta más alegre-mente, como cualquiera que se encamina a un futu-ro mejor?

En toda concepción metafísica del emigrante mental abundan las fuerzas inmodificables ajenas a la pro-pia voluntad: los malos espíritus, los ángeles, los de-monios, el destino, la fatalidad, la suerte, un Dios que determina hasta los más ínfimos sucesos y no deja nada a nuestra disposición, y todo lo que haga sentir que la vida no está para nada en manos de uno mismo.

Para quien prefiere el ateísmo, esas fuerzas in-modificables serán “los poderosos”, “los intereses creados”, “el imperialismo”, “el gobierno”, “la opo-sición”, “las mafias”, etc.

Y si en semejante universo queda algo para hacer para el bien propio, ese algo consiste en con-jurar, seducir, sobornar o realizar pedidos a esas fuerzas externas, que de todos modos es más fácil que trabajar.

Y si las cosas no salen como uno quiso, se le puede echar la culpa a tales fuerzas.

Inmodificabilidad del orden cósmico: Mucha gente no adhiere al esquema de fealdad del

orden cósmico precisamente porque es feo. Sin embargo, la inclinación a emigrar de la pro-

pia vida siempre dispone de alguna habilidad para lograr su objetivo. Se puede quitar a este esquema todo ingrediente de fealdad pero mantener intacto lo esencial: todo sucede independientemente de nuestra intención y de nuestra acción.

El resultado de esto será imaginar un universo donde no todo es malo, un universo que puede ser casi paradisíaco; pero donde lo bueno nos llegará

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cuando Dios lo disponga, de acuerdo a un inaccesi-ble criterio con que son considerados nuestros me-recimientos.

Si ocurre lo indeseable, o si no ocurre lo desea-ble, la fórmula mental para no hacer nada será la de “ya vendrán tiempos mejores”. El centro de esta idea es el “vendrán”: los sucesos deseables vienen; no ocurren porque los produzcamos. Ya sea malo o bueno, la única posibilidad es lo que viene. Podemos entretenernos muchos años con esta idea; viviendo mal pero manteniéndonos convencidos de que la vi-da nos enviará tarde o temprano los bienes anhela-dos.

Y si vemos que alguien murió sin haber recibido semejante premio, podemos decir que “no lo mere-cía”.

Este esquema es aplicable exclusiva e infalible-mente a vidas ajenas. Como sólo se opina mientras se está vivo, y mientras se está vivo sigue habiendo un futuro presunto donde todo puede ser posible, nadie se verá ante la complicación de explicar por qué murió sin obtener lo que creyó merecer.

Sin embargo, si aplicamos la sinceridad que nunca saca a relucir el emigrante mental, podemos darnos cuenta de que el mayor peligro no será el de dar explicaciones después de esta vida, sino el des-perdicio que hagamos durante su transcurso.

El recurso de imaginar que todo irá bien sin la propia intervención suele debilitarse cuando se tienen muchos años y poco futuro: tanto los demás como uno mismo van dejando de creer que la vida deseada ven-drá más adelante. Pero existe la posibilidad de “reto-car” el esquema con algunas afirmaciones (sin incur-sionar por ello en el esquema de fealdad del orden cós-mico): “la vida me dio algunas cosas buenas”, “lo

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principal es la salud”, “creo que recibí lo que necesi-taba y no supe apreciarlo”.

Esta última idea revela un fenómeno muy pro-pio del emigrante mental: su sinceridad y su capaci-dad autocrítica nunca van más allá de reconocer errores del pasado. Puede llegar como mucho a culparse a sí mismo de lo mal que vive (lo que a su vez le sirve para reforzar la idea de que es “bueno” y natural que viva mal); pero nunca considerará sus errores para corregirlos y empezar a producir otro resultado de ahí en adelante.

En síntesis, éstos y otros temas pueden servir para mante-ner la atención fuera de la propia vida

Como la mayoría de ellos requiere la comunicación con otras personas dispuestas a lo mismo, se convierten en tema de largas charlas en que, si coinciden en su oculta finalidad, todos la pasan bien, se consuelan, entretienen y solidarizan entre sí.

Pero si en esas charlas aparece alguien que propone solu-ciones a las situaciones feas que se pintaron, alguien que llama a tomar la vida en las propias manos, comienza a ser rechazado y odiado por haber roto de tal manera las reglas de ese juego, y se convierte (cuando no está presente) en blanco de los más virulentos comentarios: “se cree Dios”, “cambió”, “faltó el respeto” a quienes hasta entonces lo consideraban su amigo, “se cree más que los demás”, etc, etc.

Conclusiones sobre ¿Con qué llenamos nuestra vida?

Lo visto nos muestra que hay ocupaciones que determinan una vida “buena” y ocupaciones que determinan que vivamos mal,

Vivir bien o mal depende de a qué nos dediquemos; y si en al-guna medida depende de las circunstancias, éstas pueden vol-

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verse más favorables si nos dedicamos a actuar correctamente sobre ellas.

Si nuestra vida es un período de tiempo, es evidentísimo que viviremos mal si ese tiempo va siendo ocupado por actividades perjudiciales y momentos indeseables.

Ocupar el tiempo en una actividad nos impide ocuparlo en otra. De modo que, cuando un día veamos que se está acabando nues-tro tiempo disponible y observemos el ya utilizado, podríamos encontrarnos con la fea sorpresa de que restando minutos, horas y años de actividades perjudiciales, quede una ínfima proporción de vida que nos atrevamos a llamar bien vivida.

Ante este panorama, ni siquiera la creencia en la reencar-nación puede constituir una autorización para desperdiciar el tiempo. Más aún, si se abre ante nosotros un período que pare-ce ilimitado, quedamos seriamente obligados a llenarlo de feli-cidad y no de insatisfacción.

Cada vez que ingresamos a una actividad nociva, indesea-ble, de esas que nadie elegiría conscientemente para llenar sus días, démonos cuenta de que nos estamos quitando una parte de la vida que queremos vivir.

Solemos decir, generalmente con pena, que alguien se quitó la vida cuando se la quita toda de una vez y a nivel biológico; pero no solemos apenarnos por un hecho mucho más grave y difundido: la infinidad de personas (unas de las cuales pode-mos ser nosotros) que se la quitan poco a poco, restándole mo-mentos de posible felicidad o de intentos en pos de la misma, para llenarlos de vivencias feas y, lo que es más grave, evitables.

Si no nos gusta la vida que llevamos, si nos sentimos mal y afirmamos que quisiéramos vivir otra vida, no creamos jamás que la culpa es de las circunstancias: empecemos a vivir esa vida ya, ocupando nuestro tiempo en lo que deseamos o en lo que dé por resultado lo que deseamos.

Nadie que no se evada, nadie que sinceramente se diga a sí mismo lo que quiere y pague el precio, negará jamás que una vida donde uno elige y hace lo que cree mejor en medio de cualquier circunstancia es una vida bien vivida, una vida de la que su prota-

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gonista no puede dejar de estar satisfecho. Y habrá infinidad de personas que, viviendo en circuns-

tancias generalmente deseables, se sentirán disconformes, an-gustiadas, desesperadas, porque no la llenaron en su mente y en su corazón con ocupaciones sanas y sinceramente elegibles.

Si queremos una vida mejor, si nos sentimos disconformes con la que llevamos, recordemos que nuestra vida se compone de tiempo, y empecemos a llenar desde ahora mismo ese tiempo con lo que más íntima y sinceramente sintamos como bueno, sin dejar que ingrese lo otro, porque actuará como un saqueador que tomará fragmentos de nuestro tiempo, de nuestra vida, para convertirlos en momentos indeseables.

Y la fórmula para vivir mal es de lo más sencilla: más tiempo indeseable = más vida indeseable.

Precisiones sobre la “actividad satisfactoria” Una habitual causa de malestar es la falta de claridad en la

comprensión de lo satisfactorio, lo deseado, lo entendido como “eso” con que quisiéramos llenar toda nuestra vida.

Habíamos dicho que si la actividad satisfactoria llenara to-da nuestra vida dejaría inmediatamente de ser satisfactoria; porque nos aburriríamos o comenzaríamos a distinguir unas partes de ella como menos satisfactorias que otras.

De modo que una regla primordial para no condenarnos al sufrimiento es saber que cambiemos lo que cambiemos, sea cual sea la circunstancia que habitemos, la actividad satisfactoria no puede llenar el 100 % de nuestra vida.

Esto se debe a su misma esencia, ya que produciría abu-rrimiento o un nuevo nivel de insatisfacción.

Además, algunas actividades satisfactorias, como la rela-ción sexual o la ingestión de alimentos, no pueden más que ser limitadas en el tiempo.

Además, las satisfacciones de índole externa o de contacto con el mundo deben ser obtenidas mediante el trabajo, lo cual nos fuerza a llenar buena parte de nuestra vida con éste.

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Un espíritu poco maduro, poco realista, desprecia el trabajo, tiende a evadirlo o a suplantarlo por el robo, porque le posterga sus momentos de actividad satisfactoria. Un espíritu maduro, capaz de percibir la relación causa-efecto, capaz de ver más allá del ins-tante actual, se satisface con el trabajo, porque con él compra acti-vidad satisfactoria y se autodesarrolla (y cuando se posee cierta madurez, autodesarrollarse es una actividad satisfactoria).

Otro punto a tener en cuenta es el de no perseguir lo su-puestamente satisfactorio. Muchos “fines” se nos aparecen como dignos de perseguir porque escuchamos hablar de ellos o por-que suponemos a primera vista que los disfrutaremos grande-mente. Por ejemplo, las universalmente ponderadas “fama y fortuna”, un determinado título u ocupación, un determinado artículo comprable, etc, etc.

Tal vez hagamos demasiado esfuerzo e invirtamos dema-siado tiempo para luego descubrir que continuamos tan insatis-fechos como antes. Por eso, parte de la actividad superadora es la inquisición sobre qué es lo que necesitamos, lo cual puede incre-mentar nuestro porcentaje de actividad satisfactoria.

Otro punto fundamental es darnos cuenta de que nuestra capacidad de desear supera casi infinitamente a nuestra capacidad de obte-ner. Podemos luchar meses o años para alcanzar una determi-nada circunstancia, y al minuto siguiente estar imaginando otra, posiblemente más satisfactoria pero indudablemente más costosa. Si no controlamos nuestro pensamiento, si lo dejamos lanzarse a proponernos más y más conquistas como si no hubiera satisfacción posible sin cada una de ellas, llegará un momento en que el agota-miento ocupará más espacio que el placer, llegará un momento en que “lo deseado” trascenderá toda capacidad humana de alcanzarlo, y se autocumplirá nuestra fea profecía: no habrá satis-facción posible.

Con esto empezamos a ver que el camino de trabajar exclu-sivamente sobre las circunstancias es árido, agotador, inútil: sólo se vive bien si se trabaja sobre uno mismo.

También hay que cuidarse del extremo opuesto: resignarse por pereza a no obtener ninguna satisfacción.

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¿Todo esto significa que estamos condenados a la ausencia de satisfacciones?

No; a no ser que nuestra inmadurez nos mueva a esperar demasiado del mundo.

Podemos vivir bien si sabemos que las satisfacciones por causas externas tienen las citadas limitaciones, y que, si aun así las buscamos, tienen un costo, que debemos pagar sin tristeza si realmente sabemos lo que queremos.

Si no esperamos demasiado, si no nos fabricamos a cada mo-mento proyectos extenuantes e innecesarios, nuestro mundo interior empezará a estar menos atormentado, más tranquilo, y casi por arte de magia el transcurrir de nuestra vida se habrá vuelto satisfactorio.

Dentro de lo que cada uno considera satisfactorio hay ac-tividades más satisfactorias que otras. Hay una escala que va desde la máxima satisfacción experimentable (esa que forzosamente es limitada) hasta el poco definido límite con la actividad consuelo. Casi podríamos formular una teoría de la relatividad al respec-to: una actividad satisfactoria puede ser actividad consuelo respec-to a otra más satisfactoria pero no alcanzable por el momento.

De modo que viviremos bien si no pretendemos la máxima satisfacción durante demasiado tiempo, si no nos maltratamos pa-gando un costo demasiado alto por lo que deseamos, y si, a su vez, no reducimos nuestras satisfacciones a un nivel demasiado poco satisfactorio por rehuir pagar su costo.

También hay que considerar el fenómeno de la suplantación de unas actividades satisfactorias por otras, que, aunque gusten, no satisfacen lo que realmente se busca o necesita.

Abundan los casos de gente que intenta “llenar” con dine-ro su necesidad de afecto, con comida su necesidad de entrete-nimiento, con entretenimiento su necesidad de sexo o con sexo su necesidad de dinero. Hay varios tipos de necesidades y por lo tanto varios tipos de actividades satisfactorias; pero si no encajan, si no sintonizan cada una con la que le corresponde, habrá un estado de insatisfacción interior que no podrá remediarse ni disimularse con “otras” satisfacciones que la que se necesita.

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Y, por sobre todo, tendremos que convencernos de que no habrá satisfacción real si no hay actividad superadora que nos demuestre que lo más necesario para la felicidad es un estado interior.

Sin esto, ninguna circunstancia ni actividad será capaz de mejorar la vida de nadie.

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La aspiración a vivir mejor

Se define habitualmente al hombre como animal racional. No faltan los que, en sus arranques de originalidad, buscan

otras definiciones, como único animal religioso, o único animal que ríe.

No falta en eso algo de verdad; pero no es imposible ver en algunos animales cierta capacidad de razonar, en otros algo parecido a la capacidad de reír, y en otros cierta religiosidad (para la que, créase o no, nosotros venimos a ser los dioses).

Sin embargo, si se busca la única definición que distinga al hombre del resto de los seres habría que concluir en la siguien-te: animal que aspira a vivir mejor.

Lo que verdaderamente nos diferencia de los animales es que no sólo aspiramos a conservar y reproducir nuestra vida, sino también a convertirla en “algo más”, en una vida distinta de la que en el presente experimentamos.

Cuando se dice “la esperanza es lo último que se pierde”, dando por indiscutible que no valdría la pena vivir sin ella, no se está diciendo que debamos sentarnos a esperar algo determina-do: se está diciendo que lo que da sentido a la vida, y solemos llamar con el impreciso y peligroso nombre de “esperanza”, es la aspiración a vivir mejor, y la paralela convicción de que es posible.

No hablaríamos sobre “qué vamos a ser cuando seamos grandes”, no estudiaríamos cómo tratar con la gente, con las

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cosas o con el orden cósmico, no trabajaríamos más de lo in-dispensable para subsistir, si no existiera en nosotros la aspira-ción a vivir mejor.

Este parece ser el nombre más preciso para “eso” que al-gunos llaman “esperanza” y otros de las más diversas formas, académicas, vulgares o poéticas, ninguna de las cuales nos dice muy acabadamente de qué se trata; porque “eso” que motoriza nuestra vida no está muy al alcance del pensamiento ni de la palabra.

Pero lo sentimos en alguna parte de nosotros, y tratamos de satisfacerlo recurriendo a todo lo imaginable.

La historia es ni más ni menos que el registro de todo lo imaginable que hicieron los hombres para vivir mejor.

Pareciera que en algunos individuos “eso” no existiera o estuviera apenas en germen, y viven una vida prácticamente animal o vegetativa, inspirándonos un sentimiento de lástima no muy lejano al terror.

Pero, dando por sentado que en una vida digna de llamar-se humana está presente la aspiración a vivir mejor, y sin ingresar al tema (amplísimo como toda la filosofía o más aun) de qué es y cómo se satisface, la intención de este comentario es trazar un panorama de las opciones básicas que ese sentimiento plan-tea a nuestra vida, e intentar trazarnos un modo de responder lo más sano posible.

Cabe decir un modo de responder, entendiendo que esto no equivale a haber encontrado la respuesta definitiva, sino a enca-rar su búsqueda constructiva y no destructivamente.

Respuestas concretas a cómo se satisface la aspiración a vivir mejor hay muchas, tantas como individuos o como mane-ras de entender la vida.

Pero modos de responder a ese impulso indefinible pero inne-gable e imperioso hay simplemente tres:

1: Actuar. 2: Esperar. 3: Resignarse. Podría hablarse de un cuarto modo que sería negarlo; pero

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esto, cuando es una acción emocional o mental, constituye una variante semi-inconsciente de la resignación. Cuando en vez de negarlo sucede que directamente no se posee ese impulso, esta-mos ante el caso ya comentado de alguien que, por motivos largos de estudiar, vive en estado pre o sub humano. De modo que todo lo tratado aquí se refiere a la situación de la inmensa mayoría de los humanos, en los que esa aspiración existe y exige satisfacción.

Actuar significa ponerse en marcha; moverse, darse cuenta de que se posee esa aspiración y movilizar las propias fuerzas para hacer mejor la vida.

En estas palabras tan sencillas se engloba una infinidad de caminos, modalidades y creencias sobre cómo conseguirlo.

Cabe destacar que actuar significa actuar en los dos terre-nos otras veces mencionados: el exterior y el interior. Trabajo sobre el mundo y las circunstancias; actividad superadora sobre uno mismo.

Si no hay actividad superadora, o si aun habiéndola no existe la suficiente maduración, se puede ingresar a modos de acción perjudiciales, como, en el intento de hacer “algo” para vivir mejor, dañarse a sí mismo, a los demás, a la sociedad o a la naturaleza.

Aun habiendo una recta acción, una buena intención o con-ducta respecto al mundo exterior, si no hay actividad superado-ra conscientemente asumida, es decir, si no hay una búsqueda de la felicidad transformando el propio estado interior, no se vivirá bien por mucho que se trabaje o se consiga modificar el mundo ex-terno.

Todas estas posibilidades, incluyendo las de graves errores, se presentan al actuar; pero actuar es el único modo sano de res-ponder a la aspiración a vivir mejor. Para no caer demasiado en el error, dentro del concepto “actuar” debemos incluir el estu-dio y la reflexión acerca de lo que nos dispongamos a hacer.

Aun a costa del peligro de errar y empeorar o hasta extin-guir la propia vida, actuar es el único modo sano porque es la única posibilidad de acceder a esa vida mejor que se presiente y

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desea. Si no se actúa se desembocará irremediablemente, como

una molécula de agua llevada por un río, en la espera o en la resignación; y ambas son un desperdicio, un empeoramiento de la vida.

A primera vista, pareciera que los efectos de algunos erro-res posibles al actuar serían peores que los efectos de esperar o resignarse; pero en el fondo, en el interior de la persona, esperar o resignarse hacen un daño de otro tipo, un daño a mayor profundi-dad, y siempre llevan a una vida peor que la que se vivirá si se actúa, aunque el que actúa pueda equivocarse.

Cabe destacar que esperar, como en algún caso comenta-mos, no debe confundirse con dejar alguna acción para más adelan-te, ni con detenerse a observar y considerar. Estos son ingredientes, sanos y recomendables, de la acción.

El individuo que no toma las riendas, que no actúa en pro de ese vivir mejor, va convirtiendo su vida en un feo drama en dos actos: en su niñez, juventud y algo después, vive esperando, creyendo que le llegará alguna vez la “oportunidad” de “reci-bir” todo lo que sueña, que “le darán” un maravilloso empleo, o bien que con el que tiene “ganará mucho más” gracias a un inexplicable cambio en sus empleadores, en el gobierno o en el mundo, dando por sentado que ese cambio nunca requerirá de su intervención.

En general, soñará con ser beneficiado por todo lo que no signifique dedicación propia, por todo lo que no dependa de sí mismo. Su espera significará tensión, disgusto, tristeza y rencor permanentes, porque el mundo (y todos los que en él habitan) le deben algo que no están dándole y siempre postergan “injus-tamente”.

Cuando se juntan varias personas así, intercambian co-mentarios sobre de qué esperar esa vida mejor que quieren, sobre quién y cómo les va a dar esa vida y quién y por qué tiene la culpa de que aún no la vivan. Se ayudan mutuamente a creer eso que necesitan creer.

Más adelante, cuando pasó demasiado tiempo como para no darse cuenta de que lo esperado nunca llegó, y el que eligió

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esperar ve ante sí demasiado poco como para suponer que lo esperado llegará en el futuro, pasa del optimismo al pesimismo; el programa anterior se le hace tan insostenible que va cayendo y siendo suplantado por la resignación, la convicción de que nada de lo soñado es posible, las diversas tesis sobre la fealdad del orden cósmico, y de que lo único mejor de la vida que lleva será el alivio de la muerte, ya sea porque arribará a otro mundo o sólo porque saldrá de éste.

La espera y la resignación son como dos brazos de una tenaza que nos triturará indefectiblemente si no caminamos. Caminar, actuar, es el único modo de no quedar a su alcance, de no vivir insatisfechos en la tensión de la espera, ni en la negación a priori de la posibilidad de vivir mejor, que constituye el peor modo de resignación, porque se da a cualquier edad y sin siquiera haber probado si hay posibilidad de mejorar la vida.

Por supuesto, actuar también puede llevar a la frustración y a la resignación si pretendemos demasiado, si requerimos la felici-dad absoluta a las circunstancias o sucesos en vez de buscar pri-mordialmente la satisfacción, la solidez interior, por vía de estar satisfechos con nuestro modo de actuar, por vía de disfrutar de la ac-ción en sí misma.

Vivir bien, satisfacer la aspiración a vivir mejor, consiste en encarar alegremente el juego de modificar las circunstancias y en encarar seriamente el trabajo de modificarse uno mismo.

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Aspiración, imaginación, tensión y actividad

Tal vez nuestro exceso de imaginación sobre el futuro,

nuestra espera, nuestra tensión y nuestra inquietud sobre si ocurrirá lo imaginado o qué ocurrirá en su lugar, sean efecto de que en el presente estemos poco ocupados. Es decir, de que nos queden demasiadas facultades, energías, inquietudes, excesiva-mente “sueltas”, a la deriva, no puestas a producir algo más conve-niente.

Un médico dijo que “el estrés es una respuesta no específica del organismo a toda demanda que se le haga”.

Imaginémonos encerrados en un lugar que nos disgusta, con la puerta de salida ante nosotros y con un gran manojo de llaves en la mano. La demanda es ser libre, moverse hacia donde se quiere. La respuesta específica sería introducir la llave adecuada y salir (o sea un recurso que satisfaga la demanda al menor costo posible). Las respuestas no específicas serían introducir cualquier otra llave, apresurarse, probar llaves al azar y olvidar cuáles están ya probadas, empujar la puerta sabiendo que no cederá, pedir auxilio cuando nadie más tiene la llave, etc, etc.

Esas respuestas no específicas no satisfacen la demanda, la de-jan en marcha. Y la demanda es una tensión. De ahí que si expe-rimentamos una demanda y no tenemos el modo específico de satisfacerla ingresamos al territorio de la hipertensión.

Si transcurre mucho tiempo sin que logremos satisfacer la

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demanda, inevitablemente desembocaremos en la enfermedad o en la ilusoria salida de la descarga de tensión (patear la puerta, in-sultar, llorar), que viene a ser una especie de alivio dentro del fra-caso, pero deja completamente intacto el problema (la demanda insatisfecha) y no evita de ningún modo que la tensión co-mience a acumularse nuevamente.

De modo que el problema tiene una solución preventiva: no generar demasiada demanda por la vía de “pensar de más”, y una solución activa: encontrar el modo adecuado de satisfa-cer la demanda.

La falta de solución activa, el dejar “desempleadas” nues-tras facultades, empeora a su vez el aspecto preventivo; porque nuestras facultades se dedican en ese caso a generar más demanda.

La demanda incrementada, fruto de la insatisfacción mal afrontada en un campo particular o del solo hecho de “tener tiempo” y facultades no ocupadas en fines más útiles, puede crecer descontrolada y tal vez interminablemente, como el fue-go mientras sigue encontrando combustible. Convertida en una especie de monstruo insaciable, no se contentará con succionar todo lo disponible en el presente: mantendrá la boca abierta buscando saciar su ansiedad con “lo próximo” que aparezca ante sus fauces. Y como “lo próximo” le es tan indispensable, nos incentivará a fantasear en tal grado que viviremos creyendo que “próximamente”, casi “ya”, obtendremos tal o cual satis-facción, con la cual se calmará absolutamente nuestra ansiedad y empezará una nueva etapa de nuestra existencia, en la que vivire-mos absoluta y permanentemente satisfechos.

Este esquema, tan familiar en la vida propia y ajena, es una fantasía que intenta calmarnos y consigue todo lo contrario; porque, al no aparecer nunca esa satisfacción tan “próxima” y “definitiva”, el monstruo de la demanda autoconstruida crece y se desespera, aumenta su apetito y multiplica en nosotros la an-siedad y el sufrimiento. Es como si, ante esa puerta de la que no encontramos la llave, nos pusiéramos a imaginar que en pocos segundos se abrirá sola.

Como no hay cambios de circunstancias ni capacidad de

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logro tan poderosos ni tan rápidos como la capacidad de auto-generar demanda, a fuerza de sufrir hasta el límite de lo sopor-table terminamos vislumbrando la única salida sana: dejar de alimentar ese fuego que nos consume y destruye; matar al monstruo de la demanda artificial, y convivir armónicamente con el animal amistoso de la demanda natural, esa que nos llama sin que la hayamos acicateado con la fantasía, y no nos atormenta a no ser que vivamos en circunstancias demasiado adversas (demasiado adversas para nuestra naturaleza, no para nuestra creencia).

Para matar a ese monstruo no es necesario ningún tipo de violencia contra uno mismo (más bien es un acto de violencia su existencia): sólo hace falta dejar de alimentarlo.

Y su alimento es el funcionamiento fantasioso, improduc-tivo, “en vacío”, de algunas de nuestras facultades.

Por lo tanto, como no podemos “apagar” nuestras facul-tades, debemos ocuparlas en lo adecuado.

En vez de buscar otros peligros que tal vez no existan, de-bemos prevenir el de la desocupación o subocupación de nuestras facul-tades.

A primera vista tendemos a asociar esta idea con el desem-pleo de tipo socioeconómico, que por supuesto afecta nuestra situación interna y nuestras facultades; pero, como con mayor desarrollo interior se conquistará independencia de las circuns-tancias, el hecho de que los demás no demanden nuestra acti-vidad no nos impedirá autodemandarnos en actividades como la misma búsqueda de empleo o la actividad superadora. En sín-tesis: siempre dispondremos de algo que hacer.

Por razones sociales o internas, muchas veces nos dedica-mos, o “semi-dedicamos”, a actividades que no ponen en fun-ción nuestras facultades del modo más adecuado. El resultado es que nuestras facultades quedan “a la deriva”, disponibles para el fantaseo o la generación de demandas artificiales.

En otro punto se analizaba la diferencia entre el juego de azar y el ajedrez, explicando que mientras en el primero espera-mos, en el segundo nuestras facultades son exigidas al máximo; por lo cual actuamos sin que nos quede margen para imaginar

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nada perjudicial. Cuando la atención y la aspiración a vivir mejor no son

acaparadas por la acción (entendiendo que la acción no debe excluir espacios para el descanso ni para la reflexión), pasan a moverse por su propia inercia y a buscar irremediablemente satisfacción por cualquier otro camino. Y al no seguir el cami-no de la acción, todo lo que hagan llevará al sufrimiento y al autodesequilibrio.

Por lo tanto, una parte fundamental de nuestra actividad su-peradora, de nuestro modo de tratarnos a nosotros mismos, de-ber ser probar, vislumbrar y encontrar ocupaciones (tanto en el rubro trabajo como en el de actividad satisfactoria) que pongan en marcha todas nuestras potencias y aspiraciones, de modo que experimentemos, incluso en el trabajo por obligaciones exter-nas, la satisfacción plena del desafío, de la lucha, de estar plena-mente dedicados, entregados, y sin un solo pensamiento de que algo nos falta.

Si lo que hoy hacemos no nos lleva a ese objetivo, si sen-timos que no somos fieles a nuestra vocación, el único camino para vivir bien será comenzar ya mismo, con la mayor dedica-ción y sinceridad, a buscar ocupaciones que nos satisfagan más plenamente.

Esta misma búsqueda, al responder a un requerimiento de nuestra naturaleza, será una actividad satisfactoria, y la sensa-ción de que “nos falta algo” comenzará a disolverse, indicán-donos con esto el camino de la no-infelicidad.

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El impulso hacia la máxima satisfac-ción

Por naturaleza tendemos a volver a experimentar aquello

que nos dio satisfacción; y entre todo lo que lo hizo (a lo que agregamos todo lo que suponemos que lo hará) preferimos lo que nos dio, o promete darnos, la satisfacción más intensa.

Este “preferimos” no es una decisión ni una elección men-tal: es un impulso instintivo y emocional propio de todo ser vi-vo, que se asocia y potencia con la aspiración a vivir mejor propia de los humanos.

Al estudiar la actividad satisfactoria se veía que no pode-mos pasar el 100% de nuestro tiempo en estado de máxima satisfacción; porque algunas satisfacciones desgastan tempo-ralmente nuestras capacidades y porque otras requieren que invirtamos parte de nuestro tiempo en conseguirlas.

Sin embargo, el impulso a la máxima satisfacción no reconoce imposibilidades, al menos en el principio de la vida. De ahí que los niños se lancen sin reflexión sobre lo deseado, no escuchen recomendaciones en contrario y sólo acaben deteniéndose (fí-sica pero no emocionalmente) ante una barrera material in-franqueable, ante la cual llorarán y patearán hasta que se agoten sus fuerzas. Más adelante comenzarán a dejar de llorar y pata-lear, empezando a aceptar en cierta medida la idea de que algu-na cosa no se puede.

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Así, el impulso a la máxima satisfacción va contrabalan-ceándose con el sentido de realidad, dejando atrás su salvajismo y descontrol iniciales.

Desde el “puesto de control” del individuo, el discernimiento va determinando que el impulso a la máxima satisfacción no se desborde, porque se hace evidente que chocar, llorar y patalear disminuyen la satisfacción disponible en el momento de hacerlo.

Sin embargo, abundan los casos de gente con escaso sentido de realidad, que no por ser adultas dejan de lanzarse sin pensar sobre las cosas o de violentarse ante cada imposibilidad. En alguna medida, todos padecemos algún grado de inmadurez al respecto, manifestado en el hecho de que el impulso a la máxima satisfacción suele empeorarnos la vida durante más tiem-po que aquél en que nos sitúa en la máxima satisfacción busca-da.

Para todo el que no se haya matado en el embate inicial, o no esté en una celda pateando puerta y paredes, existen, por imposición de la realidad, momentos en que se vive sin desplegar a pleno el impulso a la máxima satisfacción.

Esto significa que, en esa gran mayoría de gente más o menos madura y controlada, el impulso a la máxima satisfac-ción no se despliega plenamente sobre la realidad exterior; pero sí puede seguir haciéndolo dentro de la persona; con una de dos posibilidades: insatisfacción o desenfreno.

La insatisfacción es el sentimiento de estar viviendo peor de lo que se podría vivir. Es mayor en la medida en que deseemos de más o trabajemos de menos.

El desenfreno es la realización impulsiva, sin ninguna con-sideración sobre posibles consecuencias, de actividades satis-factorias posibles pero inconvenientes.

Estas son inconvenientes porque posteriormente acarrean in-satisfacción por sus consecuencias en los siguientes terrenos:

Social: Encarcelamiento, multas, aislamiento

social, carencia económica, pérdidas de derechos, de empleos, de relaciones

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con personas.

Biológico: Enfermedad, malestar, disminución física, muerte.

Espiritual: Disconformidad consigo mismo, dis-minución de capacidades humanas.

Las consecuencias sociales, si bien pueden ser burladas mediante la astucia, poseen más poder de amedrentar por ser más inmediatamente visibles y dramáticas, y acaban imponiendo sus normas a la mayoría de las personas (que solemos llamar “adaptadas”).

Esta mayoría tiene claro el principio de no violar leyes que le pueden significar castigos impuestos desde afuera. Sin embargo, una abrumadora mayoría de los seres padece algún grado de incapacidad para manejarse allí donde los demás no los ven ni les prohíben nada: ante las leyes de la vida.

Porque hay medios generalmente disponibles para proveer satisfacción: comida, bebida, cigarrillos, drogas, etc., que, salvo el caso de la comida en la medida necesaria, provocan un empeo-ramiento de la vida a largo plazo. Y, sin embargo, el ser humano vive lanzándose hacia ellos porque no acepta, no aguanta, no resiste, vivir en un estado de menor satisfacción que el inmediata-mente alcanzable en cada momento. Basta que la satisfacción inmediata se ofrezca ante nuestros ojos para que compulsiva-mente la tomemos, sin casi nunca decidir otra cosa.

Más adelante, cuando las leyes de la vida nos encarcelan en un cuerpo enfermo o una mente desequilibrada, o nos multan con altas cuotas de malestar, nos damos cuenta de que no hubie-ra convenido proceder como procedimos. Y, si el sufrimiento fue lo suficientemente convincente, dejamos de lanzarnos tan irre-flexivamente hacia cualquier satisfacción.

Si utilizamos adecuadamente nuestras facultades, podre-mos llegar a evitar esas caídas incontroladas hacia futuros ma-lestares, sin tampoco sentirnos mal por no lanzarnos hacia toda

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satisfacción disponible. Así como nos convencemos de no robar ni matar sin nece-

sidad de haber ido presos nosotros, sólo por ver lo que les pasa a quienes lo hicieron, con las leyes de la naturaleza podemos también convencernos suficientemente de la inconveniencia de algunas actitudes. Esto se hará con más fuerza en la medida en que nos interese el tema y le prestemos atención.

La necesidad del aprendizaje por sufrimiento disminuye en la medida en que alcancemos aprendizaje por observación.

Cuando hay atención, cuando se observa que inevitablemen-te determinados actos traen determinadas consecuencias, se puede ir desalojando intermitente o definitivamente al impulso a la máxima satisfacción de la “cabina de control” de nuestra persona.

Además, el impulso a la máxima satisfacción depende de la capacidad de deseo, del futuro presunto que nos elaboramos y, en última instancia, de nuestras fantasías. Si creemos posible vivir cada instante disfrutando de insuperables placeres que no nos demandarán esfuerzo previo ni nos traerán ninguna conse-cuencia, no sólo nuestro impulso a la máxima satisfacción esta-rá continuamente encendido y acelerado, manejándonos como una marioneta, sino que ante cada cosa que no resulte como deseamos nuestra vida se transformará en un drama, sentiremos que “no puede ser” que vivamos “tan mal”, y rezongaremos contra Dios y cada una de sus criaturas porque las cosas “no son co-mo deberían”.

Si incrementamos la observación de la realidad externa e in-terna, si cobramos sentido de realidad y aprendemos a sentir el bien y desearlo a plazos no tan inmediatos, dejaremos de acica-tear a nuestro impulso a la máxima satisfacción con la fantasía, y éste no se “desbocará”, se reducirá a una reserva de combus-tible que nos impulsará cuando realmente sea conveniente y hacia donde nosotros lo determinemos desde la cabina de mando.

Este esquema tan fácil de trazar es enormemente difícil de plasmar en nuestro mundo interior: el impulso a la máxima satis-

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facción sigue disputándole el poder al sentido de realidad, y en la mayoría de los casos quitándoselo.

Para que esto deje de ocurrir debemos previamente saber por qué ocurre.

Todo indica que se debe a que el impulso a la máxima sa-tisfacción es una potencia instintiva: está ahí con todo su poder desde que nacemos, mientras que el sentido de realidad es pro-ducto del aprendizaje, entendiéndose éste como resultado de la interacción entre las ganas de aprender y la experiencia.

Es como un combate en el que un bando ya sabe todo lo que se puede saber sobre la guerra, mientras que el otro co-mienza sin saber absolutamente nada. En este caso los bandos sólo se disputan el territorio; no pueden destruirse uno al otro, a no ser que cometan el error de destruir el mismo territorio (la persona que habitan) y perder la guerra ambos.

La guerra comienza, por lo tanto, con un total predominio del impulso a la máxima satisfacción; pero poco a poco el sen-tido de realidad adquiere poder y domina algún sector de terri-torio; pero si se impusiera por la fuerza sobre el impulso a la máxima satisfacción, el resultado sería un individuo eternamen-te insatisfecho.

El único resultado superador puede ser una alianza donde ambos realicen su vocación; porque el sentido de realidad no está en realidad interesado en eliminar la satisfacción, sino más bien en asegurarla, y en evitar las consecuencias de una búsqueda ciega de la misma. Se encuentra en el aprieto de enfrentarse a alguien a quien no ve como enemigo, pero que lo considera enemigo a él. Y su único medio de llegar a esa alianza beneficiosa para ambos es ir haciendo propuestas de paz al impulso a la máxima satisfacción, convenciéndolo de que no viene a luchar contra sus intereses, sino a ofrecerle el secreto de cómo llegar a la máxima satisfacción posible, entusiasmándolo con sus propuestas con más fuerza que la que ejercen los objetos exteriores. El único desenlace sano será aquél en el que el impulso a la máxi-ma satisfacción se sienta bien como motor y el sentido de reali-dad trabaje sin desórdenes como conductor de las acciones del

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hombre. El impulso a la máxima satisfacción es una fuerza instinti-

va, no tiene inteligencia para aprender, pero sí, y mucha, para luchar por lo único que sabe; y lo único que sabe es que tal o cual experiencia fue placentera. Por lo tanto, su finalidad pri-mera y última es repetir experiencias conocidas. Si hay posibilidad de otras satisfacciones mejores, eso escapa a sus facultades. Sólo cuando ve que su aparente enemigo puede ser un aliado que le demuestre con hechos que lo conducirá a mayores satisfacciones, se asociará gustosamente con él en vista de que tienen la misma finalidad.

Eso sí: no se someterá a la guía del sentido de realidad has-ta que éste no le haya demostrado unas cuantas veces que sus propuestas dan mayores satisfacciones que las que antes obtenía luchando a ciegas, que no es un enemigo peligroso sino un so-cio sumamente conveniente.

Sin embargo, si el sentido de realidad es inexperto o pade-ce la enfermedad de la fantasía, sus propuestas, que al principio entusiasman al impulso a la máxima satisfacción, pueden des-pués enfurecerlo hasta el estallido si resultan equivocadas.

En esos casos el hombre se vuelve peor que el animal, porque éste sólo tiene facultades para perseguir lo conocido, y con ellas no corre peligro de desequilibrarse. Cabe observar que algunos animales padecen desequilibrios cuando viven con el hombre y éste les hace demasiado fácil alimentarse; con lo que el impulso a la máxima satisfacción no se contrabalancea con la conciencia del costo de conseguir alimento ni con la inconve-niencia del exceso de peso en caso de combate. El hombre puede sufrir alteraciones y desequilibrios similares si se aleja más de la cuenta de las exigencias de la naturaleza.

Ante todo esto ¿cómo hacer para que el impulso a la máxima satisfacción no nos lance sobre cualquier cosa que nos llame la atención y termine empeorando nuestra vida?

La única fuerza suficientemente poderosa para contrarres-tarlo es y será la convicción.

El impulso a la máxima satisfacción no contendrá su pro-

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pio ímpetu, no se contrariará a sí mismo, a no ser que perciba por experiencia propia que además de ese lanzarse ciegamente hay otros modos de obtener satisfacción, que pueden darle mejores resultados, y que el sentido de realidad, antes un aparente ene-migo, tiene los mismos intereses que él y puede favorecerlo.

De todos modos, hay que tomar esta afirmación con pin-zas, no creer demasiado que el impulso a la máxima satisfac-ción pueda reflexionar. Cuanto mucho, podemos lograr que no se desboque, que no se potencie más de la cuenta.

El objetivo debe ser, una vez que logremos que el impulso a la máxima satisfacción deje de apoderarse de nosotros, poder gobernarnos a nosotros mismos para lograr una vida mejor que la que él nos propone.

Esta sólo será posible si estamos convencidos profunda-mente, de raíz, que la máxima satisfacción inmediata no es el mayor de los bienes. Más aun: ni siquiera podremos, por todo lo ya dicho en relación a la actividad satisfactoria, vivir permanente-mente en estado de máxima satisfacción.

Aquí debe cobrar importancia el control de qué hace nues-tra mente. Si ésta vive a cada momento lamentando no expe-rimentar la máxima satisfacción posible, si le pone a cada uno de esos momentos el calificativo de “malo”, sentiremos, sin que la realidad externa haya dispuesto ningún tipo de condena, que es “mala” la totalidad de nuestra vida.

Si, en cada momento en que no experimentemos la máxi-ma satisfacción posible, proseguimos nuestra vida sin creer que estamos sufriendo una desgracia sino que eso es lo más natural del mundo, la misma condición de “no sentirse mal” desembo-cará en lo que todo ser humano busca: sentirse bien.

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La suerte

En abundantes casos en que se habla de la felicidad, o

de cualquier logro o proyecto, no falta quien mencione el tér-mino “suerte”: por suerte encontré lo que quería /tuve suerte en mi carrera / lo intentamos pero no tuvimos suerte / no se consigue nada sin un poco de suerte / etc.

Por muy repetido que sea el concepto, por más que to-dos lo den por entendido, si se reflexiona un poco más de lo habitual aparece un inquietante nivel de duda sobre de qué se trata en realidad.

Tampoco, por muy habitualmente que se mencione la suerte, se está muy seguro de que exista (esto también depende de tener clara la idea de qué es).

Para algunos, hay fuerzas externas poco conocidas que actúan deliberadamente en favor o en contra de determinadas personas. Otros no se atreven a incluir el deliberadamente; en general porque ni unos ni otros pensaron muy detalladamente en el asunto.

Lo cierto es que todos solemos hablar de la suerte; pero a la hora de decir seriamente de qué se trata nos damos cuenta de que no lo sabemos.

El “no lo sabemos” es prácticamente el mejor de los ca-sos, ya que en todos los otros el hombre se pasa la vida recu-rriendo a este concepto para sacarse responsabilidades de en-cima: si no obtuvo lo deseado porque no hizo lo necesario,

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puede decir que tuvo mala suerte; si no está dispuesto a hacer lo necesario en el futuro, puede imaginar que si tiene suerte obten-drá todo sin pensar ni trabajar.

La definición de qué es la suerte presenta dificultades pre-cisamente porque en ella interviene la subjetividad, el deseo, el modo de vida de cada uno.

Con un poco de objetividad, podríamos coincidir todos en que llamamos “suerte” a los factores que no podemos prever ni manejar.

Por ejemplo, qué número de un dado va a quedar hacia arriba. En realidad este fenómeno está tan sujeto a las leyes de la naturaleza como cualquier otro: la fuerza con que se lo lance, la posición desde la que inicie su recorrido, la dirección en que vaya, la distancia hasta la superficie en que irá a caer, y otros factores muy difíciles de calcular, determinarán que caiga sólo de una determinada manera; pero como es tan complicado prever todo eso decimos que es azar, y que el que apostó al número que quedaría hacia arriba tuvo suerte.

Por lo tanto hay una definición tentativa y aproximada: es suerte todo lo que ocurre sin que podamos preverlo ni controlarlo.

Dentro de ese todo hay causas que producen efectos coin-cidentes con nuestros deseos y otras que producen lo contra-rio. De ahí que hablemos de buena o mala suerte.

Si llamamos suerte a esto, es poco menos que imposible de-cir que no existe.

Si de esta definición sencilla tratamos de pasar a otra más profunda, empezaremos a pelearnos por los diferentes papeles que cada uno intenta adjudicar a la suerte. Unos dirán que hay fuerzas externas que actúan deliberadamente, otros se reirán de esto, los primeros se enojarán porque se duda de lo que dicen, y lo más posible es que nunca se llegue a una conclusión.

Hay puntos en que, lejos de necesitar una conclusión, ne-cesitamos precisamente lo contrario: no sacar conclusiones de donde no hay razones para sacarlas.

Hablar de todo lo que ocurre sin que podamos preverlo ni controlarlo no significa de ninguna manera que eso que ocu-

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rre fuera de nuestro alcance esté fuera del orden y de las leyes del universo.

Dicho de otra manera, todo eso que no prevemos ni con-trolamos no está en esa área por poseer características distintas a las del resto de los fenómenos, sino simplemente porque no alcanzamos (tal vez sólo por el momento) a conocerlo. Como el resto de las cosas, está total e indisolublemente sujeto a las leyes de cau-sa y efecto. Todos los efectos que esa parte de la realidad pro-duzca estarán en concordancia con el principio de “a igual cau-sa, igual efecto”. No puede ser que en determinada combina-ción de circunstancias “pueda pasar tanto una cosa como la otra”: se producirá el efecto que corresponde a esas circuns-tancias y no otro. Si en algunos casos presenciamos efectos sorprendentes e inimaginados es porque provienen de causas que no conocíamos. El hecho de que no conozcamos un área de la realidad no significa (como desearían los que quieren “salvar-se” de las leyes de la vida) que se trate de un área dominada por el azar absoluto ni por leyes distintas a las del resto de las co-sas.

Un universo regido por la ley de causa y efecto no es nece-sariamente un universo “materialista” ni carente de instancias espirituales. Si hay seres espirituales o sobrehumanos, actúan con sus poderes sobrehumanos de la misma manera que noso-tros: sujetos voluntaria o involuntariamente a un orden cósmi-co que rige todos los fenómenos.

Pese a toda la complejidad de la realidad conocida y de la desconocida, y hasta independientemente de que el universo sea como lo pensamos o no, disponemos en el terreno de la prácti-ca de una conclusión asombrosamente fácil: si la suerte es aque-llo que no podemos prever ni manejar, lo más sano para vivir bien es no preocuparse por ella.

Si algún factor imprevisible puede incidir en favor o en contra de nuestros planes, en vista de que no podemos prever-lo, precisamente porque no podemos preverlo, e independien-temente de cuánto porcentaje del universo desconozcamos, nos queda una única y extremadamente simple alternativa: ejecu-

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tar nuestros planes. Aquí surge una cuestión seria, pero que en realidad no tie-

ne relación con la suerte: debemos ejecutar nuestros planes con la mayor precaución posible, con el mayor cuidado de que no haya quedado algo previsible sin tener en cuenta; pero subrayando lo de previsible.

Intentar pensar más allá de lo que podemos prever es ni más ni menos que inútil. A no ser que en realidad sea una ex-cusa inducida por el miedo o la pereza para no ejecutar nuestros planes.

En un mundo en el que permanentemente se entrecruzan causas y efectos, los efectos pueden coincidir o no con nues-tros deseos (la única causa que en este mundo puede producir exclusivamente efectos coincidentes con nuestros deseos es nuestra propia intervención, siempre y cuando no nos equivoque-mos). Como consecuencia de esto nace una idea muy poco reflexiva, pero que muy habitualmente ronda por las mentes humanas: si los fenómenos que ocurren no nos favorecen, “te-nemos mala suerte”.

Pero ¿por qué tendría que trabajar la concatenación de causas y efectos en favor de un individuo en especial? Y si hubiera seres benignos o malignos trabajando desde mundos invisibles, serían parte de la concatenación de causas y efectos. En tal caso, ¿qué los determinaría a favorecer más a unos que a otros?

Es también muy común decir que esas fuerzas favorecen a algunos seres porque “se lo merecen”, de ahí pasar a creer que uno está entre los que merecen lo mejor, sin decirse qué hizo de bueno para merecerlo, y sin proponerse hacerlo en un futu-ro previsible.

Es muy común suponer que uno mismo tiene algo de es-pecial para que la realidad, con o sin entidades conscientes en mundos invisibles, trabaje para favorecerlo. Todo eso es pro-ducto de la fantasía generada, por una parte, por la fuerza del deseo, que tiende a no aceptar una realidad donde no suceda lo que deseamos, y, por otra parte, por la inclinación a no esfor-

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zarse ni molestarse, que tiende a desear que el mundo haga por y para nosotros lo que no hacemos con nuestras propias ma-nos.

De ahí que cuando esto no sucede, en vez de tomarlo co-mo lo más natural del mundo se dice que hubo mala suerte.

Detrás de todo esto subyace siempre una actitud, una defi-ciencia moral: no querer observar la vida, ni esforzarse, ni arriesgarse, y al mismo tiempo desear obtener lo mejor del mundo mediante la intervención de los demás, del azar o de entidades enigmáticas que por alguna razón harán todo en nuestro pro-vecho.

La persona moralmente sana y limpia hace todo lo contra-rio: no espera nada de fuerzas externas ni cree que éstas tengan alguna obligación para con ella; simplemente trabaja, se convierte a sí misma en la causa (la única posible y confiable) que puede pro-ducir los efectos que le gustaría que ocurrieran.

Imaginemos un ejemplo: dos personas se dedican a estu-diar, a prepararse seriamente para ganarse la vida. Se capacitan en todo lo que pueden, no dejan nada librado al azar, se conven-cen de que lo verdaderamente decisivo es su capacidad y su conocimiento, y una vez que se prepararon con todo su esme-ro salen a vender.

Uno vende el producto “A” y tiene gran éxito, se dice a sí mismo que hizo todo muy bien y que valió la pena capacitarse. Otro sale a vender el producto “B” y vende muy poco, se dice que “algo anduvo mal” y hasta puede pensar que “fracasó”, que no vale la pena capacitarse ni esforzarse.

Y seguramente alguien dirá que uno de ellos “tuvo suerte”. ¿Este hecho, como tantos similares, demuestra que existe

la suerte? En realidad sólo demuestra que a la gente le interesa mu-

cho el producto “A” y le interesa poco el producto “B” (aquí se usa el ejemplo de vender distintos productos, pero se podría juzgar igualmente las alternativas de ejercer distintas profesio-nes, habitar en distintos lugares, etc.). Cualquier diferencia de resultados se debe a algún detalle poco conocido de la realidad,

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y no significa que existan fuerzas deliberadas ni predetermina-das en favor de un vendedor ni en contra del otro.

Si nadie estaba enterado de esa disparidad de gustos en los potenciales clientes, con la práctica de salir a vender se la des-cubrió, y ese factor desconocido se transformó en conocido; dejó de pertenecer al mundo de lo imprevisible.

El hecho de que uno haya encarado una actividad que lo benefició inmediatamente y el otro una que le hizo perder tiempo puede ser llamado “suerte”, si damos a este término el sentido de factores no previsibles ni manejables que pueden incidir sobre nuestros planes.

Pero ¿qué sentido tiene y para qué sirve el nombre que le pongamos? En circunstancias favorables o adversas, lo único que verdaderamente sirve es continuar trabajando por lo deseado.

Desde ahora el vendedor que “fracasó”, si luego de lo ocurrido no se hizo daño con su propio pensamiento, sabe un poco más sobre el tema y puede continuar sus planes vendien-do otra cosa, o darse cuenta de sus mejores cualidades no son las de vendedor y dedicarse a otra actividad. Simplemente cho-có con un aspecto desconocido de la realidad. Si en todo su período de aprendizaje no dispuso de un modo de preverlo, no hubo ninguna falta de responsabilidad de su parte.

Si cumplimos con nuestra parte, si consideramos todo lo que está a nuestro alcance y no dejamos sin pensar algo que podríamos haber pensado, estamos poniendo todo lo necesario para no convertirnos en esclavos voluntarios de la suerte.

Tal vez nos quede un poco de miedo a lo imprevisible y desconocido; pero no será de ningún modo una debilidad. Nos acostumbraremos a vivir con este factor, que desde el principio de los tiempos acompaña la existencia humana.

Hace unos dos mil años, los filósofos estoicos ponían énfa-sis en la idea de preocuparnos únicamente por lo que depende de noso-tros.

Esto es por una parte una actitud moral (sería inmoral y evasivo preocuparse por lo otro), y por otra una fórmula senci-lla y eficaz para la felicidad (preocuparse por lo que no depen-

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de de nosotros nos llevaría a un permanente estado de depen-dencia y sufrimiento).

La idea no es nueva. Simplemente falta asociarla con el tan remanido tema de la suerte: todo lo que no depende de noso-tros, ya esté manejado por seres malignos o benignos, ya sea producto del absoluto azar o de leyes naturales cuyas interrela-ciones son demasiado difíciles de prever, es mejor que, preci-samente por ser inalcanzable, deje de ser parte de nuestras pre-ocupaciones, y que nos dediquemos a llevar a cabo lo posible, que precisamente se volverá posible porque nos ponemos a trabajar sobre la parte controlable de la realidad.

Aquí aparece otro punto para reflexionar: tal vez haya fac-tores que consideramos incontrolables o imprevisibles y no lo son; tal vez parte de lo desconocido pueda volverse cognosci-ble y controlable.

Dejar fuera de nuestra atención algo que tal vez debamos atender sería una falta ética y práctica a la propuesta estoica.

Debemos prevenir, tomar precauciones, hasta el límite de nuestras posibilidades (o del tiempo disponible en cada caso).

Más allá de lo conocido siempre estará lo desconocido; pe-ro un determinado fenómeno puede ser traído desde ese más allá hacia este lado. Dicho de otra manera, se puede desplazar el límite hacia adelante, con lo que algunos objetos que estaban “del otro lado” quedarán en el terreno de lo visible y familiar.

Por ejemplo, la utilización de computadoras para analizar resultados de juegos de “azar” hizo que algunos fenómenos pasaran del terreno de lo imprevisible al de lo previsible, y has-ta obligó a modificar algunos reglamentos de las casas de jue-gos. No fue un “milagro” ni una ruptura de las leyes naturales: simplemente se pudo analizar los mismos hechos con más detalle que antes.

Lo mismo sucede respecto a lo que es “imprevisible” para una persona y previsible para otra. Con experiencia y atención, se puede extender imprevisiblemente el límite entre lo previsible y lo imprevisible.

Algunos accidentes son adjudicados a la mala suerte por las

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personas no inclinadas a reflexionar ni a prevenir; mientras que para otras están dentro de las posibilidades previsibles, y por lo tanto a ellas no les ocurren.

Existen los campos de lo previsible y de lo imprevisible, y una de las posibilidades del hombre es desplazar el límite entre ellos para que queden más sucesos a su alcance. Quien encara esto está acrecentando su propio poder y disminuyendo el de la suerte.

En síntesis, si sabemos que algunos fenómenos (sean cuantos sean) quedan fuera de nuestro alcance, lo más sano es no ocuparnos de ellos, y movernos en pos de lo que sí podemos.

Podemos dejar sin resolver el tema de las influencias ma-lignas o benignas y el de que exista o no esa cosa intangible llamada suerte. Precisamente porque la suerte es “lo que está fuera de nuestro alcance” no podemos hacer nada al respecto, y sí podemos dedicarnos a lo mucho que está nuestro alcance para trabajar por lo que deseamos.

Muy a menudo aparece en este terreno la idea de que “a la suerte hay que ayudarla”.

Si esta propuesta se refiere a lo que está a nuestro alcance hacer o sembrar, eso que hagamos no será parte de “la suerte”: será ni más ni menos que parte de nuestro trabajo. “La suerte” seguirá tan fuera de nuestro alcance como siempre.

En el fondo de todas estas cavilaciones subyace el gran tema básico: la gran alternativa no está en creer o no creer que exista la suerte, sino en arrojarse o no arrojarse a sus brazos.

No importa si la suerte existe o no: importa si ponemos nuestro futuro en sus manos o en las nuestras.

Si les prestamos la suficiente atención, las habituales discu-siones acerca de la suerte no van dirigidas a “demostrar” que existe o que no existe: van dirigidas a proponer depender de la suerte o a proponer depender de uno mismo.

La ofuscación de uno y otro de los bandos formados en torno al tema no se debe a las diferencias sobre cómo es la reali-dad, sino a las relativas a cómo conducirse.

No es una cuestión de conocimiento o ignorancia: es una

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cuestión de actitud. La inclinación a sostenerse sobre uno mismo, y sostener

sobre uno mismo el futuro que se desea, es una actitud moral y práctica de los que encaran la vida con sinceridad y responsabi-lidad. La inclinación a sostenerse en factores externos, como la ayuda ajena, los designios inescrutables de algún plan cósmico o, llegado el caso, la suerte, es propia de quienes no asumen res-ponsabilidades.

Es fácil detectar a los que no asumen responsabilidades: viven la mayor parte de su tiempo concentrados en lo que no depende de ellos. Cada vez que se habla de algún problema se refieren a todas las causas externas e “inmodificables” que lo determinan, tienden a convencerse e intentar convencer a los demás de que el bien o el mal que acceda a nuestras vidas es obra de factores externos, están siempre listos a salir en defensa de “la suerte” y se molestan, se ponen agresivos ante quienes defienden la im-portancia de la propia conducta.

Un argumento muy usual a tal fin es incluir los designios de Dios como cúspide de los factores externos, y como conse-cuencia acusar de “hombres de poca fe” a los que pretendan desestimar tales factores.

Independientemente de quién lo diga, más de una vez puede aparecernos la idea de que, por algún designio de Dios determinado por nuestro propio merecimiento, puede “estar escrito” que alguno de nuestros planes salga mal y nos sobre-venga el sufrimiento.

Si creemos que tal cosa es posible, la resolución en la prác-tica es muy simple y nada contradictoria con lo ya dicho: como nunca sabemos “qué va a pasar”, y como Dios no nos anticipó nada sobre lo que puede haber determinado para nuestra vida, lo único que tiene sentido es, una vez más, trabajar por lo que deseamos que suceda.

No hay ningún motivo sano para hacer otra cosa. Precisamente por ser lo que no depende de nosotros, la suerte es

elegida por las personas huidizas o irresponsables como ele-mento ideal al que abrazarse. No se abrazan porque creen mucho en

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la suerte, sino porque creen poco en sí mismos. Y si vamos más lejos, la raíz de todo no es qué se cree, sino

qué se tiene ganas de hacer. Los que tienen ganas de hacer, hacen. Los que no tienen ganas

de hacer, se convencen de que lo que desean les será traído por la suerte.

Esto, y no lo que se piense sobre la suerte, es el verdadero punto inicial. Todas las aparentes teorías que se elaboran como consecuencia son precisamente eso: una elaboración, un efecto de lo que previamente se prefiere en lo más profundo del sentimien-to.

Evidentemente, nos encontraremos con muchos que dis-cutan estas ideas, que intenten golpearnos por despreciar el factor suerte, que intenten demostrar que éste es lo más impor-tante de la vida.

Serán los que intentan vivir sin dedicarse, sin construir su vi-da con hechos, porque esto requeriría la decisión de moverse.

Y esta decisión es una de las más difíciles para el ser humano, que en caso de no tomarla volcará toda su habilidad para convencerse de que evitarse esa molestia es la mejor op-ción posible.

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Cualidades que determinan finalida-des

Antiguas enseñanzas del Hinduismo afirman que toda la

materia del universo está impregnada, podríamos decir integra-da, por tres cualidades, que se entremezclan en distintas propor-ciones en cada entidad existente, entendiendo que cada uno de nosotros es también una de esas entidades, y que la materia no es sólo lo que en Occidente denominamos así por percibirlo con los sentidos. Para estas enseñanzas la materia existe tam-bién en niveles más sutiles, generalmente no perceptibles con los sentidos, de los cuales está compuesta nuestra mente y lo que los occidentales denominaríamos nuestra alma.

Esas tres cualidades presentes en todo lo existente tienen denominaciones en la antigua lengua sánscrita, y son:

Tamas: Cualidad manifestada en la inercia, en el peso muer-to, en la oscuridad propia de la materia cuando oculta y cubre la luz. Como el hollín flotando en el espacio lo oscurece, la cuali-dad oscura de la materia oscurece, oculta, al espíritu, a la reali-dad absoluta que subyace tras ella.

Rajas: Su nombre, posible antepasado de rojo, da cierta idea de lo que designa: la cualidad pasional, activa, motriz; la cualidad de la naturaleza que rompe la inercia y genera movimiento, desequilibrio, inquietud. En los seres vivos determina el deseo, la pasión, la búsqueda de satisfacción.

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Sattwa: Es el equilibrio superador, la armonía. Es la cuali-dad de la materia capaz de transparentar la luz del espíritu. Como Tamas caracteriza a la materia más oscura, Sattwa caracteriza a la más pura y transparente.

Tal vez introducirse en terrenos tan intrincados sea la úni-ca manera de explicarse algunas diferencias entre los hombres, sus conductas y sus finalidades.

Si no entreviéramos estos principios íntimos de lo existen-te no le encontraríamos sentido a muchos fenómenos en lo que ahora nos importa: el comportamiento humano.

Se puede no creer esto muy al pie de la letra o decir que nada lo prueba muy convincentemente. De todos modos, co-mo muchas otras ideas, puede servir como hipótesis de trabajo, sin la cual no encontraríamos la menor explicación a actitudes humanas que nos parecerían absurdas y hasta imposibles.

De ahí que a primera vista distingamos entre personas an-siosas, apasionadas, incapaces de quedarse quietas, y personas pasivas, haraganas, incapaces de moverse por sí mismas. Y de vez en cuando tenemos noticias de seres que parecen estar por encima de una y otra opción, que permanecen en armonía y actúan sabiamente pase lo que pase.

Cada individuo posee una determinada combinación de cualidades, que condiciona su manera de sentir, pensar y juz-gar.

Mientras no vivamos las suficientes experiencias que nos demuestren otra cosa, tendemos a dar por sentado que todos son más o menos como nosotros, que van a responder a las circunstancias como nosotros e interesarse por lo mismo que nosotros.

Con el tiempo descubrimos, generalmente con enorme asombro, que no es así.

Nos parece inconcebible que algunas personas busquen lo que buscan y prefieran lo que prefieren. Hasta llegamos a pen-sar que traspasaron el límite de la normalidad.

De ahí que necesitemos entender qué es lo que se mueve en el fondo del ser humano para no quedar tan “perdidos” en

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esta tarea, que no es la tarea de un sector de especialistas, sino la de cualquiera que se proponga hacer algo más o menos serio con su propia vida, y que desee tratar con los demás sin finali-zar aniquilándolos ni huyendo de ellos.

Como tratar con los demás es un desafío que se nos presenta en cualquier área de la vida, desde el hecho inicial de tener pa-dres y hermanos hasta los posteriores de tener cónyuge, hijos, amigos, vecinos y clientes, sin un poco de inquietud por apren-der de qué se trata estaremos condenados lisa y llanamente a vivir mal.

Aprendemos temprano y rápido que todas las personas buscan “el bien”. Incluso los “malos”, los que les quitan bienes a otros, procuran con ese acto su bien.

Más adelante se puede (o algunos pueden y otros no) per-cibir un fenómeno que antes no se veía y a veces llega a asom-brar: no todos entienden por “bien” la misma cosa.

Es algo que cuesta entender si no se tiene en cuenta las cualidades mencionadas.

Tanto en el ámbito moral como en el de los gustos o en el de los sentimientos, cada uno lleva en lo más íntimo de sí una escala de valores, una especie de vara con que mide todo lo que se le presenta.

Esa escala va del extremo de lo mejor al de lo peor. Damos por sentado que es cierto; pero de acuerdo a lo

aquí considerado habría que agregar un aspecto no tenido en cuenta: las escalas de valores de distintos individuos van en dis-tintas direcciones.

Para un tamásico, la escala se extiende entre la relajación y el esfuerzo. La primera es el mayor de todos los bienes y el segun-do es el mayor de todos los males imaginables. Para un rajásico la escala es entre la satisfacción y la insatisfacción. Para un sátwico es entre la armonía y la desarmonía interiores.

A cada uno pueden importarle en alguna medida los bie-nes o males de las otras escalas, pero nunca significarán lo me-jor ni lo peor de todo lo posible, como los extremos de su escala.

Por eso es imposible que unos entiendan a otros si creen

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que lo natural es que los sentimientos de todos se extiendan en la misma dirección y entre los mismos polos. Cada vez que hable con otros sobre el bien y el mal, lo mejor o lo peor de la vida, cada uno estará refiriéndose a su propia escala como si no hubiera otra cosa.

Suele parecernos inconcebible que alguien prefiera alguna vez el mal para sí mismo. Esta contradicción se resuelve acla-rando que en realidad prefiere el mal o lo peor de nuestra escala de valores para evitar el mal de la suya, que es lo que teme por encima de todo.

Es posible elaborar un esquema muy esquemático sobre qué entiende o siente como “bien” cada tipo de persona.

Para el ser humano tamásico la experiencia más satisfacto-ria, y por lo tanto el mayor “bien” en su escala de valores, es no invertir energía, no hacer nada, ni a nivel físico ni a niveles superio-res, como el de sentir, pensar o contemplar. Por lo tanto el mayor mal, el polo opuesto de la escala, es el esfuerzo.

Para el rajásico lo que le da sentido a todo es el placer; en al-gunas personas el mero placer de los sentidos y en otras el pla-cer de conquistar, de sentirse capaz, de poder. Los que perci-ben a niveles más sutiles incluirán como fuentes de satisfacción el arte y el conocimiento del mundo. La peor posibilidad para estas personas es la carencia, la ausencia de placer.

Para el sáttwico no hay mayor bien que el equilibrio interior, la felicidad nacida de la propia armonía y no de las circunstan-cias. Se conduce, aunque no haya escuchado la frase, por el “ante todo, cuidad de vuestra alma” que proponía Sócrates. Por lo tanto, para él no hay mayor mal que la desarmonía interior.

Esto ya es suficiente para sugerirnos por qué, aunque to-dos quieran el bien, no todos buscan lo mismo.

Por ejemplo, a un tamásico le gustaría, como al común de la gente, poseer mucho dinero. En su caso la razón fundamental será el sueño de no tener que trabajar ni molestarse. Pero si para ganar dinero tuviera que molestarse, preferirá evadir ese disgusto; vivir sin dinero o soñar que alguna vez lo poseerá si lo ayuda la suerte. La consigna que guiará su vida podría resumirse en “ganar

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es más lindo; pero perder es más fácil”. Un rajásico luchará por el dinero (no con el fin de vivir sin

hacer nada sino con el de disfrutar) sin considerar su necesidad de descansar, su salud ni su armonía interior (y en no pocos casos, sin considerar a los demás), porque no concibe nada peor que carecer de lo deseado; y precisamente por eso desea mucho. Si esta característica prepondera demasiado en su mente, despreciará a los que no sean como él y hasta los avasallará para conseguir los bienes que siente indispensables.

Un sáttwico no querrá ningún bien externo que le exija que-brantar su armonía interior. No querrá empeorar como persona “por nada del mundo”. Trabajará fundamentalmente por un mundo más armónico, donde todos puedan vivir más armónica-mente, sin entender esta idea en términos demasiado “materia-les”. Cuando trabaje para sí mismo, no aceptará que trabajar signifique maltratarse ni sacrificarse.

A este tipo de diferencias se debe el que unos seres no en-tiendan a otros.

Quien valora el placer por sobre todas las cosas creerá im-posible que alguien sienta que la vida es fea, y sin más fin que evitar esfuerzos deseche toda posibilidad de disfrutarla. Tampoco entenderá que alguien no se mueva por dinero sino “por un mundo mejor”: creerá que es un trastornado, un idiota, o un mentiroso que habla de ese tema para sacarle dinero a los demás.

Si alguien valora por sobre todo el no esforzarse, considera-rá incomprensiblemente molestos a todos los que propongan moverse hacia algún objetivo. No entenderá para qué otros seres hacen lo que hacen.

Todos estamos en algún punto de ese espectro de colores. Todos habremos experimentado la sensación de que es in-

útil cualquier intento de resolver estas diferencias hablando: no hay argumento capaz de manejar a alguien con más fuerza que sus propias tendencias internas.

Algunas veces nos decimos que no tiene sentido la existencia de los que se limitan a mantenerse vivos biológicamente, sin moverse y sin inquietarse. Otras veces aseguramos que no tiene

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sentido la lucha de quienes se inquietan más de la cuenta. Esos juicios, como los que a su vez efectúan los demás

sobre nosotros, nacen todos de la propia disposición interior, y nos sugieren lo absurdo de intentar forzar a alguien a querer otra cosa que la que quiere.

Si nos queda clara esta idea, se nos hará clara también la manera de tratar con los demás, de comprenderlos, de no estar demasiado seguros de que existan los “equivocados”. Descu-briremos que es tan natural ser de un modo como ser de otro, y que es muy poco lo que podemos hacer al respecto, salvo vivir nuestra vida sin atormentarnos por esas diferencias que, cuando no pensamos en profundidad, nos parecen absurdas e inaceptables.

Si logramos ese vivir sin atormentarnos, tal vez podamos vivir sin atormentar a otros, e introduzcamos en el mundo un poco de esa armonía tan necesaria, propia de los que emergieron de las regiones más tumultuosas de la existencia.

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La personificación de las circunstan-cias o el “efecto padres”

Cuando, a poco de nacer y de pasar nuestros primeros

tiempos a fuerza de instinto, la maduración de nuestras facul-tades nos permite albergar alguna idea, la primera que se forma en nuestra mente es la de que tenemos padres.

No lo pensamos con demasiada precisión; pero “sabe-mos” que vivimos con seres que nos dan lo que necesitamos, que acuden cuando lloramos y que nos hacen sentir bien.

Esto es lo esencial de esa convicción, independiente-mente de la diversidad de circunstancias en que pueda nacer cada individuo y de qué padres o sustitutos puedan tocarle.

A medida que la idea adquiere más detalle, nos dice que de esos seres depende nuestro bien o nuestro mal, que ellos tienen todo el poder sobre lo que recibamos o dejemos de recibir.

Este núcleo de la idea dejará una poderosísima huella en nuestra vida posterior; porque no sólo es la primera idea que nos apareció, sino que lo hizo rodeada, impregnada, por toda nues-tra capacidad de sentir. Alrededor de la figura de nuestros pa-dres no sólo está la convicción de que ellos lo determinan to-do, sino el amor que desde nuestro arribo al mundo empieza a nacer en nosotros.

Esa huella inicial se verá luego ante derivaciones tan varia-das como son variadas las vidas concretas de los seres; pero no es difícil ver que en toda esa variedad hay rasgos más o menos constantes.

El principal es que algún día nuestros padres, hasta enton-ces siempre listos para darnos todo, dirán no a alguno de nues-tros pedidos.

Suele constituir el primer gran drama para cualquier niño.

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Descubrimos con pavorosa conmoción que esos seres no hacen todo lo que queremos. Tiembla nuestro mundo hasta entonces confortable y seguro, y hasta tambalea nuestra convicción de que nos quieren.

Este drama puede resolverse bien o mal. Claro que es muy poco lo que a esa altura podemos hacer para nuestra forma-ción. Todo está, por el momento, en manos de nuestros pa-dres.

Si se resuelve no demasiado mal, y proseguimos con las eta-pas que generalmente sobrevienen a todos, llegará el día, tam-bién conmocionante, de descubrir que nuestros padres no son todopoderosos: no pueden conseguir que todos los sucesos del mundo (a esa altura habremos aprendido que existe “el mun-do”) obedezcan a su voluntad.

Por entonces ya estará en plena marcha nuestro aprendiza-je, que gradualmente irá pasando de la responsabilidad de nues-tros padres a la nuestra.

El gran desafío, para algunos el gran drama, es precisa-mente eso: en algún momento todo debe pasar de la responsa-bilidad de nuestros padres a la nuestra. En algún momento necesitamos empezar a depender de nosotros mismos.

El hecho de que lo necesitemos no quiere decir que siem-pre lo hagamos. De ahí la posibilidad de que, por culpa de los padres o por la propia, unos seres se superen y otros se per-viertan.

Son inconcebiblemente variadas las posibilidades de cada vida; pero lo destacable en este caso es que prácticamente en todas quedó una impronta, más parecida a una sensación que a un conocimiento: hay en torno a nosotros voluntades de las que depen-de nuestro bien y nuestro mal.

Esta impronta no sólo es poderosa por ser la primera en instalarse en nosotros, sino por estar impregnada con nuestros sentimientos más profundos.

Aquí viene el centro del problema, el gran desafío que se nos presenta cuando, ya por nuestra propia cuenta, debemos relacionarnos con el mundo: podemos darnos cuenta de que

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esas voluntades de las que depende nuestro bien y nuestro mal son una sensación del pasado, que no toda la realidad funciona así, o, si no maduramos o no intentamos madurar, seguir sintiendo que todos los sucesos del mundo dependen de voluntades todopoderosas que “nos quieren” o “no nos quieren”.

Es un esquema simple e infantil. El calificativo de infantil no sugiere exclusivamente ingenuidad o inexperiencia: sugiere también la profundidad, la fortaleza de lo que se impregnó en nosotros en el principio de nuestra vida.

Si no se nos grabó lo que nos mostraron aquellas primeras experiencias conmocionantes: 1) las voluntades externas no siempre coinciden con nuestros deseos, y 2) las voluntades externas no tienen un poder absoluto sobre la realidad, y no descubrimos, además, que no todo lo que ocurre depende de “voluntades externas”, pode-mos proseguir nuestra vida como seres inmaduros, “viendo” alguna voluntad oculta tras cada fenómeno que nos rodee.

El hecho de que llueva cuando no queremos nos desperta-rá el sentimiento de que alguien decidió eso “para nuestro mal”. El mal funcionamiento de una máquina nos llevará a pensar que “está empeñada en enfurecernos”. El resultado de un encuentro deportivo puede sugerirnos que hay una volun-tad poderosa moviendo los hilos para que todo sea como a ella le conviene.

Más adelante, cualquier insatisfacción en el área socioeco-nómica nos “convencerá” de que “el gobierno” determina que las cosas sean así, que “no nos quiere” como debiera querer-nos, y la consecuencia será el resentimiento, el odio hacia dicho gobierno (y posiblemente hacia todos los que le sucedan).

En todos los casos se juzgarán las circunstancias a partir del supuesto fundamento de que “alguien” quiere que las cosas sean así.

En esto se adivina la perspectiva de que en vez de adquirir capacidad para modificar la realidad, individual o colectiva, derivemos hacia una creciente incapacitación, con todas las consecuencias que son de imaginar.

Si luego descubrimos que el gobierno del país no puede

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hacer toda su voluntad debido a cómo anda el mundo, nos imaginaremos un “gobierno del mundo” constituido por gru-pos o naciones que sí pueden todo lo que quieren, para benefi-cio propio y para mal de los demás, entre los que siempre nos incluiremos nosotros.

Y si esto es así y nadie lo impide, empezaremos a figurar-nos el “gobierno del universo”, Dios, como incomprensible-mente diferente de lo que debiera ser.

Tal vez muchas concepciones religiosas disten enorme-mente de las enseñanzas que les dieron origen, tergiversadas por las inclinaciones subjetivas del ser humano, entre las cuales el efecto padres cumple un rol preponderante, y se remodelen ideas de acuerdo al gusto de los que le dirán “sí” a la creencia que satisfaga sus inclinaciones más íntimas.

Ante la dificultad de concebir una parte de la realidad que no se conoce, se tiende a compararla o asociarla con una parte conocida. Pero esa asociación es en algunos casos demasiado exagerada, y en vez de ayudar a conocer lo desconocido lo des-figura hasta tal punto que en realidad dificulta su conocimien-to.

Tal vez la mayor exageración al respecto ocurra con la idea de Dios, reiteradamente concebido “a imagen y semejanza” de un padre de este mundo, con finalidades y sentimientos dema-siado parecidos a los de una persona.

Por el mismo procedimiento, todo nuestro universo puede llegar a quedar “personificado”, poblado de voluntades pode-rosas ante las que no podemos hacer nada, excepto (si alguna vez eso dio resultado ante nuestros padres) pedir y llorar hasta que nos den lo que queremos. Si este camino no es posible, sólo quedará el de resignarnos ante un “designio” que “no nos deja” otra posibilidad.

Esta supervivencia del espíritu infantil puede determinar desde su raíz nuestra forma de ver y encarar la existencia.

Para alguien más o menos maduro, el mundo es como una página donde escribir, un amplio espectro de posibilidades de hacer, de conseguir o no conseguir los objetivos con que sueña. Para

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alguien que no rompió el cascarón del “efecto padres”, el mundo es un lugar donde nos dan o no nos dan lo que queremos.

Y nos lo den o no, existe desde un principio en “alguien” (Dios, los gobernantes, la sociedad, las personas con que nos relacionamos), el deber de dárnoslo.

Es fácil imaginar cómo vivirá alguien que cree que el mundo y las personas le deben permanentemente algo y tienen la obligación de hacerlo feliz: ante cada momento indeseable vi-virá echando culpas, recriminará en vez de dar, pedirá en vez de hacer, desechará a las personas que quiere o lo quieren por-que considera que no cumplen con su obligación, buscará una y otra vez otras que de una vez por todas cumplan con eso que tienen que cumplir. No será de extrañar que se divorcie varias veces; no será de extrañar que se drogue para salir del indebido estado de insatisfacción en que vive; no será de extrañar que robe, porque considera que las cosas “le corresponden”, y la falla está en que los demás no se las dieron.

¿Por qué el ser humano suele aferrarse con tanta fuerza a un esquema imaginario que da resultados tan adversos?

En primer término, porque este esquema no es sólo un contenido mental: está rodeado de los sentimientos más anti-guos, más básicos, más intensos que posee el individuo.

Abandonar ese esquema sería casi lo mismo que abando-nar el hogar: significaría esfumar repentinamente todo afecto y exponerse a la intemperie de la soledad y el desamparo. Se nos vendría encima una carencia indeseable y poco menos que in-soportable.

Esa es una razón por la que se tiende a no abandonarlo. Podríamos llamarla la razón afectiva.

Así como en el hombre hay afecto, sentimiento, también hay conocimiento y también hay voluntad.

Por lo tanto, la dificultad para desprenderse del “efecto padres” posee también una razón cognoscitiva y una razón volitiva.

La razón cognoscitiva es sencillamente la falta de conoci-miento. Es muy habitual ignorar que los sucesos del mundo no se deben necesariamente a que alguien haya querido que sean así,

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sino que pueden ser así independientemente de la voluntad de todos, como simple resultado de las leyes de la naturaleza interrela-cionándose con la acción de múltiples voluntades que hacen fuerza en distintas direcciones.

Toda esa interrelación de causas y efectos puede generar una realidad que nadie quiso, o en la que algunos impusieron su voluntad un poco más que otros.

Si prestamos atención y adquirimos el conocimiento nece-sario, podemos darnos cuenta de que vivimos en una realidad que no constituye el plan predeterminado de nadie en especial, y de la cual no hay un culpable en especial (como algunas veces hemos considerado a nuestros padres culpables de que algo no fuera como queríamos).

Esto significaría pasar de una idea simple y fácil, endulzada por la posibilidad de echarles la culpa a otros, a una representa-ción de la realidad más difícil de entender, y en la que no habrá “culpables” sobre los que descargar nuestra furia.

Llegar a esto requiere un esfuerzo intelectual, que puede ser obstruido por la resistencia emocional a desprenderse del esquema infantil, y obstruido también por el tercer factor, tal vez el más serio a la hora de encarar la finalidad de “vivir bien”: el factor de la voluntad.

Porque nuestra manera de suponer cómo es el mundo depende, como tanto se dijo y se vio, de cómo somos, de qué queremos, de cuánto queremos lo que queremos.

Si nuestra voluntad es débil, si lo que más deseamos es vi-vir cómodos, esforzarnos lo menos posible, nos gustará, nos con-vendrá mantener vigente el “efecto padres” por el resto de nues-tros días.

Así, si no tenemos lo que queremos podemos pasarnos la vida creyendo que “nadie quiso dárnoslo”, que “nadie nos qui-so” ni fue bueno con nosotros; que hubo voluntades podero-sas y planes maléficos o sobrenaturales determinando que vi-vamos como vivimos. Y hasta podemos creer que tuvimos ese “destino” porque Dios lo dispuso en vista de que “nos porta-mos mal”.

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Con semejantes ideas, las situaciones más indeseables po-drían quedar teñidas de una carga afectiva intensa, casi venera-ble, que nos lleve a aceptarlas como si fueran la mejor y más bella de las posibilidades.

Si esta inmadurez subsiste impregnará todas nuestras acti-vidades y relaciones: seremos incapaces de aceptar que algo “no se pueda”, buscaremos “culpables” de los más ínfimos contratiempos, y trataremos a todas las personas como un niño maleducado trata a sus padres: les recriminaremos cada segun-do en que no alcancemos la máxima satisfacción, viviremos juzgando cualquier suceso en términos de que “nos quieren” o “no nos quieren”, procuraremos doblegar su voluntad llorando o atacándolas.

Esta multiplicidad de padecimientos se volverá la vida habitual de cada persona que no deje esa cáscara afectivo-intelectual-volitiva que alguna vez tenemos que romper, y sin embargo tendemos a conservar como si fuera el más cálido de los abrigos.

Es como hallarse en una casa que nos cobija y nos ofrece un panorama conocido, pero en la cual no hay alimentos. Sen-tiríamos que sería más cómodo quedarse siempre en ella; pero en seguida descubriríamos que en esas condiciones aparente-mente deseables padecemos cada vez más insatisfacción, y sa-bemos que a la larga no tendremos posibilidad de vivir.

La vida está afuera. Sólo necesitamos atrevernos a desafiar la intemperie, hacer frente a lo desconocido, descubrir cómo ob-tener alimento con nuestras propias manos y cómo relacionar-nos con la humanidad que habita más allá de esas paredes.

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Lo que queda sin hacer

Ante las complicaciones que nos presentan las sociedades

de hoy, tendemos a preguntarnos cómo sería la vida en una sociedad más simple.

Entonces solemos imaginar pueblos primitivos saliendo a cazar, alimentándose de lo que cazaban y construyendo sus viviendas, las de unos iguales a las de otros, con los materiales disponibles en su región y las técnicas heredadas de sus mayo-res.

Aunque esta imagen ya representa un grado de tecnifica-ción, porque armas y viviendas son innovaciones introducidas alguna vez, nos da la idea de un mundo lo suficientemente simple como para convencernos de que el de hoy es complejo.

Adentrémonos en la vida de un hombre de ese mundo: habrá aprendido a cazar a la misma edad en que lo hacían sus semejantes, habrá aprendido al respecto ni más ni menos que cualquiera de ellos, habrá formado una pareja sin que circula-ran por su mente preferencias sobre extracciones sociales, nivel cultural, costumbres ni aspiraciones, habrá construido su vi-vienda sin preguntarse si podría tener una distinta o si la de otro era mejor, habrá tenido hijos a los que enseñó lo que se les enseñaba a todos, los habrá llevado a cazar a la edad en que él salió por primera vez, habrá envejecido, y habrá muerto sin preguntarse si le hubiera convenido vivir de otra manera.

Este cuadro nos despertará probablemente dos ideas: una

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es que aquellos seres parecían poseer la fórmula de la felicidad; la otra es que si viviéramos como ellos nos aburriríamos terri-blemente.

Y si profundizamos un poco más llegaremos a la conclu-sión más sorprendente: tanto una afirmación como la otra son verda-deras.

Alguien dijo “la felicidad depende de no tener opciones”. No es que presentara un ideal de felicidad para los vegetales: se supone que no creería que una vida sin opciones es la mejor de las vidas posibles. Se refirió a que lo que introduce inestabili-dad, vacilación, duda, miedo, tormento y complicación en nuestra vida es ni más ni menos que la posibilidad de elegir.

La misma especie humana que una vez cazaba en las selvas fue innovando, inventando, intentando, y convirtiendo paso a paso la vida de cada individuo (según unos para mal, según otros para bien) en lo que es ahora: una posibilidad casi infinita de opciones.

Y, curiosamente, esa iniciativa creó un fenómeno antes in-existente: una alta proporción de seres disconformes.

Esto nos tienta a preguntarnos: ¿Nos hemos equivocado? ¿Es un error la civilización?

Detrás de esta pregunta parece subyacer toda la razón de ser del hombre.

Podríamos haber sido animales sin inquietudes; pero el mismo proceso de inventar armas al principio, ropas más ade-lante y el resto de las cosas después no es un hecho azaroso, que podría haber ocurrido o no: desde el momento en que somos humanos intentamos hacer “algo más” con nuestra existencia.

Todo lo que hicimos desde nuestro estado salvaje en ade-lante fue, podría decirse, el resultado de una vocación previa.

Pues bien, desde ese primer intento de “algo más” estuvi-mos ampliando nuestras posibilidades. Hoy cualquier ser humano es consciente de que en su vida hay distintas posibilidades, de que algunas pueden concretarse y otras no, y de que algunas pue-den hacerlo más feliz que otras.

A diferencia del sujeto escogido al azar en el ejemplo, no

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morimos sin preguntarnos qué más podríamos haber hecho. Más todavía, nos inquietamos por el tema prácticamente a poco de nacer.

Basta prestar un poco de atención al asunto, y ver la mul-tiplicidad de posibilidades que se abren en este mundo cada vez más diversificado, tecnificado e intercomunicado, para darnos cuenta de una primera evidencia: no todo lo que se nos ocu-rra llegará a concretarse.

A primera vista, esta afirmación nos asusta. Quedarse con algo sin hacer es sufrimiento.

También a primera vista, ante esto hay dos caminos: aceptar el desafío o escapar. De ahí que algunos sientan que el hombre creó sociedades complejas y multiplicó posibilidades “para mal” y otros sientan que lo mismo fue “para bien”.

Para evitar ese “mal”, muchos prefieren la comodidad de creer que no tienen posibilidades ni opciones. Con eso pretenden vivir tranquilos. Pero como es imposible no darse cuenta de que no todos viven igual, suelen explicar esto diciendo que las posibilidades las tienen “los ricos” u otro sector afortunado, o bien que esas diferencias no dependen de lo que uno haga sino de factores inmodificablemente ajenos al hombre.

El problema que aquí se intenta enfocar es el de la otra al-ternativa: aceptar el desafío, darse cuenta de que nuestro porvenir es una multiplicidad de posibilidades, que éstas dependen en gran medida de nosotros, que algunas pueden concretarse y otras no, que algunas pueden hacernos felices y otras no, y de todos modos hacer frente a esta diversidad sin sufrir, o, si esto es mucho pedir, sin sufrir demasiado.

En tal caso existe una primera fórmula: empezar dándose cuenta de que todas las posibilidades, aun seleccionando sola-mente las mejores, no caben en nuestra existencia.

¿Podemos ver todos los programas y películas dignos de ver? ¿Podemos leer todos los libros dignos de leer? ¿Podemos cursar todas las carreras que nos interesan? ¿Podemos habitar todos los lugares que nos atraen?

“Todas las posibilidades”, incluso sólo las buenas, incluso

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sólo las de un determinado rubro, ocuparían más tiempo que el que tendremos disponible por mucho que vivamos.

Debemos, por lo tanto, empezar diciéndonos: la posibili-dad que algo de lo imaginado quede sin hacer no es una anor-malidad: es la más absoluta normalidad. No hay vida en la que no quede algo sin hacer.

Esta idea puede parecerse peligrosamente a la de los resig-nados que practican el “culto a la imposibilidad”, y podría lle-varnos a la misma vida que viven ellos.

La diferencia fundamental es que esta idea debe convertir-se en una convicción previa, una sabiduría que nos disuelva toda histeria o reproche ante alguna posibilidad que imagina-mos y no concretamos; pero, de ninguna manera, debe fijarnos en la aparentemente cómoda condena de no intentar.

Una vida verdaderamente sana, una vida verdaderamente encaminada hacia la no-infelicidad, es una vida en la que se in-tenta.

Una vez convencidos de que lo mejor es intentar, pero convencidos también de que no existe la posibilidad de que no quede nada sin hacer, la única síntesis superadora será la de elegir bien qué hacer.

No podremos hacer todo en extensión, no podremos enca-rar, y mucho menos concretar, todas las posibilidades de las que escuchemos hablar o que en algún momento nos atraigan; pero sí podemos, debemos, necesitamos, hacer en profundidad.

Y para hacer en profundidad no necesitamos hacer una infi-nidad de cosas: necesitamos simplemente responder a nuestro lla-mado más profundo.

Ese llamado más profundo, esa necesidad que desde el fondo de nosotros nos fuerza a movernos y jamás se resignará a quedar sin satisfacción, puede ponerse en marcha por diver-sos medios concretos. De ahí que no importe demasiado, si se elige alguno de esos caminos concretos, dejar otros sin reco-rrer. Lo que verdaderamente importa es desplegar nuestra potencia interior.

Entre los que no se resignan, entre los que eligen la opción

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de intentar, habrá quienes sufran demasiado y quienes finalicen su vida con satisfacción. Unos serán los superficiales, los que no percibieron más que el mundo de la extensión, de la diversidad que nunca se acaba y por lo tanto nunca se obtiene; otros serán los que intentaron en profundidad.

La felicidad no consiste en hacer todo, sino en hacer lo que más necesitamos.

Cada uno debe ser capaz de identificar, entre lo que más necesita o quiere, qué es lo primordial, qué es eso que no puede dejar de empezar (no digamos de realizar en su totalidad) sin sen-tir que desperdicia su vida.

Si uno obedece a ese llamado, si se pone en marcha sin pe-rezas ni cobardías, no le importará cuántas de todas las cosas que alguna vez pasaron por su mente quedan sin hacer: vivirá totalmente convencido de que transita el camino de la satisfac-ción.

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El mito de la rutina

A la hora de pensar en las amenazas que se ciernen sobre

nuestra posibilidad de vivir bien, todos trazamos aproximada-mente la misma lista de males ante los que no queremos ver-nos: la soledad, la enfermedad, la pobreza, la pérdida brusca de la vida, de alguna capacidad o de alguna posesión, etc.

Pero a menudo el cine o la literatura nos presentan obras pretendidamente dramáticas sustentadas únicamente en la con-frontación de los personajes con estos males, y nos parecen un tanto vacías, superficiales, incapaces de concebir otro drama que los cambios materiales y bruscos.

Porque podemos transitar largos tramos de la existencia a salvo de esos estallidos de adversidad sin que por esto se nos ocurra decir que vivimos bien.

Porque, a no ser que seamos más vegetales que humanos, nos damos cuenta de que la vida tiene que ser algo más, y no nos resignamos a conformarnos con que “no nos pase nada malo”.

Como las buenas novelas o películas, quien quiere ver en profundidad descubre que hay drama, que hay aventura, allí donde a primera vista no ocurre nada.

Que “no nos pase nada malo” está bien para empezar, pe-ro de ninguna manera satisface nuestras más íntimas aspiracio-nes.

Si miramos en profundidad nos damos cuenta de que el

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verdadero drama humano no nace (como en las telenovelas) de las enfermedades, de los accidentes, de la maldad ajena ni del amor no correspondido, sino del hecho de que no pase nada.

En la lucha contra el drama de que no pase nada, una lucha que no todo el mundo decide encarar, cada uno puede darse distintas respuestas sobre qué quiere que pase para que su vida sea como quisiera.

Y en medio de esas alternativas nos entrecruzamos con un villano que suele empeñarse en ingresar al drama de la existen-cia; un villano al que, como a todos los seres peligrosos, con-viene prestarle atención: la rutina.

Porque, ni bien le prestemos atención, nos daremos cuenta que ese villano finge tener un arma entre su ropa para que nos asustemos y le entreguemos todo. Nos daremos cuenta de que el peligro no está en él: sino en el miedo que le tengamos.

Muchas veces empeora (para ser más exactos, empeoramos) nuestra vida por el solo hecho de que imaginamos un peligro donde no lo hay.

Si no nos damos cuenta de que quien quiere intimidarnos es inofensivo y el verdadero peligro está en nuestro miedo, el resultado será el mismo que si usara un arma real: tendrá poder sobre nuestra vida y hará lo que quiera con nosotros.

Lo mismo ocurre con esa palabra que se pronuncia casi con terror: la rutina.

El término rutina se refiere simplemente a la repetición de sucesos.

La repetición de sucesos en sí misma no nos parece un mal. No nos parece mal ver cada día a los seres que queremos; no nos parece mal que cada día salga el sol ni que dispongamos de alimentos.

En síntesis, no nos molesta ni preocupa que se repitan los sucesos agradables.

En cuanto a los sucesos desagradables, nos disgustan aun-que no se repitan.

La raíz de ese casi terror parece tener relación con la repeti-ción de acciones propias.

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Nos disgusta hacer siempre lo mismo. Incluso lo que en un tiempo nos gustó empieza a disgustarnos si lo repetimos inde-finidamente.

Si hay un antónimo, una antítesis de la rutina, todo indica que tiene que ser la novedad.

El espíritu humano (en la medida en que esté despierto) se alimenta de novedad.

Pero sucede que la novedad, como todo lo deseable, tiene su precio. Y la ausencia de lo deseable se debe, casi en todos los casos, a que faltó disposición a pagar su precio.

Y puede decirse que la novedad tiene un precio en el área individual y un precio en el área social.

En el área individual, en lo que respecta a lo más profundo de nuestro ser, sucede que tendemos a hacer siempre lo mismo cuando no sabemos a qué otra cosa pasar. Y no sabemos a qué otra cosa pasar cuando no sabemos qué es la vida.

Puede parecer un problema demasiado “grande” cuando lo que intentamos es simplemente no aburrirnos. Pero resulta que las raíces del aburrimiento son profundas, y no se cortarán si le suponemos causas superficiales.

Lo que sí podemos hacer, o recomendar a quien no quiera aventurarse a respuestas difíciles y lejanas, es preguntarnos qué nos gustaría en lugar de “eso” que hoy nos disgusta repetir.

Tal vez moviéndonos en pos de lo que nos gustaría vayamos rumbo a las grandes respuestas que por ahora nos abruman.

Si nos parece mucho preguntarnos qué es la vida, pregun-témonos simplemente qué queremos que sea nuestra vida.

De ahí en adelante, sea sabia o no nuestra respuesta, po-demos empezar a modificar nuestra vida actual para transfor-marla en la vida que queremos.

Si “simplemente” hacemos esto, ya habremos salido de la ruti-na.

Pero como esto tiene un precio que hay que pagar, al que hay que atreverse, abundan los que prefieren continuar como estaban, y decirse que la rutina es una cárcel de la que nadie escapa, o un asaltante con un arma real, que verdaderamente puede

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hacernos daño. En este corazón del problema se cruzan el área individual y

el área social. En esta área se suele odiar la rutina laboral, la obligación de

hacer todos los días lo mismo para ganarse la vida. Como la vida es deseable, hacemos lo que haga falta para

sustentarla. Pero lo que hace falta resulta a menudo indeseable. La más de las veces, no es indeseable por ser feo, incómo-

do o contrario a nuestros instintos: nos resulta indeseable por ser una repetición de lo mismo.

Pero ¿quién nos obliga a hacer siempre lo mismo? Abundarán los que contesten que “es una obligación labo-

ral”; nos obliga nuestro empleador, porque “nos paga por hacerlo”.

Ante esta respuesta cabe preguntarnos ¿es que en esa em-presa, o en algún otro lugar, no se le paga a nadie por hacer otra cosa?

Nuestra única obligación es no vivir a costa de otros. Par-tiendo de allí, las actividades por las que alguien nos pague pueden ser infinitamente diversas. Sólo hace falta que nos ca-pacitemos para ellas e intentemos iniciarlas.

Si en nuestra juventud descubrimos que alguien nos paga-ría por algo fácil, como, por ejemplo, pasar una escoba por un piso, fue bueno hacerlo. Pero ¿de dónde sacamos que va a ser bueno hacerlo toda la vida? O, si empieza a aburrirnos ¿de dónde sacamos que no sea posible hacer otra cosa?

Si pasan los años y nunca somos capaces de hacer algo más, o aunque seamos capaces no se nos ocurre empezar, no es responsabilidad de nuestro empleador, ni de la sociedad, ni del mundo: es exclusivamente responsabilidad nuestra.

En el momento que queramos podemos empezar a hacer otra cosa. Y si no sabemos cómo se hace, o no encontramos ya mismo quien nos pague por hacerla, seguimos teniendo toda la posibilidad de empezar a intentarlo.

En ese preciso instante habremos dado muerte a la rutina. Dar muerte a la rutina es una actitud interior. No significa

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forzosamente que podamos en el 100% de los casos eliminar el 100% de las tareas repetitivas. Sin embargo, podemos estar repitiendo acciones sin vivir atrapados mentalmente en el mundo de la repetición.

Si nuestra mente y nuestro sentimiento están creando, imagi-nando, buscando caminos, no nos molestará de ninguna manera encarar mientras tanto tareas repetitivas sobre el mundo exte-rior.

Como escuchamos tantas veces, el camino de la felicidad no consiste exclusivamente en ser capaz de modificar el mun-do, sino también, y paralelamente, en ser capaz de independizarse de cómo es o deja de ser el mundo.

Sin perder de vista esa relatividad de nuestra acción sobre el mundo, podemos realizar alguna tarea repetitiva sin creernos rutinarios ni prisioneros de la rutina, porque en lo más profun-do de nosotros sabemos que estamos dirigiéndonos hacia lo que queremos, trabajando por un objetivo mejor que el actual esta-do de cosas.

Evidentemente, hay riesgo de que en algún caso no consi-gamos lo buscado. Más precisamente, de que no lo consigamos tan pronto como quisiéramos.

Por eso, abundan los que no hacen nada para salir de don-de están, los que prefieren creer que aburrirse es una obliga-ción, que la rutina nos atrapa contra nuestra voluntad y que no nos libera en ningún caso.

Para subirse a un barco hay que sacar los pies de la tierra, y para disfrutar del lugar al que se arribó hay que volver a mo-verse y sacar los pies del barco.

Si cada paso nos da miedo, si nos asusta la posibilidad de dejar algo por el simple y natural hecho de que no sepamos qué va a venir después, estaremos perdiéndonos por decisión propia todas las posibilidades de vivir como queremos vivir.

Es feo vivir de una manera que no queremos, pero más feo aun es saber que nos ocurre porque no hicimos nada al respec-to.

Existe la posibilidad de hacer algo, pero implica algunos

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riesgos que asustan; porque en la vida que llevamos mantene-mos cierta seguridad de que “no nos pase nada malo”, y en otro tipo de vida no sabemos qué pasaría.

Entonces, como salir de las dos fealdades es más difícil, mucha gente prefiere salir de una sola, ocultarse a sí misma el factor de no haber hecho nada al respecto, y creerse condenada a una vida que no le gusta porque “no hay más alternativa” que vivir así.

No existe la rutina: existen los rutinarios.

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Las ideas-refugio

Al estudiar “con qué llenamos nuestra vida” se resalta la

distinción entre actividad satisfactoria y actividad consuelo. Luego, como otra parte de lo que llena nuestra vida aparece el trabajo, “lo que hacemos a fin de obtener lo deseable o evitar lo inde-seable”.

Conviene ver que, así como una actividad consuelo puede ser disfrazada de actividad satisfactoria, abunda entre los seres humanos la inclinación a presentar como “trabajo”, en vez de una acciones encaminadas a obtener efectivamente lo deseable, una serie de actividades encaminadas en realidad a llenar el tiempo y convencer a su ejecutor de que está dedicándose a algo serio, cuando lo que está haciendo es entretenerse para no verse ante algún riesgo, o ante los problemas que verdadera-mente lo aquejan.

Estas actividades, o creencias de que hacer tal o cual cosa es una necesidad de lo más trascendente, pueden denominarse con justicia ideas-refugio.

Las ideas-refugio son al trabajo lo que la actividad consuelo es a la actividad satisfactoria: una opción que se elige como si fuera la mejor, cuando en realidad se está eligiendo porque es más có-moda.

El trabajo tomado en su cabal sentido: “lo que hacemos a fin de obtener lo deseable o evitar lo indeseable”, conlleva la posibilidad de fracasar, de no obtener lo deseable o no evitar lo

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indeseable. Considerando que alguien dijo “no hay fracasos, sino resultados”, para librarnos de la suposición de que un resultado indeseable es una desgracia inmodificable de por vida, pode-mos reemplazar el término fracaso por el de resultado indeseable. Llamado así no tendrá ningún poder devastador sobre noso-tros; pero esto no modifica lo esencial: no queremos que en nuestra vida haya resultados indeseables.

Entonces, como el trabajo “en serio”, la acción decidida y efectiva sobre las circunstancias, representa un riesgo y puede derivar en resultados indeseables, existe la alternativa de recu-rrir al autoengaño de imponerse como “trabajos” una serie de actividades que en realidad no conducen a nada, o tienen una utilidad ínfima, pero pretenden mostrarse como lo más serio que se puede hacer en la vida.

Estas actividades podrían llamarse “inocuas” porque no conllevan el peligro del fracaso: pero no son nada inocuas por una razón fundamental: tampoco conducen a ningún tipo de éxito.

En consecuencia, son el más grave de los peligros y el más grave de los fracasos, porque su resultado es el desperdicio de nuestro tiempo, la atrofia de nuestras facultades.

Estas ideas-refugio, o actividades donde no habrá fracaso pero tampoco triunfo, pueden ser tan variadas como la capaci-dad inventiva del hombre: limpiar lo que ya está limpio, aco-modar diez veces lo que basta acomodar una, cuidarse de lo que le sucede a una persona entre millones, trabajar en lo más cómodo aunque sea aburrido y poco rentable, esmerarse en lo superficial y eludir lo profundo, etc., etc.

Poseen algunas denominaciones “clásicas”, a las que es clásico recurrir: “hacer las cosas de la casa”, “lavar el auto”, “mantenerse en forma”, “cuidarse”, “estar informado”, y va-riantes de lo más inusuales e inverosímiles, que sólo se le ocu-rren a unos pocos, pero cumplen siempre el mismo objetivo: llenar las horas y la existencia evitando los riesgos de mirar de-ntro de uno mismo, de enfrentar la alternativa de ganar o per-der, o de darse cuenta de que no se vive como se quisiera vivir.

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Así, se puede sentir la sensación de “trabajar mucho” al tomar muchas cosas para limpiarlas o cambiarlas de lugar, sin que ello signifique obtener lo deseable ni evitar lo indeseable. Se puede saber cómo se lleva una determinada actriz con su marido o qué problemas enfrenta el gobierno de un país lejano, pero no fijarse jamás en qué necesita uno mismo. Se puede poseer infinidad de libros bien ordenados, etiquetados y forra-dos, pero no sacar el menor provecho de lo que dicen. Se pue-de seguir cuidadosas instrucciones con las que se consiga vivir cien años en un cuerpo sano, pero no saber qué hacer con todo ese tiempo.

Algunas de esas actividades son buenas mientras no se las eleve a la categoría de centrales ni de únicas.

No es un vicio ni una debilidad entretenerse cuando se lo to-ma como alternativa pasajera, como descanso respecto al trabajo serio que en algún momento realmente se hace.

El acto de acometer, con nuestra voluntad, con nuestra in-teligencia y con nuestro sentimiento, contra los problemas más profundos o voluminosos, dignifica nuestra vida con el solo hecho de encararlo; pero suele ser agotador, y no es una debili-dad detenerse a descansar (siempre que esa detención no sea permanente), como no es una debilidad que los soldados que combaten valientemente dispongan de unos días de licencia. Es recomendable alternar la parte difícil del trabajo con la parte fácil, el descanso o el entretenimiento.

En el caso de parar a entretenerse, uno es consciente de que está descansando o jugando, sabe que eso no es “el traba-jo”, y sabe que luego retornará a éste. En el caso de una idea-refugio, uno no es consciente de que está recurriendo a ella para salvarse de hacer algo serio.

Más todavía: como parar a pensar es también “algo serio”, las actividades impuestas por las ideas-refugio tienden a excluir la posibilidad de parar. La idea de “estar todo el día ocupado” parecería propia de alguien muy dinámico, pero esconde una monstruosa pereza en el nivel más profundo de la persona.

Todas las ideas-refugio coinciden en su función de brin-

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darnos un ámbito donde estar mentalmente cómodos, donde refugiarnos a resguardo de los verdaderos problemas.

Esto no significa que nuestra vida deba ser incómoda ni que cambiar sea una obligación. Si uno quiere seguir viviendo como vive, no hay ningún error en eso, siempre y cuando se sienta bien en lo más íntimo con la vida que lleva, y pueda mirar esa vida, y su propio mundo interior, sin miedo y sin necesidad de ocul-tar nada.

Si nuestra vida no es así, la única opción sana será modificar lo que haga falta. Y eso es lo que nunca se podrá si se perma-nece escondido en un refugio.

Si hay un concepto opuesto al de refugio debe ser el de frente de combate, el lugar donde se pone en juego lo grande, lo valioso, lo serio de la existencia.

Aunque también hay que cuidarse de la apariencia superfi-cial, porque no todo combate es serio ni valiente. Basta con ver cuántas guerras abundaron en actos heroicos pero no solucio-naron nada. Muchas veces la misma idea de combatir, aunque implique riesgos, constituye una idea-refugio, porque en vez de combatir en profundidad, inquiriendo sobre qué es lo que en ver-dad hace falta, se abraza cómodamente la idea de que eliminar a un determinado grupo humano, el enemigo, bastará para que se disuelvan todos los males.

Tal vez la verdadera señal de que hacemos algo serio, de que trabajamos en profundidad, sea la sensación de no estar del todo seguros, el sentimiento de que debemos seguir inquiriendo para en-contrar el camino, el miedo de que con lo que hagamos llegue-mos al momento del todo o nada respecto a nuestros objetivos.

Ante semejante incomodidad, aparece habitualmente el re-curso de refugiarse en la creencia de estar haciendo algo necesa-rio y valioso, cuando en alguna parte de nuestro ser sabemos que sólo se trata de lo más cómodo.

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El amor exigente

Cuando se trata de vivir bien, tanto si concebimos como su-jeto de ese vivir bien un limitado “yo” o un amplio “nosotros”, exaltamos el papel del amor en ese escenario. También enten-demos, por lo menos para decirlo, la importancia de procurar “el bien”, para nuestra propia persona o (según la amplitud de nuestro amor) para algunas o muchas más.

Así como en el amor hay amplitud, hay o puede haber pro-fundidad.

Hay quienes sienten un amor amplio (que en vez de abarcar a pocos seres abarca a muchos), y quienes sienten un amor profundo (un amor que va “más lejos” en el terreno de las finali-dades).

Todos coincidimos en que el amor no es amor si no pasa a la acción. A nadie se le ocurriría asegurar que una persona ama a otra si nunca la ve hacer nada por ella.

Hablar de hacer algo para alguien es dar por entendido que consiste en hacer algo para su bien.

Y allí se nos aparece el gran tema: mencionamos a cada instante el bien como si supiéramos sin ninguna duda de qué se trata. Pero alguna vez necesitaremos preguntarnos qué es el bien.

Tal vez algunos se topen con una incertidumbre abruma-dora y otros se lo respondan con sencillez y seguridad. Pero una cosa es segura: no todos se responderán lo mismo.

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Es habitual decir que en la vida particular de las personas, o de la sociedad en general, muchas cosas andan mal porque falta amor.

Sin embargo, no es tan habitual darse cuenta de que aún en muchos casos en que no falta amor abundan los problemas.

Esto se origina en que no todo intento de “hacer el bien” deriva en un verdadero bien. Muchos buenos intentos termi-nan empeorando las cosas.

Una y otra vez el centro del problema es la misma pregun-ta: ¿qué es el bien?

Y para responderse cualquier interrogante sobre el bien, sobre las verdaderas necesidades del hombre, hace falta tener una idea de qué es el hombre.

De ahí que haya en el mundo infinidad de personas, de movimientos sociales, políticos o religiosos queriendo hacer algo por el bien del hombre y, como no todos se dicen lo mismo sobre qué es el hombre, ese “algo” que cada uno hace es inconce-biblemente distinto de lo que hace otro con la misma inten-ción, hasta el punto de que diferentes grupos humanos con la misma intención tratan de aniquilarse entre sí, procurando cada uno con la mayor sinceridad el bien del hombre.

Sin intentar una conclusión definitiva ni indiscutible, por-que cualquiera de esos intentos es el inicio de nuevas discusio-nes, hay que procurar ir por la vida aclarándose progresivamen-te qué es el hombre, para derivar de esto la idea de qué necesita el hombre, o sea qué necesita uno mismo, los seres que ama y la gente en general.

Ni bien se empieza con el tema, es habitual decir que todo ser humano necesita comida. No sólo porque nuestra estructura biológica es lo más indiscutiblemente visible, sino porque la necesidad de alimentarla se renueva constante-mente, y plantea un requerimiento tan urgente que no se puede dejar de lado. De ahí que abunden quienes, a la hora de preocuparse por el bien propio o ajeno, no piensen más que en obtener o en dis-pensar alimentos.

Más allá de esta base “indiscutiblemente visible” empiezan

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las discusiones. Una posibilidad de respuesta amplia, que de todos modos

puede ser cuestionada por quienes creen que sólo necesitamos comer, es decir que el hombre es algo más, que encierra en sí potencialidades que, aunque no sepamos cómo ni porqué, pueden desarrollarse.

En este caso, el bien propio del ser humano sería el acto de desarrollarse.

Esta respuesta empieza a meternos en dificultades, porque la comida es una cosa tangible, que puede ser suministrada por un ser a otro; pero el acto de desarrollarse ocurre exclusivamen-te en el interior de una persona. Más aún: ocurre exclusivamen-te si lo determina la voluntad de esa persona.

En tal caso no habría posibilidad de dar nada. A no ser que exista la posibilidad de dar propuestas, consejos, aliento para que una persona se desarrolle, y la posibilidad de exigírselo, no como un intento de torcer su libertad para satisfacer nuestras prefe-rencias, sino como el medio para que ella misma alcance el ma-yor bien posible.

De esta posibilidad, de esta convicción de que el hombre es o puede llegar a ser algo más, nace el amor exigente.

Como el amor superficial quiere que los demás tengan comida, salud, ropa o morada, el amor exigente quiere que los demás se desarrollen.

Para los que sufran como si preferir una opción obligara a rechazar la otra, hay que destacar que cuando las personas se desarrollan, desarrollan también su capacidad de obtener o pro-ducir comida.

Para el amor exigente no es “malo” encarar la búsqueda de comida ni la búsqueda de placer: lo único verdaderamente ma-lo es desatender el desarrollo.

Por ejemplo, para el amor superficial el acto de robar es “malo” porque significa despojar a alguien de sus cosas. Para el amor exigente, robar es malo principalmente porque empeora como persona a quien lo hace, tiende a contagiar su actitud y a empeorar a la sociedad en general. En última instancia, generaría

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un mal igualmente indeseable para ambos tipos de amor: vivir entre gente “peor” y, además, en una sociedad donde todos poseerían cada vez menos cosas.

Es interesante observar que las exigencias del amor exigente no están en contraposición con las inquietudes del amor superfi-cial respecto a las necesidades básicas o biológicas. Es más: cumplir las exigencias del amor exigente deriva con el tiempo en una mejora en el terreno material y biológico.

Tal vez el gran punto de contraposición entre los dos tipos de amor resida en esa breve especificación: con el tiempo.

El amor superficial no se lleva bien con el tiempo. Quiere todas las cosas inmediatamente, como siempre las quiere nuestro ser biológico. Elige invariablemente el bien a corto plazo. Tiende a prodigar todo lo que signifique placer inmediato, a padecer cuando alguien carece de cosas y no cuando carece de volun-tad, a dar a los demás lo que a primera vista necesitan, a dar irre-flexivamente lo que ellos pidan, sin la menor consideración sobre si lo que les dio no irá después a perjudicarlos. Esta idea siempre le es echada en cara por algún practicante del amor exi-gente.

Por eso, los practicantes del amor superficial suelen perci-bir como enemigos a los practicantes del amor exigente; mien-tras éstos sienten cierta molestia por la superficialidad de los primeros, pero de ninguna manera creen tener objetivos con-trapuestos.

Otro factor es que el amor puede ser superficial por dos razones: porque se posee una sensibilidad superficial o porque se tiene miedo de sentir, mirar o pensar profundamente.

Los superficiales por simple incapacidad tienden a no com-prender a los practicantes del amor exigente; los superficiales por miedo tienden a desear que desaparezcan, a odiarlos casi con furia.

Los practicantes de uno u otro tipo de amor tenderán, en la medida en que amen a los demás, a procurarles exactamente lo mismo que consideran bueno para ellos.

La diferencia fundamental continúa residiendo en la convic-

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ción que cada uno tenga sobre qué es el hombre. Para quien está convencido de que el hombre necesita en

lo más profundo de sí desarrollarse, de que es hombre sólo cuando se desarrolla, el no desarrollo aparece como un modo de muerte, de desaparición del hombre como hombre, independientemente de que prosiga existiendo como ente biológico. Esta posibilidad le resulta tan pavorosa como ver a un semejante morir ahogado o aplastado.

De ahí que quien siente amor exigente quiere para los demás cualquier tipo de bienes mientras no se contrapongan con su desarro-llo. Cuando exista una contraposición entre un bien externo y el desarrollo interno, siempre dará prioridad a este último. Inclu-so cuando se contraponga con la necesidad de comer; porque su convicción sobre la naturaleza humana le dice que en llega-do el caso la otra persona extraerá de sí la capacidad necesaria, se pondrá en movimiento, se desarrollará, para obtener el alimen-to que su hambre le exige.

Y si el hambre exige, el partidario del amor exigente nunca estará del todo convencido de que sea un mal.

Además de los males que acarrea el amor superficial, existe para el partidario del amor exigente otra calamidad: el amor fin-gido, que aparenta dar algo por amor pero lo da con un interés oculto.

Cuando un ser humano da algo a otro puede hacerlo des-interesadamente, con sincero afán de hacer el bien a ese otro, o interesadamente, como recurso para lograr indirectamente su propio bien.

También se puede dar interesadamente sin un fin oculto, sin ningún tipo de amor fingido. Por ejemplo, cuando un vende-dor da algo a un comprador y éste le paga; porque ambos actú-an abiertamente y de mutuo acuerdo en su propio beneficio.

Cuando alguien da desinteresada y sinceramente, entra en juego lo que verdaderamente cree sobre qué es el hombre y qué necesita. Aquí puede haber algún acto perjudicial, que empeore a quien reciba un aparente bien, sólo a causa de la superficialidad de quien vea un bien superficial como bien supremo.

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Cuando alguien da algo con un fin oculto, como lograr que el otro le preste atención, lo crea buena persona, le haga favores o lo vote en las siguientes elecciones, generalmente el bien que le da a ese otro no es un bien relacionado con las ne-cesidades profundas del hombre, con su desarrollo, sino con sus deseos inmediatos, porque intenta gustar, mientras que la exigencia o el llamado al desarrollo no suelen gustar.

Como consecuencia, la extendida práctica de dar algo a otro para beneficiarse uno mismo tiende a enviciar, a corromper, a acostumbrar a los otros a esperar ser beneficiados en vez de procu-rar desarrollarse. A su vez, los “beneficiados” por esa dación mezquina tienden a congraciarse con su “benefactor” para ase-gurarse la continuidad del beneficio, y lo hacen dándole lo que éste procura, que en tales casos tampoco es una contribución al desarrollo humano.

De modo que quien vive el amor exigente se ve ante un mundo que, ya sea por efecto de la ignorancia o de la mez-quindad, suele interferir y hasta atrofiar el desarrollo de lo más valioso del hombre.

Y a cada instante puede presentársele a cualquiera, sin que se dé cuenta y sin que lo haya deseado, la disyuntiva entre favorecer o desalentar el desarrollo del hombre.

Casi todo lo que hacemos a diario, casi todo lo que se nos cruza en el camino y nos exige una respuesta, va a incidir en uno o en el otro sentido: cuando nos piden, cuando nos pre-guntan, cuando resolvemos cada detalle de nuestras tareas, cuando hacemos un regalo, cuando intervenimos con nuestra voz o nuestro voto en la vida colectiva, etc., etc.

El núcleo de todo acto del amor exigente es de uno u otro modo la educación, idea cuyo significado original (e-: dirección eferente, desde dentro hacia fuera; y ducere: conducir) indica ya la finalidad de extraer desde el interior del hombre una potencia que reside en él.

Aunque no se desempeñe como educador profesional, quien lleva dentro de sí el amor exigente se encuentra con que prácti-camente cada encuentro con otro ser humano es un desafío,

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una opción entre educar o maleducar. Sin que lo deseemos, ten-dremos que responder ante cada circunstancia de un modo que, casi sin opciones intermedias, tenderá a mejorar o a empeorar a quien se cruce con nosotros e, indirectamente, a quien se cruce con ese alguien.

Si bien todos los seres despiertan la inquietud de quien siente amor exigente, el punto central de ésta lo ocupan los hijos y los niños en general, porque para el amor exigente es un cri-men, casi una traición a la condición humana, traer seres humanos al mundo y no prestar atención al desarrollo de ese algo más que pueden ser. Tratarlos como si fuera lo mismo desarro-llarse que no desarrollarse sería un incumplimiento tan grande co-mo no alimentarlos.

Además de los hijos propios importan los otros niños, que por estar comenzando la vida están desarrollando los cimientos de lo que serán, y aunque no estén especialmente a nuestro cargo sucederá con ellos como con cualquier otra persona: en cual-quier momento pueden cruzarse con nosotros y ser educados o maleducados por lo que les respondamos.

Como a la gente no suele gustarle que le exijan o que le propongan objetivos difíciles, el amor exigente puede exponernos a enfrentamientos y disgustos cada vez que se plantee la opción de educar o maleducar; puede exponernos a la opinión de que no amamos a esas personas a las que en vez de darles lo que tie-nen ganas de recibir les exigimos que sean lo que en ese momen-to no son.

Es muy común contraponer a las exigencias del amor exi-gente el postulado de que hay que amar a las personas tal como son. Pero hay que prestar atención a un detalle: si alguien dice eso con esas palabras es porque supone que las personas son siem-pre iguales, que son entidades estáticas, y que el bien del hombre no tiene ninguna relación con su crecimiento interior.

Para quien no crea que el hombre sea una entidad estática, inmodificable como un mineral, no hay posibilidad más horri-ble, tanto para sí como para el prójimo, que seguir siendo total y permanentemente igual.

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Para quien concibe al hombre como un ser en proceso de superación y con capacidad de superación, amar a las personas tal como son consiste precisamente en amarlas como seres que viven en permanente desarrollo, como seres cuyo mayor bien es ser cada vez mejores, y, por lo tanto, como seres que padecerían la ma-yor de las desgracias si se estancaran o si se modificaran en sentido contrario al que necesitan.

En esa permanente disyuntiva entre la opción de mejorar o la de empeorar el mundo, aparecerá simultáneamente a cada paso la opción de educarse o maleducarse a sí mismo; porque habrá que elegir entre ser fiel al deseo de recibir simpatía y buenos tratos o ser fiel al amor exigente y a la finalidad de des-arrollarse, de no empeorar como persona ni alentar el empeo-ramiento de quienes nos rodean.

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Qué somos y qué podemos ser

Mucho se ha dicho, de acuerdo a lo que cada uno piense sobre qué es el hombre, qué se puede lograr o no con lo que llamamos educación. Forzosamente, con esto se desemboca en el interrogante de qué es la educación.

Sin meterse en el dilema de si esto es una nueva teoría educativa o es parte de alguna existente, vale la pena analizar un fenómeno que cada uno puede comprobar observando a la gente que se cruza en su vida.

Podríamos denominarlo aliento o desaliento de las poten-cialidades preexistentes.

Puede decirse que cada ser humano nace con una amplia variedad de potencialidades; y la educación, o la mala educación, o, para ser más exactos, la influencia del ambiente y las personas que lo rodean, incide en que algunas de ellas pasen a la acción, crez-can, se potencien, y en que otras se debiliten o queden inacti-vas.

Esto es igualmente aplicable a disímiles teorías sobre qué es el hombre. Tiene sentido aunque nazcamos todos iguales o aun-que ya al nacer existan diferencias entre los individuos; diferen-cias que diversas teorías sobre el hombre explicarán cada una a su manera.

En cada individuo están latentes múltiples potencialidades, impulsos o tendencias internas. Algunas forman parte de su

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naturaleza biológica y otras son propias de ese algo más que constituye el hombre.

Algunas de ellas despiertan o afloran de acuerdo a normas temporales: pasan de potencia a acto en alguna fase de la existen-cia, como la sexualidad o la inclinación a independizarse de los padres. Otras aflorarán, o no, de acuerdo a dónde, cómo y en-tre quiénes transcurra la vida del individuo.

Ni bien dicho esto se adivina el rol fundamental que cum-plen los padres, la familia, el ambiente emocional, mental, y moral en que una persona se desarrolla. Porque cuando deci-mos se desarrolla estamos presuponiendo que sus potencialida-des se desarrollarán, o no, en concordancia con ese ambiente.

Por ejemplo: en todo ser con movilidad propia, ya sea animal o humano, existe una predisposición a lanzarse inme-diata e irreflexivamente sobre el alimento. Esto es útil para subsistir; pero resulta que el animal humano inventó la civiliza-ción, mediante la cual, cuando funciona bien, puede proveerse más fácilmente de más y mejores alimentos, de otras cosas de-seables y, como si fuera poco, de la posibilidad de descansar transitoriamente de la lucha por la subsistencia y concentrarse en ese algo más que lo mueve a trascender la animalidad.

Pues bien: si a un individuo no se le indica que en vez de seguir ciegamente ese impulso debe dejar que sus hermanos coman su parte, o más adelante que debe comprar el alimento antes de llevárselo a la boca, el resultado será que ese individuo no encajará en la civilización, será castigado y expulsado de la misma. Esto no sólo perjudicará a su ser biológico, sino tam-bién a ese algo más que subyace en él además del instinto.

Si, por el contrario, se le enseña a mirar y considerar, y a su vez vive entre hermanos que aprendieron a respetarlo y de-jarle comer su parte, no sólo se volverá una persona capaz de vivir en sociedad, sino que experimentará la satisfacción de estar con seres que lo aman y respetan, y desarrollará senti-mientos que enriquecerán sus posibilidades de una vida mejor.

Ambas posibilidades se presentan para el mismo indivi-duo; un individuo que en el futuro puede ser de una manera o

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de otra. Además de ese impulso a lanzarse sobre el alimento hay en

el hombre otras inclinaciones latentes, algunas netamente bio-lógicas, como el impulso sexual, el principio del menor esfuer-zo o el miedo ante las amenazas a la integridad física, y otras más propiamente humanas, como la curiosidad, la tendencia a comunicarse o la disposición a crear. De cómo actúen los adul-tos ante cada manifestación de estas potencialidades dependerá que algunas crezcan y otras se marchiten.

Este fenómeno es independiente de cómo sea un indivi-duo “en estado puro y original”, si es que tal cosa existe. Es más: encaja sin contradicción en varias concepciones del mun-do o teorías sobre qué es el hombre.

Es evidente que esto ocurre con cierto grado de relativi-dad, y no existe una alternativa forzosa ni excluyente entre el postulado de “todo lo determina el ambiente” y el de “todo lo determina el individuo”.

Tales postulados, presentados como dos posibilidades in-variables y terminantes entre las que creemos que deberíamos optar, son producto de la falta de observación o reflexión so-bre el asunto.

Se disuelven inmediatamente ante una pregunta simple: cuando un castillo es atacado por un ejército ¿quiénes ganan, los de dentro o los de afuera?

Salta a la vista que es imposible contestar esto si no se co-nocen más factores, como cuántos son los de dentro, cuántos los de afuera, qué armas o cuántos alimentos poseen unos y otros, cuánta voluntad de luchar hay en cada bando, y hasta cuánta necesidad tienen de enfrentarse unos a otros, porque tal vez no sean tan distintos y se beneficien más asociándose que atacándose.

Lo mismo pasa con las “teorías” de que todo lo determina el ambiente o de que todo lo determina el individuo: es insen-sato decir que una alternativa sea más posible que la otra en general. La vida de cada persona es una vida en particular.

El aliento o desaliento de las potencialidades preexistentes posee

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cierto grado de relatividad por razones similares al ejemplo del castillo. Depende, entre otros factores, de cuáles sean esas po-tencialidades preexistentes, o de cuánta antinomia haya entre éstas y el ambiente.

Hay individuos que resultaron, para bien o para mal, muy distintos a la familia o a la sociedad en que crecieron, por mu-cho que los demás hayan intentado “encarrilarlos” para que se parecieran a ellos. Esto puede deberse a que albergaban alguna potencialidad preexistente muy fuerte y resuelta a desarrollarse, que no cedió ante la acción del ambiente en su contra.

El hecho de que una potencialidad o aspiración sea más fuerte que otras y hasta más fuerte que la influencia del am-biente sobre el individuo no se contradice con la viabilidad del aliento o desaliento de las potencialidades preexistentes. Es un factor más entre los que hacen que cada persona sea única, y esto, a su vez, no se contrapone con el hecho de que cada sociedad esté integrada por personas más o menos parecidas entre sí.

De ahí las habituales afirmaciones acerca de que los argenti-nos, los italianos, los judíos, sean casi todos de tal o cual manera; de ahí las clasificaciones según influencias temporales (”en mi época la gente era distinta”) y los también habituales comentarios sobre individuos no tan modelados por su ambiente (“ése no parece de la familia”).

De modo que no podemos ignorar que la influencia de quienes habitan una época y un lugar determinados alienta o desalienta las potencialidades preexistentes de los individuos que arri-ban posteriormente a él.

Se puede discutir eternamente si lo hace mucho o poco. Por todo lo comentado se puede deducir que lo hace en magni-tud variable; pero no cabe duda de que esa influencia existe.

Entonces, es importante tomar conciencia de qué pode-mos o debemos hacer al respecto, en vista de que nuestras ac-ciones producirán inevitable efecto no sólo en cuanto a qué les suceda a los demás, sino también en cuanto a qué serán los de-más.

Al respecto, suele presentarse una firme objeción a todo

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tipo de intervención sobre cómo deben ser los demás, acompañada del postulado, moralmente encomiable e indiscutible, de que dejemos que los demás sean como quieran ser.

No se puede discutir la sana intención de este postulado. Es cierto que no debemos tratar a las personas como masas mode-lables ni como máquinas a las que se le cambian partes. Pero es cierto también que, nos guste o no, vivimos entremezclados e in-fluenciándonos, y que la alternativa abstractamente ética y aséptica de la no intervención no existe en el mundo real.

En el mundo real tenemos hijos que lloran para obtener lo que desean, que más adelante se sientan a nuestra mesa, nos ven y nos escuchan. En el mundo real tratamos con el resto de la gente, para intercambiar cosas (con la posibilidad de que alguien quiera dar poco y obtener demasiado) o para intercam-biar pensamientos (con la posibilidad de que esos pensamien-tos mejoren o empeoren la existencia propia o ajena).

Al habitar una sociedad se vuelve inevitable influir sobre las personas para bien o para mal. Y si no sabemos qué es el bien y qué es el mal, necesitamos, aunque no nos interese otra perso-na que la nuestra, comenzar a preguntárnoslo.

Algunas teorías educativas conciben al hombre como una tabula rasa, territorio virgen o espacio completamente en blanco sobre la que la sociedad va grabando improntas desde fuera. Otras teorías hablan de almas nobles o almas innobles, que son así desde antes de venir al mundo. Otras hablan de características étnicas o raciales que determinan ciertas predisposiciones. Otras dan gran importancia a lo corporal, a la química y a los alimentos en la conformación de cómo será un individuo.

El fenómeno del aliento o desaliento de las potencialidades pre-existentes es perfectamente compatible con cualquiera de ellas, excepto con la de la tabula rasa si se toma hasta el extremo de no creer que los instintos sean potencialidades preexistentes.

En el terreno de la vida práctica no importa saber cuántos son ni por qué están dentro del individuo los contenidos “pre-vios” a su vida en sociedad. Importa, y mucho, saber que algu-nos de esos contenidos pueden expandirse hasta cobrar enor-

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me fuerza y otros pueden quedar dormidos o apagarse. Lo más importante: esas potencialidades preexistentes se

lanzarán hacia fuera desde el principio de la vida, y se verán alentadas a expandirse o replegarse por las respuestas que reciban de los otros individuos.

De modo que, aunque diferentes individuos lleguen al mundo con diferentes disposiciones, hay una incidencia decisiva de la forma en que la sociedad, comenzando por su familia, responde a cada acto o señal de esas disposiciones.

No importa si esta incidencia es grande o pequeña en rela-ción a “lo otro”. Lo verdaderamente importante es que esa incidencia es lo único que, como integrantes del ambiente en que viven otros seres, tenemos a nuestro alcance; y que esa inci-dencia existe independientemente de nuestra voluntad. Nos guste o no, lo que hagamos o dejemos de hacer va a influir sobre la vida de quienes nos rodean.

Se puede decir, por ejemplo, que alguien es bruto porque nació careciendo de inteligencia o traía en el alma su brutalidad. Puede ser verdad hasta cierto punto; pero si se repasa su vida se descubrirá que algunos impulsos (tal vez presentes en todos los individuos) que tienden a generar actos irreflexivos y a os-curecer la inteligencia (tal vez también presente en todos los individuos) fueron pasados por alto, aceptados y hasta festeja-dos por los adultos que presenciaron sus manifestaciones, y el resultado fue que éstas se repitieron porque el niño experimen-taba satisfacción con sus actos y/o con las respuestas recibidas, hasta que esos impulsos cobraron tal fuerza que sepultaron todo otro contenido de la persona.

Lo mismo ocurre con lo que llamamos “virtudes”. Sus manifestaciones espontáneas son incitadas a crecer o a reple-garse por cada respuesta de los mayores, y la cadena de causas y efectos va generando un torrente mental y emocional en un sentido o en otro.

Así, el hecho de que las personas sean como son, busquen lo que buscan, desprecien lo que desprecian, teman lo que te-men, rían de lo que ríen y acostumbren lo que acostumbran, se

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debe en gran medida, los beneficie o los dañe, a qué vieron o qué escucharon en la sociedad en que nacieron.

Si vemos que influimos y no podemos dejar de influir so-bre los demás, sobre eso que llamamos virtudes o defectos, nos aparece en algún momento el gran interrogante sobre qué alen-tar y qué desalentar, sobre qué acciones llevan al bien o al mal, a la felicidad o a la infelicidad, y hasta sobre por qué debemos ocu-parnos de tal asunto.

Nuestra responsabilidad en la vida, tanto para el bien ge-neral como para el propio, es disponer de una respuesta a este interrogante; porque cualquier cosa que hagamos, incluyendo la alternativa de no hacer nada, producirá inevitablemente alguna consecuencia.

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Pasar al otro lado

Una y otra vez se nos presentará un escenario similar: se yergue ante nosotros una valla, un problema, un obstáculo. Ante esto, nos nace la aspiración a superarlo y pasar al otro lado.

De este lado está el padecimiento, la esclerosis, la paraliza-ción de nuestros proyectos; del otro está la continuación de nuestra vida en nuevas condiciones.

Aquí aparecerá el eterno dilema del precio, de cuánto costa-rá superar, saltar o derribar ese obstáculo.

Pero junto a esto subyace otro factor muy serio que hace falta considerar: la incertidumbre respecto a qué hay del otro lado, el miedo a ese territorio incógnito que con tan aparente senci-llez llamamos “continuación de nuestra vida en nuevas condi-ciones”.

Este problema puede ser mayor que el de saber o no cómo superar el obstáculo, e incluso que el del precio que nos de-mandará.

Un médico que daba consejos por televisión dijo que cuando se padece un dolor de cabeza es necesario descubrir la causa y atacarla.

Es la fórmula exacta para resolver todos los problemas, de salud o de cualquier otra índole; pero suena tan simple que no parece haber mérito en decirlo.

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Es que la complicación no está en la fórmula, sino en no-sotros.

De ahí que muchas veces la causa no es atacada, y los pro-blemas se eternizan, por la sencilla razón de que no hay reales ganas de atacarla. No hay una real convicción de que la vida sería mejor en caso de no existir el obstáculo y quedar abierto el camino hacia el otro lado.

No siempre el hombre quiere superar los obstáculos co-ntra los que protesta. Unas veces porque no tiene idea de cómo hacerlo, otras por no esforzarse, y otras por una razón más temible: no sabe qué encontrará al otro lado.

Al no saberlo, prefiere quedarse de este lado aunque pa-dezca la molestia, la sensación de encierro que todo obstáculo suele generar.

El no querer pagar el precio es un problema de índole biológica: por razones biológicas tendemos a rehusarnos a consumir energía, a no ser que ese consumo se compense con un benefi-cio muy visible y tentador (porque la tentación moviliza direc-tamente al instinto, el motor más básico y poderoso de todo ser vivo).

El miedo a lo que puede haber del otro lado es un problema de índole psicológica y metafísica; un problema propio del hombre.

Como siempre, detrás tal vez de toda disyuntiva o elección subyace el tema de fondo de qué sentimos, qué creemos sobre la vida y su finalidad.

De ese qué creemos depende el tener o no la intuición de que más allá de lo que hoy nos inquieta hay algo valioso, algo que vale la pena vivir.

Cuando no existe esa indefinida pero poderosa intuición, la más de las veces se teme que más allá de lo conocido se aca-be la vida, que después de saltar el obstáculo nos encontremos en un territorio donde ya no haya algo por hacer, algo nuevo que alcanzar y disfrutar.

Nos aterra la idea de arribar a un territorio vacío de posibili-dades.

Este miedo, más profundo que el miedo al choque con los

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obstáculos y que el mismo miedo a la muerte, determina que muchos seres prefieran desechar la posibilidad de pasar al otro lado, y prosigan su existencia como si de este lado estuvieran todos los problemas resueltos y se obtuviera todo lo que es posible obtener.

Los que no son vencidos por ese miedo llegan siempre a algo más; por la sencilla razón de que ya desde antes residía en ellos la convicción de que la vida es algo más.

De ahí las viejas insistencias en que la filosofía (entendida como el acto de preguntarse y no como una succión de cultura ajena) no es una profesión que eligen algunos, sino una necesi-dad intrínseca de todo hombre.

Como los vegetales necesitan nutrientes en el terreno que habitan, como los animales necesitan habilidades para procu-rarse alimento, el hombre necesita, además de la capacidad de conservar la vida, la de saber qué hacer con ella.

Esta enorme disyuntiva, de la que depende que cada exis-tencia sea insípida o exquisita, superficial o profunda, imper-ceptible o admirable, no se soluciona escuchando prédicas ni consejos, sino respondiéndonos, desde lo más profundo de nosotros, porque lo percibimos y no porque nos lo dijeron, qué creemos que hay o puede haber de valioso en la vida. Respondiéndonos el viejo interrogante de qué somos y a dónde vamos.

Si esto nos parece muy difícil de responder, no nos des-alentemos; porque lo que realmente decidirá todo es la actitud de preguntárnoslo.

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El momento de actuar

Podemos haber leído infinidad de buenos pensamientos sobre cómo vivir, podemos darnos o recibir los mejores conse-jos, podemos trazarnos un sabio panorama sobre qué es bueno y qué es malo en la vida, y hasta un brillante plan de cómo y hacia dónde marcharemos por ésta.

Sin embargo, con tan prodigioso contenido en nuestra mente, nuestra existencia puede ser tan pobre como la del que piensa cualquier otra cosa, o como la del que directamente no piensa.

Porque toda idea sobre cómo vivir desemboca en que al-guna vez hay que dar el primer paso, tomar la primera herra-mienta, abrir la primera puerta, exponerse al primer riesgo.

Las más sabias enseñanzas quedan en la nada, y hasta pue-den parecer falsas, si jamás se entra en acción hacia lo que pro-ponen.

La ley del menor esfuerzo, que a través del instinto nos con-mina a reducir lo más posible el gasto de energía, se contrapo-ne a la sed de cambio y creación, a la aspiración a vivir mejor, que nos conmina a movernos hacia algo más, hacia una vida distinta a la que vivimos en el presente.

La ley del menor esfuerzo pertenece al universo de la bio-logía, y subyace en nosotros porque somos entidades biológi-cas. La aspiración a vivir mejor es propia del hombre, y trabaja

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asimismo en nosotros porque somos entidades biológicas y algo más.

Ser humano significa padecer ese conflicto entre conservar y cambiar.

De todo lo que creó el ser humano, cuya suma llamamos civilización, una parte se debió a su necesidad de conservar, de cuidarse y mantenerse con vida, y otra fue motivada por su aspiración a vivir mejor, a transformar su vida en algo más de lo que hasta el momento había sido.

Como es fácilmente visible, en unas personas el conflicto se resuelve con la preponderancia del conservar y en otras con la del cambiar.

También es posible una lucha prolongada en la que cada tendencia gobierne por un tiempo.

Cada una de ellas nos exalta casi furiosamente su postula-do: ¿para qué conservar, si el resultado puede ser una vida tan monótona que dejaría de interesarnos? O ¿para qué cambiar, si el resultado puede ser cambiar la vida por la muerte?

En realidad no puede darse la presencia absoluta de una tendencia junto a la ausencia absoluta de la otra. No tiene sen-tido modificar si no se planea llegar vivo al momento de disfru-tar los cambios. No tiene sentido conservar la vida si no se cree que habrá en ella algún hecho que merezca nuestra presencia.

El problema que puede llevarnos al drama del no actuar surge de que esa necesidad de novedad, de satisfacción, en in-finidad de casos no se intenta llenar con cambios concretos y palpables, sino con fantasías mentales, muchas de las cuales figuran en los temas previamente tratados.

Ahora hay que prestar atención a un nuevo detalle: en vez de llenarse de fantasías y estupideces, la mente puede llenarse de verdades y buenas ideas. Sin embargo, un individuo puede permanecer con esas ideas en la cabeza, creyéndose sabio, culto o superior a otros, sin empezar jamás a moverse para plasmar alguna de ellas.

El resultado de esto sería el mismo que el de vivir de fan-tasías: atravesaremos buena parte de la vida suponiendo que la

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felicidad está “más adelante”, que el futuro será maravilloso, hasta que algún día percibiremos las primeras chispas de insa-tisfacción, nos aterrará un indisimulable vacío interior, caere-mos en cuenta de que pasamos mucho tiempo (y nos queda cada vez menos) sin habernos siquiera acercado a los prodigios que suponíamos a nuestro alcance.

Mucha gente lee buenos libros y escucha sabios consejos sobre cómo avanzar hacia los ideales que sueña. Sin embargo, un alto porcentaje de ella vive tan mal como la que no lee, ni escucha, ni piensa.

Entre las buenas ideas que podemos haber aprendido, ge-neralmente figura la de que todo queda en la nada si no se pasa a la acción.

Aún así, el problema no quedará automáticamente resuel-to. Ningún vicio, y entre ellos el de la inacción, puede ser ven-cido sin más arma que una idea.

El único antídoto contra la inacción es la acción. Podemos incluso vivir convencidos de que estamos

“haciendo mal” al no hacer nada, pero no por eso comenzar a movernos. Tal es el poder de la inercia, de la tendencia a evitar o postergar el esfuerzo.

La inmovilidad sólo se elimina moviéndose, en un chispazo de la voluntad que se trasmite a nuestras manos y pies (manos y pies físicos, materiales, concretos, no metafóricos ni entendi-dos en sentido figurado).

Se pasa a la acción espontáneamente cuando la exigencia viene del instinto, de la tentación generada por lo cercano. No se lo hace con tanta facilidad a la hora de ejecutar planes genera-dos por la mente, aunque éstos se refieran a objetivos de lo más tentadores.

Porque el instinto, bajo el imperativo natural de la ley del menor esfuerzo, no acciona el encendido de nuestra energía a menos que lo perciba como una necesidad vital. Y el instinto no suele llevarse bien con los planes: sólo trata con lo que apa-rece directamente ante los ojos.

De modo que el hombre, cuando quiere ir más allá de lo

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que le dicen sus impulsos inmediatos, debe en cierto modo chocar contra sí mismo: forzar, desgarrar, llevarse por delante a esa parte de sí que prefiere ahorrar energía y le propone permane-cer donde está.

Es indispensable estar convencido de que no habrá futuro mejor, no habrá concreción de ningún sueño, si no nos acos-tumbramos a arrasar esas barreras cada vez que haga falta y empezar a movernos, aunque sea incómodo, aunque sea ries-goso, aunque parezca a primera vista indeseable, hacia eso que nos parece digno de alcanzar.

Es inconcebible la idea de “alcanzar” si no media el movi-miento.

Sólo si son acompañadas por la decisión, por la actitud de quebrar la inercia y arriesgar, por el movimiento, las buenas ideas que hayamos escuchado se volverán un ingrediente útil para acercarnos a lo que soñamos.

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La decisión es la base de todo

Estamos habituados a escuchar que la felicidad, la posibi-lidad de ese “vivir bien” que soñamos, depende del favor de las circunstancias. Se repite y se canta lo de salud, dinero y amor, se menciona la suerte, el lugar y la época que a cada uno le tocan, etc, etc.

También escuchamos a los que intentan ir más allá: para vivir bien hay que saber vivir: ninguna circunstancia hace la feli-cidad de alguien que no sabe qué se necesita para ser feliz.

Ahora bien: si vivir bien depende de las circunstancias ¿por qué no están todos, o al menos los que creen esto, traba-jando seriamente para cambiarlas? Si vivir bien depende de saber ¿por qué no están todos, o al menos los que creen esto, intentando saber?

Cuando inquirimos por los porqués reales detrás de los por-qués aparentes, empezamos a ver que el mismo intento de mo-dificar circunstancias, o el mismo intento de aprender sobre la vida, son motivados, activados, disparados, por una causa pre-via: la decisión de vivir.

Pero ¿puede ser que unas personas tengan decisión de vivir y otras no?

Pareciera que sin la decisión de vivir no podría haber seres vivos.

Es cierto; pero no todos entienden “vivir” en el mismo

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sentido. Todos los seres nacen y de ahí en más tratan de escaparle a

la muerte. Es lo mínimo a lo que puede llamarse vida. Tal vez ahí comiencen las diferencias: mientras para algu-

nos eso es solamente lo mínimo, para otros es la vida, la totalidad de lo que entienden y pueden entender por vida.

Sólo quien aspira a que la vida sea “algo más” trabajará por ese algo más.

La gran diferencia entre quienes actúan para que su vida sea como quieren y quienes no lo hacen es que unos quieren, en el cabal sentido de la palabra, y otros sólo quisieran que las co-sas fueran distintas. Y no faltan los que ni siquiera quisieran, los que tienden simplemente a mantenerse sobre el mundo, sin morir pero sin vivir.

¿De dónde vienen estas diferencias? El debate puede ocupar a varias generaciones de filósofos

y psicólogos. Para no demorarnos esperando grandes respuestas, pode-

mos esbozarnos una que nos alcanza y sobra en el terreno de la práctica: cuando existe la decisión de vivir realmente, de con-cretar y experimentar lo que se sueña, todas las facultades del hombre van en esa dirección, y no aceptan la intromisión de factores que hagan fuerza en sentido contrario.

Esas facultades humanas pueden detenerse a descansar, o tomarse algún recreo; pero irremediablemente vuelven en pos de su objetivo: jamás aceptarán la inactividad de por vida ni darán un solo paso contra su propio deseo.

Sin embargo, abundan las personas que no actúan en favor de sus propios deseos, y hasta llegan a actuar o pensar en co-ntra.

La causa parece ser que la acción para alcanzar algo conlleva siempre el riesgo de no alcanzarlo.

Ante esto, la mente humana suele asustarse, escapar y ape-lar a muchos trucos. Los más comunes son convencerse de que conviene vivir sin aspirar a nada, o de que ya se tiene todo lo que se soñó, o directamente decirse que jamás se quiso otra

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vida que la que se está viviendo. Ninguno de quienes toman ese camino es feliz en lo más

íntimo, aunque acostumbre decir que vive sin problemas, y no se atreva a echar una mirada realmente sincera al territorio de “lo más íntimo”.

Decidir vivir es, entonces, querer una vida mejor, saber que es posible, y que también es posible no lograrlo.

Decidir vivir es ir hacia adelante, intentar lo que se sueña sin ignorar que hay riesgos, pero sabiendo que no existe mayor riesgo que el de apagar, desactivar, matar la propia aspiración, para convertirse en un ser (no sabemos si humano) que per-manece sin morir pero tampoco vive.

De ahí la insistencia sobre la misma base y en torno al mismo eje: la posibilidad de una vida digna de vivir no depende de qué tenemos, de qué queremos y ni siquiera de qué sabe-mos, sino de qué decidimos.

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Qué se puede y qué no

Cuando se piensa en cualquier objetivo deseable, desde

conseguir un empleo hasta transformar el mundo, sale a relucir el interrogante de si es posible o no; nos viene el recuerdo de cuántas veces intentamos algo y descubrimos que el mundo exterior se negaba a obedecernos.

No está mal parar un momento a considerar si lo que nos proponemos es más o menos posible. Con esto evitamos vivir de fantasías o dilapidar tiempo y esfuerzo.

Lo grave, y demasiado habitual, es presentar la idea de “no se puede”, o la de “no es seguro que se pueda”, para convencer o convencerse de no intentar algo.

Eso es en cierta manera pensar al revés. Debemos dar un gi-ro completo al problema y ponerlo sobre sus pies: el funda-mental primer paso es preguntarnos cuánto incide en nuestra vida ese “algo”.

Si ese algo es un detalle que nos resulta poco menos que indiferente, tal vez no valga la pena procurarlo por muy posible que sea.

Si eso que tenemos en mira determinará nuestra felicidad o nuestra desdicha, mucho más preferible que la desdicha será un intento del que se desconozca la viabilidad.

El mejor ejemplo para graficar esto es el de alguien a quien le falte el aire. Jamás se preguntará si le será posible volver a respirar: luchará inmediata e inconteniblemente por hacerlo.

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Hay quienes mueren sin conseguirlo, pero no por eso sin dejar de luchar, y quienes se salvan gracias a ese puro impulso que no sabe de dudas ni de preguntas.

Y no hay que creer que esto es efecto del no tener tiempo. Incluso si la pre-asfixia nos diera tiempo para pensar, ¿qué sen-tido tendría preguntarnos si lo que queremos es posible, y qué sentido tendría darnos alguna respuesta?

Hay situaciones menos urgentes pero no menos graves, como puede ser la de una nación invadida y obligada a vivir de un modo que no quiere. Para quien realmente sea importante vivir de otro modo, no tendrá mucho sentido preguntarse cuánta es la posibilidad de expulsar al invasor: ningún riesgo ni pérdida sería peor que continuar con esa inaccesibilidad a la vida deseada.

En estos casos, a diferencia del de la falta de aire, aparece el tema de si queda o no algo por perder. Alguno dirá que sería to-davía peor estar en una prisión, o ser torturado, o morir. Cada uno evaluará en su mundo interior, en el mundo del sentimien-to, qué le parece mejor o peor.

El otro tema, el de si es posible o cuánta es la posibilidad, pertenece al mundo del pensamiento, y viene después de la pri-mera elección. Incluso si la primera elección derivara de la creencia de que lo deseado es posible, la más de las veces esa creencia no sería un conocimiento muy objetivo ni comproba-ble, sino un derivado de la intensidad con que se desee tal obje-tivo.

Todos hemos presenciado discusiones entre el se puede y el no se puede. Lo que se extrae en claro de éstas es que no se puede llegar con certeza a una conclusión, y menos todavía a que dos o más personas crean lo mismo.

Mientras no tengamos la plena evidencia de que algo es imposible (evidencia de por sí casi imposible) sigue teniendo sentido intentarlo. Qué damos y qué no damos por esa posibilidad desconocida es una elección del sentimiento.

Incluso la evidencia de la imposibilidad, aunque suene a com-probación científica, suele pertenecer al campo de lo subjetivo.

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Algunos presos escaparon de cárceles cuidadosamente proyectadas para que fueran imposibles las fugas. Simplemente sucedió que tuvieron más tiempo que los diseñadores de pri-siones para pensar en el tema, y una motivación mucho más poderosa que la de ellos en el terreno del sentimiento.

Hay historias de supervivencia de náufragos, o de gente en situaciones de peligro, que nos enseñan a no usar tan descuida-damente el concepto de imposible.

Podemos sintetizar todo esto en una fórmula: la inclina-ción a preguntarse por la imposibilidad de algo es inversamente proporcional a la fuerza con que se lo desea.

Lo siguiente es darse cuenta de que descuidar esta fórmula puede conducir al error por un extremo o por el otro: procurar lo imposible o no procurar lo posible.

Quien sea consciente de que vivir bien requiere por sobre todo la propia intervención, no debe ignorar esto. Y si no encuen-tra cómo disipar la duda, tener en cuenta que el error de no hacer suele ser más triste y discapacitante que el de hacer.

Si profundizamos en el dilema llegaremos a una conclu-sión forzosa: si algo es imposible, sólo puede comprobarlo quien lo haya intentado con todas sus fuerzas.

Cualquier otra persona, como no tiene el suficiente interés ni en consecuencia la suficiente experiencia, lo único que puede tener es una opinión. Y la opinión de alguien que no se interesa por el tema sobre el que opina carece de toda razón para ser valiosa; será invariablemente una opinión pobre.

Toda esta complicación, que no es poca, corresponde al mundo interior de cada individuo. Pero no falta otra, tal vez más complicada y necesaria de estudiar: la propia de las relaciones entre individuos.

Porque las consideraciones entre qué es posible y qué es imposible nacen la más de las veces en conversaciones. Y como no hay dos individuos iguales, las conversaciones son entre individuos distintos.

¿Qué sentido tiene la discusión sobre si un objetivo es po-sible o no si sus protagonistas son alguien muy interesado y

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alguien nada interesado en ese objetivo? Mucha gente podrá decirnos que lo que nos proponemos

no es posible o no es conveniente por la sencilla razón de que a ella no le interesa ese objetivo, o le interesa más la comodidad.

No faltarán quienes lo digan motivados por una inconfe-sable pero habitual especulación: si logramos eso que nos pro-ponemos, será más evidente que nosotros somos capaces de luchar y ellos no. Su interés no será en ese caso la comodidad, al menos en el sentido biológico y energético del término.

Y algún otro buscará una lisa y llana eliminación de la compe-tencia: si los demás desisten de conquistar algún territorio, que-dará disponible para él.

Por unas u otras razones, se percibe en mucha gente una constante práctica del culto al “no se puede”. La mayoría de sus comentarios, sea cual sea su tema, parece originada por la fina-lidad de convencer y convencerse de que no se puede alguna co-sa. La “ecuación” que motiva a la psique a tales insistencias se resumiría en a más cosas que no se pueden, menos posibilidad de que se nos hable de hacerlas.

En el terreno de las ciencias naturales es relativamente fá-cil resolver interrogantes sobre qué es posible y qué imposible. Cuando ingresamos a las ciencias humanísticas se vuelve más difícil, y cuando pasamos de las posibilidades generales a las parti-culares la dificultad sigue en aumento, hasta el punto en que tanta incertidumbre nos genera la gran pregunta: ¿los supuestos “veredictos” al respecto nacen de la observación del mundo objetivo o de la inclinación de cada uno? ¿Son actos cognosci-tivos o actos emocionales?

De ahí que tantas consideraciones sobre posibilidad o im-posibilidad no sean tan objetivas como parecen, e incluso cuando lo intenten sean víctimas de la subjetividad de sus auto-res.

De ahí que muchas veces lo más serio sea no hacerles ca-so.

Suponer que cuando creemos posible un objetivo tenemos alguna obligación o necesidad de conseguir que todos crean lo

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mismo, esforzarse por llegar a una coincidencia con otros cuando lo que nos corresponde es trabajar por eso que a nosotros nos importa y a ellos no, es una de las más infundadas y peligrosas fuentes de sufrimiento innecesario.

Todo esto está presente, y no debe ser descuidado, ante la reiterativa pregunta de si se puede algo que nos interesa.

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Alimentarse de lo que no es alimento

En nuestra persecución de “lo que necesitamos” hay, co-

mo fácilmente se adivina, una serie de complicaciones. Si somos capaces de abandonar por un momento toda

subjetividad, podemos trazarnos un esquema simple, en el que nos imaginemos de un lado al hombre y del otro eso que verdade-ramente necesita.

Este esquema “simple” nos despierta ni bien nacido un fuerte ánimo de polemizar: ¿tenemos cómo saber lo que ver-daderamente necesita? Además, ¿estamos todos de acuerdo a la hora de decir qué necesita el hombre?

No hay para esto una respuesta única, y las muchas que escucharíamos no son fáciles ni indubitables.

Como si fuera poco, además del problema de qué necesita el hombre está el de qué necesita cada individuo en particular. Nadie puede estar seguro de que será feliz consiguiendo lo que le in-teresa a otra persona ni lo que escuchó decir que “se necesita”.

Sabiendo que no vamos a encontrar de un momento a otro una respuesta indubitable, abtraigámonos transitoriamente de esos “detalles”, y seamos capaces de imaginar a un sujeto buscando “algo” que lo satisfaga.

Si nos abstraemos de las respuestas que consideremos equivocadas o insuficientes, podemos trazarnos la hipótesis de que en el mundo existe ese “algo”, y que cuando lo obtenga alcanzará la satisfacción buscada.

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Hechas estas abstracciones, desembocamos en lo que im-porta en este caso: el individuo en cuestión puede ignorar qué es ese algo, puede no querer esforzarse o puede tener miedo de dar pasos serios en su búsqueda.

Como consecuencia, su estado de insatisfacción no lo im-pulsará hacia lo que realmente necesita, sino hacia lo que esté a su alcance en ese momento.

Este es el origen de un fenómeno tristemente generaliza-do: el de infinidad de seres humanos tratando de alimentarse de lo que no es alimento.

Como lo que se necesita no es claramente visible, o no es fácil de conseguir, o requiere correr algún riesgo, el primer meca-nismo de la psique es dirigirse a cualquier cosa claramente visible, fácil y exenta de riesgos, aunque no sea exactamente, ni siquiera aproximadamente, la que en realidad generaría satisfacción.

Este mecanismo no es del todo consciente. Nadie se lo di-ce con palabras. Simplemente se mueve hacia lo más fácil.

Tal vez no haya otra alternativa en la niñez y en la adoles-cencia. Luego, con más experiencia, maduración y alguna cuota de valentía, se puede pasar más allá de esta reacción mecánica e inconsciente.

Se puede, pero no siempre se hace. Hay quienes prosiguen toda su vida tomando lo más fácil,

lo más visible, lo más disponible, lo más ponderado por la ma-yoría de la gente, como si fuera de verdad lo que íntimamente quieren, y el resultado es que no viven satisfechos, pero en al-gún rincón de sí se están esforzando por suponer satisfacciones en eso con que aparentemente se alimentan.

Cada individuo posee sus necesidades más íntimas, aspiracio-nes que, aunque no coincidan “objetivamente” con lo mejor que puede lograr el hombre, son ni más ni menos que los pasos que él necesita dar. Puede conocerlas con cierta claridad, o llevar-las demasiado escondidas por sus miedos y su escasa determi-nación a pagar el precio.

A estas complicaciones internas se les suman las externas: las propuestas que escucha de la sociedad que lo rodea sobre qué

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buscar, qué tomar del mundo para obtener satisfacción. De modo que se convierte en muy difundida, muy maqui-

nalmente obedecida y practicada, la costumbre de “dedicarse” a procurar bienes, sucesos o situaciones que no van a generar satisfacción, o cuanto mucho van a generar una satisfacción pa-vorosamente más pobre, pálida y volátil de lo que se espera.

En esa sociedad abundan las propuestas sobre qué perseguir, muchas de ellas nacidas del mismo hábito maquinal de otros individuos, y no pocas elaboradas deliberadamente para reco-ger beneficios, como las que llaman a comprarse cosas que alguien fabrica o vende para trazar su propio camino hacia la satisfacción.

Hay quienes desean determinados bienes por el solo hecho de haber visto que “todo el mundo” los tiene o los des-ea. Jamás se preguntan qué desean ellos en lo más íntimo, ni por qué suponen que al adquirir eso que tanto escuchan pon-derar van a alcanzar tanta felicidad.

Hay un proceso psicológico que tiende a fortalecer la hipótesis de la felicidad nacida de comprarse algo: al enfocar nues-tro deseo hacia un objeto generamos una inestabilidad interna, una corriente mental saliente, un incómodo fluir hacia fuera que no nos dejará en paz. Nos pintamos la escena en que nos ve-mos poseyendo ese objeto y sintiéndonos bien, realizados, feli-ces.

La insatisfacción, que por ese proceso llega a ser sufrimiento, no nació del hecho objetivo de que carezcamos de ese objeto, sino del fluir hacia fuera de nuestra energía psíquica, de la comparación mental de esa escena de “felicidad” con el pre-sente en que no nos sentimos satisfechos.

Un buen día nos compramos el objeto y esa tensión psí-quica, ese sufrimiento, se disuelve inmediatamente.

El estado de satisfacción que nos sobreviene no fue cau-sado por el objeto, sino por la disolución de la tensión previamente creada por nuestra propia mente.

Claro que casi nadie se da cuenta de la diferencia. Como eso no dura mucho, es muy posible que a los pocos

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días estemos deseando y persiguiendo otra cosa, y hasta que desperdiciemos toda la vida en la misma repetición.

Esto no significa que todo objeto comprable sea inocuo o inútil para nuestras necesidades. Algunos pueden ser buenos como instrumentos con los que interactuemos para desarrollar-nos. Nunca lo serán los que representen una distracción, un espejismo con que llenar nuestro esquema de “algo que bus-car”.

La poca claridad -por falta de dedicación al tema- respecto a qué necesitamos, o a qué queremos en lo más íntimo, da por resultado que nuestra “dedicación” derive hacia objetivos fáci-les de pensar, o que directamente no requieran ningún pensa-miento porque ya nos los presentaron los demás.

De ese modo, infinidad de jóvenes empiezan a trabajar “albergando sueños” de acceder un día a objetivos y bienes que valoran porque vieron que otra gente vive valorándolos. Nunca se pre-guntan si son lo que realmente necesitan ellos, ni si al alcanzar-los se van a sentir tan bien como vienen suponiendo desde el principio de los tiempos.

En otros casos, ante algún sentimiento de vacío interior, de no saber qué hacer con la vida, se recurre casi desesperada-mente a una idea con que llenar ese espacio, y la idea que más comúnmente cumple esa función es la de “algo que comprar”.

Como no es del todo fácil comprar cualquier cosa que se imagina, o como luego de comprarla se puede seguir insatisfe-cho, la amplia variedad de no-alimentos con que se pretender calmar esa ansiedad va más allá de lo material.

Como unas personas viven comprando, otras viven sintién-dose bien por “poseer” las virtudes de un grupo (nacionalidad, raza, familia) y “disfrutando” de cada hecho o noticia que reve-le la superioridad de su grupo respecto a otros. Es muy común que el sentimiento de pertenencia se entrelace con una comu-nidad deportiva, compuesta por los que practican ese deporte (que con ello viven su propia vida) y los que los miran, admiran y festejan sus triunfos como un logro propio; los que gritan “ganamos” cuando no hicieron otra cosa que mirar a otros y

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esperar que lo logrado por esos otros los “alimente”. Otros viven pendientes de la vida de los demás, celebrida-

des o simples vecinos, como si los vaivenes de esas vidas di-eran algún fruto en su felicidad personal. Otros “disfrutan” de la posibilidad de agredir a cuantos se le crucen, de despreciar a cuantos pasen por su pensamiento o de generar cualquier tipo de padecimiento ajeno.

Y siguen abundando los recursos para entretenerse supo-niendo que se está haciendo lo que “se necesita” o “se quiere”: vivir pendiente de las noticias, de qué hacen o padecen perso-najes del mundo real o de historias de ficción diseñadas para “alimentar” a quienes con ellas se sienten por un momento menos vacíos, e inmediatamente pasan a intentarlo con el si-guiente programa.

También es posible reunirse en organizaciones donde los integrantes se convencen unos a otros de que ellos son “los buenos” en un mundo que no lo es tanto, o en grupos que vi-ven esperando un cambio fundamental y no muy lejano en la sociedad que habitan, o lisa y llanamente en todo el orden cósmico.

Como es de suponer cuando se mira con un poco de inte-ligencia, nadie se sentirá satisfecho en lo más íntimo con tales seudoalimentos.

La tesis ya aparece en el Freudismo: cuando no se obtiene la satisfacción que más se quiere, se busca reemplazarla por otra menos intensa pero similar, y si esto tampoco es posible, se la reemplazará a su vez por otra, menos satisfactoria pero más fácil de conseguir.

Por ese camino, quien no se atreva a prestarse atención y decirse qué es lo que más quiere, o no se atreva a luchar en la medida necesaria por ello, vivirá experimentando seudosatisfacciones tenues, débiles, espantosamente lejanas a lo que en lo más íntimo aspi-raba a vivir.

Es posible darse cuenta y empezar a emerger hacia una vida auténtica, más difícil pero más llena de lo que vinimos a buscar a este mundo.

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Pero también es posible no atreverse a salir, o ni siquiera llegar a darse cuenta.

En estos casos, inconscientemente o semi-inconscientemente, se continuará toda la vida alimentándose de lo que no es alimento.

Pero como pese a todas las fantasías es imposible que el no-alimento alimente ni satisfaga a nadie, persistirá en lo más íntimo un estado de insatisfacción, que a veces podrá ser disi-mulado con las citadas distracciones y otras no.

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El desafío de vivir bien

Experimentamos lo mismo más de una vez: al alcanzar al-

go de lo que esperábamos toda la satisfacción imaginable, junto a la satisfacción persiste irremediablemente el sentimiento de que “faltaría algo más”. La satisfacción nos despierta a su vez más deseo, la tan mentada “aspiración a vivir mejor” nos llama a hacer algo para satisfacerla, y una vez que lo hacemos en vez de calmarse se intensifica.

Todo acto motivado por lo que nos incite a una satisfac-ción es como un arranque, un lanzamiento, una embestida hacia la felicidad, en la que en algún momento nos damos cuenta de que no embestimos contra algo sólido que estaba en algún lu-gar, de que el agrado es ligero e incompleto, y se nos acentúa la aspiración a ese choque frontal que derive en la felicidad abso-luta e inmodificable.

Ese todo abarca desde los placeres más cotidianos hasta los “grandes momentos” que alguna vez planificamos, sin ex-cluir lo experimentado en los mundos sutiles del arte y el saber.

Ser humano es aspirar a vivir mejor, pero al mismo tiempo descubrir que cualquier cosa que hagamos deja intacta la sensa-ción de que podría ser mejor, de que hay o debe haber algo más.

¿Por qué? Si buscamos una respuesta que ya alguien haya dado, nos

encontraremos con varias. Inevitablemente incursionaremos en el terreno de las ideologías y de las distintas “concepciones del

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mundo”, y no estaremos de acuerdo unos con otros a la hora de darnos respuestas o aprobar las que ya existen.

Lo más importante en este caso no es analizar todas las respuestas ni dar un veredicto sobre cuál es “la verdadera”: lo más importante, para seguir siendo humanos con aspiraciones humanas, es que este drama no nos haga retroceder.

Porque una de las posibilidades ante esta sensación es re-troceder a lo pre-humano o sub-humano: ignorar o reprimir la aspiración a vivir mejor y convencerse de que no existe la variedad entre mejor y peor.

La única alternativa verdaderamente humana es ir hacia ade-lante, aunque no se sepa cómo ni hacia qué, aunque haya posi-bilidades de error y hasta de autodestrucción.

Vemos a infinidad de seres luchando por bienes o situa-ciones que prometen absoluta satisfacción. Los vemos obte-niéndolos y siguiendo insatisfechos, y luego tratando de resol-ver ese drama lanzándose hacia nuevos bienes, e incluso habi-tuándose a adquirir un bien tras otro sin alegría ni esperanza, sabiendo que no van hacia la felicidad ni hacia la gloria, pero sin atreverse a cambiar de rumbo ni a preguntarse de qué se trata eso que les ocurre.

Otra alternativa, en vista de que esa chispa de insatisfac-ción no se apaga con logros externos, es anular o adormecer la capacidad de generarla.

Hay casos en que las bebidas o drogas se presentan como áreas en que buscar satisfacción, y hay casos en que sólo se usan para silenciar u olvidar el persistente llamado humano a algo más.

La diferencia entre una búsqueda de satisfacción y una búsqueda de anulación es la desesperación por volver al estado de adormecimiento ni bien se empieza a salir de él.

Lo que unos intentan con bebidas o drogas, otros lo inten-tan con actividades cuya real finalidad es pasar un tiempo sin pensar: entretenimientos que se toman con una indescifrable desesperación o urgencia para alejarse de otro tema, concentración en cuestiones que no tienen ninguna incidencia en la propia

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vida, o incluso el trabajo, cuando se encara con más ganas de llenar el tiempo que de obtener algún bien en el que íntima-mente se crea.

Muy cerca de esto, aunque lo nieguen las prédicas “mora-listas” de quienes la escogen y se creen buenos “porque no beben ni se drogan”, está la alternativa subhumana, tal vez inspi-rada por la envidia ante la tranquilidad que les vemos a los animales.

Esta alternativa consiste en anular mentalmente toda percepción entre mejor y peor, e incluso la misma idea de que hay posibilida-des de mejorar la vida.

De ahí nacen los programas de pensamiento sobre “fealdad del orden cósmico” y actitudes similares. Para quien toma ese ca-mino (o para quien se niega de ese modo a todo camino), nin-guna alternativa será peor que verse ante una vida con la que no está satisfecho pero no podría cambiar sin esfuerzo ni ries-go, o, peor todavía, sentir que está frente a un vacío ante el que no tiene idea de qué hacer.

Muchos seres viven, sin que nadie los obligue, una vida que a otros les parece horrible. Una y otra vez nos pregunta-mos por qué lo hacen. Nos parecería que no puede ser que alguien se introduzca por sí mismo en un infierno semejante.

Pero esa contradicción no es más ficticia que la de quien cada mañana abandona su cama para ir a un sitio donde no hará lo que tiene ganas sino lo que le ordenan. No es porque en última instancia quiera sufrir, sino porque a cambio de eso obtiene un beneficio.

Los que repiten que necesaria e invariablemente la vida es fea, tratando así de convencerse e intentar que los demás le ayuden a fortalecer su idea, están recibiendo a cambio un bene-ficio. Discutible, pero beneficio al fin.

Si la vida es fea porque “Dios lo dispuso así” o por vaya a saberse qué ley natural, desaparece todo tipo de inquietud pro-pia de un desafío. No hay que vérselas ante la propia insatisfac-ción y preguntarse qué hacer. No hay que continuar por la vida con esa permanente sensación de que podría ser de otra manera.

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No hay que molestarse. Como esta ideología de la no-alternativa no termina de con-

vencer, de otorgar seguridad ni a sus más fervientes partidarios, persiste la necesidad de reafirmarla, no por medio de algún ar-gumento convincente, sino simplemente por repetición de sen-tencias que supuestamente “se convierten en verdad” a fuerza de decirse muchas veces: “la vida es así”, “¿qué le vamos a hacer?”, “no queda otra”, “cada cual lleva su propia cruz”, etc., etc., etc.

Como hay una alternativa subhumana, parece haber una so-brehumana. Diversas enseñanzas hablan de trascender lo humano, extinguir el deseo o liberarse de las ataduras y vicisitudes de la existencia.

Como toda propuesta que alguna vez escuchó el hombre, también ésta es objeto de discusiones y cuestionamientos.

Para quien crea que “hay una salida”, pero es demasiado sobrehumana y difícil, no habrá más opción que aceptar la alterna-tiva humana y ponerse a tono con ella.

La alternativa más humana parece ser reconocer ese con-flicto, continuar el camino con él a cuestas, y además de traba-jar en el mundo externo por esas satisfacciones que nunca aca-ban de satisfacer, preguntarse a sí mismo y a la vida qué hay detrás de todo eso.

Y mientras tanto, trabajar por lo que se desee sin creer que con ello se obtendrá esa totalidad que a veces se imagina.

Y cada vez que se logre algo y se sienta esa inapagable sed de “algo más”, aceptar y abrazar la vida sin pedirle ese “todo” que no sabemos si existe.

Aun si no estamos dispuestos a la alternativa sobrehumana ni a la subhumana, aun si nos acompaña permanentemente la sensación de que algo quedó sin apresar, el vivir bien no deja de estar a nuestro alcance y la vida no deja de valer la pena.