simenon georges - la mirada indiscreta

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Ilustración de la cubierta: Jealousy, de Barbara Roman, lápiz y lápiz de color, 20X26 cm, © Barbara Roman, Illustration Stock, 1997.

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Page 1: Simenon Georges - La Mirada Indiscreta

Ilustración de la cubierta: Jealousy, de Barbara Roman, lápiz y lápiz de color, 20X26 cm, © Barbara Roman, Illustration Stock, 1997.

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Georges Simenon L a m i r a d a i n d i s c r e t a

COLECCIÓN ANDANZAS

1ª Edición: 1997 ISBN- 84-8310-019-3

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GEORGES SIMENON

La fenêtre des Rouet

LA MIRADA INDISCRETA

Traducción de José Escué

Título original: La fenêtre des Rouet

1.ª edición: abril 1997 © 1997, Estate of Georges Simenon. Todos los derechos reservados © de la traducción: José Escué, 1997 Diseño de la colección: Guillemot-Navares Reservados todos los derechos de esta edición para Tusquets Editores, S.A. - Cesare Cantó, 8 - 08023 Barcelona ISBN: 84-8310-019-3 Depósito legal: B. 6.838-1997 Fotocomposición: Foinsa - Passatge Gaiolà, 13-15 - 08013 Barcelona Impreso sobre papel Offset-F. Crudo de Leizarán, S.A. - Guipúzcoa Liberdúplex, S.L. - Constitución, 19 - 08014 Barcelona Impreso en España

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1ª Edición: 1997 ISBN- 84-8310-019-3

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Colección Andanzas CA 300 La mirada indiscreta Georges Simenon

NARRATIVA (F). Novela España (01/04/1997) ISBN: 84-8310-019-3 184 pág.

Todo el mundo sabe que a las solteronas les gusta espiar por la ventana y escuchar detrás de las paredes a sus vecinos. Y, como es natural, a veces se llevan sorpresas no siempre agradables. Pero la solterona indiscreta de Georges Simenon no es del todo como las demás. Y no lo es porque Simenon es un fino observador del alma humana y sabe que, detrás del estereotipo, siempre se oculta alguien especial, un ser único.

Dominique Salès lleva una vida insípida recluida en su humilde apartamento. En la habitación de al

lado vive, en alquiler, una joven pareja cuya excesiva vitalidad la perturba y, enfrente, al otro lado de la calle, se yergue, desafiante, la mansión de los Rouet. La existencia de Dominique se alimenta de la de los demás, gracias a la estricta vigilancia a la que los tiene sometidos. Pero, aunque nada parece alterar el orden mortecino de las cosas, un día Dominique sorprende un hecho insólito —y muy comprometedor— en la mansión de enfrente. A partir de ese momento Dominique va siendo presa de las mismas ansias de placer y libertad que enardecen a Antoinette Rouet y, cuando los vecinos de al lado se disponen a trasladarse a otro lugar con su felicidad a cuestas, los acontecimientos caerán en cascada sobre la pobre Dominique, quien, ante el vacío que la rodea, va a tomar medidas drásticas que quién sabe adónde la conducirán.

Según afirma uno de sus biógrafos más prestigiosos, el británico Patrick Marnham, el año 1942 fue el menos productivo en la trayectoria literaria de Simenon. Se debió no sólo a las circunstancias —Francia estaba ocupada por los alemanes—, sino a que, a finales de 1941, había padecido graves problemas cardiacos que le obligaron a guardar el más absoluto reposo. No obstante, escribió La mirada indiscreta en junio de 1942, aunque el libro no se publicara hasta 1945, con el final de la guerra.

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Índice

Primera parte Segunda parte

ADVERTENCIA

Tanto los personajes como los acontecimientos relatados en esta obra son puramente imaginarios y no tienen relación alguna con seres vivos o muertos.

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Primera parte

1 A las tres de la tarde la monótona campana de un despertador estalló al otro lado del tabique y

Dominique se sobresaltó como si sonara para ella —¿es que no iba a parar?—. Sensación de vergüenza. ¿Por qué? Aquel ruido vulgar no le despertaba más que recuerdos penosos, feos, enfermedades, preocupaciones en medio de la noche o al amanecer, pero ella no dormía, ni siquiera se había adormilado. Ni por un instante había dejado de dar puntadas su mano; a decir verdad, el momento anterior había sido como un caballo de circo del que se han olvidado en pleno número y ha seguido dando vueltas, que se estremece y para en seco al oír la voz de un intruso.

¿Cómo ahí al lado, detrás de la puerta parda, casi junto a ella, pueden soportar ese estrépito insolente? Les bastaría con tender el brazo, sin abrir los ojos, alcanzar el aparato que trepida en un velador, y no lo hacen, no se mueven, están desnudos, lo sabe, carne contra carne, entremezclados, brillantes de sudor, con el cabello pegado a las sienes; se complacen en ese calor, en ese olor a animal humano. Puede adivinarse que uno se mueve, se despereza, que unas pestañas se agitan; una voz soñolienta, la de la mujer, balbucea, sin duda buscando maquinalmente el cuerpo del hombre junto al suyo:

—Albert... Los dedos de Dominique no se han parado. Su cabeza está inclinada sobre el vestido que remienda

bajo la manga, donde se le desgastan todos los vestidos, sobre todo en verano porque suda. Lleva cosiendo dos horas, con puntadas minúsculas, reconstruyendo una trama tan fina como la de la

tela blanca con dibujos malva, y ahora que el despertador de sus inquilinos la ha sobresaltado, sería incapaz de decir en qué ha estado pensando durante estas dos horas. Hace calor. El aire no ha sido nunca tan bochornoso. Por la tarde el sol da de lleno en esta parte del Faubourg Saint-Honoré. Dominique ha cerrado sus persianas, pero no ha ajustado del todo las dos hojas; ha dejado un resquicio vertical de unos centímetros por el que descubre las casas de enfrente, y, a ambos lados de este resquicio por el que entra el sol difuminado, brillan las ranuras horizontales, más estrechas, abiertas en la madera.

Este dibujo luminoso, de donde brota un calor abrasador, acaba grabándose en los ojos, en la cabeza, y, si miras de pronto a otro lado, lo proyectas al mismo tiempo que la mirada, lo trasladas a la puerta parda, a la pared, al suelo.

Autobuses cada dos minutos. Se los oye afluir, enormes, al fondo de la zanja de la calle, tienen algo malévolo en su brutalidad, sobre todo los que suben a la Place des Ternes y de pronto, delante de la casa, donde se acentúa la cuesta, cambian ruidosamente de marcha. Dominique está acostumbrada, pero pasa como con los rayos de sol, los oye a pesar suyo, el ruido penetra en su cabeza, le deja una huella zumbante. ¿No ha parado el despertador al lado? Sin embargo, le parece estar oyéndolo aún. Quizás el aire es tan espeso que conserva las huellas de los sonidos como el barro las de las pisadas.

No ve las plantas bajas de enfrente. Sólo las descubre cuando se levanta. Y, sin embargo, ciertas imágenes permanecen presentes: por ejemplo, la puerta de color amarillo limón de la lechería; el nombre, en verde, sobre el escaparate: AUBEDAL; las frutas, las hortalizas; las cestas sobre la acera, y, de vez en cuando, a pesar de todos los ruidos de la ciudad, de los pitidos del guardia del cruce Haussmann, de los cláxones de los taxis, de las campanadas de Saint Philippe-du-Roule, llega hasta ella un apenas perceptible ruido familiar, distinto de los otros, el timbre agudo de aquella lechería.

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Tiene calor, aunque va casi desnuda. Nunca se le ha ocurrido hacer lo que este día. Se ha quitado el vestido para zurcirlo y no se ha puesto otro. Se ha quedado en combinación, lo cual la turba, la avergüenza un poco; dos o tres veces ha estado a punto de levantarse para ponerse algo, sobre todo cuando su mirada se fija en su propio cuerpo, cuando siente que le tiemblan los pechos, que distingue, muy blancos, muy delicados, por el escote de la combinación. Hay otra sensación extraña, casi sexual, la de las gotas de sudor que, con intervalos más o menos iguales, se abren paso a través de la piel. Parece durar mucho rato. Se apodera de ella la impaciencia, y por último la gota tibia que ha brotado del sobaco se desliza lentamente a lo largo de sus costillas.

—Ahora no, Albert. Una voz de niña. Lina, en el cuarto de al lado, no tiene todavía veintidós años. Es una muñeca grande,

algo blanda, de cabello rojizo, con reflejos del mismo tono casi en toda su carne blanca; su voz es también blanda, toda afelpada de dicha animal, y Dominique se sonroja, parte el hilo con el movimiento brusco que tienen todas las modistas; quisiera dejar de oír, sabe lo que va a suceder ahora, no se equivoca, un chirrido anuncia ya la pieza de gramola que ponen siempre que «lo hacen».

Y ellos no han cerrado las persianas. Se creen al amparo de las miradas porque la cama se halla al fondo de la habitación, donde no llega el sol, también porque, en este mes de agosto, la mayor parte de los pisos de enfrente están vacíos; pero Dominique no ignora que la vieja Augustine, allá arriba, en una de las buhardillas, está mirándolos.

¡A las tres de la tarde! Duermen a cualquier hora, viven de cualquier modo y lo primero que hacen cuando vuelven a casa es desnudarse; no les da vergüenza ir desnudos, los enorgullece, y Dominique es la que ya no se atreve a cruzar el salón común, el salón que no les ha alquilado pero que han de cruzar para ir al retrete. Dos veces se ha encontrado a Albert en cueros con una toalla atada descuidadamente alrededor de la cintura.

Siempre ponen la misma pieza, un tango que habrán oído en circunstancias memorables, y hay algo peor, un detalle que hace más palpable su presencia, hasta el punto de que es como si pudieran verse sus movimientos: cuando acaba el disco, cuando ya no se oye más que el chirrido de la aguja, hay como una vacilación que dura más o menos rato, un silencio terrible, y casi siempre es la voz de Lina la que balbucea:

—El disco... La gramola está junto a la cama; a través de los cuchicheos y las risas se intuyen los movimientos que

hace el hombre para alcanzarla. La quiere. La quiere como un animal. Se pasa la vida queriéndola y lo haría delante de todo el mundo;

luego, cuando salgan, sentirán aún, en la calle, la necesidad de andar pegados el uno al otro. El vestido está zurcido. Así resulta aún más pobre, más pobre incluso por haber quedado tan bien

zurcido, con puntos tan pequeños. La trama de la tela está vacía de tantos lavados y planchados. ¿Cuánto hace ahora? El color malva se debe al medio luto. O sea, un año después de la muerte de su padre. Cuatro veranos llevando este vestido, lavándolo a las seis de la mañana para que esté seco y planchado cuando va a la compra.

Ha alzado la cabeza: la vieja Augustine ya está en su sitio, acodada a la ventana de su buhardilla, indignada, hundiendo la mirada en el cuarto de al lado, y, ahora que está de pie, Dominique siente la tentación, por un instante, de dar dos pasos, inclinarse, mirar por el ojo de la cerradura. Lo ha hecho alguna vez.

Las tres y diez. Va a ponerse el vestido. Luego zurcirá las medias que están en la cesta de mimbre pardo, una cesta que data de la época de su abuela, que siempre ha contenido medias para zurcir, de modo que podría creerse que son siempre las mismas, que podrían zurcirse durante siglos sin llegar al fondo.

Algo se refleja en la gran luna rectangular del armario ropero, y de pronto Dominique, cuya nariz se encoge un poco, deja caer un tirante de su combinación, luego el otro, como si no lo hiciese adrede; su mirada ardiente se clava en el espejo, en la imagen tan blanca de sus pechos.

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¡Tan blanca! Antes nunca se le había ocurrido comparar, tampoco había tenido nunca la oportunidad de mirar el cuerpo de otra mujer. Ahora ha visto a Lina, que es dorada, está cubierta de un vello invisible que atrae la luz. Pero Lina, a los veintidós años, tiene formas imprecisas, hombros redondos marcados cada uno por un hoyuelo; está hecha de una sola pieza, sin talle, tan ancha de cintura como de caderas; sus pechos son voluminosos, pero cuando está echada, parecen aplastarse sobre ella con todo su peso.

Con una vacilación, como si pudieran sorprenderla, Dominique ha tomado en sus manos sus pechos pequeños, muy erguidos, muy agudos, que siguen siendo como cuando tenía dieciséis años. Su piel es más fina que la de las naranjas más finas, con brillos marfileños en ciertos huecos, en otras partes los furtivos reflejos azules de las venas. Dentro de tres meses cumplirá cuarenta años, será vieja; la gente debe de hablar ya de ella como de una solterona, y, sin embargo, ella sabe que tiene un cuerpo de niña, que no ha cambiado, que es joven y nueva de los pies a la cabeza y hasta el fondo del corazón.

Por espacio de un segundo ha apretado sus pechos como carne ajena; ha desviado la mirada del rostro que le ha parecido, delgado y pálido, más delgado que antaño, de modo que la nariz se ve aún más larga, algo torcida. ¡Dos o tres milímetros que tal vez han cambiado todo su carácter, que la han vuelto tímida, susceptible, taciturna!

Han puesto el disco de nuevo. Dentro de unos instantes se oirán idas y venidas, el hombre cantará, casi siempre canta después, luego abrirá ruidosamente el baño, su voz llegará más lejos. Se oye todo. Dominique no quería alquilar la habitación a una pareja. Albert Caille iba solo cuando se presentó; era un joven delgado, de ojos ardientes, con tanta sinceridad en el semblante y tan sediento de vida, que era imposible negarle nada.

Hizo trampa. No le confesó que estaba comprometido, que se iba a casar pronto. Al anunciárselo, tomó aquel aire suplicante cuyos efectos conocía.

—Ya verá. Será exactamente lo mismo. Mi mujer y yo viviremos como solteros. Comeremos en un restaurante.

A Dominique, de pronto, le molesta su desnudez y se sube los tirantes; su cabeza desaparece por un instante en el vestido; tira de éste en las caderas, comprueba, antes de sentarse, que nada anda suelto en la habitación, que todo está en su sitio.

Un claxon que reconoce. No necesita asomarse para ver. Sabe que es el pequeño coche descapotable de la señora Rouet. La ha visto salir después de almorzar, sobre las dos. Lleva un traje chaqueta blanco con un chal de organdí verde almendra y un sombrero a tono, zapatos y bolso del mismo verde. Antoinette Rouet no saldría nunca con un atuendo que desentonase.

¿Y por qué? ¿Por quién? ¿Adónde ha ido sola al volante de su coche, que ahora permanecerá horas al borde de la acera?

Las tres y media. Llega tarde. La señora Rouet madre debe de estar furiosa. Dominique puede verla. Le basta con alzar la vista. Al otro lado de la calle no les da el sol por la tarde y no cierran las persianas; hoy, debido al calor, todas las ventanas están abiertas, se ve todo, le da la impresión de encontrarse con ellos en su cuarto, bastaría con tender la mano para tocarlos.

La gente no sabe que hay alguien detrás de las persianas de Dominique. En la misma planta que ésta, en la habitación grande, duerme Hubert Rouet, o, más exactamente, lleva ya unos minutos agitándose, indispuesto, en la humedad de las sábanas.

Lo han dejado solo, como todas las tardes. El piso es vasto. Ocupa toda la planta. La habitación es la última a la izquierda. Es rica. Los padres de Rouet son muy ricos. Se comenta que poseen más de cien millones, pero viven como burgueses; la nuera, Antoinette, la que vuelve con un traje chaqueta blanco al volante de su coche, es la única que gasta.

Dominique lo sabe todo. Nunca ha oído el sonido de su voz, que no cruza el hueco de la calle, pero los ve ir y venir de la mañana a la noche, sigue sus gestos, el movimiento de sus labios: es una larga historia muda de la que conoce los menores episodios.

Cuando Hubert Rouet se casó, su padre y su madre vivían en la misma planta, la segunda, y, en aquella

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época, Dominique tenía aún a su padre inválido acostado en el cuarto contiguo, el que alquiló después. Apenas salía ya de casa. Su padre tenía un timbre al alcance de la mano y se ponía furioso si su hija no acudía a la primera llamada.

—¿Dónde estabas? ¿Qué hacías? Podría morirme en esta casa sin que... Albert Caille se sacude en el baño. Menos mal que Dominique puso un trozo viejo de linóleo, porque

si no, hace tiempo que el suelo estaría podrido. Se le oye agitarse, chorreando agua. La señora Rouet madre está sentada delante de su ventana, exactamente sobre la cabeza de su hijo,

pues, al casarse éste, sus padres les cedieron el piso y subieron una planta. La casa les pertenece y también gran parte de la calle.

A veces la madre, que tiene las piernas mal, escucha. Se ve que escucha, que se pregunta si no la estará llamando su hijo. A veces, también, toca un timbre que comunica con la cocina del piso de abajo. Dominique no puede ver esta cocina, pues da a la parte trasera de la casa, pero podría contar los segundos, está segura de que pronto verá a la criada del matrimonio joven entrando en el piso de la vieja. Adivina:

—¿El señorito duerme? ¿No ha llegado la señora? Vaya a ver si mi hijo necesita algo... Hace un mes, incluso algo más de un mes, que Hubert Rouet está en cama. Debe de ser algo grave,

pues viene a visitarlo el médico cada mañana, unos minutos después de las nueve, al inicio de su recorrido. Dominique también reconoce su claxon. Asiste en cierto modo a las visitas. Conoce al médico, es el doctor Libaud, que vive en el Boulevard Haussmann y cuidó a su padre. Una vez sus miradas se encontraron, y el doctor Libaud dirigió un leve saludo a Dominique por encima de la calle.

Si no fuera por esta enfermedad, los Rouet estarían en Trouville, donde poseen una villa. Apenas hay gente en París. Los taxis son escasos. Muchos comercios están cerrados, incluso la marroquinería Sutton, al lado de la lechería, donde se venden artículos de viaje y donde, todo el resto del año, hay baúles de mimbre a ambos lados del umbral.

¿Acaso ha oído la vieja señora Rouet el coche de su nuera? Se agita. No tardará en llamar. Y he aquí que Dominique también se pone febril. De repente, Rouet se ha vuelto en su cama, con la

boca abierta, como si tratara en vano de respirar. —Su ataque... Es la hora. Tiene dos ataques diarios como mínimo, en ocasiones tres; una vez que tuvo seis le

pusieron bolsas de hielo en el pecho todo el día y gran parte de la noche. Inconscientemente, Dominique esboza el gesto de coger un objeto, el frasco lechoso que se halla en la

mesilla de noche en la habitación del enfermo. Es lo que él espera. Sus ojos están abiertos. Nunca ha sido grueso ni ha estado sano. Un hombrecillo

gris, sin coquetería, a quien todo el mundo juzgó mal emparejado con su esposa cuando se casaron con gran pompa en Saint-Philippe-du-Roule. Lo que le hace más anodino aún es un bigote incoloro cortado a cepillo al borde del labio.

Dominique juraría que la mira, pero es imposible debido a los postigos casi cerrados; ella puede verlo, pero él a ella no; mira al vacío, aguarda, espera; sus dedos se crispan en el vacío, diríase que va a incorporarse, sí, se incorpora, mejor dicho, lo intenta, no lo logra y, de pronto, se lleva ambas manos al pecho, se queda así, doblado, incapaz de cualquier movimiento, con el semblante descompuesto por el miedo a morir.

Dominique casi podría gritarle algo a Antoinette Rouet, que debe de estar en la escalera, que abre la puerta del piso, se quita el sombrero, los guantes verdes:

—Dése prisa. El ataque... Y una voz muy cerca de ella, abyecta a fuerza de serle familiar, pronuncia: —Pásame las medias. De modo que no puede por menos de imaginar desnuda, ahíta, al borde de la cama, a una Lina

impregnada aún de un intenso olor a hombre.

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El cielo es de pizarra; una línea parte en dos la calle, sesgadamente, pero aunque sea por el lado del sol, una misma materia espesa, viscosa, llena el universo hasta el punto de que los sonidos se hunden en ella y el estrépito de los autobuses no llega al oído más que como un zumbido lejano.

Suena un portazo; el baño, donde Albert Caille ha terminado sus abluciones y donde se le oye ir y venir alegremente silbando el tango que tocaba antes la gramola.

Ahí está Antoinette. Dominique se ha sobresaltado porque acaba de descubrirla casualmente, no estaba mirando las ventanas del enfermo, sino la ventana contigua, la de una especie de saloncito donde, desde que su marido está enfermo, Antoinette Rouet se ha hecho instalar una cama.

Permanece de pie cerca de la puerta que comunica las dos estancias. Se ha quitado el sombrero, los guantes. Dominique no se ha equivocado, pero ¿por qué se queda parada como si esperase?

Diríase que a la madre, allá arriba, la está avisando su instinto. Se nota que está inquieta. Tal vez haga un esfuerzo heroico para levantarse, pero hace ya muchos meses que no anda sin que la ayuden. Es enorme. Es una torre. Sus piernas son gruesas y rígidas como columnas. Las pocas veces que sale hacen falta dos personas para subirla a un coche, y siempre parece amenazarlas con su bastón de contera de goma. Ahora que ya no hay nada que contemplar, la vieja Augustine ha dejado su ventana. Seguro que está en el largo y casi a oscuras corredor de su planta, al que dan las puertas de todas las buhardillas, acechando el paso de alguien con quien hablar. Es capaz de espiar así durante toda una hora, con las manos cruzadas sobre el vientre, como una araña monstruosa, y nunca su rostro pálido bajo los cabellos blancos como la nieve abandona su expresión de dulzura infinita.

¿Por qué no hace algo Antoinette Rouet? Con toda la fuerza de su mirada clavada en el vacío incandescente, su marido pide auxilio. Dos, tres veces ha cerrado la boca, ha apretado las mandíbulas, pero no ha logrado apresar la bocanada de aire que necesita.

Entonces Dominique se queda yerta. Le parece que nada en el mundo sería capaz de arrancarle un ademán, un sonido. Acaba de adquirir la certeza del drama, de un drama tan inesperado, tan palpable que es como si ella misma, en este instante, participara en él.

¡Rouet está condenado a morir! ¡Va a morir! Esos minutos, esos segundos durante los cuales los Caille se visten al lado para salir, durante los cuales un autobús cambia de marcha para llegar al Boulevard Haussmann, durante los cuales suena el timbre de la lechería —nombre al que, como una incongruencia, nunca ha podido acostumbrarse—, esos minutos, esos segundos son los últimos de un hombre a quien ha visto vivir bajo sus ojos durante años.

Nunca le ha sido simpático. O, mejor dicho, sí. Es muy complicado. Es un caso feo. Al principio le tuvo rencor por dejarse dominar por su mujer, por esa Antoinette que de pronto trastornó la casa con su vitalidad, con su exuberancia vulgar.

Antoinette podía permitírselo todo. La seguía como un cordero (por cierto, tiene cara de cordero). ¡Menos mal que, arriba, intervino la vieja!

Llamaba. —Pídale a la señora que suba... Y hablaba, la vieja hablaba con un tono distinto al del cordero de su hijo; un matiz rosa, rojo, encendía

las mejillas de la nuera, que de regreso en su piso se desahogaba con gesto rabioso. «¡Te están domesticando, chiquilla!» Entonces el cordero dejó de ser del todo cordero a los ojos de Dominique. ¡No es que él dijera algo!

No se enfadaba nunca. Aunque su mujer saliera todo el día, volviera con el coche cargado de paquetes costosos, exhibiera prendas vistosas, él no protestaba, pero Dominique había entendido que le bastaba, como a algunos niños que nunca se vengan ellos mismos, con subir a casa de su madre. Y allí hablaba, sin subir la voz, agachando la cabeza. Tenía que medir sus palabras. ¿Acaso fingía defenderla?

—Pídale a la señora que suba. ¡Ahora, en este mismo instante, Antoinette lo está matando! Dominique vive la escena. Participa en

ella. Sabe. Lo sabe todo. Está a un tiempo en la cama con el moribundo y es Antoinette.

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Antoinette que, con el calor aún de la vida de la calle, ha abierto la puerta del piso, que ha sentido gravitar de pronto en sus hombros el frío de la casa, el silencio, los olores familiares —el piso de los Rouet debe de oler a soso, con vaharadas de medicinas.

La puerta de la cocina se ha entreabierto: —¡Ah! La señora ha vuelto. Precisamente iba a ver si el señor... Y la criada echa una mirada al despertador. Eso significa que Antoinette llega con retraso, que es la

hora del ataque, la hora de la medicina de la que hay que contar las gotas: quince, Dominique lo sabe, las ha contado muchas veces. Antoinette se ha quitado el sombrero delante del espejo que le ha devuelto la imagen de una mujer

joven y elegante, rebosante de vida, y, en el mismo instante, ha oído un ruido leve, el otro, el marido triste acurrucado en la cama, puestas ambas manos sobre el corazón, que amenaza con pararse...

La vieja, arriba, aquella torre implacable de suegra, ha llamado. —¿Subo, señora? Dominique ve surgir a la criada. —¿Ha vuelto mi nuera? —Acaba de llegar, señora. —¿Mi hijo no ha tenido el ataque? —La señora está con él. ¡Debería! Casi estaba. Le faltaban unos metros, Y, quizá debido a aquella imagen que le ha devuelto el

espejo y que la sigue como su sombra, quizá debido a la pregunta de la criada, al timbre de la suegra, he aquí que se detiene.

Unas gotas de sudor cubren la frente de Dominique. Querría gritar pero no puede. ¿Siente de veras deseos de hacerlo? Vive un minuto atroz y, no obstante, experimenta como una alegría malsana, le parece que eso que está pasando bajo sus ojos la venga. ¿De qué? No tiene ni idea. No piensa. Está allí, tensa, tan tensa como la otra, que ha apoyado una mano en el montante de la puerta y que espera.

Si la criada bajara enseguida, Antoinette Rouet no tendría más remedio que entrar en la habitación, hacer los gestos de todos los días, contar las gotas, llenar medio vaso de agua, de mezclar, sostener la cabeza del hombre del bigote incoloro.

¡Pero la señora Rouet madre habla! El almohadón, a su espalda, está demasiado alto o demasiado bajo. Lo arreglan. La criada desaparece en la sombra de la estancia. Va a bajar. No, le trae a la vieja una revista ilustrada.

Rouet no acaba de morir y hasta llega a incorporarse; ¡sabe Dios de dónde ha sacado esta energía! Tal vez ha oído un leve ruido al otro lado de la puerta, ya que mira hacia ella. Abre la boca; Dominique juraría que sus ojos se llenan de lágrimas; se apuntala y se queda así, inmóvil. Está muerto, es imposible que no esté muerto, y, sin embargo, no se desploma enseguida, sino con un lento aflojamiento de los músculos.

Su madre, justo encima de él, no ha adivinado nada; está ocupada en enseñarle a la criada una página de la revista. Quién sabe. ¿Acaso una receta de cocina?

Los Caille cruzan el salón. Como de costumbre, van a cerrar la puerta estrepitosamente. Algún día la arrancarán de sus goznes. Tiembla la casa entera.

Al otro lado de la calle, una Antoinette absolutamente tranquila levanta lentamente la cabeza, agita un poco su cabello moreno, da un paso adelante. En este instante Dominique distingue bajo su brazo un semicírculo de sudor, nota más su propio sudor, los vestidos se les pegan a ambas a la piel.

Diríase que la mujer no ha mirado la cama, que lo sabe, que no necesita confirmación. En cambio ve el frasco blanco en la mesilla de noche, lo alcanza, mira alrededor con súbita inquietud.

La chimenea, frente a él, es de mármol de color chocolate. En medio hay un bronce que representa a una mujer tendida, apoyada en un codo, y, a ambos lados del bronce, dos maceteros con plantas de interior de hojas finamente recortadas, unas plantas que Dominique no ha visto jamás.

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Andan por encima de la cabeza de Antoinette. La criada va a bajar. El frasco está destapado. A las gotas les cuesta caer. Antoinette agita el frasco y el líquido cae en la tierra verdosa de una de las macetas, que lo absorbe enseguida.

Ya está. Dominique querría sentarse, pero quiere verlo todo; está asombrada por la simplicidad de lo que ha ocurrido, por la naturalidad con que la mujer, al otro lado de la calle, echa una última gota de medicina en el vaso, otra gota de agua, luego se dirige hacia la puerta.

Se nota, casi se la oye llamar: —¡Cécile! ¡Cécile! Nadie. Echa a andar. Desaparece. Cuando vuelve, la acompaña la criada. Ha encontrado un pañuelo

por el camino y lo muerde, se lo pasa por los ojos. —Suba a avisar a mi suegra. ¿Es posible que no le tiemblen las piernas como a Dominique? Mientras Cécile se precipita escaleras

arriba, ella permanece a distancia de la cama, no mira hacia ese lado; su mirada yerra por la ventana, parece fijarse un instante en las persianas detrás de las cuales acecha Dominique.

¿Se han cruzado sus miradas? Imposible saberlo. Es una pregunta que angustiará con frecuencia a Dominique. Le da vueltas la cabeza. Querría no ver más, cerrar herméticamente los postigos, pero no puede; piensa de pronto que, unos minutos antes, se miraba los pechos desnudos en el espejo y siente vergüenza, le entran remordimientos, le parece que ese acto, en este momento, resulta particularmente más vergonzoso; piensa también, Dios sabe por qué, que Antoinette ni siquiera tiene treinta años. Ahora bien, ella, que pronto cumplirá cuarenta, se siente a menudo niña.

Nunca ha podido convencerse de que es una persona mayor, como lo eran su padre y su madre cuando ella era pequeña. Y he aquí que ahora una mujer mucho más joven que ella se conduce a sus ojos con una simplicidad desarmante. Mientras llega la suegra, ayudada por Cécile y una doncella, que la sostienen, Antoinette llora, se suena, explica, señala el vaso, afirma sin duda que el ataque ha podido más, que la droga no ha hecho efecto.

El cielo, por encima de la casa, sigue siendo de un amenazante color de pizarra candente; va y viene gente por la acera como hormigas por el surco que ha abierto la columna en el polvo; los motores están en funcionamiento, los autobuses resuellan; miles, decenas de miles de veraneantes retozan en el agua azul de las playas; miles de mujeres bordan o hacen punto bajo casetas rayadas de rojo o amarillo levantadas en la arena cálida.

Enfrente telefonean. El señor Rouet, el padre, no está. Nunca está. Diríase que le horroriza su casa, donde sólo se le ve a la hora de comer. Sale, regresa con la puntualidad de un hombre obligado a llegar a la hora a su despacho, y sin embargo hace años que traspasó su negocio.

Seguro que el doctor Libaud no está en casa. Dominique lo sabe. Más de una vez llamó por su padre a esta misma hora.

Las mujeres están desorientadas. Diríase que tienen miedo delante de ese hombre que sin embargo está realmente muerto, y Dominique apenas se sorprende cuando ve a Cécile salir del portal, entrar en la lechería, salir acompañada del señor Aubedal, con un delantal blanco, que la sigue a la casa.

Dominique está exhausta. La cabeza le da vueltas. Hace un buen rato que ha tomado su parco desayuno y con todo tiene el estómago revuelto, le parece que va a devolver, duda un instante en cruzar el salón por miedo a encontrarse con uno de los Caille medio desnudo, y acaba recordando que han salido.

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Fue alrededor de las diez cuando Dominique había ido, la víspera, a echar la carta al buzón, muy lejos,

por el barrio de Grenelle. Ahora no eran aún las cinco de la madrugada y ya estaba en pie. ¿Cuánto tiempo había dormido? Apenas tres horas. No tenía sueño. No se sentía cansada. Llevaba años casi sin dormir: eso había empezado cuando cuidaba a su padre, que la despertaba cada media hora.

A veces, completamente sola en la única habitación donde realmente vivía, movía los labios, casi articulaba palabras:

—Algún día tendré que hacerle entender a alguien... ¡No! Lo escribiría. No en una carta, pues ya no escribía a nadie. Había muchos pensamientos que

expresaría en un cuaderno, y la gente se sorprendería mucho cuando lo hallase después de que ella hubiese muerto. Entre otras cosas, eso: los seres que no duermen, que apenas duermen, son seres aparte, mucho más de lo que uno se imagina, porque viven al menos dos veces cada acontecimiento.

¡Dos veces! Al pensar en esta cifra le entró su risita, contenida, de solitaria. ¡Son diez, cincuenta, son cien veces quizá las que ha vivido este acontecimiento!

Y sin embargo no tenía fiebre. La vieja Augustine podía observarla si quería desde su buhardilla, vería a la Dominique de cada día, con un pañuelo anudado alrededor de los cabellos, una bata de un azul descolorido ceñida en torno a su talle flaco.

No tardaría en suceder. Dentro de diez minutos a lo sumo, podría verse cómo se abren los cristales de la ventana de Augustine, que no tenía nada que hacer a partir de las cinco de la madrugada pero que tampoco dormía.

Todos los postigos estaban cerrados, la calle estaba vacía; el asfalto, desde arriba, aparecía tan pulido por la riada que se precipitaba durante el día, que brillaba con reflejos de color violeta. Al fondo del cruce, donde empezaban el Boulevard Haussmann y la Avenue Friedland, podía distinguirse parte de un árbol, ni tan siquiera la mitad del follaje, y sin embargo era realmente majestuoso a pesar de la altura de las casas circundantes: unas ramas vivas, un mundo de hojas de un verde oscuro donde, de repente, unos segundos antes de que apareciera el sol por el horizonte, estallaba una vida insospechada, un concierto en el que parecían participar millares de pájaros.

La ventana estaba abierta de par en par. Dominique no la abría hasta después de hacerse la cama, pues le daba vergüenza exponer su cama deshecha, la crudeza de las sábanas arrugadas, la almohada hundida, incluso a la vista del único ser que hubiera podido vislumbrarla a aquellas horas, la vieja Augustine.

El gas estaba encendido en la estrecha cocina que había junto a la habitación y Dominique, con los mismos movimientos de todas las mañanas, ponía orden y quitaba el polvo.

A aquella hora su universo parecía ensancharse. Toda la calle participaba de él, la franja de cielo claro por encima de los tejados de enfrente, el árbol del cruce con el Boulevard Haussmann; la habitación resultaba más amplia, como un cuarto que, en el campo, da directamente a un jardín. Una hora más y sonarían las campanas de Saint-Philippe-du-Roule. A veces pasaba un coche, y, cuando paraba a doscientos metros, Dominique sabía que era frente a la verja del hospital Beaujon,* un enfermo o un moribundo a quien ingresaban, quizá la víctima de un accidente. Oía también los trenes, muy lejos, por la

* El hospital Beaujon fue trasladado posteriormente a Clichy.

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zona de Les Batignolles. Y su padre, sobre la cabecera de la cama, su padre con el uniforme de gala de general, la miraba. El

retrato había sido pintado de tal forma que la mirada la seguía por todos los rincones de la estancia. Le hacía compañía. Eso no la impresionaba ni la entristecía. ¿Acaso no había amado a su padre?

Desde los quince años había vivido con él, lo había seguido por todos los cuarteles. Durante los años que duró su enfermedad, en este piso del Faubourg Saint-Honoré, había cuidado de él día y noche como una enfermera, como una hermanita de la caridad, y nunca hubo intimidad entre ellos.

—Soy la hija del general Salès. Pronunciaba involuntariamente Salès de un modo especial, como una palabra aparte, una palabra

valiosa, prestigiosa. No toda la gente la conocía, pero bastaba el título de general, sobre todo para los comerciantes.

¿Sospechan los hombres que el comienzo del día es tan misterioso como el crepúsculo, que lleva suspendido el mismo grado de eternidad? No reímos a carcajadas, con una risa vulgar, en el frescor recién nacido de la aurora, no reímos como cuando nos roza el primer aliento de la noche. Nos mostramos más graves, con esa imperceptible angustia del ser ante el universo, porque la calle no es aún la calle trivial y tranquilizadora, sino un trozo de la totalidad en que se mueve el astro que pone destellos en las aristas vivas de los tejados.

Al lado duermen. Cuando se acerca a la puerta oscura, la que tiene la llave de su lado, puede oír sus respiraciones mezcladas; se empachan de sueño, como se han empachado de vida todo el día; los ruidos de la calle no los despertarán, a pesar de tener la ventana completamente abierta; el estrépito de los autobuses y los taxis se integrará naturalmente en sus sueños, acentuará su placer dándoles conciencia de su beatitud, y tarde, muy tarde, a las diez quizás, unos leves ruidos, el movimiento de un brazo, el chirrido de un muelle, un suspiro, serán el preludio de la explosión diaria de su vitalidad.

¡Tiene gracia que haya llegado a necesitarlos! Y más aún después de aquello, más después de la carta. Eran más de las siete cuando salió a buscar una oficina de Correos que estuviera lejos, la hora de las

terrazas llenas, de los sombreros de paja, de los vasos de cerveza sobre los veladores —había hasta hombres en mangas de camisa, con el cuello desabrochado, como en el campo.

Fue andando porque necesitaba alimentar su fiebre con el movimiento; iba deprisa, con paso algo brusco, y más de una vez tropezó con algún transeúnte.

Ahora se pregunta cómo ha podido llegar hasta el fin. ¿Habrá sido en gran parte a causa del muerto? Hace ya tres días que no abren los postigos de la casa de enfrente, tres días que vive cara a cara con esa

especie de rostro enmascarado. Está al corriente, pues ha ido a ver. No ha podido resistirse. Además, todo el mundo tenía derecho a

entrar y salir. Ha esperado al último minuto, la víspera a las cuatro en punto, después de que salieran unos hombres de la funeraria Borniol, que habían ido a cerrar el ataúd. Se había puesto su traje chaqueta negro. La portera, indiferente, le ha echado una ojeada desde el fondo de su vivienda y ha debido de reconocerla como a alguien del barrio. En el segundo, la puerta estaba entreabierta, había una bandeja en el recibidor alumbrado con electricidad, un caballero de negro a quien no conocía ordenaba las tarjetas depositadas sobre la bandeja de plata.

¿Acaso iba ella a volverse como su tía Elise a medida que fuese envejeciendo? Ha sentido placer al respirar el olor, un placer casi sensual, y eso que era un olor a muerte, el de los

cirios, de las flores demasiado abundantes en estancias cerradas, junto a una especie de tufo soso de lágrimas.

No ha visto a Antoinette. Cuchicheaban, detrás de la puerta de la izquierda, la del salón grande. La puerta de la habitación estaba abierta y aquella habitación, irreconocible, había sido transformada en capilla ardiente; cinco o seis personas se deslizaban calladas en torno al ataúd, le daban la mano a la señora Rouet madre, que permanecía sentada cerca de una palmera que había en un tiesto.

Esos caballeros de cheviot negro y ropa interior demasiado blanca eran sin duda parientes venidos de

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provincias, seguramente parientes por parte de los Rouet, como esa muchacha apenas salida del pensionado que atendía a la anciana señora.

Dominique se ha equivocado tal vez. No. Está segura de no haberse equivocado. La señora Rouet madre tenía en su actitud, en toda su mole, algo duro, amenazador. Ya no era la misma persona. Era imposible burlarse de ella y de sus gruesas piernas, de su bastón de contera de goma y de su aire dictatorial.

El peso de la pena no la había encogido. Al contrario. Se había vuelto aún más alta, más majestuosa, y su dolor interior le aportaba una fuerza adicional que acrecentaba su odio.

Quizá su odio al mundo entero, a todo lo que no era su hijo, incluidos aquellos sobrinos, que estaban allí como acompañando al novio en una boda y que le hacían el agravio de vivir. En cualquier caso, su odio a aquella a quien no se veía, que estaba en algún sitio detrás de una puerta y nada tenía ya en común con la familia.

Dominique había recibido el golpe de aquella mirada de madre y se había turbado, como si aquella mujer hubiese sido capaz de adivinar. Pues la señora Rouet miraba a todo el mundo fría, duramente, parecía decir: «¿Y ésa de dónde sale? Y aquél, ¿qué quiere?».

Sin embargo, permanecía incrustada en su sillón, maciza, sin desgranar el rosario que le habían puesto en la mano, sin mover los labios.

Casi avergonzada, Dominique había abandonado la capilla ardiente y, en el recibidor, había topado con la encargada de una gran casa de modas que se llevaba una caja. Cuchicheaban detrás de la puerta; era una prueba.

Dominique no había podido ver a Antoinette. No sabía nada de ella, salvo que había pasado las dos no-ches en el piso de sus suegros; había entrevisto la parte inferior de su vestido en el momento en que cerraba una ventana.

En cambio, en la chimenea tapizada de negro como el resto de la estancia había vislumbrado las dos plantas de interior con sus largas hojas delgadas.

Si no hubiera visto aquello, apenas durante un cuarto de segundo, quién sabe si habría escrito. En su casa, tan pronto se hubo quitado el traje, había buscado por todas partes un tratado de botánica antiguo, adornado con grabados en cobre, que había visto antaño en la biblioteca del general.

Los Caille estaban fuera. En una ocasión los había visto mientras cenaban en una taberna al final de la calle, no lejos de La Madeleine, tan alegres en medio del gentío como en la soledad de su cuarto.

Kentia Belmoreana... Cocos Weddelliana...

El libro olía a papel viejo, las páginas eran amarillentas, las letras, minúsculas, y por fin encuentra la

imagen que buscaba; estaba segura de que las dos plantas eran Phoenix Robelini. Entonces cogió una hoja de papel de dentro del cajón y escribió aquellas dos palabras, una vez, cinco

veces, diez veces, luego sacó otra hoja, las escribió de nuevo en letra romana.

«La Phoenix Robelini de la derecha.» Nada más. ¿No era acaso bastante terrible ya? Tan terrible que de nuevo sentía brotar el sudor bajo los

brazos y perderse en la tela de la camisa. Las letras romanas le hicieron sonrojarse tras escribir las señas en un sobre. Quedaba feo, casi

abominable. Olía a anónimo, y en alguna parte había leído que todas las letras inclinadas se parecen.

Sra. D.ª Antoinette Rouet 187 bis, Rue du Faubourg Saint-Honoré

París (VIII)

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Ahora, sola en su habitación, no entendía cómo había podido hacer aquello. Había tenido tiempo para

reflexionar. Había corrido lejos, cruzado el Sena, atravesado todo el barrio de la École Militaire. En las calles había un ambiente como de vacaciones. Muchos taxis transportaban hacia la Gare de Montparnasse juguetes para la playa, pertrechos de pesca; vio pasar una canoa sobre el techo de un coche. Los que se quedaban en París debían de pensar: «Puesto que todo el mundo se marcha, está permitido ponerse a sus anchas...».

En la luz anaranjada había una extraña mezcla de quietud y efervescencia, como una tregua en medio de las inquietudes serias, las preocupaciones cotidianas, y Dominique seguía andando, recorría aceras desconocidas, descubría calles provincianas, donde algunas familias estaban sentadas delante de las puertas y donde los niños medio desnudos jugaban en plena calzada; se detuvo al fin, parando en seco, definitivamente, delante de una oficina de Correos, y se desprendió de su carta, permaneció un momento aún temblorosa, por lo que había hecho, pero como aliviada.

Podía creer que, aquella noche, los Caille lo habían hecho adrede. Durante siete años, desde la muerte de su padre, había vivido sola en aquel piso y nunca había tenido miedo, nunca había pensado que pudiera tenerse miedo a la soledad; había rechazado el ofrecimiento de una prima viuda que vivía en Hyères —era la viuda de un oficial de marina— y que le había propuesto que fuera a vivir con ella.

Cuando había mandado al periódico el anuncio de la habitación... Qué vergüenza al leer impreso: «Se alquila habitación amueblada para una sola persona en piso magnífico del Faubourg Saint-Honoré.

Precio moderado». Y le parecía que desde entonces su ruina era pública, definitiva. No obstante, era preciso. No había

más solución que ésta, el general Salès carecía de fortuna. La única propiedad de la familia consistía en una parte —un tercio— de aquella casa en la que se había instalado el general al jubilarse.

¿Acaso le guardaba Dominique rencor? Apenas. Podía mirar su retrato sin cólera y sin piedad. Durante gran parte de su vida no había sido para ella más que un hombre velludo, calzado siempre con botas, que hacía resonar sus espuelas, que bebía mucho y, cuando entraba en casa, anunciaba su presencia con grandes voces.

De paisano ya no había sido más que un viejo gruñón, solapado, que parecía reprochar a los transeúntes el ignorar que se cruzaban con un general.

Le había dado por jugar en la Bolsa y luego, tras perder, cuanto poseía, se había acostado, egoístamente; había decidido ponerse enfermo, dejando a Dominique al cuidado de todo lo demás.

Había vendido la parte de la casa que le correspondía. Si Dominique seguía ocupando su piso, era porque un primo suyo, único propietario actual del edificio, le permitía su usufructo. Le había escrito con su letra puntiaguda que daba a las palabras un aspecto cruel:

«... Sé cuánto le debo ya, pero, en la situación en que me encuentro, me veo obligada a pedirle permiso

para buscar un inquilino que...». Caille era quien había acudido, porque no era rico y porque, por el precio que le pedía, no habría

encontrado en un hotel más que una habitación exigua e incómoda. —Tendrá que pasar por el salón, pero allí no me encontrará casi nunca. Prohíbo formalmente las

visitas. Ya entiende a qué me refiero. Tampoco quiero que cocine en el cuarto. Le había dado a entender que una criada se encargaría de limpiar, pero, ya el segundo día, la había

sorprendido haciéndolo ella. —Todavía no he encontrado a nadie; espero que de aquí a unos días... ¡A él le daba perfectamente igual! Dominique no se había atrevido a decirle nada cuando, detrás de la

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placa de la chimenea, se había encontrado con una caja de Camembert y un mendrugo de pan. Era pobre. A veces comía en su habitación, donde en vano buscó ella un hornillo. O sea que no guisaba. En aquella época salía temprano. Volvía tarde. Poseía dos camisas, un solo par de zapatos. Dominique había leído las cartas que recibía de su novia y que no se tomaba la molestia de esconder.

Toda una época que no habría podido definir, pero que dejaba añoranza, nostalgia. —Nunca toleraré a una mujer en el piso. Un hombre, aún pase. Pero una mujer... Había admitido a Lina por miedo a tener que poner de nuevo el anuncio, por miedo a ver a un extraño

en casa. —Con una condición: que sea su mujer quien limpie el cuarto. Ahora era ella la que lo sentía. Ya no tenía excusas para entrar a cualquier hora en la habitación. Lo

hacía todavía, pero furtivamente, después de echar el cerrojo en la puerta del rellano. Caille seguía con sus dos camisas y en el ropero colgaba el esmoquin que se había comprado de segunda mano para la boda. Lina dejaba en cualquier parte, a plena luz, sus prendad más íntimas.

Por la noche Dominique se había acostumbrado a no acostarse antes de que llegara la pareja. ¿Qué podían estar haciendo tan tarde? Mucho después del teatro y el cine, andarían errando por las calles o los pequeños bares aún abiertos, pues no tenían amigos. Y desde muy lejos reconocía sus pisadas por la calle. En su habitación seguían hablando en voz alta. No tenían prisa. ¿No se levantaban cuando querían?

Su voz, detrás de la puerta, se convertía para Dominique en una compañía necesaria, hasta el punto de que cuando se rezagaban fuera más de lo acostumbrado no se encontraba bien, y, a menudo, se asomaba apoyada en los codos a la ventana para verlos llegar.

«Serían capaces de dejarse la puerta abierta.» Era una excusa. No quería cuidarse de ellos. Lo cual no impedía que, la víspera, se quedara a la

ventana hasta las dos de la madrugada, viendo cómo iban apagándose las luces unas tras otras, contando los transeúntes, y con la vista clavada en aquellos postigos cerrados de la casa de los Rouet, de aquel piso vasto que sabía desierto en torno a un ataúd en el que el hombre del bigote incoloro estaba definitivamente encerrado.

Había llegado a contar las horas que la separaban del momento en que por fin se lo llevarían, en que se abrirían las persianas, en que las estancias empezarían a vivir de nuevo.

Los Caille habían llegado. ¿Hablaban? ¡Podían hablar así de la mañana a la noche! ¿Qué encontraban aún para decirse? ¡Ella que nunca hablaba con la gente, que a lo sumo se sorprendía a veces con un callado movimiento de labios!

La carta llegaría esta mañana, a las ocho y cuarto, la traería el cartero bajito que andaba de través, como arrastrado por el peso de su cartera. La portera la pondría en el casillero de los Rouet, con los cientos de cartas de pésame, pues habían enviado una cantidad considerable de esquelas.

Dominique tenía una esquela. La había robado. Los Rouet, que ignoraban su existencia, no le habían mandado una. La víspera, al pasar por delante de la portería,

Dominique había entrado para asegurarse de que no había nada para ella. No recibía más de un par de cartas al mes, pero tenía ya su plan, había visto enseguida, en el casillero de la señora Ricolleau —la esposa del antiguo ministro— que vivía en el primero, un gran sobre ribeteado de negro.

Lo había cogido. Allí estaba la esquela, sobre el tapete gastado de la mesa.

«La señora Hubert Rouet, de soltera Antoinette Lepron, »el señor y la señora Germain Rouet-Barbarit,

»El señor y la señora Babarit-Basteau...» Había una lista larga: «… tienen el dolor de participarle la muerte de su marido, hijo, nieto, tío, primo, sobrino, primo

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segundo, sobrevenida el día de hoy a consecuencia de una larga enfermedad...». Los labios de Dominique se habían alargado como por efecto de un tic. Y he aquí que la calle empezaba a animarse, otros ruidos se mezclaban con el canto de los pájaros del

árbol; ya no se oía la fuente que manaba día y noche en el patio de la vieja mansión vecina; por último se paró una camioneta junto al bordillo, enfrente mismo, y unos obreros se pusieron manos a la obra después de despertar a la portera, que estaba de mal humor: eran tapiceros que venían a fijar delante de la puerta unas colgaduras rematadas por una R plateada.

La vieja Augustine, que no podía ver nada desde su ventana debido a la cornisa, no tardó en aparecer en la acera, aunque demasiado temprano para la compra, pues simplemente repartían la leche en la tienda de Aubedal y la salchichería Sionneau todavía no estaba abierta.

* Aquel día ocurrió como con los acontecimientos de que se regocijan los niños con demasiada

antelación, hasta el punto de estar desvelados la noche que los precede, y que parece que no acaban de producirse nunca.

Por ejemplo, instaladas sus colgaduras, los de la funeraria fueron a tomarse un vaso de vino a la taberna, dejando las cosas paradas.

En cuanto a los vecinos de la casa, se fueron al trabajo a la hora de costumbre, como si no ocurriera nada. Pasaron por entre las colgaduras, y sólo alguno se volvió para juzgar el efecto que producían. Los cubos de la basura ocuparon su lugar al borde de la acera; los postigos, en el piso de los Rouet padres, no se abrieron hasta las ocho. Pero como aquellas ventanas estaban más altas que las de Dominique, ésta no veía a los ocupantes más que cuando se hallaban muy cerca de los cristales.

A las nueve pararon dos taxis con pocos minutos de intervalo; algunos de los familiares que Dominique había visto el día anterior en la capilla ardiente. Cada cuarto de hora niñas o jovenzuelos a quienes aquello no impresionaba en absoluto traían flores, aunque la mayor parte de amigos de la familia estaban de veraneo; debieron de telefonear a la florista.

El puesto del establecimiento Aubedal había ocupado su sitio de costumbre; la farmacia Bégaud había abierto, enmarcada también en negro y plata, como un comercio mortuorio.

Dominique, ya a punto, sus guantes de hilo negro encima de la mesa, era la única que iba adelantada, mientras que los Caille, que se habían movido un rato en la cama, habían vuelto a dormirse sin saber siquiera que había un entierro enfrente.

«Habrá mucha gente.» Algunos vecinos iban furtivamente a dejar su tarjeta, los que no tenían tiempo para asistir a los

funerales o que juzgaban superflua su presencia. A las diez menos cuarto Dominique vio bajar de un taxi a la encargada de la casa de modas. ¡Traía el

vestido! ¡El traslado del difunto tenía lugar a las diez y media! Antoinette, arriba, debía de estar esperando en

combinación. La calle se llenó de pronto sin que pudiera saberse cómo: había grupos parados en las aceras, diez,

quince taxis llegaron uno tras otro, hasta el punto de que había que esperar a que arrancara el precedente para poder apearse.

Un coche fúnebre apareció por fin: todas las siluetas negras acusaron cierta agitación, y cuando Dominique, que juzgaba que había llegado el momento de bajar, llegó ante la casa, asomaba el féretro por el fondo del pasillo; se adivinaban velos en el claroscuro, hombres con la cabeza descubierta, a los que

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situaba el maestro de ceremonias. Nadie sospechó de la presencia de una delgada figura que se deslizaba, ansiosa, y que hubiera dado lo

que fuera por cruzar su mirada con la de la viuda. Dominique tropezaba con unos y otros, murmuraba: «Disculpe», se ponía de puntillas, pero no vio más que ropas negras, un velo, una mujer bastante vulgar, totalmente de luto, que sostenía a su hija, pues había ido la madre de Antoinette.

En cambio, no apareció la señora Rouet madre. Su marido iba detrás de la nuera con el mismo paso con que salía cada mañana, sabe Dios adónde, y al

ser el único de la familia, miraba a los presentes, uno por uno, como si los contara. Lo que tanto había costado preparar ocurrió muy rápido. Dominique se halló enmarcada entre otras

mujeres, formó parte de una hilera, subió sin ver nada las gradas de Saint-Philippe-du-Roule y fue a tomar asiento en una fila de la izquierda, muy lejos de Antoinette, a la que sólo veía de espalda.

Tal vez ésta no había abierto aún la carta, perdida entre tantas cartas de pésame. Inconscientemente Dominique aspiraba con una especie de voluptuosidad el rumor del órgano, el olor a incienso que le recordaba su infancia y la primera misa de. la mañana durante sus años de misticismo.

De joven, de niña, ¿no había sido la primera en levantarse para asistir a misa, y no conocía acaso ese olor de las calles al amanecer?

Si Antoinette se volviera... Luego, cuando el cortejo se congregue ante la iglesia, pasará muy cerca de Dominique, casi la rozará, y quizá descubra ésta sus ojos a través del velo.

Hay en esta curiosidad algo infantil, un poco vergonzoso: así, antaño, cuando se había hablado en su presencia de una joven que había tenido relaciones con un hombre, Dominique había buscado enseguida su mirada, como si fuera a descubrir en ella unos estigmas extraordinarios.

Un día, cuando estaban de guarnición en Poitiers, el ordenanza de su padre había sido convicto de robo. Y Dominique lo había observado del mismo modo. De más pequeña había rondado mucho tiempo en torno a un teniente que había viajado en avión.

Todo lo que era vida la impresionaba. Lina, su inquilina, también, y a menudo pasaba horas luchando consigo misma a causa de aquella puerta que las separaba, aquella cerradura por la que podía mirar.

«Mañana lo haré.» Se defendía. Le repugnaba. De antemano, le daba náuseas lo que iba a ver. Luego se sentía realmente

enferma, como si hubieran violado la intimidad de su propia carne, pero la tentación era irresistible. En cuanto a Antoinette Rouet, había estado lo bastante hambrienta de vida como para permanecer

inmóvil en el hueco de una puerta mientras moría su marido. Había dejado pasar los segundos, uno a uno, sin moverse, sin un gesto, con la mano en el marco de

aquella puerta, consciente de que cada segundo era para el hombre, en cuya cama había dormido, un segundo de agonía.

Después no lo había mirado siquiera. Había pensado en la medicina. Su mirada había errado por la estancia, se había fijado en una de las plantas de interior:

Phoenix Robelini

Y aquella planta permanecía allí, en el cuarto mortuorio, estaba aún, entre las colgaduras que debían de

estar quitando los tapiceros. La vería a la vuelta. ¿Se atrevería a suprimirla? ¿Seguiría viviendo en la casa de los Rouet? ¿Mantendrían éstos a su lado a una nuera con quien nada

tenían que ver y a quien la señora Rouet madre detestaba? A Dominique le entró pánico de pensarlo. Su mano se crispó en el reclinatorio. Tuvo miedo de que le

robaran a Antoinette, ya sólo le urgió una cosa: estar de vuelta en el Faubourg Saint-Honoré, asegurarse de que las persianas estaban normalmente abiertas, de que la vida seguiría en el piso.

¿No era mal augurio ver a Antoinette junto a su madre, como si cambiara de nuevo de familia? ¿Por qué no estaba la víspera en la capilla ardiente?

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«¡Porque la señora Rouet madre no ha querido!» Dominique estaba segura. Ignoraba qué había pasado, qué iba a pasar, pero había visto a la anciana se-

ñora tan maciza y dura como una cariátide, y sentía que había penetrado en ella un sentimiento nuevo. Algunos parientes, en las últimas filas de la familia, parientes lejanos, se volvían para inspeccionar la

concurrencia, y la liturgia desarrollaba sus fastos monótonos. Dominique seguía maquinalmente el ir y venir de los oficiantes; sus labios, a veces, acompañaban las

oraciones con un murmullo. Desfiló cuando la ofrenda. Rouet padre, muy erguido, miraba pasar uno a uno a los fieles, pero

Antoinette se había arrodillado y mantenía la cara entre las manos. Se conducía como cualquier viuda, con un pañuelo bordado de negro y arrugado en la mano, y, cuando

pasó por último cerca de Dominique, ésta, que sólo vio unos ojos algo más brillantes que de ordinario, una tez más mate, quizá debido al alumbrado y al velo, quedó decepcionada.

Después, inmediatamente después, hubo algo que le llamó la atención, por un instante se preguntó qué, su nariz se estremeció, en el aire adensado por el incienso notó el ligero perfume que Antoinette Rouet difundía a su paso.

¿De verdad se ha perfumado? Cuando llegó afuera, en medio del crujir monótono de las suelas en las losas, cuando volvió a

encontrar un triángulo deslumbrante de sol, se alejaban los primeros coches para dejar sitio a los siguientes, y se deslizó por entre la muchedumbre, se salió en cierto modo del entierro, apretó el paso a medida que se acercaba a su casa, por la acera sombreada del Faubourg Saint-Honoré.

Los postigos de los Rouet estaban abiertos. Los Caille acababan de levantarse, y el agua se salía del barreño del lavabo; la gramola estaba funcionando, persistía un ligero olor a gas y café con leche. Dominique, mientras abría la ventana, acogió con alivio el espectáculo de las habitaciones de enfrente, de las que Cécile y otra criada expulsaban a golpes de trapo y escoba columnas de polvo luminoso.

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3 Allí donde Dominique, impaciente, y luego exasperada, esperaba ver el miedo o tal vez un

remordimiento fue donde brotó la violencia. Y aquella violencia estallaba tan libremente, semejante a una fuerza natural, que Dominique durante un largo rato dejó de comprender.

Era el quinto día después del entierro y aún no había pasado nada. El tiempo era el mismo, el sol igual de ardiente, con la diferencia de que, desde entonces, todas las tardes, sobre las tres, el cielo cobraba un matiz plomizo, el aire se hacía más bochornoso aún, unos efluvios malsanos oprimían hasta al perro de los Aubedal tumbado en mitad de la acera; mecánicamente se miraba al aire con esperanza, la esperanza de ver estallar por fin aquel cielo agobiante, pero, si a veces parecía que se oían a lo lejos fragores indistintos, la tormenta no reventaba, o iba a reventar lejos de París.

Con los nervios tensos, Dominique, durante esos cinco días, no hacía más que esperar, y a la postre ya no sabía qué la aliviaría más, el desencadenamiento de los elementos o el suceso que espiaba durante horas, que era incapaz de prever, que no podía no producirse.

Era impensable que, enfrente, Antoinette viviera algo así como en suspenso, como en un hotel de paso, como en una estación. Para convencerse Dominique se repetía: «No ha leído la carta. O no la ha entendido. Quizá no conoce el nombre de la planta...».

Volvía a dormir en la gran cama de matrimonio, la que había sido el lecho de enfermo de su marido, donde lo había visto morir. Salía poco. Cuando salía, llevaba su ropa de luto, pero en casa no había renunciado a las prendas de interior suntuosas, que tanto le gustaban, a las recias sedas recamadas.

Se levantaba tarde, desayunaba en la cama, perezosamente. Hablaba un momento con Cécile, y se advertía que las cosas no iban bien entre las dos mujeres. Cécile se mostraba rígida, reservada. Antoinette la soportaba con visible impaciencia.

Pasaba horas en el piso, ordenaba cajones, apilaba ropas del difunto, llamaba a la criada para mandarle que las llevara a algún armario lejano.

Leía. Leía mucho, cosa que antes no había hecho nunca, y no era frecuente verla sin un cigarrillo al ex-tremo de una larga boquilla de marfil. ¡Cuánto tiempo podía pasar, al borde de un diván, puliéndose las uñas, o también, delante de un espejito, depilándose seriamente las cejas!

Ni una mirada a las ventanas de enfrente. Ignoraba a Dominique, ignoraba la calle, iba y venía, como sin darle importancia, por aquel universo provisional.

No fue hasta el quinto día, hacia las nueve de la mañana, cuando ocurrió la historia de las maletas, mejor dicho, cuando ocurrieron las dos historias de la maleta, pues, por una curiosa coincidencia, una maleta tuvo también su papel en el piso de Dominique.

Esta, un poco más temprano, había bajado a la compra. Sucedió un pequeño incidente. En la lechería de Aubedal tres o cuatro mujeres formaban un corro junto al mostrador de mármol blanco. La lechera la había servido primero, no para hacerle un favor, sino porque algunas dientas tenían la costumbre de quedarse un rato charlando, mientras que se despachaba enseguida a las parroquianas sin importancia.

—¿Qué desea, señorita? —Ciento veinticinco gramos de roquefort. La voz de Dominique era sorda, tajante. No quería manifestar vergüenza por confesar su pobreza, y

miraba adrede a los ojos a las comadres. La señora Aubedal pesaba. Las mujeres callaban.

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—Pasa un poco. Un franco cincuenta. Era demasiado. No podía comprarse más que un franco de queso. Sus gastos estaban minuciosamente

calculados y tuvo valor para decir: —Tenga la bondad de pesar un franco justo. Nadie dijo nada. Nadie rió. Hubo, no obstante, en la tienda tan clara, una agitación jocosa y feroz en

torno a aquel diminuto pedazo de roquefort al que la lechera se aplicaba a amputar una parcela. Al pasar por el portal de su casa, Dominique se sorprendió al ver a Albert Caille que había bajado en

pijama para asegurarse de que no había una carta para él. Parecía asombrado, confuso, insistía, fisgoneaba en las casillas de todos los inquilinos.

Dominique subió, preparó algunas verduras, y al poco rato oyó un prolongado cuchicheo en la habita-ción de los Caille. Lina se levantó, se lavó más rápidamente que de costumbre. Los dos estuvieron listos en menos de diez minutos, y fue entonces cuando intervino una primera maleta. Dominique reconoció dos ruidos metálicos: los de los cierres de una maletita de viaje.

Se asustó al pensar que sus inquilinos iban a dejarla y se acercó a la puerta del salón, la entreabrió, no tardó en verlos salir. Alberto Caille llevaba la maleta en la mano.

No se atrevió a detenerlos, a preguntarles. Se limitó a echar el cerrojo una vez que estuvieron fuera, entró en su habitación desordenada y luego en el lavabo, vio los cepillos de dientes, la maquinilla de afeitar sucia, ropa tendida, el esmoquin en el ropero, luego, como la vieja Augustine, allá arriba, estaba en la ventana, se sintió incómoda y volvió a su cuarto.

¿Por qué habían cogido la maleta? La noche anterior no habían ido a cenar como de costumbre y, sin embargo, no los había visto volver cargados de paquetitos como cuando se quiere comer una tontería en casa.

La señora Rouet madre estaba en su sitio, en su torre, como decía Dominique, o sea, sentada junto a la ventana situada exactamente encima de la habitación en que había muerto su hijo. Era una ventana alta que arrancaba del suelo, como todas las ventanas de la casa, de modo que se la veía de cuerpo entero, de abajo arriba, siempre en el mismo sillón, con el bastón al alcance de la mano; de vez en cuando tocaba el timbre, llamaba a una de las criadas, daba órdenes a una persona invisible, o bien, de cara hacia el interior oscuro de la estancia, vigilaba algún trabajo que acababa de encargar.

Pasaron varios minutos sin que Dominique viera a Antoinette, que estaría en el cuarto de baño, luego, bruscamente, la vio, con una bata de un verde pálido, los cabellos algo despeinados, ayudando a Cécile a empujar hasta el centro de la estancia un baúl bastante pesado.

Entonces le latió el corazón. «Se va a marchar.» ¡Por eso estaba tan tranquila! Esperaba a que concluyeran las formalidades. La víspera había ido un

hombre de oscuro, que debía de ser el notario de la familia. El señor Rouet no había salido como de costumbre. Antoinette había subido al piso de sus suegros, sin duda para una especie de consejo de familia, para un arreglo de la situación.

Ahora se iba, y la impaciencia de Dominique se convertía en exasperación, se transformaba en rabia. La asaltaban mil ideas, y, sin embargo, hubiera sido incapaz de decir por qué se negaba a admitir la marcha de Antoinette Rouet, por qué estaba decidida a oponerse a ella por todos los medios.

¡Hasta pensó en ir a verla! Pero no hacía falta. No tenía más que escribirle. «Le prohíbo que se vaya de casa. Si lo hace, lo cuento todo.» En el baúl apilaban ropa interior, trajes, y aún iban a buscar a otro cuarto maletas y sombrereras. Antoinette estaba serena, Cécile, más rígida, más reprobadora que nunca, y en cierto momento, cuando

su señora colocaba alhajas en un joyero, la criada se esfumó. Dominique lo adivinó, se alegró de haberlo adivinado. Sólo tuvo que alzar la cabeza. El tiempo de

subir un piso, de llamar. La señora Rouet madre volvía la cabeza, decía: «¡Pase!». Escuchaba, fruncía el entrecejo, se levantaba de un sillón apoyándose en el bastón.

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Dominique triunfaba. ¡Ahora lo sabía! Miraba a Antoinette con una sonrisa parecida a una risa sardónica.

¡No creas que te irás así como así! Lo esperaba, y, no obstante, la aparición la impresionó tanto que fue como un golpe. Vio a Antoinette

volviendo bruscamente la cara. Vio al mismo tiempo, en el hueco de la puerta, a la señora Rouet madre, que había bajado y que permanecía inmóvil, maciza, apoyada en el bastón. La anciana señora no decía nada. Miraba. Su mirada iba de un baúl a una maleta, a la cama deshecha, a la bata verde de su nuera, al joyero.

Fue Antoinette la que se turbó y quien, levantándose como una colegiala culpable, rompió a hablar con locuacidad. Pero, desde las primeras frases, una palabra tajante la hizo callar.

¿Qué había querido explicar? ¿Que no tenía motivo alguno para quedarse en París en pleno agosto con aquellos calores? ¿Que desde siempre su familia había pasado el verano en el campo o en la costa? ¿Que su luto sería el mismo en otra parte que en un piso triste y asfixiante?

Pero lo que tenía ante sí, aquello con lo que tropezaba su sed de espacio y movimiento, era una fuerza fría, inmutable, siglos de tradición, una verdad con la que no podían nada las verdades de la vida.

Hubo un momento en que la contera del bastón se levantó. Tocó el faldón de la bata de seda verde, y este ademán bastaba, era más que una condena, era la expresión total del desprecio, un desprecio que no se dignaba a expresar el semblante de la anciana señora, su bastón se encargaba de este cometido.

La señora Rouet madre desapareció. Al quedarse sola, Antoinette se miró largo rato en el espejo, con los puños en las sienes, luego se dirigió bruscamente hacia la puerta, llamó:

—¡Cécile! ¡Cécile! La criada emergió del fondo invisible del piso. Las palabras fluyeron, fluyeron, mientras la criada,

impasible como su principal señora, la de arriba, permanecía rígida y evitaba bajar los ojos. Era una muchacha flaca, muy morena, sin coquetería, que llevaba los cabellos peinados hacia atrás,

donde formaban un moño compacto. Tenía el cutis amarillo, sobre todo en el cuello, el pecho liso, y mientras escuchaba sin impaciencia apoyaba ambas manos en el vientre; aquellas dos manos cruzadas proclamaban su confianza en sí misma así como su desprecio por aquella cólera que estallaba en torno a ella sin alcanzarla.

Dominique no oía las palabras. Sin darse cuenta se acercó tanto a la ventana que si Antoinette se hubiera vuelto hacia ella, hubiera comprendido que la observaban desde hacía tiempo y, quizás, a la vez, hubiera adivinado más cosas.

Su cabellera morena, flexible, espesa, se agitaba en torno a su cabeza y su masa sedosa pasaba de un hombro al otro, su bata se entreabría, sus brazos medio desnudos gesticulaban; volvía constantemente la mirada hacia aquellas dos manos cruzadas con descaro sobre el vientre.

Por último Antoinette no pudo más. Fue un verdadero arrebato_ Se lanzó sobre Cécile, sobre aquellas manos que separó de forma brusca y, como la criada seguía sin moverse, la agarró de los hombros, la zarandeó, la golpeó varias veces contra el marco de la puerta.

En aquel momento, por espacio de un segundo, la sirvienta miró por la ventana, sin duda, inconsciente-mente, quizá porque un soplo de aire levantaba un ala de las cortinas; su mirada se cruzó con la de Dominique y ésta tuvo la certeza de haber sorprendido como la sombra de una sonrisa.

¡De una sonrisa tan satisfecha! «¡Ya lo ve! Eso es lo que vale esa mujer que se ha introducido en nuestra casa, que ha pretendido vivir

con el señorito Hubert y que ahora...» ¿No iba dirigida más bien a Antoinette aquella sonrisa contenida? «Siga pegando. ¡Excítese! ¡Despechúguese! Parézcase cada vez más a lo que es en el fondo, una

pescadera mal hablada, como su madre, que ha vendido marisco en el mercado. ¡La están mirando! Usted no lo sabe, pero la miran y la juzgan.»

Antoinette la soltó. No dio más que tres o cuatro pasos por la habitación, hablando con el mismo

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apasionamiento. Al volverse se quedó estupefacta cuando vio a la criada en el mismo sitio, y se arrojó otra vez sobre ella, con más fuerza que antes, la empujó al saloncito contiguo, la sacudió, casi la tiró al suelo, hasta que llegó por fin a la puerta del rellano.

La echaba fuera. Puede que corriese el cerrojo. Y cuando volvió a aparecer, estaba casi tranquila, aquel arrebato la había aliviado; seguía hablando sola, iba y venía por todo el piso en busca de una idea, pues conservaba una imperiosa necesidad de actuar.

¿Fue la visión de la cama aún deshecha, con la bandeja del desayuno sobre la colcha? Se dirigió hacia el teléfono, marcó un número. En la torre, la señora Rouet madre se había vuelto hacia el interior. Cécile estaba allí, sin duda alguna.

La anciana señora no se levantaba ya. Escuchaba. Hablaba serenamente. Por teléfono Antoinette insistía. Sí, tenía que ser enseguida. Dominique no sabía qué había decidido,

pero entendía que aquello debía realizarse inmediatamente. Había momentos en que Dominique se olvidaba de respirar, hasta tal punto la trastornaba aquella

vitalidad. El crimen la había impresionado menos, pues, sin duda alguna, lo que se había cometido bajo sus ojos era un crimen. Al menos había acontecido en silencio, sin ademanes. No había sido más que como la conclusión de una vida secreta ahogada, mientras que ahora aquella vida rebosaba, borbotante, invasora, con toda su terrible crudeza.

No sabía dónde meterse. No quería sentarse. No quería perderse nada de lo que pasaba, y eso le hacía daño, le producía vértigo; era tan doloroso, más intenso todavía que cuando miraba por el ojo de la cerradura, que la primera vez, por ejemplo, que había presenciado el acto carnal en toda su brutalidad, como cuando había asistido al empuje de un miembro viril brillante de fuerza animal.

¿Era Antoinette así? Todo el ser de Dominique se rebelaba ante aquella necesidad de vida, espléndida y vulgar.

Quería escribir enseguida. Las palabras que se le ocurrían tenían la misma crudeza que el espectáculo que presenciaba.

«Usted mató a su marido.» Sí, lo escribiría, iba a escribirlo ahora mismo, lo hizo, sin recapacitar, sin cuidarse, esta vez, de

desfigurar su letra. Añadió instintivamente: «¡Lo sabe perfectamente!». Y esas palabras denunciaban su tormento más íntimo, la verdadera causa de su indignación. Habría

comprendido los remordimientos. Habría comprendido una angustia que las horas que pasaban habrían destilado lentamente. Lo habría comprendido todo, admitido todo, absuelto todo quizás, excepto aquella impasibilidad, aquella espera de los cinco días, y luego esa marcha gozosa —pues, de no detenerla, se iría, por supuesto, tan contenta— y, por último, esa rebeldía que descubría su inconsciencia.

«¡Lo sabe perfectamente!» No cabía duda, pero Antoinette no parecía darse cuenta. Lo sabía, tal vez, pero no lo sentía. Era viuda.

Se había librado, por fin, de un marido insulso y aburrido. Era rica. Se iba, ¿por qué no? Dominique estuvo a punto de bajar enseguida para ir a echar la carta a Correos, pero una camioneta

paró enfrente, bajaron dos hombres cargados de herramientas, vestidos de azul. Antoinette los recibió en el umbral del piso, donde Cécile no había vuelto a aparecer. Estaba calmada. Sus gestos eran nítidos. Estaba decidida. Sabía qué quería y su voluntad se cumpliría

en el acto. Lo primero que había que hacer era desmontar y alejar aquella enorme cama burguesa: los mozos

quitaban el somier, que iban a dejar al recibidor, después desatornillaban los montantes; la habitación, en consecuencia, parecía desnuda, tan sólo con un cuadrado de polvo fino para indicar el lugar donde había muerto Hubert Rouet.

Antoinette seguía dando órdenes, yendo y viniendo sin importarle la bata entreabierta, la seguían los

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hombres que obedecían con indiferencia y que trasladaban a la habitación el diván en que había dormido Antoinette durante la enfermedad de su marido.

Echó una ojeada a las oscuras cortinas que no se corrían casi nunca, estuvo a punto de exclamar: «¡Quítenlas!».

Sin duda pensó que las ventanas no podían dejarse desnudas y que no había otras cortinas disponibles. Las dos macetas, con sus plantas de interior, estaban aún en la chimenea, y un ademán decidió su

destino. Dominique no pudo dar crédito a sus ojos cuando vio a Antoinette dejarlas marchar sin una mirada, sin un estremecimiento, sin un recuerdo de lo que había pasado.

Los Caille no volvían. Eran las once y la calle estaba casi desierta; el farmacéutico había bajado su toldo de un amarillo descolorido; los postigos de algunas tiendas recordaban una mañana de domingo.

Ya a las once y media, los mozos habían acabado su trabajo, cambiado muebles de sitio, guardado los que sobraban en un cuarto que daba al patio de luces, del que, por un segundo, Dominique entrevió la claridad glauca al fondo de una sucesión de puertas.

Entonces, una vez sola y contemplando el espectáculo que la rodeaba, Antoinette pareció decir con cierta satisfacción: «¡Ya que quieren que me quede!...».

Se organizaba, vaciaba los baúles, las maletas, arreglaba de otro modo armarios y cajones, a veces encendía un cigarrillo, encogiéndose de hombros tras un vistazo al techo encima del cual sentía la presencia aplastante de su suegra.

¿Sospechaba que los acontecimientos iban a precipitarse y a hacer de aquél un día decisivo? En cualquier caso la acción le gustaba, la acogía con alivio. No se molestaba en vestirse, en ir a almorzar fuera, y Dominique la vio salir de la cocina con un trozo de carne fría sobre un pedazo de pan.

El señor Rouet padre regresó a casa. Dominique sólo lo vio en la calle. Su mujer desapareció de la ventana y era fácil imaginarlos en la penumbra de su piso, ella lo ponía al corriente, ambos consideraban las medidas que era preciso tomar.

Y, en efecto, un poco más tarde, Antoinette se sobresaltaba oyendo el timbre de la puerta de entrada. A la segunda llamada fue a abrir. Su suegro entró, frío y sereno, aunque menos frío que su mujer, como si hubiera ido a limar las asperezas.

Allá arriba le habrían dicho: «¡Ten firmeza! ¡Sobre todo ten firmeza! No te dejes impresionar por sus lágrimas y sus pamplinas».

Quizá para dar más solemnidad a su visita, en aquel piso que en otro tiempo era casi común a los dos matrimonios, había ido con sombrero y, sentado, lo mantenía en equilibrio sobre las rodillas, cambiándolo de sitio cada vez que cruzaba o descruzaba las piernas.

—Hija, he venido... —Así debía de hablar— tras los penosos momentos que acabamos de vivir... es evidente... debe entenderlo... es evidente que hay que... aunque sólo sea por la gente.

Para Dominique supuso una nueva sorpresa el ver a una Antoinette perfectamente sosegada, casi sonriente, a una Antoinette que decía a todo que sí, con más ironía, quizá, que convicción.

¡Pues claro! ¡Prescindiría de sus vacaciones, puesto que a sus suegros les importaba tanto! Sólo se había permitido hacer más habitable el piso para una persona sola. ¿Era acaso un crimen? ¿No tenía derecho a arreglar a su gusto el sitio en que estaba condenada a vivir? ¡Pues eso era todo! Puede que dentro de un tiempo cambiara el papel, que tanto lo necesitaba, y que era excesivamente triste para una mujer joven. Hasta ahora no había dicho nada, ya que le gustaba a su marido, o, mejor dicho, a sus padres.

¡Vaya! El propio señor Rouet estaba encantado de verla tan dócil. Pero quedaba aún una exigencia que formular. Dudaba, desplazaba dos o tres veces su sombrero, cortaba con los dientes la punta de un puro que no encendía.

—Sabe que Cécile forma, por así decirlo, parte de la familia, que lleva quince años en casa... Un hombre no se percata de esas cosas, pocas veces es capaz de advertir el odio en una mujer, porque

en su casa las cosas no son así. Un simple erguir el busto, un estremecimiento apenas visible, una tensión

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pasajera de los rasgos, y luego una sonrisa condescendiente. ¡Muy bien! De acuerdo. Cécile puede volver. Seguirá espiándola, subiendo diez veces al día a recibir

órdenes al piso de su suegra y a contarle lo que pasa abajo. Y qué más? ¿Nada más? ¡Vamos! ¡Vamos! ¡No se disculpe! ¡Es muy natural! Pues claro, un leve malentendido. Todos estamos

nerviosos con este tiempo bochornoso. Acompaña a su suegro hasta la puerta. El le da la mano, encantado de que la entrevista haya

transcurrido tan bien, se lanza escaleras arriba, que sube de cuatro en cuatro, para ir a contar a su mujer que ha salido triunfante en todo el asunto, que se ha mostrado firme, inconmovible.

Ya baja de nuevo Cécile, como si nada hubiera pasado, impecable con su traje negro bajo su delantal blanco, la voz aguda, los rasgos agudos:

—¿Qué desea que le sirva la señora? ¡Ah! ¿Sí? Ha comido. Gracias. No necesita nada. Una llamada por teléfono, tan sólo, porque hoy, des-

pués de esas idas y venidas, el vacío es menos soportable, como las corrientes de aire los días de limpieza general.

Una llamada por teléfono familiar, cariñosa, se le nota en la cara, en la sonrisa. Habla con alguien con quien tiene confianza, pues esa sonrisa, de vez en cuando, está llena de amenazas para con un tercero.

—De acuerdo, ven. Mientras tanto, va a echarse en su diván, la mirada fija en el techo, con su larga boquilla en los labios.

Los Caille aún no han vuelto. La carta de Dominique está encima de la mesa, cerca de un pequeño envoltorio en el que el roquefort

se ha vuelto blando y viscoso. ¿La envía? ¿No la envía?

* No es una vendedora de marisco. Es verdad que su padre fue marisquero en Dieppe, pero ella, la

madre de Antoinette, se casó con un empleado del metro, de modo que nunca vivió detrás de un puesto de pescado, y menos aún en Les Halles.

Es alta, recia, debe de tener la voz más grave que el término medio de las mujeres. Ha sabido realzar su medio luto con una franja blanca en la base del sombrero. Sólo su modo de pagar el taxi tras observar el taxímetro revela una persona que no necesita a un hombre para dirigirla en la vida.

No va sola. La acompaña una mujer joven, que no tendrá más de veintidós años, y que no viste de luto, no va a asistir al entierro; no hace falta mirarla mucho rato para darse cuenta de que es la hermana menor de Antoinette.

Lleva un traje chaqueta muy elegante, un sombrero firmado por una gran sombrerera. Es guapa. Esa es la primera impresión que da. Mucho más guapa que Antoinette, con una mayor reserva que turba a Dominique, reserva, por lo demás, que Dominique no entiende. No podría decir si es una chica o una mujer. Sus grandes ojos son de un azul oscuro muy serenos, su actitud, más reservada que la de su hermana. Tiene el labio superior respingado, lo que quizá contribuya más a darle ese aire de juventud y candor.

Antoinette no ha tenido que vestirse para ellas y se besan; con una mirada, Antoinette anuncia: «¡La vieja está arriba!».

Se deja caer en un sillón, señala el diván a su hermana, que se contenta con una silla y conserva su actitud de muchacha de visita.

¿No será su traje chaqueta tal vez demasiado impecable, demasiado rígido, como todo en su atuendo,

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lo que evoca ya a una mujer? —Dinos. Es lo que debe de decir la madre, que examina las paredes y el mobiliario a su alrededor, y Antoinette

se encoge de hombros, de un modo más vulgar que cuando está sola. Habla; se percata asimismo de que su voz es más vulgar, un poco como la de un chulo, que debe de estar usando palabras no muy bien sonantes, sobre todo cuando alude a la vieja de la torre y su mirada se dirige maquinalmente al techo.

Durante todo el tiempo que Antoinette ha estado casada, Dominique no ha visto nunca a esta hermana en la casa, y no le sería difícil contar las veces que ha divisado a la madre. Comprende por qué. Es fácil de comprender.

Desde que están allí, el piso ya no es igual, lo invade no se sabe qué dejadez, qué desorden; la madre ha dejado el sombrero sobre la cama; más tarde tal vez se eche, agobiada por el calor, mientras que sólo la hermana conservará las formas de una visita bien educada.

Antoinette sigue contando, imita la llegada de su suegra, más bien su aparición en el hueco de la puerta, las idas y venidas de su espía Cécile: imita las pamplinas de su suegro, su falsa dignidad; le da risa, de dientes afuera, y su gesto final concluye:

—¡Peor para ellos! ¡Esto no tiene ninguna importancia, vamos! Ya se arreglará ella. Ya se arregla. Tiene tiempo de sobra.

Al fin y al cabo hará lo que se le antoje, por mal que les sepa a todos los Rouet de la creación. ¿Ha oído voces, desde arriba, la Rouet madre? El caso es que toca el timbre, no tarda en interrogar a

Félicie que acude a recibir órdenes. —Es la familia de la señora, su madre y su hermana. ¡No! ¡Eso no! La madre, pase, pero la hermana

que... la hermana a quien... A Antoinette apenas la sorprende. —¿Qué os decía? Esperadme un momento. ¿Va a subir en bata, esa bata demasiado verde que el bastón ha estigmatizado antes? ¿Para qué? Descuelga un vestido negro, el primero que encuentra, se planta ante el espejo. Está en viso, delante de

su madre y su hermana; se arregla el cabello, se va poniendo horquillas, que sostiene entre los labios. —¿Así voy bien? ¡En marcha! Sube. Si Dominique no la ve, es como si la siguiera con la vista. El perfil vuelto de la

señora Rouet madre es elocuente. Nada de cólera. Algunas palabras que se desprenden de ella como la escarcha de una ventana.

—Creí que había quedado claro, de una vez para siempre, que no recibiría aquí a su hermana. La hermana, abajo, sabe por dónde andan los tiros, pues ya se ha levantado, se arregla un poco, delante

del espejo, ella también, sólo espera a que llegue Antoinette para marcharse. Ahí llega. —¡Ya está! ¡No ha fallado! Sólo me queda echarte a la calle, pobrecita. ¡Orden del dromedario! Rompe a reír, una risa que, a través de la calle, le hace daño a Dominique. Antoinette besa a su madre,

la vuelve a llamar, se dirige hacia un mueble pequeño del que saca unos billetes de banco. —¡Toma! Llévate eso al menos.

* Antoinette duerme en el diván, con un pie colgando casi hasta el suelo, y en su semblante no hay rastro

de emoción alguna, de apuro alguno. Duerme con los labios entreabiertos, en medio del calor de la tarde, con toda la vida de la calle que zumba en torno a ella.

Los Caille no han vuelto, y Dominique, una vez más, ha inspeccionado su habitación después de echar

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el cerrojo de la puerta que da al exterior. Ahora sabe que no se han marchado. En el armario ropero no ha encontrado el abrigo de Lina, un

hermoso abrigo de invierno de paño beige, adornado con marta, que se ha traído de casa, un abrigo completamente nuevo de rica burguesa de provincias.

Dominique ha salido y, hasta el último minuto, ha evitado tomar una decisión; furtivamente ha echado la carta en un buzón de la Rue Royale. La ha rozado un autocar abarrotado de extranjeros y le ha parecido que aquella gente que pasaba, deslumbrada por la ciudad desconocida, escapaba a la corriente ordinaria de la vida.

Ha sentido la punzada de la envidia en el pecho. Ella no ha estado nunca al margen de lo cotidiano monótono y nauseabundo. Apenas algunos años, mucho tiempo atrás, antes de cumplir dieciocho años, pero no se daba cuenta, no era capaz de disfrutarlo.

Incluso esta mañana ha tenido que exigir a aquella rechoncha señora Aubedal, a quien detesta, que quitase un trocito del queso ya pesado porque la porción era grande y demasiado cara. ¡Todo es demasiado caro para ella!

Los Caille han ido a vender el abrigo de Lina, o lo han llevado al Monte de Piedad, pero viven como si no tuvieran necesidad de calcular.

¡Viven! Precisamente, se los encuentra, de bracete, nota que la maleta que golpea los flancos del hombre está vacía; nota sobre todo, por sus labios golosos, por el brillo de sus ojos, que lleva dinero, que es rico, que va a vivir aún más, y Lina lo sigue sin preguntarse adónde la lleva.

Habría querido pasar inadvertida, pero Lina la ha visto, ha pellizcado el brazo de su compañero murmurando algo. ¿Qué?

—La casera... ¡Pues para ellos es la casera! A no ser que haya dicho: —¡La vieja bruja! ¿Cree que a los cuarenta años se siente una vieja? Y hete aquí que Caille la saluda con un amplio gesto con el sombrero, a ella tan oscura y tan menuda

que anda pegada a las paredes, como para ocupar menos espacio en la calle. Y esos miles de individuos que van y vienen, que beben, beatíficamente arrellanados en las terrazas,

que se interpelan, que miran las piernas de las mujeres, los vestidos demasiado finos pegados a las caderas, todo ese olor a cuerpos humanos, a vida humana que se le pega a la garganta, que se le sube a la cabeza.

¡Tiene, ese día, tantas, tantas ganas de llorar!

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4 Andaba deprisa, como si la persiguieran, o, más bien, según se acercaba a su casa, sus pasos se hacían

más precipitados, más irregulares; tenía la febrilidad de los nadadores que bruscamente son conscientes de su imprudencia y nadan alocadamente hacia la playa donde por fin tocarán fondo.

Era exactamente eso. Empezaba a tocar fondo ya en el portal, donde la acogía la sonoridad propia de aquella antigua mansión transformada en casa de vecindad; sus suelas reconocían la granulosa rugosidad de las losas amarillas, separadas; se veía minúscula, deformada, en la bola de cobre de la escalera, y su mano se deslizaba con satisfacción física por el pasamanos pulido; más arriba, invariablemente en el mismo peldaño, hacía una pausa para buscar la llave en el bolso, y, en ese momento, cada vez sentía una leve angustia, pues no encontraba enseguida la llave y, como si casi fuera verdad, se preguntaba si no la había perdido.

Por fin estaba en casa. No del todo en su casa, en el salón, sino tan sólo en su cuarto, la única estancia donde se había confinado y que a veces hubiera querido que fuese más pequeña todavía, como para impregnarla más de sí misma.

Cerró la puerta con llave y se detuvo cansada, sin aliento, donde se detenía siempre, delante del espejo, buscando en él, para recibirla, su propia imagen.

Sentía por sí misma, por Dominique, por ella, a quien antaño llamaban Nique —pero ahora, ¿quién la hubiera llamado así si no ella misma?—, sentía por Nique una compasión inmensa, y le causaba alivio mirarla en aquel espejo que había acompañado a los Salès por todas las ciudades de guarnición y que la había visto de niña.

No, todavía no era una vieja solterona. No tenía arrugas en la cara. Su piel seguía tersa por más que vi-viera recluida. Nunca había tenido mucho color, pero aquella piel era de una finura infrecuente, y Dominique se acordaba de la voz de su madre que decía, con unas inflexiones tan delicadas:

—Nique tiene el cutis de los Le Bret. En cuanto a su testa, es la de su abuela de Chaillou. Era un sosiego, saliendo del barullo de la calle donde la gente exponía sin pudor su vitalidad,

encontrar, como dioses familiares, ciertos nombres que no eran tan sólo nombres, sino las referencias vivas de un mundo del que formaba parte y al que veneraba.

Las sílabas de aquellos nombres tenían un color, un perfume, una significación mística. Casi todos, en la estancia donde Dominique recobraba posesión de sí misma guardando aún en la boca el sabor a polvo anónimo de la calle, estaban representados por un objeto.

Así, no había despertador ni reloj de pared en la estancia, sino un diminuto reloj de bolsillo de oro, sobre la cabecera de la cama, con la caja adornada con una flor de perlas o polvo de rubíes, era el reloj de su abuela de Chaillou; evocaba una vasta casa campestre en las afueras de Rennes, que todo el mundo llamaba el palacio.

—El año en que hubo que vender el palacio... Servía de estuche al reloj una zapatilla de seda roja bordada de verde, de azul, de amarillo, y era Nique

la que la había bordado, cuando tenía siete u ocho años y estaba de pensionista en Nimes, en la escuela de las Hermanas de la Ascensión.

Encendía el gas, ponía una servilleta a un extremo de la mesa, a modo de mantel. En la mayor parte de los pisos de la calle debían de estar cenando, por lo menos en aquellos cuyos inquilinos no estaban de

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veraneo, pero no se veía a nadie en las habitaciones de Antoinette Rouet. Para librarse de esa obsesión por Antoinette, de quien no se apartaba un instante su pensamiento,

Dominique tenía ganas de jugar al juego, de jugar a pensar, como decía antes y como decía aún,, mitad consciente, mitad inconscientemente.

Ello requería una disposición mental particular. Había que alcanzar el estado de gracia. Por la mañana, por ejemplo, haciendo la compra, era imposible. Imposible asimismo empezar en un momento determinado. Era algo parecido a soñar despierto, y no se sueña voluntariamente, a lo sumo se puede conseguir progresivamente un estado favorable.

La palabra Chaillou era una buena palabra para empezar, una palabra clave, pero había otras, por ejemplo tía Clémentine. Tía Clémentine, era por la mañana, sobre las once, cuando el frescor daba paso al sol más pesado del mediodía y cuando empezaba a notarse el olor de la propia piel.

Una villa en La Seyne, cerca de Tolón. El marido de tía Clémentine —era una Le Bret y se había casado con un Chabiron— era ingeniero en el arsenal de Tolón. Dominique estaba de vacaciones en su casa por un mes; leía en un jardín florido de mimosas; oía bajo el sol abrasador el jadeo de las máquinas de los astilleros; no tenía más que incorporarse para distinguir, a través de un entrecruzamiento de grúas y puentes giratorios, una franja de mar de un azul intenso; y todo eso se estancaba, formaba un conjunto tan compacto que era un alivio, a las doce, oír el grito desgarrador de las sirenas de las fábricas al que respondían las sirenas de los navíos en la ensenada y al que seguían las pisadas de obreros y obreras cruzando el paso a nivel.

Tía Clémentine no había muerto. Su marido había fallecido hacía ya mucho tiempo. Ella seguía viviendo sola en su villa, con una criada vieja. Y Dominique, mentalmente, ponía cada objeto en su sitio, hasta el gato rubio que ya no debía de existir, la cara velluda del antiguo general, su mirada que expresaba siempre un reproche helado.

—¡Bueno! Y mi pipa? Fumaba en la cama, ya no se afeitaba, apenas se lavaba la cara. Diríase que iba sucio adrede, que se

convertía a propósito en un objeto repugnante, y a veces decía con una satisfacción diabólica: —¡Empiezo a apestar! ¡Confiesa que apesto! ¡Confiésalo puesto que es verdad! ¡Apesto, joder! Ahora en la habitación de su padre entraban los Caille. Ya no le hacía falta jugar a pensar, buscar

temas para soñar. Enfrente tenía a Antoinette y los Rouet padres; al lado, separados de ella por una simple puerta, a los jóvenes que regresaban con su maleta vacía.

¿Qué estaban haciendo? ¿Qué trajín era este al que no estaba acostumbrada? No era su hora. Apenas habían tenido tiempo de cenar. ¿Por qué no iban al cine, o al teatro, o a algún baile, cuyas musiquillas les oía canturrear por la mañana?

Llenaban un cubo. El grifo estaba abierto del todo. Eran capaces de olvidarlo y dejar que el agua se derramara por el suelo. Con ellos siempre temía una catástrofe de este tipo, pues no tenían el menor respeto a los objetos. Para ellos un objeto, sea el que sea, se sustituye por otro. Cuesta tanto y sanseacabó. ¡Con lo que se disgustaba ella por una mancha en una alfombrilla o en una cortina! Hablaban pero armaban demasiado ruido desplazando objetos para que pudiera distinguir las palabras. Augustine estaba en su ventana. Había tomado su turno de guardia; para ella era una verdadera guardia: no bien había cenado cuando se acodaba con todo su peso en la ventana abuhardillada; llevaba un corpiño negro con pequeños dibujos blancos; la sombra violeta de la noche resaltaba la blancura de su cabello; allí estaba, plácida, dominando la calle y los tejados. Pasaba mucho rato antes de que una u otra ventana se poblara de gente que, concluida la jornada, se asomaba a tomar el fresco.

Dominique había jugado al juego con la vieja Augustine también, los días de melancolía, cuando el es-pejo le había devuelto una imagen cansada, unos ojos con ojeras, unos labios sin color, cuando se sentía vieja.

¿Cómo había empezado la vieja Augustine? ¿Cómo era a los cuarenta años? ¿Qué hacía entonces? La historia de Augustine acababa invariablemente con su entierro, que Dominique imaginaba en todos

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sus pormenores. —¿Qué pasa? No. Ella no había pronunciado estas palabras. La pregunta se había formulado en su interior. Habían

llamado a la puerta. Y miraba en torno suyo con angustia, se preguntaba quién podía haber llamado a su puerta; su sorpresa era tan grande que no había pensado en los

Caille. No le dio tiempo ni a dar unos pasos, cuando llamaron de nuevo; hacía girar la llave sin hacer ruido para no dar la impresión de que se encerraba; había echado un vistazo al espejo para asegurarse de que no había ningún descuido en su atuendo.

Sonreía con una sonrisa crispada, pues es preciso sonreír cuando se recibe a alguien. Un recuerdo más de su madre, que tenía una sonrisa de una melancolía infinita. «¡Cuesta tan poco y hace la vida tanto más agradable! ¡Si todo el mundo hiciera un pequeño

esfuerzo!» Era Albert Caille. Parecía confuso, se esforzaba por sonreír, también él. —Disculpe que la moleste. Dominique pensó: «Viene a decirme que dejan la casa». Y él, a pesar de su educación, hundía la mirada en los rincones de aquella estancia en la que vivía

Dominique. ¿De qué se asombraba? ¿De que se confinase en un solo aposento teniendo otros a su disposición? ¿De que no hubiese allí sino muebles y objetos discordantes y anticuados?

—Hemos recibido una carta de mis suegros. Llegan de Fontenay-le-Comte mañana a las once de la mañana.

A Dominique le deja pasmada que se sonroje, él siempre tan a gusto en la vida. Observa que sus rasgos adquieren una expresión infantil, la expresión de un niño que desea algo, que teme que se lo nieguen, que suplica con un mohín, una mirada.

¡Es tan joven! ¡Nunca lo ha visto tan joven! Hay aún candor en él, detrás de su pillería. —No sé cómo explicárselo. Si aún no hemos tomado un piso, es porque mi posición puede cambiar de

un día a otro. Comprende. Mis suegros están acostumbrados a la vida cómoda de provincias. Es la primera visita que nos hacen después de nuestra boda.

Dominique no ha pensado en pedirle que pase. Lo hace, pero él se queda cerca de la puerta. Dominique adivina que Lina espera, escucha.

—Desearía tanto que no se llevaran muy mala impresión. Sólo estarán un día o dos, ya que mi suegro no puede dejar mucho tiempo sus negocios. Si, durante ese tiempo, nos permitiera disponer del salón como si fuera nuestro. Estoy dispuesto a abonarle un suplemento de alquiler.

Dominique le agradece su vacilación antes de pronunciar la brutal palabra «pagar» y haberla sustituido por «abonar».

—Por lo demás, estaremos fuera desde la mañana hasta la noche. Mis suegros irán al hotel. El cree que Dominique duda, que piensa: «¿Me toma por una solterona? ¿Me ve vieja? ¿Soy para él

una mujer, una mujer como... una mujer con quien...?». Ve el espectáculo contemplado varias veces por el ojo de la cerradura y se turba; se avergüenza de sí

misma, por nada en la vida permitiría que un hombre, fuera quien fuera... Pero saber que a un hombre, a Caille, por ejemplo, podría pasársele por las mientes...

—Mi mujer quisiera también... Ha dicho «mi mujer», y se trata de esa cría incompleta aún, de formas indecisas, de esa especie de

muñeca repleta de serrín, de labios infantiles, que se ríe de todo por nada, enseñando unos dientes iguales a los dientes de leche.

—Mi mujer quisiera también, para esos dos días, cambiar algunos pequeños detalles del cuarto. No tema. Volveremos a ponerlo todo en su sitio. Tendremos mucho cuidado.

A causa de sus pensamientos, Dominique no se atreve a mirarlo. Le parece que Caille lo adivinaría. ¿Se atrevería, por ejemplo, a acercársele, tender las manos como lo hacía a buen seguro con otras, pues

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siente curiosidad innata por todo lo que es carne de mujer? Sonríe, su mirada suplica, desarmado. Y la voz de Dominique dice: —¿Qué quieren cambiar en la habitación? —Si... si no le molestara demasiado, desmontaría la armazón de la cama. ¡Oh! Estoy acostumbrado.

Poniendo el somier en el suelo obtendríamos un diván, y hemos traído una cretona para cubrirlo. ¿Entiende?

¡Como enfrente! ¿No es extraordinario? ¿No ha hecho esta mañana Antoinette Rouet exactamente lo mismo? Así, ella y la joven pareja comparten un gusto idéntico, y Dominique cree entenderlo: ya no conciben la cama como un instrumento de descanso, la convierten en algo distinto, más carnal, la armonizan con otros fines, con otros gestos.

—Diga, ¿nos lo permite? Se da cuenta de que su blusa vuelve a estar mojada debajo de los brazos y esa sensación de humedad

cálida le da picor en los ojos. Muy deprisa dice: —Sí. Háganlo. —Luego se lo piensa mejor, no obstante, añade—: ¡Pero cuiden de no estropear nada! Se van a reír de ella por esta recomendación. Dirán: «La vieja teme por sus cuatro muebles y sus

cortinas de tiempos de Maricastaña». —Se lo agradezco en el alma. A mi mujer le hará tanta ilusión. Se marcha. En el salón Dominique descubre las flores, toda una brazada de flores olorosas que han

dejado en el mármol de una consola antes de repartirlas en los floreros. —Sobre todo no pongan flores en el jarrón azul, está rajado y se saldría el agua. Se sonríe. Está contento. Tiene prisa por estar con Lina. —No se preocupe. Se pasarán la velada armando barullo: podrá oírseles llenar cubos de agua, fregar, frotar, dar cera a los

muebles, y Dominique, entreabriendo la puerta del salón dos veces, verá a Albert Caille, con la camisa arremangada, enfrascado en la limpieza.

Tiene que cerrar herméticamente la puerta para sentirse un poco en su casa. Se acoda en la ventana, ligera, descuidadamente, como de pasada, y no con esa fuerza estática de la vieja Augustine, a la que se adivina decidida a permanecer horas en su sitio; la calle está tranquila, casi vacía; un anciano caballero muy flaco, vestido todo de negro, pasea un perrito y se para sin impaciencia siempre que se para el animal; los Aubedal se han sentado ante el umbral de su tienda; se nota que han bregado todo el día, que tienen calor, que sólo disponen de unos momentos de respiro, pues el marido deberá estar en Les Halles a las cuatro de la madrugada. Su criada, la que trae la leche y siempre lleva el pelo en la cara, está sentada a su lado, con los brazos caídos, la mirada vacía. Puede que no tenga más de quince años, y ya tiene unos pechos gruesos de mujer, como Lina, quizá más gruesos. Quién sabe si ya...

¡Seguro! ¡Con su amo! Aubedal es el hombre que le causa a Dominique la impresión más desagradable. Es tan sólido, está tan lleno de sangre cálida, que parece que se la siente latir violentamente en las arterias, y sus ojos miran con una arrogancia de animal sano.

A veces, desde el Boulevard Haussmann, se oyen voces: es un grupo que anda por la calle y habla alto, como para todo el universo, sin importarle la gente acodada en su ventana o que toma el fresco en silencio.

La luz es cobriza, las casas tienen reflejos de cobre, una chimenea de ladrillo parece sangrar, y los colores, por la parte de la sombra, tienen una profundidad tremenda; los objetos más inanimados parecen vivir por sí solos; diríase que, terminado el día, calmada la agitación, a la hora a la que los hombres ponen una sordina a su existencia, las cosas empiezan a respirar y a vivir su existencia misteriosa.

Acaban de cerrar las ventanas de la habitación de Antoinette. Dominique ha vislumbrado el vestido negro y el delantal blanco de Cécile. Por un segundo ha distinguido la intimidad de la cama que ya han cubierto; luego corren las cortinas, que dejan filtrar un vago resplandor rosa, el de la lámpara de pantalla rosa, que han colocado antes en un velador.

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¿Acaso Antoinette, como una prisionera, va a acostarse ya? Justo por encima de su cabeza la señora Rouet madre está instalada en su puesto, junto a ella, su marido. Dominique sólo ve de él una zapatilla de charol, unos calcetines de chinés y el borde del pantalón, pues tiene un pie apoyado en la barandilla de la ventana.

Charlan sin ardor, sin prisa. Tan pronto habla la anciana señora, y Dominique ve agitarse sus labios, como calla, vuela hacia el interior de la estancia, escucha lo que le dice su marido.

Dominique tiene ganas de que acabe todo, de que los vecinos desaparezcan unos tras otros, los Aubedal, que arrastran las patas de sus sillas por la acera y desencadenan un estrépito metálico al fijar las barras de hierro en sus postigos, primero; después aquella mujer pálida de quien no sabe nada, a la izquierda, en el tercer piso del establecimiento de los Sutton, los de la tienda de marroquinería. Tiene un hijo. Dominique se la ha encontrado a menudo con un niño de cinco o seis años, muy bien arreglado, sobre el que su mamá experimenta de continuo la necesidad de inclinarse, pero actualmente debe de estar enfermo, pues hace por lo menos dos semanas que no se le ve fuera, y el médico va todas las mañanas.

¡Sí, que desaparezca todo esto! Hasta preferiría ver los postigos herméticamente cerrados como en invierno, pues hay quien, en esta estación del año, duerme con las ventanas abiertas, de modo que parece notarse el vaho de su respiración salir de las casas; la ilusión es tan intensa, a ratos, que a Dominique le parece que alguien, dormido, acaba de volverse en su cama sudada.

Los pájaros del árbol, de la parte de árbol que puede distinguir al extremo de la calle, en el cruce donde pasea aburrido un guardia urbano sin saber qué hacer con su bastón blanco, se han puesto a vivir con la misma exaltación que por la mañana, una exaltación que cesará de súbito cuando se apaguen las últimas luces rojizas y el cielo, vuelto de un color verde glaseado por la parte opuesta a poniente, cobre poco a poco la blandura de la noche.

No tiene sueño. Casi nunca tiene sueño. La gran limpieza de los Caille la irrita, trastorna su universo; se sobresalta con cada ruido nuevo, se inquieta, se pregunta asimismo por qué se ha acostado Antoinette tan temprano, cómo puede acostarse, dormir en paz tras la jornada que acaba de vivir, en la habitación en que pocos días atrás su marido, cubierto por un sudor mortal, pedía desesperadamente auxilio, con todo su ser, sin más voz que un pez arrojado a la hierba y que aspira vorazmente el aire mortal.

El reloj de Saint-Philippe-du-Roule da las horas, las medias. Se ha disuelto toda la luz del día y aparecen reflejos en los ángulos de los tejados de enfrente, los rayos de una luna que no se ve aún, que va a emerger de detrás de aquellos tejados, y eso le recuerda a Dominique la plaza mayor de Nancy, cuando era niña y las primeras lámparas de arco voltaico emitían los mismos rayos lustrosos, tan agudos que atravesaban las pupilas.

Sólo le queda por recogerse a la gorda Augustine. Lo hace, cierra su ventana. Va a desplomarse en su cama con todo su peso. ¿Qué indumentaria nocturna lleva, santo Dios? Se la ve envuelta en prendas informes, chambras, pantalones, enaguas de felpa, de algodón impregnadas de su olor.

Dominique no ha encendido la lámpara. Por debajo de la puerta le llega una raya de luz del cuarto de los Caille, que han dejado la ventana abierta, pues se distingue el rectángulo más claro de la calle proyectado en la oscuridad.

Es la una cuando apagan la luz. La ventana rosa se ha apagado también enfrente, en la habitación de Antoinette. Los Rouet, en el piso de arriba, están acostados.

Dominique se ha quedado sola, mira la luna, completamente redonda, de una plenitud inhumana, que acaba, por fin, de ascender unos centímetros sobre una chimenea. A causa del cielo excesivamente claro, liso y luminoso como un cristal esmerilado, apenas si se distinguen las estrellas, y acuden unas palabras a la memoria de Dominique: «Muerto de un balazo al corazón, de noche, en pleno desierto...».

Sólo un cielo como éste puede dar idea del desierto. Una inmutable soledad bajo los pies, sobre la cabeza, y esa luna nadando en un universo sin límite.

«...al frente de una columna de veinte tiradores.» Se vuelve. Sobre la tapa de la máquina de coser puede adivinar, a pesar de la oscuridad, la forma de un

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devocionario, cuya encuadernación está protegida por un forro de paño negro. Es el misal que le dieron para su primera comunión. Una de las estampas, de fino pergamino iluminado, lleva su nombre con sus iniciales en letras doradas.

Otra estampa, en este misal, es una esquela mortuoria.

«Geneviève Améraud, Auger de soltera, cristianamente fallecida en su...»

Angulema. Su padre no era entonces más que coronel. Vivían en una gran casa cuadrada, de un

amarillo muy suave, con un balcón de hierro forjado, cortinas de color verde almendra en las ventanas que daban a un bulevar donde había una calle para los jinetes, y a partir de las cinco de la mañana se oían las cornetas del cuartel.

La señora Améraud era una viuda que vivía en la casa contigua. Era menuda, andaba con pasos diminutos, y la gente decía: «Suave como la señora Améraud».

Sonreía a todo el mundo, pero, con mayor facilidad, le sonreía a los quince, a los dieciséis años de Nique; la hacía entrar en el salón donde pasaba horas monótonas, sin que al parecer adivinara que, si la chica se arrellanaba gustosa en su casa, se debía a su hijo Jacques.

Y eso que sólo lo veía durante las vacaciones, ya que estaba en Saint-Cyr. Llevaba el cabello cortado al cepillo. Tenía el semblante grave. La voz también. Causaba extrañeza aquella voz de bajo en un chico tan joven que sólo tenía un leve bozo en los labios. Pero era una gravedad suave.

—Nique. Durante tres años, exactamente, lo había amado, sola, sin decirle nada a nadie, lo había amado con

toda su alma, sólo había vivido pensando en él. ¿Lo sabía él? ¿Conocía la señora Améraud la razón de aquella presencia cotidiana de la niña en su

casa? Una noche había sido invitado el general. Habían servido coñac añejo, licor, pastas a la canela. Jacques

llevaba el uniforme de alférez y debía marchar a África al día siguiente. La pantalla de la lámpara era de color de rosa, como en la habitación de Antoinette, por la ventana

abierta al bulevar se veía el reflejo de la luna en los troncos claros de los plátanos, que se volvían luminosos; desde el cuartel se había oído el toque de queda.

Dominique se había ido la última. La señora Améraud se había retirado discretamente; el coronel Salas esperaba, encendiendo un puro, en medio de la acera, y entonces, como en un acceso de vértigo, en el momento en que Jacques retenía un instante su mano en la suya, Dominique había balbucido:

—Lo esperaré siempre... siempre. Notó que le subía un sollozo, Dominique retiró su mano, tomó, para alejarse, el brazo de su padre. Eso era todo. Excepto una postal, la única que recibiera de él. Una vista de un pequeño puesto en

tierras resecas, en la linde del desierto, un centinela en sombras chinescas, la luna, y en tinta, cerca de aquella luna pálida, dos palabras flanqueadas por signos de admiración: «¡La nuestra!».

La misma luna que los había alumbrado la noche de Angulema y bajo la que Jacques Améraud iba a morir de un balazo al corazón en el desierto.

Dominique asomaba un poco la cabeza por la ventana para sacar la frente a la brisa fresca que rozaba las casas, pero retrocedió sonrojándose. De la ventana próxima llegaban hasta ella sonidos, un murmullo que conocía muy bien. ¡Así que no dormían! Arreglada la habitación, puestos los ramos en los floreros, apagada la luz, era esto, siempre esto lo que los arrastraba, y lo más ofensivo quizás era aquella risa nerviosa de hembra feliz, sofocada pero tanto más violenta.

Dominique quiso acostarse. Se retiró al fondo de la habitación para desnudarse y, sin que hubiera luz en la estancia, su cuerpo blanco se dibujó en la sombra; se dio prisa en cubrirse, se aseguró de que la puerta estaba cerrada, luego, en el momento de meterse en la cama, echó una última mirada a la ventana

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de enfrente y vio a Antoinette que se había acodado en ella. Sin duda no había podido dormirse. Había vuelto a encender la lámpara rosa. Esta alumbraba el

desorden del diván transformado en cama para la noche, la almohada, donde se dibujaba en su hueco la forma de la cabeza, las sábanas bordadas, un libro abierto, una colilla humeante en una copa.

Reinaba en la habitación como una voluptuosa atmósfera de apatía, y Dominique se escondía tras una hoja de la ventana para contemplar a Antoinette tal como se perfilaba en la claridad lunar. Sus morenos cabellos sueltos se extendían por los hombros de una blancura lechosa. Su cuerpo, en un camisón sedoso y muy calado, tenía una plenitud cuya revelación no se le había ofrecido hasta entonces a Dominique. Acudió a sus labios una palabra, una palabra muy simple, la palabra «mujer», que creía entender por vez primera. Apoyada de brazos en la barandilla de hierro forjado, Antoinette se inclinaba hacia adelante, de modo que su pecho se aplastaba un poco en la blancura de los brazos; los senos se alzaban ligeramente; se veía un hueco de sombra en el escote del camisón; la barbilla era redonda, como apoyada, también ella, en un círculo de carne suave.

Poco antes, cuando ambas hermanas estaban frente a frente, Dominique había pensado que la pequeña era la más guapa. Ahora comprendía su error: la que tenía ante sí era una mujer en todo su esplendor, asomada al frescor de la noche, en la frontera entre el infinito y una habitación alumbrada de color de rosa. Una criatura con cosas pendientes, que estaba hecha para algo, algo a lo que aspiraba con todas las fibras de su ser. Dominique estaba segura de ello; la trastornaba la mirada patética de los ojos oscuros fijos en el cielo, sentía un suspiro que le hinchaba el pecho y la garganta para exhalarse por fin a través de los labios carnosos antes de que, en una especie de espasmo impaciente, se incrustasen en ellos los dientes.

Tuvo la certeza de que se había equivocado, de que se había comportado como una burra, ni siquiera como una cría, sino como una burra, como la burra solterona que era, y sintió vergüenza.

Vergüenza de aquella carta cuyo inocente misterio se parecía a los misterios que distraen a los colegiales.

«El Phoenix Robelini de la derecha.»

Y ante la tranquilidad de Antoinette, durante los días siguientes al envío de la carta, se había sumido en

un mar de conjeturas; había pensado que tal vez no la había recibido, que quizá no conocía el nombre de la planta de interior.

¡Qué más le daba a Antoinette! Dominique, poco antes, había creído asestar un golpe decisivo. Sí, había maldad en su gesto, o más

bien no, un sordo instinto de justicia, ¿acaso envidia? ¡Qué importa! Poco antes, como una solterona en efervescencia, había garrapateado otra nota; había pensado ser cruel, lacerar la carne con la punta de su pluma.

«¡Sabe muy bien que lo mató!»

¿Era eso lo que había escrito? ¡No!

«Mató a su marido. Lo sabe muy bien.» ¿Lo sabía? ¡Era tan poco importante! Lo único importante era aquella carne viva que huía del diván

alumbrado de rosa y que, en su inmovilidad, bajo la tranquila apariencia de una mujer asomada a su ventana, no era más que un irresistible impulso hacia la vida que creía necesaria.

Dominique, de pie, descalza, escondida como una culpable tras una hoja de la ventana, se avergüenza de sí misma, que no había entendido, que no había visto de lo que ocurría enfrente sino los detalles más

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aparentes y los más sórdidos, que había gozado con ellos, incluso hoy mismo, espiando las apariciones de una suegra amenazadora, las actitudes diplomáticas de un suegro aburrido, el abandono vulgar de Antoinette en presencia de seres de su raza, los billetes de banco que sacaba furtivamente de un cajón para entregárselos a su madre, y hasta aquella luz tierna, aquel camisón de una seda demasiado rica, el cigarrillo que se consumía en la larga boquilla de marfil.

Atenta a la vida de otra, Dominique olvidaba respirar por su propia cuenta, su ardiente mirada fija en aquella mujer asomada a la ventana, en aquellos ojos perdidos en el cielo; hallaba en ella una vida más vibrante, una vida prohibida; sentía latir la sangre en sus venas, adueñarse de ella un vértigo, y bruscamente se echaba en la cama, hundía la cara en la blandura de la almohada para ahogar un grito de impotencia que le desgarraba el pecho.

Así permaneció mucho rato, rígida, los dientes apretados en la tela que humedecía su saliva, dominada por la sensación de que allí había alguien.

«Ahí está.» Dominique no se atrevía a aventurar un movimiento, no se atrevía a volverse. Acechaba el ruido más

leve que daría fin a su suplicio, le advertiría que estaba libre. Y fue mucho más tarde, mucho después de que los Caille se durmieran, carne con carne, el chirrido prosaico de una falleba.

Por fin pudo alzar la cabeza, medio volverse. Ya no había más que una ventana cerrada, el forro mate de las cortinas, un taxi que pasaba, y sólo entonces se dejó llevar en el sueño.

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¿De qué le serviría pedir ayuda a sus fantasmas familiares, que no serían en torno a ella sino unos

santos de quienes se duda, en quienes ya no se cree, a quienes, con todo, se pide furtivamente perdón? El aire está limpio, los objetos están en su sitio, con su color, su densidad, sus reflejos, con su

humildad tranquilizadora, todos están al alcance de la mano de Dominique, que ha querido reducir su universo a las cuatro paredes de una habitación, y, a estas horas, podría decirse que el mundo visible más allá del rectángulo azul pálido de la ventana, ese gran espacio de frescor matutino, en el que los menores ruidos forman eco, le pertenece asimismo, puesto que la vieja Augustine no se ha levantado aún.

Dominique está pálida. Tiene la cara cansada. Ni el agua fría ni el jabón han podido borrar las huellas de las malas horas pasadas en la cama húmeda, que un poco antes, a las cinco de la madrugada, cuando han sonado los primeros pasos por la calle, ya había recobrado, bajo la severa colcha, su aspecto inofensivo de objeto mortuorio.

Durante años, durante toda su vida, Dominique se ha hecho la cama tan pronto se despierta, apresurándose, sin saber exactamente el motivo, a borrar a su alrededor lo que podía recordar la vida de la noche. Sólo que esta mañana —se ha levantado con un dolor de cabeza sordo, una sensibilidad exagerada de las sienes—, ha sido cuando le ha llamado la atención esa manía: su mirada ha buscado otro objeto ritual, la canasta de mimbre pardo que contiene las medias para zurcir y el gran huevo de madera pulimentada.

Un aire más suave, casi dulzón, la ha envuelto fugitivamente, ha sentido la presencia de su madre; con un esfuerzo quizás hubiera podido ver su rostro alargado como el de las Vírgenes de las estampas religiosas, la sonrisa que emanaba de ella sin que la dibujara particularmente tal o cual rasgo de su fisonomía, su mano que en cuanto llamaban a la puerta se apoderaba de la canasta de las medias para esconderla en un armario.

«A la gente no se le enseñan las medias agujereadas.» Tampoco se le enseñan cosas informes, de una intimidad demasiado evocadora, como son las medias

enrolladas; nunca, durante el día, una puerta entreabierta hubiera dejado vislumbrar la pata de una cama o el mármol de un lavabo pálido, como un cuerpo desnudo.

Por más que hurgaba en sus recuerdos, Dominique no hallaba en ellos el de su madre en bata o en combinación, o siquiera con el pelo despeinado.

Le venía a la memoria una frase y se daba cuenta ahora, a sus cuarenta años, de que aquella frase aparentemente tan simple había extendido su influencia a lo largo de toda su vida. ¿Dónde la habían pronunciado? A Dominique le costaba bastante orientarse respecto a las casas en que había morado antaño, pues por todas partes había vivido en el mismo ambiente; las casas de los Salès se parecían entre sí como se parecen los hoteles de cierta categoría: grandes casas claras —cosa curiosa, en todas partes, o en casi todas, había un balcón—, unos árboles cercanos, una plaza o un bulevar, barrios habitados por médicos, abogados, y el eco próximo de los toques de un cuartel.

Un tío, al que no veían con frecuencia, había ido a visitarles. Se habían juntado algunas personas en el salón. Dominique andaría tal vez por los catorce años. Todavía no la habían mandado a la cama. Hablaban de los perros, de su instinto.

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—Por el olor es por lo único que distinguen a la gente. Conozco a una señora anciana, ciega, que, tan pronto pasa alguien, empieza a husmear, y al momento dice un nombre sin equivocarse nunca...

A la señora Salès se le dibujó aquella sonrisa forzada, aquel imperceptible movimiento de cabeza que era maquinal en ella en cuanto algo la disgustaba. ¿Había adivinado ya que Dominique le preguntaría?:

—¿Es cierto que las personas huelen, mamá? —No, cariño. Tío Charles no sabe lo que dice. Sólo huelen las personas que no se lavan. ¿De qué le serviría la sombra dulce y melancólica de aquella madre, cuando Dominique espía las

ventanas cerradas, tras las que Antoinette Rouet se embriaga de sueño? Todos los fantasmas de Dominique son de la misma raza, así como todas las palabras que ascienden

del fondo de su memoria. —Los Cottron han ido a tomar las aguas a La Bourboule. No se cita el nombre de la enfermedad, no se evoca la carne enferma. —La joven señora Ralet acaba de tener un niño. No se dice «dar a luz» para precisar la imagen; todo acontece siempre en un universo de medias tintas,

en el que los individuos sólo aparecen lavados, peinados, risueños o melancólicos. Ni los nombres propios mismos dejan de ser como tótems; no se pronuncian como palabras ordinarias,

como los nombres de la gente de la calle; tienen su nobleza propia, habrá unos diez, no más, que tengan acceso a este vocabulario, donde se juntan la familia de

Brest, la familia de Tolón, el teniente coronel y el ingeniero de la marina, los Barbarit, que se han emparentado con los Lepreau y que así han accedido al círculo sagrado por parentesco lejano con Le Bret.

Esta gente, piensa hoy Dominique, no era, sin embargo, rica. La mayor parte poseía un modesto patri-monio.

—Cuando Aurélie herede de su tía de Chaillou. Los Rouet, por ejemplo, con sus millones aplastantes, no hubieran tenido entrada en el círculo mágico,

nada brutal o vulgar cabía en él, nada crudo, nada que oliese a vida cotidiana. Era tan cierto que, aun diez días atrás, Dominique veía vivir a la gente de enfrente con una curiosidad

despectiva. Se fijaba en ellos, porque, de la mañana a la noche, se abrían sus ventanas ante sus ojos, igual que se fijaba en la vieja Augustine, en la señora del niño enfermo y hasta —sabe Dios muy bien qué abismo los separaba— en los infectos Aubedal.

Pero no eran nada suyo, carecían de misterio. Gente vulgar que había hecho fortuna en las trefilerías —Rouet padre había fundado una de las trefilerías de cobre más importantes— y que vivía acorde con su estatus.

Que Antoinette hubiera entrado en la casa era cosa trivial: un soltero de cuarenta años, de constitución y carácter débiles, que se dejaba conquistar por una mecanógrafa porque era guapa y sabía lo que quería.

He aquí el prisma simple y duro bajo el que Dominique los había observado durante años. «Ha vuelto a salir sola con el coche. Lleva un traje nuevo. Su último sombrero es extravagante.» O también: «El mismo no se atreve a decirle nada. Su mujer lo impresiona. Se deja mandar como un tonto. No es

feliz.» A veces, por la noche, los veía solos en el saloncito y se notaba que no sabían qué hacer ni qué decir.

Hubert Rouet cogía un libro, Antoinette se hacía con otro a su vez, no tardaba en dejarlo o en mirar las páginas por encima.

—¿Qué te pasa? —Nada. —¿Qué te gustaría hacer? ¿No entendía que no quería, que no podía hacer nada precisamente con él? Entonces, las más de las veces, ordenaba sus vestidos, sus chucherías, o se acodaba en la ventana y

miraba afuera, como una reclusa, esperando la hora de ir a la cama.

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Sí, hace diez días aún, Dominique habría concluido simplemente, como hubiera hecho su madre, con la ligera sonrisa de aquellos que están por encima de tales tentaciones:

—Una no puede ser feliz cuando se casa fuera de su mundo. El mundo de los Rouet no tenía interés. Aquel de donde salía Antoinette era, por así decir, inexistente. «No, cariño, no, sólo huelen los que no se lavan.» Y eso que, sobre las nueve, cuando Cécile fue a descorrer las cortinas y a abrir la ventana, cuando

hubo puesto la bandeja del desayuno en la cama, en la que Antoinette se había recostado sobre la almohada, a Dominique le palpitaban las narices como si, a través de la calle, hubiera sido posible percibir el olor de la joven esposa, que se desperezaba al sol, repleta de vida, ojos y labios glotones, carne descansada, y embotada aún por la voluptuosidad del sueño.

Caille se había ido temprano a la estación, donde iba a esperar a sus suegros, y Lina daba el último repaso a la limpieza de su vivienda, se la oía ir y venir canturreando del cuarto al salón, donde persistía el perfume de los ramilletes.

El cartero había pasado a las ocho y cuarto. Antoinette iba a recibir la carta, aquella carta de la que Dominique no esperaba ya nada, de la que se avergonzaba, como quien, cegado por la ira, ha golpeado con un arma inofensiva sin rasguñar siquiera.

Por poco, tan asqueada estaba de sí misma, no habría asistido a la escena. Tuvo la tentación de aprovechar aquel momento para hacer la compra. Se sentía vacía. Se empantanaba, igual que en esos sueños imprecisos que se tienen al amanecer después de pasar una mala noche, y su habitación le parecía lamentablemente triste, su vida más pobretona que la llamita amarilla que siempre da la impresión de que va a apagarse delante del tabernáculo; el recuerdo de Jacques Améraud se hacía gris, y Dominique le guardaba rencor a la vieja y tierna señora Améraud como si ésta lo hubiera animado en su renuncia.

Cuántas veces, desde la muerte de su madre, había oído a señoras del clan, las Angibaud, las Vaillé, las Chaillou, decirle con serena unción:

—¡Su madre, hija mía, era una santa! No había intentado esclarecer estas palabras. Como tampoco, de pequeña, tenía derecho a indagar el

sentido del sexto mandamiento, a pronunciar, más que como fórmula mágica, «No cometerás actos impuros de pensamiento, palabra, obra u omisión».

¿Qué había ocurrido, cuando tenía seis o siete años, que había transformado la atmósfera de la casa? Sus recuerdos eran imprecisos pero vívidos. Anteriormente a aquella época, había risas, verdaderas risas en torno a ella; a menudo había oído silbar a su padre en el baño, salían juntos, los domingos.

Luego su madre había estado enferma, había pasado en cama interminables semanas; su padre, que se había vuelto grave y furtivo, se veía obligado a estar todo el tiempo fuera, debido a su servicio, o encerrado en su despacho.

Dominique no había oído nunca la menor alusión al hecho que se había producido. «Su madre es una santa.» ¡Y su padre era un hombre! Este rasgo se le ocurrió de pronto con una evidencia deslumbrante. Su

padre tenía un olor. Su padre olía a tabaco, a alcohol, a soldado. Su padre, en definitiva, desde que ella tenía siete años, había dejado de formar parte de la familia. Ya

no era él, era sólo el teniente coronel Salas, más tarde el general, quien pertenecía al clan. No el hombre. No el marido.

¿Qué falta tan terrible había cometido para ser excluido de este modo, para que su mujer no fuese ya más que una sombra de mujer, una sombra cada vez más borrosa, que había acabado por extinguirse del todo en plena juventud? ¿Qué había hecho para que ella, Dominique, no lo hubiese querido nunca, no hubiera sentido nunca la tentación de quererlo, no se hubiera preguntado nunca por qué no lo quería?

Al topar con su propia mirada en el espejo no intentó mitigar su dureza, tuvo consciencia de que estaba pidiendo cuentas a fantasmas, a todo cuanto la había acompañado en su soledad como una música callada: sombras tranquilizadoras, recuerdos luminosos, perfumes de antaño, objetos píos.

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Frente a ella, Antoinette bostezaba, hundía los dedos en su cabellera densa, se acariciaba el pecho y, luego, vuelta hacia la puerta, decía seguramente:

—¿Qué pasa, Cécile? El correo. Antes de leerlo se sentó al borde de la cama, buscó sus chinelas con la punta de sus pies des-

calzos y su impudor tranquilo ya no ofendió a Dominique, que comprendía, que la hubiera querido aún más bella, más prestigiosa, entrando, seguida de sirvientas, en un baño de mármol.

La señora Rouet madre estaba en su torre; tampoco ella se mostraba nunca desarreglada, parecía surgir de la noche toda acorazada, duras ya las facciones, fría y lúcida la mirada.

Antoinette bostezaba aún y bebía un sorbo de café con leche, abría un sobre, dejaba una factura sobre la cama, junto a ella, luego otra carta de la que sólo leyó las primeras líneas.

Le llegó entonces el turno al mensaje de Dominique. Abrió el sobre sin mirarlo, leyó unas palabras, frunció el ceño como si no lo entendiera, luego, naturalmente, con ademán tranquilo, recogió el sobre que se había caído, hecho una bola, en la alfombrilla.

«Mató a su marido, »Lo sabe muy bien.»

¡Cómo hubiera querido quitársela Dominique! ¡Cuán ingenuas eran las palabras que pretendían ser

vengativas, crueles: el arma estúpidamente inofensiva! ¿Había matado a su marido? Tal vez. Ni eso. No le había impedido morir.

«Lo sabe muy bien.» No. Antoinette no lo sabía, no lo sentía, prueba de ello es que leía de nuevo la nota tratando de

entender, permaneció un momento pensativa, sin mirar una sola vez hacia la ventana de enfrente. Recapacitaba.

¿Quién había podido hacerle aquella marranada? Tampoco dirigió mirada alguna a la chimenea, allí donde la planta de interior —¡y eso que Dominique

había buscado su nombre exacto en una obra de botánica!—, allí donde la planta de interior se hallaba aún la víspera.

En cambio levantó la cabeza. Y fue hacia el techo hacia donde se volvió, hacia la torre donde su carcelera estaba montando guardia.

¿La vieja? ¿Por qué lo habría escrito? Antoinette se encogía de hombros. No era eso. ¿Iba a cansarse indagando más, hirbiéndole la sangre? Tras dejar caer el papel cerca de los otros se fue a la ventana a respirar el aire de la calle, a llenarse los

ojos con las manchas de sol y las siluetas en movimiento. Seguramente aún pensaba un poco en ello. ¡No! No era su suegra. Ciertamente estaba convencida de que había matado a su hijo, pero no así, era

una sensación más que una certeza, que una sospecha, una sensación natural en una suegra que odiaba a la viuda de su hijo.

Cosa curiosa, Dominique temió que la mirada de Antoinette fuera a posarse en su ventana, en ella, en su flaca silueta moviéndose por una habitación que de pronto la avergonzaba: entonces fue a cerrar su ventana evitando que la vieran.

*

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El rumor empezó en la escalera, un piso más abajo, acentos gozosos, una recia voz de hombre, una risa de mujer, luego Albert Caille, muy animado, que tanteaba antes de dar con el ojo de la cerradura, una admiración exagerada cuya vulgaridad evocó de pronto a Dominique los escandalosos invitados de una boda que pueden verse salir de los merenderos.

Lina se precipitaba, gritaba: —¡Mamá! Debió de pasar mucho rato abrazada a su madre, pues la recia voz del padre retumbaba divertida: —¿Conque yo ya no pinto en absoluto? Dominique no veía nada y, no obstante, se imaginaba una escena coloreada, unos colores brutales,

unas cosas gruesas, sólidas, un señor bien afeitado, bien trajeado, oliendo a colonia, muy orgulloso de sí, un importante empresario de provincias encantado de venir a ver por vez primera a su hija casada en París.

Lina seguía el juego. —¿Qué es? —Adivina. —No sé. Dame. —Cuando lo hayas adivinado. —¿Un vestido? —A una señora joven que vive en París no se le trae de Fontenay-le-Comte un vestido. —La caja es demasiado grande para una joya. Dámela, papá. Se impacientaba, pataleaba riendo, gritaba a su madre: —Te prohíbo registrar mis cajones… ¡Albert! Prohíbele a mamá que revuelva nuestras cosas. Vamos,

papá, sé bueno. ¡Ah! Ya sabía yo que te dejarías convencer. ¿Dónde están las tijeras? Albert, dame las tijeras. Es... ¿Qué es? ¡Espera! ¡Un cubrecama! ¡Ven a verlo, Albert! Exactamente el rosa que me gusta. Gracias, papá. Gracias, mamá.

¿Por qué a la madre le daba por hablar bajito? Porque hablaba de la dueña, seguro. ¿Dónde está? ¿Qué hace? ¿Cómo es? ¿Se porta bien con vosotros?

La contestaban unos susurros. Dominique habría jurado que el padre se había quitado la chaqueta, que las mangas de su camisa inmaculada formaban dos manchas deslumbrantes en la estancia.

Aquélla tampoco era gente del clan. Su exuberancia irritaba a Dominique en su fuero más interno, el más «Salès-Lebret», pero encontraba, no obstante, ciertos puntos de contacto, sobre todo en el susurrar de la mamá a la que imaginaba bajita, algo gruesa, vestida de seda negra, con tres alhajas que sólo llevaba en las grandes ocasiones.

Rápidamente se cambió de ropa, se puso su mejor vestido, se aseguró con un vistazo de que nada andaba tirado a su alrededor, y un movimiento reflejo le hizo mirar el retrato de su padre en uniforme de gala de general, con sus condecoraciones colgadas del marco.

Otra ojeada por encima de la calle, a través de los cristales y la muselina de los visillos, una mirada hacia Antoinette para pedirle perdón.

Los susurros ya no venían del cuarto sino del salón. Sonó una tos. Llamaron ligeramente a la puerta. —Discúlpeme, señorita. Soy la mamá de Lina. Era bajita, iba vestida de seda negra como Dominique había pensado, sólo que era más seca, más

vivaracha, una de esas mujeres que se pasan la vida subiendo y bajando escaleras en una casa demasiado grande de provincias persiguiendo el desorden.

—¿La molesto, tal vez? —En absoluto, se lo aseguro. Tenga la amabilidad de pasar. Las palabras acudían por sí solas, de muy lejos, y la actitud algo reservada, la sonrisa exagerada,

aunque con ese asomo de melancolía, de indulgencia, apropiado cuando se trata de un matrimonio joven. —Quería agradecerle la bondad que ha demostrado con esos críos. Tengo que preguntarle si no la

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estorban demasiado. Los conozco, ¿comprende? A su edad no se piensa mucho en los demás. —Le aseguro que no tengo queja. La puerta se había quedado abierta. El salón estaba vacío, las flores clavadas en su sitio, y Dominique

habría apostado a que Lina miraba a su marido aguantándose las ganas de reír. —Mamá está con el dragón. ¿Habrían discutido en voz baja antes de dar aquel paso? —Ve sola, mamá. Te juro que es preferible que vayas sola. Yo no podría conservar la seriedad. —Ven

conmigo, Jules. —Ni hablar. Eso es mejor que se haga entre mujeres. La habían visto salir. Los tres estaban escuchando. Luego la madre les contaría que Dominique se

había puesto su mejor vestido para recibirla. —Siéntese, por favor. —Sólo estaré un momento. No quisiera estorbarla. Hubiéramos preferido ver a nuestros hijos

instalados ya ahora. Que habría sido lo más natural, puesto que mi marido es fabricante de muebles. No quisieron. Sostienen que primero prefieren conocer bien París, elegir su barrio. Mi yerno tiene que consolidar su situación. Está saliendo muy airoso, para su edad... ¿Ha leído sus artículos?

Dominique, que no se atreve a decir que sí, inclina la cabeza con gesto afirmativo. —A mi marido y a mí nos alegra que estén en casa de una persona como usted. Por nada en el mundo

hubiera querido que fueran a un hotel, o a una pensión cualquiera. Una ojeada al retrato, a las condecoraciones. —¿Es su señor padre? El mismo movimiento afirmativo de la cabeza, con ese asomo de orgullosa humildad que conviene a la

hija de un general. —Espero que no le siente mal que nos hayamos tomado la libertad, mi marido y yo, de traerle un

pequeño recuerdo, en prueba de gratitud; sí sí, de gratitud por lo que está haciendo por nuestros hijos. No se ha atrevido a presentarse con el paquete en la mano, va a buscarlo a la mesa del salón:

Dominique adivina que no lo han traído para ella. Lo han discutido en voz baja, en la habitación. —Más vale dársela. Os mandaré otra. Es una lamparita de alabastro para la mesilla de noche, que han cogido de su almacén, pues también se

dedican a la decoración. —Una cosa muy modesta... Dominique no sabe qué decir. Le ha dado tiempo a echar dos o tres vistazos a su alrededor. Lo ha visto

todo. Se sonríe de nuevo. —Gracias una vez más. No la retendré más tiempo. Sólo vamos a estar en París hasta mañana por la

noche y tenemos que visitarlo todo. Adiós, señorita. Si los chicos alborotan demasiado, si no se portan bien, no dude en reñirlos. ¡Son tan jóvenes!

Nada más. Está sola. Un silencio, al lado, donde la madre se ha reunido con la familia. Más alerta que su hija, ha advertido la puerta de comunicación; ha debido de llevarse un dedo a los labios. Lina se aguanta la risa que quisiera estallar; una pausa, durante la cual adoptan un tono normal de voz, luego la madre habla alto adrede.

—¿Y si aprovecháramos que aún no hace mucho calor para ir al Zoo de Vincennes? Se ha roto la magia. Todos hablan a la vez, se preparan en pleno barullo, el ruido se desplaza al salón,

se aleja hacia la puerta de dos hojas, se atenúa en la escalera. Dominique está sola y maquinalmente se quita el vestido, enciende el gas, que hace puf; la ventana

está cerrada, no pueden verla, se queda en combinación como por desafío. ¿Por desafío a quién? ¿A ellos —se llaman Plissonneau— que se han puesto los mejores arreos para venir a ver a su hija a

París?

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Otra boda que no habrá resultado fácil. Los Plissonneau viven más que holgadamente. Albert Caille es hijo de un agente de policía. De vez en cuando coloca un artículo o un cuento en los diarios, pero ¿se le puede considerar a eso un empleo? Sólo por cómo ha hablado de ello la señora Plissonneau...

¿Por qué permanece medio desnuda, a sabiendas, mirándose cada vez que pasa por delante del armario de luna? ¿Es a Antoinette, que no le hace ningún caso, que seguramente ignora su existencia, a quien quiere desafiar?

¿A sus fantasmas, a los que sólo evoca con amargura, como si la hubieran engañado indignamente? ¿No será más bien a sí misma a quien desafía, descubriendo a plena luz la pálida piel de sus piernas y

sus muslos, sus hombros sin redondeces, su cuello, que enmarcan dos fosos huecos? «¡Ya ves cómo eres, Nique! ¡Ya ves cómo te has vuelto!» ¡Nique! ¡La han llamado Nique! Sus primas, sus tías todavía la llaman así en sus cartas. Pues se

escriben de vez en cuando, por año nuevo, con motivo de una boda, un nacimiento o una defunción. Se comunican noticias unos de otros; usan nombres que sólo evocan a niños, aunque ahora se aplican a personas mayores.

«Henri ha sido llamado a Casablanca y su mujer se queja del clima. Te acordarás de la pequeña

Camille, que tenía el cabello tan bonito. Acaba de tener su tercer hijo. Pierre está preocupado, porque su mujer goza de poca salud y no quiere cuidarse. Cuenta con tía Clémentine para hacerle entender que en su estado...»

¡Nique! ¡Nique y su larga nariz torcida que tanto la hizo sufrir! Hace mucho tiempo que ya no es Nique excepto en esas cartas que llenan un cajón con olor soso. ¡Anda! Nunca había advertido en sus muslos —ella no piensa en la palabra muslos, se dice piernas,

desde los talones hasta la cintura—, nunca se había fijado en esas finas líneas azules parecidas a los ríos en los mapas de geografía. ¿No se quejaba tía Géraldine, la hermana de su madre —se casó con un ingeniero empleado en polvorines y tienen una villa en La Baule—, no se quejaba de sus varices?

Va a llorar. No, no lo hará. ¿Por qué iba a llorar? Así lo quiso ella. Ha permanecido fiel a su juramento, fiel a Jacques Améraud.

Ya no cree en ello. ¿Es verdad que ya no cree en ello? No se puede pelar patatas y raspar zanahorias en combinación. Tiene que vestirse.

No antes de apostarse tras los visillos de la ventana, no antes de hundir la mirada enfrente, donde, en la habitación desordenada, en la habitación que huele a mujer, que huele a todos los deseos de la mujer, Antoinette ha vuelto a acostarse, no entre las sábanas, sino encima de ellas.

Con la cabeza sobre las almohadas lee un libro de tapas amarillas, que mantiene a la altura de los ojos. Una pierna cuelga de la cama hasta la alfombrilla, y una mano, maquinalmente, acaricia su costado a través de la seda del camisón.

—¿Qué pasa, Cécile? Cécile quisiera empezar a hacer la habitación como en todas las casas donde se ventila la ropa de las

camas apoyada en el borde de las ventanas. ¿Qué más da, Antoinette? —Empieza. Antoinette sigue leyendo. En torno a ella se sacuden las alfombras, se pone orden. Cécile corre a

pasitos, rígida y despectiva: irá a contárselo al dragón de la torre. Eso no es vida. Antoinette se limita a cambiarse de sitio, a instalarse en el butacón, cuando no hay más remedio que

hacer la cama. Dominique aún no ha bajado a la compra. Le sigue doliendo la cabeza. Se pone el vestido zurcido, el

sombrero, que tiene cuatro años, que nunca ha ido a la moda, que muy pronto será un sombrero anónimo de solterona; busca la bolsa de la compra.

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Hace bochorno. Quizás hoy estalle por fin la tormenta. El sol está cubierto, el cielo es de color plomizo. La portera lava el porche con cubos de agua. Al pasar ante una pequeña tasca, unas casas más abajo, a cuyos dueños, de Auvernia, Dominique compra la leña, le impacta en plena cara un fuerte olor a vino; oye al hombre de cara negra con su acento sonoro; distingue, en una zona oscura del sótano en la que no brilla más que el estaño de la barra, a unos albañiles en camisa que charlan, vaso en mano, como si el tiempo hubiese detenido su curso.

Nunca había hundido la mirada en ese lugar, ante el que ha pasado tan a menudo, y la imagen se le graba en la memoria, con su olor, lo espeso del aire, la sombra azulada de los rincones, la tela cruda de las camisas de los albañiles, el color morado al fondo de los gruesos vasos. Los bigotes del de Auvernia se confunden con el carbón de su cara, en la que los ojos se dibujan en blanco, y su voz sonora persigue a Dominique en el calor como de horno de la calle de grandes lienzos de paredes grises, ventanas abiertas, de alquitrán que se derrite bajo los estrepitosos autobuses verdes y blancos cuyo cobrador tira del timbre.

Lee vagamente: PLACE D'IENA. ¿Place d'Iena? Frunce las cejas, se para un instante en medio de la acera. Un chiquillo que corre le da

un empujón. ¿Place d'Iena? El autobús está lejos. Aprieta su portamonedas en la mano. Ha soñado en plena calle, despierta, cruza el umbral de la salchichería Sionneau, adonde va a comprar una chuleta.

—Más bien delgada. Del solomillo. Evita los espejos que la asedian por todas las paredes de la tienda, y la visión de un montón de carne

picada en una fuente lívida por la que ha manado sangre rosada le da náuseas.

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Segunda parte

1 En el borde de la glorieta de los Champs-Elysées, haciendo esquina con la Rue Montaigne, había una

confitería o una chocolatería; toda la planta baja estaba recubierta de mármol negro, liso, como una tumba; destacaban tres escaparates, sin marco, en los que, sobre la felpa blanca, no se veían más que dos o tres cajas de caramelos o bombones, iguales, de color malva y plata.

Después no había nada más, la Rue Montaigne era, tan sólo, una especie de canal brillante bajo la lluvia entre las paredes negras de las casas. No había nadie, no había nada, salvo, en primer término, una carretilla, con los varales al aire, que se reflejaba en el espejo mojado del asfalto, y, muy lejos, cerca del Faubourg Saint-Honoré, la parte trasera violácea de un taxi aparcado.

Allí encima caía el agua con un rumor continuo, grandes gotas se desprendían de las cornisas; los desagües se vaciaban de trecho en trecho en la acera y los porches exhalaban un hálito frío.

Para Dominique la Rue Montaigne tenía, tendría siempre, un olor a paraguas, a sarga azul marino mojada; se vería eternamente en el mismo sitio, en la acera de la izquierda, a cincuenta metros de la glorieta delante de un estrecho escaparate —el único de la calle, con la confitería de la esquina— donde se amontonaban ovillos de lana de hacer punto.

Se burlaban de ella, lo sabía, no lo disimulaban. De vez en cuando alzaba su nariz un poco larga, un poco torcida, lanzaba una ojeada tranquila a aquellas ventanas en forma de media luna del entresuelo del número 27.

Poco antes habían dado las cuatro. Era noviembre. Aún no era de noche. Tampoco podía hablarse de crepúsculo. La grisura que había reinado todo el día se hacía más densa, el gris más oscuro; el cielo, sobre la calle, apenas desprendía claridad; acá y allá, en las casas, las lámparas estaban encendidas; dos gruesos globos blancos brillaban en el entresuelo en las ventanas de media luna, donde había veinte, veinticinco muchachas, quizá más, todas de quince a veinte años, todas con bata gris, trabajando el cartón, pegando, doblando, pasándose las cajas unas a otras a lo largo de dos mesas largas, volviéndose a veces hacia la calle y rompiendo a reír señalando la figura de Dominique bajo el paraguas.

Era la cuarta, no, la quinta vez que esperaba de este modo, y ¿quién habría podido creer que no esperaba por su cuenta? Aquellas chicas, viéndola parada un cuarto, media hora, y luego marcharse sola, pensarían que él no venía, no venía, no vendría nunca, y eso las regocijaba.

¿Por qué hoy, en el momento de cruzar la glorieta, en el instante de descubrir la perspectiva fría y mojada de la Rue Montaigne que parecía escurrirse, había tenido Dominique el presentimiento de que aquello había terminado? Ahora estaba casi segura. ¿Lo había sentido Antoinette también? ¿Por qué se agarraba a la esperanza cuando eran ya las cuatro y veinte?

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Como las últimas veces, Dominique había sido la primera en estar lista. No la asustaba ya el ridículo. Estaba de pie, en su casa, vestida con su traje chaqueta azul marino, el sombrero puesto, y con los guantes y el paraguas en una silla al alcance de la mano. Desde que las ventanas estaban siempre cerradas, era preciso prestar más atención, en ocasiones adivinar, para entender las idas y venidas de la casa de enfrente. ¡Pero Dominique había llegado a conocerla tan bien!

Antoinette había almorzado arriba, en casa de sus suegros, como venía haciendo desde que la familia había regresado de Trouville. Era amable con ellos, casi vivía en su casa.

Todos los miércoles, todos los viernes, tenía que inventar un pretexto. ¿Qué había dicho? ¿Que iba al piso de su madre, en aquella casa tan alta de la Rue Caulaincourt cuyas ventanas daban directamente al cementerio? Es probable, pues había telefoneado, poniéndose la mano delante de la boca para ahogar su voz y que no la oyeran desde arriba. Había aprovechado un momento en que Cécile había salido.

—¿Eres tú, mamá? Pasaré a saludarte esta tarde. En fin, ya me entiendes... Sí. ¡Sí, sí, feliz! —Su sonrisa, no obstante, estaba un poco velada—. Que sí, mamá, tengo mucho cuidado. Adiós, mamá... Hasta un día de estos, sí.

Durante la comida, en casa de los Rouet, había tenido que mostrarse alegre. Hacía todo lo necesario. A menudo se pasaba horas a solas con su suegra, como para pagar la libertad de los miércoles y los viernes. A las tres y media, no había bajado áun, y sólo estaba lista Dominique. ¿Había intentado retenerla la señora Rouet? Las tres cuarenta. Las tres cuarenta y cinco. Por fin surgía, apresurada, febril, se vestía con movimientos rápidos, bruscos, con miradas ansiosas al reloj, se ponía el abrigo de seda negra, los zorros plateados; en la escalera tuvo que subir de nuevo unos cuantos peldaños para coger el paraguas olvidado.

Una vez fuera. Dominique la seguía, Antoinette bordeaba la acera de la Avenue Victor—Emmanuel, sin pararse, sin volverse, con el paraguas algo inclinado debido a la corriente de aire que azota siempre aquella avenida.

Llegaba a su Rue Montaigne. ¿Acaso para ella, como para Dominique, la Rue Montaigne había dejado de ser una calle como otra cualquiera?

En todo caso, para Dominique esta calle tenía un rostro, un alma, y esta alma, hoy, se había manifestado al instante fría, con algo fúnebre.

Muy pronto, a veinte metros a la derecha, con gesto maquinal, Antoinette había accionado el picaporte de una puerta velada con una cortina de color crema; había entrado en el bar en cuya parte superior, colocado demasiado alto, colgaba un letrero en el que se leía en letras de un blanco crudo: ENGLISH BAR.

No había llegado, si no, habrían salido enseguida. Dominique no había hecho más que entrever, muy cerca de la puerta, la alta barra de caoba, los vasitos de plata, las banderitas en los vasos, el cabello pelirrojo de la dueña.

No había nadie aparte de Antoinette, que debía de empolvarse maquinalmente mientras confesaba a la dueña cómplice:

—¡Otra vez llega tarde! El pequeño bar estaba vacío siempre, tan discreto que podía pasarse diez veces por delante sin

sospechar su existencia; detrás de la gruesa cortina no había más que tres mesas oscuras, donde parecía que unas mujeres como Antoinette se relevaban para esperar, pues nunca estaban juntas.

Pasaban los minutos; las chicas, en el taller de cartonaje, bajo los globos esmerilados, seguían espiando a Dominique, que aguardaba, y la compadecían irónicamente.

Dominique no sentía vergüenza. Ya no sentía vergüenza de sí misma, y cuando, a través del escaparate atestado de ovillos de lana, una señora anciana la miraba con demasiada fijeza, se limitaba a dar unos pasos bajo el paraguas, sin tratar de no parecer una mujer que espera.

Al principio, inmediatamente después de Trouville, él llegaba siempre antes. La primera vez, Antoinette no tuvo que entrar. Acechaba, apartando con la mano la cortina de la puerta. Había salido, había murmurado unas palabras, observando los dos extremos de la calle, luego había andado delante; ella

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lo había seguido a unos cuantos pasos; ambos iban pegados a la pared, y, un poco antes de llegar al Faubourg Saint-Honoré, el hombre se había vuelto ligeramente antes de meterse en la entrada de un hotel.

Los montantes de la puerta de dos hojas eran blancos. Una placa de mármol anunciaba: HOTEL DE MONTMORENCY. Todo confort. Se veía una alfombra roja en el portal, palmeras en tiestos; se recibían, al pasar, bocanadas calientes de calefacción central, el olor soso de los hoteles de clientes habituales. Antoinette entraba a su vez. Un poco más tarde, un mozo de habitación corría las cortinas de una ventana del primer piso, una luz pálida brillaba detrás de aquellas cortinas, y a partir de entonces reinaba el silencio; en la calle sólo quedaba Dominique, que se alejaba con un nudo en la garganta y la piel húmeda de sudor.

Llegó el momento en que Antoinette decidió marcharse del pequeño bar. Andaba deprisa. ¿Era por temor a algún encuentro fortuito? ¿Por vergüenza? ¿Para sumirse antes en el calor de la habitación de colgaduras de un rojo oscuro donde había adquirido ya sus costumbres?

Quizás hoy estaba haciendo confidencias a la mujer pelirroja del English Bar, pues era de las que pueden contar sus angustias a otra mujer, a una mujer como aquélla, que lo sabía todo, lo comprendía todo, sobre todo en esta materia.

—Creía que al menos habría dejado una nota. ¿Está segura de que no hay nada? Habíamos quedado en que, si lo retenían en algún sitio, dejaría una carta al pasar. ¿No habrá telefoneado y Angèle cogido el recado?

Ya conocía el nombre de la criada que sustituía a veces a su señora en el bar. En el anaquel hay tres o cuatro cartas de pie entre los vasos; los sobres sólo llevan nombres de pila:

Señorita Gisèle; Señor Jean... Se oye caer la lluvia y a veces el rumor es algo más fuerte; las gotas, en el alquitrán brillante, rebotan

más altas, ha oscurecido; se enciende una portería, otra lámpara en un piso; se acerca alguien, pero entra en una casa antes de llegar al English Bar.

No vendrá, Dominique está segura. Podría irse, pero necesita quedarse, su mano derecha aguanta crispada el mango del paraguas; está toda pálida en la luz insuficiente, y las chicas de la cartonería deben de encontrarle mala cara.

¿Qué importa? Ya no la asustan esas miradas que emanan de las casas, ni las vidas que se descubren al atisbar por las puertas o las ventanas. Su actitud tranquila es un reto. No teme pasar por amante, una amante a la que van a dejar, y aun, sin querer, toma su actitud melancólica, mima su ansiedad, se sobresalta cuando asoma alguien por la esquina de la calle.

Antoinette bebe algo con una paja, mira la hora en el pequeño reloj puesto en el anaquel, la compara con la del suyo de pulsera.

Las cuatro y media. Las cuatro treinta y cinco. Había prometido esperar un cuarto de hora, luego media hora. Decide:

—Cinco minutos más. Vuelve a empolvarse, se pinta los labios. —Si por casualidad viniera, dígale... Parece que Dominique presiente que va a salir, que unos lazos invisibles unen a las dos mujeres.

Abandona su puesto ante el escaparate de lanas de hacer punto, concede una última mirada a las ventanas de media luna. Rían, señoritas, pequeñas imbéciles: ¡no ha venido!

Y Dominique se encuentra muy cerca de la puerta del bar cuando ésta se abre, cuando sale Antoinette, tan febril que permanece un rato sin lograr abrir el paraguas.

Sus miradas se cruzan. Una primera vez, Antoinette no ha visto más que a una mujer cualquiera que pasaba. Ha vuelto a mirar, como si algo le llamara la atención. ¿Ha reconocido el rostro entrevisto a veces en una ventana? ¿O es que le ha extrañado ver en la cara de otra mujer el reflejo de la suya? La vista ojerosa de Dominique parece decirle:

«No ha venido, lo sé, lo preveía, no vendrá más».

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Sólo ha durado unos segundos. ¿Unos segundos de verdad? En la esquina de la glorieta, espera aún, hace una breve parada ante las cajas de color malva y plata de la confitería; pasa un taxi, la salpica, Antoinette espera que éste pare, pero sigue su marcha y ella se va, abandona la calle desierta, donde, al final, se abre el porche blanco de un hotel, con una alfombra roja, unas palmeras, un calor que sabe ya a cuerpos que se desnudan tras las cortinas corridas.

Su paso es brusco. Va a llamar a un taxi, cambia de idea, tira por los Champs-Elysées. Se detiene para dejar pasar una hilera de coches. Un gran café. Una orquesta. Se desliza por entre las mesas, baja al sótano entre un murmullo de conversaciones. Hay pasteles, chocolate, teteras de plata en los veladores, muchas mujeres; algunas están solas y esperan como esperaba ella antes; se deja caer en un rincón, en un asiento de cuero verde, y, con un ademán maquinal, se echa los zorros atrás.

—Un té. Papel para escribir. Su mirada topa con Dominique, que se ha sentado no lejos de ella, como incapaz de romper el hechizo

que las ata una a la otra; frunce las cejas; hace un esfuerzo de memoria. ¿Piensa en las dos notas que recibió tiempo atrás? No. ¿Acaso se pregunta por un momento si su

suegra hace que la vigilen? ¡Qué va! No puede ser. Se encoge de hombros. ¡Qué importa! Abre el bolso, descaperuza una estilográfica de oro. Va a escribir. Tenía las palabras a punto y hete aquí que ahora no le sale nada, pasea a su alrededor los ojos que no ven nada.

De pronto se levanta y se dirige a las cabinas telefónicas, pide una ficha, permanece un momento en el silencio de una de las cabinas, donde se la ve a través del rombo de cristal.

¿Adónde ha llamado? ¿A casa de él? ¡No! Más bien a un bar que frecuenta, más arriba en los mismos Champs-Elysées. Debe de dar un nombre.

No está. Sale para pedir otra ficha, lanza a Dominique una ojeada en la que se lee cierta irritación. ¡No! Tampoco está. De modo que, mientras deja enfriar el té, escribe. Rompe la carta, empieza de nue-

vo. Ha debido de dirigirle primero reproches. Ahora suplica, se hace demasiado humilde, eso se lee en su cara; mima la carta, va a llorar, la rompe también. Lo que hace falta... Una notita seca, indiferente. La pluma parece más aguda, las letras más altas. Una notita que...

Levanta la cabeza porque una silueta masculina pasa ante ella y por un momento ha tenido la loca esperanza de que fuera él. El desconocido es alto, éste también, lleva el mismo gabán muy largo, de un corte elegante, el mismo sombrero de fieltro negro. Hay, en los Champs-Elysées, varios centenares de hombres que visten igual, andan del mismo modo, tienen los mismos gestos, el mismo peluquero; pero no es él, no tiene su larga cara pálida, sus labios delgados de sonrisa tan particular.

¿Por qué, en su cabeza, lo ha llamado Dominique el italiano? Juraría que es italiano. No un italiano petulante o lánguido como se les representa. Un italiano con apariencia fría, gestos comedidos.

—¡Camarero! Al final escribe un telegrama. Lo pega con la punta de la lengua. El camarero llama a su vez: —¡Botones! Hay mucha luz, hace calor, el aire es un zumbido de voces, de música, de copas y platillos que

entrechocan; se ven todas las caras sonrosadas debido al alumbrado y nadie imagina que fuera llueve, que la Rue Montaigne parece cada vez más un canal, sin nadie en el largo reflejo de agua, mientras las farolas eléctricas se encienden a trechos en los bordillos.

Antoinette no tiene nada más que hacer. No puede volver aún a casa. Mira a su alrededor, cree reconocer a una mujer joven de pardo que tiene un perrito en las rodillas; empieza a sonreír, la mujer la observa sin comprender y Antoinette se percata de que se ha equivocado, de que sólo hay un vago parecido; recobra la serenidad bebiendo un sorbo de té, al que ha olvidado de echar azúcar.

¿Sigue sintiendo la presencia de Dominique, sus ojos fijos en ella, tan ardientes que debiera percibir su influjo? Está mucho rato sin girarse hacia su lado, y luego, tras una ojeada furtiva, vuelve su mirada, interrogadora.

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Se encuentra demasiado desamparada para mostrarse orgullosa. «¿Por qué», parece preguntar, «por qué está usted aquí? ¿Por qué es usted la que parece sufrir?» Y Dominique tiembla de arriba abajo; vive esta hora con la misma intensidad, si no más, que

Antoinette; comprende la ironía de esta música, de esta muchedumbre, cuando lo que estaba previsto era la intimidad cálida de la habitación del primero, cuya trivialidad misma es una seducción más.

* Antoinette ha vivido en Trouville. Un buen día, Dominique descubre que están cerrando los baúles en

los dos pisos a la vez. Todo el mundo se ha marchado al anochecer, con Cécile y la criada de los Rouet padres; han cerrado los postigos. Durante semanas, Dominique no ha tenido ante sí más que los postigos.

Ya no tenía ni siquiera, a su lado, los ecos de la vida de los Caille, pues se habían ido, también ellos, a pasar unas semanas a una villa que los Plissonneau habían alquilado en Fouras.

Los Caille le han enviado una postal sin brillo, mal impresa, que representa algunos chaletitos pobres detrás de una duna, y han trazado una cruz sobre uno de esos chalets.

No conoce la propiedad de los Rouet; sólo ha visto Trouville una vez, durante unas horas, cuando era joven y llevaba aún trajes de baño a rayas. No puede imaginársela. Sólo sabe que están de luto, que no pueden, por tanto, unirse a la alegría de las vacaciones.

Durante un mes Dominique ha gravitado, vacía, en su soledad, dominada a veces por una angustia tan grande que le era preciso notar el roce de la gente, de cualquier gente, la de la calle, de los grandes bulevares, de los cines. Nunca ha andado tanto en su vida, hasta sentir náuseas, por el sol, ante las terrazas, por calles tranquilas como calles provincianas, donde hundía la vista por las ventanas, huecos de sombra de las casas.

En Trouville, sabe Dios cómo va a tener Antoinette noticias del italiano. Se la habían llevado consigo hostil, inerte, como un rehén. Ella seguía a sus suegros de mala gana, sin atreverse a oponérseles frontalmente, pensando en el día en que sería libre.

Y hete aquí que a la vuelta podría haberse creído que era su hija. Desde su regreso, debido a la costumbre de Trouville, donde vivían como en familia, comía arriba; hacían en cierto modo vida común, y, cuando no era Antoinette la que subía por la tarde, era la señora Rouet la que bajaba, sin que su bastón tuviera aspecto de amenazar.

Dominique no había necesitado más de tres días para entender. A las once, cada mañana, había visto a un hombre que pasaba y volvía a pasar varias veces. Y, detrás de la ventana, el dedo de Antoinette decía:

—No. Hoy no. Todavía no. Primero había que organizar la vida en París, había que avisar a su madre. La primera salida había sido

a la Rue Caulaincourt. Una Antoinette exuberante, radiante, que debía de tirar su sombrero en el comedor, arrellanarse en un sillón:

—Oye, mamá. Pasa algo. Tengo que contártelo. Si supieras... En la Rue Caulaincourt cada cual habla libremente, se explaya, se porta de cualquier modo, da libre

curso a sus humores. Está en su casa; madre e hijas son de la misma raza. —¡Si supieras qué hombre es! Así que, como entenderás, digo amén a todo, le hago la corte a la vieja,

me paso tardes cosiendo a su lado. Necesito al menos dos tardes libres por semana. Constará que vengo a verte.

Ha recorrido las tiendas, se ha comprado vestidos nuevos, bastante sobrios, a causa de la vieja. Un día, por fin, el dedo, detrás de la ventana, ha dicho: —Sí. —Luego, ha precisado—: Las cuatro. A las cuatro. Antoinette ha cantado. Ha permanecido una hora encerrada en el cuarto de baño. Ha debido de

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mostrarse demasiado alegre durante la comida, a menos que, para engañarlos mejor, haya fingido abatimiento.

Vive. Va a vivir. Ha empezado a vivir. Su alma, su carne están satisfechas. Va a verlo, a estar sola con él, desnuda contra él. Va a vivir la única vida que vale la pena ser vivida.

Eso la hace tropezar con el bordillo, no se molesta en mirar detrás. En la esquina de la Rue Montaigne busca; no conoce aún el pequeño bar cuyas señas le han dado; una mano aparta la cortina, se abre la puerta; un hombre anda; lo sigue, desaparece tras él, engullida por el porche del hotel.

Los días, desde entonces, se han acortado. Las primeras veces aún había sol por las calles. Ahora, en las casas están encendidas las lámparas, y cuando, la semana anterior, Antoinette salió del

Hôtel de Montmorency unos minutos antes que su compañero y llamó a un taxi, en la esquina de la calle, para recorrer los pocos centenares de metros que la separan de su casa, era ya de noche.

Se ha acabado. No vendrá más. Dominique tiene la certeza de que ya no volverá. La última vez estuvieron los dos un cuarto de hora en el pequeño bar. ¿Por qué? Porque él le explicaba que no podía quedarse aquel día con ella, que un asunto exigía su presencia en otro sitio, entonces ella debía de suplicar:

—¡Sólo unos minutos! Están sentados en el rincón próximo a la ventana. El bar es tan exiguo que hay que hablar bajo. Para no

molestarlos, la dueña baga por la escalera de caracol que arranca detrás de la barra y lleva a la bodega transformada en cocina. Cuchichean, se cogen de la mano. El hombre está molesto.

—¡Sólo unos minutos! Tiene conciencia de que lo pierde, se niega a creerlo. El se levanta. —¿El viernes? —El viernes es imposible. Tengo que ir de viaje. —¿El miércoles? Hoy es ese miércoles y no ha venido. Dentro de un rato, en un bar del comienzo de los Champs-

Elysées, el barman le entregará un telegrama a su nombre, estará con unos amigos, soltará: —Sé de qué se trata. ¿Acaso se meterá la carta en el bolsillo sin leerla? —¡Camarero! Con las manos húmedas, registra el bolso en busca de monedas, y su mirada, una vez más, topa con

Dominique, que la mira fijamente. ¿Qué le importa a Dominique? ¿No se burlan de ella las chicas de la cartonería? Ni siquiera finge

interesarse por otra cosa. Es como el hermano y la hermana pequeños a los que también llamaba: «los pequeños pobres», cuando tenía seis años. Sucedía en Orange. Todos los días, a la misma hora, su niñera la llevaba a la alameda, con sus juguetes. Se instalaba en un banco e invariablemente los dos pequeños pobres se plantaban a dos o tres metros, el hermano y la hermana, harapientos, con la cara sucia, con costras en los cabellos y en las comisuras de los labios.

Sin la menor vergüenza, se quedaban allí, mirándola jugar sola. No se movían. La niñera les gritaba: —¡Id a jugar más legos! Sólo retrocedían un paso y volvían a quedarse quietos. —No se acerque a ellos, Nique. Le pegarán bichos. Lo oían. Debía de serles indiferente, pues no se movían, y la niñera acababa uniendo el gesto a la

palabra, se levantaba, agitaba los brazos, hacía como para espantar a los gorriones: —Brrrr. No importaba que Antoinette se encogiese de hombros al pasar junto a ella. De todos modos, le dirigía

un mensaje. Sólo era una mirada. Peor para ella si no la entendía. Aquella mirada decía: «Ya ve, lo sé todo, desde el principio mismo. Primero no lo he entendido y he sido estúpidamente

mala, he escrito las dos notitas para asustarla e impedir que disfrutara de su crimen. No la conocía aún.

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No sabía que no podía actuar de otro modo. Era la vida la que la empujaba, necesitaba vivir. Lo ha hecho todo por ello. Aún habría hecho más. Ha seguido a Trouville al dragón de la torre. Ha contemplado de lejos a los que se divertían, a los que daban la sensación de vivir. Y para vivir, usted también, ha tenido el valor de ir a comer arriba, de sonreír a la señora Rouet madre, de coser delante de ella, de escuchar sus interminables recuerdos sobre la larva de su hijo.

»Los minutos del pequeño bar, las horas del Hôtel de Montmorency bastaban para pagarlo todo. Los prolongaba. Prolongaba el contacto de una piel sobre su piel, y por la noche, sola en su cama, seguía bus-cando a través de su olor un poco del olor del hombre...

»No ha venido. No vendrá más. »Lo sé. Lo entiendo. »Durante semanas, sus ventanas han estado cerradas y el color pardo de los postigos prolongaba

siniestramente el color pardo de la pared; no había ya nada vivo frente a mí, nada tampoco en el piso; estaba sola, me ponía el sombrero sin mirarme en el espejo, bajaba a la calle como los pobres que sólo poseen lo que el transeúnte deja de sí al alejarse.

»¡Yo sí estoy! »El no ha venido. Todo ha terminado. ¿Qué es lo que vamos a hacer?». A ratos, a Dominique le parecía que Antoinette iba a acercarse a ella, a hablarle. Saldrían juntas del

espacioso café abarrotado, se hundirían una al lado de otra en la paz mojada de la noche. —Tantos esfuerzos, tanta energía, tanta voluntad feroz para ir a parar a... ¿Había que empezar de nuevo, buscar a otro, otros días seguramente que no fueran ni miércoles ni

viernes, un pequeño bar distinto e igual, un hotel al que se precipitaran uno tras otro? Lo que expresaban ahora los ojos de Dominique era una pregunta, porque Antoinette sabía más que

ella. —¿Es así? ¿Soñaba con esto cierta noche en que no podía dormir y en que, acodada en su ventana, en camisón de

seda, blancos como la luna los hombros, contemplaba el cielo? ¿Pensaba en esto cuando, con una mano en el marco de la puerta, esperaba a que su marido estuviera muerto para entrar en la habitación y derramar la medicina en la tierra del Phoenix Robelini?

Antoinette sufría. Sufría tanto que hubiera sido capaz allí, delante de todo el mundo, de arrastrarse a los pies del hombre si hubiera entrado.

Y Dominique sin embargo la envidiaba. Tomaba para ella, robaba furtivamente, de paso, una parte de todo esto, lo bueno y lo malo; ver el pequeño bar le producía una sacudida en el corazón, se le humedecía la piel cuando pasaba ante la fachada cremosa del Hôtel de Montmorency. ¿Qué iban a hacer ahora? Pues Domini que no podía imaginar que no hubiese ya nada. La vida no podía detenerse.

Torcieron, una detrás de otra, por la primera calle a mano derecha, cruzaron como un foso el rectángulo luminoso de un cine; los escaparates estaban brillantemente iluminados; los autobuses, como la calle era estrecha, pasaban a ras de las aceras; se cruzaban, se rozaban siluetas. Antoinette se volvió, impaciente, pero detrás de ella, en medio de la lluvia, sólo había una persona pequeña, insignificante, bajo un paraguas, una figura trivial, una mujer ni joven ni vieja, ni fea ni guapa, de aspecto enfermizo, demasiado pálida, la nariz algo larga, severamente torcida, Dominique, que andaba con paso apresurado a lo largo de los escaparates, como una mujer cualquiera que camina sin rumbo fijo, moviendo los labios, en la soledad del gentío.

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2 —¡Cécile! ¿Sabe si ha vuelto la señora Antoinette? —Hace cerca de una hora, señora. —¿Qué está haciendo? —Se ha acostado en su cama vestida, con los zapatos embarrados. —Seguramente se habrá dormido. Vaya a decirle que suba. El señor está al llegar. Anochece temprano, las ventanas están cerradas, lo que impide todo contacto entre el aire mojado y

frío de fuera y las pequeñas estancias caldeadas donde se conserva almibarada la gente. ¿Será debido a la luz amarillenta, espesa, a la pantalla de los cristales y los visillos, a la lluvia que altera todo un manto de silencio? El caso es que la gente, en las casas, parece extrañamente inmóvil e incluso, cuando mueve sus miembros, se estira con lentitud, su muda pantomima se desenvuelve en un mundo de pesadilla en que ciertas cosas parecen situadas para la eternidad, el ángulo de un aparador, un reflejo de loza mellada, el resquicio de una puerta entreabierta, la perspectiva glauca de un espejo.

Ya no hay lumbre en casa de Dominique, sólo el olor a gas, el que más tiempo persiste, para acogerla, darle la sensación de hogar. Es realmente pobre. Si cuenta los céntimos que gasta, no es para entretenerse. Si encuentra diversión en ello, si acaba por ventura complaciéndose como los beatos que se mortifican, es más tarde, es una defensa instintiva, inconsciente: transformar una fría necesidad en un vicio para humanizarla. Nunca arde más de un leño a la vez en el hogar cuadrado, un leño pequeño que Dominique hace durar lo más que puede, pues se ha vuelto experta en esta materia. Diez, veinte veces, modifica su inclinación, sólo deja carbonizar un lado, luego el otro, casi gradúa, como en un quinqué, la llama que lame el leño y, antes de salir, no se olvida nunca de apagarlo. No hay más que una tenue ola de calor, y basta con que se abra una puerta para desviarla o disiparla.

Un papel ha crujido sobre el entarimado cuando ha entrado, ha recogido una carta. «Señorita: »Me siento confuso por tener que fallarle otra vez, al menos en parte. Me he personado dos veces hoy

en el diario en que me deben dinero y no estaba el cajero. Me han asegurado formalmente que vuelve mañana. Si no, si francamente esa gente se burla de mí, tomaré otras disposiciones.

»Le ruego que no lo vea como una falta de voluntad por mi parte. Como testimonio de mi buena fe, le adjunto un anticipo que, sin duda, juzgará ridículo.

»Le escribo esta nota, pues debemos cenar en casa de unos amigos, al otro extremo de París, y volveremos muy tarde, quizá no volvamos en toda la noche. No se preocupe, pues, por nosotros.

»Con toda consideración y respeto, le saluda,

»Albert Caille» Estamos a día veinte. Los Caille todavía no han pagado su alquiler. La maleta, una vez más, ha salido

de casa. No para traer el abrigo de invierno de Lina, que sale siempre en traje chaqueta, sino para llevar ropa de su ajuar. Han ido a venderla a unos judíos de la Rue des Blancs Manteaux.

Deben dinero a Aubedal y otras tiendas del barrio, sobre todo a la salchichería, pues ya no van mucho al restaurante; se esconden para llevar un poco de comida a su cuarto, donde sigue sin haber hornillo.

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Cuando están solos no les da ningún apuro. Pero Albert Caille evita encontrarse con Dominique; dos veces ha enviado a Lina para pedirle un aplazamiento.

Dominique es más pobre que ellos, lo será siempre. Esta noche no cenará, ya que el té que ha tomado en el café de los Champs-Elysées —no ha podido resistirse al pastel que había sobre la mesa— representa más del valor de una de sus comidas corrientes. Se contentará con un poco de café recalentado.

Los Caille han ido a la Rue du Mont-Cenis al final de la Butte, donde tienen ahora unos amigos. Se juntan diez o doce en un estudio al fondo del patio; las mujeres, tras hacer fondo común, van a comprar embutidos; los hombres se espabilan para traer vino o alcohol; en una semioscuridad voluntaria se tumban sobre un diván hundido o se tienden por el suelo encima de cojines o de una alfombrilla, fuman, beben, discuten mientras cae la lluvia a un ritmo desesperadamente lento sobre París.

El señor Rouet baja de un taxi, paga al taxista, da veinticinco céntimos de propina. A pesar de la lluvia hace casi todo el trayecto a pie bajo el paraguas, con paso regular; hasta el principio del Faubourg Saint-Honoré no ha llamado a un taxi.

Sólo está abierta una hoja de la puerta del edificio. La luz del portal es amarilla; maderas oscuras revisten las paredes hasta la altura de un hombre; una alfombra oscura, aguantada por barras de cobre, cubre la escalera. El ascensor ha vuelto a quedarse en el quinto, los vecinos del quinto no lo hacen bajar nunca; se le tendrá que advertír de una buena vez por mediación de la portera, ya que es el dueño de la casa. Espera, se instala en la caja estrecha, pulsa el tercer botón.

El timbre resuena a lo lejos en el piso. Cécile abre la puerta, coge el sombrero, el paraguas mojado, le ayuda a quitarse el abrigo, y, al poco rato, hay tres personas sentadas a la mesa del recargado comedor, bajo la inmutable luz de la lámpara.

El marco a su alrededor parece eterno; los muebles, los objetos dan la impresión de existir desde siempre y de proseguir su vida farragosa sin hacer caso a los tres personajes que manejan su cuchara o su tenedor, ni a Cécile, de negro y blanco, que se desliza silenciosa sobre sus zapatillas.

Entonces, mientras se está sirviendo el segundo plato y sólo se oyen suspiros, Antoinette sufre un fallo de memoria. En el momento en que levanta la cabeza, descubre a su izquierda y a su derecha las dos caras ancianas, sus ojos expresan un estupor amedrentado: diríase que ve por primera vez el mundo que la rodea; se parece a una persona que despierta en una casa que desconoce. Aquellos dos personajes, que no dejan de serle familiares y que la encuadran como carceleros, le resultan desconocidos, no son nada suyo, ningún lazo los une a ella; no tiene motivo alguno para estar allí, respirando el mismo aire que aquellos dos pechos gastados y compartiendo su silencio amenazador.

De vez en cuando la señora Rouet la mira y sus miradas nunca son indiferentes, la mínima palabra tiene un sentido.

—¿Se encuentra mal? —No me encuentro muy bien. He ido a casa de mi madre. He querido subir la Rue Caulaincourt

andando. Había corrientes de aire. ¿Me habré enfriado? La señora Rouet debe de saber que ha llorado, que aún tiene los párpados ardientes y doloridos. —¿Ha ido al cementerio? No lo entiende de momento. ¿Al ce...? —No. Hoy no. Ha sido al llegar a casa de mi madre cuando me he sentido cansada y me han entrado

escalofríos. Se le empañan los ojos, podría llorar, lloraría, allí, en la mesa, de no hacer un esfuerzo, y no obstante,

en este momento, se le saltarían las lágrimas sin razón, pues no piensa en aquel que no ha ido, se siente abstractamente desdichada, por nada y por todo.

—Tómese un grog y dos aspirinas antes de acostarse. Si se analizaran las paredes del piso, se leería toda la historia de la familia Rouet. Se encontraría, entre

otras, una fotograba de la señora Rouet de muchacha, con traje de tenis, una raqueta en la mano y, cosa rara, era delgada, como una muchacha de verdad.

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Más lejos, en un marco negro, se hallaba el título de ingeniero del señor Rouet y, haciendo juego con él, la fábrica de su suegro cuando entró en ella el joven ingeniero a los veinticuatro años.

Llevaba el cabello cortado al cepillo, vestía con corrección, sin coquetería, como lo haría toda su vida, llevaba el vestuario de un hombre que trabaja, para quien todas las horas están dedicadas al trabajo.

¿Había trabajado en su vida algún otro hombre tanto como él? Una fotografía de la boda. El ingeniero, a los veintiocho años, se había casado con la hija de sus jefes.

Todo el mundo aparecía grave, lleno de una felicidad serena, de una dignidad que nada podía dañar, como en una historia edificante. Los obreros habían mandado una delegación. Les habían servido un banquete en una de las naves de la fábrica.

Por entonces no era más que una pequeña fábrica. La grande, la que Rouet hace unos cuantos años ha vendido por cien millones, había sido fundada por él, él la había dirigido a fuerza de brazos, día a día, minuto a minuto, y, con todo, tanto para él mismo como para ella, ¿no había seguido siendo siempre su mujer la hija del amo?

—¿Has salido del despacho esta tarde, Germain? Es un hombre de setenta años a quien tiene enfrente. Sigue tan alto, tan ancho, tan erguido como

antaño. Su cabello, que se ha vuelto cano, permanece igual de recio. Se ha sobresaltado. Duda antes de contestar. Sabe que todas las palabras de su mujer tienen un sentido.

—He tenido tanto trabajo que ya no me acuerdo. Espera. En un momento dado, Bronstein... No, no creo haber salido del despacho. ¿Por qué me lo preguntas?

—Porque he telefoneado a las cinco y no estabas. —Tienes razón. A las cinco he salido a acompañar a un cliente, el señor Michel, hasta la esquina de la

calle. Quería decirle unas palabras sin la presencia de Bronstein. Lo cree o no lo cree. Es más probable que no lo crea. Luego, dejará que se acueste primero, registrará

su cartera, contará los billetes. No manifiesta ningún enfado, sigue comiendo, tranquilo, sereno. ¡Hace tanto tiempo que dura esto!

Nunca se ha rebelado, no se rebelará nunca. Su cuerpo es como una corteza detrás de la cual la gente cree que no hay nada, porque se ha acostumbrado a guardárselo todo dentro. Además, en su interior, no hay ninguna rebeldía, apenas si puede llamarse amargura a eso. Ha trabajado mucho, mucho. Ha trabajado tanto que esa masa de trabajo, esa montaña de tarea humana que lleva a la espalda lo aplasta, lo asusta como el edredón que, en una pesadilla, amenaza con llenar todo el dormitorio.

Ha tenido un hijo. Era seguramente, sin duda alguna, hijo de su propia carne, pero nunca ha sentido que tuvieran cosas en común; vagamente lo ha observado crecer sin lograr interesarse por aquel ser amorfo y de poca salud; lo ha colocado en un despacho, luego en otro, y luego, al vender el negocio, porque el médico le prescribía descanso, lo ha colocado, como un objeto, con un título adecuado, en un negocio en que tenía intereses, un negocio de cajas fuertes.

Tres seres comen y respiran. La luz esculpe de modo distinto los tres semblantes; Cécile espía con mala cara desde la puerta el momento en que habrá de cambiar los platos, y cabría pensar que odia a los tres por igual.

En un bar de los Champs-Elysées hay, sin duda, un hombre alto, impecablemente trajeado, de tez pálida, labio irónico y tierno que toma cócteles hojeando los periódicos de carreras de caballos y que apenas se acuerda de la Rue Montaigne.

Hombres jóvenes, mujeres jóvenes, que tienen toda la vida por delante, beben y se excitan en la semioscuridad del estudio de la Rue Mont-Cenis, y Dominique arrastra hacia sí, maquinalmente, cerca del leño cuya diminuta llama le hace compañía, la canasta de las medias, enhebra la lana, agacha la cabeza, mete el huevo de madera barnizada en una media gris cuyo pie está tan zurcido ya, que no zurce más que zurcidos. No tiene hambre. Se ha acostumbrado a no tener hambre. Aseguran que el estómago se acostumbra, se hace pequeñísimo; ella debe de tener un estómago diminuto, le basta con nada.

El silencio sube de la calle negra y reluciente, rezuma de las casas, de las ventanas con cortinas

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corridas detrás de las cuales vive gente; el silencio mana de las paredes y la lluvia también es silencio, su susurro monótono es una forma de silencio, pues hace más sensible el vacío.

Llovía así, con una lluvia más intensa y más prieta, con bruscas corrientes de aire que trataban de girar los paraguas, cuando una noche, casualmente, pasaba Dominique por la Rue Coquillière, cerca de Les Halles, adonde había ido a comprar botones que hicieran juego con un viejo vestido que se había teñido. En el ángulo de los porches abiertos se alineaban placas de esmalte y cobre, muchos nombres, profesiones, comercios en los que no se piensa nunca, por todas partes escaleras oscuras y tambaleantes, puestos al amparo de las puertas cocheras, un hormigueo negro, que olía al aceite de las patatas fritas que preparaba una vendedora en plena corriente de aire.

Dominique vio salir al señor Rouet de uno de esos porches. Nunca había sospechado que era a un sitio así adonde iba cada día, con su andar digno y acompasado, como un empleado que va a su oficina. ¿Cómo se las arreglaba para cruzar las calles viscosas sin mancharse los zapatos siempre impecables? Era su coquetería. A veces agachaba la cabeza para asegurarse de que ninguna mancha de barro estrellaba el negro reluciente de la cabritilla.

SOCIEDAD PRIMA

ARTÍCULOS DE FANTASÍA

ESCALERA B - ENTRESUELO FINAL DEL PASILLO A LA IZQUIERDA.

Bajo la pálida placa de esmalte, una mano negra señalaba el camino. En el entresuelo, en unas estancias grises de entarimado rasposo, donde se rozaba el techo con la

cabeza, donde el papel de las paredes se enmohecía a trechos, había mercancías por todos los rincones, cajones, fardos, cajas de cartón, peines azules y verdes, polveras de galalita, cosas brillantes, niqueladas, barnizadas, vulgares, mal hechas, como las que se venden en bazares y ferias; una mujer de cincuenta años, con bata negra, las ordenaba de la mañana a la noche y atendía a los clientes; había una puerta que estaba siempre cerrada, a la que no se llamaba sin temor, y detrás, sentado, ante un escritorio amarillo, con una enorme caja fuerte a la espalda, estaba el señor Bronstein, con su cabeza calva, brillante, y un solo mechón de cabello negro como dibujado en tinta china.

A la izquierda del escritorio, un solo sillón, gastado pero confortable, detrás del sillón, una pila para lavarse las manos, un trozo de jabón y una toalla con borde rojo, que olía a cuartel.

Aquí, a este sillón, era adonde venía a instalarse el señor Rouet todos los días después de cruzar todas las estancias atestadas de quincalla sin brindarles una sola mirada.

—¿Hay alguien? Pues, si había un cliente con el señor Bronstein, pasaba a un cuarto trastero donde aguardaba, como se

aguarda detrás de una puerta o un biombo en las casas de citas, donde los clientes no se encuentran jamás. La Sociedad Prima era su negocio; en ella había invertido sus millones, que el señor Bronstein hacía

fructificar. Los artículos de fantasía eran una tapadera, la actividad de la casa se cifraba por entero en aquella gran caja indecente, abarrotada de letras, reconocimientos de deuda, extraños contratos.

Aquí, frente al judío polaco, venían a parar los pequeños comerciantes en apuros, los artesanos, los industriales agobiados. Entraban con una sonrisa forzada, decididos a fanfarronear, a mentir, y, a los pocos minutos, habían soltado toda la sucia verdad, no eran más que unos hombres con el agua al cuello, a los que podía habérseles obligado a arrodillarse ante la caja fuerte sagazmente entreabierta.

Cuando no llovía, el señor Rouet, por higiene, salvaba, a veces, con su paso regular, la distancia que separa la Rue Coquillière del Faubourg Saint-Honoré, rozando una vida turbulenta, y algunas mujeres que lo veían pasar siempre a la misma hora admiraban en él a un anciano vivaracho.

Dominique, sin querer, lo había seguido a otras partes, en peregrinaciones más turbias. Lo había visto,

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emboscado en su paraguas, deslizarse, agachado de espaldas, por las calles próximas a Les Halles. Lo había visto andar con otro paso, irregular, brusco, precipitarse hacia una figura lejana bajo un farol de gas, frenar, dar vuelta atrás para alejarse de nuevo, y no había entendido de buenas a primeras el significado de aquella caza; la angustiaban las perspectivas caóticas de las calles, aquellos porches helados y oscuros, aquellas escaleras que daban directamente a la calzada, los globos esmerilados que remataban las puertas de hoteles espantosos y las sombras inmóviles o huidizas, las cristaleras de pequeños bares en los que esperaba gente, sabe Dios qué, en una inmovilidad de figuras de cera.

El hombre de la trefilería, el hombre del Faubourg Saint-Honoré, de la mesa puesta en el comedor inmutable, seguía adelante, impulsado por una fuerza implacable; su marcha volvía a ser la de un anciano, las rodillas debían de temblarle; rozaba mujeres que salían de la oscuridad para agarrársele, sus rostros como imantados se acercaban un instante bajo la luz incierta, y él se iba de nuevo, pesado y ansioso, consumiendo su fiebre, con alternancias de esperanza y desaliento.

Dominique estaba al tanto. En la esquina de una callejuela lo había visto detenerse junto a una muchachita flaca, sin sombrero, con un mísero abrigo verde a los hombros en cuyas mangas no había enfundado los brazos. Andaba más furtiva que las otras, sin duda porque no tenía la edad, con sus largas piernas frágiles; había levantado la cabeza sacudiendo sus cabellos mojados, como para prestarse mejor al examen del hombre, y éste la había seguido a unos pasos de distancia, como seguía Antoinette, en la Rue Montaigne, al italiano; se había sumido, tras ella, en una de aquellas aberturas sin puerta al final de la cual sus pies habían topado con los peldaños de una escalera; había brillado una luz. Dominique había huido, presa de miedo, y había dado muchas vueltas, con la angustia de no escapar de aquel laberinto inquietante.

Comían las natillas, los tres, bajo la lámpara. Cada cual pensaba en lo suyo, seguía el hilo sencillo o complicado de sus ideas; únicamente la señora Rouet miraba a los otros, como si hubiera llevado, sola, el peso de sus vidas y de la vida de la casa.

En la pared, delante de ella, colgaba un retrato de su hijo, a los cinco o seis años, tocado con un sombrero de paja, ambas manos en un aro. ¿Era ella la única que no había comprendido, ya en aquella época, que el niño no era como los otros, sino un ejemplar tarado, un ser borroso, inconsistente? Y en aquella otra fotografía en la que, adulto, trataba de mirar de frente, adoptando un aire bravo, ¿no era evidente que nunca daría de sí una vida como todo el mundo y que nada lo sacaría de su incurable melancolía?

De él, en la casa, no quedaba más que Antoinette, la extraña con quien no tenían ningún punto de contacto y que, muerto su marido, se sentaba a su mesa en vez de proseguir en la Rue Caulaincourt, con su madre, la vida que le correspondía.

Esto, desde fuera, se resumía en unas cortinas detrás de las cuales palpitaba un poco de luz y, en el comedor, en el hogar de los Rouet, toda la vida se concentraba en los ojos fríos de la anciana señora, que, tremendamente lúcidos, se posaban en los rostros, sin pasión, sin amor, ya fuera el rostro falsamente sereno de su maridó, ó el de su nuera, en el que la sangre fluía a flor de piel.

Lo sabía. Había sido ella quien había dictado el contrato matrimonial. Había sido ella, asimismo, desde los primeros años, quien había creado la vida de la casa, quien la había dirigido, encauzado; había sido igualmente ella quien había impedido que su hijo poseyera una existencia propia, quien hubiera querido que permaneciera niño toda su vida, hasta en su trabajó, en el que no era más que un empleado de la fábrica.

Había sido ella, ya que no podía impedir que se casara, quien había uncido el segundo hogar al suyo, y por ella por quien el matrimonio no tenía nada propio y sólo vivía del sueldo mensual de Hubert y de las cantidades que le daba ella.

En sus labios flotaba una sonrisa fría, mientras su mirada rozaba los hombros de Antoinette, aquella carne joven y ardiente, en la que tiritaban los escalofríos de la evasión.

Antoinette no poseía nada, salvó sus muebles. Tendría que aguardar, para disponer de dinero propio, a

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la muerte de sus suegros, y sólo gozaría entonces del usufructo de su fortuna que, después de su muerte, volvería por fin a parientes lejanos de los Rouet, ó más bien a algún Lepron.

Estaba muy bien así. Por eso permanecía en la casa, había ido a Trouville, por eso, además, por miedo a la pobreza, subía a comer con la familia y, durante horas, hacía compañía a su suegra.

—No ha comido casi nada. —No tengo hambre. Disculpe. Antoinette temía no poder llegar al final de la cena sin dar rienda suelta a su nerviosismo. Hubiera

querido gritar, morder, vociferar su pena, llamar al hombre que no había acudido, como, trágicamente, llaman al macho las bestias del bosque.

—Parece que ha llorado. Y Cécile, en la puerta, se refocilaba con cada golpe. —Hemos hablado de cosas tristes, mi madre y yo. —De Hubert, ¿verdad? Antoinette estaba tan lejos que, sin querer, se le abrían los ojos de asombro. ¿Hubert? ¡Se acordaba tan poco de él! Apenas si era capaz, cerrando los ojos, de reconstruir su

semblante. Estaba muerto, definitivamente. No quedaba nada de él, a no ser una imagen confusa, una impresión de tristeza ó más bien de vida lúgubre que se alargaba, amenazando con durar siempre.

—Un día que no llueva, iremos juntas a visitar su tumba. ¿Verdad, Antoinette? —Sí, mamá. No estaba segura de haber hablado. Su voz había cruzado el aire como la voz de otra. Necesitaba

levantarse, relajarse. —Les ruego que me disculpen. Veía a los dos sentados frente a frente, hacía esfuerzos por convencerse de que era ella, Antoinette, la

que estaba allí; repetía: —Les ruego que me disculpen. Huía. Tenía unas ganas locas de salir en la noche húmeda, de correr a los Champs—Elysées, de entrar

en todos los bares en su busca, para gritarle que no podía ser, que no podía abandonarla, que lo necesitaba, que haría lo que fuera, que no ocuparía lugar alguno, apenas el de una criada, con tal que él...

—¡Cécile! Baje con la señora Antoinette. Creó que no está bien. Entonces el señor Rouet, buscando un mondadientes en su bolsillo, preguntaba: —¿Qué le pasa? —Tú no puedes entenderlo. Lo cierto era que ella no lo sabía todavía, pero lo sabría, estaba segura de ello, tan sólo vivía para saber

cuanto pasaba a su alrededor, en el círculo que dominaba. —La soledad le sienta muy mal. Es curioso que no tenga ni una sola amiga. ¡Qué palabras aquellas para un hombre! ¡Palabras! ¿Acaso los Rouet tenían amigos? Ni siquiera veían

a los parientes más o menos cercanos de los que habían ido deshaciéndose según prosperaban y que les escribían humildemente por año nuevo porque eran ricos.

¿Para qué amigas? ¿Dejaría la señora Rouet que extraños, extrañas violaran su casa? Ya tuvo que admitir a una, a Antoinette precisamente, porque su hijo la quería a toda costa, porque,

con su debilidad, era capaz de ponerse malo. —¡Te la daremos! Se la habían dado. Había sabido lo que era. Pronto se había cansado de seguirla a todas partes, adonde

corría, impulsada por su afán de agitarse y revolotear en torno a las luces. —Confiesa que no eres dichoso. —¡Que sí, mamá! Entonces, ¿por qué le había dado por coleccionar sellos, y luego por estudiar español, solo, veladas

enteras?

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Ahora Antoinette era como una malva. La señora Rouet la había amaestrado. —Diga a la señora Antoinette que suba. Subía. —Antoinette, déme el hilo azul. No éste. El azul marino. Pero enhébreme la aguja. Palpitaba, temblaba de impaciencia, pero obedecía, se quedaba allí, horas y más horas, a la sombra de

su suegra. —¡Ah! ¿Has llorado? ¡Ah! ¿No tenías hambre? ¡Si al menos hubiera podido andar como todo el mundo! ¿No era paradójico tener un cerebro tan vivo,

una mente tan ágil y tan lúcida, una voluntad tan firme y arrastrar con dificultad unas piernas que poco a poco se convertían en inertes columnas de piedra?

Luchaba. Cuando estaba sola, cuando nadie podía sorprenderla, se levantaba sin ayuda, a costa de dolorosos esfuerzos, se forzaba a andar alrededor de la habitación, abandonando el bastón adrede, contando los pasos; lo lograría, iba a poder con aquellas malditas piernas, pero nadie tenía por qué saberlo.

Antoinette no había ido a la Rue Caulaincourt a hincharse de ideas tristes. Los labios de la señora Rouet se proyectaban en una mueca desdeñosa. Conocía a aquella gente, esa especie de gente que no tiene más que deseos triviales y no piensa en nada más que en satisfacerlos.

Así era la madre de Antoinette. Seguro que su hija le llevaba dinero a escondidas, y cada billete se convertía en un gozo inmediato, una langosta, una cena en un restaurante, el cine, vecinas invitadas a comer pasteles en su casa o algún horrendo vestido que se compraba después de pasar el día recorriendo grandes almacenes.

—Mi hija que se ha casado con el hijo de los Rouet. Las trefilerías Rouet, ¿sabe? Una gente que tiene cien millones y vive como pequeños burgueses. ¡Cuando se casó, no tenían coche! Ella ha sido la que...

Estaba casi tan orgullosa de su otra hija, Colette, a quien mantenía un cervecero del Norte. Iba a verla a su piso de Passy, escondiéndose en la cocina cuando llegaba de improviso el cincuentón, y tal vez escuchaba; era capaz de oír, sin experimentar vergüenza alguna, los ruidos del dormitorio y del cuarto de baño.

—Déme las gafas, Félicie. ¿No ha subido aún Cécile? Una voz desde el recibidor. —Ya voy, señora. —¿Qué está haciendo? —Al principio no quería que le pusiera la manta, me decía que me fuera, me ha gritado: «¡Déjame, haz

el favor! ¿Es que no ves que...?». Y la voz inmutable de la señora Rouet: —¿Que qué? —Que nada. No ha terminado. Se ha encerrado en el baño. He hecho la cama. Cuando he salido,

estaba llorando, se oía a diez metros a través de la puerta. —Déme las gafas. A las doce de la noche la madre de Antoinette salía del cine de la Place Blanche con una vecina de

rellano a la que había pagado la entrada. Quedaba aún la tentación de las cervecerías abiertas, de un pequeño placer suplementario.

—¿Y si nos tomáramos un licor en Graf? Inmóvil en su cama, el señor Rouet esperaba el sueño, no esperaba nada más, pues hacía mucho

tiempo que había aceptado los límites de su vida. Dominique remendaba medias grises; todas las medias de la canasta eran grises; no llevaba otras, eran

las que menos se ensucian; estaba convencida de que eran las más sólidas y que iban bien con cualquier vestido.

De vez en cuando levantaba la cabeza, distinguía perlas blancas en los cristales, algo de rosa difuso detrás de las ventanas de enfrente, nada más que negrura en el piso de encima, y volvía a inclinarse, alargaba el brazo para girar ligeramente el leño con objeto de mantener la llama amarilla.

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Fue la última de la calle en acostarse. Los Caille no habían vuelto. Los esperó un rato en el silencio, se durmió, se levantó antes del amanecer, vio palidecer los cristales, y la pareja no regresó hasta las siete de la mañana tras haber rondado por Les Halles entre las verduras mojadas y los vagabundos resguardados bajo los porches.

Los dos traían cara cansada, sobre todo Albert Caille, porque había bebido demasiado. Por miedo a toparse con la dueña, abrieron sin hacer ruido con la llave y cruzaron el salón de puntillas.

La voz cansada de Lina preguntó: —¿Qué hacemos? —Primero dormir. No hicieron el amor al acostarse, sino cerca del mediodía, adormilados, y volvieron a dormirse; eran

las dos cuando se oyó el agua en el lavabo. Antoinette, en la calle a las diez de la mañana, no había aparecido por el Faubourg Saint-Honoré, pero

debía de haber telefoneado sobre las doce, la señora Rouet se había dirigido hacia el aparato, y sólo habían puesto dos cubiertos para el almuerzo.

Ahora el señor Rouet, puntual, salía de la casa y se dirigía hacia la Rue Coquillière.

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3 Desde el tren, mientras salía de la estación y soplaba su vapor entre los tramos de las casas en

equilibrio, aún podían verse costras de nieve sobre la negrura de los terraplenes y en los recovecos, pues todavía no era completamente de noche.

La otra vez había sido Antoinette la que se había ido, dejando a Dominique totalmente sola en París durante interminables semanas. Hoy era Dominique la que iba en el tren, la que permanecía todavía un rato de pie en el pasillo, mirando hacia afuera con una tenue risita melancólica, y se metía luego en su compartimento de tercera clase.

Acababa justo de recibir el telegrama: «Fallecida tía Clémentine. Stop. Funerales miércoles. François». No lo entendía, pues era martes. La muerte debía de remontarse al domingo, ya que el entierro suele

realizarse tres días después del fallecimiento. ¿Como no se tratara de una enfermedad particularmente contagiosa? Pero tía Clémentine no había muerto de una enfermedad contagiosa. Tendría... vamos a ver... setenta y cuatro y siete... ochenta y un años.

No hacía calor. Ni en Tolón hace calor en enero, y no había por qué precipitar el entierro. ¿Qué François? ¿El padre, François de Chaillou, que debería de estar en Rennes, o no sería más bien

su hijo, que se había alistado en la marina? Su hijo, sin duda. Eso parecía más claro. Tía Clémentine vivía sola, con una criada mayor que ella, en su villa de La

Seyne-sur-Mer, cerca del paso a nivel, allí donde Dominique había pasado unas vacaciones. De haber estado mucho tiempo enferma, habría ido a cuidarla alguien de la familia y habría escrito a Dominique. Debía de haber sido rápido. Habían avisado a François, el que estaba más cerca. François era el que había enviado los telegramas y debía de haber olvidado a su prima. Sí, así habían pasado las cosas. La olvidaban siempre. ¡Contaba tan poco!

¡Antoinette tal vez no se daría cuenta de su partida! Vería unos postigos cerrados durante tres o cuatro días, sin preguntarse qué le había pasado a su vecina. Los Caille se quedarían solos en el piso. Mientras no se aprovechasen para invitar a sus amigos de la Rue Mont-Cenis, pasarse la noche bebiendo con ellos y tumbarse en el salón.

El compartimento iba abarrotado. Dominique tenía un asiento junto a la ventana. A su lado había un marino de permiso y otro enfrente; intercambiaron, sin convicción, alusiones a su estancia en París, guiños, y luego palabras, de vez en cuando, sobre compañeros con los que iban a encontrarse; se los veía sin segundas intenciones uno respecto al otro, como hermanos; tenían sueño y no tardaron en adormilarse, con el gorro sobre los ojos; el que estaba junto a Dominique la empujaba a veces, dejaba caer todo su peso sobre ella en las curvas.

Pensó mucho rato, mirando al marino que tenía enfrente, luego a una mujer que amamantaba a un niño y cuyo abultado pecho blanco le daba asco; un empleado de los ferrocarriles leía una novela barata; el ruido del tren penetraba poco a poco en su cabeza, su ritmo se superponía al ritmo de su respiración y a los latidos de su corazón; se abandonaba; una corriente de aire helado procedente de la ventanilla le rozaba la nuca; tenía los pies apoyados en la placa metálica de la calefacción de vapor; cerró los ojos, volvió a abrirlos; alguien giró el interruptor eléctrico y no hubo ya más que un pálido resplandor azul; hacía calor, la corriente de aire seguía fluyendo como un hilillo de agua fría; a Dominique le escocían los

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párpados; el tren paraba, en la oscuridad de una estación se movía gente, dejaban tras de sí unas luces, y de nuevo el tren andaba; no debían de estar lejos, pasado Dijon, cuando advirtió que alguien corría, sí, que alguien perseguía el tren en el halo pálido de la luna.

No se extrañó. Dijo simplemente: —¡Vaya! La señorita Augustine. Y se sonrió con una sonrisa dulce y triste, como las que se hacen las personas que conocen sus

desgracias. Lo comprendía todo de pronto. Llevaba al menos ocho días sin ver a la señorita Augustine en su ventana, pero dos o tres veces había entrevisto a la portera en la buhardilla.

La vieja señorita había muerto, como tía Clémentine. La hacía muy dichosa estar muerta y corría tras el tren, alcanzaba al fin el compartimento de Dominique, se sentaba al lado de ésta, algo jadeante, risueña, encantada, aunque un poco encogida, pues no era una persona que se impusiera.

Resultaba curioso verla así, lechosa, casi luminosa, tan seductora, tan bella, pues estaba bella, ¡y aun así se la reconocía!

Balbucía con un pudor delicioso: —Por poco se me escapa. He ido a su casa tan aprisa como he podido. Aquello aún estaba caliente

sobre mi cama. Siempre me había prometido reservarle mi primera visita, pero usted acaba de marcharse y he corrido a la estación de Lyon.

Sus pechos, que antaño debieron de parecerse a medusas, se agitaban. —¡Estoy más contenta! Sólo que, lo comprende, todavía no me he acostumbrado. La portera está

arriba limpiándola. No cabe en sí de gozo por estar lavando y manoseando a una muerta... Dominique se imaginaba muy bien a la portera, una mujer flaca que padecía del pecho y que lavaba

muertos en todo el barrio. —Ha ido de puerta en puerta gritando: ¡Ha muerto! ¡La señorita Augustine ha muerto! »Y yo me he largado de puntillas. ¡He esperado tanto tiempo! ¡Ya pensaba que no sucedería nunca! Al

final me ahogaba, tenía calor en aquel corpachón. ¿Había notado que sudaba mucho y que mi sudor olía muy fuerte? Yo la miraba de lejos. Sabía que usted me miraba también. Me decía: "¡Vaya! La vieja Augustine está en la ventana".

»¡Y tenía unas ganas de volar hacia usted y decírselo todo! Pero no lo habría entendido. Ahora se ha acabado. Estoy tranquila, voy a acompañarla un rato.

Entonces Dominique sentía una mano idealmente tibia y viva que estrechaba la suya; estaba tan emocionada como cuando un amante te toca por primera vez; sentía cierta vergüenza; no estaba acostumbrada, ella tampoco, volvía la cara sonrojándose.

—Reconozca —balbucía la señorita Augustine— que yo era una solterona horrenda. Dominique quería decir que no, por educación, pero comprendía que, ahora, no era posible mentirle. —¡Sí! ¡Sí! ¡Me ha amargado la vida, no crea! ¡Qué alegría pescar por fin esa neumonía! Me ponían

ventosas y no tenía más remedio que dejarlos. Había momen tos en que creía que iban a salvarme, pero gracias a una hora en que me habían dejado sola... »¡La quiero tanto! Dominique no estaba escandalizada, ese amor no era ridículo, tenía la impresión de que era del todo

natural, de que eso era lo que estaba esperando desde siempre. Sólo se sentía incómoda por los dos marinos. Quería decírselo a la señorita Augustine, que quizá no

los había visto. Pero su voluntad se entumecía, una dejadez sobrenatural se adueñaba de ella, tenía calor en lo más hondo de su carne, de sus venas, de sus huesos, y un brazo la abrazaba, unos labios se acercaban a los suyos; cerraba los ojos, jadeaba, una sensación única la dejaba toda rígida, tenía miedo, zozobraba, se...

*

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Dominique no supo nunca si de veras había gemido. En la semioscuridad azulosa del compartimento

no vio, fijos en ella, sino los ojos abiertos del marino que tenía delante. ¿Acaso acababa de despertarse? ¿O hacía ya mucho tiempo que nadaba así entre la vigilia y el sueño?

Dominique aún estaba turbada. Sentía vergüenza. Había estado a punto de producirse en ella algo que se había interrumpido en seco, algo que presentía, que le daba miedo, que no se atrevía a nombrar.

No durmió más en toda la noche. Desde que se encendieron los pálidos resplandores del alba, cuando acababan de pasar por Montélimar, se quedó en el pasillo, con la cara inmóvil contra un cristal, y vio desfilar los primeros olivos, los tejados de color rosa, casi planos, las casas blancas.

Hacía sol en la estación de Saint-Charles donde fue a beber una taza de café y comer un croissant en la cantina, mientras vigilaba su tren.

Más lejos divisó el mar muy azul, con una infinidad de crestas blancas, pues soplaba el mistral; el cielo estaba límpido; en la carretera se veía a la gente sujetarse el sombrero.

En Tolón tomó el tranvía y, pese a la vergüenza, no había conseguido disipar aún del todo la extraordinaria sensación que le había marcado en lo más recóndito de su ser.

Aquello le había ocurrido sólo una vez, antaño, cuando tenía dieciséis o diecisiete años, pero entonces aquella sensación se había esparcido como un cohete por el azul profundo del cielo y la había dejado atontada, vacía de sustancia.

¡Vaya! En un taxi descapotable reconocía a su primo Bertrand con una joven a la que no había visto nunca. Les hacía señas. Bernard se volvía demasiado tarde, el tranvía se había alejado ya.

—¡Pobre Nique! ¡Debes de estar cansadísima! Sube un momento a refrescarte. El entierro era una hora más tarde. La casa estaba llena de tíos, tías, primos. Todos la besaban. —¡Estás igual! —decían—. ¿A qué hora has recibido el telegrama de François? Figúrate que no tenía

tus señas, de modo que llegas demasiado tarde para verla por última vez. No podía esperarse más, ¿comprendes? —Y, muy bajito—: Empezaba a oler. Se le habían hinchado las piernas últimamente. ¡Qué va! No estaba cambiada. Si Dominique hubiera podido verla... Parecía que estuviera durmiendo. —¿Se acordaba? Un día el pequeño Cottron había dicho cándidamente que tía Clémentine sabía a dulce de fruta. ¡Pues bien! Había quedado así hasta el final. Pero...

—Ve a lavarte la cara. Luego te lo contamos todo. ¡Vaya sorpresa te vas a llevar, anda! ¿Has visto al pobre François? Ha querido venir, a pesar de todo... ¡Ay! Mucho nos tememos que le toque a él un día u otro y volvamos a vernos todos dentro de poco en Rennes...

Hubo mucha gente en el entierro, muchos uniformes. Los velos de las mujeres ondeaban, habían cruzado el paso a nivel que Dominique había reconocido apenas; ¡le parecía que todo aquello era más pequeño, también la villa, y tan trivial!

Varias veces, durante la misa de difuntos, pensó en Antoinette, a la que recordaba en otro funeral, en Saint-Philippe-du-Roule; luego, al salir del cementerio, se encontró mezclada con toda la familia: sus tíos y sus tías estaban hechos unos ancianos.

—¡Tú sí que no has cambiado! Ellos habían cambiado. Y sus primos y primas, que eran ahora personas maduras, que estaban casados

y tenían hijos. Le enseñaron a un chiquillo de trece años, que le había dicho: —Hola, tía. —Es el hijo de Jean. Lo que reconocía con más asombro era el vocabulario de antes, aquellas palabras que sólo tenían

sentido dentro de la familia, dentro del clan. A veces le costaba entenderlas. Habían puesto dos grandes mesas en el comedor y en el salón de la villa. Todos los niños estaban

sentados a la misma mesa. Tenía a su lado a un alumno de la Escuela Politécnica, de uniforme, de voz

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grave y que a cada paso la llamaba tita. —El profe de mates es un tipo estupendo. —Yo estudio latín e idiomas. Las mismas palabras tótems, dichas por jóvenes a los que había conocido de niños, o cuya existencia

sólo conocía por las cartas de año nuevo. «Berthe Babarit, que el año pasado se casó con un ingeniero de caminos y que vive en Angulema,

acaba de tener un niño...» Los miraba. Le daba la impresión de que también ellos la miraban de reojo, y se sentía incómoda.

Hubiera querido ser como ellos, volver a sentirse del clan. Nada los inquietaba, se veían de nuevo como si nunca se hubieran separado. Algunos, que vivían en la misma ciudad, se reunían a menudo, aludían a amigos comunes, a detalles de profesión, a veraneos pasados juntos en la costa.

—¿No te sientes muy sola en París, Nique? Siempre me he preguntado por qué permaneces en aquella ciudad, cuando...

—No lo paso mal. ¡Nique no ha cambiado! ¡Nique no ha cambiado! Se lo repiten como si, única en la familia, hubiera

tenido siempre la misma edad, cuarenta años, como si siempre hubiera sido una solterona. Sí, habían previsto que no se casaría y les parecía natural; nadie se refería a la posibilidad de otra vida. —No entiendo cómo tía Clémentine ha podido obrar así. ¡Si al menos hubiera tenido la excusa de la

necesidad! Pero cobraba una pensión. Tenía cuanto le hacía falta. —¡Con lo cariñosa que era y lo que le gustaban los niños! Una tía zanjó: —¡No se quiere realmente a los niños si no se tienen! Lo demás, créanme, son pamplinas. La verdadera víctima de tía Clémentine era Dominique, que no decía nada, se esforzaba por prolongar

aquella sonrisa algo doliente que le venía de familia, que siempre le había visto a su madre y a sus tías. Sólo existía una persona de quien hubiera tenido posibilidades de heredar algún día, tía Clémentine, la

única que no tenía hijos, y he aquí que se enteraban ahora de que tía Clémentine, sin decírselo a nadie, había puesto todos sus bienes en renta vitalicia.

Lo único que había para repartirse eran objetos personales, un estuchito de joyas antiguas, chucherías, pues los muebles se destinaban por testamento a la vieja sirvienta, Emma, a quien habían querido sentar a la mesa, pero que se había empeñado en quedarse sola en la cocina.

—¿Qué te gustaría conservar como recuerdo, Nique? Le decía a tío François que te haría ilusión el camafeo. Es un poco anticuado, pero muy bonito. Tía Clémentine lo ha llevado hasta el final.

Empezó el reparto a eso de las cuatro. Habían mandado a los niños al jardín. Algunos grupos tomaban el tren aquel mismo día. Se debatió el asunto de las dos alianzas, pues tía Clémentine, que era viuda, llevaba dos alianzas, que

le habían sacado; algunos decían que habían hecho mal. —Si damos los pendientes a Céline y el reloj a Jean... Los hombres hablaban de sus profesiones, los que pertenecían al Ejército o a la Administración

discutían las ventajas de los puestos coloniales. —Afortunadamente nosotros tenemos un instituto muy bueno. Mi nombramiento no tendría que llegar

hasta dentro de tres años, cuando los chicos hayan terminado el bachillerato, nunca es bueno cambiar de profesores.

—Nique, francamente, ¿es que el camafeo...? Y ella murmuraba maquinalmente, porque era lo que debía decir: —¡Es demasiado! —¡No, mujer! ¡Toma! Llévate también esta fotografía en la que estás en el jardín con tía Clémentine y

su marido. Debido al tinglado que habían construido enfrente, ya no se veía más que un pequeño trocito de mar.

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—¿Por qué no te vienes a pasar unos días con nosotros, a Saint-Malo? Cambiarías de ambiente. ¿Notaban ellos que le hacía falta cambiar de ambiente? ¡No! Eran las cosas que se decían cada vez que

se encontraban, se invitaban, y luego no hablaban ya más de ello. —¿Cuándo te marchas? —Mañana. —¿Has reservado habitación? Aquí, ya te haces cargo... Podríamos cenar juntos, esta noche, en un

restaurante. ¡François! ¿Dónde podríamos cenar que no fuera muy caro? Se besaron de nuevo. A veces Dominique creía que iba a producirse el contacto, que otra vez iba a

formar parte del clan. Su malestar se transformaba en angustia. Todas aquellas caras giraban a su alrededor, se confundían, se perfilaban de pronto con una nitidez asombrosa, y Dominique se decía: «¡Es Fulano!».

Estaba demasiado agotada para volver a tomar el tren de noche, y le costó encontrar una habitación, en un hotel minúsculo donde reinaba un olor indefinible, hostil, que no la dejó dormir en casi toda la noche.

Se marchó con el tren de día, se fue furtivamente con el camafeo en el bolso. Un sol oblicuo entraba en el compartimento, donde, durante horas interminables, hubo un vaivén ruidoso de viajeros que sólo subían para un breve trayecto; luego, en las cercanías de Lyon, el cielo se puso blanco, luego gris, se distinguieron los primeros copos de nieve sobre Chalán-sur-Saône. Dominique comió unos bocadillos que había comprado en la estación y vivió, hasta París, como en un túnel, con los ojos medio cerrados, el semblante cansado, marcado por la fatiga, por la sensación de vacío, como de inutilidad, que se llevaba de Tolón.

Cuando llegó al Faubourg Saint-Honoré, se llevó una decepción al no encontrar a nadie. Los Caille ha-bían salido. Tal vez no volverían hasta altas horas de la noche. La habitación estaba fría, sin olor; encendió un leño antes de quitarse el abrigo, acercó una silla al fogón de gas.

En la ventana de la vieja Augustine estaban cerrados los postigos. O sea que estaba muerta de verdad, pues nunca cerraba los postigos.

En el piso de Antoinette no había luz. Eran las diez de la noche. ¿Se habría acostado? ¡No! Dominique sentía un vacío tras las ventanas, con las cortinas corridas.

En el piso de arriba sólo se filtraba un poco de claridad amarilla, que pasaba del comedor al dormitorio y, sobre las once, se apagó del todo. Antoinette tampoco estaba en casa de sus suegros.

Dominique se hizo la cama, ordenó cuidadosamente el contenido de su equipaje, contempló el camafeo antes de meterlo en el cajón de los recuerdos, y no paraba de espiar la calle, malhumorada, irritada porque Antoinette hubiese aprovechado su ausencia para iniciar una nueva vida.

Era enero. Durante más de un mes no había pasado nada. Una vez, dos veces por semana, Antoinette había ido a visitar a su madre, a la Rue Caulaincourt. Un día, a eso de las cinco, las dos mujeres habían salido juntas para ir al cine, luego se habían encontrado con Colette en un café de los grandes bulevares.

Todavía durante dos semanas, Antoinette había cruzado furtivamente la puerta del pequeño bar de la Rue Montaigne. Ya no esperaba, sabía muy bien que era inútil, no hacía más que entrar y salir.

—¿Nada para mí? —Nada, señora. Estaba más delgada, pálida, volvía a pasar horas leyendo, echada en la cama, fumando cigarrillos. Varias veces su mirada se había cruzado con la de Dominique, y ya no era la ojeada que se echa a un

transeúnte, los ojos insistían. Antoinette sabía que Dominique estaba al tanto, había una pregunta en sus pupilas dilatadas: «¿Por qué?».

No acertaba a comprender. No era, sin embargo, curiosidad lo que adivinaba en aquella desconocida pegada a sus pasos.

Algunas veces, habría podido creerse que iba a nacer una especie de afecto, de confianza. —Usted que lo sabe todo... Pero no se conocían. Pasaban. Cada una seguía su camino, llevándose sus pensamientos.

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Antoinette no estaba enferma, no estaba acostada, y a Dominique no se le ocurría pensar que podía haber ido simplemente al cine.

¡No! Era la hora de salida de los cines. Se oía a gente que volvía a casa, pasaban taxis a toda velocidad, los últimos autobuses invadían las calles, copos de nieve caían lentamente y, allí donde se posaban en la piedra fría, no había ya nada a los pocos segundos, ni tan sólo una mancha de humedad.

Dominique contempló diez veces los postigos cerrados de la buhardilla de Augustine, y las diez la invadió la vergüenza; no entendía cómo podía haber tenido un sueño semejante y sabía, sin embargo, que no era fruto del azar, no quería pensarlo y la tentaba descifrar su significado profundo.

¿Era acaso otra Augustine? Recordaba la villa de Tolón. Aquellos a quienes había conocido, tíos y tías, se habían vuelto ancianos o estaban muertos. Los que había visto de pequeños eran padres a su vez, las chicas eran madres; los turbulentos colegiales eran ingenieros o magistrados, los más niños hablaban de matemáticas y de latín, griego, de profes y de reválida, la llamaban tía Dominique.

—¡No has cambiado, Nique! Lo decían sinceramente. Porque no había cambiado su vida. Porque no había llegado a ser nada. La vieja Augustine había muerto. Mañana, pasado mañana, la enterrarían, como habían enterrado a

Clémentine. Entonces, en la calle, ya no habría más solterona, o, mejor dicho, le tocaría el turno a Dominique. Se debatía. Iba a mirarse al espejo. ¡No era verdad que fuese vieja! No era verdad que todo hubiese

acabado para ella. Su carne no estaba desecada. Su piel había permanecido blanca y suave. Apenas si se distinguía bajo sus párpados un diminuto trazo bastante profundo, pero siempre había tenido ojeras; era cosa de temperamento, de salud; de muchacha le recetaban fortificantes y le habían puesto inyecciones.

Respecto a su cuerpo, que sólo conocía ella, era un cuerpo de chica, con todo su frescor. ¿Por qué no llegaba Antoinette? Había pasado el último autobús, había pasado la hora del último

metro. Era pérfido aprovechar la ausencia de Dominique para iniciar una vida nueva, tanto más cuanto que

esa ausencia era involuntaria, cuanto que Dominique se había ido de mala gana, disculpándose con una mirada a las ventanas de enfrente.

Llegaban los Caille. Habían visto luz por debajo de la puerta. Murmuraban preguntándose si debían ir a saludarla y anunciarle que todo había ido bien durante su ausencia, que únicamente había ido el del gas y no habían pagado porque...

La voz de Lina: —Quizás esté desnuda. Luego, una pausa. Se sonreían ante la idea de su patrona desnuda. ¿Por qué? ¿Con qué derecho se

sonreían? ¿Qué sabían de ella? Iban, venían, hacían ruido, se imaginaban que no había nadie más que ellos en el mundo, ellos y su

alegría de vivir, su inconsciencia, los gustos que se permitían sin regatear ni preocuparse del mañana. Habían pagado el alquiler. Pero ¿sabían si podrían pagarlo al final del mes? —Esta noche no, Albert. Ya sabes que no podemos. ¡Una mujer que le decía eso a un hombre! Un taxi. No, se paraba más abajo, en la calle. Era la una y diez. Un portazo. Aún no se oían los pasos.

Acurrucada en el ángulo de la ventana, Dominique lograba distinguir el coche, el taxista plácido que aguardaba, una mujer de pie, inclinada sobre la portezuela, otra cara contra la suya.

Se estaban besando. El taxi subía hacia el Boulevard Haussmann, Antoinette andaba deprisa, buscando la llave en el bolso, llegaba a la mitad de la calle y levantaba la cabeza para asegurarse de que ya no había luz en el piso de sus suegros; se la sentía vivir de nuevo; un ambiente de alegría amorosa la envolvía como el abrigo de pieles en cuyo calor se arrebujaba; se deslizaba por el portal, dudaba ante el ascensor, subía las escaleras de puntillas.

En su piso sólo encendió la lámpara de la mesilla de noche de reflejos rosados. Sin duda, dejaba caer

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las prendas a sus pies, simplemente, y se escurría entre las sábanas; a los pocos instantes se apagaba ya la luz y no había ninguna alma viviente en el barrio. Dominique estaba tan sola como la vieja Augustine, que no tenía a nadie para velar su cuerpo inmóvil.

La misma fiebre, los mismos gestos, las mismas marrullerías, la misma alegría desbordante y, respecto a la señora Rouet, la misma docilidad.

Antoinette, de nuevo cariñosa con su suegra, subía sin que la llamaran, se dedicaba a pequeñas labores, se anticipaba a los deseos de los dos viejos.

Sólo había cambiado la hora. Y los días. ¿Seguía avisando que iba a casa de su madre? A las cuatro y media salía, iba a pie, aguantándose la respiración, hasta Saint-Philippe-du-Roule y se

metía en el primer taxi. —¡A la Place Blanche! Era otra variedad de misterio. El taxi no corría bastante a través de las calles atascadas, y una mano

enguantada abría la puerta aun antes de que parase. El vestíbulo de una amplia sala de baile, dorados vulgares, espejos, cortinajes rojos, una taquilla.

ENTRADA: CINCO FRANCOS Una sala inmensa, un sinfín de mesas, focos que contrastaban con la luz tamizada y, en aquella luz

irreal, cien, doscientas parejas que evolucionaban lentamente, mientras fuera, a cincuenta metros, se agolpaba la vida de la ciudad, con sus coches, sus autobuses, gente que llevaba paquetes, que corría, sabe Dios adónde, unos detrás de otros.

Una Antoinette transfigurada, sin abrigo de visón flotando a su espalda, una Antoinette que entraba en aquel mundo nuevo como en una apoteosis y se dirigía directa a un ángulo de la sala, tendía la mano, sin guante ya, y la cogía otra mano, la de un hombre que se levantaba a medias, sólo a medias, pues ya estaba ella a su lado, y él también ya le acariciaba la rodilla bajo la seda negra.

—Soy yo. Una orquesta relevaba a otra orquesta, los focos pasaban del amarillo al violeta; las parejas, vacilantes

un segundo, se unían de nuevo, evolucionaban con distinta cadencia, mientras otras parejas emergían de la oscuridad de los rincones.

Así, a las cinco de la tarde, diariamente, había allí trescientas, quinientas mujeres quizá, que se habían evadido de la realidad y que bailaban; había otros tantos hombres, casi todos jóvenes, que las esperaban indolentes, vigilaban su llegada, iban y venían, escurridizos y silenciosos, fumando su cigarrillo.

Antoinette avivaba el rojo de sus labios, el rosa tirando a ocre de sus mejillas. Una mirada preguntaba: «¿Bailamos?».

Y el hombre pasaba su brazo bajo las pieles, por la tibieza del cuerpo, su mano se posaba en la carne que la seda del vestido hacía más lisa y como más flexible, más carne aún, más femenina; ella sonreía, con los labios entreabiertos; se perdían por entre las otras parejas sin verse más que a sí mismos, a través de sus pestañas medio entornadas.

El hombre murmuraba como un sortilegio: —Ven. Y Antoinette tenía que responder: —Uno más. Todavía un baile... Para retrasar el placer. Para hacer más punzante el deseo. Tal vez para

experimentar, allí, en medio de los otros hombres y mujeres, lo que Dominique había experimentado en el tren.

—Ven. —Espera un poco aún. Y en sus rostros se leía que habían iniciado el acto amoroso.

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—Ven. La arrastraba. Ella no se resistía ya. —El bolso. Iba a olvidarlo. Se dejaba llevar, cruzaba las pesadas cortinas de terciopelo rojo, pasaba ante el recinto

acristalado de la caja.

ENTRADA: 5 FRANCOS Los coches y los autobuses, las luces y la muchedumbre, una especie de río que había que cruzar, que

rozar, doblar la esquina de una calle en un vuelo y, al momento, una salchichería, traspasar un umbral, una placa de mármol negro con palabras doradas, un pasillo estrecho que olía a colada.

Aquel día, en el umbral, Antoinette se quedó un momento parada, las pupilas se le dilataron por espacio de un segundo; había reconocido una silueta negra, una cara pálida vuelta hacia ella, unos ojos que la devoraban, y entonces se le ensancharon los labios en una sonrisa triunfante, desdeñosa, de mujer que se deja llevar por los brazos imperiosos del macho.

La pareja se había esfumado. Sólo quedaba el arranque de un pasillo, transeúntes ante el escaparate de una salchichería, la imagen

borrada del hombre que seguía a Antoinette escaleras arriba, un mulato de ojos insolentes.

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4 Aquello ocurrió el 12 de febrero y puede decirse que Antoinette se lo había buscado, Dominique lo

venía viendo desde hacía varios días; no era sólo imprudencia, sino desafío; soliviantada por la pasión, arrastrada por un torbellino, corría conscientemente a la catástrofe.

Ahora bien, aquello no vino de la portera, ni por lo tanto del señor Rouet, como había previsto Dominique. La antevíspera había sorprendido a la portera que, tras vacilar un instante, paraba al propietario cuando éste pasaba. Era, sin duda alguna, para informarle de que un hombre entraba cada noche en la casa y no salía hasta por la mañana muy temprano. La portera sabía a qué piso iba aquel hombre. Le pagaban, incluso, para callar, pues Antoinette había cometido también la tontería de pararse ante la portería y sacar del bolso un billete de los grandes.

—¡Por su discreción, señora Chochoi! Es cierto que, para obtener la discreción de la gente, hay que empezar por tenerla una misma y no dejar

que se crea que uno corre por propio impulso al abismo. Pero era la impresión que se desprendía de Antoinette. Su sonrisa, por sí sola, deslumbrante de gozo, rebosante de dicha equívoca, era una provocación; su risa era parecida a los gritos que debía de arrancarle el placer, y sus dientes agudos buscaban siempre carne para morder; de bajo de cualquier vestido se la sentía desnuda, con la carne tensa.

La portera había temido por su puesto, y, después de consultar a su marido, que estaba de vigilante nocturno en una chocolatería, había puesto al corriente al señor Rouet.

Este, para asombro de Dominique, no había repetido nada a su mujer, de modo que la nueva nota anónima, la tercera, había sido un fracaso como las anteriores.

«¡Tenga cuidado!»

Sincera, cándidamente, Dominique quería poner sobre aviso a Antoinette, darle a entender que la

amenazaba un peligro y, tan pronto recibió el mensaje, Antoinette había abierto adrede la ventana a pesar de la estación, había leído la nota de nuevo, la había estrujado y la había arrojado a la chimenea.

¿Qué pensaba de Dominique? La había reconocido. Ahora sabía que la inquilina de enfrente era la silueta furtiva de la Rue Montaigne y del baile, que aquellos ojos, fijos en ella de la mañana a la noche, eran los ojos dramáticos que había despreciado al ir a entrar en el pequeño hotel de la Rue Lepic, al lado de la salchichería.

¡Una monomaniaca! Pensaba que no era exactamente eso, pero tenía algo más importante que hacer que tratar de descubrir aquel misterio.

El 11 de febrero por la noche el mulato estaba en su rincón de la puerta cochera, como los días anteriores, fumando cigarrillos mientras aguardaba que se apagase la luz en las ventanas del tercero. Los Rouet se acostaban siempre a la misma hora. Sólo tenía que esperar unos cuantos minutos.

¡Ahora bien, aquella espera sobraba, y Antoinette, en camisón, tenía la necesidad de descorrer la cortina de su dormitorio y quedarse allí, detrás de los cristales, contemplando de lejos a su amante!

Por fin había llamado, se había abierto la puerta, él había subido. Había en su modo de andar una ligereza molesta, una seguridad socarrona, que desagradaba a Dominique.

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Aquella noche los Caille la disgustaron sin querer. Después de cenar habían vuelto en compañía de una amiga que había ido dos o tres veces a verlos, pero de día. Habrían traído champán, pues había oído saltar los tapones. Estaban muy alegres. La gramola había funcionado sin parar.

Era ofensivo, triste, oír la voz de Lina cada vez más estridente a medida que se embriagaba, y más tarde no paraba de reír, con una risa que no acababa.

Por una sola vez Dominique no miró por el ojo de la cerradura. No por ello dejaba de notar la excitación equívoca que reinaba, oía la voz suplicante de Albert Caille repitiendo:

—¡Que sí! Se queda. Es tarde... Le dejaremos sitio. De pronto había apagado la luz, y Dominique los había oído ir y venir, cuchichear, tropezar en la

oscuridad; nuevas risas, flojas negativas. —¿No tiene bastante espacio? Estaban acostados los tres. Se movían. Lina había sido la primera en callar, después de producirse lo

inevitable, y entonces, durante mucho rato aún, Dominique había comprendido que los otros no dormían, y había permanecido atenta a aquella vida secreta, como apagada en la humedad de la cama.

¿Por qué era una decepción? Ella había acabado durmiéndose. Un sol ligero la había acogido muy temprano; los gorriones del cruce con Haussmann piaban en su árbol. A las ocho Cécile había bajado, como todas las mañanas, y había descorrido las cortinas del segundo piso, excepto las de la habitación, pues no entraba sin oír el timbre de Antoinette.

Entonces Dominique lo vio al mismo tiempo que la criada. En un velador del saloncito que precedía al dormitorio, había un sombrero de hombre, un sombrero de fieltro gris, y un gabán.

El amante, aquella mañana, como fatalmente había de ocurrir un día u otro, no se había despertado. Con sus ojillos brillantes de júbilo, Cécile se precipitó al piso superior, donde la señora Rouet madre

no estaba aún apostada en su torre. —¡Hay un hombre en el cuarto de la señora! Por unos instantes Dominique, inmóvil, vivió todo un drama; tenía tiempo por delante, se precipitaba a

la calle, corría a la carbonería donde tenían teléfono. —¡Oiga! Le habla una amiga... ¡Qué más da! Además, ya sabe quién... Sí. La criada ha visto el

sombrero y el gabán. Ha subido a avisar a la señora Rouet. Dentro de un instante va a bajar. Todo eso lo imaginó, pero no dio ni un paso. La señora Rouet y su marido, arriba, estaban sentados a la mesa. ¿Discutían para saber cuál de los dos

bajaría? Fue ella. El marido se quedó en el piso. Aquella mañana no se le vio salir de casa para dirigirse, con su

paso monótono, a la Rue Coquillière. —Es mejor que te quedes por si... Y Dominique vio a la señora Rouet, apoyada en su bastón, entrar en el saloncito, tocar con dedo

desdeñoso el sombrero y el gabán, sentarse en el sillón que le acercaba Cécile. ¿Los otros dos dormían aún o lo habían oído? La señora Rouet no había estado nunca tan inmóvil ni tan amenazadora. Su calma era colosal. Podría

decirse que, por fin, vivía, sin dejar que se perdiera una pizca, la hora para la que se había preparado durante años.

Había esperado segura de que llegaría aquella hora. Desde hacía meses, todos los días, en todas las comidas, todas las veces que Antoinette subía a su piso, fijaba su mirada en ella como para asegurarse de que el momento ya no estaba lejos.

A las ocho y media, a las nueve menos cuarto, nada había cambiado. Sólo a las nueve menos diez la cortina de la habitación se movió un poco, luego la descorrieron del todo, y Dominique pudo ver a Antoinette, que había comprendido que estaba cogida en la trampa.

No se había atrevido a llamar a su criada. Tampoco se atrevía a abrir la puerta del saloncito. Se inclinó hasta la cerradura cuyo ojo no le permitía ver el sillón en que su suegra se hallaba montando guardia.

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El hombre estaba sentado al borde de la cama, quizás ansioso también, pero guasón de todos modos. Y ella le espetaba nerviosamente:

—¡Pero vístete ya! ¿A qué esperas? Se vistió fumando su primer cigarrillo. —Quédate aquí. No te muevas. O mejor no. Métete en el cuarto de baño. Estáte quieto. Entonces, en bata, con las anchas mangas flotantes, los pies en zapatillas de raso azul, Antoinette, tras

respirar hondamente, abrió, por fin, la puerta. Estaban frente a frente. La vieja señora Rouet no se movía, no miraba a su nuera, tenía la vista puesta

en el sombrero y el gabán encima del velador. Sin darse tiempo para pensar, sin transición, Antoinette atacó violentamente; se desbocó al instante

mismo, y aquel desbocamiento alcanzó enseguida el paroxismo. —¿Qué hace aquí? ¡Conteste! Olvida que estoy en mi casa. Pues estoy todavía en mi casa, piense lo

que piense. Le ordeno que salga, ¿oye? Estoy en mi casa, en mi casa, y tengo derecho a hacer lo que me plazca.

Delante de ella, un mármol, una estatua apoyada en un bastón con contera de goma, una mirada de hielo.

Antoinette, incapaz de estarse quieta, andaba dejando flotar a su alrededor los faldones de la bata, conteniéndose para no romper algún objeto o arrojarse contra su enemiga.

—Le ordeno que salga. ¿No lo oye? ¡Estoy harta! Sí, estoy harta de usted, de sus pamplinas, de su familia, de su casa. Estoy harta de...

El hombre había dejado la puerta del cuarto de baño abierta, y Dominique lo veía escuchar fumando sin parar.

Ni por un momento siquiera se movieron los labios de la señora Rouet. No tenía nada que decir. Era inútil. Sólo los ángulos de su boca esbozaban el desprecio más profundo, un asco indescriptible, a medida que Antoinette, en su ensañamiento, se hacía más odiosa.

¿Hacía falta oír las palabras? Los gestos eran lo bastante elocuentes, las actitudes, los cabellos que revoloteaban en todos los sentidos, el pecho que se agitaba.

—¿Qué es lo que espera? ¡Saber si tengo un amante! Pues bien, sí, tengo uno. ¡Un hombre! Uno de verdad, y no un triste engendro como su hijo. ¿Quiere verlo? ¿Es eso lo que espera?... ¡fierre! ¡Pierre!

El hombre no se movía. —¡Ven, hombre, que pueda contemplarte mi suegra! ¿Está contenta ahora? ¡Oh! Sé lo que va a decir...

Usted es la dueña de la casa. ¿De qué no es dueña? Me iré, ni que decir tiene. Pero no sin haberme desahogado antes.

Tengo un amante, sí. Pero usted y su familia, su terrible familia, son... Dominique estaba pálida. Por un instante, en sus idas y venidas vehementes, la mirada de Antoinette se

detuvo en ella, hizo una pausa, pareció satisfacerle que la vieran en aquel momento, rió sardónicamente, gritó con más fuerza, mientras que su amante se acercaba a la puerta, y la señora Rouet seguía sin moverse, esperando a que acabara todo, que por fin se vaciara la casa.

Durante media hora Antoinette no paró de agitarse, vistiéndose, entrando en su habitación y saliendo de ella, dirigiéndose ya al hombre ya a su suegra.

—Me voy, pero... Por fin estuvo lista. Se había puesto su abrigo de visón, cuya riqueza desentonaba con lo que había de

voluntariamente soez en su actitud. Fue a la puerta, gritó una nueva injuria, asió el brazo de su compañero pero se volvió atrás para

espetarle a Cécile, a quien había olvidado y que permanecía ante la entrada de la cocina, una frase infecta. La calle estaba tranquila, la luz era suave. Al bajar la vista, Dominique vio a la pareja salir de la casa,

esperar un taxi; Antoinette era la que mandaba y arrastraba a su compañero. En cuanto a la señora Rouet, vuelta hacia Cécile, decía:

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—Cierre la puerta. No. Vaya antes a llamar al señor. Bajó. Dos frases, no más, lo pusieron al corriente. La señora Rouet se levantaba con dificultad del

sillón, y entonces, durante cerca de una hora, mientras Cécile vigilaba en la escalera, registró los muebles, los cajones, se hizo con objetos que habían pertenecido a su hijo: en sus manos podía verse un cronómetro y su cadena, fotografías, gemelos, chucherías sin valor y hasta una estilográfica de plata.

Entregaba el botín a su marido. —Volverá. Conociéndola como la conozco estoy segura de que ha ido a casa de su madre. Su madre

pensará enseguida en las cosas prácticas. No tardarán en volver para llevárselo todo. Exacto. En la Place Blanche paraba el taxi, el amante se apeaba en el frescor tranquilizador de un

escenario familiar y se dirigía de forma pausada hacia una cervecería. —Te telefonearé. El taxi subía por la Rue Caulaincourt. La madre de Antoinette, con un pañuelo en torno a sus cabellos

canosos, limpiaba su habitación, en medio de una fina polvareda luminosa. —¡Ya está! Consternación, inquietud. —¿Por qué has hecho eso? —¡Ah, no, mamá, nada de sermones, por favor! ¡Estaba harta! Estaba hasta la coronilla. —¿No has llamado a tu hermana? Quizás hubiera que pedirle consejo. Pues la joven Colette, de labios candorosamente respingados, sonrisa ingenua y tajante, era la mujer de

negocios de la familia. —¡Oye! Sí. ¿Cómo dices? ¿Tú crees? Sí, son capaces... ¿Conoces uno?... Espera, lo apunto... Un lápiz,

mamá, por favor... Papin... pin... sí... ujier... Rue... ¿qué? De acuerdo, ya caigo. Gracias. Todavía no sé a qué hora. No, no en casa de mamá. Para empezar no hay sitio. Además... ¡Entendido, sí! Eso es... Estando como estoy...

En la habitación de los Caille sonaban carcajadas porque Lina tenía resaca y se creía enferma, gemía, se enfadaba.

—Os burláis de mí. Ya sé que os burláis de mí. He pasado demasiado calor toda la noche y vosotros dos no habéis parado de patalear.

Enfrente, Cécile había abierto todas las ventanas del piso como si ya estuviera desocupado. A las once paró un taxi. Bajó Antoinette acompañada de su madre y un hombre tristemente vestido que

miró la casa de arriba abajo, como para hacer su inventario. Detrás iba un camión de mudanzas de un amarillo agresivo.

Ni se habló de almorzar. Durante tres horas hubo un zafarrancho en los aposentos que parecían entonces uno solo; se desmontaban los muebles, el ujier apuntaba todo cuanto cruzaba el umbral, y Antoinette parecía experimentar una alegría secreta viendo cómo se iba el mobiliario a pedazos, cómo desaparecían los cortinajes de ventanas y puertas, cómo las alfombras arrancadas dejaban asomar la grisura del parquet.

Fisgona, se aseguraba de que no quedaba nada. Ella era la que había pensado en el vino de los mozos y la que había bajado a la bodega. Ella la que se percató de que faltaban ciertos objetos, y llamó al ujier, dictó, señalando al techo, acusando a su suegra.

Era toda una vida la que se pisoteaba, se saqueaba, se aniquilaba en una mañana, a grandes golpes jubilosos, con una alegría sádica.

Antoinette ponía en ello tal saña que su madre, que no sabía dónde meterse, estaba aterrada, y Dominique, en su ventana, tenía el corazón en un puño.

Dominique no comió. No tenía hambre, ni ánimos para bajar a hacer la compra. Los Caille se habían ido. A causa de un rayo de sol que hacía creer en la primavera, Lina se había

puesto su traje chaqueta y lucía un sombrerito rojo. Albert, la mar de feliz, la mar de orgulloso, iba entre ella y la nueva amiga que habla pasado la noche en su cama.

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La habitación de la señorita Augustine, allá arriba, estaba aún por alquilar. No era más que un cuarto de servicio, sobrante en la casa. Había que encontrar a otra vieja solterona para ocuparlo y no se habían molestado en colgar el anuncio, la portera se había limitado a dar voces por las tiendas del barrio.

Un segundo camión, junto a la acera, había relevado al primero. La señora Rouet, desde su torre, oía el estrépito que armaban debajo de ella y, cuando por fin todo estuviera vacío, cuando no hubiera ya nada, ni un mueble, ni una alfombra, ni una cortina, ni un ser humano sobre todo, bajaría a contemplar victoriosamente el campo de batalla.

A las dos bajó Colette de un taxi, fue a besar a su hermana y a su madre, pero no se quedó mucho rato, no manifestó sorpresa; señaló tan sólo una lámpara de pie de metal cromado, y Antoinette se encogió de hombros.

—¡Llévatela si quieres! Mandó que la bajaran al taxi y se fue con ella. ¿Fue Antoinette quien dio la orden? ¿Se las llevaron los mozos de las mudanzas con lo restante, del

cuarto de atrás, donde estaban guardadas? El caso fue que Dominique vio pasar por la acera a un hombre de guardapolvo que llevaba las dos macetas con plantas de interior, y éstas desaparecieron en el capitoné.

Hubo una equivocación. Se habían llevado, con otras prendas revueltas, un abrigo verde oscuro y Cécile bajó a buscarlo, pues era suyo; desde una de las ventanas del tercero, lo había visto en los brazos de un hombre, a no ser que hubiera estado montando guardia en el portal.

A las cinco habían terminado. Antoinette había telefoneado varias veces. Se había bebido un vaso de vino, de una de las botellas de los mozos, en uno de sus vasos después de enjuagarlo.

Cuando todos se marcharon, no quedaron en el piso más que aquellas botellas, una medio llena, y los vasos sucios, abandonados sobre el mismo suelo.

Antoinette se había olvidado de su vecina de enfrente. Ni una mirada, a modo de despedida. Tan sólo abajo, en la acera, se acordó de ella, alzó la cabeza y apareció en sus labios una sonrisa burlona.

«¡Adiós, vieja! Yo me largo.» El ujier se había marchado con sus papeles. Venido en taxi, se iba en el autobús, que esperó mucho

rato, en la esquina del Boulevard Haussmann, cerca del árbol de los pájaros. —¿No tienes hambre? —preguntaba en el coche la madre de Antoinette. Ella siempre tenía hambre, le gustaba todo lo que se come, sobre todo la langosta, el foie gras, las

cosas caras y los dulces. ¿No era la ocasión ahora o nunca? —No, mamá. Yo tengo que... No llevó a su madre hasta casa. La dejó en la Place Clichy, le puso un billete en la mano, a título de

consuelo. —No te preocupes. Pues claro, mañana iré a verte... No por la mañana, no. ¿Es que no entiendes

nada?... Al restaurante Graff, taxista. Condescendía en agitar la mano en la portezuela. En el Graff*, distinguía enseguida al hombre que

estaba esperándola delante de un oporto. —¡Ahora, a cenar! ¿Estás contento? ¡Uf, no siento las piernas! ¡Vaya día, por Dios! ¿Qué pasa?...

¿Estás enfadado? Mamá quería que me alojara en su casa mientras encuentro un pisito. Me lo han puesto todo en un guardamuebles... ¡Camarero, un oporto!... Han llevado mi maleta a tu hotel.

Cenaron en un restaurante italiano del Boulevard Rochechouart. La repentina calma, el silencio que los envolvía dejaban a Antoinette insatisfecha, y varias veces hubo cierta ansiedad, un presentimiento quizás, en las miradas furtivas que lanzaba a su amante.

—Mira, esta noche, para celebrar mi libertad, quisiera... La celebraron en todos los locales donde se baila y, a medida que bebía champán, Antoinette se ponía

* El texto simultanea las grafías Graf / Graff [Nota del escaneador].

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más febril, la voz más chillona; necesitaba relajarse; cuando permanecía un instante inmóvil, le hacían daño los nervios, una angustia loca se adueñaba de ella; reía, bailaba, hablaba a gritos; necesitaba ser el centro de la atención general, charlando adrede del escándalo; y a las cuatro de la madrugada eran los últimos en una pequeña boite de la Rue Fontaine; lloraba sobre el hombro del mulato como una niña, gemía, se compadecía a sí misma y a él.

—¿Entiendes, al menos? Dime que me entiendes. Ahora, sólo estamos tú y yo, ¿te das cuenta? No hay nada más. Dime que sólo estamos tú y yo y bésame fuerte, estréchame.

—El camarero nos mira. Antoinette quería, a toda costa, beber otra botella, que derramó, y alguien le echó el visón sobre los

hombros; tropezó con el bordillo, el hombre la sostuvo con un brazo en torno a la cintura y de pronto, cerca de una farola de gas, se inclinó hacia adelante, vomitó; le brotaban de los ojos unas lágrimas que no eran de llanto, trataba de reír aún y repetía:

—Si no es nada, anda. No es nada. —Luego, agarrándose a su amante, que se apartaba—: No te daré asco, ¿eh? Júrame que no te doy asco, que nunca te daré asco. Porque ahora, ya comprendes...

Le hizo subir peldaño a peldaño la escalera del Hôtel Beauséjour, en la Rue Notre-Dame-de-Lorette, donde alquilaba semanalmente una habitación con cuarto de baño.

En la Rue du Faubourg Saint-Honoré, las ventanas estuvieron toda la noche abiertas al vacío, y la primera sensación de Dominique, al despertar por la mañana, fue la sensación de aquel vacío frente al que iba a vivir en adelante.

Entonces le vino a la memoria un recuerdo olvidado, un recuerdo del tiempo en que era pequeña, del tiempo de su madre y de su padre el general, cuando tenían que mudarse para cambiar de guarnición. Se mudaban a menudo, y cada vez, al ver la casa que se vaciaba, le entraba pánico, se ponía lo más cerca posible del umbral por miedo a que la olvidaran.

Antoinette no la había olvidado, puesto que había mirado hacia arriba en el instante de marchar. Se había marchado y la había dejado adrede. Dominique encendió el gas, maquinalmente, para recalentar el café, y pensó en la vieja señorita

Augustine, que se había marchado también, que había corrido tras el tren para ir a decírselo, toda jadeante aún por la dicha de su liberación.

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5 El día empezó como todos, sin que nada dejara prever que sería excepcional. ¡Al revés! Hubo en el

aire, al principio, como en la persona de Dominique, una levedad, una molicie, prometedora de convalecencia.

Era el 3 de marzo. No lo supo enseguida porque se le olvidó arrancar la hoja del calendario. No era primavera todavía, pero ya, por la mañana, cuando en otros sitios los postigos aún estaban cerrados, ella abría su ventana de par en par, esperaba los cantos de los pájaros, el ruido de la fuente de la vieja mansión vecina; el aire fresco, algo húmedo, tenía un sabor que recordaba el mercado lleno de hortalizas de una ciudad pequeña y producía deseos de tomar fruta.

Aquella mañana pensó realmente en fruta, en ciruelas para ser más exactos. Era un recuerdo de infancia, en una ciudad donde había vivido, no sabía ya cuál, un mercado que había cruzado con su padre en uniforme de gala. Ella iba endomingada, con un vestido blanco, muy rígido de almidón. El general la arrastraba de la mano. Dominique veía brillar su sable al sol. A ambos lados, desfilaban verdaderas murallas de ciruelas; el aire olía a ciruela hasta el punto de que aquel olor la perseguía en la vasta iglesia donde asistía a un Te Deum. Las puertas de la iglesia habían permanecido abiertas. Había muchas banderas. Unos hombres de civil llevaban brazales.

Era curioso. Ahora en todo momento la invadía de este modo un recuerdo de infancia, y se recreaba en él. Incluso, a veces, como aquella mañana, pensaba del mismo modo que cuando era niña. Así, el sol salía cada día algo más temprano; cada noche se encendían las lámparas algo más tarde. Entonces se dijo Dominique, como si fuera una certeza: «¡Cuando se pueda cenar de noche sin luz, estaré salvada!».

Esta era antes su concepción del año. Había los meses, largos y oscuros como un túnel, durante los cuales se sentaban a la mesa bajo la lámpara encendida, y los meses que permitían pasear por el jardín después de cenar.

Su madre, que creía que cada invierno era su último invierno, no contaba exactamente del mismo modo; para ella, el mes de mayo era el que constituía la etapa importante.

«¡Pronto estaremos en mayo y todo irá mejor!» Así, aquella mañana, como las demás mañanas, vivía mitad en la realidad presente, mitad con

imágenes de antaño. Veía el piso vacío de enfrente, que aún no se había alquilado, un poco de color rosa en las fachadas, un tiesto con un geranio olvidado en la ventana de la señorita Augustine; oía los primeros ruidos callejeros y olía el aroma del café que se filtraba, pero, al mismo tiempo, le parecía oír sones de corneta, el estrépito que armaba su padre, por la mañana, al levantarse, la resonancia de sus espuelas en el corredor, la puerta que nunca había podido acostumbrarse a cerrar despacio. Un cuarto de hora antes de salir el general, se oía delante de aquella puerta el pataleo de los cascos de su caballo, que un ordenanza aguantaba de la brida.

Eso la ponía melancólica, porque todos los recuerdos que le venían de este modo a la memoria eran recuerdos muy antiguos, todos, sin excepción, de antes de cumplir diecisiete años, como si sólo hubieran contado los primeros años, como si el resto no hubiera sido más que una larga sucesión de días sin sabor de la que no quedaba nada.

¿Era eso la vida? ¿Un poco de infancia inconsciente, una breve adolescencia, luego el vacío, una maraña de preocupaciones, de molestias, de pequeños cuidados y ya, a los cuarenta años, la sensación de la vejez, de una cuesta abajo sin alegría?

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Los Caille la dejaban. Se irían el 15 de marzo. No había sido Albert Caille quien le había dado la noticia. Sabía que eso iba a apenarla, y no se atrevía a apenarla, era una cobardía por su parte; había mandado a Lina; habían cuchicheado, como siempre en tales circunstancias; la había empujado hacia la puerta, y Lina, al entrar, tuvo más que nunca el aire de una sonrosada muñeca de trapo, o de una colegiala que ha olvidado su discurso.

—Señorita Salas, tengo que decirle... Ahora que mi marido colabora de modo fijo en un periódico, necesitará un despacho, quizás una mecanógrafa. Hemos buscado un piso. Hemos encontrado uno en el Quai Voltaire, con las ventanas que dan al Sena, y nos mudamos el 15 de marzo. Conservaremos siempre un excelente recuerdo de nuestra estancia en su casa y de todas sus bondades.

Se levantaban más temprano, recorrían la capital, acondicionaban la casa, febriles, radiantes, ya sólo iban a dormir, como en un hotel, incluso a veces no iban, debían de echarse en un jergón en su nueva vivienda.

Dominique iba y venía, hacía los mismos gestos unos después de otros, como cuando se devana una madeja, y era, en definitiva, su mejor momento del día, porque había un ritmo establecido desde mucho tiempo atrás que la sostenía.

Miró la hora en el pequeño reloj colgado encima de la zapatilla de seda. El reloj de oro de su madre, adornado con diminutos brillantes, la hizo pensar en el calendario, arrancó la hoja del día anterior, descubriendo un tres grande, muy negro.

Era el aniversario de la muerte de su madre. También aquel año, como los anteriores, había hablado del mes de mayo como del puerto que esperaba alcanzar, pero le habían entrado unos ahogos al atardecer de un día húmedo.

Dominique pensaba ahora en su madre sin pesar. La recordaba bastante bien, pero no detalladamente; recordaba, sobre todo, una figura endeble, una cara alargada siempre algo inclinada, un ser como medio apagado, y no se conmovía, la evocaba fríamente, tal vez con algo de rencor. Pues, lo que ella era se lo debía a su madre. Aquella especie de impotencia para vivir —ya que se daba cuenta de que era impotente ante la vida— se la había inculcado su madre al mismo tiempo que una resignación elegante, un retraimiento distinguido, todos aquellos gestos insignificantes que no servían más que para engañar su soledad.

Vio al señor Rouet que se iba, miraba al cielo, que era claro, luminoso, pero que ella sentía como una falsa promesa.

No iba a hacer buen tiempo durante todo el día. El sol era de un amarillo pálido, el azul no era franco, el blanco de las nubes llevaba reflejos de lluvia.

Intuía que hacia mediodía el cielo se cubriría del todo, y entonces, mucho antes de la cena, caería sobre la capital ese crepúsculo angustioso que acarrea por las calles como una polvareda de misterio.

Nerviosa, intranquila, sabe Dios por qué, sintió la necesidad de limpiar a fondo y vivió gran parte del día mano a mano con cubos de agua, cepillos y trapos. A las tres terminaba de dar cera a los muebles.

Ya sabía lo que iba a pasar, por lo menos lo que iba a pasar casi de inmediato. Cuando no tuviera nada más que hacer, cuando, con gesto ritual, pusiera encima de la mesa la canasta

de las medias, cuando la luz empezara a volverse plomiza, le entraría una angustia que había aprendido a conocer.

¿No era lo mismo que pasaba con el señor Rouet, en su extraña oficina de la Rue Coquillière? Y la llamada era más imperiosa los días de lluvia, cuando oscurecía antes y unos reflejos equívocos le daban un semblante distinto a la calle.

Entonces, también él debía de resistirse, cruzar y descruzar las piernas, dominar el temblor de sus dedos. También él se levantaba con vergüenza y decía con una voz que no era del todo la suya:

—Tengo que pasar por el banco, Bronstein. Si llamara mi mujer... Se deslizaba escaleras abajo; iba, preso de vértigo, hacia las calles más estrechas, más sucias, aquellas

cuyos rincones oscuros huelen a vicio, y se pegaba a las paredes húmedas.

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Dominique se llenó una taza de café, untó una rebanada de pan con mantequilla, como si eso fuera a retenerla. Estaba apenas sentada de nuevo, iba a meter el huevo de madera barnizado en una media, cuando la llamada se hizo irresistible y se vistió evitando verse en el espejo.

En la escalera se preguntó si había cerrado la puerta con llave. Desde siempre, a la menor duda, habría subido. ¿Por qué no lo hizo aquel día?

Esperó el autobús, se quedó de pie en la plataforma, entre duras siluetas de hombres que olían a tabaco, pero aquello no empezaba todavía, aquello no empezaba hasta mucho más lejos, siguiendo unas reglas invariables.

Se apeó en la Place Clichy. No llovía, y había, sin embargo, un velo en torno a las farolas de gas, un halo ante los escaparates iluminados; al momento penetró en una nueva vida, en la que los grandes anuncios luminosos eran puntos de referencia.

Diez veces, más quizás, había venido de aquel modo, diminuta, con los nervios tensos, y cada vez, su paso era el mismo, andaba deprisa, sin saber adónde iba; a cada instante le daban ganas de pararse, por vergüenza; fingía no ver nada a su alrededor, y, sin embargo, apresaba, como una ladrona, la vida que fluía junto a ella.

Diez veces había escapado de su cuarto, a aquella hora tan tranquila en que la tranquilidad le pesaba como una angustia, dos o tres veces había ido, con el mismo paso, al barrio de Les Halles, a aquellas callejuelas por las que había seguido al señor Rouet, pero, la mayoría de las veces, era aquí adonde venía a merodear con miradas ávidas de pordiosera.

Furtiva, consciente de su caída, se arrimaba a la muchedumbre a la que olfateaba. Ya se habían establecido ritos sin su conocimiento: cruzaba siempre la plaza por el mismo sitio, doblaba tal esquina, reconocía el olor de algún pequeño bar, de algún comercio, aflojaba el paso en ciertos cruces donde el hálito era más intenso que en otros.

Se sentía tan mísera que habría sido capaz de lloriquear andando. Estaba sola, más sola que nadie. ¿Qué pasaría si llegara a caer en el bordillo? Un viandante tropezaría con su cuerpo, algunas personas se pararían, la llevarían a una farmacia y un guardia se sacaría una libretita del bolsillo.

—¿Quién es? Nadie lo sabría. ¿Acaso vería hoy otra vez a Antoinette? Había acabado encontrándola. Era para eso para lo que, al

principio, había venido a callejear por el barrio. Pero ¿por qué se hundía su mirada en todas esas bocas tibias que constituyen los pasillos de los

hoteles? Junto a ciertas puertas esperaban mujeres. Dominique hubiera querido no mirarlas, pero no podía

evitarlo. Algunas estaban cansadas, se les acababa la paciencia; otras la miraban a los ojos, plácidas, como diciendo: «¿Qué busca ésa?».

Y a Dominique le parecía reconocer, por su modo de andar, por algo furtivo, incómodo, a los hombres a los que el deseo empujaba hacia uno de aquellos corredores. La rozaban también. Varias veces, en la oscuridad, entre dos escaparates o entre dos farolas, se habían inclinado hacia ella para descubrir su rostro, y ella no se había indignado, se había estremecido, y luego había andado un buen trecho sin ver nada, como si llevara los ojos cerrados.

Estaba sola. Antoinette se reía de ella. Había ocurrido una vez. Tal vez ocurriera también hoy. Ciertas noches Dominique la divisaba, solitaria, en una cervecería de la Place Blanche, sobresaltándose

cada vez que se abría la puerta o que sonaba el timbre del teléfono. No acudía. La dejaba esperar horas enteras. Ella compraba un diario de la tarde, abría el bolso para

coger la polvera, el lápiz de labios. Sus ojos habían cambiado. Aunque seguían poseídos aún por la misma fiebre, había inquietud, tal vez cansancio.

Pero hoy estaba él. Eran cuatro en torno a un velador, dos hombres y dos mujeres. Exactamente como la noche en que Antoinette había tocado el codo de su amante señalándole la luna del ventanal con un

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movimiento de la barbilla. —¡Mira! Invitaba a sus compañeros a que miraran a Dominique, que tenía la cara casi pegada al cristal y se

había retirado a la oscuridad de la calle. ¿Por qué se reía ahora Antoinette con esas carcajadas vulgares, trémulas de desafío? ¿Y esa ansiedad,

ese pánico más bien, cuando miraba al hombre que jugaba apáticamente con ella? ¿La había amenazado ya con abandonarla? ¿Andaba tras otras mujeres? ¿La había dejado sola noches

enteras en su cuarto del Hôtel Beauséjour? Dominique adivinaba todo eso, lo sentía, y una necesidad la impulsaba a tomar parte en ello. ¿No se había arrodillado Antoinette ante él, no se había arrastrado, despechugada, medio desnuda, a sus pies, no lo había amenazado fieramente con matarlo?

Seguro de sí, desdeñoso, irónico, reinaba sobre ella. Eso se manifestaba en todos sus ademanes, en sus miradas, más aún cuando miraba el reloj —un nuevo reloj de pulsera que ella le había regalado— y se levantaba, ponía sobre su cabello crespo un sombrero gris.

—Hasta luego, donde sabes. —¿Vendrás muy tarde? Rozaba los dedos de su compañero, había entre ellos un cruce de guiños, le daba a la amiga unos

golpecitos en el hombro y una mirada patética lo seguía hasta la puerta, luego Antoinette, para ocultar su turbación, sentía la necesidad de maquillarse de nuevo.

Eso no duraría siempre. Ni siquiera años. ¿Unos meses más? Quizá no lo matara. Y entonces, hembra jadeante, gritaría su dolor y su odio, lo perseguiría, desenfrenada, toparía, en el

umbral de los cafés y los bailes, con camareros o conserjes prevenidos. ¿Vio a Dominique aquella noche? El compinche proponía jugar una partida de naipes para pasar el

tiempo tras la marcha del amante, le pedía al camarero un tapete y una baraja, apartaba en el mármol del velador las copas llenas de un aperitivo verdoso.

Dominique andaba otra vez, rozaba las paredes con el hombro, rechazaba el recuerdo que se repetía de las dos hileras de ciruelas en las cestas, de una catedral con las puertas abiertas de par en par de la que surgía un Te Deum.

El piso estaba vacío, absolutamente vacío, en el Faubourg Saint-Honoré, el único leño llevaba rato apagado; no habría nada, sólo el aire ya frío, que la acogería a su regreso.

Hasta las mujeres que veía de pie, a la puerta de los hoteles, debían de estar menos solas, incluso aquellos hombres que vacilaban antes de abordarlas.

Todo vivía a su alrededor, y sólo su corazón latía para nada, como un despertador olvidado en un cofre.

Unas cuantas semanas aún. Haría sol a estas horas. No se haría de noche hasta más tarde, después de cenar, noches apaciguadoras.

¿Dónde estaba? Un poco antes había reconocido las ventanas del Hôtel Beauséjour y ahora bajaba una calle empinada, muy oscura, por donde no pasaban los autobuses ni los coches; miraba a un zapatero en su taller, rozaba una sombra que no había visto; la cabeza le daba vueltas, tenía miedo, y de pronto el miedo era tan grande que le entraban ganas de gritar; alguien se le había acercado, alguien a quien no distinguía andaba junto a ella, la tocaba, una mano, una mano de hombre, la agarraba del brazo; le hablaban, no entendía las palabras, se le helaba la sangre y estaba indefensa, sin reaccionar; sabía, tenía clara conciencia de lo que le ocurría, y lo más extraordinario era que asentía de antemano.

¿Acaso había previsto, desde siempre, que un día andaría así en la oscuridad de una calle, al mismo paso que un desconocido? ¿Lo había vivido en sueños? ¿Era tan sólo por haberlo visto, por haber seguido a Antoinette, por haber abierto los ojos en el momento en que dos figuras, con un mismo movimiento, se hundían en la claridad turbia de un pasillo?

No sentía asombro. Sólo pasividad. No se atrevía a mirar al hombre, y notaba un fuerte olor a puro

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apagado. Ya había cruzado un umbral. Había, a la derecha, un ojo de buey acristalado y, detrás, un personaje en

mangas de camisa, una cafetera azul sobre un hornillo de gas. ¿Qué había dicho? Había sacado un brazo velludo, tendido una llave que ella no había cogido, y eso

que ahora estaba en la escalera, subía, no debía de respirar ya, su corazón ya no latía, seguía subiendo; había una alfombra bajo sus pies, una lámpara a media luz; notaba un soplo cálido en la espalda, una mano; la mano la tocaba otra vez, subía a lo largo de su pierna, llegaba a la carne desnuda encima de la media.

Entonces, jadeante, cuando llegaba al rellano, se volvió, vio primero un sombrero hongo, un rostro ordinario de hombre de edad mediana. Sonreía. Llevaba un bigote rojizo. Luego se borraba su sonrisa y Dominique tenía conciencia de que estaba tan sorprendido como ella; se ponía rígida, tenía que rechazarlo con ambos brazos para abrirse paso hacia la escalera que él obstruía con su masa; corría, creía correr a una velocidad loca; le parecía que la calle estaba muy lejos, que nunca alcanzaría las aceras, las tiendas iluminadas y los grandes autobuses tranquilizadores.

Cuando se detuvo se hallaba en el patio de la Gare Saint-Lazare, a la hora de más afluencia, cuando todos los empleados y obreros de París se precipitan corriendo hacia los trenes de cercanías.

Maquinalmente, aún volvió la vista atrás, pero no la habían perseguido; iba sola, muy sola, presa de vértigo en medio de gente apresurada que la atropellaba.

Entonces, a media voz, balbució: «Se ha acabado». No había podido decir todavía qué había acabado. Vacía de sustancia, echaba a andar de nuevo, su

boca tenía un sabor de puro apagado, llevaba encima el olor de aquella escalera de hotel, de aquel pasillo donde había entrevisto en la penumbra el delantal blanco de una criada indiferente.

¡Era eso! «¡Pobre Nique!» Estaba lúcida, terriblemente lúcida. Pues sí, se había acabado. ¿Para qué si no? Ya ni le hacía falta apretar el paso. ¡Se había acabado y

acabado del todo! ¡Y cuán poco había sido! La gente imagina que la vida... «¡Segundo trimestre!» Todavía otra palabra de su infancia. Hablaban del segundo trimestre como de una etapa interminable. El trimestre anterior a las vacaciones de Semana Santa.

Durante un tiempo todo dura demasiado, los días no acaban, las semanas son una eternidad con el inacabable sol del domingo, luego, de pronto, ya nada, meses, años, horas, días revueltos, un fárrago, nada que perdure.

«¡Vamos! Se ha acabado.» Podía sentir pena de sí misma. Se había acabado. ¡Se había acabado, pobre Nique! No has hecho eso, no lo harás y tampoco llegarás a ser una pobre solterona como la señorita

Augustine. Lástima que Antoinette ni te haya mirado hoy. Las aceras familiares, la casa donde ha entrado tantas y tantas veces, la tienda de los Aubedal, el

almacén Sutton donde venden baúles de mimbre para la gente que va de viaje. Un poco más arriba hay una florista y Dominique va más allá de su casa. Ha empezado a caer la lluvia,

las gotas forman largos regueros oblicuos en la luna del escaparate. —Déme unas... Habría querido margaritas. La palabra acaba de acudir naturalmente a sus labios, pero, por más que

mira a su alrededor, no ve margaritas como las que arreglaba en un florero pensando en Jacques Améraud.

—¿Unas qué, señora? No señora, señorita. Jacques Améraud. La anciana señora Améraud que...

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—Unas rosas. Muchas rosas. Con tal de que lleve bastante dinero encima. Paga. Es la última vez que cuenta billetes, monedas. Con tal de que no hayan vuelto los Caille. No les guarda rencor, pero la han apenado. Son unos

irresponsables. Van a lo suyo. Creen que llegarán a algún sitio. ¿Es por tener ocasión de hablar aún con un ser humano por lo que entreabre la puerta de la portería? —¿Nada para mí, señora Benoit? —Pues no, señorita. No ha pensado en las rosas que la portera observa con extrañeza y se disculpa con una sonrisa muy

suave. Es suave, es su carácter, que le ha dado su madre. No hace ruido en la escalera. Le han enseñado a

subir con sigilo, a no molestar a la gente, a retraerse. ¡Retraerse! ¡Esta palabra le viene de lejísimos! ¡Es verdad! ¡Se ha retraído! Va a retraerse más aún. Antes de correr las cortinas observa por última vez las cortinas de enfrente, levanta un poco la cabeza,

ve a la señora Rouet madre en su torre. La torre en guardia. Se le mojan los ojos, abre el conmutador y, de pie ante el espejo, se mira. Y eso que no era aún una solterona. Se desabrocha el vestido. Desaparece el espejo porque ha abierto el armario. Todavía tiene un largo camisón adornado con punto de Valenciennes, un camisón en el que estuvo

trabajando meses, hace mucho tiempo. «Para cuando te cases.» Le queda un frasco de colonia ambarina en un cajón. Se le dibuja una leve sonrisa triste. Se da prisa, porque siente nacer en su interior como una rebeldía;

empieza a preguntarse si nadie es responsable de... El tubo. ¡Dónde está el tubo! Lo compró hace tres años, cuando la jaqueca la tenía desvelada toda la

noche. Sólo tomó una vez... ¡Anda! Precisamente esta mañana ha limpiado a fondo. La habitación huele a limpia. Los muebles

brillan. Cuenta los comprimidos, que deja caer en un vaso de agua. Ocho. Nueve. Diez. Once... ¿Serán bastantes? Sí, sin embargo, quisiera... si... ¡No! Ya no ahora que sabe... «Dios mío, te lo suplico, haz que...» Bebe. Se acuesta. Se le anuda un poco la garganta, debido a lo amargo del medicamento. Ha

derramado la colonia por la cama, y, una vez echada, esparce las rosas a su alrededor. De una de sus pequeñas compañeras, que había muerto y a quien habían rodeado de flores del mismo

modo, las madres decían llorando: «¡Parece un ángel!». ¿Hace ya efecto la droga? No se mueve, no siente necesidad de moverse, con lo que siempre le ha

horrorizado estar acostada. Oye todos los ruidos de la calle, espera el estrépito de los autobuses, sus chirridos, cuando cambian de velocidad al final de la cuesta; querría oír una vez más el timbre de los Aubedal.

¡Hete aquí que ha olvidado una cosa! ¡Ha olvidado lo principal, y es demasiado tarde! Antoinette no lo sabrá. Hubiera anhelado tanto... ¿Qué era lo que hubiera anhelado? ¿En qué está pensando? Está mala. No,

no es más que su lengua que se hace más espesa, que se hincha en la boca, pero eso no es nada, eso no hace daño.

«Eso no hace daño, cariño.» ¿Quién decía eso? Su madre. Sí, sí, era su madre cuando se había hecho pupa y le ponían tintura de

yodo.

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No, aquello no hacía daño. ¿Le hizo daño a Jacques Améraud? ¿Adónde ha ido? Ha ido a buscar algo, a alguna parte, muy lejos. Sí, ya es muy lejos. ¿Lo ha

encontrado? Ya no lo sabe. Es estúpido que no lo sepa. Toda la familia se llevará un gran chasco. En Tolón, la vez

pasada, no los quería... ¿Qué diablos le habían hecho? Lo ha olvidado. ¿Acaso fuera porque se habían ido y la habían dejado sola? Parecía que no la veían. Prueba de que no la veían era que decían:

—¡No has cambiado, Nique! ¿Quién la llama Nique? Si está sola. ¡Siempre ha estado sola! Tal vez, si le dieran dieciséis gotas de la medicina que está en la mesilla de noche... ¿Por qué se queda

Antoinette detrás de la puerta en vez de venir a echar las gotas? ¡Eres una tonta, Nique! Acuérdate de que siempre te han tratado de tonta. ¡Venga imaginar cosas y

olvidabas lo principal! Ya no te acuerdas de que no habías avisado a Antoinette. Está allá arriba, en el café. Juega a los naipes.

Ni siquiera has pensado que las rosas iban a oler mal. Las flores huelen siempre mal en una habitación donde hay un muerto.

Cuando vuelvan los Caille. No se enterarán. Creerán que la casa está como siempre. Quizá se fijen tan sólo en que no se oyen tus habituales pasitos de ratón, pero les da igual, se desnudarán, se acostarán, se pegarán uno a otro y se escucharán suspiros.

Nadie los oirá. Por la mañana, quizá... Albert Caille tendrá miedo. Susurrarán. Le dirá a Lina: —¡Ve tú! La empujará. Es una mala pasada, cuando sólo les faltan doce días para mudarse de casa. No saben ni a quién hay

que telegrafiar. Todos tendrán que tomar el tren, en Rennes, en Tolón, en Angulema; ¡menos mal que aún tienen ropa

de luto! —Eso que, la última vez que la vimos, en el entierro de tía Clémentine, tenía un aire tan... —Yo le encontré un aire un poco desgraciado. ¿Por qué? No es verdad. No ha sido desgraciada. Ha

cumplido su promesa, eso es todo. Ahora debe darse prisa en avisar a Antoinette. Es fácil. Dentro de unos minutos, dentro de unos segundos, se habrá acabado, y entonces hará como la

señorita Augustine, correrá allá, cerca de Antoinette, le gritará, trémula de gozo: «¡Ya está! He venido. A usted era a quien quería ver primero, ¿entiende? No podía decirle nada,

antes... La miraba de lejos y usted no entendía. Ahora que se ha acabado...». Se sonroja. ¿Aún es capaz de sonrojarse? Está confusa. La sacude por entero un escalofrío. Sí, unos segundos más, cuatro, tres, dos... nada más. Enseguida va a abrazar a Antoinette, a inclinarse

sobre su rostro, sobre sus labios tan vivos, tan vivos... Tan vi... —No te inquietes por Pierre, hijita. Si te ha dicho que vendrá, vendrá. Ella se esfuerza en sonreír. Son las doce de la noche. La dejan sola en un rincón de la cervecería y,

viéndose en el espejo, se ve a sí misma como una mujer que espera a quien sea. El señor Rouet se levanta de su sillón y empieza a desnudarse, mientras, su mujer sigue ordenando

cosas, apoyándose en el bastón. Ha telefoneado a la Rue Coquillière y no estaba. Espera a que se duerma para contar los billetes de su

cartera. ¡Como si él no lo supiera y no tomara sus precauciones! Ha pedido prestados cien francos a Bronstein. ¡Ha trabajado tanto toda la vida para ganar su dinero! No ha tenido suerte hace un rato. Cuando la chiquilla se ha desnudado sobre el edredón rojo, ha visto

unos granitos a lo largo de los muslos flacos y le ha entrado miedo.

Page 80: Simenon Georges - La Mirada Indiscreta

Georges Simenon L a m i r a d a i n d i s c r e t a

COLECCIÓN ANDANZAS

1ª Edición: 1997 ISBN- 84-8310-019-3

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Ya no late más que el despertador en la habitación de Dominique; cuando, por fin, vuelven los Caille, no se dan cuenta, se desnudan, se acuestan, pero están demasiado cansados de empapelar todo el día su futuro domicilio.

Con voz ya de dormida, Lina sólo dice: —Esta noche no. —Esta noche no. Albert Caille no insiste. Pasan unos minutos. —Referente a los mil francos del portero, creo que si se los pidiéramos a Ralet... Lina duerme. La lluvia cae silenciosa, despacio.

7 de julio de 1942