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J"*g» DIOS

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Page 1: Siegmund, Jorge - Dios

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DIOS

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TABOR ES TRANSFIGURACIÓN, ELEVACIÓN DEL ESPÍRITU A LO DIVINO Y RESPUESTA A LOS ANHELOS DEL ESPÍRITU HUMANO

GEORG SIEGMUND

DIOS

La pregunta del hombre por el Absoluto

EDITORIAL VERBO DIVINO ESTELLA (Navarra) ESPAÑA

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Versión española por: Salvador Castellote. Pbro.

Título alemán: Gott

Editorial: Francke Verlag, Berna

Nihil obstat: P. Antonio Roweda, Censor

Imprimatur: Dr. Miguel Sola, Vicario General Pamplona, 12 de Febrero de 1969

Depósito Legal: NA. 112-1969

impreso en España — Printed in Spain

© Francke Verlag, Berna 1963 © Editorial Verbo Divino, Estella 1969

Talleres gráficos: Editorial Verbo Divino, Estella (Navarra) España

LA PREGUNTA POR EL ABSOLUTO

La fisiología nerviosa de I. P. Pawlow hay que contarla entre las columnas inconmovibles de la «filosofía marxista» junto con su ateísmo. El libro de texto de la filosofía marxista, escrito por varios autores, llama a Setschenow, maestro de Pawlow, y al mismo Pawlow (nacido en 1849, fallecido en Moscú en 1936) «los grandes científicos rusos», 1 que han dado una explicación monista y, por cierto, ma­terialista de la vida anímica mediante la actividad cerebral. El tratado principal del fisiólogo Setsche­now, «Reflejos del cerebro», publicado por primera vez (en ruso) en 1863 (editado nuevamente en Mos­cú en 1952), ya fue acogido por los revoluciana-rios rusos de aquel entonces con gran entusiasmo. Pawlow ensombreció a su maestro con sus éxitos científicos, siendo el primer científico ruso que re­cibió el premio Nobel (1904). Los esfuerzos de Pawlow se cifraron en eliminar, mediante su teo­ría de los reflejos condicionados, los últimos restos de una explicación dualista de la vida anímica, que todavía se encontraba en su maestro. La vida su­perior del alma humana con sus «productos»,

1. Grundlagen der marxistischen Philosophie, B e r l í n 1960, p á g . 170.

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tales como ciencia, arte, moralidad y religión, fue reducida, y así desenmascarada, mediante la «re-flexología» de Pawlow, a «reflejos condicionados».

La doctrina de Pawlow sobre la «actividad su­perior nerviosa» constituye hoy la base de la fi­siología soviética, de su sicología y de su medi­cina. En la asamblea general de la Academia de las Ciencias de la URSS y en la Academia de Cien­cias Médicas sobre Problemas Fisiológicos la doctrina del académico I. P. Pawlow fue aprobada solemnemente en junio de 1950. Se creó un conse­jo científico propio con objeto de orientar cada una de las ramas científicas según la doctrina de Pawlow.2

Una sociedad inglesa propuso a varios científicos nacionales y extranjeros, entre los cuales estaba Pawlow, distintas cuestiones relacionadas con el más allá. A la pregunta: «¿Cree usted que la fe en la evolución del mundo es compatible con la fe en un Creador?», contestaron sí 142; dudosos 52; sólo 6 dijeron no. Entre estos seis se en­contraba también Iwan Petrowitsch Pawlow. Aunque éste se consideraba a sí mismo no cre­yente, añadió una observación personal que nos debe hacer meditar. «Mi respuesta, tomada de una manera general» —escribió él—, «no quiere decir que mi relación con la religión sea negativa. ¡Todo lo contrario! Yo no considero mi falta de fe como una ventaja, sino más bien como un inconveniente per­sonal en relación con los creyentes.»3 Considerar

2. Véase: WETTER, G. A., El materialismo dialéctico, Ma­drid; BOCHENSKI, J. M., y NIEMEYER, G., Handbuch des Welt-kommunismus, 1958.

3. The religión of Scientists. Being recent opinions ex-presed by two hundred Fellows of the Royal Society of the subject of Religión and theology, editado por DRAW-BRIDGE, C. L., en nombre de la Christian Evidente Society, Londres 1932, págs. 83, 126.

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la falta de fe como un inconveniente personal no significa otra cosa sino estar descontento con esta situación, quiere decir que se ha de admitir una tensión que va más allá del estado actual, a pesar de que esta tensión no posea la fuerza para im­ponerse.

En una biografía sobre Pawlow, de Alexander Popowski, se nos informa que se había difundido un rumor bastante fundado, según el cual el autor de la teoría de los reflejos condicionados albergaba aún esperanzas sobre un Creador, y que incluso había llegado a asistir a algunas celebraciones re­ligiosas de la Iglesia. Claro que, cuando alguno de sus colaboradores le preguntaba sobre el caso, lo despedía con cajas destempladas. Pero lo que no pudo evitar fue que se dirigiesen a él continua­mente con cuestiones sobre «lo último»; entre los interrogadores había también gente de renombre y de alcurnia, si bien las más de las veces lo hacían en secreto. Desorientado y sin saber qué hacer, intentaba Pawlow salir del atolladero con evasivas. Lo poco que estas respuestas convencían a los in­terrogadores nos lo demuestra un suceso con cuyo recuerdo Pawlow se sentía apesadumbrado. Pawlow había observado que uno de sus colaboradores, de semblante triste e introvertido, que había realiza­do extraordinarios experimentos con perros, sufría de una herida interna sin que pudiese hablar de ello. Después de algún tiempo se acercó este co­laborador a Pawlow con la pregunta inesperada y urgente sobre Dios. «Dígame, Iwan Petrowitsch, en buena conciencia, no me oculte usted la verdad, pues necesito una respuesta auténtica: ¿Existe Dios?» Por aquella manera tan espontánea de pre­sentar la pregunta sin preámbulos, reconoció Paw­low lo profundamente conmovido que estaba el in­terrogador. A este hombre de tan gran formación,

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no le podía él —se dijo para sí— disimular nada. Con todo, intentó de nuevo ante él emplear la tác­tica de la evasión, dejando en suspenso la cuestión sobre la verdad. Los hombres —le dijo— se han «acostumbrado» a buscar en todas partes un crea­dor. De esta manera «decidieron por costumbre: Si hay una creación, debe tener un creador aun­que sea Dios...» El que le preguntaba le escuchó en silencio. Algunas horas más tarde supo Pawlow que el desengañado se había suicidado de un tiro. A los que le preguntaban de manera insistente por las razones últimas de las cosas les daba Pawlow este consejo: «Lea usted más libros sobre biología y no necesitará a Dios» — o bien les decía: «Es­tudie usted y no piense en ello.»4

El que ha perdido la fe experimenta, las más de las veces, su «pérdida» de fe no sólo como una negación, sino como una privación dolorosa. Por mucho que domine la alegría de haberse liberado del yugo que tan pesado se había hecho y que, al arrojar por la borda la fe existente, ha sido tam­bién arrojado con ella, y por mucho que a veces llene el pecho la embriaguez de una libertad ab­soluta, se cambia en el sentimiento de una ausen­cia que corroe, de un «vacío» que propiamente debería ser llenado. Si «se nos arranca el apoyo de la vida», ésta «se hace indiferente y muere con toda propiedad».5

¿Es este cambio en el sentimiento —así se pre­guntaban los que habían perdido la fe y así tene­mos también que preguntarlo nosotros— solamente un resultado concomitante e inevitable de la evo-

4. POPOWSKI, A., I. P. Pawlow. Aus dem Leben und Wirken des grossen russischen Gelehrten, Berlín 1946, pág. 90.

5. JAMES-WOBBERMIN, Die religióse Erjahrung in ihrer Mannigfaltigkeit, 2.a edición 1914, pág. 51s.

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lución interior necesaria, el sentimiento de añoran­za de un espíritu que ha despertado a la indepen­dencia y que se ve forzado a abandonar el hasta entonces caliente nido, si no quiere atrofiarse que­dándose en un infantilismo, o bien se manifiesta en esto algo profundo? ¿Pertenece Pawlow, él mis­mo, y el círculo de sus colaboradores, a una ge­neración que desaparece y que no es ya capaz su­ficientemente de un cambio de orientación? ¿No hay, a pesar de tales «manifestaciones transitorias», un nuevo hombre en desarrollo, que prescindirá de la cuestión sobre lo «último»?

Desde hace varias décadas se está llevando a cabo una inquietante experiencia que tiene en sus­penso a la humanidad, como nunca había ocurrido a lo largo de su historia. Hasta ahora se había creído corrientemente que el alma humana era «cristiana por naturaleza» (Tertuliano),« que una inquietud indestructible la empujaba hacia Dios. Hoy día se ha hecho el intento, hasta ahora com­pletamente singular, de arrancar al hombre de es­ta su «naturaleza» mediante un plan a largo pla­zo. Son muchos los que, con mirada angustiosa­mente preocupada, esperan noticias junto al labo­ratorio de experiencias herméticamente cerrado, al objeto de saber si el hombre soviético, como producto del intento bolchevique de reeducación, ha sido ya sustancialmente transformado. Pues es­ta reeducación del hombre debe arrancarle toda conciencia de dependencia respecto de Dios, lo tie­ne que elevar a una autoconciencia revoluciona­ria, transformando la tierra en un paraíso terre­no, según planes creados por él mismo, para es­tablecer autónomamente su salvación, hasta aho­ra reservada a la vieja religión de redención. ¿Se ha reblandecido ya la «naturaleza» del hombre so-

6. TERTULIANO, Apologeticum, 17, 6.

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viético? ¿Se encuentra en período de transforma­ción? ¿Está sometida esa «tercera parte de la hu­manidad entre Eisenach y Hanoi, sobre la que ondea la bandera roja, a un proceso irresistible de sovietización»? (Mehnert).7 Si esto es así, en­tonces las consecuencias que de aquí se deriva­rían para toda la humanidad serían imprevisibles. Otra cosa sería en caso negativo. Por ello, ese fe­bril «inter-esse» que aparece en todas las informa­ciones no retocadas de la Unión Soviética. Una pri­mera respuesta a la pregunta formulada, y que no se puede pasar por alto, la están dando ya las pu­blicaciones y ordenaciones orientadas a apretar más y más la tuerca de la lucha ideológica, en vista de la resistencia religiosa, que no se quiere debilitar. ¿Serán capaces estos intentos convulsivos y violen­tos de eliminar los «restos atávicos», que tan fir­memente se mantienen, y de conseguir a la fuerza la reeducación del hombre sacándolo de su «natu­raleza» actual? Urge, ante esta pregunta, reflexio­nar sobre el sentido que aquí tiene este factor lla­mado «naturaleza».

Experiencias muy semejantes a las que hizo Pawlow con sus colaboradores las hace también el siquiatra de hoy, al que recurren frecuentemente en busca de ayuda siquiátrica hombres formados científicamente, a pesar de no sufrir ninguna clase de enfermedad determinable clínicamente. Firmes en su postura racionalista, se imaginan estar total­mente por encima de esos «trasnochados prejuicios religiosos»; pero, ante su asombro, tienen que reconocer que este «poder trasnochado» los ataca en cierta manera por detrás, intranquilizándolos con sueños extraños, de cuyo análisis resulta que es un «arquetipo» reducido al inconsciente el que aquí se hace sentir de nuevo. Tanto el médico como

7. MEHNERT, K., El hombre soviético, Barcelona.

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el paciente se sienten obligados a reconocer este «hecho» anímico y a buscar medios y caminos para remediar los embates de este poder anímico. De manera muy semejante a como lo hacía Pawlow, intenta el siquiatra actual dejar en suspenso la cuestión sobre la verdad, surgida nuevamente en el curso de este desasosiego interior, la intenta es­quivar, dando a entender que esto no es cuestión suya. Su «conciencia profesional» le prohibe atri­buirse el papel de maestro de la verdad y de la sabiduría, que no le corresponde a él como médico.

El consejo evasivo que daba Pawlow decía: «Es­tudie usted biología y deje en paz la cuestión sobre Dios.» Pero el que preguntaba no se contentaba con este consejo de «olvidar» la pregunta propues­ta, es decir, de reducirla al inconsciente, para en­tregarse de esta manera con todas sus fuerzas a la investigación de la naturaleza, pues estaba conven­cido de que la pregunta que le asediaba provenía de una profundidad totalmente distinta, exigiéndole una respuesta nacida de una esfera ontológica diferente. Su investigación de la naturaleza con ayuda de experimentos permanecía fun­damentalmente en el análisis del suceder natural, sin proponerse jamás la cuestión sobre su «origen». Pero una vez propuesta la cuestión sobre el «ori­gen» en toda su radicalidad, llegaba él al mismo tiempo a comprender que el análisis de los facto­res de la evolución natural se podía continuar hasta el infinito, sin que por ello apareciera a la vista, en absoluto, la otra pregunta sobre el «origen» o pudiera ser contestada. Con esto aparece el cono­cimiento de la diferencia cualitativa de la pregun­ta sobre los últimos orígenes de las cosas. Esta no queda en el marco de la «ciencia de la naturaleza», llamada «Physis» por los griegos, sino que lo su­pera, creando un espacio para la «Meta-physis».

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A lo largo de la formación de conceptos desde el punto de vista de las ciencias de la naturaleza, el concepto de «origen» ha quedado desposeído de su cualidad «metafísica» y se ha transformado en el concepto de «principio». Este sólo indica el mo­mento temporal de un proceso, siendo, a lo más, tenidas en consideración accidentalmente las cir­cunstancias determinantes. La pregunta de hoy día sobre el principio no llega al «principio absoluto», que es lo que quiere decir el concepto exacto de «principio» en el sentido de la palabra griega «ar-jé» o de la palabra «principium», que significa lo mismo. Ya no se pregunta por la «razón» de la cosa en cuestión, por su «causa», de la cual es efecto la cosa que se deberá aclarar.

La pregunta sobre el «origen» recibe su carácter de inaplazable e insoslayable de la cuestión acerca del sentido de la vida, con la cual va ligada. Esta cuestión se relaciona con la «naturaleza» del espí­ritu humano. Tan pronto como el espíritu humano despierte totalmente tiene que preguntarse por ello y tiene que hacerlo de forma tan radical que de ello depende su ser o no-ser. En la pregunta por el sentido de la vida es el mismo espíritu el que se ha hecho cuestión de sí mismo. De la misma manera como el hombre, urgido por la naturaleza, intenta afirmar su propia existencia, así, necesariamente, busca el espíritu las condiciones de su existencia. El solamente puede vivir en la plenitud de sentido. Una vez ha despertado, el espíritu se propone las cues­tiones sobre el sentido; al principio sobre las cosas de la vida que le rodean; después sobre relaciones mayores. Ante situaciones vitales extremas, no tiene él más remedio que hacerse la pregunta por el sentido de toda la existencia. Esta pregunta urge al hombre con tal inexorabilidad que una respues­ta negativa, una negación del sentido total de la

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vida y del mundo, hace imposible al espíritu la vida. Por esta razón no se pudo dar por satisfecho aquel colaborador de Pawlow con algo provisional, con una evasión. El escuchaba en lo que Pawlow —para él el hombre que «tenía que saberlo»— le decía, la negación de un sentido absoluto de la vida. Y si la vida es considerada como algo sin sentido en absoluto y sin espíritu, el único acto con sen­tido que le queda al hombre es la eliminación de la vida; con sentido digo, solamente porque de esta manera la falta de sentido queda disminuida al ani­quilar él mismo su vida. Si se toma en serio el «nihilismo», aquella afirmación que dice que nada hay detrás de la propia existencia ni de la exis­tencia del mundo, entonces el espíritu clarividente aniquilado intenta aniquilar toda la vida.

Así es como León Tolstoi sufrió en la cumbre de su vida una enfermedad síquica de ideas fijas que le empujaba al suicidio. En el libro de sus confesiones «Mi confesión» describe él de una ma­nera intuitiva esta curiosa enfermedad síquica de ideas fijas. Proviene de una angustia producida por el terror ante la falta de sentido de la vida. El que Tolstoi no llegara al suicidio tenía su razón en el hecho de que el resto de una profunda confianza sana lo defendía del nihilismo absoluto. Tolstoi todavía creía en secreto en la posibilidad y reali­dad de un sentido de la vida, aunque éste era negado por la concepción relativista del mundo de la época. Como un ser en peligro de ahogarse, se agarraba él a todo lo que le prometía un apoyo. Buscaba el sentido de la vida en las ciencias, en las filosofías y en la fe religiosa de los pueblos. Y quien busca es porque no ha perdido aún la fe en el sentido, porque no lo considera imposible. Por el contrario, sólo la suposición de un sentido en absoluto hace comprensible la búsqueda por saber

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dónde se encuentra este sentido. Precisamente por esta fe indestructible en el sentido de la vida que­dó Tolstoi librado de la última consecuencia, de un nihilismo total.

No hay una afirmación de la vida a cualquier precio, como tampoco se puede negar la vida a cual­quier precio. Ambas cosas suceden sólo por la vo­luntad que busca un sentido. Si el mundo y con él la vida tienen sentido, son afirmados. Pero, si la posibilidad de un sentido de la vida queda ce­rrada, entonces no vale la pena vivir la vida; la vida es negada y destruida. Así, pues, el hombre sólo puede vivir como espíritu mediante el sentido. No puede darse una voluntad total que busque la nada. Solamente existe un nihilismo relativo, en cuya continuación se encuentra el absoluto. Pues incluso el nihilismo, que lleva a la destrucción de la propia vida, quiere, en último término, el sentido: la destructio destructionis, como dice Alfred Seidel, quien ha sacado esta consecuencia de su postura.

De esta manera, para una filosofía que se sitúe sobre la base del «absurdo» del mundo y de la vida, es decir, de su «falta de sentido», toda cuestión fi­losófica tiene que reducirse necesariamente a una sola pregunta, a la pregunta sobre el suicidio. Por ello, el existencialista francés Albert Camus, con plena conciencia de esta consecuencia, comienza su «Intento sobre lo absurdo» con el título «El mito de Sísifo», con esta aclaración programática: «Sólo existe un. problema filosófico realmente serio: el suicidio.» 8

Camus sabe que en el fondo del problema del suicidio se encuentra la más acuciante de todas las preguntas, la pregunta por el sentido de la vida. En contraposición a otras preguntas que se presen-

8. CAMUS, A., El mito de Sísifo, 3.» ed-, traducido de] francés, Buenos Aires 1960.

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tan a la razón con mayor o menor intensidad, la pregunta por el sentido de la vida queda determi­nada por el hecho de que la respuesta que se le dé está relacionada con toda la existencia humana. Nadie da su vida por verdades puramente teóricas, aunque tengan una gran importancia objetiva, pre­cisamente porque son respuestas a preguntas que tienen una importancia relativa para la «existen­cia» humana. Es distinto caso en cuestiones sobre la vida y su sentido. Constituye una flagrante equi­vocación pensar que un suicidio acaecido pueda ser suficientemente comprendido con tal que se pueda reducir a tensiones insoportables. Tales tensiones pueden haber sido ocasión para que se llegase al suicidio. Pero la raíz es más profunda. Precisamen­te porque este hombre sufría en su desesperación latente, pudo esta ocasión llevarle a arrojar su vida, pues «ya no valía la pena». Sólo el hombre puede acabar su vida por sí mismo; no hay animal que pueda hacer tal cosa, pues el animal no tiene es­píritu y no puede por tanto desesperarse. Poder desesperarse es la ventaja y la tragedia del «espí­ritu» humano. Quizás el suicida no tuvo conciencia de su desesperación latente; pero el gusanillo es­taba anidado en su corazón. El suicida continuaba su vida por costumbre, hasta que un día se le hizo clara, a consecuencia de una ocasión cualquiera —con frecuencia asombrosamente trivial—, la total falta de sentido de su vida. En un mundo que de repente se encuentra privado de las ilusiones y de la luz, se había sentido extraño. Ya no había escapatoria alguna para él, el repudiado. Sin el recuerdo de su patria perdida, sin esperanza de una tierra prometida que le pudiese ofrecer una sali­da. La imposibilidad del cumplimiento de su ansia, la «nada», le habían empujado hasta llevarlo a una

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situación incurable de desesperación, en la que por último realizó su acción.

Aunque filósofo de la «existencia», Camus no toma en serio esa situación fundamental que él des­cribe admitiéndola, sino que busca eludir la con­secuencia mediante un sofisma literario. De entre aquellos pensadores que quitaron a la vida todo sentido —escribe— ninguno ha llegado a ser tan lógico que se haya quitado la vida. Esto sólo ocurre en casos creados libremente por la poesía. Como ya he manifestado en otra parte9 ampliamente, la realidad habla un lenguaje diferente. Bastaría sólo con llamar la atención sobre el joven intelec­tual Alfred Seidel, cuyo suicidio real fue la últi­ma consecuencia inevitable de la negación de todo sentido de la vida, según se deduce de su obra pos­tuma «Conciencia como fatalidad».10 Está acompa­ñado por un ejército incontable de los que reali­zaron en silencio el mismo acto sin haber dado ningún testimonio literario. Precisamente la reduc­ción a una ficción literaria debe justificar la pre­gunta de si el «existencialista» Camus tomó com­pletamente en serio su problemática, o si, por el contrario, fueron razones literarias las que falsifi­caron este tomar en serio la cosa. Esta sospecha aumenta si consideramos uno de sus últimos escri­tos, «La caída»,u que es, en el fondo, una asom­brosa autoconfesión.

En el fondo no pregunta Camus con seriedad absoluta por el sentido de la vida, sino que toma sin examinarlo el prejuicio de la filosofía de su época de que el mundo es absurdo. El se encuen­tra encerrado en el prejuicio de que el conocimien-

9. SIEGMUND, G., Ser o no ser, Madrid. 10. SEIDEL, A., Bewusstsein ais Verhangnis, obra postu­

ma, editada por Hans Prinzhorn, 1926. 11. CAMUS, A., La caída (novela), 1962.

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to humano no puede alcanzar «la cosa en sí», de que el intento humano por conocer tiene que es­trellarse siempre y eternamente contra el muro in­franqueable de este mundo. Ningún conocimiento real de la verdad es posible. En vano busca el co­razón del hombre el eslabón intermedio que todo lo une.

Ese mundo circundante de la filosofía, que es el único que Camus conoce y al que equipara a la filosofía, es el agnosticismo que domina en la ma­yor parte de la filosofía postkantiana. El clima letal de esta filosofía ha nacido de la experiencia pecu­liar de que el corazón humano no tiene su morada en las cosas del mundo ni puede el hombre tam­poco quedar absorbido en ellas con su existencial «inter-esse». La cerrazón y la extrañeza del mundo, en el que el hombre no puede desenvolverse ple­namente, es para Camus una razón suficiente para llamarlo absurdo.

Camus explica muy significativamente: «Se du­da» hoy de la posibilidad de un verdadero conoci­miento como un romper el «muro» del mundo. De esta manera, Camus admite el prejuicio de una tendencia escéptica del espíritu actual referente a la imposibilidad de un tal ascenso, como el resul­tado presunto de una filosofía «crítica». Pero, en realidad, el «resultado» de esta filosofía es más bien creído sin crítica alguna. La aceptación de ese «se duda» es ya un signo de una resignación cansina y de un desánimo interior que no tiene el valor de realizar la contracrítica de la crítica, una con­tracrítica, por lo demás, que, preparada por famo­sos pensadores, sólo necesita ser puesta en práctica. Pero este estar encerrado en la cárcel del fenome­nalismo kantiano no necesita ser, como reconoce Ortega y Gasset, un fatalismo. Por mucho que haya vivido durante largos años en él, respirando su at-

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mósfera y considerando el pensamiento kantiano como su casa y su cárcel, por mucho que le haya costado escapar de esta cárcel y de su influjo at­mosférico, su ejemplo demuestra que esto es posi­ble. Desde la experiencia de su autoliberación da él un importante juicio sobre aquellos que perma­necen en esta cárcel creyendo que no «se» puede escapar. «Nuestro mundo intelectuab), dice Ortega y Gasset, «cuenta con muchos ciudadanos que son kantianos sin saberlo, kantianos a deshora, de ma­nera que siempre seguirán siéndolo porque nunca lo fueron conscientemente. Unos kantianos incura­bles constituyen hoy el peor impedimento para el desarrollo de la vida; ellos son los únicos reaccio­narios que realmente molestan.»12

Una negación agnóstica de la superación de los límites de este mundo supone, consciente o incons­cientemente, una manera monista de considerar al mundo como algo en sí y desde sí. Desde una consideración monista del mundo, se impone a la fuerza la reunificación de las partes del mundo. Pero las partes opuestas no se dejan unificar. Todo intento monista de solución hace de las oposicio­nes internas del mundo contradicciones destructi­vas, aporías o antítesis. La estructura del mundo y la vida humana experimentan entonces cómo es­tas contradicciones destructivas les abren trágica­mente heridas. Pero, si se reconoce la profunda di­mensión metafísica, la estructura esencial del mun­do y su insuficiencia esencial en sí mismo como signo que nos indica su fundamento esencial abso­luto, entonces las oposiciones internas del mundo se orientan a un punto de entrecruzamiento sobre­natural en el que se equilibran. Contradicciones —que en sentido estricto sólo se dan en el espíritu

12. ORTEGA Y GASSET, J., El espectador. Obras com­pletas, t. II.

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humano— son señales de que el espíritu humano encuentra, antes de tiempo, muros que le impiden el paso porque los tiene como impenetrables, no teniendo el valor necesario de apartar los obstácu­los dejándolos aparte. La razón por la que se aban­dona el abrir nuevamente los caminos cerrados a la trascendencia es el cansancio escéptico. «Se» deja uno arrastrar por la fuerza absorvente de una corriente histórica, que, incluso cuando se trata de una corriente histórica ampliamente extendida, hay que considerarla como señal enfermiza de vejez. Un escéptico de este tipo se pregunta con Pilato levantando los hombros: «¿Qué es la verdad?», pu-diendo escucharse en el fondo de esta pregunta que no «se» espera ya respuesta alguna. El escep­ticismo, como corriente histórica, es un signo de debilidad espiritual propia de viejos.

Cuando Goethe, profundamente impresionado por los sucesos de la revolución francesa y por las guerras napoleónicas que le sucedieron, llegó a darse cuenta de que los ideales del arte clásico y de la comprensión de la vida no bastaban para la asimilación de estos sucesos, se vio precisado a «me­dirlos con las enormes reglas de la historia uni­versal». Profundizó en los primeros libros del An­tiguo Testamento. En sus reflexiones sobre los li­bros de Moisés se encuentra aquella frase conoci­da: «El tema propio, único y más profundo de la historia del mundo y de la humanidad, al que todos los demás están subordinados, es el conflicto entre la falta de fe y la fe.» Todas las épocas en las que domina la fe, cualquiera que sea su forma, son esplendorosas, levantan el corazón y son fructífe­ras para el mundo contemporáneo y para el porve­nir. Por el contrario, todas las épocas en las que la falta de fe, cualquiera que ésta sea, se afirma con una victoria raquítica, por mucho que parezcan

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por un momento jactarse de su aparente esplendor, desaparecen ante el porvenir, porque nadie gusta con atormentarse con el conocimiento de lo infruc­tífero.» 13

La cansina falta de fe entrega el espíritu, aun­que por algún tiempo quizás se esfuerce por defen­der lo antiguo. Mas la fe es entusiasmo, que no se puede contentar con una pura defensa. «No, es ataque y victoria; el creyente es un vencedor» (Kier-kegaard).14

13. GOETHE, J. W., Der West-ostliche Diván (dtv ü e -samtausg. 5, 1961), pág. 200s.

14. KIERKEGAARD, S., Die Krankheít zum Tode, edita­do por H. Diem y W. Rest, 1956, pág. 122.

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LA FE EN DIOS EN NUESTRO TIEMPO

La actitud ante el lenguaje y su uso es carac­terística para la postura anímico-espiritual de una época. Como medio de comprensión, el lenguaje cumple su cometido en una comunidad de seres do­tados de espíritu, para quienes la expresión lin­güística es un símbolo del pensamiento. La pala­bra, como expresión, alude al mismo contenido in­telectual entre las muchas personas que buscan una comprensión. Aunque los conceptos y las palabras se quedan siempre muy atrás de la inagotable ple­nitud del ser pensado y de sus relaciones, sin em­bargo, lo que todos piensan es lo que, como sentido objetivo y espíritu, está por encima de todo, lo que regula el pensar subjetivo y la expresión lingüís­tica. Si se trata de dilucidar exactamente un as­pecto del mundo comprensible para nosotros, al que en primer lugar pertenece nuestro mundo interior, entonces la tarea a realizar consiste en percatar­nos claramente de lo que se hace mención me­diante concepto y palabra, en ir delimitándolo más y más, destacándolo más claramente de lo otro para determinarlo en sí mismo. Conocer es, pues, com­prender algo que existe antes de toda actividad cognoscitiva e independiente de ella.

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Este sencillo y fundamental hecho ha sido trans­formado por una postura espiritual moderna. En vez de la determinación de lo dado, han intentado muchos filósofos modernos, en un esfuerzo titánico, producir la realidad, válida para ellos, a partir de las formas propias de la sensación y del pensa­miento, de la dialéctica del propio espíritu. Con esta comprensión transformada del pensar como creación autónoma de lo real, varió también nece­sariamente el sentido del lenguaje. El deseo de ha­cerse comprensible y de ser comprendido ya no era fundamental. Lo que les importaba a aquellos li­teratos y pensadores que se encontraban en esa corriente histórica antes aludida, era «formar» con un lenguaje «creador» la realidad autocreada. Y, como esta postura espiritual engendró una canti­dad desorientadora de actitudes ante el mundo, se llegó a cambiar, cada vez, de sentido y de valor el tesoro lingüístico entregado, y esto de una ma­nera «original». Se llegó, como en cierta ocasión dijo graciosamente un filósofo, a un «traspalabrar las palabras».

Nada ha experimentado más fuertemente, por parte de este deseo malsano de originalidad, la influencia de esto como las palabras «religión», «fe en Dios» y «Dios». Detrás de estas palabras, usadas por la misma comunidad de hombres que quieren entenderse entre sí, ya no se en­cuentra más un contenido intencional, por mucho que unas veces sea visto desde una parte y otras desde otra. Estas palabras, que se encuentran a nuestra disposición en la tradición lingüística, han experimentado más bien una transformación en su significado. En el proceso lingüístico, sobre todo de las últimas décadas, palabras tan usadas como «religión», «fe en Dios» y «Dios» han quedado tan pálidas en su sentido originario, han tenido que

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sufrir en su contenido una significación incluso contradictoria y tan diversa en cada caso, que en muchas ocasiones han sobrepasado los límites den­tro de los cuales estas palabras tienen aún una ple­nitud de sentido unitario, y fuera de los cuales rompen el marco de un pensar vivo del lenguaje, envenenando casi el lenguaje como medio de co­municación.

El resultado de una encuesta dirigida a los poe­tas es muy significativo. Se encuentra en el libro «Dichterglaube, Stimmen religiosen Erlebens».1 Al­rededor de un centenar de poetas de'renombre die­ron en ella su testimonio religioso. A excepción de algunos pocos creyentes con una postura clara, cen­trada evidentemente en Dios, en las otras respues­tas de los poetas se refleja el presente caótico. La postura ante la fe en Dios puede ser, si se quiere, tan contradictoria como confianza creyente y re­nuncia cansina, afirmación alegre y apasionado des­precio, sosiego seguro y desamparo errante; pero de la desconcertante cantidad de credos privados se puede deducir algo común: la fe en la fuerza creadora de la propia personalidad. Para este hom­bre moderno sólo hay una fe que sólo es auténtica por el hecho de que nace de la propia vivencia y creación, sin ser aceptada desde fuera y siendo in­dependiente totalmente de su contenido de verdad. Caso de que se admita la palabra «Dios» como con­tenido de fe, se subraya con cuidado que este con­tinente lingüístico está lleno con un nuevo conte­nido (Rob. Faesi, 89). La fuente de la credulidad es la profundidad creadora propia. «Se comprende por sí mismo que los dogmas y religiones trasmi­tidos... no son válidos como objeto de una fe viva y creadora. Una fe no puede basarse en una viven-

1. BRAÜN, H., Dichterglaube, Stimmen religiosen Erle­bens, 2.a edición, 1932.

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cia de enseñanza, tiene que basarse en una viven­cia original y primaria» (M. Hausmann, 121). Para el «hombre verdaderamente creador» el milagro de la creación propia nace de la religión de la mis­ma manera como la religión es la meta de su crea­ción. Religión aquí significa «recuperación de la realidad anímico-humana con las propias fuentes profundas». «Una confesión transmitida ya no es en sentido propio religión» (Gertr. Prellwitz, 230s). «Yo reino en mi propio cielo — y en mi propio infierno» (Paul Gurk, 120). Como consecuencia ló­gica de semejante postura fundamental, tal y como se manifiesta en los testimonios aducidos, se llega a una plenitud de sentido cada vez más renovada, más anormal y más independiente de las palabras antiguas, de manera que puede suceder que dos usen la misma palabra, pensando algo totalmente contrario.

Por todo ello se hace en principio necesario, ante una reconsideración sobre Dios y sobre la fe en Dios, reflexionar más de cerca sobre el sen­tido original de estos conceptos, para mostrar lue­go dónde y cómo se han producido estas desvia­ciones de sentido.

«Dios», en boca de hombres creyentes y sin pre­juicios, es el que está por encima de los cambios temporales como último descanso y como meta fi­nal del ser cambiante; el que dice de sí mismo: «Yo soy el que soy»; aquel por cuya fuerza crea­dora el hombre se sabe colocado en la existencia y en ella conservado; aquel cuya voz resuena en la conciencia a través de toda la creación; aquel ante cuya exigente y justa majestad tiembla y hacia el cual tiende la profunda inquietud del ansia de amor de su corazón.

«Fe en Dios» quiere decir para el creyente aque­lla postura humana que nace de la conciencia de

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un Dios que exige una responsabilidad incondicio­nal y que conoce y reconoce en Dios el fundamen­to esencial y absoluto del mundo y del propio yo, para poner su propio yo en relación con este fun­damento del ser. El hombre se caracteriza sobre el animal por poseer un yo espiritual. Como yo es­piritual, el hombre se sabe al mismo tiempo depen­diente. Pues un yo tiene que haberse puesto a sí mismo o haber sido colocado en el ser por otro. Si ha sido puesto en el ser, entonces es evidente que se relacione conscientemente con el poder por el que se sabe haber sido puesto en el ser. Fe es —como dice Kierkegaard— por parte del yo hu­mano «fundamentarse a sí mismo conscientemente en Dios».2 «Deus et anima» (=Dios y alma, san Agustín) son los dos puntos de referencia, entre los que se realiza la relación de la fe en Dios y cuya riqueza propia va del hombre a Dios. Si al prin­cipio una fe así es algo humano, no es, con todo, un estado subjetivo, un descansar en sí mismo del yo humano; de una manera esencial el hom­bre se dirige a Dios como a su fin propio. En esta concepción de la fe, Dios es el centro de todo el cosmos y del propio ser, ante el que todo lo demás es algo relativo, un ente condicionado, que tiene su ser del ser absoluto, estando ordenado a El como a su último fin. Finalmente, esta fe en Dios es una libre decisión real del hombre, quien pro­nuncia en ella su sí a Dios de una manera que al mismo tiempo lo reconoce y lo adora, así como al orden que va hacia Dios y en el que el hombre se sabe concatenado.

Para el creyente sin prejuicios, Dios es lo ab­solutamente dado, la realidad que lo abarca, pero que está ante él con su omnipotencia. El es el

2. KIERKEGAARD, S., Die Krankheit zum Tode, ibídem, pág. 52.

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«Dios vivo» ante el que se encuentra, y no un mero fundamento impersonal de la vida ante el que fracasa toda postura propiamente personal.

En oposición significativa a esta fe se encuen­tra esa postura que transforma la raíz de tal fe y que el hombre de hoy se la atribuye en la mayo­ría de los casos como progreso «moderno». No fue­ron al principio los grandes descubrimientos, ni los inventos revolucionarios, ni siquiera las trans­formaciones del nivel externo de la vida las que hicieron posible la época contemporánea. Más bien ha sido una postura anímica, con su cambio de acento característico, la que ha hecho llegar lo «moderno». Ya al final de la edad media existía este espíritu moderno, la «via moderna», como pos­tura espiritual proveniente de pequeños grupos y que poco a poco se fue imponiendo, cobrando más fuerza hasta llegar, finalmente, a formar a todo un mundo. Una de las características de este espíritu moderno es haber hecho pasar el punto de grave­dad, en el campo de las actitudes fundamentales, del orden del mundo y de las cosas al yo humano. Cada vez más fue retrocediendo la realidad propia del otro, también la realidad omnipotente del Dios vivo, para transformarse progresivamente en una función correlativa del yo humano.

Estas dos posturas fundamentales, estos dos mundos del espíritu definitivamente extraños el uno para el otro, se dan cita en aquella escena del Fausto de Goethe, que ha sido muchas veces deno­minada la confesión de fe de Fausto. Margarita es un ser humano creyente, en el sentido originario de la palabra, que se entrega con sencillez. Su co­razón arde en amor por Fausto. Pero su sentido, anclado en Dios, se asusta ante esta otra postura tan diferente de Fausto. A pesar de que está ar­dientemente enamorada de Fausto, empieza a darse

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cuenta de la diferencia tan grande que existe en cuestiones fundamentales y decisivas. Preocupada, atisba un peligro, sin saber a ciencia cierta qué es. Intranquila, le pregunta a Fausto sobre religión y sobre la fe en Dios. A la pregunta de Margarita, claramente formulada: «¿Crees en Dios?», respon­de Fausto evasivamente:

¿Quién osaría, amor mío, decir «creo en Dios»? Pregunta a sacerdotes y sabios y su contestación parecerá burla dirigida al mismo que interroga.

Descontenta por esta evasiva, Margarita exige claridad:

Luego ¿no crees en Dios?

Fausto: No me interpretes mal, ángel mío. ¿Quién se atreverá a nombrarle? ¿Quién a decir, con plena conciencia: «creo en El»? ¿Y quién se resolverá, sintiéndole, a decir: «no creo»? El que todo lo abraza, el que todo lo contiene, ¿no te abarca y te sostiene lo mismo que a mí y a El mismo? ¿No ves extenderse en los cielos la bóveda del firmamento? ¿No descansa la tierra, firme y amarrada a nuestros pies? ¿No se elevan, mirándose amorosamente, los astros inmortales? Cuando te miro, ¿no penetra mi mirada en la tuya? ¿Y no se sumergen nuestros corazones, y nuestra mente, arrebatados en ella,

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flotando como un eterno misterio visible e invisible? Llena de todo esto tu corazón, por grande que sea, y, cuando del todo te halles penetrada de tan dichosos pensamientos, llámale como quieras: ¡Felicidad! ¡Corazón! ¡Amor! ¡Dios!... No tengo nombre alguno para El: el sentimiento es todo; el nombre es sonido y humo que anubla la celeste llama.

Margarita había preguntado, clara e inequívo­camente, si él creía «en Dios», es decir, por el con­tenido de la fe. Y a esta pregunta tan determinada le sigue una respuesta que sólo contiene nuevas preguntas. La pregunta crucial se desplaza cada vez más, apartándose del contenido, de la realidad creí­da, como lo dado, para centrarse en lo interior del hombre, en la reacción sentimental. El «nombre» se volatiliza en esta concepción nominalista que­dando vacío y con ello la realidad que la palabra indica queda desvalorizada. «El nombre es sonido y humo». Esta fe no se decide ya por la realidad creída o no creída. Queda ordenada, al doblegarse en su dirección primera, al yo humano, a su senti­miento. «El sentimiento es todo.»

Ciertamente es Goethe quien habla por boca de «Fausto», pero sin poder decir que es todo Goethe quien lo hace. Sin duda ninguna Goethe fue un hombre extraordinario, capaz de vivir con una am­plitud, profundidad y originalidad tales cuales qui­zás a ningún hombre le fueron concedidas y de dar forma literaria a estas vivencias. El pudo gozar del mundo en su totalidad, también en sus aspectos duros y difíciles, el dolor y la culpa. De la ampli-

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tud de sus vivencias no excluye en absoluto los sentimientos religiosos. En su lírica se nota su dis­posición religiosa, su ansia por lo infinito; y esta ansia religiosa es la que busca la plenitud en lo eterno:

¡Ojalá pudiera yo alguna vez quedar lleno de ti, eternidad que se forja! ¡Ay, cuan largo y profundo es este tormento, ay, cuánto dura sobre mi tierra!

Una vivencia tempestuosa y auténtica cobra forma en sus poesías religiosas. Pero la cuestión sobre la fe de Goethe no acaba nunca. A veces, parece incluso como si el principio que decide tam­bién los valores religiosos de contenido, fuese so­lamente la propia personalidad. El valor más alto es la personalidad, el mayor respeto no es el res­peto ante Dios, sino el respeto ante sí mismo. Esta postura aparece como un golpe de luz en una ob­servación que hace Goethe en una carta a Fr. H. Ja-cobi el 6 de enero de 1813. Dice así: «Yo, por mi parte, no puedo contentarme, ante las numerosas direcciones de mi ser, con una sola manera de pen­sar; como poeta y artista soy politeísta; por el con­trario, soy panteísta como investigador de la natu­raleza. Y una cosa de manera tan decisiva como la otra. Si para mi personalidad necesito de un Dios, como hombre moral que soy me ocupo de ello. Las cosas celestiales y terrenales son un reino tan amplio que los órganos de todos los seres, to­mados en conjunto, apenas pueden comprenderlas.» En otro pasaje se dice que es completamente indi­ferente lo que uno crea y que sólo importa que se crea. Es cierto que junto a estas afirmaciones de Goethe hay otras de contenido muy diverso. Pero a nosotros no nos importan ahora tales expresiones,

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sino mostrar que la primera tendencia ha tenido una fuerte influencia histórica.

La «piedad mundana» de Goethe, al poner en tela de juicio el contenido de la fe en Dios, orien­tándolo fundamentalmente al propio yo, ha influen­ciado la comprensión de la religión hasta nuestros días. Pensadores como Dilthey y Spengler están obligados a Goethe. Nietzsche puede ser llamado discípulo del viejo de Weimar, aunque el discípulo es en esto más radical que el maestro. Pero sobre todo son las filosofías de un Simmel, Husserl y Hei-degger una continuación de las ideas de Goethe.

Un análisis del fenómeno de la fe desde el punto de vista de la fenomenología, presentado por el discípulo de Heidegger, Hans Reiner,3 renueva, con una claridad más que deseable, el hecho de que lo único importante en la fe es su aspecto sub­jetivo. Según esto, el hombre que padece angus­tia y desesperación consigue con la fe una nueva confianza y conocimiento íntimo de su existencia. El hombre que se encuentra lleno de angustia ante la nada, amenazado con la desesperación, transfor­ma, mediante esta nueva fe religiosa conseguida por él, la angustia en confianza: Tiene confianza con todo, y con todo está en íntima relación. En principio, esta fe no se funda en un conocimiento objetivo, ni viene «de fuera»; no descansa en una consecuencia que lleva a Dios. «La auténtica fe» —dice Reiner— «no es una consecuencia, sino una certeza real y sin razón, que nace en mí» (163). A ella no debe antecederle tampoco un conocimien­to de Dios. Sólo después debe desarrollarse esta fe, fundamentando su concepción del mundo en la fe en un Dios del mundo. Este desarrollo de la fe

3. REINER, H., Das Phünomen des Glaubens, dargestellt im Hinblick auf das Problem seines metaphysischen Ge-haltes. 1934.

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hacia su contenido es, sin embargo, según la idea de Reiner, tan poco importante para la fe religiosa, que cree posible un nuevo desarrollo de la fe sin la aceptación de un Dios del mundo, e incluso espera un profeta de una religión futura.

El sentimiento moderno de la vida tiende, con poderosa fuerza, hacia una personalidad humana creadora, como eje y punto de origen para la com­prensión y valoración del mundo; todo lo objetivo recibe, solamente mediante esta relación, al yo hu­mano y en ella su realidad y sentido. Es curioso advertir que incluso la filosofía científica, que —aparentemente desligada de los procesos y ten­dencias históricas— pretende anunciar verdades de valor eterno, en el fondo está dependiendo de las tendencias de su tiempo y representa un intento por dar a esa ola espiritual, por la que ella misma es llevada, una justificación científica. Las filoso­fías idealistas después de Kant significan otros tantos intentos de justificación de posturas moder­nas. Mediante sus profundas y críticas reflexiones Kant creyó haber encontrado el camino hacia «la cosa en sí», y con ello hacia Dios como ser cerrado. Las contracríticas realizadas contra Kant no tuvie­ron resultado. Más bien fueron las filosofías idea­listas los poderes directivos espirituales; éstas in­tentaron llevar a término el camino emprendido por Kant. La importancia propia del kantismo está en el «método transcendental», que el postkan­tismo ha tomado absolutamente en serio. Todo «ser», toda «cosa en sí», que Kant en su filosofía aún dejó en pie, tenía que transformarse en un «paso», un «método», un movimiento del pensar. Fue Paul Natorp quien creyó que en este pensa­miento fundamental de la filosofía como método —como «método de un desarrollo infinitamente creador»— tenía que ser visto el contenido funda-

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mental e indestructible del idealismo.4 En la auto­nomía transcendental del sujeto pensante Dios se transforma en una pura función del pensar y del valorar, siendo, finalmente, sólo una expresión del punto culminante de la conciencia humana. Lo que antes era realidad última —«el Dios vivo»— ha sido reducido a una pura idea y rebajado a un mero símbolo. A la conciencia humana se le atribuye la capacidad de constituir objetos válidos mediante sus posiciones creadoras apriorísticas.

Según la doctrina originaria del idealismo sobre el carácter creador de la conciencia humana, la fi­losofía tiene la misión de manifestar las distintas y posibles constituciones objetivas, cualquiera que sea su clase, y de expresarlas en su relación in­terna. Con ello se le niega a la religión su derecho a un objeto específico. Esa infinidad a la que la religión llama Dios y que intenta constituirla como su objeto, es para el idealismo una contradicción. Lo infinito no puede ser nunca algo dado. La infi­nitud debe realizarse solamente en la tarea de una constitución de objetos en lo finito que procede sin fin. Y como de esta manera la fe en Dios carece de un contenido propio, se la entrega al campo del sentimiento. Religión es, pues, sentimiento sin for­ma de lo infinito, subjetividad fluctuante única­mente en el interior del hombre antes de toda se­paración entre objeto y sujeto. Según esto, Dios ya no es un ser que se encuentra como realidad, como persona exigente, como Dios vivo ante el hombre, sino absolutamente todo lo contrario: una razón última puramente subjetiva y sin forma del senti­miento humano. Si, a pesar de todo, ambas cosas son denominadas Dios, si todavía se mantiene la anti­gua manera religiosa de expresión, frecuentemente

4. NATORP, P., «Kant und die Marburger Schule», en: Kantstudien 17 (1912), pág. 200.

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aparece cómo la fuerza expresiva de la palabra «Dios» se rompe.

En íntima relación con ese total vacío de sen­tido que experimenta el concepto de Dios por parte del idealismo, queda también completamente trans­formado el sentido de lo que puede significar «fe en Dios». Si al principio la pregunta sobre fe o falta de fe se le proponía al individuo con su res­ponsabilidad inalienable —con una responsabilidad que constituía el núcleo de la posesión espiritual del hombre—, ahora esa urgencia angustiosa y esa felicidad que proporciona el tener que decidirse o manifestarse no es más que una rígida frial­dad de un espíritu neutral. En la filosofía idealista la persona humana individual se pierde a sí misma junto con su bagaje espiritual y su autodecisión moral en aras de una «conciencia absoluta trascen­dental» incomprensible, pues conciencia ya no de­signa aquí el bagaje espiritual de una persona individual, sino la conciencia absoluta, aquello que queda cuando la conciencia con su contenido se transforma en objeto, excluyendo su individuali­dad. Con esto, aquella realidad de la persona, in­dependiente de la conciencia, es transformada en una pura inmanencia de la conciencia y en una actualidad de la misma. Fe en Dios ya no es una cuestión vital decisiva; la tendencia personal del hombre hacia Dios ha sido rota en su fundamento.

Es sobre todo la teoría hegeliana del espíritu la que niega la posición propia y espiritual del hom­bre individuo. Un logos impersonal es para Hegel el absoluto. El mundo es razón. La historia de la humanidad significa la vuelta a sí mismo del es­píritu absoluto. Todo lo que en principio urge al hombre, como sentimiento, intuición o imagina­ción, sólo es, en verdad, pensamiento. El compren­der esto, como pensar, es tarea de la filosofía. La

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comprensión de la filosofía está puesta en el mismo rango que el autoconocimiento del absoluto. Lo conocido no sólo contiene formas del conocer en sí; es totalmente movimiento del pensar. El espíritu vuelve a sí mismo, cada vez con más plenitud, a lo largo de tres etapas: en forma de intuición en el arte, en forma de imaginación en la religión y en forma de pensamiento en la filosofía. El conoci­miento propio del espíritu finito no es otra cosa que su absorción en el absoluto. «Dios» tiene nece­sariamente que revelarse; para ello necesita del paso por lo finito. Al fin lo finito tiene que ser eliminado en su finitud. Con ello, finitud es culpa y culpa necesaria. El espíritu se desarrolla a través de lo negativo en sí, a través de la culpa y del dolor. Al ser de la religión corresponde la imagina­ción. Por mucho que la religión cristiana sea el grado más alto de la religión, no tiene más remedio que retirarse allí donde el espíritu alcanza la ple­nitud volviendo sobre sí mismo, es decir, cuando se hace filosofía. La filosofía propia de Hegel apa­rece, según esto, como la meta hacia la que debe marchar toda la evolución espiritual de la huma­nidad.

Una filosofía tal ha de ver en la fe en un Dios personal sobreterrenal sólo un fenómeno de baja categoría, que tiene que ser superado mediante una autoevolución espiritual. Esta teoría invitó a ex­tender este pensamiento evolutivo a lo más íntimo del espíritu humano en su aspecto religioso, atri­buyendo así a la fe en Dios únicamente una im­portancia histórica, superada ya en su esencia. En la filosofía hegeliana ya no brilla la luz inconfun­dible del espíritu absoluto sobre el espíritu humano de una manera misteriosa, es, más bien, el espíritu humano el que es considerado como un rayo de esta luz. Según esto, ya no hay un encuentro entre hombre y Dios; ya no hay una existencia ante Dios,

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porque ya no existe relación personal alguna entre dos seres. La fe en Dios ha quedado así «elimina­da». El conocimiento de Dios y la relación personal con el absoluto ya no constituyen una acción per­sonal, sino movimientos parciales, necesarios y transitorios, de un proceso dialéctico.

Contra la desrealización hegeliana del espíritu y contra el vacío producido en la fe en Dios se volvió con toda la pasión de su pensamiento reli­gioso el filósofo danés de la religión, Sóren Kier-kegaard. A él le importaba sobre todo la relación personal del hombre con Dios. Sólo cree en Dios quien existe ante El. Kierkegaard quiere poner al individuo ante Dios para llamarlo así a la decisión personal. Religión es para él un vital afianzarse en el fundamento por el que el hombre se sabe puesto en su existencia. La presencia de Dios es para el creyente una «conciencia eterna».

Fueron «hegelianos modernos» los que continua­ron la hegeliana eliminación de Dios, dialéctica y ambigua, haciendo de ella una eliminación, de ca­rácter ateísta, del pensamiento de Dios y de la fe en Dios. Feuerbach reprocha a su maestro Hegel un «nimbo ambiguo de misticismo», declarando que toda especulación religiosa es pura vanidad y men­tira. El hombre tiene que ocupar claramente el lu­gar del viejo Dios, o bien —como se dirá más tarde— ocupar el trono desocupado de Dios. A partir de Feuerbach continúa la evolución del es­píritu revolucionario de manera lógica hasta Karl Marx. Para él la eliminación de la religión, del «opio» por el que el pueblo es impedido en su des­pertar a la conciencia revolucionaria, es la condi­ción indispensable para que el hombre proletario se haga cargo de su tarea, consistente en crear, en la tierra, con sus propias manos, el paraíso reser­vado a las religiones.

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La ira de un Nietzsche se encendió en esta am­bigüedad de Hegel. Para él Hegel significa un «último retraso para el ateísmo honroso». Nietzsche se sintió llamado por el destino a desenmascarar ante todo el mundo esta ambigüedad y a anunciar en voz alta la «muerte de Dios».

El existencialismo ateo actual toma también su origen del hegelianismo. Cree aquél que el hombre debe situarse ante la alternativa: elegir la liber­tad del hombre o la existencia de Dios.

En la actualidad, y provenientes de posturas opuestas se le presentan al hombre exigencias des­tinadas a decidirse de nuevo en el aspecto religioso. Por una parte se dice: Las antiguas posiciones reli­giosas están interiormente vacías; sobre todo la mayoría de aquellos que se dicen «cristianos», sin creer interiormente en las viejas «verdades cristia­nas». Por razón de una nobleza interior deberían claramente despedirse de su antigua fe y profesar un «humanismo ateo» (Szczesny).

Por otra parte se llama la atención sobre la tre­menda responsabilidad que el hombre ha tomado sobre sí mismo en la época atómica. No es, en último término, la técnica con su bomba atómica la que amenaza la existencia del hombre sobre la tierra. Es más bien el mismo hombre el que ame­naza esta existencia, abusando de las fuerzas téc­nicas. Por todo ello se hace urgente un nuevo agudizamiento de las conciencias que no puede suceder de otra manera que colocando, de nuevo, al hombre ante Dios. Así dice el conocido científico espacial Wernher von Braun: «Nuestros cohetes lle­gan a los espacios siderales. Satélites artificiales des­criben sus órbitas fuera de la atmósfera terrestre y planetas artificiales han superado ya la fuerza de atracción de la tierra. No tardaremos mucho en que el hombre mismo, a bordo de naves espacia-

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les, investigará nuestro sistema solar. Con la am­pliación de sus campos de acción el saber y la experiencia del hombre irán creciendo cada vez más. Y a sus vuelos estelares, semejantes a los de los dioses, se unirá un poder divino que rige las fuerzas de la naturaleza. Con estos éxitos acaba también su semejanza divina. Pues el homo sapiens contemporáneo no parece diferenciarse en absoluto de sus primeros padres ni de sus antepasados en ningún otro aspecto. Y, sin embargo, junto con su poder crece también el peso de la responsabilidad del hombre. Un cochero podía beber; un conduc­tor no. La decisión entre "bueno" y "malo" puede traer en la época de la bomba atómica o el resur­gimiento o la destrucción de nuestra tierra. Es, pues, más importante que nunca que nos preocu­pemos de los principios éticos fundamentales de nuestra existencia, dándoles la mayor atención e importancia... También en la época de los vuelos espaciales necesitamos la filosofía y la religión, el arte y la literatura. Sería tan destructivo como peligroso eliminarlos como si fueran un subpro­ducto superfluo... El éxito de nuestros esfuerzos depende de la influencia de la ética y de la reli­gión sobre nuestra conducta moral. Sin ética y sin religión el edificio de nuestra civilización está en peligro de desplomarse...»5

Así, pues, el hombse actual no debe encubrir la importancia de su decisión a favor de Dios o en contra de El.

5. WERNHER VON BRAUN, Prefacio al libro de PONS, W., Steht UTOS der Himmel offen?, 1960.

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ORIGEN Y SENTIDO DEL ATEÍSMO

«Ateísmo», «hombres sin Dios» los hubo tam­bién en tiempos pasados, pero, como tesis clara­mente pronunciada, como manifestación masiva, el ateísmo es signo de nuestro tiempo. En sus diver­sas manifestaciones domina amplios sectores del mundo actual, no sólo como una «manifestación agresiva de los sin Dios» del Este, que, por encargo de Lenin, está dispuesta a eliminar el «opio del pueblo», sino también como una viable actitud vital ante el mundo del hombre del Occidente, formado en las ciencias de la naturaleza, para quien —según la expresión de Julián Huxley, el primer secreta­rio general de la UNESCO— Dios se ha transfor­mado en una hipótesis innecesaria, cuyo empleo heurístico pleno ha pasado ya. A lo largo de una fría secularización se ha producido en la sociedad industrializada una pérdida de fe que cada vez va cobrando más fuerza, con lo cual el «ateísmo» —comprendido aquí en el sentido de un olvido y destronamiento de Dios— se ha transformado en una manifestación de las masas.

Al ateísmo, como producto de nuestro tiempo, le dan sus seguidores una explicación histórica muy determinada, que tiene por base el esquema

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del progreso que el tiempo lleva consigo, bien en el sentido de una evolución biológica (J. Huxley), bien en el sentido de un destino supraindividual (Heidegger). Según esto, «el tiempo trae consigo» el hecho de que el «último Dios» (O. Flake),1 el Dios de los cristianos, pierda su puesto. A pesar de que el anuncio de la «muerte de Dios» ha sido dado a conocer al mundo con gran estrépito, no sólo por Nietzsche, sino antes y después de él, este anuncio no ha sido tomado en consideración por muchos, porque la «fe religiosa y las costumbres religiosas siempre van cojeando detrás del tiempo» (Hux­ley) . 2 Con todo, la postura de Nietzsche ha sido confirmada por Ernst Jünger y otros. El «acertó» con su mensaje de que «Dios ha muerto» (Jünger).3

Dicho mensaje es (según Jünger) el hecho funda­mental de la catástrofe actual del mundo y, al mis­mo tiempo, el presupuesto de una previsible y te­rrible evolución del poder del hombre. El «nihilis­mo» dado con el anuncio de Nietzsche representa, según Heidegger, para el hombre actual un destino que éste tiene que tomar decididamente sobre sí. Si el ateísmo es «un suceso de orden superior se­mejante a la salida de un campo de fuerzas», no puede haber «en la fe un mérito ni en la falta de fe una culpa escondida» (Jünger, 294).

Pero... y ésta es precisamente la pregunta: si el ateísmo actual ha de ser aceptado simplemente como una fatalidad ineludible, o si la pregunta por la existencia de Dios no es precisamente aquella pregunta ante la que el hombre tiene que decidirse de tal manera que de esta decisión dependa su

1. FLAKE, O., Der letzte Gott. Das Ende des theolo-gischen Denkens, 1961.

2. HUXLEY, J., Der Mensch in der modernen Welt, t ra­ducido al alemán por I. Lehmann y W. Reupke, 1960, pág. 222.

3. JÜNGER, E., An der Zeitmauer, 1959, pág. 284.

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salvación o su perdición. Si aquella frase de Goe­the antes citada, en la que la lucha entre la fe y la falta de fe es el tema propio de la historia del mundo y de los hombres, es verdadera, entonces el individuo está llamado a tomar posiciones en esta lucha.

Desde el Este la falta de fe ha presentado bata­lla contra la fe, en una medida que hasta ahora la historia del mundo no había experimentado. A primera vista se podría pensar que los bandos de estos dos bloques de poder político que hoy se en­cuentran enfrentados en el mundo, representan también los frentes de la lucha por una concepción absoluta del mundo. Pero esta opinión se hace cada vez más dudosa si consideramos mejor la cuestión.

Quien profundice en los escritos fundamentales del «materialismo dialéctico» encontrará que éste apela continuamente a renombrados filósofos ale­manes del siglo pasado como a sus principales tes­tigos espirituales. Ya en 1882 Friedrich Engels había declarado: «Nosotros, los socialistas alemanes, esta­mos orgullosos de descender no solamente de Saint Simón, Fourier y Owen, sino también de Kant, Fichte y Hegel.» 4 Algunos años más tarde escribió él: «El movimiento laborista alemán es el heredero de la filosofía clásica alemana.»5 De una manera semejante ve Lenin en el materialismo dialéctico el «producto legítimo y necesario de todo el nuevo desarrollo de la filosofía y de la ciencia social».6

El artículo «Ateísmo» de la «Gran Enciclopedia Soviética» llama al filósofo griego Epicuro el padre

4. ENGELS, F., Die Entwicklung des Sozialismus von der Utopie zur Wissenschaft, 1882, en el prólogo.

5. ENGELS, F., Ludwig Feuerbach und der Ausgang der klassischen deutschen Philosophie, nueva edición de 1946, pág. 53.

6. PLEJANOV, G. W., Esbozos de historia del materia­lismo, Buenos Aires.

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del ateísmo occidental. Para Marx y Engels fue Epi-curo «el ilustrador radical, propiamente dicho, de la antigüedad, que atacó abiertamente la religión y del que partió el ateísmo tal y como existía entre los romanos» (Oleschtschuk).7 Claro que el Epicuro histórico fue totalmente distinto. En vez de pro­clamarse por una tesis ateísta, se acomodó Epicuro sabiamente a la fe popular existente. Su doctrina sobre los dioses es ambigua. Según la variación de las fuerzas que uno acepte, se puede decir que Epicuro o aceptaba la existencia de los dioses o la negaba en realidad.

Sea como sea, el caso es que Karl Marx hace derivar su propio ateísmo de Epicuro. En su tesis doctoral, hasta ahora poco tenida en cuenta, se apre­cian todos los motivos decisivos de su actitud pos­terior ante el mundo. Su tema, «Diferencia entre la filosofía de la naturaleza de Demócrito y Epi­curo», se lo había escogido el mismo Marx para llegar a una aclaración de su posición vital ante el mundo. En el prólogo deja constancia Marx, de ma­nera solemne, de su afirmación de fe en Prometeo. Dice así: «La filosofía, mientras pulse en su cora­zón dominador del mundo y absolutamente libre una gota de sangre, gritará continuamente a sus enemigos: No es un sin Dios quien desprecia a los dioses de la masa, sino quien se acomoda a las opiniones de la masa sobre los dioses. La filosofía no lo oculta. La confesión de Prometeo: "en una palabra, odio absolutamente a todos y a cada uno de los dioses", es su propia confesión, su propia sentencia contra todos los dioses del cielo y de la tierra, que no reconocen en la autoconciencia hu­mana a la más alta divinidad. Nadie debe estar

7. OLESCHTSCHUK, F. N., «Atheismus» (Grosse Sowjet-Enzyklopadie, 49), 1956, pág. 4.

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junto a ella... Prometeo es el santo y mártir más noble en el calendario filosófico.»8

La portada de la edición de las obras completas de Marx, editada por el Instituto Marx-Engels, lo presenta ya como el «Prometeo» del siglo XIX. Lleva la inscripción siguiente: «Prometeo encade­nado. Alegoría contemporánea sobre la prohibición del Rheinische Zeitung.» Prometeo, con los rasgos de Karl Marx, se encuentra encadenado a una prensa de imprenta. Un águila coronada, como es­píritu demoníaco, es enviada por Zeus al encade­nado.

Lo que vale para Karl Marx vale también para el ateísmo moderno. Se encuentra, bajo el signo del mito de Prometeo despertado a una nueva vida. «Prometeo» es el símbolo de revolución contra Dios.

La «luz» de la «razón» humana fue celebrada pomposamente por la Ilustración francesa de los siglos XVII y XVIII. El hombre se constituyó en la medida de todas las cosas. Tiene razón Olescht­schuk cuando dice en su artículo sobre el «ateís­mo»: «Los materialistas franceses del siglo XVIII —Diderot, Helvetius, Lamettrie— se volvieron en sus obras abiertamente contra la religión y contra la Iglesia. Escritos como "System der Natur", de Holbach, "Vom Verstande", de Helvetius, y otros más, son ejemplos admirables de libelos ateístas» (10). Igualmente es exacto cuando sigue diciendo: «W. I. Lenin atribuyó a los escritos de la ilustra­ción francesa una gran importancia» (11). El his­toriador francés de la literatura Paul Hazard ha demostrado en cada caso cómo Dios «se transformó en un proceso» por parte de los ilustrados. En este proceso era el odio y la amargura los que los em-

8. MARX-ENGELS, Hist. krit. Gesamtausgabe, edición critica histórica completa, vol. I, 1, 1927, pág. 9s.

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pujaron a pedir cuentas a Dios. La acusación dice así: «El Dios de los cristianos ha tenido todo el poder y lo ha empleado mal; los hombres confiaron en El, pero los engañó... Según las leyes de nuestra lógica y de nuestra razón, el plan de la providencia divina carece de toda coherencia interna.»9

La fe orgullosa de la Ilustración francesa se ex­tendió hasta transformarse en una fe en la ciencia como obra suya, sobre todo en la ciencia de la naturaleza, cuyos conocimientos, traducidos en téc­nica, posibilitaban al hombre una nueva vida ma­nejada por él mismo. Si el orden del viejo mundo se debía a un conjunto de casualidades históricas, si se asemejaba al laberinto inmenso de callejue­las de una ciudad antigua, era ahora la razón ilus­trada la que quería desenmarañar este intrincado laberinto de callejuelas y «construir» un nuevo ho­gar según los principios «puros» de la razón. El antiguo orden social tiene que hundirse —así de convencido se estaba— por culpa de sus contradic­ciones, de su falta de vitalidad. En su lugar un atrevido ingeniero de la humanidad tiene que cons­truir sobre las ruinas del antiguo edificio la nueva mansión. Los literatos y los sabios estaban embe­bidos en esta fe en el poder de la razón, que era equiparada a la naturaleza, siendo, en fin de cuen­tas, respetada como si fuera el ser supremo, y cons­tituían, sacándoselos de su cabeza, nuevos órdenes sociales y nuevas religiones, programaban nuevas constituciones, «hasta que por fin el bolchevismo ruso se atrevió a sacar la más amplia y radical consecuencia de este espíritu, intentando engendrar de nuevo sobre un suelo completamente desolado

9. HAZARD, P., El pensamiento europeo en el siglo XVIII, Madrid.

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una vida racionalizada hasta la médula: un mundo sin Dios» (Schnabel).10

Es verdad que el heraldo espiritual de la revolu­ción francesa, Jean-Jacques Rousseau, no era ateo propiamente. Sin embargo, en su filosofía social, «Contrato social», sustituye la soberanía de Dios por la soberanía de la voluntad común. «Quien se niegue a obedecer a la voluntad común, puede ser obligado a ello por la comunidad. Esto no significa otra cosa que ser forzado a ser libre» (cap. 7). La utopía de la voluntad común, como autoridad soberana y ab­solutamente infalible, representa —según dice Sie-burg acertadamente— esa pequeña semilla, «de la que nació ese tremendo edificio del dominio por el terror y de la dictadura jacobina».u

La autoridad absoluta, liberada después del des­tronamiento de Dios, necesita de un sujeto. La vo­luntad común no puede ser la suma de cada una de las voluntades individuales; esto lo sabía Rous­seau. Por tanto siempre tendrá que ser un indi­viduo el que se sienta pseudomísticamente llamado a personificar la voluntad común, formando con esta exigencia la dictadura de un estado absolu­to. Esta idea de Rousseau sobre el estado lleva, con cierta necesidad interna, a la dictadura, que, por su parte, como contragolpe, produce una nueva re­volución. De esta manera, a partir de la ideología de Rousseau sobre el verdadero estado, nace la «re­volución permanente» (Koselleck).12

Si la revolución francesa declaró a la razón hu­mana la más alta autoridad en lugar del Dios so-breterrenal destronado, teniendo aquélla que esta­blecer una nueva ordenación de las relaciones so­

lo. SCHNABEL, F., Deutsche Geschichte im 19. Jahrhun-dert, vol. 1. Die Grundlagen, 3.» edición, 1947, pág. 58s.

11. SIEBURG, F., Robespierre, 1958, pág. 132. 12. KOSELLECK, R., Kritik und Krise. Ein Beitrag zur

Pathogenese der bürgerlichen Welt, 1959, pág. 135.

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cíales, fue también la revolución francesa la que llevó a cabo la proclamación solemne de la razón como divinidad suprema. El rey, que hasta ahora era considerado como el representante de la auto­ridad divina sobre la tierra y por tanto como in­violable, fue ejecutado. La religión de la identidad entre naturaleza y razón llevó consecuentemente a un espectáculo tragicocómico: la guillotina iba funcionando hasta que se tragó a los mismos ver­dugos.

Las ideas de la revolución francesa actuaron ful­minantemente en la vida espiritual de Alemania, sobre todo en la juventud estudiantil. Ofrecieron una consigna al pensamiento, y los pensadores ale­manes la llevaron hasta el fin con la profundidad que les es propia. Kant, Fichte y Hegel vieron en la revolución francesa la gran esperanza de la hu­manidad. La consigna «libertad» se constituyó para Fichte y Hegel en la palabra clave de su filosofar. Es cierto que Fichte habla de Dios; pero la depen­dencia de la criatura con respecto al Creador es expresamente negada. Aunque el hombre lleva en su pecho una centella divina, ya no es propiedad de Dios. La cuestión sobre Dios se decide para Fichte en la cuestión sobre la libertad. Toda la dignidad del hombre se encuentra para él en la «autonomía», en su «absolutismo». Y aunque Fichte se retractó en los últimos años de muchas de sus primeras manifes­taciones, sin embargo, fue él quien hizo del motín metafísico, comenzado por la Ilustración, una re­volución perfecta.

Como símbolo de esta nueva manera de pensar se eligió la forma mítica de Prometeo. Goethe ha dado a esta postura histórica la expresión más co­nocida en su poesía «Prometeo», quien en una ac­titud rebelde rehusa obedecer a Zeus.

Incluso los ánimos de la juventud estudiantil de la institución teológica de Tubinga fueron alcan-

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zados profundamente por la ola de este movimien­to. Tres estudiantes de esta institución, Schelling, Hegel y Holderlin, plantaron en 1791 en Tubinga un árbol de la libertad. Hegel, siendo aún filósofo del estado de Prusia, celebraba anualmente el día del comienzo de la revolución francesa como un día de fiesta personal. Sólo en los últimos tiempos ha quedado claramente establecido el carácter fun­damental de la filosofía hegeliana: «Filosofía de la revolución.» «No hay nada en el desarrollo de Hegel que más le caracterice que esta relación positiva con la revolución; determina tanto su fin como su comienzo» (Ritter).13

En Alemania muchos espíritus jóvenes —entre ellos Karl Marx— sintieron profundamente el fra­caso de la revolución francesa. Ellos creían que esta primera gran revolución había sucumbido ante una contrarrevolución, sólo por no haber sido plantea­da con el fundamento necesario. Por ello, les pa­reció necesario y fundamental desarrollar una teo­ría de la revolución, que llevase después a la rea­lización.

Entre Hegel y Marx se encuentra Ludwig Feuer-bach. Este acepta la crítica de Kant sobre los ar­gumentos de la existencia de Dios como algo evi­dente y ante lo que no puede haber lugar a duda. Como para él el camino del conocimiento de Dios le parece que está definitivamente cerrado, cree que Dios es algo irreal y que hay que descubrir la relación religiosa entre el hombre y Dios ha­ciendo de ella una ilusión, un error de conocimien­to. El hombre tiene, pues, que hacerse Dios. La obra fundamental de Feuerbach, «La esencia del cristia­nismo», fue recibida con entusiasmo por los jóve­nes hegelianos. Fue ella la que «pulverizó», como

13. RITTER, J., Hegel und die Franzósische Revolu-tion, 1957, pág. 28.

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dice Engels, «de un golpe la contradicción, levan­tando nuevamente y sin rodeos sobre el trono al materialismo. La naturaleza existe independiente de toda filosofía: ella es el fundamento sobre el que nosotros, los hombres, igualmente productos de la naturaleza, hemos crecido; fuera de la naturale­za y de los hombres no existe nada, y los seres superiores que nuestra fantasía religiosa ha creado, son sólo los reflejos fantásticos de nuestro propio ser. El círculo mágico quedó roto: el sistema fue pulverizado y arrojado fuera, la contradicción que­dó superada al no ser más que un producto de la imaginación. Tendríamos que haber vivido el efecto liberador que este libro produjo para hacer­nos una idea de él. El entusiasmo fue general: nos­otros nos hicimos por un momento discípulos de Feuerbach. El entusiasmo con que Marx recibió esta nueva concepción y lo mucho que influyó sobre él lo podemos leer en la "Familia santa"». u

Desde aquí se puede comprender el desprecio de la religión como «opio del pueblo» por parte de Marx. Ella es solamente un medio que impide al pueblo despertarse a la conciencia necesariamente revolucionaria. Por esta razón hay que combatirla siempre e incondicionalmente.

En la «Crítica de la filosofía del derecho de He-gel», de Marx, se encuentra este conocido despre­cio de la religión. Dice así: «Para Alemania la crí­tica religiosa está esencialmente acabada, y la crí­tica de la religión es el supuesto de toda crítica... La miseria religiosa es a la vez la expresión de la miseria real y la protesta contra la miseria real. La religión es el suspiro de la criatura angustiada, el alma de un mundo sin corazón y el espíritu de un estado sin espíritu. Ella es el opio del pueblo.

14. ENGELS, F., Feuerbach und der Ausgang der klas-sischen deutschen Philosophie. nueva edición, 1946, pág. 13s.

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La eliminación de la religión, como dicha ilusoria, es la exigencia de su dicha real. La exigencia de una renuncia a las ilusiones sobre su estado es la exigencia de la renuncia a un estado que necesita de ilusiones. La crítica de la religión es, pues, en germen, la crítica del valle de lágrimas, cuyo halo de santidad es la religión.» 15 «La crítica de la re­ligión termina con la doctrina de que el hombre es el ser supremo para el hombre, esto es, con el imperativo categórico de que deben ser deshechas todas las relaciones en las que el hombre aparece como un ser envilecido, esclavizado, abandonado y despreciable» (614). «En Alemania no puede ser deshecho ningún tipo de esclavitud sin romper to­do tipo de esclavitud. La Alemania consciente no puede hacer revolución sin hacerla desde su base. La emancipación del alemán es la emancipación del hombre. La cabeza de esta emancipación es la fi­losofía, su corazón el proletariado. La filosofía no puede realizarse sin el levantamiento del proleta­riado; el proletariado no puede levantarse sin la realización de la filosofía. Cuando queden cumpli­das todas las condiciones internas, el día de la re­volución alemana será anunciado con el canto del gallo gálico» (620ss).

Los revolucionarios rusos, los así llamados «in­telectuales», tomaron la doctrina revolucionaria de Karl Marx como una revelación. De acuerdo con ella, vieron en la religión el primero de todos los prejuicios que tenía que ser superado si la salva­ción había de realizarse mediante la revolución.

En su intento de manifestarse como señor de la acción, Lenin comprendió que el materialismo, con sus razones categóricas que negaban toda fe en Dios y toda religión, tenía que ser elevado a dogma del

15. MARX-ENGELS, Hist. krit. Gesamtausga.be [Edición crítico-histórica completa], ibídem I, 1, 1, pág. 607s.

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partido, a dogma de primer orden con carácter de absoluto. Para el joven Lenin el abandono de la fe de los padres no tenía ya el carácter de una crisis. Un día aquel jovencito se arrancó de su cue­llo la medalla y la escupió arrojándola —de esta manera quedó eliminada la carga de la religión de una vez para siempre. «Lenin se transformó en ateísta y en revolucionario, es el hombre de la subversión, mucho antes de que hubiese oído los nombres de Marx y Engels. El tomó de ellos más bien las fórmulas definitivas como instrumentos aca­bados de la acción, como fundamento de su propio impulso revolucionario» (Scheibert).15 En las pos­teriores manifestaciones de Lenin no vemos en nin­guna parte vestigio alguno de que le hubiese preocupado interiormente la cuestión del contenido de verdad de la fe en Dios y de la religión. «Re­ligión» es algo que desde un principio aparece in­troducido dentro del esquema fijo de la lucha de clases; desde aquí se le hace comprensible su apa­rición; desde aquí se origina también la exigencia de combatirla. Lenin acepta en 1844 la frase acu­ñada por Marx: «Religión es opio del pueblo», la hace más burda aún llamándola «una especie de aguardiente espiritual», «en el que los esclavos del capital se emborrachan, perdiendo su fisonomía hu­mana y su derecho por una existencia por lo me­nos medianamente digna de un hombre».17 La re­ligión es para Lenin opio del pueblo porque ella predica paciencia y mantiene a los trabajadores ale­jados de una subversión de los esclavos.

A pesar de todos los cambios —en parte bas­tante profundos— que la ideología bolchevique ha experimentado a lo largo de cuatro décadas, el

16. SCHEIBERT, P., «Lenins Kampf gegen die Religión», en: Christen oder Bolschewisten, 1957, pág. 52.

17. LENIN, W. I., über die Religión, 1956, pág. 7.

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principio fundamental ideológico de combatir toda fe religiosa no ha sido nunca abandonado. Con toda claridad ha sido reforzado de nuevo, por ejemplo en el XXII aniversario del partido comunista de la Rusia soviética (Noviembre 1961).

Por mucho que los intentos de subversión con­siguientes a la revolución francesa hayan buscado con esfuerzo realizar otra vez el deseo fracasado de la primera gran revolución, fundamentándolo más radicalmente al objeto de conseguir la subver­sión total, sin embargo, todos han acabado en todo lo contrarío, experimentando todos lo mismo, que lo que a la postre quedaba subvertido era su mis­mo intento. La fiebre de «libertad, igualdad, fra­ternidad», que se originó con la realización del sue­ño de un reino de las virtudes bajo la soberanía de la diosa «razón», acabó, con una lógica interna, en el despotismo del dominio macabro que decapi­tó a un sin número de personas que no se some­tieron al esquema de la razón. En sus análisis sobre el socialismo —que ya preveía la realidad venide­ra— Dostoyevski llegó a darse cuenta de que una realización consecuente del socialismo tenía que abocar en un despotismo absoluto. Y, en realidad, son los déspotas de hoy los que se burlan del «sen­timiento» que exige los derechos fundamentales del individuo, pues el «individuo ruin» (Schopenhauer) solamente posee un derecho y una obligación: sa­crificarse al experimento de la colectividad, por más que el taconazo de la bota de la colectividad le destroce en ello su rostro de hombre.

Toda negación de Dios elimina toda garantía de los derechos fundamentales del individuo. Con ello, el hombre se transforma en un ser radicalmente histórico, tal y como ya lo ha tenido que experi­mentar con amargura. Lo que hoy todavía tiene algún valor puede ser mañana declarado como sin

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valor. Es un sistema el que tiene la primacía, y éste olfatea a un enemigo en cada hombre que piensa por su cuenta. Se trata de afirmar al que ya está dominando, al que tiene éxito, al que ya ha sido elevado al trono. Como en una historicidad absoluta no existe criterio alguno que nos indique lo que mañana puede ser un dogma, todos se en­cuentran en un estado continuo de alarma para aceptar a tiempo, tan pronto como se produzca, cualquier variación. Si un subdito no cree en el sistema, se opone al avance de la historia y es eli­minado como detractor. Solamente tiene infalibi­lidad absoluta quien tiene en sus manos, de hecho, el poder, y mientras lo tenga.

Quien reflexione sobre estas experiencias llega­rá a comprender que la «subversión ha fracasado» (P. Jordán).18 A partir de este conocimiento, queda clara aquella última intuición de Nietzsche. Nietz-sche se había atrevido a lo máximo; su vida fue un experimento consigo mismo: saber hasta cuándo puede un hombre vivir sin Dios y si de verdad lo puede. Nietzsche pudo expresar con suficiente cla­ridad que este experimento tuvo un resultado ne­gativo. Su poesía «Entre aves de presa» contiene una conmovedora autoconfesión. «Zarathustra», has­ta hace muy poco el atrevido cazador de Dios, ha quedado prendido en su propia red de caza, hacién­dose su propia presa. El mismo se ha enterrado, se ha metido en su propia madriguera y se ha transformado en un cadáver. El, que hasta hace po­co era tan orgulloso, pero que ahora está intrin­cado en su propia tumba, se está buscando a sí mismo. El, que se conoce a sí mismo, es su propio verdugo... Es un enfermo contagiado con veneno de víboras, porque se ha introducido en el paraíso

18. JORDÁN, P., Der gescheiterte Aufstand. Betrachtun-gen zur Gegenwart, 1957.

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de la antigua serpiente y sucumbió a la frase ten­tadora: «Seréis como Dios.»

¿Qué te ha atraído al paraíso de la antigua serpiente? ¿Por qué te arrastras dentro de ti, dentro de ti? Eres solo un enfermo. Un enfermo de veneno de víbora.19

«Un enfermo de veneno de víbora», con esta imagen, empleada aquí por Nietzsche, descubre él la profunda significación de su obrar. ¡Cuántas ve­ces les ha parecido a los hombres que esa antiquí­sima narración del pecado original de los primeros padres, que se encuentra en la primera página de la Biblia, es una pura fábula, en cuya realidad ya no podían creer! Pero aquí se descubre como una realidad que ha ocurrido de nuevo, que ha ocurri­do, no a través de Nietzsche solamente, sino como culpa general del hombre contemporáneo, cuyo pen­sar se ha arrancado a toda entrega confiada a la ley dada del mundo y, con obstinación dominante, ha hecho de la desconfianza su postura fundamen­tal para crear desde su propio yo un mundo obje­tivo. Nietzsche se encuentra al final de una larga serie de generaciones; vivió hasta el colmo aquello que sus padres le entregaron, y lo vivió consecuen­temente, pero fracasó. Y en este su fracaso, ates­tigua aún sobre el Dios a quien despreció y del que no llegó a liberarse.

El núcleo propio del ateísmo se basa en que el hombre exige los derechos de Dios, una absoluta libertad, en vez de darse por satisfecho con la me­dida de una libertad creatural establecida. Por ello, el ateísmo es realmente una arrogancia y una re-

19. NIETZSCHE, F., Obras completas, Buenos Aires.

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belión; con una lógica interna esta exigencia de la absoluta libertad se transforma en una esclavitud total. En el fondo, todo ateísmo es una repetición del pecado original tal y como se encuentra des­crito en el Génesis. Por mucho que los colores de las concepciones modernas sobre el mundo varíen en su irisación, lo cierto es que casi todas coinci­den en una voluntad autónoma incondicional del hombre absoluto, que, por razón de su propio ser hombre, no soporta sobre sí mismo la existencia de ningún Dios. En realidad, han sucumbido a la an­tigua tentación de querer ser como Dios.

Ya es hora de que el hombre moderno, mediante las amargas experiencias que las fracasadas revo­luciones le han traído, llegue a darse cuenta de que se ha equivocado, y de que busque de nuevo al Dios que ha perdido.

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LA INQUIETUD POR DIOS

El hombre es en su esencia —según dice Kier-kegaard— una síntesis de tiempo y eternidad, de finitud e infinitud. Por ello no puede el hombre agotarse en lo inmediato; una fuerza de gravedad de su naturaleza le empuja a superar tales inten­tos. La experiencia de esto la ha hecho el hombre de todos los tiempos, habiéndola, eso sí, expresado con otros conceptos.

Al leer el joven Agustín un escrito filosófico de Cicerón, «Hortensius», sintió que algo se desperta­ba en su interior, que sus inclinaciones fundamen­tales experimentaban una total transformación. To­do se pone en tensión en él; al principio no sabe qué hacer; su meta tendrá que llegar a compren­derla sólo después de una larga y lenta, serie de experiencias y desengaños. La fuerza de esta ten­sión la expresa Agustín con la palabra «arderé». El ardía y se inflamaba. «Et accendebar et arde-bam» (Confesiones III, 4). Ese «arder» por la ver­dadera sabiduría significa en él una necesidad pro­funda y absolutamente seria, que hace imposible hacer de la filosofía un puro juego o un puro or­nato de la vida. Para él la solución de las pregun­tas que ahora aparecen es más bien una necesidad

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existencial que le afecta personalmente y de la que no puede escapar. Ya no hay desde este momento ninguna forma de filosofía, por hermosa que pa­rezca, que le pueda cautivar a la larga si su con­tenido es insatisfactorio. A través de la embriaguez que le producen las bellas frases, se abre paso la cuestión de la verdad. «O veritas, veritas, quam intime etiam tum, medullae animi mei suspirabant tibi!» (Confesiones III, 6). «Oh verdad, verdad, cuan íntimamente suspiraban por ti las médulas de mi espíritu.» A través de lo más íntimo de su espíritu se abría paso la cuestión sobre la verdad por en­cima de otros intereses por los que él, hasta en­tonces, se había preocupado. Antes, su equilibrio in­terior lo había encontrado él en un mundo funda­mentalmente sensorial. Ahora ese equilibrio ha des­aparecido. En lo más íntimo de aquella tensión cargada de vivencias, se encuentra una fuerza que le empuja a encontrar una solución, a volver a re­flexionar sobre las nuevas cuestiones, a buscar una certeza en la duda. Bajo el influjo determinante de esa tensión interior, se acerca Agustín primero a la Sagrada Escritura, pero aún no puede «darse cuenta de su profundidad» (Confesiones III, 5). La incli­nación hacia el maniqueísmo termina también en un gran desengaño. Pero es precisamente este des­engaño, ante el que él reflexiona, el que le lleva a conseguir un concepto espiritual de Dios y una fe personal en Dios. Al final de esta trayectoria reconoce el sentido de aquella inquietud que desde hacía tantos años le había conmovido como una lla­mada de Dios, y confiesa: «Tú nos has creado para Ti, e inquieto está nuestro corazón hasta que des­canse en Ti» (Confesiones I, 1).

Tal inquietud, que lleva a Dios, puede también realizarse en hombres que aparentemente parecen haber encontrado en la incredulidad su equilibrio interior. El poeta de Wurzburgo Max Dauthen-

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dey, durante el tiempo de sus estudios, bajo la in­fluencia de amigos de mayor edad, había abandonado la fe en un Dios personal para entregarse a un pietis-mo inmanentista cósmico. Su nueva concepción del mundo se hizo para él «el pensamiento fundamen­tal y determinante de la vida»; arraigó tanto en él que «se hizo realmente el tono fundamental de to­dos sus libros de canciones y de prosa». 1 El ver­dadero criterio de esta postura ante el mundo ya no lo buscó más fuera, sino en el efecto interno, en la proyección sobre la vida, en la actitud _ de una «festividad cósmica». Se ejercitó en el arte del dominio poético de la vida, que sabe sacar partido de todas las manifestaciones vitales, por insignifi­cantes que parezcan, haciendo así de cada momento de la vida un banquete. Desde ahora ya no existe sobre el hombre fuerza creadora alguna; él mismo la lleva en sí como fuerza poética creadora. El pla­cer de toda vida culmina en el placer del amor, pues todos los seres del universo tienden al amor. Sus obras contienen auténticas perlas del arte de vivir, que nos atestiguan de un sosiego vital tal y como él lo exigía a los hombres y que es necesario para que los milagros de la vida se hagan percep­tibles al que escucha pacientemente, en oposición a la huida que el hombre moderno con su prisa rea­liza ante la vida, pues ya no es él quien la cons­truye, sino que se ha transformado en esclavo de la vida. Pero, sobre todo, fue aquella su sosegada y armoniosa relación amorosa con su esposa, a la que se mantuvo fiel, incluso a pesar de una separación forzosa producida por la primera guerra mundial, la que le llenó de aquel sentimiento de festividad cósmica.

1. DAUTHENDEY, M., Gesammelte Werke, vol. 1. Auto-biographisches. Der Geist meines Vaters. Gedankengut aus meinen Wanderjahren, 1925, pág. 55.

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Raras veces ocurre que un pietismo cósmico auténtico, que renuncia a un mundo de allende, se acerque tanto a lo ideal como ocurrió en el caso de Dauthendey durante varias décadas. Todo pen­samiento sobre un Dios personal y supraterrenal parecía enterrado. Pero esto era solamente la en­gañosa apariencia superficial. Detrás de todo esto y en lo más profundo se escondía una inquietud hacia Dios que le atormentaba y que encontró su manifestación en las confesiones de la gran viven­cia de Dios.

Durante una travesía marítima, en el año 1914, Dauthendey se vio sorprendido por el comienzo de la guerra. Lejos de su patria, tuvo que pasar los años de la guerra en el trópico, hasta que en 1917 murió de fiebres en Java. Durante este tiempo de soledad tuvo lugar aquella vivencia tan grandiosa que fue la que le devolvió su fe en Dios. Bajo la impresión inmediata de esta vivencia escribió en la primera página de su Biblia estas líneas: «To-sari (Java del este. Montes de Tengger), sábado 30 de junio de 1917. (Hace ya cinco meses que me en­cuentro aquí a 6000 pies de altura). Hoy, por la ma­ñana, después de haber leído los salmos 50 y 60 de David, me di cuenta de algo. Me di cuenta de que existe un Dios personal. Tres semanas antes de cum­plir cincuenta años tuve esta revelación en la que he meditado, de la que he dudado, la que he inves­tigado y por la que he luchado desde que tenía 20 años, esto es, desde hace 30 años. ¡Qué seguridad tan maravillosa hay hoy en mi corazón, en mi es­píritu, en mi cuerpo! Dios vive y es tan personal como todo lo que por El vive.»2

En las páginas de su diario escribe Dauthendey, con motivo de la descripción de su vivencia de Dios,

2. DAUTHENDEY, M., Letzte Reise. Aus Tagebüchern, Briefen und Aufzeichnungen, 1925, pág. 384.

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que él había sido martirizado durante treinta años en el asador de su dudar y de su preguntar por Dios. «Me encuentro como liberado de una gran batalla por la vida.»3 Así es como detrás de la fa­chada de una «felicidad» engañosa, producida por la idea de un mundo festivo, la inquietud por Dios, con todas sus preguntas, puede «martirizar» a un hombre.

En su juventud el poeta irlandés Osear Wilde se sentía como un pagano que vive únicamente en el mundo de aquende; no parecía que ningún pen­samiento sobre la trascendencia le intranquilizase. La siguiente frase, corta pero significativa, es ex­presión de la postura de Wilde en el mundo. En un proceso iniciado contra él por falta de mora­lidad le preguntó el juez: «Usted está hablando aquí sobre un hombre que adora a otro. ¿Acaso ha adorado usted alguna vez a algún hombre?» «No», contestó Wilde con gran tranquilidad, «a excepción de mi propia persona no he adorado jamás a na­die.»4 Durante los dos años de cárcel a los que fue condenado Wilde, algo nuevo sucedió en él. Desesperado, luchaba por encontrar un sentido a la vida. El individualista, mimado por la vida, supo por primera vez lo que era compasión, y compasión precisamente hacia sus compañeros de prisión. Am­bas cosas le llevaron a Dios. De esta manera pudo preguntar: «¿Ha llegado usted a experimentar al­guna vez lo que es compasión? Por lo que a mí se refiere, le doy cada día gracias a Dios; sí, de ro­dillas le agradezco el que me haya enseñado lo que es la compasión.»5 Esta primavera que du­rante el tiempo de cárcel había aparecido en su

3. DAUTHENDEY, M., ibídem, pág. 383. 4. HARRIS, F., Osear Wilde. Eine Lebensbeichte, 1923,

pág. 160. 5. WILDE, O., Obras completas, Madrid.

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alma acabó pocos años más tarde con una nueva caída moral. De nuevo se hunde Wilde en la incre­dulidad; pero, en contraposición al tiempo anterior, sus últimos años están llenos de desasosiego. Desde el momento de su segunda caída moral estaba ya perdido. Desde entonces ya no se dedicaba a es­cribir y, según él mismo dice, ya no podía mirar a su alma cara a cara. «Tan pronto como raspa­ba un poco la superficie, caía casi en la desespe­ración.» Como dice Harris, aquella visión más ideal del tiempo que pasó en prisión contribuyó, «de ma­nera muy especial, a conmover el equilibrio de su personalidad» durante el tiempo de su falta de fe que de nuevo experimentó.6

La diferencia entre el primero y último perío­do sin fe de Wilde es significativa. Mientras el hombre no se despierte en su ser más íntimo, la intranquilidad metafísica puede quedar aún atada. Pero, una vez realizado un primer encuentro per­sonal con Dios, ya no es posible un nuevo equili­brio anímico en la infidelidad.

La inquietud por Dios puede arrasar, como una tormenta, la vida interior de un hombre joven; la correspondencia entre el joven francés Jacques Ri­viére y el conocido poeta Paul Claudel nos ofrece de ello un testimonio muy significativo. Esta co­rrespondencia ha sido editada en alemán por se­gunda vez. En el prólogo de la segunda edición, el editor Robert Grosche subraya que Riviére es un modelo, no sólo para su generación, sino también para aquella juventud en absoluto que, en la con­fusión de su corazón, «en el desasosiego de su san­gre y de su espíritu, busca la paz y se hace cues­tión de Dios: con timidez y ocultamente o protes­tando y con insolencia; para aquella juventud que busca al hermano mayor que le comprenda, como

6. HARRIS, F., Osear Wilde, o. c , pág. 309s.

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Claudel comprendió al joven Riviére. El es el mo­delo para aquella juventud que desesperadamente busca al hombre en los libros, teniendo en su co­razón una "terrible inquietud", sufriendo con ella, pero amándola ocultamente; amenazada por la "na­da", pero sintiéndose atraída por ella; repudiada por la Iglesia, pero buscando a Dios».7

En su primera llamada de auxilio Riviére se di­rigía así a Claudel: «Aquí estoy ante usted: tengo veinte años de edad y no soy ni feliz ni desdichado; como todos. Pero una intranquilidad, una terrible in­tranquilidad, se agita en mí desde que vivo, conmo­viéndome continuamente e impidiendo continua­mente mi satisfacción. Esta intranquilidad me arro­ja de la más alta felicidad a la más profunda de­sesperación. Es casi una intranquilidad insaciable.» Las frases que siguen nos describen cómo esta in­tranquilidad pone en movimiento una búsqueda que todo lo tantea y examina, pero que no encuentra ninguna solución. «He investigado en los libros: al­gunos me han entusiasmado; los he amado como si fueran mis hermanos mayores y, como ellos cono­cían la vida mejor que yo, les he creído. Pero pron­to —y esto ocurría cada vez— mi intranquilidad me advertía que no perdiera el tiempo, que no me contentase con eso, sino que rasgase mi amor, que sufriese y que siguiese jadeante.» Riviére no puede resistir ese intento de contentarse por lo menos con su inseguridad, de aferrarse a una «escogida desilu­sión», de hacer de su intranquilidad un culto. Una tarde siente de nuevo su «angustia», ese grito inte­rior, esa llamada, esa indignación. «Con las manos extendidas he buscado satisfacción y posesión. Y mi continuo desengaño no me ha desanimado.» En este

7. CLAUDEL-RIVIÉRE, Briefwechsel, 1907-1914. 2." ed., 1955, pág. 9.

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estado de excitación inquisitiva aparece ante Ri­viere la figura literaria de Claudel.

Al principio Riviere no conocía de Claudel más que el nombre y algunas otras pequeñas noticias que circulaban por los periódicos. Pero fue suficien­te esto para despertar en él el presentimiento de que había encontrado quien le pudiera orientar ade­cuadamente. «Le he esperado durante un mes. Sólo conocía su nombre; nada más. Pero un presenti­miento se apoderó de mí. Sentí con tanta claridad lo que usted me iba a hacer que no podía tomar la determinación de conocerle.» Un día leía Riviere el drama de Claudel «La cabeza dorada», sin llegar a comprender al principio su sentido, desorientado como estaba por aquella angustia extraña. Al ir ma­nifestándosele poco a poco su sentido, tuvo la im­presión de que le era conocido de una manera es­pecial. «Se había apoderado de mí sin saber cómo; era algo que ya estaba en mí antes de haberlo com­prendido.» La razón de esta vivencia tan extraña de leer algo conocido a pesar de que era la pri­mera vez que lo hacía, hay que buscarla en el pre­sentimiento que tenía de algo que correspondía en su contenido a su estado interior.

Si al principio los personajes literarios de Clau­del parecen contener en sí mismos las respuestas a la tensión torturante del joven Riviere, la tem­pestad de su desasosiego se cierne de nuevo, esta­llando cuando Riviere se da cuenta de que lo que le atrae hacia Claudel es su vida anclada en Dios. «Pero ahora ha despertado de nuevo en mí y ha estallado aquel grito y aquel desasosiego que usted llegó a tranquilizar. He sentido de nuevo cómo se apoderaba de mí la angustia.» Esa nueva aparición de la angustia obligó a Riviere a escribirle a Clau­del pidiéndole que le proporcionase la paz. A lo largo de la correspondencia que siguió, Riviere in­tentó de nuevo hacer de su inquietud casi un ídolo;

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quiere tranquilizarse —por paradójico que esto pa­rezca— en la intranquilidad. «La intranquilidad y el descontento es lo que me tortura, pero yo las adoro. Siento complacencia de no sentirme saciado y de no encontrar en nada mi respuesta.» Se com­place en su mal, lo ama de manera que hace de él su «única alegría», su «vida entera». Pero esa tensión se hace de nuevo tan insoportable que le empuja, bajo la orientación de Claudel, hasta que vuelve a encontrar la fe en Dios.8

No es corriente encontrar descripciones así de un desasosiego motivado por Dios con tal drama­tismo; las más de las veces es callado y pasa inad­vertido. Muchos hombres tienen durante largas etapas de su vida el sentimiento de que su vida y su quehacer es algo «provisional» y que la plena existencia se encuentra en el futuro. Igualmente piensa la juventud, antes de alcanzar una formación profesional, que «está puramente ahí», sin tener una existencia propiamente dicha. Sus ensueños se orien­tan hacia el fundamento y la seguridad, después a la ampliación y elevación de su «existencia». Pero ja­más será posible tener el sentimiento de ser «total­mente real» en la existencia vivida. Narraciones de viajes, que «buscaban con el alma el país de los sue­ños», han falseado a diversos países, por ejemplo «El paraíso de los mares del Sur», en el sentido de esa ansia soñadora, retocando las partes oscuras de la realidad para acomodar la imagen del paisa­je visitado a la imagen soñada.

Pero sólo por poco tiempo se pueden mantener en la vida autoengaños de este tipo. El desengaño empuja a toda la corriente de la vida psíquica bajo la capa de la realidad total. En este estado de de­sesperación latente el hombre tiene la vivencia de que todo lo que le ha ocurrido es algo momentáneo,

8. CLAUDEL-RIVIÉRE, Briefwechsel, o. c , pág. 25ss.

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algo transitorio que no es lo suyo propio, lo que realmente le llena. Sobre todo son los desengaños tenidos en las relaciones con otros hombres los que más duelen. No hay amor alguno que mantenga a la larga lo que al principio prometió. A toda unión de amor, por íntima que sea, sigue un renovado distanciamiento, una separación vital de manera que el hombre un buen día descubre que propia­mente ni ha visto, ni ha comprendido a los hom­bres que han vivido con él, que ni los ha amado, ni los ha odiado realmente, sino que ha pasado de largo por su lado.

Esta actitud que mira la vida como algo apa­rente, como algo a lo que falta su nervio, es la consecuencia propiamente dicha de la madurez es­piritual del hombre. Originalmente no se encuentra esta actitud en la niñez. Si aparece prematuramen­te, entonces desaparece del niño su infancia de alma.

Es propio del hombre vivir su propia vida or­denada a su propio fin. En contraposición al ani­mal, sabe que ha de morir, que la muerte es el destino inevitable que se cierne sobre él de manera irremisible. Por mucho que los filósofos de la exis­tencia mundana se han esforzado —empezando des­de Epicuro hasta Nietzsche— por comprender la muerte humana como si fuera una pura nada, eli­minándola de las angustias de la vida humana, lo cierto es que esta situación no se puede sostener a la larga. Taparse los ojos para no ver la propia muerte puede significar que, debido a un suceso de poca importancia, por ejemplo un accidente de trá­fico, esta inauténtica actitud quede al descubierto y sea reemplazada por una nueva angustia qu^, de no ser digerida espiritualmente, puede ser la oca­sión de una enfermedad neurótica.

El líder socialista italiano Illemo Camelli des­cribe en sus confesiones cómo el ansia por vivir

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plenamente, aferrada a un objeto inadecuado, queda desengañada de dicho objeto y se pone nuevamente en búsqueda de otra cosa.9 Se había formado en los ideales del socialismo. «Me parecía como si vi­viese la vida en su plenitud, incluso como si por primera vez hubiese tenido el sentimiento de vivir realmente» (8). «Creí estar seguro de haber encon­trado el comienzo de la realidad soñada» (10). Pero un desengaño inevitable produjo en él la necesidad de una «vida plena» fuera de la «actividad ruidosa del partido». «Mi yo personal, con sus necesidades indeterminadas, se puso en búsqueda de nuevas co­sas» (81). «No llenes tu alma» era lo que hasta ahora tenía vigencia. «Yo sentía las misteriosas profundidades de una vida que no era superficial» (82). Al mismo tiempo describe Camelli su ansia como una «añoranza por una paz aún no conoci­da» (81).

El cambio de su postura con respecto a su mun­do circundante puede conducir hasta un difícil alie-namiento. «Mi vida estaba tranquila» —dice Tols-toi—. «Yo podía respirar, comer, beber, dormir y no me encontraba en disposición de no dormir, de no comer, de no beber y de no respirar; pero esto no era vida. En momentos de embriaguez no tengo de­seos, pero tengo la costumbre de deseos anteriores, por lo que en momentos de sobriedad sé que todo esto no es más que engaño. Un poder irresistible me empujaba a liberarme de alguna manera de la vida» (Confesión, 31ss). Si hasta entonces habían sido el arte y la familia cosas a las que se entregaba total­mente, para las que él vivía y en las que de alguna manera se encontraba «como en casa», es ahora el pensamiento de la muerte el que lo aliena de estas

9. CAMELLI, I., Bekenntnisse eines Sozialisten, traduc­ción al alemán de G. Müller, 1922.

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cosas, tanto el de la propia muerte como el de la de sus personas queridas; la consecuencia es una extraña pérdida de su hogar cósmico. «Yo perdí mi equilibrio y caí en la melancolía» (28ss).

Después de haber dado a grandes rasgos una fe­nomenología de la «inquietud por Dios» surge la pregunta: ¿En dónde, en qué facultad del hombre se fundamenta esta aparición extraña de la inquie­tud? Repetidas veces se dice en las confesiones ci­tadas que la intranquilidad fuerza por salir de la «profundidad» del alma. Según san Agustín, la «mé­dula del alma» (medullae animi) es la que se con­mueve en la inquietud. El sentido de la vivencia evocadora de Hortensius consiste fundamentalmen­te en que irrumpe el conocimiento de un nuevo mundo de valores. La importancia sobresaliente de la «verdad» se le abre a san Agustín; él la desea como el bien sumo (summum bonum). Antes, mien­tras se encontraba preso en lo sensible, una fuerza lo atraía; pero ahora el ansia por la verdad tiende a lo «espiritual». San Agustín explica el sentido de su conversión como un apartamiento de los in­tereses existenciales sensibles y un acercamiento a lo espiritual. Estas observaciones nos indican, ya de por sí, que la presencia de la intranquilidad arraiga en la condición espiritual del hombre.

En realidad, el hombre, en contraposición al ani­mal, es capaz de reflexionar espiritualmente sobre su propia vida de manera que la comprenda como la unidad de «mi» vida, reconociendo la marcha inevitable hacia la muerte natural y teniendo que hacerse cuestión de la «salvación» de su vida. Na­turalmente huye de hacerse estas preguntas de viva voz; es capaz de reprimirlas por algún tiempo. Pero, ante situaciones de pequeña importancia, pueden despertar de nuevo con fuerza asombrosa estas pre­guntas reprimidas, sin soportar ya más que se de­more la responsabilidad. De su respuesta depende

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la posibilidad de la continuación de la existencia humana. Mientras las preguntas reprimidas queden escondidas en el oscuro rincón del alma, se en­cuentra el hombre en estado de una desesperación latente. No hay animal alguno que pueda pregun­tarse por el sentido de su vida porque no está en disposición de reflexionar espiritualmente sobre la vida toda, de comprenderla como una unidad ni de aceptarla como necesitada de salvación. Por ello, el animal queda fijo en los lazos de la naturaleza; sólo posee una conciencia sensible, cuya extensión temporal es muy corta. Únicamente en el hombre despertado en su espíritu urge ese peso metafísico y característico que supera todo tiempo, buscando un apoyo atemporal en el que la angustia, ante la amenazadora destrucción de la existencia y ante la caída de todo apoyo temporal, quede sustituida por la confianza en la firmeza inquebrantable de un apoyo atemporal.

Además de esta caracterización general de la in­tranquilidad, si nos fijamos en sus formas especia­les, se descubren otras características. De la misma manera que se puede clasificar a los hombres se­gún su conducta anímica en dos tipos, el introver­tido y el extravertido, así también se puede cla­sificar la intranquilidad metafísica en dos clases fundamentales. Digamos expresamente que, al usar los términos «extravertido» e «introvertido», no que­remos establecer una teoría psicológica determina­da. Las expresiones tienen, por ahora, solamente un carácter descriptivo.

Un ejemplo intuitivo nos aclarará el sentido de esta diferenciación de una forma muy sencilla. Mientras que las confesiones del italiano Camelli lo determinan como un tipo perteneciente a los ex-travertidos, las confesiones de la mística francesa Madeleine Sémer la presentan como un carácter claramente introvertido. El proceso decisivo de ma-

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duración interior se realiza en Camelli, con todas sus crisis, orientado claramente hacia algo. El busca metas hacia las que su «espíritu pueda dirigirse». Es característica su actitud ante la naturaleza y el arte. «Yo sentía la necesidad de amar la natura­leza en sus variadas y hermosas manifestaciones, de recibir en mí sus latidos para transmitirlos des­pués de alguna manera y encontrar así, al repro­ducirlos, una felicidad en la que también el alma se introducía y que se parece a la de los enamo­rados, que se entregan en el amor olvidándose de sí mismos. En realidad me hubiese entregado muy a gusto a un arte noble para olvidarme de mí mis­mo; lo deseaba» (25). La elección de la expresión lingüística es ya típica para la dirección psíquica que él tomó: el yo se afana por un objeto huyendo de sí mismo, quiere hundirse en él, entregársele, olvidándose de sí mismo. Esta manera de expre­sarse no es en el caso de Camelli algo singular, sino que aparece continuamente hasta que termina todo el proceso, incluso en su típica extraversión. Después de sus desengaños de los ideales socialis­tas, en los que había buscado por algún tiempo «la vida», su «yo personal, con sus afanes indefi­nidos, se dirige en busca de nuevas cosas» (81). Estas «cosas» son aquellas de las que él espera la deci­sión, de las que, en efecto, le viene.

Sémer constituye un típico contrapunto a esto. El camino de esta discípula de Nietzsche discurre rectilíneamente desde la incredulidad a la fe en Dios, a través de una autorrealización y de un per­feccionamiento moral personal. Sémer era en efecto una persona de una plenitud de vida extraordina­ria, que sabía entregarse sin inhibiciones en el trato con los otros hombres, que poseía casi el «genio del corazón», capaz de entregarse a los demás sin com­prometer en ello su propia dignidad. Sin embargo, en todo ello la orientación fundamental dominante

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es también egocéntrica. Característico es no sólo el que ella hable consciente y reflexivamente de su genio del corazón, sino el que lo haga con oca­sión de un «inventario de sus fuerzas internas». «Ayer me medí, hice inventario de mis fuerzas y pude comprobar que poseo el genio del corazón; una tendencia a amar a los otros por ellos mismos; un gozarme en el goce de los demás que yo misma les proporcioné.»10 «Basta con esforzarse por ser me­jor por razón de sí mismo» (43). La armonía inte­rior y la salud psíquica son las metas que siempre anheló. Cada uno tiene —piensa ella— su verdad. «La mía es, dicho con toda nobleza, el amor a que­rer la perfección» (56). Se ensimisma para renovar­se, se encuentra con el espíritu, que es quien rea­liza, compaginándolas armoniosamente, todas sus ambiciones (74).

Para el hombre extravertido, empujado por su intranquilidad, es este vacío interior el que hay que esforzarse por llenar con un no-yo. Se anhela un objeto de valor, capaz de equilibrar esta falta de perfección propia. Un ansia de amor anda buscan­do una nueva plenitud de sentido vislumbrada, un nuevo bien indefinido. En este anhelo el saber y el no saber se encuentran al principio entretejidos de manera paradójica. El sujeto que busca no sabe al principio hacia dónde se dirige ese anhelo que nace de su ser más profundo. Por ello es «indefi­nido». Pero en realidad no es, en manera alguna, indefinido en sí mismo, sino que su intención se dirige a algo bien determinado, que sólo se desta­ca, tomando sus límites específicos, al cabo de nu­merosos desengaños. Sólo después de una serie de desengaños vitales se hace posible un análisis tras­cendental que dé la dirección intencional de la ten-

10. KLEIN, F„ Madeleine Sémer 1874-1921. Traducido al alemán por R. Guardini, con prólogo del mismo, 1929.

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dencia natural junto con la meta a la que aquélla se dirige.

Después del desengaño de los ideales que hasta entonces tenía y de los que en vano había esperado la completa realidad, cae Camelli en un estado de «total aislamiento» en el que enferma también gra­vemente su psique. Todo parece haber perdido su valor. «"Para mí, ahora, nada tiene valor alguno", me dije al ir arrastrándome hacia casa... "nada, na­da"» (108). El nihilismo se apodera de la médula de su existencia; característico en esta especie de nihi­lismo es que no es el yo el que se pone en cuestión, sino que es una total desvalorización de las cosas, en las que él hasta ahora se encontraba albergado, la que aparece. Por esta pérdida, al yo se le ha cortado la vida. A pesar de la total desvalorización de todas las cosas, el corazón tiene inmensos anhelos. «Y mi corazón tenía inmensos anhelos, mi espíritu po­seía aún una capacidad ilimitada de captación, co­mo si fuera un abismo sin fondo. Eran abismos en los que creí precipitarme como en la corriente "Mal", de la novela de Poe, bajo el remolino de los elementos que fluían y que llevan a las inmen­sas profundidades de los mares» (107ss).

La desvalorización de todo lo que hasta ahora era valioso para Camelli, hasta llegar al nihilismo, no es, en manera alguna, una mera atonía espiri­tual como consecuencia de su enfermedad psíquica, como ocurre a veces en enfermos que sufren de melancolía. Pues, incluso después de recuperar la salud, no volvió aquella alegría de vivir. «Yo sen­tía cómo de nuevo la sangre corría por mis ve­nas caliente y abundante; pero no podía desterrar de mi espíritu el pensamiento de la muerte y de la pobreza de la vida» (116). Para soslayar la in­tranquilidad acuciante del propio espíritu, buscaba anhelante la paz esencial de la naturaleza infrahu­mana, buscaba vivir la vida de las plantas.

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Camelli está «totalmente aislado» en la profun­didad de su alma; no le basta el anhelo amoroso de un amor que llene la profundidad de su ser. Y por ello no es suficiente un puro amor humano para la intención de este anhelo. Pues precisamen­te en este mismo tiempo florece su amor; Camelli está dichosamente enamorado; nada parece poder oscurecer la relación con su novia. Pero ni siquiera ante el amor matrimonial se para esta desvalori­zación nihilista. No hay nada que le ayude a asir­se a esta inclinación hacia su amada como si fuera su último recurso. Este amor fue para él como un delicado cuadro que él arrastró en su caída al abis­mo.

En las profundidades de su espíritu, a las que no llegó su amor matrimonial, se urdía una sorda desesperación. La nada le hacía llorar. Sólo cuando la estructuración de la vida sentimental e instin­tiva del hombre, desde lo exterior hasta lo profun­do, es empleada como medida que establece la ca­racterística cualitativa de las pasiones, pueden ser rectamente delimitadas, unas de otras, las pasiones, tales como agrado, alegría, dicha, o sus oponentes negativos, desagrado, tristeza, desesperación. La de­sesperación es, según su esencia, algo totalmente distinto del desagrado y de la tristeza; no puede ve­nir en absoluto, ni ser pensada como procedente de un crecimiento excesivo ni del desagrado ni de la tristeza. El desagrado y la tristeza quedan delimi­tados dentro de terrenos parciales de la vida hu­mana. El hombre tiene desagrado «de algo» que se opone a su tendencia sensible hacia el placer. El hombre está triste «de algo», por mucho que este estado llegue a influenciar todo su comportamiento. Pero desagrado y tristeza dejan tranquila la profun­didad del alma. Algo distinto ocurre con la deses­peración; todo lo ataca, todo lo desvaloriza de ma­nera que para quien desespera todo es como «nada»;

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conmueve el núcleo de la existencia y le imposi­bilita vivir desde dentro, en el caso de que se pre­sente en su forma total. En su desesperación Ca-melli se sentía como un «moribundo».

Con plena conciencia de la importancia, tanto de su metafísico anhelo amoroso, como de la insu­ficiencia de un amor puramente humano, hace Ca-melli algo muy semejante a lo que había hecho en su tiempo Soren Kierkegaard con su novia Regina Olsen. Sin que se hubiese llegado a ninguna clase de desacuerdo, rompió las relaciones con su novia. Esta decisión la tomó —como expresamente subra­ya— pensándola con claridad y con sentimientos puros. Esta actitud será paradójica e incomprensi­ble para quien no comprenda que el ansia meta­física de amor viene de profundidades muy distin­tas y que igualmente establece exigencias muy dis­tintas a las del deseo humano de amar, pues son exigencias de un amor que debe llenar lo profundo del ser.

También son sin sentido e incomprensibles estas actitudes para los intentos psicoanalíticos que bus­can una aclaración, pues trabajan siempre con el esquema de una libido interpretada monísticamente. Fundamentalmente sólo conocen una única forma de deseo amoroso, la libido, que en principio es en sí erótico-sexual, pudiendo, claro está, tomar des­pués otras formas más altas y transformarse en su­blimaciones. A pesar de toda sublimación, la libido es siempre la misma en su esencia. A este respecto sería urgente una crítica de las tesis del psicoaná­lisis. Pues los intentos psicoanalíticos de aclaración se inclinan, desde Freud, a considerar la fe en Dios como un producto de un proceso de sublimación de una libido aún no dominada, la cual se crea en la fe en Dios una plenitud ilusoria. La libido terrenal insatisfecha tiene que crearse una satisfacción com­pensatoria fantástica y proyectada al más allá. Pero

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una aclaración psicoanalítica de esta especie hace violencia al verdadero estado de la cuestión y lo simplifica de una manera insoportable. No existe una única especie de libido —según nos lo indican las conductas de Camelli y Kierkegaard— que unas veces aparezca pura y otras con esta o con aquella cobertura. Si dejamos que los hechos hablen por sí, ante esta simplificación violenta de los mismos, en­tonces no se puede negar que el ansia metafísica de amor nace de un estrato esencial del hombre totalmente distinto del erótico.

El hombre tiene de común con el animal un es­trato de tendencia erótico-sexual. Cuando fracasa en el animal esta tendencia no le asalta la deses­peración, como sólo en el hombre ocurre. Pues ésta radica en el espíritu. Desde el centro de un aisla­miento desesperado, el espíritu busca el amor que lo haga dichoso, y que lo haga dichoso precisamen­te en este profundo estrato en el que ni siquiera un amor matrimonial logra introducirse.

La equivocación del psicoanálisis, de hacer una mezcla monista de distintos estratos anímicos, no se limita a estos intentos aclaratorios. En ella caen fácilmente hombres que buscan ansiosamente la sa­tisfacción de su anhelo metafísico de amor en un lugar inadecuado. Camelli rompió sus relaciones amorosas por razón de su intuición de la incon­gruencia de las exigencias que el objeto amoroso propone a esa ansia de infinitud, desviando por ello su ansia de infinitud de la esfera inadecuada y orientándola hacia otra adecuada a su ansia. Pues bien, el poeta sueco August Strindberg hizo todo lo contrario. Durante toda su vida Strindberg fue un hombre sensorial, abocado inmediatamente a su mundo sensible circundante; en él puso su satisfac­ción esencial, en él buscó su sosiego. El hizo —como nos dice repetidas veces, sobre todo en sus últimas confesiones— de su mujer un dios. Después de per-

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der una fe en Dios, sentimental e inauténtica, di­rigió su desasosiego religioso, ya sin contenido, hacia la mujer. «El quería y tenía que adorar a la mu­jer. La adoración fue ahora su debilidad, después de que el concepto de Dios se había oscurecido. El era demasiado débil para creer en sí mismo, y su sentido reverencial, que no tenía de qué alimen­tarse, después de haber perdido el respeto a todo, se manifestó en esta adoración. Ya no tenía ami­gos, y por ello tenía que adorar a toda costa, tenía que amar y que reverenciar.»u Strindberg nos informa lo mismo del círculo de sus amigos. «Johan (él mismo) preguntó una vez a un joven escritor, que era ateo, cómo podía él pasar sin Dios. El joven respondió: Por ello tenemos en su lugar a la mujer... ¿Ha sustituido esta generación a Dios por la mujer...?»12

Como lo pone de manifiesto una gran cantidad de confesiones propias en la historia de la vida de August Strindberg, redactada por él mismo con gran amplitud, su ansia ardiente de amar no siem­pre fue un puro amor erótico. Siempre había en su interior, activa, una exigencia metafísica de amor que busca un último y definitivo objeto en el que toda la persona quiere concentrarse. Es la tenden­cia hacia un valor absoluto a partir del cual todo lo demás cobra su valoración relativa. El objeto de esta tendencia ya no es un valor particular e individual, sino «eb> valor absoluto, algo que jamás podrá estar contenido en el instinto erótico. Strind­berg contrajo matrimonio tres veces siempre con apasionada esperanza; cuatro veces —pues estuvo cuatro veces prometido— buscó en la mujer la

11. STRINDBERG, A., Werke, TV. Lebensgeschichte. Edi­tadas por E. Schering, 1909ss. II «Die Entwicklung einer Seele», pág. 8.

12. STRINDBERG, A., ibídem, pág. 15.

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paz para su ansia de infinitud y cada vez salió des­engañado. De todas maneras, esa su ansia apasiona­da de amor quedaba sosegada por algún corto tiempo; pero después venía el desengaño y con el desengaño el odio. De su primer divorcio nos dice: «Arde en mí el odio, más terrible que la indiferen­cia, porque él es el reverso del amor. Así, quisiera yo formular este axioma: la odio, porque la amo.» Este odio, que no es otra cosa que el amor incom­pleto y desengañado, conmueve el alma de Strind­berg en su profundidad. El mismo siente su des­garro espiritual: «Estoy a punto de volverme idio­ta, y ya aparecen los primeros signos de manía persecutoria.» «Es la muerte la que se acerca.» «...Si hay un Dios, quisiera pedirle que no permi­tiese que tales horas cayesen nunca sobre mis más encarnizados enemigos.»13 Después de su tercer di­vorcio aparece en realidad en Strindberg el primer signo de una enfermedad esquizofrénica que dura varios años, de la que él se libera con grandes es­fuerzos mediante el reconocimiento de las causas que la han producido.

En sus últimos libros, los libros azules, mira el envejecido poeta hacia atrás, y, en la luz reconcilia­dora de un conocimiento personal de sí mismo que la vejez proporciona, vislumbra toda la miseria que al hombre y a la mujer le ha sobrevenido en el hecho de que «el hombre ha olvidado el primer mandamiento, haciendo de la mujer su dios».u

El ansia metafísica de amor se orienta hacia un último y definitivo valor infinito que encierre en sí mismo la totalidad del mundo. Strindberg no amaba, pues, a la mujer como a un ser humano in­dividual en su realidad empírica y con sus caracte-

13. STRINDBERG, A., Lebensgeschichte III, «Die Beichte eines Toren», 4. T.

14. STRINDBERG, A., Blaubuch, I, 1919, pág. 145s.

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rísticas personales, sino que ella tenía que ser para él «su único bien». La_ intención del ansia metafísica de amor se orienta de alguna manera a la totalidad, pero no hacia un concepto general de la totalidad, sino hacia algo concreto, real, que es comprendido como la totalidad. Lo individual permanece indivi­dual, pero se transforma de alguna manera para el sujeto que lo ansia en algo absoluto. Es visto des­de el aspecto de lo absoluto y toma para el hombre el carácter del valor sumo. Si un valor particular, sin embargo, entra equivocadamente en la esfera de lo absoluto, es comprendido como el «summum bonum», entonces es cuando aparece la idolatría, de la que las confesiones de Strindberg hablan con claridad más que suficiente. Al idolatrar, por ejem­plo, a un ser humano se pone sobre éste un acento de valor tal que en él se ve todo lo que de valor existe, experimentando todo lo demás su valor re­lativo en relación con este ser humano. Una tal ilusión tiene que sufrir necesariamente un desenga­ño ante la realidad empírica.

El hombre debe tener algo definitivo, último, absoluto. Pero, si este absoluto queda fijado ins­tintivamente, entonces el hombre absolutiza un valor particular, lo idolatra. El desengaño que ne­cesariamente viene de esta idolatría y el dolor de la infelicidad consecuente tienen una importancia definitiva para la conversión hacia Dios. Todo do­lor mueve al hombre a la «reflexión» en las capas profundas de su ser. En el dolor se da cuenta de sus mejores posibilidades. Lo que no es esencial va desapareciendo poco a poco. Por ello estas con­fesiones sobre la propia persona conceden siempre al dolor la fuerza de una «purificación». En el do­lor reconoce Strindberg a los espíritus que le dis­ciplinan para volver a Dios.

El hombre tiene necesidad de tener cualquier dios o cualquier ídolo, algo último a lo que pueda

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atarse y religarse, algo por lo que él viva y muera, algo que pueda adorar; la filosofía y la psicología modernas han reconocido de nuevo esta idea. Nom­bremos aquí solamente a C. G. Jung y a Max Sche-ler. Según sus experiencias como psicólogo analí­tico, para Jung el concepto de Dios es «sencilla­mente una función psicológica necesaria, de natu­raleza irracional... La idea de un ser omnipotente y divino está presente en todas partes, si no cons­ciente, sí, por lo menos, inconscientemente, pues se trata de un arquetipo. Algo en nuestra alma hay con poder superior; si no hay conciencia de un Dios, la habrá por lo menos del "vientre", como dice San Pablo. Creo, pues, que es más inteligente reconocer conscientemente la idea de Dios, pues de otra manera cualquiera otra cosa tomará el lu­gar de Dios, por lo general algo muy defectuoso y tonto, algo que se le ocurra a la conciencia "ilus­trada".» 15 Dejemos ahora de lado el determinar hasta qué punto se aduce con esto un argumento que demuestre que el concepto de Dios es en el lenguaje de Jung un «arquetipo».

De manera semejante habla Max Scheler en su trabajo «De lo eterno en el hombre» sobre «un muelle en el interior del hombre, que está siempre en tensión para empujarnos sobre nosotros mismos y sobre todo lo finito hacia lo divino». «Estimo» —di­ce él— «que el hecho de que la conciencia finita no tiene la facultad de elegir entre creer en algo o no creer, es un principio demostrable en la filo­sofía y en la psicología de la religión. Todo hom­bre que se examine a sí mismo y a los demás en­contrará que se identifica de tal manera con algún bien determinado o con alguna especie de bienes que su relación personal con este bien puede ser

15. JUNG, C. G., Das Unbewusste im normalen und kranken Seelenleben, 1929, pág. 103s.

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expresada con estas palabras: "Sin ti, en quien creo, no puedo existir, no quiero existir, no debo existir." "Nosotros dos, yo y tú, mi bien, vamos y caemos juntos." Este bien es distinto evidentemente, según los individuos y los pueblos y las clases, etc., en su contenido infinito... El hombre, pues, cree o en Dios o en un ídolo.»16 Lo que Scheler ha reconoci­do en su intuición filosófica se puede verificar en las confesiones propias sobre el desarrollo interior, y de manera muy diversa.

El primero que encontró a Dios después de mu­chos años de búsqueda, de errores y de hallazgos, y que analizó el camino que le llevó a Dios en sus posteriores reflexiones sobre sí mismo de una mane­ra que aun hoy día está vigente, es san Agustín. Sus pensamientos sobre esto los ha expresado sobre todo en sus Soliloquios y en las Confesiones, especialmen­te en las del libro décimo. En los Soliloquios se dice: «Cuando busco a Dios, busco una luz sobre todas las luces que ningún ojo ve; un sonido sobre todos los sonidos que ningún oído aprecia; un aroma so­bre todos los aromas que ningún olfato siente; una dulzura sobre toda dulzura que ningún gusto pue­de notar; y un objeto para abrazar que ningún bra­zo humano puede abarcar... Este es mi Dios, con quien nada se puede comparar. Un ser así busco yo, cuando busco a mi Dios. Un ser así amo yo, cuando amo a mi Dios.» En sus reflexiones sobre su propia transformación reconoce que su error fundamental estaba en que había buscado satisfa­cer su ansia amorosa, profundamente enraizada en su interior, en el mundo de los sentidos, en su extraversión. «Yo no te encontraba, porque te bus-

16. SCHELER, M., Vom Ewigen xm Menschen, 1921, pág. 197s.

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caba fuera de mí, en un lugar equivocado, y esta­bas en mí.»17 ,

Según el análisis de sus experiencias, como Agustín lo hace en el libro décimo de sus Confesio­nes, se realiza el camino espiritual de su conversión a Dios en tres etapas. El hombre se vuelve hacia sí mismo desde su entrega al mundo de los sentidos. Después de este ensimismamiento se alza sobre sí mismo en un paso ulterior y llega a Dios. El error fundamental de un principio, del que lo sacó un desengaño, consistía en buscar con los sentidos del cuerpo y no con las facultades cognoscitivas del espíritu (Confesiones III, 6). En su escrito «Sobre la religión verdadera» escribe Agustín: «No andes errante por fuera, vuelve a ti mismo, pues en el hombre interior habita la verdad; y aunque en­cuentres allá dentro un alma cambiante, sube sobre ti mismo.» 18 No hay duda de que en estas tres eta­pas se aprecian pensamientos de la mística de Plo-tino. Según Plotino, el que quiera alimentarse de la belleza absoluta, tiene primero que entrar en sí mismo. «Quien pueda, que vaya y que se adentre en su interior. Que deje fuera lo que la mirada del ojo aprecia; que no vuelva la vista hacia lo que antes le parecía ser el esplendor de una hermosa corporalidad.»19 Quien finalmente sea uno mismo, sin mezcla extraña en su interior, podrá dirigir después su mirada a la belleza total. San Agustín encontró verificados estos pensamientos de Plotino, en sus rasgos principales, en sus propias experien­cias, y los aprovechó a su manera.

17. SAN AGUSTÍN, Solü., c. 31. 18. SAN AGUSTÍN, «De vera religiones, c. 39, n. 72. 19. Plotino, según H. F . Müller, «Dionysios, Proklos,

Plotinos. Ein hist. Beitrag z. neuplat. Phüosophie», 2.» edi­ción. 1926 (Beitrage z. Gesch. d. Ph.il. d. M.-A., Bd. XX. H. 34), pág. 80.

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La fuerza motora en la conversión hacia Dios es para san Agustín aquella ansia por el sumo bien que se encuentra en todo hombre. Todo este pro­ceso sólo es comprensible porque el hombre busca a su «Dios». Si el alma busca a Dios es porque busca su «vida verdadera» (21), la vida del alma (20), la «vida dichosa». En esta ansia se halla al mismo tiempo un vislumbre del bien que nos hará dichosos. «¿Cómo, pues, busco la vida bienaventu­rada? Porque no la tengo hasta que no diga: Basta: allí está donde conviene decirlo. ¿Cómo la busco? ¿Acaso por vía de reminiscencia, como si la hu­biese olvidado y conservase el recuerdo de mi ol­vido? ¿O tal vez por el deseo de conocer una cosa desconocida, o porque nunca la conocí, o porque de tal modo la olvidé, que ni siquiera recuerdo ha­berla olvidado? ¿Acaso no es precisamente la mis­ma vida bienaventurada la que todos apetecen, y no hay absolutamente nadie que no la quiera? ¿Dón­de la vieron para que la amen? Ello es así que la tenemos, no que es feliz el que la tiene; y otros son felices en esperanza. De modo inferior la tie­nen éstos que aquéllos, que ya son realmente bien­aventurados; pero mejores son que aquellos otros que ni en realidad ni en esperanza son bienaven­turados. Los cuales, sin embargo, si también ellos de algún modo no la tuvieran, no desearan tanto ser felices. Y que lo desean es certísimo. No sé cómo la conocieron; y por tanto no sé qué noción tienen de ella: y me interesa averiguar si la tienen en la memoria» (Confesiones 20, 29).

La tendencia hacia la felicidad no es para san Agustín una tendencia hacia un estado puramente subjetivo de felicidad, sino que es la tendencia ha­cia el bien supremo, cuya posesión nos hace felices. «El alma no es feliz por su bien, cuando es feliz; de no ser así siempre sería feliz. Por ello es im­procedente preguntar si en el alma se encuentra

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el bien supremo y venturoso o una parte del mis­mo. Pues, si ella se complace en sí misma como en su propio bien, será orgullosa. Pero, si se reconoce como cambiante —aunque sólo sea por el hecho de hacerse sabia siendo antes necia—, sabiendo ade­más que la sabiduría es permanente, no tendrá más remedio que reconocer que la sabiduría está por encima de su propio ser, y que ella será más per­fecta y más dichosa por participar de ella y por su iluminación que en sí misma. Por ello se hace humilde, renuncia a su arrogancia y gloria, ansian­do quedarse en Dios para ser confortada y recreada por el que es inconmovible.» 20 El alma alcanza su firmeza y su felicidad en la medida en que de­pende de Dios, que es el ser por excelencia. Agus­tín nos indica ahora que el ansia de infinitud no tiene por objeto de una manera directa el yo hu­mano. Si el alma desea la felicidad lo hace esen­cialmente deseando la posesión de algo distinto a ella. Este algo distinto, con todo, no puede ser con­seguido ni mantenido mediante medios externos —un placer sensible y corporal es algo exterior— sino que tiene que ser un bien apropiado de ma­nera interior y espiritual. La felicidad sólo puede dar un bien cuya presencia y posesión se encuen­tren en el conocimiento. La vida venturosa es, en último término, la posesión de un bien eterno, co­nociéndolo y amándolo eternamente.

Lo que san Agustín, saciado con la plenitud ra­diante de sus propias experiencias, ha descrito, nos lo ofrece santo Tomás de Aquino, en una fórmula escuetamente filosófica, cuando habla de la tenden­cia natural, radicada innatamente en el ser del hombre, hacia el valor absoluto y hacia la felicidad

20. SAN AGUSTÍN, Epist. 118, 15. Die Ethik des hl. Agustinus, traducción al alemán de J. Mausbach, 2.» edi­ción, 1929. Vol. I, pág. 57.

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mediante este valor absoluto. En la Summa Theo-logica habla santo Tomás de que la tendencia hacia la felicidad lleva al hombre a un cierto, aunque algo borroso, conocimiento de Dios por el hecho de que aquélla le da el objeto esquemático, todavía no concretamente cumplido, de este objeto infinito de su amor. Dice así: que junto con la naturaleza se nos da el poder conocer la existencia de Dios de una manera general e indeterminada, en cuanto que Dios constituye la felicidad del hombre; «pues el hombre tiende necesariamente y por naturaleza hacia la felicidad y lo que gracias a la fuerza de la naturaleza es deseado, también, y en la misma medida, es conocido por él necesaria y naturalmen­te. Pero esto no significa que conozca sin más la existencia de Dios, pues muchos hombres ven el bien absoluto en algo terrenal. Aunque muchos hombres coincidan en tender hacia un último fin, lo cierto es que en su contenido es muy diferente».21

Hasta ahora hemos seguido las huellas de la for­ma extravertida de esa tendencia de infinitud y he­mos intentado dar una explicación esencial de la misma. Un complemento nos lo ofrece ahora el aná­lisis de la forma introvertida de esta tendencia, que aunque en último término se dirige a la misma meta, sin embargo, el camino es distinto.

El poeta Osear Wilde fue y siguió siendo siem­pre un «individualista», incluso en los años de su proceso de conversión hacia Dios. Durante largo tiempo un auténtico deseo de ser él mismo quedó encubierto por su superficialidad hasta que en los años de su encarcelamiento apareció su verdadero y auténtico yo. Sólo en este tiempo empezó a darse cuenta de que en su vida anterior, a pesar de toda su genialidad, de todo su centelleante espíritu, ha­bía habido «largos períodos de un estado de ánimo

21. Summa theologica I. q. 2. a. 1 ad 1.

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sensual y sin sentido»,22 en los que se complacía «de ser un jlaneur, un dandy, un modelo». Un de­seo perverso había originado una amistad que le deshonraba espiritualmente (529), una «amistad sin espíritu» (527) que le atrajo una «total degradación ética» (532), porque había perdido el dominio sobre sí mismo. «Yo ya no era el piloto de mi alma y no lo sabía. Me dejé esclavizar por el placer» (588). Esta amistad había absorvido todo su tiempo de una manera tal que llegó a perder aquella capa­cidad de concentración espiritual tan necesaria para todo poeta. Durante todo aquel tiempo que estuvo con el amigo no llegó a escribir ni una sola línea (527). Su vida toda se había perdido entre la hol­ganza de una vida placentera. Repetidas veces es­cribe Wilde haciendo referencia a este modo de vida: «El mayor vicio es la frivolidad» (526, 592). Y como toda comunidad espiritual entre hombres necesita una base espiritual comunitaria y ésta en­tre hombres «de diferente formación» no se ha­lla, «la trivialidad en el pensar y en el obrar» se transformó en el fundamento de una amistad sin espíritu. «Sólo nos movíamos entre el barro; y por fascinante, por terriblemente fascinante que fue­ra el tema sobre el que tu conversación tratase, al fin de cuentas se transformaba para mí en mo­notonía.» «La falta de contenido y la idiotez» de una vida así habían aburrido ya muchas veces al hombre profundo que él era (537). Pero solamente en la tremenda desesperación de su encarcelamien­to apareció definitivamente aquel yo profundo y espiritual. En esto el dolor cumplió su función re­novadora. La dureza con la que era tratado en la prisión se encontraba en flagrante oposición a su vida placentera de antes. «Donde hay dolor hay tie­rra bendita» (578). «Verdaderamente se trata de

22. WILDE, O., Obras completas, Madrid.

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una revelación» (597). «El dolor es lo más delicado de toda la creación» (577).

Al principio Wilde estaba amenazado de pere­cer en una desesperación brutal, en una rabia ino­perante, en una amargura y desprecio y en un dolor mudo. Pero el pensamiento de que el dolor era algo sin importancia no lo podía soportar. Es­taba cierto de que nada en el mundo podía existir sin importancia, y menos que nada el dolor (588). Esta evidencia va aparejada con «humildad», que es una disposición a renunciar a la propia volun­tad. Con esto llegó «al punto de partida de un nuevo desarrollo», que no era otra cosa que el desarrollo de su yo profundo y espiritual. «Las cosas exte­riores de la vida me parecen ya sin importancia. De esto podrás tú comprender lo muy individua­lista que soy» (589). Apoyado en esta fe en el sen­tido del dolor, intenta él ahora con gran energía liberarse de toda su anterior amargura contra el mundo, para que se pueda desarrollar el germen de una Vita Nuova (588ss). Es cierto que el desa­rrollo que ahora empieza solamente es una auto-formación puramente inmanente. Todo lo quiere tener desde sí mismo; la religión es al principio despreciada. «Yo tengo que tenerlo todo desde mí mismo. Ni la religión, ni la moral, ni la razón me pueden ayudar en esto» (590). Lo que en él se forma ahora no tiene que ser nada trascendente ni exterior a él. Lo que no posea no se le conce­derá (591).

Mientras tanto el resultado de este desarrollo le empuja a salir de sí mismo. Es sobre todo la idea de un sentido exigido la que le empuja a admitir a un ser personal en el que radique todo sentido en el mundo, también el del dolor. «Ahora comien­zo a ver que el amor, de cualquier clase que sea, es la única aclaración posible para la inmensa can­tidad de dolor que en la tierra existe. No me puedo

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imaginar ninguna otra aclaración. Estoy convenci­do de que no hay ninguna otra; y si el mundo realmente, como antes dije, está construido de dolor, también está construido de manos del amor, por­que de otra manera el alma del hombre, para quien el mundo ha sido creado, no podría alcanzar su perfección completa» (599). De esta manera termi­na para él el proceso de su autoformación, que al principio sólo se refería a su propio yo, con una confirmación de las palabras de Dante, que el mis­mo Wilde transcribe: «El dolor nos une de nuevo con Dios» (595).

Para esta pregunta sobre el sentido es esencial este desarrollo suyo. En vez de la línea vital, en vez de la inconsciente tendencia hacia su forma­ción personal, que aquí llega a ser consciente y en la que el yo se sentía constreñido, aparece la pre­gunta por el sentido, dejando aparte la autonomía del yo interesado en llevar él mismo el timón de su vida futura. Si la tendencia hacia la autorreali-zación de su vida aparecía encubierta por una ac­titud vital extravertida, tenía ahora, después del hundimiento de su extraversión, que aparecer de nuevo. En esta pregunta por el sentido de la propia vida se supone que la vida tiene un sentido, to­talmente válido, independientemente de cualquier talante subjetivo y de cualquier ambición. De esta manera el sentido se establece como algo in­dependiente e incondicional. La cuestión se diri­ge a saber en qué consiste especialmente este sentido. El que pregunta ya sabe, por lo menos de manera oscura, la solución; que hay un sentido ab­soluto. Y la existencia de sentido supone inteligi­bilidad. Comprender el dolor como lleno de sentido quiere decir que se supone la existencia de un mundo inteligiblemente ordenado y teleológico, que no hay caos, sino un cosmos que nos indica la exis­tencia de una última inteligencia. Si se pregunta

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por el sentido de la propia vida es que se reconoce la existencia de una idea del yo propio y perfecto como meta objetivamente inquebrantable; natural­mente no en el sentido de una existencia material, sino en el sentido de un valor absoluto. Sólo im­porta el reconocimiento de esta idea para tener el ideal con el que poder comparar la realidad de la propia vida.

Mientras la pregunta por el sentido no aparezca a la luz de una posible solución, amenaza la «nada» y con ella el terror de la desesperación. Así ocu­rrió en el caso de Riviére. Lentamente se esfuerza por salir del estado de desesperación. Detrás de to­das sus vivencias amenaza el fantasma de la «nada» como si fuera un monstruo, una figura sin forma. Esta «nada» es el pensamiento de la absurdidad de todo este proceso. Es la «nada» la que lo envenena (Correspondencia, 36). «Yo siento que todo esto es en vano, que no hay ningún sentido, ningún mo­tivo, que todo lleva a resultados negativos, que sólo está ahí, sin motivo, sin meta, sin anhelo; que está ahí y además de una manera tan insegura que ni siquiera lo encubre la terrible presencia de lo que no es» (37). Riviére sabe que su enfermedad consiste precisamente en esto y que por ello mismo es incurable, pues él se complace en este tormento, haciendo de él toda su vida y su única alegría. Lo que él pide a Claudel no son consejos prácticos u orientaciones hacia sacerdotes, «sino una repren­sión y unas palabras que sean tan ricas y tan ver­daderas que yo sienta ese escalofrío decisivo, ese íntimo conocimiento de la verdad, ese descubri­miento de la presencia real y esa entrada en el verdadero ser» (42). La angustia de Riviére ante la falta de sentido de todo ser significa para él una profunda e insuperable ironía a la vista de la tran­quila campiña primaveral en la que vive. Es como si la armonía del mundo hubiese sufrido una mis-

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teriosa conmoción que todo lo destruyese. Ante este sentimiento destructivo de la nulidad del universo, Riviére es incapaz de sentir las fuertes pasiones del alma, de vivir seria o alegremente. Una sonrisa in­terior e irónica sobre la nulidad del mundo y de los propios sentimientos anímicos destruye toda se­riedad, la elimina precisamente en los momentos más decisivos (43). Por ello Riviére nota que toda su vida está envenenada y es incapaz de tener cual­quier clase de certeza mientras camina por la vida.

Sin embargo, Riviére se esfuerza por aceptar, con seriedad total, un sentido absoluto. Y su tor­mento es que su esfuerzo por esta aceptación que­da por mucho tiempo sin resultado, cayendo con su destructiva sonrisa escéptica en un relativismo. Dos son los obstáculos que le impiden entregarse a un sentido definitivo de la vida. Por una parte la sensualidad que oscurece profundamente su alma y le incapacita a concentrarse seguidamente. Des­pués es una «tremenda vanidad» (46) la que le im­pide trascenderse a sí mismo en su desarrollo in­manente, con el fin de formar la propia vida según un valor objetivo del mundo al que habría que so­meterse. Sin embargo, su ansia sigue su camino, cuya meta está en la unificación de su propia per­sonalidad.

Una vez una carta de Claudel lo dejó sin saber qué decir. Y se quejaba así: «Yo no soy otra cosa que caos y absurdo» (51ss). «Soy tan veleidoso, tan ligero... "Me cambio como se mueven los ojos." Es­toy aquí y de pronto ya no lo estoy» (55). Siente casi asco a la vista de sus propias deformidades. Pero en el interior de este asco se halla una ten­sión tal que, a pesar de todas las dificultades, se va realizando, lenta pero continuamente, un desa­rrollo seguido. Con grandes esfuerzos lucha Rivié­re por levantarse de este caos y de este escepti­cismo. En 1911 puede escribirle a Claudel: «No pue-

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de usted imaginarse el camino que de una manera imperceptible he andado desde que le conozco. ¡Ha sido tan largo! En mi interior sigue tranquila la lucha; de tiempo en tiempo noto los progresos... En mí no se realiza con crisis; pero algo ocurre, a pesar de todo, en mí» (287s). La solución de esta tensión llega realmente a su fin con la consecu­ción de la fe en Dios; con ello desaparece la in­tranquilidad que le atormentaba y una paz interior ocupa su puesto.

Puede ocurrir que una vivencia importante pro­voque el fin; entonces es vivida como una «reden­ción». Así fue en el caso de Dauthendey.23 A la gran vivencia redentora precedió una «guerra de treinta años con Dios». Ya hacía tiempo que una marcha hacia Dios se había puesto en movimiento. En la noche anterior a esta vivencia final es un sueño el que anticipa la redención. En sueños vio a un hombre —que era él mismo— «que era asa­do al fuego sobre una parrilla, como si fuera una cuna de hierro; y yo mismo atizaba las azules lla­mas. Después, de repente, el hombre sobre la pa­rrilla se levantó, se pasó la mano por la cabeza, como si quisiera de esta manera apagar las lla­mas de allí, y, puesto allá abajo ante mí, dijo son­riente: "Ya está bien; ya se acabó." Así ha sido, más o menos, la sensación que he tenido desde entonces en mí mismo, a raíz de aquellas pala­bras que expresaban sus pensamientos y de aquellos ojos suyos.» —«Quizás» —así interpreta exactamen­te el mismo Dauthendey su sueño— «aquel hombre sobre la parrilla fuera mi propio yo, que yo, du­rante treinta años, he martirizado con dudas y pre­guntas sobre Dios. Y mi yo, que hoy ha recono­cido claramente la personalidad de Dios, se ha le­vantado esta noche de aquella parrilla de las du-

23. DAUTHENDEY, M., Letzte Reise, o. c, págs. 383-390.

das y se me ha aparecido en sueños, libre y re­dimido, tal y como después, por la mañana, su­cedió al despertarme, cuando comprendí claramen­te la idea de la persona de Dios. Yo quisiera in­cluir el día de hoy, escrito con oro y púrpura, en el calendario universal de la humanidad.»

Posteriormente reconoció Dauthendey que el largo «tormento había tenido una meta interior». Por ello, la consecución de esta meta significa, en sentido real y literal, «redención». Todo es distin­to porque detrás de todo se encuentra el yo perso­nal de Dios. «En todo hay una finalidad. Yo me encontraba como si de repente me hubiesen lava­do los ojos, el espíritu, el corazón, el cuerpo, el valor, la alegría de vivir. ¡Qué fuerte soy, qué se­guro me encuentro, qué contento! ¡Por fin ya no hay solamente ese contentarse con un vislumbre de Dios, sino con el conocimiento de la presencia personal de Dios en el universo! Como no puedo hacer visible en el cuerpo mi propio yo, tampoco puedo mostrar a los sentidos la figura de Dios. Pero con la misma clarividencia con que mi razón y mi yo personal conocen en mí, así de seguro siento en el universo el yo personal de Dios, del que todos somos una parte; de la misma manera como nues­tro cuerpo participa de nuestro yo, pero el yo in­dividual es más que el cuerpo, así, el yo de Dios es más que el universo. Dios es una personalidad, un padre, un maestro; El es el yo del universo.»

Si resumimos todo lo dicho sobre la «intranqui­lidad ante Dios», según lo expuesto en los docu­mentos anteriores, podremos decir: en la tenden­cia natural de esta intranquilidad que nace del nú­cleo esencial y espiritual del hombre, se encuentra un conocimiento oscuro y apriorístico del objeto al que se tiende. Evidentemente el yo consciente no sabe en un principio cuál es el objeto intencionado que cumple sus anhelos; es incluso posible que se

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equivoque continuamente en la determinación del pensamiento teleológico. Pero esto no se opone al hecho de que la tendencia esté unida a un cono­cimiento apriorístico del objeto que la cumple. Pre­cisamente el «desengaño», que el hombre experi­menta al determinar falsamente el objeto, se hace comprensible cuando el conocimiento a priori, ínsito en la tendencia, da a conocer al yo consciente esta discrepancia. El yo propone de alguna manera a la tendencia natural un posible objeto final, a lo que sigue la respuesta por parte de la tendencia natu­ral: éste no es; debe ser otro. Sólo cuando el alma dice: éste y ningún otro, es cuando se satisface la intranquilidad, cuando se cumple el anhelo. De la misma manera que ocurre con las vivencias de des­engaño, las vivencias en las que se experimenta un cumplimiento sólo son comprensibles en su ser más propio cuando la tendencia natural reconoce que lo que satisface es lo propio.

Si, pues, hay que admitir la existencia de un conocimiento a priori del objeto intencionado, ¿no podría establecer una reflexión trascendental-aprio-rística la estructura del fin intentado? Esta pre­gunta resultaría así evidente. ¿No podría de esta manera quedar de manifiesto la intención, propia­mente dicha, de la tendencia, en lo cual, natural­mente, la cuestión sobre la realidad del objeto in­tencionado, como cumplimiento de esta tendencia, debería quedar excluida? A esto hay que contes­tar: Por más que la intención de la tendencia na­tural esté determinada de una manera apriorística y objetiva, mediante la ordenación dada por la na­turaleza, aquélla no le es evidente al hombre de forma a priori. Sólo las vivencias evocadoras, las que nos desengañan o nos satisfacen, son las que lentamente elevan esta sorda tendencia natural a la claridad de la conciencia, disipando la niebla que la cubría e iluminando algunos aspectos de la

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estructura fundamental del objeto intencionado co­mo cumplimiento formal. Sólo entonces es cuando estas experiencias, aparejadas a una reflexión in­terior sobre la naturaleza de la tendencia, hacen posible llegar a una más exacta determinación del contenido.

El hombre, que vive fundamentalmente en in­mediata conexión con lo sensible, se siente tentado a ver las vivencias sensibles que le embriagan co­mo satisfacción de esa su ansia de infinito. En la apoteosis de los primeros momentos de estos esta­dos de embriaguez sensorial, parece como si el mis­terio del mundo quedase al descubierto. Sin embar­go, el yo, que creía poder sumergirse en esta vi­vencia embriagadora, tiene que experimentar con atormentador desengaño que la corriente del placer sensorial no es lo suficientemente profunda para contener ese yo, que su cauce estrecho limita su tendencia de infinito. Aun cuando el yo se arroje convulsivamente en el remolino de tales placeres, no puede «perderse», tal como quisiera, en él; siem­pre se ve arrojado sobre sí mismo. Si el hombre intenta la unión con el objeto de su amor, tiene en­tonces que experimentar que cualquier abrazo sen­sible de una manera u otra queda «fuera», tocando solamente la superficie del alma. La embriaguez sensorial es como el agua salada que engañosamen­te sacia la sed. Pero, en vez de saciarla, lo que hace es hacerla más terrible, transformándola en un do­loroso delirio incapaz de ser satisfecho por un acer­camiento violento del yo al objeto de su instinto sensible.

¿Cuál es la verdadera intención de la tendencia de infinito? Se anhela un ser que sea para el yo «su único bien». El alma no busca una multitud de cosas en el espacio y en el tiempo; ella no quie­re algo genérico, indeterminado y sin contenido. Lo que quiere es algo real, un ser real consistente

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en sí mismo e indivisible. Pero este ser único no quiere decir una cosa junto a otras unidades posi­bles y reales, sino que este ser único debe ser a la vez «todo», tiene que encerrar en sí mismo a todo el mundo, tiene que ser el valor absoluto, a partir del cual todas las otras cosas reciben su im­portancia únicamente relativa. Se intenta un ser absoluto que posea su valor no por participación, que no pueda perder este valor y que sea a la vez la máxima simplicidad y la más rica multiplicidad, un ser que posea en sí mismo las fuentes del valor absoluto de manera inamisible e invariable. En definitiva, el hombre no quiere comprometerse con un absoluto impersonal; su tendencia es más bien un deseo amoroso; un encuentro personal, una unión de amor con un ser absoluto y personal, es lo que él busca.

La medida que determina la intención de esta tendencia de infinito es la ordenación, objetiva­mente dada, de la naturaleza humana. Aquello a lo que está ordenada, lo que le corresponde, es en último término lo que constituye su perfección, su fin. Evidentemente no está unido a esto un aban­donarse por parte de la naturaleza humana, sino, por el contrario, su última plenitud. La última y perfecta medida de su realización es una meta que se ha de alcanzar y que, sin embargo, no puede obtenerla en sí mismo. El hombre —como dicen los teólogos— es más bien «capax infiniti», capaz, con capacidad anhelante, de lo infinito.

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EL MUNDO COMO HUELLA DE DIOS

En la Polis de Atenas, su ciudad, consideró Só­crates como el cometido de su vida la «cura de almas» de la juventud, dirigirse a los jóvenes para incitarlos, mediante sus preguntas, a la reflexión. En sus «Recuerdos de Sócrates» nos informa Jeno­fonte cómo Sócrates intentaba, por medio de sus conversaciones, volver a hacer renacer en los áni­mos jóvenes el temor de Dios sobre todo, que, de­bido a la ilustración del tiempo, amenazaba con desaparecer de estos ánimos juveniles. En ello lo­gró demostrar a la gente joven la existencia de los dioses por medio, sobre todo, del orden del mundo. Expongamos aquí uno de sus diálogos clásicos.

Sócrates había oído de Aristodemo, que llevaba el sobrenombre de «el pequeño», que no tomaba en serio la adoración de los dioses, sino que se reía de aquellos que tomaban parte en los ritos de sa­crificios. Inició con él un coloquio, empezando con preguntas sin importancia y no capciosas, dirigi­das a los especialistas de distintos aspectos cientí­ficos que merecían admiración. Sin duda ninguna son dignos de admiración los que crean cosas para la utilidad general. Después de estas preguntas pre­vias propuso Sócrates la pregunta decisiva y pro-

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pia: «¿No crees tú también que quien creó al prin­cipio a los hombres los dotó, para su provecho, de órganos sensoriales: ojos para ver lo visible, oídos para oír lo audible? ¿De qué nos servirían, si no, todos los aromas, de no haber recibido nari­ces? ¿Qué podríamos nosotros saborear de lo dulce y amargo y de todos los gustos que pasan por nues­tra boca, si no nos hubiera dado una lengua que los diferenciase? ¿Y no te dice, finalmente, que exis­te una acción previsora el hecho de que, cuando el ojo está cansado, los párpados lo cierran como si fueran su puerta y permanecen cerrados durante el tiempo del sueño? Para que los vientos no pue­dan causarles perjuicios, las pestañas se entrelazan a manera de cedazo; las cejas forman, hacia arriba como una cornisa, de modo que el sudor de la fren­te no pueda producirles daño; la oreja capta todos los ruidos y jamás se llena de ellos; muchos anima­les poseen incisivos para morder, molares que reci­ben de aquéllos el alimento y lo desmenuzan; la boca, por la cual entra en el cuerpo todo lo que el organismo necesita y apetece, tiene su sitio cerca de los ojos y de la nariz; y, como las segregaciones producen asco, las aberturas destinadas a ellas están a la mayor distancia posible de los órganos senso­riales. ¿Podrías tú dudar, supuesto que todo esto ha sido dispuesto con tanta previsión, de si en ello ha tomado parte la casualidad o el espíritu?» — «No, por Dios», contestó el interlocutor. «Por el contra­rio, si se considera todo esto, habrá que concluir en la existencia de un creador sabio, lleno de amor por las criaturas.» Después de esta primera acep­tación, Sócrates no ceja en absoluto de preguntar, sino que le expone otros ejemplos de la «Pronoia» divina, que se refieren directamente al individuo, con el objeto de quitar fuerza a la objeción aristo­télica de que la divinidad es demasiado excelsa pa-

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ra preocuparse de cada individuo sobre la tierra. Sócrates consigue hacer evidente al joven que, en las cosas que a nuestro alrededor y en nosotros mis­mos ocurren, se puede reconocer la huella de Dios, por lo que le corresponde al hombre entrar en una relación personal de respeto y agradecimiento con Dios.x

Lo que Sócrates hizo de una manera propia, ca­paz de convencer a este hombre sencillo, ha sido siempre realizado antes y después de él: compren­der el mundo como la obra de un maestro divino, buscando en aquél las huellas que nos lleven al creador.

El libro de la Sabiduría llama necios a cuan­tos viven despreocupados, sin saber nada de Dios, pues no están en condiciones de ver en los bienes visibles al ser primero y no llegan a la existencia de un maestro en su contemplación de las criatu­ras, sus obras. En vez de esto, en su necedad mio­pe, han tenido por dioses a los poderes naturales. Admirados por la belleza de las cosas, han dejado de preguntar por la razón de esta belleza, por el creador de toda la creación. Los que ponen su es­peranza en las cosas muertas y hacen sus dioses de las obras de la mano del hombre son llamados infelices.

El apóstol Pablo se apropia de estos pensamien­tos del libro de la Sabiduría, subrayando, además, que Dios no sólo se hace el encontradizo, sino que manda a los hombres que le busquen. En la misma proporción se queja de los idólatras. Bajo la impresión de la depravación moral del reino imperial, vio claro la estrecha relación que exis­te entre conocimiento y vida. Por ello señala él la responsabilidad del hombre, que, siendo capaz de conocer a Dios, no lo hace. En su «carta a los

1. JENOFONTE, Recuerdos de Sócrates, México.

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Romanos» dice: «En efecto, desde el cielo viene revelándose la cólera de Dios sobre todo género de impiedad e injusticia de los hombres, que en su maldad tienen cautiva la verdad; ya que son manifiestas a ellos las verdades que se pueden co­nocer acerca de Dios. Bien claro se las manifestó El. Así, después de la creación del mundo conoce­mos sus atributos invisibles, aprehendidos median­te las criaturas, tales como su eterna omnipotencia y su divinidad. De manera que no tienen excusa. Y en verdad, no obstante el conocimiento que te­nían de Dios, no lo glorificaron como a Dios ni le dieron gracias, sino que alabaron en necios y suti­les razonamientos, viniendo a entenebrecerse su ingrato corazón. Alardeando de sabios, se hicieron necios» (Rm 1, 18-22).

Ya los antiguos pensadores de la filosofía griega se esforzaban por conseguir un conocimiento pro­fundo de la última razón del mundo. Como Werner Jaeger, uno de los mejores conocedores de la his­toria griega, dice, este fenómeno se basa «en que los grandes y nuevos pensamientos de los antiguos filósofos sobre "naturaleza" y "universo" estaban, para ellos, íntimamente relacionados con una nue­va visión de lo divino. En esta unidad de visión espiritual de Dios y de abertura racional del ser, se encuentra la fuente de toda la teología posterior de los griegos».2

Entre los más antiguos filósofos griegos fue Je­nofonte quien con su claridad especial se preocupó del problema de Dios. Los dioses humanizados de la vieja fe popular no pueden ser la verdadera di­vinidad; ésta debe ser lo infinito mismo. Jenofonte declaró abiertamente la guerra a los dioses de la vieja fe popular y exclamó con grandiosas palabras:

2. JAEGER, W., LO teología de los primeros filósofos griegos, México.

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«UN Dios es el más grande entre los dioses y los hombres: ni en su forma ni en su espíritu se ase­meja a los mortales.» La cuestión del principio del orden teleológico del mundo es lo que trata con toda claridad Anaxágoras de Klazomenai, en el Asia Me­nor (allá por los años 499-438 antes de Cristo), para cuya aclaración introduce él el espíritu (nous). Por ello Aristóteles lo alaba como al primer hombre sobrio entre los borrachos.

Su concepción teleológica del mundo fue conti­nuada, como ya dijimos, por Sócrates, pero sobre todo por Platón y por Aristóteles.

Platón comprendió, en su visión filosófica, que la belleza finita, en sus diversos grados de todo lo terrenal, sólo se manifiesta bella «por participa­ción», y lo mismo la bondad, y que como funda­mento y modelo supone una belleza y bondad in­variables. Sobre todo en el diálogo «Parménides» fue donde consiguió Platón un claro conocimiento de un Dios supraterrenal. Su Dios es al principio, claro está, un constructor del mundo, y no propia­mente un creador. «Es difícib —dice él en «Ti-maios»— «encontrar al creador y padre de este uni­verso; pero es imposible, una vez encontrado, ma­nifestarlo suficientemente a todos los demás.»

Aristóteles partió del movimiento de los cuer­pos, sobre todo de las esferas celestes, llegando así a un primer motor inmóvil, que es la pura reali­dad y al que le dio el sublime nombre de «Dios». El está convencido de la teleología total del mundo y cree que Dios, a manera de un enorme imán, atrae hacia sí, mediante el Eros, a todo lo creado. Asumiendo estas y otras ideas de la filosofía grie­ga, patrística y árabe, y elaborándolas, llegó Tomás de Aquino, el gran teólogo de la Edad Media, a establecer sus famosas «cinco vías» para el ascenso hacia Dios (Summa theologica, I, q. 2, a. 3).

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En sus esfuerzos por conocer a Dios, los teólo­gos medievales se veían situados en una tensión entre dos términos opuestos. Por una parte esta­ban convencidos, de acuerdo con la valiente formu­lación de Pablo, de que lo invisible de Dios se le hace visible al hombre mediante la creación, de manera que los hombres que no lo conocen no tie­nen disculpa alguna de su ignorancia. Por otra par­te, estaban también convencidos de que Dios es «lo otro», que habita en la luz inaccesible y que no puede ser comprendido por el pensamiento huma­no-finito tal y como El es en sí mismo. Entre un escepticismo cansino y un racionalismo autocons-ciente había que abrir un pequeño camino de co­nocimiento que llevase, a partir de lo creado, a Dios como primera causa, como fuente en sí misma ne­cesaria del ser, como ejemplar de todas las perfec­ciones del mundo y como fin último de todas las tendencias del mundo.

Una vez se hizo el intento de un argumento apriorístico. El argumento ontológico de la existen­cia de Dios, de san Anselmo de Canterbury, quiso evitar el paso a través de la creación visible y lle­gar, partiendo directamente del concepto de Dios tal y como todo hombre lo tiene, a su existencia. Con el nombre de Dios entiende él la plenitud de todo ser, por encima del cual no se puede ni si­quiera pensar otro ser mayor. Incluso el que niega a Dios debe tener un «concepto» de Dios para po­der negarlo. También éste ve en «Dios» el ser más < sublime que se pueda pensar. Y con ello piensa él a la vez en el ser real de Dios; pues, si no lo in­cluyese en el pensamiento, se podría pensar que por encima de lo que piensa existe un ser real y nece­sario más sublime aún. Este argumento apriorís­tico cayó pronto en una antinomia. Sus oponentes argüyeron contra él el paso injustificado del orden

del pensamiento al orden del ser. También Tomás de Aquino lo negó. Sus ya clásicas «cinco vías» para el conocimiento de la existencia de Dios parten del mundo real.

Estos argumentos intentan, con respeto y hu­mildad, rastrear las huellas del arquitecto divino del mundo, con la convicción de que la estudiada iluminación de estas huellas permite conclusiones sobre la fuente trascendente del ser del mundo, abierto a nuestra experiencia. Es importante cons­tatar que, según esta manera de pensar, le es propio al pensamiento humano el papel de la reflexión. Esta conclusión se apoya en lo que esencialmente es posterior, sigue en dirección contraria el orden del ser hasta llegar a lo primero, al fundamento. El pensar humano no debe ser un establecimiento absoluto del ser, se tiene más bien que limitar a un rastreo de lo establecido hasta llegar a su prin­cipio. Como resultado se puede muy bien conseguir, después de estos esfuerzos intelectuales, un «con­cepto» de Dios; no se trata evidentemente de un concepto de Dios tal y como El es, sino solamente como término último de las relaciones de las cosas del mundo. Si se reconoce en Dios la «causa pri­mera» o el «fin último» de la tendencia, a este conocimiento de Dios no se le puede privar de su valor, aunque de esta manera no se consiga ningún concepto de la cosa misma, mucho menos que pue­da abarcarla exhaustivamente.

La época de la ilustración se olvidó de la pru­dente discreción intelectual del pensamiento me­dieval y creyó poder ofrecer «argumentos» de Dios más valientes y rápidos. Se creía que todo: el mun­do, los seres vivos, el hombre, incluso su misma ulma, podía ser considerado a la manera de una máquina. El mundo, como obra principal de Dios, es un pensamiento que la ilustración siempre ma-

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nejó desde diversos aspectos. Robert Boyle, quími­co y filósofo de la religión (1627-1691), puso una gran suma a disposición de aquel predicador que hubiese demostrado y defendido contra los ateís­tas, espinosistas, judíos, paganos y mahometanos, la existencia y los atributos de Dios en ocho predica­ciones anuales, partiendo de la forma ordenada y del proceso teleológico de la naturaleza. Evidente­mente, la Ilustración se entregó a excesos. Para ella ya no parecía haber misterio alguno; creía po­der dar a conocer todas las motivaciones del mundo.

Desastrosa fue la limitación del concepto «argu­mento» en los argumentos de la existencia de Dios. «Argumento», en el sentido del racionalismo, quie­re decir una forma totalmente distinta y especial del pensar deductivo, esto es, la deducción mate­mática o cuasimatemática a partir de principios o conceptos evidentes y primarios. En este sentido es como quería el racionalismo emplear los «argumen­tos» de la existencia de Dios. Con ello, el sentido originario de la demostración de la existencia de Dios, a partir de los fenómenos del mundo, que­daba transformado en todo lo contrario. El argu­mento (ontológico) de san Anselmo fue de nuevo aceptado como el argumento principal. Partiendo del «concepto» o de la «idea» de Dios se intentaba deducir también su existencia. Así se fue dema­siado lejos.

Para Kant, cuyos conocimientos históricos eran insuficientes, los argumentos de la existencia de Dios de los teólogos medievales eran totalmente desconocidos. Su crítica de los argumentos de la existencia de Dios se dirige únicamente contra sus deformaciones racionalistas. Sobre todo critica el argumento ontológico, reprochándole el paso de la frontera que separa el orden del pensar del or-

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den del ser. En tanto en cuanto la crítica de Kant va contra los «argumentos» racionalistas, es en mu­chos pormenores justificada. Sin embargo, se equi­voca cuando piensa que todo argumento sobre Dios va a parar a lo ontológico. Esto es una equivoca­ción típicamente racionalista. Por lo demás, su pro­pio sistema crítico-filosófico culmina en un Dios, que, como «intelecto primero» (intellectus arche-typus), sobrepasa a todo intelecto creado (intellec­tus ectypus). En último término rechaza él todos los argumentos teóricos de Dios, admitiendo sola­mente un postulado sobre Dios nacido de la con­ducta moral del hombre. Pues bien, sus críticas, que fueron más allá de toda medida justificada, fueron más tarde continuamente desechadas como injustificadas (así, por ejemplo, por el joven Fichte, Weisse, Trendelenburg).

Es evidente que la crítica de Kant sobre los ar­gumentos de la existencia de Dios dio ocasión a un «prejuicio del tiempo» muy extendido (Hegel). Cuando Hegel dos años antes de su muerte, en la época de madurez, comenzó sus conocidas clases sobre los «argumentos de la existencia de Dios», se vio obligado a justificar su intento ante el «prejui­cio del tiempo». En vez de haber perdido impor­tancia estos «prejuicios del tiempo», lo que ha ocu­rrido es lo contrario, que se han afianzado más desde entonces, de manera que la réplica de Hegel contra ellos es de una gran oportunidad. Si bien es verdad —dice Hegel— que el objeto de los argu­mentos propuestos, «Dios», es capaz de cautivar el espíritu del hombre, pronto desaparece esta fasci­nación cuando se tiene que tratar de «argumentos» que demuestren la existencia de Dios. «Los argu­mentos de la existencia de Dios han caído en un desprestigio tal que son considerados como algo an­ticuado, como algo perteneciente a la antigua meta-

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física, de cuyos estériles campos nos hemos salvado para llegar a una fe viva, de cuya fría razón nos hemos levantado de nuevo para llegar a los cálidos sentimientos de la religión. Un intento de revivi­ficar aquellos apoyos, ya podridos y que tenían el valor de argumentos de nuestra convicción de que Dios existe, mediante un nuevo empleo y un nuevo arte de la razón sagaz; un intento de mejorar aque­llas partes que se han debilitado a causa de los ataques y de los contraargumentos, no encontra­ría, a pesar de su buena voluntad, ningún favor; pues no es este o aquel argumento, esta o aquella forma del mismo lo que ha perdido su fuerza, sino que es la demostración misma de verdades religio­sas la que ha perdido de tal manera su crédito en el estilo actual de pensar, que la imposibilidad de tal argumentar es un prejuicio general; aún más: es algo irreligioso dar fe a este conocimiento para buscar de esta manera un convencimiento sobre Dios y sobre su naturaleza, o siquiera sea sobre su ser. Esta argumentación ha perdido de tal manera su curso, que los argumentos, por lo demás sólo conocidos históricamente aquí y allá incluso para los teólogos, es decir para aquellos que pretenden tener un conocimiento científico de las verdades religiosas, pueden pasar inadvertidos.»3

Desde que Hegel pronunció estas palabras, lo que ha ocurrido es que este «prejuicio del tiempo» se ha extendido más y en algunos ambientes ha lle­gado a ser —estamos tentados de decirlo— un axio­ma. No obstante el hecho histórico de que, después de la crítica de Kant a los argumentos racionalistas sobre Dios, se inició una nueva discusión del pro­blema de Dios, partiendo de su misma filosofía; a

3. HEGEL, G. W., Vorlesungen über die Beweise vom Dasein Gottes, editado por G. Lasson (Phil Bibl. 64), 1930, pág. 2.

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pesar de que el anciano Hegel intentó, desde su pun­to de vista, una justificación de estos argumentos; aunque una serie de importantes filósofos postkan­tianos consiguió alcanzar de nuevo el suelo de un realismo, apoyados en una contra-crítica del idealis­mo, sobre el cual discutieron los viejos argumentos en forma más purificada. No obstante todo esto, lo cierto es que la opinión general vive sólo del resultado negativo, crítico-destructivo de Kant. Kant, el que «todo lo destruye», contra el que na­die se atreve a levantarse.

Sobre todo es la protesta religiosa contra todo «argumento» sobre Dios la que ha ganado fuerza, pues de esta manera queda afectada la eminencia absolutamente sobrehumana de Dios, desde que Baader, Kierkegaard y otros tildan de «locura» y de «traición» cualquier intento por conseguir un argumento sobre Dios; incluso lo denigran como un engendro de los sentimientos irreligiosos. Pero, sin embargo, tal reproche lo único que afecta es la de­generación racionalista del argumento sobre Dios, pues es ella la que cree poder quitar el velo del misterio de Dios y operar con su concepto esencial como si operase con conceptos matemáticos eviden­tes. En Kierkegaard se encuentran ciertamente con­clusiones sobre Dios, pero, claro está, sin llevar tal denominación.

Querer declarar cualquier argumento de la exis­tencia de Dios, a partir de los fenómenos del mun­do, como algo irreligioso, sería prohibir al hombre de hoy día el derecho a una aclaración objetiva de la cuestión acerca de la existencia de Dios; sería reprimir la duda en las cámaras oscuras y miste­riosas del alma, en donde jamás llegaría a sosegar­se, sino que quedaría cautiva en el terreno de una pura y fideísta fe en Dios. Es mucho más humano

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enfrentarse sosegadamente con cualquier duda, mi­rándola a la cara, luchar conscientemente con las cuestiones debatidas y con toda seriedad tomar una decisión personal.

Aunque, por lo demás, no se afirme la filosofía de Hegel, algunas de sus últimas ideas son exactas y aún hoy actuales. Así, por ejemplo, la vibración que él hace del «sentimiento» para la fundamenta-ción de la religión y de la concepción del mundo. Quien se abandone a su «sentimiento», adopta una actitud subjetiva en el peor sentido. Mientras un hombre se aferré a esta esfera, no será capaz de alcanzar los grados superiores de la vida espiritual. Pues el sentimiento es siempre «algo individual, duradero sólo por un único momento» y pertene-neciente a cada sujeto empírico. Quien recurra a su sentimiento, se cierra en su individualidad pro­pia, rompe con ello los puentes de la comunidad espiritual y se adentra en el camino por el que se inició una arbitrariedad subjetiva. Este fue inva­riablemente el camino por el que siempre entró en la vida una espiritualidad falsa e inauténtica. Si los sentimientos no se «purifican» con la fuerza de la razón, no podrán dar nada que sea santo. Se manifiestan en «frases de oráculo», en «afirmacio­nes de un sujeto»; ponen en un anhelo subjetivo y romántico el fundamento de una religión que de­genera. No se puede decir que una religión es ver­dadera sólo por el hecho de que haya sido vivida en el sentimiento y con el corazón o porque su con­tenido sea llevado por una fe subjetiva. «Todas las religiones —las más falsas y las más indignas— están en el sentimiento y en el corazón tanto como la verdadera. Hay sentimientos amorales, ilegales, ateos, de la misma manera que los hay morales, legales y piadosos.» El contenido de la religión

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tiene, pues, que ser verdadero independientemente del puro sentimiento. *

Con razón se oponía, hacia la mitad del siglo pasado, el filósofo Uirici, contra el desprecio de los argumentos de la existencia de Dios, en el que también había teólogos implicados, y escribía en el prólogo de su libro «Dios y la naturaleza»:5 «Los argumentos de la existencia de Dios coinciden con los fundamentos de la fe en Dios. Si no hay tales argumentos, tampoco habrá tales fundamentos, y una fe sin fundamento, caso que sea posible en ab­soluto, no será fe, sino una opinión arbitraria, he­cha subjetivamente por el individuo. Sí, la fe reli­giosa se rebajaría al nivel mismo de la pura ilusión o de la idea fija de un enfermo mental si se le opu­siese la objetividad, los hechos científicamente consistentes y una concepción del mundo objetiva, fundamentada sobre ellos.»

Como consecuencia del desgarro habido hoy en día en la concepción del mundo, se impone una comprensión actualizada de los argumentos de la existencia de Dios, excluyendo las desviaciones inauténticas, como la tarea más urgente de nuestro tiempo. Estamos de acuerdo con Karl Jaspers cuan­do dice: «Después del nuevo interés por los argu­mentos medievales de la existencia de Dios, cons­tituye hoy en día una necesidad imperiosa la acep­tación filosóficamente concebida de los argumentos de la existencia de Dios.» 6

Unida con la superación espiritual del mate­rialismo monista del pasado siglo, ha surgido una metafísica inductiva, constituida cuidadosamente mediante un análisis de los hechos empíricos, que

4. Según ILJIN, I., Die Philosophie Begels ais kon-lemplative Gotteslehre, 1946, pág. 61s.

5. ULRICI, H., Gott und die Natur, 2.a edición, 1866, l'óg. 1.

6. JASPERS, K., La fe filosófica, Buenos Aires.

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ha hecho posible el reconocimiento de aquel pensa­miento según el cual el contenido ideal del orden natural deja entrever una inteligencia divina absolu­ta. Citemos solamente los nombres de Hans Dríesch, en cuanto zoólogo discípulo de Ernst Haeckel, pe­ro que independientemente de él se propuso de nuevo el problema de la vida con la ayuda de ex­perimentos geniales. Después de muchos años de trabajo biológico experimental, coordenó sus resul­tados en una síntesis filosófica que todavía no ha sido lo suficientemente tenida en consideración en cuanto a su claridad lógica y a los resultados con­seguidos con un arduo trabajo intelectual. El re­sultado de su «teoría de la realidad» constituye un argumento propio, de tipo teleológico, de la exis­tencia de Dios. Expresamente nos dice él que con este argumento queda rechazado el ateísmo, y de­mostrada la inteligencia de un constructor divino.7

Muchos investigadores de la naturaleza están con­vencidos con él de que «la naturaleza» ha sido des­cubierta como «milagro de Dios a la luz de la in­vestigación moderna».8

Por el contrario, Julián Huxley afirma que Dios es una hipótesis ya innecesaria, cuyo tiempo de apli­cación heurística plena ha pasado ya;9 aquí tene­mos precisamente dos tesis diametralmente opues­tas, de las que sólo una puede ser objetivamente correcta. No procede, pues, dejar la decisión, en un asunto de tanta importancia, sencillamente a un

7. DRÍESCH, H., Wirklichkeitslehre, 3A edición, 1930, pág. 384.

8. Die Natur das Wunder Gottes im Lichte der mo-dernen Forschung, editado por Eberhard Dennert en co­laboración con numerosos y renombrados científicos; 5.a edición aumentada, editada por Wolfgang Dennert, 1950.

9. HUXLEY, J., en: «Observer» 1960, citado por A. Port-mann, «Die Evolution des Menschen», en: Der übermensch. Eine Diskussion, editado por E. Benz, 1961, pág. 399.

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«sentimiento» incontrolado, o recurrir a una impre­sión subjetiva. El que así juzgara sería, con dema­siada facilidad, la víctima precoz de una moda es­piritual, que está tan abocada al cambio como la moda en el vestir. Si tenemos el valor de urgir en todos los otros campos de la vida una claridad obje­tiva sin condiciones, no podemos, en absoluto, que­darnos atrás en el campo más importante.

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EL ESPÍRITU DE DIOS EN LA NATURALEZA

Es un hecho que, desde Sócrates hasta nuestros días, los científicos de la naturaleza tienen siempre la clara impresión de que el orden del mundo, ple­no de sentido, nos da el testimonio de una inteli­gencia divina. Incluso en su «Crítica de la razón pura» expresa Kant elocuentemente esta impresión. Acomodándose al modo de hablar de su época, ha­bla Kant del «argumento físico-teológico». Su pen­samiento fundamental dice así: «El mundo presen­te nos abre un espectáculo tan inmenso por su multiplicidad, orden, finalidad y hermosura —ya se contemple en la infinitud del espacio o en la división ilimitada del mismo— que, incluso tenien­do en cuenta los conocimientos que nuestra débil razón ha podido lograr de ello, las lenguas, que hablan sobre tantas y tan imprevisiblemente gran­diosas maravillas, pierden su vigor expresivo, los números son incapaces de medir su fuerza e inclu­so nuestros pensamientos olvidan su limitación, de manera que nuestro juicio sobre la totalidad debe traducirse en una admiración muda, pero tanto más elocuente. Por todas partes contemplamos un en­cadenamiento de efectos y causas, de motivos y

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medios, de regulaciones, formaciones y muertes, y, aunque nada se encuentra en el estado actual por sí mismo, sin embargo, nos indica otra cosa como su causa... Este argumento merece ser mencionado siempre con aprecio. Es el más antiguo, el más claro y el más adecuado a la razón humana en ge­neral. Reanima el estudio de la naturaleza, de la misma manera que de él recibe su existencia, reci­biendo siempre por ello una fuerza renovada. El nos pone de manifiesto motivos e intenciones allí donde nuestra observación no los había descubierto por sí misma y amplía nuestros conocimientos de la naturaleza... Estos conocimientos... aumentan la fe en un sumo creador hasta alcanzar una convic­ción irresistible. No sería, pues, sólo desesperante, sino completamente vano, querer quitarle a este argumento algo de su prestigio. Ninguna duda, na­cida de una especulación sutil, puede someter a la razón de tal manera que ella no pueda emerger de esta indecisión cavilosa, como si despertase de un sueño, mediante una mirada dirigida a las maravi­llas de la naturaleza y a la majestuosidad de la estructura del mundo, para elevarse así, pasando de un grado a otro, al más alto de todos, de lo con­dicionado a la condición, hasta llegar al creador supremo e ineondicionado.»x

Si, después de este discurso maravillosamente barroco, tomamos sobria y objetivamente en consi­deración el asunto cuestionable de este argumento de la existencia de Dios, necesitaremos, en primer lugar, dar cuenta de la forma y manera propias de este proceso deductivo. En el argumento teleo-lógico se trata, sobre todo, de una deducción ana­lógica, a partir de las obras producidas por la mano del hombre, traspuesta a la razón objetivada en la naturaleza. Partimos de un ejemplo intuitivo de

1. KANT, M., Obras, México.

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este tipo de deducción. Supongamos —no tenemos por qué preocuparnos de si la probabilidad hoy en día está a favor o en contra de ello— que un ex­plorador descubre una isla, sobre la cual no se en­cuentran huellas en absoluto de habitantes actuales o antiguos; tropieza de pronto con un objeto que demuestra inequívocamente las huellas de una ela­boración humana y de un uso también humano, ya sea tan sencillo como un hacha de piedra, o tan perfecto como una espada de bronce, o tan com­plejo como una máquina fotográfica. Tan pronto como se cerciore —lo cual ocurre inmediatamente en el caso de los dos últimos ejemplos— de que realmente se trata de objetos destinados por el hom­bre al uso, esta certeza, como convicción inquebran­table, constituye para él la base de una ulterior investigación; se siente empujado a buscar más hue­llas de hombre. Incluso si suponemos que no se encuentran otras huellas, este fracaso no le podrá apartar en manera alguna de su primera convic­ción.

¿En qué se funda esta convicción adquirida? Evidentemente no es el material en sí mismo el que justifica la deducción de que se trata de objetos destinados al uso humano. Pues el material en la isla no es necesario que sea singular, puede incluso ser tan común como madera o piedra, si, no obs­tante, puede interpretarse en determinados casos como una huella humana sólo por razón de su for­ma especial. Es la estructura especial del material la que determina la razón deductiva. Esta estruc­tura aparece con tanta más claridad cuanto más diversos sean los detalles del material y cuanto más numerosas sean las partes de las que se compone el objeto. Así, por ejemplo, una máquina fotográ­fica moderna de tamaño pequeño posee más de quinientas partes cuidadosamente construidas y conjuntadas entre sí, las cuales han sido de tal

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manera coordinadas para formar esta unidad fun­cional que, si se doblasen, incluso menos de unas décimas de milímetro, tendrían como consecuencia trastornos funcionales. Un hacha, trabajada con un instrumento cortante y destinada a cortar y a ras­par, ofrece al investigador una razón suficiente pa­ra convencerse de que se trata de un objeto des­tinado al uso humano, a pesar de que el material es sólo un objeto simple sin complejidad alguna. En la mayoría de los casos la certeza obtenida al principio queda confirmada mediante otros hallaz­gos. Aquí existe —digámoslo expresamente— no sólo una certeza propia de la vida cotidiana pre-científica, sino una certeza que constituye el fun­damento inamovible de una investigación cientí­fica.

¿En qué consiste la estructura característica de una cosa, que la haga objeto destinado al uso hu­mano? ¿En qué se diferencia esta estructura de la estructura puramente casual de la naturaleza que le es dada a la cosa por el proceso natural? Evi­dentemente, en la elaboración, por ejemplo, en el caso de una piedra, hecha a base de muchos gol­pes que le dan una forma que tiene un «senti­do» interpretativo, encarnado en un «ser para algo». El filo agudo era el sentido de la elabora­ción; éste tenía que servir al hombre como medio de su trabajo manual. De esta manera en el fenó­meno de la forma hay un sentido «objetivado» que se puede «leer» en la cosa, sin que haya necesidad de preguntar al que en su tiempo la elaboró por el sentido que él quería realizar. Es evidente que en el sentido objetivado en la forma de la cosa hay un carácter final, pues la formación dada a la cosa la hace capaz de servir como «medio» o instrumen­to para la realización de los trabajos proyectados. El investigador científico deduce del espíritu obje­tivado en la cosa la existencia de un sujeto per-

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sonal portador de espíritu, que era el único que estaba en disposición, por razón de su pensar sub­jetivo descubridor de un sentido, de objetivar en la cosa este sentido. En el caso del hacha la base de la deducción es científicamente segura —o por lo menos es un hallazgo más seguro en comparación con otro más inseguro—; pues bien, esta certeza crece hasta quitar todo sentido a la duda cuando se trata de un objeto tan complicado como es una máquina fotográfica. Del espíritu objetivado en tales objetos se deduce la existencia de un sujeto personal portador de espíritu que ya no es perceptible ni visible, y que es el que ha hecho al objeto como portador del sentido, mediante su donación subjetiva de sentido a través de la pla­nificación y elaboración. En este sentido la deduc­ción del hombre, como comunicador personal del sentido, supera los datos dados directamente en el fenómeno, los trasciende.

En el argumento teleológico de la existencia de Dios se transpone la demostración, brevemente de­sarrollada aquí, de un portador personal de espíri­tu, a un fenómeno análogo en el orden natural. Se trata ahora de determinar un espíritu objetiva­do en la ordenación de la naturaleza, para demos­trar, apoyados en estos hechos, la existencia de un ser personal divino como comunicador del sentido en el orden de la naturaleza.

Pongamos un ejemplo intuitivo que nos abra el camino para tratar del espíritu objetivo existente en el orden natural. Hay muchos animales que es­tán dotados de instintos paternales cuyos rasgos teleológicos nos asombran si los observamos con exigencia científica. Los progenitores construyen para su descendencia criaderos y se preocupan cui­dadosamente de la alimentación y defensa de sus crías, a pesar de no haber visto tal manera de pro­ceder en sus antepasados. Es el instinto el que los

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guía de una manera tan segura que sobra toda clase de prueba y adiestramiento. Se preocupan in­cluso de las situaciones especiales que todavía están por venir, haciendo, por ejemplo, salidas para las larvas, a pesar de que la salida del huevo aún se encuentra para el animal en tiempos todavía muy lejanos. Las características de tales instintos pater­nales sólo se comprenden por la relación final que tienen con su importancia biológica, por lo que el biólogo, al tratar de explicar cada uno de estos rasgos, no puede quedar tranquilo hasta poner en claro su sentido final. El instinto está, en sus ca­racterísticas de conducta esenciales, genéticamente muy determinado, pero no es tan fijo que se ma­nifieste sencillamente al modo de una máquina. Se acomoda, más bien, a cada una de las condiciones individuales. Dentro de cierto margen, el instin­to varía su conducta acomodaticia; si se le saca de él, arrancándolo del marco de las leyes natura­les, fracasa evidentemente en la mayoría de los casos.

Un ejemplo muy instructivo nos lo proporciona el gorgojo que hace de hojas de abedul el nido para poner sus huevos.2 El gorgojo corta la hoja de abedul, de la que hace como un embudo para los huevos y las larvas, y lo hace de tal manera que las curvas en forma de S, que es como realiza el corte de la hoja, siguen una ley matemático-técnica, según la cual el arrollado de la hoja tiene la solución más útil. En un tiempo de casi un mi­nuto, el gorgojo hace con sus mandíbulas un corte en forma de una S romana vertical, empezando por el borde derecho superior de la hoja —vista la hoja desde abajo—. Después perfora el nervio cen-

2. Véase: WASMANN, E., Der Trichterwickler. Eine na-turwissenschaftliche Studie über den Tierinstinkt, 1884; WOLTERECK, R., Ontologie des Lebendigen, 1940, pág. 226.

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tral de la hoja para evitar la entrada de savia, ter­minando su corte en la parte izquierda.

El gorgojo coloca sus huevos en la hoja, envuel­ve la mitad derecha de la hoja hasta formar un embudo y sobrepone después desde el otro lado la mitad izquierda de la hoja, formando como una defensa. En el embudo, que cuelga del nervio de la hoja, ha hecho un nido cuyas paredes tienen va­rias capas de clorofila, que es el alimento necesa­rio. Cuando se marchita la hoja hecha en forma de embudo, cae del árbol, dando así a las larvas, que están en el suelo, una ocasión oportunísima para arrastrarse por el suelo y transformarse en crisá­lidas.

Se puede demostrar al detalle que otra manera de realizar el corte dificultaría el problema técnico del arrollamiento de la hoja, de no hacerlo impo­sible.

No es admisible una lenta evolución del instinto a lo largo de la historia de la descendencia, pues aquellas variaciones casuales que hubiesen podido llevar al instinto, no hubiesen representado ningu­na ayuda útil. En sus investigaciones sobre el asun­to, llega H. Prell a la conclusión siguiente: «Es to­talmente incomprensible que un proceso tan com­plicado como la formación de un embudo haya sur­gido paso a paso. Cualquier imperfección de im­portancia en cualquiera de las partes hubiese he­cho imposible todo el proceso. Nos encontramos de nuevo ante la necesidad de admitir que complejos de tal alcance en la forma de la conducta biológi­ca tienen que haber aparecido de golpe.»3

La línea de corte se hace comprensible bioló­gicamente mediante su sentido final. Es digno de observar que en todo esto se realiza, dentro de

3. PRELL, H., «Der Trichterwickel des Birkenblattrol-lors» en: Die Naturwissenschaften, 1925, pág. 656.

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cierto margen, una acomodación a las condiciones de cada caso, apareciendo la transformación indi­vidual acomodaticia ordenada a la consecución de un sentido final biológico. El biólogo no puede ha­cer otra cosa que intentar comprender los fenóme­nos biológicos relacionándolos con este sentido final. Mientras no se pueda presentar un sentido final, cualquier aclaración queda dentro de lo provisio­nal, de la pura descripción, aun cuando esta des­cripción incluya una aclaración causal-mecanicista. Quizás intentará, influenciado por las corrientes en moda, evitar expresiones que saben a teleología; pero el a priori de su investigación será siempre la idea directiva y estimulante, según la cual los fe­nómenos biológicos se comprenden solamente en relación con un sentido final totalitario. Incluso si no quiere darse cuenta de ello o si su actitud fun­damental se le ha hecho tan evidente que incluso en ocasiones la niega, su misión principal será siem­pre la comprensión final.

Con el objeto de enfrentarse con la afirmación, hecha por parte darwinista, de que teleológicamen-te las funciones con sentido de los seres vivos pu­diesen realizarse por casualidad, se propuso Gustav Wolff examinar la capacidad de los organismos, referente a una conducta final y primaria, de una manera experimental. El distingue motivación «pri­maria» y «secundaria». Por motivación secundaria entiende las estructuras y tendencias existentes ya en el organismo, ordenadas a una acción final. Allí donde faltan, es donde se encontraría la mo­tivación primaria, pudiendo, sin embargo, el orga­nismo actuar finalmente. Wolff se planteó, pues, la pregunta: ¿Podemos colocar al organismo en una situación de urgencia, que no aparece en la naturaleza, en la que tampoco sus antepasados se han encontrado, pero de la que el organismo pue­de salir, no mediante una especie de conducta ad-

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quirida cualquiera, sino por necesidad de actuar por primera vez de una manera totalmente nue­va? El mérito de Gustav Wolff consiste en ha­ber descrito y analizado por primera vez tal caso de motivación primaria en la regeneración. Co­mo si se tratase de una operación de cataratas, extirpó a unos tritones el cristalino. En la natu­raleza libre no puede darse una pérdida aislada de este tipo. En un proceso de regeneración, que entre tanto ha sido cuidadosamente estu­diado y que solamente exige pocas semanas, el cristalino extirpado se regenera, precisamente a base de un material distinto del que se produjo ori­ginalmente durante el desarrollo embrional. «El dar a conocer este fenómeno de regeneración» —dice el mismo Wolff— «produjo en la biología de la época una especie de pesadilla, según se dijo, y dio ocasión a que se realizasen numerosos intentos que hiciesen accesible este fenómeno a la deducción me-canicista, intentos estos a los que subyacían errores de los más diversos tipos.» *

Si seguimos todo el proceso de regeneración de los cristalinos extirpados, veremos que para la re­generación hace falta más que una mera renova­ción del cuerpo cristalino. Pues para ello se nece­sita también que el cristalino, nuevamente forma­do, sea integrado en su ambiente con capacidad de funcionamiento; es éste un proceso que de nuevo se diferencia de una manera total del correspon­diente al del desarrollo embrional. Para ello hace falta «también la formación de nuevas fibras, la reparación del pliegue ciliar inferior y su unión con el cristalino, y, en general, todo el sistema de colocación y acomodación, la exacta introducción de la lente en la pupila en condiciones totalmen-

4. WOLFF, G., Leben und Erkennen. Vorarbeiten zu ainer biologischen Phüosophie, 1933, pág. 170.

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te nuevas; en una palabra, la totalidad de este pro­ceso que lleva a una sistematización orgánica, for­mada teleológicamente, y también teleológicamente funcional, que, en su nueva situación, intenta la consecución de un fin, la mayoría de las veces a su alcance, mediante una nueva combinación de los medios a su disposición, y que no había sido jamás alcanzado de esta manera ni tampoco inten­tado» (Wolff, Ib. 175). Wolff no sólo fue un genial biólogo, sino además un filósofo, que sacó, con una claridad raramente alcanzada, las consecuencias fi­losóficas de estos resultados experimentales, expo­niéndolos en su «Filosofía biológica».

Si la plenitud de sentido de la naturaleza orgá­nica, con respecto al pensamiento objetivizado en la naturaleza, queda siempre «fuera» para nosotros, en el sentido de que no lo experimentamos inme­diatamente, sino que sólo lo deducimos, en nuestro propio caso este inconveniente desaparece. La te­leología, plena de sentido, procede en el hombre desde las formas totalmente inconscientes hasta la conciencia. Reflejos y regulaciones son en nosotros totalmente inconscientes. Especialmente en medici­na, ha llamado la atención en las últimas décadas el hecho de que los que curan propiamente las en­fermedades son los procesos activos internos, que con su delicadeza y seguridad superan en la ma­yoría de los casos cualquier intervención humana. «El desarrollo del pensamiento médico» —dice un importante internista de la actualidad— «está in­disolublemente unido con la doctrina de los siste­mas de ordenación, pues solamente mediante una ordenación común pueden ser estructuradas las par­tes del organismo para formar un conjunto unita­rio tanto anatómico como funcional, que es más que la suma de cada una de las partes... Vida sig­nifica ordenación de estos procesos según leyes di­rectivas del organismo. Muerte significa el término

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de esta ordenación, de manera que la sustancia so­lamente sigue las leyes físico-químicas, y siguién­dolas se aniquila. Enfermedad significa trastorno de la ordenación y con ello peligro de muerte, de des­trucción, de acuerdo con las leyes físico-químicas... El intento mecanicista-materialista, en el sentido de Lammettrie, de explicar al "hombre como una máquina", tiene que ser considerado como un fra­caso... La ordenación, propiamente dicha, del orga­nismo permite una descripción causal y física de sus procesos, que sólo se pueden comprender en su motivación de una manera teleológica» (Hoff).5

En este sentido la sabiduría del médico auténtico consiste en aprender el lenguaje de la naturaleza, para poder así apoyar los procesos de defensa na­turales de la naturaleza dañada.

En el ser humano estos procesos que se desarro­llan naturalmente motivados y que no nos son conscientes y por tanto no los podemos reproducir en nuestras vivencias, están supuestos a otros, que discurren, eso sí, a su antojo, pero de los que somos ya conscientes. Estos forman una serie ascendente; cuanto más conscientes nos son, tanto más nos es posible ejercer nuestra influencia sobre ellos. Al final de esta serie existen tendencias esenciales que se nos dan a conocer en su impulso oscuro, pero que necesitan de la ayuda del yo consciente para su realización total.

El hecho de la existencia de sentido en la na­turaleza viva se puede, pues, demostrar de muchas maneras; se nos manifiesta en nuestra naturaleza en la vivencia especial y fuerte. Este contenido de sentido no es, con todo, algo último en lo que pu­diese pararse la explicación. Pues el hecho de la existencia de un espíritu objetivado en la natura-

5. HOFF, F., Klinische Physiologie und Pathologie, 3.a

edición, 1953, pág. 477ss.

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leza es también un hecho que no se mantiene en sí mismo, que no es comprensible por sí mismo en la misma proporción en que tampoco lo es la uni­dad funcional de un reloj de bolsillo. Este no ser evidente nos obliga a seguir preguntando. Aunque hablemos de la «sabiduría de la naturaleza» o de la «razón del mundo», esto nos ayuda poco, pues es solamente otra manera de expresar el fenómeno en cuestión. Tenemos que preguntar por un portador personal de espíritu como donador de sentido, el cual, aunque actúe por medio de causas interme­dias, debe ser en último término un ser absoluto y subsistente en sí mismo. De esta manera, utilizan­do esta forma de argumento teleológico, Dios se nos manifiesta como el único fundamento suficien­te del ser, a partir del hecho del espíritu objeti­vado. Frecuentemente se reprocha al argumento te­leológico el haberse arrogado estar presente en la providencia divina, ya que se precia de saber todas las intenciones de Dios para llegar mediante ellas a Dios. Pero esto es totalmente inexacto. Nosotros no podemos adentrarnos en los planes que Dios tie­ne previstos para su mundo en conjunto. Para nues­tro intento es suficiente la determinación de ciertos territorios limitados del espíritu objetivado; más aún, en el fondo bastaría un único argumento bien asegurado para establecer el fundamento firme de todo el conjunto.

Contra la deducción de un ordenador divino a partir de la teleología plena de sentido de la na­turaleza, los enemigos de esto hacen notar insis­tentemente las muchas incongruencias e incluso las muchas contradicciones existentes en ellas. Si en el proceso del mundo hay un espíritu activo, éste parece ser más bien un demonio, que caprichosa­mente busca unas veces lo valioso y otras lo con­tradictorio, intentando conseguir sus fines con me-

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dios inadecuados y no siendo capaz, finalmente, de llevarlos a cabo totalmente.

No hace falta demostrar que en la naturaleza existen muchas «dísteleologías». No se puede negar esto. ¿Acaso no deshacen ellas el argumento que in­tentamos hacer? Para responder a esta pregunta, tendremos que reflexionar sobre algunos casos que nos presenten nuestros contradictores. En primave­ra muchas plantas producen enormes cantidades de polen. La mayoría de estos granos de polen se pier­de; sólo una pequeñísima cantidad alcanza su fin. La naturaleza emplea aquí el así llamado «princi­pio del cartucho de caza». Una superproducción «cuenta» con que de alguna manera la mayor par­te no alcanzará su fin. La cantidad de perdigo­nes garantiza un éxito medio; alguno de los per­digones alcanzará «seguramente» su meta. Pero, aquí hay una clara referencia teleológica. El hecho de la «finalidad» aparece en que la naturaleza «cuenta» con la pérdida de la mayor parte del po­len. Para conseguir, sin embargo, el fin propuesto, la cantidad de polen se aumenta extraordinariamen­te si tenemos en cuenta la cantidad que en reali­dad hace falta. Se puede decir que la naturaleza podría conseguir su fin de una manera algo más ahorrativa. Esto es ciertamente posible y en otros casos así sucede. Pero es característico del espíritu mercantil del hombre calculador poner reparos a esta prodigalidad tan maravillosa de la naturaleza. La naturaleza no es en absoluto un mercader que tenga que contar con cada ochavo para no ir a la bancarrota con su negocio. Ella tiene otras medi­das; por ello, su finalidad no desaparece de su sen-1 ido, sino que se manifiesta claramente en la pro­digalidad.

Aquí convendría diferenciar dos conceptos que rti muchas ocasiones son confundidos entre sí. Son el de la finalidad y el de la conveniencia. Digamos

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que un chimpancé intenta alcanzar con un mano­jo de paja un plátano que pende del techo. No se puede negar que este proceso tiene una finalidad, a pesar de que el medio empleado no es adecua­do. Según se ve en este ejemplo, sólo se puede hablar con propiedad sobre conveniencia o in­conveniencia, cuando el fundamento evidente es la finalidad. Inconveniencia es algo totalmente dis­tinto de la falta de motivación. En la primera debe haber finalidad, que está exigida por el conjunto, y cuya falta tiene así el carácter de deficiencia de lo que no debería ser. Por el contrario, en los seres inorgánicos puros hay falta de motivación, por ejem­plo, en la variación de la superficie terrestre, a causa del clima. Aquí no se puede hablar ni de conveniencia, ni de inconveniencia, porque no se supone ninguna clase de finalidad. Si, pues, las in­conveniencias son aducidas como objeción contra el argumento teleológico, de esta manera no se con­mueve en absoluto el fundamento general del ar­gumento, sino que, por el contrario, queda supuesto. Las inconveniencias son también un argumento en favor del orden real teleológico de la naturaleza, es decir, en favor de su finalidad, a pesar de que, según nuestros conceptos, pueda emplear de ma­nera ocasional medios inadecuados. Las «disteleolo­gías» no socavan en absoluto, como muchas veces se piensa, el fundamento del argumento, sino que sólo son posibles, supuesto este fundamento.

Ellas refutan claramente una totalidad, falsa­mente admitida, del orden teleológico natural. Al intento de conseguir un argumento de la existen­cia de Dios a partir del orden de la naturaleza, se le exige, sin que se dé uno cuenta de ello, la de­mostración de que en el mundo todo se ordena cie­gamente a los fines mejores. Se piensa que el ar­gumento teleológico solamente alcanza su meta

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cuando —en el sentido de Leibniz— se demuestra que el mundo es el mejor de todos los posibles y en cuya ordenación resplandece por todas partes una inteligencia absoluta, infinitamente perfecta e infinitamente santa. Pero esto no es así. El mundo no es, como Hans Driesch ha demostrado tan cui­dadosamente, un orden perfectamente absoluto. Tres grandes enemigos se enfrentan a la aceptación de una inteligencia absoluta en el orden del mundo: la casualidad, el mal y el error. El mundo es frá­gil. Hay sentido junto a la falta de sentido. Pero esta constatación es muy significativa. Si el mundo fuera en todos sus aspectos un orden absolutamente perfecto, entonces sería posible lo que el monismo quiere: la naturaleza es divina, es el absoluto que no necesita ser referido a otra cosa. Entonces sería el mundo realmente comprensible en sí mismo, se­ría «evidente». Entonces se habría hecho Dios y ya no sería una indicación que nos llevase a una inteligencia que no es él mismo, sino que nos la da a conocer, pues brilla en él. De esta manera es como este mundo, que sufre dolores de parto, nos hace que lo trascendamos. El sólo es un primer plano muy frágil en el que no debemos quedarnos, sobre el que tenemos que elevarnos para descansar solamente allí donde se encuentra la fuente pri­mera del ser y del orden del mundo, en el espí­ritu divino absoluto, ante el que el hombre se sabe colocado según su conciencia como ante el Dios •tintísimo.

Para terminar, citemos aún un ejemplo acerca <li! la fuerza con la que este argumento ha impre-ionado al moderno investigador de la naturaleza.

< 'uando el químico alemán Liebig visitó Inglaterra, < I Lord Kelvin era aún un joven investigador. Yen-'!<> de paseo a través de una rosaleda, preguntó Kelvin si él, Liebig, creía que una flor como aqué­llas sería comprensible sin una causa racional; a

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lo que Liebig contestó: «No; de la misma manera como tampoco lo sería un libro que describiese toda la maravillosa estructura de tal flor sin su causa.» «Usted está viendo» —dice al respecto Franz Bren-tano— «que es precisamente el argumento teleoló-gico el que aquí se manifiesta aún con toda su fuer­za persuasiva, como en otro tiempo Aristóteles ha­blaba como de gente irreflexiva de todos aquellos a quienes la visión del mundo no los había llevado a la convicción de una razón omnipresente.»6

6. BRENTANO, F., Vom Dasein Gottes, 1929, LIIIss.

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¿ESTA EL MUNDO MALOGRADO?

Si el mundo fuese evidente en todos sus aspec­tos, si por todas partes se rastrease claramente una providencia divina y bondadosa, entonces la fe en Dios no sería difícil para el hombre. Pero junto a rasgos claros y luminosos que nos llevan a Dios, hay otros oscuros que enturbian la imagen y que aumentan la fuerza de la duda. Sobre todo es el enigma difícil y agobiante del mal el que flota sobre el mundo y sobre el corazón de los hombres, dificultándoles su ascensión hacia Dios. Continua­mente, a lo largo de la historia de la humanidad, se ha hecho a Dios responsable del dolor que nos inunda, rechazándolo por ello. Contrariamente a esto, y a la vista de esta negación, se ha realizado el intento de establecer una «teodicea», es decir, una justificación de Dios por razón del mal en el mun­do. La teodicea más conocida proviene de la pluma del filósofo Leibniz, que incluso quiso demostrar que el mundo, tal como es, es el mejor que se puede pensar entre todos los posibles. A este opti­mismo se ha enfrentado siempre el punto de vista i Je un pesimismo que ha bosquejado una impresio­nante imagen de los dolores y males del mundo y que ha considerado al mundo, tal como es, como

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el peor de todos. Este mundo, ¿no será, más bien, obra del diablo que de Dios? —esta es la cuestión.

También en esta cuestión se trata de conseguir un juicio fundado en una aclaración objetiva para no entregarse a un prejuicio sentimental de carác­ter optimista o pesimista. Como ya hemos hablado en el último capítulo de la ordenación en el mundo, deduciendo de ella la existencia de Dios, queremos ahora volver de nuevo sobre este tema, sometiendo a un examen las partes oscuras de la naturaleza. No se trata de empequeñecer las partes realmente oscuras, para retocarlas después eliminándolas, co­mo muchas veces sucede. Una «argumentación» de este tipo no puede convencer.

Hoy día se quiere fundamentar la protección y el amor a los animales sobre un sentimiento pa­cifista general. Un pacifismo a cualquier precio, que incluyese también al animal, debería ser pro­clamado como el punto máximo de un comporta­miento ético. En esto se atribuye al mundo animal un estado de inocencia paradisíaca, inculpando por el contrario al hombre —piénsese, por ejemplo, en Ludwig Klages— de ser, con sus alevosos crímenes, el perturbador de la paz en este mundo paradisíaco. Un sentimiento estético y romántico encontró buena acogida, por ejemplo, en el santo de Asís, el amigo de los animales, que predicaba a los pája­ros y recomendaba al lobo que abandonase su sal­vajismo. Se leían sus «Floréenlas» y quedaban sa­tisfechos.

La valoración del estado del mundo animal os­cila entre dos extremos. Después de haber hablado en el último siglo de una lucha encarnizada que destrozaba a los inútiles, siendo en ello la «lucha por la vida» la única regla de conducta válida para los seres vivos, el péndulo ha oscilado en las últi­mas décadas pasando al lado opuesto. Como ejem-

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pío de ello, citemos el libro de William J. Long, «Selva pacífica», que hace varias décadas fue edi­tado en América. El historiador de biología, el hamburgués Meyer-Abich, está de acuerdo con el autor cuando en el prólogo a la edición alema­na dice: «La ley universal de la naturaleza no es la lucha ni la competición, sino una colaboración pacífica y amistosa que está dispuesta a la ayuda. Los animales salvajes siguen esta ley de una ma­nera instintiva.» x Es cierto que entre los seres vi­vos hay una vida comunitaria pacífica y dispuesta a la ayuda. La investigación de la «simbiosis» de las últimas décadas ha reunido un material al res­pecto, que ha sido poco estudiado a fondo. Por lo pronto la insistencia unilateral en la vida común y pacífica de los animales en la naturaleza ha con­ducido a una paliación y disimulo de la crueldad, que es también en la naturaleza un hecho vital. La «apología» es exagerada cuando Long afirma: «En la medida en que el ojo humano, llevado por la razón y el deseo de compenetración, puede com­prender el sentido evidente que hay en el laberinto del mundo animal, este sentido aparece como amis­tad y bondad. La naturaleza, en vez de ser cruel y despiadada, parece que se ha preocupado cuida­dosamente de que toda suerte de animal pueda vi­vir lleno de placer y alegría. Si se reproducen en demasía, amenazando con superpoblar la tierra, la muerte se les acerca piadosa, como la "madre os­cura", apartándolos del medio, sin que tengan por ello que sufrir dolor ni miedo.»2

Debido a ese principio unilateral de la «lucha por la vida», considerado como el «principio fun­damental» en la naturaleza y que durante todo un

1. LONG, W. J., Friedliche Wildnis. Con un prólogo de Meyer-Abieh, 1959, XII.

2. LONG, Wildnis, o. c , pág. 332.

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siglo determinó la manera de juzgar, se hizo nece­sario que la parte contraria, que había sido pasada por alto o negada, fuese nuevamente subrayada. Pero lo que no se puede hacer es exagerar este otro extremo que nos presenta una imagen de color de rosa, de manera que las sombras que pesan sobre el mundo de los seres vivos sean por ello negadas. En la naturaleza existe también un «taller del do­lor» (Portmann), que construye instrumentos refi­nados de martirio, y también los usa, y contra los que la crueldad humana no puede competir. Junto a esa imagen idealizada y romántica de los trópi­cos con sus bosques de palmeras, orquídeas, pája­ros extraños y hombres del mar del Sur con flores en sus cabellos, se puede presentar una imagen to­talmente distinta, como así lo hace Adolf Portmann. Esta imagen nos presenta hombres que sufren en la miseria, víctimas de las enfermedades tropica­les. Aquí se nos ofrece un cuadro impresionante ante el que quedamos como espeluznados: «Enfer­medades de la piel, de los ojos, miembros disloca­dos, pies mutilados por los parásitos, filas de niños que esperan que la grave enfermedad del sueño los ataque. Las palabras apenas pueden describirlo...

»Todo este sufrimiento tiene una razón común: La causa inmediata de estas terribles enfermeda­des son los parásitos. En los trópicos es especial­mente grande el número de tales posibilidades. Allí toda clase de gusanos puede vivir en el intestino, en los vasos sanguíneos, en el cerebro, en el hí­gado, enquistarse debajo de la piel, causar graves enfermedades en los ojos y destruir los organismos. Un gran ejército de insectos está destinado a una vida parasitaria en los hombres y animales supe­riores: moscas y pulgas, chinches y piojos; amén de una enorme cantidad de garrapatas, que pertenecen a los arácnidos y que se alimentan todos de san­gre. Quien, como médico o zoólogo, o mejor como

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ambas cosas a la vez, comience a combatir estas plagas, se encontrará con tan extraños modos de vida que sólo a esta tarea podrá dedicarse. Todo el esfuerzo de un verdadero ejército de científicos está orientado hoy en día en muchos países hacia estos malignos parásitos; ha aparecido una nueva zoología médica y cada vez está cobrando más im­portancia para todos los estados políticos desde que el tráfico aéreo ha acercado entre sí nuestra zona y los países tropicales.

«También entre nosotros se dan grandes males y parásitos malignos, pero en los países tropicales se añade a estas terribles enfermedades una carga ape­nas imaginable de la que son causantes otros seres vivos. Ante quien tiene que preocuparse de este aspecto de la vida, se abre un mundo de dolor y de horror.

»E1 sumergirse en el país del dolor y de la en­fermedad, nos lleva a un territorio de la vida en donde hay una perfección tan alta y una técnica vital tan pletórica de sentido como la que admira­mos en el reino luminoso de una pradera en flor o de una rosaleda. En el taller del dolor encontra­mos dispositivos tan refinados que la fantasía hu­mana aparece pobre y roma junto a ellos. ¡Cuán­tos órganos de succión, cuántos aparatos destinados a picar, cuántas inyecciones venenosas, cuántas pil­doras de efecto duradero no son fabricadas por gér­menes malignos para que la transmisión tenga tiem­po y el germen pueda esperar la ocasión más fa­vorable...! Todo esto es un instrumental para el que quisiéramos por un momento emplear muy a gusto la palabra "demoníaco".»3

Aquí la naturaleza nos muestra una cara total­mente distinta, capaz de horrorizarnos en lo más

3. PORTMANN, A., Vom Bild der Natur, 1947; «Die Werkstatt des Leidens», pág. 43-52.

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íntimo de nuestro ser. Es el biólogo el que, impre­sionado por este rostro, utiliza la palabra «demo­níaco» como predicado de valoración. Con ello no pretende señalar esta o aquella rara excepción en la naturaleza, sino toda una serie de dispositivos que caen bajo la misma categoría. Nos tenemos que enfrentar con esta parte oscura de la naturaleza; no es verdad que la naturaleza tenga por todas partes un aspecto de inocencia y bondad luminoso. No nos testimonia, en absoluto, que en todas partes esté la mano bondadosa y paternal de un Creador, de la que ella proviene.

Un amor sentimental a los animales, de ciertos amantes de los mismos, debería hacer del aprecio de la vida, de cualquier especie que ésta sea, el principio supremo de una ética. Pero un intento tal toma un aspecto dudoso al limitar este amor a los animales, a animales que, por su organización más perfecta, están relativamente próximos al ser hu­mano. Entre los parásitos se cuentan la mayoría de los seres vivos que difieren en mucho de nuestra organización humana y en los que no podemos pe­netrar sentimentalmente, por lo que el «amante de los animales» los desprecia con facilidad. También él ve en estos animales, seres vivos parasitarios pequeños, unos «bichos» que se pueden pisotear sin remordimiento.

Vida parasitaria se da también en los animales superiores. Así, por ejemplo, el cuclillo, que no se hace sus nidos, sino que pone sus huevos a escon­didas en los nidos de otros pájaros para que los incuben, podría ser caracterizado como un parásito de incubación. El ornitólogo Oskar Heinroth ha ob­servado y filmado estos procesos de incubación, de­mostrando así que el pequeño parásito, que empieza a salir del huevo, arroja a las crías del animal que lo ha cobijado, las cuales han salido del huevo des­pués que él, siguiendo en todo esto un «proceso

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admirablemente teleológico» (Heinroth). Precisa­mente doce horas después de haber salido del hue­vo se inicia en el joven cuclillo el instinto de arro­jar a los otros. «Las partes del animal están do­tadas de terminales de nervios sensitivos, que so­bre todo hacia la parte trasera son muy espesas, de manera que el pájaro empieza muy pronto a echarse sobre sus espaldas todo lo que le toca, sean huevos o compañeros de nido, introduciéndose de­bajo de ellos con un movimiento hacia atrás o la­teral. Una concavidad especial en sus espaldas le facilita el levantar la carga. Extendiendo sus alitas desnudas en forma de brazos, que él, en contrapo­sición a otros pájaros recién nacidos, puede mover muy rápidamente y con sentido, sujeta el peso, tre­pando hacia atrás por la otra pared del nido. Para ello emplea la parte delantera de la cabeza y la frente como apoyos, utilizando el cuello para al­zarse. Este pequeño y ciego portador transporta el cuerpo extraño no sólo hacia la parte interior del borde del nido, sino que lo hace incluso hacia la parte más exterior posible del mismo, el cual, fre­cuentemente, es muy ancho debido a las ramitas de hierba. El mismo tiene que estar muy alerta para no caerse por el borde, por lo que se esfuerza con habilidad para volver de nuevo al interior del nido.» Así describe Heinroth estos procesos, que él mismo presenció en su casa, donde había puesto cu­clillos muy pequeños. Al hacer una visita a un nido de currucas en el que había un pequeño cuclillo, encontró Heinroth «dos currucas pequeñas, quizás de unos 4 a 5 gr. de peso, que desde hacía cosa de doce horas yacían muertas sobre el borde del nido. Las currucas tendrían aproximadamente dos días de vida al morir; a todo esto una curruca incubaba al pequeño cuclillo». Aquí observa Heinroth: «Este hecho de que uno de los padres calentase a este hijastro, que se había introducido en el nido, entre

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los dos cadáveres de sus hijos y que lo hiciese con toda naturalidad, es uno de los argumentos más definitivos de cómo trabaja el instinto de conser­vación de la especie de estos animales. Quien no sepa esto, pero lo vea con sus propios ojos, supon­drá, como cosa evidente, que la curruca va a bajar su cría inmediatamente del borde del nido y que la va a cobijar cabe sí, arrojando además a este huésped tan indeseable, de aspecto tan distinto, o por lo menos, matándolo a picotazos, cosa que por otra parte podría hacer sin más. Pero, en realidad, los polluelos, arrecidos de frío y entregados a una horrenda muerte, no existen para los padres; pues el instinto de calentar y alimentar a sus pequeñas crías queda totalmente satisfecho con aquel pájaro extraño que ahora ocupa el nido.»4

La «pillada» del cuclillo de poner sus huevos en nidos extraños no es algo absolutamente único en el reino animal y tampoco es la expresión de una «inteligencia» especial, de altura considerable en el orden del sistema zoológico, propia del cuclillo. Pues algo semejante encontramos también en ciertos in­sectos, especialmente entre los moscardones, avis­pas y abejas, que se aprovechan de la incubación de otros himenópteros, tal y como lo hace el cu­clillo.

Aquí tenemos ante nosotros un estado de cosas propio del reino animal que, tan pronto como las transpusiéramos mentalmente a relaciones huma­nas, las condenaríamos incondicionalmente. Este aprovechamiento «picaresco» de la buena voluntad de los tontos, incluso con destrucción malvada de una vida ajena, la condenaríamos nosotros, entre

4. Las citas de Heinroth han sido sacadas del texto que acompaña a su película «La conducta instintiva del joven cuclillo» (Die Triebhadlungen des nestjungen Kuc-kucks), Reichanstalt für Filme und Bild in Wissenschaft und Unterricht. Hochschulfilm C 385/1940.

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hombres, como inmoral. No procede el empleo de dos criterios. Debemos tener el valor de decir que la conducta de los parásitos «no está en orden». La vida parasitaria está hoy tan extendida en el reino animal que el zoólogo cuenta con que una tercera parte de todos los animales es parasitaria.

Nosotros nos encontramos, pues, con que en la naturaleza infrahumana hay rasgos de una «per-versio». ¿De dónde viene esta perversión? No po­demos hacer responsable de ella a los animales, pues la conducta animal es premoral y está deter­minada por la naturaleza. Por otra parte la vida parasitaria, según la opinión de todos los zoólogos, no es algo primario en la naturaleza; entró en ella posteriormente. Sin poder decir cuándo, dónde y cómo se realizó esto, no tenemos más remedio que aceptar que el mundo animal ha sido arrastrado de alguna manera a un estado de caída. Es eviden­te la aceptación de que el comienzo de la perver­sión se encuentra en un pecado del hombre y que, a partir de este pecado del hombre, la desdicha se fue extendiendo sobre el resto de la creación a ma­nera de una reacción en cadena. Así parece haberse producido también el distanciamiento entre hom­bre y animal; con frecuencia los animales le pare­cen al hombre portadores de algo demoníaco. Como dice Huber, se parecen «en su fatalidad, producida, sin que ellos hayan hecho nada para ello, por el hombre, a un pueblo cuyo caudillo, a través de sus crímenes y locuras, va corriendo hacia la perdición, arrastrando tras de sí a la catástrofe a todos sus subditos».5

De todos modos, los santos, que frecuentemente consiguieron un poder extraordinario sobre los ani­males, estaban convencidos de que las consecuen-

5. HUBER, M., Mensch und Tier. Biblische Betrachtun-gen, 1951, pág. 27.

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cias del pecado del hombre se introdujeron con su perturbación y desorden en el resto del mundo y de que hombres santos, que se habían reincorpo­rado perfectamente en el orden puesto por Dios en el mundo, volvieron a conseguir nuevamente el do­minio perdido sobre la naturaleza infrahumana.6

Con esta explicación de la cuestión de la per­versión en la naturaleza subhumana se consigue una primera evidencia explicativa de este proble­ma tan grave y tan perturbador de cómo se puede coordinar el mal moral y la bondad de Dios: una solución auténtica de la cuestión principal en teo­dicea sólo se puede obtener si se toma muy en serio la libertad del hombre. Tan pronto como esta li­bertad desaparezca a merced de cualquier determi-nismo filosófico o teológico, toda la responsabilidad sobre el mal moral en el mundo tiene que caer sobre Dios, cuya imagen queda así fácilmente des­figurada, tomando la forma de una caricatura de­moníaca. Para solucionar esta cuestión tenemos que partir de una reflexión acerca de las característi­cas de la experiencia moral.

En la voz de la conciencia se enfrenta al hom­bre una exigencia incondicional. Detrás de esta ex­periencia se le van delimitando los rasgos de una persona divina absoluta y exigente, y esto tanto más claramente cuanto él la realice con un corazón mejor dispuesto. Todos los intentos de explicar este impulso exigente de la obligación moral como un resultado de la voluntad colectiva, como una con­densación de la educación, que desde tanto tiempo se vienen haciendo, no pueden evitar la diferencia fundamental existente entre moral costumbrista, como encarnación de esta condensación educativa, y moralidad como exigencia natural. Costumbres buenas pueden hacerse malas cuando la responsa-

6. Véase: BERNHART, 3., Heilige und Tiere, 1937.

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bilidad moral costumbrista de una nueva genera­ción las desprecia. Las costumbres regulan, a lo su­mo, el círculo de la vida comunitaria, pero no ur­gen en el campo de las obligaciones que el indivi­duo tiene ante sí. Ni comunidades estatales ni otras cualesquiera son capaces de producir esa responsa­bilidad tan íntima que el individuo siente en su interior, incluso independientemente de toda man­comunidad, aunque sí pueden formar, en particu­lar mediante enseñanza, educación o modas, la si­tuación esencial general, cuando ésta manifiesta al­guna especie de indeterminación.

Al reflexionar sobre las razones fundamentales de la obligación moral, nos damos cuenta de que la obligación incluye una manifestación de la vo­luntad. La voluntad del prójimo, como voluntad in­dividual o como voluntad general, se manifiesta, pues, como insuficiente porque la fuerza que nos obliga no puede proceder puramente de una volun­tad física, sino solamente de una voluntad moral. Si una voluntad nos obliga es porque goza ya de una fuerza obligativa o, dicho de otra manera, de una autoridad moral. La autoridad humana no pue­de nunca fundamentar la obligación moral, sino que tiene que suponerla para fundamentarla. Por ello el estado sólo puede obligar a los ciudadanos por razón del orden moral; de otra manera sólo podría obligar hasta donde llegara su poder, pero no en el fuero propiamente interno. Sus obligacio­nes, por otra parte, sólo afectan a un aspecto muy limitado de la vida humana, y sólo en este sentido puede obligar. Así, pues, el estado no puede ser el origen del orden moral. La obligación absoluta e incondicional nos lleva a una voluntad divina absoluta.

Si la voz de la conciencia nos pone ante un Dios santísimo, esto tiene como consecuencia ne­cesaria que Dios no puede querer el mal moral en

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sí, como pecado, sino que sólo lo puede permitir. Parece como si la libertad de su criatura, plena y auténtica, tuviese para él tanto valor que hubiese elegido con ella —hablando antropomórficamente— el riesgo del error, del pecado y del mal moral. Si no hubiese hecho esto, hubiera ya, desde un prin­cipio, secado la fuente de la decisión libre contra El; pero entonces los hombres serían, en el fondo, ante El, puras marionetas, capaces únicamente de realizar un juego tal y como El lo quiere y como desde un principio lo había determinado. Solamen­te por su voluntad libre es el hombre ante Dios una persona real, un yo que puede responder a su llamada, pero que también la puede ignorar. Todo dolor es por ello consecuencia del pecado, a pesar de que, a veces, pueda afectar a inocentes. Cómo se pueda relacionar el dolor de los inocentes, sobre todo de niños inocentes, con la santidad de Dios, es cosa que nosotros no podemos determinar de una manera positiva precisamente porque no podemos entrar en la intimidad de Dios. Pero todo dolor, por duro que sea, es algo temporal, algo provisio­nal, algo que, por lo menos en nuestro mundo, no constituye un estado definitivo, que puede ser por tanto eliminado. La función purificadora y trans­formadora que el dolor ejerce despertándonos, le da su profundo sentido. Evidentemente que estas reflexiones generales no nos ponen de manifiesto el sentido del dolor individual. La contextura de nuestro destino vital, en nuestra situación en este mundo, sigue siendo una contextura de la que so­lamente podemos ver su reverso. Sólo cuando po­damos participar de una visión de Dios completa­mente distinta de la actual, se nos manifestará có­mo los hilos del destino del mundo, que aparente­mente estaban enredados, se desenlazan para for­mar una gran armonía divina.

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Cuando acudían a Newman con cuestiones reli­giosas, éste les indicaba que el camino hacia Dios pasaba por la conciencia. «La conciencia» —dice Newman— «no descansa en sí misma, sino que nos señala, transcendiéndose, algo que se encuentra fue­ra de ella, permitiéndonos conocer los confusos lí­mites de una sanción que es más alta que la propia, por su decisión, y cuya existencia queda demostra­da por el claro sentido que la caracteriza con res­pecto a la obligación y responsabilidad. De aquí re­sulta el que estemos acostumbrados a hablar de una voz de la conciencia, expresión esta que nos­otros jamás emplearíamos para la belleza, y que además es una voz, o el eco de una voz, que es tan imperiosa y apremiante como ningún otro man­dato lo es en nuestra experiencia.

«Las cosas inertes no pueden estimular nuestros sentimientos anímicos; ellos sólo se dan en relación con personas. Si nosotros nos sentimos responsables, como en realidad así ocurre, avergonzados o asus­tados por no haber seguido la voz de la conciencia, esto incluye la presencia de alguien ante quien nos sentimos responsables, avergonzados o temerosos de sus exigencias. Si ante una injusticia sentimos el mismo dolor que el que se apodera de noso­tros cuando injuriamos a una madre, haciéndonos llorar y sacudiendo nuestro corazón; si ante una acción buena sentimos la misma alegría de cora­zón, tan luminosa, la misma satisfacción, tan apa­ciguadora, que la que se siente cuando nuestro padre nos alaba, es porque en nosotros tenemos con toda seguridad la imagen de una persona a la que nuestro amor y respeto se dirige, en cuya sonrisa encontramos nuestra dicha, por la que an­helamos, a la que dirigimos nuestras lamentacio­nes, ante cuya ira nos sentimos confusos y peque­ños. Estos sentimientos son de tal manera que exi-

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gen, en concepto de causa estimulante, un ser in­teligente. No tenemos ningún movimiento sentimen­tal en relación con una piedra, ni sentimos ver­güenza ante un caballo o un perro; no tenemos re­mordimientos de conciencia ni arrepentimiento cuando trasgredimos una ley humana solamente. La situación es la siguiente: la conciencia excita todos estos sentimientos de dolor, confusión, presenti­miento, recriminación; y por la otra parte derrama sobre nosotros una profunda paz, un sentimiento de seguridad, de sumisión y esperanza como ningún otro objeto terrenal y visible puede producirnos. «El malo huye aun cuando nadie le persiga.» ¿Y por qué huye? ¿A qué viene su temor? ¿Quién es al que ve en la soledad, en la oscuridad, en el lugar escondido de su corazón? Si la causa de estos sentimientos no pertenece a este mundo visible, entonces el objeto hacia el que van diri­gidos debe ser sobrenatural y divino; y de esta manera la voz interior de la conciencia nos ayuda, como si fuera un mandato, a grabar en nuestra imaginación la idea de un supremo señor, de un juez que es santo, justo, poderoso, omnisapiente y justiciero. Ella es el principio creador de la religión, de la misma manera como el sentido moral es el principio de la ética.»7

7. NEWMAN, J. H., An essay in aid oí a Grammar oj assent, 1870. Philosophie des Glaubens, traducido al ale­mán por Th. Haecker, 1921, capítulo V.

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DIOS — «EL SER TOTALMENTE OTRO»

Ante su caducidad temporal el hombre se ve siempre ante la pregunta: «¿Qué es propiamente el ser hombre?» A ella da su respuesta el Antiguo Tes­tamento: «Un aliento empujado por el viento.» Esta experiencia primaria y trágica del hombre, de que su existencia sólo es pasajera y corta, a la que no corresponde ninguna necesidad intrínseca, es la que le ha hecho consciente de su «contingencia esencial» de una manera muy viva.

Todo hombre, en cuanto ser biológico, procede de la unión del óvulo materno con el esperma­tozoo paterno. Entre las innumerables combinacio­nes que se forman, el propio yo aparece solamente una vez. Se hubiesen podido realizar combinacio­nes múltiples, casi infinitas, sin que yo hubiese tenido que ser formado. ¿Qué grado de probabi­lidad existe para que una sola combinación, ha­ya llegado a formar mi cuerpo? La combinación materna produjo antes de mi formación 17.000 gér­menes, la paterna 339 billones de espermatozoos. Según el cálculo de probabilidades, la posibilidad de la formación de precisamente mi yo biológico se encuentra en la relación de 1:5 millones de billones. Supongamos que de los 17.000 óvulos sólo 400 quedasen fecundados; en este caso la probabi-

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lidad sería aún de 1:130.000 billones. Esta escasa probabilidad se transforma casi en imposibilidad si nos fijamos en que también los padres fueron un caso de suerte entre billones de posibilidades. La probabilidad, pues, está en contra de nuestra exis­tencia. Sin embargo, existo, mientras billones de posibilidades están condenadas a una eterna nada.

Siempre que el espíritu del hombre ha buscado un punto de partida evidente en sus investigacio­nes por la verdad, siempre ha tenido que encon­trarse con el hecho inmediato de su propio yo. San Agustín nos dice a esto: «¿Qué queda de todo lo que sabemos? ¿El que lo sepamos, cómo lo sabe­mos o que vivimos? En este saber no tenemos mie­do de ser engañados por cualquier apariencia de verdad, pues es cierto que incluso el que se equi­voca vive.»1

Cuando Descartes en sus «Meditaciones de prima philosophia» se propuso reconstruir la filosofía des­de un fundamento indudable y firme, comenzó a dudar de todo para encontrar algo de lo que no dudase. Se puede dudar de todo; pero, cuando se duda, queda el hecho: cogito, ergo sum. De una manera semejante empleó el fundador de la feno­menología, Edmund Husserl, la abstención de todo juicio (epojé) ante todo lo que crédulamente acep­tamos por costumbre como mundo. Lo que queda es sólo la «vida del yo». Esta certeza del propio ser es, en cierto sentido, el conocimiento más ele­mental. No es que sea el primero, pues al principio el hombre está abierto al mundo y necesita mucho tiempo hasta que encuentra su yo. Pero lo que él desde un principio acepta como un hecho dado, como lo más próximo, inseparable de sí mismo y por tanto como punto de partida más allá del cual no se puede ya ir, es la propia existencia.

1. SAN AGUSTÍN, De Trinitate, XV, 12.

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Sii el espíritu, ensimismado, profundiza en el sencillo hecho de su ser, éste se hace para él cues­tionable. ¿Qué es el ser que poseo? ¿Quién es el yo poseedor de su ser? ¿Qué es este movimiento espiritual en el que estoy y en el que soy cons­ciente de mí mismo y de él? Si reflexiono sobre mi ser, aparece ante mí un doble aspecto: el del ser y el del no-ser. Pues «yo soy» no simple y ab­solutamente, sino que aquello «en lo que soy» ya es otra cosa; y el «acto» que yo pongo y en el que me comprendo como ser, es también otra cosa. El pensamiento presente antes, ya ha pasado, dejando lugar a mi pensar actual. De mi ser no se puede separar la temporalidad. Siempre existo en un mo­mento puntual presente. Un «ahora» se encuentra siempre entre un «ya no» y un «aún no». Si somos conscientes de nuestro propio ser como de un ser colocado entre el ser y la nada, se nos descubrirá la idea del ser puro, que no tiene nada de no-ser, en el que no existe ningún «ya no» y ningún «aún no», que no es temporal, sino supratemporal o eterno.

Ser temporal y eterno, ser inmóvil y cambiante y lo mismo el no-ser, son ideas que el espíritu en­cuentra en sí mismo; no han sido traídas desde fuera. Aquí es donde la filosofía del ser tiene su justo punto de partida. Al mismo tiempo es tam­bién aquí donde aparece la analogía entis, la rela­ción analógica entre el ser temporal y el eterno. «El ser actual es, en el momento que es, algo de la especie del ser absoluto, del ser total que no conoce ningún cambio temporal. Pero, como sólo es por un momento, tampoco es, en ese momento, ser total; su contingencia se encuentra ya en el ser actual; este ser es sólo un «analogatum» del ser eterno, que es ser invariable y por tanto ser total en todo momento. Es decir: una imagen que tiene

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semejanza con el ejemplar, pero mucha má¿ de­semejanza» (Edith Stein).2 /

Nuestro ser humano, en cuanto ser presente puntualmente, es siempre un ser actualizado, es decir, un ser que está liberado de la potencialidad y ha pasado a la actualidad. Mientras estén, en nues­tro ser unidas entre sí potencialidad y actualidad, podemos tener la idea de un ser al que /le corres­ponda siempre la pura actualidad. Lo qué un hom­bre hace es siempre la realización de lo que puede. Lo que él puede es la expresión de lo que es. Por ello, porque el hombre realiza sus facultades, es por lo que él lleva su ser al más alto grado de desarrollo. Lo que en el hombre está separado, es una misma cosa en Dios. Sólo Dios puede decir de sí mismo: Yo soy el que soy. ¿Podemos nos­otros, partiendo de un ser creatural quebrantado y dividido, tal y como lo experimentamos en nos­otros mismos, llegar a un ser divino que sea el primer ser, el que se posee a sí mismo?

Es cierto que nosotros no llevamos nuestras po­tencias como si las tuviéramos por nosotros mismos, pudiéndolas actualizar y utilizar a capricho. En nuestro recuerdo siempre quedan lagunas; es im­posible llamar a ser por nuestra fuerza a los recuer­dos de contenido de la vida pasada, como también lo es mantener continuamente en el ser los conte­nidos presentes. La conciencia, si nos preguntamos de dónde venimos, se pierde en la penumbra del pasado. Todos nos encontramos como seres vivos, como existentes presentes, y, al mismo tiempo, como procedentes del pasado y como proyectados hacia una vida futura. Por esto se asombra el hom­bre de la realidad de su propio ser. El sabe de su ser que es una «existencia lanzada a la existen-

2. STEIN, E., Endliches urad ewiges Sein. Versuch eines Aufstiegs zum Sinn des Seins. 1950, pág. 3Y.

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cia»,\teniendo ineludiblemente que hacerse la pre­gunta^ de «de dónde». Jamás será nuestro ser un ser al\que poseamos total y completamente; sólo es un ser pasajero que nunca nos pertenecerá defi­nitivamente. Por esto estamos necesitados de cali­ficar el \ ser del yo, este presente continuamente cambiante, como un ser recibido. Nuestro ser ha sido puesto en la existencia y en ella se mantiene en cada rnomento. Y en esto se da la posibilidad de un coniienzo y de un término. El hecho de «es­tar lanzada», propio de nuestra existencia, obliga al hombre a seguir pensando y a preguntarse por «el que la ha lanzado», que se encuentra más allá de todo ser condicionado. El hombre experimenta, además, que su propio ser es un «ser para la muer­te», destinado a un fin al que ineludiblemente se va acercando. En la «angustia creatural» tiene él la vivencia de la continua amenaza de su ser. En todo tiempo y de todas partes puede producirse una invasión en el orden de su ser sano, «ofen­diéndolo», haciéndolo enfermar e incluso aniqui­lándolo. Por último se sabe llamado y vinculado por su conciencia al orden santo del mundo, que no proviene de él y cuyas leyes quedan sustraídas de su arbitrio.

Si empleamos el principio evidente de la razón suficiente, que dice que todo lo que existe debe tener una razón suficiente ya sea en sí mismo ya en otro, llegaremos sin duda alguna a la conclu­sión de que: «La razón y el principio del ser, como de todo ser finito, sólo puede ser, en último tér­mino, un ser que no sea, como lo es todo ser hu­mano, recibido: tiene que ser por sí mismo; un ser que no sólo pueda ser, como todo lo que tiene un principio, sino que necesariamente sea. Y, como su ser no es un ser recibido de otro, en su ser no puede haber ninguna diferencia entre lo que es [y lo que pudiese ser o no ser] y la existencia, sino

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que debe ser el mismo ser. Este ser, que por sí mismo y de una manera necesaria es un s£r sin principio y la causa de todo lo que empieza;'a ser, debe ser único; pues, si hubiera varios, debería haber una separación entre lo que hace diferente al uno del otro y constituye a cada uno ep. su ser, y lo que todos tienen en común. Tal separación no existe, sin embargo, en el ser primero. Puede ocurrir que mi ser efímero tenga un apoyo en algo finito. Pero como finito no podría ser el último apoyo, la última razón. Si mi ser está vinculado a algo finito, yo y esto somos mantenidos en el ser. Esta seguridad de ser que yo siento en mi ser efí­mero, me indica la existencia de una vinculación inmediata con el último apoyo y razón de mi ser (sin perjuicio de otros posibles apoyos mediatos). Esto es, evidentemente, un sentimiento oscuro, que apenas se puede llamar conocimiento. San Agus­tín, quien buscó el camino hacia Dios sobre todo en su ser interior y quien siempre con nuevos giros subrayó cómo nuestro ser nos señala que por encima de sí mismo existe el verdadero ser, nos da a conocer al mismo tiempo nuestra incapacidad de comprender lo incomprensible» (E. Stein, pág. 57s).

Aunque el ascenso a un Dios esté lleno de pro­blemas, se trata de un verdadero ascenso del espí­ritu humano hacia Dios, hacia el Dios que dijo de sí mismo: «Yo soy el que soy.»

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EL HOMBRE ANTE DIOS

Dios es para la razón humana la plenitud de la luz deslumbrante. El ojo humano sólo puede per­cibir la luz refractada de los colores; éstos son para él colores plenos. Pero su composición, formando una luz blanca incolora, le parece al hombre «va­cía», precisamente porque esta luz ya no tiene co­lor. El lego en cuestiones físicas queda asombrado ante el hecho de que la luz «vacía», esto es, la luz «incolora» contenga los colores. Algo semejante le ocurre al hombre cuando intenta pensar en la esen­cia de Dios. Dios, en su plenitud infinita de ser, es para la razón humana como una luz que le des­lumhra y que le parece que está propiamente «vacía».

Dios, como el ser totalmente otro, puede ser entendido precisamente como el ser totalmente dis­tinto, superior absolutamente a todo ser terreno limitado, sin ser por ello comprendido. El ser del hombre es comparable a una bola que corre sobre una línea. Partiendo de un origen no vivido, rueda la bola de su existencia, poseyendo su ser sólo en el momento del contacto con la línea y prosiguien­do sin parar la sucesión de instantes temporales con la seguridad de que esta línea nunca se que-

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brará. Sólo en el instante temporal es capaz el hom­bre de actualizar las posibilidades puestas én su ser, sin poder fijar para siempre lo que ya está actualizado. Su alegría, pero también su tragedia, es que su ser es un «nunc fluens», un «ahora flu­yente». Por el contrario, Dios es el «nunc stans», el «ahora estable», la pura realidad en una posesión constante y absoluta, sin necesidad de tener que dejar lo actualizado. Dios es, por tanto, según el lenguaje de los teólogos, «actus purus». Dios es pura realidad o acto puro. En todos los aspectos Dios es acto, sin mezcla alguna de potencia, de fa­cultades, de vinculación a un «germen» que sólo después podría actualizarse. Pero precisamente esta pura actualidad de Dios nos parece «vacía». Nos­otros no somos capaces de apreciar esta absoluta plenitud, como plenitud. Más bien la consideramos negativamente desde nuestro modo de ver. Dios no es un ser en desarrollo, que evoluciona en su tiempo, que llega a ser él mismo, que alcanza la madurez, que se hace. Pero precisamente para esto no tenemos nosotros órgano alguno, por lo que la plenitud del ser de Dios, tan única y tan irrepetible, nos parece «vacía».

El hombre contemporáneo ha vivido la dicha como la urgencia de la autoformación y cree que esta tal autoformación que se desarrolla en el tiem­po es la vida misma. Para él solamente está «vivo» aquel hombre que se encuentra en continuo mo­vimiento interior, alimentado desde una capa pro­funda de su ser. El hombre moderno cree tener en su propio ser una fuente inagotable de la que brota una enorme cantidad de impulsos; desde su propio yo parece que se le abren una infinidad de posibi­lidades propias, a las que él afirma apasionadamen­te como propias, y las ama a pesar de que pueden ser contradictorias o incluso tratarse de posibilida­des que destrozan su yo. El quisiera entregarse a

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cada\una de ellas con la misma intensidad. En este entregarse al remolino de impulsos le parece que consiste la propia vitalidad. Aunque la destrucción de formas fijas, el abandono de cobijos afianzados, abra dolorosas heridas y cada vez que el ponerse a la búsqueda signifique para él una pena dolorosa, sin embargo, el placer de sí mismo, que él tanto aprecia, es más fuerte, y baja su mirada con una sonrisa misericordiosa hacia aquellos que son de­masiado débiles y demasiado cobardes para enfren­tarse a esa infinidad sin fondo de este proceso, haciendo por ello abortar sus impulsos, cerrándose a su propia infinidad al hacerse sus cobijos hermé­ticamente cerrados a todos los vientos. ¿No es acaso el creyente en Dios el que se cree en posesión firme y cerrada de la verdad? ¿Y no hace tal forma de posesión que el hombre sea —como Lessing dijo— un ser tranquilo, perezoso, orgulloso, en una pala­bra, un ser muerto? Por ello el hombre moderno no quiere una verdad fija; prefiere andar errante eter­namente con tal de seguir siendo eternamente un ser vivo.

Dios, el eterno, el que se posee siempre a sí mismo, aparece, desde el punto de vista de esta actitud intelectual, como el ser rígido, como el ser que no tiene vida en absoluto, como aquel a quien le faltan los presupuestos para un proceso evolutivo, del que el hombre tan orgulloso se siente. En la base de este argumento, que aparta con horror al hombre de Dios, se encuentra un equívoco funda­mental que confunde la infinidad «mala» con la «auténtica». En cada caso la palabra «infinidad» quiere decir algo muy distinto. «Infinidad», en el sentido de la infinidad mala, quiere decir la posi­bilidad de poder superar siempre los límites, sin llegar nunca por ello a un término, realizándose en esto una actualización continuada de posibilidades en el tiempo. Infinidad auténtica, por el contrario,

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quiere decir una plenitud positiva de ser de ca­rácter infinito en una actualidad atemporal o Supra-temporal y sin mezcla de potencialidad. Esta ple­nitud del ser debe ser atribuida a Dios. Pero pre­cisamente para esto nos faltan las categorías men­tales de comprensión. Nosotros no podemos decir ni percatarnos de cómo sea posible una autopose-sión absoluta tal, sin cambio en el tiempo. Por ello tiene esto para nosotros, al no podernos liberar de nuestras formas de imaginar y de pensar, la apariencia de que la plenitud de Dios es algo rí­gido, vacío, sin vida.

Y, con todo, Dios debe ser el ser vivo en abso­luto. El no puede poseer el ser y la vida sólo por participación o en proporciones, amenazado por la pérdida de ser, sino en sí y por sí, en comprensión total de sí mismo, sin la sombra de una amenaza.

Dios es para nosotros un prójimo divino. Y, con todo, esto no puede ser entendido de manera que los límites en los que termina la criatura fuesen al mismo tiempo los límites en los que empieza lo divino, pues Dios no es capaz de fronteras. Dios no puede ser «definido», Dios no puede ser desta­cado, en sus «límites», de otra cosa. Más bien es Dios el que todo lo abarca, el que tiene el ser de manera totalmente distinta a toda criatura. En El vivimos, en El somos y en El nos movemos, como dice el Apóstol. Todo ser creatural está en Dios, sólo tiene consistencia por El. No puede situarse junto a El en el mismo rango de ser, sino que es un ser de forma totalmente distinta, porque no lleva consigo la razón de su ser, sino que la tiene en Dios. Pero este ser, abarcado por la fuerza divina del ser, propio de la criatura, tampoco puede ser comprendido como si la criatura fuese parte, por­ción del ser divino, o rayo de la luz absoluta. Con esto desaparecería toda diferenciación en el ser, y el hombre sería deificado de una manera panteís-

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ta. La relación personal entre hombre y Dios sigue existiendo, incluso es el fundamento de la auténtica fe en Dios.

Por razón de la total diferenciación entre Dios y la criatura, le resulta siempre al hombre impo­sible hablar de Dios con conceptos acomodados a su ser. Por ello es necesario que el hombre hable de Dios o con conceptos analógicos o con imágenes simbólicas, que se hacen inevitables para la expre­sión de la fe en Dios. Entre las imágenes simbóli­cas, inevitables, se encuentra la «altura». En todas las religiones encontramos la imagen de que Dios habita en las «alturas». Los dioses tienen su mo­rada en las más altas cúspides. El creyente toma conciencia así, aunque no siempre con claridad y siendo incapaz de dar cuenta de ello, de que aquí «altura» no hay que tomarla literalmente, sino sim­bólicamente. La altura espacial es un símbolo lin­güístico de la altura absoluta de la superioridad del ser divino. Entre los símbolos que aparecen en el lenguaje del creyente, están también cielo y sol. Si antes se califica precipitadamente al culto al cielo y al sol sencillamente como idolatría, hoy la fenomenología de la religión, que intenta escu­driñar los fenómenos religiosos desde dentro, ha rechazado ya este reproche. Tampoco el culto «de los primitivos» es sencillamente idolatría. Más bien el sol y el cielo son para ellos símbolos de la lumi­nosidad absoluta y de la absoluta altura de Dios.

Sólo podemos hablar de fe en Dios allí donde el hombre levanta su mirada a Dios. En las acti­tudes espirituales que quedan dentro del campo creatural, cada actitud puede tomar una forma dis­tinta, levantando la vista o bajándola, según que la consideración valorativa reconozca en la otra persona más o menos valor con respecto a la propia persona. Esta posición de estar más alto o más bajo es relativamente independiente del rango objetivo

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de las personas relacionadas entre sí. Puede suce­der que alguien mire por encima a una persona situada en un rango superior, haciéndolo con acti­tud menospreciadora y compasiva. Lo decisivo para la dirección de la actitud es, pues, la valoración per­sonal del sujeto. Además, la postura más alta de una persona con respecto al propio yo, puede ma­nifestar los grados más diversos. La otra persona puede estar igualada en rango a la propia por bene­volencia; ella puede ser elevada por la veneración a un respeto tal que apenas le permite acercarse a la persona venerada. La posibilidad de este ascenso gradual, que puede ser pensado hasta el infinito, es una característica de la relatividad de los senti­mientos. Esta relatividad posibilita en el fondo la posibilidad de comparación entre la propia persona y la persona a la que se dirige nuestro sentimiento, pues aunque una de las personas parezca ser supe­rior en la valoración a la otra, sin embargo, la va­loración de ambas se refiere de alguna manera al mismo sistema de coordenadas.

En el caso de la actitud ante Dios, por el con­trario, la superioridad de Dios crece hasta no re­sistir una comparación tal. Ante la superioridad óntica del ser absoluto, que al mismo tiempo es la razón de ser de todo lo creado y que tiene en Dios su existencia, el hombre sólo es «polvo y ceniza». Cuando san Agustín, al comienzo de sus Confesio­nes, intenta comprender el objeto absoluto y excel­so de su anhelo, se da cuenta de lo paradójico que es este esfuerzo del ser espiritual creado, que, siendo finito, quiere comprender lo infinito. La orienta­ción del pensar sólo puede indicarnos a Dios, sin llegar a comprenderlo positivamente. Pero no es la superioridad óntica la que constituye la razón últi­ma de esta actitud de adoración. Hay una postura, es verdad, que reconoce a Dios como al ser abso­luto, pero que en la valoración no pone a Dios por

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encima del propio yo, sino que considera incluso al propio yo como moralmente superior. De este tipo es la oposición prometeica, por ejemplo, en la poesía goethiana de «Prometeo». Orgulloso de lo que ha conseguido con su esfuerzo, «Prometeo» se ima­gina ser superior moralmente a los dioses inactivos. Por ello se burla de ellos.

Para san Agustín Dios no sólo es el superior en plenitud de ser y poder, sino también el moralmen­te excelso. «Yo sé que Tú no puedes ser tentado en manera alguna, pero de mí no sé para qué tenta­ciones tengo resistencia y para cuáles no.» El cre­yente san Agustín ha olvidado el disputar con Dios, que es lo que supone una equiparación leal sobre el mismo nivel de las dos personas disputantes. «No entro en pleito con Vos, que sois la Verdad; y no quiero engañarme a mí mismo, para que mi ini­quidad no mienta contra sí misma. No entro, pues, en pleito con Vos; porque, si os ponéis, Señor, a examinar las iniquidades, Señor, ¿quién quedará en pie?» (Conf. I, 5).

Lleno de veneración, el creyente se inclina ante la santidad de Dios, que es la misma inmutabilidad, bondad inagotable, magnanimidad, liberalidad y pa­ciencia, ante la que se encuentra la mutabilidad, pequenez, inseguridad e impaciencia del hombre. A esta postura creyente no sólo corresponde una real superioridad moral de Dios, que permita un ascenso gradual, sino el reconocimiento de una gran­deza absoluta, porque en esta actitud ante Dios no existen partes débiles que puedan disminuir la veneración, mientras que la naturaleza humana jamás podrá evitar su caducidad moral. Y aquí no sólo es reconocida esta grandeza absoluta de una manera teórica, sino que es ordenada de una ma­nera totalmente personal por encima del propio

yo.

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Disputar con Dios significa suponerle capaz de una injusticia, quiere decir que apelamos al tribu­nal de la conciencia jurídica humana para que res­ponda de sus actos, quiere decir, además, que ad­mitimos la posibilidad de que el hombre, en virtud de una mayor nobleza en el disputar, se pueda le­vantar moralmente por encima de Dios. Tal rela­tividad, que excluye de Dios lo absoluto, significa lo mismo que ahogar toda postura religiosa refe­rente a la fe en Dios. Mientras que esta actitud ante Dios incluya aspectos más o menos cuestiona­bles, aunque sólo sean posibles, mientras la bondad moral de Dios no sea identificada con su ser, que­da siempre la posibilidad abierta de que Dios nos desengañe. Pero, si con esta actitud creyente se venera en Dios al ser santo, esencial e inmutable, entonces lo incluye en el campo de un ser distinto incomparable, ve en El al ser totalmente otro, cuya grandeza no admite comparación con la grandeza humana, ante el que el hombre sólo puede estar en silencio y estremecido de respeto.

Para creer en Dios hace falta «humildad». Hu­mildad no es un sentimiento de inferioridad, no es la preocupación angustiosa de ser inferior a los demás. En tal sentimiento de inferioridad queda incluida la comparabilidad relativa con otros. Pero la humildad está por encima de tal comparabilidad, no tiene en cuenta la propia inferioridad ante los otros hombres, sino la propia miseria ante Dios. Sémer expresa muchas veces la humildad en es tos términos: «Al pobre a quien Dios colma no le es posible la arrogancia» (132). En la plenitud de su vivencia divina dice ella: «Yo no creo que en este estado de amor pueda ser tentada de orgullo, hasta tal punto llego al fondo de la humildad y ver mi nada» (187). Para aquel que haya vivido a Dios ya no le es posible desconocer que de sí mis-

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mo nada hay de bueno en él, y que todo lo recibe de Dios (132). Todas las Confesiones de san Agus­tín están llenas de esta humildad.

El ejemplo de Sémer sería el más indicado para mostrar cómo la humildad no tiene nada que ver con los sentimientos de inferioridad y con la inse­guridad angustiada, sino que se encuentra en una esfera totalmente otra. Jamás se dieron señales de sentimientos de inferioridad en esta mujer tan ele­gante, tan amable y tan señora de todas las formas sociales. Durante la guerra da muestras de una for­taleza varonil; permanece en París, cuando la mi­tad de sus habitantes huye. Su misión en este tiem­po fue sobre todo «mantener la fuerza moral del ambiente» (92).

Si, por una parte, la postura creyente allana el abismo infranqueable entre la propia nada y la infinita plenitud de Dios, entre la impotencia mo­ral del hombre abandonado a sí mismo y la santi­dad esencial de Dios, trascendiendo de esta ma­nera tan insuperable el propio ser con un respeto y adoración altísimos, por otra la actitud creyente no se contenta con establecer una relación estática, reconociendo voluntariamente esta relación, sino que intenta superar la distancia uniendo su alma interiormente con Dios en un amor lleno de con­fianza y humildad. Lo que hace que esta actitud sea así es algo característicamente personal, una difusión personal de sí mismo. Una postura mera­mente intelectual no es aún una actitud; tiene que añadirse una inclinación totalmente personal hacia el objeto que en la fe en Dios es de forma positiva; un querer abrirse del yo; una afirmación alegre de la existencia del objeto; una efusión del yo hacia él con el fin de conseguir una unión interior. Así como el anhelo de infinidad, en su manifestación sensible, intenta «estar al tanto» de las cosas de su

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derredor, agotándose en ellas, así, también, purifi­cado él en el amor de Dios, busca la mayor cer­canía con Dios; intenta hacerse una misma cosa con él de manera que Dios sea la vida de la vida (S. Agustín, Conf. X, 6; Sémer, 168). En esta actitud creyente se encuentra, por lo menos, esta intención, a pesar de que se quede atrás la realización. Mien­tras el movimiento hacia Dios se quede a mitad de camino, un suspiro de oración se arranca de su pecho: «Decidme, por vuestra misericordia, Se­ñor Dios mío, ¿qué sois Vos para mí? Decid a mi alma: ¡Yo soy tu salud!» (Conf. 1, 5.)

En la actitud creyente Dios es aceptado como el valor absoluto y como tal afirmado por el yo; a esta valoración sigue una inclinación personal. La valoración de Dios puede ser al principio una valo­ración intelectualista o voluntarista —Dios como el summum bonum—, sin que repercuta en la pro­fundidad del alma. La decisión más fuerte de la voluntad no es capaz de producir esta vivencia. Mientras en la actitud creyente falte esta incorpo­ración personal y vivencial, la actitud se siente como inauténtica. «Inauténtica» es la actitud mien­tras, existiendo un conocimiento teórico de que Dios es el ser absoluto al que todos tendemos y al que se debe amar sobre todas las cosas, el peso del al­ma se encuentre en algo fuera de Dios. Tal actitud es muy posible, pero, sin embargo, tiene el carác­ter de cierta falta de raigambre y de colorido. Aún no es una actitud real. Por mucho que se aferré a lo absoluto de Dios, le falta con todo el conven­cimiento en lo «más íntimo».

El mandamiento de amar a Dios con todo el co­razón, con toda el alma y con todas las fuerzas, exige una profundidad vivencial total. Es verdad que muchas veces el hombre tiene que limitarse a una entrega incondicional de tipo volitivo; así en el caso de sentimientos contrapuestos. Pero el amor

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de Dios urge además esa resonancia vivencial. En el hombre debe existir, de hecho, un máximo de profundidad vivencial que ya no pueda superarse, pues la amplitud vivencial del hombre individual dotado de fuerzas limitadas, debemos considerarla también limitada. Pero, como jamás se puede decir con seguridad cuándo se ha alcanzado esta medida última de capacidad vivencial, si es que de hecho se ha alcanzado, puede suceder, como en el caso de Sémer, que en la profundidad del alma propia nos hallemos, al experimentar ese amor de Dios, con mayores honduras y que el amante pueda seguir creciendo ilimitadamente en el amor de Dios. Sé­mer siempre experimenta como nuevo el amor de Dios aunque creía que ya no era posible un profun-dizamiento de su vivencia. «Yo no creía que todo este amor fuera posible; y ahora me parece que uno enciende al otro» (159). «Yo amo... y cada día amo más... Desde hace meses les repito: pertenezco en­teramente a Dios, vivo en unión perfecta, en cada afirmación creo yo vivir la plenitud de todo lo que soy capaz; pero de nuevo doy un paso adelante y todo es nuevo. Puedo decir con plena verdad: "aho­ra es distinto; yo estoy en unión perfecta, sencilla­mente entregada; es todavía más íntimo, más her­moso"» (205).

Cuando el creyente se da cuenta del valor ab­soluto del amor de Dios, intenta acercársele lo más posible. La meta que ahora aparece es una unión interior que supera toda distancia, que hace des­aparecer totalmente al yo humano para quien Dios es ya «su único bien». «Mi vida, mi oración, mis ac­tos de amor pertenecen a Dios y a Dios sólo. Que El haga lo que quiera con ellos. Estoy postrada a sus pies, sin palabras, entregada como una cosa, tan entregada que ya no me pertenece nada» (Sémer, 211). Si la entrega del propio yo es lo último que

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el hombre puede hacer —y así aparece en las expo­siciones sobre actitudes creyentes: como lo último que le queda al hombre por hacer— hay, además, por parte de Dios, un movimiento descendente en el que el hombre ya no se entrega, sino que se sabe rodeado de Dios. «En aquella profunda vivencia re­ligiosa pasé largos años; uno se entrega a Dios; se va hacia El. Pero llega la hora en que es El quien nos acepta; entonces ya no se cree, se sabe» (Sé-mer, 151). Aquí comienza la vida mística de la gra­cia que tampoco le fue extraña a san Agustín, aunque en él no se puede determinar en sus por­menores debido a razones de lenguaje. Una frase de las Confesiones nos da a entender la vida mís­tica de la gracia (Conf. X, 40): «Y alguna vez me hacéis sentir un afecto enteramente desacostumbra­do y no sé qué dulzura interior, la cual, si llegare a ser completa en mí, será un no sé qué, que no será esta vida.»

El ideal de la actitud creyente se puede resumir en esto: En la última profundidad vivencial el hom­bre se hace consciente del absoluto valor de Dios independientemente de todas las variaciones senti­mentales que estorban la hondura propia de esta vivencia; la adoración, que culmina en la suprema veneración, se dirige hacia Dios, y, al mismo tiem­po, el yo humano se entrega intencional y eterna­mente y sin condiciones al Padre en el cielo, en una polaridad perpetua de amor y de recogimiento.

Y como esta actitud creyente sigue en su desa­rrollo los motivos más profundos del propio yo, y como el cumplimiento de los últimos anhelos signi­fica una satisfacción de esa ansia de infinidad del hombre, sin que llegue por ello esta paz a ser una paz rígida, pues estimula más bien al desarrollo del carácter, por todo ello esta actitud está acompa­ñada, en el sujeto que la tiene, de una conciencia

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característica de rectitud de la propia postura, de una certeza interior serena e indescriptible de «es­tar en el buen camino», que, cuanto más se ade­lante, tanto más cierta y segura es, y que, al final, se transforma en una de las mayores fuerzas de estímulo para la vida, que es la esperanza de des­cansar, una vez en la posesión eternamente feliz de Dios.

Semejante fe en Dios, que, por otra parte, aunque falseada y sofocada por otras cosas, constituye la base de toda religión, debe estar siempre esperando que Dios, la persona absoluta, rompa su silencio y se manifieste. El «silencio» de Dios ha angustiado a muchos y, precisamente en nuestro tiempo, ha apartado a los que en un tiempo fueron creyentes de Dios. Pero ¿no ha sido precisamente Dios, como lo afirman las religiones de revelación, el que ha roto este silencio, claro que de una manera que el individuo no esperaba? Toda la religión de Israel está contenida en estas palabras: «Yavé dice: Yo soy el que vive.» La característica más divina de Dios en la Biblia es que El rompe todo intento de limitación y acomodamiento a un sistema. En los mitos de las religiones de Babilonia, Fenicia o Egip­to se habla del nacimiento de los dioses, de sus luchas y de sus desgracias. Ellos están inmersos en un sistema de este mundo en el cual el hombre frecuentemente no es otra cosa que un ser inferior, despreciable, una casualidad y un juguete de los dioses. Pero el Dios de la Biblia se revela de una manera totalmente distinta, que no es la del mito. El no es un Dios de la naturaleza, no se puede iden-tificar con las luminosas fuerzas del cosmos. El es <1 ser vivo que quiere al hombre como un prójimo personal, que, eso sí, exige adoración y obediencia, pero sólo para poder recibir al que así ha sido pro­bado, en un lazo de amor eterno. Aunque Dios, con

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su omnipotente majestad, signifique para los is­raelitas una realidad tremenda, sin embargo, el abismo que los separa de Dios ha sido superado por el mismo Dios al ser Yavé, el Único y el Santo, un Dios prójimo, una persona con la que nos podemos relacionar y que desea tal relación. La imagen de esta unión es para el creyente la imagen de la unión matrimonial. La última y definitiva revela­ción de Dios por medio de su Hijo, que ha venido a traer la vida y a que los hombres la reciban en abundancia, quiere volver a unir el lazo roto. Pues «Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos» (Mt 22, 32).

Bibliografía:

En este escrito se ha resumido todo lo que el autor ha elaborado en otras obras. Estas son las siguientes:

1) Psychologie des Gottesglaubens, 256 págs., 1937 (ago­tado);

2) Naturordnung ais Quelle der Gotteserkenntnis - Neu-begründung des teleologischen Gottesbeweises, 445 págs., 2.a edición, 1950 (agotado);

3) Die Welt ais Gottes Spur, 104 págs., 1958; 4) La lucha en torno a Dios, Madrid. 5) Ser o no ser, Madrid. 6) Gottesglaube und seelische Gesundheit, 235 págs.,

1962.

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ÍNDICE

La pregunta por el Absoluto

La fe en Dios en nuestro tiempo

Origen y sentido del ateísmo

La inquietud por Dios

El mundo como huella de Dios

El espíritu de Dios en la naturaleza

¿Está el mundo malogrado?

Dios — "El ser to ta lmente otro"

El hombre ante Dios

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