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Honorina Honoré de Balzac Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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Honorina

Honoré de Balzac

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Este es un libro de dominio público en tantoque los derechos de autor, según la legislaciónespañola han caducado.

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1) La edición no está supervisada pornuestro departamento editorial, de for-ma que no nos responsabilizamos de lafidelidad del contenido del mismo.

2) Luarna sólo ha adaptado la obra paraque pueda ser fácilmente visible en loshabituales readers de seis pulgadas.

3) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

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Si los franceses tienen tanta repugnancia porlos viajes como los ingleses afición, acaso ten-gan tanta razón los unos como los otros. Es fácilencontrar en cualquier parte algo mejor queInglaterra, mientras que es completamente difí-cil encontrar lejos de Francia los encantos queésta encierra. Los otros países ofrecen admira-bles paisajes, y suelen presentar un confort su-perior al de Francia, que en este género hacelentos progresos. Desplegan una magnificencia,una grandeza, un lujo deslumbrador; no care-cen de gracia ni de formas nobles; pero la vidaintelectual, la actividad de las ideas, el talentode la conversación y ese aticismo tan común enParís; pero ese súbito conocimiento de lo que sepiensa y de lo que no se dice, ese genio paraadivinar ó sobrentender frases no expresadas,ese algo que constituye el mayor encanto de lalengua francesa, no se encuentra en ningunaparte. Por eso los franceses, cuyo carácter bro-mista es tan poco conocido, se ponen prontomustios en el extranjero, como un árbol tras-

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plantado. La emigración es un contrasentido enla nación francesa. Muchos franceses, especial-mente aquellos á quienes aquí nos referimos,confiesan que experimentan cierto placer al verá los aduaneros del país natal, cosa que puedeparecer la hipérbole más atrevida del patrio-tismo.

Este pequeño preámbulo tiene por objeto re-cordar á los franceses que han viajado el placerque habrán experimentado, cuando alguna vezhan vuelto á encontrar toda la patria, converti-da en un oasis en el salón de un diplomático,placer que no podrán comprender los que nohan dejado nunca de pisar el asfalto del bulevarde los Italianos, los cuales las orillas del ladoizquierdo del muelle no son ya París. ¡Volver áParís! ¿Sabéis lo que es esto parisienses? No esencontrar la cocina del Rocher de Cancale, co-mo Borel la cuida para los golosos que sabenapreciarla, porque esto no se halla más que enla calle Montorgueil; pero es encontrar un ser-

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vicio que la recuerda. Es encontrar los vinos deFrancia, que son un mito fuera de ella, que sonraros como la mujer de que vamos á ocuparnosaquí. Es encontrar, no la broma á la moda, puesésta, de París á la frontera se desvanece, sinoesa mezcla espiritual, comprensiva en que vi-ven los franceses desde le poeta hasta el obrero,desde la duquesa hasta el pilluelo.

En 1836, durante la permanencia de la cortede Cerdeña en Génova, dos parisienses más ómenos célebres, pudieron todavía creerse enParís al encontrarse en un palacio habitado porel cónsul general de Francia, sobre la colina,último pliegue que forma el Apenino entre lapuerta de Santo Tomás y la famosa linterna,que figuró siempre en todas las casas de campade Génova. Este palacio es una de las famosascasas de campo en que los genoveses han gas-tado millones, en tiempo de su república aristo-crática. Si la media noche es bella en algunaparte, seguramente lo es en Génova como en

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ninguna otra; sobre todo cuando ha llovidocomo llueve allí, á torrentes, durante todo eldía; cuando la pureza del mar rivaliza con lapureza del cielo; cuando el silencio reina en e1muelle y en los bosques de esta ciudad, en susmármoles y en sus fuentes de cien bocas, pordonde corre el agua con misterio; cuando bri-llan las estrellas, cuando las olas del Mediterrá-neo se enlazan unas á otras como las confesio-nes de una mujer cuyas palabras le vamosarrancando una á una. Reconozcámoslo: eseinstante en que el aire embalsamado perfumalos pulmones y los ensueños, en que la volup-tuosidad visible y movible como la atmósferase apodera de vosotros, mientras os halláis enun sillón, con una cuchara en la mano, des-haciendo los helados más exquisitos, contem-plando un pueblo dormido á vuestros pies, yhermosas mujeres á vuestro lado; estas horas álo Bocaccio no se encuentran más que en Italiay en las orillas del Mediterráneo. Suponed al-rededor de la mesa al marqués de Negro, aquel

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hermano hospitalario de todos los talentos queviajan, y al marqués Dámaso Pareto, dos fran-ceses disfrazados de genoveses; á un cónsulgeneral, rodeado de una mujer hermosa comouna virgen y de dos niños silenciosos, porquese hallan bajo la presión de Morfeo; al embaja-dor de Francia y á su mujer, á un primer secre-tario de embajada, que se cree suspicaz y mali-cioso; á dos parisienses que van á recibir de lamujer del cónsul audiencia de despedida, enuna comida espléndida y os representaréis uncuadro que ofrecía la explanada da la ciudadhacia mediados de mayo, cuadro dominadopor una mujer célebre, sobre la cual se concen-traban las miradas en algunos momentos, y porla heroína de esta fiesta improvisada. Uno delos dos franceses era el famoso paisajista Leónde Lora; el otro un celebre un célebre crítico,Claudio Viñón: ambos acompañaban á esa cé-lebre mujer, la señorita de Touches, que era unade las lumbreras de su sexo y de la época, co-nocida en el mundo literario por el nombre de

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Camila Maupín. La señorita de Touches fuéFlorencia por negocios. Había prodigado áLeón de Lora la encantadora complacencia deacompañarle á visitar Italia, y le había hecho irá Roma para conocer la campiña. Habiendo idopor Simplón, volvía por la Corniche á Marsella.Quiso detenerse en Génova para complacer alpaisajista. Naturalmente, el cónsul generalhabía querido hacer los honores de Génova,antes de la llegada de la corte, á una personatan apreciada por su nombre y posición, comopor su talento. Camila Maupín, que conocía deGénova hasta la última capilla, dejó á su pintorentregado á los cuidados del diplomático y delos dos marqueses genoveses, y fué avara desus momentos. Aunque el embajador fuese unescritor muy distinguido, la célebre escritora senegó á ciertos cumplimientos, temiendo lo quelos ingleses llaman una exhibición; pero ellacambió de resolución desde el momento en quese trató de dedicar un día de despedida á lacasa de campo del cónsul. León de Lora dijo á

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Camila que su presencia en la misma era elmejor testimonio de agradecimiento hacia elembajador y su mujer, los dos marqueses ge-noveses, el cónsul y su esposa. La señorita deTouches sacrificó, pues, uno de esos días delibertad, como no suelen gozar en París las per-sonas célebres, en las cuales el mundo tienefijas las miradas. Descrita ya la reunión, es in-útil decir que la etiqueta había sido desterradade ella; vanas señoras encopetadas sintieroncuriosidad por conocer á Camila, para observarsi la belleza física correspondía á la virilidad desu talento. Desde la comida hasta las nueve,hora en que fué servida la colación, la conver-sación se deslizó festiva ó grave alternativa-mente, amenizada por las festivas ocurrenciasde León de Lora, que pasaba por uno de loshombres de trato más agradable. Tuvieron elbuen gusto de no fatigarse mutuamente condiscusiones científicas, aunque después de to-car mil cuestiones diferentes, concluyesen porocuparse, ligeramente y en una forma bellísi-

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ma, de artes y letras. Pero, antes de llegar á laconversación cuyo giro le hizo tomar la pala-bra al cónsul general, no creemos inútil deciralgo acerca de su familia y de él.

Este diplomático, hombre de unos treinta ycuatro años, casado hacía ya seis, era el vivoretrato de lord Byron. La celebridad de la fiso-nomía del gran poeta inglés nos evita hacer unbosquejo de la del cónsul. Podemos, sin embar-go, hacer observar que no había afectación nin-guna en su aire soñador. Lord Byron era poeta,y el diplomático era poético; las mujeres sabenreconocer perfectamente esa diferencia queexplica, sin justificarlo, el atractivo que ellas leencuentran. Esta belleza, puesta de relieve porun carácter encantador y por las costumbresadquiridas en una vida solitaria y laboriosa,había fascinado á una heredera genovesa. ¡Unaheredera genovesa! Esta frase acaso hará reír enGénova, á causa de la desheredación de lassolteras: allí rara vez es rica una mujer; pero

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Honorina Pedrotti, hija única de un banquerosin herederos varones, era una excepción. Apesar de las ventajas que produce una pasiónque se inspira, el cónsul general no parecíaquererse casar, cuando se hallaba al principiode sus relaciones amorosas. Sin embargo, des-pués de dos años de permanencia allí, el ma-trimonio fue concertado. El cónsul se decidió almatrimonio, más que por la pasión que inspi-raba á Honorina, por una de esas crisis de lavida que hacen inexplicables hasta las accionesmás naturales. Estos embrollos de las causas,afectan frecuentemente á los sucesos más seriosde la historia. Las gentes de Génova hacían milconjeturas acerca del casamiento del cónsul,querían explicarse su melancolía con la palabrapasión; pero también acerca de esta palabra, conreferencia al cónsul, emitían opiniones muydivergentes, sobre todo las mujeres. Estas no sequejan jamás de ser elegidas para una preferen-cia, y se inmolan con gusto á la causa común.Honorina Pedrotti, que tal vez hubiese detesta-

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do al cónsul si hubiera sido desdeñada comple-tamente, no amaba menos á su esposo al verleenamorado. Unas veces se consideraba olvida-da, y preferida otras: las mujeres admitensiempre la preferencia en los asuntos de cora-zón. Todo lo creen salvado, mientras se tratedel sexo femenino. Un hombre no es diplomáti-co impunemente: el esposo fue callado como latumba, y tan reservado, que los negociantes deGénova creían ver alguna premeditación en suconducta. Algunos decían que la heredera re-presentaba en la comedia de la vida el papel dela enferma imaginaria en amor; otros no creíanque aquello fuese una comedia. Sea lo que fue-re, es lo cierto que la hija de Pedrotti hizo de suamor un consuelo, meciendo su espíritu en unacuna de ilusiones. El señor Pedrotti no pudoquejarse de la elección que había hecho su que-rida hija. Protectores poderosos velaban en Pa-rís por la fortuna del joven diplomático. Segúnla promesa del embajador á Pedrotti, al cónsulle fué concedido el título de barón y la enco-

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mienda de la Legión de honor. Al señor Pedrot-ti le fue concedido por el rey de Cerdeña, eltítulo de conde. La fortuna de la casa Pedrotti,valuada en dos millones, ganados con el co-mercio de trigos, les cupo en suerte á los despo-sados seis meses después de su unión, pues elúltimo y primero de los condes Pedrotti, murióen enero de 1831. Honorina Pedrotti era una deesas hermosas genovesas, que son las más en-cantadoras de Italia, cuando son espléndida-mente bellas. Miguel Ángel tomó sus modelosen Génova: de allí vienen esa amplitud y esacuriosa disposición del pecho en las figuras delDía y la Noche, preciosas estatuas colocadas alborde de una tumba, dos veces inmortal. EnGénova la belleza no existe hoy más que en elmezzaro, como en Venecia no se encuentra másque en los fazzioli. Este fenómeno se observa entodas las naciones arruinadas. El tipo noble nose encuentra más que en el pueblo, como des-pués del incendio de una ciudad no se encuen-tran algunas monedas más que entre las ceni-

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zas. Pero aparte toda excepción como beneficiode la fortuna, Honorina era también una excep-ción como belleza patria. Recordad la estatuade la Noche de Miguel Ángel; disfrazarla conropaje moderno, trenzando sus hermosos cabe-llos, alrededor de su bella cabeza; colocad unachispa de fuego en sus ojos soñadores, envol-ved su mórbido pecho en una echarpe elegante,imagináosla con un largo vestido blanco sem-brado de flores, suponed que la estatua dotadade movimiento, se ha sentado con los brazoscruzados y tendréis el exacto retrato de la mu-jer del cónsul, estrechando a un niño de seisaños, bello como el deseo de una madre y conuna preciosa niña de cuatro años sobre las rodi-llas; tipo de esos cuidadosamente buscados porDavid, el escultor, para adornar tumbas infanti-les. Este bello matrimonio fué objeto de la aten-ción secreta de Camila. La señorita de Touchesreconocía en e1 cónsul un aire demasiado dis-traído, para un hombre completamente feliz.Aunque durante todo el día la mujer y el mari-

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do le aparentaron una felicidad completa, Ca-mila se preguntaba, por qué uno de los hom-bres mas distinguidos que había encontrado ensu vida, y que había visto en los salones de Pa-rís, permanecía de cónsul en Génova, poseyen-do una fortuna de más de cien mil francos derenta.

—Ciertamente, decía ella, estos dos hermo-sos seres se amaran hasta la muerte. ¿Quéhabrá de cierto en ello? Nada se puede asegu-rar. El cónsul poseía la calma absoluta de losingleses, de los orientales y los diplomáticosconsumados.

Por fin, hablaron de literatura nuevamente,y hablando de esta materia se manosea el mis-mo tema de siempre: ¡la culpa de Eva! Muypronto tuvieron que luchar opiniones contra-rias: preguntáronse con entusiasmo quién entrela primera mujer y el primer hombre, habíatenido mayor culpa en la falta de la mujer. Las

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tres mujeres que se hallaban presentes: la em-bajadora, la mujer del cónsul y la señorita deTouches, estas mujeres reputadas como irre-prochables fueron despiadadas para juzgar á lamujer. Los hombres quisieron probarles, y seesforzaron en ello, que podía ser virtuosa unamujer después de su primera falta.

—¿Cuánto tiempo vamos á jugar aquí al es-condite? preguntó León de Lora.

—Vida mía, dijo el cónsul, anda á acostar átus hijos y di a Gina que me traiga la carteranegra que se halla en mi escritorio.

La mujer del cónsul se levantó sin hacer objeciónalguna lo que demostraba que amaba á su marido,pues conocía bastante á los franceses para compren-der que en aquellos momentos su marido queríaalejarla.

Al marchar Honorina, el cónsul habló en estostérminos:

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—Voy á referiros una historia en la cual hetenido un importante papel, y después podre-mos discutir, porque me parece pueril quererintroducir el escalpelo en un muerto imagina-rio. Para disecar, hay que tener forzosamenteun cadáver.

Los circunstantes se prepararon á oír conatención: todos habían hablado demasiado ylos recursos de la conversación se iban agotan-do razón por la cual ésta se hallaba próxima álanguidecer. Momentos como éste deben elegirlos narradores para obtener la atención quedesean. Veamos lo que el cónsul refirió.

«Cuando yo contaba veintidós años y cuan-do acababa de recibir el grado de doctor enDerecho, mi viejo tío el abate Loraux, de setentay dos años de edad entonces, tuvo la idea debuscarme un protector y de hacerme entrar enuna carrera cualquiera. Este hombre, que eracasi un santo, consideraba cada nuevo año co-

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mo un bien, ó una gracia especial que Dios leconcedía. No necesito decir cuán fácil le era alconfesor de su Alteza Real, dar colocación á unjoven educado por él, siendo además este jovenel único hijo de su hermana. Uno de los últimosdías del año 1824, este venerable anciano, quehacía cinco años que se hallaba de párroco enBlancs-Manteaux, en París, subió al cuarto queyo ocupaba en la casa rectoral y me dijo: —Esmérale, hijo, de tu atavío, pues quiero pre-sentarte á la persona que te ha de tomar á susórdenes, con el cargo de secretario Creo noequivocarme si te digo que esa persona podráreemplazarme si Dios me llama á su santa glo-ria. A las nueve diré la misa, te restan, pues,tres cuartos de hora para prepararte, sé breve.

»—¡Ay! tío, exclamé, cuán doloroso me esdar un adiós á este cuarto, en el que tan feliz hesido por espacio de cuatro años.

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»—No tengo fortuna que legarte, me res-pondió.

»—¿No me deja usted la protección de subuen nombre, el recuerdo de sus nobles accio-nes, y ...?

»—No hablemos de esa herencia, me contes-tó sonriendo. Si conocieras algo el mundo, sa-brías que éste estima en poco el legado á que tehas referido, mientras que colocándote al ladodel conde...»

—Permitidme, dijo el cónsul, designar á miprotector por su nombre de bautismo solamen-te, y apellidarle el conde Octavio.

»—Al llevarte á casa del conde Octavio, creodarte una importante protección, que equival-drá seguramente á la fortuna que yo te hubierapreparado, si la muerte de mi hermano y la demi cuñado no me hubieran sorprendido comoun rayo en un día sereno. Todo esto será si

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agradas á ese digno hombre de Estado, comoespero que suceda. Estarás allí, Mauricio, comoun hijo en casa de sus padres. El señor conde teasigna dos mil cuatrocientos francos, una habi-tación en su palacio, una indemnización de mildoscientos francos para tus alimentos, puespara dejarte obrar con libertad no te obliga ásentarte á su mesa y tampoco quiere entregarteá los cuidados de los criados. No he aceptado elofrecimiento hasta enterarme de que el secreta-rio del conde Octavio será considerado y respe-tado. Trabajarás mucho, porque el conde esmuy trabajador, pero al salir de su casa, tehallarás en aptitud de desempeñar elevadoscargos. No creo preciso recomendarte la discre-ción, primera cualidad necesaria á los hombresque se dedican á cargos públicos.

»¡Juzguen ustedes cuán grande sería mi cu-riosidad al oír todo esto!

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»E1 conde Octavio ocupaba entonces uno delos más altos cargos en la magistratura, pose-yendo además la confianza de la Delfina, queacababa de nombrarlo ministro de Estado: lle-vaba una vida parecida á la del conde de Séri-zy, que todos ustedes conocen; pero algo másobscura, pues vivía en Marais, calle Payenne, yno recibía casi nunca. Su vida privada quedabaoculta á la curiosidad pública por su modestiacenobítica y su constante laboriosidad. Déjen-me pintarles en pocas palabras mi situación.Después de haber encontrado en mi colegio deSan Luis un digno representante de mi tío, en elque éste había delegado sus poderes, concluímis estudios á los diez y ocho años de edad.Salí de aquel colegio, tan puro como sale unseminarista de San Sulpicio. En su lecho demuerte, obtuvo mi madre la concesión, porparte de mi tío, de que yo no sería sacerdote;pero yo era tan piadoso como si hubiera estadopreparado para recibir las órdenes sacerdotales.A mi salida del colegio, el abate Loraux me

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tomó á su cargo para dirigirme en todo. Duran-te los cuatro años de estudios necesarios paratomar los grados, trabajé mucho y sobre todoen el árido terreno de la jurisprudencia. Apa-sionado por la literatura, deseaba saciar mi sedde ella. Desde que leí las mejores obras clásicas,me aficioné al teatro, y asistí á él todos los díasdurante algún tiempo, aunque mi tío no medaba más que cien francos al mes. No podía sermás espléndido, porque destinaba mucho á lospobres y porque quería contener en sus justoslímites los deseos de un muchacho inexperto.Al entrar en casa del conde Octavio, yo no erainocente, y, sin embargo, consideraba crímenesmis escapatorias. Mi tío era tan angelical, quepor el temor de disgustarle, jamás había yodormido dos noches fuera de casa en los cuatroaños que estuve á su lado. Él tenía la bondad deno acostarse hasta que yo me hubiese retirado.Esta tierna solicitud tenía para mí más fuerzaque todos los severos sermones con que llenanla vida de los jóvenes las familias puritanas.

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Ajeno á las diferentes clases sociales de la so-ciedad parisiense, no conocía á las mujeres dis-tinguidas ni á las del pueblo, más que porhaberlas visto en los paseos ó teatros y á grandistancia siempre. Si en esa época me hubierandicho: «Vas á ver á Camila, á Camila Maupín»,hubiera sentido un fuego devorador en el cora-zón y en la cabeza. Las personas célebres eranen mi opinión dioses que no andaban, no comí-an, no dormían y no hablaban, como las demáscriaturas. ¡Cuántos cuentos de las Mil y unanoches crea la imaginación de un adolescente!¡Cuántas lámparas maravillosas han de habersemanejado antes de saber que la verdadera lám-para maravillosa es el genio, la fortuna ó el tra-bajo! Para algunos hombres, estos sueños delespíritu duran muy poco; en mí duraron bas-tante. Largo tiempo me dormí, creyéndomegran duque de Toscana, millonario, amante deuna princesa, ó célebre. De este modo, entrar encasa del señor conde Octavio y tener cien luisesal año para mí solo, era entrar en una vida feliz

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é independiente. Entreví alguna probabilidadde penetrar en la sociedad y buscar en ella loque más deseaba mi corazón, una protectoraque me librase de la vida peligrosa y del abis-mo en que suelen caer en París los jóvenes deveintidós años, aunque sean juiciosos y perte-nezcan á familias distinguidas. Empecé á te-merme á mí mismo. El estudio constante de misdeberes con referencia á la situación en que mehabía colocado, no era suficiente para calmar laexaltación de mi fantasía. A veces me abando-naba mentalmente á la vida de teatro, buscabaemociones, creía poder ser un gran actor, ambi-cionaba triunfos y amores sin fin, ignorando lasdecepciones que se ocultan tras el telón, comoen todas partes, pues todo escenario tiene susbastidores. Algunas veces sentía mi corazónabrasado ante el deseo de enlazarme á una be-lla mujer, empezando por seguirla hasta sucasa, espiarla, escribirle, entregarme á ellacompletamente y vencerla á fuerza de amor. Mipobre tío, aquel tierno corazón abrasado en la

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caridad y en el amor divino, mi tío, aquel niñode setenta y dos años, inteligente como Dios ysencillo como un hombre de genio, adivinabalas tempestades de mi alma y no perdía ocasiónde decirme: «¡Anda, Mauricio, tienes veinticin-co francos, diviértete, tú no has de ser sacerdo-te.» Decía esto cuando veía que se iba á romperla tirante cuerda á que me tenía sujeto. Sihubieran visto ustedes el fuego sagrado queiluminaba sus ojos, la dulce sonrisa que vagabapor sus labios, la adorable expresión de su au-gusta fisonomía, que parecía apostólica, hubie-sen comprendido el sentimiento que me em-bargaba al oírle y que me obligaba á arrojarmeen sus brazos como en los de una tierna madre.«Tú no tendrás un amo, me dijo mi tío; en elconde Octavio tendrás un amigo, pero un ami-go desconfiado, ó por hablar con más propie-dad, un amigo prudente. La amistad de esehombre de Estado y su confianza, tienen quealcanzarse con el tiempo, pues á pesar de superspicacia profunda y su costumbre de juzgar

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a los hombres, ha sido engañado por tu antece-sor, siendo el conde víctima de un abuso deconfianza. Te he dicho bastante acerca de laconducta que debes seguir en su casa. Ahora,vamos allá.» Mientras mi tío se entregaba con elconde á gratas conversaciones, yo lanzaba unade esas miradas que quieren abarcarlo todo deuna vez: contemplaba el patio muy bien empe-drado y cubierto de hierba por algunos lados,los negros muros que ofrecían pequeños jardi-nes dentro de las decoraciones de una bellaarquitectura, y techumbres elevadas como lasde las Tullerías. Las balaustradas de las galeríassuperiores estaban carcomidas. Tras un magní-fico arco, vi un segundo patio lateral, y dentrouna limpia cuadra, donde se hallaba un viejocriado limpiando un coche. La soberbia, facha-da del patio me pareció triste como la de unpalacio perteneciente al Estado, ó á la Corona, yentregado para algún servicio público. Un fuer-te campanillazo resonó en la habitación delportero, al entrar mi tío y yo, y sobre la puerta

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de la portería se leían aún estas palabras:Hablad al portero. Al momento apareció un cria-do cuya librea recordaba á los Labranche delteatro francés, en el repertorio antiguo. Unavisita era muy rara allí, por eso el criado, noesperándola, se había vestido precipitadamentesu librea, que no había terminado de ponersebien. Al abrir una puerta vidriera, de muchosvidrios distintos, observé que el humo de dosreverberos había dibujado estrellitas en las altasparedes. Un peristilo de una magnificenciadigna de Versalles, dejaba ver una de esas esca-leras como ya no se construirán en Francia yque ocupan el lugar de una escalera moderna.Al subir los peldaños de piedra, fríos como se-pulcros, y por los cuales cabían ocho personascolocadas de frente, nuestros pasos resonabancomo bajo bóvedas sonoras. Podíamos conside-rarnos en una catedral. La baranda y pasamanode la escalera distraían la mirada por los insípi-dos adornos de la caprichosa fantasía de unpintor de la época de Enrique III. Atravesamos

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antecámaras é inmensos salones amuebladoscon esas antigüedades preciosas que hubieranhecho la felicidad de un anticuario. Por fin,llegamos á un gran gabinete situado en un pa-bellón en forma de escuadra, cuyas ventanastenían vistas á un hermoso jardín. Un criadoanunció á mi tío y á mí. El conde Octavio, ves-tido con traje gris, se levantó del sillón que te-nía colocado delante de su pupitre, se acercó ála chimenea, me indicó que me sentase y sedirigió á mi tío, estrechándole las manos conefusión.

»— Aunque estoy en la parroquia de SanPablo, le dijo á mi tío, he oído hablar del digní-simo prelado de Blancs-Manteaux, y tengo unvivo placer en conocerle personalmente.

»—Vuestra Excelencia es muy amable paramí; añadió mi tío. Os traigo mi único pariente.Al traerlo, os entrego un adicto sumiso y le doyen vos un nuevo padre á mi sobrino.

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»—Es cierto; pero podré contestarle mejor,señor abad, cuando nos hayamos experimenta-do mutuamente su sobrino y yo.

»— ¿Cómo se llama usted?— me preguntó.

»— Mauricio.

»—Es doctor en Derecho, añadió mi tío.

»—Bien, bien: yo espero, señor abad, queprimero por su sobrino y luego por mí, me con-cederá usted el honor de comer en mi casa to-dos los lunes. Será nuestra velada de familia.

»Mi tío y el conde se pusieron á hablar de re-ligión y política, y yo pude examinar á mi gustoal hombre que me estaba destinado y del cualiba á depender. El conde era de mediana esta-tura y pocas carnes. Su figura era distinguida.Los rasgos de su fisonomía eran delicados. Suboca, un poco grande, expresaba la ironía y labondad al mismo tiempo. Su frente, demasiado

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ancha, asustaba como la de un loco, tanto más,cuanto que contrastaba con el pequeño óvalode su rostro, que terminaba en una barba muydiminuta. Sus ojos, de un azul turquesa comolos del príncipe de Talleyrand á quien tuve oca-sión de ver más tarde, eran vivos é inteligentes,y en algunos momentos melancólicos haciendomás extraño el conjunto de su pálido rostro. Sucolor, un poco amarillento, denotaba irritabili-dad y pasiones violentas. Sus cabellos, platea-dos y peinados con esmero, surcaban su cabezapor los colores alternados del blanco y del ne-gro. La coquetería de este peinado perjudicabaal parecido que yo encontraba al conde conaquel monje extraordinario que Lewis ha pues-to en escena con arreglo al schedoni del Confeso-nario de los penitentes negros que, á mi juicio, meparece una creación superior á la del Monje.Como hombre que debía estar muy de mañanaen el Palais, el conde estaba ya afeitado. Doscandelabros de cuatro brazos provistos de pan-talla, colocados en los dos extremos de la mesa

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del despacho y cuyas bujías ardían aún, indica-ban bastante; claramente que el magistrado selevantaba antes que el día. Sus manos, que ob-servé cuando cogió el cordón de la campanillapara llamar á su ayuda de cámara, eran muyhermosas y blancas como las de una mujer...»

—Al contarles esta historia, dijo el cónsulgeneral interrumpiéndose, desfiguro un poco laposición social y los títulos de este personaje,aunque presentándolo siempre en situaciónanáloga á la suya. Estado, dignidad, lujo, fortu-na, modo de vida, todos estos detalles son cier-tos, pero en algunos casos tengo que hacer va-riantes por no faltar á mi bienhechor y á miscostumbres de severa discreción y reserva.

En lugar de considerarme lo que era, social-mente hablando, es decir, un insecto ante unáguila, experimenté un dulce sentimiento inde-finible que puedo explicarme hoy. Los artistasde genio...

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Al decir esto, se inclinó graciosamente antela célebre escritora, el embajador y los dos pari-sienses.

«... Los verdaderos hombres de Estado, losartistas, repito, los poetas, los hombres eminen-tes, y las personas realmente grandes, son sen-cillas; y su sencillez os inspira confianza y osacerca á ellas. Ustedes que son superiores por lainteligencia, tal vez hayan observado que elsentimiento aproxima las distancias moralesque ha creado la sociedad. Si os somos inferio-res por el talento, os igualamos por la ternura yla sensibilidad, por la abnegación en la amistad,ó por la cariñosa admiración que os tributamos.Según la temperatura de nuestros corazones(permitidme la palabra), yo me sentía tan cercade mi protector, como lejos estaba de él por suposición social. El alma tiene una perspicaciaespecial por la cual presiente el dolor, la ale-gría, el odio ó simpatía en la persona que con-templa. Conocí vagamente los síntomas de un

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misterio, al reconocer en el conde los mismosrasgos de fisonomía y de expresión nada co-mún, que había observado en mi tío. La prácti-ca de la virtud, la serenidad de conciencia y lapureza del pensamiento, habían trasfigurado ámi tío, convirtiéndole de feo, en hermoso. Per-cibí una gran, metamorfosis en el rostro delconde; al primer golpe de vista calculé que ten-dría cincuenta años, pero después de un exa-men atento, adiviné una juventud sepultadabajo el hielo de una profunda pena, ó tal vez unpoco marchita, por el estudio constante, ó porel fuego abrasador de una pasión contrariada.Hubo un momento en que algunas palabras demi tío animaron el semblante del conde y lopresentaron con una frescura tan extraordina-ria, que le hicieron aparecer en una edad que esla que creo debía tener, cuarenta años. Estasobservaciones no las hice entonces, pero sí mástarde, al acordarme de las circunstancias deaquella visita. Un criado entró llevando en unabandeja un ligero almuerzo para el conde.

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»—No he pedido mi almuerzo, dijo el conde;déjelo, sin embargo, y vaya á enseñar á estecaballero su habitación.

»Seguí al criado, que me condujo á un her-moso aposento situado bajo una azotea, entrelas habitaciones de etiqueta y las de confianza,al lado de una inmensa galería por la cual secomunicaban las cocinas con la gran escaleradel palacio. Cuando volví al gabinete del con-de, oí antes de abrir la puerta, la voz de mi tíoque decía estas palabras:

»—Podrá cometer alguna falta, porque todosestamos sujetos á errores; pero no tiene ningúnvicio.

»—Y bien, dijo el conde. ¿Se encontrará us-ted cómodamente en el local que le he destina-do? Esta casa tiene muchas habitaciones, y si nole gusta una, puede elegir otra.

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»—Yo no tenía en casa de mi tío más que unreducidísimo gabinete, contesté.

»—Podrá usted instalarse desde luego estatarde, porque el equipo de un estudiante, pron-to se transporta. Hoy comeremos juntos lostres, añadió mirando á mi tío afectuosamente.

»Después de ver su magnífica biblioteca, nosenseñó un reducido aposento cubierto de pin-turas, que parecía haber servido de oratorio.

»— Vendrá usted á admirar estas pinturas yá meditar siempre que quiera, pues en mi casano será nunca prisionero.

» Luego me explicó detalladamente el géne-ro de las ocupaciones que debía desempeñar:después de oírle distribuir mi tiempo, me pare-ció un gran preceptor político. Necesité un mespara familiarizarme con las costumbres delconde, con los nuevos seres, con las nuevascosas y con los deberes de mi posición. Un se-

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cretario necesita conocer al hombre á cuyasórdenes se halla. Los gustos, las aficiones, losdeseos y el carácter de este hombre, fueron ob-jeto de un minucioso estudio por parte mía. Laestrecha unión del espíritu es más que un ma-trimonio, y más que un parentesco. Durantetres meses, el conde y yo nos espiamos mutua-mente. Supe, por fin, con gran asombro, que elconde no tenía más que treinta y siete años. Laprofunda calma de su existencia y la severidadde su conducta no procedían únicamente de unsentimiento profundo del deber y de una re-flexión estoica: conociendo bien á aquel hombreextraordinario, se encontraba en sus actos, ensu aparente dulzura, en su benevolencia y en suresignación, algo que lo mismo pudiera ser pazexterior ó aparente, que paz real y sentida. Delmismo modo que al andar por ciertos terrenosse suele saber, por el eco que producen nues-tros pasos, si pisamos sobre piedra ó sobre unvacío cubierto de arena, del mismo modo seadivinan también, al contacto de la vida íntima,

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los subterráneos de un alma minada por el do-lor. El dolor, y no el abatimiento, es lo que sehabía apoderado del alma verdaderamentegrande del conde. A pesar de sus heridas secre-tas, caminaba hacia el porvenir con mirada se-rena, cual un mártir lleno de fe. Su tristezaconstante, sus ocultas decepciones, sus calladaspenas, no le habían conducido al escepticismo:este valeroso hombre de Estado era religioso,sin ostentación. Asitía á la primera misa que sedecía para los jornaleros y los criados en Saint-Paul. Ninguno de sus amigos sabia que obser-vaba tan fielmente las prácticas religiosas. Prac-ticaba el bien guardando el sigilo que suelenguardar algunas personas cuando cometen cul-pas. Siendo muy desgraciado, no se burlaba delos sentimientos y de las creencias de los de-más, á pesar de sus desengaños, no pareciéndo-se á esas personas cargadas de dolorosa expe-riencia que se complacen en amargar las ilusio-nes de los inexpertos. Nunca se le veía irónico,sarcástico ó desdeñoso. No se burlaba ni de los

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que se dejaban mecer en la florida cuna de laesperanza, ni de los que se aislaban víctimasdel desencanto de la vida, ni de los que persis-tían en las luchas sociales, enrojeciendo la arenadel palenque con su sangre: dudaba de los afec-tos, y sobre todo de las abnegaciones; pero nose lamentaba. Compadecía al que sufría y leadmiraba con silencioso entusiasmo. Era unaespecie de Manfredo católico, fundiendo lasnieves al calor de un volcán, conversando conuna estrella que sólo veía él. Yo reconocía mu-chos misterios, muchas nebulosidades en suvida. Huía de mis miradas, no como el viajeroque al seguir una senda tiene que desapareceroculto por los caprichos ó las hondonadas delterreno, sino como un cazador espiado que ne-cesita ocultarse y que busca un sitio que le gua-rezca perfectamente. Yo no podía explicarmeciertas ausencias frecuentes cuando se hallabamuy ocupado, ausencias que no disimulaba,pues solía decirme: «Continuad trabajando,necesito salir.» Este hombre, tan profundamen-

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te embargado por los triples deberes del magis-trado, del orador y del hombre de Estado, teníatiempo para ocuparse de las flores, á las queamaba con frenesí. Tal afición me encantaba,porque revela un alma delicada y tiernísima. Sujardín estaba lleno de plantas raras y preciosas;pero lo que más me extrañaba era verle adornarsu gabinete con flores marchitas. Nunca lasponía frescas. ¡Tal vez se complacía en esa ima-gen de su destino! El conde amaba su patria yse entregaba á cuidar los intereses públicos conel ardor de un corazón que quiere matar algúnsentimiento mortificador: el estudio, el trabajo áque se entregaba, no le era suficiente. Se defen-día de sus pesares y salía vencedor en la batallaque sostenía su alma; pero sólo momentánea-mente. Aquel hombre debía ser feliz por la apa-cible vida que hacía, y, sin embargo, no lo era.¿Qué obstáculo se oponía á su dicha? ¿Amaba áalguna mujer? Estas y otras preguntas me hacíayo á mí mismo. Juzgad cuán extensos círculosde dolor recorría mi pensamiento antes de ocu-

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rrírseme lo que dejo manifestado. A pesar desus esfuerzos, no conseguía el conde ahogar losgemidos de su corazón. Bajo su actitud austera,y tras la gravedad del magistrado, se agitabauna pasión tan dominada, que nadie más queyo podía sospecharla. Su divisa parecía ser:«Sufrir en silencio». Todos sus amigos le consi-deraban y respetaban mucho. Impasible ante elmundo, y con la cabeza muy alta, no podía co-nocer nadie las heridas de su alma: en él noaparecían más que cuando se hallaba solo en eljardín y en su gabinete. Entonces, creyendo noser observado, solía dar rienda suelta á los pe-sares devorados bajo su toga, y vertía copiosollanto. Si hubiera sido observado, tal vez estasexaltaciones hubiesen perjudicado á su celebri-dad como hombre de Estado. Para mí el condeOctavio tenía el atractivo de un problema, y meinspiraba el mismo afecto que me hubiera ins-pirado mi padre. ¿Comprendéis lo que es lacuriosidad comprimida por el respeto? ¿Quédesgracia había herido á este sabio consagrado

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al estudio como Pitt desde la edad de diez yocho años, colocado en la carrera que conduceal poder, y sin abrigar la menor ambición? Estejuez, que sabía el derecho político, el derechodiplomático, el derecho civil y el derecho cri-minal, y que podría encontrar armas contratodas las inquietudes y errores de los demás, nosabía curarse á sí mismo. La vida de este pro-fundo legislador, de este escritor doctrinario yde este hombre honrado, no indicaba nada quepudiera reprocharse. Y, sin embargo, un crimi-nal no hubiera sido más castigado por Dios: elconde padecía gran insomnio, los sufrimientosle habían quitado el sueño completamente, yrara vez dormía. ¡Cuánta amargura debíahaber en sus horas que en apariencia se desli-zaban plácidas y serenas, y en las cuales le sor-prendía yo con la pluma caída de la mano, lacabeza baja y los ojos como dos estrellas fijas!¡Cuántas veces le sorprendí con los ojos llenosde lágrimas! ¡Apenas comprendo cómo podíacorrer el agua de aquel vivo manantial sobre el

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suelo ardiente, sin que el fuego subterráneo losecase! Existía dentro de su ser, como en el mary la tierra, una capa de granito. Por fin, ¿estalla-ría el volcán? A veces me miraba el conde conla curiosidad sagaz y penetrante, aunque rápi-da, por medio de la cual un hombre examina áotro cuando busca un cómplice; pero alejabasus miradas de las mías, porque encontrabaéstas tan expresivas, que parecían decirle:«Hable usted, atrévase, le espero». En algunosmomentos, su desesperación era salvaje. Cuan-do notaba que podía haberme lastimado con sumal humor, no me pedía mil perdones, porquesu digna altivez no se lo permitía; pero dulcifi-caba notablemente su acento, y sus manerastomaban un tinte suavísimo que se acercabamucho á la humildad cristiana. Cuando mehabía yo ligado completamente á aquel hombreincomprensible para mí, y original para elmundo, palabra con la cual cree éste haberlodicho todo, sin estudiar los estigmas del cora-zón, cambió la faz de la casa. El conde abando-

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naba sus intereses lastimosamente y hasta susnegocios importantes. Poseyendo ciento sesentamil francos de renta, sin contar lo que ciertostrabajos le producían, gastaba sesenta mil fran-cos sin haber pagado á los criados. Al primeraño tuve que pedirle ampliase su crédito paraayudarme á cubrir algunas deudas. Al segundoaño empecé á hacer grandes economías, y ade-más de éstas el conde se hallaba mejor servido;gozaba de un confort moderno; tenía preciososcaballos, sus comidas, en los días de recepción,eran servidas por Chevet á precios fabulosos, ylos otros días por una gran cocinera y dos ayu-dantas; la despensa estaba bien provista; sehabían tomado dos criados más, cuyos servi-cios devolvieron al palacio su esplendor y poe-sía, pues el palacio, siendo tan suntuoso, teníauna majestad que la miseria deshonraba.

»—Ahora no me asombro, dijo cuando supolos resultados que me daban sus intereses ma-nejados por mí, de que muchas gentes hayan

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hecho una fortuna en mi casa. En siete años sehicieron tan ricos dos cocineros míos, que luegopusieron una gran fonda admirablemente mon-tada.

»—Señor magistrado, le dije al conde, haperseguido usted al criminal ante los tribuna-les, y casi ha autorizado usted el robo en sucasa.

»Al principio del año 1826, el conde habíasin duda terminado de estudiarme y se hallabatan ligado á mí como un favorito con su sobe-rano. No me decía nada de mi porvenir y seocupaba de él con interés paternal. Me ordena-ba algunos de los trabajos más arduos y me loscorregía, haciéndome observar las distintasinterpretaciones que de la ley hacíamos los dos.Cuando llegué á concluir un trabajo, al fin delcual colocó su firma, experimenté una alegríaque fue mi mayor recompensa: así lo compren-dió él. Este pequeño incidente producía en su

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alma muy buen efecto. Un día su entusiasmollegó á más alto grado y me besó en la frente,diciéndome:

»—Mauricio, es usted para mí un amigo, y simi situación no cambia, tal vez será usted paramí un hijo.

»El conde me había presentado en las prin-cipales casas de París, á las que iba yo muchasveces en su lugar, con sus criados y en su co-che, en las frecuentes ocasiones en que solía éltomar un cabriolé para ir... ¿dónde? Ese era elmisterio. Por la acogida que me dispensaba,conocía yo la eficacia de sus reconvenciones ylos elogios que de mí hacía. Cariñoso cual unpadre, atendía á mi necesidad con una genero-sidad extraordinaria. Hacia el fin del mes deenero de 1827, en casa de la condesa de Sérizy,tuve mala suerte en el juego y llegué á perderbastante, quedando á deber dos mil francos. Aldía siguiente me preguntaba yo: «¿Debo ir á

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pedir dinero á mi tío ó confesarle al conde loque me ocurre?» Tomé el último partido. Al díasiguiente, á la hora del almuerzo, le referí, llenode rubor, que habiéndome sido adversa la suer-te en el juego, me había picado, y mi amor pro-pio me había hecho perder dos mil francos.

»—¿Me permite usted tomarlos á cuenta demi sueldo anual? le pregunté.

»—No, me contestó con una sonrisa encan-tadora; para jugar se debe tener una bolsa muyllena, dedicada al juego. Tenga usted seis milfrancos y desde hoy vamos á partes iguales,me representa usted casi siempre y no es justoque deje usted de hacerlo cuando la fortuna leniega sus favores ó cuando padece su amorpropio.

»Callé y no le di las gracias. Esto hubiera pa-recido demasiado entre los dos. Este detalle lesindicará lo mucho que se habían estrechado

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nuestras relaciones. Sin embargo, no teníamostodavía una confianza ilimitada; él no me abríasu alma y yo no me atrevía á preguntarle: ¿Quéle pasa? ¿Por qué sufre usted? ¿Qué hace usteden sus largas veladas? Muchas veces volvía desus excursiones á pie ó en un cabriolé de plaza,mientras yo, su secretario, volvía en un magní-fico carruaje. ¿Un hombre tan piadoso, sería talvez presa de vicios ocultos ó hipócritamentereservados? ¿Empleaba todas las fuerzas de suinteligencia en ocultar hábilmente algunos celosamorosos? ¿Vivía secretamente con una mujerindigna de él? Una mañana le encontré en lacalle hablando con una vieja; la conversaciónparecía animada, tanto que pasé al lado suyo yno me vio, lo que demuestra que la conversa-ción le embargaba completamente. El aspectode la vieja me despertó muchas sospechas y meacordé de que jamás sabía yo en qué empleabasus grandes economías. ¡Qué atrevido es elpensamiento! En un instante me convertí encensor del conde Octavio. Yo le había entrega-

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do muchísimo dinero para colocarlo en el Ban-co ó sociedad que le produjera grandes réditos,y él, tan franco conmigo respecto á intereses, nome había dicho en qué había invertido aquellosfondos. En aquellos días, el conde se paseabapor el jardín yendo y viniendo con pasos des-iguales, frotándose las manos hasta rasgarse laepidermis. Para él, era el paseo, hipógrifo sobreel cual colocaba su melancolía soñadora. Cuan-do yo le sorprendía encontrándole en algunaencrucijada del jardín, se inmutaba siempre,cual un hombre que tiene miedo de que descu-bran su secreto. Sus ojos, en lugar de tener lalimpidez de la turquesa, tomaban el tono ater-ciopelado de la clemátide, produciendo instan-táneamente un asombroso contraste entre lamirada del hombre feliz y la mirada del hom-bre desdichado. Varias veces me había cogidodel brazo llevándome hacia sí, y luego me pre-guntaba: «¿Qué quería usted decirme?» Yosentía que no vaciase su corazón en el mío, tanabierto para recibirlo. Otras veces, el desgracia-

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do, cuando podía yo reemplazarle en sus nego-cios, pasaba largas horas contemplando losvariados pececillos que hormigueaban en unestanque de mármol, rodeado de flores queformaban un hermoso anfiteatro. Aquel grandehombre, descendía al placer pueril de arrojarmigas de pan á los peces. Verdad es que lohacía maquinalmente, mientras su pensamientovagaba por esferas muy ignotas para mí. Vea-mos cómo se descubrió el drama de aquellaexistencia agitada que parecía ser uno de loscírculos olvidados en el infierno del Dante.»

El cónsul general hizo una pausa.

«Cierto lunes, continuó, la casualidad dispu-so que el presidente de Grandville y el señor deSérizy, entonces vicepresidente del consejo deEstado, quisiesen reunirse en casa del condeOctavio, para formar entre los tres las bases deuna sociedad de la cual debía yo ser secretario.El conde me había hecho ya nombrar auditor

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en el consejo de Estado. Todos los elementosnecesarios para el examen de la cuestión políti-ca sometida á aquellos señores se encontrabanen una mesa de nuestra biblioteca. Los señoresde Grandville y de Sérizy se entregaban al con-de para el análisis preparatorio de los docu-mentos relativos al trabajo. A fin de evitar eltraslado de ciertas cosas dirigidas á la casa delseñor de Sérizy, presidente de la comisión,convinieron en que volverían á reunirse en lacalle de Payenne. El gabinete de las Tulleríastenía una gran importancia en este trabajo, quepesaba principalmente sobre mí y por el cualdebía yo, en lo que iba de año, entablar unademanda. Aunque los condes de Grandville yde Sérizy no comían fuera de casa, según lascostumbres del conde Octavio, nos engolfamosen la discusión, olvidando las horas, y fuimossorprendidos por un ayuda de cámara que mellamó para decirme: «Los señores sacerdotes deSaint-Paúl y Blancs-Manteaux, hace dos horas

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que esperan en el salón.» Eran las nueve. Elconde les dijo:

»—Mis queridos amigos, os veis obligados ácomer con sacerdotes; no sé si Grandville do-minará su repugnancia hacia la sotana.

»—Eso, según los sacerdotes.

»—¡Oh! uno es mi tío y el otro el abate Gau-drón, respondí; tranquilícense ustedes, porquedicho señor es tan simpático como mi tío.

»—Pues bien, comamos, repuso el presiden-te Grandville; un beato me espanta, pero megusta un hombre piadoso.

»Nos dirigimos al salón. La comida fue en-cantadora. Los hombres verdaderamente ins-truídos, los políticos, á los cuales la costumbreles da un don especial para la palabra, son ado-rables narradores, si se proponen serlo. No haytérmino medio: ó son cargantes, ó sublimes. En

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esto el príncipe de Metternich se hallaba á laaltura del célebre Carlos Nodier. Talladas enfacetas, como el diamante, las bromas de loshombres de Estado son sencillas, delicadas,ingeniosas y agradables. Observando todas lasconveniencias sociales al lado de aquelloshombres superiores, mi tío permitió á su espíri-tu alzar el vuelo y desenvolverse de una mane-ra delicada, penetrante y fina, como suelenhacerlo todas las personas habituadas á pensarmucho y hablar poco. Comprended que nohabía nada vulgar ni desagradable en esta con-versación, que producía en el alma lo que lamúsica de Rossini. El abate Gaudrón era, comodijo Grandville, un san Pedro más que un sanPablo, es decir, un hombre sencillo cuya igno-rancia hacia todo lo que se relacionaba con elmundo era graciosa en su manifestación reve-lada por medio de asombros y preguntas.

»Acabaron por hablar de una de las plagasinherentes á la sociedad: del adulterio. Mi tío

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hizo observar la contradicción que los legisla-dores del Código, impresionados todavía porlas tempestades revolucionarias, habían esta-blecido entre la ley civil y la ley eclesiástica,punto de que partían todos los males en suconcepto.

»Para la Iglesia, el adulterio es un crimen,añadió, para vuestros tribunales, no es más queun delito. El adulterio va en carruaje á la leycorreccional, en lugar de conducirlo al tribunalde los Asises. El consejo de Estado de Napo-león, penetrado de compasión hacia la mujerculpable, ha obrado con impericia. No era bas-tante en esto, aunando la ley civil y religiosa,enviar á la culpable, como en otros tiempos, áun convento para el resto de sus días.

»—Hubieran sido necesarios muchos con-ventos, contestó el conde de Sérizy, y en estostiempos se convierten los monasterios en cuar-teles. ¿Qué hacer entonces, señor abad? Ence-

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rrarlas en un convento no es posible, según lasociedad.

»—¡0h! dijo el conde de Grandville, no cono-ce usted la Francia. Han debido dejarle al mari-do el derecho de quejarse, y no habría al añodiez quejas de adulterio.

»— Jesucristo ha perdonado el adulterio, di-jo el conde Octavio. En ciertas épocas y paíseslo autorizaban las costumbres. En Oriente, cunade la humanidad, la mujer no fué más que unplacer ó cosa; no le pedían más méritos y virtu-des que obediencia y hermosura. Elevando elalma por encima del cuerpo, la moderna fami-lia europea, hija de Jesucristo, ha inventado elmatrimonio indisoluble y ha hecho de él unsacramento.

»—¡Ah! la Iglesia reconoce bien todas las di-ficultades, exclamó el señor de Grandville.

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»—Esta institución ha producido un mundonuevo, dijo el conde Octavio sonriendo, perolas costumbres de ese mundo no serán nuncabajo los climas en que la mujer es núbil á lossiete años y vieja á los veinticinco. La Iglesiacatólica ha olvidado las necesidades de la mitaddel globo. Concretémonos á hablar de Europa.¿La mujer es superior ó inferior á nosotros? Tales la verdadera pregunta que debemos hacer. Sila mujer nos es inferior, al elevarla como la haelevado la Iglesia, la adúltera merece terriblecastigo. Pero ¿han procedido así? El claustro óla muerte: ved ahí toda la antigua legislación.El trono ha servido de lecho al adulterio, y losprogresos de este crimen han debilitado losdogmas de la Iglesia católica. Hoy, mientrasque la Iglesia no pide más que un arrepenti-miento sincero á la mujer caída, la sociedad secontenta con una difamación que pronto seborra en lugar del suplicio. La ley condena to-davía á los culpables; pero no los intimida. Enfin, hay dos morales: la del mundo y la del có-

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digo. Donde el código es débil, lo reconozcocon nuestro querido abad, el mundo es audaz yburlón. Hay pocos jueces que no hubieran que-rido cometer el delito contra el cual despleganel suave furor de sus consideraciones. El mundo,que desmiente la ley en sus usos, en sus fiestasy en sus placeres, es más sincero, á veces, que elcódigo y la Iglesia; el mundo castiga el escánda-lo después de haber alentado la hipocresía. Talvez la ley francesa sería mejor, si proclamase ladesheredación de las hijas.

»—Conocemos la cuestión á fondo, dijoriendo el conde de Grandville. Yo tengo unamujer con la cual no puedo vivir; Sérizy tieneuna mujer que no quiere vivir con él. A tí, Oc-tavio, te ha abandonado la tuya. Resumimos lostres los casos de conciencia conyugal; así es quepodemos componer muy bien una comisiónpara tratar del divorcio.

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»La cuchara del conde cayó sobre su vaso ylo rompió, cayendo éste sobre el plato y rom-piéndolo también. El conde se puso pálido co-mo un muerto y dirigió á Grandville una mira-da feroz, con lo cual le reconvenía por su indis-creción ante mí.

»—Perdón, amigo mío, no me había fijadoen Mauricio, dijo el presidente Grandville. Séri-zy y yo hemos sido tus cómplices, después dehaberte servido de testigos: no me había acor-dado de Mauricio; en cuanto á estos venerablessacerdotes, decirlo ante ellos no era cometeruna irreverencia.

»E1 señor de Sérizy cambió la conversación,refiriendo cuanto había hecho para agradar ásu mujer sin conseguirlo nunca. Este ancianoterminó hablando de la imposibilidad de re-glamentar las simpatías y las antipatías huma-nas, y sosteniendo que la ley social era másperfecta á medida que se acercaba más á la ley

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natural. La naturaleza no tiene cuidado algunode la alianza de las almas; su fin único es lapropagación de la especie. Entonces el códigoactual hubiera sido muy sabio dando unaenorme latitud á la casualidad. La deshereda-ción de las hembras, habiendo varones, hubierasido una excelente modificación, ya para evitarla bastardía de las razas, ya para hacer unionesmás felices, no teniendo que buscar más que lascualidades morales y la belleza. De este modose suprimían uniones escandalosas, hijas delamor á la herencia de la mujer. Pero, añadió, nohay medio de reformar una legislación cuandoun país tiene la pretensión de reunir ochocien-tos legisladores. Después de todo, si estoy sacri-ficado, tengo un hijo que me heredará.

»—Dejando aparte toda cuestión religiosa,repuso mi tío, hago observar á Vuestra Exce-lencia, que á la naturaleza debemos la vida,pero la dicha á la sociedad. ¿Sois padre? pre-guntó mi tío.

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»—Y yo, ¿tengo hijos? dijo el conde con voztan dura, que impresionó á todos hasta el puntode cortar toda conversación acerca de la mujery el matrimonio.

»Cuando hubieron tomado el café, los doscondes y los dos sacerdotes se alejaron, viendoque el pobre Octavio había caído en una dolo-rosa melancolía que le impedía atenderles niapercibirse de la desaparición de éstos.

»Mi protector se había sentado en una me-cedora cerca de la chimenea, en actitud lángui-da y abatida.

»—Ya conoce usted el secreto de mi vida, medijo al apercibirse de que estábamos solos.Después de tres años de matrimonio, una tardeme entregaron la carta en que la condesa sedespedía de mí para siempre. Esta carta era, sinembargo, digna, pues hay mujeres que conser-van cierto decoro aun cometiendo esa falta

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horrible... Hoy mi mujer pasa por haberse em-barcado en un navío que naufragó sin que sesalvara nadie. Vivo solo hace más de siete arios.Basta por hoy, Mauricio; me faltan las fuerzas:ya hablaremos de mi situación cuando me hayaacostumbrado á hablar de ella. Cuando se sufreuna enfermedad crónica hay que buscar el ali-vio posible, y este alivio suele ser cualquiercosa que no se parezca á la enfermedad.

»Fuí á acostarme turbado, pues el misterio,lejos de aclararse, me parecía obscuro. Adivinéun drama extraño, considerando que no podíahaber nada vulgar entre una mujer elegida porel conde y un carácter como el suyo. Debían sersingularísimos los motivos que podían haberobligado á la condesa á separarse de un hombretan noble, tan elevado, tan sensible y tan dignode ser amado. La frase del señor Grandvillehabía sido una antorcha arrojada en los subte-rráneos por los que caminaba yo hacía muchotiempo; y aunque esta llama los alumbró dé-

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bilmente, mi vista podía medir la extensión deellos. Me explicaba los pesares del conde sincomprender la profundidad y la amargura deellos. El tinte amarillento de sus mejillas dema-cradas tenía una explicación: sus gigantescosestudios, sus sueños, sus perturbaciones, losmenores detalles de la vida de aquel célebrecasado, tomaran un relieve luminoso ante mí,en esas horas de meditación, que son el crepús-culo del pensamiento y á las cuales se entregatodo hombre de corazón. ¡Oh! ¡cuánto queríayo á mi protector! Me parecía un hombre su-blime. Leía un poema de melancolía en su cora-zón, en aquel corazón que estaba en constanteactividad y yo había supuesto inerte. Un dolorsupremo conduce á la inmovilidad. Aquel ma-gistrado que disponía de tanto poder ¿se habíavengado de su esposa? ¿Reposaba tal vez enuna larga agonía? ¿Qué hacía el conde despuésde esa desgracia? pues la separación de dosesposos es la gran desgracia de nuestra época,en la cual la vida íntima ha llegado á ser lo que

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no era antes, una cuestión social. Pasaron algu-nos días en silencio, pues los grandes pesarestienen su pudor; pero por fin, una tarde el con-de me dijo, grave y conmovido:

»—Quédese usted á mi lado y le contaré mihistoria.»

Escuchad su relato:

«—Mi padre tenía consigo una pupila rica,bella y de diez y seis años, en el momento enque salí del colegio para entrar en este palacioantiguo. Educada por mi madre, Honorina em-pezaba á despertar moralmente. Llena de gra-cias y de puerilidades, soñaba en la dicha comoen un adorno, y tal vez la felicidad era para ellael adorno del alma. Su piedad tenía rasgos in-fantiles, pues todo, hasta la religión, era una odapara aquel corazón ingenuo. Vislumbraba en suporvenir una fiesta perpetua. Inocente y pura,nada turbaba su sueño angelical. La tristeza ó el

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pesar jamás habían alterado su alegría, nihumedecido sus ojos. Ella buscaba el secreto desus emociones involuntarias y creía encontrarloen la atmósfera impregnada con los perfumesde un día primaveral. Era dócil, se sentía incli-nada al matrimonio, y lo esperaba sin desearlo.Su risueña imaginación ignoraba la corrupciónque la literatura inocula por medio de la pintu-ra de pasiones ardientes; no sabía nada delmundo, ni conocía los peligros de la sociedad.La tierna niña no había sufrido, y por eso nohabía ejercitado su valor. Su candor le hacíacaminar sin temor entre las serpientes, como laideal figura de que se valió un pintor para re-presentar la inocencia. No había frente másserena ni más pura que la suya. Nadie hacíainterrogaciones tan llenas de naturalidad comoella. Vivíamos como dos hermanos. Al transcu-rrir un año, le dije ante el estanque de este jar-dín, arrojando los dos miguitas de pan á lospeces:

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»—¿Quieres que nos casemos? Conmigoharás tu voluntad, y cualquier otro hombre teharía desgraciada.

»—Mamá, dijo á mi madre que se dirigíahacia nosotros, hemos convenido Octavio y yoen casarnos.

»—¿A los diez y siete años? preguntó mimadre. No, esperaréis diez y ocho meses; si enese período os conocéis bien, podéis hacer buenmatrimonio, matrimonio de afectos y de inter-eses, porque sois iguales en nacimiento y enfortuna.

«Cuando tuve veintiséis años y Honorinadiez y nueve, nos casamos. El respeto hacia mipadre y mi madre, señores de la antigua corte,nos impidió decorar este palacio según la moday seguimos viviendo como en el pasado, con-vertidos en dos niños juguetones y caprichosos.A pesar de todo esto, me lancé al mundo, inicié

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á mi mujer en la vida social y consideré un de-ber instruirla. Conocí más tarde que los matri-monios, concertados en las condicionas delnuestro, encierran un escollo contra el cual seestrellan muchos afectos y muchas existencias.El marido se convierte en pedagogo, en maes-tro, y el amor perece bajo la férula que hieremás ó menos tarde, pues una esposa hermosa,discreta y soñadora no admite superioridadespor cima de las que ella cree poseer. ¡Tal veztendría ella razón! Tal vez, al contrario, cometíla imprudencia de tener demasiada fe en suingenua naturaleza y la descuidé un poco enciertas ocasiones. ¡Ay! ¡no se sabe jamás, ni enpolítica, ni en el hogar, si los imperios caen pordemasiada confianza ó demasiada severidad!¡Tal vez el marido de Honorina no supo llenarsus sueños de adolescente! ¿Se puede saberacaso á qué precepto se ha faltado en los díasde felicidad?

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»Yo no recuerdo el cúmulo de reproches quese dirigió el conde, con la buena fe del anato-mista que busca las causas de una enfermedad,que no conocen sus compañeros; pero su cle-mente indulgencia me pareció entonces verda-deramente digna de la de Jesucristo, cuandosalvó á la mujer adúltera.

»—Diez y ocho meses después de la muertede mi padre, que precedió á mi madre algunosmeses en la tumba, dijo haciendo una pausa,llegó la terrible noche en que fui sorprendidopor la carta de Honorina. ¿Por qué mágicasilusiones había sido seducida mi mujer? ¿Cuálde estas fuerzas le habría sorprendido ó arras-trado? No quise hacer indagaciones. El golpefué tan cruel, que durante un mes se me parali-zó la inteligencia. Más tarde, la reflexión me hahecho permanecer en mi ignorancia, y las des-gracias de Honorina me han enseñado muchascosas. Hasta este momento, observe usted,Mauricio, que todo es vulgar; pero bien pronto

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dejará de serlo al pronunciar dos palabras: ado-ro, amo a mi mujer. Desde el día del abandono,vivo de recuerdos, me complazco en hacer todolo que le gustaba á Honorina. ¡Ah! me dijo alver el asombro pintado en mi semblante, no meconsideréis un héroe ó un tonto, para no haberbuscado distracciones á mi mal. ¡Ay, hijo mío!¡he sido muy niño ó muy apasionado; no hesabido encontrar otra mujer en el mundo ente-ro!... Después de luchas horribles conmigomismo, he intentado aturdirme, he caminadocon el dinero en la mano hasta el terreno de lainfidelidad; pero al llegar allí, se dibujaba antemi vista una blanca estatua que me cortaba elpaso: el recuerdo de Honorina. Al acordarmede la finura de su tez, á través de la cual se veíacorrer la sangre y palpitar los nervios; al acor-darme de su preciosa cólera, sencilla é ingenuala víspera de mi desgracia, como el día en quele dije: «¿Quieres que nos casemos?», al recor-dar el perfume celestial que la rodeaba, la luzde sus miradas y la gracia de sus movimientos,

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huía como un hombre que va á violar la tumbay que ve salir el alma del muerto transfigurada.En el Consejo, en el Tribunal, en mis negocios,tengo tan fijo el recuerdo de Honorina, quemuchas veces no hablo porque temo nombrar-la. Ved el secreto de mi afán por el trabajo. Nohe sentido hacia ella deseo de venganza, delmismo modo que no la siente un padre al verque su hija predilecta se ha dirigido por malassendas á causa de impremeditación. Compren-do que habría hecho de mi mujer la poesía de lavida, y yo gozaba de esa poesía con tanta másembriaguez, cuanto que la creía compartida.¡Ah! ¡Mauricio! Un amor sin discernimiento, esen un marido la falta que puede originar las desu mujer. Tal vez dejé sin cultivar las facultadesinfantiles de mi esposa, ó tal vez la agobié deamor antes de que la hora del amor sonase paraella. Demasiado joven para comprender laconstancia en la mujer, ella tomó la primeraprueba del matrimonio por la vida entera, y talvez maldijo en silencio su destino, sin atreverse

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á lanzar ninguna queja, por pudor de su alma.En una situación así, tal vez se habrá encontra-do sin defensa ante un hombre que la ha debi-do arrastrar violentamente. Y yo tal vez, magis-trado, según el mundo, dotado de buen cora-zón, pero de un entendimiento preocupado,adiviné muy tarde las leyes del código femeni-no, desconocidas para mí, pero que después heleído á la luz del incendio que devoraba mitecho. He hecho de mi corazón un tribunal, envirtud de la ley ya que ésta erige en juez al ma-rido, y de ese tribunal ha salido ella absuelta yyo culpable. Pero el amor ha tomado en mí laavasalladora forma de la pasión, de esa pasióncobarde y absoluta, que suele apoderarse dealgunos ancianos. Ahora amo á Honorina au-sente, con la fuerza de un amor contrariado; laamo con la vehemencia del que anhela poseeruna mujer hermosa. Me siento animado de laaudacia del viejo y la fuerza del joven, y almismo tiempo de la timidez del adolescente.No sé lo que pasa en mí. Amigo mío, la socie-

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dad no tiene más que burlas para mi horrorosasituación conyugal. Mientras tiene compasiónpara el amante, vé en un marido no sé qué im-potencia, y se ríe de él por no haber sabido con-servar la mujer que adquirió por medio delyugo conyugal. Así es que he tenido que callar.Sérizy es feliz. Debe á su indulgencia el placerde ver á su mujer, la protege la defiende y co-mo la adora, experimenta los goces inefablesdel beneficio, y no se inquieta por nada ni porel ridículo siquiera, pues bautiza con su nom-bre paternal el afecto hacia su esposa. Pero yo,ni aun el ridículo tengo que afrontar; yo, quesólo me sostengo de un amor secreto, yo, queno sé decir una galantería á una mujer de mun-do; yo, que rechazo la prostitución, me deses-pero en la soledad. Le soy fiel á mi mujer, hastapor temperamento. Sin mi fe religiosa, mehubiera suicidado. Me he lanzado al abismo deltrabajo, para fatigarme mucho y distraermehasta debilitar mis sentimientos, y he salido de

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ese abismo vivo, abrasado, habiendo perdido elsueño.»

No recuerdo las palabras de este elocuentehombre, al cual la pasión daba más energíacuando se hallaba en la tribuna: al escucharle,sentía yo rodar las lagrimas por mis mejillas.Juzgad mis impresiones cuando, después deuna pausa necesaria para enjugar nuestras lá-grimas, acabó su relato con esta relación:

»—He aquí el drama de mi alma, pero esteno es el drama exterior que represento en París.El drama interior no interesa á nadie. Yo lo sé ytambién lo sabrá usted algún día, á pesar deque en estos momentos llore usted: nadie so-brepone á su corazón, y sobre todo á su epi-dermis el dolor de otro. Nadie quiere sufrir porcausas que no le son propias. El verdadero do-lor está en uno mismo y la extensión de él nadiepuede comprenderla; usted mismo solo lo co-noce vagamente, á pesar de que toma parte en

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él. Algunas veces me vera usted querer calmarmi desesperación, contemplando una miniaturaen la que mi mirada besa aquella frente adora-da, la sonrisa de sus labios, el contorno de surostro y los negros bucles de su cabellera. Otrasveces, después de torturarme con los agudosdardos del dolor, he pasado á la esperanza, mehe dirigido á la calle y he andado muchísimocon el intento de fatigarme. Siento desfalleci-mientos como los enfermos que mueren porconsunción, hilaridades de loco, ideas absurdasy espantosas. Mi vida es un parosismo de terro-res, de amarguras y de desesperación. Por miparte, ya ve usted que hago cuanto puedo: voyal Consejo de Estado, al Parlamento, al Club, alAteneo. Pero las horas de la noche son para mímás largas que las que empleo en ejercitar misfacultades. Honorina es mi asunto más impor-tante. Recobrar á mi mujer es mi ambición úni-ca, es la idea fija que me persigue. Velo por ellasin que lo sepa, atiendo á sus necesidades, leproporciono recursos para todo, procurando

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que lo ignore. Este es mi único placer. Estoycerca de ella cuanto puedo, como un espírituinvisible, sin dejarme adivinar, porque entoncesya lo perdería todo. Hace siete años que no mehe acostado un solo día sin haber ido á ver laluz que le presta vívido resplandor y su hermo-sa silueta entre las cortinas de su balcón. Ver susombra, esto es lo que tanto me satisface. Dejómi casa sin llevarse de ella más que el traje quetenía puesto. Ha llevado su delicadeza hasta latontería: todo lo que le pertenecía lo ha dejado.Algunos meses después de su fuga fué aban-donada por su amante, que se mató ante el du-ro, siniestro y frío aspecto de la miseria. ¡Co-barde! Aquel hombre había contado sin dudacon la cómoda vida que se dan en Suiza é Italialas grandes damas al abandonar á sus maridos.Aquel miserable la dejó en cinta y sin un real.En el mes de noviembre de 1820, cuando mimujer iba á dar á luz, busqué al primer coma-drón de París é hice que se fingiera el cirujanodel barrio al que ella había dado orden de lla-

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mar. Decidí al cura de la parroquia para que seencargase de atender á las necesidades de lacondesa, bajo el pretexto de practicar una obrade caridad. Ocultar el nombre de mi mujer,asegurarle el incógnito, encontrar una compa-ñera inteligente que me fuera adicta, ¡qué ím-probo trabajo! Para encontrar el asilo de mimujer, no me fué necesaria más que una granperseverancia ayudada del dinero. La idea deconsagrarme á Honorina me pareció tan santa,que tomé á Dios por testigo de cuantos pasosdi. Esto sólo le ocurre á un hombre verdadera-mente enamorado, pues es muy pequeño que-rer asociar á Dios á nuestras pasiones. Todoamor necesita alimentarse de algo. Además, yodebía proteger á aquella inexperta criatura, quetal vez fué culpable por imprudencia mía. Yodebía protegerla de nuevos desastres. Procurécumplir bien mi papel de ángel guardián. Des-pués de siete meses, su hijo murió, felizmentepara ella y para mí. Mi mujer quedó abandona-da entre la vida y la muerte en el momento que

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más necesitaba del brazo de un hombre; peroeste brazo necesario, dijo tendiendo el suyo consublime energía, se extendió sobre su cabeza.Honorina fué cuidada como lo hubiera sido eneste palacio. Cuando en la convalencia pregun-tó quién la había socorrido, le contestaron quelas hermanas de la caridad del barrio, la socie-dad maternal y el venerable cura de la parro-quia, que protegía á todos los desdichados. Estamujer, orgullosa, desplegó en la desgracia granvalor y una resistencia tan extraordinaria, queparecía más bien un empeño terco, tenaz.Honorina quiso ganar su vida con el trabajo.Hace cinco años que reside en un precioso pa-bellón y se dedica á hacer flores de trapo. Creevender los productos de su elegante trabajo aun mercader bastante espléndido que sueledarle veinte francos diarios, y no abriga la me-nor sospecha de nada. Ella tiene pasión por lasflores, y da cien escudos á un jardinero, al queyo doy grandes gajes para que se esmere más.He prometido á este hombre darle habitación

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en una de mis propiedades, á condición de queha de ser reservado; la más leve indiscrección leperdería. Honorina tiene su pabellón y su jar-dín por quinientos francos de alquiler según sucuenta. Vive allí, bajo el nombre de su compa-ñera la señora Gobain, anciana simpática y dis-creta, que supe yo encontrar y de la cual se hahecho querer Los cuidados que la anciana leprodiga se los recompenso bien. Hace tres añosque Honorina es feliz, creyendo que sólo debe ásu trabajo la desahogada posición que disfruta.Y, ya sé lo que quiere usted decirme exclamó elconde al ver una interrogación en mis ojos ymis labios. Ya he hecho una tentativa. Un día,cuando creí por algunas frases de la señora Go-bain que era fácil una reconciliación escribí á mimujer una carta por el correo, en la cual traté dehalagarla y de seducirla: aquella carta la empe-cé veinte veces con mil ensayos. ¡Qué angustiaspasé! Anduve mil veces desde la calle de Pa-yenne hasta la de Reuilly, como un condenadoque va desde el cielo al infierno, sin reposar en

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ningún sitio Era de noche, la tempestad crecía yyo continuaba esperando á la señora Gobain,para que me repitiera las palabras que hubiesepronunciado mi mujer. Honorina, al reconocermi letra, arrojó la carta al suelo sin leerla. «Se-nora Gobain, le dijo imperiosamente, desdemañana dejaré esta habitación.» Esta frase fuéun rayo para el hombre que experimentabagrandes alegrías en proporcionarle por mediode nobles supercherías ricos pavos, exquisitospescados, faisanes y los mejores pasteles y dul-ces, pagados á precios exorbitantes, mientrasella tenía la candidez de creer que con doscien-tos cincuenta francos al año pagaba á la señoraGobain una cocina mejor servida que la de unobispo. ¿Me ha sorprendido usted algunas ve-ces frotándome las manos y revelando felici-dad? Es cuando acabo de engañar á mi mujer,haciendo que un mercader le lleve un rico chalde India, diciendo que lo vende una actriz queapenas lo ha usado, y en el cual antes he tenidola debilidad de envolverme, acercándolo mu-

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cho al corazón, para trasmitirle algo de mi fue-go. Hoy se resume mi vida en las dos palabrasque expresan los más violentos suplicios: amo yespero. Tengo en la señora Gobain un fiel espíade aquel corazón adorado. Todas las nocheshablo con ésta y sé por ella todo lo que haceHonorina durante el día; sus movimientos, susfrases, pues el más pequeño detalle me puederevelar el estado de aquella alma sorda y muda.Honorina es piadosa: reza y acude al templo ábuscar consuelo; pero no se confiesa ni comul-ga. ¡Teme lo que le diría el confesor! No quiereque le ordenen volver á mí. Este horror que leinspiro me asusta, pues jamás le he hecho elmenor daño y siempre he sido bueno para ella.Supongamos que he tenido demasiada insis-tencia para instruirla y que mi rudeza de hom-bre haya herido su delicada susceptibilidad ósu legítimo orgullo. ¿Es este motivo suficientepara perseverar en una resolución que sólo elodio debe inspirar? Honorina no le ha dichojamás á la señora Gobain quién era y guarda el

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más escrupuloso silencio acerca de su matri-monio: de modo que esta buena mujer no pue-de decirle nada en mi favor. Los criados nadasaben. Me es imposible penetrar en el corazónde Honorina; la ciudadela es mía, y no puedotomar posesión de ella. No tengo ni un solomedio de acción. Una violencia me perderíapara siempre. ¿Cómo combatir lo que ignoro?He pensado escribir una carta á Honorina,hacerla copiar y valerme de ingeniosos mediospara que la lea. Pero esto es arriesgarme nue-vamente, y temo me cueste cara la prueba. Si yono sintiera en mí todas las facultades noblessatisfechas, si no gozara con la satisfacción demi buena conducta, si los elementos de mi des-tino no perteneciesen á la paternidad divina,hay momentos en que el pensar me volveríamaniático. Algunas noches tengo miedo hastade la transacción violenta de una débil espe-ranza, que brilla y se apaga momentáneamentey que al apagarse me arroja en la sima del des-encanto. He meditado algunos días acerca del

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desenlace de Clarisse y Lovelace, diciéndome:Si Honorina tuviera una hija mía, se vería obli-gada á volver á la mansión conyugal. En fin,tengo tanta fe en mi feliz porvenir, que hacediez meses he adquirido un hermoso palacio enel barrio de Saint-Honoré, para que, si me uno áHonorina, no tenga que volver á ver las habita-ciones de las cuales huyó y para que nada lerecuerde su pasado. Quiero colocar á mi ídoloen un nuevo templo para que no se vea ator-mentado por tristes recuerdos. Están trabajan-do para convertir aquel palacio en una maravi-lla de elegancia y de arte. Me han hablado deun poeta que se volvió loco de amor por unacantante y que anduvo buscando por todo Parísla mejor cama, sin saber lo que le reservaba suamada, ignorando completamente si sería acep-tado. Pues bien, al más frió de los magistrados,al que pasa por el más grave consejero de laCorona, al oír esta anécdota se le ha conmovidohasta la última fibra del corazón. El orador dela Cámara comprende á este poeta que revestía

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su ideal de una posibilidad material. Tres díasantes de la llegada de María Luisa, el empera-dor hablaba solo, creyendo que ésta le iba ácontestar. Todas las pasiones gigantescas separecen. Yo amo como el poeta y el emperador.

»A1 oír estas palabras, creí en la enajenacióndel conde Octavio; se levantó, gesticuló, paseó-se y se detuvo impulsado por la fuerza de suspalabras.

»—Soy muy ridículo, dijo después de unagran pausa, pareciendo pedir una mirada decompasión.

»—No, lo que es usted muy desgraciado.

»—Sí, sí, dijo reanudando el hilo de sus reve-laciones ó siguiendo el curso de su confidencia;sí, soy más desgraciado de lo que usted sepiensa. Por la fuerza de mis palabras puedeusted y debe creer en la pasión más intensa queestá anulando hace nueve años mis facultades

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intelectuales, en la pasión que me inspira subelleza física. Pero esto no es nada en compara-ción del entusiasmo que me inspira su alma, suespíritu, su corazón, sus maneras, todo lo queen la mujer no es la mujer, en fin, esas encanta-doras impresiones que el amor inspira, y queson la poesía de una dicha fugitiva. Veo, pormedio de un fenómeno retrospectivo, todos losencantos de Honorina, en los cuales no me fija-ba en mis días de ventura, como les suele suce-der á las personas dichosas. De día en día voyreconociendo lo mucho que he perdido al con-siderar las bellas cualidades de que estaba do-tada esa niña caprichosa y ligera, que se hizotan fuerte bajo la pesada mano de la miseria,bajo el golpe más vil y el más cobarde abando-no. ¡Y esa flor celestial se marchitó solitaria,oculta y triste! ¡Ah! ¡la ley de que hablábamos,dijo con amarga ironía, no podría traérmela nipresa por una partida de gendarmes! ¡No metraerían á Honorina, sino su cadáver! La reli-gión no ha tenido acción sobre ella para esto;

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ella toma de la religión la parte poética; reza,sin escuchar los mandamientos de la Iglesia. Yohe agotado mi clemencia, mi bondad, mi calma.He llegado al colmo. No diviso más, que unmedio de triunfo: la astucia y la paciencia conque los pajareros cogen los pájaros más ágiles,más desconfiados, más fantásticos y más raros.Así es que, Mauricio, cuando la disculpableindiscreción de Grandville le ha revelado á,usted el secreto de mi vida, he concluído porver en este suceso una de esas disposiciones dela suerte, que por ser tan favorables, sorpren-den al jugador que lo cree todo perdido. ¿Sienteusted por mí bastante cariño, ó sólo es una,compasión hija del romanticismo que sueleapoderarse del alma á la edad de usted?

»—Le comprendo á usted, señor conde, res-pondí interrumpiéndole; teme usted que susecretario ame á su esposa. ¿Es posible poner lamano en un brasero sin abrasarse? dije, por oíral conde.

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»—No tema usted, llevaré la mano cubiertacon guante de hierro. No será mi secretario elque se alojará en la calle de Saint-Maur, en lacasita del hortelano que he dejado libre; será miprimo, el barón de Hostal, magistrado de París.

»Después de un momento de sorpresa, oísonar la campanilla y rodar un carruaje por elpatio. En breve anunció un ayuda de cámara ála señora Courteville y á su hija. El conde Octa-vio tenía numerosa parentela por la línea ma-terna. La señora de Courteville, su prima, eraviuda de un juez, que la dejó sin fortuna y conuna hija. ¿Qué podía ser una mujer de veinti-trés años al lado de una de veinte, tan bellacomo pudiera soñarla la más ambiciosa y poéti-ca fantasía?

»—Le hago á usted barón, magistrado deParís y le doy en dote este hermoso palacio;creo que con esto tendrá usted bastantes razo-nes para no amar á mi mujer, me dijo al oído.

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«Después me presentó á la señora Courtevi-lle y á su hija. Quedé deslumbrado, no por losofrecimientos ventajosos del conde, que jamáshabía soñado, sino por la radiante belleza de laseñorita Amelia de Courteville.

»—No hablemos aquí de mí, dijo el condehaciendo una pausa.

»—Veinte días después, fui á vivir á la casadel hortelano, que habían limpiado, arreglado yamueblado, con esa celeridad que se explica entres palabras, á saber: París, el obrero francés yel dinero. Yo estaba tan enamorado como podíadesearlo el conde para su completa tranquili-dad. ¿Sería bastante la prudencia de un jovende veinticinco años, para las intrigas y asechan-zas que tenía que arrostrar en pro de la dichade mi bienhechor? Para resolver este problema,confieso que contaba con mi tío, pues fui auto-rizado por el conde para imponerle de su secre-to en el caso de que creyese necesaria su inter-

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vención. Me hice jardinero hasta la monomanía;me ocupaba con entusiasmo en cultivar el jar-dín como un hombre al cual no le preocupaotra cosa. Del mismo modo que algunos lunáti-cos de Inglaterra ú Holanda, parecía monoflo-risto. Cultivaba especialmente dalias, reunien-do todas las especies. Adivinaréis que mi líneade conducta estaba trazada por el conde, cuyasfacultades intelectuales se emplearon comple-tamente en los menores sucesos de la tragico-media que debía representar en la calle Saint-Maur. En el momento en que se acostaba lacondesa, entre once y doce, nos reunimos elconde, la señora Gobain y yo para resolver. Oíque la anciana le daba exacta cuenta de los me-nores detalles de la vida de la condesa, de susmovimientos, de sus ocupaciones, de sus comi-das, hasta de las flores que copiaba con tela yalambres. Entonces comprendí lo que era unamor furioso, cuando procede del corazón, dela inteligencia y de los sentidos. ¡Triple y dolo-roso amor! El conde no vivía más que en la

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hora en que se comunicaba con la anciana. Enlos meses que duraron los trabajos preparato-rios, no dirigí la vista al pabellón en que habi-taba mi vecina. Yo no había preguntado siquie-ra, al menos en apariencia, si tenía alguna veci-na, aunque el jardín de la condesa y el mío es-tuviesen separados únicamente por una empa-lizada, delante de la cual había hecho plantarunos cipreses que ya tenían cuatro pies de altu-ra. Una mañana anunció la señora Gobain á lacondesa la rara intervención de un vecino ori-ginal que pensaba levantar una tapia entre losdos jardines. No puedo decirles la curiosidadardiente que me dominaba, los vehementesdeseos que sentía de conocer á la condesa. ¡Verá la condesa! Esta sola idea hacía palidecermomentáneamente hasta el amor que yo sentíapor Amelia. Mi proyecto de edificar una tapiaera una horrible amenaza. El jardín llegaría áser para Honorina una calle de árboles cerradaentre la pared que yo obrase y su pabellón, porlo que respiraría menos aire. Su pabellón, anti-

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gua casa de campo, parecía un castillo de nai-pes; no tenía más de treinta pies de latitud porunos ciento de longitud. La fachada, pintada enestilo alemán, figuraba un enrejado de floreshasta el primer piso, y presentaba un preciosospecimen de estilo Pompadour con tanta pro-piedad, denominado recoco. Se llegaba allí poruna larga hilera de tilos. La señora Gobainhabía hablado ya de mí á la condesa, así es queésta preguntó enfadada:—¿Quién es ese vecinofloristo?

»—No lo sé, contestó la señora Gobain, creoque no es fácil conquistarle por medio alguno,pues siente un horror invencible hacia las muje-res. Es sobrino de un distinguido prelado deParís. No he visto al tío más que una vez, an-ciano de setenta y cinco años de edad, tan feocomo amable. Se dice en nuestros alrededoresque el tío fomenta en el sobrino la pasión á lasflores, evitando por este medio que se entregueá otras pasiones menos inofensivas.

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»—Entonces ¿quién es nuestro vecino? dijola condesa alzando la cabeza. ¿Es un tronera,un misántropo, ó qué es?

»Los locos tranquilos son los únicos hom-bres de los cuales no desconfían las mujeres enmateria de sentimientos. Verán ustedes, por lacontinuación de mi relato, cuán bien había pen-sado el conde al elegirme para representaraquella comedia. En las cercanías de dondehabitaba, creían que yo no tenía más que unadulce y poética monomanía, y esta era las flores.

»—Pero ¿qué le sucede? insistió la condesa.

»—Ha estudiado demasiado y es un sabio. Yya que quiere usted saber cuanto se dice de él,le manifestaré que tiene sus razones para odiará las mujeres, ó al menos para no amarlas.

»—Pues bien, ruéguele usted que venga: loslocos me asustan menos que los cuerdos; yo le

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hablaré, y tal vez le convenza. Si no lo consigo,hablaré al señor cura.

»Al día siguiente de esta conversación, pa-seándome por el jardín, vi en el primer piso delpabellón vecino descorridas las cortinas de unaventana, tras la cual se hallaba en observaciónuna mujer. La señora Gobain se dirigió á mí. Yomiré bruscamente al pabellón, haciendo ungesto brutal como si dijese: ¿Qué me importami vecina?

»—Señora, dijo la Gobain al dar cuenta á lacondesa de su embajada, el vecino me ha dichoque le deje tranquilo, que cada uno es dueño desu casa, sobre todo cuando vive sin mujer algu-na y en completa soledad.

» —Tiene razón el loco, repuso la condesa.

»—Sí, pero al fin ha concluido por decirme:«Iré». Le he convencido de que si no accedía áverle á usted, haría la desgracia de una persona

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que vive en la soledad y cuyo único entreteni-miento son las flores. Indudablemente, al saberque siente usted también su pasión favorita, hadebido conmoverse.

»Al día siguiente, supe, por una seña de laGobain, que esperaba mi visita. Después dealmorzar, la condesa se paseaba por el jardín;esperé este momento, salté por la empalizada yme dirigí hacia ella. Yo estaba en traje de cam-po.

»—Condesa, dijo la Gobain, este caballero esvuestro vecino.

»La condesa no se asustó. Empecé á obser-var á la mujer que tanta curiosidad me inspira-ba, ya por la vida especial que hacía, ya por lasconfidencias del conde. Nos hallábamos en losprimeros días del mes de mayo. El aire puro, elcielo azul, el verde brillante de las primerashojas y los perfumes primaverales, formaban

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un cuadro arrebatador. Al ver á Honorina, meexpliqué la pasión del conde Octavio y la ver-dad de este símbolo. Honorina es una flor céli-ca. Su blancura me llamó la atención por sutono particular, pues hay distintos blancos, co-mo hay distintos azules y encarnados. Al mirará Honorina se detenía la mirada sobre su finaepidermis, á través de la cual se veían filamen-tos azulados. A la menor emoción su sangreparecía circular más aprisa, bajo el fino tejidode sus venas, como un rosado vapor exten-diéndose sobre una capa de nieve. Cuando nosencontramos, los rayos del sol, atravesando porentre las hojas de la acacias, rodeaban á Hono-rina de ese nimbo dorado muy pálido, que sóloRafael y Ticiano han sabido pintar alrededor dela Virgen. Sus ojos obscuros expresaban á la vezternura y alegría; su brillo se reflejaba en elsemblante á través de sus largas y sedosas pes-tañas. Por el movimiento de sus párpados, seleían algunas de sus impresiones, tanto senti-miento, majestad, desprecio ó desesperación

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había en su manera de levantar ó bajar los pár-pados, esos velos del alma.

»Podía helaros y encenderos con una mira-da. Sus cabellos recogidos en la parte inferiorde la cabeza, dejaban descubierta una frenteancha y soñadora, una frente de poeta. Su bocaera completamente voluptuosa. Como raro pri-vilegio en Francia y muy común en Italia, todaslas líneas y contornos de aquella noble cabezaparecían desafiar al tiempo. Aunque esbelta,Honorina no era demasiado delgada y sus for-mas me parecieron de esas que despiertan elamor cuando se le cree dormido. Su figura eraelegante, suave, dulce, flexible; su voz parecíauna caricia. Sus diminutos pies, que resonabansobre la arena, producían un ruido ligero que leera propio y que armonizaba con el que produ-cía su larga cola, resultando una música feme-nina que llegaba al corazón y que hacía queHonorina, aun sin ser vista, no pudiera con-fundirse con mujer alguna. Su porte recordaba

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sus antiguos hábitos de nobleza: soportaba sunueva situación con digna altivez, con resigna-ción, pero sin abatimiento. Alegre, firme y or-gullosa, no se la concebía dotada de otras cua-lidades: se observaba en ella algo infantil, inex-plicable. Pero la niña podía hacerse fuerte comoel ángel rebelde, y al ser herida en su amorpropio volverse implacable. La frialdad de suexpresión podía ser la muerte para aquellos áquienes sus ojos habían sonreído y sus labiosbesado, para aquellos cuyas almas habían reco-gido con respeto la melodía de su voz, queprestaba á la palabra la poesía del canto con susacentos é inflexiones particulares. Al sentir elperfume de violeta que exhalaba, comprendíque le era imposible al conde olvidar á la mujerque realmente era una flor para el tacto, para lavista, para el olfato y para el alma. Honorinainspiraba abnegación, pero una abnegacióncaballeresca sin recompensa. Al verla, decíacualquiera: «Tomaos el trabajo de pensar y adi-vinaré». «Hablad, estoy dispuesto á obedece-

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ros». «Si mi vida perdida en el suplicio es nece-saria para un día de ventura vuestra, tomadla;sonreiré como los mártires en la hoguera, puesconsagraré ese día á Dios como un homenaje».Muchas mujeres discurren mil cosas para ador-narse y embellecerse, y con todo eso no produ-cen la impresión que producía la condesa, ápesar de su abandono en el vestir y de su senci-lla naturalidad. Si hablo así, es porque se trataúnicamente de su alma, de sus pensamientos,de sus delicadezas de corazón, y por temor áque me reprochen ustedes el no haberlos bos-quejado. Me fué preciso olvidar mi papel dehombre descortés y loco y creo que lo olvidé sinintención alguna.

»—Me han dicho, señora, que ama ustedmucho el campo, le dije por fin.

»—Soy artista en flores, caballero; soy unasencilla obrera. Después de cultivar las flores,las copio, como una madre que, por saber ma-

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nejar el pincel, se puede proporcionar el placerde retratar á sus hijos. No necesito decirle quesoy pobre, y que, como tal, no me hallo en esta-do de pagar la concesión que espero de usted.

»—¿Y cómo es que una persona, al parecertan distinguida y de tan alta clase, ejerce unaprofesión necesaria á su subsistencia? preguntécon la mayor gravedad y candidez. ¿Tiene us-ted acaso, cual yo, razones para entregarse altrabajo queriendo distraer su imaginación? ¿hahecho usted voto de pobreza, ó trabaja por pla-cer?...

»—Quedémonos en la tapia divisoria, con-testó graciosamente.

»—Nos hallamos en la fundación de ella, ysería muy bueno conociésemos cuál de los doses más desgraciado, ó más loco, para decidircuál de las dos locuras es la que debe ceder elpaso á la otra.

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»¡Ah! ¡qué mañana tan fresca y deliciosa!Siempre la recuerdo. ¡Qué hermoso jardín! Losinmensos grupos de flores dispuestos en canas-tillos ó formando macetas, y los ramos de guir-naldas colocados con la ciencia de un floricul-tor, producían dulces afectos al alma. Aqueljardín llegó á ser, bajo su dirección, un pequeñomuseo de plantas, cultivadas por un genio ar-tista. El propietario más soez lo hubiera respe-tado y no lo hubiera destinado á otra cosa.Aquel jardín, silencioso y retirado, exhalabaesencias embriagadoras que inspiraban un en-canto, una dicha y una voluptuosidad inexpli-cables. Se reconoce el verdadero sello que elcarácter imprime á nuestras cosas, cuando noestamos cohibidos por las leyes sociales, quenos hacen ser hipócritas constantemente. Yomiraba alternativamente los narcisos y á lacondesa, aunque los narcisos no me interesa-ban. Temía olvidar mi papel de fanático por lasflores.

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»—Ama usted mucho las flores, caballero,según he podido observar.

»—Son los únicos seres que no burlan nues-tros cuidados y nuestra ternura.

»Hice unas reflexiones tan tristes, estable-ciendo un paralelo entre la botánica y el mun-do, que repentinamente nos encontramos á cienleguas de la pared medianera, objeto de nuestraentrevista. La condesa debió tomarme por unser desdichado, herido en el alma, y digno depiedad. Sin embargo, en una media hora lacondesa me condujo al objeto de nuestra con-versación, pues las mujeres cuando no amantienen una sangre fría extraordinaria.

»—Si deja la empalizada aprenderá ustedtodos los secretos de la botánica que quieroocultar, pues busco la dalia azul y la rosa azulcon gran empeño: tengo pasión por las floresazules. ¿No es el azul el color favorito de las

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almas delicadas? Ya que ni uno ni otro estamosen nuestra casa, mejor sería hacer una puerteci-ta al final de una senda que reuniese nuestrosjardines. Ama usted las flores; las mías seránsuyas y las suyas mías. Usted no recibe á nadieyo no soy visitado más que por mi tío el reve-rendo cura de Blancs-Manteaux.

»—No quiero conceder á nadie el derecho deentrar en mi jardín á cualquier hora. Vengausted y será recibido como un vecino, con elque quiero vivir en buenas relaciones; peroamo demasiado mi soledad para turbarla conuna dependencia cualquiera.

»—Como usted quiera.

»Luego volví á saltar por la empalizada.¿Para qué necesito una puerta? me dije al ver-me en mis dominios. Pasaron quince días sinpensar, al parecer, en mi vecina. Hacia fines demayo, en una hermosa tarde, nos encontramos

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los dos paseando lentamente alrededor de laempalizada. Fue preciso cambiar algunas pala-bras de cortesía; ella me encontró tan abatidopor el pesar y tan afligido, que resolvióhablarme de esperanzas, dirigiéndome frasesdulces y harmoniosas, parecidas á los cantosque emplean las nodrizas para dormir á losniños. Por fin, franqueé la empalizada y meencontré al lado de la condesa. Ésta, compade-cida de mis penas, me hizo entrar en su casacon objeto de calmar mi aflicción. Entré, por fin,en aquel santuario, en el que todo se hallaba enarmonía con la mujer que intento describir.Reinaba en todo aquello exquisita sencillez.Aquel pabellón parecía en su interior la caja debombones inventada en el siglo XVIII para sa-ciar los golosos apetitos de un gran señor. Elcomedor estaba cubierto de pinturas al fresco,representando mil distintos caprichos de florestrepadoras; la escalera ofrecía encantadorasdecoraciones hechas á la aguada; el saloncitoque hacía frente al comedor, estaba cubierto

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por antiguas y ricas tapicerías; después nohabía más que otra salita, un gabinete, cuartode baño, gabinete tocador y una biblioteca con-vertida en taller de florista. La cocina caía deba-jo de estas habitaciones, para las que había quesubir una pequeña escalinata. Aquella mansiónparecía el paraíso. Sin la amarga sonrisa quevagaba frecuentemente por los rojos labios dela condesa, y sin su extraña palidez, se hubierapodido creer en la felicidad de aquella violetaoculta en un bosque de flores. Llegamos prontoá tener una gran intimidad, hija de la fe ciegaque la condesa tenía en mi indiferencia hacialas mujeres. Una mirada me hubiera compro-metido, así es que parecía que jamás cruzabapor mi mente un pensamiento dedicado á ella.Honorina quería ver en mí un antiguo amigo.Sus atenciones eran hijas de la compasión. Susmaneras, sus miradas, su conversación, tododistaba cien leguas de las coqueterías que sehubiera permitido la mujer más serena en uncaso semejante. Pronto me concedió el derecho

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de entrar en el taller de flores. Una mesita cu-bierta de libros y de curiosidades y adornadacomo un boudoir, hacía resaltar con su elegancialos ordinarios adminículos que para hacer flo-res contenía. Estos eran pinceles, goma, tijeras,pinzas y otros hierros ó moldes de flores. Sinembargo, la condesa había poetizado el taller.Entre todas las ocupaciones á que se entreganlas mujeres, el trabajo de flores artificiales, consus mil detalles, es el que más permite desen-volver sus gracias. Para pintar las hojas necesitauna mujer doblegarse sobre una mesa, y si lohace graciosamente, aparece encantadora. Latapicería, tal cual lo hace una obrera que ganasu vida, suele producir pulmonías y tuerce laespina dorsal. El grabado de planchas en metales minucioso y exige grandes cuidados. La cos-tura y el bordado fatigan la vista, sin producirtreinta sueldos diarios. Pero el trabajo de mo-das y flores artificiales es elegante y permiteuna multitud de movimientos y de ideas, quedejan á una mujer distinguida en su esfera:

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además, esa mujer puede reír, cantar y pensar.Se notaba gran instinto artístico en la maneracon que la condesa preparaba en su velador lospétalos, cálices, hojas y alambres necesariospara armar las flores. Las vasijas para los colo-res estaban muy limpias; un vaso japonés con-tenía la cola, con un pincel, que al usarlo, nuncamanchaba su nívea mano. El latón, musgo, loshilos y demás, los tenía en un cajón del velador.En una caja guardaba menudo aljófar, gusani-llos de luz, mariposas y otros caprichos paraadornar las flores. Ella se apasionaba por sutrabajo y siempre copiaba lo más difícil. Susmanos, ligeras y diestras, se dirigían de la mesaá las flores con la rapidez con que las mueve unartista sobre el teclado de un piano. Sus dedosparecían los de una hada: medía con la lucidezde su gran instinto cada movimiento, para quecorrespondiese al resultado que deseaba obte-ner. Yo la contemplaba extático mientras arma-ba una flor. Ella copiaba hojas verdes y amari-llentas, y desplegaba la mayor fuerza de auda-

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cia y genio en sus concepciones, pues herma-naba lo más difícil de hermanar. Inventaba ex-trañas flores de fantasía, por no estar tomadasdel natural. Luchaba con toda clase de flores,desde las más sencillas hasta las más complica-das. «Este arte, me decía, se halla en su infanciatodavía. Si los parisienses tuviesen algo delgenio que la esclavitud del harem exigía entrelas mujeres de Oriente, hubieran creado con lasflores, puestas sobre nuestras cabezas, un her-moso lenguaje. Quiero hacer, para calmar miambición de artista, flores un poco marchitas,con hojas color bronce florentino, como se en-cuentran en los campos, antes ó después delinvierno. ¡Flores melancólicas y bellas, que po-dríamos apellidar flores de otoño! Una coronade estas flores, sobre la frente de una joven,envejecida por el dolor, sería muy expresiva.¿Acaso no hay flores para las bacantes ebrias,para las austeras devotas y para las mujeresdominadas por el tedio? ¡Cuántas cosas puededecir una mujer con sus adornos! La botánica

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expresa todas las sensaciones y movimientosdel alma, todas las ideas y aspiraciones.» Hono-rina me ocupaba en despegar hojas, en forraralambre y otros preparativos. Mi deseo de dis-tracción, según ella decía, me hizo hábil.Hablábamos trabajando. Cuando no me dabatrabajo, le decía algo, pues yo tenía que desem-peñar el papel de hombre frío, gastado, escépti-co y rudo. El personaje que yo representaba mevalía algunas bromas, pues solía decirme:

»—Se parece usted á lord Byron, á excepciónde la cojera.

Otras veces me decía:

»—Es usted misántropo, como Job y Young.

»—Mis secretos pesares, solía decirme, cica-trizarán los de usted.

»No puedo expresar la vergüenza que mecausaba, ante esta mujer, el tener que fingir

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heridas, como los mendigos fingen llagas parainspirar compasión y excitar la caridad. Com-prendí pronto la extensión de mi abnegación alcalcular la bajeza de mi espionaje. Las demos-traciones de simpatía que yo recibía hubieranconsolado al más afligido. Aquella encantadoracriatura, alejada del mundo, sola desde tantotiempo, teniendo, fuera del amor, mil tesorosde afecto que nunca había gastado, me los ofre-cía con infantil efusión, con una piedad quehubiera llenado de amargura y desesperación áquien la hubiese amado, porque su afecto eratodo compasión, todo caridad. Su desencantohacia el amor, su incredulidad para todo lo quese llamase felicidad, brillaba en su conversacióncon sencilla naturalidad. Aquellos días tranqui-los y hermosos, me convencieron de que laamistad de algunas mujeres tiene más encantoque el amor. Me dejaba arrancar la confesión demis fingidas penas, haciendo los mismos den-gues que suelen hacer los jóvenes obligados átocar al piano, sabiendo que el auditorio se ha

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de aburrir. La necesidad de vencer mi repug-nancia para hablar, estrechó nuestro lazo amis-toso; ella veía con gusto mi aversión al amor, yparecía causarle cierta alegría el haber encon-trado en su isla desierta un ser dotado de afi-ciones y odios semejantes á los suyos. Tal vezempezaba á fatigarla la soledad. Sin embargo,no ostentaba ninguna coquetería de mujer, ellano se apercibía de que tenía corazón. Vivía enregiones ideales, creadas por su fantasía. Invo-luntariamente comparaba yo su existencia conla del conde: la de éste, toda actividad, acción ymovimiento; la de ella, todo reposo, todo in-movilidad, apatía é inercia. La mujer y el hom-bre obedecían perfectamente á su naturaleza.Mi misantropía me autorizaba á ciertas frasescínicas, lanzadas contra las mujeres y los hom-bres, con objeto de llevar á Honorina por estasenda al terreno de las confidencias; pero ellano se dejaba prender en la red y me hacía com-prender esa constancia, reserva ó terquedad,mayor de lo que se cree en la mayor parte de

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las mujeres. «Los orientales tienen razón, le dijeun día, al encerrarlas á ustedes, no considerán-dolas más que como instrumentos de placer.¡Bien castigada está la Europa por haberles ele-vado hasta concederles igualdad! Según yo, lamujer es el ser más imperfecto que se puedeencontrar. No es más que un animal domesti-cado. Cuando una mujer ha inspirado una pa-sión á un hombre, es un ser sagrado para él y sereviste á sus ojos de un privilegio indescripti-ble. Un hombre guarda siempre reconocimientohacia una mujer, por la felicidad que le ha pro-porcionado: si encuentra á su amada vieja óindigna de él siempre tiene algún derecho so-bre su corazón; pero para la mujer, su ex amadono es nada, ó más bien un estorbo No quierenconfesarlo, pero todas las mujeres tienen en elfondo del corazón el pensamiento que las ca-lumnias populares llamadas traición, atribuíaná la dama de la torre de Nesle: «¡Qué lástima nopoderse alimentar de amor, como se alimentauno de manjares, y que después de hecha la

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digestión no quedase más que el recuerdo delplacer!»

»—Dios ha reservado la felicidad perfectapara el paraíso. Sus argumentos son ingeniosos,pero faltos. ¿Cuáles son las mujeres que se en-tregan á varios amores? me preguntó mirán-dome como la Virgen de Ingres mira á Luis XIIIofreciéndole su reino.

»—Es usted una actriz de buena fe, pues alpronunciar sus ultimas frases, me ha dirigidousted unas miradas que harían la gloria de unartista. Bella y espiritual como es usted ha de-bido amar, hoy no ama, luego ha olvidado.

»—Yo, contestó queriendo eludir mi pregun-ta, no soy una mujer; imagínese que soy unamonja de sesenta años de edad.

»—¿Cómo puede usted afirmar que siente ladesgracia con más fuerza que yo, cuando ladesgracia en su sexo no tiene más que una for-

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ma? las mujeres no cuentan como pesares másque las decepciones del corazón.

»La condesa me miró con aire dulce, hacien-do como todas las mujeres que, cogidas entrelas dos puertas de un dilema, ó por las uñas dela verdad, insisten en su idea sin confesar loque sienten.

»—Soy religiosa, repuso, y me habla ustedde un mundo en el que no puedo entrar.

»—¿Ni siquiera con el pensamiento?

»—¡No vale la pena! Cuando mi pensamien-to vuela, siempre se eleva por encima del mun-do... Creo que el ángel de la perfección, el her-moso Gabriel, canta suavemente en mi corazón.Si yo fuese rica y no trabajase, me elevaría confrecuencia sobre las alas diamantinas del ángely volaría á mundos muy fantásticos. Hay con-templaciones que nos perjudican mucho á lasmujeres. Debo á mis flores largas horas de

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tranquilidad, aunque no siempre sepan ocuparmi pensamiento. Algunos días siento el almaembargada por una inquietud sin objeto; ideasinexplicables se apoderan de mí y parecen de-tener la ligereza de mis dedos. Creo que se pre-para en mi existencia un gran suceso, que mivida ya á variar notablemente; escucho en elvacío, miro á las tinieblas, me encuentro sinánimo para trabajar, me distraigo sin saber conqué, y vuelvo después de mil fatigas á la vidade siempre... ¿Será esto algún presentimientodel cielo? Esto acostumbro á preguntarme.

»Después de luchar tres meses con la diplo-macia oculta bajo una expresión de melancolíajuvenil, y con una mujer, á la cual el desencantohacía invencible, dije al conde que era imposi-ble hacer salir á aquella tortuga de su concha,sin romper la cáscara. Un día, en otra discusiónamistosa, la condesa exclamó:

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»—Lucrecia escribió con su mano y su san-gre la primera palabra de la cartilla de las muje-res: ¡Libertad!

»E1 conde me dio carta blanca para obrar.

»Un sábado por la noche encontré á la con-desa en el saloncito, donde me recibía, cuandono se hallaba en su pequeño taller.

»—He vendido esta semana en cien francoslas flores y los adornos que he hecho, me dijoalegremente.

»Eran las diez. Un ambiente de julio y unaluna clarísima nos envolvía con sus rayos. Rá-fagas de perfumes acariciaban nuestras almas;la condesa hacía resonar las cinco monedas deoro que un comisionista en flores, buscado porel conde, había entregado á la Gobain.

»—¡Qué inmensa dicha para la mujer, dijo lacondesa, es ganarse la vida por medio del tra-

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bajo y hacerse libre é independiente, cuando lasleyes de los hombres han querido hacernosesclavas! Todos los sábados siento hasta exce-sos de orgullo. ¡Ganarse la vida, qué placer!

»—Esa no es la misión de la mujer.

»—Yo no soy una mujer, soy un muchachodotado de alma tierna, pero un muchacho alcual las mujeres no pueden atormentar.

»—La existencia de usted es la negación desu naturaleza. ¿Cómo usted, en quien Dios haderramado sus tesoros de hermosura y amor,no anhela... ?

»—¿Qué? preguntó inquieta por una fraseque desmentía un poco mi papel.

»—¿E1 qué? Un lindo niño de rubios cabe-llos, qué, yendo y viniendo entre sus flores,como una flor de vida y amor, le dijera tierna-mente: Mamá, dame un beso.

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»Esperé contestación. Aunque la curiosidadno me permitía ver el efecto causado por mispalabras, su silencio demasiado prolongado,me hizo comprender que el efecto había sidoterrible. Reclinada en su diván, la condesa esta-ba fría y presa de un ataque de nervios: parecíaligeramente desvanecida por un sutil veneno.Llamé á la Gobain, y entre los dos condujimos áHonorina á su dormitorio: la Gobain la desnu-dó, le aplicó algunas sales y la volvió, más queá la vida, al sentimiento de un profundo dolor.Yo entretanto me paseaba llorando por los pasi-llos, dudando de mi éxito. La Gobain me en-contró con los ojos llenos de lágrimas, y al ver-me así, se dirigió á la condesa y le preguntó:

»— Señora, ¿qué sucede? El señor Mauriciollora como un niño.

«Estimulada Honorina por la interpretaciónque á nuestra actitud pudiera darse, hizo un

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esfuerzo sobrehumano, se puso una bata blancay se dirigió hacia donde yo me hallaba.

»—Mauricio, usted no es la causa de mi des-vanecimiento, sufro espasmos y violentas pal-pitaciones de corazón.

»—¿Y quiere usted ocultarme sus pesares? ledije enjugando mis lágrimas y con un acentodulcísimo. ¿No acabo de comprender por elaccidente de hoy y por sus suspiros, cuando sehabla de niños, que ha sido usted madre y quetiene la desgracia de no serlo ya?

»— ¡María! gritó bruscamente tocando lacampanilla.

»La Gobain se presentó.

»—Luz y té, le dijo imperiosamente con lasangre fría de una orgullosa lady.

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»Cuando la Gobain encendió las bujías y ce-rró las persianas, Honorina presentó una fiso-nomía muda; su arranque de ferocidad se habíadulcificado; en seguida me preguntó:

»—¿Sabe usted por qué me gusta tanto lordByron? Porque ha sufrido ferozmente. ¡La quejaes ridícula, cuando no es una elegía como la deManfredo, una ironía dolorosa como la de DonJuan, ó un delirio como el de Childe Harold!Nadie sabrá nada de mí. Mi corazón es unpoema que sólo Dios leerá.

»—Si yo quisiera... dije.

»—Sí, repitió ella.

»—No me intereso por nada, no soy curioso;pero si yo quisiera, sabría mañana mismo todossus secretos.

»—Le desafío á usted á ello, me dijo con unaansiedad mal disfrazada.

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»—¿En serio?

»— Naturalmente, quiero saber si ese crimenes posible.

»—Sus delicadas manos indican que no es-tán avezadas al trabajo. Además, no se llamausted señorita Gobain, pues el otro día, al leerel sobre de una carta, dijo usted distraída:«Toma María, esta carta es para ti.» María es laverdadera Gobain. De modo que oculta ustedsu nombre; señora, no lo debe temer de mí.Tiene usted en mí el amigo más adicto que...Amigo, verdadero amigo. Entiéndalo bien, doyá esta santa palabra su verdadera acepción, tanprofanada en Francia, donde llamamos lo mis-mo á nuestros enemigos. Este amigo que la de-fenderá contra todo, desea verla feliz como me-rece usted serlo. Tal vez el dolor que le causé áusted involuntariamente, fué una de mis prue-bas...

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»—Sí, dijo ella con una audacia amenazado-ra, sea usted curioso y dígame todo lo que pue-da saber acerca de mí; pero... está usted obliga-do á decirme por qué medios ha sabido cuantome concierne. La conservación de la escasa feli-cidad que aquí disfruto, depende de sus frases.

»—Esto quiere decir, que huiría usted...

»—Alzaría mi vuelo á otros mundos.

»—En los cuales estaría usted á merced delas pasiones delicadas y brutales que podríausted inspirar. El genio y la belleza brillan yatraen las miradas. París es un desierto sin be-duinos, es el único país donde es fácil ocultarsecuando uno vive de su trabajo. ¿Qué soy parausted? Un servidor más; soy el señor Gobain,eso es todo. No se puede usted quejar. Si tieneusted que sostener algún duelo, un testigopuede serle útil.

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»—No me importa que sepa usted quiénsoy, es más, lo quiero.

»—Pues bien, mañana á estas horas le diré loque haya descubierto. Pero no me tome ustedodio. ¿Obrará usted como las demás mujeres?

»—¿Qué hacen?

»—Nos ordenan numerosos sacrificios, ydespués que los hemos hecho, nos los repro-chan como una injuria.

»—Tienen razón, si lo que han pedido les haparecido á ustedes sacrificio, dijo con gran ma-licia.

»—Cambie usted la palabra sacrificio, por lapalabra esfuerzo, y...

»—Tal vez será una impertinencia.

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»—Perdone usted, olvidaba que la mujer y elPapa son infalibles.

»—Dios mío, dos palabras solas podríanturbar esta paz tan querida que disfruto, va-liéndome del engaño. ¿Dónde iría entonces?Sería preciso dejar esta hermosa mansión, arre-glada para terminar en ella mis días dulcemen-te.

»—¡Acabar aquí sus días! le dije con marca-do espanto. ¿No ha pensado usted en que pue-de llegar un momento en que no tenga trabajo?

»—Tengo economizados ya mil escudos.

»—¡Cuántas privaciones representa esa can-tidad!

«—Hasta mañana. Déjeme usted ya. Quieroestar sola. Necesito reunir fuerzas por si llegandías menos venturosos. Hasta mañana.

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»—Mañana el combate, dije sonriendo paraque esta escena tuviese un carácter de broma.Mañana el combate, salí diciendo por los pasi-llos; y al visitar después al conde en el bulevar,le oí decir también:

»— Mañana el combate.

»La ansiedad de Octavio igualaba á la deHonorina. El conde y yo nos paseamos hastalas dos de la mañana por delante de los fososde la Bastilla, como dos generales que, en vís-peras de una batalla, miden el terreno y estu-dian los menores detalles, reflexionando que deuna casualidad puede depender el triunfo. Es-tos dos seres, separados violentamente, vela-ban, el uno por la esperanza, el otro por la an-gustia. ¡Qué noche para los dos! Los dramas dela vida no dependen de las circunstancias, sinode los sentimientos; se desenvuelven en el co-razón ó en ese mundo inmenso que podemosdenominar mundo espiritual. Octavio y Honori-

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na viven únicamente en ese mundo espiritual.Fuí exacto. A las diez de la noche me recibiópor primara vez en su tocador, nido azul yblanco que parecía encantado. La condesa memiró, quiso hablarme y se detuvo asombradade mi expresión seria y respetuosa.

»—Señora condesa, le dije sonriendo.

»La pobre mujer, que se había levantado, ca-yó sobre su sillón, y quedó sentada en una acti-tud tan dolorosa, que hubiera inspirado á unpintor.

»—Es usted, dije continuando, la mujer delmás noble y más considerado de los hombres,de un hombre á quien consideran grande y quelo es más de lo que el mundo cree. Usted y élson dos grandes caracteres. ¿Dónde cree ustedhallarse?

»—En mi casa, contestó abriendo los ojos ycon mirada fija y asombrada.

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»—Se halla usted en casa del conde Octavio.Está usted engañada al creer otra cosa. El señorLenormand no es el amo de este pabellón, estenombre es falso y oculta el del conde. La admi-rable tranquilidad de que disfruta usted es obradel conde; el dinero que cree usted ganar, vienede él, cuya protección alcanza hasta á los meno-res cuidados de su vida de usted. Su marido laha rehabilitado á usted en el concepto delmundo, ha justificado su ausencia, diciendoque se embarcó usted en el vapor Cecilia quenaufragó, que fue usted á la Habana con unaparienta para recoger una herencia, que no su-po de usted en mucho tiempo, y que, por fin,después de mil peripecias, le ha escrito usteddándole esperanzas. El conde ha tomado, paraocultarle á usted, más precauciones que ustedmisma, él le obedece...

»—Basta, no quiero saber más que una solacosa: ¿por quién sabe usted estos detalles?

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»—Señora, mi tío ha colocado en casa delcomisario de policía de estos contornos á unjoven sin fortuna con el cargo de secretario.Este hombre me lo ha dicho todo. Si deja ustedel pabellón hoy mismo, furtivamente, su mari-do sabrá dónde va usted y su protección le se-guirá á usted á todas partes. ¿Cómo ha podidocreer una mujer de talento que los comerciantesle compraban las flores á tan alto precio? Pidausted mil escudos por un ramo, los obtendrá.Jamás ha sido la ternura de una madre tan in-geniosa como la de su marido. He sabido que elconde viene frecuentemente á contemplar la luzde su lámpara, de noche. El gran chal que levendieron á usted como usado, le costó al con-de tres mil francos. En fin, ha sido usted hastaahora una Venus en las redes de Vulcano; peroha estado usted presa, completamente sola,presa por la sublime generosidad de un hom-bre honrado.

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»La condesa temblaba como tiembla una go-londrina que, sujeta por el cuello, nos dirigemiradas moribundas. Agitada por una convul-sión nerviosa, me miraba con gran desconfian-za. Sus ojos, secos, arrojaban miradas abrasado-ras; pero al fin, fué mujer... y dejó correr suslágrimas. Mas no lloró por hallarse enternecida,lloró de rabia, de impotencia, de desesperación.Ella quería ser independiente y libre, el matri-monio le pesaba como á un cautivo su prisión.

»—Ya que me obligan, dijo, iré donde nadiepueda seguirme.

»—¿Quiere usted matarse? Señora, debe us-ted tener razones muy poderosas para huir delconde Octavio.

»—Ciertamente.

»—Pues bien, dígame esas razones, dígase-las al menos á mi tío. Si mi tío es sacerdote en elconfesionario, no lo es en el salón. La escucha-

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remos á usted con la mayor atención, busca-remos solución á los problemas que la agobian,y si ha sido usted víctima hasta ahora, bienpronto dejará de serlo. Su alma me parece pura,pero si ha cometido usted alguna culpa, bastan-te expiada está... Crea usted que tiene en mí unhermano. Si quiere usted sustraerse á la tiraníadel conde, le daré á usted medios y no la encon-trará jamás.

»—¡Oh! sí, existe el convento.

»—Sí, pero el conde es ministro de Estado yhará que no la admitan á usted en ninguno. Pormuy poderoso que sea el conde, sabré librarla áusted de él, después que me demuestre que nopuede usted, que no debe usted volver á él. Notema usted que al huir de su poder caiga en elmío, le dije al observar la altanera mirada queme dirigió, mirada llena de altivez y de descon-fianza. Tendrá usted paz, soledad é indepen-dencia; será usted tan respetada como si fuese

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vieja, fea y antipática. No podré verla á ustedsin su consentimiento.

»—¿Y cómo? ¿por qué medios?

»—Señora, ese es mi secreto. No la engaño áusted, esté segura de ello. Demuéstreme queesta vida es la única que puede llevar, que laprefiere usted á la vida de la condesa Octavio,rica, considerada, amada de su esposo, tal vezmadre feliz... y la complaceré á usted.

»—¿Existe un hombre capaz de compren-derme y de juzgarme?

»—Llamaremos á la religión en su auxilio. Elcura de Blancs-Manteaux es un santo, de seten-ta y cinco años de edad. Mi tío no es el graninquisidor, mi tío es san Juan; pero se converti-rá en Fenelón para usted, en el Fenelón quedecía el duque de Borgaña: «Comed un carneroen viernes, pero sed cristianos.»

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»—El convento debe ser mi último recurso ymi postrer asilo. Sólo Dios me puede compren-der. Ningún hombre ni el mismo san Agustín,el más tierno de los padres de la Iglesia, podrápenetrar en los escrúpulos de mi conciencia,que son para mí los círculos estrechos del In-fierno de Dante. Otro hombre, por indigno quefuese de él, hubiera tenido todo mi amor; elconde no lo ha tenido porque no se lo ha toma-do; se lo entregué, como una madre da á su hijoun juguete maravilloso, y él hizo lo que el niñocon el juguete... No había dos amores para mí.El amor en ciertas almas no es un ensayo, existeó no existe. Cuando se muestra cuando se levan-ta, es completo. Aquella vida de diez y ochomeses me ha parecido de diez y ocho siglos.Empleé todas las facultades de mi ser en miventura, y no la pude lograr. La copa de la feli-cidad no estaba vacía para nosotros, estaba va-ciada . Nadie puede llenarla cuando se ha roto.Estoy fuera de combate, no tengo armas. Des-pués de todo, ¿qué soy? El resto de un festín.

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No me han dado más que un hombre, como notengo más que un corazón; mi marido tuvo ensu casa á la joven inocente, un indigno amanteha tenido á la mujer; no queda nada ya. Dejar-me amar, he aquí la gran palabra que va ustedá pronunciar. ¡Oh! ¡eso es imposible! Soy algotodavía, me estimo en mucho, y me sublevo á laidea de prostituir mis sentimientos. Sí, he vistoclaro á la luz del incendio, y ¡cosa rara! hastaconcibo ceder al amor de otro hombre, pero alde Octavio, nunca.

»—Entonces, le ama usted.

»—Le estimo, le respeto, le venero, no me hahecho daño alguno, es bueno y tierno, pero nopuedo ya amar... No hablemos más de esto. Porescrito le haré conocer mis ideas acerca de esteasunto, pues en estos momentos me ahogo,tengo fiebre, tengo los pies en las cenizas deuna hoguera. Todo lo veo; estas cosas que creíaconquistadas por mi trabajo, me recuerdan lo

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que quisiera olvidar. Quisiera huir de aquí co-mo huí de mi casa.

»—¿Dónde iría usted? ¿Puede existir unamujer sin protector? A los treinta años, en todoel esplendor de la belleza, rica en fuerzas queno sospecha usted, tierna y dulce quiere ustedocultarse en un desierto. Esté usted tranquila: elconde no la ha molestado á usted hasta ahoracon su presencia, no la verá á usted si usted nose lo permite. Tiene usted de garantía su subli-me vida en estos nueve años transcurridos.Puede usted resolver tranquila, con mi tío yconmigo, acerca de su porvenir. Mi tío es tam-bién poderoso cual un hombre de Estado. Cál-mese, no exagere su desgracia. Un hombre queha encanecido en el santo ejercicio de su sacer-docio no es un mito; será usted comprendidaperfectamente por el hombre al que le estánconfiadas hace cincuenta años las pasiones detodas las criaturas, y que tiene en sus manos loscorazones de los príncipes y los reyes. Si es se-

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vero bajo la estola, ante las flores de usted serádulce cual ellas é indulgente como su divinoMaestro.

»Dejé á la condesa cerca de las doce, y quedótranquila en apariencia, pero sombría y en dis-posiciones secretas, que ni la más fina perspica-cia podía adivinar. Encontré al conde á algunospasos de distancia, en la calle de Saint-Maur,habiendo dejado el lugar donde debíamos ver-nos, porque la impaciencia le devoraba.

»—¡Qué noche pasará la pobre mujer! me di-jo después de haberle referido la escena quehabía ocurrido ¡Si yo fuese, si me viese repenti-namente!

»—Sería capaz de arrojarse por la ventana, lecontesté. La condesa es de esas Lucrecias queno sobreviven á una violencia, aunque éstavenga de un hombre al cual se entregarían.

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»—Es usted demasiado joven, y no sabe quela voluntad de un alma agitada por tan cruelesindecisiones, es como la ola de un mar tempes-tuoso, el viento cambia á cada momento y la olatan pronto está en una orilla como en otra. Estanoche tendrá mil alternativas; tan posible seríaque se echase en mis brazos si me viera, comoque se arrojase por la ventana.

»—¿Y aceptaría usted esta expuesta alterna-tiva?

»—Tengo en casa, para poder esperar hastamañana á la noche, una dosis de opio que Des-plein me ha preparado á fin de poder dormirsin peligro.

»Al día siguiente, á las doce, la Gobain mellevó una carta de la condesa, diciéndome queésta no había dormido en toda la noche y que,por fin, había tomado un calmante, y se habíaacostado á las seis de la mañana.»

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—Vea usted esta carta, dijo el cónsul diri-giéndose á Camila Maupín; he guardado unacopia por curiosidad: usted conoce los secretosdel arte, los giros del estilo y los esfuerzos demuchos escritores á los cuales no falta habili-dad en sus composiciones; pero reconoceráusted que la literatura no podría encontrar es-critos tales en sus entrañas postizas y que nohay nada tan conmovedor como la verdad.

Vean ustedes lo que escribía aquella mujer,ó, más bien, aquella estatua animada por eldolor:

«Mauricio: Sé todo lo que su tío podría de-cirme, pues él no sabe más que mi conciencia.La conciencia es en nosotros la paz de Dios. Séque si no me reconcilio con el conde Octavio,me condenaré: tal es la ley religiosa; sé que has-ta la ley civil me ordena la obediencia á mi ma-rido. Si mi marido no me rechaza, es inútil de-cir que el mundo me considera pura y virtuosa,

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aunque no lo sea. Sí, el matrimonio tiene eso desublime; la sociedad ratifica el perdón del ma-rido; pero ella ha olvidado que es preciso que elperdón sea aceptado. Legalmente, socialmente,religiosamente, debo volver al lado de Octavio.Ateniéndonos á esto mismo, hay alguna cruel-dad en negarle su deseo y en privarle del placerde ser padre, y hasta borrar su apellido del li-bro de oro en que podría hallarse inscripto conla dignidad de par. Mis dolores, mis repugnan-cias, todo mi egoísmo (pues me siento egoísta)deben ser inmolados á la familia. Tal vez serémadre, las caricias de mis hijos secarán mi llan-to, seré respetada, pasaré por la calle altiva ysoberbia en lujoso tren y hasta recibiré gentes,tendré un elegante palacio y seré la reina detantas fiestas como semanas tiene el año. Elmundo me acogerá bien, de manera que la ley,la sociedad y Dios, todo está de acuerdo en mifavor. ¿Contra qué se subleva usted? Esto mepreguntan el cielo y el tribunal cuya augustaintervención invocará necesariamente el conde.

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Su tío de usted me hablará de una gracia celes-te, que inundará de alegría mi corazón porhaber cumplido con mi deber. Dios, la ley, elmundo y mi marido disponen que viva con él.Pues bien, aunque no haya otras dificultades,mi contestación las crea: no podría yo vivir. Vol-vería á ser muy blanca, muy inocente, muy pu-ra, porque estaría en mi ataúd, adornada de lapalidez irreprochable de la muerte. No hay enesto la menor obstinación. Esta terquedad deque un día me acusó usted, es en la mujer elresultado de una incertidumbre, es un presen-timiento del porvenir. Si mi marido tiene lagenerosidad de olvidarlo todo por el amor, yono puedo olvidarlo. ¿Depende de nosotros elolvido? Cuando una viuda se casa, el amor laconvierte en soltera y borra su pasado; pero yono puedo amar al conde. Todo depende de eso.Cada vez que el conde me mire, veré en susmiradas mi culpa, aunque éstas estén llenas deamor. La grandeza de su generosidad me harápresente la magnitud de mi crimen. Mis mira-

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das inquietas leerán siempre una sentencia in-visible. Tendré en el corazón recuerdos confu-sos que se combatirán. Jamás el matrimoniodespertará en mí los delirios de la pasión; ma-taré á mi marido con mi frialdad y con lascomparaciones que adivinará en el fondo de miconciencia. El día en que yo vea una arruga enla frente de mi marido, una mirada triste ó ungesto imperceptible, calcularé que es un repro-che involuntario, pero comprimido; nada medetendrá, me abriré la cabeza con una piedraque me parecerá menos dura que mi mando.Mi susceptibilidad será la causa de una muerteinmediata. Tal vez tomaría una prueba de amorpor una prueba de desprecio. ¡Qué doble supli-cio! Octavio dudaría de mí constantemente y yode él. Le ofrecería, sin darme cuenta, un rivalindigno de él, un hombre que desprecio, peroque me ha hecho conocer voluptuosidades gra-badas con caracteres de fuego y de las que meavergüenzo sin olvidarlas. Creo que le abro áusted bastante mi corazón. Nadie puede pro-

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barme que el amor renace, pues ni quiero nipuedo aceptar el amor de nadie. Una soltera,cuando cae, es una flor que han arrancado desu tallo; pero una casada es una flor que hanhollado con los pies. Usted es floricultor, y biensabe que no es posible enderezar un tallo, re-animar el color marchito, volver á hacer circu-lar la savia por los delicados tubos de una flor.Todo el poder ó fuerza negativa de ella depen-de de su perfecta rectitud. Si algún botánicosupiese dar vida á una flor marchita, sería igualá Dios. Sólo Dios puede rejuvenecer moralmen-te. Bebo la amarga copa de la expiación, peroexpiar no es borrar. En mi pabellón como un panamasado con mis lágrimas, pero lo como sola,nadie me ve llorar. Entrar en casa del conde esrenunciar á mis lágrimas, porque éstas le ofen-derían. ¡Cuántas virtudes se necesita pisotearpara entregarse á un marido al cual hemos en-gañado! Dios solo puede contarlas, porque sóloél puede comprender esas horribles delicadezasdel alma, que deben hacer palidecer hasta á los

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ángeles. Iré más lejos. Una mujer tiene valorante el marido que ignora su culpa, desplega ensus hipocresías una fuerza salvaje y le engañapara no hacerle desventurado; pero tener am-bos la certidumbre, es envilecerse. Yo tendríahumillaciones en lugar de éxtasis. Octavio noencontraría en mí perversión, pero el matrimo-nio está fundado en la estimación, en los sacri-ficios hechos por una y otra parte: ni Octavio niyo podemos estimarnos al día siguiente dehabernos reunido. Yo veré en su amor el amorde un viejo hacia una cortesana, y me creerédeshonrada, tendré la vergüenza perpetua deser una cosa en lugar de ser una señora. Yo nosería en su casa la virtud, sino el placer. Veausted los amargos frutos de una falta. En milecho conyugal me revolcaría como en un lechodel infierno. Aquí tengo horas de tranquilidad,y hasta horas de olvido; pero en mi palacio to-do me recordaría la culpa que manchaba mitraje de desposada. Cuando sufro aquí, bendigomis sufrimientos y le doy á Dios mil gracias;

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pero á su lado estaría llena de espanto. Esto noson vanas frases, esto es el sentimiento de unalma grande, herida hace siete años por el do-lor. En fin, ¿debo hacerle á usted una confesióntodavía más horrible? Voy á hacerla, y que mesirva de expiación. Me siento siempre las en-trañas mordidas por un niño concebido en laembriaguez de la alegría, en la fe de la felici-dad, por un niño que he alimentado siete mesesy del cual me veo embarazada para toda mivida. Si nuevos hijos se alimentasen en mi seno,beberían una leche mezclada de lágrimas quese les volvería acíbar. Tengo una aparienciagrande de ligereza y sencillez y le he parecido áusted siempre niña; sí, sí, tengo la memoria deesa niña, esa memoria que nos acompaña hastael borde de la tumba. Ya lo ve usted, todas lassituaciones son falsas en esa bella existencia, ála que quieren conducirme el mundo y el amorde mi marido; por doquiera encontraría abrojosy abismos, en los que rodaría despedazada poragudas espinas. Hace cinco años que viajé men-

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talmente por las riberas de mi porvenir, sinencontrar un sitio cómodo para el arrepenti-miento que invade mi alma. La religión tienesus contestaciones, y las sé de memoria. Estossufrimientos, estas dificultades son mi castigo,y Dios me dará las fuerzas para soportarlos.Esta es una razón para las almas piadosas, do-tadas de una energía que me falta. Entre uninfierno en que Dios no me permitiera bende-cirle, y un infierno al lado del conde, la elecciónestá hecha.

»Una palabra más: el conde sería todavíaaceptado por mí si yo fuese soltera, teniendo miexperiencia actual; pero no quiero ruborizarmeante ese hombre. Yo estaría siempre de rodillasy él siempre de pie, y no podría suceder otracosa, porque si así no fuese, le encontraría des-preciable. No quiero ser tratada por él de otromodo, á causa de mi culpa. Ciertas cosas queno se pueden permitir los esposos, cuando am-bos son irreprochables, no podrían existir entre

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nosotros. Octavio es delicadísimo, lo sé; perono hay en esa alma, por grande que sea, nadaviril. No tengo garantías para la nueva existen-cia que llevaría á su lado. Dígame usted ahoradónde puedo encontrar el silencio, la calma y lasoledad amiga de las desgracias irreparables,esa soledad para la calma que usted me haofrecido.»

«Después de haber sacado copia de esta car-ta, continuó el cónsul, me dirigí á la calle dePayenne. La inquietud había vencido al opio.Octavio se paseaba por el jardín y parecía unenajenado.

»—Responda usted á esto, le dije al entregar-le la carta de su mujer.

»Pareció sonrojarse al observar que yo con-templaba su emoción.

»—¡Es mía! exclamó el conde con una ra-diante expresión de dicha.

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»Me indicó que le dejase solo; yo comprendíque el excesivo dolor, lo mismo que la felici-dad, obedecen á las mismas leyes, y me fui árecibir á la señora de Courteville y á su hijaAmelia, que comían aquel día con el conde. Porbella que fuese aquella señorita, comprendí queel amor tiene muchas fases y que son pocas lasmujeres que nos inspiran un amor completo.Comparando involuntariamente á Honorinacon Amelia, encontraba yo más encantos en lamujer culpable que en la niña inocente. ParaHonorina, la felicidad no era ya un deber, sinola fatalidad del corazón; mientras que Ameliaiba á pronunciar, con aire sereno, votos solem-nes, que no sabía si podría cumplir. La mujeraniquilada, casi muerta, y pecadora, me parecíasublime: ella despertaba generosidades en elcorazón del hombre, ella conmovía, tenía elpoder de mil recursos hijos de la experiencia,ella ponía un entorpecimiento á la felicidad;mientras que Amelia, casta y pura, iba á ence-rrarse en una maternidad vulgar, en una exis-

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tencia apacible, en que yo no había de encon-trar ni lucha ni victoria. Entre una llanura flori-da y los Alpes nevados y tempestuosos, perosublimes, ¿cuál es el joven que sabe elegir lallanura? Tales comparaciones son fatales paraun hombre inexperto. Es necesario conocer mu-cho la vida para comprender que la familiaexcluye la pasión y que el matrimonio no pue-de tener por base un amor tempestuoso. Des-pués de haber soñado el amor imposible, consus innumerables encantos de fantasía, despuésde haber saboreado sus delicias, tenía ante mivista una modesta realidad. ¡Qué queréis! ¡sentíesa debilidad! Por fin, tomé una enérgica reso-lución: fui á encontrar al conde, valiéndome deun pretexto de momento, y observé que habíarejuvenecido con el reflejo de sus esperanzas.

»—¿Qué tiene usted, Mauricio? me preguntóal apercibirse de la alteración de mi fisonomía.

»—Señor conde...

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»—¿Qué es eso? ¿ya no me llama usted Oc-tavio, usted á quien deberé la vida y la felici-dad?

»—Querido Octavio, espero que conseguiráusted su intento, un lisonjero éxito coronará sustrabajos, he estudiado bien á la condesa y creoque no me equivoco.

»E1 conde me miró de un modo extraño. Yocontinué haciendo un esfuerzo:

»—Ella no debe saber nunca que Mauricioha sido el secretario de usted; no pronuncieusted jamás mi nombre, procure usted que na-die se lo recuerde, pues de otro modo, todo seperderá... Me ha dado usted un alto cargo entrelos magistrados de París; pues bien, sáquemeuna plaza de diplomático para el extranjero, unconsulado me agradará, y no piense usted encasarme con Amelia. Quede usted tranquilo,

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añadí al verle hacer un extraño movimiento,llegaré hasta el fin de mi papel.

»—¡Pobre niño!... me dijo tomándome lasmanos, estrechándomelas y conteniendo laslágrimas que brotaban de su alma y que aso-maban á sus ojos.

»—Usted me dio guantes de hierro, no melos puse, y las manos se han abrasado: he aquílo que ocurre.

«Convinimos en lo que debía yo hacer la no-che que volviese al pabellón. Nos hallábamosen agosto: el día había sido cálido y tempestuo-so; pero la tempestad estaba en el aire, el cieloparecía de cobre, el perfume de las flores eradenso y pesado. Yo me encontraba como enuna estufa, y me vi sorprendido por el deseo deque la condesa hubiera partido para las Indias;pero ella estaba en su pabellón, vestida deblanco, con cintas azules, peinada con bucles

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que flotaban sobre sus hombros, sentada en unbanco de madera construído en forma de cana-pé, bajo un florido cenador: no se levantó alverme y me indicó que me sentase á su lado.

»—¿No es verdad, me dijo, que la vida notiene para mí ninguna senda abierta y clara?

»—La vida que se empeña usted en hacer,no la tiene; pero la que yo quiero que haga us-ted, puede conducirla todavía á la felicidad.

»—¿Cómo? me dijo con creciente ansiedadinterrogándome con los ojos, la expresión y lapalabra.

»—La carta que me ha escrito usted se hallaen poder del conde.

»Honorina se enderezó como una corza sor-prendida; anduvo por el jardín en distintas di-recciones, se sentó en el suelo desalentada, selevantó y se fué á su saloncito, donde la dejé

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sola el tiempo que calculé necesario para que serepusiese del violento golpe que, moralmente,le había yo dado.

»—Usted no es amigo mío, me dijo al verme,usted es un espía del conde. El instinto nuestroequivale á la perspicacia de ustedes.

»—Era necesaria una contestación á su carta,y no había más que un hombre en el mundocapaz de escribirla... Leerá usted la carta, que-rida condesa, y si no se encuentra usted mejordespués de su lectura, el espía le probará á us-ted que es amigo suyo, porque la conduciré áun convento al cual no llegue el poder del con-de; pero antes de ir, haga usted lo que le digo,aunque le desagrade hacerlo. Hay una leyhumana y divina á la cual debe ceder el odio;ésta ordena no condenar sin oír la defensa. Has-ta ahora ha condenado usted como los niños,tapándose los oídos. La abnegación de su man-do exige de usted que lea su carta. Le he trans-

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mitido por mi tío la copia de su carta de usted,y mi tío le ha preguntado cuál sería su contes-tación si su mujer le hubiera dirigido una cartaigual. De este modo no está usted comprometi-da. El buen anciano traerá la carta del conde;ante él y ante mí está usted obligada, por dig-nidad, á leer la carta, de lo contrario, apareceráusted cual una niña ridícula y mal educada.Hará usted este sacrificio ante Dios, el mundo yla ley.

»Como no vio en esta condescendencia nin-gún ataque á su voluntad de mujer, consintió.Todo el trabajo de cinco meses quedaba solidi-ficado en aquel momento. Pero las pirámides¿no terminan en una punta, en la cual se poneun pájaro?... El conde fundaba todas sus espe-ranzas en esta hora suprema, y ya había llega-do. No encuentro en toda mi vida nada tanimponente como la entrada de mi tío en el sa-lón Pompadour de la condesa, á las diez de lanoche. La blanca cabellera de mi tío, puesta de

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relieve por un traje negro, y su aspecto grave ydulce, debieron producir un efecto mágico en lacondesa Honorina; experimentó el consueloque produce el bálsamo en las heridas, y se vioalumbrada, sin saberlo, por un reflejo de la vir-tud brillante de mi venerable tío.

»—El señor cura de Blancs-Manteaux, anun-ció la señora Gobain.

»—¿Viene usted, querido tío, le dije, con unmensaje de paz y felicidad?

»—Se encuentra siempre la dicha y la pazobservando los mandamientos de la Iglesia,contestó mi tío presentando á la condesa la si-guiente carta, después de haber cruzado brevespalabras con Honorina:

«Mi querida Honorina: Si me hubiese ustedhecho el obsequio de no dudar de mí, si hubie-se usted leído la carta que le escribí hace cincoaños, se hubiera usted evitado trabajos y priva-

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ciones que me han desconsolado. Le propuseun pacto, cuyas estipulaciones destruyesentodos sus temores, haciendo posible nuestravida común. Tengo grandes reproches quehacerme, y en estos siete años pasados, he ex-piado mis culpas. Me acuso de haber compren-dido mal el matrimonio. No supe adivinar elpeligro, cuando éste nos amenazó. Había unángel en mi casa, y Dios me había dicho:«Guárdalo bien». Dios ha castigado la temeri-dad de mi confianza. Usted no puede dar unsolo golpe sin herirme á mí. Gracia para mí,Honorina. Había comprendido tan bien las sus-ceptibilidades de usted, que no pensé en llevar-la á usted al palacio de la calle de Payenne, enel cual pude vivir solo, pero el cual no podríaver en su compañía de usted. He decorado congusto otra casa en el barrio de Saint-Honoré, ála que mi ilusión ha llevado, no ya una mujerentregada á mí por la ignorancia de la vida, óadquirida por la ley, sino una hermana que mepermitirá depositar sobre su frente un beso

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paternal, que acompaña á la bendición de unpadre cariñoso. ¿Me privará usted del derechoque he sabido conquistarme velando cerca deusted y atendiendo á sus más leves caprichos?Las mujeres tienen para ellas un corazón llenode disculpas, el de sus madres: usted no haconocido otra madre que la mía, que es la quela hubiera atraído á usted hacia mí; pero ¿cómono ha adivinado usted que tengo para usted elcorazón de su madre y la mía? Mi afecto haciausted es inconmensurable, de esos afectos quedesafían al tiempo y á la muerte. ¿Por quiéntoma usted al compañero de su infancia, alcreerle capaz de aceptar besos de labios teme-rosos é inquietos? No quiero de usted tal sacri-ficio. No tema usted oír los lamentos de unapasión mendigante el venir á mi lado, le asegu-ro que disfrutará completa libertad. Su orgulloha exagerado en la soledad todas las dificulta-des: puede usted ligarse á la vida de un herma-no, ó de un padre, sin lágrimas ni sonrisas si asílo quiere usted; pero jamás encontrará á su al-

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rededor ni burlas, ni frialdad, ni la menor dudaacerca de sus intenciones. El calor de la atmós-fera en que vivirá usted, será siempre igual,dulce y suave; ninguna tempestad se desenca-denará sobre la frente de usted. Si más tarde,después de convencerse de que se halla en sucasa, como en su pabellón, quiere usted intro-ducir en ellos otros elementos de felicidad ó dedistracción, los podrá elegir á su gusto. La ter-nura de una madre no tiene desdén ni compa-sión: ¿qué lo hace? el amor, mi deseo. Pues á milado, la admiración hacia usted ocultará todoslos sentimientos, en los cuales pudiera ustedsuponer ofensas. De este modo podremos en-contrarnos los dos nobles, el uno al lado delotro. A su lado, el afecto paternal, ó el dulceafecto de una amiga, satisfarán la ambición delque quiere ser su compañero, y podrá ustedmedir su pasión, por los esfuerzos que harápara ocultársela. No tendremos, ni el uno ni elotro celos por nuestro pasado, pues tendremoslos dos bastante talento para mirar siempre el

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porvenir. De modo que se encontrará usted enel nuevo palacio como en su pabellón: inviola-ble, sola, ocupada en lo que guste, dirigida porsus propias leyes. Tendrá usted de más la pro-tección legítima, la consideración que tantobrillo da á las mujeres, y la fortuna que le per-mitirá practicar obras de caridad. Honorina,cuando quiera usted una absolución inútil,venga á pedirla; no le será impuesta ni por elcódigo, ni por las leyes; dependerá de su orgu-llo, de sus propios deseos. Mi mujer podríatemer lo que á usted le espanta, pero nuncapodrá temerlo la hermana, hacia la cual meobligo á desplegar todos los recuerdos de lacortesía. Verla á usted feliz, basta á mi dicha:esto lo he probado por espacio de siete años.Las garantías de mis palabras se hallan en todaslas flores que usted ha hecho, religiosamenteguardadas por mí la mayor parte de ellas yrociadas con mis lágrimas, flores que han lle-gado á ser la historia de nuestros pesares. Sieste pacto no le agrada á usted, hija mía, ruego

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al santo varón á quien entrego esta carta, queno le diga á usted nada en mi favor. No quieroque obedezca su regreso, ni á los fervores reli-giosos, ni á las órdenes de la ley. Quiero recibirde usted misma la sencilla y modesta felicidadque anhelo. Si insiste usted en hacerme llevar lavida sombría que ha tiempo llevo, si quiereusted permanecer sola en su desierto, mi volun-tad cederá ante la suya. Sépalo bien: en lo suce-sivo no será usted cohibida en nada, como no loha sido hasta ahora. Apartaré de su lado al locoque se ha mezclado en sus asuntos y que tal vezle habrá molestado á usted».

«—Señor, dijo la condesa guardando la car-ta, le doy las gracias, y aprovecharé el permisoque me da el conde para permanecer aquí...

»—¡Ah! exclamé involuntariamente.

»Esta exclamación me valió una mirada in-quieta de mi tío, y de la condesa una mirada

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especial que me repuso y me hizo dueño de missentimientos.

»Honorina había querido saber si yo erarealmente el floricultor, ó si representaba elpapel de una comedia, y mi exclamación mevendió, pues fué un grito del corazón, de esosque tan bien conocen las mujeres.

»—Mauricio, me dijo repentinamente, ¿us-ted sabe amar?

»La luz que brilló en mis ojos fué una con-testación que hubiera disipado la inquietud dela condesa, si hubiera tenido alguna.

»Mi tío cambió de conversación, y Honorinatomó la carta del conde para concluir de leerla.Mi tío me hizo una indicación y yo me levanté.

»—Dejemos á la condesa, me dijo.

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»—¿Se marcha usted ya, Mauricio? me pre-guntó ella sin mirarme.

»Se levantó, nos siguió, sin dejar de leer, yen el momento de los últimos saludos, meoprimió la mano afectuosamente y me dijo:

»—Nos volveremos á ver...

»—No, le dije apretándole la mano hastahacerla morderse los labios por la fuerte impre-sión. No, no; ame usted á su marido, yo marchomañana mismo.

»Me fui precipitadamente, dejando á mi tío,al cual preguntó ésta: ¿Qué tiene su sobrino?

»E1 pobre abad completó mi obra, diciéndo-le:

»—Está loco, perdónele usted.

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»Esto era más cierto de lo que mi tío pensa-ba: yo estaba realmente loco en aquellos mo-mentos. Seis días después partí, nombrado vi-ce-cónsul de España, en una ciudad comercial,en la cual podía, en poco tiempo, ponerme enestado de avanzar en la carrera consular, á laque limitaba mi ambición. Después de habermeinstalado, recibí la siguiente carta del conde:

«Mi querido Mauricio: Si fuese feliz, no leescribiría; pero ha empezado otra vida de do-lor: me he vuelto joven por el deseo, con todaslas impaciencias de un hombre que ha pasadocuarenta años dominándose por la ciencia deldiplomático y que sabe moderar sus pasiones.Cuando usted se marchó, yo no había sido aúnadmitido en el pabellón; pero una carta meprometía ir, una carta dulce y melancólica, unacarta de mujer que teme las emociones de unaentrevista. Dejé pasar un mes, y luego encontréla oportunidad de presentarme, haciendo pre-guntar por la Gobain si podía ser recibido. Me

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senté en una silla, en el patio, y permanecí conla cabeza entre las manos más de una hora.

»La Gobain volvió diciéndome:

»—La señora está vistiéndose.

»De este modo ocultaba Honorina, bajo laapariencia, de una coquetería honrosa para mí,su falta de resolución para recibirme. Por fin fuirecibido: durante un largo cuarto de hora estu-vimos los dos afectados por un temblor nervio-so, involuntario, tan fuerte como el que debeapoderarse de los oradores cuando van á subirá la tribuna por primera vez, y nos dirigimosfrases frívolas, como hacen las gentes que quie-ren sostener una conversación en una entrevis-ta de etiqueta.

»—Honorina, le dije, el hielo se ha roto; mí-reme con los ojos llenos de lágrimas, estoy tem-blando de felicidad. Perdone usted la incohe-

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rencia de mis frases: durante algún tiempo mesucederá esto.

»—No es ningún crimen amar á su mujer,me dijo sonriendo forzadamente.

»—Concédame usted la gracia de no trabajarmás: sé por la Gobain que está usted viviendodesde hace veinte días de sus economías, tieneusted sesenta mil francos de renta suya, y si nome devuelve usted su corazón, no me deje almenos su fortuna.

»—Hace tiempo que conozco las bondadesde usted para conmigo.

»—Si le halaga á usted vivir aquí y guardarsu independencia, si el más ardiente amor no laconmueve, al menos no trabaje usted más...

»Al decir esto, le entregué en papel algo quesuponía doce mil francos de renta, lo tomó,abrió la carpeta con indiferencia, y después de

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haber leído los papeles, no me dirigió más queuna mirada por toda contestación. Ella habíacomprendido que le daba algo más que dinero,que le daba la libertad.

»—Estoy vencida, me dijo tendiéndome lamano, que besé; venga usted á verme siempreque quiera.

»A1 día siguiente la vi animada por una ale-gría falsa, y pasaron dos meses hasta que seacostumbrase á mostrar su verdadero carácter.Pero esto fué para mí un mes de mayo, unaprimavera de amor, que me producía gocesinefables. Ella no me temía, me estudiaba.Cuando le propuse ir á Inglaterra, á fin de unir-se ostensiblemente á mí, en su casa, y recuperarsu rango habitando su nuevo palacio, se helóde espanto.

»—¿Por qué no vivir siempre así? me pre-guntó.

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»Me resigné sin contestar.

»—¿Será para probarme? me pregunté.

»A1 ir desde mi casa á la suya, me animaba;mil pensamientos de amor llenaban de gozo micorazón, y me decía, como los jóvenes llenos deilusiones: esta tarde cederá. Toda esta fuerza realó ficticia se disipaba ante una de sus altanerasmiradas, ó ante una sonrisa tranquila. La pa-sión no alteraba nunca sus facciones. Aquellafrase que ella pronunció y que usted me repitió:«Lucrecia ha escrito con su mano y su sangre laprimera palabra de la cartilla de las mujeres:¡Libertad!» venía á mi memoria, asesinándome.Comprendía cuán necesario me era el consen-timiento de Honorina, y cuán difícil arrancárse-lo. ¿Adivinaba ella las tempestades que agita-ban mi alma? Por fin, le pinté mi situación enuna carta, temiendo hacerlo verbalmente.Honorina no me contestó, y quedé tan tristeque tuve que obrar como si no le hubiese escri-

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to. Sentí mucho haberla afligido, leyó este sen-timiento en mi corazón y me perdonó. ¿Sabeusted cómo? Me concedió el honor de recibirmeen el gabinete azul. El cuarto estaba lleno deflores y de luz, y Honorina vestida de un modoencantador. Llevaba traje blanco, flores blancasy cintas blancas. Siempre está hermosa; pero enese día me pareció la desposada de los prime-ros días. Mi alegría se turbó también al obser-var su fisonomía, que tenía un aire de terriblegravedad; había fuego bajo aquel hielo desiempre.

»—Octavio, me dijo, cuando usted quiera se-ré su esposa; pero, sépalo usted bien, esta su-misión tiene sus peligros, puedo resignarme(hice un gesto). Sí, le comprendo, añadió, laresignación le ofende á usted, quiere lo que nopuedo darle: el amor. La religión, la piedad, mehan hecho renunciar á mis votos de soledad, yse encuentra usted aquí; pero creo que no meha pedido usted más: ahora quiere usted á su

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mujer; pues bien, le entrego á Honorina tal cuales y sin asegurarle lo que será. Tal vez seré ma-dre, lo deseo vivamente. Trate usted de trans-formarme, consiento en ello; pero si muero,amigo mío, no maldiga usted mi recuerdo, ape-llidando terquedad al sentimiento indefinibleque había muerto y que no puedo expresar bajootro nombre que este: el culto hacia lo divino, elculto hacia lo ideal.

»Se sentó después, con aquella serena acti-tud que conoce usted, y me miró palideciendopor el dolor que me había causado. Yo teníafrío en el corazón. Viendo el efecto de sus pala-bras, me tomó las manos, las colocó entre lassuyas y me dijo:

»—Octavio, te amo; pero no como tú quieresser amado. Amo en ti tu alma: sin embargo,sábelo: te amo lo suficiente para prestarme á tudeseo y morir por ti como una esclava deOriente. Después de todo, ¡tal vez no muera!

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»He aquí, Mauricio, dos palabras que secombaten. ¿Qué hacer? Tengo el corazón dema-siado lleno, y busco el de un amigo para lanzareste grito: ¿Qué hacer?»

»No le respondí nada. Dos meses después,los periódicos anunciaron el regreso de la con-desa Octavio, salvada del naufragio después demil sucesos, etc., etc. A mi llegada á Génovarecibí una carta en la que me participaban elfeliz alumbramiento de la condesa. El conde erapadre de un hermoso niño. Tuve esta carta doshoras entre mis manos, sentado en un banco yhallándome sin movimiento. Después de dosmeses, obligado por Octavio, Grandville y Séri-zy, mis protectores, y agobiado por mi soledaddesde la muerte de mi tío, consentí en casarme.Seis meses después de la revolución de julio,recibí la carta que ustedes van á ver ahora, yque termina la historia de este matrimonio:

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«Señor Mauricio: Muero, aunque soy madre,y tal vez porque lo soy. He representado mipapel de mujer: he engañado á mi marido, y hetenido alegrías tan reales como las lágrimas quevierten las actrices en el escenario de un teatrocualquiera. Muero por la sociedad, por la fami-lia, por el matrimonio, como los primeros cris-tianos morían por Dios. No sé de qué muero,quisiera averiguarlo, y lo intento con la mejorbuena fe, pues no soy terca: quiero explicarlemi mal á usted, que trajo á mi lado á su tío deusted, cirujano espiritual, ante el cual me rendí.El ha sido mi confesor, le cuidé en su últimaenfermedad y me mostró el cielo, ordenándomeel cumplimiento de mi deber. Así lo he cumpli-do. No censuro á las almas que olvidan, lasadmiro como á naturalezas fuertes y buenas,porque el olvido es necesario; pero no sé imitar-las. Mis recuerdos me persiguen siempre. Esteamor del corazón que nos identifica con el ser

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amado, no puedo sentirlo dos veces. Ya lo sabeusted; á su corazón, al confesor y á mi marido,les he gritado: «¡Piedad!» y todos han sido des-piadados. Muero, estoy convencida de estaverdad, y muero pronto. Muero desplegandoun valor inaudito. Jamás una cortesana fué másacariciada que yo. Octavio es feliz, dejo á suamor desenvolverse, sin oponerme á nada. Enesta farsa terrible gasto demasiado mis fuerzas,la comedia es aplaudida, soy lisonjeada, ago-biada de flores y triunfos; pero el rival invisibleviene todos los días á buscar su presa, los jiro-nes de mi pobre existencia. Con el alma desga-rrada, sonrío, sonrío á dos hijos; pero el mayor,el predilecto, ha muerto. Yo lo he dicho, elmuerto me llama y yo quiero ir con él. La inti-midad sin el amor es una situación en la cualmi alma se deshonra. Ni puedo llorar, ni entre-garme á mis sueños. Las exigencias del mundo,las de mi casa, el cuidado de mi hijo y los debe-res que el matrimonio me impone, no me dejantiempo de esparcirme para hacer un esfuerzo y

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adquirir el valor que necesito para continuar labatalla. No son labios amados los que bebenmis lágrimas, sino un pañuelo; el agua refrescamis ojos inflamados, no los refresca una miradatierna, porque es imposible. Soy cómica con mialma, y vea usted por qué no puedo vivir. En-cierro mis pesares dentro de mí misma, congran cuidado, para que no sean conocidos; peroesto ataca mi salud y mina mi existencia: Hedicho á los médicos que han descubierto misecreto que me dejen morir, que no hagan es-fuerzos por curarme, pues sin pensarlo, arras-traría también á Octavio. Según algunos médi-cos, muero de un reblandecimiento de no séqué hueso, que la ciencia describe perfectamen-te. Octavio se cree amado. ¿Me comprende us-ted? También tengo miedo de que me siga.

»Le escribo á usted para que sea en ese casoel tutor del joven conde. Encontrarán en micasa un codicilo, en el cual dejo expresada mivoluntad; no hará usted uso de él más que

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cuando sea necesario. Mi pérdida dejará á Oc-tavio inconsolable, pero tal vez no muera. ¡Po-bre Octavio! Le deseo una mujer mejor que yo,pues es muy digno de ser amado. Ya que miespiritual espía se ha casado, que recuerde loque la florista le lega aquí como enseñanzaprovechosa. Impida usted á su mujer que culti-ve la misteriosa flor del ideal; arrójela en todaslas materialidades más vulgares de la casa,aparte usted su pensamiento de la perfecciónceleste que he querido encontrar aquí abajo, esaflor encantada cuyos colores ardientes abrasany cuyos perfumes inspiran el desprecio á larealidad. Le convendrá mucho que Dios le con-ceda pronto, muy pronto, un hijo. Yo he sidouna santa Teresa, que no ha podido alimentarsede éxtasis en el fondo de un convento, con eldivino Jesús, con un ángel irreprochable que hatendido el vuelo llevándoseme á mí también.Me ha visto usted feliz en medio de mis floresqueridas. No se lo he dicho á usted todo: hevisto el amor floreciendo sobre la falsa locura

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de usted, y por no encenderlo más le he oculta-do mis pensamientos poéticos, mis delicadasideas, mis sueños y mis emociones: no le hedejado entrar á usted en mi hermoso reino. Enfin, por amor hacia mí, espero que querrá ustedá mi hijo cuando se encuentre sin padre. Guar-de usted mis secretos como la tumba guardarámi cuerpo. No me llore usted: hace tiempo queestoy muerta. San Bernardo ha tenido razón aldecir que no hay vida donde no hay amor.»

—Todo ha terminado, dijo el cónsul guar-dando las cartas en una cartera que encerróbajo llave; la condesa ha muerto.

—¿Vive todavía el conde? preguntó el emba-jador; pues desde la revolución de julio ha des-aparecido de la escena política y social.

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—¿Se acuerda usted, señor de Lora, dehaberme visto conducir una góndola hasta elvapor? preguntó el cónsul general.

—Sí, en ella iba un anciano de cabellos blan-cos, contestó el pintor.

—Un viejo de cuarenta y cinco años quebuscaba salud y distracciones en la Italia meri-dional. Aquel viejo era mi pobre amigo, mi pro-tector, que pasaba por Génova para despedirsede mí y confiarme su testamento, en el cual menombra tutor de su hijo. No he tenido necesi-dad de decirle el deseo de Honorina.

—¿Sabe qué ha sido el asesino de su mujer?preguntó la señorita de Touches al barón deHostal.

—Sospecha la verdad, repuso el cónsul, yesa sospecha le mata. Yo quedé en una góndolamirándole embarcarse para Nápóles: largotiempo nos estuvimos saludando, cual si fueran

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los últimos saludos. «Sólo. Dios sabe con cuán-to afecto miramos al confidente de nuestroamor, cuando no existe el ser que lo inspiraba,me dijo Octavio momentos antes de su partida.Este confidente posee á nuestros ojos grandesencantos, se reviste de una aureola.» Desde laproa el conde contempló el Mediterráneo, ycomo el tiempo estaba hermoso, todo contribu-yó á conmoverle. Me dijo estas últimas pala-bras: «Por interés de la naturaleza humana,convendría saber cuál es ese irresistible poderque nos hace sacrificar el más fugitivo de nues-tros placeres contra nuestra voluntad por unaadorable criatura... En mi conciencia, he oídograndes gritos; Honorina no ha gritado sola. Yyo he querido... ¡Los remordimientos me devo-ran! Moría en la calle de Payenne por las dichasque no disfrutaba, moriré en Italia por las quehe disfrutado...» ¿De dónde procede ese des-acuerdo entre dos naturalezas verdaderamentenobles? Me atreví á decirle.

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Un profundo silencio reinó en casa del cón-sul algunos minutos después de las anterioresfrases.

—¿Era virtuosa Honorina? preguntó el cón-sul á las dos mujeres.

La señorita de Touches se levantó, cogió alcónsul del brazo, avanzó algunos pasos hacia lapuerta y le dijo:

—Los hombres ¿no son culpables también alquerer hacer de la niña una mujer, mientraséstos guardan sus angélicas imágenes y noscomparan á rivales desconocidas, á perfeccio-nes soñadas, á las cuales siempre nos han deencontrar inferiores?

—Señorita, tendría usted razón si el matri-monio estuviese fundado sobre la pasión, y talha sido el error de dos seres que pronto no exis-tirán. El amor del corazón entre los esposossería el paraíso...

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La señorita de Touches dejó al cónsul y sereunió con Claudio Wignon, que le dijo al oído:

—Es un poco fatuo el barón de Hostal.

—No tanto, dijo ella; todavía no ha adivina-do que Honorina tal vez le hubiese amado. ¡Oh!exclamó al ver venir á la mujer del cónsul; ellalo ha oído todo... ¡desgraciado!

Las once sonaron en todos los relojes, y losconvidados se disponían á marchar.

—Todo eso no es la vida real, dijo la señoritade Touches. Esa mujer era una excepción, talvez la más monstruosa de la inteligencia. Lavida se compone de accidentes variados, dedolores y placeres alternados. El Paraíso deDante, esa sublime expresión del ideal, ese cielosiempre azul, no se encuentra más que en losmundos del espíritu, y buscarlo en la tierra esuna voluptuosidad contra la cual protesta

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siempre la naturaleza. Para tales almas unacelda y un rezo constante deben bastar.

—Tiene usted razón, dijo León de Lora. Pe-ro, por poco que yo valga, no puedo menos deadmirar á una culpable que, viviendo en sumodesto taller, no descendió nunca de su ele-vada esfera, no vio el mundo, ni se manchó delodo. Expió su culpa y tuvo la dignidad de noolvidarla.

—Eso se vio durante algunos meses, dijoClaudio Wignon irónicamente.

El embajador se dirigió á la señorita de Tou-ches para decirle:

—La condesa Honorina no es la única en sugénero. Un hombre político, escritor y amigomío, inspiró un amor de esa especie, y el pisto-letazo que le mató no le alcanzó á ella, porqueésta se había encerrado ya en el claustro.

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Al conocer la historia de aquellos amores, sehubiese visto la gran abnegación que suele bri-llar siempre en el corazón de las mujeres.

—¿Se encuentran todavía grandes almas eneste siglo? dijo Camila Maupín, que permane-ció melancólica y pensativa algunos minutos.