senderos y sueños

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Senderos y Sueños PILAR MOSQUERA PÉREZ

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«Senderos y Sueños» es un relato que, en pocas páginas, refleja una gran cantidad de matices, de valores: amor y respeto por la naturaleza y por el planeta (con todos los seres que alberga en su seno) y la defensa de la dignidad de las personas independientemente de las circunstancias en que se encuentren.Narra historias de amor y ternura en su sentido más puro, utilizando un lenguaje que, a menudo, es pura poesía e inspiración de las más hermosas imágenes.Senderos paralelos que se cruzan, senderos pedregosos en ocasiones, y maravillosos sueños entrelazados con la realidad.

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A MIS PADRES, SIEMPRE

Produce inmensa tristeza pensar que la naturaleza habla mientras el

género humano no escucha.

Víctor Hugo.

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© Pilar Mosquera Pérez

Fotografías: Pilar Mosquera Pérez

Edita:

Impreso en España

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación ni de su contenido puede ser reproducida, almacenada o transmitida en modo alguno sin permiso previo y por escrito del autor.

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Índice

I. CUMPLEAÑOS EN FAMILIA Y NATURALEZA ..... 9

II. ÉRASE UNA VEZ UN PLANETA ................................ 21

III. AQUEL FRONDOSO SENDERO ............................ 27

IV. ANÉCDOTAS Y OTROS DETALLES DE INTERÉS .............................................. 29

V. VERSOS ............................................................................... 35

VI. ELLA ................................................................................... 39

VII. AGRADECIMIENTOS ................................................ 59

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I. Cumpleaños en familia y naturaleza

Era el cumpleaños de Daniel, un chico de 15 años, y una ami-ga le había regalado un conejito de verdad, un animalito vivo; mas, lo que no sabía él es que la madre de su amiga, que era a su vez amiga de su madre, también le había obsequiado a ésta con un conejo, pero, en este caso, muerto, es decir, para comérselo.

– Vamos, Daniel, a merendar.

– ¿Qué hay, si se puede saber?

– Conejo.

– Pero ¿de qué vas, mamá? ¡Cómo te has atrevido…! –vocea el muchacho muy enfadado.

– Calma, hombre, no te pongas como un energúmeno… No es tu conejo el que hay de merienda – cena, si no, el mío. A ti te regalaron uno vivo y a mí uno muerto.

– Es igual, se me han quitado las ganas de comer conejo.

– ¡Qué pamplinero! Pues, como no te lo comas, no te voy a poner otra cosa, así es que tú verás lo que haces.

– Me quedo sin merendar.

– Ahí te quedará para la cena, hijo.

– Si te piensas que me voy a comer un conejo teniendo a un colega suyo en casa como amigo, como de la familia, estás muy equivocada.

– ¡Pero, bueno! ¿Qué dices?... ¿Qué colega ni qué niño muerto?

– Niño, no, conejo.

– Bueno, ¡ya está bien! Si no te lo comes, te quedas también sin cenar.

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– Eso está hecho. Me voy por ahí.

– Pues, ¡a ver a qué hora regresas!

– Cuando no haya ni rastro de conejo muerto.

– ¡Y dale con el conejo! Pero, ¿qué quieres, que lo resucite-mos? Pues, eso es imposible.

Antes de irse, pasó por su habitación, abrió el ordenador, en-tró en una página sobre animales, copió algunas frases que le impactaron y se fue.

Era una tarde de verano de fin de semana (viernes), la pe-queña ciudad se encontraba tranquila. Daniel se fue a pasear a la orilla del río, necesitaba estar solo y en contacto con la natura-leza, así es que buscó un lugar libre de gente. Llegó a tiempo de presenciar un espectáculo natural deslumbrante: la puesta de sol. Se sentó al borde del gran río, ancho y bordeado de hermo-sas arboledas. Cerró los ojos, sintiendo como los últimos rayos del sol acariciaban su piel, relajándole, llenándole de energía. Aquietó su mente para escuchar únicamente los sonidos natu-rales (el ronroneo del agua y el canto de los pájaros) y los latidos de su corazón. Respiró hondo para impregnarse de los olores medicinales del lugar, como si tratara de renovarse por dentro. Se levantó, quitándose la camisa, quedándose con su camiseta de manga corta y dejándose rozar por la brisa como si se es-tuviera sacudiendo. Se volvió a sentar; ya los rayos luminosos eran más tenues. Y fue en este momento cuando pasaron por su mente todas las ideas acerca de sus dudas existenciales:

• ¿Dónde estoy?

• ¿Qué es esto?

• ¿Qué hago aquí?

• Sí, es un planeta en medio del Universo, pero... ¿fue Dios el creador? ¿Fue el big bang… o ambas cosas a la vez?

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• ¿Por qué las catástrofes naturales, las enfermedades, las injusticias…?

• ¿Por qué unos animales son alimento para otros?

• ¿Por qué ellos, los animales, son alimento del ser más evo-lucionado, supuestamente inteligente, el hombre?

• ¿Por qué nacemos, vemos morir a nuestros abuelos, deja-mos de ser niños, nos reproducimos, formamos una fami-lia, vemos irse a nuestros padres y después desaparecemos nosotros también ante la triste mirada de nuestros hijos?

En tanto surcaban estas ideas por su mente, en forma de in-terrogaciones, se quedó dormido.

Mientras despertaba, notó una presencia angelical a su lado, no del todo perceptible, debido a la oscuridad, a pesar de que la luna hacía la función de una lámpara natural que daba luz, serenidad e inspiración al mismo tiempo.

– ¿Quién eres? ¿Qué haces por aquí a estas horas? –pre-gunta él.

– Soy Claudia –se presenta ella y explica–. Necesitaba estar sola y he llegado hasta aquí, guiada por mi ángel de la guarda, cuando los últimos rayos del sol se escondían tras la arboleda. Vi en tu cara otro ángel que me inspiraba confianza. Como es-tabas dormido, no quería despertarte; me daba la impresión de que soñabas con los angelitos.

– ¿Y que te llevó a pensar todo eso? ¿Acaso crees que esta-mos acompañados por un coro de ángeles celestiales?

– Sí, creo –responde Claudia a la segunda pregunta, dispues-ta a responder a la primera–. La placidez de tu rostro y que mo-vías los labios y los ojos como si estuvieras hablando con algún ser celestial. Eso me ha llevado a pensar en esos seres divinos, invisibles a los ojos del cuerpo, no a los del alma.

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– ¡Vaya! –exclama el muchacho, disponiéndose a explicar–. Pues sí, estaba soñando. Bueno, en realidad, me ha parecido más que un simple sueño; era un sueño revelador.

– ¿Quieres decir, como si te estuvieran transmitiendo un mensaje?

– Exactamente.

– ¿Y me lo contarías?

– Por supuesto que sí. ¡Cómo no se lo voy a contar a mi hada!

– ¿Tú crees?

– Claro, mujer, ¿cómo iba a ser si no que aparecieras en me-dio de mi sueño inspirador?

– Gracias –agradece la chica y añade con impaciencia–. ¡Cuenta, cuenta!

– Sí, verás, mi niña Claudia –se dispone Daniel a iniciar el relato–:

Érase una vez una isla que surgió de las profundidades del mar en medio de un gran fuego explosivo.

– ¿Un volcán? –interrumpe ella.

– Sí, y dio lugar a la tierra, pero no iba a ser una isla desértica, así es que había que poblarla, de forma que tendría vegetación endémica y también animales. Algunos de estos animalitos los traerían de otros lugares. Yo me sentí identificado con las ardi-llas. Es más, no te rías, va en serio… Yo era una ardilla.

– Me hace gracia pero, te creo, te lo juro.

– Y yo te creo a ti –reafirma él, girándose para darle un beso en la mejilla, beso que ella agradeció con una sonrisa.

– ¿Crees que estabas reencarnado en una ardilla?

Él se gira de nuevo para mirarla, sorprendido, y no hizo falta que le respondiera con palabras…

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– Estamos muy compenetrados –manifiesta, por fin, el muchacho.

– Ahora –cambia de tema la chica–, se me viene a la mente esa teoría sobre la energía que estudiamos, que encaja con tu sueño, y que defiende que la energía no se crea ni se destruye, si no que se transforma.

– Todo es posible. Sobre todo cuando hay tanto misterio. Probablemente eso explique el hecho que de aparezcamos y desa parezcamos, lo que me inspira a pensar que somos porta-dores de la vida y de todo lo que ella conlleva, no propietarios de nada.

– ¡Veo dos lágrimas resbalando por tus mejillas! –dice ella con sorpresa, mientras se las seca con su pañuelo de seda

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perfumado y lo anima a seguir con el relato–. Sigue, cielo, que otra vez te he vuelto a interrumpir.

– No te preocupes, puesto que eres mi hada, presiento que serás mi musa.

– ¡Oh, gracias, gracias, muchas gracias, es todo un honor!

– Ahora continúo con la descripción de mi sueño –Daniel reanuda su relato–: En la isla no había ardillas, trajeron una pa-reja de ellas de un continente cercano y, para que proliferaran, les dieron de comer papayas porque son afrodisíacas, así es que las ardillitas se reprodujeron y llenaron la isla, de forma que, al enterarse los demás animales, copiaron el truco y fue así como la isla se llenó de animalitos.

– ¡Qué bonito! –exclama Claudia, con una amplia sonrisa a la vez que formula una pregunta–: Y tú qué eras: una ardillita hembra o una ardillita macho.

– ¿Tú que crees?

– Pues yo me figuro que serías un macho.

– Pero te olvidas de que estaba en otra vida.

– ¡Ah! Es verdad, en ese caso seguramente que serías una ardillita hembra, para variar.

– Efectivamente –reafirma Daniel, e intenta concluir–. Vayá-monos, que ya es bastante de noche.

– ¿Volverás mañana?

– Claro, no quiero dejar de saber lo que fui en otras vidas.

– Yo tampoco quisiera perdérmelo.

– Serás el ángel que vela mis sueños.

– ¡Yo, encantada!

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Daniel sabía que al día siguiente Claudia aparecería en el momento oportuno, del mismo modo que lo había hecho en la tarde de hoy.

Los dos jovencitos se alejaron del río tomados de la mano y cubiertos por el manto negro de la noche, dibujado de estrellas y luceros, caminando bajo la luz de la luna, que les iluminaba el camino a cada paso que daban, hasta entrar en el tumulto de la ciudad, también iluminada, aunque, en este caso, por luces artificiales.

Por el camino, Daniel le contó la historia de la experiencia de los conejitos.

Antes de separase e irse cada uno por su lado, Claudia se atreve a plantear a Daniel una última cuestión:

– Oye, ¿y qué conclusión has sacado de ese sueño revelador?

– Buena pregunta.

– Mejor será la respuesta.

– Pero preferiría que la contestaras tú.

– ¿Yo?

– Claro, yo ya he hecho mi parte, ahora te toca a ti. ¡Qué crees que haces aquí!

– Pues ahí va la revelación:

Los animales son muy importantes y hay que cuidarlos y respetar-los porque son nuestros compañeros de planeta.

– ¡Olé, olé, olé! –ovaciona el joven.

Daniel se acordó de repente del pliego que había metido bien doblado en el bolso de la parte trasera de su pantalón vaquero. Ahora comprendió para qué lo había guardado allí y se dispuso a sacarlo.

– ¿Qué es ese eso? –quiere saber ella.

– Citas sobre los animales. ¿Quieres que te las lea?

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– Por supuesto que sí, adelante.

El chico empieza a leer…

C I T A S *

«La no violencia lleva a la más alta ética, lo cual es la meta de la evolución. Hasta que no cesemos de dañar a otros seres vivos, somos aún salvajes».

Thomas Edison.

«Llegará un día en que los hombres como yo, verán el asesi-nato de un animal como ahora ven el de un hombre».

Leonardo da Vinci.

«Debemos luchar contra el espíritu inconsciente de cruel-dad con que tratamos a los animales. Los animales sufren tan-to como nosotros. La verdadera humanidad no nos permite imponer tal sufrimiento en ellos. Es nuestro deber hacer que el mundo entero lo reconozca. Hasta que extendamos nuestro círculo de compasión a todos los seres vivos, la humanidad no hallará paz».

Albert Shweitzer.

«Vida animal, sombrío misterio. Toda la naturaleza protesta contra el barbarismo del hombre, quien no sabe tomar, quien humilla, quien tortura a sus hermanos inferiores».

Jules Michelet.

* www.conciencia–animal.cl

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«Los animales más primitivos poseen la misma capacidad de sentir dolor que los seres humanos pero, en su caso, la cruel-dad del tormento es mucho mayor porque no poseen una men-te que les explique su sufrimiento y tampoco la esperanza de cuando será que deberán soportar el último dolor extremo».

Thomas Chalmers.

«A veces me preguntan: ¿Por qué inviertes todo ese tiempo y dinero hablando de la amabilidad para con los animales cuando existe tanta crueldad hacia el hombre? A lo que respondo: Estoy trabajando en las raíces».

George T. Angell.

«La mayoría de la indiferencia, apatía y crueldad que ve-mos tiene su origen en la falsa educación que damos a nues-tros niños acerca de los derechos de los animales y de su deber con ellos».

Todd Ferrier.

«Los animales existen en el mundo por sus propias razones. No fueron hechos para el ser humano, del mismo modo que los negros no fueron hechos para los blancos, ni la mujer para el hombre».

Alice Walter.

«Los males y sufrimientos propinados sobre la inocente, in-defensa y leal raza animal es el capítulo más oscuro en la entera historia del planeta».

Edward Freeman.

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«Mientras los hombres sigan masacrando a sus hermanos los animales, reinará en la tierra la guerra y el sufrimiento y se ma-tarán unos a otros, pues aquel que siembra dolor y la muerte no podrá cosechar ni la alegría, ni la paz ni el amor».

Pitágoras.

«No me importa saber si un animal puede razonar. Sólo sé que es capaz de sufrir y por ello lo considero mi prójimo».

Mahatma Gandhi.

«Cuando un hombre mata a un tigre lo llaman deporte, cuan-do un tigre mata al hombre lo llaman ferocidad».

Théophile Gautier.

«Creo que la amistad entre el hombre y el perro no sería du-radera si la carne de perro fuera comestible».

George Bernard Shaw.

«Hablando de libertad… Lo único que limita la libertad de un animal es la muerte y el hombre»

Lord Byron (Epitafio a su perro).

«… Después de todo, ¿no era yo también un animal, esto es, un ser animado vivo, y qué sufría, como sufren ellos, si alguien me lastima, me tortura, me aleja de mi hábitat y de mis seres queridos y, finalmente, me mata, me descuartiza y me vende para que otros me hiervan, me asen, y me sazonen?».

Mark Twain