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Selección de textos Segunda parte Literatura y Pensamiento Segundo cuatrimestre – 2015 TECNICATURA EN MEDIOS AUDIOVISUALES, TECNICATURA EN PRODUCCIÓN Y DESARROLLO DE VIDEOJUEGOS, TECNICATURA EN DISEÑO EDITORIAL Y MULTIMEDIAL Y TECNICATURA EN CINE DOCUMENTAL UNIVERSIDAD NACIONAL DE JOSÉ C. PAZ

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la casa tomada kafka y precursores

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Selección de textosSegunda parte

Literatura y Pensamiento

Segundo cuatrimestre – 2015

TECNICATURA EN MEDIOS AUDIOVISUALES, TECNICATURA EN PRODUCCIÓN Y DESARROLLO DE VIDEOJUEGOS,TECNICATURA EN DISEÑO EDITORIAL Y MULTIMEDIAL Y TECNICATURA EN CINE DOCUMENTAL

UNIVERSIDAD NACIONAL DE JOSÉ C. PAZ

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Julio Cortázar (1914 - 1984)

Casa tomada

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivirocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso delas once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamosal mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nosresultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos paramantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazódos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos acomprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple ysilencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestrosbisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con lacasa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos lavoltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.

Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el restodel día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejencuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosassiempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A vecestejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en lacanastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábadosiba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuveque devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntarvanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a laArgentina.

Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Mepregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover estáterminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda dealcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería;no tuve valor para preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida,todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entreteníael tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos comoerizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitabanconstantemente los ovillos. Era hermoso.

Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca ytres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña.Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había unbaño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y elpasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De maneraque uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas denuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por elpasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía

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girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a lacocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, dabala impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yovivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo parahacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudadlimpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas soplauna ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas demacramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después sedeposita de nuevo en los muebles y los pianos.

Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendoen su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita delmate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo quellevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso ysordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También looí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hastala puerta. Me tiré contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando elcuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para másseguridad.

Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:

-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.

Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.

-¿Estás seguro?

Asentí.

-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.

Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que metejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.

Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosasque queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irenepensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió losprimeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.

-No está aquí.

Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.

Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a lasnueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbróa ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto:mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramosporque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar.Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.

Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa delos libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y esome sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidosen el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:

-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?

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Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito dealgún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puedevivir sin pensar.

(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz deestatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueñosconsistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían elliving de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser,presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.

Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico delas agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlodicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos ahablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de lozay vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, perocuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hastapisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Ireneempezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)

Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije aIrene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oíruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba elsonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra.Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble,en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.

No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sinvolvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré deun golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.

-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel yse perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.

-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.

-No, nada.

Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya eratarde ahora.

Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura deIrene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerrébien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se leocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

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Adolfo Bioy Casares En memoria de Paulina

Siempre quise a Paulina. En uno de mis primeros recuerdos, Paulina y yo estamos ocultos en unaoscura glorieta de laureles, en un jardín con dos leones de piedra. Paulina me dijo: Me gusta el azul, megustan las uvas, me gusta el hielo, me gustan las rosas, me gustan los caballos blancos. Yo comprendíque mi felicidad había empezado, porque en esas preferencias podía identificarme con Paulina. Nosparecimos tan milagrosamente que en un libro sobre la final reunión de las almas en el alma del mundo,mi amiga escribió en el margen: Las nuestras ya se reunieron. "Nuestras" en aquel tiempo, significabala de ella y la mía. Para explicarme ese parecido argumenté que yo era un apresurado y remoto borradorde Paulina. Recuerdo que anoté en mi cuaderno: Todo poema es un borrador de la Poesía y en cadacosa hay una prefiguración de Dios. Pensé también: En lo que me parezca a Paulina estoy a salvo. Veía(y aún hoy veo) la identificación con Paulina como la mejor posibilidad de mi ser, como el refugio endonde me libraría de mis defectos naturales, de la torpeza, de la negligencia, de la vanidad. La vida fueuna dulce costumbre que nos llevó a esperar, como algo natural y cierto, nuestro futuro matrimonio.Los padres de Paulina, insensibles al prestigio literario prematuramente alcanzado, y perdido, por mí,prometieron dar el consentimiento cuando me doctorara. Muchas veces nosotros imaginábamos unordenado porvenir, con tiempo suficiente para trabajar, para viajar y para querernos. Lo imaginábamoscon tanta vividez que nos persuadíamos de que ya vivíamos juntos. Hablar de nuestro casamiento nonos inducía a tratarnos como novios. Toda la infancia la pasamos juntos y seguía habiendo entrenosotros una pudorosa amistad de niños. No me atrevía a encarnar el papel de enamorado y a decirle,en tono solemne: Te quiero. Sin embargo, cómo la quería, Con qué amor atónito y escrupuloso yomiraba su resplandeciente perfección . A Paulina le agradaba que yo recibiera amigos. Preparaba todo,atendía a los invitados, y, secretamente, jugaba a ser dueña de casa. Confieso que esas reuniones no mealegraban. La que ofrecimos para que Julio Montero conociera a escritores no fue una excepción. Lavíspera, Montero me había visitado por primera vez. Esgrimía, en la ocasión, un copioso manuscrito yel despótico derecho que la obra inédita confiere sobre el tiempo del prójimo. Un rato después de lavisita yo había olvidado esa cara hirsuta y casi negra. En lo que se refiere al cuento que me leyó —Montero me había encarecido que le dijera con toda sinceridad si el impacto de su amargura resultabademasiado fuerte— , acaso fuera notable porque revelaba un vago propósito de imitar a escritorespositivamente diversos. La idea central procedía del probable sofisma: si una determinada melodíasurge de una relación entre el violín y los movimientos del violinista, de una determinada relación entremovimiento y materia surgía el alma de cada persona. El 2 héroe del cuento fabricaba una máquinapara producir almas (una suerte de bastidor, con maderas y piolines). Después el héroe moría. Velabany enterraban el cadáver; pero él estaba secretamente vivo en el bastidor. Hacia el último párrafo, elbastidor aparecía, junto a un esteroscopio y un trípode con una piedra de galena, en el cuarto dondehabía muerto una señorita. Cuando logré apartarlo de los problemas de su argumento, Monteromanifestó una extraña ambición por conocer a escritores. —Vuelva mañana por la tarde—le dije—. Lepresentaré a algunos. Se describió a si mismo como un salvaje y aceptó la invitación. Quizá movido porel agrado de verlo partir, bajé con él hasta la puerta de calle. Cuando salimos del ascensor, Monterodescubrió el jardín que hay en el patio. A veces, en la tenue luz de la tarde, viéndolo a través del portónde vidrio que lo separa del hall, ese diminuto jardín sugiere la misteriosa imagen de un bosque en elfondo de un lago. De noche, proyectores de luz lila y de luz anaranjada lo convierten en un horribleparaíso de caramelo. Montero lo vio de noche. —Le seré franco—me dijo, resignándose a quitar losojos del jardín—. De cuanto he visto en la casa esto es lo más interesante. Al otro día Paulina llegótemprano; a las cinco de la tarde ya tenía todo listo para el recibo. Le mostré una estatuita china, depiedra verde, que yo había comprado esa mañana en un anticuario. Era un caballo salvaje, con las

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manos en el aire y la crin levantada. El vendedor me aseguró que simbolizaba la pasión . Paulina pusoel caballito en un estante de la biblioteca y exclamó: Es hermoso como la primera pasión de una vida.Cuando le dije que se lo regalaba, impulsivamente me echó los brazos al cuello y me besó. Tomamos elté en el antecomedor. Le conté que me habían ofrecido una beca para estudiar dos años en Londres. Depronto creímos en un inmediato casamiento , en el viaje, en nuestra vida en Inglaterra (nos parecía taninmediata como el casamiento). Consideramos pormenores de economía doméstica; las privaciones,casi dulces, a que nos someteríamos; la distribución de horas de estudio, de paseo, de reposo y, tal vez,de trabajo; lo que haría Paulina mientras yo asistiera a los cursos; la ropa y los libros que llevaríamos.Después de un r ato de proyectos, admitimos que yo tendría que renunciar a la beca. Faltaba unasemana para mis exámenes, pero ya era evidente que los padres de Paulina querían postergar nuestrocasamiento. Empezaron a llegar los invitados. Yo no me sentía feliz. Cuando conversaba con unapersona, sólo pensaba en pretextos para dejarla. Proponer un tema que interesara al interlocutor meparecía imposible. Si quería recordar algo, no tenía memoria o la tenía demasiado lejos. Ansioso, fútil,abatido, pasaba de un grupo a otro, deseando que la gente se fuera, que nos quedáramos solos, quellegara el momento, ay, tan breve, de acompañar a Paulina hasta su casa. Cerca de la ventana, mi noviahablaba con Montero. Cuando la miré, levantó los ojos e inclinó hacia mí su cara perfecta. Sentí que enla ternura de Paulina había un refugio inviolable, en donde estábamos solos. ¡Cómo anhelé decirle quela quería! 3 Tomé la firme resolución de abandonar esa misma noche mi pueril y absurda vergüenza dehablarle de amor. Si ahora pudiera (suspiré) comunicarle mi pensamiento. En su mirada palpitó unagenerosa, alegre y sorprendida gratitud. Paulina me preguntó en qué poema un hombre se aleja tanto deuna mujer que no la saluda cuando la encuentra en el cielo. Yo sabía que el poema era de Browning yvagamente recordaba los versos. Pasé el resto de la tarde buscándolos en la edición de Oxford. Si nome dejaban con Paulina, buscar algo para ella era preferible a conversar con otras personas, pero estabasingularmente ofuscado y me pregunté si la imposibilidad de encontrar el poema no entrañaba unpresagio. Miré hacia la ventana. Luis Alberto Morgan, el pianista, debió de notar mi ansiedad, porqueme dijo: —Paulina está mostrando la casa a Montero. Me encogí de hombros, oculté apenas el fastidioy simulé interesarme, de nuevo, en el libro de Browning. Oblicuamente vi a Morgan entrando en micuarto. Pensé: Va a llamarla. En seguida reapareció con Paulina y con Montero. Por fin alguien se fue;después, con despreocupación y lentitud partieron otros. Llegó un momento en que sólo quedamosPaulina, yo y Montero. Entonces, como lo temí, exclamó Paulina: —Es muy tarde. Me voy. Monterointervino rápidamente: —Si me permite, la acompañaré hasta su casa. —Yo también te acompañaré—respondí. Le hablé a Paulina, pero miré a Montero. Pretendí que los ojos le comunicaran mi desprecio ymi odio. Al llegar abajo, advertí que Paulina no tenía el caballito chino. Le dije: —Has olvidado miregalo. Subí al departamento y volví con la estatuita . Los encontré apoyados en el portón de vidrio,mirando el jardín. Tomé del brazo a Paulina y no permití que Montero se le acercara por el otro lado.En la conversación prescindí ostensiblemente de Montero. No se ofendió. Cuando nos despedimos dePaulina, insistió en acompañarme hasta casa. En el trayecto habló de literatura, probablemente consinceridad y con fervor. Me dije: Él es el literato; yo soy un hombre cansado, frívolamente preocupadocon una mujer. Consideré la incongruencia que había entre su vigor físico y su debilidad literaria.Pensé: una caparazón lo protege; no le llega lo que siente el interlocutor. Miré con odio sus ojosdespiertos, su bigote hirsuto, su pescuezo fornido. Aquella semana casi no vi a Paulina. Estudié mucho.Después del último examen, la llamé por teléfono. Me felicitó con una insistencia que no parecíanatural y dijo que al fin de la tarde iría a casa. Dormí la siesta, me bañé lentamente y esperé a Paulinahojeando un libro sobre los Fautos de Muller y de Lessing. Al verla, exclamé: 4 —Estás cambiada. —Si—respondió—. ¡Cómo nos conocemos! No necesito hablar para que sepas lo que siento. Nosmiramos en los ojos, en un éxtasis de beatitud. —Gracias—contesté. Nada me conmovía tanto como laadmisión, por parte de Paulina, de la entrañable conformidad de nuestras almas. Confiadamente meabandoné a ese halago. No sé cuándo me pregunté (incrédulamente) si las palabras de Paulinaocultarían otro sentido. Antes de que yo considerara esta posibilidad, Paulina emprendió una confusa

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explicación. Oí de pronto: —Esa primera tarde ya estábamos perdidamente enamorados Me preguntéquiénes estaban enamorados. Paulina continuó. —Es muy celoso. No se opone a nuestra amistad, perole juré que, por un tiempo, no te vería. Yo esperaba, aún, la imposible aclaración que me tranquilizara.No sabía si Paulina hablaba en broma o en serio. No sabía qué expresión había en mi rostro. No sabíalo desgarradora que era mi congoja. Paulina agregó: —Me voy. Julio está esperándome. No subió parano molestarnos. —¿Quién?—pregunté. En seguida temí—como si nada hubiera ocurrido—que Paulinadescubriera que yo era un impostor y que nuestras almas no estaban tan juntas. Paulina contestó connaturalidad: —Julio Montero. La respuesta no podía sorprenderme; sin embargo, en aquella tardehorrible, nada me conmovió tanto como esas dos palabras. Por primera vez me sentí lejos de Paulina.Casi con desprecio le pregunté: —¿Van a casarse? No recuerdo qué me contestó. Creo que me invitó asu casamiento. Después me encontré solo. Todo era absurdo. No había una persona más incompatiblecon Paulina (y conmigo) que Montero. ¿O me equivocaba? Si Paulina quería a ese hombre, tal veznunca se había parecido a mí. Una abjuración no me bastó; descubrí que muchas veces yo habíaentrevisto la espantosa Verdad. Estaba muy triste, pero no creo que sintiera celos. Me acosté en lacama, boca abajo. Al estirar una mano, encontré el libro que había leído un rato antes. Lo arrojé lejos demí, con asco . 5 Salí a caminar. En una esquina miré una calesita. Me parecía imposible seguir viviendoesa tarde. Durante años la recordé y como prefería los dolorosos momentos de la ruptura (porque loshabía pasado con Paulina) a la ulterior soledad, los recorría y los examinaba minuciosamente y volvía avivirlos. En esta angustiada cavilación creía descubrir nuevas interpretaciones para los hechos. Así, porejemplo, en la voz de Paulina declarándome el nombre de su amado, sorprendí una ternura que, alprincipio, me emocionó. Pensé que la muchacha me tenía lástima y me conmovió su bondad comoantes me conmovía su amor. Luego, recapacitando, deduje que esa ternura no era para mí sino para elnombre pronunciado. Acepté la beca, y, silenciosamente, me ocupé en los preparativos del viaje. Sinembargo, la noticia trascendió. En la última tarde me visitó Paulina. Me sentía alejado de ella, perocuando la vi me enamoré de nuevo. Sin que Paulina lo dijera, comprendí que su aparición era furtiva.La tomé de las manos, trémulo de agradecimiento. Paulina exclamó: —Siempre te querré. De algúnmodo, siempre te querré más que a nadie. Tal vez creyó que había cometido una traición. Sabía que yono dudaba de su lealtad hacia Montero, pero como disgustada por haber pronunciado palabras queentrañaran—si no para mí, para un testigo imaginario—una intención desleal, agregó rápidamente: —Es claro, lo que siento por ti no cuenta. Estoy enamorada de Julio. Todo lo demás, dijo, no teníaimportancia. El pasado era una región desierta en que ella había esperado a Montero. De nuestro amor,o amistad, no se acordó. Después hablamos poco. Yo estaba muy resentido y fingí tener prisa. Laacompañé en el ascensor. Al abrir la puerta retumbó, inmediata, la lluvia. —Buscaré un taxímetro—dije. Con una súbita emoción en la voz, Paulina me gritó: —Adiós, querido. Cruzó, corriendo, la calle ydesapareció a lo lejos. Me volví, tristemente. Al levantar los ojos vi a un hombre agazapado en eljardín. El hombre se incorporó y apoyó las manos y la cara contra el portón de vidrio. Era Montero.Rayos de luz lila y de luz anaranjada se cruzaban sobre un fondo verde, con boscajes oscuros. La carade Montero, apretada contra el vidrio mojado, parecía blanquecina y deforme. Pensé en acuarios, enpeces en acuarios. Luego, con frívola amargura, me dije que la cara de Montero sugería otrosmonstruos: los peces deformados por la presión del agua, que habitan el fondo del mar. Al otro día, a lamañana, me embarqué. Durante el viaje, casi no salí del camarote. Escribí y estudié mucho. 6 Queríaolvidar a Paulina. En mis dos años de Inglaterra evité cuanto pudiera recordármela: desde losencuentros con argentinos hasta los pocos telegramas de Buenos Aires que publicaban los diarios. Esverdad que se me aparecía en el sueño, con una vividez tan persuasiva y tan real, que me pregunté si mialma no contrarrestaba de noche las privaciones que yo le imponía en la vigilia. Eludí obstinadamentesu recuerdo. Hacia el fin del primer año, logré excluirla de mis noches, y, casi, olvidarla. La tarde quellegué de Europa volví a pensar en Paulina. Con aprehensión me dije que tal vez en casa los recuerdosfueran demasiado vivos. Cuando entré en mi cuarto sentí alguna emoción y me detuverespetuosamente, conmemorando el pasado y los extremos de alegría y de congoja que yo había

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conocido. Entonces tuve una revelación vergonzosa. No me conmovían secretos monumentos denuestro amor, repentinamente manifestados en lo más íntimo de la memoria; me conmovía la enfáticaluz que entraba por la ventana, la luz de Buenos Aires. A eso de las cuatro fui hasta la esquina y compréun kilo de café. En la panadería, el patrón me reconoció, me saludó con estruendosa cordialidad y meinformó que desde hacia mucho tiempo—seis meses por lo menos—yo no lo honraba con mis compras.Después de estas amabilidades le pedí, tímido y resignado, medio kilo de pan. Me preguntó, como.siempre: —¿,Tostado o blanco'? Le contesté, como siempre: —Blanco. Volví a casa. Era un día clarocomo un cristal y muy frío. Mientras preparaba el café pensé en Paulina. Hacia el fin de la tardesolíamos tomar una taza de café negro. Como en un sueño pasé de un afable y ecuánime in diferencia ala emoción, a la locura, que me produjo la aparición de Paulina. Al verla caí de rodillas, hundí la caraentre sus manos y lloré por primera vez todo el dolor de haberla perdido. Su llegada ocurrió así: tresgolpes resonaron en la puerta; me pregunté quién seria el intruso; pensé que por su culpa se enfriaría elcafé, abrí, distraídamente. Luego—ignoro si el tiempo transcurrido fue muy largo o muy breve—Paulina me ordenó que la siguiera. Comprendí que ella estaba corrigiendo, con la persuasión de loshechos, los antiguos errores de nuestra conducta. Me parece (pero además de recaer en los mismoserrores, soy infiel a esa tarde) que los corrigió con excesiva determinación . Cuando me pidió que latomara de la mano ("¡La mano!", me dijo. "¡Ahora!") me abandoné a la dicha. Nos miramos en los ojosy, como dos ríos confluentes, nuestras almas también se unieron. Afuera, sobre el techo, contra lasparedes, llovía. Interpreté esa lluvia—que era el mundo entero surgiendo, nuevamente—como unapánica expansión de nuestro amor. La emoción no me impidió, sin embargo, descubrir que Monterohabía contaminado la conversación de Paulina. Por momentos, cuando ella hablaba, yo tenía la ingrataimpresión de oír a mi rival. Reconocí la característica pesadez de las frases; reconocí 7 las ingenuas ytrabajosas tentativas de encontrar el término exacto; reconocí, todavía apuntando vergonzosamente, lainconfundible vulgaridad. Con un esfuerzo pude sobreponerme. Miré el rostro, la sonrisa, los ojos. Ahíestaba Paulina, intrínseca y perfecta. Ahí no me la habían cambiado. Entonces, mientras la contemplabaen la mercurial penumbra del espejo, rodeada por el marco de guirnaldas, de coronas y de ángelesnegros, me pareció distinta. Fue como si descubriera otra versión de Paulina; como si la viera de unmodo nuevo. Di gracias por la separación, que me había interrumpido el hábito de verla, pero que me ladevolvía más hermosa. Paulina dijo: —Me voy. Julio me espera. Advertí en su voz una extraña mezclade menosprecio y de angustia, que me desconcertó. Pensé melancólicamente: Paulina, en otros tiempos,no hubiera traicionado a nadie. Cuando levanté la mirada, se había ido. Tras un momento de vacilaciónla llamé. Volví a llamarla, bajé a la entrada, corrí por la calle. No la encontré. De vuelta, sentí frío. Medije: "Ha refrescado. Fue un simple chaparrón". La calle estaba seca. Cuando llegué a casa vi que eranlas nueve. No tenía ganas de salir a comer; la posibilidad de encontrarme con algún conocido, meacobardaba. Preparé un poco de café. Tomé dos o tres tazas y mordí la punta de un pan. No sabíasiquiera cuándo volveríamos a vernos. Quería hablar con Paulina. Quería pedirle que me aclarara... Depronto, mi ingratitud me asustó. El destino me deparaba toda la dicha y yo no estaba contento. Esatarde era la culminación de nuestras vidas. Paulina lo había comprendido así. Yo mismo lo habíacomprendido. Por eso casi no hablamos. (Hablar, hacer preguntas hubiera sido, en cierto modo,diferenciarnos.) Me parecía imposible tener que esperar hasta el día siguiente para ver a Paulina. Conpremioso alivio determiné que iría esa misma noche a casa de Montero. Desistí muy pronto; sin hablarantes con Paulina, no podía visitarlos. Resolví buscar a un amigo— Luis Alberto Morgan me pareció elmás indicado—y pedirle que me contara cuanto supiera de la vida de Paulina durante mi ausencia.Luego pensé que lo mejor era acostarme y dormir. Descansado, vería todo con más comprensión. Porotra parte, no estaba dispuesto a que me hablaran frívolamente de Paulina. Al entrar en la cama tuve laimpresión de entrar en un cepo (recordé, tal vez, noches de insomnio, en que uno se queda en la camapara no reconocer que está desvelado). Apagué la luz. No cavilaría más sobre la conducta de Paulina.Sabía demasiado poco para comprender la situación. Ya que no podía hacer un vacío en la mente ydejar de pensar, me refugiaría en el recuerdo de esa tarde. Seguiría queriendo el rostro de Paulina aun si

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encontraba en sus actos algo extraño y hostil que me alejaba de ella. E1 rostro era el de siempre, el puroy maravilloso que me había querido antes de la abominable aparición de Montero. Me 8 dije: Hay unafidelidad en las caras, que las almas quizá no comparten. ¿O todo era un engaño? ¿Yo estabaenamorado de una ciega proyección de mis preferencias y repulsiones? ¿Nunca había conocido aPaulina? Elegí una imagen de esa tarde—Paulina ante la oscura y tersa profundidad del espejo—yprocuré evocarla. Cuando la entreví, tuve una revelación instantánea: dudaba porque me olvidaba dePaulina. Quise consagrarme a la contemplación de su imagen. La fantasía y la memoria son facultadescaprichosas: evocaba el pelo despeinado, un pliegue del vestido, la vaga penumbra circundante, pero miamada se desvanecía. Muchas imágenes, animadas de inevitable energía, pasaban ante mis ojoscerrados. De pronto hice un descubrimiento. Como en el borde oscuro de un abismo, en un ángulo delespejo, a la derecha de Paulina, apareció el caballito de piedra verde. La visión, cuando se produjo, nome extrañó; sólo después de unos minutos recordé que la estatuita no estaba en casa. Yo se la habíaregalado a Paulina hacía dos años. Me dije que se trataba de una superposición de recuerdosanacrónicos (el más antiguo, del caballito; el más reciente, de Paulina). La cuestión quedaba dilucidada,yo estaba tranquilo y debía dormirme. Formulé entonces una reflexión vergonzosa y, a la luz de lo queaveriguaría después, patética. "Si no me duermo pronto", pensé, "mañana estaré demacrado y no legustaré a Paulina". Al rato advertí que mi recuerdo de la estatuita en el espejo del dormitorio no erajustificable. Nunca la puse en el dormitorio. En casa, la vi únicamente en el otro cuarto (en el estante oen manos de Paulina o en las mías). Aterrado, quise mirar de nuevo esos recuerdos. E1 espejoreapareció, rodeado de ángeles y de guirnaldas de madera, con Paulina en el centro y el caballito a laderecha. Yo no estaba seguro de que reflejara la habitación. Tal vez la reflejaba, pero de un modo vagoy sumario. En cambio el caballito se encabritaba nítidamente en el estante de la biblioteca. Labiblioteca abarcaba todo el fondo y en la oscuridad lateral rondaba un nuevo personaje, que no reconocíen el primer momento. Luego, con escaso interés, noté que ese personaje era yo. Vi el rostro de Paulina,lo vi entero (no por partes), como proyectado hasta mí por la extrema intensidad de su hermosura y desu tristeza. Desperté llorando. No sé desde cuándo dormía. Sé que el sueño no fue inventivo. Continuó,insensiblemente, mis imaginaciones y reprodujo con fidelidad las escenas de la tarde. Miré el reloj.Eran las cinco. Me levantaría temprano y, aun a riesgo de enojar a Paulina, iría a su casa. Estaresolución no mitigó mi angustia. Me levanté a las siete y media, tomé un largo baño y me vestídespacio. Ignoraba dónde vivía Paulina. El portero me prestó la guía de teléfonos y la Guía Verde.Ninguna registraba la dirección de Montero. Busqué el nombre de Paulina; tampoco figuraba.Comprobé, asimismo, que en la antigua casa de Montero vivía otra persona. Pensé preguntar ladirección a los padres de Paulina. No los veía desde hacía mucho tiempo (cuando me enteré del amorde Paulina por Montero, interrumpí el trato con ellos). Ahora, para disculparme, tendría que historiarmis penas. Me faltó el ánimo. Decidí hablar con Luis Alberto Morgan. Antes de las once no podíapresentarme en su casa. Vagué por las calles, sin ver nada, o atendiendo con momentánea aplicación ala forma de una moldura en una pared o al sentido de una palabra oída al azar. 9 Recuerdo que en laplaza Independencia una mujer, con los zapatos en una mano y un libro en la otra, se paseaba descalzapor el pasto húmedo. Morgan me recibió en la cama, abocado a un enorme tazón, que sostenía conambas manos. Entre vi un líquido blancuzco y, flotando, algún pedazo de pan. —¿Dónde viveMontero?—le pregunté. Ya había tomado toda la leche. Ahora sacaba del fondo de la taza los pedazosde pan. —Montero está preso—contestó. No pude ocultar mi asombro. Morgan continuó: —¿Cómo?¿Lo ignoras? lmaginó, sin duda, que yo ignoraba solamente ese detalle, pero, por gusto de hablar,refirió todo lo ocurrido. Creí perder el conocimiento: caer en un repentino precipicio; ahí tambiénllegaba la voz ceremoniosa, implacable y nítida, que relataba hechos incomprensibles con lamonstruosa y persuasiva convicción de que eran familiares. Morgan me comunicó lo siguiente:Sospechando que Paulina me visitaría, Montero se ocultó en el jardín de casa. La vio salir, la siguió; lainterpeló en la calle. Cuando se juntaron curiosos, la subió a un automóvil de alquiler. Anduvieron todala noche por la Costanera y por los lagos y, a la madrugada, en un hotel del Tigre, la mató de un balazo.

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Esto no había ocurrido la noche anterior a esa mañana; había ocurrido la noche anterior a mi viaje aEuropa; había ocurrido hacía dos años. En los momentos más terribles de la vida solemos caer en unasuerte de irresponsabilidad protectora y en vez de pensar en lo que nos ocurre dirigimos la atención atrivialidades. En ese momento yo le pregunté a Morgan: —¿Te acuerdas de la última reunión, en casa,antes de mi viaje? Morgan se acordaba. Continué: —Cuando notaste que yo estaba preocupado y fuistea mi dormitorio a buscar a Paulina, ¿qué hacía Montero? —Nada—contestó Morgan, con ciertavivacidad—. Nada. Sin embargo, ahora lo recuerdo: se miraba en el espejo. Volvía a casa. Me crucé, enla entrada, con el portero. Afectando indiferencia, le pregunté: —¿Sabe que murió la señorita Paulina?—¿Cómo no voy a saberlo?—respondió—. Todos los diarios hablaron del asesinato y yo acabédeclarando en la policía. El hombre me miró inquisitivamente. —¿Le ocurre algo?—dijo, acercándosemucho—. ¿Quiere que lo acompañe? 10 Le di las gracias y me escapé hacia arriba. Tengo un vagorecuerdo de haber forcejeado con una llave; de haber recogido unas cartas, del otro lado de la puerta; deestar con los ojos cerrados, tendido boca abajo, en la cama. Después me encontré frente al espejo,pensando: " Lo cierto es que Paulina me visitó anoche. Murió sabiendo que el matrimonio con Monterohabía sido una equivocación— una equivocación atroz—y que nosotros éramos la verdad. Volvió desdela muerte, para completar su destino, nuestro destino". Recordé una frase que Paulina escribió, haceaños, en un libro: Nuestras almas ya se reunieron. Seguí pensando: "Anoche, por fin. En el momento enque la tomé de la mano". Luego me dije: "Soy indigno de ella: he dudado, he sentido celos. Paraquererme vino desde la muerte". Paulina me había perdonado. Nunca nos habíamos querido tanto.Nunca estuvimos tan cerca. Yo me debatía en esta embriaguez de amor, victoriosa y triste cuando mepregunté— mejor dicho, cuando mi cerebro, llevado por el simple hábito de proponer alternativas, sepreguntó—si no habría otra explicación para la visita de anoche. Entonces, como una fulminación, mealcanzó la verdad. Quisiera descubrir ahora que me equivoco de nuevo. Por desgracia, como siempreocurre cuando surge la verdad, mi horrible explicación aclara los hechos que parecían misteriosos.Estos, por su parte, la confirman. Nuestro pobre amor no arrancó de la tumba a Paulina. No hubofantasma de Paulina. Yo abracé un monstruoso fantasma de los celos de mi rival. La clave de loocurrido está oculta en la visita que me hizo Paulina en la víspera de mi viaje. Montero la siguió y laesperó en el jardín. La riñó toda la noche y, porque no creyó en sus explicaciones—¿cómo ese hombreentendería la pureza de Paulina?—la mató a la madrugada. Lo imaginé en su cárcel, cavilando sobreesa visita, representándosela con la cruel obstinación de los celos. La imagen que entró en casa, lo quedespués ocurrió allí, fue un a proyección de la horrenda fantasía de Montero. No lo descubrí entonces,porque estaba tan conmovido y tan feliz, que sólo tenía voluntad para obedecer a Paulina. Sin embargo,los indicios no faltaron. Por ejemplo, la lluvia. Durante la visita de la verdadera Paulina—en la vísperade mi viaje—no oí la lluvia. Montero, que estaba en el jardín, la sintió directamente sobre su cuerpo. Alimaginarnos, creyó que la habíamos oído. Por eso anoche oí llover. Después me encontré con que lacalle estaba seca. Otro indicio es la estatuita. Un solo día la tuve en casa: el día del recibo. ParaMontero quedó como un símbolo del lugar. Por eso apareció anoche. No me reconocí en el espejo, porque Montero no me imaginó claramente. Tampoco imaginó con precisión el dormitorio. Ni siquieraconoció Paulina. La imagen proyectada por Montero se condujo de un modo que no es propio dePaulina. Además, hablaba como él. Urdir esta fantasía es el tormento de Montero. El mío es más real.Es la convicción de que Paulina no volvió porque estuviera desengañada de su amor. Es la convicciónde que nunca fui su amor. Es la convicción de que Montero no ignoraba aspectos de su vida que sólo heconocido indirectamente. Es la convicción de que al tomarla de la mano—en el 11 supuesto momentode la reunión de nuestras almas—obedecí a un ruego de Paulina que ella nunca me dirigió y que mirival oyó muchas veces.

(De "La trama celeste", 1948 ©)

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Silvina Ocampo (cuento extraído del libro Viaje olvidado, 1937)

La calle Sarandí

No tengo el recuerdo de otras tardes más que de esas tardes de otoño que han quedado presastapándome las otras. Los jardines y las casas adquirían aspectos de mudanza, había invisibles baúlesflotando en el aire y presencias de forros blancos empezaban ya a nacer sobre los muebles obscuros delos cuartos. Solamente las casas más modestas se salvaban de las despedidas invernales. Eran tardesfrescas y los últimos rayos del sol amarillo, de este mismo rosado– amarillo, envolvían los árboles de lacalle Sarandí, cuando yo era chica y me mandaban al almacén a comprar arroz, azúcar o sal. El miedode perder algo me cerraba las manos herméticamente sobre las hojas que arrancaba de los cercos; alcabo de un rato creía llevar un mensaje misterioso, una fortuna en esa hoja arrugada y con olor a pastodentro del calor de mi mano. En la mitad del trayecto, de la casa donde vivíamos al almacén, unhombre se asomaba, siempre en mangas de camisa y decía palabras pegajosas, persiguiendo mispiernas desnudas con una ramita de sauce, de espantar mosquitos. Ese hombre formaba parte de lascasas, estaba siempre allí como un escalón o como una reja. A veces yo doblaba por otro camino dandouna vuelta larguísima por el borde del río, pero las crecientes me impedían muchas veces pasar, y elcamino directo se volvía inevitable. Mis hermanas eran seis, algunas se fueron casando, otras se fueronmuriendo de extrañas enfermedades. Después de vivir varios meses en cama se levantaban como sifuera de un largo viaje entre bosques de espinas; volvían demacradas y cubiertas de moretones muyazules. Mi salud me llenaba de obligaciones hacia ellas y hacia la casa. Los árboles de la calle Sarandíse cubrían de oleajes con el viento. El hombre asomado a la puerta de su casa escondía en el rostrotorcido un invisible cuchillo que me hacía sonreírle de miedo y que me obligaba a pasar por la mismavereda de su casa con lentitud de pesadilla. Una tarde más obscura y más entrada en invierno que lasotras, el hombre ya no estaba en el camino. De una de las ventanas surgió una voz enmascarada por ladistancia, persiguiéndome, no me di vuelta pero sentí que alguien me corría y que me agarraban delcuello dirigiendo mis pasos inmóviles adentro de una casa envuelta en humo y en telarañas grises.Había una cama de fierro en medio del cuarto y un despertador que marcaba las cinco y media. Elhombre estaba detrás de mí, la sombra que proyectaba se agrandaba sobre el piso, subía hasta el techo yterminaba en una cabeza chiquita envuelta en telarañas. No quise ver más nada y me encerré en elcuartito obscuro de mis dos manos, hasta que llamó el despertador. Las horas habían pasado en puntasde pie. Una respiración blanda de sueño invadía el silencio; en torno de la lámpara de kerosene caíanlentas gotas de mariposas muertas cuando por las ventanas de mis dedos vi la quietud del cuarto y losanchos zapatos desabrochados sobre el borde de la cama. Me quedaba el horror de la calle paraatravesar. Salí corriendo desanudando mis manos; volteé una silla trenzada del color del alba. Nadie meoyó. Desde aquel día no volví a ver más a aquel hombre, la casa se transformó en una relojería con unvendedor que tenía un ojo de vidrio. Mis hermanas se fueron yendo o desapareciendo junto con mimadre. A fuerza de lavar el piso y la ropa, a fuerza de remendar las medias, el destino se apoderó de micasa sin que yo me diera cuenta, llevándoselo todo, menos el hijo de mi hermana mayor. No quedabanada de ellas, salvo algunas medias y camisones remendados y una fotografía de mi padre, rodeado deuna familia enana y desconocida. Ahora en este espejo roto reconozco todavía la forma de las trenzasque aprendí a hacerme de chica, gruesa arriba y finita abajo como los troncos de los palos borrachos.La cabeza de mi infancia fue siempre una cabeza blanca de viejita. Mi frente de ahora está cruzada porsurcos, como un camino por donde han pasado muchas ruedas, tantas fueron las muecas que le hice alsol. Reconozco esta frente nunca lisa, pero ya no conozco al chico de mi hermana, era tierno y lo creípara siempre un recién nacido cuando me lo dieron todo envuelto en una pañoleta de franela celeste

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porque era un varón. Me despertaba por las mañanas con una risa de globitos bañada de aguas muyclaras y su llanto me bendecía las noches. Pero la ropa que me entregaban algunas familias para lavar opara coser, las vainillas de los manteles, las costuras, invadían mis días mientras que el chico de mihermana gateaba, aprendía a caminar e iba a la escuela. No me di cuenta de que su voz se habíadesbarrancado de una manera vertiginosa a los dieciséis años, como la voz de ese compañero decolegio que le ayudaba a hacer los deberes. No me di cuenta hasta el día en que pronunció un discursoensayándose para una fiesta en el colegio; hasta entonces había creído que esa voz obscura salía de laradio de al lado. Cuántas vainillas habré hecho, vainillas de manteles y vainillas de bizcochuelo (puesno puedo desperdiciar la oportunidad de cocinar algunos bizcochuelos o dulces para vender de vez encuando), cuántos ruedos y dobladillos habré cosido, cuánta espuma blanca habré batido lavando la ropay los pisos. No quiero ver más nada. Este hijo que fue casi mío, tiene la voz desconocida que brota deuna radio. Estoy encerrada en el cuartito obscuro de mis manos y por la ventana de mis dedos veo loszapatos de un hombre en el borde de la cama. Ese hijo fue casi mío, esa voz recitando un discursopolítico debe de ser, en la radio vecina, el hombre con la rama de sauce de espantar mosquitos. Y esacuna vacía, tejida de fierro... Cierro las ventanas, aprieto mis ojos y veo azul, verde, rojo, amarillo,violeta, blanco, blanco. La espuma blanca, el azul. Así será la muerte cuando me arranque del cuartitode mis manos.

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Jorge Luis Borges (1899 - 1986)

Kafka y sus Precursores

Yo premedité alguna vez un examen de los precursores de Kafka. A éste, al principio, lo pensé tan singular como el fénix de las alabanzas retóricas; a poco de frecuentarlo, creí reconocer su voz o sus hábitos, en textos de diversas literaturas y de diversas épocas. Registraré unos pocos aquí, en orden cronológico.

El primero es la paradoja de Zenón contra el movimiento. Un móvil que está en A (declara Aristóteles) no podrá alcanzar el punto B, porque antes deberá recorrer la mitad del camino entre los dos, y antes la mitad de la mitad, y antes, la mitad de la mitad, y así hasta el infinito; la forma de este ilustre problema es, exactamente, la de El Castillo, y el móvil y la flecha y Aquiles son los primeros personajes kafkianos de la literatura. En el segundo texto que el azar de los libros me deparó, la afinidad no está enla forma sino en el tono. Se trata de un apólogo de Han Yu, prosista del siglo IX, y consta en la admirable Anthologie raisonée de la littérature chinoise (1948) de Margoulié. Ese es el párrafo que marqué, misterioso y tranquilo: "Universalmente se admite que el unicornio es un ser sobrenatural y de buen agüero; así lo declaran las odas, los anales, las biografías de varones ilustres y otros textos cuya autoridad es indiscutible. Hasta los párvulos y las mujeres del pueblo saben que el unicornio constituye un presagio favorable. Pero este animal no figura entre los animales domésticos, no siempre es fácil encontrarlo, no se presta a una clasificación. No es como el caballo o el toro, el lobo o el ciervo. En tales condiciones, podríamos estar frente al unicornio y no sabríamos con seguridad que lo es. Sabemosque tal animal con crin es caballo y que tal animal con cuernos es toro. No sabemos como es el unicornio."

El tercer texto procede de una fuente más previsible; los escritos de Kierkegaard. La finalidad mental de ambos escritores es cosa de nadie ignorada; lo que no se ha destacado aún, que yo sepa, es el hecho de que Kierkegaard, como Kafka, abundó en parábolas religiosas de tema contemporáneo y burgués. Lowrie, en su Kierkegaard, transcribe dos. Una es la historia de un falsificador que revisa, vigilado incesantemente, los billetes del Banco de Inglaterra; Dios, de igual modo, desconfiaría de Kierkegaard y le habría encomendado una misión, justamente por haber avezado el mal.

El sujeto de otra son las expedientes al Polo Norte. Los párrocos habrían declarado desde los púlpitos que participar en tales expediciones conviene a la salud eterna del alma. Habrían admitido, sin embargo, que llegar al Polo es difícil y tal vez imposible y que no todos pueden acometer la aventura. Finalmente, anunciarían, que cualquier viaje de Dinamarca a Londres, digamos en el vapor de la carrera-, o un paseo dominical en coche de plaza, son, bien mirados, verdaderas expediciones al Polo Norte, La cuarta de las Prefiguraciones la hallé en el poema Fears and Scruples de Browning, publicado en 1876. Un hombre tiene, o cree tener, un amigo famoso. Nunca lo ha visto y el hecho es que éste no ha podido, hasta el día de hoy, ayudarlo, pero se cuentan rasgos suyos muy nobles, y circulan cartas auténticas. Hay quien pone en duda los rasgos, y los grafólogos afirman la apocrifidad de las cartas. El hombre, en el último verso, pregunta: "¿Y si este amigo fuera Dios?".

Mis notas registran asimismo dos cuentos. Uno pertenece a las Histories désobligeantes de León Bloy y refiere el caso de unas personas que abundan en globos terráqueos, en atlas, en guías de ferrocarril y en baúles, y que mueren sin haber logrado salir de su pueblo natal. El otro se titula Carcassonne y es obra de Lord Dunsany. Un invencible ejército de guerreros parte de un castillo infinito, sojuzga reinos yve monstruos y fatiga los desiertos y las montañas, pero nunca llegan a Carcasona, aunque alguna vez

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la divisan. (Este cuento es, como fácilmente se advertirá, el estricto reverso del anterior; en el primero, nunca se sale de una ciudad; en el último, no se llega).

Si no me equivoco, las heterogéneas piezas que he enumerado se parecen a Kafka; si no me equivoco, no todas se parecen entre sí. Este último hecho es el más significativo. En cada uno de esos textos está la idiosincrasia de Kafka, en grado mayor o menor, pero si Kafka no hubiera escrito, no la percibiríamos; vale decir, no existiría. El poema Fears and Scruples de Browning profetiza la obra de Kafka, pero nuestra lectura de Kafka afina y desvía sensiblemente nuestra lectura del poema. Browningno lo leía.

Como ahora nosotros lo leemos. En el vocabulario crítico, la palabra precursor es indispensable, pero habría que tratar de purificarla de toda connotación de polémica o rivalidad. El hecho es que cada escritor crea sus precursores. Su labor modifica nuestra concepción del pasado, como ha de modificar el futuro. En esta correlación nada importa la identidad o la pluralidad de los hombres. El primer Kafkade Betrachtung es menos precursor del Kafka de los mitos sombríos y de las instituciones atroces que Browning o Lord Dunsany.

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Pierre Menard, autor del Quijote

A Silvina Ocampo

La obra visible que ha dejado este novelista es de fácil y breve enumeración. Son, por lo tanto, imperdonables las omisiones y adiciones perpetradas por madame Henri Bachelier en un catálogo falaz que cierto diario cuya tendencia protestante no es un secreto ha tenido la desconsideración de inferir a sus deplorables lectores —si bien estos son pocos y calvinistas, cuando no masones y circuncisos. Los amigos auténticos de Menard han visto con alarma ese catálogo y aun con cierta tristeza. Diríase que ayer nos reunimos ante el mármol final y entre los cipreses infaustos y ya el Error trata de empañar su Memoria... Decididamente, una breve rectificación es inevitable.Me consta que es muy fácil recusar mi pobre autoridad. Espero, sin embargo, que no me prohibirán mencionar dos altos testimonios. La baronesa de Bacourt (en cuyos vendredis inolvidables tuve el honor de conocer al llorado poeta) ha tenido a bien aprobar las líneas que siguen. La condesa de Bagnoregio, uno de los espíritus más finos del principado de Mónaco (y ahora de Pittsburgh, Pennsylvania, después de su reciente boda con el filántropo internacional Simón Kautzsch, tan calumniado, ¡ay!, por las víctimas de sus desinteresadas maniobras) ha sacrificado “a la veracidad y a la muerte” (tales son sus palabras) la señoril reserva que la distingue y en una carta abierta publicada enla revista Luxe me concede asimismo su beneplácito. Esas ejecutorias, creo, no son insuficientes.He dicho que la obra visible de Menard es fácilmente enumerable. Examinado con esmero su archivo particular, he verificado que consta de las piezas que siguen:a) Un soneto simbolista que apareció dos veces (con variaciones) en la revista La Conque (números de marzo y octubre de 1899).b) Una monografía sobre la posibilidad de construir un vocabulario poético de conceptos que no fueran sinónimos o perífrasis de los que informan el lenguaje común, “sino objetos ideales creados por una convención y esencialmente destinados a las necesidades poéticas” (Nîmes, 1901).c) Una monografía sobre “ciertas conexiones o afinidades” del pensamiento de Descartes, de Leibniz y de John Wilkins (Nîmes, 1903).d) Una monografía sobre la Characteristica Universalis de Leibniz (Nîmes, 1904).e) Un artículo técnico sobre la posibilidad de enriquecer el ajedrez eliminando uno de los peones de torre. Menard propone, recomienda, discute y acaba por rechazar esa innovación.f) Una monografía sobre el Ars Magna Generalis de Ramón Llull (Nîmes, 1906).g) Una traducción con prólogo y notas del Libro de la invención liberal y arte del juego del axedrez de Ruy López de Segura (París, 1907).h) Los borradores de una monografía sobre la lógica simbólica de George Boole. i) Un examen de las leyes métricas esenciales de la prosa francesa, ilustrado con ejemplos de Saint-Simon (Revue des Langues Romanes, Montpellier, octubre de 1909).j) Una réplica a Luc Durtain (que había negado la existencia de tales leyes) ilustrada con ejemplos de Luc Durtain (Revue des Langues Romanes, Montpellier, diciembre de 1909).k) Una traducción manuscrita de la Aguja de navegar cultos de Quevedo, intitulada La Boussole des précieux.l) Un prefacio al catálogo de la exposición de litografías de Carolus Hourcade (Nîmes, 1914).m) La obra Les Problèmes d'un problème (París, 1917) que discute en orden cronológico las soluciones del ilustre problema de Aquiles y la tortuga. Dos ediciones de este libro han aparecido hasta ahora; la segunda trae como epígrafe el consejo de Leibniz Ne craignez point, monsieur, la tortue, y renueva los capítulos dedicados a Russell y a Descartes.

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n) Un obstinado análisis de las “costumbres sintácticas” de Toulet (N.R.F., marzo de 1921). Menard -recuerdo- declaraba que censurar y alabar son operaciones sentimentales que nada tienen que ver con la crítica.o) Una transposición en alejandrinos del Cimetière marin, de Paul Valéry (N.R.F., enero de 1928).p) Una invectiva contra Paul Valéry, en las Hojas para la supresión de la realidad de Jacques Reboul. (Esa invectiva, dicho sea entre paréntesis, es el reverso exacto de su verdadera opinión sobre Valéry. Éste así lo entendió y la amistad antigua de los dos no corrió peligro.)q) Una “definición” de la condesa de Bagnoregio, en el “victorioso volumen” -la locución es de otro colaborador, Gabriele d'Annunzio- que anualmente publica esta dama para rectificar los inevitables falseos del periodismo y presentar “al mundo y a Italia” una auténtica efigie de su persona, tan expuesta(en razón misma de su belleza y de su actuación) a interpretaciones erróneas o apresuradas.r) Un ciclo de admirables sonetos para la baronesa de Bacourt (1934).s) Una lista manuscrita de versos que deben su eficacia a la puntuación.[1]Hasta aquí (sin otra omisión que unos vagos sonetos circunstanciales para el hospitalario, o ávido, álbum de madame Henri Bachelier) la obra visible de Menard, en su orden cronológico. Paso ahora a laotra: la subterránea, la interminablemente heroica, la impar. También, ¡ay de las posibilidades del hombre!, la inconclusa. Esa obra, tal vez la más significativa de nuestro tiempo, consta de los capítulos noveno y trigésimo octavo de la primera parte del Don Quijote y de un fragmento del capítulo veintidós. Yo sé que tal afirmación parece un dislate; justificar ese “dislate” es el objeto primordial de esta nota.[2]Dos textos de valor desigual inspiraron la empresa. Uno es aquel fragmento filológico de Novalis —el que lleva el número 2005 en la edición de Dresden— que esboza el tema de la total identificación con un autor determinado. Otro es uno de esos libros parasitarios que sitúan a Cristo en un bulevar, a Hamlet en la Cannebiére o a don Quijote en Wall Street. Como todo hombre de buen gusto, Menard abominaba de esos carnavales inútiles, sólo aptos decía para ocasionar el plebeyo placer del anacronismo o (lo que es peor) para embelesarnos con la idea primaria de que todas las épocas son iguales o de que son distintas. Más interesante, aunque de ejecución contradictoria y superficial, le parecía el famoso propósito de Daudet: conjugar en una figura, que es Tartarín, al Ingenioso Hidalgo y a su escudero... Quienes han insinuado que Menard dedicó su vida a escribir un Quijote contemporáneo, calumnian su clara memoria.No quería componer otro Quijote —lo cual es fácil— sino el Quijote. Inútil agregar que no encaró nunca una transcripción mecánica del original; no se proponía copiarlo. Su admirable ambición era producir unas páginas que coincidieran -palabra por palabra y línea por línea- con las de Miguel de Cervantes.“Mi propósito es meramente asombroso”, me escribió el 30 de septiembre de 1934 desde Bayonne. “El término final de una demostración teológica o metafísica —el mundo externo, Dios, la causalidad, las formas universales— no es menos anterior y común que mi divulgada novela. La sola diferencia es quelos filósofos publican en agradables volúmenes las etapas intermediarias de su labor y que yo he resuelto perderlas.” En efecto, no queda un solo borrador que atestigüe ese trabajo de años.El método inicial que imaginó era relativamente sencillo. Conocer bien el español, recuperar la fe católica, guerrear contra los moros o contra el turco, olvidar la historia de Europa entre los años de 1602 y de 1918, ser Miguel de Cervantes. Pierre Menard estudió ese procedimiento (sé que logró un manejo bastante fiel del español del siglo diecisiete) pero lo descartó por fácil. ¡Más bien por imposible! dirá el lector. De acuerdo, pero la empresa era de antemano imposible y de todos los mediosimposibles para llevarla a término, éste era el menos interesante. Ser en el siglo veinte un novelista popular del siglo diecisiete le pareció una disminución. Ser, de alguna manera, Cervantes y llegar al Quijote le pareció menos arduo —por consiguiente, menos interesante— que seguir siendo Pierre Menard y llegar al Quijote, a través de las experiencias de Pierre Menard. (Esa convicción, dicho sea depaso, le hizo excluir el prólogo autobiográfico de la segunda parte del Don Quijote. Incluir ese prólogo

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hubiera sido crear otro personaje —Cervantes— pero también hubiera significado presentar el Quijote en función de ese personaje y no de Menard. Éste, naturalmente, se negó a esa facilidad.) “Mi empresa no es difícil, esencialmente” leo en otro lugar de la carta. “Me bastaría ser inmortal para llevarla a cabo.” ¿Confesaré que suelo imaginar que la terminó y que leo el Quijote —todo el Quijote— como si lo hubiera pensado Menard? Noches pasadas, al hojear el capítulo XXVI —no ensayado nunca por él— reconocí el estilo de nuestro amigo y como su voz en esta frase excepcional: las ninfas de los ríos, la dolorosa y húmida Eco. Esa conjunción eficaz de un adjetivo moral y otro físico me trajo a la memoria un verso de Shakespeare, que discutimos una tarde:

Where a malignant and a turbaned Turk...

¿Por qué precisamente el Quijote? dirá nuestro lector. Esa preferencia, en un español, no hubiera sido inexplicable; pero sin duda lo es en un simbolista de Nîmes, devoto esencialmente de Poe, que engendró a Baudelaire, que engendró a Mallarmé, que engendró a Valéry, que engendró a Edmond Teste. La carta precitada ilumina el punto. “El Quijote”, aclara Menard, “me interesa profundamente, pero no me parece ¿cómo lo diré? inevitable. No puedo imaginar el universo sin la interjección de Edgar Allan Poe:

Ah, bear in mind this garden was enchanted!

o sin el Bateau ivre o el Ancient Mariner, pero me sé capaz de imaginarlo sin el Quijote. (Hablo, naturalmente, de mi capacidad personal, no de la resonancia histórica de las obras.) El Quijote es un libro contingente, el Quijote es innecesario. Puedo premeditar su escritura, puedo escribirlo, sin incurriren una tautología. A los doce o trece años lo leí, tal vez íntegramente. Después, he releído con atención algunos capítulos, aquellos que no intentaré por ahora. He cursado asimismo los entremeses, las comedias, la Galatea, las Novelas ejemplares, los trabajos sin duda laboriosos de Persiles y Segismunda y el Viaje del Parnaso... Mi recuerdo general del Quijote, simplificado por el olvido y la indiferencia, puede muy bien equivaler a la imprecisa imagen anterior de un libro no escrito. Postulada esa imagen (que nadie en buena ley me puede negar) es indiscutible que mi problema es harto más difícil que el de Cervantes. Mi complaciente precursor no rehusó la colaboración del azar: iba componiendo la obra inmortal un poco à la diable, llevado por inercias del lenguaje y de la invención. Yo he contraído el misterioso deber de reconstruir literalmente su obra espontánea. Mi solitario juego está gobernado por dos leyes polares. La primera me permite ensayar variantes de tipo formal o psicológico; la segunda me obliga a sacrificarlas al texto ‘original’ y a razonar de un modo irrefutable esa aniquilación... A esas trabas artificiales hay que sumar otra, congénita. Componer el Quijote a principios del siglo diecisiete era una empresa razonable, necesaria, acaso fatal; a principios del veinte, es casi imposible. No en vano han transcurrido trescientos años, cargados de complejísimos hechos. Entre ellos, para mencionar uno solo: el mismo Quijote.”A pesar de esos tres obstáculos, el fragmentario Quijote de Menard es más sutil que el de Cervantes. Éste, de un modo burdo, opone a las ficciones caballerescas la pobre realidad provinciana de su país; Menard elige como “realidad” la tierra de Carmen durante el siglo de Lepanto y de Lope. ¡Qué españoladas no habría aconsejado esa elección a Maurice Barrès o al doctor Rodríguez Larreta! Menard, con toda naturalidad, las elude. En su obra no hay gitanerías ni conquistadores ni místicos ni Felipe II ni autos de fe. Desatiende o proscribe el color local. Ese desdén indica un sentido nuevo de la novela histórica. Ese desdén condena a Salammbô, inapelablemente.No menos asombroso es considerar capítulos aislados. Por ejemplo, examinemos el XXXVIII de la primera parte, “que trata del curioso discurso que hizo don Quixote de las armas y las letras”. Es sabidoque don Quijote (como Quevedo en el pasaje análogo, y posterior, de La hora de todos) falla el pleito contra las letras y en favor de las armas. Cervantes era un viejo militar: su fallo se explica. ¡Pero que el don Quijote de Pierre Menard —hombre contemporáneo de La trahison des clercs y de Bertrand Russell— reincida en esas nebulosas sofisterías! Madame Bachelier ha visto en ellas una admirable y

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típica subordinación del autor a la psicología del héroe; otros (nada perspicazmente) una transcripción del Quijote; la baronesa de Bacourt, la influencia de Nietzsche. A esa tercera interpretación (que juzgo irrefutable) no sé si me atreveré a añadir una cuarta, que condice muy bien con la casi divina modestia de Pierre Menard: su hábito resignado o irónico de propagar ideas que eran el estricto reverso de las preferidas por él. (Rememoremos otra vez su diatriba contra Paul Valéry en la efímera hoja superrealista de Jacques Reboul.) El texto de Cervantes y el de Menard son verbalmente idénticos, peroel segundo es casi infinitamente más rico. (Más ambiguo, dirán sus detractores; pero la ambigüedad es una riqueza.)Es una revelación cotejar el Don Quijote de Menard con el de Cervantes. Éste, por ejemplo, escribió (Don Quijote, primera parte, noveno capítulo):

... la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.

Redactada en el siglo diecisiete, redactada por el “ingenio lego” Cervantes, esa enumeración es un mero elogio retórico de la historia. Menard, en cambio, escribe:

... la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.

La historia, madre de la verdad; la idea es asombrosa. Menard, contemporáneo de William James, no define la historia como una indagación de la realidad sino como su origen. La verdad histórica, para él, no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que sucedió. Las cláusulas finales —ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir— son descaradamente pragmáticas.También es vívido el contraste de los estilos. El estilo arcaizante de Menard —extranjero al fin— adolece de alguna afectación. No así el del precursor, que maneja con desenfado el español corriente desu época.No hay ejercicio intelectual que no sea finalmente inútil. Una doctrina es al principio una descripción verosímil del universo; giran los años y es un mero capítulo —cuando no un párrafo o un nombre— de la historia de la filosofía. En la literatura, esa caducidad es aún más notoria. El Quijote —me dijo Menard— fue ante todo un libro agradable; ahora es una ocasión de brindis patriótico, de soberbia gramatical, de obscenas ediciones de lujo. La gloria es una incomprensión y quizá la peor.Nada tienen de nuevo esas comprobaciones nihilistas; lo singular es la decisión que de ellas derivó Pierre Menard. Resolvió adelantarse a la vanidad que aguarda todas las fatigas del hombre; acometió una empresa complejísima y de antemano fútil. Dedicó sus escrúpulos y vigilias a repetir en un idioma ajeno un libro preexistente. Multiplicó los borradores; corrigió tenazmente y desgarró miles de páginas manuscritas.[3] No permitió que fueran examinadas por nadie y cuidó que no le sobrevivieran. En vanohe procurado reconstruirlas.He reflexionado que es lícito ver en el Quijote “final” una especie de palimpsesto, en el que deben traslucirse los rastros —Tenues pero no indescifrables— de la “previa” escritura de nuestro amigo. Desgraciadamente, sólo un segundo Pierre Menard, invirtiendo el trabajo del anterior, podría exhumar y resucitar esas Troyas... “Pensar, analizar, inventar (me escribió también) no son actos anómalos, son la normal respiración de la inteligencia. Glorificar el ocasional cumplimiento de esa función, atesorar antiguos y ajenos pensamientos, recordar con incrédulo estupor que el doctor universalis pensó, es confesar nuestra languidez o nuestra barbarie. Todo hombre debe ser capaz de todas las ideas y entiendo que en el porvenir lo será.”Menard (acaso sin quererlo) ha enriquecido mediante una técnica nueva el arte detenido y rudimentario

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de la lectura: la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas. Esa técnica de aplicación infinita nos insta a recorrer la Odisea como si fuera posterior a la Eneida y el libro Le jardin du Centaure de madame Henri Bachelier como si fuera de madame Henri Bachelier. Esa técnica pueblade aventura los libros más calmosos. Atribuir a Louis Ferdinand Céline o a James Joyce la Imitación deCristo ¿no es una suficiente renovación de esos tenues avisos espirituales?

Nîmes, 1939

[1] Madame Henri Bachelier enumera asimismo una versión literal de la versión literal que hizo Quevedo de la Introduction à la vie dévote de san Francisco de Sales. En la biblioteca de Pierre Menardno hay rastros de tal obra. Debe tratarse de una broma de nuestro amigo, mal escuchada.

[2] Tuve también el propósito secundario de bosquejar la imagen de Pierre Menard. Pero ¿cómo atreverme a competir con las páginas áureas que me dicen prepara la baronesa de Bacourt o con el lápizdelicado y puntual de Carolus Hourcade?

[3] Recuerdo sus cuadernos cuadriculados, sus negras tachaduras, sus peculiares símbolos tipográficos y su letra de insecto. En los atardeceres le gustaba salir a caminar por los arrabales de Nîmes; solía llevar consigo un cuaderno y hacer una alegre fogata.

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Tlön, Uqbar, Orbius Tertius

Debo a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar. El espejo inquietaba el fondo de un corredor en una quinta de la calle Gaona, en Ramos Mejía; la enciclopedia falazmente se llama The Anglo-American Cyclopaedía (New York, 1917) y es una reimpresión literal, pero también morosa, de la Encyclopaedia Britannica de 1902. El hecho se produjo hará unos cinco años. Bioy Casares había cenado conmigo esa noche y nos demoró una vasta polémica sobre la ejecución de una novela en primera persona, cuyo narrador omitiera o desfigurara los hechos e incurriera en diversas contradicciones, que permitieran a unos pocos lectores -a muy pocos lectores- la adivinación de una realidad atroz o banal. Desde el fondo remoto del corredor, el espejo nos acechaba. Descubrimos (en la alta noche ese descubrimiento es inevitable) que los espejos tienen algo monstruoso. Entonces Bioy Casares recordó que uno de los heresiarcas de Uqbar había declarado que los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres. Le pregunté el origen de esa memorable sentencia y me contestó que The Anglo-American Cyclopaedia la registraba, en su artículo sobre Uqbar. La quinta (que habíamos alquilado amueblada) poseía un ejemplar de esa obra. En las últimas páginas del volumen XLVI dimos con un artículo sobre Upsala; en las primeras delXLVII, con uno sobre Ural-Altaic Languages, pero ni una palabra sobre Uqbar. Bioy, un poco azorado, interrogó los tomos del índice. Agotó en vano todas las lecciones imaginables: Ukbar, Ucbar, Ookbar, Oukbahr... Antes de irse, me dijo que era una región del Irak o del Asia Menor. Confieso que asentí con alguna incomodidad. Conjeturé que ese país indocumentado y ese heresiarca anónimo eran una ficción improvisada por la modestia de Bioy para justificar una frase. El examen estéril de uno de los atlas de Justus Perthes fortaleció mi duda.Al día siguiente, Bioy me llamó desde Buenos Aires. Me dijo que tenía a la vista el artículo sobreUqbar, en el volumen XXVI de la Enciclopedia. No constaba el nombre del heresiarca, pero sí lanoticia de su doctrina, formulada en palabras casi idénticas a las repetidas por él, aunque -tal vez-literariamente inferiores. Él había recordado:Copulation and mirrors are abominable. El texto de laEnciclopedia decía: Para uno de esos gnósticos, el visible universo era una ilusión o (másprecisamente) un sofisma. Los espejos y la paternidad son abominables (mirrors and fatherhood arehateful) porque lo multiplican y lo divulgan. Le dije, sin faltar a la verdad, que me gustaría ver eseartículo. A los pocos días lo trajo. Lo cual me sorprendió, porque los escrupulosas índices cartográficosde la Erdkunde de Ritter ignoraban con plenitud el nombre de Uqbar.

El volumen que trajo Bioy era efectivamente el XXVI de la Anglo-American Cyclopaedia. En la falsacarátula y en el lomo, la indicación alfabética (Tor-Ups) era la de nuestro ejemplar, pero en vez de 917páginas constaba de 921. Esas cuatro páginas adicionales comprendían al artículo sobre Uqbar; noprevisto (como habrá advertido el lector) por la indicación alfabética. Comprobamos después que nohay otra diferencia entre los volúmenes. Los dos (según creo haber indicado) son reimpresiones de ladécima Encyclopaedia Britannica. Bioy había adquirido su ejemplar en uno de tantos remates.

Leímos con algún cuidado el artículo. El pasaje recordado por Bioy era tal vez el único sorprendente.El resto parecía muy verosímil, muy ajustado al tono general de la obra y (como es natural) un pocoaburrido. Releyéndolo, descubrimos bajo su rigurosa escritura una fundamental vaguedad. De loscatorce nombres que figuraban en la parte geográfica, sólo reconocimos tres -Jorasán, Armenia,Erzerum-, interpolados en el texto de un modo ambiguo. De los nombres históricos, uno solo: elimpostor Esmerdis el mago, invocado más bien como una metáfora. La nota parecía precisar lasfronteras de Uqbar, pero sus nebulosos puntos de referencias eran ríos y cráteres y cadenas de esamisma región. Leímos, verbigracia, que las tierras bajas de Tsai Jaldún y el delta del Axa definen lafrontera del sur y que en las islas de ese delta procrean los caballos salvajes. Eso, al principio de la

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página 918. En la sección histórica (página 920) supimos que a raíz de las persecuciones religiosas delsiglo trece, los ortodoxos buscaron amparo en las islas, donde perduran todavía sus obeliscos y dondeno es raro exhumar sus espejos de piedra. La sección idioma y literatura era breve. Un solo rasgomemorable: anotaba que la literatura de Uqbar era de carácter fantástico y que sus epopeyas y susleyendas no se referían jamás a la realidad, sino a las dos regiones imaginarias de Mlejnas y de Tlön...La bibliografía enumeraba cuatro volúmenes que no hemos encontrado hasta ahora, aunque el tercero-Silas Haslam: History of the Land Called Uqbar, 1874-figura en los catálogos de librería de Bernard

Quaritch.1 El primero, Lesbare und lesenswerthe Bemerkungen über das Land Ukkbar in Klein-Asien,data de 1641 y es obra de Johannes Valentinus Andreä. El hecho es significativo; un par de añosdespués, di con ese nombre en las inesperadas páginas de De Quincey (Writings, decimotercerovolumen) y supe que era el de un teólogo alemán que a principios del siglo XVII describió laimaginaria comunidad de la Rosa-Cruz -que otros luego fundaron, a imitación de lo prefigurado por él.

Esa noche visitamos la Biblioteca Nacional. En vano fatigamos atlas, catálogos, anuarios de sociedadesgeográficas, memorias de viajeros e historiadores: nadie había estado nunca en Uqbar. El índice generalde la enciclopedia de Bioy tampoco registraba ese nombre. Al día siguiente, Carlos Mastronardi (aquien yo había referido el asunto) advirtió en una librería de Corrientes y Talcahuano los negros ydorados lomos de laAnglo-American Cyclopaedía... Entró e interrogó el volumen XXVI. Naturalmente,no dio con el menor indicio de Uqbar.

II

Algún recuerdo limitado y menguante de Herbert Ashe, ingeniero de los ferrocarriles del Sur, persisteen el hotel de Adrogué, entre las efusivas madreselvas y en el fondo ilusorio de los espejos. En vidapadeció de irrealidad, como tantos ingleses; muerto, no es siquiera el fantasma que ya era entonces. Eraalto y desganado y su cansada barba rectangular había sido roja. Entiendo que era viudo, sin hijos.Cada tantos años iba a Inglaterra: a visitar (juzgo por unas fotografías que nos mostró) un reloj de sol yunos robles. Mi padre había estrechado con él (el verbo es excesivo) una de esas amistades inglesas queempiezan por excluir la confidencia y que muy pronto omiten el diálogo. Solían ejercer un intercambiode libros y de periódicos; solían batirse al ajedrez, taciturnamente... Lo recuerdo en el corredor delhotel, con un libro de matemáticas en la mano, mirando a veces los colores irrecuperables del cielo.Una tarde, hablamos del sistema duodecimal de numeración (en el que doce se escribe 10). Ashe dijoque precisamente estaba trasladando no sé qué tablas duodecimales a sexagesimales (en las que sesentase escribe 10). Agregó que ese trabajo le había sido encargado por un noruego: en Rio Grande do Sul.Ocho años que lo conocíamos y no había mencionado nunca su estadía en esa región... Hablamos devida pastoril, de capangas, de la etimología brasilera de la palabra gaucho (que algunos viejosorientales todavía pronuncian gaúcho) y nada más se dijo -Dios me perdone- de funcionesduodecimales. En setiembre de 1937 (no estábamos nosotros en el hotel) Herbert Ashe murió de larotura de un aneurisma. Días antes, había recibido del Brasil un paquete sellado y certificado. Era unlibro en octavo mayor. Ashe lo dejó en el bar, donde -meses después- lo encontré. Me puse a hojearlo ysentí un vértigo asombrado y ligero que no describiré, porque ésta no es la historia de mis emocionessino de Uqbar y Tlön y Orbis Tertius. En una noche del Islam que se llama la Noche de las Noches seabren de par en par las secretas puertas del cielo y es más dulce el agua en los cántaros; si esas puertasse abrieran, no sentiría lo que en esa tarde sentí. El libro estaba redactado en inglés y lo integraban1001 páginas. En el amarillo lomo de cuero leí estas curiosas palabras que la falsa carátula repetía: AFirst Encyclopaedia of Tlön. vol. XI. Hlaer to Jangr. No había indicación de fecha ni de lugar. En laprimera página y en una hoja de papel de seda que cubría una de las láminas en colores habíaestampado un óvalo azul con esta inscripción:Orbis Tertius. Hacía dos años que yo había descubiertoen un tomo de cierta enciclopedia práctica una somera descripción de un falso país; ahora me deparabael azar algo más precioso y más arduo. Ahora tenía en las manos un vasto fragmento metódico de la

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historia total de un planeta desconocido, con sus arquitecturas y sus barajas, con el pavor de susmitologías y el rumor de sus lenguas, con sus emperadores y sus mares, con sus minerales y sus pájarosy sus peces, con su álgebra y su fuego, con su controversia teológica y metafísica. Todo ello articulado,coherente, sin visible propósito doctrinal o tono paródico.

En el "onceno tomo" de que hablo hay alusiones a tomos ulteriores y precedentes. Néstor Ibarra, en unartículo ya clásico de la N. R. F., ha negado que existen esos aláteres; Ezequiel Martínez Estrada yDrieu La Rochelle han refutado, quizá victoriosamente, esa duda. El hecho es que hasta ahora laspesquisas más diligentes han sido estériles. En vano hemos desordenado las bibliotecas de las dosAméricas y de Europa. Alfonso Reyes, harto de esas fatigas subalternas de índole policial, propone queentre todos acometamos la obra de reconstruir los muchos y macizos tomos que faltan: ex ungueleonem. Calcula, entre veras y burlas, que una generación de tlönistas puede bastar. Ese arriesgadocómputo nos retrae al problema fundamental: ¿Quiénes inventaron a Tlön? El plural es inevitable,porque la hipótesis de un solo inventor -de un infinito Leibniz obrando en la tiniebla y en la modestia-ha sido descartada unánimemente. Se conjetura que este brave new world es obra de una sociedadsecreta de astrónomos, de biólogos, de ingenieros, de metafísicos, de poetas, de químicos, dealgebristas, de moralistas, de pintores, de geómetras... dirigidos por un oscuro hombre de genio.Abundan individuos que dominan esas disciplinas diversas, pero no los capaces de invención y menoslos capaces de subordinar la invención a un riguroso plan sistemático. Ese plan es tan vasto que lacontribución de cada escritor es infinitesimal. Al principio se creyó que Tlön era un mero caos, unairresponsable licencia de la imaginación; ahora se sabe que es un cosmos y las íntimas leyes que lorigen han sido formuladas, siquiera en modo provisional. Básteme recordar que las contradiccionesaparentes del Onceno Tomo son la piedra fundamental de la prueba de que existen los otros: tan lúcidoy tan justo es el orden que se ha observado en él. Las revistas populares han divulgado, con perdonableexceso, la zoología y la topografía de Tlön; yo pienso que sus tigres transparentes y sus torres de sangreno merecen, tal vez, la continua atención de todos los hombres. Yo me atrevo a pedir unos minutos parasu concepto del universo.

Hume notó para siempre que los argumentos de Berkeley no admiten la menor réplica y no causan lamenor convicción. Ese dictamen es del todo verídico en su aplicación a la tierra; del todo falso en Tlön.Las naciones de ese planeta son -congénitamente- idealistas. Su lenguaje y las derivaciones de sulenguaje -la religión, las letras, la metafísica- presuponen el idealismo. El mundo para ellos no es unconcurso de objetos en el espacio; es una serie heterogénea de actos independientes. Es sucesivo,temporal, no espacial. No hay sustantivos en la conjetural Ursprache de Tlön, de la que proceden losidiomas "actuales" y los dialectos: hay verbos impersonales, calificados por sufijos (o prefijos)monosilábicos de valor adverbial. Por ejemplo: no hay palabra que corresponda a la palabra luna, perohay un verbo que sería en español lunecer o lunar. Surgió la lunasobre el río se dice hlör u fangaxaxaxas mlö o sea en su orden: hacia arriba (upward) detrás duradero-fluir luneció. (Xul Solar traducecon brevedad: upa tras perfluyue lunó.Upward, behind the onstreaming it mooned.

Lo anterior se refiere a los idiomas del hemisferio austral. En los del hemisferio boreal (de cuyaUrsprache hay muy pocos datos en el Onceno Tomo) la célula primordial no es el verbo, sino eladjetivo monosilábico. El sustantivo se forma por acumulación de adjetivos. No se dice luna: se diceaéreo-claro sobre oscuro-redondo o anaranjado-tenue-de1 cielo o cualquier otra agregación. En elcaso elegido la masa de adjetivos corresponde a un objeto real; el hecho es puramente fortuito. En laliteratura de este hemisferio (como en el mundo subsistente de Meinong) abundan los objetos ideales,convocados y disueltos en un momento, según las necesidades poéticas. Los determina, a veces, lamera simultaneidad. Hay objetos compuestos de dos términos, uno de carácter visual y otro auditivo: elcolor del naciente y el remoto grito de un pájaro. Los hay de muchos: el sol y el agua contra el pechodel nadador, el vago rosa trémulo que se ve con los ojos cerrados, la sensación de quien se deja llevar

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por un río y también por el sueño. Esos objetos de segundo grado pueden combinarse con otros; elproceso, mediante ciertas abreviaturas, es prácticamente infinito. Hay poemas famosos compuestos deuna sola enorme palabra. Esta palabra integra un objeto poético creado por el autor. El hecho de quenadie crea en la realidad de los sustantivos hace, paradójicamente, que sea interminable su número. Losidiomas del hemisferio boreal de Tlön poseen todos los nombres de las lenguas indoeuropeas y otrosmuchos más.

No es exagerado afirmar que la cultura clásica de Tlön comprende una sola disciplina: la psicología.Las otras están subordinadas a ella. He dicho que los hombres de ese planeta conciben el universocomo una serie de procesos mentales, que no se desenvuelven en el espacio sino de modo sucesivo enel tiempo. Spinoza atribuye a su inagotable divinidad los atributos de la extensión y del pensamiento;nadie comprendería en Tlön la yuxtaposición del primero (que sólo es típico de ciertos estados) y delsegundo -que es un sinónimo perfecto del cosmos-. Dicho sea con otras palabras: no conciben que loespacial perdure en el tiempo. La percepción de una humareda en el horizonte y después del campoincendiado y después del cigarro a medio apagar que produjo la quemazón es considerada un ejemplode asociación de ideas.

Este monismo o idealismo total invalida la ciencia. Explicar (o juzgar) un hecho es unirlo a otro; esavinculación, en Tlön, es un estado posterior del sujeto, que no puede afectar o iluminar el estadoanterior. Todo estado mental es irreductible: el mero hecho de nombrarlo -id est, de clasificarlo-importa un falseo. De ello cabría deducir que no hay ciencias en Tlön -ni siquiera razonamientos. Laparadójica verdad es que existen, en casi innumerable número. Con las filosofías acontece lo queacontece con los sustantivos en el hemisferio boreal. El hecho de que toda filosofía sea de antemano unjuego dialéctico, una Philosophie des Als Ob, ha contribuido a multiplicarlas. Abundan los sistemasincreíbles, pero de arquitectura agradable o de tipo sensacional. Los metafísicos de Tlön no buscan laverdad ni siquiera la verosimilitud: buscan el asombro. Juzgan que la metafísica es una rama de laliteratura fantástica. Saben que un sistema no es otra cosa que la subordinación de todos los aspectosdel universo a uno cualquiera de ellos. Hasta la frase "todos los aspectos" es rechazable, porque suponela imposible adición del instante presente y de los pretéritos. Tampoco es lícito el plural "los pretéritos",porque supone otra operación imposible... Una de las escuelas de Tlön llega a negar el tiempo: razonaque el presente es indefinido, que el futuro no tiene realidad sino como esperanza presente, que el

pasado no tiene realidad sino como recuerdo presente.2 Otra escuela declara que ha transcurrido yatodo el tiempo y que nuestra vida es apenas el recuerdo o reflejo crepuscular, y sin duda falseado ymutilado, de un proceso irrecuperable. Otra, que la historia del universo -y en ellas nuestras vidas y elmás tenue detalle de nuestras vidas- es la escritura que produce un dios subalterno para entenderse conun demonio. Otra, que el universo es comparable a esas criptografías en las que no valen todos lossímbolos y que sólo es verdad lo que sucede cada trescientas noches. Otra, que mientras dormimosaquí, estamos despiertos en otro lado y que así cada hombre es dos hombres.

Entre las doctrinas de Tlön, ninguna ha merecido tanto escándalo como el materialismo. Algunospensadores lo han formulado, con menos claridad que fervor, como quien adelanta una paradoja. Para

facilitar el entendimiento de esa tesis inconcebible, un heresiarca del undécimo siglo3 ideó el sofismade las nueve monedas de cobre, cuyo renombre escandaloso equivale en Tlön al de las aporíaseleáticas. De ese "razonamiento especioso" hay muchas versiones, que varían el número de monedas yel número de hallazgos; he aquí la más común:

El martes, X atraviesa un camino desierto y pierde nueve monedas de cobre. El jueves, Y encuentra enel camino cuatro monedas, algo herrumbradas por la lluvia del miércoles. El viernes, Z descubre tresmonedas en el camino. El viernes de mañana, X encuentra dos monedas en el corredor de su casa. Elheresiarca quería deducir de esa historia la realidad -id est la continuidad- de las nueve monedas

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recuperadas. Es absurdo (afirmaba) imaginar que cuatro de las monedas no han existido entre elmartes y el jueves, tres entre e1 martes y la tarde del viernes, dos entre el martes y la madrugada delviernes. Es lógico pensar que han existido -siquiera de algún modo secreto, de comprensión vedada alos hombres- en todos los momentos de esos tres plazos.

El lenguaje de Tlön se resistía a formular esa paradoja; los más no la entendieron. Los defensores delsentido común se limitaron, al principio, a negar la veracidad de la anécdota. Repitieron que era unafalacia verbal, basada en el empleo temerario de dos voces neológicas, no autorizadas por el uso yajenas a todo pensamiento severo: los verbos encontrar y perder, que comportan una petición deprincipio, porque presuponen la identidad de las nueve primeras monedas y de las últimas. Recordaronque todo sustantivo (hombre, moneda, jueves, miércoles, lluvia) sólo tiene un valor metafórico.Denunciaron la pérfida circunstancia algo herrumbradas por la lluvia del miércoles, que presupone loque se trata de demostrar: la persistencia de las cuatro monedas, entre el jueves y el martes. Explicaronque una cosa es igualdad y otra identidad y formularon una especie de reductio ad absurdum, o sea elcaso hipotético de nueve hombres que en nueve sucesivas noches padecen un vivo dolor. ¿No sería

ridículo -interrogaron- pretender que ese dolor es el mismo?4 Dijeron que al heresiarca no lo movíasino el blasfematorio propósito de atribuir la divina categoría de ser a unas simples monedas y que aveces negaba la pluralidad y otras no. Argumentaron: si la igualdad comporta la identidad, habría queadmitir asimismo que las nueve monedas son una sola.

Increíblemente, esas refutaciones no resultaron definitivas. A los cien años de enunciado el problema,un pensador no menos brillante que el heresiarca pero de tradición ortodoxa, formuló una hipótesismuy audaz. Esa conjetura feliz afirma que hay un solo sujeto, que ese sujeto indivisible es cada uno delos seres del universo y que éstos son los órganos y máscaras de la divinidad. X es Y y es Z. Z descubretres monedas porque recuerda que se le perdieron a X; X encuentra dos en el corredor porque recuerdaque han sido recuperadas las otras... El Onceno Tomo deja entender que tres razones capitalesdeterminaron la victoria total de ese panteísmo idealista. La primera, el repudio del solipsismo; lasegunda, la posibilidad de conservar la base psicológica de las ciencias; la tercera, la posibilidad deconservar el culto de los dioses. Schopenhauer (el apasionado y lúcido Schopenhauer) formula unadoctrina muy parecida en el primer volumen de Parerga und Paralipomena.

La geometría de Tlön comprende dos disciplinas algo distintas: la visual y la táctil. La últimacorresponde a la nuestra y la subordinan a la primera. La base de la geometría visual es la superficie, noel punto. Esta geometría desconoce las paralelas y declara que el hombre que se desplaza modifica lasformas que lo circundan. La base de su aritmética es la noción de números indefinidos. Acentúan laimportancia de los conceptos de mayor y menor, que nuestros matemáticos simbolizan por > y por <,Afirman que la operación de contar modifica las cantidades y las convierte de indefinidas en definidas.El hecho de que varios individuos que cuentan una misma cantidad logran un resultado igual, es paralos psicólogos un ejemplo de asociación de ideas o de buen ejercicio de la memoria. Ya sabemos que enTlön el sujeto del conocimiento es uno y eterno.

En los hábitos literarios también es todopoderosa la idea de un sujeto único. Es raro que los libros esténfirmados. No existe el concepto del plagio: se ha establecido que todas las obras son obra de un soloautor, que es intemporal y es anónimo. La crítica suele inventar autores: elige dos obras disímiles -elTao Te King y las 1001 Noches, digamos-, las atribuye a un mismo escritor y luego determina conprobidad la psicología de ese interesante homme de lettres...

También son distintos los libros. Los de ficción abarcan un solo argumento, con todas laspermutaciones imaginables. Los de naturaleza filosófica invariablemente contienen la tesis y laantítesis, el riguroso pro y el contra de una doctrina. Un libro que no encierra su contralibro esconsiderado incompleto.

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Siglos y siglos de idealismo no han dejado de influir en la realidad. No es infrecuente, en las regionesmás antiguas de Tlön, la duplicación de objetos perdidos. Dos personas buscan un lápiz; la primera loencuentra y no dice nada; la segunda encuentra un segundo lápiz no menos real, pero más ajustado a suexpectativa. Esos objetos secundarios se llaman hrönir y son, aunque de forma desairada, un poco máslargos. Hasta hace poco los hrönir fueron hijos casuales de la distracción y el olvido. Parece mentiraque su metódica producción cuente apenas cien años, pero así lo declara el Onceno Tomo. Losprimeros intentos fueron estériles. El modus operandí, sin embargo, merece recordación. El director deuna de las cárceles del estado comunicó a los presos que en el antiguo lecho de un río había ciertossepulcros y prometió la libertad a quienes trajeran un hallazgo importante. Durante los meses queprecedieron a la excavación les mostraron láminas fotográficas de lo que iban a hallar. Ese primerintento probó que la esperanza y la avidez pueden inhibir; una semana de trabajo con la pala y el picono logró exhumar otro hrön que una rueda herrumbrada, de fecha posterior al experimento. Éste semantuvo secreto y se repitió después en cuatro colegios. En tres fue casi total el fracaso; en el cuarto(cuyo director murió casualmente durante las primeras excavaciones) los discípulos exhumaron -oprodujeron- una máscara de oro, una espada arcaica, dos o tres ánforas de barro y el verdinoso ymutilado torso de un rey con una inscripción en el pecho que no se ha logrado aún descifrar. Así sedescubrió la improcedencia de testigos que conocieran la naturaleza experimental de la busca... Lasinvestigaciones en masa producen objetos contradictorios; ahora se prefiere los trabajos individuales ycasi improvisados. La metódica elaboración de hrönir (dice el Onceno Tomo) ha prestado serviciosprodigiosos a los arqueólogos. Ha permitido interrogar y hasta modificar el pasado, que ahora no esmenos plástico y menos dócil que el porvenir. Hecho curioso: los hrönir de segundo y de tercer grado-los hrönir derivados de otro hrön, los hrönir derivados del hrön de un hrön- exageran las aberracionesdel inicial; los de quinto son casi uniformes; los de noveno se confunden con los de segundo; en los deundécimo hay una pureza de líneas que los originales no tienen. El proceso es periódico: el hrön deduodécimo grado ya empieza a decaer. Más extraño y más puro que todo hrön es a veces el ur: la cosaproducida por sugestión, el objeto educido por la esperanza. La gran máscara de oro que hemencionado es un ilustre ejemplo.

Las cosas se duplican en Tlön; propenden asimismo a borrarse y a perder los detalles cuando los olvidala gente. Es clásico el ejemplo de un umbral que perduró mientras lo visitaba un mendigo y que seperdió de vista a su muerte. A veces unos pájaros, un caballo, han salvado las ruinas de un anfiteatro.

Salto Oriental, 1940.

Posdata de 1947. Reproduzco el artículo anterior tal como apareció en la Antología de la literaturafantástica, 1940, sin otra escisión que algunas metáforas y que una especie de resumen burlón queahora resulta frívolo. Han ocurrido tantas cosas desde esa fecha... Me limitaré a recordarlas.

En marzo de 1941 se descubrió una carta manuscrita de Gunnar Erfjord en un libro de Hinton que habíasido de Herbert Ashe. El sobre tenía el sello postal de Ouro Preto, la carta elucidaba enteramente elmisterio de Tlön. Su texto corrobora las hipótesis de Martínez Estrada. A principios del siglo XVII, enuna noche de Lucerna o de Londres, empezó la espléndida historia. Una sociedad secreta y benévola(que entre sus afilados tuvo a Dalgarno y después a George Berkeley) surgió para inventar un país. Enel vago programa inicial figuraban los "estudios herméticos", la filantropía y la cábala. De esa primeraépoca data el curioso libro de Andreä. Al cabo de unos años de conciliábulos y de síntesis prematurascomprendieron que una generación no bastaba para articular un país. Resolvieron que cada uno de losmaestros que la integraban eligiera un discípulo para la continuación de la obra. Esa disposiciónhereditaria prevaleció; después de un hiato de dos siglos la perseguida fraternidad resurge en América.Hacia 1824, en Memphis (Tennessee) uno de los afiliados conversa con el ascético millonario EzraBuckley. Éste lo deja hablar con algún desdén -y se ríe de la modestia del proyecto. Le dice que enAmérica es absurdo inventar un país y le propone la invención de un planeta. A esa gigantesca idea

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añade otra, hija de su nihilismo:5 la de guardar en el silencio la empresa enorme. Circulaban entonceslos veinte tomos de la Encyclopaedia Britannica; Buckley sugiere una enciclopedia metódica delplaneta ilusorio. Les dejará sus cordilleras auríferas, sus ríos navegables, sus praderas holladas por eltoro y por el bisonte, sus negros, sus prostíbulos y sus dólares, bajo una condición: "La obra no pactarácon el impostor Jesucristo." Buckley descree de Dios, pero quiere demostrar al Dios no existente quelos hombres mortales son capaces de concebir un mundo. Buckley es envenenado en Baton Rouge en1828; en 1914 la sociedad remite a sus colaboradores, que son trescientos, el volumen final de laPrimera Enciclopedia de Tlön. La edición es secreta: los cuarenta volúmenes que comprende (la obramás vasta que han acometido los hombres) serían la base de otra más minuciosa, redactada no ya eninglés, sino en alguna de las lenguas de Tlön. Esa revisión de un mundo ilusorio se llamaprovisoriamente Orbis Tertius y uno de sus modestos demiurgos fue Herbert Ashe, no sé si comoagente de Gunnar Erfjord o como afiliado. Su recepción de un ejemplar del Onceno Tomo parecefavorecer lo segundo. Pero ¿y los otros? Hacia 1942 arreciaron los hechos. Recuerdo con singularnitidez uno de los primeros y me parece que algo sentí de su carácter premonitorio. Ocurrió en undepartamento de la calle Laprida, frente a un claro y alto balcón que miraba el ocaso. La princesa deFaucigny Lucinge había recibido de Poitiers su vajilla de plata. Del vasto fondo de un cajón rubricadode sellos internacionales iban saliendo finas cosas inmóviles: platería de Utrecht y de París con durafauna heráldica, un samovar. Entre ellas -con un perceptible y tenue temblor de pájaro dormido- latíamisteriosamente una brújula. La princesa no la reconoció. La aguja azul anhelaba el norte magnético; lacaja de metal era cóncava; las letras de la esfera correspondían a uno de los alfabetos de Tlön. Tal fue laprimera intrusión del mundo fantástico en el mundo real. Un azar que me inquieta hizo que yo tambiénfuera testigo de la segunda. Ocurrió unos meses después, en la pulpería de un brasilero, en la CuchillaNegra. Amorim y yo regresábamos de Sant'Anna. Una creciente del río Tacuarembó nos obligó aprobar (y a sobrellevar) esa rudimentaria hospitalidad. El pulpero nos acomodó unos catres crujientesen una pieza grande, entorpecida de barriles y cueros. Nos acostamos, pero no nos dejó dormir hasta elalba la borrachera de un vecino invisible, que alternaba denuestos inextricables con rachas de milongas-más bien con rachas de una sola milonga. Como es de suponer, atribuimos a la fogosa caña del patrónese griterío insistente... A la madrugada, el hombre estaba muerto en el corredor. La aspereza de la voznos había engañado: era un muchacho joven. En el delirio se le habían caído del tirador unas cuantasmonedas y un cono de metal reluciente, del diámetro de un dado. En vano un chico trató de recoger esecono. Un hombre apenas acertó a levantarlo. Yo lo tuve en la palma de la mano algunos minutos:recuerdo que su peso era intolerable y que después de retirado el cono, la opresión perduró. Tambiénrecuerdo el círculo preciso que me grabó en la carne. Esa evidencia de un objeto muy chico y a la vezpesadísimo dejaba una impresión desagradable de asco y de miedo. Un paisano propuso que lo tiraranal río correntoso. Amorim lo adquirió mediante unos pesos. Nadie sabía nada del muerto, salvo "quevenía de la frontera". Esos conos pequeños y muy pesados (hechos de un metal que no es de estemundo) son imagen de la divinidad, en ciertas religiones de Tlön.

Aquí doy término a la parte personal de mi narración. Lo demás está en la memoria (cuando no en laesperanza o en el temor) de todos mis lectores. Básteme recordar o mencionar los hechos subsiguientes,con una mera brevedad de palabras que el cóncavo recuerdo general enriquecerá o ampliará. Hacia1944 un investigador del diario The American (de Nashville, Tennessee) exhumó en una biblioteca deMemphis los cuarenta volúmenes de la Primera Enciclopedia de Tlön. Hasta el día de hoy se discute siese descubrimiento fue casual o si lo consintieron los directores del todavía nebuloso Orbís Tertius. Esverosímil lo segundo. Algunos rasgos increíbles del Onceno Tomo (verbigracia, la multiplicación de loshrönir) han sido eliminados o atenuados en el ejemplar de Memphis; es razonable imaginar que esastachaduras obedecen al plan de exhibir un mundo que no sea demasiado incompatible con el mundo

real. La diseminación de objetos de Tlön en diversos países complementaría ese plan...6 El hecho esque la prensa internacional voceó infinitamente el "hallazgo". Manuales, antologías, resúmenes,

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versiones literales, reimpresiones autorizadas y reimpresiones piráticas de la Obra Mayor de losHombres abarrotaron y siguen abarrotando la tierra. Casi inmediatamente, la realidad cedió en más deun punto. Lo cierto es que anhelaba ceder. Hace diez años bastaba cualquier simetría con apariencia deorden -el materialismo dialéctico, el antisemitismo, el nazismo- para embelesar a los hombres. ¿Cómono someterse a Tlön, a la minuciosa y vasta evidencia de un planeta ordenado? Inútil responder que larealidad también está ordenada. Quizá lo esté, pero de acuerdo a leyes divinas -traduzco: a leyesinhumanas- que no acabamos nunca de percibir. Tlön será un laberinto, pero es un laberinto urdido porhombres, un laberinto destinado a que lo descifren los hombres.

El contacto y el hábito de Tlön han desintegrado este mundo. Encantada por su rigor, la humanidadolvida y torna a olvidar que es un rigor de ajedrecistas, no de ángeles. Ya ha penetrado en las escuelasel (conjetural), "idioma primitivo" de Tlön; ya la enseñanza de su historia armoniosa (y llena deepisodios conmovedores) ha obliterado a la que presidió mi niñez; ya en las memorias un pasadoficticio ocupa el sitio de otro, del que nada sabemos con certidumbre -ni siquiera que es falso. Han sidoreformadas la numismática, la farmacología y la arqueología. Entiendo que la biología y lasmatemáticas aguardan también su avatar... Una dispersa dinastía de solitarios ha cambiado la faz delmundo. Su tarea prosigue. Si nuestras previsiones no erran, de aquí a cien años alguien descubrirá loscien tomos de la Segunda Enciclopedia de Tlön.

Entonces desaparecerán del planeta el inglés y el francés y el mero español. El mundo será Tlön. Yo nohago caso, yo sigo revisando en los quietos días del hotel de Adrogué una indecisa traducciónquevediana (que no pienso dar a la imprenta) del Urn Burial de Browne.

1 Haslam ha publicado también A General History of Labyrinths.

2 Russell. (The Analisis of Mind, 1921, página 159) supone que el planeta ha sido creado hace pocosminutos, provisto de una humanidad que "recuerda" un pasado ilusorio.

3 Siglo, de acuerdo con el sistema duodecimal, significa un período de ciento cuarenta y cuatro años.

4 En el día de hoy, una de las iglesias de Tlón sostiene platónicamente que tal dolor, que tal matizverdoso del amarillo, que tal temperatura, que tal sonido, son la única realidad. Todos los hombres, enel veniginoso instante del coito, son el mismo hombre. Todos los hombres que repiten una línea deShakespeare, son William Shakespeare.

5 Buckley era librepensador, fatalista y defensor de la esclavitud.

6 Queda, naturalmente, el problema de la matesia de algunos objetos.

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Prólogo al ‘Bartleby’ de Herman Melville

En el invierno de 1851 Melville publicó "Moby Dick", la novela infinita que ha determinado su gloria. Página por página, el relato se agranda hasta usurpar el tamaño del cosmos: al principio el lector puede suponer que su tema es la vida miserable de los arponeros de ballenas; luego, que el tema es la locura del capitán Ahab, ávido de acosar y destruir la Ballena Blanca; luego, que la Ballena y Ahab y la persecución que fatiga los océanos del planeta son símbolos y espejos del Universo. Para insinuar que el libro es simbólico, Melville declara que no lo es, enfáticamente: "Que nadie considere a Moby Dick una historia monstruosa o, lo que sería peor, una atroz alegoría intolerable". La connotación habitual dela palabra alegoría parece haber ofuscado a los críticos; todos prefieren limitarse a una interpretación moral de la obra. Así, E.M. Forster (Aspects of the novel, VII): "Angostado y concretado en palabras, el tema espiritual de "Moby Dick" es, más o menos, éste: una batalla contra el Mal, prolongada excesivamente o de un modo erróneo".

De acuerdo, pero el símbolo de la Ballena es menos apto para sugerir que el cosmos es malvado que para sugerir su vastedad, su inhumanidad, su bestial o enigmática estupidez. Chesterton, en alguno de sus relatos, compara el universo de los ateos con un laberinto sin centro. Tal es el universo de "Moby Dick": un cosmos (un caos) no sólo perceptiblemente maligno, como el que intuyeron los gnósticos, sino también irracional, como el de los hexámetros de Lucrecio.

"Moby Dick" está redactado en un dialecto romántico del inglés, un dialecto vehemente que alterna o conjuga procedimientos de Shakespeare y de Thomas de Quincey, de Browne y de Carlyle; "Bartleby", en un idioma tranquilo y hasta jocoso cuya deliberada aplicación a una materia atroz parece prefigurar a Franz Kafka. Hay, sin embargo, entre ambas ficciones una afinidad secreta y central. En la primera, lamonomanía de Ahab perturba y finalmente aniquila a todos los hombres del barco; en la segunda, el cándido nihilismo de Bartleby contamina a sus compañeros y aún al estólido señor que refiere su historia y que le abona sus imaginarias tareas. Es como si Melville hubiera escrito: "Basta que sea irracional un sólo hombre para que otros lo sean y para que lo sea el universo". La historia universal abunda, en confirmaciones de ese tenor.

“Bartleby” pertenece al volumen titulado The Piazza Tales (1856, Nueva York y Londres). De otra narración de ese libro observa John Freeman que no pudo ser comprendida con plenitud hasta que Joseph Conrad publicó cierta pieza congénere, casi medio siglo después; yo observaría que la obra de Kafka proyecta sobre “Bartleby” una curiosa luz ulterior. “Bartleby” define ya un género que hacia 1919 reinventaría y profundizaría Franz Kafka: el de las fantasías de la conducta y del sentimiento o como malamente se dice, psicológicas. Por lo demás, las páginas iniciales de “Bartleby” no presienten a Kafka; más bien aluden o repiten a Dickens… En 1849, Melville había publicado Mardi, novela inextricable y aún ilegible, pero cuyo argumento esencial anticipa las obsesiones y el mecanismo de El Castillo, de El Proceso y de América. Se trata de una infinita persecución, por un mar infinito.

He declarado las afinidades de Melville con otros escritores. No lo subordino a estos últimos; obro bajouna de las leyes de toda descripción o definición: referir lo desconocido a lo conocido. La grandeza de Melville es sustantiva, pero su gloria es nueva. Melville murió en 1891; a los veinte años de su muerte la undécima edición de la Encyclopaedia Britannica lo considera un mero cronista de la vida marítima; Lang y George Saintsbury, en 1912 y en 1914, plenamente lo ignoran en sus historias de la literatura inglesa. Después, lo vindicaron Lawrence de Arabia y D.H. Lawrence, Waldo Frank y Lewis Mumford.Raymond Weaver, en 1921, publicó la primera monografía americana: "Herman Melville, Mariner and Mystic”; John Freeman, en 1926, la biografía crítica "Herman Melville".

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La vasta población, las altas ciudades, la errónea y clamorosa publicidad, han conspirado para que el gran hombre secreto sea una de las tradiciones de Norteamérica. Edgar Allan Poe fue uno de ellos; Melville, también.

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Kurt Vonnegut (1922 - 2007)

Harrison Bergeron

En el año 2081 todos los hombres eran al fin iguales. No sólo iguales ante Dios y ante la ley, sino iguales en todos los sentidos. Nadie era más listo que ningún otro; nadie era más hermoso que ningún otro; nadie era más fuerte o más rápido que ningún otro. Toda esta igualdad era debida a las enmiendas 211, 212 y 213 de la Constitución, y a la incesante vigilancia de los agentes de la Directora General de Impedidos de los Estados Unidos.

Algunas cosas en la vida aún no estaban del todo bien, sin embargo. Abril, por ejemplo, ya no era el mes de la primavera, y esto confundía a la gente. Y en este mismo mes, húmedo y frío, los hombres de la oficina de impedidos se llevaron a Harrison Bergeron, de catorce años, hijo de George y Hazel Bergeron.

Fue una tragedia, realmente, pero George y Hazel no podían pensar mucho en eso. Hazel tenía una inteligencia perfectamente común, y por lo tanto era incapaz de pensar excepto en breves explosiones.Y George, como su inteligencia estaba por encima de lo normal, llevaba en la oreja un pequeño impedimento mental radiotelefónico, y no podía sacárselo nunca, de acuerdo con la ley. El receptor sintonizaba la onda de un transmisor del gobierno que cada veinte segundos, aproximadamente, enviaba algún ruido agudo para que las gentes como George no aprovechasen injustamente su propia inteligencia a expensas de los otros.

George y Hazel miraban la televisión. Había lágrimas en las mejillas de Hazel, pero ella ya no recordaba por qué. En ese momento unas bailarinas terminaban su número.

Una chicharra sonó en la cabeza de George y los pensamientos que tenía en ese instante huyeron como ladrones que oyen una campana de alarma.

- Era bonita esa danza, la que acaba de terminar - dijo Hazel.

- ¿Eh? - dijo George.

- Esa danza, era bonita - dijo Hazel.

- Ajá.

Trató de pensar un poco en las bailarinas. No eran realmente muy buenas, y cualquiera hubiese podido hacer lo mismo. Todas llevaban contrapesos y sacos de perdigones, y máscaras además, para que nadie se sintiese triste viendo un gesto gracioso o una cara bonita. George había empezado a pensar vagamente que quizá las bailarinas no debieran tener ningún impedimento, pero no fue muy lejos en esta dirección, pues la radio transmitió otro ruido anonadador.

George torció la cara, junto con dos de las ocho bailarinas.

Hazel vio la mueca de George, y como ella no tenía radio tuvo que preguntar qué ruido había sido ése.

- Como si golpearan con un martillo en una botella de leche - dijo George.

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- Debe ser interesante oír todos esos ruidos - dijo Hazel, con un poco de envidia -. Las cosas que inventan.

- Hum - dijo George.

- Pero si yo fuera Directora General de Impedidos, ¿sabes qué haría? - preguntó Hazel. Hazel en realidad era muy parecida a la Directora de Impedidos, una mujer llamada Diana Moon Glampers-.

Si yo fuese Diana Moon Glampers -dijo Hazel- usaría campanas los domingos. Sólo campanas. Una especie de homenaje a la religión.

- Yo podría pensar, si fuesen sólo campanas - dijo George.

- Bueno, quizá habría que hacerlas sonar realmente fuerte - dijo Hazel - . Creo que yo sería una buena Directora de Impedidos.

- Tan buena como cualquiera - dijo George.

- ¿Quién mejor que yo puede saber lo que es ser normal? - dijo Hazel.

- Nadie - dijo George.

Empezó a pensar oscuramente en Harrison, su hijo anormal, que ahora estaba en la cárcel, pero una salva de veintiún cañonazos le sacudió la cabeza.

- ¡Caramba! - dijo Hazel - . Eso fue realmente ensordecedor, ¿no es cierto?

Había sido tan ensordecedor que George estaba pálido y tembloroso, y las lágrimas le asomaban a los ojos enrojecidos. Dos de las ocho bailarinas habían caído al piso del estudio y se apretaban las sienes.

- De pronto pareces tan cansado - dijo Hazel - . ¿Por qué no te acuestas en el sofá y apoyas tu impedimento de plomo en los almohadones, mi querido? -Hazel hablaba de los veinte kilos de perdigones que George llevaba al cuello, en un saco de tela-. Sí, apoya ese peso. No me importa que no seas igual a mí durante un rato.

George sopesó el saco con las manos.

- No tiene ninguna importancia -dij -. Ya no lo noto. Es parte de mí mismo.

- Estás tan cansado en este último tiempo, hasta agotado diría yo -continuó Hazel-. Si hubiese algún modo de abrir un agujero en el fondo del saco y sacar unas bolas de plomo... Sólo unas pocas.

- Dos años de prisión y una multa de mil dólares por cada perdigón de menos - dijo George - . No me parece un buen negocio.

- Si pudieras sacar unos pocos cuando llegas del trabajo - dijo Hazel - . Quiero decir que no compites con nadie aquí. No haces nada.

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- Si tratara de librarme de este peso - dijo George - otra gente tendría derecho a hacer lo mismo, y muy pronto estaríamos de nuevo en la época del oscurantismo, cuando todos rivalizaban con todos. ¿No te gustaría, no es verdad?

- Me sentiría horrorizada.

- Precisamente - dijo George - . Si la gente no cumpliera las leyes, ¿qué sería de la sociedad?

Si Hazel no hubiese podido responder a esta pregunta, George no hubiera podido ayudarla, pues en ese instante una sirena le traspasó el cerebro.

- Se haría pedazos.

- ¿Qué cosa? - dijo George desconcertado.

- La sociedad - dijo Hazel, insegura - . ¿No hablabas de eso?

- ¿Quién puede saberlo? - dijo George.

Un boletín de noticias interrumpió de pronto el programa de televisión. No se pudo saber muy bien enun principio qué noticia era, pues el anunciador, como todos los anunciadores, tenía un serio impedimento en la lengua. Durante medio minuto, y muy excitado, el hombre trató de decir:

- Señoras y señores...

Al fin se dio por vencido y le pasó el boletín a una bailarina.

- Muy bien - dijo Hazel - . Hizo lo que pudo. Hizo lo que pudo con lo que Dios le dio. Debieran aumentarle el sueldo por haberse esforzado tanto.

- Señoras y señores - dijo la bailarina leyendo el boletín.

Debía ser una muchacha extraordinariamente hermosa, pues la máscara que llevaba era horrible.

Y era fácil advertir también que tenía más fuerza y más gracia que ninguna de las otras bailarinas. El saco de impedimento que le colgaba del cuello era tan grande como el de un hombre de cien kilos.

Y la bailarina tuvo que pedir perdón en seguida por su voz. Era verdaderamente injusto que una mujerusara una voz así: cálida, luminosa, una melodía que no era de este mundo.

- Perdón - dijo la muchacha y empezó a hablar otra vez con una voz absolutamente incompetente-. Harrison Bergeron -graznó-, de catorce años, acaba de escaparse de la cárcel. Se lo acusaba de intentar derribar al gobierno. Es un genio y un atleta, favorecido por el impedimento, y extremadamente peligroso.

Una foto de Harrison tomada por la policía apareció en la pantalla: cabeza abajo, de costado, cabeza abajo otra vez, y derecha al fin. La fotografía mostraba a Harrison de pie sobre un fondo dividido en metros y centímetros. Medía exactamente dos metros diez.

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Por lo demás, Harrison parecía un montón de fierros. Nadie había llevado nunca impedimentos más pesados. Había crecido superando todos los impedimentos tan rápidamente que la Dirección de Impedidos no había tenido tiempo de imaginar otros. En vez de un pequeño receptor de radio en la oreja, como impedimento mental, llevaba un par de tremendos auriculares, y además unos anteojos devidrios gruesos y ondulados. Estos anteojos habían sido concebidos no sólo para que no viera casi nada, sino también para provocarle terribles dolores de cabeza.

Los pesos metálicos le colgaban de todo el cuerpo. Comúnmente había una cierta simetría, una disposición verdaderamente militar en los impedimentos inventados para los individuos demasiado fuertes, pero Harrison parecía un montón de chatarra ambulante. En la carrera de la vida, Harrison arrastraba más de ciento cincuenta kilos.

Y para afearlo, los hombres de los impedimentos lo obligaban a usar continuamente una pelota roja enla nariz, a afeitarse las cejas y a cubrirse los dientes blancos y regulares con pedazos de película negra.

-Si ven a este muchacho -dijo la bailarina- no intenten, repito, no intenten discutir con él.

Se oyó el estruendo de una puerta arrancada de sus goznes.

Del estudio de televisión llegaron gritos y aullidos de consternación. El retrato de Harrison Bergeron saltó una y otra vez en la pantalla como sacudido por un terremoto.

George Bergeron identificó en seguida el origen del sismo. No le fue difícil, pues su propia casa habíasido sacudida del mismo modo, muchas veces.

-¡Dios mío! -dijo-. ¡Tiene que ser Harrison!

En ese mismo momento el ruido de un choque de automóviles le barrió la idea de la cabeza.

Cuando George pudo abrir los ojos otra vez, la fotografía de Harrison había desaparecido y Harrison mismo llenaba ahora la pantalla.

Estaba de pie en medio del estudio, balanceando la cabeza de payaso, y los fierros que le colgaban delenorme cuerpo se sacudían y tintineaban. Tenía aún en la mano el pestillo de la puerta que acababa dearrancar. Las bailarinas, los técnicos, los músicos y los anunciadores habían caído de rodillas ante él, sintiendo que les había llegado la hora y que pronto serían masacrados.

-¡Soy el emperador! -gritó Harrison-. ¿Me oyen todos? ¡Soy el emperador! ¡Todos deben obedecerme en seguida!

Golpeó el piso con el pie y el estudio tembló.

-Aun tullido, encorvado, impedido como ustedes me ven aquí -rugió-, ¡soy el más grande de todos losgobernantes de todos los tiempos! Y ahora miren en lo que puedo convertirme.

Harrison se arrancó las correas que sostenían el metal como si fueran de papel de seda, esas correas garantizadas para sostener dos mil quinientos kilos.

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Los pedazos de chatarra que habían sido los impedimentos de Harrison se aplastaron contra el suelo.

Harrison pasó los pulgares bajo la barra que sostenía las guarniciones de la cabeza, y la barra se quebró como una brizna de paja. Aplastó los lentes y los audífonos contra la pared, y se arrancó la nariz de goma descubriendo el rostro de un hombre que hubiera estremecido a Thor, el dios de trueno.

- ¡Ahora elegiré a mi emperatriz! - dijo Harrison mirando el grupo arrodillado a sus pies-. Que la primera mujer que se atreva a levantarse reclame a su esposo y su trono.

Pasó un momento y al fin una bailarina se puso de pie, balanceándose como un sauce.

Harrison sacó el impedimento mental de la oreja de la bailarina y luego los impedimentos físicos con asombrosa delicadeza. En seguida le quitó la máscara.

La bailarina era de una cegadora belleza.

-Bien -dijo Harrison tomándole la mano-. Ahora le mostraremos a la gente lo que significa la palabra «danza». ¡Música!

Los músicos se treparon a sus sillas, y Harrison les quitó también los impedimentos.

-Toquen como mejor puedan -les dijo- y les haré barones y duques y condes.

La música comenzó. Era normal al principio: barata, tonta, falsa. Pero Harrison alzó a dos músicos desus sillas y los movió en el aire como batutas, mientras cantaba la música. Luego los dejó caer otra vez en los asientos.

La música comenzó de nuevo, mucho mejor que antes.

Harrison y su emperatriz se quedaron un rato escuchando, gravemente, como esperando a que los latidos de sus propios corazones concordaran con la música.

Luego se alzaron en puntas de pie, y Harrison tomó entre sus manazas el talle de la bailarina, haciéndole sentir esa ligereza que pronto sería la ligereza de ella.

Y al fin, en una explosión de alegría y gracia, saltaron en el aire.

No sólo abandonaron entonces las leyes de la Tierra sino también las leyes de la gravedad y las leyes del movimiento.

Giraron, remolinearon, brincaron, cabriolaron, caracolearon y revolotearon.

Saltaron como ciervos en la Luna.

Cada nuevo salto acercaba más a los bailarines al cielo raso, que estaba a diez metros de altura.

Pronto fue evidente que pretendían tocar el cielo raso.

Lo tocaron.

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Y luego neutralizando la gravedad con el amor y el deseo se quedaron suspendidos en el aire a unos pocos centímetros por debajo del cielo raso y allí se besaron mucho tiempo.

En ese instante Diana Moon Glampers, la Directora de Impedidos, entró en el estudio con una escopeta de doble cañón. Disparó, dos veces, y el emperador y la emperatriz murieron antes de llegar al suelo.

Diana Moon Glampers cargó otra vez la escopeta. Apuntó a los músicos y les dijo que tenían diez segundos para ponerse otra vez los impedimentos.

En ese mismo momento el tubo del aparato de TV de los Bergeron osciló y se apagó.

Hazel se volvió hacia George para comentarle el desperfecto, pero George había ido a la cocina en busca de una lata de cerveza.

George volvió con la cerveza, deteniéndose un instante cuando una señal de impedimento lo sacudió de pies a cabeza. Luego se sentó otra vez.

-¿Has estado llorando? -le preguntó a Hazel mirando como ella se enjugaba las lágrimas.

-Sí -dijo Hazel.

-¿Por qué? -dijo George.

-Me olvidé. Hubo algo realmente triste en la televisión.

-¿Qué era? -preguntó George.

-No lo sé, tengo la cabeza confundida -dijo Hazel.

-Hay que olvidar las cosas tristes.

- Es lo que hago siempre - dijo Hazel.

- Magnífico - dijo George.

Torció la cara. Un cañón le retumbó en la cabeza.

- Caramba. Parece que esta vez fue un ruido ensordecedor - dijo Hazel.

- Así es realmente, puedes repetir esa verdad.

- Caramba - dijo Hazel - . Parece que esta vez fue un ruido ensordecedor.

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Edgar Allan Poe (1809 - 1849)

El corazón delator

¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen... y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia.

Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vezconcebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico.Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no meinteresaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre... Un ojoceleste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco apoco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.

Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En cambio... ¡Sihubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado... conqué previsión... con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la semanaantes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría...¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza,levantaba una linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, ytras ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente pasaba la cabeza! Lamovía lentamente... muy, muy lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una horaentera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su cama.¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando tenía la cabezacompletamente dentro del cuarto, abría la linterna cautelosamente... ¡oh, tan cautelosamente! Sí,cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente paraque un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches... cadanoche, a las doce... pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra,porque no era el viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día,entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente, llamándolo por su nombre con vozcordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría que haber sido unviejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientrasdormía.

Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la puerta. El minuterode un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche,había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión detriunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con missecretas intenciones o pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque losentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que me eché haciaatrás... pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba completamente laspersianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, yseguí empujando suavemente, suavemente.

Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierremetálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando:

-¿Quién está ahí?

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Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo, y en todo esetiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando... tal como yo lo habíahecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte.

Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No expresaba dolor opena... ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge.Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía,surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecían. Repito que loconocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondode mi corazón. Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió enla cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: "No esmás que el viento en la chimenea... o un grillo que chirrió una sola vez". Sí, había tratado de darseánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se habíaaproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de aquellasombra imperceptible era la que lo movía a sentir -aunque no podía verla ni oírla-, a sentir la presenciade mi cabeza dentro de la habitación.

Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolvíabrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna.

Así lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado-, hasta que unfino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.

Estaba abierto, abierto de par en par... y yo empecé a enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con todaclaridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no podíaver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado el haz deluz exactamente hacia el punto maldito.

¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de lossentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podríahacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón delviejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado.

Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas si respiraba. Sostenía la linterna de modoque no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo.Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez másfuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, másfuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, amedianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenóde un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí inmóvil.¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Yuna nueva ansiedad se apoderó de mí... ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejohabía sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejoclamó una vez... nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al suelo y echarle encimael pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero, durante variosminutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadiepodría escucharlo a través de las paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté elcolchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre elcorazón y la mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojono volvería a molestarme.

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Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las astutasprecauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajocon rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y piernas.

Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco. Volví a colocarlos tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano -ni siquiera el suyo- hubiera podido advertir lamenor diferencia. No había nada que lavar... ninguna mancha... ningún rastro de sangre. Yo erademasiado precavido para eso. Una cuba había recogido todo... ¡ja, ja!

Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro como amedianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle.Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?

Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales de policía. Durante la noche,un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Alrecibir este informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes para que registraranel lugar.

Sonreí, pues... ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo habíalanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había ausentado a la campaña.Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien. Finalmente,acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa sehallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los trescaballeros que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo,colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi víctima.

Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi parte, me hallabaperfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba conanimación. Mas, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan. Medolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías continuaban sentados ycharlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en vozmuy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez másclara... hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos.

Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y levantando muchola voz. Empero, el sonido aumentaba... ¿y que podía hacer yo? Era un resonar apagado y presuroso...,un sonido como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar elaliento, y, sin embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia,pero el sonido crecía continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta ycon violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de unlado a otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero elsonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia... maldije...juré... Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero elsonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto... más alto... más alto! Y entretanto loshombres seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No,no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían... y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo penséy así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería mástolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que teníaque gritar o morir, y entonces... otra vez... escuchen... más fuerte... más fuerte... más fuerte... másfuerte!

-¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí... ahí!¡Donde está latiendo su horrible corazón!

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Herman Melville (1819-1891)

Bartebly el escribiente

Soy un hombre de cierta edad. En los últimos treinta años, mis actividades me han puesto en íntimocontacto con un gremio interesante y hasta singular, del cual, entiendo, nada se ha escrito hasta ahora:el de los amanuenses o copistas judiciales. He conocido a muchos, profesional y particularmente, ypodría referir diversas historias que harían sonreír a los señores benévolos y llorar a las almassentimentales. Pero a las biografías de todos los amanuenses prefiero algunos episodios de la vida deBartleby, que era uno de ellos, el más extraño que yo he visto o de quien tenga noticia. De otroscopistas yo podría escribir biografías completas; nada semejante puede hacerse con Bartleby. No haymaterial suficiente para una plena y satisfactoria biografía de este hombre. Es una pérdida irreparablepara la literatura. Bartleby era uno de esos seres de quienes nada es indagable, salvo en las fuentesoriginales: en este caso, exiguas. De Bartleby no sé otra cosa que la que vieron mis asombrados ojos,salvo un nebuloso rumor que figurará en el epílogo.Antes de presentar al amanuense, tal como lo vi por primera vez, conviene que registre algunos datosmíos, de mis empleados, de mis asuntos, de mi oficina y de mi ambiente general. Esa descripción esindispensable para una inteligencia adecuada del protagonista de mi relato. Soy, en primer lugar, unhombre que desde la juventud ha sentido profundamente que la vida más fácil es la mejor. Por eso,aunque pertenezco a una profesión proverbialmente enérgica y a veces nerviosa hasta la turbulencia,jamás he tolerado que esas inquietudes conturben mi paz. Soy uno de esos abogados sin ambición quenunca se dirigen a un jurado o solicitan de algún modo el aplauso público. En la serena tranquilidad deun cómodo retiro realizo cómodos asuntos entre las hipotecas de personas adineradas, títulos de renta yacciones. Cuantos me conocen, considéranme un hombre eminentemente seguro. El finado Juan JacoboAstor, personaje muy poco dado a poéticos entusiasmos, no titubeaba en declarar que mi primera virtudera la prudencia: la segunda, el método.

No lo digo por vanidad, pero registro el hecho de que mis servicios profesionales no eran desdeñadospor el finado Juan Jacobo Astor; nombre que, reconozco, me gusta repetir porque tiene un sonidoorbicular y tintinea como el oro acuñado. Espontáneamente agregaré que yo no era insensible a labuena opinión del finado Juan Jacobo Astor.

Poco antes de la historia que narraré, mis actividades habían aumentado en forma considerable. Habíasido nombrado para el cargo, ahora suprimido en el Estado de Nueva York, de agregado a la SupremaCorte. No era un empleo difícil, pero sí muy agradablemente remunerativo. Raras veces me encojo;raras veces me permito una indignación peligrosa ante las injusticias y los abusos; pero ahora mepermitiré ser temerario, y declarar que considero la súbita y violenta supresión del cargo de agregado,por la Nueva Constitución, como un acto prematuro, pues yo tenía por descontado hacer de sus gajesuna renta vitalicia, y sólo percibí los de algunos años. Pero esto es al margen.

Mis oficinas ocupaban un piso alto en el n.º X de Wall Street. Por un lado daban a la pared blanqueadade un espacioso tubo de aire, cubierto por una claraboya y que abarcaba todos los pisos.

Este espectáculo era más bien manso, pues le faltaba lo que los paisajistas llaman animación. Aunqueasí fuera, la vista del otro lado ofrecía, por lo menos, un contraste. En esa dirección, las ventanasdominaban sin el menor obstáculo una alta pared de ladrillo, ennegrecida por los años y por la sombra;las ocultas bellezas de esta pared no exigían un telescopio, pues estaban a pocas varas de mis ventanaspara beneficio de espectadores miopes. Mis oficinas ocupaban el segundo piso; a causa de la granelevación de los edificios vecinos, el espacio entre esta pared y la mía se parecía no poco a un enormetanque cuadrado.

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En el período anterior al advenimiento de Bartleby, yo tenía dos escribientes bajo mis órdenes, y unmuchacho muy vivo para los mandados. El primero, Turkey; el segundo, Nippers; el tercero, Ginger.Éstos son nombres que no es fácil encontrar en las guías. Eran en realidad sobrenombres, mutuamenteconferidos por mis empleados, y que expresaban sus respectivas personas o caracteres. Turkey era uninglés bajo, obeso, de mi edad más o menos, esto es, no lejos de los sesenta. De mañana, podríamosdecir, su rostro era rosado, pero después de las doce -su hora de almuerzo- resplandecía como unahornalla de carbones de Navidad, y seguía resplandeciendo (pero con un descenso gradual) hasta lasseis de la tarde; después yo no veía más al propietario de ese rostro, quien coincidiendo en su cenit conel sol, parecía ponerse con él, para levantarse, culminar y declinar al día siguiente, con la mismaregularidad y la misma gloria.

En el decurso de mi vida he observado singulares coincidencias, de las cuales no es la menor el hechode que el preciso momento en que Turkey, con roja y radiante faz, emitía sus más vívidos rayos,indicaba el principio del período durante el cual su capacidad de trabajo quedaba seriamente afectadapara el resto del día. No digo que se volviera absolutamente haragán u hostil al trabajo. Por el contrario,se volvía demasiado enérgico. Había entonces en él una exacerbada, frenética, temeraria y disparatadaactividad. Se descuidaba al mojar la pluma en el tintero. Todas las manchas que figuran en misdocumentos fueron ejecutadas por él después de las doce del día. En las tardes, no sólo propendía aechar manchas: a veces iba más lejos, y se ponía barullento. En tales ocasiones, su rostro ardía con másvívida heráldica, como si se arrojara carbón de piedra en antracita. Hacía con la silla un ruidodesagradable, desparramaba la arena; al cortar las plumas, las rajaba impacientemente, y las tiraba alsuelo en súbitos arranques de ira; se paraba, se echaba sobre la mesa, desparramando sus papeles de lamanera más indecorosa; triste espectáculo en un hombre ya entrado en años. Sin embargo, como erapor muchas razones mi mejor empleado y siempre antes de las doce el ser más juicioso y diligente, ycapaz de despachar numerosas tareas de un modo incomparable, me resignaba a pasar por alto susexcentricidades, aunque, ocasionalmente, me veía obligado a reprenderlo. Sin embargo lo hacía consuavidad, pues aunque Turkey era de mañana el más cortés, más dócil y más reverencial de loshombres, estaba predispuesto por las tardes, a la menor provocación, a ser áspero de lengua, es decir,insolente. Por eso, valorando sus servicios matinales, como yo lo hacía, y resuelto a no perderlos -peroal mismo tiempo, incómodo por sus provocadoras maneras después del mediodía- y corno hombrepacífico, poco deseoso de que mis amonestaciones provocaran respuestas impropias, resolví, un sábadoa mediodía (siempre estaba peor los sábados), sugerirle, muy bondadosamente, que, tal vez, ahora queempezaba a envejecer, sería prudente abreviar sus tareas; en una palabra, no necesitaba venir a laoficina más que de mañana; después del almuerzo era mejor que se fuera a descansar a su casa hasta lahora del té. Pero no, insistió en cumplir sus deberes vespertinos. Su rostro se puso intolerablementefogoso, y gesticulando con una larga regla, en el extremo de la habitación, me aseguró enfáticamenteque si sus servicios eran útiles de mañana, ¿cuánto más indispensables no serían de tarde?

-Con toda deferencia, señor -dijo Turkey entonces-, me considero su mano derecha. De mañana, ordenoy despliego mis columnas, pero de tarde me pongo a la cabeza, y bizarramente arremeto contra elenemigo, así -e hizo una violenta embestida con la regla.

-¿Y los borrones? -insinué yo.

-Es verdad, pero con todo respeto, señor, ¡contemple estos cabellos! Estoy envejeciendo. Seguramente,señor, un borrón o dos en una tarde calurosa no pueden reprocharse con severidad a mis canas. Lavejez, aunque borronea una página, es honorable. Con permiso, señor, los dos estamos envejeciendo.

Este llamado a mis sentimientos personales resultó irresistible. Comprendí que estaba resuelto a no irse.Hice mi composición de lugar, resolviendo que por las tardes le confiaría sólo documentos de menorimportancia.

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Nippers, el segundo de mi lista, era un muchacho de unos veinticinco años, cetrino, melenudo, algopirático. Siempre lo consideré una víctima de dos poderes malignos: la ambición y la indigestión.Evidencia de la primera era cierta impaciencia en sus deberes de mero copista y una injustificadausurpación de asuntos estrictamente profesionales, tales como la redacción original de documentoslegales. La indigestión se manifestaba en rachas de sarcástico mal humor, con notorio rechinamiento dedientes, cuando cometía errores de copia; innecesarias maldiciones, silbadas más que habladas, en lomejor de sus ocupaciones, y especialmente por un continuo disgusto con el nivel de la mesa en quetrabajaba. A pesar de su ingeniosa aptitud mecánica, nunca pudo Nippers arreglar esa mesa a su gusto.Le ponía astillas debajo, cubos de distinta clase, pedazos de cartón y llegó hasta ensayar un prolijoajuste con tiras de papel secante doblado. Pero todo era en vano. Si para comodidad de su espalda,levantaba la cubierta de su mesa en un ángulo agudo hacia el mentón, y escribía como si un hombreusara el empinado techo de una casa holandesa como escritorio, la sangre circulaba mal en sus brazos.Si bajaba la mesa al nivel de su cintura, y se agachaba sobre ella para escribir, le dolían las espaldas. Laverdad es que Nippers no sabía lo que quería. O, si algo quería, era verse libre para siempre de unamesa de copista. Entre las manifestaciones de su ambición enfermiza, tenía la pasión de recibir a ciertostipos de apariencia ambigua y trajes rotosos a los que llamaba sus clientes. Comprendí que no sólo leinteresaba la política parroquial: a veces hacía sus negocitos en los juzgados, y no era desconocido enlas antesalas de la cárcel. Tengo buenas razones para creer, sin embargo, que un individuo que lovisitaba en mis oficinas, y a quien pomposamente insistía en llamar mi cliente, era sólo un acreedor, yla escritura, una cuenta. Pero con todas sus fallas y todas las molestias que me causaba, Nippers (comosu compatriota Turkey) me era muy útil, escribía con rapidez y letra clara; y cuando quería no lefaltaban modales distinguidos. Además, siempre estaba vestido como un caballero; y con esto dabatono a mi oficina. En lo que respecta a Turkey, me daba mucho trabajo evitar el descrédito que reflejabasobre mí. Sus trajes parecían grasientos y olían a comida. En verano usaba pantalones grandes ybolsudos. Sus sacos eran execrables; el sombrero no se podía tocar. Pero mientras sus sombreros meeran indiferentes, ya que su natural cortesía y deferencia, como inglés subalterno, lo llevaban asacárselo apenas entraba en el cuarto, su saco ya era otra cosa. Hablé con él respecto a su ropa, sinningún resultado. La verdad era, supongo, que un hombre con renta tan exigua no podía ostentar almismo tiempo una cara brillante y una ropa brillante.

Como observó Nippers una vez, Turkey gastaba casi todo su dinero en tinta roja. Un día de invierno leregalé a Turkey un sobretodo mío de muy decorosa apariencia: un sobretodo gris, acolchado, de granabrigo, abotonado desde el cuello hasta las rodillas. Pensé que Turkey apreciaría el regalo, y moderaríasus estrépitos e imprudencias. Pero no; creo que el hecho de enfundarse en un sobretodo tan suave y tanacolchado, ejercía un pernicioso efecto sobre él -según el principio de que un exceso de avena esperjudicial para los caballos-. De igual manera que un caballo impaciente muestra la avena que hacomido, así Turkey mostraba su sobretodo. Le daba insolencia. Era un hombre a quien perjudicaba laprosperidad.

Aunque en lo referente a la continencia de Turkey yo tenía mis presunciones, en lo referente a Nippersestaba persuadido de que, cualesquiera fueran sus faltas en otros aspectos, era por lo menos un jovensobrio. Pero la propia naturaleza era su tabernero, y desde su nacimiento le había suministrado uncarácter tan irritable y tan alcohólico que toda bebida subsiguiente le era superflua. Cuando pienso queen la calma de mi oficina Nippers se ponía de pie, se inclinaba sobre la mesa, estiraba los brazos,levantaba todo el escritorio y lo movía, y lo sacudía marcando el piso, como si la mesa fuera unperverso ser voluntarioso dedicado a vejarlo y a frustrarlo, claramente comprendo que para Nippers elaguardiente era superfluo. Era una suerte para mí que, debido a su causa primordial -la mala digestión-,la irritabilidad y la consiguiente nerviosidad de Nippers eran más notables de mañana, y que de tardeestaba relativamente tranquilo. Y como los paroxismos de Turkey sólo se manifestaban después demediodía, nunca debí sufrir a la vez las excentricidades de los dos. Los ataques se relevaban como

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guardias. Cuando el de Nippers estaba de turno, el de Turkey estaba franco, y viceversa. Dadas lascircunstancias era éste un buen arreglo.

Ginger Nut, el tercero en mi lista, era un muchacho de unos doce años. Su padre era carrero, ambiciosode ver a su hijo, antes de morir, en los tribunales y no en el pescante. Por eso lo colocó en mi oficinacomo estudiante de derecho, mandadero, barredor y limpiador, a razón de un dólar por semana. Teníaun escritorio particular, pero no lo usaba mucho. Pasé revista a su cajón una vez: contenía un conjuntode cáscaras de muchas clases de nueces. Para este perspicaz estudiante, toda la noble ciencia delderecho cabía en una cáscara de nuez. Entre sus muchas tareas, la que desempeñaba con mayorpresteza consistía en proveer de manzanas y de pasteles a Turkey y a Nippers.

Ya que la copia de expedientes es tarea proverbialmente seca, mis dos amanuenses solían humedecersus gargantas con helados, de los que pueden adquirirse en los puestos cerca del Correo y de la Aduana.También solían encargar a Ginger Nut ese bizcocho especial -pequeño, chato, redondo y sazonado conespecias- cuyo nombre se le daba. En las mañanas frías, cuando había poco trabajo, Turkey los engullíaa docenas como si fueran obleas -lo cierto es que por un penique venden seis u ocho-, y el rasguido dela pluma se combinaba con el ruido que hacía al triturar las abizcochadas partículas. Entre lasconfusiones vespertinas y los fogosos atolondramientos de Turkey, recuerdo que una vez humedeciócon la lengua un bizcocho de jengibre y lo estampó como sello en un título hipotecario. Estuveentonces en un tris de despedirlo, pero me desarmó con una reverencia oriental, diciéndome:

-Con permiso, señor, creo que he estado generoso suministrándole un sello a mis expensas.

Mis primitivas tareas de escribano de transferencias y buscador de títulos, y redactor de documentosrecónditos de toda clase aumentaron considerablemente con el nombramiento de agregado a laSuprema Corte. Ahora había mucho trabajo, para el que no bastaban mis escribientes: requerí un nuevoempleado.

En contestación a mi aviso, un joven inmóvil apareció una mañana en mi oficina; la puerta estabaabierta, pues era verano. Reveo esa figura: ¡pálidamente pulcra, lamentablemente decente,incurablemente desolada! Era Bartleby.

Después de algunas palabras sobre su idoneidad, lo tomé, feliz de contar entre mis copistas a unhombre de tan morigerada apariencia, que podría influir de modo benéfico en el arrebatado carácter deTurkey, y en el fogoso de Nippers.

Yo hubiera debido decir que una puerta vidriera dividía en dos partes mis escritorios, una ocupada pormis amanuenses, la otra por mí. Según mi humor, las puertas estaban abiertas o cerradas. Resolvícolocar a Bartleby en un rincón junto a la portada, pero de mi lado, para tener a mano a este hombretranquilo, en caso de cualquier tarea insignificante. Coloqué su escritorio junto a una ventanita, en esecostado del cuarto que originariamente daba a algunos patios traseros y muros de ladrillos, pero queahora, debido a posteriores construcciones, aunque daba alguna luz no tenía vista alguna. A tres pies delos vidrios había una pared, y la luz bajaba de muy arriba, entre dos altos edificios, como desde unapequeña abertura en una cúpula. Para que el arreglo fuera satisfactorio, conseguí un alto biombo verdeque enteramente aislara a Bartleby de mi vista, dejándolo, sin embargo, al alcance de mi voz. Así, encierto modo, se aunaban sociedad y retiro.

Al principio, Bartleby escribió extraordinariamente. Como si hubiera padecido un ayuno de algo quecopiar, parecía hartarse con mis documentos. No se detenía para la digestión. Trabajaba día y noche,copiando, a la luz del día y a la luz de las velas. Yo, encantado con su aplicación, me hubiera encantadoaún más si él hubiera sido un trabajador alegre. Pero escribía silenciosa, pálida, mecánicamente.

Una de las indispensables tareas del escribiente es verificar la fidelidad de la copia, palabra por palabra.Cuando hay dos o más amanuenses en una oficina, se ayudan mutuamente en este examen, uno leyendo

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la copia, el otro siguiendo el original. Es un asunto cansador, insípido y letárgico. Comprendo que paratemperamentos sanguíneos, resultaría intolerable. Por ejemplo, no me imagino al ardoroso Byron,sentado junto a Bartleby, resignado a cotejar un expediente de quinientas páginas, escritas con letraapretada.

Yo ayudaba en persona a confrontar algún documento breve, llamando a Turkey o a Nippers con estepropósito. Uno de mis fines al colocar a Bartleby tan a mano, detrás del biombo, era aprovechar susservicios en estas ocasiones triviales. Al tercer día de su estada, y antes de que fuera necesarioexaminar lo escrito por él, la prisa por completar un trabajito que tenía entre manos, me hizo llamarsúbitamente a Bartleby. En el apuro y en la justificada expectativa de una obediencia inmediata, yoestaba en el escritorio con la cabeza inclinada sobre el original y con la copia en la mano derecha algonerviosamente extendida, de modo que, al surgir de su retiro, Bartleby pudiera tomarla y seguir eltrabajo sin dilaciones.

En esta actitud estaba cuando le dije lo que debía hacer, esto es, examinar un breve escrito conmigo.Imaginen mi sorpresa, mi consternación, cuando sin moverse de su ángulo, Bartleby, con una vozsingularmente suave y firme, replicó:

-Preferiría no hacerlo.

Me quedé un rato en silencio perfecto, ordenando mis atónitas facultades. Primero, se me ocurrió quemis oídos me engañaban o que Bartleby no había entendido mis palabras. Repetí la orden con la mayorclaridad posible; pero con claridad se repitió la respuesta:

-Preferiría no hacerlo.

-Preferiría no hacerlo -repetí como un eco, poniéndome de pie, excitadísimo y cruzando el cuarto agrandes pasos-. ¿Qué quiere decir con eso? Está loco. Necesito que me ayude a confrontar esta página:tómela -y se la alcancé.

-Preferiría no hacerlo -dijo.

Lo miré con atención. Su rostro estaba tranquilo; sus ojos grises, vagamente serenos. Ni un rasgodenotaba agitación. Si hubiera habido en su actitud la menor incomodidad, enojo, impaciencia oimpertinencia, en otras palabras si hubiera habido en él cualquier manifestación normalmente humana,yo lo hubiera despedido en forma violenta. Pero, dadas las circunstancias, hubiera sido como poner enla calle a mi pálido busto en yeso de Cicerón.

Me quedé mirándolo un rato largo mientras él seguía escribiendo y luego volví a mi escritorio. Esto esrarísimo, pensé. ¿Qué hacer? Mis asuntos eran urgentes. Resolví olvidar aquello, reservándolo paraalgún momento libre en el futuro. Llamé del otro cuarto a Nippers y pronto examinamos el escrito.

Pocos días después, Bartleby concluyó cuatro documentos extensos, copias cuadruplicadas detestimonios, dados ante mí durante una semana en la cancillería de la Corte. Era necesario examinarlos.El pleito era importante y una gran precisión era indispensable. Teniendo todo listo llamé a Turkey,Nippers y Ginger Nut, que estaban en el otro cuarto, pensando poner en manos de mis cuatroamanuenses las cuatro copias mientras yo leyera el original. Turkey, Nippers y Ginger Nut estabansentados en fila, cada uno con su documento en la mano, cuando le dije a Bartleby que se uniera alinteresante grupo.

-¡Bartleby!, pronto, estoy esperando.

Oí el arrastre de su silla sobre el piso desnudo, y el hombre no tardó en aparecer a la entrada de suermita.

-¿En qué puedo ser útil? -dijo apaciblemente.

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-Las copias, las copias -dije con apuro-. Vamos a examinarlas. Tome -y le alargué la cuarta copia.

-Preferiría no hacerlo -dijo, y dócilmente desapareció detrás de su biombo.

Por algunos momentos me convertí en una estatua de sal, a la cabeza de mi columna de amanuensessentados. Vuelto en mí, avancé hacia el biombo a indagar el motivo de esa extraordinaria conducta.

-¿Por qué rehúsa?

-Preferiría no hacerlo.

Con cualquier otro hombre, me hubiera precipitado en un arranque de ira, desdeñando explicaciones, ylo hubiera arrojado ignominiosamente de mi vista. Pero había algo en Bartleby que no sólo medesarmaba singularmente, sino que de manera maravillosa me conmovía y desconcertaba. Me puse arazonar con él.

-Son sus propias copias las que estamos por confrontar. Esto le ahorrará trabajo, pues un examenbastará para sus cuatro copias. Es la costumbre. Todos los copistas están obligados a examinar su copia.¿No es así? ¿No quiere hablar? ¡Conteste!

-Prefiero no hacerlo -replicó melodiosamente. Me pareció que mientras me dirigía a él, consideraba concuidado cada aserto mío; que comprendía por entero el significado; que no podía contradecir lairresistible conclusión; pero que al mismo tiempo alguna suprema consideración lo inducía a contestarde ese modo.

-¿Está resuelto, entonces, a no acceder a mi solicitud, solicitud hecha de acuerdo con la costumbre y elsentido común?

Brevemente me dio a entender que en ese punto mi juicio era exacto. Sí: su decisión era irrevocable.

No es raro que el hombre a quien contradicen de una manera insólita e irrazonable, bruscamentedescrea de su convicción más elemental. Empieza a vislumbrar vagamente que, por extraordinario queparezca, toda la justicia y toda la razón están del otro lado; si hay testigos imparciales, se vuelve a ellospara que de algún modo lo refuercen.

-Turkey -dije-, ¿qué piensa de esto? ¿Tengo razón?

-Con todo respeto, señor -dijo Turkey en su tono más suave-, creo que la tiene.

-Nippers. ¿Qué piensa de esto?

-Yo lo echaría a puntapiés de la oficina.

El sagaz lector habrá percibido que siendo mañana, la contestación de Turkey estaba concebida entérminos tranquilos y corteses y la de Nippers era malhumorada. O para repetir una frase anterior,diremos que el malhumor de Nippers estaba de guardia y el de Turkey estaba franco.

-Ginger Nut -dije, ávido de obtener en mi favor el sufragio más mínimo-, ¿qué piensas de esto?

-Creo, señor, que está un poco chiflado -replicó Ginger Nut con una mueca burlona.

-Está oyendo lo que opinan -le dije, volviéndome al biombo-. Salga y cumpla con su deber.

No condescendió a contestar. Tuve un momento de molesta perplejidad. Pero las tareas urgían. Y otravez decidí postergar el estudio de este problema a futuros ocios. Con un poco de incomodidad llegamosa examinar los papeles sin Bartleby, aunque a cada página, Turkey, deferentemente, daba su opinión deque este procedimiento no era correcto; mientras Nippers, retorciéndose en su silla con una nerviosidaddispéptica, trituraba entre sus dientes apretados, intermitentes maldiciones silbadas contra el idiota

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testarudo de detrás del biombo. En cuanto a él (Nippers), ésta era la primera y última vez que haría sinremuneración el trabajo de otro.

Mientras tanto, Bartleby seguía en su ermita, ajeno a todo lo que no fuera su propia tarea.

Pasaron algunos días, en los que el amanuense tuvo que hacer otro largo trabajo. Su conductaextraordinaria me hizo vigilarlo estrechamente. Observé que jamás iba a almorzar; en realidad, quejamás iba a ninguna parte. Jamás, que yo supiera, había estado ausente de la oficina. Era un centinelaperpetuo en su rincón. Noté que a las once de la mañana, Ginger Nut solía avanzar hasta la apertura delbiombo, como atraído por una señal silenciosa, invisible para mí. Luego salía de la oficina, haciendosonar unas monedas, y reaparecía con un puñado de bizcochos de jengibre, que entregaba en la ermita,recibiendo dos de ellos como jornal.

Vive de bizcochos de jengibre, pensé; no toma nunca lo que se llama un almuerzo; debe servegetariano; pero no, pues no toma ni legumbres, no come más que bizcochos de jengibre. Meditésobre los probables efectos de un exclusivo régimen de bizcochos de jengibre. Se llaman así, porque eljengibre es uno de sus principales componentes, y su principal sabor. Ahora bien, ¿qué es el jengibre?Una cosa cálida y picante. ¿Era Bartleby cálido y picante? Nada de eso; el jengibre, entonces, noejercía efecto alguno sobre Bartleby. Probablemente, él prefería que no lo ejerciera.

Nada exaspera más a una persona seria que una resistencia pasiva. Si el individuo resistido no esinhumano, y el individuo resistente es inofensivo en su pasividad, el primero, en sus mejoresmomentos, caritativamente procurará que su imaginación interprete lo que su entendimiento no puederesolver.

Así me aconteció con Bartleby y sus manejos. ¡Pobre hombre! pensé yo, no lo hace por maldad; esevidente que no procede por insolencia; su aspecto es suficiente prueba de lo involuntario de susrarezas. Me es útil. Puedo llevarme bien con él. Si lo despido, caerá con un patrón menos indulgente,será maltratado y tal vez llegará miserablemente a morirse de hambre. Sí, puedo adquirir a muy bajoprecio la deleitosa sensación de amparar a Bartleby; puedo adaptarme a su extraña terquedad; ello mecostará poquísimo o nada y, mientras, atesoraré en el fondo de mi alma lo que finalmente será un dulcebocado para mi conciencia. Pero no siempre consideré así las cosas. La pasividad de Bartleby solíaexasperarme. Me sentía aguijoneado extrañamente a chocar con él en un nuevo encuentro, a despertaren él una colérica chispa correspondiente a la mía. Pero hubiera sido lo mismo tratar de encender fuegogolpeando con los nudillos de mi mano en un pedazo de jabón Windsor.

Una tarde, el impulso maligno me dominó y tuvo lugar la siguiente escena:

-Bartleby -le dije-, cuando haya copiado todos esos documentos, los voy a revisar con usted.

-Preferiría no hacerlo.

-¿Cómo? ¿Se propone persistir en ese capricho de mula?

Silencio.

Abrí la puerta vidriera, y dirigiéndome a Turkey y a Nippers exclamé:

-Bartleby dice por segunda vez que no examinará sus documentos. ¿Qué piensa de eso, Turkey?

Hay que recordar que era de tarde.

Turkey resplandecía como una marmita de bronce; tenía empapada la calva; tamborileaba con lasmanos sobre sus papeles borroneados.

-¿Qué pienso? -rugió Turkey-. ¡Pienso que voy a meterme en el biombo y le voy a poner un ojo negro!

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Con estas palabras se puso de pie y estiró los brazos en una postura pugilística. Se disponía a hacerefectiva su promesa cuando lo detuve, arrepentido de haber despertado la belicosidad de Turkeydespués de almorzar.

-Siéntese, Turkey -le dije-, y oiga lo que Nippers va a decir. ¿Qué piensa, Nippers? ¿No estaríaplenamente justificado despedir de inmediato a Bartleby?

-Discúlpeme, esto tiene que decidirlo usted mismo. Creo que su conducta es insólita, y ciertamenteinjusta hacia Turkey y hacia mí. Pero puede tratarse de un capricho pasajero.

-¡Ah! -exclamé-, es raro ese cambio de opinión. Usted habla de él, ahora, con demasiada indulgencia.

-Es la cerveza -gritó Turkey-, esa indulgencia es efecto de la cerveza. Nippers y yo almorzamos juntos.Ya ve qué indulgente estoy yo, señor. ¿ Le pongo un ojo negro?

-Supongo que se refiere a Bartleby. No, hoy no. Turkey -repliqué-, por favor, baje esos puños.

Cerré las puertas y volví a dirigirme a Bartleby. Tenía un nuevo incentivo para tentar mi suerte. Estabadeseando que volviera a rebelarse. Recordé que Bartleby no abandonaba nunca la oficina.

-Bartleby -le dije-. Ginger. Nut ha salido; cruce al Correo, ¿quiere? -era a tres minutos de distancia- yvea si hay algo para mí.

-Preferiría no hacerlo.

-¿No quiere ir?

-Lo preferiría así.

Pude llegar a mi escritorio, y me sumí en profundas reflexiones. Volvió mi ciego impulso. ¿Habríaalguna cosa capaz de procurarme otra ignominiosa repulsa de este necio tipo sin un cobre, midependiente asalariado?

-¡Bartleby!

Silencio.

-¡Bartleby! -más fuerte.

Silencio.

-¡Bartleby! -vociferé.

Como un verdadero fantasma, cediendo a las leyes de una invocación mágica, apareció al tercerllamado.

-Vaya al otro cuarto, y dígale a Nippers que venga.

-Preferiría no hacerlo -dijo con respetuosa lentitud, y desapareció mansamente.

-Muy bien, Bartleby -dije con voz tranquila, aplomada y serenamente severa, insinuando el inalterablepropósito de alguna terrible y pronta represalia. En ese momento proyectaba algo por el estilo. Peropensándolo bien, y como se acercaba la hora de almorzar, me pareció mejor ponerme el sombrero ycaminar hasta casa, sufriendo con mi perplejidad y mi preocupación.

¿Lo confesaré? Como resultado final quedó establecido en mi oficina que un pálido joven llamadoBartleby tenía ahí un escritorio, que copiaba al precio corriente de cuatro céntimos la hoja (cienpalabras), pero que estaba exento, permanentemente, de examinar su trabajo y que ese deber eratransferido a Turkey y a Nippers, sin duda en gracia de su mayor agudeza; ítem, el susodicho Bartlebyno sería llamado a evacuar el más trivial encargo; y si se le pedía que lo hiciera, se entenderíaque preferiría no hacerlo, en otras palabras, que rehusaría de modo terminante.

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Con el tiempo, me sentí considerablemente reconciliado con Bartleby. Su aplicación, su falta de vicios,su laboriosidad incesante (salvo cuando se perdía en un sueño detrás del biombo), su gran calma, suecuánime conducta en todo momento, hacían de él una valiosa adquisición. En primer lugar siempreestaba ahí, el primero por la mañana, durante todo el día, y el último por la noche. Yo tenía singularconfianza en su honestidad. Sentía que mis documentos más importantes estaban perfectamenteseguros en sus manos. A veces, muy a pesar mío, no podía evitar el caer en espasmódicas cóleras contraél. Pues era muy difícil no olvidar nunca esas raras peculiaridades, privilegios y excepciones inauditas,que formaban las tácitas condiciones bajo las cuales Bartleby seguía en la oficina. A veces, en laansiedad de despachar asuntos urgentes, distraídamente pedía a Bartleby, en breve y rápido tono, ponerel dedo, digamos, en el nudo incipiente de un cordón colorado con el que estaba atando unos papeles.Detrás del biombo resonaba la consabida respuesta: preferiría no hacerlo; y entonces ¿cómo eraposible que un ser humano dotado de las fallas comunes de nuestra naturaleza dejara de contestar conamargura a una perversidad semejante, a semejante sinrazón? Sin embargo, cada nueva repulsa de estaclase tendía a disminuir las probabilidades de que yo repitiera la distracción.

Debo decir que, según la costumbre de muchos hombres de ley con oficinas en edificios densamentehabitados, la puerta tenía varias llaves. Una la guardaba una mujer que vivía en la buhardilla, que hacíauna limpieza a fondo una vez por semana y diariamente barría y sacudía el departamento. Turkey teníaotra, la tercera yo solía llevarla en mi bolsillo, y la cuarta no sé quién la tenía.

Ahora bien, un domingo de mañana se me ocurrió ir a la iglesia de la Trinidad a oír a un famosopredicador, y como era un poco temprano pensé pasar un momento a mi oficina. Felizmente llevaba millave, pero al meterla en la cerradura, encontré resistencia por la parte interior. Llamé; consternado, vigirar una llave por dentro y, exhibiendo su pálido rostro por la puerta entreabierta, entreví a Bartleby enmangas de camisa, y en un raro y andrajoso deshabillé.

Se excusó, mansamente: dijo que estaba muy ocupado y que prefería no recibirme por el momento.Añadió que sería mejor que yo fuera a dar dos o tres vueltas por la manzana, y que entonces habríaterminado sus tareas.

La inesperada aparición de Bartleby, ocupando mi oficina un domingo, con su cadavérica indiferenciacaballeresca, pero tan firme y tan seguro de sí, tuvo tan extraño efecto, que de inmediato me retiré demi puerta y cumplí sus deseos. Pero no sin variados pujos de inútil rebelión contra la mansadesfachatez de este inexplicable amanuense. Su maravillosa mansedumbre no sólo me desarmaba, meacobardaba. Porque considero que es una especie de cobarde el que tranquilamente permite a sudependiente asalariado que le dé órdenes y que lo expulse de sus dominios. Además, yo estaba lleno dedudas sobre lo que Bartleby podría estar haciendo en mi oficina, en mangas de camisa y todo deshecho,un domingo de mañana. ¿Pasaría algo impropio? No, eso quedaba descartado. No podía pensar ni porun momento que Bartleby fuera una persona inmoral. Pero, ¿qué podía estar haciendo allí? ¿Copias?No, por excéntrico que fuera Bartleby, era notoriamente decente. Era la última persona para sentarse ensu escritorio en un estado vecino a la desnudez. Además, era domingo, y había algo en Bartleby queprohibía suponer que violaría la santidad de ese día con tareas profanas.

Con todo, mi espíritu no estaba tranquilo; y lleno de inquieta curiosidad, volví, por fin, a mi puerta. Sinobstáculo introduje la llave, abrí y entré. Bartleby no se veía, miré ansiosamente por todo, eché unaojeada detrás del biombo; pero era claro que se había ido. Después de un prolijo examen, comprendíque por un tiempo indefinido Bartleby debía haber comido y dormido y haberse vestido en mi oficina,y eso sin vajilla, cama o espejo. El tapizado asiento de un viejo sofá desvencijado mostraba en unrincón la huella visible de una flaca forma reclinada. Enrollada bajo el escritorio encontré una frazada;en el hogar vacío una caja de pasta y un cepillo; en una silla una palangana de lata, jabón y una toallarotosa; en un diario, unas migas de bizcocho de jengibre y un bocado de queso. Sí, pensé, es bastanteclaro que Bartleby ha estado viviendo aquí .

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Entonces, me cruzó el pensamiento: ¡Qué miserables orfandades, miserias, soledades, quedan reveladasaquí! Su pobreza es grande; pero, su soledad ¡qué terrible!

Los domingos, Wall Street es un desierto como la Arabia Pétrea; y cada noche de cada día es unadesolación. Este edificio, también, que en los días de semana bulle de animación y de vida, por lanoche retumba de puro vacío, y el domingo está desolado. ¡Y es aquí donde Bartleby hace su hogar,único espectador de una soledad que ha visto poblada, una especie de inocente y transformado Mario,meditando entre las ruinas de Cartago!

Por primera vez en mi vida una impresión de abrumadora y punzante melancolía se apoderó de mí.Antes, nunca había experimentado más que ligeras tristezas, no desagradables. Ahora el lazo de unacomún humanidad me arrastraba al abatimiento. ¡Una melancolía fraternal! Los dos, yo y Bartleby,éramos hijos de Adán. Recordé las sedas brillantes y los rostros dichosos que había visto ese día,bogando como cisnes por el Misisipí de Broadway, y los comparé al pálido copista, reflexionando: ah,la felicidad busca la luz, por eso juzgamos que el mundo es alegre; pero el dolor se esconde en lasoledad, por eso juzgamos que el dolor no existe. Estas imaginaciones -quimeras, indudablemente, deun cerebro tonto y enfermo- me llevaron a pensamientos más directos sobre las rarezas de Bartleby.Presentimientos de extrañas novedades me visitaron. Creí ver la pálida forma del amanuense, entredesconocidos, indiferentes, extendida en su estremecida mortaja.

De pronto, me atrajo el escritorio cerrado de Bartleby, con su llave visible en la cerradura.

No me llevaba, pensé, ninguna intención aviesa, ni el apetito de una desalmada curiosidad, además, elescritorio es mío y también su contenido; bien puedo animarme a revisarlo. Todo estaba metódicamentearreglado, los papeles en orden. Los casilleros eran profundos; removiendo los legajos archivados,examiné el fondo. De pronto sentí algo y lo saqué. Era un viejo pañuelo de algodón, pesado y anudado.Lo abrí y encontré que era una caja de ahorros.

Entonces recordé todos los tranquilos misterios que había notado en el hombre. Recordé que sólohablaba para contestar; que aunque a intervalos tenía tiempo de sobra, nunca lo había visto leer -no, nisiquiera un diario-; que por largo rato se quedaba mirando, por su pálida ventana detrás del biombo, alciego muro de ladrillos; yo estaba seguro que nunca visitaba una fonda o un restaurante; mientras supálido rostro indicaba que nunca bebía cerveza como Nippers, ni siquiera té o café como los otroshombres, que nunca salía a ninguna parte; que nunca iba a dar un paseo, salvo, tal vez ahora; que habíarehusado decir quién era, o de dónde venía, o si tenía algún pariente en el mundo; que, aunque tanpálido y tan delgado, nunca se quejaba de mala salud. Y más aún, recordé cierto aire de inconsciente,de descolorida -¿cómo diré?- de descolorida altivez, digamos, o austera reserva, que me habíainfundido una mansa condescendencia con sus rarezas, cuando se trataba de pedirle el más ligero favor,aunque su larga inmovilidad me indicara que estaba detrás de su biombo, entregado a uno de sussueños frente al muro.

Meditando en esas cosas, y ligándolas al reciente descubrimiento de que había convertido mi oficina ensu residencia, y sin olvidar sus mórbidas cavilaciones, meditando en estas cosas, repito, un sentimientode prudencia nació en mi espíritu. Mis primeras reacciones habían sido de pura melancolía y lástimasincera, pero a medida que la desolación de Bartleby se agrandaba en mi imaginación, esa melancolíase convirtió en miedo, esa lástima en repulsión.

Tan cierto es, y a la vez tan terrible, que hasta cierto punto el pensamiento o el espectáculo de la penaatrae nuestros mejores sentimientos, pero algunos casos especiales no van más allá. Se equivocanquienes afirman que esto se debe al natural egoísmo del corazón humano. Más bien proviene de ciertadesesperanza de remediar un mal orgánico y excesivo. Y cuando se percibe que esa piedad no lleva aun socorro efectivo, el sentido común ordena al alma librarse de ella. Lo que vi esa mañana me

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convenció de que el amanuense era la víctima de un mal innato e incurable. Yo podía dar una limosna asu cuerpo; pero su cuerpo no le dolía; tenía el alma enferma, y yo no podía llegar a su alma.

No cumplí, esa mañana, mi propósito de ir a la Trinidad. Las cosas que había visto me incapacitaban,por el momento, para ir a la iglesia. Al dirigirme a mi casa, iba pensando en lo que haría con Bartleby.Al fin me resolví: lo interrogaría con calma, la mañana siguiente, acerca de su vida, etc., y si rehusabacontestarme francamente y sin reticencias (y suponía que él preferiría no hacerlo), le daría un billete deveinte dólares, además de lo que le debía, diciéndole que ya no necesitaba sus servicios; pero que encualquier otra forma en que necesitara mi ayuda, se la prestaría gustoso, especialmente le pagaría losgastos para trasladarse al lugar de su nacimiento dondequiera que fuera. Además, si al llegar a sudestino necesitaba ayuda, una carta haciéndomelo saber no quedaría sin respuesta.

La mañana siguiente llegó.

-Bartleby -dije, llamándolo comedidamente.

Silencio.

-Bartleby -dije en tono aún más suave- venga, no le voy a pedir que haga nada que usted preferiría nohacer. Sólo quiero conversar con usted.

Con esto, se me acercó silenciosamente.

-¿Quiere decirme, Bartleby, dónde ha nacido?

-Preferiría no hacerlo.

-¿Quiere contarme algo de usted?

-Preferiría no hacerlo.

-Pero ¿qué objeción razonable puede tener para no hablar conmigo? Yo quisiera ser un amigo.

Mientras yo hablaba, no me miró. Tenía los ojos fijos en el busto de Cicerón, que estaba justo detrás demí, a unas seis pulgadas sobre mi cabeza.

-¿Cuál es su respuesta, Bartleby? -le pregunté, después de esperar un buen rato, durante el cual suactitud era estática, notándose apenas un levísimo temblor en sus labios descoloridos.

-Por ahora prefiero no contestar -dijo, y se retiró a su ermita.

Tal vez fui débil, lo confieso, pero su actitud en esta ocasión me irritó. No sólo parecía acechar en ellacierto desdén tranquilo; su terquedad resultaba desagradecida si se considera el indiscutible buen trato yla indulgencia que había recibido de mi parte.

De nuevo me quedé pensando qué haría. Aunque me irritaba su proceder, aunque al entrar en la oficinayo estaba resuelto a despedirlo, un sentimiento supersticioso golpeó en mi corazón y me prohibiócumplir mi propósito, y me dijo que yo sería un canalla si me atrevía a murmurar una palabra duracontra el más triste de los hombres. Al fin, colocando familiarmente mi silla detrás de su biombo, mesenté y le dije:

-Dejemos de lado su historia, Bartleby; pero permítame suplicarle amistosamente que observe en loposible las costumbres de esta oficina. Prométame que mañana o pasado ayudará a examinardocumentos; prométame que dentro de un par de días se volverá un poco razonable, ¿verdad, Bartleby?

-Por ahora prefiero no ser un poco razonable -fue su mansa y cadavérica respuesta. En ese momento seabrió la puerta vidriera y Nippers se acercó. Parecía víctima, contra la costumbre, de una mala noche,producida por una indigestión más severa que las de costumbre. Oyó las últimas palabras de Bartleby.

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-«¿Prefiere no ser razonable?» -gritó Nippers-. Yo le daría preferencias, si fuera usted, señor. ¿Qué es,señor, lo que ahora prefiere no hacer? -Bartleby no movió ni un dedo.

-Señor Nippers -le dije-, prefiero que, por el momento, usted se retire.

No sé cómo, últimamente, yo había contraído la costumbre de usar la palabra preferir. Temblépensando que mi relación con el amanuense ya hubiera afectado seriamente mi estado mental. ¿Quéotra y quizá más honda aberración podría traerme? Este recelo había influido en mi determinación deemplear medidas sumarias.

Mientras Nippers, agrio y malhumorado, desaparecía, Turkey apareció, obsequioso y deferente.

-Con todo respeto, señor -dijo-, ayer estuve meditando sobre Bartleby, y pienso que si él prefirieratomar a diario un cuarto de buena cerveza, le haría mucho bien, y lo habilitaría a prestar ayuda en elexamen de documentos.

-Parece que usted también ha adopta do la palabra -dije, ligeramente excitado.

-Con todo respeto. ¿Qué palabra, señor? -preguntó Turkey, apretándose respetuosamente en el estrechoespacio detrás del biombo y obligándome, al hacerlo, a empujar al amanuense.

-¿Qué palabra, señor?

-Preferiría quedarme aquí solo -dijo Bartleby, como si lo ofendiera el verse atropellado en su retiro.

-Esa es la palabra, Turkey, ésa es.

-¡Ah!, ¿preferir?, ah, sí, curiosa palabra. Yo nunca la uso. Pero señor, como iba diciendo, si prefiriera...

-Turkey -interrumpí-, retírese, por favor.

-Ciertamente, señor, si usted lo prefiere.

Al abrir la puerta vidriera para retirarse, Nippers desde su escritorio me echó una mirada y me preguntósi yo prefería papel blanco o papel azul para copiar cierto documento. No acentuó maliciosamente lapalabra preferir. Se veía que había sido dicha involuntariamente. Reflexioné que era mi deberdeshacerme de un demente, que ya, en cierto modo, había influido en mi lengua y quizá en mi cabeza yen las de mis dependientes. Pero juzgué prudente no hacerlo de inmediato.

Al día siguiente noté que Bartleby no hacía más que mirar por la ventana, en su sueño frente a la pared.Cuando le pregunté por qué no escribía, me dijo que había resuelto no escribir más.

-¿Por qué no? ¿Qué se propone? -exclamé-. ¿ No escribir más?

-Nunca más.

-¿Y por qué razón?

-¿No la ve usted mismo? -replicó con indiferencia.

Lo miré fijamente y me pareció que sus ojos estaban apagados y vidriosos. Enseguida se me ocurrióque su ejemplar diligencia junto a esa pálida ventana, durante las primeras semanas, había dañado suvista.

Me sentí conmovido y pronuncié algunas palabras de simpatía. Sugerí que, por supuesto, era prudentede su parte el abstenerse de escribir por un tiempo; y lo animé a tomar esta oportunidad para hacerejercicios al aire libre. Pero no lo hizo. Días después, estando ausentes mis otros empleados, y teniendomucha prisa por despachar ciertas cartas, pensé que no teniendo nada que hacer, Bartleby seria menosinflexible que de costumbre y querría llevármelas al Correo. Se negó rotundamente y aunque meresultaba molesto, tuve que llevarlas yo mismo. Pasaba el tiempo. Ignoro si los ojos de Bartleby se

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mejoraron o no. Me parece que sí, según todas las apariencias. Pero cuando se lo pregunté no meconcedió una respuesta. De todos modos, no quería seguir copiando. Al fin, acosado por mis preguntas,me informó que había resuelto abandonar las copias.

-¡Cómo! -exclamé-. ¿Si sus ojos se curaran, si viera mejor que antes, copiaría entonces?

-He renunciado a copiar -contestó y se hizo a un lado.

Se quedó como siempre, enclavado en mi oficina. ¡Qué! -si eso fuera posible- se reafirmó más aún queantes. ¿Qué hacer? Si no hacia nada en la oficina: ¿por qué se iba a quedar? De hecho, era una carga,no sólo inútil, sino gravosa. Sin embargo, le tenía lástima. No digo sino la pura verdad cuando afirmoque me causaba inquietud. Si hubiese nombrado a algún pariente o amigo, yo le hubiera escrito,instándolo a llevar al pobre hombre a un retiro adecuado. Pero parecía solo, absolutamente solo en eluniverso. Algo como un despojo en mitad del océano Atlántico. A la larga, necesidades relacionadascon mis asuntos prevalecieron sobre toda consideración. Lo más bondadosamente posible, le dije aBartleby que en seis días debía dejar la oficina. Le aconsejé tomar medidas en ese intervalo paraprocurarse una nueva morada. Le ofrecí ayudarlo en este empeño, si él personalmente daba el primerpaso para la mudanza.

-Y cuando usted se vaya del todo, Bartleby -añadí-, velaré para que no salga completamentedesamparado. Recuerde, dentro de seis días.

Al expirar el plazo, espié detrás del biombo: ahí estaba Bartleby.

Me abotoné el abrigo, me paré firme; avancé lentamente hasta tocarle el hombro y le dije:

-El momento ha llegado; debe abandonar este lugar; lo siento por usted; aquí tiene dinero, debe irse.

-Preferiría no hacerlo -replicó-, siempre dándome la espalda.

-Pero usted debe irse.

Silencio.

Yo tenía una ilimitada confianza en su honradez. Con frecuencia me había devuelto peniques y chelinesque yo había dejado caer en el suelo, porque soy muy descuidado con esas pequeñeces. Lasprovidencias que adopté no se considerarán, pues, extraordinarias.

-Bartleby -le dije-, le debo doce dólares, aquí tiene treinta y dos; esos veinte son suyos ¿quieretomarlos? -y le alcancé los billetes.

Pero ni se movió.

-Los dejaré aquí, entonces -y los puse sobre la mesa bajo un pisapapeles. Tomando mi sombrero y mibastón me dirigí a la puerta, y volviéndome tranquilamente añadí:

-Cuando haya sacado sus cosas de la oficina, Bartleby, usted por supuesto cerrará con llave la puerta,ya que todos se han ido, y por favor deje la llave bajo el felpudo, para que yo la encuentre mañana. Nonos veremos más. Adiós. Si más adelante, en su nuevo domicilio puedo serle útil, no deje deescribirme. Adiós Bartleby y que le vaya bien.

No contestó ni una palabra, como la última columna de un templo en ruinas, quedó mudo y solitario enmedio del cuarto desierto.

Mientras me encaminaba a mi casa, pensativo, mi vanidad se sobrepuso a mi lástima. No podía menosde jactarme del modo magistral con que había llevado mi liberación de Bartleby. Magistral, lo llamaba,y así debía opinar cualquier pensador desapasionado. La belleza de mi procedimiento consistía en superfecta serenidad. Nada de vulgares intimidaciones, ni de bravatas, ni de coléricas amenazas, ni de

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paseos arriba y abajo por el departamento, con espasmódicas órdenes vehementes a Bartleby dedesaparecer con sus miserables bártulos. Nada de eso. Sin mandatos gritones a Bartleby -como hubierahecho un genio inferior- yo había postulado que se iba, y sobre esa promesa había construido todo midiscurso. Cuanto más pensaba en mi actitud, más me complací en ella. Con todo, al despertarme lamañana siguiente, tuve mis dudas: mis humos de vanidad se habían desvanecido. Una de las horas máslúcidas y serenas en la vida del hombre es la del despertar. Mi procedimiento seguía pareciéndome tansagaz como antes, pero sólo en teoría. Cómo resultaría en la práctica era lo que estaba por verse. Erauna bella idea, dar por sentada la partida de Bartleby; pero, después de todo, esta presunción era sólomía, y no de Bartleby. Lo importante era no que yo hubiera establecido que debía irse, sino que élprefiriera hacerlo. Era hombre de preferencias, no de presunciones.

Después del almuerzo, me fui al centro, discutiendo las probabilidades pro y contra. A ratos pensabaque sería un fracaso y que encontraría a Bartleby en mi oficina como de costumbre; y enseguida teníala seguridad de encontrar su silla vacía. Y así seguí titubeando. En la esquina de Broadway y la calledel Canal, vi a un grupo de gente muy excitada, conversando seriamente.

-Apuesto a que... -oí decir al pasar.

-¿A que no se va? ¡Ya está! -dije-, ponga su dinero.

Instintivamente metí la mano en el bolsillo, para vaciar el mío, cuando me acordé que era día deelecciones. Las palabras que había oído no tenían nada que ver con Bartleby, sino con el éxito o fracasode algún candidato para intendente. En mi obsesión, ya había imaginado que todo Broadway compartíami excitación y discutía el mismo problema.

Seguí, agradecido al bullicio de la calle, que protegía mi distracción. Como era mi propósito, lleguémás temprano que de costumbre a la puerta de mi oficina. Me paré a escuchar. No había ruido. Debíade haberse ido. Probé el llamador. La puerta estaba cerrada con llave. Mi procedimiento había obradocomo magia; el hombre había desaparecido. Sin embargo, cierta melancolía se mezclaba a esta idea: eléxito brillante casi me pesaba. Estaba buscando bajo el felpudo la llave que Bartleby debía habermedejado cuando, por casualidad, pegué en la puerta con la rodilla, produciendo un ruido como dellamada, y en respuesta llegó hasta mí una voz que decía desde adentro:

-Todavía no; estoy ocupado.

Era Bartleby.

Quedé fulminado. Por un momento quedé como aquel hombre que, con su pipa en la boca, fue muertopor un rayo, hace ya tiempo, en una tarde serena de Virginia; fue muerto asomado a la ventana y quedórecostado en ella en la tarde soñadora, hasta que alguien lo tocó y cayó.

-¡No se ha ido! -murmuré por fin. Pero una vez más, obedeciendo al ascendiente que el inescrutableamanuense tenía sobre mí, y del cual me era imposible escapar, bajé lentamente a la calle; al dar vueltaa la manzana, consideré qué podía hacer en esta inaudita perplejidad. Imposible expulsarlo aempujones; inútil sacarlo a fuerza de insultos; llamar a la policía era una idea desagradable; y, sinembargo, permitirle gozar de su cadavérico triunfo sobre mí, eso también era inadmisible. ¿Qué hacer?o, si no había nada que hacer, ¿qué dar por sentado? Yo había dado por sentado que Bartleby se iría;ahora podía yo retrospectivamente asumir que se había ido. En la legítima realización de esta premisa,podía entrar muy apurado en mi oficina, y fingiendo no ver a Bartleby, llevarlo por delante como sifuera el aire. Tal procedimiento tendría en grado singular todas las apariencias de una indirecta. Erabastante difícil que Bartleby pudiera resistir a esa aplicación de la doctrina de las suposiciones. Perorepensándolo bien, el éxito de este plan me pareció dudoso. Resolví discutir de nuevo el asunto.

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-Bartleby -le dije, con severa y tranquila expresión, entrando a la oficina-, estoy disgustado muyseriamente. Estoy apenado, Bartleby. No esperaba esto de usted. Yo me lo había imaginado decaballeresco carácter, yo había pensado que en cualquier dilema bastaría la más ligera insinuación -enuna palabra- suposición. Pero parece que estoy engañado. ¡Cómo! -agregué, naturalmente asombrado-,¿ni siquiera ha tocado ese dinero? -Estaba en el preciso lugar donde yo lo había dejado la víspera.

No contestó.

-¿Quiere usted dejarnos, sí o no? -pregunté en un arranque, avanzando hasta acercarme a él.

-Preferiría no dejarlos -replicó suavemente, acentuando el no.

-¿Y qué derecho tiene para quedarse? ¿Paga alquiler? ¿Paga mis impuestos? ¿Es suya la oficina?

No contestó.

-¿Está dispuesto a escribir ahora? ¿Se ha mejorado de la vista? ¿Podría escribir algo para mi estamañana, o ayudarme a examinar unas líneas, o ir al Correo? En una palabra, ¿quiere hacer algo quejustifique su negativa de irse?

Silenciosamente se retiró a su ermita.

Yo estaba en tal estado de resentimiento nervioso que me pareció prudente abstenerme de otrosreproches. Bartleby y yo estábamos solos. Recordé la tragedia del infortunado Adams y del aún másinfortunado Colt en la solitaria oficina de éste; y cómo el pobre Colt, exasperado por Adams, ydejándose llevar imprudentemente por la ira, fue precipitado al acto fatal, acto que ningún hombrepuede deplorar más que el actor. A menudo he pensado que si este altercado hubiera tenido lugar en lacalle o en una casa particular, otro hubiera sido su desenlace. La circunstancia de estar solos en unaoficina desierta, en lo alto de un edificio enteramente desprovisto de domésticas asociaciones humanas-una oficina sin alfombras, de apariencia, sin duda alguna, polvorienta y desolada- debe habercontribuido a acrecentar la desesperación del desventurado Colt. Pero cuando el resentimiento del viejoAdams se apoderó de mí y me tentó en lo concerniente a Bartleby, luché con él y lo vencí. ¿Cómo?Recordando sencillamente el divino precepto: Un nuevo mandamiento les doy: ámense los unos a losotros. Sí, esto fue lo que me salvó. Aparte de más altas consideraciones, la caridad obra como unprincipio sabio y prudente, como una poderosa salvaguardia para su poseedor. Los hombres hanasesinado por celos, y por rabia, y por odio, y por egoísmo y por orgullo espiritual; pero no hayhombre, que yo sepa, que haya cometido un asesinato por caridad. La prudencia, entonces, si no puedeaducirse motivo mejor, basta para impulsar a todos los seres hacia la filantropía y la caridad. En todocaso, en esta ocasión me esforcé en ahogar mi irritación con el amanuense, interpretandobenévolamente su conducta. ¡Pobre hombre, pobre hombre!, pensé, no sabe lo que hace; y, además, hapasado días muy duros y merece indulgencia.

Procuré también ocuparme en algo; y al mismo tiempo consolar mi desaliento. Traté de imaginar queen el curso de la mañana, en un momento que le viniera bien, Bartleby, por su propia y libre voluntad,saldría de su ermita, decidido a encaminarse a la puerta. Pero, no, llegaron las doce y media, la cara deTurkey se encendió, volcó el tintero y empezó su turbulencia; Nippers declinó hacia la calma y lacortesía; Ginger Nut mascó su manzana del mediodía; y Bartleby siguió de pie en la ventana en uno desus profundos sueños frente al muro. ¿Me creerán? ¿Me atreveré a confesarlo? Esa tarde abandoné laoficina, sin decirle ni una palabra más.

Pasaron varios días durante los cuales, en momentos de ocio, revisé Sobre testamentos de Edwards ySobre la necesidad de Priestley. Estos libros, dadas las circunstancias, me produjeron un sentimientosaludable. Gradualmente llegué a persuadirme de que mis disgustos acerca del amanuense estabandecretados desde la eternidad, y Bartleby me estaba destinado por algún misterioso propósito de la

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Divina Providencia, que un simple mortal como yo no podía penetrar. Sí, Bartleby, quédate ahí, detrásdel biombo, pensé; no te perseguiré más; eres inofensivo y silencioso como una de esas viejas sillas; enuna palabra, nunca me he sentido en mayor intimidad que sabiendo que estabas ahí. Al fin lo veo, losiento; penetro el propósito predestinado de mi vida. Estoy satisfecho. Otros tendrán papeles máselevados, mi misión en este mundo, Bartleby, es proveerte de una oficina por el período que quieras.Creo que este sabio orden de ideas hubiera continuado, a no mediar observaciones gratuitas ymaliciosas que me infligieron profesionales amigos, al visitar las oficinas. Como acontece a menudo, elconstante roce con mentes mezquinas acaba con las buenas resoluciones de los más generosos.Pensándolo bien, no me asombra que a las personas que entraban a mi oficina les impresionara elpeculiar aspecto del inexplicable Bartleby y se vieran tentadas de formular alguna siniestraobservación. A veces un procurador visitaba la oficina y, encontrando solo al amanuense, trataba deobtener de él algún dato preciso sobre mi paradero; sin prestarle atención, Bartleby seguíainconmovible en medio del cuarto. El procurador, después de contemplarlo un rato, se despedía tanignorante como había venido.

También, cuando alguna audiencia tenía lugar, y el cuarto estaba lleno de abogados y testigos, y sesucedían los asuntos, algún letrado muy ocupado, viendo a Bartleby enteramente ocioso le pedía quefuera a buscar en su oficina (la del letrado) algún documento. Bartleby, en el acto, rehusabatranquilamente y se quedaba tan ocioso como antes. Entonces el abogado se quedaba mirándoloasombrado, le clavaba los ojos y luego me miraba a mí. Y yo ¿qué podía decir? Por fin, me di cuenta deque en todo el círculo de mis relaciones corría un murmullo de asombro acerca del extraño ser quecobijaba en mi oficina. Esto me molestaba ya muchísimo. Se me ocurrió que podía ser longevo y queseguiría ocupando mi departamento, y desconociendo mi autoridad y asombrando a mis visitantes; yhaciendo escandalosa mi reputación profesional; y arrojando una sombra general sobre elestablecimiento y manteniéndose con sus ahorros (porque indudablemente no gastaba sino medio realpor día), y que tal vez llegara a sobrevivirme y a quedarse en mi oficina reclamando derechos deposesión, fundados en la ocupación perpetua. A medida que esas oscuras anticipaciones me abrumaban,y que mis amigos menudeaban sus implacables observaciones sobre esa aparición en mi oficina, ungran cambio se operó en mí. Resolví hacer un esfuerzo enérgico y librarme para siempre de estapesadilla intolerable.

Antes de urdir un complicado proyecto, sugerí simplemente a Bartleby la conveniencia de su partida.En un tono serio y tranquilo, entregué la idea a su cuidadosa y madura consideración. Al cabo de tresdías de meditación, me comunicó que sostenía su criterio original; en una palabra, que preferíapermanecer conmigo.

¿Qué hacer?, dije para mi, abotonando mi abrigo hasta el último botón. ¿Qué hacer? ¿Qué debo hacer?¿Qué dice mi conciencia que debería hacer con este hombre, o más bien, con este fantasma? Tengo quelibrarme de él; se irá, pero ¿cómo? ¿Echarás a ese pobre, pálido, pasivo mortal, arrojarás esa criaturaindefensa? ¿Te deshonrarás con semejante crueldad? No, no quiero, no puedo hacerlo. Más bien lodejaría vivir y morir aquí y luego emparedaría sus restos en el muro. ¿Qué harás entonces? Con todostus ruegos, no se mueve. Deja los sobornos bajo tu propio pisapapeles, es bien claro que prefierequedarse contigo.

Entonces hay que hacer algo severo, algo fuera de lo común. ¿Cómo, lo harás arrestar por un gendarmey entregarás su inocente palidez a la cárcel? ¿Qué motivos podrías aducir? ¿Es acaso un vagabundo?¡Cómo!, ¿él, un vagabundo, un ser errante, él, que rehúsa moverse? Entonces, ¿porque no quiere ser unvagabundo, vas a clasificarlo como tal? Esto es un absurdo. ¿Carece de medios visibles de vida?,bueno, ahí lo tengo. Otra equivocación, indudablemente vive y ésta es la única prueba incontestable deque tiene medios de vida. No hay nada que hacer entonces. Ya que él no quiere dejarme, yo tendré que

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dejarlo. Mudaré mi oficina; me mudaré a otra parte, y le notificaré que si lo encuentro en mi nuevodomicilio procederé contra él como contra un vulgar intruso.

Al día siguiente le dije:

-Estas oficinas están demasiado lejos de la Municipalidad, el aire es malsano. En una palabra: tengo elproyecto de mudarme la semana próxima, y ya no requeriré sus servicios. Se lo comunico ahora, paraque pueda buscar otro empleo.

No contestó y no se dijo nada más.

En el día señalado contraté carros y hombres, me dirigí a mis oficinas, y teniendo pocos muebles, todofue llevado en pocas horas. Durante la mudanza el amanuense quedó atrás del biombo, que ordenéfuera lo último en sacarse. Lo retiraron, lo doblaron como un enorme pliego; Bartleby quedó inmóvilen el cuarto desnudo. Me detuve en la entrada, observándolo un momento, mientras algo dentro de mí,me reconvenla.

Volví a entrar, con la mano en el bolsillo y mi corazón en la boca.

-Adiós, Bartleby, me voy, adiós y que Dios lo bendiga de algún modo, y tome esto -deslicé algo en sumano. Pero él lo dejó caer al suelo y entonces, raro es decirlo, me arranqué dolorosamente de quientanto había deseado librarme.

Establecido en mis oficinas, por uno o dos días mantuve la puerta con llave, sobresaltándome cadapisada en los corredores. Cuando volvía, después de cualquier salida, me detenía en el umbral uninstante, y escuchaba atentamente al introducir la llave. Pero mis temores eran vanos. Bartleby nuncavolvió.

Pensé que todo iba bien, cuando un señor muy preocupado me visitó, averiguando si yo era el últimoinquilino de las oficinas en el n.º X de Wall Street.

Lleno de aprensiones, contesté que sí.

-Entonces, señor -dijo el desconocido, que resultó ser un abogado-, usted es responsable por el hombreque ha dejado allí. Se niega a hacer copias; se niega a hacer todo; dice que prefiere no hacerlo; y seniega a abandonar el establecimiento.

-Lo siento mucho, señor -le dije con aparente tranquilidad, pero con un temblor interior-, pero elhombre al que usted alude no es nada mío, no es un pariente o un meritorio, para que usted quierahacerme responsable.

-En nombre de Dios, ¿quién es?

-Con toda sinceridad no puedo informarlo. Yo no sé nada de él. Anteriormente lo tomé como copista;pero hace bastante tiempo que no trabaja para mí.

-Entonces, lo arreglaré. Buenos días, señor.

Pasaron varios días y no supe nada más; y aunque a menudo sentía un caritativo impulso de visitar ellugar y ver al pobre Bartleby, un cierto escrúpulo, de no sé qué, me detenía.

Ya he concluido con él, pensaba, al fin, cuando pasó otra semana sin más noticias. Pero al llegar a mioficina, al día siguiente, encontré varias personas esperando en mi puerta, en un estado de granexcitación.

-Este es el hombre, ahí viene -gritó el que estaba delante, y que no era otro que el abogado que mehabía visitado.

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-Usted tiene que sacarlo, señor, en el acto -gritó un hombre corpulento adelantándose y en el quereconocí al propietario del n.º X de Wall Street-. Estos caballeros, mis inquilinos, no pueden soportarlomás; El señor B. -señalando al abogado- lo ha echado de su oficina, y ahora persiste en ocupar todo eledificio, sentándose de día en los pasamanos de la escalera y durmiendo a la entrada, de noche. Todosestán inquietos; los clientes abandonan las oficinas; hay temores de un tumulto, usted tiene que haceralgo, inmediatamente.

Horrorizado ante este torrente, retrocedí y hubiera querido encerrarme con llave en mi nuevo domicilio.En vano protesté que nada tenía que ver con Bartleby. En vano: yo era la última persona relacionadacon él y nadie quería olvidar esa circunstancia.

Temeroso de que me denunciaran en los diarios (como alguien insinuó oscuramente) consideré elasunto y dije que si el abogado me concedía una entrevista privada con el amanuense en su propiaoficina (la del abogado), haría lo posible para librarlos del estorbo.

Subiendo a mi antigua morada, encontré a Bartleby silencioso, sentado sobre la baranda en el descanso.

-¿Qué está haciendo ahí, Bartleby? -le dije.

-Sentado en la baranda -respondió humildemente.

Lo hice entrar a la oficina del abogado, que nos dejó solos.

-Bartleby -dije-, ¿se da cuenta de que está ocasionándome un gran disgusto, con su persistencia enocupar la entrada después de haber sido despedido de la oficina?

Silencio.

-Tiene que elegir. O usted hace algo, o algo se hace con usted. Ahora bien, ¿qué clase de trabajoquisiera hacer? ¿Le gustaría volver a emplearse como copista?

-No, preferiría no hacer ningún cambio.

-¿Le gustaría ser vendedor en una tienda de géneros?

-Es demasiado encierro. No, no me gustaría ser vendedor; pero no soy exigente.

-¡Demasiado encierro -grité-, pero si usted está encerrado todo el día!

-Preferiría no ser vendedor -respondió como para cerrar la discusión.

-¿Qué le parece un empleo en un bar? Eso no fatiga la vista.

-No me gustaría, pero, como he dicho antes, no soy exigente.

Su locuacidad me animó. Volví a la carga.

-Bueno, ¿entonces quisiera viajar por el país como cobrador de comerciantes? Sería bueno para susalud.

-No, preferiría hacer otra cosa.

-¿No iría usted a Europa, para acompañar a algún joven y distraerlo con su conversación? ¿No leagradaría eso?

-De ninguna manera. No me parece que haya en eso nada preciso. Me gusta estar fijo en un sitio. Perono soy exigente.

-Entonces, quédese fijo -grité, perdiendo la paciencia. Por primera vez, en mi desesperante relación conél, me puse furioso-. ¡Si usted no se va de aquí antes del anochecer; me veré obligado, en verdad, estoyobligado, a irme yo mismo! -dije, un poco absurdamente, sin saber con qué amenaza atemorizarlo para

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trocar en obediencia su inmovilidad. Desesperado de cualquier esfuerzo ulterior; precipitadamente meiba, cuando se me ocurrió un último pensamiento -uno ya vislumbrado por mí.

-Bartleby -dije, en el tono más bondadoso que pude adoptar; dadas las circunstancias- ¿usted no iría acasa conmigo? No a mi oficina, sino a mi casa, ¿a quedarse allí hasta encontrar un arreglo conveniente?Vámonos ahora mismo.

-No, por el momento preferiría no hacer ningún cambio.

No contesté; pero eludiendo a todos por lo súbito y rápido de mi fuga, huí del edificio, corrí por WallStreet hacia Broadway y saltando en el primer ómnibus me vi libre de toda persecución. Apenas vueltoa mi tranquilidad, comprendí que yo había hecho todo lo humanamente posible, tanto respecto a lospedidos del propietario y sus inquilinos, como respecto a mis deseos y mi sentido del deber; parabeneficiar a Bartleby, y protegerlo de una ruda persecución. Procuré estar tranquilo y libre de cuidados;mi conciencia justificaba mi intento, aunque a decir verdad, no logré el éxito que esperaba. Tal era mitemor de ser acosado por el colérico propietario y sus exasperados inquilinos, que entregando por unosdías mis asuntos a Nippers, me dirigí a la parte alta de la ciudad, a través de los suburbios, en mi coche;crucé de Jersey City a Hoboken, e hice fugitivas visitas a Manhattanville y Astoria. De hecho, casiestuve domiciliado en mi coche durante ese tiempo. Cuando regresé a la oficina, encontré sobre miescritorio una nota del propietario. La abrí con temblorosas manos. Me informaba que su autor habíallamado a la policía, y que Bartleby había sido conducido a la cárcel como vagabundo. Además, comoyo lo conocía más que nadie, me pedía que concurriera y que hiciera una declaración conveniente delos hechos. Estas nuevas tuvieron sobre mi un efecto contradictorio. Primero, me indignaron, luego casimerecieron mi aprobación. El carácter enérgico y expeditivo del propietario le había hecho adoptar untemperamento que yo no hubiera elegido; y, sin embargo, como último recurso, dadas las circunstanciasespeciales, parecía el único camino.

Supe después que cuando le dijeron al amanuense que sería conducido a la cárcel, éste no ofreció lamenor resistencia. Con su pálido modo inalterable, silenciosamente asintió. Algunos curiosos oapiadados espectadores se unieron al grupo; encabezada por uno de los gendarmes, del brazo deBartleby, la silenciosa procesión siguió su camino entre todo el ruido, y el calor, y la felicidad de lasaturdidas calles al mediodía.

El mismo día que recibí la nota, fui a la cárcel. Buscando al empleado, declaré el propósito de mi visita,y fui informado que el individuo que yo buscaba estaba, en efecto, ahí dentro. Aseguré al funcionarioque Bartleby era de una cabal honradez y que merecía nuestra lástima, por inexplicablementeexcéntrico que fuera. Le referí todo lo que sabía, y le sugerí que lo dejaran en un benigno encierro hastaque algo menos duro pudiera hacerse -aunque no sé muy bien en qué pensaba. De todos modos, si nadase decidía, el asilo debía recibirlo. Luego solicité una entrevista.

Como no había contra él ningún cargo serio, y era inofensivo y tranquilo, le permitían andar en libertadpor la prisión y particularmente por los patios cercados de césped. Ahí lo encontré, solitario en el másquieto de los patios, con el rostro vuelto a un alto muro, mientras alrededor; me pareció ver los ojos deasesinos y de ladrones, atisbando por las estrechas rendijas de las ventanas.

-¡Bartleby!

-Lo conozco -dijo sin darse vuelta- y no tengo nada que decirle.

-Yo no soy el que le trajo aquí, Bartleby -dije profundamente dolido por su sospecha-. Para usted, estelugar no debe ser tan vil. Nada reprochable lo ha traído aquí. Vea, no es un lugar tan triste, como podríasuponerse. Mire, ahí está el cielo, y aquí el césped.

-Sé dónde estoy -replicó, pero no quiso decir nada más, y entonces lo dejé.

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Al entrar de nuevo en el corredor; un hombre ancho y carnoso, de delantal, se me acercó, y señalandocon el pulgar sobre el hombro, dijo:

-¿Ése es su amigo?

-Sí.

-¿Quiere morirse de hambre? En tal caso, que observe el régimen de la prisión y saldrá con su gusto.

-¿Quién es usted? -le pregunté, no acertando a explicarme una charla tan poco oficial en ese lugar.

-Soy el despensero. Los caballeros que tienen amigos aquí me pagan para que los provea de buenosplatos.

-¿Es cierto? -le pregunté al guardián. Me contestó que sí.

-Bien, entonces -dije, deslizando unas monedas de plata en la mano del despensero-, quiero que miamigo esté particularmente atendido. Dele la mejor comida que encuentre. Y sea con él lo más atentoposible.

-Presénteme, ¿quiere? -dijo el despensero, con una expresión que parecía indicar la impaciencia deensayar inmediatamente su urbanidad.

Pensando que podía redundar en beneficio del amanuense, accedí, y preguntándole su nombre, me fui abuscar a Bartleby.

-Bartleby, éste es un amigo, usted lo encontrará muy útil.

-Servidor; señor -dijo el despensero, haciendo un lento saludo, detrás del delantal-. Espero que esto leresulte agradable, señor; lindo césped, departamentos frescos, espero que pase un tiempo con nosotros,trataremos de hacérselo agradable. ¿Qué quiere cenar hoy?

-Prefiero no cenar hoy -dijo Bartleby, dándose vuelta-. Me haría mal; no estoy acostumbrado a cenar-con estas palabras se movió hacia el otro lado del cercado, y se quedó mirando la pared.

-¿Cómo es esto? -dijo el hombre, dirigiéndose a mí con una mirada de asombro-. Es medio raro,¿verdad?

-Creo que está un poco desequilibrado -dije con tristeza.

-¿Desequilibrado? ¿ Está desequilibrado? Bueno, palabra de honor que pensé que su amigo era uncaballero falsificador; los falsificadores son siempre pálidos y distinguidos. No puedo menos quecompadecerlos; me es imposible, señor. ¿No conoció a Monroe Edwards? -agregó patéticamente y sedetuvo. Luego, apoyando compasivamente la mano en mi hombro, suspiró-: murió tuberculoso enSing-Sing. Entonces, ¿usted no conocía a Monroe?

-No, nunca he tenido relaciones sociales con ningún falsificador. Pero no puedo demorarme. Cuide a miamigo. Le prometo que no le pesará. Ya nos veremos.

Pocos días después, conseguí otro permiso para visitar la cárcel y anduve por los corredores en buscade Bartleby, pero sin dar con él.

-Lo he visto salir de su celda no hace mucho -dijo un guardián-. Habrá salido a pasear al patio. Tomóesa dirección.

-¿Está buscando al hombre callado? -dijo otro guardián, cruzándose conmigo-. Ahí está, durmiendo enel patio. No hace veinte minutos que lo vi acostado.

El patio estaba completamente tranquilo. A los presos comunes les estaba vedado el acceso. Los murosque lo rodeaban, de asombroso espesor; excluían todo ruido. El carácter egipcio de la arquitectura me

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abrumó con su tristeza. Pero a mis pies crecía un suave césped cautivo. Era como si en el corazón delas eternas pirámides, por una extraña magia, hubiese brotado de las grietas una semilla arrojada por lospájaros.

Extrañamente acurrucado al pie del muro, con las rodillas levantadas, de lado, con la cabeza tocandolas frías piedras, vi al consumido Bartleby. Pero no se movió. Me detuve, luego me acerqué; me incliné,y vi que sus vagos ojos estaban abiertos; por lo demás, parecía profundamente dormido. Algo meimpulsó a tocarlo. Al sentir su mano, un escalofrío me corrió por el brazo y por la medula hasta lospies.

La redonda cara del despensero me interrogó:

-Su comida está pronta. ¿No querrá comer hoy tampoco? ¿O vive sin comer?

-Vive sin comer -dije yo y le cerré los ojos.

-¿Eh?, está dormido, ¿verdad?

-Con reyes y consejeros -dije yo.

Creo que no hay necesidad de proseguir esta historia. La imaginación puede suplir fácilmente el pobrerelato del entierro de Bartleby. Pero antes de despedirme del lector; quiero advertirle que si estanarración ha logrado interesarle lo bastante para despertar su curiosidad sobre quién era Bartleby, y quévida llevaba antes de que el narrador trabara conocimiento con él, sólo puedo decirle que comparto esacuriosidad, pero que no puedo satisfacerla. No sé si debo divulgar un pequeño rumor que llegó a misoídos, meses después del fallecimiento del amanuense. No puedo afirmar su fundamento; ni puedodecir qué verdad tenía. Pero, como este vago rumor no ha carecido de interés para mí, aunque es triste,puede también interesar a otros.

El rumor es éste: que Bartleby había sido un empleado subalterno en la Oficina deCartas Muertas deWáshington, del que fue bruscamente despedido por un cambio en la administración. Cuando pienso eneste rumor; apenas puedo expresar la emoción que me embargó. ¡Cartas muertas!, ¿no se parece ahombres muertos? Conciban un hombre por naturaleza y por desdicha propenso a una pálidadesesperanza. ¿Qué ejercicio puede aumentar esa desesperanza como el de manejar continuamente esascartas muertas y clasificarlas para las llamas? Pues a carradas las queman todos los años. A veces, elpálido funcionario saca de los dobleces del papel un anillo -el dedo al que iba destinado, tal vez ya secorrompe en la tumba-; un billete de Banco remitido en urgente caridad a quien ya no come, ni puedeya sentir hambre; perdón para quienes murieron desesperados; esperanza para los que murieron sinesperanza, buenas noticias para quienes murieron sofocados por insoportables calamidades. Conmensajes de vida, estas cartas se apresuran hacia la muerte.

¡Oh Bartleby! ¡Oh humanidad!

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Nathaniel Hawthorne (1804 – 1864)

Wakefield

Recuerdo haber leído en alguna revista o periódico viejo la historia, relatada como verdadera, de un hombre -llamémoslo Wakefield- que abandonó a su mujer durante un largo tiempo. El hecho, expuesto así en abstracto, no es muy infrecuente, ni tampoco -sin una adecuada discriminación de las circunstancias- debe ser censurado por díscolo o absurdo. Sea como fuere, este, aunque lejos de ser el más grave, es tal vez el caso más extraño de delincuencia marital de que haya noticia. Y es, además, la más notable extravagancia de las que puedan encontrarse en la lista completa de las rarezas de los hombres. La pareja en cuestión vivía en Londres. El marido, bajo el pretexto de un viaje, dejó su casa, alquiló habitaciones en la calle siguiente y allí, sin que supieran de él la esposa o los amigos y sin que hubiera ni sombra de razón para semejante autodestierro, vivió durante más de veinte años. En el transcurso de este tiempo todos los días contempló la casa y con frecuencia atisbó a la desamparada esposa. Y después de tan largo paréntesis en su felicidad matrimonial cuando su muerte era dada ya porcierta, su herencia había sido repartida y su nombre borrado de todas las memorias; cuando hacía tantísimo tiempo que su mujer se había resignado a una viudez otoñal -una noche él entró tranquilamente por la puerta, como si hubiera estado afuera sólo durante el día, y fue un amante esposo hasta la muerte.

Este resumen es todo lo que recuerdo. Pero pienso que el incidente, aunque manifiesta una absolutaoriginalidad sin precedentes y es probable que jamás se repita, es de esos que despiertan las simpatíasdel género humano. Cada uno de nosotros sabe que, por su propia cuenta, no cometería semejantelocura; y, sin embargo, intuye que cualquier otro podría hacerlo. En mis meditaciones, por lo menos,este caso aparece insistentemente, asombrándome siempre y siempre acompañado por la sensación deque la historia tiene que ser verídica y por una idea general sobre el carácter de su héroe. Cuando quieraque un tema afecta la mente de modo tan forzoso, vale la pena destinar algún tiempo para pensar en él.A este respecto, el lector que así lo quiera puede entregarse a sus propias meditaciones. Mas si prefieredivagar en mi compañía a lo largo de estos veinte años del capricho de Wakefield, le doy la bienvenida,confiando en que habrá un sentido latente y una moraleja, así no logremos descubrirlos, trazadospulcramente y condensados en la frase final. El pensamiento posee siempre su eficacia; y todoincidente llamativo, su enseñanza.

¿Qué clase de hombre era Wakefield? Somos libres de formarnos nuestra propia idea y darle suapellido. En ese entonces se encontraba en el meridiano de la vida. Sus sentimientos conyugales, nuncaviolentos, se habían ido serenando hasta tomar la forma de un cariño tranquilo y consuetudinario. Detodos los maridos, es posible que fuera el más constante, pues una especie de pereza mantenía enreposo a su corazón dondequiera que lo hubiera asentado. Era intelectual, pero no en forma activa. Sumente se perdía en largas y ociosas especulaciones que carecían de propósito o del vigor necesario paraalcanzarlo. Sus pensamientos rara vez poseían suficientes ímpetus como para plasmarse en palabras. Laimaginación, en el sentido correcto del vocablo, no figuraba entre las dotes de Wakefield. Dueño de uncorazón frío, pero no depravado o errabundo, y de una mente jamás afectada por la calentura de ideasturbulentas ni aturdida por la originalidad, ¿quién se hubiera imaginado que nuestro amigo habría deganarse un lugar prominente entre los autores de proezas excéntricas? Si se hubiera preguntado a susconocidos cuál era el hombre que con seguridad no haría hoy nada digno de recordarse mañana,habrían pensado en Wakefield. Únicamente su esposa del alma podría haber titubeado. Ella, sin haberanalizado su carácter, era medio consciente de la existencia de un pasivo egoísmo, anquilosado en sumente inactiva; de una suerte de vanidad, su más incómodo atributo; de cierta tendencia a la astucia, la

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cual rara vez había producido efectos más positivos que el mantenimiento de secretos triviales que nivalía la pena confesar; y, finalmente, de lo que ella llamaba "algo raro" en el buen hombre. Esta últimacualidad es indefinible y puede que no exista.

Ahora imaginémonos a Wakefield despidiéndose de su mujer. Cae el crepúsculo en un día de octubre.Componen su equipaje un sobretodo deslustrado, un sombrero cubierto con un hule, botas altas, unparaguas en una mano y un maletín en la otra. Le ha comunicado a la señora de Wakefield que debepartir en el coche nocturno para el campo. De buena gana ella le preguntaría por la duración y objetivodel viaje, por la fecha probable del regreso, pero, dándole gusto a su inofensivo amor por el misterio, selimita a interrogarlo con la mirada. Él le dice que de ningún modo lo espere en el coche de vuelta y queno se alarme si tarda tres o cuatro días, pero que en todo caso cuente con él para la cena el viernes porla noche. El propio Wakefield, tengámoslo presente, no sospecha lo que se viene. Le ofrece ambasmanos. Ella tiende las suyas y recibe el beso de partida a la manera rutinaria de un matrimonio de diezaños. Y parte el señor Wakefield, en plena edad madura, casi resuelto a confundir a su mujer medianteuna semana completa de ausencia. Cierra la puerta. Pero ella advierte que la entreabre de nuevo ypercibe la cara del marido sonriendo a través de la abertura antes de esfumarse en un instante. Demomento no le presta atención a este detalle. Pero, tiempo después, cuando lleva más años de viudaque de esposa, aquella sonrisa vuelve una y otra vez, y flota en todos sus recuerdos del semblante deWakefield. En sus copiosas cavilaciones incorpora la sonrisa original en una multitud de fantasías quela hacen extraña y horrible. Por ejemplo, si se lo imagina en un ataúd, aquel gesto de despedida aparecehelado en sus facciones; o si lo sueña en el cielo, su alma bendita ostenta una sonrisa serena y astuta.Empero, gracias a ella, cuando todo el mundo se ha resignado a darlo ya por muerto, ella a veces dudaque de veras sea viuda.

Pero quien nos incumbe es su marido. Tenemos que correr tras él por las calles, antes de que pierda laindividualidad y se confunda en la gran masa de la vida londinense. En vano lo buscaríamos allí. Portanto, sigámoslo pisando sus talones hasta que, después de dar algunas vueltas y rodeos superfluos, lotengamos cómodamente instalado al pie de la chimenea en un pequeño alojamiento alquilado deantemano. Nuestro hombre se encuentra en la calle vecina y al final de su viaje. Difícilmente puedeagradecerle a la buena suerte el haber llegado allí sin ser visto. Recuerda que en algún momento lamuchedumbre lo detuvo precisamente bajo la luz de un farol encendido; que una vez sintió pasos queparecían seguir los suyos, claramente distinguibles entre el multitudinario pisoteo que lo rodeaba; y queluego escuchó una voz que gritaba a lo lejos y le pareció que pronunciaba su nombre. Sin duda algunauna docena de fisgones lo habían estado espiando y habían corrido a contárselo todo a su mujer. ¡PobreWakefield! ¡Qué poco sabes de tu propia insignificancia en este mundo inmenso! Ningún ojo mortalfuera del mío te ha seguido las huellas. Acuéstate tranquilo, hombre necio; y en la mañana, si eressabio, vuelve a tu casa y dile la verdad a la buena señora de Wakefield. No te alejes, ni siquiera por unacorta semana, del lugar que ocupas en su casto corazón. Si por un momento te creyera muerto operdido, o definitivamente separado de ella, para tu desdicha notarías un cambio irreversible en tu fielesposa. Es peligroso abrir grietas en los afectos humanos. No porque rompan mucho a lo largo y ancho,sino porque se cierran con mucha rapidez.

Casi arrepentido de su travesura, o como quiera que se pueda llamar, Wakefield se acuesta temprano. Y,despertando después de un primer sueño, extiende los brazos en el amplio desierto solitario del desacostumbrado lecho.

-No -piensa, mientras se arropa en las cobijas-, no dormiré otra noche solo.

Por la mañana madruga más que de costumbre y se dispone a considerar lo que en realidad quierehacer. Su modo de pensar es tan deshilvanado y vagaroso, que ha dado este paso con un propósito enmente, claro está, pero sin ser capaz de definirlo con suficiente nitidez para su propia reflexión. Lavaguedad del proyecto y el esfuerzo convulsivo con que se precipita a ejecutarlo son igualmente típicos

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de una persona débil de carácter. No obstante, Wakefield escudriña sus ideas tan minuciosamente comopuede y descubre que está curioso por saber cómo marchan las cosas por su casa: cómo soportará sumujer ejemplar la viudez de una semana y, en resumen, cómo se afectará con su ausencia la reducidaesfera de criaturas y de acontecimientos en la que él era objeto central. Una morbosa vanidad, por lotanto, está muy cerca del fondo del asunto. Pero, ¿cómo realizar sus intenciones? No, desde luego,quedándose encerrado en este confortable alojamiento donde, aunque durmió y despertó en la callesiguiente, está efectivamente tan lejos de casa como si hubiera rodado toda la noche en la diligencia.Sin embargo, si reapareciera echaría a perder todo el proyecto. Con el pobre cerebro embrollado sinremedio por este dilema, al fin se atreve a salir, resuelto en parte a cruzar la bocacalle y echarle unamirada presurosa al domicilio desertado. La costumbre -pues es un hombre de costumbres- lo toma dela mano y lo conduce, sin que él se percate en lo más mínimo, hasta su propia puerta; y allí, en elmomento decisivo, el roce de su pie contra el peldaño lo hace volver en sí. ¡Wakefield! ¿Adónde vas?

En ese preciso instante su destino viraba en redondo. Sin sospechar siquiera en la fatalidad a la que locondena el primer paso atrás, parte de prisa, jadeando en una agitación que hasta la fecha nunca habíasentido, y apenas sí se atreve a mirar atrás desde la esquina lejana. ¿Será que nadie lo ha visto? ¿Noarmarán un alboroto todos los de la casa -la recatada señora de Wakefield, la avispada sirvienta y elsucio pajecito- persiguiendo por las calles de Londres a su fugitivo amo y señor? ¡Escape milagroso!Cobra coraje para detenerse y mirar a la casa, pero lo desconcierta la sensación de un cambio en aqueledificio familiar, igual a las que nos afectan cuando, después de una separación de meses o años,volvemos a ver una colina o un lago o una obra de arte de los cuales éramos viejos amigos. ¡En loscasos ordinarios esta impresión indescriptible se debe a la comparación y al contraste entre nuestrosrecuerdos imperfectos y la realidad. En Wakefield, la magia de una sola noche ha operado unatransformación similar, puesto que en este breve lapso ha padecido un gran cambio moral, aunque él nolo sabe. Antes de marcharse del lugar alcanza a entrever la figura lejana de su esposa, que pasa por laventana dirigiendo la cara hacia el extremo de la calle. El marrullero ingenuo parte despavorido,asustado de que sus ojos lo hayan distinguido entre un millar de átomos mortales como él. Contento sele pone el corazón, aunque el cerebro está algo confuso, cuando se ve junto a las brasas de la chimeneaen su nuevo aposento.

Eso en cuanto al comienzo de este largo capricho. Después de la concepción inicial y de haberseactivado el lerdo carácter de este hombre para ponerlo en práctica, todo el asunto sigue un cursonatural. Podemos suponerlo, como resultado de profundas reflexiones, comprando una nueva peluca depelo rojizo y escogiendo diversas prendas del baúl de un ropavejero judío, de un estilo distinto al de suhabitual traje marrón. Ya está hecho: Wakefield es otro hombre. Una vez establecido el nuevo sistema,un movimiento retrógrado hacia el antiguo sería casi tan difícil como el paso que lo colocó en estasituación sin paralelo. Además, ahora lo está volviendo testarudo cierto resentimiento del que adolece aveces su carácter, en este caso motivado por la reacción incorrecta que, a su parecer, se ha producido enel corazón de la señora de Wakefield. No piensa regresar hasta que ella no esté medio muerta de miedo.Bueno, ella ha pasado dos o tres veces ante sus ojos, con un andar cada vez más agobiado, las mejillasmás pálidas y más marcada de ansiedad la frente. A la tercera semana de su desaparición, divisa unheraldo del mal que entra en la casa bajo el perfil de un boticario. Al día siguiente la aldaba apareceenvuelta en trapos que amortigüen el ruido. Al caer la noche llega el carruaje de un médico y depositasu empelucado y solemne cargamento a la puerta de la casa de Wakefield, de la cual emerge después deuna visita de un cuarto de hora, anuncio acaso de un funeral. ¡Mujer querida! ¿Irá a morir? A estasalturas Wakefield se ha excitado hasta provocarse algo así como una efervescencia de los sentimientos,pero se mantiene alejado del lecho de su esposa, justificándose ante su conciencia con el argumento deque no debe ser molestada en semejante coyuntura. Si algo más lo detiene, él no lo sabe. En eltranscurso de unas cuantas semanas ella se va recuperando. Ha pasado la crisis. Su corazón se sientetriste, acaso, pero está tranquilo. Y, así el hombre regrese tarde o temprano, ya no arderá por él jamás.

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Estas ideas fulguran cual relámpagos en las nieblas de la mente de Wakefield y le hacen entrever queuna brecha casi infranqueable se abre entre su apartamento de alquiler y su antiguo hogar.

-¡Pero si sólo está en la calle del lado! -se dice a veces.

¡Insensato! Está en otro mundo. Hasta ahora él ha aplazado el regreso de un día en particular a otro. Enadelante, deja abierta la fecha precisa. Mañana no... probablemente la semana que viene... muy pronto.¡Pobre hombre! Los muertos tienen casi tantas posibilidades de volver a visitar sus moradas terrestrescomo el autodesterrado Wakefield.

¡Ojalá yo tuviera que escribir un libro en lugar de un artículo de una docena de páginas! Entoncespodría ilustrar cómo una influencia que escapa a nuestro control pone su poderosa mano en cada uno denuestros actos y cómo urde con sus consecuencias un férreo tejido de necesidad. Wakefield estáhechizado. Tenemos que dejarlo que ronde por su casa durante unos diez años sin cruzar el umbral niuna vez, y que le sea fiel a su mujer, con todo el afecto de que es capaz su corazón, mientras él poco apoco se va apagando en el de ella. Hace mucho, debemos subrayarlo, que perdió la noción desingularidad de su conducta.

Ahora contemplemos una escena. Entre el gentío de una calle de Londres distinguimos a un hombreentrado en años, con pocos rasgos característicos que atraigan la atención de un transeúnte descuidado,pero cuya figura ostenta, para quienes posean la destreza de leerla, la escritura de un destino pococomún. Su frente estrecha y abatida está cubierta de profundas arrugas. Sus pequeños ojos apagados aveces vagan con recelo en derredor, pero más a menudo parecen mirar adentro. Agacha la cabeza y semueve con un indescriptible sesgo en el andar, como si no quisiera mostrarse de frente entero almundo. Obsérvelo el tiempo suficiente para comprobar lo que hemos descrito y estará de acuerdo conque las circunstancias, que con frecuencia producen hombres notables a partir de la obra ordinaria de lanaturaleza, han producido aquí uno de estos. A continuación, dejando que prosiga furtivo por la acera,dirija su mirada en dirección opuesta, por donde una mujer de cierto porte, ya en el declive de la vida,se dirige a la iglesia con un libro de oraciones en la mano. Exhibe el plácido semblante de la viudezestablecida. Sus pesares o se han apagado o se han vuelto tan indispensables para su corazón que seríaun mal trato cambiarlos por la dicha. Precisamente cuando el hombre enjuto y la mujer robusta van acruzarse, se presenta un embotellamiento momentáneo que pone a las dos figuras en contacto directo.Sus manos se tocan. El empuje de la muchedumbre presiona el pecho de ella contra el hombro del otro.Se encuentran cara a cara. Se miran a los ojos. Tras diez años de separación, es así como Wakefieldtropieza con su esposa.

Vuelve a fluir el río humano y se los lleva a cada uno por su lado. La grave viuda recupera el paso ysigue hacia la iglesia, pero en el atrio se detiene y lanza una mirada atónita a la calle. Sin embargo, pasaal interior mientras va abriendo el libro de oraciones. ¡Y el hombre! Con el rostro tan descompuestoque el Londres atareado y egoísta se detiene a verlo pasar, huye a sus habitaciones, cierra la puerta concerrojo y se tira en la cama. Los sentimientos que por años estuvieron latentes se desbordan y leconfieren un vigor efímero a su mente endeble. La miserable anomalía de su vida se le revela de golpe.Y grita exaltado:

-¡Wakefield, Wakefield, estás loco!

Quizás lo estaba. De tal modo debía de haberse amoldado a la singularidad de su situación que,examinándolo con referencia a sus semejantes y a las tareas de la vida, no se podría afirmar queestuviera en su sano juicio. Se las había ingeniado (o, más bien, las cosas habían venido a parar en esto)para separarse del mundo, hacerse humo, renunciar a su sitio y privilegios entre los vivos, sin que fueraadmitido entre los muertos. La vida de un ermitaño no tiene paralelo con la suya. Seguía inmerso en eltráfago de la ciudad como en los viejos tiempos, pero las multitudes pasaban de largo sin advertirlo. Seencontraba -digámoslo en sentido figurado- a todas horas junto a su mujer y al pie del fuego, y sin

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embargo nunca podía sentir la tibieza del uno ni el amor de la otra. El insólito destino de Wakefield fueel de conservar la cuota original de afectos humanos y verse todavía involucrado en los intereses de loshombres, mientras que había perdido su respectiva influencia sobre unos y otros. Sería un ejerciciomuy curioso determinar los efectos de tales circunstancias sobre su corazón y su intelecto, tanto porseparado como al unísono. No obstante, cambiado como estaba, rara vez era consciente de ello y másbien se consideraba el mismo de siempre. En verdad, a veces lo asaltaban vislumbres de la realidad,pero sólo por momentos. Y aun así, insistía en decir "pronto regresaré", sin darse cuenta de que habíapasado veinte años diciéndose lo mismo.

Imagino también que, mirando hacia el pasado, estos veinte años le parecerían apenas más largos que lasemana por la que en un principio había proyectado su ausencia. Wakefield consideraría la aventuracomo poco más que un interludio en el tema principal de su existencia. Cuando, pasado otro ratito,juzgara que ya era hora de volver a entrar a su salón, su mujer aplaudiría de dicha al ver al veteranoseñor Wakefield. ¡Qué triste equivocación! Si el tiempo esperara hasta el final de nuestras locurasfavoritas, todos seríamos jóvenes hasta el día del juicio.

Cierta vez, pasados veinte años desde su desaparición, Wakefield se encuentra dando el paseo habitualhasta la residencia que sigue llamando suya. Es una borrascosa noche de otoño. Caen chubascos quegolpetean en el pavimento y que escampan antes de que uno tenga tiempo de abrir el paraguas.Deteniéndose cerca de la casa, Wakefield distingue a través de las ventanas de la sala del segundo pisoel resplandor rojizo y oscilante y los destellos caprichosos de un confortable fuego. En el techo aparecela sombra grotesca de la buena señora de Wakefield. La gorra, la nariz, la barbilla y la gruesa cinturadibujan una caricatura admirable que, además, baila al ritmo ascendiente y decreciente de las llamas, deun modo casi en exceso alegre para la sombra de una viuda entrada en años. En ese instante cae otrochaparrón que, dirigido por el viento inculto, pega de lleno contra el pecho y la cara de Wakefield. Elfrío otoñal le cala hasta la médula. ¿Va a quedarse parado en ese sitio, mojado y tiritando, cuando en supropio hogar arde un buen fuego que puede calentarlo, cuando su propia esposa correría a buscarle lachaqueta gris y los calzones que con seguridad conserva con esmero en el armario de la alcoba? ¡No!Wakefield no es tan tonto. Sube los escalones, con trabajo. Los veinte años pasados desde que los bajóle han entumecido las piernas, pero él no se da cuenta. ¡Detente, Wakefield! ¿Vas a ir al único hogarque te queda? Pisa tu tumba, entonces. La puerta se abre. Mientras entra, alcanzamos a echarle unamirada de despedida a su semblante y reconocemos la sonrisa de astucia que fuera precursora de lapequeña broma que desde entonces ha estado jugando a costa de su esposa. ¡Cuán despiadadamente seha burlado de la pobre mujer! En fin, deseémosle a Wakefield buenas noches.

El suceso feliz -suponiendo que lo fuera- sólo puede haber ocurrido en un momento impremeditado. Noseguiremos a nuestro amigo a través del umbral. Nos ha dejado ya bastante sustento para la reflexión,una porción del cual puede prestar su sabiduría para una moraleja y tomar la forma de una imagen. Enla aparente confusión de nuestro mundo misterioso los individuos se ajustan con tanta perfección a unsistema, y los sistemas unos a otros, y a un todo, de tal modo que con sólo dar un paso a un ladocualquier hombre se expone al pavoroso riesgo de perder para siempre su lugar. Como Wakefield, sepuede convertir, por así decirlo, en el Paria del Universo.