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SELECCIÓN DE TEXTOS DEL CATÁLOGO ‘Una lenta conquista del espacio’, Guillermo Solana […] La formación de los futuros artistas transcurrió en un triángulo formado por el Casón del Buen Retiro, el Museo del Prado y la Academia de Bellas Artes de San Fernando. En el Casón estaba el Museo de Reproducciones Artísticas, al que iban a hacer carboncillo de las estatuas para preparar el ingreso en la Escuela. En aquel museo “verdaderamente fantástico”, como lo recuerda Antonio López, estaba “toda la decoración del Partenón de Fidias, toda la obra de Praxíteles, todas las grandes esculturas hasta Miguel Ángel y Donatello, obras góticas, obras asirias, obras egipcias…”. El Museo del Prado era otro lugar habitual, donde asimilaron la tradición realista española, Zurbarán y Velázquez, con su rara reunión de objetividad y espiritualidad. El tercer vértice era la Escuela de Bellas Artes de San Fernando, en la que estudiaron Julio López, Antonio López, Isabel Quintanilla y María Moreno, pero incluso los que no fueron alumnos de la Escuela gravitaban hacia ella, tenían allí a sus colegas y amigos. La formación académica se prolongó después hacia Italia; no hacia París, a donde la mayoría de los modernos y especialmente los abstractos miraban con devoción. En 1948 hubo en Madrid una exposición de arte italiano contemporáneo, que incluía pintores como De Chirico, Carrà, Morandi, De Pisis, Casorati, Sironi o Campigli, y escultores como Arturo Martini, Marino Marini y Giacomo Manzù; varios de esos nombres marcarían a los jóvenes artistas españoles en la década siguiente. En 1955, Antonio López y Francisco López viajaron juntos a Italia con una beca del Ministerio de Educación. Al año siguiente, en septiembre, otro breve viaje de Esperanza Parada, con su amiga Amalia Avia: Roma, Florencia, Arezzo, Siena, Pisa, Venecia. En 1960, Francisco López e Isabel Quintanilla, recién casados, se fueron a vivir a la Academia de España en Roma, donde se quedarían cuatro años. Aparte de la pintura mural del Renacimiento, de Giotto a Piero y de Piero a Rafael, el gran descubrimiento de los jóvenes artistas fue la pintura romana de la Antigüedad. Cuando le pregunté a Isabel si al pintar Frutero (1966) pensaba en la Cesta de frutas de Caravaggio de la Ambrosiana, me dijo que no, que pensaba en la pintura romana antigua. Y me acordé de un bol de frutas de la villa pompeyana de Julia Felix, la misma casa de la que procedía el retrato de una pareja que se ha citado como inspiración para el cuadro de Antonio López Emilio y Angelines (1965-1972). “A mí me obsesionaba la pintura pompeyana”, escribía Antonio.

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SELECCIÓN DE TEXTOS DEL CATÁLOGO

‘Una lenta conquista del espacio’, Guillermo Solana

[…] La formación de los futuros artistas transcurrió en un triángulo formado por el

Casón del Buen Retiro, el Museo del Prado y la Academia de Bellas Artes de San Fernando. En

el Casón estaba el Museo de Reproducciones Artísticas, al que iban a hacer carboncillo de las

estatuas para preparar el ingreso en la Escuela. En aquel museo “verdaderamente fantástico”,

como lo recuerda Antonio López, estaba “toda la decoración del Partenón de Fidias, toda la

obra de Praxíteles, todas las grandes esculturas hasta Miguel Ángel y Donatello, obras góticas,

obras asirias, obras egipcias…”. El Museo del Prado era otro lugar habitual, donde asimilaron la

tradición realista española, Zurbarán y Velázquez, con su rara reunión de objetividad y

espiritualidad. El tercer vértice era la Escuela de Bellas Artes de San Fernando, en la que

estudiaron Julio López, Antonio López, Isabel Quintanilla y María Moreno, pero incluso los que

no fueron alumnos de la Escuela gravitaban hacia ella, tenían allí a sus colegas y amigos.

La formación académica se prolongó después hacia Italia; no hacia París, a donde la

mayoría de los modernos y especialmente los abstractos miraban con devoción. En 1948 hubo

en Madrid una exposición de arte italiano contemporáneo, que incluía pintores como De

Chirico, Carrà, Morandi, De Pisis, Casorati, Sironi o Campigli, y escultores como Arturo Martini,

Marino Marini y Giacomo Manzù; varios de esos nombres marcarían a los jóvenes artistas

españoles en la década siguiente. En 1955, Antonio López y Francisco López viajaron juntos a

Italia con una beca del Ministerio de Educación. Al año siguiente, en septiembre, otro breve

viaje de Esperanza Parada, con su amiga Amalia Avia: Roma, Florencia, Arezzo, Siena, Pisa,

Venecia. En 1960, Francisco López e Isabel Quintanilla, recién casados, se fueron a vivir a la

Academia de España en Roma, donde se quedarían cuatro años. Aparte de la pintura mural del

Renacimiento, de Giotto a Piero y de Piero a Rafael, el gran descubrimiento de los jóvenes

artistas fue la pintura romana de la Antigüedad. Cuando le pregunté a Isabel si al pintar Frutero

(1966) pensaba en la Cesta de frutas de Caravaggio de la Ambrosiana, me dijo que no, que

pensaba en la pintura romana antigua. Y me acordé de un bol de frutas de la villa pompeyana

de Julia Felix, la misma casa de la que procedía el retrato de una pareja que se ha citado como

inspiración para el cuadro de Antonio López Emilio y Angelines (1965-1972). “A mí me

obsesionaba la pintura pompeyana”, escribía Antonio.

Si hubiera existido un grupo de realistas madrileños, habría que imputarle alguna culpa

a El Jarama, de Rafael Sánchez Ferlosio, un libro del que Isabel Quintanilla y Antonio López

hablan todavía hoy con emoción. Aquella novela —premio Nadal en 1955 y premio de la Crítica

en 1957— era un ejemplo de realismo actual, incluso de vanguardia. Los jóvenes artistas se

identificaron sin duda con el estilo sobrio y despojado de retórica de Ferlosio, con la veracidad

del lenguaje y hasta con la historia narrada —un grupo de jóvenes que salen de excursión al

campo, un domingo de verano; “podíamos haber sido nosotros”, comenta Isabel. Isabel,

Francisco, Antonio y María siempre han sentido un enorme interés por el entorno rural de

Madrid, que han salido a pintar o dibujar (juntos o separados) muchas veces.

La aparición del grupo El Paso y la moda del arte abstracto actuaron como

catalizadores, por contraste, para decidirles a vindicar el realismo como algo vigente. Había

una tarea pendiente, una misión, como ha escrito Antonio López: “Todos nosotros, Francisco y

Julio López, María Moreno, Isabel Quintanilla, Carmen Laffón, tuvimos que reconstruir el

lenguaje de lo figurativo, el lenguaje de representar la forma real. Todo eso se había

dinamitado, había eclosionado, todo eso ya no era lo que había que hacer. Éramos como unas

gentes que volvían a hacer, después de mucho tiempo, de nuevo, una nueva pintura, una

nueva historia”.

‘Luz a espuertas o radicalmente reducida’, En torno a los interiores y las naturalezas

muertas de los realistas de Madrid’, Jürgen Schilling

[…] Codo con codo, es decir, en una constelación poco habitual, ya que ha venido

propiciada por vínculos familiares y de amistad, y en la cual las rivalidades individuales quedan

relegadas en beneficio de un intenso intercambio intelectual y técnico-artístico, así como de

una estimulante competencia, estos artistas han ido elaborando su estilo, perseverante y

carente de pretenciosidad. Oponiéndose conscientemente a la corriente por entonces

dominante del arte informal abstracto, y en paralelo con las corrientes figurativas que

surgieron hacia la mitad del pasado siglo, cuyos representantes utilizaban predominantemente

instantáneas fotográficas como punto de partida, estos artistas han logrado conquistar un

terreno abandonado por las artes plásticas contemporáneas y que se tenía por trasnochado.

Sin dejarse impresionar por las modas de actualidad, realizaron sus obras a lo largo de

procesos creativos muy lentos, con el fin de alcanzar una intensidad que supera a la del modo

fotográfico de apropiación de la realidad. Semejante forma de proceder, que requiere mucho

tiempo y aspira a una sobria perfección, no podía por menos que resultar sorprendente, sobre

todo en el campo del dibujo, en el cual, en definitiva, se valora como rasgo fundamental la

inmediatez y espontaneidad. Así, dice Isabel Quintanilla que su intención es “que el motivo

que represento sobre papel posea sus propios y precisos valores lumínicos, vibración,

desarrollos y proporciones, como los que tiene una pintura. Para lograrlo, me sirvo de una

técnica simple y clásica: grafito, difumino y, ocasionalmente, carboncillo”. Con fotografías

“sólo puede mostrarse una realidad, y ésta no puede compararse o combinarse con aquello

que ha existido anteriormente. Aquí son decisivas las situaciones, las perspectivas, la luz, las

distancias; aquí dominan el momento, los motivos y el ojo, es decir, la mirada sobre lo que

sucede, ¡pero nada más!”. Antonio López, Francisco López y su hermano Julio López, María

Moreno, Isabel Quintanilla, así como Amalia Avia y Esperanza Parada, se han confiado a su fina

intuición y a las estupendas capacidades técnicas que han sabido procurarse, y han creado sus

obras al modo tradicional, con el motivo elegido delante, usando colores al óleo, grafito, arcilla

y madera, empleados con dominio soberano. Con el paso de los años, han desarrollado un

complejo vocabulario, el cual les ha permitido recrear la atmósfera y elocuencia de lugares,

objetos y situaciones singulares y tranquilos que a ellos personalmente les han parecido

esenciales y merecedores de ser representados, con tal grado de aproximación a la realidad

que un observador que se adentre en la imagen con su mirada se siente inmediatamente

inmerso en su mundo. Obtendrá acceso, si hace suyo el modo de ver de los autores, a una

esfera privada que cautivará su curiosidad voyeurista e imaginación. Y al mismo tiempo intuirá,

veladamente implícita en estas pinturas y esculturas, una actitud de reserva que exige ser

respetada.

‘Ventanas’, Francisco Calvo Serraller

[…] El realismo fue quizás el movimiento de vanguardia más conspicuo y duradero de

nuestra época, pues, creado en el ecuador del siglo XIX, perduró y perdura en el XX y en la

actualidad en muy diversos centros internacionales. Pero el realismo de los realistas

madrileños es sobremanera singular por haber ahondado en zonas de silencio y despojamiento

hasta ahora casi inéditas, una actitud existencial genuinamente contemporánea desde el

punto de vista simbólico, pero además con la peculiaridad de haberse involucrado en muchos

de los problemas de análisis formal muy del siglo XX. No es extraño, en este sentido, que

algunos de los uncidos a este grupo con muchas connotaciones familiares pudiesen derivar

hacia la abstracción pura. En todo caso, volviendo sobre el problema de la defenestración de la

ventana por parte de quienes rompieron con la visión en perspectiva durante el primer tercio

del siglo XX, es significativo que el realismo de la mayoría de esos llamados realistas de Madrid

no haya dejado, ni deje de plantearse el tema de la ventana en diálogo con las innovaciones

formales del arte contemporáneo, interiorizando el exterior y, sobre todo, interiorizando el

interior como esa insondable cápsula de silencio y latente vaciamiento. Es muy significativo al

respecto, desde mi punto de vista, entre estos artistas, el que, muy modernamente, la

representación de la ventana, aun dando acceso a un espacio vacante, esté muy dramatizada

por algo tan temporal como la luz, lo cual conlleva resolver problemas de naturaleza simbólica

y formal, porque implica dar cauce a escrutar la existencia como presencia-ausencia; es decir:

como huella del pasar de la vida, algo que les vincula, por una parte, con Morandi y con

Hopper, pero, a la vez, que exige, en efecto, una compleja analítica formal, que los relaciona

con esa otra corriente que enlaza a Mondrian con el minimalismo. El uso, por ejemplo, de la

visión diurna y nocturna les ha servido para compactar los espacios sin por eso perderse por

las nubes de una visión ideal; pero aún más: porque, a veces, el uso de la luz artificial, de suyo

fantasmal e intemporalizadora, les ha permitido conseguir una representación

simultáneamente muy material en la descripción de lo minúsculo y muy evanescentemente

espiritualizada; esto es: presentar el espacio doméstico con los crudos efectos de un espacio

cubicado y cargado con el verismo, tantas veces sórdido, del sobrevivir, y, a la vez, dotarlo con

la palpitación de los dioses del hogar, que se fugan, sin desaparecer, del perentorio presente.

¿Cómo explicarlo mejor? Se me ocurre el ejemplo de un mismo filme que hubiese sido rodado

con una película en color y otra en blanco y negro, pudiéndose contemplar en ambas

versiones, elegidas una y otra para ser visionadas depende del momento.

En suma: que asomarse a la ventana de los realistas de Madrid es una fantástica

oportunidad para comprender mejor su singular arte, pero asimismo nos proporciona una

excelente ocasión para reflexionar sobre el arte de nuestra época, que nos va a exigir, cada vez

más, una renovada reflexión que trascienda los tópicos en los que hasta ahora hemos sido

educados. De esta manera, probablemente la defenestración del arte en nuestra época

termine al final por defenestrar los tópicos que nos han impedido mirar y comprender lo que

teníamos delante.