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SCIO Estudios y propuestas en ciencias sociales y humanidades

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SCIO: Estudios y propuestas en ciencias sociales y humanidades

Comité editorialJosé Vicente Bonet Sánchez (Universidad Católica de Valencia “San Vicente Martir”)

Enrique Bonete Perales (Universidad de Salamanca)Francesco Botturi (Università Cattolica del Sacro Cuore di Milano)

Ginés Marco Perles (Universidad Católica de Valencia “San Vicente Martir”)Eduardo Ortiz Llueca (Universidad Católica de Valencia “San Vicente Martir”)

Comité científicoJosé Vicente Bonet Sánchez (Universidad Católica de Valencia “San Vicente Martir”)

Enrique Bonete Perales (Universidad de Salamanca)Ana Marta González (Universidad de Navarra)

Mark C. Murphy (Georgetown University)David S. Oderberg (University of Reading)

Eduardo Ortiz Llueca (Universidad Católica de Valencia “San Vicente Martir”)Leonardo Rodríguez Duplá (Universidad Complutense de Madrid)

Servicio de PublicacionesUniversidad Católica de Valencia “San Vicente Mártir”

Calle Guillem de Castro, 65, bajo. 46008 - Valencia. EspañaTeléfono: +34 963 637 412. Fax: +34 963 153 655

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EditaVicerrectorado de Investigación, Desarrollo e InnovaciónUniversidad Católica de Valencia “San Vicente Mártir”

Calle Quevedo, 2. 46001 - Valencia. EspañaTel. 963 637 412 Fax 963 153 655

Diseño de la portada: Vicente OrtuñoMaquetación: Communico, C.B.

Impresión: Diazotec, S. A.

Depósito legal: V-3067-2007ISSN: 1887-9853

Periodicidad semestral

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ÍNDICE

Eduardo Ortiz LluecaPresentación. Religión y cultura (II). El papel de la religión en la configuración de la identidad cultural. Ciudadanía, virtudes cívicas y religión ......................................7

Christopher J. EberleReligion, Just War and Liberalism ................................................................................13

Javier Gomá LanzónNotas escritas para la conferencia Ejemplaridad pública. ¿Por qué elegir, hoy, la civilización y no la barbarie? ...................................................................................31

Manuel Jiménez RedondoReligión y cultura política liberal: Sobre las discusiones Ratzinger-Habermas ..................43

José Ignacio Prats MoraSobre el libro del Emmo. Zenon Cardenal Grocholewski, Universitatea azi Universität heute .............................................................................75

José Tomás Raga GilTrabajar por el bien común, camino para la convivencia ...............................................81

Paul WeithmanReligion, Citizenship and Obligation .........................................................................103

SCIO 6 [Julio 2010], 01-118, ISSN: 1887-9853

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SCIO 6 [Julio 2010], 07-12, ISSN: 1887-9853

PRESENTACIÓN

RELIGIÓN Y CULTURA (II). EL PAPEL DE LA RELIGIÓN EN LA CONFIGURACIÓN DE LA IDENTIDAD CULTURAL.

CIUDADANÍA, VIRTUDES CÍVICAS Y RELIGIÓN

Eduardo Ortiz LluecaUniversidad Católica de Valencia “San Vicente Mártir”

Este número de nuestra revista continúa la reflexión sobre el tema “Religión y cul-tura”, que iniciamos ya con el anterior. La mayor parte de los trabajos proceden de las conferencias en torno a “Ciudadanía, virtudes cívicas y religión”, tópico del III Simposio Ética y Multiculturalismo, que se ha desarrollado del 14 al 16 de abril de este año.

Hay quien considera que sería mejor eliminar la dimensión religiosa de la experien-cia humana, para garantizar la muy deseada meta de la convivencia en paz de todos los ciudadanos. Según esta propuesta eliminativista o exclusivista, las creencias religiosas di-ficultan e incluso impiden alcanzar ese objetivo, pues suponen el recurso a algo privado, idiosincrásico: la fe en uno u otro credo. Ahora bien, la anhelada meta de la convivencia pacífica es un asunto público.

Una postura menos beligerante que aquella para con la religión es la de quienes proponen restringir la creencia religiosa y sus manifestaciones al ámbito de lo privado. El Estado –advierte esta posición restriccionista– ha de velar por la neutralidad de los intercambios ciudadanos en el foro público y comprometería esa pretendida neutralidad la apelación de los individuos a sus creencias religiosas cuando, por ejemplo, hubieran de justificar su conducta ante los no creyentes en nuestros escenarios democráticos.

Eliminativistas y restriccionistas añaden que la historia de la humanidad muestra no pocos ejemplos de conflictos por motivos religiosos. Piénsese, se recuerda una y otra vez, en las interminables guerras que asolaron Europa durante los siglos xvi y xvii.

No son pocos, sin embargo, los que advierten que las causas de esas contiendas fue-ron más complejas: la estrategia de quienes las desencadenaron y acaudillaron fue más

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8 Eduardo Ortiz Llueca

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bien la de disfrazar intereses “humanos, demasiado humanos” bajo la bandera de uno u otro credo religioso.

Y es que, en realidad, el problema no está en nuestra disposición o tendencia natural a religarnos con Dios, sino en la instrumentalización que de ese noble impulso hace a veces el ser humano. Así, por ejemplo, el cristianismo ha predicado y predica el amor a Dios y al prójimo. No obstante, somos nosotros, los seres humanos, quienes hemos negado la condición de prójimo al distinto, al que no pertenece a nuestro clan, tribu o nación (incluso a quien no piensa como nosotros en algún ámbito de la vida o a quien no comparte nuestra visión del mundo). Más aún, somos nosotros quienes –más veces de las deseables– no tratamos de hecho como prójimos a quienes estimamos de palabra como tales. Solucionar esto intentando eliminar la experiencia religiosa o reduciendo su alcance a la vida privada sería intentar dar con la solución a un problema negando que tal problema existe. Pero el problema está ahí, porque ahí está el ser humano, intentando vivir en paz con sus semejantes e intentando a la vez entablar algún tipo de relación con aquello que está más allá de él.

Por otro lado, las creencias religiosas han sido y son estímulo para un adecuado florecimiento de la misma naturaleza humana. De la afirmación, por ejemplo, de Dios Padre, puede extraerse la lección de que ninguno de nosotros está por encima de cual-quier otro ser humano –en cuanto a dignidad o valor se refiere–, pues todos somos hijos de un mismo Padre y, por consiguiente, hermanos. Todavía más: la teología cristiana ha advertido siempre la necesidad de una pedagogía de la fe, es decir, del progresivo ingreso en las verdades que anuncia: como en otras facetas de nuestra existencia, en ésta también hay estadios o etapas o grados. Quien dude o niegue que la Iglesia ayuda hoy a recorrer esas etapas en el marco del respeto para con la libertad del hombre habría de tener en cuenta reflexiones como la siguiente: ¿no es cierto que sólo en un terreno alimentado por una religión que predica y practica un elevado grado de libertad, pueden crecer fe-nómenos como los del agnosticismo y el ateísmo? Por último, no podemos olvidar que los testimonios de algunas personas profundamente religiosas forman parte del elenco de las vidas humanas más logradas.

En suma, merece la pena poner entre paréntesis la desconfianza o la sospecha ante la dimensión religiosa de la experiencia humana y repensar el lugar que reclama en la vida de los ciudadanos. No es sólo que resulta difícil reconstruir la identidad individual y colectiva de nuestros antepasados al margen de la religión. Es que, quizá, su cultivo deliberado coincide con lo que los clásicos llamaban una virtud, es decir, una inclina-ción estable a sentir y a obrar bien en uno de los ámbitos de la existencia humana. Si así fuera, ejercitar esta virtud se tornaría condición necesaria de una convivencia pacífica en nuestras complejas sociedades plurales contemporáneas.

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A estos temas han dedicado su reflexión los profesores Eberle, Jiménez y Weithman. Este último muestra cómo la obra de John Rawls en torno al lugar que cabe a la religión en las democracias actuales se desliza desde un cierto cuasiexclusivismo hasta una postu-ra que Weithman caracteriza como “inclusivismo cualificado”. Es otro modo de calificar la concepción amplia (wide view) que Rawls avanza en su “Idea of Public Reason Revi-sited” (1997), que va más allá de un mero consenso entrecruzado (overlapping consensus) de doctrinas comprehensivas o visiones del mundo. Según esa concepción amplia, los ciudadanos pueden introducir sus doctrinas comprehensivas en la argumentación polí-tica pública, siempre que ofrezcan a su debido tiempo (in due course) razones públicas que sostengan lo que sus doctrinas comprehensivas sostienen. Tales razones públicas han de derivarse de una concepción política razonable. La nueva concepción amplia tiene, como se ve, una cláusula o condición (proviso), porque hay que evitar que los interlocu-tores de quienes recurren a argumentos religiosos en el foro público desconfíen acerca de si éstos reconocerán sin ambages la autoridad de la justicia como equidad.

Rawls adivinó que un consenso entrecruzado o consenso constitucional necesita re-fuerzos que desalojen la referida desconfianza –también conocida como problema de la garantía (assurance problem)–. Por lo que respecta a la apelación a la religión en el esce-nario público, ello supone que todo el mundo asuma que aquélla no sólo conlleva tomas de posición política, sino también una interpretación de sí mismos que los creyentes juzgan valiosa.

Desde el punto de vista de la justificación de la coacción que los Estados pueden ejercer sobre sus ciudadanos, Chris Eberle presenta una alternativa a las concepciones dominantes eliminativista o exclusivista y restriccionista. Su propuesta es la de que ciu-dadanos y funcionarios asuman un compromiso meticuloso (conscientious engagement) en su labor política. Semejante compromiso supone que solamente serán morales las medidas coactivas que exhiban un grado elevado de justificación racional, al igual que tales medidas habrán de ser permeables a la crítica y susceptibles de cambio, si fuera necesario.

Las implicaciones del compromiso meticuloso para con el papel político que han de desempeñar las razones religiosas son, en primer lugar, que tanto los ciudadanos con creencias religiosas como los que no las tienen han de estar preparados para traducir sus tomas de posición política a quienes no están de acuerdo con ellas ni con las razones aducidas a favor de éstas. Ahora bien, en segundo lugar, Eberle no descarta la posibi-lidad lógica de que, así como algunas medidas coactivas siguen su curso a pesar de no convencer a los creyentes, del mismo modo (y siempre después de haberse esforzado en la labor de traducción ya referida) puede ser necesario aplicar algunas de esas medidas o normas sin la anuencia de los ciudadanos más secularizados. La conclusión de Eberle es clara: el auténtico respeto por el ser humano, seña de identidad de las declaraciones

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programáticas de nuestra cultura política pluralista, no puede aspirar a menos que a esta igualdad de trato para con todos sus ciudadanos –creyentes o no creyentes–.

Esa labor de traducción mutua de los lenguajes religioso y secular es algo que han intentado Joseph Ratzinger y Jürgen Habermas en enero de 2004 (en un encuentro or-ganizado por la Academia Católica de Baviera) y en un artículo que Habermas publicó en febrero de 2007 en relación con la conocida conferencia pronunciada en septiembre de 2006 por Ratzinger –ya como papa Benedicto XVI– en Ratisbona. El profesor Jimé-nez Redondo recrea este importante intercambio y reflexiona con profundidad sobre la inevitabilidad filosófica de la dialéctica “razón y fe”.

El Platón maduro de los diálogos El Sofista y Parménides reconoció que la filosofía no puede satisfacer su pretensión de universalidad, si renuncia a la dialéctica “identidad-diferencia”, “ser-no ser”. Tampoco la razón puede cumplimentar su ejercicio si lo hace de un modo reductivo, dejando al margen instancias como la fe.

Una concepción ampliada de la razón podría hermanar a la razón y a la fe, hasta conseguir que la primera se plantease que quizá la fe no le es tan ajena, como a primera vista pudiera parecer. Esto es algo que una lectura honda de Kant y especialmente de Hegel puede descubrir.

El formato que Javier Gomá ha querido para su contribución a este número de Scio es el de unas notas. Se trata de unas reflexiones ofrecidas en clave de respuesta a la pregunta “¿por qué elegir, hoy, la civilización y no la barbarie?”, desde la categoría de ejemplaridad pública.

Sería injusto pasar por alto los beneficios que para nuestras vidas ha tenido la con-sagración de la autonomía. El prestigio y el alcance de los que ha disfrutado a lo largo del siglo xx la Carta de los Derechos Humanos son inexplicables sin la relevancia ética y política de la autonomía del ser humano, de cada ser humano. Aunque las raíces antro-pológicas de este concepto se hallan más atrás, es patente el impulso que la Modernidad y sobre todo la Ilustración consiguieron para ella.

Sin embargo, también esta vez hay otra cara en la moneda. El triunfo de la auto-nomía humana ha impedido en no pocas ocasiones el reconocimiento de la dimensión pública, forense, interpersonal del ser humano, de cada uno de nosotros.

Uno de los aciertos de la obra de Gomá consiste en haber arrancado su reflexión desde un presupuesto antropológico no individualista. Muchos lo han pretendido y muy pocos lo han logrado en el panorama contemporáneo. Él, de momento, lo está consi-guiendo (véanse sus obras Imitación y Experiencia, 2003, Aquiles en el Gineceo o Aprender a ser Mortal, 2007 y Ejemplaridad Pública, 2009).

Es en los otros, en los demás, donde está la salida del laberinto en el que se enreda el yo cuando se aleja de aquéllos. Y su culminación. Claro que no cualquier tipo de rela-ción interpersonal garantiza el florecimiento mutuo de las personas.

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Para empezar, pues la suya es una work in progress, Javier Gomá ha comenzado por el estudio de la imitación. Sencillamente, sin imitación, no hay personas. La imitación, cabe añadir, es el correlato de nuestra contingencia en el ámbito de la categoría meta-física de la relación. Por otro lado, la imitación interpersonal entre modelo y copia no tiene por qué impedir la autonomía de esta última, del sujeto que imita. De hecho, en condiciones normales, quien imita puede juzgar de la mayor o menor heteronomía de los modelos.

Evidentemente, no todos los modelos son ejemplos –en el sentido positivo del térmi-no–. Pero, frente al enclaustramiento inmaduro en la inmediatez de algunas tendencias nuestras o a la mera autoexpresión o al enésimo elogio de la excentricidad, la propuesta de Gomá es a favor del peso específico del ejemplo para el ser humano: el ejemplo noble, atrayente por su capacidad de fascinación, justifica de suyo la preferencia por la civiliza-ción frente a la barbarie.

Como un alegato en pro de una sociedad auténticamente civilizada, puede leerse el trabajo del profesor José Tomás Raga. Una adecuada percepción del papel del ser huma-no en la sociedad y de su labor en ella pasa por la recuperación del bien común.

A partir de algunas nociones centrales en la Doctrina Social de la Iglesia y de la últi-ma encíclica de Benedicto XVI, asiste el lector a una reflexión serena y alejada tanto del pesimismo del homo homini lupus como de un ingenuo optimismo antropológico: “los hombres, destinatarios del amor de Dios, se convierten en sujetos de caridad, llamados a hacerse ellos mismos instrumentos de la gracia para difundir la caridad de Dios y para tejer redes de caridad” (Caritas in Veritate, 2009, § 5).

Es pues la hermenéutica del amor-donación la que sostiene y nutre la oferta del verdadero humanismo cristiano en el ámbito de la economía y la política. Es ella la que garantiza el desarrollo integral de los pueblos y no un mero progreso unidimensional.

Ni el amor bien entendido es ciego, ni el amor bien entendido es un mero apéndice de una adecuada filosofía política. De hecho, como una propuesta inspirada por la cari-dad –a la que Sto. Tomás definía como amistad con Dios–, hay que entender las medidas que el profesor Tomás Raga hace en su colaboración por lo que respecta a la colaboración internacional en el terreno económico: en primer lugar, por ser un deber de justicia y no tanto de solidaridad, el acceso de los productos de los países menos desarrollados a los mercados de los países desarrollados. La segunda es la ayuda monetaria directa de los países ricos a los países pobres. La tercera medida es la ampliación a escala internacional de lo que se está produciendo en el interior de cada país desarrollado, respecto a una parte del destino de los impuestos. La inversión productiva directa es la última.

Completa este nuevo número de Scio, la recensión de José Ignacio Prats sobre Uni-versitatea azi: Universität heute, 2010. Se trata de un conjunto de intervenciones debidas al Cardenal Zenon Grocholewski, actual Prefecto de la Congregación para la Educación

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Católica, que ha editado la Universidad de Cluj-Napoca, la mayor Universidad de Ru-manía. El eco que hace el profesor Prats de este sugestivo texto está centrado en cuatro aspectos: la necesaria relación entre razón y fe, el examen del fenómeno de la globaliza-ción, el papel del pensamiento católico frente a la cultura contemporánea y la función de la universidad como promotora de una formación integral de la persona.

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RELIGION, JUST WAR AND LIBERALISM

Christopher J. EberleUnited States Naval Academy (Annapolis, Maryland)

Fechas de recepción y aceptación: 31 de marzo de 2010, 5 de mayo de 2010

Abstract: The last several decades have witnessed a vibrant discussion about the prop-er political role of religion in pluralistic liberal democracies. An important part of that discussion has been a dispute about the role that religious and secular reasons may play in the justification of state coercion. Many political theorists have endorsed a restrictive understanding of that role. This restrictive view includes the following two claims: (1) that religious reasons cannot play a decisive role in justifying state coercion and (2) that citizens and public officials in a liberal polity should not endorse state coercion that requires decisive religious support. I doubt that there are compelling reasons to accept general restrictions of this sort. Of course, I do not deny that various constraints delimit the justificatory role of religious reasons. Rather, I am skeptical of restrictions that ap-ply to religious reasons as a class, to any and all religious considerations, to religious reasons as such. Moreover, I believe that there is a morally more satisfying alternative to the standard, restrictive view –an alternative captured by what I have called an ideal of conscientious engagement.

Keywords: religion and politics, just war tradition, coercion, respect for persons, lib-eralism.

Resumen: Las últimas décadas han presenciado una discusión vibrante acerca del pa-pel político adecuado de la religión en las democracias liberales y pluralistas. Una parte importante de esa discusión ha sido una disputa sobre el rol que las razones religiosas y seculares pueden desempeñar en la justificación de la coacción estatal. Muchos teóricos

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políticos han refrendado una interpretación restrictiva de ese papel. Esta visión restric-tiva incluye las siguientes dos reivindicaciones: (1) que las razones religiosas no pueden jugar un rol decisivo a la hora de justificar la coacción estatal y (2) que los ciudadanos y los funcionarios públicos en un sistema de gobierno liberal no deberían aprobar la coacción estatal que exige un apoyo religioso decisivo. Dudo de que haya razones de peso para aceptar restricciones generales de esta clase. Por supuesto, no niego que di-versas restricciones delimiten el papel justificativo de las razones religiosas. Más bien soy escéptico con respecto a las restricciones que se aplican a las razones religiosas como clase, a todas y cada una de las consideraciones religiosas y a las razones religiosas como tal. Además, creo que existe una alternativa moralmente más satisfactoria a la visión restrictiva clásica: una alternativa conseguida gracias a lo que he denominado un ideal de compromiso serio.

Palabras clave: religión y política, tradición de la guerra justa, coacción, respeto por las personas, liberalismo.

1. Introduction

The last several decades have witnessed a vibrant discussion about the proper political role of religion in pluralistic liberal democracies. An important part of that discussion has been a dispute about the role that religious and secular reasons may play in the justification of state coercion. A veritable pantheon of contemporary political theorists (Rawls, Habermas, Rorty, Larmore, Audi, Gaus) has endorsed a restrictive understand-ing of the role available to religious reasons. For the sake of convenience, I will call this restrictive understanding “the standard view.” My main aims in this paper are to moti-vate skepticism regarding the standard view and to sketch a more satisfying alternative. I will try to achieve these two aims by reflecting on what I take to be the paradigmatic case of state coercion, that is, the use of military violence in war. This somewhat unusual focus provides an opportunity to enrich and deepen the relatively recent conversation between advocates of the standard view and their critics by drawing on the venerable “Just War Tradition” (JWT) regarding what makes for justified military violence.

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2. The standard view of the relation between religion and coercion

I will begin my discussion by explicating the main outlines of the standard view.

2.1. The presumption against coercion

I will begin to specify the core commitments of the standard view by identifying an assumption held in common by its advocates and critics: the very plausible and widely affirmed claim that there is a general presumption against coercion1. This claim seems particularly compelling with respect to the most brutal kind of coercion –the use of military violence in war. Given that waging war obliterates soldiers, terrorizes civilians, dehouses populations, orphans children, and so on, each and every community have powerful reason to refrain from waging war. Consequently, many have argued that we should understand the dominant western conception of justified war –the so-called Just War Tradition– to include the claim that each and every war is presumptively wrong. But, of course, this presumption applies more broadly. So, for example, when the state incarcerates citizens who refuse to comply with a duly enacted law, it deprives them of the goods of friendship and familial belonging that are an important component of human fulfillment. But there is always reason for the state to refrain from depriving hu-man beings of such morally important goods. Similarly for other coercive measures: the execution of criminals, the banishment of traitors, even the imposition of fines. All of these are presumptively wrong.

For both liberals and just war theorists, it is moral bedrock that the presumption against coercion is not an absolute prohibition. In some cases, the use of military vio-lence is just and the presumption against war overcome. In some cases, government must incarcerate criminals. When the totality of relevant normative considerations over-ride the presumption against coercion in some particular case, then, and only then, is coercion morally permissible.

2.2. Overcoming the presumption against coercion

But what makes it the case that the presumption against coercion is actually over-come? Here we have a crosscutting and disharmonious blizzard of proposals. In order to

1 I have explicated and defended this claim in some detail in my God and War: An Exploration, unpublished manuscript.

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keep this discussion manageable, consider the manner in which advocates of the JWT answer that question. According to that tradition, the presumption against war can be overcome only if a number of substantive conditions are satisfied: a political community must have just cause to wage war, legitimate authorities in that community must au-thorize war, waging war must achieve an acceptable proportion of relevant moral goods and evils, recourse to war must be a last resort, and so on. I take it that these conditions are familiar and will not explore them in detail.

Nevertheless, one point is worthy of note: at least some of these conditions specify the kinds of reason that can and cannot overcome the presumption against war. This is how I understand the just cause requirement: certain kinds of moral wrongs (unpro-voked military attacks, massive violations of human rights) can provide a community with sufficient reason to employ military violence, but other kinds of wrong cannot (insults to communal honor, delinquency on debts, rejection of the True Faith). So the JWT includes a specific set of restrictions on the kinds of reason that can justify a par-ticular kind of coercion –the use of military violence in war. That is, the JWT incorpo-rates both a presumption against war and an account of the kinds of consideration that can overcome that presumption.

Advocates of the standard view take up a similar line of work: they assume that state coercion is presumptively wrong and propose a very broad set of constraints on the kinds of consideration that can overcome that presumption. But the constraints they favor tend to be far more capacious than those incorporated into the JWT –the restrictions they favor apply to all instances of state coercion and to a very broad range of justifying reasons. One such restriction is particularly relevant, viz., that religious con-siderations cannot play a decisive role in overcoming the presumption against coercion2. A bit more precisely, when the coercing agent is the government in a liberal polity, religious considerations cannot decisively justify coercion. Although religious reasons can corroborate (certain kinds of ) secular reasons that are by themselves sufficient to overcome the presumption against coercion, state coercion that would not be justified ‘but for’ some religious reason is morally impermissible. This restriction applies irrespec-tive of the content of a given religious reason. Let us call the claim that religious reasons

2 The (PRI) presupposes some conception of what makes for a religious rationale. I grant that various com-peting conceptions are open to reasonable disagreement. I will therefore stipulate and live with the ensuing disa-greement. So here goes: a rationale (or reason) R is religious just in case R has theistic content. So, for example, ‘God has commanded us to X’ is a religious reason, as is ‘Zeus has commanded us to X,’ but ‘Our Dear Leader has commanded us to X’ is not, precisely by virtue of the fact that the first has a monotheistic, and the second a polytheistic, content that the third clearly lacks.

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cannot decisively justify state coercion in a liberal polity the Principle of Religious Insuf-ficiency (PRI)3.

Distinct from, but closely related to, the Principle of Religious Insufficiency is a claim about the duties of citizens and public officials. Presumably, citizens and pub-lic officials ought to do their level best to refrain from endorsing moral wrongs. But, given the Principle of Religious Insufficiency, religious reasons cannot overcome the presumption against coercion and so state coercion that requires a religious rationale is morally wrong. Consequently, citizens and public officials have a moral duty to restrain themselves from endorsing state coercion that cannot be justified absent some religious rationale. This is the so-called Doctrine of Religious Restraint.

The Principle of Religious Insufficiency and the Doctrine of Religious Restraint cap-ture an important component of the standard view that religion should be subject to important political restrictions in a liberal democracy. More precisely, they capture the assumption, crucial to the standard view but often unstated, that religious reasons are subject to restrictions that do not apply to all secular reasons. How so? Advocates of the standard view are liberals, not anarchists, and so they must claim that state coercion is sometimes permissible. Given that state coercion is sometimes permissible, given that religion cannot overcome the presumption against coercion, it follows that at least some secular reasons can, and do, overcome that presumption4. Nearly every advocate of the standard view accords to at least some secular reasons a justificatory potential that they deny to any and all religious reasons. This kind of asymmetry is deeply embedded in a great deal of contemporary political theory.

3. The argument from respect

But why accept this kind of discriminatory treatment? How could it be the case that religious reasons cannot even in principle justify state coercion but that some secular reasons can? Advocates of the standard view often answer this question by appealing to some version of the argument from respect. What is that argument?

3 I grant that the constraints on justified coercion constitutive of the standard view tend to be less capacious than those constitutive of the JWT in one important respect, viz., the former apply to coercion directed by gov-ernments in liberal polities at their citizens, whereas the latter apply to any and all nation-states, whether liberal or otherwise.

4 Of course, this conclusion follows only if religious and secular reasons exhaust the justificatory possibilities. If coercion must be decisively justified, and coercion can be decisively justified by either religious or secular rea-sons, and if coercion cannot be decisively justified by religious reasons, then coercion must be decisively justified by secular reasons.

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Fundamental to the argument from respect is the claim that human beings possess a distinctive moral status –equal dignity, worth or sacredness. Due respect for the worth of our fellow human beings forbids us to treat them as mere playthings, objects to be manipulated at will, mere means to our ends. Very plausibly, due respect grounds a presumption against coercion: to subject a human being to coercive measures for which there exists no compelling rationale is to disrespect that human being. On that point, advocates and critics of the standard view can agree.

But advocates of the standard view argue that due respect implies a further con-straint. Not only must the presumption against coercion be overcome by a sound ra-tionale, not only must each coercive measure be justified, but each must be justified to those who are coerced. In order for a coercive measure to be justified to the coerced, the coerced must be able to see for themselves that the measure to which they are subjected is legitimate. Presumably, this condition is satisfied only if the coerced have access to what they regard, or would regard on due reflection, as a decisive rationale for the relevant coercive measure. So, due respect requires that each coerced human being have access to some rationale that each would on reflection regard as justifying the coercive measures to which they are subject.

Thus far, the argument from respect specifies a broad constraint on what makes for justified coercion –and so justified state coercion. It says nothing explicitly about the role religious reasons may play in justifying coercion. But the implications of the argument from respect are easy to draw out when we make explicit the relevant social and political context. A well-functioning liberal democracy is just a kind of political structure that effectively protects a number of rights that allow citizens to decide for themselves what to believe about religious matters. But when human beings have the freedom to deter-mine for themselves what to believe about religious matters, they will inevitably reach different and often conflicting conclusions. As a consequence, then, of its constituent normative commitments, a liberal democracy will inevitably include a pervasive plural-ism of religious belief and practice.

In that pluralistic context, only certain kinds of reason can justify state coercion. As Charles Larmore has argued, reasonable and respectful citizens resolve their differences by retreating to common ground and so the only kind of rationale that can justify coer-cion in a pluralistic liberal polity is one that can be shared by, or that is accessible to, a diversely committed population5. But the only shared or accessible reasons are secular: only the secular is the universal, natural and common; the religious is invariably par-ticular, sectarian and idiosyncratic. Religion always divides; the secular can unite. Thus

5 Larmore, C. E. (1987), Patterns of Moral Complexity, Cambridge, Cambridge University Press, 40-68; Lar-more, C. E. (1996), The Morals of Modernity, Cambridge, Cambridge University Press, especially at 134ff.

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the Principle of Religious Insufficiency: only the secular, never the religious, can justify state coercion in a liberal polity. Of course, if the Principle of Religious Insufficiency is correct, then citizens and public officials should not violate that principle. Given that citizens and public officials ought not violate the PRI, they should restrain themselves from endorsing state coercion that cannot be justified absent some religious rationale. That is, citizens and public officials ought to comply with the Doctrine of Religious Restraint.

4. Why the argument from respect is unsound

So much for explication. Now for evaluation: what should we make of the argument from respect? It is doubtful that respect for persons required that we justify coercion on shared or accessible grounds. Moreover, even if due respect does require that we justify coercion on shared or accessible grounds, it is doubtful that religious reasons must be inaccessible in any relevant sense. I discuss these two claims seriatum.

4.1. Respect for persons does not require shared reasons

Imagine a possible world very different from the one we actually inhabit. In that possible world, the United States invades Afghanistan, American citizens and public of-ficials fully endorse that invasion, but they diverge radically as to why the United States may do so. For convenience sake, focus on three stylized citizens.

Citizen A is an advocate of the JWT, believes that the invasion is decisively justified as an act of righteous punishment for the wrongful attacks on September 11th, 2001, but denies that the invasion is justified as an act of liberation, or to spread democracy, or to further US security interests. Citizen B is a utilitarian who denies that war may be waged merely to punish prior wrongful attacks and or to further the narrow self-interest of particular nation-states, but who believes the invasion is justified by virtue of its excellent consequences –the promo-tion of democracy, free markets, religious freedom, the liberation of women, and so on. Citizen C is a realist about war who thinks that invading Afghanistan is absolutely crucial to the long-term security of the United States, but denies that moral reasons are even relevant to the justification of military violence and so denies that the invasion could be justified on the basis of either punitive or humanitarian considerations.

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Now I take it that A, B, and C have what each regards as a compelling reason to endorse a coercive act of considerable brutality. Nevertheless, there is no shared reason that each regards as decisively supporting the invasion and they do not retreat to com-mon ground. This is because there exists no common ground to which they could retreat, given their fundamentally incompatible conceptions of the morality of war6. Here we have an act of coercion committed by the government of a liberal polity which each citizen supports for his or her own reasons but without recourse to shared or accessible reasons.

Now it seems that the (highly unlikely) state of affairs I have sketched need not in-volve either a jot or a tittle of disrespect. Given that each has what each regards as deci-sive reason to believe the invasion justified, neither A, nor B, nor C can justifiably claim to be treated as a manipulated object. Each is treated with due respect despite their deep disagreements. If this is true, it seems that due respect provides no reason to prefer state coercion justified by some ‘ecumenical’ reason over state coercion justified by a diverse spread of ‘sectarian’ reasons. It follows directly that due respect does not require that state coercion be justified by shared or accessible reasons.

This line of argument has direct implications for the duties of citizens and public officials. At least with regard to the requirements of due respect, there is no morally relevant difference between a citizen or public official who articulates one reason that convinces A, B, and C to endorse the invasion of Afghanistan and another who articu-lates three distinct, incompatible, and highly sectarian arguments that severally provide A, B, and C with what each regards as decisive reason. So long as each ends up with what each regards as a decisive reason, and therefore is not forced to go along with a policy he or she rejects, none can reasonably claim to be treated with disrespect.

4.2. No reason to discriminate between religious and secular reasons

Suppose that advocates of the standard view insist that only shared or accessible reasons can decisively justify state coercion. That claim precludes religious reasons from justifying state coercion only if no religious reason counts as shared or accessible in the relevant sense. But here we should be skeptical.

It will be helpful to reflect on a particular case. Consider in this regard certain con-siderations that are, I believe, relevant to the justification of military violence. According

6 The justificatory divergence modeled by A, B, and C is just the sort of intractable yet reasonable disagree-ment that we cannot but expect in a liberal polity in which citizens have a right to decide for themselves what to believe about the morality of military violence.

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to the JWT, which I accept, the presumption against war can be overcome only if the relevant goods to be achieved by a given war are proportionate to the relevant evils as-sociated with that war7. Given this proportionality requirement, the United States’ inva-sion of Afghanistan was justified only if some version of the following claim is true:

(P) The moral goods to be achieved by the United States’ invasion of Afghanistan are proportionate to the evils that will occur as a direct consequence of that invasion.

I take (P) to be a kind of reason that is decisively able to justify the most brutal kind of state coercion. This is the manner in which proportionality judgments are often re-garded in the JWT –‘but for’ the required kind of proportionality between goods and evils, waging war is impermissible. On the plausible assumption that (P) is a secular consideration, (P) plays a justifying role disallowed to any and every religious considera-tion. So, then, inquiring minds want to know: what is it about secular (P) such that (P) can play a justifying role disallowed to any and every religious reason?

I doubt that there is a principled and otherwise defensible answer to that question. My suspicion is that (P) differs in no relevant respects from at least some religious claims and so the differential treatment of religious and secular reasons presupposed by the standard view lacks a principled basis.

So, for example, it is doubtful that (P) possesses any epistemic excellence that is un-available to any and all religious reasons. Frankly, this is because (P) is not all that epistemically impressive. Consider that vindicating (P) requires that we possess factual information about temporally distant events that is exceedingly difficult to acquire, that we weigh many barely commensurable normative considerations, that we identify a dis-parate spread of goods and evils relevant to the moral permissibility of war, and so on. Put more concretely, even if we could uncontroversially identify all of the relevant goods and evils to be engendered by the US invasion of Afghanistan, the epistemic status of the judgment that that invasion was “worth it,” all told, is exceedingly murky. Put even more concretely, if we grant that the US invasion has prevented some future unjust at-tacks by Al Qaeda, propped up a government that is comparatively less repulsive than its predecessor, and provided all manner of educational possibilities to a deprived popula-tion, it is exceedingly difficult to show that those goods are worth the suffering engen-

7 Because the general point I want to make here does not depend on this particular understanding of the JWT’s ad bellum proportionality requirement, feel free to formulate it differently. That said, I find plausible the understanding of proportionality developed by Hurka,T (2005), “Proportionality in the Morality of War”, Phi-losophy and Public Affairs 33/1, 34-66.

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dered by many years of low-intensity conflict, the perception that the United States has imperial aspirations, the destabilization of nearby countries, and so on.

Now perhaps (P) is correct after all. Nevertheless, our basis for believing it seems ‘subjective’ and contentious in ways that cannot but remind us of the manner in which believers form some of their religious convictions. Otherwise put, when we appreciate the exceedingly tenuous epistemic hold we have on some of the secular reasons, like (P), that are crucial to the justification of the most brutal kind of state coercion, it seems hard to believe that no religious reason enjoys the epistemic credentials needed to play a decisive role in justifying coercion.

5. A convergence conception of the standard view

So much for a prima facie case against the “shared reason” conception of the standard view. No doubt there are worthy responses to be considered. But I would like to reflect briefly on an alternative conception –one that replaces recourse to shared or accessible reasons with an appeal to a ‘convergence’ of sectarian reasons8.

5.1. A brief explication of the convergence conception

This convergence conception retains the claim that due respect for human worth re-quires state coercion to be justified to the coerced. But it lays down no general, substan-tive constraints on the kinds of reason that can satisfy that requirement. So long as each coerced citizen has access to what each regards as decisive reasons, it does not matter that those reasons are widely appealing or intransigently particular. Any reason can count –Hindu or Habermasian, Christian or Kantian, Utilitarian or Unitarian. Convergence on policy is required, rather than consensus as to why that policy is required9.

The implications of this convergence conception are far-reaching. How so? If due respect requires the justification of state coercion to the coerced, but justification to the coerced is not cashed out in the denomination of shared reasons, then it seems that state coercion must be justifiable to religious believers as believers. That is, if a citizen has

8 This conception has been developed in Gaus’s, J. “The Place of Religious Belief in Public Reason Liberal-ism”, in Dimovia-Cookson, M. and Stirk, P.M.R (eds.), (2009), Multiculturalism and Moral Conflict, London, Routledge, 19-37; Gaus’s, J. and Kevin, V. (2009), “The Roles of Religious Reason in a Publicly Justified Polity”, Philosophy & Social Criticism 35, 51-76.

9 See D’Agostino, F. (1996), Free Public Reason: Making It Up As We Go, Oxford, Oxford University Press, 30.

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what he or she regards as a decisive religious objection to some coercive measure, then that it cannot be justified to his or her, in which case it would be disrespectful and so impermissible to impose it on his or her. So the convergence conception accords to reli-gious believers a potentially decisive role in determining the legitimacy of state coercion: should a citizen have what he or she takes on due reflection to be a religious objection to some coercive measure, then that measure would lack legitimacy, even if it would be legitimate ‘but for’ his or her religious objection.

This convergence conception is more inclusive than more familiar, “shared reason” formulations. It is far more friendly to religious belief.

Nevertheless, not everything goes. After all, if the only plausible rationale for some coercive measure is a religious rationale, then there will inevitably be some secular citi-zens to whom it cannot be justified. According to the view under consideration, such a coercive measure would be illegitimate. So this convergence conception of the standard view maintains the core conviction that religious reasons cannot decisively justify state coercion in pluralistic liberal polities and thus includes as a necessary constituent the Principle of Religious Insufficiency. Religious reasons can play a decisive role in defeating state coercion but they cannot play a decisive role in justifying state coercion.

5.2. Criticism of the convergence conception

There is good reason to be skeptical of the convergence conception of the standard view. Although it is quite permissive in its treatment of religion, it is too demanding in other respects. How so?

Few claims are more central to liberalism than that each human being has great and equal worth and should be treated accordingly. Liberal polities achieve that end by limit-ing what government can do to citizens –by institutionalizing a right to religious free-dom, we prevent government from tearing down churches and forcing citizens to attend meetings of Fundamentalists Anonymous, thereby violating them in pretty fundamen-tal respects. But respect for human worth does not only ground policies that limit what government can do to citizens by way of coercion. Although coercion is a dangerous tool to be used sparingly, a failure to coerce can also be dangerous. Too little governmental coercion can be just as morally troubling as too much. Liberal polities must protect the innocent from those who would violate their rights. So, for example, they must arm police with guns and authorize them to kill the murderous. They must arm soldiers and authorize them to repel aggressors. These protective measures are absolutely crucial to the overall liberal aim of treating human beings as befits their great worth: given the

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broken world in which we live, we cannot effectively protect the innocent unless govern-ment authorizes some of us to kill others. Liberalism is a militant creed.

But some citizens believe that it is never morally permissible for one human being to kill another and oppose any measure that authorizes the use of lethal violence. Consider, for example, a citizen who takes Jesus’ command that we love our neighbors as ourselves to forbid the lethal use of violence and therefore war. According to this citizen, for any human being to use lethal violence is for his or her to violate a divine command to love the enemy-neighbor as himself or herself. From his or her perspective the use of lethal violence is apostasy. Note well his or her position: he or she does not object only to his or her being forced to kill his or her fellow human beings; he or she denies that any human being may intentionally kill others, even if doing so is required to prevent egregious vio-lations of human rights. He or she objects to the very existence of a military, not merely to his or her being required to join the military.

The moral of this story is rather straightforward: liberalism cannot survive the con-vergence conception of justified coercion. Because the liberal commitment to human dignity and rights cannot be effectively implemented absent the state’s willingness to use lethal violence, and because pluralistic liberal democracies will always include citizens who have excellent reason from their own perspective to reject all lethal violence, liberals have excellent reason to deny that state coercion must be justified to the coerced.

Liberals are not the only ones to have excellent reason to reject the convergence conception. As I have noted, I adhere to the JWT and I take it that advocates of that venerable tradition should also reject the convergence conception. Why?

I have been exclusively concerned with the claim that the coercive measures em-ployed by a liberal polity must be justified to the citizens of that polity. In so doing, I have followed the self-understanding of every advocate of the standard view with whose work I am familiar. But advocates of the JWT have very little reason to accept that self-understanding. Why? At the core of the JWT is the claim that the just use of mili-tary violence respects the worth of all human beings. So, for example, the principle of noncombatant immunity is an absolutely essential component of the JWT and that principle presupposes respect for the worth of non-combatants in enemy states imposes potentially severe restrictions on the manner in which states wage war. Now if states must wage war in a manner that respects the worth of any and every human being, and if respect for human worth requires that coercion be justified to those coerced, then due respect requires that military violence be justified, not only, or even primarily, to the citizens of the political community that wages war but also, and most importantly, to those against whom that violence is directed.

But this requirement cannot actually be satisfied. Given familiar details regarding the vastly different ways in which the members of warring communities are socialized,

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their differential access to relevant information, and so on, the members of warring communities will often rely on vastly different evidential sets when they reflect on the morality of the wars in which their community is involved. As a consequence, the mem-bers of warring communities will often, and perhaps typically, be in a condition of what Vitoria called “invincible error”: no matter how responsibly and conscientiously they evaluate the available evidence, citizens (and soldiers) in a polity that wages an unjust war will often be unable to discern the injustice of the war in which their community is implicated10. So, for example, given the propaganda to which they were subjected, large numbers of Japanese soldiers who defended the island of Okinawa in 1945 were in no strong epistemic position to believe anything other than that they were defending their homeland against an unjust, and indeed, monstrous, aggressor. They had no access to anything like a decisive reason to believe that the invading Americans were justified in attacking them.

It seems, then, that if due respect requires the justification of coercion to those co-erced, and if human beings are typically invincibly ignorant of the justice of the wars their communities wage, it will never actually be the case that a political community may wage war. The convergence conception of what makes for justified state coercion, combined with the epistemic circumstances of those caught up in war, lead to a kind of contingent pacifism in which waging war might be justifiable in principle but never in the actual world. Advocates of the JWT have excellent reason to reject this kind of ‘contingent pacifism’ and therefore excellent reason to reject the conception of justified coercion that otherwise drives us to that dubious position.

6. An alternative to the standard view

If coercion need not be justified to the coerced, it is hard to see why religious reasons cannot play a decisive role in justifying state coercion. If religious reasons can play a decisive role in justifying state coercion, then it is hard to see why citizens and public officials may not endorse coercive measures that require religious support. That said, it does not follow that ‘anything goes.’ Various moral constraints apply to the manner in which citizens and public officials endorse political coercion.

10 Francisco de Vitoria, “On the Law of War”, in Pagden, A. and Lawrence, J. (eds.), (1991), Political Writings, Cambridge, Cambridge University Press, 313.

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6.1. An ideal of conscientious engagement

I try to capture many of those moral constraints in what I call an ‘ideal of conscien-tious engagement,’ of which the following is an adaptation:

(1) Citizens and public officials should pursue a high degree of rational justification for the moral propriety of the coercive measures they endorse.(2) They should not endorse coercive measures for which they lack an adequate moral rationale. (3) Citizens and public officials should listen to their compatriots’ criticisms and be will-ing to change their favored coercive policies if given adequate reason to do so. (4) They should sincerely and responsibly attempt to articulate reasons for their favored coercive measures that their compatriots regard as decisive.

I will not argue in detail for each of these requirements. But the basic idea is as follows. A citizen or public official who endorses a coercive measure contributes to a collective undertaking that affects the well-being of many others and perhaps in ways that they find deeply objectionable. So, for example, a citizen who endorses the inva-sion of Afghanistan has to know that such an invasion would cause enormous anger and frustration among those who believe that it would constitute an unjustifiable act of state aggression. But one of the central ways in which we respect the worth of oth-ers is to further their well-being –their well-being matters to us because they matter to us. Given that each citizen and public official should treat his or her compatriots in a properly respectful manner, it therefore cannot be a matter of indifference to his or her that he or she contributes to a collective undertaking that will engender great frustration and anger among his or her compatriots. So he or she must at the very least attempt to determine whether or not there is a morally adequate rationale for the United States’ invasion of Afghanistan (1). If, after having fulfilled the relevant epistemic duties, he or she concludes that there is no adequate rationale for that invasion, then he or she should withdraw his or her support. Otherwise, he or she provides the occasion for some of his or her compatriots to suffer but for, as he or she then justifiably believes, no good reason. So, respect for the worth of his or her compatriots requires a citizen or public official to exercise a certain kind of restraint: not with respect to coercive measures that require a religious rationale, but with respect to coercive measures that lack a morally adequate rationale (2).

That said, in order to be confident that there exists an adequate rationale, each citi-zen and public official must be appropriately sensitive to countervailing considerations, particularly objections persuasive to those coerced by the measures he or she endorses. Should some of those objections persuade him or her as well, he or she should with-

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draw his or her support. As I see it, genuine willingness to change in response to the objections of others is crucial to conscientious engagement (3). Finally, each citizen and public official ought to do what he or she reasonably can to diminish the objectionable-ness of the coercive measures he or she supports and he or she can do that by striving to articulate reasons that will persuade skeptics (4). What sort of reasons should he or she pursue? Although he or she might have pragmatic reason to articulate some sort of widely persuasive, non-sectarian, shared reasons, due respect for human worth implies no such requirement. So long as he or she genuinely tries to persuade his or her compa-triots by reasons that they find compelling, whatever he or she happens to think of the adequacy of those reasons, he or she is free to do so in as ‘sectarian’ a manner as he or she wishes.

So, we should form our political commitments as best we can given our epistemic resources, listen to others and revise our commitments in light of what they say, try to persuade others by appealing to their commitments and hopefully get them to see mat-ters our way. Moreover, we should expect others to return the favor: they should form their political commitments as best they can given their epistemic resources, they should listen to us and revise their commitments in light of what we say, they should try to persuade us by appealing to our commitments and hopefully get us to see things their way. In so doing we strive to maximize the number of those who support the coercive measures we believe in good conscience to be morally correct at the same time that we do our level best to endorse the very coercive measures we actually believe to be just and correct.

What good does striving to persuade others accomplish if a citizen or public official knows that he or she will be unable to convince many of his or her compatriots? The manner in which he or she engages others can reduce the occurrence of certain kinds of frustration. There is, of course, no alternative to the frustration engendered by losing out in a fair and free political contest. But there is an alternative to losing out to those who exhibit a callous indifference to one’s well-being and thereby to the impact of their win-ning policies on one’s life prospects. On the assumption that it is particularly alienating to have others callously and indifferently make decisions that affect one’s well-being, a citizen or public official can forestall such alienation by trying to articulate to his or her compatriots some rationale that addresses them in their particularity.

This is not just a matter of being polite; it is a matter of taking other human beings seriously, as both suffering and reason-giving agents, as any of us can recognize when others make decisions that affect us but do not bother to consult us, reason in common with us, and try to persuade us that their decision does in fact conduce to justice and the common good. That said, reducing frustration does not eliminate it: advocates of the invasion of Afghanistan could hardly fail to realize that their political success would be

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profoundly troubling to their compatriots and so a source of intense frustration and an-ger. There is nothing they can reasonably do to eliminate that kind of frustration. There is nothing we can reasonably do to avoid imposing one or another policy on dissenters. Given the nature of the dispute, and given the inevitable disagreements in a liberal de-mocracy about the moral propriety of the state’s use of lethal force, someone is going to lose that political battle –invariably the pacifist in the actual world, the advocate of the JWT in some distant possible world, and perhaps the realist in some even more distant possible world.

6.2. Religion and conscientious engagement

Now the ideal of conscientious engagement I have just sketched mentions nothing in particular about the proper political role of religious reasons. But its implications for that topic are not difficult to draw out. I will mention two and then draw a general conclusion.

First, the ideal of conscientious engagement requires us to do our level best to articu-late some rationale that our compatriots find persuasive, and because a pluralistic society will inevitably include some secularists, it follows that those who support some coercive measure on religious grounds must do what they can to articulate some secular rationale for that measure. So religious citizens must exit their parochial perspective, inhabit the mindset of their secular compatriots, and attempt to articulate secular reasons for their favored coercive measures. Note, though, that what is good for the religious goose is equally fine for the secular gander. If secularists support some coercive measure to which their compatriots have religious objections, then secularists have an obligation to exit their parochial perspective, inhabit the mindset of their religious compatriots, and do what they can to persuade their religious compatriots to support their favored policy.

Of course, I am assuming here that for a secularist to provide a religious believer with a secular rationale need not be for the secularist to provide the believer with any reason that does or should persuade the believer. If this is correct, then due respect for-bids secularists merely to provide religious believers with ‘widely appealing’ or accessible reasons when they know that the believers they putatively address will find such reasons utterly alien.

Second, although conscientious engagement requires us to strive to persuade our compatriots, it recognizes that our aspirations will sometimes meet with failure, and it permits us to support coercive measures for which some of our compatriots lack what they regard as an adequate rationale. This general claim applies to religiously grounded coercive measures: a citizen or public official can in principle fully comply with the

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ideal of conscientious engagement and yet endorse some coercive measure that requires religious support. This possibility is not, so far as I can tell, a political feasibility in the liberal democracy with which I am most familiar, the United States, where any coercive measure must, as a practical matter, have the support of no doubt a variety of secular reasons. Nevertheless, it is a logical possibility and should it be realized, nothing morally wrong need have been done: a coercive measure that requires a religious rationale need not be morally defective in any respect.

These two implications of the ideal of conscientious engagement exemplify an im-portant principle: any normative constraint that applies to the reasons on the basis of which citizens and public officials endorse coercive measures must apply impartially to religious and secular reasons. Equal treatment of religious and secular reasons is the order of the day: religious believers have no more, and no less, a responsibility to aspire to persuade their secular compatriots than secularists have an obligation to aspire to persuade their religious compatriots; if coercive measures that lack a plausible religious rationale are permissible, then so are measures that lack a plausible secular rationale; if secularists may support coercive measures solely on the basis of reasons that fail to persuade religious believers, then so also may religious believers support measures solely on the basis of reasons that fail to persuade secularist; if secular legislators may advance secular arguments in legislative session, then so may religious legislators. In a liberal pol-ity characterized by pervasive pluralism, both religious and secular, genuine respect for human worth requires nothing less.

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NOTAS ESCRITAS PARA LA CONFERENCIAEJEMPLARIDAD PÚBLICA. ¿POR QUÉ ELEGIR, HOY,

LA CIVILIZACIÓN Y NO LA BARBARIE?

Javier Gomá LanzónFundación Juan March, Madrid

Fechas de recepción y aceptación: 8 de abril de 2010, 13 de mayo de 2010

Resumen: la conferencia define qué se entiende por civilizar (establecer límites a la libertad para hacer posible la convivencia) y señala cuáles son las condiciones cultu-rales para que el proceso de socialización se realice con éxito en la cultura. La forma que adopta la civilización en la cultura contemporánea es denominada emancipación; la conferencia estudia si las condiciones para la emancipación moral se cumplen o no en la cultura actual y se concluye que existen algunos obstáculos, como el dualismo vida pública-vida privada, una concepción de la individualidad como excentricidad y la au-sencia de costumbres. Finalmente, se muestra cómo la noción de ejemplaridad remueve esos obstáculos.

Palabras clave: civilización, barbarie, liberación, emancipación, vida privada, excen-tricidad, costumbres, ejemplaridad.

Abstract: The conference defines what is meant by civilizing (setting limits on free-dom to make coexistence possible) and identifies the cultural conditions for the process of socialization to be successfully carried out in culture. The form that civilization takes in contemporary culture is called “emancipation”; the paper analyzes whether the condi-tions for moral emancipation are fulfilled or not in today’s culture and concludes that there are some obstacles, such as the dualism of public and private life, the conception of individuality as eccentricity in addition to the lack of customs. Finally, it is shown how the notion of exemplariness removes these obstacles.

Keywords: civilization, barbarism, liberation, emancipation, private life, eccentricity, customs, exemplariness.

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¿Qué es civilizar? Las condiciones culturales contemporáneas para la realización del proceso civilizatorio

El subtítulo de la conferencia plantea una pregunta relacionada con una opción entre civilización y barbarie. La respuesta a la pregunta del subtítulo es el título. ¿Qué enten-demos por civilización, por civilizar, por ser cívico? Civilizar es establecer gravámenes y restricciones a la libertad individual; al consentir voluntariamente estas coacciones exte-riores, que inhiben su espontaneidad, sus preferencias personales y sus deseos, el indivi-duo se socializa, acepta unas reglas de civilizada vida en común y se hace ciudadano.

Civilizarse, ser civilizado, no es sólo vivir en sociedad. No es lo mismo vivir en socie-dad que vivir socializado. Estar socializado significa que uno encuentra en su integración social, en el desempeño de su función como ciudadano, los elementos de su individua-lidad y de su identidad como hombre. No se trata sólo de ser médico, magistrado, em-presario, hombre casado o padre de familia –todo ello momento de socialización–, sino también de hallar en ello los rasgos de la propia subjetividad y personalidad.

Se puede, y es muy frecuente, que la gente viva en sociedad, en ciudades, pero que personalmente no haya aprendido ni interiorizado su vida de una forma civilizada, por-que su manera de comprender el mundo y comprenderse a sí mismo no favorece la convivencia y la vida en común.

¿Cómo se produce ese mismo proceso de socialización en las actuales condiciones culturales? Y antes de eso, ¿cuáles son esas condiciones de nuestra cultura y sociedad contemporáneas?

El problema de cómo realizar el proceso civilizatorio en una cultura liberada como la contemporánea

Mi libro Ejemplaridad pública estudia cómo se realiza el proceso de “socio-individua-ción” en las condiciones de la cultura contemporánea.

¿Cuáles son esas condiciones de la cultura contemporánea? Las condiciones son ambiguas, típicas de una época de transición. Estamos en efecto

en un inmenso giro de la historia. Lo explicaré brevemente. Toda la cultura hasta el siglo xviii puede definirse con el término premodernidad. Se-

ría prolijo definir ahora la cultura premoderna, pero un rasgo característico es que es una cultura cósmica: existe un cosmos objetivo bien ordenado y el hombre ocupa un lugar eminente en ese cosmos; quizá sea el centro del cosmos, pero siempre es sólo una parte de él. Durante la premodernidad el hombre es una parte de un todo que le trasciende. En su dimensión política, el hombre es parte de un todo político –el Estado absoluto

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francés, la Monarquía de Felipe ii, la patria, el principado, la república– que trasciende en importancia y valor al individuo.

La modernidad es el proceso por el que el hombre toma conciencia de ser fin en sí mismo y nunca más una parte, ni del cosmos ni de la sociedad ni del Estado. Cobra conciencia de su dignidad infinita como individuo, que prevalece sobre el interés general del Estado. Todas las obligaciones que vienen dadas por su condición de miembro del cosmos o de la sociedad se sienten ahora como represiones, restricciones, opresiones a su derecho a ser libre.

La modernidad es la época de la liberación del hombre frente a las opresiones tra-dicionales. Piénsese que durante siglos hasta la conciencia estaba sometida al control político y religioso: no sólo escribir o manifestar opiniones desviadas de la ortodoxia definida, sino también pensarla, era considerado un delito. No había siquiera libertad de conciencia, pues hasta la conciencia estaba sujeta al control político.

En los últimos tres siglos, el hombre occidental ha emprendido una lucha de libe-ración individual frente a las opresiones colectivas. En este tiempo, con lucha, revolu-ciones y sangre, se ha producido una indudable ampliación de la esfera de la libertad individual. Las victorias de esa lucha se reflejan en las tablas de derechos fundamentales de las constituciones contemporáneas: la vida, la libertad, la igualdad, la intimidad, la imagen y el nombre, la libertad de expresión, reunión y asociación, etc.

La liberación ha sido completa. La nuestra es hoy una cultura liberada. Desde los sesenta del siglo pasado vivimos en una civilización no represora. No es que no existan represiones y violaciones, sino que ya no se consideran lícitas, sino ilícitas, ilegítimas, inmorales. Vivimos una época de libertad consumada. La esfera de la libertad se ha am-pliado hasta su máximo.

La ampliación de la esfera de la libertad es un indudable progreso moral de la hu-manidad. Yo sé que la “gente de orden”, los tradicionales, aquellos cuya experiencia les ha enseñado las ventajas de un cierto conservadurismo, han visto con preocupación, con ansiedad, han vivido con tensión, todo ese proceso de liberación subjetiva desarro-llado durante la modernidad, porque indudablemente ha cometido excesos. Y además la liberación se ha presentado a sí misma en manifiesto antagonismo con las posturas tradicionales.

Pero, en mi opinión, ser civilizado, contribuir al progreso de la civilización, signifi-caba durante estos tres siglos contribuir a la liberación, porque mediante la liberación el hombre ha tomado mayor conciencia de su dignidad inviolable, de su autonomía, y su libertad ampliada es el presupuesto de la ética que realmente lo sea.

Por consiguiente, las condiciones de la cultura contemporánea a las que me refería antes son las condiciones de una cultura liberada.

¿Y cómo se produce la socialización en una cultura liberada?

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Ahora entramos en el análisis de la situación actual. Hay formas superiores y formas inferiores en el uso de la libertad. Una cosa es ampliar la esfera de la libertad –algo que se ha conquistado en los últimos tres siglos– y otra el uso cívico, virtuoso, responsable, social de esa libertad. La ampliación de la esfera de la libertad puede utilizarse para la virtud o para la barbarie. La ampliación de la esfera es un progreso, pero no es seguro que hayamos también progresado en el uso de esa esfera ampliada de la libertad.

¿Qué hemos liberado en esta cultura liberada? Lo cierto es que hemos liberado vul-garidad. Un uso inferior de la libertad.

[Ambivalencia de la vulgaridad. Definición del concepto. Capítulo “La vulgaridad, un respeto”. Es un fruto de la acción combinada del igualitarismo y la liberación subjeti-va y en este sentido merece un respeto. Es un fenómeno rigurosamente contemporáneo. No los hechos vulgares sino la vulgaridad, su conversión en categoría cultural funda-mental, que no puede ignorarse y que toda teoría social y cultural futura que quiera ser realista habrá de tener en cuenta. La vulgaridad es la realización histórica, en la cultura democrática, de lo que en el Aquiles era presentado, de forma intemporal, como el esta-dio estético. Los ciudadanos que, a diferencia de Aquiles, no han evolucionado desde el estadio estético al ético se asimilan a ciudadanos de vulgar estilo de vida].

La cultura de la liberación y la vulgaridad ha cuajado como “imagen natural del mundo”. Una imagen natural del mundo es un concepto que se refiere a los presupues-tos que nos proporcionan la forma natural, espontánea, de comprender el mundo y a nosotros mismos. Comparemos esa imagen en una época mitológica y en la actual. Hace milenios uno salía a la calle y veía en el cielo a dioses habitando las estrellas, a dioses en el suelo (Gea), en los ríos, en los acontecimientos. Nuestra imagen actual es científica. Decía Kant que él admiraba el cielo estrellado sobre sí y la ley moral dentro de sí. Ahora, fuera vemos materia, éter, masa, hidrógeno, la tabla periódica, y dentro, instintos, repre-siones, sublimaciones, pulsiones, muchas veces nefandas.

Desde una perspectiva moral, la imagen natural del mundo es la libertaria-liberada. Ese chico, esa adolescente, repite a cada paso una fórmula repetida, la arroja insolente-mente a los padres, educadores, adultos: “Es mi vida”, “soy como soy”, “sé tú mismo”, “es mi cuerpo”, “con mi vida hago lo que quiero”, “nadie tiene derecho a opinar sobre mi estilo de vida”, “yo hago las cosas a mi manera”, “mi vida es mía”. Al repetir estas consignas, usa la gramática de la liberación y está siendo posmoderna-liberada sin saber-lo: es su imagen natural del mundo. La conciencia liberada es heredera de la conciencia romántica, que exalta en el individuo la libertad, la creatividad, la originalidad, la excen-tricidad, la excepcionalidad, la genialidad por encima de las reglas, la excepcionalidad, la espontaneidad instintiva sin educar.

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Está compuesta de ideas, nociones y sentimientos creados en la soledad de su ga-binete por los grandes creadores de origen romántico: Rousseau, Lord Byron, Goethe, Fichte, Lamartine, Leopardi, Nietzsche, etc. Ellos concibieron nuevas ideas de libera-ción, las publicaron, se difundieron, se generalizaron, se vulgarizaron y cristalizaron en “imagen natural” contemporánea. Ese joven no lo sabe, no aprecia el mérito de su conquista, su valor en el proceso de liberación. Lo hereda de forma inconsciente, sin haberlo conquistado, y lo aplica y se lo aplica, gozando normalmente de una ociosidad subvencionada.

Son libres sin haber aprendido a serlo, son libres sin las instrucciones de uso de la libertad, sin la sentimentalidad que es necesaria para su uso cívico.

Y es aquí donde se observan las dificultades para que, en las actuales condiciones culturales, el proceso civilizatorio siga progresando. Hay muchos obstáculos para que el hombre contemporáneo elija ser civilizado, cívico.

Porque en una sociedad liberada la tarea civilizatoria pendiente ya no es seguir am-pliando una esfera de la libertad ya exasperadamente amplia, sino cómo hacer un uso cívico de esa esfera ampliada. Ante las consignas, repetidas hasta la saciedad, hay que decir: por supuesto, tu vida es tuya, ¿quién lo niega? No se trata en absoluto de volver a situaciones de antigua opresión o restricción a la libertad; ninguna nostalgia del pasado cósmico y premoderno. No se trata de volver al pasado, tampoco de permanecer en el presente. No se trata de abandonar la liberación sino de no quedarse anclado en ella. Asumir sus logros y continuar el progreso moral. Y ahora el progreso ya no es la libera-ción sino la emancipación. No ser libres sino articular y consensuar un uso cívico de la libertad. Y para esta nueva tarea, la imagen liberada del mundo y la vulgaridad ambiente no ayudan.

[Nota sobre la función cívica de la filosofía. Hay que tratar de modificar esa imagen natural. Cuando me preguntan sobre los problemas de la educación de la juventud, la indisciplina, la mala educación, la falta de respeto, el bajo nivel cultural, etc., suelo con-testar que la solución al problema actual de la educación no es educativa. No se trata de aprobar una ley de respeto al profesor, de obligar a llamarlo de Vd., de más ordenadores, más bibliotecas, mejor ratio profesor-alumno. Y esta es la función esencial de la filosofía, la literatura o el arte. Se dice que la filosofía ha llegado a su fin, que la novela ha termi-nado, que el arte se ha extinguido. Ocurre lo contrario: hoy la filosofía, la literatura y el arte tienen una misión civilizatoria de primerísimo orden. Generar esas ideas, nociones y símbolos y sentimentalidad que nutran la imagen natural del mundo del futuro. Un pro-ceso lento, que lleva decenios, quizá centurias, pero el único realista. Hay que crear un nuevo lenguaje de la emancipación. El paso del estadio estético al ético se designa ahora el progreso de la liberación a la emancipación y de la vulgaridad a la ejemplaridad].

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Antes he pedido un respeto para la vulgaridad. Ahora bien, la vulgaridad no es puerto de arribada, no es el punto de llegada sino el punto de partida. La sociedad democrática contemporánea no es sostenible, ni vivible ni viable si está sostenida en las arenas mo-vedizas de la vulgaridad, el uso inferior de la libertad. Pues la libertad es el presupuesto de la ética, no la ética en sí; la libertad ofrece un surtido de opciones, pero no asegura la elección de lo bueno.

Mientras siga vigente una imagen liberada romántica del mundo, en la que el indivi-duo se comprende a sí mismo como ser excéntrico, especial, excepcional, genial por en-cima de las reglas y alimenta una espontaneidad que no reconoce límites ni restricciones, las motivaciones que tiene el hombre contemporáneo para socializarse son escasas.

Durante tanto tiempo ha luchado por la defensa de su libertad y de sus derechos como individuo frente a las opresiones sociales, culturales, económicas y políticas, que ahora las instituciones sociales están desprestigiadas y los procesos de socialización son extremadamente difíciles. Tanto tiempo por distinguirse, separarse, independizarse, crearse autonomía respecto al todo social, que ahora nada induce a integrarse en ese todo.

Comparemos a un joven de nuestros días y a un joven de hace tres, cuatro siglos, uno o dos milenios, o cualquier sociedad tradicionalista.

El joven de una sociedad tradicionalista tendría, como el de ahora, el deseo de au-toafirmarse, de desinhibirse, de vivir para sí mismo, de una satisfacción inmediata de su espontaneidad estético-instintiva, de retrasar la doble especialización, de demorarse sin progresar al estadio ético, de liberarse. Pero en una sociedad jerárquica, aristocrática, autoritaria y altamente coactiva, que controlaba a la “masa” con mano de hierro, el joven era intensamente empujado a su socialización por el peso combinado de todos esos ele-mentos: autoridad, poder, patriotismo, religión, buenas costumbres, coacción. La esfera de su libertad era muy estrecha, la presión para elegir lo socialmente correcto inmensa, casi irresistible.

En contraste, ahora hemos derribado el principio de autoridad, se han arrasado las antiguas jerarquías, hemos suprimido la coerción como instrumento de organización so-cial, la crítica nihilista ha deslegitimado todas las ideologías y ha impuesto el relativismo, el pluralismo, el multiculturalismo, han desaparecido las costumbres colectivas socializa-doras y se ha establecido por todas partes una cultura de liberación personal (ya anacró-nica) y una exaltación del yo como genio, como ser especial, como excentricidad.

Hemos renunciado a los antiguos instrumentos de socialización del yo sin haber descubierto y practicado otros nuevos.

Y ahora viene la cuestión palpitante: qué estímulos, qué motivaciones tiene el hombre contemporáneo, liberado, excéntrico, soberano en su vida privada, el genio por encima de las reglas, persuadido de la importancia de su felicidad y de su autorrealización, para

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renunciar a sus pulsiones subjetivas y espontáneas, para encontrar en su socialización productiva el elemento de su individualidad, cuando ya no hay una estructura jerárqui-ca, autoritaria, coactiva que le impulse a ello, cuando faltan las creencias y costumbres colectivas, cuando toda la cultura vigente insiste además en el lenguaje de la liberación.

¿Cómo se realiza ese proceso de socioindividuación antes descrito –tan importante para la individualidad y la moralidad– en una cultura liberada? ¿Cómo se socializa el hombre, cómo se integra en el elemento productivo? No se trata de encontrar casa y trabajo, sino de hallar en ello los rasgos de tu individualidad. No se trata sólo de vivir en sociedad, sino de vivir socializado.

Repetimos las preguntas acuciantes: ¿qué razones pueden resultar de verdad hoy con-vincentes al yo para que acepte una cierta dosis de “urbanidad” y haga propias las limita-ciones y alienaciones inherentes a una civilizada vida en común, renunciando a sus pul-siones antisociales, bárbaras quizá, en un sentido, pero suyas, auténticas y espontáneas?

En suma, ¿por qué la civilización y no la barbarie? Lo verdaderamente digno de ser resaltado es que esta pregunta (el subtítulo de la

conferencia) era irrelevante hace dos siglos, incluso hace cien o cincuenta años, y se ha convertido ahora, por las transformaciones culturales ocurridas, en una pregunta perti-nente, más aún, urgente.

Obstáculos a la emancipación pendiente

El proceso de socialización individual está retrasado en la cultura actual por algunos de esos componentes de la imagen natural del mundo actual que la estorban, la frenan, la dificultan.

1.º De la paideia premoderna al dualismo moderno (normativismo y anomia). La cultura premoderna es vertical, lo inferior está con lo superior en una relación de par-ticipación (cosmos simbólico). La modernidad cambia el par arriba-abajo por el par dentro-fuera y así nace el dualismo moderno. En la historia de la cultura coincide tem-poralmente, y no por casualidad, el moderno Estado coactivo con el concepto de vida privada. Existe un normativismo, producido por el Estado y la burocratización radical de la dimensión externa de nuestras vidas, que llega hasta el último rincón, que no deja un espacio externo sin reglamentar. Pero si la red normativa, por un lado, es tan extensa que ocupa todo el espacio público disponible, por otro carece de vis directiva y no se diri-ge al ciudadano con fuerza moral, sino sólo con vis coactiva, y en consecuencia no puede ni pretende obligar al ciudadano en conciencia, sino únicamente ofrecer dos opciones al ciudadano, a quien se le invita a hacer un cálculo de conveniencia y decidir qué prefiere: cumplir las leyes o, igualmente legítimo, disfrutar de las ventajas de no cumplirlas y

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aceptar de algún modo el castigo anudado al incumplimiento. Ambas opciones dejan a salvo las prerrogativas intocables de la vida privada. El interior de la vida (en el ámbito de la moralidad) está entregado al arbitrio individual, elevado a derecho sagrado e in-violable, que nadie puede interferir legítimamente. Ese ámbito sacrosanto confiado in toto al arbitrio subjetivo recibe en nuestro tiempo el nombre de vida privada. En su vida privada, el sujeto no rinde cuentas a nadie porque no reconoce la existencia de principios comunes con fuerza convincente para imponerse sobre su conciencia.

El resultado es una ausencia de reglas en la esfera individual-moral que se generaliza en un plano social como anomia.

La vida humana se parcela, se fragmenta en dos mitades, cada una sujeta a un abso-lutismo distinto: el del Estado y el del propio arbitrio y preferencia personal. En suma, burocratización y anomia son los dos signos distintivos de la cultura contemporánea.

Con este dualismo, la emancipación no es posible, porque el uso de la libertad indivi-dual se confía a la anomia de la vida privada, a un mundo sin reglas morales socialmente compartidas y, en consecuencia, ninguna norma prescribe al hombre su socialización.

2.º La generalización y masificación, en la imagen natural del mundo de la mayoría, de un concepto romántico (y al principio minoritario) de individualidad como excentri-cidad (S. Mill), como genio romántico por encima de las reglas, como artista de la vida. Excentricidad masificada. ¿Es viable una sociedad compuesta por millones y millones de excéntricos, genios y artistas de la vida, que se sitúan por encima de las reglas comunes, de las normas de convivencia?

Comparar entre el rey Darío o el rey Salomón y cualquiera de los ciudadanos de nuestras sociedades igualitarias.

3.º El arrasamiento de todas las creencias y costumbres colectivas que antes sociali-zaban masivamente al hombre premoderno. El problema de una democracia sin mores. Excursos sobre las ventajas de la costumbre. La necesidad de “buenas costumbres” como aquellas que favorecen el proceso de socioindividuación.

Esa misma especialización, combinada con la finitud de la vida, le impiden al yo evaluar y juzgar críticamente todas y cada una de las circunstancias que importan a su existencia cotidiana y que la condicionan: todo el plexo de valores culturales, reglas sociales y pre-supuestos técnicos y científicos que la rodean y sostienen hasta sus más íntimos pliegues. Si tuviéramos que analizar al detalle y decidir sobre todas las influencias que recaen sobre nuestra vida, sería como si tuviéramos la obligación de inventar por nuestra cuenta un lenguaje completo: quedaríamos paralizados ante esa sensación de vacío, moriríamos de inacción.

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Pero afortunadamente nos asisten las costumbres, ellas son el remedio a la brevedad de nuestra vida. “Necesitamos costumbres –incluida la tradición filosófica– porque morimos demasiado pronto para emprender transformaciones totales o fundamentaciones absolu-tas. Así pues, los escépticos, conscientes de su mortalidad, tienen en cuenta la inevitabili-dad de las tradiciones; tienen conciencia de aquello que –usualmente y con el estatus de usanzas y costumbres– se sabe de forma consuetudinaria”. El yo se aplica a su especiali-zación; elige aquellos bienes sobre los que ha decidido prestar su atención humanamente limitada y, sobre todo los demás, que desbordan su capacidad y su tiempo, se considera relevado del deber de analizarlos con competencia profesional y se confía a las costumbres más extendidas en la polis y más comunes, aquellas que han merecido el consenso general o que cuentan con la aprobación de otros ciudadanos especializados en ellas. Salvo en la isla en la que es competente, el yo flota en un océano de costumbres y, en la práctica, esa heteronomía moral hace su vida soportable (p. 134).

La ejemplaridad como instrumento de socialización específico de nuestra época para el progreso moral y para promover la emancipación pendiente

Ejemplaridad pública contiene argumentos políticos, éticos, antropológicos y cultu-rales para presentar una teoría general de la ejemplaridad. Normalmente suelo hacer un compendio de esos argumentos, pero hoy me limitaré a señalar cómo la ejemplaridad da respuesta y sale al encuentro de los obstáculos a la emancipación y los remueve.

En puntual respuesta a lo anterior, la teoría de la ejemplaridad:

Primero: Supera el dualismo moderno. Por su propia naturaleza, la ejemplaridad comprende todas las dimensiones de la personalidad, la pública y la privada (es una paideia), superadora del dualismo. Pero, para la ejemplaridad, no hay compartimentos, sería un dislate una ejemplaridad troceada. Exige una “uniformidad general de vida”. La misma idea de ejemplo borra las fronteras entre lo público y lo privado, porque todo yo, incluso en su llamada vida privada, exhibe en su entorno, en su círculo de influencia, un ejemplo hacia los demás. Todo yo es siempre un ejemplo de vida y todo ejemplo proyecta una influencia pública (no hay ejemplos privados), por lo que todo yo es res-ponsable de su vida entera –también privada– ante los demás. No una responsabilidad jurídica sino moral. El concepto de vida privada debe preservarse como derecho frente a las intervenciones de los poderes públicos, pero no como principio ético. Cada uno es libre de hacer el uso que prefiera de su vida y de su libertad ante el Derecho, pero no ante su conciencia.

Segundo: La ejemplaridad presupone un concepto distinto de la subjetividad: no la idea romántica de excentricidad, sino el “universal vivir y envejecer”. Sólo una subjeti-

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vidad así considerada puede permitir el efecto de generalización, que es inherente a la ejemplaridad. Además, ello está en la base de una ejemplaridad igualitaria, todos somos ejemplos de todos, red de influencias mutuas. Liberar la ejemplaridad del histórico se-cuestro aristocrático. Así se convertirá en la paideia que la democracia anda buscando para asegurar su durabilidad.

Tercero: La generalización de la ejemplaridad produce costumbres. ¿Cómo nacen las costumbres?

El ejemplo ejemplar ejerce sobre el observador una doble influencia (vis directiva y vis atractiva): atrae y suscita un deseo de imitación –exempla trahunt (véase Imitación y experiencia)–. Los prototipos atraen porque unen ser y deber ser, porque personifican un ideal, una perfección humana, unen deber e inclinación espontánea, concreto y uni-versal, ejemplo y ejemplaridad, ejemplo de felicidad moral. Es natural que se dispare el deseo imitativo, que desee participar en esa perfección, que encuentre el émulo en el modelo su propio ser y su destino, pero ya realizados y plenos, y quiera reiterar en sí mismo esa perfección, más allá de la caducidad mortal y anecdótica que hiere todo lo contingente, en pos de una humana perduración. En Ejemplaridad pública se añade el capítulo 21 sobre la coincidencia entre exemplum y exemplar. En ese ejemplo “transitivo” centellea la universalidad de la regla, y el ejemplo es al mismo tiempo caso y regla, ideal, norma, ley. En el capítulo 24 se resume la teoría sobre “el poder del ejemplo personal”, que incluye una oferta de sentido.

De la coacción de la ley a la persuasión del ejemplo. Sólo la persuasión es convincente en una época liberada y por ello sólo la persuasión del ejemplo puede inducir la socialización del individuo y su conversión en ciudadano.

Es el elemento carismático, innovador, revolucionario, transformador de la ejempla-ridad –en términos de Max Weber–, el único capaz de crear las “buenas costumbres” de las que está necesitada la sociedad contemporánea para crear una trama cívica, una pauta, un modelo. El ejemplo ejemplar desencadena una descarga carismática, un en-cantamiento magnético, mucho más eficaz y transformador que toda la coacción admi-nistrativa o legislativa, porque ésta cambia la conducta externa mientras que los ejemplos moldean las conciencias.

[Nota: Para el alma vulgar, la atracción que suscita el buen ejemplo genera incomodi-dad, resentimiento, inquieta a esa alma, la turba: precisamente porque invita a imitarlo, a reformar tu vida; es una intimidación a su vulgaridad, una exhortación a su reforma. Sólo la ejemplaridad puede superar las resistencias a la reforma.

“En efecto, el mal ejemplo absuelve al hombre vulgar, mientras que el buen ejemplo lo condena”. El buen ejemplo suscita “mala conciencia”.

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Si ante mí tiene lugar una acción reprochable, ese ejemplo tiene en mí un efecto sedante, me tranquiliza, porque yo podría, si lo deseara, hacer eso mismo que los demás censuran y, sin embargo, está visto que no lo hago, quién sabe si por virtud. En cambio, la ac-ción ejemplar de la que soy testigo me interpela, conmueve mi corazón, sacude mi mala conciencia, porque todo en ese ejemplo –la necesidad moral aliada con su demostrada posibilidad práctica– me convida a imitarlo y, si no lo hago, me pone en la obligación de responder ante mí y ante los demás de las razones de mi conducta, súbitamente bajo sos-pecha. La influencia del ejemplo me fuerza, por tanto, a responder de mi vida y me coloca en una posición de responsabilidad con relación a mi vulgaridad presente, apremiándome a reformarla. Porque si uno como yo, en circunstancias en todo parecidas a las mías, es honesto, justo, ecuánime y leal, ¿por qué no lo soy yo?; si otro es solidario, humanitario, compasivo hacia sus semejantes, ¿qué me impide a mí serlo también?; cuando observo a un tercero comportarse con urbanidad y civismo, ¿dónde queda mi barbarie? En la ma-yoría de los casos, el ejemplo se exhibe en la publicidad de la casa, el oficio, la plaza, y por ese mismo carácter, aun sin quererlo, abre un juicio público contra el yo sorprendido en su mediocridad, al que sólo le queda explicarse o reformarse (p. 219)].

Las únicas razones para elegir hoy en lugar de la barbarie vendrán de una ejempla-ridad que presenta el estilo de vida civilizado como una evidencia más elevada, más atractiva, más virtuosa y que, con el imán del ideal persuasivo y no coactivo, conmueva el corazón y haga nacer en él un apetito, un deseo natural que lo incline favorablemente a renunciar a la complacencia en su liberación y a la gratificación estético-instintiva, a la autoposesión inhibida del deber y socialmente estéril, a la vulgaridad general de su vida, y acepte una civilizada autolimitación del yo, una “urbanidad general”, una etiqueta para su línea de conducta, y comprenda la importancia ética y existencial de incorporarse a la economía productiva de la polis, practique la doble especialización y encuentre en ella los elementos de su individualidad y del sentido de su vida.

Es cierto, la ejemplaridad es un ideal, no una realidad. Pero no bastan análisis o descripciones de cómo somos. El hombre (y el contemporáneo en especial) necesita una idea regulativa, un ideal que le señale el camino, que devuelva el encantamiento perdido a la cultura y lo anime a renunciar a la barbarie cuando ya carecemos de los instrumentos antiguos de socialización. Yo propongo el ideal de la ejemplaridad.

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RELIGIÓN Y CULTURA POLÍTICA LIBERAL:SOBRE LAS DISCUSIONES RATZINGER-HABERMAS

Manuel Jiménez RedondoUniversitat de València

Fechas de recepción y aceptación: 26 de abril de 2010, 28 de mayo de 2010

Resumen: La idea más básica de Habermas en su discusión con Ratzinger en el 2004 es que la filosofía actual no tiene más remedio que abordar el fenómeno de la persistencia de las religiones también desde dentro, como desafío cognitivo. En una sociedad postsecular, que no puede menos que contar con la persistencia de las religiones como tal desafío, la filosofía no puede pretender convertirse ya en juez de la verdad o no verdad de los con-tenidos de la religión, sino que en ella las mentalidades religiosas y seculares habrían de entender el proceso de modernización como un proceso de aprendizaje complementario, tomándose mutuamente en serio por razones cognitivas: las religiones haciendo derivar los principios de la cultura política liberal de la propia moral religiosa, y la cultura polí-tica liberal dando importancia cognoscitiva a las cosmovisiones religiosas sin posponerlas a una cosmovisión laicista, y cuidando de que no se produzca una distribución asimétrica de las “cargas de la tolerancia”. En total coincidencia con Habermas en esa discusión, Ratzinger habla de correlacionalidad entre cultura ilustrada y religión. En el 2006 y 2007 vuelve a producirse entre Habermas y Ratzinger una callada e importante discu-sión acerca de las bases conceptuales de ese “tomarse mutuamente en serio por razones cognitivas”.

Palabras clave: Ratzinger-Habermas, sociedad postsecular, helenización del cristianis-mo, pensamiento postmetafísico, dialéctica de la Ilustración, razón y religión.

Abstract: The basic idea of Habermas in his discussion with Ratzinger in 2004 is

that current philosophy has no choice but to address the phenomenon of the persist-

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ence of religions but also from within as cognitive challenge. In a postsecular society, which can not fail to have the persistence of religion as such a challenge, philosophy can not pretend to become a judge of the truth or untruth of the contents of religion. However in it, religious and secular mentalities have understand the process of modernization as a complementary learning process, taking each other seriously for cognitive reasons: reli-gion by deriving the principles of liberal political culture’s own religious morality and liberal political culture by giving cognitive importance to religious worldviews without postponing them to a secular worldview, while ensuring that there is no asymmetric distribution of the “burden of tolerance”. In complete agreement with Habermas in that discussion, Ratzinger speaks of correlationality between Enlightenment culture and religion. In 2006 and 2007, a quiet and important discussion between Habermas and Ratzingerabout occured concerning the conceptual foundations of this “take each other seriously for cognitive reasons” idea.

Keywords: Ratzinger-Habermas, post-secular society, Hellenization of Christianity, postmetaphysical thought, Dialectic of Enlightenment, reason and religion.

En enero del 2004 tuvo lugar una discusión entre Habermas y Ratzinger organizada por la Academia Católica de Baviera. Este encuentro se volvió famoso a posteriori, cuan-do no mucho después, a principios del 2005, Ratzinger se convirtió en el Papa Benedic-to XVI. Antes no se le había hecho mucho caso, al menos en España.

Después siguió otra discusión. Habermas publicó en la Nueva Gaceta de Zurich, de 10 de febrero del 2007, un artículo en el que respondía (así puede entenderse) a algunos aspectos de la conferencia pronunciada por Ratzinger en Ratisbona en setiembre del 2006. Esta segunda discusión es casi desconocida en España, excepto quizá la muy con-trovertida alusión que en esa conferencia Ratzinger hizo al islam.

Y en lo que se refiere a la discusión del 2004, creo que ha tenido más relevancia pú-blica el hecho de que se produjera que el contenido mismo de esa discusión, cuya trama es sutil y nada fácil. A mí me parece que merece la pena volver sobre ese contenido. No esperen ustedes de mí nada relevante, ni nada nuevo. Lo que voy a hacer en lo que sigue es simplemente contar lo que en aquella primera discusión dijeron Habermas y Ratzinger, esto es, me voy a limitar a relatar los posicionamientos de ambos, subrayan-do los sucesivos pasos en la argumentación, y lo voy a hacer desde la perspectiva de la segunda discusión, para acabar añadiendo algunas reflexiones sobre los pasos finales de esta segunda1. A mí me sigue pareciendo que en estas discusiones es donde mejor queda

1 Las ponencias de Habermas y Ratzinger en esa discusión fueron publicadas y, por lo que he visto, siguen publicadas en la página web de la Katholische Akademie in Bayern. Ésos son los originales a los que me remito.

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expuesto para nuestro presente cómo habrían de entenderse la relaciones entre religión y cultura política liberal.

1. La ponencia de Habermas en la discusión del 2004

La primera discusión versó sobre “las bases morales prepolíticas del Estado liberal”. Leyó primero su ponencia Habermas, después Ratzinger. La intervención inicial de Ha-bermas tiene cinco difíciles puntos.

Para aclararnos empecemos diciendo que el Estado liberal y en general el orden po-lítico liberal se basan en dos principios. El primero es el principio de libertad y el segun-do el principio democrático. Conforme al principio de libertad, cada cual es libre para organizar su vida como le parezca, de acuerdo con la idea que se haga de ella y con el sentido último que le dé, sin tener que pedir autorización ni permiso a nadie, con la única limitación de reconocer esa misma facultad a todos. La libertad sólo queda, pues, limitada por la libertad. Este derecho de libertad, dice Kant, es “el único derecho innato que asiste al hombre en virtud de su humanidad”2.

El segundo principio es el principio democrático. Conforme a este principio, esa igual libertad ha de articularse y hacerse viable mediante leyes que han de poder entenderse como provinientes de la voluntad unida de todos. Sólo así, al quedar sometido a la ley, sigo siendo libre, pues sólo quedo sometido a aquello que me he impuesto junto con todos los demás para hacer viable la igual libertad de todos y para hacernos cargo del movimiento del conjunto. La comunidad de hombres y mujeres libres se hace cargo de su propio destino como libres.

En el 2004 hice una traducción de ellos en el contexto de un curso de doctorado dedicado al concepto moderno y contemporáneo de lo político. Es conocida la tesis de Carl Schmitt del origen teológico de los principales conceptos políticos modernos y la crítica de Schmitt a la concepción liberal de lo político en lo que respecta a la posibilidad de que la relación de amistad y enemistad como relación política básica pueda establemente transformarse en la relación ponente/oponente del proceso de discusión democrática. También se discutieron en ese curso de docto-rado textos como El nomos de la Tierra, Teoría del partisano y Catolicismo romano de Carl Schmitt. La discusión Ratzinger-Habermas, que acababa de producirse, venía como anillo al dedo para ilustrar algunas de las cuestiones relacionadas con todo ello. Cuando Ratzinger se convirtió en Papa, esa traducción distribuida a los estudiantes apareció en varios sitios de Internet. En el 2005, en el número 18 de Pasajes, Revista de Pensamiento Contempo-ráneo, dedicado a laicidad, se publicó una versión revisada de esa primera traducción. A ella remito al lector. Para la presente conferencia he vuelto a traducir los originales, pero las traducciones que he hecho son muy libres, e incluso con algunas interpolaciones, y en ocasiones he simplificado los textos, sobre todo algunos enrevesados textos de Habermas. Por eso renuncio a poner cualquier referencia exacta en lo que presento como citas. Repito que mi intención aquí es sólo la de resumir y reconstruir con toda la claridad posible los sucesivos pasos de las argumentaciones de Habermas y de Ratzinger.

2 Kant, I. (1797), Die Metaphysik der Sitten, hrsg. Weischedel, VIII, 345.

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a) La primera idea de Habermas en la ponencia con la que abrió la discusión es que del orden liberal, del orden atenido a estos dos principios, puede darse una justificación teórica sin comprometerse con demasiada metafísica y sin necesidad de introducir nin-gún elemento religioso. En la justificación teórica de ese orden se puede prescindir por completo de la religión. Estoy de acuerdo con esto y creo que Ratzinger estaba también enteramente de acuerdo.

b) Pero cuando de forma tan insistente como hace Habermas se plantean las cosas desde la perspectiva del ciudadano activo, se ve enseguida que aquí no surge un hueco de justificación, pero sí de motivación. Pues esa idea de ciudadano activo parece implicar que el ciudadano se orienta al bien común, más allá de lo que es su propio interés bien entendido. Y la cuestión es entonces de dónde se nutre tal orientación. Aquí también la respuesta de Habermas es clara. El papel de ciudadano está inserto o tiene como trasfondo un marco de sociedad civil que vive de fuentes espontáneas, prepolíticas si se quiere. Por lo general serán no religiosas, aunque muy bien pueden ser también religio-sas. Pero de esto último no se sigue que el Estado liberal y la cultura política liberal no sean capaces de generar su propia motivación a partir de sus propios supuestos y princi-pios laicos. Es el ejercicio mismo de las libertades democráticas lo que se convierte en el vínculo que acaba ligando a todos al interés de todos por la común la libertad. Es decir, la nación, la lengua común, la religión común pudieron ser de ayuda en el surgimiento de la solidaridad ciudadana, pero la mentalidad democrático-liberal se ha desatado ya de tales anclajes como cosa del pasado –piensa Habermas– y puede funcionar sola. Todo esto es, evidentemente, muy problemático, pero estoy de acuerdo con ello y Ratzinger estaba también de acuerdo.

c) Entramos en el tercer punto de la posición de Habermas, más complejo. Si admiti-mos lo dicho, no hay, según ello, ninguna debilidad interna que, en idea, sea inmanente a la cultura laica del Estado liberal, debilidad por la que ésta no pudiera sostenerse a sí misma, es decir, no pudiese generar las fuentes de las que se nutre.

Ahora bien, y aquí vienen los “peros”, puede que si esos principios, es decir, el prin-cipio de libertad y el principio democrático, son las vías por las que el orden democrático liberal habría de discurrir, éste haya descarrilado desde hace tiempo de esas vías y esté lejos de satisfacer esos principios.

Habermas hace referencia al sistema económico globalizado, cuyas posibilidades de regulación caen fuera del alcance de cada comunidad de ciudadanos. Hace también refe-rencia a una sociedad mundial configurada por decisiones y dependiente de un complejo de decisiones anónimamente tomadas más allá de los principios de una democracia li-beral, decisiones a cuyos resultados las democracias liberales no tienen más remedio que

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adaptarse (pensemos en lo ocurrido últimamente con el sistema financiero). Habermas se refiere al efecto que todo ello tiene sobre las redes de solidaridad ciudadana, en las que los imperativos importados obligan a cada cual a soltarse de esas redes de solidaridad e ir a lo suyo, a salvarse él y a sobrevivir él. Habermas hace también referencia al efecto de des-ánimo que ello tiene en una ciudadanía cuya experiencia es que lo realmente importante cae fuera de su capacidad de deliberación y de su capacidad de decisión, con el resultado de nuevo de la despolitización de los ciudadanos y, de nuevo, de ir cada cual adaptativa-mente a lo suyo. En fin, se produce una desanimadora pérdida de importancia de todo lo que tiene que ver con esa formación democrática de la opinión y la voluntad común, que habría de ser la configuradora del igual derecho de libertad –dice Habermas–. Y tal vez surge la convicción de que, así como el orden liberal se hundió en el primer tercio del siglo xx, pudiera quizá volver a hundirse otra vez, aunque posiblemente de otra manera. En definitiva, el hombre sería incapaz de hacerse con las riendas de su propio destino, pese a lo que la modernidad pretendió y pretende.

Las teorías posmodernas –dice Habermas–, planteadas en términos de una critica radical de la razón política ilustrada como fuente no de emancipación y autodetermi-nación, o por lo menos no sólo de ello, sino como fuente también de las mayores catás-trofes históricas, hacen aquí su agosto. Esas teorías posmodernas “entienden todo esto no como resultados de una utilización selectiva de los potenciales de racionalidad que la modernidad occidental abre, sino como resultado lógico de una racionalización cultural y social que por su propio carácter sería autodestructiva”. Y así, cuando estas críticas radicales de la razón desembocan en un puro escepticismo a la vista de los problemas señalados, la conclusión a la que llegan o pueden muy bien llegar es que ya sólo un Dios puede salvarnos, que en esta modernidad tan averiada sólo la orientación hacia un punto de referencia trascendente podría sacarnos del hoyo. Quizá lo mejor que pudiera hacer el individuo sería retornar a la fe tradicional, hacer todo el bien que pueda y, por supuesto, ejercer toda la solidaridad que pueda, pero sabiendo que lo importante y decisivo sucede para cada uno privadamente en un más allá por encima del desorden incorregible de este mundo. He aquí por qué la religión vuelve a tener una resonancia particular. He aquí el retorno de los poderes del origen, el retorno de lo supuestamente superado por la mo-dernidad, que reaparece como elemento salvador frente a una modernidad descarriada, averiada y sin sentido. He aquí por qué la religión retorna, o mejor, reaparece, en el sitio en que estaba; nunca se fue, por más que la razón ilustrada se hiciese quizá la ilusión de haberla dejado atrás como un arcaísmo.

Pues bien, pese a toda esta complejidad –dice Habermas–, “yo prefiero considerar como una cuestión empírica y abierta la cuestión de si una modernidad que ha desca-rrilado muchas veces y que incluso en muchos aspectos no ha logrado entrar en carril puede ser o no capaz de estabilizarse a sí misma conforme a sus propio principios. Me

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niego –sostiene Habermas– a empezar dramatizando esta cuestión en términos de una crítica radical de la razón, de un despedirse de la Ilustración”. Y también la religión –aña-de Habermas– debería evitar este tipo de autodefensas a las que se es particularmente proclive en ambientes religiosos cultos. Aunque eso sí:

... posiblemente estos descarrilamientos nos han hecho ver que las religiones siguen ahí, en un entorno profundamente secularizado que quizá daba por supuesto y por desconta-do que las promesas del más allá eran pura ilusión y que lo que en ellas hubiese de verdad tenía que ser realizado racionalmente en el más acá. Estas promesas parecen escapársele otra vez a la razón ilustrada y emigrar al más allá. La filosofía tiene que abordar este fenó-meno de la persistencia de las religiones también desde dentro, como desafío cognitivo.

Y ¿cómo abordar también desde dentro, como un “desafío al conocimiento”, este fenómeno de la persistencia de las religiones? Ante todo Habermas avisa de que él no quiere hacer eso recurriendo a ninguno de esos “dioses” anónimos de la “metafísica pos-thegeliana”, como son la conciencia envolvente de Schleiermacher, o la noción de una decisión original, de algo que originalmente pasa, por detrás de lo cual ya no se puede pasar con el pensamiento, al estilo más o menos de Kierkegaard, o como es también la idea de una sociedad emancipada mesiánicamente y del correspondiente reino de Dios sobre la Tierra, que era lo que en definitiva el mesianismo marxista buscaba. Pues estos dioses sin nombre –añade Habermas– son, ciertamente, fácil presa y botín de la teología. Esos dioses se dejan descifrar fácilmente en términos de cristianismo. Y recurrir a ellos sería empezar ya suponiendo aquello de lo que se busca dar razón, dejándose además atrapar sin más por la teología. Creo que Ratzinger, como aún veremos, está también de acuerdo con estas ideas de Habermas.

Y menos aún quiere recurrir Habermas a aquello a lo que entre nosotros recurrió María Zambrano, al pensamiento de Heidegger, a ese pensamiento que trata de abrir un ámbito de lo originario y recuperar el ámbito de lo religioso pasando por detrás tanto de Cristo como de Sócrates. Habermas simplemente detesta ese sucedáneo del lenguaje re-ligioso en el que para muchos se ha convertido el pensamiento rememorativo y devocional del segundo Heidegger, si bien Habermas es a veces bastante simplista al rechazar todo lo proveniente de ese Heidegger (en todo caso el libro de María Zambrano El hombre y lo divino, 1955, muy heideggeriano, me gusta). Frente a ello, Habermas se atiene a un pen-samiento postmetafísico, en el sentido en que esta noción se expone en otro libro suyo3. Se atiene al tipo de filosofía heredera de la Ilustración, y en definitiva de Kant, que de-cididamente se entiende a sí misma como colaboradora de las ciencias que versan sobre

3 Habermas, J. (1990), Pensamiento postmetafísico, Madrid, Taurus.

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las bases del lenguaje, del conocimiento y de la acción. Superada la idea de Kant de una filosofía por encima de las ciencias que fuese la encargada de señalar y justificar a éstas su sitio, y superada la metafísica de Hegel, Habermas no quiere oír hablar de otra cosa que de planteamientos kantianos en filosofía desarrollados en estrecha colaboración con las ciencias y en términos de igualdad con éstas. Esto es lo que Habermas llama pensamiento postmetafísico, o situación postmetafísica de la filosofía: la situación de una filosofía que se ve remitida a colaborar con las ciencias al mismo nivel que éstas, sin pretender estar por encima de ellas, y que se entiende además como intérprete y mediadora entre el saber especializado y la cultura pública de las sociedades liberales.

Pues bien, ante todo y sobre todo, esta filosofía –añade Habermas– se atiene a la dife-rencia entre el lenguaje profano y el lenguaje sacro, y ello en ambas direcciones. Es decir, a diferencia de lo que a veces sucede en Kant y de lo que siempre sucede en Hegel, que son para Habermas en este campo los grandes representantes de la Ilustración, esa filosofía “no se presenta ya con la pretensión de reducir la representación religiosa a concepto, no se presenta con la pretensión de reducir la religión a razón ilustrada y de dejar la religión detrás como un arcaísmo. A eso, por supuesto, renuncia el pensamiento postmetafísico, heredero hoy de aquella Ilustración. Ese pensamiento no pretende convertirse en juez de lo que en los contenidos de las representaciones religiosas sea verdadero o falso”. La filosofía que Habermas profesa “se abstiene simplemente de juzgar los contenidos de la re-ligión. El respeto que se expresa en esta abstención cognitiva del juicio va de la mano del respeto a las personas y formas de vida que manifiestamente tienen en sus convicciones religiosas la fuente de su integridad y de su autenticidad”.

Ahora bien, no se trata sólo del respeto que se expresa en esta abstención del juicio. Se trata de algo más. Pues “el respeto no es todo, sino que la filosofía tiene también razones para mostrarse dispuesta a aprender de las tradiciones religiosas”. Hasta aquí el tercer punto.

d) El cuarto punto en el posicionamiento de Habermas se refiere a qué tiene que aprender de la religión esta filosofía postkantiana y posthegeliana, decididamente postme-tafísica, de la que hoy podemos decir que es la filosofía que caracteriza a la actual cul-tura política liberal europea de izquierdas, tal como Habermas la representa. Habermas también es claro en esto, y en ello, naturalmente, también está de acuerdo Ratzinger. Hasta ahora, entre ambos, como se vio por la discusión que siguió, no ha habido ningún desacuerdo.

Dice Habermas:

En la vida comunitaria de las comunidades religiosas, con tal de que eviten el dogmatismo y el querer forzar las conciencias o el imponerse de forma violenta y a la fuerza, ha podido

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muy bien permanecer intacto algo que en otros sitios se ha perdido y que no puede res-tablecerse con sólo el saber profesional de los expertos: me refiero a formas de expresión suficientemente diferenciadas y a sensibilidades suficientemente diferenciadas para los fracasos en la vida, para las patologías sociales, para los fracasos de proyectos individuales de vida y para la deformación de contextos de vida distorsionados (...). De esta asimetría de pretensiones cognitivas, de esto que la religión sabe y la filosofía no, puede seguirse una disponibilidad a aprender por parte de la filosofía respecto a la religión, no sólo por razo-nes funcionales, no sólo para tenerla ahí cuando la necesita [como ocurre, por ejemplo, en los casos y acontecimientos en los que la finitud de nuestra existencia se nos hace dolorosa y abrumadoramente patente], sino también por razones de contenido (...).

Y Habermas pasa a explicar qué quiere decir con esto último. Dice:

La compenetración mutua de cristianismo y metafísica griega no sólo produjo una he-lenización del cristianismo, que no siempre desde luego y en todos los aspectos fue una bendición, sino que también produjo por parte de la filosofía una genuina apropiación de contenidos de la religión (...). Se produjo una traducción de contenidos (como, por ejemplo, entre muchos otros, la traducción de la idea del hombre como imagen de Dios a la idea de respeto a todo hombre, a la incondicionada dignidad de todo hombre, y fi-nalmente al incondicionado derecho de libertad de todo hombre), se produjo, digo, una traducción de contenidos de la religión a conceptos filosóficos que, más allá de los límites de una determinada comunidad religiosa, abrió el contenido de los conceptos bíblicos al publico general de quienes profesaban otra fe o de quienes no eran creyentes (...).

Pues bien, este trabajo de traducción está abierto, de ningún modo debe considerarse acabado. Habermas no hace aquí otra cosa que repetir ideas expuestas en el capítulo V del que es su principal libro, Teoría de la acción comunicativa, con las que parece que Ratzinger está completamente de acuerdo.

Pero hay algo más que este trabajo de traducción que aún sigue siendo importante, es decir, hay algo más que la necesidad de proseguir por parte del pensamiento ilustrado la apropiación de potenciales semánticos, esto es, la apropiación de ideas e intuiciones, que las religiones pueden contener o contienen. Ése es sólo uno de los aspectos de una conciencia filosófica que en este aspecto se ha vuelto conservadora, esto es, que se des-cubre preocupada por conservar lo que barrunta que pueden ser fuentes de intuiciones racionales.

Otro aspecto de la relación de esa conciencia filosófica con la religión es el que se expresa en el concepto de sociedad postsecular:

El Estado secular tiene que tener interés en mostrar su respeto a las fuentes de las que también en muchos casos se nutre la solidaridad de los ciudadanos, pues ésta tiene en

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muchos casos o por lo menos en bastantes casos fuentes religiosas, como es evidente. Y es esta conciencia filosófica, que se ha vuelto conservadora, la que se refleja en la expresión sociedad postsecular [expresión que es Habermas quien la ha acuñado, o al menos quien la ha puesto en circulación] (...). Pues con esta expresión no solamente se quiere decir que las sociedades liberales han de contar con la persistencia de la religión. El significado de esa expresión tampoco se reduce a indicar que haya de prestarse a las comunidades reli-giosas el reconocimiento debido por la contribución funcional que hacen a la integración solidaria de los ciudadanos, sino que lo importante es que en una conciencia pública de una sociedad postsecular (...) emerge una idea normativa nueva (...) emerge la conciencia de que la modernización de la conciencia pública acaba abarcando y cambiando reflexi-vamente tanto a las mentalidades religiosas como a las mentalidades seculares (...) y entonces ambas partes, si entienden en común la secularización de la sociedad como un proceso de aprendizaje complementario, pueden hacer sus contribuciones en el espacio público a temas controvertidos y ambas partes pueden tomarse mutuamente en serio por razones cognitivas.

e) Como quinto y último punto, Habermas desarrolla un poco más esto último, es decir, este “tomarse mutuamente en serio por razones cognitivas”, que tiene el aspecto de ser una idea un tanto complicada. Habermas la concreta señalando qué tendrían que aprender ambas partes la una de la otra. Y recurre para ello a la idea de overlapping consensus de John Rawls, de consenso que se solapa4. Veamos cuál es el contenido de esta idea, tal como Habermas la aplica aquí a esta cuestión.

Las religiones son visiones completas del mundo y de la vida. Pero en las sociedades liberales cada cual se responsabiliza de su propia vida conforme a la idea que se hace de ella sin pedir autorización ni permiso a nadie con la única limitación de reconocer este mismo derecho a los demás. Es el principio de libertad, uno de los principios sobre los que el orden liberal se asienta. Las religiones tienen, por tanto, que renunciar a ser ellas las que configuren la existencia social en conjunto. Éste es uno de los ingredientes de la idea de overlapping consensus de John Rawls, cuando se la aplica a la cuestión de las rela-ciones entre religión y cultura política democrático-liberal.

Ahora bien, para la conciencia religiosa esta renuncia no habría de reducirse a una mera adaptación externa del ethos religioso a las leyes impuestas por la sociedad secular, es decir, no debería reducirse a una adaptación que cognitivamente no plantee a su vez exigencias a la conciencia religiosa,

sino que la conciencia religiosa habría de hacer el esfuerzo de conectar los principios uni-versalistas del orden democrático-liberal y los principios de la moral social igualitaria que

4 Rawls, J. (1987), “The idea of an overlapping consensus”, en Oxford Journal of Legal Studies 7/1.

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se siguen de aquellos principios, de conectarlos, digo, internamente con la propia moral de la comunidad religiosa, de suerte que lo uno se siguiese consistentemente de lo otro, es decir, que del propio ethos religioso se derivasen los dos principios de la democracia liberal.

Utilizando la imagen de Rawls, el módulo de la justicia mundana, aun construido con razones neutrales en lo que se refiere a cosmovisión religiosa, debería poder encajar en, y derivarse de, las propias visiones que las religiones o las iglesias tienen del mundo. Es una tarea que la conciencia religiosa habría de imponerse imprescindiblemente a sí misma; la integración de la conciencia religiosa en la sociedad liberal habría de ser no oportunista, sino radicalmente de principio. Éste es el otro ingrediente de la idea de overla-pping consensus de Rawls, tal como la aplica aquí Habermas a la cuestión de las relaciones entre religión y cultura democrático-liberal.

Y a la conciencia religiosa, al menos a la conciencia de las religiones del Libro (ju-daísmo, cristianismo, islam), esto no habría de resultarle difícil si el principio de libertad y el principio democrático no fueran sino la secularización de aquella idea de dignidad humana, del hombre como hecho a imagen y semejanza de Dios, que la religión bíblica empezó introduciendo, es decir, si esos principios no fueran sino esa misma noción reli-giosa convertida en concepto filosófico y político.

Pero a la inversa, la tolerancia en las sociedades pluralistas no solamente exige que los creyentes se hagan a la idea de que la convivencia, y aun la convivencia solidaria, y no sólo la mera coexistencia, no puede basarse ya en la suposición de una cosmovisión religiosa compartida, es decir,

la tolerancia en las sociedades pluralistas no solamente exige que los creyentes, en el trato con los no creyentes, se hagan a la idea de que razonablemente no pueden menos de con-tar con la persistencia de una falta de acuerdo. Sino que por el otro lado, por el lado de la conciencia no creyente, una cultura política liberal exige también que se hagan la misma idea los no creyentes en su trato con los creyentes (...). Pues esta perspectiva de un enten-dimiento duradero entre fe y saber mundano sólo merece el nombre de racional si a las convicciones religiosas se les atribuye también importancia cognoscitiva desde el punto de vista del saber secular, es decir, si no se las entiende simplemente como irracionales y no se las tacha simplemente de irracionales.

Y esto para Habermas también significa, sobre todo, lo siguiente, de particular im-portancia en nuestro medio:

En el espacio público político, por tanto, las cosmovisiones naturalistas que se deben a una elaboración especulativa de informaciones científicas y que son relevantes para la com-

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prensión ética de los ciudadanos no merecen de ningún modo primacía sobre las visiones religiosas (...). Una neutralidad que garantice a todos los ciudadanos igual libertad es incompatible con la generalización y la imposición políticas de una visión secularizada del mundo, de una cosmovisión laicista...

Y, por lo demás, el Estado liberal neutral tiene que cuidar de asegurar una distribu-ción simétrica de las cargas de la tolerancia según lo que ésta implique para el creyente y para el no creyente, naturalmente sin mermar la libertad de nadie, pero a la vez sin acep-tar sin más o dar por supuestas como cosa obvia las mermas que significa la distribución asimétrica de cargas por esa cuestión. Es decir, una sociedad democrático-liberal ha de ser sensible al tipo de carga que una determinada medida implica para las distintas men-talidades, religiosas o seculares. Y ha de evitar las distribuciones asimétricas de cargas en ese sentido. Pero ello sin mermar la libertad de nadie y también sin la merma de libertad que una distribución asimétrica de cargas llevaría consigo. Una cuestión, por tanto, bien compleja, pero para la que una sociedad democrático-liberal habría de proveerse al menos de sensores que no diesen por descontada o por irrelevante esa cuestión desde el principio. Por lo menos eso. Ni que decir tiene que precisamente en relación con este punto le han llovido a Habermas toda clase de críticas por parte de representantes de cosmovisiones laicistas, conforme a las que si una determinada medida implica una espe-cial carga para una conciencia religiosa, eso es un problema exclusivo de ésta y nada más. Pero creo que Habermas tiene razón.

2. La ponencia de Ratzinger en la discusión del 2004

Éstos fueron los puntos del “posicionamiento” de Habermas. Al “posicionamiento” de Habermas siguió el “posicionamiento” de Ratzinger. Cuando Ratzinger acabó de leer su ponencia, Habermas le dirigió un cumplido que, dicho por Habermas, denota que la intervención de Ratzinger le había impresionado. Pues las referencias a Roma y a lo romano, por oposición a lo germánico, tienen siempre en Habermas (a veces de broma y a veces no tan de broma) un sentido muy positivo. Son el modo habitual y personal que tiene Habermas de mostrar su distanciamiento respecto a la mítica Germania. El cumplido fue: eso sí que es eine wirklich römische Weltsicht, eso sí que es una visión ver-daderamente romana del mundo, romana-romana y romano-cristiana.

Kant toma de las Instituciones de Justiniano, es decir, del derecho romano, la idea de que el orden del derecho es esencialmente tripartito. Se compone, primero, del derecho de la ciudad, es decir, del derecho estatal; segundo, del derecho que rige las relaciones entre ciudades, esto es, del derecho que rige las relaciones entre estados; y tercero, del de-

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recho de tránsito cosmopolita, del derecho que rige o ha de regir las relaciones entre es-tados e individuos como formando todos parte de una misma cosmópolis. De modo que si falla una de estas tres partes –dice Kant–, necesariamente fallan también las otras dos, es decir, también los supuestos normativos de esas otras dos partes tienen que quedar necesariamente muy mermados e incluso desmentidos5. Y esto se debe a la condición de globalidad de la existencia humana, a que los hombres tienen como lugar de habitación un globo, el globo terráqueo, en el que, dadas sobre todo las condiciones de la existencia moderna, todos acaban relacionándose con todos y los asuntos importantes de todos acaban mezclándose con los asuntos importantes de todos.

Podemos decir que en su posicionamiento, Habermas, como siempre, habla urbi, habla mirando a la urbe, al mundo occidental, a aquello en lo que debería convertirse la cultura política liberal europea y americana que ya existe. Ratzinger, en cambio, habla urbi et orbi, es decir, habla para la urbe, para el mundo liberal occidental, y para el orbe, para el mundo todo. Visión romana. Ratzinger mira la cultura política liberal europea desde una humanidad global socializada como tal, desde una sociedad mundial, que ya existe, pero a la que ni mucho menos corresponde una cultura política atenida a los dos principios de un orden democrático-liberal, ni remotamente.

a) Lo primero a lo que se refiere Ratzinger en su ponencia es a la eclosión, después de dos siglos de gestación, de una sociedad mundial en la que los poderes políticos, eco-nómicos y culturales particulares dependen cada vez más unos de otros y se entreveran. Y un rasgo de este mundo es el descomunal aumento del poder tecnológico del hombre, como es, por poner sólo un ejemplo, el poder que representa la energía nuclear, y que cada vez les resulta más difícil a los estados democrático-liberales controlar o reservárselo en exclusiva, y del que incluso podrían llegar a disponer los particulares. Y la pregunta es cómo una humanidad que así se encuentra junta podría encontrar bases morales para organizar su convivencia político-jurídica. Entremos como segundo punto en esta cuestión.

b) Tarea de la política es, dicho en abstracto, someter el poder a criterios de justicia, en su constitución, en sus funciones y en su ejercicio. El poder se articula en forma de derecho. Y la cuestión en abstracto es entonces la de cómo ha de ser el derecho para ser legítimo, para poder ser considerado vehículo de la justicia. Para responder a esta cuestión tomemos por de pronto en abstracto uno de los dos principios de la cultura democrático-liberal, el segundo de ellos, el principio democrático. El derecho ha de ser

5 Kant, I. (1797), Die Metaphysik der Sitten, 429.

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resultado de una formación democrática de la voluntad, ha de poder ser entendido como proviniendo de la voluntad unida de todos. Pero como entre los hombres es difícil la unanimidad, la formación de la voluntad común tiene que recurrir a la representación y a la regla de la mayoría. Pero las mayorías pueden ser ciegas, e incluso una mayoría fun-cionando en representación, es decir, una mayoría parlamentaria, puede decidir contra derecho y aun así ser injusta (de ahí la introducción de tribunales constitucionales y de instancias judiciales supraestatales). El principio de la mayoría deja, por tanto, todavía en pie buena parte de la pregunta por los fundamentos morales del derecho y de aquello que por su esencia es inamoviblemente derecho y que es previo a toda decisión mayori-taria y ha de ser respetado por ella.

Para la cultura liberal occidental esta cuestión de lo que por esencia es inamovible-mente derecho quedó respondida por el otro principio del orden democrático-liberal, es decir, por el principio de libertad en sentido amplio, tal como ese principio queda desgranado por las distintas declaraciones modernas de derechos, la Declaración de los Derechos de Virginia de 1776, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciu-dadano de 1789, la Enmiendas de 1791 de la Constitución americana y la Declaración Universal de los Derechos del Hombre de 1947, asumida de hecho o de derecho por todas las constituciones democrático-liberales. Estas declaraciones se entienden como una declaración de principios que el legislador, en el momento de su autoconstitución, introduce como criterios a los que ineludiblemente ha de ajustarse la legislación, o, si son externos al legislador (como es el caso de la declaración de 1947), como criterios a los que el legislador se liga como siéndole vinculantes en todo acto legislativo. Y esos derechos vienen a reducirse a deletrear el derecho innato de libertad y las condiciones que lo hacen efectivo.

Pues bien, el principio de libertad que convierte al derecho de libertad en el único derecho innato que asiste al hombre en virtud de su humanidad, tal como ese derecho queda deletreado en las declaraciones históricas de derechos en el mundo occidental y tal como ese derecho es una evidencia en la cultura política occidental, no es una evi-dencia para todas las culturas en la actualidad. Esos derechos del hombre no los admite el islam, que dispone de su propio catálogo de derechos, es decir, de criterios a los que la legislación habría de ajustarse, incluso cuando se organiza democráticamente, o en todo caso cuando resulta interpretable como proviniendo de la voluntad unida de todos. Ni tampoco los admite China, ni la China maoísta que considera ese derecho de libertad como un cuestionable “invento” occidental burgués, ni la subyacente China confucia-na que considera más bien al individuo no en el sentido de la personalidad occidental incondicionalmente libre ante Dios, sino más bien como accidente de la sustancia tra-dicional familiar.

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c) Pasamos a un tercer punto. A esta situación de indecisión de las bases morales del derecho se añade –dice Ratzinger– que en esta nueva sociedad mundial de bases norma-tivas indecisas o muy indecisas han surgido nuevas formas de poder, que precisamente exigen ser objeto de una regulación jurídica en términos globales.

i. Ratzinger se refiere a tres. La primera es, otra vez, la tenencia de armas nucleares por los estados. Aquí el miedo a que destruir pueda significar autodestruirse ha sido has-ta ahora el elemento regulador. Pero hoy, en la situación de principios del siglo xxi, ese elemento regulador ya no basta, como empieza a resultar cada vez más evidente.

ii. Pues la segunda forma de poder a la que se refiere Ratzinger es el terrorismo tec-nologizado, que podría muy bien llegar a disponer de armamento nuclear. Terrorismo que ha convertido en ineludible para toda cultura ilustrada el hecho de preguntarse por las fuentes de las que se alimenta este terrorismo, proveniente no de los desheredados de la tierra, sino de las capas más pudientes, cultas y occidentalizadas del mundo no occidental. Y difícilmente se puede obviar la cuestión de que este terrorismo se alimenta también de bases morales y que por eso encuentra un asentimiento sordo y callado en las poblaciones de las que nace. Se trata del terror como respuesta de los pueblos sin poder y humillados a la arrogancia de los pueblos poderosos, en castigo por su prepotencia, in-terpretada como una continua ofensa a Dios. Y en tal contexto, el terrorismo se presenta también como defensa de las propias tradiciones religiosas frente al ateísmo y frente al nihilismo que Occidente, por lo demás descarrilado, no atenido a sus propios principios liberales, introduce al desarticular formas de vida tradicionales sin ofrecerles ninguna alternativa normativa.

Pero por otro lado, precisamente en este punto –dice Ratzinger–, no se puede eludir otra cuestión que inevitablemente también surge, la de si “la religión no es quizá más bien un poder arcaico y destructivo que construye universalismos falsos que no tienen más remedio que conducir a la intolerancia y al terror, y la de si no habría que poner a la religión bajo la tutela estricta de la razón y limitarla radicalmente” y combatirla. Es la idea que, ligada a la cosmovisión naturalista, se está imponiendo en lo que es también una buena parte de la cultura de izquierdas en los países occidentales, distinta a la que representa Habermas. Y Ratzinger se hace directamente la pregunta: la superación gradual de la religión, su supresión a la larga, ¿no debe considerarse como un progreso necesario de la humanidad para que ésta entre en el camino de la libertad y de la tole-rancia, en el camino de una cultura política liberal global?

iii. Pero Ratzinger señala un tercer poder: es el que viene proporcionado al hombre por la tecnología genética. Ante este poder –dice Ratzinger– está muy lejos de ser una

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pesadilla de moralistas retrógrados la tentación tecnológica de poder conseguir por fin el hombre perfecto, la tentación de experimentar con el hombre, de considerar al hombre no perfecto como un desecho colateral, como basura. No se trata aquí de amedrentar con el espantajo del nazismo, pero el nazismo fue el resultado de una delirante, mitifica-da, criminal y en definitiva estúpida visión naturalista, consistentemente convertida en norma. De la idea de procedencia religiosa de la igual dignidad de todo hombre como imagen de Dios quedó muy poco.

Es decir, si las dudas acerca de si la religión es una fuerza positiva eran dudas serias, y la duda de si los sueños y las posibilidades que se abre a sí misma la razón tecnológica ilustrada no podrían muy bien acabar generando a su vez delirios también está bastante fundada en la experiencia humana del siglo xx. Si a la religión hay que ponerla bajo estricta tutela, también a la razón de una modernidad descarrilada o que propende fá-cilmente a descarrilar y a delirar (y en definitiva a desarrollos catastróficos) habría que ponerla bajo tutela, pero ¿de quién?, ¿de la religión? Desde luego que no, pues si un ciego guía a otro ciego ambos puede muy bien acabar en el hoyo.

d) Así pasamos al cuarto punto. El movimiento de la presente humanidad global debería ser capaz de autosometerse a un derecho que pudiera interpretarse como prove-niente de la voluntad unida de todos, construido a su vez sobre unas bases morales pre-políticas, que para la cultura política liberal es el derecho de libertad. Pero este criterio no se comparte interculturalmente, aparte de que Occidente también descarrila fácilmente de él y no contribuye a hacerlo creíble para la sociedad global, sino todo lo contrario. Y no hemos logrado salir de aquí.

Y hay más. Esta pregunta por las bases de lo que haya de considerarse justicia, previas a la decisión política, a las que ha de ajustarse el derecho y conforme a las que ha de arti-cularse a su vez jurídicamente el poder que pone el derecho –dice Ratzinger–, tiene una larga historia. A esa historia pertenecen Grecia y Roma, y el estoicismo greco-romano como base de la autocomprensión universalista del derecho romano. A esta historia pertenece también el elemento cristiano que se introduce en este contexto y que acaba en definitiva borrando, también con efectos jurídicos, la división entre esclavos y libres. A esta historia pertenece asimismo la extensión de todo ello al trato con los pueblos no cristianos en la idea de derecho de gentes (y de derecho cosmopolita) de Francisco de Vic-toria, etc. Para Ratzinger todo ello forma parte de lo que ha sido la historia del derecho natural clásico y del derecho natural racional moderno.

Pero –añade Ratzinger– la ciencia moderna, o más bien la autocomprensión de la cultura ilustrada en términos naturalistas, es decir, en términos de una cierta cosmovi-sión obtenida de la interpretación especulativa de resultados de las ciencias, ha borrado de las cabezas de todos esa idea de derecho natural o derecho natural racional. De la idea

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estoica sólo nos queda aquella fórmula de las Instituciones de Justiniano, según la cual derecho natural ius naturale est quod natura omnia animalia docuit, es el derecho que la naturaleza enseña a todos los animales6. Lo cual, interpretado en términos naturalistas o evolucionistas, puede llegar a ser terrible. En fin, de toda esa historia –ésta es la conclu-sión de Ratzinger en este cuarto punto– sólo queda en pie hoy, en todo caso, la idea de derechos humanos; además un tanto en el aire respecto a fundamentos y, desde luego, no compartida interculturalmente en cuanto a contenidos.

Llegado a este punto de su ponencia, Ratzinger insiste en que esta pregunta por las bases morales prepolíticas de un orden liberal

es completamente inútil tratar de responderla desde dentro sólo del cristianismo ni desde dentro sólo de la tradición de la razón occidental. Ambos se entienden, desde luego, en términos universalistas. Pero tienen que comprender que son sólo partes de la humanidad (pese a la universalidad de hecho de la cultura económica, científica y técnica) y que sólo son entendidos por una parte de la humanidad.

Ratzinger añade algo importante: el número de culturas que compiten hoy entre sí no es desde luego infinito, y ni siquiera son muchas. El número es muy limitado. Y hay que tener también muy presente que esos ámbitos no son unitarios, ni mucho menos, sino que registran tensiones a veces tremendas dentro de ellos. En Occidente tenemos la cultura liberal ilustrada, siempre en tensión consigo misma en lo que se refiere a los intentos de definir su posición respecto a la pregunta por el sentido último de la vida, y junto a esa cultura liberal, en relación de más o menos tensión con ella, tenemos princi-palmente el cristianismo protestante y el católico, aparte del ortodoxo. Y no como ám-bito cultural, pero sí como elemento profundamente influyente en la cultura moderna y contemporánea, tenemos asimismo el judaísmo. Luego, como segundo ámbito cultural, se halla todo el ámbito del islam, con posiciones que en lo que respecta a esta misma pregunta van desde las que son eco de la ilustración islámica de Averroes, conforme a la que la revelación siempre ha de poder dejar reducirse a razón, hasta aquellas que son eco de las de Ibn Hazm de Córdoba, de absoluto rechazo dogmático de todo lo que Averroes representa, o posiciones intermedias como pueden ser las que se hacen eco de la posición de Algazel. Como tercer ámbito cultural tenemos el Hinduismo y el Budis-mo, que también se caracterizan por tensiones similares. En el cuarto ámbito cultural se encuentran las culturas tribales de África. Y quizá quepa señalar frente a Europa las culturas autóctonas de América Latina. Esto es lo que fundamentalmente hay en lo que se refiere a ámbitos culturales que, si dejamos aparte Occidente, pueden aparecer como

6 Justiniano, Institutiones, liber primus, titulus II.

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consistiendo en un cuestionamiento de la racionalidad occidental y, por supuesto, como un cuestionamiento de la universalidad del cristianismo, que excepto en el caso de las culturas tribales son culturas que se entienden a sí mimas también como universales.

Ahora bien, en este contexto no cabe duda de que la fe cristiana y la racionalidad secu-lar occidental siguen siendo las dos fuerzas más determinantes en este mundo, un mundo que ellas pusieron en marcha. Pero no le demos vueltas: la racionalidad secular occiden-tal no resulta evidente a todo el mundo y, por supuesto, tampoco el cristianismo resulta aceptable para todo el mundo, lo mismo que tampoco en Occidente. En esta situación –dice Ratzinger– “ni tengo, y me parece que no existe, la fórmula del mundo, la fórmula del mundo moral”. No existe una “formula del mundo” racional, ética o religiosa que pudiera unir a todos y que pudiese sostener el todo. Hoy por hoy no es alcanzable. Por tanto, un ethos o varios “ethos” o formas de vida que sostuviesen unos elementos juridifi-cados compartidos por todos y que fuesen la base de un derecho atribuible a la voluntad unida de todos y visto también por todos como legítimo al atenerse a esos elementos compartidos por cualquiera, es algo que no existe.

e) Y como último punto Ratzinger pasa a la cuestión de ¿qué hacer entonces? Ratzinger dice: bien, estoy de acuerdo con Habermas, lo primero es limitar las patologías de la religión, ejercer contra las religiones toda la crítica ilustrada que haya que ejercer. Pero después hay que limitar también las patologías de la razón ejerciendo contra la hybris de la ciencia y de la técnica, y contra todos los aspectos de este mundo –que son resultado de una modernidad descarrilada, de una modernidad vuelta contra sus propios princi-pios–, cualquier tipo de crítica que haya que ejercer, buscándose bases para ello. En este punto es importante aclararse sobre esas bases, sobre la “dialéctica de la Ilustración”. Apoyándose en tales bases, si es que las hay, también a la razón hay que advertirle de sus límites y ayudarla a aprender la disponibilidad a oír a las grandes tradiciones religiosas, en el sentido en el que ya Max Weber lo hizo7, y en el sentido en el que, aprendiéndolo de Weber, también lo recomienda Habermas.

Y precisamente para Ratzinger, y curiosamente para él, en este punto de avisar a la razón y de avisarse la razón a sí misma acerca de sus límites, no debe tratarse tanto de recomendar inmediatamente una vuelta a la fe como de liberarnos de la obcecación epo-cal de que la fe, la religión, no tendría nada que decir al hombre actual porque ésta sería algo opuesto a la idea humanista de razón, de ilustración y de libertad.

Y en este sentido, Ratzinger acaba abogando por una reciprocidad entre razón y religión que purificaría y curaría muchas cosas de ambas, y que por eso se necesitan mu-

7 Cfr. Weber, M. (1987), Ensayos sobre sociología de la religión, 3 vols. Madrid, Taurus.

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tuamente y que por ello habrían de reconocerse mutuamente. Y esta misma regla debería aplicarse a la dimensión intercultural. Precisamente porque son dos de las fuerzas más importantes, religión cristiana y cultura ilustrada europea deberían esforzarse ambas en escuchar a las culturas no occidentales. Sólo en el contexto de esta correlacionalidad, so-bre cuyas bases hay que aclararse, sería posible esperar aclararse también sobre las normas y los valores, en cierto modo conocidos por todo hombre y en cierto modo barruntados por todos, que pudieran hacer posible una cohesión de la “sociedad mundial”. Pues esa cohesión ha de ser una cohesión articulada conforme a un derecho que incluso para responder a sus propios principios, tal como éstos se entienden en Occidente, no puede olvidar que esencialmente ha de ser tripartito, es decir, ha de consistir en derecho estatal, derecho interestatal y derecho cosmopolita.

Ratzinger y Habermas estaban, pues, de acuerdo en todo. Pero precisamente Ra-tzinger dejaba un poco desarbolado ese todo. Y en esa “tarde de debate” de la Academia Católica de Baviera se tuvo la sensación de que el representante de la “teoría crítica” (des-ilusionada) de la sociedad y también de la religión, en esa discusión, no fue Habermas, sino Ratzinger.

3. Ratzinger en Ratisbona en el 2006

En setiembre del 2006, Ratzinger, ya Benedicto XVI, pronunció una conferencia en la Universidad de Ratisbona8, como antiguo profesor de la Facultad de Teología católica de esa universidad. En ella Ratzinger aborda la cuestión de las bases conceptuales del “proceso de aprendizaje complementario”, al que se había referido Habermas en la dis-cusión del 2004, o de la “reciprocidad entre razón y religión” a la que se había referido Ratzinger en aquella misma discusión. O dicho de otro modo, en ella Ratzinger aborda como profesor de teología católica un tema que podemos enunciar como sigue:

Con Habermas hemos quedado en que las sociedades actuales son sociedades postse-culares, sociedades que han de contar con la persistencia de la religión. También hemos quedado en que, admitida tal situación, la conciencia religiosa y la conciencia secular habrían de poder tomarse mutuamente en serio, por razones cognitivas. Por supuesto, no todos están de acuerdo con esto, ni por el lado de las religiones ni por el lado de la cul-tura liberal. Pero supongamos que estamos de acuerdo. ¿Cómo habría de ser posible ese

8 El texto de este discurso está disponible en varias lenguas en la página web oficial del Vaticano. En lo que sigue se trata ante todo de reconstruir de la forma más clara posible los distintos pasos de la complicada argumen-tación de Ratzinger. Incluso en los casos de citas, las traducciones, siempre del original alemán, son muy libres. Por eso renuncio a señalar página.

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“mutuo tomarse en serio, por razones cognitivas”, si se carece de conceptos para ello? Es decir: ¿cuál habría de ser la base conceptual de esa reciprocidad de razón y religión, a la que se refería Ratzinger al final de su ponencia del 2004? Y ¿cómo se ha llegado a esa mu-tua carencia de conceptos, que define precisamente a la cultura contemporánea, también y precisamente a la cultura liberal contemporánea, en su contacto tanto con el cristianis-mo como con las demás religiones? ¿Es ese rasgo de la cultura contemporánea un destino ineludible? Si de verdad lo fuese, la consecuencia de ello para la sociedad global tal vez sería que la cultura política liberal se quedaría en un simple particularismo, y que, por tanto, la relación política básica en la cultura global habría de ser indefinidamente la re-lación amigo/enemigo, como suponía Carl Schmitt, en vez de la relación ponente/oponente en un proceso de discusión racional, como siempre supone precisamente Habermas.

La conferencia de Ratzinger es una conferencia difícil, es la conferencia de un presti-gioso profesor que, precisamente por ser un Papa, huye de quedarse en lo edificante. Y es también una conferencia que no llega a conclusión ninguna, pero que pone a todos en solfa (también a los creyentes católicos), es decir, que consigue atravesarse a todos. Por eso me gusta especialmente. Entro en tema sin más, y de nuevo mi intención no es otra que contar lo que dijo Ratzinger, señalando los distintos pasos de su muy compleja ar-gumentación.

a) En un primer paso Ratzinger recuerda sus tiempos de profesor de Teología en Re-gensburg (Ratisbona). Teología significa razón de la fe, la razón que la fe da de sí misma o se da ella a sí misma, es decir, un poner o ponerse la fe en correspondencia con la razón, un discutirse a sí misma la fe, en un contexto universitario. En ese punto Ratzinger hace referencia a las incisivas bromas de un colega suyo de entonces, en relación con las dos facultades de teología de las que disponía la universidad, la protestante y la católica. El colega decía que la Universidad de Ratisbona tenía nada menos que dos facultades para ocuparse de un objeto, Dios, que, por supuesto, simplemente no existe. Un despilfarro, pues, carente de todo sentido. El tema empieza siendo, así, el no-ser de Dios para la razón científica.

Y Ratzinger pasa a citar una frase de un oscuro emperador bizantino de fines del siglo xiv y principios del xv contra la idea coránica de la yihad o guerra santa. “A Dios no le gusta la sangre. El actuar sin logos, el actuar en contra de la razón, es contrario a la esencia de Dios”. La conexión de esto con la referencia a las burlas del colega, con la que Ratzinger inició su conferencia, es que Dios es también un no-ser para la razón por parte de aquella actitud creyente que pone a Dios por encima de toda razón y que, a consecuencia de ello, en la relación religiosa con los demás no puede operar ya con razones, con conceptos, los cuales siempre tienen una pretensión de universalidad, sino

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sólo en términos particularistas y con violencia. También el colega no creyente dejaba la religión entregada a la irracionalidad.

La idea que se convierte en clave de todo lo que sigue en este discurso de Ratzinger es la de la primera frase del evangelio de San Juan: Dios es logos, es decir, Dios es razón, o también Dios es palabra, palabra que es creadora y que puede comunicarse precisamente por ser palabra. Dios es concepto, con la pretensión de todo concepto de ser universal-mente aceptable, aceptable precisamente para la razón, sin imposiciones particularistas ni violentas. El darse de Dios tiene necesariamente la forma de la accesibilidad, univer-salidad y aceptabilidad (o no aceptabilidad) de los conceptos.

Naturalmente, ante esta entrada, muchos (yo entre ellos) pudieron pensar que la idea era clara, pero que la referencia a la yihad islámica debería haberse acompañado de alguna referencia histórica al violento cristianismo de cruzada y también de algún tipo de referencia histórica a la importantísima ilustración islámica de Averroes, conforme a la que la religión por esencia se reduce a razón y la representación religiosa a concepto racional. Pero dicho esto, estas cuestiones históricas no eran lo importante del discurso, ni el discurso trataba de eso. Y creo además que, intencionadamente, Ratzinger se estaba dirigiendo al fundamentalismo islámico actual, por un lado, y a la entrega de la religión a la irracionalidad por parte de la cultura ilustrada naturalista, por otro. Es decir, que para Ratzinger las referencia a las bromas de su colega y a la yihad islámica no fueron ni sólo la evocación de una broma ni tampoco un simple olvido de cuestiones históricas que Ratzinger, por lo demás, conoce muy bien. Seguimos.

b) En un segundo paso Ratzinger se extiende sobre esa primera frase del evangelio de San Juan. Esa primera frase –dice Ratzinger– representa un encuentro del mensaje bíblico con el pensamiento griego, encuentro al que ya hemos visto a Habermas refe-rirse en su ponencia del 2004. De esta copertenencia de mensaje bíblico y pensamiento griego parece tenerse clara conciencia en el propio Nuevo Testamento en Los hechos de los apóstoles. Y en cierto modo ello se anticipa ya en el Antiguo Testamento. En éste hay un cierto proceso de radical ilustración por el que el nombre de Dios, en la respuesta que Dios da a Moisés desde la hoguera del Sinal cuando Moisés le pregunta por su nombre, queda reducido a “Yo soy el que soy”. El nombre de Dios hace aquí referencia a lo que queda por encima de todo, del cielo y de la tierra, de todo lo determinable, de toda cosa, y esto, como enseguida vieron los padres griegos, se corresponde con el proceso de radical ilustración que experimenta la noción griega de Dios en el pensamiento de Platón, por la que Dios como fuente de ser y de luz queda más allá de todo ser y es en este sentido un no-ser.

Eso es lo que se acompaña en la Biblia de una continua burla a los dioses, y puede que algo de ello exista también en la burla del compañero acerca de todo Dios que no se

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convierta en un no-ser. En todo caso, podemos entender que en Alejandría, donde tiene lugar la traducción de la Biblia hebrea al griego, esta relación bíblica entre religión e ilus-tración (la que nos queda a la vista en la razón que Dios da de sí en el Sinaí) se convierte en concepto griego-platónico de Dios, o en teología cristiana, en una vía o en una de las vías por las que la fe cristiana da razón conceptual, griega, de sí misma.

c) En un breve tercer paso, que es sólo una preparación para el cuarto, Ratzinger se refiere a los cuestionamientos dentro del cristianismo de esa helenización de la fe cristiana. Pues dentro del cristianismo surgen a fines de la Edad Media tendencias que rompen esta conexión entre la idea bíblica de la trascendencia de Dios y el pensamiento griego. La trascendencia y la otredad de Dios quedan subrayadas hasta el punto de que también nuestra razón, nuestro sentido para lo verdadero y lo bueno, no serían ya ningún espe-jo real de Dios. Y Ratzinger opone aquí el catolicismo a buena parte de lo que ocurre dentro del protestantismo, y no sólo dentro del protestantismo. La Iglesia católica –dice Ratzinger– se atuvo siempre al concepto de analogía, conforme al que, pese a que las disimilitudes entre Dios y la razón finita son infinitamente más grandes que las simili-tudes, la analogía y el lenguaje de la analogía se mantienen sin suprimirse. Dios no es más Dios porque lo pongamos en un voluntarismo impenetrable por encima de la razón –dice Ratzinger–, sino que el Dios verdaderamente Dios es Dios porque se ha manifes-tado como logos, como concepto, como palabra.

d) En un cuarto paso, el más importante del discurso, Ratzinger describe un doble y sucesivo proceso simétrico de deshelenización: el que la cultura liberal practica sobre la religión y el que simétricamente la religión practica sobre sí misma, liberalizándose y en cierto modo disolviéndose en cultura liberal. No cabe duda de que este doble proceso representa un punto culminante de la razón ilustrada9. Se trata de un doble proceso de deshelenización de la fe que no sólo tiene que ver con la historia de las religiones, sino que constituye un proceso decisivo en la historia del mundo –dice Ratzinger–. Aquel en-cuentro del mensaje bíblico y del pensamiento griego, tal como ese encuentro se expresa en la primera frase del evangelio de San Juan (si a ello se añade además Roma, es decir,

9 Así lo había entendido y anticipado también Hegel en los capítulos VI y VII de la Fenomenología del espíri-tu, pero interpretando este doble proceso de deshelenización como una ulterior “astucia del concepto”, como una más radical helenización, de la que resulta la conciencia moderna. Según se entiende a sí mismo el propio Hegel, es el último Platón el que le proporciona los conceptos más básicos con los que entender desde el cristianismo la conciencia moderna. O también: son las representaciones religiosas las que nos suministran la clave para entender bien a Kant (es decir, la conciencia ilustrada moderna), recurriendo a Platón. Como aún veremos, me parece que la posición de Ratzinger en esta conferencia no es ajena a este tipo de consideraciones de Hegel, si se entiende que para Ratzinger las representaciones religiosas no pierden por ello su sustantividad.

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la aportación del genio jurídico romano), es lo que creó Europa. Pero Europa, Occiden-te, ha sido siempre un problema para sí misma, se ha visto siempre atormentada por la pregunta, por el sentido de los ingredientes que la componen. Veamos.

Primero, a ese encuentro entre fe cristiana y filosofía, que se expresa en el prólogo del evangelio de San Juan, se opone en la teología esa exigencia de deshelenización que viene caracterizando a la teología desde el siglo xvi. El ideal de sola scriptura querría captar la fe bíblica sin aditamentos de cultura griega. Pero donde esta ola inicial de deshelenización –dice Ratzinger– halla su punto culminante no es en la teología, sino en la cultura libe-ral, en Kant, cuando éste, en el prefacio del gran monumento del pensamiento moderno que es la Crítica de razón pura, dice que tuvo que dejar de lado el conocer para dejar sitio a la fe10. Desde dentro de la cultura liberal la fe renuncia, pues, al concepto.

Y es después de esa primera ola de deshelenización cuando se produce en la teología una segunda ola de deshelenización a fines del siglo xix, que Ratzinger ejemplifica en la teología de Adolf von Harnack (y que tiene muy importantes ecos en la teología españo-la actual). Jesús representaría el punto culminante en la historia religiosa de la humani-dad, representaría la superación de la religión cultual, que habría quedado así purificada y convertida en religión puramente moral. Lo que quiere Harnack es poner el cristianismo en concordancia con la razón liberal moderna, con Kant, liberándolo de todos los ele-mentos filosóficos y teológicos. La teología se convierte para él en puramente histórica y, por tanto, en estrictamente científica, en el sentido de la ciencia histórica que establece su propio estatuto a lo largo del siglo xix. Y lo que la teología transmite sobre el lado moral de la figura de Jesús a través de la crítica histórica forma parte de la razón práctica en el sentido de Kant, es decir, es asumible por la razón ilustrada, o Jesús es simplemente imagen de la ética ilustrada moderna y contemporánea. Toda idea de religión que exceda de esto se acabó, y en definitiva la religión se acabó. La religión que desde dentro de la cultura liberal renuncia al concepto queda reducida por la teología científica a moral liberal y nada más. El resultado no es, pues, la cultura de una sociedad postsecular, sino una cultura en la que la religión se ve propiamente reducida a un arcaísmo.

e) En un quinto paso Ratzinger pone en relación esos procesos simétricos de deshe-lenización con nuestra propia situación intelectual general. Repasémoslos bien otra vez. Sobre el trasfondo del cuestionamiento por Lutero de la helenización del cristianismo, en el primer proceso la filosofía desheleniza la fe, poniéndola más allá del concepto. En el segundo, la teología recurre a la crítica histórica para reducir el contenido de esa fe sin concepto a conceptos morales ilustrados.

10 Kant, I (1781/1787). Kritik der reinen Vernunft, B XXX.

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Es decir, tenemos primero una fe que empieza planteándose a principios del mundo moderno la exigencia de su propia deshelenización. Tenemos después una cultura liberal que para dejar sitio a la fe la desheleniza, la deja sin concepto, pues cuestiona que nos po-damos hacer concepto de lo trascendente (primer proceso, Kant). Y tenemos por último una fe que para hacerse estricto concepto de sí, tal como había sido des-helenizada por la cultura liberal y tal como la cultura liberal entiende el conocimiento, acaba borrando su propia sustantividad, acaba borrándose como fe y disolviéndose en cultura liberal (segundo proceso), una cultura liberal a la que hoy le renace la cuestión de su relación con una fe con cuya persistencia tiene que contar.

Pues bien, en el trasfondo de todo esto –dice Ratzinger– está la autolimitación de la ciencia moderna, tal como esa autolimitación fue expresada por Kant y radicalizada des-pués por la propia ciencia de la naturaleza. Autolimitación significa que el saber científi-co sólo alcanza a los fenómenos, a nada más allá del fenómeno, ya se trate de fenómenos naturales o de fenómenos históricos. Y ése sería el único saber admisible como saber. Hoy, para el actual saber, incluso resulta problemático el sitio que pueda corresponder a los conceptos morales y estéticos.

La moderna comprensión de la razón, representada por la forma canónica de saber que son las ciencias naturales –dice Ratzinger–, es una mezcla de platonismo y empiris-mo, un averiguar la configuración matemática del fenómeno, que nos permite utilizar para nuestros fines lo así configurado y averiguado. El experimento decide sobre la cer-teza o fiabilidad de ese saber sobre la configuración matemática del fenómeno. Todo lo que quiera ser saber tiene que consistir en esto, o tiene que tener esto a la vista como un ideal. Saber es eso, o es principalmente eso, y nada más; lo demás no es saber, es charla de café, si acaso. Y cuando ello es así, queda excluido todo saber acerca de Dios. Y el resultado es el ateísmo, por lo menos un ateísmo metodológico (es decir, que sistemática-mente no tiene más remedio que poner entre paréntesis toda cuestión acerca de Dios), si no un ateísmo sin más. Dios es un no-ser para la razón. Y la religión queda convertida en irracional y en posible fuente de patologías.

Por un lado, Ratzinger añade que cuando la teología quiere hacerse demasiado cien-tífica se queda sin tema, y, por otro, que si todo el saber humano es el que puede venir representado por la ciencia, entonces todo lo relacionado con el destino del hombre se convierte en no susceptible de saberse, sino en asunto de fe, la cual, aunque pueda empe-zar pretendiendo llamarse fe racional, finalmente se reduce siempre a pura subjetividad, a algo no vinculante, a capricho o a violencia. Y se pregunta: ¿no es acaso esto lo que está en la base tanto de las patologías de la religión como quizá también de las patologías de la razón, pues ésta entrega la religión (esto es, la pregunta por el sentido de la vida y del mundo) al ámbito de lo irracional, precisamente en sociedades que tienen que entender-

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se como habiendo de contar con la persistencia y el poder configurador de la religión, o que simplemente no han dejado la religión detrás, o que están lejos de poder dejarla?

f) En un sexto paso, también muy importante, Ratzinger se vuelve sobre el sentido de su propio discurso, sobre qué conclusión podría sacarse o podría pretenderse sacar de todo lo que está diciendo. ¿Qué quiero decir con todo esto –se pregunta Ratzinger–, adónde lleva toda esta clase de consideraciones? ¿A proponer un retorno a la fe? Tal cosa, en el contexto de lo que acabo de decir, se quedaría en puro subjetivismo, en definitiva, en irracionalismo –dice Ratzinger–. Entonces ¿de qué se trata?, ¿de criticar y rechazar esa estructura de la razón moderna por la que ésta en sus formas canónicas se niega a querer saber algo del sentido de la vida y del mundo? Tampoco se trata de eso, pues esa condición o estructura de la razón no se puede superar así tan a las bravas. Para Ratzinger simplemente es absurdo pretender, no se puede tratar en absoluto de pretender, pasar por detrás de la Ilustración en las formas que ésta hubo de darse, ni de despedirse de los ingredientes culturales más básicos de la modernidad. En absoluto puede tratarse de eso.

Entonces ¿de qué se trata? De lo único de lo que puede tratarse es del intento de una ampliación de la razón, ampliación en la que lo que Kant llamaba fe y lo que Kant lla-maba saber vuelvan a encontrarse, griegamente, por así decirlo; esto es, que dispongan de conceptos para tomarse cognitivamente en serio, como pedía Habermas. Pero ¿no es eso una fábula? Puede ser, pero en todo caso sólo mediante esa ampliación seríamos capaces de un diálogo real entre culturas y religiones, que es lo que estamos necesitando. En el mundo occidental reina en buena medida la opinión de que sólo la razón positivista y las correspondientes formas de filosofía serían universales, es decir, podrían pretender universalidad. Pero aunque la difusión de la ciencia y de la técnica de la mano de la eco-nomía da a esto validez fáctica, no le da ninguna validez de principio, o al menos ello no es algo que pueda quedar sin más por encima de toda duda.

Y precisamente las culturas profundamente religiosas del mundo entienden esta ex-clusión de lo divino de la universalidad de la razón como una vulneración de sus más íntimas convicciones. Una razón que se declara incapaz de hablar con las religiones, pues tiene que empezar reduciendo las religiones al nivel de hechos subculturales o a hechos culturales irracionales, es incapaz de promover diálogo entre las culturas. Decir que ese diálogo es racionalmente posible implica decir que ese intento de ampliación de la razón tiene que ser algo más que una fábula o un buen deseo.

g) Como último paso Ratzinger se hace una pregunta final, que propiamente deja sin responder: ¿sería tan arbitraria y tan fantasiosa esta ampliación de la razón? No del todo, pues la razón científica moderna con su elemento platónico lleva en sí una pregunta que

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apunta más allá de ella misma y de sus posibilidades metodológicas. Ella tiene que supo-ner la estructura racional de la materia y suponer como algo dado la correspondencia en-tre nuestra mente y las estructuras racionales que rigen en la naturaleza, correspondencia sobre la que descansa el método de las ciencias naturales, que se convierten en forma canónica de saber. Pero la pregunta de por qué ello es así y de cómo ello es así ya no pertenece a la ciencia, sino a otros niveles de saber y de pensamiento. Y a lo mejor, para la filosofía y también para la teología, prestar oídos a las grandes tradiciones religiosas de la humanidad en general y de la fe cristiana en particular se convierte en una fuente de conocimiento, cuyo rechazo sería un injustificable estrechamiento de nuestro hacer preguntas y de nuestro buscar respuestas. Ratzinger acaba su discurso con una frase del Fedro de Platón en la que Sócrates dice que él no va abandonar su investigación sobre el Ser (su investigación sobre el sentido del Todo) porque hasta ahora los resultados de ésta no hayan sido sino fábula y errores.

4. La respuesta de Habermas en el 2007 y algunas consideraciones finales sobre catolicismo y cultura liberal

Cuando se lee la conferencia pronunciada por Ratzinger en Ratisbona, no se sabe bien si lo que uno está leyendo es una alocución de un Papa de Roma o de un conser-vador, o quizá una conferencia de algún discípulo de Adorno, o tal vez de alguien muy influido por las críticas de Habermas en Teoría de la acción comunicativa contra la re-ducción de la razón a razón instrumental, a razón científico-técnica y a razón sistémica. Tampoco se trata sin más de la alocución de un Papa de Roma a sus fieles católicos, pues a los universitarios católicos les está diciendo que es absurda toda actitud simplista en la cuestión planteada. Un buen universitario católico ha de dejarse de fábulas y de simple-zas y convertirse a este respecto en un buen trabajador de los conceptos. Pero tampoco está de acuerdo con Habermas, pues a éste le dice que si la noción de sociedad postsecular no ha de quedarse en una idea edificante, si la razón liberal y la religión han de tomarse de verdad mutuamente en serio por razones cognitivas, y ello parece ser de particular importancia cultural en el presente, puede que no sea suficiente con la “abstención del juicio” de la que habla Habermas, ni con que las religiones encajen los principios libera-les como deduciéndose éstos del propio sistema de creencias, ni con que una parte de la cultura liberal se muestre dispuesta a seguir traduciendo de la religión. O mejor: puede que haya que dar más alcance a esto último, es decir, puede que para que tal cosa sea posible se necesiten conceptos liberales a los que las religiones del presente se dejen traer, o conceptos con los que la conciencia religiosa pueda operar, en los que la cultura liberal y las religiones en cierto modo coincidan, o se pongan recíprocamente una a la altura de

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otra. Esos conceptos debían de estar, pues, a la altura de lo que las religiones pretenden, en algún sentido. Y la cuestión es si tales conceptos son posibles.

Y es esto lo que Habermas no ve claro en el artículo publicado en la Nueva Gaceta de Zurich de 10 de febrero del 2007. En el modo en que Ratzinger parece entender la ampliación de la razón, con la que Habermas está de acuerdo, Habermas ve la evocación de un cristianismo helenizado, en el sentido de una metafísica de lo Absoluto, al estilo de Platón, de la que la cultura contemporánea, una cultura postmetafísica (incluso frente a los grandes que fueron Kant y Hegel), se habría despedido para siempre, según el propio Habermas. La ampliación de la razón que busca Habermas no da para eso, pues persiste en ser postmetafísica, en renunciar al pensamiento de lo Absoluto.

Voy a acabar aprovechando la referencia que acabamos de oír a Ratzinger a la doctri-na del ser de Platón para indicarles a ustedes cómo, a mi juicio, podría quizá entenderse aquello a lo que Ratzinger apunta en este discurso de Ratisbona, que termina sin acabar, es decir, que deja completamente abierto.

Y debo empezar diciendo que, en este punto, tiendo a acercarme más a Ratzinger que a Habermas, al menos tal como yo los entiendo. Pese a que he dedicado mucho tiempo a Adorno y a Habermas, frente a este último a mí me sigue atrayendo de forma muy es-pecial el pensamiento de los grandes filósofos de la modernidad, Kant y Hegel, tal cual. Pero no tengo mucho interés en sacudirles la mucha metafísica que efectivamente con-tienen, esa metafísica con la que pretendieron (a veces Kant y siempre Hegel) devorar la religión y, por tanto, desarrollar conceptos a la altura de lo que ésta pretendía y decía en imágenes. Y la verdad, como aficionado a Kant y Hegel, nunca he estado muy de acuerdo con la idea de pensamiento postmetafísico de Habermas.

i. Hegel entendió siempre que la mejor exposición de la idea de libertad moderna en Kant no hay que buscarla en su filosofía práctica sino en su filosofía teórica. La idea de libertad es el punto culminante de la filosofía teórica de Kant, tal como la ve Hegel. Pues bien, la filosofía teórica de Kant tiene su cima en una negación y desmontaje de las pruebas de la existencia de Dios11. Y es desde esta cima desde donde Hegel entiende el concepto moderno de razón y libertad modernas. Para Hegel es con ese desmontaje como la razón ilustrada moderna se encuentra puesta en el lugar de Dios. La razón, al ser lo último y decidir sobre todo, al poder borrar incluso a Dios y, por tanto, también a sí misma, queda más allá de sí misma en lugar de Dios, en lugar de un Absoluto que ella, sin embargo, no puede ser. Ella no puede ser el Absoluto en cuyo lugar ella queda, porque ella puede muy bien concebirse a sí misma como no existiendo, puede también

11 En la “Dialéctica trascendental” de la Crítica de la Razón pura, A 567 y ss., sobre todo A 612 y ss.

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concebirse a sí misma como borrada. Pero al quedar inexorablemente en el lugar de lo Absoluto, y al quedar a la vez por encima de sí misma, sólo ella puede ser para sí misma su ley. Es en este punto donde brotan para Hegel el concepto kantiano de autonomía y las tensiones del concepto kantiano de autonomía, y donde razón teórica y razón prácti-ca se dan la mano. Pues lo que queda aquí en el centro es la razón y la libertad humana es la razón humana ilustrada y libre. Para ella Dios es un no-ser. Ella está en el lugar de lo Absoluto.

Pero para remitirse así a Kant, Hegel se remite a la vez al cristianismo. Para el cristia-nismo, Dios no es sin hacerse hombre. Dios no es sin hacerse lo otro de sí mismo, sin convertirse en el no-ser de sí mismo, y ese convertirse en el no-ser de sí mismo eleva al hombre, lo pone en el lugar de Dios, de un Dios que, sin embargo, el hombre no puede ser, sino que el estar en el lugar de Dios es algo que al hombre le viene dado. Quedar en el lugar de Dios es la posición incondicional en la que el hombre se encuentra, precisa-mente habida cuenta de lo que para el cristianismo es Dios.

Por último, si con Hegel nos vamos a Grecia y aprendemos bien la doctrina del ser de Platón, a la que se refiere Ratzinger, nos encontramos con que para Platón el teorema fundamental de la doctrina del ser12 es que nada es sin ser lo otro de sí mismo y que, por tanto, lo Absoluto no es sin convertirse en lo absolutamente otro de sí.

La idea de Hegel, escandalosa, que recoge el escándalo que supuso lo cristiano para los griegos y que, sin embargo, se convierte en la base de la conversión de lo cristiano en griego (en base de la helenización del cristianismo), es que sólo entendemos la libertad moderna, sólo entendemos la razón moderna libre, la que queda en el centro de todo y se convierte en negación de Dios, cuando unimos la representación cristiana y el con-cepto griego y decimos: la libertad moderna tal como se expresa en Kant es el no-ser de lo Absoluto y éste, como enseña la religión, se convierte por donación.

Y si no nos vamos muy lejos de Alejandría, cerca del lugar en el que se produjo la traducción del mensaje bíblico al griego, nos encontramos a Gregorio de Nyssa, por ejemplo, con la idea de que la única imagen de Dios es la libertad humana (que el hom-bre se halla en el centro, por encima de sí y de todo): imagen, es decir, algo que está en el lugar de algo que ella no es, de lo cual ella y sólo ella es un atisbo precisamente cuando no puede entenderse a sí misma sino quedando en el lugar de Dios, y, por tanto, some-tida al imperativo de estar a la altura de lo Universal, lo Absoluto y lo Incondicionado, en cuyo lugar le ha tocado estar y cuya imagen es (sometida al imperativo de convertirse

12 Me refiero, naturalmente, a la doctrina del ser que Platón expone en los diálogos Parménides y El sofista. A esta doctrina del ser se remite Hegel.

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en semejanza de aquello de lo que es imagen; la única imagen dice Gregorio de Nyssa, retorciendo un tanto los conceptos)13.

ii. No es mi intención ponerme aquí ahora a explicar a Hegel. Sólo quiero añadir un punto más, relacionado con lo que acabo de decir. Cuando uno se acerca al pensamiento chino y al hindú y los compara con el pensamiento del último Platón, uno se da cuenta de que en las transformaciones culturales que se producen en lo que Karl Jaspers llamó tiempo eje14, es decir, en las transformaciones culturales que se producen en torno al siglo vii antes de Cristo, de las que resultan las grandes cosmovisiones de las que la humani-dad sigue viviendo, se recurre a unos mismos conceptos básicos o se producen con unos mismos conceptos básicos. Esos conceptos de Platón, esos conceptos platónicos, son en el fondo conceptos compartidos. Las grandes cosmovisiones universalistas de las que hoy la humanidad se sigue nutriendo (Buda, Confucio, Lao-Tse, Zoroastro, profetismo judío, filosofía griega y vuelcos de la filosofía griega en la filosofía occidental en general), no sólo nacen al mismo tiempo a pesar de que sus principales protagonistas no tuvie-sen ninguna noticia los unos de los otros, sino que, por lo menos en muy importantes aspectos, contienen una misma conceptuación de fondo. Ésas son las cosmovisiones universalistas a las que se refiere Ratzinger.

Yo creo que lo que dice Ratzinger en su ponencia del 2004, y en su conferencia de Ratisbona sobre la relación de la cultura occidental con las demás culturas y sobre la rela-ción de la cultura occidental con su propia historia, se comprende muy bien si lo enten-demos en el sentido de que tanto desde el cristianismo como desde la cultura ilustrada puede prestarse oídos a esta coincidencia intercultural, y si entendemos que ese elemento coincidente además está en la base del vuelco conceptual por el que de la idea cristiana de igual dignidad de todos resulta el concepto de libertad moderna. Esto último se lo he visto repetir a Ratzinger varias veces.

Pero entonces, incluso desde el cristianismo, o precisamente desde el cristianismo, puede darse un sentido al ateísmo, al no-ser de Dios, que el concepto de autonomía y libertad implica para muchos representantes de la cultura ilustrada. Para ello natural-mente hay que romper muchos hábitos de pensamiento, pero creo que ello, al cristiano, a la mentalidad religiosa ilustrada, puede serle más fácil incluso que a la mentalidad no creyente ilustrada. Al cristiano (y también al musulmán) le basta para ello con leer a sus místicos (en los que, por lo demás, puede encontrar figuras de pensamiento muy simila-res a las de la mística hindú o a las de Lao Tse).

13 Nyssa, G. In Scripturae verba: faciamus hominem ad imaginem et similitudinem nostram, oratio I, en J.-P. Migne. Patrologiae graecae, tomus XLIV, S. Gregorius Nyssenus, 258 y ss.

14 Jaspers, K. (1951), Origen y meta de la historia, Madrid, Revista de Occidente, 19 y ss.

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iii. A Habermas, como he dicho, no le gustó mucho el contenido de este discurso de Ratzinger en Ratisbona. Lo deja claro en su artículo del 2007 en la Nueva Gaceta de Zurich. Pero no porque no estuviese de acuerdo con lo que son las conclusiones (o mejor: las no-conclusiones) de Ratzinger, sino porque piensa que esta manera que tiene Ratzinger de manejar las tradiciones religiosas y metafísicas, aunque nunca quede lejos de lo que también Habermas quiere y suele hacer, pone un tanto en cuestión su muy querida idea de pensamiento postmetafísico15. Digo que no le gustó mucho, pero ello no quiere decir que haya demasiado desacuerdo. Habermas sólo está dispuesto a acompañar a Ratzinger hasta admitir que la conciencia ilustrada, cuando de verdad se hace cargo de sí misma, se vuelve también conciencia von dem, was fehlt, es decir, es también conciencia de aquello que en la razón ilustrada falta (éste es el título del artículo de Habermas16), pero a lo que la Ilustración de ninguna manera puede dar ya alcance. Y no es que yo tenga algún interés en encontrar un acuerdo entre Habermas y Ratzinger donde no lo hay, donde ambos sólo comparten quizá una misma perplejidad. Pero con su noción de pensamiento postmetafísico Habermas se queda en el juego de metafísica sí, pero metafísica no, pero un poquito sí, con el que no estoy de acuerdo, por más frecuente que ese juego sea en el pensamiento contemporáneo, en el que demasiadas veces se empieza con la ceremonia de un puntapié a Hegel para acabar diciendo lo que dice Hegel.

De otro modo: no está dicho que la razón moderna pueda dar mejor razón de sí por la vía de un pensamiento postkantiano y posthegeliano que por la vía de la filosofía

15 Para esta oposición que Habermas establece entre pensamiento metafísico y postmetafísico (el pensador metafísico por excelencia sería, naturalmente, Hegel, pero para Habermas bajo esa denominación cae también en definitiva Kant), véanse sobre todo los artículos de Habermas recogidos bajo el epígrafe ¿Retorno a la metafísica?, en Habermas, J., (1988), Pensamiento postmetafìsico, Madrid, Taurus, al que ya he hecho referencia en la nota 3. El lector podrá comprobar que casi todo lo que Habermas dice en su discusión con Ratzinger está ya anticipado en ese libro, que, por lo demás, no contiene sino una reinterpretación de lo dicho sobre la religión en el cap. 5, apartados 2 y 3, de Teoría de la acción comunicativa.

16 El artículo de Habermas, titulado Ein Bewusstsein von dem, was fehlt, fue publicado en el Neue Zürcher Zeitung el 10 de febrero del 2007. Estuvo disponible durante mucho tiempo en la página web del ese periódico de Zurich. Después ha sido publicado en Reder, M. y Schmidt, J. (eds.) (2008), Ein Bewusstesien von dem, was fehlt, Frankfurt, Suhrkamp. En este libro se recoge el artículo original de Habermas acompañado de los materiales de una jornada de discusión sobre el contenido de él. Este colectivo de Surhkamp ha sido traducido al español en 2009 con el titulo de Carta al Papa, Barcelona, Ediciones Paidós Ibérica.

La principal objeción que en este artículo pone Habermas a Ratzinger es que la emergencia de la conciencia y libertad modernas va ligada al proceso de deshelenización de la fe y al consiguiente proceso de reducción de las pretensiones de la razón, al que se refiere Ratzinger. Pero a mí me parece mucho más convincente y sólida la tesis de Hegel, a la que he hecho mención más arriba, en la que se sostiene todo lo contrario, a saber: que la conciencia moderna es el resultado del vuelco que experimenta esa helenización llevada hasta el extremo, por el que la represen-tación religiosa se vuelve concepto. La conciencia moderna sería para Hegel el concepto puro mismo en que termina ese proceso de helenización (véase nota 9). En todo caso, con esto no estoy haciendo sino apuntar una temática en la que, naturalmente, aquí no puedo entrar.

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“pura y dura” de Kant o de la filosofía “pura y dura” de Hegel. Digo que tal cosa no está decidida, sino que sigue formando parte de la discusión contemporánea, de la discusión actual. Pues bien, de la mano de Hegel creo que Ratzinger tiende a hacerse eco de aque-llas tradiciones metafísicas de la razón ilustrada que lindan con la teología (muy princi-palmente tiende a hacerse eco de las posiciones de Hegel, y también de Kant, esto es, de esa filosofía moderna que Habermas, también en lo que se refiere a Kant, suele tachar de pensamiento metafísico, de pensamiento de lo Absoluto). Y Ratzinger propende a la metafísica, más que al pensamiento postmetafísico que Habermas quiere profesar, pero no porque esas tradiciones de pensamiento metafísico y sus consecuencias se conviertan “en fácil botín para la teología”, sino muy al contrario: porque permiten el contraste con-ceptual entre razón liberal y religión del que habría de tratarse en una sociedad liberal, si ésta ha de entenderse como sociedad postsecular.

Dicho de otro modo: Ratzinger es un conservador que está dispuesto, si se tercia, a reírse con Habermas de los dioses posthegelianos y que a la vez, precisamente desde las posiciones metafísicas de la razón ilustrada y contra ellas, en las que la fe se mide direc-tamente con el concepto, quiere mantener para la religión la originalidad de ésta y la capacidad de contraste de ésta con la razón ilustrada, sin disolverse en ella y, por supuesto, no ya sólo sin ningún miedo a los conceptos, sino haciéndolos siempre directamente suyos17.

En este sentido, lo que yo veo pasarle por la cabeza a Ratzinger por el lado de la teo-logía no es del todo ajeno a aquella radical compenetración a la vez que radical tensión entre catolicismo e ilustración, que por el lado de la cultura secular salta a la vista en obras tales como la de Joyce, la de Beckett, la de Baudelaire, Verlaine, Rimbaud, Foucault y otros muchos, todos de procedencia remarcadamente católica, todos católicos hasta le médula, o si se quiere, “católicos” hasta la médula, que hoy se han convertido en referen-tes de toda crítica o autocrítica ilustrada de la ilustración social y cultural.

Son la razón moderna confrontada con su propio Absoluto, en pelea con él, en pe-lea con su propia pretensión de incondicionalidad, pero ello de la mano de la religión, desde y en contra de la religión, de la que esa razón es la negación. Pero se trata de una religión tan bien articulada en su sistema de representaciones y referencias, en su carácter de culto y espectáculo, en su capacidad de penetrar e impregnar la existencia y de darse

17 Un ejemplo: en varios ocasiones, incluso en caso de intervenciones muy breves, Ratzinger ha hecho di-rectamente suyo el contenido de un opúsculo de Kant de 1794, titulado El fin de todas las cosas. (En una de esas ocasiones un comentarista de un periódico español, creo que un tanto empeñado de antemano en ridiculizar a Ratzinger, convertía casualmente en título de su artículo una frase directamente tomada de ese escrito de Kant. El comentarista no se enteró de que se había puesto a burlarse de Kant. Y fueron dignos de verse el desparpajo y la facilidad con que en dicho artículo quedó refutado el pensamiento de Kant sobre las relaciones entre razón y religión).

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romanamente mundo, que no se deja devorar por la razón, sino que más bien obliga a la razón (al no tener más remedio que intentar devorarla) a quedar a la altura de sí misma, aunque no pueda y se quede en conciencia de lo que le falta y de lo que siempre faltará a la razón. Dios como enigma del mundo y como enigma del factum de la razón18. Lo que la religión representa se convierte en lo otro de la razón, se convierte en lo otro de la razón que también es lo otro que, manifiestamente, la razón es o se es para sí misma cuando se ve llevada a su límite; la religión como lo otro de la razón, pero que no habría de ser sino lo otro que la razón misma es para sí misma. Lo que la religión representa se convierte en la relación de la razón con lo radicalmente otro de ella que es ella misma. Ése es el punto en el que veo situarse católicamente a Ratzinger. Y desde luego, tiene magní-ficos ejemplos por parte de la cultura no religiosa, pero “católica”, del siglo xx.

No deja de ser curioso a este respecto que en El discurso filosófico de la Modernidad Habermas viese en toda esta crítica radical de la razón contemporánea (de proceden-cia sobre todo francesa, y de la que Habermas, sin embargo, bebe) una buena dosis de mentalidad católico-romántica. Para la portada de la primera edición de la versión española de El discurso filosófico de la Modernidad la editorial Taurus escogió una frase del texto de Habermas en la que éste hacía recaer sobre todo el postestructuralismo francés la sospecha de no ser en el fondo otra cosa que herencia y resultado de una lar-ga tradición de contra-Ilustración católica, pese a que ese postestructuralismo es quizá uno de los elementos más representativos y definitorios de la cultura contemporánea. Contra-Ilustración que inficionada de Ilustración e inficionando a la Ilustración acaba convirtiendo la cultura ilustrada en crítica radical de sí misma, en aguda conciencia de cuanto le falta. Quizá por eso Ratzinger no encontró nada mejor que poner en el centro de una encíclica suya que la Dialéctica de la Ilustración de Horkheimer y Adorno19. Pero no necesito extenderme más en esto, pues todo ello, como ya he sugerido en una nota, y mejor aún que Horkheimer y Adorno, lo explica muy bien Hegel en la sección B del capítulo VI de la Fenomenología del Espíritu.

En fin, para Ratzinger la teología es la fe religiosa explicándose, dando razón uni-versitaria de sí, para lo cual no renuncia al contacto con las grandes tradiciones de la filosofía moderna y contemporánea, con el pensamiento moderno que más lejos lleva sus propias posibilidades, esto es, con el pensamiento “metafísico” de la modernidad que Ratzinger conoce muy bien. Y de razón ilustrada y fe católica me parece que están tejidos sus acuerdos y desacuerdos con todos, también con Habermas, al menos tal como yo

18 Cf. Jüngel, E. (1977), Gott als Geheimnis der Welt, Tübingen.19 Me refiero a la encíclica de Ratzinger Spe salvi, cuyo texto está traducido a varias lenguas y se encuentra

disponible en la página web oficial del Vaticano.

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lo veo. Gracias por la invitación que ustedes me han hecho para que les hablara de las discusiones Habermas-Ratzinger, y también por su atención y paciencia.

Bibliografía

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Habermas, J. (1990).Pensamiento postmetafísico, Madrid: Taurus.— (2007). “Ein Bewusstsein von dem, was fehlt”, Neue Zürcher Zeitung (10 de febre-

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SOBRE EL LIBRO DEL EMMO. ZENON CARDENAL GROCHOLEWSKI

UNIVERSITATEA AZI UNIVERSITäT HEUTE

José Ignacio Prats MoraUniversidad Católica de Valencia “San Vicente Mártir”

Fechas de recepción y aceptación: 4 de marzo de 2010, 8 de abril de 2010

Resumen: Se ofrece, en el libro que comentamos, una recopilación de conferencias del cardenal Z. Grocholewski, prefecto de la Congregación para la Educación Católica. Éste, en continuidad con el pensamiento de K. Wojtyla –síntesis de orientación tomista y fenomenológica–, afirma a la persona como sujeto de su existencia más allá de cual-quier determinismo. Señala los retos que debe afrontar la educación católica, como son la fragmentación del conocimiento, la mentalidad nihilista y la primacía de la formación tecnológica sobre la humanística. Subraya los siguientes aspectos: la necesaria relación entre razón y fe, la ambivalencia del proceso de globalización, el papel del pensamiento católico en la cultura contemporánea y la función de la universidad como promotora de una formación integral de la persona.

Palabras clave: persona, razón y fe, globalización, relativismo, pensamiento católico, formación integral, interdisciplinariedad.

Abstract: This book contains a recompilation of the talks and presentations given by Cardenal Z. Grocholewski, Prefect of the Congregation for Catholic Education. Follow-ing the thinking of K. Wojtyła (synthesis of Thomist and phenomenological philoso-phy), he affirms the individual as the subject of their existence beyond any determin-ism. He points out the challenges facing Catholic education, such as the fragmentation of knowledge, a nihilistic mentality and the precedence of technological training over humanities. He stresses the following aspects in particular: the necessary connection be-tween reason and faith, the ambivalence in the globalisation process, the role of Catholic

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thinking in contemporary culture and the function of the university as promoter of an all-round education for the individual.

Keywords: individual, reason and faith, globalisation, relativism, Catholic thinking, all-round education, interdisciplinary.

La publicación en rumano y otras lenguas de diversas conferencias del cardenal Ze-non Grocholewski, prefecto de la Congregación para la Educación Católica, por parte de los miembros de la Universidad de Cluj, quiere ser un homenaje a su persona, así como un reconocimiento al amplio espectro de actividades por él desplegadas. El vo-lumen que se presenta está prologado por Andrei Marga, quien destaca la polifacética personalidad de Grocholewski como abogado canónico, como abogado reflexivo y como alto responsable del Vaticano en el campo educativo.

En continuidad con el pensamiento de K. Wojtyla, síntesis de orientación tomista y fenomenológica, para su eminencia, el hombre, como persona, es sujeto de su existencia y de todo su dinamismo operativo. Y es en consonancia con este axioma como ha expre-sado, también, su oposición al relativismo y positivismo jurídico: “En la situación com-pleja y confusa del mundo moderno cuando nos referimos a la ley natural no estamos hablando de un invento católico sino de una respuesta a los retos del ser humano”.

Como responsable de la educación católica de miles de escuelas y universidades dise-minadas por todo el mundo, ofrece al lector importantes reflexiones y, además, alerta so-bre los retos a los que la educación católica está llamada a responder. ¿Quién puede negar el peligro de la “fragmentación” del conocimiento que dista cada vez más de ofrecer un cuadro final unitario? ¿Quién no ve con temor cómo una mentalidad nihilista enturbia la ineludible ósmosis que debe producirse entre educación y verdad? ¿Qué imagen del hombre quiere ofrecer la universidad del siglo xxi? Unificar la formación tecnológica con la humanística, profundizar en la especialización sin renunciar a la “cuestión antro-pológica” es una tarea que se propone a la educación católica del futuro.

Respecto a esta tarea queremos subrayar, en esta sencilla recensión, cuatro aspectos que quedan recogidos en el libro: la necesaria relación entre razón y fe, el examen del fenómeno de la globalización, el papel del pensamiento católico frente a la cultura con-temporánea y la función de la universidad como promotora de una formación integral de la persona.

1. Tanto el desarrollo tecnológico como la especialización de los conocimientos exi-gen una reflexión que vaya más allá de la necesaria parcialidad de la ciencia para que, desde una visión transcientífica, sus avances sean aplicados para el bien del ser humano. Cabe recordar aquí las palabras del entonces cardenal Ratzinger cuando en su comen-

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tario teológico a la tercera parte del secreto de Fátima afirma: “La perspectiva de que el mundo podría ser reducido a cenizas en un mar de llamas no es considerada hoy abso-lutamente pura fantasía”. Por otro lado, la ciencia dejada a su albur no da respuesta a la demanda de sentido del ser humano.

Como se afirma en Fides et Ratio, ¿dónde podría el hombre buscar las respuestas a sus demandas existenciales más dramáticas como son el dolor y la muerte sino en la luz que brota del misterio de la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo? Fuera de esta perspectiva, el misterio de la existencia personal resulta un enigma insoluble (1, 12). Y más adelante afirma la misma encíclica: “el mismo e idéntico Dios, que fundamenta y garantiza que sea inteligible y racional el orden natural de las cosas sobre las que se apoyan los científicos confiados, es el mismo que se revela como Padre de Nuestro Se-ñor Jesucristo. Esta unidad de la verdad natural y revelada tiene su identificación viva y personal en Cristo” (3, 34).

Parte del pensamiento filosófico moderno que nace en el humus de un dramático hiato entre razón y fe aboca al ser humano al miedo y la soledad. La misma investigación científica puede verse sometida a intereses particulares extracientíficos o puede ser objeto de manipulación y falsificación.

Es necesaria, por tanto, una búsqueda desinteresada de la verdad, ya que sin pasión por la verdad la cultura naufraga en el relativismo y la precariedad. Y también es necesa-ria una adecuada síntesis del saber que incluya la dimensión moral, espiritual y religiosa de la vida. Sólo la integración de los dos niveles de conocimiento de la verdad, la razón y la fe, contribuye a la comprensión del sentido de la vida humana y del fin de la creación. Un mismo Dios es el autor de la Creación y de la Revelación y, por tanto, razón y fe no deben trabajar yuxtapuestas, sino en mutuo diálogo, pues se llaman la una a la otra (La Théologie au sein de l’Université, conferencia pronunciada en la Universidad de Bucarest el 13 de junio del 2006).

Este diálogo es especialmente urgente en cuanto que en nuestra sociedad la relación entre la razón y la fe aparece a menudo como problemática o se muestra confusa. Por un lado nos encontramos los fundamentalismos que toman al pie de la letra los textos fundamentales de su credo y tratan de imponerlo (que no de proponerlo) y, por otro, encontramos la secularización, hostil a las religiones, que ostenta la sociedad occidental, uno de cuyos principios básicos se puede formular de la siguiente manera: la fuente de los conflictos son las religiones, la secularización traerá la paz.

Sin embargo, observa Grocholewski, debemos profundizar más. Ambas posiciones participan de una tesis común: la oposición radical entre razón y fe. Los fundamentalis-mos son fideísmos que construyen la fe sobre las ruinas de la razón y los racionalismos cimientan la razón sobre los escombros de la fe. Pero los extremos se tocan, ¿acaso el laicismo radical no es una forma de fundamentalismo o de integrismo de la razón que

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excluye toda luz que no sea la propia? Es una ceguera de la época afirmar que la fe no tiene nada que decir a la razón.

El autor del libro que comentamos dice que Benedicto XVI ya ha establecido tanto el diagnóstico como la terapia adecuada a esta enfermedad del hombre contemporáneo consistente en una desgraciada separación entre fe y razón. El diagnóstico afirma que existen en la religión patologías que deben ser controladas y curadas por la razón, pero también existen patologías de la razón, no menos peligrosas, o quizá más peligrosas si consideramos sus efectos potenciales como la bomba atómica. El hombre necesita una referencia trascendente para evitar la mentira. La terapia es obvia: la necesaria “interde-pendencia” entre ambas. Fe y razón están llamadas a curarse y purificarse mutuamente.

Grocholewski señala entre las causas que nos han abocado a la situación actual la concepción de la fe como un sentimiento –y, por tanto, perteneciente a la esfera afec-tiva, por muy elevado que sea– que subsiste en ciertas mentalidades. Esta concepción, que no tiene nada de bíblica ni de cristiana, hace de la fe algo subjetivo, irracional, una convicción privada de credibilidad. Al respecto cita nuestro autor al filósofo alemán Frédéric Schleiermacher, para quien la religión es “sentido y gusto”. Tal planteamiento sentimental propone un acercamiento afectivo al acto de fe. En efecto, la fe no niega el sentimiento, pero éste no es su razón de ser, sino que más bien la fe es un encuentro personal que lo integra y le proporciona la verdad.

La Iglesia ya desde la “reforma gregoriana” obra a favor de la razón (Grocholewski esgrime aquí los argumentos del filósofo e historiador americano Harold J. Berman). O dicho con las palabras más recientes de Juan Pablo II, “a la parresía de la fe debe corresponder la audacia de la razón” (Fides et Ratio 4, 48) (“Raison et foi: une aide mu-tuelle”, intervención en la Conferencia Reason and Faith at the Beginning of the Third Millennium, organizada por Babes-Bolyai Université, Cluj-Napoca, 9-11 de octubre del 2008).

2. En cuanto al moderno fenómeno de la globalización Grocholewski hace las si-guientes observaciones:

En primer lugar, los procesos de globalización de mercados y de comunicación no poseen una connotación ética negativa. Podemos decir que a priori no son ni buenos ni malos.

Sin embargo, en segundo lugar, debemos decir que incluso aquellos que parecen factores de progreso pueden producir efectos negativos. El cardenal fija su mirada en los siguientes:

a) se acrecienta el abismo entre países ricos y países pobres;

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b) en el ámbito cultural, a la vez que una buena ocasión, la globalización representa un peligro, a saber, una “uniformación injusta de las culturas” o “una nueva forma de colonialismo cultural”. Valga como botón de muestra el dato de que los países ricos cuentan con el 84% de las publicaciones científicas. Los países pobres, en consecuencia, se convierten con facilidad en consumidores del saber dependien-tes de los países desarrollados, lo cual conduce de forma concomitante a la fuga de cerebros.

La globalización estará al servicio de la dignidad humana si procura el desarrollo de las personas versus la multiplicación de los objetos que éstas pueden utilizar. Grocho-lewski se hace una vez más eco de las palabras de Juan Pablo II, quien en su primera encíclica Redemptor hominis (1979) afirma la prioridad de la ética sobre la técnica, de la persona sobre las cosas y del espíritu sobre la materia (L´université face à la globalisation, discurso pronunciado en la Universidad Babes-Bolyai de Cluj-Napoca el 14 de junio del 2006). El hombre se acostumbra a vivir con más o menos cosas, pero no puede alcanzar una vida lograda sin amor.

3. Respecto al interés de la cultura actual posmoderna por el pensamiento católico, el cardenal Grocholewski se muestra optimista, cita algunos datos a partir de los cuales induce que la sociedad necesita y reclama su presencia. Así, por ejemplo, en Taiwán, donde el número de cristianos es inexistente, sin embargo hay tres universidades católi-cas, o en Tailandia, con un 0,5% de católicos, la Universidad de La Asunción cuenta con 20.000 alumnos. Piénsese que durante el pontificado de Juan Pablo II han surgido 250 universidades católicas. El interés por los valores humanos o específicamente cristianos se plantea asimismo en los países poscomunistas. Por ejemplo, en Praga han querido tener una Facultad de Teología, al igual que en Eslovaquia o Polonia.

El pensamiento católico, puesto que se opone a cualquier forma de relativismo, está llamado a realizar un gran servicio a la sociedad actual. Se trata de la verdad. Se debe amar la verdad, creer que es posible alcanzar la verdad. El relativismo es una atmósfera en la que se mueve muy bien toda ideología que pretenda dominar a los hombres, con-vertirlos en esclavos. La búsqueda de la verdad es una defensa de la libertad del hombre (Interview avec Zenon Cardinal Grocholewski, emitida por la Televisión Nacional, Cluj, 10 de septiembre del 2007).

4. Es propio de la tradición universitaria europea promover la formación integral de la persona y no verse reducida a la mera transmisión de conocimientos o nociones. Debemos favorecer esta tendencia. La perspectiva de la Iglesia católica es la del diálogo.

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Filosofía, teología y ciencia deben dialogar disminuyendo de este modo sus contradic-ciones aparentes.

También afirma el cardenal Grocholewski que Cristo interesa a los jóvenes actuales, como lo demuestra, entre otros signos de nuestra época, la importante acogida que tie-nen entre ellos las Jornadas Mundiales de la Juventud (la celebrada en Roma congregó a dos millones y medio de jóvenes). De modo que la afirmación del Concilio Vaticano II “Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado” (Gaudium et Spes, 22) mantiene toda su vigencia. Y, en especial, debemos subrayar la importancia de la perspectiva que la cristología aporta hoy a la antropología pedagógica, una perspectiva escatológica: el hombre tiene que ser formado para toda la eternidad, no sólo para la vida terrenal.

Agradecemos tanto al cardenal Grocholewski como a sus editores este nuevo texto al servicio de la educación católica.

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TRABAJAR POR EL BIEN COMÚN,CAMINO PARA LA CONVIVENCIA

José Tomás Raga Gil Vice-Gran Canciller de la Universidad Católica de Valencia “San Vicente Mártir”

Fechas de recepción y aceptación: 30 de abril de 2010, 3 de junio de 2010

Resumen: Se trata de configurar el papel del hombre en la sociedad y el de la propia sociedad como comunidad de hombres y mujeres llamados a convivir, a relacionarse y, de esa relacionalidad, a engrandecerse como personas y enriquecer a la sociedad para alcanzar sus propios fines con mayores garantías. Para ello se requiere, prima facie, la fi-jación del objetivo al que tiende naturalmente la propia comunidad; un objetivo que no puede ser otro que el bien y, más específicamente, el bien común; un bien que lo es para la comunidad en su conjunto y para cada uno de los miembros de ésta. Un bien que, para que reúna tales características, tiene que situarse en lo que es esencial en la persona humana y, como esencial, común a todas las personas y propio de cada persona.

Ese bien, en términos del lenguaje más actualizado, no puede ser otro que el de de-sarrollo humano –terminología asumida y consagrada ya por Naciones Unidas– o, con mayor precisión aún, el de desarrollo humano integral, recogido en los textos pontificios de la doctrina social de la Iglesia. El primero viene determinado por variables económi-cas como la renta o el producto interior bruto por habitante, junto a variables de carácter esencial para la vida del ser humano, como la esperanza de vida o el nivel y esperanza de instrucción, cuyo valor está sometido a los medios que se dispone para ello. El segundo, el desarrollo humano integral, añade a lo anterior los valores espirituales y religiosos que corresponden al hombre por su dignidad y que despiertan en él la fraternidad y la solidaridad, conformando una sociedad más armónica, más fraterna, más justa y más solidaria.

El protagonista de todo ello es, como no podría ser de otro modo, el hombre, la persona humana. El hombre como artífice y parte esencial de la comunidad, el hombre

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capaz de convivir y capaz de participar en esa tarea de alcanzar el objetivo común que, por su grandeza, no puede ser confundida ni quedar sometida a los medios que puedan utilizarse en cada momento para esa unión de esfuerzos y esa comunidad de intereses. Es de esa común construcción de la que surge el consenso para caminar juntos, teniendo siempre presente el fin perseguido y el bien deseado para la comunidad en su conjunto, y para cada uno de sus componentes en su singularidad y en la unicidad de su dimensión material y espiritual.

Palabras clave: bien común, comunidad, consenso, convivir, cooperar, desarrollo hu-mano, desarrollo humano integral, gratuidad, progreso, solidaridad.

Abstract: The paper deals with the man’s role in the society and that of the society itself like men’s community called to live in common, to be relational and, of that rela-tionality, to be grater as people and to enrich the society in order to fulfil their own goals with more guarantees. For it is required, prima facie, the establishment of the objective looking to the one that spreads naturally from the community as such; an objective that cannot be another that the good and, more specifically, the very common good; a good that is for the community in its collective dimension and belongs also to each one of the members of it. A good that, so that it gathers such characteristics, has to be located in what is essential in the human person and, because it is essential, it is also common to all the mankind and characteristic of each person.

That good, in terms of the most up-to-date language, it cannot be another than that of human development –assumed and consecrated terminology by the United Nations– or, still more precisely, that of integral human development, picked up in the pontifical texts of the social doctrine of the Church. The first come determined by economic vari-ables as the rent or gross domestic product per capita, as well as variables of essential character for the human being’s life, like life expectancy, or level and instruction expect-ancy, whose value is subjected to the available means for it. The second, the integral hu-man development, adds to the above-mentioned components the spiritual and religious values that correspond the man according with its dignity and that wake up in him the fraternity and the solidarity, conforming a more harmonic, more fraternal, more just and more solidary society.

The main protagonist of all what we are saying, as it could not be otherwise, is just the man, the human person. The man like author and essential part of the community, the man able to live in common and able to participate in the task of achieving the com-mon goal that, because of his greatness, it cannot be confused neither to be subjected to the means that can be used in each moment for that joint efforts and that common interests. It is of that common construction of which the consent arises to walk together, always having in mind the pursued end and the very wanted good for the community in

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its collective dimension, as well as for each one of its members in its singularity and in the uniqueness of its material and spiritual dimension.

Keywords: Common good; community; consensus; to live together; to cooperate; hu-man development; integral human development; gratuitousness; progress; solidarity.

Quisiera iniciar estas líneas, como en su momento manifesté al comienzo de mi pre-sentación, agradeciendo a los organizadores del III Simposio Ética y Multiculturalismo “Ciudadanía, Virtudes Cívicas y Religión”, por el honor que me hacen al confiarme la conferencia de apertura sobre un tema que, no por carecer de interés, asegura en absolu-to la competencia de quien se ocupa de desarrollarlo.

Mi pretensión se aleja mucho del intento de establecer doctrina sobre un tema de tanta profundidad y de campo tan amplio a la hora de manifestar sus efectos para la vida en común –vida en comunidad– que necesariamente se materializa en un convivir –vivir con– de donde se deducirá un enriquecimiento mutuo como resultado de la par-ticipación. La aportación de cada miembro supone un crecer para la comunidad en su conjunto, a la vez que de esa vivencia comunitaria se deriva también una mejora para cada uno de sus miembros.

Así las cosas, mi objetivo en estos momentos no pasa de describir en las líneas que siguen, unas ideas, unos pensamientos, las más de las veces unas dudas que, con humil-dad, se someten a la consideración de quienes accedan a ellas, para su contraste y, cómo no, para su decantación y perfeccionamiento hasta donde sea posible sobre lo que es objeto de estudio.

Mi interés en ello no es algo reciente, y de aquí mi aceptación para desarrollarlo desde la humildad y limitación que me trae a ello. Dos términos figuran en el título de este texto, para mí muy significativos: bien común y convivencia. Ambos ligados en su propia esencia al “ser” del hombre, a la propia naturaleza de la persona humana. Por ello, creo imprescindible no dejarse llevar por inercias o por tópicos que a modo de espejismos pueden ensombrecer, cuando no ocultar, la verdadera grandeza de cuanto enaltece al hombre, fijando la atención y, en ocasiones, el propio quehacer en lo que le humilla.

El motivo para la alarma

Un primer motivo para la alarma que se percibe en la vida y el comportamiento de la sociedad moderna es el cuidado y la reverencia que se prestan a las formas y, al mismo tiempo, la desconsideración que se concede al fondo. En otras palabras, estamos mucho más pendientes del cómo que del qué.

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Se diría que el mundo de hoy está más pendiente del diálogo que de lo que hay que dialogar. En la axiología de la sociedad presente, el primero ostenta un valor preferente al segundo, siempre dispuesto a transar en sus mismas esencias, para salvar y garantizar el proceso del primero en su dimensión más fáctica. Tanto es así que estos principios, por llamarlos de algún modo, han pasado a la vida de la comunidad traducidos en el objetivo del consenso, sin importar demasiado las materias, los objetivos y, sobre todo, los principios sobre los que se pretende consensuar.

Dicho de otro modo, que lo que no pasa de ser un simple medio, por noble que parezca en cuanto tal –el diálogo, el consenso, etc.–, se convierte en un fin en sí mis-mo, pasando, lo que de suyo es sustantivo, la materia objeto de diálogo o de consenso a convertirse en algo accesorio o accidental, hasta el punto de que cualquier resultado aberrante será aceptado por la sociedad con beneplácito si se ha obtenido mediante un proceso de diálogo o si se ha consensuado entre las partes.

Por ello, frente a la proliferación de mensajes y referencias en los que se pone de re-lieve el valor que para la comunidad tiene todo proceso de diálogo o de consenso, resulta conveniente preguntarse, en contraste con la posición dominante, cuál es la misión de la vida del hombre en sociedad. Es más, ante el enloquecimiento por el medio convendría dar una respuesta nítida acerca de cuál es la propia misión de la comunidad humana y, una vez decidida ésta, qué papel está reservado al hombre en ella, qué se espera de ese hombre sin el cual no cabe comunidad, pues es él quien le confiere su razón de ser.

¿Qué es en definitiva el bien común? Con pocas dificultades seríamos capaces de coin-cidir en lo que entendemos como bienes privados, bienes en concurrencia que, elegidos por el sujeto en función de la utilidad esperada, tienden a satisfacer las necesidades del sujeto; alguna dificultad se presenta ya en la configuración de los llamados bienes públi-cos, que tienden a satisfacer necesidades colectivas bajo el principio de la no exclusión, es decir, se consumen conjuntamente por toda la comunidad y por cada uno de sus miem-bros; pero quizá no hemos dedicado ni tiempo ni esfuerzo a determinar lo que enten-demos por bien común. Un bien que, en cuanto que común, es de todos y de cada uno de los hombres. O lo que es lo mismo, un bien que lo es para todos los hombres y para cada hombre, con independencia de sus gustos y preferencias. Un bien que pertenece a la esencia del ser humano y que por ello no hay que buscarlo en el mercado, ni acceder a él utilizando el sistema de precios. Un bien al que no será posible cuantificar la utilidad que del mismo obtiene el sujeto, porque se sitúa por encima de aquella apreciación.

Y, desde el bien común, ¿qué significa convivir? ¿Es la convivencia un término equi-valente a la estabulación? La convivencia, privilegio de los seres humanos, no se da por la simple congregación, no se produce por el solo agrupamiento de personas en núcleos urbanos o rurales. La convivencia exige una actitud superior en la que el hombre mues-tra su dignidad, nunca sometida a consenso ni a transacción.

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No creemos que sean vanas todas estas cuestiones que pretenden encontrar respuesta a lo que es esencial para la vida del hombre en sociedad, por lo que, la respuesta, lejos del consenso, habrá que buscarla en el propio hombre, en su razón de ser, en la misión que está llamado a desarrollar en una comunidad de la que forma parte y que siente como propia una comunidad a la que se debe, desde sus posibilidades de mejorarla, y de la que recibirá todo lo que de ella pueda aprovechar, para su bien y el de la comunidad en su conjunto.

Hombre, comunidad y convivencia

Se preguntaba San Agustín “¿Qué es el hombre? Un alma racional que tiene un cuer-po... –Antes había dicho– Un alma racional que tiene un cuerpo no hace dos personas sino un solo hombre”1. Sólo de la unidad del espíritu racional y de la materia corporal surge la dimensión humana, en la que el cuerpo, por el hecho de ser material, no desme-rece en el hombre, porque está vivificado por la naturaleza espiritual que lo ennoblece y lo dignifica. De lo que se deriva que cuanto más se cede a la pasión de la naturaleza material, olvidando o desconociendo la naturaleza espiritual, más se acerca el hombre a los seres carentes de espíritu racional.

Cuando el hombre se aleja de su condición racional, cuando olvida que ha sido creado como ser libre y, por ello, responsable, el hombre se entrega, en su actuar, a los instintos, quedándose reducido a un ser en manos de los impulsos que, en cuanto tales, ordenan las acciones del sujeto quedando éste al margen del control de sus actos.

Dicho esto, me atrevo a formular una cuestión fundamental para seguir en la materia sobre la que trato de discurrir: ¿en qué hombre y en qué sociedad estamos pensando? Una alternativa entre los modelos de sociedad sería la descrita por T. Hobbes. Dirá el autor inglés: “Para hablar imparcialmente, estos dos dichos son muy verdaderos: que el hombre es una especie de Dios para el hombre y que el hombre es un auténtico lobo para el hombre”2. Quizá las dos notas son apreciables en un mundo de materialismo, de sed

1 San Agustín (1955), In Iohannis Evangelium, XIX, 15, 512-513. Textualmente, “Quid est homo? Anima rationalis habens corpus... Anima habens corpus non facit duas personas sed unum hominem”, en Obras de San Agustín, tomo XIII, traducción de Fray Teófilo Prieto, O.S.A. Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos. En sen-tido análogo, De quantitate animae, XIII, 22. También en De moribus Ecclesiae I, 27, 52.

2 Hobbes, Thomas (2000), De Cive. Elementos filosóficos sobre el ciudadano, traducción y prólogo de Carlos Mellizo. Epístola dedicatoria al muy honorable Guillermo, conde de Devonshire, mi más probo señor, Madrid, Alianza Editorial, 33-34. En sentido análogo, “Leviathan or the matter, form, and power of a Common Wealth, Ecle-siastical and Civil”, en Hobbes, T. (1966), The English Works of Thomas Hobbes of Malmesbury, tomo III, Aalen, Scientia. Textualmente: “(...) it is manifest that during the time men live without a common power to sep them all in awe, they are in that condition which is called war; and Duch a war as is of every man against every man”. Hay

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de ganancia y de ansia poder –de dominio, que no de servicio–, por encima de cualquier otra consideración, si bien es cierto que debemos reconocer que en este tipo de actitudes perversas el concepto de sociedad y, más aún el de comunidad, queda vacío y el hombre acaba viviendo en soledad.

Sin embargo, en contraste con esa visión pesimista del hombre agresivo, preso de su egoísmo, el hombre ha sido creado como un ser social y, por tanto, sociable. “No es bueno que el hombre esté solo” se puede leer en el Génesis3. El hombre está llamado, por su propia naturaleza, a vivir en comunidad, de tal modo que su vida supondrá una continua aportación de sus potencialidades para el bien de la comunidad, al tiempo que de la misma forma será un beneficiario directo de las potencialidades que la propia comunidad tiene y que manifiesta a través de la vida en común.

Por ello el hombre es capaz de convivir –de vivir-con–, y en esa convivencia es capaz, así mismo, de mostrar su grandeza, engrandeciendo la comunidad, porque es capaz de amar; un amor que le infunde generosidad y lo dota de facultades y de capacidad para entregarse a los demás.

Es el amor la fuerza que impulsa al compromiso con la Justicia y con la Paz. Un amor, el que reconocemos inserto en el hombre, que tiene su origen en el mismo Dios, amor eterno. Ese amor que reconocemos en el hombre constituye el núcleo sobre el que se asienta el proyecto de vida del mismo hombre que, nacido de Dios, tiende a Dios como su propio fin. Al mismo tiempo, ese amor constituye la condición necesaria para la exis-tencia de una sociedad armónica, de una sociedad fraterna y de una sociedad solidaria. Un modelo de sociedad que se sitúa en el término opuesto a la sociedad descrita por Hobbes, de egoísmo, de agresividad y de conflicto hasta el extremo.

En la sociedad guiada por el amor se hace presente la virtud de la caridad, por la cual el antagonismo entre el yo y el tú cede ante la construcción del nosotros, en el cual el otro, el tú, ha dejado de serlo por su incorporación al yo. Porque la caridad o la solidaridad no son

(...) un sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas. Al contrario, es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, porque todos somos verdaderamente responsables de todos. Esta determinación se funda en la firme convicción de que lo que frena el pleno

también varias ediciones en lengua española, como Hobbes, T (1979), Leviatán, edición preparada por Moya, C. y Escotado, A., Madrid, Editora Nacional. Con anterioridad a Hobbes, la misma idea la encontramos en Plauto Tito Maccio (1958), “Asinaria”, en Plauti Comoediae, vol. 1, escena IV. Berolini, Weldmannos. Textualmente, dice Mercator: “(...) ut tibi credam hoc argentum ignoto, lupus est homo homini (...)”. Hay también ediciones españolas como Plauto Tito Maccio (1997), “Asinaria”, en versión de Martín. Fernández Jesús R, Martín González Beatriz y Doval Salgado Raúl, Madrid, Ed. Clásicas.

3 Génesis 218.

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desarrollo es aquel afán de ganancia y aquella sed de poder de que ya se ha hablado. Tales “actitudes y estructuras de pecado” solamente se vencen –con la ayuda de la gracia divi-na– mediante una actitud diametralmente opuesta: la entrega por el bien del prójimo, que está dispuesto a “perderse”, en sentido evangélico, por el otro en lugar de explotarlo, y a “servirlo” en lugar de oprimirlo para el propio provecho4.

Así pues, “Los hombres, destinatarios del amor de Dios, se convierten en sujetos de caridad, llamados a hacerse ellos mismos instrumentos de la gracia para difundir la caridad de Dios y para tejer redes de caridad”5. Una afirmación, ésta, que supone una apelación permanente a la responsabilidad de ese hombre, instrumento de la gracia para difundir la caridad, lo cual traducirá a todos los aspectos del orden temporal, por las oportunidades que le brinda la vida en comunidad.

Ese empeño abarca dos aspectos de suma importancia: de un lado, promover la jus-ticia, en cuanto a un estadio previo a la solidaridad, y, de otro, promover el bien común, como bien de todos y de cada uno, tal y como anteriormente hemos dicho. Creemos que no es estéril considerar ese estadio previo que ocupa la justicia frente a la solidaridad, ya que, sin dar fiel cumplimiento a las exigencias de la justicia, es vano fijar objetivos de solidaridad. A lo que es justo estamos obligados sin mayor merecimiento; dar a cada uno lo suyo ha sido un deber y una obligación exigible en derecho, por generaciones, en un mundo ordenado.

La solidaridad, por lo contrario, aspira a un grado mayor de perfección. La solida-ridad implica entrega, supone empeño en resolver el mal que aqueja a otra persona, brillando en ello, no la obligación legal, establecida en el derecho positivo, sino la obliga-ción moral, basada en la fraternidad humana como consecuencia de la común filiación. Nuestra misión ahora es adentrarnos en el bien común, y la participación del hombre singular que vive en comunidad, en su consecución.

Dirá Benedicto XVI que:

Amar a alguien es querer su bien y trabajar eficazmente por él. Junto al bien individual, hay un bien relacionado con el vivir social de las personas: el bien común. Es el bien de ese “todos nosotros”, formado por individuos, familias y grupos intermedios que se unen en comunidad social. No es un bien que se busca por sí mismo, sino para las personas que forman parte de la comunidad social, y que sólo en ella pueden conseguir su bien realmente y de modo más eficaz. Desear el bien común y esforzarse por él es exigencia de justicia y caridad. Trabajar por el bien común es cuidar, por un lado, y utilizar, por otro, ese conjunto de instituciones que estructuran jurídica, civil, política y culturalmente la

4 Juan Pablo II (1987), Carta encíclica Sollicitudo Rei Socialis, § 38.5 Benedicto XVI (2009), Carta encíclica Caritas in veritate, § 5.

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vida social, que se configura así como pólis, como ciudad. Se ama al prójimo tanto más eficazmente cuanto más se trabaja por un bien común que responda también a sus nece-sidades reales. Todo cristiano está llamado a esta caridad, según su vocación y sus posibi-lidades de incidir en la pólis6.

La expresión más elocuente del bien común es el desarrollo integral del hombre. De aquí que trabajar por el bien común es trabajar por el bien del hombre, de cada hombre y de todo hombre, y lo que es más importante, trabajar por el bien de todo el hombre. Es la promoción de ese bien de todo el hombre la que nos conduce al desarrollo integral, en tanto en cuanto concierne de manera unitaria a la persona en todas sus dimensiones: material y espiritual.

El desarrollo humano integral

En la segunda mitad de la década de los años cincuenta del pasado siglo abundaron los trabajos teóricos sobre la distinción fundamental entre los términos crecimiento y desarrollo que, aunque usados con poca propiedad por algunos, presentaban diferencias notables entre los objetivos que ambos pretendían. Frente al crecimiento por el que optó Francia –croissance– que se limita a la mejora en los aspectos materiales que proporciona la abundancia de bienes y servicios, el desarrollo, por el que optó España, fijaba su aten-ción también en los bienes inmateriales y, en el límite, en la estructuración de institucio-nes que pudieran garantizarlos para la sociedad en su conjunto.

Hoy conviene anticipar que aquella distinción ha quedado muy estrecha ante el nuevo horizonte que abre lo que llamamos desarrollo integral del hombre y, con él, el desarrollo de la sociedad, como una comunidad de hombres y mujeres con objetivos comunes a los que dirigen su acción.

Estamos hablando de que:

El desarrollo necesita ser ante todo auténtico e integral. El salir del atraso económico, algo en sí mismo positivo, no soluciona la problemática compleja de la promoción del hom-bre, ni en los países protagonistas de estos adelantos, ni en los países económicamente ya desarrollados, ni en los que todavía son pobres, los cuales pueden sufrir, además de anti-guas formas de explotación, las consecuencias negativas que se derivan de un crecimiento marcado por desviaciones y desequilibrios7.

6 Benedicto XVI (2009), Carta encíclica Caritas in veritate, § 7.7 Benedicto XVI (2009), Carta encíclica Caritas in veritate, § 23.

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Somos conscientes de la complejidad de lo que se plantea, pero también lo somos de que el hombre está llamado a los más altos objetivos, precisamente aquellos que, lejos de mecanicismos, lo enaltecen como hombre, que es igual que decir como ser social.

Ese desarrollo al que aspiramos exige esfuerzos considerables en el saber, encami-nados al hombre, desde el hombre llamado al amor, a la caridad, a la solidaridad. Con frecuencia perdemos esa perspectiva del saber, haciéndolo siervo de intereses espurios, limitando su objetivo a la consecución de un resultado exclusivo y excluyente, cuando ningún objetivo puede reemplazar al servicio al hombre en cuanto tal. Un servicio al hombre capaz de allanar caminos y eliminar dificultades, en un mundo de extraordinaria complejidad.

Benedicto XVI viene afirmando que el desarrollo humano integral

... exige un esfuerzo para que los diferentes ámbitos del saber humano sean interactivos, con vistas a la promoción de un verdadero desarrollo de los pueblos (...). Teniendo en cuenta la complejidad de los problemas, es obvio que las diferentes disciplinas deben colaborar en una interdisciplinariedad ordenada. La caridad no excluye el saber, más bien lo exige, lo promueve y lo anima desde dentro. El saber nunca es sólo obra de la inteligencia (...). Sin el saber, el hacer es ciego, y el saber es estéril sin el amor8.

Tratar de construir una confrontación ficticia entre estos ámbitos es una tarea de empobrecimiento cuyas consecuencias sufrirá la humanidad. Ante los muchos proble-mas con los que se enfrenta hoy la humanidad, resulta necesario afirmar la convergencia indiscutible, además de necesaria, entre el saber y la caridad:

... la caridad en la verdad exige ante todo conocer y entender, conscientes y respetuosos de la competencia específica de cada ámbito del saber. La caridad no es una añadidura posterior, casi como un apéndice al trabajo ya concluido de las diferentes disciplinas, sino que dialoga con ellas desde el principio. Las exigencias del amor no contradicen las de la razón. El saber humano es insuficiente y las conclusiones de las ciencias no podrán indicar por sí solas la vía hacia el desarrollo integral del hombre (...). No existe la inteligencia y después el amor: existe el amor rico en inteligencia y la inteligencia llena de amor9.

La excesiva parcelación del saber dificulta la comprensión del hombre y, consecuen-temente, del servicio que el saber debe prestar al hombre. Un saber desconectado del hombre, o como en la historia ha ocurrido en ocasiones, agresivo contra el hombre, ca-rece de sentido y va contra la propia naturaleza de las cosas. El culto a la especialización, sin siquiera comprender el espacio que a la especialización corresponde en el complejo

8 Benedicto XVI (2009), Carta encíclica Caritas in veritate, § 30.9 Benedicto XVI (2009), Carta encíclica Caritas in veritate, § 30.

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hemisferio de las relaciones interdisciplinares para una mejor contribución al avance científico y humanístico, ha fraccionado el provecho que para los propios saberes cabría esperar de la más alta síntesis del saber omnicomprensivo, el saber del hombre y para el hombre.

Dirá Benedicto XVI que “La excesiva sectorización del saber, el cerrarse de las cien-cias humanas a la metafísica, las dificultades del diálogo entre las ciencias y la teología, no sólo dañan el desarrollo del saber, sino también el desarrollo de los pueblos, pues, cuando eso ocurre, se obstaculiza la visión de todo el bien del hombre en las diferentes dimensiones que lo caracterizan”10.

En sentido análogo se habría pronunciado Juan Pablo II al decir: “La integración del saber es un proceso que siempre se puede perfeccionar. Además, el incremento del saber en nuestro tiempo, al que se añade la creciente especialización del conocimiento en el seno de cada disciplina académica, hace tal tarea cada vez más difícil (...). Es pre-ciso, por tanto, promover tal superior síntesis del saber, en la que solamente se saciará aquella sed de verdad que está inscrita en lo más profundo del corazón humano”11. Una necesidad que treinta años antes la había sentido Ortega y Gasset en su “Misión de la Universidad”.

Para el filósofo español,

Todo aprieta para que se intente una nueva integración del saber, que hoy anda hecho pedazos por el mundo. Pero la faena que ello impone es tremenda y no se puede lograr mientras no exista una metodología de la enseñanza superior, pareja al menos de la que ya existe en los otros grados de la enseñanza (...). Ha llegado a ser un asunto urgentísimo e inexcusable de la Humanidad inventar una técnica para habérselas adecuadamente con la acumulación de saber que hoy posee. Si no encuentra maneras fáciles para dominar esa vegetación exuberante, quedará el hombre ahogado por ella (...). Si la ciencia puso orden en la vida, ahora será preciso poner también orden en la ciencia, organizarla (...) hacer posible su perduración sana. Para ello hay que vitalizarla, esto es, dotarla de una forma compatible con la vida humana que la hizo y para la cual fue hecha12.

Así de concluyente resulta su afirmación: no es la ciencia la que ha hecho la vida del hombre sino ésta la que hizo a aquélla, de tal modo que el fin de la ciencia no es otro que servir a quien fue causa de su propia existencia, la vida humana, para la cual fue hecha.

10 Benedicto XVI (2009), Carta encíclica Caritas in veritate, § 31.11 Juan Pablo II (1990), Constitución Apostólica sobre las Universidades Católicas Ex Corde Ecclesiae, § 16. 12 Ortega y Gasset, J (1930), Misión de la universidad, Madrid, Revista de Occidente, 127-128.

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En la época más reciente una visión parcial, reducida a la dimensión cuantitativa y al objetivo de la eficiencia, ha oscurecido la dimensión de lo humano y del hombre en sí. Observemos con qué naturalidad aceptamos de buen grado todo lo que se expresa en términos mensurables y cuánto cuesta aceptar aquellas esferas que se mueven en lo cualitativo, no digamos si las referencias se sitúan en lo espiritual o simplemente en lo inmaterial. Se diría que en la actualidad lo que no se pesa y no se mide, simplemente, no existe. Por otra parte debemos afirmar que

... cuando el único criterio de verdad es la eficiencia y la utilidad, se niega automáticamen-te el desarrollo (...). La clave del desarrollo está en una inteligencia capaz de entender la técnica y de captar el significado plenamente humano del quehacer del hombre, según el horizonte de sentido de la persona considerada en la globalidad de su ser. Incluso cuando el hombre opera a través de un satélite o de un impulso electrónico a distancia, su actuar permanece siempre humano, expresión de una libertad responsable13.

Una vez más hay que insistir en que

El desarrollo debe abarcar, además de un progreso material, uno espiritual, porque el hombre es “uno en cuerpo y alma”, nacido del amor creador de Dios y destinado a vivir eternamen-te. El ser humano se desarrolla cuando crece espiritualmente, cuando su alma se conoce a sí misma y la verdad que Dios ha impreso germinalmente en ella, cuando dialoga consigo mismo y con su Creador. Lejos de Dios, el hombre está inquieto y se hace frágil14.

De tal modo que

Una sociedad del bienestar, materialmente desarrollada, pero que oprime el alma, no está en sí misma bien orientada hacia un auténtico desarrollo. Las nuevas formas de esclavitud, como la droga, y la desesperación en la que caen tantas personas tienen una explicación no sólo sociológica o psicológica, sino esencialmente espiritual (...). No hay desarrollo pleno ni un bien común universal sin el bien espiritual y moral de las personas, consideradas en su totalidad de alma y cuerpo15.

Por ello, debemos concluir que trabajar por el desarrollo humano no es una tarea de carácter técnico o científico, con independencia de que los conocimientos científicos y técnicos harán nuestra laboriosidad más provechosa, sino que implica un compromiso con el hombre, un empeño por atender sus carencias y tratar de resolverlas, y ello desde

13 Benedicto XVI (2009), Carta encíclica Caritas in veritate, § 70.14 Benedicto XVI (2009), Carta encíclica Caritas in veritate, § 76.15 Benedicto XVI (2009), Carta encíclica Caritas in veritate, § 76.

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la gratuidad plena, sólo en atención fraterna que exige cada miembro de la comunidad y que, también, cada miembro de la comunidad está dispuesto a ofrecer. Ésta es la razón de que, en la encíclica Populorum Progressio, el Papa Pablo VI considerara que el progreso, lo que estamos llamando desarrollo, es, ante todo, una vocación de la persona humana.

La vocación por el desarrollo

El Papa, felizmente hoy en el Pontificado, dirá, recordando a su antecesor Pablo VI, que “En los designios de Dios, cada hombre está llamado a promover su propio progre-so, porque la vida de todo hombre es una vocación”. Por lo que

Si éste [el progreso] afectase sólo a los aspectos técnicos de la vida del hombre, y no al sentido de su caminar en la historia junto a sus otros hermanos, ni al descubrimiento de la meta de este camino, la Iglesia no tendría por qué hablar de él (...). Decir que el desarrollo es vocación equivale a reconocer, por un lado, que éste nace de una llamada trascendente y, por otro, que es incapaz de darse su significado último por sí mismo (...)16.

Es esa llamada trascendente la que hace brotar la vocación en el hombre. Una lla-mada que en correspondencia requiere una respuesta libre y responsable, acorde con la entidad de la llamada. Además,

el desarrollo humano integral como vocación exige también que se respete la verdad... el “au-téntico desarrollo”: “debe ser integral, es decir, promover a todos los hombres y a todo el hombre” (...). La vocación cristiana al desarrollo ayuda a buscar la promoción de todos los hombres y de todo el hombre (...). La fe cristiana se ocupa del desarrollo, no apoyándose en privilegios o posiciones de poder (...) sino sólo en Cristo, al cual debe remitirse toda vocación auténtica al desarrollo humano integral17.

Por otro lado, el desarrollo se sitúa inapelablemente en la persona humana. Es cierto que las condiciones de vida más confortables, con mayor acceso a los bienes materia-les para satisfacción de las necesidades de la persona y de su familia, son un objetivo que hay que tener en cuenta y una pretensión legítima que se debe satisfacer, siempre que no se altere la escala de valores que preside el humanismo del hombre. En ello, nues-tra actitud, en cuanto que comprometida, no puede ser ambigua, pues el compromiso exige concreción. En la Caritas in veritate podemos leer:

16 Benedicto XVI (2009), Carta encíclica Caritas in veritate, § 16. Lo que está entre corchetes es mío.17 Benedicto XVI (2009), Carta encíclica Caritas in veritate, § 18.

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En las iniciativas para el desarrollo debe quedar a salvo el principio de la centralidad de la persona humana (...). Lo que interesa principalmente es la mejora de las condiciones de vida de las personas concretas de una cierta región, para que puedan satisfacer aquellos deberes que la indigencia no les permite observar actualmente. La preocupación nunca puede ser una actitud abstracta. Los programas de desarrollo, para poder adaptarse a las situaciones concretas han de ser flexibles; y las personas que se beneficien deben implicar-se directamente en su planificación y convertirse en protagonistas de su realización18.

Convivencia y cooperación

Ya hemos hablado de la sociabilidad del hombre de cuyo don deriva la posibilidad de desarrollar una convivencia cooperativa para la consecución del bien común; todo ello, en lo que de acción tenga, es consecuencia de la vocación, de la llamada trascendente a la que se responde con firmeza y solicitud. Ahora bien, para el desarrollo que pretendemos no es válida cualquier cooperación.

La cooperación para el desarrollo no debe contemplar solamente la dimensión económica; ha de ser una gran ocasión para el encuentro cultural y humano. Si los sujetos de la coope-ración de los países económicamente desarrollados, como a veces sucede, no tienen en cuenta la identidad cultural propia y ajena con sus valores humanos, no podrán entablar diálogo alguno con los ciudadanos de los países pobres. Si éstos, a su vez, se abren con in-diferencia y sin discernimiento a cualquier propuesta cultural, no estarán en condiciones de asumir la responsabilidad de su auténtico desarrollo19.

No se trata de imponer sino de compartir, al fin y al cabo, aquello que tenemos y de lo que gozamos, que se nos ha dado para hacer una buena administración, en cuanto a bienes destinados a toda la humanidad. El protagonismo en el propio desarrollo de los que esperan los frutos de éste es la esencia para un resultado fructífero de los esfuerzos comunitarios.

Por su parte, el mundo desarrollado, que al menos lo es en lo económico, en la cien-cia y en la técnica, lejos de la arrogancia deberá abrir los ojos a ese encuentro cultural y humano para tener la oportunidad de redescubrir virtudes desplazadas por la opulencia y presentes en el mundo de las mayores carencias. Gratuidad y entrega al servicio de los demás son actitudes generosas de un mundo que vive la precariedad; pobre en bienes y recursos, pero rico en humanidad.

18 Benedicto XVI (2009), Carta encíclica Caritas in veritate, § 47.19 Benedicto XVI (2009), Carta encíclica Caritas in veritate, § 59.

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En ese encuentro de dos mundos tan cercanos como personas, pero tan alejados en las condiciones de vida, hay que mostrar la necesaria estructuración social sobre la base de los derechos humanos y de las instituciones regidas por la verdad y por la justicia. Por ello, los trabajos para consolidar unos sistemas jurídicos y políticos sometidos a leyes justas constituyen el presupuesto esencial para el camino del progreso y del desarrollo humano. La corrupción, unida al desprecio a la ley y a la justicia, son los ingredientes seguros para mantener a pueblos, naciones y hasta continentes enteros sumidos en la miseria y en la negación de lo más esencial para la vida humana. Por ello, antes que otra cosa, debe atenderse a ofrecer fórmulas y acompañar en su implantación para que se asegure un trato igual a los iguales, con el respeto máximo a los derechos de cada uno, entre los cuales no es menor el de ser artífices de su propio futuro, para un desarrollo humano integral en el cual se comprendan los componentes económico, político, social, cultural y humano.

Por otra parte, en el terreno estrictamente económico, la cooperación se concreta en una serie de medidas, entre las que cabe mencionar:

a) En primer lugar, por ser un deber de justicia y no tanto de solidaridad, el acceso de sus productos a los mercados de los países desarrollados, cuya entrada encuentran las más de las veces vedada, como consecuencia de regulaciones farisaicas, que no son otra cosa que muestras de un proteccionismo egoísta que provoca un fraccionamiento dentro de la propia familia humana. Se trata de actitudes proteccionistas, cuando, construido un mundo globalizado por los países ricos, un mundo sin fronteras, es imposible aceptar que por parte de los artífices de esta nueva globalización se ataque la piedra angular del propio modelo: la libertad de los mercados, con libre circulación de mercancías, bienes y servicios.

La voz de la Iglesia se deja oír en esta materia, en los siguientes términos:

Conviene recordar (...) que, en el campo económico, la ayuda principal que necesitan los países en vías de desarrollo es permitir y favorecer cada vez más el ingreso de sus productos en los mercados internacionales, posibilitando así su plena participación en la vida eco-nómica internacional. En el pasado, las ayudas han servido con demasiada frecuencia sólo para crear mercados marginales de los productos de esos países. Esto se debe muchas veces a una falta de verdadera demanda de estos productos: por tanto, es necesario ayudar a esos países a mejorar sus productos y a adaptarlos mejor a la demanda. Además, algunos han temido con frecuencia la competencia de las importaciones de productos, normalmente agrícolas, provenientes de los países económicamente pobres. Sin embargo, se ha de re-

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cordar que la posibilidad de comercializar dichos productos significa a menudo garantizar su supervivencia a corto o largo plazo20.

Es más, si los países ricos cierran sus mercados a los productos de los países pobres, cuando gozan de todas las posibilidades exportadoras a aquéllos, es obligado preguntarse por el lugar en el que podrán vender sus bienes. Los países desarrollados son los que po-seen renta abundante, que es tanto como decir medios de pago y capacidad adquisitiva para adquirir y consumir los bienes producidos en los países pobres. El argumento que pretende justificar tales actitudes proteccionistas suele quedar reducido a la protección que merecen las rentas de los agricultores de los países desarrollados, un argumento que denota el nivel de egoísmo sobre el que está construida nuestra sociedad. En este caso, recordando pasajes del inicio de estas líneas, el tú y el yo, o el vosotros y el nosotros, están claramente alejados, y no sólo geográficamente, sino confrontados en intereses; dándose, además, la confrontación entre comunidades y entre personas de fortaleza y debilidad bien diferenciadas y claramente manifiestas.

b) Otra medida que está en la mente de todos es la ayuda monetaria directa de los países ricos a los países pobres. Es indudable que esta ayuda, prestada por los cauces de la eficacia en sus resultados, es una muestra de solidaridad, si bien conviene hacer algu-nas precisiones. La primera de ellas es la referida a la cuantía. Hoy aún son muchos los países desarrollados que no han alcanzado el objetivo de destinar el 0,7% de su producto interior bruto, cuando, además, este objetivo resulta muy escaso para las necesidades apremiantes que viven los países pobres. Por tanto sería necesario elevar gradualmente esa cuantía para solventar el hambre, la enfermedad y la muerte de tantas personas cuya única falta es la de haber nacido en un país con una economía tan precaria.

La otra precisión que desearía realizar es la referida a la recientemente mencionada como la ayuda prestada por los cauces de la eficacia en sus resultados. Es evidente que prestar una ayuda desentendiéndose del efecto real en el pueblo destinatario de ésta es un acto de suma irresponsabilidad. Resulta patente que buena parte de esa ayuda, en no pocos países, acaba engrosando las bolsas de la corrupción de gobernantes sin escrúpulos o de instituciones costosas y, en no pocos casos, la visibilidad de la ayuda en el país de destino se muestra únicamente en la compra de armamentos para desarrollar guerras fratricidas entre países vecinos o incluso étnicas dentro de la propia nación. Seguir el itinerario de la ayuda y condicionarla a su correcta aplicación es una responsabilidad de quienes entregan los recursos y de todos aquellos que participan en la canalización a su destino-objetivo.

20 Benedicto XVI (2009), Carta encíclica Caritas in veritate, § 58.

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c) La tercera medida que quisiera mencionar supone una ampliación a escala inter-nacional de lo que se está produciendo en el interior de cada país desarrollado, respecto al destino, al menos en parte, de los impuestos satisfechos. Al igual que el contribuyente tiene la posibilidad de decidir a qué función quiere que se dedique un porcentaje –bien que pequeño– de la cuota de su impuesto sobre la renta de las personas físicas –denomi-nación española–, se trataría de hacer que esa capacidad de decisión personal se aplicase también a países e instituciones externos al propio marco jurisdiccional del lugar de residencia del contribuyente.

Estamos hablando de hacer efectiva la solidaridad directa entre los pueblos. Es muy cierto que esta solidaridad ya se está practicando de forma indirecta, en la medida en que la opción elegida recaiga sobre una institución u organización, cuya actividad esté cen-trada en países en vías de desarrollo, y para acciones solidarias. Pero sin menoscabar su capacidad para hacer el bien, de lo que se trataría es de potenciar, además, lo que Bene-dicto XVI ha llamado “subsidiariedad fiscal”, expresándose en los siguientes términos:

Una posibilidad de ayuda para el desarrollo podría venir de la aplicación eficaz de la lla-mada subsidiaridad fiscal, que permitiría a los ciudadanos decidir sobre el destino de los porcentajes de los impuestos que pagan al Estado. Esto puede ayudar, evitando degene-raciones particularistas, a fomentar formas de solidaridad social desde la base, con obvios beneficios también desde el punto de vista de la solidaridad para el desarrollo21.

d) Finalmente una cuarta medida adquiere importancia destacable entre las acciones para el desarrollo de los países pobres. Nos estamos refiriendo a la inversión directa que deben realizar las unidades económicas –empresas– de los países desarrollados, para llevar a cabo procesos productivos en los países en vías de desarrollo. Frente a las ayu-das monetarias simples, esta medida se ha mostrado como la más eficaz de cuantas se realizan para el fin pretendido. En la inversión productiva directa no sólo son recursos económicos los que se aportan, es más, no sólo estamos seguros de que el destino es el deseado por parte de quien realiza la inversión, sino que, junto a los recursos econó-micos invertidos, también se aportan procedimientos, tecnología, equipo y capital, lo cual exige la formación de competencias, destrezas y capacidades en la población local, mejorando su formación y elevando su productividad.

Somos conscientes de que el principal freno para tales inversiones, además de la iner-cia que impone la comodidad de lo conocido y del país propio, es que las estructuras po-líticas no permiten asegurar un futuro sin conflictos, para los que la actividad empresa-rial no está, de ordinario, preparada. De aquí la importancia que tiene el establecimiento de un Estado de derecho en estos países, para poder ser acreedores de las iniciativas más

21 Benedicto XVI (2009), Carta encíclica Caritas in veritate, § 60.

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favorables. También la carencia de infraestructuras de transportes y de comunicaciones tiene gran importancia, aunque menor que la mencionada anteriormente.

A modo de conclusión

Aunque a lo largo de las líneas precedentes hemos discurrido con alusiones concretas a fórmulas, a medidas, a objetivos, incluso a instituciones u organismos, no quisiéramos que se ensombreciera el relieve de quien merece el protagonismo de cualquier acción de solidaridad, que a su vez es el verdadero protagonista también de la convivencia, de la cooperación y de la acción encaminada al desarrollo integral del hombre; nos referimos al compromiso con todo hombre y con todo el hombre, que no es otro que la propia persona humana.

Tanto es así que si bien es cierto que con frecuencia se habla más de instituciones que de personas, esto no es más que el resultado de un reduccionismo sin sentido, dejándose llevar por el encanto de lo colectivo con menosprecio de lo singular. Sin embargo, la realidad es que lo que cuenta son las personas. Las instituciones no pasan de ser enti-dades inertes si carecen de la fuerza y el sentido que imprimen las personas que en ellas desarrollan su actividad. Es más, son las personas las que pueden purificar o corromper la actividad de una institución.

En esta materia, y dado que anteriormente hemos mencionado posibles desviaciones en las ayudas al desarrollo, conviene analizar el siguiente pasaje de la encíclica Caritas in veritate para apelar a cada persona en su interior, en una llamada a la responsabilidad y al empeño en la tarea que desarrolla para el bien de los menos favorecidos. El pasaje cubre diversos aspectos del problema, por lo que me permitiré tratarlos separadamente.

Comienza el texto afirmando que “La cooperación internacional necesita personas que participen en el proceso del desarrollo económico y humano, mediante la solidaridad de la presencia, el acompañamiento, la formación y el respeto”22. Observemos el énfasis del pasaje en las personas como partícipes en el proceso de desarrollo. No se trata, pues, de dedicar unos fondos a un destino, por noble que sea, se trata de empeñarse en aquella consecución del bien común, que exige dedicación y conocimiento, que requiere respeto y acompañamiento por un camino trazado que asegure el éxito final.

La actitud de dación de unos recursos, aun siendo una muestra de generosidad, es me-ramente un tímido componente de lo que el desarrollo requiere. Sólo el acompañamien-to, sólo la participación en la tarea, mostrará las evidencias de suficiencia o insuficiencia y

22 Benedicto XVI (2009), Carta encíclica Caritas in veritate, § 47.

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evitará las posibles desviaciones que pueden producirse, siempre en perjuicio de aquellos a los que se trata de ayudar.

El pasaje del documento pontificio sigue más adelante adentrándose en el papel de las organizaciones mediadoras en la ayuda y en los posibles excesos de éstas en sus costes, que habría que resolver. En sus propios términos, llama la atención sobre un inexcusable deber:

... los propios organismos internacionales deberían preguntarse sobre la eficacia real de sus aparatos burocráticos y administrativos, frecuentemente demasiado costosos. A veces, el destinatario de las ayudas resulta útil para quien lo ayuda, y así los pobres sirven para mantener costosos organismos burocráticos, que destinan a la propia conservación un por-centaje demasiado elevado de esos recursos que deberían ser destinados al desarrollo23.

Es verdaderamente escandaloso comprobar el pequeño porcentaje de ayuda que llega a los países pobres y la gran parte de esa ayuda que se destina a financiar las actividades de los organismos encargados de canalizarla. La denuncia del Papa, además de oportuna, tiene una concreción a la que resulta difícil hurtarse. El escándalo se presenta con toda crudeza al considerar que, de hecho, los pobres se convierten de este modo en un simple instrumento para la vida más placentera y abundante de los ricos, que prestan sus servi-cios en tales organismos e instituciones internacionales.

El pasaje al que nos estamos refiriendo termina con una llamada a los organismos antes aludidos para que realicen un esfuerzo de transparencia, tanto en los fines a los que dirigen su acción como en la administración correcta de los recursos puestos a disposi-ción, en forma de ayuda, para tales fines. Así, afirma el texto pontificio,

... cabría desear que los organismos internacionales y las organizaciones no gubernamen-tales se esforzaran por una transparencia total, informando a los donantes y a la opinión pública sobre la proporción de los fondos recibidos que se destina a programas de coope-ración, sobre el verdadero contenido de dichos programas y, en fin, sobre la distribución de los gastos de la propia institución24.

Tal esfuerzo de transparencia redundará en beneficio de aquellos a quienes se pre-tende ayudar, pues la confianza en quienes canalizan la ayuda es la mejor aliada para la cuantía de ésta.

Es cierto que lo económico tiene una gran importancia a la hora de diseñar progra-mas de ayuda para los países pobres, pero no es menos cierto que no debemos correr el peligro de oscurecer la visión trascendente de la persona humana y su protagonismo,

23 Benedicto XVI (2009), Carta encíclica Caritas in veritate, § 47.24 Benedicto XVI (2009), Carta encíclica Caritas in veritate, § 47.

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tanto en el papel de ayudante como ayudado, ambos en mutua cooperación. Pese a todos los rasgos que la economía muestra ante los ojos de los hombres, de donde se de-duciría el interés personal y, en ocasiones, el egoísmo, el hombre está hecho para el don, el cual pone de manifiesto y desarrolla su dimensión trascendente. Es de esa dimensión trascendente de donde deriva su disposición a la fraternidad y a la gratuidad, su prepa-ración y disponibilidad para la cooperación y para la participación, para el acompaña-miento y para la solidaridad, por la cual se empeña en aquellos fines que redundan en el bien del desarrollo humano, sobre todo en el de aquellos que carecen de todo menos de humanidad.

La economía y lo económico no se oponen a ello. Una cosa es decir que la eficiencia en el empleo de los recursos, sobre todo para los más necesitados, es una exigencia, y otra bien distinta es suponer que el hombre obedece sólo a elementos y fines materiales que, de serlo, vendrían a negar su propia humanidad.

La doctrina social de la Iglesia sostiene que se pueden vivir relaciones auténticamente humanas, de amistad y de sociabilidad, de solidaridad y de reciprocidad, también dentro de la actividad económica y no solamente fuera o “después” de ella. El sector económico no es ni éticamente neutro ni inhumano o antisocial por naturaleza. Es una actividad del hombre y, precisamente porque es humana, debe ser articulada e institucionalizada éticamente25.

También en este mundo complejo en el que vivimos, en el que las causas y los efec-tos de cualquier actuar humano se transmiten con extraordinaria rapidez, atravesando naciones y continentes, también la interdependencia y las relaciones de solidaridad son un hecho incontrovertible que hay que mantener y fomentar.

El amor en la verdad (...) es un gran desafío (...) en un mundo en progresiva y expansiva globalización. El riesgo de nuestro tiempo es que la interdependencia de hecho entre los hombres y los pueblos no se corresponda con la interacción ética de la conciencia y el intelecto, de la que pueda resultar un desarrollo realmente humano (...) compartir los bienes y recursos (...) no se asegura sólo con el progreso técnico y con meras relaciones de conveniencia, sino con la fuerza del amor que (...) abre la conciencia del ser humano a relaciones recíprocas de libertad y de responsabilidad26.

Lo que acabamos de decir supone tanto como afirmar que toda actividad humana, también la actividad económica en cuanto que humana, debe estar ordenada a la conse-cución del bien común, porque

25 Benedicto XVI (2009), Carta encíclica Caritas in veritate, § 36.26 Benedicto XVI (2009), Carta encíclica Caritas in veritate, § 9.

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... el mercado no es ni debe convertirse en el ámbito donde el más fuerte avasalle al más débil. La sociedad no debe protegerse del mercado, pensando que su desarrollo comporta ipso facto la muerte de las relaciones auténticamente humanas. Es verdad que el mercado puede orientarse en sentido negativo, pero no por su propia naturaleza, sino por una cier-ta ideología que lo guía en este sentido (...) la economía y las finanzas, al ser instrumentos, pueden ser mal utilizados cuando quien los gestiona tiene sólo referencias egoístas (...). Lo que produce estas consecuencias es la razón oscurecida del hombre, no el medio en cuanto tal. Por eso, no se deben hacer reproches al medio o instrumento sino al hombre, a su conciencia moral y a su responsabilidad personal y social27.

Ya lo había dicho Juan Pablo II:

... la economía es sólo un aspecto y una dimensión de la compleja actividad humana. Si es absolutizada, si la producción y el consumo de las mercancías ocupan el centro de la vida social y se convierten en el único valor de la sociedad, no subordinado a ningún otro, la causa hay que buscarla no sólo y no tanto en el propio sistema económico como en el hecho de que todo el sistema sociocultural, al ignorar la dimensión ética y religiosa, se ha debilitado, limitándose únicamente a la producción de bienes y servicios28.

No olvidemos que toda decisión económica tiene consecuencias morales, precisa-mente, porque forma parte de la actividad humana, toda ella susceptible de valoración moral. Así, “... la actividad económica (...) en todo momento tiene que ver con el hombre y con sus derechos. La obtención de recursos, la financiación, la producción, el consumo y todas las fases del proceso económico tienen ineludiblemente implicaciones morales (...) toda decisión económica tiene consecuencias de carácter moral (...)”29.

El hombre no es parcelable, por ello el bien común, en cuanto bien del hombre y para el hombre, y el desarrollo humano como exponente del bien común, o es integral, es decir, o abarca a toda la persona o, simplemente, no es desarrollo humano.

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Benedicto XVI (2009), Carta encíclica Caritas in veritate.— (2008), Discurso a la asamblea general de las naciones unidas, New York.

27 Benedicto XVI (2009), Carta encíclica Caritas in veritate, § 36.28 Juan Pablo II (1991), Carta encíclica Centessimus annus, § 39.29 Benedicto XVI (2009), Carta encíclica Caritas in veritate, § 37.

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RELIGION, CITIZENSHIP AND OBLIGATION

Paul WeithmanUniversity of Notre Dame

Fechas de recepción y aceptación: 15 de abril de 2010, 19 de mayo de 2010

Abstract: This paper concerns norms which govern citizens’ appeals to religion in politics. John Rawls developed the most influential such norms in his treatment of public reasoning, and the paper pays special attention to Rawls’s arguments. Rawls is sometimes said to have defended an exclusivist position, hostile to the public political expression of religion. It is shown that Rawls’ arguments proceed from a very different set of premises than most arguments for exclusivist positions. More specifically, Rawls’s arguments connect norms of public reasoning with the need to solve an assurance prob-lem in his ideally just society, which he calls “the well-ordered society”. That problem arises because the well-ordered society would enjoy a privileged kind of stability. Seeing the context of Rawls’s discussion of public reason raises question about what, if any, rel-evance that discussion has for those of us who live in societies that are not well-ordered. The paper concludes by taking up some of those questions.

Keywords: citizenship, public reason, Rawls, assurance problem, ideal theory, non-ideal theory.

Resumen: Este artículo analiza las normas que determinan las reivindicaciones de los ciudadanos con respecto a la religión dentro de la política. John Rawls desarrolló la más influyente de todas en su tratado del razonamiento público y en este artículo pres-tamos una especial atención a sus argumentos. Con frecuencia se afirma que Rawls ha defendido una posición exclusivista y hostil hacia la expresión pública y política de la religión. Se ha demostrado que sus argumentos provienen de un conjunto mucho más

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diferenciado de premisas que la mayoría de los argumentos para posiciones exclusivistas. Más concretamente, conectan las normas del razonamiento público con la necesidad de resolver un problema de convicción en una sociedad idealmente justa: lo que él denomi-na “la sociedad bien ordenada”. Ese problema surge porque la sociedad bien ordenada disfrutaría de una especie de estabilidad privilegiada. Al observar el contexto del análisis de Rawls sobre la razón pública emerge una pregunta acerca de la relevancia, si la hay, que este análisis tiene para aquellos de nosotros que vivimos en sociedades que no están bien ordenadas. El artículo concluye suscribiendo algunas de esas cuestiones.

Palabras clave: ciudadanía, razón pública, Rawls, problema de convicción, teoría ideal, teoría no ideal.

Religion is one of the most potent political forces in the contemporary world. Its power is evident in popular movements of discontent with existing institutions, includ-ing but not only terrorist and revolutionary expressions of discontent. It is evident in the ways that rulers and regimes try to demonstrate their legitimacy, so as to secure the moral support of those who live under them. In many parts of the world, it is evident in the ways that the power to make political decisions is allocated among a society’s constituent groups and in the content of the different legal codes to which different members of the same polity are subject. In the US, its power is evident in some of the ways that candidates appeal to voters, in some of the constituencies which are courted and in some of the reasons that votes are cast.

Not all these manifestations of religion’s political power touch on the subject of this essay, for I am concerned here with citizenship and religion. I shall have more to say in a moment about what citizens are. But whatever else they are, citizens are persons to whom those who hold political office are accountable, in a robust sense of ‘accountable’. Their accountability to citizens is not merely a matter of prudence or good politics, but of political morality.

Political morality is worked out or discovered by philosophical reflections on politi-cal life. Citizenship, which I have just said is one of the concepts of political morality, is therefore a concept that is defined by political philosophy. Once we see that one of the conditions of citizenship is the in-principle accountability of office-holders, and we see why those in office are accountable to citizens, it is clear that not all regime-types have citizens. Indeed, not even all regime-types that are decent and legitimate have citizens. Some such regime-types have subjects. But whatever may be true of other regime-types, the liberal democracies of political theory have citizens. Actual liberal democracies are largely made of persons who should be treated as, and who should behave as, citizens.

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Liberal democracies, both ideal and actual, shall be my concern here. And so I shall begin by saying something about liberal democratic citizenship. This will enable us to look at arguments for norms of citizenship, including norms concerning appeals to reli-gion in politics. John Rawls developed the most influential such norms in his treatment of public reasoning, and I shall pay special attention to Rawls’s arguments. I shall try to show that those arguments proceed from a very different set of premises than most argu-ments for exclusivist positions. More specifically, Rawls’s arguments connect norms of public reasoning with the need to solve an assurance problem in his ideally just society, which he calls “the well-ordered society”. That problem arises because the well-ordered society would enjoy a privileged kind of stability. Seeing the context of Rawls’s discus-sion of public reason raises question about what, if any, relevance that discussion has for those of us who live in societies that are not well-ordered. I shall conclude by taking up some of those questions.

1. Liberal democratic citizenship

It is useful to think of citizenship is both a status and a role.Thinking of citizenship as a status conveys the fact that citizenship confers an iden-

tity that may be a source of pride, an identity in virtue of which one is entitled to press certain demands of those who administer society’s governing apparatus. Under the in-fluence of the British sociologist T. H. Marshall, the status of citizenship has sometimes been described as the status of full membership in one’s society1. Marshall’s way of thinking about the citizenship in this way is suggestive and illuminating.

It is plain that people struggle for certain concomitants of citizenship, such as em-ployment, the right to vote or for greater control over means of production, to gain greater social, political and economic security. Thinking of citizenship as full member-ship adds an additional dimension to our understanding of these struggles. Full mem-bership in an organization is distinguished from the status of associate membership and non-membership, in part by the possession of certain rights and privileges. The struggle by excluded classes and groups to secure the rights and privileges of citizenship can be understood as a struggle to secure goods that are valued in part because they are indica-tors of full membership2.

Second, full members participate in an organization in a way that others do not. The rights and privileges of membership are therefore enabling conditions. By likening

1 Marshall, T. H. (1950), Citizenship and Social Class and Other Essays, Cambridge University Press. 2 Shklar, Judith (1991), American Citizenship: The Quest for Inclusion, Harvard University Press.

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citizenship to membership, Marshall –in effect– reminds us of points that have also been stressed in recent Catholic social thought. Citizens are participants in the common goods of their society3. Participation in those goods on a footing of equality has enabling conditions. Part of the argument for extending certain rights and privileges to members of previously excluded groups is that doing so is necessary if people are to be equal par-ticipants in the common good.

I shall simply assume that liberal democratic political morality does not allow states to tie full membership to religious convictions. That is, I shall assume that liberal de-mocracy requires that citizens have certain rights and privileges, such as the right to hold office, the right to influence political outcomes through voting and participation, the right to publish one’s opinions, and the right of access to impartial courts. And I assume that these rights and privileges should be enjoyed equally by all citizens regardless of their convictions, that citizens should be able to change their religious convictions without losing them, and that religious opinions ought not to be grounds for denying citizenship to someone who wants it. Whatever problems and puzzles religion raises for citizenship, I take these assumptions about the status of citizenship to be uncontroversial.

It is also useful to think of citizenship as a role. By that I mean that there are certain activities that are characteristic of citizenship. Seeing what these activities are helps us to characterize citizenship or to say what it is. The role of citizenship is functional. When citizens engage –or at least when they engage well– in their characteristic activities, they contribute to the functioning of a larger whole. To make this contribution is what gives the characteristic activities their point. That larger whole is, of course, political society. And so the role of citizenship is a political role and its characteristic activities are politi-cal activities.

As I have already hinted, I am concerned with citizenship in a liberal democracy un-der modern conditions. The characteristic activities of liberal democratic citizenship are those that make for participation in democratic decision-making: discussion and voting, as well as agitating, protesting and advocating. Not everyone who occupies the role of citizen will engage in these activities or will perform them well. But when someone in the role does engage in those activities, and does so well, she –or he– is playing or doing her –or his– part.

The citizen’s role is hedged in by obligations, prohibitions and permissions. There are qualities of character that dispose incumbents to stay within the hedge-rows, and to perform the characteristic activities of citizenship better or worse. These qualities that dispose someone to perform her role well are the virtues of citizenship.

3 See generally Hollenbach, David (2002), The Common Good and Christian Ethics, Cambridge University Press.

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This second way of thinking about citizenship might seem to bear most directly on the topics of our conference, for it is this way of thinking about citizenship that seems to raise many of the most interesting normative questions about the place of religion in politics. Those questions have attracted a great deal of philosophical attention. In particular, philosophers have asked what obligations citizens are under with respect to reliance on religious considerations in voting and in defending or criticizing laws and policies in public discussion. It is in this connection that the public reliance on religion, for example, is said to be forbidden because it is inherently uncivil or disruptive.

These are charges I want to examine, but first I want to point out that the first way of thinking of citizenship is of considerable interest as well. I have already noted that full membership in liberal democracies has certain enabling conditions. Should society itself bring it about that those conditions are satisfied? The answer depends upon what the enabling conditions are. The attempt to identify those conditions and to answer the question can raise questions about religion, politics and citizenship.

Religious organizations can sometimes help to satisfy the enabling conditions, by helping citizens develop some of the skills and habits of participation. But religion and religious organizations may oppose the satisfaction of other conditions that are said to be enabling. It is sometimes argued, for example, that women can be full members of liberal democracies, able to participate on a footing of equality with men, only if they can control the demands of child-care and hence can control their fertility. This is said to require their access to legal abortions4. Or it may be said that wearing the burkha, even voluntarily, is incompatible with women’s political equality, or that the religious teaching that women have a natural vocation for home-making is incompatible with it. I hope I have said enough to indicate why I think the first way of thinking about citizenship raises very hard normative problems. I am sorry I shall not have time to take these up.

2. The role of citizenship and its obligations

I shall start with the problems raised by the second way of thinking about citizenship, problems about the ethics of political participation. Many of the philosophers who have studied these problems have defended an exclusionist or quasi-exclusionist position, defending moral principles that forbid citizens’ reliance on religious claims in political argument and voting, or allowing it only with significant qualifications. As I noted a

4 Sunstein, Cass (2007), “Ginsburg’s Dissent May Yet Prevail”, http://articles.latimes.com/2007/apr/20/opi-nion/oe-sunstein20.

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moment ago, the arguments for these principles are often premised on the assumption that religion is disruptive or is inherently uncivil, or they rely on our intuitions about what could or what happen if citizens rely on religious conviction in political argument or act for religious reasons5.

There are, I think, several problems with these arguments.Let’s start with the argument that reliance on religion is inherently uncivil. It is an

exercise of incivility. This argument suffers from –and perhaps plays upon– an ambigu-ity in the word ‘incivility’ and it cognates.

Taken one way, to describe some behavior as an instance of incivility is to say that is behavior which is inconsistent with or not befitting someone who is a civis, who oc-cupies the role of a citizen. This charge presupposes that the norms governing behavior in that role are already in hand and so it cannot be used to ground those norms without circularity.

In English, to describe behavior as exemplifying incivility can be to describe it as an instance of rudeness or impoliteness. If we assume that citizens should treat one another politely, then –if reliance on religion is indeed uncivil in this sense of ‘uncivil’– it would follow that citizens ought not to rely on religion. But we cannot simply assume that the antecedent of the conditional is true. We need to know what relations among fel-low citizens should be like, what treatment the dignity of that status merits, what civic friendship demands and what ‘politely’ means. In sum, we need to know a good deal about the role of citizenship and its norms before we can assume or grant that citizens should treat one another politely. The norms of citizenship are, however, what the argu-ment is supposed to deliver. The argument gives the appearance of delivering them only by first taking ‘incivility’ in one way, as meaning ‘impoliteness’, and then assuming that impoliteness exemplifies the other meaning of ‘incivility’, namely ‘conduct unbecoming someone who has the role of citizen’.

Consider now the allegation that reliance on religion is somehow impolite, and so will engender mutual distrust among citizens. This accusation belongs to a family of charges according to which reliance on religion has bad consequences. Stronger mem-bers of the family hold that religion can lead to institutional instability and civil unrest. These are, of course, empirical predictions. In the large democracies of the west, at least, they do not seem especially plausible, at least without lots of qualifications saying what positions religion is used to advocate, what religions are involved, and what the religious history of a given society is.

5 A classic example is Audi, Robert (1989), “The Separation of Church and State and the Obligations of Citizenship”, Philosophy & Public Affairs 18, 259-296, especially at 296.

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Because I think arguments from incivility are badly flawed, I do not think that they constitute the best defenses of the exclusivist position nor, indeed, are they the best way to understand what motivates the position in its most plausible form. On my reading, some kind of exclusivism –really a “qualified inclusivism”– is most plausibly presented as the upshot or requirement of a sophisticated Rawlsian framework. While Rawls is some-times read as relying on the premise that public appeals to religion in political argument are inherently uncivil or destabilizing6, I do not think he subscribes to the argument I have just criticized.

But the claim that he relies on that argument is understandable. On my reading, Rawls was both early and late concerned to show that the terms of cooperation in an ide-ally just liberal democracy would enjoy a privileged form of stability. In his early work, thinking that stability would inhere in the terms of cooperation, he referred to that form of stability as “inherent stability”7. Later, as his view developed in Political Liberalism, he referred to it as “stability for the right reasons”8. Terms of cooperation will enjoy that privileged form of stability only if citizens honor and are known to honor an exclusivist position which Rawls made less and less demanding over a ten year period beginning in the late 1980’s.

What distinguishes the argument I impute to Rawls from the form of argument I just criticized is that the stability with which Rawls is concerned is not institutional sta-bility, but stability in terms of cooperation. And so his argument, unlike the argument I just criticized, does not turn on the claim that public appeal to religion will or may destabilize social institutions. It turns on the very different claim that if citizens gener-ally violate his weak exclusivism, then the terms of cooperation among them may not be affirmed for the right reasons.

The difference matters. For under non-ideal conditions, perhaps especially under non-ideal conditions, it seems plausible that we should refrain from behavior that will destabilize basic institutions. Under non-ideal conditions, it is far less clear that we should refrain from behavior of a type that would, were it generally engaged in an ideally just society, bring it about that the terms of cooperation in that society were stable for less than ideal reasons. The latter claim is, in my opinion, much less plausible. It is not one that Rawls endorses. And it enables us to see the many complexities of questions about appeal to religion in public political argument.

6 Hollenbach, David (1994), “Contexts of the Political Role of Religion: Civil Society and Culture”, San Diego Law Review 30, 877-901, especially at 880.

7 See Rawls, John (1999), A Theory of Justice, Harvard University Press, 125, 436. I shall hereafter refer to this book as ‘TJ’ and shall cite it parenthetically in the body of the text.

8 Rawls, John (1995), Political Liberalism, Columbia University Press, xlii. I shall hereafter refer to this book as ‘PL’ and cite it parenthetically in the body of the text.

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3. John Rawls and qualified inclusivism

I indicated a moment ago that Rawls endorses guidelines of public reasoning because he thinks that honoring those guidelines is necessary if terms of cooperation in a well-ordered society are to be inherently stable. I want to lay out Rawls’s view because when we see what Rawls was really trying to do, we can see that his view does not have the im-mediate implications –nor was it intended to have the immediate implications– for our own, non-ideal world that it is often taken to have. That in itself is, I hope, an interesting and important result. To see how Rawls’s argument goes, it will be useful to recall what the terms of cooperation are and how they are arrived at.

I have stressed that citizenship is a role, defined or specified by political theory. As part of specification of that role, citizens as such are said to have certain interests which political society is to advance and in the name of which public officials are accountable. Society advances those interests justly if terms of cooperation are fair. One of Rawls’s key insights is, of course, that fair terms of cooperation are identified by seeing what citizens would agree to as free equals.

That those terms are unanimously adopted in the OP is supposed to show that they are collectively rational. The point of identifying collectively rational terms of coopera-tion is to allow citizens to enjoy the conditions those terms establish so that they can make their plans accordingly. We therefore want the agreement to be stable over time; an agreement on collectively rational terms would be for naught if the agreement would soon break down. But it is a familiar fact that terms which are collectively rational might not be individually rational. And so the rational thing for each individual to do may be to defect from terms of cooperation. And if each thinks others will defect, then he –or she– will think it rational to defect preemptively, so that society is not regulated by terms of cooperation. If this problem is to be averted, and if terms of cooperation are to be stabilized, compliance with the terms must be individually rational. But the individual rationality of compliance is not enough. If preemptive defection is to be avoided, the fact that each citizen recognizes the individual rationality of compliance must itself be a matter of public knowledge. In sum, each must have some assurance that others accept the terms of cooperation and will not defect.

What Rawls faced, then, is the threat that terms of cooperation which are collectively rational will be destabilized by a generalized prisoner’s dilemma (cf. TJ, p. 505). But this is not Rawls’s problem alone. The first great English-speaking political philosopher of the modern period, Thomas Hobbes, faced this threat and proposed a two-part way of averting it. Hobbes argued for an absolute sovereign who alters his subjects’ pay-offs by attaching severe enough punishment to defections that it is no longer in the individual’s

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interest to defect. Public knowledge that the sovereign does this solves the assurance problem, and society is stable9.

The Hobbesian way of averting the threat of instability is clearly undesirable. One problem pointed out by John Locke is that it is not clear that an absolute sovereign solves the decision problem of the social contract. It may be that rational individuals would prefer the no agreement point, the state of nature. Even if the institution of an absolute sovereign does solve the problem, the solution is not a desirable one. For what we would like is for terms of cooperation to be honored freely. If they are honored freely, in the appropriate sense of ‘free’, then terms of cooperation are stable, and stable for the right reasons.

Showing how the threat of the generalized prisoner’s dilemma can be averted, and showing how terms of cooperation arrived at in the original position can be stable for the right reasons, requires showing that there is some other way to do the two things Hobbes’s sovereign does. It requires showing how each person’s pay-off tables can be or be made such that cooperation rather than defection is in his –or her– interest. And it requires showing how the assurance problem can be solved so that each knows others will not defect. On my reading, Rawls was deeply concerned with these two problems. In his later work, he adopted a distinctive and original answer to the first problem, in the form of an overlapping consensus. He endorses qualified inclusivism to help answer the second. Thus if I am right, Rawls’s endorses qualified inclusivist norms of public reason to solve the assurance problem, to avert the threat of a generalized prisoner’s dilemma and to show how justice as fairness can be stable for the right reasons.

Let me now try to explain this reading. When an overlapping consensus on a political conception of justice obtains, Rawls

says, “reasonable doctrines endorse the political conception, each from its own point of view” (PL, p. 134). So when an overlapping consensus obtains, utilitarianism provides Millian reasons for endorsing the political conception, deontology provides Kantian rea-sons, and Catholicism provides reasons rooted in its theological doctrine. If we assume that each citizen endorses his comprehensive doctrine, and takes the reasons it provides as reasons for him, then when an overlapping consensus obtains, then each citizen has reason to affirm the terms of cooperation from within his –or her– own comprehensive view. But are these reasons strong enough to stabilize the terms of cooperation? More precisely, do they provide each person sufficient reason not to defect from the terms of cooperation?

9 See generally Hampton, Jean (1986), Hobbes and the Social Contract Tradition, Cambridge University Press.

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To answer these questions, we need to recall what reasonable comprehensive doc-trines endorse a political conception of justice, and terms of cooperation, for.

In a well-ordered society, the public conception of justice provides a “common point of view” (TJ, p. 4) or a “unified perspective” (TJ, p. 415) in which the settlements of citizens’ competing claims are “adjudicated” (TJ, pp. 4, 415). Philosophical points of view are defined by rules of reasoning and information drawn on by those who occupy them. When Rawls says that the public conception of justice provides a point of view for “adjudicat[ing]” citizens’ competing claims, I take it he means the conception furnishes values and principles on the basis of which questions of basic justice are to be settled, and rules of reasoning for moving from those values and principles to a settlement. For citizens to “acknowledge” their “common point of view” (TJ, p. 4) is for them to acknowledge that political outcomes are justifiable only if they can be supported by the values and principles of the political conception. Just citizens, who accept the terms of cooperation, regulate the claims they make by those values and principles. They refrain from pressing for more than they think those terms would allow them.

Adhering to the terms of cooperation thus requires that we sometimes act against our own interests. That is why justice can be costly. The costs could be especially high if no one else is adhering to terms of cooperation, or if they are only a small number. The po-tential costs have implications for what someone’s comprehensive doctrine gives him –or her– sufficient reason to do even when an overlapping consensus obtains. When there is such a consensus, each person has sufficient reason to adhere to terms of cooperation only when he –or she– has good reason to believe that others will adhere to it as well. To put the point in terms I used earlier, when an overlapping consensus obtains, each per-son’s pay-off table has the following structure: the pay-offs are such that it is rational for a person to honor the terms of cooperation, and treat the political conception of justice as authoritative, only when he –or she– has the assurance that all others or a sufficient number of others, also adhere to the terms and treat the conception as authoritative. Thus even if an overlapping consensus obtains, Rawls cannot show that terms of coop-eration would be stable for the right reasons until he solves an assurance problem.

How is that problem to be solved? How can each person gain the assurance that oth-ers regard the terms of cooperation as authoritative?

The game theoretic details are surprisingly complicated and I shall skip over many of them. For now, suffice it to say that what citizens know about one another’s commit-ment to the authority of a conception of justice depends, in part, upon what concepts and methods of reasoning they actually use when they argue about basic political ques-tions. That, I believe, is why Rawls introduces guidelines of public reason –to provide a solution to the assurance problem. Looking at the guidelines of public reason Rawls actually endorses will help to support this conjecture.

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Rawls says that he was initially drawn to what he calls the “exclusive view of public reason” (PL, p. 247, note 36). This is the view that citizens should never introduce rea-sons drawn from comprehensive doctrines into public debate about fundamental ques-tions (PL, p. 247). According to the exclusive view, the only reasons that may be brought to bear are those provided by the values and ideals of the political conception of justice. To comply just with the exclusive view is to reason about questions exclusively from the “unified perspective” provided by that conception.

The exclusive view is highly restrictive. Its attraction, I believe, was that it promised an elegant solution to the assurance problem. If citizens were to use the concepts of their comprehensive doctrines to debate basic political questions, their arguments might be taken to suggest that they do not acknowledge the authority of the political conception to adjudicate those questions. On the other hand, if all the citizens of the well-ordered society were to comply with the exclusive view, then they would all adopt –and would all be seen to adopt– the “common point of view” or “unified perspective” whenever basic political questions are at issue. So long as they can be assumed sincere, the way they reason about these questions in public would then confirm their allegiance to justice as fairness and the assurance problem would disappear. The solution promised by the exclusive view depends upon the existence of an overlapping consensus, since citizens might not comply with the requirements of the view unless their comprehensive doc-trines endorsed justice as fairness. But given the existence of an overlapping consensus, it seems to solve the assurance problem immediately.

Despite the attraction Rawls felt for the exclusive view, he never endorsed it. One of the reasons he did not, I think, is that he recognized that the view could not make good on its promise to eliminate the assurance problem.

Divisions about some political questions –Rawls’s example is the question of whether church schools should receive public funding (PL, p. 248)– can be so deep that adher-ents of different comprehensive doctrines come to doubt one another’s allegiance to political values. Rawls does not spell out the example in any detail. I presume what he has in mind is that even if champions of public funding publicly defend their position by appealing only to the political values of religious equality and religious liberty, their argument raises questions about whether they are also committed to church-state sepa-ration. Perhaps, it will be thought, they are using political values as a cover and do not really acknowledge the authority of those values. So the assurance can arise even when citizens of the WOS comply with the exclusive view. “One way this doubt may be put to rest,” Rawls suggests “is for the leaders of the opposing groups to present in the public forum how their comprehensive doctrines do indeed affirm [the] values [of the public conception]” (PL, p. 249). This is, in effect, the suggestion that leaders of opposing groups act on what Rawls called the “inclusive view” and make the existence of an over-

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lapping consensus publicly known. Once the existence of an overlapping consensus is publicly known, Rawls thinks, the sincerity of each side’s appeals to political values will no longer be in doubt. Mutual assurance of sincere allegiance to the political conception is therefore provided.

But Rawls quickly came to think that even the inclusive view was too restrictive. By his last published treatment of public reason, in “Idea of Public Reason Revisited”, Rawls famously endorsed what he called the “wide view”. The wide view allows citizens to introduce their comprehensive doctrines into public political argument at any time, subject to one restriction I shall mention below. Some readers have thought that in mov-ing from the exclusive to the wide view, Rawls moved from a view of public reason that was overly confining to one that is too permissive10.

But Rawls’s concern with the assurance problem explains the content and propriety of the view. The wide view allows citizens to introduce comprehensive doctrines into public political discussion –and, presumably, to vote– on the basis of their comprehen-sive doctrine “provided that in due course public reasons, given by a reasonable political conception, are presented sufficient to support whatever the comprehensive doctrines are introduced to support” (PL, pp. xlix-l). When I discussed the exclusive view, I said that to reason about political questions using exclusively public reasons is to adopt and reason from citizens’ “common point of view”. So the wide view allows citizens to intro-duce and base their votes on comprehensive doctrine, provided that in due course they adopt and reason from that common viewpoint as well.

Rawls refers to the “provided that” clause as “the proviso”. The difficulty with inter-preting it is figuring out what Rawls means by “in due course”. On my reading, Rawls allows citizens to rely on their comprehensive doctrines without adducing public reasons in support of their positions, so long as their doing so does not lead others to doubt that they acknowledge the authority of the public conception of justice. If doubts never arise, then the proviso is never triggered and they need to do nothing more. Only if doubts arise, and others need assurance of their allegiance, must they provide assurance by ac-tually adopting and reasoning from the “unified perspective” the public conception of justice provides. That is, I believe, why Rawls says that “the details about how to satisfy [the] proviso must be worked out in practice and cannot feasibly be governed by a clear family of rules given in advance”11.

10 Charles Larmore, for example, writes “In the forum where citizens officially decide the basic principles of their political association and where the canons of public reason therefore apply, appeals to comprehensive doctri-ne cannot but be out of place ... at least in a well-ordered society.” See his “Public Reason” in Freeman, S.R. (ed.) (2003), The Cambridge Companion to Rawls, Cambridge University Press, 368-93, at 386f.

11 Rawls, John (1999), Collected Papers, Harvard University Press, 592.

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As I noted earlier, the guidelines of public reason are sometimes said to show that Rawls is deeply suspicious of comprehensive doctrines, especially religious ones, or that he thinks religious political argument is inherently destabilizing. But the wide view al-lows reliance on religious political argument at any time, restricted only by the proviso. The motivation for the proviso is not the conviction that religion destabilizes society or leads to civil strife. It is the fact that a person’s reliance on religious argument can lead her –or his– interlocutors to doubt whether she –or he– acknowledges the political authority of justice as fairness. Rawls could have required citizens to assure one another of their commitments by requiring them to comply with more restrictive guidelines of public reason than those associated with the wide view. He could, for instance, have argued that citizens must preempt others’ doubts about their acceptance of the political conception. In that case, he might have replaced the phrase “in due course” in the pro-viso with the phrase “at the same time”. Instead, the proviso requires citizens to adopt and deliberate in their “common point of view” only when they have good reason to think assurance is actually needed. If I am right about how the proviso is to be interpret-ed, then the claim that Rawls endorses guidelines of public reason because of hostility toward or fear of religion are serious misreading. In fact, Rawls goes to some lengths to advocate what is –by construction– the weakest and least restrictive guideline of public reasoning sufficient to solve the assurance problem.

4. Questions and implications

We might call Rawls’s view a form of exclusionism, but I think the proviso is better described as a qualified inclusivism. Religious claims, and claims from other compre-hensive doctrines, can be included in public discussion subject to one qualification: that expressed by the proviso. I have tried to suggest that Rawls defends this qualified inclusivism as part of his effort to spell out the details of an ideally just society. Justice as fairness will be “stable for the right reasons” only if everyone in the well-ordered society knows that everyone else is committed to living up to its values and ideals. I am inclined to think that he is right about that case. If an ideally just society is to be stable for the right reasons, then its citizens have to adhere to the demand of qualified inclusivism. To claim that even qualified inclusivism is too restrictive is, in effect, to favor stability of some other sort than the kind Rawls wants to show. In my opinion, that would be a mistake for the well-ordered society.

I have tried to show that Rawls’s treatment of public reasoning is part of his answer to a problem raised by his larger attempt to sketch a well-ordered society. The question

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raised by this “re-contextualization” is what implications Rawls’s treatment has for those of us who live in societies that are not well-ordered.

I think many liberal democracies enjoy what Kurt Baier called a “constitutional consensus”12. In these societies, there is an agreement on some rights and liberties, and on procedures for political decision-making. But there is far less agreement on the scope of personal liberty, on the fair value of political liberties and the demands of economic justice. The principles on which consensus obtains may be valued for their own sake, as in an overlapping consensus. But I assume that they are also stabilized to a considerable degree by coercion, tradition and the unthinking habit of obedience, and that some citizens, as least, treat constitutional principles as the terms of a stable modus vivendi. These principles are treated as the best way to organize society, given a balance of power that is unlikely to change.

A constitutional consensus, like an overlapping consensus, raises assurance problems. It is rational for each to honor the constitution and obey the law only if each thinks that sufficiently many others will do so as well. But what citizens in a constitutional consen-sus need to be assured of is not what citizens in a well-ordered society need to be as-sured of. In particular, what they need is not the assurance that others acknowledge the authority of principles of justice and are moved by them for their own sake. Rather, the mutual provision of the assurance that sustains a constitutional consensus is compatible with deep disagreements about, for example, the legitimacy of the welfare state which shows itself in the ordinary politics of the US. What does weak inclusivism have to say to us under these conditions?

First, remember that the point of guidelines of public reasoning, as they apply to ordinary citizens, is to solve assurance problems. I do not see that reliance on religious arguments in public debate and voting for religious reasons are themselves incompatible with acknowledging –and assuring others that one acknowledges– the authority of con-stitutional principles to settle the questions on which they bear. And so, as citizens can appeal to their comprehensive doctrine in the well-ordered society, so they can appeal to it in societies that are not well-ordered. Indeed, since a constitutional consensus is much narrower in scope than an overlapping consensus, the principles on which a con-stitutional consensus obtains cover fewer issues that are covered by Rawlsian principles of justice. This leaves more room for appeal to comprehensive doctrine.

Second, weak inclusivism requires that citizens in a well-ordered society be sensitive to how their contributions to public deliberation are received. Only if they are can they recognize when the proviso needs to be satisfied. I think similar sensitivity is called for

12 Baier, Kurt (1989), “Justice and the Aims of Political Philosophy”, Ethics 99, 771-90.

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under the non-ideal circumstances of a constitutional consensus. Citizens must be ready to manifest their commitment to constitutional principles if that commitment is ever in doubt. And so if one of the constitutional principles on which there is consensus is a principle of church-state separation, citizens have to be ready to show their commitment to such separation if their reliance on religious arguments raises questions.

Third, weak inclusivism requires that citizens in a well-ordered society show how the positions they advocate can be supported by a public conception of justice on which consensus obtains. In a constitutional consensus, there is no consensus on a robust con-ception of justice. Conceptions of justice that gain adherence will differ, and the differ-ences are deep. Yet all citizens, I think, must be prepared to show that they all recognize the authority, not only of constitutional principles, but of the demands of justice as they sincerely see them. For citizens who adhere to one of the Abrahamic faiths, this is not just an obligation of citizenship. It is also a religious obligation. These religions demand justice. Citizens who are believed to adhere to them, perhaps because they appeal to religious claims in politics, misrepresent their faith to its detriment if their conduct sug-gests otherwise.

Is it enough for citizens to show that they accept the authority of justice as they sincerely see it? Or must they do more? Someone who acts with sincerity and con-scientiousness certainly betrays some morally valuable traits of character. She –or he– may satisfy her –or his– subjective obligations and thereby avoid blameworthiness. But sincerity is not enough to place someone entirely above reproach. If this is right, then citizens should acknowledge the authority of principles of justice which are right. Ac-knowledging the authority of those principles requires taking a society ordered by those principles as an ideal which our own society should approximate. I take that ideal to be a Rawlsian well-ordered society. If that is right, then citizens properly acknowledge the au-thority of justice only if they favor political positions which, if enacted, would advance that ideal. Citizens who appeal to religion in political debate should be ready to show how the positions they advocate and vote for do that. Satisfying this requirement is, of course, compatible with providing assurances that one acknowledges the authority of a democratic constitution. It is also compatible with endorsing political positions that are highly contentious. The demands of citizenship and the demands of civility as ordinarily understood can come apart!

Finally, most discussions of religion and citizenship focus on the obligations of re-ligious citizens. Very little attention is paid to role of their interlocutors and the obli-gations they have in dealing with citizens of faith. I said a moment ago that religious citizens need a kind of sensitivity to how their arguments are received. I think those who are not inclined to rely on religious considerations are also required to show sensitivity, and to understand the position of those who are so inclined.

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Anglophone discussions of religion in politics, both popular and philosophical, sug-gest that the reasons behind the insertion of religion into democratic politics are not well understood. They need to be if those who do the inserting are to be understood. To take just one example, many religious Americans find the increasing secularization of society profoundly alienating. The response to this alienation is a retelling of the past in which religious communities emphasize their separatism. They develop a sense of themselves as, if not on pilgrimage in the world, then at least at some distance from it in a world of its own. Their self-respect depends upon defining ourselves in contrast to the world of secular values. Members’ conception of themselves is threatened by a very attractive identity with which it seems to compete: that of shared citizenship in a secular liberal democracy. Assertions of religion in politics are assertions of political views that are thought to be true. But they are also assertions of a valued self-conception in the face of great insecurity about one’s own religious identity and commitment. They need to be received as such, rather than simply as attempts to impose or control.

Bibliography

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