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ETICA DEL NUEVO TESTAMENTO Wolfeuiá Schraáe SIGÚEME xjr

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ETICA DEL NUEVO TESTAMENTO Wolfeuiá Schraáe

SIGÚEME

xjr

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BIBLIOTECA DE ESTUDIOS BÍBLICOS

57 ETICA DEL NUEVO TESTAMENTO

WOLFGANG SCHRAGE

EDICIONES SÍGUEME SALAMANCA

1987

Page 3: Schrage, Wolgang - Etica Del Nuevo Testamento

Tradujo: Javier Lacarra Título original: Ethik des Neuen Testaments

© Vandenhoeck und Ruprecht, Góttingen 1982 © Ediciones Sigúeme, S. A., 1987

Apartado 332 - 37080 Salamanca (España)

ISBN: 84-301-1015-1 Depósito legal: S. 881-1986 Printed in Spain

Fotocomposición e impresión: Gráficas Visedo, s.a.l. - Hortaleza, 1 - 37001 Salamanca

CONTENIDO

Introducción 9

f. La ética escatofógrca cíe /esús 27

I. Escatología y ética 28 II. La voluntad de Dios y la ley 55

III. El doble mandamiento del amor 88 Excurso: ¿Existe alguna peculiaridad en los postulados

éticos de Jesús? 109 IV. Instrucciones concretas 113

2. Puntos de referencia éticos de las comunidades primitivas .. 147

I. Presupuestos y fuerza motriz 148 II. Las palabras de Jesús y la ley 151

III. La comunión de bienes 156 IV. La recepción crítica de las formas y de la temática de la

antigüedad 159

3. Principales acentos éticos en los sinópticos 167

I. El seguimiento y la condición de discípulo en Marcos .. 167 II. El camino de la «justicia mejor» en Mateo 174

III. La vida cristiana según Lucas 186

4. La ética cristológica de Pablo 199

I. Principios de la ética paulina 200 II. El estilo y la estructura de la nueva vida 226

III. Criterios materiales de la ética paulina 243 IV. Etica concreta 267

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s Contenido

5. La ética de la responsabilidad con el mundo en las cartas deuteropaulinas 295

I. La vida nueva según las Cartas a los colosenses y a los efesios 295

II. Las instrucciones apostólicas en las Cartas pastorales .. 311 III. El estilo de vida cristiano según la primera Carta de

Pedro 325

6. La parénesis de la Carta de Santiago 341 I. Las obras en relación con la fe, con la escucha de la

palabra y con la esperanza 343 II. «La ley de la libertad» 348

III. Las principales coordenadas temáticas 353

7. El mandamiento del amor fraterno en los escritos juánicos .. 359

I. El principio y fundamento cristológico 360 II. El imperativo cristológico 367

III. La distancia con respecto al mundo y la liberación del pecado 373

IV. El mandamiento del amor fraterno 380

8. Exhortaciones de la Carta a los hebreos al pueblo de Dios peregrino 387

9. Exhortación escatológica en el Apocalipsis de Juan 395 I. El panorama escatológico 395

II. Las misivas a las iglesias 401 III. El conflicto con el Estado 409

Bibliografía 417 índice de citas bíblicas 421 índice general 441

Las siglas bibliográficas se acomodan generalmente a la obra de S. Schwertner (Interna-dónales Abkürzungsverzeichnis für Theologie und Grenzgebiete, 1974). A fin de facilitar una profundización en los temas concretos y para evitar repeticiones innecesarias de las referencias bibliográficas, el índice de la bibliografía se ha distribuido por materias. Al final se encuentra la bibliografía relativa a la ética de todo el nuevo testamento, y al principio de los diversos capítulos, o de sus apartados, se halla la bibliografía relacionada con todo el capítulo o con sus secciones. Aparte de eso, dentro del texto y en las notas se cita, a veces, bibliografía especializada. Normalmente las referencias bibliográficas que vienen en el texto se refieren a la ya mencionada al principio del capítulo o del apartado, o a la reseña al final de la obra, con lo cual, alguna vez no habrá más remedio que consultar en otros lugares diferentes. Las citas y las referencias textuales únicamente van acompañadas del nombre del autor y, a veces, del título abreviado. En las referencias a comentarios, solamente se indica, excepto en contadas ocasiones, el autor y la colección correspondiente. Ediciones Sigúeme ha intentado acomodar la bibliografía al castellano y ha añadido algunas obras aparecidas después de publicarse el libro original.

INTRODUCCIÓN

Una ética neotestamentaria debe ocuparse de cuestiones tales como la posibilidad real y la fundamentación, así como de los crite­rios y de los contenidos de las actuaciones y del comportamiento concreto del cristianismo primitivo.

La reflexión retrospectiva en torno a la ética neotestamentaria parece constituir una tarea especialmente urgente en una época que se caracteriza por la crisis de las orientaciones y por la inseguridad en las conductas. La teología y la vida de la Iglesia, a pesar de todas las comisiones, sínodos y documentos que se ocupan de cuestiones éticas, continúan necesitando, en gran medida, una puesta a punto. Una vez más se vuelven a oír voces que critican, por ejemplo, un compromiso social excesivo, y que afirman que no es decisiva la acción sino la fe, como si se tratase de una auténtica alternativa. Evidentemente sólo la fe salva, pero esta fe actúa en la caridad (Gal 5,6), y el Hijo del hombre que ha de volver no preguntará por lo que hemos creído, sino por lo que hemos hecho o hemos dejado de hacer (Mt 25, 31ss). Para el nuevo testamento, la fe no es primor-dialmente una especulación o una afirmación de ideas o de teorías, ni tampoco una práctica cultual o una profundización mística, sino que consiste en escuchar la palabra y en hacer la voluntad de Dios. Por eso, la fe y la acción van unidas indisolublemente. En todas las épocas, la Iglesia ha tenido que vérselas con dos frentes de batalla, en los que el centro de gravedad se desplaza alternativamente, para que no se dieran «ni los soberbios descreídos apoyados en las obras, ni los creyentes que carecen de obras».1

1. M. Lutero, WA 45, 689 a Joh 15, lOs.

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10 Introducción

Pero así como no se puede bagatelizar el peligro de un activis­mo descreído, mucho menos deberíamos bajar la guardia cuando la fe cristiana, en el intento de acomodarse a la mentalidad burguesa del bienestar, o a un narcisismo cada vez más difundido, se ve amenazada con sucumbir ante el peligro de un intimismo privado, ausente del mundo, o ante un egocentrismo eclesial. Deberíamos, asimismo, estar alerta cuando la fe, debido a una postura de resig­nación frente al presente, se ve en peligro de diluirse en una «reli­gión del más allá». En ningún caso será lícito hacer responsable de estas actitudes al nuevo testamento. La Iglesia primitiva no es nin­guna asociación cultual de misterios, ni tampoco un movimiento monacal o una agrupación de filósofos. Sino que es comunidad de testimonio y de ministerio, Iglesia al servicio de Dios e «Iglesia al servicio de los demás». Jesús, por ejemplo, no aconseja a los suyos una vida eremítica en el desierto, como hacían los esenios, ni tam­poco les recomienda sumergirse en la esfera íntima del alma en el plano trascendente de las elucubraciones, como los místicos o como los gnósticos, sino que les envía al mundo y les lanza al contacto con el prójimo concreto.

Pero incluso cuando se toma en serio la importancia decisiva de las actuaciones y estilo de vida de los cristianos en la realidad de la vida cotidiana, se suele plantear la cuestión de si encuentran la consideración que merecen las ideas fundamentales y el leitmotiv del nuevo testamento, y de si se observan sus líneas directrices y su trayectoria. Es evidente que no tiene sentido una mera aplicación literal de las recomendaciones neotestamentarias a nuestro tiempo, y que resulta insoslayable abordar cuestiones hermenéuticas y teoló­gicas de gran trascendencia. El que a la vista, por ejemplo, de la íntima conexión que existe en el nuevo testamento entre escatología y ética, considere anticuada la escatología neotestamentaria, termi­nará, como J. T. Sanders (29; cf. 129), rechazando la ética neotesta­mentaria. Y el que confunda la «fidelidad a la tierra» con la simple acomodación a lo terreno y, partiendo de la promesa y del mandato de Dios, no denuncie el antagonismo que existe, tampoco tendrá necesidad alguna de la ética neotestamentaria, convirtiéndose el nuevo testamento, para él, en algo potencialmente sustituible, supo­niendo que no lo rechace sin más como instrumento de una imposi­ción autoritaria extraña. No cabe duda de que todavía no existe, ni mucho menos, claridad con respecto a lo que debería ser una coor­dinación adecuada entre la fidelidad a la Escritura, por una parte, y la fidelidad a la época, a la razón y a la objetividad, por otra. Sin embargo, tanto en la vida de la Iglesia como en la teología, no debería existir ninguna duda de que, por encima de cualquier cam-

Introduccíón 11

bio de situación o de cualquier desplazamiento de la problemática, el guiarse según el nuevo testamento continúa siendo insoslayable, si se pretende que la conducta concreta actual de los cristianos siga siendo una conducta cristiana, y siga basándose en el nombre de Cristo. En una época en la que, como apenas en ningún otro tiempo anterior, se está a la búsqueda de nuevas pautas de comportamien­to, y en la que —como decía Lutero— se necesitan nuevos de­cálogos, las soluciones nuevas tienen que asumir la responsabili­dad de contrastarse con el nuevo testamento. El nuevo testamento no es, por supuesto, una base de la cual se pueda proceder por deducción, pero sí es el punto de referencia más decisivo, dado que la revelación escatológica de la voluntad de Dios queda plas­mada testimonialmente en Jesucristo, el cual no sólo es reconci­liador y redentor, sino también el Señor soberano. Debido a esto precisamente, toda ética cristiana tendrá que proseguir sus refle­xiones siguiendo permanentemente la trayectoria del nuevo testa­mento.

Ahora bien, el nuevo testamento no es, en verdad, ningún ma­nual o compendio de ética cristiana, provisto de unas reglas dotadas de validez universal o de un minucioso catálogo de modelos de comportamiento. Tampoco tiene una doctrina cuasifilosófica sobre las normas o sobre las virtudes, ni contiene definiciones ni legitima­ciones especiales, basadas en el derecho natural o en otras fuentes cualesquiera, acerca del matrimonio y del Estado, en torno al dere­cho y a la propiedad, o sobre el trabajo y la sociedad. Nunca, o casi nunca, se aprecia un interés por los principios morales de validez universal o por declaraciones fundamentales perennes en torno al orden social y estatal justo, o sobre las relaciones mutuas entre los sexos. Tampoco se encuentran programas o normas concretas de conducta relacionados con otros problemas éticos. Sin embar­go, en los diversos escritos en los que, cada uno a su manera, se intenta dar testimonio de la salvación que se ofrece en Jesucristo y del Reino que irrumpe en él, se exhorta constantemente a los cristianos a comportarse de una manera consecuente. Por otra parte, este comportamiento no consiste solamente en una conduc­ta ética individualista, dentro del ámbito personal del individuo concreto. Pues a pesar de que se constatan bastantes déficits en el área de la ética social, se pueden percibir también, por lo me­nos a grandes rasgos, modelos de conducta en el área de las re­laciones sociales y de las estructuras sociológicas, que de ningún modo han quedado al margen de esta renovación. Efectivamente, se puede ser «criatura nueva» también dentro de circunstancias ambientales antiguas, pero para los «representantes del nuevo

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12 Introducción

mundo»2, este nuevo mundo necesita ser también no sólo objeto de expectativas o utopía. Más bien puede llegar a ser, aunque de manera parcial y proléptica, una realidad. Durante demasiado tiem­po, la Iglesia dejó en manos de los denominados iluminados la fe en la fuerza transformadora del reino de Dios y de la caridad, con­tentándose con la privatización ética y con la introversión espiritual (cf. Wendland, Ethik, 19). Únicamente aquel que confunda la esca-tología con un dualismo entre un mundo sin salvación y una salva­ción ajena al inundo, puede plantear una alternativa entre la refor­ma del corazón y la reforma del mundo. La renovación del hombre deberá estar de acuerdo con la reforma de las estructuras. Pero lo que aparece en primer plano dentro de este programa —y también esto está en consonancia plena con las características de la ética neotestamentaria— no consiste ni en la modificación de las estruc­turas, ni tampoco en un tipo de vida o de conducta que —como en el caso de la oración o del culto— diga relación a Dios o que se refiera a la relación del hombre consigo mismo. Por supuesto que también la libertad y la autodisciplina, el perdón y el desapego de las cosas son temas éticos centrales, y que las obras de misericordia de Mt 25 no sólo consisten en el auxilio corporal y material, sino también en la ayuda inmaterial y espiritual, por ejemplo en el con­suelo y en el aliento. Pero a pesar de todo, se alude de manera especial, a dar de comer y de beber, a dar cobijo y vestido y a visitar al necesitado.

Las consecuencias prácticas que el hombre puede sacar de la obra salvífica de Dios, con vistas a su comportamiento con el próji­mo, con la comunidad y con el mundo, pueden ser, en la realidad concreta, completamente diversas, e incluso pueden resultar, a ve­ces, contradictorias. No existe una única ética neotestamentaria, lo mismo que no existe una única teología o cristología neotestamenta­ria. Esto no excluye, claro está, algo así como un hilo conductor y algunos puntos de coincidencia o de convergencia dentro de la ética neotestamentaria. Pero siempre habrá que tener en cuenta que casi todo está en un continuo devenir. En cualquier caso, tampoco será lícito, dentro de la ética del nuevo testamento, reducir todo al mis­mo plano, ni hacer, por las buenas, una mezcolanza de Jesús con Pablo o de Santiago con Juan. Más bien hay que proceder metódi­camente, de forma que se perciba lo propio y peculiar de cada uno, con objeto de que los diferentes esbozos del cristianismo primitivo no queden difuminados ni desaparezcan dentro de una ética neotes-

2. M. Dibelius, Die Bcrgpredigt, en Botschaft und Geschichte I, 1953, 79, 174, cita en la p. 117.

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tamentaria que sería un producto de la imaginación. Únicamente así se podrá apreciar suficientemente la libertad y la pluralidad de los conceptos éticos que ofrece el nuevo testamento, sin que por eso se deban ignorar las líneas divisorias entre el espectro y la «ortopraxis» cristiana primitiva.

Como punto de partida se tratarán, en primer lugar, aquellos textos que se refieren a estos temas de una manera directa. Es pre­ciso proceder así porque, prescindiendo de la manera de actuar característica de Jesús, la mayoría de las veces sólo contamos con las orientaciones éticas de los textos, con lo cual únicamente es posible descubrir algo acerca de la conducta real de las comunida­des primitivas cristianas por medio de procedimientos muy indirec­tos. También es esto conveniente porque la ética neotestamentaria es, ante todo, prescriptiva y no analítico-descriptiva o, mejor toda­vía, porque lo que ella intenta es inspirar reflexiones de otro cuño y mover a nuevas posturas y actuaciones a través de horizontes y perspectivas nuevas. Por eso, lo que se cuestiona primariamente no es la realización práctica de los preceptos éticos, o sea el ethos, sino que se buscan las motivaciones y la fundamentación teológica, así como los criterios fundamentales y las orientaciones concretas de la ética neotestamentaria. Es evidente que no se pueden separar, en principio, ambos planteamientos (W. G. Kümmel, RGG VI 70), porque el «acto mental» y el «acto vital» van unidos (A. Schlatter), y puede ocurrir que, a veces, el ethos haya influido en una ética que cumple la función de interpretarlo y de justificarlo, en vez de que una ética haya dado lugar a un ethos1. A pesar de todo, no hay por qué aferrarse a la polarización de teoría y práctica, teniendo en cuenta, sobre todo, que es improbable que «las orientaciones éticas se transmitan durante largo tiempo cuando nadie las toma en serio y cuando nadie las pone en práctica, ni siquiera en lo esencial»4. En cualquier caso, el mismo nuevo testamento intenta más bien hacer un esbozo previo que una copia fiel de la conducta práctica (cf. el sermón de la montaña). Incluso aunque el relato de los ejemplos vivos tenga actualmente mayor fuerza de convicción que una refle­xión acerca de los fundamentos y de las opciones básicas de la ética, no se puede pasar por alto que, a pesar de los muchos «rela­tos de ejemplos», el nuevo testamento presenta, en primer plano, una ética de tipo argumentativo y no una ética narrativa. Esto no

3. L. E. Keck, Das Ethos der frühen Christen, en Zur Soziologie des Urchristen-tums, TB 62, 1979, 13-36, sobre todo en p. 20.

4. G. Theissen, Radicalismo itinerante, en Id., Estudios de sociología del cristia­nismo primitivo, Salamanca 1985, 13-40.

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/ • / Introducción

quiere decir que se plantee la ética únicamente en el plano de las ideas y del pensamiento, pero, a su vez, una ética no queda reduci­da al absurdo por el hecho de que no diga gran cosa en relación con su realización práctica, con lo cual no se niega que no se pueda interpelar a esa ética en cuestión, por sus posibles incumplimientos o por sus fracasos en la vida práctica, o que no se puedan pronun­ciar juicios objetivamente críticos, cuando sobre todo la repercusión histórica de esos textos neotestamentarios no contribuyó para ins­taurar prácticamente la caridad. Pero tampoco eso debe desviar el interés ni la atracción de la ética, concentrándola en el ethos, te­niendo presente, sobre todo, que por regla general, él es el que se tiene que acomodar a la ética. En el nuevo testamento nadie ha considerado al pensamiento como un sucedáneo de la actuación, ni ha confundido el hablar con el actuar. Muchos autores cristianos primitivos hicieron pública denuncia cuando el dicho se distanciaba del hecho, y cuando a la palabra de Cristo no correspondía un comportamiento consecuente con Cristo. Las disquisiciones moder­nas acerca de la practicabilidad de las exigencias neotestamentarias (planteadas la mayoría de las veces en relación con el sermón de la montaña), no pueden inducirnos al error de creer que los autores neotestamentarios parten, en general, como la cosa más obvia, de que los cristianos se dedican a cumplir la voluntad de Dios. La idea de que las consignas neotestamentarias sólo están ahí para indicar las orientaciones, o incluso para llevar al hombre al fracaso, no es más que una hipótesis moderna que, la mayoría de las veces, sólo cumple el papel de alibi o de una maniobra de distracción.

Por consiguiente, lo característico de la ética neotestamentaria y de su interpretación no es tanto el ethos, como la situación a la que esa ética dice relación. Resulta evidente que los autores neotes­tamentarios no se inventaron, dentro de un maravilloso mundo ilu­sorio, unas exigencias ideales, pero impracticables, es decir, que no se pronunciaron de una manera abstracta y ajena al mundo, negan­do la realidad y prescindiendo de los problemas de sus destinata­rios; fueron provocados por circunstancias y situaciones concretas, y que incluso únicamente se les puede entender dentro de su con­texto histórico-sociológico. La ética neotestamentaria es una ética contextual, una ética dentro del contexto de situaciones concretas. Por ejemplo, la institución de la esclavitud constituía en aquellos tiempos, para determinados miembros de la comunidad, una rea­lidad tan opresiva que muchos autores neotestamentarios no pu­dieron eludirla. Y a su vez sería inútil buscar en el nuevo testa­mento una respuesta a muchas cuestiones de la vida moderna. No es ninguna casualidad, por ejemplo, el que sólo se encuentren

Introducción 15

amonestaciones relativas a un comportamiento correcto frente al Estado y a sus instancias y que, por el contrario, no se halle ninguna orientación referente a la responsabilidad política de los cristianos. La razón no estriba simplemente en la proximidad de la parusía, sino en que la cristiandad primitiva constituía, en términos genera­les, un grupo marginal carente de influencia, y apenas contaba con miembros que tuviesen la posibilidad de influir políticamente desde puestos de responsabilidad en los destinos del Estado, que en aque­lla época era una institución que no tenía absolutamente nada de cristiana. Por otra parte, los predicadores y pedagogos neotesta­mentarios no pensaban en absoluto que fuera conveniente predicar a los cuatro vientos, a pesar de que lo que proclamaban era todo lo contrario de una actitud defensiva y medrosa o de una mentalidad derrotista. Tampoco se hacían demasiados problemas en torno a que sus preceptos aparecieran como evidentes entre los no cristia­nos, ni se arredraban ante el reproche de tener una moral eclesiásti­ca de vía estrecha, o de que únicamente se dirigieran de una manera inteligible a los miembros de la comunidad, o de que no proclama­ran una ley moral universal. El sujeto específico de la ética neotesta­mentaria no es ni la sociedad ni el individuo singular, sino la comu­nidad (cf. el destinatario de Flm). Cuando Pablo se pronuncia en torno al problema del divorcio no lo hace en términos generales, sino únicamente con respecto a los cónyuges cristianos que se ha­llan casados con cristianos o con no cristianos (1 Cor 7, lOss). Aparte de eso, los problemas éticos se abordan primordialmente en la plataforma local de las diversas comunidades. Esto no provoca ninguna ruptura con la aspiración universal del mensaje, ya que una ética comunitaria no quiere decir que sea una ética de grupús-culo. En cualquier caso, no puede quedar la menor duda de que los problemas agudos de las comunidades dan explicación a mu­chas cosas, pero no a todas, pues la ética neotestamentaria no es, en efecto, un mero reflejo de las circunstancias y prácticas de la comunidad de aquellos tiempos. Ahora bien, así como esta ética no se puede deducir de estas circunstancias, tampoco es verdad que se pueda entender perfectamente sin ellas (la precaria situación econó­mica, la dependencia política, la vida errante de apatrida, las perse­cuciones, etc.).

La referencia a la situación condiciona también el carácter frag­mentario y asistemático de la ética neotestamentaria. Por eso preci­samente habrá que poner, de suyo, «ética» entre comillas, y lo mis­mo se diga de conceptos tales como ética formal, ética de situación, ética de actitudes, ética social, etc. Es posible que fuese mucho más adecuado, por lo que se refiere al nuevo testamento, hablar de parér

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16 Introducción

nesis o de paraclesis, pero tampoco estos conceptos dan totalmente en la diana, porque la ética lleva implícita, con más fuerza, el aspec­to de la reflexión sobre la actuación. En el caso de que la ética no se refiera eo ipso a la ética explicitada científicamente y comproba­ble metodológicamente, sino que aluda a la reflexión sobre la actua­ción, se podría hablar perfectamente, cum grano salís, de una ética neotestamentaria, ya que los autores neotestamentarios aplicaron su reflexión a la actuación de los cristianos exactamente igual que a los problemas de la cristología, de la escatología, de la eclesiolo-gía, etc. Sin embargo no concedieron autonomía a estas considera­ciones, sino que, la mayor parte de las veces, las mencionaron de paso, dentro de las exhortaciones concretas. Por esta razón los pre­ceptos concretos hay que buscarlos en las premisas sobre las que se apoyan, así como en sus implicaciones, fundamentaciones y orienta­ciones. Incluso aunque hoy en día ya no nos sintamos ligados, en muchas cuestiones, a lo que exige el nuevo testamento, no por eso quedan descartados esos textos, sino que hay que inquirir todavía los motivos y criterios obvios que condicionan la óptica específica en problemas tales como el de la comida de la carne de los sacrifi­cios de los ídolos, o el de la esclavitud, y otros parecidos.

Por consiguiente, a pesar de que el nuevo testamento no elaboró una ética sistemática, no es lícito imaginarse la conducta de la cris­tiandad primitiva de una manera excesivamente puntual y ligada a las acciones singulares, ni concebir la ética neotestamentaria, exage­radamente, como una ética de situación o de tipo decisionista. Aun­que tampoco se encuentre un sistema cerrado de reflexiones éticas, tampoco se puede pasar por alto el rango preeminente de la razón y del conocimiento racional, precisamente dentro de la ética neotes­tamentaria. A pesar de que en ninguna parte se oiga hablar explíci­tamente de la razón o del logos inmanente en el mundo, y aunque no se pueda negar la diferencia con la ética romano-helenista, que intenta «solucionar los problemas de la vida y de la convivencia humana con procedimientos racionales» (A. Dihle, RAC 6, 647), en cualquier caso no basta tampoco con recalcar las diferencias entre la ética neotestamentaria y las «sutilezas intelectuales» o los «equilibrios razonables», acentuando en lugar de ello el «empuje del telos», «el verse envuelto en situaciones conflictivas», la «di­námica» etc., como sucede por ejemplo para H. Preisker (Ethos, 24ss). Se volverá a tratar con más detención sobre la racionalidad de la conducta cristiana cuando se hable de la ética de Jesús y de sus tradiciones sapienciales y, sobre todo, al estudiar la ética de Pa­blo y de sus numerosas apelaciones a la razón, a la sabiduría y al conocimiento.

Introducción 17

Entonces se tendrá que dilucidar también si las premisas y la lundamentación de esta ética son un producto de la ratio o bien sucede esto sólo con sus contenidos o si, por el contrario, no tiene lugar ninguna de las dos cosas, en el sentido de que a la apelación a la razón únicamente habría que atribuirle la importancia de un argumento adicional, dado que, efectivamente, no es posible renun­ciar al poder apodíctico de los argumentos racionales, a pesar de que, sobre todo en casos conflictivos, no se les conceda la última palabra. La plausibilidad y capacidad de concitar el consenso, por ejemplo de la «regla de oro» (Mt 7, 12 par), no se debe confundir simplemente con la ética del reino de Dios. Además, la razón tiene que orientarse hacia el amor, y sólo conservando la vigencia de este criterio de la caridad, definida cristológicamente, se puede mante­ner la «identidad objetiva entre la actuación caritativa y la racional» (U. Duchrow 117). La razón como tal no garantiza ni una actitud humanitaria ni el amor.

A pesar de la importancia insoslayable de la razón, sigue siendo verdad que la ética neotestamentaria no es sistemática, sino concre­ta, de tipo modélico, relacionada con la situación, calculada para una época determinada, a lo cual es preciso añadir, de inmediato, que tanto los modelos como los paradigmas de los comportamien­tos no son optativos ni facultativos. En la actualidad se suele hablar a menudo de «modelos de comportamiento» neotestamentarios, para no confundir las orientaciones bíblicas con un nomismo, o para no creer que éstas se pueden aplicar directamente al presente. Por eso J. Blank, con el concepto de modelo, quiere desembocar en un ethos, «que, aunque no tenga carácter de ley, no obstante sería, al mismo tiempo, obligatorio»5. P.Hoffmann y V. Eid prefie­ren el concepto de las «perspectivas», las cuales mantienen lo con­creto pero haciéndolo «convertible y extensible»6. Precisamente los paradigmas concretos pueden ayudar a dominar las situaciones aná­logas. Por supuesto que la infinita diversificación del hombre y de su medio cultural, social y sociológico, no se pueden reducir a un denominador común, pero, por otra parte, los problemas y las acti­tudes básicas decisivas continúan siendo las mismas. A pesar de toda la diversidad de las modalidades concretas de comportamiento

5. J. Blank, Zum Problem «ethischer Normen» im NT, en Schriftauslegung in Theorie und Praxis, 1969, 144-157, sobre todo p. 142; ef. también H. Schürmann Haben die paulinischen Wertungen und Weisungen Modellcharakter? en Oríentie-rungen am NT, 1978, 89-115.

6. P. Hoffmann/V. Eid, Jesús von Nazareth und eine christliche Moral QD 66 1975, 23s.

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18 Introducción

existen dentro de la cristiandad primitiva modelos permanentes de actuación y señalizaciones de la dirección a seguir, que impiden lo mismo un relativismo que un código de costumbres dotado de au­toridad. El precepto del amor y determinados mandamientos con­cretos se mantienen invariables, prescindiendo de cualquier tipo de análisis de la situación. Así por ejemplo, las palabras y los hechos de Jesús, aunque no se hayan repetido de manera estereotipada en otras situaciones diferentes siempre, sin embargo, se han intentado actualizar. Precisamente la reinterpretación de tradiciones éticas que se puede observar en el nuevo testamento demuestra que no existe una tendencia a reproducir servilmente comportamientos es­tandarizados. Pero a pesar de toda la libertad y de toda la fuerza de innovación con las que se podría no sólo interpretar sino crear algo nuevo, se intenta, no obstante, mantener las orientaciones de Jesús y las experiencias de la comunidad primitiva, con objeto de poder solucionar situaciones análogas o nuevas.

La referencia a la situación lleva consigo el condicionamiento a la situación. Esto no significa que la situación o que la realidad social o socioeconómica de las comunidades primitivas o incluso del medio ambiente neotestamentario sea la pauta o el principio según el cual se tenga que explicar, de modo satisfactorio, la ética cristiana primitiva. Efectivamente, las opciones neotestamentarias se han ido formando, hasta cierto punto, a través de los modelos mentales y fácticos, o a tra­vés de las axiologías o de las teleologías de aquella época. Pero ade­más de esto, estas opciones están configuradas por muchos factores extracomunitarios, teniendo en cuenta, además, que no se puede atri­buir la responsabilidad de esto, exclusivamente, ni a los condiciona­mientos religiosos, culturales o histórico-espirituales, ni tampoco a los condicionamientos económicos, políticos y sociales. Por consi­guiente, si bien es verdad que los criterios éticos de decisión no logra­ron desprenderse de la situación histórica de aquella época, tampoco se llegó, ni mucho menos, a contentarse con un simple encumbra­miento de las situaciones, es decir, a considerarlas como norma, pues esto no sería más que una pura tautología y convertiría a la cristiandad primitiva en un mero reflejo de la sociedad de la época. El espíritu de la época, o lo que se podría llamar rutina convencio­nal del mundo, no constituye la pauta de la ética cristiana primitiva, y lo mismo sucede con las costumbres establecidas o con las normas pragmáticas al uso. La misma realidad idéntica provoca, además, respuestas diferentes. Finalmente la referencia a la situación tiene, por supuesto, sus limitaciones, porque en el nuevo testamento tam­bién se encuentran con frecuencia parénesis «usuales» y no sola­mente de actualidad, para utilizar la terminología de M. Dibelius,

Introducción 19

es decir, amonestaciones que no están concebidas específicamente para una situación única, sino que tienen también unas característi­cas que desbordan la situación y que están dotadas de vigencia universal, siendo a veces incluso de tipo profiláctico. Los denomi­nados reglamentos domésticos del nuevo testamento no fueron pro­vocados por los abusos de las primitivas comunidades cristianas, y lo mismo pasaba con las llamadas listas de virtudes y vicios. Eviden­temente que la crisis del hambre (cf. Hech 11, 28; 12, 20) y otras emergencias similares (D. L. Mealand, o. c , 8s. 38s hace referencia, por ejemplo, a la precaria situación laboral de los pescadores gali-leos en Jerusalén y a la posibilidad de un año sabático cuando los campos quedaban en barbecho) dieron lugar a que la caridad cris­tiana aportase donativos con una especial abnegación, pero, por otra parte, se da por supuesto que a los pobres hay que hacerles el bien «en todo tiempo» (Me 14, 7). Muchas amonestaciones son, a parte de eso, bastante convencionales y tradicionales.

Por eso, a la hora de explicar los preceptos éticos del nuevo testamento, el planteamiento tradicional, cultural, social e histórico-religioso, así como el enfoque de la teoría y de la práctica éticas del medio ambiente, suele ser más importante que la cuestión de los destinatarios. Esto tiene tanta mayor vigencia cuanto que la ética neotestamentaria ha recogido y elaborado, en gran medida, la he­rencia de la ética antigua, aunque, además de eso, tampoco convie­ne pasar por alto las diferencias de las motivaciones e incluso las alternativas de actuación en cuanto al contenido. No va a ser posi­ble tratar simultáneamente los problemas de la ética judía o estoica, pero habrá que señalar en cada caso, en relación con puntos proble­máticos concretos del nuevo testamento, las líneas de conexión y de separación con la ética del mundo circundante. Entonces se po­drá comprobar que el nuevo testamento no representa el término medio de la moralidad antigua, sino que continuamente hay que constatar modificaciones y rupturas, al lado de una recepción críti­ca, y esto no en aras de la originalidad, sino más bien en razón de la congruencia objetiva de la conducta cristiana.

Como rasgo fundamental común de la ética de Jesús, y también de las éticas sinóptica, paulina y juánica, se encontrará, en primer lugar, su entronque y su orientación teológica o, en su caso, cristo-lógica. La ética neotestamentaria no es, pues, autónoma, ni tampo­co tiene un fin en sí misma. Su pauta y su fundamento es la actua­ción salvífica de Dios en Jesucristo. La ética es su consecuencia y su respuesta adecuada; más aún, se halla incluida en esa misma actuación salvífica. Hasta el hablar de una ética consecutiva resulta­ría cuestionable, ya que la caridad y la justicia no solamente son una

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consecuencia, sino la expresión de la pertenencia a Cristo. Además, esto provocaría con facilidad un malentendido desde el punto de vista cuantitativo, dado que no sólo la justificación, sino también la santificación constituye una actuación privativa de Dios, y cualquier tipo de cuantificación hace perder fuerza a la sutileza de la dialécti­ca, según la cual Dios es el que obra todo y, por eso, nosotros tenemos que hacer todo (Flp 2, 13s). En cualquier caso habrá que preguntar qué es lo que inspira y motiva la acción cristiana, y de dónde recibe esta acción su fuerza motriz y su ímpetu.

La extendidísima opinión de lo que lo original, lo peculiar, lo específicamente cristiano y obligatorio no afecta en absoluto a los contenidos materiales y que sólo atañe a la formación del sujeto ético y a la fundamentación de su actuación, puede, efectivamente, resultar un tanto parcial, pero lo que no se puede poner razonable­mente en duda es que lo decisivo se produce en la base, en el presagio, en el impulso y en el indicativo salvífico, antes que en cualquier imperativo. El convertir a la ética en autónoma no sería propio del nuevo testamento, ni tampoco se podría probar apodíc-ticamente echando mano a la orientación, primordialmente ética, de la carta de Santiago. Es cierto que ni los fundamentos ni los motivos se desvelan ni se explicitan en todas partes expressis verbis, pero el contexto teológico y la apelación a la dogmática neotesta-mentaria forman parte, de manera irrenunciable, de la ética del nuevo testamento. Por razones de espacio no será posible presentar aquí ¡n extenso esta vinculación con la teología, pero no se pueden pasar por alto las motivaciones principales y esenciales ni las cues­tiones básicas que configuran estas motivaciones, si no se quiere que la ética neotestamentaria quede sin arraigo, o se reduzca a una simple moral legalista. Esto tiene especial vigencia para la cristolo-gía y para la escatología, por estar estrechamente vinculadas con la ética. La base y el horizonte de la actuación cristiana son, por una parte, el reino de Dios y, por otra, la cruz y la resurrección de Jesús. La dificultad de transmitir la ética neotestamentaria de una manera convenientemente asequible no debería, en cualquier caso, dar lugar a que se podaran los planteamientos exegéticos de acuer­do con los gustos de la teología actual. Por lo demás, se plantea con toda evidencia la cuestión de si, incluso hoy en día, no debería ser una tarea específica de la ética cristiana precisamente el resaltar lo que está bloqueado y descentrado. Al parecer continúa teniendo actualidad, también para la ética, lo que en 1922 escribía K. Barth en su «Carta a los romanos»: «la opinión de que en la actualidad se trata primordialmente de que la teología se libere de ella misma, y de excogitar alguna cosa que resulte inteligible a todo el mundo...

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me parece una opinión completamente histérica y disparatada» (S. VTI). Las controversias en torno a la cuestión de la paz, han vuelto a poner de actualidad, para muchos, el sermón de la monta­ña, y por cierto en sus amonestaciones aparentemente irracionales, utópicas y rigoristas, que en el mundo se toman a veces como una salida de tono.

Nada de esto debe, por supuesto, dar lugar a que se relativice la «dogmática». Aunque se piense que las tradiciones cristianas, como por ejemplo el himno a Cristo de Flp 2, o los cánticos a Cristo de 1 Pe 2 y 3, no se recogieron más que con la finalidad de servir de fundamento a la conducta cristiana, es decir, que incluso el credo cristológico no tiene aquí un fin en sí mismo, no por eso se debe creer que la «dogmática» es sólo, por así decirlo, el prólo­go, y que el nuevo testamento sólo entra propiamente en materia con la ética, la cual podría, quizá, incluso compensar la carencia de «religión» y de «dogmática». Hoy se cita con gusto la frase de E. Kásemann sobre el «culto en la vida cotidiana del mundo», se­gún la cual la doctrina del culto coincide con la ética y se la inter­preta en ese caso muchas veces en un sentido puramente moral. Pero la idea de Kásemann tiene validez en los dos sentidos y de ninguna manera debe deducirse del nuevo testamento un código moral. Es preciso ponerse en guardia frente a una etización general del nuevo testamento, lo mismo que frente a la opinión de que, en el nuevo testamento, se trata primordialmente de una rígida fe dog­mática, ante la cual no importa excesivamente el comportamiento cotidiano, como pareció considerar, a veces, un protestantismo or­todoxo, que creyó poder recibir como de regalo las obras de la caridad y de la justicia. Incluso un documento que insiste tanto en que la fe se ponga en práctica, como es la Carta de Santiago —que no siempre escapa enteramente del peligro de moralismo—, no se puede descartar sin más, como si fuera un simple manual de una moral de vía estrecha. También esta carta aduce, de manera pa­tente, argumentos teológicos, prescindiendo de que sean o no con­vincentes.

Partiendo del nuevo testamento, resulta evidente que no sola­mente hay que averiguar y presentar los motivos y las razones de la actuación, sino también las pautas y los contenidos concretos de la ética, en el supuesto de que sea posible hacerse con ellos. En este sentido, como el concepto de norma7, entendida estáticamente,

7. Cf. Ch. Link, Überlegungen zum Problem der Norm in der theologischen lithik, en FS H. E. Tódt, 1978, 95ss.

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resulta problemático, se evita este término, hablando en su lugar de criterios, lo cual puede responder mejor a la libertad y a la obligato­riedad de la ética neotestamentaria en un sentido dinámico-histó-rico. Con todo, el nuevo testamento no solamente insiste en una nueva fundamentación o en una transformación de las actitudes básicas o de la orientación, sino también en la realización cristiana de la vida y en el comportamiento concreto de cara al mundo, en cada caso singular. No se puede apelar al nuevo testamento para defender una ética de situación, meramente formal, carente de per­files y de contenidos, que deje en manos del individuo todo el con­tenido de las decisiones, desembocando, por consiguiente, de un modo excesivamente frivolo, en una discrecionalidad material o en una adaptación al mundo. Séneca pensaba ciertamente que el que ha captado los principios filosóficos «se impone a sí mismo, en cada caso particular, la norma correcta» y no tiene necesidad de ningún consejo particular (Epístola 94), lo cual está lógicamente de acuerdo con la «vaguedad y generalización ideal» de la ética es­toica8, para la cual las circunstancias concretas de la vida son indi­ferentes. Pero no cuadra, por supuesto, con el nuevo testamento. E. Kásemann ha acentuado con razón «que la ética del nuevo testa­mento continuamente pone de relieve, de manera casi casuística, postulados concretos»9. En este caso, el miedo a la legalidad ha distorsionado, con frecuencia, una visión objetiva. E. Troeltsch cen­suraba ya el que los teólogos evangélicos se hubieran alejado tanto de la idea de precisar objetivamente el ethos cristiano, «que para ellos todo el ethos cristiano queda reducido a proteger las obras buenas y a definir adecuadamente la gracia que transmite el vigor moral», cayendo sin embargo «el aspecto del contenido en una falta total de concreción».10

De ninguna manera ha sido conjurado este peligro. Tengo la impresión de que la adaptación y acomodación a la opinión general y a la manera común de actuar del mundo a veces se ha extendido actualmente de tal modo que la ética cristiana, en el fondo, apenas

8. A. Bonhoeffer, Die Ethik des Stoikers Epictet, 1894, 90; cf. también H. Gree-ven, Hauptproblem, 63.75.

9. E. Kásemann, Puntos fundamentales para la interpretación de Rom 13, en Id., Ensayos exegéticos, Salamanca 1978, 29 ss, cita en p. 30.

10. E. Troeltsch, Die Soziallehren der christüchen Kirche I, reimpresión 1961, 174. Cf. también M. Horkheimer, Kritische Theorie I, 1968, 271: «La religión ha sido durante tanto tiempo despojada de un contenido claro y concreto, durante tanto tiempo formalizada, adaptada, espiritualizada y recluida a la interioridad más íntima del sujeto, que se pudo compaginar con cualquier actuación y con cualquier compor­tamiento público existente o posible dentro de esta realidad atea».

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se suele atrever a decir algo que no responda exactamente a la moral predominante de la sociedad, o a lo que está considerado como «realista», «efectivo» y «practicable», a no ser que encuentre un criterio ético-circunstancial penosamente parecido. Evidente­mente no se trata en el nuevo testamento de un clericalismo ético, ni de un anticonformismo sectario por principio, sino que se trata precisamente de que los cristianos sean «sal de la tierra» y «luz del mundo» (Mt 5, 13s; cf. también Flp 2, 15), y de que, de esta forma, no pierdan tampoco su peculiaridad en sus «obras buenas». Tam­poco es suficiente, según Mt 5, 46s, lo que hacen los publícanos y los gentiles. Sin el correctivo de lo «extraordinario», la cristiandad, efectivamente, «se ahogaría, sin más, en el mundo» ( H. - D. Wend-land, Botschaft, 79), y hoy tiene menos motivos para ponerse en guardia frente al sectarismo que frente a la acomodación al mundo. Efectivamente, está muy lejos del nuevo testamento el prurito de originalidad ética, así como de la casuística y la legalidad, pero exactamente igual es ajeno al nuevo testamento el reducirlo a la única recomendación de decidir según conciencia en cualquier tipo de situación. Entre la Escila de la casuística y el Caribdis del forma­lismo, podría servir también de ayuda, para comprender la ética neotestamentaria, el concepto del «axioma intermedio» (I. H. Old-ham, cf. H. - D. Wendland, Kirche, 34). En cualquier caso, el nue­vo testamento también posee coordenadas fundamentales y puntos de referencia perfectamente definidos. Si existe unanimidad en que la caridad constituye la tónica general de la ética neotestamentaria, así como el centro y la quintaesencia de todas las amonestaciones particulares, también tiene que quedar claro que esta caridad impli­ca unos contenidos y unos criterios de actuación muy concretos, y que no es ningún principio formal abstracto. Indudablemente, en virtud de la supremacía del mandato de la caridad no puede existir ningún precepto que tenga que cumplirse en razón de sí mismo, por ejemplo no podría darse ningún precepto de renunciar a la violencia dotado de validez universal. Ahora bien, la caridad sólo tiene seriamente en cuenta las consecuencias que afectan a los de­más cuando no se dispensa a sí misma de todas las implicaciones materiales. Hoy en día —prescindiendo de las definiciones vulgares ya desgastadas o emocionales— se pueden encubrir con el mandato de la caridad cosas muy contradictorias: por ejemplo se puede en­tender por caridad la devolución al tercer y cuarto mundo —y man­teniendo la misma mentalidad capitalista— de migajas de lo que anteriormente se ha sustraído a otros. Todo esto posiblemente tiene también relación con que nosotros no poseemos el valor de mante­ner el contenido y la concreción ética que tenía el nuevo testamento.

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Resulta verdaderamente sorprendente que nosotros, los miembros de raza blanca de la denominada religión de la caridad, contemple­mos en silencio la tremenda crueldad con que se explota a los ham­brientos y desheredados de la tierra, al mismo tiempo que nos apro­vechamos de ellos e invertimos miles de millones en armamento, empujando a los demás a la miseria. A mí me parece que nuestro principal problema no estriba en que se conceda prioridad a la bús­queda deductiva o inductiva de la norma, sino en que escuchemos «el grito de los pobres» (Hiers). Evidentemente el nuevo testamen­to no concreta la conducta cristiana, de una manera definitiva, en lo que se refiere a las posturas o a las realizaciones concretas políti­cas, sociales o sociológicas, pero sin embargo los preceptos materia­les del nuevo testamento, sin ningún género de dudas, posibilitan, de un modo paradigmático, el descubrimiento de pautas, de pers­pectivas y de prioridades para hallar las opciones que apuntan a nuevos horizontes mentales, y a seguir estructuras nuevas que esti­mulan a continuar avanzando (cf. Houlden, 119). Esto vale precisa­mente a la hora de integrar las perspectivas pneumatológícas. El que cuenta con la fuerza renovadora y vivificante del Espíritu, que por supuesto conduce a la verdad plena, se mantendrá abierto a unos enfoques sorprendentes y a una praxis nueva, y no condenará automáticamente, como si fuera una exaltación romántica, cual­quier intento de cambio en la Iglesia o en la sociedad, ni tampoco se aferrará a lo tradicional y a lo programado de antemano. El Espíritu de Dios es el poder dinamizante que abre brecha en las situaciones y posturas consolidadas llevándolas hacia la inseguridad, y jamás puede ser domesticado ni encerrado por la Iglesia, pero también es, simultáneamente, el que «recuerda» a Cristo y el que se orienta según Cristo en la línea del nuevo testamento. Precisamente así queda superada, al mismo tiempo, la inflexibilidad y la arbi­trariedad.

El que se estudien, siguiendo un orden de sucesión, a los repre­sentantes principales de la ética neotestamentaria no significa de antemano un juicio negativo sobre los escritos tardíos, como si hu­biera que entender la evolución que va desde Jesús hasta las Cartas pastorales y católicas como un mero proceso de descomposición. Si alguien, refiriéndose a la ética cristiana, habla por ejemplo de una moralización generalizada, o de un aburguesamiento y acomoda­ción al mundo y con ello de una depravación de la ética cristiana primitiva —por cierto que con frecuencia desde atalayas muy bur­guesas— se topará con grandes dificultades en el Apocalipsis de Juan y en la 1 Carta de Pedro. Tampoco se deberían emitir juicios prescindiendo de la historia, ni se debería, por ejemplo, rehuir la

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cuestión de cómo podría abordarse un paulinismo pervertido o el libertinismo o la ascesis de la gnosis de manera más eficaz de la que realmente se arbitra, es decir, poniendo de relieve las «obras», o recurriendo a los elementos de la denominada «ética natural», entre otras cosas. Con ello no nos imponemos un veto frente a los juicios objetivamente críticos. Estos juicios son más bien insoslayables, frente a determinadas manifestaciones patriarcales y androcéntricas, y también frente a posturas intransigentes que nada tienen de caris-máticas, o frente a peligros legalistas, incluso dentro del ámbito del mismo nuevo testamento. El criterio objetivo de ningún modo se puede identificar, sin más, con lo más antiguo y originario, o inclu­so con un radicalismo formal, sino únicamente con el evangelio y con el amor a través de los tiempos.

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LA ETICA ESCATOLOGICA DE JESÚS

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28 Etica del nuevo testamento

I. ESCATOLOGÍA Y ÉTICA

Bibliografía: H. Bald, Eschatologische oder theozentrische Ethik? An-merkungen zum Problem einer Verháltnisbestimtnung von Eschatologie und Ethik in der Verkündigung Jesu, VF 1979, 35-52; H. Flender, Die Botschañ Jesu von der Herrschaft Gottes, 1968; P. Hoffmann, «Eschato­logie» und «Friedenshandeln» in der Jesusverkündigung, en Eschatologie und Frieden (ed. por G. Liedke), 1978, 179-223; H. Schürmann, Escha­tologie und Liebesdienst in der Verkündigung Jesu, en FS Th. Kamp-mann, 1959, 39-71 (citado en FS K. Schubert, 1964, 203-232); C. Schón-born, Menschenwürde und Menschenrechte im hicht der Reich-Gottes-Verkündigung Jesu: Gregorianum 65 (1984) 321-325.

1. El reino de Dios como fundamento y horizonte de la ética de Jesús

El que desee informarse acerca de la ética de Jesús, tiene en primer lugar que buscar el núcleo de su mensaje, que es el que hace inteligible y urgente el anuncio y la realización de la voluntad de Dios. Este núcleo que configura al mismo tiempo el signo y el horizonte de toda la actividad de Jesús, es el mensaje de la proximi­dad y del comienzo del reinado, esto es, del reino de Dios como quicio escatológico de los tiempos.

a) Ciertamente es discutible qué es lo se que quiere decir con más precisión con eso del reinado de Dios. Una rápida ojeada a la historia de la tradición judía del antiguo testamento nos aporta los resultados siguientes: mientras que origi­nariamente la manifestación escatológica y definitiva del reino de Dios se conce­bía de manera intrahistórica e inmanente, dentro del ámbito de este mundo (cf. Is 52, 7; Zac 14,9; Abd 21, etc.), el género apocalíptico aportó una doble visión: por una parte, en el sentido de las antiguas esperanzas nacional-territoriales de la restauración del reino de David (cf. los targumes, las dieciocho bendiciones) y, por otra parte, más bien en el sentido trascendente de una esperanza en el más allá, en conexión con el eón que ha de venir (cf. Hen. et.). Ambos concep­tos, sin embargo, se hallan entrelazados, por lo cual no se debería trazar una línea divisoria excesivamente rígida entre los dos horizontes de esta esperanza, así como tampoco habría que pasar por alto la vinculación entre presente y futuro, pues el reinado eterno de Dios es algo indiscutible en todas partes, no sólo en el antiguo testamento (cf. Ex 15,18; Sal 10,16)), sino también en el género apocalíptico (cf. Dan 4, 31; Hen et. 84, 2). También donde se espera el comienzo del reinado de Dios en este mundo se amplía a menudo con lo supraterreno y donde está en el centro la espera de un totaliter aliter va unida la mayor parte de las veces con rasgos terrenos y aspectos político-sociales (cf. Dan 7, 13s; Ass Mos 10). Lo decisivo es el comienzo universal, definitivo y urgente del reino de Dios, que transformará todas las cosas e influirá en benefi­cio de su pueblo. El judaismo rabínico también conoce el «reino de los cielos»

La ética escatológica de Jesús 29

en su doble visión de soberanía presente y futura, es decir, como soberanía presente y escondida de Dios, que ha sido instituida por la ley y que es res­petada por los hombres que viven en la obediencia a la ley. Por otra parte, sin embargo, aquí también se pide la manifestación plena y definitiva del reino de Dios a todo el mundo, con lo cual se vuelven a entrelazar los rasgos his­tóricos y los metahistórícos (cf. la llamada oración de qaddish y la de Alenu, Billerbeck I, 408s). En todo esto, lo verdaderamente importante para la ética es que el reino de Dios no es simplemente algo que tiene que ver con el más allá o la trascendencia, sino que se trata de algo que tiene que ver con esta tierra.

b) Jesús conectó con esta expectativa escatológica de una ma­nifestación cósmico-universal del reino de Dios cuando predicó que Dios estaba a punto de instaurar, de manera definitiva, su reinado sobre el cosmos rebelde. Al mismo tiempo, sin embargo, Jesús in­trodujo una modificación en esta esperanza, que por otra parte no había desempeñado un papel preponderante dentro del judaismo. A diferencia de la anticipación temporal del esjaton que se hace en el judaismo de aquella época, para Jesús la presencia del reino de Dios no se halla ligada ni a épocas ni a lugares sagrados, ni tampoco se circunscribe, de manera esotérica y sectaria, a un «resto sagrado» de Israel (P. Hoffmann, Frieden, 185). El reino de Dios no puede ser objeto de cálculo de acuerdo con un calendario apocalíptico, ni se puede describir especulativamente, así como tampoco se puede imponer a la fuerza al estilo de los zelotas, ni puede quedar redu­cido a una línea político-nacional. Su nota característica es, ante todo, la dialéctica temporal entre futuro y presente. Esto significa, por ejemplo, que por una parte se habla de su proximidad y se pide su venida (cf. la segunda petición del padrenuestro) y, por otra par­te, sin embargo, se puede proclamar su comienzo y su irrupción en el presente, cosa que acontece con Jesús (cf. Mt 12,28 par; Le 17,20). El reino de Dios no está ahora sólo en el umbral de la puer­ta, sino que irrumpe ya, y Jesús ha entendido, evidentemente, su actividad a través de su palabra y de sus acciones como una mani­festación y una señal de esta irrupción, e incluso como una presen­cia anticipada del futuro. De esta forma, a Jesús no hay que ligarlo ni a las meras declaraciones de futuro ni a las puras declaraciones de presente en el tema del reino de Dios. No es lícito atribuir todas las frases que se refieren al futuro, como hace la denominada «rea-lized eschatology», a una apocaliptización secundaria del mensaje de Jesús, ni tampoco se puede, como es el caso de la llamada in­terpretación escatológico-consecuente, considerar todas las frases relativas al presente como si estuviesen imbuidas de la idea de la

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i<> Etica del nuevo testamento

consumación pospascual1. Lo característico de Jesús es, más bien la simultaneidad de presente y de futuro.

c) Las parábolas del grano de mostaza y de la siembra mues­tran la manera de relacionar entre sí ambos momentos. Por supues­to, jamás en el sentido de un crecimiento, extensivo o intensivo, producido por el hombre, ni tampoco según el modelo de un pen­samiento progresivo o como un simple contraste.

Por ejemplo, según la parábola del grano de mostaza (Me 4,30-32), el reino de Dios viene a ser como un grano de mostaza, que es más pequeño que todas las otras semillas, pero que se hace mayor que todos los demás arbustos del huerto. A diferencia de la versión Q de Le 13, 18-19, donde falta la alusión a la pequenez del grano de mostaza, en Me 4 se acentúa no el desarrollo del grano de mostaza hasta llegar a ser un árbol sino la contraposición entre la semilla más diminuta y la planta más frondosa. Se trata, por tanto, de una «parábola de contraste», que contrapone el inicio imperceptible y el gran final impresionante, sin que se enfoque el tiempo intermedio en el sentido de un proceso evolutivo biológico-natural o intrahistórico-historiográfíco (cf. Jeremías, Gleichnisse, 145s [Las parábolas]; O. Kuss, Auslegung und Verkündigung I, 1963, 78s.85s).

De todos modos, el principio y el final quedan estrechamente relacionados. El reino de Dios no crece desde sus comienzos de un modo orgánico y continuado; ahora bien, el principio y el final no se pueden en modo alguno separar bruscamente. Ni siquiera se puede excluir del todo cierto aspecto de un proceso escatológico que no cabe confundirlo con las modernas ideas intrahistóricas del progreso (cf. O. Kuss y 1 Cor 15,23ss). En este sentido, se puede hablar con propiedad de una escatología que se va realizando diná­micamente2. El arbusto escatológico no se da sin el grano de mosta­za histórico, y de lo que se trata precisamente es del grano de mos­taza. Por eso, está fuera de lugar el insistir en que el reino de Dios se compara en la parábola con la fase final (así J. Jeremías, Gleich­nisse, 146). Más bien hace resaltar lo contrario: que el interés y el acento se localizan precisamente en el estadio inicial, el cual con su sorprendente insignificancia es totalmente diferente de lo que ca­bría esperar contemplando la fase final, y debido a esto se produ­cen las proyecciones ilusionistas que se aplican a los inicios. Según E. Fuchs, a los coetáneos de Jesús no hacía falta decirles que, al final,

1. Cf. más ampliamente W. G. Kümmel, Verbeissung und Erfüllung, s1956; N. Perrin, Was lehrte Jesús wirklich?, 1972, 52ss; Kümmel, Theologie, 24s.

2. E. Kásemann, El problema del Jesús histórico, en Id., Ensayos exegéticos, Salamanca 1978, 159-190, en especial 186.

La ética escutológica de Jesús 31

la obra de Dios daría un resultado grandioso. Su pregunta sería mus bien si no sería más lógico que el mismo Dios, que concluye liin magníficamente, no podría también comenzar de una manera osnectacular1. El comienzo insignificante está ligado precisamente a la actividad de Jesús, en quien irrumpe ya, de modo prodigioso, el reino escatológico de Dios, que se encuentra «en medio de voso­tros» (Le 17,21). Ciertamente el reino de Dios no hace su aparición siguiendo simplemente un proceso continuado, visible e ininterrum­pido, y menos como un mero eslabón final de una cadena de acon­tecimientos apocalípticos, aunque sí está en una relación indisolu­ble con la actividad de Jesús y, precisamente de esta forma, repercu­to en la realidad mundana y terrena del presente.

Por eso, no se puede interpretar incondicionalmente el reino de Dios como una «dimensión absolutamente trascendente» (como por ejemplo W. Schmit-linls, ./fst<.s und die Weltlichkeit des Reiches Gottes, EK 1, 1968, 313-320, cita en 115). Si por una parte va ligado a la terminología del eón que ha de venir (cf. «venir», «llegar» etc.), por otra parte se une a la experiencia presente (Mt 12,28). Sí jesús, con su actividad, hubiera anticipado el presente del reinado de Dios en el ámbito de la realidad histórica, el ensamblaje de este reino con la experiencia mundana imposibilitaría percatarse del contenido y de la meta del mensaje de Jesús, desde el ángulo de la diferencia que hay entre Dios y el hombre y desde el distanciamiento del mundo que de ahí se sigue. La actividad de Jesús intenta más bien mostrar «el reino eterno y trascendente de Dios en cuanto operando aquí y ahora» (U. Wilckens, o.c, IIC, 141). El «más allá» penetra en el «más acá», y quiere hacer la liberación y plantear sus pretensiones aquí en la tierra. De manera especial, H.-D. Wendland ha lanzado con frecuencia serias adverten­cias frente al peligro que amenaza, en relación con la doctrina de los dos reinos, ile «convertir el reino de Dios en una exclusiva dimensión invisible del más allá, o en una dimensión invisible del más acá» (Botschañ, 95).

A menudo, de la repulsa de Jesús a concebir el reino de Dios en una línea político-nacionalista, se ha deducido, demasiado depri­sa, no sólo su sentido trascendente sino su sentido puramente espi­ritual. Pero no solamente dentro del género apocalíptico, sino tam­bién para el mismo Jesús, el mensaje del reino de Dios tiene, junto a unos aspectos cósmicos, otros aspectos político-sociales, y ésta es la razón de que, a lo largo de la historia, haya inspirado permanen­temente, y no por puro azar, programas sociales orientados hacia el futuro, a pesar de que el mensaje no se puede aplicar a la ligera a estos planteamientos (H. Schürmann, GuL [1977] 26). Le 17, 20s no se puede entender en modo alguno como si el reino de Dios

3. E. Fuchs, Zur Frage nach dem historischen Jesús, 1960, 288s.

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¡.2 Etica de! nuevo testamento

estuviese interiorizado dentro de los corazones (Lutero, Harnack etc.). Por el contrario, el reino se hace presente y se puede experi­mentar en toda la actuación de Jesús (cf. Mt 11, 5s etc.). Incluso las manifestaciones referidas al futuro confirman que también se espera del reino de Dios la liberación de las penalidades sociales propias de las criaturas y el logro de los anhelos auténticos (cf. Le 6,20s; Mt 8,11; según H. Flender, 32, la esperanza del reino que tenía Jesús debe entenderse únicamente en este sentido de futuro inma­nente). «En medio de vosotros» (Le 17,21), según mi opinión, no ha de relacionarse sólo con la persona de Jesús. Si él representa el reino de Dios que se inaugura a través de él mismo, también está él a su servicio (cf. nota 12) e incluye a los suyos dentro del Reino. Si él mismo predica el reino de Dios, si los exorcismos son una señal de este Reino que despunta (cfr. iníra, 33), y si por otra parte también sus discípulos pueden predicar y curar (cfr. infra, 70), en tal caso también ellos —de forma derivada— participan en el servi­cio de la presencia y de la realidad del reino de Dios.

d) Ahora bien, continuamente se hace referencia a que el mis­mo reino de Dios es el sujeto de esta cercanía (Me 1,14) y que esto lo provoca el mismo Dios. Sobre todo la parábola de Me 4,26ss acerca de la semilla que crece sola, se interpreta, la mayoría de las veces, como si hubiera de excluirse aquí, de manera radical, toda actividad humana.

Según esta parábola, el reino de Dios viene a ser como una semilla que siembra alguien, y mientras éste duerme y se levanta, la semilla brota y se hace grande, lo cual sucede, además, automate (Me 4,28). El acento está en la palabra «automáticamente». El labrador es ajeno al crecimiento. La cosecha viene con toda seguridad. Esto significa que el reino de Dios viene sin causas aparentes y constituye un milagro no producido por el hombre. Pero eso, a su vez, no quiere decir tampoco que ocurra sin ninguna colaboración del hombre y con independencia del esfuerzo y de la actividad humana. El labrador no puede contribuir en absoluto a la maduración de la cosecha ni con su vigilia, ni con su sueño, ni con su actividad ni con su espera, pero tanto más, sin embargo, está obligado a sembrar y también, según él v.29, a meter la hoz. R. Stuhlmann (Beobachtungen und Überlegungen zu MK 4,26-29: NTS 19 [1973] 153-162) ha señalado que en Me 4 no se trata del contraste de la pasividad y de la actividad, y que la parábola no está orientada en sentido antisinergético o an-tizelota, ni tampoco en una línea pietista, sino que se trata de algo automate, es decir, «incomprensible, maravilloso y sin causa aparente». La parábola no apunta a que la colaboración humana esté excluida, sino que la venida cierta, inexplicable, incomprensible, ajena a toda posibilidad humana (por tanto in­cluso a la posibilidad mental) del reino de Dios, es producida solamente por Dios. El acento recae en la aparición indefectible e inexplicable del fruto.

La ética csculológicu de Jesús 33

I VID, por otra parte, también se presupone (Mt 9, 37s'par) la presencia activa y ln colaboración del hombre en la «mies» del Señor.

Se ha puesto de relieve, a veces de manera excesivamente enfá­tica, que únicamente cabe rezar por la venida del reino. Hasta cier-lo punto esto también es verdad. Pero así como en el padrenuestro se pide la realización de la voluntad divina a través de Dios mismo («llágase tu voluntad»), y es de esperar que nadie por eso se crea dispensado del cumplimiento de la voluntad divina, lo mismo hay que decir también de la segunda petición («venga a nosotros tu reino»). H. Conzelmann afirma que se puede acelerar la venida del reino de Dios por medio de la oración, lo cual constituye una con­tradicción solo aparente con respecto a que Dios mismo es el que la hace llegar: «sólo Dios actúa, a pesar de lo cual el hombre puede intervenir y mover a Dios» (Grundriss, 129). Pero esta contradic­ción aparente no hay por qué limitarla a la oración (cf. por ejemplo la tirantez entre Le 12,32 y 9,62). El hombre queda implicado en el alborear del reino de Dios. La venida definitiva está reservada a la iniciativa de Dios y el hombre no puede organizaría ni ponerla en escena. Lo cual no quiere decir que hasta ese momento al hombre no le quede más recurso que rezar o un esperar inactivo, ni que esté condenado a la mera pasividad. Se puede corresponder a la venida del reino de Dios con la propia actividad. Se debe vivir de esta venida y también se la puede transmitir a los demás.

e) Para poder precisar con más exactitud qué significa esta relación, hay que poner de relieve el carácter salvífico del reino de Dios. El que Jesús aporte la proximidad y la presencia del reino de Dios, valiéndose de la experiencia humana, convierte a ésta en una experiencia salvífica. Efectivamente, el reino de Dios trae la sal­vación al hombre en toda su integridad (cf. por ejemplo las curacio­nes). Dios se convierte precisamente en Señor de forma tal que, a través de la lucha y de la victoria de Jesús sobre los demonios, proporciona a los hombres esclavizados la salvación y la liberación de Jesús, y éste hace suyos los problemas de los pobres y de los extraviados, de los desheredados y de los humillados. Al expulsar Jesús a los demonios, se acredita ya como el vencedor de los pode­res fatídicos que aprisionan a los hombres (Me 3,27), y es, por así decirlo, el «dedo de Dios» a través del cual Dios arranca a los hombres del dominio de Satán (cf. Le 11,20; también 10,18). Al tomar partido por los desclasados y los despojados, la llegada del reino de Dios adquiere credibilidad, como la venida del amor de Dios y de la justicia. Lo que los reyes y los profetas ansiaban ver y

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34 litiai del nuevo testamento

oír, comienza ahora ¡i ser una realidad (Le 10,23s). No es ninguna casualidad el que, sobre todo, algunas figuras retóricas que, como es el caso de las parábolas, aluden a lo misterioso e indirecto del reino de Dios, hagan referencia a que con Jesús ha irrumpido la hora de la salvación. Ha llegado ya la época de las alegrías escatoló-gicas y no de los ayunos (Me 2,18s), ya llegó el tiempo de la cosecha (Mt 9,37s), etcétera.

Resulta sugestivo establecer una comparación con la predicación del Bautis­ta. El núcleo de la predicación del Bautista no lo constituía el Dios indulgente, sino el Dios juez, en lugar de la salvación de Dios, la cólera de Dios que se avecinaba (cf. Le 3,7ss par). Cf. J. Becker, Johannes der Táufer und Jesús von Nazareth (SBS 82), 1976. Ahora bien, Jesús tampoco descartó, sin más, el pensa­miento del juicio, sino que lo integró en su predicación (cf. Mt 11,22.24; 12,36; Le 16,lss; 12,16ss), aunque su mensaje acentúa primariamente el carácter salvífi-co del reino de Dios, como sucede en la oferta salvífica de la predicación y en el perdón de los pecados, en las curaciones y en el sometimiento de los poderes demoníacos, en la mesa compartida con los pecadores y publícanos, en el cum­plimiento de las promesas proféticas, etc. U. Luz considera con razón como fundamental (EWB I, 486) que el comienzo del reino de Dios se interprete «como el amor sin barreras y sin limitaciones de Dios a los despreciados y marginados de Israel».

El uso de Is 61, ls en Mt 11,5 (cf. también Le 4,18s) constituye una caracterización del mensaje de Jesús tan precisa como las biena­venturanzas en su sentido originario. Mateo y Lucas, siguiendo a Q, inician con toda premeditación la magna redacción de los dis­cursos, que es lo más significativo en orden a la ética de Jesús (o sea el sermón de la montaña o el discurso «de la llanura»), con la incondicional promesa salvífica de las bienaventuranzas. A pesar de que Mateo dio a la lista un contenido ético (cf. infra, p. 185), queda claro que se promete la salvación escatológica a los pobres, a los despreciados, a los que lloran y a los necesitados. A aquellos que son deficitarios desde el punto de vista religioso, sociológico y social, según los criterios y las pautas de este mundo, porque no tienen nada, y en razón de su menesterosidad sólo pueden contar con Dios, a esos mismos les sale al paso la promesa de Jesús ofre­ciéndoles el reino de Dios como salvación. «Bienaventurados voso­tros, los pobres» (Le 6,20).

El concepto de «pobre» tiene aquí, probablemente, no sólo un sentido social o económico, sino también una significación religiosa. Asimismo, en el antiguo testamento y en el judaismo, también se puede descubrir en pasajes concretos (cf. Is 61,ls), un doble plano (cf. infra). Habría también que tener en cuenta las palabras que hablan de «recibir el reino de Dios como un niño» (Me 10,15 par),

La ética escatológica de Jesús )•)

lo cual no quiere decir que se reciba con la inocencia de un niño —el nuevo irslamento no habla de la inocencia infantil— sino de que se acepte el reino de I >¡os dentro de un clima de indigencia y de desvalimiento, poniéndose en manos i Ir la gracia de Dios, sin depositar la confianza en las propias fuerzas y logros u I. II. Merklein, 128s). La vida práctica de Jesús, es decir, su dedicación a los •nlermos impuros, a las mujeres desprestigiadas, a los pecadores marginados y i los samaritanos (cf. Me 2,17 etc.), responde también al incondicional consuelo MIVÍIÍCO. Los publicanos y las prostitutas, que se encuentrn entre los grupos '.penalmente proscritos de la sociedad, precederían en el reino de los cielos a

los observantes, y este «preceder» (Mt 21,31) no hay que entenderlo simplemen-ic en el sentido de una prioridad temporal, sino en un sentido exclusivo.

Ls fácil imaginar el choque que tenían que producir estas afirmaciones. Mt '(), lss (la parábola de los trabajadores de la viña) señala, al reflejar la murmura-i ion de los que trabajan durante más tiempo, el escándalo que Jesús provocaba • •iitre los observantes de la ley, los cuales consideraban la postura de Jesús con los pecadores como un atentado contra un sistema intangible. El hombre obser­vante quiere un Dios que sea el garante del orden religioso-moral del mundo, y |iic retribuya a cada uno, lo suyo, de acuerdo con el derecho y con la dignidad. I'ero no quiere un Dios que, haciendo uso de una libertad soberana, no tome en • onsideración aquello que el hombre estima —incluso en sentido ético—, que lia podido merecer o que puede reclamar. Ni tampoco quiere un Dios que llene Iiis manos vacías de aquellos que acuden a él como pobres diablos y que no t ienen ninguna credencial que presentar. A pesar de esto, tanto más patentemen-ic se ve así la soberanía y la ausencia de barreras de la bondad de Dios. Esta bondad se demuestra en el comportamiento del propietario de la viña con los que trabajan poco tiempo. Algo similar ocurre con el comportamiento del padre i-n la parábola de Le 15, el cual sale al encuentro de su hijo descarriado, lo vuelve a recibir en su casa y celebra el retorno con una fiesta, provocando así la protesta del hijo mayor.

El que Jesús, para justificar su propia conducta frente a los extraviados, se remita a la misericordia de Dios con los pecadores, permite concluir significativamente que Jesús pretende, con sus obras, realizar el amor de Dios e incluso actuar como representante de Dios. E. Fuchs, que ve claramente la trascendencia de este hecho para la misma ética, dice con toda la razón: «Jesús se atreve a poner en marcha la voluntad de Dios, como si él mismo estuviera en el puesto de Dios»4. Esto explica también el que Jesús se arrogue un poder extraordinario en la interpretación de la voluntad de Dios. I lay que recalcar como algo muy significativo de la ética de Jesús, que éste proclamó y realizó en su vida, el comienzo y la irrupción salvífica del reino de Dios y que, por esta razón, resulta de antemano

4. Ibid. (nota 3), 154; cf. J. Jeremías, Teología del nuevo testamento, Salamanca M985, 146

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(6 lúicu del nuevo testamento

imposible que hubiera podido predicar una ética basada en los lo­gros, según la cual el hombre tuviera que merecerse la salvación por medio de su comportamiento. La ética de Jesús presupone, más bien, el reino de Dios que ya se abre paso en sus dones salvífi-cos, y asimismo cuenta con la promesa y con la esperanza de su perfecta realización.

2. La relación entre escatología y ética

Prescindiendo de cómo se concrete con más precisión la escato­logía de Jesús, nadie puede pasar por alto la importancia de dicha escatología dentro de su ética. J. Weiss y A. Schweitzer han destaca­do con acierto que la ética de Jesús se tiene que explicar antes que nada desde su escatología. Aun cuando la escatología se conciba aquí, unilateralmente, como la espera inminente del fin de los tiem­pos, y la ética se entienda especialmente en el sentido de una ética de la interinidad (cf. infra, 42s), en este enfoque del tema es indis­cutible que Jesús ha entendido su mensaje y su ética partiendo del reino de Dios, en cuanto inminente o en cuanto que está abriéndose paso. En este sentido, la ética de Jesús está incluida dentro de su mensaje escatológico acerca de la soberanía y de la bondad de Dios, y no es más que una consecuencia de este mismo mensaje (cf. H. Merklein 15 y en otros pasajes). El reino de Dios, que simul­táneamente cumple el papel de garante y todavía está pendiente, motiva y provoca a los hombres a una conducta que está en conso­nancia con este mismo reino de Dios.

También es indiscutible que la ética de Jesús depende de su escatología en el caso de que esta escatología se defina primariamente como relacionada con el presente, como sucede con C. H. Dodd, para el cual la presencia del reino de Dios constituye la base de la ética e incita al hombre a seguir una conducta adecuada. «La historia ha llegado a su momento culminante. Es la hora cero, en la que es imprescindible una actuación decidida» (Gesetz, 68, cf. también A. N. Wilder, Eschatology, 160).

Participan de esta misma opinión aquellos que ven la escatología de Jesús no exclusivamente de cara al futuro, como J. Weiss y A. Schweitzer, ni exclusiva­mente de cara al presente, como C. H. Dodd, sino que la consideran dialéctica­mente. H. D. Wendland encuentra, por ejemplo, en la ética de Jesús, una moti­vación doble, es decir, que tanto «el indicativo de la salvación que se va realizan­do o que está presente», como también «el futuro del juicio venidero», son los que determinan la acción de Jesús (Ethik, 29; cf. H. Merklein, 168), aunque de momento quede sin dilucidar si con estas precisiones quedan definidos satisfac­toriamente los dos polos.

La ética escatológica de Jesús 37

a) Por supuesto que no todos los exegetas contemplan la ética de Jesús como basada en su escatología. Sobre todo para H. Win-disch (Bergpredigt, 6ss) y para H. Schürmann {Eschatologie, 203ss), la ética y la escatología son dos dimensiones que se hallan bastante aisladas una de otra, y que no cabe relacionarlas entre sí de una manera automática. Sin embargo, aun cuando siempre sea proble­mática una sistematización, y aunque la mayoría de las veces falte un vínculo directo en el plano literario, continuará planteándose la cuestión acerca de una unidad o de una relación objetiva (cf. infra, 46). Este intento de unidad se ha querido ver tanto en la concep­ción de la existencia que se da en las situaciones en las que se produce la decisión, como en el concepto de Dios, así como en una cristología implícita.

Según R. Bultmann, la unidad de la predicación escatológica y de la predi­cación ética de Jesús consiste, en ambos casos, en que el sentido más profundo radica en «que el hombre se halla ahora dentro de la decisión» (Jesús, 91; tam­bién Teología del NT, Salamanca 1981, 59). Tanto en la escatología como en la ética subyace la misma visión del hombre y de su postura delante de Dios (cf. también H. Conzelmann, RGG III, 637). Pero dado que no es posible que una interpretación existencial-atemporal se convierta en la clave para comprender a Jesús, habrá más bien que afirmar con toda razón que, en los comienzos de la salvación, «el soberano futuro interviene en el presente como el padre amoroso», y también habría que decir que en las exigencias morales de Jesús se trata «siem­pre radicalmente de Dios» (así W. G. Kümmel, Theologie, 44; cf también H. Windisch, 23). Pero al mismo tiempo, la unidad de los mandatos objetivos «viene dada en la persona de Jesús, que es la clave tanto aquí como allá» (H. Conzelmann, RGG III, 637; cf. Grundriss, 144: la cristología indirecta sería el «punto de partida común» de la teología, de la ética y de la escatología; cf también H.-D. Wendland, Ethik, 32). La justificación de esta solución implí­citamente cristológica está en que la presencia de la salvación del reino de Dios depende de Jesús quien, al mismo tiempo, reivindica el derecho de actuar en lu­gar de Dios y de representar la voluntad divina.

Aquí se trata, sobre todo, de la importancia de la ética dentro de esta relación triangular. A este respecto, apenas tiene sentido llevar hasta el extremo la cuestión acerca de una ética teocéntrica o escatológica, planteándola como una alternativa (cf. H. Bald, 36), pues la predicación de Jesús, incluyendo su ética, está marcada tan­to teológica como escatológicamente. Evidentemente no se puede negar una tensión entre la escatología y determinadas proposiciones acerca de Dios, sustentadas por la tradición sapiencial, que conci­ben a Dios no tanto como el que actúa escatológicamente, sino primariamente en cuanto creador (cf. infra, 46). Pero esta tensión no se puede entender como si hubiera una contraposición alter-

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IX liliai del nuevo testamento

nativa entre escatología y teología. Lo típico es precisamente que en la predicación del reino de Dios coinciden ambas, es decir, que el reino escatológico de Dios es el reino del Padre, el cual, con su soberanía, realiza el poder salvífico de su amor.

b) Por lo demás, existen muchísimos pasajes en los que la escatología y la ética están en relación, incluso de manera directa, y donde, además, se da esta relación con la ética, tanto por parte de una escatología orientada al futuro, como por parte de una escato­logía proyectada hacia el presente. He aquí un ejemplo del razona­miento escatológico de futuro: en Le 12,58s, se encuentra una pará­bola denominada de crisis, que pone en guardia frente a una com­parecencia delante del tribunal de Dios sin la debida preparación.

No hace falta ocuparse más a fondo de la versión de Mateo (5,25s), puesto que ahí la parábola está modificada parenéticamente. Lo común en ambas ver­siones es que, en el camino al tribunal, se intenta llegar a un acuerdo con la parte contraria, cuando uno tiene la culpa o tiene deudas con el otro. Pero una vez que el proceso judicial está en marcha, sólo se puede temer un final desgra­ciado (cf. J. Jeremías, Gleichnisse, 39ss. 179; H. Schürmann, Eschatologie, 205ss).

En Lucas, todo esto no está expresado a través de una alegoría, sino a través de una parábola que intenta inculcar un comporta­miento adecuado en el último minuto. Se puede llegar también de­masiado tarde cuando el juicio pendiente no solamente supone una amenaza sino también cuando implica una oportunidad (cf. tam­bién Le 16,lss). El plazo que queda, puede y debe ser aprovechado para portarse como conviene ante la perspectiva del ésjaton futuro.

Lo discutible es, si la parábola exige, por encima de este tertíum compara-tionis, alguna reconciliación objetiva con el prójimo pues, de lo contrario, esta invitación, enfáticamente subrayada, de llegar a un acuerdo por la vía rápida con el adversario (cf. el imperativo, por lo demás nada frecuente en la parábola), no sería suficiente, a parte de que también en otros lugares se encuentra continua­mente esta exigencia de poner en orden las relaciones con el prójimo, como con­dición para la salvación en el juicio (así H. Schürmann). Si esta interpretación fuese la acertada, lo indicado sería aquí no solamente una conversión de tipo for­mal, a la vista del final que se aproxima, sino que también se exigiría, mate-rialiter, una actitud de perdón y de reconciliación (de otra forma J. Jeremías, Gleichnisse, 40s). De todas formas, tanto el ésjaton que irrumpirá enseguida, como la sentencia que entonces se espera, son los que motivan, en este caso, la ética, que como siempre tendrá que irse definiendo objetivamente (cf. también Le 13,6ss, donde a la higuera estéril se le concede una última oportunidad, y Le 16,lss, donde el administrador, con su conducta presente, se prepara para el futuro, empleando todo tipo de procedimientos).

La ética escatológíca de Jesús 39

Otro ejemplo de un enfoque semejante de la conducta humana lo brinda la parábola conclusiva del sermón de la montaña o del discurso «de la llanura» (Mt 7,24-27 / Le 6,47-49): el poner en práctica las palabras de Jesús —éstas se entienden aquí como pauta y como punto de referencia en la vida— repercute en la salvación escatológica, es decir, es el destino eterno del hombre. Obrará con prudencia el que, ahora mismo, se prepara con su conducta, y el que integra la dimensión escatológica en la planificación global de su vida. El que no obra así es un insensato y «la ruina será grande», esto es, para él no habrá una salvación escatológica.

También forman parte de esto mismo los denominados «prover­bios de admisión»5, que hacen depender el ingreso en el reino de Dios del cumplimiento de determinadas condiciones, entendiéndo­se por tales no solamente la aceptación del reino de Dios «como un niño» (Me 10,15par), o el ser como los niños (Mt 18,3), sino tam­bién el comportamiento humano en general (cf. Me 10,25). Con esto concuerdan perfectamente las insoslayables amenazas de juicio, pues, según éstas, no sólo incurre en juicio el rechazo del reino de Dios (Le 10,10ss; ll,31s etc.), sino también un comportamiento concreto inadecuado o, como en Mt 25,31ss, determinados pecados ile omisión. Por esta razón, los hombres darán cuenta en el juicio final de toda palabra ociosa (Mt 12,36), y los que juzgan serán juzgados (Mt 7,ls) y por eso los escribas, que devoran las casas de las viudas y simulan largas oraciones, tendrán un juicio muy severo (Me 12,40), y el que se irrita con su hermano será reo de juicio (Mt 5,22), etc. (cf. Mt 25,31ss y sobre todo Le 19,12ss). Todo hombre se acerca a esta decisión definitiva de Dios. Cualquier acción u omisión del hombre desencadena unas consecuencias irrevocables para bien o para mal, para la salvación o para la perdición.

La idea de la retribución forma parte, de un modo especial, de esta serie de motivos escatológicos de la ética de Jesús. También aquí la promesa de la retribución se refiere, a veces, a una acción concreta: desde ofrecer un vaso de agua (Me 9,41 par) hasta el amor al enemigo (Mt 5,46; cf. también las parábolas de Mt 25).

En el protestantismo existe una confusión, heredada de Platón y de Kant, con respecto a la idea de retribución, confusión que se ha agudizado todavía más debido a que es una postura antagónica en relación con el catolicismo. Sin embargo la genuína idea bíblica de la retribución hay que desprenderla tanto de la ética idealista, según la cual la práctica del bien tiene un sentido por sí misma

5. Cf. H. Windisch, Die Sprüche vom Eingehen in das Reich Gottes: ZNW 27 (1928) 163-192; H. Merklein, 134.

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40 Etica del nuevo testamento

y encierra en ella misma un valor, como también de la doctrina de la meritorie-dad de las buenas obras. Se puede descubrir con toda claridad una motivación fundamental del concepto neotestamentario de la recompensa que, por cierto, también tiene importancia para la ética, en la parábola de Le 17, 7-10, acerca del señor y del siervo inútil, cuando se dice al final: «así también vosotros, cuando hiciereis estas cosas que os están mandadas, decid: somos siervos inúti­les; lo que teníamos obligación de hacer, eso hicimos». Con este «estar obliga­do» se concentra la servidumbre radical y la obligación ineludible del hombre con respecto a Dios. La autonomía y la autarquía, cuando se tienen a la vista las obligaciones que recaen sobre el hombre, se convierten al mismo tiempo en algo híbrido e ilusorio. Por eso, ni las mismas obras buenas tienen capacidad para servir de base a ninguna pretensión del hombre frente a Dios. La recompensa es un regalo libre de Dios (cf. Mt 20,lss), por lo cual cualquier especulación de cálculo retributivo tiene que ser descartada de raíz en cuanto motivación de la ética y, por otra parte, de esta forma el hombre es tomado en serio en su depen­dencia de Dios. Cf. H. Preisker, ThW IV, 702ss, 719ss; G. Bornkamm, Der Lohngedanke im Neuen Testament, en Ges.Aufs. II, 21962, 69-92.

E n cualquier caso, de t o d o esto se deduce claramente que la motiva­ción y el est ímulo decisivo de las acciones y omisiones del h o m b r e es el mensaje escatológico de Jesús o, todavía más exactamente , el reino de Dios p romet ido , y no el reino de Dios que hay que merecer y conse­guir. «Convert ios, pues , el reino de Dios está cercano» (Me 1,15). La actuación del h o m b r e es una consecuencia, no un presupues to de la venida del reino de Dios. Ahora bien, se convierte en juicio, cuando po r par te del h o m b r e no p r o d u c e las consecuencias per t inentes .

c) Esto se puede ilustrar todavía más, con un comparación histórico-reli-giosa, acudiendo al trasfondo de las manifestaciones judeo-rabínicas, en la cuales se ponen en relación la penitencia y el ésjaton, cosa que también ocurre en Me 1,15. En la institución rabínica se creía, por otra parte, que Dios había fijado el día de la redención escatológica, aunque, por otra parte, el tiempo mesiánico no tenía que aparecer hasta que la situación religioso-moral del pueblo lo permitie­ra. También se pensaba que se podía acelerar la llegada del Mesías y de la salvación lo mismo con la penitencia que con la observancia de los mandamien­tos, con el estudio de la tora, etc., y, por el contrario, que si no se daba una conducta adecuada, se retrasaba esta venida. R. Eliezer b. Hyrkanus (hacia el año 90) decía, por ejemplo, en j Taan 1,1: «si los israelitas hacen penitencia serán redimidos». De manera análoga R. Levi (hacia el año 300) decía en el midrash a HL 5,2 (118a): «si los israelitas hiciesen aunque sólo fuese un día de penitencia, serían redimidos inmediatamente y vendría enseguida el hijo de Da­vid» (cf. Bülerbeck I, 162s).

A parte de eso, a veces también en el género apocalíptico se escuchan acen­tos muy similares, a pesar del determinismo que suele predominar en este géne­ro. SyrBar 46,5s dice por ejemplo: «preparad única y exclusivamente vuestros corazones para escuchar la ley... pues si hacéis esto os alcanzarán las promesas para vuestro beneficio». También en 44,7 la observancia de la ley es el presu­

ma ética escatológica de Jesús 41

pílenlo puní la venida del ésjaton: «si perseveráis,pacientemente y no olvidáis su ley, Ion tiempos cambiarán trayéndoos la salvación». Asimismo los apocalípticos Mirlen »ci conscientes de que sólo la acción poderosa de Dios trae el reino de Dio*, y que el hombre sólo puede prepararse cumpliendo la ley.

Especialmente en los escritos de Qumram y en el Bautista se puede ver otro enloque de la salvación, dado que aquí las afirmaciones apocalípticas sirven de hune i) proposiciones éticas, en el sentido de que de la proximidad del ésjaton se deducen recomendaciones y advertencias. Aunque en casos aislados tam­bién se hable de un presente escatológico, la parénesis está sin embargo susten-ludu por declaraciones de cara al futuro, que son las que predominan. Pero la CKtiiutiiru lormal de que el ésjaton constituye el motivo y el fundamento de la ¿•lien corresponde estrechísimamente a la relación entre escatología y ética que encontramos también en Jesús. En cualquier caso, el mensaje de Jesús no dice: «convertios para que el reino de Dios se acerque», sino «convertios, pues el reino de Dios está cerca».

el) Algunos textos, como la parábola del tesoro en el campo y la de la perla (Mt 13,44-46), confirman totalmente la relación que hemos bosquejado entre la escatología y la ética. Aquí se descubre, al mismo tiempo, la diferencia decisiva entre el género apocalíptico y la escatología de Jesús y, por consiguiente, también la diferencia entre la relación concreta de la escatología y la ética desde el punto de vista apocalíptico y tal como aparece en el mensaje de Jesús. Es decir, que la ética se fundamenta aquí, no en función del futuro, sino en función del presente del reino de Dios.

Según Mt 13,44ss, el reino de Dios o el reino de los cielos es semejante a un tesoro que está escondido en un campo, y entonces es encontrado por alguien, que, a su vez, vuelve a esconderlo. Pero el que lo encuentra, se llena de alegría, vende todo lo que tiene y compra el campo. Algo parecido ocurre en la parábola de la perla preciosa. Cf. J. Jeremías, Gleichnisse, 197ss; H. Menklein, 65ss; H. Weder, 138ss.

Tal como señala la conclusión paralela de ambas parábolas, parece que por lo menos para Mateo —no se puede afirmar con seguridad que el mensaje litera­rio proceda de él—, todo se reduce al «compromiso total» y a la disyuntiva de «o esto o lo otro» (así E. Linnemann, 106; H. Merklein, 67s, etc.). Pero si se prescinde en Mateo del contexto, se ve que el sentido no queda agotado sólo con esta alternativa. Muchos exegetas se fijan por eso, con acierto, en el «lleno de alegría» (Mt 13,44). Pero como la «alegría» sólo se menciona explícitamente en la parábola del tesoro del campo, también se puede decir, en su lugar, que todo se centra en lo inesperado del descubrimiento que acompaña al encuentro del tesoro y de la perla. Entonces precisamente adquiere, en realidad, su sentido y su motivación la decisión que toma el que lo encuentra, a la vista de la casua­lidad irrepetible; pues, precisamente sólo en razón del hallazgo, el hombre se decide a adoptar un comportamiento al que se siente impelido. E. Jüngel llega a decir: «el que es motivado por la alegría para actuar así con respecto a un tesoro, no necesita ya decidirse. La decisión está ya tomada. El hallazgo ha ali-

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viado al descubridor de tomar la decisión» (143; cf. H. Weder, 140). Esto po­dría, en verdad, ser exagerado, pero destaca atinadamente la importancia de­cisiva del hallazgo, que hace que la renuncia a las demás cosas se convierta en «algo perfectamente sobreentendido» (J. Jeremías, Gleichnisse, 199; cf. también G. Eichholz, Gleichnisse, 109ss). En Le 19,11 ss ocurre algo análogo con las «minas» que son confiadas y que son las que reportan la ganancia (cf. H. We­der, 205s).

Pero esto quiere decir, en consecuencia, que el reino de Dios que hay que encontrar, sirve por sí solo de fundamento y sugiere la conducta que corresponde al ésjaton. El reino de Dios es el funda­mento de la ética, en el sentido de que irrumpe en el presente como un hallazgo constatado con alegría, es decir, como algo que aporta a la vida, ahora mismo, salvación, alegría y orientación. Por tanto, para Jesús, la ética no es meramente una consecuencia de la escatología en el sentido de que se mantenga para preparar el ésja­ton que se espera de inmediato, como sucede en Le 12,57ss o en los proverbios que se refieren a la admisión en el reino. Es más bien una consecuencia insoslayable, incluso en el sentido de que se im­pone como única respuesta razonable al reino de Dios que se abre paso con Jesús. Por esta razón, en la época de alegría y de salvación que se inicia —no está bien que los «invitados a la boda» se entris­tezcan y ayunen «durante la celebración de la boda» (cf. J. Jeremias, ThW IV, 1095s)— resulta inadecuado practicar ayunos ascéticos (Me 2,18s). Por eso la dedicación a los pecadores, a los impuros y a los publicanos, se puede basar en la dedicación de Jesús a los descarriados (Le 15,3ss). Y sobre todo, por esto también, el nuevo enfoque de la ley, que se contrapone a la de los «antiguos» (cf. infra, 70s), sólo se puede captar partiendo de la escatología de Je­sús6. Por lo demás, en el apartado 4 (por ejemplo en la parábola del criado infiel) se volverá a encontrar un planteamiento argumen­tativo, similar al de Mt 13,44ss, aunque con un contenido objetivo más rico. Pero antes es obligado hacer dos precisiones.

3. La ética escatológica como diferente de una ética apocalíptica provisional y de una ética sapiencial de la creación

a) Ya se mencionó brevemente que hay que agradecer a J. Weiss y a A. Schweitzer el redescubrimiento del carácter escatológico del mensaje de Jesús.

6. Cf. U. B. Müller, Vision und Botschañ. Erwágungen zur prophetischen Stmk-tur det Verkündigung Jesu: ZThK 74 (1977) 416-488, en especial p. 430ss; H. Mer-kleín, 72ss.

La ética escatológica de Jesús 43

Mientras que en el s. XIX se entendía, en general, por reino de Dios el reino de lu moralidad que se realiza en la evolución intramundada, al ser expandido e impulsado por el hombre, J. Weiss afirmaba (en su estudio sobre Die Predígt Jcsu vom Reiche Gottes, 1892; 31964) que el reino de Dios no constituye una dimensión evolutiva inmanente, ni una tarea moral o una posibilidad ética del hombre, sino que queda sustraído a la intervención, al poder de disposición y a la iniciativa del hombre, o sea, que sólo se puede abrir paso en este mundo como una obra portentosa de Dios. Pero el llamamiento de Jesús a hacer peni­tencia y a estar despiertos tiene que servir para prepararlo. La misma ética de Jesús sólo se puede entender desde la expectativa de la proximidad del fin del mundo. La inminencia del momento en que todo se decidirá según el filo de la cuchilla , obliga a Jesús a anunciar unas leyes de excepción para la última batalla decisiva, en la cual las cosas del mundo sólo pueden entorpecer y retardar (143). La ética de Jesús es el requerimiento de un hombre que se sabe, de hecho, con un pie dentro del nuevo eón, y este requerimiento se dirige a aquellas personas que cuentan en cualquier momento con el ocaso del mundo. «Exige cosas enor­mes y en parte sobrehumanas, exige cosas que en circunstancias normales serían sencillamente imposibles» (139). Sin embargo, J. Weiss también vio que el «rasgo ascético-negativo» del «talante escatológico» no está presente en todos los pasa jes, y explica la primacía del elemento psicológico basándose en «una disposi­ción de ánimo más sosegada» (134 ss).

Para A. Schweitzer, la escatología de Jesús hay que entenderla de una manera todavía más radical y más consecuente, como final de todas las culturas y de todos sus valores. Según Schweitzer, toda la ética de Jesús se encierra «dentro de la idea de la penitencia que prepara la venida del Reino» (Das Mesianitáts -u. Leidensgeheimnis, 31956, 18). Dado que la catástrofe es inminente y que ha llegado el tiempo de la crisis, lo procedente es cortar detrás de uno todos los puentes, y dejar que los muertos entierren a los muertos. La predicación escato­lógica de Jesús constituye el punto de partida y de orientación decisivo de su ética. El presente es únicamente una época de interinidad y de preparación para el reino de Dios, es decir, que la ética de Jesús sería una ética de la interinidad (19; cf. Geschichte det Leben-Jesu-Forschung, 21913, 594 s; para una valoración crítica de la ética provisional, cf. R. H. Hiers, 134 s; una aceptación positiva, en J. T. Sanders, 11 etc.).

b) Lo dicho al final del último apartado (p. 42) indica que la es­catología de Jesús no se identifica con el género apocalíptico y que, por consiguiente, no puede ser acertada una interpretación de la ética de Jesús como una ética provisional. Evidentemente no es verdad que las palabras de Jesús dotadas de un sentido escatológico se tengan que entender como una ley de excepción para un mundo inmerso en medio del resplandor del incendio y del olor a chamus­quina de la catástrofe cósmica que va a estallar. Jesús no era ningún profeta del fin del mundo, ni ningún ético catastrofista que hubiera orientado sus preceptos siguiendo la estela de las chispas o de los síntomas del derrumbamiento del mundo. J. Weiss y A. Schweitzer

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atribuyen a las palabras de Jesús un fuego apocalíptico que eviden­temente no tienen, lo cual lo confirmará, por lo demás, el contenido de la ética. El motivo preponderante y la razón más profunda de los postulados de Jesús no es el apocalíptico fin del mundo o el miedo que esto provoca (cf. la prohibición de tener miedo a la rendición futura de cuentas en Le 19,11 ss par), sino el Dios que se aproxima a través de Jesús, en actitud de salvar y que da lugar a que, de manera definitiva, se inicie su salvación en él y a que se anuncie su voluntad con plena autoridad. Esto precisamente, y no la inminente expectativa apocalíptica, es lo que da fundamento y sentido, entre otras cosas, al mandamiento del amor al prójimo y al enemigo, de Mt 5 y de Le 6. Ni la dimensión temporal, ni la inmi­nencia de lo que se espera, en cuanto tales, pueden explicar este mandamiento.

El que la estructura apocalíptica de las afirmaciones ético-religiosas no con­duzca por sí misma, por ejemplo, a un precepto como el del amor al enemigo (que según J. Weiss [150] forma parte de la predicación escatológica), lo de­muestran los textos de Qumram. Estos textos están imbuidos de una marcada expectativa inminente, y en ellos s.e inculca muchas veces, en lugar del amor, el «odio» al enemigo, o sea, al que no pertenece a la secta (cf. 1QS 9,21 s; no así en la ética doméstica según 1QS 10,17 ss). También se pueden traer a la memo­ria otras características de la ética de Qumram, como la legalidad. Asimismo el zelotismo se caracterizaba por una marcada expectación escatológica, razón por la cual los zelotas intentaban provocar el ésjaton por medio de acciones políticas violentas.

Todo ello demuestra que no es únicamente la escatología, y en cualquier caso no es una escatología apocalíptica, la que define la ética de Jesús. El requerimiento de Jesús no se basa, pues, primor-dialmente, en la brevedad del plazo que todavía queda, sino en que se trata del reino de Dios que se inicia y, además, de un Dios que actúa en el mundo salvíficamente.

c) A la tesis de la ética de la interinidad basada en lo apocalíp­tico, no se le debe contraponer, por supuesto, el enfoque, asimismo unilateral, de la «realized eschatology», tal como hacen C. H. Dodd, A. N. Wilder, etc. Indudablemente tampoco se la puede desvirtuar independizando el contenido del requerimiento y no permitiéndole el menor roce con la escatología. De esta forma la importancia de la escatología quedaría reducida a transmitir la motivación y el im­pulso, y la proximidad del reino podría dar lugar, a lo más, a un llamamiento general a la penitencia, pero no a unas obligaciones de tipo objetivo.

La ética escatológica de Jesús 45

«Aunque de hecho fuera ahora la hora postrera, Dios no quiere hoy sino lo que siempre ha querido» (H. Conzelmann, RGGIII , 637). H.-D. Wendland emite un juicio más cauto cuando concibe el objeto de lo que se postula, partiendo de la esencia y de la voluntad de Dios, sin intentar deducirlo de la proximidad del fin del mundo (Ethik, 18). Finalmente, según, H. Schürmann, el final cercano determina «el comportamiento exigido por Jesús sólo de modo accidental, motivándolo pare-néticamente de manera práctica, pero no intrínsecamente y de modo definitivo» (212). De manera análoga piensa A. N. Wilder, según el cual la escatología no debe ser un motivo dominante, sino únicamente secundario, no una «essential sanction» (eso sería la voluntad de Dios), sino simplemente una «formal sanction».

Pero todo esto apenas resulta convincente, pues evidentemente no hay que hacer responsable del objeto del requerimiento de Jesús al próximo final, ni tampoco a una voluntad de Dios eterna e inmu­table. En efecto, no solamente es totalmente evidente la falta de continuidad con respecto al antiguo testamento y a su ley, sino que también el concepto de Dios y la voluntad de Dios, que se presu­ponen aquí, son excesivamente formales e inconcretos, es decir, que no llevan la impronta de la voluntad salvífica escatológica de Dios. El que Dios haga salir el sol y haga llover sobre los buenos y sobre los malos —así se fundamenta por ejemplo en Mt 5 la exigencia del amor a los enemigos— no constituye en modo alguno una consta­tación general —a pesar precisamente de que se intente destacar su evidencia apoyándose en la realidad de la creación— de acuerdo con la cual los hombres pueden sacar conclusiones con respecto a su comportamiento partiendo del fenómeno de la naturaleza, sino que representa una demostración de la voluntad amorosa de Dios de tipo escatológica, demostración que, ante todo, tiene que hacer patente Jesús, para que surja un convencimiento. El mandamiento del amor al enemigo, motivado de esta manera y formulado de esta forma tan radical y absoluta, no se puede demostrar recurriendo a una sabiduría anclada en el orden eterno y dotada de aceptación unánime. O el que Dios haya «hecho» el sábado para la salvación y para provecho del hombre (Me 2,27) no se deduce de una orde­nación divina de la creación, sino que obtiene su fuerza probato­ria de la potestad originaria de Jesús y de la práctica consecuente de su amor. El sentido de la obra divina de la creación y de la po­sibilidad de que la creación sirva de pauta para descubrir el com­portamiento humano (cf. Me 10,6), tiene que volverlo a revelar Je­sús, teniendo en cuenta que, además de la correspondencia que existe entre la etapa originaria y la época final —que sólo se puede percibir desde la perspectiva del final—, también se da una supe­ración del estado inicial. Únicamente el perfil escatológico del amor infinito de Dios proyecta también su luz sobre la creación.

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46 Etica del nuevo testamento

Se puede hablar perfectamente de ética teocéntrica y de ética teónoma (E. Neuháusler, 48; H. Schürmann, 214ss; H. Bald, etc.), pero es preciso expli­car lo que significa Dios aquí, es decir, que hay tener permanentemente presente su dimensión escatológica y soteriológica. Únicamente se puede tratar aquí del Dios que se ha aproximado en Jesús de una manera decisiva y absolutamente salvífica, del Dios que permite que uno encuentre ahora la perla preciosa y que partiendo de ahí obre en consecuencia. Por eso resulta improcedente hablar de una mera fundamentación escatológica formal y, al mismo tiempo, hablar de una fundamentación teológica material del concepto de Dios, pues para Jesús el concepto de Dios y la escatología no se pueden separar.

Asimismo tampoco es posible hacer una separación rígida entre el motivo y el objeto de la ética de Jesús. Por eso H. Merklein ha acen­tuado certeramente que el mensaje moral de Jesús, «por lo menos en sus rasgos fundamentales», hay que entenderlo también materíalker del reino de Dios escatológico, y que pide «una reorientación de la conducta» (42.47; cf. también 15). Hay que traer a la memoria quizá el ejemplo del celibato (cf. infra, 119s) o las palabras radicales refe­rentes al seguimiento de Jesús, que son procederes que apenas se pue­den justificar desde el punto de vista de la teología de la creación.

d) Significaría sin duda alguna un desconocimiento de la ética escatológica de Jesús el contemplar la realidad de la creación como el vínculo común o incluso como el concepto supremo de la ética y de la teología de Jesús. Así por ejemplo, para H. Bald, las afirmaciones escatológicas de futuro y las afirmaciones éticas de presente se redu­cirían a la unidad partiendo de la fe en el creador (45). Pero según todo lo expuesto, lo primordial y lo integrador no es la realidad de la creación o la fe en el creador, sino el reino de Dios (H. Merklein, 37). La voluntad de Dios no se puede deducir evidentemente de ninguna ordenación ontológica patente a todo el mundo, cosa que hay que se­guir poniendo de relieve, o hay que poner de relieve ahora, una vez más, en el caso de una ética del orden natural7. Hay que admitir sin vacilaciones que para Jesús los enunciados acerca de la obra creadora de Dios tenían su importancia, lo que no hay que conceder es la pre­sunta autonomía de esos enunciados. Dentro del judaismo, la fe en la creación dio también lugar a una interpretación conservadora de la

7. «An inward affinity between the natural and the moral» (así W. D. Davies, The Relevance oí the moral Teaching oí the Early Church, en FS Black, Edinburg 1969, 30-49, cita en p. 36) es una construcción teórica. R. Schnackenburg considera certeramente «la ley moral natural» referida a la ética de Jesús como «una categoría inútil» (Die ntl. Sittenlehre in ihrer Eigenart im Vetgleich zu einer natürlichen Ethik, en Moraltheologie u. Bibel, ed. por J. Stelzenberger, 1964, 36-39, sobre todo 49.52).

La ética escatológica de Jesús 47

Ipy, en el sentido del mantenimiento del status quo; sin embargo i IfNiis, su (e escatológica le lleva a esbozar modelos de conducta • lili1 responden a la nueva obra escatológica de Dios (P. Hoffmann, I mluilolo^ie, 190s).

Pero ¿cómo se compagina con esto el hecho de que la orienta-i Inii escatológica no se refiera, en modo alguno, al planteamiento global de la tradición ética? Como ya se insinuó antes, la predica­ron de Jesús abarca también tradiciones sapienciales que hacen iipiitecer a Jesús más como maestro de la sabiduría que como un I Moleta escatológico, o sea, que se presenta como un maestro que ensena sin tener en cuenta el ésjaton y que incluso parece contar i OH la permanencia de este mundo. La cuestión estriba, sin duda, i'ii si ile ahí se puede concluir que cuando no se nombra expresa­mente el reino escatológico, tampoco cabe contar con él desde el |ninto de vista exegético. Pero en contra de este aislamiento de los textos sapienciales, hay que objetar que el contexto ideológico de In predicación de Jesús, por lo que atañe a la autonomía de las ililerentes tradiciones, únicamente se puede descubrir con procedi­mientos constructivos, y que en estos textos se trata de pasajes que permanecen dentro del sistema de coordenadas de la sabiduría tínicamente desde el punto de vista histórico-tradicional, pero no desde la perspectiva objetiva (W. G. Kümmel, RGG VI, 72 y ThR I1'78, 253). El mismo acervo de la tradición, que objetivamente se encuentra al margen de la escatología, como por ejemplo la casi racionalista apelación —procedente de la sabiduría— a la razón y a la experiencia, adquiere en el contexto escatológico otra significa­ción y una perspectiva diferente. La mejor manera de aclarar esto es a base de ejemplos. También se encuentran dichos o grupos de ilichos en los que el motivo escatológico no está en primer plano, por ejemplo en Mt 6 y en Mt 10.

I-a manera que tiene Jesús de prevenir en contra de coleccionar tesoros, tal mino aparece en Mt 6,19 ss o en Le 12,16 ss hace que Bultmann y otros exegetas contemplen a Jesús como a un maestro de la sabiduría que está marcado por el espíritu de una fe tradicional en Dios (no así H. Riesenfeld, Votn Schátzesammeln muí Sorgen - FS O. Cullmann, NTS 6, 1962, 47-58, especialmente 48). Es indis-unible que Jesús apela aquí a lo que se llama el sentido común del hombre. El v 19, por ejemplo, pone en tela de juicio, como un argumento racional, la consistencia del valor de los tesoros terrenales. Todo depende de dónde se pon-K« el corazón, y este corazón no se debe poner precisamente en lo caduco y perecedero de la tierra, sino en lo que permanece en el cielo, en lo que se anhela desde los entresijos del corazón y en lo que se puede confiar desde lo más intimo. Este tesoro, sin embargo, no se puede hallar en la tierra, sino que sólo se puede encontrar donde está Dios: en el cielo.

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Ahora bien, ¿se trata en todo esto de una doctrina que se dedu­ce de la experiencia humana universal, de algo que se puede captar de manera inmediata y que es evidente para todo el mundo? Sola­mente es posible afirmar semejante cosa en lo que se refiere a la caducidad de los tesoros terrenos. El sentido común del hombre, partiendo de sus conocimientos y de su experiencia, puede descu­brir la necedad de coleccionar tesoros, pero en modo alguno se verá impelido a concluir que de lo que se trata es de reunir tesoros en el cielo. Por lo menos con una probabilidad parecida terminará o bien cayendo en la desesperación y en el absurdo o practicará el carpe díem, disfrutando despreocupadamente de la vida: «coma­mos y bebamos, pues mañana moriremos» (Is 22,13). La apelación a la razón y a la experiencia es capaz, efectivamente, de descubrir lo negativo y de hacer tambalear la seguridad, pero no puede funda­mentar positivamente el amor y la esperanza. De esta forma cum­ple, sin duda, una especie de función auxiliar, pero es incapaz de sustentar todo el conjunto.

Esto se confirma con la exhortación a no dejarse llevar por la inquietud (Mt 6,25ss par). Numerosos pasajes paralelos de la tradición popular demues­tran, también aquí, que la perícopa como tal podría proceder de una fe optimis­ta y popular en la providencia. Si la exhortación, por ejemplo, se basa en que el hombre no es ni el que da ni el que conserva la vida, y si la estatura no puede aumentar ni en un solo codo con las preocupaciones, y si se menciona a los pájaros y a los lirios como ejemplos de la despreocupación que hay que tener, esto quiere decir que se trata de argumentos propios de la sabiduría (cf. Prov 6,6ss y D. Zeller, 82ss).

Pero incluso aquí, estos argumentos sólo tienen un poder de convicción dentro de ciertos límites. Ante todo, el descubrimiento de lo absurdo de la preocupación no reporta una liberación de la misma preocupación, ya que su poder no se puede superar por medio de la lógica y de la razón. El texto clave, que hace que a la tradición sapiencial se le atribuya el puesto destacado que le corres­ponde junto con sus limitaciones, es también el v. 32 («vuestro Padre celestial sabe que de todo eso tenéis necesidad»), que nos trae a la me­moria la petición del padrenuestro. Precisamente el que pide el reino de Dios escatológico, puede estar bien seguro, por eso mismo, de la protección y fidelidad de Dios en cuanto creador. Con el reino de Dios que ya comienza, se destruye también el poderío de las preocu­paciones. Por eso, según Mt 6,33, hay que buscar, lo primero de todo, el reino de Dios. Mt 6,25 ss no describe ningún cuadro idílico, sino que nos descubre la dureza de una existencia sin hogar, sin posesio­nes y sin seguridad, que es lo que se vive bajo el signo del reino de Dios.

La ética escatológica de Jesús 49

Cf. G. Theissen, ZTK 1973, 251; D. L. Mealand, 85 ss; L. Schottroff-W. Stcgemann, 59 ss. También Mateo ha puesto de relieve con toda claridad la supremacía de la escatología, y por cierto remachando escatológicarnente los textos sapienciales, en el marco del sermón de la montaña. No opina lo mismo II. Luck (TEH 150,38), según el cual, Mateo «traslada la proclamación de los derechos de Dios, que se basaban originariamente en la línea escatológica, a un horizonte marcado por la mentalidad sapiencial» (cf. la crítica de W. G. Küm-mcl, ThR 1978, 114). El mismo Le 12,31 plantea claramente que lo único que relativiza la preocupación por la comida y por el vestido es la búsqueda del reino de Dios. Incluso en la apocalipsis judía, que evidentemente incorpora elementos sapienciales, está claro que jamás se ha permitido que prevaleciera la sabiduría. Y lo mismo pasa con Jesús, para el cual la sabiduría y su lógica no constituyen el procedimiento específico de coordinación.

Pero hay que avanzar un paso más por encima de esta limitación de las actitudes sapienciales, pues la escatología rompe también continuamente la tradición sapiencial (cf. la misma crítica profética de Jer 8,8s). Lo que en circunstancias normales puede ser razonable, puede convertirse en no razonable a la luz del reino de Dios que ya comienza. La novedad escatológica hace estallar las categorías y las pautas antiguas (cf. la metáfora del remiendo nuevo y del vino nuevo de Me 2,21 s, o el enfoque escatológico de proverbios sapien­ciales tales como los de Me 4,21 ss).

E. Kásemann explica, en relación Mt 10,26, que aquí la visión de la pruden­cia de la vida se torna, con una osadía fascinante, en todo lo contrario: «pues nada hay oculto que no llegue a descubrirse, ni secreto que no venga a conocer­se». Evidentemente esto viene a decir, en el estilo de los proverbios, algo similar a aquello de que a la larga todo sale a la luz pública, y con razón se cuenta entre los dichos sapienciales. Se amonesta pues, probablemente, a tener prudencia, porque las cosas secretas raramente permanecen ocultas. Pero entonces surge el problema de cómo el v. 27 hace precisamente un llamamiento a gritar, desde los tejados, lo escuchado en secreto. E. Kásemann se plantea lo siguiente: «si el sentido de este proverbio fuera que en los últimos tiempos hay que echar por la borda toda preocupación, entonces coincidiría perfectamente con las palabras de Mt 6,25 s que recomiendan no preocuparse por nada» (ZThK [1954] 147 s; cf. también ZThK [1960] 177 s).

El trastrueque de todos los valores en la época final, da lugar a que, desde el punto de vista escatológico, se realice precisamente aquello que, en circunstancias normales, provoca un temor razo­nable y que normalmente es objeto de prevenciones. Este es, sin duda, un enfoque correcto de la cuestión. Las exigencias de Jesús, con mucha frecuencia, van más allá de la medida de lo razonable (cf. Me 9,43 ss, etc), pero cuando lo que era normal da un giro de ciento ochenta grados, entonces se toman en consideración la nove-

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dad del reino de Dios y aquellos de sus elementos que están en contradicción con el comportamiento convencional del mundo. En términos generales hay que hacer también la salvedad de que la autenticidad de aquellos dichos de Jesús que están formulados en el estilo sapiencial es especialmente difícil de calibrar, debido a la afinidad con los refranes, aforismos populares, etc. No obstante no se puede dudar de la corrección de los discursos sapienciales en virtud del mensaje escatológico y de sus exigencias radicales y para­dójicas, lo mismo que es indiscutible que este mensaje escatológico no es simplemente el anuncio del fin del mundo, sino la promesa de la inminencia escatológica de Dios en cuanto Padre. Este poder salvífico del Padre, pone, además, fin al poder fatídico de Satán, de cuyo funesto y terrorífico poderío parece que no tiene una gran idea el mundo armónico de la sabiduría. En realidad, la explicación sapiencial de determinadas experiencias básicas de la vida humana está supeditada a la predicación del reino de Dios y desempeña «una función complementaria y auxiliar».8

Según D. Zeller, proverbios como los de Mt 5,39s.44s recogen ciertamente una tendencia sapiencial, pero rebasan al mismo tiempo «cualquier tipo de me­dida razonable» {Mahnsprüche, 150). D. Zeller intenta efectivamente conseguir para las exhortaciones sapienciales «un contexto vital» específico, en el sentido de que estas expresiones se dirigirían a aquellos que han sido fieles a la llamada del reino de Dios y que ahora están al corriente, a través de Jesús, de las conse­cuencias prácticas de su mensaje, por ejemplo en lo que se refiere a la reforma de las relaciones interpersonales.

Por eso se puede decir perfectamente que los dos puntos de vista se complementan y se corrigen (cf. E. Neuháusler, 40). Esto quiere decir que el pensamiento de la creación está, ciertamente, pospuesto y subordinado al pensamiento escatológico, pero no por eso está simplemente relativizado. Efectivamente, llama la atención la poca frecuencia con que se encuentran en Jesús motivaciones de ética natural, pero, al mismo tiempo, también hay que tener en cuenta objetivamente la aparición de estos motivos sapienciales, con su simplicidad y comprensibilidad, a la hora de explicar la voluntad de Dios. Con lo cual no se quiere decir, por ejemplo, que la ética escatológica y la ética racional necesariamente tengan que enzarzar­se en un conflicto, teniendo en cuenta, sobre todo, que la sabidu­ría religiosa ha elaborado formas de vida que pueden perfectamente

8. D. Zeller, Weisheitliche Überlieferung in der Predigt Jesu, en E. Strolz (ed.), Religióse Grunderfahrungen, 1977, 94-11, cita en p. 107, Cf. Id., Mahnsprüche, 182.

La ética escatológica de Jesús 51

rutar emparentadas, en concreto, con el ethos de raíz escatológica y une hay que deslindarlas tanto del racionalismo como de una con­ducta objetivamente buena o mala por naturaleza (intrinsice), inde­pendientemente incluso de la voluntad de Dios. Cuando se contem­pla, por ejemplo, la condición de criatura y de finitud del hombre, así como la caducidad e inseguridad de su riqueza, los mismos plan­teamientos económicos razonables pueden ser una «insensatez» i niño continuamente ha puesto de relieve la sabiduría (cf. Le 12,16ss e inlra, 127s). Esta «insensatez» no es, sin embargo, una mera incapacidad intelectual, sino un autoengaño y la ilusión de poder procurarse uno mismo la salvación y la vida. Esto aporta indudable­mente una cierta afinidad entre los motivos sapienciales y una acti-lud vital de tipo escatológico.

K. Kásemann ha puesto de relieve que cuando se trata de la relación que hay piltre religión y moralidad, entre culto y vida cotidiana, para Jesús coincide la fe V 1H razón. «El escándalo a que daba lugar no consistía... en que ofrecía a la i iitisideración de sus oyentes misterios inescrutables. Más bien daba testimonio ile un Dios que no corresponde a nuestras representaciones y deseos, un Dios i|iic quiebra nuestra volundad y también aquella razón que está bajo el influjo de nuestra impía e idolátrica voluntad» (La llamada de ¡a libertad, Salamanca I9H5, 35).

Así es en efecto. Las limitaciones de la sabiduría y de la razón en cuanto motivo y contenido de la ética no son algo misterioso, incomprensible y especulativo. El límite y por tanto también el fun­damento específico es Dios, el cual se da a conocer escatológica-incnte en el mensaje y en la conducta de Jesús en cuanto portador de amor. Lo decisivo sigue siendo, pues, el presagio escatológico del reino de Dios, lo cual no se puede deducir de la tradición sa­piencial.

4. La ética escatológica como respuesta congruente a la salvación que viene de Dios

Si el motivo y el horizonte de la ética de Jesús es una escatología que se está realizando, de acuerdo con la cual el reino de Dios se aproxima en Jesús con acentos salvadores, se plantea la cuestión de la repercusión objetiva de todo esto. A este respecto hay que remi­tirse a los enunciados soteriológicos sobre la promesa salvífica, o a los que se refieren al perdón de los pecados, o al ágape comunitario etc., en cuanto que son reflejos del amor de Dios. Resultaría algo extraño si todo esto no produjera repercusiones en la ética. Efecti-

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vamente, precisamente el comienzo del reino de Dios como salva­ción debe, según Jesús, marcar la conducta del hombre.

Lo mejor es partir, aquí, de la parábola del criado infiel (Mt 18, 23 ss), que trata de un rey que quiere liquidar cuentas con sus funcionarios. Uno de ellos, sin duda un administrador, debe al rey 10.000 talentos, una cantidad increíble­mente gigantesca, algo así como el total de la tributación de toda una provincia. Cuando el administrador se declara insolvente y el rey quiere poner en venta a él, a su familia y a todos sus bienes, el administrador se postra delante de su señor y le solicita una prórroga de pago. Pero el rey le perdona magnánimamen­te, incluso toda su deuda. Sin embargo, apenas se ve el administrador libre de su deuda, se encuentra con uno de sus compañeros, probablemente con un funcionario que era subordinado suyo, que le debía 100 denarios. Este, con palabras intencionadamente coincidentes, le pide asimismo una prórroga de pago. Pero el administrador le pone inmediatamente en prisión para que redima su deuda, o para que sus parientes paguen por él un rescate. Cuando el rey se entera de esto, manda venir al administrador y le hace el siguiente reproche: «siervo malo, te condoné yo toda la deuda porque me lo suplicaste. ¿No conve­nía, pues, que tuvieras tú también piedad de tu compañero, como la tuve yo de ti?». Cf. E. Linnemann, l l l s s ; H. Weder, 210ss.

Resumiendo en una frase, se podría decir que la parábola repre­senta la obligación de tener misericordia con el prójimo en razón de la misericordia recibida.de Dios, la cual forma parte del comien­zo del reino de Dios en Jesús (cf. Mt 5,7; 9,27 par, etc.). No se trata, pues, primordialmente de la punibilidad de la falta de recon­ciliación humana, a pesar de que el eco de la idea del juicio induda­blemente está presente. Tampoco se trata primordialmente de la imposibilidad de comparar la deuda humana para con Dios y la deuda en relación con el hombre, a pesar de que las sumas de dinero mencionadas no se diferencian por puro azar de una manera tan enorme, y a pesar de que por encima del paralelismo de las relaciones, únicamente el administrador «se postra de rodillas» de­lante de su señor. Finalmente, tampoco se trata del margen de tiem­po que Dios concede al hombre, si bien dentro de la acción miseri­cordiosa, además del perdón del pecado, también se puede encon­trar, implícitamente, la concesión de un plazo de tiempo. Lo decisi­vo es, más bien, la correlación entre la misericordia divina y la misericordia humana. En este sentido responde a una intencionali­dad el que la condonación de las deudas por parte del rey preceda a la no condonación por parte del administrador.

E. Linnemann explica certeramente que el «prius de la misericordia del rey no sólo es necesario desde el punto de vista de la técnica narrativa, sino que tiene una significación objetiva», es decir, que el comportamiento del adminis-

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trador sólo es reprobable —de suyo no hace nada injusto, sino que se mamicnc simplemente en su punto de vista legal— porque después de recibir la misericor­dia, obra de modo inmisericorde (178). «Jamás provocaría nuestra indignación la conducta del criado infiel si no hubiera precedido la bondad del señor. La parábola pone en claro que este orden de sucesión es algo más que la mera sucesión temporal de unos acontecimientos, que objetivamente nada tienen que ver entre sí» (E. Linnemann, 117).

La misericordia de Dios que se experimenta es por tanto el presupuesto, la base y el fundamento del comportamiento misericor­dioso que debe existir entre los hombres. La misericordia de Dios sirve de base no sólo a la exigencia de Dios sino también al juicio de Dios, cuando esta misericordia, a pesar de su inabarcabilidad y de su ausencia de barreras, no produce los frutos debidos. El proce­der de Dios incita ante todo a un proceder correlativo en la conduc­ta del hombre. Dios no sale bondadosamente al encuentro del hom­bre para que éste, por su parte, se aferré a su derecho frente al prójimo, sino para que su bondad se refleje en nuestra bondad. La «anticipación del amor de Dios» es insalvable porque «se ha ade­lantado para siempre a nuestro comportamiento» (H. Weder, 217), pero, precisamente partiendo de esta ventaja, se tiene que plantear adecuadamente nuestro comportamiento, orientándose hacia el amor y hacia la verdad.

«A quien mucho se le da, mucho se le reclamará, y a quien mucho se le ha entregado, mucho se le pedirá» (Le 12,48 b). Tam­bién se puede mencionar la parábola de los talentos de Mt 25,14 ss par: los muchos talentos obligan a trabajar con ellos. Pero aun cuando todos los criados —como es lo probable— recibieran al principio la misma dádiva (cf. Le 19,11 ss), la parábola demuestra que todo estriba en la actitud responsable con respecto al don del reino de Dios, pues en las «minas» se encierra una exigencia «a la que inevitablemente es preciso corresponder» (H. Weder, 205). De lo absoluto de la promesa salvífica se deduce lo absoluto de la obligación y esto, además no solamente con una correspondencia formal, sino también con una correspondencia objetiva.

Esta correlación entre el indicativo y el imperativo lo confirma también, hasta cierto punto, la parábola de los deudores, que se halla estrechamente unida a la perícopa de la pecadora pública en la casa del fariseo Simón. De momento puede quedar al margen la cuestión de si el evangelista transformó efectivamente a los protago­nistas de la parábola en figuras históricas, y si por tanto recompuso más tarde la escena, o si, por el contrario, no es este el caso, lo cual sería, en mi opinión, más probable.

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Cf. H. Drexler, Die grosse Sünderin Le 7,36-50: ZNW 59 (1968) 159-173; U. Wilckens, Vergebung für die Sünderin (Le 7,36-50), en FSJ. Schmid, 1973, 394-422. En esta pequeña parábola, un acreedor, o sea un prestamista, tiene dos deudores, de los cuales uno le debe 500 denarios y el otro, 50. Como los dos son insolventes, les condona a los dos la suma que adeudan. La parábola termina con la pregunta de quién de los dos amará más al acreedor, es decir, quién le estará más agradecido. La respuesta de Simón dice: «aquel a quien condonó más». Esta respuesta corresponde a lo que también se dice en el v. 47 sobre la pecadora que ungía los pies de Jesús con aceite y con un ungüento. La frase un tanto confusa del v. 47 se puede parafrasear quizá de la siguiente forma: «Dios le tiene que haber perdonado sus pecados, por muchos que sean, puesto que ella demuestra un agradecimiento tan grande (amor agradecido); cuando Dios perdona poco, el agradecimiento correspondiente (amor agradecido) es peque­ño» (J. Jeremías, Gleichnisse, 127).

Pero también es posible que Lucas haya desplazado el terüum comparationis, es decir, que haya convertido la demostración de amor de la mujer en fundamento (fundamento real, no sólo funda­mento del reconocimiento del hecho) del perdón de los pecados a través de Jesús (v.47), para poner así de manifiesto que existe una interacción entre el perdón y el amor (cf. H. Schürmann, HThK, 437s). Los v. 41-43 y 47 b indican de todos modos que originaria­mente la relación era inversa. Esto significa, por consiguiente, que el amor humano procede del amor divino y es la respuesta a ese amor, y que incluso «la medida del amor corresponde a la medida del perdón» (U. Wilckens, 405), teniendo en cuenta, por supuesto, que el amor a Dios, o a Jesús que hace sus veces, figura en primer plano, sobre todo en el contexto presente, aunque no se puede separar, según Jesús, del amor a los hombres.

Un último ejemplo viene a expresar, sin metáforas y de una manera clara e inconfundible, lo que hasta ahora fue dicho en pará­bolas. En la última antítesis del sermón de la montaña se dice para justificar el amor al enemigo que se exige a los hombres:

«Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, pues él hace salir el sol sobre malos y buenos y hace llover sobre justos e injustos» (Mt 5,44s). En Lucas, a esto sigue: «sed misericordiosos igual que es misericordioso vuestro Padre celestial» (Le 6,36), mientras que Mateo lo ha cambiado, sin duda, diciendo: «sed perfec­tos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5,48).

El amor sin reserva de Dios a todas las criaturas, tanto a las buenas como a las malas, constituye en este caso la motivación y el punto de referencia del mandato de amar a los enemigos. Así como Dios no pone ningún límite a su amor, sino que también incluye a

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los ateos dentro de ese amor, así debemos hacer nosotros también, de forma que nuestro amor redunde en favor incluso de nuestros enemigos. El «igual que» de Le 6,36 tiene simultáneamente un ca­rácter comparativo y probatorio. Ciertamente que el modo y mane­ra de plantear aquí la demostración o la ilustración resulta, en con­creto, problemática (cf. supra, 45), en el caso de que este amor de Dios tuviera que ser deducido de lo que ocurre en la naturaleza, donde el sol y la lluvia se regalan por igual a todos.

No es algo fortuito el que en la filosofía popular grecorromana y en el judais­mo se encuentren paralelismos de esta «demostración» a base de elementos de la teología natural (Séneca, De benefíciis IV 26,1; Pesiq 195 a en Billerbeck I, 374). Ahora bien, en la antigüedad, del hecho de que el sol y la lluvia lleguen de igual modo a todo el mundo se sacaron conclusiones totalmente diferentes, pues se afirmaba, por ejemplo, que los dioses se mantenían indiferentes frente al destino de los hombres (cf. el escepticismo en Ecl 9,2).

De todos modos resulta suficientemente claro lo que debió querer decir Jesús ahí; a saber: que también el pecador vive del amor de Dios, porque Dios demuestra ser el que otorga las dádivas, incluso a sus criaturas desobedientes. El nervio y al mismo tiempo lo maravillo­so de esta declaración es que Dios no responde a la injusticia de los hombres con la injusticia, y ni siquiera con la mera justicia, sino con el amor. Precisamente por eso, a los discípulos se les pide un amor y una misericordia planteada en estos términos. Le 10,25ss y otros tex­tos similares que hacen un llamamiento a la misericordia del hombre sin ahorrar sacrificios, sólo se pueden entender como una respuesta al amor radical de Dios para con el pecador.

I I . LA VOLUNTAD DE DlOS Y LA LEY

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1. Conversión y obediencia absoluta

a) De acuerdo con lo expuesto, resulta evidente que Jesús jus­tifica la obligatoriedad con la donación y que este «indicativo» es la donación salvífica del reino de Dios escatológico al cual invita Jesús en nombre de Dios. Pero la invitación lleva implícito un llamamien­to y una exigencia. La nueva actitud que se exige del hombre, como respuesta a la oferta salvífica de Dios, significa primordialmente conversión fundamental y absoluta, cambio de dirección y reorien­tación, por lo cual, incluso el imperativo «convertios» no es tanto una exigencia como la oportunidad de un nuevo comienzo y de un retorno a Dios (cf. Le 15,1 lss). La proximidad del reino de Dios es un llamamiento para apostar de un modo nuevo por él, de mane­ra absoluta. En este sentido apenas se puede justificar el que se elimine de la predicación de Jesús la llamada a la conversión, reivin­dicando sólo la proximidad del reino de Dios, mientras que se re­serva sólo para el Bautista la llamada a la penitencia. Esto quiere decir que Jesús y el Bautista no se diferencian en que el uno predica la conversión y el otro anuncia el reino de Dios, aunque, por otra parte, sí es verdad que el Bautista predica primordialmente el juicio severo que ha de venir y, 'por el contrario, Jesús anuncia, sobre todo, la proximidad del reino de Dios como salvación.

Pero aun cuando el reino de Dios constituyera lo específico de Jesús en relación con el Bautista, tampoco se justificaría así el que se eliminara de la predicación de Jesús la conversión. Incluso aunque faltara el término metánoia o el verbo correspondiente, lo cual se tendría que demostrar primero (cf. Me 11,21 s / Le 10,13; Mt 12,41 / Le 11,32; Le 13,3.5; 15,10; 16,30), en el fondo la predicación de Jesús es primordialmente una llamada a la conversión. La mis­ma renuncia a la propia justificación (Le 18,10 ss; cf. Me 10,15), o la misma vuelta a la casa del padre (Le 15,11 ss), o la fe y la «negación de sí mismo» son expresiones de la conversión. Y por mucho que el punto de partida y de referen­cia específicos de la conversión sea el reino de Dios que se va abriendo paso, la llamada de Jesús a la conversión puede formularse también, perfectamente, den­tro del contexto del planteamiento del juicio, si bien el juicio no es propiamente el motivo de la conversión que acontece, sino la consecuencia de la conversión rechazada (cf. además de Me 13,lss , las lamentaciones por las ciudades que no habían hecho penitencia en Mt ll,20ss), teniendo en cuenta, además, que tanto Juan como Jesús no confrontan con este juicio —como hacen las apocalipsis— a los pueblos del mundo, sino al mismo pueblo de Dios (cf. Le 3,7; Mt 3,7 menciona incluso expresamente, aunque de manera secundaria, a los fariseos y a los saduceo:,). J. Becker da por supuesto que juntamente con el mensaje del juicio también ha desaparecido de la predicación de Jesús la llamada a la peni­tencia, aunque intenta distinguir entre la exigencia de conversión, que la reserva al contexto del mensaje del juicio, y el «llamamiento a decidirse» para el que

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parece ser decisiva la promesa salvífica (TRE 7,448). Pero él mismo reconoce que en los dos contextos «se trata de una reorientación absoluta, fundamental e irrepetible, hacia Dios». El juicio también está integrado aquí dentro del mensaje «alvífico. Cf. más ampliamente en J. Behm, ThW IV, 995ss; H. Braun, «Um-kchr» in spátjüdisch-haretischer und in frühchristlicher Sicht, en Ges. Studien zurrí NT u. seiner Umwelt, 1962, 70-85; en otro sentido M. Limbeck, Jesu Ver-kimdigung u. derRufzur Umkehr, en FS H. Kahlefeld, 1973, 35-42.

b) Pero ¿qué quiere decir metánoia? En el mismo griego clásico no hay que entender este concepto en un sentido meramente intelectual, pues no sólo justifica pensar sobre una cosa de manera distinta, sino un cambio de la actitud, de la intención y de la voluntad, aunque no un cambio radical de todo el com­portamiento y de la orientación de la vida.

La predicación de Jesús sobre la conversión tampoco tiene su origen en el antiguo testamento, considerado globalmente. Allí se encuentran juntas la peni­tencia y la conversión, debiéndose entender por penitencia las asambleas cultua­les y rituales de la penitencia y las costumbres penitenciales, (ayunos, vestidos de luto, confesión de los pecados, etc.), entendiéndose por conversión, tal como era exigida por los profetas que van desde Oseas hasta Jeremías, la dedicación de todo el hombre a Dios, el retorno a la relación originaria con Yahvé, la observancia del primer mandamiento, la confianza sin reservas y la obediencia incondicional (la mayoría de las veces, más bien dentro del género de la predica­ción del juicio que del género parenético). El llamamiento profético y la conver­sión ya no se mantienen con toda su radicalidad en la época posterior al exilio, como lo demuestra sobre todo la creciente orientación hacia la ley y la moraliza­ción progresiva (cf. Neh 9,29).

Esta línea continúa en el judaismo con más fuerza todavía. La conversión es, cada vez más, la vuelta desde la inobservancia a la observancia de la ley. Esto se ve plásticamente, por ejemplo, en las dos redacciones de las «dieciocho bendi­ciones»: mientras que en la redacción palestinense se dice en la petición quinta «vuélvenos, Yahvé, a ti, para que nos convirtamos», en la redacción babilónica, esta petición dice: «vuélvenos... a tu tora y... conviértenos con una penitencia perfecta» (ambos textos en Billerbeck IV, 211). También es significativo el dis­curso acerca de ia «conversión perfecta» que trata de la importancia de la obser­vancia de la ley y que presupone la confesión de los pecados, el arrepentimiento y el dolor. Consiste, entre otras cosas, en no reincidir en los hechos contrarios a la ley, en obras de renuncia, etc. (cf. Billerbeck I, 170). <;La penitencia y las buenas obras son como un escudo para los castigos de Dios» (Abot IV 11).

También en Qumram, schub es la conversión a la forá, y como ésta sólo se interpreta correctamente en Qumram, también es al mismo tiempo la conversión a la secta organizada legalmente. El novicio se comprometía, al entrar, con un juramento que le obligaba «a convertirse a la ley de Moisés, de acuerdo con todo lo que él ha mandado» y ha sido revelado a los sacerdotes de Qumram (1QS 5,8s; cf. Dam 16,ls). La conversión a la tora de Moisés se tenía que hacer con todo el corazón y con toda el alma (Dam 15,12). Pero también aquí está todo orientado hacia la ley, y precisamente esto es lo que separa a esta predica­ción de Qumram sobre la conversión —a pesar de toda su radicalidad no com­pensada por rito alguno, y a pesar de la orientación escatológica a la tora— de la predicación de Jesús (cf. también la autocomprensión sacerdotal y separatista).

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Según esto, parece que la predicación de la conversión hecha por Jesús enlaza objetivamente con el profetismo veterotestamenta-rio y no con el judaismo. Aunque desde el punto de vista del voca­bulario puede existir más bien una afinidad con los apócrifos y con los pseudoepígrafos, en cualquier caso se prosigue, desde el punto de vista objetivo, la línea del profetismo del antiguo testamento. A este respecto, no es la penitencia el presupuesto de la salvación, sino que la salvación constituye un presupuesto de la penitencia.

Conversión implica, por tanto, la vuelta total a Dios, y no un fervor penitencial casuístico-legalista. La vuelta a Dios permite al hombre esperar todo de Dios (Me 10,15). Su Reino acapara a todo el hombre y reclama, consecuentemente, una obediencia incondi­cional. Este sentido absoluto y esta radicalidad de la vuelta a Dios y de la reivindicación de soberanía por parte de Dios, tal como se expresa también en el primer mandamiento, es el final de la casuís­tica mezquina y de cualquier protagonismo exclusivo de las obras penitenciales, y simultáneamente el final de la orientación hacia la ley. Por eso, en Mt 18,3 se traza un paralelismo entre convertirse y hacerse como los niños, así como también la vuelta a la casa del Padre se encuentra en Lucas (15,11 ss), con toda la razón, dentro del contexto de la metánoia (15, [7] 10; cf. Mt 18,13). La penitencia no es, por lo tanto, únicamente el reconocimiento de los pecados y la supeditación a la gracia (Le 18,9 ss), sino que, al mismo tiempo, tiene consecuencias en relación con la conducta (ya lo entendía así el Bautista: Le 3,8.10-12). El mensaje del reino de Dios se produce de una forma incondicional y carente de presupuestos, y de esta misma forma se dirige Dios al hombre. A su vez la vuelta del hom­bre hacia Dios debería ser igualmente sin reservas y con igual deci­sión. Dios no quiere medias tintas o algo parcial, no quiere esto o lo de más allá, ni quiere sólo una parte del hombre, sino al hombre todo entero.

c) Esto sería lo correcto dentro de una interpretación de los preceptos de Jesús en la línea de una ética de actitudes.

Según esto, todas las exigencias singulares concretas de Jesús hay que enten­derlas sólo paradigmáticamente. En todo lo concreto y singular, como dice por ejemplo W. Herrmann (Die sktlichen Weissungen Jesu, 31921), sólo se aprecia un principio fundamental, el de que el cristiano tiene que vivir su vida, de forma total y absoluta, en el amor. Herrmann también ve que Jesús exige una obedien­cia incondicional, pero insiste en la distinción entre la obediencia razonable de los libres y la obediencia cadavérica de los esclavos. A Jesús le interesa la inde­pendencia plena del hombre. Las palabras de Jesús son una llamada a la concien­cia de cada uno, no una falsilla. Esas palabras estimulan al hombre a juzgar y a

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minar según su propia conciencia, y además sin reservas, sin limitaciones, no de una manera parcial, sino de una manera total (cf. Th. Soiron, 43 ss; H. van Oyen, RGG II 1537 s).

Otros lo han dicho también de manera parecida: se trata del corazón del hombre, de la actitud interior. Jesús no quiere el cumplimiento de este o de nquel nuevo mandamiento, sino una nueva actitud, un nuevo corazón, no el hacer sino el ser, no la obra sino la esencia. Incluso un hombre como M. Dibe-lius, que consideraba peligroso «un vago idealismo cristiano» (Bergpredigt, 173), pudo afirmar que no se pide «que hagamos algo, sino que seamos algo» (Berg-¡ncdigt, 170), de forma que todo se reduce solamente a la transformación del hombre.

En esta interpretación de la ética de actitudes reproducida aquí de forma muy sumaria, lo verdadero y lo falso se encuentran bas­tante próximos. Ha de permanecer intangible la idea de que Jesús apunta a una nueva actitud y a una nueva voluntad, y que quiere incautar totalmente para Dios, además del cuerpo, también el cora­zón y por tanto al hombre completo. Donde está el «tesoro», ahí también está el «corazón» (Mt 6,21 par). Cuando el ojo es puro, el cuerpo entero está repleto de luz (Mt 6,22 par). El hombre sólo puede ser obediente cuando no está dividido, pues jamás puede servir a dos señores (Mt 6,24 par). La pureza de corazón (Mt 5,8; cf. Mt 5,28; Me 7,15; Le 11,41) no sólo está en contradicción con la pureza ritual cosificada, sino que está en contradicción con cual­quier tipo de piedad parcial practicada con reservas y con cautelas. Cualquier obediencia que no proceda del corazón, es decir, que no abarque y configure el centro, el núcleo más íntimo de la persona y las capas más profundas del hombre, cualquier obediencia que utilice el disimulo y que se ponga una careta piadosa, para Jesús no es obediencia. Todas las funciones voluntaristas, emocionales y ra­cionales, en el fondo forman en el hombre una dimensión totaliza­dora. El ojo «puro» (Mt 6,22) es el «ojo de la sencillez» (cf. también Mt 10,16: «sencillos como palomas»). El corazón puro es el corazón no dividido. Será preciso tratar con más detención la distinción correcta, que ya se insinúa ahí implícitamente, entre la exactitud de la letra y una monotonía niveladora o, en su caso, casuística de los máximos y los mínimos.

Es equivocada sin embargo la relativización de las obras y de las acciones en función de la ética de actitudes. Pues tampoco cabe la menor duda de que Jesús no sólo exigió una nueva actitud, un nuevo cambio de mentalidad y una conversión interior, sino una obediencia concreta física, y además no solamente bajo la forma de una apelación moral a la conciencia de tipo general, sino a base de indicaciones concretas. Lo que se exige no es la relación del alma

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con Dios, ni tampoco una nueva interioridad, sino la totalidad de la persona y, por tanto, también sus acciones. «Un árbol bueno trae buenos frutos» (Le 6,34ss, etc.). Un ser nuevo produce un comportamiento nuevo. De la misma manera que algo pequeño cuantitativamente puede ser grande cualitativamente (cf. el sacrifi­cio de la viuda pobre, Me 12,41ss), de la misma forma se puede aplicar esto mismo a los aspectos materiales y económicos de lo que se da o de lo que se retiene en concreto. Esto lo demuestran no sólo los diversos mandamientos concretos, sino también otras declaraciones fundamentales.

d) La advertencia en contra de los entusiastas que dicen Se­ñor, Señor, y que no hacen la voluntad de Dios, proviene induda­blemente del cristianismo primitivo (Mt 7,2lss par), pues la enu­meración de las obras carismáticas fue redactada partiendo de la experiencia pospascual9. Pero esta advertencia responde totalmen­te, en su intención, al mensaje de Jesús. En el juicio, no se pregun­tará por la disposición de ánimo, sino por las obras del amor (Mt 25,31ss). Otras palabras de Jesús también confirman esto mismo. Es preciso traer a la memoria la parábola de las reacciones diferen­tes de los dos hijos (Mt 21,28ss):

El hijo mayor, a pesar de su negativa inicial, cumple el requerimiento del padre de trabajar en la viña. El hijo menor dice efectivamente que sí, pero no cumple su palabra, y su asentimiento diligente no viene acompañado de ninguna acción. Ciertamente esto no se tiene que considerar solamente como una adver­tencia para que nadie se dé por satisfecho sólo con palabras, porque ante todo se trata de la transformación de un «no» de principio en un «sí» y (¿secundaria­mente?) los que inicialmente se niegan, se relacionan en el v. 3 Id con los publí­canos y con las meretrices. De la misma manera, estos son precisamente los que hacen la voluntad de Dios y no se limitan a darle el «sí».

La discrepancia entre el hablar y el hacer es también el gran tema de Mt 23, en eí ajuste de cuentas con ios fariseos y escribas; sin embargo, precisamente en Mt 23, se impone la máxima cautela por lo que se refiere a conclusiones sobre la predicación de Jesús. De todos modos, la parábola final del sermón de la montaña o del discurso de la llanura, confirman, asimismo, que de lo que se trata es de hacer (cf. además j . Jeremías, Gleichnisse, y asimismo también frases como las de Me 3,35 par, Le 10,37, etc.).

También el reproche de hipocresía es probablemente posterior, no procediendo, por supuesto, de Mateo que es más esquemático y

9. Cf. G. Scheneider, Christusbekenntnis und christlkhes Handeln, en FS H. Schürmann, 1979, 9-24; H. Geist, Die Warnung vor den íalschen Propheten -Eine ernste Mahnung an die heutige Kirche, enFSR. Schnackenburg, 1974, 139-149.

La ética escatológica de Jesús 61

monos matizado. Hay que precaverse con sumo cuidado de caer en ol difundido malentendido que cree que el judío medio sería un hipócrita, que se contentaba con una apariencia piadosa y con os­tentaciones religiosas, engañándose a sí mismo y a los demás. Mar­cos, de manera curiosa, solamente utiliza dos veces el reproche de hipocresía (7,6; 12,15). En Me 7,6 se enfoca también la discrepan­cia entre la confesión con los labios y la piedad del corazón, pero on las palabras que siguen se trata más bien de la contraposición oíílre los mandatos de Dios y los preceptos humanos. Por eso, no os primordialmente un hipócrita aquel que vive en contradicción entre la teoría y la práctica, sino el que coloca los preceptos de los hombres por encima del mandato de Dios. La apariencia del fari­seísmo no es una doblez subjetiva, sino una obcecación objetiva (cf. también Le 13,15 s, donde la contradicción inhumana entre el permiso para que a los animales se les deje abrevar y la repulsa de la curación de una mujer en sábado, se denomina hipocresía; cf. además U. Wilckens, ThW VIII, 566s).

Esto mismo da a entender que no sólo las prácticas que se omi­ten sino también las prácticas equivocadas son objeto de crítica, y que no sólo hay que insistir simplemente en lo que se denomina cristianismo práctico o activista. Jesús también conoce el peligro de que —como se dice en Le 11,39— se mantengan limpias las copas y los platos, mientras que el interior está lleno de rapiña y de mal­dad. Esto apunta, en verdad, sobre todo, en contra de una exterio-rización de la obediencia a través de prescripciones rituales de puri­ficación, aunque no sólo las obras litúrgico-rituales sino también las sociales pueden intentar encubrir una relación con Dios que no está en orden. La llamada de Dios también se puede acallar con el ajetreo de las obras caritativas (cf. por ejemplo Le 10,38 ss). No es lícito poner en juego lo interno en contra de lo externo, ni lo exter­no en contra de lo interno, ni lo social en contra de la religión, ni la religión en contra de lo social, etc. Más bien se trata siempre de cumplir íntegra y radicalmente la voluntad de Dios.

Esto lo demuestran, sobre todo, algunas antítesis concretas del sermón de la montaña: no ya el matar, sino incluso la cólera, no ya el adulterio, sino incluso la mirada concupiscente es dañina (Mt 5,2 lss; cf. más ampliamente sobre este tema infra, 78s). Esta radi-calidad y totalidad del cambio exigido se expresa con especial clari­dad en Mt 6,24: «nadie puede servir a dos señores, pues o bien aborrecerá a uno y amará a otro, o bien se adherirá a uno y menos­preciará a otro». En la opción por Dios se trata de una auténtica alternativa y, por consiguiente, de una vinculación exclusiva con Dios. No se puede estar a disposición de dos señores con la misma

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entrega y con el mismo compromiso. El amar también a Dios, el servirle con el corazón dividido, significa odiarle. La palabra amor da a entender, en este contexto, que con la conversión no se compa­gina tanto una seriedad sombría, o sentimientos de compunción y gestos de aflicción, sino más bien «la alegría de la penitencia» (J. Schniewind), la alegría de poder regresar, como el hijo pródigo, a la casa paterna del padre que está a la espera y que sale apresura­damente al encuentro. El que en el cielo, según Le 15,7, reine más alegría por un pecador que se convierte que por noventa y nueve justos, no tiene que entenderse como si de cien, noventa y nueve no tuviesen necesidad de conversión (como se dice literalmente en Le 15,7), pues en ninguna parte se habla de que únicamente los pecadores manifiestos necesiten la conversión. En Le 13,3.5, cuan­do Jesús es informado de las víctimas de los crímenes sangrientos de Pilato y de la torre de Siloé desplomada, se dice como respuesta: «si no os convirtiereis, pereceréis todos de la misma manera» (cf. también la metáfora de la puerta estrecha de Le 13,24 par, que previene en contra de cualquier bagatelización, y que exige lucha, esfuerzo y sacrificio). Así como el mensaje del reino de Dios en modo alguno se dirige a un círculo limitado —Jesús no defendía la concepción difundida en aquel tiempo de un «resto sagrado»—, así tampoco el llamamiento a la metánoia se dirige exclusivamente a una gente determinada. El giro total en dirección al reino de Dios venidero necesita de todo el mundo, razón por la cual aquel que no se convierte es reo del juicio de Dios.

e) A manera de apéndice mencionaremos todavía que juntamente con la crítica a una interpretación de la ética de Jesús hecha desde las posiciones de una ética de actitudes, también se rechaza una concepción difundida principal­mente en la ortodoxia luterana que entendía la exigencia de Jesús, por ejemplo, la del sermón de la montaña, primordíalmente como speculum pecattí, como un espejo del pecado, que únicamente debería iniciar al hombre en el reconoci­miento de sus pecados (de manera parecida también G. Kittel y otros; cf. Th. Soiron 17.23ss). Según esto, Jesús impuso conscientemente unas exigencias im­practicables para dar lugar a que el hombre se estrellara contra ellas, poniéndole de manifiesto su menesterosidad salvífica. Sin embargo, en ninguna parte se puede descubrir ni el menor indicio de que las exigencias de Jesús tengan que llevar a la desesperación, y que tengan que dejar al descubierto la impotencia y la culpabilidad del hombre. El que de hecho los hombres siempre vuelvan a hacer lo mismo es, en verdad, indiscutible, pero no existe ninguna prueba de que lo tengan que hacer así, o de que lo tengan que hacer ellos solos. Estas exigencias, a veces sorprendentemente radicales, y su llamativo contraste con el comportamiento normal, deben precisamente estimular a los discípulos a no imitar las prácticas pecadoras del hombre, es decir, que deben llevar a practicar una especie de ética alternativa (cf. p. 80s).

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2. El seguimiento y la condición de discípulo

Es indiscutible que Jesús hizo un llamamiento con vistas a su seguimiento y a la captación de discípulos. El sentido que quiso dar a este llamamiento es discutible. Pero existe unanimimad en que el seguimiento no hay que confundirlo con la imitado, y en que en el seguimiento se trata de una manera específica de vincula­ción con Jesús y con su cometido. Pero ¿en qué consiste este segui­miento? La mayoría de los autores conciben el seguimiento y el hacerse discípulo, por lo menos parcialmente, en analogía con la relación judía que existe entre maestro y alumno. Dado que una comparación con esta situación resulta, en cualquier caso, muy pro­vechosa para comprender las palabras y las escenas sinópticas rela­tivas al seguimiento, antes que nada vamos a echar una rápida ojea­da al planteamiento que, a este respecto, tenía lugar dentro del judaismo.

a) Seguir las huellas, marchar en pos y ser discípulo son en el nuevo testa­mento conceptos sinónimos. En el antiguo testamento «marchar en pos de al­guien» era una expresión de subordinación, por ejemplo de los soldados al rey (Jue 9,49), del aprendiz de profeta Elíseo al profeta Elias (1 Re 19,21), etc. En el ámbito religioso se utiliza, sobre todo, en la relación de Israel con los dioses extranjeros (Dt 4,3; 6,14; 8,19; 11,28; 13,2; 28,14; Jer 2,5; 7,6.9; 9,14; 11,10; 13,10). Del seguimiento de Dios se habla por el contrario, menos veces, y no refiriéndose a una procesión cultual sino en un sentido metafórico (Os 11,10), a pesar de la alternativa de Baal (IRe 18,21). El seguimiento de Dios marcha paralelo a la observancia de los mandamientos (IRe 14,8; 2Re 23,3; Dt 13,5 LXX). Dentro del judaismo, «seguir» se refiere sobre todo a marchar concreta­mente detrás y a la relación reverencial del estudiante de la fofa con el maestro de la ley, a quien el alumno o «discípulo» le sigue, cuando hace sus salidas o cuando va de viaje, a una determinada distancia. La subordinación que encuen­tra su expresión de esta forma, se exterioriza también en otras prestaciones de servicio al maestro, con el cual vive el alumno en comunidad de vida. La instruc­ción y la enseñanza rabínica en modo alguno estaban orientadas únicamente hacia una transmisión teórica de conocimientos, sino que incluía también la aplicación práctica tanto de la forá como de la halajá. Dentro del judaismo rabínico, un discípulo era el estudiante de rabino que se ocupaba, tanto teórica como prácticamente, de la Escritura y de la tradición.

b) Prescindiendo totalmente de la importancia capital que re­cae sobre la ley, dentro de esta relación judía entre maestro y alum­no, aparece como extraordinariamente problemática la interpreta­ción del seguimiento de Jesús como algo análogo al sistema escolar rabínico. Existen indudablemente razones para ser escéptico ante la hipótesis de que hay que concebir a Jesús como a un rabí, o sea,

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como a un miembro del estamento de los escribas que hubiera seguido la formación pertinente y hubiese aprobado los exámenes reglamentarios (así por ejemplo R. Bultmann, Jesús, 43), razón por la cual no hay que entender el seguimiento y el ser discípulo desde esta perspectiva. No en vano, incluso aquellos exegetas que han encontrado paralelismos muy próximos, observan peculiaridades que se salen del marco judío. En los denominados relatos vocacio-nales, llama la atención, por ejemplo, que la iniciativa proceda cla­ramente, en la mayoría de estos casos, de Jesús (cf. sin embargo Le 9,57s), es decir, que los que son llamados por él no se hacen discí­pulos por decisión y voluntad propias, sino a través de su palabra que es la que llama a ir en pos de él y da lugar al seguimiento. Tampoco se pueden pasar por alto otras peculiaridades, como el que mujeres que se hallan en el entorno de Jesús no se encuentran en el círculo de los rabinos, y que el trato con los pecadores, con las mujeres públicas y con los publicanos resultase de lo más extra­ño para un rabino. La institución de los discípulos tampoco es, en el caso de Jesús, una simple etapa transitoria que se interrumpiera por un cambio de maestro o que se diera por concluida al hacerse uno un maestro independierite (cf. Bornkamm, Jesús, 15ls). El se­guimiento es, por consiguiente, la adhesión a Jesús y a su programa, basada en la proximidad del reino de Dios. Lo decisivo es que él representa este programa del reino de Dios, y en cambio no repre­senta la vinculación a la ley o a la interpretación de la misma, ni tampoco al compromiso con una idea o con una tradición sustenta­da por un maestro, o la veneración tributada a su sabiduría o a su estilo interpretativo. El llamamiento de Jesús a seguirle sólo se pue­de entender partiendo de la potestad extraordinaria de Jesús para proclamar el reino de Dios. Únicamente en razón de esto, tiene él capacidad para relativizar todas las demás vinculaciones, tradiciones y autoridades humanas.

M. Hengel, por encima de todo esto, ha llamado la atención sobre otras diferencias del seguimiento de Jesús con respecto a las relaciones rabínicas que se dan entre maestro y discípulo (Nachfol-ge [Seguimiento], 46 s). Para este, la atmósfera intelectual de la escuela doméstica, el estudio intensivo, el cultivo de la erudición exegética, la formación en la tradición etc., todo esto faltaba por completo en el cas'o de Jesús. El presupuesto básico para una activi­dad docente regular es, además, la stabilitas loci en una casa fija dedicada a la docencia, mientras que Jesús recorría la Galilea y los territorios limítrofes, dirigiéndose precisamente al pueblo inculto y no planteando, en principio, discusiones con los eruditos o con sus seguidores.

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M. Hengel {Nachfolge [Seguimiento], 55s) remite con razón a la peculiari­dad carismático-escatológica de la llamada de Jesús. Ni siquiera a los discípulos de Juan el Bautista (Me 2,18 par; Mt 11,2; Le 7,18, etc.) cabe imaginarlos del lodo dentro de la atmósfera de una casa de formación. Hay que tener muy en cuenta que, en la época neotestamentaria, no solamente las escuelas de los rabinos estaban ligadas al sistema de adeptos y de discípulos, sino que también ocurría esto con los partidarios de los profetas apocalípticos y con los secuaces de los dirigentes zelotas (cf. también H. Merklein, 59 s). En estos casos también conviene fijarse, por ejemplo, en los motivos de la separación de la familia y de los parientes, en la parénesis del martirio y en la motivación escatoiógica (cf. M. I Icngel, Nachfolge, 20, 63 s, quien, por supuesto con toda la razón, pone de relieve también aquí diferencias fundamentales). La relación entre Elias y Elíseo luvo gran importancia, por lo menos para la estructuración de los relatos voca-cionales (cf. IRe 19,19.21 con Me 1,16 ss ó 2,14 ss).

Al hacer una comparación con las vocaciones sinópticas, se constatará una evidente afinidad, excepto en el rechazo de la despe­dida y en la eficacia arrolladura del llamamiento de Jesús, en lugar del símbolo profético de echar un manto. También aquí aparecen unidos el encuentro, la llamada durante el trabajo, el abandono de la familia y de las posesiones, la disposición de servicio y el ser discípulo. La frase de Le 9,59 s par, por el contrario, de que hay que dejar que los muertos entierren a los muertos, tiene que haber producido una impresión escandalosa y chocante, por su dureza y radicalidad, ya que exige nada menos que una ruptura patente con el respeto filial y con las convenciones, así como con la piedad y con la ley. El acompañar y enterrar a los muertos es un mandato obligatorio que dispensa incluso del estudio de la tora y de otras obligaciones. Y por el contrario, el rehusar la asistencia a un entie­rro debe ser considerado como un ultraje sin precedentes. Por eso la frase provocativa de Jesús forma parte de aquellas frases suyas que exigen la liberación de todos los vínculos familiares y que se explican por la proximidad inminente del reino de Dios. El elemen­to decisivo en estas «señales proféticas de provocación»10 lo consti­tuye, por consiguiente, el reino de Dios que se inicia con Jesús, y no precisamente la relación común con la tora o la radicalización de la misma. Se podría hablar, más bien, incluso de una crítica y de una suspensión de la tora producida por el seguimiento, ya que el rue­go «déjame enterrar antes a mi padre» corresponde al cuarto manda­miento (H. Merklein, 61 s; cf. además también Me 10,21 «ve y vende todo y sigúeme» después del v. 19 s o de Me 3,21; Mt 19,12).

10. Así designa y entiende también I. Bosold (Pazifísmus und prophetische Pro-vokation: SBS 90 [1978] 84s.93) la negación del saludo de Le 10,4.

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c) Ahora bien, estas frases extraordinariamente incisivas que llegan a relativizar las vinculaciones naturales y familiares y cuya radicalidad no tiene por qué ser disimulada, a pesar del carácter ejemplar de las escenas vocacionales (cf. su interpretación parenéti-ca en los evangelios), no se pueden, por supuesto, aplicar a cual­quier circunstancia de la vida (el mismo problema se planteará en la cuestión de la renuncia a las posesiones). Evidentemente, la lla­mada a sacrificar todo lo demás en aras de una perla preciosa, tiene validez para todos los hombres (Mt 13,45 s), pero la alternativa inapelable y la ruptura con las normas habituales y acostumbradas de conducta o, por decirlo de otra manera, la vinculación con la persona y con el planteamiento de Jesús y por consiguiente con la presencia del reino de Dios, se puede concretar evidentemente de diferentes maneras. No es seguro si la razón decisiva de esto es una «graduación del ethos», en virtud de la cual los «carismáticos am­bulantes» que recorren el país sin vivienda, sin posesiones y sin trabajo, se tengan que diferenciar de los «simpatizantes» sedenta­rios de las comunidades locales11. Indudablemente el movimiento cristiano primitivo de Jesús conoce diferentes formas sociales, pero estas son, sin embargo, un resultado más que un presupuesto del llamamiento a seguirle. Este llamamiento en ningún caso constituye una iniciativa para formar parte de un grupo de devotos que se apartan siguiendo un ethos ascético, sino que cuenta con «vocacio­nes» diferenciadas y con características especíales. Pero ni siquiera esto debe neutralizar la radicalidad de la ruptura reflejada en los relatos vocacionales. Es evidente que en Me 1,16 ss y Me 2,14, el «seguimiento», tal como se da en los relatos vocacionales, se refiere a la incorporación personal inmediata en el sentido de formar una comunidad de vida y destino con Jesús. La llamada a seguirle dirigi­da al publicano Leví, ofrece un ejemplo de que Jesús no sólo llama a los que tienen una preparación o una disposición especial. Por lo demás, a los elegidos se les llama por sus nombres, y estos abando­nan sin dilaciones y sin excusas sus redes y su oficio y dejan a su padre. El que se vincula de esta manera a Jesús, le sigue a las duras y a las maduras, y va con él «a donde quiera que él vaya» (Mt 8,19).

A este respecto, los que le siguen en este sentido especial, no se pueden identificar en modo alguno con los doce, interpretación que propició, sobre todo, Mateo (cf. Mt 8,21; 9,9; 16,24; 19,28). Prescindiendo de que el círculo de los doce fuese o no una institución pospascual, el grupo de los discípulos y

11. Así, G. Theissen, Estudios de sociología del cristianismo primitivo, Salaman­ca 1985, 17s; L. Schottroff-W. Stegemann, Jesús, 101; H. W. Kuhn, Nachfolge, 122s.

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«(•«uidores en sentido estricto no es, en ningún caso, un grupo cerrado, limitado a doce personas. Precisamente lo característico suyo es la apertura.

Pero indiscutiblemente tampoco se identifica simplemente este Ki'iipo con todos los partidarios del movimiento de Jesús. Existen indicios suficientes por los que se puede colegir que Jesús no lla­mo a todo el mundo a este tipo de seguimiento, aunque tampoco se pueda descubrir una distinción clara de las diversas formas de seguimiento, ya que las fronteras continúan siendo bastante im­precisas.

En Me 5,18-20 se llega a prohibir que le siga uno que fue curado de una posesión. Esto es evidentemente secundario y probablemente tiene su origen en «•I empeño por aclarar a los cristianos —en una época en que literalmente no era posible el seguimiento— que la fe de ninguna manera significa necesariamente el vivir, por decirlo así, en contacto físico con Jesús, renunciando a los vínculos sociales y «sociológicos». Sucede por el contrario que Jesús envía al hombre, otra vez, a su casa, o sea, a su vida cotidiana, para que se mantenga allí como testigo del hecho salvífico (también pudo haber influido en ese caso la legitima­ción de una misión en la Decápolis); cf. R. Pesch (HThK ibid); H. W. Kuhn 192.211.

Pero aun prescindiendo de estas interpretaciones del autor del texto, que prueban la ampliación del concepto de seguimiento, tam­bién es válido lo que muchos exegetas ponen de relieve, a saber, que Jesús deja a otros dentro del entorno vital que han tenido hasta entonces, y que estos, aunque no abandonen su casa, su profesión 0 su familia «no son tachados de irresolutos ni de contemporizado­res, ni tampoco son excluidos del reino de Dios».

Así G. Bornkamm, Jesús, 153; y de manera análoga también E. Schweizer, 20; H. Conzelmann, RGG III, 629; H. W. Kuhn, Nachfolge, 106 s. 123s. M. 1 Icngel, Nachfolge (Seguimiento) 68 s, destaca que nada cabe objetar en contra de que aquí se está apuntando la idea de una doble modalidad de ser discípulo, porque lo decisivo no es el mismo Jesús, sino «la inexcusabilidad de la voluntad divina con vistas a la irrupción inmediata del reino de Dios». Tampoco se puede concebir la distinción de forma tal que el seguimiento esté reservado a un círculo reducido, mientras que la imitación, por el contrario, tenga validez para todos (en contra de R. Thysman, L'éthique de l'imitation du Christ dans le NT: ETL 42 [1966] 138-175, especialmente 148).

La meta y la esencia del llamamiento a seguir a Jesús no es, por tanto, ni una doble moral ni la vinculación personal a él, es decir, no es su propia persona ni su propio poder, sino la participación en la irrupción del reino de Dios, del cual él es representante y

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cuyas exigencias hay que referirlas fundamentalmente a este Reino. En definitiva no es Jesús el que trae el Reino, sino el Reino el que trae a Jesús12. El que sigue las huellas de Jesús es por eso mismo «envia­do», es decir, es «apto para el reino de Dios» (Le 9,62). El ingreso en el círculo más reducido de los discípulos no es, según esto, ni una condición salvífica indispensable ni un logro de intrepidez ascética reservado a una élite religiosa. Uno puede aceptar el mensaje de reino de Dios, convertirse y ser adepto de Jesús, sin necesidad de formar parte del grupo reducido que convive con él, ni de recorrer con él los caminos de Palestina. No puede uno, en verdad, quedarse con lo ca­duco, ni dejarse aprisionar por las cosas de este mundo, aferrándose a ellas ciegamente. Tampoco puede uno replegarse en su postura y en su actitud interior. Quizá Jesús haya pedido que uno corte valiente­mente y de manera irrevocable todos los puentes que tiene tras sí, precisamente en los casos en que el hombre se encuentra tan fuerte­mente ligado que sólo se puede plantear un giro radical y una renun­cia definitiva (cf. el comentario a Me 10,17 ss; infra, 133s). Aunque quizá haya que suponer también que la razón de que Jesús no haya lla­mado a todos a que dejen la casa y las propiedades haya sido la mayor o menor capacitación para hacerse cargo de cometidos especiales, sin que esto quiera decir que los otros queden «desligados en principio» de estas tareas.13

d) La llamada de Jesús incluye no obstante, implícitamente, el que todos estén dispuestos a la renuncia y a las privaciones, al ries­go y al sufrimiento, si bien el destino y el estilo de vida de los seguidores en sentido estricto se ven afectados, de manera especial, por palabras como las siguientes: «el que quiera venir en pos de mí, niegúese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Me 8,34 par; cf. también la versión Q de Mt 10,38). Estas palabras interpretadas más adelante desde la perspectiva de la cruz, no se pueden poner en relación con la cruz en cuanto pena capital, como si Jesús hubie­se anunciado su muerte en la cruz y partiendo de ahí hubiese invi­tado a imitarle en la cruz, en la línea de una «ética de modelos» o de una ética martirial o, dicho más concretamente, como si hubiese exi­gido la disponibilidad para el martirio y para la muerte en la cruz. Muchos atribuyen las palabras del «tomar su cruz» a una expresión popular, que al parecer procedía del movimiento de los zelotas.

12. R. Otto, Reich Gottes und Menschensohn, '1954, 75; citado también por otros exegetas con aprobación.

13. Así R. Schnackenburg, Chrístliche Existenz nach dem NT, 1967, 91.93 (ed. cast.: Existencia cristiana según el NT I-II, Estella 1971).

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(lí. A. Fridrichsen, Sich selbst verleugnen: CN 2 (1936) 1-8; M. Ilengel, Niiililollte, 64 nota 76; H. W. Kuhn, Nachfolge, 121. Cf. la reseña sobre las iliiriviitcs soluciones en J. Schneider, ThW VII, 578 s cuya explicación parece pmisible: se trata de una imagen plástica de aquel que dice «no» a su propio yo, pudiéndose imaginar como última consecuencia la entrega de la vida.

Pero incluso los que presuman de que se trata aquí de una ifilacción secundaria, tendrán que conceder que el seguimiento, miomas de la negación de sí mismo, lleva consigo la disposición de tintino para el sufrimiento y el sello del riesgo.

e) Todavía queda un punto fundamental: cuando uno es lla­mado a seguir a Jesús, esto significa para él que, además de la orientación totalmente nueva de la vida, ante todo está involucrado dentro de la tarea y de la acción de Jesús. Esto lo señala ya el primer relato de una vocación, cuando Jesús dice a Simón y a Andrés: «venid en pos de mí, yo os haré pescadores de hombres» (Me 1,17).

listas palabras que tantas veces se han intentado descifrar y que quizá sean milónticas (cf. M. Hengel, Nachfolge, 85 s) sirvieron, como es lógico, a la comu-titdiui pospasaial para apoyar la actividad misional, pero no se lefieten a algo HKI como a un «atosigamiento», proselitismo, caza del hombre o cosa parecida, minque la metáfora sugiera a veces este matiz crudo y chocante. M. Hengel, Nuchíolge, 87, piensa, igual que ocurre en Mt 8,21, en un logion provocativo y piirudójico. No en vano precede inmediatamente al dato del oficio («pues eran pescadores»; cf. R. Pesch, HThK, o.c).

Lo decisivo es la incorporación a la obra de Jesús, de forma que ln vocación y la misión coinciden de antemano. Dios no llama con vistas a cultivar la propia religiosidad o la piedad personal, y en nin­gún caso lo hace pata ingresar en un grupo de gente piadosa que so retira del mundo. Uno es llamado para ser enviado a los demás. So produce la llamada con vistas a la mies escatológica (cf. Mt 9, )7s par), para transmitir su embajada como mensajero y colaborador, y para asumir su poder de curar y de ayudar. Por eso el v 60b: «pero tú vete y anuncia el reino de Dios», a continuación de las pa­labras de Le 9,57 ss en las que pide que se le siga, no es más que una consecuencia lógica. Así como el llamamiento de Jesús encuen­tra a los discípulos inmersos en la vida cotidiana, pescando o re­mendando las redes en el puesto de aduanas, es decir, no precisa­mente en el desierto o haciendo una devota meditación o en el arro­bamiento de una visión, de la misma forma ocurre que son enviados u este mundo cotidiano y no a una residencia monacal o a un ghetto piadoso. Es cierto que Pedro y Andrés abandonaron sus redes, pero

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no porque pretendieran escapar de una hipócrita impureza del mundo, sino para enrolarse totalmente en la misión. Sobre todo Lucas, dentro del marco de las palabras de 9,57 ss, en las que se exhorta al seguimiento, subraya, a través de los discursos relativos al envío (cf. 10,1 ss), que el envío para predicar el reino de Dios forma parte del seguimiento.

La instrucción de Me 6 relativa a la misión, por el contrario, apenas se puede traer a colación en sus detalles, pues se trata en gran parte de normas pospascuales para la comunidad. De todos modos, incluso esto es el reflejo del hecho de que Jesús asoció el nombramiento y la aceptación del servicio al llama­miento para seguirle. Confirma esto mismo el discurso del envío de Mt 10 y Le 10, de la fuente Q. También aquí se ha introducido en los textos mucho material de la experiencia misional del cristianismo primitivo, pero no existe ningún mo­tivo para dudar de que también Jesús hizo a sus discípulos partícipes de su tarea y de su poder, y que los envió como mensajeros y portadores de la paz (cf. Le 10,5). Cf. en relación con los discursos del envío F. Hahn, Das Verstándnis det Mission im Neuen Testament, WMANT 13, 1963, 33s; P. Hoffmann, Studien zur Theologie der Logienqueüe, NTA 8, 1972, 236s; L. Schottroff-W. Stege-mann, Jesús, 69ss,

3. La postura del judaismo con respecto a la ley y la postura de Jesús

a) Aunque la ética de Jesús no se puede derivar de la tora, y aunque el núcleo de su predicación no sea la ley sino el reino de Dios, no cabe duda de que los postulados éticos de Jesús se hallan en conexión con el antiguo testamento y con su ley. La única cues­tión es hasta qué punto llega esta conexión. De todos modos, a la vista de la importancia fundamental del reino de Dios, hay que presumir que el corte fundamental que aparece en Le 16,16 —se­gún el cual la ley y los profetas llegan hasta Juan, y a partir de entonces se anuncia el reino de Dios— también pone fin a la vigen­cia de la ley, y que la novedad cualitativa que se da con el comienzo del reino de Dios y que no cabe dentro de «vestidos viejos» ni de «odres antiguos» (cf. también Me 2,21 s), coloca también a la ley del lado de los «antiguos». «El anuncio del reino de Dios» (Le 16,16) es verdaderamente típico de Lucas, de forma que ya se ha­blaba muy primitivamente de que el reino de Dios, que supera a la ley y a los profetas, abre nuevos horizontes (cf. el pasaje paralelo de Mt 11,12b y además H. Merklein, 81 ss). De todos modos, la «ley y los profetas» por una parte, y el reino de Dios por otra, se suelen poner en contraposición, y precisamente este corte escatológico lo

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pudo hacer el mismo Jesús14, a pesar de que la mayor parte de las veces esté menos agudizado y resaltado, y a pesar de que el concep-lo de ley no aparezca en absoluto, por ejemplo, en el evangelio de Marcos. Pero así como el hombre no ha sido creado en función del silbado, sino que el sábado ha sido creado en beneficio del hombre (Me 2,27), tampoco en torno a la ley, como conjunto, se podrá emitir un juicio diferente (cf. J. F. Collange, 240), y el sentido de la ley sólo podrá consistir en elegir el reino del amor y no en fijar la voluntad de Dios en letra muerta. Esto se confirma desde el punto ile vista objetivo, porque con mucha frecuencia, aparte de la pala­bra, también la conducta práctica de Jesús se halla en contradicción con un comportamiento conforme con la ley. Las curaciones en sábado y el compartir la mesa con los publícanos y pecadores, el contacto con los impuros (Me 1,41; 5,25ss) y el trato con las muje­res desborda continuamente, en razón del amor sin fronteras de Dios (que es parte integrante del reino de Dios), las prescripciones y reglamentos de la legalidad ritual. Hasta qué punto ocurre esto en un plano de principios o de una forma puntual, está ciertamente por dilucidar, lo mismo que la cuestión de en qué medida, según las palabras y los hechos de Jesús, la tora y los profetas han alcanza­do su culminación o su etapa final. Es decir, que está por ver si hay que hablar más bien de una superación o de una contradicción, de una intensificación o de una abrogación. Para aclarar esta cuestión es preciso, ante todo, estudiar el concepto de la ley en la época de Jesús, que por cierto no se identifica con el concepto de ley del antiguo testamento.

b) En Israel la ley sufrió una fuerte transformación tanto en sus premisas e implicaciones teológicas como también en su contenido concreto. Tora significa­ba originariamente la prescripción aislada y únicamente a partir del año 500 a. C. se recopiló el Pentateuco con los diversos cuerpos legales, siendo considerado como la única tora. Sobre todo en las obras históricas antiguas, la ley aparece claramente en conexión con la elección y con la salvación de Israel. Se basa en el pacto de la alianza y en el derecho de soberanía de Dios, ligado a este pacto, que obliga a los miembros de la alianza a ser fieles a ella. No constituye, por tanto, una dimensión independiente sino que, al igual que la elección gratuita de Israel, es una gracia o «un mandato del Dios salvador» (R. Smend, 15, en torno al decálogo). Los profetas se percatan de manera especial de que el rechazo a la obediencia y el rechazo al amor pueden ir juntos, y por eso se dirigen contra todo tipo de práctica puramente externa de la ley. En este sentido, la crítica se centraba en el cumplimiento de la ley cultual (cf. Os 6,6; Is l,10ss; Jer 7,22s). De todos modos tampoco basta con la legalidad externa (cf. Jer 8,8). Por otra

14. Cf. W. G. Kümmel, 114ss; H. Merklein, 90.94.

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parte se daba por supuesta la vigencia de los derechos de Dios, conocidos ya de antiguo y también la justificación del mensaje profético del juicio (Miq 6,8).

El tránsito a la concepción de la ley de la época posterior al exilio se puede descubrir, según mi opinión coincidente con la de M. Noth, E. Würthwein, etc. (cf. RGG II, 1515), ya en el escrito sacerdotal, pues ahí la revelación del Sinaí es el dato fundamental desde la perspectiva de la historia de la salvación. La ley aporta, sin duda alguna, ayuda, alivio y felicidad (cf. los salmos sobre la ley), y no es en modo alguno un yugo o un peso, sino que se convierte en instrumento para conseguir el beneplácito y la comunicación con Dios. Cada vez más, la ley viene a ser un factor determinante, y cada vez con más fuerza se aproxima a la in­dependencia y a la autarquía. Todo depende del cumplimiento de la ley (cf. Neh 1,9, etc.). La ley enlaza con el concepto de mérito, aunque existe el peligro de que pierda su posición prevista debido a la actuación selectiva de Dios.

c) Estos inicios de legalidad del antiguo testamento se continuaron dentro del judaismo, aunque de modo diferente. Sin duda alguna la ley continúa estre­chamente unida al concepto de la alianza y a la gracia, pero su preeminencia y predominio son cada vez más fuertes (cf. R. Banks, 36). Sobre todo la crisis del s. II a. C. produjo una fijación, cada vez más intensa, en la forá, cosa que ocurrió en todo el judaismo (cf. en torno a esta concentración en la tora, M. Hengel, Judentum und Hellenismus, WMANT 10, 1969, 563). La tora es de una importancia capital y tiene una significación absolutamente normativa por lo que «la estrecha correlación entre derecho y parénesis excluye una limitación del ámbito de validez de la tora a los casos judiciales» (U. Luz, Gesetz, 53). Dentro de la institución rabínica se distingue entre la tora escrita y la tora oral, entendiéndose la última como la actualización y la ampliación de la primera y también como su protección («la valla de la tora»). Según la teoría rabínica, parece que Dios también entregó a Moisés en el Sinaí el material oral de la tradición, el cual fue transmitido desde entonces, en una cadena ininterrumpida. En contra de esto está la hipótesis de que los halajot están insinuados en la tora, de la cual se pueden deducir por medio de la exégesís. En cualquier caso, la autoridad de la tora oral no se podía poner en discusión, incluso en la época de Jesús, ni por los escribas del fariseísmo. El judío observante era también, nor­malmente, «un fanático de las tradiciones de los padres», como Pablo dice de sí mismo en Gal 1,14. En Sah. XI 3 se llega a decir: «es más digno de castigo enseñar en contra de las disposiciones de los escribas que en contra de la misma tora». Únicamente los saduceos rechazaron abiertamente la ley oral (cf. Jos., Ant. 13,297 y R. Meyer, ThW VII, 49 s), lo cual debe entenderse, por supuesto, no como una disminución de la carga sino como un aumento de la misma.

Por tanto, en el caso de que se pueda descubrir dentro del judaismo alguna diferencia en el enjuiciamiento de la tradición oral, ésta será indudablemente la importancia singular de la ley para toda la vida judía. Se puede decir con toda precisión que la ley era la delegada y la representante de Dios. En Bar. Sir. 48,22.24 se dice: «pues confiamos en ti porque tu ley está entre nosotros... y esta ley que permanece entre nosotros nos ayuda». La tora llega a ser una «di­mensión a la cual se pliega el mismo Dios» (R. Smend, 40 con referencia a b AZ 3b). A su vigencia eterna —efectivamente, el mismo Mesías, según la concepción judía, no trae una nueva tora, sino que interpreta la vigente— corresponde tam-

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bien su exclusividad. Ella es la única revelación y el único anuncio de la voluntad de Dios, así como el único camino para la vida. El mundo, el hombre e Israel han sido creados sólo a causa de la tora.

Sobre todo en el judaismo helenista, a la tora se le atribuye un carácter cosmológico-ontológico en cuanto fundamento de todo ser y en cuanto armonía de la creación (cf. la misma identificación de la ley con la sabiduría preexistente, Eclo 24). En cuanto que se identifica en grandeza con la naturaleza, o sea, con la ley universal y con la razón, la ley es el plano de la construcción del cosmos, la quintaesencia de cualquier orden y, al mismo tiempo, la armonía de la vida de Israel y la armonía de la creación (cf. Filón, Vita 2,48.51s; M. Limbeck, 17ss). Esta armonía cósmica de la tora no desempeña, en mi opinión, ningún papel especial en la predicación de Jesús, ni en sentido positivo ni en sentido negativo. Ante todo hay que salir al paso del malentendido, todavía no enteramente desa­rraigado, de que el judío percibía la ley como una carga opresiva. Sin embargo la ley no es ni tormento ni yugo, ni trabajo, sino orgullo y alegría, y un bien precioso e imperecedero de Israel. La ley es mediadora de la salvación, garantía salvífica y camino de salvación. El cumplimiento de la ley trae consigo la justicia, comunica vida y es la que decide los destinos del hombre. También para los apocalipsis, la observancia de la ley es el único camino para alcanzar la salvación y llegar al mundo venidero (cf. 4 Esd 7,17; Test. Jos. 11,1). La inminencia del ésjaton tampoco relativiza la ley, tal como se quiere ver en Qumram, sino que la radicaliza. A pesar de ser perfectamente conscientes de la supeditación a la gracia de Dios, no se ha puesto en duda la invalidez o incluso la reafirmación de la obligación de la ley.

Por lo demás, tampoco se puede pensar, apoyándose en la imagen del judais­mo que a veces reflejan los evangelios, que los judíos no se tomasen en serio esta obligación para con la ley. Se dice, por ejemplo, en S a Lev 26,3, que «a aquel que aprende la ley sin ponerla en práctica, le sería mejor que no hubiera sido creado». La obediencia es algo incuestionable. El hombre no tiene ningún dere­cho a poner en tela de juicio la justificación de las normas. Cuando alguien se escandaliza de los mandatos, Dios, según b Joma 67 b, le apostrofa así: «yo, yo mismo los he estatuido, y tú no tienes ningún derecho a ponerlos en tela de juicio». Típica y profusamete citada es, sobre todo, una sentencia del rabí Yoha-nan ben Zakkay, según la cual, ni la muerte produce impureza ni el agua purifi­ca, pero existe un precepto del «rey de todos los reyes» que nadie puede trans­gredir y cuyas razones no se pueden cuestionar (Pesiq 40 a; cf. Billerbeck IV, 524). Más adelante nos ocuparemos de la atomización y de la casuística de los preceptos divinos que se siguieron de todo esto. En cualquier caso, la ética judía descansa constitutivamente en la ley y en su interpretación. Cf. en relación con el concepto judío de la ley, además, W. Gutbrod, ThW IV, 1040-1050; E. Loh-se, RGG II, 1515-1517; N. Limbeck, Die Ordnung des Heils. Untersuchungen zum Gesetzesverstándnis des Frühjudentums, 1971; U. Luz, Gesetz, 45-47.

4. Recepción, interpretación y superación de la ley

Aunque la postura de Jesús con respecto a la ley no sea fácil de precisar —dado que precisamente se perciben en este tema Ínter-

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ferencias de los diversos matices del concepto de ley en la comuni­dad primitiva, así como de su polémica en torno a la vigencia de la ley—, de antemano se puede esperar que Jesús no fuera ni un pre­cursor de Marción, ni un nomista apegado a la letra. Jesús no recha­zó globalmente la ley, aunque tampoco la sancionó del todo. Las precisiones más concretas son, sin embargo, objeto de controversia.

a) De entrada plantea grandes problemas la constatación de que la ley tuvo para Jesús una importancia positiva, que por supues­to habrá que meditarla más detenidamente, y el que su propia ética material haya que entenderla, por lo menos parcialmente, partiendo de ahí. Los mandatos de Dios también pueden ser para Jesús una expresión válida de la voluntad de Dios y un punto de referencia de su tendencia ética. Me 10,17ss, por ejemplo, puede considerarse como la expresión certera de la actitud mental de Jesús.

Cf. R. Bultmann, Geschichte, 57. A la pregunta del joven rico de qué tenía que hacer para heredar la vida eterna, recibe la sobria y elemental respuesta: «ya conoces los mandamientos», enunciándose, a continuación, los mandamientos de la segunda tabla (Me 10,19). El conjunto de mandamientos que se reseñan aquí pertenecen al «apartado social», y su presencia se puede demostrar sobre todo en Filón y en Josefo (K. Berger, 362ss), lo cual no quiere decir en absoluto que la perícopa proceda inevitablemente del ámbito judeo-helenista (para la crítica de la tesis de K. Berger acerca de una «crítica de la tora» en el judaismo helenista apocalíptico, cf. M. Hengel, ThB 1978, 153; H. Hübner, NTS 22 [1976] 319s).

La verdad es que, en todas partes, el decálogo se interpretaba preferentemente en un sentido social (cf. también Rom 13,9; Sant 2,11). En este caso concreto ni se mantiene la vigencia de todos los mandamientos de Dios por razones de principio, ni ante la pregun­ta acerca de un camino especial para alcanzar la salvación se acude al principio ético rudimentario de la voluntad divina conocida por todos los hombres. Más bien se indica que Jesús se remite a la validez de la forá, pero no de una manera global sino ciñéndose a los mandamientos de la segunda tabla. En este sentido, Mt hizo una interpretación correcta cuando añadió al texto de Marcos «y amar a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 19,19). Dios exige, efecti­vamente, amor, y no una obediencia ciega a toda la tora. Ni siquie­ra el tenor literal del decálogo es algo sacrosanto porque sí, como lo demuestra la numeración de los mandamientos (el cuarto manda­miento está, por ejemplo, al final; cf. además el mandamiento doble del amor, donde se colocan juntos los mandamientos veterotesta-mentarios), aunque esto se puede atribuir a la Iglesia primitiva. En

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cualquier caso, también Jesús puede citar perfectamente los manda­mientos veterotestamentarios, considerándolos, sin ningún tipo de reservas, como pauta de la conducta adecuada.

b) El mismo Me 10,17 ss indica, al mismo tiempo que, según Jesús, se puede hablar sin dificultad de una nueva interpretación de la ley. Mateo, que describe a Jesús ocupándose de la interpretación rabínico-farisaica de la ley, ha resaltado esto de manera especial. Pero no es solamente un enfoque de Mateo sino que Jesús mismo criticó también determinadas interpretaciones de la voluntad de Dios. Esto tiene lugar, por ejemplo, cuando plantea el originario «mandamiento de Dios» en contra de la tradición. Según Me 7,6-8, la tradición, la halajá, es una obra del hombre que se encuentra en contradicción con el mandamiento de Dios.

Ahora bien, lo único que se podría atribuir a Jesús sería la idea fundamental de este texto, mientras que la polémica en torno a lavarse las manos habría que considerarla, en concreto, como una elaboración de la comunidad (cf. la cita de los LXX; la diferencia con el texto hebreo, precisamente con el v.7, no es peque­ña, pues ahí la contraposición entre mandamiento de Dios y precepto humano no tiene ninguna importancia). Objetivamente se trata del reproche de no obser­var la tradición, y más concretamente de que los discípulos, al no lavarse las manos, no se atienen a las prescripciones rituales de purificación.

Estas prescripciones eran, por lo demás, muy complicadas. Los testimonios judíos escogidos por Billerbeck (I, 691 ss) constituyen un ejemplo magistral de la casuística, que llegaba incluso a regular la operación de lavarse las manos. En este aspecto, ni la posición de las manos, ni la cantidad de agua, ni el recipiente que se utilizaba eran indiferentes.

Según el v. 8, el precepto de Dios era puesto fuera de vigor por el precepto humano. La «tradición de los ancianos» (v. 3.5) no es más que la «tradición humana» (v.8), es decir, que en modo alguno está en el mismo plano que el mandamiento de Dios. Ni siquiera se dice, como más adelante en Mt 23,23: «habría que hacer esto sin omitir aquello», es decir, no se dice: tenéis que guardar el mandamiento de Dios pero sin suprimir tampoco las abluciones rituales. Se presupone más bien que los discípulos ya no respetan la tradición de las prácticas rituales. Esto, sin embargo, ya no está avalado por el texto de la cita de Isaías, lo que supone que la crítica a los preceptos cultuales no se puede deducir exclusivamente par­tiendo de la Escritura. El punto medio objetivo, a partir del cual se argumenta aquí con ayuda de la Escritura en contra de la doctrina y de las prácticas farisaicas, continúa ciertamente sin quedar aclara­do en Me 7, 1-8.

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c) Aunque Me 7,1-8 proceda de la comunidad, la Iglesia pri­mitiva, al remitirse a la Escritura y al relativizar la tradición, sigue las huellas de su Señor. Esto lo demuestra Me 7,9-13 (sólo el v. 9 y, por supuesto, también la generalización del v. 13 se remontan al mismo Me) donde asimismo se trata de la confrontación entre el mandato de Dios y el precepto humano. Aquí se pone de manifiesto de manera ejemplar que el mandato de Dios puede efectivamente ser puesto fuera de vigor por la tradición. Como ejemplo del man­dato de Dios se menciona el cuarto mandamiento del decálogo: «honra a tu padre y a tu madre». En contradicción flagrante con la vigencia de este mandato divino está sin embargo la concesión, cier­tamente no discutida en el judaismo, por la cual alguien puede decir a sus padres «ofrenda sea todo lo que de mí pueda ser útil» (Me 7,11). Mediante la apropiación fáctica o ficticia de una ofrenda a Dios o al templo, se podría hacer que una dádiva quedase sustraí­da al uso de los demás, de forma que los padres, por ejemplo, quedasen privados del apoyo debido.

Cf. K. H. Rengstorf ThW III, 860 ss. Según Billerbeck I, 71 s no era preciso ni siquiera convertir las rentas de los padres en una ofrenda destinada al templo, sino que se podría plantear bajo la fórmula de un voto que cumpliera, en rela­ción con los padres, la función de algo así como un exvoto, con objeto de poder conservar de esta forma lo propio sin necesidad de entregar nada en el templo. De todos modos, este voto llamado de corbán era en ocasiones una estratagema para burlar el cuarto mandamiento, es decir, que de hecho, valiéndose de las normas sobre el voto, se arrinconaba y se evitaba un mandamiento divino indis­cutible. Tengamos en cuenta de pasada que el cumplimiento del voto constituía un precepto de la tora (Dt 23,21), con lo cual la misma tora se veía indirecta­mente afectada por la crítica (cf. p. 78s).

Existe otro ejemplo en Le 11,42: «¡ay de vosotros, fariseos, que pagáis el diezmo de la menta y de la ruda y de todas las legumbres, y descuidáis la justicia y el amor de Dios». Esto no se entiende, por supuesto, de una manera alternati­va, como lo demuestra lo que viene a continuación, pero es una prueba más de que la originaria voluntad de Dios puede ser encubierta por la tradición.

d) Los ejemplos más importantes de la crítica de Jesús a la hülajá, en los cuales nos encontramos, además, con una base sólida, incluso desde la perspectiva histórica, son sin género de dudas los conflictos en torno al sábado, que señalan, en cierto sentido, el tránsito a la crítica de la ley. Estos conflictos infringen las halajás relativas al sábado, de forma que la referencia a la tora de carácter defensivo sólo desempeña un papel secundario. Por lo que se refie­re a la temática ética, es de especial trascendencia el que el mismo sábado ya no se puede entender en adelante como un espacio libre

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destinado al culto y al margen de las obligaciones para con e! próji­mo, como si en nombre de Dios uno pudiera comportarse neutral-mente o eludir a nuestros semejantes.

Ch. Dietzfelbinger, Vom Sinn det Sabbatheñungen Jesu: EvTh 38 (1978) 281-298, sobre todo 238; cf. también E. Lohse, Jesu Worte über den Sabbat, en Die Einheit des NT, 1973, 62-72; Ch. Hinz, Jesús und der Sabbat: KuD 19 (1973) 91-108; M. Trautmann, Zeichenhañe Handlungen Jesu, fb 37, 1980, 297-318.

La trascendencia del conflicto provocado por Jesús sólo se puede evaluar cuando se tiene en cuenta la importancia extraordinariamente grande del sába­do, como un signo de la elección divina y como símbolo de la fe judía y cuando, sobre todo, se contempla, en un segundo plano, la observancia de todo punto lamentable del sábado que se practicaba dentro del judaismo. Sobre todo en la época posterior al exilio, el precepto del sábado se convierte, cada vez más, en un precepto central de la ley, el cual, por ejemplo en Qumram, continuamente se pone de relieve con nuevas prescripciones particulares (cf. Dam 10,14ss). Así, al principio de las guerras de los Macabeos, se dejaban acuchillar por los enemi­gos sin oponer resistencia sólo por respetar el sábado (IMac 2,32ss). Según j . Ber. 3 c, 13 s (Billerbeck I, 905), el precepto del sábado tiene tanto peso como todos los otros preceptos juntos. El tratado de mishná shabbat nos da una idea de la tupida red de preceptos concretos de esta casuística del sábado, los cuales, dentro de una línea rigorista, se interpretaban y se observaban, como es lógico, de diferentes maneras, sin que por otra parte fueran tomados como un peso abrumador. En general bastaba con hacer sólo lo imprescindiblemente necesa­rio. Entre otras cosas estaba prohibido también arrancar espigas (era uno de los trabajos secundarios que figuraban entre los treinta y nueve trabajos prohibidos), así como curar las enfermedades que no supusieran un peligro inminente de muerte (cf. por ejemplo Dam l l . ló s y E. Lohse, ThW VII, 12s.22.24).

Jesús, sin embargo, hizo o permitió hacer las dos cosas (cf. Me 2,23ss y 3, lss par). Únicamente en 2,23ss se intenta justificar esto con una alusión a la Escritura, a saber, con la conducta de David, del que se cuenta ahí que comió de los panes de la proposición. Sin embargo, hay razones para suponer que la alusión a la Escritura de los v. 25-26 es una interpolación secundaria. A parte de eso, la alusión al antiguo testamento tampoco acaba de encajar perfectamente, pues 1) David se encontraba en peligro de muerte y los discípulos no; 2) la conducta de David no era una infracción del sábado (cosa que el midrash afir­ma). Aparte de eso, en Mateo se confirma que, a medida que avanza la tradi­ción, aumentan las referencias a la Escritura, pues en el pasaje paralelo, Mateo contempla la perícopa con otros pasajes veterotestamentarios.

La justificación específica y original de la infracción del sábado tampoco es, por consiguiente, el antiguo testamento sino el v. 27: «el sábado fue hecho a causa del hombre, y no el hombre a causa del sábado». La justificación original de la relativización del precep­to del sábado era precisamente ésta, y no el hambre de los discípu­los, que no se menciona expresamente más que en Mateo y que no

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significaría más que una pura ley de excepción, aplicada a una legí­tima desacralización del sábado. La inaudita provocación que des­pertaba esta frase se percibe echando una ojeada a Mateo y a Lucas a quienes la frase se les antojaba evidentemente demasiado radical y liberal, razón por la cual prescindieron de ella. Precisamente la independencia soberana y escandalosa de la frase garantiza su autenticidad. Indudablemente, con ello no se discute, en principio, la vigencia del sábado, pero su medida y su sentido se centran en el hombre y no en la ley cultual. Dios no ha creado el sábado para imponer al hombre un peso insoportable ni para constreñirlo con un sinnúmero de prescripciones, sino para hacerle un bien. El sába­do no es una coacción ni un yugo, sino un beneficio y una opor­tunidad. Las mismas curaciones de Jesús en sábado, con el sello característico de provocación que les es propio (cf. Ch. Hinz, 95), interpretan el precepto del sábado de manera tal que, a través de él, se debe poner de manifiesto el juicio de la salvación escatológica y la libertad que le corresponde.

e) Si tanto la crítica de la tradición como la infracción del sábado, así como la justificación explícita de ambas son, en cierta manera, una reinterpretación de la voluntad de Dios, con más razón se puede aplicar esto mismo a las denominadas antítesis del sermón de la montaña de Mt 5,21-48 par. Normalmente se suele considerar la formulación antitética de la primera (5,21ss), segunda (5,27ss) y cuarta antítesis (5,33ss) como anteriores a Mateo, dado que estas antítesis sólo se pueden entender dentro del contexto de la tesis (la prohibición de hacer juramentos de Sant 5,12, transmitida sin la formulación antitética, es sin embargo una especie de alternativa de la cuarta antítesis), y no hay por qué atribuir precisamente a Mateo la invención de esta figura retórica.

Cf. Ch. Dietzfelbinger, Antithesen, 1 ss; P. Hoffmann-V. Eid, 372; no así, por ejemplo, M. J. Suggs, The Antitheses as Redactional Products, en FS H. Conzelmann, 1975, 433-444; I. Broer, Die Antithesen und der Evangelist Matt-háus: BZ 19 (1975) 50-63. Cf. finalmente G. Strecker, Die Antithesen der Berg­predigt: ZNW 69 (1978) 36-72 (bibliografía).

La primera y segunda antítesis están formuladas en su forma incisiva crítica originaria (por lo que respecta a su ampliación, cf. infra 154), concibiéndose la mayor parte de las veces como un re­forzamiento y una confirmación y superación de la ley, por lo cual estos mismos preceptos de la tora se llegan a citar apodícticamente y sin matizaciones (por ejemplo entre asesinato, homicidio, muerte involuntaria o no intencionada etc.). Mucho más significativo es, sin

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embargo, que Jesús no intenta fundamentar su propio postulado exegéticamente, mediante la exégesis o la ampliación del precepto de la tora, de manera que aunque se asuma la intención del decálo­go, la expresión «reforzamiento de la tora» no sería de suyo total­mente acertada. Evidentemente la mentalidad continúa estando dentro de la línea de los preceptos de la tora, aunque estas «supera­ciones» no se legitiman con la autoridad de esta misma tora.

La antítesis cuarta de Mt 5,33ss, a pesar de que falta la referen­cia al decálogo, tiene que juzgarse también de manera análoga. Ade­más de la prohibición del «perjurio» —Ex 20,7 y Lev 19,12 única­mente prohiben «el abuso del nombre de Dios para fines fútiles» (Ch. Dietzfelbinger, Bergpredigt, 31)— y del precepto de cumplir los votos, no solamente se pone en guardia, como ocurre en el judaismo, contra el jurar frivolamente y de manera irreflexiva, sino se exige que el sí sea un sí y el no un no. Cuando la veracidad es absoluta cualquier juramento carece de sentido.

Mientras que para G. Strecker (ZNW 1978, 70 s), la misma prohibición de ju­rar constituye un ejemplo de que Jesús llega hasta la «supresión» de algunos pre­ceptos de la tora y se distancia de la práctica y de la crítica judía relativa al juramen­to, G. Dautzenberg {Isdas Schwurverbot Mt5,33-37; Jak5,12 einBeispiel für die Thorakritik Jesu?: BZ 25 [1981] 47-66) niega cualquier intencionalidad crítica frente a la tora porque, exceptuando el sistema judicial, no existía ningún juramen­to prescrito por la tora, y Jesús no se había ocupado de las modalidades procesales civiles o penales (51). La prohibición parenética de jurar representa una «intensi­ficación de la crítica, por lo demás totalmente habitual dentro del judaismo y del mundo antiguo, a las protestas solemnes análogas al juramento» (52).

f) Los tres ejemplos mencionados demuestran, por lo tanto, lo que frecuentemente se ha solido llamar reforzamiento y acentuación de la tora, debiéndose observar, sin embargo, que no se puede trazar nítidamente la frontera con la abolición de la tora. Muchos autores hablan por esta razón, refiriéndose en concreto a la cuarta antítesis, de la derogación o de la crítica de la ley veterotestamenta-ria por lo que respecta a la prestación de juramento. Pero en ningún caso se trata de un simple reforzamiento de la tora. Su acentuación se apoya efectivamente en casos aislados, valiéndose de frases de la Escritura, como la prohibición del juramento de Mt 5,35.

Tiene lugar eso a través de la referencia a Is 66,1; Sal 68,3, según las cuales el cielo es el trono de Dios, lo cual quiere decir que, a pesar de la práctica fre­cuente de soslayar en las fórmulas de juramento el nombre de Dios y de apelar a otros garantes del juramento («por el cielo» etc.), siempre se tiene que ver con Dios. Esto es, por supuesto, algo secundario, pues si existe una prohibición ab­soluta de jurar, ya no se precisa de ninguna otra prohibición adicional de las fórmulas de juramento (Ch. Dietzfelbinger , Bergpredigt, 32).

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so Etica del nuevo testamento

Pero, en la mayoría de los casos, falta esta referencia a la Escri­tura, de forma que ésta no constituye un principium cognoscendi. De la misma manera parece que también faltan unas coordenadas fundamentales que sirvan de pauta. Por eso H. Braun habla de «una falta de principios» y establece una distinción entre este «re­forzamiento de la tora» que se produce de vez en cuando en Jesús, y la actitud fundamental de principio que se observa en Qumram (Radikalísmus 11,7, cf. 14). Hay que conceder que resulta muy difi­cultoso extraer de este reforzamiento de la tora en Jesús líneas maestras convergentes, pues el principio que regula la superación de la tora no es ni la contraposición entre lo meramente externo y lo interno, ni la intocabilidad de la vida humana, ni la relevancia del prójimo, ni la simplificación o la intensificación de la intencio­nalidad contenida en los preceptos veterotestamentarios.

En modo alguno se trata tampoco del «gran antagonismo que existe entre las pretensiones instintivas de cada individuo por una parte, y las barreras impues­tas, por otra parte, a estas pretensiones, por las normas morales de la civilización humana» (así lo formula H. R. Reuter: Die Bergpredigt ais Oríentierung unseres Menschseins heute: ZEE 23, 1 [1979] 84-105, sobre todo 93). Se podría pensar con más fundamento que se trata de una «exageración intencionada», cuya fun­ción consistiría «en orientarnos de nuevo por el camino de una desorientación provocada» (H. R. Reuter, 95). En relación con algunas famosas amonestaciones hiperbólicas, como las de Mt 5,29s. 39s o las de Mt 18,22, nos remitimos sobre todo a P. Hoffmann-V. Eid, donde, por analogía con el estilo de las parábolas, se habla con razón de un intencionado efecto escandalizado^ en el sentido de que se quiere bloquear el automatismo del comportamiento humano normal y de sus mecanismos de reacción mediante la sorprendente invitación a practicar exactamente lo contrario de lo normal, produciendo así una apertura (también en los demás) y ampliando el horizonte del amor (160; cf. también Hoffmann, Eschatologie, 200). Esto se puede aplicar, en mayor medida, a la quinta antítesis que será estudiada más adelante. J. Eckert (Wesen und Funktionen der Radika-lísmen in der Botschañ Jesu: MThZ 24 [1973] 301-325) habla, a la vista de las frases provocativas de Le 9,59ss (cf. sobre esto supra 65), Mt 5,39ss (cf. infra, 117) y de otros pasajes, de «casos extremos paradójicos» que no se tienen que entender de forma legalista (312), sino en relación con el reino de Dios que se va abriendo paso y que «pone en tela de juicio las anteriores pautas, circunstan­cias y leyes del viejo eón» (316).

Se podría hablar formalmente por ello de que precisamente aquí se pone de relieve la urgencia de una obediencia absoluta y sin compromisos provocada por la salvación del reino de Dios, tenien­do en cuenta, además, que al mismo tiempo la voluntad de Dios protege al prójimo de una manera radical. Algunos radicalismos concretos parecen, efectivamente, que no tienen en cuenta las con-

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secuencias que se siguen para los demás, y en ocasiones pueden daf lugar directamente a la dureza de corazón- (por ejemplo la prohibi­ción de casarse con una mujer divorciada en Mt 5,32; Le 16,18). Sí se intenta llegar a comprender correctamente el núcleo del mensaje de Jesús, se podría considerar también aquí la posibilidad de atri­buirlo a un signo escatológico (cf. Le 9,57ss)15. Sin embargo, a la vista sobre todo de la última antítesis y de las demás prelaciones y supremacías del amor, tampoco es posible prescindir del precepto de la caridad. Lo que aquí es preciso tener en cuenta de forma primordial es la correspondencia con el amor incondicional de Dios y no la radicalidad de la obediencia (cf. M. Limbeck, 75s).

5. La libertad y la crítica de Jesús a la ley

a) Si de frases como las de Me 2,27 se puede deducir la liber­tad soberana de Jesús, con más razón se puede aplicar esto mismo a aquellas palabras que no sólo se refieren a la interpretación y a la práctica de la tora, sino que se ocupan de la misma tora. En ellas no se introduce, evidentemente, una anomía optimista, aunque sí se relativiza la tora en cuanto manifestación suficiente y decisiva de la voluntad de Dios. Ante todo tiene esto lugar al poner en juego un pasaje de la Escritura en oposición con otro. Aunque este proce­dimiento no es en verdad habitual, no por eso carece totalmente de analogías (R. Bultmann, Geschichte, 52). Un ejemplo de esta va­riante de crítica a la ley, valiéndose de la misma tora, es la discusión del divorcio de Me 10. En contraposición con el divorcio regulado por la ley de Moisés, Jesús pronuncia, según el v. 5, una frase que habitualmente se puede traducir de la siguiente forma: «en atención a vuestra dureza de corazón os ha dado (es decir, Moisés) este precepto». Quiere esto decir que, según esta traducción, Jesús da a entender que la ley de Moisés que regula el divorcio es algo así como una norma de emergencia o una concesión o como una tran­sacción con la debilidad humana, así como una deferencia con la impotencia, con la infidelidad y con la concupiscencia del hombre, etc. Dado que el hombre no es capaz de conducirse en el matrimo­nio de acuerdo con la armonía divina de la creación, se instituye una regulación que tiene en cuenta este hecho. ¿Pero es que Jesús habría querido decir verdaderamente que Moisés capituló ante la

15. Cf. M. Trautmann, Zeichenhañe Handlungen Jesu, fb 37, 1980; más amplia, mente infra en p. 142.

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debilidad humana? Y sobre todo, ¿no tenía entonces que existir un complemento causal (por ejemplo «en razón de vuestra dureza de corazón») ?

A la vista de estas dificultades se han hecho dos propuestas que hasta ahora han encontrado, en general, poco eco. H. Greeven (ZEE 1957, 144 s) ha enten­dido esta expresión de forma que la dureza de corazón es el límite y por tanto no la posición desde la cual se argumenta. El precepto no acepta la dureza de corazón sino que se dirige contra ella. El v. 5 («en atención a...») se tiene que parafrasear en el sentido de «en testimonio de vuestra dureza de corazón». Moi­sés no ha hecho aquí ninguna concesión, sino que sacó a relucir una conducta culpable que estaba en la clandestinidad y en el anonimato, exhibiéndola delante del mundo y de Dios». El precepto es entonces considerado como aquello que demuestra al hombre su pecado y que pone de manifiesto su lejanía radical de Dios. A este respecto, ofrece alguna dificultad el término griego pros en el sentido de «en testimonio», y por otra parte también la interpretación de la ley, al parecer exageradamente paulina y reformadora, como usus elenchticus legis (cf. Rom 3,20 y otros pasajes similares).

A V. Taylor se debe también otra teoría. Tampoco él quiere concebir la ley de Moisés como una transacción con la dureza de corazón del hombre, sino como una intervención de Dios en bene­ficio de la mujer: «una concesión compasiva en favor de la mujer»16. De esta manera existe, efectivamente, una mínima protección jurí­dica de la mujer desde el momento en que en la hipótesis del divor­cio está garantizada la legalidad de un nuevo matrimonio de la mujer sin que sobrevenga un conflicto con el derecho y con la moral.

El que el Dios misericordioso intervenga en favor de la mujer estaría en con­sonancia también con el antiguo testamento (cf. Ex 21,20; 22,16; Dt 21,14ss). Pero ahora todo esto estaría más de acuerdo con la imagen de Dios que tenía Jesús. A pesar de que esta interpretación tampoco es segura, Jesús superaría así con mucho la intención originaria de la ley en beneficio de la mujer, aunque, en este caso, tanto el tenor literal como el contenido de la tora serían explícitamente objeto de crítica.

En cualquier caso, lo cierto es que Jesús sale aquí al paso del precepto de Moisés, sea cual fuera la motivación de este precepto, y pone en claro que el di­vorcio, a pesar de que esté en la ley —si bien condicionado por el libelo de re­pudio—, no está en consonancia con la voluntad de Dios.

A este respecto, en el v. 6 s, se vuelven a poner en juego unos pasajes de la Escritura contra otros, impugnando la autoridad de las palabras de la Biblia citada por los fariseos con otra perícopa: «pero desde el principio de

16. V. Taylor, The Gospel according to St. Mark, London 1959, 418 (ed. cast.: Evangelio según san Marcos, Madrid 1980); cf. también R. Pesch, HThK, o.c.

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la creación los hizo Dios varón y hembra. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y los dos serán una sola carne».

La cuestión es si, efectivamente, Jesús ha llevado a cabo aquí, él mismo, una especie de debate exegético. Evidentemente que la alu­sión al principio de la creación parece que relativiza la autoridad de Dt 24,1, es decir, la regulación del divorcio, en el sentido de que el precepto de Moisés no concuerda con la voluntad originaria del crea­dor. En qué consista esta voluntad creadora de Dios, se expresa nue­vamente en pasajes de la Escritura, a saber, en Gen 1,27 y 2,24.

Pero ¿significan realmente estos dos pasajes lo que se pretende? En las dos perícopas citadas del Génesis se habla de que Dios ha creado al hombre y a la mujer, y que estos llegan a ser «una carne». Pero en estas palabras no se mencio­na en absoluto la cuestión de la celebración del matrimonio. En estas dos pala­bras no se contiene, ni siquiera para el antiguo testamento, ni el matrimonio único ni la duración del matrimonio. Por lo menos, según la concepción vetero-testamentaria, Dt 24,1 no queda deshancado por Gen 1 y 2, y ni siquiera para los judíos podía tener fuerza probatoria alguna la alusión a los pasajes del Génesis.

Todo esto indica que el argumento específico para rechazar el divorcio no es el antiguo testamento, sino las palabras del Señor del v. 9, las cuales representan, asimismo, el momento culminante y más significativo de toda la polémica. En resumen: únicamente la palabra del Señor presta a Gen 1 y 2 algo así como fuerza proba­toria, y hace que Dt 24,1 sea superado.

La tercera antítesis del sermón de la montaña de Mt 5,31 ss confirma esto mismo. En este pasaje, sin que se recurra en ningún momento al antiguo testa­mento, a la frase legal de Dt 24,1 se contraponen unas palabras de Jesús que prohibe el divorcio. Mateo fue probablemente el primero que contrapuso Dt 24,1 a las palabras del Señor, pero, aunque no fuese este el caso, es evidente que la frase del Señor no encierra una reinterpretación sino un rechazo del precepto veterotestamentario.

b) Con lo cual llegamos al ejemplo último y más radical de la actitud de Jesús con respecto a la tora. Aquí, el precepto del anti­guo testamento es infringido y derogado por Jesús sin ningún tipo de legitimación basada en la Escritura. No se trata ciertamente de una crítica fundamental, como lo ilustra el caso del Me 7, donde se trae a colación el cuarto mandamiento del antiguo testamento en contra de la práctica tradicional de corbán. Por el contrario, el con­flicto de Jesús con su familia (cf. Me 3,21 ss) demuestra que en ra­zón del reino de Dios puede ser derogado incluso un precepto del decálogo (cf. también Le 14,26).

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Por otra parte, tampoco se puede decir que aquellas antítesis que critican la ley veterotestamentaria no tengan que entenderse como auténticas antítesis.

L. Goppelt (Die Bergpredigt und die Wirklichkeit dieser Welt, 1968) opina efectivamente que el primer miembro de la antítesis —que debe entenderse como derecho vigente— tiene que continuar en vigor, según la opinión de Jesús, en tanto que existe este mundo. «La ley según la cual tiene que existir el divorcio debe aplicarse sin merma mientras exista el cielo y la tierra». (Die Herrschaft Christi und die Welt, en Christologie und Ethik, 1968, 102-136, cita en 104). La intención específica de Jesús consistía en no pretender regular la conducta de cada día por medio del derecho. Ahora bien, la interpretación de la tora que hace Jesús no intenta ser jurídica, sino parenética, desinteresándose incluso de la cuestión de transformarla en sistema jurídico practicable (U. Luz, Gesetz, 63). Pero Jesús nada tiene que ver con una alternativa entre el derecho o la ley por una parte y la ética o la parénesis por otra (cf. W. G. Kümmel, ThR 1978, 113), sino que la parénesis llega a aparecer directamente en lugar del derecho y,ade-más, de forma paradójica, incluso bajo la forma de preceptos legales, para poner así de relieve su obligatoriedad. En ningún caso se da por supuesto que los dis­cípulos respeten la ley o el derecho expresado en el primer miembro de las an­títesis, o que continuaran, por ejemplo, concediendo el libelo de repudio y prac­ticando el «ojo por ojo».

En Mt 5,38s, por ejemplo, se declara la invalidez del ius talio-nis veterotestamentario, es decir, la igualdad en el desquite, la co­rrespondencia exacta entre la acción y el castigo o la reparación (cf. Ex 21,23 ss; Lev 24,20; Dt 19,21 y también el mismo Gen 9,6). Aunque sea discutible si en los días de Jesús se continuaba practi­cando al pie de la letra este principio en la evaluación de la cuantía del castigo o si, por el contrario, se aplicaban otros castigos susti­tutorios, la verdad es que en la evaluación de los daños y perjui­cios dominaba el principio de taitón como tal. Pero las palabras de Jesús no se dirigen en contra de esta práctica o de cualquier otra, ni tampoco apuntan a determinadas aberraciones crueles, sino que se dirigen en contra del principio como tal. Los discípulos de Jesús no deben empecinarse en su derecho, sino que tienen que renunciar a él. La ley de taitón está abolida para ellos. Ni siquiera su respaldo veterotestamentario supone un impedimento para que Jesús la deje al margen de toda vigencia. Dado que la revancha que aplica la mis­ma media parece que evita la desproporción de la venganza, quizá se pueda hablar, de forma análoga a como ocurre en Me 10, de una crítica explícita de la letra de la tora y de una superación implícita de la intención originaria de la misma tora.

Algo parecido tiene lugar en la sexta antítesis de Mt 5,43: «ha­béis oído que fue dicho: amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu ene-

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migo». Únicamente procede del antiguo testamento la primera par­te de la cita. El que se tenga que aborrecer al enemigo, por el contrario, no consta directamente en ninguna parte del antiguo tes­tamento.

Según Billerbeck I, 353 se trata de una «máxima popular» de acuerdo con la cual procedía el «israelita medio» (cf. Dietzfelbinger, Bergpredigt, 47 s). Otros autores creen que aquí se está aludiendo al precepto del odio de Qumram. En los textos de Qumram, como consecuencia del dualismo radical entre los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas, se encuentra con frecuencia una exhortación al odio que se dirige contra todos los que no eran miembros de esa comunidad cuasimonacal de Qumram. También es aquí perfectamente posible, teniendo en cuenta además las otras antítesis en las que jamás aparece un precepto de Qum-, ram, que simplemente se haya deducido una consecuencia del precepto de la caridad concebido de forma radical, en el sentido de que entre el amor y el odio no existe término medio, y donde no se ama, de hecho se odia. Pero tampoco se puede excluir del todo la posibilidad de que, por lo menos de manera indirec­ta, se esté aludiendo también a otros pasajes del antiguo testamento. W. Foerster (ThW II, 813) piensa, por ejemplo, que también en el antiguo testamento se habla de manera patente de un precepto del odio, en concreto en el precepto de arrasar a los cananeos o en pasajes como Sal 31,7; 139,2ls. Por lo demás, tampo­co se puede abusar de la expresión «odiar» y de ningún modo se puede concebir psicológicamente. Desde la perspectiva de la terminología veterotestamentaria (cf. Gen 29,30; Mal l,2s) «odiar» significa tanto como postergar o «no amar, o amar menos». Cf. en relación con la quinta antítesis H. Hübner, Gesetz, 81ss; Ch. Dietzfelbinger, Bergpredigt, 37s.

Prescindiendo de que aquí se presente o no una contradicción con el antiguo testamento, lo que de todos modos es evidente es que el precepto de Jesús del amor al enemigo se opone, implícita pero frontalmente, a los salmos de venganza del antiguo testamento. De esta forma se confirma también aquí que la actitud de Jesús ante la tora incluye, en el fondo, una crítica y que esto ocurre, además —y esto es lo decisivo y peculiar—, sin un respaldo exegé-tico en el mismo antiguo testamento, que en este caso hubiera sido perfectamente posible en Prov 25,21 s par.

c) En esto es en lo que más abiertamente se diferencia Jesús de todos los rabinos, lo cual se expresa de manera patente e inme­jorable en la misma fórmula introductoria de las antítesis («pero yo os digo a vosotros»). Indudablemente esto es para Mateo sólo la protesta en contra de una falsa interpretación de la ley, es decir, que para Mateo no se trata de una verdadera contraposición entre Moisés y Cristo. Pero la verdad es que lo que se reivindica aquí es una autoridad que aparece al lado y, en parte, también en frente de

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la de Moisés, situándose en el mismo plano de lo «dicho» por Dios («habéis oído que se dijo»). E. Kásemann tiene por consiguiente razón cuando comenta: aquel que reivindica una autoridad paralela y contrapuesta a Moisés «se sitúa de hecho por encima de Moisés y cesa de ser rabí, al cual compete siempre una autoridad derivada de la de Moisés»17. Los presuntos paralelismos rabínicos sólo pue­den merecer, de hecho, la consideración de formales, pues, en las antítesis de Jesús, el enfrentamiento no se produce con otro rabí y su exégesis escriturista, sino con la misma Escritura y con Moisés, mientras que en el judaismo jamás se colocó una opinión doctrinal en contra de la misma tora.

Abot III, 11 llega a decir por ejemplo: «el que interpreta la Escritura en contraposición con la tradición no tomará parte en el mundo futuro». Manifesta­ciones análogas de rabinos que comienzan con la fórmula «pero yo os digo», inician ciertamente una opinión exegética que se aparta de la opinión general al uso, pero no pretende una oposición con la ley recibida por Israel en el Sinaí, mientras que la radicalización soberana de Jesús conduce, de hecho, a que «salte en pedazos la tora» (E. Lohse: Ich aber sage euch, en Die Einheit des Neuen Testaments, 1973, 73-87, cita en 84; cf. también Ch. Dietzfelbinger, Bergpredigt, 10 y U. Luz, Gesetz, 68: «La ley de Moisés no es el fundamento sino la contra­posición de la antítesis»).

Jesús ni contrapone sus palabras a las de otro maestro ni funda­menta la legitimación de su concepción por medio de una exégesis escriturista. Por el contrario, Jesús en virtud de su propia exousia y sin un respaldo de la tora contrapone sus exigencias a aquello que «fue dicho» por Dios a los «antiguos», o sea a la generación del Sinaí, y reivindica para sí la misma autoridad.

d) La diferencia con el judaismo y la crítica a la ley no se reduce, en modo alguno, a aquellas palabras introductorias de «pero yo os digo a vosotros». También en Me 7,15, por ejemplo, aparecen unas palabras de una valentía inaudita, que a los judíos observantes de la ley les tuvo que dar la impresión de un golpe en pleno rostro: «nada que penetre en el hombre desde fuera puede contaminarle, sino (sólo) lo que sale del hombre, contamina al hom­bre». No es de extrañar que no sea posible aportar ningún tipo de paralelismo en el Talmud o en el Midrash a esta frase, que va mu­cho más allá que la crítica cultual profética y que desborda la expli-

17. E. Kásemann o.c. (nota 2) 180; cf. ya G. Dalman, Die Worte Jesu, 1930, 258: «una usurpación de las prerrogativas divinas».

La ética escatológica de Jesús 87

catión de los preceptos ritual-cultuales del judaismo helenista. Sig­nifica nada más y nada menos que el final de todo el conjunto de leyes cultuales y ceremoniales acerca de lo puro y de lo impuro. El que pronuncia unos pensamientos tan directamente revoluciona­rios, se sitúa de esta forma en una contraposición insalvable con el judaismo (cf. en especial la observancia esenia y farisaica) e incluso en oposición a la tora y a la misma sagrada Escritura.

«El que niega que la impureza penetra en el hombre desde fuera, atenta contra los presupuestos y la letra de la tora y contra la autoridad del mismo Moisés. Además de esto, atenta contra los presupuestos de todo el sistema cul­tual antiguo, con sus prácticas expiatorias y sacrificiales. O dicho de otra mane­ra, prescinde de la distinción fundamental para toda la antigüedad, entre el témenos, el ámbito sagrado, y lo profano, y en consecuencia puede fraternizar con los pecadores» (E. Kásemann, ibid. [nota 2], 207; cf. también Mt 23,25; Le ll,39ss y M. Hengel, ThB 1978, 163s; G. Bornkmamm, Jesús, 103; H. Braun,

Jesús, 86. En posiciones contrarias, cf. W. G. Kümmel, Aussere und innere Reinbeit des Menscben bei Jesús, en Heilsgeschehen und Geschichte II, MThSt 16, 1978, 117-129). La cita de E. Kásemann puede dar a entender, sin embargo, que no se trata tanto de una protesta de principio o de una protesta «aclarato­ria», sino que Jesús no observa los preceptos de purificación de la tora en razón del «servicio a los desclasados y a los que sufren» (U. Luz, Gesetz, 60 llega a decir «siempre», refiriéndose al contacto con los leprosos en las curaciones de Me 1,41, al trato de Jesús con las impuras prostitutas de Le 7,36 ss, a participar en la misma mesa con los publicanos y pecadores, etc.).

Una vez más se ve aquí con una claridad insoslayable que Jesús, de íacto, llegó a polemizar con la misma tora y que se vio mezclado en conflictos con ella. No se puede negar que a este respecto no pudo echar mano de ninguna frase veterotestamentaria sino que precisamente sus adversarios tenían de su parte la letra de la ley. En la controversia de Jesús con el judaismo no solamente se trataba de una mejor comprensión del antiguo testamento. La crítica obje­tiva de Jesús no sólo se basa, por tanto, en la exégesis sino en la potestad que va ligada a la inmediatez de Dios y de su voluntad. Jesús se encuentra en verdad, en cierto modo, en la línea de los profetas veterotestamentarios, pero ningún profeta sometió a la mis­ma ley a una crítica de manera tan radical, poniendo al margen, por ejemplo, la legislación levítica (una excepción es Ez 20,25). Como lo demuestra Me 10 y las antítesis, no se puede pensar, a este respecto, que únicamente se viesen afectadas por la crítica las leyes cultuales y no la ley moral.

e) Para concluir intentemos hacer un resumen: la actitud do­ble con respecto a la concepción de la ley (cf. las interpretaciones

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equivocadas al respecto, en la cuestión del presente o del futuro del reino de Dios) no es, evidentemente, el reflejo de las diversas épocas de la actividad de Jesús, sino que se trata de un ensamblaje de tipo objetivo. Indudablemente la tora fue desplazada de la posi­ción central de que disfrutaba dentro del judaismo. Lo decisivo para la pervivencia en el ésjaton no es la postura para con la tora sino la postura en relación con el mensaje de Jesús acerca del reino y de la voluntad de Dios. No se trata de que ya no se pudiera percibir la voluntad de Dios en la tora y de que la crítica de Jesús fuese una crítica de principio. Lo específico estriba precisamente en el sí y en el no simultáneos, y no en una actitud racionalista-es clarecedora o incluso marcionita. La no observancia de la ley supo­ne normalmente, incluso para Jesús, un rechazo de la obediencia para con Dios y, por consiguiente, es culpable. La concesión de perdón por parte de Jesús presupone, en concreto, el reconocimien­to de las exigencias que se explicitan en la ley, y este mismo recono­cimiento va implícito, exactamente igual, en la respuesta de Jesús a la pregunta de cuál sea la pauta para obrar bien de Me 10,19.

Pero todavía más que la. pervivencia y la reafirmación de la ley, llama la atención la otra cara de la postura de Jesús con respecto a la tora, postura que le había de poner en conflicto con los defenso­res de la ley y con los jerarcas judíos y que finalmente le había de llevar a la cruz. Sí solamente hubiera polemizado contra la hipocre­sía y la teatralidad de los observantes, apenas habría sido rechazado y crucificado. A Jesús, a pesar de que pone fuera de vigor la letra de la ley, no le interesa evidentemente, de una manera primordial, la negación de la ley, sino la afirmación de la voluntad de Dios, la cual se vela parcialmente y se desvirtúa a través de la ley y de la tradición. Aunque es indudable que la tora continúa poniendo de manifiesto la voluntad de Dios, también es indudable que no se tienen que identificar sin más las dos cosas. Pero los criterios por los que se tiene que medir la ley son el reino de Dios y el doble mandamiento del amor.

III. EL DOBLE MANDAMIENTO DEL AMOR

Bibliografía: J. Becker, Feindesliebe - Nachstenliebe - Bruderliebe: ZEE 25 (1981) 5-17; G. Bornkamm, El doble mandamiento del amor, en Id., Estudios sobre el nuevo testamento, Salamanca 1983, 171-180; Ch. Burchard, Das doppelte Líebesgebot in der frühchristlichen Uberliefe-rung, en FS J. Jeremías, 1970, 409-432; J. Friedrich, Gott und Bruder? (CThM 7), 1977; D. Lührmann, Liebet eme Feinde: ZThK 69 (1972) 412-438; V. P. Furnish, 24-69; U. Luz, Einige Erwágungen zur Ausle-

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gung Gottes in der ethischen Verkündigung Jesu, en EKK V. II, 1970, 119-130; A. Nissen, Gott und der Náchste im antiken Judentum (WUNT 15), 1974; J. Piper, Love Your Enemies (MSSNTS 38), 1979; G. Theis-sen, La renuncia a la violencia y el amor al enemigo, en Id., Estudios de sociología del cristianismo primitivo, Salamanca 1985, 103-148.

1. La tradición del doble mandamiento en Me 12,28-34 par

En el apartado anterior se pudo comprobar que el ius talionis propio de la ley fue suprimido por Jesús, siendo sustituido por el precepto del amor. Este amor exigido al hombre únicamente es posible como respuesta al amor recibido con anterioridad. Eso apa­rece en Jesús, aunque quizá de una forma menos acentuada que en Pablo o que en Juan, a pesar de lo cual apenas cabe dudar seria­mente de que el amor, también para Jesús, se basa en el hecho de ser amado, y que tiene un carácter de respuesta. Hay que traer a la memoria el amor sin reservas de Dios a todos los hombres (Mt 5,45), o lo que se ha dado en llamar, en ocasiones de forma un tanto pietista, el amor de Jesús a los pecadores, es decir, su dedica­ción a los marginados y a los descarriados, o palabras como las de Le 7,47, según las cuales ama poco aquél a quien se le ha perdona­do poco.

a) Se recomienda como punto de partida la perícopa del mandamiento supremo de Me 12,28 ss. Jesús responde allí a la pregunta de los escribas de «cuál es el primero de todos los mandamientos» lo siguiente: «el primero es: escucha Israel: el Señor, nuestro Dios es el único Señor, y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El segundo es éste: amarás a tu prójimo como a ti mismo. Mayor que éste no hay mandamiento alguno»! Cf. sobre esto, sobre todo G. Bornkamm, El doble... 171s y Ch. Burchard, Líebesgebot, 39s.

Según esta tradición, Jesús responde a la pregunta del escriba con una combinación de citas de los pasajes veterotestamentarios Dt 6,5 y Lev 19,18. La acumulación de conceptos relacionados con la mente dentro de esta perícopa, sobre todo lo que se refiere a la matización antropológica, es ciertamente sorprendente, y se desvía del texto hebreo e incluso de los LXX (en la respuesta del escriba del v. 33, aparece también la palabra «mente» y la misma respuesta es valorada como «inteligible»). Con razón se ha deducido por eso, de aquí, que se trata en este caso de una tradición judeocristiana helenista. La supremacía explícita del precepto del amor frente a los sacrificios del v. 33, y la cita del denominado shema, o sea, la

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acentuación del monoteísmo frente al politeísmo gentil, apunta también en la misma dirección, a saber, en la del judeocristianismo helenístico (G. Bornkamm, El doble... 173).

A este respecto, otros exegetas afirman que la supremacía del doble mandamiento del amor ya se había ido formando dentro del judaismo. Es preciso abordar, lo primero de todo, esta cuestión. No hay que perder de vista que una característica primordial de la ética judía es la casuística y la parcelación de la voluntad de Dios.

Según el rabí Meír, por ejemplo (alrededor del año 150), no hay ningún israelita que no cumpla diariamente, por lo menos, cien preceptos (W. Bacher, Die Agada der Tannaiten II, 1899, 23). En ocasiones se hacen intentos de supe­rar la distorsión y la excesiva parcelación de los preceptos éticos. Sobre todo es famosa la formulación negativa de la regla de oro en el rabí Hillel. A la pregunta de alguien que no era judío de cuál era el contenido de la tora —la respuesta no podía prolongarse más tiempo del que se podía resistir apoyándose sobre una sola pierna— Hillel responde: «lo que no quieras para ti, tampoco lo ha­gas a tu prójimo: en esto consiste toda la forá. El resto son interpretaciones» (b Schabb 31a; Billerbeck I, 460). No se puede hacer un hincapié excesivo en la versión negativa de esta máxima en contraposición con la versión positiva del sermón de la montaña de Mt 7,12, teniendo en cuenta sobre todo que la carta de Aristeas (207) conjuga ambas formas aunque no como resumen de la tora. Sobre todo en los Testamentos de los doce patriarcas, que insisten en la «simpli­cidad de corazón», se dice en Test. Is 5,2 «amad al Señor y al prójimo». Sin embargo este precepto se encuentra dentro del epígrafe «conservad la ley, conseguid la sencillez», etc. es decir, que no se pone en él demasiado énfasis (cf. A. Nissen, 236: «dos preceptos particulares entre otros preceptos particulares», sin que contengan por tanto toda la tora). De todos modos en b Jebam 79 también se dice, acentuando claramente el amor: «el amor a los hombres es el principio y el final de la forá», y en Tos Pea IV, 19 se dice asimismo que «las limosnas y el amor al prójimo pesan tanto como todos los demás mandatos de la tora» (cf. Billerbeck I, 357 s, 460).

Sin embargo, todos estos intentos de superar esta multiplicidad niveladora no se vieron coronados en definitiva por éxito alguno. Siguió siendo decisiva la frase de la mishná «fue del agrado del santo, cuyo nombre sea alabado, el pro­porcionar un beneficio a Israel; pues les ha concedido generosamente los pre­ceptos de la tora» (Makkot III, 16; cf. incluso Jos, Ap II, 173 s: «nuestro legis­lador... no abandonó nada, ni siquiera en relación con las cosas más mínimas, a la libre decisión de la voluntad de aquellos a los que se destinaba la ley»). En la misma raíz de la ética judía no se encuentra la concentración sino una matización y una ramificación, cada vez más diversificada, de los preceptos éticos que llegan a ser interminables (cf. A. Nissen, 416 etc.). A pesar de que hay que ponerse en guardia en contra de una caricaturización de este empeño casuístico de encerrar dentro de la ley las cosas pequeñas e incluso mínimas, esto no modifica el hecho del carácter nada unitario de la ética judía. Aquí jamás se podría llegar por la misma naturaleza de las cosas a una unidad, sino sólo a un laberinto de precep­tos aislados. La situación tampoco es muy diferente en Qumram. La obediencia

La ética escatológica de Jesús 91

está concebida aquí, efectivamente, de una manera más radical que en el mundo rabínico, pero, según H. Braun, el enfoque atomizador es sustituido por un enfoque más resumido, y precisamente ahí vuelve a tener lugar una nivelación entre lo importante y lo que no es importante, y por tanto una renuncia a la unicidad (Radikalismus I, 28s).

Esta falta de homogeneidad de los incontables preceptos aislados da lugar a que todo se sitúe en un mismo plano. Hay una frase del rabí Abba b. Kaham (en torno al 310) que responde perfectamente a la igualdad fundamental de todos los preceptos, a pesar de las matizaciones ocasionales: «la Escritura hace que el precepto más fácil de los preceptos1 fáciles sea igual al precepto más difícil de los preceptos difíciles» (Billerbeck I, 902, cf. también 4 Mac 5,20). Frente a esta nivelación no podían tener éxito los intentos aislados de reducir a un común denominador la infinidad de preceptos particulares. El precepto era el precepto, y por eso los preceptos principales permanecen encasillados dentro de una multitud de prescripciones. G. Bornkamm formulaba agudamente esto mismo diciendo «que uno de los principios del concepto judío de ley es precisa­mente la exclusión y el rechazo de la cuestión en torno a los principios básicos de la ley», y que las denominadas reglas del rabí Hillel sólo se tienen que enten­der como «una reafirmación de las reglas pedagógicas fundamentales», las cuales «no están concebidas dentro de una línea de principios, ni llegan hasta el fondo de la cuestión» (El doble... 172). Los mismos autores judíos como M. Güde-mann consideran la cuestión en torno al mandamiento supremo como «ajena al judaismo y al rabinismo», porque la mishná y el Talmud distinguen entre pre­ceptos difíciles y fáciles, pero no entre preceptos mayores y menores (cf. G. Lin-deskog, 227s, y además también A. Nissen, 337ss).

b) Esto significa, visto desde un enfoque positivo, que el resu­men de la ley que se da en el doble mandamiento del amor, es pro­bablemente una peculiaridad de la predicación de Jesús (G. Born­kamm, El doble... 172). Evidentemente es preciso conceder que, precisamente dentro del judaismo helenístico, se hallaba el terreno abonado para hacer un resumen de este tipo. Por ejemplo Filón, a la relación para con Dios (o sea a la piedad y a la santidad) y a la relación con los hombres (o sea al amor a los hombres y a la justi­cia), les llama «los dos grandes mandamientos supremos» (Spec Leg II, 63). Esta mentalidad notoriamente sistematizadora, se halla­ba también muy difundida en el judeocristianismo helenístico y por eso no es de extrañar que Me 12 proceda también de estos círculos, como se pudo apreciar antes en la acumulación de expresiones que dicen relación con la mente.

Sin embargo no hay que exagerar demasiado atribuyendo al cristianismo primitivo judeo-helenístico el origen de toda la tradi­ción del doble mandamiento del amor. Esto resulta tanto más inne­cesario cuanto que también Q ha conservado una tradición análoga, tal como lo demuestran las coincidencias, en esta perícopa, de Ma­teo y de Lucas, coincidencias que se apartan de Me 12 y a las que

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apenas habría podido llegar cada uno por su lado (cf. por ejemplo «un doctor de la ley», en lugar de «un escriba»). Sobre todo la versión de Lucas resulta aquí especialmente sugestiva.

Por cierto que aquí el mismo escriba cita el doble mandamiento del amor, lo cual está sin duda en conexión con la modificación de la pregunta, pues mientras que en Marcos se le pregunta a Jesús por el mandamiento más impor­tante y él mismo es el que contesta, Lucas hace que el doctor de la ley pregunte, con intención de tentarle, por la condición para alcanzar la vida («qué debo hacer...»). Por esto, el mismo que plantea la pregunta es el que debe dar la respuesta, para que Jesús se pueda reservar la respuesta definitiva de que se trata de vivir esto mismo en la práctica.

Por lo demás, la combinación de las citas de Dt 6,5 y Lev 19,18, como resumen de la voluntad divina, constituye una peculiaridad que no se puede respaldar en los textos judíos. M. Hengel la califica por eso de novedad absoluta, que está en contradicción con la men­talidad judía, tanto de Palestina como de la diáspora18. En conso­nancia con esto se puede suponer que probablemente tenía que haber una versión de la tradición del doble mandamiento, indepen­diente de la influencia helenística, y que tenía que remontarse al mismo Jesús, pero incluso aunque no fuera este el caso y aunque Jesús no se hubiese manifestado de una manera tan radical, ¡ácuea­mente su predicación responde, de manera óptima, a esto mismo. Pero ¿qué es lo que esto significa desde el punto de vista objetivo?

2. La prelación y la supremacía del mandamiento del amor como «primero» y «más grande» de todos los mandamientos

a) La prelación y la supremacía del mandamiento del amor, tal como se exige en Me 12, quiere decir que el amor a Dios y al hombre no se encuentra ya en el mismo plano de los demás preceptos de la tora, sino que es el «más grande» o el «primero» de todos los mandamientos (v. 31 ó v. 29). El doble mandamiento del amor es, por eso, algo así como un criterio objetivo intracanónico, un princi­pio hermenéutico y un canon ético de la tora veterotestamentaria. La supremacía del mandamiento del amor tiene una aplicación es­pecial —a pesar de que aquí, tal como decíamos, se trata de una

18. M. Hengel, ThB 1978, 170; cf. también J. B. Stern, Jesús' Citation ofDt 6,5 and Lv 19,18 in the Light of Jewish Tradition: CBQ 28 (1966) 312-316; no así Ch. Burchard, 55.61; K. Berger, 142.172.

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elaboración posterior— en relación con las prescripciones del culto y de los sacrificios (cf. «es mucho mejor» del v. 33): «esto es mucho mejor que todos los holocaustos y sacrificios». Pero también en este caso encuentra un eco de la propia opinión y manera de actuar de Jesús, tal como se desprende, por ejemplo, de la crítica de Jesús a la costumbre del corbán (Me 7,9ss; cf. sobre esto p. 76), o de las comidas que Jesús compartía con los publícanos y con los peca dores —donde no interviene para nada la cuestión de los preceptos relativos a los alimentos y a la purificación—, o de las curaciones en sábado. Esto mismo se confirma, además, a través de otras amo­nestaciones aisladas (cf. asimismo Me 7,15).

b) Por el contrario, Mt 5,23 s no se puede aducir como ejemplo de la supremacía de la reconciliación con respecto al culto, ya que históricamente no se puede demostrar que proceda de Jesús. Se dice lo siguiente: «si vas, pues, a presentar tu ofrenda ante el altar y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar, ve primero a reconciliarte con tu hermano y luego vuelve a presentar tu ofrenda». Estas palabras se han unido a Mt 5 al hilo de la interpretación judeocristiana de la primera antítesis, constitu­yendo probablemente una norma de la comunidad (en otro sentido, por supues­to, J. Jeremías, quien considera esto como patrimonio auténtico de Jesús: ZNW [1937] 150 ss).

Pero también en este caso se refleja la postura del mismo Jesús, tal como lo ilustra, por ejemplo, la pregunta de Jesús en la perícopa de la curación en sábado: «¿es lícito en sábado hacer bien o mal, salvar una vida o matarla?» (Me 3,4). Con lo cual queda privada de cualquier base toda consideración casuística acerca del derecho a curar en sábado, manteniéndose la licitud de una curación sin limi­tarse al caso de extrema necesidad, y llegándose a proclamar la supremacía fundamental de las buenas obras y de la salvación de la vida por encima de la observancia del sábado. La alternativa decisi­va no está entre el culto o el ethos, sino entre la vida o la muerte. Si se tiene en cuenta que Jesús entiende sus curaciones y sus exor­cismos como una señal del triunfo del reino de Dios, todavía ad­quiere esto más peso y confirma que el mismo mandamiento del amor se encuentra bajo el marchamo del incipiente reino de Dios, el cual pone precisamente de manifiesto el amor de Dios y rela-tiviza todos los demás preceptos y normas. Las cuestiones cultua­les, los tiempos sagrados, las convenciones y tabúes «eclesiásti­cos», todo esto tiene que pasar a segundo plano, frente al postu­lado más elemental y más trascendente de hacer el bien y de sal­var la vida, en consonancia con la soberanía divina del amor. El precepto del sábado no puede ni debe jamás, por consiguiente,

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impedir o postergar la observancia del mandato del amor. El arre­batar al mundo de la muerte una parcela de vida tiene absoluta prioridad.

En este sentido se tendría que evaluar el peso de la opción que aquí se toma y no dedicarse simplemente a hablar de la suplanta­ción de la ley cultual por la ley moral. Hay que tener en cuenta que Jesús visitó las sinagogas y que probablemente también observaría regularmente el sábado (cf. asimismo Mt 23,23). Pero también es verdad que la obligación de hacer el bien y de salvar la vida es fun­damentalmente prioritaria a la santificación del sábado, y que la obligación de la reconciliación se antepone, asimismo, a la presen­tación de ofrendas.

En Me 3,4 y en otros pasajes análogos, como en Me 7,15, no se está, por tanto, propiciando el liberalismo, ni sustituyendo el culto por la moralidad (con respecto a la ceremonia simbólico-profética de la «limpieza» del templo cf. p. 142). Mt 5,23 dice explícitamente «y entonces ven y presenta tu ofrenda» y no dice «y entonces ésta ya no será necesaria». Pero la reconciliación y la mi­sericordia tienen un peso mayor. El precepto de la purificación y del diezmo tienen menos trascendencia que la justicia, la misericordia y la lealtad (Mt 23,23s). Mateo reforzó todavía más la prioridad del amor acudiendo a las pa­labras de Oseas de Os 6,6 «misericordia quiero y no sacrificios», que cita dos veces (9,13; 12,7).

En cualquier caso, Dios no quiere ningún sacrificio de aquel que no está pronto para la reconciliación y que no practica la caridad. El culto y el sacrificio no pueden ni sustituir ni poner límites al amor. La oración sólo puede ser escuchada cuando también se perdona al hermano (Me 11,25). El sacerdote y el levita que pasaron de largo ante el que había caído en manos de los ladrones no fueron discul­pados en atención a un posible servicio del templo, al que quizá se dirigían. El amor no se puede compensar ni saldar legítimamente más que por medio del amor. No existe ámbito sagrado en el que sólo se tenga que ver con Dios y, al lado de él, otro ámbito profano donde el prójimo pueda acceder a sus derechos, sino que en la rea­lidad global de la vida se tiene que ver con Dios y con el prójimo.

c) Por el contrario, no se debería traer a colación el relato de la unción (Me 14,3ss) que, por cierto, no se puede contar entre las páginas más brillantes de la historia de la exégesis, incluyendo en esta exégesis la que se hace en el mismo nuevo testamento. La escena se ha convertido a menudo en la justificación de una Iglesia que a la pobreza la dejó que continuara siendo pobreza, concentrán­dose en la adoración cultual (cf. R. Storch, Was solí diese Verschwendung? Be-merkungen zur Auslengungsgeschichte von Mk 14,4s, en FS J. Jeremías, 1970, 247-258).

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Excepción hecha de Mateo, quien a la vista de Mt 25 se mostraba, sin duda, más comprensivo en relación con las reservas y con la crítica hechas al proceder de la mujer (prescinde de las valoraciones negativas de Marcos), el nuevo testa­mento constituye, efectivamente, un documento de esta mentalidad. El mismo Juan demuestra un «altísimo grado de una tendenciosa falta de objetividad» por el mero hecho de que la objeción la pone en boca de Judas, y a éste le desacre­dita, hasta cierto punto, como ladrón (Jn 12,6). Esta tendencia continuó en lo sucesivo. Pero entonces se pasó precisamente por alto que el acento del relato recae en que la presencia del Señor pone en suspenso todas las demás conside­raciones y obligaciones, y que la respuesta de Jesús llama explícitamente la aten­ción en torno a la irrepetibilidad de la situación: «pues prohibe directamente que la conducta de la mujer se convierta en norma de actuación cristiana des­pués de pascua y más exactamente después del viernes santo» (R. Storch, 247). No se trata por tanto de un principio válido indefinidamente con cuyo auxilio se pudieran y se debieran postergar las obligaciones sociales en beneficio de una orientación cultual.

La evidencia lógica de la objeción del v. 5 permite suponer, precisamente, que la riqueza debe revertir normalmente en beneficio de los pobres. Por lo demás, a pesar de eso, lo que no puede cambiar es que para el Jesús terreno continúa siendo inamovible la prelación y la supremacía del mandamiento del amor.

3. El amor al prójimo y el amor al enemigo

a) El relato del buen samaritano de Le 10,30-37 que da res­puesta a la pregunta de «¿quién es mi prójimo?», está considerada como un ejemplo clásico de amor al prójimo. Esta pregunta (Le 10,29) no se puede interpretar simplemente como una insistencia machacona o como una evasiva del que planteaba la pregunta. En la época de Jesús, la cuestión de a quién había que considerar como prójimo era objeto de polémica.

En el antiguo testamento el equivalente hebreo de «prójimo» (Lev 19,18) era el que pertenecía al pueblo de la alianza, y el precepto de amar al prójimo se extendía, en consecuencia, a los miembros del pueblo de Israel, si bien se podía observar una ampliación del concepto debido a que también se tomaba en con­sideración a los extranjeros que vivían dentro del país. Esta aplicación del térmi­no en el antiguo testamento posibilitaba tanto una restricción como una amplia­ción del mandato. La interpretación judía posterior llevó a cabo una restricción manifiesta del precepto del amor al aplicarlo exclusivamente a los israelitas y a los prosélitos en sentido estricto (cf. J. Fichtner ThW VI, 312 s). Pero además de esto, también había opiniones que abogaban por una ampliación de este precepto. La discusión sobre este tema se hallaba plenamente en boga en la época de Jesús. Billerbeck I, 354 aporta pruebas del Talmud y del Midrash de que la concepción universalista no se abrió paso más que a partir del s. II d.C. En general era patente que al residente no judío, o sea al extranjero en el sentido veterotestamentario, ni se le llamaba ni se le consideraba como prójimo.

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Algunos fariseos llegaban incluso a opinar que tenía que excluirse al am-ha-arez (o sea a la población inculta e ignorante de la ley). En una baraita rabínica se dice, por ejemplo, para el caso en que uno se encuentre con alguien que ha caído a un hoyo: «a los que no son judíos y a los pastores modestos de ganado no hay que sacarlos fuera ni tampoco empujarlos hacia abajo. Pero a los herejes, a los delatores y a los apóstatas hay que empujarles hacia abajo y no hay que sacarlos fuera» (b AZ 26a). En Lev 19,18 el precepto del amor al prójimo queda restringido al sentido que dice: «Si alguien actúa de acuerdo con las obras de tu pueblo, ámale, si no, no le ames» (ARM, Versión A, p. 64); cf. M. Hengel, ThB 1978, 162; Billerbeck I, 365; E. Fuchs ibid., 3 (nota 3). No es lícito, por supues­to, generalizar estas afirmaciones, pero sirven para ilustrar el espectro de la interpretación del mandamiento del amor al prójimo.

El mismo Jesús da cumplida respuesta a la cuestión sobre el prójimo con el relato del buen samaritano. Por lo menos en la forma actual, se trata de lo que se denomina una narración ejem­plar, y no necesita, por tanto, que se haga la acomodación del signi­ficado figurado al significado real, sino que plantea directamente el tema —y aquí en concreto el tema del amor— por medio de un caso aislado ejemplar («vete y haz tú lo mismo», v. 37). A. Schlatter hablaba de «ética demostrada prácticamente» y G. Eichholz de pa­rénesis en la que el caso singular se convierte en caso modélico.

Cf. G. Eichholz, Gleichnisse, 149. Es discutible el que esto fuese así desde el principio. H. Zimmermann, por ejemplo, piensa que se trataba de una parábo­la en la que Jesús quería justificar su misericordia con un pecador, para lo cual «él mismo se introduce en la parábola y se interpreta a sí mismo en ella» (Das Gleichnis votn barmherzigen Samariter, en FS H. Schlier, 58-69, cita 67; cf. también E. Jüngel, 169 s; G. Sellin, Lukas ais Gleichniserzahler: ZNW 65 [1974] 166-189; se mantiene críticamente al respecto W. G. Kümmel, ThR [1978] 140s). Sobre la tesis de J. D. Crossan cf. p. 191.

b) Si se parte de la cuestión de «¿quién es mi prójimo?», se trata del problema de la amplitud y de los límites del amor. El doctor de la ley se pregunta, con toda lógica, qué es lo que se le puede pedir y qué es lo que se le puede exigir, aunque también se cuestiona cuándo puede decir con la conciencia tranquila «hasta aquí y no más». Jesús, por el contrario, cuenta el relato desde la perspectiva del que ha caído en poder de los ladrones. Aunque el marco del relato es lucano, Jesús quiere, en cualquier caso, superan­do este marco, ponerse en la situación e identificarse con aquel que está supeditado a la ayuda. A esto responde en Lucas el aplaza­miento de la pregunta. Así como en la pregunta del doctor de la ley del v. 29 el objeto es el prójimo («¿a quién tengo que amar?»), este prójimo se convierte en la pregunta final de Jesús («¿quién de los

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tres ha sido prójimo del que cayó en poder de los ladrones?» v. 36), en sujeto («¿quién es el prójimo o para quién soy yo prójimo?»). Quizá esto sea algo más que un «desajuste formal» carente de un sentido más profundo19, aunque haya sido fruto del autor de la redacción, y la pregunta del v. 29 proceda, juntamente con su justi­ficación, de Lucas, lo mismo quizá que los versículos 36s (cf. una construcción análoga en 22,24). En cualquier caso, sin embargo, de esta narración ejemplar se desprende la ausencia de fronteras en la obligación del amor, que está por encima de lo habitualmente exigi-ble y de lo convencional. La superación de toda frontera como característica del amor se puede percibir, además, en que precisa­mente es un samaritano el que presta ayuda al que yace medio muerto en el camino, mientras que, por el contrario, el sacerdote y el levita pasan de largo delante de él.

Se han imaginado muchas cosas para explicar la conducta insensible de am­bos: que el sacerdote dio por muerto al que yacía semimuerto, y entonces evitó un contacto por razones levíticas. O que era de la opinión de que no competía prestar una obra caritativa a uno de los am-ha-arez. También se ha cuestionado si no tendrían miedo los dos de caer ellos mismos en mano de los ladrones. Pero ninguna de estas suposiciones ni otras análogas se insinúan de ningún modo en el texto, y aunque efectivamente se dieran, de ninguna manera podrían servir de disculpa. ¿Quién no podría aducir razones para explicar su insensibilidad y para explicar el abandono de su prójimo? Probablemente el samaritano también las podría haber tenido. Si se le puede imaginar como un hombre que no carecía de bienes hasta cierto punto —J. Jeremias (Gleichnisse, 203) deduce de la expre­sión «su propia cabalgadura» (v. 34) que el hombre llevaba probablemente en un burro o en un mulo sus mercancías, y que él mismo montaba sobre otro distinto— entonces tendría más que perder que los otros dos.

Tampoco hay por qué ver, por lo menos primordialmente, en la alusión al sacerdote y al levita una huella anticlerical. Muchos exe-getas creen que no es pura casualidad el que los dos que pasan de lar­go sean representantes del culto del templo. Según J. Ernst, por ejem­plo, se intenta demostrar a través de esto, de una manera plástica, la ceguera del funcionario del culto ante la llamada actual de Dios en la vida cotidiana y, según D. Gewalt, la intensidad de la narración se basa en dos situaciones conflictivas, la «ético-religiosa» y la «religio­so-sociológica» que se da entre el personal del templo y el «laico».20

19. Así J. Jeremias Gleichnisse, 203 (ed. cast.: Las parábolas de Jesús, Estella 1970); cf. en contra G. Bornkamm, Jesús, 118; G. Eichholz, Gleichnisse, 174.

20. J. Ernst, RNT, l.c; D. Gewalt, Der «Barmherzige Samariter». Zu Lk. 10, 25-37: EvTh 38 (1978) 403-417, en especial p. 416.

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Sin duda alguna resulta sugestivo y también de permanente actua­lidad el hacer aquí una exégesis orientada a la crítica clerical.

Cf. la interpretación apasionadamente crítica del socialista religioso L. Ragaz sobre este punto: «el sacerdote reza su breviario. Está ocupado con problemas eclesiásticos y eclesiales. Hay un hombre que yace en el camino, pero ¿qué tiene que ver con él? Tampoco sabría del todo cómo ocuparse de él. El no está acos­tumbrado a esas cosas. No entiende eso. Al fin y al cabo la vida interior es lo principal. El que haya al borde del camino un hombre medio muerto es cosa que pertenece al ámbito del mundo; el mundo y sobre todo la política y los negocios tienen efectivamente, incluso de acuerdo con la voluntad de Dios, su propia «au­tonomía» (Die Gleichnisse Jesu, 1944, 101 s, citado asimismo en G.Eichholz, Gleichnisse, 167 s).

El acierto de esta interpretación reside indudablemente en la crítica contra una supravaloración de la vida interior. No obstante, la interpretación tendría que quedar reducida exclusivamente a esto si el último viandante fuese asimismo un israelita y, en concreto, un judío laico. Pero el hecho es que hace su aparición un samaritano, cosa que para un judío de aquel tiempo es algo mucho más chocan­te e hiriente.

Ya desde la conquista de los asirios, los habitantes del territorio de Samaría, que está situado entre Judea y Galilea, eran un pueblo mezclado con los paga­nos. Los judíos, después de la vuelta del exilio de Babilonia, no los reconocían como judíos, sino que los consideraban impuros. Ellos, por su parte, tenían su propio centro de culto en el Garizim y poseían además su propio Pentateuco (cf. J. Jeremias, ThW VII, 88ss). Según Josefo, en el s. I d .C, debió tener lugar un incidente que aclara de forma muy significativa el implacable odio entre judíos y samaritanos, ya que los samaritanos, durante unas fiestas de la pascua, man­cillaron, por lo visto, la plaza del templo, esparciendo huesos humanos (Ant 18,30).

En resumen: no es pura casualidad que se resalte el contraste entre los dos judíos egoístas y el buen samaritano. Si todo se hubie­se desarrollado de acuerdo con las expectativas normales, la víctima del atraco del que menos hubiera podido esperar ayuda hubiera sido del samaritano. La ayuda viene de esta forma de aquel preci­samente de quien nada podía esperar el que se ve en necesidad. El amor, por consiguiente, no se atiene a convenciones ni a prejuicios, sino que se arriesga a superarlos y a franquear con una libertad so­berana las barreras que generalmente bloquean el camino entre la gente. El que ama tiene la capacidad de descubrir en cualquiera a aquel que depende de su solidaridad humana.

La ética escatológica de Jesús 99

c) En Le 6,35/Mt 5,44 se da un paso hacia adelante hasta lle­gar a la ruptura radical de las fronteras que separan del «prójimo», de forma tal que dentro del amor han de incluirse los mismos ene­migos. Cuando se habla aquí de enemigos se refiere tanto al enemi­go personal (que es la significación general de la palabra), como al enemigo religioso, o sea, al enemigo de Dios y de su pueblo. El que éste último aparezca en Mt 5,44 en primer plano demuestra el pa­ralelismo que hay entre enemigo y perseguidor. En Le 6,27 s se les define como aquellos que odian, maldicen y calumnian. El mismo plural «enemigos» (sin embargo para el «prójimo» se emplea el sin­gular) da a entender que el amor al prójimo no se puede limitar a determinadas categorías de enemigos, como por ejemplo a los ene­migos privados. También puede ser el adversario en un proceso (cf. Mt 5,25); o también alguien «contra el que se tiene alguna cosa» (Me 11,25), aunque no por eso debe perder el enemigo su perfil po­lítico-social (cf. P. Hoffmann-V. Eid, 153 s; L. Schottroff, Gewalt-verzicht; G. Theissen, Estudios, 120 s).

La renuncia a la revancha que va unida al amor al enemigo, tiene ya prece­dentes en el antiguo testamento (cf. los pasajes recogidos en Rom 12,20, de Prov 25,21 o también de Prov 24,29; ISam 24,18). Ahora bien, no son precisamente estos pasajes, ni tampoco otras afirmaciones, como las de Ex 23,4 s, las que han dado lugar a una formulación positiva del mandato del amor al enemigo. La ma­yor parte de las veces se atenían al lema «no te alegres de la desgracia de un ene­migo, ni devuelvas mal por mal» (Biüerbeck I, 368). Esto significa que no se pueden negar los precedentes de una universalización del amor en la línea del amor al enemigo, sobre todo por lo que se refiere a la filosofía helenística y al judaismo helenístico, pero a pesar de todo hay que prestar atención al contexto y al sentido correspondiente. Séneca, por ejemplo, decía que los estoicos tam­bién prestaban apoyo a los enemigos (De otio, I, 4), pero el motivo específico de esto era la preocupación por obtener la quietud interior y la apatía (cf. J. Pi-per, 24, etc.). Según A. Dihle, a la ética de la antigüedad le faltaba en general, a pesar de todo su altruismo, «la dignificación de la entrega sin reservas y del desprendimiento propio en beneficio del prójimo» (RAC 6,686).

Dentro del judaismo helenista existen numerosas amonestaciones que invitan a no devolver mal por mal (cf. JosAs 23,9; 28,5.10.14 etc.). También en el ju­daismo rabínico se conocían las preces por los pecadores (cf. Billerbeck I, 370 s) y la superación del mal a través de la práctica del bien (cf. A. Nissen, 313 s). Pero sobre todo en Test. XII se encuentran exhortaciones comparables a la concepción universal del mandato del amor en Jesús, que también incluyen al enemigo, como cuando Test.Gad 6,7 amonesta a perdonarle, o cuando en Tes.Jos 18,2 se dice: «cuando alguien os quiera hacer mal, rezad por él haciéndole el bien, y así seréis re­dimidos de todo mal por el Señor». Sin embargo no existe seguridad de a quién se refiere aquí con la palabra enemigo. Las afirmaciones sapienciales se refieren no al enemigo de Dios y del pueblo sino al enemigo personal. Asimismo es preciso tener en cuenta el aspecto más bien retórico (así en Test.Jos 18,2) y a veces también el

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eco estoico, aparte de que paralelamente existen afirmaciones que consideran el odio o la muerte del malo como obra buena en la mimesis del Señor (Test.Ass.4). Esto se percibe en el tono del Sal 139,21 y es algo habitual, sobre todo, en otros textos (cf. por ejemplo 2Mac 15,16), con lo cual se contrarrestan los otros antecedentes positivos. Pero además, también falta aquí una exhorta­ción positiva y directa al amor al enemigo (cf. A. Nissen, 316 etc.). Con todo, existe, hasta cierto punto, una orientación parecida al mandato de Jesús de amar al enemigo.

d) Desde un punto de vista objetivo, el mandato de amar tam­bién a los enemigos, de hacer el bien a los que odian, de bendecir a los que maldicen y de rezar por los que calumnian (Le 6,27s), permite descubrir que el amor no puede significar el descubrir en aquel a quien hay que amar alguna cosa amable. Por el contrario, el amor se proyecta precisamente en alguien de quien una persona normal diría que no es digno de ser amado. Aquí se insinúa la distinción entre amor en cuanto ágape y amor en cuanto eros o concupiscencia o inclinación o impulso. No se debe ciertamente exagerar la diferencia entre el eros concupiscente y el ágape dadivo­so, ya que al amor a Dios apenas se le puede negar el deseo apasio­nado y, por otra parte, el que ama prescindiendo de sí mismo, en el sentido del ágape, también es él mismo alguien que recibe. Pero indudablemente esta distinción está relativamente justificada.

Cf. G. Bornkamm, Jesús, 115ss; A. Dihle (RAC 6,703) caracteriza el mandato del amor como «una exigencia, en el fondo nada natural, que va en contra de la esencia del hombre empírico», de forma que, partiendo de ahí, se considera «en el fondo incompatible» la contradicción entre la ética griega, «que estriba en seguir el dictado de la naturaleza humana, y la ética cristiana que enseña su superación». Para los mismos discípulos, el amor al enemigo es evidentemente todo lo contrario de algo natural, tal como lo demuestra la petición de los zebedeos de que se hiciera bajar fuego del cielo sobre un pueblo samaritano nada hospitalario, por lo que Jesús se vio obligado a reprenderles severamente (Lc9,51ss).

Precisamente el amor al enemigo es, en cualquier caso, un indi­cio insuperable de que en el amor no se trata de predilección (Kier-kegaard) ni de consideraciones utilitarias (cf. Did. 1,3) o, dicho de otra forma, del amor según el principio do ut des, que también practican los publícanos y los gentiles (Mt 5,46 s). El amor con la mirada puesta en la contraprestación amorosa y sobre la base de la reciprocidad no es todavía, según Jesús, el ágape. El ágape ama sin cálculos ni contabilidades, sin mirar de soslayo a lo que se recibe en contraprestación y, por supuesto, sin quedarse reducido a un grupo determinado.

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e) Precisamente por eso, no basta con poner como núcleo de la ética de Jesús el amor al prójimo, teniendo en cuenta, sobre todo, que el mandamiento de amar al enemigo también está en cierta contradicción con el precepto del amor al prójimo. Lo nor­mal es que el mundo ame a su semejante (Eclo 13,15).

«Pues cuanto más incondicionalmente, más sin fronteras, sin reservas y sin análisis se ama al prójimo, a la familia, a la clase social o a la nación, tanto más fácilmente resulta la justificación del odio y de la lucha contra sus enemigos» (P. Noli, o.c, Lit, I B, 17).

Esto quiere decir que la universalización del amor en la concre­ción del amor al enemigo, relativiza y desintegra la posible identifi­cación —que emana del mandato del amor al prójimo— con los miembros de la propia familia, cultura, religión, etc.— A esta acti­tud crítica del mandato del amor al enemigo, que se dirige contra ia mera solidaridad de grupo, responde el que Jesús no limite el círculo de sus discípulos, de manera sectaria y esotérica, a unos iniciados, sino que en «cuanto amigo de pecadores y publícanos» (Mt 11,19) también está a disposición de los menospreciados repre­sentantes de la amoralidad y de la ignorancia de la ley, teniendo en cuenta que esta apertura se explica, entre otras cosas, por la amplia solidaridad del amor.

f) En la narración del buen samaritano se hace patente, ade­más, otro rasgo del amor. El samaritano se hace cargo, nada más y nada menos, de todo aquello que puede, en concreto, ayudar al otro a resolver y a superar su indigencia y menesterosidad. Le venda sus heridas, le lleva en su cabalgadura a la próxima posada y se responsabiliza de su cuidado y atención, haciéndose cargo de los gastos de su asistencia posterior. Aquí se ve inequívocamente y de manera palpable que el amor no se identifica con los sentimientos ni con las emociones, sino que implica la presencia activa y la inter­vención concreta en favor del que padece necesidad. Jesús no predi­ca un heroísmo desorbitado que proporcionaría al nombre la fácil excusa de que, a la vista de sus limitaciones, sería pedirle demasia­do, y de que un orden perfecto no es más que una utopía. El mandato del amor mantiene al hombre dentro de sus posibilidades y dentro del contexto de lo que a uno le ha sido donado con ante­rioridad. Esto no significa que el amor sólo se pueda producir entre un yo y un tú, si bien Jesús tampoco pensó evidentemente, ni por asomo, en «un amor a través de las estructuras», tal como se suele hablar hoy con toda justicia.

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102 Etica del nuevo testamento

La repetida (y anacrónica) observación de que Jesús no abogó por unas medidas de seguridad para la carretera que va de Jerusalén a Jericó, no es lícito convertirla en una prueba escriturística en pro de la prioridad de la actuación caritativa privada frente a un planteamiento socio-estructural (el mismo argu­mento se podría aducir también en relación con los hospitales y centros simila­res). Pero ningún trabajo paciente de la reforma de las estructuras en favor de los que están en malas condiciones es un alibi para no hacer, aquí y ahora en concreto, lo que se debe, lo que las circunstancias le brindan.

Para Jesús no cuenta el amor universal etéreo, que muy fácil­mente se convierte en sentimental y en ilusorio, sino que exige so­briamente dedicación concreta y hechos personales, tal como se presentan en Mt 25,31 ss de manera escueta y ejemplar. Esto no reduce el amor a una prestación material de auxilios. En Mt 5,44 sin ir más lejos, la oración por los perseguidores subraya e interpre­ta el postulado del amor. El amor implica, por consiguiente, que se presente al otro delante de Dios. Evidentemente, la nueva actitud que se consigue de esta forma no debe dispensar de hacer activa­mente el bien (Le 6,33) ni de una diaconía personal. El que se solidariza con su enemigo delante de Dios, conseguirá, por eso mis­mo, unas fuerzas renovadoras para llegar a la solidaridad y a la propia donación en Ja vida cotidiana.

Si el amor hay que definirlo como la propia entrega, entonces no es la realización de sí mismo. Precisamente la diferencia entre Jesús y los demás autores neotestamentarios y la escuela estoica estriba en que el amor no representa un instrumento en orden a la propia perfección individual (cf. H. Preisker, Ethos, 68ss). El fin y la medida de todas las cosas no es, pues, como en el estoicismo, la propia vida virtuosa, sino el bien del otro. Tampoco el «como a ti mismo» (Me 12,31) es la condescendencia de un amor a uno mis­mo, pues «como a ti mismo» significa «en lugar de a ti». Aquí se parte de que uno se ama a sí mismo, pero esto no es objeto de una corroboración ni de una simple restricción, sino que exactamente es objeto de una corrección (cf. también Le 14,26; Mt 10,37). El otro, o mejor dicho, su necesidad, es su medida. El «como a ti mismo» puede y debe evocar, al igual que la «regla de oro» (Le 6,31/Mt 7,12), nuestras propias expectativas y anhelos y de esta forma despierta nuestra comprensión hacia los demás (P. Hoff-mann, Eschatologie, 206; cf. infra, 181s).

4. La interpretación del mandamiento del amor desde el punto de vista de la ética formal y de la ética de situación

a) Ya se ha dicho que en Me 12, el amor está concebido como la actitud básica y totalizadora así como la quintaesencia de todos

La ética escatológica de Jesús 103

los preceptos particulares. Ahora bien, ¿significa esto que cualquier tipo de concreción queda confiada a la propia decisión? R. Bult-mann, en la historia del buen samaritano, ha visto representado a aquel hombre «que en contraposición con el doctor de la ley capta, en una situación dada, lo que se le exige» (Jesús, 68). Por lo demás, Jesús tampoco dijo nada sobre lo que se tiene que hacer o no hacer, pues esto, según opina Bultmann, supondría que el hombre está como asegurado en su existencia y disponiendo libremente de las posibilidades de actuación que le pueden sobrevenir. Por el contra­rio, Jesús considera al hombre en su inseguridad completa con res­pecto a lo que le puede sobrevenir.

El hombre no puede, en consecuencia, en ei momento de la decisión, acoger­se a principios, ni a ningún tipo de pautas deducidas del pretérito ni del patri­monio común, ni tampoco refugiarse en el pasado o en ¡a experiencia, sino que cada situación de opción es esencialmente nueva. Jesús confía en el hombre y le cree capaz de saber, aunque no se llegue a concretar el mandato del amor, aquello que es bueno o malo en cada situación en la que le toca tomar una decisión. Por esta razón también es equivocado el preguntar a Jesús acerca de las exigencias o de los temas éticos concretos (Jesús, 63), ya que Jesús, según Bultmann, nada dice sobre el contenido del amor que se exige. Jesús puede «dejar siempre la decisión al hombre, en su situación concreta... Si el hombre ama realmente, sabe perfectamente lo que tiene que hacer» (Jesús, 67, cf. tam­bién Teología, 57; cf. además R. H. Hiers, 79ss, 160ss; C. S. Rodd, Are the Ethics oíJesús Situation Ethics?: ET 79 [1968] 167-170; H. E. Tódt, R. Bult-manns Ethik der Existenztheologie, 1978, 85 s).

b) Ahora bien, evidentemente es cierto que el amor necesita libertad, fantasía y espontaneidad y que jamás se puede prescribir y fijar de una vez por todas de forma detallada. Por eso, no se puede reducir el amor a fórmulas hechas o a recetas prefabricadas ni se puede definir casuísticamente, ni plasmar su exigencia en una obligación que se fija materialmente. El que piensa que con perdo­nar siete veces ya ha cumplido con el amor, tendrá que oír lo si­guiente: «yo te digo, no hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete». No existe por tanto frontera (Mt 18,21 s). Y, por supuesto, Jesús no quiere decir que alguien que encuentre a uno que ha caído en poder de los ladrones tiene que emplear, asimismo, dos denarios igual que el samaritano. También cabe afirmar que en el concepto que tiene Jesús del prójimo ocurre que, de pronto, se presenta la situación y por tanto el «instante de la exigencia evangélica», tal como lo ha expresado M. Dibelius, «instante que no pregunta a quién hay que ayudar siempre y a quién hay que declinar siempre la ayuda, sino que sabe a quién estoy llamado a ayudar, precisa-

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104 Etica del nuevo testamento

mente yo y precisamente ahora, en estas circunstancias concretas, pues mañana la situación puede ser completamente distinta»21. «El "prójimo" no es, de hecho, ninguna entidad abstracta sino el congé­nere concreto que, en cada caso, me sale al encuentro y que me es asignado por Dios, estando por tanto supeditado a mí.

Pero también es demasiado unilateral el enfoque de Bultmann al exagerar la situación puntual y al recortar considerablemente el peso de la concreción y sobre todo su obligatoriedad. Así como las palabras de Jesús en modo alguno se tienen que entender como un sistema casuístico legal, tampoco se pueden concebir como un im­perativo puramente formal, incoloro y desdibujado, cuyo objeto se entiende por sí mismo en cada momento determinado. La ética de situación de la teología existencial, con su renuncia a cualquier con­creción y su insistencia exclusiva en la decisión personal individual, no es la ética de Jesús22. Ciertamente las instrucciones concretas se pueden considerar como paradigmas de la exigencia de totalidad del amor, y Le 10, 25 ss se puede tomar como un relato ejemplar. Pero la primacía del amor no ha impedido que también Jesús im­partiera instrucciones particulares obligatorias por la vía del ejem­plo. Estos casos ejemplares y preceptos singulares no son casos par­ticulares, sino que tienden más bien a una generalización. Evidente­mente que no sólo están prohibidas las palabras injuriosas mencio­nadas en Mt 5, 22 (puede ser que sólo fuese una la que se hubiese transmitido originariamente), ni sólo existe la obligación con res­pecto a los dos denarios de Le 10, 35. La invitación a actuar «de la misma manera» (Le 10, 37) parece más bien estimular a pensar en la misma dirección, es decir, a no minusvalorar el ejemplo como algo arbitrario o a considerarlo superfluo, ni a trasladar toda la responsabilidad a la situación.

El enfoque de la supremacía del amor no ha hecho que Jesús considerara todos los demás preceptos como inválidos e inútiles. La misma acentuación relativamente rara del precepto del amor, en comparación con la multitud de preceptos aislados, indica la pre­sencia de un lenguaje inequívoco. El prójimo es descrito por Jesús como el asaltado, el hambriento, el enfermo, el publícano, etc., de una manera tan concreta como la descripción del amor como primeros auxilios, curación, participación en la mesa común, etc. (cf. J. Becker, Feindesliebe, 6). Incluso a las autoridades judías no

21. M. Dibelius, Das soziale Motiv im NT, en Botschañ und Geschichte I, 1956, 177-203, cita en p. 197; cf. H. Greeven, ThW VI, 316; G. Eichholz, Bergpredigt, 150.

22. Cf. también L. Goppelt, Theologie, 158; U. Berner, 31s; H. Flender, o.c. (IA), 53. Cf. también supra en la nota 10 de la Introducción.

La ética escatológica de Jesús 105

se les reprocha que de determinados frutos o especias se deduzca el diezmo, sino que dejen «lo más grave de la ley», o sea, aquello que refuerza la solidaridad humana (Mt 23, 23s). «Bien sería hacer esto, sin omitir aquello» (v. 23); de manera similar se podría enten­der el que se citen los demás preceptos junto al mandato del amor, teniendo en cuenta que los preceptos no deben limitar sino más bien proteger al amor. Se dice efectivamente que ningún otro man­dato es «mayor», pero no se afirma que no haya otros. Se dice efectivamente que es «el primero de todos», pero no que sea el único.

La correlación dialéctica entre el mandato del amor y los preceptos concretos está certeramente expresada, según mi opinión, en P. Noli (ibid., Lit. IB, 12s). Según Noli, la tensión entre «cláusula general» y «casuística», que se viene dis­cutiendo en la doctrina jurídica desde antiguo, no se puede, en último término, eliminar: la «casuística» (mejor dicho: el precepto particular) no se puede abolir sin más, siendo sustituido por la «cláusula general», sino que más bien la «cláu­sula general» es de rango superior, razón por la cual las normas particulares tienen que ser revisadas bajo la perspectiva de la «cláusula general». Pero ambas se necesitan mutuamente y ninguna de ellas se puede abolir a costa de la otra. De esta forma, según mi entender, se evita tanto una conducta ajustada a patro­nes fijos, como el esquematismo propio de la ética de situación, que es vago, poco útil y puede confundirse, con excesiva facilidad, con la arbitrariedad.

5. El amor n! prójimo y el amor a Dios

a) Para finalizar, es preciso volver nuevamente al doble man­damiento del amor y concretar la relación que existe entre los dos mandatos de amor a Dios y de amor al prójimo que se encierran paralelamente en este doble mandamiento, para lo cual será tam­bién necesario acudir a la parábola del juicio universal (Mt 25, 31ss). A la vista de la gran importancia que se atribuye al manda­miento del amor al prójimo y del amor al enemigo, cabría preguntar si el amor de Dios no se identifica de hecho con el amor humano. ¿Acaso no será ya el doble mandamiento sino propiamente el pre­cepto del amor al prójimo el canon exegético de la ley y el metro supremo de la conducta humana? ¿No es esto válido incluso en relación con los preceptos cultuales, los cuales —y esto siempre hay que tenerlo presente— intentan regular la conducta del hombre para con Dios? Cuando U. Luz dice que el prójimo que padece necesidad se convierte, «por decirlo así, en el libro de texto» en el que el hombre capta la voluntad de Dios (EKK V. 1970, 125), tiene indudablemente razón en que no se puede amar a Dios sin el

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106 Etica del nuevo testamento

hombre, y en que el amor a Dios se demuestra precisamente en el amor al prójimo, es decir, que no puede tener lugar al margen del hombre. La opción por Dios se sitúa en el encuentro con el prójimo y el encuentro con el prójimo se da en la opción por Dios. El amor al prójimo se puede llamar por consiguiente «la concretización del amor a Dios» (H. Conzelmann, RGG III, 639) y «la confirmación del amor a Dios» (G. Bornkamm, Jesús, 117).

b) ¿Pero cabe avanzar todavía un paso más y decir que el auténtico servicio a Dios es el servicio al hombre, y que la acción del samaritano es la «realización del amor a Dios», de forma que se pueda constatar una tendencia hacia la identificación de las dos partes del doble mandamiento? (H. Braun; cf. A. Diehle, quien da fe de la coincidencia RAC 6, 702). En ese caso, por decirlo de alguna manera, el hombre ya no sería alcanzado directamente por el amor de Dios, ni Dios tampoco sería tocado directamente por el amor del hombre, sino única­mente a través del prójimo. Lo más grave sería, sin duda, que entonces el amor de Dios no llegaría hasta el hombre en la tierra sino sólo a través de la mediación de otro congénere. Pero aquí interesa, sobre todo, lo último, a saber, que el amor a Dios coincide, al parecer, con el amor al prójimo. El peligro insoslayable de esto es que así Dios se convierte para el hombre en una clave o en una su­perestructura ideológica que, según las circunstancias, puede dejar de existir. A la pregunta de si todo esto es de suyo necesario o, de otro modo, si no existe una tradición, en algunos aspectos un tanto exagerada objetivamente, de que Je­sús habla especialmente del amor a Dios y si por lo tanto Dios no se diluye en la solidaridad humana, la respuesta de U. Luz dice que el mandamiento del amor a Dios mantiene con firmeza «que en el amor al prójimo se trata nada menos que del encuentro con el Dios del antiguo testamento» (EKK V, 1970, 126). En úl­timo término parece que Dios no llega a ser otra cosa que un símbolo para la actualización o la intensificación de la gracia que me sale al paso en el otro y de la pretensión del otro que me sale al encuentro.

c) Pero es extraordinariamente improbable que, según Jesús, a Dios mismo haya que sustituirlo de hecho, como sujeto o como ob­jeto del amor, ya sea a través del amor que se nos da en el prójimo, ya sea a través del amor que se nos pide por parte del prójimo. Hay que partir de Mt 25, 31-46, un texto que parece invitar especial­mente a las interpretaciones diseñadas antes, cuando en el lenguaje figurado del juicio universal se dice al final: «lo que hicisteis a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis», y algo aná­logo, aunque con signos y resultados inversos, se dice a aquellos que no hicieron las obras de misericordia mencionadas.

Sin embargo es una cuestión discutida hasta qué punto la parábola procede del mismo Jesús (cf. U. Luz, EKK V, 1970; E. Branderburger, Das Recht des Wekenrichters, SBS 99, 1980; J. Friedrich y U. Wilckens, Gorfes geringste Brü-der, en FS W. G. Kümmel, 1975, 363-383). Lo que sí es cierto es que ha sido

La ética escatológica de Jesús 107

muy elaborada. Procede de la confección del redactor, por ejemplo, la introduc­ción del v. 31a que, valiéndose de un lugar común apocalíptico, habla de la venida del Hijo del hombre con sus ángeles (cf. Me 8, 38 par; Mt 16, 27), así como de sentarse sobre el trono de gloria (v. 31b; cf. Mt 19, 18). Pero si el v. 31 no es originario, esto tendría como consecuencia que no es el Hijo del hombre el que aparece en el juicio, sino Dios, y que entonces es también el mismo Dios el que no sólo preside el juicio sino el que sale al encuentro en los pobres y en los humillados (también v. 32a. 34-41 tendría que considerarse como objeto de una reelaboración en el caso de la autenticidad de la parábola).

Como principales argumentos contrarios a la autenticidad de la parábola se suelen aducir, la mayoría de las veces, pasajes paralelos judíos, en los que se enumeran las mismas obras de misericordia que en Mt 25 u otras análogas (cf. Is 58, 7; Test. Jos, 1, 5s; Hen eslav 9, etc.), pero en las que, a su vez, sobre todo aquello que se da a los pobres se computa como sí se hubiera dado a Dios. U. Luz observa, apoyándose en H. Braun, que la parábola supera las afirmacio­nes judías al identificar directamente a Dios con los hermanos más insignifican­tes (cf. sin embargo Branderburger, 75s). Aparte de eso, el universalismo del mandato del amor responde al mandamiento más grande para Jesús, mientras que la ausencia de esta universalidad corresponde a la ley. De esta forma existe una cierta probabilidad de que la parábola proceda, en substancia, del mismo Jesús (cf. J. Friedrich; no así E. Branderburger que ve en el trasfondo una cristología de la preexistencia). Al mismo tiempo debe quedar al margen la cuestión de si hablar de los hermanos más pequeños se refiere a los hombres necesitados o a los cristianos necesitados, y si aquellos a quienes se pregunta en el juicio final por sus obras de misericordia son gentiles o miembros de la co­munidad.

Si se examina atentamente la cuestión, se deduce, efectivamente, que se puede encontrar a Dios mismo en los hermanos más peque­ños. La sentencia escatológica tiene lugar en razón de las obras de misericordia que se hacen a los necesitados y a los oprimidos, y el que acoge a estos hombres en su necesidad, en sus carencias y en sus calamidades, ese tal ha amado al Dios que se esconde dentro de las indigencias cotidianas, identificándose incluso con ellas. Mien­tras que los que son juzgados esperan lógicamente ser juzgados en razón de lo que han hecho a Dios, resulta que sus obras de miseri­cordia hacia los que padecen necesidades se convierten en el patrón decisivo, porque Dios se ha identificado con los pobres, con los hambrientos, con los enfermos y con los presos.

Si Dios sale al paso en la figura del hombre indigente, entonces la solidaridad humana es, de hecho, el plano en el que se decide la búsqueda de Dios y la salvación del hombre. Pero ¿se puede decir que es «el único plano»? ¿Se puede decir que «el hombre necesita­do constituye la ubicación de Dios en el mundo?» (así U. Luz, EKK V, 1970, 127). Teniendo presente la historia de la teología y de la iglesia evangélica, supone en efecto una «valentía bastante

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108 Etica del nuevo testamento

funesta» el lanzar protestas cuando se acentúa de manera especial el llamamiento a la solidaridad humana. De acuerdo con E. Káse-mann sería «mejor estar junto a aquellos que, por lo menos, han aprendido esto de Jesús y de la Biblia, que al lado de los fanáticos que aceptan todos los dogmas y que se callan delante de las atroci­dades toleradas y propiciadas por los cristianos quienes, en medio de la dignidad de su ortodoxia, no escuchan lo primero de todo la voz de aquel que pregunta: ¿qué habéis hecho o qué habéis dejado de hacer con mi hermano?» (La llamada..., 47). No obstante, E. Ká-semann tampoco está de acuerdo con la solución de la solidaridad humana como resumen de la fe. Dios posee y significa, por decirlo así, una plusvalía que no se disuelve ni desaparece en la solidaridad humana.

d) Partiendo de Mt 25 es preciso preguntar si Dios se encuen­tra únicamente en el prójimo, ya que Dios aparece aquí simultánea­mente en una doble figura y función: por una parte como presente y escondido bajo la figura del indigente, y por otra parte, sin embar­go, como futuro y manifiesto en cuanto juez universal. Ahora bien, se puede afirmar con U. Luz que el Dios que aparece en el presente y dentro de la debilidad es eí Dios de Jesús, y que el Dios manifies­to en el futuro es el Dios de la tradición, y al identificarse Dios con el hombre indigente, el Dios de la tradición hace su aparición en el presente y en lo inmediato. Sin embargo sería demasiado sencillo el minusvalorar, aquí o en cualquier otro lugar, el componente futuro como una mera tradición. Precisamente el Dios del futuro permite descubrir, de acuerdo con Jesús, que se está ante la insalvable con­traposición entre Dios y el hombre, y que ahí no vale hablar de una verdadera identidad. Además de esto, y a la vista de otros textos, habrá que precaverse de absolutizar a Mt 25. Para Me 10, 28ss, no se puede de ningún modo pretender que el «segundo mandamien­to» se convierta en el «primer mandamiento» o, por el contrario, que el amor a Dios y el amor a los hombres sea la misma cosa. Evidentemente tiene su razón de ser el que los dos preceptos se mencionen separadamente.

Lucas pone por eso, a continuación de la narración ejemplar del buen sama-ritano, el relato de María y de Marta (Le 10, 38-42), es decir, que precisamente al lado de la obligación del amor al prójimo, se coloca la obligación de escuchar aquello que es necesario para la salvación, por lo cual la Iglesia antigua, con gran acierto, vio ahí representada la vita activa y ia vita contemplativa. Todo depende de que no nos desviemos de Jesús ni de sus palabras, ni siquiera en razón de nuestra actividad y de nuestro amor al prójimo.

La ética escatológica de Jesús 109

El mismo Mateo, que a diferencia de Marcos; hace la constatación explícita de que el segundo mandamiento es igual que el primero, no dice sin embargo que los dos sean, lisa y llanamente, la misma cosa (22, 39).

El amor a Dios y el amor al prójimo tampoco son para el mismo Jesús exactamente lo mismo, de forma que el amor a Dios se pueda sustituir sin más por el amor al prójimo. «Esto significaría suprimir la frontera que ineluctablemente existe entre Dios y el hombre. El que en este sentido considera ambos mandatos como la misma cosa, no tiene ningún conocimiento del derecho soberano de Dios, y con­vertirá muy rápidamente a Dios en un mero vocablo o palabra cifra­da de la que se podrá prescindir muy pronto» (G. Bornkamm, Je­sús, 115; cf. también R. Bultmann, Jesús, 80s). La oración se dirige precisamente a Dios, y no al prójimo. Se espera el reino de Dios y no el del hombre. Véase también Le 11, 42, donde al lado del derecho se coloca el «amor a Dios» y se hace la confrontación con la obediencia puramente externa. También se tienen que tener pre­sentes muchos preceptos particulares exigentes que no se pueden conciliar con el amor al prójimo, sino, en todo caso, con un amor radical a Dios y a su Reino (sobre la renuncia a despedirse, cf. su-pra, 64s, y sobre la prohibición del matrimonio para los divorcia­dos, mira, 124s, etc.).

El que considera el amor a Dios como una reliquia mitológica y obsoleta y lo quiere sustituir por el amor al hombre, intentando así darle su verdadero sentido, puede hacerlo tranquilamente, pero en­tonces no debiera honestamente apelar a Jesús y al nuevo testamen­to. Por lo demás, probablemente muy pronto se vería contrastado con la pregunta de por qué, en realidad, es necesario y conveniente el amor. Según M. Horkheimer «la frase de que el amor es mejor que el odio, no se puede demostrar si se carece de una base teológi­ca»23. Pero esto no debe provocar dudas de que el amor al prójimo y al enemigo es para Jesús el criterio absoluto del comportamiento interpersonal correcto, y de que para él no existe amor a Dios sin el amor al prójimo y al enemigo.

EXCURSO: ¿EXISTE ALGUNA PECULIARIDAD EN LOS POSTULADOS ÉTICOS DE JESÚS?

Antes de abordar las diferentes posturas de Jesús con respecto a las cuestiones concretas de la vida, es necesario que se trate breve-

23. M. Horkheimer, Verwaltete Welt?, 1970, 36s; cf. H. Neumann, The Death of God and the Probkm oí Altruism: ZRG (1969) 253-264.

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no Etica del nuevo testamento

mente en qué consisten, si es que existen, las diferencias objetivas con la ética del judaismo. No se trata con esto de demostrar apolo­géticamente la fuerza innovadora, la originalidad o incluso la «supe­rioridad» de Jesús, o de minimizar todos los puntos de contacto con el judaismo. Evidentemente Jesús, por lo que se refiere a su ética, es también, antes que nada, un judío, y nadie puede pasar por alto los puntos de contacto ni las coordenadas comunes. Junto a la imborrable correspondencia existente entre religio y ética24, resaltada continuamente con gran acierto, vamos a citar aquí, como casos paralelos de tipo objetivo, dos ejemplos que dicen relación con el «reforzamiento de la tora» de la primera antítesis y con la exhortación central de Le 6, 36 de dar una respuesta adecuada a la misericordia de Dios. Según el rabí Eliezer (en torno al año 90), aquel que odia a su prójimo está entre los que derraman sangre (Billerbeck I, 282), y en el targum Jerus I Lev 22, 28 se dice: «pue­blo mío, hijos de Israel (dijo Moisés), igual que nuestro Padre es misericordioso en el cielo, así debéis vosotros ser misericordiosos en la tierra» (Billerbeck II, 159). Pero, a su vez, tampoco es válido desdibujar todas aquellas peculiaridades de Jesús que dentro del judaismo parecían inauditas y sonaban a provocación. En cualquier caso, es totalmente evidente que la ética de Jesús no es una ética que carezca de analogías, sino que presenta un enorme paralelismo con la ética judía.

Algunos autores sustentan la opinión de que «poco más o menos, para cada precepto moral de Jesús, si se toma como norma particular o como postulado aislado, se puede encontrar "dentro del amplio ámbito del judaismo algún otro precepto que ofrece, a su modo, algo análogo", de forma que la peculiaridad de Jesús no se basa en la originalidad del precepto aislado». Así piensa por ejemplo G. Kittel, o.c. (nota 24), 561 (cf. también H. van Oyen, Die Ethik Jesu in jüdischer und evangelischer Sicht: ZEE 1971 [98-117] sobre todo 112, etc.). El erudito judío J. Klausner avanza un paso más cuando declara que no se encuen­tra en todos los evangelios ni siquiera una sola doctrina ética que no tenga su paralelo en el antiguo testamento o en la literatura judía de la época de Jesús {Jesús von Nazareth, 31952, 534 [ed. cast.: Buenos Aires 1971]). También otros investigadores judíos piensan que incluso hasta hoy en día no existe «nihil novi» (cf. Lindeskog, 217 y Schalom Ben Chorin, Jesús und Paulus in jüdischer Sicht, ASTI X, 1976, 17-29, sobre todo 23).

24. Cf. G. Kittel, Die Bergpredigt und die Ethik des Judentums: ZSTh (1925) 553-594; R. T. Herford, Talmud and Apocrypha. A Comparative Study of the Jewish Ethical Teaching in the Rabbinical and Non-Rabbinical Sources in the Early Centu-ríes, New York 1971, 274.

La ética escatológica de Jesús 111

Todo esto parece ser una exageración. La verdad es que lo «an­tiguo» y lo «nuevo» se contraponen de forma radical e irreconcilia­ble y que el tiempo escatológico de la salvación ha superado todo (Me 2, 21s par), lo cual permite suponer que estas discontinuidades que saltan a la vista tampoco han dejado intacto el contenido de lo que se exige. Hay que recordar las palabras citadas de Me 7, 15, o la expresión «pero yo os digo», expresión de la que objetivamente no se pueden encontrar analogías (cf. supra, 85s). Ejemplos éticos concretos pueden ser la prohibición absoluta del divorcio, que está en contradicción con la tradición normativa judía y también (sin perjuicio de la costumbre de no prestar juramento, por ejemplo entre los esenios, y sin perjuicio de las advertencias en contra del mismo) la prohibición absoluta de jurar, que no está demostrada ni en Filón ni en ningún otro lugar de la literatura anterior o coetánea del nuevo testamento25. A partir de esto, el investigador judío C. G. Montefiore opinaba que Jesús parecía «haber adoptado una nueva actitud revolucionaria» en relación con los niños, con las mujeres y con los pecadores, lo cual significaba que trataba con las mujeres de una manera «more merciful and compassionate», que resultaba extraña y chocante para las costumbres rabínicas» (cf. G. Lindeskog, 240). En su postura con la familia no se comportaba, por lo visto, como un judío, sobre todo por lo que se refería a su celibato y a su falta de piedad filial (244). En relación con el manda­to de amar a los enemigos, que es considerado por los estudiosos judíos como R. T. Herford, J. Scheftelowitz y también por H. Braun, etc., como contrapuesto a la concepción judía, lo más que se pue­den aportar, tal como se mostró supra en la p. 99s, es que son pa­ralelismos muy aislados. A diferencia tanto de Qumram como de la mishná, llama inmediatamente la atención que la ley no supone para Jesús un tema básico de su ética. W. G. Kümmel ve la peculiaridad y la novedad de Jesús en que éste «sin atender a que se tratase de una interpretación correcta o equivocada de los preceptos de la tora, anunciaba la voluntad de Dios», y en que las mismas opinio­nes judías hablan, a la vista de la «liberalidad» y de la relativización de la ley, de la «imposibilidad» de encuadrar a Jesús dentro del ju­daismo.

W. G. Kümmel, o.c. (nota 25) 8; cf. 12 y ThR 1978, 243s. La presencia de peculiaridades dentro de la ética de Jesús, de ningún modo es discutida por

25. Cf. W. G. Kümmel, Jesús und die Rabbinen, en Heilsgeschehen und Ge-schichte, 1965, 1-14, sobre todo 3.6; sobre la prohibición de jurar, cf. G. Strecker, ZNW (1978) 80 y además supra p. 79.

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112 Etica del nuevo testamento

G. Kittel y por autores judíos como J. Klausner. A veces emplean comparativos o se habla de intensificación y concentración. Jesús, según ellos, parece haber dado una aplicación «más libre» al precepto del sábado o, por lo visto, interiori­zó o profundizó, remodeló o reorientó el judaismo (J. Lindeskog, 233, cf. 230. 236.238). Según G. Kittel, la peculiaridad consiste, aparte del hecho de su perso­na, en que aquello que en las fuentes judías sólo se encuentra dentro de unos niveles superiores aislados y con muchas diferencias de grado, en Jesús se produ­ce con un ímpetu concentrado y dentro del mismo nivel (579s). Según J. Jere­mías, en el Talmud hay que rebuscar las escasas pepitas de oro entre mucha paja (Die Bergpredigt Jesu, 1967, 10, donde se citan las palabras de J. Wellhausen «todo lo que está en el sermón de la montaña está en el Talmud, y todavía mucho más», y donde J. Jeremías considera el «todavía mucho más» como deci­sivo). También según especialistas judíos, como J. Klausner, Jesús «acumulaba y densificaba las pretensiones éticas» de manera tal «que descuellan de forma mucho más destacada» que en el Talmud y que en el midrash, «donde éstas se vienen a perder en las discusiones de la halajá y en disquisiciones de circunstan­cias intrascendentes» (540). J. Klausner habla además, lo cual en modo alguno es un cumplido, de la «ética extremadamente radica!» de Jesús, la cual da paso necesariamente a la «degeneración de la moral» (564), pues, a través de su tono exagerado y de su absolutización a costa de la realidad y de la practicabilidad (aparte además, debido al arrinconamiento de la ley ceremonial), se convierte en ajena al judaismo y destructora del orden y del derecho. Otros hablan de que su ética es exagerada, impracticable y monstruosa (cf. G. Lindeskog, 225.243s, etc.; W. G. Kümmel, o.c. [nota 25], 2s).

Hay una peculiaridad más que coincide en gran parte con lo que supra en la p. 57 se describía como el carácter absoluto y radical de la exigencia de obe­diencia por parte de Jesús. C. Montefiore hablaba de «un idealismo moral de una altura celestial» (G. Lindeskog, 234) o de un «exceso» en la tolerancia y en el perdón, en el dar y en el conceder (ibid.). P. Lapide (Er predigte in ihten Synagogen, 1980) llama al sermón de la montaña «la ética moral sobrehumana de un supermoralista» (51). Es más certero, sin duda, hablar con G. Kittel de la «absoluta intensidad» de la ética de Jesús: «se podría decir que Jesús no pedía un poco de amor o un poco de pureza. Tampoco exigía lo más posible de estas cosas. Sino que lo que exigía se llama categóricamente amor, se llama lisa y llanamente pureza (G. Kittel, o.c. [nota 24], 581).

Estas puntualizaciones han subrayado, sin ningún género de duda, importantes rasgos diferenciales. Estos rasgos se podrían multi­plicar. Lo que es preciso traer a la memoria es el llamamiento doble del amor, en contraste con la casuística y con la nivelación de la voluntad divina de la ética judía. Finalmente también hay que traer a la memoria la diversidad de la motivación y de la relación entre el plano indicativo y el plano imperativo.

La ética escatológica de Jesús 113

IV. INSTRUCCIONES CONCRETAS

Bibliografía: H. Baltensweiler, 19-119; O. Cullmann, Staat, 5-35; Jesús y los revolucionarios de su tiempo, Madrid 21973; M. Hengel, Jesús y la violencia revolucionaria, Salamanca 1973; P. Huuhtanen, Die Perikope vom «Reichen Jüngling» unter Berücksichtigung der Akzentuierung des Lukas, SNTU 1/2, 1976, 79-98; D. L. Mealand, Poverty and Expectatíon in the Gospels, London 1980; L. O. 'Neill, Dimensión politique de la vie de Jésus, en Le Christ hier, aujourd'hui et demain, Quebec 1976, 365-394; G. Petzke, Der historische Jesús in der sozialethischen Diskussion, FS H. Conzelmann, 1975, 223-235; B. Scha-11er, Die Sprüche über Ehescheidung und Wiederheirat in der synopt. Überliefe-rung, en FS J. Jeremías, 1970, 226-246; L. Schottroff, Gewaltverzicht und Fein-desliebe in der urchrisúichen Jesustradítion, en FS H. Conzelmann, 1975, 197-221; W. Schrage, Staat, 14-49; J. H. Yoder, The Politics oíJesús, Grand Rapids 41977; J. Zmijewski, Neutestamentliche Weisungen für Ehe und Familie, en SNTU/A9, 1984,31-78.

1. Principios fundamentales

a) Se ha puesto de relieve que el ésjaton, según Jesús, no mi-nusvalora el comportamiento concreto del hombre, sino que preci­samente lo realza de una manera radical, y también se ha visto que el mensaje de Jesús no solamente tiene una dimensión individual sino también ético-social. ¿Tiene también un aspecto crítico-socio­lógico y social? ¿Afecta el mensaje de Jesús a la realidad sociológica global como campo de operaciones? Sin duda alguna, para Jesús todas las estructuras e instituciones de este mundo son algo provi­sional y evidentemente Jesús no era de la opinión de que el hombre alcanzara la salvación a través de ellas y de su transformación. Pero de manera significativa, con ello no confirmó sin más ni sancionó lo establecido en función de que, por lo visto, todo lo existente procede de Dios y por tanto hay que defenderlo, ni, por el contra­rio, tampoco dijo que todo lo que hay está marcado por el diablo y lleva el sello de la caducidad, razón por la cual no hay que compro­meterse con ello. Tampoco defendió un punto de vista «neutral» o pasivo que hace que este desinterés desemboque fácticamente en una postura estabilizadora favorable a los privilegiados. Ciertamen­te, en caso de conflicto, hay que abandonar al padre o a la madre, lo mismo que la casa o las posesiones, pero esto no conduce a Jesús a despreciar el estar inmerso en el mundo o a exigir el estilo de vida de los ascetas y de los eremitas. No es algo fortuito que el mismo que postulaba de esta forma radical la ruptura con lo normal y con lo convencional de este mundo, sea censurado, al mismo

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tiempo, como comilón y aficionado al vino (Mt 11, 19 par), con lo cual se refleja, por lo menos, que su programa de vida no era preci­samente la ascética. Tampoco es fortuito que mantuviese su fe en la armonía de la creación, y que por ejemplo se pronunciase crítica­mente frente a la práctica del divorcio y de la casuística del sábado, ni es por puro azar el que echara por tierra la discriminación con­vencional de la mujer, por mencionar escuetamente sólo algunos síntomas. El que elimina las fronteras entre lo puro e impuro (Me 2, 13ss, etc.), además de rozar el ámbito religioso llega también a la esfera sociológica. El que se mete con la piedad filial, con la familia y con la situación de la propiedad (cf. Mt 8, 22), trae realmente «no la paz» para el orden establecido sino «la espada» (Mt 10, 34s). El que atenta contra la ley, ataca al mismo tiempo el orden defendido por los romanos, el cual está concebido simultáneamente como religioso y estatal, y representa el derecho vigente de la fami­lia, de la propiedad, del Estado, etc. (cf. P. Hoffmann, Eschatolo-gie, 219s). La misma predicación del Bautista tenía, por su parte, implicaciones políticas (Le 3, 19). Todo esto da a entender que Jesús no sólo predicó a los hombres una pura interioridad y una devoción sincera, considerando todo lo humano como expresión de lo totaliter aliter. Un enfoque semejante no hallaría explicación para las curaciones y exorcismos que en Mt 12, 28 par se interpre­tan como anticipación simbólica de la realidad del reino de Dios.

Ciertamente, en la actualidad, no solamente se da una falsa espi­ritualización e interiorización de la ética de Jesús sino también una unilateralidad contradictoria, cuando se convierte a Jesús, a veces, en representante de un mesianismo o de un zelotismo político, o cuando se afirma que el objetivo específico del mensaje de Jesús es la transformación del mundo. Ahora bien, Jesús no es ningún de­fensor del status quo. Aunque también es verdad que de su mensaje se deducen, asimismo, iniciativas para la renovación de las relacio­nes interpersonles. Pero sus promesas no se pueden satisfacer úni­camente en un plano histórico, así como su escatología tampoco se puede recluir en un horizonte de esperanzas puramente intramun-dano. El reino de Dios no sólo se hace realidad cuando los ham­brientos son saciados y cuando los que lloran pueden volver a reír (Le 6, 21). A la plenitud de la salvación pertenece por eso, además de las curaciones y de la integridad corporal, la cercanía de Dios que es anunciada a los pobres (Mt 11, 4s). Según Le 12, 13s, Jesús rechaza la petición de dirimir un litigio de herencia con estas pala­bras: «pero hombre, ¿quién me ha constituido juez o partidor entre vosotros?». Esta frase demuestra que Jesús no veía su tarea especí­fica en actuar dentro de la sociedad o en función de una reforma

La ética escatológica de Jesús 115

social, si bien hay que tener en cuenta que primordialmente se trata de la negativa a inmiscuirse en asuntos de herencias o en cuestiones jurídicas para proporcionar a alguien un patrimonio o propiedades materiales (cf. v. 15ss).

b) Por otra parte, hay que poner expresamente de relieve que la interpretación tradicional de la doctrina luterana de los dos rei­nos falsifica, asimismo, el mensaje de Jesús. M. Lutero distinguió, como se sabe, entre reino espiritual y mundano, entre persona y función, entre cristianos como individuos aislados y cristianos in relatione. En todo lugar, pero sobre todo en la interpretación del sermón de la montaña y en las palabras acerca del matrimonio, del juramento, de las represalias, etc., Lutero intenta poner en claro que se habla al cristiano en cuanto cristiano individual y no en cuanto «persona pública», o sea, en cuanto cristiano dentro de su función pública. Y este cristiano, así considerado, no puede supri­mir, dentro del viejo mundo que le ha tocado vivir, los condiciona­mientos que enmarcan la vida. Según esto, frases como las de la prohibición de las represalias no se pueden referir a las autoridades estatales. Tienen vigencia para el hombre como persona individual, pero no como persona pública, no para el orden público, cuyo patrón es más bien el usus politicus de la ley de Dios, tal como se encuentra en Rom 13. «La persona es sin duda cristiana, pero el cargo público o el principado nada afectan a su cristianismo» (WA 32, 440; cf. también WA 11, 225).

No es este el lugar para someter a deliberación las ventajas e inconvenien­tes, los antecedentes y las consecuencias de este enfoque de Lutero o de sus intérpretes, que por otra parte ha sido expuesto un tanto grosso modo. Se tra­ta aquí de confrontar con la predicación de Jesús este enfoque de Lutero —tal como lo hemos diseñado con sus consecuencias históricas especialmente funes­tas—. Esto resulta tanto más necesario cuanto que muchos exegetas ven las cosas de manera muy similar a Lutero, limitando de hecho el alcance de la ética de Jesús a la esfera privada. Valga como ejemplo la antítesis quinta del sermón de la montaña, es decir, la exhortación a la renuncia al derecho y a la violencia. Algunos comentaristas interpretan, por ejemplo, esta exhortación de la siguiente forma: se trata ahí, exclusivamente, de la cuestión de cómo se debe comportar el discípulo cuando le toca padecer la injusticia en su propia persona y se ve afectado, como individuo, por esta situación. Como persona particular o como cristiano se tiene que actuar de acuerdo con Mt 5. Pero desde un puesto oficial y con una responsabilidad pública existe, en ocasiones, la obligación de hacer lo contrario, y de retribuir mal por mal, y violencia por violencia: cf. los comentarios de W. Michaelis y J. Schniewind, o.c; L. Gop-pelt, o.c. (p. 84), 105, etcétera.

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c) Sin embargo, esta distinción entre la responsabilidad —o entre la esfera— privada y pública, por mucho que pueda estar justificada en un caso particular, y por mucho que ponga de relieve la importancia del cambio de conducta del individuo aislado, no tiene ninguna salida ni desde el punto de vista histórico ni desde el punto de vista hermenéutíco objetivo. El ius talionis no solamente queda en suspenso para casos o personas especiales o para determi­nados ámbitos o tareas. La breve escena del adversario en el proce­so de Mt 5, 23s, con su trasfondo jurídico de orden profano, de­muestra que también queda acaparado el espacio de la cotidianei-dad terrena, y que el enfoque de Jesús no solamente se refiere a una ética privada con vistas al comportamiento de los discípulos entre sí. La fuerza liberadora del reino de Dios debe rebasar el círculo del grupo de Jesús y penetrar también en otros contextos y ámbitos de actividad de la vida, dando lugar a una transformación de la postura, con respecto a la violencia y a la contraviolencia, en todas las relaciones humanas. Es posible que Mateo entendiese el mismo precepto veterotestamentario de 5, 38 como una cierta per­misividad de tomarse la justicia por cuenta propia y que, en contra de esto, exprese la opinión de que, de hombre a hombre, no hay que «practicar ninguna resistencia al mal». De todas las maneras, la exhortación de Jesús afecta a la esfera pública cuando, junto a la bofetada (v. 39) propia de una vulgar pelea —en Lucas el acto de violencia que supone el ser golpeado y robado se refiere, de manera más clara todavía, a la situación cotidiana del ambiente del pueblo y del campo palestino, mientras que Mateo introduce la situación del proceso por deudas— se menciona, en el v. 40, el procesamien­to ante un tribunal, y en el v. 41, la coacción para acompañar a un viaje peligroso o para hacer un trabajo, o en relación con las medi­das policíaco-militares de una requisa.

A. Schlatter (Der Evangelist Matthaus, 1959, 185) mantenía, además, con toda la razón, frente a este doble plano ético, que la «distinción entre una moral propia de la autoridad y otra moral privada no tiene ninguna cabida en el am­biente de Jesús», y Ch. Dietzfelbinger pone de relieve que esta separación está en total contradicción con la dinámica de las antítesis, «las cuales, en cuanto ejemplos concretos de un mundo humano, están orientadas a la totalidad de un mundo humano y hacia una nueva fórmula de la convivencia humana que abarca al hombre completo en sus relaciones privadas y públicas» (Bergpredigt, 66; cf. también P. Hóffmann, Eschatologie, 200; N. Lohfink-R. Pesch 36.63; H.-D. Wendland, Botschak, 85ss; D. L. Mealand, 83). Cuando Bonhoeffer (El precio de ¡a gracia) y otros muchos se refieren a la dificultad insoluble de que los diversos ámbitos y roles se entrecruzan dentro del mundo real y de que no existe ningún hombre que carezca de relaciones, esto vale, mutatis mutandis,

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para aquella época, en la cual cualquier «distinción rígida entre lo privado y lo público, lo religioso y lo político, lo individual y lo social... supondría un desco­nocimiento de la compenetración, exclusivamente indisoluble, del individuo con la sociedad global y viceversa» (P. Hóffmann, Eschatologie, 221s).

Se podrían descubrir algunos precedentes de una doctrina de este doble régimen de Dios en la contraposición entre escatología y protología, entre tradición profética y tradición sapiencial y tam­bién, quizá, en la frase de dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César (cf. infra, 144s). Pero esto no se dice nunca en el sentido de una separación, de un aislamiento o de una autonomía del ámbito político y público, como si los preceptos de Jesús no tuvieran ninguna cabida con vistas a actuar dentro de la realidad del mundo y hubiera que circunscribirlos a la esfera privada, mien­tras que el mundo quedaría a merced de sí mismo o de la razón.

¿Es realmente, para Jesús, el estado matrimonial sólo un asunto profano y formal y únicamente sometido a la razón (así Lutero WA 32, 378)? ¿Es verdad que con respecto al tráfico del dinero propio de este mundo Jesús no predica realmente «nada» sino que sólo dice «conducios tal como os lo indique la razón» (WA 32, 395)? El hombre no queda dividido por Jesús en dos mitades o en dos di­mensiones, ni tampoco puede el hombre encerrarse en roles, en instituciones o en instancias inamovibles y escapar así a sus obliga­ciones apelando a las coacciones de esas instituciones.

Indudablemente que la exhortación de Mt 5, 39b no ha de en­tenderse en sentido legalista, como un principio válido siempre y para todos los casos. Tiene su lógica el que, en Le 6, 29, esta exhor­tación esté subordinada al mandato del amor al enemigo (Le 6, 27) y venga inmediatamente después. Pero esto indica que el amor, incluso dentro del ámbito de las denominadas instituciones, es el regulador decisivo, y que este amor, en su caso, también se puede concretar de otra forma. Por el contrario, esto no quiere decir que el amor no tenga aquí nada que buscar y que todo haya que dejarlo al arbitrio de las metas y condicionamientos políticos y sociales, o en manos de la razón, de la ley, del derecho natural, etcétera.

Por tanto, hacemos un resumen provisional afirmando que Jesús no considera de ninguna manera como su tarea específica la refor­ma de las estructuras sociales y sociológicas, y que se buscarían en vano unas concepciones precisas relativas a una reordenación del Estado o de la sociedad, de los roles sexuales o del sistema de propiedad. Sin embargo la voluntad de Dios predicada por él afecta también a este ámbito. Aunque no se lleguen a anular las institucio­nes del derecho y del orden interpersonal y público, se les niega

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sin embargo cualquier autonomía o independencia en relación con lo que afecta a Dios y al prójimo, de forma que a este respecto conserva su vigencia la frase de Lutero de que «lo que no está al servicio, es producto de rapiña».

2. Marido y mujer - matrimonio y divorcio

a) Si se quieren calibrar correctamente las palabras de Jesús relativas a esta temática vital, resulta insoslayable lanzar una rápida ojeada al ambiente de aquella época. Únicamente desde esa pers­pectiva se puede ver en qué medida se distancia Jesús de la habitual concepción androcéntrica de la mujer, es decir, concretamente de su discriminación.

La situación de desventaja de las mujeres es, en parte, una consecuencia de la ley ritual (su frecuente «impureza» e incapacidad para el culto), en parte, una consecuencia del patriarcalismo convencional. En cualquier caso, en el judaismo de la época, las mujeres se encuentran en el mismo plano que los esclavos y los niños. Su inferioridad se refiere tanto al status social como al status religioso. La mujer no puede leer la tora en público, no se las cuenta en el cómputo del mínimo de personas exigido para celebrar un acto litúrgico en las sinagogas, no está obligada a observar determinados preceptos y oraciones, y en la liturgia está en segundo plano (en el templo herodiano existía un atrio especial de las mujeres y en las sinagogas tenían reservados unos lugares secundarios o tribunas), etc. El judío observante recitaba dos veces al día la siguiente oración: «Alabado sea, porque no me ha hecho gentil... porque no me ha hecho mujer... porque no me ha hecho un inculto (en sentido rabínico) o —así el Talmud babilónico a dife­rencia de la Tosefta— un esclavo». Del rabí Hillel procede la frase siguiente: «muchas mujeres, mucha hechicería, muchas criadas, mucha lascivia». No se debía conversar mucho con la propia mujer, y mucho menos con una extraña. Los mismos discípulos, según Jn 4, 27, se debieron sorprender bastante de que Jesús no actuase de acuerdo con esto. El pecado y la muerte fueron traídos al mundo, por lo visto, no por Adán sino por Eva. En Eclo 25, 24, se dice: «el principio del pecado proviene de una mujer, y por su causa morimos todos nosotros». En cualquier caso, la situación de la mujer estaba, en general, lastrada por su desclasamiento religioso y social. Todo ello se halla resumido sumaria­mente y formulado de manera típica en la frase de Josefo: «la mujer se encuentra en todos los aspectos debajo del varón» (Ap II, 201). Cf. además J. Leipoldt, Frau, 69ss; W. Schrage, Frau, 106ss; L. Swidler, Women in Judaism, 1976.

b) Con todo este trasfondo, la predicación y la conducta de Jesús da la impresión de ser totalmente revolucionaria. A pesar de que en sentido estricto no persigue unas metas social o sociológi­camente reformadoras, no obstante dio lugar, en sus repercusiones, a un trastrueque de valores de una trascendencia incalculable, y por

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medio de su palabra y de su actuación puso fin a la minusvaloración de la mujer. Aunque muchas cosas tengan su origen en la comuni­dad, esta misma postura es totalmente inimaginable sin el impulso que procedía del mismo Jesús. Ciertamente no resulta en absoluto convencional que Jesús lance su llamamiento tanto a los hombres como a las mujeres y que se dirija lo mismo a los publicanos que a los pecadores, dado que el juicio y la gracia de Dios es indivisible, o que aborde sin animosidad ni resentimiento a las mujeres, y que en Le 8, 1-3 se lleguen a mencionar unas «discípulas» dentro de su acompañamiento o que, finalmente, aparezcan mujeres en los rela­tos de las curaciones, siendo consideradas como modelos de una fe auténtica (cf. Mt 15, 28, etc.).26

c) Esta actitud básica respalda las palabras acerca del matri­monio y del celibato o del adulterio y del divorcio, teniendo en cuenta que, precisamente en estos temas, no se puede prescindir de la perspectiva escatológica de Jesús. Cuando Jesús pone énfasis en que la comunión matrimonial termina en este mundo (Me 12, 25 par), la intención específica de esta frase hay que buscarla en que La resurrección no es una prolongación de la situación terrenal crea­da, sino en que es algo totaliter aliter. Pero, al mismo tiempo, se insinúa con ello que el matrimonio no es algo definitivo y absoluto sino provisional y previo. Este carácter provisional, que de suyo nada tiene que ver con el mito de un hombre primitivo andrógino, y que no concibe las diferencias sexuales como nota distintiva de la marginación (no así K. Niederwimmer, Askese, 53), no tiene unas consecuencias negativas y represivas sino, por el contrario, liberado­ras, ya que pone fin a la pretensión de incondicionalidad y al poder demoledor del sexo y del eros, del egoísmo y del apetito de pose­sión, de la indefensión y de la misma valoración de la mujer. En virtud del reino de Dios, llega incluso a ser posible la renuncia al matrimonio.

En Mt 19, 12 se dice a raíz de la perícopa del divorcio: «hay eunucos que nacieron así del vientre de su madre, y hay eunucos que fueron castrados por los hombres, y hay eunucos que se han hecho tales a sí mismos por amor al reino de los cielos. El que pueda entender que entienda». El sentido de este pasaje es, por cierto, discutible desde antiguo, sobre todo según que la palabra eunuco (eunouchoi) deba entenderse en sentido propio o figurado, o según que

26. Cf. J. Leipoldt, Jesús und die Frauen, 1921; Id., Frau, 115ss; L. Swidler, Jesu Begegnung mit Frauen, en Menschenrechte tur die Frau, ed. por E. Moltmann-Wen-del, 1974, 130-146; H. Wolff, Jesús der Mann, 1975; W. Schrage, Frau, 114ss.

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la primera o la segunda vez se presente en sentido propio y la tercera vez en sentido figurado. No obstante, la mayor parte de las veces se aplica, con toda razón, al celibato (cf. J. Schneider, ThW II, 763-767; J. Blinzler, ZNW 48 [1957] 254-270; J. Kodell, The Celibacy Logíon in Mt 19, 12: BTB 8 [1977] 19-23; F. J. Moloney, Mt 19, 2-12 and Celibacy: JSNT 2 [1979] 42-60). El v. 10 que precede demuestra que la frase acerca de los eunucos hay que entenderla, efec­tivamente, en el sentido del celibato. Apenas se puede pensar en una autocastra-ción referida a aquellos a quienes se alude en tercer lugar, y sobre los cuales se trata aquí (aquellos que se han hecho eunucos a sí mismos). Eunuco es más bien una «metáfora referida a aquellos que —voluntariamente o no— viven ascética­mente en cuanto al sexo» (H. Greeven, Ehe, 49s).

Lo importante es, ante todo, que no se trata de una exigencia sino de una constatación. En definitiva, la renuncia al matrimonio no es ninguna obligación válida para todo el mundo. Esto lo confirma el hecho de que Pedro estaba casado y continuó como tal y los hermanos de Jesús también (cf. Me 1, 30 par; 1 Cor 9, 5, asimismo, da por supuesto que no se cortan los vínculos familiares y que Pedro llevó más adelante a su mujer en sus viajes misionales).

Se supone con toda la razón que Jesús presenta en Mt 19, 12 su propia decisión de practicar el celibato como algo que se produce en razón del reino de Dios. En relación con la palabra eunuco, se ha llegado a pensar en una expresión injuriosa del estilo de «glotón y bebedor» (cf. también Mt 10, 25) que le dedican sus adversarios y de la que él echa mano en sentido apologético (J. Blinzler; H. Greeven, Ehe, 49; F. J. Moloney, 50s). Lo decisivo es que la renuncia al matrimonio no tiene lugar en función de la ascética o por motivos dualistas o relacionados con el mérito, sino que tiene su raíz en la escatología, lo cual significa, evidentemente, que la renuncia al matrimonio tiene que dejar a uno disponible para la gracia y para el quehacer que acompañan al reino de Dios (cf. W. Schrage, Frau, 142ss). Jesús se diferencia en este aspecto, de forma palmaria, del judaismo rabínico, para el cual el matrimonio es una obligación ético-religiosa. Según la concepción rabínica, el que teniendo veinte años todavía no ha contraído matrimonio, transgrede un precepto divino (cf. Billerbeck II, 372s; III, 368.373). Es verdad que Ben Azzay también permaneció sin casarse, pero, por una parte, ello constituye una excepción única y, por otra parte, Ben Azzay fue severamente criticado por su celibato (cf. bSota 4b; bKetub 63a; J. Schneider, ThW II, 765). Presenta cierta analogía con esto la renuncia al matrimonio de Qumram (cf. Jos. Ant. 18, 21; Billerbeck II, 160s), aunque los motivos de esta renuncia no sean del todo trasparentes. Cf. H. Hübner, NTS 17 (1970/71) 153ss; K. Niederwimmer, Askese, 57, nota 26; W. Schrage, Frau, 148s.

Aunque el celibato de Jesús en modo alguno fue interpretado como una condición inexcusable para todo el mundo para la admi­sión en el reino de Dios, lo que sí es verdad que Jesús exigió, en casos particulares o en situaciones conflictivas, el postergar o el romper incluso los vínculos más entrañables (Mt 10, 37s; cf. Le 14, 26). En este sentido no puede existir una prioridad o una autono­mía de la sexualidad, del matrimonio o de la familia en relación con Dios, ni tampoco es posible una vinculación institucional o de

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parentesco que prescinda de las exigencias de Dios y del llamamien­to de Jesús. Según Mt 10, 34, Jesús «no ha venido a traer la paz, sino la espada» (Le 12, 51 trae en lugar de espada la expresión no metafórica de «disensión»). En este contexto, y apoyándose en Miq 7, 6, la ruptura de las relaciones más íntimas con los parientes y con los que conviven bajo el mismo techo y en especial la ruptura con la antigua generación que detentaba la autoridad dentro del clan patriarcal, es interpretada como un signo escatológico. Precisa­mente porque las relaciones naturales de parentesco tienen que pa­sar a segundo plano frente a la realización de la voluntad de Dios (Me 3, 20s.31ss; cf. Le 9, 59s par), el mismo Jesús, debido a su misión, se llegó a separar de su familia —que evidentemente reac­cionó sin comprenderle—, y llevó una vida sin familia y sin cobijo (Mt 8, 20; Le 9, 58).

d) Jesús contaba, por tanto, con que su mensaje cortaría algu­nos vínculos familiares y relativizaría escatológicamente el matrimo­nio y la sexualidad, lo cual, sin embargo, no dio lugar a que se condenara todo, o a que todo se atribuyese al demonio, a la manera gnóstica. La argumentación que se da en Me 10 para fundamentar la prohibición del divorcio, demuestra esto de forma inequívoca. El mismo Dios ha creado al hombre y a la mujer, tal como dice el v. 6 apoyándose en Gen 1, 27. También para Jesús, el individuo sólo existe como hombre o como mujer; no existe el individuo como tal, y precisamente esta diferenciación sexual responde a la voluntad del creador. El ser hombre o el ser mujer no es algo secun­dario del ser humano, ni algo que sobreviene a la persona, ensalzán­dola o rebajándola, sino que es algo que acompaña indisolublemen­te al ser humano del individuo desde la creación. Por eso no cabe divinizar ni endemoniar la sexualidad de la persona. La sexualidad no es una consecuencia del pecado original, sino una ordenación valiosa del creador, que forma parte de la humanidad de la criatura y que queda integrada dentro de la totalidad somático-espiritual de la persona.

Dentro de la misma línea y con una total ausencia de prejuicios, se dice, por eso, hablando del matrimonio, que aquellos, a quienes Dios ha creado como hombre y como mujer, forman dentro del matrimonio una unidad:

«Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre» —Mt añade además: «y se juntará a su mujer»— «y serán los dos una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una carne» (Me 10, 7 par). Cf. H. Baltensweiler, 54ss. Sería eviden­temente una exageración afirmar que Me 10, 2-9 utiliza un lenguaje utópico y que la creación equivaldría aquí a la formulación de un anhelo (así L. Schottroff,

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Frauen, 104), pero esto pone de relieve, con razón, que aquí el horizonte especí­fico es también la escatología, partiendo de la cual la misma creación recupera su sentido.

Si Dios mismo es el que junta a los cónyuges (v. 9) —por cierto que es controvertido si esto se refiere a la institución o al caso individual concreto—, entonces el matrimonio no es simplemente un acuerdo privado, ni una convención social o una casualidad más o menos venturosa o desgraciada. El mismo creador interviene en todo esto. La vinculación del matrimonio propiciada por Dios que­da descrita apoyándose en el antiguo testamento, como «una carne» (Me 10, 8) y como «juntar» (Mt 19, 5), con lo cual se está aludiendo a una unidad personal plena, a una comunión de vida integral, y a una entrega de tal calibre que esto provoca la terminación del vínculo con la casa paterna.

e) El divorcio se rechaza partiendo de este enfoque amplio del matrimonio, que incluye la fiabilidad y la estabilidad del mismo. En la primera parte de Me 10 no se percibe con toda claridad que esto signifique una profundización o incluso una abolición de la ley veterotestamentaria (cf. p. 82) y que sea totalmente ajena al judaismo.

Lo que carece de base histórica es que los fariseos preguntasen a Jesús bus­cando no una razón satisfactoria sino el derecho al divorcio, ya que los judíos no discutían el derecho fundamental sino únicamente las razones del divorcio. En el judaismo se desencadenó toda la polémica acerca de las cuestiones del divorcio en conexión con Dt 24, 1: «si alguien se casa con una mujer, y ésta luego no le agrada porque encuentra en ella algo feo o vergonzoso y le escribe un libelo de repudio...». La discusión se desencadenó aquí porque la expresión «algo feo o vergonzoso» es vaga y puede abarcar desde categorías morales hasta estéticas.

En la época neotestamentaria se contraponían, sobre todo, la interpretación de la escuela de Shammai y la de Hillel. Según los shammaitas, la expresión se entendía en sentido estricto, refiriéndose a los pecados contra la castidad; por el contrario, para los liberales hillelitas se entendía en sentido mucho más amplio y se sostenía, por ejemplo, que se podía considerar como una actuación torpe, digna del divorcio, incluso el que una mujer atentase contra las buenas costum­bres, como podía ser el salir a la calle con el pelo suelto o el dejarse quemar la comida (Gitt IX, 10). R. Aquiba llegaba a conceder el divorcio cuando el hom­bre encontraba una mujer más atractiva que le gustara más que la suya, pues en Dt 24, 1 se decía «y si ésta luego no le agrada» (cf. en relación con la polémica exegética de las dos escuelas rabínicas, Billerbeck I, 313ss; K. Niederwimmer, Askese, 21ss).

A pesar de todas las diferencias de escuela, no era en ningún momento objeto de discusión entre los dos dirigentes de las escuelas, ni entre sus adeptos, que un matrimonio se puede divorciar sin más en razón de Dt 24, 1. Además de las causas de divorcio que se basan en Dt 24, 1, había también toda una serie

La ética escatológica de Jesús ¡23

de otros motivos de divorcio aceptados umversalmente, que a veces se entendían incluso como preceptivos, como por ejemplo la mujer que destruye ln lama de su marido, o que se niega a honrarle debidamente o no le da hijos, etc. Es verdad que aisladamente también se alzaban voces de alerta (cf. Eclo 7, 26 o bGitt 89b: «Dios aborrece el que se despache...») y que también se intentó poner trabas al divorcio por la vía de unas disposiciones de carácter jurídico-pa-trimonial (cf. K. Schubert, Ehescheidung im Judentum z. Zt. Jesu: ThQ 151 [1971] 23-27). Por otra parte, la práctica sobre todo en las clases bajas tampoco debió ser tan permisiva como la teoría y la jurisprudencia lo toleraban. En rela­ción con Qumram, cf. I. Broer, Freiheit (ibid. III B) 97s; sobre la condenación del divorcio en Filón, cf. K. Niederwimmer, Askese, 23.

P. Billerbeck, apoyándose en numerosos pasajes, llega con toda razón a la conclusión de «que durante el período míshnico no había en el pueblo judío ningún matrimonio que no se pudiera disolver por la vía rápida, de forma totalmente legal, mediante el otorga­miento de un libelo de repudio» (I, 319s). El mensaje de Jesús se distancia clara y decisivamente de este contexto, aun cuando algu­nos exegetas sostengan que Jesús únicamente adoptó el punto de vista estricto de la escuela de Shammai y que, en el fondo, sólo se distanció de la indulgencia excesiva y de la frivolidad de los hilleli­tas. Esta opinión se basa, sin embargo, en la hipótesis fallida de que es auténtica la denominada cláusula de la fornicación de Mt 5, 32 (algo parecido ocurre en Mt 19, 9; cf. lo que se dice cuando se habla de Mateo). Pero en realidad Jesús no polemiza contra una práctica laxa del divorcio, sino en contra del mismo divorcio, por­que éste pone en tela de juicio la validez y la duración de la convi­vencia.

Mientras que en Me 10, 2-9 se fundamenta la prohibición del divorcio diciendo que el mismo Dios ha unido a los cónyuges, los v. 10-11 que vienen a continuación de esta polémica, y que origina­riamente eran independientes, presentan matices emparentados con la fuente de los logia (Le 16, 18; Mt 5, 31), es decir, que ponen en un mismo plano al divorcio y al adulterio. Esto significa para el judaismo una provocación bastante considerable, ya que según su concepción del matrimonio, elaborada exclusivamente por el hom­bre, el matrimonio y la esposa se consideran inmersos dentro del derecho patrimonial y del derecho de propiedad. La esposa es una propiedad adquirida por el marido mediante el precio esponsalicio. De acuerdo con esto, el marido no puede romper su propio ma­trimonio sino únicamente el matrimonio de un tercero. Se ha afir­mado con razón que las palabras de Jesús debieron producir en sus adversarios una impresión más o menos tan desconcertante como si alguien hubiera dicho: el que abandona una casa que le pertenece

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comete un latrocinio (cf. H. Greeven, Ehe, 66). Sobre todo el divor­cio concedido por la tora no puede ser considerado en forma algu­na, desde la perspectiva judía, como una transgresión del decálogo. Sin embargo, según Me 10, lOs, comete adulterio e infringe por tanto un precepto fundamental de Dios el que abandona a su cón­yuge y contrae matrimonio con otra persona.

De acuerdo con esto, en primer lugar se prohibe el divorcio y el matrimonio ulterior no solamente al marido sino a la mujer.

Esta inclusión de la esposa dentro de la prohibición de divorciarse, debe valorarse sin duda como una adaptación a la situación jurídica romana.

También en el derecho judío existe ciertamente el caso nada frecuente en que la esposa puede solicitar el divorcio, entre otras causas por impotencia del marido o por negarse a una prestación de alimentos, por una enfermedad repul­siva, etc.; pero todo esto apenas modifica la situación, y la verdad es que los derechos y las obligaciones están distribuidos de manera totalmente desigual y favorecen al marido. Resulta, por ejemplo, sintomática la frase de la mishná Jebamot 14, 1: «existe una diferencia entre el marido que se separa (de la mujer mediante el libelo de repudio) y la mujer a quien se despide. Pues la mujer es despedida prescindiendo de que pueda desearlo o no, mientras que el marido únicamente despide a su mujer libremente» (cf. Billerbeck II, 23s). La segunda peculiaridad de Me 10, 10-11 consiste en que sólo se prohibe el divorcio cuando sigue un nuevo matrimonio, considerándose como una transgresión del sexto mandamiento. No es seguro que las segundas nupcias estuviesen prohibidas ya desde siempre; de todos modos, con el paso del tiempo, el acento recayó eviden­temente con más énfasis en esta posibilidad.

Las cosas cambian en la tradición Q (Le 16, 18; Mt 5, 32), de acuerdo con la cual únicamente se aborda el tema del marido. En primer lugar se prohibe al hombre el matrimonio con una divorcia­da. Pero en cuanto a la segunda parte, Lucas y Mateo siguen cami­nos diferentes. A diferencia de Le 16, 18, donde —de forma pareci­da a Marcos— quedan prohibidos el divorcio y el nuevo matrimo­nio (aunque ciertamente sólo en relación con el hombre), en Mt 5, 32 se dice que comete adulterio aquel que, debido a su separación de la mujer, da lugar a que ésta, en cuanto separada, contraiga un nuevo matrimonio con otro.

No es posible dilucidar si es más primitivo Le 16, 18 ó Mt 5, 32. En favor de la concepción de Mateo se aduce que da por supuesto el ambiente polígamo del judaismo: dado que el marido no puede cometer adulterio en su propio matrimonio, su culpabilidad estriba en el nuevo vínculo de su mujer con otro hombre, cosa que él ha posibilitado repudiando a su mujer (cf. por ejemplo H. Greeven, Ehe, 67). Aparte de eso, se rechaza ahí el mismo divorcio, o sea, incluso sin el nuevo matrimonio que, por lo demás, siempre suele sobrevenir. Otros consideran la versión de Mateo como una rejudaización. Precisamente

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porque en los ambientes judeo-cristianos le resultaba difícil inculpar a un marido su propio matrimonio, se modificó en sentido judeo-cristiano la tradición exis­tente en Le 16, 18 (B. Schaller). En cualquier caso, estos textos, que más bien están interesados en la prohibición de un segundo matrimonio que en la prohibi­ción del divorcio, tienen que considerarse como una ampliación o como una suavización pospascual, y han surgido probablemente porque a una comunidad que vivía en un ambiente judío le tenía que parecer inaceptable una prohibición incondicional del divorcio (cf. Dietzfelbinger, Bergpredigt, 27). El llamar adulte­rio al segundo matrimonio que tiene lugar después de un divorcio, no presupo­ne, por otra parte, de manera necesaria, que se continúe considerando al primer matrimonio como subsistente delante de Dios. Evidentemente el adulterio «con­tra ella» (Me 10, 11) se puede aplicar mejor a la relación con la primera mujer que a la relación con la segunda, y teniendo en cuenta sobre todo que originaria­mente no se mencionaba en absoluto el segundo matrimonio, el «contra ella» se podría referir exclusivamente a la primera mujer, frente a la cual se comete adulterio en caso de divorcio. La equiparación con el adulterio del matrimonio de un divorciado (Le 16, 18b) parece presuponer la subsistencia del primer matrimonio. Aunque también es posible que la designación de «adulterio» haya que entenderla partiendo del decálogo y que Jesús, también en este caso, proce­diese a realizar una mejora del mismo. Entonces el «contra ella» (Me 10, 11) daría a entender únicamente que, a diferencia del judaismo, también se produce un adulterio con respecto a la propia mujer, y que ella es la víctima del divorcio. El divorcio es, por tanto, no sólo una transgresión del precepto divino sino, al mismo tiempo, una infidelidad con respecto al cónyuge.

Por lo demás, se dice que el marido «no debe separarse», no que el marido «no pueda separarse». Lo que está claro es que esta frase de Jesús no tiene un matiz judicial ni es una norma jurídica que haya que imponer contra viento y marea (por ejemplo incluso frente al Estado), sino que precisamente abre una brecha en la esfera del derecho. El que los matrimonios disueltos y rotos se puedan recomponer mediante una repetición machacona de la prohibición del divorcio no pasa de ser una ficción. Lo que en todo esto permanece intangible es que la prohibición de Jesús del divorcio no pierde un ápice de su vigencia.

El matrimonio constituye una institución beneficiosa del crea­dor arbitrada en beneficio del hombre, lo mismo que el sábado ha sido instituido en beneficio del hombre. La frase de Jesús acerca del divorcio está en función de la voluntad originaria del creador y en función de la criatura, y no para servir a un ordenamiento jurídi­co de tipo casuístico o a la organización eclesial. El amor constituye, también aquí, el impulso decisivo y la instancia única. Esto se pone de manifiesto, ante todo, en que la prohibición del divorcio propor­ciona a la mujer, que en aquellos tiempos carecía en gran medida de derechos, una protección que supera ampliamente la función protectora del divorcio que, al fin y al cabo, garantizaba a la mujer el derecho a un nuevo matrimonio. A pesar de que el destinatario de la prohibición del divorcio era en principio únicamente el ma-

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rido, Jesús toma partido en favor de la mujer, que en la cuestión matrimonial se encontraba, en aquel tiempo, sensiblemente perjudi­cada en el aspecto jurídico. De esta forma el «rigorismo matrimo­nial» de Jesús no es más que «la expresión, acomodada a la época, de la protección y del respeto» que se tiene «que dedicar dentro del derecho matrimonial judío a la indefensa y despreciada mujer» (H. Braun, Jesús, 111; difiere L. Schottroff, Frauen, 105).

f) Este rigorismo de Jesús queda formulado, con énfasis espe­cial, en las incisivas palabras acerca del adulterio, tal como aparecen en la segunda antítesis del sermón de la montaña (Mt 5, 27-30).

A diferencia de lo que sucede en la prohibición del divorcio, existen máxi­mas judías similares en favor de un rigorismo como el que acabamos de descri­bir. Por ejemplo en Lev r23 se dice: «no debes afirmar que únicamente hay que llamar adúltero al que adultera con el cuerpo; también se tiene que llamar adúl­tero a aquel que adultera con los ojos». Según el tratado Kalla I: «el que mira a una mujer con concupiscencia, es como si hubiese dormido con ella» (véase ejemplos más drásticos todavía en Billerbeck, ihid.).

K. Niederwimmer supone que la razón de una insistencia excesiva en el rigorismo sexual hay que atribuirla a «una interiorización de la represión polí­tica y social en la conciencia religiosa» (Askese 28, nota 78); más motivos en K. Berger, 326.

Hay que tener presente, por supuesto, que, tanto en el dicho del Señor como en los textos judíos correspondientes, «mujer» es la mujer casada, y no la mujer en general, y mucho menos la propia mujer, como opinaba L. Tolstoi. Jesús no predicó un ideal funda­mental de virginidad o una ascesis sexual dentro del matrimonio, ni tampoco quiso poner de relieve unos temores nacidos de los escrú­pulos (cf. la unción llevada a cabo por una mujer pública en un contexto de asombrosa tolerancia en Le 7, 36ss) y, por otra parte, los innumerables preceptos legales que acompañaban a este tema dentro del judaismo (cf. los preceptos rituales para la regulación del contacto sexual matrimonial), no encontraban, evidentemente, el más mínimo eco en Jesús.

Jesús no censura, por supuesto, el mirar en general sino el mirar «para codiciarla». Lo decisivo, por tanto, es la intención concupis­cente. El que aquí se haga un llamamiento precisamente al marido para que mantenga la fidelidad, vuelve a poner de manifiesto una peculiaridad de Jesús, en cuanto que dentro del judaismo rabínico únicamente se habla de adulterio, referido al marido, cuando se comete con la esposa o con la prometida de otro marido judío, pero no cuando se comete con una mujer que no es judía o con

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otra mujer soltera, lo cual no significa que esto último se considere como permitido. Pero incluso en este caso, tampoco es válido para Jesús el que el marido sólo pueda romper un matrimonio ajeno pero no el propio. El medir aplicando dos tipos de medidas es algo ya superado.

Lo decisivo en todo ello es que Jesús, por encima de todos los preceptos casuísticos, vuelve a echar mano del simple e inequívoco mandato de Dios. Dios ha creado el matrimonio como una comu­nión irrevocable entre el hombre y la mujer, y lo quiere proteger en cuanto institución creada por él mismo. Por eso se traza una clara frontera frente a una sexualidad autónoma y, al mismo tiempo, se libera así a la mujer de su papel como mero objeto de placer de la concupiscencia masculina. Lo propio del matrimonio es la autodis­ciplina y la mutua e incondicional disponibilidad, pero no una con­cupiscencia desenfrenada que todo lo mide de acuerdo con las pro­pias necesidades instintivas que arruinan el matrimonio.

Las palabras que vienen a continuación (Mt 5, 29-30) acerca de cortarse la mano, etc., sólo Mateo las trajo a colación en conexión con la prohibición del adulterio, produciéndose ahí una alteración de su sentido. Originariamente estas palabras, con toda su drástica rotundidad, se aplicaban a todo tipo de tentacio­nes, mientras que a través del contexto de Mateo su significado queda reducido a la temática sexual. Pero de esta forma, queda en la penumbra, que es el hombre como totalidad el que se halla expuesto y en peligro, y que la sexualidad es sólo una parte del amplio campo de batalla, y que por tanto no hay que quedarse como fijado en ella de una manera aislada y por ende convulsiva.

3. Los bienes materiales. La pobreza y la riqueza

a) La postura de Jesús con respecto a los bienes materiales, a la propiedad y a la renuncia a la propiedad, a la pobreza y a la riqueza está más influida por la tradición que su postura acerca del marido y de la mujer, aunque no por eso carece de acentos propios. Por esta razón también es conveniente aquí, lo primero de todo, echar un vistazo al antiguo testamento y al judaismo.

En los inicios de Israel, es decir, en la época del nomadismo, no existían todavía diferencias sociales excesivas. El problema no surgió hasta el sedentaris-mo de Israel, y en especial hasta después del crecimiento económico de la época de los reyes. Un vez que se consolidaron las diferencias sociales, los profetas sobre todo se pt sieron de parte de los pobres y lanzaron apasionadas acusacio­nes contra los ri< os y poderosos, contra sus desmanes y su codicia. Según Amos (cf. 2, 6ss), fue sobre todo Isaías el que se escandalizó de que la propiedad del

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campo estuviese concentrada en manos de unos pocos y de que los tribunales no respetasen los derechos de los pobres. En la legislación deuteronómica (cf. Dt 24, 19ss; 15, lss; 12ss; Lev 25, 8ss) se encuentra una cierta analogía con la crítica profética y, además, un derecho positivo de los pobres, con disposiciones que protegían a los débiles en el aspecto social (condonación de la deuda, libera­ción de esclavos, derecho de espigueo, redistribución de la tierra). Aunque no se puede precisar demasiado cómo se llevaba esto a la práctica, sin embargo estaba vigente la amonestación de Dt 15, 11: «abrirás tu mano a tu hermano necesitado y pobre en tu tierra» (cf. también Ex 22, 21ss),

Indudablemente también existen en Israel bastantes manifestaciones que consideran la pobreza como un mal y que elogian la riqueza cuando se emplea sabiamente. Esto ocurre sobre todo en la literatura sapiencial, como por ejemplo en algunas partes de los Proverbios y del Eclesiástico. Ahí la pobreza se suele equiparar sin más con la vagancia (Prov 6, 6ss), con el desenfreno (Prov 13, 18) o con las manías de grandeza (Prov 21, 17; 23, 21). Pero, por otra parte, tampo­co la riqueza es muy deseable, pues fácilmente conduce al pecado (Eclo 34, 5s), y el que confía en su posesión es un necio (cf. Eclo 5, ls). La riqueza es fugaz y perecedera (Prov 23, 4s). Para entender a Le 12, 16ss es interesante sobre todo Eclo 11, 18s (cf. también Ecl 5, 12ss). En último término, tanto la riqueza como la pobreza se consideran como una obra de Dios (Prov 22, 2; Job 1, 21). La postura correcta con respecto a los pobres es, sin embargo, hacerles justicia (Prov 31, 20; Eclo 7, 32), aunque en la mayoría de los casos no existe una crítica social como ocurría con los profetas (cf. no obstante Eclo 13, 9ss; 34, 24ss). En los salmos el planteamiento es más complejo. Indudablemente, también ahí la pobreza es, ante todo, una categoría social, pero pobre y piadoso viene a ser casi lo mismo y la pobreza se asimila a la humildad y al sometimiento a Dios (cf. Sal 9, 13.19; 37, 14; 132, 15s; 146, 8s, etc.). Cf. F. Hauck-W. Kasch, ThW VI, 321s; E. Bammel, ThW VI, 888s.

La tendencia del antiguo testamento continúa dentro del judaismo. En la institución rabínica, la pobreza se solía considerar, la mayoría de las veces, como una plaga. El pobre se cuenta entre los muertos (b Ned 64b), mientras que al rico se le alaba y se le tiene en alta estima. Junto a esto, se inculca, como es lógico, la beneficencia para con los pobres, pues la beneficencia y las obras de misericordia pesan tanto como todos los demás preceptos de la tora (Tos. Pea 4, 19). Según Abot 3, 17, a Dios hay que darle de lo que es suyo, «pues tú y lo tuyo le pertenecen». Los rabinos tenían un sistema extraordinariamente eficaz y organizado para asistir a los pobres y ocuparse de sus semejantes (cf. Billerbeck I, 818ss; IV, 536ss).

En el género apocalíptico sobre todo aparecen algunos rasgos específicos que tienen importancia en relación con el nuevo testamento. La relación entre pobre y rico aparece en un doble contexto escatológico: por una parte, en las promesas hechas a los pobres y por otra parte en las acusaciones y lamentaciones contra los ricos. En este segundo enfoque, se continúa la línea profética de la crítica social (cf. además de Hen et. 94, 7ss; 97, 8ss, el pasaje de Sant 5, lss que se nutre de esa misma tradición), es decir, no se condena tanto la riqueza como tal, sino la posesión y la explotación de los pobres. Junto a esto, surge la promesa escatológica, que por supuesto aparece bajo diversas formas. Por una parte se espera que los que tienen bienes apoyen a los pobres en la medida de sus

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fuerzas (por ejemplo Sib III, 24lss). Aunque también constituye una constante muy socorrida la inversión de la situación presente con respecto a las posesiones (cf. además de 1 Qp Sal 37 III, 3s.l0s, el Magníficat de Le 1, 52s que recuerda a los himnos escatológicos del judaismo).

También merece una mención especial Qumram. Aquí se continúa, sobre todo en los cánticos de alabanza, la línea de la piedad característica de los salmos (cf. 5, 18; 2, 32ss). La comunidad de Qumram se llama a sí misma «comunidad de los pobres» (1 Qp Sal 37). En este caso, «pobre» no es, en primer término, una categoría especial sino un predicado religioso relacionado con la humildad o con la categoría escatológica, que está vinculado con la con­ciencia de que se dependía de Dios. Pero paralelamente existía también una dimensión social. Resulta especialmente sorprendente la institución de un fondo de ayuda para los huérfanos, pobres, etc. (Dam 14, 12ss), y (en la Regla de la comunidad) la renuncia a la propiedad privada, así como la comunión de bienes. No existe total claridad acerca de los motivos que dieron lugar a esto. E. Bam­mel opina que la comunión de bienes de Qumram hay que entenderla como «copia del estilo de vida... que Dios implantará en la época venidera» (ThW VI, 898; difiere por ejemplo H. Braun, Radikalismus II, 36s). Se podría también traer a la memoria el presagio de la Sibila: «entonces será común para todos la vida y la riqueza» (Sib VIII, 208; cf. III, 247).

En cualquier caso, no se debe espiritualizar a la ligera el concepto de pobre y de rico en el nuevo testamento. También es preciso mencionar la actitud de los zelotas, cuya lucha por la libertad también era de signo social. Lo primero que, por lo visto, hicieron al conquistar en el año 66 d.C. la parte alta de la ciudad de Jerusalén, fue «quemar el archivo municipal con objeto de destruir los títulos de deuda de los prestamistas y de imposibilitar la recaudación de estas deudas» (Jos., Bell 427; cf. M. Hengel, Eigentum, 24; sobre las tensiones sociales en la Palestina influenciada por el feudalismo, cf. 23ss). Las mismas parábolas de Jesús facilitan, entre otras cosas, una imagen plástica de los conflic­tos entre los terratenientes y los pequeños labradores y colonos.

b) Si se enfoca la predicación de Jesús desde esta perspectiva, se aprecia una gran coincidencia, sobre todo en lo que se refiere al compromiso de Jesús en favor de los pobres. Jesús ejerce una crítica radical contra la riqueza, promete el reino de Dios a los pobres oprimidos en la marginación y les reconoce sus derechos. Así como la pobreza puede referirse tanto a la penuria y a la miseria como a la sumisión a Dios, de forma que ni se pueden identificar ambos conceptos ni se puede pasar por alto su paralelismo y afinidad, de la misma forma también la bienaventuranza de los pobres (Le 6, 20) no puede menos de enfocar tanto a la situación social como a la situación religiosa. De todos modos, en Le 6, 20 aparece con total claridad, a través de las bienaventuranzas paralelas de los que tienen hambre y de los que lloran (v. 21), que aquí se está aludien­do, efectivamente, a los que padecen necesidad, a los que carecen de todo y a los pobres en el aspecto material (cf. Is 61, 1). Y éstos

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no Etica del nuevo testamento

son precisamente bienaventurados, porque están abiertos a la salva­ción incipiente del reino de Dios, y porque carecen de cualquier apoyo material y de cualquier distracción que les aparte de la pro­mesa a la que son llamados y de la invitación a la conversión. Las posesiones ya no son signo y prenda de la bendición divina, toda vez que lo único que puede hacer la riqueza es apartarle a uno de Dios. Por el contrario, la salvación se promete a los pobres. Jesús se mostró solidario de los pobres, tanto con sus palabras como con sus hechos, porque Dios también está de parte de ellos. Por otra parte, la coletilla de Mateo («pobre de espíritu» Mt 5, 3) da a entender con toda firmeza que no hay que declarar bienaventurado al pobre en cuanto pobre y que la pobreza lleva consigo la depen­dencia de Dios. Jesús era lo suficientemente sensato y realista como para saber que la necesidad no sólo puede enseñar a rezar sino también a maldecir, y que la pobreza y la sumisión a Dios no son cosas que se identifican sin más.

Con todo esto no se pone en tela de juicio que Dios, según Jesús, precisamente se ocupa de aquellos que le necesitan de una manera especial y que son especialmente deficitarios, incluso desde el punto de vista material. El que se presenta delante de Dios como un mendigo, también está en el mundo con las manos vacías y no tiene nada en qué apoyarse en este mundo, incluso también en el sentido físico y material.

En contra de esto, no se puede aducir que Jesús también se dirigió a los publícanos y que les abrió las puertas del reino de Dios (Me 2, 13ss; Mt 21, 31, etc.). No es nada seguro el que haya que establecer, en general, una distinción entre «empresarios de aduanas» y «funcionarios de aduanas» (L. Schottroff -W. Stegemann, Jesús, 21s, según los cuales, la mayoría de los publícanos de la tradición sinóptica debían ser recaudadores subalternos, aunque, de todos mo­dos, la única mención concreta de Le 3, 13 da por supuesta la posibilidad de los fraudes), pues el «funcionario de aduanas» también tenía arrendatarios subalter­nos que, lo mismo que el jefe de los arrendatarios, intentaban redondear las cantidades fijas pactadas por medio de exacciones suplementarias, sufragando así sus gastos con estos ingresos. La verdad es que los publicanos no eran eo ipso gente acomodada y de buena posición. Lo fundamental en orden a su desclasamiento dentro del judaismo era, sin embargo, que transgredían los man­damientos de Dios, lo cual no sólo era, por supuesto, una opinión de la gente culta y de buena posición.

F. Herrenbrück (Wer waren die «Zóllner»?: ZNW 72 [1981] 178-194) no relaciona a los publicanos con el sistema romano de arrendamiento de impues­tos, como si fueran unos empleados de una sociedad arrendataria de impuestos o unos grandes arrendatarios de impuestos al estilo romano, sino que los asocia a los pequeños arrendatarios de tipo helenista que pertenecen a la clase media alta.

La ética escatológica de Jesús 131

Esto concuerda, a su vez, con el hecho de que Jesús, a pesar de su amor a los publicanos —que frecuentemente eran unos explota­dores—, pone en guardia, de manera indisimulable, frente a los peligros de las riquezas de este mundo, las cuales suponen una amenaza para la salvación (Mt 6, 19-21). Todo depende de dónde pone uno su corazón (v. 21). Aquello que uno busca y aquello en lo que uno confía no admite una actitud dual. No puede uno poner su corazón simultáneamente en las riquezas terrenales y en las celes­tiales, ni puede uno servir al mismo tiempo a Dios y al mammona (Mt 6, 24).

Mammona, cuya etimología es incierta, no significa aquí únicamente, lo mis­mo que sucede entre los rabinos, el dinero en sentido propio, sino todos los bienes, todo lo que tiene un valor monetario, toda la fortuna, por tanto no sólo una cantidad especialmente grande, sino todo tipo de propiedades, sin tomar en consideración su cuantía ni su valor. Ciertamente no está demostrada la identi­dad entre mammona y satanás, pero, de hecho, mammona asume el papel de un anti-Dios, de un rival de Dios, desde el momento que acapara a la persona y llega a ganar su confianza (acerca de la contraposición entre el amor a Dios y el amor al dinero o el amor al mundo, cf. Hen et. 108, 8; Sant 4, 4; 1 Jn 2, 15).

El hombre sólo puede tener un señor, lo cual queda confirmado con la alternativa inequívoca de Mt 6, 24. Por otra parte se ve claramente, a través de este «servir» y de la contraposición entre «amar» y «odiar», que en esta alternativa se trata de quién es el señor del hombre, de quién es aquel a quien el hombre sirve y ama. Esto habría que confrontarlo con Le 12, 15, también con la parábola del labrador rico (Le 12, 16-21) que, haciéndose vanas ilusiones, proyecta unos planes fantásticos para el futuro con objeto de disfrutar de sus riquezas, pero que en sus cálculos no contaba ni con la muerte ni con la posibilidad de que él mismo no va a gozar de su hacienda. La confianza y el interés no son ninguna garan­tía para los bienes terrenos. La sobreabundancia (v. 15) o los gra­neros repletos (v. 18) pueden hacer precisamente que la vida se malogre.

Posiblemente Le 12, 16-21, debido a su escatología individualista, no procede de Jesús. Cf. sin embargo E. W. Seng, Der reiche Tor: NT 20 (1978) 136-155, so­bre todo 141.145s; cf. además J. D. M. Derrett, The Rich Fooh Hey J 18 (1977) 131-151; D. L. Mealand, 52s. Según L. Schottroff - W. Stegemann, Jesús, 127, lo que por lo visto se resalta es un «delito económico» perjudicial para la sociedad, porque el labrador quiere almacenar la extraordinaria cosecha para darle salida, en tiempos de penuria, a precios más elevados. De todos modos se trata ante todo, in­dudablemente, de prevenir en contra de una confianza equivocada, depositada en las riquezas de este mundo (cf. Eclo 11, 18s; Hen et. 94, 7s, etcétera).

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1)2 Etica del nuevo testamento

Jesús no dice cuánto se puede poseer, ni cuándo una propiedad da lugar a que se produzca «amor» a esa propiedad, o cuándo está uno amarrado a ella. Pero lo que sí permite descubrir es que las posesiones del hombre no pueden convertirse en ídolos, y que pue­de llegar un momento en que aunque uno gane todo el mundo, puede malograrse a sí mismo o perjudicarse (Le 9, 25 par).

c) Esto no quiere decir que todo depende exclusivamente de la actitud interior o del riesgo psicológico de la persona opulenta. Jesús considera incompatible la riqueza y el reino de Dios. Esto se desprende inequívocamente de Me 10, 23: «¡Qué difícilmente en­trarán los ricos en el reino de los cielos!». «Es más fácil a un came­llo pasar por el agujero de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios» (Me 10, 25). Estas incisivas palabras son probable­mente anteriores a Marcos, y surgirían en conexión con la escena del joven rico de los v. 17-22 (cf. más adelante en lo que se refiere a Marcos).

Aunque se discute si esas palabras proceden del mismo Jesús, su misma radicalidad hace que sea fácil que se trate de palabras auténticas de Jesús (cf. H. Braun, Jesús, 144; Radikalismus II, 77 A.l; P. Huuhtanen, 88s), lo cual se confirma, por lo que se refiere al v. 25, por la paradoja y el estilo hiperbólico.

Ello significa que las riquezas y la participación en el reino de Dios se excluyen mutuamente por regla general. Por lo que se refie­re a los otros pasajes se puede afirmar lo siguiente: las posesiones, normalmente, de tal manera acaparan el corazón del hombre que se convierten en su tesoro más preciado. Esto no quiere decir que Jesús exigiera una renuncia total de las riquezas (cf. lo referente a las condiciones para seguirle en II, 2), pero tampoco implica en absoluto una indiferencia con respecto a las posesiones y a la rique­za. A este mismo contexto pertenece el relato del rico Epulón y del pobre Lázaro (Le 16, 19-31), que en su forma actual contiene una doble enseñanza.

En los v. 19-26 recae el acento en el cambio del destino de los dos hombres en este mundo y en el más allá, es decir, en que al pobre Lázaro le van bien las cosas en el más allá, mientras que al rico Epulón le van mal. Los v. 27-31, por el contrario, demuestran el absurdo de hacer que resucite un muerto con objeto de mover a penitencia, por medio de un milagro, a un rico que era impenitente, a pesar de que ya estaba sobreaviso por la ley y por los profetas.

J. Jeremias es de la opinión de que aquí no se trata, en modo alguno, de tomar postura en relación con el problema de la pobreza y de la riqueza, sino que todo se reduce a «prevenir a unas personas, que son parecidas a los her-

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manos del rico Epulón, ante la fatalidad que les amenaza». Demostración: la primera parte de la parábola estaría formada por un material narrativo tradicio­nal cuyo objeto sería, dentro del judaismo, la mutación del destino en el más allá, razón por la cual el acento recaería en lo nuevo que aportaría Jesús (Gleich-nisse, 185). Sin embargo no se puede explicar la minuciosidad de los v. 19-26 si, en último término, se tratara de rechazar la pretensión del envío de una señal. De todos modos hay que dar la razón a J. Jeremias en que Jesús en ninguna otra parte sustenta la opinión de que la riqueza, de suyo, produce como consecuencia el infierno, mientras que la pobreza, de suyo, conduce al paraíso (184). Lo que sí se puede cuestionar es por qué no se destaca con más claridad la culpabilidad del rico. Lo único que se dice es que organizaba todos los días banquetes y que vestía unas ropas preciosas, sin que ni siquiera se vea con claridad que esto tuviera lugar a costa de los pobres.

Probablemente no se resalta con más claridad la culpabilidad del rico porque Jesús toma como punto de partida un material narrativo conocido, aunque también es posible que Le 16, 19-31 tampoco proceda de Jesús (cf. la descripción de los tormentos, la acentuación de la muerte individual, etc.), y que lo mismo que las imprecaciones contra los ricos, esto no sea más que una proyección de las tensiones entre los cristianos ricos y los pobres. Probable­mente esta narración, al igual que lo hace Le 1, 53, aunque ahí sin ningún tipo de inculpaciones ni de deseos de venganza, constituiría la expresión de «la esperanza de los pobres en la justicia de Dios» (L. Schottroff - W. Stegemann, Jesús, 60; cf. también D. L: Mea-land, 32). Únicamente se podría aceptar que los destinatarios de la parábola fuesen también los ricos, enfocándola, de acuerdo con la mentalidad de Jesús, desde el punto de vista de que el rico Epulón de tal manera está embebido en sus lujos y en su consumismo que no se hace cargo en absoluto del pobre Lázaro que está a sus puer­tas, resultando por eso culpable, pero no interpretándola en el sen­tido de que las posesiones son, eo ipso, contrarias a Dios, razón por la cual hay que abandonarlas.

Probablemente tampoco se puede interpretar de esta forma la narración del joven rico (Me 10, 17-22). Este plantea a Jesús la cuestión del camino para llegar a la vida eterna, y recibe como respuesta la referencia a los mandamientos de Dios. El le asegura a su vez que los ha guardado desde su juventud, cosa que Jesús no pone en duda ni lo rechaza como una hipocresía, antes bien Jesús le miró con agrado. Y a continuación viene la frase decisiva: «una cosa te falta. Vete, vende cuanto tienes y dalo a los pobres, y ten­drás un tesoro en el cielo; luego ven y sigúeme» (v. 21). Si se toma en serio lo que precede, no se podrá considerar esta invitación como un mandamiento complementario que descuella sobre todos

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los demás mandamientos y que exige, por así decirlo, en calidad de undécimo mandamiento, una heroicidad ascética. Al que plantea la cuestión no le falta dar un paso más o ultimar el detalle definitivo, sino que le falta lo único que es irrenunciablemente imprescindible. Únicamente en Mateo se plantea la pregunta como algo que «toda­vía» falta, es decir, que «aquí la falta absoluta se convierte en lo que todavía se tiene que realizar» (U. Wilckens, ThW VIII, 595). Por el contrario, las palabras de Jesús no son, de suyo, más que la demostración, con un ejemplo, del reconocimiento del primer man­damiento o, mejor dicho, dado que al rico se le aconseja que se distancie de sí mismo y que se oriente hacia los pobres, las palabras de Jesús empujan a concretar el doble mandamiento del amor, en­tendido radicalmente, dentro del seguimiento de Cristo (cf. también Me 10, 28). Lo que predomina y se acentúa es esta llamada a seguir­le. Partiendo de ahí adquiere todo su sentido la entrega de la fortu­na (cf. Me 1, 16ss).

Por esta razón no se debe abusar de la analogía del abandono de todos los bienes en la guerra santa (1 Mac 2, 28; 2 Mac 8, 14), ni tampoco de la transmi­sión obligatoria de las haciendas a la orden por parte de los novicios de Qumram (sobre la comunión de bienes, cf. infra, 156s). La invitación a los prosélitos que dice «id y vended todo lo que tenéis y luego venid a haceros prosélitos» (b AZ 64a) tampoco es ninguna crítica de la riqueza, sino algo que está motivado por la impureza (cf. D. L. Mealand, 71).

Tampoco se llega a afirmar que el joven rico de Me 10 estuviese unido a sus riquezas de una manera especial y que por eso, a diferencia de otros ricos, se tuviera que separar de su fortuna. En este sentido, no está tan claro lo que explican muchos exegetas que la exigencia de tipo absoluto de Jesús hay que considerarla como «pedagógica», y que pone el acento en el punto en el que el consultante tenía más peligros y precisaba de ayuda (cf. H. Braun, Jesús, 116). Mt 5, 40-42, por ejemplo, contiene formulaciones totalmente generales. Si se pregunta qué es lo que pudo mover a Jesús a confrontar precisamente a este rico con la exigencia de la renuncia de sus propiedades, se puede acudir también a la curiosa conclusión de la lista de prohibiciones del v. 19 («no robarás»), lo cual se puede interpretar en el sentido del sustento que se arrebata al pobre (Eclo 4, 1) o del salario escatimado (cf. Sant 5, 4; cf. R. Schnackenburg, Existenz [ed. cast.: Existencia cristiana según el NTI-II, Estella 1971] 96).

Pero también el amor y la justicia desempeñan un papel. En cualquier caso se menciona explícitamente que la venta de la ha­cienda debe ir a parar en beneficio de los pobres. Prescindiendo de cuál fuera la motivación de la exigencia planteada especialmente al joven rico, lo que de todos modos es cierto es que Jesús, en un caso particular, exigió seriamente y sin ningún tipo de restricciones el abandono de las propiedades, aunque de ahí no hay que concluir un rechazo fundamental de la propiedad.

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d) Toda una serie de testimonios confirman que no existe el precepto general de la renuncia a las propiedades. En Me 1, 29 se habla sin ninguna reserva de la casa de Simón y de Andrés, que además era centro de operaciones de Jesús en Cafarnaún y que, por otra parte, no se vendió. En conexión con la generalización de Me 10, 28 se dice que «dejar todo» significa, en primer término, desti­nar todo al servicio del movimiento de Jesús, pero no precisamente el abandonar absolutamente todo sin ninguna reserva. Evidente­mente, el seguimiento de Jesús tampoco comportaba para Leví, cuya casa se menciona en Me 2, 14ss, el abandono de los bienes. Leví abandona ciertamente su puesto de trabajo en los arbitrios, pero según Me 2, 14ss parece precisamente como si sólo lo hiciera para invitar inmediatamente a Jesús y sus discípulos a un banquete, aunque los v. 13s y 15ss no debían ir juntos originariamente (cf. también la mención de la casa de Marta en Le 10, 38). En general, las invitaciones hechas a Jesús a los banquetes de los arrendatarios de impuestos o los apelativos que le dirigían como amigo de comi­lonas y de francachelas o como compinche de publícanos y de peca­dores (Mt 11, 19 par) constituyen una demostración palmaria de que no se le puede identificar con un paladín acérrimo de un anti-consumismo de tintes ascéticos o social-revolucionarios (cf. M. Hengel, Jesús, 30s). También es evidente, por supuesto, que tampo­co se le puede considerar como un defensor de un fetichismo de las riquezas, que santificara la situación establecida de la propiedad, o como un abanderado de un consumismo delirante de estilo libe­ral-capitalista. Lo que ciertamente no entraba dentro de los cálculos de Jesús es que el hombre tuviera un derecho ilimitado a la propie­dad privada.

Lo que se da a entender en Me 1, 29 y se explícita en Me 10, 21 expressis verbis («dadlo a los pobres»), se ve confirmado en otros pasajes, a saber: que la propiedad se debe destinar a ayudar al prójimo o a favorecer la causa de Jesús. Esto último se desprende directamente de Le 8, 3, donde las mujeres que ahí se mencionan atendían con sus bienes a Jesús y a los suyos. Esto indica la menes-terosidad de los seguidores de Jesús, tal como lo demuestran las normas relativas a la misión. En estas normas se exhorta a los discí­pulos a ir de viaje sin dinero (Me 6, 8s), y Q da todavía un paso más que Marcos —éste concede por lo menos que se lleven sanda­lias y bastón—, y llega incluso a prohibir este mínimo equipamiento.

De todos modos, las mencionadas normas no se remontan en verdad al mis­mo Jesús, sino que proceden del ambiente misional de la comunidad pospascual. No cabe sin embargo la menor duda de que esta radical frugalidad exigida, que

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lió Etica del nuevo testamento

en nada desmerece de la de los cínicos, armoniza por completo con el espíritu de Jesús (cf. D. L. Mealand, 65ss). Los discípulos deben confiar exclusivamente en la ayuda de Dios, con lo cual están, al mismo tiempo, supeditados a aquello que los demás les dan. Estas normas provienen probablemente de la época de la comunidad más primitiva, cuando la misión todavía era algo improvisada y no funcionaba a gran escala, cosa que requeriría una organización más planificada. Bibliografía relativa a los discursos del envío en p. 70.

La propiedad tiene que favorecer y proteger al prójimo, lo cual se desprende, aparte de en Me 10, 21, de la parábola del buen samaritano. La conducta ejemplar de este hombre no estriba en concreto en que súbitamente vendiera todo, sino en que ayudó con sus medios económicos a que se restableciera el que había caí­do en manos de los ladrones. Existen también otras situaciones que presuponen precisamente que se posee una cierta cantidad de bie­nes: por ejemplo, cuando se dice que hay que ayudar al que padece necesidad (Mt 25, 40), o que hay que asistir a los padres (Me 7, 9ss), o que hay que prestar dinero sin tener en cuenta la devolución (Le 6, 34s), o que se debe invitar a los banquetes a los pobres y a la gente desvalida (Le 14, 12s), etc. (cf. W. G. Kümmel, Eigentum, 273). Posiblemente quepa citar dentro de este mismo contexto a Le 16, 9: «haceos amigos con el mammona injusto, para que cuan­do ya no esté, os reciba Dios en los eternos tabernáculos». Ahora bien, lo que es evidente es que ésta no fue la aplicación primitiva de la difícil parábola del administrador infiel.

La cuestión está en si el mencionado v. 9 procede del mismo Jesús, constitu­yendo un logion originariamente independiente. J. Jeremías supone que el v. 9 se refería originariamente al destino acertado del dinero amasado con procedi­mientos incorrectos, y que se dirige a los publícanos y a otras personas que tenían fama de tramposos (Gleichnisse, 43; cf. también G. Schrenk, ThW I, 157 y F. Hauck, ThW IV, 392). «Mammona de la injusticia», en mi opinión, no significa los bienes adquiridos injustamente (el que se dirija a los publícanos es algo puramente hipotético), ni tampoco tiene por qué considerarse, en principio, como desechable (así H. Braun, Radikalismus II, 74, etc.; cf. en contra G. Schrenk, ThW I, 157). El genitivo hay que entenderlo más bien en el sentido de «una riqueza en la que no se puede confiar, que engaña y que deja en la estacada» (así también G. Schrenk, o.c; cf. Me 4, 19: «el engaño de las rique­zas» y el giro «cuando se van, cuando perecen»; cf. más ampliado en Lucas).

Como en realidad el significado depende del contexto, no se puede llegar a ninguna certeza sobre la significación originaria de la frase, suponiendo que efectivamente la frase circulase al principio de forma aislada. En cualquier caso, se trata exclusivamente del

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empleo correcto y no egoísta, dado que con la mammona, indepen­dientemente de cómo se la juzgue, se tienen que hacer amigos y no tiene que utilizarse exclusivamente en provecho propio.

También esto último se puede interpretar de varias maneras: W. Grundmann piensa que por amigos se tienen que entender los ángeles de Dios, que son los que acogen en las moradas celestiales, aunque también están incluidas las obras de misericordia y las limosnas, que en los textos judíos gozan de la consideración de intermediarias (ThHK, ibid.). Para G. Stáhlin (ThW IX, 16ls), lo que la vida ofrece en este feo mundo tiene que utilizarse en el sentido del ágape con Dios y con los hombres, para ganarse a Dios como amigo; aunque de todos modos difícilmente se puede aplicar el plural «amigos» a Dios. Lo más fácil es que se piense únicamente en los hombres.

Lo decisivo es, por tanto, que las riquezas de este mundo se i empleen al servicio del amor. El problema de las posesiones es, pues, primariamente un problema de ética social y no de ética indi­vidual, como era el caso de la escuela estoica (W. G. Kümmel, Eigentum, 274). A este respecto no se toma en consideración que estas obras de misericordia pudieran atentar contra la dignidad del destinatario de la limosna. La preocupación se centra más bien en que la ofrenda no tenga la entidad suficiente. Véase, en relación con esto, Me 12, 41ss acerca de la dádiva de la pobre viuda que deposita su dinero en el cepillo, sacándolo no precisamente de lo que le sobraba sino de su misma indigencia, y consiguiendo que lo que cuantitativamente era una minucia se convirtiera en algo cualitativamente grande. A la hora de dar, no sólo cuenta lo que se da, sino también aquello con lo que uno se queda. Con lo cual se confirma aquí que el mandamiento del amor es la norma suprema que precede a todas las demás, en rango y en prelación. Este amor no conoce ningún derecho de propiedad intangible, ni ningún tipo de patrimonio intocable, sino que determina y delimita la misma propiedad, si no se quiere que ésta desemboque en una atadura de signo ateo.

4. El Estado y el poder

a) Tanto las afirmaciones de Jesús como las de los demás autores neotesta-mentarios llevan objetivamente, en gran medida, el sello del ambiente judío del antiguo testamento. Por esta razón es preciso comenzar, una vez más, con un esbozo de la tradición precedente. Este entronque es, por supuesto, de una importancia decisiva, sobre todo para Rom 13 y para Ap 13, pero ni siquiera el mismo Jesús se encuentra al margen de esta corriente de la tradición. Incluso en los últimos tiempos se ha intentado, con frecuencia, considerar a Jesús como un

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zelota, colocándolo totalmente dentro de la línea de la lucha de liberación judía en contra de los romanos, cosa que apenas encuentra justificación. En el antiguo testamento se encuentran yuxtapuestas afirmaciones que difieren entre sí. Algu­nos profetas veterotestamentarios llegaron a considerar a las potencias políticas que oprimían a Israel como instrumentos en las manos de Yahvé (Jer 25, 9; 27, 5s.l2s; 43, 10; Is 45, lss; 42, 2ss).

De todos modos, este enfoque no llega a convertirse en una proposición fundamental acerca de la misión encomendada por Dios al soberano. Más bien se establecen distinciones entre los diversos soberanos e imperios, y en determi­nadas situaciones se continúa haciendo un llamamiento a someterse a un poder determinado para reconocer ahí la voluntad de Dios. Ni siquiera un mismo poder político es considerado por todos los profetas como instrumento de Dios (cf. el ejemplo de la superpotencia asiría). Para Miqueas, por ejemplo, Asur es el enemigo. Por otra parte Ageo y sobre todo Zacarías están en contradicción total con la línea evolutiva que se puede constatar desde Isaías hasta Jeremías, pasando por el Deuteroisaías, cuando ambos consideran la caída de la potencia persa como una condición para la restauración del reino davídico (cf. L. Rost, Das Problem der Weltmacht in der Prophetie: ThLZ 90 [1965] 241-250). Ade­más, hay que tener en cuenta que se toma en consideración casi exclusivamente la función punitiva de estas potencias extranjeras con respecto a Israel, pero no se repara en sus cometidos positivos, como es la garantía del derecho y de la justicia. Asimismo hay que observar que lo que se tiene en cuenta es la actitud de todo el pueblo de Israel con las respectivas potencias mundiales.

La situación no es muy diferente en el género apocalíptico judío del antiguo testamento, aunque ahí se constata, en general, que Dios es el que «destituye y entroniza a los reyes», y que la monarquía existe cuando él quiere (Dan 2, 21; 4, 14; cf. 4, 29). Esto concuerda también con las manifestaciones judeo-apocalíp-ticas, como Sal Sal 2, 28ss; Hen et. 46, 5. En Daniel aparece por primera vez el conflicto que surge cuando un soberano imparte órdenes de signo ateo (Dan 3, lss; 3, 17s). Un ejemplo famoso de este tipo de conflicto lo constituye el sacrile­gio de Antloco IV Epífanes, que en el año 170 a.C. penetró en el santuario de Jerusalén y lo saqueó, llegando en el año 168 a.C. a implantar en el altar «la abominación desoladora» (Dan 9, 27), es decir, a exigir en el templo de Jerusa­lén el culto helenista a Zeus Olimpo y a prohibir la práctica de la religión y de la ley judía, lo que dio lugar a las guerras de guerrillas y a las denominadas guerras macabeas.

En la época neotestamentaria, fueron sobre todo los zelotas militantes los que protagonizaron la lucha de liberación contra la soberanía extranjera romana, con una energía y una tenacidad extremas (cf. M. Hengel, Die Zeloten [AGSU 1], 1961, 176s). Esto era tanto más sorprendente cuanto que los romanos tolera­ban la religión judía en términos generales como religio licita. Por tanto, los zelotas no sólo se defendían apasionadamente, como los demás judíos, contra los abusos del Estado romano. Más bien mantenían una guerra santa sin cuartel contra la dependencia política de Roma. Dado que según sus opiniones, la sobe­ranía romana atentaba contra la soberanía absoluta de Dios, la esperada época mesiánica no comenzaría hasta que se llevase a cabo (o mediante) la eliminación violenta del poder de los romanos que era contrario a Dios. En cualquier caso, los zelotas consideraban imposible un sometimiento simultáneo a Dios y a los

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romanos. La fe y la política en este caso se identificaban. Por ejemplo, para Eleazar, comandante en jefe de Masada, no vale someterse «ni a los romanos ni a ningún otro, sino únicamente a Dios» (Jos. Bell. VII, 323). Judas, el vencedor del movimiento zelota de liberación, echa en cara a los judíos que «se someten no sólo a Dios sino que también se someten incluso a los romanos» (Bell. II, 433; cf. II, 118; Ant. XVIII, 23 y Hech 5, 37).

Mientras que los zelotas intentaban imponer por la fuerza su ideal teocrático y, desde otra perspectiva, determinados círculos judíos colaboraban con más o menos escrúpulos —entre estos colaboradores judíos están, por ejemplo, los recaudadores de impuestos que estaban al servicio del poder de ocupación y probablemente también los saduceos (cf. E. L. Dietrich, RGG V 31959, 1278 y W. Schrage, Staat, 21, nota 29)—, la postura del judaismo rabínico-farisaico se reducía, en términos generales, a comportarse con lealtad, siguiendo determina­das tradiciones veterotestamentarias y a encontrar un modus vivendi con los romanos. A este respecto hay que contar con que, por lo menos algunos sectores del fariseísmo, «se hallaban más próximos al zelotismo de lo que la tradición rábínica posterior estaba dispuesta a conceder» (M. Hengel, Zeloten 91, quien considera a los zelotas como los «representantes más radicales del ala izquierda del fariseísmo», 385). Dentro del fariseísmo también se ansiaba el final de la dominación extranjera y, por ejemplo, la duodécima bendición de las dieciocho bendiciones dice así: «¡dígnate exterminar, cuanto antes, al gobierno desvergon­zado (= Roma)!». Numerosas frases de crítica y de resistencia moral nos permi­ten descubrir que, con respecto a Roma, los sentimientos amistosos brillaban por su ausencia. Rabban Gamaliel II decía al parecer: «este imperio nos propor­ciona cuatro cosas: aduanas, baños, teatro y suministro de productos naturales» (otros testimonios en W. Schrage, Staat, 22s). Cuando el ejercicio de la fe se veía fundamentalmente amenazado, los rabinos también tomaban parte en levanta­mientos sangrientos. Pero a pesar de toda la resistencia interna, tenía, no obstan­te, más relevancia la búsqueda realista de una relación soportable con Roma e incluso una valoración positiva de la dominación extranjera inspirada en la tradi­ción veterotestamentaria. A Hananya, último jefe del sacerdocio, poco antes del estallido de la guerra judía, se debe la frase siguiente: «reza por el bien del gobierno (= Toma), pues si no existiera el temor a éste, ya nos habríamos devorado los unos a los otros» (Abot III, 2).

El judaismo helenista, enlazado con el género sapiencial veterotestamentario, delata una proximidad todavía mayor, sobre todo con el enfoque paulino del poder estatal. Allí se supone ya que toda autoridad proviene de Dios (Eclo 17, 17). También se alude en el nuevo testamento a Prov 24, 21. De manera similar, más adelante, se dice a los reyes: «a vosotros se os ha concedido el poder por el Señor y la soberanía por el Altísimo», de forma que los soberanos también pueden ser llamados «servidores de su soberanía» (Sab 6, 3s). Aun cuando cual­quier tipo de glorificación y de absolutización queda exactamente igual de ex­cluida que el culto al soberano, sin embargo es Dios el que concede el poder (cf. 4 Mac 12, 11), la monarquía es un «don de Dios» (Arist. 224), y el poder lo otorga él (Arist. 219).

b) Refirámonos ahora a Jesús. Precisamente en los últimos tiempos se ha vuelto a plantear la tesis de R. Eisler de que Jesús fue un revolucionario político,

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NO Etica del nuevo testamento

ejecutado a causa de una revuelta. Esta opinión se ha visto favorecida, en los últimos años, por un renacimiento floreciente en el que se combinaba una exége-sis carente de crítica con unas fantasías no contrastadas. A Jesús se le ha liberado de ornatos eclesiásticos y de atributos pacifistas y se le ha hecho pasar por un profeta nacional que llevaría a cabo la implantación del reino de Dios a través de un levantamiento masivo contra el peder de Roma y de sus vasallos orientales (así J. Carmichael, Leben und Tod Jesu von Nazareth, 1965; de manera similar también S. G. F. Brandon, Jesús and the Zelots, Manchester 1967; cf. también P. E. Lapide, Der Rabbi von Nazareth, 1974, etcétera).

La entrada de Jesús en Jerusalén se convierte en una demostración de su dignidad de Mesías preparada cuidadosamente de antemano por él mismo; la expulsión del templo se convierte en una provocación a los romanos, unida al derramamiento de sangre y al saqueo, y de la discusión en Getsemaní sobre la espada de Pedro se hace una confrontación armada. Cf. en relación con la crítica de esta reinterpretación de los textos en el sentido del zelotismo, a O. Cullmann, Jesús y a M. Hengel, donde, por cierto, el acento se pone con demasiado énfasis en la cuestión de la no violencia, o bien en la alternativa entre la acción militante con las armas en la mano y la mitigación de las miserias, a nivel individual, por medio de la libertad interior (Jesús, 26 y en otros lugares).

Existen indicios suficientes de que Jesús no era ningún revolu­cionario político, ni ningún zelota. Podría cuestionarse si alguna vez le rondó la tentación de serlo. El relato de la moneda del tribu­to de Me 12, 17ss, por ejemplo, no muestra ningún interés en sol­ventar si al salvador mesiánico hay que presentarlo como un héroe combativo o un libertador del yugo romano. Es posible que el rela­to posterior de las tentaciones refleje que Jesús rechazó la posibili­dad tentadora del ejercicio del poder político en la línea del movi­miento de liberación antirromano (cf. además de Mt 4, lss par, Jn 6, 15). Pero se plantea la cuestión de si ahí, efectivamente, se está apuntando a una tentación específicamente mesiánica. En Me 12 no se trata en modo alguno de la cuestión de la mesianidad, en el sentido de una liberación nacional, sino de la cuestión de la postura de Jesús frente a los impuestos y frente al imperio. Implícitamente, Me 12 es también, sin duda, una cortapisa frente a la resistencia zelota. Probablemente esto no ocurría por puro azar, pues a Jesús, sin que por eso perteneciera él mismo a los zelotas, o sin que parti­cipara en intentos armados de levantamiento, se le debía relacionar de algún modo con el movimiento de los zelotas. Es curioso, por ejemplo, que fuese crucificado en medio de dos revolucionarios que probablemente eran zelotas (Me 15, 27). Es asimismo sorpren­dente que su proceso se pusiera en relación con Barrabás, el cual, según Me 15, 7, «había sido encarcelado con sediciosos que habían organizado una revuelta o habían cometido un homicidio», es decir, que pertenecían también seguramente al movimiento de los zelotas.

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Pero incluso aparte de eso, Jesús, aun sin portar espada, debía de ejercer un cierto poder de atracción entre los zelotas, pues en el círculo más íntimo de sus discípulos había antiguos zelotas: Simón el Zelota (Le 6, 15; Hech 1, 13, que era sin duda idéntico con Simón el Cananeo de Me 3, 18 par, siendo ésta la transcripción aramea de zelota) y quizá también Judas Iscariote.

El nombre de Iscariote se suele relacionar de todos modos con el sicaríus latino —«asesino alevoso o cuchillero» (de sica, puñal)—, que también pasó al griego (Hech 21, 38). También Josefo tiene conocimiento de un grupo de zelotas radicales que se llamaban de esta misma forma. Asimismo hay que establecer el paralelismo con la versión latina antigua de Judas Zelotas de Mt 10, 4. Induda­blemente es una pura hipótesis el hablar de un zelotismo primitivo de Pedro (O. Cullmann, Staat, 11, lo ve insinuado en el sobrenombre de Pedro Barjona de Mt 16, 17). De la misma manera, en el grupo de los discípulos había indiscu­tiblemente antiguos zelotas.

Es muy difícil negar que entre el mensaje de Jesús y el zelotismo se daban ciertos puntos de contacto, como son la dimensión social, la exigencia de un compromiso incondicional hasta llegar a relativi-zar los lazos familiares o a aceptar el martirio, el carácter escatológi-co y la radicalidad de la obediencia. A pesar de lo cual, no puede existir ningún tipo de duda en la repulsa de Jesús al extremismo zelota. Incluso en Le 22, 36-28 —donde se dice que hay que vender la propia capa, comprándose en su lugar una espada, y donde Jesús responde «basta ya» a la manifestación de que hay allí dos espa­das— no se predica la implantación del reino de Dios por la violen­cia, teniendo sobre todo en cuenta que se rechaza explícitamente en los v. 49-51 el golpear con la espada. No es seguro si Le 22 36-38 es un símbolo de la lucha diaria de la tribulación y de la gravedad de la situación o si se refiere a la defensa personal (cf. sobre este tema H. W. Bartsch, Jesu Schwertwort Lukas XXII35-38: NTS 20 [1973/74] 190-203; D. L. Mealand, 69s).

Mt 26, 52 incluye asimismo una crítica indirecta contra el movimiento zelota-«mete tu espada en la vaina, pues todos los que toman la espada, morirán por la espada». Esto no es sólo una advertencia a no herir con la espada, referida al momento del prendimiento de Jesús, puesto que la obra de Dios no se puede defender ni propiciar con espada. Aquí, tal como la frase explicatoria lo demues­tra, se rechaza en absoluto la utilización de la violencia de las armas, por lo menos de las que se aplican tomándose la justicia por su mano. El versículo ciertamente, apenas se puede atribuir al mismo Jesús. El v. 52b no dice en verdad, solamente que un hecho violento arrastre en pos de sí a otros, y no sólo exige la no violencia, sino que presupone el ius talionis, cosa que el sermón de la montaña no hace.

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Precisamente la amonestación del sermón de la montaña de amar a los enemigos y de ofrecer la otra mejilla marca de manera ineludible la distancia con respecto a la aplicación de la violencia por parte de los zelotas. Mientras que la frase clave de «no oponer resistencia al mal» procede sin duda de Mateo y probablemente tiene ante la vista el procedimiento dentro del proceso (cf. Dt 19, 18 LXX), Jesús explica su propia visión, con más claridad, con las frases que siguen. Jesús no anima a una entrega pasiva, sino a una actuación paradójica que, en un caso concreto, también puede im­plicar la renuncia al derecho y a la violencia, para romper así el círculo vicioso de la violencia y la reacción en cadena de la injusticia permanente. Esta renuncia a la violencia no es resignación o debili­dad, sino expresión de la libertad y de la fuerza, que antes está dispuesta a soportar que a ocasionar sufrimientos. Las concreciones por vía de ejemplo, indudablemente hiperbólicas y conscientemente chocantes, que tienen la misión de descalificar la conducta normal y de resaltar el contraste con lo habitual y acostumbrado (cf. supra, 81), a nadie le permiten quedarse con buena conciencia si respon­de a la violencia con violencia y, por tanto, no son conciliables con el zelotismo, si bien hay que diferenciarlas de una amistad implícita con Roma o de una no violencia por razones de principio.

Se ha intentado con frecuencia interpretar la expulsión del templo (Me 11, 15-17) como un indicio del empleo de la violencia por parte de Jesús. De todos modos, el hecho histórico que aquí sirve de base no está del todo probado. Lo que sucedió fue objeto de exageración a lo largo de la tradición, según se de­muestra en Mateo y en Juan: Mateo añade en 21, 12, «todos»; Jn 2, 14ss habla también, además, de bueyes y de ovejas y cita el pasaje del Sal 69, 10: «el celo de tu casa me consume». De todos modos, precisamente en Juan, donde también se habla entonces de la destrucción del templo, quizá se vea claramente la inten­ción original de esta actuación simbólica: no se trata de un alboroto abierto y violento, sino de un anuncio del final escatológico del templo y del culto del templo, o de una lucha por su pureza escatológica. Un acto verdaderamente revolucionario que también estuviese dirigido en contra del sistema económico de aquel tiempo —dado que los antiguos cambistas del templo eran, al mismo tiempo, los banqueros—, hubiera dado lugar, con toda seguridad, a la interven­ción de la guardia del templo y de las tropas romanas de ocupación. No es posible llegar a una claridad total, pero esto en modo alguno justifica una mitiga­ción de la repulsa de las acciones político-zelotas, aunque simultáneamente es una advertencia frente al intento de colocar en primer plano la no violencia como principio o como programa. Sobre la expulsión del templo, cf. O. Cull-mann, Jesús, 35s; M. Hengel, Jesús, 22s.

El rechazo de la opción zelota no se identifica, sin embargo, con la introversión o con el desinterés. De acuerdo con las máximas

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transmitidas repetidas veces que postulan —a diferencia de las nor­mas habituales de los poderosos y de las estructuras de poder— que hay que ser el último, el servidor o el esclavo de los demás (Me 9, 35; 10 41ss, etc.), no es una casualidad que la conducta de los discípulos se distinga del modo de proceder de los que detentan el poder estatal. Las circunstancias establecidas de soberanía y de autoridad dentro de la sociedad y de la política no deben servir a los discípulos de modelo, sino que ellos, por el contrario, dentro de una hermandad carente de predominios, deben renunciar a domi­nar y a regir, comprometiéndose en el amor y en el servicio (cf. también Mt 23, 8s). Esto no hay que limitarlo a las relaciones priva­das, ni tampoco es totalmente invisible y carente de consecuencias sociales. Me 9, 35 es más bien un intento de «traducir a un compor­tamiento actual la esperada conversión escatológica de las estructu­ras y de las relaciones ultramundanas» (P. Hoffmann - V. Eid, 202; cf. 186ss; J. H. Yoder, 46s).

También pertenece a este contexto la bienaventuranza de los pacíficos (Mt 5, 9). La paz a la que se refiere aquí no es naturalmente la paz de las almas o de los corazones, sino como en Rom 12, 18, etc., la paz entre los hombres. La dinámica y el poder creador de la paz de Dios, que se inicia con el reino de Dios y que los discípulos transmiten como «mensajeros de la paz» (Le 10, 5.16), trata de encarnarse en la tierra, en la acción pacífica de los discípulos. De ellos no parte ninguna amenaza, sino que intentarán, con misericordia y sin violencia, superar los frentes y las trincheras de este mundo y las murallas de la hostilidad, de la falta de reconciliación y de la desconfianza. La última bienaventuranza de Mateo (5, lOs) sobre los que sufren persecución es un ejemplo de que la pacifi­cación no puede estar limitada a la esfera privada. Cf. A. Strobel, Die Friedens-haltung Jesu im Zeugnis der Evangelien -christliches Ideal oder christliches Kri-teríuwP: ZEE 17 (1973) 97-106, sobre todo 103!

c) En este amplio contexto hay que entender también la breve escena que se relata en Me 12, 13-17 par y que culmina con la conocida frase del Señor: «¡dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios!» (v. 17).

Lo mismo que ocurre con la mayoría de los diálogos polémicos, es posible que se trate también de una «escena imaginaria», en la que la frase decisiva proceda del mismo Jesús (cf. W. Schrage, Staat, 26s). G. Petzke duda de que esto sea así y mantiene que el diálogo tiene más visos de historicidad que el mismo v. 17 (232s), aunque, según mi entender, exagera la supuesta contradic­ción con Mt 6, ' 4 par, pero por otra parte, y con toda razón, se manifiesta contrario a los in. ¿ntos que quieren presentar como el «Jesús genuino» al apolí­tico (cf. sobre toao 224s y nota 29). En cualquier caso, no es seguro el que las palabras decisivas del v. 17 se dirijan originariamente a los adversarios o más

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144 Etica del nuevo testamento

bien a los discípulos de Jesús. De hecho, la comunidad cristiana ha entendido hasta ahora esta frase como dirigida a sí misma, teniendo en cuenta, sobre todo, que también Me 3, 6, donde asimismo hacen su aparición los fariseos y los herodianos, es una elaboración del redactor.

Para poder calibrar la trascendencia de la cuestión de la justicia o injusticia de los impuestos del César, se hace preciso mencionar el ya aludido enfoque de la tributación romana, tan contestada dentro del judaismo. Prescindiendo de la impopularidad general de los impuesto y de la extendida indignación en contra de los implacables métodos de exacción de tributos y del expolio económico del país, el impuesto de capitalización fue considerado, sobre todo, como recordato­rio humillante de la dependencia del Estado romano.

La pregunta capciosa de los fariseos y herodianos que, evidentemente, trata­ba de provocar a Jesús para que se manifestara de manera imprudente en una u otra dirección, se refería, en cualquier caso, a un punto central de la ética políti­ca de aquel tiempo.

Jesús manda entonces que le traigan un denario, una moneda romana de plata que era un símbolo visible del poder y de la supremacía de Roma. El denario muestra, en el anverso, al César con la corona de laurel, que simboliza su dignidad divina, y en el reverso, a la emperadora madre en el trono de los dioses, como encarnación terrestre de la paz celestial. La denominada leyenda de la moneda no era menos escandalosa que la imagen, debido a la alusión a la apoteosis del César. Las inscripciones decían en el anverso: «César Tiberio, hijo adorable del Dios adorable», y en el reverso, «Sumo Sacerdote» (cf. E. Stauffer, Christus und die Caesaren, 51960, 133.135).

Pero ¿qué significación tenía esta escena de la moneda? Hay que entenderla, efectivamente, como un indicio del ejercicio fáctico de la soberanía del César, ante el cual, los que preguntan se inclinan abiertamente y sin reservas de conciencia, ya que utilizan sin escrú­pulos el dinero de los romanos. Pero no quiere decir que, en este caso concreto, Jesús, de la soberanía efectiva del César, saque tam­bién como consecuencia su encargo divino y su derecho a imponer tributos. La escena intenta más bien trasladar la cuestión a los inter­locutores y obligarles a ellos mismos a dar una respuesta. Pero la opción de los que preguntaban estaba ya de sobra tomada y, por eso mismo, quedan encerrados en su trampa (cf. G. Bornkamm, Jesús, 127).

El punto álgido y la meta de toda la perícopa es el tan famoso —problemáticamente simple— logion de «dar al César lo que es del César, y a.Dios lo que es de Dios». Según el contexto, lo que es del César es, ante todo, el pago de tributos que, de esta forma, no sólo se declara permitido (v. 14) sino que queda como algo congruente. Sin embargo, esta interpretación es excesivamente res­tringida y elaborada sólo en razón de la pregunta del v. 14, si se refiere sólo a los tributos; y esto no solamente en el supuesto de

La ética escatológica de Jesús 145

que la frase originariamente circulara aisladamente y sólo posterior­mente hubiese sido introducida dentro del contexto de una esceni­ficación. Esto lo confirma la formulación general de la frase. El acento concreto recae efectivamente en el pago de los impuestos dentro de la línea del v. 17, pero por encima de eso se puede interpretar también en el sentido paradigmático. En tiempos preté­ritos se consideró el v. 17 como el pasaje que demostraba la alianza entre el trono y el altar. También se deducía de él el equilibrio de la obediencia para con Dios y para con el César. Esto era evidente­mente tan desacertado como la hipótesis de que en él se estaba proclamando la autonomía jurídica y la autarquía de la esfera impe­rial, o de que se estaba propiciando la obligación incondicional de vasallaje frente a la autoridad estatal. Los dos ámbitos no se conci­ben aquí como totalmente separados, como si el César fuese, en su esfera, una instancia absoluta y autónoma, aunque tampoco hay que identificarlos (en el sentido, quizá, de un Estado religioso o de una iglesia nacional), ni hay que situarlos en el mismo rango, en un mismo plano. No se puede negar el paralelismo que se presenta en el v. 17, pero esto no significa que se dé una equivalencia o una paridad entre los dos miembros. Por eso, diferentes autores ha­blan de un «paralelismo irónico» o incluso de una antítesis (cf. W. Schrage, Staat, 37). De aquí que en el trasfondo del ininterrum­pido entramado existente entre la vida religiosa y la vida política de toda la antigüedad, las palabras de Jesús actúen realmente como una desideologización o una desacralización de la autoridad estatal. Es indudable que Jesús no niega el poder ni el derecho del Estado —aunque a diferencia de Pablo, no habla ni una sola vez de la institución del emperador debida a Dios—, pero tampoco bagate-liza lo que le corresponde al César. Lo que sí relativiza y convierte de todo punto en imposible es cualquier supremacía religiosa del Estado.

Esta relativización del César la pone sobre todo de manifiesto la segunda parte del logion. Aquí es donde se carga el acento, como se deduce de que Jesús añada esta segunda parte de la frase sin ser preguntado. Jesús concreta y delimita lo que es del César. No es el César el que fija lo que es del César o lo que es de Dios, sino Dios, toda vez que el v. 14 pregunta por aquello que está permitido por Dios. Aunque la amplitud y los límites de lo que es del César no es algo que se pueda fijar de una vez por todas en su practicabilidad y planteamiento casuísticos, sino que tiene que reencontrarse de modo permanente, lo que sí es absolutamente claro es que aquí no se están proponiendo, de forma paralela y a modo de instancia pacificadora, unas esferas parciales de competencia o unos ámbitos

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reducidos de obligaciones, en los que ese Dios se acomodara a la interioridad privada del hombre o a un grupo religioso-espiritual. Así como la moneda pertenece al César, así el hombre pertenece y es deudor de Dios, y además como totalidad. A la vista de las justi­ficadas pretensiones de Dios, los postulados del Estado sólo pueden tener un derecho limitado y una importancia relativa. La frase de Jesús se mantiene por eso en el punto medio entre las posiciones extremas de la rebelión y de la revolución por una parte, y la miti-ficación, apoteosis y glorificación del César y del imperio, por otra parte, sin conceder al emperador ninguna pretensión cuasidivina.

d) El que Jesús no fuese un revolucionario zelota y no rechaza­se de manera indiscriminada al César no significa que lo aceptase de forma acrítica o que creyese ingenuamente que el emperador y su aparato fuesen incapaces de abusar de su poder. Los textos que se conservan, dan por supuesta la existencia de soberanos como algo que está ahí, y aunque no dejan entrever una oposición por principio, confirman que no se puede hablar en absoluto de una aceptación incondicional por parte de Jesús al Estado romano. Ya el Bautista reprochó, por lo visto, a Herodes Antipas no solamente su matrimonio ilegal sino «todas las maldades» (Le 3, 19; cf. tam­bién Me 8, 15). Me 10, 42 habla, totalmente sin ambages, de la violencia de los poderosos de la tierra que «sojuzgan» y «ejercen violencia» sobre las naciones. De ello se ha deducido, con razón, la existencia de cierta crítica y de una oposición implícita. En Le 13, 32, Jesús llama despectivamente a su soberano Herodes Antipas «zorro», lo cual se referiría efectivamente a su astucia, a sus artima­ñas y a su hipocresía, pero no a su sed de matar, a su crueldad y a sus instintos sanguinarios. También Le 22, 25 se puede referir críti­camente, o con ironía sarcástica, a la costumbre de los soberanos que se hacen llamar «bienhechores», pero sobre todo la pasión y la muerte de Jesús demuestran que él mismo terminó teniendo con­flictos con el imperio romano. El procurador romano fue el que mandó juzgar al hombre de Nazaret y le hizo clavar en la cruz, aunque Jesús fue entregado a los romanos por los jerarcas judíos (probablemente como sospechoso políticamente de ser zelota y, en concreto, como pretendiente revolucionario de Mesías, tal como lo indica el título de «rey de los judíos»), en la vida de Jesús debieron existir determinadas situaciones conflictivas y datos reales concretos que le hacían aparecer ante las autoridades como un peligro. La muerte en cruz de Jesús es, además de esto, la confirmación de que la aceptación de las estructuras y de las coordenadas del mundo estará permanentemente acompañada de un rechazo simultáneo, de una distancia crítica y de una libertad interior.

2

PUNTOS DE REFERENCIA ÉTICOS DE LAS COMUNIDADES PRIMITIVAS

Bibliografía: M. Dibelius, Historia de las formas evangélicas, Valencia 1984; P. Hoffmann, Studien zur Theologie der Logienquelle (NT A 8), 1971; R. Schnackenburg, Botschaft, 131s; H.-D. Wendland, Ethik, 33-48; U. Wilc-kens, Urchristlicher Kommunismus. Erwágungen zum Sozialbezug der Religión des Urchristentums, en Christentum und Gesellschañ, hg v. W. Lohff y otros, 1969, 129-144; S. Légasse, Morale hellénistique et morale chrédenne primitive: les rapports interbumains ¡Ilustres par deux exemples, en R. Kuntzmann -J. Schlosser (eds.), Etudes sur le judaisme hellénistique, París 1984.

Este capítulo es el capítulo más problemático de todos, porque no dispone­mos de fuentes directas de esta época, sino que tenemos que conformarnos con meras deducciones. Estas deducciones se basan, a veces, en la descripción idea­lizada de la época primitiva que se hace en los Hechos de los apóstoles, otras veces en las tradiciones prepaulinas que se pueden reconstruir en las cartas paulinas y deuteropaulinas y, otras veces, en el sedimento que las comunidades primitivas han dejado en los evangelios y sobre todo en la fuente de los logia.

Si bien es verdad que por este medio se pueden apreciar también algunos rasgos concretos de la ética, hay que tener continuamente en cuenta que no se presenta ninguna panorámica homogénea y que muchas cosas permanecen en el nivel de las puras hipótesis. Finalmente, en este capítulo sólo se pueden recopilar algunas observaciones que, en cualquier caso, permiten intuir la pluralidad cris­tiana primitiva anterior a Pablo. La investigación neotestamentaria ha descubier­to, en efecto, cada vez con mayor nitidez, que no basta con colocar entre Jesús y Pablo a la primitiva comunidad palestinense y al cristianismo de los gentiles prepaulino, sino que el mismo judeo-cristianismo tuvo que ser un fenómeno muy complejo. Pero ocurre lamentablemente que la imprescindible clasificación y diferenciación de las tradiciones históricas todavía es más difícil en la ética que en ningún otro campo, lo cual quizá tenga relación con el tono elemental de los contenidos éticos del cristianismo primitivo y con su validez más universal, así como con la gran permeabilidad de sus líneas divisorias.

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I. PRESUPUESTOS Y FUERZA MOTRIZ

1. El presupuesto básico común y la fuerza motriz de toda la ética pospascual es el acontecimiento de la cruz y de la misma pas­cua. Se tiene que considerar como nuevo principio fundamental y como hito de todo el cambio el hecho de que el Jesús que anuncia y que es crucificado se convierte en el Cristo anunciado, presente y esperado, y el que su resurrección sea creída y anunciada como la irrupción del reinado escatológico. Se puede suponer de antemano que esto también tiene unas consecuencias significativas para la éti­ca. Ciertamente la pascua fue entendida como un milagro de Dios sin precedentes, que no pudo producirse ni por la propia actividad de los discípulos ni por la fuerza operativa de su fe. También es verdad que la resurrección de Jesús no está considerada como un-hecho singular que le atañe únicamente a él, sino que se ha puesto en estrecha relación, objetiva y temporalmente, con la esperada re­surrección de los muertos (cf. 1 Cor 6, 14; 2 Cor 4, 14). Pero ninguna de las dos cosas ha conducido sin más a una espera quietis-ta. La misión es precisamente una característica constitutiva de los mismos relatos de la pascua. La vinculación entre la cristofanía y el encargo misionero no es algo que comience sólo con Pablo.

2. También es importante, precisamente para la ética, que ja­más queda ni un resquicio de duda acerca de la identidad del Resu­citado con aquel que vivió en la tierra. Aun cuando la pascua no hay que reducirla a la tesis de que sigue adelante la causa de Jesús, la resurrección está considerada como la aceptación, por parte de Dios, de la persona, el mensaje y la obra de Jesús. Esto trae como consecuencia, por ejemplo, el que la fuente de los logia muestre el máximo interés por la continuación del mensaje de Jesús. Lo cual no significa que la fe pascual no haya ganado nuevos contenidos, sino que quiere decir que la pascua no abandona los contenidos éticos de la predicación de Jesús. Por el contrario, los vuelve a poner en vigor. Es claro que esto no queda demostrado sólo a través de la tradición de los evangelios.

La transmisión de la tradición de los evangelios y la de las pro­fesiones de fe de la cristiandad primitiva o la de las formulacio­nes kerigmáticas, aun cuando en gran parte parezca que fluyen sin ninguna interferencia de forma paralela, no se pueden adscribir simplemente a diferentes ámbitos de la tradición, ni tampoco se puede, en modo alguno, utilizar la cristología de las tradiciones kerigmáticas y de las profesiones de fe —sea o no una cristología hecha a base de los predicados de Cristo— en contra de la tradición

Puntos de referencia éticos de las comunidades primitivas 149

de Jesús, como si esa cristología fuese una alternativa totalmente irrelevante desde la perspectiva ética. Así, por ejemplo, como la interpretación de la muerte de Jesús que vierten las profesiones de fe se compagina y está acorde con la palabra y con la obra de Jesús, así también determinados títulos que la cristiandad primitiva aplica­ba al resucitado se apoyan en lo que el Jesús terreno perseguía, incluso desde el punto de vista ético.

En este lugar, únicamente es posible hacer unas breves sugerencias. Si ocurre por ejemplo que el predicado «Cristo» está definido primordialmente por la cruz y por la resurrección y ha perdido sus rasgos político-nacionales, en absolu­to será lícito interpretarlo, desde la perspectiva cristiana originaria, partiendo simplemente de la contraposición con el mesianismo político o incluso con las actividades éticas. Es una realidad que el mismo que fue crucificado, por su mensaje escandaloso y por su manera de vivir, se vio legitimado por Dios a través de la resurrección y fue convertido en Cristo. De esto se puede deducir que, a pesar del «secreto mesiánico» que afecta, como es lógico, a la vida terrena de Jesús, también las palabras y las obras de Jesús tuvieron su importancia en la predicación del Mesías (cf. Mt 11, 2, etc.). El título de Kyrios sobre todo encie­rra en sí mismo de antemano algunos aspectos que no solamente configuran a Jesús como a aquel que vendrá en el «día del Señor», o como al Señor del culto presente en la liturgia, sino al mismo tiempo como al Señor que quiere que su palabra se cumpla aquí y ahora (cf. Le 6, 46: «¿por qué me llamáis Señor y no nacéis lo que os digo?»). Incluso el título de Hijo del hombre permite descubrir, en pasajes en los que se aprecia la paradoja entre el anonadamiento y la exalta­ción, implicaciones parenéticas (cf. Le 9, 58 con 10, 2ss, o Me 2, 10 con Mt 9, 8), y precisamente su cometido judicial también tiene una gran trascendencia ética (cf. Mt 25, 31; Le 18, 8; 21, 36).

3. Es verdad que la pascua reforzaba la espera escatológica y que, en cuanto expectativa de la parusía del Hijo del hombre y del Señor que había de venir, suponía un aliento para la vida de los cristianos, pero también es verdad que a la escatología hay que atribuirle, sobre todo, una considerable importancia para la ética cristiana primitiva. No en el sentido de que lo que era rechazable para Jesús (supra, 42s) lo admitiera la comunidad primitiva o en el sentido de que la ética cristiana primitiva fuese simplemente «ética provisional». Sobre todo el llamamiento a la vigilancia y a estar preparados desempeñó una función primordial, teniendo en cuenta que es absolutamente innegable que la comunidad más antigua vivía la espera escatológica inmediata.

Esta comunidad también es guiada por profetas, a través de los cuales el Señor celestial o el Espíritu consuela o aconseja a su co­munidad ya en el presente. Las máximas proféticas de la cristian­dad primitiva anuncian con palabras de amenaza y de amonestación

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el juicio que recae sobre aquellos que sólo comen y beben, compran y venden, plantan y construyen (Le 17, 26ss; cf. Mt 24, 37ss). Esta crítica al desinterés y al indiferentismo de la última generación que en su vida cotidiana hace caso omiso del anuncio del final, constitu­ye un capítulo importante sobre todo en la fuente de los logia (cf. P. Hoffmann, 49).

La escatología no es, por lo demás, un tema autónomo, sino un tema que está orientado de manera funcional y que, además, tiene más relación con la parénesis que con el consuelo (así 1 Tes 4, 15ss). Por ejemplo en 1 Cor 7, 29-31, en un párrafo recogido por Pablo de otras fuentes, del hecho de que este mundo esté a punto de perecer en modo alguno se concluye la mera pasividad sino más bien una distancia crítica con respecto al mundo (cf. W. Schrage, ZThK 61 [1964] 125ss; S. Schulz, Evangelium, 486s). En un mo­mento en que se ha descubierto que el mundo es algo provisional, sería un anacronismo sin par el contar con su duración indefinida. Incluso cuando fue preciso asumir el aplazamiento de la parusía sin renunciar por eso, ni mucho menos, a la esperanza de la misma (cf. por ejemplo Mt 25, lss), la espera escatológica continuó siendo un motivo operante de la ética cristiana primitiva (cf. también la expre­sión prepaulina de «no heredar el reino de Dios» en conexión con las listas de los vicios de 1 Cor 6, 10; Gal 5, 21).

La misma autodenominación de los «santos» significa (cf. Rom 15, 25s.31; Hech 9, 13; 26, 10 etc.) que se es consciente de que uno se encuentra absoluta­mente «confiscado» por Dios. Posiblemente partiendo de aquí se puede inter­pretar también el castigo de Ananías y de Safira (Hech 5, lss). Es igual que se piense en un «juicio de Dios» con el que él mismo ejerce su vigilancia sobre la pureza de la comunidad o en el esfuerzo de la Iglesia por marcar unas fronteras claras de lo que es posible dentro de la comunidad; en cualquier caso, la falta de sinceridad para con los apóstoles o para con la comunidad es una «mentira contra el Espíritu santo» (cf. W. G. Kümmel, RGG VI3, 74; G. Schneíder [HThK ibid.\. el fundamento se halla en Dt 13, 6 y en otros lugares; cf. 1 Cor 5, 13). Pero de aquí no se deduce que estemos ante la ética cerrada de una secta que se repliega en el gheto (cf. la ausencia de autodenominaciones de tipo secta­rio), ni tampoco ante una ética oficial, como si los apóstoles fuesen los únicos que tendrían el Espíritu a su disposición y los únicos encargados de encontrar el camino adecuado para la comunidad. Esta impresión sólo aparece en Lucas, quien da por supuesta una estructura canónica de la Iglesia en la misma época inicial. Pero no por eso hay que dudar de la autoridad de los apóstoles, ni tampoco del profetismo de todos los fieles (cf. Mt 5, 12; 10, 40; Le 11, 49, etc.).

4. La actividad profética nos remite al mismo tiempo a la con­siderable importancia para la ética de las comunidades primitivas de la vivencia pospascual del Espíritu. El bautismo, que supone

Puntos de referencia éticos de las comunidades primitivas 151

una incorporación al grupo escatológico de los salvados y establece un vínculo con Jesús («en el nombre o por el nombre de Jesús»), otorga efectivamente el Espíritu. El concepto popular del Espíritu que predomina en las comunidades prepaulinas ve en él ante todo al ser misterioso y poderoso en el que se manifiesta la fuerza tauma­túrgica divina. Por eso consideran sobre todo como fenómenos pneumáticos las acciones extraordinarias del Espíritu de tipo miste­rioso, como son la glosolalia y el éxtasis, las demostraciones de poder y los hechos milagrosos (cf. Hech 2, 4; 10, 38.46, etc.; cf. también los abundantes relatos de milagros anteriores a Marcos que, a veces, son también introducciones al hecho milagroso pro­piamente dicho). De todos modos, el Espíritu y la profecía van unidos desde un principio (cf. Hech 2, llss; 21, 11, etc.). Sin em­bargo, la eficacia del Espíritu no queda limitada a las manifestacio­nes extático-proféticas (cf. Me 13, 11; Mt 12, 28, etc.). Es posible que Pablo no fuera el primero que pusiese de relieve el aspecto ético del Espíritu puesto que era conocido ya dentó del judaismo.

La opinión cristiana común parte de que el Espíritu interviene en situaciones y decisiones importantes y de que conduce personal­mente a los cristianos, impartiéndoles determinadas consignas (cf. Hech 8, 29; 10, 19.44; 11, 28; 13, 2.4; 16, 6s). Pero este principio no se ha aplicado en concreto a la ética. Por mucho que esto último se pueda atribuir a una casualidad, el hecho sin embargo de que el punto de referencia del Espíritu continúe siendo Cristo, significa en cualquier caso que no se pueden producir libremente contenidos éticos arbitrarios (H.-D. Wendland, Ethik, 37). Aunque evidente­mente es una cuestión muy discutible hasta qué punto se han vis­lumbrado antes de Pablo las implicaciones éticas del Espíritu, tam­bién resulta indudable que el bautismo —Rom 6, por ejemplo, es impensable sin los antecedentes prepaulinos— podía haber sido aprovechado para fundamentar la ética. Sin embargo, resulta muy difícil una reconstrucción exacta de lo que se podría definir como una fundamentación y una base pospascual de la ética. Y, sobre todo, no queda nada clara la conexión precisa de esta base con la ética. Es preciso, por tanto, darse por satisfechos con estos parcos indicios, ya que se necesitan unos análisis más concienzudos.

II. LAS PALABRAS DE JESÚS Y LA LEY

1. La ley es, de todos modos, importante para el tema de la ética cristiana primitiva, aparte de que, empalmando con lo que indicábamos brevemente acerca de la fuente de los logia, es preciso

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volver a repetir explícitamente que las palabras del Jesús terreno sirvieron claramente de norma obligatoria para la vida cristiana y por eso fueron recopiladas. Los evangelios ponen de manifiesto, efectivamente, que la voz del Señor glorificado no se escucha única­mente a través de las palabras del Jesús de este mundo, sino tam­bién a través por ejemplo de la boca de los profetas (cf. Le 10, 16, etc.). De todos modos se hicieron muy pronto colecciones de las palabras del Señor. Queda esto patente, sobre todo, a través de la fuente de los logia que utilizaron Mateo y Lucas y que era una colección de dichos y de textos que se basaban en las palabras del Señor.

Esta fuente presuponía probablemente la preexistencia de un movimiento misional carismático-profético (P. Hoffmann, 332). Gracias a ella, también se puede entrever «la dureza de la existencia itinerante, indefensa y marginada de los carismáticos ambulantes, que recorrían el país sin dinero y sin trabajo» en la época pospascua! (G. Theissen, ZThK [1973] 251), siguiendo así las huellas de Jesús (cf. Le 9, 57ss con 10, 2ss y más ampliamente, supra, en p. 48s). Esto no se puede aplicar evidentemente a toda la fuente de los dichos, puesto que tam­bién aquí hay que contar con una evolución, es decir, con la presencia de varios estratos. Pero en este lugar no podemos detenernos a analizar la diferenciación de los diversos estadios estudiada por S. Schulz (cf. H. Conzelmann, ThR 43 [1978] 16-18).

Resulta en verdad muy dudoso que las palabras profetices y sapienciales de Je­sús fuesen coleccionadas exclusivamente para fines parenéticos, con objeto de te­ner unas reglas de conducta en la vida cristiana (así M. Dibelius, Formgeschich-te, 234s), pero es innegable que la parénesis constituye una parte integrante de gran importancia. Lo que en este caso resulta decisivo es la motivación esca-tológica. Dado que en Q se trata sobre todo de la continuación del anuncio del mensaje escatológico de Jesús (que, por cierto, desde el principio —cf. Le 3, 16s— hasta el final está influenciado más directamente por el pensamiento del juicio), se tiene la «convicción de que la predicación de Jesús de la venida del reino de Dios tampoco finaliza en la situación pospascual, sino que se tiene que proclamar continuamente» (H. E. Tódt, Der Menschensohn in der synoptischen Überlieferung, 1959, 227). Dentro de este contexto se encuadra también la paré­nesis, que es la que aporta las normas y las directrices para conducirse en la vida.

Se ha llegado a pensar que, puesto que con la muerte y la resurrección de Cristo está a punto de irrumpir el mundo sobrenatural, ya no se podría apelar en adelante, de acuerdo con el cambio de circunstancias históricas, a las palabras de Jesús, y que todos los que continuaron «predicando la ética remitiéndose simplemente a las palabras del Jesús histórico», cometían «un anacronismo im­perdonable» (así A. Schweitzer, Der Mystik des Apostela Paulus, 1930, 289). Pero tanto Q como Pablo demuestran lo contrario. La transformación cristiana que tiene lugar a la sombra del ésjaton recibe su fuerza y sus motivaciones del nuevo mundo pascual, pero ello no elimina la reserva escatológica, razón por la cual esta transformación se realiza también de acuerdo con pautas que conservan

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su validez exactamente igual antes que después de pascua, teniendo en cuenta sobre todo que la pascua, en cuanto que es un espaldarazo de Dios a Jesús, también garantiza la verdad de la ética de éste. Con lo cual no se pone en tela de juicio que, en casos concretos, las diferencias de época hayan podido dar lugar a tomar conciencia de la distancia y a una conducta diferente, como por ejemplo en el caso de Me 2, 19s a una nueva práctica del ayuno frente a la costumbre de no ayunar (cf. infra, p. 167).

2. Lo que de todos modos es cierto es que la Iglesia primitiva se da cuenta perfectamente de que no está atada, de una manera servil, a las palabras del Señor. La Iglesia sabe perfectamente que ella hace que estas palabras den su fruto en la nueva situación, en orden a generar comportamientos adecuados. Esto se puede apre­ciar de muchas maneras en la tradición sinóptica. J. Jeremías ha demostrado por ejemplo que, por lo que respecta a las parábolas, ¡ el empleo de éstas con sus correspondientes adornos retóricos, con sus modificaciones del material descriptivo, con la influencia de los motivos narrativos populares, etc., es lo que ha tenido una gran importancia en la parénesis eclesial dentro del proceso de la tra­dición.

La parábola escatológica del que va a ver al juez (Le 12, 58s), se convierte en una exhortación a la reconciliación (Mt 5, 25 s). Un desplazamiento similar hacia el género parenético se produce también en la parábola del gran banquete, que en Lucas se interpreta como un relato ejemplar que exhorta a invitar a los pobres, a los cojos, a los tullidos y a los ciegos (Le 14, 22ss; cf. también la modificación parenética de Le 12, 39s.42ss o la interpretación parenética de Me 4, lss en 4, 13ss). Esta traslación del sentido también se aprecia en otros pasajes, como lo demuestra la parábola del administrador infiel (Le 16, lss) a la que se asoció una interpretación parenética triple o incluso cuádruple. Cf. J. Jeremías, Gleichnise, 39ss; cf. M. Dibelius, Formgeschichte, 248ss.

Pero también, al margen del género de las parábolas, se encuen­tran continuamente modificaciones parenéticas de las palabras de Jesús. Las palabras acerca de la sal y de la luz se han conservado tanto en Marcos (4, 21 y 9, 50) como en Lucas (14, 34; 11, 33; 8, 16) como imágenes metafóricas. Por el contrario, en Mateo se han convertido en un llamamiento y en una exhortación a los discípulos para que tomen conciencia de su función y de su responsabilidad. Los discípulos son, pues, la luz del mundo en el sentido de que la luminosidad de sus buenas obras ilumina el mundo (5, 13-16). En cualquier caso, tanto aquí como en otros lugares se observa una evidente «tendencia de las comunidades a sacar de las palabras de Jesús el mayor material parenético posible» (M. Dibelius, Formge­schichte, 257). Como es lógico, esto da lugar a una transformación

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y a una evolución ulterior. Algunas frases de Jesús que originaria­mente sólo tenían aplicación en el ambiente judío y se referían a determinadas circunstancias judías, se trasladaban también a otros ámbitos, aplicándose a circunstancias de otro tipo. Por ejemplo la prohibición del divorcio, que en su origen únicamente iba diri­gida al marido, porque en el judaismo apenas ocurría que se separa­ran —o que se pudieran separar— las mujeres (supra, p. 124), es ahora objeto de una ampliación. Al introducirse el cristianismo den­tro de la órbita de la situación jurídica romano-helenista, las pala­bras del Señor se aplican también a las mujeres (Me 10, 12; 1 Cor 7, 10). En esta extrapolación también desempeñan un importante papel los factores culturales y socioeconómicos, porque las comuni­dades urbanas, por ejemplo, postulan una regulación diferente de las que exige el medio agrario-rural. Evidentemente, de esta forma lo mismo se puede interpretar que falsificar la intención de Jesús. Así como existe una traslación, una ampliación y una aplicación nueva de las palabras del Señor que es absolutamente legítima y que conlleva unas determinadas modificaciones, también existen otras tendencias que producen un debilitamiento y una amortigua­ción del sentido, con la particularidad de que, además, normalmen­te es muy difícil saber cuándo se trata de uno o de otro caso.

Es preciso traer a la memoria los ejemplos en los que la prohibición origina­ria del juramento de Mt 5, 37, que iba unida a la exigencia de la veracidad absoluta, se convierte en una simple fórmula de juramento (cf. otra postura en Sant 5, 12). La reduplicación del sí y del no es probablemente una concesión a la costumbre de jurar de la época (cf. Hen eslavo 49, 1), manteniendo al mismo tiempo la opinión de que con ello no se transgredía la prohibición de jurar que imponía Jesús. Otro ejemplo es la prohibición radical de Jesús de dejarse llevar por la cólera. Esta prohibición suprime, por una parte, las diferencias entre los sentimientos, los pensamientos y las conmociones del corazón, pero por otra parte se da el hecho de que en Mt 5, 22 se vuelve a presentar una lista casuística y una gradación diferenciada de los insultos prohibidos con un aumento corres­pondiente de las sanciones y de las instancias penales: «el que dijere "cabeza huera" será reo ante el sanedrín, pero el que dijere "idiota" será reo del fuego del infierno». Este proceso llega a veces a convertir la moral en algo superficial. La misma evolución se continuó en la tradición manuscrita. Según numerosos manuscritos, en el mismo v. 22a se introduce una apostilla («sin razón»), con lo cual se prohibe únicamente la cólera cuando no tiene motivo ni fundamento. De esta forma se dejan lógicamente en suspenso las palabras de Jesús, que precisa­mente quieren suprimir estas diferencias entre la cólera justificada y la no jus­tificada.

Pero estas tergiversaciones y falsas interpretaciones no constitu­yen la regla general. El que frecuentemente no se pueda distinguir

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con seguridad las propias palabras de Jesús y las concepciones de la comunidad es precisamente una señal de que la comunidad pri­mitiva intentaba mantenerse dentro del carril trazado por Jesús. Tiene esto vigencia por ejemplo con respecto a la motivación esca-tológica y también con respecto a su misma concretización. Sirva de referencia para ambas cosas el caso de Me 9, 41: «el que os diere de beber en mi nombre un vaso de agua, porque sois discípu­los de Cristo, en verdad os digo que no perderá su recompensa». En general, muchas veces resulta muy difícil localizar y situar en el tiempo, con exactitud, la evolución ulterior de las palabras del Señor.

3. Cuando se estudia la vigencia de la ley, se tiene la sensación de pisar un terreno más firme. En este punto es posible establecer con más exactitud, tanto desde la perspectiva temporal como local, determinadas matizaciones, dado que los textos que se conservan proporcionan una visión de la polémica existente dentro de la co­munidad primitiva. Mientras que sobre la cuestión de si las palabras del Señor sirven o no de pauta para la vida cristiana jamás existió ninguna controversia sino que únicamente se aplicaban de diferen­tes maneras, por lo que se refiere a la ley no sucedía esto mismo. En las comunidades primitivas, a pesar de que no se formaron como grupos especiales opuestos al judaismo, se produjeron con­troversias acerca de la validez de la ley. En Mt 5, 18 y en Le 16, 17 se defiende, hasta en sus más mínimos detalles la inquebrantable pervivencia de la ley. En ningún otro lugar se afirma de forma tan contundente la ilimitada validez de la ley en todas sus partes inte­grantes (cf. los numerosos pasajes paralelos judíos en Billerbeck I, 244). De todo lo dicho acerca de la postura de Jesús con respecto a la ley se desprende inmediatamente que esta norma no representa el punto de vista de Jesús. De manera similar hay que juzgar tam­bién a Mt 5, 19, donde se dice que aquel que deroga alguno de los preceptos más insignificantes y así lo enseñare será el más pequeño en el reino de los cielos. Mt 5, 19 da por supuesto que existen personas que no solamente suprimen de hecho la ley sino que tam­bién enseñan esto a los demás.

Algunos creyeron que esto se dirigía contra Pablo o contra los paulinistas o bien contra los ultrapaulinistas. Otros prefieren apli­carlo a los antinomistas helenistas o a los libertinistas. Pero lo más probable es que aquí se ataque a los denominados «helenistas», o sea, al grupo de Esteban (cf. Hech 6, lss). Se trata del ala más liberal de la primitiva cristiandad judía. Estos no proclaman cierta­mente, en principio, una abrogación de la tora, pero a su vez son

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conscientes de que aquello que les define no se debe a la ley mosai­ca ni a la observancia de la tora sino al acontecimiento escatológi-co de Cristo1. La convicción de que son libres con respecto a la ley y el inicio de una misión de los gentiles, independiente de la ley, tuvo también como consecuencia que estos judeo-cristianos helenis­tas fuesen pronto objeto de persecuciones sangrientas por parte judía (Hech 8, 1).

El compromiso tardío del «decreto de los apóstoles» (Hech 15, 20.28s) que en virtud de un consenso mínimo debía hacer posible la convivencia dentro de una comunidad compuesta por judeo-cristianos y por cristianos de la gentilidad, y cuyos puntos de referencia eran, por lo visto, los preceptos noequitas, era de una fecha más reciente y debía ser desconocido para Pablo. En cualquier caso, no existe ningún documento de la primera época, aunque no por eso se debe minusvalorar la voluntad de solidaridad existente desde el principio (cf. el conci­lio apostólico). Dónde hay que buscar el modus vivendi depende de que la forma textual originaria fuese de carácter moral o de carácter cultual. En la modalidad cultual, que probablemente es la más antigua, se trataba de cuestio­nes del sacrificio ritual y de los alimentos puros en sentido levítico, con vistas a evitar a los judeo-cristianos observantes los escándalos más llamativos.

Los estudiosos neotestamentarios están claramente en contra de la versión de Hech 6 y coinciden, en general, en que los reproches —según Lucas, impro­cedentes— que se hacían a Esteban de criticar a la ley y al templo eran en realidad certeros, y en que los famosos siete responsables del grupo de Esteban no ejercieron, en primer término, una función caritativa y de diaconía, sino que eran los dirigentes de las comunidades y los fundadores de la misión cristiana entre los gentiles. Mientras que el ala conservadora y observante de la ley de la comunidad primitiva se aferraba a la observancia del sábado, a la circuncisión y a modalidades similares del cumplimiento de la ley, y por eso no se veía afectada por la persecución y por el martirio, aquí se trataba de la repulsa de estas prácticas dependientes de la ley y, por tanto, también de una manera de vivir más liberal. Probablemente este grupo estaba compuesto por representantes de aquel movimiento que daba testimonio de la manera liberal de vivir de Jesús.

III. LA COMUNIÓN DE BIENES

1. Precisamente de esta comunidad de judeo-cristianos hele­nistas parece que procede lo poco que sabemos acerca de la ética concreta de las comunidades primitivas, y lo que E. Troeltsch ha dado en llamar el comunismo de amor de la comunidad primitiva.

1. Cf. M. Hengel, Ziñschen Jesús und Paulus: ZThK 72 (1975) 151-206, sobre todo 191s; cf. U. Luz, Gesetz, 86ss.

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Lucas ofrece en Hech 2 y 4 dos esbozos generales en los que da información acerca de la comunión de bienes de los primeros cris­tianos. En 4, 32ss se dice:

La muchedumbre de los que habían creído tenía un corazón y un alma y nadie decía que era suya cualquier cosa perteneciente a su propiedad, sino que todo lo tenían en común... Entre ellos no había indigentes, pues los que eran dueños de haciendas o de casas las vendían y llevaban el precio de lo vendido y lo depositaban a los pies de los apóstoles. A cada uno se le repartía según su necesidad. José, el llamado por los apóstoles Bernabé, que significa traducido hijo de la consolación, levita, de proce­dencia chipriota, que poseía un campo, lo vendió y llevó el precio y lo depositó a los pies de los apóstoles (cf. también 2, 44ss).

Esta imagen de la comunidad es, sin duda alguna, históricamen­te inexacta. Resulta ya sorprendente que entre la afirmación general del esbozo y la renuncia por parte de Bernabé a la propiedad, que se relata al final, exista una cierta inconsecuencia. Inmediatamente cabe cuestionarse por qué razón se menciona la venta del campo por parte de Bernabé si esto era lo normal y corriente. Además, en el relato de Ananías y Safira de 5, lss, se da por supuesto que la entrega de toda la propiedad no era una norma obligatoria, pues en el v. 4 Pedro pone en claro expresamente que hubieran podido perfectamente conservar su propiedad, cosa que se confirma en Hech 12, 12, donde se menciona una casa de María que ésta, por lo visto, conservaba. En el resumen de 2, 44-45 se encierra también una cierta contradicción cuando, por una parte, se dice que existe comunión de bienes que no eran objeto de enajenación y por otra parte, sin embargo, se afirma que se vendían las propiedades y haciendas (2, 44 y 2, 45). De manera similar, en 4, 32ss se da por supuesto que las ventas sólo tenían lugar de vez en cuando, es decir, cuando parecía necesario en el momento concreto, cosa que da a entender el imperfecto. De todo esto se ha deducido con toda razón que Lucas, en el esbozo general, ha generalizado casos parti­culares. Es posible que Lucas se inspirara para diseñar este cuadro ideal tanto en las palabras de Jesús sobre la riqueza como en pro­yectos y modelos antiguos. En Qumram, por ejemplo, se conocía la comunión de bienes, y también en Grecia existían ideales similares como se ve en Pitágoras y en Platón, etc. (cf. F. Hauck, ThW III, 792ss y M. Hengel, Eigentum, 17.39s).

2. Pero más importante que esta generalización es el hecho de que la nueva realidad del Espíritu y la renovación del hombre afec­ten también realmente a la esfera económica (y quizá Me 12, 30 sea

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un reflejo de esto mismo). El hablar de un comunismo o de un comunismo de amor no es, en verdad, acertado. No se da una socialización de la explotación de los bienes o de la producción. E. Kautsky vio perfectamente que no se trata de una cooperativa de producción (cf. Qumram), sino de una cooperativa de consumo (cf. U. Wilckens). Falta, además, el concepto del poder revolucio­nario y un sistema social englobante. Pero tampoco se trata —a diferencia de Qumram— de un ideal monástico que se llevaría a efecto en un ámbito monacal y extraterritorial, liberado por decirlo así de la contaminación del mundo (en ese caso para ingresar en la orden se exigiría a los miembros, de forma obligatoria, la entrega de todos los bienes). La mutación se produce más bien en el mundo cotidiano de las relaciones de propiedad de una sociedad.

Esta valoración claramente positiva es, sin duda alguna, exegéticamente cer­tera en contraposición a la historia de la interpretación diseñada por H. J. Kraus2, la cual siempre ha acentuado ante todo el carácter utópico y carente de rea­lismo del «comunismo de amor» del cristianismo primitivo y constataba, casi con delectación, que los habitantes de Jerusalén eran llamados por Pablo «los pobres», siendo así que la pobreza está considerada, por así decirlo, como una maldición que acompaña a las malas acciones (sobre las causas verdaderas, cf. D. L. Mealand, 38ss).

H. J. Kraus expone que, según D. Bonhoeffer (Sociología de la Iglesia, Sa­lamanca 21985) la nova creatura se manifiesta también como nova societas, y que K. Barth entendía Hech 2 como un intento memorable y como una invitación, intento por otra parte que siempre resulta inevitable allá donde el evangelio se predica (KD IV, 2, 198). Tanto él como H. J. Iwand protestan, por el contrario, de que aquí se hable de antemano de ilusionismo, como si la radicalidad de transformación escatológica no pudiese también afectar a la realidad económica. Por otra parte también se mostraron contrarios a convertir la libertad en una ley y los carismas en un programa destinado a la reordenación del mundo. De hecho se trata, efectivamente, de una comunidad fraternal y no de un programa político.

3. Aunque sólo sea de pasada, quede constancia de que Lucas no sólo ge­neralizó algunos casos aislados de la renuncia de los bienes, sino que, por lo visto, también los relacionó equivocadamente con otros ambientes diferentes. El sabía que Bernabé había vendido en Jerusalén un trozo de terreno y que más adelante ocupó en Antioquía una posición influyente (13, 1). De ahí sacó como conse­cuencia, de manera errónea, que Bernabé era un miembro distinguido de la co­munidad primitiva y que fue enviado a Antioquía en misión oficial como repre­sentante de Jerusalén (cf. E. Haenchen, Die Apostelgeschichte, "1911, ibid.). Lo que en realidad ocurrió es que Bernabé era uno de los expulsados de Jerusalén, que pertenecía al grupo de los que comenzaron la misión de los gentiles.

2. H. J. Kraus, Aktualitat des «urchristlichen Kommunismus»?, en FS W. Kreck, 1973, 306-327.

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Por consiguiente, el círculo de los helenistas fue la plataforma donde no sólo se practicó la liberación de la ley dentro de la liber­tad de espíritu, sino también la liberación de la propiedad. Es decir, que los helenistas no se contentaron sólo con la profecía, con los exorcismos y con las curaciones milagrosas, tal como se podría in­terpretar la polémica de Mt 7, 22 en contra de los que dicen «Se­ñor, Señor», sino que con todos sus carismas y con su entusiasmo fueron también perfectamente conscientes de la importancia de la ética concreta y de las transformaciones reales.

IV. LA RECEPCIÓN CRITICA DE LAS FORMAS Y DE LA TEMÁTICA DE LA ANTIGÜEDAD

Esto se confirma porque ya en las comunidades prepaulinas se seleccionaron y se recogieron determinados esquemas y temas de la ética de la antigüedad, siendo los helenistas los que, con más visos de probabilidad, se suelen traer a colación. Una adaptación de este tipo resultaba necesaria porque las palabras del Señor que habían sido transmitidas no eran suficientes, dentro de la situación y del ambiente nuevos, para servir de orientación a la conducta. Esto por otra parte no tiene demasiada relación con una postergación de la espera inmediata de la parusía. En el mismo Pablo se encuentran ambos fenómenos de forma absolutamente paralela: una fuerte es­peranza escatológica o una espera inminente y una recepción de la ética antigua (cf. p. 219ss.243ss).

M. Dibelius opina, por el contrario, de otra manera: «Las comunidades cris­tianas primitivas estaban preparadas para la desaparición de este mundo, pero no para vivir en él; por eso no se encontraban en absoluto preparadas ante la necesidad de proponer soluciones parenéticas para su vida cotidiana» (Form-geschichte, 241). Pero precisamente la colección de las palabras del Señor de la fuente de los logia que Dibelius presenta bajo el epígrafe de «La parénesis» se caracteriza por una evidente espera en la inmediata parusía. Ciertamente que también aquí aparecen huellas de un aplazamiento de la parusía (Le 12, 39s.42ss, etc.), pero D. Lührmann habla a este respecto de una «reapocaliptización» (Die Redaktion der Logienquelle, WMANT 33, 1969). En cualquier caso no cabe duda de la orientación apocalíptica de Q. Por consiguiente, el interés parenético que dio lugar a ' na recepción de la ética no cristiana no pudo ser propiciado o estimulado por ina actitud no escatológica. Además, las formas parenéticas re­cogidas en oca .iones se justifican explícitamente con razones escatológicas, como es el caso de las listas de vicios de 1 Cor 6, 9s y de Gal 5, 21, donde los

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vicios enumerados van acompañados expresamente de la amenaza de «no here­dar el reino (escatológico) de Dios» (lo cual es, al mismo tiempo, un indicio de que Pablo recoge esta lista, pues esa apostilla no es típica de Pablo).

1. Si consideramos en concreto las fórmulas y los ternas reco­gidos, es preciso aludir en primer lugar a las denominadas listas de virtudes y de vicios. Con las listas de virtudes y de vicios se recoge un esquema frecuente de la ética de la antigüedad, que llama la atención tanto desde el punto de vista lingüístico como estilístico.

La amplia difusión de esta fórmula en todo el nuevo testamento constituye un claro indicio de esto mismo. Resulta típica la enumeración informal de los conceptos sin un orden fijo de sucesión, ni un planteamiento sistemático o una distribución lógica. La gran difusión de este modelo estilístico hace que sea difícil precisar con una mayor exactitud su origen.

a) Antiguamente se solía aceptar que había sido recogido de la diatriba cínico-estoica y de la filosofía popular. Pero S. Wibbing, quien sobre todo trae a colación los textos de Qumram, hace referencia al trasfondo dualista y al modelo judío de «los dos caminos». No cabe duda de que sobre todo Gal 5, con su dualismo entre carne y espíritu, y con la antítesis entre la lista de virtudes y la lista de los vicios, supeditada a este dualismo, se puede entender perfecta­mente a partir de aquí. No obstante, lo que es válido para Gal 5 no se puede generalizar a todos los casos. Tanto los ejemplos neotestamentarios como la difusión extraordinariamente amplia de las listas fuera del nuevo testamento contradicen este enfoque unilateral. Wibbing tampoco pretende que la fórmula de las listas del nuevo testamento se deduzca, de manera primordial, del judais­mo, sino que considera que el nuevo testamento está, en este caso concreto, influenciado por las diferentes corrientes de la tradición (p. 78). Los filósofos populares y los oradores ambulantes las utilizaban en sus discursos didácticos, los retóricos en sus panegíricos y sus oraciones fúnebres, los astrólogos en sus horóscopos, etc. La atención prestada a los artificios retóricos como a la para-quesis, a la paranomasia, etc. (cf. Rom 1, 29.31) demuestra con total claridad la impronta helenista. También los diversos conceptos enumerados son, la mayoría de las veces, de origen tradicional. Y aunque se modifican algunas ideas sueltas y, sobre todo, aunque los catálogos de virtudes presenten también a veces un matiz cristiano, se trata en gran parte de temas habituales de la ética de aquella época.

b) Lo que se intenta con esta enumeración de vicios y de virtu­des es no dispensar a los cristianos de sus responsabilidades en su conducta concreta y también ilustrar de manera paradigmática lo que es justo hacer y omitir. Las actitudes fundamentales, tanto las correctas como las equivocadas, se manifiestan también precisamen­te en las acciones u omisiones concretas sean correctas o equivoca­das. El pecado y la justicia no son ideas o abstracciones sino reali-

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dades concretas. Los vicios no son deslices de gente honorable, sino que son los índices de la degeneración de los pecados y de las culpabilidades, y las llamadas virtudes no reflejan la obediencia como una actitud del ánimo sino como un hecho concreto. Por eso, la aparición de las listas no hay que valorarla automáticamen­te como un síntoma de moralismo, sino como un intento de opo­nerse a la abstracción y de no bagatelizar las diversas opciones y acciones concretas, aunque no se puedan negar, a este respecto, algunos peligros. Es posible que la coordinación de los diferentes «vicios» y «virtudes» dé lugar a que se disperse la unidad de la obediencia, pero el peligro propiamente dicho no estriba en la misma concreción que se lleva a cabo en estas listas, sino en todo caso en un injustificado afán de nivelación. Por lo demás, no hay que perder de vista que aquí no se ha procedido a buscar ins­piración en el caudaloso torrente de la ética de la antigüedad, de­jando a un lado toda reflexión y sentido crítico. Por ejemplo fal­tan por completo las cuatro virtudes cardinales, que en la escuela estoica figuran en primer término. Asimismo algunas proposicio­nes y valores tradicionales adquieren, a veces, un contenido y un sentido totalmente diferente del que se aplicaba antes del cristia­nismo (cf. infra, 268). La recepción no solamente es relativa, sino además crítica.

2. Puede llamar la atención que junto a las listas de virtudes y de vicios, mencionemos aquí como segundo ejemplo de estos modelos parenéticos tradicionales, los denominados reglamentos domésti­cos o tablas, los cuales, generalmente con toda razón, se atribuyen a la fase tardía de la ética neotestamentaria, dado que los prime­ros reglamentos domésticos que se presentan no aparecen hasta los escritos deuteropaulinos (cf. Col 3, 16ss; 1 Pe 2, 13ss). Sin embargo, la afinidad entre 1 Pe 2, 13ss y Rom 13, lss, que pro­cede de una tradición común, demuestra que antes de Pablo se conocían amonestaciones del estilo de los reglamentos familiares y que, por tanto, además de la regulación de los problemas in­ternos de la comunidad, se tomaba también en consideración la conducta dentro del entramado social y sociológico del mundo. En 1 Cor 7, 17ss se puede descubrir una actitud fundamental si­milar, precisamente en el contexto de la espera escatológica inme­diata (cf. como ejemplo de las implicaciones personales que afec­tan a los miembros de la comunidad y que van más allá de las fronteras de las estructuras comunitarias, los matrimonios mixtos de 1 Cor 7, 12ss, donde tampoco se puede descubrir ningún tipo de temores motivados por el contacto). L. Goppelt llega incluso

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a pensar que aquí se toca objetivamente la tradición de Jesús a través de un canal histórico-tradicional.3

Son significativos aquellos pasajes parenéticos que intentan regu­lar las relaciones mutuas de los diversos miembros de la casa y que se diferencian, desde el punto de vista formal, por su homogenei­dad y por su distribución, de las restantes enumeraciones de amo­nestaciones que son más flexibles y menos sistematizadas. A los ejemplos neotestamentarios (Col 3, 16ss; Ef 5, 22ss; cf. 1 Pe 2, 13ss) hay que añadir además otros ejemplos de los llamados padres apostólicos, que confirman, a su manera, que este esquema no sola­mente aparece en el ámbito de los escritos deuteropaulinos. Se tra­ta, por consiguiente, de un lugar común de la parénesis, frecuente en el cristianismo primitivo, pero que no tiene que considerarse como una creación original del mismo. El carácter tradicional es también la razón de que estos pasajes, considerados en general, no estén formulados ad hoc, y que no se adapten a situaciones especia­les. Por otra parte, una comparación de los diferentes ejemplos entre sí demuestran que no se trata de un esquema inflexible, sino que en su aspecto formal se pueden encontrar múltiples variaciones.

a) El judaismo de la diáspora con su propaganda religiosa dentro del mun­do helenista realizó un trabajo preparatorio, que evidentemente benefició al cris­tianismo primitivo. Puede ser, ciertamente, que el judaismo helenista no fuera la auténtica fuente de procedencia de este elenco sino únicamente su transmisor. Se suele citar como ejemplo al margen de la esfera judía el llamado fragmento de Hierocles, donde están recopilados en una lista los diversos ámbitos de las obligaciones. Donde con más claridad se puede obtener el resumen del elenco estoico de las obligaciones es en Epicteto, aunque en lo fundamental no va más allá de la enumeración sucesiva de los estamentos con respecto a los cuales deben cumplirse las obligaciones pertinentes, para lo cual se vale de unos epígra­fes que indican la temática concreta (cf. Diss. II 17, 31; IV 6, 26). Si se contem­plan con más atención los diversos enunciados de Epicteto, aparecen también claramente unas profundas diferencias que mencionamos a continuación escue­tamente como notas características de la ética estoica: intelectualismo y optimis­mo, eudemonismo y panteísmo. Las amonestaciones no vienen formuladas en su calidad de reciprocidad, sino que se dirigen al individuo, de cuya actitud básica interna de ataraxia depende todo.

Un conocido ejemplo del judaismo helenista es el denominado «Poema ad-monitorio foquilidiano» 175-230, donde se trata de la relación entre marido y mujer, entre padres e hijos, entre señores y esclavos, etc. Se encuentran adver­tencias ante el celibato, normas sobre la conducta sexual, consejos sobre la dote

3. L. Goppelt, Jesús und die «Haustafel»-Tradition, en FS J. Schmid 1973 93-106.

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y la poligamia, sobre asuntos de herencias y sobre la fidelidad a los amigos, etc. También hay que mencionar a Filón y a Josefo, los cuales aportan amonestacio­nes parecidas a los reglamentos domésticos, dentro del marco de las interpreta­ciones de la ley. Filón en su escrito sobre el decálogo 165-167, que viene en el contexto de una parénesis de la ley y donde cada mandamiento aparece como mandamiento general de otros muchos preceptos particulares, hace la exégesis del cuarto mandamiento de la siguiente manera: este mandamiento lleva implíci­to en sí mismo todas las leyes sobre las relaciones entre padres e hijos, ancianos y jóvenes, gobernantes y subditos, esclavos y señores. También se encuentran bastantes coincidencias desde el punto de vista objetivo: los subditos tienen que obedecer a la autoridad, los esclavos deben servir con amor, los señores tienen que tratar a sus siervos benévolamente, etc. (cf. también el escrito de Filón sobre la descendencia de Caín 181 y Jos. Ap. II, 190ss). Cf. además en J. E. Crouch, D. Schroeder, los comentarios a Col 3, 16ss e infra p. 305ss. Otros como D. Lührmann (WuD 13, 1975, 53s y NTS 27 [1980/81] 83s) y K. Thraede (Zum historischen Hintergrund der «Haustafeln» des Neuen Testaments, en FS B. Kottíng 1980, 359-368) atribuyen —debido a la relación predominante con la casa (cf. sin embargo 1 Pe 2, 13ss)— los tres grupos mencionados así como la mayor reciprocidad y el interés por la obediencia a la tradición de la antigua «economía» (cf. Séneca, Epistula 94, 1), a pesar de que la línea divisoria, en mi opinión, no hay que trazarla con demasiada rigidez.

b) Pero prescindiendo de que la cristiandad primitiva haya recogido o no el esquema de los reglamentos domésticos de la paré­nesis de los mandamientos que hacía el judaismo de la diáspora, en cualquier hipótesis no nos encontramos ante una creación genuina del cristianismo primitivo. Esto lo demuestra también la temática del reglamento doméstico, pues objetivamente en modo alguno contiene exigencias que se salgan del marco de lo que en aquellos tiempos constituía lo habitual. Evidentemente su intención no era tanto resaltar la distancia y la originalidad, sino acentuar la solidari­dad con las convenciones morales de aquella época, sin liberar a los cristianos de los puntos de referencia que ya preexistían. Frente a cualquier ribete de entusiasmo vano, se insiste en la mundanidad y en la actitud de servicio.

Por otra parte, aquello que se considera bueno y honesto dentro del carácter profano del mundo, ahora cae dentro de la órbita de las relaciones con el Señor. Por esta razón, el respeto a la institución de la «casa» y lo mismo la adopción del reglamento familiar que la promueve, no tiene lugar al margen de toda crítica o reserva. Resul­ta muy significativa la mera constatación de todo lo que no fue recogido del variado material parenético de la tradición de los re­glamentos domésticos, empezando por el lugar común que se refie­re a la autorrealización y el que se refiere a la adoración de los dioses. Si se establece una comparación con los elencos estoicos de

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obligaciones, llama la atención, desde el punto de vista formal, la distribución por parejas dentro de cada apartado, y esto significa que los elementos o las partes interpeladas están ligadas entre sí por unas obligaciones correlativas dentro del reglamento familiar. Por consiguiente, aunque no era nada habitual que los subordina­dos fuesen interpelados por sí mismos y que se les confiriese la dignidad de ser sujetos éticos responsables, de lo que aquí se trata prioritariamente es de una concepción que toma como punto de referencia al otro más que de una valoración de cada miembro. Desde el punto de vista temático tampoco se pueden pasar por alto las novedades que se apuntan, sobre todo la exhortación al ágape. Los reglamentos domésticos de lo que menos se ocupan es de una reforma social o sociológica, y aunque desde el principio no se pueda disimular el peligro de una adaptación indiscriminada y de una aprobación del sistema estamental vigente (cf. la mayor minu­ciosidad de las amonestaciones dirigidas a los menos privilegiados), la referencia al Señor hace que las relaciones interpersonales y el entramado social se vean privados, en principio, de sus propios condicionamientos y de su autarquía, quedando sometidos a la cari­dad (cf. con más amplitud cuando se trata de los escritos deutero-paulinos).

3a) Determinadas formulaciones y temas de las amonestacio­nes éticas que van más allá de la ética de Jesús son, por tanto, anteriores a Pablo, y lo mismo se puede aplicar también con respec­to al material que Pablo presenta en los capítulos parenéticos de sus cartas, como en Rom 12, 12ss, 1 Tes 4, lss, Gal 5, I6ss, etc. (cf. también las deuteropaulinas), aunque sea muy difícil comprobarlo en casos concretos. En estos pasajes se yuxtaponen, la mayoría de las veces sin un sistema ni una ordenación lógica, diversas exhorta­ciones, las cuales en su mayor parte son de índole general y se adaptan casi siempre a las circunstancias de la vida. El temario de la tradición y de la doctrina que Pablo recoge, es pues, sin duda, del género parenético. Una comparación por ejemplo entre Rom 12, lOss y 1 Pe 3, 8ss demuestra con toda claridad que se ha utiliza­do una tradición común. Se ha llegado a afirmar en diferentes oca­siones que el hecho de que se haya recogido en la primitiva comuni­dad la doctrina moral judía permite sacar algunas conclusiones de tipo objetivo: que no se trataría «en primera línea de hechos salvífi-cos, sino de exigencias y de parénesis» (K. H. Rengstorf, ThW II, 148). Esto sin embargo demuestra ser excesivamente unilateral por lo que se refiere a Pablo (cf. 1 Cor 11, 23ss; 15, 3ss). Por esta razón no se puede mantener entre kerigma y didajé (didajé en el sentido

Puntos de referencia éticos de ¡as comunidades primitivas 165

de enseñanza de las obligaciones éticas) la rígida distinción defendi­da sobre todo por C. H. Dodd (Gesetz, 14). También resulta poco probable una separación temporal, es decir, que no es que se co­menzara con la exhortación y con la instrucción moral después de la conversión, sino que éstas se habrían integrado desde el principio en la predicación de la misión (cf. Gal 5, 21; 1 Tes 4, 6). Sobre todo 1 Tes, con sus múltiples resonancias y alusiones a la predica­ción misional, demuestra con suficiente claridad la conexión exis­tente. La didajé en modo alguno puede quedar limitada a la halajá, tal como se pudiera insinuar tomando como punto de referencia el judaismo. Pero también es verdad que la didajé de las comunidades prepaulinas abarca con toda seguridad el material parenético-cate-quético. Pablo no fue el primero que enseñó y transmitió «la mane­ra de conduciros en vuestra vida» (1 Tes 4, 1; cf. más adelante también 2 Tes 2, 15 y 3, 6). También se encuentran alusiones que apuntan a una parénesis ya hecha y transmitida, en la que Pablo conecta de hecho con otras parénesis, no sólo con el antiguo testa­mento y con las palabras del Señor, sino también con la parénesis cristiana primitiva.

3b) Es indiscutible según todo lo dicho que antes de Pablo circulaban ya, en la comunidad primitiva, reglas y principios, fór­mulas y temáticas cristianas. Pero por otro lado es poco seguro, o incluso poco probable, que existiera algo así como un catecismo cristiano primitivo. Todos los intentos emprendidos varias veces a partir de A. Seeberg de reconstruir un catecismo cristiano primitivo —o incluso un simple catecismo ético— han encontrado, con ra­zón, un eco bastante exiguo.

Hay que reconocer que los trabajos de Seeberg fueron criticados más que nada por ir más allá del ámbito parenético. De hecho la evolución de las propo­siciones de fe formuladas en razón del acontecimiento de Cristo tomaron un rumbo diferente de la parénesis que se solía inspirar en las tradiciones judías y helenistas. De todos modos, la reconstrucción de un catecismo moral fue un fracaso no menor que la confección de un catecismo dogmático de los primeros cristianos (cf. M. Dibelius, ThR 1931, 212s).

Tampoco es nada seguro que existiera un catecismo judío para los prosélitos, con el que pudiera conectar la comunidad primitiva. La fórmula de «los dos caminos» como tal no suministra ninguna prueba. W. Michaelis (ThW V, 58) hace referencia a que un catecismo de ese tipo hubiera tenido que dejar sus huellas por lo menos en la literatura rabínica, cosa que no ocurre, e incluso ni siquiera se puede hablar de un modelo fijo y generalizado del esquema de «los dos caminos».

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Sea como fuere, en cualquier caso no resulta probable que en la cristiandad primitiva existiera un catecismo similar que hubiese re­cogido de la práctica habitual judía este tipo de materia doctrinal. No se puede descubrir ningún punto de referencia, hasta cierto punto seguro, de que las amonestaciones anteriores a Pablo o poste­riores al mismo Pablo estuviesen plasmadas en forma de catecismo.

El último intento de demostrar esto mismo es, junto con el de D. Daube -E. G. Selwyn (The First Epístle oí St. Peter, London 1946, 467-488), el de C. H, Dodd (Cospel an Law). Dodd intenta demostrar que ya antes de Pablo existía un catecismo moral para conversos, cuyo esquema era, por lo visto, el siguiente: en primer lugar un requerimiento a despojarse de los vicios paganos, luego la enumeración de las virtudes típicas, después las obligaciones para con la comunidad cristiana, a continuación las relaciones con el prójimo, con el Estado, etc., y, finalmente, una referencia escatológica. El error fundamental de esta reconstrucción, que por otra parte es extraordinariamente vulnerable en puntos concretos, consiste en que las tradiciones parenéticas se presentan como partes del catecismo moral de los primeros cristianos, y a continuación y partien­do de ahí se procede a su reconstrucción. Cf. W. Schrage, Die konkreten Einzel-gebote in der paulinischen Paránese, 1961, 131ss; F. Laub, Eschatologische Ver-kündigung und Lebensgestaltung nach Paulus, BU 10, 1973, 2ss; F. Hahn en la introducción de la reimpresión de A. Seeberg, Der Katechismus der Urchristen-heit (TB 26), 1966, XXI-XXVIII.

Lo que defendemos es, por consiguiente, que ya antes y parale­lamente a Pablo existieron en la cristiandad primitiva múltiples pre­cedentes con los que tuvieron posibilidad de conectar tanto el mis­mo Pablo como los evangelios.

3

PRINCIPALES ACENTOS ÉTICOS EN LOS SINÓPTICOS

Bibliografía para todo el capítulo: J. T. Sanders, Ethics in the Synoptic Gos-pels: BR 14 (1969) 19-32; Id., Ethics, 31-46; S. Schulz, Die Stunde der Bot-schah. Einführung in die Theologie der vier Evangelisten, 1967; Ph. Vielhauer, Geschichte der urchristlichen Literatur, 1975, 329-409 (ed. cast. en preparación: Sigúeme); K. Kertelge (ed.), Ethik im Neuen Testament, QD 102, 1984.

I. EL SEGUIMIENTO Y LA CONDICIÓN DE DISCÍPULO EN MARCOS

Bibliografía: A. M. Ambrozic, The Hidden Kingdom, Washington 1972, 136-182; H. C. Kee, Communíty oí the New Age, London 1977, 145-175; K. G. Reploh, Markus - Lehrer der Gemeinde (SBM 9), 1969; C. Breytenbach, Nachfolge und Zukuníterwartung nach Markus, Zürích 1984.

1. Marcos es el primero que escribió un evangelio. Por consiguiente, sobre­pasando las colecciones de los diálogos polémicos, las de los milagros y las de las parábolas, así como todo el conjunto de tradiciones del relato de la pasión, con su relato de la vida y de la muerte de Jesús creó una plataforma incompara­ble para la predicación de la Iglesia («Comienzo», 1, 1). Tal como da a entender con su epígrafe programático, lo que quiere Marcos al recoger la tradición del Jesús terreno no es simplemente ofrecer unos recuerdos históricos y presentar la obra de Jesús como algo pasado, sino que intenta hacer transparente esta obra con vistas al presente. Por supuesto que no hay que pasar por alto la dimensión histórica y narrativa, ni sacrificar todo a la meta de la predicación. Así por ejemplo en 2, 19s, Marcos establece una distinción entre el dejar de ayunar en el período salvífico del mesianismo prepascual y el ayuno en el tiempo en que es arrebatado el esposo. Esto sin embargo no se debe generalizar, interpretándo­lo como una separación radical entre la época de Jesús y la época de la Iglesia (cf. H. C. Kee, 145). En otros muchos puntos, la presentación de la vida y

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de la obra de Jesús está presidida primordialmente por un interés kerigmático y en modo alguno por una nueva propensión a hacer historia.

En este aspecto, Marcos sitúa desde el principio la vida de Jesús a la sombra de la cruz (cf. las referencias a la pasión de 1, 14; 2, 20 y 3, 5) en la que todo confluye. Esta es también la solución genuina de la paradoja que hay entre revelación y encubrimiento, paradoja que encuentra su plasmación en el llamado «secreto mesiánico», y que es una constante de todo el evangelio. Esto precisa­mente, juntamente con el generoso espacio que se concede al relato de la pasión dentro del conjunto del evangelio, es lo que ha dado lugar a la definición fre­cuentemente citada de M. Káhler de que el evangelio de Marcos es un relato de la pasión, que va precedido por una amplia introducción. En esto mismo abunda también la interpretación crítico-restrictiva de la tradición de los milagros. A pesar de que la mayor parte de las veces los milagros desencadenan más bien incomprensión y endurecimiento (3, 22; 6, 6.52; 8, 17s), Marcos no deja ningún resquicio de duda de que Jesús sigue siendo el vencedor en la lucha con los poderes demoníacos y de que los milagros y las curaciones tienen que entenderse como un signo del incipiente reino de Dios, lo cual por supuesto no solamente tiene aplicación para el pasado. También el seguimiento de Jesús y la diaconía se pueden apoyar en esta misma experiencia salvífica que transmite el poder de Jesús sobre la enfermedad y sobre el hambre, sobre el viento y sobre las olas (cf. 1, 31; 10, 52).

El núcleo de la predicación de Jesús se encuentra resumido se­gún Marcos en 1, 14s. Aquí se interpreta paradójicamente el tiempo que ya está cumplido y la proximidad del reino de Dios. De esta forma se pone el acento en la actualidad del reino de Dios, y éste, a su vez, es la razón de la exigencia de conversión. El viraje decisivo de los tiempos ya ha tenido lugar (cf. el perfecto) y no es posible dar marcha atrás. Pero la consumación del tiempo y el reino de Dios están vinculados a Jesús (cf. 4, 11 y 10, 15; sobre la unión del reino de Dios y la cristología, cf. 8, 38 y 9, 1 y también 11, 9s). Pero al mismo tiempo Marcos intencionadamente pone en relación al Hijo del hombre que padece y que resucita con el que ha de venir (8, 31.38). El que sigue a Jesús —tanto el seguimiento como la acomodación al camino de Jesús constituyen los rasgos decisivos de la ética de Marcos— queda marcado, por una parte, por la muerte y por la resurrección y, por otra parte, por la parusía. Indu­dablemente en el evangelio se encuentran también huellas del apla­zamiento de la parusía, es decir, de que no se da una espera inmi­nente (cf. 13, 10), razón por la cual la comunidad marcana tampoco se puede considerar como una secta apocalíptica, ni se puede inter­pretar su ética como una ética de grupo cerrado. Pero Marcos tenía muy claro que una theologia crucis y lo mismo una vida cristiana que siguiese las huellas del Crucificado no se podía mantener sin una esperanza en la consumación final definitiva. Es cierto, por otra

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parte, que la motivación escatológica (por ejemplo el premio escato-lógico) no aparece con mucha frecuencia en las afirmaciones éticas (así en 9, 41). No existe ninguna base para hablar de una parénesis apocalíptica (J. T. Sanders, 33) y mucho menos para hablar de ten­dencias gnóstícas (en contra de J. L. Houlden, 41s, quien por otra parte resalta certeramente que también los elementos éticos revelan ante todo una orientación hacia la persona de Jesús y hacia el reino de Dios).

2. La temática del seguimiento de Jesús es para Marcos funda­mental, tal como se desprende del hecho de que probablemente fue él el primero que por medio del v. 52 transformó el relato de una curación (Me 10, 46ss) en el relato de alguien que comenzó a seguirle (cf. K. Reploh, 222s). En el inicio mismo del evangelio, después del resumen programático de 1, 14s, vienen los primeros relatos vocacionales. Para Marcos, desde el principio, Jesús se ve rodeado de discípulos, y a lo mejor no es ninguna casualidad que en los inicios no aparezca una vocación individual como la de Leví (2, 13ss) o la del joven rico (10, 17s), sino que sean llamados cuatro individuos al mismo tiempo; vocación, pues, que inmediatamente se ubica dentro de una comunidad y que crea comunidad. Al mis­mo tiempo se hace ver claramente a ía comunidad que estos hom­bres, en cuanto portadores de la tradición, garantizan la continui­dad con el Jesús de este mundo así como la obra posterior en su Espíritu. También partiendo de aquí hay que entender las palabras del v. 17 que apuntan hacia el futuro: «yo os haré pescadores de hombres». Aunque no se pueda obtener una claridad total acerca de la relación del grupo de los doce con el grupo de los discípulos, lo que se dice sobre los doce también tiene sin duda validez para los otros: Jesús los designó «para que le acompañaran» (Me 3, 14b). Con ello se pone de relieve su participación en la obra de Jesús, tal como da a entender la continuación en el v. 14c-15 y tal como lo confirma, sobre todo, el envío relatado en 6, 6ss: al igual que Jesús, tienen que predicar y enseñar; al igual que Jesús, tienen que expul­sar demonios y curar y al igual que Jesús recibirán poderes (cf. 1, 38s con 6, 12; 1, 21 con 6, 30; 1, 27 con 6, 7; 1, 23 con 6, 13). Lo característico de las tres perícopas sobre los discípulos es, en cual­quier caso, que las afirmaciones que se hacen sobre Jesús también son válidas en gran parte para los discípulos o para los doce, con lo cual éstos quedan integrados dentro de la obra del Jesús terreno. De todos modos, en todo momento se pone de relieve la iniciativa de Jesús: él llama, él nombra a los doce, él envía, él confiere los plenos poderes y las tareas. Por mucho que Marcos destacase el

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fracaso y la incomprensión de los discípulos o incluso el contraste que había entre Jesús y los discípulos (sobre todo en el relato de la pasión), también le interesaba poner de relieve el «estar-con-él» como característica pre y pospascual de la condición de discípulo1

y que provenía de Jesús.

3. El giro decisivo del evangelio tiene lugar en la confesión de Pedro, a partir de la cual aparece en primer plano muy destacado el adoctrinamiento de los discípulos. Este adoctrinamiento tiene como tema el seguimiento de Jesús, y en él los discípulos aparecen como representantes de la comunidad (sobre todo 8, 27-10, 52). Mientras que según los textos mencionados hasta aquí se podría pensar que los discípulos representan más bien un modelo colegial con tareas y poderes especiales que el modelo de la Iglesia como colectividad, esto resulta imposible ateniéndose a las máximas rela­tivas al seguimiento de Jesús como muestra por ejemplo 8, 34ss. Aquí los discípulos no aparecen ni como representantes de una oposición o de una falsa cristología milagrera, ni tampoco (en con­tra de H. C. Kee, 87ss) como prototipo de los carismáticos ambu­lantes. El seguimiento en los padecimientos constituyó más bien un evidente signo eclesiológico global, que por otra parte no se halla circunscrito a la época anterior a la pascua (cf. también las expe­riencias de los sufrimientos de la comunidad del cap. 13). Esto se da a entender ya en la frase introductoria («y llamó a la muchedum­bre con sus discípulos y les dijo»: 8, 34) que precede a las famosas palabras acerca del seguimiento en los padecimientos y en la cruz. Para Marcos no hay ninguna marcha en pos de Jesús ni ningún seguimiento sin negación de sí mismo y sin cruz y, por consiguiente, sin una correlación con el Crucificado. De acuerdo con esto, Mar­cos, empalmando con el segundo anuncio de la pasión, trae a cola­ción la perícopa de la discusión acerca de diferencias de rango entre los discípulos, a la que Jesús responde con las palabras siguientes: «si alguno quiere ser el primero, que sea el último y el servidor de todos» (9, 35). Hay que advertir que la última frase procede de Marcos porque va más allá de lo que requiere el contraste (A. M. Ambrozic, 155), es decir, que Marcos pone todo el énfasis en la idea del servicio. La importancia que Marcos atribuye a este logion lo demuestra la variante de 10, 43, la cual se concreta en el v. 37 en el ejemplo de la acogida a los niños que necesitan ayuda: el que

1. Cf. K. Stock, Boten aus dem Mit-Ihm-Sein (AnBib 70), 1975; G. Schmahl, Die Zwólfim Markusevangeiium (TThSt 30), 1974.

Principales acentos éticos en los sinópticos 171

acoge a uno de esos niños, acoge al mismo Jesús, que se identifica —de manera similar a Mt 25— con ese niño (9, 37). Pero lo que vuelve a ser decisivo es que los discípulos, con su disputa por los puestos, adoptan una actitud contraria al camino de la cruz en lugar de acomodarse a él. Jesús ha recorrido ese camino y por eso para los discípulos ése es su camino.

Tampoco el tercer anuncio de la pasión se encuentra aislado, sino que se halla dentro del contexto de asertos que se refieren al seguimiento. Viene, en efecto, a continuación de la petición de los Zebedeos de que se les reserve unos puestos honoríficos (10, 35ss) y después también de la respuesta de Jesús de que evidentemente no saben lo que piden (v. 38). Ahí empalmaría perfectamente el v. 40 de que no compete a Jesús otorgar esos puestos de honor. Pero Marcos ha intercalado claramente los v. 38b-39 que anuncian a los discípulos el mismo camino de padecimientos que el mismo Jesús debía recorrer: «el cáliz que yo he de beber, lo beberéis, y con el bautismo con que yo he de ser bautizado, seréis bautizados vosotros» (v. 39). Los discípulos experimentarán el mismo destino de Jesús, teniendo en cuenta, además, que las dos metáforas del cáliz y del bautismo señalaban un destino de padecimientos. A este respecto el evangelista no sólo se centra en el destino especial de los dos Zebedeos sino que la perícopa intenta llamar la atención de toda la comunidad acerca de las consecuencias que se deducen del destino de padecimiento de Jesús. Los discípulos no deben ser compañeros de trono, con puestos de honor y posiciones de poder, sino compa­ñeros de sufrimientos.

Pero aparte de esto, Marcos empalmó también los v. 42-45 con la pregunta de los Zebedeos (Le 22, 24ss confirma que este pasaje no pertenecía originariamente a la pregunta de los Zebedeos). En esta tradición recogida por Marcos se oponen frontalmente la pos­tura del mundo y la de la comunidad. En el mundo, la grandeza se basa en el poder y en el abuso de poder, en el «sojuzgamiento» y en la «violencia». En la comunidad, sin embargo, el poder no debe basarse en la impotencia de los demás, sino que el ser grande significa servir. La fundamentación de esto estriba en lo que hizo el Hijo del hombre que vino también para servir (v. 45a). A este res­pecto, la idea complementaria dentro del programa de conducta se amplía en el v. 45b, de manera secundaria, con la frase relativa al rescate. Es posible que Marcos añadiera aquí este pasaje porque en su comunidad se suscitara nuevamente la sed de grandeza, el afán de notoriedad, las conductas impositivas, etc., en abierta contradic­ción con el seguimiento del Crucificado.

4a) Otro texto muy sugerente para el enfoque marcano del se­guimiento es 10, 1-31, donde el argumento central no es la idea de los padecimientos sino la temática ética. Lo que sí es seguro es que

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la cita del v. l i s corre por cuenta de Marcos (cf. el típico «de nuevo» o el tema de la casa). Como los v. 2-9 llegan a su punto álgido cuando afirman que la unidad del marido y de la mujer querida por Dios no debe ser rota por el hombre, Marcos ve en el «juntar» de Dios (v. 9) el argumento para que, lógicamente, cual­quier tipo de disolución de este vínculo matrimonial atente en contra del precepto y no solamente la disolución motivada por el marido, como ocurre en los v. 2-9.

4b) Resulta más difícil el hecho de la bendición de los niños que viene a continuación. A ellos les pertenece el reino de Dios según el v. 14. Según la opinión general, el v. 15, de acuerdo con el cual los mismos discípulos debían recibir el reino de los cielos como los niños, fue originariamente un logion que circulaba inde­pendientemente y que fue intercalado en esta perícopa en un mo­mento posterior. Marcos muestra interés precisamente por esta fra­se, como se ve claramente por la advertencia ya citada de 9, 35, a la que sigue también allí una escena de niños (v. 36). El recibir a un niño es en ese pasaje una aplicación práctica de la diaconía (v. 37). El recibir el reino de Dios como un niño (10, 15) podría significar para Marcos un don y un servicio ai mismo tiempo (cf. A. M. Ambrozic, 157). En cualquier caso, Marcos se sitúa en la posición correcta con los niños. También ellos forman parte de la comunidad. Por otra parte Marcos no esquivó la ruptura de los vínculos familiares y por ejemplo en 3, 31ss relativizó el concepto tradicional de la familia, a pesar de que ésta se recupera integrándo­se en la nueva comunidad (3, 35).2

4c) Especialmente instructivo es el planteamiento de Marcos con respecto a las propiedades y a las riquezas de 10, 17ss. Aquí se han juntado dos pasajes originariamente independientes: el del jo­ven rico de los v. 17-22 y las palabras de adoctrinamiento a los discípulos de los v. 23-27.

Cf. a este respecto N. Walter, Zut Analyse von Mk 10, 17-31: ZNW 53 (1962) 206-218; W. Harnisch, Die Berufung des Reichen, en FS E. Fuchs, 1973, 161-176. Mientras que la primera perícopa es relativamente homogénea, la se­gunda está posiblemente muy influida por el autor de la redacción (cf. las típicas expresiones de Marcos, como «de nuevo», «en gran medida», «asombrarse», «espantarse»). Lo único que respondería a la tradición sería la frase de que es

2. Cf. H. H. Schroeder, Eltern und Kinder in der Verkündigung Jesu (ThF 53), 1972, HOss.

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difícil para un rico entrar en el reino de los cielos. Esto lo enlaza Marcos con lo que precedía, valiéndose de una fórmula de transición típicamente suya (v. 23a), y añadió, además, la frase sobre el camello y el ojo de la aguja (v. 25). La reacción que esto provoca en los discípulos es de espanto o de gran iemor. Lo cual no se acaba de justificar históricamente, pues de acuerdo con todo lo que sabemos los discípulos no se contaban precisamente entre los especialmente favorecidos por la fortuna. Pero en el caso de que los discípulos sean aquí representantes de una época posterior, se comprende que a medida que los ricos fueran ingresando en la comunidad, las palabras de Jesús sobre la riqueza se percibían como un problema.

Se suele dar la explicación de que Marcos en realidad prescinde del proble­ma concreto (cf. W. Harnisch; N. Walter); es decir, que mientras el v. 23b acentuaría que es difícil para los que tienen muchos bienes entrar en el reino de los cielos, Marcos recalcaría en el v. 24b precisamente que, en general, es difícil entrar. Pero el duplicado en 24b únicamente suprime la referencia especial de ser acaudalado, porque la metáfora que sigue acerca del camello y del ojo de la aguja aporta de por sí una mayor extremosidad al respecto (cf. también 4, 18s donde se habla de la seducción y fraude de las riquezas, las cuales juntamente con la codicia ahogan la palabra de Dios).

Hay que tener en cuenta también que Marcos añade los v. 28 (29)-30, según los cuales los discípulos abandonaron todo, produciéndose así un contraste con los ricos que no se deciden a seguirle (cf. Ambrozic 164.170). Al mismo tiempo se subraya que las renuncias y los sacrificios no tienen lugar en razón de la ascética o del premio escatológico. Se afirma, por el contrario, que serán recom­pensados en esta misma vida con dones de este mundo y con otras personas, y en concreto a través de la comunidad en cuanto que es familia dei.

Pero para Marcos la respuesta decisiva se encuentra en el v. 27: para los hombres resulta imposible, pero no para Dios. Con lo cual no se retracta de nada de lo que precede. Tampoco se rehuyen los problemas concretos, ni se habla en su lugar, de manera global, de una falta de seguridad total o de una imposibilidad absoluta de alcanzar por uno mismo la salvación. Pero todo lo que antes se dijo en un tono aparentemente absoluto, adquiere nuevamente en el v. 27 una perspectiva más abierta, impidiendo cualquier tipo de encasillamiento en un juicio condenatorio o cualquier clase de falsa seguridad sobre la pertenencia a los que consiguen entrar o a los que se quedan fuera (cf. K. Reploh, 198s). Por una parte Marcos repite íntegramente y sin rodeos las palabras críticas de Jesús sobre los ricos, y por otra parte critica cualquier postura que partiendo de ahí pretenda para uno mismo la seguridad y la certeza de la salvación, atribuyendo a los ricos una condenación segura. Marcos remite entonces a la situación fundamental del hombre, según la cual hay que esperar todo únicamente de Dios. Como la perícopa se encuentra en el contexto de las palabras que hablan del segui-

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miento, aparece con claridad que las riquezas obstaculizan el se­guimiento de Jesús, pero que el verdadero seguimiento no es un logro ni un mérito, sino obra y regalo de Dios.

5. Se pueden plantear en concreto otras muchas hipótesis rela­tivas a la ética de Marcos, aunque en cada caso resultaría muy pro­blemático descubrir la redacción auténtica. En las perícopas por ejemplo que tratan de la postura ante la ley, resulta muy difícil auscultar el tono genuino de Marcos. Por ejemplo en el capítulo 7, sobre todo el v. 9 se podría reivindicar como de Marcos (cf. la nueva introducción): «abrogáis soberanamente el precepto de Dios para guardar vuestra tradición». Con la palabra más fuerte «anular, declarar inválido» (en lugar de «abandonar» del v. 8), Marcos recal­ca la no aceptación de los preceptos cultuales. Las autoridades ju­días derogan con su «tradición humana» el mandato de Dios (cf. también el y. 13). Sin embargo, por lo que se refiere a Marcos, resulta problemático hablar de un enfrentamiento de Jesús con la ley mosaica (así S. Schulz, Stunde, 147). El rechazo de la tradición tiene lugar precisamente en virtud del mandato de Dios. Por otra parte el decálogo se cita, sin ninguna reserva, como algo obligatorio (Me 10, 19).

Lo que no está claro es cómo Marcos concibe el resumen de la ley en el doble mandamiento del amor (12, 28ss). Muchos autores opinan que, según Marcos, la perícopa, dentro del contexto, únicamente intenta dar testimonio de que Jesús es el mejor intérprete del antiguo testamento (cf. J. T. Sanders, Ethics, 32, y BR 1962, 20). Lo que resulta asimismo cuestionable es si en la comunidad de Marcos «se sigue reconociendo sólo la obligación del amor a Dios y la de la solidaridad humana» (así S. Schulz, 148), por lo menos si se mantiene el «sólo». Hay que admitir de todos modos que Marcos se ocupa mucho de la solidaridad humana.

II. EL CAMINO DE LA «JUSTICIA MEJOR» EN MATEO

Bibliografía: Cf. además de la bibliografía sobre el sermón de la montaña del capítulo I: G. Barth, Das Gesetzverstándnis des Evangelisten Mattháus, en Überlieferung and Auslegung im Mattháus-Evangelium (WMANT 1), 51968, 54-154; I. Broer, Freiheit vom Gesetz un Radikalisierung des Gesetzes (SBS 98), 1980; R. Hummel, Die Auseinandersetzung zwischen Kirche und Judentum im Mattháusevangelium (BEvTh 33), 1963; A. Kretzer, Die Herrschaft der Himmel und die Sóhne des Reiches (SBM 10), 1971; H. Simonsen, Die Auffassung vom Gesetz im Mattháusevangelium, SNTU 2, 1976, 44-67; G. Strecker, Der Weg der Gerechtigkeit (FRLANT 82), '1971; Id., Glaube, 36-45; R. Thysman, Com-

Principales acentos éticos en los sinópticos 175

munauté et directives éthiques. La catéchése de Matthieu, Gembloux 1974; J. Zumstein, La condition du croyant dans l'évangñe selon Matthieu, Fribourg 1977; R. Mohrlang, Matthew and Paul. A Comparison of Ethical Perspectives (SNTS 48), 1984.

Para Mateo la temática ética es mucho más esencial que para Mar­cos, pues para él la vida cristiana consiste fundamentalmente en el cumplimiento del postulado de la «justicia mejor» que Jesús plantea con su autoridad. La tendencia capital y motriz de Mateo es en gran medida parenética (A. Kretzer, 303). De la misma manera que Mateo ve el conjunto de la obra y de la doctrina de Jesús en la continuidad con el antiguo testamento, y el acontecimiento de Cristo lo considera como el cumplimiento de las promesas, la tora es también para él el lazo de unión entre Israel y la Iglesia. Por esta razón, la correcta exé-gesis de la tora se convierte en el problema central, sobre todo en la confrontación con el judaismo. Precisamente la instrucción en la vo­luntad de Dios hecha por Jesús —resumida por Mateo hasta cierto punto a modo de un auténtico catecismo (cf. 6, lss)— se vuelve a po­ner en vigencia explícitamente en el período pascual, como lo de­muestra la alusión retrospectiva a su actividad en la tierra y sobre todo el «mandato» de Jesús dado por el Resucitado dentro de la obli­gación de misionar: «enseñad a observar todo cuanto yo os he man­dado» (28, 20). Esto demuestra claramente el esfuerzo de Mateo por presentar «un programa de la ética cristiana para la Iglesia de todas las épocas» (M. Dibelius, Bergpredígt, 93).

la) Para la ética de Mateo es fundamental la vinculación con la persona y con la obra de Jesús. Ciertamente el Jesús de Mateo no sólo es el intérprete del nuevo testamento que llama a una «justicia mejor» (5, 20), sino también el que con su palabra y con sus obras cumple esa justicia (3, 15). El es el «Emmanuel» (1, 23; cf. también 28, 20), el humilde (21, 5) y el obediente que voluntariamente carga con su pasión (cf. 26, 2) y muere en lugar de otros (cf. la coletilla a las palabras de la última cena «para perdón de los pecados») y también es el que se pone de parte de los indefensos por medio de sus curaciones y el que, de una manera muy especial, es el Señor (cf. 8, 25; 24, 42, etc.) y el resucitado que promete a los suyos su presencia (18, 20; 28, 20). Pero sobre todo es el maestro autorizado que muestra a los discípulos el camino de la «justicia mejor» (5, 1, etc.) y que, por medio de su seguimiento, les ofrece la posibilidad de hacer la ve untad de Dios que él mismo enseña y vive. Precisa­mente porque se le ha dado, en cuanto resucitado, todo poder en el cielo y en la tierra (28, 18), los testigos de la resurrección deben

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abrirse a la misión universal después de la pascua y deben hacer un llamamiento en orden a conseguir discípulos y gente que le siga (cf. 28, 19; la única diferencia real con respecto al tiempo prepascual estriba en el avance que se nace desde la misión de Israel de 10, 5s.23 hasta la misión de todos los pueblos). Mateo, al hablar de los discípulos, prefiere circunscribirlos al grupo de los doce (cf. 10, 1; 11, 1; 26, 20). Ahora bien, lo típicamente suyo no es precisamente establecer una distancia con respecto al presente y refugiarse en el enfoque histórico, sino la prefiguración de la Iglesia en el grupo de los discípulos (cf. además de 28, 19, también 23, 52 y 27, 57)3 . Ser cristiano quiere decir ser discípulo. Pero la característica por exce­lencia de esta pertenencia al grupo de los discípulos es el segui­miento de Jesús, el hacer la voluntad de Dios y el introducirse dentro de la misión de Jesús (cf. 8, 23; 9, 37ss; 12, 49, etc.). No es pura casualidad que el sermón de la montaña se encuentre al prin­cipio de los cinco primeros discursos.

Ib) Para Mateo, a pesar del aplazamiento de la parusía (cf. 25, Iss; 24, 48), la espera del final goza de una importancia especial, lo cual tiene también una especial aplicación para la Iglesia, que, en cuanto abocada al juicio y como corpus mixtum, cuenta con la cizaña que crece también 'en medio del trigo (13, 31ss.47ss). Por todo ello no es nada sorprendente que precisamente pasajes como el sermón de la montaña tengan una orientación fuertemente esca-tológica. Es verdad que el reino de Dios (a pesar de 12, 28) o el reino de los cielos aparece como una dimensión futura que se tiene que distinguir de la soberanía actual del Hijo hombre (cf. 13, 36ss), pero sigue manteniendo exactamente igual su dinámica (cf. 13, 11.18a y A. Kretzer, 93ss.225ss) y continúa siendo el motivo central de la ética (cf. 5, 8ss; 13, 43; 21 , 43, etc.). Los frutos verdaderos son «frutos del reino de Dios» (21, 43) producidos y propiciados por ese mismo reino o por «los hijos del reino de Dios» (13, 38). De manera especial se pone de relieve continuamente el pensamien­to del premio y del juicio (cf. 5, 46; 6, lss; 7, 21ss; 13, 41ss; 22, l l s s ; 24, 45ss; 25, 14ss), por ejemplo para propiciar la «perseveran­cia hasta el fin» (24, 13)4, la fidelidad (25, 21) y el trabajo con los talentos confiados (25, 16). Pero se insiste sobre todo en estos

3. Cf. U. Luz, Diejünger un Matdiáusevangelium: ZNW 62 (1971) 141-171; de distinta manera G. Strecker, Weg, 191ss.

4. Cf. R. Pesch, Eschatologie und Ethik. Auslegung von Mt. 24, 1-36: BiLe 11 (1970) 223-238.

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pensamientos porque el Hijo del hombre «retribuirá a cada uno según sus obras» (16, 27) y preguntará por la solidaridad con los «hermanos más pequeños» (25, 3lss).

le) Pero no por ello Mateo ha dejado caer en olvido la forma indicativa de presentar la salvación, como ya lo pone de manifiesto la inclusión del sermón de la montaña dentro de la biografía de Jesús (cf. 4, 12ss.23ss y 8-9) y su colocación dentro del contexto de la historia de la salvación (cf. 4, 15s, etc.; cf. además la alusión al bautismo en 28, 19, que según Mateo también servirá de base a una relación salvífica). Por lo que se refiere a Mateo se puede afirmar que los indicativos también tienen un carácter parenético y que, a su vez, también los imperativos pueden ser una modalidad de gracia (cf. J. Zumstein, 303), razón por la cual Mateo no percibe por ejemplo ninguna contradicción en que el perdón humano sea unas veces un presupuesto del perdón divino (6, 14s) y otras veces sea, por el contrario, su consecuencia (18, 23ss). De todos modos, todo el énfasis de estas mutuas implicaciones entre el indicativo y el im­perativo no reside ciertamente en el consuelo de la salvación, sino en el imperativo y en la parénesis, que de suyo tienen que entender­se ya como un don de Dios. En cualquier caso, Mateo apunta exac­tamente hacia una obediencia concreta, visible y efectiva, que se plasma en el seguimiento y se puede reconocer en las «obras bue­nas» (5, 16) y en los «frutos» (7, 16.20), lo cual hace referencia también a la responsabilidad misionera (5, 13-16).'

2. Aunque el seguimiento no puede quedar en modo alguno reducido a la obediencia a la ley, sino que también lleva consigo tribulación (8, 23ss), capacidad de sufrimiento (10, 17ss), humildad (18, lss), servicio (20, 20ss), obras de misericordia (25, 31ss) y, en general, solidaridad con el destino de Jesús, para Mateo, sin embar­go, se trata de manera inequívoca y preferente de cumplir la ley interpretada autorizadamente por Jesús. En 5, 17 se dice programá­ticamente que Jesús no ha venido para abrogar la ley o los profetas sino para darle cumplimiento.

Como el versículo presenta numerosas peculiaridades de la terminología de Mateo, se suele considerar con razón como la introducción mateana al pasaje central del sermón de la montaña que viene a continuación (cf. «no penséis» y

5. Cf. sobre esto Ch. Burchard, Versuch, das Thema der Bergpredigt zu fínden, en FS H. Conzelmann, 1975, 409-432, sobre todo p. 420.

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además 10, 34; «ley o profetas» y también 7, 12 y 22, 14; «cumplir» aparece en Mateo 16 veces; cf. E. Schweizer, ThLZ 77 [1952] 479s; W. Trilling, 165ss; R. Thysman, 36ss). Es ciertamente poco probable que Mateo quiera con ello afirmar la absoluta e ilimitada vigencia de la ley hasta en el tilde de la «i», tal como parece decir el v. 18 que viene inmediatamente después. Mateo, en el v. 18, no pudo referirse a la autoridad y a la vigencia indefinida de la letra o de parte de la letra, según se deduce de la limitación de la ley a este eón (cf. H. Simonsen, 51) y de sus demás reservas en relación con la ley cultual y cere­monial. Algo parecido se puede aplicar también al v. 19 de acuerdo con el cual incluso el que descuida alguno de los preceptos mínimos, no llega a ser excomul­gado, pero se tiene que contentar con el peor puesto en el reino de los cielos. Ahora bien, el mismo Mateo también se ve afectado por este juicio desde el momento en que distingue de facto entre preceptos morales y cultuales. En este caso, únicamente ha podido hacer suyo el punto de vista rigorista del judeo-cris-tianismo estrictamente observante de la ley —del que son tributarios los v. 18 y 19, cf. supra p. 155— a través de una reinterpretación.

Ciertamente Mateo protesta enérgicamente contra cualquier tipo de relativización o de anulación de la ley (cf. la modificación de la tradición Q de Le 16, 16a), pero para él «cumplir» la ley no significa primariamente instaurarla o completarla, sino que significa precisamente darle cumplimiento con los hechos, realizarla y llevar­la a cabo, lo cual se aplica antes que nada al mismo Jesús (cf. 3, 15 y las citas que invitan a la reflexión6). Y esto lleva consigo, ante todo, la tarea de destacar su verdadera importancia con autoridad, y de perfeccionarla por medio de una exégesis correcta. Mateo apunta primariamente a una interpretación diferente de la ley, por supuesto contraria a todas las formas cristianas de antinomismo y de independencia legal (cf. 7, 21ss y 13, 41) y sobre todo contraria a las interpretaciones erróneas judeo-farisaicas a cargo de los «con­ductores de ciegos» (15, 14; cf. 23, 24). Las antítesis que siguen en los v. 21-48 demuestran que el v. 17 dirige su atención no tanto al cumplimiento fáctico cuanto a una exégesis correcta llevada a cabo por Jesús (cf. G. Barth, 62ss.l38).

a) Sobre todo 5, 20 permite descubrir este doble planteamien­to: la justicia tiene que ser mejor que la de los escribas y fariseos y debe superarla. El «más» que se exige es en este caso primordial-mente la realización fáctica de la justicia (cf. también el v. 19), así como la superación de la «hipocresía» (cf. 6, lss y 23, 25ss) o de la discrepancia entre el hablar y el hacer (cf. 7, 21ss y 23, 3s).

6. Cf. además U. Luz, Die Erfüllung des Gesetzes bei Mattháus: ZThK 75 (1978) 398-435, sobre todo 413ss; G. Strecker, Weg, 147.149.

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La «justicia» del v. 20 es, por tanto, la justicia practicada en los hechos y con los hechos y que está de acuerdo con la voluntad de Dios o, con otras palabras, la conducta práctica adecuada. Sólo en ese sentido se puede hablar de la justicia, cuantitativamente y según su intensidad, o en el sentido comparativo de superación («mejor»). El que se queda atrás en la práctica de la justicia no es que consiga un puesto modesto en el reino de Dios, como los falsos maestros del v. 19, sino que ni siquiera llega a entrar. La crítica de la «hipo­cresía» lleva también implícita, para Mateo, la crítica de la ostenta­ción piadosa. Por eso ataca Mateo, sobre todo en el cap. 6, cual­quier tipo de espectacularidad ostentosa de la piedad, como el «to­que de trompeta» al hacer caridad o al entregar limosnas, el ayuno convertido en espectáculo, o la oración coram publico en las sina­gogas y en la calle (cf. también 23, 5s). El «más» de la justicia consiste, de acuerdo con esto, en la discreción de la piedad y del amor con respecto a uno mismo y con respecto a los demás, lo cual no debe desembocar, como es lógico, en una práctica de la piedad puramente interior, sino en la ausencia de pretensiones bastardas y de autocomplacencia.

b) Tan importante como la crítica de las mascaradas y de las demostraciones religiosas —en este punto, Mateo apunta sobre todo al fariseísmo de su propia época, caracterizado por él de forma unilateral (cf. R. Hummel, 25; el cuadro presenta todavía menos matices en Mt 23)— es también el aviso correspondiente que se fija en la esfera interna, es decir, el quiebro contra el Üuminismo cristia­no, sobre todo de los carismáticos y de los que dicen Señor, Señor. Por eso, en 7, 19, recoge una frase de la predicación del Bautista de 3, 10 y la emplea ahora contra los cristianos: el árbol sin fruto será arrancado y echado al fuego. Cuando se habla de las impreca­ciones de «Señor, Señor» (7, 21) no se debe pensar en meros ejerci­cios cultuales de piedad. A diferencia de Lucas, este tipo de gente hace referencia a actuaciones carismáticas (profecía, exorcismo y milagros según el v. 22), cosa que no se rechaza de una manera absoluta (cf. por ejemplo la recomendación de hacer milagros en 10, 8 y la importancia de la profecía de 5, 12; 10, 41 y 23, 34). Pero según la concepción de Mateo, el hacer la voluntad de Dios con justicia y con amor es también una obra carismática de acuerdo con la voluntad divina y asimismo un criterio de la verdadera profecía.

c) El contraste auténtico con el cumplimiento de la voluntad de Dios, no es, por supuesto, el obrar carismáticamente, sino el limitarse sólo a escuchar, como lo demuestra sobre todo el final

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del sermón de la montaña. Para Mateo, la obediencia y el cumpli­miento son las condiciones decisivas para salir bien parado en el juicio. El invitado que no tiene «vestido de boda» y que por tanto no acredita su vocación con la «justicia mejor» es condenado en el juicio (22, 11-14). Al pueblo que no presenta frutos se le quitará el reino de Dios y se le dará a aquellos que producen «frutos del reino de Dios» (21, 43; Cf. W. Trilling, 58ss). Por eso, a Mateo le interesa más la relación que hay entre escuchar y hacer que entre escuchar y entender. Por importante que sea el entender como pre­supuesto para actuar responsablemente (la desaparición de la in­comprensión de los discípulos en Me 6, 52; 8, 17, etc., o de manera positiva en Mt 13, 51), al escuchar y al entender tiene que seguir el producir frutos (13, 23). Precisamente en el sermón de la montaña no se trata de ideas o de estados de ánimo sino de realizaciones prácticas. Los discípulos son «sal de la tierra» y «luz del mundo» justamente al hacer obras buenas (5, 13-16). Pero la pauta y el punto de referencia de esta manera de obrar son, según 7, 24-26 y 28, 20, las palabras de Jesús, juntamente con su conducta, que como es lógico concuerdan mutuamente (cf. por ejemplo 5, 4 con 11, 29 ó 5, 39 con 26, 52 y 6, 10 con 26, 42s). Con lo cual se vuelve a plantear la cuestión de cómo se compagina este punto de referen­cia con la ley y, sobre todo, con la exégesis judía de la ley.

d) Como ya se indicó antes, el «más» de 5, 20 se refiere no solamente al hecho de que la comunidad haga lo que el fariseísmo se limita a enseñar, sino que se refiere también a la misma doctrina. El «más» implica, por tanto, una corrección mesiánica de la exége­sis judía de la ley llevada a cabo por los escribas y fariseos (sobre su distinción de los saduceos, cf. 16, 12). Evidentemente que tiene que hacerse la voluntad de Dios, pase lo que pase, pero el precepto de la voluntad de Dios no se identifica sin más, ni para Jesús ni para Mateo, a pesar de 23, 3, con la halajá enseñada por el fariseís­mo. Esto se puede apreciar en la gran, estima en que se tiene la doctrina (cf. además de 5, 19, también 5, 2; 7, 29; 18, 20), y en sus diferencias con la doctrina de los fariseos de 16, 12 (cf. también 15, 12-14), pero sobre todo aparece claramente en la serie de las de­nominadas antítesis de 5, 21-48 (cf. supra, p. 85ss). La frase de Jesús «pero yo os digo» representa, para Mateo, la disconformidad del Mesías con una interpretación errónea de la ley del Sinaí, pero no con la misma ley. Mateo, de hecho, tampoco encubre que la objeción de Jesús va justamente más allá del tenor literal de la ley (cf. la 3.a, 5.a y 6.a antítesis ó 19, 8). No obstante, Mateo no entiende esto en el sentido de una derogación, sino en el de una

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reinterpretación en profundidad, que pone de manifiesto la verda­dera intención de la ley.

Cf. Ch. Dietzfelbinger, Die Antithesen der Bergpiedigt im Verstándnis des Mattháus: ZNW 70 (1979) 1-15; R. Thysman, 35ss. Esta derogación aparece, por lo demás, en Mateo, un tanto debilitada. Esto se puede incluso observar en los casos en que ni siquiera se trata de una derogación, sino de una radicaliza-ción de la ley llevada a cabo por Jesús. Es preciso recordar la reinterpretación de la primera antítesis, donde junto a la cólera aparece toda una escala de insul­tos (cf. supra, 154). Mateo entendería esto, por supuesto, en el sentido de una concreción. Además completó la exhortación en sentido positivo mediante la obligación de la reconciliación (cf. 18, 21s). De manera similar, en la cuarta antítesis parece que también se tolera una forma mitigada de juramento o un sustitutivo de juramento (cf. supra, 154), aunque se continúa prohibiendo el juramento formal. En ambos casos no es ciertamente seguro si la modificación se remonta a Mateo o a su tradición. La interpolación de «fornicación» (proba­blemente la infidelidad matrimonial de la mujer), como motivo de divorcio en 5, 32, corre más bien por cuenta del mismo evangelista, como lo insinúa la misma concesión de 19, 9 (aunque con otras palabras). De todos modos, no por eso se concede de manera generalizada el divorcio, sino que se restringe al caso del matrimonio roto por el adulterio de la mujer. Así como con todo esto se rechaza una parte de ia exégesis judía de ¡a ley, ¡a verdad es que, por otra parte, también se vuelve a producir, consciente o inconscientemente, una aproxima­ción a la misma. Evidentemente cabe preguntar si el término «acomodación» sería la categoría adecuada (cf. R. Thysman, 55: «une concession pastorale»), pero también es cuestionable el que, efectivamente, todas las antítesis intenten concretar el precepto del amor (así Ch. Dietzfelbinger, ZNW [1979] 14). Lo que ciertamente hacen, es desarrollar, según la concepción de Mateo, el sentido y la finalidad de la tora, que encuentra su punto culminante en el precepto del amor.

4. El verdadero criterio de la interpretación adecuada de la ley es para Mateo, al igual que para Jesús, el precepto del amor. Por esta razón, la enumeración de los preceptos singulares del decá­logo, recogida de Marcos, la lleva Mateo a su punto culminante en el precepto del amor (19, 19) y hace que la antítesis sexta constituya el remate final de toda la serie de antítesis. Es verdad que la ausen­cia de la ley da lugar al enfriamiento de la caridad (24, 12), pero a su vez la perfección no se alcanza a través de la ley sino a través de la caridad. En Mateo 5, 48, a propósito del mandamiento del amor al enemigo, éste recoge el concepto de la correlación, pero lo modi­fica desde el punto de vista del contenido, pues mientras que en Lucas —lo cual es indudablemente originario— tiene que haber una correspondencia con la misericordia del Padre (Le 6, 36), Ma­teo por el contrario dice: «sed perfectos, como vuestro Padre celes­tial es perfecto» (también en 19, 21 se introdujo como fruto de una

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observación posterior el concepto de «perfecto» en la perícopa del joven rico). El concepto de perfección ha sido muy distorsionado, pero no se interpreta de una manera pietista y perfeccionista en el sentido de un cumplimiento minucioso de la ley (cf. la importancia de la humildad y de la pequenez para los discípulos en 11, 25ss; 18, 3s), ni tampoco en el sentido de una moral elitista de rango supe­rior. Hay que interpretarlo más bien, en el sentido del tamin y del schalim hebreos, como «sano, entero, sin doblez» o algo similar, y es preciso relacionarlo con todas las enseñanzas de Jesús, o si no —y esto se insinúa a continuación de la última antítesis— con la perfección en un sentido intensivo o extensivo (cf. G. Delling, ThW VIII, 74s).

Otros muchos datos confirman asimismo que Mateo considera el precepto del amor como el criterio auténtico de la interpretación de la ley. Así es como aparece claramente al final de la serie de antítesis, ya que en 7, 12 se vuelve a destacar la regla de oro como resumen y quintaesencia de la «ley y de los profetas». Para Mateo, no se trata sólo de una norma de prudencia o de un principio utilitatio (cf. supra, 102), sino que es, por decirlo así, el comentario al «como a ti mismo» de 22, 39, y sobre todo representa el compen­dio de la ley y de los profetas que de esta forma quedan una vez más resumidos. En definitiva, Mateo comenta la tradición del doble mandamiento del amor de acuerdo con su mentalidad. Mientras que Marcos declara que el mandamiento del amor es el «segundo» mandamiento después del mandamiento del amor a Dios (Me 12, 31), en Mateo se dice que es semejante al más grande y primero (22, 38). Mateo acentúa por tanto, explícitamente, la semejanza de rango del amor a Dios y del amor al prójimo. Además, vuelve a añadir la frase de que de estos dos preceptos penden toda la ley y los profetas (22, 40), es decir, que aquí coinciden la ley y los profe­tas (cf. G. Barth, 70ss).

Aunque Mateo insistía con firmeza en el mandato del amor al enemigo (Mt 5, 43ss), en realidad al precepto del amor le atribuía sobre todo una gran relevancia intracomunitaria y le daba una gran importancia como componente del ordenamiento eclesial. En esta línea, acentúa en Mt 18, con gran fuerza, la responsabilidad de la comunidad con respecto a los hermanos descarriados (18, 12-14). A su vez, en el matizado proceso disciplinar de la Iglesia, a pesar de la ultima ratio de una exclusión de la comunidad (18, 17), hace que todo se reduzca a una ilimitada predisposición para el perdón (18, 22).

Mateo concibe el mandato del amor, primordialmente, como una instancia crítica, por ejemplo contra los preceptos que se

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refieren al culto ritual. Esto lo da a entender al intercalar dos veces, en el relato que transmite, el precepto de Os 6, 6, que para él reviste, por lo visto, una especial importancia: «misericordia quiero y no sacrificios» (9, 13; 12, 7).

5. Esta cita está, las dos veces, en función de la polémica con la legalidad ceremonial. En 9, 13 se cita a Os 6, 6 para apoyar y legitimar la participación en la misma mesa con los publícanos y pecadores, actitud de la que desconfiaban los fariseos ya que hacía caso omiso de los preceptos judíos relativos a la purificación. Con­cuerda con esto 21, 14, donde Jesús cura, dentro del mismo templo, a ciegos y a tullidos, a los cuales, según 2 Sam 5, 8 (algo parecido pasaba en Qumram), les estaba prohibida la entrada en la casa de Dios. En 12, 7, la cita de Oseas se halla dentro del marco de la perícopa en que los discípulos arrancan espigas en sábado. Como Mateo introduce expresamente, en el texto de Marcos, una alusión al hambre de los discípulos (12, 1), la transgresión del precepto del sábado se tolera por necesidades humanitarias (cf. también 12, 12). El precepto del amor está por encima del sábado y a este respecto 24, 20 es probablemente un testimonio de que la comunidad de Mateo guarda, en general, el sábado. Por lo demás, tampoco se puede observar ninguna postura crítica fundamental con respecto a la ley del culto.

Por lo tanto, según 5, 23 s, la obligación de reconciliarse es de rango superior a la obligación cultual, sin que en principio llegue a dispensarla. Si se toma en consideración la interpretación partiendo de la intención de Mateo, se deduce que también aquí todo se concentra en el principio de selección y de interpretación crítica del amor. Dios no quiere ningún sacrificio de aquel que no tiene amor. Por esta razón también afectan a los escribas y fariseos las lamentaciones de 23, 23: «Ay de vosotros... hipócritas, que diezmáis la menta, el anís y el comino, y dejáis lo más grave de la ley: la justicia, la misericordia y la lealtad». Lo más grave no es lo más dificultoso de cumplir, sino justamente lo más grave objetivamente. También hay que prestar atención aquí al comparativo. La solidari­dad precede a lo cultual, pero se añade expresamente: «habría que hacer esto, pero sin omitir aquello» (v. 24).

Prescindiendo de estos casos conflictivos, Mateo deja entrever claramente una postura conservadora con respecto al culto del templo y al culto sacrificial (cf. H. Simonsen 58.60, etc.; R. Hummel, 76ss; no así G. Strecker, Weg, 32s.l35). Ciertamente que en relación con el judaismo el templo fue desplazado de su ubicación prioritaria y que la destrucción de Jerusalén y del templo se

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interpretaban probablemente como castigo por haber rechazado a los profetas y por la crucifixión de Jesús (cf. 27, 24s.51; 22, 7; el anuncio de la destrucción del templo de 24, 2 no en vano está en relación directa con el discurso a los fariseos del cap. 23, especialmente con 23, 38). Pero esto no cambia el que Mateo jamás considerara ai templo y a su culto de manera espiritualista, indiferente, ascética o racionalista. Se pone en segundo plano en función de otra cosa más grande (cf. 12, 6: «aquí hay algo más grande que el templo»), lo que constituye exacta­mente una superación pero no una desacreditación.

6a) Se ha afirmado con frecuencia que Mateo ha considerado a Jesús como portador de una nova lex. Esto no se refiere, por supuesto, a la promulgación de una nueva ley, por más que estuvie­ra en consonancia o en contradicción con la legislación mosaica. En Mateo se destaca con tal énfasis la identidad con la ley de Moi­sés que el sermón de la montaña no intenta presentar una ley nueva o mejor, sino la ley de Moisés interpretada por el Mesías y plantea­da en su verdadero sentido. La misma tipología mosaica, presente en los relatos de la infancia, así como el monte de 5, 1, que recuerda al Sinaí, dan a entender que Jesús recoge e interpreta perfectmente a Moisés.

Cf. G. Barth, 143ss. La cuestión que se plantea a propósito de Jesús o tam­bién de Pablo es, por supuesto, si aquello que Mateo proclama con vehemencia frente a cualquier liberación de la ley no es, a su vez, obligatorio legalmente y si amenaza con desnaturalizar el mensaje de Jesús. Por muy justificadas que estén las antítesis contra las tendencias antinomistas-libertinas y la insistencia en las obras, el problema estriba en que las mismas obras se pueden disfrazar de piel de cordero y entonces ya no son transparentes por sí mismas. En concreto Pablo captó esto de una manera más lúcida. Por consiguiente, no hay por qué definir a Mateo como pionero del catolicismo primitivo (así S. Schulz, 191). Hay que aferrarse, por supuesto, de manera más consecuente de lo que él mismo hizo, a que el amor es el criterio esencial y de rango más elevado que todos los demás, para no permitir que se produzca una caída en la legalidad por lo que respecta al contenido de las obligaciones.

6b) P e r o t a m b i é n es c ie r to q u e n o se d e b e i n t e rp r e t a r s imple­m e n t e a M a t e o c o m o si p rop i c i a r a u n a p i e d a d d e ob ra s , cosa q u e se seña ló al p r inc ip io y q u e t a m b i é n se conf i rma en los m a c a r i s m o s y quizá t a m b i é n en 7, 7-12.

Sobre los macarismos, cf. N. Walter, Die Bearbeitung der Seligpreisungen durch Mattháus: StEv IV (TU 102) (1968) 246-258; H. Frankemólie, DieMaka-rismen (Mt 5, 1-12; Le 6, 20-23): BZ 15 (1971) 52-75; G. Strecker, Die Makaris-men der Bergpredigt: NTS 17 (1970/71) 255-275; R. A. Guelich, The Matthean Beatitudes: JBL 95 (1976) 415-434. W- Grundmann suponía en su comentario que 7, 7-12 tiene un carácter de recapitulación y que hay que relacionarlo con

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todo lo que precede. En ese caso, el párrafo tendría el sentido siguiente: «lo que Jesús descubre en el sermón de la montaña como la voluntad del Padre, sólo se puede cumplir si se pide. Con lo cual quedaría claro que "la justicia mejor" es, en último término, un don de Dios que se concede a los que lo piden» (ThHK, ibid.).

En cualquier caso, no se puede hablar de una «etización» gene­ral del evangelio. Se puede incluso cuestionar si los macarismos de 5, 3ss ilustran la primera y la segunda tabla del decálogo o el doble precepto del amor (N. Walter). Los macarismos, en mi opinión, no cumplen simplemente la función de «condiciones de ingreso» o de «lista escatológica de virtudes», sino que sirven también de recorda­torio consolador y estimulante de la promesa (Ch. Burchard, o.c. [nota 5] , 418), aun cuando Mateo añada matices éticos y por eso vayan estrechamente emparejados el consuelo y la exigencia, llegan-' do a predominar la exigencia ética.

Precisamente las adiciones de Mateo a la tradición de los ma­carismos son muy significativas, y suponen una dificultad a la hora de hablar de un puro elenco de virtudes. El primer macarismo alu­de en 5, 3 a los pobres («de espíritu») en sentido espiritual (no a los pobres voluntariamente en sentido material), que se presentan ante Dios como mendigos y dejan que él llene sus manos vacías (cf. Is 61 , ls ; 51, 15). Esto responde a la designación de los dis­cípulos como los «pequeños», es decir, los humildes, los débiles e indefensos (cf. su llamada «Señor, ayúdanos» de 8, 25 y 14, 30), y está en consonancia con el llamamiento a convertirse en niños, en el sentido de ser menesteroso. También la tercera bienaventu­ranza alude a los humildes y a los agobiados que dependen de Dios (cf. G. Barth, 115s).

6c) La segunda apostilla («y tienen sed de justicia») del v. 6 no enfoca, en mi opinión, la probidad ética o una cualidad moral, sino que tiene como destinatarios a los que actúan movidos por la sed de la justicia divina, sed que no se apagará hasta el ésjaton. Esta sed no es, por supuesto, una cuestión platónica. Esta sed se apodera y domina a toda la persona aquí y ahora, y hace que bus­que la justicia de Dios, pero colaborando, al mismo tiempo, con ella. En cualquier caso, la justicia es aquí también un don y no ex­clusivamente una exigencia y un logro.

Cf. M. J. Fiedler, «Gerecbtigkeit» im Mattháus-Evangelium, en Theol. Ver-suche VIII, 1977, 63-75, que hace referencia sobre todo al doble significado veterotestamentario de la justicia en el sentido de «salvación» y de «conduc­ta adecuada» (cf. también P. Stuhlmacher, Gerechúgkek Gottes bei Paulus

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[FRLANT 87], 1965, 189s). Ciertamente en 5, 20 y en 6, 1, la justicia con el genitivo «vuestra» queda definida como la de los discípulos, pero en virtud del 6, 33 («buscad, pues, primero su reino y su justicia») es seguro que la justicia no sólo se concibe como la justicia de los hombres sino también como la justicia de Dios, pues «su» se refiere ahí al Padre, mencionado en el v. 32. Evidentemente tiene una gran importancia la interpretación más concreta de esta correlación entre reino y justicia. G. Strecker se llega a plantear la importancia que pueda tener, incluso para entender la justicia, el paralelismo que existe entre justicia y reino o reinado, ya que el reinado de Dios representa para el mismo Mateo una dimensión ya preexistente y no algo que se provoca. Lo interpreta, sin embargo, en analogía con Sant 1, 20, en el sentido de que la justicia es, también en este caso, una cualidad humana que se realiza a través de la actividad humana. El reino es una dimensión futura, mientras que la justicia es una dimensión presen­te y viene a ser como la condición (justicia) con respecto a la consecuencia (reino), o también algo así como el camino (cf. infra, p. 196s). Ahora bien, el orden de sucesión con que aparecen en 6, 33 sugeriría más bien lo contrario, es decir, que el estar orientado hacia el reino de Dios tendría como consecuencia el ir en busca de la justicia. Aunque la cuestión es, en definitiva, si cabe interpre­tar el paralelismo en el sentido de una relación de causa-efecto.

También 5, 6 aboga, en mi opinión, en contra de esta interpretación. Hay que dar la razón a G. Bornkamm en que los destinatarios de la cuarta bienaven­turanza son aquellos que no pueden vivir sin la justicia. Ahora bien, Dios es el único que les puede conceder esta justicia y el único que puede implantarla en el mundo (Jesús, 81; cf. M. J. Fiedler, 66; A. Kretzer, 269s). Pero como la justi­cia en Mateo se refiere indudablemente también si la conducta de los discípulos que se ajusta a la voluntad de Dios, será mejor afirmar con G. Eichholz que se llaman bienaventurados a aquellos que tienen hambre y sed de que se realice el reino de Dios en esta tierra y más allá de esta tierra y que sacan de esto sus consecuencias {Bergpredigt, 44; de manera similar E. Kásemann, Los comienzos de la teología cristiana, en Id., Ensayos exegéticos, Salamanca 1978, 191-216).

I I I . LA VIDA CRISTIANA SEGÚN LUCAS

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la) Lucas, según la declaración programática de su prólogo en 1, 1-4, in­tenta ofrecer de manera exhaustiva y con una gran minuciosidad lo que debería ser una base sólida de la doctrina y tradición eclesiásticas. Debido a la creciente lejanía de los hechos iniciales que dieron lugar al cristianismo, intenta transmitir una seguridad apelando a las tradiciones fundamentales de Jesús. En este sentido salta a la vista la tendencia existente de dar una garantía histórica a la fe y a la vida cristiana, buscando apoyo en los eslabones de la tradición. Lucas plantea aquí su esquema de la historia de la salvación, según el cual la obra de Dios se manifiesta en la historia. Es decir, que no solamente aparece en conexión con la historia universal, con objeto de poner en claro que todos los acontecimientos se desarrollaron dentro del marco de la historia real, sino que lo que Lucas intenta primordialmente es hacer una exposición del plan salvífico divino y crear un amplio horizonte de la historia de la salvación. Pero no es tan seguro que Lucas quiera describir la época de Jesús como una época salvífica ya pasada, o que incluso enfoque los primeros tiempos de la Iglesia como una época ya cerrada.

Según H. Conzelmann, lo que sucede es que Lucas quiere deslindar del tiempo presente la imagen de la Iglesia primitiva, y este distanciamiento también tiene consecuencias para la ética, pues, por ejemplo, los resúmenes del estilo de vida de los Hechos de los apóstoles no constituyen ningún ideal para el presente (7; de manera parecida J. T. Sanders, BR [1969] 25). Por otra parte, H. Conzel­mann ha vuelto a mitigar esto mismo cuando expone que Lucas distingue entre aquellas instrucciones del Señor que sólo estaban destinadas para la situación de aquel tiempo, como el discurso del envío, y los consejos de validez permanente, como por ejemplo el sermón de la montaña (5) o las amonestaciones «atempora-les» de Le 3, 10-14 (93). Estas diferencias condicionadas por el tiempo transcu­rrido y que también se encuentran en Marcos (cf. Me 2, 19s), tampoco se pue­den pasar por alto en Lucas (cf. la evolución que se aprecia desde la misión a los judíos hasta la misión a los gentiles, o desde la observancia de la ley en los relatos previos hasta la liberación parcial de la ley, según Hech 15), pero en conjunto constituyen más bien excepciones. La hipótesis de L. Schottroff -W. Stegemann de que Jesús se dirige en Le 6, 20b-26 a los discípulos y que por el contrario en los v. 27ss se dirige a los «oyentes», apenas es sostenible. El sermón de la montaña está destinado, según Lucas, a la «gran multitud de los discípulos» (v. 17; cf. v. 20) y no a los doce, es decir, a todos los cristianos, y el nuevo inicio del v. 27 no se refiere a otros oyentes diferentes, sino que está motivado por las imprecaciones intercaladas contra los ricos. Tampoco Lucas muestra un interés especial en el cap. 12 por establecer unas marcadas diferen­cias entre los diversos grupos de destinatarios.

Incluso la vida de Jesús es una prefiguración del camino de la Iglesia. Lucas da una extraordinaria importancia a la continuidad de la época de Jesús, tal como se desprende, por ejemplo, de que no sólo Jesús (Le 4, 43; 8, 1; 9, 11; 16, 16) sino también los discípulos anuncian el reino, tanto antes (Le 9, 2.60) como después de pascua (Hech 8, 12; 19, 8; 20, 25; 28, 23.31). Y justamente este reino de Dios es también para Lucas un tema central de la ética (cf. Le 18, 29 frente a Me 10, 29), aun cuando entienda por reino algo distinto que Jesús. Sobre todo la «conversión» o la «penitencia», tan frecuentes en Lucas, son la misma cosa antes (Le 5, 32; 15, 7, etc.) y después de pascua (Le 24, 47; Hech 2, 38; 3, 19; 11, 18; 17, 30, etc.), y lo mismo sucede con sus «frutos» (Le 3, 8) u «obras» (Hech 26, 20).

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Ib) Parece, pues, fundamental para Lucas, aun recordando y considerando el paso del tiempo y la falta de continuidad con res­pecto a los inicios, la conciencia de la continuidad y esto significa al mismo tiempo la conciencia de la necesidad de actualizar estos inicios en el presente, porque la acción de Dios continúa también en el momento actual de la Iglesia. Así como Jesús es conducido por el Espíritu (Le 4, lss), esto mismo sucede también con la Iglesia (Hech 8, 29.39; 10, 19; 11, 12.28, etc.). Precisamente la predicación del reino de Dios antes y después de pascua hace que en la época de la Iglesia no se tenga que desplazar este reino de Dios trasladán­dolo a la lejanía sino que haya que acercarlo al presente (cf. Le 10, 9), con lo cual no es que se sacrifique su aspecto de futuro (cf. Le 19, 11), sino que ante todo queda identificado con «lo tocante al Señor Jesucristo» (Hech 28, 31). En la predicación está presente el reino y, por tanto, el mismo Jesús (Le 10, 16). En resumen: el camino de la historia de la salvación, que está configurado en la actividad del Jesús terreno, se repite en la experiencia de la Iglesia de forma tal que la Iglesia únicamente es Iglesia si crea un espacio para Jesús y para el reino de Dios y también para su ética. También la cristología ejemplar o la ética ejemplar lucanas (cf. Le 22, 27 ó la pasión concebida como paradigma de un ars moriendi cristiano) parten del hecho de que existe una analogía entre la época de Jesús y la época de la Iglesia. Tanto la época de Jesús como la época de la Iglesia son épocas de salvación, y dan lugar a una historia de promesas cumplidas (cf. también el prólogo o Le 4, 21). Precisa­mente en la buena nueva de Jesús destinada a los pecadores y a los pobres, Lucas sólo pone de relieve la sola gratia1 y, a pesar de las dosis de moralización, ha conservado ejemplos suficientes de que la misericordia divina mueve para que se realice un servicio perenne en santidad y en justicia (Le 1, 72.74) y estimula a la propia miseri­cordia (Le 6, 36), teniendo en cuenta que el cambio de vida es también un presupuesto o una parte integrante de la salvación (cf. Le 19, 8 con 19, 9 ó Le 7, 47a; Hech 3, 26).

2 a) Para Lucas, el problema de la ética se plantea como espe­cialmente acuciante a la vista del aplazamiento de la parusía, aplaza­miento que, según algunos exegetas, le ha llevado, por lo visto, incluso a una decidida desescatologización. La espera inmediata en su forma originaria quedó, sin duda, en el olvido, por lo que se

7. Cf. por ejemplo W. Klaiber, Eme lukanische Fassung des «sola gratia». Beo-bachtungen zu Lk. 1, 5-56, en ES E. Kásemann, 1976, 211-228, en especial p. 226.

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refiere a Lucas (Le 19, 11; 2 1 , 18). Entre el presente y el futuro hace su aparición un período de tiempo más o menos largo (cf. Le 19, 12). Esto no significa, sin embargo, un abandono de la espera de la parusía o incluso del futuro, aunque sí conlleva una acentua­ción de la paciencia (cf. 8, 15) y de la actitud vigilante (cf. 12, 35ss; 21 , 36). La cuestión de la fecha responde, efectivamente, a un plan­teamiento incorrecto (Hech 1, 7), pues la hora de la venida del Señor es incierta (Le 12, 35), pero el Hijo del hombre, que volverá cuando menos se espere (Le 17, 20s) y que traerá consigo un vere­dicto definitivo, permite a Lucas, por ejemplo, llamar la atención ante el peligro de perderse en los negocios de la tierra (cf. Le 17, 24ss). Además de esto, en Lucas la espera de la resurrección y del juicio son motivos escatológicos de la conducta cristiana. En la re­surrección se da la recompensa por las invitaciones hechas a los pobres y a los cojos, a los tullidos y a los ciegos (Le 14, 14) y, según Hech 24, 15s. la esperanza de la resurrección es para el Pablo que describe Lucas la razón por la que se esfuerza en su manera de proceder, para tener una «conciencia irreprensible delante de Dios y delante de los hombres». El juicio futuro impide el que se juzgue al hermano (Le 6, 37), y en Hech 24, 25 se pone dentro del contex­to de la «justicia y del autodominio».

2b) Para la teología lucana, el predominio de la idea del Espíritu es mucho más típico que la escatología, teniendo en cuenta que el mismo glorificado es el dispensador del Espírtitu (Le 24, 49; Hech 2, 33; cf. E. Schweizer, T h W VI, 403). Junto a la vinculación tradicional entre Espíritu y profecía (Hech 2, 18), Lucas hace al Espíritu respon­sable de las inspiraciones directas que recaen sobre la Iglesia y sobre sus miembros, aunque sin considerarlo como una fuerza básica de la nueva vida dentro de la ética. La intervención conductora del Espíri­tu debe ante todo servir a la realización del plan salvífico divino, lo cual tiene también, por supuesto, a veces, implicaciones éticas.

La superación de la diferencia entre comidas puras e impuras y la admisión de los gentiles dentro de la comunidad, que refiere Hech 10, 19 y 11, 12, se atribuye, de esta forma, a la intervención del Espíritu; en 13,2 sucede lo mismo con la sepa­ración de Bernabé y de Pablo, en 16,6, con la prohibición de predicar en Asia, etc. Esta intervención del Espíritu no excluye para Lucas una mediación humana, sino que la incluye (cf. Hech 5, 3; 21, 4; E. Schweizer, ThW VI, 405A.481). El camino de la Iglesia, considerado globalmente, está ya trazado de antemano en la Escritura (cf. Le 24, 44) y en la providencia divina (cf. Hech 2, 23; 4,28, etc.), aunque esto tiene más validez para el marco general y para las grandes líneas y apenas se aplica a las decisiones éticas. Es decir, que aquí tampoco se da una fundamentación de la ética que sea especial frente a la tradición.

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3a) Pero indudablemente la parénesis tiene, incluso para Lu­cas, una importancia especial. Aunque el sermón de la montaña de Mateo, en comparación con el «discurso de la llanura» de Lucas, tenga un acento más marcadamente parenético, y el discurso de Lucas haya conservado una orientación más marcada de tipo esca-tológico-soteriológico, esto resulta evidentemente de menos trascen­dencia para la ética lucana dado que aquí apenas se puede adivinar la mano de Lucas8. Pero sí es sorprendente lo poco que ha sido desdibujado el carácter escatoiógico y lo escasamente interesado que está Lucas en la ley veterotestamentaria o lo poco que cae en la legalidad. De todos modos, prescindiendo del discurso de la lla­nura, se puede apreciar claramente que la ley, que para Lucas per­tenece a la época de la antigua alianza (cf. Le 16, 16), no desempeña en la ética un papel especial, por lo menos para los cristianos veni­dos de la gentilidad (cf. Hech 15, 10; 21, 24s). Esto no quiere decir, sin embargo, que haya que prescindir, sin más, de la ley como norma ética (Le 16, 17), teniendo en cuenta sobre todo que, según el decreto de los apóstoles, para los cristianos venidos de la gentilidad, tiene también vigencia una serie mínima de exigencias (cf. además de Hech 15, 20 y lo que se dice sobre esto supra, p. 156; también Hech 10, 35)9. Pero en conjunto, la ley no destaca de una manera especial y algunas perícopas, como la de Le 18, 9, ponen de manifiesto que la ley no es suficiente (cf. con respecto al v. 8, Lev 6, lss y O'Hanlon, 16). También se debería hablar cauta­mente de la legalidad, a pesar de algunas incursiones en el terreno moral. No se está aludiendo a la legalidad ni cuando se emplea corrientemente la palabra «pecados» en general (Le 3, 3; 7, 37.39, etc.), ni en el plural «frutos» (Le 3, 8, a diferencia de Mt 3, 8; Lucas también emplea otras veces el singular, como en 3, 9; 6, 43, etc.) ni en las «obras» (Hech 9, 36; 26, 20), ni tampoco cuando se pone el acento en el cambio de la manera de vivir (Le 3, lOss, etc.). El que Lucas hable de «injusticia» (Le 13, 27; cf. también Le 16, 8s; Hech 1, 18, etc.) en lugar de «ilegalidad» (como Mateo), pone de manifiesto que no tiene interés en definir el pecado, etc., desde una perspectiva exclusivamente teológica, sino que lo quiere defi­nir, al mismo tiempo y de una manera más concreta, como una conducta errónea ético-moral (cf. también el uso de «pecar» en Le 15, 18.21 y de «pecador(a)» en Le 7, 39; cf. v. 47; 19, 7s).

8. Cf. H. W. Bartsch, Feldrede und Bergpredigt: ThZ 16 (1960) 5-18 (= en Entmythologisierende Auslegung: ThF 26 [1962] 116-124).

9. Cf. G. Sellin, Lukas ais Gleichmserzahler: ZNW 66 (1975) 19-60, en es­pecial p. 52ss.

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La importante función que cumple la parénesis se confirma también porque se vuelve a plantear continuamente la pregunta típica de Le 3, 10: «¿qué hemos de hacer?» (cf. 10, 25; 16, 3; 18, 18; Hech 2, 37; 16, 30).

3b) Es curioso que en el evangelio de Lucas se encuentren todos los llamados relatos ejemplares de la tradición sinóptica: el buen samaritano, el labrador rico, el rico Epulón y el pobre Lázaro o los relatos sobre fariseos y publícanos (10, 29ss; 12, 16ss; 16, 19ss; 18, 19ss). Como se sabe no se trata aquí de relatos metafóri­cos, sino que los relatos son modelos y ejemplos en orden a seguir una conducta adecuada.

Se ha llegado a afirmar recientemente que los relatos ejemplares eran origina­riamente recursos retóricos y que sólo debido a una falsa interpretación moral del lenguaje metafórico de Jesús se han convertido en indicaciones concretas sobre la manera de actuar (así por ejemplo J. D. Crossan, Parable and Example in the Teaching of Jesús: NTS 18 [1972] 285; en contra, W. G. Kümmel, ThR 43 [1978] 134s,136). No entramos aquí en esta cuestión, pues en ningún caso es el mismo Lucas responsable de esta extrapolación. En cualquier caso, sólo él los ha recogido, dando a entender con ello lo importantes que son para los cristia­nos estas reglas ejemplares, precisamente durante el tiempo intermedio.

La modificación parenética de las parábolas, como la de la pará­bola del banquete, es probablemente obra suya. Lucas dio, en efec­to, en 14, 21, una descripción minuciosa de aquellos a quienes ha­bía que invitar: había que traer a los pobres, a los cojos, a los ciegos y a los tullidos. Esto corresponde exactamente al consejo que se da en 14, 13 cuando se habla de las invitaciones para comer: «cuando organices una comida, invita a los pobres, a los cojos, a los tullidos y a los ciegos». En la vida cotidiana, la concreción del amor tiene que llegar hasta las invitaciones a desayunar o a cenar, y de esta misma forma lo ha entendido sin duda Lucas en la invita­ción que introdujo, de manera adicional, en la parábola.

3 c) Se pueden descubrir más sugerencias de tipo concreto en las exhortaciones a la humildad y en las advertencias contra las ansias de dominio (cf. Le 1, 51s; 18, 9ss; 22, 24ss), o en la acentua­ción del compromiso de vida (cf. Le 14, 26; Hech 15, 26, etc.) o en la tarea de asegurar la propia vida (Le 17, 33). También se recalca lo ineludible de los padecimientos por parte de los cristianos. Lucas añade a la fra e de que hay que cargar con la cruz, la expresión «cada día» (9 23) y en Hech 14, 22 se dice: «tenemos que entrar en el reino de Dios a través de muchas tribulaciones».

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4a) A Lucas le interesa mucho demostrar que el cristianismo no es ninguna religión peligrosa para el Estado, y que no puede ser sospechosa de subversión o de faltar al respeto a los órganos del Imperíum Romanum. Por eso, en sus dos obras se pueden encon­trar huellas evidentes de apologética política en todas partes, hasta incluso en la última frase de los Hechos de los apóstoles en la cual, como se sabe, se habla de «no prohibido» (Hech 28, 31). El interés candente de Lucas se centra en que el Estado romano continúe permitiendo esta predicación sin poner trabas. En el sermón del Bautista a los diversos «estamentos» (Le 3, 10-14) —según R. Bult-mann un «pasaje del estilo de los catecismos»10— se exhorta al pueblo, con una radicalidad extrema, que raya con el mínimo vital, a que de dos túnicas entregue una y a que remedie la necesidad del hambriento. Pero todavía va más lejos; al mismo tiempo se interpela a los recaudadores de impuestos y a los soldados mercenarios para que se contenten con lo establecido, es decir, que los recaudadores de impuestos, al cobrar los derechos de aduanas, se tienen que atener a las tarifas establecidas y no enriquecerse y a los soldados se les dice: «no hagáis extorsión a nadie y a nadie coaccionéis, y contentaros con vuestra soldada» (v. 14). Los frutos que se siguen de la penitencia (3, 8) deben manifestarse en la vida cotidiana social y política de manera tal que no se rompan sus condicionamientos ambientales. La advertencia contra los malos tratos y contra las extorsiones y exhortación a darse por satisfecho, en ningún caso insinúan una incompatibilidad de principio entre la fe y el servicio militar, sino que llevan implícita una lealtad fundamental. El que Satanás, según Le 4, 5, tenga a su disposición todos los reinos, no se puede malinterpretar en el sentido de que el Estado esté ende­moniado11. A Satanás únicamente le ha sido «entregado» el poder.

Lucas subraya una y otra vez, directa e indirectamente, la carac­terística falta de partidismo político de Jesús. Por ejemplo, Herodes quiere ver a Jesús (Le 9, 7ss). El centurión romano no le tiene por el Hijo del hombre sino por un justo (Le 23, 48). En Le 20, 20 se observa expresamente que se quiere cazar a Jesús pronunciando una frase subversiva o político-mesiánica «para poderlo entregar a la autoridad y poder del gobernador». Pero Jesús es todo lo contra­rio de un zelota o de un revoltoso. Sobre todo el procurador roma­no confirma en persona, por tres veces, la inocencia de Jesús y se

10. R. Bultmann, Geschichte, 155; cf. además T. Holtz, Die Standespredigt Johannes des Táufers, en FS Emil Fuchs, 1964, 461-474.

11. Cf. H. Schürmann (HThK) Le; J.-Y. Thériault, 214s; no así K. Aland, 169.

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resiste categóricamente a su condenación (Le 23, 4.14.22). Estas declaraciones de inocencia por parte de Pilato adquieren tanto ma­yor peso cuanto que Jesús es acusado por los judíos expresamente, según Lucas, de provocar disturbios y de rechazar los impuestos (Le 23, 2.5). Pero esto se basa, según él, en calumnias, con lo cual se intenta recalcar, una vez más, la ausencia de peligro político del movimiento de Jesús.

4b) Esto mismo se encuentra en los Hechos de los apóstoles, elevado a la categoría de ejemplo sobre todo en el caso de Pablo y de su actitud correcta frente a las autoridades judiciales y adminis­trativas romanas. Las acusaciones, según Lucas, absolutamente in­fundadas, son también en este caso del tenor siguiente: «éstos obran contra los decretos del César, diciendo que hay otro rey, Jesús» (Hech 17, 7; cf. también otros numerosos pasajes que inten­tan demostrar lo calumnioso de los reproches de poner en peligro el Estado, como en Hech 18, 12ss; 25, 18ss; 26, 31).

Pero en realidad —lo cual intenta demostrar Lucas—, el apóstol y su mensaje no constituyen ninguna amenaza de la Pax Romana y los funcionarios imparciales únicamente pueden constatar —tal como escribe Claudio Lysias al procurador Félix— que en las acu­saciones presentadas por los judíos, solamente se trata de disputas internas de éstos (Hech 23, 29; de manera similar 24, 5.14; 25, 19). Por tanto, no es más que pura lógica si las autoridades, ante los ataques de los judíos, adoptan una postura defensiva en favor de los cristianos (Hech 18, 12ss; 22, 23ss, etc.). Los cristianos no hacen nada que merezca la muerte o la cárcel (Hech 23, 29; 25, 25; 26, 31), no provocan ningún tumulto popular (Hech 24, 12), ni come­ten ningún delito contra el César (Hech 25, 8). Consecuentemente, los representantes y las instancias del imperio se caracterizan por su actitud imparcial e incluso afable con Pablo: respetan su derecho de ciudadanía romana (Hech 16, 37ss; 22, 25ss), le rehabilitan (Hech 16, 39), le libran de la rabies theologorum de los judíos (Hech 23, 10.27), rehusan condenarle (Hech 23, 29; 24, 22; 25, 24) y le conceden una mitigación del encarcelamiento (Hech 24, 23, etcétera).

4c) A este respecto, no debe ciertamente tenerse la impresión de que Lucas persigue, a toda costa, una ambigua vía media o una solución no conflictiva. También transmite frases críticas (cf. Le 3, 19; 13, 32s), tiene conocimiento de lo que, en ocasiones, es preciso declarar delante de los reyes y gobernadores (Le 12, 11), pone en boca de Pedro que hay que obedecer a Dios más que a

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los hombres (Hech 5, 29; cf. 4, 19) e incluso recalca la necesidad del seguimiento hasta la entrega de la propia vida (cf. Le 14, 26 frente a Mt 10, 37). Predomina en verdad, claramente, la tendencia a destacar la falta de peligrosidad política y a reclamar judicialmen­te los derechos romanos, como lo demuestra la apelación de Pablo a su ciudadanía romana o su recurso al César. Pero a Lucas no se le puede convertir simplemente en un conformista que se acerca al sol que más calienta y que a todo dice amén. Esto lo podría demos­trar también su interés por la importancia de la mujer en la Iglesia que contradice a determinadas corrientes de aquellos tiempos.

5. Se ha señalado una y otra vez la notable apertura y simpatía de Lucas con respecto a las mujeres. Para él, las mujeres, de hecho, tienen una importancia especialmente grande y delante de Dios se encuentran igual que los hombres, por lo que se refiere a la digni­dad, al talento y a la responsabilidad12. Esto comienza ya en los relatos de la infancia cuando se habla de Ana, de María o de Isabel. Más adelante continúa esto mismo en los relatos sobre la viuda de Sarepta y la de Naín, en el relato de la gran pecadora y en la mención de las mujeres que le seguían, Marta y María, etc. Se trata de relatos que únicamente presenta Lucas y donde llama la atención el paralelismo que establece entre los relatos sobre las mujeres y los relatos sobre los hombres. De acuerdo con esto, los Hechos de los apóstoles ponen de relieve que el Espíritu santo desciende sobre las mujeres igual que sobre los hombres (Hech 2, 17), destacando la importancia misionera de las mujeres (cf. por ejemplo Hech 18, 26; 21, 9). Es verdad que también falta aquí un programa de refor­mas sociales, pero la conducta de Jesús está precisamente en las tradiciones lucanas por encima de las típicas barreras androcéntri-cas de la antigüedad (cf. el papel nada habitual de Marta o el Mag­níficat en boca de una mujer). En Lucas, Jesús defiende a las muje­res «en contra de los imperativos que las quieren reducir al papel de amas de casa o de madres» (L. Schottroff, Frauen, 123 con referencia a Le 11, 27s y a 10, 38ss).

Como contrapunto de esto, hay que destacar también que precisamente se­gún Lucas, en caso de conflicto, también procede el abandono de la esposa (cf. Le 14, 20; 18, 29), lo cual no hay que entenderlo, sin embargo, como un ideal o incluso como un imperativo de soltería. Le 20, 34-36 no se puede interpretar

12. Cf. H. Flender, Heil und Geschichte in det Theologie des Lukas (BEvTh 41), 1965, 15s; E. H. Maly, Women and the Gospel ofLuke, BTB 10, 1980, 99-104; L. Schottroff, Frauen, 121ss.

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sin más como si el casarse hubiese que considerarlo como un distintivo de los «hijos de este eón». Es más probable que los «hijos de este eón» sean todos los hombres, y que el no casarse, como en Me 12, 25, esté reservado al eón venidero (no opina así L. Schottroff - W. Stegemann,/esús, 167; cf. sin embargo W. Schrage, Frau, 144).

6. Lucas se ocupó de una manera especial de la cuestión de la riqueza y de su renuncia, así como de la valoración y del uso correc­to de los bienes terrenos. Ponen esto de manifiesto los relatos ejem­plares que ilustran con gran fuerza el peligro que supone para la salvación las propiedades y las riquezas. Lucas recogió, por lo visto, todas las declaraciones al respecto que la tradición ofrecía. El que no se puede servir a Dios y al Mammona (Le 16, 13), el que los ricos entrarán con dificultad en el reino de Dios y que incluso antes pasará un camello por el ojo de una aguja (Le 18, 24s), todo esto y otras cosas más, sobre todo la bienaventuranza de los pobres (Le 6, 20), proceden de Jesús. Las imprecaciones contra los ricos (Le 6, 24) son anteriores a Lucas. El mismo Lucas plantea el cumpli­miento de las promesas salvíficas relativas a los pobres en un con­texto que trasciende lo económico (Le 4, 18), sin que por eso la pobreza pueda limitarse a la significación metafórica de una catego­ría «religiosa». Aquí se superan al mismo tiempo los desclasamien-tos sociales y los religiosos. Es evidente que Lucas no sucumbió a la tentación de desvirtuar o de mitigar la dureza de las palabras de Jesús sobre la riqueza.

Al igual que Jesús, Lucas tampoco aboga, por supuesto, simple­mente por un ideal básico de pobreza o por una renuncia global de las posesiones. Lo fundamental para él no consiste en desacreditar los bienes terrenos, sino en valorarlos como un peligro y en utilizar­los de manera adecuada. Lo que se condena es que se considere de manera egoísta lo que se tiene como «privativo» (Le 18, 28 frente a «todo» en Marcos y Mateo; cf. Hech 4, 32) o como algo sobre lo que uno dispone con exclusividad. De manera curiosa se afirma a propósito de Leví que «abandonó todo» y simultáneamente que «preparó un gran banquete en su casa» (Le 5, 28s). Ciertamente Lucas pone en guardia frente al ansia de riquezas, frente a la codicia y a la avaricia, porque nadie salva su vida gracias a la superabun­dancia y a la riqueza. Pero para él es más importante el aspecto ético-social que el ético-individual. Por eso inculca continuamente, antes que nada, la obligación de la caridad y la ilimitada disposición al sacrificio en beneficio de los pobres, de los desposeídos y de los desheredados. Precisamente aquí se pueden descubrir varias modi­ficaciones que son fruto de la redacción.

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Le 18, 22 («vende todo lo que tienes y repártelo a los pobres») procede ciertamente, excepto el «todo» añadido por Lucas (cf. Le 5, 11.28 y 14, 33), de Me 10, 21 (cf. sin embargo Le 18, 28: Me 10, 28). Le 12, 33, por el contrario, ha sido añadido clarísímamente por el mismo Lucas («vended vuestros bienes y dadlos en limosnas»), lo cual H. J. Degenhardt lo limita (87), sin razón (cf. v. 32), a los que desempeñan un cargo. Los «discípulos» no son los que detentan un cargo, sino todos los creyentes (cf. Hech 11, 26) y por otra parte Le 14, 26s.33, etc., no se dirige a un «grupo especial» o a un «círculo restringido» de los partidarios de Jesús (cf. D. L. Mealand, 58). La distinción por parte de Lucas entre los doce y los apóstoles pertenece a otro pasaje. En la polémica con los fariseos que limpian los vasos y los platos por fuera pero que en su interior están llenos de rapiña y de maldad, Lucas añade: «sin embargo, dad limosnas de lo que hay y todo será puro» (Le 11, 41). Con una caridad de esta especie se relativiza la cuestión de lo puro o impuro, o las costumbres cultuales. Lo que resulta ejemplar es la conducta de Zaqueo, que da a los pobres la mitad de sus bienes (Le 19, 8), a través de lo cual Lucas quizá intenta, al mismo tiempo, una «compensación intracomunitaria de bienes entre los cristianos acomodados y los menesterosos» (L. Schottroff - W. Stegemenn, Jesús, 203ss), tal como se practi­caba también en Hech 11, 28 para sustentar a los hambrientos, de acuerdo con los medios de que dispone cada cual. La aplicación práctica que viene a conti­nuación del relato del labrador rico (Le 12, 21) quizá sea asimismo lucana. Aquí se censura el que se atesore «para sí», es decir, el que sólo se piense en uno mismo y el que no se pongan los bienes propios a disposición de los demás.

La aplicación práctica de la parábola del administrador infiel es, sin duda, prelucana, pero está totalmente dentro de la línea del evangelista: «haceos ami­gos con las riquezas injustas» (Le 16, 9). La interpretación de esta frase es, en verdad, discutible (cf. supra, p. 136), sin embargo, en mi opinión, siguiendo el pensamiento de Lucas, habrá que pensar más bien en que todos los bienes terrenos hay que emplearlos en el servicio de la caridad. Lo fundamental es la actitud correcta y la utilización adecuada dentro de una actividad caritativa. El dinero y los bienes se vuelven injustos cuando uno está a su «servicio» y no se reparten. Entonces surge la injusticia, sobre todo cuando se acumula más de lo que uno mismo necesita (cf. G. W. E. Nickelsburg, 336s.341, según el cual la simpatía lucana por los pobres sintoniza con la simpatía por los outeasts. Cf. también Le 8, 3; 10, 38ss; Hech 9, 36; 10, 2; 20, 35).

Nada hace suponer que todas estas declaraciones estén provocadas exclusiva­mente por una «situación extrema», y que representen una reacción frente a las persecuciones de la comunidad (así W. Schmithals, 164s).

Naturalmente que detrás de todo esto no se esconde ni mucho menos el sueño de una vida modesta que pueda tener la gente rica (cf. L. Schottroff - W. Stegemann, Jesús, 165). La renuncia total y voluntaria de los bienes por parte de los discípulos responde, en mi opinión, a cierta tendencia a adoptar posturas heroicas (cf. el aban­dono de Me 14, 50, etc.), y tienen la función de estimular a la comunidad para no aferrarse a los propios bienes y quizá también para tener una actitud crítica con respecto a las riquezas de los ricos.

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Del ejemplo de la responsabilidad para con los pobres se dedu­ce fundamentalmente que para Lucas el amor es siempre algo prác­tico y concreto. En especial el precepto del amor al enemigo lo interpreta Lucas como un hacer el bien o un prestar dinero sin esperanza de devolución (Le 6, 27.35). Además recalca que el amor no conoce fronteras sociales, ni político-raciales, y se atreve a hacer caso omiso de prejuicios y convenciones (cf. una vez más la exhor­tación a invitar a los pobres al banquete en Le 14, 12ss, y la parábo­la del buen samaritano de Le 10, 25ss). Por supuesto, a Lucas tam­bién le interesa extraordinariamente la solidaridad intracomunita­ria, como lo demuestra el relato de la acción de apoyo de Hech 11, 29s, o el mismo relato sobre la comunión de bienes (Hech 2, 44s; 4, 32). Parece indiscutible, a la vista de las numerosas frases citadas, que Lucas entiende la comunión de bienes como un ejemplo a imi­tar e implícitamente como un llamamiento al reparto entre los nece­sitados de los bienes de la tierra, es decir, que no lo interpreta sólo como una representación de la unidad de la comunidad (así H. Conzelmann, 218). El predicado de Una Sancta no se puede reivindicar meramente desde un punto de vista religioso-espiritual. Aun en el caso de que Lucas ya no contemplase la comunión de bienes de la comunidad primitiva como una posibilidad real de su propia Iglesia, se intentaría que de ahí partieran estímulos parenéti-cos. El discurso programático de despedida de Pablo en Mileto y su carácter de testamento confirma que a Lucas, en todos los pasa­jes, le interesa primordialmente asumir a los débiles y acordarse de las palabras del Señor de que dar proporciona más felicidad que recibir (Hech 20, 35). Esto lleva consigo indudablemente una di­mensión social.

Ciertamente no se puede reducir el evangelio, sin más ni más, a los proble­mas sociales y sociológicos, pero creer que la categoría de lo social es inadecuada y totalmente ajena (así J. Ernst, Das Evangelium nach Lukas - kein soziales Evangelium: ThGl 67 [1977] 415-421) es, por lo menos, tan equivocado como estigmatizar a Lucas como «el socialista de los evangelios» (así J. Schmid). Nada tiene que ver con Lucas una contraposición entre la caritas, que funciona de persona a persona, y lo social, como si lo social no precisase de corazón sino de competencia y hubiera que regularlo desde el derecho natural. La categoría de la pobreza en modo alguno es para Lucas una categoría exclusivamente religiosa. El mismo J. Ernst escribe certeramente en su comentario a Le 4, 18 que «reden­ción» tiene que entenderse aquí como una «liberación de los condicionamientos sociales, económicos y sociológicos» (RNT, 171). El cambio del destino de los pobres y de los indigentes puede y debe comenzar ya, según Lucas, aquí.

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LA ETICA CRISTOLOGICA DE PABLO

Bibliografía para todo el capítulo: G. Bomkamm, Pablo de Tarso, Salamanca 21982; H. v. Campenhausen, Die Begründung kirchlicher Entscheidungen beim Apostel Paulus, SAH 1957, 2, 1957; C. H. Dodd, The Ethics of the Pauline Episdes, en E. H. Sneath (ed.), The Evolution of Ethics, New Haven 1927, 293-326; G. Eichholz, El evangelio de Pablo, Salamanca 1977; M. S. Enslin, The Ethics ofPaul, New York/London 1930 (reimpresión 1957); V. P. Furnish, Theology and Ethics in Paul, Nashville 1968; R. Hasenstab, Modelle paulini-scher Ethik (TTS 11), 1977; A. Juncker, Die Ethik des Apostéis Paulus I-II, 1904/1919; E. Kásemann, An dieRómer (HNT 8a), "1980; Id., Paulinische Pers-pektiven, 21972; U. Luz, Eschatologie und Friedenshandeln bei Paulus, en G. Liedke (ed.), Eschatologie und Frieden, 1978, 225-281; O. Merk, Handeln aus Glauben. Die Motivierung der paulinischen Ethik (MThSt 5), 1968; H. Preisker, Ethos, 168-195; J. T. Sanders, Ethics, 47-66; R. Schnackenburg, Botschañ, 209-246; W. Schrage, Die konkreten Einzelgebote in der paulinischen Paránese, 1961; K. Stalder, Das Werk des Geistes in der Heiligung bei Paulus, 1962; G. Strecker, Glaube, 17-35; H.-D. Wendland, Ethik, 49-88; P. Delhaye, Les quatre torces de la vie morale d'aprés S. Paul et S. Thomas, Louvain-la-Neuve 1983.

Pablo de tal manera integró su ética dentro de su teología, que una exposi­ción de los principios de la ética paulina lleva consigo la necesidad ineludible de esbozar las coordenadas fundamentales de su teología. Así vamos a proceder aquí, aunque sin establecer diferencias dentro de las cartas paulinas denomina­das «auténticas» (Rom, 1 y 2 Cor, Gal, Fil, 1 Tes, Flm). La creencia de que se dieron unos cambios trascendentales como, por ejemplo, de una ascesis inicial-mente desaforada a una postura simplemente convencional (J. L. Houlden, 28, siguiendo a J. C. Hurd) o de una escatología apocalíptica a una actitud de responsabilidad frente al mundo (cf. infra, p. 222), se basan en construcciones insostenibles. Ciertamente que es preciso hacerse cargo de que en la polémica con los judaístas nomistas y con los iluminados ascéticos y libertinistas, Pablo

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pone el acento en aspectos diferentes, pero por importante que esto sea para entender la ética paulina, este condicionamiento circunstancial puede explicar la ética de Pablo —fundamentada cristológicamente— de manera tan poco satis­factoria (cf. infra, p. 232s) como la tradición cristiana primitiva en la que tam­bién se encuentra ya Pablo con su ética.

I. PRINCIPIOS DE LA ÉTICA PAULINA

Bibliografía: G. Bornkamm, Taufe und neues Leben (Rom 6), en Das Ende des Gesetzes, BEvTh 16, 1952, 34-50; J. F. Bottorf, The Relation ofjustiñcation and Ethics in the Pauline Epistles: SJTh 26 (1973) 421-430; R. Bultmann, Das Problem der Ethik bei Paulus: ZNW 23 (1924) 123-140 (= Id., Exegetica, 1967, 36-54); N. Gáumann, Taufe und Ethik. Studien zu Rom 6 (BEvTh 47), 1967; A. Grabner-Haider, Paraklese und Eschatologie bei Paulus (NTA 12), 1968; P. Grech, Christological Motives in Pauline Ethics, en Paul de Jarse. Apotre du notre temps, Serie Monographique de «Benedictina» (Sct. Paulinienne 1), Rom 1979, 541-558; H. Halter, Taufe und Ethos. Paulinische Kriterien fúr das Pro-prium christlicher Moral (FThSt 106), 1977; E. Kásemann, El culto en la vida cotidiana del mundo, en Id., Ensayos exegéticos, Salamanca 1978, 21-28; Id., La justicia de Dios en Pablo, ibid., 263-277; L. E. Keck, Justification of Ungodly and Ethics, en FS E. Kásemann, 1967, 199-209; U. H. J. Kórtner, Rechtfertigung und Ethik bei Paulus: WuD 16 (1981) 93-109; F. Laub, Eschatologische Ver-kündigung und Lebensgestaltung nach Paulus (BU 10), 1973; K. Romaniuk, Les motas parénetiques dans les écrits pauliniennes: NT 10 (1968) 191-207; H. Schlier, Vom Wesen der apostolischen Ermahnung nach Rom 12, 1-2, en Die Zeit der Kirche, 21958, 74-79; H. v. Soden, Sakrament und Ethik bei Paulus, en Urchristentum und Geschichte, 1951, 239-265; P. Steensgaard, Erwágungen zum Problem Evangelium und Paránese bei Paulus: ASTI 10 (1975/76) 110-128; H.-D. Wendland, Ethik und Eschatologie in der Theologie des Paulus: NKZ 41 (1930) 757-783.793-811; Id., Das Wirken des hl. Geistes in den Gláubigen nach Paulus: ThLZ 77 (1952) 457-470; J. M. Arróniz, Ley y libertad cristiana en san Pablo: Lumen 33 (1984) 385-411; J. Eckert, Indikativ und Imperativ bei Paulus, en K. Kertelge (ed.), Ethik im NT, QD 102, 1984, 168-189.

1. «Indicativo e imperativo»

Cuando se habla de la relación existente entre soteriología y ética, ha tomado carta de naturaleza la utilización de las palabras clave de «indicativo e imperativo». A pesar de esta formulación, en cierto sentido problemática, es válido proceder así siempre que no se valore como un indicio de un razonamiento intercambiable y de una ética formal carente de contenido, sino como una fórmula abre­viada para significar las promesas salvíficas cumplidas y las reco­mendaciones orientadas a la acción.

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a) Es preciso partir del hecho conocido de que algunas de las cartas paulinas permiten descubrir una clara división en dos partes (cf. las cartas a los Romanos, a los Gálatas y a los Tesalonicenses, y más tarde también la carta a los Colosenses y la de los Efesios). Temáticamente, en la primera parte de estas cartas —hablando en términos generales— se trata del kerigma o, con otras palabras, de la «dogmática», de la cristología, de la escatología, etc., mientras que en la segunda parte se trata de la ética. La ética sigue, por tanto, a la «dogmática». No es simplemente una sucesión casual o un mero reflejo externo de la predicación misionera del cristianismo primitivo. Más bien se está enfocando aquí el planteamiento ex­traordinariamente significativo de que la acción salvífica escatológi-ca de Dios en Jesucristo constituye insoslayablemente la base, el fundamento y el presupuesto de toda la acción cristiana.

Más sorprendente y problemático que este orden sucesivo de las dos partes de las cartas es, sin embargo, el que incluso en cada uno de estos apartados se encuentren, de forma paralela y a veces un tanto tensa, afirmaciones en imperativo (o en exhortativo). Así, por una parte, el indicativo puede declarar: «estáis libres de peca­do» (Rom 6, 2) y, por otra parte, puede exhortar a continuación a que no reine el pecado (Rom 6, 12). Por una parte se dice «os habéis revestido de Cristo» (Gal 3, 27), pero por otra parte se aña­de, «vestios de Cristo el Señor» (Rom 13, 14). Ejemplos similares se pueden aducir con respecto a la santificación, a la justicia, etcétera.

¿Cómo se compaginan entre sí el indicativo de la declaración salvífica y el imperativo de la amonestación moral? A primera vista pudiera parecer como si las dos cosas se excluyeran y se hubiera deslizado una falta de lógica no intencionada. El problema se agudi­za todavía más porque, en cuanto al contenido, en parte las mismas proposiciones aparecen formuladas algunas veces de manera indica­tiva y otras veces de manera imperativa. De aquí se deduce, ante todo, que el imperativo no tiene que entenderse como un comple­mento, en el sentido de que únicamente pretendiera hacer un llama­miento para desembarazarse de los últimos restos y residuos de la vieja manera de ser y de la vida pasada alejada de la salvación. Se trata más bien de todo el conjunto. ¿Pero cómo pueden darse las mismas declaraciones textuales tanto en la forma indicativa como en la forma imperativa? ¿Olvida Pablo el imperativo cuando hace una formulación indicativa, o desplaza el indicativo cuando la for­mulación es imperativa?

No se trata evidentemente de esto. Ni Pablo actúa con falta de lógica cuando formula las mismas proposiciones a veces de una forma y otras veces de manera diferente. Ello lo ratifica el hecho

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de que el indicativo y el imperativo pueden estar juntos: «alejad la vieja levadura, pues sois ázimos» (1 Cor 5, 7), o «si vivimos en el espíritu, andemos también en el espíritu» (Gal 5, 25).

b) ¿Cómo ha solucionado la exégesis este curioso fenómeno? La mayoría de las veces —en el caso de que no se insistiera en la idiosincrasia supuestamente contradictoria de Pablo— de forma tal que se debilita una parte a costa de la otra, haciendo del indicativo un imperativo camuflado o del imperativo un indi­cativo encubierto.

Antes se prefería desvirtuar la doble polaridad de las proposiciones, conside­rándolas como un compromiso entre el ideal y la realidad, o entre la teoría y la práctica, o se hablaba, por una parte, de un enfoque de tipo religioso o iluminis-ta y, por otra parte, de una manera de ver las cosas de forma empírico-realista. El indicativo valdría, en ese caso, como ideal, y el imperativo, como un correcti­vo al idealismo o al optimismo de Pablo. Esta rectificación estaría supuestamente condicionada por la dura realidad y por la amarga experiencia, o motivada por consideraciones pedagógicas del apóstol. De acuerdo con esto, el indicativo no es, por consiguiente, más que una idea, un principio o, en cualquier caso, una anticipación válida para determinados momentos o incluso estados de ánimo. Pero la vida cristiana no se encarrila, según Pablo, a base de teorías, de ideas y de doctrinas, por mucho que la visión y la esperanza puedan producir trans­formaciones.

Para otros exegetas, la realidad es muy otra. Consideran que es una inconse­cuencia, no el indicativo, sino el imperativo. El indicativo se contempla, en este caso, como lo único auténticamente acorde con la línea paulina, mientras que el imperativo sería un retroceso a la legalidad judía. Según esto, la moralidad se hace realidad, por lo visto, por sí misma. Surge del que ya está justificado, con la implacabilidad que acompaña a lo natural, por lo menos eso es lo que se piensa. Por supuesto, se asegura que Pablo únicamente en casos extremos des­ciende al plano, de suyo superado, del imperativo, y que estos casos extremos y compromisos a los que se ve obligado por la situación concreta de las jóvenes comunidades de la misión estarán de más con el paso del tiempo. Los imperati­vos son, por decirlo de algún modo, una ayuda para arrancar, hasta que el motor de la conciencia moral funcione con total autonomía, o una medicina necesaria inicialmente hasta que en la comunidad desparezcan las enfermedades morales propias de la infancia.

Estas opiniones no sólo son un síntoma de un período científico ya superado. Ante todo, el llamado Pablo práctico que se ve obligado a limar, más o menos claramente, sus teorías supuestamente ideales, todavía pervive hoy en día en algunas obras y en bastantes predicaciones. Lo que tienen de común entre sí todas las teorías mencionadas es que conciben la relación entre la forma indica­tiva e imperativa como una contradicción tendente a equilibrar, igual si se busca aclararla histórica o psicológicamente, igual si se considera el indicativo o el imperativo como una inconsecuencia (cf. las pruebas en W. G. Kümmel, Rom 7 und die Bekehnwg des Paulus, 1929, reimpresión TB 53, 1974, 98ss; A. Kirch-gássner, Erlósung und Sünde im NT, 1950, 3ss; W. Schrage, Einzelgebote, 26; U. H. J. Kórtner, 97ss).

La ética cristológica de Pablo 203

c) R. Bultmann fue el primero que en un artículo que hizo época (ZNW 1924) concretó la relación entre la forma indicativa y la imperativa como una antinomia y una paradoja objetivamente necesarias, es decir, como la relación de dos afirmaciones formal­mente contradictorias y objetivamente complementarias, tal como se encuentran también en otras ocasiones en Pablo (cf. por ejemplo Flp 2, 12s). Bultmann declara positivamente que el imperativo se basa en el hecho de la justificación y que es una consecuencia del indicativo.

Por mucho que se pueda criticar en sus detalles, el principio de Bultmann tiene que considerarse como un importante avance cien­tífico. Ciertamente que el problema se contempla aquí, en el fondo, partiendo exclusivamente de la antropología de una dialéctica exis-tencial, y aparte de eso la justicia y el pecado, en cuanto realidades de la fe, no perceptibles en el exterior, se separan del conjunto de la vida y de la actuación ética del que ya está justificado. Cuanto más se salvaguarde de esta forma la realidad preexistente (el extra nos) de la absolución divina frente al plano empírico de los actos, tanto más claramente se recorta con ello, en el área de la conducta, la participación del hombre en la instauración de la justicia de Dios, convirtiéndose meramente en algo de segundo orden (cf W. G. Kümmel, Rom 7, 100 y RGG VI, 75; U. Luz, Eschatologie, 25 ls). El sentido de la paradoja paulina del indicativo y del imperativo no es, según palabras de R. Bultmann, más que la vieja frase de Pínda-ro «sé el que eres». Pero la cuestión es si así se explica suficiente­mente el concepto paulino de la relación entre indicativo e impera­tivo. Las preguntas comprometidas surgen más que nada de la esca-tología y la cristología, a pesar de que R. Bultmann ha encontrado continuamente seguidores que incluso sostienen la tesis de que el problema se plantea a nivel de la existencia humana como tal, dado que el hombre no puede poseer su propio yo de otra forma sino a través del imperativo.

Sin llegar a polemizar expresamente con R. Bultmann, G. Born-kamm y otros muchos van más allá en su planteamiento. Efectiva­mente, G. Bornkamm por ejemplo piensa también que la necesidad de la exhortación encuentra su fundamento en lo poco espectacular que resulta la nueva vida que se entrega en el bautismo. Esta ausen­cia de espectacularidad de la vida, por lo que respecta al individuo singular, se puede ver en un horizonte más amplio que el antropo­lógico: en el hecho de que el viejo eón ha dado un viraje gracias a Cristo, pero de forma tal que ha irrumpido un mundo nuevo, si bien no de una manera absolutamente abierta. Por tanto, el funda­mento de la antinomia entre indicativo e imperativo se encuentra,

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en último término, en la dialéctica escatológica que abarca tanto la antropología como la cristología y la pneumatología, pues Cristo es el Señor presente y el esperado, y el Espíritu es el don escatológico y sin embargo es también la «prenda»; a su vez los cristianos son la nueva creación y no obstante son también los que todavía viven la esperanza, etcétera.

De manera similar se expresa también O. Merk, 37: «la unión de indicativo e imperativo es por tanto la implantación permanente en la vida de los cristianos de los dos eones». Cf. también H. Preisker, Ethos, 64ss; W. G. Kümmel, RGG VI, 74; R. C. Tannehill, Dying and Rising with Christ (BZNW 32), 1967, 78; J. T. Sanders, 54ss; R. Schnackenburg, Botschaft, 215ss.

La coexistencia del presente eón maligno por una parte con el comienzo de la nueva creación por otra concuerda también con la situación de los cristianos «entre los tiempos», ya que, dado que terminan los viejos tiempos del mundo y se inicia el tiempo de la salvación, se encuentran, dentro de este acontecimiento escatológi­co, en medio de ellos. En el nuevo eón no se necesita ya de ninguna parénesis. Aquí, sin embargo, la ética es siempre ethica viatorum, una ética para aquellos que, en cuanto que son vulnerables, todavía no han llegado a la meta. Los que sufren permanentemente ataques necesitan continuamente invitaciones y llamamientos porque el aliento y la exhortación no se pueden asimilar de una vez por todas, sino que se tienen que escuchar y se tienen que tomar en considera­ción continuamente.

Si el cristiano no está inmunizado, sino que se encuentra amena­zado y tentado, la amonestación se hace tanto más urgente. Por eso, en la parénesis paulina no se amonesta tampoco a los pecado­res, a los reincidentes, a los rezagados y a los que quedaron atrás —ésta es ciertamente la opinión corriente—, sino precisamente a los santos, a los justificados, a los renovados, a los bautizados, los cuales, en cuanto tales, todavía están en camino.

d) Partiendo de otra perspectiva, E. Kásemann encuentra la solución de Bultmann insuficiente y recortada desde el punto de vista antropológico. E. Kásemann censura que el indicativo puede ser malinterpretado de forma demasiado unilateral en cuanto dona­ción, y por tanto se puede considerar con demasiada facilidad como algo suprimible por parte del donante. A Kásemann le preocupa entonces que R. Bultmann no haya desterrado todas las infiltracio­nes idealistas y estima que el «sé lo que eres» se puede entender también como que en principio lo que se da tiene que ser actualizado

La ética cristológica de Pablo 205

ahora por el mismo cristiano, toda vez que la exigencia de Dios es un aspecto inherente al mismo don. De hecho el imperativo no es simplemente algo posterior y adicional, sino que existe ya, previa­mente, en el indicativo. Cuando el indicativo se define únicamente como razón del imperativo, puede de hecho sugerir que el impera­tivo es un llamamiento a realizar o a actualizar lo que Dios ha dado solamente como una posibilidad. Pero en realidad el imperativo está integrado dentro del indicativo.

E. Kásemann, Rómer, 167; cf. Id., La justicia de Dios en Pablo, en Id., Ensa­yos exegéticos, Salamanca 1978, 263-277. De manera similar, también V. P. Fur-nish, Theology, 225; R. C. Tannehill, 82; J. F. Bottorff, 426.429s. En sentido crítico J. T. Sanders, Ethics, 48, nota 6.

El mismo R. Bultmann, de una manera explícita, no quiere, en verdad, que se le entienda en un sentido idealista, y declara que esta afirmación no tiene que ser interpretada como si «la idea del hombre perfecto se fuera realizando en un progreso indefinido». Más bien la liberación del poder del pecado está «realiza­da ya» en la justicia de Dios, su «trascendencia» es la del «juicio divino» y la relación del hombre con ella es la de la obediencia de la fe (Teología, 394).

Pero todavía es más importante que, según E. Kásemann, la justicia escatológica universal de Dios —que en este caso y a dife­rencia de la justificación cumple para R. Bultmann las funciones del imperativo— no debe ser interpretada exclusivamente como un don sino también como un poder, aunque en cualquier caso no se puede disociar del donante. Pero no por eso la promesa incondicio­nal y sin restricciones de justicia y de salvación se ve limitada poste­riormente, sino que los cristianos de tal manera se hallan involucra­dos a través de Cristo en la instauración escatológica de la justicia de Dios (Rom 6, 12ss), que incluso en su existencia concreta están marcados por este poder salvífico que penetra en el mundo y ahora son capaces de aportar «frutos de justicia» (Flp 1, 11; cf. también Rom 8, 10). Con ello se señala al mismo tiempo que la dialéctica del indicativo y del imperativo no es formal, sino que sólo se puede entender adecuadamente partiendo de la cristología. El sentido del imperativo parenético, como consecuencia y confirmación del indi­cativo, se define por tanto mucho mejor, según E. Kásemann, con estas palabras: «permanece junto al Señor que te ha sido dado y en su reino» (La justicia de Dios en Pablo, 271). Cristo, en cuanto Kyrios, al mismo tiempo, le hace a uno un regalo y también de hecho se apropia de uno. Cuando no se responde al imperativo, el indicativo se ve también privado de su existencia. G. Stáhlin (ThW V, 777) y H. Schlier, por medio del análisis de la palabra griega paraklein, que se puede traducir por amonestar, animar, alentar y

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JU6 Etica del nuevo testamento

consolar, han demostrado, además, que la exigencia implica un aliento, y el aliento una exigencia, es decir, que la ética en modo alguno se sitúa en el terreno de la ley (H. Schlier, 75ss; sobre la impugnación de la diversidad de significados del concepto por par­te de C. J. Bjerkelund, cf. R. Hasenstab, 69ss).

e) No obstante, debido a la preeminencia de la promesa, salví-fica indicativa, se puede hablar de una relación de fundamentación. Esto significa por tanto que el indicativo, que como siempre se tiene que cumplir objetivamente, incluye en sí mismo al imperativo y es su base, o con otras palabras, que el imperativo se remite y se refiere al indicativo. Confirma esto mismo el comienzo de los pasa­jes especialmente parenéticos de las cartas paulinas, y sobre todo las partículas deductivas, «así pues», «consecuentemente» (Rom 12, 1; 1 Tes 4, 1; Gal 5, 1, etc.). De estas partículas deductivas del comienzo de las parénesis hay que concluir que Pablo entiende su ética como una consecuencia del kerígma que ha expuesto en el apartado precedente de la carta. W. Nauck juzga por consiguiente que la ética paulina no es una ética autónoma o final, sino una ética consecutiva (ZNW 1958, 134s). A este respecto, se tiene que obser­var que esta consecuencia no es arbitraria, ni tampoco algo que se puede omitir, como si por ejemplo Rom 12-13 fuese únicamente un epílogo o un apéndice. Cuando W. Nauck habla de una «ética del agradecimiento» no hay que tergiversarlo como si en la ética única­mente se pusiera en movimiento el hombre. En ningún caso se puede pensar que, por ejemplo, en Rom 1-11 —por consiguiente en la parte «dogmática»— se habla de la actuación de Dios, mien­tras que en Rom 12, lss, por el contrario, se trata de la actuación del hombre. La ética no es para Pablo, en absoluto, una reacción humana, un complemento o un apéndice de la obra divina, puesto que también la acción de los cristianos está basada en la acción de Dios y se mueve gracias a ella. La ética tampoco es un sínergismo, en el sentido de que Dios haga algo y luego el hombre, o ambos, colaboraran codo con codo. Cualquier tipo de definición de esta relación que persiga una cuantificación o que sea parcial, lo único que hace es falsificar la dialéctica entre la forma indicativa y la forma imperativa.

Mientras que hasta ahora se ha constatado la importancia fundamental de las declaraciones indicativas de una n, añera más formal, a continuación se inten­tará precisar esto mismo en concreto y darle un contenido objetivo. Habrá que precaverse, a este respecto, de absolutizar algunos aspectos aislados de la moti­vación parenética, designando toda la ética paulina como «ética teleológica» ó

La ética cristológica de Pablo 207

como «ética pneumática» o como «ética sacramental». No es tan sencillo reducir la ética paulina a una concepción única. Ocurre más bien que los diversos moti­vos, cuya multiplicidad y variedad es inabarcable (cf. O. Merk, K. Romaniuk), están en conexión mutua, y la más elemental observación demuestra que en los diversos textos, las motivaciones y los argumentos se hallan ligados entre sí y son intercambiables. Si se intenta hacer un resumen temático, habría que decir que la obra salvífica escatológica de Dios en Jesucristo es también el punto de partida y la raíz de la ética paulina.

2. La fundamentación cristológica

a) El punto de arranque y la base de la ética de Pablo es el acontecimiento salvífico escatológico de la muerte y de la resurrec­ción de Jesús, en el cual Dios obró de manera final y definitiva la salvación del mundo. De manera especial, la doctrina de la justifica­ción es una explicación del acontecimiento de Cristo. En la muerte de Jesús, Dios demuestra su justicia. Esta justicia redunda en prove­cho del hombre y, al mismo tiempo, se apodera de él. Este hecho salvífico no solamente sirve de base a la justificación y a la reconci­liación, sino que a través de él los justos y los reconciliados resultan marcados en la misma realidad concreta de su vida (cf. 2 Cor 4, lOs), e incluso quedan involucrados en este acontecimiento escato­lógico, de forma tal que ahora Cristo vive y reina en ellos (Gal 2, 20), y ellos están «en Cristo» y viven para él. Según 2 Cor 5, 14, Cristo murió por todos, y para que aquellos por quienes murió ya no vivan para sí mismos, sino para aquel que murió y resucitó por ellos. Por tanto, aquí se atribuyen unas características de poder al mismo hecho amoroso de Jesucristo. La vida misma y la obediencia de los cristianos se asocian a la muerte de Jesucristo, pero no preci­samente como una obligación sino como una realidad. También según Rom 14, 9, Jesucristo murió y resucitó para ser Señor de los vivos y de los muertos. El señorío liberador de Jesús es el punto de partida y la meta final de la vida y de la ética cristianas. La sobera­nía de Jesucristo no es, en este sentido, nada más que la soberanía salvadora de Dios, que se ha manifestado en Jesucristo, «para que en él fuéramos justicia de Dios» (2 Cor 5, 21; cf. 1 Cor 1, 30; Rom

3, 21ss). La soberanía de la gracia que tiene lugar a través de la justicia (Rom 5, 21) conduce a la soberanía de la justicia en el mismo cuerpo mortal (Rom 6, 12ss). Incluso una exhortación tan lógica en apat .encia como la de evitar la prostitución se respalda con el argumt nto de que el cristiano pertenece íntegramente a su Señor (1 Cor 6, 12ss).

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Por eso en Pablo, el «en Cristo» no se puede cambiar así como así por «en el Señor» (cf. el frecuente «en el Señor» en el contexto de la parénesis de 1 Cor 7, 39; 11, 11; Flp 4, 4; 1 Tes 4, 1, etc.). El que está «en Cristo», también está por eso mismo, eo ipso, some­tido al Señor en obediencia: «si vivimos, vivimos para el Señor» (Rom 14, 8s). Precisamente la idea de Kyrios tiene una importancia considerable para la ética paulina. A Jesucristo se le llama Señor, pero no sólo en cuanto que es el aclamado en la liturgia o en cuanto que es el que ha de volver «en el día del Señor», aspectos ambos que ya recogió Pablo (cf. supra, p. 149). Es Señor más bien en cuanto que, al mismo tiempo, es fundamento y fuerza, y por su­puesto también autoridad e instancia, ante la cual se lleva a cabo la actuación concreta de los cristianos y, por cierto, en el sentido de una dependencia total de su Señor (cf. 1 Cor 7, 22.32; Rom 16, 18; 14, 4, etc.)1. Sin duda alguna que Pablo puede expresar el mismo planteamiento no sólo a través del término Señor (Kyrios) sino tam­bién a través de la palabra Cristo, pues también se encuentra Cristo en las afirmaciones parenéticas (cf. Rom 8, 9s; 1 Cor 3, 23). El cristiano, en cuanto «liberto del Señor» y, al mismo tiempo, en cuanto «siervo de Cristo» (1 Cor 7, 22), demuestra su obediencia cuando se encuentra con la llamada del Señor (1 Cor 7, 17ss). «Cristo ha sido sacrificado como cordero pascual», es decir, ha inaugurado con su muerte una nueva era en el mundo, y ha roto el poder del pecado y del mundo. Por esta razón, todo lo que pertene­ce al pasado eón puede y debe ser liquidado, y nadie debe quedar aferrado, de manera anacrónica, a las prácticas caducas (1 Cor 5, 7s; cf. con respecto a la fundamentación cristológica de la ética de Pablo, O. Merk, 237s; G. Eichholz, 369ss; H.-D. Wendland, Ethik, 51s).

b) Se puede colegir lo estrechamente que para Pablo están ligadas la causa y la pauta a la que hay que atenerse en que el amor que se ha manifestado en Cristo es también el criterio para la actua­ción cristiana. Pablo llega a crear una correlación temática entre el comportamiento de Cristo y el comportamiento de los suyos. Hay que traer a la memoria declaraciones como la de Rom 15, 2s: «cada uno de nosotros cuide de complacer al prójimo... pues tampoco Cristo buscó su propia complacencia»; de manera similar en el v. 7 se dice: «acogeos mutuamente lo mismo que Cristo os acogió». Aquí la ética no sólo se fundamenta cristológicamente con el cami­no salvífico de Cristo, sino que al mismo tiempo queda orientada

1. Cf. W. Kramer, Christos - Kyrios - Gottessohn (AThANT 44), 1963, l49ss.

La ética cristológica de Pablo 209

hacia él. Empleando las categorías de Lutero, aquí Cristo no es primordialmente exemplum, sino sacramentum. El cristiano no debe copiar, en su manera de conducirse, a un Cristo que no buscó complacerse, o al Cristo que nos acogió, pero debe partir de ahí en su manera de proceder con respecto al amor. El cristiano debe, por supuesto, adaptarse a él (cf. v. 3), aunque esta adaptación sólo pue­de ser parcial. El mismo himno cristológico de Flp 2 cumple pri­mordialmente la función de servir de fundamento, a pesar de que Lutero traduzca «que cada uno tenga una disposición de ánimo como la que tenía Jesucristo». E. Kásemann, en su análisis del fa­moso himno, ha rechazado, de manera convincente, la interpreta­ción de Flp 2, 5ss en el sentido de un ideal ético que quisiera poner la humildad y la abnegación del Jesús terreno como ejemplo de los sentimientos cristianos2. Indudablemente la obediencia y la abnega­ción de los cristianos tiene su fundamento en la humillación de Cristo, pero esta humillación de Cristo no queda patente precisa­mente en la vida de Jesús, sino en el Preexistente que deja a un lado su divinidad. Por esto mismo no viene a cuento ninguna imita­ción a priori (cf. también 2 Cor 8, 9). Por consiguiente, cuando se toma la encarnación juntamente con la pasión ante todo como base de la parénesis, se está exigiendo al mismo tiempo a los cristianos humildad en consonancia con la humillación voluntaria de Jesucris­to (Flp 2, 3). Por esta razón habrá que volver sobre la cuestión del sentido en que Pablo habla en otros pasajes de imitado o de mime­sis (cf. infra, p. 255s).

c) Los principios que se expresan en las introducciones a las declaraciones parenéticas confirman que no puede existir ninguna duda acerca de la importancia básica de la fundamentación cristoló­gica. Así en 2 Cor 10, 1 se dice «os exhorto por la humildad y bondad de Cristo» (algo semejante en Rom 15, 30). Se trata, en efecto, del presupuesto, de la base y de la fuerza de la parénesis apostólica y de la conducta cristiana. Por esto es algo más que un recordatorio o un indicador de los móviles que generan la obliga­toriedad de la nueva vida, y también es algo distinto de una simple evocación. Pablo quiere más bien, al mismo tiempo, recomendar eficazmente este fundamento de la nueva vida y actualizarlo.

Esto mismo queda demostrado en la primera frase en la que se ponen las bases a-la ética de la Carta a los romanos y que Pablo

2. E. Kásemann, Análisis crítico de Flp 2, 5-11, en Id., Ensayos exegéticos, Salamanca 1978, 71-121. Cf. también R. P. Martin, Carmen Christi. Phil. II.5-11 in Recent Interpretation (MSNNTS 4), 1967, 84ss.

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hace preceder en Rom 12, 1-2 al capítulo parenético: «os exhorto por las pruebas de la misericordia de Dios». Ante todo hay que constatar que cuando se dice aquí «misericordia» no se habla, de una manera general, de las cualidades y auxilios misericordiosos de Dios, sino que las pruebas de misericordia se refieren a la misericor­dia de Dios patentizada en Cristo, es decir, a aquello que Pablo ha expuesto en Rom 1-11. Pero, por otra parte, tampoco se apunta aquí solamente a la misericordia de Dios, sino que se hace protago­nista a la misma misericordia, haciendo que quede involucrada en la misma parénesis apostólica (H. Schlier, 78s; W. Joest, 152). «Por» no es, en este caso, ningún latinismo (así por lo menos piensa A. Oepke, ThW II, 67), sino que tiene el significado instrumental corriente. Pablo quiere de nuevo ofrecer, recomendar y transmitir la misericordia y el amor de Dios como fundamento de la ética y de la existencia cristianas. Pero teniendo en cuenta que Pablo escribe a cristianos ya convertidos, esto quiere decir que Cristo no está sólo en los comienzos del camino de los cristianos, como aquel que hace posible y provoca la nueva existencia y la nueva conducta, sino que además, mientras van sucediéndose las exhortaciones y la peregrinación, él continúa siendo el que interviene permanentemen­te, aquel que sirve de punto de referencia para todo, aquél de quien todo proviene, aquel que de manera permanente quiere estar pre­sente con su palabra y, además, aquel que de manera misericordiosa quiere hacer de interlocutor en el discurso de la parénesis.

3. La fundamentación sacramental

a) Con este apartado no comienza de suyo ningún tema nuevo, sino que se inicia en realidad un subápartado de la fundamentación cristológica de la ética paulina. Para Pablo, el sacramento no es otra cosa que la reactualización del acontecimiento de Cristo. Aunque la fundamentación sacramental de la ética como tal existiera ya antes de Pablo, toda vez que el bautismo según la concepción cristiana primi­tiva lleva implícita la santificación (cf. 1 Cor 6, 11), sin embargo, el marcado acento cristológico es algo específicamente paulino. Es pre­ciso recordar el paralelismo de las frases de Rom 6,5-7 y de Rom 6,8-10, según las cuales, el acontecimiento del bautismo y el de Cristo coinciden en determinados aspectos; el acontecimiento de Cristo por lo tanto está presente en el del bautismo. El bautismo es un aconteci­miento «con Cristo», un morir-con, un ser-crucificado-con, un ser-sepultado-con Cristo, o también un «revestirse de Cristo», lo cual sir­ve de fundamento a la vinculación con él (Gal 3, 27.29).

La ética cristológica de Pablo 211

La importancia que esto tiene para la ética se pone de relieve en el comienzo mismo de las afirmaciones sobre el bautismo de Rom 6, donde se hace patente por qué Pablo recurre ahí al bautismo.

En Rom 5 se había recalcado que como el pecado se había hecho fuerte, por esta razón sobreabundó la gracia (5, 20). Precisamente a causa del poder y de la abundancia del pecado, pudo hacerse efectivo el dominio y la superabundancia de la gracia. Partiendo de aquí, surge una consecuencia, lógica en apariencia, a la que Pablo aludía ya una vez en Rom 3, rechazándola allí mismo de manera sobria y contundente: si la gracia de Dios ha llegado a ser en realidad sobreabun­dante precisamente porque el pecado se multiplicaba, ¿no sería lógico que a Dios se le ofrezca continuamente la oportunidad de hacer patente su gracia, de manera cada vez más generosa? Si los muchos pecados dan lugar a la abundancia de gracia, ¿no será entonces válido que cuantos más pecados existan tanto me­jor? Así abundaría más la gracia y, por consiguiente, ¿no tendríamos que aferrar-nos al pecado para continuar dando a la gracia la oportunidad de su dominio?

La seductora lógica de estas preguntas no queda circunscrita, como es bien conocido, al cristianismo primitivo. G. Bornkamm remite con razón no solamen­te al «peca más fuerte» (pecca fortiter) del que tanto se ha abusado, sino que alude a un malentendido muy generalizado según el cual, frente al perfeccionis­mo y al moralismo, se contempla como una postura completamente paulina el querer continuamente actualizar y resaltar una dialéctica permanente entre peca­do y gracia. Pablo rechaza de la manera más contundente esta lógica blasfema, lo cual lo formula Bornkamm con las siguientes certeras palabras: «lo que esta pseudoteología dialéctica no quiere reconocer y subvierte es el hecho de que la victoria de la gracia sobre el pecado no inaugura precisamente un estado de indecisión, sino que sirve de base a una realidad de la que no podemos volvernos atrás» (Taufe, 37). Y precisamente para Pablo se da esta realidad a través de la incorporación a Cristo en el bautismo, por el cual los bautizados, de una vez por todas, quedan liberados de caer en el pecado. El aferrarse al pecado no provoca la gracia del Señor, sino que supone una ignorancia de esta gracia, porque no toma en serio la integración en la esfera de la salvación y de la soberanía de Cristo.

A través del bautismo, los cristianos están tan implicados en el acontecimiento de Cristo, que de manera irrevocable pasan a ser propiedad de Cristo. El destino de Cristo y el destino de los cristia­nos quedan relacionados entre sí de manera definitiva, poniéndose en correlación mutua (cf. el «como» - «así también» del v. 4). En este sentido, queda rota, de manera consciente, la analogía de Pablo por lo que se refiere a la resurrección, pero precisamente de esta forma se hacen visibles los aspectos éticos de esta analogía: exacta­mente igual que Cristo fue resucitado, así tenemos nosotros tam­bién que cambiar a una vida nueva. Esto quiere decir que los cris­tianos todavía no han sido, efectivamente, resucitados como Cristo, pero la existencia de los bautizados se caracteriza porque presenta

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una novedad radical que se concreta como una nueva manera de conducirse. Pablo no solamente vincula la ética con el bautismo, sino también el bautismo con la ética (N. Gáumann, 126).

b) El Cristo que actúa en el bautismo se convierte, liberando y apropiándose, en el Señor de los bautizados, lo cual se pone de manifiesto en que éstos, en adelante, ya no están al servicio del tiránico señor que es el pecado. En el bautismo han sido liberados por un Señor más fuerte y han sido puestos a su servicio. De este modo, el bautismo es, al mismo tiempo, un regalo de libertad y un cambio de soberanía. Da lugar a una liberación del pecado y a un sometimiento obediente a la justicia o, con otras palabras, a Cristo (Rom 6, 18).

Se confirma aquí que no es que se reciba primero un don y luego, según las circunstancias, se proceda o no a servir a Cristo. Ocurre más bien que las dos cosas se dan simultáneamente de una manera real. Los libres son los obedientes y los obedientes son los libres (cf. también 1 Cor 9, 19: «porque yo soy libre de todos...», o también «siendo yo libre de todos, me he hecho siervo de todos»). La libertad donada a los bautizados en el bautismo es el fundamen­to vinculante de su servidumbre y constituye su modus paradójico, o dicho con más precisión, coincide con esa servidumbre de manera tal, que lo uno no puede de suyo subsistir sin lo otro. Esto no se puede comprender aquí como un planteamiento puramente antro­pológico, sino que alcanza su sentido partiendo de la cristología. El «todo es vuestro» sólo tiene vigencia en los casos en los que tam­bién vale el «pero vosotros sois de Cristo» (1 Cor 3, 21.23). Por lo tanto, únicamente se es libre mientras se tiene a Cristo como Señor y se está a su servicio, pero no en el caso de que uno se adscriba a una ideología individualista o liberal de la libertad. La libertad no llega a su radicalidad con el libertinismo sino bajo la forma del servicio. El libre únicamente sigue siendo libre mientras permanez­ca también libre de su libertad, y su libertad se destruye cuando no es, al mismo tiempo, libertad para Cristo y para los demás. De una u otra manera, el hombre se halla en una relación de servicio o de obediencia, pues nadie es verdaderamente independiente ni dispo­ne de sí mismo, a pesar de que se lo crea. También el pretendida­mente libre o el que se las da de tal es esclavo de un señor, aunque este señor sea la propia concupiscencia.

El que el hombre sea verdaderamente libre y pueda, a la vez, servir, lo tiene que agradecer a aquel que va a ser su Señor a partir del bautismo. Por eso resulta perfectamente lógico que los primeros imperativos se encuentren precisamente dentro del contexto del

La ética cristológica de Pablo 21)

capítulo dedicado al bautismo y que tengan su razón de ser en lo que ha ocurrido en el bautismo (cf. sobre todo Rom 6, 12ss). Estas exhortaciones son un estímulo, tal como lo formulaba Lutero, para volver al bautismo (reditus ad baptismum). justamente por esta ra­zón es evidente que la ética paulina no es una llamada a procurar aumentar o completar la salvación, y que no se exige nada que antes no haya sido regalado. El imperativo no apela a la buena voluntad o a la fuerza del hombre, sino que alude a lo que ya le ha sido dado como bautizado, o sea, a la libertad y al nuevo Señor. G. Bornkamm ha conseguido formular con precisión la relación que rige aquí: «el bautismo es la donación de la vida nueva, y la vida nueva es la aceptación del bautismo» (Taufe, 50; en el texto, entre guiones).

c) El mismo planteamiento se puede ver claramente en otro ejemplo de la terminología bautismal. En 1 Cor 6, 11, Pablo da a entender a ¡os corintios que ya están limpios, santificados y justifica­dos, con lo cual se alude probablemente al bautismo, es decir, que los hombres no se hacen santos gracias a sus logros y a sus esfuerzos sino a través del bautismo, o sea, que Dios se apropia de ellos y quedan como propiedad suya. Pero no es ninguna casualidad que Pablo, en la parénesis bautismal, haga un llamamiento a los santifi­cados en el bautismo, orientado «a la santificación» (Rom 6, 19), y que lo haga, además, considerándolos como «santos» y como «san­tificados», como se llama a los destinatarios de la carta, y no sólo como justificados que tuvieran que llevar a cabo ellos mismos su santificación. Por consiguiente, no es que la justificación haya que asociarla con el indicativo y la santificación con el imperativo, sino que la misma santificación es obra de Dios que recae en nosotros. Pero así como Dios hace santos y realiza la misma santificación, también es verdad que la santificación es la voluntad de Dios y está supeditada al imperativo. Del hecho de ser santos se sigue la obliga­ción de la santificación activa (cf. 1 Tes 4, 3 y además en K. Stalder, 210ss, 387ss).

d) La relevancia ética del sacramento se manifiesta claramente, además de en las frases bautismales, en las normas sobre la cena del Señor de 1 Cor 11, aunque por supuesto, en este último caso, no tanto como una justificación definitiva de la ética, sino más bien en el sentido de una motivación y de una obligatoriedad permanen­temente actualizadas del cumplimiento de la ética. El hecho de que la cena del Señor sea una comunicación personal del Señor, en la que él mismo está presente, tiene en cualquier caso unas importantes

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214 Etica del nuevo testamento

consecuencias éticas. La cena del Señor se sitúa en el cuerpo de Cristo de la Igesia entendido históricamente, dentro del cual cada uno es globalmente responsable de los demás, razón por la cual uno no puede, por ejemplo, celebrar «su propia cena» (1 Cor 11, 21). A aquellos que entienden el sacramento de manera análoga a la visión de los misterios, y tratan de desvirtuar la refección común, que va unida a la cena del Señor, en beneficio del acto sacramental, se le argumenta diciendo que en la cena del Señor uno se hace partícipe de la muerte de Jesús y se integra en el cuerpo de Cristo (cf. 1 Cor 10, 16s). Pero entonces la celebración de la cena del Señor que infrinja las normas sociales de la fraternidad, también desnaturaliza sin remedio la celebración sacramental. Por lo tanto, también aquí tiene el sacramento una dimensión ética que incluye la realidad cotidiana.3

4. La fundamentación carismático-pneumatológica

a) Tampoco aquí se abandona de suyo el ámbito de la cristolo-gía, porque para Pablo el Espíritu, como poder divino, está relacio­nado con Cristo. Dado pues que Pablo orienta la pneumatología hacia la cristología, con lo cual el Espíritu, eo ipso, es el Espíritu de Cristo (Rom 8, 9) o el Espíritu del Señor (2 Cor 3, 17), la fundamentación de la vida nueva a través de la fuerza renovadora y motriz del Espíritu se puede contar entre los motivos cristológicos. «El Señor ensalzado manifiesta su presencia y su soberanía en la tierra en el Espíritu» (E. Kásemann, Rómer, 205). Pablo corrige la manera tradicional de entender el Espíritu, precisamente al enten­derlo como una representación del mismo Señor (2 Cor 3, 17). Rechaza la visión iluminista de que el Espíritu se manifiesta prefe­rentemente en lo milagroso y espectacular, en lo extraordinario y en lo sobrenatural. El Espíritu se encuentra más bien inmerso en la esencia de la vida nueva, llegando incluso a los detalles insignifican­tes y cotidianos. La vida entera de los cristianos, desde el principio hasta el final, es obra y creación del Espíritu, es un «culto espiri­tual» (Rom 12, 1) y, por tanto, un signo del mundo nuevo que se abre camino. El Espíritu no sólo actúa esporádicamente, en mani-

3. Cf. von H. Soden y G. Bornkamm, Eucaristía e Iglesia en san Pablo, en Id., Estudios sobre el nuevo testamento, Salamanca 1983, 103-144. Sobre el trasfondo social del conflicto de Corinto, cf. G. Theissen, Integración social y acción sacra­mental, en Id., Estudios de sociología del cristianismo primitivo, Salamanca 1985, 257-283.

La ética cristológica de Pablo 215

festaciones aisladas y en apariciones concretas, en situaciones ex­cepcionales y a través de personas espirituales especiales, sino que marca totalmente cualquier vida cristiana y cualquier comunidad: «todo lo obra el único y mismo Espíritu» (1 Cor 12, 11). Esta prodigiosa marca del Espíritu en los cristianos incluye también, y no en último lugar, el ámbito de las actuaciones éticas.

H. Gunkel destacó hace tiempo (Die Wirkungen des Heiligen Geistes nach der popularen Anschauung der apostolischen Zeit und der Lehre des Apostéis Paulus, '1903) que la renovación que se produce en el ethos y el cambio que experimenta el hombre Pablo los atribuye preferentemente a la obra del Espíri­tu. A pesar de que H. Gunkel exagera las diferencias que existen con los plan­teamientos populares —y estuviera en peligro de interpretar erróneamente a Pablo espiritualizándolo y moralizándolo—, su enfoque básico no ha sido refuta­do. Según él, el Espíritu es para Pablo, esencialmente, la fuerza y el principio radical de la vida y de la conducta nuevas (cf. R. Bultmann, Teología, 39 ls; H.-D. Wendland, ThLZ 1952, 457s; E. Schweizer, ThW VI, 413ss). No se alude a aquellos en los cuales inhabka el Espíritu, como si estuviesen sumidos en experiencias místicas o en éxtasis visionarios, etc., sino como gente que se dedica al servicio y a la obediencia. El Espíritu no va regalando grandes conmociones y sentimientos, sino que se enseñorea del hombre en su mismo núcleo.

b) Según Rom 8 y Gal 5, el cambio que se produce en el bautismo en la «novedad de vida» (Rom 6, 4) es, sobre todo, una transformación en la «novedad del Espíritu» (Rom 7, 6). Los cris­tianos, cuando esta vida nueva se instaura y se les confiere en el bautismo, o cuando asimilan el bautismo en la vida nueva, no están abandonados a sus propios recursos, sino que se encuentran capaci­tados y preparados, gracias a la fuerza maravillosa del Espíritu, para el nuevo cambio. Dado que la vida cristiana es un cambio del Espí­ritu, esto hace que, además de la motivación, se ponga en juego una nueva orientación. El pneuma es en verdad, primordialmente, la fuerza, el fundamento y el marco de la existencia del cristiano. Cuando la conducta se realiza en el Espíritu, entonces el pneu­ma es también la pauta dominante («de acuerdo con el Espíritu», Rom 8, 4s).

Pero el que la actividad del Espíritu no quede reducida a unos momentos especiales, no significa que el cristiano tenga, de una manera definitiva e indeleble, al Espíritu, por decirlo así, en el bol­sillo. También el pneumático continúa siendo una persona vulnera­ble. El que ha sido agraciado con el Espíritu, no por eso disfruta de un character indelebilis, o sea, de una cualidad que no se pueda perder. Tanto antes como después, le afecta la promesa del Espíritu y, al mismo tiempo, se encuentra bajo la amenaza de la carne.

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La controversia entre carne y Espíritu (Gal 5, 17), que también tiene vigencia para el cristiano, da a entender que el cristiane y el pneuma no llegan a ser lo mismo, y que el Espíritu continúa siendo un poder foráneo, ajeno al cristiano. El milagro del Espíritu no puede ser manipulado ni puesto en escena por el hombre. El hom­bre es siempre alguien que está poseído por el Espíritu, es objeto y no sujeto del Espíritu, es alguien movido por él, como dice Pablo explícitamente (Rom 8, 14; Gal 5, 18).

Es evidente que el Espíritu toma posesión del hombre y que no sucede al revés, que el hombre tome posesión del Espíritu («el reverso de la justificación del ateo», E. Kásemann, Rómer, 218), pero a continuación se añade también abiertamente, de una manera dialéctica, la otra cara de la moneda, a saber, que los cristianos son deudores (Rom 8, 12). El bautismo, en modo alguno produce una transformación mágica, y a su vez el Espíritu tampoco es una fuerza que actúe de forma inevitable arrastrando al hombre necesaria e irresistiblemente. Precisamente esto diferencia la existencia cristiana de la situación en que uno es arrastrado irremisiblemente, cosa que, según 1 Cor 12, 2, es típica del paganismo.4

El mismo planteamiento se expresa también en la formulación que se utiliza en Gal 5, 22 para describir la conducta pneumática. Cuando al comportamiento cristiano concretado en un elenco de virtudes se le llama «fruto del Espíritu», se trata de un fruto que lo produce el mismo Espíritu. Por el contrario, en Rom 6, 22, donde a Pablo le interesa evidentemente referirse con más énfasis a la actividad de los cristianos, éste puede hablar, sin ningún reparo, de «vuestro fruto». Ante esta doble atribución del «fruto», la paradoja que estamos constatando vuelve a ser muy llamativa. Lo que se dice del fruto del Espíritu no hay que entenderlo, por tanto, como si fuera un proceso natural que se desarrolla automáticamente. El mismo Espíritu es el que crea el fruto, pero también se lo exige al hombre. Por esta razón, el fruto del Espíritu mencionado en primer lrgar, el amor, no es solamente un don y un fruto del Espíritu sino, también, un mandamiento (Rom 13, 8ss, etc.). La obediencia del pneumático es un acto del pneuma y, sin embargo, el hombre se tiene que dejar conducir por esta acción. Pero lo que siempre hay que tener presente es el irreversible desnivel que aflora en estas afirmaciones y, por consiguiente, el primado del Espíritu.

4. Cf. G. Schrenk, Geist und Enthusiasmus, en Studien zu Paulus, AThANT 26, 1954, 107-127, en especial p. 115s.

La ética cristoíógica de Pablo 217

c) Ocurre, al parecer, algo totalmente análogo con el concepto de carisma, que está íntimamente relacionado con el concepto de pneuma. Por ejemplo en 1 Cor 12, Pablo habla indistintamente de «dones del Espíritu» y de «dones de la gracia», e inicia la lista de los carismas con la afirmación de que el Espíritu es el que da los carismas (v. 8; cf. v. 11 y también Rom 1, 11). Un carisma es, pues, tal como se podría formular apoyándose en Rom 12, 3, la medida de la gracia otorgada (cf. también Ef 4, 7 «medida de la fe»), o la acción y la asignación específica del pneuma que se da a cada uno (cf. 1 Cor 12, 7.11). En 1 Cor 7, 7 se formula de esta manera: «cada uno tiene de Dios su propio carisma».

El «de Dios» confirma ante todo que un carisma no es un recur­so específico del hombre. No es algo que se pueda lograr con el propio empeño y esfuerzo, ni tampoco algo que se pueda imponer. N o obstante, Pablo puede, por supuesto, exhortar a que, a la vez, se hagan esfuerzos por alcanzar un carisma como el de profecía (1 Cor 14, 1). La cuestión estriba en qué se diferencia, en realidad, el carisma, como obra del Espíritu, del «fruto del Espíritu» (Gal 5, 22s), teniendo en cuenta sobre todo que ambos proceden, de una manera muy clara, del -pneuma, es decir, que tienen el mismo origen.

H. Gunkei opinaba que la diferencia se encuentra en el ámbito y en el tipo de su eficacia, ya que los carismas dicen relación al aspecto público y al culto, mientras que los frutos del Espíritu se refieren a la vida interior. No obstante, los carismas enumerados por ejemplo en Rom 12, 6ss, en modo alguno tienen que ver únicamente con el culto. Ahí resulta sorprendente, precisamente, la combinación de los fenómenos comunitario-cultuales con los fenómenos éticos. Los carismas tampoco son —y ésta es otra diferenciación que se suele hacer— un «poder natural» y, por el contrario, ios frutos dei Espíritu son un «poder ético». Esto se aprecia asimismo en Rom 12, 6ss, pues la profecía, la enseñanza, etc., no son para Pablo unos fenómenos naturales. Tampoco el celibato o el matrimonio son carismas en cuanto tales. Los carismas sólo llegan a ser tales carismas en cuanto que hacen posible que ¡a acción cristiana sirva a la promo­ción o a la «edificación» de la comunidad (oikodome), o en cuanto que son diaconía (1 Cor 12, 5, etc.). Por supuesto que la gracia también puede abarcar lo natural, o sea aquello que se da en la creación, por ejemplo —y para Pablo constituye un ejemplo clave;— el cuerpo. No es preciso, por tanto, establecer una innecesaria separación entre unas cualidades naturales por una parte, y la acción milagrosa del Espíritu por otra. Otra diferencia entre carisma y fruto del Espíritu se formula de la manera siguiente: el carisma se halla en relación con el indicativo, mientras que el fruto del Espíritu dice relación al imperativo. Pero tampoco esto es exacto. No solamente hay que esforzarse denodadamente por alcanzar los frutos del Espíritu (Rom 12, 13; 14, 19; 1 Tes 5, 15), sino también por conseguir los carismas (1 Cor 12, 31; 14, 1.12.39). Ambos son dones que

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generan obligaciones, razón por la cual la lista de los carismas de Rom 12 se encuentra precisamente dentro del marco de la parénesis.

El que Pablo, a pesar de todo, no exhorte propiamente a profe­tizar, a enseñar, etc., sino que únicamente lo haga en relación con los frutos del Espíritu, tiene evidentemente otras razones. Y ésta es también la diferencia fundamental entre carisma y fruto del Espíri­tu. Es decir, que la distinción específica estriba en la individualiza­ción más marcada de los carismas, pues según 1 Cor 7, 7, cada uno tiene su propio carisma, y según 1 Cor 12, 11, el Espíritu comunica a cada uno, lo que le es propio, lo suyo, lo específico, lo inconfun­dible. Por eso, en Rom 12, 6 se dice también que, de acuerdo con las gracias que nos han sido otorgadas, tenemos diferentes dones. Ciertamente que esta diferenciación posee una consistencia un tan­to relativa, pue en Rom 12, también se califican de carismáticas a la misericordia, a las prestaciones de ayuda y a otras cosas similares. Aparte de eso, Gal 5 es bastante tradicional. Asimismo se puede decir con cierto derecho que todo cristiano es un pneumático y que todo cristiano es un carismático, pero que únicamente los frutos del Espíritu se desarrollan en todos de la misma forma, es decir, que los frutos del Espíritu enumerados en Gal 5 son obligatorios para todos en la misma medida, como por ejemplo la caridad, el gozo, la afabilidad, la paz, la paciencia, etc. En contraposición con esto, todo cristiano es también un carismático, y a la comunidad como conjunto tampoco le faltará ningún carisma (1 Cor 1, 7). Pero no todo cristiano está dotado carismáticamente de la misma manera, sino que uno tiene este carisma y otro tiene otro distinto (1 Cor 12, 8ss.29ss), de forma que determinados carismas incluso se excluyen mutuamente (cf. 1 Cor 7, 7).

Por todo esto resulta probable que Pablo no diese el nombre de carismática a la totalidad de la vida cristiana sino a las peculiaridades y singularidades espe­cíficas que redundan en el servicio de la comunidad. Por lo demás, existe un parentesco estructural bastante amplio entre la fundamentación pneumatológica y la fundamentación carismática de la nueva vida (así últimamente S. Schulz, Die Charísmenlehre des Paulus, en FS E. Kasemann, 1976, 443-460, sobre todo 456s apoyándose en E. Kasemann). No se puede, pues, establecer una diferencia muy nítida, porque Pablo amplió de hecho el concepto de carisma también a la misma ética, aunque no por eso lo relacionó con todas las modalidades de la conducta de los cristianos (cf. U. Brockhaus, Charisma und Amt, 1972, 220ss).

La ética cristológica de Pablo 219

5. La fundamentación escatológica

a) De todo lo dicho hasta ahora se desprende que, para Pablo, la cristología es el horizonte de la ética determinante de todo. La misma escatología paulina no modifica para nada este planteamien­to. El que para Pablo la escatología constituya lo primordial y el centro de todo y que por consiguiente la misma ética esté funda­mentada sólo escatológicamente, es únicamente verdad si por ello no se resalta de manera unilateral la espera de la parusía, y si la ética que de ahí se sigue no se interpreta en el sentido de una actitud puramente pasiva con respecto al mundo, o sea, como una marginación del mundo. 5

La misma escatología paulina se ubica fundamentalmente den­tro del marco de la cristología y en ella encuentra su base y su punto de referencia (cf. U. Luz, Eschatologie, 227ss). Esto se aplica plenamente a la dimensión de presente de su escatología. La cruz y la resurrección de Jesús se entienden como los acontecimientos es-catológicos que producen el comienzo del cambio de los eones y la realidad de la presencia salvífica. Pero también el factor de futuro de la escatología paulina queda explicitado en gran medida, aunque no exclusivamente, desde el punto de vista cristológico. La esperan­za y la expectativa de Pablo se dirigen a la parusía de Jesucristo, sobre todo a «estar-con-el-Señor» o a «estar-con-Cristo». Si por una parte, el objeto de la esperanza apenas se ha desarrollado en Pablo de manera sistemática, sino que hay que deducirlo de frases sueltas y fragmentarias, por otra parte, en casi todas las frases, Cris­to es, de manera patente, el fundamento y la meta de la esperanza. Parece que estaría en contra de todo esto el que, según 1 Cor 15, la última meta de la esperanza continúa siendo la soberanía absolu­ta y exclusiva de Dios, pero sin embargo, hasta en la misma concep­ción del juicio —según Pablo, tanto Dios como Cristo llevarán a cabo el juicio— el motivo escatológico de la ética está fundamental­mente repleto de sentido cristológico. La ética se basa, pues, tanto «en el futuro del Kyrios» como «en el acontecimiento presente de Cristo» (A. Grabner-Haider, 110). Ya se recalcó supra, en la p. 204s, que de la simultaneidad del presente y del futuro salvíficos se sigue que también el cristiano se ve afectado por esta tensión escatológi­ca, porque es verdad que es liberado del poder del viejo eón, pero

5. Acerca de las coincidencias y diferencias que se dan entre la escatología y la ética de Pablo al compararlas con el género apocalíptico, cf. Ch. Münchow, Ethik und Eschatologie. Ein Beitrag zum Verstándnis der Frühjüdischen Apokalyptik, 1981, 150ss.

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220 Etica del nuevo testamento

al mismo tiempo, sufre y suspira, espera y tiene esperanza. Esto no significa, como es lógico, una división nítida, sino que implica una dinámica, y de hecho continuamente se pueden descubrir, en la actuación ética de la comunidad, intentos de ser consecuentes con el futuro preparado por Dios, anticipándolo ya en el presente (cf. Rom 14, 17 y sobre este pasaje U. Luz, Eschatologie, 262s; Ch. Münchow, 165s). Pero, por supuesto, la dimensión de futu­ro no queda con esto postergada. Por el contrario, esta dimensión aporta a la escatología de futuro una doble dinámica relacionada con la ética: por una parte le lleva a tomar en serio el tiempo limi­tado y la realidad irredenta de este mundo, lo cual es, sin duda, para Pablo un motivo decisivo para aceptar la tradición escatológi-co-futura o apocalíptica (cf. Rom 8, 18ss). Pero por otra parte con­duce a la ética a una relativización de la realidad mundana como algo interino y provisional.

b) Por ejemplo en 1 Cor 7, 29-31, Pablo, en el contexto de la discusión de la cuestión matrimonial, habla fundamentalmente de la postura de los cristianos en relación con el mundo, postura que está marcada por la escatología de futuro:

El kairos, esto es, el tiempo que todavía queda hasta la parusía, está «concen­trado»; sin duda el ser de este mundo camina ya hacia su desaparición. Lo que procede, por tanto, es deducir las consecuencias correspondientes: los que tie­nen mujer deben vivir de forma como si no la tuvieran, los que lloran y se alegran deben vivir como si no lloraran ni se alegrasen, los que compran deben hacer como sí no retuviesen lo comprado y los que disfrutan del mundo deben hacer como si ya no lo disfrutaran.

Es decir, que la exhortación a la libertad interior y a distanciarse del mundo se fundamenta así escatológicamente. Para Pablo esta fundamentación escatológica no es algo sustítuible o que se pueda descartar como una irrelevante construcción ideológica destinada a suministrar unos cimientos, servicio que hubiera podido prestar exactamente igual la concepción cínico-estoica del mundo. Esto no es así porque la escatología paulina no se reduce a una antropología y por tanto no es para Pablo un simple montaje auxiliar para incul­car la impetuosidad del ahora o la originalidad irrepetible del mo­mento (así H. Braun). Si la escatología se viera privada de su orien­tación cristológica y teocéntrica, esto acarrearía también consecuen­cias negativas para la ética. Si los muertos no resucitan —y la resu­rrección de los muertos está englobada en la cristología— «enton­ces comamos y bebamos que mañana moriremos» (1 Cor 15, 32). Pero si los muertos resucitan, entonces el cuerpo que Dios resucita­rá pertenece ahora mismo al Señor (1 Cor 6, 14).

La ética cristológica de Pablo 221

Ciertamente, la orientación cristológica de la escatología que se refleja en 1 Cor 7 no hace su aparición hasta el v. 32, mientras que antes se habla de la premura del tiempo y de la caducidad del mismo, lo cual, en mi opinión, se debe a que Pablo, en los v. 29-31, echa mano de un topos apocalíptico.

Cf. H. Braun, Die Indifferenz gegenüber der Welt bei Paulus und bei Epik-tet, en Ges. Studien zum NT und seiner Urnwelt, 1962, 159-167; W. Schrage, Die Stellung zur Welt bei Paulus, Epiktet und in der Apokalyptik: ZThK 16 (1964) 125-154; G. Hierzenberger, Weltbewertung bei Paulus nach 1 Cor 7, 29-31, 1967.

No se puede sin embargo enfrentar a la cristología con la esca­tología. El que Cristo esté presente ahora mismo, en plan soberano y liberador (cf. v. 22), relativiza las cosas de este mundo exactamen­te igual que la desaparición definitiva de este mundo, que coincide, además, con la otra venida de Cristo. En cualquier caso, el enfoque de las cosas últimas coloca a todo lo demás en la categoría de «pe­núltimo». De la cercanía del Señor se sigue, por ejemplo, la actitud despreocupada (Flp 4, 5), de su juicio futuro se desprende la renun­cia a juzgar al hermano (Rom 14, 10; 1 Cor 4, 5), de la abundancia de beneficios futuros se deduce la participación generosa en la co­lecta (2 Cor 9, 6; cf. Gal 6, 9s), de la promesa escatológica se sigue la postura adecuada con respecto a las cosas de la vida terrena de todos los días (1 Cor 6, 2), etc. Este enfoque de las cosas no se identifica con la espera inmediata, que sirve aquí a Pablo para la intensificación de la parénesis (de manera similar Rom 13, llss; Gal 6, 10; cf. también 1 Tes 5, lss, donde aparece en primer plano, con más fuerza, la incertidumbre del plazo), sino que coincide con la espera concreta de la victoria definitiva de Dios y de Jesucristo. Pero esto da a entender, al mismo tiempo, que no se puede dejar a un lado lo «penúltimo» y que la escatología no se puede confundir con un entusiasmo que huye del mundo.

c) Confirma esto mismo Rom 13, 11-14, que es un pasaje en el que Pablo termina los dos capítulos parenéticos de Rom 12 y 13 con una motivación escatológica. El pasaje también es especialmen­te significativo porque se encuentra en la misma carta que la períco-pa de Rom 13, 1-7, que se refiere al comportamiento con las autori­dades estatales, con lo cual da asimismo una respuesta a la cuestión de si se puede afirmar y contar con una ética no sólo después del desvanecimiento de la espera inmediata de la parusía.

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222 Etica del nuevo testamento

Pablo comienza el pasaje con la exhortación a que se haga todo lo que se dijo antes en los capítulos parenéticos 12 y 13, teniendo presente que ha llegado «ya» el «kairos» de despertar del sueño. Este «ya» llama aquí mucho la atención porque, por lo demás, el «ya», para Pablo, no es ninguna palabra clave de la «realized eschatology» o una consigna de los entusiastas (1 Cor 4, 8; cf. 2 Tim 2, 18), ni por otra parte tampoco es que el mismo Pablo niegue expresamente el «ya» perfeccionista: «no es que lo haya alcanzado ya o que ya sea perfecto» (Flp 3, 12). Únicamente aquí, en Rom 13, 11, utiliza Pablo positivamente el «ya» en un sentido cualificado y precisamente lo hace para fundamentar el com­portamiento adecuado de los cristianos.

Este empleo del «ya» es muy significativo. El ésjaton se mani­fiesta irradiando su resplandor y su brillo en el «ya» de la ética, lo cual corresponde a la previa conformidad precisamente con la cruz del Señor resucitado. Por el contrario, la salvación definitiva está todavía pendiente, aunque se encuentre, en efecto, «más cerca» que en el momento de la conversión. Hay que prestar también aten­ción a este comparativo «más cerca», pues no sólo indica la dia­léctica según la cual el cristiano, en el actual período de transi­ción, pertenece, en cierto modo, a las dos épocas del mundo, sino que también señala «el avance de la aguja del reloj escatológico» (G. Stáhlin, ThW IV, 1114). «La noche va muy avanzada, el día ya se acerca» (v. 12).

No es que Pablo estuviera pensando en aquel momento de la noche «en el que reina la oscuridad especialmente cerrada que precede al comienzo del alba», en el sentido de que siguiendo el estilo apocalíptico aludiese al empeoramiento y a la depravación crecientes del mundo (así lo cree G. Stáhlin, ThW TV, 716). Pero tampoco significa, ni mucho menos, lo contrario, o sea que el avance de la noche se tenga que interpretar en el sentido del progreso de la humanidad, o desde la perspectiva de la evolución, de la teleología o del avance progresivo. Esto no es otra cosa sino hacer alegorías gratuitas. Lo que quiere decir es que se va acercando la proximidad del día y que esta mayor «proximidad» del día que se acerca constituye la base de las exhortaciones (cf. también nuevamente la partícula deductiva del v. 12). Y esto, a su vez, quiere decir que la ética es aquí una consecuencia de la escatología y, además, de una escatología orientada hacia el futuro (cf. también Gal 6, 9s; Flp 2, 16; 3, 14; 1 Tes 2, 12).6

d) Pero si por una parte es indiscutible que la espera del futu­ro de Rom 13, llss constituye un motivo de la ética, esto adquiere una significación especial, sobre todo al lado de la amonestación

6. Cf. con respecto a Rom 13, 11-14 sobre todo A. Vógtle, Paraklese und Escha-tologie nach Rom V, 11-14, en Dimensions de la vie chrétienne. Serie Monographi-que de «Benedictina» (Sect. Biblico-Oecuménique 4), Rom 1979, 179-194.

La ética cristológica de Pablo 22}

a someterse a las autoridades estatales de Rom 13, 1-7. Se ha afir­mado frecuentemente que la ética cristiana primitiva no fue posible hasta que fue declinando la espera de la cercana parusía y hasta que se desvaneció el cálido aliento de la primera época.

K. Weidinger, por ejemplo, ha dicho que la vida, con sus inexorables exigen-cías cotidianas, fue la encargada de poner en claro a los cristianos el hecho de que todavía se encontraban en la tierra, cosa que por lo visto se había olvidado en un período inicial determinado escatológicamente (Haustafeln, 6s,8; cf. tam­bién supra, p. 159). Según Dibelius, la recepción por parte de Pablo de la antigua ética profana, se desencadenó gracias al aplazamiento de la parusía (cf. Urchristentum, 18, etc.). Y según C. H. Dodd, tuvo primero que pasar a segun­do plano la fe en la proximidad de la consumación escatológica y la «atmósfera hipersensibilizada de la espera», para que se pudiera hacer un hueco a las exi­gencias éticas. Este autor intenta constatar en Pablo, o mejor dicho en sus cartas, una evolución que va desde el entusiasmo escatológico de las primeras cartas, hasta el descenso cada vez mayor de esta fe en las cartas posteriores. Sólo esta revisión de la escatología, cuyo mérito hay que atribuirlo al sólido common sense del apóstol, hizo posible una nueva actitud de la conducta cristiana con respecto al mundo (Gesetz, 35).

Esta supuesta revisión de la escatología, actualmente se reconoce ya que es una construcción. Precisamente en un texto como el de Rom 13, que por cierto se cuenta entre las cartas tardías del apóstol, se demuestra que para Pablo la ética, en lugar de una compensa­ción, es una consecuencia necesaria de la escatología. Pablo jamás fue, ni siquiera en una fase inicial, un entusiasta que no tomase en serio los problemas candentes de este mundo so pretexto de esperar el final de los tiempos. Para él, la urgente insistencia en la ética no es una solución de emergencia que se imponga por la prepotencia de las llamadas realidades que fluyen en el curso imparable de la historia, ni tampoco un compromiso o una adaptación, sino que es la consecuencia y la expresión de que en Cristo se ha iniciado un nuevo mundo y de que todo apunta a la victoria universal de Cristo y a la soberanía absoluta de Dios. En cualquier caso, la escatología no produce en Pablo un pietismo apocalíptico o una fiebre de hui­da del mundo, sino que, en lugar de una paralización de la acción, produce más bien un estímulo permanente y eficaz de esa misma acción.

e) Esto r, ismo parece finalmente confirmar otro texto que, además, aport; otro motivo que aparece con frecuencia. Nos referi­mos al juicio ^egún las obras de 2 Cor 5, 9-10.

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224 Etica del nuevo testamento

En 2 Cor 5, Iss Pablo hace que su comunidad dirija la mirada hacia el futuro, después de que antes había contrastado la plenitud de la gloria que se espera con la breve y por tanto soportable tribulación de este mundo perecedero (4, 17-18). Pablo expresa la certeza de que cuando el cuerpo terreno se desmo­rone, a los cristianos les espera una morada celestial. Sin minusvalorar el cuerpo, hace una contraposición entre el exilio dentro de la corporeidad terrenal y la vida en la patria del Señor, que él se imagina como una cercanía y como una comunicación con el Señor (v. 6-8).

Pero según concluye el v. 9, quien busca la comunión escatológica con el Señor, también busca, aquí y ahora, su beneplácito, o literalmente: «por esto, bien en casa (es decir, con el Señor), bien de camino (es decir, en el cuerpo mortal) procuramos con todo interés serle gratos. Pues todos hemos de compa­recer ante el tribunal de Cristo, para que reciba cada uno según lo que hubiere hecho en la vida del cuerpo (o a través del cuerpo), ya sea bueno o malo».

Esto significa ante todo que la esperanza escatológica de la que se habla en los v. Iss es el fundamento de la responsabilidad y de la integridad aquí y ahora. El ansia de comunión con el Señor celes­tial da lugar a que los cristianos se tomen en serio sus obligaciones terrenas. No sucede por tanto que la nostalgia del Señor haga que esta vida concreta se vuelva indiferente. Ocurre más bien lo contra­rio, como lo confirma también Flp 1, 2 Iss. La esperanza escatológi­ca afina la visión y estimula la responsabilidad en relación con la existencia terrena que se desarrolla en este período intermedio. La yuxtaposición de los enunciados escatológicos y éticos de Pablo tampoco constituye aquí una unión forzada de dos dimensiones de suyo incompatibles, sino que más bien es un llamamiento a compor­tarse adecuadamente en el mundo y en el cuerpo, sin que se excluya en absoluto la dimensión escatológica. La conducta consecuente es algo que se sigue y se desprende de la esperanza, pero no es un sustitutivo de la misma. La desesperanza paraliza, mientras que la esperanza moviliza.

En el v. 10 se recalca por medio de la idea del juicio que el hombre es responsable de su vida terrena. Pablo depende aquí, como es lógico, del judais­mo, donde el juicio coincide con el fin del eón actual, es decir, con el fin del mundo. También según la óptica judía, el individuo no se presenta delante de Dios, él sólo, sin posibilidad de defensa, sino que se tienen en cuenta sus dife­rentes actos (cf. Hen et 95, 5, etc.). Cf. acerca de la idea del juicio, H. Braun, Gerichtsgedanke und Rechtfertigungslehre bei Paulus (UNT 19), 1931; L. Mat-tern, Das Verstándnis des Gerichtes bei Paulus (AThANT 47), 1966; E. Synof-zik, Die Gerichts- und Vergeltungsaussagen bei Paulus (GTA 8), 1977.

Por lo tanto, apenas se puede negar que Pablo adoptó la tesis judía del juicio según las obras. Esto no significa que Pablo no

La ética crístológíca de Pablo 225

se desembarazase, de manera suficientemente radical, de la herencia judía de sus padres o que hablara con falta de rigor. No se debe desvirtuar 2 Cor 5, 10 y otros pasajes similares convirtiéndolos en amenazas pedagógicas o reduciéndolos a enunciados hipotéticos. La frase sobre el juicio según las obras es, por el contrario, absolu­tamente auténtica y está dicha en serio. Dios es y sigue siendo el juez, lo cual constituye un presupuesto básico del «sólo por la gra­cia» (sola grada), pues sólo porque Dios actúa responsablemente y no sólo en apariencia, existe la posibilidad de que sea agraciado aquel que se ve amenazado por un juicio desfavorable. Sólo el mis­mo juez puede usar de la gracia antes que de la justicia, y asimismo puede, por causa de Cristo, absolver y justificar. El juicio precisa­mente corrobora que no existe una «justicia propia».

Pero, según Pablo, tampoco sucede que el Dios clemente haya desistido de su oficio de juez con respecto a los cristianos justifica­dos, y que en el futuro haga la vista gorda en lo que a ellos se refiere. Los cristianos precisamente se ven confrontados con el mensaje del juicio, razón por la cual la mayoría de los textos se encuentra intencionadamente en el contexto de la parénesis. El mis­mo Dios se reserva la última palabra incluso con respecto a los cristianos. No es que el hombre tenga que buscar su salvación con sus propias fuerzas y por su propia cuenta y riesgo. Pero a los cristianos se les preguntará si ellos se han arreglado, absoluta y totalmente con la sola grada, realmente con ella sola, o qué es lo que han hecho con los dones de Dios y si realmente han vivido del ésjaton y con la fuerza del Espíritu, sin abandonar el camino de la salvación en Cristo. Las obras son todo lo contrario de algo irrele­vante y precisamente deben —así se podría decir de una manera incisiva— revelar en nosotros la obra de Dios o la obra del Señor (1 Cor 15, 58), y con ello manifestar que hemos dejado que suceda en nosotros la acción de Dios. Pero esto pone en evidencia, igual que pasaba con Jesús, que el hombre, a través de su Señor, se halla radicalmente en situación de servicio y que es responsable ante él con todas sus consecuencias. Es cierto que la justificación incluye también el futuro (cf. Rom 5, 9; 8, 28ss, etc.), pero el planteamiento del juicio final, que se encuentra en una tensión dialéctica con esta afirmación, debe evitar que la justicia de Dios se desvirtúe en aras de una falsa seguridad o que alguien se crea dispensado de practicar la voluntad de Dios (cf. 1 Cor 10, Iss). Precisamente el juicio según las obras remite al cristiano explícitamente a la responsabilidad éti­ca (cf. U. Luz, Eschatologie, 278s).

Es importante que Pablo ponga el v. 10 a continuación de las explicaciones sobre la esperanza en la corporeidad de la resurrección.

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226 Etica del nuevo testamento

Este orden de prioridad permite descubrir que la actitud básica del cristiano con la que se acerca al fin, no es el miedo, sino la esperan­za. El que comenzó la buena obra la llevará también a buen término (Flp 1, 6; 1 Cor 1, 6). De la misma manera que en Pablo domina la alegría y la confianza en lugar del miedo y de la incertidumbre (cf. también 1 Tes 1, 10; 2, 19; 5, 23s), también en lo que se refiere a la concepción del juicio desempeña una importante función la idea de la retribución, sobre todo en plan metafórico (cf. 1 Cor 4, 5; 9, 24; Flp 3, 14, etc.), con vistas a alentar y a exhortar en la parénesis (Gal 6, 9s; 1 Cor 15, 58; cf. H. Preisker, T h W IV, 704. 726ss). Pablo no opina que la corporeidad de la resurrección haya que ganarla a base de obras y de méritos. El parte de una gran esperanza y de una seguridad sin límites, es decir, de la espera del Señor que ha de volver y que se llevará consigo a los cristianos. Pablo llega por este camino a insistir en el mensaje del juicio. Este camino es irreversible. También, según 1 Cor 15, no es el juicio sino la esperanza de la resurrección el fundamento de la parénesis (v. 34.58), y según Flp 4, 4-6, la proximidad del Señor es el funda­mento de la alegría y da lugar, por una parte, a una actitud tranqui­la, pero por otra parte incita a transmitir a todos los hombres dulzu­ra y bondad.

II. E L ESTILO Y LA ESTRUCTURA DE LA NUEVA VIDA

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1. El carácter absoluto, unitario y concreto de la conducta cristiana

a) La liberación y la renovación del hombre hecha por Cristo es, según Pablo, un acontecimiento trascendente, una transformación

La ética cristológica de Pablo 227

esencial, una «metamorfosis» (Rom 12, 2; 2 Cor 3, 18). El hecho de que el hombre esté en contradicción consigo mismo (Rom 7, 14ss) hace que esta duplicidad y agrietamiento del yo forme parte del pasado. Al carácter radical de esta renovación corresponde también la totalidad indivisa de la exigencia y del servicio reclamado. Es lógico que los cristianos, por el hecho de haber sido renovados de raíz y colmados de dones, estén plenamente en una actitud de dis­posición y que sean totalmente obedientes, y no sólo de una manera interina o parcial. Por esta razón, en la parénesis paulina no se trata solamente de una suma de hechos aislados o de actos de obedien­cia, sino del mismo hombre. Ciertamente que Pablo habla también en concreto de la renovación de la mente (Rom 12, 2), y también es verdad que exhorta a una nueva autocomprensión (Rom 6, 11), a la ofrenda de los cuerpos (Rom 12, 1, etc.), etc. De todos modos, los diversos términos antropológicos se emplean aquí pars pro toto. El que a la plenitud de la gracia le corresponda la tarea y la dedica­ción plenas lo ponen de manifiesto con especial evidencia muchos giros que aluden a «todo»: así como Dios hace concurrir todo para bien de los que le aman (Rom 8, 28), y entrega todo con Cristo (Rom 8, 32), así como ha hecho a los cristianos ricos en todo (1 Cor 1, 5; 2 Cor 9, 11) y ahora tiene vigencia el «todo es vuestro» (1 Cor 3,21), asimismo y con la misma incondicionalidad tienen los cristia­nos que hacer todo para gloria de Dios (1 Cor 10, 31), ser obedien­tes en todo (2 Cor 2, 9) y procurar que todo se haga en caridad (1 Cor 16, 14), etcétera.

Lo mismo que en el caso de Jesús, también aquí se rechaza implícitamente cualquier bagatelización o simple corrección literal de la obediencia, pero asimismo se rechaza cualquier espiritualiza­ción que convierta a Pablo en redescubridor de un ethos orientado hacia una pura interiorización. Por ejemplo, cualquier acentuación excesiva de los sentimientos, tal como se hace en la interpretación ético-emocional (cf. supra, p. 58s), en perjuicio por tanto de la realización realista y de la estructuración concreta y corporal de la vida cristiana, sería para Pablo una espiritualización equivocada. Dios también reclama los cuerpos para que le sirvan (cf. infra, p. 268s) y quiere que se le dé gloria también comiendo y bebiendo (1 Cor 10, 31). Probablemente en 2 Cor 8, lOs se podría todavía encontrar una prioridad de la buena voluntad y de la disponibilidad o del estado de ánimo por encima de los hechos. Pero aun cuando sea digno de elogio que los corintios hayan empezado «no solamen­te a hacer, sino a querer», de acuerdo con los versículos que vienen a continuación pertenece también ineludiblemente al ejercicio de la voluntad la actuación correspondiente, esto es, la presentación

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material de ayuda en favor de los pobres de Jerusalén. Ciertamente que no por eso hay que hacer gala de la obediencia en cuanto obediencia, pero tampoco se la puede dejar marginada en la oscuri­dad más absoluta o en el olvido. Si por una parte la originalidad de esta vida se basa en el juicio y en la obra de Dios, de forma que la novedad en cuanto tal sólo puede ser objeto de fe, por otra parte, la vida nueva no se produce en la esfera de lo invisible, sino que se hace patente en el ámbito de lo terreno y corporal (Gal 5, 19ss). Lo pneumático no se identifica con la esfera de la interioridad, ni es algo difuso, sino que el Espíritu demuestra su poder y su realidad en la conducta y en las obras, llegando hasta la misma corporeidad (cf. supra, p. 214s).

b) La unidad de la parénesis paulina está en estrecha relación con la exigencia de una vida cristiana en cuanto totalidad. La obe­diencia que se pide no cabe fraccionarla o convertirla en un todo a base de hechos aislados. También Pablo, al igual que Jesús, se fija en una postura básica y en una orientación ante la vida unitarias en lugar de prestar atención al cumplimiento de una serie heterogénea e inconexa de preceptos aislados.

Llama la atención, por ejemplo, que Pablo para designar las actuaciones cristianas utilice casi exclusivamente el singular, como en el caso de «obra» (1 Cor 3, 13ss; Gal 6, 4; Flp 1, 6, etc.) o de «fruto» (Rom 6, 22; Gal 5, 22; Flp 1, 11; 4, 17). Esto no es algo puramente casual, pues para definir las acciones precristianas Pablo no tiene inconveniente en usar sin más el plural y habla de «obras de las tinieblas» (Rom 13, 12) y de «obras de la carne» (Gal 5, 19). Es especialmente sorprendente el cambio de número en Gal 5, pues los vicios enu­merados en el elenco correspondiente los pone bajo el epígrafe de «obras de la carne», mientras que la lista de las virtudes la coloca bajo el título de «fruto del Espíritu». El singular llama tanto más la atención cuanto que, en este caso, no sólo se menciona un fruto sino varios.

Las diferencias entre los frutos pierden evidentemente impor­tancia a la vista de su origen unitario y de su orientación homogé­nea. De esta manera queda superada la dispersión del hombre y la multiplicidad inconexa de sus acciones. Según Pablo, Dios no exige esto o lo otro, ni pide una infinidad de detalles, sino que el objeto de su reclamación es el hombre mismo con todo lo que es y con todo lo que tiene.

c) A pesar de esta actitud básica y global homogénea de la ética apostólica y de la conducta cristiana que se guía por ella, los múltiples preceptos y recomendaciones singulares de Pablo ponen

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de manifiesto su carácter concreto y la inevitable pluralidad de nor­mas (1 Tes 4, 2) y de mandamientos (1 Cor 7, 19), de caminos (1 Cor 4, 17) y de tradiciones (1 Cor 11, 2). Pablo no se dio por satisfecho con hacer un llamamiento directo a una obediencia glo­bal y sin fisuras, sino que sin ningún escrúpulo ni inhibición enume­ra casos concretos y detallados. Precisamente en estos casos se quie­re poner de manifiesto el carácter absoluto de la nueva obediencia.

En 2 Cor 8, 7, Pablo puede testificar a una comunidad que es rica en todos los aspectos. Pero lo importante para él es que la caridad y el celo de los corintios se demuestre y se acredite como auténtico a través de una acción singular completa­mente concreta (la colecta para Jerusalén). Precisamente en este sacrificio concreto de la colecta se pone de manifiesto el sacrificio global de sus vidas, de forma que Pablo, en el v. 5, se gloría de las comunidades de Macedonia. Estas comunidades se entregan a sí mismas de forma total a través de una acción aislada de caridad. También en los capítulos parenéticos, Pablo amonesta y exige continuamente de una manera absolutamente concreta. 1 Tes 4, lss es un ejemplo de esto: según el v. 6, el Señor exige precisamente el cumplimiento de los diversos preceptos concretos y en caso de transgresión no faltará la venganza (cf. v. 8).

La ática paulina no permite que el hecho individual y el pensa­miento concreto, que la obra aislada o la palabra precisa se diluyan o desaparezcan en unos postulados absolutos comprometidos pero abstractos (cf. también 2 Cor 10, 5ss; 1 Tes 5, 22; Flp 1, 9, etc.). Un ejemplo significativo de la concreción de las recomendaciones es 1 Cor 7, donde Pablo no se arredra de confrontar a la comuni­dad, incluso en cuestiones de ética sexual, con sus consejos y di­rectrices.

Los mismos catálogos paulinos de virtudes y de vicios, sobre todo en Gal 5, confirman que la globalidad y la concreción forman un todo y tienen que ponerse en relación mutua. Lo bueno o malo individualmente no es más que la especificación, el síntoma y la consecuencia de la totalidad de la vida o de la orientación funda­mental buena o mala. Ciertamente que con los términos «carne» y «espíritu» se designa, en cada caso, una esfera y una dimensión que lo abarca todo, pero los problemas surgen en los detalles concretos y precisamente en ellos queda comprometido el hombre nuevo en su globalidad. Pablo ve en los diversos conceptos de la lista de vir­tudes el desarrollo del fruto único del Espíritu, pero aun así, enu­mera por su nombre sus efectos, sin dejar simplemente en manos de la libertad de decisión y de la espontaneidad de cada pneumático su despliegue y sus perfiles concretos. Hasta los mismos conceptos abstractos apuntan a unos hechos concretos (S. Wibbing, 58s.l08 123; cf. A. Vógtle, 148s).

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Algo parecido se puede decir acerca de los «catálogos de vicios». El mismo pecado del hombre, por mucho que se defina la mayoría de las veces, en singu­lar, como un poder, no consiste precisamente en un ateísmo genérico o teórico, ya que la orientación global que atenta contra Dios se manifiesta también en la existencia empírica y en faltas concretas. Concuerdan también con esto aquellas recomendaciones dirigidas contra los cristianos, que no solamente ponen en guardia genéricamente contra el pecado, sino que llaman asimismo pecado a decisiones e incidentes concretos, dado que también los hechos aislados hacen que se produzca el dominio del pecado (1 Cor 8, 12; 6, 18; Gal 6, 1, etc.).

Por consiguiente, Pablo no se dio por satisfecho, ni en sentido positivo ni en sentido negativo, con proclamar unos principios éti­cos generales. Por el contrario, sin ningún tipo de escrúpulos fue desarrollando en concreto la nueva obediencia. No hay que dese­char la diversidad de recomendaciones apostólicas concretas como si fuese una liquidación moral de la unidad de la ética cristiana, teniendo en cuenta sobre todo que Pablo en modo alguno piensa que todo lo singular se encuentra en el mismo plano. Aquel que defina como moralización las recomendaciones materiales que van más allá del mandato genérico del amor, se ve obligado efectiva­mente a constatar este tipo de moralización en Pablo, pero al mis­mo tiempo tiene que preguntarse si no tiene un pensamiento afín al culto de los misterios. De hecho, en los misterios sucede que el que vuelve a nacer no es propiamente el hombre histórico concreto, sino «algo» que hay en él (R. Bultmann, ZNW 1924, 133). Eviden­temente Pablo no quiere ahogar casuísticamente la vida de los cris­tianos, en preceptos minúsculos y mezquinos. Tampoco quiere, ciertamente, presentar preceptos que se adapten a todas las situa­ciones imaginables, pero lo que sí quiere es una concreción que se ajuste a la práctica.

La diferencia con la casuística no reside en una falta de concreción, sino en la ausencia de un sistema alambicado que contenga todas las recomendaciones concretas imaginables, acompañadas de un formalismo y de una caracterización atomizadora. No hace falta más que comparar la postura de Pablo en relación con la cuestión de los alimentos de 1 Cor 8-10 o de Rom 14-15 con los cientos de preceptos judíos sobre lo puro y lo impuro para ver claramente la diferencia. Otro ejemplo es la exhortación a los esposos de suspender el acto matrimonial sólo temporalmente y contando con el mutuo acuerdo, sin que se den instruccio­nes más concretas sobre la duración de la continencia (1 Cor 7, 5), mientras que los rabinos acostumbran a dar datos precisos sobre la frecuencia o la prohibición del contacto matrimonial (Billerbeck III, 368ss).

d) La polémica propiamente dicha no consiste en si el cris­tiano debe actuar, según Pablo, de una manera concreta, sino si

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otros —y en especial si el apóstol— le puede imponer obligatoria­mente y de una manera concreta lo que ha de hacer y lo que tiene que omitir. Muchos autores consideran las recomendaciones aisla­das, que de hecho son innegables, como si fueran una solución de transición o de emergencia para las comunidades que todavía no están consolidadas. La autodeterminación del individuo y la renun­cia consiguiente a cualquier recomendación concreta constituiría, según esto, el ideal propiamente dicho, y se impondrá en la prác­tica con el tiempo, convirtiendo en superfluos los preceptos par­ticulares. 7

Si esto fuera verdad, habría que esperar que existieran algunas manifestaciones que incitaran a esta independencia ética o que se­ñalaran la limitación temporal de las recomendaciones, o que advir­tieran que, de momento, estas recomendaciones son, por desgracia, indispensables. De hecho sin embargo no se puede detectar ningu­na de estas aspiraciones o reservas. Los reproches de Pablo se refie­ren a abusos concretos, no a que las recomendaciones sean necesa­rias. La esencia de la parénesis no consiste evidentemente sólo en una permanente actualización, sino también en una confrontación permanente con las amonestaciones concretas. 1 Cor 10, por ejem­plo, no se contenta con el aviso genérico relativo a la confianza en en sí mismo («el que cree estar en pie, mire no caiga»), sino que esto lo concreta, entre otras cosas, en el aviso relativo a la prostitu­ción (v. 8). Pero, sobre todo, lo sorprendente es que se encuentran muchas recomendaciones que a pesar de toda su concreción, se tienen que contar, por lo que se refiere a su contenido, entre los mandamientos fundamentales y —tal como sería lógico decir, sobre todo en este caso— propiamente tendrían que darse por sobreen­tendidos. Pero precisamente el hecho de que Pablo no convierta la pretendida evidencia de la ética o sus fundamentos básicos en pro­grama o en doctrina para los avanzados moralmente o el que no suprima sin más este tipo de recomendaciones, es un argumento en contra de la tesis de que estas exhortaciones concretas se van ha­ciendo poco a poco superfluas.

Esto se puede confirmar con algunos ejemplos: en 1 Tes 4, ls y 4, 11 Pablo se refiere explícitamente a sus antiguos preceptos conocidos ya por la comuni­dad a través de la parénesis misional. Las cartas apostólicas, por tanto, no es que únicamente aporten instrucciones morales desconocidas llenas de contenidos nuevos sino que repiten cosas de sobra conocidas. Efectivamente, la comunidad

7. Cf. W. Schrage, Zur formalethischen Deutung der paulinischen Paránese, ZEE 1960, 207-233.

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no solamente es consciente de estas cosas, que son de sobra sabidas, sino que —y esto constituye una dificultad especial en relación con la hipótesis de que las recomendaciones son superfluas para los iniciados— ella misma las practica (1 Tes 4, 1.10; 5, 11; cf. también 1 Cor 4, 17). Por consiguiente, Pablo hace una crítica del pecado, pero no de la impugnación ni mucho menos de la necesidad de la parénesis.

2. La referencia a la situación y la pluralidad ética del mandato apostólico

a) El polo opuesto de la tesis de que la concreción dentro de la parénesis es innecesaria y superflua es la otra tesis de que la ética paulina no es más que algo concreto y referido a la situación y, por consiguiente, válido únicamente para casos históricamente irrepeti­bles. De acuerdo con esto, Pablo únicamente daría instrucciones concretas para casos concretos8. Ahora bien, evidentemente es in­discutible que muchas amonestaciones paulinas responden a pro­blemas y a peligros rigurosamente actuales y que apuntan a situacio­nes concretas (cf. la primera Carta a los corintios, donde Pablo explícitamente toma postura con respecto a problemas de la comu­nidad, incluso citándolos casi literalmente: 7, 1, etc.). La misma ética paulina tampoco se puede entender como algo atemporal y como una verdad moral independiente de todas las circunstancias y contingencias históricas. Sus recomendaciones concretas no se diri­gen a todos los hombres, ni se adaptan a todas las circunstancias, sino que son totalmente irrepetibles y originales (cf. la carta a File-món), y, en ocasiones, son de todo punto pragmáticas (cf. 1 Cor 16,2).

Pero, por otra parte, en las cartas se encuentran continuamente párrafos absolutamente genéricos que no aluden a situaciones ac­tuales. Algo parecido se podría decir, incluso en mayor medida, de la parénesis. Al lado de las amonestaciones de actualidad y que se refieren a circunstancias concretas, también se encuentran otras que prescinden de coyunturas y de ocasiones especiales. Precisamente los capítulos más parenéticos (Rom 12-13; Gal 5-6; 1 Tes 4), que nada tienen que ver con el estilo de la carta, no son más que máxi­mas inconexas o un conjunto de sentencias sin orden aparente, en las que apenas se puede descubrir una relación directa con las circunstancias de la carta. Estas recomendaciones no están formu-

8. Así por ejemplo O. Cullmann, Christus und die Zeit, 31962, 204 (ed. cast.: Cristo y el tiempo, Barcelona 1968).

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ladas «para unas comunidades determinadas o para unos casos con­cretos, sino para las necesidades genéricas de la cristiandad antigua. No tienen, pues, una significación actual, sino usual» (M. Dibelius, Formgeschichte, 239). Además, se puede ver que Pablo con fre­cuencia utiliza las exhortaciones de actualidad como puntos de refe­rencia para otras recomendaciones que no están relacionadas con la ocasión inmediata, mientras que otras veces proyecta su luz, fun­damentalmente, sobre un caso particular de actualidad (cf. Rom 14-15 y 1 Cor 8-10.13).

b) La acentuación de la referencia a la situación, propia de la parénesis apostólica, no se debe confundir, una vez más, con una interpretación según la cual la conducta cristiana está influida, in­cluso de una manera primordial, por la situación. Esta interpreta­ción de la parénesis paulina, en el sentido de una ética de situación, tiene cierto fundamento, porque con ella se puede explicar la liber­tad de decisión y la espontaneidad del amor. Pero, a veces, se la coloca equivocadamente en oposición a los mandamientos objeti­vos, sin que esto se justifique-intentando fundamentarlo pneumato-lógicamente.

Cuando la vida del Espíritu funciona, entonces «ya no queda lugar para ningún tipo de mandamiento». El que camina en el Espíritu hace espontánea­mente lo que el mandamiento de Dios le impondría, dado que el Espíritu le indica el camino. Dios ya no vuelve a hacer su aparición dentro del pneumático como viniendo de fuera, según lo formuló H. Lietzmann de forma muy clásica (An die Rómer, HNT 8, 41933, 71). J. Weiss habla de la creación libre de una interioridad religiosa que saca su ley de dentro de ella misma (Das Utchristen-tum, 1917, 432s). El mismo Cristo dirige la vida de los cristianos desde arriba, a través de manifestaciones directas del Espíritu (cf. M. S. Enslin, 101.130; etc.; otros testimonios en W. Schrage, Einzelgebote, 75).

Para defender una interpretación de este tipo se recurre, por ejemplo, a expresiones como «el Espíritu en nosotros» o «Cristo en nosotros» (Rom 8, lss, etc.). Sin embargo la intención genuina de estas expresiones es totalmente diferente. Se trata de expresar en el mismo núcleo del hombre la radicalidad de la pertenencia a Cristo. En su contexto no "se alude ni por asomo a que el cristiano se desligue de los preceptos que vienen de fuera en razón del Espíritu que vive en él, como si arrebatado por el Espíritu supiera, sólo por sí mismo, la voluntad de Dios. Según Rom 8, 4, el Espíritu hace que se cumpla el ideal de la justicia de la ley. Jamás estas expresio­nes delatan una proclividad a la autonomía o un atentado contra la «palabra exterior» (verbum externum). También los libertinistas de

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Cristo apelaban al Espíritu, y sin embargo se hicieron indignos de las expectativas de entrar en el reino (1 Cor 6, 9).

Incluso las expresiones que ponen de relieve el aspecto personal en la relación de los cristianos con su Señor (obedecer, servir a Cristo, etc.), jamás plantean una tirantez con los mandamientos de Cristo o de su apóstol. La obediencia personal al Señor se pone de manifiesto en la obediencia a su mandato. Por ejemplo en Rom 14, 18, el «servir a Cristo» hace referencia a recomendaciones concretas al añadir en «esto» (de manera similar en Rom 16, 18). Por el contrario, jamás Pablo fundió o confundió el juicio y la voluntad de los cristianos con el mandato de Dios o con el de Cristo, o con el del Espíritu. Para Pablo no es ninguna contradicción que el co­nocimiento de la caridad fraterna, según 1 Tes 4, 9, proceda del adoctrinamiento divino y, por otra parte, que el apóstol exhorte a la caridad, si bien es verdad que la enseñanza impartida por el apóstol o por cualquier otro «solamente es necesaria de manera subsidiaria en tanto que dura el eón presente» (H. Schürmann, Orientierungen, 69). Normalmente el mandato de Dios no llega evidentemente al cristiano, junto a las recomendaciones apostóli­cas o desligado de las mismas, sino dentro de ellas, y éstas son vinculantes y obligatorias, porque el mismo Cristo es el que ex­horta y ordena a través de ellas (2 Cor 13, 3; Rom 15, 18). La obligatoriedad de las instrucciones apostólicas se debe a que, a través del apóstol, que hace las veces de mensajero y de repre­sentante de su Señor, toma la palabra el mismo Jesucristo, quien además lo hace, al mismo tiempo, absolviendo y mandando. El apóstol exhorta y alienta, ordena y advierte, no en nombre pro­pio, sino en el nombre de Jesucristo, y el que no se lo toma en serio, atenta a la vez contra Cristo y contra Dios (1 Tes 4, 6.8). Ciertamente que Pablo .jamás impone simplemente una autoridad formal, sino que anima de tal forma a que se examine lo que es­cribe (1 Cor 10, 15), que de inmediato se tiene que hablar tam­bién dialécticamente de la mayoría de edad y de la propia res­ponsabilidad de la comunidad. Pero si por una parte la comuni­dad en modo alguno queda reducida a ser una destinataria pasiva de los decretos apostólicos, por otra parte tampoco las recomen­daciones paulinas son únicamente elementos de discusión que ca­recen, más o menos, de una fuerza vinculante, o una opinión pri­vada que no crea precedente. Por el contrario, estas recomenda­ciones ponen de relieve, con gran autoridad, la voluntad de Dios y exigen una observancia (2 Cor 2, 9; 7, 15; Flp 2, 12; Flm 8-11). De ahí también la invitación a imitar la conducta del apóstol (1 Cor 4, 16s; 11, 1; Flp 4, 9; 3, 17).

La ética cristológica de Pablo 235

c) A pesar de que en algunos pasajes se puede descubrir inclu­so la pretensión de que, hasta cierto punto, todas las enseñanzas tienen la misma validez (1 Cor 4, 17; 7, 17; 11, 16), no todas las palabras del apóstol tienen una vigencia y un peso idénticos. Pablo conoce las matizaciones y las limitaciones, y establece perfectamen­te diferenciaciones en sus exigencias a individuos o a grupos con­cretos. Donde más campo libre deja a las diversas decisiones con­cretas de la vida cristiana es evidentemente en el campo de la creati­vidad y de la responsabilidad de la caridad. En muchas cuestiones da totalmente por supuesto el criterio del interesado, por ejemplo en lo que se refiere a la cuantía de la colecta (cf. 1 Cor 16, 2; 2 Cor 8, 7s). A veces, intencionadamente no toma partido, por ejemplo en las condiciones previas para gozar de una aptitud carismática. Dado que un carisma no es algo que esté en manos del hombre, Pablo no puede proclamar, por ejemplo, el celibato como un man­dato para todos los cristianos. En algunos pasajes parece incluso que Pablo cuenta con diversas opciones para un mismo caso y para una misma situación (cf. E. Schweizer y W. Schrage, EvTh [1975] 391ss.402ss).

En relación con este margen de libertad de opción es interesan­te 1 Cor 6, lss, donde Pablo defiende abiertamente la posibilidad de dos formas diferentes de comportarse cristianamente. Lo que resulta totalmente inadmisible y en desacuerdo con la vocación es-catológica de los cristianos es que éstos litiguen y planteen sus dife­rencias jurídicas ante tribunales paganos. Por el contrario, Pablo alude favorablemente, sobre todo, a la posibilidad de nombrar como arbitros a cristianos, con objeto de que las cuestiones discuti­bles se decidan en una instancia intracomunitaria (v. 1-6). Sin em­bargo en los v. 7-8 se va más allá y la existencia de pleitos o la lucha por el derecho en cuanto tales se califican de «falta». El cris­tiano debe renunciar, sin más, a su derecho.9

Pablo no convierte por lo tanto —lo cual se deduce de la yuxta­posición de las dos perícopas— la denuncia absoluta al propio de­recho en un precepto obligatorio umversalmente, sino que plantea de manera paralela dos posibilidades diferentes de actuar cristiana­mente: la asistencia jurídica o la aveniencia judicial por un lado, y la renuncia al derecho por otro, teniendo presente que la renuncia no significa ciertamente pasividad, sino que debe vencer la resisten­cia del mal a través del bien (cf. Rom 12, 17.21). Ciertamente que

9. E. Dinkler, Zum Ptoblem der Ethik bei Paulus. Rechtsnahme und Rechtsver-zicht (1 Kor 6, 1-11): ZThK 49 (1952) 167-200 (= Signum Ctucis, 1967, 204-240).

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no se equiparan sin más las dos cosas, sino que Pablo da la prefe­rencia a la renuncia al derecho frente a la apelación a la jurisdicción arbitral intracomunitaria o a la conciliación. De todos modos tam­bién da a entender que dentro del marco de la comunidad se pue­den dar diferentes maneras de actuar.

En la cuestión del matrimonio y del no estar casado se procede de manera totalmente similar. También en este caso, Pablo defiende el no estar casado para el precepto específico del momento (1 Cor 7, 38.40), pero ante la alternativa de abrasarse es mejor el matrimo­nio (v. 9). Otra referencia que patentiza las diferencias de juicios y comportamientos éticos es también la coexistencia de los «fuertes» y los «débiles» dentro de una comunidad (Rom 14-15 y 1 Cor 8-10). Aquí Pablo expresa con toda claridad cómo entiende la postura de los cristianos en relación con las diferentes maneras de vivir.

En Corinto, la mayor parte de la comunidad no tenía, por lo visto, el menor escrúpulo en comer la carne de los sacrificios, mientras que algunos «débiles» rechazaban esto debido a ciertos escrúpulos relacionados con la tradición. Pero los «fuertes» no tienen por qué imponer a los demás su decisión, por correcta que pudiera ser, como si fuera la única verdadera. En Roma, al parecer, ambos grupos defendían, cada uno por su parte, la legitimidad de su acción. Por eso Pablo tuvo que pronunciarse aquí, de forma todavía más trasparente, acerca de las condiciones y de las consecuencias de las diferentes concepciones cristianas de la vida. Los «débiles», con su vegetarianismo y con sus costumbres abstemias, parece que en absoluto se consideraban como débiles, sino que se tenían como los cristianos más serios y concienzudos, mientras que juzgaban y tachaban de sospechosa a la manera más libre y despreocupada de vivir de los otros. Pero éstos hacían evidentemente lo mismo con respecto a los «débiles» (14, 3s.10.13). Cf. H. v. Soden; G. Teissen, Los fuertes y los débiles en Corinto, en Id., Estu­dios de sociología del cristianismo primitivo, Salamanca 1985, 235-255.

Pablo se coloca a sí mismo evidentemente en la posición de los «fuertes», pues de hecho lo que prevalece es que, de suyo, nada es impuro (Rom 14, 14.20). Pero a pesar de la postura en sí correcta de los fuertes, él pide tolerancia mutua y solidaridad fraterna. Los unos deben acoger a los otros sin reservas y con un respeto total, no para convertirlos a su propio estilo de vida o para rechazar despectivamente sus opciones. Con lo cual se da la posibilidad de las diversas opciones y se reconoce fundamentalmente un mandatum concre-tissimum.

d) Pero con todo esto no se quiere decir tampoco que Pablo defienda esta diversidad ética como una riqueza tan interesante como la multiplicidad de los carismas. El quisiera más bien que Dios condujera a la comunidad a la unidad incluso en las cuestiones polémicas (Rom 15, 5). El pluralismo ético no es que haya que aplicarlo a todos y a cada uno, sino que sólo es posible en un

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círculo determinado, aunque con un radio de acción no exactamen­te mensurable. Ciertamente que no existe ninguna parcela neutral en la que el cristiano sea exonerado de la responsabilidad ante Dios, ni siquiera con respecto a comer o a no comer carne, o a guardar o no guardar los días señalados (1 Cor 10, 31 ; Rom 14, 6s). Pero sí es verdad que existen determinados ámbitos de la vida en los que es posible que se dé una praxis diferente, aunque por supuesto sólo en el caso —y esto es preciso añadirlo si no se quiere modernizar a Pablo— de que no se toquen las normas básicas y elementales de la ética. La libertad de la existencia cristiana ciertamente en un sentido no hay en principio por qué delimitarla cuantitativamente, pero la misma caridad y la responsabilidad por el hermano estable­cen unas fronteras claras: «no todo es conveniente», «no todo edifi­ca» (1 Cor 6, 12; 10, 23). Otra limitación queda marcada por la propia amenaza y por el peligro de uno mismo. Resulta muy signifi­cativo 1 Cor 6, 12, donde Pablo limita la libertad sobre todo con vistas a los demás (v. 12a), pero luego, al mismo tiempo, pone sobreaviso contra el peligro de dejarse une mismo dominar por algo, con objeto de que. la libertad no se convierta en una nueva servidumbre (v. 12b). Las limitaciones de lo tolerable dentro de las conductas de la comunidad se ponen de manifiesto, con todo énfa­sis, cuando Pablo impone la «disciplina eclesiástica» por razones de la «ortopraxis». Ciertamente que esta clasificación de fronteras solamente tiene lugar en casos extremos, lo cual no significa que no existan unos límites determinados que de antemano son indiscuti­bles e inconmovibles.

Un cristiano que vive en concubinato con su madrastra no es algo tolerable dentro de la comunidad según 1 Cor 5, lss, razón por la cual Pablo convierte en definitiva la ruptura llevada ya a cabo por ese mismo cristiano debido al concubinato. Sin duda que el último sentido de esta «excomunión» no debe ser la condenación sino la salvación (v. 5). Igualmente llama la atención lo poco que Pablo está dispuesto a hacer concesiones en este caso. 1 Cor 5 es ciertamente el único caso y evidentemente supone una ultima ratio. Cf. E. Kásemann, Un dere­cho sagrado en el nuevo testamento, en Id., Ensayos exegétícos, Salamanca 1978, 247-262; S. Meurer, Das Recht im Dienst der Versóhnung, 1972, 117ss; G. Fork-man, 77ie Limits oí the Religious Community (CB, NT 5), 1972, 139s.

De todos modos, en este caso extremo se pone de manifiesto que la santidad y la responsabilidad de la comunidad no permite que los pecados públicos se toleren simplemente en silencio. La libertad y la fraternidad no significa, según Pablo, que dé su carta blanca a un cristianismo de aluvión que a todo diga amén.

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3. La obediencia de acuerdo con la conciencia y, al mismo tiempo, libre y razonable

a) Con esto no se pone en tela de juicio que la decisión en conciencia dentro de la ética no tenga para Pablo una gran impor­tancia. No es que las decisiones en conciencia tomadas por el indi­viduo desempeñen el papel decisivo por lo que se refiere a lo pre­ceptuado por Dios. Pero, a su vez, el juicio según la conciencia no puede someterse a ningún otro si no se quiere que salga perjudica­do el propio sentimiento de la responsabilidad.

Con la palabra conciencia, Pablo echa mano de un importante concepto de la época de aquel entonces. Séneca describe perfectamente en De ira III 36 lo que esto significa: con la conciencia el hombre se enfrenta a sí mismo con sentido crítico, el «yo» reflexiona sobre sí mismo, sobre sus pensamientos y sobre sus acciones. Es la instancia y el tribunal delante del cual tiene lugar la recognitio su/, como un autoexamen y una reflexión ulteriores en relación con una norma. El mismo Pablo recogió la idea del judaismo helenista, donde se presentan, sobre todo en Filón, unos conceptos muy similares a los de Séneca. Cf. Ch. Maurer, ThW VII, 897ss; R. Bultmann, Teología, § 19; P. Hilsberg, Das Gewissen im NT, en Theol. Versuche IX, 1977, 145-160.

También para Pablo la conciencia es el punto donde cada cris­tiano se enfrenta críticamente a sí mismo en su conducta y la exa­mina con sentido crítico. Por una parte no es que el hombre se encuentre aquí, sin más, a sí mismo, sino que la conciencia es una voz típicamente independiente del hombre y de su volición, de su interioridad y de su mundo. Esta voz hace acto de presencia y acompaña como un testigo imparcial, tal como se dice en Rom 2, 15. Por otra parte, la conciencia no es de ningún modo eo ipso la voz de Dios. Ciertamente que el juicio de la conciencia puede ser un juicio influido por el Espíritu santo (Rom 9, 1), y también es cierto que el juicio de la conciencia puede identificarse con el jui­cio de la fe, pero nó por eso es ni autárquico, ni absoluto, ni de­finitivo (1 Cor 4, 4). Además de esto, la conciencia tiene también para Pablo más una función examinadora que una función direc­triz y normativa, si bien es verdad que puede preceder a un com­portamiento. En cualquier caso, la conciencia no es tanto una ins­tancia orientadora que saca de sí misma el contenido de lo que se exige, sino que es más bien una instancia crítica que controla, apli­cando determinados módulos, las acciones y omisiones del hom­bre. La conciencia no dice lo que hay que hacer, ya que esto se tiene que deducir a través del precepto o de la comunidad (cf. P. Hilsberg, 155 e infra, p. 241s).

La ética cristológica de Pablo 239

El criterio por el que se guía la conciencia de los cristianos no es, a este respecto, el logos del universo o un ideal humano-filosófi­co (por ejemplo en consonancia con la naturaleza inmutable o con la razón), sino el mandato de Dios que también saldrá por sus fueros en el mismo juicio final (cf. la afinidad de algunos pasajes referentes a la conciencia con las afirmaciones escatológicas). En Rom 2, 15 por ejemplo, la conciencia hace referencia a los precep­tos de la ley, exigidos y escritos en los corazones, mientras que en Rom 13, 5 se alude a la necesidad del sometimiento, pero en cual­quier caso se apela a la voluntad y al mandato de Dios. Como es lógico, las obligaciones cristianas no se pueden excluir de este plan­teamiento y por consiguiente el juicio de la conciencia no se puede limitar al terreno de un conocimiento genérico acerca del bien y del mal. Solamente en este sentido, es la decisión en conciencia del cristiano la pauta de su conducta.

Bajo este aspecto se puede decir, efectivamente, que hay que seguir la propia convicción de la conciencia. Cada uno tiene que estar seguro de sus propias convicciones y tiene que estar perfecta­mente convencido, según su fe y su conciencia, de la rectitud de su juicio (Rom 14, 5). El mismo hombre está en juego según sea el dictamen de su conciencia, razón por la cual aquellos que tienen una «conciencia débil» (1 Cor 8, 7.12), también son, ellos mismos, «débiles» (1 Cor 8, 9-11).

Esto no quiere decir que el juicio de la conciencia también conserve su validez «cuando se equivoca en el objeto» (así R. Bultmann, Teología, 273s). Ante todo hay que recordar a este respecto que, en las divergencias que hay entre 1 Cor 8-10 y Rom 14-15, no se trata de ninguna cuestión fundamental del modo de vivir y que Pablo difícilmente hubiera tolerado una opción de concien­cia que pasase por encima del mandato de Dios. Únicamente por ello admite Pablo la forma de vida de los «débiles» que no se despegan de su pasado y que no pueden todavía sacar sus consecuencias de la creencia en un Dios y Señor, es decir, que continúan sin considerar como una comida cualquiera a la carne de los sacrificios a los ídolos.

Pero la conciencia o la convicción según la conciencia queda sobre todo limitada, según Pablo, por la caridad. La cuestión de que sea bueno o malo el comer la carne de los sacrificios a los ídolos hay que decidirla, en último término, teniendo como punto de referencia al hermano y no a Dios. Pablo dice expresamente que por amor se puede llegar a entender el que se renuncie a la práctica y al cumplimie íto de aquello que se ha descubierto según concien­cia y que es b' .eno y conveniente. El que hiere la conciencia de los «débiles» (1 Cor 8, 12) peca al mismo tiempo contra el hermano

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240 Etica del nuevo testamento

y contra Cristo. No se puede, por tanto, dar un valor absoluto a la opción en conciencia del individuo, lo cual significa, al mismo tiem­po, que una decisión contraria de los «débiles» tampoco se puede, en ningún caso, imponer de manera autocrática y autoritaria, es decir, que los dos grupos tienen que tener consideración con los compromisos de conciencia (cf. P. Hilsberg, 148).

b) Una conciencia cristiana no dispensa en particular de que haya que orientarse por las normas apostólicas y de que haya que reconocerlas dentro de la libertad y de la obediencia. En 2 Cor 2, 9, Pablo pone como finalidad de su carta el someter a los corintios a la prueba de si son obedientes en todo. Pero como esto no hay que entenderlo como una tutela o una dictadura espiritual, como él mismo lo dice pocos versículos antes (2 Cor 1, 14), esta obediencia tiene que ser evidentemente una obediencia libre y no coaccionada, una obediencia clarividente y no ciega. Ahora bien, la obediencia se aplica en último término no al apóstol sino al Señor que actúa en él, y el mismo apóstol, a su vez, tiene que ser juzgado según su mensaje (cf. Gal 1,8). Por eso no cabe imaginar la relación entre el apóstol y la comunidad como la que existe entre el dirigente y los dirigidos, atribuyendo a la comunidad el papel de un subdito sumi­so y dependiente. Pablo sólo puede exhortar, «en virtud de la cari­dad» (Flm 9), a hacer lo que conviene al amor, pero no puede forzar o presionar a nadie.

Por eso no quiere coaccionar a Filemón a que le ceda a Onésimo —el esclavo escapado que le podría venir muy bien en su prisión—, poniéndole así ante hechos consumados. Lo «bueno» que se espera de Filemón no debe tener lugar «por coacción», sino «por voluntad libre y espontánea» (Flm 14). Pablo no quiere ordenar sin más, sino que cuenta con la obediencia libre y el consenti­miento del que obedece. El ser en cierto sentido deudor y sin embargo obrar de buen grado y libremente no son, por otra parte, cosas opuestas (cf. Rom 15, 27; 2 Cor 9, 7). Pero si la obediencia auténtica es una obediencia de corazón (Rom 6, 17), es decir, una obediencia con el sello de la misma raíz del hombre, enton­ces es lo contrario de cualquier compostura puramente formal y de un cumpli­miento exterior.

La obediencia auténtica, además del asentimiento libre del hom­bre, incluye también la comprensión. El respeto a la autoridad esta­tal, por ejemplo, debe ser una cuestión de compromiso interior (Rom 13, 5). Precisamente el reconocimiento debido (cf. v. 1) debe implicar una convicción. Las recomendaciones apostólicas no pre­tenden, por lo tanto, ser escuchadas y seguidas como una ley ininte­ligible, sino como una indicación razonable y diáfana. Por eso,

La ética cristológica de Pablo 241

incluso con respecto al Estado, se excluye un sometimiento pura­mente externo o un servilismo carente de crítica. La voluntad de Dios, indiscutiblemente válida, no es, ni mucho menos, la arbitra­riedad de un déspota que exige un nuevo sometimiento, sino la voluntad del Padre para con sus hijos, a los que ha anunciado su voluntad paternal (cf. Rom 8, 14ss; Gal 4, 6) y por eso quiere ser reconocido y comprendido (Flp 1, 9; Rom 12, 2, etc.).

c) Pero según Pablo, cualquier conocimiento, y por lo tanto también el de la voluntad divina, es sólo parcial (1 Cor 13, 9). Además, la riqueza de la vida establece continuamente nuevas ta­reas, de manera que incesantemente surge el deber de captar, con una mirada habituada ya a los preceptos y tradiciones apostólicas (cf. 1 Tes 4, 2s; Flp 4, 9), aquello que constituye, en el momento, la voluntad de Dios (cf. Rom 12, 2). Por eso es tanto más necesaria la renovación de la capacidad de discernir y de conocer (Rom 12, 2), que los no cristianos la tienen en verdad «abotargada» (Rom 1, 28), pero que se ve afectada por la renovación universal de Cristo exactamente igual que todo lo demás relacionado con el hombre. Es cierto que la razón no tiene la última palabra en cuestiones relacionadas con la configuración de la vida cristiana, ni tampoco puede derogar los mandamientos de Dios, pero, a pesar de todo, la razón y la inteligencia, la sabiduría y el conocimiento desempeñan una importante función en la ética paulina. Precisamente la caridad es siempre, según Pablo, una caridad que discierne, que sabe dife­renciar y que tiene conocimiento (Flp 1, 9s), lo cual tiene que estar presente en todo accionamiento y decisionismo. Por eso la «actitud ética primaria» consiste, según Pablo, en una reflexión muy concre­ta que no se puede sustituir por ninguna acción o creencia u ora­ción10. Sin duda que este pensamiento no es ningún fin en sí mis­mo, sino que debe seguirle muy de cerca la acción (cf. Flp 4, 9). Ahora bien, a la obediencia del cristiano pertenece, juntamente con el respeto a los preceptos transmitidos, la búsqueda creativa de nuevos caminos. Es verdad que su dirección fundamental y sus coordenadas principales son inconmovibles, pero el conocimiento ético del cristiano (cf. Rom 14, 14; 1 Cor 6.9.15s; 1 Tes 4, 2) no es algo cerrado que haga superfluo el seguir examinando y discernien­do. El conocimiento penetrado y dirigido por la fe (Flm 6) y por el amor (Flp 1, 9) no se debe dar por satisfecho con lo que había hasta ahora, sino que debe preguntar cuál es la voluntad de Dios

10. K. Barth, Der Rómerbríef, 21922, 424.

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en cada situación nueva. El discernimiento se aplica en este caso «a aquello de lo que se trata» (Flp 1, 10), es decir, a aquello de lo cual se trata en cada momento concreto (cf. W. Grundmann, ThW II, 263). Este interés por lo que conviene aquí y ahora, hay que plan­tearlo siempre de acuerdo con su naturaleza, pues aquello de lo que se trata en cada caso particular depende lógicamente, en gran parte, de datos y de circunstancias cambiantes. El crecimiento ince­sante del amor en su capacidad moral de discernir, de la que habla Flp 1, 9, supone un desarrollo y una maduración («más y más») pero no una conclusión y una culminación. La comunidad puede avanzar, y así lo hará, continuamente y paso a paso, en las decisio­nes necesarias aquí y ahora.

Lo importante es que esto no sea simplemente un asunto priva­do del individuo aislado, sino que sea tarea de la comunidad, razón por la cual Pablo pone de relieve la colaboración en la búsqueda del verdadero camino. Por eso el lugar apropiado de esta búsqueda no es la celda, sino el servicio litúrgico11 en el que la comunidad participa escuchando y discerniendo y en el que, sobre todo, los profetas elevan su voz animando, poniendo en guardia y marcando el camino (1 Cor 14). De la misma manera que los maestros de la comunidad responden de la continuidad y de la tradición dentro de la ética, los profetas responden por su parte de su actualidad. Precisamente al hilo de la concreción necesariamente progresiva de la voluntad divina, el estilo ceñido a la realidad concreta del discur­so profético fue probablemente de la mayor importancia para la instrucción de las diversas comunidades según lo requerían las cir­cunstancias. Al carácter parcial de la profecía (1 Cor 13, 9) y a la pluralidad de sus voces (1 Cor 14, 29s) le corresponde también la necesidad de un juicio crítico (1 Cor 14, 29). La comunidad, lo mismo que el individuo, no sólo necesitan alientos y gozar de unas atribuciones «generadoras», sino que precisan también de criterios, cosa que en Pablo se puede descubrir continuamente de manera implícita y explícita.

A la vista pues de la importancia de este discernimiento dirigido por el Espíritu que todo lo examina conservando lo bueno (1 Tes 5, 19s), es mejor, de acuerdo también con Pablo, no hablar de normas, teniendo en cuenta sobre todo que éstas podrían provocar fácilmente el malentendido legal de una ética «deontológica» y que podrían dispensar de las consecuencias de las acciones y por consiguiente de una argumentación teleológica (cf. supra, p. 21).

11. Cf. K. Wengst, Das Zusammenkommen der Gemeinde und ihr «Gottes-dienst» nach Paulus: EvTh 33 (1973) 547-559; H. Schürmann, Oríentierungen, 64ss.

La ética cristológica de Pablo 243

III. CRITERIOS MATERIALES DE LA ÉTICA PAULINA

Bibliografía: R. J. Austgen, Natural Motivation in the Pauline Epistles, Notre Dame/111., 1966; J. W. Drane, Tradition, Law and Etbics in Pauline Theology: NT 16 (1974) 167-178; D. L. Duncan, The Sayings of Jesús in the Churches oí Paul, Oxford 1971; J. G. Gibbs, Creation and Redemption. A Study in Pauline Theology (NTS. XXVI), 1971; B. Fjárstedt, Synoptic Tradition in 1 Corinthians, Uppsala 1974; H. Halter, o.c. (bibliog. de cap. 4/1), 457-492; R. Hasenstab, o.c. (bibliog. de cap. 4), 31-66; Th. Herr, Naturrecht aus der kritischen Sicht des NT, 1976; T. Holtz, Zur Frage der inhaltlichen Weisungen bei Paulus: ThLZ 106 (1981) 385-400; H. Hübner, Das Gesetz bei Paulus (FRLANT 119), 21980; W. Joest, Gesetz und Freiheit. Das Problem des Tertius usus legis bei Luther und die ntl. Parainese, 41968; W. Lillie, 12-23; U. Luz, o.c. (bibliog. de cap. l/II), 89-112; S. Pedersen, Ágape - der eschatologische Hauptbegriñbei Paulus, en Die paulínische Líteratur und Theologie, 1980, 159-186. W. Schrage, o.c. (bibliog. de cap. 4), 187-271; H. Schürmann, «Das Gesetz des Christus» (Gal 6, 2). Jesu Verhalten und Wort ais letztgültíge sittliche Norm nach Paulus, en FS R. Schnackenburg, 1974, 282-300; E. F. Osborn, Paul and Plato in Second Century Ethics, en Studia Patrística XV/I, Berlin 1984, 474-485.

1. La relación con las pautas de comportamiento no cristianas

a) Existe la opinión generalizada de que lo nuevo y lo original de la ética paulina no hay que buscarlo en absoluto en los conteni­dos ni en los criterios, sino únicamente en el cumplimiento y en la realización, así como en la fundamentación y en la motivación de las normas morales dotadas de una validez universal. Lo genuina-mente cristiano no estribaría en la renovación y transformación ma­terial de las pautas éticas, sino en que las pautas conocidas de siem­pre se realizarían de una manera nueva o con un enfoque más pro­fundo, y en que ahora cualquier transformación tendría lugar como símbolo de la gracia de Dios en Cristo. Con esto nos topamos indu­dablemente con algo fundamental paulino, aunque se tenga que añadir inmediatamente que por regla general las motivaciones tam­bién suelen abrirse paso a través del contenido de la acción, llevan­do consigo una significación objetiva (cf. H. Halter, 475). También es indudable que trasciende a la acción misma cuando por ejemplo se permanece célibe por comodidad o por resignación, o por el contrario cuando se llega a la renuncia carismática del matrimonio por causa del Señor o por las mayores posibilidades de servicio. El mismo fenómeno se produce cuando se ejercita la hospitalidad bien sea por hedonismo o por amor, etc. Aparte de eso, los contenidos tradicionales no sólo adquieren un nuevo horizonte por su referen­cia al Señor, sino que de esta forma mantienen también un nuevo

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sentido. Lo nuevo y lo característico de la ética paulina es, rotunda e indiscutiblemente, la base cristológica, la cual se anticipa a cual­quier acción humana en cuanto que se trata de un renacimiento que tiene lugar sola grada. Pero así en modo alguno se resuelve la cuestión de si no existen postulados específicamente cristianos en cuanto al contenido, o dicho con más precisión, si no existen pos-tualados típicos cristianos.

b) Existen por supuesto bastantes opiniones que niegan rotundamente cualquier novedad de contenido, y que declaran que el objeto de la ética paulina no presenta «nada específicamente nuevo a través del acontecimiento de Cristo» (E. Dinkler, ZThK [1952] 199). Según R. Bultmann, los postulados morales vigentes para los cristianos no tienen que tener «ningún contenido nuevo», y en cuanto tales no tienen que exigir nada «que no fuese considerado también como bueno por el juicio de los paganos» (ZNW [1924], 138; cf. también H. Conzel-mann, Grundriss, 310; G. Strecker, NTS [1978] l i s ; mantiene una postura crítica al respecto U. Luz, Eschatologie 226, nota 5). ¿Pero queda la ética pauli­na realmente incluida dentro de un ethos genérico? ¿Solamente ha cambiado Pablo los motivos y las razones? ¿La cristología únicamente es eficaz dentro del contexto de la fundamentación o io es también en la determinación objetiva de la manera cristiana de vivir?

Si se presta un poco de atención al mismo Pablo, lo primero que llama la atención en este tipo de manifestaciones es el postula­do de no vivir de acuerdo con este eón (Rom 12, 2), y de mantener una distancia con respecto a las acciones y a los manejos de los que se hallan «fuera» (1 Cor 5, 12s). Este rechazo de los «santos» hacia todo lo mundano no significa, sin embargo, una negativa al trato con los hombres de este mundo, «pues de lo contrario tendríamos que abandonar el mundo» (1 Cor 5, 9), pero sí comporta, sin em­bargo, una negativa inequívoca a determinadas maneras de vivir y a determinadas prácticas, así como una ruptura irrevocable con for­mas de vida concretas y con costumbres de este mundo (cf. 1 Tes 4, 5; Flp 2, 15). Pasajes como Rom 12, 2 perderían su sentido sin el contraste entre el estilo de vida del mundo y la voluntad de Dios (cf. también el esquema «en otro tiempo / ahora»). A la vista de todo esto es poco probable que verdaderamente encuentre respaldo en Pablo aquella esquizofrenia según la cual los cristianos viven ciertamente de la energía del mundo nuevo, pero según las pautas del mundo antiguo. Tampoco se puede considerar a Rom 1 y 2 como textos independientes, entendiéndolos como principios bási­cos de la ética cristiana. Para Pablo cumplen una función auxiliar, destinada a demostrar la inexcusabilidad del hombre (Rom 1, 20). En cualquier caso, para Pablo jamás una ética natural consiste en

La ética cristológica de Pablo 245

un marco previo e inconmovible, teniendo en cuenta sobre todo que, a través del contexto, quedan considerablemente limitadas las posibi­lidades reales de la razón, y que Pablo no intenta presentar «un cami­no convencional de moralidad» (R. Schnackenburg, Ethik, 196s). Con esto no se niega el hecho de que continúe habiendo, también fue­ra de la comunidad, conocimiento y práctica de la bondad, aunque Pablo lo relativice de inmediato (cf. Rom 2, 14: a veces; de vez en cuando; cf. W. Schrage, Einzelgebote, 192, nota 15).12

Por otra parte, de Rom 1 y 2 se deduce sin ninguna duda que Pablo, por lo que se refiere también a los paganos y a pesar de to­dos sus pecados, cuenta con una norma y con un postulado moral, y esta ley «escrita en los corazones» no es el postulado de una ley natural cualquiera, sino la misma ley divina. Por tanto es de esperar que el contenido y los criterios de la conducta moral, tanto entre los cristianos como entre los no cristianos, sean, en sus rasgos funda­mentales, idénticos. La misma parénesis paulina confirma también este consenso ético parcial. Ante todo hay que recordar también aquí pasajes que recomiendan una manera decente de vivir de cara a los que se encuentran «fuera» (1 Tes 4, 12; cf. 1 Cor 10, 32; Rom 13, 13). La consideración que .se recomienda aquí con respecto al juicio de los no cristianos presupone incuestionablemente unos mo­delos morales de vida comunes. Únicamente un patrón de este tipo que una a los dos hace que sea posible y razonable un juicio de los paganos acerca de la manera cristiana de vivir digno de ser tomado en serio. El mismo hecho de que Pablo recoja el término «decente» (eusjémonós) de su ambiente para expresar una actitud moral irre­prochable, da a entender que en términos absolutos existe un acuerdo sobre lo que debe ser considerado, en cada caso, como de­cente (cf. H. Greeven, ThW II, 769).

c) Hay que llamar, además, la atención sobre el hecho de que Pablo recogió múltiples elementos formales y objetivos de la ética antigua. También aquí se delata implícitamente que se es consciente de que existe una ética válida universalmente, a cuyos postulados se someten todos los hombres y cuyo conocimiento constituye un vínculo común. No es posible, como es lógico, tratar aquí, de ma­nera minuciosa, sobre este proceso de recepción, sino que hay que contentarse con ilustrar, a base de ejemplos, la complicada relación que existe entre apertura y recepción por una parte, y selección y correcciones por otra.

12. Cf. O. Kuss, Die Heiden und die Werke des Gesetzes: MThZ 5 (1954) 77-98 (= Auslegung und Verkündigung I, 1963, 213-245).

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246 Etica del nuevo testamento

Un buen ejemplo de la recepción de formas y de contenidos éticos muy divulgados es quizá Flp 4, 8, donde Pablo recoge un catálogo convencional de virtudes, basado en las concepciones de la filosofía moral popular. Pero incluso aquí no se puede pasar por alto que, aunque efectivamente es imposible una bagatelización y un desprecio de lo «natural», por otra parte tampoco se trata de la autonomía de un ethos «natural», pues los conceptos se encuentran dentro del contexto de la predicación de la proximidad del Señor (4, 5), del precepto de la caridad (4, 5) y de la promesa de la paz de Dios (4, 7). «Lo que en un principio parecía ser un cuerpo extraño dentro de la "ética" paulina, aparece como la recepción crítica del bien que el mundo conocía, al ser purificado por la transformación según el Espíritu y quedando entonces bajo la norma del ágape escatológico. El ethos del mundo no permanece en la comunidad como algo mundano y, a su vez, la comunidad de Cristo, en cuanto que es una realidad escatológica, tiene que comenzar con la revelación de la soberanía de Cristo en la esfera del ethos bajo la ley» (H.-D. Wendland, Zur kritischen Bedeutung der nú. Lehre von den beiden Reichen: ThLZ 79 [1954] 321-326, cita de la p. 326). En otros lugares también existe, evidentemente, una marcada influencia de la ética del judaismo y del estoicismo y también de la moral cotidiana y popular, como se demostrará más adelante, pero de todos modos tampoco en estos casos se pueden pasar por alto acentos originales y peculiaridades materiales totalmen­te inconfundibles.

De todos modos no se puede hablar de una identidad global entre la ética cristiana y la no cristiana. Si no se quiere caer en una difuminación de todo lo específico, no habrá que olvidar, por mu­cho que se admita la integración de la antigua ética, la selección que ahí se lleva a cabo y la clasificación del múltiple material ético. Es válido efectivamente examinar todo, pero sólo hay que quedarse con lo bueno (1 Tes 5, 21), lo cual hace suponer de antemano que el proceso de recepción fue al mismo tiempo un proceso de selec­ción (cf. V. P. Furnish, Theology, 81). Toda recepción fue, por lo tanto, una recepción selectiva y crítica y de ningún modo indiscri­minada. Las ideas y los conceptos recogidos del ambiente no sola­mente fueron seleccionados sino que también recibieron, a veces, una interpretación y una reorientación específicamente cristianas. Asimismo se puede observar continuamente una refundición de los contenidos, como se verá más adelante.

La congruencia insoslayable entre las acciones cristianas y las no cristianas no excluye, de todos modos, determinadas característi­cas diferenciales, incluso en el contenido de la ética. Esto guarda relación, una vez más y de una manera definitiva, con la cristología. El concepto de «humildad» (tapeinophrosyne) por ejemplo, dentro del griego profano únicamente se usa en sentido peyorativo, porque la renuncia fundamental a la autoafirmación es algo inusitado para el mundo romano-helénico e incluso para los estoicos y se encuentra

La ética cristológica de Pablo 247

entre los vicios. También Josefo considera la humildad como una de las características típicas de los esclavos, señalando que es recha­zada por cualquiera que se respete a sí mismo (cf. Bell. IV 494). En Flp 2, 3 (cf. también 2 Cor 11, 7; Rom 12, 16) obtiene sin embargo una significación positiva, probablemente porque se dice que Cristo «se humilló a sí mismo» (Flp 2, 8).

W. Grundmann (ThW VIII, 23) ve esta postura interpersonal que se sigue del acontecimiento de Cristo como «una posibilidad que no fue captada por los griegos y que también supera las afirmaciones del antiguo testamento y del ju­daismo» (cf. también A. Dihle, RAC 3, 737.751; E. Osborn 31s).

2. La importancia de la fe en la creación y de los mandamientos veterotestamentarios

a) La misma recepción de la ética antigua presupone induda­blemente la fe en la creación. Y, sin embargo, al principio mismo del estudio de los criterios materiales es preciso dejar bien sentado que para Pablo la teología de la creación —diciéndolo de manera incisiva— significa primordialmente cristología de la creación u , si­guiendo la línea de la aplicación del material sapiencial a la escato-logía que llevó a cabo Jesús. Pablo trae a colación la creación, pri­mordialmente en el contexto de la nueva creación en Cristo, es decir, que intencionadamente recoge las proposiciones teológicas relativas a la creación dentro del contexto de su doctrina de la justificación (cf. Rom 4, 17; 9, 19ss; 2 Cor 4, 6, etc.). En este senti­do, difícilmente se puede considerar a la teología de la creación como un horizonte global de la teología paulina (R. Hasenstab, 144 aludiendo a E. Kásemann y a P. Stuhlmacher), sino como un «ins­trumento para interpretar la soteríología y, por lo tanto, en cuanto ordenada, coordinada y subordinada al anuncio escatológico de la salvación» (R. Hasenstab, 154). Pero si no existe una fe en la crea­ción como tal —ya en el antiguo testamento la fe en la creación se desprende de la experiencia salvífica, es decir, de la acción libera­dora y redentora de Dios—, en ese caso tampoco habrá una ética de la creación como tal, o sea una autonomía de las normas de la creación y mucho menos, por supuesto, se podrá incluir a la ética dentro de un derecho natural común.

13. H. F. Weiss, Schópfung in Christus, en Beitráge zur Theologiein Gegenwart und Geschichte, 1976, 24-32.

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248 Etica del nuevo testamento

Pero viceversa, la acción salvífica de Dios en Jesucristo per­mite volver a descubrir el mundo como creación de Dios. Por esta razón se encuentra la frase «un Dios que ha creado todas las co­sas» al lado de «un Señor Jesucristo» que es el mediador de la creación (1 Cor 8, 6). Esta es la razón por la que Pablo jamás pudo considerar al mundo, como hacen los gnósticos, como la obra de un demiurgo. El mundo es y seguirá siendo para Pablo la creación de Dios (Rom 1, 20) y Dios es el creador (Rom 1, 25). Todo procede de él y le pertenece (1 Cor 8, 6; 10, 26). El tiempo escatológico iniciado en Cristo no trae una destrucción, sino que trae el cumplimiento y la superación de la que desde el principio era la voluntad del creador. Precisamente frente al ri­gorismo ascético y frente a una excesiva medrosidad de los cris­tianos en relación con el mundo, la fe en la creación es para Pablo una importante salvaguardia. Frases como «la tierra es del Señor y cuanto la llena» (1 Cor 10, 26; cita del Sal 24, 1) o «todo es puro» (Rom 14, 20) tienen una importancia considerable para la ética paulina. Todo viene de la mano del Señor, lo cual tiene también consecuencias éticas como se demuestra por ejemplo en la solución de la cuestión de los alimentos, donde Pablo confirma esta fe en la creación en el sentido de que los cristianos pue­den comer cualquier carne que se oferte en el mercado (1 Cor 10, 23ss).

Ahora bien, junto a esto se mantienen afirmaciones que hablan de un distanciamiento del mundo en cuanto caduco y otras que nos hacen descubrir el celibato como un signo de la limitación de la misma realidad de la creación (1 Cor 7, 29ss, etc.), de lo cual se puede concluir que la relación con el mundo no se puede pre­sentar ni como puramente positiva ni como puramente negativa, sino como una relación dialéctica. Según Pablo, los cristianos es­tán tan lejos del desprecio del mundo como de su divinización, y tan distantes de la fuga del mundo como de su búsqueda apa­sionada. Por eso, las recomendaciones para que los cristianos se comporten de manera acorde con la creación, no apuntan ni a un rechazo radical —el mundo ha sido creado, al fin y al cabo, por Dios, llegando a su meta con Cristo— ni a una aceptación indis­criminada —pues el mundo está efectivamente en proceso de de­saparición—, sino que aspiran a un término medio crítico entre la mundanización y la desmundanización. El rechazo al mundo caído se corresponde con la aceptación del mundo creado y he­cho visible nuevamente como creación, si bien los mismos bienes de la creación se pueden relativizar desde la perspectiva escato-lógica, porque Pablo no reduce la escatología a una restitución,

La ética cristológica de Pablo 249

ni tampoco concibe la nueva creación solamente dentro del marco y del horizonte de la creación (cf. W. Schrage, ZThK, 1964, 129, U. Duchrow, 129.133).

b) Partiendo de estos presupuestos, Pablo no tiene ningún in­conveniente en echar mano de pautas que están en conexión con la fe en la creación, como puede ser la naturaleza (physis). Es verdad que la naturaleza y el orden de la misma no son para Pablo entida­des independientes ni tampoco criterio último e inquebrantable, a pesar de lo cual, Pablo apela a ellos en casos aislados. Cuando lo natural se convierte en antinatural (en concreto un comportamiento «antinatural» de este tipo es, evidentemente, la homosexualidad), esto constituye para él un síntoma de la apostasía (Rom 1, 26). Con lo cual se da a entender indirectamente que el «acto sexual» natural está de acuerdo con la voluntad y el orden de Dios.

Pero así como physis designa en Rom 1, 26 lo que está de acuer­do con el orden de la creación, en 1 Cor 11, 14, la utilización de este término no se refiere tanto a una dimensión estática cuanto al orden que se manifiesta históricamente en la costumbre y en la tradición. En este sentido se trata aquí únicamente de un argumen­to confirmatorio entre otros muchos, es decir, que no es una prueba contundente por sí misma. Esto no invalida ciertamente la con­gruencia y el valor provisional de una apelación a la physis, pero pone sobreaviso frente a las exageraciones.

J. Weiss declara, por ejemplo, en su comentario a este pasaje: «en la natura­leza percibimos la revelación de Dios de una manera más inmediata todavía que en la Escritura». Pero con esto está definiendo la postura estoica, no la paulina. La escasa presencia de la idea de naturaleza resulta sorprendente si la compara­mos con la frecuencia con que aparece en el helenismo, lo cual confirma que «en el pensamiento del nuevo testamento no queda objetivamente ningún espa­cio para la teología natural» (H. Koester, ThW IX, 265; cf. también 266).

También es preciso hacer referencia en este contexto a las reco­mendaciones, ya mencionadas, relativas al respeto a las convencio­nes (Rom 13, 13; 1 Cor 7, 35; 13, 5; 14, 40). Una conducta incon­gruente y torpe sería para Pablo una consecuencia equivocada del mensaje del fin del mundo que ya está encima (cf. 1 Cor 13, 5). Las opiniones críticas de los no cristianos no solamente tienen un gran alcance para los que se encuentran «fuera» (así 1 Tes 4, 12), sino que para la misma comunidad constituye una instancia digna de ser tenida en cuenta. No se alude con esto a compromisos equivocados o a adaptaciones indiscriminadas. La competencia crítica de los no cristianos y la consideración a ellos debida* tiene según Pablo sus

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límites muy precisos. En caso de necesidad, el mismo Pablo pres­cinde, sin escrúpulos, del juicio de los demás. Ahora bien, existen escándalos necesarios que subyacen en la misma naturaleza de las cosas y existen escándalos aparentes e innecesarios, y Pablo exhorta a no provocar, a través de una conducta desordenada y deshonesta, una crítica justificada por parte de los no cristianos, que se podría evitar perfectamente. El mismo Pablo no es por principio un rebel­de, pero mucho menos es un conformista.

c) La misma postura de Pablo con respecto al trabajo, al ma­trimonio y al Estado, nos descubre que las características y los con­dicionamientos de la vida entregada y conservada por el Creador no pueden pasarse por alto de manera precipitada. A los fanáticos escatológicos que dieron por terminados sus deberes laborales y profesionales, Pablo los define «como gente sin orden» (1 Tes 5, 14; cf. más adelante 2 Tes 3, 6s.ll). Pablo también confirma su fe en la creación en relación con la confusión y con las polémicas entre ascesis y libertinismo, tal como se presentaban, de manera sintomática, en Corinto. Al matrimonio lo considera como un orden acorde con la creación y como una contención eficaz contra el po­der demoníaco de la lascivia y de la infiltración del mal, lo cual no significa, por supuesto, que el significado del matrimonio se agote con esta explicación (1 Cor 7, lss; cf. además, infra, p. 278s).

En Pablo se puede descubrir con toda claridad, incluso en Rom 13, la aceptación de un enfoque de la teología del orden. No hay que considerar el núcleo de la exhortación como una teoría política, sino como una recomendación a los cristianos a comportarse ade­cuadamente con las autoridades estatales (cf. infra, p. 290). Por otra parte, se puede ver claramente que Pablo parte aquí del man­dato y del encargo divino de la gestión estatal. Por muy cierto que sea que las afirmaciones paulinas sobre el matrimonio y sobre el Estado están influidas por otros motivos y factores y que estas es­tructuras forman parte de un mundo en trance de perecer, también es seguro que Pablo, a través de la fe en la creación, obtiene la certeza de que Dios, en tanto que llegue la transformación definiti­va de toda la realidad terrena, no va a dejar al mundo abandonado al caos. Esto no sucede en razón de unos valores naturales inheren­tes al mismo mundo, sino debido al mandato de Dios que, como creador, no renuncia a su creación.

«Este mundo», a pesar de 2 Cor 4, 4, no está simplemente en manos de Satán, sino que sigue siendo una creación de Dios, exactamente igual que ocurre con el hombre que, a pesar de ser pecador, permanece siendo una criatura de

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Dios (simul peccator et creatus). Mientras que los corintios temían la fuerza contagiosa de la «carne» y recomendaban la distancia del mundo y de los hijos del mundo, según 1 Cor 7, 14, el poder de Dios no se retira del mundo, reclu­yéndose en cárceles inaccesibles o en las esferas interiores, sino que también penetra, como una fuerza santificadora, dentro de lo profano. El cristiano vive por decirlo así en un campo de fuerzas que también afecta a los no cristianos. La misma vida sexual con un no cristiano no es ni peligrosa ni perjudicial, ni supone una perturbación de la comunicación con Dios (cf. también 1 Cor 8, 4 y 10, 25ss).

Los cristianos no tienen por qué recluirse en guetos piadosos, ni por qué organizarse, como los neopitagóricos o los esenios, en órdenes monacales, sino que pueden confiar en que también a las instituciones de este mundo les llega la fuerza del Espíritu. La san­tidad de Dios es más poderosa que la impiedad del mundo (cf. Test. Benj. 8, 2s; no así Bar syr. 98, 4s). También son queridas por Dios las implicaciones y la estructura del mundo con todo su carác­ter provisional y por tanto hay que respetarlas y no apartarlas a un lado con una mentalidad fanática. Pablo sabe perfectamente que el mundo como conjunto no se puede pacificar antes de que Dios sea su Señor definitivo, y es consciente de que los cristianos sólo pue­den «mantener la paz en la medida que de ellos depende» (Rom 12, 18). Pero esto en modo alguno relativiza la recomendación de llevar la realidad de Cristo a la esfera del mundo.

d) La importancia del antiguo testamento dentro de la ética paulina no se limita a la fe en la creación. También los preceptos y la ley veterotestamentaria ocupan su puesto en la ética, teniendo en cuenta sobre todo que precisamente para un judío existe una cone­xión entre la tora y la fe en la creación (cf. T. Holtz, 395). La lucha de Pablo contra el nomismo no es una lucha contra la observancia de los mandamientos, sino al contrario, contra la tergiversación le­gal de éstos, como condición para la salvación. El que «Dios justifi­que sin las obras de la ley» y el que la ley no tenga ya nada que hacer como «yugo servil» (Gal 5, 1) y como maldición (Gal 3, 10.13), no significa que el cristiano esté dispensado de guardar los mandamientos (1 Cor 7, 19). Por eso el antiguo testamento y en concreto sus preceptos se dan por supuesto y adquieren vigencia como criterio del comportamiento cristiano. No se trata aquí tanto de los ejemplos en los que Pablo presupone, por decirlo así, de una manera totalmente lógica y sin argumentos especiales, determinados valores que proceden del pensamiento judío influenciado por la tora (cf. T. Holtz, 387ss sobre 1 Cor Iss.l2ss, etc.). Son más sig­nificativos los ejemplos en los que Pablo, expressis verbis y de

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manera consciente, y precisamente en contra de los judeo-cristia-nos, recurre al antiguo testamento y a la tora.

Lo que no llama tanto la atención es la recepción y utilización, más o menos fiel, de frases aisladas del antiguo testamento, sacadas sobre todo del material parenético de las sentencias de la literatura sapiencial y de los libros jurídicos (Rom 12, 16.17.19.20, etc.). De todos modos, incluso aquí, algunas de estas perícopas están precedidas de unas fórmulas introductorias (Rom 12, 19; 1 Cor 6, 16; 2 Cor 8, 15; 9, 9). Esto demuestra que Pablo no hace citas de manera maquinal y espontánea. Rom 12, 19 al intercalar «pues escrito está», pone de manifiesto, además de esto, que las palabras del antiguo testamento conservaban un carácter de autoridad. Algo parecido ocurre en 1 Cor 5, 13; 2 Cor 8, 15 y 9, 9, donde las citas veterotestamentarias cierran un ciclo de pensamientos, de forma que no son un adorno supefluo sino que suministran una argumentación de orden superior que sirve de confirmación y de conclusión. En las citas que comienzan sin fórmulas introductorias se pone también de manifiesto la concien­cia de continuidad de los preceptos éticos. Cf. también el «porque» confirmato­rio de Rom 13, 8.

Las palabras del antiguo testamento que se citan han perdido ciertamente su inapelable autoridad. Indiscutiblemente, en adelante ya no pueden ser, para los cristianos, la última instancia válida. Es muy aleccionador 1 Cor 9, donde se puede hablar directamente de un proceso argumentativo ascendente en favor del derecho apostó­lico a la manutención a costa de la comunidad.

En 1 Cor 9, 7 comienza Pablo con tres ejemplos de las vidas del soldado, del viñador y del pastor; los v. 8-9 confirman a continuación este argumento con una referencia al antiguo testamento (Dt 25, 4); en el v. 13 sigue otra nueva prueba de la Escritura y en el v. 14 una frase del Señor. Como en el proceso argumentativo se trata evidentemente de llegar a un climax, se desprende, por una parte, que el antiguo testamento tiene para los cristianos «una autoridad superior a las costumbres de la vida cotidiana y de la vida económica» y que posee además un sentido natural de lo justo y de lo equitativo (así H.-D. Wend-land, NTD, o.c), pero por otra parte se deduce también que el antiguo testa­mento ya no tiene para los cristianos una significación independiente, sino que es superado y también relativizado por la autoridad de la palabra del Señor. A este respecto hay que tener ciertamente en cuenta que Pablo no hace valer la competencia de una autoridad en contra de la otra, sino que las dos instancias se confirman mutuamente (cf. también Rom 15, 3, donde las palabras citadas del salmo confirman y demuestran gráficamente la conducta de Cristo).

Otro ejemplo más se encuentra en 1 Cor 10, donde Pablo, en un midrash sobre diversos pasajes del Pentateuco, aplica a la paré­nesis su concepción tipológica del antiguo testamento. Los aconte­cimientos veterotestamentarios son prefiguraciones (typoi): lo que

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ocurrió con Israel sirve de aviso a la comunidad que se encuentra en el fin de los tiempos (v. 11). Desde la perspectiva del fin, el antiguo testamento adquiere una autoridad admonitoria de cara al pueblo de Dios.

e) De todos modos el antiguo testamento no se toma como argumento único o como el argumento decisivo (aunque suceda esto en Rom 12, 19). El que en Rom 8, 4 se pueda hablar del «cumplimiento de la exigencia jurídica de la ley por parte de los que andan según el Espíritu» no se refiere a una sanción o a una restitución globales de lo ordenado por la ley. Más incisivamente: la ley del antiguo testamento tiene que hacerse primero «ley de Cristo» y tiene que interpretarse de acuerdo con su intención espe­cífica (Gal 6, 2), antes de que pueda convertirse en pauta de la vida cristiana. Que el antiguo testamento sólo a posterior! consiga tener fuerza vinculante para los cristianos implica un criterio objetivo, aun cuando la mayoría de las veces no formulado y una clasificación y selección dentro de la línea de Flp 4, 8 y 1 Tes 5, 23. También la ética del antiguo testamento se recogió de manera selectiva y por tanto crítica. Cuando se supera el miedo al anatema y al juicio condenatorio de la ley, se pierde evidentemente el miedo exagerado a la letra. El quebrantamiento objetivo de la tora se produce ya con la supresión de los preceptos cúltico-rituales (cf. la diferenciación entre circuncisión y precepto en 1 Cor 7, 19). El «nada es impuro» (Rom 14, 14) está en contra del pensamiento veterotestamentarío y judío. Pero también muchos puntos de vista éticos del antiguo tes­tamento no le pueden valer ya más a Pablo como typoi. Esta correc­ción de la ética veterotestamentaria se llevó a cabo de manera un tanto tácita y al margen de todo dramatismo.

De todos modos resulta curioso que el «estar solo» del hombre se califique en Gen 2, 18 como algo «no bueno», mientras que Pablo, en 1 Cor 7, 26, lo considera bueno. Si se evita el matrimonio o las nuevas nupcias no es ciertamen­te porque el estar solo como tal sea bueno y el matrimonio, como tal, sea malo, sino porque —y en el caso de que— este estar solo consiste en estar enteramente disponible para-el-Señor. De todos modos la diferencia no puede pasar por alto. Otra diferencia característica con respecto a la ética veterotestamentaria es la prohibición del divorcio (1 Cor 7, 10). En este sentido Pablo, a diferencia de Me 10 y de Mt 5, no entra en absoluto en la comparación con el antiguo tes­tamento.

Es decir, que en la valoración del antiguo testamento se encuen­tra, igual que ocurría en el apartado anterior, la misma actitud dia­léctica: por una parte obligatoriedad, pero por otra parte, el antiguo

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testamento logra sólo su validez partiendo de Cristo y de su ley de la caridad, aun cuando según Rom 13, 8-10, el precepto del amor, en el que se resumen todos los otros mandamientos (cf. infra, p. 260s), se encuentra presente ya en el antiguo testamento.

«Resumen» no significa ni el hecho de completar ni reducción de una plura­lidad a la unidad, sino que diferentes mandamientos aislados se concentran y se remiten a un punto de referencia (cf. H. Schlier, ThW III, 681; R. F. Collins, The Ten Commandtnents and the Chrístian Response: LouvSt 3 [1971] 308-322, sobre todo 319).

De todos modos «ley», para Pablo, no quiere decir en todas partes tora. Sobre los pasajes en los que la ley se emplea en otro sentido (Rom 3, 27 y 8, 2), cf. H. Raisánen, Das «Gesetz des Glaubens» (Rom 3, 27) und das «Gesetz des Geistes» (Rom 8, 2): NTS 26 (1980) 101-117.

En cualquier caso, a través del amor se cumple la ley entera (Gal 5, 14). Pero cumplimiento no quiere decir eliminación. Si el amor es la suma de la ley y el vínculo de unión de los mandatos singulares, esto lleva consigo ciertamente que los mandatos singula­res no son sustituidos o absorbidos sino resumidos o recapitulados. Tampoco Pablo predicó la liberación de la ley porque hubiera que­rido simplificar los postulados morales concentrándolos en el man­dato del amor o porque quisiera un cumplimiento cualitativo en lugar de cuantitativo. Con todo, la «ley de Cristo» supone al mismo tiempo una limitación del contenido de los mandamientos.

La «ley de Cristo» es el mandato de cargar el peso de los demás con amor (Gal 6, 2). Es difícil dictaminar si esta formulación imita una tota mesiánica, pues la idea sólo se encuentra una vez en los rabinos (Billerbeck, III, 577). Hay que rechazar una interpretación en el sentido de una imitatio Cristi, e incluso en el sentido de tener como punto de referencia la conducta ejemplar y las palabras de Jesús; así opina H. Schürmann, Das Gesetz des Christus (Gal 6, 2). Jesu Verhalten und das Wort ais letztgültige sittliche Norm nach Paulus, en FS R. Schnackenburg, 1974, 283-300. Probablemente quiere decir Pablo que la tora se cumple en la «ley de Cristo» de acuerdo con su intención específica (W. Gutbrod, ThW IV, 1069; An Examination oí Gal 6, 2: SBT VII, 1977, 31-42). También H. Schürmann, para el que esta expresión intenta transmitir una doble idea, aparte de abundar en la interpretación mencionada, habla certe­ramente de una concentración de la tora en el precepto del amor (290). Lo que en modo alguno se puede negar es que el cumplimiento de la «ley de Cristo» sólo a través de Cristo ha sido posibilitado y también anticipado en su vida (cf. supra, p. 208s, infra, p. 255s).

La ética cristológica de Pablo 255

3. La conformidad con Jesucristo y con su palabra

a) Partiendo de la importancia capital que tiene Jesucristo para la teología de Pablo, se entiende por sí mismo que, dado el gran entusiasmo que se pone en la soteriología y en las bases de la ética, la dirección de la vida nueva esté orientada cristológicamente, es decir, que las obras salvíficas y los mandatos de Jesucristo sirvan de pauta para la manera de vivir de los cristianos. Pero ¿cómo se podría concretar con más precisión esta pauta? Antes se solía afir­mar que Pablo orientaba su ética enfocándola hacia la persona de Cristo.

P. Feine llegó a defender la aventurada tesis de que Pablo deducía la conduc­ta adecuada de la comunidad de la «conducta de Jesús en este mundo», cuya imagen conocía hasta en sus pormenores (Der Aposte! Paulus, 1927, 327s; cf. de manera parecida W. D. Davies, Paul and Rabbinic Judaism, 1956, 147s). Los pasajes que se aducen en apoyo de esta tesis, y que deben demostrar la impor­tancia del Jesús terreno para la ética paulina, apenas son capaces de soportar la fuerza probatoria que se les atribuye. En realidad no se refieren en absoluto al Jesús terreno sino a la obediencia del Preexistente.

Esto se puede aplicar por ejemplo al himno cristológico (Flp 2, 5ss). Este himno no canta precisamente la conducta del Jesús terre­no en el sentido de un modelo, ni hace patente la humillación vo­luntaria refiriéndola al que se había hecho hombre, sino al que se había de hacer hombre (cf. supra, p. 208s). Por supuesto que esto no supone para Pablo una contradicción, pero en primera línea aparece la obediencia del Preexistente, el cual renuncia a su posi­ción y a su dignidad divinas. También en 2 Cor 8, 9, donde se dice que Cristo «se hizo pobre por nuestra causa», se refiere al empobre­cimiento que va ligado a la obediencia del Preexistente, sin aludir a la vida pobre de Jesús ni a su imitatio, a pesar de que —lo cual hay que añadir de inmediato— en ambos casos no se excluye total­mente el pensamiento del modelo.

b) Por otra parte, tampoco se llega a tocar la cuestión cuando Pablo habla expresamente de la imitación (mimesis) de Cristo (1 Cor 11, 1). De suyo es ya curioso que en lugar de la imitación de Jesús se hable de la imitación de Cristo (cf. también 1 Tes 1, 6 donde se dice de los tesalonicenses que son «imitadores de Pablo y del Señor»). 1 Cor 11, 1 concuerda perfectamente con lo anterior, en el sentido < e que, efectivamente, es preciso reconocer de plano un aspecto ej' mplar, pero este modelo tampoco es aquí el Jesús terreno. Lo qae debe ser «imitado» consiste en que no se busque

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lo que es de uno, sino lo del otro, como Cristo lo demostró de manera ejemplar en su humillación «por nosotros» (pro nobis) (cf. 10, 33). También la «ley de Cristo», o sea, el mandato de cargar recíprocamente con la carga (cf. supra, p. 255), ha sido ya vivida de antemano por Cristo, a través de su acción amorosa de la entrega voluntaria (Gal 2, 20).

Desde el punto de vista temático existe aquí una gran afinidad con Rom 15, lss. En Rom 15, 3.7 se encuentran, efectivamente, los ejemplos más evidentes de lo que N. A. Dahl llamaba «esquema de conformidad» H, donde Pablo intentaba una acomodación a la con­ducta de Jesucristo. En la expresión «como también Cristo» se en­cierra, además de un aspecto causal, otro aspecto comparativo, cuya orientación objetiva no debe ser escamoteada (cf. supra, p. 208s): acogeos mutuamente porque y como os acogió a vosotros Cristo. Desde el punto de vista objetivo, tanto en la idea de mimesis como en la idea de conformidad no se pensaba exclusivamente ni en la theologia crucis, o sea, en el destino de la pasión, ni en el ágape, sino que probablemente se tenían presentes ambas cosas (cf. V. P. Furnish, Theology, 223).

Por consiguiente, Pablo apenas trajo a colación la vida ni la actuación histórica de Jesús con vistas a una orientación concreta de la vida del cristiano. Sobre todo no es paulino ningún intento de copiar o de imitar la vida de Jesús y de considerar a Jesús como modelo. Los ejemplos aducidos son de todos modos significativos y demuestran que el voluntario despojo de Cristo en la encarnación o su entrega voluntaria en la cruz no solamente transmiten un im­pulso formal de actitudes, sino que generan una determinada direc­ción básica de la vida cristiana. También la justicia de Dios hecha eficaz en Cristo lleva consigo unas implicaciones éticas (cf. Rom 6, 12ss; 8, 10).

c) Pero lo que es válido para la vida de Jesús, no se puede aplicar, de la misma forma, a su predicación. A las palabras de Jesús se les concede más importancia que la que se suele dar al fenómeno de Jesús como persona terrena o como modelo ético, a pesar de que, por supuesto, no se puede negar que Pablo está mu­cho más interesado en la obra salvífica de Jesús que en su palabra y que las palabras del Señor no ocupan precisamente un lugar pre-

14. N. A. Dahl, Formgeschichtliche Beobachtungen zur Christusverkündigung in der Gemeindepredigt, en FS R. Bultmann: BZNW21 (1954) 3-9, sobre todo p. 6s; cf. también W. Kramer, o.c, (supra, nota 1), 137.

La ética cristológica de Pablo 257

ferente en su parénesis. Por lo tanto, no es del todo exacto que Jesús juegue un papel menos importante como anunciador de la voluntad de Dios que como persona terrena. Las referencias direc­tas a las palabras del Señor se encuentran, en verdad, raramente, pero no se puede pasar por alto la manera cómo Pablo recurre aquí a las palabras de Jesús y la importancia que les atribuye.

En 1 Cor 9, 14, por ejemplo, la palabra del Señor es una autoridad superior a cualquier otra instancia, tanto del antiguo testamento como de la naturaleza. En 1 Cot 7, 10, Pablo diferencia expresamente su competencia propia del man­dato del Señor. No es el apóstol sino el mismo Señor el que ordena a los cónyu­ges no separarse. En el v. 12 que viene a continuación, se acentúa, además, con respecto a la palabra del Señor, una fórmula introductoria clarísima: «a los demás les digo yo, no el Señor...». Con esto queda la palabra del Señor clara­mente delimitada en todos sus extremos.

Con ello Pablo parece que no solamente era consciente del al­cance del objeto que quedaba avalado por aquella cita, sino que además de esto, parece que reconoce a la palabra del Señor una autoridad superior a la suya propia: «no yo sino el Señor». La pala­bra del Señor es también para él, el apóstol, una instancia obligato­ria superior. Lo sorprendente es ciertamente cuando se compara la forma del logion conocida a partir de la tradición sinóptica con 1 Cor 7, 10, donde Pablo ofrece más bien una interpretación que una cita literal. La ampliación del mandamiento del divorcio a los dos sexos corresponde aquí, igual que en Me 10, 12, a la costumbre jurídica y a la práctica del divorcio helenista, aunque en Pablo se antepone el mandato del divorcio referido a la mujer. En cualquier caso está claro que Pablo, a pesar de ser consciente de que habla por encargo y con autorización del Señor, no apela simplemente a la inspiración y a las revelaciones del Glorificado, sino que da a conocer como tales las palabras del Señor y les concede una autori­dad contundente.

Nada parece indicar que Pablo cite la tradición de Jesús por el hecho de que Cristo, como el que va más allá de la ley de Moisés, «ponga nuevamente de relieve la pretensión originaria del creador» (R. Hasenstab, 235). Ciertamente para Pablo se trata también del descubrimiento de la voluntad originaria del Creador, pero lo que compromete al apóstol en última instancia no es el orden que reclama el Creador, sino la obediencia que reclama Jesucristo.

El peso de este hecho no queda disminuido gran cosa por el exiguo número de las palabras del Señor que se citan. Por eso resulta también difícil pensar en que Pablo redujera intencionada-

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mente las palabras del Señor que fueron transmitidas. Tampoco la polémica con sus adversarios debería ser la razón fundamental de que Pablo únicamente apele a esto en 1 Cor. De la misma manera tampoco se puede decir que precisamente para Pablo las cuestiones de la disciplina de la comunidad necesiten en una medida especial del recurso explícito a las palabras del Señor. Antes bien, a la vista de los pocos testimonios, hay que tomar en consideración el dife­rente estilo literario de la carta, que ciertamente es relativamente poco apropiado para recoger la tradición de Jesús. Pero ante todo, hay que partir de que la relación de las palabras del Señor de la que se disponía y que se adaptaba a la predicación de las comunida­des, en un medio cultural y socio-económico diferente del de Pales­tina, era bástate limitado y no se podía ampliar a capricho. En 1 Cor 7, 25 Pablo lamenta expresamente no tener a disposición ningún precepto del Señor para los que no están casados.

d) Junto a las citas detalladas, también se encuentran toda cla­se de reminiscencias, afinidades y coincidencias, que indudable­mente delatan un cierto conocimiento de la tradición de los evange­lios, pero que aparecen como desligadas ya de Jesús.

Cf. Rom 12, 14 con Le 6, 28; Rom 12, 17 con Mt 5, 38ss; Rom 13, 8ss con Me 12, 31; Rom 14, 14 con Me 7, 15. En algunos casos se insinúa la cuestión de si Pablo no alude conscientemente a palabras del Señor que él conocía. Para esto no se necesita en absoluto suponer una dependencia literaria o postular una fuente común para Pablo y los sinópticos, aunque en cierto sentido se presupone una tradición común para ambos (cf. B. Fjárstedt, 29ss). El que aquí sólo se trate de puras posibilidades (así R. Bultmann) puede ser exagerado. M. Dibelius, que rechaza una dependencia de los sinópticos debido a que falta una fórmula para las citas, advierte con razón que de aquí no se puede concluir que no se puedan tomar estas palabras como palabras del Señor (Formgeschichte, 242).

El número de coincidencias objetivas con las afirmaciones de Jesús podría apuntar en la misma dirección mencionada, según la cual, Pablo no cita verbatim estas mismas palabras explícitas del Señor, sino que se toma la libertad de modificarlas, pues lo funda­mental no es el tenor literal sino el contexto. El mismo paréntesis de 1 Cor 7, 1 la donde Pablo, en contra de las palabras del Señor, parece que concede una separación, podría confirmar que la vincu­lación por parte de Pablo a la palabra de Jesús no se refiere a un sentido jurídico-externo que se contentara con una corrección for­mal de la letra. Pero también se confirma plenamente que para Pablo la autoridad del Señor terreno no queda simplemente supera­da por la pascua.

La ética cristológica de Pablo 259

e) Indudablemente Pablo no interpretó aisladamente las pala­bras de aquel que las dijo y que como tal se identifica con el Cruci­ficado y con el Resucitado. Pero Jesucristo, en cuanto que es el-que-está-presente, habla también precisamente por medio de las pala­bras transmitidas del Señor (cf. el presente en 1 Cor 7, 10). El que Pablo considerara las palabras recogidas no como las palabras del Jesús terreno sino del Señor ensalzado (así R. Bultmann, RGG 2IV, 1028), es algo totalmente ajeno a la mentalidad de Pablo. En 1 Cor 11, 23 se llega a decir expresamente que Jesús dijo las palabras citadas «en la noche en que fue entregado» (cf. también el aoristo en 1 Cor 9, 14). Según el mismo testimonio de 1 Cor 11, 23ss, Pablo no se contentó con el simple dato formal de la vida terrena de Jesús, sino que conservó un determinado episodio de Cristo, es decir, unos elementos narrativos y sobre todo las palabras de Jesús.

Es curioso que excepto en 1 Cor 11, 23ss, todas las palabras citadas de Jesús afectan a la manera de vivir cristiana. Si se contem­pla el contenido de las simples alusiones a las palabras del Señor, llama la atención que Pablo centre las palabras de Jesús «de manera muy marcada en el precepto del amor», cosa que hace evidente­mente «porque interpreta las palabras de Jesús partiendo del amor del Hijo de Dios que se humilla a sí mismo» (H. Schürmann, Ge-setz, 286). En este sentido existe para Pablo una gran coincidencia entre el carácter ejemplar de la vida y de las palabras de Jesús.

4. El amor como mandamiento supremo

a) Precisamente en la caridad se aprecia claramente que Pablo se guía también en este aspecto por Cristo, lo cual se desprende del hecho de que la caridad se define a través de características que al mismo tiempo son predicados de Cristo (cf. 1 Cor 13, 5 con Flp 2, 4 ó Rom 15, 3). «Conducir su vida de acuerdo con la caridad» (Rom 14, 15) no significa otra cosa que la «acomodación a Jesucris­to» (Rom 15, 5). La caridad definida a través de Cristo (cf. Gal 2, 20) «constriñe» y mueve también a los cristianos (2 Cor 5, 14, etc.) e incluso es objeto de un mandato (1 Cor 14, 1; 16, 14, etc.). Este irrenunciable aspecto ético de la caridad no se puede dejar de lado como algo secundario.

Se ha recalcado con frecuencia que la caridad no se agota en la dimensión ética, y que no consiste primordialmente en actuar sino en ser. Pero para Pablo asimismo es indudablemente importante que se exteriorice en comportamientos y en formas de vida (cf. los numerosos verbos de 1 Cor 13, 4ss), y que no se confunda con una

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vaga benevolencia o incluso con un conformismo pragmatista. Por eso es perfectamente identificable y controlable en su autenticidad (2 Cor 2, 4; 8, 8.24). La referencia a la discreción y a la ambigüedad de la caridad —según R. Bultmann por ejemplo, la acción caritativa no se puede demostrar como caridad ni con respecto a los de fuera ni con respecto a uno mismo15— sólo es válida si de ese modo no se oculta que Pablo conoce perfectamente indicios y formas que establecen la distinción entre el que ama y el que no ama en la misma realidad concreta de su vida.

Evidentemente el amor no es demostrable porque no se identifica sin más con ninguna acción. Puede llegar a faltar en los carismas supremos, es decir, en la donación de las posesiones y en el martirio o en la esclavitud voluntaria, pues ninguna de las conductas mencionadas en 1 Cor 13, 1-3 se puede equiparar automáticamente con la caridad. Pero por otra parte, la caridad intenta conver­tirse en una realidad precisamente en estas maneras de comportarse, y no al margen o en contra de estas conductas. Cuando los hechos del amor ya no brillan como un signo en !a vida visible y real, su autenticidad se hace dudosa. El amor no es lo individual y concreto, pero se encarna y se manifiesta así, y se servirá de estas formas de expresión, no quedándose en el terreno de lo invisible. Y si la caridad representa «la penetración del mundo de Dios en el mundo de los hombres en este mismo eón» (S. Pedersen, 177), esto no sucede, por su­puesto, exclusivamente dentro del marco litúrgico (sustenta otra opinión S. Pe­dersen, 181).

El amor del hombre, igual que el amor de Dios, no es emoción, sentimiento o estado de ánimo, sino hechos (cf. «trabajo de la cari­dad»: 1 Tes 1, 3), liberación de sí mismo y existir para los demás. Esta caridad orientada hacia el prójimo no busca, según 1 Cor 13, 5, lo suyo, sino que se compromete por los otros (cf. 1 Cor 10, 24.33). Por eso, de manera paralela a la palabra «amar», suelen utilizarse también verbos como «servir», «entregarse» y «edificar» (pues el concepto tiene que entenderse no en sentido individualista sino eclesiológico). La caridad es por eso una automanifestación y no una autorrealización en el sentido de una acción en la que el prójimo es el objeto del propio autoperfeccionamiento. Rom 9, 3 pone de manifiesto hasta dónde puede llegar el prescindir de uno totalmente. No es que el amor no tenga una meta que quiera conse­guir. En realidad, no quiere simplemente confirmar al otro o apoyar su comodidad o su egoísmo, pero sí quiere «animarlo» (cf. los testi-

15. R. Bultmann, Das christlíche Gebot der Náchstenliebe, en Gkuben und Verstehen I, 61980, 229-244, sobre todo p. 239s (ed. cast.: Creer y comprender I, Madrid 1974).

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monios en el apartado 4. c): por ejemplo, superar el mal con el bien (Rom 12, 21) o corregir con bondad a los que han errado (Gal 6, 1).

Esto no significa que la caridad sólo tenga lugar en la entrega personal y que no se pueda encarnar también en instituciones. La caridad no es para Pablo alérgica u hostil a las instituciones. Por el contrario, la caridad tiende más bien a concretarse en acciones y en funciones institucionales de mayor consideración (cf. H. Schürmann, Heil, 28s). Ciertamente que las colectas (cf. 2 Cor 8-9) o las «prestaciones de ayuda» y los «servicios» (1 Cor 12, 28; Rom 12, 7, etc.) tienen un carácter institucional comunitario, y aunque no establecen unas estructuras sociales de tipo económico o político de envergadura, tampoco se limitan a unas relaciones espontáneas interpersonales. Efectivamente, en estas demostra­ciones de amor que desbordan la esfera de lo individual sucede que el ámbito del ágape está enmarcado en su mayor parte dentro de las denominadas estruc­turas primarias (matrimonio, familia, casa, etc.). En cualquier caso, aparece de una forma un tanto marginal el que el amor pueda imprimir su sello en la convivencia dentro de la sociedad y del Estado (cf. lo referente a Rom 13, infra, p. 290). En general, la caridad es, según Pablo, primordialmente (cf. 1 Tes 4, 9; Rom 12, 10; Flm 5), aunque no exclusivamente (cf. 1 Tes 3, 12; 5, 15), el amor a los hermanos. Es verdad que no se excluye tampoco al enemigo (Rom 12, 17ss), pero en el primer plano dé las acciones asistenciales más o menos concre­tas se encuentra, por supuesto, la idea de comunidad (cf. Flp 4, 14s), mientras que apenas se enfocan los problemas sociales como tales. El amor que ayuda a cargar el peso de los demás (Gal 6, 2), tiene en principio una validez ilimitada, pero, en el tiempo que queda para hacer el bien hasta la llegada de la parusía, la obligación que se establece con respecto a «todos» hay que cumplirla de manera preferente con los «hermanos en la fe» (Gal 6, 10).

b) Este amor a los demás que renuncia a sí mismo no solamen­te es el centro y el núcleo, sino también es el criterio verdaderamen­te determinante de la ética paulina. No es posible dudar de esta preeminencia y supremacía del precepto del amor sobre todos los otros preceptos, aunque no todas las recomendaciones singulares se pueden reducir a él. De esta manera Pablo se coloca también en este aspecto en la línea de Jesús (cf. supra, p. 92ss). Ciertamente que en Gal 5, 22 el ágape es sólo, al parecer, uno de los frutos del Espíritu entre otros (aunque aquí se coloque también a la cabeza), pero mucho más significativo es 1 Cor 12, 31, donde Pablo designa el camino del amor como el camino de todos los caminos, como el camino que lleva más lejos que todos los demás, o como el camino supremo por antonomasia16. De ahí que Pablo pueda afirmar termi-

16. Cf. G. Bornkamm, El camino más excelente (1 Cor 13), en Id., Estudios sobre el nuevo testamento, Salamanca 1983, 37-57; O. Wischmeyer, Der hóchste Weg (StNT 13), 1981.

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nantemente que todas las cosas tienen que realizarse en el amor (1 Cor 16, 14). Según Rom 13, 8-10, el precepto de la caridad es la quintaesencia y el vínculo de la unidad de todos los preceptos sin­gulares, los cuales encuentran en él su unidad escondida y su sen­tido, así como su pauta específica (cf. supra, p. 253 s), es decir, que Pablo entiende la ley desde el amor, no el amor desde la ley (W. Schrage, Einzelgebote, 255).

c) Así como Pablo explica, en afirmaciones de principio, el amor como lo más importante en la vida de los cristianos, también se puede observar esta posición central del amor dentro de las di­versas amonestaciones concretas. Muchas veces Pablo introduce el amor en su parénesis como una dimensión reguladora, convirtién­dolo en un criterio decisivo de la conducta cristiana. No es cierta­mente seguro que en Rom 12, 9, el ágape se encuentre, programáti­camente, al principio de la serie de exhortaciones de los v. 9-21, pero lo que sí es un hecho es que es un tema predominante y que llega a su punto culminante en el amor al enemigo. Incluso 1 Cor 13 no es un excursus sistemático sobre el primado de la caridad, ni tampoco un inciso secundario de tipo poético, sino que a pesar de la belleza de su lenguaje constituye un eslabón necesario dentro del contexto de la argumentación de la carta (1 Cor 12-14). La caridad es lo único que no le permite a uno perder de vista a los demás, incluso aunque se practiquen los carismas, como ocurre, por ejem­plo, en el caso de la glosolalia dentro del culto litúrgico.

La fuerza crítica de la caridad destaca en la discusión de las relaciones entre los «fuertes» y los «débiles» de Roma y de Corinto con más nitidez todavía de lo que se puede apreciar en el contexto de la valoración corintia de los fenómenos pneumáticos extraordi­narios. Tanto aquí como allá, sólo el comportamiento que está de acuerdo con la caridad (Rom 14, 15) tiene que ser la medida decisi­va que debe valorar y delimitar las otras pautas.

A lo largo de los capítulos mencionados, Pablo vuelve continuamente a este tema tratándolo de múltiples maneras: «el buscar lo que aprovecha a los demás» (1 Cor 10, 33), «robustecer» (1 Cor 8, 1; 10, 23; Rom 14, 19, etc.)... Todas estas expresiones quieren decir, en último término, lo mismo, tanto en sentido negati­vo, en su polémica frente a un individualismo y subjetivismo pneumático, como en sentido positivo, como expresión de la caridad.

En 1 Cor 8-10 son sobre todo los conocimientos y la libertad los que se someten al juicio crítico y escudriñador de la caridad. El creyente es siempre alguien dotado de discreción, pero su discreción amenaza con degenerar en autocomplacencia orgullosa sí no se deja guiar y moderar por la consideración a los hermanos y a la edificación de los mismos. Los creyentes son siempre, en

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verdad, personas libres a quienes todo está permitido, pero esta libertad encuen­tra sus barreras en el hermano y, paradójicamente, se tiene que acrisolar en la renuncia a la libertad en consideración al otro (1 Cor 8, 7ss; 10, 23ss). La fe en la creación, con su conocimiento de que sólo hay un Dios y de que no existen los ídolos (1 Cor 8, 4), no es capaz de coartar el precepto del amor. Al contrario, el amor es un correctivo a la fe en la creación. La libertad cristiana no sólo depende del Señor (cf. supra, p. 212), sino también de la caridad. No es «libre aquel que está disponible para sí mismo y que no lo está para el otro» (Aristóte­les, Metaph. I, 2, 982b) sino el que ama. La libertad se manifiesta en el amor a otro. Cf. más ampliamente en G. Friedrich, Freiheit und Liebe im 1 Cor, en Auf das Wort kommt es an, 1978, 171-188.

d) Si el amor es la fuerza impulsora y directriz de toda vida cristiana, también tendrá que mostrar su potencia crítica y creativa cuando, aunque Pablo no llegue a hablar de ellas expressis verbis, se está en presencia de reglamentaciones conflictivas y de decisiones concretas. Puede servir de punto de referencia la cuestión de los esponsales que se debate en 1 Cor 7, 36-38 ó 1 Cor 7, 4, donde la afirmación de que los esposos no tienen derecho a disponer de su propio cuerpo se puede entender también como un caso especial de que el cristiano ya no dispone de sí mismo y ya no busca lo que es suyo (cf. infra, p. 279).

Pablo vio también, a la luz de la caridad, la relación entre el dueño y el esclavo y de esta manera, al mismo tiempo profundizó en sus raíces, la superó y la relativizó. En el estoicismo, con su ideal predominante del individuo que se basta a sí mismo, por lo que se refiere a los esclavos se trata más de evitar la cólera improcedente que de los mismos esclavos, mientras que para Pablo es decisivo el enfoque del amor, según el cual la relación humana entre el dueño y el esclavo queda englobada dentro de una transformación de con­secuencias muy serias. El hecho mismo de que el esclavo esté consi­derado, de manera genérica, como un objeto o como una propie­dad, y en Pablo, sin embargo, se le considere como «hermano que­rido» (Flm 16), tiene ya un peso considerable. El esclavo Onésimo, por ejemplo, es mucho más que un esclavo (ibid.). A este respecto, el amor y la fraternidad tienen que acreditarse no sólo en la esfera intraeclesial y en las relaciones comunitarias, sino también en la esfera del mundo y en las relaciones extracomunitarias, tal como Pablo lo dice de manera expresa, formulándolo intencionadamente de forma paralela («tanto en la carne como en el Señor»: Flm 16). Al amor cristiano no sólo le interesan los aspectos íntimos o el estado de ánimo entre el dueño y el esclavo, sino que tiene también consecuencias en la realidad de todos los días, como por ejemplo en la vida jurídica.

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En aquel tiempo, un esclavo que hubiera huido era perseguido por vía requi­sitoria y según el derecho de la época, en su calidad de «ladrón de sí mismo» (fur sui), le cabía esperar penas graves, duros castigos corporales, a veces la marca de hierro candente y, en ocasiones, incluso la muerte en el circo o en la cruz (cf. H. Bellen, Studien zur Sklavenflucht im rómischen Kaiserreich: FASk 4 [1971J 17ss). Cuando Pablo pide el perdón para el que se ha escapado (Flm 12.17), pone de manifiesto que la caridad tampoco deja incólumes los usos sociológicos y jurídicos, sino que se introduce con capacidad renovadora en las mismas estructuras de la sociedad. La caridad no sólo transforma los corazones sino que, partiendo de los corazones, también llega a los hechos, lo cual tiene lugar, a su vez, no sólo «en el Señor» (cosa que hace pensar en la celebración común de la cena del Señor, o en el ósculo fraterno o en cosas similares), sino que también tiene lugar «en la carne», es decir, en las relaciones externas de este mundo.

e) El mismo respeto a las instituciones se puede concebir como expresión de la caridad. En cualquier caso no es suficiente con tener comprensión y con respetar el orden sólo por la ley. Hay que constatar una relación con el precepto de la caridad, por ejem­plo en la relación de los cristianos con la iustitía civilis o con las convenciones sociales (1 Cor 13, 5), y asimismo también en la vida cotidiana del trabajo. La obligación de realizar el propio trabajo (1 Tes 4, 11) se coloca en 1 Tes 4, 9 bajo el epígrafe de la caridad. El trabajo no tiene su sentido en sí mismo, ni tampoco se realiza en función de la independencia económica y educación moral, sino precisamente por la «caridad fraterna». Posiblemente la misma rela­ción con el Estado, no hay que aislarla sin más del precepto de la caridad. Es cierto que Pablo, frente a los gobernantes, no hace un llamamiento al amor sino a la sumisión. Pero lo que aquí se cuestio­na es si con eso hay que negar cualquier relación con el ágape y con su orientación a lo «bueno» (Rom 12, 21).

Se ha aludido repetidas veces (cf. por ejemplo O. Cullmann, Staat, 40s) a que Rom 13, 1-7 está rodeado de unas recomendaciones que quieren que las relaciones de los cristianos con sus congéneres tengan el sello del amor (por una parte Rom 12, 14ss y por otra parte 13, 8ss). Se puede suponer por consiguiente —es difícil por supuesto afirmar más— que este encuadre, a pesar de la falta de sistematización en la distribución de los textos parenéticos, no es del todo ca­sual, sino que hay que relacionar ambos textos entre sí. En último término el amor al prójimo (no al Estado) movilizaba e influía a los cristianos en su misma postura con el Estado (cf. W. Schrage, Einzelgebote, 263s; Id., Staat, 53; U. Duchrow, 144; U. Wilckens, o.c. (bibliog. del cap. 4/IV), 209s.238). Pero en ningún caso hay que ver, con N. A. Dahl, en el paralelismo supuestamente casual, un antecedente para una doctrina de los «dos reinos» (Neutestamentliche Ansátze zar Lehre von den zwei Regimenten: LR 15 [1965] 441-463, cita en 453). De todos modos hay que reconocer que las fronteras de la comunidad

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en lo que se refiere a la caridad no se rebasan más que en contadas ocasiones, exceptuando las declaraciones de tipo general (Rom 12, 14ss; 1 Tes 3, 12; 5, 15).

f) De todos modos, la caridad no sólo debe influir y controlar las relaciones de los cristianos con las instituciones y con las estruc­turas, sino que en determinadas circunstancias tiene también que delimitarlas y echarlas abajo. Esto se ve en el ejemplo del celibato, que para Pablo, en cuanto que es un carisma, constituye una posibi­lidad de servicio a los demás y de edificación de la comunidad. Otro ejemplo asimismo clarificador de esta relatívización de las ins­tituciones lo ofrece 1 Cor 6, Iss. La razón de preferir la renuncia al derecho frente al arbitraje jurídico (cf. supra, p. 235) es sin ningún género de dudas la renuncia motivada escatológicamente al derecho frente a los otros, renuncia que excluye el querer tener razón a toda costa. Los litigios y las acciones jurídicas demuestran que los cristia­nos todavía no están imbuidos de la realidad escatológica del ágape, y que todavía no se toman en serio que la «ley de Cristo» es el precepto supremo y que los que aman deben renunciar a su dere­cho (cf. Rom 12, 17ss; 1 Cor 13, 7). Precisamente 1 Cor 6 es un intento que no se puede disimular de «aplicar dentro de la comuni­dad cristiana los postulados radicales a las circunstancias del mun­do»17. La caridad se preocupa de los demás (1 Cor 12, 25), pero no los lleva a juicio. De aquí no hay que deducir una suspensión gene­ral del sistema jurídico, ni siquiera en relación con el mundo. No es el derecho el que queda suprimido por la caridad, sino, por una parte, la búsqueda egoísta del derecho y, por otra parte, también la lesión del derecho.

Evidentemente no se destruyen las estructuras jurídicas, ni las sociales o sociológicas, pero tampoco es que se sancionen como instituciones inamovibles, sino que se analizan críticamente a la luz del ágape, o se ponen al servicio de la caridad, o se corrigen en función de la misma, renunciando a ellas cuando no hay posibilidad de que sirvan a la realización del amor. Con ello la caridad se acre­dita, una vez más, como el criterio superior a los criterios confor­mes a la creación, e incluso como el criterio supremo por excelencia de la conducta cristiana.

g) De todo lo dicho se desprende que la caridad, a pesar de todas sus variantes y condicionamientos circunstanciales, tiene un

17. M. Dibelius, Das soziale Motiv im NT, en Botschañ and Geschichte I, 1953, 178-203, cita en p. 196. Cf. asimismo U. Luz. Eschatologie, 262s con respecto a Rom 14, 17.

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contenido y unas características y directrices permanentes y cons­tantes, completamente concretas. La caridad no es ciertamente algo estereotipado e inmutable en sus formas de expresión, pero tampo­co es algo carente de las más mínimas reglas y que esté a merced de la mera improvisación y de la espontaneidad.

Tampoco se puede atribuir a Pablo el que en las exigencias de la caridad jamás se indique qué es lo que hay que hacer en concreto, o que el precepto de la caridad no tolere «de acuerdo con su esencia unas normas positivas concretas» (así R. Bultmann, o.c. [nota 15], 235; Id., Teología, 651). Ü. Wilckens califica con razón de malentendido considerable el que R. Bultmann «opine con respec­to a la caridad que, fundamentalmente por su carácter escatológico, no pueda ni designarse ni quedar afectada por algo concreto» (o.c, 140). Precisamente así perdería su compromiso con el mundo (cf. U. Duchrow, 172), y por otra par­te el reducir la ética al «ama y haz lo que quieras» de Agustín (ama et fac quod vis) es «exponerla demasiado al peligro de un sentimentalismo estéril» (C. H. Dodd, Gesetz, 80). Cf. también H.-D. Wendland, Ethik, 63; W. Schrage, Einzelgebote, 268ss; E. Osborn, 179ss; T. Holtz, ThLZ 1981, 393.

Efectivamente, los diversos preceptos están supeditados y en determinadas circunstancias también están delimitados por el pre­cepto de la caridad, pero no por eso quedan minusvalorados o sujetos a la apreciación de cada cual, tal como ocurre en 1 Cor 13 con los hechos y manifestaciones singulares de la caridad. Precisa­mente como criterio supremo, la caridad supone los otros criterios. Sería por supuesto una interpretación errónea de Rom 13, 9 el que, debido a la recapitulación de los diversos preceptos en el precepto de la caridad, se quisieran anular o bagatelizar los preceptos singu­lares que ahí se enuncian, teniendo en cuenta sobre todo que Pablo en el v. 10 declara expresamente que el amor no hace mal al próji­mo. Uno no puede amar a su prójimo y al mismo tiempo engañarle en la persona de su cónyuge o disputarle sus propiedades o su honra, o atentar contra su vida. El que ama se toma también en serio los otros preceptos fundamentales y los otros criterios. Si la caridad es la recapitulación de los preceptos particulares, éstos son, a su vez, un despliegue y un apoyo del precepto del amor. Cae de su peso que la falta de amor no se puede remediar con mandamien­tos concretos, pero por otra parte también la caridad puede perder­se en una difusa benevolencia o en una improvisación romántica del momento, por falta de instrucciones concretas.

Si los mandamientos están al servicio de la caridad, ésta no renunciará al buen servicio de aquéllos para poder desarrollarse concretamente en las diversas circunstancias de la vida. Ciertamente el cristiano se encontrará permanentemente frente a situaciones

La ética cristológica de Pablo 267

nuevas y frente a circunstancias de la vida que sólo se pueden supe­rar con la inteligencia dirigida por la caridad (cf. supra, p. 240s), pero su vida necesita contar con una orientación y con una direc­ción claras. La caridad supera a los preceptos particulares, pero no los margina. Pablo no sólo ha indicado el único camino del amor, sino que también ha señalado caminos concretos (1 Cor 4, 17), aunque todos estos caminos partan del camino que está por encima de todos los otros caminos (1 Cor 12, 31) y vayan a desembocar a él. Con el amor es con lo que más se puede expresar, pero no se dice todo. Es el criterio máximo, pero no el único, es el precepto más notable, pero no el único camino relativo a la manera de com­portarse de los cristianos.

IV. ETICA CONCRETA

Bibliografía: P. R. Coleman-Norton, The Apostle Paul and the Román Law oí Slavery, en FS A. C. Johnson, Princeton 1951, 155-177; G. Delling, Paulus' Steüung zu Frau undEhe (BWANT 4, 5), 1931; Id., Rom 13, 1-7innerhalb der Bríefe des NT, 1962; R. Gayer, Die Stellung des Sklaven in den paulinischen Gemeinden und bei Paulus (EHS.T 78), 1976; E. Káhler, Die Frau in den pau­linischen Briefen, 1960; E. Kásemann, Rom 13, 1-7 in unserer Generation: ZThK 65 (1959) 316-376; Id., Puntos fundamentales para la interpretación de Rom 13, en Id., Ensayos exegéticos, Salamanca 1978, 29-50; T. Preiss, Vie en Christ et éthique sociales dans Tépitre á Philémon, en La vie en Christ, Neuchá-tel/Paris, 1951, 65-73; A. Strobel, Zum Verstándnis von Rom. 13: ZNW 47 (1956) 69-93; A. Suhl, Der Philemonbrief ais Beispiel paulinischer Paránese: Kairos 15 (1973) 267-279; U. Wilckens, Rom 13, 1-7, en Rechtfertigung ais Freiheit, 1974, 203-245; V. Zsifkovits, Der Staatsgedanke nach Paulus (WBTh 8), 1964; W. Neidhart, Das paulinische Verstándnis der Liebe und die Sexuali-tát: TZ 40 (1984) 245-256.

1. La realidad ética individual

a) En este apartado sólo se mencionarán brevemente unos po­cos conceptos que no están directamente orientados en el sentido de la realidad ética social, pero que pueden poner en claro que las mismas afirmaciones de la realidad ética individual quedan ilumina­das y delimitadas por el amor, cuyo punto de referencia es, a su vez, el prójimo. En general resulta imposible una división drástica entre ética individual y ética social, dado que las dos, hasta cierto punto, se superponen. Las decisiones tomadas en un plano siempre tienen consecuencias en el otro plano.

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268 Etica del nuevo testamento

En Pablo falta por completo un ideal que corresponda al kalo-kagathos griego que, como se sabe, era la quintaesencia de la per­fección corporal y espiritual. Ni siquiera la idea de comunidad y de solidaridad del antiguo testamento y del judaismo (el «tú» de las interpelaciones del decálogo se refiere, por ejempo, a veces al pue­blo y otras al individuo), a pesar de toda la seriedad de la responsa­bilidad individual, dejan que prospere una ética orientada primaria­mente al individuo y que haga abstracción de la comunidad.

Resulta muy significativo que «virtud» (arete) aparezca en Pablo sólo una vez: en Flp 4, 8. En ese pasaje, los otros conceptos no se subordinan, a la manera griega, a la arete, sino que aparecen en coordinación con ella. R. Bult-mann dice con razón que los conceptos de ideal y de virtud no son los que determinan la ética paulina, sino que la idea determinante se centra en que lo bueno es la exigencia de Dios {Teología, 168). O. Bauernfeind (ThW I, 460) y K. H. Schelkle (213) suponen que la ausencia casi total de la idea de virtud en el nuevo testamento tiene su raíz de ser en que «esta palabra se consideraba como excesivamente antropocéntrica y como una muestra exagerada del logro humano». Pero probablemente no se trata aquí de una reserva en contra sólo del orgullo y de la fama que acompaña a la virtud, sino también en contra de su connotación fuertemente individualista. La relación del hombre para consigo mismo no es para Pablo una idea central, como se deduce del concepto de cuerpo (soma), que es extraordinariamente importante para la antropología y para la ética paulina.

b) Mientras que R. Bultmann ve en el concepto paulino de cuerpo (soma) la caracterización más amplia del ser humano, su yo, su existencialidad, su histo­ricidad, K. A. Eauer, E. Kásemann y otros se cuestionan si Bultmann con esto, y en contra de su intención, ha quedado anclado en la antropología idealista que priva al sujeto pensante, dentro de su soberana libertad y espontaneidad, de todos los vínculos ultramundanos y de todas las relaciones mundanas, olvidando que el cuerpo, para él mismo, forma parte del sujeto. Pero lo que es más impor­tante es que E. Kásemann no solamente critica la retirada del fundamento ond­eo, o sea, la postergación de la corporeidad y del entronque con el mundo, sino que, de manera positiva, pone en claro que el «soma» es el hombre en su mun-daneidad y en su capacidad de comunicación, y que el «cuerpo» mantiene la solidaridad de este ser del mundo y la solidaridad con la creación no redimida. Cf. E. Kásemann, Perspektiven, 36ss; K. A. Bauer, Leiblichkek -das Ende aller Werke Gottes. Die Bedeutung der Leiblichkek des Menschen bei Paulus, StNT 4, 1971.

Si se contemplan los textos paulinos se deduce que «cuerpo» designa ante todo el cuerpo físico, razón por la cual, cuerpo y miembros se pueden emplear paralelamente (Rom 6, 12-13). El cuerpo es, por lo tanto, el terreno donde se experimenta la vida y la muerte, la enfermedad y la sexualidad, en resumen, la cualidad de creado y la cualidad de perteneciente a la naturaleza. El cuerpo es el hombre tal y como es. Ciertamente que la idea puede cambiar con el pronom­bre personal (1 Cor 6, 13-15; 12, 27, etc.) y de esta forma puede de hecho

La ética cristológica de Pablo 269

significar que hace las veces del yo o de la persona. Pero todavía es más impor­tante lo contrario: que este yo no se puede distanciar de su cuerpo, que este yo es cuerpo, del que no puede abstraerse. Por esta razón el hombre, ante el peca­do, no solamente es un pecador, sino que también su cuerpo queda dominado por el pecado (Rom 6, 6). Y por eso el cristiano no sólo espera una redención hecha por el cuerpo, sino una redención del cuerpo (Rom 8, 23; cf. Flp 3, 21).

Para la temática ética es de una importancia singular lo que sucede en el tiempo intermedio, entre el «cuerpo del pecado» que pertenece al pasado, por una parte, y el esperado «cuerpo pneumá­tico», por otra parte. A este respecto parece que hay que señalar dos cosas: en primer lugar, a los cristianos se les exhorta a la ofren­da de sus cuerpos (Rom 12, 1), es decir, que el Señor no sólo toma los pensamientos y las almas, sino también los cuerpos; de manera similar, la Iglesia, para Pablo, no sólo consta de almas, sino de cuerpos (1 Cor 6, 15). En segundo lugar, el cuerpo, de hecho, es un concepto correlativo que expresa una coordinación y una re­lación (1 Cor 6, 12ss), además no tanto una relación para con uno mismo, cuanto la capacidad para la comunicación y para la correla­ción con el Señor. El cuerpo pertenece al Señor (cf. 1 Cor 6, 13c), lo cual está en armonía con el reconocido carácter absoluto e indi­viso de la obediencia y con su realidad concreta, y ello está en contradicción con cualquier espiritualización idealista. Resulta cier­tamente más sorprendente el giro inverso de 1 Cor 6, 13d («y el Señor para el cuerpo»), según lo cual el Señor está justamente orde­nado al cuerpo. Dado que el cuerpo es el plano primordial en el que Cristo alcanza la soberanía en la realidad terrena, el cristiano o se conecta aquí con su Señor o no conecta en ningún otro plano. Precisamente así, Cristo obtiene su derecho y su soberanía, toman­do posesión del mundo, ahora ya, a través del cuerpo de los cristia­nos (cf. E. Kásemann, ibid.).

Esta es también la razón principal contra la prostitución. Por encima de la idea de la caridad aparece aquí una frontera de la libertad, que tiene como punto de referencia al cristiano mismo. El cuerpo no le pertenece a uno mismo, sino al Señor.

c) Ya en el antiguo testamento y en el judaismo tenía una importancia considerable la cuestión del sufrimiento y de su superación. En el nuevo testa­mento vuelven a aparecer, más o menos modificadas, diversas respuestas que se dieron a lo largo del tiempo: el sufrimiento como disciplina y prueba saludable (cf. Prov 3, l i s ; Job 5, 17, etc.), enmudecimiento del hombre ante la grandeza incomprensible y maravillosa de Dios (Job 42, 3), fragilidad de la felicidad de los ateos (Sal 37), importancia vicaria del sufrimiento (Is 53) o la unión con Dios que supera cualquier padecimiento («teniéndote yo a ti...»: Sal 73, 25ss).

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270 Etica del nuevo testamento

Sobre todo en el género apocalíptico, después del tiempo de los dolores mesiáni-cos en los que el sufrimiento alcanza su punto culminante, se espera el nuevo eón que acabará con todos los sufrimientos y cuya gloria no se puede comparar con la miseria actual. Cf. más ampliamente E. Gerstenberger - W. Schrage, Leiden (Biblische Konfrontationen 1004), 1977.

Pablo también recoge aspectos de esta tradición, sobre todo el enfoque apocalíptico de que «los padecimientos del tiempo presen­te no tienen ningún valor en comparación con la gloria que ha de venir» (Rom 8, 18; 2 Cor 4, 17). Pero la interpretación auténtica de los padecimientos de los cristianos es la que se hace partiendo de la pasión y muerte de Jesús. Dado que a la pasión y muerte de Jesús se le atribuye una significación escatológica que trasciende el tiempo y el espacio, los cristianos son involucrados en los padeci­mientos de Cristo, de forma que la existencia de los cristianos sólo se puede definir como un «padecer juntamente con Cristo» (cf. Rom 8, 17). Esta con-pasión es un presupuesto para llegar a ser con-glorificados y es también, al mismo tiempo, el lugar paradójico de la fuerza divina y de la vida de Jesucristo aquí y ahora. Las dos cosas se ven claramente en las muchas listas de perístasis de las cartas paulinas (cf. 1 Cor 4, l lss; 2 Cor 4, 8ss; 6, 4ss; 11, 23ss).

Estos sufrimientos no son para Pablo una oportunidad bien re­cibida para demostrar, como hace el estoicismo, la superioridad sobre el mundo y la ataraxia, sino una contrariedad llena de peli­gros. El que Pablo los resista no lo tiene que agradecer a su propia entereza, ni a su fuerza de voluntad, sino a la intervención milagrosa de Dios, a una realidad extra se. Por supuesto —y precisamente por eso, es esto importante para la ética paulina— la hora del mila­gro es al mismo tiempo la hora de la prueba, de forma que por ejemplo en 1 Cor 4, 12 se dice: «como perseguidos, soportamos». La ayuda de la presencia de Dios no dispensa del propio sufrimien­to y la resistencia que hay que tener. Esta presencia no se da de una manera paralela, sino dentro del mismo sufrimiento. Aparte de eso, los padecimientos tampoco eximen de la dedicación a los demás: «como afrentados, bendecimos» (1 Cor 4, 12). La tribulación y la desgracia no se superan, como en el estoicismo, recluyéndose en sí mismo y alcanzando así la independencia interior. Pablo ve al hom­bre como totalidad, plenamente afectado por las aporías y perísta­sis: «por fuera luchas, por dentro temores» (2 Cor 7, 5). El consue­lo y la alegría en los sufrimientos tampoco se consiguen, según Pablo, conociendo el plan eterno de Dios sobre la historia, sino sabiendo que se está involucrado en el destino de Cristo, donde se ha puesto de manifiesto el amor escatológico de Dios, del que nadie le puede a uno separar (Rom 8, 35ss).

La ética cñstológica de Pablo 271

Dado que Cristo es al mismo tiempo el que muere y resucita, el poder de la vida de Jesús se experimenta en el destino mortal de los cristianos (2 Cor 4, 10) y la debilidad es, al mismo tiempo, el modo paradójico en el que aparece la fuerza de Cristo (2 Cor 12, 9). Sin embargo, esto no permanecerá para siempre en esta forma paradójica y escondida de la epifanía de la vida y de la fuerza. Por eso Pablo dirige de antemano la vista a la acción resucitadora de Dios, en la cual encontrarán su final esta paradoja y esta oculta­ción. Los sufrimientos suponen para Pablo, tanto el lugar de la revelación paradójica de la vida, como el signo del mundo no redi­mido (Rom 8, 18). Ciertamente que el acento no recae tanto en que lo nuevo comienza después de lo viejo, y en que está al otro lado de lo viejo, sino en que lo nuevo comienza en lo viejo y en que está a pesar de lo viejo («cual moribundos, y ya veis que vivimos»: 2 Cor 6, 9). Pero también ocurre paralelamente que la tribulación se soporta y se resiste gracias al futuro; pues es transitoria y lo paradójico no es una situación permanente. Con ello, las tribulacio­nes no es que se conviertan en una menudencia, si bien, sub specie de lo venidero, adquieren un peso y un aspecto diferentes. Precisa­mente el que espera no necesita apartar su vista de la dura y brutal realidad.

d) Pablo, debido a su fe en la creación, no podía llegar a una actitud hostil con respecto al cuerpo, o a una ascesis de tipo dualis­ta, es decir, a una retirada del mundo de los sentidos y de la mun­danidad, y mucho menos podía caer en una negación de la corpo­reidad y de la sexualidad. Sin embargo Pablo tenía un alto concepto de la autodisciplina. Aquí interesa esto sólo en la medida en que la temática no recae en cuestiones ético-sociales, como por ejemplo en el caso del matrimonio o de la relación sexual, es decir, donde la relación se refiere a uno mismo. El concepto de enerada que aparece en el último lugar de la lista de virtudes de Gal 5, única­mente aparece aquí en Pablo. Sin embargo el verbo correspondien­te lo emplea Pablo dos veces:

En 1 Cor 7, 9 concede que, con respecto a los que no se casan y a las viudas, existen situaciones en las que no se puede practicar la abstinencia sexual, en cuyo caso es mejor casarse que quemarse en el fuego del deseo sexual.

Por el contrario, en 1 Cor 9, 25, la expresión no dice una relación especial a la sexualidad, sino que, en la imagen de los contendientes que Pablo utiliza, se dice que aquf' que quiere lograr en el estadio la corona de la victoria vive sobriamente en c jalquier aspecto. Según esto, el cristiano vive como un depor­tista, que durant; su entrenamiento preparatorio renuncia a comodidades y pla­ceres, porque te da victoria cuesta algo.

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272 Etica del nuevo testamento

Como por una parte Pablo no exige a los cónyuges, en 1 Cor 7, ninguna ascesis sexual, sino que pone directamente en guardia frente a tal cosa, y como por otro lado la enumeración de Gal 5 se aplica a todos los cristianos, tampoco en Gal 5, 22 con la palabra enerada se puede estar refiriendo a la continencia sexual. La ex­presión significa, pues, genéricamente, la autodisciplina y el auto­dominio.

Esta encratia desempeña un importante papel en la ética antigua. Según Sócrates es el fundamento de la virtud y de la religión, y según el estoicismo es una característica de la dignidad y del respeto de sí mismo, así como del dominio de la razón sobre el cuerpo. La mayoría de las veces se refiere esta expresión al dominio sobre los instintos sensuales, a la moderación y al control de los apetitos naturales, sobre todo del instinto sexual y del placer por la comida y por la bebida. Así intenta interpretar, por ejemplo, H. Chadwick, 1 Cor 9, 25. Según él, Pablo escribe, por lo visto, con la intención de «convencer a los ascetas de Corinto de su propio ascetismo» (RAC 5, 350).

Que se aluda a la ascesis es poco probable, lo cual se pone de manifiesto por el plural «todos». Pablo no quiere hacer recomenda­ciones a los ascetas aludiendo a sus propios logros ascéticos, e inclu­so hay que poner en duda que se refiera aquí a la ascesis. Hay que retroceder más bien al significado fundamental general, según el cual, encratés es el que tiene poder (kratos) y dominio sobre sí mismo. A diferencia de la concepción greco-helenista, Pablo tam­poco recomienda la enerada en razón del ideal de una personalidad libre y asentada en sí misma, ni por motivos dualistas. Para él, es más bien la expresión de que para ser cristiano hace falta luchar contra el propio ego, teniendo en cuenta que este autodominio sólo se puede conseguir a través de la soberanía del Señor.

Por esta razón se dice en Flp 4, llss: «he aprendido a bastarme en cualquier situación. Sé vivir en necesidad y sé vivir en la abun­dancia; a todo y por todo estoy bien enseñado: a la hartura y al hambre, a abundar y a carecer. Todo lo puedo en aquél que me conforta». Pablo maneja aquí principios estoicos (cf. Marco Anto­nio 1, 16), pero hay que advertir que esta «autarquía» de Pablo no se puede confundir con la indiferencia y con la castidad. Pero sobre todo Pablo sólo llega a esta libertad y a esta ausencia de necesidades en la escuela de su Señor, no a través de una seguridad en sí mismo, o de una distancia interior con respecto a las circunstancias externas. El que confía en uno mismo, en lugar de confiar en el poder del Señor, el que se recluye en su fortaleza interior al abrigo, por lo visto, de temporales, en lugar de poner su confianza en el Señor, ese tal no es independiente, sino dependiente, dependiendo, además,

La ética cristológica de Pablo 273

de sí mismo. Por lo demás, las listas de perístasis permiten des­cubrir aquí —a pesar de la situación de abundancia mencionada en Flp 4, que se podría traducir también como «vivir plenamen­te»—, que Pablo ha llevado, más que nada, una vida llena de pri­vaciones. Aunque tampoco aparece aquí que el trabajo en el pro­pio carácter ocupe el primer plano, y que el cristiano cada vez tenga que controlarse mejor y ser más independiente. De lo que más bien se trata es de que permanezca fiel a su misión, siempre y en todo lugar.

Dos ejemplos más sobre este tema, sacados de 2 Cor 6, 5: «velar» significa simplemente la renuncia obligada al sueño, la carencia forzosa de sueño. Lo primero que se pensará aquí será en las frases en que Pablo habla de su tra­bajo nocturno que él realizaba, al margen de su predicación misional, para ga­narse su sustento (cf. 1 Tes 2, 9, etc.). También las reuniones de la comu­nidad, que tendrían lugar únicamente al atardecer, habrían durado, a menudo, hasta bien entrada la noche (cf. Hech 20, 7.9.31, etc.). Por tanto, el lema no sería cuanto menos sueño mejor, sino que, aunque el tiempo apremie, hay que cumplir también con el propio cometido. De manera similar hay que entender el «ayunar» que se encuentra al lado, y que de manera genérica significa pri-mordialmente «estar sin alimento o padecer hambre». La expresión también tiene en el nuevo testamento el significado específico de «ayunar», pero en 2 Cor 6, 5, lo mismo que en 11, 27, hace pensar en el hambre impuesta a la fuerza (cf. J. Behm, ThW IV, 926). Esto concuerda también con las frases de 1 Cor 4, 11 (cf. también 2 Cor 11, 27). Aunque se trate, por lo tanto, de una privación por necesidad y no de una práctica piadosa, no por eso se ex­cluye la idea de la autodisciplina.

Por lo demás, Pablo no sólo conoce una autodisciplina externa capaz de aceptar todas las circunstancias de la vida como una exi­gencia del Señor, sino que también conoce un control interior y espiritual. En sentido clásico sophrosyné significa una contención, algo contrario al orgullo desmesurado, pero también significa la circunspección en el sentido de moderación, de disciplina. Esta cir­cunspección se concreta, de acuerdo con Rom 12, 3, en la estima­ción adecuada de las cualidades concedidas por Dios y de las limi­taciones que Dios ha impuesto a cada uno. «Sobrevalorarse más de lo conveniente», como dice el párrafo antitético de Rom 12, 3, es característico de los entusiastas que no prestan atención a la plura­lidad de funciones de los miembros de un cuerpo.

A la vista de estos tres apartados, se puede decir que en Pablo se encuentra un número reducido de proposiciones ético-indivi­duales. Incluso los mismos casos descritos en este apartado están relacionados en su mayoría con la sociedad o con la comunidad. Pablo no demuestra un interés especial por la conducta moral

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274 Etica del nuevo testamento

del cristiano, en cuanto individuo singular, aunque sepa que cada cristiano, para su Señor, está en pie o cae (Rom 14, 4), y que cada uno aporta a la comunidad su don específico. Lo cual no significa, a su vez, una privatización de la ética.

2. Marido y mujer - matrimonio y divorcio

a) Para entender la inferioridad de la mujer dentro del judaismo y su discri­minación, hay que consultar los testimonios aportados supra, p. 118s. Mucho más complicado sería exponer el complejo enfoque del mundo helenista, tenien­do en cuenta, sobre todo, que hay que establecer diferencias entre las diversas regiones, lo mismo que entre la población urbana y la rural, entre las capas altas y bajas, entre la teoría y la práctica, así como entre las posturas reaccionarias y las posturas partidarias de una emancipación.

La época helenista parece que aportó una cierta emancipación de la mujer. Esta, por ejemplo, está capacitada para ser titular de un derecho sucesorio, puede hacer testamento, puede ejercer la tutela, solicitar la separación, etc. Tam­bién oímos hablar de buenos matrimonios y de altos ideales matrimoniales, en los que la esposa goza de una gran consideración. Pero, por otro lado, no se puede disimular un evidente rechazo y minusvaloración de la mujer. El misógino es una creación helenista. En general parece que se mantenía la opinión de la inferioridad de la mujer y, en cualquier caso, no es posible hablar de una equipa­ración. Según Séneca, el hombre ha nacido para mandar y la mujer para obede­cer (De Const. Sap. 1, 1), e incluso ésta es inferior al hombre desde la perspec­tiva moral (14, 1). Pero así como Séneca ve en general a la mujer como un ser inferior, el estoico Musonio, por el contrario, pone el acento precisamente en la igualdad de su condición. En 9, ls por ejemplo, se habla de que «las mujeres, al igual que los hombres, han recibido de los dioses el mismo logos». La situa­ción de la mujer dentro del matrimonio, se estudiará más adelante. Cf. más ampliamente J. Leipoldt, Frau, lOss; C. Schneider, Kulturgeschichte des Helle-nismus I, 1967, 78ss; K. Thraede, RAC 8, 197ss; W. Schrage, Frau, 108s; L. Schottroff, Frauen, 91ss.

b) El postulado fundamental, aunque Pablo lo haya recogido de otros, se encuentra en Gal 3, 28: «aquí no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni varón ni hembra, porque todos sois uno en Cristo»19 (cf. 1 Cor 12, 13; Col 3, 11). Aunque haya que buscar el origen de esta frase en círculos entusiastas, para Pablo no constitu­yen unas palabras idealizadas que dejan intacta la realidad concreta.

19. Cf. D. Lührmann, Wo man nkht mehr Sklave oder Freier ist: WuD (1975) 53-83; H. Thyen, «... nicht mehr mánnlich und weiblich». Eme Studie zu Gal. 3, 28, en F. Crüsemann - T. Thyen, Ais Mann und Frau geschaffen, Kennzeichen 2, 1978, 107ss; U. Luz, Eschatologie, 248, nota 40; W. Schrage, Frau, 122s.

La ética cristológica de Pablo 275

Dentro del único cuerpo de Cristo están superadas todas las clasifi­caciones intramundanas e incluso todas las diferencias de tipo natu­ral. Cristo y los suyos forman una unidad en la cual se ha iniciado ya la nueva creación, y en la que por consiguiente están marginadas todas las diferencias que separan a los hombres. El cuerpo de Cristo tiene efectivamente muchos miembros y muchas funciones, de for­ma que la uniformidad o una igualación niveladora no responde al sentido de Gal 3, 28. Pero, sin embargo, tampoco se puede aplicar como pauta las categorías y los esquemas que pertenecen al mundo antiguo. Lo cual tiene, por supuesto, implicaciones sociales y conse­cuencias sociológicas. Pero, ante todo, quiere decir, en relación con el hombre y con la mujer, que ambos tienen delante de Dios el mismo valor y la misma dignidad y que, por tanto, la inferioridad y la discriminación de la mujer están superadas «en el Señor». Esto significa que se ha concedido idéntica gracia y que existe, por tanto, la misma obligación. Las consecuencias prácticas y sociológicas rompen moldes y funciones impuestas, lo cual se hace patente, por ejemplo, en que Pablo menciona a mujeres como colaboradoras y acompañantes (Rom 16, 3; Flp 4, 3, etc.) e incluso cuenta con que hay mujeres dentro del ministerio apostólico (Rom 16, 7). Por otra parte Pablo no prohibe a las mujeres la predicación profética, como lo demuestra 1 Cor 11, 5 de manera inconfundible. El carisma de la profecía no está reservado al sexo masculino, sino que también lo ejerce la mujer. 1 Cor 11, 5 es por eso especialmente importante, porque se menciona este dato totalmente de pasada y como la cosa más natural del mundo (cf. W. Schrage, Frau, 132ss).

Esto se vuelve a desvirtuar ciertamente en 1 Cor 14, 34ss con el «mulier taceat in ecclesia», aunque este párrafo reaccionario deba considerarse como una interpolación deuteropaulina (cf. G. Fitzer, «Das Weib schweige in der Gemeinde», TEH 110, 163). G. Fitzer ha demostrado ampliamente que el ver­sículo no tiene las características paulinas (la manera de citar; «como dice la ley», no es paulina; tirantez con el contexto, etc.), de forma que difícilmente se puede dudar de su falta de autenticidad.

c) No resulta tan fácil solventar 1 Cor 11, 2ss. Aquí parece que Pablo, salvo en la cualidad profética mencionada en el v. 5, llega a desautorizar sus manifestaciones de Gal 3, 28. De todos modos, la exégesis concreta es muy controvertida.

Ante todo es bastante oscuro el motivo de la exhortación a que las mujeres, en el culto litúrgico, no recen o no hablen proféticamente con la cabeza descu­bierta o con el pelo suelto. Es posible que esto se dirigiera contra una especie de movimiento de emancipación de signo iluminista. Pero todavía es más impor-

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276 Etica del nuevo testamento

tante la manera de justificar la recomendación, cosa que a Pablo le resulta fran­camente difícil y que le hace quedar muy por debajo de su nivel normal. Esta justificación se ve sobre todo en el v. 7, además de en la declaración del v. 3, que se inspira claramente en una tradición exegética de Gen 2, según la cual el hombre es la «cabeza» (algo así como el origen; cf. v. 8) de la mujer. En el v. 7, al hombre se le designa como imagen y reflejo de Dios, mientras que de la mujer se dice que es el reflejo de! marido. Esto constituye evidentemente un retroceso incluso con respecto a Gen 1, 27, puesto que ahí se caracteriza como imagen de Dios a la persona humana, y no exclusivamente al hombre, mientras que según 1 Cor 11, 7, a la mujer se le atribuye clarísimamente sólo una semejanza indirecta con Dios.

Sólo en los v. 11-12 vuelve Pablo, posiblemente alarmado por su misma unilateralidad, a lo que propiamente se hubiera esperado de él, ya que ahí se afirma: «pero ni la mujer sin el varón, ni el varón sin la mujer, en el Señor. Porque así como la mujer procede del varón, así también el varón viene a la existencia por la mujer y todo viene de Dios». Esto está en contradicción directa con el v. 8, y prácticamente vuelve a desdecirse de lo que dijo antes, sin que por eso Pablo renuncie a su idea (cf. v. 13-16).

Cf. además W. O. Walker, 1 Cor 11, 2-16 and Paul's Views Regarding Wo-men: JBL 94 (1975) 94-110; J. Murphy-O'Connor, The Non-Pauline Character oí 1 Cor 11, 2-16?: JBL 95 (1976) 615-621; L. Cope, 1 Cor 11, 2-16: One Step Further: JBL 97 (1978) 435s; J. P. Meier, On the Veiling oí Hermeneutics (1 Cor 11: 2-16): CBQ 40 (1978) 212-226.

De todos modos, hay que tener en cuenta la situación crítica en la que se encontraba Pablo. Las mujeres de Corinto, por lo visto, no argumentaban mal desde el punto de vista teológico y apelaban al mismo Pablo, es decir, a la tesis citada en Gal 3, 28 acerca de la igualdad del hombre y de la mujer «en el Señor». Partiendo de aquí ¿no habría que llevar a la práctica esta igualdad con todas sus consecuencias, por lo menos en los servicios litúrgicos, y no habría que revisar las costumbres convencionales?

La misma pluralidad de argumentos diferentes que Pablo aporta aquí (ade­más de las razones mencionadas, alude también a los usos convencionales, a la naturaleza, a la costumbre de otras comunidades, a la idea mitológica de la concupiscencia de los ángeles) nos descubre claramente su perplejidad. Cierta­mente no es del todo fácil controlar las consecuencias de la «emancipación» si se toma en serio Gal 3, 28.

De hecho Pablo no demostró de una manera convincente y apo-díctica la necesidad de que las mujeres llevasen la cabeza cubierta o sus cabellos recogidos. En primer lugar, de una adaptación de la mujer a un orden conforme a la creación no se sigue eo ipso un determinado comportamiento social. Pero, por otra parte, todos los argumentos aducidos por Pablo, excepto el del v. 11, se refieren

La ética crisiológica de Pablo 277

a realidades naturales que tampoco constituyen, según Pablo, un último criterio «en el Señor».

Pablo, en sus controversias antientusiastas, y a pesar de la debi­lidad de sus argumentos aislados, no duda en rechazar el que se confunda o se identifique la libertad cristiana con la emancipación sociológica y social.

Por esta razón, E. Kásemann dice, en mi opinión con toda la razón, que el tema corintio de la libertad, considerado en sí mismo y referido al caso concreto, parece que es más clarificador que la reacción paulina que provoca, pero que adolece del vicio fundamental de la piedad entusiasta: «no piensa en la libertad más que como liberación de una obligación molesta. Por el contrario, para el apóstol se trata aquí como siempre de la libertad que se sabe llamada al servicio, y es precisamente esa libertad a la que ve amenazada, cuando el entusiasmo quebranta el orden existente y proclama en nombre del Espíritu sus pretendidas razones» (Ensayos exegéticos, Salamanca 1978, 44s). Esto es verdad, pero no por eso vuelve más convincente la argumentación paulina en cada caso concreto. Hay que conceder de buen grado que Pablo, en la encerrona en que se encontra­ba, no supo arreglárselas de otra manera sino echando mano de argumentos que él, de suyo, ya había superado. También él parece percatarse de esto mismo cuando en los v. 11-12 desautoriza su propia argumentación.

Hay otra explicación de L. Schottroff (Frauen, 116ss), apenas verosímil, que ve a Pablo interesado sobre todo «en demostrar claramente la función so­cial de la mujer como supeditada al hombre» (118) y, consiguientemente, cree que existe una «línea lógica» que va de 1 Coi 11 a 1 Tim 2, l lss. Aunque Pablo respete la opinión pública no cristiana (cf. 10, 32), y aunque la comu­nidad se encuentre sometida a la presión del ambiente, queda por dilucidar cómo pueden las costumbres cristianas quedar circunscritas al ámbito de la co­munidad, en el supuesto de que hayan de ser «una alternativa absoluta a la realidad y a la ideología social» (119), y si a Pablo le interesaba tanto la opi­nión de los no cristianos, pues en ese caso, de suyo, hubiera tenido que prohi­bir lógicamente, igual que en 1 Tim 2, el que las mujeres hablasen profé-ticamente.

d) También es conveniente aproximarse a la postura paulina sobre el ma­trimonio, echando antes una ojeada al ambiente de la época.

Parece que en la época del helenismo existía, a este respecto, una doble perspectiva. Por una parte, se oye hablar de muchos matrimonios buenos, o de una mejor protección a la mujer a través de contratos matrimoniales, etc. El ideal del matrimonio de los filósofos suele tener un carácter ejemplar. Mien­tras que antes se justificaba el matrimonio más bien con la procreación, ahora se resalta con más fuerza la idea de comunión. Esto se aprecia sobre todo en los estoicos, y de una manera especial en Musonio, para el cual ambos cón­yuges deben estar tan cerca el uno del otro «que deben vivir y actuar juntos con una plena solidaridad, considerando todo en común y no teniendo nada como propio, ni siquiera el propio cuerpo» (67, 7ss; cf. también Plutarco, Praec. Coniug. 34).

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No faltan los aspectos sombríos junto a tan altos ideales, lo cual se aprecia sobre todo en la moral sexual, es decir, en la laxitud de la fidelidad matrimonial y en la gran difusión de los abusos de las heteras, de la prostitución y de la esclavitud. Sobre todo, el comercio carnal con esclavas, con heteras y con hieró-dulas, apenas resultaba escandaloso ni en los hombres casados ni en los solteros. Es sintomática la citadísima máxima de Pseudodemóstenes contra Neaira (59, 122): «las heteras las tenemos para divertirnos, las concubinas para la cotidiana atención corporal (un eufemismo), las esposas para engendrar hijos legítimos y para tener una fiel guardiana en los asuntos domésticos» (cf. A. Oepke, ThW I, 740). En general, precisamente en la cuestión de la sexualidad, es típica una curiosa fluctuación entre una sobrevaloración y una infravaloración de la misma (cf. más ampliamente H. Preisker, Christentum, 13ss; A. Oepke, RAC 4, 650ss; K. Gaiser, Für und wider dieEhe, 1974; W. Schrage, Frau, 149s). Será necesario tratar con más detalle, dentro del contexto de la ética deuteropaulina, el trasfon-do de las tendencias encrático-dualistas con su recomendación de la ascética sexual, tendencias que, asimismo, han de ser tenidas en cuenta para comprender la postura paulina (cf. infra, p. 321s).

e) Al plantear la perspectiva paulina hay que precaverse, ante todo, de concluir erróneamente que en 1 Cor 7 se presenta algo así como una doctrina completa sobre el matrimonio. Justamente el origen de 1 Cor 7 son unas consultas corintias, y el v. 1, según el cual es bueno no tocar mujer, es probablemente una cita de la carta de la comunidad (como es el caso de 1 Cor 6, 13; 7, 26; 8, 1 y otros pasajes). Ante este programa de continencia sexual y de celibato, Pablo opone en el v. 2 su propia opinión, que tantos reproches ha cosechado por parte de sus comentaristas.

Se ha dicho, por ejemplo, que Pablo ve el matrimonio «sólo desde una perspectiva primitiva de tipo sensual», como «un mal necesario», como la satis­facción permitida de «una necesidad no cristiana», o sólo como una «válvula de seguridad» contra desviaciones perversas o como «algo intermedio» entre la enerada y la lascivia. Cf. más en W. Schrage, Zar Frontstellung der paulinischen Ehebewertung in 1 Kor 7, 1-7: ZNW 67 (1976) 214-234.

Ahora bien, de ningún modo se puede negar que en Pablo exis­te cierta reserva frente al matrimonio (cf. la controversia sobre el celibato, infra, p. 281). No obstante, esta reserva no se basa en una minusvaloración de la sexualidad o de lo corporal, sino que tiene otras razones totalmente diversas. Pablo tampoco dice que el único sentido y la única finalidad del matrimonio consista en evitar la lascivia. Pero frente a los corintios, que al igual que muchos entu­siastas y rigoristas llegaban a colocar, por lo visto, el matrimonio no lejos de la lascivia, se tenía precisamente que recalcar que una postura hostil hacia el cuerpo y hacia la sexualidad puede conducir

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a la lascivia y que para evitar este peligro inminente el camino ade­cuado es el matrimonio. Pablo era suficientemente desapasionado y realista como para, a pesar de su propio aprecio al celibato, no bagatelizar, como hacen los ascetas, los riesgos de la ascética sexual. La ascesis sin carisma es para él un fanatismo, y está abocada, en la vida práctica, demasiado fácilmente, al fracaso. Si se trata de saber la mejor profilaxis contra la lascivia, la respuesta es clara para Pa­blo: «cada uno tenga su propia mujer y cada una tenga su propio marido» (v. 2), es decir, que el matrimonio es el camino indicado por el creador para mantener la sexualidad del hombre dentro de sus cauces y para preservar al hombre y a la mujer del desenfreno sexual. No se puede, en verdad, exagerar el «cada uno» y «cada una», pero esto permite percatarse de que Pablo considera el matri­monio, en general, como lo normal dentro de la misma comunidad cristiana. También un matrimonio en el sentido de un compañeris­mo total puede ser un lugar de «santificación» (1 Tes 4, 4s) y de «paz» (1 Cor 7, 15; cf. sobre esto W. Schrage, Frau, 153s).

Ahora bien, 1 Cor 7, 3-5 pone de manifiesto en qué consiste la comunión matrimonial: «el marido cumpla su deber con la mujer, y la mujer con el marido. La mujer no dispone de su cuerpo, sino el hombre, y el hombre no dispone de su cuerpo, sino la mujer». La comunión matrimonial es, eo ipso, también comunión corporal. Cuando existe un matrimonio, y donde existe un matrimonio, existe también el débito de la relación sexual. El débito obligado es cierta­mente un eufemismo, pero no hay que excluir que Pablo también entienda este «ser deudor» a la luz de Rom 13, 8 y de 15, 1, es decir, a la luz de la «deuda» del ágape y de la responsabilidad recíproca. El que los cónyuges cristianos ya no dispongan de su propio cuerpo sería un caso especial del hecho de que los cristianos ya no disponen de sí mismos y de que no buscan lo suyo y de que, por tanto, el amor también está perfectamente ubicado en estructu­ras y engranajes de este mundo, como es el caso del matrimonio.

Cf. H. Greeven, Hauptproblem, 136; W. Schrage, ZNW 1976,229s. Por lo de­más, hay que tener en cuenta que aquí se habla tanto al marido como a la mujer. También es fundamental que, en este caso, no sólo se trata simplemente de las ne­cesidades corporales, es decir, que el cuerpo no se agota en la corporeidad. Pablo tiene perfectamente claro que tanto el marido como la mujer se necesitan mutua­mente y que están mutuamente obligados. No es puro azar el que Pablo mencione cada vez al marido y a la mujer y no se dirija sólo a uno de los dos cónyuges, es de­cir, que las afirmaciones que se hacen estén en relación recíproca (cf. E. Káhler, 14ss). Prescindiendo de unas pocas excepciones, en el cap. 7 no se habla al marido y a la mujer separadamente, sino que en general se les dice algo análogo y no algo totalmente distinto (cf. v. 2.3.4.5.10s.12s.14.15.16.28.32).

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La importancia que Pablo da al principio de la reciprocidad queda patente en 1 Cor 7, 5, donde habla de las condiciones de la renuncia a la comunión corporal. Tiene que ser fijada temporal­mente y sobre todo no producirse de manera unilateral, sino de acuerdo mutuo. No dice Pablo cómo se llega a este acuerdo, pero se sobreentiende que tiene que estar presidido por el amor y por la deferencia. La frase tiende propiamente a poner en guardia en con­tra de cualquier exageración de un ascetismo radical. Por eso Pablo no toma en consideración los llamados «matrimonios josefinos», en los que no existe una comunión corporal y de los cuales existen testimonios en la Iglesia antigua y que diferentes exegetas creen que este tipo de matrimonio está implícito en 1 Cor 7, 36-38. Posi­blemente los corintios preferirían efectivamente estas relaciones ma­trimoniales platónicas, y Pablo no llegaría a percatarse de esto del todo. Pero lo que es absolutamente inimaginable es que él mismo favoreciera este tipo de matrimonios (cf. más ampliamente H. Bal-tensweiler, 175ss; H. Thyen, o.c. [supra, nota 19], 178ss). En 1 Cor 7, 36-38 se trata probablemente de esponsales normales; cf. W. G. Kümmel, Verlobung und Heirat beí Paulus (1 Cor 7, 36-38), en Heiisgeschehen und Geschichte, 1965, 316-327. Cuando uno que está prometido cree obrar «indecentemente» en relación con su prometida —porque se encuentra inmerso dentro de una tensión sexual o dentro de una «situación de presión y de necesidad» sexual (cf. G. Schrenk, ThW III, 61) que le incita a la consumación de la comunión corporal—, de forma que su pasión supone para él una amenaza de desviarse, debe casarse con su prometida. Por el con­trario, al que tiene poder sobre su instinto sexual, Pablo le sigue recomendando el celibato, en cuyo caso serán decisivos los mismos razonamientos que en 1 Cor 7, 25ss (cf. sobre esto infra, p. 281).

f) No hace falta volver otra vez sobre la cuestión del divorcio, puesto que ya se hizo al interpretar las palabras del Señor en 1 Cor 7, 10-12 (cf. supra, p. 257). Pero lo que tiene que quedar bien claro es que este insistir en la indisolubilidad del matrimonio está en clara contradicción con lo que era normal en el ambiente.

También en el ambiente no judío el divorcio estaba a la orden del día, y en el derecho halenista la misma mujer podía entablar demanda de divorcio. Es famosa la frecuencia, que G. Delling definía como auténticamente epidémica, de las sepa­raciones en Roma (Paulus, 15). En un discurso fúnebre se decía por ejemplo: «son raros los matrimonios que duren hasta la muerte y que no se rompan con la sepa­ración». Según Séneca, las mujeres no cuentan los años por los cónsules sino por el número de maridos: «se separan para casarse y se casan para separarse» (De Bene-fíciis 3, 16; más testimonios en A. Oepke, ThW I, 778s; G. Delling, RAC 4, 709s).

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En contra de esto, Pablo recalca la prohibición de Jesús del divorcio (1 Cor 7, 10-12). También en 1 Cor 7, 26 se dice: «el que está unido a una mujer, no debe intentar separarse de ella» (cf. también Rom 7, 2). Tampoco los cristianos que viven en matrimo­nios mixtos deben separarse si el cónyuge no cristiano se atiene al matrimonio (1 Cor 7, 12ss). Pablo espera incluso que el cónyuge no cristiano llegue a participar en la redención a través del cristiano (v. 14s), aunque la manera en que esto ocurra quede ciertamente en la penumbra.

Por supuesto que para Pablo la fidelidad matrimonial forma parte de la indisolubilidad del matrimonio, es decir, que además del divorcio se rechaza también el adulterio (cf. Rom 13, 9; 1 Cor 6, 9). Asimismo, esta convicción de la intangibilidad del matrimonio destaca con toda claridad de la tolerancia y por supuesto inseguri­dad que en esta cuestión se puede encontrar en el ambiente (cf. G. Friedrich, Sexualkát, 108ss; G. Delling, RAC 4, 666ss).

g) Para Pablo la renuncia de los cristianos al matrimonio es un carisma (1 Cor 7, 7). Con lo cual se afirman al mismo tiempo dos cosas: en primer lugar, que la renuncia al matrimonio no es un precepto para todos los cristianos, sino un don gratuito de Dios al que no se puede obligar. En segundo lugar, que en cuanto carisma es una posibilidad especial para servir mejor a los demás, una cuali­dad orientada hacia la diaconía. En cualquier caso, no se alude a un celibato por motivos ascéticos y contrarios al cuerpo, destinado al cultivo de la propia personalidad pneumática, o a un celibato nacido del egoísmo o del desprecio al otro sexo, etcétera.

En 1 Cor 7, 25ss se pone de manifiesto otro motivo más para recomendar la renuncia al matrimonio. Ahí aconseja Pablo, en ra­zón de la inminente tribulación del tiempo escatológico que él qui­siera «ahorrar» a la comunidad (v. 28b), que no contraigan matri­monio. Por consiguiente, Pablo no argumenta, al preferir el celiba­to, partiendo simplemente de theologumena dogmáticos, sino que su preocupación por los miembros casados de ¡a comunidad le mueve a aconsejar el celibato. El dolor y el sufrimiento, la preocu­pación y el temor de este eón que camina hacia su fin se pueden potenciar sólo por lo que se refiere a ios casados (cf. también v. 37).

Pero el motivo específico de la preferencia del celibato lo expo­ne principalmente en los v. 32b 33. Según estos versículos, el no casado se cuida absoluta y totalmente del Señor. Por el contrario, el que se casa queda implicado en las preocupaciones y asuntos de este mundo. Como dice el v. 34, está «dividido» entre el Señor y el mundo. En cambio en el celibato, ve Pablo la oportunidad de una

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entrega sin fisuras al Señor (cf. también el v. 35), donde «el servicio a Cristo» (Rom 14, 18) está influenciado por la caridad con el her­mano (Rom 14, 15). La recomendación paulina del celibato proce­de, por lo tanto, de la motivación cristológico-escatológica, no de un hastío del matrimonio, típico del final de la edad antigua, o de una animadversión ascético-dualista contra el matrimonio. Dado que, tanto para los judíos (cf. supra, p. 120) como para los estoicos, el matrimonio era una forma de vida acorde con la naturaleza, y por lo tanto conveniente para el hombre (cf. H. Greeven, Haupt-problem, 119s), Pablo se distancia también aquí de lo que en aque­llos tiempos constituía lo normal. Frente a la habitual minusvalora-ción, hasta entonces casi exclusivamente irónica o compasiva, de los que no se casaban, en la comunidad cristiana existe la posibili­dad de «permanecer sin casarse honrosa y gozosamente» (A. Schla-tter, Paulus der Botejesu, 41969, 245; cf. más ampliamente G. Frie-drich, Sexualitát, 62ss).

3. El trabajo, la propiedad y la esclavitud

a) La situación del medio ambiente con respecto al trabajo es independien­te, en parte, del puesto y de la clase social de aquel que lo enjuicia. De suyo, en el mundo griego y romano, cualquier trabajo gozaba de consideración. Pero con la aparición de una clase noble dominante, y sobre todo con la propagación de la esclavitud, el trabajo corporal fue considerado como un tanto indigno. En determinados ambientes se miraba, cada vez más, al trabajo como un mal im­puesto por Zeus, que juntamente con la enfermedad, con la desgracia, etc., forma parte de la cara sombría de la vida, mientras que el que no trabajaba se podía dedicar mejor al deporte, a la vida social, a la filosofía y a la política. Por eso no es de extrañar que precisamente muchos filósofos, sobre todo cuando tenían buena posición, no atinasen a dignificar convenientemente el trabajo. Cicerón, por ejemplo, considera a todos los artesanos como pertenecientes al «gremio sucio». «¿Qué puede haber de noble en un taller?» (De Officiis I, 151). En el estoicismo, sin embargo, donde el trabajo se sitúa explícitamente en con­traposición con la ociosidad o con los esparcimientos vituperables, se le valora como un medio para la propia formación. Séneca compara ciertamente el trabajo con las estériles idas y venidas de las hormigas por un tronco, aunque reconoce, sin embargo, que todo hombre inteligente añora el trabajo (De Providentia 2, etc). Por lo demás, los papiros que tratan sobre la llamada gente sencilla y sobre los trabajadores manuales, ponen de manifiesto mucho amor, mucha dignidad personal y mucha solicitud en relación con el trabajo (cf. F. Hauck, RAC I, 585ss).

La opinión positiva de Pablo sobre el trabajo parece que procede principal­mente de la herencia judía. En el judaismo, el trabajo se atribuye a un mandato de Dios. Se sabe ciertamente que el trabajo del hombre también se halla bajo

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el peso de una maldición (Gen 3, 17), pero al mismo tiempo se sabe que Dios, antes ya de la caída del paraíso, confió al hombre la misión de trabajar (Gen 2, 15). Sin duda ninguna que después de la formación del estamento de los escri­bas, aparecieron también voces críticas que defendían que el trabajo intelectual es difícilmente compatible con el trabajo corporal, pero en general, entre los rabinos, se suelen compaginar ambas modalidades. Según Abot II 2, por ejem­plo, Rabban Gamaliel III decía: «es bueno el estudio de la tora en combinación con las ocupaciones mundanas (como la artesanía, el comercio); pues el ocupar­se de ambas cosas hace olvidar el pecado (el que no se esté a su servicio). Pero cualquier estudio de la tora al que no vaya unida una actividad profesional, termina por abandonarse y atrae el pecado» (cf. Billerbeck II, 745 donde se citan otros testimonios semejantes).

b) El mismo Pablo aprendió un oficio. Según Hech 18, 3 era fabricante de tiendas de lona. Por sus cartas nos enteramos que se ganaba su sustento con sus propias manos. La misma aparición de esta información en la lista de la perístasis de 1 Cor 4, 12 es sin duda una advertencia para no idealizar este penoso trabajo, o para que no se interprete como un instrumento de la propia formación moral. Según 1 Tes 2, 9, Pablo trabajaba día y noche para no ser gravoso a nadie, y según 2 Cor 12, 14, para hacer patente a la comunidad que él no buscaba lo de ellos sino a ellos mismos.

Pablo tuvo que defenderse varias veces para que no le confundieran con otros misioneros y propagandistas cristianos o incluso sincretistas que se dedica­ban al lucro (cf. 1 Tes 2, 5; 2 Cor 7, 2; 12, 14-18, etc.). Los predicadores ambulantes ávidos de ganancias no eran, al parecer, ningún fenómeno extraño en el mundo antiguo. Cuando Pablo afirma que no se enriquece a costa de la comunidad, no trata de poner en duda que en cuanto apóstol tendría, por su­puesto, derecho a recibir su sustento de la comunidad (1 Cor 9). Pero él renun­ció al ejercicio de este derecho, no de una manera general, pero sí cuando fue necesario por causa del evangelio.

En 1 Tes 4, 9ss plantea su propio trabajo bajo la palabra clave del amor fraterno, y recomienda a la comunidad que trabaje con sus propias manos para que no tenga necesidad de una ayuda exterior. Más adelante, en la Carta a los efesíos, justifica de una manera más clara el trabajo con las propias manos en función de la caridad, para poder dar al necesitado (4, 28). Por lo tanto, aquí tampoco son decisivos los motivos naturales o de tipo «social». De manera sorprendente, según 1 Tes 4, 11, Pablo, durante su estancia de tres semanas con motivo de la fundación de la comunidad, no les dejó a los tesalonicenses la menor duda sobre esta obligación de trabajar. Es de suponer que existieran razones que recomendasen recalcar de antemano que la espera escatológica no debe dar lugar al aban-

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dono del trabajo y de la profesión. En cambio, no parece que Pablo se viese en la obligación de rechazar en ningún momento un despre­cio aristocrático, por así decirlo, del trabajo manual.

c) Acerca de la propiedad, Pablo aporta mucha menos infor­mación que Jesús (cf. supra, p. 129ss). 1 Cor 7.30 tiene a este respec­to una importancia fundamental: «los que compran deben hacer como si no poseyeran». La conducta escatológica del mundo no pone en tela de juicio el comprar como tal, sino el apegarse y po­seer. El que compra no debe hacer como si no comprara, sino que no debe pensar que puede disponer en el futuro de lo comprado. Pablo se opone aquí a las posturas absolutas, no porque el comprar o el consumir sean cosa del diablo, o porque haya que suprimir, sin más, la vida cotidiana con sus costumbres económicas y comercia­les, sino porque no debe hacerse algo definitivo de lo que sólo es provisional. Tampoco en Flp 4, llss (cf. sobre esto supra, p. 271s) se puede descubrir, aparte de una distancia interior y de una falta exterior de necesidades, una renuncia fundamental a la propiedad.

Más importantes que estas afirmaciones orientadas más bien en sentido ético-individual, a las que habría que añadir también la advertencia contra la codicia (Rom 1, 29; 1 Cor 5, 10; 6, 10) —de todos modos 1 Tes 4, 6, con su aviso contra el fraude económico del prójimo va todavía más allá—, son aquellos pasajes en los que Pablo hace un llamamiento a la comunión dentro de la comunidad o de la ecumene, en sentido amplio, o sea, incluyendo los bienes materiales. Así Gal 6, 6 exhorta, por ejemplo, a que los que son instruidos en la doctrina, hagan partícipes de todos los bienes al que les adoctrina, e indudablemente forma también parte de esto el apoyo material (cf. también Rom 12, 13; Flp 4, 14s). Es preciso recordar aquí, de manera especial, la colecta de Jerusalén, sobre la que Pablo habla varias veces en sus cartas (cf. 2 Cor 8, 9; Rom 15, 26; Gal 2, 10).

Indiscutiblemente esta colecta no era simplemente una acción asistencial ca­ritativa de tipo materia! (y mucho menos un impuesto eclesiástico promovido por la jerarquía eclesiástica de Jerusalén), sino que era, al mismo tiempo, un re­conocimiento de la unidad y de la comunión de la Iglesia. Simultáneamente era también una ayuda económico-social, dentro de una situación económica lími­te. Pablo exhorta a que aquel que tiene mucho no nade en la abundancia y el que tiene poco no padezca escasez (2 Cor 8, 15; ct. G. Stáhlin, ThW III, 348s). En estos temas de la economía, Pablo exige también una nivelación e incluso una «equidad» (2 Cor 8, 13s; para Cicerón, por el contrario, esta aequstio repre­senta la mayor desgracia, De OH. II, 73).

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También aquí el amor tiene la última palabra. De la misma manera que según 1 Cor 13, 3 puede fallar la caridad incluso en la entrega de la propia hacienda y, por consiguiente, la renuncia a las posesiones no se identifica, sin más ni más, con la caridad, asimismo tampoco puede caber la menor duda de que el amor se concretará también en la renuncia de aquello que le pertenece a uno desde el punto de vista financiero y material y de lo cual puede uno disponer libremente. Ciertamente que la tarea específica no consiste en la eliminación de la miseria social, pero la comunión del cuerpo de Cristo también tiene una dimensión ética y social. Al tratar sobre el fundamento sacramental de la ética se ha hablado ya (cf. supra, p. 213s) de los aspectos sociales de la comida eucarística del Señor. Es preciso recordar aquí, una vez más, que una minusvaloración de las comidas comunes en pro de la solemnidad sacramental perjudi­caría a los socialmente pobres y destruiría la comunión en la comu­nidad (1 Cor 11, 17ss). Está claro que Pablo no llegó a organizar acciones sociales en favor de los no cristianos como consecuencia de la exigencia, fundamentalmente ilimitada, del amor.

d) La época apostólica se caracteriza por la presencia de un número gigan­tesco de esclavos. La esclavitud estaba considerada en la antigüedad, por otra parte, como algo lógico y acorde con la naturaleza. Los esclavos se valoraban como una parte de la hacienda, razón por la cual se suelen registrar en los inventarios patrimoniales, al lado del dinero, de los valores reales, de los bienes raíces, etc. Son una parte de los bienes muebles, y en cuanto tales se pueden vender, pignorar, legar y alquilar El esclavo es una propiedad viviente (Aristóte­les, Politeia I, 2, 4), una cosa (res). En virtud de la dominica potestas, el señor tiene un amplio poder sobre sus esclavos, y no solamente sobre su rendimiento' laboral. La filosofía estoica contribuyó al humanitarismo, recordando la natura­leza humana común. Tampoco se puede negar que, lógicamente, la suerte de los esclavos dependía considerablemente, en cada caso particular, de los diversos amos. Se comprende fácilmente que los esclavos que trabajaban como escritores, como músicos o como maestros, tenían más facilidades que los que trabajaban en las minas o los que estaban encadenados a los molinos. Asimismo la esclavi­tud provocó muchas veces unas miserias que clamaban al cielo. En general, se admitía que el esclavo, además de trabajo y comida, necesitaba castigos y palizas, siendo los azotes uno de los castigos más suaves. Según C. Cassius «a esa gentuza sólo se les puede tener a raya por medio del miedo», razón por la cual consiguió del senado la ejecución de 400 esclavos del prefecto de la ciudad Pedanius Secundus, cuando éste fue asesinado por uno de sus esclavos (Tácito, Anales XIV, 43s). Cf. además W. L. Westermann, The Slave Systems oí Greek and Román Antiquity, Philadelphia 31964; R. Gayer, 19ss.

Es evidente que un esclavo cristiano, exactamente igual que su compañero no cristiano, dependía en gran medida de su amo. Es verdad que cada vez más se generalizó la costumbre de permitir que los esclavos ejercieran libremente su religión, pero, de suyo, sólo en los casos en que esta religión no entrase en

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colisión con la religión de la casa y cuando su ejercicio no chocase con las propias disposiciones del amo. Es fácil hacerse cargo de que en este punto tenían que surgir conflictos continuamente. Por la carta de Ignacio a Policarpo 4, 3 y por otros escritos cristianos primitivos sabemos que los esclavos cristianos tenían con frecuencia el deseo de liberarse de la esclavitud a expensas de la comunidad, y no está excluido que fuese así en la misma época apostólica.

e) Si se contemplan las frases paulinas sobre este trasfondo, quedarán evidentemente frustradas las expectativas de una reforma social por parte de Pablo.

En 1 Cor 7, 20ss se dice por ejemplo: «cada uno permanezca en el puesto en el que ha sido llamado. Si fuiste llamado como esclavo, no te hagas problemas y a pesar de que puedas hacerte libre, haz más bien uso de ello. Pues el que fue llamado por el Señor como siervo, es liberto del Señor. Igualmente el que fue llamado como libre, es siervo de Cristo».

También es cierto que Pablo no magnifica la esclavitud como una institución querida por Dios. Por otra parte, tampoco defiende una postura progresista y socialmente reformadora en pro de la liberación de los esclavos. Y no porque esta liberación hubiera pro­vocado muchas veces escasez de víveres e inseguridad. Ni tampoco, por supuesto porque, ante la lamentable situación, quiera ofrecer un sucedáneo de consuelo, a base de frases carentes de realismo. Lo que a él le interesa más bien en el breve tiempo que todavía queda para la parusía es que la obediencia se mantenga allí donde uno se encuentra, y que se acepte el lugar donde uno ha sido llama­do como el lugar de la prueba señalado por Dios.

Se discute si el esclavo debe permanecer en la esclavitud incluso cuando puede obtener la libertad. Los argumentos filológicos, contextúales e históricos que se esgrimen en la exégesis de 1 Cor 7, 21b a veces se oponen entre sí. Lo que es cierto es que Pablo no sanciona simplemente el status quo, sino que para él todo depende del «Cambio» de las estructuras. La mayoría de los exegetas completan la frase griega, que antes se tradujo como «haz uso de ello», con la palabra «esclavitud», cosa que parece más indicada de acuerdo con el sentido del contexto, a no ser que Pablo quisiera excluir el lógico malentendido que surge del contexto de que hay que rechazar hasta la misma posibilidad de una emancipación. En contra de la interpretación que habla de tal referencia de emancipación, está el que los esclavos no tenían, al parecer, posibilidad de elec­ción con respecto a la emancipación (cf. sin embargo Ex 21, 5s). Lo cual estaría asimismo en contra de la interpretación opuesta de «coge» (la libertad), para lo cual se podría alegar la presencia del aoristo, en cuanto que designa el acto que se realiza de una sola vez. Posiblemente se subraya por eso que el cristiano, incluso en el caso de una liberación, debe vivir de acuerdo con su vocación en Cristo, porque ningún status social puede introducir aquí ningún cambio (así

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sobre todo S. S. Bartchy; cf. también P. Trummer, Die Chance der Freiheit: Bibl. 56 [1975] 344-368; P. Stuhlmacher, Der Brief an Philemon (EKK XVII), 21981, 44s. Sustentan la opinión contraria, entre otros, H.-D. Wendland, Ethik, 78s; H. Schlier, ThW II, 498; R. Gayer, 206s).

Podría parecer como si Pablo, igual que hace el estoicismo, intentara también relativizar la libertad exterior, cuando dice en el v. 21a: «no te preocupes por eso, no te importe nada, no te cuestio­nes». Así pues muchos sólo contemplan la libertad interior, la cual no se puede ver comprometida por las circunstancias externas. Pa­blo designa a los esclavos como «libertos del Señor», lo cual parece que se aproxima al paradójico concepto de libertad de Epicteto, según el cual se puede ser libre incluso en la esclavitud externa si se posee la libertad verdadera, la libertad interna. Pero la interiori­dad no es para Pablo un fuerte inexpugnable en el que el hombre pueda disponer libremente de sí mismo, ni puede el hombre por sí solo alcanzar la libertad, ni la libertad cristiana es una ataraxia o una autopragia. El cristiano únicamente es libre como «liberto del Señor» y como «esclavo de Cristo» (v. 22). Solamente la libertad donada por Cristo y el servicio debido a Cristo son los que relativi-zan también las diferencias jurídicas y sociales entre los esclavos y los libres. Cuando se es libre de las implicaciones y seducciones, de las preocupaciones y de las pretensiones de este mundo, y cuando se está vinculado a Cristo y al hermano, en la caridad, aunque se sea esclavo, no hay por qué atribuir, en el fondo, ninguna importan-cía a las realidades sociológicas, con sus experiencias dolorosas y humillantes.

f) La Carta a Filemón enseña que no hay que entender esto como si todo siguiera igual y no hubiera cambiado absolutamente nada. El esclavo Onésimo, así hay que deducirlo de la carta, se escapó de su amo cristiano Filemón, probablemente no sin antes haber sacado un buen pellizco de la caja de su amo. Más tarde fue convertido por Pablo a la fe cristiana. De esto hay que deducir sobre todo que el amo cristiano no obligó a su esclavo a abrazar la fe cristiana, sino que le dejó en libertad de continuar con su manera de vivir no cristiana. Pero lo más importante es que Pablo tampoco interviene aquí simplemente con razones morales o teológicas para la superación de esta relación entre dueño y esclavo, sino que se ve totalmente condicionado por la ética y por las costumbres de la fraternidad ci stíana. Y a pesar de la pervivencia de la situación jurídica antig ¡a, no por eso queda intacta la misma institución. El que al esclavo se le considere ahora como «hermano amado»

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(Flm 16), en lugar de considerarle como una «cosa», es un plantea­miento trascendente, tanto desde el punto de vista humano como social (cf. supra, p. 263), que no solamente afecta al dueño de escla­vos. La relación de Filemón con su esclavo no es, ni mucho menos, un mero asunto privado, como se demuestra por la carta que va dirigida a una comunidad que se reúne en su casa (v. 2), que se ve, asimismo, afectada por el hecho (A. Suhl, 211$). Ahora bien, si Onésimo es «mucho más que un esclavo» (Flm 16), y si en el amor que el dueño de Onésimo tiene a todos los santos (Flm 5) está también incluido su esclavo, entonces esto tiene consecuencias rea­les no sólo en el plano de la comunidad sino también en el plano universal con todas sus circunstancias e implicaciones (Flm 16), haciendo imposible una ética social dualista (Th. Preiss).

Cuando Pablo por ejemplo desea el perdón para la fuga de Onésimo (Flm 12.17), no es que predique con ello únicamente una libertad abstracta de todos los condicionamientos externos, sino que descubre también un amor que interviene en el entramado so­cial y en el derecho de propiedad. Esto sucede aquí de una doble manera: en primer lugar haciéndose cargo Pablo, como intercesor, del fugado, a quien según el derecho de aquella época le cabía esperar un duro castigo, y también recordando al dueño de Onési­mo que la fraternidad cristiana recomienda en este caso el perdón (cf. en contra de esto, por ejemplo a Platón, Leg 777e). Con lo cual se toca el segundo aspecto: tampoco el dueño de Onésimo tiene por qué hacer lo que es normal o habitual, sino que se le aconseja el amor, es decir, que tiene que reaccionar ante el robo de su «capi­tal productivo» con el perdón en lugar de con castigos.

El mismo Pablo llega a romper, en cierto sentido, estas estructu­ras. El acoger a un esclavo escapado constituía, de todos modos, un delito punible. Cuando alguien por ejemplo descubría a un fugi-tivus en su hacienda, estaba obligado a denunciarle. El que Pablo devuelva a Onésimo a su dueño e incluso quiera responder de los perjuicios ocasionados (v. 18s), parece sin duda dar a entender que Pablo sabe perfectamente lo que le exige la ley. Al mismo tiempo no escribe diciendo: «de acuerdo con la lex Fabia de plagiariis te devuelvo por la presente al fugitivo Onésimo, para que se dé cum­plimiento a la ley y todo esté en orden». Pablo desea, por el contra­rio, la cesión de Onésimo y su dedicación al ministerio cerca de Pablo o como «enviado de la comunidad», para que pueda dispo­ner de él en su propio cautiverio20. Pero esto confirma que para

20. Cf. W.-H. Ollrog, Paulus and seine Mitarbeiter (MWANT 50), 1979, lOlss; G. Friedrich, NTD, 7.a; de Col 4, 7.9 se ha deducido con frecuencia que Filemón

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él, en modo alguno se trata simplemente de derechos y de relaciones de propiedad intangible, sino que cuando el evangelio y el amor lo exigen, también estas instituciones adquieren un carácter relativo.

4. Las relaciones con el Estado

a) La valoración paulina del imperio romano hay que deducir­la principalmente de Rom 13, 1-7, a pesar de algunos problemas que incluso han dado lugar a la tesis de su paternidad no paulina. A este respecto, precisamente Rom 13 ha sido a veces distorsionado atribuyéndole el sentido de una actitud de sumisión ciega y servil y de una justificación bíblica en pro de una dignidad y de una me­tafísica del Estado avalada religiosamente. Se puede entender per­fectamente que el pasaje se haya considerado, a veces, como no ge-nuinamente paulino, o como un «cuerpo extraño». Esta «singulari­dad», que hay que atribuir principalmente al carácter tradicional de esta perícopa de la parénesis paulina, no justifica ninguna hipótesis de que exista una interpolación, pero acentúa la necesidad de inter­pretar Rom 13 desde su contexto paulino.

b) No se puede, en mi opinión, solventar el problema, partiendo de que Rom 13 está motivado por algunos peligros particulares que existían en la co­munidad romana, como podrían ser las tendencias revolucionarias o anarquistas, o la hostilidad contra Roma de los zelotas o de otros intereses influidos por el judaismo. La perícopa, de suyo no sugiere ningún tipo de referencia con corrien­tes o con resentimientos antirromanos de la comunidad. La naturalidad con que Pablo da por supuesto en el v. 6 (en indicativo) el pago de ios impuestos, de­muestra la gran regresión de la problemática específicamente zelota. Tampoco se puede mantener la tesis de que Rom 13 esté inspirado en las experiencias fa­vorables del apóstol con el ordenamiento jurídico romano durante la época ini­cial del imperio de Nerón. Esta tesis fracasa si tenemos en cuenta las caracterís­ticas normales de la parénesis, dentro de cuyo marco se encuentra Rom 13, apar­te de que también falla en los mismos presupuestos de esta información. Natu­ralmente no se puede discutir que Pablo, como civis romanus, también tuviera experiencias positivas con las autoridades romanas (cf. su apelación al César), pero, por otra parte, también existen experiencias claramente negativas, y supo­niendo que Pablo no hubiera oído nada desfavorable acerca de la época más tar­día de Nerón, como asesino de su madre, de su hermana y de su esposa, con se­guridad habría llegado a sus oídos la megalomanía de un Calígula. Pablo expe­rimentó de sobra, en su propio cuerpo, el abuso del poder romano. Por ejemplo 2 Cor 11, 25, donde Pablo habla de las penas de azotes que padeció y que le

dio la libertad a Onésimo efectivamente con vistas al ministerio (cf. P. Stuhlmacher, Der Btiefan Philemon, EKK XVII, 21981, 18s.57).

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fueron infligidas por las autoridades romanas, fue escrito antes que Rom 13. Por consiguiente, esta perícopa no se ha inspirado simplemente en las experiencias paulinas. Pero no por eso se puede negar, sin más, la influencia de estas experien­cias, ni tampoco la existencia de un latente fanatismo cristiano ante el que Pablo sintiese un cierto temor, pero estas referencias no bastan para explicar Rom 13.

c) Rom 13, 1-7 (cf. supra, p. 264) está rodeado, tanto antes como después, por grupos de máximas que tienen como tema el amor (12, 21 ó 13, 8-10). Su identificación interna o su tirantez con el tema de Rom 13, 1-7 no es, por supuesto, algo que haya sido objeto de grandes cavilaciones. Dado que Pablo subordina todo al ágape, y dado que este amor debe prevalecer también en las estruc­turas profanas de este mundo, la relación de los cristianos con los funcionarios estatales también quedará marcada por esto mismo.

Pero aunque pueda haber reservas en relación con ese punto, de lo que no cabe duda es de que existe una relación objetiva con Rom 12, 1-2 y 13, 11-14, pasajes éstos que encuadran y dan el enfoque a todo el bloque parenético. Rom 12, ls, en cuanto epígra­fe y base de lo que viene a continuación, pone de manifiesto que la obediencia a los poderes estatales es también una parte del culto que se exige en la vida cotidiana profana (cf. E. Kasemann, Grund­satzliches, 207.218ss). Y Rom 13, 11-14, de manera similar, permite descubrir el sentido y la interpretación de lo que precede y, por consiguiente, la reserva escatológica. También el Estado es algo provisional que pertenece al mundo perecedero, no es algo definiti­vo y absoluto, sino algo interino y provisional (cf. O. Cullmann, Staat, 43s; W. Schrage, Christen, 54s; K. Aland, 179ss). Pero el que el poder político sea algo provisional y la obediencia a este poder sea limitada temporal y objetivamente, no significa que ambas cosas tengan una entidad desdeñable y que sean algo absolutamente in­trascendente. Precisamente al contar y al valorar el enfoque escato-lógico —que permite a los cristianos esperar ansiosamente el «go­bierno celestial», en el que ya tienen el derecho de ciudadanía (Flp 3, 20)—, el cristiano puede y debe respetar el orden provisional del mundo creado por Dios, y no debe, de una manera irreflexiva, pasar por alto o sabotear las obligaciones, lógicamente relativas, que tiene frente al Estado.

d) Lo que a Pablo le interesa principalmente es la intención parenética de cumplir con los deberes cotidianos de este mundo, con decoro y responsabilidad (E. Kasemann, Grundsatzliches, 208; Rom 13, o.c), en lugar de una doctrina sobre el Estado, planteada de manera exhaustiva y desde sus principios básicos. No hay que sobreestimar los temas y los fundamentos tradicionales que se utili­zan, pues estos préstamos tienen más que nada un sentido funcional. Esto mismo

La ética crístológica de Pablo 291

se puede aplicar a las ideas sobre el «orden», que indudablemente desempeñan un papel especial en Rom 13 (v. 1.2.5), pero del que no se debe abusar ni para recalcar excesivamente el motivo del orden, ni para construir todo un sistema de ordenamiento metafísico o sacral. Ciertamente que los elementos del ordena­miento de la institución no se puden bagatelizar en pro de las relaciones perso­nales o de la actuación histórica de Dios (cf. U. Duchrow, 156s), pero tampoco hay que absolutizarlos (cf. supra, p. 250s).

Un indicio de que Pablo no está pensando en Rom 13 en una situación perfecta es probablemente el concepto de «ordenación» (diatage), que es un momen actionis (v. 2). Pablo no habla de «un orden celestial o terreno, sino de una ordinaüo divina, es decir, de una ordenación divina, de la voluntad ordenadora de Dios» (E. Kasemann, Grundsatzliches, 209). No existe ninguna duda de cuál es el objetivo de Pablo. Para Pablo se trata de lo siguiente: de que a la ordenación de Dios le corresponde la subordinación de los cristianos y, en concreto, la subordinación a los dignatarios, a las autoridades, a los funcionarios, a los magistrados, etcétera.

e) Ahora bien, en relación con el fundamento de la exhorta­ción a la sumisión, hay que decir que Pablo, sin adentrarse en la legitimidad ni en la estructura, ni en los límites de los poderes estatales constituidos, designa a los poderes fácticos —por lo tanto no a los que corresponden a un ideal determinado— con un gran desenfado y de manera lapidaria como provenientes «de Dios» (v. 1), como instituidos en su puesto y autorizados por él, en cuanto creador. El que Dios haya confiado a las autoridades estatales el ejercicio del poder no significa una apoteosis del Estado. El manda­to que recae sobre los poderes estatales tampoco implica que sea indiferente la modalidad de la forma o del ejercicio del gobierno, extremos estos que Pablo no menciona, o que todos y cada uno de los preceptos estatales tengan que considerarse como preceptos de Dios. De la misma manera, las potencias estatales no sólo tienen su poder y su autoridad por naturaleza, historia o acuerdo —Pablo no hace ninguna declaración al respecto—, sino que el poder y la auto­ridad tienen lugar por encargo de Dios y están a su servicio. En este sentido carece de importancia el que los mismos poderes estatales sean conscientes o no de que han sido instituidos por Dios. En cualquier caso son «servidores» y «funcionarios de Dios» (v. 4.6.).

Este es el fundamento de la exhortación a los cristianos. Pero si el que hace el bien no tiene por qué temer al poder estatal (v. 3), esto quiere decir que, de manera indirecta, se está aludiendo al mismo tiempo a la tarea y a la función del Estado. El cometido y el sentido del Estado no es, como para Cicerón, «el

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292 Etica del nuevo testamento

procurar en primer término que no se atente contra la propiedad privada de ningún ciudadano» (De Off II 73; cf. 78), sino ante todo la protección y la promoción del bien. Junto al mantenimiento del derecho y de la justicia, y para­lelamente a la promoción del bien, a los órganos del Estado se les confía la lucha contra el mal. Al Estado se le atribuye, por tanto, cierta función anticaóti­ca. A este respecto, Pablo da por supuesto, de una manera casi ingenua y abso­lutamente lógica, que el Estado no sólo tiene que poder diferenciar entre lo bueno y lo malo, sino que tiene que estimular, de hecho, el bien, e impedir también, fácticamente, el mal. Para llevar a cabo esta función de resistir a! mal, lleva «no en vano la espada» (v. 4), es decir, que también hace uso del poder punitivo. Esto, por supuesto, no tiene por qué temerlo más que el malhechor, contra el cual sale al paso el poder estatal con «cólera». Sin embargo al que obra el bien no le espera la «espada» sino la «alabanza» (v. 3).

En cualquier caso, por tanto, al que obra el bien en medio del mundo perecedero le favorece la función del Estado. «Para tu bene­ficio» (v. 4) significa aquí o la seguridad de una convivencia ordena­da por la protección del derecho o la ayuda para realizar las «obras buenas» encomendadas a los cristianos en cuanto ciudadanos (v. 3.4b), obras que para ellos son inseparables del quehacer de la caridad (U. Wilckens, 209s).

f) La postura correcta del cristiano frente a la autoridad estatal es, exactamente igual que para «cualquier otro», la sumisión. Esta subordinación no significa aquí un servilismo indiscriminado o un sometimiento ciego.

K. Barth hablaba de un «reconocimiento sordo, mudo y sin demasiadas ilu­siones de lo establecido» (Der Rómerbríef, 21922, 469), lo cual implica cierta­mente una amortiguación; sin embargo, a pesar de toda su frialdad, tiene más razón que toda aquella patética absolutizacíón de la «autoridad» y de la obedien­cia consiguiente que durante largo tiempo se abribuía a Rom 13. Con todo, la frase hace alusión a un «encuadrarse dentro de un orden establecido por Dios» (G. Delling, ThW VIII, 44).

El que Pablo no haga referencia en Rom 13 a situaciones con-flictivas, a abusos de poder o a los límites de la obediencia, no significa que no estuviera enterado de estas cuestiones. Esto se aprecia por ejemplo en 2 Cor 11, 32 s, donde Pablo menciona la amenaza de encarcelamiento provocada por el etnarca del rey Are-tas, de quien sólo puede escapar fugándose de manera novelesca a través de las murallas de la ciudad. Esto mismo lo demuestra, ade­más, 2 Cor 6, 5 y 11, 23-25, donde Pablo habla de los castigos corporales de los romanos, de los azotes judíos y de los encarcela­mientos que tuvo que soportar (cf. Hech 16, 22s). Que para Pablo

La ética cristológica de Pablo 293

la obediencia también tiene unas fronteras infranqueables y la sumi­sión no se puede confundir con la obediencia de cadáver, lo confir­man de manera definitiva su condena y su muerte violenta en Roma. Pablo jamás obedecería a la prohibición de predicar a Cristo (cf. Hech 16, 19ss) o habría proferido por ejemplo el «kyrios Cae-sar» (Martyr. Polyc. 8, 2). Este rechazo de la obediencia se puede compaginar perfectamente con la concepción de que el poder esta­tal está ordenado por Dios.

Precisamente el cristiano respeta el poder estatal no por razones oportunistas, como sería el caso por escapar de la amenaza de cas­tigo por parte de los órganos estatales, o porque la resistencia, en determinadas circunstancias, está ordenada al fracaso. El cristiano admite a las autoridades estatales más bien debido al compromiso —consciente y responsable, conforme a la conciencia y, por lo tan­to, «consabídor»— con la voluntad de Dios (v. 5). Por esta razón, según dice Pablo en el v. 6, los cristianos pagan también impuestos, es decir, que esta vinculación interior no da lugar a que los cristia­nos prescindan de estas obligaciones prosaicas, como es el pago de los tributos, como si fuera una nimiedad insignificante. Y por eso vuelve a recomendar el apóstol en el v. 7 que se paguen los tributos directos e indirectos a que haya lugar.

En mi opinión, continúa en pie la cuestión de a qué se refiere el «temor» y el «honor» del v. 7b, es decir, si se aplican a los que detentan el poder estatal. Se pueden aducir perfectamente algunas razones que abogan en favor de que el v. 7b no se refiere al Estado. Ante todo la contradicción que se presenta con el v. 3s, donde el temor queda reservado a los malhechores. Está, además, la exhor :

tación de 1 Pe 2, 17 que se remonta a una tradición similar, donde el temor queda expresamente referido a ellos. Si Rom 13 estuviese influido, aunque sólo fuese indirectamente, por Me 12, 17, la segunda parte del dicho del Señor ten­dría también aquí su paralelismo. Aparte de eso, hay que pensar que el «temor» es uno de los elementos del concepto paulino de fe. Pero en el caso de que el temor no se refiera al poder estatal sino a Dios, lo mismo valdría también para el «honor» que aparece como el último de los cuatro miembros del v. 7 y esto, en el supuesto de que la obligación de tributar honor no se refiera más bien a todos, como sucede en 1 Pe 2, 17a (cf. también Rom 12, 10). Si aquel a quien se debe el honor se aplicase a cualquier persona, incluyendo al emperador de acuerdo con 1 Pe 2, 17d, se produciría un empalme más fluido con el v. 8. En el caso de que esta solución fuese la correcta, se pondría aquí de manifiesto, a pesar de todo el respeto, cierta distancia que facilitaría también el acoplamiento de la postura de Rom 13 con la de 1 Cor 6.

Entre Rom 13 y 1 Cor 6 existe efectivamente, de manera inequívoca, cierta tirantez que al mismo tiempo supone también una referencia para orientarse con cierta cautela en estas cuestiones de la «ética política». Pero simultáneamen­te, también se revela ahí la dialéctica de la concepción paulina del mundo y

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294 Etica del nuevo testamento

la supremacía del amor (cf. también O. Cullmann, Staat, 45; K. Aland, 197s, que sin embargo atribuye un peso excesivo a 1 Cor 6, lo mismo que a Flp 4, 8, frente a Rom 13).

g) Cuando en 1 Cor 6, lss (cf. supra, p. 235) Pablo pone en guardia a los cristianos de Corinto para que no recurran a la juris­dicción estatal, no hace eso para desautorizar jurídicamente a los tribunales, sino en función de la caridad, como lo demuestra el que se prefiera renunciar al derecho en aras de un arbitraje intracomu-nitario. Con ello no se rechaza, en principio, el poder y el derecho del Estado para decidir sobre los litigios civiles, de la misma manera que tampoco se recusa en absoluto el empeño del Estado por alcan­zar el orden y la justicia. Pero así se pone de manifiesto, de una manera insoslayable, que la función del Estado y de su ordenamien­to jurídico no es sencillamente una función de servicio a la causa del evangelio y del amor, ni siquiera cuando el Estado cumple su legítima misión.

5

LA ETICA DE LA RESPONSABILIDAD CON EL MUNDO EN LAS CARTAS

DEUTEROPAULINAS

I. LA VIDA NUEVA SEGÚN LAS CARTAS A LOS COLOSENSES Y A LOS EFESIOS

Bibliografía: J. E. Crouch, The Origin and Intention ofthe Colossian Haus­tafel (FRLANT 109), 1972, 120ss; R. A. Culpepper, Ethical Dualism and Chmch Discipline Eph 4, 25-5, 20: RExp 76 (1979) 529-539; K. M. Fischer, Tendenz und Absicht des Epheserbriefes (FRLANT 111), 1973, 147-172; J. T. Sanders, 68-81; E. Lohse, Christologie und Ethik im KoL, en Die Einheit des NT, 1973, 249-261; W. Schrage, Zur Ethik der neutestamentlichen Haus-tafeln: NTS (1974/75) 1-22; P. Stuhlmacher, ChrisÜiche Verantwortung bei Pau-lus und seinen Schülern: EvTh 28 (1968) 165-186, especialmente 174-181; H. F. Weiss, Taufe und neues Leben im deuteropaulinischen Schriñum, en E. Schott, Taufe und neues Leben im deuteropaulinischen Schriñum, en E. Schott, Taufe undneueExistenz, 1973,53-70; R. Volkl, 298-322; H. D. Wend-land, Ethik, 90-95; K. Müller, Die Haustafel des Kolosserbriefes und das antike Frauenthema, en G. Dautzenberg y otros (eds.), Die Frau im Urchristentum (QD 95), 1983.

Las dos cartas proceden de discípulos de Pablo que se sienten comprome­tidos con el legado teológico del apóstol, e intentan actualizar este legado dentro de una situación nueva. La Carta a los colosenses se dirige contra una herejía sin-cretista, preponderantemente agnóstico-judaizante, que, por lo que se refiere a la ética, se caracteriza por una manera de vivir ascética y por una tabuización de ejercer la función de arbitro en una crisis teológico-eclesial y se dedica, sobre todo, a reflexionar sobre la Iglesia. Ninguna de las dos cartas son ciertamente, en todos sus puntos, meras variaciones y continuación de las declaraciones pau­linas, pero tampoco son, ni mucho menos, una liquidación del legado paulino. Ambas cartas, tanto por lo que se refiere a la teología, como por lo que se refiere a la ética, están perfectamente a la altura del más genuino pensamiento paulino.

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296 Etica del nuevo testamento

1. En la fundamentación y motivación de la ética no se podrá constatar ninguna diferencia trascendental con Pablo, por lo menos en lo que se refiere a la polémica de la relación estructural del indica­tivo y el imperarivo. También aquí el imperativo de la exhortación moral se basa en el indicativo de la promesa salvífica y no se puede se­parar de él. Lo pone esto de manifiesto la estructura casi paulina de las dos cartas (cf. la referencia explícita en el principio de la parénesis de Col 3, 1 y Ef 4, 1 a la declaración salvífica indicativa), aunque tam­bién se puede observar en detalles concretos. No se puede hablar de una mera conexión forzada y artificial entre el indicativo y el impera­tivo (no opina así J. T. Sanders, 69). Constituye un ejemplo clarifica­dor de esto Col 3, 3.5. Si en Col 3, 3 se dice «estáis muertos», en 3,5 se deducen las consecuencias correspondientes: «mortificad, pues, vuestros miembros». De la muerte del «hombre viejo» se sigue la obligación de mortificar sus miembros, de la misma manera que de «la nueva vida escondida con Cristo en Dios» (Col 3, 3), se sigue la obligación de «revestirse del hombre nuevo» (Col 3, 10). Asimismo en el versículo introductorio de Col 3, 1 quedan unidos inseparable­mente, de manera rotunda y palmaria, el indicativo y el imperativo: «si habéis, pues, resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba»1. Precisamente en la tierra, la orientación hacia «arriba» es, de manera paradójica, la única forma consecuente de la nueva vida, porque es la dirección en la que se encuentra Cristo (cf. v. Ib). Al mismo tiempo, se hace patente la concreción cristológica del indicativo, de manera similar a lo que ocurre en Col 2, 6: «pues como habéis recibido a Cris­to Jesús como Señor, andad en él, como arraigados y fundados en él...», aunque también aquí hay que tener en cuenta la referencia a la tradición doctrinal (cf. v. 7).

En la Carta a los efesios se encuentra uno con la misma dialéctica. Si por una parte se es luz sólo «en el Señor», por otra parte, cuando se vive como los «hijos de la luz» y cuando se hace que aumente el «fruto de la luz», esto también ocurre sólo en el Señor (Ef 5, 8s). La luz que se proyecta desde Cristo a los cristianos tiene como conse­cuencia que toda la vida cristiana se realice y se materialice en la luz. Así como el mismo Cristo es luz (5, 13b. 14b), también lo son los cris­tianos (v. 8b. 14a), como reflejo e intermediarios de la verdadera luz. Y viceversa, también el «despertar del sueño y el resucitar de entre los muertos» puede ser, alguna vez, un presupuesto para que Cristo ac­túe (Ef 5, 14), aunque normalmente la actuación salvífica de Cristo da lugar a la actuación correspondiente de los cristianos. De esta manera

1. Cf. E. Grásser, Kol. i, 1-4 ais Beispiel einer Interpretación secundum nomines recipientes, en Text und Situation, 1973, 123-151, en especial p. 131ss.

La ética de la responsabilidad en /as cartas cíeuteropau/ínas 297

por ejemplo, son llamados al amor (Ef 4, 2; 5, 2) los que ya «están arraigados y fundados en el amor» (Ef 3, 17). En otros ejemplos que se refieren al mismo tema, se puede ver dentro del plantea­miento del fundamento, un planteamiento en orden a actuar en consecuencia: «perdonaos los unos a los otros como Dios os ha perdonado en Jesucristo» (Ef 4, 32), o «caminad en el amor, lo mismo que Cristo nos amó» (Ef 5, 2; cf. 5, 25, etc.).

2. Si se observa con más detalle el indicativo desde el punto de vista temático, aparecen ciertamente diferencias importantes con res­pecto a Pablo, que en general tienen relación con la teología de las dos cartas. Piénsese, por ejemplo, en la retirada del motivo de la espe­ra escatológica (cf. sin embargo los motivos tradicionales del juicio y de la retribución en la parénesis de Col 3, 6. 24s; Ef 5, 6; 6, 8s.l3) o de la justicia de Dios (la justicia se convierte en un término puramente ético; cf. Col 4, 1; Ef 4,24;5,9; 6,1.14). Llama especialmente la aten­ción el relieve que adquiere la exaltación y soberanía de Cristo con la participación de la comunidad en ese triunfo (cf. Col 2, l is ; 3, 1; Ef 1,21-25). Pero a este respecto, la parénesis de estas dos cartas pre­viene en contra de situarlas como conjunto, con demasiado énfasis, cerca de su tradición hímnica y de su «escatología realizada».

La orientación hacia lo celestial, en lugar de hacia lo terreno (Col 3, ls), no es ningún triunfalismo, sino que no es más que la orienta­ción hacia la soberanía de Jesucristo, que «está sentado a la derecha de Dios» (v. le) y que en la tierra es reconocido, dentro de su comu­nidad, como Señor. La parénesis de Col (y de Ef) debe, por lo visto, corregir directamente el entusiasmo que hace su aparición principal­mente en los himnos, entusiasmo según el cual los poderes se encuen­tran ya privados de su dominio. Que Cristo sea el que domina a los poderes permite que la Carta a los colosenses desemboque en paréne­sis según sea cada caso (Col 1,21ss; 2,16ss). Al añadirle al himno pre­cedente2 «la sangre de cruz» (Col 1, 20) y «de la iglesia» (Col 1, 18), la soberanía de Cristo como soberanía del crucificado queda referida de manera determinada y concreta a la comunidad y ambas ideas jun­tas deben impedir un evadirse de la realidad (cf. también 1, 12-14 y E. Schweizer, EKK, ibid.). Pero sobre todo, es la misma parénesis la que empuja a dar paso a la soberanía de Jesucristo de una manera real y sin ninguna ilusión etérea.

2. Cf. sobre esto, además de los comentarios de H. J. Gabathuler, Jesús Chris-tus - Haupt der Kirche - Haupt der Weit (AThANT 45), 1965, K. Wengst, Christolo-gische Formeln und Lieder des Urchristentums (StNT 7), 1973, 170-180.

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298 Etica del nuevo testamento

También en Ef la «nueva creación», del hombre a través de Cristo se interpreta inmediatamene en 2, 10 como un «ser creado para hacer buenas obras». La luz ya no es simplemente un predica­do del cielo o del redentor, sino también de los cristianos en la tierra (cf. 5, 8) y que se demuestra, antes que nada, en la conducta (v. 8b). Ciertamente que el más acá y el más allá ya no están clara­mente separados entre sí, pero si los cristianos «son trasladados al cielo» (Ef 2, 6), no hay que entender esto, en el contexto de la carta, de una forma iluminista, como lo demuestra el carácter com­bativo de la vida cristiana (Ef 6, 12). H. F. Weiss recalca además certeramente que a pesar de la vida resucitada del bautizado, que es casi perfeccionista y salta por encima de la reserva escatológica, no puede existir la menor duda, ni siquiera en Ef, acerca del extra se del «en Cristo» y acerca de la supremacía de la cristología (56.59).

Pero prescindiendo de las relaciones causales entre el indicativo y el impe­rativo, también existen en concreto bastantes puntos de contacto con Pablo y no sólo diferencias. Piénsese quizá en la fuerza fructificante de la palabra (Col 1, 6), en la reivindicación de la soberanía de Jesucristo, dentro de la existencia histó-rico-concreta (Col 3, 17ss; Ef 4, lss), en la idea de carisma (Ef 4, 7) o en el mo­tivo del «fruto» del Espíritu o de la luz (Ef 5, 9), en el recuerdo del bautismo (Col 2, 12; 3, 1; Ef 5, 14.26), o en el despojarse del hombre viejo en el bautismo y en el revestirse del hombre nuevo (Col 3, 9s; Ef 4, 22ss).

Incluso a la vista de Ef 2, 10, no tendría Pablo por qué revolverse en su tum­ba (así J. T. Sanders, 78), si a pesar del plural nada paulino de «obras», no sólo se dice que hemos sido creados en Jesucristo para hacer buenas obras, sino que estas obras fueron ya «preparadas de antemano» por Dios, para que anduviése­mos «en ellas» como si se tratara de un espacio. Es sorprendente, sin duda, la acentuación más decidida del imperativo a la vista del alcance de la parénesis. K. M. Fischer (146) supone que precisamente porque el autor de Ef no puede garantizar ínstitucionalmente la unidad de la Iglesia, aspira a un estilo de vida cristiana común a todos, a través del cual la comunidad se diferencia del mundo circundante. Esta es la mejor explicación de que la parénesis ocupe en Ef un es­pacio tan desproporcionadamente amplio. Sin embargo también se podría pen­sar en otras razones.

3. En las declaraciones relativas a la realización y a la estruc­tura de la nueva vida, vuelven a llamar la atención las coincidencias y las diferencias con Pablo. La relación entre la postura general y la concreción, tanto en los postulados morales como en la obedien­cia, se tiene que especificar de forma parecida a como se hace en Pablo. Ambos aspectos están relacionados entre sí y forman nece­sariamente un todo. El «despojarse del hombre viejo», por ejemplo, significa un «despojarse del hombre viejo juntamente con sus obras» (Col 3, 9), por consiguiente implica, eo ipso, una repulsa

La ética de ¡a responsabilidad en las cartas deuteropaulinas 299

categórica de sus prácticas concretas. El despojarse de los diversos vicios es expresión y síntoma del «desvestirse del hombre viejo», y el llevar a la práctica lo que viene en la lista de las virtudes es expresión y consecuencia de la exhortación general de Col 3, 1 de ir en busca de lo que está arriba. Si por una parte se trata de un «fruto» unitario de una raíz unitaria, por otra parte este fruto tiene denominaciones concretas (Ef 5, 9).

A la vista de la importancia creciente que se da al apóstol y también a la tradición y a la doctrina apostólica, llama la atención que Col y Ef, lo mismo que hacía muchas veces Pablo, inviten expresamente a examinar la voluntad divina. Col 1, 9s pide para que los destinatarios de la carta estén llenos del conocimiento de la voluntad divina «en toda sabiduría y conocimiento pneumático», para que lleven una conducta de vida digna del Señor y fructifiquen en todo tipo de obras buenas. También aquí, el camino discurre por una dirección irreversible, desde el conocimiento, pasando por la mente renovada por el Espíritu (cf. también Ef 4, 23), hasta la actuación. Esto no significa que a un conocimiento influenciado por el Espíritu y conformado con Cristo (cf. Col 2, 8) acompañe también la acción de la voluntad, como se supone en ocasiones. Esto sería socrático. Pero para el autor se trata, de hecho, del cono­cimiento y de la comprensión de la voluntad divina (cf. también Col 4, 12 donde los cristianos deben estar convencidos o llenos de certeza en todo aquello que es voluntad de Dios). También Ef amo­nesta en una línea parecida. En Ef 5, 10 se dice: «probad lo que es grato al Señor», y en 5, 17, «no seáis insensatos, sino entended cuál sea la voluntad del Señor». Por lo visto estas recomendaciones son tanto más urgentes cuanto que existe el peligro de que los destina­tarios «como menores de edad, se dejen llevar por el viento de cualquier doctrina» (Ef 4, 14; cf. también en Col 2, 8 la advertencia en contra de la herejía colosense), o se pudieran volver a acomodar al tipo de vida tradicional (Ef 5, 11). El dualismo de Ef resaltado varias veces, que se encuentra relativamente próximo al de los tex­tos de Qumram, tiene asimismo, por lo visto, que mantener alerta la conciencia de la separación del mundo y de su estilo de vida (cf. R. A. Culpepper, 530, 532). Precisamente Ef 5, 3ss permite sin embargo descubrir que el cambio de los «hijos de la luz», a diferen­cia de en Qumram, no consiste ni en la obediencia a la tora, ni en una reclusión monacal, sino que aspira a que también las tinieblas se hagan luz (5, 13). El sometimiento a la soberanía de Jesucristo conduce a reafirmarse en el punto medio crítico entre la obsesión por el mundo y el olvido del mundo.

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300 Etica del nuevo testamento

4. Si se buscan los criterios que sirven de base a la parénesis, en las palabras del Señor, no se encontrará nada. Algo parecido ocurre si se buscan en los preceptos del antiguo testamento, por lo menos en Colosenses. En Efesios, por el contrario, algunas veces se echa mano, de manera enfática, del antiguo testamento, en el marco de la ética; en concreto dos veces en las tablas domésticas. Ahí se cita, sobre todo en la exhortación a los casados, Gen 2, 24: «por esto dejará el hombre al padre y a la madre y se unirá a su mujer y serán dos en una carne» (Ef 5, 31s).

En esta frase veterotestamentaria que fundamenta originariamente la unión estrecha entre el marido y la mujer, ve el autor, al mismo tiempo, bosquejada de manera misteriosa, la estrecha unión de Cristo y de la comunidad. Por eso aña­de: «el misterio es grande. Yo lo digo en lelación con Cristo y con la comuni­dad». El gran misterio no es, pues, la institución del matrimonio, sino la inter­pretación alegórico-misteriosa del pasaje veterotestamentario, o la misma unión entre Cristo y la comunidad (Cf. G. Bcrnkamm, ThW IV, 829ss).

La segunda frase veterotestamentaria de la tabla doméstica de Efesios se encuentra en la exhortación a los hijos, que se recalca por medio del cuarto mandamiento (Ef 6, 2s). A la exhortación de obedecer a los padres, sigue una cita de Ex 20, 12a en la traducción de los LXX: «honra a tu padre y a tu madre».

Apoyándose en la costumbre judía, se considera a éste como el primer man­damiento, quedando especificado con una promesa y completado con una modi­ficación de Ex 20, 12b: «para que te vaya bien y vivas largamente en la tierra». La referencia que existe en el antiguo testamento a la tierra sagrada, se ha aban­donado aquí, lo cual da a entender lo problemático de esta recepción. Primitiva­mente la promesa se refería, además, al pueblo como conjunto.

Junto a estos dos pasajes veterotestamentarios que refuerzan la parénesis y llevan explícitamente el sello de los pasajes de la Escritura, hay que aludir, además, a Ef 6, 14ss donde, apoyándose en pasajes del antiguo testamento, se habla de la lucha de los cristianos y de su armadura. En Ef 4, 25s se encuentran asimismo frases veterotestamentarias (Zac 8, 16 y Sal 4, 5), pero no se dan a conocer como tales. Esto se explica no sólo por el origen judío de esta parénesis, sino porque la tradición judía veterotestamentaria está integrada ya en la tradi­ción de la comunidad.

No es pues muy abundante la aportación explícita del antiguo testamento, si bien es verdad que la problemática específicamente paulina de la ley, es decir, la cuestión del la ley como camino salví-fico ya no desempeña ningún papel especial. De manera curiosa, tampoco el pensamiento veterotestamentario de la creación juega un papel destacado, a pesar de lo que habría cabido esperar, a la

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vista de los falsos doctores ascético-dualistas de Colosenses. Natu­ralmente que se mantiene la fe en la creación, e incluso en Col 1, 15ss, es celebrada de manera impresionante la mediación creadora de Cristo. Con ello, a todos los poderes cósmicos se les niega, en cuanto que son creados, cualquier peso específico: «Cristo es el primogénito de toda la creación, a través del cual ha sido creado todo, en el cielo y en la tierra». La importancia ética de esta propo­sición de fe la pone de manifiesto, por ejemplo, Col 3, 10, donde la nueva criatura creada y reproducida a imitación de Cristo como «imagen de Dios» (1, 15), vuelve a formar parte del orden origina­rio de la creación. Esta renovación según la imagen de aquel que la ha creado, está orientada al conocimiento de la voluntad de Dios y la consumación de una vida ética (cf. también Ef 4, 22s). Con ello se determinan las declaraciones relativas a la teología de la creación, que, además, tienen en este caso una influencia de la cristología de la creación. Ciertamente que el rechazo de los preceptos heréticos que dicen «no puedes tomar esto, ni gustar esto, ni tocar esto» (Col 2, 21), no se puede concebir sin la fe en la creación, pero la crítica de estos tabúes se justifica explícitamente porque ha sido destruido el poder de los poderes cósmicos (Col 2, 15ss). Este derrocamiento lo produce aquel que es, al mismo tiempo, el mediador de la crea­ción, o sea Cristo, que es la «cabeza de todo principado y de toda potestad». El acento, sin embargo, no recae en la fe en la creación, sino en el triunfo sobre los principados y potestades. Esta es la argumentación específica para rechazar los preceptos de los falsos doctores.

5. Es sumanente curioso y de una importancia trascendental el que, incluso dentro del marco de las tablas domésticas, no se recurra al Dios creador, sino al Señor Jesucristo. Por supuesto que la tabla doméstica presupone que el mundo es una creación de Dios y que no hay que condenarlo a la manera gnóstica, pero, de manera sorprendente, no es el Creador sino el Señor escatológico el que hace su aparición detrás de las instancias terrenas y de las estructuras sociológicas y sociales. A él es, en realidad, a quien hay que prestarle obediencia y no al hombre (Col 3, 23). En todo esto se trata exclusivamente de «servir al Señor Cristo» (Col 3, 24), no de que se sancione la situación fá etica del mundo como si pertene­ciese al orden de la creación.

Sí se hace una comparación con el estoicismo, llama la atención que no se dé ningún argumento de derecho natural o racional. En el origen de las listas afines referentes a obligaciones, aflora, en el ambiente del nuevo testamento, la

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conciencia de que había una «ley escrita» y también es verdad que los discípulos de Pablo tenían conocimiento de la realidad de una ley universal; por eso preci­samente resulta sumamente extraño que la misma tabla doméstica jamás se pre­sente como una parte de esta misma ley, o que no se justifique su obligatoriedad partiendo de ahí.

Es verdad que en Ef 5, 31 el matrimonio se basa en la voluntad del creador, pero la exhortación al ágape dentro del matrimonio tiene aquí claramente una orientación cristológica. Por esta razón no resulta muy convincente el que las tablas domésticas tengan en primera línea la finalidad de «asegurar la estabilidad del oikos (de la casa) y hacer posible el cumplimiento de sus tareas... en armonía con la voluntad de Dios en cuanto creador» (así K. H. Rengstorf, Mann, 29). Lo mismo que en Rom 13, no es la institución la que se fundamenta cristológica-mente, sino el comportamiento de la comunidad dentro de la institución.

Consecuentemente, la cristología desempeña un papel esencial, no sólo como fundamento, sino como orientación, sobre todo en Ef (cf. los pasajes mencionados supra en la p. 297) y también en Col 3, 13, donde se dice «como el Señor os perdonó, así también perdonaos vosotros», es decir, que el enfoque y la orientación de la acción de los cristianos se produce en razón de la actitud de Cristo y se acomoda a esta actitud. Ya en Col 1, 10 se hace un llamamiento a los cristianos a «comportarse de una manera digna del Señor», y en las tablas domésticas este pensamiento adquiere una importancia especial, cuando la manera de comportarse dentro de las estructu­ras debe acomodarse a la conducta de Cristo. Aquí no quedan exal­tadas, desde el punto de vista religioso, determinadas estructuras sociales y sociológicas como si fueran una reproducción del orden divino, sino que el orden establecido recibe una orientación nueva. En el puesto de las estructuras del cosmos o de la creación, como representantes de Dios y como reflejo de la íex aeterna, hace su aparición la adecuación a Cristo, que debe impregnar las relaciones interpersonales (cf. W. Schrage, NTS 21, 16ss). El matrimonio no es un misterio ontológico para la relación Cristo-Iglesia, sino que las reglas de conducta de los cónyuges se derivan de esta relación. A pesar de que en Ef 5, 31s, la relación analógica está invertida, y el matrimonio está considerado como una comparación válida para la relación entre Cristo y la Iglesia, el v. 33 vuelve a restaurar el enfoque básico. Entre los cristianos, el matrimonio tiene que ser vivido como una imagen y como algo que responde a aquella rela­ción prototípica entre Cristo y la Iglesia.

6. En las dos cartas, al amor se le considera, al parecer, como criterio decisivo y como resumen de todo aquello que el hombre nuevo tiene que hacer. Por esto, en Col 3, 14, hablando del amor,

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se dice «por encima de todo esto», es decir, que se considera como aquello que destaca y que corona todo lo demás y que es más im­portante que cualquier otra cosa. No se quiere decir que a todo lo dicho se tenga que «añadir» algo, sino que se trata de aquello que está por encima de todo.

No es del todo clara la otra definición de la caridad como «vínculo de perfección». Se discute si el amor se presenta aquí como el vínculo que conduce a la perfección a las otras virtudes, o si se apunta, de una manera final, a la unidad de la comunidad que llega a la perfección a través del amor. E. Lohse (KEK, ibid.) y J. T. Sanders, 68, entre otros, toman el genitivo no en sentido cualitativo sino final, interpretándolo por consiguiente en el sentido mencionado en último lugar: que el amor conduce a la perfección que une a los miembros aislados del cuerpo de Cristo. Esto se confirma a través de Col 2, 2, donde el amor está considerado, asmismo, como aquello que une y mantiene unida a la comunidad.

El amor, por tanto, sirve de base y mantiene la cohesión de la comunidad. Que el amor es un criterio de la Iglesia lo confirma también Ef 3, 17 y 4, 15s, y, de manera especial, 5, 2. Una vida llevada «de una manera digna de la vocación» se pone de manifiesto en que «unos a otros se soportan con caridad» y en que la humildad y la paciencia están a la orden del día (Ef 4, ls). En las tablas domésticas se trata más de cerca la caridad en relación con las estructuras del mundo. Pero prescindiendo de la importancia desta­cada del amor, los contenidos concretos de la parénesis son cierta­mente muy tradicionales.3

7. Sobre todo en la Carta a los efesios aparece en primer plano un tema específico que se podría describir como eclesialidad de la ética. Sin embargo, también en este caso, se adelantaba la Carta a los colosenses cuando en 1, 18 la idea de cuerpo expresada en el himno (que originariamente se concebía cosmológicamente) la apli­ca a la comunidad, sin que por eso la soberanía cósmica de Cristo se convierta, por supuesto, en una soberanía sobre la comunidad (cf. 2, 9-10.15) o incluso sobre cada uno en particular (cf. 3, 11). Esto mismo ocurre también en la Carta a los efesios (1, 20ss), aun­que se añade que Cristo es la cabeza de todo «para la Iglesia». El gran tema de esta carta, a diferencia de lo que ocurre en Pablo, es la Iglesia, lo cual tiene también sus repercusiones en la ética.

3. Cf. por ejemplo J. Gnilka, Paránetische Tradhíonen im Epheserbríef, en FS B. Rigaux, Gembloux 1970, 397-410; E. Kásemann, RGG IP, 518.

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Intencionadamente, el autor comienza su parénesis, en el c. 4, con una amplia exhortación en pro de la unidad de la Iglesia (por lo demás, una vez más, un ejemplo de la relación del imperativo con el indicativo, cf. 2, 14ss). Con ello la Iglesia o, mejor dicho, los «elegidos santos de Dios» (Col 3, 12) no es que sean sólo el sujeto ético específico, sino que más bien el objeto de la ética queda de antemano referido a la Iglesia (cf. Col 3, 13.15s) y la Iglesia misma se convierte en tema de la parénesis (cf. 5, 22ss). De la misma manera, la pluralidad de carismas (4, 7ss), que libera a la Iglesia de la esterilidad y de la uniformidad, está orientada eclesiológicamente, incluso aunque el v. 12 considera que los carismas se otorgan «para el equipamiento de los santos en la obra del ministerio», y aunque quizá las últimas consecuencias se proyecten más allá de las fronte­ras de la Iglesia. Dado que el acceso al poder y la soberanía de Cristo sobre el cosmos (lo mismo que también en Col 2, 19) tiene lugar principalmente, de manera instrumental e histórica, a través de la misión universal (cf. Ef 4, 10 en su contexto y 4, 13ss4), todo se centra en el crecimiento de la Iglesia en sentido extensivo e in­tensivo. Asimismo las recomendaciones particulares son, ante todo, recomendaciones para la convivencia de la comunidad y «no para la formación individual de la personalidad» (H. Conzelmann, NTD 8, 75).

A este respecto, sobre todo la fraternidad entre judeocristianos y cristianos venidos de la gentilidad merece una atención especial del autor. Este historiza, por ejemplo, las declaraciones cósmicas que recoge de la tradición en el canto a la paz de 2, 14ss. La reali­dad de la reconciliación y de la pacificación del universo se refleja, según esto, en la tierra, en la unificación de judíos y gentiles dentro de la Iglesia unida. La reconciliación entre la esfera divina y la terrena significa, al mismo tiempo, reconciliación entre los hom­bres. Redención no es simplemente la puesta en orden de una rela­ción con Dios, individual, privada e interior, sino la paz para un mundo desgarrado.

Las dos cosas forman una unidad, aunque desde la perspectiva de la historia de la tradición sean dos estadios diferentes. En un mundo que se veía amenazado, de la manera más feroz, por los poderes extraterrenos y que se sentía separado

4. Cf. E. Kásemann, Christus, das All und die Kirche: ThLZ 81 (1956) 585-590, sobre todo p. 587s; E. Schweizer, Die Kirche ais Leib Christi in den paulinischen An-tilegomena, en Neotestamentica 1963, 293-316, sobre todo p. 314s.

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del mundo celestial por una barrera cósmica bajo la forma de firmamento, puede haber sido una respuesta liberadora el himno de Cristo recogido por el autor, que alaba la ruptura, hecha por Cristo, del muro cósmico que separa el cielo y la tierra, y que celebra la asunción de los poderes dentro del cuerpo de Cristo universal. Pero la misma Carta a los efesios tiene a la vista otro peligro, que consiste en que se dé un entusiasmo ahistórico que se considere a sí mismo por encima de los condicionamientos históricos. Esto también tiene una trascenden­cia ética. El que no se toma la historia en serio, pierde de vista, en medio de un simultáneo desarraigo y una arrogancia fanáticos, el plan salvífico de Dios y la comunidad de los hermanos (así E. Kásemann, GPM 1958, 169). Asimismo, según H. F. Weiss (60), las «declaraciones entusiastas» del himno, gracias a los v. 8-10, quedan, por decirlo así, «rebajadas del cielo a la tierra» (cf. también p. 62). Cf. J. Gnilka (HTK, ibid.); K. M. Fischer, 13ls; no así por ejemplo, H. Merklein, Christus und die Kirche. Die theologische Grundstruktur des Eph. nach Eph. 2, 11-18 (SBS 66), 1973; P. Stuhlmacher, «Er ist unser Friede» (Eph 2, 14), en FS R. Schnackenburg, 1974, 337-358.

8. La parénesis confirma también en sus detalles que la salva­ción celestial y la vida terrena no se deben separar. Sobre todo la tabla doméstica de la Carta a los efesios, que por otra parte está profundamente recristianizada, pone en relación, de manera orien-tativa, la vida terrena dentro de las estructuras del mundo con el acontecimiento de Cristo. La tabla doméstica constituye una pecu­liaridad común a las dos cartas (Col 3, 18ss y Ef 5, 23ss), que no se encuentra en Pablo.

Las tablas domésticas son (cf. supra, p. 161s) fragmentos parenéticos que adoptan la forma de analogía y que además, en cuanto al contenido, no están simplemente redactadas ad hoc, ni hechas a la medida de situaciones especiales. Según algunos autores, se dirigen contra una exageración fanática de la espera escatológica inmediata, que cree poder prescindir de las estructuras de este mun­do, y según otros, se trata de una polémica contra los iluministas gnósticos que siguen unas tendencias ascéticas o emancipadoras. Sin embargo, la tabla domés­tica de 1 Pe está muy lejos de ser una referencia unilateral a tales peligros.

En cualquier caso, gracias a las tablas domésticas, el cristiano se mantiene, de una manera sobria y realista, en el lugar que ocupa en este mundo, o sea, inmerso en las estructuras y en el entramado de la vida cotidiana. A pesar de toda la postura implícitamente antiilu-minista que se les quiera atribuir, las tablas domésticas tampoco hay que entenderlas, por decirlo así, como una postura defensiva, sino que también encierran un aspecto de ofensiva. La primera ta­bla doméstica aparece, y no por puro azar, en la Carta a los colosen-ses, cuyo autor, frente a los postulados ascéticos y a los tabúes de

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JU6 Etica del nuevo testamento

los falsos maestros de Colosas, declara al cosmos como liberado del demonio y da testimonio de la victoria del Kyrios Jesús sobre los principados y las potestades. Ahora bien, esta soberanía de Jesucris­to tiene que convertirse ahora en realidad, precisamente también en la casa.

El cosmos no se identifica, en verdad, con el cuerpo de Cristo, pero los cristianos que viven en la esfera de la salvación y de la soberanía de Jesucristo, han sido ya incautados y comprometidos, dentro del mundo, por el Kyrios. Se produce un «cruce de ambos reinos» (H.-D. Wendland, Botschaft, 76) o «un movimiento del reino de Dios dentro del reino del mundo» (94), de forma que «el entramado y las relaciones sociales se modifican, sin que se destru­yan en su estructura humano-social» (93). También dentro de las relaciones entre los sexos y dentro de las relaciones sociales, el Se­ñor es justamente la instancia decisiva y la motivación específica de la configuración de la vida cristiana, como lo ponen de manifiesto los muchos giros al respecto que se encuentran en las tablas domés­ticas, por ejemplo, «en el Señor» (Col 3, 18.20 / Ef 6, 1), «como al Señor» (Col 3, 23 / Ef 5, 22; 6, 7), «al Señor Cristo» (Col 3, 25), «como a Cristo» (Ef 6, 5). Estas fórmulas no tienen la misión de declarar que las tablas domésticas son cristianas a la manera de unas simples etiquetas que se pegan sin más. Sino que más bien se trasladan al ámbito de la soberanía de Jesucristo unas exhortaciones que, además, coinciden en cuanto al contenido cqn ideologías anti­guas y con temáticas de suyo no cristianas.

Inmediatamente antes de la tabla doméstica se dice con toda intención: «todo lo que hacéis de palabra o de obra, hacedlo en nombre del Señor Jesús» (Col 3, 17; cf. también la frase parecida en medio de la tabla doméstica de Col 3, 23). Las tablas domésticas quieren, por lo tanto, someter a la soberanía de Jesús la vida de los cristianos, tal y como están inmersos en la estructura e implicaciones del mundo. También dentro de casa vive el cristiano no según una autonomía derivada de las estructuras del mundo, sino de acuerdo con la voluntad del Señor. El título de Kyrios se encuentra por esta razón en el contex­to de la tabla doméstica de Col con mucha frecuencia, y lo mismo ocurre en todo el resto del cuerpo de la carta. De los 14 pasajes en que aparece, 7 están en la tabla doméstica, y de los otros 7, algunos se hallan en declaraciones parené-ticas como en 3, 17 y 1, 10.

A este Señor, a quien se menciona en la tabla doméstica con tan sorprendente frecuencia, le es debida obediencia, pero no en un ambiente de ghetto, en una esfera separada de la realidad del mun­do en la que uno se recluye en plan de huida, ni tampoco en una pura interioridad o exclusivamente en el ámbito de la Iglesia, sino también en el plano sociológico y social.

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9. Esto significa, de hecho, que el entramado social y las es­tructuras tienen que convertirse en la ocasión y en el lugar donde se produce el ágape. Por eso produce cierto desconcierío el ideal patriarcal, que en parte ha quedado intacto, y el tinte autoritario de la antigua gran familia, donde el padre de familia, por ejemplo, es el responsable de la educación (en Col 3, 21 solamente se habla a los padres). También la temática fundamental de «subordinarse», referida al comportamiento, por ejemplo, de la mujer frente al ma­rido, corresponde a una convención válida en aquel tiempo. No obstante, se procede a una selección de los modelos de conducta, y en cada caso concreto se modifican algunas cosas y otras se acen­túan de modo diferente.

Por lo que respecta a la palabra «subordinación», ya no vale, por ejemplo, el que el marido determine la «confesión religiosa» de la mujer, o que a la mujer le competa «únicamente honrar y conocer a los dioses en los que también cree el marido» (Plutarco, Praec. Coniug. 19). Esto lo pone de manifiesto el mismo hecho de los matrimonios mixtos, no todos los cuales estaban formados por mujeres no cristianas y maridos cristianos. Subordinación tampoco significa ser­vilismo, porque la subordinación de la mujer se compara en Ef 5, 24 con el sometimiento a Cristo (cf. también 1 Cor 15, 28).

Es más importante, sin embargo, que la exhortación a la subor­dinación no se puede interpretar por sí sola, ya que hay que verla en correlación con la recomendación dirigida al marido. Las reco­mendaciones aisladas hay que ponerlas, pues, en relación mutua, y no se deben entender exclusivamente partiendo del individuo sin­gular. Pero sobre todo, a la vista de lo que se recomienda a los maridos, la casa y su funcionamiento no quedan como unos reduc­tos donde pueden campar la opresión, la dominación y la decisión ajena. El marido no es llamado en absoluto a ejercer la supremacía sino el amor (Col 3, 19 / Ef 5, 25). Por eso la tabla doméstica de la Carta a los efesios transcribe e interpreta inteligentemente sus ex­hortaciones, incluso como un llamamiento a la subordinación recí­proca (Ef 5, 21).

Precisamente la exhortación al ágape con la mujer es en aquella época algo específico y nuevo dentro del sentido que ofrece el macrocontexto de la carta (así por ejemplo H. Greeven, ZEE 1957, 122 y RGG IP, 319; K. Gaíser, o.c. [supra, p. 278], 99). El que el ágape aparezca muy pocas veces fuera del nuevo testamento, y la mayoría de ellas en un sentido bastante intrascendente o en su significado pasional (más a menudo en los LXX, también por ejemplo para la relación de Sansón y Dalila en Jue 16, 4, o la de Roboam con Maaká en 2 Crón 11, 21; otros ejemplos: Gen 24, 67; 29, 18; 34, 2, etc.) no quiere decir gran cosa, teniendo en cuenta sobre todo que la idea no se encuentra en ninguna parte en

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amonestaciones del estilo de las tablas domésticas. El judaismo, sin embargo, ha aplicado algunas veces el precepto del amor al prójimo al amor del marido a la mujer (cf. Billerbeck III, 610; cf. también Tob 6, 19; Jub 36, 34). En cualquier caso, en la tabla doméstica, el ágape no se refiere al amor erótico, sino al amor que se entrega y que prescinde de sí mismo: «como Cristo amó a su Iglesia y se entregó por ella» (Ef 5, 25; cf. también Col 3, 12-14). El que al marido se le llame en Ef 5, 23 «cabeza» de su mujer, implica no solamente una supremacía, sino también una coordinación en beneficio de la mujer (cf. Ef 4, 15s.25 y G. Friedrich, Sexualitát, 88s.91s; W. Schrage, Frau, 160s). El amor se define aquí claramente partiendo de la propia entrega de Cristo y es, por consiguiente, todo lo contrario de una mera cuestión de sentimiento o algo que se sobreentien­de por sí mismo.

En aquellos tiempos, la postura corriente en torno a la relación adecuada entre el marido y la mujer se presentaba bajo otro aspecto. Formulándolo escue­tamente, no se decía, como en la tabla doméstica, «amad a vuestras mujeres», sino que utilizando las citadísimas palabras de los Praecepta Delphica —que al igual que otras frases veían el sentido y la misión de la posición del marido en dominar, dirigir y regir— se decía: «domina a tu mujer». El mismo Plutarco habla, en el pasaje en que alaba la sumisión de la mujer, de la dominación del hombre, aunque, por supuesto, de una forma noble y moderada («no como un déspota, sino como el alma sobre el cuerpo, con simpatía y armonizándose con el afecto», Praec. Coniug. 33). Séneca sin embargo dice sin ningún escrúpulo: «una parte nació para obedecer, la otra para mandar» (De Const. Sap. 1, 1). También según Josefo, Dios ha dado al hombre la soberanía (Ap II, 201).

Con este trasfondo que evidentemente no hay por qué generali­zar, pero que tampoco resulta precisamente atípico, la exhortación al ágape con la mujer pierde todo lo que pueda tener de meramente convencional y empieza a adquirir su auténtico perfil. Si a los hom­bres no se les amonesta a aprovecharse de sus privilegios o a salva­guardar sus derechos, sino que se les exhorta a que reine el amor y la bondad, empezando por la casa, significa que esto tiene unas consecuencias ético-sociales de gran trascendencia.

L. Goppelt declara, por el contrario, que en ninguna parte se convierte al amor en pauta de la conducta que se sigue dentro de las instituciones, sino que los cristianos actuaban ciertamente «teniendo como punto de referencia al Señor glorificado, pero de acuerdo con las reglas impartidas a este mundo con su correspondiente mezcla de pecado» (Christologie und Ethik, 130). Pero con semejante doctrina «de los dos reinos», es decir, con una distinción abrupta entre la esfera religiosa y la social, no se puede hacer justicia al texto. La argu­mentación cristológica no legaliza ni las estructuras sociales ni las prácticas habi­tuales que se dan en ellas, sino que «radicaliza el orden establecido, pero, al mismo tiempo, limitando y relativizando muy considerablemente el sistema de dominación existente» (G. Friedrich, Sexualitát, 89).

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En cualquier caso, parece ser una característica fundamental de la tabla doméstica que el amor penetra también, por medio de los cristianos, dentro de las estructuras profanas de la sociedad, lo cual significa, para aquel tiempo, ni más ni menos, que la casa se con­vierte para los cristianos en un espacio donde tiene lugar el ágape. La convivencia matrimonial no debe espiritualizarse con el ágape, pero sí tiene que colocarse bajo el precepto del amor y esto, ade­más, en la vida doméstica cotidiana. La obligación de amar no se recluye en un aspecto religioso del matrimonio y la existencia cris­tiana no queda dividida en una esfera doméstico-mundana y en otra esfera religioso-eclesial.

10. Probablemente se tiene que imponer, también en otras partes, este amor que es capaz de crear relaciones jurídicas y socio­lógicas y que no queda reducido a la relación entre el marido y la mujer. ¿En dónde, si no es en aquel amor que según 1 Cor 13 no se irrita y no se deja llevar por la cólera, tendría su sentido y su posibüidad —además del «no os mostréis agrios con ella» (Col 3, 19) en la relación con la mujer— el «no les provoquéis» o el «no les irritéis para que no se hagan pusilánimes» referido a los hijos (Col 3, 21)?

K. H. Rengstorf (Mann, 35), por ejemplo, ha recalcado con acierto que la perspectiva fundamental de la exhortación a los padres, no es su posición como cabezas de familia, puesto que no se está tratando de derechos ni de privilegios, sino de su misión y de sus deberes específicos. G. Schrenk (ThW V, 1005) sustenta la opinión de que Col 3, 21 y Ef 6, 4 se dirigen contra la patria potestas que degenera en la arbitrariedad y en la brutalidad. No se puede negar que esto es, en verdad, lo que sucede, por lo menos implícitamente. No hace falta más que comparar con Col 3, 21 y con Ef 6, 4, lo que dicen sobre la patria potestas algunos judíos helenistas como Filón y Josefo: «el padre está facultado para reprender a su hijo, para pegarle, para someterle a duros castigos y para encarce­larle. Para el caso sin embargo en que los hijos se empecinen en su testarudez, la ley otorgó a los padres incluso la facultad de llegar hasta la aplicación de la pena de muerte» (Spec. Leg II, 232; cf. también 243ss; de manera similar Josefo, Ant. IV, 260ss). Indudablemente que afloran, tanto en el helenismo (por ejemplo en Menandro y en Plutarco) como en la institución rabínica (cf. bGit 7a) dentro del judaismo helenista, voces contrarias al duro poder paterno. Así el Pseudo-Focilides, 207-209 dice que el padre debe renunciar al castigo de un hijo depra­vado, dejando su corrección en manos de otros. Pero, a pesar de todo, continuó predominando la idea de una disciplina rígida, cosa que ya era típica en la literatura sapiencial (cf. Prov 13, 24; Eclo 30, 1.11, etc.).

En todo caso, en la tabla doméstica, en modo alguno se pone el acento en la idea del castigo o en el ilimitado poder de disposición

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del padre. Lo que sí se acentúa es su obligación. Y esta obligación, aunque de una manera no tan inequívoca como en el caso de la mujer, está en último término condicionada por el ágape. Con lo cual se confirma que las implicaciones y estructuras del mundo deben ser para los cristianos el terreno concreto y la ocasión para comportarse de una manera acorde con el amor.

Ciertamente que a los amos no se les dice: «amad a vuestros esclavos», sino: «concededles lo que es justo y equitativo». A la tabla doméstica le interesa, a este respecto, sobre todo, que los dueños de esclavos, cuyo número no era probablemente muy eleva­do en la comunidad, hicieran justicia a sus esclavos y que respetaran y protegieran sus derechos, es decir, que hicieran lo que también era justo esperar de los amos no cristianos, y lo que seguramente se solía practicar, sin perjuicio de que fuera objeto de exhortación (cf. Séneca, Epistula 47, 10; Pseudo-Focilides, 224). De todos modos, en la tabla doméstica no se da por supuesto lo que se dice en Aristóteles: que el dueño de un esclavo jamás puede hacer a éste una injusticia, puesto que es propiedad suya y ningún hombre se causa a sí mismo una injusticia (Etica a Nicómaco V, 10, 8). Tam­bién los esclavos tienen sus derechos. Para los amos cristianos no significa esto una dispensa del amor (cf. Flm 5.16), sino que supone el recuerdo de que el amor no dispensa del derecho y de la equidad. Expresamente se recuerda a los amos de la tierra que también ellos tienen un Señor. Aquí no se sancionan sin más las estructuras socia­les o se abandonan al arbitrio del individuo, ni tampoco se pretende que el Señor sea el garante de las mismas. Ocurre, más bien, que él se convierte en punto de referencia de todo y que todo queda orien­tado hacia él, y esto significa, al mismo tiempo, que todo se convier­te en un terreno de prueba en relación con el Señor y que todo se mide por el amor.

11. El problema sigue siendo, sin duda, cómo se compaginan con esto las minuciosas recomendaciones a las clases sometidas y subordinadas (la exhortación a los esclavos de «ser obedientes en todo» a sus dueños es la más extensa). En este punto, el autor quiere, por lo visto, evitar que se confunda la libertad cristiana con la libertad social, aunque también haya que tomar en consideración la responsabilidad —por lo demás apenas tomada en serio— de las mujeres, niños y esclavos, además de la relativización de los señores terrenos, la orientación al Señor por antonomasia y la perspectiva escatológica. No obstante habrá que apresurarse a dar la razón a los numerosos críticos de las tablas domésticas, en su rechazo de las recomendaciones que persiguen la subordinación, porque en este

La ética de la responsabilidad en las cartas deuteropaulinas 311

aspecto es donde menos éxito ha tenido la «cristianización», e in­cluso la postura fundamental conservadora ha quedado en este pun­to rezagada en relación con lo que entonces era posible y se practi­caba. Si tiene vigencia la recomendación de que reine «por encima de todo el amor» (Col 3, 14) y de caminar en el amor, «como Cristo amó» (Ef 5,1) —y en ninguna parte se da a entender que estas exhortaciones no tengan validez para el comportamiento den­tro de las estructuras de este mundo o que choquen con los límites de lo que se podría llamar leyes privativas del mundo—, en ese caso, también habrá que usar la misma medida, en la tabla domés­tica, con las exhortaciones particulares a los menos privilegiados y tampoco podrán quedar aisladas del tratamiento general del tema. Sin embargo estas aplicaciones especiales resultan problemáticas, sobre todo hoy en día. El problema no es la estratificación ni las diferencias sociales, ni la consolidación, legitimada más tarde, de las antiguas estructuras como algo permanente e inamovible. El problema estriba en la ausencia de contrapesos ante el abuso de los condicionamientos represivos creados por los superiores.

12. Como final, echemos una rápida ojeada a la segunda Carta a los tesalonicenses que, por cierto, no procede de Pablo sino de otro autor, y que, a su vez, es distinto del autor de Col y de Ef. También aquí desempeña un papel importante el pensamiento de la tradición apostólica y de su autoridad (2, 15), principalmente en la parénesis (3, 6.10.12). Desde la perspectiva ética tiene importan­cia, sobre todo, 3, 6ss, donde se recalca el ejemplo apostólico del trabajo realizado para atender al propio sustento, en cuanto norma vinculante de la obligación que tienen los cristianos de trabajar. La comunidad estaba, por lo visto, inquieta, debido a la insistente ex­pectativa inminente de la parusía, como si el día del Señor estuviese ya a las puertas (2, 2). No es del todo seguro si esta alta tensión apocalíptica era la responsable de la «desordenada» manera de vi­vir, del vagabundeo y de la vagancia, o si existía una holgazanería generalizada (cf. más ampliamente en W. Trilling, EKK, o.c).

II. LAS INSTRUCCIONES APOSTÓLICAS EN LAS CARTAS PASTORALES

Bibliografía: H. W. Bartsch, Die Anfánge urchristlicher Rechtsbildungen (ThF 34), 1965; M. Dibelius, DiePastoralbriefe (HNT 13), tercera edic. reelabo-rada por H. Conzelmann, 1955; W. Foerster, Eusebeia in den Past.: NTS 5 (1958/59) 213-218; O. Merk, Glaube und Tat in den Pastoralbriefen: ZNW 66 (1975) 91-102; St. Ch. Mott, GreekEthícs and Christian Conversión: ThePhño-nic Background oí Tit. II10-14 and III3-7: NT 20 (1978) 22-48; J. T. Sanders,

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81-90; P. Trummer, Die Paulustradition der Pastoralbriefe (BET 8), 1978, 227-240; P. Stuhlmacher (bibliografía en cap. 5, I), 181-184; R. Volkl, 323-341; H.-D. Wendland, Ethik, 95-101; I. H. Marshall, Faith and Works in thePastoral Epistles, en SNTU/A, t. 9, 1984, 203-218.

Las cartas pastorales son, en mucho menos medida que Colosenses o que Efesios, un documento de unos discípulos que seguían la misma línea de Pablo. Todo es aquí mucho más prosaico, más doméstico, más cívico, más moral y hasta más tradicional y formalista, pero sobre todo es más propio de una iglesia oficial y más institucional. En primer plano aparece la refutación de los herejes, resaltándose la tradición eclesiástica, la disciplina comunitaria y la dirección de la comunidad. Todo apunta hacia una estructura oficial reglamentada e incon­movible, dotada de competencias claras. La comunidad ya no aparece como una entidad autónoma con iniciativas propias. También la parénesis tiende en prime­ra línea a la tranquilidad y al orden, mientras que unas sólidas costumbres ecle­siásticas hacen su aparición al lado del indicativo, la mayoría de las veces sin ningún tipo de conexión. La temática es tradicional y está doctrinalmente asen­tada bajo la forma de reglas morales y de conducta.

Con esto no se pretende, sin embargo, desautorizar sin más las cartas. Hay que ver antes que nada que, a pesar de toda la ineludible crítica objetiva contra la hipertrofia del principio de la oficialidad y de la legitimidad, a estas cartas también les correspondía en aquellos tiempos el mérito de haber amarrado sen­satamente y recuperado una doctrina que amenazaba con dispersarse en la esfera especulativa, ascética, apócrifa e iluminista, tal como se puede ver en la paréne­sis. La arremetida de la gnosis era, por lo visto, tan potente que era preciso apoyarse en lo seguro y se necesitaban unas reglas eficaces. Otra cuestión distin­ta es si el pragmatismo y el tradicionalismo tenían en verdad que pronunciarse tanto como aquí ocurre. Por otra parte, el que tiene sensibilidad para los cam­bios históricos y es consciente de la necesidad no de repristinar a Pablo, en una época distinta, a base de historizarlo, sino de reactualizarlo e incluso de superar­lo, echa en falta, con cierta decepción, un correctivo carismático y escatológico. A pesar también de que los pneumáticos gnósticos aludían al Espíritu con una profusión exagerada, no se aceptará con facilidad que el iluminismo y la gnosis sólo se puedan corregir con una mentalidad jerárquica oficial y con una moral burguesa de vía estrecha, como si los peligros internos y externos se pudiesen conjurar antes que nada con una estabilización de la institución y de las costum­bres. Pero con todo esto no se debe pasar por alto ni minimizar el respetable intento de fijar y de elaborar el legado de Pablo.

1. También aquí hay que preguntar lo primero de todo por el principio y fundamento de la ética. Lo que sí se puede constatar es que también en las Cartas pastorales el indicativo sirve de base al imperativo, pero que ha desaparecido la paradoja de esta determi­nación de relación que se puede observar todavía en Colosenses y en Efesios. Como fundamento de una exhortación similar a las de las tablas domésticas se dice, por ejemplo, en Tit 2, llss, que se ha manifestado la gracia de Dios «que sirve a todos los hombres para

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la salvación y nos enseña a que neguemos la impiedad y a que vivamos sobria, justa y piadosamente» Aquí sale a relucir que efec­tivamente también las Cartas pastorales fundamentan la ética sote-riológicamente y la interpretan como respuesta a la gracia de Dios, pero que esta soteriología se basa más en la encarnación, y que por lo demás también tiene acentos diferentes de los que se presentan entre los discípulos más antiguos de Pablo. Con esto no se niega la presencia de auténticos elementos paulinos, pero las diferencias, por ejemplo en la pneumatología y en la escatología, tienen una mayor trascendencia. Sobre la obra del Espíritu o sobre el bautis­mo, por ejemplo, sólo se habla de paso.

En Tit 3, 5s se dice que Dios nos ha salvado por su misericordia, por medio del baño del renacimiento y por la renovación del Espíritu, que abundantemente derramó sobre nosotros a través de Jesucristo. Esto tiene como meta y como consecuencia que los bautizados, en cuanto justificados y en cuanto herederos, hacen obras buenas. También se puede aducir aquí 2 Tim 1, 7, interpretándolo incluso en sentido paulino: el que Dios «no nos ha dado un Espíritu de temor, sino de fortaleza, de amor y de templanza», trae a la memoria las frases de Pablo sobre el Espíritu como savia de la nueva vida. De todos modos, éstos son los únicos pasajes, de los trece capítulos' de estas tres cartas, que se pueden traer a colación para confirmar que la vida de los cristianos se basa en la acción del Espíritu (cf. más ampliamente en E. Scbweizer, ThW VI, 443s).

El Espíritu ya no se interpreta como donación y comienzo del ésjaton, sino que, en lugar de eso, ahora quedan mutua y estrecha­mente unidos el Espíritu y la función. Ya no se habla, por tanto, de la pluralidad de carismas, sino sólo del carisma de la gracia de estado en conexión con la ordenación. El Espíritu que se otorga en la ordenación se ha convertido para esta Iglesia en más importante que el Espíritu que se da a cada cristiano en el bautismo, como savia de la nueva vida. No en vano, este Espíritu capacita para conservar el tesoro encomendado de la pureza de la doctrina (2 Tim 1, 14). Se habla en verdad de la esperanza de futuro (cf. 2 Tim 4, 8; Tit 2, 13; 3, 7), pero ha perdido la función crítica y movilizadora, y no puede ni hacer zozobrar la instalación continuista en el mundo ni impulsar la cristiandad para adelante. Indudablemente el autor se ha aferrado al carácter testimonial del estilo de vida cristiano (sobre todo en los que desempeñan un cargo, aunque también en los demás casos: 1 Tim 5, 14; 6, 1; Tit 2, 5.8.10), y con igual claridad se ha atenido a la interrelación entre el evangelio porta­dor de la salvación (cf. 2 Tim 1, 10) y la fe, pero este estilo de vida es todo menos carismático y la fe se ha llegado a convertir, «equipada con los atributos del buen proceder», en una virtud

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cristiana (O. Merk, 93). A pesar de todas las profundas modifica­ciones del principio paulino, en general hay que constatar que la presencia de la salvación es el fundamento de la ética. Pero lo que es discutible, es si, «a pesar de toda la parcialidad y falta de empuje, es la legítima continuidad del pensamiento paulino» porque «se entiende la gracia como la fuerza que configura la vida diaria civil» (R. Bultmann, Teología, 614).5

2. Si se pregunta por los criterios y por la temática de la ética, hay que mencionar, además de la fe en la creación, sobre todo la amplia coincidencia con los ideales de la moral y del espíritu cí­vico helenista. El esquema de la imitación cristológica, al igual que los dichos del Señor, brillan por su ausencia. Tampoco se saca par­tido al antiguo testamento con su tradición sapiencial y de máximas, así como tampoco a su parénesis de los mandamientos (la ley es según 1 Tim 1, 9, para los que están fuera de la legalidad y para los rebeldes). En su lugar ha hecho su aparición la tradición parenéti-co-catequética, que está considerada como una guía segura y dotada de autoridad, de la conducta práctica de los cristianos (cf. 1 Tim 4, 9; Tit 3, 8).

A diferencia de lo que ocurre con los preceptos veterotestamen-tarios, la actitud es diferente en el tema de la creación, el cual le viene bien al autor y le resulta de interés precisamente en su lucha contra la ascética dualista. Por eso a la prohibición herética del matrimonio y a la abstinencia de alimentos, se contrapone, expresa­mente en 1 Tim 4, 3s, la fe en la creación, diciendo que los falsos maestros prohiben lo que ha sido creado por Dios para que se tome con agradecimiento, «pues todo lo que Dios ha creado es bueno y nada de lo que se toma dando gracias es reprobable, pues queda santificado con la palabra de Dios y con la oración».

No es seguro que aquí se refiera a la palabra divina de la creación, pero, en cualquier caso, el pensamiento de la creación es aquí un correctivo y un criterio decisivo de la manera de vivir cristiana. Por lo demás, algo parecido ocurre también con Tit 1, 15s: «todo es limpio para los limpios, mas para los impuros y para los infieles nada hay puro, sino que su mente y su conciencia están contaminadas. Alardean de conocer a Dios, pero con sus obras le niegan». Difí­cilmente cabe entender esto simplemente como una frase de corte racionalista o como una frase «igual que la que podría defender la gente ilustrada de todos

5. En la misma línea N, Brox, RNT, 175; críticamente U. Luz, Rechtfertigung bei den Paulusschülern, en FS E. Kásemann, .1976, 365-383, en especial p. 379, nota 42.

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los países frente a la ascesis cultual de los alimentos» (así M. Dibelius - H. Con-zelmann, HNT 13, o.c). No obstante, la fe en la creación puede perfectamente admitir también un vínculo limitado con la ilustración, como se puso de mani­fiesto con Jesús y con Pablo. Pero la idea de la creación no basta, ella sola, para explicar la tesis de resonancias paulinas de Tit 1, 15, lo cual se demuestra en el judaismo, donde, a pesar de su fe en la creación, se mantiene una rígida distin­ción entre puro e impuro. 1 Tim 2, 13 también demuestra que la idea de la creación puede contribuir al apoyo de los ideales patriarcales. P. Stuhlmacher habla, a la vista de 1 Tim 2 y 6 así como de Tit 2, y no sin razón, de una «teología estática de la creación» (184). Por lo demás, la tesis de Tit 1, 15, a diferencia por ejemplo de lo que ocurre en Rom 14, no queda delimitada por el motivo del amor y por la consideración hacia los débiles.

En general, el amor no tiene ya la importancia que se le atribuye en Pablo o en sus discípulos de Colosenses y Efesios. Únicamente 1 Tim 1, 5 nos recuerda el pensamiento paulino, cuando se llama ahí al amor «meta del adoctrinamiento», como contraposición a los mitos, especulaciones y palabrerías hueras y vanas de los falsos doc­tores, es decir, que se estaba refiriendo al amor activo. Sin embargo, en otros pasajes donde aparece el ágape, ha perdido su papel domi­nante, aun cuando aparezca la mayoría de las veces en compañía de otras ideas importantes, como fe y pureza (1 Tim 4, 12), fortaleza y templanza (2 Tim 1, 7), justicia y paz (2 Tim 2, 22), longanimidad y paciencia (2 Tim 3, 10). Un pasaje como el de Tit 2, 2 nos descu­bre con toda claridad que el autor ha rebajado de categoría al amor, en beneficio de otros valores y prioridades. El autor aconseja aquí a los ancianos a que vivan honradamente, con prudencia, en la fe verdadera, en la caridad y en la paciencia (cf. también 1 Tim 6, 11). La caridad no es aquí nada más que una virtud entre otras.

3. De estas tres cartas se puede deducir también, con toda clari­dad, a qué otra virtud ha cedido la caridad su preeminencia y su su­premacía. La idea central y la posición fundamental la ha ocupado la eusebeia, la piedad, el temor reverencial, la conducta grata a Dios.

W. Foerster ha demostrado que en la eusebeia no hay que recalcar única­mente el aspecto religioso o moral, sino que ambas cosas forman una unidad. Este concepto, dentro del mundo griego, es una «expresión que se aplica gene­ralmente al comportamiento reverencial», ya sea en relación a los padres, a los muertos, a la patria, al derecho, etc., es decir, «un comportamiento reverencial a las estructuras sobre las que se apoya toda la vida familiar, estatal y también interestatal» (215). Pero dado que los dioses se consideran garantes de estas es­tructuras, eusebeia puede significar también, simplemente, la piedad. En resu­men: la eusebeia es lo que caracteriza a aquel que «respeta aquellas estructuras que soportan la convivencia y que son protegidas por los dioses» (ibid.).

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W. Foerster interpreta, siguiendo esta línea, los testimonios de las Cartas pastorales. En ellas este concepto cumple su función al oponerse a los falsos doctores de tendencias gnóstico-iluministas que desprecian las estructuras naturales. No se alude aquí de modo general a un comportamiento piadoso, sino al reconocimiento reve­rente de las estructuras, reconocimiento que tiene su raíz en el te­mor reverencial a Dios (217). Esta interpretación tiene su justifica­ción, sobre todo, en 1 Tim 4, 7s: «ejercítate en la piedad, pues el ejercicio corporal (se refiere a la ascética) es de poco provecho, pero la piedad es útil para todo, o produce un gran provecho, pues tiene la promesa de la vida presente y de la futura». En esta misma línea hay que situar también a 1 Tim 5, 3, donde se habla del comportamiento piadoso en extreme con la propia familia.

En otros pasajes, sin embargo, esta expresión tiene un fuerte acento religioso y parece que se refiere más a la piedad, en cuanto que conlleva un comporta­miento honorable y acorde con el orden (así 1 Tim 3, 16; Tit 1, 1). Con respecto a Tit 2, 12, W. Foerster trae a colación incluso la distinción griega entre el comportamiento consigo mismo, con el prójimo y con Dios, a lo cual correspon­de la triple exhortación a una vida sobria, justa y piadosa (cf. también 1 Tim 6, 3.5s y 2 Tim 3, 5 y N. Brox, RNT, 174ss). Por otra parte, esta piedad encuentra su explicación y su concreción en una manera sobria de vivir. En todo esto también desempeña un gran papel la consideración que hay que tener a la reac­ción del mundo circundante (cf. 1 Tim 3, 7; Tit 2, 3ss).

4. Todas estas palabras como eusebeia o semnotés (honradez, decencia, discreción) también tienen, en todo caso, una gran importancia en la ética hele­nista. La fórmula de la vida cristiana corresponde, pues, en gran medida, al ideal helenista. De las cuatro virtudes cardinales clásicas, sólo falta la fortaleza o el valor, aunque S. C. Mott demostró que, con respecto al número trinitario, existen paralelismos en los que se incluye a la eusebeia y, además, al igual que ocurre en la Carta a Tito, en conexión con la liberación de los vicios en beneficio de las virtudes (por ejemplo Filón, Virt. 180), la gracia las conduce a un determi­nado comportamiento (cf. Filón, Sacr. 63; 4 Mac 10, 10).

M. Dibelius habla del «ideal de la ciudadanía cristiana» dentro de las Cartas pastorales, y a la vista de la otra posibilidad (la gnóstica) de conformarse provi­sionalmente con la permanencia en el mundo, quiere entender esta programa­ción de la vida cívico-cristiana como un auténtico testimonio de la existencia en el mundo desde la fe, aunque «ya no se interprete en su rigor primitivo la dialéctica de la existencia escatológica» (HNT 13, 32s). Si la «ética» de la gnosis y la de las Cartas pastorales constituían de hecho alternativas irreconciliables entre sí, un planteamiento teológico de más alcance estaría del lado de las Cartas pastorales. La cuestión es, sin embargo, si realmente el concepto gnóstico del mundo es la única alternativa frente a esta manera ordenada de conducirse, propia de una ciudadanía cristiana.

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Sin duda que Pablo pudo perfectamente recoger ideas de la antigua ética de ordenación, y Colosenses y Efesios hicieron lo mis­mo en una situación diferente (cf. también 1 Pe), sin embargo nadie llegó en este empeño a un tal concepto estático de la ciudadanía como lo hicieron las Cartas pastorales. Una frase como la de que el cristiano debe llevar una vida tranquila y serena, con toda piedad y dignidad (1 Tim 2, 2), constituye un fenómeno único en el nuevo testamento. A este respecto no se debe perder de vista que el status confessionis forma una barrera infranqueable en la que también termina la ciudadanía respetuosa del orden. La descripción de la disposición para aceptar la muerte de 2 Tim, se sale también, según M. Dibelius - H. Conzelmann, «del ámbito de las virtudes ciuda­danas normales» (HNT 13, 32). N. Brox añade que a pesar de la «coincidencia con una mentalidad pragmática "oportunista"», los factores diferenciadores hay que verlos también en la «vitalidad y en la motivación que se sacan de la predicación de Cristo» (RNT, 125). Sin embargo, permanece la cuestión de si esto no es solamente algo así como una última barrera, mientras que, en general, predo­mina el ideal de la moral burguesa y, por lo menos en la ética, se difumina la frontera con el mundo. H.-D. Wendland observa acerca de la ética familiar de las Cartas pastorales, por ejemplo, que en ellas ya no se percibe nada del postulado inherente al seguimiento de Jesús, exigencia que puede hacer saltar los mismos vínculos fa­miliares. «Dios se convierte, formulado un tanto incisivamente, en mantenedor y protector de la familia y se desplaza, así, al puesto de los dioses lares paganos» (Ethik, 98). Indudablemente se trata de una observación correcta.

5. Sin embargo, la ciudadanía no se puede llamar sencillamen­te mundanidad o mundanización, como se pone de manifiesto, por ejemplo, en la postura con los bienes de la vida, y sobre todo en la gran estima de la moderación, ya que, por una parte, es lo contrario del ascetismo y de la huida del mundo, pero, por otra parte, tam­bién se opone a los «apetitos mundanos» (Tit 2, 12) y al pasado pagano que iba unido a «toda suerte de concupiscencias y placeres» (Tit 3, 3).

Acerca de una moderación prudente (sophrosyne) se dice: «si tenemos alimentos y vestidos, estemos con eso contentos» (1 Tim 6, 8), lo cual nos hace recordar máximas semejantes de los cínicos sobre la frugalidad (cf. Diog. Laert. VI, 105). Esto no se refiere a una renuncia de los bienes, sino a cierta vía media y compromiso entre la falta de bienes y la riqueza. Los ricos pueden caer en apeti­tos vanos y perjudiciales, en tentaciones y lazos (1 Tim 6, 9) y

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además, según 1 Tim 6, 10, la avaricia es la raíz de todos los males, según atestigua un viejo y conocido proverbio. Mientras, pues, se pone en guardia contra los peligros de la avaricia y de ser rico, se presupone por otra parte, como algo totalmente lógico, que se dis­pone de cierta cantidad de bienes (cf. 1 Tim 5, 16, etc.). A los ricos se les encarga «que no sean altivos, ni que pongan su confianza en la incertidumbre de las riquezas, sino en Dios, el cual nos provee abundantemente de todo para disfrute» (1 Tim 6, 17). Pero, ante todo, los ricos deben ser generosos y de esta forma mostrarse ricos en buenas obras (v. 18). Las palabras del autor sobre el disfrute del vino muestran una tendencia similar y son típicas de su postura. No hay que ser excesivamente aficionado al vino (1 Tim 3, 2; Tit 1, 7), ni hay que darse a beber mucho (Tit 2, 3), pero con respecto a la abstinencia del vino se dice: «no bebas sólo agua, sino toma algo de vino a causa de tu estómago y de tus frecuentes enfermedades» (1 Tim 5, 23). Es decir, ni nada de vino, ni mucho vino, sino algo. Este término medio entre la abstinencia y la borrachera es también la característica de la postura con respecto a los bienes de la vida en las Cartas pastorales.

6. Llaman la atención las implicaciones que existen entre dis­ciplina eclesiástica y ética. Lo que se especifica como obligaciones del obispo, del diácono o del presbítero no es otra cosa que el deber de seguir una conducta moral cívica.

«El obispo debe ser inculpable como administrador de Dios, no soberbio, ni iracundo, ni bebedor, ni pendenciero, ni codicioso, sino hospitalario, amador de lo bueno, modesto, justo, piadoso» (Tit 1, 7; de manera similar 1 Tim 3, 2). Algo muy parecido dicen también las normas referentes al ministerio de los diáconos: «deben ser honorables, exentos de doblez, no dados al mucho vino, ni a torpes ganancias..., maridos de una mujer, que sepan gobernar bien a sus hijos y a su casa» (1 Tim 3, 8ss). Finalmente a los más ancianos se les dice también algo parecido (Tit 1, 6).

Comparando las mencionadas cualidades se deduce inmediata­mente que muchas cosas coinciden, y que apenas existe algo especí­fico para cada cargo. Incluso estas cualidades son de suyo válidas para todos los cristianos y no hechas a la medida de un cargo espe­cial (para los obispos y para los diáconos se alude a algunos otros requisitos en el elenco de las obligaciones). «La función eclesiástica forma así parte de la serie de oficios civiles»6. Mucho más sorpren-

6. H. v. Campenhausen, Kirchliches Amt und geisüiche Vollmacht (BHTh 14), 1953, 116ss, cita en 123.

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dente que el hecho de que la mencionada serie de virtudes y de deberes, en el fondo, no exija nada específico a los respectivos en­cargados, sino que valga para cualquier cristiano, es indudablemen­te el que entre las obligaciones que se exigen para los que detentan un cargo, ni siquiera se trata de cualidades específicamente cristia­nas, sino de cualidades humanas y morales genéricas, que también se exigen en la ética del mundo civil circundante. No se puede decir con exactitud cuál es la razón de esta curiosa limitación a lo que ya se encuentra en cualquier ética normal. Estas recomendacio­nes a los que tienen un cargo se presentan bajo la forma de unas listas esquemáticas de virtudes, pero a su vez presentan analogías con el sistema de deberes del mundo helenista (M. Dibelius -H. Conzelmann, HNT sobre 1 Tim 3, lss). Esto constituye sobre todo un ejemplo contundente del hecho de que el autor se apoya, en gran medida, en el ideal de la filosofía moral de su época. Una referencia a la raíz profunda de esta dependencia es quizá la afirma­ción de que sólo puede administrar bien una función el que admi­nistra bien su propia casa (1 Tim 3, 4). A la Iglesia se le designa, en efecto, en 1 Tim 3, 15, expresamente, como «casa de Dios» y al obispo, en Tit 1,7 como «administrador de Dios». Así se compren­de la pregunta de 1 Tim 3, 5: «si alguien no puede dirigir su propia casa, ¿cómo quiere ese tal administrar bien la comunidad de Dios?». A la Iglesia y a la casa se las coloca aquí, por consiguiente, en una estrecha relación mutua. Hay que observar también que la conclusión que se saca de la administración de la casa, con vistas al cargo, no es original, sino que también se encuentra más veces en la parénesis griega (cf. M. Dibelius - H. Conzelmann, HNT 13, sobre 1 Tim 3, 4s). Para el autor, la eclesialidad institucional y la moral civil están en todo caso estrechísimamente relacionadas. Y por el contrarío, para él es totalmente lógico que los falsos doc­tores tengan una moral laxa aunque esto choque con el ascetismo de esta gente. Por esta razón, lo que está en contra de la «sana doctrina» de la Iglesia, se puede detallar en un elenco de vicios (1 Tim 1, 9s).

En ningún momento se puede negar que el autor ha moralizado el mensaje cristiano. Desde el momento en que la pertenencia a la Iglesia se plasmaba primordialmente en una vida eclesial regulada sistemáticamente, y en una honestidad ciudadana, y desde el mo­mento que el pecado era considerado primordialmente como un fa­llo moral, se estaba introduciendo una desviación de graves conse­cuencias. H.-D. Wendland opina que la Iglesia de las Cartas pasto­rales todavía no ha sucumbido al peligro de convertirse en una «ins­titución moral», porque se aferra al Señor Jesucristo, a la gracia

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de Dios y a lo esencial de la sana doctrina (Ethik, 100). En cual­quier caso, ya no está muy lejos de esta frontera y, en mi opinión, incluso la ha rebasado ya en algunos aspectos.

Esto está ciertamente en relación con lo que M. Weber llama «cotidianidad del carisma», que a su vez no se puede separar de una racionalización y, al mismo tiempo, de una banalización. Pero todavía es más trascendental que la escatología se ha perdido como fuerza crítica e inspiradora, y que la característi­ca de provisionalidad sea algo que ya no se toma en consideración con todas sus consecuencias. Pero al mismo tiempo (a pesar de 2 Tim 2, 11), el Crucificado ha desaparecido del centro de la teología y de la ética, cosa que facilitaba, además, la adaptación a lo normal.

7. Para finalizar, descendamos a algunas concreciones que son bastante sintomáticas. Empecemos por el marido y la mujer. El mismo «mulier taceat in ecclesia» de 1 Cor 14, 34, fue añadido probablemente por el autor de las Pastorales (cf. supra, p. 275), teniendo en cuenta sobre todo que en 1 Tim 2, l i s se encuentra una afirmación parecida.

«La mujer aprenda en silencio, con plena sumisión. No consiento que la mujer enseñe y domine al marido, sino que se mantenga en silencio, pues el primero fue formado Adán, después Eva. Y no fue Adán el seducido, sino la mujer fue seducida e incurrió en transgresión. Se salvará por la crianza de los hijos, si permanece en la fe, en la caridad y en la esperanza, acompañadas de la modestia».

Es discutible si esto se refiere a la postura de la mujer en el mundo o a su comportamiento en los actos de culto. H. W. Bartsch hace de la necesidad virtud, y declara que la imposibilidad de trazar una línea de separación entre las normas litúrgicas y las de validez universal, demuestra que el autor no tiene el menor interés por esta delimitación de fronteras (6). Si la comunidad adopta las normas válidas para los actos litúrgicos como obligatorias para el resto de la vida, revela con esto que entiende que la vida entera de la mujer discurre como si estuviese en la presencia de Dios (70). La cuestión, sin embargo, por lo menos desde la perspectiva de la historia de la salvación, se plantea al revés: las normas originariamente genéricas se reivindican para los actos litúrgicos, como ocurre también con los modelos para obispos, donde se aplican unas cualidades genéri­cas a la función episcopal.

Esto significa también que el autor no establece ninguna distin­ción entre acto litúrgico y vida ciudadana, pero no porque el acto litúrgico pruebe su eficacia en la vida cotidiana del mundo, sino porque el mundo penetra hasta en el mismo acto litúrgico, de forma que las normas civiles también son válidas para el acto litúrgico. Si la prohibición de enseñar aplicada a las mujeres en el v. 12, se refiere a tomar la palabra en las asambleas de la comunidad —en las

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cuales la mujer no debe interferirse en la función docente reservada a los hombres—, entonces la moral ha prevalecido aquí en el acto litúrgico, y al mismo tiempo la disciplina de la Iglesia y la jerarquía de las funciones ha vencido al carisma. El Espíritu de Dios que, según Pablo también se apodera de la mujer y habla a través de las mujeres, tiene que callar porque no está de acuerdo con la costum­bre de que las mujeres hablen públicamente, lo cual, al igual que 1 Cor 14, 34s, está en contradicción con 1 Cor 11, 5. Ciertamente es todavía más problemático el fundamento de la prohibición de ense­ñar y de la obligación de someterse a lo que enseñan los hombres. El principio de que lo más antiguo es más digno de estima y que el hombre fue creado antes que la mujer, se puede calificar de vetero-testamentario (cf. también 1 Cor 11, 8s). Lo que sin embargo es más problemático es que a la mujer se le impute toda la culpa del pecado original (v. 14).

Esto está en contradicción tanto con el enfoque paulino de Rom 5, 12, como con el relato veterotestamentario que expresa claramente la culpabilidad común de Adán y de Eva. Pero responde a afirmaciones como la de Eclo 25, 24: «de una mujer viene el principio dej pecado, y por su causa morimos todos». Posi­blemente, y debido a una tradición judía, se llegue a pensar en un pecado de lujuria de Eva con la serpiente. Esto explicaría el problemático versículo 15, en el que el criar hijos pasa por ser una parte del camino de la salvación. La expiación de la culpa y la salvación tendrían entonces lugar, por decirlo así, en el mismo plano que el pecado, lo cual constituye una afirmación extraordinaria­mente peligrosa y sospechosa. Aun cuando el v. 15 se dirigiera quizá, una vez más, en contra de una minusvaloración herético-ascética del matrimonio y de la sexualidad (o a lo mejor incluso contra la opinión de los falsos doctores de que el parir hijos excluye de la salvación), y aunque se estuviera en favor de una inclusión de los fenómenos naturales dentro de la vida de fe, resulta extraordina­riamente problemática (cf. H.-D. Wendland, Ethik, 97; en sentido positivo P. Trummer, 150) la función salvífica que se les atribuye (aunque se vuelve a recordar en el v. 15b).

En cualquier caso, hay que tener a la vista la postura contraria, para entender la reacción excesiva del autor. Si ya los adversarios de Pablo en Corinto defen­dieron la tesis de que era bueno no tocar a ninguna mujer, no se trata, con todo, de algo seguro (en mi opinión, 1 Cor 7, 1 es una cita de la carta de la comuni­dad, cf. W. Schrage, o.c, supra, 274.278ss; ahí mismo, testimonios de la ascesis gnóstica); de todos modos en las Cartas pastorales encontramos gente que prohi­be el matrimonio fl Tim 4, 3). Esto está en conexión con el desprecio dualista del cuerpo, que por regla general tiene como consecuencia el rechazo del matri­monio y la ascesis sexual, si bien, en casos aislados, del mismo presupuesto fundamental de la degradación y demonización de lo corporal se podría deducir también el libertinismo (cf. ya 1 Cor 6, 12ss). La polémica eclesiástica contra los herejes, que tuvo lugar más adelante, habla continuamente de los gnósticos, según los cuales el casarse y el engendrar procedía, por lo visto, del

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demonio (Ireneo, Haer. I 24, 2) y el matrimonio y el comercio sexual había que calificarlos de obscenidad y de lascivia (Tertuliano, Contra Marcion I 29; Hipó­lito X 19), etc. También los textos gnósticos llegan a calificar el acto generador de «ejercicio impuro» (Sophía Jesu Cristi, 106, 5) y justifican la venida de Jesús «para destruir las obras de lo femenino» (Evangelio de los egipcios), entre otras cosas. Ciertamente que también fuera de la gnosis existían rasgos ascéticos, so­bre todo la abstinencia sexual motivada por el culto, pero estaba reservada casi exclusivamente a los sacerdotes y sacerdotisas (cf. Th. Hopfner, RAC 1, 41ss), por lo tanto no hay que entender esto como un rechazo de principio de la comunión matrimonial y sexual.

Otro pasaje todavía más significativo para la temática que nos ocupa es Tit 2, 2ss. Es curioso que aquí ya no se hable del amor del marido a la mujer, a diferencia de lo que ocurre en Colosenses y en Efesios (cf. supra, p. 307). A la sumisión de la mujer al marido ya no se pone, como contrapeso, el amor del marido a la mujer, sino que a la mujer se le piden las dos cosas. Tampoco se habla aquí, de manera curiosa, de ágape, sino de philia, es decir, que se trata del amor natural al marido y a los hijos. Con toda intención se acentúa, de manera especial, el papel de la mujer, centrado en la familia, como madre (cf. además de 1 Tim 2, 15, también 1 Tim 5, 14).

Lo mismo que se dice del obispo y del diácono que deben ser «marido de una mujer» (1 Tim 3, 2.12; Tit 1, 6), de la mujer se dice que debe ser «mujer de un marido» (1 Tim 5, 9). Con respecto a la mujer se eliminan inmediatamente las respuestas que ya se dieron al hombre, con lo cual la poligamia queda descar­tada. Lo de «marido de una mujer» se ha interpretado como la prohibición de la fornicación o del nuevo matrimonio después de la separación o de la muerte del primer cónyuge, pues la fidelidad matrimonial (así por ejemplo P. Trummer, 151; Id., Einehe nach den Past: Bib 51 [1970] 471-484) se describe, la mayoría de las veces, de otra manera. A partir de eso, a las viudas jóvenes se les reco­mienda expresamente el volverse a casar (1 Tim 5, 14). Por eso lo más razonable es pensar en que las que deben quedarse sin un nuevo matrimonio serían las divorciadas (así por ejemplo B. A. Oepke, ThW I, 789).

8. A las viudas se refiere una exhortación verdaderamente cu­riosa en el cristianismo primitivo (1 Tim 5, 3-16)7. En este extenso párrafo se trata de dos cosas: de la asistencia a las viudas, y de la función de las viudas, es decir, del estado de viudedad. Por lo que respecta a lo primero, se puede ver claramente que lo que le intere­sa al autor es reducir el número de las viudas que la comunidad

7. Cf. J. Müller-Bardoff, Zur Exegese von 1. Tim. 5, 3-16, en FS E Fascher s/f, 113-133.

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tenía que apoyar. Ya en el antiguo testamento y en el judaismo era evidente que las viudas y los huérfanos estaban encomendados, de manera especial, a la asistencia de la comunidad (Is 1, 17; Jer 22, 3; Zac 7, 10; Eclo 4, 10, etc.). La novedad de la regulación de 1 Tim 5 consiste en que aquí no sólo se alude a la persona aislada en su caridad individual y espontánea, sino que es la comunidad la que toma a su cargo la responsabilidad y la solicitud por una de las clases, en aquellos tiempos, perjudicadas, desde el punto de vista social, económico y jurídico. Hasta Justiniano no se llegó a fijar legalmente que una viuda recibiese una cuarta parte de la herencia de su marido, pues de no ser así, las disposiciones del derecho sucesorio eran muy desfavorables para ellas (cf. G. Stáhlin, T h W IX, 430ss). 1 Tim 5 pone de manifiesto, además, que la comunidad no estaba en disposición de gastar a manos llenas, en acciones cari­tativas, sus recursos financieros, sino que tenía que hacer cálculos muy precisos (v. 16b). Por eso se recuerda varias veces que el apoyo material de las viudas es, en primera línea, asunto de los familiares afectados. El que no se ocupa de las viudas de su familia, niega la fe (v. 8). Por el contrario, las dádivas de la comunidad sólo deben redundar en beneficio de las «viudas de verdad», con lo cual antes que nada se refiere, por lo visto, a las que no viven en el seno de una familia (cf. v. 16) y están abandonadas (v. 5). Bien es verdad que en el v. 6, a la viuda verdadera se contrapone otra categoría distinta, a saber, la viuda frivola que vive metida en sus diversiones, es decir, que a los criterios sociales, con vistas al sustento por parte de la comunidad, se añaden además los morales (cf. también v. 10). Por consiguiente los presupuestos sociales y morales son los que condicionan la eficacia diaconal de la comunidad.

Si se plantea la cuestión de si el buen samaritano, antes de auxiliar al que cayó en manos de los ladrones, le preguntó por su conducta moral, la diferencia salta a la vista. Ciertamente también aquí hay que ver el problema y no juzgar precipitadamente. Difícilmente tomará nadie a mal el que esta Iglesia no se deje desvalijar sin más, y que no despilfarre la calderilla de las limosnas. Lo único que resulta embarazoso es que la selección se produzca ahora según unos crite­rios morales. Pero lo positivo es constatar que aquí se reconoce lo institucional en su verdadera dimensión, sin ser sobreestimado o absolutizado como un régi­men eclesial (v. 8).

También es discutible si los mismos criterios que se mencionan para proveer el sustento de las viudas, se aplicaban también para pertenecer al estamento de las viudas de la comunidad, es decir, al cargo oficial de viuda, o si el v. 9 inicia una temática propia, desli­gada del sustento de las viudas. Forman parte de la tarea de las

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viudas que están al servicio de la comunidad, posiblemente las visi­tas domiciliarias, pastorales y asistenciales, y en cualquier caso la oración insistente (v. 5; cf, Le 2, 36-38). Probablemente ocurría que el sustento impartido por la comunidad no solamente iba unido a unos presupuestos morales y sociales, sino también a la colabora­ción dentro de la comunidad. Esto no excluye que también pudie­sen ser ayudados otros, pero para la asistencia regular se presupone el ejercicio en la comunidad de una función que, como siempre, tendría que concretarse, es decir, una ayuda vinculada a la propia colaboración.

Sin embargo, las viudas jóvenes son expresamente desechadas a la hora de inscribirse en la organización de las viudas (v, 11). Hay que tener presente a este respecto que en aquel tiempo se contraía matrimonio muy pronto y que el núme­ro de viudas jóvenes no sería nada despreciable. El autor querría, por lo visto, ahorrar a las viudas jóvenes el que se vieran en un conflicto entre la función de viuda y el nuevo matrimonio. El quiere que las viudas jóvenes se vuelvan a casar (v. 14) y no que sean infieles a su promesa, después de haber prometido toda su vida a Cristo y de haber renunciado a otro matrimonio (v. l is) .

Según J. Müller-Bardorff, el autor debe tomar como punto de partida el ideal de una «viuda dedicada a Dios», que practica la abstinencia sexual, ideal que también contaría con su atractivo por otras razones distintas de las religio­sas, razón por la cual le interesaría cercenar ciertos abusos y «combatir una pro­liferación nociva del ideal ascético» (13); cf. sin embargo E. Káhler, Frau, 163.

9. A los esclavos se les exhorta, de manera especial, en dos ocasiones (1 Tim 6, ls; Tit 2, 9s). Lo que más llama la atención en relación con las tablas domésticas de Colosenses y de Efesios (cf. supra, p. 310), es la ausencia de una exhortación paralela a los amos. El cumplimiento de los quehaceres domésticos por parte de los esclavos debe redundar en honor del mensaje cristiano (cf. tam­bién 1 Tim 6, 1).

H. Gülzow ha recordado la difundida opinión de aquel tiempo, según la cual las religiones extranjeras echaban a perder a los esclavos. Por eso se puede probablemente suponer que en las Cartas pastorales se tiende a descontar que «los cristianos sean unos esclavos malos e indignos y que traten a sus amos con desprecio y altanería» (75).

10. En 1 Tim 2, 2 aparece la recomendación, seguida hasta hoy en día, de elevar súplicas y acciones de gracias por los reyes o por el emperador y por todas las autoridades, con lo que se conecta claramente con la costumbre judía y quizá también con la costum­bre de orar del cristianismo primitivo.

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Cf. H. W. Bartsch, 27s; Id., Das Gebet für die Obrigkeit in 1 Tim 2, en Entmythologisierende Auslegung (ThF 26), 1962, 124-132, quien encuentra aquí justamente una «indiferencia frente a la autoridad constituida» (125). Cf. K. Aland, 207. Es sabido que en el templo de Jerusalén se rezaba por el César y por el imperio y que también se ofrecían sacrificios por ellos. La reco­mendación de Hananyas de orar «por la prosperidad del gobierno» (Abot III, 2) tiene que compararse con otras manifestaciones de Filón o de aquellas inscrip­ciones de las sinagogas que dan testimonio de que en las sinagogas del judaismo helenista de fuera de Palestina, eran conocidas las manifestaciones de lealtad para con los soberanos (cf. W. Schrage, ThW VII, 825).

El fundamento de las preces en las Cartas pastorales no alude al peligro de una posible hostilidad por parte del Estado, ya que la recomendación es independiente de la situación política. Los repre­sentantes y los órganos estatales tienen que crear, por decirlo así, el marco dentro del cual la comunidad pueda realizar el ideal de una vida grata a Dios y a los hombres. Sabemos por la carta a Policarpo, que era más o menos coetánea, que las preces no se interrumpían ni siquiera en las épocas de hostilidad y persecución estatal, pero que, por otra parte, podían compaginarse perfectamente con la in­subordinación. En cualquier caso, el Estado, según la opinión del autor, debe impedir el caos y posibilitar una convivencia ordenada y al mismo tiempo, por tanto, hacer posible una vida cristiana de acuerdo con la voluntad de Dios. En este aspecto, el Estado no debe ciertamente hacer más. Esta última reserva, que las Cartas pastorales comparten con los demás testimonios del nuevo testa­mento, queda plasmada en las mismas preces: «las preces, por posi­tivas que sean, son, de una manera rotunda, una negación de la adoración. El que necesita preces, por muy emperador, rey o gober­nador que sea, no es más que un simple hombre».8

III. EL ESTILO DE VIDA CRISTIANO SEGÚN LA PRIMERA CARTA DE PEDRO

Bibliografía: G. Delling, Der Bezug der christlichen Existenz auf das Heils-handeln Gottes nach dem ersten Petrusbrief, en FS H. Braun, 1973, 95-113; L. Goppelt, Prinzipien neutestamentlicher Soziaíethik nach dem 1. Pett., en FS O. Cullmann, 1972, 285-296; Id., Die Verantwortung der Christen in der Ge-sellschafi nach dem 1. Pete, en Tneologie des NT 11, 1976, 490-508; E. Lohse, Paránese und Kerygma in 1. Petr., en Die Einheit des NT, 1973, 307-328;

8. G. Kittel, Das Urteil des NT über den Staat: ZSTh 14 (1937) 651-680, cita en p. 665.

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K. Philipps, Kirche in der Gesellschañ nach dern 1. Petr., 1971; R. Schnacken-burg, Botschaft, 296-301; I. B. Soucek, Das Gegenüber von Gemeínde und Welt nach dem 1. Petr.: CV 3 (1960) 5-13; W. C. van Unnik, The Teaching of Good Works in 1 Peter: NTS 1 (1954/55) 92-110; H.-D. Wendland, Ethik, 101-104; Ch. Wolff, Christ und Welt ím 1. Petr.: ThLZ 100 (1975) 333-342; C. F. D. Moule, The Nature and Purpose of 1 Peter, en Id., Essays in NT Interpretation, 1982, 133-145.

Puede causar sorpresa el que también la primera carta de Pedro se encuentre incluida aquí entre las deuteropaulinas. Esto tiene sin embargo su explicación, aunque el mismo autor no se apoye en Pablo sino en Pedro. La gran cercanía y afinidad del desconocido autor con el Corpus Paulinum ponen de manifiesto en qué medida defendía opiniones paulinas y deuteropaulinas y, además, que ese autor sólo podía surgir en la esfera de irradiación de la predicación y de la teología paulina. Hay ciertas cosas comunes que ciertamente tienen que atribuir­se a tradiciones comunes (cf. ante todo las afirmaciones cristológicas y el ámbito parenético). Pero junto a esta tradición común, quedan muchas otras cosas que se pueden reivindicar como típicamente paulinas.

Prescindiendo de las tradiciones comunes con Pablo, la carta está, por lo demás, repleta de numerosas tradiciones cristianas primitivas. Así se han podido reconstruir cánticos y fórmulas de confesiones de fe, y sobre todo formas pare-néticas del cristianismo primitivo que estaban ya plasmadas en el ámbito cristia­no primitivo y en el judaismo veterotestamentario. Evidentemente también a este autor le interesaba menos la originalidad que la transmisión y actualización de las frases consagradas.

La carta se dirige a una comunidad que se encuentra entre tribulaciones y sufrimientos y sometida a una presión por la adaptación al medio ambiente. Los cristianos son objeto de sospechas y de injurias e incluso, por lo visto, son perseguidos ante los tribunales por el hecho de ser cristianos. El autor quiere evitar confrontaciones innecesarias, pero al mismo tiempo sabe que no siempre se puede evitar el distanciamiento que surge por el estilo de vida no conformista de los cristianos, por la discriminación o incluso por la imputación de crimi­nalidad.

1. De manera similar a Pablo, la promesa del presente y del futuro salvífico es la que sirve de base y la que motiva la parénesis, aun cuando preceda el imperativo y luego, a continuación, se siga la referencia a la voluntad o a las acciones de Dios (cf. E. Lohse, 325). Es típico el «puesto que» causal para basar las exhortaciones éticas (cf. 1, 15s; 3, 17s; 5, 5, etc.). Con respecto al argumento del indicativo que sirve de base a la parénesis, se hace patente que el fondo último y específico de la exhortación ética es de naturaleza cristológico-soteriológica. Esto tiene lugar, también en este caso, de una manera un tanto formal, con objeto de indicar, por lo menos, el horizonte en el que hay que ver a la ética. Por eso 3, 16, por ejemplo, habla simplemente de la buena conducta «en Cristo», y

La ética de la responsabilidad en las cartas deuteropaulinas 327

en 2, 13 el autor insinúa el fundamento cristológico valiéndose del giro «por amor del Señor». Sin embargo son mucho más caracterís­ticos los razonamientos a través de frases, confesiones de fe e himnos kerigmáticos que dan testimonio del acontecimiento salvífico funda­mental de la muerte en cruz de Jesús. Por eso, según 1, 17-19, los cristianos deben llevar una vida responsable, porque saben que han sido rescatados de su vano proceder con la sangre preciosa de Cris­to. En 3, 17s se dice que es mejor padecer por hacer cosas buenas, que hacer el mal, porque Cristo, siendo justo, murió por los injustos a causa del pecado. A continuación viene un fragmento hímnico que con lenguaje incisivo describe la obra salvífica de Cristo e in­tenta presentar la suerte de Jesucristo a los ojos de la comunidad —que estaba inmersa en su tribulación— como un toque de alien­to. De manera similar, en la exhortación a los esclavos del cap. 2, para poner los cimientos a la parénesis de la tabla doméstica, se echa mano de la tradición cristológica, aplicándola a la situación de los esclavos cristianos (2, 21ss). Estos deben saber que la muerte expiatoria y vicaria de Cristo también les da a ellos la posibilidad de una vida que discurre en la justicia y que está libre de pecados y extravíos (2, 24s). De acuerdo con el penoso destino de los desti­natarios, que sirve de punto de partida, es perfectamente coherente que continuamente se enfoque, sobre todo, al Cristo doliente. Los cristianos que sufren y padecen tribulación son contrastados, en su tribulación y en sus padecimientos, con el Cristo doliente y atribu­lado, para ser así consolados y alentados. Resulta casi evidente que este crucificado es, al mismo tiempo, el resucitado (1, 3) y el Señor viviente (3, 18) y exaltado (3, 22).

2. A diferencia de Colosenses y Efesios, y de las Cartas pasto­rales, en 1 Pe, la esperanza escatológica y «viva» por la resurrección de Cristo, constituye una de las más importantes fuerzas motrices de la existencia y de la ética cristianas. La fe, en cuanto esperanza (cf. 1, 21), está siempre orientada, de manera automática, hacia adelante, hacia la alegría esperada e «indecible» (4, 13), que traerá consigo la segunda venida de Cristo (cf. 1, 8s). En 4, 7 se dice expresamente: «el fin de todo está cercano. Sed, pues, discretos y sobrios con vistas a la oración. Ante todo tened unos con otros ferviente caridad». Aquí aparece de manera patente e inconfundible una recomendación, motivada escatológicamente, de sacar las con­secuencias oportunas a la vista del próximo fin de todas las cosas, cosa que, por lo demás, también es importante porque se trata de un documento del final del siglo I, y entonces la espera del fin desempeña todavía un papel dominante de estas características.

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La ética tampoco es aquí un sucedáneo, sino una consecuencia de la escatología (cf. 4, 17, donde la frase escatológica sirve de base a la exhortación del v. 16). En 1, 13, del conocimiento de la hora del final de los tiempos, se deduce la recomendación a estar preparados y a vivir sobriamente: la provisionalidad de todo lo intramundano permite, en verdad, ser discretos y razonables, de forma que los cristianos ya no necesitan perder la cabeza ante los acontecimientos de este mundo, en cuanto que no son definitivos. La manifestación futura de Jesucristo hace que los cristianos se sientan desilusionados con los acontecimientos de este mundo y que al mismo tiempo se movilicen. Su esperanza la ponen por entero en el Señor y en cuan­to que, precisamente así, son «hijos de obediencia» (1, 14), quedan libres de la necesidad de adaptarse al mundo y en disposición de actuar con serenidad.

Tiene especial importancia el epígrafe de la extensa tabla do­méstica en la que los cristianos son considerados «extranjeros y advenedizos» en este mundo (2, 11), como «la comunidad escatoló­gica del éxodo en la dispersión» (L. Goppelt, Prínzipíen, 285). Toda la vida cristiana y todas las actuaciones cotidianas se encuen­tran dentro de este margen. La postura del cristiano dentro de las instituciones de la tierra no se puede entender sin este punto de vista que trastoca todos los valores y establece unas pautas nuevas. Incluso como ciudadanos del Estado o dentro de la misma familia o sociedad, y a pesar de toda la responsabilidad con la que cumplen sus deberes políticos, sociales y familiares, estos «extranjeros y ad­venedizos» tienen su verdadera patria en otro lugar distinto de este mundo y, a pesar de todo el compromiso del amor, esperan su futuro y su salvación de otra persona distinta (más motivos escato-lógicos en 1, 17; 3, 7; 4, 5.17; 5, 1.4 y 3, 9-129). Sin embargo, a éste que va a venir, se le puede esperar, por esta razón, de una manera adecuada, en el tiempo de la «permanencia en el destierro» (1, 17), y se puede dar testimonio de él en la manera de vivir, porque con la redención está ya garantizada la realización plena de la salvación (1, 18; cf. G. Delling, 101).

3. Por eso, en la primera carta de Pedro, además de la escatolo­gía, el bautismo es también fundamento y motivo de la conducta cris­tiana, y debe transmitir a los cristianos aliento, fortaleza y consuelo. El bautismo también alcanza su poder a través de la resurrección de

9. Cf. sobre esto J. Piper, Hope as the Motivatíon oíLove: 1 PeterJ: 9-11: NTS 26 (1979/80) 212-231.

La ética de la responsabilidad en las cartas deuteropaulinas 329

Jesús (1, 3; 3, 21) y de la Palabra (1, 23). La nueva realidad creada por Dios en el «nuevo nacimiento» se aduce en 1, 22s como motivo del intenso amor fraterno. El bautismo conduce eo ipso a la obe­diencia. El imperativo «amaos los unos a los otros» queda enmarca­do y fundamentado, tanto por delante como por detrás, por dos participios de perfecto, que aluden, ambos a dos, al bautismo: «san­tificados» y «renacidos».

Es preciso mencionar como último argumento de la conducta cristiana, el argumento pneumático-carismático, en el que el bautis­mo y el Espíritu están estrechamente unidos, y que además vuelve a recordarnos con gran fuerza a Pablo. Ya en la dirección de la carta se habla de la «acción santificadora del Espíritu» (1, 2). Dado que los otros genitivos de la dirección de la carta son inequívoca­mente genitivos subjetivos, lo mismo ocurre también con la expre­sión «acción santificadora del Espíritu». El sujeto de la santificación es, pues, el mismo Espíritu. Los cristianos no actúan para ser santi­ficados, sino como ya santificados, como prendidos ya e incautados por Dios y por su Espíritu. Los cristianos tienen necesidad del Es­píritu, cosa que también confirman 1, 12 y 4, 14, y sobre todo el fundamento carismátíco de todas las actuaciones cristianas que apa­recen en 4, 10-11. «Si alguno ejerce un ministerio, que lo haga como con el poder que Dios otorga» (v. 11). Todas las obras y ministerios de la comunidad no se realizan por el propio poder, sino por el poder que Dios otorga, y que además otorga continuamente (cf. el presente) y no por un poder que hubiera otorgado de una vez por todas. Dios mismo está actuando en las palabras y en las obras dé los cristianos.

Todo esto confirma que el fundamento de la ética se desarrolla de una manera totalmente similar a la de Pablo: la acción salvífica presente y futura de Dios en Jesucristo es la base y el ímpetus de la actuación de los cristianos. La ética no se considera aquí indepen­diente, sino en conjunción indisoluble con la acción de Dios. Sin un renacimiento no se da una nueva obediencia, sin esperanza no se da una demostración práctica de la existencia cristiana.

4. En la cuestión de los contenidos y de los criterios, y a dife­rencia de lo que ocurre en las Cartas pastorales, vuelve a tener cierta importancia la ética veterotestamentaria, lo cual está en cone­xión con la cristología y con la eclesiología que se orientan hacia la historia de la salvación. En cualquier caso, resulta coherente, par­tiendo del pensamiento de la historia de la salvación de la carta, el que también se recoja, por lo menos parcialmente, la ética vetero­testamentaria. En 1, 15s se dice con un sentido auténticamente

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programático: «conforme a la voluntad de aquel que os llamó y que es santo, sed santos en todo vuestro proceder. Pues está escrito: sed santos, porque yo soy santo».

De todos modos, de la inclusión de la cita veterotestamentaria no se deben sacar conclusiones equivocadas, como, por ejemplo, que la Escritura del antiguo testamento, en cuanto Escritura, reivindica su vigencia para los cristianos de una manera global. Aquí no se transcribe a capricho una cita cualquiera, sino un theologumenon central del antiguo testamento. Es decir, que no es que todo el antiguo testamento sea considerado como normativo, sino que se recoge su in­tención fundamental, a saber, que la comunidad, como «pueblo santo» (2, 9), se debe dejar absorber en todo su proceder, por Dios, sin reservas y con exclusivi­dad. Por el contrario, difícilmente respondería a la mentalidad del autor una recomendación global de todos los preceptos singulares veterotestamentarios, aunque él mismo no mencione ningún criterio objetivo con el que se haya de contrastar el antiguo testamento, sino que más bien parece dominar el principio formal del «escrito está». Pero el parecer engaña. Aquí no sólo selecciona sino que cambia de significado. «Santo» en 1 Pe ha adquirido sin lugar a dudas un sentido distinto al que tiene en el Pentateuco. Por ejemplo, no se puede hablar más de la pureza levítica.

Sin embargo, otros dos pasajes confirman que, a pesar de todo, el antiguo testamento también se considera vigente en la ética. En la exhortación a las mujeres se aduce como argumento un ejemplo del antiguo testamento en el que a las mujeres cristianas se les inter­pela como «hijas de Sara» (3, 6). En este caso se delata también la razón interna de por qué se puede utilizar el antiguo testamento como libro de ejemplos éticos: los cristianos son herederos de la promesa (cf. 1, 10-12). Mientras que Pablo designa a los cristianos como hijos de Abrahán y únicamente ve la señal de la filiación de Abrahán en la fe, aquí, en la filiación de Sara, se remite explícita­mente a las buenas obras y por lo tanto se vincula la ética al antiguo testamento. Por supuesto que también aquí hay una interpretación cristiana. También se puede descubrir una' interpretación cristiana en la cita veterotestamentaria más amplia que se contiene en la carta, o sea, en 3, 10-12. La cita procede de los LXX y, por cierto, coincide con bastante exactitud con el tenor literal de los LXX. Lo curioso es que esta cita, que es la más extensa de todas, no se presenta como tal. Probablemente la tradición proverbial y sapien­cial del antiguo testamento pasó entre tanto a ser en tal medida un patrimonio indiscutible de la parénesis cristiana que ya no se volvió a pensar más sobre su origen.

Lo mismo se puede apreciar en 5, 5, donde se cita la famosa frase de que Dios resiste a los soberbios y da gracia a los humildes. Esta famosa frase de

La ética de la responsabilidad en las cartas deuteropaulinas 331

la Escritura, de Prov 3, 34, se cita también en Sant 4, 6, Ign Eph 5, 3 y 1 Clem 30, 2, demostrando así no solamente su popularidad en el cristianismo primitivo, sino también que determinadas frases del antiguo testamento ya no necesitaban la contraseña de su origen. Se les da, por supuesto, una interpretación totalmen­te distinta, como se puede apreciar precisamente en 1 Pe 3, 10-12. La esperanza del salmista citado era incuestionablemente una esperanza intramundana. Los días buenos que presenta como meta, son días buenos en la vida terrena. Pero en 1 Pe se transporta al plano escatológico, es decir, que la vida es la vida eterna, y los días buenos son el bien eterno en el ésjaton. Lo que en el antiguo testamento era una norma de prudencia práctica, adquiere aquí una dimensión escatológica.

P o r m u c h o q u e haya c a m b i a d o la m e t a d e la salvación y la i m p o r t a n c i a d e sus p r e s u p u e s t o s , exis te u n a co inc idenc ia p l e n a en la c o n d u c t a p rác t i ca exigida . T a m b i é n a los cr is t ianos se les p r o h i b e lo m a l o . T a m b i é n ellos t i enen q u e hace r el b i e n y pe r segu i r la paz . P o s i b l e m e n t e se i n t en t e t a m b i é n u n a analogía c o n la c o n d u c t a d e J e sús . As í c o m o en la b o c a d e Cr i s to n o se hal ló e n g a ñ o (2, 22 ) , es to m i s m o d e b e suceder , s egún el v. 10, e n t r e los cr is t ianos .

5 . Es t e t i po d e c o n c o r d a n c i a s mater ia les c o n el c o m p o r t a ­m i e n t o d e Jesús , t a m b i é n se e n c u e n t r a , p o r lo d e m á s , a c e n t u a d o en 1 P e . C u a n d o en 3 , 9 se d ice « n o devolváis m a l p o r ma l o ultraje p o r ul t raje», v iene i n m e d i a t a m e n t e a la m e m o r i a 2 , 2 3 , d o n d e se d ice d e Jesús q u e , u l t ra jado , n o rep l icaba c o n injurias. P e r o esta c o n f o r m i d a d con Cr i s to d e la v ida cr is t iana e n c u e n t r a su e x p r e s i ó n a b s o l u t a m e n t e p r o g r a m á t i c a en 2 , 2 1 : « p u e s t a m b i é n Cr i s to p a d e c í a p o r voso t ros y os dejó e jemplo p a r a q u e sigáis sus huel las» . L o s cr is t ianos t i enen q u e seguir el c a m i n o y el e jemplo d e su Señor .

También de los testimonios reunidos por G. Schrenk (ThW I, 772s) hay que deducir que al ejemplo o al modelo se atribuía originariamente unas característi­cas pedagógicas, cuando se daba a los niños por ejemplo una ayuda mnemotéc-nica y un modelo. El verbo correspondiente se usa para la copia de las líneas que el maestro traza con la tiza para los niños que todavía no saben escribir, de forma que en sus primeros intentos se atengan a esas líneas. Evidentemente esto lo emplea el autor como metáfora, la cual es inmeditamente sustituida o amplia­da por otra que es la de las huellas de los pies. En este sentido, Cristo es el guía cuyas huellas siguen los suyos y de esta manera imitan su ejemplo.

En ambas metáforas, sin embargo, se trata del significado de Jesús en cuanto ejemplo, cosa que se completa también aquí por lo que se refiere al contenido. El camino por el que los esclavos in­terpelados deben seguir a su Señor, es el camino del sufrimiento. La pasión de Jesucristo está, por tanto, planteada aquí, de manera

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inequívoca, dentro del marco de una ética de modelos (cf. Heb 12, 2). Pero lo que aquí predomina no es la idea de modelo, sino la idea de huella, que como tal, no tiene que ser imitada sino seguida, con lo cual, está siempre a la vista la distancia entre el que precede y el que sigue.

Cf. A. Stumpff, ThW III, 407. Una imitación en todos sus detalles no sería posible desde el momento en que la idea de la expiación y de la representación vicaria escapa a tal imitación, e incluso hace saltar la idea de modelo. No obstan­te es totalmente indiscutible que los cristianos tienen que continuar, según el autor, la huella de su Señor.

6. Otra perspectiva importante que 1 Pe recalca con insisten­cia en su ética es el enfoque apologético-misionero. Ya en la frase fundamental de 2, 12 se dice: «vuestra conducta entre los gentiles sea buena, para que en el caso de que os calumnien como malhe­chores en razón de vuestras buenas obras, cuando las consideren con más atención alaben a Dios en el día de la visitación» (algo similar en 3, 16; cf. 4, 14s). El motivo de estas recomendaciones es en todas partes el mismo: los reproches de los gentiles no deben encontrar una razón y un pretexto en el fracaso práctico de los cristianos. Los cristianos no deben recluirse, sino que deben acallar los reproches de los gentiles con sus buenas obras.

Tomando como punto de partida la yuxtaposición de ambos motivos, o sea, la condición de extranjera de la Iglesia en 2, 11 y la actuación de la comunidad en el mundo en 2, 12, K. H. Schelkle no está del todo equivocado cuando se remite a la historia eclesiástica, y declara que ésta testifica «que la Iglesia, cuando más se ha sentido en el mundo como extranjera, tanto más eficazmente consi­guió actuar en el mundo» (HThK XIII, 2, o.c). De hecho, al mundo no se le causa un gran impacto con intentos de una aproximación excesiva o con esfuer­zos penosos por aparecer como más mundanos que el mundo. También hay que cuestionarse, por supuesto, si ésta es la auténtica interpretación de 2, 12. La conversión no se produce, en todo caso, primordialmente, debido a su condición de extranjeros de los cristianos, sino debido a sus buenas obras. Esta es en cualquier caso la opinión de 1 Pe, aunque, como es lógico, las dos cosas se pueden combinar mutuamente.

Se trata sobre todo de las obras buenas, como lo confirma tam­bién 3, ls , donde se interpela a las esposas: «estad sujetas a vuestros maridos, para que si algunos no obedecen a la Palabra, sean gana­dos sin palabras por la conducta de la mujer, al considerar vuestro honesto comportamiento en el temor de Dios». Aunque según el autor, el ser cristiano se tiene que considerar como obediencia a la Palabra, también se le concede aquí una oportunidad al comporta-

La ética de la responsabilidad en las cartas deuteropaulinas 333

miento en sí, cuando la misma Palabra no consigue sus objetivos. Se da ciertamente, por supuesto, que la misma existencia de los cristianos, aunque no medien palabras, es una existencia elocuente e influenciada por la Palabra, y que, además, al marido ya se le ha dicho de sobra la palabra oportuna, puesto que la ha rechazado. Sin embargo, sigue siendo curioso el que, en un matrimonio mixto, se conceda a la conducta lo que se niega a la Palabra rechazada, a saber, la capacidad de «conquistar» a los maridos. Por lo tanto, el autor abriga la esperanza de que obtenga un éxito misionero la vida de los cristianos vivida como irradiación y manifestación de la realidad de la Palabra, es decir, no vivida con un celo fanático por conseguir la conversión, sino sabiendo que la vida es una forma de predicación, que puede confirmar o desacreditar la autenticidad del evangelio.

El autor sabe ciertamente por experiencia que el estilo de vida cristiano puede desencadenar en los gentiles reacciones positivas y negativas. Sobre todo la insoslayable renuncia de los cristianos a las propias formas de vida antiguas, provocaría con bastante frecuencia despedidas dolorosas y conflictos con el ambiente. Aquellos con los que antes se cometían las prevaricaciones referidas en 4, 3 (por supuesto, no se trata sólo de los compañeros de crápula, aunque también se refiera a esto), se extrañarían de que los cristianos, sien­do del todo consecuentes, terminaran de una vez con ese tipo de vida.

Esto significaba un corte con los vicios y además con muchas costumbres de la vida cotidiana, como por ejemplo con las prácticas comunes de la religión y del culto. Los cristianos se distanciarían por ejemplo de festejos públicos y de fiestas nacionales, unidas casi siempre a determinados ritos cultuales, ni asistirían a diversas formas de esparcimiento propios de la vida social, como actos conme­morativos o representaciones teatrales, así como tampoco practicarían las cos­tumbres paganas de la vida matrimonial, etc. La fórmula «en otro tiempo/ahora» no sólo afectaba a las listas de vicios, cada una de las cuales, a excepción de la idolatría, se podría, de hecho, calificar de «bastante genérica, ocasional y trivial» (N. Brox, EKK, 193), sino que dio lugar a que los cristianos «rompieran con otras muchas cosas comunes, sobre todo en la esfera del culto y de la mora­lidad» (194).

Sin embargo, este distanciamiento de las propias costumbres anteriores produce impopularidad, resentimiento y desconfianza. El que rompe los esquemas habituales se hace sospechoso y acreedor de calumnias. De 4, 14 se desprende que la razón de las injurias no es la diferente manera de ser en abstracto, sino el ser cristiano de los cristianos. En cualquier caso, cuando se habla de un estilo de

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vida en razón de la responsabilidad misionera, siempre hay que poner en la conducta cristiana este polo del distanciamiento y de la diferente manera de ser, junto al otro polo de la consideración debi­da y del dar razón, mencionado en 3, 15.

7. Con respecto al tema del valor que se le da al amor, no se puede hablar de una acentuación especial de ese precepto, por lo menos del amor al prójimo y al enemigo. Para el autor no se trata ciertamente de que los cristianos se vayan perfeccionando y de que cuiden su propia religiosidad y su vida interior, sino que se trata de que se comprometan en favor de los demás, por amor. En este sentido existe también aquí el mismo antagonismo a cualquier tipo de piedad y de mística individual que propague el cultivo de la propia alma y el aislamiento del mundo. Sin embargo en 1 Pe no está en primer plano el ágape, sino el amor fraterno, no el amor al prójimo, sino el amor al hermano (1, 22; 2, 17; 3, 8). La comunidad se contempla aquí como familia dei, en la cual reina la fraternidad y en la que se vive en solidaridad mutua. La misma repetición fre­cuente de la exhortación al amor fraterno permite deducir que este amor no es un amor más entre otros. Esto no debe extrañar, pues en las persecuciones y en las tribulaciones difícilmente se encuentra algo más importante que la fraternidad. En 5, 9 se hace referencia explícita a esto. La fraternidad universal de los cristianos, colectiva­mente afectada por tribulaciones, tiene ahora que demostrar su valía.

Por eso la obligación de amarse mutuamente se califica, también en 4, 8, como lo más importante y urgente «de todo». En conse­cuencia, el amor, matizado de esta forma, se define aquí también como la tarea más noble de los cristianos, y se mantiene la preemi­nencia del precepto del amor bajo la forma del amor fraterno. Por supuesto que esto es más bien una tesis, pues, en la misma paréne­sis, en ninguna parte aparece el amor directamente como un pre­cepto regulador. De todos modos se puede demostrar sin ningún tipo de dificultad que este amor tiene sus consecuencia y que tiende a concretarse.

Esto se pone de manifiesto, por ejemplo, en que tiene capacidad para cubrir los pecados, como se dice, apoyándose en Prov 10, 12, en 4, 8b. La hospitalidad mencionada en el v. 9, hay que explicarla también como una manifestación de la caridad (cf. D. Gorce, RAC 8, 1104). La hospitalidad se tiene sin duda que practicar, de una manera especial, con los hermanos y hermanas que están de ca­mino, y cuando, por decirlo así, se trata de un viaje de servicio (cf. Hech 18,2s.26; 3 Jn 5-8; Flm 22, etc.). Hay que tener presente a este respecto, que en aquellos tiempos no había una industria de hostelería, y el viajar solía ser extraordinaria­mente incómodo. La situación de persecución pudo también contribuir para

La ética de ¡a responsabilidad en las cartas deuteropaulinas 335

acentuar la recomendación, pues cae de su peso que las puertas abiertas a los perseguidos y oprimidos eran, de un modo especial, de importancia vital. «Sin murmurar» (v. 9) da a entender que la hospitalidad también puede ser pesada y que cuesta tiempo y dinero, o sea, que hay que ofrecer un amor lleno de des­prendimiento.

En la exhortación a tener compasión y a participar de un mis­mo sentir (3, 8s), se encuentra una recomendación que en último término hay que entenderla como una apelación a la concreción del amor fraterno. Uno tiene que hacer de acompañante de las alegrías y de las penas del otro y debe tomar parte, con comprensión y con compasión, de la suerte del otro. No es del todo seguro si la miseri­cordia y la humildad que se piden en el mismo pasaje tienen presen­te un comportamiento intracomunitario o si, sirviendo de transición al v. 9, van más allá de la comunidad. En cualquier caso, el v. 9 («no devolváis mal por mal... sino al contrario...») tiene unas tan claras resonancias del amor al enemigo del sermón de la montaña que el amor, por lo menos en este pasaje, trasciende la esfera del amor fraterno, y por lo tanto no es posible trazar unas fronteras muy nítidas por fidelidad a la misma carta. Aquí se trata de la solidaridad cristiana con los perseguidos en un medio ambiente hostil. La conducta de los cristianos no puede ser simplemente una reacción frente al modelo de conducta de este ambiente, devolvien­do mal por mal, sino que, en contra de toda lógica y de toda razón, al mal hay que responderle con el bien, y a la maldición hay que contraponerle la bendición.

8. Para finalizar, concretemos algunas ideas sobre los diversos aspectos de la vida, de los cuales se ocupa la carta. En primer lugar se ocupa de las mujeres y de los maridos (3, 1-7). La exhortación a las mujeres en 3, 1-6 no tiene un colorido específicamente cristiano si se exceptúan los versículos lb-2, donde se menciona la tarea misionera en los matrimonios mixtos, y el v. 6, en el que vuelve a aparecer la ausencia de intimidación de la que se habla también en otros lugares. Sobre todo en los v. 3-5 se presenta una tradición que pone en guardia contra el ornato exterior y el lujo.

El ornato exagerado y el lujo de la mujer han sido, en todos los tiempos, el blanco de las críticas morales (Is 3, 18ss; 1 Tim 2, 9). Aparte de eso, existen numerosos testimonios de la literatura no cristiana, en Plutarco, Epicteto, Filón, etc. A pesar de toda la comprensión con los condicionamientos históricos con­cretos y a pesar del «puritanismo» de esta postura, no se puede perder de vista la intención específica que domina: la independencia y el distanciamiento de toda superficialidad y opulencia. En la frase se encierra también la idea de que

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336 Etica del nuevo testamento

el verdadero ornato de la mujer está escondido en su interior, lo cual supone una proximidad nada casual a las afirmaciones dualistas helenistas. Ciertamente que el hombre no se identifica con su aspecto exterior, pero también es cierto que el hombre no se puede desligar y abstraer de su forma externa. Cuando se define al hombre auténtico como el hombre interior, se llega con facilidad a una introversión equivocada, y esto hace que se olvide que Dios asume al hombe en su totalidad y que la obediencia también se lleva a cabo en lo corporal.

La exhortación a los maridos del v. 7 l ü es muy breve en compa­ración con la de las mujeres. La mayoría de las explicaciones de este hecho no acaban de convencer. Lo primero que se podría decir es que el autor pagaría aquí su tributo a la época. Pero por otra parte, a diferencia de las recomendaciones precedentes a las muje­res, aquí responde mucho menos al carácter tradicional del versícu­lo, de manera que éste hay que atribuirlo al mismo autor, el cual se percató —cosa que de suyo no se sobreentiende— de que tampoco debe faltar una recomendación a los maridos.

A diferencia de los v. 1-6, el autor únicamente tiene a la vista en el v. 7 a matrimonios cristianos y no a matrimonios mixtos. A las mujeres se les llama en efecto, «coherederas de la vida de la gracia». La cuestión es si se puede hablar aquí de una «homogeneidad de los maridos y de las mujeres con vistas a los bienes salvíficos y a la herencia eterna», aunque los maridos «tengan que desem­peñar el papel principal, social y litúrgicamente» (así B. Reicke, o.c. [nota 10], 303). Lo que aquí se mantiene con toda probabilidad es que al marido se le conceden «los derechos lógicos a su posición social privilegiada» (N. Brox, EKK, o.c.).

La igualdad de la gracia da lugar a una recomendación que afecta a la relación entre marido y mujer, aquí y ahora, en la vida cotidiana del matrimonio. El que con respecto a la salvación ya no exista ninguna diferencia, afecta de algún modo a la relación entre marido y mujer, incluso en su trato mutuo como pareja. El que sabe que Dios valora a uno, no puede sencillamente ser en casa un tirano y no valorar al otro. Por esta razón, el marido debe poner de manifiesto, también en la vida cotidiana, consideración, com­prensión y estima. Los maridos tienen la obligación de mostrar a las mujeres esta comprensión amorosa como al presunto sexo débil, es decir, que la recomendación se basa también en la constitu­ción más débil de la mujer. Sólo en los casos en que los maridos manifiesten a las mujeres una actitud comprensiva no encontrarán

10. Cf. a este respecto B. Reicke, Die Gnosis der Mánner nach 1 Petr. 3, 7, en FSR. Bultmann (BZNW 21), 1954, 298-304.

La ética de la responsabilidad en las cartas deuteropaulinas 337

obstáculo sus oraciones comunes (v. 7c). Y no se refiere a que se estorbe a la oración con los ruidos de la casa o con las desavenen­cias matrimoniales, sino a una incapacidad fundamental de tipo espiritual para la oración. La falta de amor y de consideración en la relación entre los hombres, perjudica y destruye la misma relación con Dios.

9. Con respecto a lo que el autor dice en 2, 18ss a los esclavos, se atiene a lo convencional, con excepción de la parénesis de los sufrimientos orientada cristológicamente. En realidad no lucha ni por una concepción revolucionaria social o sociológica, ni por un servilismo beato. La palabra clave es también aquí la sumisión (2, 18), y además —tal como se recalca expresamente— no sólo a los dueños bondadosos y clementes, sino también a los desequilibrados y malhumorados, que tratan a sus esclavos de forma dura e inicua. Este tipo de trato duro no era la excepción (cf. supra, p. 285), según lo demuestra toda la exhortación, que en el fondo únicamen­te tiene a la vista a los esclavos que sufren. No queda en verdad la menor duda de que esta iniquidad con los esclavos es una «injusti­cia». Pero el que padece la injusticia, es decir, un trato duro a base de golpes, afrentas e injusticias similares, en opinión del autor, ex­perimenta la gracia especial de Dios. A este respecto, el autor no recomienda la apatía o la ataraxia, sino que atiende a que estos sufrimientos no sean provocados por una conducta indebida. Por supuesto cuenta fríamente con que, aunque el esclavo obre bien, le tocará sufrir. Por esta razón se remite al ejemplo del sufrimiento no culpable de Jesús. La existencia del esclavo puede reflejar, de una manera ejemplar, la conformidad con el Cristo doliente.

Constituye un problema la ausencia de una exhortación a los dueños de esclavos. Sobre las razones de esta omisión sólo se pueden hacer especulaciones. Quizá entre los destinatarios predominasen los cristianos que se encontraban en una posición social baja. O a lo mejor, el autor depende aquí de la manera estandarizada de comportarse de su época. O quizá le pareció demasiado para­dójico en esto el que la parénesis tomara como punto de referencia a los sufri­mientos de Cristo.

10. En la situación que se presupone en la carta, en la cual las autoridades estatales ya no trataban, al parecer, con tolerancia a la comunidad cristiana, la relación con el Estado tenía que ser de especial trascendencia y era obligado que aflorase la cuestión de si a la deslealtad había que responder con deslealtad. A estas pregun­tas el autor no responde en 2, 13-17 —como tampoco lo hizo Pablo (cf. supra, p. 290s)— con una teoría del Estado, sino con una exhor-

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338 Etica del nuevo testamento

tación que está basada en una tradición similar a la de Rom 13. Inmediatamente antes de esta exhortación, los cristianos son inter­pelados como gente que está de viaje en este mundo, como los extranjeros y los huéspedes, y que por lo tanto viven provisional­mente, lo cual es exactamente igual de significativo que el trata­miento de «libres» que se da dentro de la misma exhortación. Tam­bién dentro del Estado deben demostrar que son efectivamente gente libre. Esto significa, lo mismo que en Pablo, lo primero de todo, «subordinarse» o, más exactamente, «subordinación a toda criatura humana» (v. 13).

Es una cuestión ciertamente muy debatida si se ha traducido fielmente la expresión griega con «criatura humana». La mayor parte de los exegetas entien­den la palabra como «orden» o, en su caso, como un orden más especial que el estatal, incluyendo a su iniciativa divina. Esta interpretación inspirada, de mane­ra evidente, en Rom 13, no es en modo alguno convincente. Ktisis en ninguna parte significa orden, ni en el mundo griego profano, ni en los LXX. Dado que la palabra, por otra parte, está envuelta en el v. 13s y en el v. 17 en conceptos personales, y como en el v. 18a (cf. también 3, 1 y 5, 5) se contempla asimismo una concepción personal de la sumisión, parece mucho más indicado la traduc­ción de «criatura». Cf. W. Foerster, ThW III, 1034; M. Dibelius, Rom, 191 A. 28; H. Teichert, 1 Pe2, 13 -eine crux interpretum?: ThLZ 74 (1949) 303s.

La obediencia debida se aplica, pues, en concreto, a personas que, incluso como detentadoras del poder estatal, siguen siendo «criaturas». Si se tiene en cuenta además que, a pesar de recurrir a la misma tradición, falta cualquier tipo de afirmación paralela en Rom 13, lb-2, es evidente un desplazamiento del sentido. El empe­rador y los gobernantes imperiales no han sido instituidos eo ipso por Dios, ni gozan de una dignidad divina, sino que su autoridad es la de las criaturas (cf. también la valoración negativa de Roma a través del pseudónimo apocalíptico de «Babilonia» en 5, 13 n ) -Y la subordinación a ellos no tiene lugar porque su autoridad sea la del Señor, sino «por causa del Señor», es decir, porque corresponde a la voluntad del Señor. La función de los que detentan el poder es­tatal se describe de manera similar a como se hace en Rom 13, sin em­bargo tampoco este destino al Estado constitucional deriva directa­mente de Dios (así Rom 13,3s «ministros de Dios»). No es Dios, sino el emperador el que envía a sus gobernadores «para el castigo de los malhechores y para el elogio de los que hacen el bien» (v. 14).

11. Cf. sobre esto C. H. Hunzinger, Babylon ais Deckname für Rom und die Da-tierung des 1 Petr., en FS H. W. Hertzberg, 1965, 66-70; K. Aland, 203.

La ética de la responsabilidad en las cartas deuteropaulinas 339

Pero la base y el modus de la obediencia de los cristianos a las autoridades estatales es la libertad (v. 16). Si esta obediencia es la obediencia de los libres, queda excluida la subordinación ciega y servil lo mismo que el abuso de la libertad por parte de los cristia­nos. Si los cristianos no son esclavos del Estado, sino «esclavos de Dios» (v. 16) y, por lo tanto, libres, entonces no tendrán miedo al emperador, sino a Dios, como se dice en la significativa modifica­ción del proverbio citado en el v. 17, tomado de Prov 24, 21 . Así como el autor no dice que los gobernantes sean «ministros de Dios», tampoco recomienda, ni mucho menos, que se tenga miedo al emperador. El temor se debe a Dios. Al emperador se le debe, según el v. 17d, la misma actitud que según el v. 17a se debe a todos: respeto. El cristiano se encuentra ante los gobernantes como una persona libre y esta libertad se manifiesta en el respeto y en la lealtad, en la sumisión y en la reverencia.

11. A modo de apéndice aludamos con toda brevedad a 2 Pe/Judas, que nos llevan a la época más tardía del nuevo testamento. Aquí predominan los ideales de la ética helenista (cf. 2 Pe 1, 5-11). Aparece en primera línea una gran polémica contra el libertinismo herético (cf. 2 Pe 2). Los reproches principales se centran en los placeres del mundo, en el desprecio a la ley, en el libertinaje y en la codicia. Los remedios que se recomiendan son la prevención contra el mundo y la huida de él (2 Pe 2, 20), así como la virtud y la moral, que quedan apuntaladas recurriendo a los «santos preceptos transmitidos» por el apóstol (2 Pe 2, 21).

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6

LA PARÉNESIS DE LA CARTA DE SANTIAGO

Bibliografía: J.-L. Blondel, Le fondement diéologique de la parénése dans Vépitre dejacques, RThPh 29, 1979, 141-152; M. Dibelius, Der Brief des Jako-bus, ed. por H. Greeven (KEK 15), "1964; G. Eichholz, Glaube und Werk bei Paulus und Jakobus (TEH 88), 1961; L. Goppelt, Tbeologie II, 529-542; E. Lohse, Glaube und Werke. Zur Theologie desjakobusbriefes, en Die Einheit des NT, 1973, 286-306; T. B. Maston, Ethical Dimensión of James: SWJT 12 (1969) 23-29; L. G. Perdue, Paraenesis and the Epistle of James: ZNW 72 (1981) 241-256; J. T. Sanders, 115-128; R. Schnackenburg, Botschañ, 281-295; E. Schawe, Die Ethik desjakobusbriefes, WuA 20, 1979, 132-138; D. O. Via, The Right Strawy Epistle Reconsidered: A Study in Biblical Ethics and Herme-neutics: JR 49 (1969) 253-267; H.-D. Wendland, Ethik, 104-109; J. T. Draper, James: Faith and Works in Balance, 1981.

Ningún otro escrito del nuevo testamento está tan influenciado por cuestiones éticas como la carta de Santiago. A la carta, esto le ha ocasionado dificultades dentro de la Iglesia. Al principio chocó con dificultades debido a su rigorismo. Más adelante, la ética de Santiago estuvo relegada, a veces injustamente, en la penumbra, debido a los problemas que surgieron por parte de una exégesis que procedía de la Reforma y que se basaba en la contraposición teológica de la carta con Pablo y con su doctrina de la justificación. La carta está orientada absoluta y totalmente en sentido parenético, y protesta enérgicamente en contra de un cristianismo de tendencia quietista, meramente verbal o cognitivo-teórico, que cree que puede descuidar, en la vida cristiana cotidiana, las realizaciones prácticas, quedando así reducido a un pseudo-cristianismo.

Desde el punto de vista de la historia de las formas, la carta pertenece exclu­sivamente al género parenético (M. Dibelius), recogiendo, de un modo flexible,

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342 Etica del nuevo testamento

recomendaciones aisladas, series de máximas y pequeños tratados de contenido ético. Desde el comienzo hasta la terminación se van sucediendo, sin una clara conexión ni un progresivo avance conceptual, recomendaciones y advertencias, en las que se pueden distinguir unos apartados con máximas sueltas e inconexas colocadas unas junto a otras, o series de máximas, y otros apartados que tienen una temática relativamente homogénea (así 2, 1-3, 19). Estos apartados mencio­nados en último lugar son también, evidentemente, aquellos en los que el autor se manifiesta con más independencia y en los que trata con más claridad lo que constituye de verdad el objeto de sus preocupaciones. Por lo demás, el autor se nutre de una amplia corriente parenética tradicional, que se compone de ele­mentos plurales de la ética antigua. Este eclecticismo (en M. Dibelius - H. Gree-ven, 36 se habla de «internacionalidad y de interconfesionalidad») explica asi­mismo la relativa escasez de rasgos cristianos. En cualquier caso, al autor no le interesa la originalidad, sino el coleccionar, a la manera de los catecismos, lo que estima indispensable para seguir una conducta cristiana.

I. LAS OBRAS EN RELACIÓN CON LA FE, CON LA ESCUCHA DE LA PALABRA Y CON LA ESPERANZA

La intención específica de la carta no es la predicación del mensa­je de la salvación, ni tampoco un adoctrinamiento dogmático, sino un llamamiento insistente para llevar a cabo con los hechos, y para veri­ficar en obediencia, sin peros ni condiciones, una existencia cristiana. Ciertamente, al examinar la orientación ética predominante en este escrito de admonición doctrinal, resulta sospechoso el deficitario fun­damento y motivación de su ética. En modo alguno se puede hablar (prescindiendo de 2, 1) de un fundamento específicamente cristiano o cristológico. Con lo cual no se afirma que la carta esté dominada por la idea del esfuerzo y del mérito, o que el autor no sepa que los cris­tianos son receptores de dádivas (cf. 1, 17). Pero esto apenas ha sido objeto de elaboración como principio y motivo de la ética, y en este tema central de la carta, o sea, en 2, 14ss, falta cualquier huella de una alusión a este punto. No por eso se ha de afirmar que el autor desco­noce las proposiciones salvíficas (cf. 1, 18), o que no da testimonio «del Señor lleno de compasión y de misericordia» (5, 11), o que no defiende una «ética consecutiva» (J. L. Blondel, 150). Si se ve que sólo las obras demuestran la verdadera «sabiduría» y que la «sabiduría» tiene totalmente una tendencia ético-práctica, se llega a la afirmación de que esta sabiduría, que hay que definir como dispuesta a la paz, bondadosa, compasiva y fecunda, viene «de arriba» (3, 17; cf. 1, 5) ' ,

1. Cf. R. Hoppe, Der theologische Hintergrund des Jakobusbríefes (fzb 28), 1977, 44ss.

La parénesis de la Carta de Santiago 343

lo cual tiene el rango de un fundamento indicativo del cumplimien­to de la voluntad de Dios (cf. también 1, 5). Sin embargo este enfoque no llega a consolidarse. Tampoco se puede pasar por alto que la «palabra de la verdad» es la que pone de manifiesto la nueva realidad de la vida del hombre (1, 18). Dado que esta palabra se identifica con «la ley perfecta de la libertad» (1, 25), también el evangelio y la ley son, en último término, la misma cosa (no así L. Goppelt, Theologie II, 533). El problema no estriba, por supues­to, tanto en que el evangelio y la ley no son más que dos caras de una misma medalla, sino en que lamentablemente no se puede de­ducir del texto que la ley de la libertad fundamente y garantice el compromiso ético (otra opinión J. L. Blondel, 149). El imperativo más bien está ahí de manera un tanto independiente y carente de fundamento. La mención del bautismo en 2, 7, por ejemplo, nada tiene que ver con el fundamento indicativo del imperativo, que es habitual en otras partes. Consecuentemente tampoco se pone el acento en la fe como aceptación del mensaje de salvación (cf. infra, p. 345). Ciertamente, la fe tiene que acrisolarse (1, 3), y no debe, por ejemplo, ir acompañada de partidismos (2, 1), pero asimismo tampoco se podrá considerar aquí como fuerza fundamental o como base de la existencia y de la ética cristiana (no así J. L. Blon­del, 146s; L. Goppelt, Theologie II, 541). Santiago insiste —con buenas razones— en las obras, pero no —esto con razones no tan válidas— en la fe, lo cual no sorprende, en verdad, excesivamente, dado su concepto de fe.

1. Esto lo pone de manifiesto precisamente el ejemplo que el autor coloca siempre como tema central: la relación entre la fe y las obras (2, 14ss). La tesis de este apartado se menciona ya al principio en 2, 14: únicamente la fe y las obras a la vez traen al hombre la salvación. Sin obras, la fe es estéril y está muerta, cosa que se repite no menos de tres veces (v. 17.20.26).

El autor protesta en los v. 18b-20 contra la objeción de un adversario imagi­nario del v. 18a, que intenta atribuir las posturas a personas distintas, y protesta, sobre todo, en contra de cualquier aislamiento de la fe. «Muéstrame tu fe sin obras»; esta demostración está condenada de antemano al fracaso, según la men­talidad del autor, incluso cuando, a la vista de 18a, cualquier intento de explica­ción permanezca en el terreno de la hipótesis y deba contar con dificultades; cf. R. Hoppe, o.c. (nota 1), lOls; Ch. Burchard, Zujak. 2, 14-26: ZNW 71 (1980) 27-45, sobre todo 35s.

Por el contrario, apenas se puede deducir de esos versículos una coincidencia o incluso una equiparación entre la fe y las obras,

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344 Etica del nuevo testamento

cosa que muchos ven en el v. 18a. Aquí no se pone el acento en una equivalencia entre fe y obras, sino en lo absurdo de hablar de una fe sin obras. En opinión del autor, únicamente cabe la hilación, desde el plano superior de unas obras, a una fe colocada en un plano inferior. En cambio es imposible llegar a una conclusión inversa.

Si de acuerdo con las declaraciones anteriores se podría suponer que el autor critica una fe interiorizada hasta llegar a no ser visible, por lo que viene a continuación parece que se dirige más bien con­tra una fe meramente teórico-intelectual. Pero, incluso en este pun­to, no le interesa tanto una fe de otro tipo como su complemento a base de obras (cf. D. O. Via, 256). Como es lógico, Santiago no tiene nada que objetar contra una fe que según el v. 19 confiese, por ejemplo, la unicidad de Dios, pero lo que viene a continuación permite descubrir la insuficiencia de esta fe e incluso la ironía de que es objeto: esta fe no establece una diferencia entre los hombres y los demonios. La misma utilización del ejemplo de Abrahán sirve para refutar una fe sin obras y tiene la misión de apuntalar la tesis de la justificación por las obras.

El autor se suma así a una tradición exegética judía, ya que el judaismo también ve en Abrahán no sólo al justo y al obediente por antonomasia, sino también al modelo de la fe, pero la fe de Gen 15, 6 se refiere tanto a toda la vida piadosa de Abrahán (cf. también Heb 11, 8ss), como a la extraordinaria acción del sacrificio de Isaac de Gen 22 (cf. 1 Mac 2, 52). En resumen: la fe de Abrahán se identifica con la obra de Abrahán.

También para Santiago, el fundamento de la justificación es la disponibilidad para el sacrificio, o sea, las obras (v. 21b). Gen 15, 6, en cambio, no es más que una predicción que Abrahán convierte en realidad en Gen 22. La conclusión es la siguiente (v. 22): la fe ha pasado a ser una ayuda que coopera con las obras de Abrahán, se ha limitado a «cooperar» y, además, precisamente para alcan­zar la justificación (cf. 1, 20), o para realizar las obras (cf. 22b y Ch. Burchard, 42). Pero no se dice ni media palabra de que la fe sea la aportación decisiva o la principal fuerza motriz de las obras, o que tenga el mismo valor que éstas. Esto se comprende en parte por la postura dialéctica de la carta.

Sobre todo el v. 24 permite percatarse claramente de la existencia de una polémica contra la tesis de la justificación sola fíde. Está perfectamente justifica­da la impresión de que la frase de que no salva ni justifica la fe es una antítesis en contra de las frases paulinas. El problema de una justificación por la sola fe, antes de Pablo no se encuentra en ninguna parte, y difícilmente podría ocurrir,

La parénesis de la Carta de Santiago 345

ya que en el judaismo ni se dio, ni se podía dar, la alternativa entre fe y obras. Hay que cuestionarse ciertamente si los «paulinistas» que se adivinan aquí, y que desde el punto de vista teológico quizá malversaron y desnaturalizaron el legado paulino, interpretaron equivocadamente al apóstol, lo mismo que Santia­go. En cualquier caso hay que dudar de que el mismo Santiago conociese e interpretase correctamente la interpretación paulina. La discrepancia es patente y no se puede explicar de una manera clara sólo por el contexto histórico dife­rente y por el diverso sistema de coordenadas teológicas. En todo caso, apenas se habla del fundamento de las obras y de la base de la ética. En todo el apartado no se menciona ni el acontecimiento de Cristo, ni el Espíritu, ni el bautismo.

Lo que en verdad le interesa sobremanera al autor, es la auten­ticidad y la verificación de la fe (cf. 1, 3). De la posible demostra­ción de la fe a través de las obras (2, 18), se podría incluso deducir que al autor le importa mucho la manifestación y encarnación de la fe en las obras (cf. también 2, 1). Pero esto queda desbaratado al sumarse las dos cosas, e incluso al quedar la fe subordinada a las obras. La fe queda abocada directamente a ser mera teoría y doctri­na (v. 19). Suponiendo que el autor se encuentre aquí inmerso en una tradición, y recoja el concepto huero de fe de su época o de indisciplinados pseudopaulinistas, en cualquier caso no se le adivina la intención de que vaya a corregirlo. Como es lógico, no puede rescatar una fe que ha caído de tal forma en un intelectualismo. En esto coinciden Pablo y Santiago. Aunque a diferencia de Pablo, Santiago entiende las obras como una condición para la salvación y no sólo defiende la unión y el acoplamiento de la fe y las obras, sino que sitúa a las obras en un rango superior a la fe, e incluso concede a la acción del hombre la fuerza de borrar los pecados (5, 20).

2. Por supuesto que la crítica objetiva en la cuestión de la justificación, no puede servir de excusa para descalificar globalmen-te la carta, o para rechazarla como un mero moralismo. Frente a una fe formalmente inerte o que haya degenerado en un laxismo ético, la carta tiene toda la razón (cf. H.-D. Wendland, Ethik, 109). El gran número de sus argumentos debería poner en guardia contra una exégesis exclusiva en el sentido de 2, 22. El autor no tiene interés en una nueva doctrina de la justificación o en un debate sobre el concepto de fe llevado a cabo con una gran precisión teo­lógica. Su tema es la realización consecuente de un cristianismo basado en los hechos, práctico, encarnado y concreto. Lo poco que le importan las formulaciones teológicas sutiles y precisas lo de­muestran las líneas desordenadas de su concepto de fe.

La cuestión específica la pone en claro 1, 22ss, donde el autor hace un llamamiento a ser «obradores de la palabra y no sólo

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346 Etica del nuevo testamento

oyentes» que «se engañan a sí mismos». Esta palabra que se debe poner en práctica se designa en 1, 21, como palabra sembrada que puede salvar (cf. también 1, 18). Ciertamente que, por ejemplo, los versículos 21a («deponed toda sordidez y redundancia de malicia») y v. 21b («recibid la palabra sembrada») no están unidos entre sí por una relación de causa-efecto, de forma que se pudiera decir que la fuerza para cumplir los postulados morales va creciendo con la aceptación de la palabra. La salvación escatológica únicamente es fruto de la aceptación de la palabra recomendada en el v. 21 cuando lo que se oye se hace realidad con los hechos. Cualquier problematización teológica de la acción sólo podría desviar la aten­ción. Según Santiago, uno no se puede engañar con la acción, sino con la omisión. En la comparación del espejo (1, 23-25) se trata ciertamente de la «introspección» minuciosa, solícita y sobre todo perseverante de la palabra. Se puede decir, por lo tanto, que un presupuesto necesario para actuar es escuchar con perseverancia. Aunque no recae todo el acento en que haya que escuchar antes de actuar, sino en que hay que hacer lo que se oye.

3. Por lo demás, también falta un fundamento explícito de la ética. La perspectiva escatológica de la carta no es tanto una funda-mentación cuanto una motivación, pues la escatología de Santiago, que se debe concebir en el sentido de una esperanza en el futuro, no es tanto un fundamento sino una fuerza motriz. Aunque no se deba exagerar la diferencia, una escatología de presente (cf. al res­pecto, incluso 1, 18), es más bien una base —aquí la acción se acomoda a lo que ya ha sido otorgado—, mientras que una escato­logía de futuro es más una motivación, pues en este caso la acción se pone en movimiento en función de lo que espera.

En todo caso, en la carta de Santiago se encuentra, ante todo, una motivación escatológico-futura, posiblemente incluso como una espera explícitamente inmediata, cuando en 5, 7 se hace, en el estilo profético de la exhortación y de la consolación, un lla­mamiento a esperar pacientemente hasta la aparición del Señor re­vestido de gloria y de poder en el final de los tiempos: «esperad, pues, pacientemente, fortaleced vuestros corazones, pues la paru-sía del Señor está cercana... no os quejéis unos contra otros, her­manos, para que no seáis juzgados. Mirad que el juez está a la puerta» (5, 8-9). Lo mismo que el agricultor no puede acelerar el crecimiento y la maduración de los frutos, sino que sólo le que­da esperar con paciencia y esperanza imperturbables (v. 8), de la misma manera los cristianos no deben perder el ánimo esforzado (cf. 1, 3). Esto parece presuponer ciertamente un cierto aplaza-

La parénesis de ¡a Carta de Santiago 347

miento de la parusía, pero no significa un abandono de la esperanza próxima y menos de una espera paciente.

En otros pasajes de la carta aparece el juicio futuro como un motivo para comportarse adecuadamente (cf. 2, 12s; 5, 12). Aun cuando predomine por tanto el pensamiento del juicio, no se debe pasar por alto el motivo salvífico y repleto de promesas de la paru­sía (cf. 1, 18.21; 4, 10). El que está a las puertas es también, según 5, 9, no sólo el juez sino el defensor de los derechos que hace justicia (cf. 4, 12, donde el juez puede salvar o mandar a la ruina) a los oprimidos (v. 4.6). Y también según 2, 5, Dios ha «elegido» a los pobres como «herederos del reino».

Supone una dificultad el que también se pueda percibir otra expectativa diferente cuando, por ejemplo, en 1,9-11 se dice que el rico pasará y se amustia­rá como la flor del heno. En este sentido no es seguro si el autor alude al futuro escatológico o a la caducidad terrena. El texto de Is 40, 6ss que se recoge aquí, se refiere en Bar. sir. 52, 6ss y 83, 12 a la transformación escatológica del mundo, de manera que también Santiago podía referirse a la trasmutación de todos los valores. Por otra parte, también los apocalipsis podían hablar de la caducidad del hombre sin tomar en consideración el fin esperado de todas las cosas. Tam­poco en Sant 1 la referencia al futuro alude exclusivamente a la parusía, sino que describe un acontecimiento válido en todo tiempo. Es posible que el autor haya visto en la caducidad del hombre una alusión o cierta anticipación del juicio escatológico. De todos modos estos versículos no están simplemente in­fluenciados por la espera escatológica inminente, pero ponen de manifiesto que el autor también puede plantear su crítica a los ricos desde una perspectiva distinta.

Algo parecido ocurre también en 4, 13ss, donde el autor critica los planes y proyectos caprichosos, y da a entender que los que andan en tratos y buscan las ganancias, son como el humo que aparece un momento y. luego se disipa. Esto se dirige sobre todo contra la soberbia y la fatuidad especialmente de los hombres de negocios, los cuales hacen sus cálculos prescindiendo de Dios, y creen controlar, hasta en sus menores detalles, cuándo irán de viaje y a dónde, o cuánto tiempo y para qué. Por el contrario, el autor opina que es un absurdo la seguridad del propio futuro, pues el hombre ni siquiera puede saber lo que le deparará el día de maña­na. Todo queda sometido a la condición «si el Señor quiere», lo cual no significa si está de acuerdo con el mandato de Dios, sino si está de acuerdo con el plan soberano de Dios. Se trata por consi­guiente de una especie de fe en la providencia lo que aquí se pone de manifiesto, teniendo en cuenta que este Dios de cuyo gobierno depende todo, para Santiago no es con seguridad un fatum que

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348 Etica del nuevo testamento

empuje a la resignación o a la desesperación, sino que es aquel cuya voluntad salvífica abre paso a la confianza (cf. 1, 17s; 4, 6; 5, 11). Pero no se puede considerar la espera escatológica como el único motivo que rige la ética. Esta espera se encuentra más bien en un equilibrio inestable entre el conocimiento de la caducidad del hom­bre y el plan de Dios.

Sin embargo tiene una mayor trascendencia el que la cristología tenga tan poca cabida. A Jesucristo no se le menciona más que dos veces: en la dirección de la carta de 1, 1 y en 2, 1, donde se dice que no se una «la fe en nuestro Señor Jesucristo, Señor de la gloria» con la acepción de personas. Este versículo, sin embargo, no aporta mucho a la fundamentación de la ética. En la Carta de Santiago no se pueden encontrar otros motivos y argumentos distintos de los mencionados. El resultado en la búsqueda de los fundamentos éti­cos es, pues, bastante modesto, si bien, a pesar de ello, no se puede afirmar que habría que presentarlo simplemente como negativo o no existente.

II. «LA LEY DE LA LIBERTAD»

1. Si se pregunta por los criterios éticos recalcados más direc­tamente por el autor, se hace preciso tratar, antes que nada, sobre la interpretación de la ley en la carta (cf. W. Gutbrod, ThW IV, 1074s). Pues aunque la ley no se cite de hecho con mucha frecuen­cia, el autor intenta concederle, al parecer, un papel extraordinario en la orientación de los cristianos.

Sobre todo es importante el párrafo 2, 8-12, donde se dice: «si cumplís la ley regia conforme a la Escritura: "amarás al prójimo como a ti mismo", bien hacéis. Pero si obráis con acepción de personas, cometéis pecado, conducidos por la ley del pecado. Pues quien observe toda la ley, pero quebrante un solo precepto se hace reo de todos (los preceptos). Pues el que dijo "no adulterarás", dijo tam­bién "no matarás". Si no adulteras, pero matas, te has hecho transgresor de la ley. Hablad, pues, y obrad como quienes han de ser juzgados por la ley de la libertad».

Se presenta aquí un planteamiento doctrinal de la relación que existe entre el precepto singular y toda la ley. El que tiene preferen­cia por los ricos, atenta contra la ley contenida en la Escritura que, por ejemplo, ordena amar al prójimo. Esta ley queda definida y citada (Lev 19, 18) con más precisión como «ley regia». Si se toma­ra como punto de partida a Jesús y a Pablo, se podría pensar que al presentarla de esta forma se la está considerando como el manda-

La parénesis de la Carta de Santiago 349

miento más importante y supremo. Sin embargo, así apenas se haría justicia a este pasaje concreto. No se está llamando «regia» a la ley porque se intente aludir con ello a la superioridad y supremacía del mandato del amor, sino porque procede del rey y del reino de Dios (cf. 1 Esd 8, 24; 2 Mac 3, 13), y con semejante autoridad no cabe ninguna reticencia.

En otros casos se podría esperar que en el v. 8 se hablara de un mandamien­to, en lugar de hablar de la ley (cf. Me 12, 18.31). Pero sobre todo los v. 10 y 11 que vienen a continuación sólo tienen sentido y cumplen la función de servir de base a la ética, si el precepto del amor se considera aquí como un precepto más (no así por ejemplo R. Hoppe, o.c. [nota 1], 88s, 92). Para el autor no se trata de la relación entre el precepto principal y los preceptos singulares, sino de la relación entre la ley de todo el conjunto y el precepto concreto que sirve de ejemplo, es decir, se trata de que la ley, como conjunto indivisible, constituye una unidad homogénea y genera una obligación en el hombre. El mismo Dios que impuso el sexto mandamiento, impuso también el quinto.

Estos mandamientos mencionados por el autor no hay que vincularlos al precepto del amor que cita poco antes, en el sentido de que el rechazo del amor se interpretara como una especie de asesinato o de adulterio espiritual. La razón estriba simplemente en que cuando se citan los preceptos del decálogo se co­mienza tradicionalmente con el cuarto o el quinto mandamiento (cf. Me 10, 19; Rom 13, 9). En cualquier caso, los diversos preceptos constituyen una unidad indivisible, y en cuanto forman parte de la ley veterotestamentaria son también parte de la «ley perfecta de la libertad», que también tiene vigencia para los cristianos.

El versículo 10, según el cual el que cumple toda la ley pero atenta contra un precepto, ha pecado contra todos los preceptos, sugiere incluso la impresión de que la ley sería obligatoria literal­mente y hasta en sus más mínimos detalles. Pero de hecho, la temá­tica y la interpretación de la ley tal como se encuentran en el con­junto de la carta, y a pesar de las frases programáticas de 2, 8-12, no ocupan una posición muy destacada dentro de la parénesis, aparte de que el autor prescinde tácitamente de la ley cultual y ceremonial, como se verá más tarde. En general, la ley ritual no es tomada en consideración, lo cual se pone de manifiesto ya a través de los ejemplos del v. 11, donde se encuentran yuxtapuestos, de forma paradigmática, dos preceptos sueltos del decálogo. Se trata pues, sobre todo, de la vigencia de los preceptos éticos fundamenta­les, en donde, a diferencia, por ejemplo, de lo que ocurre en Mateo (cf. supra, p. 181), no se destaca de manera especial el doble precep­to del amor, ni se le considera como criterio interpretativo de la ley.

Ciertamente que Santiago no piensa en sentido perfeccionista, pues según 3, 2 «todos sucumbimos muchas veces» (cf. 5, 16), a

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i50 Etica del nuevo testamento

pesar de lo cual, se mantiene, sin ninguna reserva, la vigencia de la ley ética. Esta continúa siendo la norma a la cual se atienen los cristianos (2, 12). El que transgrede uno de los preceptos es un transgresor de toda la ley. La voluntad de Dios no se puede parcelar de manera arbitraria. Incluso el que, a diferencia de Santiago, esté persuadido de la necesidad de establecer una distinción y un crite­rio objetivo, sacará en limpio de aquí la advertencia de que el man­damiento de Dios no puede ser objeto de una acomodación de acuerdo con el propio deseo o humor, ni se puede escoger lo que se ajusta a la idea ética de cada cual. Santiago ve por lo visto este peligro en una preferencia por los ricos. No se puede tener prefe­rencia por los ricos, teniendo como punto de referencia el precepto del amor. Esta acepción de personas, así como la discriminación partidista, es un atentado contra la ley, que precisamente está vigen­te como totalidad.

2. La «ley perfecta de la libertad» (1, 25) es la ley en su inte­gridad, es decir, no entendida en el sentido de la perfección de la ley, sino en el sentido de su totalidad. Ahora bien, esta ley no escla­viza, sino que hace libres, y además precisamente por el hecho de cumplirla y no porque permanezca indeterminada en cuanto al con­tenido y confiera una «libertad contextual» (sustenta otra opinión D. O. Via, 261s; cf. sin embargo 266). Para Santiago la libertad no es liberación de la ley, sino liberación a través de la ley y en la ley.

Los v. 4, l i s confirman que el cristiano tiene que respetar la ley: «el que de­nigra, o critica a su hermano, denigra y critica a la ley. Pero si criticas la ley, ya no eres cumplidor de ella, sino juez, pero uno es el legislador y juez, que puede salvar y perder».

Dado que la autoridad incondicional de la ley es algo inconmo­vible, incluso para los cristianos, a éstos les toca en suerte única­mente el papel de cumplidores de la misma, no el de críticos. El único crítico es Dios, que ha dado la ley a los hombres y, en su día, los juzgará de acuerdo con esta pauta. Esto suena como si ante la ley únicamente cupiera un respeto y un cumplimiento sin reservas. Por lo visto el autor no toma conciencia de la crítica indirecta que él mismo lleva a cabo al pasar por alto la ley ceremonial. Una vez más, piensa exclusivamente en las exigencias morales que, por lo que se refiere a su contenido, habrá que buscarlas en este caso, de una manera especial, dentro del ámbito del precepto de la caridad (cf. la frase final del v. 12 sobre «criticar al prójimo» y la afinidad entre Lev 19, 16 y 19, 18 = Sant 2, 8).

La parénesis de la Carta de Santiago 351

3. La ausencia clara, en la carta, de todo tipo de tendencia ritual, se desprende sobre todo de 1, 27, donde se dice que «el culto puro e inmaculado ante Dios Padre es visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones y conservarse ante el mundo sin mancha» (cf. también v. 26). Según esto, el culto auténtico es la asistencia a las viudas y a los huérfanos y el mantener la distancia con respecto al mundo. Difícilmente se puede expresar de manera más diáfana la reserva frente a todo lo cultual. El que Santiago pueda abordar el tema de una conducta cultual pura e inmaculada sin mencionar la ley ritual, ni siquiera con una palabra, es muy significativo y un indicio impresionante de la prioridad de la dimen­sión ética y social en el pensamiento del autor. Únicamente puede adorar a Dios el que acoge adecuadamente a los más pobres de los pobres, a los huérfanos y a las viudas.

El autor ni siquiera dice que sean posibles ambas cosas, como ocurre con la famosa frase de D. Bonhoeffer en el tiempo de la persecución judía del Tercer Reich: «no se tiene ningún derecho a cantar gregoriano cuando no se lanzan gritos en favor de los judíos». En Santiago ni siquiera aparece para nada el «canto gregoriano». No se debe, por supuesto, traer por los pelos un argumen-tum e silentio, y mucho menos se puede afirmar que el autor no tiene noticia de ningún otro culto más que del aludido en 1, 27, teniendo en cuenta sobre todo que en 2, lss se presuponen los actos litúrgicos, y que en otros pasajes se da asimismo por supuesta la existencia de una vita spiritualis, como la oración (1, 6; 5, 15). Lo único que ocurre es que el acento recae inequívocamente en las obligaciones para con las viudas y los huérfanos.

Con lo cual se pone en claro, al mismo tiempo, que el «no mancharse con el mundo» no se refiere a una retirada del compro­miso social y de la defensa de los débiles y oprimidos. Incluso la última expresión de la frase confirma, más que nada, la influencia ética del concepto de culto, pues «sin mancha» o «inmaculado» —originariamente una expresión cultual— se entiende en sentido moral. Algo muy parecido ocurre en 4, 8: «purificad vuestras ma­nos, pecadores, y santificad vuestros corazones, hombres irresolu­tos». También esto era originariamente una exhortación cultual, y ahora sin embargo es un llamamiento a una obediencia sin reservas. De todo ello se desprende que, para el autor, la ética del antiguo testamento, y no la ley cultual, es lo que aporta a la ética cristiana una orientación y un criterio.

4. La carta, además de aludir a algunos preceptos de la ley, también hace uso de ejemplos del antiguo testamento, como ya se pudo apreciar en el ejemplo de Abrahán. A este respecto, Abrahán

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352 Etica del nuevo testamento

no es, como sucede en Pablo, el modelo de la justificado impii, sino de la obediencia fáctica que produce la justificación. Por el contrario, parece poco probable que Abrahán tenga que servir im­plícitamente de ejemplo de hospitalidad2. Junto a Abrahán se cita también en el v. 25 a Rahab, la meretriz, que también es un ejemplo de justificación por las obras, porque recibió a los espías de Josué en Jerícó y se libró de las asechanzas del rey de Jericó bajándolo secretamente del tejado con una cuerda (Jos 2). El autor trae proba­blemente este ejemplo porque Rahab está considerada como proto­tipo de una prosélita y de esta forma no queda la menor duda de que incluso para los que no son judíos, no les queda ninguna otra posibilidad de justificación sino a través de las obras. El cap. 5 contiene más ejemplos veterotestamentarios. En 5, lOs se mencio­nan, «como ejemplo de perseverancia en las tribulaciones y de pa­ciencia en la espera», a los profetas, es decir, que se alude a ellos de manera muy clara como ejemplos, como modelos que deben servir de estímulo para emularles. El v. 11 menciona, además, la perseverancia de Job y el v. 17 la oración ejemplarmente insistente de Elias. La carta se coloca, con estos ejemplos, muy cerca de la larga serie de ejemplos veterotestamentarios de Heb 11 y en general cerca de la ética de imitación.

Además de en los pasajes mencionados, el autor recurre a frases del antiguo testamento, en 2, 8.11.23 y en 4, 5s, y por cierto que la primera de las dos frases citadas en 4, 5s, no se encuentra en el antiguo testamento. Esto puede hacer caer en la cuenta de que, para el autor, resulta borrosa la frontera entre lo que es «conforme a la Escritura» (2, 8) y el amplio material tradicional de la parénesis judeo-helenista de que echa mano, de la misma manera que, vice­versa, a veces recoge frases veterotestamentarias sin destacarlas de manera especial (cf. 1, lOs y 5, 11, e incluso la introducción genéri­ca de la cita de 4, 6 con ¡a fórmula «por lo cual se dice»). El acento explícito en la «conformidad con la Escritura» de la «ley regia» en 2, 8, la equivocada interpretación de la ley veterotestamentaria y la unidad de la ley y del evangelio (cf. supra, p. 349) constituyen una prueba de que, para el autor, la ley no puede ser, exclusivamente, la tora del antiguo testamento.

5. Finalmente esto se confirma porque, para la Carta de San­tiago, las tradiciones de las palabras del Señor también son pauta y criterio de una conducta adecuada, ya que con frecuencia se apoya,

2. Así R. B. Ward, The Works of Abraham. James, 2, 14-26: HThR 61 (1968) 283-290.

La parénesis de la Carta de Santiago 353

de manera formal y objetiva, en palabras de Jesús (E. Schawe, 313s lo exagera en demasía). La carta ha conservado, por lo menos en un punto, incluso una redacción más antigua que la de Mateo de un dicho del Señor. Se aprecia esto si establecemos una compara­ción de Sant 5, 12 con la prohibición de jurar de Mt 5, 37.

Es evidente que Jesús prohibió de una manera absoluta declarar bajo jura­mento (esto mismo parece mantenerse totalmente en Mt 5, 34), y fue un partida­rio acérrimo de que el sí del hombre fuese un sí y su no, fuese un no. Exacta­mente esto mismo atestigua Sant 5, 12, mientras que Mateo, en su lugar, tolera ya una fórmula de juramento que se basa en la reduplicación (cf. supra, p. 154). Pero en el caso de que Sant 5, 12 proceda del mismo Jesús, en principio existe perfectamente la posibilidad de que Santiago recoja tradiciones de otras partes que también se remonten a Jesús, a pesar de que no se encuentren pasajes paralelos en los evangelios. Según la misma concepción de los evangelios, la corriente de la tradición oral siguió su curso (cf. por ejemplo las palabras del Señor en Hech 20, 35 de las que no existen pasajes paralelos en los evangelios). Sin embargo esta posibilidad de principio difícilmente se puede convertir en la Carta de Santiago en una hipótesis razonable.

Existe otro problema que consiste en que Santiago ni cita, ni permite identificar los dichos que podrían ser, de acuerdo con su estilo, palabras del Señor. Esto no es nada especial en el cristianis­mo primitivo, como lo demuestra la Didajé y también Pablo, el cual, junto a las citas explícitas (1 Cor 7, 10; 9, 14), aporta, asimis­mo, muchos contactos y alusiones a las tradiciones de las palabras del Señor, sin citarlas explícitamente (cf. supra, p. 258). Tampoco se puede aquí aducir una razón plausible a la cuestión de por qué la carta no pone de relieve las palabras del Señor, a diferencia de lo que ocurre, a veces por lo menos, con las exhortaciones del antiguo testamento. Por lo tanto sólo se puede asegurar que la carta recoge tradiciones parenéticas del cristianismo primitivo que, en casos ais­lados, proceden también del mismo Jesús. Y sin embargo no se puede apreciar que estas palabras del Señor se destaquen de una manera especial.

III. LAS PRINCIPALES COORDENADAS TEMÁTICAS

1. Lo primero que hay que destacar es que el autor se inclina por una alternativa radical (o - o) y por una obediencia total y exclusiva. Ya en 1, 4, amonesta a ser íntegros («perfectos») y cum­plidores y en 1, 8 pone en guardia contra la indecisión y la incons­tancia. Para Santiago, un indeciso no es un escéptico radical, sino

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alguien que se asemeja con su duda interior a las olas del mar, traídas y llevadas por el viento (1, 6), o a un hombre con dos almas (1, 8) o con un corazón dividido. A Santiago, sin embargo, le inte­resa la transparencia y la integridad.3

Sobre todo el párrafo 4, 1-12 se caracteriza por una alternativa radical que se manifiesta sobre todo en el v. 4: «¡Adúlteros!, ¿no sabéis que el amor al mundo significa la enemistad con Dios? Quien pretende ser amigo del mundo, es enemigo de Dios». El que se alia con el mundo comete una traición, como se dice aludiendo a la metáfora, empleada en el antiguo testamento, de los lazos matrimo­niales entre Yahvé y su pueblo. El que no se pueda amar a Dios y al mundo recuerda a las afirmaciones juánícas (cf. 1 ]n 2, 15), pero no constituye ni un dualismo de la visión del mundo, ni tampoco es un indicio de una huida del mundo, sino que es un rigorismo ético. El que toma partido con el mundo como algo vinculante y que separa de Dios, toma partido en contra de Dios, el cual reivin­dica para sí solo el Espíritu creado por él y otorgado al hombre como regalo (v. 5).

En 3, 13ss el autor describe la alternativa radical a través del contraste de la sabiduría .celestial y terrena. La sabiduría «de arri­ba» se caracteriza por las buenas obras y por una conducta respon­sable desde el punto de vista moral. Por el contrario, los enfrenta-mientos o el amor propio son las señas de identidad de la pseudosa-biduría, que no puede tener ni origen ni esencia divina, sino que hay que definirla como terrena, psíquica y demoníaca. Un ejemplo concreto de esta alternativa radical no llevada a la práctica es el hecho de que con la misma lengua se alabe a Dios y se maldiga a los hombres, es decir, que de la misma boca proceda la alabanza y la maldición (3, 9ss). Esta incomprensible duplicidad y doblez del hombre es, según Santiago, totalmente contraria a la naturaleza, pues en ella nada de lo que está indisolublemente unido puede proceder de dos fuentes.

2. La polémica tradicional contra los denominados pecados de la lengua (cf. J. Behm, ThW I, 720s) desempeña, por lo demás, una función muy importante. Toda la sección de 3, 1-12 trata minu­ciosamente del peligroso poder de la lengua y describe sus funestas consecuencias.

3. Cf. G. Schille, Wider die Gespaltenheit des Glaubens • Beobachtungen am Jakobusbríef, en Theol. Versuche IX, 1977, 71-79.

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La lengua no es algo inofensivo, sino que, lo mismo que el rayo en el bosque, tiene efectos devastadores. Efectivamente, es la síntesis de la injusticia o incluso un mundo repleto de injusticia. Su fuego devastador hay que atribuirlo exacta­mente al fuego del infierno (v. 6). El dominio de la naturaleza, que para algunos autores antiguos era un título de gloria para el hombre, se convierte aquí en una acusación: uno se percata de las dificultades que encierra el dominio de la natu­raleza en la medida en que el hombre es menos capaz de dominar el veneno mortal de los pecados de la lengua (v. 7s). Esto parece que es un tanto pesimista, pero en realidad tiene la misión de provocar una reacción. Precisamente las metáforas del v. 12, de acuerdo con las cuales una higuera no produce olivas, ni una cepa, higos, ni un manantial de agua salada, agua dulce, demuestran que el enfoque pesimista no se puede entender en el sentido de que se capitula ante las llamadas realidades. Lo que todo el pasaje debe más bien suscitar es intentar eficazmente conjurar los peligros. Algo parecido a 3, lss significan también otras advertencias, como la de que todos tienen que estar prontos a escuchar, pero tardos para hablar (1, 19), o la de que el que no refrena su lengua, practica una religión vana (1, 26).

Forma parte de esto mismo la exhortación de que la palabra y la acción no pueden ir por separado: el hablar y el actuar son una misma cosa (2, 12). Si el hermano o la hermana necesitan vestido o el alimento cotidiano, nada aprovecha el decirles «id en paz, calen­taos y saciaos», si no se les da lo que su cuerpo necesita con urgen­cia (2, 15s). Si en 1, 19 se trata de la conexión entre el escuchar y el actuar, lo mismo ocurre aquí con el hablar y el actuar. Las buenas palabras no son suficientes cuando lo que falta es el vestido y la alimentación más indispensables; no se puede uno contentar con buenas palabras y deseos, que a los necesitados les tienen que sonar a música celestial. Aquí no solamente se está en contra de las frases suntuosas y de la retórica piadosa. Las palabras amables, bieninten­cionadas y prudentes no son suficientes precisamente porque el hambriento no se sacia con ellas, ni el que tiene frío recibe de ellas calor. El que carece de. todo y el indigente no necesita tanto del apoyo verbal como del material.

3. Sobre todo la crítica dura contra la riqueza ocupa en la Carta de Santiago un espacio considerable (cf. sobre todo 2, lss y 5, lss)4. En 2, 1 se da por supuesto, como la cosa más normal, que también los ricos acudan a las asambleas de la comunidad. La ver­dad es que no se dice si vienen como increyentes o como miembros de la comunidad, aunque es más probable que fuera lo primero,

4. Cf. B. Noack, Jakobus wider die Reicben: StTh 18 (1964) 10-25.

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teniendo en cuenta sobre todo que la designación de los puestos (v. 3) apunta en esta dirección. Nada se dice, en verdad, sobre los motivos del diverso tratamiento —a los ricos se les invita a los puestos más cómodos, mientras que los pobres deben permanecer de pie—, aunque de los ricos se espera sin duda subvenciones y prestigio, mientras que los pobres significan un lastre. A la comuni­dad no se le exhorta simplemente a un comportamiento imparcial, sino que decididamente tiene que tomar partido precisamente por los pobres. También Dios hizo lo mismo (v. 5). Cuando el autor alude a la preferencia por los pobres, trae a la memoria las malas experiencias que la comunidad ha tenido con los ricos:

«¿No son los ricos los que os oprimen y los que os arrastran a los tribunales? ¿No son los que blasfeman el buen nombre invocado sobre vosotros?» (v. 6-7). El primer reproche contra la opresión nos recuerda las acusaciones sociales del profetismo contra la clase alta adinerada, que explota y oprime a los pobres (cf. Am 4, 1: 8, 4; Zac 7, 10; Miq 2, 2; Mal 3, 5; Ez 18, 12; 22, 7, etc.). Esto mismo da a entender que no se acusa a nadie en particular, sino a toda la clase social (el artículo es algo genérico; el presente alude a algo habitual).

La opresión de los pobres se acentúa todavía más cuando son los ricos los que arrastran a los pobres ante los tribunales, y la indefensión de éstos queda al descubierto cuando aquéllos hacen valer su prepotencia económica (cf. Is 1, 23; 10, lss). Lo que no está claro es si en estas confrontaciones procesales está en juego también el «ser cristiano» de los pobres. No se puede pasar por alto, en verdad, que el mensaje cristiano puso en peligro, por supuesto, los intereses económicos y las ganancias de los ciudadanos acomoda­dos (Hech 16, 16ss; 19, 23ss). Pero de todos modos la «blasfemia del buen nombre» (v. 7), es decir, del nombre de Jesucristo, pro­clamado en el bautismo, es más bien una acusación adicional, y por consiguiente una tercera acusación contra los ricos, que por tanto no se puede poner en relación con la situación procesal del v. 6.

Dado que la blasfemia contra el nombre de Cristo sólo puede provenir de los que no son cristianos, parece que se da por supuesto que los ricos están fuera de la comunidad. Pero, por otra parte, el ejemplo del v. 2 cuenta con que los ricos acuden a los actos litúrgicos, e incluso parece que el autor tiene miedo de cierta influencia de los ricos y de que se origine un conflicto en la comunidad. Cuanto más llega a justificarse la hipótesis de que el círculo de lectores está com­puesto, sobre todo, de gente de la clase modesta, menos seguras resultan las tesis de que los ricos estén dentro, o fuera, o al margen de la comunidad. Probable­mente la hipótesis más cercana a la realidad es que, hasta ese momento, sólo ha­bía cristianos acomodados aislados (cf. de todos modos 4, 13ss), aunque el autor estuviese preocupado de que su influencia pudiera aumentar.

La parénesis de la Cana de Santiago 357

Se aprecia una clara tendencia apocalíptica centrada en los po­bres en 5, 1-6, que es un párrafo que recuerda abiertamente a las lamentaciones judías del antiguo testamento sobre los ricos. Lo mis­mo que ocurre en la predicación del juicio de los profetas veterotes-tamentarios, el autor también comienza aquí con una invitación a gemir y a lamentarse y, exactamente igual que allá, fundamenta esto escatológicamente con el día del juicio futuro (cf. por ejemplo Is 13, 6). De todos modos, esta amenaza de juicio y de calamidades no la dirige a las naciones o al pueblo de Dios, sino a los ricos. También los apocalípticos lanzaron contra los ricos estas lamenta­ciones (cf. por ejemplo Hen et 94, 8s y más ampliamente supra, en la p . 127s).

Sant 5, 2 («vuestra riqueza está podrida; vuestros vestidos consumidos por la polilla») no hay que entenderlo en el sentido de una imitación del precepto profético, como anticipatoria, sino como un hecho ya consumado, o sea, no como si el autor quisiera trasladarse a sí mismo y a sus lectores a la época en la que ya se ha esfumado la riqueza de los ricos. Por el contrario, en los v. 2 y 3 se aduce la razón de la amenaza escatológica del juicio: el orín se hará, según el v. 3, testigo de cargo, debido evidentemente a que es una prueba de la falta de responsabilidad social de la abundancia amontonada por los ricos.

Santiago acusa por tanto a los ricos de que prefieran que el orín y la polilla consuman sus bienes, a repartirlos a los necesitados. Consecuentemente la «putrefacción» de la riqueza (probablemente se está pensando aquí en las reservas de grano), el daño causado por la polilla en los vestidos y el orín de la plata y del oro, no tanto tiene que recordar la caducidad de todas las riquezas de esta tierra (así Mt 6, 19), sino más bien la conducta inmisericorde y antisocial de los ricos.

Junto a la crueldad de los ricos, está su injusticia. «El jornal de los obreros que han segado vuestros campos está clamando, pues se lo habéis retenido vosotros, y los gritos de los segadores han llegado a los oídos del Señor de los ejércitos» (v. 4). Esto nos descu­bre que la riqueza de los ricos procede de la explotación inhumana y de la depauperización de los pobres. Probablemente se estuviera pensando en los terratenientes que retienen a los segadores su me­recido salario, lo cual constituye, para el autor, una injusticia que clama al cielo. El clamor de estos desheredados llega hasta Dios, lo cual implica, sobre todo, la garantía de que el mismo Dios sale fiador del derecho de los explotados. Esto es, al mismo tiempo, una acusación social contra los ricos, a los que en el v. 5 se les reprocha que llevan una vida dominada por el egoísmo y los place­res, en medio de disipaciones y francachelas. Cuando en el v. 6 se

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menciona como la acusación más grave la condenación y la muerte del justo, es porque la injusticia sangrienta es tanto más rechazable cuanto que no se le opone resistencia, es decir, que la indefensión de los pobres contrasta fuertemente con el poder brutal de los ri­cos. N o es seguro que de estas últimas acusaciones de los v. 4-6 se tenga que deducir indirectamente cuál sea la tarea específica de los ricos, a saber, la responsabilidad y la justicia social. Se trata, en suma, de la cuestión de si el autor cree que esto es de suyo posible, o de si cree que la riqueza por un lado y la falta de responsabilidad social y la injusticia por otro lado se encuentran tan inseparable­mente entrelazadas que no se pueda dar ese caso, y que la riqueza eo ípso demuestra culpabilidad. En cualquier caso, otros ejemplos como 1, 21 y 2, 15 ponen claramente de manifiesto la alta estima que tiene Santiago de la conducta social y fraterna.

Para finalizar, indiquemos brevemente que el autor también crí­tica la razón profunda del ansia de poseer, cuando en 4, ls escribe: «¿Y de dónde proceden entre vosotros las contiendas y las luchas? ¿No será de vuestros apetitos que luchan en vuestros miembros?. Codiciáis y no tenéis nada». La "codicia apasionada de riquezas y de placeres no solamente es la razón de contiendas, sino que en último termino no aportan nada. La codicia no alcanza, pues, su meta y le deja a uno con las manos vacías. Por el contrario, lo único que ayuda es la sabiduría que viene «de arriba» que va en busca de la paz y está llena de bondad y de compasión (cf. 2, 17). La caracterís­tica decisiva de la existencia cristiana es la misericordia (cf. 1, 27; 2, 13.15s; 3, 17, etc.).

7

EL MANDAMIENTO DEL AMOR FRATERNO EN LOS ESCRITOS JUANICOS

Bibliografía: R. Bultmann, Das Evangelium des Johannes (KEK II), "1950; R. F. Collins, «A New Commandment I Give to You, that You Love one ano-ther...» (Jn 13: 34): LTP 35 (1979) 235-261; E. Kásemann, El testamento de Jesús, Salamanca 1983; M. Lattke, Einheit im Wort. Die spezifische Bedeutung von «ágape», «agapan» und «filein» im Joh.-Evangelium (StANT 41), 1975; N. Lazure, Les valeurs morales de la théologie johannique, Paris 1965; L. Mo­rris, Love in the Fourth Cospel, en FSR. C. Oudershuys, Michigan 1978, 27-43; O. Prunet, La morale chrétienne d'aprés les écrits johanniques (EHPhR 47), 1957; J. T. Sanders, 91-100; L. Schottroff, Der Glaubende und die feindliche Welt (WMANT 37) 1970; R. Schnackenburg, Botschah, 247-280; H. Thyen, «... denn wir lieben die Brüder» (1 Joh. 3, 14), en FS E. Kásemann, 1976, 527-542; H. J. Wachs, Johanneische Ethik, Kiel 1952 (dis.); R. Vólkl, 393-439; H. D. Wendland, Ethik, 109-116; W. Wittenberger, Ort und Struktur derEthik desJoh.-Evangeliums u. des erstenJohannesbriefes,]enn 1971 (dis.); R. E. Brown, La comunidad del discípulo amado, Salamanca 1983.

Juan escribió su evangelio para despertar o reforzar la fe en Jesucristo como hijo de Dios, y para, a través de esto, transmitir la vieja verdadera (20, 30s). La concreción de esta finalidad no quiere decir que haya que pasar por alto deter­minados peligros de los destinatarios (cf. las reservas del evangelio contra los dis­cípulos del Bautista, o contra los judíos, o contra los falsos doctores gnósticos en 1 Jn), ni tampoco otros problemas intracomunitarios. Pero a pesar de todos los componentes polémico-apologéticos y de todas las experiencias históricas, no hay que entender ni el evangelio ni las cartas partiendo primordialmente de las circunstancias históricas de la época. Los condicionamientos históricos de los orígenes así como el trasfondo histórico-religioso son objeto de fuertes discusio­nes, exactamente igual que la cuestión de las fuentes, la postura dialéctica, etc. En cualquier caso —para mencionar solamente dos temarios importantes para la ética— no se puede explicar el dualismo únicamente como un reflejo o como instrumento o como una interpretación de las confrontaciones con la ortodoxia

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judía establecida, ni tampoco se puede identificar la delimitación del amor con el amor a los hermanos (cf. en contra W. Wittenberger, 29ss, etc.).

Los escritos juánicos se consideran aquí como una unidad relativa, en aten­ción a la gran afinidad de su estilo y de su ideario. No tiene un gran sentido ni tampoco resulta imprescindible el establecer diferencias entre el cuarto evangelio y las Cartas juánicas, a pesar de los contrastes indudablemente existentes en la misma ética (es importante por ejemplo que el carácter parenético se hace más intenso en 1 Jn). Según creo yo, es probable que el autor de 1 Jn estuviese próximo a la llamada «redacción eclesial» del cuarto evangelio, y por lo menos hay que distinguirlo del autor del cuarto evangelio, aunque resultaría demasiado complicado e hipotético distinguir en este evangelio entre fragmentos juánicos y otros fragmentos deuterojuánicos o fruto de una redacción más elaborada. Toda­vía se podría hablar mucho menos de toda una historia de la teología de la comunidad juánica, o de una escuela juánica, que habría que ir reconstruyendo a base de diferentes estadios o estratos. Lo único que resulta posible es entresa­car algunos acentos específicos (cf. también H. Thyen, ThR 43, 357 y 44, 132.134).

Se puede preguntar si dentro del marco de una ética neotestamentaría tiene razón de ser todo un capítulo sobre los escritos juánicos, y no habría que limitar­se a mencionar a Juan dentro de la teología del nuevo testamento. H.-D. Wend-land tiene, con razón, «la impresión de que se da una reducción notable de cues­tiones y de afirmaciones éticas» (Ethik, 109). Precisamente cuando se comparan los escritos de la escuela juánica con los escritos neotestamentarios tratados hasta ahora, y con su ética, llama inmediatamente la atención la ausencia casi total de indicaciones concretas o de apartados parenéticos de cierta amplitud. No se dice ni una palabra sobre el matrimonio o sobre la propiedad, y sólo se habla del Es­tado de una manera indirecta. Y sin embargo Juan «no conoce una dogmática sin ética» (R. Bultmann, KEK, 206). Las afirmaciones éticas de los escritos juá­nicos están, por supuesto, integradas dentro del conjunto de la teología, de una manera totalmente distinta a los otros escritos del nuevo testamento (cf. O. Pru-net), de manera tal que el ser y el deber ser son casi idénticos, y en diversos theo-logumena aparecen aspectos e implicaciones éticas (cf. N. Lazure). Ambas cosas se encuentran aquí estrechamente relacionadas, lo cual dificulta considerable­mente la tarea cuando se trata de clasificar la teología de Juan, tan simple en apa­riencia, pero sumamente misteriosa en realidad.

I. EL PRINCIPIO Y FUNDAMENTO CRISTOLÓGICO

1. El primer apartado se dedica también aquí al principio y al fundamento de la ética. Sin embargo este capítulo no se puede orientar siguiendo los pasos de la antropología, sino que de suyo sólo puede tener un único tema: la misión escatológica en el mundo del Hijo de Dios preexistente, en cuanto portador de la salvación y de la revelación. Como la cristología es el tema básico predomi­nante y el centro inequívoco de Juan, ocurre también que la ética se basa, de forma más exclusiva que en ningún otro lugar, en la

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cristología. El fundamento de la misión de Jesucristo es el amor de Dios a este mundo que ha caído en la muerte y en las tinieblas, y esta misión trae al creyente la salvación de la perdición y del juicio (Jn 3, 16; 1 Jn 4, 9, etc.). El Hijo que el Padre envió al mundo por amor es —como lo demuestran las muchas frases con la fórmula «yo soy»— el buen pastor, el camino, la verdad, la vida, el pan de vida, la luz del mundo, etc. Sobre todo la metáfora de la puerta (10, 9) pone de manifiesto la exclusividad y el sentido absoluto de la revelación dada en Cristo y de la salvación concedida a través de él. La salvación, la vida, la alegría, la luz, la plenitud, etc., todo esto únicamente se da en la unión con Jesús y, además, en la unión permanente. Pues si Jesús es el camino y la verdad (14, 6), no su­cede esto en el sentido de que únicamente indica el camino, o de que enseñe una verdad que tuviese validez independientemente de él mismo, o que pudiera ser que él mismo fuese superfluo. Porque él es aquel a través del cual Dios mismo está inmerso en el plan. Dado que el Padre y el Hijo son una misma cosa (10, 30), el Padre sólo encuentra al hombre en el Hijo. Todo ha sido entregado a él (3, 35; cf. 10, 18) y mostrado a él (5, 20; cf. 8, 28), y el que cree en el Hijo, cree en el Padre, y el que ve al Hijo, ve al Padre (12, 44s). Por eso, también es honrado de la misma manera que el Padre (5, 23), y en la confesión de Tomás se llega a decir: «Señor mío y Dios mío» (20, 28). A esta unidad con el Padre, puesta de relieve perma­nentemente, responden los rasgos de gloria que predominan en el desarrollo de la vida terrena de Jesús.

La encarnación del logos divino sigue siendo un escándalo, pero E. Káse-mann ha recalcado certeramente que no hay que acentuar propiamente la para­doja de la encarnación, según la cual el revelador aparece como un hombre sin más (así R. Bultmann). Se trata más bien de 1, 14b («y hemos visto su gloria»), y no de 1, 14a («el Verbo se hizo carne»), es decir, que el v. 14a sólo es, en último término, el presupuesto del v. 14b.

E. Kásemann no quiere cuestionar del todo los rasgos del anonadamiento del Jesús terreno del cuarto evangelio, pero plantea si son algo más «que el mínimo imprescindible del montaje de decorado para aquel... que permanece un breve tiempo entre los hombres y parece ser igual a ellos, aunque sin caer él mismo en lo terreno» (El testamento de Jesús, 41s). Lo importante en esta crítica de las exposiciones habituales de la teología juánica que colocan en primer plano al veré homo, es que no se acentúa la cualidad de hombre de Jesús, sino que la doxa de Cristo domina en realidad la escena. La esencia celestial de Jesús tam­bién se puede reconocer a través de la carne. Esto se puede aplicar incluso a la cruz, la cual aparece de antemano a la luz de la resurrección. Por eso se mitiga el choque de la muerte en cruz y se representa el camino de la cruz como el camino soberano del triunfo de Cristo que retorna triunfalmente al Padre por encima de todas las tribulaciones y de todos los miedos (cf. por ejemplo 12, 27s).

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La muerte es glorificación, de forma que, según E. Kásemann, «ya no es, en adelante, el patíbulo de aquel que fue compañero de malhechores, sino que es la demostración del amor divino que se entrega y un retorno victorioso desde lugar ajeno al Padre que le había enviado» (42). Cf. también M. Lattke, 142ss.

Frente a la pretendida teología del anonadamiento, esto es en principio correcto, pero un tanto exagerado. Difícilmente se puede hablar de un «ingenuo docetismo» desde el momento en que Jesús era de hecho un hombre verdadero. Sin embargo también permane­ce con figura humana el logos que «acampó» sobre la tierra, sobre el cual los ángeles del cielo, por eso, suben y bajan (1, 51), haciendo así visible la gloria del Padre a la que el Hijo retornará después de su muerte. La encarnación hace posible sólo el encuentro salvador con la doxa celestial, o el anuncio que transmite gracia y verdad y que Jesús trae del Padre (1, 18). «He aquí el hombre» (con la corona de espinas), dice también el incrédulo Pilato. La pasión es sólo la cúspide suprema y la conclusión de toda la misión. Pertene­ce, en verdad, a la obra de la redención (Jn 19, 30 se refiere a toda la obra de la redención), pero se recalca que el crucificado es el ensalzado, y no que el ensalzado es el crucificado. Pero indudable­mente también se dan otros rasgos en la imagen de Cristo, como lo demuestra por ejemplo el lavatorio de los pies e incluso el simple hecho de que a Jesús se le llame el hijo de José de Nazaret (1, 45; cf. también 2,3; 7, 10). Para el tema ético tiene sobre todo importan­cia el que Juan no sólo defienda una theologia gloriae y el que la cris-tología marcada por la doxa no quede reducida a una antropología. Así como el que encuentra a Cristo se introduce «en la esfera de la victoria y participa en ella» (E. Kásemann, 54), también contrasta con esto el que Juan esboce la insoslayable situación de tribulación y de penalidades del creyente en el mundo con las palabras siguientes: «en el mundo habéis de tener tribulación» (16, 33).

2. Por mucho que se discuta en sus detalles la cristología juá-nica, de una cosa no cabe dudar: de su importancia fundamental para la comunidad y para la conducta de la misma. Un instructivo ejemplo de las repercusiones de la cristología en la ética es sobre todo el discurso de Jesús sobre la vid y los sarmientos (15, lss). De aquí se deduce inequívocamente que sin permanecer en Jesús, como única vid verdadera, no existe en la vida de los cristianos nin­gún fruto. Pero la permanencia en él, como condición para dar fru­tos, se basa en la permanencia de Jesús en los suyos.

J. Heise interpreta certeramente el «y» del v. 4a («permaneced en mí "y" yo en vosotros») de la siguiente manera: «permaneced en mí, como y porque yo

El mandamiento del amor fraterno en los escritos juánicos 363

también permanezco en vosotros, es decir, que la permanencia de Jesús sirve de base y hace posible la permanencia de los suyos en él» y, con ello, el que se dé fruto (Bleiben. Menein in den johanneischen Schriñen, 1967', 85, cf. 81ss; cf. también R. Borig, Der wahre Weinstock, StANT 16, 1967). Según el mismo Juan, para seguir a Jesús hace falta que éste «venga continuamente a nosotros prometiendo, recordando, enseñando, advirtiendo y consolando», pero «ni nuestra experiencia ni nuestra decisión constituyen quién es Jesús» (E. Káse­mann, 71s).

Lo importante es, ante todo, que los suyos sólo reciben su fuer­za para crecer y para fructificar de la unión indisoluble con Jesús, y que separados de él no tienen más remedio que secarse. Esta unión intensiva no hay que interpretarla como una comunión místi­ca, sino como una unión proporcionada por la Palabra, como lo demuestran los v. 3 y 7, así como por la identificación del escuchar con el permanecer. Según el v. 16 es el mismo Jesús el que elige a sus discípulos y los destina a dar frutos. Todo el ser, el poder y el hacer de los cristianos tiene, en cualquier caso, que entenderse y que realizarse únicamente en conexión con Jesús.

Pero Juan también pone el acento en la conversión, lo cual no está simplemente motivado por una polémica contra un indicativo salvífico excesivamente recalcado1. No solamente ocurre que sin la unión con la vid no se da fruto, sino que también tiene lugar lo contrario: sin fruto se tiene que cortar la unión con la vid, eso es, sin fruto uno queda fuera de la unión con Jesús (v. 2 y v. 6). Entre el v. 2 y el v. 4s existe una cierta contradicción intencionada, en el sentido de que, según el v. 2, la ausencia de frutos es la causa por la que se arranca el sarmiento, y según el v. 4, la permanencia en la cepa es condición para dar fruto. R. Bultmann ve ahí que hace su aparición la dialéctica entre indicativo e imperativo (Teología, 498), sucediendo que el indicativo también tiene aquí la preeminencia sobre el imperativo, sirviéndole de fundamento. Del hombre se es­pera únicamente lo que anteriormente le fue suministrado. Única­mente puede amar el que ha sido amado. Por lo demás, Juan funda­menta siempre el amor en haber sido amado. La ética juánica del amor estriba únicamente en que Dios ha demostrado su amor en el envío y en la entrega de su Hijo, y en que su amor sólo alcanza su meta en el amor de los suyos. Se le da el amor para su bien, y al mismo tiempo también se le exige amor. También en 1 Jn, la ética,

1. Cf. G. Klein, «Das wahre Licht scheint schon»: ZThK 68 (1971) 261-326, sobre todo en p. 264, nota 17.

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es decir, el precepto del amor, está anclado en la demostración del amor de Dios en Cristo (cf. 1 )n 4, lOs, etc.).2

Debido a la gran significación parenética de la escena del lavato­rio de los pies (cf. infra, p. 371), hay que acentuar aquí que la interpretación soteriológica y ética de 13, 1-17 no incurren en con­tradicción, sino que la acción salvífica decisiva de Jesús («el amor perfecto» o «el amor hasta el fin» del v. 1), que se simboliza en el ministerio caritativo de lavar los pies, constituye el presupuesto para el propio ministerio de la caridad de los discípulos. Con lo cual se ponen en claro dos cosas: en primer lugar, para caracterizar la ética de Juan no será recomendable utilizar las palabras «legali­dad» y «moralismo» (no así H. Preisker, Ethos, 209), cosa que todavía queda más patente a través del «dar» del precepto divino de la caridad (15, 13), porque el dar designa en general una dona­ción divina (cf. 3, 34; 6, 11; 10, 18, etc.). En segundo lugar, el amor que se exige no sólo tiene su norma y su medida (cf. sobre esto infra, p. 370s), sino incluso su razón de ser y su posibilidad, única­mente en el amor de Jesús. Los que aman sólo permanecen en la experiencia del amor de Jesús en cuanto que son amados, y de esta forma pueden ellos mismos amar. Con lo cual sucede que este amor no se puede separar de Jesús como si fuera un principio ético o un programa, ni se puede tampoco practicar desligado de él. El man­damiento nuevo del amor no se encuentra por pura casualidad en 15, 12 dentro del contexto de la alegoría de la vid y de los frutos.

3. La doctrina juánica de la predestinación pone también de manifiesto que el hombre no puede, por sí mismo, ponerse en mo­vimiento, actuar y dar frutos. En 3, 27 se dice, en el mismo sentido de las reflexiones precedentes, que ningún hombre puede recibir algo «si no le fuere dado del cielo», con lo cual, todo tomar se basa en un recibir. Pero ¿cómo se puede recibir, si a uno no se le da nada? O dicho en un sentido cristológico: ¿cómo se puede per­manecer en Jesús o ir a Jesús, si esta ida depende de «que el Padre le atraiga?» (6, 44; cf. v. 65). Ciertamente que junto a esta frase de resonancias deterministas, se encuentra inmediatamente después, en 6, 45, la otra frase de que «todo el que oye a mi Padre y recibe su enseñanza, viene a mí». Esto se tiene evidentemente que relacio­nar con la atracción del Padre aludida en el v. 44 y hay que inter­pretarlo de forma que la acción del Padre de atraer se produce dentro de la acción de escuchar y de aprender. «La atracción del

2. Cf. G. Eichholz, GJaube undLiebeim l.Joh.: EvTh 4 (1937) 411-437.

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Padre no tiene lugar después de la decisión del hombre de creer, sino en ella misma» (R. Bultmann, KEK, o.c).

R. Bultmann acentúa, por supuesto con demasiado énfasis, el carácter de decisión. Para él, la decisión es lo que constituye el ser y el «de dónde» de ese ser (KEK, 240). Es decir, en la decisión se pone de manifiesto lo que el hombre es específicamente y lo que siempre fue. «En su decisión por el "a dónde" se decide también la cuestión de su "de dónde". El que el hombre en su encuentro con el revelador se decida a favor o en contra de él, en razón de su pasado, no es más que una expresión incisivamente paradójica de que en su decisión se pone de manifiesto lo que él es propiamente» (KEK, 115). La paradoja se resuel­ve aquí de manera excesivamente unilateral en favor del acto de decidir.

En Juan, sin embargo, la elección y la responsabilidad se en­cuentran en un paralelismo dialéctico y el ser traído, el escuchar y el querer, de los que se habla en 7, 17 ó en 6, 44 y en otros pasajes, están entrelazados entre sí. En 6, 27, la invitación a procurarse el alimento imperecedero y la creencia de que éste sólo puede ser donado, son dos ideas que se encuentran yuxtapuestas. También en 1 Jn se dice, por una parte, que quien ha nacido de Dios no comete pecado (3, 9), o que vence al mundo, pero, por otra parte, también se dice que el que practica o ama la justicia es engendrado por Dios (2, 29; cf. 4, 7, etc.).

H.-M. Schenke (Determination und Ethik im ersten Johannesbrief. ZThK 60 [1963] 203-205) ve que en 1 Jn la yuxtaposición y las implicaciones del indicativo y el imperativo encuentran su expresión a través de la tensión de la ausencia de pecado y el pecado, pero lo explica a base del aspecto terreno y supraterreno de la existencia cristiana (215). Es verdad que determinación y ética no se excluyen mutuamente, sino que objetivamente se complementan, pero se debe poner en duda que la idea de la obligación nazca precisamente del aspecto terreno, y que anterior a toda «teoría» sea ya algo incontestable (así se explica el indicativo en la p. 214).

4. También el mismo planteamiento sale a relucir casi en los mismos términos en la interpretación juánica del sacramento y del Espíritu. También aquí se presupone a primera vista que el hom­bre, por su misma naturaleza, está excluido de la salvación y por consiguiente también de la nueva vida, pues «lo que nace de la carne, es carne, y lo que nace del Espíritu, es espíritu» (3, 6). Pero el nacimiento del espíritu —que en cuanto renacimiento del agua y del Espíritu (3,5) y en cuanto que es «algo-nacido-de-nuevo», no puede referirse a una mera corrección y a una mejora parcial del hombre, sino a un «hacerse-de-nuevo» de todo el hombre— se con­vierte, al ser un milagro de Dios, en algo que escapa al poder del

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hombre. Si es lícito recurrir a 1 Jn 5, 1, tenemos aquí además la fe, es decir, que nadie sino el creyente es «el nacido de Dios». En consecuencia, el sacramento y la fe no se pueden tampoco utilizar antagónicamente, exactamente igual que ocurría con el indicativo y el imperativo.

La acción del Espíritu es preciso entenderla también de una manera similar. El Espíritu sopla donde quiere (3, 8). El es el que da vida (6, 63) y sin embargo el versículo siguiente apela a la fe (6, 6.4), que está estrechamente unida con el amor. Si se piensa que el Espíritu continúa la acción de Cristo, está claro que la cristología y la pneumatología determinan conjuntamente la vida y la caridad de los cristianos. Sin embargo el primado de la cristología tampoco se puede pasar por alto en las mismas declaraciones sobre el sacra­mento y sobre todo en las afirmaciones acerca del Espíritu. El Espí­ritu es, en verdad, aquel Espíritu en el cual vuelve el mismo Jesús (cf. 14, 16s.26) y el que recuerda las palabras de Jesús (cf. 14, 26), lo cual también tiene importancia para el amor (cf. 14, 18 con 14, 23).

5. La diferencia mayor con Jesús y Pablo en relación al indi­cativo de la salvación consiste, sin género de dudas, en la escatolo-gía radicalmente actualizada, teniendo en cuenta que en este aspec­to hay que establecer una diferencia entre el evangelio y 1 Jn. El evangelio defiende una escatología marcadamente presente (cf. 5, 24; 3, 36; 6, 47; 8, 51; 11, 25s). No hay que negar ciertamente que el autor recogió restos de las expectativas del futuro, y esto con absoluta independencia de si el evangelio, en su forma actual, es originario o si la mayoría de las afirmaciones que se refieren al fu­turo proceden de una redacción elaborada por la Iglesia. Pasajes como 14, 2 de que en la casa del Padre hay muchas moradas, y que Cristo se llevará consigo a los suyos (cf. también 12, 32; 17, 24), R. Bultmann los atribuye también al evangelista.

Pero lo que R. Bultmann acentúa con toda la razón, enfáticamente, es que la escatología tradicional judeo-cristiana, que se refiere al futuro, es totalmente acomodada al presente e historizada por Juan. Lo decisivo ya ha ocurrido, y de la escatología cósmico-apocalíptica del cristianismo primitivo solamente queda la esperanza individual de la consumación celestial. La espera apocalíptica de un nuevo mundo futuro se ha reducido a una esperanza antropológica, en la que luego, en el supuesto de que 5, 28s y otros pasajes similares no se hubiesen aña­dido de forma secundaria, también estaría implícita la esperanza de la resurrec­ción (cf. E. Kásemann). En cualquier caso, lo decisivo es que los creyentes ya tie­nen la vida, que ya ha tenido lugar el juicio y que el futuro ya no aportará pro­piamente nada nuevo, que el punto de partida y el horizonte también es aquí la cristología, o sea, la presencia de aquel que es la resurrección y la vida (42).

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Mientras que si prescindimos del contexto de la cristología, ape­nas se sacarán directamente las consecuencias de esta vida presente con vistas a la ética, no sucede lo mismo con 1 Jn, donde, aunque de manera aislada, la espera del futuro final con el tema de la parusía y del juicio motiva la «práctica de la justicia», a imitación de Cristo (cf. 1 Jn 2,28ss). Según este párrafo, la esperanza se encuentra ciertamen­te en una relación inseparable con el presente salvífico de la filiación divina, aunque «todavía no se ha manifestado lo que seremos» y la es­peranza de que seremos semejantes a él (3, 2) da lugar a una conducta consecuente. «Todo el que tiene una esperanza en él se purifica a sí mismo», es decir, la esperanza del que espera repercute en el presente y libera para llegar a la pureza. También según 4, 17 puede tener «confianza en el juicio» aquel que permite que el amor de Dios llegue en él a la perfección, lo cual, de acuerdo con 4, 12 (cf. asimismo 2, 5), incluye también el amor fraterno.

II. EL IMPERATIVO CRISTOLÓGICO

1. Si la cristología es, pues, el tema dominante del indicativo juánico, también hay que esperar, por supuesto, que esto encuentre su paralelismo en el contenido mismo del imperativo. Y de hecho la conducta fundamental de los cristianos, según Juan, está centrada en Cristo, lo cual encuentra su expresión en conceptos, a veces bastante similares, como creer, amar, escuchar, permanecer, reco­nocer, acudir, recibir, servir o seguir. A este respecto, ante todo, no se trata tanto de la comunión de destino («donde yo estoy allí estará también mi servidor»: 12, 26; cf. 13, 36) o de la correlación en la manera de comportarse (cf. sobre esto infra, p. 370s), sino más bien de permanecer en el Señor, ya que únicamente él «tiene palabras de vida eterna» (6, 68), y como tal es el Hijo de Dios que se diferencia y que precede a los hombres, a los cuales hace un llamamiento a servirle y a ir en pos de él (cf. 12, 26). En esta relación con Cristo lo que predomina no es la igualdad de rango sino la preeminencia de Jesús. La fe consiste, por ejemplo, en escuchar la voz de Jesús (cf. 10, 26s; 10, 4), y no en una relación místico-personal. Por esta razón se invita continuamente a escucharle y a atenerse a su pala­bra. El permanecer en su palabra constituye las señas de identidad de los verdaderos discípulos.

Pero ¿cuál es el contenido de esta palabra? R. Bultmann afirma que las palabras de Jesús «jamás comunican algo especial y concreto». El tema de su discurso es «siempre el mismo: que el Padre le envió, que él vino como la luz, como pan de vida, como testigo de la verdad, etc.» (Teología, 480), y más

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incisivamente todavía en 481: «las palabras de Jesús no comunican otro conteni­do sino que son ellas, justamente, palabras de vida, palabras de Dios; es decir, no por su contenido, sino como sus palabras, como palabras de aquel que las habla, son palabras de vida, palabras de Dios». Lo especial y lo decisivo reside, por tanto, en el hecho de ser dichas actualmente.

Lo que sí es verdad en todo esto, es que, de hecho, Jesús no transmite ninguna verdad cosmológica, soteriológica o de cualquier otro tipo, ni tampoco transmite misterios esotéricos. También es verdad que hay que consignar una reducción inequívoca a la crístología en el contenido de sus palabras. Y a pesar de todo esto, la palabra de Jesús tiene «un contenido claramente definible» (E. Kásemann, 114): testimonio del Padre, palabras y obra del Jesús terreno, en suma, la tradición recogida por Juan. De hecho Juan se da perfectamente cuenta de que, de manera inevitable, se termina derivando en el iluminismo y en la anarquía «si la palabra de Jesús sólo puede determinarse a través del espíritu profético y en cada situación» (114).

2. Si nos preguntamos ahora en concreto por lo que exige la palabra de Jesús, en lo que se refiere a la temática ética hay que señalar en primer lugar «el guardar los mandamientos». Estos, sin embargo, no son ya comparables con los del antiguo testamento. Si se comparan los mandatos éticos de Jesús con los del evangelio de Juan, salta a la vista enseguida que la ley ya no tiene ninguna fun­ción como guía para la acción3. No hay duda de que el Jesús juáni-co remite algunas veces a la ley y ciertamente en el sentido que res­ponde al antiguo testamento como conjunto, pero el sentido de este remitir a la ley es sólo en cuanto que ésta ya hace alusión a Cristo.

En las palabras de Felipe a Natanael se dice: «hemos hallado a aquel de quien escribió Moisés en la ley y los profetas, a Jesús, hijo de José de Nazaret» (1, 45). En Jesús se cumplen las esperanzas de salvación del antiguo testamento. El escepticismo de Natanael («¿qué puede salir de bueno de Nazaret?», v. 46) demuestra ciertamente que no se puede comprobar el testimonio de Cristo con una argumentación exegética; sin duda existen argumentos de los padres que cuentan a su favor con buenas razones. ¿Acaso no debía el Mesías ser del linaje de David y proceder de Belén, la ciudad de David?

Hay que deducir de esto que Jesús no sólo cumplió las promesas, sino que las rompió, por lo cual, Cristo y Moisés son contrapuestos antitéticamente (1, 17, cf. también 6, 32; 9, 28). También se da testimonio de esta ruptura y, al mismo tiempo, de este cumplimiento, en 5, 39: «escudriñad las Escrituras, ya que en ellas creéis tener la vida eterna y ellas son las que dan testimonio de mí». El ocuparse de las sagradas Escrituras no garantiza la vida eterna, pues la «Escri­tura como tal no ayuda para nada..., únicamente crea vida en la medida que da

3. Cf. S. Pancaro, The Law in the Fourth Gospel, Leiden 1975; U. Luz, Gesetz, 119ss.

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testimonio de aquel que es la Vida» (W. Bauer, HNT 6, o.c; algo parecido R. Bultmann, KEK, o.c; J. Becker, OTK 4, o.c). Por una parte, la investigación de la Escritura puede hacer incluso que no se oiga la voz de Jesús, pero por otra parte, en la Escritura, habla de hecho Cristo. Si se escuchara realmente a Moisés, también se creería a Cristo (5, 46). Si no se hace así, Moisés aparecerá como acusador (5, 45). Según U. Luz (Gesetz, 120), Juan establece conscientemente la distinción entre ley («en cierto sentido un vocablo judío») y Escritura («el anti­guo testamento en su sentido propiamente dicho, o sea, como referencia y testi­monio de Cristo»).

Hay otros pasajes que nos llevan más directamente al ámbito de la conducta, sobre todo el quebrantamiento del sábado por parte de Jesús (cf. 5, 9.16-18; 7, 22s; 9, 14-16). Esta transgresión del sábado, que además del sábado también relativiza la tora, pone en conflicto con el precepto del sábado no sólo a Jesús (5, 16; 9, 16) sino también a los que son curados (5, 10; 9, 15.18.34), los cuales atribuyen la curación a la autoridad y al poder de Jesús (5, 11; 9, 15.30ss). El precepto del sábado ya no es, en este aspecto, un pro­blema vivo, sino que las situaciones conflictivas tienen, antes que nada, que poner de manifiesto la situación peculiar y única de Jesús (cf. J. Becker, ÓTK 4, 233). Pero por el contrario, en 7, 19ss, el evangelista tacha a los judíos de no cumplir la ley y de que, sin razón, apelan a Moisés: ellos practican la circuncisión en sábado y quieren condenar al mismo Jesús por su curación en sábado.

De todos modos la argumentación no es del todo trasparente en sus detalles. En el v. 19 se reprocha a los judíos que transgreden la ley de Moisés y sin embargo en el v. 23 se reprocha la supresión del precepto del sábado mediante la práctica de la circuncisión siguiendo las normas mosaicas. Según R. Bultmann, para que todo esto tenga algún sentido hay que entenderlo de la siguiente forma: «los judíos quebrantan la ley de Moisés porque, aunque se guían por el mandato de la circuncisión, no preguntan qué es lo que Moisés quería propiamente» (KEK, 209; cf. S. Pancaro, 136s).

Es preciso, por tanto, diferenciar entre el sentido aparente y el sentido propiamente dicho de la ley. Cuando en 8, 17 se dice «tam­bién en vuestra ley está escrito que es verdadero el testimonio que se basa en dos hombres», esta frase, vista desde su contexto, cierta­mente parece casi una parodia. La contradicción no puede pasar inadvertida en la frase «en vuestra ley» (cf. W. Gutbrod, ThW IV, 1077). En general predomina la convicción de la superioridad de la revelación de la gracia y de la salvación frente a la revelación de la ley (cf. 1, 17). El antiguo testamento no se toma en consideración como vinculante por lo que se refiere a sus normas y ejemplos

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morales, y el mismo concepto de «mandato» se reserva para las normas de Jesús, mientras que la ley queda sin ninguna importancia para la ética. Ni siquiera el precepto de la caridad está considerado como una síntesis y un resumen de la ley. Por eso U. Luz pone, con razón, en tela de juicio, una continuidad tanto directa como indirec­ta entre la ley veterotestamentaria y la ética cristiana (Gesetz, 124).

Sólo en 1 Jn 3, 12 se menciona como ejemplo negativo al fratricida Caín, que «sacrificó» a su hermano porque fue provocado por las obras buenas de éste. Esto debe poner de manifiesto a la comunidad que también ella se ve afectada, y no por casualidad, por el odio del mundo. La inserción normal de este ejem­plo, que no debe servir de modelo a la comunidad, da por supuesto que se conoce el antiguo testamento y, precisamente por eso, tanto más llama la aten­ción que éste sea el único ejemplo.

3. Para Juan se sobreentiende que los mandatos de Jesús no pueden ser objeto de dispensa para el mismo Jesús. Sus palabras y obras, sus discursos y su acción son vistas como un todo (cf. 8, 28; 14, 10, etc.). Las dos cosas a la vez obligan y constituyen la guía de los discípulos. La cristología, incluso por lo que se refiere al impera­tivo, es el horizonte fundamental de todo, lo cual se confirma obje­tivamente por el hecho de que la orientación a la conducta de Jesús es un rasgo básico e ininterrumpido de la ética juánica. La acción salvífica de Dios en Jesucristo no sólo es un motivo central y la única posibilidad del ejercicio cristiano de la caridad, sino también la pauta que decide todo. Así como, en la fundamentación de la acción, está claro que el Hijo no puede hacer nada sin el Padre (5, 19), ni los discípulos pueden hacer nada sin el Hijo (15, 5), también se debe reflejar esto mismo en el modo y manera de esta acción. Resulta típica la frecuente utilización del «como», que por una par­te transfiere la relación del Padre para con Jesús a la relación de Jesús para con los discípulos, pero que por otra parte enfoca tam­bién el comportamiento propio de Jesús, en cuanto realización ejemplar de la vida cristiana, poniéndolo como orientación a los suyos4. Jesús no solamente ama y envía a los discípulos como el Padre le amó (15, 9; 17, 23) y le envió a él mismo al mundo (17, 18; 20, 21), sino que muchos ejemplos crean un inconfundible para­lelismo objetivo entre Jesús y los suyos y, a este respecto, la identi­dad de los conceptos empleados, que naturalmente no puede ser total, por la misma diferencia entre «maestro y discípulos» (cf. 13,16;

4. Cf. O. de Dinechin, Kathos. La similitude dans l'évangile selon S. Jean: RScR 58 (1970) 195-236.

El mandamiento del amor fraterno en los escritos juánicos 3 71

17, 11, etc.), subraya esta correspondencia. Este carácter de proto­tipo y de ejemplo de Jesús se extiende también a su peregrinación terrena hasta llegar a su entrega en la muerte. Desde el punto de vista temático, la mayoría de las veces se hace referencia al amor: de la misma manera que Jesús amó a los suyos, deben también éstos amarse unos a otros.

La perícopa del lavatorio de los pies es, en este punto, especial­mente expresiva e impresionante. La acción de Jesús se califica aquí explícitamente como de modelo y de ejemplo (13, 15), es decir, que el lavatorio de los pies tiene una significación ejemplar. «Por­que yo os he dado un ejemplo: como yo he hecho con vosotros, así debéis hacer también vosotros».

Son muy controvertidos en esta perícopa los problemas de la historia de la tradición en su conexión con la relevancia ética. Según R. Bultmann, en los v. 4-11 se encuentra una primera interpretación, que procede del mismo evange­lista, mientras que en los v. 12-20 hay una segunda explicación que debe ser prejuánica; cf. también G. Richter, Die Fusswaschung im Johannes-Evangelium, 1967, el cual sostiene que sobre todo los v. 6-11 con su interpretación soterioló-gica del lavatorio de los pies, lo mismo que 13, 3 - 14, 31, proceden de Juan, mientras que los v. 12-20, así como el v. Ib constituyen una adición elaborada por un editor posterior, pero que se basaría, por lo visto, en una tradición prejuánica. Por el contrario, mantiene otra opinión, por ejemplo, H. Thyen (Joh. 13 und die «kirchliche Redaktion des vierten Evangeliums, en FS K. G. Kuhn, 1971, 343-356): según esto, la segunda interpretación no es prejuánica, sino una reinterpretación de la primera, hecha por el autor del cap. 21. La acción de Jesús ahora no sería ya «un semeion al margen del mundo», como en el escrito básico marcadamente dualista, sino «al mismo tiempo, un ejemplo típico de servicio humilde a los inferiores» (350). También A. Weiser (Joh. 13, 12-20 -Zufügung eines spateren Herausgebers?: ¥ÍZ 12 [1968] 252-257) tiene razón por lo menos en que en Juan también a otros pasajes cristológico-soteriológicos si­gue un llamamiento a la imitación (cf. por ejemplo 12, 25s después de 12, 24). Cf. también 1 Jn 3, 16: «eñ esto hemos conocido el amor, en que él dio su vida por nosotros. También nosotros estamos obligados a dar la vida por nuestros hermanos». Por lo tanto, también aquí se encuentran entrelazadas ente sí la interpretación soteriológica y la ética, de forma que en Jn 13 tampoco se puede hablar de una unión artificial; cf. también R. F. Collins, 353 s y W. Wittenberger, 56ss, para quien la separación entre cristología y parénesis de ninguna manera es juánica (62s). Se da efectivamente cierta concurrencia (servicio a los discípulos - servició de los dicípulos), pero estos diferentes acentos deben completarse (cf. S. Schulz, NTD, o.c).

Sea o no la primera explicación soteriológica de los v. 6-11 espe­cíficamente juánica, en cualquier caso, muchas afirmaciones al res­pecto confirman que también la segunda interpretación ética se adapta bien al pensamiento de Juan. Si se piensa que el lavatorio

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de los pies es un servicio humilde, que se cuenta entre las obligacio­nes de los esclavos, pero que sea como fuere es una ocupación concreta, corporal, sucia y en modo alguno un acto litúrgico, tal como lo practicaron los obispos, los abades, los papas y emperado­res, a modo de solemne ceremonia, se ve que Jesús se somete a una acción caritativa deshonrosa y humillante. Y precisamente ahí hace de modelo. Nada modifica la cuestión el que él sea ahí, al mismo tiempo, más que modelo, y que el «como» tenga también, por enci­ma de la función ejemplar, un sentido de fundamentación. También e n ]}' - ^ (donde el «mandamiento nuevo» se define como «que os a m é i s los unos a los otros como yo os he amado, para que vosotros también os améis así mutuamente»), el amor de Jesús no sólo es la base del amor fraterno, sino que también es paradigma del modo y manera que él tiene de amar (algo parecido en 15, 12). De la misma manera que sólo pueden amar los que son amados, así se unirán los que aman a través del ejemplo del amor de Jesús. El que el lavotorio de los pies haya que entenderlo «en general como un acto simbóli-co-representativo del ministerio del amor» (R. Bultmann, KEK, o-c.), no debe espiritualizar la concreción ejemplar de este servicio del amor.

Precisamente en 1 Jn, la cualidad de modelo de Jesús se ejem­plariza también en otras virtudes distintas del amor. Según 1 Jn 3, ', el que es justo, o sea, el que practica la justicia, «es justo como el es justo». Aquí Cristo practica, por lo tanto, la justicia de una manera ejemplar y vinculante para los suyos, una justicia que es lo contrario de cometer pecados (v. 8) y que en el v. 10 va unida, como un todo, al amor fraterno. En cualquier caso, la conducta de ios creyentes debe estar en consonancia con la conducta de Jesús, asi como, según 1 Jn 3, 3 todos tienen que purificarse «como él es puro». Finalmente en 1 Jn 2, 6, la idea de comportarse de una manera consecuente se expresa de un modo amplio y fundamental, quedando Jesús como prototipo y modelo de la conducta cristiana: «el que dice que permanece en él, está obligado a conducirse en su vida como él se condujo».

R. Schnackenburg interpreta esto perfectamente en conexión con el v. 4, donde se habla de guardar sus mandamientos, cuando escribe: «con esto, el postulado general de guardar los mandamientos (que también lo podría plantear un judío observante) recibe su sello específicamente cristiano. Para los cristianos la pauta inmediata de su actuación no es un código legal de tipo general —aun­que sea el venerable decálogo—, sino la orientación personal de Cristo, y no sólo su palabra sino también el ejemplo de su vida» (HThK 2XIII, 105). Desde el punto de vista temático se está aludiendo con ello al mandamiento nuevo del amor (1 Jn 2, 7s). La conformidad con Cristo y con su amor marca toda la

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vida práctica de los cristianos. Según 1 Jn 3, 16 esto llega hasta la entrega con­creta de la vida, de manera que aquí el caso normal se ejemplariza hasta llegar al caso extremo.

III. L A DISTANCIA CON RESPECTO AL MUNDO

Y LA LIBERACIÓN DEL PECADO

1. El distanciamiento crítico del mundo, que es un rasgo bási­co permanente de la ética juánica, está también en conexión con la cristología. Cristo es, como ningún otro, el extranjero en este mun­do, el que sólo se puede definir correctamente desde fuera del mun­do, y que lo único que hace es «acampar» en el mundo (1, 14). Por esta razón tampoco «su reino es de este mundo» (17, 18). Conse­cuentemente tampoco los cristianos están determinados por este mundo (15, 19; 17, 14.16) e igual que él se hallan expuestos al mismo odio por parte del mundo (15, 18). El abrupto contraste entre comunidad y mundo (según diferentes autores sólo valdría en el escrito básico) tiene considerables repercusiones en la misma éti­ca, pues aunque el dualismo juánico no sea exclusivamente ético, se manifiesta ciertamente también en la ética, en la contraposición en­tre «hacer el mal» y «practicar la verdad» (3, 20s). El dualismo entre luz y tinieblas, verdad y mentira, arriba y abajo, espíritu y carne, etc., que recorre los escritos juánicos, recuerda efectivamente con mucha frecuencia al dualismo gnóstico radical, pero a causa de la fe que se tiene en la creación y de la soteriología que incluye la encarnación, no se debe asimilar a una antítesis metafísica rígida entre Dios y el mundo 5 . Siendo verdad que todas las cosas fueron creadas por el logos divino (1, 3) y que el Verbo llegó a hacerse carne (1, 14) y que vino al mundo como a «su casa» (1, 11), el cosmos y la carne no pueden ser, sin más, lo mismo que el pecado.

A pesar de todo, en ningún lugar del nuevo testamento existe un dualismo tan marcado. Es significativo que en ningún lugar, salvo en el prólogo, se encuentren afirmaciones relativas a la crea­ción y que no se aluda al mundo en el horizonte de esperanza de Juan, es decir, que se haya renunciado total y absolutamente a la expectativa de una restitución de la creación. Se habla en efecto del amor de Dios al mundo (3, 16), pero ya no se vuelve a recoger jamás, ni se llega a estructurar el pensamiento de 3, 16, «ni en

5. Cf. K. W. Tróger,/a oder Nein zur Welt. War der Evangelist Johannes Christ oder Gnostiker?, en Theol. Versuche VII, 1976, 61-80; G. Baumbach, Gemeinde und Welt im Johannes-Evangeüum: Kairos 14 (1972) 121-136.

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ninguna parte se piensa en sus consecuencias éticas» (W. Witten-berger, 40). Dios quiere ciertamente salvar al mundo (12, 47), pero no lo salva de forma que sea de nuevo creación o renovado, sino de forma que el mundo «sea superado» (1 Jn 5, 4) por la fe, con lo cual deja ya de ser mundo.

El mundo está bajo el maligno (1 Jn 5, 19) y es denominado en sentido peyorativo «este mundo» (8, 23; 9, 39; 12, 31; 16, 11; 18, 36). Está dominado por el pecado (16, 8) o por Satán (12, 37), es tinieblas (1, 9; 8, 12), sólo ama lo suyo (15, 19), etc. Es verdad que aquí, en la mayoría de los casos, se encuentra en primer plano el mundo del hombre, pero mundo es eo ipso el mundo cerrado y que se cierra frente a Dios, es decir, una entidad negativa.

Ciertamente a los cristianos no se les llama a aislarse del mundo como en un gheto, ni se les saca del mundo, sino que son enviados a él (17, 18; 20, 21) y, además, no para dedicarse a la mística, a la contemplación o al culto, sino para «participar en el trabajo» (4, 38) y «para hacer también» las obras de Jesús (14, 12), lo cual se refiere antes que nada al testimonio y al amor. El mundo queda, por ejemplo, explícitamente excluido de la oración de intercesión (17, 9). Sus implicaciones sociales quedan consecuente y rigurosa­mente al margen. A ser posible, no se debe uno comprometer en absoluto con el mundo. En último término, únicamente tiene inte­rés como pretexto y como decoración, pero continúa siendo peli­groso como foco de infección y como sujeto de la persecución.

Por esta razón resulta perfectamente consecuente cuando se encuentra en la parénesis esta exhortación: «¡no améis al mundo, ni lo que hay en el mundo! Si alguno ama al mundo, no está en él el amor del Padre. Pues todo lo que hay en el mundo, la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la vanagloria de las riquezas, no viene del Padre, sino que procede del mundo. Y el mundo pasa, y también sus concupiscencias. Peto el que bace la voluntad de Dios permanece en la eternidad» (1 Jn 2, 15-17).

Aquí se expresa, con toda claridad y de modo insoslayable, el distanciamiento del mundo y la superioridad del mundo de los cristianos, pues el «creyente y el mundo hostil» se enfrentan de hecho de forma irreconciliable (L. Schottroff). Esto es más que una advertencia ante la catástrofe del mundo y más que un llamamiento a vivir de lo trascendente. Todo lo que está en el mundo está sujeto a la caducidad, y de esto únicamente le puede sacar al hombre aquello que hace que su vida sea auténticamente vida: el amor de Dios. Si se parte de la futilidad de todo lo mundano, resulta fran­camente difícil el recuperar el enfoque aperturista y positivo con

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respecto al mundo. El autor ve, en efecto, casi exclusivamente lo secundario, lo adverso a Dios, la concupiscencia de la carne, el placer de los ojos, la arrogancia de la riqueza. Sólo el último ejem­plo, la jactancia de la ostentación, parece presuponer que el mundo y lo que hay en él no se califican eo ipso como negativo, sino que sólo se convierten en tal por la absolutización egoísta y por las exageraciones que destruyen la convivencia. Sin embargo, los otros dos ejemplos de la conducta mundana no sólo son evidentemente nefastos cuando cierran la perspectiva al amor de Dios, haciendo así imposible el amor fraterno, sino que, ya de antemano y en cuan­to tales, son malos.

Pero con esto no está excluido que también sean adversarios aquellos que, sintiéndose superiores al mundo, relativizan todo lo social y lo material porque no necesitan preocuparse de su «seguridad material», y han sabido diferenciar entre «su elevada conciencia espiritual y sus negocios mundanos» (K. Wengst, Háresie und Ortodoxie im Spiegel des ersten Johannesbriefes, 1976, 59). Tam­bién 3, 17 rechaza una espiritualización de la solidaridad, cuando se escatima a los necesitados el mínimo vital (cf. infra, p. 385s). El que el autor se avenga a un estilo de vida espartano-puritano y polemice contra el ansia de poseer, no significa todavía una valoración positiva de los bienes materiales.

Por eso resulta dudoso que la victoria sobre el mundo (1 Jn 5, 4) se refiera únicamente a una victoria sobre una «felicidad munda­na alejada de Dios», y de hecho 1 Jn 2, 15 no se muestra en realidad «ni un ápice más alejado del mundo o más abierto al mundo, ni un ápice más dualista» que Mt 6, 24 (así J. Wachs, 62ss). Pero el autor parece, sin embargo, pretender algo más que la alternativa en este último sentido y parece ver en el meterse en los asuntos del mundo ya como tal algo que es inauténtico, lo cual como todo lo terreno no tiene verdad ni consistencia. Esto se puede ver claramente en dos ejemplos tomados del evangelio.

3. El primero es el relato del prpceso de Jesús, que es un testimonio de que no se puede dar ningún entendimiento entre el redentor y el mundo y sus representantes estatales. La descripción juánica del proceso de Jesús pone de manifiesto la poca capacidad de las instancias políticas de mantener la neutralidad y la objetivi­dad frente a Jesús. El «reino» de Jesús no representa, de acuerdo con su origen y con su esencia, a ningún reino político-terrenal (cf. 12, 36; 18, 36; 6, 15), de forma que el mismo hecho de que se entable un proceso por parte de los representantes del Estado, al «testigo de la verdad» (18, 37), es un abuso de la función política. Pero Pilato, en cuanto representante del reino de este mundo (que

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376 Etica del nuevo testamento

es objeto de confrontación con los derechos de la verdad, esto es, con los derechos del reino no terreno) no puede, como tal, descu­brir la verdad, a pesar de su interés por la justicia (18, 38s). El reino de Jesús ciertamente no se puede calificar por las buenas de apolítico, porque precisamente el carácter no mundano de este rei­no «roza y pone en tela de juicio la esfera política en su raíz»6. Pero si bien es verdad que su reino no se puede circunscribir al plano de lo interno7, también parece que al contrastarse con el Estado aparece en principio como algo ajeno, y la confrontación metafísica por decirlo así se hace totalmente insoslayable. Por eso a Pilato no es que se le haga la concesión de que su función política venga «de arriba», como frecuentemente se ha solido malinterpretar a Jn 19, 11. La frase de Jesús a Pilato: «tú no tendrías ningún poder sobre mí, si ello (no: el poder) no te hubiese sido dado de arriba», no intenta ni recalcar el nombramiento del procurador por el emperador, ni caracterizar su función oficial y su autoridad esta­tal como dados por Dios. Aquí el acento recae más bien en que Pilato es un instrumento de la realización del plan divino de la salvación (cf. 8, 20; 11, 50s; 18, 11).

El segundo ejemplo es Jn 4. No es seguro que el relato del encuentro de Jesús con la samaritana en el pozo de Jacob, en Jn 4, recogiera una antigua tradición en la que se hablaba de que Jesús superaba las barreras religioso-racia­les entre judíos y samaritanos, lo cual se acomodaría perfectamente a lo que sabemos de la dedicación de Jesús a los desprestigiados publícanos, a los peca­dores y a las meretrices (cf. L. Schottroff, Joh. 4, 5-15 und die Konsequenzen des johanneischen Dualismus: ZNW 60 [1969] 199-214). Pero aunque la tradi­ción tenga un alcance mucho más amplio y este relieve escape a la concepción del evangelista, su mensaje es claro.

Según Jn 4, la tirantez de las relaciones entre judíos y samarita­nos no representa ningún tipo de problema, y la diversidad de los lugares de culto es una cuestión intramundana tan superada como las otras diferencias entre ambos pueblos. Al Padre no se le adora adecuadamente ni sobre el Garizin ni en Jerusalén, sino en espíritu y en verdad. Juan no quiere «luchar contra las barreras del odio intramundano, ni quiere referirse a problemas para él meramente

6. J. Blank, Die Verhandlung vor Pilatosjoh. 18, 28 - 19, 16, im Lichte johan-neíscher Theologie: BZ 3 (1959) 60-81, cita en p. 70. Cf. también K. Aland, 170s.

7. Cf. R. Bultmann, KEK, 508 y además D. Lührmann, Der Staat und die Ver-kündigung. R. Buitmanns Auslegung von Joh. 18, 28 - 19, 16, en FS E. Dinklet, 1979, 359-375.

El mandamiento del amor fraterno en los escritos juánicos 377

superficiales y terrenos» (L. Schottroff, 206). Según el evangelista, Jesús tampoco habla para nada del agua material (Jesús tampoco bebe, a pesar de su petición), sino de otra realidad completamente distinta que la mujer no comprende. Tampoco tiene hambre, sino que su comida es hacer la voluntad de Dios (4, 31ss), e incluso en la cruz sólo tiene sed para que se cumpla la Escritura (19, 28).

En correspondencia con esto, la comida milagrosa no se atribu­ye, como en los relatos sinópticos de las multiplicaciones, a la mise­ricordia de Jesús con la muchedumbre necesitada y sin pastor (Me 6, 34; 8, 2), sino que sólo sirve para la demostración de la gloria (Jn 2, 11) y para la autorrevelación de Jesús (Jn 6, lss). Los demás milagros tampoco son tanto una ayuda real a los indigentes, cuanto un símbolo y una ilustración de lo que debe quedar trasparentado en la esfera terrena. La curación de los ciegos demuestra que Jesús es luz del mundo, la resurrección de Lázaro, que es la resurrec­ción y la vida, etc. Incluso los milagros más contundentes y materia­listas, en último término sólo son una referencia al mundo trascen­dente. Para Juan no existe la salvación en la realidad intramundana. Todos los bienes terrenos son sólo aparentes o bienes espúreos, y toda la vida natural es únicamente vida inauténtica (R. Bultmann, KEK, 133).

También se puede ver esto, con toda claridad, en 6, 63, donde se dice que el espíritu da vida, pero que la carne no aprovecha para nada. Juan no dice que la carne mate o que sea contraria u hostil a Dios. Pero es lo caduco, lo fútil, le irrelevante, lo inauténtico y lo que nada cuenta frente a la realidad espiritual, que es la que cuenta todo. También aquí existe, desde la perspectiva de la fe en la crea­ción, una última barrera que todavía no se ha traspasado, pero a la que Juan se ha aproximado peligrosamente. Aquí se ven inconfun­diblemente los peligros del dualismo juánico. Cuando todas las cir­cunstancias concretas de la vida y todas las necesidades vitales ele­mentales se consideran como algo inadecuado y se exige la desmun-danización, difícilmente se está cerca del Jesús terreno. También Jesús está en contra de la mundanización, pero se opone asimismo a la desmundanización, y únicamente cuando se mantiene uno entre estos dos extremos, se permanece cerca de Jesús y de su reino.

4. Los escritos juánicos no pudieron mantener siempre el dua­lismo, pues la antítesis entre amor y odio, entre vida y muerte, etc., no se pudo evidentemente ajustar con la antítesis entre pecado y ausencia de pecado. La liberación del mundo significa ciertamen­te, en principio, liberación del pecado que concede el Hijo (8, 36), teniendo en cuenta que pecado no es tanto la inmoralidad y la

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acción mala (5, 14; 8, 34), como la falta de fe (8, 24; 16, 9), a la que se suma asimismo, según 1 Jn, el desamor y la falta de fraternidad (cf. 3, 14ss).

Es más complicado, sin embargo, cuando se traen a colación otras afirmaciones de 1 Jn. Aparece aquí a la vista, junto a la prome­tida liberación del pecado, el pecado abiertamente reconocido del creyente y, aparte de eso, se establecen unas profundas diferencias dentro del concepto de pecado. Por una parte se dice también que «todo el que ha nacido de Dios, no comete pecado» (1 Jn 3, 9). Pero por otra parte, según 1, 8, se afirma que «si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros». La misma yuxtaposición se encuentra inmediata­mente después, e incluso en un mismo versículo: «os escribo esto para que no pequéis. Y si alguno peca, tenemos un abogado ante el Padre, a Jesucristo, el justo, que es reconciliación de nuestros pecados» (2, 1).

Aquí se presenta una clara paradoja que se ha aducido intencionadamente en favor del simal iustus et peccator de Lutero, en el sentido de que el cristiano es al mismo tiempo justo y pecador, y por eso tiene necesidad, todos los días, de perdón (cf. E. Kásemann, Ketzer und Zeuge, en Exeget. Versuche undBesin-nungen I, 1960, 168-187,' sobre todo 182; W. Wittenberger, 112s; K. Wengst, OTK 16, 55ss).

Esta dialéctica entre la liberación del pecado y el reconocimien­to del mismo, en modo alguno hay que entenderla, por supuesto, de una forma estática o en una línea de resignación. Primeramente hay que observar que el autor se posiciona abiertamente en contra de una tesis gnóstico-iluminista, según la cual, los pneumáticos ya no pueden pecar más. El autor no llega a discutir esto (cf. 3, 9), pero quiere poner el acento en que el cristiano permanece constan­temente vinculado a la palabra. Por eso se repite una vez más en 1, 8: «si dijéramos que no hemos pecado, a nosotros mismos nos enga­ñamos, y su palabra no estaría en nosotros o entre nosotros». A este respecto, sin embargo, el cuarto evangelista da la máxima importan­cia a que precisamente la palabra es la que purifica (Jn 15, 3). Y a esta palabra está permanentemente supeditado el cristiano. La ad­vertencia a no dejarse llevar del engaño de una pretendida impeca­bilidad, propia de las ilusiones de los perfeccionistas (1 Jn 1, 8.10), encuentra su continuación en la exhortación a no desistir en la lucha permanente contra los pecados (2, 1). Precisamente el aviso contra la supuesta impecabilidad debe reforzar, por lo tanto, la lucha concienzuda contra el poder del pecado y de las tinieblas y no desalentar de antemano los esfuerzos en pos de una conducta

El mandamiento del amor fraterno en los escritos juánicos 3 79

«en la luz» y en la comunión mutua (cf. 1, 7). Por el contrarié^ aquel que es derrotado en esta lucha, puede recobrar nuevos alien­tos y nuevas fuerzas. La paradoja de la afirmación no tiene, pues, un tono de resignación o unos efectos tranquilizadores, sino que

cumple una función parenética. La paradoja debe ser un reactivo y un motivo más en la lucha contra el pecado.

5. Dentro de la problemática del pecado en la vida de los cristianos, resulta más difícil y teológicamente más cuestionable la matización del concepto de pecado de 1 Jn 5, 16s. No ofrece problemas el plural de 2, 1 que alude a que pecar ya no consiste exclusivamente en la falta de fe y en el desamor. En la apostilla de 1 Jn 5, 16s se distingue, sin embargo, entre «pecado no de muerte» y «pecado de muerte». Mientras que los dos versículos precedentes hablan sin reservas de la oración y de la certeza de ser escuchado, ahora se trata de orar por aquellos que no cometen «pecados de muerte». Pero con esto se establece, al mismo tiempo, una distinción de gran trascendencia entre los pecados.

La mayoría de las veces se supone que se está recurriendo así a distinciones judías veterotestamentarias, donde el pecado no perdonable se podía designar asimismo como pecado mortal. Se refiere ahí, a diferencia del pecado involunta­rio, al pecado hecho a propósito, el cual se castiga con la muerte (cf. Lev 4, 2ss; 5, lss; Jub 21, 22; 26, 34, etc.). Algo parecido se dice en Heb 10, 26. No se puede decir exactamente lo que entiende propiamente el autor de 1 Jn por pecado mortal. Pero cuando se hablaba de transgresiones hechas a propósito, también se pensaba en las doctrinas erróneas (cf. la polémica contra los falsos doctores y sobre todo la frase final de 5, 21), o en pecados especialmente graves, como el asesinato (cf. 3, 15), o en la apostasía (cf. Heb 6, 4ss; Herm. Sim. 6, 2, 3).

El principal problema consiste precisamente en esta distinción fundamental. Y es que está en contradicción con 1, 5-2, 2 así como con 3, 4-10, según los cua­les nosotros tenemos permanentemente necesidad de perdón y la sangre de Cris­to «purifica de todo pecado» (1, 7). ¿Es que puede haber alguna característica más fundamental del pecado que la de que el que peca pone con ello de mani­fiesto que no ha nacido de Dios (3, 4ss)? Pero hay que advertir, frente a con­clusiones precipitadas, que esta crítica necesaria a 1 Jn 5, 16s no implica que se deje al margen de toda consideración el acto o la omisión singulares; es decir, que —por el hecho de que todos sean repetidamente pecadores— no siempre hay que utilizar, en cada caso concreto, el mismo rasero, como si todas las dis­tinciones fuesen superfluas y careciesen de sentido. La distinción entre pecados perdonables y no perdonables y la limitación de las oraciones de súplica a l ° s

perdonables, es algo distinto y desborda estas necesarias diferenciaciones. E n

este punto, lo mismo que en el problema de la segunda penitencia (Heb 6, 4-6) > resulta ineludible la crítica objetiva.

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380 Etica del nuevo testamento

IV. EL MANDAMIENTO DEL AMOR FRATERNO

1. En el examen de la ejemplaridad de Jesús, continuamente se tenía presente lo que constituye el contenido de la obligación de los cristianos. Según Juan, esta obligación se puede resumir en una pala­bra: el amor fraterno. Aunque en el amor, la iniciativa procede evi­dentemente de Dios y este precepto no constituye una ley impuesta al hombre, el autor no duda en hablar varias veces, expresamente, en singular y en plural, de mandamiento. Junto a la acción de escuchar la palabra y de permanecer en ella, para Juan no hay otra cosa tan carac­terística de la existencia cristiana como el «guardar los mandamien­tos». El que ama a Jesús, guarda sus mandamientos (Jn 14, 15.21; 15, 10; 1 Jn 2, 3s), y el mismo amor a Dios consiste en guardar sus man­damientos (1 Jn 5, 2s). Los mandamientos de Jesús y los de Dios son los mismos (1 Jn 3, 22-24). La obediencia a los mandamientos por parte de los cristianos está en consonancia con la obediencia a los mandamientos del Padre por parte de Jesús: «si guardáis mis manda­mientos, permaneceréis en mi amor, lo mismo que yo guardo los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor» (15, 10). Pero estos mandamientos del Padre, mencionados aquí en plural, no son, según 12, 49s, más que un solo mandamiento: «el Padre me ha envia­do, me ha dado un mandamiento que yo he de decir y hablar...». Ocu­rre exactamente igual con los preceptos dados a los discípulos, que Jesús les manda guardar. Tampoco estos preceptos son un conglome­rado de todas las normas imaginables, sino que el plural «preceptos» únicamente expresa las múltiples modalidades de cumplir un único precepto (cf. G. Schrenk, ThWII, 550; W. Wittenberger, 138), pues, en último termino y en verdad, los preceptos no son más que un solo precepto, y este precepto es simplemente el precepto del amor: «este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he ama­do» (15, 12).

2. Este mandamiento del amor se define en 13, 34 como «mandamiento nuevo». ¿Pero qué novedad existe en este precepto del amor? Las opiniones de los exegetas difieren grandemente en este punto. Se ha puesto en relación esta novedad, entre otras cosas, con su propia posición preeminente, con su limitado radio de ac­ción, con la perfección de su cumplimiento, con su fundamento e imitación cristológica, con su dimensión escatológica, etcétera.

Según J. Behm (ThW III, 452) el sello característico del mandamiento reside en que «la obligación de amar de los discípulos se basa en el amor de Jesús que ellos han experimentado». Según R. Schnackenburg (Mitmenschlichkeit in

El mandamiento del amor fraterno en los escritos juánicos 381

Horizont des Neuen Testaments, en FS H. Schlier, 70-92, sobre todo 78), el man­damiento del amor adquiere «su "novedad" a la vista del amor "extremo" de Jesús en la entrega de su vida» (aludiendo a 13, 34s ya 1 Jn 2, 8; 3, 16). W. Bauer opina que el mandamiento del amor se puede llamar nuevo, a pesar de Lev 19, 18, «por­que en la predicación de Jesús y en la doctrina moral del cristianismo primitivo de­sempeña una función totalmente diferente que en el antiguo testamento». Aunque quizá destaque con más fuerza la novedad si se tiene en cuenta la frase «los unos a los otros», y si se estima que «aquí se exige el amor fraterno en lugar del amor al prójimo» (HNT 6, o.c). M. Lattke, 217 supone que el epíteto «nuevo» se encuen­tra anticipado en la tradición de la última cena («testamento nuevo»). Según R. Bultmann el precepto del amor se denomina nuevo, «no en cuanto que es un principio o un ideal cultural descubierto de nuevo, y que hubiese sido proclamado por Jesús en el mundo», es decir, que no es nuevo ni de cara al nuevo testamento ni de cara a la antigüedad pagana, sino en cuanto que es un predicado esencial (KEK, 404s). También H.-J. Wachs opina lo mismo que Bultmann: nuevo no se re­fiere a una primacía histórica, sino que el precepto del amor es nuevo en cuanto precepto de la época salvífica escatológica (51).

En casi todas estas opiniones hay algo que verdaderamente es cer­tero, aunque también se entremezclen diferentes puntos de vista. In­dudablemente es cierta la nueva razón de ser, pues normalmente Juan al precepto del amor no le llama «el nuevo...», sino «mi», es decir, en cuanto precepto de Jesús (15, 12; cf. 14, 15.21; 15, 10). Es decisiva por tanto la relación cristológica como lo confirma también el «lo mismo que» que sirve de fundamento y comparación (15, 12; cf. 13, 15). También es verdad que nuevo designa primordialmente un pre­dicado escatológico cualitativo y esencial, y dice relación a «nueva alianza», «nueva creación», etc., o sea, que designa una cualidad esca­tológica. El mandamiento del amor es «nuevo» porque «brilla ya la luz verdadera» (1 Jn 4, 8). El amor es signo de la escatología hecha presente, o sea, un elemento esencial y algo inherente a la nueva rea­lidad de Cristo.

Pero con esto no queda resuelta la cuestión de si de esta forma se excluye o va incluida una dimensión histórica. H.-J. Wachs aporta a este respecto lo siguiente: «aunque "nuevo" no designa una relación temporal sino cualitativa, lo cualitativa­mente nuevo, al insertarse en la historia con el acontecimiento de Cristo o con la conversión de alguien, se hace, al mismo tiempo, "nuevo" en el sentido temporal» (51s). Para apoyar esto, recurre ciertamente a 1 Jn2 , 7s, donde se dice efectivamen­te: «carísimos, no os escribo un mandamiento nuevo, sino un mandamiento anti­guo que tenéis desde un principio. El mandamiento antiguo es la palabra que ha­béis oído. Por otra parte os escribo un mandamiento nuevo, y éste es verdadero en él entre vosotros». Cf. sobre esto G. Klein, o.c. (nota 1), 304ss.

Aquí se tropieza uno por cierto con el hecho, por más que ocurra pocas veces, de que es preciso distinguir entre el cuarto

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382 Etica del nuevo testamento

evangelio y la primera carta de Juan, pues, para el autor de 1 Jn, el mandamiento del amor tiene una tradición cristiana y es tributario de unos orígenes obligatorios evocados por el autor. Este ve en los atributos temporales un aspecto indudablemente cronológico. El precepto «nuevo» escatológico también es «antiguo», en el sentido de que tiene ya toda una historia acreditada. Según R. F. Collins, esto podría dirigirse también contra los oponentes gnósticos, que ofrecen experiencias novedosas de tipo pneumático y descuidan el amor (243). Curiosamente se puede también diferenciar 2 Jn de 1 Jn, en cuanto que allí se dice: «no como si te escribiera un precep­to nuevo, sino lo que tenemos desde el principio: que nos tenemos que amar unos a otros» (2 Jn 5). Aquí predomina, pues, de una manera absoluta, la perspectiva cronológico-histórica, y precisa­mente el carácter tradicional del precepto garantiza su autoridad y su verdad. La duda de si en el evangelio se tiene que percibir esta perspectiva temporal, no implica, por lo demás, que sea improce­dente la cuestión de si en el contenido mismo del amor no se pre­senta también un motivo nuevo.

Sobre la interpretación del'precepto del amor dentro del judaismo y en especial sobre la discusión acerca de lo que significa el prójimo, cf. supra, p. 95s. No se puede poner en duda que en el helenismo también se practicaba la filantropía y los actos humanitarios, a pesar de que el prójimo fuera más el objeto de la propia perfección personal, y la filia de los griegos significase pri-mordialmente el eros, la simpatía y la superación del propio yo. En este sentido, un amor que prescindiese radicalmente de sí mismo seria, incluso históricamen­te, en cierto sentido, nuevo.

3. Ciertamente que la categoría de «nuevo» aplicada al amor en este sentido radical, sería totalmente inadecuada, en el caso de Juan, en cuanto que ha vuelto a desaparecer la ampliación drástica del concepto de prójimo que se puede encontrar en Jesús. Como objeto del ágape no aparece ni el prójimo ni el enemigo, sino o bien el hermano o los hermanos (1 Jn), o bien la fórmula «unos a otros» (evangelio). Se ha intentado desvirtuar esto de diferentes maneras, aunque resultan poco convincentes los intentos de expli­cación que se proponen. Es equivocado, por ejemplo, el no enten­der por hermano al hermano en la fe, sino al prójimo en general. La íntima conexión entre el ser discípulo y la caridad (13, 35), o entre ser hermano y ser-nacido-de-Dios (1 Jn 4, 20ss) hace que esta interpretación no sea posible. Se puede plantear, por supuesto, si la acomodación al amor divino no confiere al amor cristiano la nota de universalidad. Jn 3, 16 habla, en efecto, del amor de Dios al mundo. El carácter singular de 3, 16 debe ser tenido en cuenta

El mandamiento del amor fraterno en los escritos juánicos 383

aquí (cf. a pesar de todo 1, 29; 4, 42; 6, 33) y, por otra parte, en ningún lugar se toma como norma el amor universal de Dios, lle­vándolo a la práctica en la vida de la comunidad. La misma misión de Jesús, que consiste en salvar al mundo (3, 17; 12, 47), tampoco encuentra aquí un eco inmediato, a pesar de la idea del envío. La permanencia en su amor (15, 9) se manifiesta ciertamente en guar­dar sus mandamientos (15, 10), pero en estos preceptos solamente se manda el amor de unos a otros (15, 12). No hay duda de que una comunidad, como comunión de hermanos solidarios, en su concentración en las relaciones internas, puede tener fuerza de atracción y puede significar un desafío al mundo, pero por una parte está la cuestión de si Juan intentaba precisamente esto y, por otro lado, la cosa sería mucho más convincente si, además de existir esa concentración interna, la solidaridad no terminase en las pro­pias fronteras.

Por esta razón, parecen estar en lo cierto aquellos autores que hablan en sentido crítico de un estrechamiento del precepto del amor al prójimo, hasta convertirse en el precepto del amor fraterno, o que hablan de una «evidente restricción»8. También H.-D. Wend-land constata certeramente «una considerable reducción y la unila-teralidad» frente al sermón de la montaña o a la actuación del buen samaritano. La cuestión de cuál sea la razón de esta tendencia res­trictiva sólo se puede responder a base de hipótesis. Algunos auto­res se dedican a examinar si existe un motivo concreto para esta re­ducción, o si la limitación hay que basarla en consideraciones de la historia de las formas.

Por ejemplo R. Bultmann intenta explicar el precepto del amor fraterno por la situación especial del discurso de despedida. Se trata del don y del legado del Señor «que se va» a la comunidad escatológica; este don y este legado permane­cen vivos entre ellos, gracias al regalo de su arnor y dentro de un amor mutuo (KEK, 406). Según R. F. Collins, los discursos de despedida contienen, como es típico, recomendaciones a la unidad entre los hermanos y al amor fraterno (258). Cierto que hay que tener presente el carácter de testamento y no cabe duda de que el precepto del amor obtiene así una mayor autoridad, pero esta circunstan­cia no es suficiente, como lo demuestra el hecho de que la primera carta de Juan, independientemente de la situación de los discursos de despedida, habla del amor fraterno en lugar de hablar del amor al prójimo.

H.-J. Wachs ve otro motivo. En su opinión hay que pensar que el círculo de los destinatarios se encontraba en una situación como aquella que provoca la reacción de Gal 5, 3-15: «de nada vale el más ardiente amor al enemigo o al

8. Cf. además de E. Kasemann, 137, también R. F. Collins 235s; L. Morris, 40, nota 1; M. Lattke, 206ss.

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prójimo, si la comunidad se encuentra dividida en sí misma por enemistades o por odios mutuos» (61). Ahora bien, teniendo en cuenta la polémica de los falsos doctores en 1 Jn, se puede perfectamente deducir una situación precaria, en la que el amor fraterno fuese deficiente, pero difícilmente se demostrará que este problema fuese, asimismo, agudo en el evangelio.

Lo primero que se podría pensar, al igual que en la Filadelfia de 1 Pe, sería en una situación de persecución en la que resulta siempre verosímil un repliegue de la comunidad perseguida, y que quizá también hace inteligible una delimitación dualista. Jn 9, 22; 12, 42 y 16, 2 ponen de manifiesto que estalló violentamente una oposición infranqueable entre la comunidad cristiana y la sinagoga judía, y que los cristianos fueron arrojados de la sinagoga debido a su confesión religiosa.

Cf. W. Schrage, ThW VII, 849s; K. Wengst (Bedrángte Gemeinde und ver-herrlichter Chrístus, BThSt 5, 1981, 48s [ed. cast. en preparación: Sigúeme]) hace referencia a las consecuencias que acompañan a la introducción del anate­ma a los herejes en la «decimoctava bendición» judía. Estas consecuencias pro­fundas repercutieron en todos los ámbitos de la vida, incluso en el plano econó­mico (prohibición del comercio o del ejercicio de la profesión, etc.) y creó, además, una atmósfera de temor (cf. aparte de 9, 22, también 19, 38 y 3, ls). Esta situación de crisis consolida de hecho la solidaridad de los hermanos, que se convierte en imprescindible, en una situación de movimiento de apostasía y presión de fuera, para la supervivencia como comunidad. Cf. también W. Wit-tenberger, 31s; J. T. Sanders, 93; L. Morris, 37s, así como H. Thyen, FS Kuhn, 354, nota 32: a las comunidades no les quedaba otra elección que «la formación decidida de cuadros y la concentración en el amor fraterno», si en definitiva querían sobrevivir.

Pudo, por lo tanto, ocurrir que la situación externa de crisis y de persecución diera lugar a que se cerraran filas con más fir­meza, pero con ello no se legitima todavía una ética particularista de secta (pues el mero amor fraterno, a la hora de la verdad, no es más que eso).

Pero esto necesita, sin duda, algunas matizaciones adicionales. Ante todo la restricción del amor a los hermanos es ciertamente algo distinto del odio sectario a los que quedan fuera, como sucedía en Qumram, pues los demás en modo alguno son excluidos expre­samente del amor y menos son objeto de odio (se suele aludir en este punto a que también Judas se encontraba entre aquellos a los que Jesús, sirviendo de ejemplo, lavó los pies). También hay que tener en cuenta que los discípulos deben llevar al mundo, en plan misionero, el mensaje del amor de Dios, de forma que la misión de los discípulos se encuentre en el horizonte de este amor divino,

El mandamiento del amor fraterno en los escritos juánicos 385

y en el sentido incluso de que cada uno es un hermano «en poten­cia». También es cierto que el amor, para Juan, surge por la palabra y se vincula a la palabra, es decir, que incluye diálogo y comunica­ción (cf. E. Kasemann). Esta característica de comunión en el amor de la comunidad está, por su parte, en correlación con el amor de Cristo y con su relación con el Padre. Por consiguiente, si el amor con que Dios amó al Hijo debe permanecer «en ellos» (17, 26), entonces se entiende, sin más, el carácter comunicativo y recíproco del amor (lo mismo que se entiende la existencia en la unidad de 17, lis), pero no se entiende un repliegue hacia dentro, dado que el Padre no sólo ama al Hijo, sino también al mundo. Pero también se vuelve a confirmar precisamente que esta afirmación de Jn 3, 16 no encuentra aplicación en general, y que, normalmente, el amor de Dios se «perfecciona» en el amor mutuo (1 Jn 4, 12). El proble­ma del radio de acción del amor continúa siendo un problema.

4. Por el contrario, la significación y el contenido del amor en Juan merecerán un juicio más positivo. Para él, el amor es abierta­mente lo más importante e incluso lo único que se exige a los cris­tianos. Ciertamente que es posible que, a veces, aparezca como lo opuesto al verdadero amor, el amor a las tinieblas (3, 19), el amor a la gloria de los hombres (12, 43), o el amor a «lo suyo» (15, 19), pero la alternativa específica es la siguiente: o el amor o el odio. Lo mismo que la luz y las tinieblas, la vida y la muerte, también el amor y el odio pertenecen, respectivamente, a un mundo fundamental­mente diferente del otro. Por eso el odio, que no es otra cosa que el quererse a sí mismo a costa del otro, se equipara a la muerte. «El que odia a su hermano es un homicida» (1 Jn 3, 15). Y por eso el odio es una característica de la no pertenencia a la comunidad, mientras que el amor es criterio y nota distintiva de los discípulos. Esto se aplica tanto a los demás —pues según Jn 13, 35 «todo el mundo» debe reconocer a los discípulos en el amor—, como a los mismos discípulos. Consecuentemente se habla en 1 Jn 3, 14 acerca de las propias certezas que son fruto del amor: «sabemos que he­mos sido trasladados de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos». El amor es, sencillamente, el signo de la esfera de la sal­vación y de la vida, en la que los discípulos tienen su plataforma.

El que el amor trascienda al plano ético, no significa que esta di­mensión ética falte precisamente en las frases que se dedican al amor fraterno. El amor no es para Juan emoción o afecto, y menos todavía una teoría o una idea, sino un simple «ser-ahí» para los de­más. Pero, en cualquier caso, la falta de referencia al mundo no debe hacer que se pase por alto que, también para Juan, el amor

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implica un comportamiento concreto (cf. una vez más el lavatorio de los pies, que también es una demostración de amor). Este amor es una exigencia tan radical que llega hasta la entrega de la vida: «nadie tiene mayor amor, que éste de dar uno la vida por sus ami­gos» (15, 13), que, en 1 Jn 3, 16, también se aplica a los discípulos. «En lo extraordinario se puede aprender de qué entrega se trata en la vida cotidiana» (W. Wittenberger, 68).

Precisamente la ética de 1 Jn no sólo tiene a la vista este com­promiso hasta el extremo, o los momentos cumbres o sublimes des­de el punto de vista ético, sino que también abarca las necesidades concretas de la rutina normal con sus indigencias y penurias, en las que la solidaridad del amor debe demostrar su eficacia: «el que tenga bienes de este mundo y vea a su hermano pasar necesidad y le cierra su corazón ¿cómo mora en él el amor de Dios?» (1 Jn 3, 17). Con esto queda claro que también para la ética juánica, que a menudo aparece tan inasequible y tan en los principios, y que paga un tributo excesivo al dualismo, el amor no es algo poético, ni tampoco algo exclusivamente radical, sino algo muy prosaico, real, material, terreno y corpóreo. Se esboza aquí, afortunadamente, una barrera infranqueable frente a aquella tendencia de desmundaniza-ción que valora todo lo humano como carente de valor. Cuando al hermano que sufre necesidad no se le ayuda en su indigencia terre­na cotidiana, de modo palpable, entonces falta el amor. El autor no pregunta, a pesar de todo, si existe quizá todavía un sentimiento fraterno de unión o de solidaridad, o si se da una intención y una motivación justa; cuando falta la ayuda real material, en ese mo­mento se ha destruido también la comunidad y uno ha cerrado su corazón. Aquí no cuentan los sentimientos sino lo hechos. «No amemos de palabra ni de lengua, sino con las obras y con la ver­dad» (1 Jn 3, 18). Para finalizar, aquí coincide la ética juánica con la de Santiago y con la de Jesús, de las cuales generalmente muchas cosas le separan.

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EXHORTACIONES DE LA CARTA A LOS HEBREOS

AL PUEBLO DE DIOS PEREGRINO

Bibliografía: O. Glombitza, Erwágungen zum kunstvollen Ansatz der Pará-nese im Briefan die HebráerX 19-25, 1967, 132-150; L. Goppelt, Theologie II, 590-599; E. Grásser, Der Glaube im Hebráerbrief (MThSt 2), 1965; E. Káse-mann, Das wandernde Gottesvolk (FRLANT 55), 21957; K. L. Maxwell, Doctri­ne and Parénesis in the Epistle to the Hebrews with Special Reference to Pre-Chrístian Gnosticism, Diss. Yale, 1953; N. Nitschke, Das Ethos des wandernden Gottesvolkes. Erwágungen zu Hebr. 13 und zu den Móglichkeiten evangeli-scher Ethik, MPTh 46, 1957, 179-183; J. T. Sanders, 106-112; R. Schnacken-burg, Botschañ, 302-307; R. Vólkl, 343-360; N. Ejenguele, La perfection dans i'épitre aux Hébreux, Diss. Montpellier 1982.

La Carta a los hebreos no es una carta en el sentido propio de la palabra, sino un «discurso de exhortación» (13, 22), que se dirige a una comunidad que se ve amenazada por síntomas de fatiga, por la resignación y por la indiferencia. El desconocido autor pone sobreaviso contra la retirada cobarde (10, 39) e inculca insistentemente la paciencia y la perseverancia (cf. 10, 36, etc.). Se trata de «correr con resistencia en la competición» (12, 1), «de enderezar las manos caídas y las rodillas fatigadas» (12, 12), y de conservar hasta el final la firmeza inicial (3, 14). Por eso la carta está llena de recomendaciones, e incluso las exposiciones teológicas parece que apuntan de antemano a la parénesis, que por eso sale continuamente a relucir (2, lss; 3, lss; 4, 14ss; 5, l lss ; 10, 19ss; 12, 14ss), aunque jamás como algo que se sobreentiende, sino apuntalada con refle­xiones teológicas (cf. R. Schnackenburg, Botschañ, 303; O. Michel, KEK, 2lss). Sobre todo las reflexiones teológicas y las interpretaciones de la Escritura, he­chas con el auxilio de la hermenéutica alejandrina, ayudan al intento de salir al paso de la frustración y del estancamiento de la segunda o tercera generación, y de dar firmeza a la fe. Ni siquiera la cristología es un tema independiente, sino que los diversos fragmentos cristológico-doctrinales y parenéticos van entrelaza­dos entre sí. En general existe una correlación directa e indisoluble entre lo

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doctrinal y lo parenético (K. L. Maxwell; cf. E. Kásemann, llOss). Según E. Grásser (Der Hebráerbrief, 1938-1963: ThR 30 [1964] 138-236, sobre todo 160) tenemos que agradecer el estudio de «la permanente orientación parenética de todas las declaraciones» de la carta a O. Michel.

1. Para la Carta a los hebreos, el acontecimiento de Cristo constituye el núcleo del kerigma (cf. 1, 2ss; 2, 5ss; 4, 14ss, etc.). Por esta razón no causa ninguna sorpresa que la fuerza decisiva de la ética estribe precisamente ahí. La fe en el Señor glorificado, en el Hijo y sumo sacerdote es, a este respecto, el punto de partida, si bien Cristo aparece, al mismo tiempo, como el que murió «fuera del campamento» (13, 12), como el que sufrió tribulaciones y pade­cimientos, y el que compartió nuestras tentaciones y nuestras debi­lidades (2, 18; 5, 7)1. En este sentido no es solamente el «caudillo» o el «autor de la salvación eterna», sino también el modelo (2, 10; 5, 9s). Pero, sin embargo, el consuelo auténtico y el acicate no estriba, para el autor, en que Cristo, en cuanto hombre de carne y hueso, tuviese que aprender la obediencia pasando por padecimien­tos y por la muerte (5, 7s), y que, al ser él mismo tentado, se pudie­se compadecer de las flaquezas de los hombres (4, 15). El consuelo y la solidaridad alcanzan más bien toda su eficacia y toda su fuerza de convicción desde el momento en que en él se encuentran la misericordia del Hijo de Dios y la compasión del sumo y eterno sacerdote. Por eso, hay que aferrarse a él como mediador escatoló-gico de la salvación (cf. 1, lss), y por eso no hay que recusar su palabra (12, 25). El hecho de que hayamos sido hechos «partíci­pes de Cristo» (3, 14) es lo que, por ejemplo, explica la advertencia contra la apostasía y el llamamiento a exhortarnos mutuamente. El que hayamos sido hechos «hermanos» del Hijo (2, lis) es la ra­zón de que estemos liberados de la muerte y de la angustia (2, 14s).

Tan importante para la parénesis como la fe en Cristo es tam­bién, según el autor, la esperanza escatológica2, cosas ambas que se pueden indentificar (cf. 6, 11.18s; 10, 23). El que forma parte de la «casa» de Cristo «mantendrá hasta el fin la gloria de la esperanza» (3, 6; cf. 3, 14). Aunque la carta no pertenece a la primera genera­ción y domine ya el dualismo entre el mundo celestial y el mundo de acá, está sin embargo imbuida de la espera escatológica. Conti­nuamente se está hablando al «pueblo de Dios peregrinante» de las promesas (4, lss; 10, 19ss), entendiéndose por éstas, sobre todo, el descanso celestial del más allá. La fe se consolida gracias a lo que

1. Cf. E. Grásser, DerhistorischeJesúsim Hebr.: ZNW 56 (1965) 63-91. 2. Cf. G. Theissen, Untetsuchungen zum Hebráerbrief (StNT 2), 1969, 93ss.

Exhortaciones de la Carta a los hebreos al pueblo de Dios 389

se espera, pero tiene que ser constante para poder alcanzar lo espe­rado. Aquí, en la tierra, los cristianos son todavía extranjeros y huéspedes (cf. 11, 13), que viven, como Abrahán y Moisés, en el éxodo (11, 8.27; cf. 3, 16), sin tener una ciudad estable, sino bus­cando la futura (13, 14; cf. 11, 16)3, pero por eso se les tiene que exhortar a ser fieles a su condición de extranjeros.

En 10, 25 se justifica la exhortación aludiendo a la proximidad del día. La espera inmediata aparece como un estimulante, incluso dentro del marco de la parénesis (cf. además de 10, 25, también 10, 37; 6, 9). El que no oye mientras todavía es «hoy» (3, 7ss), se extravía de su meta (2, 1) y no entra en la paz de Dios (3, 11). La palabra trae ciertamente la salvación (2, 3), pero también tiene una fuerza crítica que hay que desplegar (4, 12s). Aunque el pensamien­to del juicio no puede pasar desapercibido (10, 26ss), ni siquiera en la ética (cf. 13, 4), predomina la promesa y el aliento. Sobre todo la idea de retribución alcanza tal importancia que aunque se tenga presente la gracia antecedente (cf. 12, 28), se perciben los peligros de una piedad orientada a los méritos (cf. R. Vólkl, 356), pues únicamente aquí en todo el nuevo testamento se habla de «pago» o «retribución» (2, 2, etc.; cf. H. Preisker, ThW IV, 733s). La con­fianza espera una gran recompensa (10, 35), las obras y el amor no serán olvidados por Dios (6, 10) y el que es hospitalario puede, sin saberlo, albergar a ángeles (13, 2).

2. El autor orienta preferentemente a sus lectores en las ideas relativas al modelo y a la mimesis (cf. 4, 11; 6, 12; 13, 7, etc.). Por ejemplo, la generación veterotestamentaria del desierto pone en guardia a la comunidad en contra de la falta de fe y de la apostasía (3, 7ss). Por el contrario, la larga lista del cap. 11 de los testigos de la fe y de los padecimientos, tomada de la historia de Israel, debió servir a la comunidad de modelo y de ayuda para descubrir y poner en práctica la fe y la conducta adecuadas. No es una pura casualidad que el ejemplo de Jesús ponga aquí el broche de oro (cf. A. Schulz, 294). Pero también en otros lugares, el mismo Jesús representa el gran paradigma. Por lo que se refiere sobre todo a su obediencia en los padecimientos, hay que decir que el puesto del cristiano tiene que estar a su lado (5, 8; 12, 2). También el «salir a su encuentro delante del campamento» significa cargar «con su

3. Cf. W. G. johnsson, The Pilgrimage Motif in the Book oíHebrews: JBL 97 (1978) 239-251, según el cual las partes parenéticas están dominadas por el motivo de la peregrinación (248). Cf. también G. Stáhlin, ThW V, 30s; K. L y M A Schmidt, ThW V, 850s.

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oprobio» (13, 13). A pesar de la originalidad soteriológíca y, por consiguiente, también de su incompatibilidad, aquí se puede ha­blar, lo mismo que en 1 Pe (cf. supra, p. 33 ls), de una ética de modelos en la que Cristo sirve de auténtico modelo (cf. E. Grásser, ThR, 1964, 235).

3. Lo mismo que sucede con todo el pensamiento de la carta, también sus exhortaciones están muy marcadas por su visión del antiguo testamento, que para él es «palabra viva y eficaz de Dios» (4, 12), que tiene que escucharse «hoy» como su voz (3, 7.15). En este sentido, el antiguo testamento es, sobre todo, el gran libro de ejemplos de la parénesis (cf. sobre todo 3, 7ss; 11, lss). En cambio, de la ley sólo se habla de forma concentrada en los cap. 7-11, sin que por eso adquiera para la parénesis una función directriz positiva.

En general se observa un enfoque crítico-dialéctico del antiguo testamento y de la ley (cf. U. Luz, Gesetz, 112). Lo que aquí predomina no es una relación de profecía y cumplimiento, sino una situación de correspondencia, de diferen­ciación y de superación, en la que el acontecimiento de Cristo es un punto de referencia decisivo de la interpretación (E. Grásser, ThR 1964, 207s donde se alude a F. J. Schierse entre otros). Lo que sorprende es que tampoco la Carta a los hebreos distinga entre ley cultual y ley moral, aunque en muchos pasajes sólo se puede referir a la ley moral (cf. 7, 5.12.28; 8, 4; 9, 19.22; 10, 8, etc.). En este sentido la ley, precisamente como institución cultual y reguladora de los sa­crificios, representa toda la «antigua alianza», la cual, al perder su importancia debido al nuevo orden salvífico, pertenece por su «debilidad e inutilidad» (cf. 7, 18s; 8, 13) a lo caduco y terreno (10, 1) y a la esfera de la «carne» (7, 16; 9, 10). Junto a la contraposición entre antigua y nueva alianza (8, 8.13; 9, 15) se destaca continuamente la superación (7, 22; 8, 6; cf. también 9, 11.23, etc.). Cuando se habla de derogación o de superación del culto veterotestamentario no se piensa, por supuesto, simplemente en una libertad de culto de tipo raciona­lista (cf. el culto celestial, 12, 22ss). A pesar de toda su decadencia, la ley con­serva un carácter orientador («sombra de los bienes futuros», 10, 1; cf. 8, 5).

Apoyándose en Jer 31, 3 lss, el autor justifica extensamente (la cita más larga de todo el nuevo testamento) la promesa de la nueva alianza y la consiguiente transformación de la ley en otra ley nueva (8, 8ss; cf. 10, 16s). Todo esto supone una pacífica comunión con Dios, el conocimiento directo de Dios, así como la obediencia libre a las leyes de Dios. Por el contrario, los preceptos sobre los alimen­tos, sobre las bebidas y sobre las purificaciones no son más que me­ros «preceptos carnales» externos, que no dan lugar a una «con­ciencia pura» sino que sólo producen una pureza cúltico-ritual, rar zón por la cual tienen que dejar paso a un ordenamiento mejor (9, 9ss). El paso desde las «obras muertas» hasta el culto al «Dios vivo» sólo se produce a través del sacrificio de Cristo (9, 14s).

Exhortaciones de la Carta a los hebreos al pueblo de Dios 391

4. Si se contempla la temática de las exhortaciones no se pue­de menos de reconocer un cierto dualismo de origen platónico y filoniano y, por consiguiente, una minusvaloración del mundo terre­no (cf. R. Vólkl, 343s). También lo visible y lo humano ha sido, en verdad, creado por la palabra creadora de Dios (cf. 1, 2; 4, 3; 11, 3), pero lo creado, en cuanto terreno, tiene que perecer para dar lugar a las «cosas inconmovibles» o al «reino inconmovible» (12, 27s). «Esta (!) creación» (9, 11) no es la única creación. Por eso tiene importancia orientar la fe hacia lo invisible (11, 1) y basarla exclusivamente en lo permanente (cf. 10, 34; 3, 14). Ya los testigos veterotestamentarios demuestran que hay que «ejercitarse en decir "no" a lo visible y en esperar a lo invisible que ha de venir»4, de forma que el creyente, al igual que Moisés, no pondrá en juego lo invisible por un placer pasajero (11, 25-27), ni venderá, como Esaú, por una comida, su derecho de primogenitura (12, 16). Ciertamente que este entrenamiento posee una dimensión práctica muy terrena y visible, pero, curiosamente, no en la ascética sino en los padeci­mientos, como se ve claramente sobre todo en Cristo.

Junto a esto, tampoco hay que pasar por alto una influencia de la ética de la filosofía popular en la «regulación de una organización cívico-cristiana de la vida» (E. Grásser, Glaube, 117), sobre todo en 10, 22-25. Son por ejemplo tradicionales las exhortaciones «de mantener el matrimonio con honor y la unión conyugal sin man­cha» (13, 4) o la de permanecer libre de avaricia y vivir con frugali­dad (13, 5). A pesar de lo cual, el autor no se limita a lo normal y convencional, pues la moral matrimonial y sexual de 13, 4 sólo se reconocía parcialmente. Paralelamente a esto, se encuentra el estí­mulo mutuo para la caridad y para las buenas obras (10, 24).

No queda claro sin embargo en qué consiste la diferencia entre el amor y las buenas obras, así como tampoco aparece-si se puede sacar alguna conclusión de la preeminencia de la caridad, toda vez que las «obras buenas» son, en sentido judío, obras de caridad y de misericordia. A. Strobel es de la opinión de que la Carta a los hebreos, lo mismo que ocurre en el judaismo, distingue entre obras de caridad y obras buenas, pero que aquéllas, a diferencia de lo que sucede en el judaismo, no las subordina a las últimas. La Carta a los hebreos coloca más bien «en bloque, el amor al prójimo como programa totalmente prioritario» (NTD, 9, 198; cf. sin embargo 6, 10). Estas obras y este amor se demuestran según 6, 10 en el servicio a los santos, que debe relacionarse también con el apoyo económico y en acciones similares (algunos llegan a pensar en una rela­ción con la gran colecta cristiana primitiva; cf. Rom 15, 25.31).

4. Cf. H. Braun, Die Gewinnung der Gewisshek in dem Hebr.: ThLZ 96 (1971) 321-330, cita en p. 329.

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5. Otro de los puntales, además del valor necesario para «an­dar como de camino», es la recomendación a la paciencia y al espí­ritu de sacrificio, como lo demuestran claramente los grandes mo­delos de la fe del antiguo testamento. Moisés en concreto «prefería sufrir infortunios con el pueblo de Dios que disfrutar de las ventajas pasajeras del pecado, teniendo por mayor riqueza los vituperios de Cristo que los tesoros de Egipto, pues ponía los ojos en la remune­ración. Por la fe, abandonó Egipto sin miedo a las iras del rey, pues se aferró a lo invisible como si lo viera» (11, 26s). En medio de los ejemplos de padecimientos, el autor menciona también a los testi­gos que «subyugaron reinos y ejercieron la justicia» (11, 33), aun­que dentro de las incontables experiencias amargas de Israel, que el autor enumera en una extensa lista, palidecen los rasgos «éticos».

El rechazo de la segunda penitencia en 6, 4-6; 10, 26s y 12, 16s demuestra lo poco que se le puede encasillar al autor dentro de un ideal de la vida convencional. Independientemente de que este rigo­rismo aplicado a la posibilidad de una única conversión esté motiva­do por la conciencia de una espera inmediata del fin (cf. 10, 25), o de si tiene un origen cristológico —lo cual es más probable—, en la consideración de la irrepetibilidad del sacrificio de Cristo (cf. 6, 6), «pisoteado con los pies» por los pecados «voluntarios» (10, 26.29), en cualquier caso el pecado y la penitencia de los cristianos se convierten para el autor en un grave problema. Lo de «imposi­ble» sin ningún tipo de componendas, no pretende una dogmatiza-ción o una institucionalizacíón, sino que intenta ser una advertencia parenética (cf. E. Grásser, Glaube, 196 y ThR 1964, 23ls). No obstante la Iglesia no se aferró, con acierto, a la negativa de la segun­da penitencia (cf. Luthers Sachkrítik, WA Deutsche Bibel 7, 344).

6. La ética de la carta es sobre todo una ética del pueblo de Dios (desde la perspectiva de 10, 21 se podría decir también una ética de la familia de Dios), al cual continuamente se le está inter­pelando. El que emprende el camino hacia la paz celestial se en­cuentra con la compañía de los otros miembros del pueblo de Dios. De ahí se sigue el «exhortarse mutuamente» (3, 13; 10, 25), el es­timularse a la caridad y a las buenas obras (10, 24), de forma que el cojo no se desvíe del camino sino que se cure (12, 13). El que está de camino aprecia el «descanso», y para él la hospitalidad es algo lógico (13, 2). De ahí que la solidaridad tenga una importancia suma. El autor recuerda a sus lectores, por ejemplo, cómo ellos se han hecho compañeros de aquellos «que han sido afligidos con afrentas y persecuciones» (10, 32s). Ellos «sufrieron con los pre­sos (cf. también 13, 3) y recibieron con alegría el despojo de los

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bienes» (probablemente la confiscación de la hacienda por parte de las autoridades) (10, 34). Al final se encarece a los lectores la bene­ficencia y la solidaridad (13, 16). Por el contrario, no aparece por ninguna parte, prescindiendo del sufrimiento pasivo, ni el envío al mundo ni la relación con él. La recomendación de «procurar la paz con todos» (12, 14) también se debe referir a la comunidad (cf. también la exhortación al amor fraterno en 13, 1 y a la diaconía para con los «santos» en 6, 10).

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EXHORTACIÓN ESCATOLOGICA EN EL APOCALIPSIS DE JUAN

Bibliografía: A. Y. Collins, The Political Perspective oí the Revelation tu John: JBL 96 (1977) 241-256; P. Lampe, Die Apokalyptiker -ihre Situación uiul ihr Handeln, en G. Liedke, Eschatologie und Frieden II: Eschatologie und Frk-den in biblischen Texten, 1978, 61-125; E. Kásemann, La llamada de la lihcrunl. Salamanca 21985, 185ss; J. T. Sanders, 112-115; R. Schnackenburg, Botschuli, 307-313; E. Schüssler Fiorenza, Religión und Politik in der Offenharun^ des Johannes, en FS R. Schnackenburg, 1974, 261-272; R. Schütz, Die Oífenbuning des Johannes und Kaiser Dominan (FRLANT 50), 1933; R. Vólkl, 441-463; H.-D. Wendland, Ethik, 116-122; O. Bocher, Kirche in Zek und Endzeit. Auf-sátze zur Offenbarung des Johannes, Neukirchen-Vluyn 1983.

I. EL PANORAMA ESCATOLÓGICO

1. El Apocalipsis de Juan ha sido de siempre un libro con siete sellos, y con frecuencia ha estado sumido en las sombras, tanto desde el punto de vista teológico como eclesiológico. Parece, sin embargo, que de esta incomodidad que provoca eJ Apocalipsis se han salvado determinados capítulos, a saber, Jos siete mensajes a las iglesias y la postura con respecto al Imperium Romanum, es decir, los apartados que son más importantes para la temática ética. A pesar de todo, incluso estos capítulos con frecuencia han provocado, desde la perspectiva teológica y ética, una reacción de indiferencia. Es lógico que en una época en la que se veía el ideal de las relaciones entre la Iglesia y el Estado en la alianza entre el trono y el altar, la definición del imperio romano como un poder satáni­co, ebrio de la sangre de los mártires y al que había que resistir hasta la sangre, tenía que provocar incomprensión. También la misma dureza de la predicación de la penitencia y del juicio podía explicar por qué, en una Iglesia y en una teología aburguesadas, el Apocalipsis era relegado al mayor ostracismo. Hay que añadir, además, el mítico lenguaje metafórico y el simbolismo apocalíptico de colores y números entre otras cosas. Pero lo que evidentemente debió ser decisi­vo para este bloqueo fue lo que se predecía de la Iglesia, a saber: que no iría avanzando de éxito en éxito, granjeándose cada vez más el aprecio general hasta

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llegar a un final feliz y universal, sino que le sobrevendría una persecución general y que el pueblo de Dios quedaría relegado al desierto, diezmado y perse­guido, e incluso que se daría poder a los dragones para hacer la guerra a los santos y vencerlos. Teniendo en cuenta el desconocimiento general y el exotismo del libro, se hace necesario presentar una breve panorámica general antes de emprender un esbozo de la ética del Apocalipsis.

Ante todo es un mérito de E. Kásemann (Ensayos exegéticos, Salamanca 1978, 217ss) el que hoy en día se pueda volver a tratar desde el punto de vista teológico, con seriedad, acerca de la apocalíptica, y además que esto no se valore inmediatamente como una señal de extravagancia teológica o de defensa de una escatología espectacular de signo fantástico y supersticioso. Kásemann abre nue­vas perpectivas en la relación entre historia y escatología. Se recalca con insisten­cia que teológicamente no es responsable el querer sustituir el concepto cristiano de historia, con su horizonte universal de salvación y de ausencia de salvación, por el enfoque de la historicidad de la existencia, o el permitir que se desmorone el entramado de la historia en una sene de situaciones más o menos inconexas orientadas por personalidades espirituales, reduciendo además el futuro de Dios a la futuribilidad del hombre. Precisamente en el Apocalipsis no se trata real­mente del mero individuo y de su desmundanización, sino que se trata del mun­do, es decir, de la cuestión de a quién pertenece el mundo y de la soberanía del mismo. Esto, además de afectar a concepciones relacionadas con la escatología neotestamentaria y con el concepto de historia, tiene también un aspecto clara­mente ético, porque jamás se ha dado un «éxodo de los campamentos fijos», que es nota distintiva de la verdadera Iglesia, sin una esperanza y una exhorta­ción apocalíptica (ibid.). Precisamente el inquietante mensaje del Apocalipsis es, según E. Kásemann, sorprendentemente actual para una Iglesia que se suele adormilar indolente y autosatisfecha, que hace componendas y que ya no sabe que la soberanía de Jesús, aquí y ahora, comienza con la libertad de aquellos que desprecian la lápida de la bestia, conmemorativa de la paz romana, y que dan el testimonio de que se encuentra ya en camino aquel que todo lo va a hacer de nuevo (La llamada..., 180). Por ello no se deben bagatelizar los problemas que plantea el libro, sobre todo en comparación con otros escritos del nuevo testamento (cf. sobre esto Ch. Münchow, Das Buch mit sieben Siegeln: ZdZ 31 [1977] 376-373).

2. Sobre el tiempo de.su composición hay que decir que el Apocalipsis surgió probablemente en la década de los noventa del siglo I, es decir, en la época del imperio de Domiciano y en el tiempo de las incipientes persecuciones de los cristianos. Esto parece estar de acuerdo con la afirmación expresada con frecuencia de que la esperanza apocalíptica del futuro, por tanto no sólo la del Apocalipsis, es una compensación de una frustración del presente y del mundo, como si el apocalíptico, sumergido en las desconsoladoras circunstancias del más acá, soñara en el paisaje beatífico del más allá. Sin embargo, la opresiva incógnita y los padecimientos de la época pueden, a lo sumo, explicar cierto pesimismo, o más exactamente el realismo que surge en razón de la experiencia de estar a merced de otro, pero no la fuerza y la energía de la esperanza apoca­líptica capaces de superar al mundo. Las épocas de infortunio han hecho, a veces, pedazos las expectativas de esperanzas intramundanas, pero jamás han

Exhortación escatológica en el Apocalipsis de Juan 397

provocado, por sí solas, una auténtica esperanza. La envergadura de las dificul­tades impide ciertamente cualquier optimismo y cualquier ilusión, pero la nece­sidad no sólo enseña, como es bien sabido, a orar, sino también a maldecir. En las épocas en que surgen los apocalipsis con su ambiente de desesperanza y con sus desventuras, la gente reacciona también de maneras diferentes, con impasibi­lidad y resignación, con empecinamiento obstinado y con escepticismo. Cuantío se habla de tiempos difíciles se está mencionando, a lo sumo, el motivo inmedia­to, pero no la causa del género apocalíptico que se sobrepone a las esperanzas del mundo y de la historia desde la perspectiva de la promesa incumplida de Dios. Algo análogo cabe decir del Apocalipsis de Juan, cuya escatología se ha de presentar primordialmente como la más poderosa fuerza motriz de sus exhorta­ciones y de sus advertencias.

3. Únicamente será posible esbozar aquí algunas afirmaciones fundamentales, pues en último término todo el libro está saturado de escatología. Según 1, 1, el mensaje del vidente parte del futuro escatológico, remontándose hasta el mismo Dios, pues únicamente él puede inaugurar el futuro y así dar comienzo a la historia. El tema de esta contemplación visionaria es «lo que ha de suceder pronto», con lo cual se expresan dos cosas: por una parte la inten­sidad de la espera inmediata que recorre todo el libro y por eso desemboca lógicamente en la promesa de la pronta venida de Jesu­cristo (22, 20). Por otra parte, sin embargo, el llamado determinis-mo apocalíptico, según el cual, la necesidad del desarrollo de los acontecimientos no procede, por supuesto, de un fatum ciego e impersonal, sino del Señor de la historia. A pesar de estas dos notas apocalípticas, que para el visionario tienen un carácter no especula­tivo sino de consuelo, se prohibe cualquier tipo de cálculo. El «cuándo», a pesar de toda la proximidad de los acontecimientos, permanece en suspense (3, 3). Dios no es el esclavo de un calenda­rio apocalíptico o de un reloj universal puesto en marcha por él, sino que es el Pantocrator (1, 8) que ha creado todo (4, 11). Por eso no se alaba el espíritu de observación, ni el cálculo, sino el escuchar las palabras de la primitiva profecía cristiana, a través de las cuales el Señor ensalzado se hace oír con tonos de consuelo y de exhortación (1, 3; cf. el soprendente cambio entre Cristo y el Espí­ritu como interlocutores: 2, 1.7; 2, 8.11; 2, 12.17, etc.).

Más importancia tiene la concreción temática de la escatología, pues las características mencionadas de la proximidad y de la deter­minación del final, no constituyen ninguna nota específica del Apo­calipsis, como lo demuestran suficientemente los testimonios judíos. Lo privativo de la escatología del Apocalipsis es, en contraposición a esto, la referencia de la espera al Cristo presente, que ya ha sa­lido al encuentro de la comunidad como Salvador y Señor y que

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continúa presente. Así como en 1, 4 el mismo Dios es designado como el que es, el que era y el que viene, como el alfa y el omega (1, 8), así también se dice en 1, 7, de Cristo, que es el que viene, y en 22, 13 se dice que es el alfa y el omega, el primero y el último, el principio y el fin. El es también el que pone en marcha los acon­tecimientos finales (5, lss). El que sale al encuentro de este mundo en Cristo, es al mismo tiempo el vivo y operante desde el princi­pio, el creador y el consumador (1, 8), a cuya soberanía salvadora todo concurre.

4. Junto a esta declaración de que el que dijo la primera pala­bra, pronto dirá la última, la cristología concebida soteriológica-mente es más que nada una rectificación eficaz de cualquier tipo de simple espera apocalíptica de futuro1. La doxología de 1, 5b-6 men­ciona la razón de la confianza en la soberanía futura de Jesucristo, y brinda la fuente de la fuerza para perseverar hasta el final en las luchas que se avecinan: «al que nos ama y nos ha redimido de nuestros pecados con su sangre, y nos ha hecho reyes y sacerdotes, a él la gloria y el imperio...». El presente («que nos ama») permite descubrir, por su matiz de duración, que el amor de Cristo es una constante que los cristianos han experimentado y todavía experi­mentan, incluso en medio de su presente atribulado. La comuni­dad, por tanto, no es simplemente consolada en función del futuro, sino que se le recuerda el amor perdurable del que les ha redimido de la esclavitud del pecado y de la culpa, con los padecimientos y con la muerte (cf. además de 1, 5, también 5, 9), y les ha procurado, ya de hecho, unos privilegios reales y sacerdotales (cf. además de 1, 6, también 5, 10)2. La comunidad es efectivamente la plataforma del reino de Dios, y el lugar en el que este reino se reconoce y se demuestra palpablemente.

También en otros pasajes, la esperanza del vidente se basa en lo que ya ha acontecido y va a acontecer en Cristo. Nadie sino el «cordero» cuya sangre redime (5, 9), es al mismo tiempo el vence­dor de la «bestia» (17, 14). La esperanza no es por eso una utopía ni una ilusión, sino la consecuencia de la salvación creada por la muerte y exaltación de Cristo. Solamente podrá salir airoso de lo que ha de venir el que, en medio de todos los horrores y aprietos,

1. Cf. T. Holtz, Die Chrístologie der Apokalypse des Johannes (TU 85), 1962. 2. Cf. E. Schüssler Fiorenza, Priester tur Gott. Studien zum Herrschahs- und

Príestermotiv in der Apokalypse (NTA 7), 1972; cf. Id., Redemption as Liberation: CBQ 36 (1974) 220-232.

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se sabe cobijado por el amor y por el poder de Cristo. El momento culminante de la visión introductoria es, asimismo, la palabra de Cris­to: «no temas, yo soy el primero y el último y el viviente. Estaba muer­to y he aquí que vivo por toda la eternidad y tengo las llaves de la muerte y del infierno» (1, 17ss). Incluso según 17, 14 y 19, 16 el re­dentor es, ahora ya, «Señor de los señores y Rey de reyes» (cf. también «soberano de los reyes de la tierra», 1, 5 y T. Holtz, 58s, 154s).

5. Teniendo en cuenta que lo que tiene que acontecer se basa en lo que ya ha acontecido, se puede encajar esta experiencia sal-vífica ya en el presente, pudiéndose hablar anticipadamente de la victoria de Cristo y de la caída de Babel. En los pasajes de transi­ción entre las diferentes series de visiones se encuentran continua­mente como momento cumbre y sirviendo de enlace, fragmentos de himnos que demuestran esto mismo.

«Ya llegó el reino de nuestro Señor y de su Cristo sobre el mundo y reinará por los siglos de los siglos» (11, 15). «Ahora llega la salvación y el poder y el rei­nado de nuestro Dios y la autoridad de su Cristo, porque fue precipitado el acu­sador de nuestros hermanos, que los acusaba de día y de noche delante de Dios. Y ellos han vencido por la sangre del cordero y por la palabra de su testimo­nio...» (12, 10-11).

Estos himnos, en cuanto que forman parte del acontecimiento final visto y oído, según K. P. Jórns, tienen la función de poner en claro el mensaje salvífíco del acontecimiento apocalíptico frente al mensaje de condenación (Das hymni-sche Evangelium, StNT 5, 1971). Con respecto a los fragmentos hímnicos de los cap. 4, 5, 6 y 7, K. P. Jórns demuestra que antes de que comience la lucha pro­piamente dicha con Satán y sus secuaces, y de que sean derrotados los príncipes satánicos, en los himnos se canta ya la meta del acontecimiento final, la consu­mación, y que ya se proclama y se adora, como a vencedores, a Dios y a su cor­dero, de forma que la buena nueva resplandece por encima de las vicisitudes del juicio. El sujeto de los cánticos hímnicos son, según 12, 12, los cielos y sus mo­radores (cf. también 4, 11; 11, 16; 15, 3; 19, 1), pero posiblemente también se trata, al mismo tiempo, de un reflejo de la liturgia de la tierra (cf. 5, 8), ya que el libro contiene muchos de sus elementos (cf. 1, 3 y 22, 17.20s).

Así como al principio del libro aparece la afirmación cristológi-ca sobre lo que ya ha acontecido, y las series de visiones se ven in­terrumpidas continuamente por los himnos que alaban proléptica-mente la victoria de Jesús, también al final está la gran visión del cielo nuevo y de la tierra nueva y de la nueva Jerusalén, en la que Dios vive en medio de los suyos. También en la visión de futuro, la meta no es el juicio, sino la nueva creación, que tampoco se pue­de olvidar, a pesar de todas las catástrofes y plagas cósmicas. Ni la lamentación por todos los que viven en la tierra (8, 13), ni la

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inquietud de la pregunta de 6, 17 («llegado ha el gran día de la ira y ¿quién podrá tenerse en pie?»), etc., nada de esto podrá empañar el himno jubiloso del final (19, 6s).

6. El cap. 20 pone de manifiesto que la escatología no significa para el Apocalipsis la renuncia a la tierra. Al juicio de Babel, que se presenta en los cap. 17 y 18, dentro del plano intramundano, le corresponde por el contrario, en el cap. 20, el reino del milenio, dentro también de la esfera del mundo. Como en la historia de la ética ha tenido cierta trascendencia el denominado milenarismo, conviene decir algo sobre este tema, aunque sea de forma muy sumaria.

La expectativa de un reino mesiánico interino era ya conocida en el género apocalíptico judío, considerándose, la mayoría de las veces, como un intento de equilibrio entre dos diferentes concepciones de la esperanza futura. En 4 Esd, por ejemplo, las dos concepciones del futuro están tan unidas entre sí que ambas quedan conectadas sucesivamente al colocarse el reino mesiánico antes del fin del mundo y del nuevo eón. De esta forma el reino mesiánico se convierte en un reino interino, mientras que la época del eón nuevo que viene a continuación es la que trae la salvación auténtica y definitiva. Cf. más ampliamente en H. Bieten-hard, Das Tausendjáhrige Reich, 1955; W. Bauer, Chiliasmus, RAC 2, 1073-1078; E. Lohse, ThW IX, 459s.

El vidente, como es de suponer, dice pocas cosas sobre el mile­nio, y esta parquedad de sus declaraciones contrasta con las imáge­nes coloristas del género apocalíptico judío. Esto es, sin duda, un aviso a la prudencia. Sin embargo, en la bibliografía teológica, esta concepción, que da por supuesto un estadio previo en la tierra antes de la salvación definitiva, ha cosechado éxitos demasiado fáci­les, conseguidos en realidad a costa de una esperanza en el más allá abstracta y descolorida. Se tiene sin embargo que tener en cuenta que, según el Apocalipsis, el nuevo eón que viene a continuación del reino milenario, implica un cielo nuevo y una tierra nueva. Así como la aparición de Cristo no se convierte de ninguna de las ma­neras en el comienzo de una realización gradual de la salvación, llevada a cabo dentro de los límites de este mundo, de ningún modo tampoco, y a pesar de todos los condicionamientos de la tradición, se puede pasar por alto el momento adecuado de esta esperanza del Apocalipsis del que se da testimonio en el cap. 20. Este momento es la realización visible del reino de Jesucristo dentro de este mundo, porque este mundo no puede ser dejado, sin más, en manos de los demonios y de los cómplices imperiales de la bes­tia, como si él mismo fuese demoníaco. Esta posición soberana de

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Jesucristo necesita, según el vidente, manifestarse en este eón, y esto es totalmente legítimo. El hecho de que Jesucristo sea «el Se­ñor de todos los señores y Rey de todos los reyes» (17, 14) no es precisamente una declaración que se refiera al más allá, sino que implica un derecho sobre todos los ámbitos de este mundo, y sobre sus señores y sus reyes. Lo que se llama el más acá, no se deja simplemente en manos de los señores de la tierra y de sus pretensio­nes, y de esto da testimonio, de la manera más patente, el conflicto con el Estado romano (cf. infra, p. 409ss).

E. Schüssler Fiorenza que acentúa con razón que el triunfo sobre las potesta­des contrarias a Dios también incluye «la destrucción de todas las estructuras represivas del hombre, de todos los padecimientos y de la muerte» (266), deduce de la expresión «reino de reyes» que se aplica tanto a Dios como al imperio romano que «no pueden coexistir los dos estados de soberanía» (264). Cf. tam­bién Id., Die tausenjáhrige Herrschaft der Auferstandenen (Apk, 20, 4-6): BiLe 13 (1972) 107-124, donde se discute, por cierto, el carácter de interinidad del reino mesiánico, a pesar de mencionarse seis veces el número mil, viéndose en el milenio, en lugar de eso, un aspecto de la redención escatológica.

II. LAS MISIVAS A LAS IGLESIAS

1. No puede existir ninguna duda de que la visión escatológica del autor marca también toda la ética, como se ve claramente, sobre todo, en la conexión entre escatología y ética de las siete cartas a las comunidades de Asia menor3. En ellas se encuentran las prome­sas y las amenazas del juicio en estrecho paralelismo. Pero tampoco aquí se mira exclusivamente al futuro que se despliega ante los ojos a base de oráculos de victoria o de amenazas dirigidas a la comuni­dad, sino que al mismo tiempo se trae a la memoria lo que ya se ha dado a la comunidad: «acuérdate de lo que has recibido y escucha­do y guárdalo y arrepiéntete» (3, 3). Por lo tanto, la comunidad no sólo se dirige hacia una dirección determinada, sino que viene de una situación en la que ya ha recibido y oído. No es, en verdad, la multitud de los beati possidentes, pero tampoco es un grupo perdi­do que anda a tientas hacia el futuro, con las manos y con los corazones vacíos. Precisamente al avanzar hacia el futuro se le pue­den evocar los inicios (cf. también 2, 25). Se tienen que actualizar los dones y la palabra que ya se ha recibido. Pero al mismo tiempo

3. Cf. con respecto a las misivas, F. Hahn, Die Sendschreiben der Johannes-apokaiypse, en FS K. G. Kuhn, 1971, 357-394.

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se pone en guardia en contra del autoengaño y del entusiasmo: «dices: "soy rico, me he enriquecido y de nada tengo necesidad", y no sabes que eres un desdichado, un miserable, un indigente, un ciego y un desnudo» (3, 17). Una comunidad supuestamente rica es, en realidad, pobre y está al margen de la promesa. La riqueza y la salvación sólo se dan en Cristo, como lo demuestra el v. 18.

2. La cantidad de razones que hacen referencia a lo que fue dado en Cristo se ve, por supuesto, rebasada por los muchos moti­vos procedentes de la escatología de futuro, que el visionario ha ido entretejiendo en las misivas: los ojos de Cristo como llamas de fuego (1, 14; 2, 18; 19, 12), que todo lo traspasan, ante los que nada es capaz de ocultarse, la espada aguda de doble filo que sale de su boca (1, 16; 2, 16), esto y otras cosas apuntan a la función judicial de Cristo, incluso con respecto a la comunidad. El cande­lera de la comunidad puede también ser cambiado de lugar (2, 5), es decir, una comunidad puede ser arrojada lejos, sin que, de mo­mento, cambie nada en el escenario de la tierra. «Cuando las estre­llas se apagan, su luz se ve todavía durante un tiempo. El cande­lera puede haber sido apartado hace tiempo, mientras que el fun­cionamiento eclesiástico continúa todavía su curso» (W. Hadorn, ThHK XVIII, o.c).

Mientras que en las misivas se anuncia que la comunidad será sometida a jui­cio, en las visiones se encuentra la mención del juicio como una amenaza lanzada a los gentiles. Lo que también se intenta es exhortar a los gentiles, con una últi­ma llamada a la penitencia, a abandonar su camino equivocado: «temed a Dios y dadle gloria, porque llegó el tiempo del juicio, y adorad al que ha hecho el cielo y la tierra y el mar y las fuentes de las aguas» (14, 7). Los mismos tribunales de la tierra tienen que servir de predicación de la penitencia, aunque los hom­bres no les presten oídos. Después de que se derrama la cuarta copa de la ira se dice lo siguiente: «y a los hombres les sobrevino ardor, es decir, fueron abra­sados con grandes ardores y blasfemaban (hay que completar "a pesar de eso") el nombre de Dios que tiene poder sobre las plagas y no hicieron penitencia para darle gloria» (16, 9; similar al v. 11 y 9, 20s). Según otros pasajes parece que la conversión ya no es posible y que el juicio contra los paganos es ine­ludible. Por el contrario, el pueblo de Dios es exhortado a huir, para no ser arrastrado a la perdición (18, 4s): «sal, pueblo mío, para que no os contaminéis con sus pecados y para que no os alcance parte de sus plagas, porque sus pe­cados se han amontonado hasta llegar al cielo y Dios se acordó de sus iniqui­dades». El visionario espera que los gentiles que han corrompido la tierra, in­curran en la ira divina, mientras que los cristianos reciban el premio (11, 18). Según 2, 23, también los cristianos incurrirán en juicio (cf. sobre todo también 20, 12; 22, 12), pero Cristo dará testimonio de ellos y los aceptará como pro­piedad suya.

Exhortación escatológica en el Apocalipsis dcjimn 40 i

3. Sin embargo, los aspectos positivos de las expectativas futu­ras son los que se aprovechan con mayor fuerza para fundamentar la ética, como lo demuestran sobre todo las siete misivas, todas las cuales terminan con lo que se llama veredicto en favor de los vence­dores (cf. F. Hahn, 381ss). En el Apocalipsis «salir vencedor» tiene resonancias escatológicas. Se trata de la batalla escatológica del final de los tiempos que el vencedor ha conseguido superar.

«Salir vencedor» es una expresión favorita del Apocalipsis. Aparece mal de 16 veces, y alude al carácter combativo de la vida de los cristianos en cite tiempo intermedio, en cuyo trasfondo —lo mismo aquí que en Rom 5, 5 (Sal 51, 6)— se percibe el contencioso de Dios con el mundo (cf. F. Hahn, 384s). lixintc una victoria provisional y una victoria definitiva: uno que es vencido aquí ( I ) , 7) puede sin embargo resultar vencedor en otro lugar. El vidente tiene, por supuesto, la certeza de que el León de Judá ya ha vencido (5, 5) y de que también el grupo de los suyos tiene la promesa de poder triunfar lo mismo que él («así como yo también vencí», 3, 21), si, al igual que Cristo, no eluden los padecimientos y son conscientes de que «siguiendo al cordero» (14, 41 pue den llegar a triunfar por la sangre del cordero (12, 11). Cf. O. Riiiiernfeinil, ThW IV, 944.

En cualquier caso, todos los veredictos dictados en favor de los vencedores (en realidad intentan dar aliento a los cristianos en la hora de la prueba del combate, empleando diversas metáforas apo­calípticas) tienen un carácter escatológico. Entre otras cosas, pro­meten que en el final de los tiempos se volverá a recuperar el paraí­so con su plenitud de vida y de bendiciones (2, 7), que los vencedo­res no caerán en una muerte definitiva después de la resurrección y del juicio (2, 11), sino que obtendrán una corporeidad celestial, y que sus nombres no serán borrados del libro de la vida y que Cristo los reconocerá delante de su Padre y de los ángeles (3, 5).

Si bien es verdad que estas promesas escatológicas llevan implí­cita, la mayoría de las veces, una declaración cristológica, mucho más se puede aplicar esto a las fórmulas introductorias de las siete misivas, en cada una de las cuales se encuentra una autodefinición del Cristo exaltado (cf. T. Holtz, 137ss; F. Hahn, 367ss). Por decir­lo así, resumen los aspectos positivos y negativos y contienen ame­nazas o promesas o ambas cosas a la vez:

En 2, 1 se dice por ejemplo: «esto dice el que tiene en su diestra las siete estrellas, el que-pasea entre los siete candeleras de oro» (algo parecido a 3, 1), es decir, que el Cristo ensalzado tiene en su mano a la comunidad y está en medio de ella. La autodefinición de 2, 8 recoge otra vez el pasaje 1, 17s de que Cristo es el primero y el último, el que estuvo muerto y fue devuelto a la vida. En 2, 12 y 2, 18 se enfoca únicamente la amenaza del juicio recogiendo 1, 16 ó

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1, 14s. La autodefinición del Ensalzado de 3, 7 y 3, 14 vuelve a tener más bien las características de una declaración y de una promesa: «esto dice el Santo, el Verdadero, el que tiene la llave de David, que abre y nadie cierra, que cierra y nadie abre» (3, 7), y en 3, 14 Cristo se presenta como el sí de Dios, como el testigo fiel y veraz.

Todo esto demuestra en conjunto que la idea del reino y de la redención es la que predomina en la cristología, y que, en el Apocalipsis, la cristología y la escatología son los aspectos decisivos de la ética, o con otras palabras, las que influyen en la vida de los cristianos.

4. La relación de obligaciones que se exigen a los cristianos se puede deducir de manera preferente de las misivas y en particular de las alabanzas y censuras concretas que ahí se aplican a las diver­sas comunidades. De acuerdo con la motivación escatológica, no llama la atención que el lugar común más repetido sea la exigencia de conversión. Para el Apocalipsis la metanoia constituye una idea central exactamente igual que ocurre en los evangelios (cf. 2, 5.-16.21s; 3, 3.19, etc.). La expresión designa, también en el Apocalip­sis, el giro total del hombre completo, aunque la predicación de ¡a conversión se dirija actualmente a los cristianos. A este respecto, en la conversión se encuentra, sin duda, un aspecto cognoscitivo que se expresa por ejemplo en 2, 5: «piensa, pues, ahora, de qué altura ñas caído y conviértete». Por consiguiente la conversión comienza aquí acordándose uno de lo que ha perdido. Dentro de la conver­sión está integrado el recuerdo, aunque no se identifique con aqué­lla Así como la conversión no hay que interpretarla en un sentido teonco-intelectual, o ritual-cultual, tampoco debe entenderse como una vuelta de la inobservancia a la observancia de la ley. Esto sitúa al Apocalipsis cerca de Jesús y le distancia del judaismo.

Al no darse, pues, una conversión a la tora de Moisés, se da a entender que en el Apocalipsis no se le otorga a la ley ningún tipo de importancia fundamental, lo cual, a su vez, la diferencia clara­mente de las Apocalipsis judías (2, 24 llega a ser quizá un distancia-miento expreso de la «carga» de la ley). Tampoco el motivo ni la razón de la exigencia de la conversión se producen jamás en virtud de la autoridad de la ley. En 3, 19 la llamada a la conversión se presenta como una consecuencia de la frase precedente de que Dios castiga y educa a los que ama. También el v. 20 es una razón que nace urgente la exhortación a convertirse, al aludir a la venida inmi-n e " t e del Señor, en la parusía, cuando Cristo celebre con los suyos ei banquete escatológico (cf. Me 13, 29; Le 12, 36, etc.). Pero a

Exhortación escatológica en el Apocalipsis de Juan 405

diferencia de la tradición sinóptica, se hace un llamamiento apre­miante no sólo a volverse hacia Dios, sino explícitamente a apartar­se del maligno, es decir, de la mundanización y, en general, a apar­tarse de las obras malas (2, 21s; 9, 20; 16, 11). La penitencia que no se pone de manifiesto en las obras, no es penitencia. Por eso, en 2, 5 se dice en una misma frase: «piensa de dónde has caído y conviértete, y practica las obras primeras».

5. En general, las obras tienen en el Apocalipsis una significa­ción especial que, además, no incluye la idea de mérito (cf. 19, 8 «le fue otorgado», lo cual tampoco excluye aquí la idea de retribu­ción y de juicio, pues las obras «van en pos de ellos», es decir, hasta la vida eterna 14, 13). La mayor parte de las siete cartas co­mienzan, después de la autopresentación de Cristo, con la frase «conozco tus obras». Según 2, 26, para salir vencedor hace falta aferrarse hasta el final a las obras de Cristo, es decir, a las obras que Jesús ha realizado de antemano en su vida. Por eso se puede hablar paralelamente en lugar de «practicar las obras» de «guar­dar sus palabras» (3, 8), cosa que según E. Lohmeyer se resume en 2, 26, en el «guardar las obras» (HNT 16, o.c). La palabra «ley» no aparece ahí ni siquiera una sola vez. Es verdad que se habla dos veces de «guardar los mandatos de Dios», pero las dos veces se emplea junto a la expresión «guardan el testimonio de Jesús o la fe en Jesús» (12, 17; 14, 12). Lo decisivo para la validez de las obras es, en cualquier caso, la aprobación de Cristo (cf. 2, 2.6). Desde el punto de vista del contenido, cuando se habla de obras se alude probablemente a las obras de la caridad.

A la recomendación de 2, 5 de «practicar las obras primeras», precede en el v. 4 la censura de que se ha «abandonado el primer amor»: esto no debe despertar sentimientos románticos de nostal­gia, ni traer a la memoria la exaltación especial o el entusiasmo desbordante de los primeros tiempos después de la conversión. Aquí se trata más bien, con toda sencillez, de la vuelta a la postura primitiva de los cristianos, postura que se caracterizaba por el amor.

El que los exegetas siempre asocien con esto el primer amor del marido y de la mujer, dejándose llevar por este camino hacia una interpretación equivocada, tiene sin duda su fundamento en que la relación entre Cristo y la comunidad encuentra su expresión, en el cap. 19, en las figuras del novio y de la novia y en la boda. Sin embargo, en 2, 4, no se refiere al amor a Cristo o a Dios, sino al amor a los hermanos. En favor de esto no sólo está el paralelismo con las «pri­meras obras» del v. 5 sino también el hecho de que el ágape se asocie también, en 2, 19, con las obras y con el servicio, y que éstos sean los dos únicos pasajes donde se habla del ágape de los cristianos.

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Probablemente también se tiene que tener muy presente que, según las expectativas apocalípticas, el amor se enfriará en los últi­mos tiempos de calamidad (Mt 24, 12), lo cual no es precisamente una excusa, sino una advertencia para no caer en una falta de amor que conduzca a la perdición. De ahí también la recomendación de 3, 2 de despertar y de consolidar a aquellos miembros de la comu­nidad que están somnolientos y a punto de morir.

6. Hay además otro aspecto que al visionario le parece impor­tante, dentro del marco de su predicación de conversión: el apartar­se de los falsos doctores, o también se podría decir, el apartarse de la tolerancia equivocada con respecto a lo que cierta gente, adap­tándose al sincretismo, va propagando como si fuera cristiano. En 2, 16, la exigencia de convertirse viene inmediatamente después de la constatación de que en la comunidad se encuentran seguidores de la doctrina de Balaán (v. 14), o de la doctrina de los nícolaítas (v. 15). Según 2, 21, a la profetisa Jezabel se le da un plazo para convertirse, plazo que sin embargo no es aprovechado.

Con respecto a los balamitas, a los nícolaítas y a los partidarios de Jezabel, se trata probablemente de falsos doctores gnósticos, los cuales, según 2, 24, se jactaban abiertamente de perseguir una gnosis que descendía hasta las profundi­dades de Satán, pero que resultaban sospechosos al vidente, sobre todo, debido a que comían la carne de los sacrificios y a su lascivia. Dado que no sólo se habla de las obras de estos falsos maestros, sino también de su doctrina (2, 14s. 20.24), no hay que pensar simplemente en una mundanización o laxitud moral, sino en una propaganda libertina que encajaría perfectamente dentro del con­cepto de libertad sin barreras de la gnosis. Partiendo de estos mismos presupues­tos, también en Corinto se defendía lo mismo: el comer la carne de los sacrificios a los dioses y la participación en las comidas cultuales paganas como también la prostitución (que aquí, en el Apocalipsis, se refiere o bien a la apostasía y a la infidelidad, o al sincretismo, o a la prevaricación sexual, o al libre comercio sexual). Según P. Lampe (113), la carne de los sacrificios a los dioses no debía ser, por eso, para el vidente, como lo era para Pablo, algo indiferente, pues bajo la presión del culto al emperador, «la salvaguardia sin componendas de la iden­tidad cristiana» había conseguido la «supremacía por encima de cualquier inten­to de reducir las contrariedades y molestias procedentes del exterior». Lampe ve con razón el intento de acomodación a los falsos doctores, en conexión con una conciencia espiritualista de la propia perfección (3, 17), que cree salir del paso, sin necesidad de esperar al futuro (114). E. Schüssler Fiorenza (267) llega a mantener la posibilidad de que los nicolaítas recomendaran «un sincretismo práctico y una acomodación al culto estatal romano».

Por lo demás, no se censura el hecho de que una mujer desempeñara, al parecer, un papel de primer orden en la comunidad de Tiatira como profetisa, sino que enseñase doctrinas erróneas. La importancia que el visionario atribuye al estado de alerta de la comunidad frente a los falsos doctores se demuestra

Exhortación escatológica en el Apocalipsis de Juan 407

también en 2, 2, donde se alaba a la comunidad porque se opone a los pseudo-apóstoles y no respeta como a verdaderos apóstoles a cualquiera que se presente con el nombre y título de tales.

7. En conexión con la exigencia de la conversión, está también la exigencia de una postura transparente y sin reservas. Esto se resalta con énfasis en el Apocalipsis. Las más conocidas son las palabras dirigidas a la comunidad de Laodicea: «conozco tus obras, y que no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Pero porque eres tibio, y no eres caliente ni frío, quiero vomitarte de mi boca» (3, 15s). El mal endémico es por tanto la tibieza, lo interme­dio, el semicristiano indeciso, tibio y de compromiso. Esto es lo que, según el vidente, provoca la repugnancia del Señor. Lo que aquí se exige es la misma disyuntiva planteada en el sermón de la montaña o por Santiago. Un «no» consecuente y sin restricciones es mejor que un sí y un no, o sea, mejor que la neutralidad o que los términos medios. Estrechamente unida con esta tibieza se da tam­bién una saciedad entusiasta en la comunidad de Laodicea. Esta se encuentra saturada y autosatisfecha, pero en realidad es mísera, desdichada, pobre, ciega y desnuda (3, 17s). Esto, además de ser una crítica contra una escatología ya realizada y contra el complejo de la propia pefección (cf. suprá), constituye una polémica contra el autoengaño. Algo parecido se dice también a la comunidad de Sardes, que goza de la fama de estar viva, y sin embargo está muerta (3, 1). Ahí se practica un cristianismo de puro nombre, pero lo que se considera como todavía vivo, en realidad lleva en sí el signo de la muerte. En ambos casos se habla abiertamente de «obras», aun­que estas obras «no han sido halladas plenas delante de Dios» (3, 2). Estas obras pueden ser delante del mundo totalmente respeta­bles y honorables, pero delante de Dios tienen vigencia otras pautas y aquí no se alcanza esta medida impuesta por Dios. Por eso hay que estar alerta. Todas las cartas terminan con lo que se denomina llamada de alerta: «el que tenga oídos para oír, que oiga». La vigi­lancia y la templanza son siempre notas distintivas y temas caracte­rísticos de las exhortaciones apocalípticas (cf. Me 13, 33ss; 1 Pe 4, 7ss, etcétera).

Según el Apocalipsis, forma parte de esta misma decisión el «aguantar debajo» y el perseverar hasta el fin, extremos que el autor menciona laudatoriamente (2, 2.3.19; 3, 10; cf. también 1, 9; 13, 10; 14, 12). Con ellos no se refiere a una paciencia genérica en las dificultades y contrariedades de la existencia, sino a resistir férrea­mente en las tentaciones y tribulaciones que sugen por dar testimo­nio y por confesar a Jesucristo, así como a resistir por causa de su

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nombre (2, 3), a «no negar su nombre» (3, 8) y a «guardar el tes­timonio de Jesús» (12, 17; cf. también 14, 12). La cobardía apa­rece en 21, 8 a la cabeza de la lista de vicios, mientras que los que menosprecian su vida son alabados en 12, 11 como vencedores. Aquí resuena en todas partes la confrontación con el imperio.

8. Aparte de este conflicto con el Estado y con el culto al emperador, que deja al vidente sin aliento y que amenaza a los cuerpos y a las almas, apenas se toma postura en relación con pro­blemas concretos, aunque de vez en cuando aparecen alusiones referentes a las condiciones concretas de vida, de la comunidad y de su entorno. Solamente en el cap. 18, en el anuncio de la caída de Babel y en la elegía por su ruina, se puede observar un resabio de crítica social4, que también puede estar insinuado en la carestía de precios mencionada en 6, 6. Pero empecemos por el cap. 17 con la visión de la ciudad de Roma.

La ramera Babel que simboliza la capital del mundo, se halla sentada, según 17, lss, encima de la bestia, la cual representa al imperio satánico. La mujer está vestida de oro, piedras preciosas y perlas, lo cual quiere aludir a la suntuosidad, al lujo y a la riqueza de Roma. Además tiene en la mano una copa de oro que está llena de las abominaciones e impurezas de su fornicación. Sin embargo, no cabe aplicar esto en concreto a las aberraciones y placeres de la vida de la gran ciudad. «Abominaciones», o sea, el contenido del cáliz, designa, en la terminolo­gía bíblica, más bien, lo que desagrada a Dios, que lo que es repugnante moral o estéticamente, aun cuando las dos cosas puedan ir unidas, de forma que Roma es rea de juicio por su blasfemia y persecución de los cristianos (cf. 17, 3.6), pero también por su poder económico (como Tiro «dueña del comercio de los pueblos que por la abundancia de su riqueza y por sus operaciones de cambio enriqueció a los reyes de la tierra», Ez 26, 2ss; cf. con respecto a todo el conjun­to Is 23; Ez 26, 1-28, 19). Además de esto, el «manchado con la abominación» se encuentra en 21, 8, en una lista, acompañado de los homicidas, fornicadores, hechiceros, idólatras, de forma que también en el cap. 17 se percibe el eco de la decadencia moral, sin que, por supuesto, se, pueda esto aplicar en concreto con mayor precisión. Probablemente se refiere —lo mismo también con los apelati­vos de «madre de las rameras y de las abominaciones de la tierra» (17, 5)— a que Roma es el centro y el origen de todas las abominaciones posibles. El capí­tulo 18 es algo más concreto. En el v. 3 se da la razón de la caída de Babel y de su culpabilidad, explicándolo de la siguiente forma: Roma ha embriagado a todas las naciones con sus idolatrías, y aparte de eso se dice que los comerciantes de esta tierra que están al lado de los «reyes de la tierra», se enriquecen con el

4. Cf. A. Y. Collins, Revelation 18: Taunt-Song or Ditge?, en LApocalypse johannique et l'Apocalyptique dans le NT (BEThL Lili), 1980, 185-204, sobre todo 202s. Cf. también K. Aland, 220ss.

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poder de su lujo. Donde está el poder político y económico, el vidente ve una morada de demonios y una guarida de espíritus inmundos (v. 2), por lo cual, para la comunidad, no puede haber aquí más que un nuevo éxodo (v. 4).

Al autor apenas le interesó, por lo visto, cómo surgen las con­centraciones de poder ni las maléficas crisis económicas, ni cómo se han de evitar. La consecuencia que hay que sacar de esta exposi­ción de las culpas de Roma corresponde al cap. 17: el poderío y la explotación económica, la opulencia y las riquezas son castigadas en el tribunal. También confirma esto el cántico fúnebre de los reyes y mercaderes, de los patrones de los barcos y de los marineros de 18, 9ss, donde los comerciantes se lamentan de la pérdida de sus mercados y de sus plazas comerciales:

«Ya no hay quien compre sus mercancías» (v. 11). Estas se enumeran a continuación en una larga lista: joyas, telas preciosas, especias, cosméticos, pro ductos alimenticios, etc. Esta detalladísima lista que incluye hasta el mercado de esclavos facilita una interesante ojeada histórico-social y cultural a las costum­bres de aquel tiempo de la clase social alta y acaudalada, y por tanto del mundo profano. Aquí no toma la palabra ni el odio ni el sentimiento de los deshereda­dos contemplando con satisfacción la ruina y la decadencia del clan de los privi­legiados y esperando únicamente una inversión de los papeles, sino que siguien­do la tradición de la crítica social profética, lo que aquí resuena es la cólera, teñida de ironía, del profeta contra la injusticia social y el ateísmo.

Es preciso atender en este punto a dos aspectos: de una parte el autor quiere evidentemente mantener las distancias con respecto al poder seductor que arranca de la riqueza y del refinamiento de los bienes de la civilización y de los placeres de la vida, aunque no aluda directamente al sin duda temido remolino que esto desenca­dena. De todos modos llama la atención que las dos comunidades que no son censuradas en los cap. 2-3 vivan en medio de necesida­des y de pobreza (Esmirna y Filadelfia). De otra parte se confirma aquí, una vez más, lo que, de manera análoga, se puede encontrar en la carta de Santiago y en Jesús, a saber, que la encarecida espe­ranza en el futuro no produce apatía en relación con las miserias y problemas terrenos, sino que precisamente refuerza la conciencia y la sensibilidad social.

I I I . EL CONFLICTO CON EL ESTADO

1. Mientras que en las restantes partes del nuevo testamento el conflicto entre la voluntad de Dios y la voluntad del Estado únicamente hace su aparición más o menos indirectamente, el Apo-

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calipsis es un testimonio del choque entre la fe cristiana y el imperio romano con su culto al emperador. El Apocalipsis facilita de esta forma una visión de la época de la incipiente persecución de los cristianos por parte de las autoridades romanas y de la impotencia de la protesta de las comunidades.

En cada caso particular no se puede concretar nada de aquello que en las visiones constituye vaticinia ex eventu y de lo que el vidente contempla como todavía pendiente. Pero en cualquier caso también tuvieron que preceder martirios aislados. En 2, 13 se habla de un miembro de la comunidad, mencionado por su nombre, y se le llama mártir, y en 6, 9-11, donde se habla de los gritos de los que fueron muertos por causa de la palabra y del testimonio, se da por supuesto que esto no se basa simplemente en especulaciones o en temores por el futuro, lo mismo que cuando el vidente ve a la ramera Babilonia «embriagada con la sangre de los mártires» (17, 6), o cuando habla de aquellos que fueron decapitados (20, 4; cf. además 12, 11; 13, 12ss; 18, 24; 19, 2, etc.).

En mi opinión, apoyándose en 3, 10, no se puede demostrar que en general las persecuciones sólo se esperaban en el futuro (así K. Aland, 216s). También resulta muy difícil que en 6, 11 se esté refiriendo a los mártires del antiguo testamento (así K. Aland, 217; cf. sin embargo v. 9b; también en 16, 6, «la sangre de los santos y de los profetas» hay que referirla a los cristianos).

Mientras el cristianismo primitivo no estuvo claramente separado del judais­mo, participó de los privilegios judíos y de la tolerancia romana para con el judaismo. Pero cuando se hizo definitiva la ruptura entre la Iglesia y la sinagoga, el conflicto con Roma adquirió unas proporciones amenazadoras. Ciertamente que en aquel momento, la fe cristiana como tal tampoco era punible, sino sólo el rechazar el culto al Estado. Este rechazo constituye la razón específica del conflicto con el Estado.

2. No se va a tratar en este lugar sobre el origen, la amplitud y las diversas formas de este culto al soberano y al Estado que provoca el choque. Los inicios y los centros principales de este culto estaban sobre todo en el este del imperio y tuvieron lugar bajo la influencia de la adoración oriental al soberano: cf. ade­más de R. Schütz, a A. Dihle, RGG 'III, 278-280 (con bibliografía). Aunque ya Calígula reivindicó su divinización, como lo demuestran por ejemplo algunas inscripciones que le designan como el «dios más grande y más manifiesto», el culto al César experimentó con Domiciano un alza considerable como religión oficial del Estado al servicio de la propia imagen imperial. Aparte de eso se recomendaba como un instrumento de poder y un lazo de unión religioso-ideo­lógico que abarcaba a los diversos pueblos y culturas del imperio. Se pueden presentar pruebas de las instituciones y formas del culto al César en la época del nuevo testamento a través de una multitud de templos, imágenes del culto, ins­cripciones, monedas, etc. Especialmente la provincia de Asia, en la que se en­cuentran las comunidades mencionadas en 1, 11 y en los cap. 2-3, es uno de los

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centros del culto al emperador. Ya en la época de Augusto y de Tiberio surgie­ron ahí templos provinciales en honor de la diosa Roma y del Divus Augustus (en Pérgamo y en Esmirna), y en la época de Domiciano se erigió en Efeso un templo imperial cuyos restos han sido excavados. Se ha conservado la cabeza y el antebrazo de una estatua colosal de Domiciano, de un tamaño cuatro veces mayor que la estatura humana. Además de esto, en Efeso, Pérgamo, Laodicea y Tiatira se han encontrado inscripciones votivas dedicadas a los soberanos di­vinizados.

Por eso no es una casualidad que en el reinado de Domiciano —quien en cuanto César romano reivindicó, durante su misma vida, la adoración divina como dominus ac deus—, tuviesen lugar, también por primera vez, persecuciones sangrientas por motivos re­ligiosos, es decir, que se produjera la oposición contra el imperium y contra el imperator. El Apocalipsis, y de manera especial el cap. 13, hay que entenderlo teniendo presente el trasfondo de esta situación.

3. Recogiendo antiguas tradiciones mitológicas, el vidente des­cribe aquí la imagen fantástica de un monstruo demoníaco que sim­boliza el imperio romano5. Del mar ascendía una bestia con diez cuernos y con siete cabezas, y en los cuernos diez diademas, y en las cabezas diez nombres blasfemos. Tenía la apariencia de una pan­tera. Sus pies eran como de oso. Su boca era como la de un león.

Cf. W. Bousset, Der Antichrist in der Überlieferung des Judentums, des Neuen Testaments und der alten Kirche, 1895; E. Lohmeyer, RAC I, 450-457; R. Schütz, RGG 3I, 43 ls; J. Ernst, Die eschatologischen Gegenspieler in den Schrihen des Neuen Testaments (BU 3) 1967, 80ss.

El vidente recogería probablemente la imagen del monstruo de varias cabe­zas y de varios cuernos de la tradición judeo-apocalíptica (cf. Dan 7, donde faltan efectivamente las siete cabezas, pero se presenta un simbolismo parecido). No es posible dilucidar aquí (cf. también 4 Esd 6, 49; Bar sir 29, 4; Test. Juda 21, 7; Sal Sal 2, 15) si, en último término, la imagen procede de la mitología babilónica antigua (Tiamat, Behemot, Leviatán).

Este análisis, en el plano de la historia de la tradición, no excluye ciertamente una interpretación histórica contemporánea, de manera que no es exacto que al vidente no le preocupara «la época ni la historia, sino únicamente los poderes metahistóricos e infernales» (así ciertamente E. Lohmeyer, HNT 16, 194). Tam­bién en Dan 7 y en las apocalipsis judías se suele aludir a los acontecimientos y a los poderes políticos por medio de imágenes escatológicas y en el mismo Apocalipsis sólo así tienen sentido muchas cosas (cf. también la percusión de la interpretación en 13, 8 y en 17, 3, como se demuestra por el cambio del género).

5. Cf. H. Schlier, Votn Antichrist. Zum 13. Kapitel der Offenbarung Johannis, en Die Zeit der Kirche, 1956, 16-29; W. Schrage, Christen, 69ss.

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El sentido de esta combinación inimaginable y terrible de rasgos monstruosos aparece patente comparándolo con Dan 7. Mientras que en Dan 7 ascienden del mar, una tras otra, cuatro bestias, aquí se unifican en un ser horrendo y terrible. Esto quiere decir abierta­mente que, desde la perspectiva apocalíptica del vidente y por lo tanto de Dios, el imperium romanum es la acumulación de todas las atrocidades y de todo el poder antagónico a Dios de los grandes imperios antiguos. Se ha convertido en una única bestia que todo lo devora y que aparece bajo formas monstruosas. O dicho en len­guaje directo, se trata del poder político degenerado (cf. Schlier, o.c. [nota 5], 21).

De 12, 18 se desprende que entre el aproximarse de! dragón, o sea, de Satán (12, 9), en el mar y la salida de la bestia del mar existe una conexión que de antemano demuestra bajo qué signo y al servicio de quién está la bestia.

La condición es por supuesto que el texto primitivo de 12, 18 diga «él pisó», cosa que sugieren tanto los testimonios manuscritos como también la intención del autor. Este quiere indicar precisamente que es el dragón el que da lugar a la aparición de la bestia (por el contrarío, las tradiciones de la biblia de Lutero y de la biblia de Zurich dicen: yo pisé).

En 13, 2 se confirma rotundamente que el dragón es el que confiere al monstruo «su fuerza, su trono y su gran poder». Como las siete cabezas y los diez cuernos son asimismo la característica diabólica del mismo dragón (12, 3), se deduce que la bestia no sólo está al servicio del dragón, sino que es su imagen y semejanza terre­na. El imperium romanum es, por lo tanto, de hecho, la reencarna­ción del poder satánico en la tierra. Los nombres blasfemos sobre las cabezas, que sin duda aluden a los títulos sagrados y a la deifica­ción del César, y por lo tanto a su blasfemia, apuntan al peligro específico que proviene de la bestia, ya que ésta no sólo es la encar­nación del dragón, sino al mismo tiempp una caricatura diabólica de Cristo, es decir, el Anticristo, el contrincante satánico de Cristo y por lo tanto de Dios.

Confirman esto mismo los siguientes rasgos distintivos: 1. La diadema, como signo de la dignidad real que lleva la bestia encima de los cuernos, se atribuye en general únicamente a Cristo (19, 12). 2. El que el dragón dé su trono a la bestia (13, 2) es una parodia de la ascensión al trono de Cristo (3, 21). Hay que ver también 2, 13, donde el «trono de Satán» se halla en Pérgamo, aunque no es del todo seguro si ahí se alude a la sede del culto al César (cf. W. Foerster, ThW VII, 161, nota 50, y O. Schmítz, ThW III, 166s). 3. Una especial importan­cia tiene el que en 13, 3 se describa a la bestia como «degollada» y «curada de su herida mortal» (cf. v. 14). Esta tercera característica de la bestia como dego­llada y devuelta a la vida no es otra cosa que el remedo y la usurpación de los

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atributos divinos. «Degollada» es en 5, 6.12 un predicado de Cristo, así como también «y ha vuelto a la vida» se aplica en 2, 8 a Cristo (cf. también 20, 4). 4. La ceremonia de la adoración a la bestia (13, 4) quiere ser un contraste satánico con la adoración verdadera al cordero, o sea, a Dios. 5. El cuadro se completa con la insolente pregunta de los hombres obnubilados que aplican a la bestia la nota de la incomparabilidad de Dios: «¿quién como la bestia?» (13, 4; cf. Ex 15, 11).

Todo esto quiere decir que el Estado exige lo que sólo compete a Dios y a Cristo. Ahora bien, en este sentido se trata del demonio. No es satánico el Estado porque se quede corto, sino porque es un Estado total. No es que sea demasiado poco poderoso, sino que tiene demasiado poder, a saber, «sobre todas las razas, pueblos, idiomas y naciones» (13, 7). Su carácter demoníaco reside en su totalidad y en su deificación. No es de extrañar que este Estado diabólico se comporte, al mismo tiempo, de modo anticristiano y que persiga «hacer la guerra a los santos y vencerlos» (13, 7). Para el visionario no es más que consecuencia de todo esto el que «toda la tierra» le siga hechizada (13, 3) y le adore (13, 8).

4. A partir del 13, 11 se habla de otra bestia que, a diferencia de la primera, no se alza del mar, sino de la tierra. El sentido de esta duplicidad del poder enemigo de Dios queda aclarado en 16, 13s; 19, 20 y 20, 10, donde habla de este monstruo de la tierra como un «pseudoprofeta» que está al servicio de la primera bestia (13, 12: «hace que la tierra y los que viven en ella adoren a la primera bestia»). Por consiguiente está en relación con el imperio, cuya adoración divina propaga, por lo cual hay que pensar en el sacerdocio de las provincias que estaba destinado al culto al em­perador.

Esta segunda bestia tiene también «dos cuernos como el corde­ro» (cf. de nuevo la peligrosa semejanza con Cristo), pero habla «como un dragón» (13, 11), es decir, que a través de su palabra se pone en evidencia como inspirada, en verdad, por Satán. Aparte de eso (cf. la peligrosa ambivalencia de los milagros), realiza «grandes signos, hasta hacer bajar fuego del cielo a la tierra» (13, 13). Por medio de sus discursos y de sus milagros, y a través de su importan­te propaganda y fascinación, la segunda bestia seduce a los hombres para que adoren a la primera bestia (13, 14) y para que le erijan una imagen para el culto (cf. el mismo Dan 3, 5ss). Es decir, que se ocupa, por decirlo así, de la ideología y de la metafísica del Estado así como del culto y de la simbología estatal (cf. O. Cullmann, Staat, 55s). La segunda bestia cuida, pues, al mismo tiempo, de las razones de Estado, y además de forma tal que los que se nieguen

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a identificarse por medio de una marca (13, 16s) o no admitan la religión del Estado sean boicoteados económicamente (13, 17) o ejecutados (13, 15).

No se conoce, sin embargo, ninguna señal de identidad que estuviese en relación con el culto al emperador. Al vidente le bastaría probablemente con referirse a una relación con el culto al emperador como contrapartida del sello cristiano. Según 13, 18, «la marca» de la bestia (v. 16) o «el nombre de la bestia o el número de su nombre» (v. 17) era seiscientos sesenta y seis. Esta cifra enigmática que hay que descifrar con ayuda de la ciencia de los números, difícil­mente llegará nunca a un resultado umversalmente admitido. Tomando como base el alfabeto hebreo, lo más probable parece que se trata de una alusión al Ñero redivivus {Nerón qesar). Los que defienden como originaria la variante 616 deducen que se trata, tomando el alfabeto griego, de «kaisar theos» (el César es Dios).

5. Por lo que se refiere a la postura de la comunidad, se so­breentiende que los cristianos rechazaban la adoración de la imagen del César y que su actitud para con el Estado, en lugar de la obe­diencia, no podía ser más que la desobediencia. Esto, sin embargo, como lo indican las alusiones al boicot económico y a la pena de muerte, constituye una postura oficial, así como un cargo acusatorio y no una mera actitud privada relativa a la opción religiosa del individuo. El crimen laesae Romanae religionis implica, sobre todo en el oriente del imperio, el crimen laesae maiestatis6. El rechazo del culto al emperador, dentro de la promiscuidad existente enton­ces entre religión y política, era eo ipso un asunto político y se veía como una oposición contra el César y contra el Estado, es decir, que se consideraba como «ateísmo» y como anarquía. Esto signifi­caba la persecución hasta el martirio, o por lo menos la confiscación de los bienes y el destierro.

En esta situación, el vidente, sin embargo, no hace un llama­miento a la revuelta y a la rebelión o a la guerra santa, sino que recomienda la resistencia no violenta y pasiva: «aquí es necesaria la firmeza y la fidelidad a la fe» (13, 10).

A. Y. Collins', 248, apoyándose en otras tendencias, ciertamente parciales, de la tradición, intenta encontrar indicios de la guerra santa en 14, 4 y en 17, 14. Pero lo que no se hace es «entregar a todos los justos una espada para ejecutar el juicio de Dios contra todos los ateos» (Hen et 91, 12), ni se hace un llama-

6. Cf. Th. Mommsen, Der Religionsfrevel nach rómischem Recht, en Ges. Schriñen, 3, 1907, 389-422; W. Nestle, Atheismus, RAC I, 869s (bibliografía).

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miento para participar en la «matanza» (1 QM 1, lOss). Únicamente puede matar al enemigo la espada de la palabra que sale de la boca (19, 15.21; cf. P. Lampe, 102).

La impotencia de los cristianos no permite nada más que la pura pasividad. En opinión del vidente, ni siquiera hay que intentar sacudirse de encima el dominio despótico-demoníaco. Es utópico sublevarse o intentar evadirse. La bestia no sólo procede contra los santos con una dureza implacable, sino que debido a las proporcio­nes universales de su esfera de poder, nadie puede escapar a sus garras (cf. 13, 7). Por eso recomienda el vidente en el v. 10: «si alguno (se sobreentiende: está destinado) a la cautividad, a la cauti­vidad irá. Si alguno está destinado a morir por la espada, por la espada morirá».

Los comentarios interpretan y completan, por supuesto de manera diferente, aquellos pasajes que no fueron transmitidos por la historia textual de un modo uniforme. La biblia luterana y la de Zurich, así como algunos comentarios, ni consideran suficientemente la influencia del paralelismo con Mt 26, 52, ni tienen en cuenta la imposibilidad objetiva, dentro de la situación de aquellos tiempos, de aquella variante que toma como punto de partida la acción de empuñar la espada por parte de los cristianos. No existe ningún tipo de amenaza a los perseguidores. Ciertamente falta también cualquier tipo de tránsito a una acción práctica concreta, lo cual es tanto más sorprendente cuanto que una postura puramente pasiva en relación con el mundo no es algo absolutamente necesario en el nuevo testamento, ni siquiera en la persecución (cf. 1 Pe). Según P. Lampe (123), el desastre de la guerra judía debió influir en la elección del «tipo de acción pacifista».

El sentido del v. 10 es el siguiente: aunque el destino de los perseguidos sea la cautividad, el martirio y la muerte, lo deben aceptar como una prueba, sin dejarse intimidar, y saliendo al en­cuentro animosamente y de buen grado de lo que, según el plan de Dios, les va a tocar en suerte. La comunidad puede saber que la furia satánica del dragón y de las bestias tiene un límite impuesto por Dios, que según 13, 5 es de 42 meses. Se trata del tiempo apocalíptico conocido ya en Dan 7 (cf. también Ap 12, 14 y 12, 6), que pone de manifiesto que el tiempo de todas las cosas está exac­tamente medido por Dios. Es verdad que, según la visión del autor, es el diablo el que arroja a los cristianos a la cárcel (2, 10), pero incluso esto está permitido por Dios (cf. la voz pasiva de 13, 7 que describe la acción de Dios); más aún, en último término, Dios, a través de estas maquinaciones del diablo, persigue su propio plan de instaurar definitivamente su Reino. La caída de Babel, es decir,

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el desmoronamiento provocado por Dios del imperio enemigo de Dios, tendrá lugar en breve con la victoria de Cristo (cf. cap. 17-18).

El conocimiento de los cristianos de su «inclusión en el libro de la vida» y, por lo tanto, del derecho celestial de ciudadanía, así como de la promesa de la vida eterna (13, 8; 3, 5, etc.), pueden dar fuerza para oponerse al poder implacable del imperio. Si el imperio y el emperador se consideran a sí mismos como divinos, rodeándose de un nimbo sagrado y de una solemnidad religiosa, y si se pervier­ten así, convirtiéndose en un poder universal diabólico, entonces la única posibilidad cristiana es la resistencia incluso hasta el martirio. El tomar parte en el culto al emperador no es algo inocuo, sino que reporta la perdición eterna. Pero los que por causa de su fe y, por lo tanto, por rechazar el culto al emperador tienen que soportar el martirio y la muerte, reciben personalmente el consuelo de la voz del cielo: «bienaventurados los muertos que desde ahora mueren en el Señor» (14, 13). La misma carta a Esmirna recomienda conservar la fidelidad hasta la muerte (2, 10). La comunidad tiene que preo­cuparse de estar informada de lo que va a sobrevenir y prepararse en con secuencia, pero no tiene que tener miedo (2, 10a). Ella seguirá —como se dice en 14, 4— las huellas del cordero, a donde quiera que éste vaya. El camino conduce, a través de tribulaciones y de penalidades, al nuevo eón, donde el mismo Dios «enjugará las lágrimas de sus ojos y la muerte no existirá más, ni habrá ya penas, ni gritos, ni dolor» (21, 4).

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ÍNDICE DE CITAS BÍBLICAS

Mateo

1,23 3,7 3 ,8 3, 10 3,15 4, lss par 4, 12ss.

23 ss 4, 15s 5

5 ,1 5, 1-12 5,2 5,3 5, 3ss 5,4 5,6 5,7 5,8 5, 8ss 5,9 5, lOs 5,12 5, 13s

175 56 190 179 175,178 140

177 177 253 175 175 180 130, 185 185 180 185s 52 59 176 143 143 150, 179 23

5, 13-16

5,16 5, 17 5, 18 5,19

5,20

5,21ss 5,21ss

par •5,21-48

5,22

5,22a 5,23 5,23s

5,25 5, 25s 5, 27ss 5, 27-30 5,28 5,29s

153, 177, 180 177 177s 155, 178 155, 178s, 180 175, 178s, 180, 186 61,78

78 78, 178, 180 39, 104, 154 154 94 93, 116, 183 99 38, 153 78 126 59 80

5, 29-30 5,31 5, 3 lss 5,32

5, 33ss 5,34 5,35 5,37 5, 38s 5, 38ss 5,39 5, 39s 5,39b 5, 40.42 5,43 5, 43ss 5,44 5,44s 5,45 5,46 5,46s 5,48

6, 1 6, lss

127 123 83 81, 123s, 181 78,79 353 79 154,353 84 116,258 180 50,80 117 134 84 182 99, 102 50,54 89 39, 176 23, 100 54, 181 186 175, 176, 178

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422 índice de citas bíblicas índice de citas bíblicas 423

6,10 6, 14s 6, 19 6, 19ss 6, 19-21 6,21 6, 21 par 6,22 6, 22 par 6,24 6, 24 par 6, 25ss 6, 25ss

par 6,32 6,33 7, ls 7,7-12 7, 12

7,16 7,19 7,20 7,21ss 7,21ss

par 7,22 7, 24.26 7, 24-27 7,29 8 + 9 8, 11 8, 19 8,20 8,21 8,22 8,23 8, 23ss 8,25 9 ,8 9 ,9 9, 13

180 177 47, 357 47 131 131 59 59 59 131,375 59, 143 48

48 48, 186 48, 186 39 184 17, 90, 102, 178, 182 177 179 177 176, 178

60 159, 179 180 39 180 177 32 66 121 66,69 114 176 177 175, 185 149 66 183

9,27 9, 37s 9, 37s par 9, 37ss 10, 1 10,4 10, 5s.23 10,8 10,16 10, 17ss 10,25 10,26 10,27 10,34 10, 34s 10,37 10, 37s 10,38 10,40 10,41 11,1 11,2 11, 4s 11,5 11, 5s 11, 12b 11, 19 11, 19 par l l ,20ss 11,22 11,24 l l ,25ss 11,29 12,1 12,6 12,7 12, 12 12,28 12, 28 par 12,36 12,41 12,49 13, 11.18a

52 33 34,69 176 176 141 176 179 59 177 120 49 49 121, 178 114 102, 194 120 68 150 179 176 65, 149 114 34 32 70 101 114,135 56 34 34 182 180 183 184 183 183 151, 176 29, 114 34,39 56 176 176 |

13,23 13, 31ss 13, 36ss 13, 36ss.

47ss 13,38 13,41 13, 41ss 13,43 13, 44 13, 44ss 13, 44-46 13, 45s 13,51 14,30 15, 12-14 15,14 15,28 16, 12 16, 17 16,24 16,27 18, lss 18,3 18, 3s 18, 12-14 18, 13 18,17 18,20 18,21s 18,22 18, 23ss 19,5 19,8 19,9 19, 10 19, 12

19,18 19, 19 19,21 19,28 20, lss

180 176 176

176 176 178 176 176 41 41,42 41 66 180 185 180 178 119 180 141 66 107, 177 177 39,58 182 182 58 182 175, 180 103, 181 80, 182 52, 177 122 180 123, 181 120 65, 119, 120 107 74, 181 181 66 35,40

20, 20ss 21,5 21, 12 21, 14 21,28ss

21,31 21, 31d 21,43 22,7 22, l l ss 22, 11-14 22, 14 22,38 22,39 22,40

23,3 23, 3s

23, 5s 23, 8s 23,23

23,23s 23,24 23,25 23, 25ss 23,34 23,38 23,52 24,2 24, 12 24, 13 24,20 24, 37ss 24,42 24, 45ss 24,48 25, lss 25, 14ss 25, 14ss

par 25, 16 25,21

177 175 142 183 60 35, 130 60 176, 184 176 180 178 182 109, 182

180 178

179 143

180

182

75, 94, 105, 183 94, 105 178, 87 178 179 184 176 184 181, 176 183 150 175 176 176 150, 176

52 176 176

183

406

176

25, 31ss

25,31-46 25,31 25,31a 25,31b 25, 32a 25,34 25,40 25,41 26,2 26,20 26, 42s 26,52

26, 52b 27, 24s 27,51 27,57 28, 18 28, 19 28,20

Marcos

1, 1 1,14 1, 14s 1,15 1, 16ss

1,17 1,21 1,23 1,27 1,29 1, 30 par 1,31 1, 38s 1,41 2, 10

9, 39, 60, 102, 105, 177 106 107, 149 107 107 107 107 136 107 175 176 180

141, 180, 415 141 184 184 176 175 176s 175, 180

167 32, 168 168s 40 65, 66, 134 69, 169 169 169 169 135 120 168 169 71,87 149

2, 13ss

2, 14 2, 14ss

2, 17 2, 18 par 2, 18s 2, 19s

2 ,20 2, 21s 2, 21s par 2, 23ss 2, 25-26

2,27

3, lss par 3 ,4 3,5 3,6 3,14b 3, 14c-15 3, 18 par 3,20s 3,21 3,21ss 3,22 3,27 3, 3lss 3, 35 par 4, lss

4,11 4, 13ss 4, 19 4,21 4, 2 lss 4, 26ss 4,28 4,29 4, 30-32 5, 18-20 5, 25ss 6, 6ss

114,130, 169 66 65, 135 35 65 34,42 153, 167, 187 168 49,70 111 77 77

45,71, 77,81 73 93 168 144 169 169 141 121 65 83 168 33 121, 172 60 153 168 153 136 153 49 32 32 32 30 67 71 169

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424 índice de citas bíblicas índice de citas bíblicas 425

6,6 6,7 6, 8s 6, 12 6, 13 6,30 6,34 6,52 7, 1-8 7,6 7,6-8 7,7 7,8 7,9 7, 9ss 7,9-13 7, 11 7, 13 7, 15

8,2 8, 15 8,17 8, 17s 8 ,27-10,52 8,31 8,34 8, 34 par 8, 34ss 8,38 8, 38 par 9,1 9,35

9,36 9,37 9,41 9, 41 par 9, 43ss 9,50 10

168 169 135 169 169 169 377 168, 180 75s 61 75 75 75, 174 76, 174 93, 136 76 76 76, 174 59, 86, 93s, 111, 258 377 146 180 168

168 168 170 68 170 168 107 168 143, 170,

10, 1-31 10,2-9

10, 10,

10, 7s par 10,8 10,9

10, lOs 10, 11 10, l i s 10, 12 10, 14 10,15

10, 15 par 10, 17s 10, 17ss

10, 17-22

10, 19

10, 19s 10,21

10,23 10, 23a 10, 23b 10, 23-27 10, 24b 10,25

171 121, 123, 172 81s 45, 82, 121 121 122 83, 122, 172 123s 123s, 125 172 154, 257 172 56, 58, 168, 172 34,39 169 68, 74, 172 132, 133, 172 74, 134, 174, 349 65,88 65, 133, 135s, 196 132 173 173 172 173 39, 132, 173

172 172 171s 155, 169 39 49 153 253

10,27 10,28 10, 28ss 10, 28-30 10,29 10, 29-30 10, 35ss 10,37

173 134s, 196 108 173 187 173 171 170

10,38 10, 38b-

39 10,39 10,40 10, 41ss 10,42 10, 42-45 10,43 10, 45a 10, 45b 10, 46ss 10,52 11, 9s 11,15-17 l l , 21 s 11,25 12, 13-17 12, 14 12, 15 12, 17

12, 17ss 12, 18-31 12,25 12, 25 par 12, 28 par 12, 28ss 12,29 12,30 12,31

12,33 12,40 12, 41ss 13, lss 13, 10 13, 11 13,29 13, 33ss 14, 3s 14,5 14,7

169

145,

171

171 171 171 143 146 171 170 171 171 169 168 168 142 56 94,99 143 144s 61 143 293 140 349 195 119 89 89, 174 92 157 92, 102, 182, 258 89,93 39 60, 137 56 168 151 404 407 94 95 19

14,50 15,7 15,27

Lucas

1, 1-4 1,72 1,74 1, 51s l ,52s 1,53 2, 36-38

3 ,3 3,7 3, 7ss par 3 ,8

3,9 3,10 3, lOss 3, 10-12 3, 10-14 3,13 3, 14 3, 16s 3,19

4, lss 4 ,5 4,18 4,21 4,43 5, 11 5,28 5,28s 5,32 6,15 6,17 6,20

196 140 140

187 188 188 191 129 133 324 190 56 34 58, 187, 190, 19? 190 191 190 58 187, 130 192 152 114, 193 188 192 195, 188 187 196 196 195 187 141 187

192

146,

197

34, 129, 187, 195

6,20s 6, 20b-26 6,21 6,24 6,27

6,27s 6, 27ss 6,28

6,29 6,31 6,33 6, 34s 6, 34ss 6,35 6,36

6,37 6,43 6,46 6, 47-49 7,18 7, 36ss 7,37 7,39 7, 41-43 7,47

7,47a 7,47b 8 ,1 8,1-3 8,3 8, 15 8,16 9,2 9, 7ss 9, 11 9,23 9, 25 par 9, 5 lss 9,57 9, 57ss

32 187 114, 129 195 117, 187, 197 99, 100 187 258

117 102 102 136 60 99, 197 54, 110, 181, 188 189 190 149 39 65 87, 126 190 190 54 54, 89, 190 188 54 187 119 135, 196 189 153 187 192 187 191 132 100 64 69, 81, 152

9,58 9, 59s par 9, 59ss 9,60 9,60b 9,62 10, lss 10, 2ss 10,5 10,9 10, lOss 10, 13 10, 16

10, 18 10,23s 10,25 10,25ss

10,29 10, 29ss 10, 30-37

10,34 10,35 10, 36s 10,37 10,38 10, 38ss

10, 38-42 11,20 l l ,27s 11. 31s 11,32 11,33 11,39 11, 39ss 11,41 11,42 11,49 12 12,11 12, 13s

121, 149 65, 121 80 187 69 33, 68 70 149,152 70, 143 188 39 56 143, 152, 188 33 34 191 55, 104, 197 95,96 191 95

97 104 97 60, 104 135 61, 194,

196 108 33 194 39 56 153 61 87 59, 196 76, 109 150 187 193 114

Page 213: Schrage, Wolgang - Etica Del Nuevo Testamento

426 índice de citas bíblicas índice de citas bíblicas 427

12,15

12, 15ss 12, 16ss

12, 16-21 12, 18

12,21 12,31 12,32 12,33 12,35 12, 35ss 12,36 12, 39s 12, 42ss 12, 48b 12,51 12, 57ss 12, 58s 13,3 13,5 13, 6ss 13, 15s 13,18-19 13, 24 par 13,27 13,32 13, 32s 14, 12s 14, 12ss 14, 13 14, 14 14,20 14,21 14, 22ss 14,26

14, 26s

14,33 14,34 15, 3ss

131 115 34, 47, 51, 191

131 131 196 49

33, 196 196 189 189 404 153, 159 153, 159 53 121 42

38, 153 56,62 56,62 38 61 30 62 190 146 193 136 197 191 189 194 191 153 83, 102,

120, 191,

194 196 196 153 42

15,7

15,10 15, l l ss 15, 18 15,21 16, lss 16,3 16, 8s 16,9 16, 13 16, 16

16, 16a 16, 17 16,18

16, 18b 16, 19ss 16, 19-26 16, 19-31 16,27-31 16,30 17,7-10 17,20 17, 20s 17,21 17, 24ss 17, 26ss

17,33 18,8 18, 9 18, 9ss 18, lOss 18, 18 18, 19ss 18,22 18,24 18,28 18,29 19, 7s 19,8 19,9

58, 62, 187 56,58 56,58 190 190 34,38 191 190 136, 196 195 70, 187, 190 178 155, 190 81, 123s, 125 125 191 132s 132s 132 56 40 29 31, 189 31s 189 150

191 149, 190 190 58, 191 56 191 191 196 195 195s 187, 194 190 188, 196 188 |

19, 11 19, l lss 19, l lss

par 19, 12 19, 12ss 20,20 20, 34-36 21,18 21,36 22,24 22, 24ss 22,25 22,27 22, 36-38 22,49-51 23,2 23,4 23,5 23,14 23,22 23,48 24,44 24,47 24,49

Juan

1,3 1,9

1, 11 1,14 1, 14a 1, 14b 1, 17 1, 18

1,29 1,45 1,46 1,51 2 ,3 2 ,11

188s 52

44 189 39 192 194 189 149, 189 97 171, 191 146 188 141 141 193 193 193 193 193 192 189 187 189

373 374 373 373 361 361 368, 369 362 383 362, 368 368 362 362 377

2, 14ss 3, ls 3 ,5 3,6 3 ,8 3, 16

3, 17 3,19 3,20s 3,27 3,34 3,35 3,36 4 4,27 4, 3 lss 4,38 4,42 5,9.16-18 5, lOs 5, 14 5,16 5, 19 5,20 5,23 5,24 5,28s 5,39 5,45 5,46 6, lss 6, 11 6, 15 6,27 6,32 6,33 6,44 6,45 6,47 6,63 6,64 6,65

142 384 365 365 366 361,373, 382, 385 383 385 373 364 364 361 366 376 118 377 374 383 369 369 378 369 370 361 361 366 366 368 369 369 377 364 140,375 365 368 383 364s 364 366 366, 377 366 364

6,68 7, 10 7,17 7, 19 7, 19ss 7,22s 7,23 8, 12 8, 17 8,20 8,23 8,24 8,28 8,34 8,36 8,51 9, 14-16 9, 15.18.

34 9, 15.30ss 9,16

9,22 9,28 9,39 10,4 10,9 10, 18 10, 26s 10,30 l l , 25 s l l , 5 0 s 12,6 12,24 12,25s 12,26 12,27s 12,31 12,32 12,36 12, 37 12,42 12,43 12, 44s

367 362 365 369 369 369 369 374 369 376 374 378 361, 370 378 377 366 369

369 369 369

384 368 374 367 361 361, 364 367 361 366 376 95 371 371 367 361 374 366 375 374 384 385 361

12,47 12, 49s

13 13,1 13, Ib 13, 1-17 13,3

14,31 13,4-11 13,6-11 13, 12-20 13, 15 13,16 13,34 13, 34s 13,35 13,36 14,2 14,6 14, 10 14,12 14, 15.21 14, 16s.26 14, 18 14,23 14,26 15, lss 15,2

15,3 15,4 15, 4s 15,5 15,6

15,7 15,9 15, 10

15, 12

15, 13 15,16 15, 18

374,383 380 371 364 371 364

371 371 371 371 371,381

370 372, 380 381 382, 385 367 366 361 370 374 380, 381 366 366 366 366 362 363

362,378 362 363 370 363

362 370, 383 380,381,

383 364, 372, 380s, 383 364, 386

363 373

Page 214: Schrage, Wolgang - Etica Del Nuevo Testamento

428 índice de citas bíblicas índice de citas bíblicas 429

15, 19

16,2 16,8 16,9 16, 11 16,33 17,9 17, 11 17, l i s 17, 14.16 17, 18

17,23 17,24 17,26 18, 11 18,36 18,37

18, 38s 19, 11 19,28 19,30 19,38 20,21 20,28 20, 30s 21

373, 374, 385 384 374 378 374 362 374 371 385 373 370, 373, 374 370 366 385 376 374, 375 375 376 376 377 362 384 370, 374 361 359 371

Hechos

1,7 1,13 1, 18 2,4 2, l lss 2,17 2,18 2,23 2,33 2,37 2,38

de los apóstoles

189 141 190 151 151 194 189 189 189 191 187

2, 44s 2, 44ss 3,19 3,26 4, 19 4,28 4,32 4, 32ss 5, lss 5,3 5,4 5,29 6, lss 8, 1 8,12 8,29 8,39 9,13 9,16 10,2 10,19 10, 19.44 10,35 10, 38.46 11, 12 11,18 11,26 11,28

l l , 29 s 12,12 12,20 13, 1 13,2 13,2.4 14,22 15 15, 10 15,20 15,26 15, 28s 16,6 16, 6s

157, 197 157 187 188 194 189 195, 197 157 150, 157 189 157 194 155 156 187 151, 188 188 150 190, 196 196 188, 189 151 190 151 188, 189 187 196 19, 151, 188, 196 197 157 19 158 189 151 191 187 190 156, 190 191 156 189 151

16, 16ss 16, 19ss 16, 22s 16,30 16, 37ss 16,39 17,7 17,30 18, 2s.26 18,3

18, 12ss 18,26 19,8 19, 23ss 20, 7.9.31 20,25 20,35

21,4 21,9 21, 11 21, 24s 21,38 22, 23ss 22, 25ss 23,10 23,27 23,29 24,5 24,12 24,14 24, 15s 24,22 24,23 24,25 25 ,8 25, 18ss 25, 19 25,24 25,25 26,10 26,20 26,31

356 293 292 191 193 193 193 187 334 283 193 194 187 356 273 187 196, 197, 353 189 194 151 190 141 193 193 193 193 193 193 193 193 189 193 193 189 193 192 193 193 193 150 187, 190 193

28,23 28,31

Romanos

1-11 1

1, 11 1,20 1,26 1,28 1,29 1,29.31

2 2, 14 2,15 3 3,5 3,20 3,21ss

3,27 4, 17 5,9 5, 12 5,20 5,21 6 6,2 6,4 6,5-7 6 ,6 6, 8-10 6,11 6,12 6, 12-13 6, 12ss

6, 17 6, 18 6,19 6,22

187 187, 192

206, 244, 217 244, 249 241 284 160

244, 245 238, 211 403 82 207

254 247 225 321 211 207 211 201

211, 210 269 210 227 201 268 205, 213, 240 212 213

188,

210 245

248

245

239

215

207, 256

216,228

7,2 7, 14ss 8 8, lss 8,2 8,4 8, 4s 8,9 8, 9s 8, 10 8,12 8, 14 8, 14ss 8, 17 8, 18

8,23 8,28 8, 28ss 8,32 8, 35ss 9, 1

9 ,3 9, 19ss 12 12-13

12, 1

12, ls 12, lss 12, 1-2 12,2

12,3 12,6 12, 6ss 12,7 12,9 12,9-21 12,10 12, lOss 12, 12ss

281 227 215 233 254 233, 215 214 208 205, 216 216 241 270 220,

271 269 227 225 227 270 238

260 247 218, 206, 232

253

256

270,

221 222,

206,214. 227, 290 206 210, 227, 244 217, 218 217 261 262 262 261, 164 164

269

290 241,

273

293

12,13 12, 14 12, 14ss 12, 16 12, 16.17.

19.20 12, 17 12, 17.21 12, 17ss 12, 18 12, 19 12,20 12,21

13

13, 1 13, lss

13, 1.2.5 13, 1-7

13, lb-2 13,2

13,3 13, 3s 13,4 13,4b 13,4.6 13,5

13,6 13,7 13,7b 13,8

13, 8ss

13,8-10

217,284 258 264s 247

252 258 235 261,265 143,251 252,253 99 261,264, 290 221,223, 250,261, 289, 290, 292s, 294 302,338 240, 291 161

291 221,223,

264, 289s 338 291

291s 293,338 292 292 291 239, 240,

293 289, 293 293 293 252, 279, 293 216,258, 264 254,262, 290

Page 215: Schrage, Wolgang - Etica Del Nuevo Testamento

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índice de citas bíblicas índice de citas bíblicas 4)3

4,6 4, 8ss 4, 10 4, lOs 4, 14 4,17 4, 17-18 5, lss 5,6-8 5 ,9 5,9-10 5, 10 5, 14 5,21 6, 4ss 6,5 6,9 7,2 7,5 7, 15 8-9 8,5 8,7 8, 7s 8, 8.24 8,9

8, lOs 8,13s 8, 15 9,6 9,7 9,9 9, 11 10,1 10, 5ss 11,7 l l ,23ss 11,25 11,27 l l , 32 s 12,9 12,14

247 270 271 207 148 270 224 224 224 224 223 224,225 207, 259 207 270 273, 292 271 283 270 234 261 229 229 235 260 209, 255, 284 227 284 252, 284 221 240 252 227 209 229 247 270, 292 289 273 292 271 283

12, 14-1 13,3

Gálatas

1,8 1, 14 2, 10 2,20

3, 10.13 3,27 3,27.29 3,28

4 ,6 5

5-6 5, 1 5,3-15

5,6 5, 14 5, 16ss 5,17 5, 18 5, 19 5, 19ss 5,21

5,22

5,22s 5,25 6,1 6,2

6,4 6,6 6, 9s

6, 10

8 283 234

240 72 284 207, 256, 259 251 201 210 274, 275, 276 241 215,218, 228s 232 206,251 383 9 254 164 216 216 228 228 150, 159, 165 216,228, 261,272 217 202 230, 261 253, 254, 261 227 284 221,222, 226 221,261

Efesios

l,20ss 1,21-25 2 ,6 2,8-10 2, 10 2, 14ss 3,17 4

4 ,1 4, ls 4, lss 4,2 4 ,7 4, 7ss 4, 10 4, 12 4, 13ss 4, 14 4, 15s 4, 15s.25 4,22s 4, 22ss 4,23 4,24 4,25s 4,28 4,32

5, 1 5,2 5,3ss 5,6 5,8 5, 8s 5, 8b. 14a 5 ,9

5, 10 5,11 5,13 5,13b.l4.b

303 297 298 305 298 304 297, 303 304 296 303 298 297 217, 298 304 304 304 304 299 303 308 301 298 299 297 300

.283 297 311 297, 303 299 297 298 296 296 297, 298, 299 299 299 299 296

5, 14 5, 14.26 5,17 5,21 5,22 5,22ss 5,23 5, 23ss 5,24 5,25 5,31 5,31s 5,33 6, 1 6, 1.14 6,2s 6,4 6 ,5 6,7 6, 8s.l3 6,12 6, 14ss

Filipenses

1,6 1,9

1,10

1,11 l,21ss

2 ,3 2 ,4 2,5ss 2 ,8 2,12 2, 12s 2, 13s 2, 15 2, 16 3,12

3, 14

297 298 299 307 306 162, 304 308 305 307 297, 307s 302 300, 302 302 306 297 300 309 306 306 297 298 300

226, 227 229, 241, 242 242 205, 228 224 209, 247 259 209,255 247 234 203 20 23, 244 222 222 222,226

3, 17 3,20 3,21 4 ,3 4,4 4,4-6 4,5 4,7 4 ,8

4 ,9 4, l lss 4, 14s 4, 17

Colosenses

1,6 1, 9s 1, 10 1, 12-14 1, 15 1, 15ss 1,18 1,20 1, 21ss 2 2 ,2 2 ,6 2 ,7

. 2 , 8 2,9-10.15 2, l i s

2, 12 2, 15ss 2, 16ss 2,19 2 ,21

3, 1

3,1b 3, le

234 290 269 275 208 226 221,246 246 246, 253 268, 294 234,241 272,284 261, 284 228

298 299 302, 306 297 301 301 297, 303 297 297 295 303 296 296 299 303 297 298 301 297 304 301 296, 297, 298, 299 296 297

3, ls 3,3 3,5 3, 6.24s 3,9 3, 9s 3, 10 3, 11 3, 12-14 3, 12 3, 13.15s 3,14 3, 16ss

3, 17 3, 17ss 3, 18.20 3, 18ss 3,19 3,21 3,23 3,24 3,25

4, 1 4,12

297 296 296 297 298 298 296, 301 274, 303 308 302, 304 304 302,311 161, 162s 306 298 306 305 307, 309 307, 309 301, 306s 301 306 297 299

1 Tesalonicenses

1,3 1,6 1, 10 2 ,5 2 ,9 2, 12 2, 19 3, 12 4

4 ,1 4, 1.10 4, ls 4, lss 4 ,2 4,2s

260 255 226 283 273, 283 222 226 261, 265 232 165, 206 232 208,231 164, 229 229, 241 241

Page 217: Schrage, Wolgang - Etica Del Nuevo Testamento

434

4,3 4, 4s 4,5 4 ,6

índice de citas bíblicas

6.8 4 4 ,8 4 ,9

4, 9ss 4,11

4, 12 4, 15ss 5, lss 5,11 5, 14 5,15

5, 19s 5,21 5,22 5,23 5,23s

213 279 244 165, 229, 284 234 229 234, 261, 264 283 231,264, 283 245, 249 150 221 232 250 217,261, 265 242 246 229 253 226

2 Tesalonicenses

2,2

2, 15 3 ,6 3,6.10.12 3, 6s. l l 3, 6ss

1 Timoteo

311 165,311 165 311 250 311

1,5 1,9 l ,9s 2

315 314 319 277, 315

2, 2, 2, 2, 2, 2, 2,

l l ss 12 13 14 15

2, 15b 3, lss 3,2 3,2.12 3,4

3, 4s 3,5 3,7 3, 8ss 3,15 3,16 4, 3s 4, 7s 4 ,9 4,12 5

5,3 5,3-16 5,5 5,6 5 ,8 5,9

5, 10 5,11 5, l i s 5,14 5, 16

5, 16b 5,23 6

6, 1 6, ls 6, 3.5s 6,8 6,9 6, 10

317,324 335 277, 320 320 315 321 321, 322 321 319 318 322 319 319 319 316 318 319 316 314,321 316 314 315 323 316 322 323 s 323 323 322, 323 323 324 324 313,322 318,323 323 318 315 313, 324 324 316 317 317 318

6,11 6,17 6, 18

2 Timoteo

315 318 318

1,7 10 14 11 18

2,22 3,5 3, 10 4 ,8

Tito

Filemón

2 5

313,315 313 313 320 222 315 316 315 313

1,1 1,6 1,7 1, 15s 2 2 ,2 2,2ss 2 ,3 2, 3ss 2,5.8.10 2, 9s 2, l lss 2, 12 2, 13 3,3 3,5s 3,7 3 ,8

316

318,322 317,318s 314s 315 315 322 318 316 313 324 312 316,317 313 317 313 313 314

288 261, 288

índice de citas bíblicas 435

5.16 6 8-11 9 12.17 14 16 18s 22

1 Pedro

1,2 1,3 l ,8s 1, 10-12 1,12

1, 13 1,14 1, 15s 1, 17 1, 17-19 1,21 1,22

l ,22s 1,23 2 2 ,9 2, 11 2, 12 2,13

2, 13-17 2, 13ss 2,14 2, 16 2,17

2,17a 2, 17d 2,18 2, 18a 2, 18ss

310 241 234 240 264, 288 240 263,288 288 334

329 327, 329 327 330 329 328 328 326, 329 328 327 327 334

329 329 327 330 328, 332 332 327, 338

337 161, 162s 338 339 293, 334, 338s 293, 339 293, 339 337 338 337

2,21ss 2,22 2,23 2,24s 3 ,1 3, ls 3, lb-2 3, 1-6 3, 1-7 3,3-5 3 ,6 3,7 3,7c

3,8 3, 8s 3, 8ss 3,9 3,9-12 3, 10-12 3, 15 3, 16 3, 17s 3,18 3,21 3,22 4 ,3 4,5.17 4 ,7 4, 7ss 4 ,8 4,8b 4 ,9 4, 10-11 4,11 4, 13 4,14 4, 14s 4, 16 4, 17 5,1.4 5,5

5 ,9 5, 13

327, 331 331 327 338 332 335 335s 335 335 330, 328, 337 334 335 164 331, 328 330s 334 326, 326, 327 329 327 333 328 327 407 334 334 334s 329 329 327 329, 332 328 328 328

331

335 336

335

332 327

333

326, 330, 338 334 338

2 Pedro

1,5-11 2 2,20 2,21

1 Juan

1,5-2,2 1,7 1,8 1,8.10 2, 1 2, 3s 2 ,4 2 ,5 2 , 6 2, 7s 2 ,8 2, 15

2, 15-17 2, 28ss 2,29 3,2 3,3 3, 4ss 3,4-10 3,7 3 ,8 3,9 3,10 3, 12 3,14 3, 14ss 3, 15 3,16

3,17 3, 18 3,22-24

339 339 339 339

379 379 378 378 378s 380 372 367 372 372, 381 381 131,354, 375 374 367 365 367 372 379 379 372 372 365, 378 372 370 385 378 379, 385 371,373, 381, 386 375, 386 386 380

Page 218: Schrage, Wolgang - Etica Del Nuevo Testamento

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Page 219: Schrage, Wolgang - Etica Del Nuevo Testamento

438 índice de citas bíblicas

1, 14

1, 14s 1, 16 1, 17s 1, 17ss 2-3 2, 1 2, 1.7 2 ,2

2,2.6 2,2.3.19

2, 3 2 ,4 2 ,5

2,5.16.21

2, 7 2, 8 2,8.11

2, 10 2,10a

2, 11 2, 12 2, 12.17 2, 13 2, 14 2, 14s 2,15 2, 16 2 ,18 2, 19 2,21 2, 21s 2,23 2,24 2,25 2,26

3, 1 3,2

3, 3 3,3.19 3 ,5

3, 7

402

404 402, 403 403 399 409, 410

403 397

407 405 407

408 405 402, 404,

405 i 404

403 403,413 397

415,416 416

403 403 397 410, 412 406 406 406 402, 406 402, 403 405 406 405 402 404, 406 401 405

403, 407 406, 407 397, 401 404 403, 416

404

3,8 3, 10 3,14 3, 15s 3,17 3, 17s 3, 18 3, 19 3,20 3,21 4

4,11 5 5, lss 5 ,5 5,6.12 5,8 5,9 5, 10 6 6,6 6,9-11 6,9b 6, 11 6,17 7 8,13 9,20s 11,15 11,16 11, 18 12,3 12,6 12,9 12, 10-11 12,11

12, 12 12,14 12, 17 12, 18 13 13,2

405, 408 407, 410 404 407 402, 406 407 402 404 404 403, 412 399 397, 399 399 398 403 413 399 398 398 399 408 410 410 410 400 399 399 402, 405 399 399 402 412 415 412 399 403, 408, 410 399 415 405, 408 412 411

412 1

13,3 13,4 13,5 13,7

13,8

13,10

13, 11 13,12 13, 12ss 13, 13 13, 14 13,15 13, 16s 13, 17 13, 18 14,4

14,7 14,12 14,13 15,3 16,6 16,9 16,11 16, 13s 17

17-18 17, lss 17,3 17,3.6 17,5 17,6 17,14

18 18,2 18,3 18, 4s 18, 9ss

412s 412s 415 403, 413 415' 411,413

416 407, 414 415 413 413 410 413 413 414 414 414 414 403, 414, 416 402 405, 407 405, 416 399 410 402 402, 405 413 400, 408, 409 416 408 411 408 408 410 398, 399, 401, 414 400, 408 409 408 402, 409 409

índice de citas bíblicas 4)9

18, 11 18,24 19 19,1 19,2 19, 6s 19,8

409 410 405 399 410 400 405

19, 12 19, 15.21 19, 16 19,20 20 20,4 20, 10

402, 415 399 413 400 410, 413

412

413

20, 12 21,4 21,8 22, 12 22, 13 22, 17.20s 22,20

402 416 408 402 398 399 397

Page 220: Schrage, Wolgang - Etica Del Nuevo Testamento

ÍNDICE GENERAL

Introducción 9

1. La ética escatológica de Jesús 27

I. Escatología y ética 28 1. El reino de Dios como fundamento y horizonte de la ética

de Jesús 28 2. La relación entre escatología y ética 36 3. La ética escatológica como diferente de una ética apocalíp­

tica provisional y de una ética sapiencial de la creación 42 4. La ética escatológica como respuesta congruente a la salva­

ción que viene de Dios 51

II. La voluntad de Dios y la ley 55

1. Conversión y obediencia absoluta 56 2. El seguimiento y la cohdición de discípulo 63 3. La postura del judaismo con respecto a la ley y la postura

de Jesús 70 4. Recepción, interpretación y superación de la ley 73 5. La libertad y la crítica de Jesús a la ley 81

III. El doble mandamiento del amor 88

1. La tradición del doble mandamiento en Me 12, 28-34 par ... 89 2. La prelación y la supremacía del mandamiento del amor

como «primero» y «más grande» de todos los manda­mientos 92

3. El amor al prójimo y el amor al enemigo 95 4. La interpretación del mandamiento del amor desde el pun­

to de vista de la ética formal y de la ética de situación 102 5. El amor al prójimo y el amor a Dios 105

Excurso: ¿Existe alguna peculiaridad en los postulados éticos de Jesús? .. 109

IV. Instrucciones concretas 113 1. Principios fundamentales 113 2. Marido y mujer • matrimonio y divorcio 118 3. Los bienes materiales. La pobreza y la riqueza 127 4. El Estado y el poder 137

Page 221: Schrage, Wolgang - Etica Del Nuevo Testamento

A 42 índice general

2. Puntos de referencia éticos de las comunidades primitivas 147

I Presupuestos y fuerza motriz 148 II. Las palabras de Jesús y la ley J5I

III La comunión de bienes •••••• -. ••••••• 15° IV.' La recepción crítica de las formas y de la temática de la an­

tigüedad 1 ? "

3. Principales acentos éticos en los sinópticos 167

I. El seguimiento y la condición de discípulo en Marcos 167 II. El camino de la «justicia mejor» en Mateo 174

III. La vida cristiana según Lucas 186

4. La ética crístológica de Pablo 199

I. Principios de la ética paulina 200

1. «Indicativo e imperativo» 200 2. La fundamentación cristológica 207 3. La fundamentación sacramental 210 4. La fundamentación carismático-pneumatológica 214 5. La fundamentación escatológíca 219

II. El estilo y la estructura de la nueva vida 226 1. El carácter absoluto, unitario y concreto de la conducta

cristiana 226 2. La referencia a la situación y la pluralidad ética del mandato

apostólico 232 3. La obediencia de acuerdo con la conciencia y, al mismo

tiempo, libre y razonable 238

III. Criterios materiales de la ética paulina 243

1. La relación con las pautas de comportamiento no cristianas 243 2. La importancia de la fe en la creación y de los mandamien­

tos veterotestamentarios 247 3. La conformidad con Jesucristo y con su palabra 255 4. El amor como mandamiento supremo 259

IV. Etica concreta , 267

1. La realidad ética individual 267 2. Marido y mujer - matrimonio y divorcio 274 3. El trabajo, la propiedad y la esclavitud 282 4. Las relaciones con el Estado 289

5. La ética de la responsabilidad con el mundo en las cartas deutero-paulinas 295

I. La vida'nueva según las Cartas a los colosenses y a los efesios ... 295 II. Las instrucciones apostólicas en las Cartas pastorales 311

III. El estilo de vida cristiano según la primera Carta de Pedro ....." 325

>. La parénesis de la Carta de Santiago 341

I. Las obras en relación con la fe, con la escucha de la palabra y con la esperanza 341

índice general 443

II. «La ley de la libertad» 348 III. Las principales coordenadas temáticas - 353

7. El mandamiento del amor fraterno en los escritos juánicos 359

I. El principio y fundamento cristológico 360 II. El imperativo cristológico 367

III. La distancia con respecto al mundo y la liberación del pecado ... 373 IV. El mandamiento del amor fraterno 380

8. Exhortaciones de la Carta a los hebreos al pueblo de Dios peregrino .. 387

9. Exhortación escatológica en el Apocalipsis de Juan 395

I. El panorama escatológico 395 II. Las misivas a las iglesias 401

III. El conflicto con elEstado 409

Bibliografía 417 Índice de citas bíblicas 421