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Nenikékamen! Rafael Sánchez Ferlosio RAFAEL SÁNCHEZ FERLOSIO El PAIS 23/02/2007 Según EL PAÍS del 13-IX-06, Dan Bartlett, asesor de la Casa Blanca, acababa de decir: "Todo se debe encaminar a un solo objetivo: la victoria en Irak". Se podría demostrar hasta qué punto es falso que el ejército sea un instrumento; no lo ha sido nunca, y uno de los argumentos está en el hecho de que la victoria sea primordialmente, y con gran diferencia, un fin para el ejército mismo; cualesquiera otros fines alegados, aun de buena fe, para la guerra, se dejarán de lado con tal de que el ejército consiga el suyo: la victoria. Que el presidente haya lanzado ahora el eslogan de "una estrategia de victoria" debe de ser porque sabe que para recobrar el favor de los americanos hay que remontar el que a ese pueblo de "winners" el número de muertos estuviese empezando a olerle ya a derrota. Pero el presidente arriesga mucho en esta última jugada, si tenemos en cuenta que la índole esencial de la victoria connota un componente simbólico imposible de eludir; certeramente lo decía mi malogrado amigo don Jacinto Batalla y Valbellido: "Lo que hace victoria a una victoria no es el hecho, sino la noticia".

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Nenikékamen! Rafael Sánchez Ferlosio

 

RAFAEL SÁNCHEZ FERLOSIO El PAIS 23/02/2007

Según EL PAÍS del 13-IX-06, Dan Bartlett, asesor de la Casa Blanca, acababa de decir: "Todo se debe encaminar a un solo objetivo: la victoria en Irak". Se podría demostrar hasta qué punto es falso que el ejército sea un instrumento; no lo ha sido nunca, y uno de los argumentos está en el hecho de que la victoria sea primordialmente, y con gran diferencia, un fin para el ejército mismo; cualesquiera otros fines alegados, aun de buena fe, para la guerra, se dejarán de lado con tal de que el ejército consiga el suyo: la victoria. Que el presidente haya lanzado ahora el eslogan de "una estrategia de victoria" debe de ser porque sabe que para recobrar el favor de los americanos hay que remontar el que a ese pueblo de "winners" el número de muertos estuviese empezando a olerle ya a derrota. Pero el presidente arriesga mucho en esta última jugada, si tenemos en cuenta que la índole esencial de la victoria connota un componente simbólico imposible de eludir; certeramente lo decía mi malogrado amigo don Jacinto Batalla y Valbellido: "Lo que hace victoria a una victoria no es el hecho, sino la noticia".

Un proceso de paulatina reducción de los entrecruzados conflictos iraquíes, aun en el improbable supuesto de que se lograra, carecería del carácter de notificabilidad capaz de euforizar y embanderar esa mala pasión de borrachos de aguardiente de alcohol de quemar que es el patriotismo, con su "lujuria por los bombardeos en masa", que decía Susan Sontag. El paradigma de la victoria sigue siendo el de la clásica batalla campal, que coronaba de sangre y de gloria un día singular -"jornada" la llamaban los cronistas castellanos- y dejaba clavada "en la historia" una fecha

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memorable. Si el ejército lograse en Irak algo al menos análogo a esto, algo que acabase cuajando en un momento preciso en que se pudiese decir "¡Hemos ganado!" ("Nenikékamen!", en la lengua del corredor de Maratón), sin necesidad de que marcase el fin de la guerra, pero con las dimensiones requeridas, que no son otras que las de las letras de tamaño mayor de los titulares de primera plana y a seis columnas de los grandes rotativos, ya veríamos la actual impopularidad del presidente espectacularmente invertida de un día para otro en un clamoroso "landslide", saludado por una delirante explosión de orgullo americano. Que algo espectacular quiere intentarse, tras el envío de los 21.500 hombres de refuerzo, lo hacen sospechar ciertas noticias, como la de EL PAÍS del 5-II-07: "... el coronel Doug Heckman señaló que EE UU pondrá en marcha 'pronto' una campaña para estabilizar Bagdad y la ofensiva contra los militantes será de una escala jamás vista en estos cuatro años de ocupación. 'Será una operación nunca vista en la ciudad', subrayó el coronel".

A esto se sacrificarían probablemente otros supuestos fines, entre ellos, el tantas veces repetido de que las fuerzas iraquíes puedan llegar a valerse por sí mismas; respecto de lo cual el presidente no se ha recatado en la desvergüenza de amonestar a Nuri al Maliki, diciéndole que "la paciencia de los Estados Unidos es limitada" (Abc, 26-X-06), como recriminándole de que no se emplee a fondo con las fuerzas armadas que tiene a su disposición. Pero todos sabemos cómo todo encuentro más o menos intenso entre cualesquiera facciones iraquíes se ha resuelto al final con bombardeos, de helicóptero o de avión, o cañoneo de tanques, todo ello armamento americano, del que no están dotadas las fuerzas iraquíes. Últimamente ha habido incluso quejas por parte del gobierno de Al Maliki, apelando precisamente al hecho de que mientras, por una parte, se le exige más empeño y más esfuerzo en valerse por sí mismo, por la otra, se retrasa cada vez la provisión de armamento y otros medios de guerra hace ya tiempo prometidos. Se dice que los americanos no acaban de fiarse de los iraquíes para dotarlos de un instrumental de muerte que podría acabar en manos que lo volviesen contra los propios proveedores, lo cual, a juzgar por las cosas que se dicen, no parece infundado.

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Por su parte, el Partido Demócrata, hoy ya mayoritario en las dos Cámaras, tampoco parece que tenga nada que hacer, si tenemos en cuenta hasta qué punto la sacrosanta y conminatoria religión nacional del patriotismo ejerce permanentemente su extorsión desde la propia base electoral. Y, por si no bastara, el presidente mismo se ha cuidado de atizar esa extorsión, potenciándola con la que he dado en llamar la "doctrina Jeremy Moore" (este general británico, vencedor de la Guerra de las Malvinas, dijo: "Ahora las Falkland son nuestras porque las hemos pagado [cursiva mía] con vidas de jóvenes británicos; todo intento de cuestionar este derecho es, sin más, una ofensa a los muertos"), consistente, como se ve, en el principio de capitalización moral y hasta jurídica de los muertos. El presidente Bush, al esgrimirla contra cualquier opción de retirarse de Irak antes de "haber cumplido la misión" (EL PAÍS, 22-X-06), ha sido aun más explícito: "... irnos deshonraría a los hombres y mujeres que han dado sus vidas allí, significaría que su sacrificio ha sido en vano". El populismo de esgrimir en sus alocuciones dirigidas al pueblo americano el honor de los muertos le permite, así pues, al presidente hacer rentables las vidas de los combatientes como instrumento de extorsión indirecta ("indirecta", puesto que se tramita a través del electorado) de los senadores o los representantes, que, por temor a la reprobación de sus propios electores, no le pondrán muchas trabas para seguir su guerra.

La patria, nacida en el antagonismo y la victoria ("la violencia creadora de derecho" de Walter Benjamin), se perpetúa bajo un signo de amenaza; los sucesivos hijos de la patria, engendrados en el seno del acatamiento de aquel derecho originario, tienen congénita la condición de vencedores y se reputan por legitimados para conminar a los que desacatan: "Vae uictis!". Así se forma la tacha de "antipatriotismo" como un estigma socialmente execrable, que los trances de guerra, al remedar su origen, exasperan y agigantan. Cualquier palabra mínimamente atenuante sobre el enemigo provoca la clásica, amenazadora, pregunta: "Oye, ¿tú de qué lado estás?". No digo ya el pacifismo, sino cualquier tendencia hacia lo que hoy se designa como "apaciguamiento" es una ofensa a los muertos, porque intercepta el odio al enemigo. He dado a

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este fenómeno el nombre de "escatologización de los antagonismos". "Escatologizar" significa llevar hasta el fin, hasta ellímite (y "más allá del límite", si nos atenemos a la certera observación de Hegel: "pensar el límite es traspasarlo"); la resonancia teológica no es inoportuna, ni tan siquiera metafórica, dado el halo religioso que envuelve las reuniones de la Casa Blanca, y aun la propia guerra de agresión a Afganistán y a Irak; "Faith-Based War" la llama el comentarista Garry Wills; y el propio presidente Bush consagró sus hazañas con estas palabras: "Ha llegado el Juicio Final para los terroristas".

Una carta recuadrada del Abc del 15 de enero, titulada "¡No queremos paz, sino victoria!", se lamenta del triste destino de la palabra "paz" -"tan hermosa", "tan profundamente cristiana"-, por haberse visto "manipulada, manoseada", casi "prostituida" por la "hipocresía" de los colectivos pacifistas a raíz del "desplome del Muro de Berlín". "Con un lenguaje más subliminal pero igualmente falso", la misma palabra "paz" habría sido de algún modo cómplice en que "la actitud mezquina y cobarde" de cierto sector de la opinión pública occidental, especialmente europea, con el terrorismo islamista esté permitiendo "una especie de 'síndrome de Estocolmo' en nuestra sociedad hasta límites que resultan nauseabundos". Un tal proceso de envilecimiento y degeneración de la palabra "paz" viene a hacer, finalmente, rechazable cualquier posible actitud que de algún modo, tan siquiera indirecto o meramente sospechoso, pueda arrimarse a la noción de paz en relación con la ETA. Y a esto venía la exclamación del título, con la oposición entre la paz y la victoria y la enfática opción por la victoria, que ahora el texto explicita y corrobora: "Queremos la victoria del bien sobre el mal, del orden sobre el desorden, de la democracia sobre la dictadura separatista, de España sobre el terrorismo de cualquier signo". Y, más abajo: "Esa es la paz que queremos. La paz que es consecuencia de la lucha. La verdadera paz que resulta de la legítima victoria".

No digo que haya sido necesario que viniese de América, con su reciente serie de conflictos, este aumento generalizado del rechazo y la exasperación contra todo lo que de lejos pueda sonar a lo que hoy se designa como

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"apaciguamiento", pero sí que me parece que la absolutización escatológica de la polaridad maniquea entre el Bien y el Mal, elevada de facto a la categoría de "universal real", puede muy bien ser reflejo de las febriles reuniones religioso-patrióticas de las salas capitulares de la Casa Blanca. Una tan tenebrosa imagen del abismo entre los destinados a la bienaventuranza y los destinados a la condenación como la que está detrás de esta especie de neomaniqueísmo americano es mucho más propia de las representaciones de ciertas sectas o iglesias reformadas que de las representaciones de la iglesia Romana. A pesar de lo cual -con una gran parte de la jerarquía eclesiástica aparentemente hundida en un preocupante síndrome de afasia- no faltan indicios, al menos en un sector de los católicos españoles -autoridades incluidas-, de que ya no ofrecen resistencia alguna al neooscurantismo religioso de Ultramar.

En La Razón del 18 de mayo del 2006, bajo un titular que dice: "Blázquez indigna a las víctimas al pedirles que perdonen a sus verdugos", se cuenta cómo monseñor Blázquez, obispo de Bilbao, con una prudencia o hasta una timidez rayana en la disculpa, avanzó unas palabras que aspiraban a ser conciliatorias y que terminaban expresando el deseo de "que se pida perdón, que se ofrezca y se reciba, para que se pueda llegar a una reconciliación". A estas palabras podría ciertamente reprochárseles la indigencia de no apartarse un soplo de las rutinarias inercias del púlpito, pero, para enorme sorpresa y estupefacción de lo que uno habría esperado, fueron incriminadas justamente por todo lo contrario: por ofender los oídos de los fieles como una escandalosa novedad, que hasta rozaba tal vez la heterodoxia. A algo aproximadamente así debieron de sonarle por lo menos al señor Miquel Buesa, presidente del Foro Ermua, por cuanto se mostró partidario de que monseñor Blázquez estudiase su renuncia como obispo de Bilbao y como presidente de la Conferencia Episcopal, ya que sus palabras "le descalificaban totalmente como pastor de almas" y sus planteamientos sobre la cuestión terrorista diferían "bastante" de lo que piensan los católicos.

Por su parte, el arzobispo de Toledo y Cardenal Primado, monseñor don Antonio Cañizares, en una entrevista de El

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Mundo del 10 de julio del 2006, también defiende el perdón: "El perdón está en la entraña de la fe cristiana. Jesucristo perdonó en la cruz, dijo 'perdónales, porque no saben lo que hacen' y siempre estuvo dispuesto a perdonar. Pero el perdón reclama arrepentimiento. ETA debe admitir no sólo que se ha equivocado, sino que ha hecho un gravísimo daño". Pero aquí el señor Arzobispo incurre en un lapsus de contradicción con la letra de las Sagradas Escrituras; en efecto, si el perdón "reclama arrepentimiento", si la ETA "debe admitir" su equivocación y el gravísimo daño que ha hecho, para obtener perdón, este perdón condicionado ya no es el de Cristo en la cruz -"Perdónales, Señor, porque no saben lo que hacen"-, porque sólo se les otorga a los que "saben lo que han hecho", y además, tal como implica el arrepentimiento, lo reconocen como mal. Aquí también parece que los vientos de Ultramar han llegado a soplarle al arzobispo de Toledo la doctrina de la absolutización escatológica de los antagonismos hoy renaciente en ciertas sectas o iglesias reformadas. Tal influencia podría estar corroborada por el hecho de que nuestro buen Arzobispo de Toledo parezca incluso compartir con el propio presidente Bush, ya sea la doctrina Mejía-Víctores, ya la Jeremy Moore. La primera ya la enuncié otra vez en otro texto: el general guatemalteco Óscar Arnulfo Mejía-Víctores, elevado hace años a jefe del Gobierno y preguntado si pensaba negociar con la guerrilla, dijo: "Quien negocia pierde"; la segunda es la ya mencionada más arriba, que postula la capitalización moral de los muertos, lo que sólo en términos de victoria alcanza su criterio y expresión. Recogiendo, así pues, el Arzobispo, en la misma entrevista (de El Mundo, 10-VII-06), la referencia del entrevistador a la equiparación bastante difundida entre "parlamentar" y "claudicar" o entre "negociación" y "rendición", no se para en matices y profiere directamente estas palabras: "Rendirse es perverso, y por eso a ETA hay que derrotarla. Las víctimas no pueden plantearse la duda de que tantos muertos no han servido de nada si al final los terroristas logran su propósito". Y aquí conviene detenerse un momento en señalar y remediar otra muy comprensible -dado el ambiente forestal en que se mueve esta cuestión- distracción del Arzobispo, pues la correlación entre las partes se le entrecruza de manera equívoca: los propósitos

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para cuyo logro se pretende que las víctimas sean de alguna utilidad no pueden ser más que los propósitos de los que las hacen, o sea de los etarras. Si las víctimas son, por tanto, producidas por los propios terroristas para servir a sus propósitos, el deseo del victimato tendría que ser precisamente el de que las víctimas no hayan servido para nada, lo que, de un modo más explícito, equivale a decir que no les hayan servido a los terroristas para avanzar en sus propósitos o fines. Pero no puede haber ningún razonamiento que no sea una enramada de pura logomaquia capaz de hacer idéntica o siquiera equivalente la inutilidad de las víctimas para los fines de la ETA en utilidad alguna para nadie. En todo caso, aunque mal puede haber ninguna gana para ello, cabría congratularse de que al menos hayan tenido la fortuna de no haber servido para nada.

Rafael Sánchez Ferlosio es escritor.

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6 de enero del 2003

Teodicea del universalismo

Rafael Sánchez FerlosioABC EL ministro de defensa francés -o «galo», como diría un periodista-, Mme. Alliot-Marie, al rechazar que Francia entre en la guerra de Irak al margen de la ONU, arguía: «Un ataque unilateral que no sea por consenso de la legalidad internacional es pernicioso, porque amenaza crear un sentimiento de injusticia». Al tener por indeseable la «unilateralidad» en razón del consiguiente «sentimiento de injusticia», no advertía lo mucho más indeseable que sería, en su efecto general, lo que ella aprueba: si la decisión surgiese de un «consenso de la legalidad internacional», o sea de los 15 miembros del Consejo de Seguridad, la legitimación suscitaría, aplicando los términos de la propia Alliot-Marie, «un sentimiento de justicia». Dejando al margen la cuestión de facto de la dudosa o hasta extremadamente sospechosa libertad de cada uno de los 15 miembros, es decir, concediendo la ficción de iure de una total equipolencia de esas 15 libertades, el que la legitimación de la guerra contra Irak emanada por consenso de los 15 miembros de un organismo que es, incuestionablemente, de derecho positivo produjese efectivamente «un sentimiento de justicia» supondría nada menos que coronar virtualmente tal legitimación con la sacralidad de un veredicto de «derecho natural». Intentaré razonar mis aprensiones remitiéndome a una norma jurídica ejemplar del judaismo post- exílico que siento no poder decir si pertenece a una jurisprudencia establecida en el Talmud ni cuál ha sido su alcance en el espacio y en el tiempo: el reo que resultara condenado por unanimidad de los jurados debía ser inmediatamente absuelto y puesto en libertad. Tan sólo conjeturas sabría hacer en torno al «sentimiento de justicia» que podía estar tras esta norma. Tal vez sentían que la ausencia de una voz, siquiera fuese la de un único vocal, que enunciase la palabra favorable al reo desvanecía, como difuminado por la niebla, el sentido inequívoco de una sentencia de condena, un poco al modo en que no hay palabra que mantenga firme su significado sin la copresencia del significado de la palabra opuesta. O acaso les parecía que la unanimidad equivalía a reducir la pluralidad de voces del jurado a una sola voz. Y esto sugeriría la posibilidad de la que la norma naciese de un motivo racionalmente elaborado desde la teodicea: tal como en la Torá podría atestiguar la recurrente fórmula de autoridad de los profetas:«Así dice Yavé», o bien «Palabra de Yavé», sólo Yavé tenía una sola voz; los siervos de Yavé que osaran hacer valer un veredicto de condena por unanimidad incurrirían en anatema, por usurparle ese supremo privilegio. No encuentro temerario considerar la pretensión de un universalismo en el campo del derecho como algo formalmente equivalente a lo que es válido en una teodicea monoteista ni deducir de ello que cualquier intento de fundar un universalismo jurídico confutaría toda posible distinción entre el derecho positivo y esa otra siempre hipotética, al par que irrenunciable, instancia que llamamos «derecho natural». La tentación de un universalismo en el derecho debería producir un temor equivalente al que para el judaismo, en su admirable norma anulatoria de la unanimidad, era, si mi interpretación es acertada, temor de Dios. ¡Tan terrible como la ira del Dios del Sinaí sería la victoria de esa impostura del universalismo! Quiero decir que si, como me temo, ese «sentimiento de justicia» que la legitimación de la guerra contra Irak emanada por consenso de una instancia de derecho positivo como el Consejo de Seguridad adquiriese realmente una aureola de «derecho natural», la ONU mostraría no ser más que una miserable oficina dedicada al suministro de coartadas, como a manera de máscaras antigás, para la protección de la buena conciencia de los hombres y pueblos. Puesto que, aunque parezca paradójico, he aquí que el «unilateralismo» americano resulta ser mucho más universalista -por serlo de modo explícitamente consciente y manifiesto- de cuanto pueda serlo el que creo tendencialmente incoado en un dictamen por consenso como el que parece merecer la confianza de Mme. Alliot-Marie precisamente en la función de antídoto del «unilateralismo». Para ilustrar las pretensones de universalismo de los americanos bastará algún pasaje del manifiesto doctrinal de la intelectualidad americana a raíz del bombardeo de Afganistán: «Los fundadores de los EE.UU. en la tradición de la ley natural, así como en la afirmación religiosa fundamental de que todos los hombres han sido creados a imagen de Dios consecuencia inmediata es la convicción de que hay verdades morales universales -que los fundadores de nuestra nación llamaron «leyes de la Naturaleza y del Dios de la naturaleza»- que conciernen, como tales, a todo ser humano Ninguna otra nación a lo largo de la Historia ha forjado de manera más explícita su propia identidad -su Constitución, sus textos fundacionales y hasta la imagen que tiene de sí misma- sobre la base de los valores humanos universales». Los que, con la hoy ya gigantesca acumulación de hierro y fuego, todavía dicen «la posible guerra»

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demuestran una ignorancia estrepitosa sobre lo que es el honor patriótico-guerrero; ya lo decía don Jacinto Batalla y Valbellido: «cuanto se dice Apunten ya está dicho Fuego». Incluso si Saddam «les madrugara», como diría un mejicano, abandonando el poder por sorpesa, entrarán en Irak, si bien lamentarían inmensamente que fuese antes de una, aunque breve como un Blitz, imponentemente estruendosa, aplastante y anonadadora demostración de potencia guerrera, sin olvidar, por supuesto, las performances, pues no desatenderían en modo alguno el fin colateral de experimentación de su ultimísima novedad en bombarderos, como en Afganistán o en Panamá. Pero ¿por qué el «no podemos esperar indefinidamente»? Motivos del gobierno podrán ser el petróleo o Israel; su fin creo, como Chomsky, que es la hegemonía. Pero ahí no están las prisas; están en los motivos del electorado -que son otros-, factor imprescindible para poder hacer la guerra: no hay que dejar que se enfríe el patriotismo exacerbado -y atizado- hasta el delirio desde el ultraje de los dos rascacielos iguales, una ocasión de oro -Carpe diem!- para el GOP, en orden a su fin de estauir la hegemonía, que sólo se consagra, como en Pidna, con una gran victoria. Ciertas semi-respuestas de Inocencio Arias -representante de España en la ONU, y ahora ya en el Consejo de Seguridad- suscitan algunas dudas sobre si no tenderá a unirse al criterio de los que se diría que parecen haber encontrado el gran remedio para impedir, o exorcizar, el tan temido «unilateralismo» americano, remedio que consiste en el solapado y astutísimo recurso de rebozar o encapsular con un consenso unánime de los otros 14 miembros del Consejo lo que diga o desdiga Negroponte. La fórmula, inspirada en la conseja americana: «if you can´t beat them, join them», aguachinaría a la vez, por otra parte, las indudablemente buenas intenciones de Mme. Michèle Alliot-Marie. Pero aun más detestable me parece el declarado propósito aznarí de incorporar incondicionalmente al emberlusconamiento anglorromano una nación entera.

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El himno de García Calvo

Rafael Sánchez Ferlosio. - Madrid.

Ya que ese inmenso cabezota de Agustín García Calvo, desoyendo el afectuoso y desinteresado consejo de toda la flor de sus amigos, ha tenido que salirse con la suya haciéndole al señor Leguina el himno de Madrid, considero oportuno recordar aquí unas estrofas del romance inacabado que, aunque en ocasión pretérita, con tema y espíritu bastante aproximados al himno de García Calvo, dejó escritas aquel injustamente olvidado segundón de la generacíón del 98 que fue el malogrado vate don Jacinto Batalla y Valbellido, que terminó muriendo maestro de escuela en una perdida aldea de Morelos:"Si, como dicen los sabios, / no hay virtud mejor templada / que el vicio dé la soberbia/ cuando renuncia a la espada, / y es verdad que así está hecha/ la condición castellana, / para este lance de naipes, / ya conoces tu jugada: / que los unos a los otros / les ladren las cabalgadas / y los otros a los unos / les cabalguen las ladradas / en ese indigno bochorno / de una diaria embanderada.

>PUBLICACION: Edición Impresa - EL PAÍS

>SECCIÓN / ÁREA: Opinión

>FECHA: 14 - 10 - 1983

>TAMAÑO: 4 Kb / 165 palabras

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ENTREVISTA: Rafael Sánchez Ferlosio Escritor

"Nunca se convence a nadie de nada"JOSÉ MARÍA RIDAO - Madrid - 22/05/2007

Sobre la guerra es el escueto título escogido por Rafael Sánchez Ferlosio (Roma, 1927) para recoger sus escritos sobre un asunto que, de un modo u otro, ha estado en el origen de la mayor parte de su obra ensayística. El resultado es un volumen que, en buena medida, desmiente la imagen que el escritor, premio Cervantes en 2004, se ha forjado de sí mismo como autor fragmentario con intereses variados e inconstantes.Sobre la guerra (Destino) es, tal vez, una de las aproximaciones más coherentes y originales al fenómeno de la violencia y de los enfrentamientos armados. Es el relato pormenorizado de cómo la voluntad de los individuos va quedando anulada hasta considerar que la guerra no es una opción, sino una necesidad inexorable.

Pregunta. ¿Por qué ha decidido recoger ahora sus ensayos sobre la guerra?

Respuesta. Me lo sugirió el editor y acepté porque he escrito mucho sobre la guerra. Además, nunca se convence a nadie de nada, y me pareció que había que repetir, aunque siempre es en vano. Pero no todo es recopilación, hay cien páginas sobre la segunda guerra de Irak que sólo habían sido publicadas en periódicos.

P. ¿Ha sido, entonces, por la necesidad de insistir en la ilegitimidad de todo empleo de la fuerza, que es lo que parece desprenderse de sus ensayos?

R. Yo no recurriría aquí a la legitimidad, porque es un concepto que surge cuando hay enfrentamiento militar, o terrorismo. Las armas son el origen de la legitimidad. El vencedor es el legitimado, y el legitimador, el vencido. En el ensayo de Walter Benjamin sobre la violencia se dice que, en los tiempos más primitivos, el tratado de paz representaba la aceptación de los derechos de guerra del vencedor por parte del vencido.

P. La violencia como creadora de derecho.

R. La noción de legitimidad pertenece, en efecto, a esta estructura, es la ratificación de una victoria por parte del vencido. Luego, a la legitimidad se le han podido añadir muchas cosas. Pero es una ilusión pensar que con un bañito de democracia o como queramos llamarlo se puede suprimir la legitimidad como sustrato de violencia que permanece.

P. Y la legítima defensa...

R. Vamos a considerarla en el plano de dos personas. Sólo por una necesidad formalista del derecho se absuelve a un matador que ha actuado en legítima defensa. En realidad, la agresión personal que da lugar a esta acción homicida es prejurídica y, por tanto, lo coherente sería no acusar. No absolver, sino decir que la acusación no ha lugar porque se ha producido en una situación prejurídica. Es la formalidad del derecho lo que la convierte en jurídica.

P. ¿Valdría el mismo argumento cuando se trata de Estados?

R. Los Estados son Estados absolutos, son Estados antagónicos por definición. La identidad nacional es antagónica respecto de la de otros Estados. La casuística y la complejidad de una agresión es tremendamente variada y, por eso, la legítima defensa individual no se puede hacer rigurosamente extensiva a los Estados.

P. Sin embargo, se habló de legítima defensa en el ataque norteamericano contra Afganistán, que protegía a los responsables de los atentados del 11-S.

R. No fue legítima defensa, fue represalia. La legítima defensa no podía amparar un ataque completo al país. El caso de Afganistán constituyó un casus belli clásico. Pero la realidad es que se trataba de dar satisfacción a los americanos, que habían sido previamente agraviados en su dignidad y en su honor. Y esta satisfacción exigía un procedimiento espectacular; en fin, exigía bombardeos. Las imágenes de la guerra en televisión mostraban una línea de, qué sé yo, cinco kilómetros. Las explosiones, las columnas de humo -porque las bombas están dotadas de un humo especial para ser más espectaculares- eran equidistantes. Y, claro, la pregunta que suscitaban era: pero esas bombas, ¿dónde han sido? Pueden haber caído sobre algún objetivo, pero también en mitad del campo. La espectacularidad de los bombardeos resultaba sospechosa.

P. ¿Ahí radicaba el intento de dar satisfacción?

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R. Susan Sontag dijo a propósito de esto una frase muy provocativa: "La lujuria de la opinión pública por los bombardeos en masa". La utilidad antiterrorista de esta expedición estaba supeditada al espectáculo.

P. También los autores de los atentados del 11-S buscaban espectacularidad.

R. Nunca se había hecho nada tan espectacular, los terroristas derribaron dos rascacielos. Poco tenían que hacer si no era así. Por eso la espectacularidad para los americanos era importante, porque necesitaban demostrar que su país no se deja humillar. Quedar por encima o quedar por debajo de la espectacularidad de Al Qaeda era un factor decisivo.

P. Pero, además de la espectacularidad, los atentados fueron graves.

R. Tremendamente graves. A pesar de eso, lo del terrorismo del islam contra Occidente es en estos momentos un mero epifenómeno.

P. Lo que sigue llamando la atención es que los terroristas se suiciden al cometer sus crímenes.

R. Pienso que lo del suicidio sólo es interpretable si se produce un fenómeno de juramentados, a modo de fratrías. O sea, que tienen que ser grupos en los que los individuos se comprometen a morir en relación con otros que, a su vez, también se juramentan para morir. Si no, no puedo entenderlo. Ese Mohamed Atta de las Torres llevaba en Occidente muchísimo tiempo y participaba en toda suerte de cosas occidentales. ¿Cómo conservaba esta fuerza para el suicidio? No creo en absoluto que la religión pueda tener ahí demasiada importancia. Debió de quedar prisionero del grupo, pero, al mismo tiempo, viaja a Alemania, a Estados Unidos, pasa por España y lleva cuatro o cinco años por ahí, y aprendiendo a pilotar. ¿Cómo se conserva eso? La gran envidia de los terroristas occidentales es ser capaces de imitarlos.

P. Decía que el terrorismo yihadista es un epifenómeno. ¿Es gracias a la política que se ha seguido?

R. No hay que pensar que las decisiones sobre las libertades sean sólo un espectáculo para mantener a la gente preocupada. Han podido tener eficacia, porque si se registra tanto a la entrada y se aumenta tanto la vigilancia acaba por ser disuasorio.

P. Entonces resultaba innecesario el paso siguiente, la guerra de Irak, de la que trata abundantemente en su libro.

R. El ataque estaba preparado desde cuatro años antes, en aquel folleto titulado Proyecto para el nuevo siglo americano. Si en Afganistán no había objetivos, en el caso de Irak sí los había. ¡Hasta demasiados! Armas de destrucción masiva, se dijo. No creo que pudiera llamarse mentira a eso. Ellos pensaban que era imposible que Sadam Husein, un hombre sediento de poder, no tuviera artefactos non sanctos, por así decir.

P. Pero Naciones Unidas había enviado a Hans Blix y a un equipo de inspectores.

R. Blix les molestaba mucho a los americanos porque era escrupuloso y no era manipulable. Empecé a pensar que los iraquíes no tenían armas de destrucción masiva cuando vi que unos cohetes espléndidos, de un alcance de 130 kilómetros me parece, se los daban a Blix y se los dejaban serrar por la mitad porque excedían el alcance autorizado, que era de 100 kilómetros. La entrega de esos cohetes me chocó mucho. Y me parece que a los americanos también, porque el propio Powell apareció en el Consejo de Seguridad como avergonzándose de las cosas que tuvo que decir.

P. El salero...

R. El salero y aquellos autobuses dibujados, diciendo que eran laboratorios de armas químicas o biológicas que se podían desplazar de una parte a otra. La categoría de mentira sólo es aplicable a partir de ese momento.

P. Usted se opuso a esta guerra contra Irak, pero también a la primera, a la que siguió a la invasión de Kuwait.

R. Ya no me acuerdo por qué. Me parece que fue, más que nada, por la fórmula excesiva; en aquella guerra el despliegue de tropas americanas fue de 500.000 soldados, creo recordar. Quizá pensaba yo que la reunión entre Baker y ¿cómo se llamaba aquél?

P. Tarik Aziz.

R. Eso es, la reunión entre Baker y Tarik Aziz en Ginebra había tenido lugar con la guerra ya decidida. Entonces les impusieron a los iraquíes tales condiciones de humillación que, claro, el más débil de este mundo no puede aceptarlas. Y luego aquel otro argumento: cuando se ha acumulado tanto hierro, tanto acero y tantos hombres, cómo le vas a decir a un ejército: ya está, lo hemos arreglado, volvemos a casa. Ningún ejército del mundo podría soportarlo.

P. Desencadenaron la guerra, pero no entraron en Bagdad.

R. Ni Powell, que estaba entonces de jefe del Estado Mayor, ni el que estaba de Asuntos Exteriores, que era Baker, fueron partidarios de tomar Bagdad. Detuvieron la partida porque previeron lo que ha ocurrido en esta otra guerra. Dijeron que pasarían cosas parecidas a las que están pasando. Sobre todo Baker. Baker, que era bastante bárbaro, pero muy lúcido y muy inteligente, tuvo prudencia.

P. En su libro critica a los intelectuales norteamericanos que apoyaron la guerra en un documento que usted compara con una encíclica.

R. Fue vergonzoso, sobre todo cuando dicen aquello de que los occidentales y los musulmanes tienen que hacer cosas juntos. Ese papel es muy extraño, ¡y que haya conseguido reunir a 60 personas! ¿Qué pudo haber sugerido la necesidad de ese papel? No hubo presión gubernativa ninguna, los firmantes son personas muy respetadas allí y, seguramente, muy orgullosos de que nadie les obligue a nada. Es una especie de extraña eyaculación de patriotismo lo que tienen.

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P. Usted encuentra ciertos paralelismos con el pasado.

R. Esos 60 firmantes me recordaron la cantidad de los salvadores de la conciencia del emperador Carlos V, cuando lo de América. El propio Las Casas, con Fernando el Católico, reúne dos cosas distintas usando el mismo adjetivo para las dos: "la real conciencia y hacienda". Qué bonito.

P. Pero, además de los documentos apoyando la guerra, de la ideología, está la cuestión del armamento.

R. Existe un estado de guerra permanente desde que existe una industria del armamento permanente. Una industria que, además, tiene que vigilar que sus ingenios no se queden obsoletos. No sólo por el desgaste en la guerra o por el simple paso del tiempo, sino en comparación con los ingenios de otros. La fabricación de armas es una competición constante entre los países, y recuerdo un ejemplo ilustrativo. En un determinado momento, todavía no había caído la Unión Soviética, Kissinger dijo esta frase en un episodio que tenía lugar en Líbano o en Siria, no sé bien: "No podemos consentir que armamento americano sea derrotado por armamento soviético en una batalla importante".

P. Un estado de guerra permanente o, cuando menos, de amenaza permanente.

R. La amenaza es el mecanismo del bandido, el mecanismo de "la bolsa o la vida". Si va y se le dice: pues, mira, no hay bolsa, mal asunto. Hay que comprender que él se ha comprometido a mucho como bandido, se lo ha jugado todo. Entonces, si a pesar de que no se le ha entregado la bolsa él no dispara, sino que se marcha, está muerto como bandido. Quizá viva como un hombre mejor que el bandido, pero como bandido está acabado.

P. Amenazar también tiene sus riesgos.

R. El que amenaza adquiere un compromiso terrible. Y lo más terrible es que se empeña en lanzar la responsabilidad sobre el otro. Tú serás responsable de que yo te mate. ¿Pero cómo voy a ser yo responsable de lo que tú me hagas a mí? ¿Por qué?

P. ¿Y por qué?

R. Pues porque le resulta tan imposible retractarse de la amenaza, que tiene que hacer responsable al otro. Al amenazar, uno se queda completamente objetivado, reificado. Como una cosa, como un instrumento, como el gatillo de una pistola.

P. Eso vale para el bandido, para el agresor. ¿En qué situación queda la víctima?

R. No hay que comparar las víctimas producidas por violencia humana y las víctimas de catástrofes naturales o de cosas como la carretera. No tienen nada que ver. La condición de víctima por violencia humana se transforma en un depósito de valor, en una especie de capitalización. El cristianismo está convencido de esa idea, de la víctima como generadora de valor moral.

P. Un valor moral, o un capital, que para qué sirve.

R. Su estructura gravita sobre la de la venganza, porque la venganza es un derecho que se adquiere porque otro te ha agredido. Los atentados de Washington y Nueva York fueron un caudal de derecho gigantesco, que explotó como tal en la aprobación por aclamación de la Patriot Act. Una explosión de euforia patriótica inmensa.

P. Pero si las víctimas mueren, como fue el caso, ¿quién puede reclamar ese valor moral, esa capitalización?

R. Pueden hacerlo muchas personas. La viuda, los huérfanos, otros quizá. Pero lo que puede producir abusos inmensos y hasta espectáculos obscenos es la seguridad de estar en posesión de ese capital moral. Por ejemplo, el victimato español de los actos terroristas ha hecho una explotación de ese capital moral. Ha exigido una especie de reconocimiento social especial, lo tengo por ahí recortado. Ese reconocimiento es casi la figura que hace contrapunto con la del terrorista. Es decir, la perversidad del terrorista necesita de un contrapunto muy fuerte para que aparezca como suficientemente execrable, no humano.

P. ¿Existe algún uso adecuado de ese valor moral?

R. Las víctimas tienen derecho a recibir indemnizaciones, apoyo, compasión. Lo que resulta un abuso es emprender la búsqueda de culpables en una catástrofe para estar en condiciones de constituir un victimato. Ni el descuido primero de unos excursionistas que provocan un incendio en un bosque, ni la torpeza del Gobierno son actuaciones delictivas. Pero muchas veces se busca algo delictivo para que se pueda constituir el valor moral, la capitalización de un victimato.

P. En el caso de España, las víctimas del terrorismo han apelado a su condición de víctimas para rechazar una política antiterrorista que exigía hablar con los terroristas.

R. Si hay una posibilidad de composición o de arreglo, habrá que hablar hasta con el diablo. Pero hablar es una cosa, parlamentar otra y pactar otra. Lo que no entiendo bien en todo este asunto es el conchabamiento de la prensa con la política, lo amiguetes que son los periodistas y los políticos. Y, luego, la competencia entre los periódicos. Montan un espectáculo con el terrorismo y, después, preguntan a los españoles cuál es el mayor peligro que tiene el país. ¿Pero quién lo ha producido?

P. ¿No habría que tratar este asunto en los periódicos?

R. No sé si es buena la difusión de cada pequeño paso que da cualquier etarra o batasuno como Otegi. Otegi está todos los días en la televisión, no tanto como Esperanza Aguirre, pero casi tanto como Esperanza Aguirre. Y eso es por la competencia entre los periódicos y porque están conchabados los periodistas y los políticos. Aunque, bueno, nunca son del todo amigos ni del todo enemigos. Si dice algo Otegi, se debería dar una pequeña nota, pero no este tinglado que se ha armado. No sé qué expectativas puede haber tenido el Gobierno para creer que ETA abandonaría. A mí me parece que son expectativas bastante vanas.

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P. ¿Por qué?

R. Batasuna ha estado haciendo declaraciones sobre la autodeterminación, sobre la incorporación de Navarra que son exactamente las de siempre, de las que no se ha apeado nunca. No sabemos hasta qué punto Batasuna está sometida a los otros. Porque a ese Josu Ternera, el que se escapó, le quitaron enseguida la palabra, no les convenía. Batasuna tal vez podrá exigir algo a los otros, pero nada fundamental.

P. Usted ha empezado diciendo que nunca se convence a nadie de nada y un francés, Philippe Delmas, auguró hace años un "bello porvenir para la guerra".

R. No lo tiene malo, pero puede producirse un descrédito. Lo tendría muy bueno si hubiese un bombardeo a Irán, bien por parte de Israel, bien por parte de Estados Unidos. Que hubiese un clamor de victoria, porque el fenómeno de la victoria es explicativo de la guerra. Es el momento de mayor plenitud de un pueblo en cuanto pueblo. La exaltación que produce es incalculable.

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«Carácter y destino»

Rafael Sánchez Ferlosio, 25 de abril de 2005.

Una mañana de verano del 59, paseando mi hija y yo por el Retiro, al cruzar por el trecho que separaba el quiosco de la música del antiguo escati de baldosines, oí de pronto unas voces que venían de entre los árboles, en las que reconocí el falsete característico de los actores de guiñol.

En mis tiempos era muy difícil encontrar un padre joven, medianamente instruido, que, en el trato con sus hijos, no se creyese un pedagogo consumado. Ella no había cumplido los tres años y medio, y no podía haber reconocido aquellas voces, porque nunca había asistido a un espectáculo de guiñol ni a ningún espectáculo en absoluto. Así que su ignorancia me dio tiempo de dudar: ¿la llevo o no la llevo? Y aquí no es necesario recordar hasta qué punto la cuestión de la conveniencia o inconveniencia pedagógica, social y hasta política de los espectáculos públicos en general ha sido en Occidente un asunto moral que se remonta cuando menos a Platón.

Tal tradición moral no me era ajena, porque los hombres cambian o querrían cambiar, pero las instituciones, y entre ellas los espectáculos, permanecen perversamente idénticas. Pero ya se sabe que la situación concreta suele ablandar las doctrinas profesadas, y ella solía mostrarse muy agradecida ante cualquier novedad. Estábamos a no más de unos quince metros de las primeras líneas de castaños de detrás de las cuales venían aquellas voces; yo la tenía cogida por la mano y le dije: “Ven; vamos al teatro”.

Naturalmente, la función -una pieza de reír- estaba ya más que empezada, pero ella entró al instante, sin un punto de asombro, en su propio ser, riendo ya con la primera frase de la manera más natural del mundo, donde lo que se me hacía más sorprendente era que no considerase necesario preguntarme absolutamente nada. Fui yo el que tuve que preguntarme para mis adentros: “¿Pero qué clase de espectáculo está viendo esta criatura?”: Hemos llegado con la obra ya empezada o avanzada, y ella se está riendo y divirtiendo con cada paso -o frase- como una unidad que se bastase a sí misma sin un contexto del que tomase significación; una unidad completa dentro de sí, que no se cumplía como un eslabón dentro de una cadena causal con un antes y un después. Pero eso no comportaba para ella ninguna deficiencia o insuficiencia, sino, por el contrario, una autosuficiencia de la significación del puro decir en sí, emancipado de cualquier impleción en un campo de sentido.

He elegido justamente la palabra “campo”, para servirme de la analogía metafórica que ofrece la noción “de campo magnético”. Así como un puñado de virutas de hierro que yacen inertes e independientes las unas de las otras se erizan de pronto y se disponen y orientan todas ellas en un único sentido bajo la acción del campo magnético de un imán, de análoga manera el “campo de sentido” de la contextualidad lingüística apresa y orienta las significaciones en un único sentido; y es esta orientación unívoca y bien determinada lo que produce lo que llamamos un “argumento”.

Así como un puñado de virutas de hierro que yacen inertes e independientes las unas de las otras se erizan de pronto y se disponen y orientan todas ellas en un único

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sentido bajo la acción del campo magnético de un imán, de análoga manera el “campo de sentido” de la contextualidad lingüística apresa y orienta las significaciones en un único sentido  Faltaba, pues, totalmente, un argumento, pero, sin éste, había para ella otra cosa completa, que se colmaba plenamente y aun se hacía perceptible precisamente liberada del sentido. En un texto antiguo señalaba yo la acción deletérea del sentido, cuando venía forzadamente impuesto. Decía así: “Cuando no queda ningún dato gratuito, ninguna ramificación que no revierta al texto motivante y motivado, ninguna circunstancia que no ejerza su estricta determinación causal, aparece invertida la relación entre facticidad y sentido, con el efecto de que la primera, que había de ser justamente lo explicado, queda desnaturalizada y convertida en ilusoria, como un mero soporte sensorial de su propia explicación: el qué no es ya más que el fantasma o el ruido del porqué”. (Hasta aquí la cita). La idea era la de que el sentido anula la contingencia de los hechos, los despoja de su facticidad y los degrada a datos.

Aristóteles, en su defensa del argumento, percibe claramente el achaque de la historia: su deficiencia en conexiones lógicas; pero al preferir el tipo de argumento que aporta la ficción, siempre mejor o peor trabado, y apagar la contingencia, parece buscar la paz del alma, eligiendo, frente a la turbadora turbulencia de los hechos, la limpia e inteligible consecuencia lógica. El amor a la consecuencia o congruencia se revela como un sedante estético: al estridente, rayante, chirriante, incomprensible, zumbido y frenesí de un mundo malo, todos prefieren la música. Así Aristóteles, hijo de médico, recetaba la medicina de la racionalidad de una forma que no era más que un placebo frente a un mundo que seguía imperando como pura sinrazón. En su Estética, a despecho de su inmenso talento, Aristóteles era ya un buen burgués, que prefería la injusticia al desorden. Siguen, pues, la doctrina aristotélica los autores que dicen que la ficción revela mejor que la crónica la naturaleza de los hechos. Hasta un político ideólogo que dice “hay que ser consecuentes”, busca un arreglo estético. La tan elogiada “consecuencia” es, a menudo, vanidad ideológica.

Salíamos ya por la cancela del Retiro y la niña me dio un indicio más de cómo no importaba nada la falta de argumento: venía la mar de divertida con cierto personaje, del que repitió una frase, y con un curioso error: “No me des más en la cabeza, que la tengo muy dolorosa”. Comprendí que la frase se bastaba a sí misma como manifestación. Sí, “manifestación” era la palabra. Parecerá mentira, pero sólo aquella mañana se me reveló que la pura manifestación era una función independiente, autónoma, autosuficiente de la lengua, y que, en aquella pieza de reír, el argumento no era más que un soporte pretextual destinado a dar pie para que los personajes se manifestaran.

Sólo años después llegó a mis manos el ensayo de Walter Benjamin Destino y carácter.

Esto me remitió enseguida a los personajes de tebeo: de éstos se recordaba vivazmente la manifestación, ¿pero quién podía acordarse de algún argumento? A la llamada del paradigma “personajes de manifestación” empezaron a bajar de las montañas -y específicamente de la literatura de reír- los personajes de tebeo, los payasos del circo, Charlot, los distintos repartos de marionetas italianas o francesas, con nombres permanentes, y, por supuesto, Don Quijote y Sancho Panza.

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Aquí, lo primero que hace el autor es separar netamente ambas nociones y sobre todo su conexión, al parecer originariamente derivada de una oscura interpretación de una oscura sentencia de tres palabras de Heráclito el oscuro. Al cabo de lo cual, cita una frase de Nietzsche, que me fue decisiva; ésta: “El que tiene carácter tiene también una experiencia que siempre vuelve”. “Y esto significa -comenta Benjamín- que si uno tiene carácter, su destino es esencialmente constante; lo cual, a su vez, significa -y esta consecuencia ha sido tomada de los estoicos- que no tiene destino”.

A la anécdota semanal del personaje de tebeo la llamamos “historieta”, casi como queriendo recortarle o rebajarle la cualidad de historia, que comportaría un argumento. La historieta no es más que un argumentillo ocasional, que se tira después de usarlo, o sea, de haber servido de catalizador de la manifestación y lo que se manifiesta es el carácter. Ha habido personajes de manifestación, o digamos ya “de carácter”, cuyo carácter se cumplía plenamente en el ámbito visible. El genio máximo ha sido Charlot, que anduvo ya sobrado con el cine mudo. Pero en la escritura nunca bastará la descripción del gesto, y será la palabra dicha por el personaje, la palabra plena, significante, holgada, la que traiga en sí misma el componente más completo y más específicamente humano de la manifestación del carácter.

Así habían sabido verlo los lectores de la primera parte del Quijote, según el testimonio del bachiller Sansón Carrasco, en uno de los primeros capítulos de la segunda parte, cuando a preguntas del propio Don Quijote sobre si el autor promete una segunda parte, contesta que hay quienes no la esperan ni la desean, pero que otros decían: “Vengan más quijotadas, embista Don Quijote y hable Sancho Panza, y sea lo que fuere, que con eso nos contentamos”. Y aquí, dado que aunque Sansón Carrasco esté hablando dentro de la novela sabemos que es una noticia que Cervantes mete desde fuera de ella, no puedo por menos de encarecer la importancia capital de ese “hable Sancho Panza”, como un testimonio revelador de hasta qué punto los lectores de la primera parte habían reconocido clarividentemente a Sancho Panza como un personaje de manifestación, o sea, como un personaje de carácter. Por supuesto que también lo es Don Quijote, pero bajo una condición peculiarísima que enseguida se verá.

La manifestación del carácter en su plenitud, que es igual que decir “en su gratuidad”, es privilegio eminente de la comedia. La palabra “drama” quiere decir precisamente “acción”, y es la acción, la acción con sentido, la proyección de intenciones y designios, los trabajos racionalmente dirigidos al logro de los fines, lo que constituye un “argumento” en el sentido fuerte, y no pertenece por lo tanto al orden del carácter, sino al orden del destino.

“Hermano, este día no es de aquellos sobre quien tiene juridición la hambre, merced al rico Camacho. Apeaos, y mirad si hay por ahí un cucharón y espumad una gallina o dos y buen provecho os haga”. Tal es la respuesta que recibe Sancho Panza de uno de los cocineros de Camacho, cuando al acercarse a los fuegos de una gran cocina extendida en el suelo al aire libre, viendo toda aquella abundancia, “tutta quella grazia di Dio” -como habría dicho un italiano-, saca un mendrugo de pan y le pide al cocinero, “con corteses y hambrientas razones” tal como dice literalmente el texto, que le permita mojarlo en la salsa de una de las ollas. Estamos en el momento culminante de toda la novela, en su punto solar.

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Y de una manera más manifiesta que en ningún otro pasaje, la prosa de Cervantes se deja blandamente suscitar y conducir por la atmósfera de la fiesta y la abundancia hallando las palabras que concuerdan con la manera, con el gesto, con la luz en que aparecen, o vislumbramos que tendrían que aparecer, las cosas en el orden del carácter en el reino de los bienes, en el tiempo consuntivo, allí donde la juridición de la hambre ha quedado suspendida: “Y mirad si hay por ahí un cucharón y espumad una gallina o dos y buen provecho os haga”.

Así, abandonado, tirado por ahí, entre el desorden y la confusión de lumbres y calderos, debe de haber algún cucharón, que ni siquiera llega a ser “El cucharón”, porque sólo se tiene idea de que alguno había o tendría que haber o parece verosímil que lo haya. Las cosas huelgan sueltas, desligadas las unas de las otras, yacen desperdigadas sin que nadie las tenga sometidas a control.

Lo mismo vale para “una gallina o dos”, porque dos gallinas son una gallina, y una gallina dos gallinas son; los bienes no tienen cuenta; si se usa el número, una gallina o dos, es sólo porque vienen en cuerpos discontinuos, pero en la indiferencia, en esa misma dejadez del “una o dos”, el propio número se anula virtualmente, incoando un continuo “gallina” tal vez un poco a la manera de aquel “tigre continuo” que inventó el talento de Jorge Luis Borges. Mas no son todos los tiempos unos.

En la “juridición de la” hambre, en el tiempo adquisitivo, de los valores, en el orden del destino, rige el principio burocrático de “un sitio para cada cosa y cada cosa en su sitio” y es intolerable que el cucharón no esté donde tiene que estar. Las gallinas, por su parte, están contadas, contabilizadas, controladas, y no sólo por si sobreviene una mortandad avícola y llegan a ser demasiado pocas y hay que racionarlas, sino también por si viene un año demasiado próspero y las gallinas aumentan más de lo debido, y hay que sacrificar las excedentes en aras de lo que hoy suele llamarse “creación de riqueza”, porque entre ésta y el remedio de las carencias humanas, o sea, entre los valores y los bienes, hay un antagonismo irreductible.

Cuando se celebraron las bodas de Camacho regía una tregua entre flamencos y españoles; Cervantes no vivió para conocer la reanudación de aquella guerra, que había hecho acuñar a los españoles el lema aquel: “Italia mi ventura, Yndias mi desventura, Flandes mi sepoltura”, ni conoció la atribulada corte de Felipe IV, en la que fue Velázquez el que tomó, magistralmente, su puesto como paladín del carácter.

Ahí está su galería: el Bobo de Coria, el Niño de Vallecas, el Primo, Pablillos de Valladolid y otros, y hasta una mujer, Mari Bárbola, que hace la corte a la Infanta en Las meninas. Son personajes inmóviles en la pintura y en la historia; ni tan siquiera la edad que representan es ya la cuenta de sus años, sino un rasgo permanente de su fisonomía.

Están en palacio sin más función, sin más servicio al rey que su presencia; sin ayer, sin mañana, sin historia. Frente al cárdeno horizonte de tormenta que hace el fondo del retrato del conde duque de Olivares, personaje de destino si los hay, los fondos de los cuadros de nuestros personajes de carácter son neutros, cercanos, sin horizonte alguno.

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Su servicio al melancólico rey es amortiguar, distraer, ahuyentar, exorcizar, la ominosa galerna del destino que amaga más allá del Guadarrama. Porque el halcón del destino, señor de la historia, lo trae ahora, firmemente agarrado a la luva de cuero en su muñeca, Richelieu.

En esa atmósfera macilenta de los cuadros de Velázquez muchos han creído ver la luz de lo que los historiadores llaman decadencia. A algunos autores de la llamada Generación del 98 no les gustaban nada estos periodos que sentían como “estados de postración” de España.

Don Antonio Machado, por ejemplo, perpetuó ese rechazo con aquel eslogan despectivo que aún se oye a veces hoy: “La España de charanga y pandereta”. Y en la letra del verso dice de ella, entre otras cosas:

“Esa España inferior que ora y bosteza, / vieja y tahúr, zaragatera y triste; / esa España inferior que ora y embiste,/ cuando se digna usar de la cabeza”.

La corrección que propone más abajo en el mismo poema es una especie de “toma de conciencia histórica”, que dice así:

“Mas otra España nace, / la España del cincel y de la maza, / con esa eterna juventud que se hace / del pasado macizo de la raza. / Una España implacable y redentora, / España que alborea / con un hacha en la mano vengadora, / España de la rabia y de la idea”.

Por su parte, don José Ortega y Gasset tiene una mirada compasiva para una nación en estado de postración histórica:

“¡Pobre la vida, falta de elásticos resortes que la hagan pronta al ensayo y al brinco! ¡Triste la vida que, inerte, deja pasar los instantes, sin exigir que las horas se acerquen vibrantes como espadas!”.

Dice en El origen deportivo del Estado. Y en esa misma idea viene a reincidir en España invertebrada, en este pasaje:

“Mas ¿para qué, con qué fin, bajo qué ideas ondeadas como banderas incitantes? ¿Para vivir juntos, para sentarse en torno al fuego central, a la vera unos de otros, como viejas sibilantes en invierno?”.

Pero donde más se explicita su inclinación hacia “lo histórico” es donde habla de Hegel en el ensayo Hegel y América:

“Su filosofía es imperial, cesárea, ghenghiskanesca. Y así ocurrió que, a la postre, dominó políticamente el Estado prusiano, dictatorialmente, desde su cátedra

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universitaria”; y un poco más abajo describe el talante de Hegel como “organizador de grandes masas y duro para la carne de cañón”, y todavía, cuatro páginas más abajo, dice de él: “Es un pensamiento de Faraón, que mira el hormiguero de trabajadores afanados en construir su pirámide”.

Pues bien, precisamente en Hegel nos hemos de apoyar para poner un ejemplo o modelo inmediatamente accesible a cualquier experiencia, que ilustre la oposición entre el orden del carácter y el orden del destino. En uno de los pasajes más celebres y que más han preocupado a toda suerte de lectores de la Filosofía de la historia dice Hegel así:

“También al contemplar la historia se puede tomar la felicidad como punto de vista; pero la historia no es un suelo en el que florezca la felicidad. Los tiempos felices son en ella páginas en blanco. Cierto que en la historia universal se da también la satisfacción, pero ésta no es lo que se llama felicidad, pues es la satisfacción de fines que sobrepasan los intereses particulares. Fines de importancia para la historia universal requieren voluntad abstracta, energía, para ser mantenidos. Los individuos de significado para la historia universal, que han perseguido esos fines, han encontrado ciertamente satisfacción, pero han renunciado a la felicidad”. (Hasta aquí la cita).

Esta dualidad de Hegel es una contraposición de términos totalmente antagónicos, y constituye el eje de giro de estas mis teologías. Es cierto que, al menos en el castellano de hoy en día, “felicidad” y “satisfacción” vienen a usarse como palabras casi sinónimas. En particular, el uso de “felicidad” encarece a menudo situaciones anímicas de cumplimiento de designios, de autoafirmación del yo o, en fin, de eso que un sujeto angloparlante suele celebrar con la exclamación “I did it!”, por ejemplo, la victoria en un campeonato deportivo, pues no falta quien proclame esa victoria como “el día más feliz de mi vida”. Lo cual me hace pensar si no será que en un mundo de sujetos cada vez más dominados por el paradigma competitivo del “ganar y perder” el lugar de la felicidad viene siendo usurpado y colmado por la satisfacción como única forma conocida de contento humano.

En esa espléndida pieza de pintura que es la tabla derecha del tríptico El Jardín de las Delicias de Ieronimus Bosch, El Bosco, pueden verse, entre las cosas que podrían llevar a los hombres al infierno, unas cuantas, diminutas, figuras de niños y adultos, calzadas con unas botas de cuchilla muy semejantes a los patines de hoy en día, deslizándose, felices, por la superficie de una laguna helada.

El placer de patinar es ventajista: reside en gastar poco y lograr mucho, en la sensación corporal de liberación de la gravedad, de ventaja sobre ésta, de ingravidez gratuitamente conseguida; precisamente gratuita, como un don, como un bien. El que patina va y viene como quiere, a la velocidad que quiere, pero, sobre todo, sin ir a ninguna parte y disfrutando a cada instante durante el ejercicio.

El error de Huizinga, en su magnífica y ya clásica obra sobre el juego, Homo ludens, estuvo en que, al haber tomado por punto de partida la oposición entre “juego” y “seriedad” -contraposición que no debía de aparecer tan dudosa y cuestionable en los tiempos de la obra de Huizinga como en los de la Guerra de Irak- no se dio cuenta de hasta qué punto cuando introduce el “agón”, o sea, el principio competitivo, establece una contraposición mucho más tajante y decisiva que la de juego y seriedad: la de

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juegos competitivos y juegos no competitivos, o por usar el término griego de Huizinga “agón”, juegos agónicos y juegos “anagónicos”.

De modo que ahora a dos de aquellos mismos patinadores “anagónicos” de la laguna de El Bosco, les vamos a mandar los demonios del “agón” para que les susurren al oído: “A ver quién corre más”. En esta era en la que todo es “desafío”, “challenge”, será sumamente probable que nuestros patinadores caigan, entusiasmados, en la tentación.

Ya están contentos, ya tienen “algo por qué luchar”. Hemos entrado en el deporte “agónico”, en el deporte con sentido y argumento, y, por tanto, en el orden del destino. Lo relevante es la inversión total del aprovechamiento ventajista del terreno, puesto que ahora, por el contrario, aquí el jugador somete a su propio cuerpo a la exigencia y la violencia de aumentar el esfuerzo muscular hasta su máximo potencial de rendimiento; en ciertos juegos de competición no es hiperbólico decir que el deportista trata su cuerpo a latigazos como si fuese su propio caballo de carreras.

Si, ahora, imitando a Hegel cuando consideraba los inmensos sacrificios perpetrados en el “ara de la historia universal” se preguntaba: “¿Para quién?, ¿para qué?”, nos preguntamos nosotros lo mismo respecto de esos 22 muchachos que se autoinmolan todos los domingos en el ara sacrificial del balompié, la respuesta será, de puro obvia, perogrullesca: “Pues ¿para qué va a ser? ¡Para ganar! ¡Para ser los primeros, los mejores!”; pero si nos detenemos a mirar el asunto un poco más, la respuesta empezará a dejar de parecer tan obvia, para empezar a sonar un tanto misteriosa.

Y aún más misterioso tendría que resultar el que se estime y se alabe como “entrega”, como “generosidad”, aún más nobles por la total carencia de utilidad, un esfuerzo y un sacrificio que no responden más que al delirio solipsista, narcisista, autista, del “I did it!”, del egocéntrico furor de autoafirmación de los sujetos, con toda esa penosa jerga escolar del “espíritu de sacrificio”, y el “afán de superación” y la “aspiración a la excelencia”.

El tiempo del deporte “agónico”, modelo del tiempo del destino, del que Benjamin dice que “no tiene presente”, es el tiempo de la historia. Supuesto que por “historia” se entiende aquel acontecer que está, como diría un periodista, “preñado de sentido”, que es una bien trabada y consecuente sucesión argumental de designios propuestos, perseguidos, contendidos en campos de batalla y alcanzados o frustrados, mal podría caber en ella la felicidad, que, al no tener sentido, tampoco tendría una sola línea que escribir. Salvo que hoy parece que el estigma de “lo histórico” ha penetrado e inficionado tan profundamente el mundo de la vida, que se ha apoderado de casi todas las cosas y hechos de los hombres.

“Yendo, pues, caminando nuestro flamante aventurero iba hablando consigo mesmo y diciendo: ¿quién duda sino que en los venideros tiempos, cuando salga a la luz la verdadera historia de mis famosos hechos, que el sabio que los escribiere no ponga, cuando llegue a contar esta mi primera salida tan de mañana, desta manera?: ‘Apenas había el rubicundo Apolo tendido por la faz de la ancha y espaciosa Tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos, y apenas los pequeños y pintados pajarillos con sus harpadas lenguas habían saludado con dulce y meliflua armonía la venida de la rosada aurora, que, dejando la blanda cama del celoso marido, por las puertas y balcones del

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manchego horizonte a los mortales se mostraba, cuando el famoso caballero Don Quijote de la Mancha, dejando las ociosas plumas, subió sobre su famoso caballo Rocinante, y comenzó a caminar por el antiguo y conocido campo de Montielí. Y era la verdad que por él caminaba”. (Hasta aquí la cita).

Aquí está, pues, en el principio mismo, tal como corresponde, y de una vez por todas, pues no se volverá a repetir, el auto de definición e instauración del personaje, dando cuenta de la pauta por la que desde el orden del carácter todos sus hechos van a verse virtualmente revestidos con las galas del orden del destino. Don Quijote va leyendo, “como en profecía” -por usar una expresión del propio Cervantes en la dedicatoria del Persiles-, la narración futura de sus “famosos hechos”, pero con el detalle peculiar de que lo que va leyendo está contando lo que en ese mismo instante viene haciendo. Don Quijote es el caballero après la lettre; lo es por partida doble: la primera porque su aventura es posterior y derivada de los libros de caballería, la segunda porque va resiguiendo la lectura de su propia historia, que “ya está escrita”, o como justamente del destino dice Benjamin “ya está en su lugar”. Sus hechos son, por tanto, mimesis, imitación; de suerte que la suya no es una aventura ética, sino una aventura estética. Y si se me admite que toda estética es una antigua ética, ello concuerda con el hecho de que una de las notas que Cervantes tenía muy en cuenta -y lo dice varias veces- es que la de hidalgo era ya una condición históricamente periclitada, o por decirlo en jerga de sociólogo, socialmente disfuncional.

Finalmente, la sin par naturaleza de Don Quijote estaba en ser un personaje de carácter cuyo carácter consistía en querer ser un personaje de destino. Sus acciones, en la narración que simultáneamente se les superpone, aparecen transfiguradas precisamente como destino. Pero en la misma medida en que tal transfiguración es producto de un empecinado esfuerzo del carácter, no se trata, en modo alguno, de una especie de hibridaje entre los dos órdenes. El ser personaje de destino es la obra de su carácter; por eso, lejos de disminuir su condición de personaje de carácter, la confirma y reduplica.

Walter Benjamin observa que, al menos en la rigurosa concepción de los antiguos, el destino carece de una vertiente que revierta sobre la felicidad. Viene aquí a coincidir, en cierto modo, no sólo con la idea de Hegel, sino también con el sentir del ama de Don Quijote. Pues cuando se están concentrando todos los indicios de que se fragua una tercera salida, aquella sabia y excelente señora coge aparte a Don Quijote y le espeta: “En verdad, señor mío, que si vuesa merced no afirma el pie llano y se está quedo en su casa y deja de andar por los montes y por los valles como ánima en pena, buscando esas que dicen que se llaman aventuras, a quien yo llamo desdichas, que me tengo de quejar a voz en grita a Dios y al rey, que pongan remedio en ello”. Es muy de notar, aquí, la expresividad del ama en su voluntad de poner entre ella y las aventuras la mayor distancia posible: “Ésas que dicen que se llaman aventuras”.

Cuando hace ya bastantes años le escribí una carta a México a mi amigo don Jacinto Batalla y Valbellido contándole esta cuestión del carácter y el destino, en el estado en el que entonces se encontraba, me contestó con una postal que traía el palacio episcopal del venerable don Vasco de Quiroga en Pátzcuaro y en la que, con el laconismo propio de su perezosa ancianidad, se limitó a esta glosa: “El argumento se quedó parado y sobrevino la felicidad”.

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*Premio Cervantes 2004.Fuente: Periodista Digital. 

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 TRIBUNA: RAFAEL SÁNCHEZ FERLOSIO

La cultura, ese invento del Gobierno  

EL PAÍS  -  Opinión - 22-11-1984

El Gobierno socialista, tal vez por una obsesión mecánica y cegata de diferenciarse lo más posible de los nazis, parece haber adoptado la política cultural que, en la rudeza de su ineptitud, se le antoja la más opuesta a la definida por la célebre frase de Goebbels. En efecto, si éste dijo aquello de "Cada vez que oigo la palabra cultura amartillo la pistola", los socialistas actúan como si dijeran: "En cuanto oigo la palabra cultura extiendo un cheque en blanco al portador". Humanamente huelga decir que es preferible la actitud del Gobierno socialista, pero culturalmente no sé qué es peor.Aún agrava las cosas el hecho de que tales criterios se los imiten todos: la oposición, los Gobiernos autonómicos, las cajas de ahorro, los organismos paraestatales, etcétera. Confieso que tal vez esté yo esta mañana un poco fuera de mí para escribir con la serenidad debida, pero es que acabo de recibir la gota que colma el vaso: es una carta cuyo infeliz autor va a sufrir por mi parte la injusticia de pagar por todos, ya que, como botón de muestra de la miseria a la que me refiero, considero apropiado transcribirla. Es del jefe de un organismo paraestatal (y no sé si hago bien callando nombres), que sin conocerme de nada me tutea, y dice así: "Querido amigo: / Te escribo para invitarte a participar con un texto tuyo, (sic por la coma) en un catálogo de una exposición que deseamos sea un tanto distinta. Se trata de una muestra de pintores actuales, que en lugar de pintar lienzos lo harán sobre abanicos. Sin embargo, no es una exposición de "abanicos" (sic por las comillas), sino que el soporte no será un lienzo. Por tanto, los abanicos son de gran tamaño, y los pintores tienen libertad absoluta para pintarlos, romperlos, jugar y lo que se les ocurra. / Estos soportes los hemos conseguido de China, Japón, y algunos más pequeños, Valencia. / Para el catálogo, nos gustaría que nos mandaras si aceptas, (he renunciado ya antes a seguir poniendo sic) un texto de dos-tres folios, que se ha acordado retribuir con 50.000 pesetas. Hemos invitado a los principales prosistas y poetas, cuya aportación creemos que podría ser muy interesante, y entre los que encontrarás a muchos amigos. Nos gustaría tener el texto a principios del mes de febrero. / Siguiendo nuestra costumbre, queremos subrayar especialmente el acto inaugural, y esperamos que la presentación de la muestra, a principios de mayo, tenga un aire festivo y refrescante. / Un abrazo, NN".

Fíjense no más: si yo, que conozco a poca gente, habría de encontrar "muchos amigos" entre esos "principales prosistas y poetas" y todos ellos van a salir a 10.000 duros por barba, ¿cuánto no va a costar sólo el catálogo de tan descomunal parida? Añádanse a ello las probablemente superiores cantidades que van a cobrar los artistas por hacer el gilipollas con los soportes -embadurnándolos, rompiéndolos o jugando con ellos con absoluta libertad, como prevé el proyecto-, los costos de impresión del catálogo -a todo color, supongo-, gastos de organización, programación, franqueo, propaganda y qué sé yo qué más, precio de los soportes, con sus fletes e impuestos aduaneros nada menos que desde China y Japón, y, por fin, despilfarro de canapés y de borracherías para "el acto inaugural", que el ente en cuestión se complace en asegurar que, "siguiendo su (nuestra) costumbre, quiere (queremos) subrayar especialmente", y se tendrá a cuánto asciende la factura de la "festiva", "refrescante", indecente y repugnante monada cultural.

El autor de la carta se aprovecha de que los llamados intelectuales, teniendo precisamente por gaje del oficio el de no respetar nada ni nadie, no pueden sentir respeto alguno hacia sí mismos ni, por tanto, se van a dar jamás por insultados al verse destinatarios de una carta así, como se darían, en cambio, los miembros de cualquier otro gremio. No es esa, por consiguiente, la cuestión, sino la del insulto que el hábito generalizado de tales despilfarros es para el presupuesto y el contribuyente, así como el mal ejemplo y la degeneración que para cualquier idea de cultura supone la proliferación de mamarrachadas semejantes, de las que el actual

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Ministerio de Cultura -precedido tal vez por algunos ayuntamientos socialistas- es el primer y más entusiástico adalid. Pero, aunque los intelectuales estén excluidos del derecho a sentirse insultados por nada ni por nadie, sí pueden dolerse íntimamente por la constatación de su propia nulidad, y nada se la confirma tan palmariamente como la incondicionalidad ante la firma que caracteriza los actuales usos del tráfico cultural. Cuántas veces, en los últimos tiempos, he tenido que soportar que me dijeran: "Nada, dos o tres folios sobre cualquier cosa, lo que tú quieras, lo que se te ocurra... ¡Vamos, no me dirás que si tú te pones a la máquina ... !" Nadie te pide nunca nada específico, un desarrollo de algo particular que considere que has acertado a señalar en algún texto y, sobre todo, nadie te exige que lo que le envíes sea interesante y atinado; y así ves perfectamente reducido a cero cuanto antes hayas pensado y puesto por escrito y cuanto en adelante puedas pensar y escribir, para que solamente quede en pie la cruda y desnuda cotización pública de tu fir

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ma, sin que la más impresentable de las idioteces pueda menoscabar esa cotización; claramente percibes cómo, sea lo que fuere lo que pongas encima de tu firma, equivale absolutamente a nada.

Nunca nadie recurre a los llamados intelectuales tomándolos en serio, como sólo demostraría el que los reclamase, no para pasear sus meros nombres remuneradamente, sino para pedirles alguna prestación anónima y gratuita (¡y qué Gobierno podría haber soñado una mejor disposición hacia el colaboracionismo como el que este de ahora tenía ante sí en octubre de 1982!). Mas no se quiere, no se necesita su posible utilidad valga lo que valiere -ésta, acaso, hasta estorba-, sino la decorativa nulidad de sus famas y sus firmas. Es como para sospechar si no habrá alguna especie de instinto subliminal que incita a reducir a los intelectuales a la condición de borrachines de cóctel, borrachines honoríficos de consumición pagada, para dar lustre a los actos con el hueco sonido de sus nombres, a fin de que se cumpla enteramente la clarividente profecía del chotis: "En Chicote un agasajo postinero / con la crema de la intelectualidad". Tal confusión de lo espiritual con lo espirituoso hace que una auditoría realmente expresiva de la actual concepción de la cultura no sería cometido de un contable que detallase en pesetas los distintos capítulos del despilfarro cultural, sino más bien oficio de un hidráulico que midiese en hectolitros el aforo de los ríos de alcohol suministrado. Aunque a veces ni siquiera parece necesaria la asistencia fisica, sino que basta con que el nombre aparezca en el programa. Un intelectual orgánico de la Menéndez Pelayo, que tenía a su cargo un seminario sobre tauromaquia en Sevilla, se pasó un par de meses poniéndome conferencias (lo menos puso cinco) para que asistiese, y por mucho que yo le contestase que no sólo no pensaba ir, sino que además veía muy mal que la Meriéndez Pelayo no hallase cuestión más grave en que gastarse los dineros públicos (me imaginaba yo un etílico aquelarre aflamencado sobre las consabidas falacias y chorradas de lo lúdico, lo mítico, lo telúrico, lo vernáculo, lo carismático, lo ritual, lo ancestral, lo ceremonial, lo sacrificial y lo funeral... iiibastaaa!!!), seguía insistiendo con una actitud incluso de desprecio personal -pues éste sí era conocido mío-, al ignorar por completo mi explícito rechazo, como si no lo oyese, repitiéndome: "Sí, hombre, si tú vendrás; ya verás como vienes y te gusta", hasta que al fin, quieras que no, pese a mi negativa y a mi ausencia, terminó por poner mi nombre en el programa, pues, por lo visto, era el nombre lo único que realmente importaba, su presencia y su permanencia en el prospecto impreso, como en una orla de honor de fin de carrera, ya que la única función real de los actos culturales es la de que hayan llegado a celebrarse, y el prospecto es su testimonio perdurable.

Si en el origen de la pasión por los actos, culturales o no, de este afán que podríamos llamar actomanía está la motivación interna del meritoriaje burocrático -puesto que el número y el brillo de los actos celebrados es siempre un tanto de valor visible y sólido en la columna del haber para el currículo de cualquier burócrata-, aún agrava el fenómeno la influencia, a mi entender palmaria, del espíritu de la publicidad. Y a esa influencia se halla especialmente expuesto todo lo que llamamos cultural. No hay más que ver lo llanamente que se aviene a aceptdr una palabra congénitamente publicitaria como promoción: se habla de "actos patrióticos", pero suena chocante "promoción patriótica"; en cambio, corre como sobre ruedas

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"promoción cultural". Ya en la incondicionalidad ante la firma, que arriba he señalado, puede advertirse cómo los usos culturales imperantes imitan el sistema de valores de la publicidad, para la cual un Nombre es siempre un Nombre, como para los anunciantes de champaña catalán Gene Kelly, aunque salga embalsamado en salmuera de polvos de talco a dar dos o tres pasos de baile de semiparalítico (homologables a los dos o tres folios "sobre cualquier cosa" que se les piden a las firmas consagradas), será siempre incondicionalmente Geneee... iiiKelly!!!, del que se sabe que no cobra precisamente cuatro reales por decir "kahrtah nevahdah".

En cuanto a la actomanía, ha llegado, en lo cultural, a impregnarse hasta tal punto del espíritu de la publicidad, que hasta llega a adoptar las formas económicas de la gestión publicitaria: en unos festejos culturales de Navarra, en los que tomé parte este verano, descubrí, para mi estupefacción, que el entero tinglado de los actos, financiados por el Gobierno de Navarra y la institución Príncipe de Viana, había sido completamente encomendado a la gestión de una agencia profesional especializada en montajes culturales. La promoción cultural ya tiene, pues, ella también, agencias, como la promoción publicitaria. La extensión del ejemplo del actual Ministerio de Cultura -especialmente por lo que se refiere a la universidad de verano Menéndez Pelayo, su más deslumbrante y escaparatero "peer en botija para que retumbe"-, envidiado e imitado por los departamentos homólogos de los Gobiernos autonómicos, los municipios, los entes paraestatales, bancos, cajas de ahorro o cualesquiera otras instituciones que tengan presupuesto cultural, se dirige resueltamente a un horizonte en el que la cultura, y con ella su misma concepción y su sentido mismo, se vea totalmente sustituida por su propia campaña de promoción publicitaria. La cultura quedará cada vez más exclusivamente concentrada en la pura celebración del acto cultural, o sea, identificada con su estricta presentación propagandística, tal como con paladina ingenuidad declara expresamente el autor de la carta transcrita al comienzo de este artículo: "Siguiendo nuestra costumbre, queremos subrayar especialmente el acto inaugural".

La misma degenerativa y reductora concepción de la cultura está detrás del sonrojante eslogan La cultura es una fiesta, que ha hecho tanta fortuna, y al que Santiago Roldán, rector de la Menéndez Pelayo es, por lo visto, un adicto cordial y convencido. El prestigio de la fiesta y de lo festivo parece haberse vuelto hoy tan intocable, tan tabú, como el prestigio de el pueblo y lo popular. No se diría sino que una férrea ley del silencio prohíbe tratar de desvelar el lado negro, oscurantista, de las fiestas, lo que hay en ellas de represivo pacto inmemorial entre la desesperación y el conformismo, y que, a mi entender, podría dar razón del hecho de que en el síndrome festivo aparezca justamente la compulsión de la destrucción de bienes o el simple despilfarro. Si esta suposición es acertada, dejo al lector la opción de proseguir la reflexión sobre lo que, para el contenido interno del asunto, podría significar y aparejar esa total identificación entre cultura y fiesta; yo, por mi parte, seguiré aquí ciñéndome al aspecto más externo.

Así, por si no bastaba el mimetismo con la mentalidad publicitaria de las grandes marcas para hacer que en esta Cena de Trimalción de la cultura socialista el mero gasto en sí mismo y por sí mismo resulte ya, sin más, convalidado como atributo cierto del decoro y hasta ingrediente de la calidad, viene a sumársele en igual sentido, mediante la homologación de la cultura como fiesta, la compulsión hacia el despilfarro sin residuo, cimentada tal vez en los más torvos y oprimentes lastres del sospechoso espíritu festivo. Otro factor que, como un casi inevitable acompañante natural, suele traer consigo tal propensión festiva y hasta festivalera de las actividades culturales, es el del imperativo de popularidad de, la cultura. Félix de Azúa, en un espléndido artículo (La política cultural `socialvergente', EL PAÍS, 17 de febrero de 1984), referido al ambiente catalán, señalaba la práctica identidad de directrices entre la política cultural de Convergència i Unió y la del Partido Socialista de Cataluña. Entresaco unas frases del artículo: "La política cultural de los socialistas catalanes tiende a un populismo de la peor especie idealista. Se trata, según dicen, de 'eliminar el elitismo' (...) o de 'promover el arte popular'. Caminan ciegamente en dirección a Max Caliner y la política cultural de Convergencia. (... ) Hay en este planteamiento un par de equívocos. El primero y superior es el del término lo popular. ¿Qué pueblo? ( ...) El segundo equivoco es el de la neutralidad y el miedo al dirigismo cultural. Se trata de un puro engaño. Dirigismo cultural lo hay siempre que existe financiación. Pero la izquierda trata de disimular la mala conciencia con el cuento de la cultura popular. Promover un cine de halago a las zonas más brutales y acéfalas de la sociedad

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(como Locos, locos carrozas) o financiar espectáculos que rozan lo patológico (como la práctica totalidad del teatro que se exhibe en Barcelona), con la excusa de que son populares, oculta la impotencia de los funcionarios para poner en pie una producción inteligente. Tratan de evitar críticas de la izquierda mediante el fantasmón del pueblo o de la tradición popular catalana, mientras ofrecen cifras de asistencia ( ... ), cifras que podrían multiplicarse por diez si se decidieran a financiar una ejecución pública, el espectáculo más popular de todos los tiempos". (Hasta aquí, Félix de Azúa.)

Sintetizando, en fin, con un ejemplo: puesto que, por una parte, la cultura es una fiesta, y las fiestas están obligadas a ser caras, una escenografía teatral barata, como lo es la cámara de cortinas, hallará resistencias entre los promotores, por el temor típicamente hortera de que el espectáculo pueda ser tachado de pobretonería o hasta indecencia; y puesto que, por otra parte, la cultura no ha de ser elitista, sino popular, de nuevo el uso de la cámara de cortinas se verá rechazado por el grave defecto de su carácter elitista. De modo, pues, que la cámara de cortinas -el más espléndido invento formal de la antigua vanguardia-, por el doblado achaque de no ser ni popular ni cara, sino, por el contrario, barata y elitista, se verá repudiada por los actuales promotores culturales, como algo doblemente indeseable, constituyéndose incluso en paradigma de lo que según ellos no hay que hacer.

Pero estos gobernantes socialistas, que a veces gustan de proclamarse machadianos, o no han frecuentado mucho el aula de Mairena, o ya ni lo recuerdan. Cuando Mairena expuso su proyecto ideal de centro de enseñanza, contraponía claramente una posible Escuela Superior de Sabiduría Popular, como lo rechazable, frente a una posible Escuela Popular de Sabiduría Superior, como lo deseable. Así que lo que Mairena propugnaba podría, muy ajustadamente, designarse como elitismo barato, en el que, por afectar la baratura tan sólo a la actividad de la enseñanza, no al saber enseñado, la tal escuela podía permitirse concebir la aspiración de llegar algún día a hacer mayoritario ese saber. La política cultural de este Gobierno hace lo exactamente inverso al elitismo barato de Mairena: un populismo caro; mejor dicho, carísirno, ruinoso. Aunque, eso sí, "festivo y refrescante", sobre todo si en el concepto de refrescos entran también los vinos y licores.

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