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R e v i s t a I b e r o a m e r i c a n a

d e T e o l o g í a

N ú m e r o 4

e n e r o - j u n i o • 2 0 0 7

U n i v e r s i d a d I b e r o a m e r i c a n a

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REVISTA IBEROAMERICANA DE TEOLOGÍA

Publicación semestral, órgano oficial del Departamento de Ciencias Religiosas de la Universidad Iberoamericana, A.C.

www.uia.mx/ribet Núm. 4, enero - junio, 2007

Comité Editorial:

Carlos Soltero, Javier Quezada, Miguel Ángel Sánchez, Christa P. Godínez, Barbara Andrade, José de J. Legorreta, Alexander Zatyrka

Coordinador Editorial: José de Jesús Legorreta Zepeda Secretario: Javier Quezada del Río

Distribución: Universidad Iberoamericana, A.C. Prolongación Paseo de la Reforma 880 Col. Lomas de Santa Fe 01210 México, D.F. Impresión: Diseños e Impresos Sandoval Salto del Agua 274 Col. Evolución 57700 México, D.F. Tel. 5793-4152 Derechos reservados conforme a la Ley de Derechos de Autor No. 04-2004-112916541700-102 Certificado de licitud de título: en trámite Certificado de licitud de contenido: en trámite ISSN 1870-316X Impreso en México Printed in Mexico

Toda colaboración o correspondencia deberá dirigirse a: Revista Iberoamericana de Teología Departamento de Ciencias Religiosas Universidad Iberoamericana, A.C. Prol. Paseo de la Reforma 880 Col. Lomas de Santa Fe 01210, México DF. Tel.: (55) 950 4035 Fax: (55) 950 4256 E.Mail: [email protected] Tiraje: 500 ejemplares Todo artículo firmado es responsabilidad de su autor. Se prohíbe la reproducción de los artículos, sin consentimiento del editor.

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Contenido ARTÍCULOS

Eclesiología de comunión y psicoanálisis 7 Carlos Domínguez

Teología del laicado y reforma de la Iglesia: la eclesiología de Juan A. Estrada 31 José de J. Legorreta

El paradigma que viene: reflexiones sobre la teología del pluralismo religioso 55 José María Vigil

El quehacer teológico en el contexto del diálogo entre las culturas en América Latina 73 Raúl Fornet Betancourt Desafíos y esperanzas para una teología moral desde América Latina 85 Sebastián Mier

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NOTICIAS

Un nuevo libro sobre el Deuteronomio 99 Carlos Soltero

Bernard Lonergan y el caso de las grabaciones faltantes 103 Armando Bravo

Discusión actual sobre la relación entre fe y razón como fuentes de la moral 109 Miguel Ángel Sánchez

COLABORADORES EN ESTE NÚMERO 113

NORMAS PARA LA PRESENTACIÓN DE ORIGINALES 115

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Carlos Domínguez

Eclesiología de comunión y psicoanálisis

Carlos Domínguez

Universidad de Granada

Resumen El aggiornamento de la Iglesia hacia una eclesiología de comunión supone un ajuste de cuentas con la manera tradicional de entender la autoridad y obe-diencia en la Iglesia. En este cometido Carlos Domínguez echa mano de los aportes del psicoanálisis para mostrar los profundos mecanismos que condi-cionan las relaciones entre los creyentes, así como las patologías que dificul-tan la experiencia eclesial como una fraternidad.

Summary The ‘aggiornamento’ of the Church towards an ecclesiology of communion implies that an adjustment needs to be made to the traditional understanding of authority and obedience in the Church. To achieve this, Carlos Domínguez takes into account psychoanalysis’s contribution to show the deep mechanisms that condition the rela-tionship between believers, as well as the psychological disorders that make difficult to experience the Church as a brother/sisterhood. Las relaciones de autoridad y obediencia constituyen, sin duda, un capítulo problemático dentro de la teoría y la praxis de la Iglesia. La difícil tarea de articular la libertad cristiana con el sometimiento a unas leyes o normativas determinadas, o la de la fidelidad a la propia conciencia con la disponibili-dad exigida por la institución religiosa respecto a sus disposiciones, plantea problemas de no fácil resolución y dan lugar a una fuente permanente de conflictos en la vida eclesial. Los estudios bíblicos, eclesiológicos y dogmáti-cos han centrado con frecuencia su atención sobre toda una serie de núcleos problemáticos que surgen en el intento de conciliar esos dos polos referentes a una necesaria libertad y obediencia cristianas.1

1 Baste recordar K. RAHNER, Toleranz in der Kirche, Herder, Friburgo 1977; A. MÜLLER, El problema de la obediencia en la Iglesia, Taurus, Madrid 1970; C. DUQUOC, “Obediencia y libertad en la Iglesia”, Concilium 159 (1980) 389-402 ó el número titulado “Obedecer y ser libres en la Iglesia”, Sal Terrae 78 (1990) con trabajos de J. I. GONZÁLEZ FAUS, J. A. ESTRADA, J. M. LABOA y del mismo DUQUOC.

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La psicología, por su parte, ha llevado a cabo investigaciones que, desde diversas orientaciones metodológicas, han intentado sacar a la luz las moda-lidades de dicho tipo de comportamiento humano, así como de sus motiva-ciones y de sus repercusiones psíquicas más importantes. No cabe duda de que dichos estudios, al evidenciar muchas motivaciones ocultas tras estraté-gicas defensas y racionalizaciones, podrían contribuir de modo importante al desarrollo de nuevas visiones eclesiológicas. Para el creyente posfreudiano, el tema de la obediencia a la autoridad se hace especialmente sospechoso por la posibilidad de encubrir infantilismos profundos y tentaciones camufladas. El psicoanálisis nos ha hecho saber que la negación del propio deseo en favor de las figuras de autoridad, así como la imposición de ese deseo sobre los otros, puede poner en juego toda una serie de reacciones inconscientes vinculadas a temas muy decisivos de nuestro pasado infantil.

1. Las necesarias relaciones de obediencia No existe unanimidad a la hora de definir las relaciones de obediencia. Para algunos, la obediencia tiene lugar cuando un sujeto modifica su comporta-miento a fin de someterse a las órdenes de una autoridad legítima.2 Otros la consideran como una conformidad con las reglas y órdenes.3 En la obedien-cia, sin embargo, nos interesa destacar que el propio deseo, a la hora de determinar la conducta, queda en función del deseo de otro al que se le con-cede una autoridad. El conformismo, con razón, ha sido considerado un pariente próximo de la obediencia en cuanto que también exige una reduc-ción de la iniciativa personal y la aceptación de una dirección que viene de fuera. El deseo del otro se impone también anulando o dejando al margen al propio deseo. Sobre la necesidad en la vida individual y social de unas relaciones de obe-diencia no haría falta insistir; por más que ello pueda suponer una cierta heri-da a nuestro narcisismo, que tantas veces sueña con una libertad omnímoda en las relaciones con los otros. Es evidente que la responsabilidad exige el respeto a las leyes y normas necesarias para el bien común y que determinadas posi-ciones de corte anarquista esconden la misma tentación de omnipotencia que luego descubriremos en ciertos tipos de personalidades autoritarias. Desde un punto de vista estrictamente biológico se pone de manifiesto en pájaros, anfibios y mamíferos la necesidad de unas estructuras de dominio que en la especie humana tendrán su análogo en unas estructuras de autori-

2 Cf. J. M. LEVINE /M. A. PAVELCHAK, “Conformidad y obediencia”, S. MOSCOVICI, Psicología Social, Paidós, Barcelona 1985, I, 62. 3 H. B. ENGLISH/A. C. ENGLISH, Diccionario de Psicología y psicoanálisis, Paidós, Buenos Aires 1977, s.v. Obediencia.

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dad.4 En el entramado social, una organización jerárquica contribuye, sin duda, a una mejor defensa ante los peligros de la vida y proporciona, me-diante la delimitación de funciones, una estabilidad y una armonía en las relaciones humanas. Y todos sabemos cómo en determinadas ocasiones, el desafío a la autoridad puede provocar situaciones de violencia peligrosas para la estabilidad de un grupo o colectividad. El comportamiento de obe-diencia, pues, hay que pensar que ha sido modelado por cuestiones que afectan a la misma supervivencia. En esta misma línea hay que reseñar también la importancia que el psicoaná-lisis atribuye a las relaciones de obediencia en la constitución, desarrollo y estabilidad del sujeto humano. La experiencia clínica ha demostrado, en efecto, que la falta de autoridad (el así llamado laissez faire) acarrea a menudo trastornos de importancia tales como son la debilidad del Yo, la angustia, la predisposición para la neurosis o, incluso, para la psicosis.5 En este mismo sentido resulta, sin duda, sugerente el hecho de que Freud llegara a atribuir el incremento de las neurosis en nuestras sociedades mo-dernas a la pérdida de la autoridad que ha supuesto el debilitamiento de la religión, a pesar del juicio que ya sabemos que ésta le merecía.6 En un plano diferente merece recordarse también el hecho de que el mismo Freud sitúe en la “obediencia y paciente sumisión a los consejos del médico” gran parte de la eficacia que puede brindar el tratamiento psicoanalítico.7 La obediencia, pues, necesaria para el desarrollo de la personalidad e im-prescindible, como relación que asegura el mantenimiento de la estabilidad social supone, sin embargo, un modo de relación personal bastante complejo en el que se implican motivaciones de carácter muy variado y que pueden dar lugar a resultados muy diversos, destructivos también, tanto en el plano de lo individual como de lo colectivo.8

4 Cf. N. TINBERGEN, Social Behavior in Animals, Chapman & Hall, Londres, 1953 y P. MARLER, Mechanisms of Animal Behavior, Wiley, Nueva York 1966. 5 Cf. a este respecto las importantes anotaciones que hacen S. LEBOVICI y M. SOULÉ, en su obra El conocimiento del niño a través del psicoanálisis, Fondo de Cultura Económica, México 1973, particularmente en el capítulo titulado “Las bases de la autoridad e indulgencia y privación”, 325-331; Cf. también F. BOURRICAUD, Esquisse d'une théorie de l'autorité, Plon, París 1961, o la obra en tres volúmenes de la psicoanalista francesa F. DOLTO, Tener hijos, especialmente el primer volumen, ¿Niños agresivos o niños agredi-dos?, Paidós, Barcelona 1981-1982. 6 Cf. S. FREUD, El porvenir de la terapia psicoanalítica, 1910 en Gesammelte Werke, S. Fischer Verlag, Frankfurt del Main, 1943 (= G. W.) VIII, 109; Obras completas, Biblioteca Nueva, Madrid 1973 (= O. C.) II, 1567. 7 S. FREUD, Lecciones introductorias al psicoanálisis, 1916-17, G. W., X, 2; O. C., II, 2125. 8 Habría que recordar a este respecto el estudio experimental realizado por Stanley MILGRAM sobre las relaciones de obediencia. En él se hizo patente de qué modo los

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2. Obediencia y amores primeros El análisis psicodinámico de las motivaciones en las relaciones de obediencia muestra dos factores básicos enraizados ambos en el mundo afectivo infantil. El primero de ellos guarda una íntima relación con el estado de indefensión primera con la que venimos al mundo. Esa situación de indefensión, en efecto, nos hará vivir en una subordinación total a las personas que nos atienden y de las que va a depender no sólo nuestra supervivencia sino también nuestra misma confianza básica en la vida, nuestros sentimientos profundos de auto-nomía o nuestra capacidad para la posterior iniciativa personal.9 Desde esta situación de indigencia, biológicamente predeterminada, la obe-diencia se constituye en una de las modalidades básicas para resolver la inde-fensión. Obedecer llega a constituirse, durante la infancia, en una cuestión de vida o muerte. Por otra parte, además, la obediencia, unida a los sentimientos infantiles de omnipotencia, adquiere un carácter de comportamiento mágico con el que el niño cree garantizar su protección. “Si obedecemos nuestra vida estará resuelta”, ese es el esquema latente que parece jugar en estos primeros momentos de nuestra existencia. Pero además, la obediencia vendrá a consti-tuir también a lo largo de los primeros años de nuestra vida uno de los modos privilegiados para asegurarnos una buena imagen de nosotros mismos. Algo –no lo olvidemos– casi tan decisivo como la misma supervivencia. Obedecer, en efecto, nos reasegura como objetos buenos, valiosos, salvados. No obedecer, sin embargo, moviliza sentimientos muy negativos y difíciles de tolerar para el propio Yo, como son los sentimientos de ser malos, dañinos, no valiosos ante nosotros mismos y ante los demás Todo indicio de amor al niño por parte del adulto tiene el mismo efecto que el suministro de leche para el lactante. El niño, por ello, pierde su propia autoestima cuando cree que ha perdido el amor de los mayores y la logra cuando piensa que ha recuperado ese amor. Es esto –afirma Fenichel– lo que hace que los niños sean “obedientes y educables”.10 Su necesidad de cariño

sujetos pueden eludir su propia responsabilidad infringiendo daño a otras personas si lo hacían bajo las órdenes de alguien a quien se le concedía autoridad. La obediencia –concluyó S. MILGRAM– es más peligrosa que la bomba atómica. Y no podemos olvi-dar que quienes arrojaron la bomba atómica o infringieron torturas en Irak o Guantá-namo pretendieron encontrar una exculpación en que obedecían a sus superiores “Si la humanidad –concluye MILGRAM– necesita de la obediencia para sobrevivir, necesita junto a ella todavía más de la capacidad para evaluar a la autoridad”. Cf. S. MILGRAM, Obediencia la autoridad: un punto de vista experimental, Desclée de Brouwer, Bilbao 1979. 9 Cf. a este respecto el esquema de desarrollo que nos ofrece E. ERIKSON, en su obra ya clásica Childhood and Society, Norton, Nueva York 1950, particularmente en el cap. 7 “Eight ages of man”, 239-266. Sus relaciones con el tema de la obediencia las expone J. DOMINIAN, La autoridad, Herder, Barcelona 1979, 53-63. 10 Cf. O. FENICHEL, Teoría psicoanalítica de las neurosis, Paidós, Buenos Aires 1957, 59-63.

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es tan grande, que están dispuestos a renunciar a las satisfacciones que sean precisas con tal de obtener como promesa ese cariño o de evitar las amena-zas de su retirada. Nadie queda exento de que esas primeras experiencias de la vida se reacti-ven en cualquier momento ante determinadas circunstancias de su adultez. La nostalgia de unos seres poderosos que nos salvaron a cambio de nuestra actitud obediente perdura de un modo u otro como residuo de nuestro pa-sado infantil. Las instituciones sociales, por otra parte, parecen intuir pro-fundamente estos anhelos que, como hemos visto, se presentan biológicamente predeterminados. Como los adultos de nuestra infancia también ellas nos prometen la protección a cambio de nuestra docilidad. “Si obedeces serás protegido”, parecen insinuarnos. En ello las autoridades terrenas, tal como más tarde tendremos ocasión de analizar, saben presentarse ante nosotros con la arrogancia de un Dios. Obedecer dentro de esta dinámica equivale entonces a un intento, a veces desesperado, por vivenciarnos ante nosotros mismos como “niños buenos para mamá”. Porque la madre, aunque esté muy lejos o ni siquiera exista ya, pervive en nuestro psiquismo como un objeto internalizado que nos acaricia y nos proporciona el experimentarnos como buenos y valiosos o nos amena-za con su retirada de amor; con lo que nuestros sentimientos hacia nosotros mismos vendrán a ser automáticamente de minusvalía o de autodesprecio. Algunos sujetos parecen marcados estructuralmente por esta dinámica en sus relaciones de obediencia. Para ellos, obedecer equivale a obtener la ga-rantía del acertar en las decisiones. La responsabilidad no será nunca suya sino de los de arriba, en quienes depositan toda su confianza. Los jefes y superiores –esto es importante– quedan investidos así de la omnipotencia que en la infancia atribuyeron también a esos seres formidables que le asis-tieron en su indigencia suprema. Una fantasía de totalidad sustenta a estos modos de relación infantil con los de arriba. Como nos dijo Freud a propósi-to de la religión, se da en estas situaciones una cesión de la omnipotencia infantil, sólo que en lugar de realizarse en favor de los dioses, aquí se lleva a cabo en favor de los jefes y superiores a los que, como a los padres durante la infancia, se les atribuye el todo poder y el todo saber. Tal como afirma María Josefa García Callado, insistiendo en este carácter omnipotente que anida en las relaciones infantiles de obediencia, la autoridad se convierte para estas personas en “una especie de surtidor-protector-guía que nutre y orienta el sentido del yo”.11

11 M. J. GARCÍA CALLADO, “Falseamientos de la libertad y la obediencia”, Sal Terrae 78 (1990) 305. Cf. También J. A. GARCIA-MONGE, “Psicología de la sumisión y psicología de la responsabilidad”, Sal Terrae 84 (1996) 21-34.

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Resulta evidente que bajo estas modalidades, la obediencia pierde todo el carácter adaptativo que pueda tener, para responder exclusivamente a una necesidad puramente subjetiva. No es el contenido concreto de la orden a ejecutar lo que importa al sujeto sino el deseo de quien procede la orden, situando muy en segundo plano el contenido objetivo de ese deseo. El psicoanálisis ha mostrado las vinculaciones profundas que existen entre la autoridad y el amor.12 Son motivaciones de orden libidinal las que, en efecto, conducen con frecuencia a las posiciones de rendida sumisión a la autoridad y a la docilidad crédula frente a ella. Como delante del hipnotizador, tam-bién ante las figuras de autoridad se puede debilitar el juicio y por análogos motivos: por la actuación de unas vinculaciones afectivas que remiten al pasado de dependencia infantil. Ello es lo que le hace concluir a Freud que “la credulidad del amor constituye una fuente importante, si no la primitiva, de la autoridad”.13 Los primeros amores de nuestra vida, amores predeterminados por la indi-gencia suma en la que la vida nos sitúa a los humanos en los primeros pe-ríodos de la existencia, se constituyen, pues, en un impulso decisivo para adoptar posiciones de sumisión ante esas figuras de autoridad en las que podemos creer encontrar una potencia protectora. Indefensión-amor-obediencia se presentan de este modo como una de las claves dinámicas más importan-tes en determinadas posiciones de sumisión ante la autoridad.

3. La ambivalencia de la sumisión o la rebeldía El análisis psicodinámico de las relaciones con la autoridad nos conduce ahora a otro tipo diverso de motivaciones, enraizadas también en los lejanos períodos de la infancia. En ellos, la sumisión o la rebeldía permanentes fren-te a la autoridad pueden constituir las dos caras de una misma moneda: una aspiración a manejar los hilos de la omnipotencia. El primitivo sentimiento de radical dependencia infantil respecto a los pa-dres que hemos analizado va dejando lugar a un sentimiento en el que el temor y la rivalidad comienzan a entrar en juego. El niño llegado un deter-minado momento comienza, en efecto, a temer el poder de los padres que aparecen ante sus ojos como llenos de fuerza y con unas enormes capacida-des para persuadir, ordenar, castigar, evaluar o manipular. La figura pater-na, de modo particular, se constituye en el contexto de la situación edípica como una figura autoritaria y como un objeto de competición. La ambivalen-

12 “Los argumentos que no tienen por corolario el hecho de emanar de personas amadas, no ejercen ni han ejercido jamás la menor influencia en la vida de la mayor parte de los humanos” nos dice FREUD en las Lecciones introductorias al psicoanálisis, 1916-1917, G. W., XI, 463; O. C., II, 2400. 13 S. FREUD, Tres ensayos para una teoría sexual, 1905, G. W., V, 49-50; O. C., II, 1181.

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cia afectiva, esa doble corriente simultánea de amor y hostilidad, impregna toda la relación parental. Freud ha insistido en la permanencia de esas relaciones ambivalentes frente a las representaciones parentales y en sus prontos desplazamientos sobre otras figuras de autoridad. El niño, nos dice, pasa de considerar a sus padres como única fuente de fe y autoridad, a dudar de las cualidades únicas e incomparables que les había adjudicado.14 Pronto comenzará a desplazar el alto ideal que sobre ellos había proyectado a otras figuras y representaciones de autoridad entre los cuales, el maestro vendrá a ser de las primeras y privi-legiadas. Pero también sobre esas nuevas representaciones de poder dirigirá sus sentimientos ambivalentes en una mezcla de admiración y respeto, por una parte, y de competencia y hostilidad por otra. Nuestra actitud hacia ellos –nos dice Freud– será por siempre “sin remedio ambivalente, pues la vene-ración que por ellos sentimos encubre siempre su componente de hostil rebeldía”.15 Tanto la rebelión como la propiciación se continúan así intrapsí-quicamente y los objetos externos pueden ser usados como “testigos” de esas luchas internas. El modo que adopte la posición de rebeldía o de sumisión frente a las futuras representaciones de la autoridad dependerá en buena medida de la diversa articulación que con la que se configure en cada cual los polos positivos (amor) y negativos (hostilidad) de la ambivalencia. Una cuestión de totalidad, sin embargo, estará siempre de por medio cuando la relación con esas figuras de autoridad se vea marcada por unos caracteres apriorísticos de sumisión o de rebeldía constantes, que parecen funcionar al margen de los contenidos que la enmarcan. Cuestión de totalidad que, como sabemos, caracteriza a la estructura edípica irresuelta; pues esa situación edí-pica tan sólo se supera por la renuncia a la omnipotencia del deseo y por la aceptación de una posición limitada, contingente y, podríamos decir, sencilla-mente humana. Hay que aceptar la falibilidad del padre y hay que dar por perdida para siempre la supuesta omnipotencia y omnisciencia que se le atri-buyó con la secreta esperanza de reconquistarla algún día para sí mismo. En la posición de necesaria rebelión, de negativa a priori para conceder una validez a los planteamientos de quien posee la autoridad parece, en efecto, que se tratara ante todo de una “cuestión personal”, de una oposición irre-ductible entre quien posee el poder y quien no lo posee: el poder oculta esa fantasía de omnipotencia, y, entonces, todo queda planteado en una especie de “o tú o yo” irreductible. “Tú no eres el que sabe y el que puede, ese soy yo”, parece decir el eterno rebelde. “No te concedo la omnipotencia que un día pretendió arrebatarme mi padre”. Hay una imposibilidad para reconocer cualquier tipo de razón a quien posee cualquier estatuto de autoridad. El

14 Cf. S. FREUD, La novela familiar del neurótico, 1909, G. W., VII, 228; O. C., II, 1361. 15 S. FREUD, Premio Goethe, 1930, G. W., XIV, 296; O. C., III, 3071.

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poder, en estos casos, suele ser a la vez lo más odiado y lo más profunda-mente amado y deseado. La rebelión, evidentemente, hay que planteársela como la otra cara de la dependencia infantil. El rebelde necesita de la autoridad para existir, de idéntico modo que el sumiso. Ni uno ni otro han logrado la necesaria aun-que siempre dolorosa liberación de la autoridad de sus padres.16 Para el sumiso, la afirmación del propio Yo resulta realmente un peligro. Prefiere, por eso, atribuir la afirmación de su ideal narcisista de omnipoten-cia sobre las figuras que están “arriba”, que, de ese modo, quedan investidas de la totalidad. El jefe, el maestro, el superior, como aquel padre imaginario de la infancia, lo sabe y lo puede todo. Aquí la tentación resulta ser la de poner la omnipotencia a favor propio por medio de la identificación con las figuras, a las que imaginariamente se les atribuye el todo poder y saber. Tanto más si a esas figuras se les considera también como portavoces de la voluntad de Dios. La omnipotencia queda así garantizada, proporcionando al propio existir una seguridad de matiz claramente fetichista. Sin embargo, un análisis más profundo nos hace ver que tampoco para el sumiso queda definitivamente resuelta la ambivalencia afectiva frente a las figuras de autoridad. Tras tanta reverencia, sumisión, responsabilidad y obediencia, la dimensión hostil frente a los padres imaginarios pervive más o menos disimulada o más o menos desplazada en otros comportamientos. Beirnaert ha descrito con maravillosa precisión la dinámica inconsciente que suele desarrollarse en este tipo de situación.17 Frente al polo hostil (activo aunque no reconocido), se desarrollan un con-junto de defensas que pretenden reducir su potencial peligrosidad. La más eficaz de esas defensas consiste en erigir una serie de “formaciones reacti-vas”, es decir, una serie de comportamientos que se caracterizan por ser precisamente los más opuestos a los realmente deseados. De ese modo, la idealización del jefe, del superior, del maestro se va haciendo progresiva, como defensa frente a la agresividad oculta que se experimenta contra ellos. Es así como se llega a esa situación, tan afectivizada como poco racional, que denominamos “culto a la personalidad” y que tantos creyentes creyeron ver

16 En este sentido FREUD afirma que “existe cierta clase de neuróticos cuyo estado se halla evidentemente condicionado por el fracaso ante dicha tarea” (de liberación de la autoridad de sus padres): La novela familiar del neurótico, 1909, G. W., VII, 228, O. C., II, 1361. Esa liberación de los padres que se lleva a cabo particularmente durante el período de la adolescencia es la que, según FREUD, crea la contradicción de la nueva generación con respecto a la antigua tan necesaria para el progreso de la civilización. Cf. Tres ensayos para una teoría sexual, 1905, G. W., V, 126-127; O. C., II, 1227 y Lecciones introductorias al psicoanálisis, 1916-1917, G. W., XI, 349; O. C., II, 2332-3. 17 Cf. L. BEIRNAERT, “Note sur l'autorité de l'autorité”, Aux frontières de l'acte analytique, Seuil, París 1987, 112-115.

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reflejada alrededor de la vida y, sobre todo, en las ceremonias fúnebres de Juan Pablo II. Las racionalizaciones de corte religioso, como la historia nos ha podido demostrar, se prestan particularmente bien para justificar esa dinámica progresiva en la sacralización del poder. Omnipotencia negada al poder pero inconscientemente deseada en la rebel-día por sistema. Omnipotencia también concedida a los poderosos jefes, maestros o superiores en el deseo de tenerla a favor mediante la identifica-ción sumisa con ellos. En ambos casos, la negativa a afrontar la propia res-ponsabilidad con el riesgo permanente de equivocarse en las decisiones, que es, sin embargo, el precio necesario que debemos pagar para acertar en la fidelidad al propio deseo.

4. Las tentaciones de la obediencia “Sabemos que la mayoría de los seres humanos necesitan imperiosamente tener una autoridad a la cual puedan admirar, bajo la que puedan someterse, por la que puedan ser dominados y, eventualmente, aun maltratados”.18 Esta afirmación de Freud, con todo lo que pueda tener de provocativa, comporta, sin embargo, una dosis considerable de verdad. Son múltiples las situaciones humanas que parecen confirmar, de hecho, esa escandalosa situación. La relación de obediencia puede constituir, entonces, una poderosa tentación para eludir el propio deseo y paliar el peso de nuestra responsabilidad. El psicoanálisis, nos ha desvelado muchos de los hilos que mueven esa extraña necesidad que sienten con frecuencia los seres humanos. La obediencia se presta, como hemos visto, a unas terribles fascinaciones enlazadas particularmente con nuestro pasado infantil. Quizás por ello, adquirir la capacidad para ser libres frente a las representaciones de autori-dad (libres en la aceptación de la autoridad que se considere pertinente y libres para posponerlas convenientemente cuando la fidelidad a la propia conciencia así lo exija), constituye una de las tareas más difíciles, quizás nunca del todo lograda, y, quizás por ello también, más liberadora de cuan-tas podamos proponernos en nuestra vida. La libertad para vivir más allá de la buena o de la mala mirada que desde arriba puede venir sobre nosotros, sin ser atrapados, por tanto, ni por la complacencia, al ser considerados “buenos sujetos” cuando así seamos juzgados, ni por la amargura enojada de ser proscritos o deportados fuera de las esferas donde se manejan los hilos del poder. Las tentaciones que brindan las relaciones de obediencia poseen, en efecto, una fuerza que para muchos se convierte sencillamente en irresistible. La diversa estructuración y fortaleza del propio Yo hay que contarla como una

18 S. FREUD, Moisés y la religión monoteísta, 1938, G. W., XVI, 217; O. C., III, 3307.

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de las variables más importantes que entran en juego a la hora de relacionar-se con las figuras de la autoridad. Un Yo empobrecido por los esfuerzos continuos en mantener a raya los propios contenidos pulsionales reprimidos será, según Freud, un terreno también abonado para entregarse rendidamen-te a la autoridad en búsqueda de un apoyo externo.19 A un nivel más amplio del que hemos analizado hasta ahora, la relectura atenta del texto freudiano Psicología de las masas y análisis del Yo, podría apor-tarnos una luz importante sobre lo que constituyen las relaciones con la autoridad consideradas a un nivel colectivo. La necesidad de ser amados, orientados, aconsejados, dirigidos e incluso amonestados por un jefe, puede ser en cualquier momento activada en el seno de un grupo social, como estratagema para sustituir el Ideal del Yo individual por el de un padre ad-mirado y protector de todos.20 Con ello Freud nos hace conscientes de las vinculaciones de orden libidinal que se encuentran de modo latente en la relación con las figuras de autoridad. Unas cuestiones de amor están efecti-vamente por medio. Los tiempos de crisis parecen, sin duda, incrementar esta necesidad de figu-ras fuertes a las que rendir culto y admiración. Es la tentación de encontrarse delante de esa imagen que Freud analizó de modo tan perspicaz en el texto titulado El gran hombre:21 la tentación de entregarse a la añoranza del padre omnipotente imaginado durante los años de la infancia. Desde un ángulo diverso, estudios provenientes del campo de la psicología social nos han hecho ver cómo las personas y los grupos tienden a reaccionar favorablemente ante cualquier tipo de caudillaje cuando son personalidades inseguras o cuando las circunstancias de la vida las sitúan en una posición de duda o ambigüedad. Hitler –se ha dicho con razón– fue también una creación de los deseos de la mayoría de sus súbditos, una creación de orden psicosociológico.22 Las tentaciones del conformismo en las relaciones de obediencia pueden ser tanto más fuertes en cuanto que el comportamiento de oposición a la autori-dad en la desobediencia cuenta, al menos, con dos frenos muy importantes. Por una parte, en la desobediencia podemos encontrar un freno de orden

19 Cf. en este sentido el texto ya citado de FREUD, El porvenir de la terapia psicoanalítica, 1910, G. W., VIII, 109; O. C., II, 1567. 20 Cf. S. FREUD, Psicología de las masas y análisis del Yo, 1921, G. W., XIII, 71-161; O. C., III, 2563-2610, especialmente 129-144; 2592-2600. 21 S. FREUD, “El gran hombre” en Moisés y la religión monoteísta, 1938, G. W., XVI, 214.218; O. C., III, 3305-3308. 22 Cf. H. L. ANSBACHER, “Attitudes of German prisoners of war: a study of the dy-namic of national-socialistic followership”, Psychol. Monogr. 62 (1948). La Escuela de Frankfurt, como sabemos, se ha ocupado también ampliamente de analizar las condi-ciones psico-sociales del surgimiento nazi.

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interno que puede llegar a ser decisivo: el de los sentimientos de culpa. En la desobediencia, por otra parte, podemos encontrar también un importante freno externo que puede ir desde una sanción hasta (y, a veces, esto es más decisivo), el rechazo del otro y, potencialmente, del grupo también. En la obediencia, sin embargo, más que un freno nos encontramos fácilmente con un potente acelerador: mediante ella podemos tener la seguridad de ser bien vistos y considerados desde arriba, importante gratificación, y, desde ahí, experimentar también la mirada beneplácita de nuestro interno Superyó.

5. Las tentaciones de la autoridad Desde el campo de la psicología y, particularmente del psicoanálisis, el ejer-cicio de la autoridad ha sido analizado como un sector de la conducta que fácilmente pone en juego mecanismos muy primitivos, generalmente de carácter inconsciente. El ejercicio de la autoridad, tan necesario para el des-envolvimiento de la vida social y de los grupos que la componen, constituye, como el de la obediencia, un terreno sumamente arriesgado para las relacio-nes interpersonales. Cuando mandamos se movilizan fácilmente en nosotros todo un mundo de deseos y de temores que, por lo demás, escapan con fre-cuencia a nuestra propia conciencia. Desde los momentos de la infancia, el ejercicio de un nuevo poder o habili-dad es susceptible de proporcionar una satisfacción. Placer de hacer andar, actuar, organizar, regentar o de manejar asuntos o personas. Pero además de esta natural satisfacción, el poder proporciona también otro goce de corte más puramente narcisista: no el de mandar sino el de ser el que manda. Como afirma Gallimard, ser como Dios, situarse en su lugar, ha sido siempre la tentación de nuestra naturaleza pecadora.23 Y, en efecto no parece que sea Eros, sino Narciso el santo patrono del poder; con lo que tendríamos que pensar que la pretendida “erótica del poder” es en su esencia una erótica de corte narcisista.24 A este respecto no deja de ser un factor relevante a tener en consideración el hecho de que en la institución religiosa el poder sea ejercido por personas célibes. Personas, por tanto, que procuran derivar lo más importante de su energía libidinal hacia un campo que no es el que, de modo primario, esa energía libidinal pretendería: una relación de pareja con la que poder crear una familia. Las pulsiones eróticas van a cambiar de objeto y de fin, a través de los mecanismos de sublimación, para condensarse en un valor socialmente importante, que sería el del servicio al reino de Dios. Pero no cabe duda, que ese nuevo objeto puede servir también de estratagema para

23 P. GALLIMARD, “Les tentations de l'autorité“, Le Supplément 16 (1963) 5-19. 24 En ello ha insistido N. USCATESCU, en su trabajo titulado: “El poder: del narcisismo a la violencia”, Verbo 285-6 (1990) 667-684.

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obtener unas satisfacciones de otro orden. Las del ejercicio del poder y la autoridad pueden encontrarse entre las más importantes y atrayentes. En la dinámica celibataria será siempre una tentación la de derivar la satis-facción hacia la “erótica del poder”. Un poder sobre los otros libidinizado, por más que pueda racionalizarse con pretendidos discursos eclesiológicos o espirituales. El propio Yo se convierte entonces en el auténtico objeto al que se han desplazado las satisfacciones que se pretendieron retirar del campo directamente libidinal. Connotaciones de orden perverso, además, particu-larmente de carácter sadomasoquista, pueden entrar fácilmente en juego en el sometimiento de los demás, en la erradicación y negación del deseo del otro para acomodarlo al propio deseo y aspiración. El amor al poder o también, como veremos más adelante, el miedo a ejerci-tarlo convenientemente, pueden alzarse como escollos importantes en la vida de las personas y de los grupos. Particularmente el ansia de poder y la forma despótica de ejercitarlo ha sido frecuentemente objeto de atención por parte del psicólogo social y del psicoanalista. Motivos de orden socio-político han determinado en gran parte esta especial atención, como fue en el caso de los estudios de la denominada Escuela de Frankfurt sobre “la personalidad autoritaria”.25 Desde un enfoque más propiamente psicoanalítico, Klein y su escuela han sabido iluminar las debilidades que se esconden tras el ejercicio del autorita-rismo. Sus análisis nos han hecho ver cómo el amor al poder deriva de un intento directo por controlar los peligros internos. Desde esta perspectiva, lo más temido se encuentra situado en el carácter incontrolable que poseen nuestros propios impulsos y, de modo particular, nuestros impulsos destruc-tivos. Frente a ellos nos sentimos auténticamente “desamparados”. Acoger-se, entonces, a una fantasía de omnipotencia resulta un modo “eficaz” de evitar los peligros y las ansiedades movilizadas ante nuestro propio desam-paro. Mediante esa fantasía de omnipotencia el sujeto cree controlar todas las situaciones potencialmente dolorosas y así tener acceso a todo lo útil y deseable tanto dentro como fuera de nosotros. Esa fantasía de omnipotencia, con la que lograr una seguridad, adquiere un carácter especialmente agresi-vo en la ambición de poder. Poder que tendrá tanto más peligro de caer en lo tiránico y dictatorial, cuanto mayores sean las necesidades de seguridad que se pretenden cubrir con él. Joan Riviere y Melanie Klein nos advierten cómo, en determinadas situacio-nes, esa fantasía de omnipotencia y de poder sobre los otros se intenta, no por la vía del dominio agresivo sobre los otros, sino, muy al contrario, por el

25 Cf. T. W. ADORNO, Studies in the Authoritarian Personality, Gesammelte Schriften, 9, 1, Suhrkamp, Frankfurt 1975, 145-509, especialmente las páginas 474-ss (The authoritarian Syndrome).

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camino del amor. En particular, se nos alude a los modos de actuación de determinados líderes religiosos en los que se haría perceptible esta modali-dad de control omnipotente sobre los demás. Pero un análisis más profundo nos haría ver que en realidad, el amor vendría a ser en estos casos una simu-lación para ocultar un deseo de poder, que siempre es de naturaleza egoísta, sin amalgama de ningún grado de interés por el otro.26 El empeño en lograr poder y prestigio sobre los demás parece responder, en efecto, a una necesidad de combatir en el exterior temores internos. Dentro de ese conjunto de temores y ansiedades primitivas que la persona ansiosa de poder trata de negar mediante su control de los otros, juegan un papel cru-cial los sentimientos inconscientes de culpabilidad. Como nos ha hecho ver Fenichel, cuanto más poder tiene una persona, menos necesidad tiene de justificarse. Sabemos muy bien que, en efecto, el aumento de autoestima reduce considerablemente los sentimientos de culpabilidad. Por ello, la per-sona inflada de poder (real o imaginario) se experimenta como algo tan importante y valioso que difícilmente va a experimentar sentimientos de culpabilidad. Es más, ella misma se siente con la capacidad para determinar, sin otra referencia que su propio Yo, lo que es bueno o lo que es malo.27 En situaciones límites, su atropello sobre los otros puede crear un círculo vicio-so de culpa y negación de la culpa mediante el acrecentamiento del poder, que conduzca a tiranías tan perversas como la historia reciente de la huma-nidad ha podido, desgraciadamente, presenciar. En otras ocasiones esta culpabilidad que la persona intenta controlar me-diante el ejercicio de la autoridad conduce a la proyección de esa misma culpa sobre otros. Nos encontramos entonces con la tristemente famosa figura del gobernante paranoico que desconfía progresiva y patológicamente incluso de sus propios súbditos. El peligro, en el que cree que los otros lo sitúan, lo conduce a adoptar continuas medidas de defensa y de control frente a los demás.28 Entre la voluntad de poder y la necesidad de sometimiento se pueden esta-blecer fortísimas complicidades. En el análisis sobre la obediencia advertía-mos la necesidad que puede surgir de ganar seguridad a cambio de sumisión. Muchas instituciones sociales, en efecto, ponen a su servicio ese anhelo biológicamente predeterminado de obtener protección a cambio de obediencia. “Si obedeces serás protegido” parecen decir. Educadores y auto-ridades coinciden en el empleo de la inveterada técnica de proporcionar

26 Cf. J. RIVIERE /M. KLEIN, “Amor, odio y reparación”, M. KLEIN, o. c., VI, 126-127. 27 Cf. O. FENICHEL, o. c., 639-640. 28 Sobre ello ya se pronunció FREUD muy tempranamente en su correspondencia con W. Fließ. Cf. el manuscrito N del 31 de mayo de 1897, Sigmund Freud: Cartas a Wilhelm Fließ (1887-1904), Buenos Aires 1994, 268.

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“suministros narcisísticos” de amor y protección a cambio de nuestra obe-diencia. En esta posición –afirma Fenichel– coinciden todos los dioses con todas las autoridades. “Cierto es –nos dice este autor– que hay grandes dife-rencias entre un Dios todopoderoso, un empresario moderno y una madre que alimenta a su bebé, pero es la semejanza entre todos ellos los que explica la eficacia psicológica de la autoridad”.29 En sentido muy parecido merecen la pena resaltar también las ideas de Le-gendre concernientes al dinamismo libidinal latente en muchas instituciones de Occidente, entre las que el autor destaca a la Iglesia Católica. Son lazos de amor los que vinculan a los sujetos con sus censores. Pues, el censor, ofre-ciendo todo su poder y saber como un acto de amor a sus protegidos deja ya de ser considerado un tirano contra el que hay que revolverse, para conver-tirse en un amado servidor. El amor, así establece la gran complicidad en las estratagemas de la autoridad y de la obediencia.30 “Los que ejercen el poder se hacen llamar bienhechores” (Lc 22, 26). En ello consiste justamente el gran triunfo del que logra transferir sobre su persona la imagen paterna introyectada: hacerse llamar bienhechor. El Superyó no busca tan sólo un control y una represión de las pulsiones, sino, además, proponer unos ideales y metas aprobados socialmente. Si sólo se experimen-tase temor hacia la autoridad, ese temor tendría menos eficacia que el que siente cuando, al mismo tiempo, se le ama como personificación de los pro-pios ideales y metas. Precisamente esa función es la que crea esa relación irracional tan peculiar que confiere al miedo a la autoridad la fuerza necesa-ria para el proceso de la represión. Violar las prohibiciones del poder no sólo lleva consigo el temor a ser castigado, sino también el perder la estima de esa instancia que personifica los propios ideales, el contenido de todo lo que uno quisiera ser.31

6. Hacia una sociedad de hermanos Si nos detenemos para analizar en nuestra sociedad occidental dónde se están produciendo los cambios más significativos dentro del ámbito de las relaciones interpersonales, habría que indicar, sin lugar a dudas, que, junto con los cambios que acontecen en las relaciones de género con la nueva toma de conciencia de la mujer, es en el anhelo de conquistar una sociedad de iguales donde encontramos las modificaciones más profundas. Los ideales de igualdad, libertad y fraternidad marcan, en efecto, un hito incontestable que viene a dar paso a la modernidad.

29 O. FENICHEL, o. c., 628. 30 Cf. P. LEGENDRE, L'Amour du censeur, essais sur l'ordre dogmatique, Seuil, París 1974. 31 Cf. E. FROMM, Autoridad y familia: Marxismo, psicoanálisis y sexo, Granica, Buenos Aires 1973, 218-219.

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Estos cambios a niveles psicosociales amplios poseen también, tal como ocurre en los niveles individuales, unos movimientos de resistencias y de fijaciones, regresiones incluso, que en determinados momentos parecen bloquear y poner en peligro el proceso puesto en marcha. Se habla entonces, con razón, de movimientos involutivos en el seno de las colectividades. Movimientos que, cuando afectan a los temas de las relaciones de autoridad y de obediencia, habría que denominar con la expresión de “nostalgia del padre” (en contraste con la que adquirió popularidad en los años sesenta de “rebelión contra el padre”). Frente al vértigo que puede producir la idea de un futuro abierto a los propios deseos y determinado en la medida de lo posible por la propia responsabilidad, emerge la nostalgia de una palabra firme y decidida que oriente el paso y fije las metas a las que dócilmente habría que encaminarse. Estas resistencias, fijaciones y también regresiones que de hecho están te-niendo lugar, no parecen, sin embargo, que puedan bloquear definitivamen-te y, menos aún, proporcionar un golpe de gracia a unos procesos de amplitudes e intensidades mucho más amplios que apuntan, como decimos, hacia la conquista de una sociedad sentada sobre las bases de una igualdad fundamental entre todos los seres humanos. Los procesos de autonomía y responsabilización impregnan, en efecto, a todos los estratos sociales: desde el plano de la política internacional con los procesos de descolonización o las políticas nacionales con las aspiraciones autonómicas de las diversas regiones, hasta los del comercio y la industria, la organización empresarial o los diversos colectivos profesionales encontra-mos semejantes movimientos de autonomía y de conquista progresiva de la libertad. La autoridad es despojada en todos esos ámbitos del hálito de la omnipotencia que tuvo en otros momentos. A otro nivel más reducido pero no menos decisivo, la misma autoridad familiar, de tan importantes repercusiones como hemos visto a la hora de introyectar las claves de la relación con el poder, es cuestionada desde muy diversos ángulos y, de hecho, es experimentada ya de modos muy diferentes a épocas anteriores. En la educación se propugna el proporcionar al niño un sentimiento de valía personal que hay que lograr a través de una separación gradual y de una autonomía creciente respecto a sus mayores, evitando el miedo a las sanciones o a sentirse arrollado por las figuras investidas de poder.32 Estos nuevos modos de afrontar la autoridad familiar y de cuestio-nar el autoritarismo patriarcal, al margen de cualquier valoración, están ahí como un hecho capital de nuestra experiencia y vienen a incidir de un modo

32. Cf. J. DOMINIAN, o. c., 121-122; C.G. ELLISON/D. E. SHERKAT, “Obedience and Au-thority: Religion and Parental Values Reconsidered”, Journal for the Scientific Study of Religion 32 (1993) 313-329.

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muy directo en nuestros modos de relación con el poder. Estamos, se ha dicho, en camino de una sociedad sin padres. Es evidente que estos profundos cambios con relación a la autoridad, a nive-les tan diferentes pero tan amplios, son vividos y valorados de modos muy diversos en relación, sin duda, con la propia conformación ideológica y con la propia estructura de personalidad. Las personalidades del tipo autoritario vivencian malamente, como era de esperar, esas pérdidas del respeto auto-mático hacia la autoridad que se daban en otros tiempos. Difícilmente com-prenderán que los inconformistas, reformadores, los adelantados a su tiempo constituyen el motor de todo cambio y progreso.33 Pero la marcha hacia una sociedad de iguales, una sociedad de hermanos, donde el culto a la personalidad no tenga lugar, donde la autoridad sea tan sólo función social y no complacencia narcisista, donde la obediencia venga a ser respeto o disposición de servicio y no sometimiento del hombre ante el hombre, todo ello constituye un proceso que está en camino, que difícilmen-te tiene marcha atrás y que el cristiano tiene que saludar con gozo, porque él también, como vimos en el capítulo anterior, ha recibido la crucial invitación para no llamar a nadie padre ni maestro.

7. Hacia una eclesiología de comunión En orden a una clarificación del tema que nos ocupa se hace obligado partir de un dato fundamental: el término de “obediencia” es un término ausente en los evangelios para describir las relaciones interpersonales en el seno de la comunidad. El dato es así de claro y de elocuente. La “obediencia” se aplica tan sólo a la relación con Dios o al dominio que ejerce Jesús sobre los elementos naturales o los demonios (Mc 1,27; Mc 4,41). Esa obediencia a Dios, cuyo sentido fundamental es el de “escucha” (tal como se manifiesta en su misma raíz griega=υπακουω, y latina=ob-audire) puede conducir, por lo demás, a la desobediencia frente a los hombres y a la misma trasgresión de la normativa religiosa. Así, Jesús no obedece determinadas prescripciones de la ley judía y de las tradiciones de su tiempo (Mc 2,18-28; 3,2-6), y sus discí-pulos expresan claramente la necesidad de anteponer la obediencia debida a Dios a la de los hombres, incluso cuando estos son representantes de una autoridad religiosa (Hech 4,20).34

33 Cf. en este sentido el estudio de J. M. LABOA, “Los cristianos incómodos”, Sal Terrae 78 (1990) 291-302. 34 Cf. L. COENEN/ E. BEYREUTHER/H. BIETENHARD, Diccionario Teológico del Nuevo Testamento, Biblioteca de Estudios Bíblicos, Sígueme, Salamanca 1983, vol. III, s.v. oir y Dictionnaire de Spiritualité, Beauchesne, París, vol. XI, s.v. obéissance.

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Hay que entender, por tanto, que la suma obediencia que mostró Jesús ante su Padre le condujo a ser y a aparecer como un desobediente religio-so, y que esa misma actitud debe ser la más coherente para quienes lo siguen. Uno se pregunta por qué (si no es por motivos ideológicos) en los diccionarios de Teología Bíblica no aparece también (además del de obe-diencia) el término de desobediencia. Datos para comentar no faltan en los escritos del Nuevo Testamento. Estos datos fundamentales sobre las palabras y prácticas de Jesús en los evangelios son los que, naturalmente, deben imponerse como criterio her-menéutico básico a la hora de leer todos los demás textos que en el Nuevo Testamento hagan relación a los temas de la obediencia. Nunca, por tanto, se podrán interpretar de modo que atenten, ni siquiera mínimamente, al prin-cipio de igualdad radical que caracteriza a las relaciones interpersonales en la comunidad cristiana. En esa comunidad cristiana hay que afirmar, con términos de clara referen-cia psicoanalítica, que el lugar del padre ha de quedar vacío. Padre, maestro o director no son palabras cristianas en cuanto pretendan designar un tipo de relación interpersonal dentro de la comunidad. Tan sólo Dios puede ocupar ese lugar (Mt 23,9). El seguidor de Jesús está llamado a superar toda “nostalgia de padre” y a evitar las tentaciones que la obediencia y la autori-dad le pueden brindar como maneras de eludir su propia responsabilidad y su propio deseo. Una relación en la que alguien pretendiera constituirse como padre o maes-tro para el creyente, vendría a suponer una relación en la que se estaría aten-tando contra la igualdad radical a la que somos llamados. Tan sólo una eclesiología de auténtica comunión en la que los diferentes carismas no supongan dominio de nadie sobre nadie, sino tan sólo modos diferentes de ejercer la fraternidad y el servicio, es fiel al Evangelio de Jesús. En el nuevo orden de relaciones que se inaugura en el Reino, la única vincula-ción que se establece es la de la hermandad en el servicio mutuo. Así se rela-cionó Jesús con los suyos. Por eso se empeñó positivamente en romper el rol de Maestro y Señor lavando los pies de sus discípulos. Ruptura del rol que, como tantas veces ocurre, creó una negativa preñada de agresividad entre los suyos. Pedro rechaza categóricamente ese igualitarismo; no está dispuesto a aceptar esa ruptura de las relaciones asimétricas que se dan entre maestro y discípulo; necesita estar abajo, necesita tener alguien arriba a quien expresar su sometimiento y de quien recibir seguridad y protección. Tendrá que aceptar que en la comunidad de Jesús no existe lugar ninguno para el pedestal, porque en ella, como en la relación de amistad (ya no os llamo siervos, sino amigos: Jn 15,15), la distancia entre lo ideal y lo real debe ser corta.

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En la comunidad del Reino, pues, no cabe una relación que no esté marcada por la libertad y la igualdad y, por tanto, por la superación de la figura pa-terna.35 Para el cristiano no caben las nostalgias que le sigan atando en la búsqueda y añoranza del padre. La supervivencia psíquica de la figura pa-terna en el interior de la persona ha de quedar sepultada. Sólo así es posible enfrentar la propia historia como futuro a realizar. De ahí, que esté llamado a liberarse de la ley en cuanto símbolo de imposición paterna o de la irracio-nalidad superyoica, para entrar en la dinámica de la libertad y el discernimiento de la propia conciencia que expresa su autonomía personal y el manejo ra-cional y adulto de la propia dinámica personal. Las consecuencias para la vida de la Iglesia de estas estructuras de poder son, sin duda, muy serias. Pero aparte de las que se puedan señalar desde ópticas más específicamente eclesiológicas, desde el punto de vista psicodi-námico hay que resaltar la de una preocupante infantilización del laicado, en el cultivo de su dependencia respecto a la autoridad, con la renuncia al ejer-cicio de la libertad y autonomía que nos corresponde a todos como hijos de Dios. La autoridad eclesiástica fácilmente se deja ver como detentadora de un saber total, absoluto, que identificado sin más con “la verdad” suscita el fantasma del padre imaginario de la infancia, aquel al que se le confería el “todo saber” y que reasegura al niño garantizando la respuesta a todo enigma, duda o incertidumbre. El niño, para madurar, tendrá que asumir la falibilidad paterna como un elemento importante de la realidad a la que debe acomodarse. Será necesa-rio, pues, realizar el duelo, dar por perdida esa supuesta omnisciencia que se le atribuyó con la secreta esperanza de conquistarla algún día. La tentación, sin embargo, de recuperarla puede también ser muy fuerte. En la autoridad eclesiástica, la tentación de adjudicarse esa posición de todo-saber; en el laico, la de creer que esa omnisciencia está en la autoridad a la que acrítica-mente se somete. Renunciar a la propia búsqueda de la voluntad de Dios sobre cada uno su-pone además un atentado fundamental a la tarea del discernimiento perso-nal a la que el Nuevo Testamento nos convoca como modo específico de actuación del cristiano, que ya no se rige por un mero sometimiento ciego a una ley externa, sino que discierne la voz de Dios que habla en el “sagrario” de su conciencia, donde –como nos recordó el Concilio Vaticano II– el ser humano “tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana”.36

35 Cf. K. RAHNER, o. c., C. DUQUOC, “Obediencia y libertad en la Iglesia”, Concilium 159 (1980) 389-402. En el capítulo siguiente se ofrecerá una información bibliográfica más importante sobre el este tema. 36 Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, 16.

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8. Ocultas implicaciones Pero es muy importante caer en la cuenta de que las cuestiones relativas al ejercicio del poder poseen implicaciones profundas, y no siempre perceptibles a primera vista, sobre otros aspectos muy decisivos de la vida personal y colec-tiva. El ejercicio del poder posee implicaciones profundas que, en efecto, des-bordan con mucho el mero ámbito de la gestión o gobierno de un grupo. De ahí que a la hora de pensar en una eclesiología de comunión nos veamos tam-bién obligados a considerar aspectos importantes de la vida cristiana que se encuentran íntimamente enlazados con los modos particulares en los que se ejerce la autoridad o se practica la obediencia, aunque no seamos del todo conscientes de ello. Por ejemplo, el que tiene que ver con la sexualidad. Como sabemos, esas relaciones íntimas existentes entre poder y sexualidad han sido objeto de un importante núcleo de reflexiones a lo largo del presen-te siglo. Ya Freud nos desveló en Psicología de las masas y análisis del Yo las estrategias mediante las cuales el poder logra imponerse, precisamente como una cuestión de amor. Los análisis posteriores de Wilhelm Reich, Herbert Marcuse o Erich Fromm profundizaron la cuestión desde diversos ángulos, todos ellos desde una óptica que se dio en llamar freudo-marxista.37 Michel de Foucault, por su parte, desde el campo filosófico, se adentró igualmente en el análisis de las complejas relaciones existentes entre la sexualidad y la dinámica de las grandes instituciones sociales.38 Estas íntimas relaciones entre poder y sexualidad se evidencian en el hecho fácilmente constatable de que no exista tiranía política o religiosa, de izquier-das o de derechas, que haya descuidado esta vigilancia y control del deseo sexual de quienes pretende someter. Desde una óptica psicoanalítica bien se pueden elucidar esas relaciones íntimas que atan el ejercicio del poder con el control de la sexualidad. En definitiva, se trata, para quien pretenda mantener un poder sobre los otros, de detentar la posición que una vez ocupó en la in-fancia de cada cual aquel padre imaginario que figuraba como monopolizador del placer y prohibidor del acceso al mismo de los demás. Resulta muy significativo a este respecto el hecho de que en el siglo III en el que se inicia una actitud adversa frente a la sexualidad, venga a coincidir con la mayor exaltación del poder episcopal que se conoce en la historia de la Iglesia, y que sea en el período en el que la supremacía de la autoridad papal llega a sus cotas más altas, con Gregorio VII (s. XI), Inocencio III (ss. XII-XIII), cuando se acentúa de nuevo la actitud represiva frente a la sexualidad. Sin duda, que el tema merecería una investigación en profundidad, y en la

37 Cf. W. REICH, La psicología de masas del fascismo, Roca, México 1973; H. MARCUSE, Psicoanálisis y política, Península, Barcelona 1969; Eros y civilización, Seix Barral, Barce-lona 1968; E. FROMM, El miedo a la libertad, Paidós, Barcelona 1982. 38 Cf. M. DE FOUCAULT, Historia de la sexualidad, 3 vols., Siglo XXI, México, 1977-1987.

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que el análisis de los libros penitenciales de los siglos VIII al XI tendrían que jugar un papel muy decisivo. Pero todo apunta de nuevo a que son las rela-ciones profundas que se establecen entre la concepción de Dios y sus vincu-laciones con el ejercicio del poder las que determinan de modo más importante las actitudes del pensamiento cristiano en materia de sexualidad. Capítulo aparte merecería especial atención las repercusiones que tienen de-terminados modos de ejercicio del poder con la exclusión y marginación de la mujer dentro de la Iglesia. Baste aquí señalar que cuando la autoridad se ejerci-ta desde la identificación con la figura del padre imaginario, la mujer queda de inmediato excluida en su voz y su palabra y reducida a ser un objeto para el varón, sea en su condición de objeto sexual o, de modo más camuflado, como objeto de una fantasía de madre total, muchas veces escondida en los cánticos idealizado al “eterno femenino”. En ambos casos, excluida del orden social y comunitario al que pertenece con todos sus derechos.39

9. El lugar del padre vacío La Iglesia –se dice– no es una democracia. Ciertamente. Pero esto no ha de entenderse nunca como una justificación para el autoritarismo y el atropello en el seno de la comunidad. No es una democracia y menos aún una monar-quía absoluta; es –debe ser– mucho más que una democracia; es decir, una fraternidad en la que la escucha atenta, el respeto a la diferencia del otro, la búsqueda de su bien por encima de ideas e instituciones prevalezca sobre cualquier otro tipo de relación “mundana” en los que, como sabemos, “los jefes tiranizan y los grandes oprimen” (Mc 10,43).40 Y no podemos ni debe-mos llamar servicio al dominio y a la desconsideración irrespetuosa del otro. Como González Faus ha puesto de manifiesto, Jesús criticó a las autoridades existentes porque estas pretendieron justificarse sólo por el hecho de llamarse bienhechoras o serviciales sin que, de hecho, ejercieran servicialmente. En la comunidad cristiana, sin embargo, sólo como instancia última se recurre a la autoridad (Mt 18,15-17), pero no como instancia primera, ni menos única. El mismo Jesús que tenía potestad para mandar a los demonios, fue modelo en el ejercicio de la autoridad como servicio auténtico, procurando no mandar a los

39 Sobre esta cuestión me detuve en un trabajo titulado “Celibato, género y poder”, C. BERNABÉ (dir.), Cambio de paradigma, género y eclesiología, Verbo Divino, Estella 1998, 109-130. 40 Cf. en este sentido los excelentes estudios de J. A. ESTRADA DÍAZ, La Iglesia: identidad y cambio, Cristiandad, Madrid 1985, particularmente las páginas 53-97; Del misterio de la Iglesia al pueblo de Dios, Sígueme, Salamanca 1988, y La identidad de los laicos, Pauli-nas, Madrid 1990. Un resumen de las ideas más importantes que conciernen al tema que tocamos lo encontramos en el trabajo “De la dependencia a la libertad: un cambio de espiritualidad”, Sal Terrae 78 (1990) 269-276.

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hombres, sino más bien tratando de convertir su libertad. El que fue confesado como sujeto de “todo poder en el cielo y en la tierra” –afirma también Gonzá-lez Faus– “procuró no hablar dictando, sino convenciendo, de modo que la gran autoridad de su palabra no brotara de fuera de ella (la ley o la apelación al mismo Dios), como en los escribas y fariseos, sino de ella misma”.41 A partir del ejemplo de Jesús, la comunidad cristiana tiene la gran responsa-bilidad de mostrar ante el mundo un modo de ejercitar la autoridad y la obediencia en el que todo el énfasis sea puesto en los principios de servicio, respeto, madurez, disponibilidad y entereza, que fueron las señales de la autoridad de Jesús. Desgraciadamente esta responsabilidad no ha sido, al parecer, medianamente entendida. Evidentemente, a partir de aquí, se hace obligado pensar en la necesaria y urgente transformación de las estructuras eclesiales que, a lo largo de los si-glos, fueron condensando el poder en unos estratos, los del papa y el clero en general, con la progresiva subordinación, sometimiento y fácil infantilización de los fieles en general y en detrimento de una eclesiología de comunión au-ténticamente cristiana y humanamente adulta y madura. Son muchas las voces que hoy reclaman esa transformación y el propio Juan Pablo II, consciente de esta problemática, pidió en más de una ocasión que se le iluminara sobre el ejercicio del ministerio petrino, máxima expresión de la autoridad en la Iglesia. Al abrirse un nuevo pontificado, una de las demandas que se han expresado con más fuerza e insistencia también ha sido precisamente ésta de la transfor-mación y democratización de las estructuras eclesiales.

10. Obediencia y autoridad en

una eclesiología de comunión “En el ámbito de la autoridad, la comunidad cristiana globalmente ha fraca-sado en la lectura acertada de los signos de los tiempos”.42 Esta afirmación de Dominian, puede muy bien abrir una reflexión sobre los términos en los que la obediencia y la autoridad son ejercitadas en el seno de nuestra Iglesia. Ciertamente, uno de los grandes signos de los tiempos se manifiesta, como hemos analizado, en la aspiración a lograr una sociedad de iguales en la que se erradique cualquier modo de dominio del hombre sobre el hombre. El sentido de la autonomía personal es un evidente logro de nuestra sociedad. El mundo entero se halla comprometido en un cambio a gran escala de susti-tución de unas relaciones de dependencia por unas relaciones de igualdad: en el ámbito de estados, de sociedades, de familia, etcétera.

41 J. I. GONZÁLEZ FAUS, “La autoridad en Jesús”, Sal Terrae 78 (1990) 265. 42 J. DOMINIAN, o. c., 130.

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Los dirigentes eclesiásticos, sin embargo, parecen vivir ajenos a todos estos cambios y no parecen mostrar mucha sensibilidad ante este evidente “signo de los tiempos”. Es más, la Iglesia lo que, más bien, ha hecho ha sido mostrar sus recelos, sus desconfianzas y hasta sus condenas de logros socio-culturales tan importantes como pudieron ser en su tiempo los conceptos de soberanía popular y de las libertades liberales; quizás porque, como afirma Laboa, temió que su aceptación pudiera influir en su propio seno como una demanda por parte de la comunidad creyente para una mayor participación en los órganos de decisión.43 Pero entonces, nos encontramos con una situación peligrosamente incohe-rente. Porque, como afirma Carlos Cabarrús, la Iglesia se presenta por una parte como heraldo de las libertades –sobre todo en los Estados de corte socialista– pero por otra, “abandera una línea inquisitorial en sus mismas entrañas y con sus hijos ‘más fieles’”.44 Sus modos de ejercitar la autoridad constituyen, por ello, con demasiada frecuencia un auténtico anti-signo. La sensibilidad de nuestra sociedad difícilmente puede entender algunos de los modos en los que se toman las decisiones en el seno de la comunidad ecle-sial. El escándalo surge, por ello, con frecuencia en las filas creyentes y en las de los no creyentes, sensibles a lo que consideran, con razón, una conquista moral de nuestro tiempo. Sabemos –y debería producir nuestro sonrojo– cómo los medios de comunicación se hacen eco de esos modos de proceder, mostrando su condena o su escándalo y dejando ver la progresiva pérdida de credibilidad que las palabras de la Iglesia van encontrando en este mun-do que tan difícilmente conquista sus libertades. El Reino de Dios ha sido asociado a un sistema autoritario que, basado en el uso de la autoridad, no como servicio competente sino como dominio, ha generado sentimientos de temor y de culpabilidad, tan ajenos a los senti-mientos que debe inspirar el mensaje de Jesús de Nazaret. Dentro de la co-munidad cristiana se han alentado y se han favorecido las características propias de la falta de madurez emocional de la infancia y, de este modo, se ha perpetuado la inmadurez en sus diversas estructuras, en particular, en las del estado clerical. “En cierto sentido –afirma Dominian– el peor pecado que puede cometer un cristiano, ya sea un obispo o un hombre o mujer común, es procurarse la satisfacción de su propia necesidad de seguridad emocional planteando la extensión del reino de Dios en términos autoritarios.45 De modo particularmente lacerante, la reciente obra del teólogo alemán Eugen Drewermann, ha llevado a cabo, con la ayuda de la psicología pro-

43 Cf. J. M. LABOA, “Los cristianos incómodos”, Sal Terrae 78 (1990) 291-302. 44 C. CABARRÚS, “La obediencia como problema latinoamericano”, Cuadernos de Espiri-tualidad 52 (1990) 32-44. 45 J. DOMINIAN, o. c., 131-132.

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funda, una importante crítica sobre las relaciones eclesiales de obediencia.46 Para este autor, en la Iglesia se enfatiza la idea de disponibilidad y some-timiento de la propia voluntad a la voluntad del superior. Todo el acento se pone en la ventaja de ser dependiente mediante la renuncia al propio deseo y al propio querer. Se llega así a una situación bastante incoherente en la que, por una parte, se identifica el propio querer con mera subjetividad a la que hay que renunciar; pero, por otra parte, respecto al querer del superior se emplea una hermenéutica diferente, pues su deseo es el que se impone como norma de la objetividad. De este modo nace la peligrosa ilusión de una colectividad sin sujeto, en la que se ideologiza al grupo, representado por el superior y en la que se identifica a la voluntad de éste con la verdad de Dios.47 La libidinización de la capacidad de mandar se corresponde así a la absolutización del no querer nada por parte del súbdito (mediante la utiliza-ción de slogans referentes a la autonegación de Jesús en su martirio, etcétera). Una tremenda asimetría tiene así lugar entre la omnipotencia del superior y la impotencia del súbdito, desvalorizado en el fomento de los sentimientos de autonegación. El terrible resultado, según el análisis de Drewermann, es que el sometimiento infantil es elevado a la categoría de virtud teologal. La obra de Drewermann es provocativa y ha sembrado una importante po-lémica.48 Pero no cabe duda que, al menos en este punto que analizamos, ha puesto el dedo en la llaga de muchos elementos patógenos que funcionan en las relaciones de autoridad y obediencia dentro de la comunidad eclesial. Otros autores, desde posiciones muy diferentes, han resaltado igualmente esa absolutización de la obediencia en la Iglesia, situada indebidamente como una virtud cardinal.49 En contraposición a los modos patógenos de practicar la autoridad y la obe-diencia, habría que insistir en la necesidad de un ejercicio de la lealtad y la disponibilidad que no generara súbditos sino personas responsables y autó-nomas. Habría también que recuperar –y en ello dar la razón a Drewer-mann– una “teología de la desobediencia” fundada en la actitud de Cristo

46 Cf. E. DREWERMANN, Clérigos. Psicograma de un ideal, Trotta, Madrid 1995, 402-44. 47 Sobre esta identificación de la voluntad de Dios hay que recordar el excelente estu-dio de R. FRANCO, “Sobre la genealogía de la obediencia religiosa”, Proyección 30 (1983) 3-21. 48 Cf. J. BOADA, “Método histórico-crítico, psicología profunda y revelación. Una aproximación a Eugen Drewermann”, Actualidad Bibliográfica 53 (1990) 5-32. Yo mismo he llevado a cabo un análisis crítico de su obra Clérigos, por el modo en el que ha generalizado injustificadamente muchas de sus opiniones. Cf. “Psicoanálisis clerical” en J. I. GONZÁLEZ FAUS/C. DOMÍNGUEZ MORANO/A. TORRES QUEIRUGA, Clérigos en debate, PPC, Madrid 1996, 61-128. 49 Cf. además de los estudios citados de J. A. ESTRADA DIAZ, J. M. LABOA, J. DOMINIAN, el estudio de B. SESBOÜE, El magisterio a examen, Mensajero, Bilbao 2004.

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respecto a las autoridades religiosas como contrapunto de su obediencia a Dios, alcanzada en el discernimiento de la conciencia. Negar esa posibilidad supondría una infidelidad a la totalidad de los datos que nos ofrece el Nue-vo Testamento. Es verdad que la comunidad de fe cristiana no es una agrupación acéfala. Cristo es la Cabeza que convoca a esa comunidad y a la que esa comunidad se debe y se refiere. A nivel visible, sacramental, esa referencia básica de Cristo se manifiesta sacramentalmente en los ministerios eclesiales con sus funciones tanto pastoral como de magisterio. Existen, pues, unas instancias de decisión que la comunidad cristiana está llamada a reconocer. Porque su fe es una fe participada, una fe que se recibe desde la comunidad eclesial y apostólica y que en ella vive y se desarrolla. Pero la obediencia cristiana no puede, bajo ningún concepto, suponer un atentado a ese mandato de igualdad radical que Jesús plantea en la comuni-dad de sus seguidores. Tan sólo, pues, como proceso fraternal de búsqueda en común de la voluntad de Dios puede entenderse la obediencia dentro de la comunidad eclesial. Y ningún tipo de obediencia puede constituirse como una excepción a la igualdad radical que todos tenemos como hermanos ni a esa llamada fundamental que nos hace el mensaje cristiano de impulsar la madurez, la adultez en la libertad. Lo que podemos llamar con referencias psicoanalíticas, la necesaria superación del padre. El ejercicio de la autoridad y de la obediencia en la Iglesia no puede consti-tuir un modo de renuncia a la propia responsabilidad ni como un modo de asegurarse una protección institucional o de someterse a unas figuras paren-tales imaginadas como omnipotentes. El único sentido que puede poseer es el de una disposición de búsqueda conjunta de la voluntad de Dios, como un proceso, nada fácil desde luego, de indagación en común en el que laicos, laicas y ministros buscan conjuntamente la voluntad de Dios. Un proceso que, para llevarse a cabo exige siempre el encuentro y el diálogo entre todos los miembros de la comunidad de fe. Un diálogo, además, que se inscribe en la asunción de una igualdad radical de hermanos, a pesar de la diversidad de funciones que puedan tener lugar en el seno de la comunidad; diálogo de hermanos que sinceramente buscan la voluntad de Dios, como algo que se escapa de entrada a quien ejercita la autoridad y a quien está llamado a obe-decer y siempre con la conciencia muy clara de que en la comunidad cristia-na el lugar del padre ha de permanecer vacío, porque uno sólo es vuestro padre (Mt 23,9).

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Teología del laicado y reforma de la Iglesia:

la eclesiología de Juan A. Estrada

José de J. Legorreta

Universidad Iberoamericana

Resumen La eclesiología de Estrada constituye un trabajo de recepción crítica y crea-tiva de la eclesiología mistérica y de comunión del concilio Vaticano II, que busca continuar y profundizar el aggiornamento de la Iglesia en un contexto eclesial y sociocultural en transición. La particularidad de su reflexión consiste en proponer una teología fundamentada en la Escritura y la Tra-dición que renueve y potencie la identidad, las funciones y la espirituali-dad de los laicos en el marco de una eclesiología pneumática y de comunión. El autor contextualiza esta propuesta en la conflictiva situación eclesial posconciliar, donde el aparato institucional de la Iglesia vigente, así como sectores significativos de la jerarquía católica actúan y se legiti-man a partir de la eclesiología heredada de la contrarreforma. De ahí que el autor adopte explícitamente en su eclesiología un carácter decididamen-te controversial, con las ventajas e inconveniencias que ello trae consigo. Tal opción da cuenta de una eclesiología que no sólo busca entender a la Iglesia, sino también transformarla.

Summary Estrada’s ecclesiology wants to critically and creatively receive the ecclesiology of mystery and communion of the Second Vatican Council, and tries to continue and deepen the “aggiornamento” of the Church in an ecclesiastical and socio-cultural context of transition. A specific trait of his reflection is his proposal of a theology based on Scripture and Tradition that intends to renew and to foster the identity, functions and spirituality of lay people, in the framework of pneumatic ecclesiology of communion. The author sets forth this proposal in the context of a conflictive Church situation after the Council, where the institutional structure that prevails in the Church and significant sectors of the ecclesiastical hierarchy act on the basis of an ecclesiology inherited from the counterreformation and take their legitimacy from it. That explains why the author adopts in his ecclesiology a decidedly controversial character, with the advantages and disadvantages that it may have. Such an ecclesi-ology tries not only to understand the Church but also to transform it.

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En la apertura del segundo periodo de sesiones del concilio Vaticano II (21 de septiembre de 1963) Pablo VI expuso cuatro grandes objetivos: establecer con mayor precisión la noción o naturaleza de la Iglesia; su renovación in-terna; el restablecimiento de la unidad entre todos los cristianos y; el diálogo con el mundo contemporáneo y el hombre de nuestra época.1 Pues bien, estos objetivos no sólo marcarían al Vaticano II como un concilio De ecclesia, sino también determinarían en gran medida la producción teológica poscon-ciliar. Y en efecto, las décadas subsiguientes presenciarían un gran dinamis-mo en la discusión y producción eclesiológica, de manera correlativa a aquel otro que también tendría lugar en la vida de las comunidades e Iglesias particulares. Cabe mencionar que durante este periodo, la eclesiología no sólo ha sido una especie de “caja de resonancia” de una gran temática teoló-gica, sino también de las tensiones y tendencias que tuvieron lugar en la asamblea conciliar, las cuales no sólo han continuado, sino se han intensifi-cado.2 En la reflexión teológica de las últimas décadas ello se ha advertido no sólo en las tensiones entre corrientes y temas preponderantes, sino también en las mentalidades y métodos de trabajo que subyacen a las distintas ten-dencias teológicas. Si bien esta situación ha causado desconcierto a ello se ha agregado el agitado contexto sociocultural de la denominada “crisis de la modernidad” y su inherente halo de incertidumbre, relativismo, inseguridad y pluralismo, percibido por unos como amenaza y por otros como liberación. Pues bien, en este complejo, ambivalente y multidimensional “contexto vital” del mundo occidental es donde se sitúa la propuesta eclesiológica de Juan Antonio Estrada, jesuita andaluz, nacido en 1945.3 En las siguientes páginas vamos a trazar los ejes principales del método en la eclesiología de Estrada, así como las principales líneas fuerza de su eclesiolo-gía. Para ello hemos centrado la atención en las primeras cinco grandes obras eclesiológicas del autor, dejando de lado la revisión de artículos eclesiológicos publicados en diversas revistas teológicas y en obras en colaboración, así mis-mo su obra filosófica, la cual, seguramente habría de proporcionar bastantes elementos sobre su epistemología y cosmovisión, entre otros elementos. Es claro, pues, que la exclusión de las fuentes antes mencionadas constituye, en lo general, los límites naturales del presente artículo.

1 Citado por C. O’DONNELL / S. PIÉ-NINOT, “Vaticano II (Concilio)”, Diccionario de Eclesiología, San Pablo, Madrid 2001, 1097-1098. 2 Para un análisis de los antecedentes de tales tendencias puede consultarse la clásica obra de A. ACERBI, Due ecclesiologie. Ecclesiologia giuridica ed ecclesiologia di comunione nella “Lumen Gentium”, Bologna 1975, Edizioni Dehoniane, especialmente los capítulo I y II. 3 Estrada ha hecho una breve reseña autobiográfica titulada “Mi perspectiva teológica”, J. BOSCH (ed.), Panorama de la Teología Española, Verbo Divino, Estella 1999, 249-262.

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1. El método en la eclesiología de Estrada La obra eclesiológica de Estrada no responde a un interés predominante-mente teórico, sino práctico; no intenta sólo conocer y comprender a la Igle-sia, sino también transformarla. Uno de los motivos principales de este último objetivo es el diagnóstico que implícita y explícitamente hace el autor de la actual realidad eclesial. Tener claro este “punto de partida” es impres-cindible para entender la polémica teológica que entabla, así como sus op-ciones metodológicas. Para el autor, la Iglesia en el periodo posconciliar está viviendo una etapa de transición jalonada por las tensiones que se hicieron presentes en el mismo concilio: entre la eclesiología jurídica, abstracta y jerarcológica heredada del pasado inmediato, y la eclesiología de comunión propuesta por el Vaticano II.4 Las tensiones teóricas y prácticas entre estas tendencias, así como la irrupción de un nuevo contexto globalizado y posmoderno, han hecho del periodo pos-conciliar una etapa de transición con su inevitable secuela de crisis e incerti-dumbre. Ello ha llevado a los sectores conservadores de la Iglesia a querer remediar esta situación mediante un retorno al pasado, situación que dicho sea de paso, ha tenido un éxito considerable en tanto que la aplicación e interpre-tación oficial del concilio ha estado a cargo de estos sectores. Por otra parte, también existe un gran sector de la Iglesia (donde se ubica Estrada) que ha interpretado el momento de crisis, no como un fracaso del concilio, sino como un llamado urgente para profundizar el aggiornamento que propuso y afrontar así los retos de la nueva realidad. Una de las maneras como Estrada pretende contribuir a esta tarea, es exhibiendo y confrontando la teología que da susten-to y legitimidad a las estructuras y prácticas eclesiales opuestas a la dinámica renovadora del Vaticano II. Por otra parte, también pretende fundamentar teológicamente y promover un modelo eclesial pneumático y de comunión. En ese cometido, sus presupuestos metodológicos desempeñan un papel central, como veremos a continuación. 1.1. La eclesiología como hermenéutica Desde hace varias décadas la filosofía y las ciencias humanas y sociales han puesto de manifiesto la imposibilidad de un conocimiento neutro, puro, desinteresado o absolutamente objetivo; más bien, día a día crece el consenso en el sentido de que todo conocimiento es interpretación, en particular el conocimiento histórico. La teología no es ajena a esta nueva concepción del conocimiento y de eso es consciente y consecuente Estrada a la hora de hacer eclesiología. Hablar teológicamente sobre la Iglesia implica, entonces, una

4 Las tensiones durante el concilio entre estas dos tendencias pueden consultarse en el estudio clásico de A. Acerbi arriba citado.

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determinada interpretación y lleva consigo un a priori cognoscitivo e incluso un a priori teológico, los mismos que condicionan, en lo particular, acentos u omisiones y, en lo general, la orientación de un autor o un movimiento teo-lógico. En su opinión, estos “presupuestos” y la cosmovisión que les es ane-ja, son el punto decisivo que divide hoy a la teología y a los teólogos; “el problema –afirma Estrada– estriba en elaborar la teología con una mentali-dad histórica (con todo el relativismo diacrónico y sincrónico inherente) o con una concepción estática y fixista, que conduce a establecer una supuesta esencia ahistórica”.5 Estrada, quien se asume plenamente en la primera ma-nera de hacer teología, polemizará constantemente con la segunda en tanto ésta no sólo carece de plausibilidad en el mundo moderno, sino también es incongruente con el carácter histórico-salvífico que muestra la Escritura y la Tradición (sobre todo la del primer milenio). Cabe mencionar que esta ecle-siología integrista que, en opinión del autor, constituye la eclesiología hege-mónica que está detrás del orden institucional vigente y la mentalidad de innumerables clérigos, no sólo tiene problemas bíblicos, teológicos y pastora-les, sino también serios problemas epistemológicos: esta mentalidad rechaza o desconoce que la verdad de toda formulación doctrinal o de toda praxis simbólica y sociocultural está condicionada y determinada por su contexto sociocultural; que todo se da en la historia y está enmarcado en el lenguaje y condicionamientos de cada época; por tanto no hay una verdad inmóvil, abstracta, desencarnada, transcultural y transhistórica.6 Teológicamente, esta mentalidad carente de capacidad crítica y sentido de la historia, –dirá Estrada– le impide aceptar la categoría del “devenir” como inherente al ser y, en consecuencia, rechazará una comprensión histórica y plural de la Iglesia.7 La gran paradoja de esta postura radicará precisamente en su falta de sentido histórico, y por ello, en su ingenuo o interesado apre-suramiento en identificar la “esencia” de la Iglesia con ciertas concreciones históricas suscitadas en algún momento del pasado. Así, su supuesta “orto-doxia” se revela como una evidente heterodoxia. Por su parte, una teología que ha asumido con seriedad los cuestionamientos y aportes de la Ilustra-ción, no trata de conocer y así apropiarse de una o algunas verdades como si se tratase de entidades con consistencia propia y autónomas de los contextos históricos en que tienen lugar, sino de reinterpretar su “identidad” en el cauce de una tradición plural y dinámica en fidelidad a la Escritura. Esto supone un cierto relativismo, en tanto no existe una única interpretación de la experiencia eclesial de fe, absoluta y válida para todos los tiempos y luga-res, sino varias, cuya legitimidad estará dada por su fidelidad creativa a la

5 J. A. ESTRADA, La Iglesia: identidad y cambio, Cristiandad, Madrid 1985, 19 (=1985). 6 Ibid., 111. 7 Ibid.

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Escritura y la Tradición, así como por su capacidad de respuesta al sentido y anhelos de los hombres y mujeres en un momento histórico determinado. Las definiciones de la Iglesia dadas a lo largo del tiempo son una prueba contundente de lo anterior: todas ellas han destacado determinados aspec-tos, minimizando o silenciando otros, en razón de las necesidades de su propio momento y contexto, así como de la manera particular como interpre-tan y seleccionan algunos aspectos de la Escritura y la Tradición. Esta diná-mica interpretativa del ser y quehacer de la Iglesia no ha sido la excepción sino la constante en la historia de la Iglesia y la eclesiología.8 1.2. Revelación y cristología Si bien en sus escritos eclesiológicos Estrada no plantea ampliamente una teolo-gía fundamental, sí presenta una serie de elementos que nos permiten esbozar su posición al respecto; lo mismo puede decirse en cuanto a su cristología. En un ensayo que escribió acerca de la oración, sostiene que Dios no inter-viene extrínseca y arbitrariamente en la historia, en el mundo y en la vida del hombre, sino que lo hace “en y desde la historia humana”.9 Desde esta pers-pectiva, el problema no está en conocer cuándo interviene Dios (lo cual es permanente), sino en cómo captamos esa acción, nos dejamos interpelar y respondemos a esa presencia constante del Señor de la vida y de la historia. Por consiguiente, la revelación no acaece en una historia sobrepuesta a la cotidiana, sino en una sola: en esta última. Esto es así porque la revelación, como decía San Agustín y más recientemente la Dei Verbum (n. 12), ocurre “a la manera humana”. Esta concepción de revelación supone la superación del dualismo (sagrado/profano, espiritual/material, gracia/naturaleza, sobre-natural/natural, etcétera) que determinó la comprensión de la revelación en el catolicismo por muchos siglos. En su lugar, Estrada propone una manera teológica de enfocar integralmente lo sagrado, inspirado en el estudio de lo sobrenatural del P. Henri de Lubac y el postulado del existencial trascenden-tal de Karl Rahner, así como en la recuperación de la tradición bíblica y de la Iglesia antigua. De acuerdo a lo anterior, el autor sostiene que “hay que distinguir entre lo sobrenatural y lo natural, lo sagrado y lo profano, pero sin embargo, esta distinción no permite una separación, ni mucho menos un dualismo”.10 No es que todas las cosas en sí sean sagradas, sino que el cris-tiano las sacraliza al vivirlas refiriéndolas a Dios. Esto es así, subraya, porque

8 Estos acentos son los que han permitido distinguir y caracterizar diversas etapas y modelos eclesiológicos. Cfr. H. FRIES, “Cambios en la imagen de la Iglesia y desarrollo histórico-dogmático”, Mysterium Salutis IV/1, Cristiandad, Madrid 1985, 231-233. 9 J. A. ESTRADA, Oración: liberación y compromiso de fe, Sal Terrae, Santander 1986, 73. 10 J. A. ESTRADA, Del misterio de la Iglesia al pueblo de Dios, Sígueme, Salamanca 1988, 68 (=1988).

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“lo sagrado es relacional y no una cualidad inherente a las cosas en sí”.11 De modo que, aunque no hay una ruptura entre lo sagrado y lo profano, tampo-co existe una pura y llana continuidad, pues también es cierto que la cultura y la sociedad son ambiguas en todas sus manifestaciones, por lo que al tiem-po que todo debe ser respetado en su propia autonomía, también debe ser criticado y evaluado desde una visión cristiana. Para Estrada este es el miste-rio del que es portadora la Iglesia, lo cual exige fe, sentido sobrenatural y apertura al misterio, pues se trata de toparnos con el escándalo de la encar-nación de Dios en lo humano. En este sentido, la cristología que supone el autor se encuentra en estrecha relación con la concepción de revelación arriba mencionada. La identidad y la práctica de Jesús no son presentadas como resultado de deducciones hechas a partir de unas preconcepciones “teológicas” sobre quién es Dios;12 más bien procede a la inversa: a partir del Nuevo Testamento, se acerca al testimonio apostólico sobre Jesús, de la mano de los aportes del método histórico-crítico, a fin de conocer cómo es Dios y qué es el hombre. De este modo, presenta al Dios revelado en Jesús, como un Dios que se ha hecho presente en lo humano, haciendo de la experiencia (con todas sus implica-ciones) el lugar de la revelación de Dios.13 En este marco, la encarnación no es un asunto retórico, sino la noción teológica que expresa “el proceso diná-mico por el que Dios va asumiendo el crecimiento de una naturaleza huma-na y, por tanto, integrándose en la historia”.14 En esta cristología, se resaltará en Jesús el no saber y el crecimiento de su conciencia; esto es su humanidad “verdadera” y no disminuida o absorbida por lo divino; también esta cristo-logía pondrá de manifiesto el “lugar” desde el que Dios se revela en su Hijo, iniciando en Belén y culminando en el Gólgota, es decir, desde lo “menos divino”; finalmente podemos decir que esta cristología enfatizará el motivo primero y último por el que vivió y murió Jesús: el reinado de Dios. La comprensión de esta causa jesuológica le permite a Estrada plantear su eclesiogénesis de manera procesual y no ahistórica: Jesús anunció el reinado de Dios y en razón de ello fundó la comunidad de discípulos, poniendo de esta manera las bases sobre las que después se desarrollaría la Iglesia. Pero este desarrollo es posterior a Jesús y hay que verlo a partir del nuevo co-mienzo que supuso la resurrección y la diversidad de opciones que fueron

11 Ibid., 71. 12 Esta es una de las principales críticas que se ha hecho a las cristologías deductivas. Cfr. J. I. GONZÁLEZ FAUS, Acceso a Jesús. Ensayo de teología narrativa, Sígueme, Salaman-ca 1983, 11-31. 13 J. A. ESTRADA, La espiritualidad de los laicos en una eclesiología de comunión, Paulinas, Madrid 1992, 15 (=1992). 14 Ibid., 21.

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tomando los discípulos, bajo la acción del Espíritu, condicionados por múl-tiples factores en un proceso complejo, conflictivo y, en ocasiones, contradic-torio que pervive hasta hoy.15 1.3. El concilio Vaticano II No se pueden entender los presupuestos teóricos y metodológicos de la eclesiología de Estrada omitiendo la gran relevancia que tiene en su obra el acto y los textos del concilio Vaticano II. Para el autor, el concilio ha sido un hecho teológico e histórico de gran magnitud, tanto por el momento eclesial e histórico en el que se convocó, la manera como se desarrolló, los horizontes que abrió y los cambios que propuso. Ello no significa que el aggiornamento iniciado por el concilio ya se haya realizado plenamente; por el contrario, las inconsistencias, las acciones pendientes y los retrocesos orillan al autor a subrayar que el Vaticano II aún constituye un programa a realizar “que exige evolución y desarrollo, inspirándose en sus opciones y en su eclesiolo-gía, pero sin quedarnos fijados perennemente en ella”.16 En este sentido la obra de Estrada se ubica dentro del gran movimiento de recepción del conci-lio, entre cuyas peculiaridades destacan las siguientes: Hermenéutica del concilio. Al igual que otros muchos autores, Estrada coincide en que el rechazo mayoritario, al inicio del concilio, de los esquemas presen-tados por la Comisión Teológica Preparatoria (debido a su juridicismo, cleri-calismo e impregnación neoescolástica), así como su reemplazo por otros textos teológicos con mayor raigambre en las fuentes bíblicas y patrísticas son elementos que definen la orientación por donde quiso ir el concilio, qué tipo de teología y de Iglesia pretendió impulsar y de cuál quiso desmarcarse. Este planteamiento coincide con la clave hermenéutica propuesta por Pott-meyer para la interpretación de los textos conciliares. Este autor indica que la prehistoria de los textos conciliares, es decir, las teologías, proyectos y esquemas que le precedieron; las discusiones y sucesivas redacciones, así como el sentido y la proporción en las votaciones desvelan una orientación muy clara en la que algunos aspectos adquirieron más peso y otros lo per-dieron. Por consiguiente una sana interpretación de los textos tendrá que evitar sobrevalorar doctrinas teológicas que no gozaron ni del favor de la mayoría en el concilio, ni pudieron insertarse plenamente en el sentido y “evolución” de las discusiones en el aula conciliar.17

15 J. A. ESTRADA, Para comprender cómo surgió la Iglesia, Verbo Divino, Estella 1999, 58-59 (=1999). 16 1988: 117. 17 H. J. POTTMEYER, “Hacia una nueva fase de recepción del Vaticano II. Veinte años de hermenéutica del concilio”, G. Alberigo / J.-P. Jossua, La recepción del Vaticano II, Cristiandad, Madrid 1987, 62-64.

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En este sentido, si bien Estrada reconoce el carácter de continuidad del con-cilio con la doctrina y concilios precedentes, no deja de señalar también la importancia de las discontinuidades ahí presentes, así como los nuevos mar-cos bíblicos y teológicos donde fue ubicada o completada la “tradición” recibida. Así tenemos, que el autor suscribe como un hito fundamental la afirmación del Cardenal Suenens cuando este calificaba de “revolución co-pernicana”18 el hecho de que los padres conciliares hayan puesto en la Cons-titución Dogmática sobre la Iglesia, en primer lugar al conjunto de la Iglesia como pueblo de Dios antes que la jerarquía. En el marco de esta orientación global del concilio, Estrada destaca en su abundante obra una serie de gran-des “tránsitos” teológico/eclesiales suscitados a partir de dicha revolución: a) de una Iglesia de “cristiandad” a otra de “misión; b) de una eclesiología institucional, jurídica y societaria típica de la contrarreforma a una eclesiolo-gía “mistérica”; c) de una eclesiología jerárquica como causa y estructura primera, a una eclesiología de pueblo de Dios como lo más determinante para la Iglesia; d) de una Iglesia católica que “es” la Iglesia de Cristo, a una Iglesia de Cristo que “subsiste” en la Iglesia católica; e) de una eclesiología predo-minantemente cristomonista a una eclesiología trinitaria; f) de una Iglesia “triunfalista” y “autorreferencial” a una Iglesia como sacramento; g) de una Iglesia yuxtapuesta y confrontada con el mundo, a una Iglesia “en” el mundo de “hoy” que dialoga críticamente con él. Carácter dinámico del concilio. Para Estrada no se trata de repetir estática y miméticamente la “letra” del concilio, sino de ir a él “como punto de inspira-ción y como horizonte que exige nuevas implicaciones y desarrollos” con base en la dinámica e impulso de renovación que en él se dio. En efecto, no hay tema eclesiológico que desarrolle el autor que no se vea ubicado e in-fluenciado de modo decisivo por la teología del Vaticano II; sin embargo, en casi todos ellos va más allá de diversas maneras, por ejemplo, potenciando teológicamente la eclesiología mistérica y comunitaria propugnada por el concilio; replanteando desde ella la identidad, funciones y espiritualidad de los laicos, el sacerdocio ministerial y la vida religiosa; señalando aspectos que el concilio no profundizó o por los que no se definió como lo referente a la fundamentación teológica de la secularidad, del derecho en la Iglesia y la pneumatología; advirtiendo sobre las incongruencias en la teología conciliar (como sucede entre la definición teológica y la descriptiva/funcional del laicado); o bien, propugnando de diversos modos por una reforma institu-cional de la Iglesia que dé plausibilidad a la eclesiología del concilio, entre cuyos proyectos, destaca Estrada en primer lugar la tarea de enmarcar el primado del Papa en un contexto colegial y, a partir de ahí, continuar a un proceso de descentralización del gobierno de la Iglesia; y en segundo, la

18 Citado por J. A. ESTRADA, 1988: 102.

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revaloración y potenciación del laicado en la Iglesia.19 En opinión del autor, este último proyecto ha sido el que más se ha ido imponiendo de modo consistente. Esto constituye uno de los motivos por los cuales la obra de Estrada se ha decantado prioritariamente en una teología que clarifica la identidad, las funciones y la espiritualidad de los laicos. 1.4. El retorno a las fuentes La “vuelta a las fuentes” impulsada y aplicada por el concilio Vaticano II no es un asunto retórico en la eclesiología de Estrada. La Escritura y la Tradi-ción, sobre todo la del primer milenio, es la fuente de la que abreva constan-temente el autor para analizar a la Iglesia y proponer su renovación. Lo peculiar de ese retorno en la eclesiología aquí comentada consiste en llevarlo a cabo echando mano del método histórico-crítico, con lo que adquiere gran relevancia el carácter dinámico, plural e histórico-salvífico presente en la Escritura y la Tradición; al mismo tiempo que avala la imagen dinámica de la Iglesia por la que propugna Estrada en su eclesiología. El autor no se detiene en justificar y explicar por qué recurre al método “his-tórico-crítico”, sino que lo supone y lo aplica sin más. Sin embargo, es evi-dente que ello responde tanto a las opciones metodológicas arriba señaladas, como a la recomendación hecha en este sentido por el Vaticano II (Dei Ver-bum n. 12). Cabe mencionar que el autor, como teólogo sistemático, no pro-cede él mismo a realizar una labor de crítica textual de las fuentes, de las formas o de la redacción, sino que retoma crítica y dialógicamente los apor-tes de estudios bíblicos hechos desde el método histórico-crítico para elabo-rar su teología sobre la Iglesia. Es justo mencionar que tampoco se limita a esta metodología, ya que también incorpora estudios bíblicos hechos desde la sociología, la antropología cultural, el “enfoque” liberacionista y la her-menéutica filosófica, sobre todo en sus obras teológicas publicadas a partir de los años noventa del siglo pasado. La adopción de estas metodologías, así como la incorporación de algunos aportes de las ciencias sociales le posibilita un acercamiento a la Escritura y a la Tradición que “desmitifica” el objetivismo, juridicismo y organicismo de la eclesiología de contrarre-forma aún vigente. De hecho, en su obra Para comprender cómo surgió la Iglesia (1999) el autor se propuso explícitamente, entre otros objetivos, desmitificar ese tipo de eclesiología (con su literalismo bíblico y su inte-grismo dogmático), completando de ese modo su crítica teológica al cristo-monismo inherente al integrismo eclesiológico. El resultado de este enfoque metodológico en la eclesiología de Estrada quedará reflejado en las “líneas fuerza” de su eclesiología.

19 Ibid., 11.

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1.5. Lo mistérico y comunitario como “notas previas” de la eclesiología

Si hablar teológicamente sobre la Iglesia implica una determinada interpreta-ción y lleva consigo un a priori cognoscitivo, no es menos cierto que también supone otros a priori teológicos que, al igual que los primeros, condicionan el enfoque y los acentos de cualquier eclesiología. Entre los a priori teológicos en la obra de Estrada destacan los “títulos” eclesiológicos de “misterio” y “pueblo de Dios”. Estos títulos –que en su opinión– ponen de manifiesto “la compleji-dad, riqueza y pluralidad de la Iglesia” así como su “carácter de comunión y de comunidad”,20 son más que títulos eclesiológicos que pudieran enumerarse junto a otros, puesto que indican el a priori desde el que habrá de llevarse a cabo cualquier eclesiología que quiera ser fiel al Vaticano II. En este sentido, no duda en hablar de la realidad mistérica y comunitaria de la Iglesia como de “notas previas” a todo el tratado eclesiológico,21 en cuanto ellas indican mane-ras específicas de entender la identidad de la Iglesia, diferentes a las prevale-cientes en las eclesiologías del pasado reciente. Estrada afirma que

al comenzar [el concilio] la reflexión con la idea del misterio de la Iglesia, se pone término a las eclesiologías institucionales, jurídicas y societarias que resaltaban los elementos visibles (es decir se pone fin a la época de la contrarreforma). Y al establecer que la Iglesia es el pueblo de Dios, se hace una opción por lo comunitario y lo personal como lo más determi-nante de la Iglesia […] El concepto de pueblo de Dios resalta las dimen-siones horizontales, históricas y sociológicas del misterio eclesial.22

Conforme a lo anterior, Estrada sostendrá que, no obstante la distinción que se hace entre estas dos “notas”, no se pueden contraponer, por ejemplo, atribuyen-do lo divino o espiritual al “misterio” y lo humano al “pueblo de Dios”. Por el contrario, la complementariedad entre ambas las considera como condición indispensable para una “sana” eclesiología que se diga fiel al concilio. En resumen, metodológicamente la eclesiología de Estrada se yergue sobre dos coordenadas: por un lado los aportes y desafíos del método histórico-crítico aplicado a la Escritura y la Tradición, por otro los aportes y horizontes teológicos suscitados por el concilio Vaticano II. Es de destacar que tales coordenadas son articuladas en su eclesiología en clara confrontación con la mentalidad ahistórica que subyace a la eclesiología juridicista y societaria que, en opinión del autor, ha “congelado” el aggiornamento iniciado por el concilio.

20 1988, sobre todo el primer capítulo. 21 Ibid., 12. 22 Ibid., 175.

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2. Líneas fuerza de la eclesiología Los principios metodológicos antes referidos le permiten al autor replantear la identidad y praxis de la Iglesia desde una eclesiología pneumática y de comunión capaz de dialogar con los retos de la misión de la Iglesia en el mundo plural y cambiante de hoy. En el marco de este gran horizonte es donde presenta su opción eclesiológica fundamental: la reforma de la Iglesia a partir de una revaloración de la condición cristiana común a todos los bautizados: el laicado. A fin de dar cuenta de esta opción, conviene previa-mente plantear, aunque sea brevemente, las dos principales “líneas fuerza” que despliega Estrada a lo largo de su obra: la naturaleza pneumática y comunitaria de la Iglesia y la concepción de una Iglesia en devenir. 2.1. Naturaleza pneumatológica y comunitaria de la Iglesia Para Estrada lo más esencial en la Iglesia es la experiencia del Espíritu en todos y cada uno de sus miembros. El Espíritu es el que genera la unidad en la comuni-dad, quien permite el acceso a Jesús y quien conduce y asiste a la comunidad para discernir qué opciones garantizan mejor su fidelidad a Jesús y al testi-monio apostólico. Por tanto, la igualdad esencial de todos los que han reci-bido el Espíritu es un dato primero y fundamental, previo a cualquier diferenciación ministerial.23 Estrada enfatizará que esta experiencia pneumá-tico-comunitaria es la que la institución debe cuidar y fomentar. Estrada encuentra confirmada la anterior intuición eclesiológica en el conci-lio Vaticano II. En éste los padres conciliares tomaron tres decisiones que, a juicio del autor, señalan la opción eclesiológica por la que propugnó la ma-yoría en el concilio:24 en primer lugar el rechazo mayoritario del esquema De ecclesia preparado por la curia romana al inicio del concilio debido a su abs-tracción, juridización y ahistoricidad; en segundo lugar, la sustitución de dicho esquema por otro construido sobre la base de una eclesiología más sacramental, histórica y comunitaria. En tercer lugar, el orden “capitular” dado a la versión definitiva de lo que sería la Constitución Dogmática sobre la Iglesia: (cap. I) “El misterio de la Iglesia”; (cap. II) “El pueblo de Dios” y, (cap. III) “La constitución jerárquica de la Iglesia”. Primero se expresa la esencia y naturaleza de la Iglesia como una realidad mistérica que se revela históricamente como pueblo de Dios, previo a analizar sus estructuras y dimensiones concretas.25 Esta “revolución copernicana” (Suenens) le permite sostener que el concilio

23 La fundamentación bíblica de esta tesis Estrada la lleva a cabo inicialmente en La Iglesia: ¿institución o carisma?, Sígueme, Salamanca 1984 (=1984). Un trabajo más am-plio y cuidadoso al respecto es el que realiza en su obra de 1999. 24 1985: 58-59. 25 Ibid., 102-104.

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quiso dar preeminencia a la común igualdad de todos los fieles, sobre las diferencias al interior de la comunidad. Con lo anterior Estrada no quiere propugnar por un igualitarismo indiferencia-do y anárquico, sino sólo enfatizar la común dignidad de todos los bautizados como un dato previo a toda diferenciación, por demás necesaria para el funcio-namiento de la comunidad. Al respecto el autor retoma la imagen paulina del “cuerpo” para salir al paso de algún equívoco. Dicho así, la comunidad, en cuan-to cuerpo eclesial, está compuesto por muchos miembros, cada uno con su pro-pia función y carisma en vistas a la edificación de la Iglesia, tal como lo expresa Pablo al hablar de la Iglesia como el cuerpo de Cristo. Si el punto de partida de una eclesiología es el Dios comunión –como es el caso del trabajo de Estrada– y no el Dios solitario del monoteísmo, la Iglesia, en cuanto sacramento de ese misterio divino, deberá expresar en su propia vida (ministerios, institucionalidad, autoridad, etcétera) el carácter de comu-nión y comunidad de los hombres para con Dios y de los hombres entre sí (LG 1) salvaguardando tanto la común dignidad de todos en virtud de la unción del Espíritu, como las legítimas diferencias entre las personas que la integran.26 Esta dignidad de la condición común de todos los cristianos es un tema que Estrada explotará en la línea de una teología del laicado: si lo pneumático-comunitario preside ontológica y cronológicamente a las diferencias en la Iglesia, luego entonces, los laicos, quienes encarnan por el bautismo y la confirmación esa condición cristiana común, constituyen el referente funda-mental a partir del cual entender y definir la identidad, funciones y espiri-tualidad del ministerio sacerdotal y la vida religiosa.27 Ello no supone restarle importancia, valor o funciones al ministerio o a la vida religiosa, más bien lo que implica es una redefinición de tales ministerios y carismas como veremos más adelante. Cabe mencionar que esta redefinición la despliega el autor al hilo de su teología del laicado y no como un tratado aparte. 2.2. Concepción de la Iglesia en devenir Para Estrada la institución y el carisma en la Iglesia tienen su origen en Dios, pero requieren mediaciones humanas, las cuales son siempre ambiguas, cambiantes e incluso, susceptibles de abusos.28 Es por ello que la Iglesia requiere una cierta relativización de sus propias concreciones institucionales en la historia, en tanto éstas son mediaciones cuya legitimidad o no, le vie-nen dadas por su fidelidad a la vocación para la que ha sido llamada (conte-

26 Ibid., 62-65. 27 Esta tesis es la que desarrolla el autor en La identidad de los laicos y La espiritualidad de los laicos. 28 1984: 230ss.

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nida en el testimonio neotestamentario y la tradición), así como por su capa-cidad de responder a esa vocación en las condiciones histórico-concretas de un pueblo o comunidad específica. La distinción que lleva a cabo el autor entre “institucionalidad” e “institu-ciones concretas” resulta clave en el planteamiento historicista antes esboza-do; mientras con el primer término Estrada se refiere a aquello que es inherente y esencial a la Iglesia, en cuanto realidad comunitaria y objetiva (ministerialidad, sacramentalidad y Escritura), el segundo ve a las formas histórico-concretas en que se expresa la primera. Las instituciones concretas son necesariamente mudables, sujetas y necesitadas permanentemente de crítica y renovación en orden a su adaptación a la sociedad y a los tiempos, a su mayor coherencia evangélica y a su mayor eficacia apostólica.29 El pro-blema se da cuando se identifican (de modo acrítico o interesado) la institu-cionalidad de la Iglesia con algunas formas concretas que ésta ha adquirido en la historia; entonces –dirá el autor– “se subvierte el medio por el fin, la Iglesia por el Reino y los intereses creados por el evangelio”. Esto es posible porque las instituciones concretas de la Iglesia no están exentas de las pato-logías y disfunciones que padecen el resto de las instituciones, como lo muestra una mirada atenta al progresivo proceso de burocratización, centra-lización y disfuncionalización que ha experimentado la Iglesia a lo largo de los siglos.30 De ahí que una crítica a la Iglesia institucional no se deba identi-ficar simplemente como una crítica a la institucionalidad de la Iglesia. En este sentido, el viejo principio de la teología católica “ecclesia semper refor-manda” es aplicable a la Iglesia no sólo desde un punto de vista moral, sino también organizativo. Ahora bien, para Estrada las patologías institucionales en la Iglesia no sólo se explican por razones sociológicas, ni tampoco se resuelven única y exclusiva-mente a partir de reformas administrativas (como pudiera ser la incorporación de algunos procedimientos democráticos), sino que esta situación anómala también se explica por la legitimidad que le ha dado aquella teología juridicis-

29 Este tipo de distinciones, si bien son esenciales para relativizar las concreciones históricas de la organización eclesial plantean algunos problemas. En primer lugar en relación al mismo lenguaje, se habla así de institucionalidad e instituciones (Estrada), de instituciones primarias e instituciones secundarias (Kehl), estructura y organiza-ción (Sesboüé), Estructura y estructuras (Congar). Sin embargo, por otra parte, tam-bién suele objetarse que, si bien se deben distinguir tales elementos, en la realidad no tenemos una sin la otra, la primera nunca existe en estado “puro”, sino realizada históricamente. Por consiguiente, la distinción real entre lo permanente y lo mudable en una concreción institucional no es evidente, más bien supone un proceso de discer-nimiento a la luz del Nuevo Testamento, la Tradición y los signos de los tiempos; lo cual, además, es y será una tarea permanente. 30 1984: 141-144.

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ta, ahistórica y, sobre todo, pneumáticamente pobre que ha predominado en la Iglesia occidental en la mayor parte del segundo milenio. Frente a ello Estrada planteará una hipótesis de trabajo “Si una teología cristomonista, o al menos pobre pneumáticamente ha favorecido disfuncionalidades, desviaciones y empobrecimientos de las tradiciones eclesiológicas, también una eclesiología pneumática puede convertirse en el punto de partida para una reforma insti-tucional legitimada teológicamente”.31 Este objetivo explícitamente afirmado en su primera obra eclesiológica, puede considerarse la causa principal que perseguirá en el resto de su producción teológica. Una mentalidad dualista que identifica lo divino con lo estático y lo humano con lo mudable, definitivamente tiene un serio problema para entender el planteamiento que subyace a las distinciones antes referidas entre institucio-nalidad de la Iglesia e instituciones particulares. El problema teológico que está de fondo es cómo se entiende el “misterio de la Iglesia”; aún más, cómo se enfrenta el escándalo de la encarnación. El concilio Vaticano II afirmó en el primer capítulo de la Constitución Dogmática sobre la Iglesia, que ella es ante todo un misterio, el cual guarda una “notable analogía con el misterio del Verbo encarnado” (LG 8). La analogía es útil –señala Estrada– en tanto quiere superar visiones reduccionistas o unilaterales en la comprensión de la Igle-sia, pero también tiene límites que no se pueden pasar por alto: mientras en Cristo hablamos de una persona divina con dos naturalezas (divina y huma-na) en la Iglesia no podemos estrictamente hablar de una persona, ni tampo-co de una naturaleza divina, sino de una comunión de personas y de una naturaleza solamente humana.32 Por consiguiente, la comprensión del miste-rio de la Iglesia implica ir más allá de posturas que entiendan la presencia de Dios en la Iglesia a manera de hipóstasis, esto es, como si se tratara de una cuarta persona de la trinidad, como suele ser el caso de cierto “docetismo eclesiológico” que, so pretexto de preservar lo divino, niegan lo humano (docetismo). La postura contraria (empirismo) también rompe el equilibrio entre lo humano y lo divino que el concilio quiso preservar para referirse a la naturaleza de la Iglesia o a la inversa (racionalismo). Para este tipo de postu-ras la naturaleza de la Iglesia es sin más la realidad empírica sociológica que se manifiesta en la historia. Por su parte, para Estrada, cuando el concilio habla de la Iglesia como un “misterio” lo hace para referirse tanto a la complejidad y multidimensionali-dad de lo divino y lo humano en la Iglesia, como al “puesto que ella ocupa en el plan de salvífico como una obra del Espíritu de Dios suscitada a partir

31 1984: 228. Las características y líneas fundamentales de esa eclesiología pneumática, Estrada las encuentra en el concilio Vaticano II, en la teología ortodoxa y en la tradi-ción de la Iglesia de los Padres. 32 1988: 59-60.

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de la vida de Cristo” y no para señalar reductivamente la dimensión espiri-tual o divina de la Iglesia.33 Desde esta visión dualista, el misterio de la Igle-sia está más allá de la relatividad y el cambio histórico; por el contrario, desde el enfoque histórico e integral de la realidad que adopta, la Iglesia se concibe como aquella comunidad humana (afectada por la relatividad, el pecado y el cambio histórico) convocada por Dios y suscitada por el Espíritu a partir del acontecimiento cristológico, para continuar la causa y la misión de Jesús entre los hombres. Este enfoque permite concebir el cambio en la Iglesia como inherente a su identidad, de suerte que puede afirmarse, que la Iglesia es siempre la misma, en tanto fiel a la vocación y misión que le ha sido encomendada, pero también es siempre cambiante, tanto por su peren-ne necesidad de conversión, como por los distintos contextos y culturas donde tiene que desempeñar su misión. Esto es lo que el autor acomete en su obra Del misterio de la Iglesia al pueblo de Dios (1988). Para Estrada el principal título eclesiológico que revela la historicidad del misterio de la Iglesia es el de “pueblo de Dios”.34 Dicho título –nos dice– “resalta las dimensiones horizontales, históricas y sociológicas del misterio eclesial”:35 Dios convoca, él toma la iniciativa y su Espíritu suscita unas co-munidades referidas a Jesús. Estas comunidades, por su parte, intentan responder en fidelidad a la causa y movimiento iniciado por Jesús; fidelidad que no significa repetición mimética, sino reactualización y reinterpretación de acuerdo a cada contexto; siempre tratando de evitar la identificación acrítica con el mundo, o bien, atrincherándose en un ghetto. Las vicisitudes de este “pueblo de Dios”, las múltiples concreciones que ha ido adquiriendo al paso del tiempo en diversos lugares, así como las correspondientes re-flexiones teológicas que ha suscitado nos muestra claramente una Iglesia en devenir, siempre cambiante, siempre en proceso de conversión en orden a una mayor fidelidad a su Señor y a una mejor adaptación a las condiciones cambiantes de los diversos pueblos en la historia. Es así como la toma de conciencia del devenir como inherente al pueblo de Dios (Iglesia) es el marco en el que hay que hacer la eclesiología.

3. Teología del laicado En la eclesiología preconciliar, donde la Iglesia era concebida de manera predominantemente societaria, jurídica y piramidal (como fue evidente en el

33 Este tipo de lectura es la que el autor identifica en la entrevista que concedió el cardenal Ratzinger a Messori en 1984. Cfr. V. MESSORI, Informe sobre la fe, BAC, Madrid 1985, especialmente el capítulo tercero. En esta misma línea se redactaría la “Relación Final” del Sínodo de 1985. 34 1988: capítulo IV. 35 Ibid., 175.

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primer esquema De ecclesia rechazado por la mayoría de los padres conci-liares), resultaba inevitable la contraposición entre clérigos y laicos. De ahí que no se dudara en definir a la Iglesia como una sociedad inaequalis et hierarchica, cargando el acento en la diferencia y desigualdad existente entre los cristianos, siendo los laicos quienes estaban al final del esquema jerárquico como receptores pasivos de la actividad y potestad de los clérigos. Por el contrario, si el punto de partida para una teología del laicado es una eclesiología pneumática y de comunión, como la perfilada en las líneas fuerza de la eclesiología del autor, lo determinante será la comunidad y el acento recaerá consecuentemente en la común dignidad e igualdad de los cristianos (identidad que coincide con la de los laicos) como dato previo a la diversidad de funciones, carismas, estructuras o ministerios. A diferencia de la anterior, en esta eclesiología los laicos no constituyen el sector pasivo de la Iglesia, sino que ellos también son activos, receptores del Espíritu, llamados a transformar el mundo de acuerdo al reino de Dios. Esta perspectiva inspirada en el Vaticano II será la que el autor trate con mayor amplitud. Estrada despliega esta teología sobre dos pistas: la bíblica y la históri-co/dogmática; en esta última hará especial énfasis en el primer milenio y en el concilio Vaticano II. Consideremos algunos aspectos centrales de cada una de las “fuentes” de las que abreva el autor. 3.1. Fundamentación bíblica De acuerdo a los aportes de los estudios bíblicos contemporáneos, va a des-tacar como una constante fundamental en las eclesiologías neotestamenta-rias, la preeminencia del carácter comunitario y pneumático. En este sentido, no hay el menor indicio en el Nuevo Testamento de que en la Iglesia exista un dualismo intracomunitario entre miembros sagrados y profanos, carismá-ticos y no-carismáticos, activos y pasivos, clérigos y laicos. Esto mismo expli-ca uno de los rasgos originales de las primeras comunidades de seguidores de Jesús: una Iglesia toda ella sacerdotal donde todos tienen acceso directo a Dios (1Pe 2,9; Ap 1,6; 5,10) y, por consiguiente, donde ya no se requieren “mediadores” entre lo divino y lo humano. En efecto, de acuerdo a las ecle-siologías del Nuevo Testamento, Estrada va a sostener que lo sacerdotal es la vida misma de la comunidad en general y no una función determinada, una profesión o carrera de unos cuantos. El sacerdocio de la comunidad cristiana no es de segregación, sino de vinculación a los pecadores y de inmersión en el pueblo a la manera de Jesús (Hb 2,10-18; 4,15). Lo anterior explica en gran medida por qué el Nuevo Testamento no denomina a ningún ministerio en lo particular como “sacerdote”. Sólo la carta a los Hebreos lo hará aplicándolo a Jesús, para destacar la originalidad de su sacerdocio existencial frente el sacerdocio cosificado y ritual del Antiguo Testamento y, quizá también del

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modelo sacerdotal pagano.36 En suma, lo comunitario y la dignidad común de todos los miembros de la comunidad cristiana es una experiencia que “cualquier institución u organización en la Iglesia tiene que respetar, fomen-tar y asimilar como lo más constitutivo de la Iglesia”.37 Otro tema bíblico bastante recurrente a la hora de dar cuenta acerca de la actual dualidad clérigos/laicos es la atribución de ese estado de cosas a la mane-ra como Cristo fundó la Iglesia. Las ideas centrales de esta postura más o menos son las siguientes: “Jesús, durante su vida terrena, fundó la Iglesia dotándola de una estructura jerárquica de gobierno mediante la elección de los apóstoles con Pedro a la cabeza. De este modo Jesús dio a su Iglesia un tipo concreto de organización normativa para todos los tiempos. En virtud de esa ‘institución divina’ y la asistencia del Espíritu las estructuras actuales de la Iglesia (con la división clérigos/laicos) pueden considerarse como legíti-mas continuadoras de aquellas.” Este esquema puede representarse gráfica-mente de la siguiente manera:

36 J. A. Estrada, La identidad de los laicos, Paulinas, Madrid 1990 (=1990) capítulo primero. 37 1984: 51.

Cristo

Apóstoles

COMUNIDAD

Ministros

funda la Iglesia sobre los Doce, a quienes da su Espíritu

- obispos - presbíteros

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Esta imagen sobre el origen de la Iglesia que hace de lo jerárquico la colum-na vertebral de la eclesiología y a los fieles los reduce a objetos receptores de lo dado por los ministros, es la que Estrada denuncia como altamente cues-tionable, tanto exegética como teológicamente.38 Los factores desencadenan-tes de la crisis de esta imagen pueden resumirse en tres elementos: irrupción de la noción de reino de Dios; una nueva imagen de Dios a partir de la resu-rrección y el redescubrimiento de la complejidad de procesos históricos que condujeron a transitar del movimiento de Jesús a la Iglesia cristiana.39 Irrupción de la noción “reino de Dios” en la exégesis y la teología. Existe un amplio consenso en que el mensaje central de Jesús fue el reino de Dios y no la Iglesia; que en orden a la instauración de dicho reino en Israel, Jesús funda una comunidad a manera de germen y signo inicial del reino, donde los “doce” simbolizan la totalidad de Israel. Por consiguiente, no se puede hablar de una fundación directa y explícita de la Iglesia por Jesús, ni mucho menos de una estructuración jesuana de la misma. Una nueva imagen de Dios a partir de la resurrección. La resurrección revela la identidad de Dios como Padre, como un Dios de Vida que supera la muerte y abre una nueva esperanza para el hombre; también es una revelación de la dignidad de Jesús como el Hijo de una forma singular; finalmente la resu-rrección también revela a Dios como fuerza, amor, conocimiento y vida que permite un nuevo comienzo comunitario. Las diversas tomas de conciencia y experiencias de esta revelación darán lugar, no sólo a una pluralidad de cristologías y pneumatologías, sino también de eclesiologías, de formas de estructurar la Iglesia y vivir la comunión. Aparece así la unidad en la plura-lidad, donde ninguna experiencia o reflexión en particular pueda imponerse como la única válida para todas las demás.40 Proceso constitutivo de la Iglesia. El anuncio y los signos del reino de Dios hechos por Jesús generaron un movimiento de discípulos seguidores de esa misma causa en el ámbito judío. La ruptura histórica y teológica con el juda-ísmo, atestiguada en el Nuevo Testamento, sería, pues, un proceso complejo –afirma Estrada– “posibilitado por una serie de inspiraciones, mociones, revelación del Espíritu y acontecimientos históricos”41 que conformarían una identidad distinta a la del judaísmo. A partir de estas perspectivas abiertas por la exégesis y la teología, sosten-drá que:

38 1988: 226. 39 1989: 226-236. 40 1990: 231-232. 41 1989: 235.

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La Iglesia tiene su origen en Jesús, pero se constituye después de su muer-te; tiene una dimensión cristológica, pero también pneumatológica o espiri-tual; depende de la vida de Jesús, pero es posterior, es apostólica y profética; carismática y también institucional; se funda en los doce, pero el gran apóstol es Pablo; tiene raíces judías, pero es también pagana; es una y múltiple, comunión de tradiciones heterogéneas, algunas incompatibles.42

No se puede, entonces, derivar de Jesús de manera desproblematizada que el eje estructurante de la Iglesia sea el de “clérigos/laicos”; por el contrario lo que sí muestra una lectura histórico-crítica del Nuevo Testamento son diversas eclesiologías cuyo eje más bien es el de “comunidad/diversidad de carismas y ministerios”. Cabe mencionar que este eje será precisamente por el que Estrada propugnará como imprescindible para una revaloración real de los laicos en una eclesiología de comunión. 3.2. Fundamentación histórico-dogmática La revisión histórico-teológica que hace Estrada para la fundamentación de su teología del laicado corre simultáneamente por tres carriles íntimamente relacionados: el sociológico, donde centra su atención en el proceso macro de institucionalización y en donde la burocratización, la centralización y la especialización han marginado de facto a los laicos como sujetos activos en la Iglesia; el histórico, en el que enfatiza los condicionamientos sociocultura-les del proceso, entre los que destacan la gran influencia de la cosmovisión grecolatina, la estratificación social de los regímenes premodernos, y el rol hegemónico/político que desempeñó la Iglesia a lo largo de la Edad Media y hasta bien entrada la modernidad; estos factores, entre otros, favorecerían la estructuración de la Iglesia como una monarquía, siendo los laicos la base de dicha estructura. Finalmente, en el aspecto teológico-dogmático destacará cómo durante el segundo milenio, aunque con raíces que vienen de más atrás, ha predominado una teología bastante despneumatizada que ha favo-recido una eclesiología jurídica unilateralmente preocupada por la dimen-sión institucional, visible y jerárquica de la Iglesia,43 por lo demás sumamente funcional a las desviaciones y patologías institucionales del segundo milenio en la Iglesia. Frente a este panorama, Estrada considera las acciones y los textos del conci-lio Vaticano II como un punto de quiebre; al suscitar en la Iglesia un cambio orientado hacia una eclesiología de comunión, la cual conlleva necesaria-mente una revaloración del laicado como la condición cristiana común de base sacramental a partir de la cual habrá que entender la diversidad de

42 1999: 146. 43 1984: 224ss.

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ministerios y carismas en la Iglesia. En este orden de ideas, la teología del laicado se despliega en tres ámbitos: identidad, funciones y espiritualidad.44 3.3. Tesis eclesiológicas Las tesis principales de la eclesiología de Estrada pueden resumirse co-mo sigue: • Primera: (identidad) La Iglesia es un misterio que se expresa histórica-

mente como una comunidad convocada por Dios y suscitada por el Es-píritu, a partir del acontecimiento cristológico para proseguir la misión de Jesús. Esta condición cristiana común, a la que se es incorporado me-diante los sacramentos de iniciación, para conformar un pueblo sacerdo-tal y consagrado, es anterior teológica y cronológicamente a la diversidad de funciones, carismas y ministerios. Esta condición cristiana común (de base sacramental) es la de los laicos y es, a partir de ella, desde donde hay que entender y definir la identidad y funciones del ministerio sa-cerdotal y la vida religiosa.

• Segunda: (funciones) A partir de su consagración a Dios por el bautismo y la confirmación, los laicos tienen como misión específica, pero no ex-clusiva, ejercer su sacerdocio mediante la consagración (transformación) del mundo desde su peculiar inserción en la secularidad. Cabe mencio-nar que esta tarea la llevan a cabo como miembros activos en y de la Iglesia, es decir, siempre actuando eclesialmente, lo que exige discerni-miento comunitario (que incluye, por supuesto, a la jerarquía) para afirmar el mundo y, al mismo tiempo, relativizarlo; asumir la consisten-cia de las realidades humanas y, simultáneamente, transformarlas; pos-tular la trascendencia de Dios y encontrar su voluntad en las realidades inmanentes de la vida.

• Tercera: El laicado, en cuanto pueblo de Dios, no está sólo en función de la misión del mundo, sino también para la edificación de la comunidad. De ahí que los laicos tengan también un papel activo y protagonista en la construcción de la Iglesia, ejerciendo diversos ministerios según la gracia y los carismas que el Espíritu les ha concedido, colaborando tam-bién de este modo con quienes ejercen algún ministerio ordenado.

• Cuarta: La potenciación de los laicos en la Iglesia no implica restarle importancia, valor o funciones al ministerio ordenado o a la vida reli-giosa. Más bien, ve a la redefinición de la identidad de esos ministerios y carismas a partir de una eclesiología de comunión.

44 Estos aspectos son los que trabajará específicamente el autor en La identidad de los laicos (1990) y La espiritualidad de los laicos (=1992).

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• Quinta: (espiritualidad) Si todo lo que se diga sobre los cristianos se puede aplicar sin más a los laicos, todo lo que digamos sobre la espiri-tualidad cristiana se puede aplicar sin modificaciones al laicado, siendo esta espiritualidad la base, a partir de la cual, deberán definirse las espi-ritualidades específicas del ministerio sacerdotal y los religiosos.

El punto desde el que inicia su argumentación el autor es que, la Iglesia es una comunidad de hombres y mujeres convocada por Dios y suscitada por el Espíritu, a partir del acontecimiento cristológico, donde cada uno ha recibido un don o gracia en orden a la construcción de la comunidad. Este dato primero y fundamental (donde hay unos miembros carismáticos y otros no, o unos consagrados y otros no) es el punto de partida para hablar de las instituciones y ministerios en la Iglesia. Un elemento que incorpora y fundamenta el autor en esta primera línea es el carácter sacerdotal de todos los miembros de la Iglesia, el cual deriva del sa-cerdocio existencial de Jesús. Los cristianos constituyen una comunidad de consagrados, toda ella sacerdotal en virtud de lo cual no requieren mediadores para acercarse a Dios.45 Sin embargo, no todos representan y ejercen el sacer-docio de la misma manera. En este sentido –apunta el autor– durante los pri-meros siglos las comunidades cristianas fueron tomando conciencia, desde una eclesiología eucarística, de la importancia de que, quien gobierne la Igle-sia, presidiera también la eucaristía representando a Cristo cabeza en la comu-nidad. De este modo primeramente el ministerio del episcopado y, poco después, el del presbiterado, vendrían a entenderse como un ministerio sacer-dotal en donde los ministros actúan in persona Christi pero al mismo tiempo in persona ecclesiae para el servicio y edificación de la comunidad cristiana.46 El riesgo consistiría en interpretar y conformar ese ministerio sacerdotal bajo las categorías y estructuras del sacerdocio veterotestamentario o del paga-nismo, esto es, considerar el sacerdocio ministerial como un estamento de ministros consagrados que median entre Dios y una masa de gente pro-fana. La imposición de esta concepción desplazaría el binomio “comuni-dad/pluralidad de ministerios y carismas” por el dualismo intracomunitario entre “clérigos” y “laicos”.47 Con base en esta eclesiología del Vaticano II, Estrada expone que la peculia-ridad de la misión de los laicos reside en la transformación (consagración) del mundo desde su fe, insertados en la secularidad, además de participar también ministerialmente a la edificación y promoción de la vida interna de la Iglesia, según los propios carismas recibidos. Estas funciones del laicado, son identificadas por el autor, como una manera concreta de “seguimiento

45 1990: 45. 46 Ibid., 203. 47 Ibid., 74.

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de Jesús”, es decir, como una manera de rehacer creativamente la historia de Jesús acomodándola a las propias circunstancias, con base en una actitud permanente de discernimiento. De acuerdo a lo anterior, afirmará que todos los cristianos (los laicos) deben ser miembros activos en y de la Iglesia, pues todos han recibido la plenitud del Espíritu y por eso “nadie puede ser redu-cido a la pasividad. De ahí que una Iglesia clericalizada que monopoliza del protagonismo para los clérigos atenta contra la dignidad de los laicos, a la eficiencia de la obra de Jesús y a la inspiración del Espíritu que inspira a todos los cristianos”.48 Lo que habría que ir discerniendo entre todos es qué mecanismos de participación pudieran adoptarse en la Iglesia para fomentar este principio fundamental. En este sentido es como Estrada insiste en la necesidad y posibilidad de asumir crítica y selectivamente algunos procedi-mientos democráticos de participación. En este mismo sentido, esto es, par-tiendo de la sacramentalidad fundamental de los cristianos, propugna, por replantear dos asuntos: el papel de la mujer en la Iglesia, y reconsiderar al bautismo y la confirmación como base sacramental que permite establecer ámbitos y dimensiones de jurisdicción de los laicos en la Iglesia.49 Ahora bien, la identidad y las funciones de los laicos, redefinidas desde una eclesiología de comunión –tal como pretende Estrada–, no suponen un igua-litarismo anárquico, ni cambiar tal o cual ministerio o función eclesial y dársela a los laicos a costa de los clérigos, sino una nueva relación entre la comunidad y la diversidad de carismas y ministerios. Ello implica necesa-riamente cambiar el modelo eclesiológico dominante (dualista, societario, jurídico y cristomonista) que ha determinado las relaciones entre clérigos, laicos y religiosos en el último milenio. Desde una eclesiología de comunión, que revalora la condición cristiana común del pueblo de Dios, las tareas e identidad del ministerio sacerdotal y la vida religiosa reciben nuevos acen-tos, pero no desaparecen: mientras el sacerdocio ministerial es el instrumen-to para que la comunidad viva sacerdotalmente y se una con su vida al sacerdocio de Cristo;50 la vida religiosa sirve de testimonio y de signo para todos y está, por tanto, íntimamente correlacionada con la vida de los laicos. Desde esta teología que hace del laico la condición común del ser cristiano, también revalora y reposiciona la espiritualidad laical (entendida como vida según el Espíritu en el sentido paulino y no dualista), como la espiritualidad paradigmática de todos los bautizados, a partir de la cual habrá también que redefinir las espiritualidades particulares tanto de aquellos miembros de la comunidad que viven su consagración bautismal de una manera peculiar

48 Ibid., 183. 49 Ibid., 301. 50 Ibid., 191-195.

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desde el carisma de un fundador; como de aquellos otros que, por el sacra-mento del orden han sido constituidos en ministros de la comunidad.51 A la luz de lo anterior se puede afirmar que la teología del laicado que expo-ne Estrada, constituye el fruto mejor logrado de su eclesiología. Si bien toma como punto de partida la teología del concilio Vaticano II, él va más allá. En tal cometido el autor reposiciona y revalora el ministerio ordenado y la vida religiosa en el marco de la eclesiología de comunión desde la que ha plan-teado al laicado. Resulta obvio que la posibilidad de actualizar ampliamente la teología del laicado que propone pasa, necesariamente, por una reforma estructural de la Iglesia. Las posibilidades y legitimidad bíblica y dogmática, es precisamente lo que el autor ha querido dejar en claro.

A manera de conclusión

La eclesiología de Estrada constituye un trabajo de recepción crítica y creati-va de la eclesiología mistérica, pneumática y de comunión del concilio Vati-cano II, en un contexto marcado, tanto por una insuficiente adecuación de las instituciones eclesiales a las directrices teológicas conciliares, como por una vuelta a la tradición prevaticana (en gran parte del discurso y praxis eclesiástica) que ha minimizado el conocimiento y la estima del suceso y los textos del Vaticano II en las últimas décadas. Por todo ello la propuesta ecle-siológica pasa por un deslinde y una crítica a los supuestos epistémicos y teológicos de la teología y praxis preconciliar que ha imposibilitado de facto el aggiornamento desencadenado por el Vaticano II. La eclesiología de Estrada retoma y profundiza cinco intuiciones teológicas del concilio: la revaloración de la pneumatología; la Iglesia como pueblo de Dios; la colegialidad; el diálogo con el mundo moderno y el laicado; siendo este último tema en el que profundiza con mayor amplitud y a partir del cual plantea una teología de los ministerios y la vida religiosa. Para el autor, la identidad laical es igual al cristiano sin más cuya dignidad deviene del bautismo y la confirmación. Es cristiano (laico), pues del sujeto por antono-masia de la Iglesia a partir del cual hay que redefinir los ministerios y la vida religiosa. Si esto es así, para Estrada es claro que la noción de laico de alguna manera se vuelve innecesaria en cuanto el eje estructurante de la Iglesia en una eclesiológica pneumática y de comunión es la de “comuni-dad/diversidad de carismas y ministerios”, y no la de “clérigos/laicos”, donde estos últimos se definen negativamente por lo que no son. Si la Iglesia es, entonces, una comunidad cuya igual dignidad y consagración entre sus miembros no obsta para la pluralidad de funciones; los cristianos (los laicos) son sujetos activos de la Iglesia, sujetos que deberán expresar su carácter

51 Ibid., 44-47.

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sacerdotal, profético y real (de base sacramental) en la liturgia, en la organi-zación de la Iglesia, en la celebración de los sacramentos y en la transforma-ción del mundo. Que todo esto pueda llevarse a cabo plenamente es obvio que requiere de una adecuación de las estructuras de la Iglesia a esta nueva realidad eclesiológica. Por ello Estrada suscribe totalmente aquella afirma-ción de Congar cuando decía que: “no bastan las reformas morales o teológi-cas. A veces es necesaria una auténtica reforma institucional que adecue las instituciones eclesiales a las exigencias de los tiempos”.52 Para Estrada, la reforma de la Iglesia no es una petición externa, incorrecta o atípica para la Iglesia, sino que constituye parte de su propio ser. La Iglesia –insiste– es siempre la misma en tanto fiel a la inspiración y al proyecto que le dio origen (el reino de Dios), pero también siempre cambiante en cuanto debe adaptarse a la historia de la manera más apta para realizar la tarea que le ha sido confiada.

52 1985: 301.

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El paradigma que viene: reflexiones

sobre la teología del pluralismo religioso

José María Vigil

Panamá

Resumen Desconocida todavía por el gran público y denostada por sus críticos institu-cionales, la teología del pluralismo religioso (TPR) es ya una realidad que está dando sus primeros pasos, lentamente pero con seguridad, dentro del pen-samiento teológico actual. Sobre la base de este supuesto, el autor hace di-versas consideraciones particularmente sobre su significado e implicaciones.

Summary The Theology of Religious Pluralism (TPR according to Spanish initials) has yet to be known by the general public, and is being reviled by its institutional critics. How-ever, it is making its first inroads, slowly but firmly, in today’s theological thought. The author acknowledges this situation and presents his reflections on the meaning, scope and implications of this theology.

1. TPR: no una nueva rama de la teología,

sino una nueva teología Todavía éste es el gran equívoco que sufren los desapercibidos respecto a la TPR: la consideran un tema más, una “rama” más de la teología de siem-pre... Una pieza nueva a incluir dentro del gran mosaico de la teología. A todas las teologías que ya tenemos, habría que añadir ahora una más, que compartiría con las demás prácticamente todo (axiomas, postulados, prin-cipios, fuentes, metodologías...), sólo que aportaría un tema nuevo, a saber, la “diversidad”1 de religiones, tema sobre el que, en efecto, la teología clásica no había reflexionado. Es un error pensar de esa manera. La TPR es una teología nueva. No cambia sólo de tema, sino de supuestos profundos. En muchos casos produce una fricción y hasta resulta incompatible con la teología clásica. Sufre por eso el

1 Es bueno distinguir “pluralidad” y “pluralismo”. Aunque esta segunda palabra sea utilizada casi siempre como sinónimo de la primera, es susceptible de un significado más técnico.

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ataque de las posiciones teológicas conservadoras, jerárquicas o no. Toda teología nueva que ha surgido en la Iglesia, cuando ha sido realmente “nue-va”, es decir, cuando ha implicado un cambio en las “reglas del juego” (los supuestos, los grandes principios, los axiomas, etc.), ha producido fricción y ha suscitado oposición y hasta condenas. Es ley de vida, y tributo al avance de la historia. Muchos todavía ignoran que la TPR no es una teología “sectorial”, que no es la rama de la teología que estudia el “pluralismo religioso” como objeto a teologizar. Eso sería una “teología de genitivo”, la teología “del” pluralismo religioso. La TPR es más bien una teología “de ablativo”: teología “de” (des-de) el pluralismo religioso asumido como nueva perspectiva. El pluralismo religioso no es la “materia” de estudio de la nueva teología (una teología material o de genitivo); el pluralismo religioso es la “forma”, la “formali-dad”, la perspectiva o pertinencia... desde la que estudia su objeto, cualquier objeto que estudie. Sin negar, pues, que pueda estudiar concretamente la pluralidad religiosa, TPR es toda teología (eclesiología, cristología y sacramentología entre otras) que estudia su respectivo objeto de estudio desde la perspectiva del plura-lismo religioso asumido. ¿De qué habla la TPR? ¿De pluralidad de religiones? No. Habla de todos los mismos temas de que habla la teología clásica, sólo que lo hace desde una perspectiva nueva: el pluralismo religioso asumido como principio. TPR es pues teología en una nueva perspectiva, desde un punto de vista nuevo, y por tanto no es algo “sectorial” (un sector de la teología, una rama, una par-te), sino algo “trasversal”: desde la nueva perspectiva se pueden estudiar –con resultados nuevos, obviamente– todos los temas que antes fueron estudiados con la vieja perspectiva. Toda la “vieja teología puede (y debe) ser rehecha, replanteada, “reconvertida” con la nueva perspectiva. La TPR anuncia la nueva perspectiva a la que tiene que re-convertir toda la teología2.

2. TPR: un “cambio de paradigma” Lo que acabamos de decir puede ser expresado de otro modo diciendo que la TPR supone un “cambio de paradigma”. No hace más de dos décadas que este concepto cobró carta de naturaleza en el mundo de la teología, proviniendo del mundo de la ciencia. Hoy es un concepto absolutamente común –a veces demasiado común, utilizado sin discernimiento para referir-se a cualquier cambio–. La TPR implica un “cambio de paradigma” en el

2 Parafraseando el famoso slogan casi intraducible de las comunidades de base de Brasil (“as CEBs são não uma Igreja nova, mas o novo jeito de toda a Igreja ser”) di-ríamos que la TPR, la asunción del pluralismo como actitud, es la nueva forma que tendrá que asumir toda la teología.

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sentido fuerte, o sea, en el sentido de esas grandes transformaciones, replan-teamientos profundos, verdaderas “revoluciones científicas” que se dan en momentos especiales de la historia, y cuya frecuencia tal vez hoy se vea incrementada por la propia aceleración de la historia. Es ya muy conocido el pensamiento de Thomas Kuhn al respecto.3 En tiempos “normales” la comunidad científica –y lo mismo ocurre con la teológica– avanza por crecimiento cuantitativo, por acumulación de conocimientos que se suman al acervo ya conseguido, y que son colocados y asimilados dentro de los esquemas, postulados y axiomas que están en vigor, pacíficamente poseí-dos. Pero la historia avanza, y el movimiento produce un lento pero continuo desajuste. Las nuevas posibilidades creadas por los avances científicos llega un momento en que dan juego para otra forma de concebir y de organizar el acer-vo de los conocimientos, a la vez que por diversas partes se descubre deficien-cias en el ordenamiento actual, lo que hace presión en la dirección de encontrar una reestructuración científica que supere las dificultades actuales. En medio de esa situación de tensión científica, aparece una nueva propuesta de reorganización del conjunto de los conocimientos científicos, un nuevo modelo global, un nuevo “paradigma”, que sacude convicciones profundas (postulados y axiomas) hasta entonces tenidos por indiscutibles y casi eviden-tes. Es el momento del “salto cualitativo”, que será objeto de grandes resisten-cias de parte de los científicos conservadores, pero que acabará conquistando las mentes y los corazones de la comunidad científica global. El concepto de “cambio de paradigma”, proveniente, como decimos, del ámbi-to científico, se ha aplicado ya a la teología, y podríamos aplicarlo a la cosmo-visión cristiana en general. También éstas se desarrollan en tiempos “normales” por un crecimiento “cuantitativo” que se va acumulando, pero después de un tiempo surge un malestar ante las nuevas preguntas que surgen de la realidad, los nuevos desafíos, y la sensación de que la representación que nos hacemos de todo ello ya no da respuesta adecuada a las nuevas preguntas. En esa situación de tensión, surgen propuestas de una nueva reorganización, de una nueva comprensión del conjunto, mediante la guía de nuevos princi-pios organizadores. Axiomas y postulados teológicos o espirituales que antes parecían intocables y evidentes, ahora pierden credibilidad y plausibilidad y son abandonados y sustituidos por novedosas intuiciones profundas. Esto es lo que significa la aparición de la TPR: un cambio de paradigma. De alguna manera es aquello de “no un cambio más en la época, sino un cambio de épo-ca”; no es una novedad dentro de la teología, sino una teología nueva, otra forma de concebirlo y reorganizarlo todo en la teología.

3 T. KUHN, La estructura de las revoluciones científicas, Fondo de Cultura Económica, México 2001.

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La TPR no es el único cambio de paradigma, ni evidentemente será el último. Para comprenderlo mejor, es útil enmarcarlo en el conjunto de los cambios de paradigma que hemos vivido y de los que parecen avecinarse –o que tal vez ya están presentes en la escena–. En la población actualmente viviente todavía hay un buen sector mayor que conoció y vivió personalmente en la primera época de su vida el tiempo del cristianismo anterior al Vaticano II. Sustancialmente era el mismo cristianis-mo medieval y barroco, con ligeras adaptaciones para su pervivencia. Era el cristianismo escolástico-tomista, opuesto a la modernidad. Era un cristia-nismo exclusivista: oficialmente estaba en vigor el “extra Ecclesiam nulla salus”. Fue el cristianismo en el paradigma clásico. El Concilio Vaticano II supuso un radical cambio en el cristianismo: la recon-ciliación con la modernidad, con la “primera ilustración”, con los valores liberal-burgueses de la libertad, el valor personal, la democracia, la valora-ción del mundo... Pasó del exclusivismo al inclusivismo. No fue un añadido cuantitativo al conjunto cristiano, sino un cambio realmente estructural, en el que todo fue reordenado, una relectura total del cristianismo; o sea, un pro-fundo “cambio de paradigma”. La recepción del Concilio en América Latina no fue una mera recepción pasiva, sino una recepción creativa, que acogió el paradigma conciliar y lo fecundó con el encuentro con la “segunda ilustración”: la encarnación en la historia, la vuelta al Jesús histórico, la dimensión liberadora y la opción por los pobres. El cristianismo así reformulado, muy dependiente de la herencia conciliar en lo fundamental, se mantuvo dentro del inclusivismo, aunque daba señales de necesitar un marco más amplio, creando el concepto y la perspectiva del macroecumenismo. Originado en América Latina, saltó a otros continentes, hasta convertirse en una original aportación latinoameri-cana al cristianismo universal: fue el paradigma liberador. La TPR, o mejor dicho, la “propuesta de relectura pluralista del cristianismo”, es el cambio de paradigma con el que actualmente comienza a confrontarse el cristianismo. De él es de lo que estamos tratando en este estudio y no hace falta que describamos más en detalle en este momento ese cambio de para-digma4. Pasemos al paradigma siguiente. Asoman por el horizonte los signos de un cambio de paradigma que ya se está presentando con toda su crudeza en el continente europeo, pero que todo hace prever que se extenderá tarde o temprano al resto de los continen-tes. En Europa, culturalmente hablando, el cristianismo está desapareciendo como religión institucional. Lo que queda son “restos de un naufragio” en curso que parece imposible revertir. La interpretación oficial del cristianismo

4 Remito al lector a mi libro Teología del pluralismo religioso. Curso sistemático de teología popular, editorial Abya Yala, Quito 2005.

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es que “Europa ha decidido dar la espalda a Dios y a los valores religiosos”... con lo que la oficialidad corrobora que es incapaz de entender la crisis y que está además ayuna de propuestas para remontarla. Están surgiendo nuevas interpretaciones, no culpabilizantes, que interpretan lo que está pasando como el “fin de la época agraria”. Europa sería la primera sociedad del pla-neta donde prácticamente han desaparecido ya los vestigios de esa sociedad agraria y ha comenzado a surgir un nuevo tipo de sociedad, la “sociedad del conocimiento”. Pues bien, las “religiones” se formaron precisamente en el alba de revolución agraria, tras el neolítico. Las “religiones”5 serían la forma que la espiritualidad de siempre del ser humano ha asumido durante la época agraria, con unas características y unos papeles muy concretos, y hoy ya muy estudiados. En la nueva “sociedad del conocimiento” que está co-menzando a formarse, la espiritualidad del ser humano continuará, por supuesto, pero desprendida de esa forma llamada “religión”. Será una espiri-tualidad “post-religional”6. Si el cristianismo sobrevive a este cambio epocal, evidentemente tendrá que ser un cristianismo “post-religional”, un cristianis-mo releído desde un paradigma situado más allá de las religiones. Este último paradigma, todavía prácticamente no abordado ni siquiera vis-lumbrado en la teología actual, se nos presenta lleno de implicaciones inima-ginables: la nueva forma “religiosa” de ser será una religión sin “creencias”, sin “religión”7, y probablemente será una religión liberada del “teísmo”8. Como se ve, pues, la TPR, o la propuesta de fondo que ella vehicula –la “re-lectura o reconversión pluralista del cristianismo”– es sólo “un paradigma más”, uno de los varios que se dan cita en la encrucijada de la historia que hemos vivido y que estamos por vivir. Dentro de este marco queda mejor situada la comprensión de la TPR.

5 Empleado el término en sentido técnico. 6 Vengo proponiendo este neologismo para evitar decir “post-religiosa”, lo que sería evidentemente equívoco. Lo “post-religional”, en efecto, sigue siendo religioso, en el sentido profundo, aunque no tenga que ver ya con las “religiones”. Esté más allá de ellas, en un mundo probablemente tan religioso o más que el tradicional, pero un mundo “sin las religiones”, que no tendrían cabida en una “sociedad del conocimien-to”. Véase M. CORBÍ, Religión sin religión, PPC, Madrid 1996. También la página del CETR, Centro de Estudio de las Tradiciones Religiosas, con mucho material: <www.cetr.net> (2007). 7 Del tema de un cristianismo sin religión ya se ha hablado varias veces en el reciente pasado. Recordemos simplemente las obras de BONHOEFFER o la de G. THILS, Cristiane-simo senza religione?, Borla, Torino 1969. 8 Un autor que acaba de exponer de nuevo este desafío, retomándolo de una figura señera, de la que se siente heredero, J. SHELBY SPONG: A new Christianity for a new world: Why traditional faith is dying and how a new faith is being born, HarperSanFrancis-co, San Francisco 2001.

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Por otra parte, hay que recordar que en teología y en espiritualidad, los paradigmas no son necesariamente sustitutivos, sino adicionales. Con fre-cuencia se suman y se entremezclan. Así, el paradigma liberador no preten-día sustituir al paradigma conciliar, sino, al contrario, aplicarlo con fidelidad y profundidad, prolongarlo. De la misma forma, el paradigma pluralista, aunque en el mundo anglosajón, donde más se ha desarrollado, ha crecido un tanto de espaldas al paradigma anterior, el liberador, es susceptible de fundirse enteramente con él.9

3. TPR: una gran mutación Todos los cambios de paradigma han significado grandes mutaciones en el cristianismo. El Concilio Vaticano II por una parte, y el fenómeno de la teo-logía de la liberación con su “boom” de comunidades de base y movimientos populares latinoamericanos, fueron “cambios de paradigma” muy aparato-sos. Hasta la misma sociedad civil se sintió sacudida por la conmoción que produjeron. La TPR, por el contrario, se está introduciendo sin ninguna apa-ratosidad, y sin conmoción social asociada. Por eso, ni la sociedad civil, ni tampoco la base misma de las Iglesias, ni –incluso– muchísimos teólogos y teólogas, se han percatado de que estamos de nuevo ante la gran mutación que supone un nuevo cambio de paradigma. En mi opinión, la TPR es esa tercera “grande ola” que sucede a aquellas dos anteriores que fueron la del Concilio Vaticano II y la de la teología de la liberación. Nada de tamaña importancia ha ocurrido –teológicamente hablando– desde entonces. Por supuesto que recordamos todos los desafí-os del posmodernismo en la historia política y en la sensibilidad cultural de las últimas décadas, pero creo que, como conjunto, no se puede decir que hayan comportado una propuesta teológica nueva, con la hondura estructural de un verdadero “nuevo paradigma”. Los desafíos del posmo-dernismo han sido recepcionados y en buena medida asimilados, pero no han tenido la envergadura suficiente como para poder ser catalogados como un “nuevo paradigma”. ¿Por qué podemos hablar de “gran mutación” en el caso de la TPR, y en qué consiste? Podemos afirmar que se trata de una gran mutación en el caso de la TPR, porque comporta la superación de elementos profundos y estructurales que afectan a todo el conjunto del patrimonio simbólico del cristianismo de un modo decisivo. La TPR inaugura un tipo nuevo de cristianismo que nunca antes se dio. Con la modalidad de cristianismo que la TPR introduce una

9 Esta fusión es lo que pretende la serie “Por los muchos caminos de Dios”, de la Aso-ciación de Teólogos y Teólogas del Tercer Mundo, en su sección de América Latina, publicada en castellano en la colección “Tiempo axial” <http://latinoamericana.org/-tiempoaxial> (2007).

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nueva época, tras diecinueve siglos y medio vividos en el exclusivismo, más el escaso medio siglo que llevamos en el inclusivismo10. Como es sabido, el inclusivismo es sólo una cierta superación del exclusivismo. Supera el exclusivismo en cuanto que reconoce que hay salvación fuera de la propia Iglesia (ya no se afirma que “fuera de la Iglesia no hay salvación”, pero ahora se afirma que la salvación que sí hay fuera de la Iglesia, es una salvación cristiana, una salvación que pertenece en exclusiva a la propia Iglesia: es decir, sigue siendo una visión exclusivista; los demás participan de la salvación, pero esa salvación de la que participan es nuestra, no de ellos. Es, pues, una forma suavizada de exclusivismo, aparentemente superadora del mismo, pero que de hecho le permite sobrevivir agazapado en zonas más profundas. Pues bien, la TPR supone la superación de los veinte siglos de ex/inclusivismo, y el pasaje a un cristianismo “pluralista”11, un cristianismo nunca vivido hasta aho-ra, que –podríamos decir– todavía está por inventar. Como es sabido –y no es éste el lugar para mostrarlo– el “carácter pluralista” del cristianismo no es un detalle periférico, sino una nueva posición que se instala al nivel de los postulados y axiomas profundos en los cuales reposa el conjunto del edificio. Exclusivismo, inclusivismo y pluralismo son tres orientaciones (en rigor se reducen a dos) que pueden dar origen a tipos de cristianismo profundamente diversos. Ahí radica la “gran mutación” que se produce en el cristianismo cuan-do el axioma del ex/inclusivismo da paso al del pluralismo. Al igual que en la geometría –en la que si no se admite el axioma de Euclides resulta una geometría absolutamente distinta de la tradicional, la euclidiana–, también en el cristianismo –y en cualquier otra religión–, partir del ex/inclusivismo o del pluralismo, produce un un tipo de religión entera-mente distinto. Toda la teología –la dimensión pensante y explicativa del cristianismo– ha sido producida en los veinte siglos de ex/inclusivismo. El paso a un cristia-nismo pluralista va a exigir reformular toda esa teología desde sus raíces –desde el axioma pluralista–. Bien lo entendió el teólogo Paul Tillich, quien pocos días antes de su muerte, expresó que, ante el panorama de las religio-nes, él sentía la necesidad de reescribir toda su teología12.

10 Para una exposición exhaustiva sobre los conocidos conceptos ya clásicos de «exclu-sivismo, inclusivismo y pluralismo», véase mi libro ya citado, en su capítulo VII. Este capítulo puede ser recogido en línea, gratuitamente, en <www.latinoamericana.org/-tiempoaxial>. 11 Obviamente, no estoy dando a la palabra el sentido superficial de diversificado, tolerante, respetuoso de las diferencias, sino el sentido profundo de aceptación de la pluralidad de vías salvíficas autónomas. 12 El 12 de octubre de 1965, en una conferencia que Tillich no sabía que iba a ser la última de su vida, en la que nos dejó este llamativo testamento. Cf J. C. BAUER /ED.), The future of religions, Harper and Row, New York 1966, 31 y 91.

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Se comprende el error frecuentísimo de confundir la TPR con el tema del diálogo inter-religioso. Todavía hoy es la asociación más frecuente, incluso en el mundo de los teólogos. “Necesitamos estudiar TPR para dialogar mejor con las otras religiones”, se piensa. Y es cierto que la TPR ayudará a ese diá-logo interreligioso, pero la TPR, propiamente, “no es para dialogar con nadie, sino para dialogar con nosotros mismos”. No es para el diálogo inter-religioso, sino, en primer lugar, para un “diálogo intra-religioso”. Necesita-mos rehacer toda nuestra teología, “reescribirla” desde otros supuestos (o sea, desde el axioma pluralista), necesitamos reformular la mayor parte de nuestras fórmulas de fe, necesitamos reinterpretar los gestos y los símbolos de la liturgia, pues todo ello –teología, dogmática, lenguaje litúrgico– fue creado en otro tiempo, sobre unos presupuestos pura y duramente inclusi-vistas, hoy absolutamente inaceptables. A toda esa inmensa tarea, que en principio debería ser anterior al diálogo interreligioso, es a lo que quiere ayudar la TPR. Es por eso que podemos decir con verdad que la TPR no es para el diálogo interreligioso sino para el diálogo intrarreligioso. Esta renovación tan amplia no podrá hacerse sino con dificultades. Todos los colectivos humanos experimentan la dificultad inherente a los procesos de actualización y de crecimiento. Vivir es crecer, es evolucionar, es morir a lo viejo para nacer a lo nuevo, y toda muerte es dolorosa. No será posible al cristianismo dar este paso hacia adelante, sino con muchas dificultades de comprensión por parte de quienes están anclados en la visión anterior. Las instituciones religiosas, por el carácter sagrado e inmutable con el que se revistieron, tienen dificultades especiales para afrontar su puesta al día. La Iglesia católica concretamente, famosa en el mundo entero por sus preten-siones de infalibilidad, de ortodoxia oficial, de depuración inquisitorial, de persecución a los teólogos, de dogmas irreformables... tendrá, obviamente, más dificultades que otras muchas instituciones religiosas. Pero es ley de vida: o renovarse o morir.

4. TPR: fin del “mito de la superioridad religiosa” Así lo diríamos si quisiéramos expresarlo con las palabras más llanas posible. El nuevo cristianismo que viene, el cristianismo de la TPR, el “cristianismo pluralista”13, es el mismo cristianismo de siempre, pero despojado de “el mito de su superioridad religiosa”14. Para el hombre y la mujer de la calle, puede resultar la explicación más plástica, sin dejar de ser enteramente verdadera. En el cristianismo hay un complejo de superioridad que sólo llegamos a apreciar cuando adquirimos una conciencia crítica y un conocimiento míni-

13 Insistamos en que utilizamos la palabra en el sentido técnico ya expresado. 14 Con este título acaba de publicar Paul Knitter su último libro: The Myth of Religious Superiority, Orbis, Maryknoll 2005.

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mo de otras religiones. En la vida diaria y sencilla del pueblo de Dios, tal complejo pasa enteramente inadvertido. El exclusivismo, el extra Ecclesiam nulla salus, el “fuera de la Iglesia no hay salvación”, o sea, la creencia de que sólo el cristianismo salva, de que todas las demás religiones son vanas, o son sólo búsquedas humanas15, y de que el cristianismo es la única religión verdade-ra, ha sido el axioma fundamental vigente durante más de diecinueve siglos y medio de la vida histórica del cristianismo16. Ese exclusivismo, aún hoy a muchos les cuesta visualizar como un “complejo de superioridad”; tan natu-ral nos parece que algunos se preguntan: “¿qué culpa tenemos de que Dios quisiese hacer así las cosas?”. El argumento sencillo y directo de esta superioridad es el siguiente: nuestra religión es “la religión de Dios”. Sin más. Es la religión que Dios quería, la que Él/Ella inventó. La religión del único Dios. Para más “INRI”: es la única religión del mundo fundada por Dios mismo en persona. Dios mismo vino a presentárnosla e inaugurarla. No es el caso de las demás religiones, que fueron “inventadas” por los seres humanos. Como dice el salmo sobre los ídolos: obras de manos humanas que no pueden salvar. De estos planteamientos se derivaban, directamente, la “unicidad” del cris-tianismo, su “carácter absoluto”, la exclusividad de su revelación, su norma-tividad universal. que sólo estamos invitando al lector a recordar, y no vamos a exponer aquí. ¿Cabe imaginar que una religión pueda tener un concepto más elevado de sí misma? Esa conciencia extrema superioridad respecto a las demás religiones –si es que en verdad existen para el cristianismo las demás religiones en cuanto verdaderas religiones salvíficas– es algo que atraviesa transversalmente a todo el cristianismo. Ha sido el ambiente y el presupuesto en cuyo marco fueron construidos y elaborados los elementos principales del patrimonio simbólico y doctrinal del cristianismo: piénsese en la teología, la espirituali-dad, los dogmas, la liturgia. Cualquier pieza de nuestro retablo transpira exclusivismo, tal vez acallado hoy día con un adobo de generoso inclusivis-mo, pero exclusivismo al fin y al cabo. Todavía hay muchos cristianos, que después de esta enumeración, aunque su-cinta, no sienten rubor. Basta que hayan vivido siempre dentro del fanal cristia-no, sin mayores perspectivas, sin conciencia crítica, y sin conocimiento de otras religiones o sin contacto con ellas; nunca se han visto en la oportunidad de pre-guntarse cómo se sentirán esas religiones escuchando el “gran relato cristiano”. Pero, por otra parte, son cada vez más los cristianos que ya tienen esa con-ciencia crítica, y que conocen otras religiones, no sólo en sus hábitats propios,

15 Mientras que el cristianismo sería lo contrario: no el ser humano buscando a Dios, sino Dios saliendo a nuestro encuentro. 16 O sea, durante el 98% de su historia.

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sino en el mismo Occidente cristiano, una vez que las religiones del mundo se han hecho físicamente presentes en todas las grandes ciudades del mun-do. Son muchos los que sienten una rebelión interna contra este modo de pensar y de sentirse a sí mismo el cristianismo. Y son muchos más los que no saben expresar esta rebeldía, pero la sienten en el fondo de su conciencia, o la presienten. Cada vez más, les parece teóricamente insostenible, y ética-mente inaceptable. La “hermenéutica de la sospecha” que la TPR aplica como recurso metodoló-gico, dice –con el Evangelio en la mano– que “un árbol bueno no puede dar frutos malos”. Si de una doctrina se derivan consecuencias éticas perversas, esa doctrina debe ser al menos reconsiderada. Y muchas reconsideraciones están en curso en la TPR. Enumeremos sólo algunas. • Dada la dinámica del conocimiento humano, hoy nos parece comprensible

que se haya producido este “espejismo óptico” en la historia por el que nuestra religión se haya pensado a sí misma como el centro del mundo.

• No es en absoluto un caso peculiar del cristianismo, aunque éste se haya hecho célebre por la altura conseguida en su entronamiento cuasi-divino.

• Se trata de un fenómeno que se repite en la mayor parte de las religio-nes... Se pueden citar fácilmente casos de religiones que se consideran el centro de la economía salvífica de su Dios (único para el mundo entero), así como que consideran a su ciudad santa como el centro geográfico del mundo (un mundo plano, por supuesto)17.

• Hoy estamos en condiciones de recuperar el proceso que ha llevado a la creación y elaboración de la dogmática cristiana, y la sospecha herme-néutica repite una y otra vez: ¿a quién favorecía esta doctrina?18. Cada vez está más clara la influencia de los intereses institucionales del cris-tianismo en la propia elaboración teórica de su dogma, lo que obliga a aplicarle un “coeficiente de ponderación” al reexaminar la validez de sus contenidos. Son no pocos los teólogos y los historiadores que exa-minan, por ejemplo, cómo la exaltación de Jesús hasta la mismísima diestra de Dios Padre –en la elaboración del dogma cristológico– re-dunda y funge simultáneamente como endiosamiento del emperador y entronización social imperial del cristianismo como religión de Estado.

• Una religión (cualquiera que sea) que se percibe a sí misma con seme-jante superioridad, ¿puede dialogar con “otra religión”?19. El diálogo re-al y sincero se hace imposible.

17 A. FINGUERMAN, A eleição de Israel, Humanitas, São Paulo 2005, pág. 73ss. 18 Es la pregunta del derecho romano: Cui bono? 19 La Dominus Iesus (nº 22) subraya que en el diálogo interreligioso no hay que perder de vista que no puede haber verdadero diálogo “entre iguales” más que por la cari-

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• El conjunto de sospechas contradice el corazón mismo del cristianismo, o sea, el Evangelio. No se casa bien el mensaje de Jesús de Nazaret, con la imagen hierática e imperial del Pantócrator. Con ese aire de superioridad, ¿el cristianismo es jesuanismo?, ¿sigue proviniendo de Jesús de Nazaret?

La suma de estos argumentos –que aquí no es el momento de articu-lar– arroja un saldo claro: en definitiva, el infinito complejo de superiori-dad que lastra al cristianismo es un “mito”20, y la gran transformación que el cristianismo tiene que sufrir para convertirse en una religión de hoy, adecuada a los tiempos, es la superación de ese mito, con la adecuación ética, organizacional y dialogal correspondiente. Superar el complejo de superioridad, ésa es la tarea. Y ello implicaría:

• “Desentronizarse”, aceptar ser destronada, bajarse de ese trono –tanto material, como social, como simbólico– que inconscientemente se cons-truyó para sí misma. El cristiano de una Iglesia “pluralista” deberá “creer destronadamente”, desde el llano, bajado del trono, renunciando a un pedestal que ahora descubre que no le corresponde.

• Aceptar con alegría que redescubrimos nuestro verdadero lugar, des-pués de una temporada de autoalienación por la que hemos creído ser lo que realmente no éramos. Aceptar que no estamos en el centro, ni mucho menos somos el centro, sino que el centro está ocupado por sólo Dios. “Sólo Dios”

• Aceptar el paso al teocentrismo, convirtiéndonos de todo otro “centris-mo” que le haya disputado el puesto. Ello significa pasar a una concep-ción teológicamente “heliocéntrica”, en un cambio de paradigma como el que vivió la cultura y el conocimiento humano cuando descubrió que el geocentrismo –tan sentido como evidente y e incuestionable entonces- no correspondía a la realidad.

• Aceptar que no somos “la religión única”, sino “una religión más”21, reconciliándonos con alegría con las religiones hermanas, y tratando de discernir cuál será la voluntad de Dios a partir de este kairós de reconci-liación, cuál será la tarea que Dios quiera que acometamos juntas todas las religiones, para recuperar en parte el tiempo perdido en los errores del exclusivismo, del inclusivismo, del desconocimiento mutuo, de la rivalidad, del proselitismo que trataba de convertir al otro.

dad. Ésta hace al cristianismo ponerse a la altura de los otros para dialogar, en pie de igualdad, pero ello no puede hacerse en absoluto en cuanto al contenido de Verdad de las partes, pues ésta está enteramente del lado del cristianismo. Así se dice sin ningún rubor. 20 En el sentido positivo de la palabra. 21 Sin entrar ahora en las matizaciones necesarias de que la TPR no sostiene necesaria-mente un “pluralismo asimétrico”: no todas las religiones son iguales, ni mucho me-nos, aunque todas sean respuestas humanas al misterio de la Realidad divina.

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• Aceptar la magnanimidad de Dios, que no ha dejado de su mano a nin-gún pueblo ni ha dejado de comunicarse con todos ellos, a través de la propia religión de cada pueblo, sin dejar nunca a nadie “en situación salvífica gravemente deficitaria”...

• Aceptar con alegría la pluriformidad de la gracia de Dios, que ha provo-cado –ella sí, no la maldad del pecado de Babel– la pluralidad religiosa, y gozarnos de esa inabarcable riqueza plural “querida por Dios”.

5. Paso a un cristianismo pluralista: inevitables renuncias Superar un complejo de superioridad implica inevitablemente abandonar la posición de superioridad de la que indebidamente se venía disfrutando. No sólo hay que dejar de pensarse superiores; hay que dejar también de disfru-tar esa superioridad. Hay que renunciar a sus ventajas. Y toda renuncia a posiciones superiores, posiciones de poder o de privilegio, es dolorosa. Sí, la TPR representa una sacudida al cristianismo, una verdadera conmoción, porque le pide renunciar a actitudes y privilegios que le han acompañado duran-te casi dos milenios hasta el punto de parecer consustanciales al cristianismo22. El gran privilegio al que la TPR pide al cristianismo que renuncie es el privi-legio de la “elección”. Considerarse “el Pueblo elegido”, la religión elegida. La TPR considera que “no hay elegidos”. Ni lo fue realmente el pueblo ju-dío23, ni lo es ahora el pueblo cristiano. Porque Dios no elige a unos pueblos frente a otros, ya que Dios no tiene acepción ni de personas, ni de razas ni de culturas o religiones. Dios elige a todos los pueblos. Todos los pueblos son Pueblos de Dios, elegidos suyos, con misión universal (no proselitista, sino para compartir las múltiples riquezas de Dios). A este respecto es elocuente la evolución de la teología en las últimas déca-das: el tema de la “elección” ha dado un viraje significativo. Hace todavía poco tiempo, con unanimidad, era sostenido y defendido apologéticamente. En los últimos tiempos ha aparecido en los teólogos más lúcidos una actitud nueva, realmente nueva en la historia: la propuesta de abandonar, de renun-ciar a la categoría misma de elección24. Quiero a este respecto traer a colación el caso de la reciente renuncia del Papado al título de “Patriarca de Occidente”. L’Annuario Pontificio, entre los muchos títulos que enumera de la figura del Papa, a partir de 2006 deja de

22 Para algunos, tales privilegios son sencillamente esenciales, forman parte de la “identidad cristiana”, por lo que no podrán ser abandonados sin cometer una “trans-gresión identitaria”. 23 A. FINGUERMAN, o. c. 24 A. TORRES QUEIRUGA, “El diálogo de las religiones en el mundo actual“, en J. GOMIS (org.), Vaticano III. Cómo lo imaginan 17 cristianos y cristianas, Desclée, Bilbao 2001, pág. 70ss.

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enumerar ese título. Se trata de uno de los Patriarcados históricos de la Igle-sia desde la primera hora, junto con los de Constantinopla, Alejandría, An-tioquía y Jerusalén. La nota explicativa del silenciamiento de este título, que el Vaticano dio en abril de 2006, dice que, debido a la evolución histórica de la misma geografía humana del mundo, el título de tal Patriarcado incluiría regiones como América, Australia... que no pueden ser consideradas ade-cuadamente como territorio o jurisdicción eclesiástica, y que hoy día, además, después el Vaticano II, tienen más sentido configuraciones como las confe-rencias episcopales y las mismas demarcaciones internacionales. “Por consi-guiente, el título de Patriarca de Occidente, con la evolución histórica, se ha convertido en obsoleto y prácticamente en no utilizable ya. Parece, pues, carecer de sentido la insistencia en seguir recurriendo a él. La renuncia al mencionado título pretende ser expresión de realismo histórico y teológico y, al mismo tiempo, renuncia a una pretensión, lo que podría resultar benefi-cioso para el diálogo ecuménico”25. Es admirable esta actitud, que ha pasado prácticamente inadvertida a la opinión pública eclesiástica y civil, y es sumamente ejemplar para el tema que nos ocupa. Es admirable por estar cargada de realismo histórico, al re-conocer que las realidades jurídicas e ideológicas evolucionan y llegan per-der significado, o a veces a cobran un significado enteramente diferente o contrario al que les dio origen, y que hay que aceptarlo y reconocerlo, y actuar en consecuencia. Como este solemne y pomposo título de Primado de Occidente, en la histo-ria del cristianismo se han producido muchos títulos, muchas etiquetaciones, muchas elaboraciones jurídicas, teológicas, litúrgicas, morales, dogmáticas... que nacieron en un momento histórico determinado y que respondieron a él, pero que con la evolución histórica perdieron su significado, dejaron de ser respuesta a las nuevas preguntas suscitadas por la vida siempre en evolu-ción, y hoy más frenan que posibilitan la vida y el sentido del conjunto del cristianismo. Pueden ser afirmaciones tenidas clásicamente como sagradas y esenciales, o símbolos muy cercanos al corazón mismo de la espiritualidad cristiana: si ya cumplieron su papel, pueden ser licenciadas, para que den paso a nuevas expresiones de la vida nueva con sus también nuevas pregun-tas y exigencias. Desde la visión actual de la historia y los instrumentos y plataformas privi-legiados desde los que podemos ahora mirar la realidad de nuestra religión, hoy somos capaces de ver que mucha de la superioridad que nuestra reli-gión siente es autoatribuida, autoentronamiento. No nos lo ha dicho Dios; lo hemos creído escuchar nosotros, o lo hemos puesto en su boca, o nos lo

25 Puede verse la nota en el archivo informático del Vaticano: <www.vatican.va> (2007); también en “Ecclesia” 3303(2006) 31.

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hemos dicho en definitiva nosotros mismos. Cuando se llega a hacer ese descubrimiento, es ya mucho más fácil ser consecuente y renunciar hones-tamente a la superioridad y al privilegio. Ése es el gran gesto que la TPR está pidiendo al cristianismo.

6. Experiencia de la pluralidad: experiencia fuente Cabe preguntarnos: ¿cuál es la experiencia fuente que ha provocado este profundo cambio del modo de pensar y sentir, este cambio de paradigma? Creemos que, en el fondo, la experiencia que ha provocado toda esta trans-formación es la experiencia actual de la pluralidad de religiones. Ésta siem-pre26 ha existido, pero hasta hace muy poco, cada religión ha estado encerrada “en su pequeño mundo”, en las sociedades de su propia cultura, sin convivencia con las demás. En los últimos tiempos, con la mundializa-ción y con la aceleración de las migraciones, el mundo ha cambiado radical-mente, y la diversidad religiosa es visible y experimentable en todo el mundo. Las religiones están hoy presentes virtualmente ante todas las de-más. Los creyentes de unas y otras se encuentran cotidianamente, en la calle, en el trabajo, en los bloques de vivienda, en los lazos de la familia extensa, en los medios de comunicación. Todo discurso autorreferencial de cada reli-gión, encerrado en sí mismo, hoy choca frontalmente con la experiencia de las otras religiones que el fiel se ve obligado a hacer continuamente. El cono-cimiento religioso se amplía. Las personas pueden descubrir ahora, en cada tema, los distintos enfoques de cada religión, más allá de los de la propia, y desean conocer esa variedad, y comparan. Y también... relativizan: descu-bren que no sólo hay una manera religiosa de actuar y de pensar, y experi-mentan la bondad de las demás religiones, y ya no les cabe en la cabeza pensar que el enfoque que da la propia religión sea el único, ni que sea nece-sariamente el más adecuado... Toda ampliación de experiencia y por tanto de conocimiento, produce el replanteamiento del mismo. Al conocer más, no sólo acumulamos cuantitati-vamente conocimiento, sino que lo modificamos cualitativamente: las noveda-des, las comparaciones, las intuiciones, las inducciones, las asociaciones de ideas... fungen como premisas, y producen inevitablemente, consciente o in-conscientemente, argumentos que transforman y a veces revolucionan el cono-cimiento con verdaderos “cambios de paradigma”. El conocimiento de otras religiones, que nunca formó parte del acervo de conocimientos de ninguna religión, y que hoy ha pasado a ser acervo común de la cultura general, impo-sibilita aquellas visiones cerradas en sí mismas de las religiones. No se puede uno adherir a una religión de la misma manera antes que después de la expe-

26 Aunque este “siempre” no alcance más de 5000 años, la edad de las religiones más antiguas.

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riencia de la actual pluralidad religiosa. La mundialización actual ha cambiado para siempre la vida y el significado de las religiones. John Hick utiliza una metáfora. Dice que, desde su nacimiento, las religiones han venido peregrinando, por valles paralelos, cada una por el suyo, flan-queado por altas montañas que les impedían verse, cantando y alabando a Dios en una historia de amor entre Dios y su pueblo. Pero con el caminar por el valle, las montañas se han hecho cada vez menos altas, y llega un momen-to en que se hacen tan bajas que permiten ver a los otros pueblos, que venían peregrinando también por los otros valles, y que ahora desembocan en la planicie, y se encuentran alabando a Dios cada una con un pasado distinto, una lengua diversa, una concepción religiosa “inconmensurable” con las demás. Dice Hick: la planicie en la que desembocan los valles es la actual plataforma de la comunicación global. En el mundo actual, ya están todas las religiones juntas, permanentemente ante todas las demás, a libre disposición de todos sus miembros. Las fuentes religiosas, como sus Sagradas Escrituras y su patrimonio simbólico se “despatrimonializan”, pertenecen a todos los humanos y están a disposición de todos... Esta situación inédita provoca un estilo de vivencia y de pertenencia religiosa enteramente distinto al que ha sido común durante los cinco mil años vividos por las religiones. Esta “convivencia obligada con la pluralidad religiosa”, después de milenios vividos obligadamente en un “autismo religioso”, provoca una experiencia estructuralmente semejante a otra muy conocida en el ámbito de la psicolo-gía evolutiva, la experiencia del “destronamiento”, cuando a un niño o niña, hijo único por primero, le nace un primer hermanito o hermanita. Hasta ese momento él/ella había sido el centro del hogar, y todo lo que ha vivido lo ha vivido desde ese “trono” central en medio de la familia, y no ha conocido otro mundo que ése que desde su trono ha experimentado. Pero de golpe, sin explicaciones previas, aparece en su vida, junto a él, un hermanito/a, que inevitablemente le desplaza del centro y le obliga a compartir la dedicación de sus padres. El nuevo hermanito/a le destrona, le baja a la fuerza de ese trono que era el centro de la familia, en el que hasta ahora había vivido insta-lado. La crisis que pasan las criaturas cuando atraviesan esta experiencia, es razonable, y ha sido muy estudiada. Su superación pasa por un proceso educativo que permita al niño/a aceptar a su hermanito/a, y pasar a acep-tarse gozosamente a sí mismo como “uno más” de los hijos, no ya como “el único” ni el privilegiado. La superación de la crisis, supone la maduración personal de llegar a aceptar sinceramente el propio destronamiento. La actual experiencia obligada de la pluralidad religiosa, la están viviendo las religiones también como un destronamiento. Cada una de ellas ha vivido toda su historia –miles de años– entronizada gratuita e indiscutiblemente en el centro de la vida de su pueblo, sin competencia, sin hermanitos/as. Pero con la mundialización actual, la pluralidad religiosa ha entrado en la familia de cada religión y ha hecho presentes en ella a muchas religiones hermani-

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tas, que implican una competencia en el espacio religioso. La crisis para cada religión es inevitable. Ya no pueden seguir entronizadas en un trono-centro gratuito e indiscutido. Ahora se ven obligadas a compartir, a reconocer la existencia de sus hermanitas, y necesitan internalizar esa aceptación si quie-ren vivir en paz, reconciliadas con la nueva realidad. Así, la maduración de la religión implica la aceptación real del “destronamiento”, y la “aceptación sincera del pluralismo”27, lo cual no puede hacerse sin “recomponer su auto-comprensión” o “rehacer toda su teología”, como ya hemos dicho. La única manera de poder ser religioso en la nueva era que ya está comenzando sólo será la de creer “destronadamente”.

7. Una experiencia estructuralmente

semejante en otros campos Lo que estamos diciendo de la experiencia actual de las religiones, no es privativo del ámbito religioso, sino que obedece a una estructura general de la convivencia y de la evolución humana. Lo que ocurre en el ámbito fami-liar respecto a la aceptación del nuevo hermanito/a y a la consiguiente expe-riencia de “destronamiento”, es una ley universal de vida y de convivencia, vigente en todos los campos. De alguna manera, el “complejo de superiori-dad”, el “autoentronamiento” es una estructura antropológica que vicia universalmente la convivencia humana. Por ejemplo, en el mundo no habrá paz, mientras unas naciones –por razón de su poder económico, militar, cultural...– se consideren superiores, “entro-nizadas”, y no acepten ser “una más” entre muchas naciones hermanas, sin privilegios. Mientras unas pocas –por creerse de algún modo superiores– se consideren con derecho a veto en el Consejo de Seguridad de Naciones Uni-das, y con derecho a desoír ellas mismas los mandatos de la propia ONU... no podrá haber democracia ni organización democrática mundial entre las naciones del planeta. Mientras unos cuantos países que se consideran superiores –tal vez no sólo por tener desarrollo, poder y dinero, sino por creer que son “los buenos”, los de-mócratas, los elegidos por Dios, o dotados de un “destino manifiesto”...– y crean que pueden acumular todo el arsenal de armas que deseen y ser los mayores fabricantes de armas del mundo, y quieran por otra parte controlar el armamento de los demás países, la “proliferación de armas nucleares”... no habrá paz en el mundo. No es posible controlar el desarme mundial desde la desigualdad radical de quienes consideran que sus armas dan “seguridad” al mundo (¡a ellos mismos!) mientras las armas de los demás (que forman el “eje

27 Agenda Latinoamericana’2004, “Aceptar sinceramente el pluralismo religioso”, págs. 44-47. También en <http://latinoamericana.org/2003/textos> (2007).

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del mal”) pondrían en peligro esa misma seguridad “del mundo”. No habrá paz ni convivencia humana mundial mientras unos países no superen su com-plejo de superioridad y no renuncien a los privilegios que se autoatribuyen por la fuerza, justificándolo casi siempre religiosamente. Volvamos, por eso, al ámbito de las religiones. Mientras una religión –cualquiera de ellas, o tal vez muchas de ellas– se considere “hija única”, la elegida, en el centro, sin hermanitas, o sea, mientras una religión piense que ella es “la verdadera”, o “la querida por Dios”, frente a las otras, que serían “religiones inferiores”, tal vez “religiones naturales”, simples “búsquedas humanas de Dios”, o religiones que ponen a sus seguidores en una “situa-ción salvífica gravemente deficitaria”... no será posible la convivencia reli-giosa y la paz mundial. Se podrá guardar las formas, la diplomacia o la convivencia pacífica externa, pero mientras se siga “pensando” (en la teolo-gía o en la espiritualidad) que las otras religiones son inferiores, con menos valor de verdad, o que ni siquiera son religiones verdaderamente salvíficas (y hay que caer en la cuenta de que éste es el caso real en la mayor parte de las religiones) no habrá convivencia pacífica entre las religiones. En todos los campos, el autoentronamiento28 imposibilita la convivencia humana plena. Pero especialmente en el campo religioso. Porque la religión actúa en las capas más profundas de la persona y de la sociedad, y goza de una fuerza de arrastre capaz de convertirse en vendaval ciego incontenible. Cuando uno se cree en la religión verdadera, en la única, uno está más pro-clive a creer que su causa es la Causa de Dios, y que Dios mismo está a su favor; es más fácil matar, y se hace más fieramente cuando se hace “en nom-bre de Dios”. La conciencia de superioridad de cada religión es una amenaza para todos los fanatismos posibles, de cualquier confesión religiosa. No habrá paz en el mundo mientras las religiones no sean capaces de asumir un autocontrol sobre esa posibilidad; y este autocontrol no será posible mientras las religiones acaricien dentro de sí, aunque sea secretamente, el “mito de la superioridad religiosa”; mientras no “acepten sinceramente el pluralismo29 religioso”, o sea, la hermandad de todas las religiones; mientras no otorguen a las demás religiones la misma presunción de verdad y de validez salvífica que reclaman para sí mismas. Es importante hacer notar explícitamente que el cristianismo no sale bien pa-rado en este asunto del complejo de superioridad religiosa. Oficialmente esta-mos empantanados en él. La doctrina oficial se siente atada de pies y manos

28 El autoentronamiento se da tanto en el exclusivismo como en el inclusivismo. Sólo se supera en el “pluralismo” (no la pluralidad, sino el pluralismo como “actitud interior destronada por la que se acepta a las otras religiones con una validez semejan-te a la que se postula para la propia religión”. 29 Mucho más que el hecho de la “pluralidad”.

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por sus propias afirmaciones clásicas, y sobre todo por el complejo de irrefor-mabilidad, dogmatismo, infalibilidad, de “evolución homogénea del dog-ma”30. La búsqueda sincera y libre de la verdad31 está desterrada de la institución eclesiástica; la verdad sólo se puede buscar la verdad “por libre”; institucionalmente sólo está permitido decir o escribir lo que es oficial. El cam-bio de paradigma que supone el paso hacia un “cristianismo pluralista” se hace especialmente difícil a la Iglesia católica, por pasado tan comprometido con la teología doctrinaria, con la ortodoxia intransigente, que o puede consen-tir que expresiones teológicas y dogmáticas supuestamente irreformables vayan a ser reinterpretadas o abandonadas32. En este sentido la TPR tiene difícil el porvenir, pero sabe que la Verdad, siempre viva y cambiante en la historia, siempre acaba resucitando y triunfando sobre su propio cadáver.

30 Todavía en 1963 se podía escribir con todas las bendiciones de la ortodoxia católica: “Todos los dogmas ya definidos por la Iglesia y cuantos en lo futuro se definan esta-ban en la mente de los apóstoles, no de una manera mediata o virtual o implícita, sino de una manera inmediata, formal, explícita. Su modo de conocer el depósito revelado no era, como en nosotros, mediante conceptos parciales y humanos, los cuales contie-nen implícita y virtualmente mucho más sentido de lo que expresan, y exigen trabajo y tiempo para ir desenvolviendo o explicando sucesivamente lo que contienen, sino que era por luz divina o infusa, la cual es una simple inteligencia sobrenatural, que actualiza e ilumina de un golpe toda la implicitud o virtualidad. Si se toma, pues, como término de comparación el sentido del depósito revelado, tal como estaba en la mente de los apóstoles, para compararlo con el sentido que nosotros conocemos, entonces hay que decir una cosa semejante a la que dijimos al hablar de la mente divina, esto es, que no ha habido progreso, sino más bien disminución o retro-ceso”. F. MARÍN-SOLÁ, La evolución homogénea del dogma católico, Madrid-Valencia 21963, 157-158. 31 Juan, con influencia más bien griega, anotó un aspecto: “Sólo la Verdad les hará libres”, pero, probablemente, lo que dijo realmente Jesús abarcaba también el otro aspecto: “Sólo la libertad les hará verdaderos”... Y esto es lo que más desafía hoy a las Iglesias cristianas: sólo si se liberan de la presión de las tradiciones hoy obsoletas, y del miedo por el porvenir de la institución, podrán ser verdaderas y reconocerán la verdad tal como la historia hoy nos la permite ver. 32 J. S. SPONG lo ha expresado en un bello título: Why Christianity Must Change or Die: A Bishop Speaks to Believers in Exile. Harper San Francisco, San Francisco, 1998.

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Raúl Fornet Betancourt

El quehacer teológico en el contexto del

diálogo entre las culturas en América Latina

Raúl Fornet Betancourt

Universidad de Aachen

Resumen El pluralismo cultural en América Latina constituye un desafío ineludible para la teología, sobre todo si ésta quiere incorporarse al diálogo intercultu-ral e interreligioso. La tarea teológica que conlleva esta labor obliga a replan-tear no sólo la manera de entender las culturas y sus expresiones religiosas, sino también la manera de hacer teología, así como la necesidad de un plura-lismo teológico.

Summary The cultural pluralism prevalent in Latin America constitutes a challenge to theology, especially if theology wants to be a part of the ongoing intercultural and interreligious dialogue. The theological reflection that such dialogues imply requires a rethinking of our understanding of the cultures and their religious expressions, and even more, a revision of the traditional ways of doing theology, as well as the need for a theological pluralism. Nuestra tarea es ahora la de ocuparnos con “el quehacer teológico en el contexto del diálogo entre las culturas en América Latina”.1 Lo que quiere decir que debemos reflexionar sobre lo que hacemos cuando hacemos teolo-gía. Tenemos, por tanto que cuestionarnos sobre la “profesión” como teólogos y teólogas en una situación concreta, relativamente nueva, que intuimos que nos desafía con retos específicos. Hacer del quehacer teológico tema de nuestras reflexión es, pues, preguntar-se por la relación que mantenemos con nuestro quehacer profesional en teología. Esta pregunta puede surgir por muchas razones y motivos, tanto personales como objetivos, así como puede ser resultado también de la sen-sibilidad frente a una exigencia contextual determinada. Nosotros vamos a suponer ahora que hacemos cuestión del “quehacer teológico en el contexto del diálogo entre las culturas en América Latina” no por motivos de mejorar

1 Texto de la conferencia pronunciada el 6 de febrero de 2006 en el “Taller Docente“ de la Universidad Bíblica Latinoamericana en San José, Costa Rica.

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las condiciones de salida profesional de los teólogos y las teólogas en el mer-cado laboral ni por acrecentar la competitividad de las instituciones de ense-ñanza teológica en las sociedades latinoamericanas actuales, sino que hacemos esta “interrupción” en el curso de nuestro quehacer profesional porque “nos llega” la interpelación de una situación contextual que sentimos que al menos en algo nos desconcierta y confronta con la pregunta de si, al cumplir hoy con nuestro quehacer teológico estamos realmente haciendo el quehacer que debe-ríamos hacer, y si lo hacemos como de verdad deberíamos hacerlo. Vamos a suponer, por tanto, que nos ocupamos con el quehacer teológico en el contexto del diálogo entre las culturas en razón de lo que apuntábamos antes como sensibilidad frente a una exigencia contextual determinada. Es por este supuesto que nos parece conveniente encaminar el debate del tema con una tesis a favor de la necesidad de la transformación intercultural de la teología hoy en América Latina. Formulada de manera sintética y provisional, ya que se trata de ofrecer una pista para el enfoque del tema en cuestión, nuestra tesis se puede resumir de la siguiente manera: Un quehacer teológico que, por sensibilidad frente a las exigencias con que lo interpela hoy en América Latina el diálogo de las culturas, se cuestiona a sí mismo para examinar si está o no está a la altura de su misión teológica en la historia –que desde la visión de la fe cristiana es siempre también historia de la salvación– tiene que entender este cuestionamiento de sí mismo o esta pau-sa reflexiva interruptora de la normalidad en que se desarrolla como una posi-bilidad u oportunidad (Kairos) para reformarse y transformarse radicalmente, entendiendo este proceso en el sentido de una renovación desde las raíces memoriales de las sabidurías de los muchos pueblos de América Latina. La tesis que adelantamos para que se vea clara la perspectiva desde la que enfocamos nuestra reflexión sobre el quehacer teológico en el contexto del diálogo entre las culturas en América Latina, es, por tanto, las tesis de que las exigencias de ese contexto hacen necesaria una transformación intercul-tural e interreligiosa del quehacer teológico en nuestras cabezas, nuestros hábitos de trabajo, nuestros modos de enseñar, nuestras instituciones, etc. A la luz de la perspectiva de esta tesis estructuraremos nuestras reflexiones en tres pasos argumentativos fundamentales en los que intentaremos mos-trar, primero, por qué es hoy necesaria e indispensable una transformación intercultural e interreligiosa del quehacer teológico, segundo qué es lo que la hace posible y, tercero, cuáles son las dificultades mayores con que se en-cuentra este proyecto. Nuestras consideraciones sobre la necesidad, la posibilidad y la dificultad de desarrollar un quehacer teológico intercultural e interreligioso en América Latina serán, por las razones obvias de espacio y tiempo, más puntuales o aproximativas que exhaustivas pero confiamos en que sean lo suficiente-mente relevantes como para que se vean la pertinencia y la plausibilidad de

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la tesis aquí propuesta en vistas a encarar el futuro del quehacer teológico en América Latina.

1. Necesidad de una transformación intercultural e

interreligiosa del quehacer teológico en América Latina Preguntar por el quehacer teológico en el contexto del diálogo entre las cul-turas en América Latina refleja una cierta sensibilidad frente a las exigencias específicas con que nos interpela dicho contexto en nuestro quehacer profe-sional. Recordamos esta motivación porque creemos que es un indicador confiable de que la necesidad de transformar intercultural e interreligiosa-mente el quehacer teológico hoy, y por cierto no únicamente en América Latina, viene en primera línea de las exigencias contextuales nuevas con que nos confronta la época histórica de la que tenemos que dar cuenta teológi-camente; una época en la que han cambiado tanto las condiciones básicas bajo las cuales se hacía teología como las referencias teóricas que garantiza-ban el sentido del quehacer teológico en nuestras sociedades. De esos cambios vienen precisamente esas exigencias que sentimos como nuevas y que, al “desconcertarnos” en los recursos que tenemos para res-ponder ante ellas, nos hacen vislumbrar que problemas y situaciones nuevos requieren también un pensamiento nuevo, presentándose así ante nosotros como exigencias contextuales que hablan de la necesidad de revisar y refor-mar el oficio de la teología. De esos cambios que han transformado el rostro del mundo, y ello a pesar de la aplastante hegemonía de la cultura dominante que se extiende hoy con el capitalismo neoliberal, queremos ahora resaltar uno que está en el fondo de muchos otros cambios y que nos parece particularmente relevante para nuestro tema. Nos referimos al reconocimiento de la facticidad del pluralis-mo; reconocimiento que se nota, es más, al que pagamos tributo ya con la formulación que hemos escogido para indicar el aspecto contextual a cuya luz queremos reflexionar aquí sobre el quehacer teológico, pues hablamos justamente de revisar el sentido de éste “en el contexto del diálogo entre las culturas en América Latina.” Si hablamos de diálogo entre las culturas es porque damos por supuesto la diversidad, la pluralidad y las diferencias entre las mismas. Reconocemos, pues, el hecho de un pluralismo cultural; y este hecho, al ser reconocido como factor de la contextualidad donde nos movemos, de la contextualidad de la que formamos parte y en la que, por consecuencia ejercemos nuestro quehacer teológico, pasa a ser una interpelación contextual a nuestra manera de hacer teología; una exigencia que nos pide justamente que nos ocupemos de esa realidad. De este llamado de la realidad del pluralismo cultural como tema que no podemos soslayar en nuestro quehacer teológico, porque constituye ya parte de su contextualidad histórica, viene la necesidad de hacer un alto en el

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curso de nuestra normalidad teológica para preguntarnos si estamos en condi-ciones de ocuparnos responsablemente de las nuevas exigencias de una reali-dad marcada por el pluralismo cultural. En una palabra: la realidad del pluralismo cultural, con su consiguiente despertar de las alteridades, conlleva para la teología la necesidad de pre-guntarse por su transformación intercultural. Esta exigencia vale a nivel mundial. Pues el pluralismo cultural desafía a la teología o, mejor dicho, a las teologías, sean éstas cristianas, ortodoxas, mu-sulmanas, budistas o guaraní, en su normalidad cultural al ponerles delante un espejo pluridimensional que les queda grande o en el que pueden ver reflejada la estrechez cultural de su normalidad discursiva. En el espejo del pluralismo cultural las teologías actuales se ven como regiones y, si son autocríticas, reconocen que su normalidad cultural les impide llevar su mensaje en perspectiva realmente universal.2 Pero, para nosotros, que de-bemos limitarnos al ámbito latinoamericano, esa exigencia del pluralismo cultural se concretiza en el desafío de que las teologías de América Latina se vean primero en el espejo que les presenta la diversidad de culturas en el con-tinente y que descubran los límites culturales de su normalidad teológica. Nos parece evidente que este desafío de tomar conciencia de los propios lími-tes culturales y, por tanto, también del alcance del propio discurso que conlle-va el contexto del diálogo entre las culturas en América Latina para el quehacer teológico que se practica hoy en ella, es un desafío que toca en pri-mera línea y fuertemente a las teologías cristianas porque, debido a múltiples razones conocidas, como son el alto porcentaje de población que se confiesa cristiana, el peso de las tradiciones cristianas en el llamado mestizaje cultural latinoamericano o la fuerza de los centros de investigación, enseñanza y publi-cación de que disponen, es innegable que las teologías cristianas detentan hoy un cierto monopolio en la producción teológica del continente. Mas igualmente evidente nos parece que ese desafío del pluralismo cultural interpela también a otras teologías contextuales que se elaboran en América Latina y que se entienden a sí mismas como portavoces de culturas indíge-nas o afroamericanas. Pues el pluralismo cultural también confronta a estas teologías con la experiencia de sus propios límites culturales y, por lo mis-

2 Ver sobre estos trabajos pioneros, entre otros, de J. DUPUIS, Hacia una teología cristiana del pluralismo religioso, Santander 2000. J. HICK / P. F. KNITTER, The Myth of Christian Uniqueness. Toward a Pluralistic Theology of Religions, Maryknoll 1987; F. P., KNITTER, No Other Name? A Critical Survey of Christian Attitudes Toward the World Religions, Maryknoll 1985; R. Panikkar, El silencio de Dios, Madrid 1970; íd., El Cristo desconocido del Hinduismo, Madrid 1970; íd., The Interreligious Dialogue, New York 1978; A. PIERIS, Fire and Water: Basic Issuses in Asian Buddism and Christianity, Maryknoll 1996; y P. TILLICH, El futuro de las religiones, Buenos Aires 1976.

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mo, con la cuestión de su sentido en un contexto marcado por la pluralidad de la diversidad cultural. Resumiendo este punto diríamos que en América Latina el pluralismo cultu-ral confronta a todo quehacer teológico con la exigencia de responder a esa nueva realidad tratando de formar parte del diálogo entre culturas que im-plica dicho pluralismo; y que esta exigencia se traduce para la teología en una necesidad de transformación, ya que, al asumirla, descubre que no pue-de entrar en la dinámica de ese diálogo de las culturas sin “sacudir” la nor-malidad teológica que ha alcanzado asentándose en una cultura determinada.3 Y ha de observarse todavía que esta necesidad de transformación intercultu-ral que, viniendo del contexto del diálogo de las culturas, podríamos decir que crece en la teología por una razón “externa” a ella, es decir, por impera-tivo contextual, revierte en la teología de tal manera que se convierte en el punto de partida para una transformación intercultural de la teología por razones o necesidades internas a ésta misma. Porque es en ese intento de responder a las nuevas exigencias contextuales donde la teología sufre la experiencia de que todavía tiene un discurso, pero que éste no es suficiente-mente amplio como para dejar que resuenen en él todas las experiencias culturales de Dios ni para dejar que resuene en el mundo la palabra de Dios en toda su diversidad. Por esta experiencia, mediante la cual la teología sufre en el marco del con-texto del pluralismo cultural su propia normalidad teológica como aquello que le impide justamente abrirse a la infinitud que indica el pluralismo cul-tural, la necesidad de la transformación intercultural se profundiza todavía más como una necesidad interna que brota ya no sólo de la experiencia de finitud del discurso teológico elaborado sino además del presentir de alguna manera que en el pluralismo cultural y la interculturalidad se anuncia la sublime infinitud de la Palabra cuya presión de diversidad hace estallar toda frontera cultural y lanza la teología al éxodo continuo. Así la transformación intercultural se prolonga, por necesidad de lo que late en el corazón de toda teología contextual, en un proceso de transformación interreligiosa de la teología. El quehacer teológico que se pregunta por su sentido en el contexto del diá-logo de las culturas se adentra así por un camino (¿el camino al que lo abre el Espíritu?) que lo impulsa a sentir también la necesidad de reconfigurarse desde experiencias interreligiosas. Pues no hay diálogo de culturas sin diá-

3 Sobre el significado que damos al término “asentarse” en el sentido de “sentar”, tener “sede” y también “cátedra” ver las consideraciones que hemos presentado en nuestro trabajo “Filosofía e interculturalidad: una relación necesaria para pensar nuestro tiempo” que recogemos en nuestro libro: La interculturalidad a prueba, Aachen 2006

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logo de religiones, al menos cuando tomamos el diálogo en su verdadero sentido intercultural de caminar acompañado hacia la profundidad del otro. Hacer ese camino, en el que se acompaña y se es acompañado, es participar en el misterio de la diferencia del otro, que es siempre en última instancia una diferencia con espíritu, en el espíritu y del espíritu. En todo diálogo de culturas palpita, pues, un diálogo de espiritualidades; espiritualidades que, aunque no siempre, muchas veces se condensan en religiones identificables. Esta pluralidad de espiritualidades y de religiones urge en América Latina al quehacer teológico a plantearse como una tarea necesaria su transformación interreligiosa, es decir, a complementar su capacidad de hablar de Dios in-terculturalmente con el desarrollo de un lenguaje que libere su discurso sobre Dios de los límites de su religión de proveniencia por la interacción con el espíritu de Dios en el otro. Podemos decir, en síntesis, que la necesidad de transformar intercultural-mente e interreligiosamente el quehacer teológico en América Latina es una exigencia de la profunda e inagotable diversidad del Espíritu; necesidad que para nosotros es históricamente necesaria para que nuestras teologías particu-lares no hagan de Dios su botín ni nuestras religiones funcionen como una prisión para el Espíritu que nos convoca a la liberación y , con ello, a una vida que crece en la convivencia acogedora de las diferencias.

2. Posibilidad de una transformación intercultural e

interreligiosa del quehacer teológico en América Latina Así como la necesidad o, mejor dicho, la toma de conciencia de que la trans-formación intercultural e interreligiosa del quehacer teológico hoy en Amé-rica Latina hay que verla en última instancia vinculada al misterio del Espíritu que nos revela su diversidad insondable en la pluralidad de las culturas y las religiones, del mismo modo podemos decir que la posibilidad de dicha transformación tiene su fundamento último en el misterio de Dios y de su plan salvífico en nuestra historia. Podemos, con posibilidad real, transformar intercultural e interreligiosamen-te el quehacer teológico porque la realidad que confesamos con el nombre de Dios se da ella misma en muchos nombres y nos habla en muchas lenguas, culturas y religiones. La actualización real de esa posibilidad, que en su fondo es gratuita, depende sin embargo de nuestra capacitación para aprender a revisar nuestras teolo-gías, y las religiones a partir de las cuales se articulan, desde Dios y su diver-sidad, desde su misterio. Lo que quiere decir que hay que desaprender a ver a Dios desde nuestras teologías y religiones. Por eso la posibilidad de la transformación intercultural e interreligiosa del quehacer teológico concretamente en el contexto latinoamericano del plura-lismo cultural y religioso supone adentrar la teología en un proceso de

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aprendizaje cultural y/o de recapacitación religiosa por el que, por decirlo de esta forma, la teología se capacita para revisar su religación a la religión que la sostiene en su normatividad cultural y teológica, porque se trata justamen-te de un proceso de apertura a la palabra del otro como memoria religiosa original, en este caso, en la que también resuena la verdad de Dios. Se trata, en breve, de capacitar nuestras teologías y religiones para que sean lo que deben ser: caminos de participación en la verdad de Dios. Pero esto supone precisamente que aprendan a caminar “por los muchos caminos de Dios”; y que aprendan, al transitar esos caminos, a rehacer el propio camino desde sus cruces y relaciones con los caminos del otro. La posibilidad de la transformación intercultural e interreligiosa del queha-cer teológico en América Latina se concretiza así, en un primer paso, me-diante el desarrollo de una hermenéutica de la propia tradición desde la relación con las tradiciones del otro. Antes de seguir con la explicación de este primer paso debo intercalar, sin embargo, una observación que me parece necesaria para comprender la lógica de nuestra argumentación en este punto. Es la siguiente: la hermenéu-tica de lo propio desde la relación con el otro es posible en virtud de la mis-ma contextualidad del pluralismo cultural y religioso. Pues hay que tomar conciencia de que pluralismo es más, mucho más, que la simple afirmación o constatación de la multiplicidad como situación de hecho, porque apunta a un horizonte de convivencia en la diversidad en tanto que expresa la idea de que el hecho de que “hay o somos muchos” implica la consecuencia político-ética del reconocimiento de la relatividad de los puntos de vista, de las creen-cias y convicciones de cada uno de los muchos. El pluralismo afirma así una diversidad que se reconoce en sus limitaciones justo porque tiene conciencia de su relación con el otro, y con ello de la nece-sidad de relativizar la pretensión de universalidad de todo universo cultural o religioso.4 De esta suerte el contexto del pluralismo hace posible una hermenéutica de lo propio que parta del reconocimiento de la relación con el otro. Y decíamos que el desarrollo de una hermenéutica semejante está a la base de una trans-formación intercultural e interreligiosa del quehacer teológico hoy en Amé-rica Latina porque desplaza el centro interpretativo de las teologías, culturas o tradiciones religiosas con las que las diferentes alteridades se identifican, al aprovechar la relación con el correspondiente otro como una ocasión para ponerlo en el centro de interpretación.

4 Para un análisis filosófico de las condiciones y exigencias del pluralismo hoy así como para la consideración de la bibliografía actual sobre este tema ver H. J. SAND-

KÜHLER, “Pluralismus”, en íd. (ed.), Enzyklopädie Philosophie, tomo 2, Hamburg 1999, 1256-1265.

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Hermenéutica de lo propio desde la relación con la tradición del otro quiere decir de este modo reconocer la dimensión de pasividad que, como elemento fundamental de autoconocimiento, conlleva la relación con el otro y que nos hace ver que somos sujetos de interpretación en sentido pleno cuando, y sólo cuando, sabemos complementar el momento activo del “nos interpretamos” con el momento pasivo del “somos interpretados”. En un segundo paso la posibilidad de una transformación intercultural e interreligiosa del quehacer teológico en América Latina se muestra por el desarrollo de teologías contextuales enraizadas en las culturas de los pueblos indígenas y afroamericanos del continente. Su desarrollo es hoy ya un hecho reconocido. Es decir que no son un programa o un proyecto todavía por realizarse sino que representan ya una aportación con peso propio.5 Por eso no nos detendremos más en ellas, señalando solamente –porque esto basta en el marco de estas consideraciones– que, aún en el caso en que las teologí-as indias a afroamericanas se confiesan como teologías cristianas, represen-tan una contribución fundamental a la transformación intercultural e interreligiosa del quehacer teológico (cristiano) en cuanto que por su articu-lación desde las espiritualidades de las culturas indígenas y afroamericanas pluralizan la experiencia de la fe cristiana, hacen posible una lectura inter-cultural e interreligiosa de la Biblia y ponen fin a la hegemonía del cristia-nismo occidentalizado que ha servido de referente casi exclusivo para el desarrollo del quehacer teológico en América Latina. Un tercer paso en la posibilitación de la transformación intercultural e inter-religiosa del quehacer teológico en América Latina lo vemos nosotros en otro desarrollo que ya es también un hecho y que, en cuanto tal, nos indica que esta transformación no es una simple posibilidad de futuro sino una posibi-lidad en curso de realización. Nos referimos a las contribuciones que se están haciendo a la fundamentación y a la explicitación de una teología cristiana del pluralismo religioso desde América Latina.6 Como en el caso anterior, dejamos también esa aportación apuntada sólo como muestra de la posibili-dad de la transformación intercultural e interreligiosa del quehacer teológico en la actualidad de América Latina.

5 Para el desarrollo de la teología indígena ver por ejemplo las actas de los encuentros celebrados hasta ahora: CENAMI/Abya Yala (eds.), Primer encuentro-taller latinoamerica-no, México/Quito (2ª edición 1992); íd. (eds.), Teología India. Segundo encuentro-taller latinoamericano, Quito 1994; R. ARGANDOÑA, et al. (eds.), Teología india. Sabiduría india, fuente de esperanza. Tercer Encuentro-Taller Latinoamericano, 2 tomos, Cusco 1998; AAVV., En busca de la tierra sin mal. Mitos de origen y sueños de futuro de los pueblos indios. Memo-ria del IV Encuentro – Taller Latinoamericano de Teología India, Quito 2004. 6 Entre otros muchos nos permitimos remitir a la serie editada por J. M. VIGIL , L. E. TOMITA / M. BARROS, en nombre de la ASETT, con el expresivo título de: Por los muchos caminos de Dios , que lleva ya cuatro tomos publicados.

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Sí queremos en cambio detenernos algo más en un cuarto paso en el que a nuestro modo de ver, se concretiza la posibilidad de la transformación que propugnamos para el quehacer teológico latinoamericano en el contexto del diálogo de las culturas. Se trata del desarrollo de una metodología teológica intercultural e interreli-giosa que se haga eco de la hermenéutica anotada en el primer paso y que abra desde ella caminos plurales y equivalentes de hacer teología. En cierta forma es la metodología que ya se vislumbra, aunque más implícita que explícitamente, en las contribuciones mencionadas de las teologías indias, afroamericanas y del pluralismo religioso; pero que debe todavía ser elabo-rada como una metodología que asume de manera conciente que los llama-dos “lugares teológicos”, sean éstos tradiciones religiosas, culturas o lugares histórico-sociales, como “el pobre” o “la mujer” son de por sí métodos que encaminan el peregrinaje de la humanidad por las huellas de Dios en la historia. Se elaboraría de este modo como una metodología compleja de métodos o, si se prefiere, como una interacción de métodos diversos median-te la cual éstos se interfieren, se cruzan, se contrastan y eventualmente reco-nocen confluencias o convergencias. Señalemos, por último, que para la elaboración efectiva de esta metodología intercultural e interreligiosa nos parece fundamental la encarnación del quehacer teológico en la dinámica del desarrollo real de la identidad religio-sa de la gente, pues ésta es, tal es nuestra sospecha, mucho más intercultural e interreligiosa en su curso y práctica cotidiana de lo que frecuentemente acertamos a ver los “profesionales”.

3. Dificultades de la transformación intercultural

e interreligiosa del quehacer teológico En primer lugar están las dificultades que podríamos llamar “externas”. Son las que vienen, por una parte, del impacto de las políticas internacionales de globalización del neoliberalismo y su consiguiente “cultura global” en el desarrollo actual de las sociedades latinoamericanas; y, por otra, de la propia historia de los países latinoamericanos que, no habiendo superado hasta hoy las secuelas del pasado colonial, sigue confrontando a los pueblos de “Abya Yala” con el desprecio, el racismo y la marginación de sus tradiciones. Pero no son a éstas dificultades a las que nos queremos referir ahora. Lo que no quiere decir que no sean importantes o que lo sean menos que aquellas en las que preferimos detenernos. Pues si preferimos detenernos en éstas otras, que llamaremos dificultades “internas”, es porque pensamos que su supera-ción, a diferencia de las primeras, depende en primera línea de nuestro com-portamiento, ya que son responsabilidad directa nuestra. En un nivel general está en primer lugar la dificultad que representa para el quehacer teológico cristiano su vinculación con la idea de un cristianismo

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“misionero” que supone que, con la misión, llega la verdadera religión y la verdadera teología. Esta vinculación es una limitación fuerte y una dificultad grave para repensar el quehacer teológico, en este caso el cristiano, en el contexto del diálogo de las culturas y de las religiones. ¿Cómo replantear o resignificar la labor misionera de las iglesias cristianas y la misma universalidad del mensaje cristiano de salvación en este nuevo contexto? Una respuesta honesta o, al menos, una consideración sincera y dialógica a esta pregunta podría ayudar a superar esta primera dificultad.7 También en este plano general vemos una segunda dificultad interna que viene concretamente del paradigma teológico de la inculturación que repre-senta sin duda alguna un gran avance respecto del paradigma más tradicio-nal de la misión; pero que sigue aferrado a una concepción monocultural de la universalidad del cristianismo y defiende así la necesidad de intervenir en todas las culturas y reorientarlas en sus caminos de salvación. Una transfor-mación intercultural e interreligiosa del quehacer teológico (cristiano) tendrá que plantearse, por tanto, la cuestión de resignificar también este paradigma para abrirse sin reservas a las potencialidades teológicas que le ofrece el pluralismo religioso y cultural.8 La tercera dificultad que queremos nombrar en este breve recuento y que se plantea también en un nivel general es la que representa la teología dogmá-tica con su carga de definiciones sancionadas por los diversos magisterios doctrinales. Aquí hay para una transformación intercultural e interreligiosa del quehacer teológico en el contexto del diálogo de las culturas y de las religiones, en especial por parte cristiana, una fuerte barrera cuya superación requiere sin duda un largo proceso de aprendizaje y una ardua tarea de deconstrucción de la monoculturalidad de la razón teológica que subyace a la dogmática de la fe cristiana. Pasando ahora a un plano más concreto o personal apuntamos una cuarta dificultad que viene de nuestros propios hábitos de estudio y de enseñanza; es decir, de las costumbres que hemos adquirido por la formación recibida y que sostienen la teología que practicamos. Hablando en otros términos, podríamos decir que se trata de la dificultad que viene de la rutina y de la inercia que genera en nosotros la teología en la que estamos instalados.9

7 Sobre esta cuestión es provechoso consultar las actas del congreso internacional “Teología y Misión. A los 40 años de Ad Gentes” organizado por la Escuela de Teología de la Universidad Intercontinental en México del 18 al 22 de abril de 2005. Estas actas se recogen los números monográficos 25 y 26 (2005) de la revista Voces. 8 Ver sobre este punto mi estudio “De la inculturación a la interculturalidad” (y la bibliografía citada en el mismo) que recogemos en nuestro libro: Religión e intercultura-lidad, –en prensa–. 9 Como puede ser de interés consultar para la consideración de este aspecto lo que hemos escrito sobre esto refiriéndonos a la filosofía, nos permitimos remitir a nuestros

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Una transformación intercultural e interreligiosa del quehacer teológico tiene que contar por tanto también con la resistencia de los hábitos hereda-dos de los teólogos y las teólogas. Pues la interculturalidad y la interreligio-sidad exigen “éxodo” y no sede; son reclamo de abandono de las instalaciones construidas, por muy cómodas que resulten. Por último una quinta dificultad que está unida a la anterior. Forma parte de la normalidad teológica dominante comprender muchas veces las diferencias culturales y religiosas, por no decir también confesionales, en sentido contradictorio. Y esto es un obstáculo fuerte en el camino de la transfor-mación intercultural e interreligiosa de toda teología en el contexto actual del pluralismo porque el diálogo de las culturas y las religiones requiere precisa-mente un nuevo trato con eso que llamamos “contradicciones”. Dicho muy brevemente, ese nuevo trato significa, primero, historificar las “contradicciones” para conocer su génesis y ver cómo y por qué se han cris-talizado como tales, esto es, como barreas que nos separan; y, segundo, re-dimensionarlas desde el diálogo a la luz de un horizonte mayor en el que a lo mejor se revelan simplemente como el “contra” que da el relieve a la “dic-ción” del otro.

4. Sugerencias En el camino hacia una resignificación intercultural e interreligiosa del quehacer teológico hoy en América Latina no se puede olvidar, sobre todo cuando ponemos como marco de esa resignificación el contexto del diálogo de las culturas, que se trata de contribuir a que América Latina asuma en teología las consecuencias que se desprenden de dicho diálogo. O sea que se trata de ayudar a que el diálogo de América Latina con su diversidad se cumpla también en el ámbito teológico, y ello con todas sus consecuencias. En este sentido la transformación intercultural e interreligiosa del quehacer teológico en este continente tiene que preocuparse por ampliar cada vez más sus espacios discursivos de manera que sean ámbitos abiertos a la resonancia de todos los sonidos teológicos que producen las culturas de América Latina.

estudios: “Rumbos actuales de la filosofía. O de la necesidad de reorientar la filosofía” y “¿Qué hacer con la enseñanza de la filosofía? O de la necesidad de reaprender a enseñar la filosofía”, recogidos en nuestro libro: Filosofar para nuestro tiempo en clave intercultural, Aachen 2004, 27-44 y 45-57, respectivamente.

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Desafíos y esperanzas para una teología

moral desde América Latina

Sebastián Mier

Universidad Iberoamericana

Resumen La teología moral, al igual que toda teología, tiene un aporte importante que ofrecer para la vida del pueblo todo y en particular del pueblo de Dios en la fe y la justicia; aporte que ha de articularse adecuadamente con muchas otras actividades y organizaciones. Para realizarlo mejor es indispensable tener una conciencia viva y lúcida de los desafíos que se presentan; no sólo en general, sino en particular en el contexto de nuestro continente. Ante lo enorme y aplastante de estos retos, corremos el riesgo del desaliento; por eso es indispensable también tener muy presentes las fuentes de nuestra espe-ranza. Así describo primero los que considero desafíos fundamentales y luego más en concreto en los campos de la economía, la política y la cultura; y reviso tres fuentes de esperanza que nos están nutriendo: la palabra de Dios, la fuerza del Espíritu y la sabiduría del pueblo. Con lo cual confío en contribuir, como lo presento en la conclusión, a una esperanza agradecida, esforzada y paciente.

Summary Moral theology, just like other theological fields, has an important contribution to make to people in general and particularly to the people of God in the dimension of faith and justice. This contribution has to be adequately articulated with many other activities and organizations. In order to do this effciently, a clear understanding of problems is essential, not only as regards problems in general but specially the prob-lems in the context of our continent. In view of the enormity of conflictive issues, we may become discouraged. This is why we also have to be clear about our hope. Con-sequently, I describe from the start the fundamental issues and, more specifically, economical, political and cultural aspects. I then go on to review the three principal fountains of hope that nourish us: the word of God, the power of the Spirit, and the wisdom of the people. My wish is to contribute, as I express in the conclusion, to a grateful, fortified, and patient current of hope.

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No pretendo presentar aquí un análisis detallado de la situación de la ética teológica en América Latina, sino tan sólo identificar los principales desafíos a los que nos enfrentamos y las fuentes de esperanza más relevantes.1 Por lo que toca a los desafíos, desde los comienzos de la teología de la libera-ción en América Latina, quedó claro que lo importante no es la teología misma, sino la liberación real del pueblo, su vida plena e integral. Y la teolo-gía ha de ser una ayuda para esa liberación en la vida diaria, un aporte que los teólogos queremos ofrecer para la venida del reinado de Dios. Entonces los principales retos para teología moral son los que nuestro pueblo enfrenta para vivir plenamente, y no una cuestión prevalentemente doctrinal o aca-démica. Para ubicar la detección de los desafíos describo a grandes rasgos los principales problemas que enfrentamos en nuestro continente, como una introducción a quienes no los conocen y como una propuesta de síntesis para quienes cuentan con mayor información. En lo referente a la teología moral, se ha desarrollado entre nosotros la con-ciencia de una estrecha vinculación entre las ramas de la teología, así la re-flexión ética se alimenta ricamente de la teología bíblica y la sistemática y las motivaciones éticas para actuar van de la mano con una espiritualidad cuya mística tiene un fuerte carácter de encarnada y comprometida.2

1 Quien busque este tipo de análisis lo encuentra en D. BRACKLEY / T. SCHUBECK, “Moral Theology in Latin America” Theological Studies 63 (2002) 123-160 que incluye abundantes referencias a artículos y también a libros de varios países. No puedo ampliarme aquí en ello; pero sí cabe señalar que quienes producen más y están mejor organizados son los brasileños que hace tres décadas constituyeron la Sociedade Brasileira de Teología Moral que viene realizando un encuentro anual. Cf <http://www.sbtmpesquisadores.org.br>). Además la Editora Santuario de los reden-toristas ha publicado varios volúmenes en su” Coleçao Teologia Moral na América Latina” entre los que incluyen las ponencias de cuatro congresos latinoamericanos realizados en San Pablo (Brasil). En los países de habla española también encontramos contribuciones como lo indica el artículo aquí recomendado. Menciono además mi tesis doctoral, El sujeto social en moral fundamental. Una verificación: las CEBs en México, Universidad Pontificia, México 1996. 2 Para quienes deseen adentrarse en la bibliografia de la teología latinoamericana afortunadamente contamos con tres colecciones de artículos de los autores más desta-cados que ofrecen magníficas síntesis. La primera fue publicada en 1990, en los meses en que estaba cayendo el muro de Berlín y semanas después del martirio de los jesui-tas de la universidad de San Salvador. Presenta en una primera parte la historia y metodología y, en una segunda, los “contenidos sistemáticos” que abarcan práctica-mente todos los campos de la teología: I. ELLACURÍA / J. SOBRINO (coord.), Mysterium Liberationis. Conceptos fundamentales de la Teología de la Liberación (dos tomos), Trotta, Madrid 1990. La segunda colección presenta el itinerario de treinta años, ocho autoras y veintiseis autores narran su experiencia, los infllujos recibidos y la obra producida; dejan patente la evolución a lo largo de las décadas, conservando lo fundamental de

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1. Problemas fundamentales Por lo que toca a los desafíos, recuerdo brevemente que nuestro continente padece desde hace siglos una situación de miseria, injusticia y opresión internas, por un lado; y por otro –estrechamente vinculado– un sometimien-to a potencias extranjeras. Esta situación se ha agravado en las últimas tres décadas por el modelo de globalización impuesto por el sistema neoliberal que agranda todavía más la brecha entre unos pocos que abundan en rique-za, poder y medios de comunicación –incluso a niveles superiores que mu-chos sectores del primer mundo– y las grandes mayorías que carecen de lo necesario y con frecuencia hasta de lo indispensable en alimentación, salud, vivienda, educación y cada vez más, incluso, de un trabajo digno.3 Esta si-tuación ha producido una enorme emigración del campo hacia las ciudades y también hacia Estados Unidos, cuyos gobernantes han impuesto en la región a través del tratado de libre comercio un tránsito fácil para sus capita-les y mercancías y restringido el paso de los trabajadores, obligándolos a emigrar en condiciones oficialmente “ilegales” sumamente desfavorables que los obliga a cruzar la frontera muchas veces con riesgo de su vida y propicia su múltiple explotación por patrones y autoridades. Una mirada más amplia nos lleva a reconocer que los migrantes centroamericanos con frecuencia reciben en México un trato tan injusto como el que se acusa de Estados Unidos.4 En lo político prevalece la desilusión y el hartazgo de la población frente a gobernantes de todos los niveles sometidos por una parte a los poderes eco-nómicos transnacionales y por otra clara y mañosamente más preocupados por sus intereses personales y partidistas que por el bien del pueblo, lo que se manifiesta en pleitos asquerosos entre ellos y grandes niveles de corrup-ción perpetuamente impune. Esto predomina, aunque en algunos países –como ampliaré más abajo– hay cambios significativos.

los elementos iniciales; es relevante la ampliación en la temática abordada y la diversificación de sujetos sociales y eclesiales: J. TAMAYO / J. BOSCH, Panorama de la Teología Latinoamericana, Verbo Divino, Estella 2001. La tercera sale a la luz en 2006, incluye veinticinco artículos sobre el contexto socio económico y la teología, con un análisis de la realidad que aborda con lucidez y amplitud nuestra situación actual y en ella los desafíos que yo presento en forma sucinta: P. BONAVIA, Tejiendo redes de vida y esperanza, Indo-american Press Service, Bogotá 2006. 3 Ilustran muchos aspectos de la evolución de esta situación los documentos de las Conferencias del Episcopado Latinoamericando de Medellín (1968), Puebla (1979) y Santo Domingo (1992). Para una actualización más reciente véase, P. BANAVIA, o. c., y más en concreto para México la carta pastoral de la Conferencia del Episcopado Mexi-cano Del encuentro con Jesucristo a la solidaridad con todos, (25 de marzo del 2000). 4 Cfr. Varios artículos en Christus 703 (1997); 752 (2006) y Efemérides Mexicana 65 (2004). También R. MILESI, “Peregrinos de la exclusión”, en: P. Bonavia, o. c.

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Además los medios de difusión masiva manejados por oligopolios se han convertido en otro tremendo poder que de un lado divierten y manipulan a las multitudes y de otro mueven su inmenso influjo a favor de los empresa-rios y gobiernos neoliberales y en contra de las personas y organizaciones que promueven la denuncia de las opresiones y la justicia social. Dentro de esta problemática encontramos retos de diversa índole en referencia a la ética teológica, entendida como la parte de la teología que ofrece criterios y valoraciones éticas de la diversidad de situaciones que vivimos. Considero que en lo fundamental –como detallaré más adelante– los retos que se refieren a la justicia no requieren tanto esclarecimiento moral sino una una fuerza social capaz de llevar adelante las soluciones, para lo cual es indispensable una articulación lo más eficaz posible tanto de los eticistas con otras fuerzas socia-les como de éstas entre sí; mientras que los del ámbito cultural sí necesitan una reflexión ética más elaborada tanto teológica como secular.

2. Los caminos de solución en la vida del pueblo Frente a estos grandes rasgos que se destacan por encima de otros también importantes, las soluciones han de venir –y en alguna medida ya lo están– no sólo de las reflexiones sino sobre todo de las acciones en todos los campos sociales. Entre éstas destaca a nivel continental, la organización del “Foro Social Mundial”. De origen brasileño, ha conseguido un eco muy vasto tanto en América Latina, como en otros continentes. Ha tenido cambios tanto en sus objetivos más concretos, como en sus sedes y tipos de convocacion. Ha logrado reunir a cientos de miles de representantes de organizaciones que en todos los campos de la sociedad luchan por mejorar las condiciones de vida del pueblo. En ese número, relativamente grande5, hay una gama amplia de enfoques y métodos y también gran variedad en el logro de sus objetivos; constituyen, sin embargo, una manifestación muy viva de esperanza operativa.6

5 Aclaro esta expresión “relativamente grande” e insisto en ella. Si tomamos en cuenta las condiciones económico-políticas (y militares) tremendamente adversas en que sobrevivimos, causan admiración y esperanza estos cientos de miles que asisten a las reuniones y que representan algunos millones. Si nos fijamos exclusivamente en su poder efectivo para transformar esas condiciones, podemos caer en el realismo, la indiferencia o el escepticismo, pero desde la fe cristiana y humana alimentan una esperanza sumamente ardua. Teológicamente remite a la expresión bíblica del “resto de Israel”, “los pobres de Yahvéh” y “el siervo de Yahvéh”. Abordan el tema de la esperanza varios artículos de Christus 747 (2005) y Theologica Xaveriana 154 (2005) 6 Sobre el Foro Social Mundial hay varios artículos en Christus 749 (2005). Y también es abordado por Bonavia. Para una información básica puede consultarse: <es.wikipedia.org/wiki/Foro_Social_ Mundia> y para el de Nairobi (2007), <www.wsf2007.org>.

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En México, por ejemplo, viven y luchan diversas organizaciones, unas se vinculan con el Foro Social Mundial, otras no. Entre ellas cobró particular relieve el Ejército Zapatista de Liberación Nacional, el cual tiene sus raíces en el trabajo evangelizador de la diócesis de San Cristóbal de Las Casas de población predominantemente indígena; luego recibe el influjo de otros movimientos sociales y decide “levantarse en armas” contra el “sistema injusto” el primero de enero de 1994. Ante la represión militar, grandes sectores de la sociedad mexicana clamaron por la búsqueda de una salida dialogada; desde entonces los zapatistas han procurado otras estrategias en vinculación con otras organizaciones mexicanas y con la solidaridad de numerosos grupos en otros países y continentes, entre quienes han adquiri-do un notable significado simbólico.7 A grandes rasgos se reconoce con amplitud que en Brasil (Lula 2002), Argen-tina (Kirchner 2003), Uruguay (“Tabaré” 2004), Bolivia (Evo Morales 2006), Chile (Bachelet 2006) y Ecuador (Correa 2007) han llegado a la presidencia personas más representativas de los verdaderos intereses del pueblo. No significa que ya todo esté resuelto, nos encontramos todavía muy lejos de ello: aún están fuertemente sometidos a los poderes económicos y políticos, nacionales e internacionales (que siguen encontrando el modo de imponer condiciones y no dudarían en acudir, en caso de necesidad a argumentos militares más persuasivos y eficaces para sus fines y también enfrentan pro-blemas más o menos serios tanto al interior de sus partidos como en sus vinculaciones con otros partidos políticos y organizaciones sociales. Sin embargo sí constituyen logros valiosos y alentadores de esfuerzos combina-dos de la reflexión ético-“científica”8 y de la organización socio-política. Como ya aludí en los últimos renglones, es innegable que también la re-flexión tiene un papel importante para iluminar las inteligencias, para orien-tar y motivar los corazones. Y aquí se ubica el rol de la ética en general y de la teológica en particular. Aunque su eficacia no es tan rápida como nos gustaría y como requieren las condiciones de vida de las mayorías, ha ayu-dado a despertar las conciencias y a fortalecer los ánimos para ir logrando avances hacia el “reinado de Dios”.

7 Amplia información en diversos sitios de internet con la referencia básica: <www.ezln.org>. 8 Sobre el método de la ética teológica, su relación con otras ramas de la teología y con diversas ciencias contamos con dos artículos en Mysterium Liberationis: C. BOFF “Epis-temología y método de la teología de la liberación” 79-114 y F. MORENO REJÓN “Moral fundamental en la teología de la liberación”, 273-286. También podemos ver más recientemente varios artículos en Theologica Xaveriana 150 (2004) y 153 (2005).

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3. Los recursos de la ética teológica Para enfrentar estos arduos desafíos contamos principalmente con tres nutri-tivas fuentes que se traslapan mutuamente: la palabra de Dios, la fuerza del Espíritu y la sabiduría del pueblo. Me detengo en ellas porque considero que son las más propias de América Latina, lo cual no significa que no haya otras, ni que éstas sean exclusivas de nuestro continente. La palabra de Dios Dentro de la revelación destaca la palabra de Jesús. En efecto, re-escuchados los evangelios desde la solidaridad afectuosa y cotidiana con el pueblo han recobrado su claridad y valentía proféticas. Hemos recordado que “el Espíri-tu de Yahvéh nos ha consagrado para llevar buenas noticias a los pobres... y liberar a los oprimidos” (Lc 4, 16-26); que “misericordia quiero y no sacrifi-cios” (Mt 9, 13; 12, 7); que el camino de la vida auténtica es el amor a Dios Padre y no las riquezas y poderes y las ideologías (relectura de las “tentacio-nes” Mt 4, 1-9 y Lc 4, 1-12), que ese amor se manifiesta en la atención a las multitudes asaltadas al bajar de Jerusalén (Lc 10, 25-37); que no está hecho el ser humano para someterse al sábado, sino que el sábado está en función del ser humano (Mc, 2 27) (“giro antropocéntrico” del mismo hijo de Dios); que sus discípulos seremos reconocidos en el amor mutuo” (Jn 13, 35); que seremos felices cuando tengamos espíritu de pobres, hambre de justicia y nos persigan por su causa. (Mt 5, 1-12); que la ortodoxia y los sacramentos han de estar al servicio del Amor y que Él nos pide amor y justicia operati-vos (Mt 25, 31-46). Toda una serie de enseñanzas sencillas y profundas que confesamos como verdaderamente divinas, y han de inspirar todo esfuerzo teológico y ético aunque no tengan la sutileza filosófica, ni la precisión científica, ni la acredi-tación académica. Lo cual no significa que la filosofía y la universidad no tengan un aporte; pero sí que no son lo prioritario en la fe cristiana y en el seguimiento de Jesús. Las palabras recordadas dan concreción a un símbolo central en los sinópticos que está inspirando profundamente nuestra teología: el “reinado de Dios”. Jesús lo proclama ya próximo, lo considera el centro de su misión, y nos ense-ña a buscarlo con su vida toda y a anhelarlo en el Padre Nuestro. Consiste en reconocer a Dios como Padre, al vivir entre nosotros como hermanos en el amor afectivo y servicial, en la liberación de todo pecado y opresión, en la realización de la justicia recreativa, al comunicar la vida en abundancia. Todo eso ya en esta historia con apertura a su plenitud escatológica.9

9 Como fundamento básico en estos temas remito a Jon Sobrino, “Centralidad del reino de Dios” y Leonardo Boff, “Trinidad”, ambos en Mysterium Liberationis, tomo I,

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Me detengo aquí tan sólo en estos elementos fundamentales de los evange-lios, pero también estamos recurriendo fructuosamente a otros libros tanto de la antigua como de la nueva alianza.10 De la centralidad del reinado del Padre así comprendido, se siguen entre muchas dos consecuencias relevan-tes para la ética teológica: la invitación de Jesús a “estar con él y ser envia-dos” (Mc 3,14) no solamente para aceptar de palabra sus enseñanzas (“ortodoxas”) sino para colaborar con su misión; lo venimos expresando como seguimiento de Jesús, con la conciencia viva de que no se trata de una imitación atemporal válida igualmente para todas las épocas, sino que ha de tener en cuenta la diversidad de circunstancias históricas. Otra: el reinado de Dios no coincide con las dimensiones de la iglesia –ni de la católica, ni del conjunto de las cristianas– sino que la rebasa ampliamente y se manifiesta en otras muchas realizaciones humanas que llevan adelante las obras del amor y la justicia, la liberación y la verdad, etc. Consecuentemente la edificación de la iglesia no es el fin último pretendido; sino un medio junto con otros para llevar adelante la salvación divina, un medio muy importante, pero tan sólo medio.11 La fuerza del Espíritu A esta luz de la palabra revelada, creemos con fe que la fuerza del Espíritu nos impulsa en las dos dimensiones de la vida misma y de la reflexión ético-teológica en estrecha relación entre ambas. Así caemos en la cuenta de que ese Espíritu es quien inspira los caminos de solución de los que hablo más arriba, las acciones realizadas y las reflexiones más o menos lúcidas y cohe-rentes que las orientan. Pues esos caminos producen en mayor o menor medida los frutos del Espíritu de que nos habla Pablo “amor, alegría, paz, comprensión de los demás, generosidad, bondad, fidelidad...” (Gal 5, 22). Reconocemos una “espiritualidad fundamental” común con todos los que aman y trabajan por la justicia y buscan la verdad en fidelidad a la reali-dad.12 Aunque formulada de maneras diversas esta espiritualidad nos ilu-mina frente a los problemas y nos fortalece ante las dificultades, con un doble ingrediente de misericordia e indignación ante la miseria del pueblo.

o. c., 467-510 y 513-530 respectivamente, y la actualización que realiza el mismo Sobri-no en la obra citada de Bonavia. 10 Baste una referencia general a la Revista de Interpretación Bíblica Latinoamericana. 11 Cfr. J. SOBRINO “Espiritualidad y seguimiento de Jesús” y A. QUIROZ, “Eclesiología en la teología de la liberación”, ambos en Mysterium Liberationis, tomo II, o. c., 477-493 y tomo I, 253-272 respectivamente. Véase también R. MUÑOZ “Para una eclesiología latinoamericana y caribeña” en P. Bonavia, o. c. 12 Én este párrafo sigo básicamente a Jon Sobrino, “Espiritualidad y seguimiento de Jesús”, o. c.

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Dentro de este marco más amplio la espiritualidad cristiana tiene una refe-rencia expresa al seguimiento de Jesús encarnado entre los pobres que nos invita a recibir el amor gratuito del Padre y a proyectarlo en medio de su pueblo, con una santidad amorosa y liberadora en un ambiente de gratui-dad, con una santidad dispuesta a padecer la cruz contra la injusticia y abier-ta a la esperanza gozosa de la resurrección. Así nos esforzamos por vivir una colaboración y diálogo abierto y valiente con muchos grupos y personas. Abiertos a todas las manifestaciones de la verdad dentro de la iglesia y también fuera de ella. La fidelidad a la palabra revelada no se limita a repetir el magisterio ni tiene envidia de las contribu-ciones provenientes de otras religiones, pensamientos o ciencias; ni tampoco ansia de mostrar superioridad sobre ellas.13 Antes al contrario, reconoce esos aportes válidos, los admira e incorpora, en el respeto a la diversidad de culturas, y agradece a la Fuente de toda verdad que “sopla donde quiere” (Jn 3, 8) y a quien reconoceremos por sus frutos.14 Y también valientes, siguien-do la tradición profética que culmina en Jesús y continúa a lo largo de la historia de la iglesia, para arrostrar las amenazas de los poderosos y de los fariseos modernos contra quienes buscan la defensa de los humillados.15 La sabiduría del pueblo La tercera fuente no es completamente distinta de la anterior, sino más bien un caso de particular relieve. Precisar con exactitud quiénes constituyen el “pueblo” no es fácil, ha habido y hay mucha discusión al respecto; pero tampoco constituye un paso previo indispensable para nutrirse de esta fuen-te. Algunas descripciones de las cualidades del pueblo suenan un tanto idealistas; pero la fidelidad a lo real nos lleva a reconocer en todo caso que no son perfectos y que padecen muchas deficiencias de diversa índole. Sin embargo una convivencia afectuosa y cercana nos ha llevado a constatar que tienen una sabiduría recibida también de Aquél que “ha querido darse a conocer a los pequeños” (Mt 10, 25) y que con ella nos han enriquecido.

13 Con este enfoque se ve de otra manera la cuestión que brota intermitentemente sobre lo específico de la moral cristiana, llevando a una actitud más humilde y dialo-gante; lo que tampoco significa renunciar a lo que es propio del evangelio de Jesús y a presentarlo con firmeza, mas sí reconocer que su Espíritu se está manifestando en otras voces y acciones (cfr. Mc 9, 38 “vimos a uno que echaba demonios...”). 14 Sobre este diálogo: J. M. VIGIL “Pluralismo cultural y religioso” y C. MACCISE “Espi-ritualidad macroecuménica y mística” ambos en P. Bonavia, o. c., 229-240 y 373-386. 15 Esta parrhesia llevó a muchos al martirio en los estados de la “seguridad nacional” (1965-1990), mucho más laicos y pastores que teólogos. (Cfr. J. JIMÉNEZ, “Sufrimiento, muerte, cruz y martirio” en Mysterium Liberationis, tomo II, o. c., 477-493. Ciertamente las circunstancias actuales no son tan dramáticas, pero esa valentía sigue constituyen-do un requisito necesario.

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Los teólogos de América Latina estamos aprendiendo a dialogar con estas manifestaciones de la sabiduría popular, con frecuencia más vivida que formulada. Una de las principales es la religión del pueblo, significativamen-te revalorada ahora después de una crisis en los primeros años del postconcilio; dentro de ella ocupa un lugar central la Madre de Dios y en México Tonantzin Guadalupe.16 De ella nos aclara lúcidamente el Documento de Puebla (n. 448) : “es un acervo de valores que responde con sabiduría cris-tiana a los grandes interrogantes de la existencia... tiene una capacidad de síntesis vital... espíritu y cuerpo, comunión e institución, persona y comuni-dad, fe y patria, inteligencia y afecto... afirma radicalmente la dignidad de toda persoma como hijo de Dios, establece una fraternidad fundamental, enseña a encontrar la naturaleza y a comprender el trabajo y proporciona las razones para la alegría y el humor, aun en medio de una vida muy dura... es también un principio de discernimiento”. Otras expresiones las encontramos en la vida cotidiana de la gente, con sus mecanismos de sobrevivencia, su rico y humano sentido de la fiesta comuni-taria, sus movilizaciones y luchas de diversa índole. Más en vinculación con la iglesia han desempeñado un papel importante las comunidades eclesiales de base.17 De éstas en particular, podemos señalar los siguientes rasgos: la paulatina recuperación de la palabra y de la Palabra de Dios, la revaloración y promoción de la mujer, variados ministerios eclesiales y servicios sociales (cooperativas, grupos de salud, centros de derechos humanos...), creatividad celebrativa, luchas por reivindicaciones sociales y participación en movi-mientos populares. Y más recientemente, sobre todo a partir de la fuerte conciencia suscitada con ocasión del quinto centenario de la llegada de los europeos a nuestro continente, contamos con los aportes de los pueblos indígenas y más en particular de la teología india.18 Entre sus aportes, pongo de relieve su profundo sentido comunitario dentro del cual la autoridad tiene una verdadera función de servicio; su respuetuosa armonía con la madre tierra y una arraigada sencillez de vida; como ilustraré más adelante.

16 Cfr. R. FALLA, Esa muerte que nos hace vivir, UCA, San Salvador 1984; D. IRARRÁZAVAl, “Religión popular” en Mysterium Liberationis, tomo II, o. c., 345-376; S. MIER, María en el evangelio liberador, Buena Prensa, México 2006. 17 Cfr. Para el “pueblo” y los “pobres” en general véase el Documento de Puebla nn. 1134-1165. G. GUTIÉRREZ “La opción profética de una iglesia”, en P. Bonavia, o. c., 307-320. Y más en particular para las comunidades de base: M. Azevedo “Comuni-dades eclesiales de base” en I. Ellacuría / J. Sobrino, Mysterium Liberationis, tomo II, o. c., 245-266. 18 E. LÓPEZ “Mi itinerario teológico-pastoral”, J. Tamayo / J. Bosch, o. c., 317-336 y varios artículos en Christus 756 (2006).

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4. Desafíos particulares Tras la panorámica inicial y con este sólido cimiento, paso a considerar ahora algunos retos concretos y la manera como los estamos abordando. En los campos económico y político. Las grandes empresas transnacionales, y en su medida todos los capitalistas, reclaman absoluta libertad de mer-cado y la independencia de las leyes económicas. Ante ello, proclamamos obstinadamente contra todos los afanes de lucro, el deslumbramiento de la técnica y la inclemencia de la competitividad, que no están hechos los trabajadores ni la naturaleza en función de la riqueza; sino que la eco-nomía está al servicio de los seres humanos, de modo de que los recursos de la Madre Tierra19 satisfagan no las ambiciones insaciables de los ricos sino las necesidades de todos sus hijos. Insistimos en ello, a pesar de la sordera y el cinismo de los poderosos y de la relativa impotencia de nuestras voces. Junto a esa voz profética, reconocemos la tarea enorme y laboriosa de seguir dialogando con las ciencias y las técnicas en búsqueda de soluciones no meramente voluntaristas sino eficaces; porque tampoco bastan la mera de-nuncia, ni la buena voluntad. Aunque al proceder así con frecuencia ya reba-samos lo propiamente ético e ingresamos a terrenos científicos, tecnológicos y políticos; pero recordamos que las fronteras del servicio a la vida y la libe-ración del pueblo no están cuidadosamente delimitadas como las de las epistemologías.20 Los pueblos indígenas nos recuerdan con su vida sencillísima que no anhelan un incremento ilimitado de adelanto técnico, confort y dinero; sino básicamente: “salud, casa, vestido y sustento” y ahora también un empleo digno.21 Por lo que toca al ejercicio de la política, los profesionales de ella ya no pro-nuncian el discurso de los monarcas absolutos, sino que han aprendido el lenguaje de la democracia formal y hasta el del servicio del pueblo. En ese modo de hablar podemos reconocer un cierto logro del aporte ético sobre el auténtico sentido de toda autoridad. Pero la práctica de muchos de ellos está

19 Al utilizar esta expresión pretendo vincular la conciencia y las ciencias ecológicas con los aportes de la teología indígena que pone de relieve la importancia de la armonía de los seres humanos con la Madre Tierra que incluye a la naturaleza con todas sus dimensiones. 20 C. NOVOA, “¿Favorece el TLC a las mayorías empobrecidas?”, en Theologica Xaveriana 156 (2005) 643-666. G. IRIARTE La globalización neoliberal, absolutización del mercado, P. Bonavia, o. c., 27-48; F. HINKELAMMERT, “La economiía en el proceso actual de globali-zación y los derechos humanos”, P. Bonavia, o. c., 49-64. En esa línea la Universidad Iberoamericana llevó a cabo un Symposium con el tema “Etica y Economía” en octu-bre 2005. 21 R. ROBLES, “Los derechos colectivos de los pueblos indios”, en Christus 724 (2001) 46-51.

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llena de ambición personal de dinero y/o de poder, y para ello se sirven de todos los medios: mentiras, manipulación, corrupción, impunidad, cohecho o eliminación de opositores. Los partidos políticos en buena medida son agrupación de ese tipo de gente y han provocado profunda desilusión en amplios sectores de la población.22 Ante ello los eticistas en general nos enfrentamos al arduo reto de un lengua-je desgastado que ha perdido mucho de significado y credibilidad, estamos sumergidos en un hastío de las palabras y se anhela el lenguaje más convin-cente de los hechos. Y los eticistas teólogos tenemos más en particular el contrapeso de un “clericalismo” más o menos intenso y extendido: la actitud prepotente de muchos jerarcas en diversos ámbitos constituye un antitesti-monio que lleva a muchos a descalificar de entrada cualquier aporte cristia-no, sin tomarse siquiera la molestia de escucharlo. Afortunadamente también contamos con el testimonio coherente de muchos cristianos y con una actitud más dialogante de muchos teólogos que va logrando una mayor receptibilidad al rico aporte humano del evangelio de Jesús, más allá de la incoherencia de algunos de sus representantes. Para la propuesta de modelos viables en el campo de lo político es igual-mente necesario un diálogo con las ciencias que lo estudian y con las técni-cas y experiencias que van obteniendo logros significativos en justicia y democracia auténticos. Aquí el ejemplo de las autoridades indígenas nos muestra una estructura de verdadero servicio en la que –lejos de recibir remuneración alguna o de prestarse a enriquecimiento ilícito– tienen que trabajar tiempo extra para atender los asuntos de la comunidad, pues si-guen con sus ocupaciones ordinarias, y hacer ahorros para sacar adelante la fiesta patronal del pueblo.23 En el ámbito cultural las dificultades éticas son mucho más complejas. Por una parte cada una de las diversas culturas de nuestro continente está evolucio-nando, por otra hay una mayor interrelación entre ellas y un sometimiento del conjunto a lo que nos llega del autodenominado “primer mundo”, en particu-lar de Estados Unidos. A esto se suman las crecientes corrientes migratorias. Todo esto ha provocado una “crisis de valores” que se agudiza desde el post-concilio. Crisis que no necesariamente significa deterioro, como muchos pien-san; pero sí cambios profundos con mezcla de “trigo y cizaña” difíciles de conducir. Un ejemplo claro de ello es el ser y quehacer de la mujer. “Antes del concilio” todo estaba determinado y nítido; ahora se reconoce que en ese “or-den acostumbrado” había junto con valores personales y sociales, múltiples discriminaciones e injusticias que es necesario superar. Sin embargo, no tene-mos claro cómo preservar aquéllos y superar éstas tanto en las familias, como

22 M. HILARIO, “Corrupción e impunidad”, en P. Bonavia, o. c., 93-110. 23 F. DÍAZ, “Principios comunitarios”, en México Indígena (1988) 34.

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en la iglesia y diversos ámbitos sociales. Resulta difícil lograr una adecuada formulación de “derechos y deberes”, por así expresarlo. Y, evidentemente, si es arduo establecer el “faro que nos guíe”; mucho más lo es el camino para acercarse a él.24 Ampliando esta línea, puedo señalar que abundan muchos otros desafíos a la ética en los siguientes campos: • sexualidad: la comprensión auténtica de su sentido mismo, su vincula-

ción con la afectividad, con el compromiso definitivo y la procreación; la homosexualidad; el autoerotismo; la prostitución más o menos esclavi-zante; su comercialización y difusión por internet

• familia: entre los cónyuges mismos, con los hijos en sus diversas edades; entre adultos, niños y ancianos; madres solteras; su dimensión eclesial y social; la multiplicación de los divorcios y la problemática de las segun-das nupcias, etc.

• bioética: sistemas hospitalarios; medicina pública y privatizada; distribu-ción de recursos; reconocimiento de la medicina tradicional; ingeniería genética; biopiratería; despenalización del aborto; cuestiones ecológicas, entre otras.

Estas cuestiones en la actualidad son abordados por muchas revistas, y en los sectores pobres mayoritarios de América Latina tienen con frecuencia dramáticas circunstancias especiales que es indispensable tomar en cuenta en una valoración y orientación éticas bien fundamentadas. También nos enfrentamos a otras cuestiones importantes para la vida de nuestro pueblo que no están recibiendo la atención requerida en los terrenos de la educación tanto escolar como informal, de la comunicación interperso-nal (un síntoma de sus fallas es la enorme multiplicación de las psicoterapias y suicidios), de las prácticas religiosas (revisión de los sacramentos, nuevos “ecumenismos”, etc.) Ante estas cuestiones, el evangelio nos da el criterio fundamental de la dig-nidad de toda persona humana y la opción por los humillados cuya libera-ción hemos de procurar, y con este cimiento vamos dialogando con personas y grupos de variada índole que lo comparten.

24 Este punto quedó ejemplificado en el I Congreso Internacional de Teología Moral realizado en Padua (julio 2006). Como ilustración bibliográfica de las posturas al respecto entre mujeres latinoamericanas véase los artículos de Ma. C. Luchetti y de Pilar Aquino en P. Bonavia, o. c.

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5. Hacia una esperanza agradecida, esforzada y paciente Para ubicar esta esperanza, primeramente sintetizo los desafíos y posterio-mente las esperanzas: En economía y política hay una coincidencia básica al nivel ético entre quie-nes compartimos un enfoque humanista –creyente o secular– al denunciar que el actual sistema dominado por el capitalismo neoliberal mundial y sus aliados en cada país es fundamentalmente antihumano pues no está plan-teado en función del bien de los pueblos y de las personas sino de la produc-ción de riqueza lucrativa a favor de unos cuantos. En eso hay un acuerdo que se expresa de diversas maneras, entre las que cobra un relieve especial la de los derechos humanos, cuya comprensión se ha ido ampliando y ahora tiende a incluir también los derechos económicos y políticos no sólo de los individuos sino también de los pueblos. En estos campos los problemas más acuciantes no se colocan, pues, en la discusión estrictamente ética sino que se encuentran por una parte en el nivel técnico y científico para encontrar los caminos más eficaces para una producción suficiente de los bienes y servicios verdaderamente necesarios y una distribución justa. Y por otra en la organización socio-política para reu-nir la fuerza suficiente a fin de contrarrestar los poderes opresores y llevar adelante un proyecto de justicia. En cambio en lo cultural y religioso las cuestiones propiamente éticas están lejos de encontrar un consenso, hallamos posturas encontradas tanto en los puntos básicos como en aspectos más concretos. Esto al interior de una mis-ma cultura y más todavía de una cultura a otra, en el diálogo intraeclesial y también con las corrientes seculares. Por tanto es necesaria una búsqueda inteligente, sincera y dialogante, capaz de formular los acuerdos básicos necesarios para la convivencia y respetuosa de la diversidad de las culturas y creencias. En el ámbito de la comunicación masiva encontramos una combinación de cuestiones económico-políticas, por un lado, y culturales, por otro. De nuevo, en torno a las primeras hay un mayor acuerdo “humanista” (denuncia de todas las opresiones e impotencia para superarlas) y en relación con las cultu-rales hay mayores diferencias y, por lo mismo, necesidad de un diálogo ético. Ahora bien, en cuanto a las esperanzas, ciertamente los retos son enormes, casi aplastantes, pero también son muy grandes el amor y la fuerza que nos han traído hasta aquí y nos impulsan hacia delante. Su fuente más profunda es Dios Madre-Padre,25 presente a lo largo de nuestra historia por medio de múltiples “siervos de Yahvéh”, cuyo prototipo es Jesús, hijo suyo y de Ma-ría, campesina de Nazaret. Jesús que nos sigue revelando un Dios más to-

25 Esta manera de referirnos a Dios incluyendo ambos sexos, va haciendo su camino tanto por el aporte de las corrientes femeninas como de la teología india.

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doamoroso que todopoderoso, cuya “omnipotencia” se manifiesta en un amor invencible que lo lleva a la entrega plena, misericordiosa, servicial y liberadora en la vida cotidiana hasta el sacrificio de la muerte y la victoria definitiva de la resurrección. Y que, con la fuerza de su Espíritu continúa presente en numerosas personas y comunidades, como el fermento en la masa, como la semilla de mostaza. Dios que nos ha puesto con su pueblo y nos ha regalado una teología miseri-cordiosa, solidaria y liberadora; con una gran riqueza en medio de sus limi-taciones. Una teología que ha dado ya sus frutos en las distintas ramas y también en la moral; y que requiere seguir trabajando con confianza y dedi-cación. Y también con enorme paciencia pues –a pesar de lo ingente de las calamidades del pueblo– los ritmos divinos son más lentos que nuestras ansiedades. El Resucitado y su Espíritu llevan la historia adelante en un modo misterioso que nos ilumina y alienta, pero que no nos da pronto todas las soluciones. Es menester que las sigamos buscando junto con todo el “pueblo” por medio de múltiples servicios y ministerios personales y comu-nitarios. Entre esos servicios nos toca más directamente el de la teología moral, que tiene sus funciones propias y que hemos de articular fraterna y sororalmente colaborando con otros muchos dentro de la Iglesia y con toda la sociedad.

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Noticias

Un nuevo libro sobre el Deuteronomio

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Universidad Iberoamericana

Hace unos años, al preparar la publicación de su Comentario bíblico latinoame-ricano, la Editorial Verbo Divino quiso iniciar una serie de libros sobre temas bíblicos, escritos también por autores de América Latina. Mi contribución al Comentario bíblico latinoamericano fue el comentario al Deuteronomio. Por eso quizá pareció natural encomendarme un libro sobre ese mismo texto. Un libro que no tuviera ya la forma y las características de un ‘comentario’, sino que tratara de presentar, de manera asequible a un público más vasto, los principales temas religioso-teológicos del Deuteronomio: cómo se desarro-llan esos temas ahí y en el resto de la Biblia y qué significado y valor pueden tener para nosotros hoy. El tema me pareció ciertamente muy interesante. El Deuteronomio es un libro fundamental en el Antiguo Testamento. Su misma posición al final del Pentateuco, de la Torah hebrea, lo hacen ver como el compendio y culmen de la Ley. Es también el libro que da sentido a la llamada “historia deuteronomís-tica” (formada por los libros Josué, Jueces, Samuel y Reyes), de la que se supo-ne fue originariamente el prólogo. Tiene una evidente y múltiple relación con la literatura profética y con el espíritu que la informa. Es uno de los libros que más han inspirado el pensamiento y la espiritualidad del judaís-mo tradicional y del moderno. También en el Nuevo Testamento el Deuteronomio –su espíritu y sus ense-ñanzas– ocupa un lugar especial. Después de los Salmos, el Deuteronomio es el libro del Antiguo Testamento al que más se hace referencia en el Nuevo. Para mencionar solo un caso, de singular importancia, el mismo Jesús, cuan-do se le pregunta por el mandamiento mayor de la Ley, remite al “Escucha, Israel” de Dt 6,5. ¿Cuáles temas del libro del Deuteronomio parecen especialmente significativos? Está, desde luego, el tema de la “alianza” y de sus diversas expresiones, en cuanto a la relación del Señor con el pueblo de Israel y del israelita con el Señor su Dios y con sus hermanos, que son miembros como él del pueblo escogido por Dios. El núcleo central de la alianza es expresado en repetidas ocasiones con la frase «Tú serás su pueblo [del Señor], y Él [el Señor] será tu Dios» (cf. Dt 29,12) o sus equivalentes. Pero esa frase tan concisa encierra una gran riqueza de

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significado. De parte de Dios, la alianza es una acción que procede de un amor totalmente gratuito y lleva a la ‘elección’: «No porque sean ustedes el más numeroso de todos los pueblos se ha prendado el Señor de ustedes y los ha elegido, pues son el menos numeroso de todos los pueblos; sino por el amor que les tiene y por guardar el juramento hecho a sus padres...» (Dt 7,7-8). O, también, más adelante: «el Señor se prendó de tus padres, los amó, y eligió a su descendencia después de ellos, es decir a ustedes, de entre todos los pueblos» (10,15). Y a esa actitud amorosa del Señor, que lo llevó a escoger a Israel de entre todos los pueblos y a establecer con él una alianza, debe corresponder, por parte de Israel, una actitud de absoluta fidelidad y obediencia: «Ahora, Israel, ¿qué te pide tu Dios, sino que temas al Señor tu Dios, que sigas todos sus caminos, que lo ames, que sirvas al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma, que guardes los mandamientos del Señor y sus preceptos que yo te prescribo hoy, para que seas feliz?» (10,12); una actitud de “amor” con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas (cf. 6,5); y no se trata de un amor romántico y de puro sentimiento, sino precisamente de un ‘amor de alianza’, que incluye todas las actitudes indicadas más arriba. La relación del israelita para con sus hermanos, en este contexto de alianza, es presentada de diversas maneras, sobre todo en el desarrollo del ‘código deuteronómico’ (capítulos 12 a 26). Se puede decir que la preocupación por el otro, por el prójimo, es un rasgo sobresaliente del código deuteronómico; lo cual vale en primer lugar para con los miembros del propio pueblo. Es notable el sentido de ‘fraternidad’ que impregna la ley deuteronómica. La legislación deuteronómica busca permear todo el sistema social de Israel con estructuras fraternales. Las leyes que se refieren a los cargos públicos (16,18 - 18,22) suprimen cualquier dis-tancia entre miembros ‘superiores’ e ‘inferiores’ de la sociedad, subrayando el hecho de que quienes ejercen dichos cargos son “hermanos“ y los ejercen en favor de “hermanos”. Se subraya también que para que el pueblo elegido por Dios sea de verdad un pueblo de hermanos cada israelita debe reconocer como hermano a un prójimo necesitado y tratarlo como tal, ayudándolo desinteresadamente (15,2.7; 22,1-4). Otro rasgo importante es la preocupación por la ‘igualdad’ entre los diversos miembros del pueblo en alianza con el Señor. En una sociedad ya compleja, como era la sociedad israelita en la época de la monarquía, el código deute-ronómico pone mucho énfasis en que hay al menos una ocasión en que toda desigualdad debe quedar superada: las fiestas celebradas en honor del Se-ñor. Todos deben participar en ellas con la misma alegría: «Te alegrarás delan-te del SEÑOR tu Dios, tú, tu hijo, tu hija, tu siervo, tu sierva, el levita que habita en tus ciudades, y el forastero, el huérfano y la viuda que están en medio de ti, en el lugar donde el SEÑOR tu Dios escoja para poner allí su nombre» (16,11.14). Algo semejante encontramos también en el mandamiento del decálogo sobre el

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Carlos Soltero

sábado (5,14), y cuando en el código se habla del aprovechamiento de los diezmos (14,26-27) y de los primeros frutos (15,20; 26,11). Un caso particular de igualdad se da con respecto a la mujer. La legislación del Deuteronomio no se centra simplemente en el varón, como es el caso en otras legislaciones del Oriente Antiguo y aun del mismo Antiguo Testamento. Las mujeres y los hombres son explícitamente mencionados, en un plano de igualdad, como sujetos de no pocos preceptos legales (Cf. Dt 15,12-18; 17,2-7; 21,18-21; 22,5 (22,22.23-24); 23,18-19; 29,9-10.17, 31,12). Dt 5,16 y 27,16 son válidos tanto para el padre como para la madre. Tanto hijos como hijas están comprendidos en 7,3; 12,31; 13,7; 18,10. El descanso sabático y la parti-cipación en los sacrificios y fiestas les está asegurado legalmente, así como a los esclavos de sexo masculino y femenino. Estos son algunos de los aspectos más importantes que voy a desarrollar mucho más ampliamente en ese libro que preparo sobre el Deuteronomio, al que tentativamente le pongo como título: “Ama a Dios y preocúpate por tu hermano: el espíritu del Deuteronomio”.

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Armando Bravo

Bernard Lonergan y el caso

de las grabaciones faltantes

Armando Bravo

Universidad Iberoamericana

Del 15 al 26 de julio de 1963, Bernard Lonergan dio un curso de verano en la Gonzaga University de Spokane, Washington. Las clases versaron sobre “Conocimiento y aprendizaje”, pero de ellas no se tienen grabaciones verba-les –a diferencia de lo acontecido en muchos de los cursos de verano1 que había dado de 1957 a 1962. Así pues, no se pueden conocer con exactitud las frases dichas ni lo que ellas significaron en el desarrollo del pensamiento de Lonergan. Ahora bien, después de haber constatado lo iluminadores que fueron otros cursos, no nos queda sino preguntarnos de qué trataría Bernard en detalle en este curso. Aunque sólo la ciencia ficción buscaría en las ondas sonoras diseminadas en el espacio el eco de las frases pronunciadas enton-ces, podemos hacer algunas consideraciones sobre el material remanente y sobre los supuestos hermenéuticos en funciones al estudiar ese material, así como plantear una hipótesis sobre los nombres de las conferencias y aun sobre los textos mismos de ellas. De esa manera tendremos una reconstruc-ción interpretativa de una construcción humana del pasado. Si alguien esperara en este escrito el equivalente de una transcripción meca-nografiada, con toda razón cuestionará la autenticidad del texto al que lle-guemos. Sin embargo, Bernard Lonergan mismo nos señala que hay diversas clases de autenticidad; que, tratándose de las obras de Tomás de Aquino, “la autenticidad misma no es un concepto unívoco, ya que hay unas obras escri-tas por Aquino y que él mismo editó; otras que él compuso y que otro repor-tó; y otras que pueden llamarse auténticas en el sentido de que de él salieron de alguna manera”2. Por ello intento esta interpretación.

1 Sin embargo, no se grabaron todos los cursos de ese período, pues el importante y prolongado curso que dio en Moraga en 1961 tampoco se grabó, aunque sí se conserva la gran cantidad de notas utilizadas entonces. 2 B. LONERGAN, De Deo trino, vol. 2: Pars systematica, seu divinarum personarum conceptio analogica, Imprenta de la Universidad Gregoriana, Roma 19643, p. 275. Ha de notarse, sin embargo, que para el trabajo que estaba haciendo, Lonergan prefirió atenerse a las obras auténticas.

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Armando Bravo

El material Desde el curso escolar 1971-1972, Frederick E. Crowe empezó a reunir en el Lonergan Centre de Regis College (Willowdale) el material primario necesa-rio para el estudio de la obra de Lonergan. En una carpeta del Archivo, junto a varias fotocopias, se halla una hoja de papel membretado de Gonzaga University. En esa hoja, el 8 de febrero de 1973, Fred indicaba que las fotocopias adjuntas reproducían las notas toma-das por Bernard Tyrrell en 1963 durante el curso de verano dado por Loner-gan en Spokane; además Fred calificaba esas notas como especialmente valiosas por ser el único registro conseguido hasta entonces, e indicaba que las fotocopias se habían hecho el 29 y 30 de enero anteriores. En cuanto su extensión, las primeras cuatro conferencias ocupan 74 páginas manuscritas, y las cinco restantes se hallan en 17 páginas mecanografiadas por el mismo Tyrrell. Dado lo poco legibles de varias fotocopias, Crowe agregó manual-mente la transcripción de algunas partes. Este material fue catalogado con el número 357-3 en los Archivos Lonergan. El 21 de abril de 1974, Jean–Marc Laporte hizo una nota en la que señaló que una serie de copias reproducía las notas en 59 páginas manuscritas tomadas por él en el antedicho curso de Spokane. Estas copias están catalogadas con la sigla 357-2 en los Archivos Lonergan. El material conocido relativo al “Conocimiento y aprendizaje” se enriqueció en el verano de 1992, cuando Ivo Coelho, al revisar los Archivos mientras preparaba su tesis doctoral, en una carpeta titulada “Various Papers” descu-brió un material relacionado con el curso de Spokane de 1963, y con el curso de Washington, D. C. de 1964 sobre “El método en teología”. Unas fotoco-pias del material referente al curso sobre “Conocimiento y aprendizaje” recibieron la sigla 357 en los Archivos. De este material, 2 páginas fueron mecanografiadas por Crowe, y R. Eric O’Connor proporcionó el resto, del que 2 páginas fueron manuscritas por Lonergan y lo demás, mecanografia-do, contiene casi seguramente las notas de Lonergan para algunas de las conferencias de Spokane.

Presupuestos hermenéuticos Este material nos presenta una rica cantidad de datos, y en éstos hemos de buscar la unidad inteligible. Para orientar nuestra indagación conviene ex-presar previamente unos presupuestos hermenéuticos: a) Cuando uno se encuentra en un período creativo –o sea, cuando uno funciona principalmente conforme al patrón intelectual, o dicho de otra manera, cuando se encuentra en el mundo de la teoría–, uno expresa en diversas ocasiones una misma concepción y aun utiliza con frecuencia los mismos términos y sentencias con una secuencia semejante.

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Armando Bravo

b) Cuando se expresa uno verbalmente ante una audiencia, puede ocasio-nalmente tomar un derrotero diferente al del escrito preparatorio, y puede en ocasiones hacer una explicación más luminosa ocasionada por el reto de estar ante unos oyentes. c) Cuando, sin ser taquígrafo, uno toma notas al escuchar un discurso: • uno puede tender a escribir sólo aquello que le interesó. Por esto diferi-

rán las anotaciones de dos oyentes, pero cuando coincidan, habrá más probabilidades de aproximación a lo expresado;

• uno puede tender a escribir no todas las palabras, sino sólo las que haya considerado principales y, a veces, uno adoptará formulaciones más concisas;

• en las notas tomadas apresuradamente suelen quedar las sentencias en una secuencia muy cercana a la que tuvieron en la conferencia;

• tratándose en concreto de las notas tomadas en el curso de Spokane de 1963 sobre “Conocimiento y aprendizaje”, quienes podrían verificar o falsar los presupuestos sobre la toma de notas son los mismos anotado-res –Bernard Tyrrell y Jean-Marc Laporte–, y tal vez algunos de los de-más oyentes.

d) Debido a esto, espero que el fruto del trabajo reconstructivo sea la formu-lación de una hipótesis razonable sobre la sustancia y desarrollo del curso mismo aquí aludido.

La estructura general Enfrentado al material, la primera tarea que se me presentó fue precisar los datos, esto es, transcribir en computadora todo lo que iba siendo legible para mí en las copias, y dejar espacios en blanco correspondientes a lo ilegible. A continuación, como paso indispensable encaminado a hallar la estructura general, se me presentó la necesidad de localizar la temática abordada en el curso por Lonergan; por ello, busqué espontáneamente familiarizarme con los escritos para ir descubriendo sus secciones, así como la relación entre ellas mismas y con pasajes paralelos de otras obras de Lonergan. Las notas de Tyrrell fueron la clave para el establecimiento de las secciones. La temática de las conferencias cuarta a novena se estableció a partir de sus notas (4. Existencialismo; 5. Horizonte relativo; 6. Horizonte absoluto; 7. Analogía de la significación; 8. Mediación, y 9. Interpretación) y la temática de las tres primeras conferencias se descubrió con ayuda de las notas de Laporte. Éste tiene al inicio casi doce páginas de notas bajo el título general de Insight; por ello supuse que las tres primeras conferencias habían tratado del Insight. Después de una conjetura fallida para localizar semejanzas entre ellas y otros discursos de Lonergan, verifiqué una segunda conjetura al cons-tatar que los tres primeros capítulos de Understanding and Being, (1. La auto-apropiación y el insight; 2. Elementos del entender; 3. El aspecto dinámico

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Armando Bravo

del conocer) tenían frases idénticas a las encontradas en las notas de Tyrrell, y que la temática conservaba una sucesión semejante, salvo algunas varian-tes. Con esto, ya tenía localizados los títulos de las conferencias. La siguiente pregunta por la relación entre los temas ya señalados se centra en la estructura general. Para responderla tenemos unos indicios previos, además de los proporcionados por las conferencias mismas. El primer indicio proviene de considerar que este curso de verano se halla situado casi en el punto medio del largo proceso de Lonergan hacia la redac-ción del Método en teología –el cuál a grandes rasgos se desarrolló de 1956 a 1971–, y que en muchas ocasiones tenemos grupos completos de conferen-cias o clases que tocan este tema.3 Un segundo indicio brota del logro que Lonergan constató desde el primer curso de verano (1957); este curso le brindaba la oportunidad de difundir su pensamiento, como escribió él mismo: “Según todos los reportes, el curso de verano está funcionando muy bien […] Calladamente estoy vendiendo las ideas del Insight, y tengo algunos resultados”4. En tercer lugar, cuando preparó Lonergan el curso de verano de 1959 con una temática semejante a la del curso presente, él mismo indicó: “Acerca del curso sobre educación: un plan para integrar material sobre los existencialis-tas con la teoría del arte de S. K. Langer (Feeling and Form), seguidora de Cassirer; complementar con Insight en el aspecto intelectualista, científico; meter un poco de teología”5. En fin, tratando de este curso de 1963, F. Crowe dice: “El curso llevó el título de ‘Conocimiento y aprendizaje’, pero las ideas fundamentales de Lonergan podían reacomodarse e incluirse en casi cualquier tópico que se le asignara”6. Teniendo esto en cuenta, podemos distinguir tres partes en el curso. En la primera parte –un método de conocimiento para la autoapropiación– Loner-gan explica la serie de operaciones que forman el método del conocimiento, pero lo hace de manera tal que no se busque una mera teoría, sino la auto-apropiación del sujeto conocedor y, además, que uno no se contente con tener los elementos del conocimiento de manera estática, sino con tenerlos de manera integrada y dinámica.

3 Cf F. E. CROWE, Lonergan, The Liturgical Press, Collegeville, MN 1992, p. 102, n. 59. 4 Carta de Lonergan del 17 de julio de 1957; citada en B. LONERGAN, Phenomenology and Logic: The Boston College Lectures of 1957 on Mathematical Logic and Existentialism. CWL 18, University of Toronto Press, Toronto 2001, p. xiii. 5 Carta de Lonergan a Crowe, 6 de marzo de 1959. Véase B. LONERGAN, Topics in Edu-cation, The Cincinnati Lectures of 1959 on the Philosophy of Education, University of To-ronto Press, Toronto 1993, p. xiii, n. 6. 6 F. CROWE, o. c., p. 103, n. 62.

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Armando Bravo

En la segunda parte –un marco contemporáneo para la autoapropiación– se nos presenta una corriente de pensamiento que en tiempos de las conferen-cias se destacaba en Europa, a la que Lonergan le había dedicado atención y de la que había aprovechado unos elementos para su propio pensamiento, reinterpretándolos. Así, en este marco se habla de Husserl y de la fenomeno-logía, de Heidegger, del horizonte, y del sujeto y el campo absolutos. En la última parte –tres operaciones fundamentales de la enseñanza apren-dizaje– se presentan aquellas operaciones de la enseñanza-aprendizaje en las que van cristalizando gradualmente unas investigaciones realizadas por Bernard. Tales elementos son la significación, la mediación y la interpreta-ción. Como apéndice se agrega la conferencia de Lonergan sobre ‘Los oríge-nes del realismo cristiano’, que se tuvo el domingo 21 de julio de 1963 en la misma Gonzaga University. Para concluir conviene señalar que respecto a la educación Bernard Loner-gan se topó en el año 1959, por un lado, con la problemática de ese momento y, por otro, con el problema teórico; por eso él vislumbró que había dos modos de responder desde su propio pensamiento a tales cuestiones: el primero era estudiar los procesos de la inteligencia humana y el modo como ella se enriquece por el aprendizaje, con lo que se enfrentaban más directa-mente los problemas teóricos; el segundo era estudiar la noción del bien humano, sus niveles y el bien específico de la educación, para tener claro cómo se hace descender la noción del bien hasta el nivel de la vida concreta, y pasar finalmente a una explicación más detallada de los desarrollos con-temporáneos. Ahora bien, puesto que para el curso de verano de Cincinnati en 1959 sobre “Filosofía de la educación” él ya había seguido el segundo modo7, fue perfectamente lógico que para el curso de verano de Spokane en 1963 sobre “Conocimiento y aprendizaje” siguiera el primero y, por tanto, partiera desde su propia teoría del conocimiento en la primera parte, atendiera en la segunda la problemática del momento, y nos explicara en la tercera y última parte tres operaciones fundamentales de la enseñanza/aprendizaje.

7 De las dos posibilidades de estructurar el curso que planteó Lonergan en la conferen-cia introductoria de 1959, indicó que tal vez fuera más aceptable empezar por la no-ción del bien humano, pero agregó que seguiría la opinión mayoritaria y que si así lo preferían sus oyentes empezaría por el lado más teórico. Véase B. LONERGAN, To-pics…, p. 24 y nota 68.

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Miguel Ángel Sánchez

Discusión actual sobre la relación entre fe y razón como fuentes de la moral

Miguel Ángel Sánchez Universidad Iberoamericana

Esta investigación se ubica en el contexto del cambio en la moral católica que cristalizó en el posconcilio. El paso de la moral casuista, cuya hegemonía duró alrededor de tres siglos, a la llamada moral renovada. En dicho cambio se ubican dos tendencias, una de las cuales ha emprendido una relectura de la moral escolástica, y otra que se ha orientado hacia la apertura a un cambio a partir del diálogo con la modernidad. Un aspecto que es fundamental dentro del tema de la especificidad de la ética cristiana, es el de sus fuentes. Al respecto de estas últimas es común entre los teólogos moralistas hacer la distinción entre fuentes primarias de la moral (Escritura, tradición y magisterio eclesiástico) y fuentes secundarias (ley natural, razón humana, psicología, antropología, etc.). Esta distinción ha llevado a la discusión sobre el nivel cualitativo de tales fuentes y al tipo de relación existente entre ellas; lo que se ha llamado el problema de la multiplicidad o la unicidad de las fuentes de la teología moral. Este problema, aún no resuelto es significativo ya que aparece como un tema de fondo tanto en las discusiones en el ambiente académico como en los pro-nunciamientos éticos pastorales al respecto de la moral cristiana. El esclarecimiento de esta discusión es capital, ya que puede ayudar a com-prender las diferencias entre las tendencias teológicas morales, orientar mejor las opciones éticas, tanto pastorales como personales, y posicionar mejor a la ética cristiana entre las ciencias humanas y en el diálogo con la sociedad y la cultura actuales. En el contexto de globalización de las formas de comportamiento y de plura-lismo ético, la reflexión sobre la relación entre las fuentes puede ayudar a la discusión actual sobre diversos temas de moral, particularmente en socieda-des donde conviven los diversos niveles socioculturales de la modernidad, como ocurre en la mayoría de las grandes ciudades. El esclarecimiento de las relaciones entre las fuentes de la moral cristiana es fundamental para com-prender las diferencias cada vez más notables, tanto entre las corrientes de enseñanza teológico moral católica en universidades y seminarios, como entre los pronunciamientos oficiales del magisterio católico y las opiniones y opciones éticas de la mayoría de los fieles católicos, y de la sociedad en gene-

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Miguel Ángel Sánchez

ral. En este último terreno es evidente un gran sentimiento de “insatisfac-ción” y “contestación” hacia la moral católica oficial. En relación a las fuentes de la moral cristiana, este proyecto de investigación centra su atención en la relación entre fe y razón, como fuentes de la moral cristiana, en las dos tendencias antes señaladas. La primera tendencia refleja una mentalidad cerrada pero se ha mantenido en un proceso constante de reformulación. A partir del sistema de la filosofía aristotélico tomista, donde la filosofía es un instrumento subordinado a la teología, algunos autores de esta tendencia consideran a la razón como la estruc-tura cognoscitiva básica, sobre la cual la fe completa y plenifica el edificio moral, por lo que dan preponderancia a la fe por encima de la razón. Inclu-sive algunos consideran que a partir la fe se establece la moral y desde la razón puede formularse la ética. Los representantes de esta tendencia son Servais Pinckaers, profesor emérito de la Universidad de Friburgo, Suiza, y Aurelio Fernández, profesor de la Universidad de Burgos, España. La segunda tendencia refleja una mentalidad abierta a los cambios históri-cos. La Gaudium et spes propone redefinir las fuentes y metodología episté-mica de la teología moral (n.46); asimismo se propone una relación de circularidad dialéctica, donde la razón no está antes ni después de la fe, sino dentro del mismo acto en que ésta existe. Se insiste también en una visión unitaria pero no absoluta de la razón, donde una sola razón, aunque ambigua, actúa como “actividad pensante en la filosofía y en la teología”. Así, la fe y la razón forman una sola ética con diferente perspectiva: una filosófica y otra teológica. A partir del principio cristológico que sintetiza la unidad y la distin-ción en la asimilación de la perfecta humanidad, la ética teológica es la ética filosófica vista a la luz de la fe. Fe y razón están en el mismo nivel de acceso a la ética, o bien, existen sin diferencias cualitativas que las distingan. Sus representantes son Paul Valadier, del Instituto Católico de Paris, Francia, y Eduardo López Azpitarte de la Facultad de Teología de Granada. La manera como se diferencian o relacionan ética y moral está condicionada por la forma como se elabora la moral cristiana, su relación con otros saberes teológicos como la teología bíblica, la dogmática, y la eclesiología, donde destaca la forma de existencia del Pueblo de Dios y del Magisterio jerárquico como sujetos éticos, y la relación entre ambos. Este proyecto de investigación se propone analizar principalmente los ma-nuales de moral de los autores antes mencionados, en tanto ellos han abor-dado el tema del estatuto de la ética cristiana con profundidad, haciendo hincapié en la relación entre la ética y la moral cristiana. Tres de estos auto-res pertenecen a la generación de moralistas que han trabajado con mayor consistencia el estatuto de la ética cristiana desde el posconcilio. Dichos autores mantienen desde hace años una considerable influencia en la re-flexión ético-teológica dentro del ámbito académico, especialmente de len-gua castellana, con un importante impacto en la práctica ética de diversos

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Miguel Ángel Sánchez

sectores eclesiales, uno de tipo más bien eclesiástico y otro de tipo mayoritariamente laical. Los cuatro son moralistas en activo, dos de ellos forman ya sendas escuelas de pensamiento en el terreno de la ética teológica, tanto en lengua francesa (Servais Pinckaers) como en lengua castellana (Eduardo López Azpitarte). Dado lo anterior, algunas de las cuestiones que intentaremos responder en este proyecto, versan sobre las matrices filosófico-teológicas por las cuales dichos autores le dan preponderancia a la fe (moral) sobre la razón (ética) o las razo-nes por las cuales las consideran a la par. En relación al carácter científico con el cual debe elaborarse la ética cristiana, podemos preguntarnos qué tendencia ética responde mejor a tal exigencia, y a la relación que la ética cristiana debe mantener con otras ciencias en el mundo actual. Del mismo modo se plantea la cuestión sobre la relación de la fe y la razón con las otras fuentes de la ética cristiana, como lo son la Sagrada Escritura, el Magisterio y la comunidad ecle-sial. Siendo la ética cristiana una disciplina práctica, surge la cuestión sobre los efectos que ambas tendencias tendrían en el ámbito eclesial nivel eclesial, tanto en el terreno académico como en el pastoral. Finalmente, podemos plantear como alternativas posibles para la comple-mentación de este proyecto de investigación, que dada la importancia que en la orientación de la ética católica ha tenido la encíclica Veritatis splendor, de Juan Pablo II, sería conveniente analizar hacia qué tendencia se inclina la misma, con la intención principal de considerar el efecto eclesial de tal op-ción teológica. Al mismo tiempo, dada la importancia que tiene para noso-tros la dimensión práctica de la ética cristiana en el contexto actual, aparece como muy interesante analizar la dimensión eclesial de ambas tendencias; concretamente su tipo y grado recepción eclesial y las consecuencias más im-portantes que ésta tiene para la vida y misión de las comunidades eclesiales en la sociedad actual.

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Colaboradores

Colaboradores en este número

Domínguez, Carlos Es doctor en Teología, Filosofía y Ciencias de la Educación. También es Licen-ciado en Psicología. Su formación psicoanalítica la desarrolló en París y Ma-drid. En la actualidad es profesor de Psicología de la Religión en la Facultad de Teología de Granada y Psicoterapeuta. Ha sido Presidente de la AIEMPR. (Aso-ciación Internacional de Estudios Médico-Psicológicos y Religiosos). E-mail: [email protected]

Fornet Betancourt, Raúl Nacido en Cuba, es doctor en Filosofía por las universidades de Aachen y Salamanca. Su doctorado de habilitación lo obtuvo en la Universidad de Bremen, donde es profesor de Filosofía. Es director del Departamento de América Latina del Instituto de Misionología en Aachen, de cuya universi-dad es catedrático honorario. Es director de Concordia. Revista Internacional de Filosofía y coordinador del Programa de Diálogo Filosófico Norte-Sur así como de los Congresos Internacionales de Filosofía Intercultural. Es miem-bro de la Societé Européenne de Culture. E-mail: [email protected]

Legorreta, José de Jesús Nació en la ciudad de México. Es licenciado en Sociología por la Universidad Nacional Autónoma de México. Obtuvo la maestría en Sociología y el docto-rado en Ciencias Sociales en la Universidad Iberoamericana, ciudad de México. Es licenciado en Teología sistemática por la Universidad de Deusto (Bilbao). Actualmente es candidato a doctor en Teología en la Facultad de teología de Granada (España). Desde 1997 es profesor e investigador del Departamento de Ciencias Religiosas de la Universidad Iberoamericana. E-mail: [email protected]

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Colaboradores

Mier, Sebastián Doctor en Teología por la Universidad Pontificia de México, profesor de teología moral en esa misma universidad y en el Colegio Máximo de Cristo Rey desde 1987. Colaborador de la revista Christus (México) desde 1970. Asesor de grupos de estudiantes universitarios de 1979 a 1990, de comuni-dades eclesiales de base de 1985 a 1996 y de pastoral indígena desde 1992. E-mail: [email protected] Vigil, José María Estudió Teología en Salamanca y Roma, y Psicología en Salamanca, Madrid y Managua. Fue profesor de teología en el CRETA de la Universidad Pontificia de Salamanca y en la Universidad Centroamericana (UCA) de Managua. Ha sido director de la revista «Diakonía» de la UCA y de la revista «Amanecer» de Managua. Ha publicado más de 200 artículos en revistas teológicas, 15 libros, y ha dirigido varios libros colectivos. Director de la Agenda Latinoa-mericana y Coordinador de los Servicios Koinonía. Responsable de la «Co-misión Teológica Internacional» de la EATWOT, Asociación de Teólogos del Tercer Mundo. E-mail: [email protected]

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Normas

Normas para la presentación de originales

Los textos para la REVISTA IBEROAMERICANA DE TEOLOGÍA deberán presentarse en archivo procesado en Word acompañado por una copia impresa o podrán enviarse por correo electrónico a ([email protected]) en un attachment procesado también en Word y, por separado, se enviará una copia impresa. No se devuelven originales. La dirección postal para envío es:

Revista Iberoamericana de Teología Departamento de Ciencias Religiosas, UIA. Prol. Paseo de la Reforma 880 Col. Lomas de Santa Fe 01210 México, D. F. Tel. 0052/555 5950-4000 Ext. 4901 y 4843 Fax: 0052/ 55 5950-4256

Los originales deberán incluir la información siguiente: � Título del texto � Nombre del autor y adscripción institucional (si la tiene) � Un curriculum breve del autor (aproximadamente diez líneas). � Domicilio, número telefónico y/o de fax y dirección electrónica. � Resumen del texto (salvo en las reseñas) redactado en español y en

inglés en el que se destaquen la importancia, los alcances, las aportacio-nes o los aspectos relevantes del trabajo (quince líneas como máximo).

Extensión

Para un artículo la extensión máxima de cuartillas, será de 30 (1680 caracte-res en una cuartilla) y para una reseña será de 4. Si en el artículo o reseña aparecen cuadros o gráficas, asegurarse de que sean precisos y que mencionen su fuente.

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Normas

Notas

Las notas deberán ir fuera del cuerpo del texto con llamadas numéricas consecutivas a pié de página, de acuerdo a los siguientes ejemplos:

1. Libro J. L. SEGUNDO, El dogma que libera. Fe, revelación y

magisterio dogmático, Sal Terrae, Santander 1989.

2. Autores varios AA.VV., Globalizar la esperanza, Dabar, México 1998.

3. Libro de varios autores con un editor

A. PIÑERO, (edit.), Orígenes del cristianismo, El Almendro, Madrid 1995.

4. Capítulo de un libro donde colaboran varios autores

B. SESBOÜÉ, “Ministerios y estructura de la iglesia”, J. Delorme, (dir.), El ministerio y los

ministerios según el Nuevo Testamento, Cristiandad, Madrid 1975, 321-385.

5. Artículo de una revista

O. NEGT, “Lo irrepetible: cambios en el concepto cultural de dignidad”, Conc 300 (2003) 203-213.

6. Obra donde importa saber el número de la edición

E. NESTLE / K. ALAND, Greek-english New Testament, Deutsche Bibelgesellschaft, Stuttgart 19863.

Las citas bíblicas vendrán en el cuerpo del texto, entre paréntesis, usando las abreviaciones de la Biblia de Jerusalén. Los textos del magisterio serán citados por su nombre completo, seguido por su año de publicación. Políticas para la publicación de artículos

� Los textos presentados en la Revista Iberoamericana de Teología debe-rán ser inéditos, salvo que hayan sido publicados en otro idioma y no se haya traducido al castellano hasta el momento de la presentación.

� Los artículos que sean propuestos para su publicación serán dictamina-dos por dos especialistas, nombrados formalmente por el Comité Edito-rial. El resultado de los dictámenes será comunicado al autor.

� Los colaboradores cederán los derechos de su artículo a la Revista Ibe-roamericana de Teología.

� A cada colaborador la Universidad les dará tres números de la revista en que fue publicado el artículo, a manera de única retribución.