revista de estudios sociales no. 46

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Universidad de los Andes, Colombia Facultad de Ciencias Sociales Esta Revista de libre acceso acoge los contenidos de las diferentes disciplinas de las ciencias sociales Consúltela y descárguela http://res.uniandes.edu.co/

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Page 1: Revista de Estudios Sociales No. 46
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Comité Editorial

FundadorEs

rECtor

dECano FaCultad dE CiEnCias soCialEs

Editora FaCultad dE CiEnCias soCialEs

Pablo Navas Sanz de Santamaría

Hugo Fazio

Martha Lux

Francisco Leal Ph.D. Universidad de los Andes, Colombia

Germán Rey Dr.Pontificia Universidad Javeriana, Colombia

dirECtorHugo Fazio

[email protected]

EditoraAngela Núñ[email protected]

asistEntE EditorialAna Lucía Pé[email protected]

Rodolfo ArangoUniversidad de los Andes, Colombia

Comité CiEntíFiCo

Editor invitado

denise Quaresma da silva dra.Universidade Feevale / Centro Universitario Unilasalle-Canoas, Brasil

Carl Henrik langebaek Ph.d. Universidad de los Andes, Colombia

Javier moscoso Ph.d.Centro Superior de Investigaciones Científicas, España

lina maría saldarriaga Ph.d. Universidad de los Andes, Colombia

María José Álvarez Ph.D.Universidad del Rosario, Colombia

Angelika Rettberg, Ph.D.Universidad de los Andes, Colombia

Catalina Muñoz Ph.D. Universidad del Rosario, Colombia

Diana Ojeda Ph.D.Pontificia Universidad Javeriana, Colombia

Fernando Purcell Ph.D.Universidad Católica de Chile

Héctor Hoyos Ph.D.Stanford University, Estados Unidos

José Carlos Rueda, Dr.Universidad Complutense de Madrid, España

rogério santos dr.Universidade Católica Portuguesa, Portugal

victor m. uribe-urán Ph.d.Florida International University, Estados Unidos

Juan Gabriel tokatlian Ph.d.Universidad de San Andrés, Argentina

Revistade Estudios Sociales46Bogotá - Colombia Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de los Andes

http://res.uniandes.edu.co ISSN 0123-885X

mayo - agosto 2013

Page 3: Revista de Estudios Sociales No. 46

issn 0123-885X Dirección: Cra 1a No 18 A-10, Ed. Franco, of. G-615Teléfono: (571) 339 49 49 ext. 4819Correo electrónico: [email protected]: cuatrimestralPáginas del número: 216Formato: 21.5 x 28 cm.Tiraje: 500 ejemplaresPrecio: $ 20.000 (Colombia) US $ 12.00 (Exterior) No incluye gastos de envío

distribución Siglo del Hombre Editores

Cra 32 No 25-46 Bogotá, Colombia

PBX (571) 337 77 00www.siglodelhombre.com

suscripcionesLibrería Universidad de los Andes

Cra 1ª No 19-27 Ed. AU 106Bogotá, Colombia

Tel. (571) 339 49 49 ext. 2071 – [email protected]

Canjes Facultad de Ciencias Sociales

Universidad de los AndesCra 1ª Este No. 18A-10

Ed. Franco, piso 6, oficina 617Bogotá – Colombia.

Tel (571) 3394949 Ext. 3585 [email protected]

EspañolGuillermo Díez

InglésFelipe Estrada

PortuguésRoanita Dalpiaz

Equipo InformáticoAlejandro Rubio

Claudia VegaHernando Romero

Corrección de Estilo y Traducción

Dirección de arte y diagramaciónLeidy Sánchez

Diseño de PortadaVíctor Gómez

ImpresiónPanamericana Formas e Impresos S.A.

El material de esta revista puede ser reproducido sin autorización para su uso personal o en el aula de clase, siempre y cuando se cite la fuente.Para reproducciones con cualquier otro fin es necesario solicitar primero autorización del Comité Editorial de la Revista.

Las opiniones e ideas aquí consignadas son de responsabilidad exclusiva de los autores y no necesariamente reflejan la opinión de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de los Andes.

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La Revista de Estudios Sociales (RES) es una publicación cuatrimestral creada en 1998 por la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de los Andes y la Fundación Social. Su obje-tivo es contribuir a la difusión de las investigaciones, los análisis y las opiniones que sobre los problemas sociales elabore la comunidad académica nacional e internacional, además de otros sectores de la sociedad que merecen ser conocidos por la opinión pública. De esta manera, la Revista busca ampliar el campo del conocimiento en materias que contribuyen a entender mejor nuestra realidad más inmediata y a mejorar las condiciones de vida de la población.

La estructura de la Revista contempla seis secciones, a saber:

La Presentación contextualiza y da forma al respectivo número, además de destacar aspectos particulares que merecen la atención de los lectores.

El Dossier integra un conjunto de versiones sobre un problema o tema específico en un contexto general, al presentar avances o resultados de investigaciones científicas sobre la base de una perspectiva crítica y analítica. También incluye textos que incorporan investigaciones en las que se muestra el desarrollo y las nuevas tendencias en un área específica del conocimiento.

Otras Voces se diferencia del Dossier en que incluye textos que presentan investigaciones o reflexiones que tratan problemas o temas distintos.

El Debate responde a escritos de las secciones anteriores mediante entrevistas de conocedores de un tema particular o documentos representativos del tema en discusión.

Documentos difunde una o más reflexiones, por lo general de autoridades en la materia, sobre temas de interés social.

Lecturas muestra adelantos y reseñas bibliográficas en el campo de las Ciencias Sociales.

La estructura de la Revista responde a una política editorial que busca: proporcionar un espacio disponible para diferentes discursos sobre teoría, investigación, coyuntura e información bibliográfica; facilitar el intercambio de información sobre las Ciencias Sociales con buena parte de los países de la región latinoamericana; difundir la Revista entre diversos públicos y no sólo entre los académicos; incorporar diversos lenguajes, como el ensayo, el relato, el informe y el debate, para que el conocimiento sea de utilidad social; finalmente, mostrar una noción flexible del concepto de investigación social, con el fin de dar cabida a expresiones ajenas al campo específico de las Ciencias Sociales.

Revistade Estudios Sociales46Bogotá - Colombia Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de los Andes

http://res.uniandes.edu.co ISSN 0123-885X

mayo - agosto 2013

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INDEXACIÓNLa Revista de Estudios Sociales está incluida actualmente en los siguientes directorios y servicios de indexación y resumen:

• CIBERA - Biblioteca Virtual Iberoamericana/España/Portugal (German Institute of Global and Area Studies, Alemania), desde 2007.

• CLASE - Citas latinoamericanas en Ciencias Sociales y Humanidades (UNAM, México), desde 2007.• CREDI - Centro de Recursos Documentales e Informáticos (Organización de Estados Iberoamericanos, OEI), desde 2008.• DIALNET - Difusión de Alertas en la Red (Universidad de La Rioja, España), desde 2006.• DOAJ - Directory of Open Access Journal (Lund University Libraries, Suecia), desde 2007.• EP Smartlink fulltext, fuente académica, Current Abstrac, TOC Premier, SocINDEX with full text (EBSCO Information

Services, Estados Unidos), desde 2005.• HAPI - Hispanic American Periodical Index (UCLA, Estados Unidos), desde 2008.• Historical Abstracts y America: History &Life (EBSCO Information Services, antes ABC-CLIO, Estados Unidos), desde 2001.• Informe académico y Académica onefile (Thompson Gale, Estados Unidos), desde 2007. • LatAm -Estudios Latinamericanos (International Information Services, Estados Unidos), desde el 2009.• LATINDEX - Sistema Regional de Información en Línea para Revistas Científicas de América Latina, el Caribe, España

y Portugal (México), desde 2004.• Linguistics & Language Behavior Abstracts, Sociological Abstracts, Social Services Abstracts, World Wide Political

Science Abstracs (SCA- Cambridge Scientific Abstracts, Proquest, Estados Unidos), desde 2000. • Ocenet (Editorial Oceano, España), desde 2003.• PRISMA - Publicaciones y Revistas Sociales y Humanísticas (CSA-ProQuest, Gran Bretaña).• PUBLINDEX - Índice Nacional de Publicaciones Seriadas Científicas y Tecnológicas Colombianas, (Colciencias,

Colombia), desde 2004. Actualmente en categoría A1.• RedALyC - Red de Revistas Científicas de América Latina y El Caribe, España y Portugal (UAEM, México), desde

2007.• SciELO - Scientific Electronic Library Online (Colombia), desde 2007.• SCOPUS - Database of abstracts and citations for scholarly journal articles (Elsevier, Países Bajos), desde 2009.• Social Science Citation Index (ISI, Thomson Reuters, Estados Unidos), desde 2009.• Ulrich’s Periodicals Directory (CSA- Cambridge Scientific Abstracs ProQuest, Estados Unidos), desde 2001.

Portales Web a través de los cuales se puede acceder a la Revista de Estudios Sociales:

• http://www.lablaa.org/listado_revistas.htm (Biblioteca Luis Angel Arango, Colombia).• http://biblioteca.clacso.edu.ar (Red de Bibliotecas Virtuales de CLACSO, Argentina).

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Presentación• Rodolfo Arango – Universidad de los Andes, Colombia.

DossierLa metáfora de la fraternidad republicano-democrática revolucionaria y su legado al socialismo contemporáneo• Antoni Domènech – Universidad de Barcelona, España.

Cooperación, solidaridad y egoísmo racional. Acerca de la relación entre moralidad y racionalidad• Luis Eduardo Hoyos – Universidad Nacional de Colombia.

Hacia una visión no fundacionalista del concepto de solidaridad: liberalismo y solidaridad en Richard Rorty• Santiago de Zubiría – Universidad de los Andes, Colombia.

Solidaridad, democracia y derechos• Rodolfo Arango – Universidad de los Andes, Colombia.

Democratic Solidarity: Why Do Democracies Owe Support to Democracy Movements?• Andreas Niederberger – Johann Wolfgang Goethe University Frankfurt am Main, Germany.

El concepto de solidaridad y sus problemas político-constitucionales. Una perspectiva iusfilosófica• Carlos Miguel Herrera – Universidad Cergy-Pontoise, Francia.

Solidaridad de intereses: la transformación del derecho social como dominación en Lorenz von Stein• Jinú Carvajalino Guerrero – Acnur / Corte Constitucional, Colombia.

Solidaridad e insolidaridad en el constitucionalismo contemporáneo: elementos para una aproximación• Gerardo Pisarello – Universidad de Barcelona, España.

Solidaridad e integración regional. La forma ciudadana de la solidaridad en la comunidad política supranacional• Rosa Sierra – Universidad Johann Wolfgang Goethe de Fráncfort del Meno, Alemania.

La posibilidad de la justicia global. Sobre los límites de la concepción estadocéntrica y las probabilidades de un cosmopolitismo débil• Francisco Cortés Rodas – Universidad de Antioquia, Colombia.

Otras VocesEntre ciudades y presas. Oposición campesina al trasvase de agua y la defensa del río Temascaltepec, México• Valentina Campos Cabral – Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, México.• Patricia Ávila-García – Universidad Nacional Autónoma de México.

La melancolía y el estado. Reflexiones desde el psicoanálisis aplicado• Lina Fernanda Buchely – Universidad de los Andes, Colombia.

Del Estado-nación al Estado-marca. El rol de la diplomacia pública y la marca de país en el nuevo escenario de las relaciones internacionales• Jordi de San Eugenio Vela – Universidad de Vic, España.

Gasto social y consolidación de la sobrepoblación relativa en Venezuela durante el chavismo (1998-2010)• Romina De Luca – Universidad de Buenos Aires, Argentina. • Tamara Seiffer – Universidad de Buenos Aires, Argentina.• Juan Kornblihtt – Universidad de Buenos Aires, Argentina.

DocumentosResponsabilidad cosmopolita: sobre la ética y el derecho en un mundo global• Matthias Lutz-Bachmann – Universidad Johann Wolfgang Goethe de Fráncfort del Meno, Alemania.

DebateSolidaridad en la historia de Occidente • Hauke Brunkhorst – Universidad de Flensburg, Alemania.• Rodolfo Arango – Universidad de los Andes, Colombia.

LecturasLibertad y solidaridad. Reseña del libro Una ética de libertad y solidaridad: John Stuart Mill, de Esperanza Guisán • Juan Sebastián Ramírez – Universidad de los Andes, Colombia.

Javier de Lucas. 1993. El concepto de solidaridad• María Paula Duque – Universidad de los Andes, Colombia.

Responsabilidad por la injusticia estructural. Reseña del libro Responsibility for Justice, de Iris Marion Young• Sebastián Briceño Mutis – Universidad de los Andes, Colombia.

Solidaridad en perspectiva filosófica9-12

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Presentation• Rodolfo Arango – Universidad de los Andes, Colombia.

DossierThe Metaphor of Revolutionary Republican-Democratic Fraternity and Its Legacy for Contemporary Socialism• Antoni Domènech – Universidad de Barcelona, Spain.

Cooperation, Solidarity, and Rational Egoism. Regarding the Relationship Between Morality and Rationality• Luis Eduardo Hoyos – Universidad Nacional de Colombia.

Towards a non-foundationalist view of the concept of solidarity: Liberalism and solidarity in Richard Rorty• Santiago de Zubiría – Universidad de los Andes, Colombia.

Solidarity, democracy, and rights• Rodolfo Arango – Universidad de los Andes, Colombia.

Democratic Solidarity: Why Do Democracies Owe Support to Democracy Movements?• Andreas Niederberger – Johann Wolfgang Goethe University Frankfurt am Main, Germany.

The Concept of Solidarity and Its Political-Constitutional Problems. A Jusphilosophical Perspective• Carlos Miguel Herrera – Cergy-Pontoise University, France.

Mutual Interests: The Transformation of the Social Right as Domination in Lorenz von Stein• Jinú Carvajalino Guerrero – Acnur / Corte Constitucional, Colombia.

Solidarity and Lack Thereof in Contemporary Constitutionalism: Elements for an Approach• Gerardo Pisarello – Universidad de Barcelona, Spain.

Solidarity and Regional Integration. The Citizen Figure of Solidarity in the Supranational Political Community• Rosa Sierra – Johann Wolfgang Goethe University Frankfurt am Main, Germany.

The Possibility of Global Justice. Regarding the Limits of the State-Centric Conception and the Probabilities of a Weak Cosmopolitanism• Francisco Cortés Rodas – Universidad de Antioquia, Colombia.

Other VoicesBetween Cities and Dams. Farmer Opposition to Interbasin Water Transfer and the Defense of the Temascaltepec River in Mexico• Valentina Campos Cabral – Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, México.• Patricia Ávila-García – Universidad Nacional Autónoma de México.

Melancholy and the State. Reflections of the Unconscious and Applied Psychoanalysis After the Bicentennial• Lina Fernanda Buchely – Universidad de los Andes, Colombia.

From Nation State to Brand State. The Role of Public Diplomacy and Country Branding in the New Stage of the International Relations• Jordi de San Eugenio Vela – Universidad de Vic, Spain.

Social Expenditure and Consolidation of Relative Overpopulation in Venezuela During Chavezism (1998-2010)Romina De Luca – Universidad de Buenos Aires, Argentina. • Tamara Seiffer – Universidad de Buenos Aires, Argentina.• Juan Kornblihtt – Universidad de Buenos Aires, Argentina.

DocumentsCosmopolitan Responsibility: Regarding Ethics and Law in a Global World• Matthias Lutz-Bachmann – Johann Wolfgang Goethe University Frankfurt am Main, Germany.

DebateSolidarity in the History of the West • Hauke Brunkhorst – University of Flensburg, Germany.• Rodolfo Arango – Universidad de los Andes, Colombia.

ReadingsLiberty and Solidarity. Book Review: Una ética de libertad y solidaridad: John Stuart Mill, by Esperanza Guisán • Juan Sebastián Ramírez – Universidad de los Andes, Colombia.

Javier de Lucas. 1993. El concepto de solidaridad • María Paula Duque – Universidad de los Andes, Colombia.

Responsibility for Structural Injustice. Book Review: Responsibility for Justice, by Iris Marion Young• Sebastián Briceño Mutis – Universidad de los Andes, Colombia.

Solidarity in a Philosophical Perspective9-12

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Apresentação• Rodolfo Arango – Universidad de los Andes, Colômbia.

DossiêA metáfora da fraternidade republicana revolucionária democrática e seu legado para o socialismo contemporâneo• Antoni Domènech – Universidad de Barcelona, Espanha.

Cooperação, solidariedade e egoísmo racional. Acerca da relação entre moralidade e racionalidade• Luis Eduardo Hoyos – Universidad Nacional de Colombia.

Rumo a uma visão não fundacionalista do conceito de solidariedade: liberalismo e solidariedade em Richard Rorty• Santiago de Zubiría – Universidade dos Andes, Colômbia.

Solidariedade, democracia e direitos• Rodolfo Arango – Universidad de los Andes, Colômbia.

Solidariedade democrática, por que as democracias devem apoiar movimentos democráticos no exterior?• Andreas Niederberger – Universidade Johann Wolfgang Goethe do Frankfurt am Main, Alemanha.

O conceito de solidariedade e seus problemas político-constitucionais. Uma perspectiva iusfilosófica• Carlos Miguel Herrera – Universidade Cergy-Pontoise, França.

Solidariedade de interesse: a transformação do direito social como dominação em Lorenz von Stein• Jinú Carvajalino Guerrero – Acnur / Corte Constitucional, Colombia.

Solidariedade e insolidariedade no constitucionalismo contemporâneo: elementos para uma aproximação• Gerardo Pisarello – Universidad de Barcelona, Espanha.

Solidariedade e integração regional. A forma cidadã da solidariedade na comunidade política supranacional• Rosa Sierra – Universidade Johann Wolfgang Goethe do Frankfurt am Main, Alemanha.

A possibilidade da justiça global. Sobre os limites da concepção estadocêntrica e as probabilidades de um cosmopolitismo fraco• Francisco Cortés Rodas – Universidad de Antioquia, Colômbia.

Outras VozesEntre cidades e represas. Oposição camponesa à transposição da água e a defesa do rio Temascaltepec, México• Valentina Campos Cabral – Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, México.• Patricia Ávila-García – Universidad Nacional Autónoma de México.

A melancolia e o estado. Reflexões a partir da psicanálise aplicada• Lina Fernanda Buchely – Universidad de los Andes, Colômbia.

Do Estado-nação ao Estado-marca. O papel da diplomacia pública e a marca de país no novo cenário das relações internacionais• Jordi de San Eugenio Vela – Universidad de Vic, Espanha.

Gasto social e consolidação da superpopulação relativa na Venezuela durante o chavismo (1998-2010)• Romina De Luca – Universidade de Buenos Aires, Argentina. • Tamara Seiffer – Universidade de Buenos Aires, Argentina.• Juan Kornblihtt – Universidade de Buenos Aires, Argentina.

DocumentosResponsabilidade cosmopolita: sobre a ética e o direito num mundo global• Matthias Lutz-Bachmann – Universidade Johann Wolfgang Goethe do Frankfurt am Main, Alemanha.

DebateSolidariedade na história do Ocidente• Hauke Brunkhorst – Universidade de Flensburg, Alemanha.• Rodolfo Arango – Universidad de los Andes, Colômbia.

LeiturasLiberdade e solidariedade. Resenha do Livro Una ética de libertad y solidaridad: John Stuart Mill, de Esperanza Guisán • Juan Sebastián Ramírez – Universidad de los Andes, Colômbia.

Javier de Lucas. 1993. El concepto de solidaridad• María Paula Duque – Universidad de los Andes, Colômbia.

Responsabilidade pela justiça estrutural. Resenha do livro Responsibility for Justice, de Iris Marion Young• Sebastián Briceño Mutis – Universidad de los Andes, Colômbia.

Solidariedade na perspectiva filosófica9-12

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Presentación

Doctor en Filosofía del Derecho y Derecho Constitucional por la Universidad Christian-Albrechts de Kiel, Alemania. Profesor titular del Departa-mento de Filosofía de la Universidad de los Andes, Colombia. De su extensa obra, se pueden mencionar los libros: El concepto de derechos sociales fundamentales. Bogotá: Legis — Universidad Nacional de Colombia, 2ª edición, 2012; y Democracia social. Un proyecto pendiente. México: Fonta-mara, 2012. Correo electrónico: [email protected]

El presente número monográfico de la Revista de Estudios Sociales (RES) está dedicado a la soli-daridad en perspectiva filosófica. En él se compilan doce aportes al esclarecimiento del tema: diez artículos, un documento y una

entrevista. Todos los escritos contenidos en la publica-ción provienen de académicos de diversas disciplinas y países con algo en común: el interés por reivindicar la solidaridad en el pensamiento político y en la práctica social. Esto porque, a diferencia de los postulados de la libertad y la igualdad, la solidaridad no ha recibido la misma atención teórica; sus potencialidades prác-ticas están por desarrollarse al estar todavía in nuce en el acervo histórico común.

La investigación y la reflexión sobre el concepto de solidaridad llegan cuando el Estado social europeo atraviesa momentos críticos de desempleo y recesión económica que ponen a prueba las estructuras solida-rias para apoyar a los más débiles. El avance del libre comercio en el mundo ahonda la brecha entre países aventajados y países periféricos y la solidaridad retro-cede ante la supremacía del mercado. En estas circuns-tancias es pertinente preguntarse sobre las posibles alternativas que aseguren la efectividad de los dere-chos de todos. El material que encontrarán los lectores a continuación ofrece un arsenal de ideas y propuestas normativas dignas de concretarse en la acción política.

Las reflexiones contenidas en este volumen se agrupan bajo cuatro enfoques desde los que se aborda la soli-daridad. El primero hace fuerte énfasis en la historia y el análisis conceptual, desde la antigüedad hasta el presente. El segundo explora la relación entre solida-ridad y democracia, tanto en el nivel conceptual como en la interacción entre democracias con diverso grado de desarrollo. Un tercer enfoque analiza la evolución

y las características de la solidaridad en el constitu-cionalismo contemporáneo. Finalmente, un cuarto enfoque explora las potencialidades de la solidaridad en el contexto del cosmopolitismo y de la lucha por la justicia global. Los aportes de Matthias Lutz-Bachmann (en la sección Documentos) y de Hauke Brunkhorst (en la sección Debate) vienen a redondear la discusión iniciada en mayo de 2012 en el coloquio Solidaridad en pers-pectiva filosófica, celebrado en la Universidad de los Andes (Colombia) gracias al apoyo de la fundación alemana para la ciencia Alexander von Humboldt.

Antoni Domènech hace una lectura heterodoxa de la tradición occidental en su defensa de una concep-ción republicana, democrática y revolucionaria de la fraternidad. A la metáfora jerárquica de Aristóteles en el orden de la polis, el autor opone la metáfora fraternal de Aspasia, defensora de la emancipación y la igual libertad de todos los atenienses, incluidos los pobres. Este sentido democrático emancipatorio será opacado por la doctrina de Pedro y Pablo, para quienes amar es “resignarse a la dominación”. Serán Robespierre y el ala plebeya de los jacobinos fran-ceses quienes universalicen la fraternidad, en pos de emancipar a todos de la dominación patriarcal-patrimonial. El legado de la fraternidad al socialismo contemporáneo es relievado por el autor finalmente como un aporte importante de su reflexión.

Luis Eduardo Hoyos explora los vínculos conceptuales entre racionalidad y moralidad, tarea en la cual la coope-ración y la solidaridad cumplen el papel de compor-tamientos no egoístas. La solidaridad resulta para él de especial interés, por ser una ayuda desinteresada a alguien en “situación desventajosa o francamente deplo-rable”, siendo así un contraejemplo de la visión estándar de la racionalidad como egoísmo racional.

DOI: http://dx.doi.org/10.7440/res46.2013.01

Rodolfo Arangov

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Santiago de Zubiría presenta otro punto de vista conceptual sobre la solidaridad en Richard Rorty. La exhortación del filósofo norteamericano incluye abandonar la fundamentación universalista de la solidaridad para reivindicar el sentimiento solidario. Mayor progreso moral al ofrecido por el racionalismo se cosecharía, según Rorty, si trabajáramos disposi-ciones que permitan sensibilizarnos ante el dolor o la humillación ajenos. El cultivo del sentimiento soli-dario permitiría ensanchar el “nosotros” para incluir a otros que no comparten la comunidad local propia. La expansión de la sensibilidad inclusiva exigiría una actitud ironista y liberal respecto de las convicciones o creencias propias y ajenas.

Un segundo bloque de escritos explora la relación entre solidaridad y democracia. Luego de reconstruir las dimensiones fáctica y normativa de la solidaridad a partir de diferentes momentos históricos, planteo un entendimiento de la solidaridad inspirado en la reflexión de Iris Marion Young sobre la responsabi-lidad común ante la injusticia estructural emanante de estados de cosas que hemos construido colecti-vamente en el mundo interdependiente. La solida-ridad así concebida tiene efectos importantes sobre el modelo de democracia y sobre los derechos humanos y fundamentales, abriendo la puerta a concepciones sociales con aplicación efectiva en la realidad.

Andreas Niederberger, por su parte, problematiza el uso de un derecho humano a la democracia como criterio de intervención en los asuntos internos de otros Estados. En principio, tal intervención no parece admisible. No obstante, el autor defiende un deber de solidaridad entre democracias para casos extremos de grave resquebrajamiento o de transformaciones revolucionarias. Las democracias consolidadas y los demócratas del mundo deberían ser solidarios con movimientos que buscan democratizar el orden social y político de sociedades en tránsito de cambio.

La solidaridad tiene especial relevancia en la historia constitucional y el constitucionalismo contempo-ráneo. Carlos Miguel Herrera realza las ambigüe-dades políticas de la solidaridad a partir del análisis de su dimensión jurídico-positiva en la experiencia francesa. Según el autor, el concepto de solidaridad alimenta tanto la ciencia jurídica y el radicalismo republicano del siglo XIX como la consolidación del Welfare State. El solidarismo de Léon Bourgeois y la división del trabajo social según Émile Durkheim marcarán el uso jurídico dado al concepto de solida-

ridad en el siglo XX francés. En este contexto, el debate entre deber o derecho a la solidaridad es especial-mente importante en la evolución del derecho social y del constitucionalismo contemporáneo.

Jinu Carvajalino recupera la idea de solidaridad de intereses en la obra de Lorenz von Stein, uno de los precursores del Estado social de derecho. Bienvenida es la recuperación de un autor tan influente en la adopción de la fórmula política de multiplicidad de constituciones en el presente. A la lectura hegeliano-conservadora de Von Stein hecha por el estudioso del derecho social Georges Gurvitch, Carvajalino ofrece una visión alternativa que sitúa al derecho social, no en el terreno de la dominación estatal, sino en el de la construcción republicana de un orden social a partir de los movimientos sociales. Los planteamientos de Von Stein sobre la solidaridad de intereses que el autor del artículo recupera para la discusión resultan de especial interés en la crítica al capitalismo y a la división de clases desde una perspectiva conservadora.

Gerardo Pisarello pone a pensar a los lectores sobre la relación entre solidaridad e insolidaridad en el consti-tucionalismo contemporáneo. Luego de escudriñar la evolución de las nociones de solidaridad y solidarismo en la Francia del siglo XIX, analiza los diversos sentidos que adopta el primer término en el constitucionalismo de finales del siglo XX: la solidaridad compensatoria en el contexto de un constitucionalismo neoliberal y conservador; la solidaridad emancipadora propia del constitucionalismo republicano, democrático y fraternal. Con rica evidencia histórica y jurídico posi-tiva, el autor denuncia el uso de la solidaridad por el pensamiento hegemónico basado en el individualismo racional y en la demofobia, para luego reivindicar la tradición emancipatoria, solidarista, popular y parti-cipativa, como se encuentra en las constituciones actuales de Venezuela, Ecuador y Bolivia.

Tres ensayos sobre su relación con la integración regional, la justicia global y el cosmopolitismo comple-mentan el panorama conceptual y práctico de la solidaridad. Rosa Sierra contrasta los conceptos de soli-daridad democrática y solidaridad ciudadana, acuñados por Hauke Brunkhorst y Jürgen Habermas, respectiva-mente, con el objetivo de evaluar la forma que adopta o puede adoptar la integración latinoamericana. Desde un punto de vista normativo, para la autora la segunda versión de la solidaridad resulta más promisoria que la primera para contrarrestar un pasado colonial compar-tido por los países de la región.

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Revista de Estudios Sociales No. 46 • rev.estud.soc. • Pp. 216.ISSN 0123-885X • Bogotá, mayo - agosto de 2013 • Pp. 9-12.

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Francisco Cortés señala en su estudio los límites de la concepción estadocéntrica y defiende un cosmopo-litismo débil, en procura de la justicia global. John Rawls y Thomas Nagel sirven al autor para analizar tesis escépticas o críticas a obligaciones de justicia global hacia personas y pueblos ajenos a la comu-nidad nacional. De la mano de Cristina Lafont, Cortés defiende un cosmopolitismo débil en orden a promover la justicia global y propender al cumplimiento de los derechos humanos. Se detecta una clara asimetría entre los derechos humanos que se predican univer-sales y las obligaciones correlativas de los Estados que se restringen a los nacionales. En este contexto, los sistemas de gobernanza global y de derecho interna-cional debieran transformarse para vincular a agentes no estatales (Banco Mundial, Fondo Monetario Inter-nacional, Organización Mundial del Comercio) con el respeto de los derechos humanos.

El documento de Matthias Lutz-Bachmann sobre responsabilidad cosmopolita redondea la reflexión sobre el papel de la solidaridad en el orden social y político. Los análisis sobre ética y derecho a partir de relevantes autores clásicos (Weber) y contemporáneos (Picht, Jonas) permiten al profesor alemán proponer una teoría de la responsabilidad cosmopolita orientada a la “la formulación de una nueva constitución polí-tico-social de la sociedad global en el sentido de una cosmopolis”, todo con miras a hacer frente a los desafíos planteados por la globalización de los mercados, la ciencia y el transporte, y con el propósito de asegurar la paz mundial; garantizar los derechos fundamen-tales de todos los seres humanos y dar respuesta efec-tiva a la crisis ecológica. Sobre la entrevista a Hauke Brunkhorst, remito a la presentación correspondiente en el acápite de Debate.

Las intersecciones de historia conceptual, filosofía política y ética social ofrecen un promisorio campo de investigación para las ciencias sociales. Diferentes académicos convocados a investigar y discutir sobre la solidaridad en perspectiva filosófica ofrecen una visión variada y enriquecida sobre las características y pers-pectivas de un concepto central para el orden social y político. En la cultura política occidental conviven dos tradiciones, entre otras muchas, en torno a ella. La una, emparentada con Aristóteles, se ofrece jerár-quica, patrimonial y patriarcal; la otra, simbolizada por Aspasia, recibe los calificativos de plebeya, republi-cana y fraterna (ver infra Domènech). La diferencia de tradiciones se presenta actualmente bajo la modalidad de solidaridad como principio universal, en contraste

con la solidaridad como hecho o sentimiento (ver infra De Zubiría). Los efectos de ambas tendencias se mani-fiestan en una concepción liberal de la democracia, por una parte, y en la concepción social o solidaria, por la otra (ver infra Arango), incluso hasta el punto de justificar la intervención en democracias ajenas para apoyar movimientos democráticos revolucionarios (ver infra Niederberger). Algo equivalente sucede en el constitucionalismo del siglo XX: el constitucionalismo de corte neoliberal favorece la solidaridad compensa-toria hacia desventajados o débiles en el mercado; en contraste, el constitucionalismo republicano privi-legia una concepción emancipadora de la solidaridad no limitada a corregir las deficiencias del mercado (ver infra Pisarello). Las divergencias entre la solidaridad universal y los sentidos que ésta adopta en circunstan-cias históricas concretas, como en los casos francés (ver infra Herrera), alemán (ver infra Carvajalino) y latinoa-mericano (ver infra Sierra), no dejan de presentar resul-tados paradójicos. Tales resultados se reflejan incluso a nivel teórico. Así, la solidaridad es identificada por algunos con la cooperación con el débil o necesitado (ver infra Hoyos), mientras que otros la extienden a la justicia local y global (ver infra Cortés). Por último, la relación conceptual entre solidaridad y responsabi-lidad ofrece un puente promisorio para vincular, en proyectos políticos y sociales cosmopolitas, derechos y obligaciones, economía e historia, sociedad y cultura, en una comprensión más integral de las relaciones intersubjetivas que la disponible en el pasado.

Quiero agradecer especialmente a los estudiantes María Paula Duque, Sebastián Briceño y Juan Sebastián Ramírez por las reseñas sobre solidaridad incluidas en este número. Extiendo mis agradecimientos igual-mente a Ángela Núñez y a Vanessa Gómez en su calidad respectiva de editoras (entrante y saliente) de la Revista de Estudios Sociales (RES), así como a su equipo de redacción. Por último, agradezco al Departamento de Filosofía y a la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de los Andes su apoyo para la realización de la investigación cuyos resultados están ahora a la vista y en manos de los lectores.

Nota editorial: además de los textos vinculados con el tema monográfico, este número publica cuatro artí-culos de temas varios en la sección Otras Voces. En el primero de ellos, Valentina Campos Cabral y Patricia Ávila García analizan un movimiento social campesino surgido en México a finales de la década de 1990 contra el trasvase de agua de diferentes cuencas hídricas hacia la ciudad de México. Las autoras concluyen que dicho

Rodolfo Arango

Presentación

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movimiento fue determinante para que el gobierno federal suspendiera el proyecto. A continuación, Lina Fernanda Buchely utiliza una perspectiva psicoanalí-tica para explicar por qué buena parte de la producción bibliográfica colombiana enfatiza la idea de “Ausencia del Estado”. Para la autora, ésta sería una manifes-tación inconsciente por un objeto de deseo perdido. En un tercer artículo, Jordi de San Eugenio Vela, a partir de una revisión del estado del arte, analiza las transformaciones contemporáneas en la diplomacia pública, donde la marca de país aparece como una

nueva forma de proyección internacional de los países. Esta tendencia podría significar el fin del mono-polio del Estado-nación sobre el manejo de las rela-ciones internacionales. Finalmente, Romina de Luca, Tamara Seiffer y Juan Kornblihtt estudian la evolución del gasto social en Venezuela en el período 1998-2012, mostrando que el aumento sostenido de este rubro ha beneficiado principalmente a la población obrera que se encuentra como sobrante para el capital, pero que al no existir un cambio en el modelo de acumulación se mantiene su condición de sobrante.

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* El presente artículo fue presentado inicialmente al Coloquio Internacional “Solidaridad en perspectiva filosófica”, celebrado en la Universidad de los Andes, Bogotá, el 3 y 4 de mayo de 2012.

v Doctor en Filosofía de la Universidad de Barcelona, España. Profesor catedrático de la Universidad de Barcelona. Autor de numerosos artículos y libros, entre los que cabe destacar De la ética a la política. De la razón erótica a la razón inerte. Barcelona: Crítica, 1989; El eclipse de la fraternidad. Una revisión republicana de la tradición socialista. Barcelona: Crítica, 2004. Editor general de la revista de política internacional Sin Permiso. Correo electrónico: [email protected]

La metáfora de la fraternidad republicano-democrática revolucionaria y su legado al socialismo contemporáneo*

RESUMENDe los tres grandes principios de la Revolución Francesa —libertad, igualdad y fraternidad—, el concepto de fraternidad es el menos estudiado y el más enigmático, filosóficamente hablando. Este artículo propone mostrar una discusión filosófica del concepto de “fraternidad” a través de las distintas metáforas conceptuales que se han hecho de ésta a lo largo del tiempo. El autor plantea que no hay una sino varias metáforas conceptuales por completo distintas y aun opuestas en su designio político y cognitivo, pasando por la tradición política republicana moderna hasta llegar a su legado del socialismo contemporáneo. El ensayo concluye que el futuro del socialismo republicano está en poner en marcha, con resolución y realismo, el programa pancivilizatorio de la democracia revolucionaria fraterna.

PALABRAS CLAvEMetáfora cognitiva, fraternidad, democracia fraterna, socialismo republicano.

The Metaphor of Revolutionary Republican-Democratic Fraternity and Its Legacy for Contemporary SocialismABStRACtOf the three great principles of the French Revolution —liberty, equality, and fraternity— the concept of fraternity has been, philosophically speaking, the least studied and the most enigmatic. This article proposes a philosophical discussion of the concept of “fraternity” through the various conceptual metaphors that have been made through time. The author proposes that there are several conceptual metaphors that are completely different and even political and cognitive opposites, ranging from the modern republican political tradition to a legacy for contemporary socialism. The article concludes that the future of republican socialism lies in setting in resolutely and realistically setting in motion the pancivilizing program of fraternal revolutionary democracy.

KEy woRDSCognitive metaphor, fraternity, fraternal democracy, republican socialism.

O acesso desigual aos direitos laborais no serviço doméstico argentino: uma aproximação sob a ótica das empregadorasRESUMoDos três grandes princípios da Revolução Francesa —liberdade, igualdade e fraternidade—, o conceito de fraternidade é o menos estudado e o mais enigmático, filosoficamente falando. Este artigo propõe mostrar uma discussão filosófica do conceito de “fraternidade” através das distintas metáforas conceituais que fizeram deste ao longo do tempo. O autor apresenta que não há uma, mas várias metáforas conceituais muito diferentes e ainda opostas na sua concepção política e cognitiva, passando pela tradição política republicana moderna até chegar ao seu legado do socialismo contemporâneo. O ensaio conclui que o futuro do socialismo republicano está em iniciar, com resolução e realismo, o programa de civilização total da democracia revolucionária fraterna.

PALAvRAS-ChAvEMetáfora cognitiva, fraternidade, democracia fraterna, socialismo republicano.

Fecha de recepción: 12 de octubre de 2012Fecha de aceptación: 14 de febrero de 2013Fecha de modificación: 12 de abril de 2013

DOI: http://dx.doi.org/10.7440/res46.2013.02

Antoni Domènechv

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De los tres grandes principios de la Revolu-ción Francesa —libertad, igualdad, fra-ternidad—, no sólo es el de fraternidad el menos estudiado y el más abandonado, sino también el más enigmático, filosófi-

camente hablando. Aunque se pueden ofrecer distintos conceptos de igualdad y de libertad, parece que esos di-ferentes y aun aparentemente encontrados conceptos de la “igualdad” y de la “libertad” son susceptibles de acla-ración y de explicación filosófica más o menos perfilada. En cambio, la “fraternidad” no sólo ha tenido un destino histórico-real accidentado, sino que la propia noción, el significado y el alcance de la misma resultan prima facie vagarosos. Vale, pues, la pena empezar con una discu-sión filosófica del concepto.

Palabras, expresiones metafóricas y metáforas conceptualesA diferencia del concepto de la libertad y del concepto de la igualdad republicana, el de fraternidad es una metáfo-ra, una metáfora conceptual. Y como tal hay que empezar a analizarla. Para comprender una metáfora conceptual cualquiera, es preciso percatarse de las partes de que ella se compone. El propósito cognitivo de una metáfora es tratar de entender una zona o ámbito de la realidad más o menos desconocido o remoto a nuestra experiencia —“abstracto”— a partir de otro dominio que nos resulta más conocido o familiar —“concreto”—, buscando o es-tableciendo correspondencias más o menos sistemáticas entre los elementos y las relaciones entre esos elementos en uno y otro ámbito. Llamamos dominio de partida a la “fuente” de la metáfora; y al ámbito de llegada, “meta” u objetivo de la metáfora.

Cuando para hablar de nuestra vejez nos referimos al “último trecho del camino”, estamos —sepámoslo o no— utilizando una expresión metafórica anclada en la metáfora conceptual, según la cual el dominio de la vida personal (meta) es igual o comparable al dominio de los viajes (fuente): quien vive es un viajero, y su vida, un camino: con trechos, recodos, etapas, encrucijadas y destino final (“llegó a la cumbre”) o ausencia de él (“ya no sabe adónde va”). También hay entonces en la vida posibles vehículos, los cuales permiten acelerar y frenar, comodidades mil y penas inopinadas, y aun accidentes con otros vehículos (“choque de trenes en el consejo de administración”). Y hay pertrechos de viaje, también: mochilas de la vida, equipajes varios, cantimploras utilí-simas para atravesar trechos vitales desérticos, brújulas para orientarse (“perdió la brújula”), etcétera.

Dos cosas conviene todavía advertir. La primera es que, aunque no suelen serlo, no es imposible que las metáforas sean reversibles, es decir, que tengan bidireccionalidad, que podamos construir una metáfora inversa de otra, de modo que el dominio-fuente de la primera se convierta en el dominio-meta de la segunda, y viceversa. Eso es raro, porque, en general, la fuente de una metáfora está más cerca de la experiencia concreta, y su meta suele consti-tuir un dominio más “abstracto” o difícilmente categori-zable. Por eso hay muchas metáforas del pensamiento en términos de comida (“nutrirse intelectualmente”, “dispo-ner de una teoría proteica”, “buscar alimento espiritual”), pero no hay metáforas de la comida en términos de pen-samiento. Sin embargo, no es imposible que eso ocurra, ni mucho menos. Pues hay dominios que —experiencia biográfica, profesional o de clase mediante— resultan más “concretos” para unos y más “abstractos” para otros. Cuando eso ocurre, hay que advertir que, aun sirviéndo-se de los mismos dominios y de las mismas expresiones metafóricas, la inversión direccional de fuente y meta las convierte en metáforas conceptualmente muy distintas. Tan distintas como distinto es el propósito de decir “Este carnicero es un verdadero cirujano” y el de afirmar “Este cirujano es un verdadero carnicero”. (O, por otro ejemplo, como distinto es el propósito de decir “Este político es un verdadero empresario” y el de afirmar “Este empresario es un verdadero político”).

La segunda cosa que merece notarse es la siguiente: la cate-gorización conceptual de los dominios (del dominio-fuente y del dominio-meta) puede estar cultural e históricamente indexada. La metáfora conceptual que categoriza la mente humana en términos del funcionamiento de una máqui-na puede ser un buen ejemplo: la expresión metafórica “el funcionamiento de la mente” (o “el trabajo de la mente”, o “el combustible de la mente”) no puede querer decir lo mismo en un texto de comienzos del siglo XIX (en pleno auge de las máquinas de vapor alimentadas con carbón) y en un texto de comienzos del siglo XXI (en pleno auge de computadoras personales alimentadas con pilas de litio).

Así pues, en conclusión, las metáforas no son palabras o términos, sino estructuras cognitivo-conceptuales, nor-malmente (aunque no siempre) expresables en palabras (“expresiones metafóricas”). Lejos de ser un recurso raro y muy refinado propio sólo de creadores literarios exqui-sitos, constituyen un instrumento cognitivo profunda-mente anclado en la psicología y en el habla populares (a tal extremo, que no nos damos cuenta). Y, lejos de es-tablecer relaciones más o menos accidentales y casuales entre dos dominios, las metáforas conceptuales suelen establecer relaciones sistemáticas entre los elementos de

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la fuente (independientemente categorizados) y los ele-mentos del dominio-meta (discernidos y categorizados conforme a los de la fuente).

La expresión metafórica “fraternidad” y distintas metáforas conceptuales de la fraternidadLas expresiones metafóricas que contienen la palabra fra-ternidad vinculan obviamente el ámbito privado del oikos, o de la domus, o de la familia en sentido histórico tradicio-nal —familia viene etimológicamente de famulus, esclavo o criado sometido al poder arbitrario del páter familias—, y el ámbito público de la koinonía politiké, de la res publica, o de la sociedad civil o política. No hay una, sino varias metáforas conceptuales, por completo distintas y aun opuestas en su designio cognitivo y político, que se expresan con la palabra “fraternidad”. Y es esencial comprender estas dos cosas:

La primera es que las distintas metáforas de la fraternidad forman parte de un amplio abanico de metáforas que co-nectan bidireccionalmente el ámbito privado de la familia y el ámbito público de la sociedad civil o política (el oikos y la koinonía politiké; la domus y la res publica; la familia y la vida civil y política). Cuando Aristóteles (1999, 78 y ss.) dice que en el oikos el cabeza de familia ha de gobernar a los escla-vos despóticamente, a los niños monárquicamente y a las mujeres republicanamente, está utilizando una metáfora conceptual en la que la vida cívico-política pública (koinonía politiké) es el dominio-fuente, mientras que la vida familiar privada (oikos) es el dominio-meta. Cuando, en cambio, Aspasia, la dirigente del partido democrático de los pobres (de los thetes), dice que los ciudadanos de la República de-mocrática de Atenas “son todos hermanos nacidos de una misma madre”, está aparentemente sirviéndose de una metáfora conceptual muy distinta y de dirección inversa en la que se diría que el dominio-fuente es el oikos y el do-minio-meta la vida política pública.1

La segunda cosa que hay que comprender es que incluso ex-presiones metafóricas que vinculan en la misma dirección estos dos dominios (vida familiar y vida política) pueden arraigar en metáforas conceptuales totalmente distintas. ¿Por qué? Pues porque la categorización de esos domi-nios está indexada cultural (vinculada a distintas, aun si coetáneas, experiencias de clase) e históricamente (no es

1 Para las mujeres, los esclavos y los pobres, el dominio “concretamen-te” experimentado era el del oikos; para los varones e intelectuales de viso, como Aristóteles (1999), en cambio, el oikos resultaba más “abs-tracto” y lejano. Distintas experiencias de clase.

lo mismo la familia amplia en sentido clásico, que la familia nuclear posterior a la Revolución Industrial). Por ejemplo: la metáfora aristotélica de que la mujer ha de ser goberna-da republicanamente en el oikos, expresada en el contexto de una república como la democrático-plebeya de la Atenas clásica, en la que las mujeres gozaban de una amplia liber-tad de expresión política (isegoría) —muy mal vista, dicho sea de paso, por Platón o por Aristófanes, y no demasiado bien vista por el propio Aristóteles (1999, 83)—, resultaría una metáfora prácticamente incomprensible para alguien que, como Pablo de Tarso cinco siglos después, práctica-mente no conocía ya el significado de la libertad republi-cano-democrática clásica. Para el judío helenizado Pablo, no cabía a las mujeres sino estar “sujetas al varón” y sufrir, además, silenciosamente ese sometimiento: “porque no permito a la mujer enseñar, ni tomar autoridad sobre el hombre, sino estar en silencio” (Tim. 2, 11-12).

Por motivos parecidos, y por regresar al otro ejemplo de dirección aparentemente inversa (es decir, que tomaría el oikos como dominio-fuente), la metáfora fraternal de Aspa-sia antes mencionada tampoco resultaría muy compren-sible para la primera generación de cristianos que sentó las bases de la metáfora conceptual —¡tan distinta!— de la fraternidad cristiana. Para comprender la metáfora frater-nal de Aspasia es esencial comprender que la democracia plebeya ateniense impugnó desde el comienzo la configu-ración institucional del oikos clásico. Los críticos reaccio-narios de la democracia plebeya ática —Aristófanes (1995), Platón (1992, 400 y ss.)— han hablado de la democracia como un régimen subversivo del oikos, como un régimen que da el poder a los esclavos (doulokratía); y hasta un crítico moderado como Aristóteles (1999, 225 y ss.) ha hablado de la democracia radical ática como una gynaicokratía, un régi-men en el que mandan las mujeres. Como nos enseñó hace muchos años el gran historiador económico austríaco Karl Polanyi, la libertad republicano-democrática antigua esta-ba en viva oposición institucional al oikos, a la gran hacien-da familiar clásica: “El demos fue la herencia de la tradición tribal de igualdad. La dicotomía entre demos y oligarquía fue fundamentalmente una continuación de la distinción arcaica entre la tribu y las haciendas señoriales que se desa-rrollaron fuera de los confines tribales” (Polanyi 2009, 271).2

2 Y concretamente sobre Atenas: “La máquina democrática estaba li-mitada por los propietarios de las grandes haciendas que practicaban la costumbre de invitar a sus vecinos y a los hambrientos a comidas gratuitas. Cimón, el líder aristocrático, fue famoso por este tipo de hospitalidad política. Pericles, su oponente democrático, para esta-blecer el equilibrio, fomentó el hábito de acudir al mercado e hizo que a todos los ciudadanos se les diera una pequeña paga diaria por sus servicios públicos con la que pudiesen ir todos los días a comprar su comida al mercado” (Polanyi 2009, 217-218).

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La metáfora fraternal de Aspasia tenía un sentido inequí-vocamente democrático-emancipador. Por lo pronto, todos los atenienses son hijos de una sola madre, no de un solo “padre”, y menos de un padre autoritario o despótico. As-pasia no acepta un oikos compuesto de esclavos sujetos a un amo, sino que entiende, al estilo típicamente democrático-plebeyo, la relación de hermandad en un sentido igualita-rio y liberador, subvertidor de las relaciones autoritarias y despóticas del oikos tradicional preefiáltico. Que todos los habitantes de Atenas fueran “hermanos nacidos de una sola madre” quería decir, para Aspasia, que no “son esclavos ni amos unos de otros, sino que la igualdad de nacimiento según naturaleza nos fuerza a buscar una igualdad política según la ley, y a no ceder entre nosotros ante ninguna otra cosa sino ante la opinión de la virtud y de la sensatez”.3

La visión de la domesticidad no puede ser más distinta en Pablo de Tarso, quien exhortó a los esclavos a obedecer a sus amos, “como a Cristo” (Efes. 6, 5). Y congruentemen-te con esa visión, y en lo que constituye el primer uso cristiano de una expresión metafórica fraternal, Pedro dejó dicho en su primera epístola, lo que sigue:

Sed pues sujetos a toda ordenación humana por respeto a Dios: ya sea al rey, como a superior; ya a los goberna-dores, como de él enviados para venganza de los mal-hechores, y para loor de los que hacen bien; porque ésta es la voluntad de Dios; como libres, y no teniendo la libertad por cobertura de malicia, sino como siervos de Dios; honrad a todos. Amad la fraternidad. Temed a Dios. Honrad al rey. Siervos, sed sujetos con todo temor a vuestros amos, no solamente a los buenos y humanos, sino también a los rigurosos. (1 Pedro 2, 13-18)

No pueden tener designios más distintos ambas metáforas: el de Aspasia es la defensa de la emancipación y la igual li-bertad, y se funda en una noción libertaria e igualitaria de hermandad “según naturaleza” (ex physis), normativamente opuesta al oikos más o menos despótico realmente existente. El designio de Pablo y Pedro es, en cambio, el de la apología de la dominación y de la servidumbre, del poder del amo sobre el esclavo, del rey sobre el súbdito y del varón sobre la mujer: “amar la fraternidad” es resignarse a la dominación y a todo poder arbitrario, como dimanantes de la voluntad de un Dios padre. Apelar a la “naturaleza” frente a lo existente no serviría aquí de nada, porque Pablo desarrolla un concepto privativo de ella, tremendamente influyente: la naturaleza toda, y la del hombre en particular, se corrompió con la Caída, y las instituciones de la dominación

3 Platón, Menéxeno, 238d (en Platón 1983).

(doméstica y política, privada y pública) y de la propiedad privada son el castigo del pecado original (Domènech 1989, cap. II, y 1999, 3-48). Para el derecho romano republicano, la esclavitud no era una institución de derecho natural (pues todos los hombres nacen libres), sino del ius gentium, del de-recho de gentes. Para los ideólogos del primer cristianismo, en cambio, la esclavitud es una institución del derecho na-tural (naturalísima, podría decir, tras la Caída).

Hechas estas precisiones, podemos entrar ahora en la tradición política republicana moderna.

El Estado moderno, los grandes poderes privados y la toleranciaEl Estado moderno se forjó en Europa tras un complejo pro-ceso multisecular de expropiación forzosa de los poderes privados feudales y tardofeudales. Al final de ese proceso, la concentración de poder potencialmente violento en una esfera “pública” llegó a ser tan exitosa, que acabó monopo-lizando la capacidad para exigir legítimamente obedien-cia sobre un territorio dado. La tolerancia y la neutralidad modernas traen también su origen en ese largo proceso de expropiación de los poderes privados y de constitución de un poder público monopólico: al menos en Europa y en Iberoamérica, el logro de la tolerancia —o un adarme de ella— vino de la mano de la expropiación de las riquezas inmuebles de las iglesias y de la destrucción de la invetera-da capacidad de éstas —y señaladamente, de la católica— como potencias feudales privadas, para desafiar con éxito el derecho del Estado a determinar el bien público.

Republicanismo pre- y post-absolutistaÉsta es, sin embargo, sólo una cara del proceso que alum-bró al Estado burocrático moderno, ese complejo institu-cional, netamente separado del resto de la vida social (es decir, de la más o menos magra película de la sociedad civil, por un lado, y de la gran esfera institucional subci-vil de la familia,4 por el otro), compuesto por una legión de funcionarios asalariados y jerárquicamente organizados. Habría podido ser de otro modo. Todavía en el siglo XV,

4 En el sentido clásico, que todavía conservaba el Tesoro de la lengua castellana de Covarrubias (1995 [1611], 536): Familia: “En común sig-nificación vale la gente que un señor sustenta dentro de su casa, de donde tomó el nombre de padre de familias; díxose del nombre latino familia. Cerca de los antiguos se escribía con E, famelia; y se entendía sólo los siervos [...]. Y debajo de esta palabra familia se entiende el señor y su muger, y los demás que tiene de su mando, como hijos, criados, esclavos [...]”.

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para el republicanismo moderno incipiente estaba abierta la posibilidad de remodelar la vida política tardofeudal, no concentrando el poder político en manos de un prín-cipe absoluto (la solución que llevó a los Estados naciona-les contemporáneos), sino reafirmando la revigorización en curso de la antigua tradición mediterránea de las pó-leis, de las repúblicas-ciudad independientes (Florencia, Luca, Venecia, ciudades libres flamencas y alemanas, etcétera).5 Y en lo que hace a la necesidad de dominar pú-blicamente, sometiendo de uno u otro modo al orden civil el poder de la Iglesia católica como gran potencia feudal privada, todavía en el siglo XV estaba abierta la posibili-dad de socavarlo, no desde fuera, desde un Estado buro-crático independizado de la vida civil, sino desde dentro: proponiendo, en la tradición de Okham recogida por el republicano Marsiglio de Padua (en su maravilloso trata-do Defensor pacis [2009], acaso la obra más importante de la filosofía política medieval), la reconversión de la Iglesia en asamblea democrática de fieles.6 Maquiavelo es impor-tante en la tradición republicana moderna, porque está en esa encrucijada histórica, y la refleja y teoriza.

Republicanismo post-absolutistaEl republicanismo post-absolutista partió de la con-solidación del absolutismo como un dato firme de la realidad histórico-política. No discutió ya más de un modo directo el carácter tendencialmente monopólico del poder público moderno. Se limitó aparentemente a combatir la forma en que ese poder era ejercido por parte de príncipes y monarcas absolutistas. Los programas del republicanismo moderno, pre- y postabsolutista (de Marsiglio de Padua y Maquiavelo a Locke, Rousseau, Thomas Paine, Kant y Robespierre), se presentaron sin apenas excepciones como una especie de palingénesis de la libertad republicana de los antiguos (particularmente

5 O huyendo. Huir del poder estatal constituido (la famosa secessio plebis de la Roma antigua) era, para los no siervos, una posibilidad abierta en Europa hasta la cristalización de las monarquías absolutas, como se ve en los estupendos versículos de las coplas de Gómez Manrique (2004, 607) (Exclamación y querella de gobernación, circa 1480): “En un pue-blo donde moro/ al nesçio fazen alcallde/ [...] Los cuerdos fuyr dev-rían/ de do locos mandan más,/ que quando los çiegos guían/ ¡guay de los que van detrás!”.

6 De hecho, y por una de las ironías más crueles de la historia uni-versal de los conceptos políticos, la palabra misma con que se auto-bautizó la Iglesia primitiva, eklesia, refería directamente en griego a la experiencia de las póleis democráticas de la época clásica: ekle-sia era precisamente la institución de la asamblea popular. Para el significado político de que la Iglesia se apropiara de ese término —vitando ya para los bienpensantes en la época de las monarquías postalejandrinas, y no digamos tras la sumisión de la Hélade a Roma—, ver Domènech (1999, 3-48).

de Roma y Esparta, y también, algunos —la extrema iz-quierda—, de Atenas). Pero en la influyente versión del post-absolutista Locke (2004, 154 y ss.), el punto básico era la insistencia en que el monarca no podía ser sino un agente fiduciario —un trustee— de la ciudadanía, y, como tal, tenía que poder ser depuesto a voluntad de la ciudadanía, si traicionaba su confianza.

Es importante observar, aunque sea de pasada, que no dejaba de resultar un tanto oximorónica la elaboración de Locke. Pues la de fideicomiso y fideicomitente es pre-cisamente una institución del derecho civil republica-no romano que trata de regular las relaciones entre dos personas jurídicas (privadas) cuando hay una asimetría informativa, potencialmente peligrosa para la parte co-mitente, entre la persona que encarga una acción (el comitente) y la (o las) que acepta(n) la tarea de llevarla a cabo (el comisionado). En el incipiente derecho pú-blico romano, la traslación de ese instituto del derecho civil (privado) a la comprensión, y aun a la regulación, de las relaciones públicas entre los ciudadanos (como fideicomitentes) y los cargos políticos (como fideico-misos) no presentaba mayores problemas, porque el aparato institucional mismo de la República (¡inclui-do el fiscus!) era concebido, mediante una portentosa fictio iuris, como un ciudadano libre (privado) más, en pie de igualdad civil con el resto de los ciudadanos pri-vados libres. En cambio, las monarquías europeas del siglo XVII habían desarrollado ya un derecho público en sentido moderno, irreductible al derecho civil priva-do romano y derivado en buena medida de la tradición jurídica germánica.7 Por eso, la construcción política normativa de Locke tuvo que parecer en su momento de una audacia tan inaudita como extraña.

No hay, pues, que sorprenderse mucho de que, en la ulterior y más radicalizada versión que hace Rousseau (1998, 40) del problema de Locke (quien, fiel al pacto que instituyó la monarquía hannoveriana, y para posterior escándalo de Kant, todavía reservaba para el monarca un misterioso poder “federativo” —guerra y política exte-rior— civilmente incareable), el pueblo mismo —el con-junto de ciudadanos libres— sea el soberano, y todos sus representantes no sean ya concebidos sino como puros agentes fiduciarios del mismo, deponibles o revocables

7 Para la impronta germánica del derecho público moderno, sigue siendo imprescindible el verdadero monumento a la erudición histó-rica decimonónica que son los cuatro gruesos volúmenes del Deutsche Genossenschaftsrecht de Otto von Gierke (1868). Sobre la importancia de estas technicalities jurídicas para la comprensión de la filosofía política moderna, ver Domènech (2004, particularmente, caps. I-IV).

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sin más que la voluntad de ese pueblo soberano fideico-mitente, como debe ocurrir en toda relación fideicomi-tente-fideicomiso normal en el derecho civil privado.

En el republicanismo incipientemente contemporáneo (y en las dos cristalizaciones institucionales del mismo históricamente más cumplidas: las revoluciones Nor-teamericana y Francesa) no se ataca, pues, de frente, el monopolio de la violencia por parte del poder público, pero se rechaza de un modo radical la incareabilidad po-pular o civil de ese poder, tan característica de las monar-quías y principados absolutistas europeos modernos. Se invierte el ideologema absolutista hobbesiano: veritas, non auctoritas, facit legem. Pero si la “verdad” (fautora del dere-cho) ha de estar por encima de la “autoridad”, no puede consentirse área alguna de discrecionalidad al Estado, ni siquiera el “poder federativo” que todavía Locke (2004) reservaba al monarca: el poder no puede ejercerse arbi-trariamente en ningún caso, y la manera más expedita de despojar de arbitrariedad a un poder tan enorme, tan concentrado, como el del Estado moderno, es concibien-do institucionalmente a sus detentadores y servidores como meros agentes fiduciarios, deponibles a voluntad, del conjunto de los ciudadanos libres e iguales, es decir, de la sociedad civil toda.8 Otra forma de decir lo mismo es que el republicanismo moderno post-absolutista tam-poco renunció a civilizar al Estado.9

8 Minister quiere decir servidor, siervo. Ello es así porque, en la re-lación fideicomitente/fideicomiso, el derecho civil romano, consi-derando que esa relación era peligrosísima para el fideicomitente (que quedaba siempre a merced del fideicomiso), daba todo tipo de prerrogativas al comitente sobre el comisionado o los comisio-nados, casi al punto de poder tratarlos como esclavos. (De hecho, hubo muchos “esclavos públicos”, literalmente, que desempeña-ban labores burocráticas, tanto bajo la República como bajo el Im-perio). No será tal vez ocioso observar que la palabra “ministro” estaba tan desprestigiada ya, sin embargo, al terminar la Prime-ra Guerra Mundial, que los gobiernos revolucionarios obreros en Rusia (1917) y en Alemania (noviembre de 1918) prefirieron recor-dar que los gobernantes, de acuerdo con la tradición republicana, son puros fideicomisos del pueblo, y llamaron a los ministros de esos gobiernos, no “ministros”, sino “comisarios” del pueblo. Que “comisario” esté ahora tan desprestigiado como “ministro”, si no más, quizá esté detrás de la nueva preferencia léxica de Evo Mora-les, que acaba de declarar que los gobernantes deben ser “esclavos del pueblo”, acaso para expresar de forma nueva el mismo, anti-quísimo, desideratum republicano.

9 La aparentemente misteriosa afirmación del Hegel maduro (2004, 177) de que “América [EE. UU.] es un pueblo sin Estado” declara, en tono de censura, lo que su republicanismo juvenil habría celebrado en tono de alabanza, a saber: que un pueblo constituido como Re-pública no tiene Estado (en el antiguo sentido europeo tradicional del término). La misma idea está en el joven Marx, pero no para cualquier República, sino sólo para una República democrática (está pensando en Robespierre y en la I República francesa): “Los franceses modernos han entendido esto así: que en la verdadera democracia el Estado político perece. Lo cual es correcto, en el sen-

Democracia y sociedad civil

Pero sociedad civil no es, sin más, “sociedad” o “conjun-to de la población”. Sociedad civil es sólo el conjunto aso-ciado de los ciudadanos. Y la ciudadanía puede ser un bien escaso, y aun muy escaso. En la tradición republica-na (tanto antigua como moderna) sólo son ciudadanos, es decir, individuos libres, dotados de igual capacidad para realizar actos y negocios jurídicos (sui iuris, indivi-duos de derecho propio), quienes no dependen de otro para vivir. Eso excluía, por supuesto, a los esclavos y a los sujetos a distintos grados de servidumbre, pero también a los asalariados —“esclavos a tiempo parcial” (Aristóteles 1999, 84)—, a los niños, a las mujeres, y las más veces, también a los extranjeros (es decir, al con-junto de los sujetos —sujeto quiere decir “sometido”— de derecho ajeno, los alieni iuris10). Es decir: eso excluía de la sociedad civil (encargada en principio por la teoría normativa republicana de controlar fiduciariamente el ejercicio del poder político) al grueso de la población. La democracia moderna —como la antigua de Efialtes y Pe-ricles— arrancó como un intento de ensanchar la socie-dad civil, de incorporar a más y más gentes al ámbito de los libres e iguales. Ese intento tuvo distintos grados de radicalidad: Jefferson (1987, 3 y ss.) se acordó de las po-blaciones pobres ya libres, pero ignoró a los esclavos (él mismo tenía esclavos) y despreció a los esclavos a tiempo parcial (los obreros asalariados, que en la América de su tiempo se conocían como “mecánicos”).

Democracia fraternalRobespierre y el ala plebeya de los jacobinos franceses llegaron más lejos que nadie: hasta a los esclavos de las colonias francesas; hasta a los asalariados, escla-vos a tiempo parcial sometidos “a tiempo parcial” a un “patrón”; y al final de sus días, hasta a las mujeres, inveteradamente sujetas a la dominación patriar-cal-patrimonial. La famosa fraternité jacobina expre-saba precisamente eso: la necesidad de emancipar de la dominación patriarcal-patrimonial al conjunto de las “clases domésticas”, de incorporar a la sociedad civil, hermanándolas en ella, al grueso de las clases sociales subalternas, sometidas a una inveterada loi de

tido de que, como Estado político, como constitución, no vale para todos” (Marx 1970, 338).

10 Recordar algo tan sencillo como que la “alienación” (en Hegel y en Marx) viene de la condición jurídica del alieni iuris, tal vez ahorre a los jóvenes buena e indigesta copia de páginas de impenetrable metafí-sica “marxista” tan charlatana como pretenciosa.

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famille subcivil (Montesquieu 2012) que, por lo mismo que las mantenía fuera de la vida civil, las excluía también de cualquier posibilidad remota de control de la vida política supracivil.

En un panfleto contrarrevolucionario anónimo publica-do en Alemania en 1799, se recoge perfectamente el sig-nificado común y corriente en la Europa de la época de la democracia fraternal:

La vida civil no puede existir sin trabajos manuales bajos, a encargarse de los cuales sólo puede llevar la pobreza y la incapacidad para las cosas superio-res. Si las numerosísimas ocupaciones, tan sucias a menudo, no encontraran manos activas, las clases superiores se irían a pique. Hacer a los hombres igua-les por arriba, es imposible. Introducir la igualdad entre los hombres, sólo puede hacerse denigrando a los hombres superiores. [...] En el fondo, la fanta-seada fraternidad es una bufonada huera, y para el estamento inferior, en modo alguno un medio de promover su bienestar (Wohlfahrt) personal. Quien no alivia mis necesidades, quien no calma mi hambre, ése sólo se burla de mí, y no me hace más feliz. Quien a mi necesidad instila, encima, orgullo, añade a mi pobreza necedad, y acrece mi sufrimiento. ¿O acaso no subsiste la diferencia entre Amo y Siervo cuando un hombre togado ordena guillotinar a otros, mien-tras los demás deben conformarse con matar pollos? Padre e hijo no pueden ser hermanos. Con esta cofra-ternidad civil (bürgerliche Mitbrüderschaft) nadie es ver-daderamente socorrido, nada mejora, pero el orden y la subordinación se ven dañados.11

Así pues, en resolución, la democracia republicana moderna fue, con distintos grados de radicalidad, un intento de universalizar la libertad republicana, de en-sanchar el círculo de los libres e iguales, de principiar la civilización de la sociedad aboliendo la loi politique supracivil del Estado burocrático moderno heredado de las monarquías absolutas europeas; y en su versión más radical —la de la fraternidad jacobina—, de abolir también toda loi de famille, de disolver, sometiéndolas a la loi civil, todas las zonas sociales de vigencia de cual-quier despotismo “privado” patriarcal-patrimonial.

11 El anónimo “Über die Notwendigkeit einer ständischen Differezierung der Menschen” (Sobre la necesidad de una diferenciación estamental de los hombres) se reproduce en la antología de textos compilada por Jörn Garber (1976, 223-231; la cita corresponde a la página 231). Agradezco a María Julia Bertomeu, sagaz especialista en esta época del debate filo-sófico-político, que me llamó la atención sobre este texto.

El anónimo panfleto citado muestra que a esa univer-salización pancivilizatoria de la libertad republicana reclamada por el “cuarto estado” europeo “infectado” de robespierrismo, los autores reaccionarios sólo po-dían ya oponer con cierta eficacia un bienestarismo paternalista: siempre habrá Patronos y Siervos, padre e hijo nunca podrán ser hermanos, y el “hijo” (el tra-bajador dependiente) cubrirá mejor sus necesidades, pondrá mejor remedio a su privación material, si se acoge resignadamente a la autoridad y a la discreción del “padre-patrón”.

El sueño democrático-republicano por excelencia de fi-nales del siglo XVIII y comienzos del XIX fue, en los dos lados del Atlántico, una sociedad basada en la pequeña propiedad agraria más o menos universalmente distri-buida (Jefferson 1987). O, en su defecto, anticipando genialmente los efectos destructores y expropiadores de la dinámica capitalista (a la que llamó “economía política tiránica”), la exigencia de Robespierre de un derecho de existencia social públicamente garantizado (Robespierre s. f., 155 y ss.), o aun de una renta ma-terial asignada de manera incondicional a todos los ciudadanos por el solo hecho de serlo (Paine 1990, 97 y ss.), lo que ahora llamaríamos renta básica garantiza-da o ingreso universal de ciudadanía.12 La libertad po-lítica o republicana era eso, y nada menos que eso: no tener que pedir cotidianamente permiso a nadie para poder subsistir.13 La democracia republicana tradicio-nal era, desde tiempos inveterados, la promesa de que tampoco los pobres libres tendrían que pedir permiso a nadie para existir socialmente. Y la democracia frater-nal republicana de impronta europea era la promesa, aún más radical, de que también los pobres no-libres —los esclavos propiamente dichos, y los nuevos escla-vos “a tiempo parcial” (asalariados), los pueblos colo-nizados y las mujeres—, sujetos a una ancestral loi de famille subcivil, se emanciparían, accediendo de pleno derecho a la vida civil de los plenamente libres e igua-les (recíprocamente libres).

12 Ya desde el mismo título (El derecho de existencia), en su útil introducción a la propuesta de una renta básica garantizada para toda la ciudadanía, se acuerda Daniel Raventós (1999) de estos ilustres ancestros.

13 “La libertad consiste menos en hacer según dicte la propia voluntad, que en no estar sometido a la de otro; y también consiste en no some-ter la voluntad de otro a la nuestra”, dice Rousseau en las Lettres de la Montagne. Y no era una innovación: en realidad, es la única idea se-ria de libertad que conoció la cultura europea desde el Mediterráneo antiguo. También está en el Quijote: “La libertad, Sancho, es uno de los más preciados dones que a los hombres dieron los cielos [...] ¡ven-turoso aquél a quien el cielo dio un pedazo de pan, sin que le quede obligación de agradecerlo a otro que al mismo cielo!”.

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SocialismoEl socialismo del movimiento obrero europeo decimonó-nico se entendió a sí mismo, desde la constitución de la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT), o I Inter-nacional, en 1864 como continuación por otros medios, y en condiciones económicas y sociales muy cambiadas, de la tradición revolucionaria de la democracia fraternal.

Después del fracaso de la II República francesa de 1848 —la llamada República “fraternal”—, los socialistas políticos consideraron, con buenas razones, que en la era de la industrialización no era ya viable el viejo pro-grama democrático-fraternal revolucionario de una so-ciedad civil fundada sobre todo en la universalización de la libertad republicana por la vía de universalizar la propiedad privada; para ellos no se trataba tanto de una inundación democrática de la sociedad civil repu-blicana clásica, cuanto de la creación de una vida civil no cimentada ya en la apropiación privada de las bases de existencia, sino, como dijo Marx (1974), basada en un “sistema republicano de asociación de productores libres e iguales”. Es decir, en un sistema de apropiación en común, libre e igualitaria, de las bases materiales de existencia de los individuos. Marx y Engels —y aun Bakunin, que compartió, entusiasta, con ellos el pro-grama inicial de la AIT— nunca perdieron de vista la conexión de ese ideal socialista con el viejo ideal repu-blicano-democrático fraternal.

En el programa fundacional del Partido Socialista Obrero francés, redactado por el propio Marx en 1881, se declara:

[…] que los productores sólo pueden ser libres, si se hallan en posesión de los medios de producción. Que sólo hay dos formas en que pueden pertenecerles esos medios: la forma individual, que nunca fue una forma universal, y que, por causa del desarrollo industrial, tiende más y más a ser eliminada; y la forma colectiva, cuyos elementos materiales e intelectuales son creados por el mismo desarrollo de la sociedad capitalista.

La base social de la democracia revolucionaria fraternal como movimiento político fue el “cuarto estado”, un demos relativamente heterogéneo, compuesto por todos quienes vivían de sus manos en los albores de la Revo-lución Industrial: artesanos, pequeños comerciantes, aparceros, campesinos acasillados, jornaleros, aprendi-ces, oficiales, población urbana asalariada y desposeídos varios, y en varios grados, por las terribles dentelladas del “molino de Satán” (Polanyi 2009). Segmentados ver-ticalmente por su ubicación subcivil doméstica en la vida

social del Antiguo Régimen, muchos aspiraban a eman-ciparse del yugo patriarcal tardoseñorial hermanándose horizontalmente como libres, como adultos, en una so-ciedad civil de libres e iguales fundada en la universali-zación de la pequeña propiedad privada sostenida en el trabajo personal. Esos estratos se venían sintiendo ame-nazados por la voraz dinámica desposesora y expropiato-ria del capitalismo incipiente, y oponían a la “economía política tiránica” de éste su propia y ancestral “economía política popular” (Robespierre s. f., 154 ss.).

Pero la base social del socialismo como movimiento polí-tico, a partir de la segunda mitad del XIX, fue ya la clase obrera masivamente concentrada en los distritos indus-triales. En el textito programático de Marx recién cita-do, que es una declaración explícita de que el socialismo moderno se funda en los tradicionales valores de libertad universal de la democracia fraternal republicana, se ve también que para los socialistas de esa época fueron cen-trales dos previsiones de tendencia.

Primera previsión. La Revolución Industrial y el vigoroso de-sarrollo de la cultura económica capitalista que la siguió trajo consigo la progresiva disolución del antiguo demos preindustrial, y a cambio, el crecimiento exponencial de uno de sus componentes: los trabajadores urbanos asa-lariados (los nuevos “esclavos a tiempo parcial”). La di-námica capitalista no sólo era acumulativa; era también expropiatoria: tendía a desposeer a millones y millones de personas de sus bases tradicionales de existencia social. Esa tendencia observada iba a continuar en el futuro: el viejo “cuarto estado” iba camino de una colmada, y socio-lógicamente homogeneizante, proletarización industrial.

Segunda previsión. Así como el surgimiento del Estado mo-derno había sido la culminación de un proceso secular de expropiación y monopolización pública de los medios privados de ejercer la violencia (física y espiritual), así, también, el desarrollo de la cultura económica capitalis-ta era un proceso acelerado de expropiación de los medios privados individuales de producir, y, por consecuencia, de creciente concentración y centralización de la propie-dad de esos medios. Convicción rectora de los socialistas de finales del XIX era que esa tendencia centralizadora y concentradora de la propiedad de los medios de produ-cir haría técnicamente inmanejable la vida económica productiva moderna, a no ser que cambiaran de raíz las viejas formas de producir fundadas en la apropiación pri-vada burguesa descentralizada tradicional de los recursos productivos y de las decisiones de inversión. La concen-tración y la centralización capitalistas tenían que verse también, pues, como tendencias históricas favorecedoras

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de un nuevo modo social —socialista— de producir, fun-dado en la “asociación republicana de productores libres e iguales” que se apropian en común de los medios de existencia social, resolviendo de un modo políticamente democrático y económicamente eficiente los innumera-bles problemas de agencia que plantea una producción crecientemente social.14

Tres posibilidades socialistasCon el desarrollo de las monarquías absolutas se fueron centralizando y concentrando los medios de coerción físi-ca y espiritual, expropiando de los mismos a las potencias feudales privadas y socavando así la capacidad de éstas para desafiar a su arbitrio la esfera pública de los intere-ses civiles comunes. A diferencia del republicanismo pre-absolutista, el republicanismo post-absolutista no puso directamente en cuestión ese proceso histórico de concen-tración monopólica, sino que su empeño consistió enton-ces en socializar, en civilizar hasta disolverlo en la loi civil, el burocrático aparato administrador de ese monopolio.

Con el desarrollo del capitalismo industrial parecía estar dándose un proceso, más o menos paralelo, de expropia-ción de los medios privados de producir (la visión del último Max Weber [1981]). Aceptada la analogía, el movimiento obrero socialista tenía tres posibles caminos de acción:

1. Buscar un paralelo fácil —permítaseme la broma— con el republicanismo moderno post-absolutista: es-perar más o menos pacientemente a que la situación estuviera industrialmente madura para un socialis-mo capaz de “expropiar a los capitalistas expropia-dores”; tomar posiciones y preparar y organizar a los trabajadores para ese momento; y apoyar entretan-to a toda costa los procesos de concentración y cen-tralización de la economía tiránica del capitalismo, despreocupándose con mejor o peor conciencia de los daños que ese proceso causaba en las bases de exis-tencia social de centenares de millones de personas condenadas a la “proletarización” en Europa y, más cruel y drásticamente aún, en los pueblos sometidos colonialmente. Es la vía “progresista” que acabó tran-sitando una buena parte de la socialdemocracia orto-doxamente marxista de la II Internacional obrera.

2. Buscar un paralelo —sigo la broma— con el republi-canismo pre-absolutista, resistirse a los procesos de

14 Para el socialismo como problema de agencia fiduciaria, ver Domè-nech (2004, cap. V).

concentración y centralización. Lo que quiere decir: centrar el grueso de la política anticapitalista del mo-vimiento socialista en la lucha contra los procesos de expropiación y desposesión. La vía de muchos anti-capitalistas “románticos” y de algunas variantes del socialismo, sobre todo libertario.

3. Combinar los dos esquemas republicanos de acción po-lítica. Y en ese sentido podía entenderse el programa de acción de la I Internacional obrera diseñado por Marx y Engels y aplaudido por Bakunin: no esperar a una hipotética “proletarización” homogeneizadora de las viejas capas populares del “cuarto estado” europeo, sino convertir a la nueva clase obrera asalariada generada por la industrialización capitalista en el núcleo motor y organizador del conjunto del demos dañado y socavado por los procesos de expropiación y desposesión granca-pitalistas en las metrópolis y en las colonias. No sólo en los valores de base; también, en buena medida, en la táctica política era ese socialismo de la I Internacional heredero directo de la democracia fraternal republicana (más precisamente, del grito de Robespierre: “Que pe-rezcan las colonias, antes que los principios”).

El futuro del socialismo republicanoCiento cuarenta y tantos años después de la I Internacio-nal muchas cosas han cambiado, ocioso es decirlo. Pero si algún socialismo anticapitalista ha de tener futuro, será el que sea capaz de poner a la altura de los tiempos el programa pancivilizatorio de la democracia revolucio-naria fraterna, el que consiga sostener con mayor resolu-ción y realismo los cuatro frentes de la vieja lucha:

1. Contra el despotismo de un Estado incontrolable fiducia-riamente por la ciudadanía, es decir, contra la loi politique heredada de las monarquías absolutas. (Hay que preve-nirse aquí no sólo de las tentaciones estatistas totalita-rias que pervirtieron a buena parte del socialismo en la franja central del siglo XX, sino también del nihilismo antidemocrático de cierta izquierda académica hoy en boga que, voluntariamente ciega al hecho de que hay una amplio gradiente de posibilidades en el control de-mocrático fiduciario del poder político —no es lo mismo la IV República francesa que la V, menos democrática; no es lo mismo la II República española que la actual monar-quía parlamentaria, menos democrática—, ha decidido que todo es “estado de excepción permanente”).15

15 Tal vez creyendo que las teorías políticas normativas son como guantes que, vueltos del revés, puede uno enfundarlos indis-tintamente en la mano derecha o en la mano izquierda, muchos

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2. Contra el despotismo de unos patronos incontrolables fiduciariamente por los trabajadores, por los consu-midores y por el conjunto de la ciudadanía (la empresa capitalista moderna hereda en condiciones modernísi-mas el viejo despotismo de una ancestral loi de famille).

3. Contra el despotismo doméstico dentro de lo que ahora entendemos propiamente por “familia” (la potestad ar-bitraria del varón sobre la mujer y aun los niños).

4. Y, por último, contra la descivilización de la propia sociedad civil que se produce por consecuencia de la aparición, en el contexto de mercados ferozmente oligopolizados, de una economía tiránica alimen-tada por grandes poderes privados substraídos al orden civil común de los libres e iguales, enfeu-dados en nuevos privilegios plutocráticos, y por lo mismo, más y más capaces de desafiar a las repúbli-cas, de socavar la tolerancia moderna y de disputar con éxito a los poderes públicos su derecho inaliena-ble a determinar el interés público.

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Differezierung der Menschen. En Kritik der Revolution. Theorien des deutschen Frühconservatismus 1790-1810, Vol. I Dokumenta-tion, Jörn Garber. Kronberg: Scriptor, 223-231.

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3. Aristóteles. 1999. Política. Madrid: Gredos.

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5. Covarrubias, Sebastián de. 1995 [1611]. Tesoro de la lengua castellana o española. Madrid: Castalia.

teóricos políticos sedicentemente de izquierda han “recuperado” la teoría político-jurídica del Kronjurist del nacionalsocialismo alemán, Carl Schmitt, y el feroz ataque de éste a la democracia en los años veinte y treinta, consistente, en substancia, en tra-tar de mostrar que tampoco la democracia podía prescindir de la dialéctica amigo/enemigo, que tampoco la democracia podía, al final, prescindir del “estado de excepción”. Para Carl Schmitt (2006 y 2007) —exiliado tras la derrota militar del nazismo en la España de Franco, y maestro de toda una generación de juristas franquistas— no había diferencias en este punto entre el Estado de Franco y la II República española, como no las había entre la República de Weimar y el III Reich de Hitler. Walter Benjamin (1971) dijo una vez —en pleno avance arrollador del nazismo y el fascismo en Europa— que la tradición de los oprimidos los había acostumbrado a vivir en un estado de excepción permanente. No es infrecuente encontrarse hoy con groseros manoseos de ese ge-nial aforismo (bien fechado), puestos al servicio de un repelente y confusionario nihilismo antidemocrático neoschmittiano.

6. Domènech, Antoni. 1989. De la ética a la política. Barcelo-na: Crítica.

7. Domènech, Antoni. 1999. Cristianismo y libertad repu-blicana: un poco de historia sacra y un poco de historia profana. La Balsa de la Medusa 51-52: 3-48.

8. Domènech, Antoni. 2004. El eclipse de la fraternidad. Una re-visión republicana de la tradición socialista. Barcelona: Crítica.

9. Gierke, Otto Von. 1868. Deutsche Genossenschaftsrecht. Berlín: Weidmann.

10. Gómez Manrique. 2004 [c. 1480]. Exclamación y querella de gobernación. En Cancionero general, ed. Hernando del Castillo. Madrid: Castalia, 607.

11. Hegel, Georg Wilhelm Friedrich. 2004. Lecciones sobre la filosofía de la historia universal. Madrid: Alianza.

12. Jefferson, Thomas. 1987. Autobiografía y otros escritos. Ma-drid: Tecnos.

13. Locke, John. 2004. Segundo tratado del gobierno civil. Ma-drid: Alianza.

14. Marsiglio de Padua. 2009. Defensor pacis. Madrid: Tecnos.

15. Marx, Karl. 1970. Marx und Engels Werke (MEW), Vol. I. Ber-lín: Dietz Verlag.

16. Marx, Karl. 1974. Instrucción sobre diversos problemas a los delegados del consejo central provisional. En Obras escogidas, Vol. II. Moscú: Progreso.

17. Montesquieu, Charles de Secondat. 2012. El espíritu de las leyes. Madrid: Alianza.

18. Paine, Thomas. 1990. Justicia agraria. En El sentido común y otros escritos. Madrid: Tecnos, 97-123.

19. Platón. 1983. Menéxeno. En Diálogos II. Madrid: Gredos.

20. Platón. 1992. La República. En Diálogos VII. Madrid: Gredos.

21. Polanyi, Karl. 2009. El sustento del hombre. Madrid: Ca-pitán Swing.

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23. Robespierre, Maximiliano. S. f. Por la felicidad y por la liber-tad. Discursos. Barcelona: El Viejo Topo.

24. Rousseau, Juan Jacobo. 1998. El contrato social. Madrid: Alianza.

25. Schmitt, Carl. 2006. El concepto de lo político. Madrid: Alianza.

26. Schmitt, Carl. 2007. La dictadura. Madrid: Alianza.

27. Weber, Max. 1981. El político y el científico. Madrid: Alianza.

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* Lo principal de las reflexiones que se presentan a continuación forma parte del capítulo II (“La normatividad de la racionalidad estratégica”), del libro próximo a aparecer: Ensayos de filosofía práctica y de la acción. Es parte, además, del proyecto No. 12585 de la DIB (Universidad Nacional de Colombia). Una versión de este texto fue presentada en el Coloquio (humboldt-Kolleg) Solidaridad en perspectiva filosófica, organizado por la Fundación Alexan-der von humboldt y la Universidad de los Andes, y que tuvo lugar los días 3 y 4 de mayo de 2012 en Bogotá. Agradezco a los participantes del Coloquio por sus observaciones críticas y sus comentarios, así como a tres árbitros anónimos que han contribuido con sus observaciones a la mejora del texto.

v Doctor en Filosofía y Romanística de la Georg-August-Universität de Gotinga, Alemania. Profesor asociado del Departamento de Filosofía de la Univer-sidad Nacional de Colombia y director del Grupo de Investigación Relativismo y racionalidad de la misma universidad. De su extensa obra se destacan los libros El escepticismo y la filosofía trascendental. Estudios sobre el pensamiento alemán a fines del siglo XVIII. Bogotá: Universidad Nacional – Siglo del hombre, 2001, y Der Skeptizismus und die Transzendentalphilosophie. Deutsche Philosophie am Ende des XVIII. Jahrhunderts. Friburgo: Karl Alber verlag, 2008. Correo electrónico: [email protected]

Cooperación, solidaridad y egoísmo racional.Acerca de la relación entre moralidad y racionalidad*

RESUMENEl artículo parte de la base que hay un vínculo interno conceptual entre moralidad y racionalidad. Se pretende hacer ver ese vínculo en el contexto de un diálogo crítico con el utilitarismo y mostrando cómo el egoísmo racional se autocontradice. La pregunta central es si tal cosa permitiría demostrar al mismo tiempo la racionalidad y la moralidad tanto de la cooperación como de la solidaridad.

PALABRAS CLAvEEgoísmo, moralidad, racionalidad, utilitarismo, cooperación, solidaridad.

Cooperation, Solidarity, and Rational Egoism. Regarding the Relationship Between Morality and Rationality

ABStRACtThe article assumes a conceptual link exists between morality and rationality and attempts to show this link in the context of a critical dialogue with utilitarianism and by showing how rational egoism is self-contradictory. The main question is if such a thing would allow us to simultaneously demonstrate the rationality and the morality of cooperation and solidarity.

KEy woRDSEgoism, morality, rationality, utilitarianism, cooperation, solidarity.

Cooperação, solidariedade e egoísmo racional. Acerca da relação entre moralidade e racionalidade

RESUMoO artigo parte do princípio que há um vínculo interno conceitual entre moralidade e racionalidade. Pretende-se fazer ver esse vínculo no contexto de um diálogo crítico com o utilitarismo e mostrando como o egoísmo racional se contradiz. A pergunta central é se tal coisa permitiria demonstrar ao mesmo tempo a racionalidade e a moralidade tanto da cooperação quanto da solidariedade.

PALAvRAS ChAvEEgoísmo, moralidade, racionalidade, utilitarismo, cooperação, solidariedade.

Fecha de recepción: 10 de octubre de 2012Fecha de aceptación: 14 de febrero de 2013Fecha de modificación: 18 de marzo de 2013

DOI: http://dx.doi.org/10.7440/res46.2013.03

Luis Eduardo Hoyosv

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Las siguientes reflexiones se enmarcan dentro de una investigación acerca del vínculo inter-no conceptual entre moralidad y racionalidad. Me interesa sacar a la luz algo que considero esencial a ese vínculo a través de una breve

discusión con el utilitarismo, o con algo que considero nu-clear en eso que llamamos “utilitarismo”, y que constituye mucho de su “aire de familia”. Como sabemos, el utilita-rismo es una postura filosófica también seriamente inte-resada en hacer ver el vínculo conceptual entre moralidad y racionalidad. La concepción de la racionalidad práctica del utilitarismo está, no obstante, ligada a la idea de que el principio del interés propio y la maximización del bien-estar personal son los principios rectores de la conducta racional. Estos dos principios, a su vez, son la clave de la valoración moral. Ahora bien, en cuanto no parece conveniente desde un punto de vista racional maxi-mizar única y exclusivamente mi bienestar, y mucho menos a costa de los otros (pues ello podría tropezar con mi propia búsqueda del bienestar), entonces la visión utilitarista no puede menos que defender el valor normativo de la maximización, al menos neta, del bienestar colectivo. La pregunta de este texto es si, con la intención de hacer ver el vínculo interno con-ceptual entre moralidad y racionalidad en el contex-to de un diálogo crítico con el utilitarismo, se puede brindar una base para probar la racionalidad y la mo-ralidad tanto de la cooperación como de la solidaridad. Tomo a ambas, la cooperación y la solidaridad, porque ambas son expresiones de comportamientos no egoís-tas, y toda mi argumentación apuntará a mostrar que el comportamiento egoísta, el comportamiento no coo-perativo e insolidario, se autoinvalida.

Llamo egoísta a la actitud de un agente cuando éste ante-pone la maximización de su propio beneficio y la búsque-da de la satisfacción de sus propios intereses a cualquier otra consideración práctica, principalmente a las conside-raciones prácticas ligadas a la maximización del bienestar de los otros y a la satisfacción de sus intereses. Desde este punto de vista, es egoísta el agente que se interesa en el bienestar de los demás sólo en la medida en que eso re-dunda en bienestar para sí mismo. Por supuesto que en el comportamiento egoísta hay grados: no es igualmente egoísta quien busca el bienestar de los otros porque eso es conveniente para su propio bienestar, al egoísta que sólo busca su propio bienestar, o al egoísta, ya más extremo, que busca su propio bienestar a costa del bienestar de los demás. Con todo, es relativamente fácil de aceptar y de constatar de modo empírico que la falta de cooperación y la insolidaridad, que también pueden darse en grados, por supuesto, son manifestaciones, o consecuencias, pro-

minentes de comportamiento egoísta. Por otra parte, quisiera hacer valer la idea de que la cooperación y la soli-daridad están estrechamente vinculadas. La solidaridad, para decirlo en una palabra, es un tipo de cooperación en la que alguien recibe ayuda por hallarse en una situación desventajosa o francamente deplorable. La cooperación, que es un término de mayor extensión, no necesariamen-te supone desventaja entre las partes que cooperan. Pero, además, la solidaridad, más que la cooperación entre pares, desafía el principio del interés propio y le resta valor como único principio que rige el comportamiento racional, pues cuando somos solidarios con alguien, le ayudamos o cooperamos, no sólo cuando está mal, sino porque está mal. La razón de la acción parece separarse del egoísmo racional y suponer la capacidad del agente soli-dario de ponerse en los “zapatos del otro”.

Como es de todos sabido, la visión estándar de la racio-nalidad de un agente que primó durante mucho tiempo estaba ligada a esta idea del egoísmo racional, entendi-da como el “principio” de “que todo agente actúa por su propio interés” (Sen 1977, 317).1 La filosofía práctica de los últimos cuarenta años está plagada de ataques a ese prin-cipio, provenientes de las más disímiles vertientes teóri-cas. En lo que sigue, desarrollo una argumentación que no se encuentra, en lo fundamental, por fuera de esta suerte de Zeitgeist en el que está enmarcada buena parte de la filosofía práctica contemporánea.

Hay dos constantes en la discusión filosófica de las últi-mas décadas con el utilitarismo y con la concepción de que el principio del interés propio es principio rector de la conducta racional. La primera constante es la adop-ción del enfrentamiento entre interés egoísta racional y moralidad como punto de partida para llegar, de algún modo, al sometimiento de aquél a ésta; y la segunda es la propuesta de un tipo de racionalidad diferente, o menos estrecho, al que —según la teoría de la acción de la ideo-logía económica moderna— rige la conducta humana. No puede ser pasado por alto, por supuesto, el hecho de que una importante sugerencia crítica contra el uti-litarismo está en la idea de que no es necesario buscar modelos alternativos de racionalidad, como en los casos de John Rawls y Amartya Sen, por ejemplo, sino que es forzoso reconocer que hay fuentes no racionales de la va-loración y de la acción moral. Bernard Williams y Harry Frankfurt han sido conspicuos defensores de este punto de vista (Williams 1973, 77-150; 1981, 1-19, y 1985; Sen y Williams 1999, 1-21; Frankfurt 2000, 259-273).

1 La frase es de F. Y. Edgeworth, (1881) y es citada literalmente por Sen.

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En la base de esas dos constantes en la discusión con el uti-litarismo hay dos serios reproches en su contra: uno, que no distingue fundamentalmente interés egoísta racional y moralidad; y dos, que tiene una concepción sumamen-te estrecha de la racionalidad humana. Ninguno de estos dos reproches puede ser aceptado por la visión utilitaris-ta de la conducta y la valoración, y tal cosa sería, para los críticos del utilitarismo, un error. El primer reproche no puede ser aceptado porque buena parte de la fuerza de la propuesta utilitarista consiste justamente en mostrar que en la búsqueda de la satisfacción del interés propio se halla la principal fuente de la valoración moral.

La validez del segundo reproche tampoco puede ser acep-tada, debido a que los conceptos de acción racional, de-cisión racional y acción estratégica con los que opera el utilitarismo son conceptos que tienen garantizada su inteligibilidad por el hecho de ser muy próximos a una visión científica y empirista de la naturaleza humana. Sobre esta visión, en mi opinión, se fundan en última instancia el “monismo” y el “absolutismo” del utilitaris-mo, es decir, la creencia en que se puede dar una única y unitaria explicación de lo que es correcto y bueno por referencia al placer (o al rechazo del dolor), o por referen-cia a la búsqueda de la satisfacción (Taylor 1999, 129-144).

No reconocer la validez de este segundo reproche es más grave que no aceptar el primero, aunque ambos proble-mas estén íntimamente ligados. Y esto es así porque es más o menos fácil mostrar que no asiste derecho alguno a quien pretenda establecer como única forma de acción racional la orientada a la satisfacción del interés propio. Muchísimo más plausible —e incluso mejor soportada fácticamente— es en este punto la defensa de una posi-ción pluralista, tal como lo ha dejado ver bien Amartya Sen (2000, cap. 2, y 1989, cap. I). El pluralismo es tam-bién una correcta posición con respecto al primer repro-che: aunque pueda y —tal como creo (Hoyos 2007a)— deba reconocerse la búsqueda del bienestar, y del propio bien-estar, como fuente (racional) de valoración moral, no tenemos por qué aceptar esa búsqueda como la única “fuente de la normatividad”. Sin embargo, la plausibili-dad del primer reproche depende de algo más; depende de una argumentación que saque a la luz el vínculo con-ceptual entre racionalidad práctica y racionalidad moral.

Esa argumentación tendría que estar montada al menos sobre dos pilares básicos: 1) la comprobación de que el egoísmo racional, entendido como búsqueda de la maxi-mización del mero beneficio personal, se autoinvalida en términos prácticos; y 2) una ponderación racional acerca del significado del futuro y, en ese orden de ideas, de la

importancia de lo que pretendemos que dure. Me ocupa-ré en esta presentación sólo del primer punto. Al segun-do le he dado un tratamiento en la investigación de la que este escrito es parte.

Autoinvalidación del egoísmoLa idea de que el egoísmo se autoinvalida prácticamente, o que es autocontradictorio desde un punto de vista prác-tico racional, no es nada nueva en filosofía. Por lo menos desde el tratamiento que le da Kant en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres al célebre ejemplo de la inso-lidaridad, conocemos una argumentación moral en ese sentido (Kant 1996, 177). Kurt Baier también propuso un argumento en una dirección muy semejante en su muy influyente The Moral Point of View (1958, 187-213). También es de destacar aquí la contribución que hace Thomas Nagel en este sentido, y que él mismo comprendió como una manera de perfeccionar la argumentación de Baier (Nagel 1970, 86 y ss.). Otro tanto vale para el proyecto de Derek Parfit, que, a su vez, debe muchísimo al de Th. Nagel (Parfit 1984, i). Desde un punto de vista bastante diferente, que valora la racionalidad estratégica, David Gauthier (1998) ha pretendido hacer lo propio.

Se ha de puntualizar, ante todo, que la autoinvalidación, o inconsistencia, del egoísmo racional no debe ser en-tendida como una autocontradicción de tipo lógico. Esto ya era claro para el mismo Kant, quien llamó por eso al deber de la solidaridad un deber imperfecto para con los otros, debido a que, dicho en sus términos, la máxima de la insolidaridad puede ser universalizada sin contra-dicción interna, pero, en cambio, no puede ser querida por un agente racional como principio normativo que rija uni-versalmente. En otras palabras: puedo pensar un mundo de egoístas racionales insolidarios sin que ese pensamiento se contradiga internamente, pero no puedo querer que la insolidaridad se torne ley universal que rija para todos, pues eso implicaría que yo mismo querría no ser auxi-liado en un momento de necesidad, y nadie que posea una voluntad mínimamente racional, es decir, al menos interesada en sí misma, puede querer algo semejante.

La idea de que lo que en última instancia impide que-rer que la insolidaridad o el egoísmo se universalicen es una volición (racional) ligada al interés propio ha llevado a algunos, como se sabe, a considerar al impe-rativo categórico como una formulación refinada de la regla de oro: “no hagas a otros lo que no quieras que te hagan a ti mismo”. Y esto, a su vez, se ha tenido como indicio de que, finalmente, la moralidad, como es con-

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cebida por Kant, descansa en el principio del interés propio (Schopenhauer 1986; Hoyos 2007b, 290 y ss.). Este reparo tiene algo de razón, sobre todo en relación con los llamados deberes imperfectos. Pero no es se-guramente un reparo que pueda extenderse sin más a todo el campo de aplicación del imperativo categórico, entendido como principio normativo de la evaluación de máximas y del razonamiento moral.

Sea de ello lo que fuere, pienso que una idea parecida a la que hay en la manera como Kant concibe el deber im-perfecto de la solidaridad —y que ha dado pie a la equi-paración de su principio de razonamiento moral con la llamada “regla de oro” del interés propio— fue la que llevó a Henry Sidgwick a considerar al egoísmo como uno de los “métodos de la ética” y a sugerir que éste es racionalmente consistente, o sea, no contradictorio ló-gicamente, aunque, según Sidgwick, tenga que ser re-chazado por nosotros de acuerdo con una intuición moral (Sidgwick 1966, iii y i).

¿Qué tipo de autoinvalidación (racional) es la que se tiene en mente cuando decimos que el egoísmo racional, o el mero principio de maximización del propio beneficio, es inconsistente consigo mismo?

Si se lo considera desde un punto de vista individual, este principio no se autoinvalida. Si, por otra parte, se le examina desde el punto de vista colectivo, la situa-ción parece ser otra (Parfit 1984, caps. 6, 7 y 9). Aunque esto no sea en sí mismo obvio. Ahora bien, para que esto sea aceptable, hay que separar, en cierto sentido artifi-cialmente, el ámbito de lo individual del ámbito de lo social. Pero hay un “cierto sentido” en el que esa sepa-ración no se puede llevar a cabo. De ese “cierto sentido” me ocuparé algo más adelante. En ese cierto sentido creo que la autoinvalidación colectiva implica también autoinvalidación individual.

Empiezo por observar que, desde un punto de vista co-lectivo, pueden presentarse casos en los que entran en conflicto el egoísmo racional y la moralidad. Éstos son los casos que le interesan al impugnador del utilitaris-mo. Piénsese, por ejemplo, en el dilema del prisionero, en el evasor de impuestos, o en todos los ejemplos con la estructura del “gorrón” o free rider y que se consideran relevantes para la problemática de la acción colectiva.2

2 Recientemente ha adquirido bastante fuerza el llamado “juego del ultimátum”, que tiene a su favor un cúmulo de evidencia empíri-ca. Dos jugadores deben dividir una determinada suma de dinero, digamos 10 unidades, de acuerdo con la propuesta de alguno de los

De aquí no se sigue, sin embargo, que toda búsqueda de la maximización del beneficio privado entre, per se, en conflicto con la moralidad, ni mucho menos que el principio de la maximización del beneficio personal se autocontradiga desde un punto de vista colectivo. Al uti-litarista le interesa mucho destacar lo primero, y por eso su argumentación se ve fortalecida cuando se considera que la búsqueda del beneficio personal también rinde un beneficio colectivo. Piénsese aquí en el ejemplo del cui-dado personal de la salud.

Trae consigo un indiscutible beneficio público el que los individuos cuiden por sí mismos de su cuerpo, ya que eso implica un alivio para el sistema colectivo de salud. De hecho, en la base de la noción de racionalidad del utili-tarismo está la idea de que la búsqueda del beneficio per-sonal es la principal generadora de riqueza, la cual ha de redundar siempre en un beneficio colectivo.

Aunque de una cosa no se siga directamente la otra, es importante reconocer, en todo caso, que no es correcto creer que la búsqueda del beneficio personal siempre entra en conflicto con la moralidad. Si es un error del utilitarista su tendencia a absolutizar, no debe cometer el mismo error el impugnador del utilitarismo al absolu-tizar en sentido contrario.

Hay, pues, casos en los que el egoísmo racional y la mo-ralidad entran en conflicto, y esto parece ser ya de suyo suficiente para no aceptar un punto de vista que quiere derivar toda la evaluación moral de la búsqueda de sa-tisfacción del interés propio. Pero no basta, en reali-dad, con ello. Hace falta saber cuáles son esos casos, o mejor, qué es lo característico de ellos. Lo característi-co de esos casos es, en mi opinión, que pasan por alto el hecho de que la contribución individual es necesaria para la existencia colectiva. Como esa contribución no siempre implica un beneficio individual, sino que puede traer consigo incluso sacrificios personales, suele estar ba-sada en la obligación.

jugadores (el jugador 1). Si el jugador que oye la propuesta (jugador 2) acepta el modo como el jugador 1 sugiere que se debe dividir el dinero, ambos reciben lo que les corresponde, según la división propuesta. Si el jugador 2 no acepta la propuesta de división del dinero, ninguno de los dos recibe dinero. Lo que ha mostrado el juego, practicado con diferentes grupos humanos, es que ante una propuesta de división del dinero muy desigual (digamos que el ju-gador 1 propone quedarse con 8 unidades y dar sólo las 2 restantes al jugador 2), el jugador 2 prefiere en la mayoría de los casos no aceptar, es decir, prefiere quedarse con nada, que aceptar una in-justicia. El “juego del ultimátum” ha sido con razón considerado como un desafío a la creencia en el carácter universal e invariable del egoísmo racional.

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La obligación puede ser, o bien positiva, como en el caso del pago de impuestos, o como en el caso de la solidari-dad con personas desfavorecidas, y entonces se trata de la obligación de hacer algo; o bien negativa, como en el caso de no mentir, o no matar, y entonces ella se corre-laciona con la prohibición. Aunque la obligación es un claro indicio de que la búsqueda del beneficio personal puede entrar en conflicto con la moralidad, o con el prin-cipio del beneficio colectivo, no creo que ella sea lo más característico de los casos en los que se presenta ese con-flicto. Ésa es, en mi opinión, una de las exageraciones del pensamiento moral kantiano. No es necesario sen-tirse obligado a pagar impuestos para pagarlos, ni tam-poco es necesario sentirse obligado a no matar para no hacerlo. Lo que en ambos casos sí se puede constatar, en cambio, es que la contribución individual se convierte en necesaria para el beneficio colectivo. Es eso lo que hace indeseable matar y deseable pagar impuestos, o mejor, lo que hace que no se pueda querer lo uno y sí, en cambio, lo otro: porque es lo mejor para todos y, seguro, también, potencialmente, para cualquiera.

El hecho de que la contribución individual sea necesa-ria para el beneficio colectivo puede ser tenido como el rasgo característico de los casos en que hay, prima facie, un conflicto entre el principio del interés perso-nal y la moralidad, porque lo que ese rasgo indica es que la contribución individual no se requiere forzosamente para el beneficio personal sino para el colectivo.

Con esto no estoy sugiriendo que todo lo que hagamos tengamos que hacerlo pensando en los otros. Simple-mente estoy sosteniendo que tenemos que hacer cosas por los otros. Y así y todo, éste es un principio que admite muchos grados. Son diferentes las contribu-ciones del que paga regularmente sus impuestos (sin importar su motivación), del que es padre de familia, del que además de ello es profesor, o policía, o político. En diferentes proporciones y grados estamos haciendo y dejando de hacer muchas cosas por los otros diaria-mente, y no sólo por nosotros, y eso es algo tan ele-mental como constitutivo de la vida en sociedad.

Visto ya el rasgo característico que indica que el principio del mero interés propio puede entrar en conflicto con la moralidad, podemos intentar examinar lo que significa que el egoísmo racional, o el principio del interés propio, no se autoinvalide individualmente, aunque sí sea el caso que se autoinvalide colectivamente.

Que el principio del interés propio no se invalida, es algo que han destacado utilitaristas como Sidgwick y Smart

(Sidgwick 1966; Smart 1973).3 Que eso es algo que vale sólo en sentido individual, pero no colectivo, ha sido subra-yado por Parfit en su argumentación crítica en contra del principio del interés personal como supremo prin-cipio (racional) de valoración y de acción. Si se toma de nuevo como ejemplo el pago de impuestos, lo que eso quiere decir, simplemente, es que un evasor podría reco-nocer que, considerado desde el punto de vista colectivo, es mejor pagar impuestos, pero desde el punto de vista individual es mejor no pagarlos y arreglárselas para que nadie se entere. La evasión de uno (él mismo) no implica un daño sensible a la sociedad. No hay aquí autoinvali-dación individual del principio, sino sólo colectiva, pues este evasor no quiere ser la regla (por eso actúa en secreto) sino la excepción (por eso sólo quiere su propio beneficio).

Pero como el pago de impuestos debe ser reglamentado (y eso lo acepta nuestro evasor), querer ser la excepción, y no la regla, es colectiva pero no individualmente con-tradictorio. Desde el punto de vista de las meras “mate-máticas racionales”, este evasor está haciendo un cálculo prima facie correcto. Pero ese “cálculo” ya no es igualmen-te aceptable si se le considera desde el punto de vista de lo que Parfit llama “matemáticas morales”. La “matemática moral” es la que le da una base de deseabilidad a una prác-tica como la del pago de impuestos. Formulada de modo negativo, la evasión no es deseable porque, de generali-

3 Como es sabido, G. E. Moore atacó la visión de Sidgwick con el argu-mento de que el egoísmo es autocontradictorio si se lo concibe como la tesis según la cual “la felicidad de cada uno” es “lo único bueno”. (Moore 1997, 61 y 184). Pero eso es ver las cosas un poco a la ligera porque lo que dice el egoísta es que la felicidad de cada uno es lo único bueno para cada uno. Y lo demás no le importa. (B. Williams ha criticado ácidamente este punto de vista de Moore en Williams 1973, 258). J. J. C. Smart ha mostrado, por su parte, que el utilitarismo está basado en una concepción de la acción racional perfectamente “consistente en sí misma” (“self-consistent”), por cuanto el agente utilitarista no nece-sita hacer un cálculo cuantitativo completo de las consecuencias que traería consigo su actuación, sino que basta con que, en una situación de elección, se forme un juicio “puramente ordinal” (Smart 1973, 38) y, por así decir, global sobre lo que más convendría a la maximización de la “felicidad o bienestar probable de la humanidad como un todo, o más correctamente, de todos los seres sensibles” (42). Semejante cál-culo, o apreciación global, es posible, y por eso el utilitarismo puede servir como “criterio de decisión racional”. De modo que la objeción al utilitarismo según la cual no es posible calcular siempre las con-secuencias de las acciones y —aunque fuera posible–— nadie podría estar calculándolas cada vez que actúa pierde buena parte de su peso. Quedan, eso sí, aún dos cosas que reprochar: 1) lo único que garantiza que el utilitarista actúe según sus criterios es que viva en un mundo en el que él sabe que la mayoría de las personas es utilitarista (es decir, maximizadora del bienestar de todos), debido a que el carácter raci-onal de su acción se define por la “coordinación estratégica” (Smart 1973, 61), incluso en ausencia de reglas, como ha sugerido Thomas Schelling (Schelling 1980). Y una situación así nos conduce al asunto de las preferencias de preferencias de A. Sen (Sen 1974). Por otra parte, 2) parece que la idea de la “maximización del bienestar de todos” de-pendiera de una decisión previa sobre lo que es “bueno” para todos.

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zarse la práctica de no pagar impuestos, ello acarrearía el colapso del aparato colectivo. “Yo no deseo su generaliza-ción —insiste nuestro evasor—, yo sólo quiero ser el único y exclusivo evasor”. Aquí no parece haber inconsistencia racional, sino sólo moral. Por eso creo que Parfit tiene razón al sostener que dilemas de acción colectiva como éste tienen una solución moral, y no meramente racional (si por racional se entiende, por supuesto, lo que la teo-ría del interés propio entiende: la búsqueda del beneficio propio). Sólo que él no parece ver que la solución moral —que para Parfit consiste en favorecer el interés colecti-vo— debe ser vista también como una solución racional. Esto supone que se especifique en otro sentido el predica-do “racional”. Esto es mucho más evidente en el caso de la solidaridad que en el caso de la cooperación entre pares. Pues la solidaridad, como dije, supone que hacemos algo por alguien porque esa persona está mal.

En cuanto el evasor quiere algo para sí que no puede querer para todos y cada uno, o que no puede conside-rar como válido en un sentido “impersonal”, no está asu-miendo un punto de vista moral; es más, puede estar incluso actuando en contra de él (Nagel 1970). Y esto es ya suficiente para considerar que su acción es moralmente inconsistente, aunque no lo sea desde el punto de vista de un cálculo egoísta racional.

Pero queda todavía algo de mal sabor en la idea de Par-fit de que el egoísmo racional, o el principio del interés propio, no es inconsistente individual, aunque sí colec-tivamente. Me parece que esto supone una suerte de opo-sición substancial entre lo individual y lo social. No parece, sin embargo, que semejante oposición pueda ser acep-tada. En un sentido que podría llamarse estructural, los individuos debemos buena parte de lo que somos como personas racionales y deliberantes al medio social e ins-titucional en el que crecemos. Si lo que un individuo es y pueda llegar a hacer de su vida se encuentran en interde-pendencia con otros y con una base institucional que re-gula la vida social, entonces no puede afirmarse sin más que cuando ese individuo persigue la mera satisfacción personal como supremo valor, aun bajo la aceptación de un posible (no real) daño colectivo, está actuando en contra de un principio racional que está colectivamente establecido, pero no está yendo en contra de un principio de acción racional individual. Y esto no se puede afirmar así porque el principio de acción individual se halla en una situación de dependencia estructural respecto de una base normativa social. De manera que un individuo puede beneficiarse de modo egoísta de la evasión fiscal, pero en cuanto ese beneficio implica una contravención del principio que en ese orden de ideas hace posible la

existencia social (en este caso, el pago de impuestos), y, por tanto, su propia existencia, con sus planes de realiza-ción, esa acción es inconsistente o inconsecuente desde una perspectiva tanto individual como colectivamente racional. Si el individuo tiene que contribuir al desarro-llo social porque la sociedad lo ha convertido en un con-tribuyente, entonces la acción con implicaciones para los otros que es meramente egoísta, es decir, que busca el mero beneficio propio como supremo valor, se invalida tanto individual como colectivamente.

El presupuesto de que no hay oposición substancial entre lo individual y lo social constituye una de las bases prin-cipales de lo que podríamos llamar un concepto social de racionalidad. Es justo esa base la que permite demostrar que el egoísmo racional es tanto colectiva como indivi-dualmente inconsistente. Pues la concepción social de la racionalidad no es mucho más que la conciencia de que constantemente nos necesitamos los unos a los otros, de que el individuo es frágil. Ella es condición de posibili-dad, por tanto, de la cooperación y de la solidaridad.

El hecho de que no haya una oposición substancial entre lo individual y lo social es lo que nos permite dar una res-puesta clara y directa a la pregunta: Cuando la moralidad entra en conflicto con el interés propio, ¿qué es racional hacer? (Parfit 1984, 88). Creo que la respuesta es que lo más racional es obrar conforme a la moralidad. Ésta es una respuesta, digamos, de principio. Pero no creo que sea una respuesta que se deba entender en términos de “todo o nada”. Y esto es así, justamente, por el hecho de que no hay una oposición substancial entre lo individual y lo social. Lo que el individuo deba y pueda hacer para sí, y cómo lo haga, es algo que depende de manera estructural del grado de institucionalidad de las relaciones colecti-vas. Si el aparato social se halla devastado, debido a una situación de guerra, por ejemplo, es muy difícil exigir de un individuo que actúe siempre, a toda costa, moral-mente, o en favor de un principio de racionalidad moral. Con seguridad, muchas veces tendrá que hacer cosas que van en contra de criterios morales que posibilitan el orde-namiento colectivo, como mentir, engañar e, incluso —el caso más dramático—, matar. Pero esto no prueba que no se pueda dar la respuesta directa, en forma de principio, a la pregunta por la mayor racionalidad de la acción moral en relación con aquella que se basa en el interés propio (en el caso en que ambas entran en conflicto); eso prueba simplemente que la acción moral individual está ligada a condiciones de organización social. Esto no es una excu-sa, por supuesto, para la inmoralidad, sino una muestra más de que la conciencia moral es una competencia so-cial, como la libertad.

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* El artículo hace parte del desarrollo del primer capítulo de la tesis de maestría en curso en el Departamento de Filosofía de la Universidad de los Andes (Colombia) y no contó con financiación.

v Filósofo y economista de la Universidad de los Andes, Colombia. Se desempeña como asistente graduado y es candidato a magíster en Filosofía en la misma universidad. Miembro de la línea de investigación “Poder, subjetividad y lenguaje”, adscrita al grupo Estética y Política (categoría A1 en Colcien-cias). Correo electrónico: [email protected]

Hacia una visión no fundacionalista del concepto de solidaridad: liberalismo y solidaridad en Richard Rorty*

RESUMENRorty nos invita a abandonar la creencia en que el fundacionalismo moral de carácter universalista es útil para el progreso moral de nuestra sociedad. Por el contrario, propone que el liberalismo secular post-moderno y la solidaridad deben ser los ejes de dicho progreso, entendiendo esta última como un proceso de identificación local, y no como un principio de universal cumplimiento. Este artículo clarificará la redescripción que hace Rorty del concepto de solidaridad, mostrará cómo dicha redescripción contingente resulta más útil para la consecución de la solidaridad que la visión fundacionalista y sugerirá una interpretación desde la cual se evidencie la auto-potenciación entre su noción de liberalismo y la redescripción del concepto de solidaridad.

PALABRAS CLAvERorty, liberalismo, solidaridad, fundacionalismo, literatura, redescripción.

Towards a non-foundationalist view of the concept of solidarity: Liberalism and solidarity in Richard Rorty

ABStRACtRorty invites us to abandon the belief that moral foundationalism of a universalist nature is useful for the moral progress of our societies. Instead, he suggests that post-modern secular liberalism and solidarity, understood as a local identification process and not as a universally binding principle, should be the axes of such progress. The present article will 1) clarify the redescription of solidarity made by Rorty, 2) show how such contingent redescription ends up being more useful for the attaining of solidarity that the foundationalist view, and 3) suggest an interpretation from which the self-empowerment between his notion of liberalism and the redescription of the concept of solidarity can be made evident.

KEy woRDSRorty, liberalism, solidarity, foundationalism, literature, redescription.

Rumo a uma visão não fundacionalista do conceito de solidariedade: liberalismo e solidariedade em Richard Rorty

RESUMoRorty nos convida a abandonar a crença de que o fundacionalismo moral de caráter universalista é útil para o progresso moral da nossa sociedade. Pelo contrário, propõe que o liberalismo secular pós-moderno e a solidariedade devem ser os eixos deste progresso, entendendo esta última como um progresso de identificação local e não como um princípio de universal

Fecha de recepción: 6 de octubre de 2012Fecha de aceptación: 14 de febrero de 2013Fecha de modificación: 8 de abril de 2013

DOI: http://dx.doi.org/10.7440/res46.2013.04

Santiago De Zubiríav

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cumprimento. Este artigo aclarará a redescrição que Rorty faz do conceito de solidariedade, mostrará como tal redescrição contingente é mais útil para a consecução da solidariedade que a visão fundacionalista e sugerirá uma interpretação a partir da qual se evidencia a autopotenciação entre sua noção de liberalismo e a redescrição do conceito de solidariedade.

PALAvRAS ChAvERorty, liberalismo, solidariedade, fundacionalismo, literatura, redescrição.

con algo más allá de la contingencia1 de cada comu-nidad2 y 2) procura invertir la lógica tradicional según la cual después de encontrar la esencia que todos los seres humanos compartimos se construye una socie-dad en la que esta humanidad esencial se pueda rea-lizar. Al hacer esto, Rorty busca, primero, construir la idea de una comunidad a partir de los ideales que se derivan de nuestra propia contingencia —renuncian-do con ello a fundamentarla más allá del contexto en el que fue concebida— y, segundo, construir la concep-ción de individuo ideal3 que es útil para la realización

1 Por ejemplo, creer en lenguajes que puedan representar la naturaleza humana, la realidad, la verdad o la esencia de cualquier objeto o sujeto y que, por ende, sirvan de fundamento inmóvil de un sistema. Rorty pretende así construir un proyecto filosófico-político antirrepresentacionalista, antiesencialista y antifundacionalista. En primer lugar, éste es antirrepresentacionalista, en el sentido de que, al renunciar a la distinción entre res cogitans y res extensa, renuncia a lanzar un ancla desde nuestro lenguaje hacia la realidad. Ve en el lenguaje un círculo en el cual cada definición no es más que sus relaciones, la cual no hace referencia a un mundo más allá de nosotros, más allá de nuestro lenguaje. Comparte la tesis de que “ningún elemento lingüístico representa ningún elemento no lingüístico” (Rorty 1996, 17). Éste también es antiesencialista. Es decir, se aparta de la idea según la cual existe una “naturaleza” intrínseca, ya sea del mundo o del hombre. Rechaza la existencia de una naturaleza humana común a todos que sólo deja lugar a la develación del mundo, mas no a la creación de éste. Y en tercer lugar, éste ha de ser antifundacionalista. Es decir, ha de asumir la contingencia del lenguaje y del yo evitando con ello la creencia en reglas que se funden más allá de nuestra historia, nuestro lenguaje y nuestra cultura. Ha de asumir que la contingencia humana impide la creencia en un fundamento que articule la conmensurabilidad universal. Este nominalismo e historicismo es aquello que permite asumir la finitud y contingencia del ser humano (Rorty 1991a, 92).

2 Rorty habla indistintamente de comunidad y sociedad (por ejemplo, liberal). Estos dos términos suelen ser usados en la obra de Rorty haciendo alusión a un grupo de individuos que comparten ciertas contingencias, historias, instituciones y prácticas sociales.

3 Vale la pena realizar dos aclaraciones conceptuales con el fin de evitar equívocos: 1) El término “ideal” sólo pretende hacer referencia a aquellos proyectos de largo plazo que guían la acción social e individual (Rorty 1991a, 22). Por lo que, con el uso de este término, no se intenta incorporar visos del idealismo por contraposición al materialismo; 2) El término “construir” procura desmarcarse de la importancia que gran parte del constructivismo moral le ha dado al fundacionalismo de la moral. Este término debe entenderse a la luz de la defensa rortyana de la contingencia antifundacionalista.

Para Richard Rorty la filosofía sólo es rele-vante en virtud de sus consecuencias prác-ticas. Por consiguiente, ésta no debe estar necesariamente en función de la búsqueda de certezas que sirvan de fundamento a la

política, a la moral, a la estética o a la ciencia. Dicha tarea debe realizarse sólo si es útil para la consecu-ción de los fines que nos hayamos propuesto social e individualmente. En ese sentido, la filosofía debe estar al servicio de la discusión ética y política. No al revés. La fundamentación del ordenamiento social que realizó la vertiente racionalista de la Ilustración fue una metáfora inspiradora que situó la justicia y la libertad en el centro del debate político. Pero que ésta haya servido en su momento para propósitos de-mocráticos no indica necesariamente que continúe siendo un buen instrumento para ello. Y de hecho, la creencia en que las conclusiones que se derivan de la interacción política necesitan de fundamentos extra-políticos puede corresponder más a un afán anacróni-co de la filosofía que a una necesidad para el progreso de la democracia. Por ello, partiendo desde una con-cepción contextualista, nominalista e historicista, Rorty procurará construir un proyecto político que logre conformar una esperanza democrática y liberal sin fundamento, sin certezas. En el centro de dicho proyecto está situada la solidaridad.

En lo que sigue, primero, explicaré qué consecuencias tienen el antiautoritarismo y antifundacionalismo sobre la redescripción de la noción de solidaridad, y a conti-nuación analizaré cómo se articulan el liberalismo y la solidaridad específicos que Rorty pretende defender.

Con miras a construir un lenguaje que sea de utilidad para las necesidades políticas actuales, el proyecto filo-sófico de Rorty hace especial énfasis en dos distancia-mientos respecto a la tradición filosófica: 1) pretende alejarse del esencialismo, fundacionalismo y represen-tacionalismo que siguen creyendo que podemos des-cubrir lenguajes que tengan una conexión privilegiada

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de aquella comunidad.4 De esta manera, se sitúa en el centro de la discusión filosófica el problema sobre la construcción de comunidades ideales y se desecha la no-ción de verdad objetiva como aquella que logra articular y servir de base para el desarrollo de la comunidad. Esto, con el objetivo de pensar una filosofía que prescinda del autoritarismo epistemológico y ético, que deseche la creencia en la existencia de perspectivas privilegiadas, que renuncie a cumplir el papel de tribunal del conoci-miento y que se asuma a sí misma inmersa en un pro-ceso circunscrito en la historia de cada comunidad. Si deseamos construir un mundo antiautoritario, debemos diseñar instrumentos antiautoritarios —tanto episte-mológica como éticamente hablando— que adviertan la inutilidad de llevar a cabo un desfasado intento por fun-damentar las instituciones y las prácticas sociales, que sirvan a una cultura postfilosófica que no tenga puntos de referencia por fuera de la historia.

Antifundacionalismo y solidaridadComo se ha dicho con anterioridad, en concordancia con el proyecto rortyano, la noción de solidaridad sólo ha de tener pertinencia en virtud de qué tanto logre adecuarse a las necesidades y posibilidades de nuestro tiempo. Ésta no puede ser heredada de forma irres-ponsablemente anacrónica. Por el contrario, según Rorty, se debe hacer una redescripción;5 es decir, se debe hacer una renovación holística de dicha noción

4 Para llevar a cabo estas dos tareas y desembarazar a la filosofía de tal legado platónico fundacionalista, Rorty recurre a la reivindicación simultánea de dos lejanas corrientes filosóficas: el pragmatismo norteamericano y la hermenéutica. Pues éstas, más allá de las polémicas interpretaciones que Rorty hace de cada una, al menos compartieron una lucha contra la concepción de la filosofía como fuente única de conocimiento. Ellas permitieron superar la epistemología representacionalista que circunscribía y reglaba el acceso a dicho conocimiento. Ambas lucharon contra la obsesión por fundar todo conocimiento a partir del establecimiento de un lenguaje serio que permita conmensurar todos los léxicos. De ahí que éstas sirvan para la construcción de una filosofía pluralista, nominalista y antifundacionalista que permita difuminar los límites entre aquellos lenguajes considerados “serios” y aquellos que no gozan de tal privilegio. Una filosofía que permita incluir indefinidos puntos de vista evaluados por la utilidad práctica que éstos puedan tener, más que por su sofisticación teórica. Así, para Rorty, estas dos corrientes permiten concebir una filosofía antiautoritaria y secular que se conciba a sí misma al servicio del pluralismo y la democracia.

5 Para Rorty, la redescripción es “a Quinean picture of inquiry as the continual reweaving of a web of beliefs rather than as the application of criteria to cases” (Rorty 1996, citado por Voparil 2010, 33). Tal como señala Voparil, este concepto inicialmente fue mencionado por Rorty como “redefinición” (Rorty 1979) y “recontextualización” (Rorty 1996): la habilidad de los filósofos para cambiar las reglas del juego alterando los criterios relevantes de evaluación (Voparil 2010).

que deseche la posibilidad de contar con un criterio capaz de evaluar todos los lenguajes posibles. Pues, una vez hemos renunciado al representacionalismo, esencialismo y fundacionalismo, desechamos tam-bién la forma de investigación unificada por un méto-do, unificada por contextos privilegiados y criterios de aceptación; lo cual nos invita a concebir la investiga-ción como el ejercicio de creación imaginativa de nue-vas perspectivas holísticas.6 Así, con ello, para Rorty, la solidaridad debe prescindir de las distinciones que deben su existencia más a sofisticaciones conceptua-les heredadas que a su utilidad para la consecución del progreso moral. Se debe buscar la manera de conservar la fortaleza retórica de la solidaridad desembarazándo-la de sus presupuestos filosóficos (Rorty 1991a, 210).

Acogiendo esta línea expositiva, en primera instan-cia, daremos inicio a una aproximación conceptual negativa para luego dar una hipótesis interpretativa del concepto de solidaridad. Es decir, comenzaremos analizando los límites que la circunscriben y, poste-riormente, explicaremos en qué consistiría dicha no-ción de solidaridad.

De la pretensión antifundacionalista del proyecto rortyano se derivan dos consecuencias inmediatas. La primera de ellas consiste en que la solidaridad no podría ser un principio. Ya sea legal, moral o políti-co, un principio normativo se impone sobre la base de la separación entre aquello que al sujeto le viene dado por sus intereses y aquello que proviene de la regla-mentación externa a él. Lo cual ha conducido a una concepción ahistórica que descontextualiza al sujeto y lo escinde entre un yo que escucha a una razón al ser-vicio de la justicia y aquel meramente autointeresa-do. Pero Rorty mismo señala que tanto él como Baier y Dewey concuerdan en que “el fallo mayor de gran parte de la filosofía moral ha sido el mito del yo como no relacional, como capaz de existir con independen-cia de toda preocupación por los demás, como un psi-cópata frío al que se necesita forzar para que tome en cuenta las necesidades de las demás personas” (Rorty

6 Rorty señala que tanto el progreso moral como el progreso cien-tífico dependen del poder imaginativo. De este poder depende la capacidad para formar nuevas concepciones del mundo físico y nuevas concepciones de posibles comunidades. Esto es lo que Newton y Cristo tienen en común: la habilidad para proveer una perspectiva holística del mundo que reconfigure la manera en la que nos vemos a nosotros mismos y la manera en la que nos re-lacionamos con los demás objetos y sujetos. Ellos dos tienen en común una inmensa habilidad para redescribir lo familiar en tér-minos no familiares (Rorty 1997).

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1997, 84). Rorty redescribe al ser humano de tal ma-nera que se deseche esta creencia.7 Y esta crítica a la distinción kantiana entre el yo que escucha a la razón y aquel estrictamente autointeresado tiene como base la crítica a la distinción entre sentimiento y razón. Aquellos que, como Habermas, consideran que la jus-ticia surge de la razón y la lealtad del sentimiento no están dispuestos a “oscurecer la línea entre razón y sentimiento” (Rorty 1998, 108). Eliminar ambas dis-tinciones —justicia/lealtad y razón/sentimiento— tiene como consecuencia inmediata la formación de una idea de justicia que logra prescindir de la fun-damentación racional de los principios morales. Una justicia que, por oposición a la fundacionalista, deje de intensificar la tensión entre la justicia tradicional y la lealtad al grupo restringido del nosotros. Una jus-ticia que se entienda en términos de identidad moral, de la capacidad para ampliar nuestra identidad, que pase a concebirse a sí misma como la lealtad local a una tradición occidental (Rorty 1998). Siguiendo a Baier, Rorty nos sugiere reemplazar la noción de obli-gación por la noción de confianza. Nos propone un con-cepto de solidaridad y progreso moral que venga dado más por la confianza y sensibilización que se genera al pertenecer a un nosotros, que por la obligación racional que se tiene para con los demás seres humanos.8

La influencia del antifundacionalismo y el antiau-toritarismo sobre la noción de solidaridad tiene una segunda consecuencia: ésta no sólo no debería ser un principio fundamental de cohesión social, sino que tam-poco debería estar fundamentada sobre una condición común a todos los seres humanos. La solidaridad no

7 La creencia en que una creencia —que no tiene un sustento más profundo que la contingencia histórica que la generó— puede regular la acción es fundamental en el proyecto rortyano (Bernstein 1992, 280, citado por Voparil 2010, 42): “I think we ought to be able to be responsable to our interlocutors without being responsable to reason or the world or the demand of universality or anything else” (Rorty 2006, 48, citado por Voparil 2010, 42). Sin embargo, es necesario hacer énfasis en que Rorty se aleja de una posición descriptivista de la acción humana; él busca recrearnos cómo queremos ser, cómo debemos ser para lograr el fin que queremos.

8 El rechazo a la noción de solidaridad como principio no deriva en entender la solidaridad como un hecho por descubrir. Rorty, a pesar de ser más cercano a posiciones naturalistas que metafísicas, rechaza la distinción misma entre principio/hecho o normativo/descriptivo, pues éstas hacen parte de la epistemología tradicional de la que intenta deshacerse. Rorty nos dice: “En mi utopía, la solidaridad humana no aparecerá como un hecho por reconocer mediante la eliminación del prejuicio” (Rorty 1991a, 18). A lo que agrega posteriormente que debemos considerar la solidaridad humana “como una cosa creada, antes que descubierta, producida por el curso de la historia, antes que reconocida como un hecho ahistórico” (Rorty 1991a, 213).

debe ser ni depender de un fundamento, ya que, en este segundo caso, se disminuiría su potencial transfor-mador a través de dos vías: en primer lugar, dado que dicho fundamento proviene de la autoridad de un tri-bunal filosófico extrapolítico, la solidaridad puede perder fácilmente su potencial práctico de persua-sión. Con ello se pierde la intensidad local que deriva de la pertenencia a un nosotros. Según Rorty, “debido a que es un ser humano” suele ser una explicación débil del sentimiento de solidaridad (Rorty 1991a, 209). Cuando decimos “porque es un familiar”, “porque es un vecino”, “porque pertenece a mi comunidad”, el potencial de la solidaridad es explotado en virtud de la localidad de la relación. En ese sentido, al dar una explicación a una reacción inmediata utilizando la le-janía del fundamento, se disminuye la motivación de la acción solidaria. En segundo lugar, dado que el fun-damento por definición no es flexible, fundamentar la solidaridad puede caer con facilidad en una anti-cipada condena al sufrimiento de aquellos que carez-can de dicha cualidad fundamental. Al fundamentar la solidaridad en cierta noción sustantiva de lo humano que todos compartimos, basta con situar a aquel que sufre más allá de la línea divisoria entre lo humano y lo no humano, para con ello justificar su sufrimiento. Teniendo una visión de lo humano como fundamento, hemos sido crueles con aquellos que consideramos que carecen de humanidad.

En resumen, la solidaridad no debe ser un fundamento ni ser fundamentada, debido a que con esto se heredan una concepción de los sujetos y las prácticas sociales que restringen su potencial persuasivo.

Habiendo dicho lo anterior, ya podemos abordar en qué consistiría una visión antiautoritaria y antifundaciona-lista del concepto de solidaridad. Rorty resume su posi-ción en las siguientes líneas:

La concepción que estoy presentando sustenta que existe un progreso moral, y que ese progreso se orienta en realidad en dirección de una mayor solidaridad humana. Pero no considera que esa solidaridad con-sista en el reconocimiento de un yo nuclear —la esen-cia humana— en todos los seres humanos. En lugar de eso, se la concibe como la capacidad para percibir cada vez con mayor claridad que las diferencias tradiciona-les carecen de importancia cuando se las compara con las similitudes referentes al dolor y a la humillación; se la concibe, pues, como la capacidad de considerar a personas muy diferentes de nosotros incluidas en la categoría de “nosotros”. (Rorty 1991a, 210)

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Rorty sugiere entonces que la solidaridad es una capaci-dad.9 Es la capacidad para ser sensibles ante al sufrimien-to de los demás, para identificarse con el sufrimiento del otro y sentir que se comparte un nosotros con aquellos que antes considerábamos como uno de ellos. La redescripción rortyana de la obligación moral kantiana permite que el carácter vinculante de la solidaridad se derive desde un sentido más restringido y más local, y no desde la uni-versalidad de la humanidad. La obligación moral, redes-crita como intenciones-nosotros10—es decir, intenciones que compartimos en virtud de pertenecer al mismo nosotros—, permite preservar el carácter persuasivo de la solidaridad prescindiendo de una teoría que se fundamente a partir de lo que todos los seres humanos tienen en común. El progreso moral, entendido como la expansión constante de la consciencia del nosotros, consiste entonces en incre-mentar la capacidad de inclusión y, con ello, abogar por la disminución del sufrimiento de los marginados advir-tiendo nuestras similitudes con ellos (Rorty 1991a, 214; Rorty 2005a, 47; Rorty 2000; Rorty 1991b).

En lo que sigue se expondrán los elementos de los cuales depende este progreso moral, articulando sobre éstos los instrumentos idóneos que, según Rorty, son útiles para incrementar de facto los sentimientos de solidaridad —la literatura y el ironismo liberal—, debido a que el progreso moral no sólo contempla el incremento de la capacidad como potencia, sino también su realización. El proyecto de disminución del sufrimiento depende, entonces, de la interacción entre dos elementos básicos: la información que se tenga acerca de las experiencias e historias concretas de los demás; y, de que, de este cú-mulo de experiencias, las similitudes respecto al dolor y la humillación sean las más notorias —lo cual, final-mente, está en función del conjunto de creencias indi-viduales a partir del cual cobra vigencia dicha condición de notoriedad— (Rorty 1991a, 210).

9 Rorty en numerosas ocasiones define la solidaridad como un sentimiento (Rorty 1991a). De hecho, resalta que las historias tristes y sentimentales —y no la obligación moral— son aquellas que facilitan la identificación con los demás seres (Rorty 2000). Diversos autores, que comparten la utopía rortyana de situar la literatura al servicio de la democracia liberal con el objetivo de ser cada vez más solidarios, también siguen esta línea expositiva (Curtis 2011; Todorov 2007; Schulenberg 2007; Hirsch 2008; Leypoldt 2008; Rosenow 1998;  Vásquez 2005). Sin embargo, como explicaré posteriormente, considero que debemos hacer a un lado esta exacerbación del sentimentalismo —por oposición al racionalismo—, con el objetivo de darle coherencia al planteamiento rortyano. Para ello, es necesario hacer más énfasis en la noción de solidaridad como capacidad que como sentimiento. Pues de esta manera se evita intensificar una dicotomía de la que Rorty quiere prescindir: razón/sentimiento.

10 Rorty pretende acá traer a colación la noción de intenciones-nosotros desde el análisis de la obligación moral realizado por Sellars (1968).

Solidaridad y literatura: imaginación y localidad

En primer lugar, la realización de la solidaridad está de-terminada por el conocimiento que uno tenga sobre las experiencias y características de los otros. Depende básica-mente del contacto que uno pueda establecer con los otros, ya sea de un modo directo o a través de las historias que se han escrito sobre ellos. La pretensión típicamente prag-matista11 de querer librarse de una noción de obligación moral incondicional basada en una racionalidad transcultural permite hacer énfasis en la construcción de solidaridad en el suje-to a partir de pequeñas cosas —a través de novelas, etno-grafías, documentales, etcétera—. Los grandes principios fundamentales primero se crean —o se descubren— en medio de importantes convenciones públicas que, después de declararlos universales, obtienen sus efectos a través de la obligación. La solidaridad rortyana, por oposición, se ha de construir desde la sensibilización más inmediata al sujeto, haciendo que carezcan de importancia las cosas pe-queñas y específicas que nos separan de quienes hacemos sufrir; haciendo que éstas parezcan menos importantes al ser comparadas con otras pequeñas cosas que nos sitúan mucho más cerca de los otros (Rorty 1997, 99). La novela —y demás prácticas mencionadas— nos permitiría hallar similitudes entre las virtudes que caracterizan a los su-jetos de nuestra comunidad y los vicios que atribuimos a los sujetos de las demás comunidades. Y así, nos permite pensar en la posibilidad de escuchar cada vez menos justi-ficaciones de los unos ante el sufrimiento de los otros: de los nazis ante los judíos, de los antinazis ante los nazis, de los serbios ante los musulmanes negros (Black Muslims), de los blancos ante los negros, de los hombres ante las muje-res, de los patrones ante sus esclavos. La novela, entendida de esta manera, es “el género característico de la democra-

11 Rorty concibe el legado del pragmatismo de una manera bastante particular. En primer lugar, él desecha gran parte del pragmatismo de Peirce; lo considera “sobrevalorado” (Rorty 1980). Y, además, acoge al pragmatismo de James y Dewey, con el objetivo de romper de base con gran parte de la epistemología de la filosofía analítica (Voparil 2010, 24). Para Rorty, el pragmatismo no se agota en una serie de correcciones holísticas de las doctrinas atomísticas del empirismo lógico temprano (Rorty 1980, 111). Según él, el pragmatismo nos presenta un lenguaje en el cual no existe un método que nos permita alcanzar la verdad o siquiera acercarnos asintóticamente a ella. El pragmatismo permite la continuación de la conversación en la sociedad, pues éste prescinde de la pretensión de verdad que busca llegar a un punto fijo, que busca cerrar el diálogo. Así, la importancia de esta corriente radica en que representa una ruptura con la tradición epistemológica kantiana que busca estructuras a priori de conocimiento posible (Rorty 1980, 111-15). Y son precisamente esta ruptura con la búsqueda de dicho “confort metafísico” y esta renuncia al sueño de la filosofía como scientia scientiarum las que nos invitan a concebir la ciencia y la filosofía como géneros literarios entre muchos otros, como vocabularios sin privilegios (Voparil 2010, 23).

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cia”, es aquel género más íntimamente relacionado con la lucha por la libertad y la igualdad (Rorty 1991c). La posibi-lidad de un proyecto de solidaridad, entonces, se alejaría de la formulación de fundamentos desde la filosofía y la argumentación, para dar pie a la literatura y la imagina-ción como “el bisturí de la evolución cultural”.

En ese sentido, la función pública de la literatura con-sistiría en aumentar la sensibilización de la sociedad mediante la expansión del nosotros, reformulando des-cripciones detalladas de lo diferente y redescribiendo la manera en que nos concebimos a nosotros mismos.12 La literatura nos permite volvernos menos crueles ad-virtiendo los efectos que tienen sobre los demás tanto las prácticas e instituciones sociales como nuestras individualidades privadas (Rorty 1991a, 159). Pero su utilidad en la consecución de esto no se debe a cuali-dades intrínsecas de los textos literarios, ni a temas particulares que éstos aborden. Tampoco se debe a que éstos tengan una conexión privilegiada con un aspec-to más sensible y menos racional de los seres huma-nos. La literatura es útil en virtud de que intensifica la localidad, a la vez que hace énfasis en el uso de la imaginación para brindar nuevos vocabularios de re-descripción. Su utilidad radica en que nos permite, como se mencionó inicialmente, desembarazar la so-lidaridad de sus presupuestos filosóficos. Pues, en primer lugar, al limitarse ésta a aspectos pequeños y contingentes de diversos personajes, permite evadir la tentación de redescribir a los demás y de redescribirme a mí mismo a partir de grandes y profundos conceptos esenciales, inamovibles y universales.13 Ésta permite expandir el nosotros a través de la cercanía de lo local, y no de la lejanía de lo universal. Y ésta, en segundo lugar, al nutrirse y valerse de la imaginación, tiende un puente que nos permite relacionarnos con aquellos

12 Una primera función —privada— de la literatura sería la de servir de medio para “alcanzar la creación de sí por medio del reconocimiento de la contingencia” (Rorty 1991a, 45). Pues ésta permite romper la tentación de hablar en términos universales y nos invita a redescribirnos y crearnos a nosotros mismos intensificando nuestra contingencia. Fracasar en la creación de sí es, en ese sentido, “aceptar la descripción que otro ha hecho de sí mismo, ejecutar un programa previamente preparado, escribir, en el mejor de los casos, elegantes variaciones de poemas ya escritos” (Rorty 1991a, 48). Sin embargo, el análisis y la exposición de dicha función privada de la literatura exceden los propósitos del presente escrito.

13 Es necesario mencionar que la literatura rortyana no apela a personajes universales, ya que la posibilidad de identificación con un personaje específico consiste en la misma imposibilidad de identificarse con otros. Para Rorty no hay personajes que, dado que son lo que son y tienen el lenguaje que tienen (aspectos equivalentes en Rorty), generen per se sensibilización. Simplemente, para algunas comunidades, algunos personajes son útiles para sensibilizar frente a ciertos aspectos.

con quienes no lo haríamos cotidianamente. A dife-rencia de la filosofía, cuya obsesión por la epistemolo-gía desvió nuestra atención del potencial creativo que tenemos, la literatura “contribuye a la expansión de la facultad de la imaginación moral en nuestra compren-sión de las diferencias entre los hombres y sus distin-tas necesidades” (Mendieta 2005, 88). En ese sentido, la única ventaja de ésta radica en que, dada la manera en que actualmente la concebimos, nos permite hacer más énfasis en lo local y en lo imaginativo.

Dicha creencia en que la literatura sirve al progreso moral en virtud de sus pretensiones locales descansa sobre una redescripción de la noción misma de morali-dad. Retomando a Walzer, Rorty sugiere que abandone-mos la concepción kantiana según la cual toda moralidad comienza con unos principios básicos tenues que se van densificando a medida que las sociedades van tornándo-se más complejas. Por el contrario, Walzer sugiere que la moralidad comienza siendo densa, llena de historias concretas y completamente significativas, y se va vol-viendo cada vez más tenue a medida que las sociedades se van expandiendo (Walzer 1994, 37). En ese sentido, las historias concretas y detalladas que se comparten entre los individuos permiten que cada uno esté en una mejor posición para decidir sobre los dilemas morales, pues está inmerso en la forma densa de la moralidad. Pero esta propiedad se va perdiendo a medida que las socie-dades crecen, ya que los vínculos se van volviendo débi-les y cada vez los individuos tienen menos historias por compartir. A diferencia de las historias que se comparten en el ámbito local, la historia de la humanidad tiende a ser abstracta, lejana, y ha perdido la especificidad de lo local. Walzer nos invita con ello —al relacionarnos con otras comunidades— a asumir el carácter expresivo y localmente significativo de nuestro mínimo sustantivo como expresión de la moralidad que hemos desarrollado a lo largo de nuestra historia (Walzer 1994, 42). Y, tam-bién, a construir con ello una obligación moral que se dé en virtud de la pertenencia a un grupo específico, en la que se expresen los principios morales como un deseo compartido entre un grupo de personas.

No obstante, es necesario hacer énfasis en que esta re-descripción rortyana de la moralidad y de la función de la literatura no aboga por una simple sustitución de la filo-sofía por la literatura —de la razón por el sentimiento— en la construcción del tejido moral. Situar la literatura en un lugar privilegiado no implica, en estricto sentido, la conformación de una cultura post-filosófica en la que la filosofía carezca de utilidad pública. El giro que Rorty sugiere no consiste en considerar que la obsesión de la

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filosofía por la argumentación ha perdido de vista el ca-rácter sensible del progreso moral. Al concebir la empresa filosófica rortyana de esta manera se tendería a cometer, en mi opinión, dos equívocos: el primero de ellos, como se mencionó con anterioridad, radica en que Rorty no quiere construir la moralidad desde el sentimiento, por oposición a la razón. Rorty, en efecto, propone un proyecto que conci-be al “progreso de los sentimientos” como alternativa a la obligación moral kantiana. Y, por último, la “educación sentimental” rortyana consiste en incrementar la sensibi-lidad —no la racionalidad— ante el sufrimiento del otro. Sin embargo, esto constituye una visión incompleta del proyecto rortyano. Concebir dicho proyecto como una sus-titución de la razón por el sentimiento sería inscribirlo en una dicotomía de la cual pretende distanciarse —razón/sentimiento—. La razón por la cual Rorty se inclina hacia la educación sentimental tiene que ver con la utilidad que él encuentra en una cierta concepción del progreso moral: el proyecto de educación sentimental de la Ilus-tración escocesa. Sin embargo, Rorty no sugiere acoger dicha educación sentimental en los términos en los que fue expuesta por Hume o por Smith —quienes sí partici-pan de dicho pensamiento dicotómico—. Él sugiere redes-cribirla y, con ello, contemplar y actualizar las ventajas que la identificación simpatética tiene sobre la obligación moral; la construcción de una concepción consecuencia-lista del ejercicio de la crueldad.14 De ahí que las ventajas de la educación sentimental no deriven de la exacerbación del sentimiento por oposición a la razón. Considerar que Rorty propone una educación de los sentimientos que se opone a la racionalidad de la argumentación constituye una malinterpretación del proyecto rortyano:

The picture of moral progress makes us resist Kant’s suggestion that morality is a matter of reason, and makes us sympathetic to Hume’s suggestion that is a matter of sentiment. If we were limited to these two candidates, we should side with Hume. But we would prefer to reject the choice, and to set aside faculty psy-chology once and for all. We recommend dropping the distinction between two separately functioning sou-rces of beliefs and desires. Instead of working within

14 Pues esta corriente sirve para la construcción de una concepción consecuencialista de la crueldad que centre su atención en los efectos de los actos sobre la víctima, y que logre desprenderse de una concepción moral basada en la intención y el estado mental del agente: “Cruelty is for us the infliction of ruin, whatever the ‘motives’” (Hallie 1969, 14), “is the activity of hurting sentient beings” (Hallie, 1992, 229). Este consecuencialismo permite evadir el problema de distinguir entre acciones que causan sufrimiento en virtud de motivos crueles y aquellas que lo causan en virtud de motivos benevolentes. En ello consiste su utilidad.

the confines of this distinction, which constantly threatens us with the picture of a division between a true and real self and a false and apparent self, we once again resort to the distinction with which I began the first essay in this section: the distinction between the present and the future. (Rorty 1999, 87)

La manera en la que ha sido concebida la utilidad de la literatura a lo largo de este artículo —en cuanto local e imaginativa— intenta prescindir de tal insistencia di-cotómica. Finalmente, el énfasis rortyano por acoger la redescripción como vía de investigación y cambio social tampoco se debe a que ésta (la redescripción) sea más “sentimental” que “racional”. Ello se debe a que la ar-gumentación racional, a diferencia de la redescripción, busca modificar las creencias apelando a criterios con los cuales uno está familiarizado con antelación. Pero para poder expandir el nosotros debemos recurrir a he-rramientas que posibiliten la relación con aquellos que están más allá del nosotros. Para poder expandir dicha identidad moral —que constituye al nosotros— debemos recurrir a instrumentos cuya función sea crear nuevas redes de creencias, y no a aquellos cuya función sea reafirmarlas (Rorty 1991b). Son las apuestas metafóri-cas, las nuevas formas de hablar y concebir al mundo, aquellas que logran desestabilizar la manera en la que nos concebimos a nosotros mismos. Los criterios del universalismo moral tienden a considerar que el espa-cio lógico de deliberación moral no necesita de ningu-na expansión, que todo lenguaje puede ser expresado en dicho espacio, por lo que pueden dejar de escuchar a aquellas voces que se encuentran por fuera de aquellos límites de deliberación. Por consiguiente, la expan-sión del nosotros está atravesada por una sustitución de la argumentación por la redescripción y la imagina-ción; no por una sustitución de la racionalidad por el sentimiento. En definitiva, lo que importa es que las redescripciones, provengan de donde provengan, sean impresionantes y constituyan una motivación para la acción moral (Rorty 2005b, 85).15

El segundo de estos equívocos, que se deriva del pri-mero, reside sobre la concepción de la función de la filosofía en el progreso moral. Habiendo desechado la creencia de que la filosofía corresponde a la razón y la literatura al sentimiento, Rorty, lejos de eliminar

15 Vale la pena añadir que Rorty comparte con Montaigne la opinión de que “la creencia en que la crueldad es lo peor que se puede hacer” es el móvil moral por excelencia: “the horror of cruelty impels me more to clemency than any model of clemency could draw me on” (Montaigne, citado por Shklar 1984, 9).

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la filosofía, sólo nos sugiere abandonar la pretensión de que ésta ha de ser el tribunal ante el cual se deban validar las discusiones políticas. Rorty propone hacer a un lado una tradición particular que ha concebido la filosofía como una disciplina que legitima y funda-menta las demás (Rorty 1979). La literatura, tal como la entiende Rorty, debido a que nos ayuda a comprender las diferencias entre nosotros y los demás, nos hace más sensibles ensanchando nuestra imaginación: los nove-listas y poetas “crean las condiciones para la expansión de nuestras ideas” (Rorty 2005c, 88-90).

La literatura, entonces, “comprende ahora más o menos toda especie de libros que sea concebible tengan relevan-cia moral”, en la medida en que la relevancia moral se juzga por la capacidad que tenga un instrumento para modelar el viejo lenguaje para nuevos fines. Considerar que la literatura se compone del cuerpo de textos rele-vantes moralmente es afirmar que estar volcado hacia lo desconocido constituye la actitud moral por excelencia. Y en esa medida es que Rorty nos invita a considerar la fi-losofía como un género literario, pues nos invita a orien-tarla hacia el progreso moral. Según Rorty, esta última ha sido inútil para el progreso moral, debido a que se ha concentrado en dar un orden a las creencias familiares, en organizar nuestra red de creencias. La literatura que Rorty busca reivindicar, por el contrario, ha buscado rom-per esta red familiar, ha sido “radical y expansiva”. Así, en estos términos, la diferencia entre filosofía y literatu-ra es sólo la diferencia entre lo conocido y lo no conocido. D esta manera, Rorty no busca intensificar la distinción entre la literatura y la filosofía como disciplinas. Por el contrario, Rorty considera que trazar una frontera entre estas dos es un ejercicio sumamente inútil: “La frontera interesante se da entre la filosofía escolástica y la poesía académica, por un lado, y la filosofía y poesía originales, por otro” (Rorty 2005d, 194); la distinción interesante es entre aquellos textos que nos permiten dar un orden a viejas creencias, por un lado, y aquellos que nos per-miten reconfigurar nuestra red de creencias y construir una nueva, por el otro. La filosofía ha sido “útil cuando se trata de sintetizar nuestras propias intuiciones mo-rales en principios morales […] [pero no ha servido] para la ampliación de esas intuiciones” (Rorty 2005c, 88). La importancia que la escritura filosófica académica puede tener, al superar la tradición fundacionalista, consiste en que a través de ella podemos concientizar las fuerzas que nos han hecho ser lo que somos, potenciando con ello la ironía y el reconocimiento de la contingencia (Rorty 2005c, 101). Los textos que hemos considerado “filosófi-cos” pueden servir al progreso moral si son entendidos de esta manera. Así, mientras que la novela puede orientar

sus esfuerzos a la imaginación de nuevos mundos, la fi-losofía como género literario, orientada hacia el progreso moral, puede repensar nuestras creencias más profun-das, con el fin de adaptarlas a las necesidades que bro-ten de la deliberación política. En palabras de Rorty, “[e]ntendida de ese modo, la filosofía resulta ser una de las técnicas para volver a urdir nuestro léxico úl-timo16 para la deliberación moral a fin de adaptarlo a las nuevas convicciones” (Rorty 1991a, 215). Pues ésta, habiéndose reconocido como inmersa en una perspectiva desde la cual no es posible establecer una ley y una norma que articulen la infinitud de perspectivas posibles, nos permite redescribir las prácticas sociales en función del progreso moral. En esa medida, Rorty no aboga por una eliminación del Departamento de Filosofía. Él, al repen-sar la separación entre literatura y filosofía, busca, si se quiere, una reconfiguración de la escritura —tanto filosó-fica como literaria—. Él busca propender hacia una escri-tura y una cultura volcadas hacia lo desconocido, hacia la inclusión del otro, hacia el progreso moral.

Ironismo liberal y solidaridadA continuación, explicaré inicialmente en qué consisti-ría la figura del ironista liberal, para después de ello dar una interpretación plausible de cómo éste puede llegar a ser el complemento idóneo de la función pública de la li-teratura, para la consecución del progreso moral dirigido hacia una mayor solidaridad.

Para Rorty, una comunidad ideal liberal se ha de ca-racterizar por dos aspectos: 1) es aquella que asume la contingencia y considera verdadero el resultado de los combates políticos, sea cual sea el resultado (Rorty 1991a, 71), y 2) es aquella cuyo valor supremo es reducir tanto el dolor como la crueldad. De ahí que el indivi-duo liberal17 ideal sea aquel que asume su contingencia y la de su lenguaje, y piensa que “los actos de crueldad

16 El léxico último, o vocabulario final, hace alusión a aquel conjunto de creencias y palabras que usamos para justificar nuestras creencias y acciones. Este léxico último “[e]s ‘último’ en el sentido de que si se proyecta una duda acerca de la importancia de esas palabras, el usuario de éstas no dispone de recursos argumentativos que no sean circulares. Esas palabras representan el punto más alejado al que podemos ir con el lenguaje: más allá de ellas está sólo la estéril pasividad o el expediente de la fuerza” (Rorty 1991a, 91).

17 Rorty es consciente de que hace alusión a un proyecto liberal bastante específico. Sin embargo, considera que las diferencias que puedan existir entre su liberalismo consecuencialista y, por ejemplo, uno deontológico radican en los instrumentos que cada uno considera útil para la consecución de este fin compartido: la disminución de la crueldad. Esta definición de liberal es tomada de Judith Shklar (1984, 2).

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son lo peor que se puede hacer”18 (Rorty 1991a, 17). Y la fortaleza de dicha comunidad se basa en la debilidad de su definición. Ya que, cuanto menos estrictamente delimitada esté, más susceptibles seremos de modifi-car los límites contingentes que la constituyen y, por consiguiente, más propicios seremos a la inclusión del otro en nuestra comunidad.19

El individuo liberal ideal, entonces, no es un liberal cualquiera, es un ironista liberal.20 La ironía no es más que un modo de percibirse a sí mismo. En pala-bras de Rorty, ser ironista es ser aquel que cumple las siguientes tres condiciones: “1) tiene dudas radicales y permanentes acerca del léxico último que utiliza habitualmente […]; 2) advierte que un argumento for-mulado con su léxico actual no puede ni consolidar ni eliminar esas dudas; 3) […] no piensa que su léxico se halle más cerca a la realidad que los otros, o que esté en contacto con un poder distinto de [la contingencia de su situación]” (Rorty 1991a, 91).21 El ironista asume

18 Shklar define la crueldad como “the deliberate infliction of physical, and secondarily emotional, pain upon a weaker person or group by stronger ones in order to achieve some end, tangible or intangible, of the latter” (Shklar 1989, 29). La crueldad, así entendida, constituye el mal supremo, el summum malum. Ésta no es rechazada en virtud de una regla superior a ella. Al entenderla como mal supremo se le rechaza per se; es la “enfermedad moral ubicua”, es el “más conspicuo mal”. Rorty recoge de Shklar la preocupación de situar a la crueldad en el centro de las reflexiones filosóficas acerca de la democracia liberal, pues la crueldad, finalmente, “destruye la libertad” (Shklar 1984, 2). La consecuencia inmediata de la crueldad es la reducción de la libertad, la reducción de las posibilidades de realización de la víctima.

19 Es por ello que, para reducir la crueldad, es contraproducente fundamentar la noción de una esencia común. Al creer que nuestra comunidad tiene un lenguaje privilegiado en relación con la naturaleza, Dios o el individuo, se condena al sufrimiento a aquellos que están por fuera de nuestra comunidad. El esencialismo cierra las fronteras. Así, la creencia en la existencia de una naturaleza humana se torna inútil para el progreso moral mencionado.

20 Considero que el término ironía y la actitud irónica, al contrario de ironismo e ironista, se suelen relacionar con la ironía satírica, más que con la construcción privada de sí mismo. Por ende, parecería más adecuado utilizar exclusivamente la segunda pareja. No obstante, debido a que el mismo autor no hace dicha distinción, ella no se realizará en el presente texto.

21 Es posible observar contradicciones subyacentes al concepto del ironista liberal rortyano. La más sobresaliente es la existencia de una relación intrínseca entre la crueldad y la noción liberal de autonomía que Rorty pretende incorporar. Pues, en el ejercicio de la autonomía y de la creación de sí, el individuo ideal rortyano procura constantemente la destrucción de toda creencia. Y, por lo tanto, éste también debería propender hacia la destrucción de las creencias liberales de eliminación del sufrimiento (Hartle 2006; Lara 1992; Rivera 2011). Por supuesto, Rorty no ignora dicha tensión. De hecho, ésta hace parte de otra tensión que se constituye como eje del planteamiento rortyano: la distinción entre lo privado y lo público. Esta tensión surge al empoderar al pragmatismo y a la “cultura poetizada” como potenciales instrumentos de cambio

la contingencia del lenguaje al concebirlo únicamen-te como un conglomerado de metáforas en infinito y continuo cambio.

Éste desconfía de las pretensiones verticales que se si-túan por fuera de su historia y se inscriben en la bús-queda de entidades trascendentales más allá de la contingencia humana. Las sustituye por una mirada horizontal en la que ninguna redescripción guarda re-lación privilegiada con la realidad, la verdad, el yo, el lenguaje o la comunidad. El ironista deja de ser aquel ser cuya esencia consiste en descubrir esencias (Rorty 1995, 323), pasando así a producir sus propias contingencias y librándose con ello de las que le habían sido impuestas por su propia historia. Todo ironista asume que somos lo que narramos que somos. Éste, en su intento por lograr construirse autónomamente, debe “crear el gusto de acuerdo con el cual se le ha de juzgar […] La vida perfecta [para éste] será aquella que concluye en la confianza de que al menos el postrero de los léxicos últimos realmen-te ha sido de uno” (Rorty 1991a, 116).

cultural y, al mismo tiempo, defender los valores democráticos del racionalismo ilustrado. Así, quienes nos ayudan a construir una mejor imagen de nosotros mismos —por ejemplo, Foucault, Derrida, Nietzsche— deben reservarse para la esfera privada de los ironistas liberales. Pues, una vez renunciamos a la creencia de que todos compartimos una esencia, el vocabulario propio de autocreación se torna necesariamente privado e inconmensurable con los demás vocabularios de autocreación (Rorty 1991a). Y quienes contribuyan a la solución de necesidades públicas —por ejemplo, Rawls, Habermas, Marx, Dewey, Dickens— deberán ser leídos en relación con el ámbito público. Así, Rorty considera que debemos blindar la realización de solidaridad ante las amenazas privadas de creación de sí (Voparil 2010). La tensión entre lo público y lo privado es una tensión que cada quien debe solucionar en virtud de su propio proyecto de construcción de sí. Rorty renuncia a la construcción de una teoría que logre conmensurar todas las pretensiones de creación de sí con las pretensiones de vivir en una sociedad mejor. Unas pretensiones se han de tolerar, y otras no. Así, el progreso, sea moral o científico, resulta siendo una consecuencia de la afortunada coincidencia entre una obsesión privada y una necesidad pública (Rorty 1991a).

Para ver una crítica a esta manera de entender este imperativo de privatización cada vez que entre en conflicto con las necesidades públicas (liberales), remitirse a Fraser (1988), Bernstein (1990) y McCarthy (1990). A favor de Rorty hay que decir que la sustentación contingente a favor del liberalismo no debe ser confundida con una defensa a ultranza de éste. No hay una relación necesaria entre liberalismo e ironismo ni una supresión necesaria de todo lo antiliberal. El liberalismo sólo es la mejor forma que conocemos de materializar dicho ironismo radical e imaginativo que promueve el progreso moral, pues el liberalismo aún provee una gran cantidad de oportunidades para la autocrítica y la posibilidad de reformar nuestra sociedad, y a nosotros mismos (Rorty 1996). De hecho, Rorty mismo ha llegado a afirmar que Derrida —más allá de si éste puede ser o no interpretado bajo la dicotomía privado/público— puede llegar a reconfigurar en tal medida la manera en la que concebimos las relaciones entre los seres, que aún no somos conscientes —los liberales— de la inmensa utilidad moral que su pensamiento tiene para la redescripción de nosotros y de nuestra sociedad (Rorty 2005d).

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La creencia en este ironismo, sin embargo, no se debe a que Rorty considere que esta creencia representa de una manera más apropiada la condición humana. Él busca redescribirnos, no describirnos. El único argumento a favor de la concepción contingente del lenguaje y del yo radica en que estas concepciones parecen “armonizar mejor con las instituciones de una democracia liberal” (Rorty 1991a, 215), pues la ironía nos permite pensar la utopía liberal sin fundamentos y concebirla tan sólo como “la mejor idea que se han hecho los hombres del objetivo por el cual trabajan” (Rorty 2005e, 61). La ironía, en ese sentido, constituye la actitud privada ideal para la realización del ideal público de concebir un liberalismo orientado hacia un incremento de la solidaridad.22

El ironismo liberal es el instrumento idóneo sobre el cual se logrará construir la expansión de solidaridad. En pri-mer lugar, debido a que aquel liberalismo conforma el

22 Numerosos autores liberales han considerado que es demasiado peli-groso intentar heredar las metas de la Ilustración sin el vocabulario que nos permitió concebirlas. Creen que un exceso de contextualismo deriva irremediablemente en un relativismo moral en el que la crueldad, lejos de ser evitada, será notablemente intensificada. Ante ello, pretenden deshacerse de la metafísica kantiana y reivindicar la importancia de la noción de racionalidad en nuestro tiempo. Habermas, por ejemplo, representa fielmente la reivindicación de un universalismo antihomo-geneizante y sensible ante la diferencia que incluya la multiplicidad de las formas de vida en torno a un paradigma procedimentalista de la razón. Bajo esta perspectiva, se busca inscribir la construcción de la moral en el ejercicio de la acción comunicativa, para con ello alejarla de las connotaciones realistas de la validez ontológica veritativa y su-mergirla en una concepción deontológica de la validez (Habermas 2002, 274). Así, cuando “la teoría de la acción destrascendentaliza el reino de lo inteligible” (Habermas 1998, 81), se nos permite reconstruir la noción de aceptabilidad racional a través de la justificación que se realiza en la práctica argumentativa. Acá, su carácter vinculante se ha de conformar en su intersubjetivo acuerdo con respecto a las formas de coordinación de la acción de los integrantes de la sociedad. Habermas piensa que de esta manera se logra dar una interpretación teórica-discursiva del im-perativo categórico kantiano sumergiendo la moralidad en un diálogo intersubjetivo que rompe con el paradigma monológico del idealismo centrado en el sujeto; e idealiza únicamente las propiedades formales y procedimentales de la argumentación, pero no sus contenidos (Ha-bermas 2002, 277). De esta manera, se configura el carácter dual de la validez: ésta se pretende situar por encima del contexto, pero, a su vez, busca ser aceptada como ente de regulación del contexto del cual ha emergido, en aras de lograr efectivamente una posible coordinación de la acción (Habermas 1998, 82).

Rorty, sin embargo, considera que la creencia que subyace a esta fun-damentación procedimentalista, según la cual la moral pierde su ca-rácter vinculante al perder su pretensión de validez universal, parte de un rodeo innecesario en el análisis de la atribución de responsa-bilidad (Rorty 2005f, 68). Pues Rorty cree que podemos ser responsa-bles ante nuestros interlocutores sin recurrir a algo ajeno. Y, en ese sentido, Rorty considera que Habermas yerra al considerar el derecho como una “correa de transmisión” que logra transferir de forma abs-tracta la fuerza vinculante del reconocimiento recíproco local dentro de un mismo contexto de acción comunicativa hacia las relaciones lejanas y anónimas (Habermas 1998, 647). Ya que es precisamente la abstracción del derecho lo que vuelve tenue el reconocimiento. Rorty le apuesta precisamente a lo contrario, a densificar la lejanía.

conjunto de prioridades según las cuales se ordenan las historias detalladas que nos brindan la novela y demás prácticas mencionadas —la literatura, los documenta-les, etcétera—. Dicha información se organiza jerárqui-camente en función de cada léxico último, en función del conjunto de creencias que constituyen su identidad moral. Y esta identidad, entendida como el centro de gravedad narrativo respecto del cual cada elemento dis-cursivo toma su valor, es lo que determina finalmente que las similitudes en relación con el sufrimiento y la humillación resalten, en comparación con el resto de diferencias. El liberalismo como centro de gravedad na-rrativo sitúa la reducción del sufrimiento en el centro del debate público. Pero, en segundo lugar, es de resaltar que la ironía vuelve frágilmente contingentes nuestros léxi-cos. Y, en la medida en que el ironista siempre duda de su construcción, siempre está dispuesto a introducirse en nuevas formas de pensar:

El ironista pasa su tiempo preocupado por la posibilidad de haber sido iniciado en una tribu errónea, de haber aprendido el juego de lenguaje equivocado. Le inquieta que el proceso de socialización que le convirtió en ser humano al darle un lenguaje pueda haberle dado el lenguaje equivocado y haberlo convertido con ello en la especie errónea de ser humano. (Rorty 1991a, 93)

Al ironista no le basta con saber lo que sabe o describirse como se describe. Y la única manera de acceder a nue-vas descripciones es a través de las descripciones que los demás construyen. De esta manera, la ironía se constitu-ye como el instrumento que nos permite abandonar las concepciones violentas y crueles del nosotros, que nos permite crear un nosotros más amplio.

En conclusión, literatura, ironismo y liberalismo se articulan así en función del progreso moral. La litera-tura es el instrumento más útil para llevar a cabo una sensibilización que, estando inscrita en la contingencia del lenguaje del ironista, logre dejar a un lado las posi-bles diferencias del lector con los personajes y permita así resaltar aquello que nos puede ser común (el dolor).23

23 Es necesario mencionar, de nuevo, una posible contradicción en la exposición del planteamiento rortyano. Pues, si bien Rorty ha afirmado que bajo su concepción antirrepresentacionalista del lenguaje “ningún elemento lingüístico representa ningún elemento no lingüístico” (Rorty 1996, 17), a su vez, también ha sostenido la tesis de que la capacidad de padecer dolor es “extra-lingüistica”, y que por ello la compartimos con los demás seres vivos (Rorty 1991a). Para darle coherencia a dicho planteamiento es importante entender el fisicalismo, que Rorty pretende reivindicar, a la luz de sus consecuencias prácticas, y no en la medida en que represente de una mejor forma aquello que somos por naturaleza.

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De esta manera, ya que asumir la contingencia no nos orienta en relación con cuál creencia debemos tener, la literatura cumple una función meramente educativa en el proyecto rortyano: su utilidad pública es la construc-ción de solidaridad. La literatura, en su función pública, nos acerca a aquellos que considerábamos ajenos a nues-tra comunidad y nos hace descubrirnos a nosotros mis-mos cometiendo actos de crueldad con los integrantes de otras comunidades. Y, con ello, la literatura fortalece y diversifica los procesos de sensibilización ante el sufri-miento mediante la expansión del nosotros. En resumen, al asumir la contingencia del lenguaje, los límites de nuestra comunidad se vuelven flexibles; pero al utilizar la literatura se logra dirigir dicha flexibilidad hacia la sensibilización ante el dolor de aquellos que están —en principio— por fuera de la comunidad.

La solidaridad rortyana, entonces, no busca ser univer-sal desde un principio, con miras a una posterior apli-cación a cada cultura. No debemos eliminar el carácter local de ésta en el plano teórico, con miras a fortalecer la universalidad de sus principios. Para Rorty, la soli-daridad se debe ampliar preservando su carácter local, pues así se conservan su fuerza e intensidad. Lo que de-bemos hacer es relajar los principios de nuestra iden-tidad moral, de nuestro centro de gravedad narrativo. Es importante que podamos asumir una posición que desconfíe de sus propias conclusiones, que desconfíe constantemente de los supuestos básicos sobre los que se ha construido. En ello reside la potencial ampliación del “nosotros”, en poder considerar la justicia como una mera expresión de lealtad a Occidente, en eliminar la universalización de principios y asumir la lealtad a una posible universalización de facto.

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* Este artículo es resultado de la investigación “Solidaridad en perspectiva filosófica” (2011-2012) y fue elaborado gracias a financiación de la fundación Alexander von humboldt (Alemania) y la Universidad de los Andes (Colombia).

v Doctor en Filosofía del Derecho y Derecho Constitucional por la Universidad Christian-Albrechts de Kiel, Alemania. Profesor titular del Departamento de Filosofía de la Universidad de los Andes, Colombia. De su extensa obra, se pueden mencionar los libros: El concepto de derechos sociales funda-mentales. Bogotá: Legis — Universidad Nacional de Colombia, 2ª Edición 2012; y Democracia social. Un proyecto pendiente. México: Fontamara, 2012. Correo electrónico: [email protected]

Solidaridad, democracia y derechos*

RESUMENUn análisis de los usos que históricamente se han hecho de la solidaridad permite explorar las potencialidades de este concepto para el desarrollo de la democracia y la realización de los derechos fundamentales y humanos. La concepción de la solidaridad como responsabilidad común ante la injusticia estructural —inspirada en las ideas de Iris Marion Young— se presenta como alternativa a las concepciones fáctica y normativa de la solidaridad, que tiene importantes efectos para la democracia y los derechos.

PALABRAS CLAvESolidaridad, responsabilidad, injusticia estructural, democracia, derechos humanos, derechos sociales.

Fecha de recepción: 12 de octubre de 2012Fecha de aceptación: 14 de febrero de 2013Fecha de modificación: 8 de abril de 2013

DOI: http://dx.doi.org/10.7440/res46.2013.05

Rodolfo Arangov

Solidarity, democracy, and rights

ABStRACtThe analysis of solidarity such as this concept has been used throughout history allows us to explore its potential for the development of democracy and the realization of human rights and fundamental rights. The conception of solidarity as a common responsibility in the face of structural injustice —inspired by the ideas of Iris Marion Young— reveals itself as a good alternative to the empirical and normative conceptions of solidarity and has important theoretical and practical consequences for democracy and rights.

KEy woRDSSolidarity, responsibility, structural injustice, democracy, human rights, social rights.

Solidariedade, democracia e direitos

RESUMoUma análise dos usos que historicamente fizeram da solidariedade permite explorar as potencialidades deste conceito para o desenvolvimento da democracia e a realização dos direitos fundamentais e humanos. A concepção da solidariedade como responsabilidade comum ante a injustiça estrutural —inspirada nas ideias de Iris Marion Young— apresenta-se como alternativa às concepções fática e normativa da solidariedade, que tem importantes efeitos para a democracia e os direitos.

PALAvRAS ChAvESolidariedade, responsabilidade, injustiça estrutural, democracia, direitos humanos, direitos sociais.

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Introducción

Este artículo versa sobra la relación entre solida-ridad, democracia y derechos fundamentales y humanos. Para exponer y analizar dichas relaciones contrapongo dos concepciones de la solidaridad con diversos alcances prácticos: la

primera concepción identifica la solidaridad con un senti-miento que motiva la acción y la decisión políticas, como fue el caso de los movimientos obreros, sociales, antico-munistas, feministas y de antidiscriminación racial. La solidaridad entendida como sentimiento podría inculcarse mediante la educación de las emociones morales, con la ayuda, por ejemplo, de la literatura. Esta concepción con-trasta con una comprensión normativa de la solidaridad. Esta última añade a la dimensión fáctica de la solidaridad una dimensión moral, política y jurídica. La solidaridad en sentido normativo se convierte así en un elemento central del Estado social de derecho, de una democracia social o del reconocimiento de los derechos sociales como fundamen-tales. Esta segunda perspectiva se caracteriza por ser uni-versalista y más optimista que la perspectiva fáctica.

Pese a que la solidaridad es un concepto con diversas sig-nificaciones según los contextos históricos en que ha sido usado, no se trata de un concepto meramente retórico o trivial. La solidaridad, como principio político-jurídico, puede entenderse en la actualidad como responsabilidad común ante la injusticia social. Los ciudadanos de un Es-tado democrático y constitucional no sólo se deben respe-to mutuo de sus libertades sino también ayuda recíproca que asegure materialmente la extensión social de la de-mocracia y el goce de las libertades básicas para todos.1

Las concepciones fáctica y normativa de la solidaridad pueden combinarse para lograr un uso promisorio de este concepto político. Comparto la preocupación de Rorty (1991 y 2000) por el progreso moral y la importancia de las

1 Contra la acepción normativa de la solidaridad, se objeta que sobrestima las posibilidades del discurso del derecho y de la moral universal en sociedades altamente diferenciadas, pluralistas e individualistas. En el caso colombiano, un argumento por parte de un economista expresa en toda su dimensión la reserva mental hacia una visión normativa de la solidaridad. Veinte años de activismo judicial en el reconocimiento de derechos sociales fundamentales, dicen los escépticos de la solidaridad, no han servido para impedir que Colombia sea una de las sociedades más inequitativas del mundo. Por el contrario, el discurso de la solidaridad habría servido para legitimar un régimen económico injusto y para retardar una verdadera transformación social. En esta línea de pensamiento, más valdría, como sugiere Rorty (1991, 207 y ss.), dedicarnos a sensibilizar y movilizar a la población contra la injusticia, que confiar en las instituciones del Estado, que, a la postre, sirven es a la dominación, la subordinación y la exclusión social.

emociones para la transformación social (Arango 2011). No obstante, considero que desconocer el uso normativo de la solidaridad (Nicolini 1948) resulta contraproducen-te para el perfeccionamiento de la democracia y la reali-zación de los derechos fundamentales y humanos.

Con el fin de refutar la objeción antinormativa de la soli-daridad, defenderé una concepción de solidaridad como responsabilidad común ante la injusticia estructural. En lo que sigue sustentaré mi tesis exponiendo la con-cepción de solidaridad como responsabilidad (1). Argu-mentaré luego cómo la solidaridad así entendida exige la construcción de un modelo de democracia social que se diferencia de otros modelos de democracia (liberal, repu-blicano, deliberativo) que no toman suficientemente en serio la injusticia estructural y la responsabilidad común resultante de ella (2). Por último, mostraré el papel que cumple el principio de solidaridad, junto con el principio de subsidiariedad, en el reconocimiento de derechos so-ciales humanos y fundamentales (3).

Solidaridad qua responsabilidad colectiva ante la injusticiaEl núcleo descriptivo que comparten los diferentes usos del concepto de solidaridad2 a lo largo de la historia tiene que ver con la relación de ayuda recíproca entre los miembros de un grupo de seres humanos (Bayertz 1998, 11). En sus orígenes, la solidaridad era un concepto jurídico. Sólo en el siglo XVIII se impondría su uso político en boca del sansi-moniano Pierre Leroux (Metz 1998; Wildt 1998, 203).

En lo que sigue me referiré a la multiplicidad de signi-ficados asociados al vocablo de la solidaridad, para pri-vilegiar una comprensión del concepto que le reconoce una doble dimensión, tanto descriptiva como normati-va, propia de los conceptos éticos densos. Un concepto ético denso, como lo sostiene Hilary Putnam, es tanto descriptivo como normativo (Putnam 2004, 50 y ss.). La crueldad es un ejemplo. Cuando se dice que alguien es cruel, no se describe simplemente la conducta de quien se alegra con el sufrimiento de otro; además, se desa-prueba o condena esa forma de actuar. Cuando decimos que alguien es solidario, no sólo describimos un compor-tamiento cooperativo con el necesitado, sino que aproba-mos y aplaudimos tal forma de actuar.3

2 Una temprana e importante referencia a la evolución del concepto de la solidaridad se encuentra en J. E. S. Hayward (1959).

3 Una de las principales objeciones en contra del entendimiento de la solidaridad como concepto ético denso consiste en que tal

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La objeción que reduce la solidaridad a su dimensión empírica y la identifica con formas antiguas de relacio-namiento social o con compromisos morales o religiosos sustantivos puede ser desvirtuada mediante una noción de solidaridad que conserve su dimensión normativa y que incluya el uso actual dado al término en las socie-dades contemporáneas. A continuación reconstruyo es-quemáticamente las dimensiones empírica y normativa de la solidaridad, lo que resulta necesario para defender una concepción de la solidaridad como responsabilidad común ante la injusticia.

Dimensión fáctica de la solidaridadLa dimensión fáctica, empírica, de la solidaridad se encuentra bien representada en el tránsito de la soli-daridad orgánica a la solidaridad mecánica, según la descripción de Émile Durkheim (1928). Mientras que la solidaridad orgánica es propia de las comunidades antiguas, donde los vínculos sociales son definidos por la pertenencia al grupo familiar o afectivo, la so-lidaridad mecánica de los modernos es resultado de la división del trabajo, donde las relaciones entre los integrantes del organismo social se determinan por las funciones que éstos cumplen en la sociedad. En el primer caso, la familia y la religión definen las rela-ciones de reconocimiento y apoyo; en el segundo, es el derecho el medio fundamental para regular la con-ducta e integrar la sociedad.

En la misma dirección de Durkheim apunta la dis-tinción entre comunidad y sociedad ofrecida por Ferdinand Tönnies. Para el sociólogo alemán, contem-poráneo de Max Weber, una vida “verdaderamente” cohesionada sólo es posible en una comunidad enten-dida como organismo viviente, no ya en un agregado mecánico de intereses complementarios como lo es la sociedad actual (Bayertz 1998, 28). Para Tönnies sólo la comunidad conduce a una auténtica vida en común;

concepción presupondría compartir valores sustantivos y adherir a vínculos afectivos con seres cercanos, todo lo cual sería propio de comunidades o sistemas totalitarios, no de sociedades altamente diferenciadas como las actuales. En contra de tal objeción puede sostenerse que aceptar el uso normativo del concepto de solidaridad no significa acoger un conjunto de valores morales sustantivos, como en el caso de Max Scheler, Nicolai Hartmann o Henri Bergson. Lo que sea tenido por un comportamiento solidario puede variar con el tiempo. La dimensión empírica de la solidaridad, como se evidencia en el cambio de significación del concepto en diferentes épocas, es contingente. No obstante, esto no anula la dimensión normativa. El comportamiento solidario, como diría Jon Elster para ciertas emociones, tiene una valencia positiva, una actitud disposicional deóntica y una tendencia a la acción.

la sociedad es, por el contario, vida común pasajera, aparente y artificiosa.4

De la disolución de las formas tradicionales de la solidari-dad surgen nuevas formas de solidaridad que promueven la amistad (neoaristotélicos), el patriotismo (comunita-ristas), la educación de los sentimientos (neopragmatis-tas) o el reconocimiento de solidaridades “débiles”, como las emanadas de las iniciativas ciudadanas, de los movi-mientos sociales o de grupos de autoayuda (Bayertz 1998, 31). Pese a lo anterior, no como lo anota Kurt Bayertz, el patriotismo o el retorno a los valores de la familia o la comunidad no parecen poder evitar la erosión de la so-lidaridad diagnosticada desde la dimensión puramente empírica. Propuestas como dificultar el divorcio o utili-zar el salón de clases para promover la lealtad o el patrio-tismo, no parecen promover una solidaridad republicana (Bayertz 1998, 33-34).5

Formulaciones como las anteriores ponen énfasis en una dimensión fáctica de la solidaridad pero no hacen justicia a su dimensión normativa. Para Kurt Bayertz la solidaridad no se reduce a la comunidad de intere-ses. La conducta solidaria tampoco se explica como un asunto de inteligencia o de viveza (Klugheit). La solidari-dad no se confunde con el altruismo desinteresado, ya que en el actuar solidario siempre está presente la espe-ranza de una potencial reciprocidad. Esto último daría pie para pensar que sólo se es solidario por interés y que sería poco inteligente ser insolidario (Bayertz 1998, 42). No obstante, la prueba de que el actuar solidario no es una expresión de un comportamiento racional instru-mental es que quien actúa insolidariamente no es visto como poco inteligente sino como alguien despreciable o condenable. Quien actúa insolidariamente no sólo se

4 La erosión de los lazos comunitarios es denunciada igualmente por Adam Ferguson, con el avance de la modernidad liberal. La división del trabajo parece ofrecer el triunfo del ingenio humano, pero en verdad rompe los lazos sociales. La sociedad se constituye así de partes, ninguna de las cuales está poseída de espíritu alguno. La modernización entrevé para esta visión republicana la erosión de la solidaridad bajo la dominación del pensamiento individualista liberal (Bayertz 1998, 28).

5 En la misma línea empírica, la perspectiva del príncipe Kropotkin con-cibe la solidaridad como un sentimiento o instinto de ayuda mutua en-tre animales y entre hombres que sirve para afrontar cooperativamen-te, mediante la ayuda mutua de los miembros del grupo, los desafíos de la evolución (Bayertz 1998, 24-25). Similar perspectiva es la adoptada por Friedrich Engels, que entiende la solidaridad de los trabajadores como un sentimiento de clase. La solidaridad de clase mantiene unidos a los trabajadores de todos los países y lenguas bajo un gran partido del proletariado, en consonancia con la tendencia marxista a enfatizar la parte objetiva de los procesos históricos y de las relaciones sociales, en desmedro de una teoría de la solidaridad (Bayertz 1998, 41).

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daña a sí mismo sino que daña a aquellos que esperan su solidaridad. Además, la solidaridad supone que exis-te una igualdad básica entre los integrantes del grupo (Bayertz 1998, 43), que justifica la expectativa recíproca de ayuda en casos de necesidad. La solidaridad tampo-co es mera generosidad o comportamiento caritativo. El compromiso común con un fin colectivo, por ejemplo, en el movimiento obrero, hace que quien participa de los frutos de la lucha sin asumir los costos y riesgos de la misma sea visto como alguien injusto. La solidaridad es en este sentido la antítesis del comportamiento ven-tajoso (Trittbrettfahrertum). Veamos en detalle algunas de las connotaciones que ha adoptado históricamente la solidaridad en su dimensión normativa.

Dimensión normativa de la solidaridadEl origen de la solidaridad en su acepción normativa está en el derecho romano. La obligatio in solidum es una forma de responsabilidad por la que cada miembro del grupo (fami-liar) ve por las deudas de todo el grupo, y, a la inversa, todo el grupo ve por las deudas de cada uno de los miembros. El uso político del término solidaridad es, no obstante, relati-vamente reciente. Sólo a principios del siglo XIX se popula-riza el término, junto con el de la fraternidad, como uno de los tres postulados de la Revolución Francesa (Bayertz 1998, 11). Según Bayertz, la solidaridad presenta tres caracterís-ticas: 1) consta de la relación de interdependencia entre los miembros de un grupo humano; 2) encierra la expectativa de una ayuda recíproca en casos de necesidad; 3) la ayuda solidaria es prestada bajo el entendido que ella favorece los intereses justos o legítimos de todos los miembros de la co-lectividad (Bayertz 1998, 12).

Pese a su importancia política, el concepto de solidaridad no ha recibido la atención que sí han recibido la libertad y la igualdad. Esto por dos razones: primero, porque la solidaridad remite a comunidades o grupos particula-res, mientras que la ética moderna se interesa más por la fundamentación de normas universales. Segundo, porque las prestaciones positivas impuestas a individuos o comunidades son vistas como supererogatorias, con-trarias a la autonomía individual y, por consiguiente, tenidas por no vinculantes. La solidaridad es asociada así al pensamiento totalitario o antiliberal, tal como se presenta en algunas versiones del socialismo o en la doc-trina social de la Iglesia (Bayertz 1998, 14).

La solidaridad en su dimensión política se mueve entre dos extremos: por un lado, es vista como medio (sentimiento, deber) para el aseguramiento de otros fines o intereses, por lo que tiene un valor instrumental para la colectivi-

dad; por otro lado, hace parte del ideal universal de la justicia, con carácter deontológico, y asegura la igual con-sideración y respeto de todas las personas sometidas a una misma legislación. Los siglos XIX y XX han sido un teatro de confrontaciones entre ideologías que han dado diferen-te significación al concepto, como se puede apreciar en las accidentadas historias francesa, inglesa y alemana (Metz 1998, 172 y ss.). A grandes rasgos, puede decirse que la so-lidaridad ha sufrido una serie de apropiaciones políticas a lo largo de la historia que no impiden reconocer que se trata de un concepto ético denso de central importancia para la teoría política actual.

En la tradición francesa, primero con el pensamiento jacobino y luego en el solidarismo de Léon Bourgeoise, la solidaridad debe preceder a la libertad y la igualdad. La unidad revolucionaria sólo con derechos y sin de-beres sociales amenaza con romperse (Metz 1998, 179). Robespierre —como lo recuerda Domènech (2004, 81 y ss.)— defiende la fraternidad como concepto político horizontal, emancipatorio, donde la situación de los necesitados debe ser resuelta por vía de la revolución o la reforma radical de la sociedad y del Estado. La ca-ritas cristiana es reemplazada por un sentimiento de hermandad entre iguales. No el pecado original, sino la culpa social producto de la contradicción entre igual-dad política y desigualdad socioeconómica, justifica la legislación social necesaria para asegurar a todos contra los riesgos del trabajo asalariado. El apoyo a los inte-grantes desfavorecidos de la sociedad es elevado a deber sagrado, y un derecho a la subsistencia es garantizado por el Estado a toda persona que no pueda proveerse me-diante su trabajo los propios medios para su existencia (Declaración de los derechos del hombre de 1793). La per-sona en situación desfavorecida tiene un derecho a la subsistencia exigible frente al Estado. Ya no está aban-donada a la buena voluntad de personas privadas o a la caridad pública. Esta tendencia se radicalizará a princi-pios del siglo XX en los movimientos sociales y obreros, para quienes la solidaridad como concepto de lucha des-plaza el concepto de fraternidad.

Una segunda corriente de pensamiento asocia la asisten-cia a los pobres con el cumplimiento de los deberes reli-giosos (como en la doctrina social de la Iglesia), o con un medio para neutralizar la revolución. Un representante de esta corriente es el jurista alemán Lorenz von Stein (1957), inspirador de la legislación de pobres durante la época de Bismarck. Bajo esta concepción, la solidaridad no está en función de la emancipación social, sino de la ayuda social al necesitado, entendida como ayuda a la autoayuda (Selbsthilfe). La solidaridad adquiere, bajo este

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enfoque, un valor meramente instrumental6 (razón pru-dencial). A fines del siglo XIX, en Alemania la cuestión social es un asunto de orden público y seguridad del Esta-do, no una meta revolucionaria de emancipación huma-na. El modelo de Estado social de derecho surge así para mantener el equilibrio en una sociedad donde las dife-rencias de propiedad y el conflicto de intereses opuestos son constantes e insuperables.7

En tiempos de una moral posconvencional, Habermas res-cata una concepción universalista de la solidaridad. En su discusión con Kohlberg sobre los niveles de desarrollo de la conciencia moral, Habermas considera que para alcan-zar el respeto recíproco entre iguales no basta adicionar al respeto de la autonomía individual un sentimiento de benevolencia. A partir del enfoque de una ética discursi-va, la igualdad de trato de personas autónomas requiere además justicia entre iguales, solidaridad en las relacio-nes intersubjetivas en un mundo socialmente comparti-do. “Toda moral autónoma desempeña dos tareas: valida la inviolabilidad de los individuos socializados, en la me-dida que exige la igualdad de trato, y con ella, el respeto mutuo por la dignidad de cada cual; y protege las relacio-nes intersubjetivas de reconocimiento recíproco al exigir solidaridad de los individuos pertenecientes a la sociedad que han sido socializados” (Habermas 1992, 71).

Habermas es consciente de que las ideas de justicia y de solidaridad no bastan para superar los límites de formas de vida concretas, como la familia, el grupo étnico, la comarca o la nación. También reconoce que la solidari-dad (patriótica) ha servido para promover la pertenencia a asociaciones políticas tradicionales y hasta fanáticas, como es el caso de las juventudes durante la Alemania nazi. No obstante, inspirado en Peirce y Apel, ve en la institucionalización de los discursos y de la argumenta-ción orientada al entendimiento la posibilidad de supe-rar los límites de la comunidad particular, para alcanzar

6 Algo equivalente sucede en el movimiento de los trabajadores. La solidaridad es un concepto de lucha que permite articular la conciencia de grupo y anticipar una nueva forma de relación social (Wildt 1998, 208).

7 Tal visión es compatible con el utilitarismo, que, por razones de conveniencia, ve positivo para el bienestar de la comunidad el brindar apoyo a personas o sectores en necesidad. Meta de la reforma social es la creación de condiciones que permitan a los trabajadores desarrollar su humanidad en sociedad (Metz 1998, 187). Bajo esta óptica, la solidaridad se mantiene como un concepto moralmente restringido que sirve a la inclusión en el grupo o clase (por ejemplo, de trabajadores) o al Estado o nación, no a la emancipación del ser humano. Es así como, para las éticas particularistas (comunitarismo) y posmodernas (Rorty), la solidaridad sigue siendo una relación de los miembros de la familia, de la clase, de la nación o del Estado social particular, con lo cual se niega su dimensión universal.

un concepto de solidaridad universal posible en las socie-dades contemporáneas (Habermas 1992, 71).

Una defensa de la solidaridad menos abstracta que la ofre-cida por Habermas en su teoría de la acción comunicativa es la planteada por autores para quienes la solidaridad se vincula con la lucha contra la dependencia, la opresión y la injusticia social (marxismo analítico, feminismo).

La solidaridad, definida no como vínculo afectivo sino como concepto normativo asociado a la igualdad, tiene su expresión normativa más clara, no en la benevolen-cia o la caridad cristiana, sino en derechos de necesario reconocimiento, si se pretende asegurar independencia a todos los seres humanos. De esta forma, se vinculan argumentos de justicia social a la solidaridad: “[Las] prestaciones sociales del Estado dejan de ser vistas como ayuda social y pasan a ser compensaciones por daños o le-sión de derechos” (Bayertz 1998, 39). Según Kurt Bayertz:

Las prestaciones sociales del Estado no son entendidas ya más como asistencia o ayuda, sino como compensación por la lesión o violación de derechos. La consolidación del Estado social debe comprenderse como parte de un pro-ceso en el cual la pobreza y la necesidad no son efecto de un destino inevitable e inocente [...] En el grave problema social de las sociedades modernas, el desempleo masivo, la cuestión es clara: éste es resultado de las innovaciones técnico científicas, de decisiones de inversión y de medi-das de racionalización, por lo que es un producto (indi-recto) de las acciones y decisiones humanas [...] Bajo estas condiciones, no sólo es concebible sino incluso necesario, como exigencia de justicia, trasladar al Estado, así sea en parte, las tareas que antes cumplía la familia, así como a otros eslabones de la sociedad que, por beneficiarse de las actuales estructuras económicas y sociales, asumen la mayor parte de los respectivos costos. (Bayertz 1998, 39)

El anterior enfoque es útil para plantear la concepción normativa de solidaridad que deseo defender en este escrito, a saber, la solidaridad como responsabilidad común ante la injusticia estructural.

Solidaridad como responsabilidad común ante la injusticia estructuralLa tempranamente fallecida Iris Marion Young, en su obra póstuma Responsibility for Justice (2011), defiende un “modelo social de la responsabilidad” que viene a com-plementar la responsabilidad individual por los actos u omisiones propios. Para Young, muchas situaciones de

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la vida moderna son estructuralmente injustas y tienen efectos devastadores sobre las personas, sin que sea posi-ble responsabilizar a alguien en particular. La injusticia es vista como natural, producto del destino o la fatalidad, como en el caso de las catástrofes naturales. Young se re-siste a naturalizar la injusticia estructural. Considera que muchas situaciones son injustas, aun cuando el pro-pósito de esas decisiones no haya sido afectar a alguien en particular, ni los efectos dañinos sobre los individu-os sean achacables a alguien o algunos en particular. La injusticia estructural que victimiza a muchas personas es más bien resultado de la agregación de multiplicidad de acciones y decisiones que sumadas (estructuralmente) terminan por perjudicar a personas concretas. Los efec-tos de las decisiones colectivas del pasado evidencian la interdependencia social en que vivimos. Muchas políti-cas públicas y decisiones generales benefician o incluyen a unos pero perjudican y excluyen a otros. Para aclarar su tesis, Young da el ejemplo de una joven madre soltera que vive con su pequeña hija en un apartamento aparta-do a dos horas de su lugar de trabajo en una gran ciudad. Por una decisión lícita de un inversionista propietario del edificio donde vivía, debe buscar otra residencia. Al bus-car una vivienda más cerca de su trabajo y con un colegio medianamente aceptable para su hija, ve que los precios de la vivienda se triplican. Debe aceptar entonces bajar de dos a una habitación y limitar radicalmente su cali-dad de vida. Las decisiones públicas de planeación y el mercado de vivienda reducido la condenan a descender de su nivel de vida a uno inferior, sin que pueda hacer nada en contra de dicha situación. Pero la injusticia es-tructural que sufre no es atribuible a nadie en particular.

El planteamiento de Young resulta de gran importan-cia para una comprensión normativa de la solidaridad,8 entendida como responsabilidad ante la injusticia. ¿Por qué razón toda la colectividad debería ayudar a los afectados por situaciones estructuralmente injus-tas, sin que ellas sean resultado de actos u omisiones atribuibles a otros? La respuesta tiene que ver con la responsabilidad común por el mundo que hemos crea-do colectivamente. En este sentido, Young va un paso más allá que Habermas cuando defiende la institu-cionalización de los discursos y de la argumentación para transitar a una sociedad comunicativa donde se superen las solidaridades locales y se haga realidad una solidaridad universal en la comunidad universal

8 Ver en este mismo volumen la reseña, elaborada por Sebastián Briceño Mutis, del libro Responsability for Justice (2011), escrito por Iris Marion Young y publicado gracias a Martha C. Nussbaum luego de la prematura muerte de su autora.

de diálogo. A Young le preocupa la interdependencia material que ya vivimos en un mundo global y saca consecuencias teóricas y prácticas de dicha interde-pendencia para la teoría de la responsabilidad social.

Cinco características distinguen la solidaridad como res-ponsabilidad ante la injusticia: primero, el deber de soli-daridad emana, no de actos particulares, los cuales caen bajo el modelo de la responsabilidad personal, sino del conjunto de decisiones, políticas y procesos instituidos a lo largo del tiempo y que tienen efectos diversos para los miembros de la sociedad. Segundo, el deber de actuar soli-dariamente no recae en individuos o grupos de individuos individualmente considerados, lo que supondría la impo-sición de deberes supererogatorios, sino en las comunida-des políticas vistas como un todo. Esto significa que todos debemos responder por la suerte de los desventajados o excluidos a consecuencia de las decisiones, las políticas y los procesos colectivos, en particular, mediante la tri-butación directa. Tercero, el origen de la responsabilidad común por la injusticia estructural no es un sentimiento de caridad, benevolencia, altruismo o generosidad, sino un principio normativo de justicia compensatoria por los efectos de estructuras sociales injustas, dado un contexto de interdependencia social. Cuarto, el deber de solidari-dad presupone un derecho colectivo a la institucionaliza-ción de una democracia social que posibilite luchar contra la injusticia estructural. Quinto, la exigibilidad jurídica de la solidaridad a favor de personas en situación de debili-dad o desventaja requiere la interrelación con el principio de subsidiariedad, con el fin de resguardar la autonomía individual, la responsabilidad personal y la justicia retri-butiva en las relaciones sociales.

En conclusión, la solidaridad como responsabilidad por la injusticia exige una complementación de la teoría de la responsabilidad personal por los daños o lesiones a los derechos generados por los actos u omisiones propios. Como responsabilidad común ante fenómenos de injus-ticia estructural, esta forma de solidaridad requiere un desarrollo teórico y práctico que va de la mano con la teo-ría de la dominación, de la dependencia y de la injusticia estructural, que aún deberá ser desarrollada y que tiene importantes implicaciones en la lucha contra la pobreza.

Para finalizar, quisiera sólo enunciar las consecuencias que tiene la noción de solidaridad como responsabilidad común por la injusticia en los modelos de democracia y en el reconocimiento de derechos sociales, tanto funda-mentales como humanos, lo cual remite a la pregunta por la relación entre solidaridad local y solidaridad nacional, también discutida por Habermas en su oportunidad.

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Solidaridad y democracia social

La democracia social se diferencia de la democracia liberal representativa (Locke 2004; Mill 2007), de la democracia republicana (Pettit 1999; Bellamy 2007) y de la democracia deliberativa (Nino 1997; Habermas 1999). La democracia social (Meyer 2009; Arango 2012) toma en serio la injusticia estructural en la interacci-ón social (Shklar 2010; Young 2011) e interviene por vía del Estado social de derecho y la teoría de los derechos para corregirla (Arango 2003). En ello, la democra-cia social o solidaria no incurre en el perfeccionismo que se indigna con la concepción republicana, ni en el procedimentalismo de la defensa deliberativa de la democracia o en el individualismo exacerbado de la de-mocracia representativa de corte liberal.

La democracia liberal parte de una concepción muy delgada de ser humano como tomador racional de deci-siones, quien ve reducido el mundo social a las preferen-cias individuales de los agentes en interacción social. El modelo de mercado para regular los diversos ámbitos de la vida —tanto el intercambio de bienes y la producción como la provisión de los servicios de salud, educación o seguridad social— genera discriminación y exclusión (Przeworski 2010, 50 y 53). Esto porque el mercado, ba-sado en las preferencias individuales, reproduce exclu-siones (Shklar 2010) y discriminación (Sunstein 1999). Los procedimientos democráticos limitados a la garan-tía de las libertades básicas y del sufragio universal son funcionales a grupos de poder organizados en contra de minorías y sectores que no tienen rostro, voz ni voto. Las reglas colectivas para asegurar la responsabilidad individual son ajenas a fenómenos imperceptibles para el ojo liberal relacionados con políticas y actuaciones que sólo agregativamente y a largo plazo producen efec-tos devastadores sobre personas y sectores en condicio-nes de desventaja (Young 2000 y 2011).

La democracia republicana parte de una visión dema-siado sustantiva de la persona, que acerca al modelo democrático al perfeccionismo moral. Los intentos de re-cuperar las virtudes cívicas en las sociedades pluralistas y altamente diferenciadas no parecen ser muy factibles. Tampoco es previsible concebir la democracia como un proceso de reconocimiento y autodeterminación ajeno a la transacción de intereses. Habermas acierta al criticar la visión de sociedad y de proceso político del republi-canismo clásico de Ferguson o Marx como reductora de la libertad, para formular y llevar a cabo planes de vida según las personales concepciones del bien, en particu-lar en sociedades posmetafísicas como las actuales.

El modelo alternativo a los dos anteriores, propuesto por Habermas, tampoco acierta en corregir los excesos libertarios de la democracia liberal ni las tendencias per-feccionistas de la democracia republicana. El énfasis en el proceso dialógico y el telos comunicativo del lenguaje ofrece ciertamente una fundamentación posmetafísica de la democracia y enriquece la noción de persona huma-na, con lo cual la propuesta deliberativa se deslinda de las concepciones republicana y liberal de la democracia.

La concepción discursiva del proceso político y de la so-ciedad contemporánea es una propuesta necesaria, mas no suficiente, para afrontar la injusticia estructural. Las instituciones y los procedimientos democráticos de una democracia social, es decir, una democracia que es inclu-siva (Young 2000; Arango 2012) y se toma suficientemen-te en serio la solidaridad, no se limitan a desbloquear los flujos de información y expresión políticas para que los ciudadanos ilustrados puedan autodeterminarse.

Una democracia social, como sostiene Thomas Meyer, para asegurar la vigencia formal y la realización práctica de los derechos fundamentales y humanos, debe abarcar cinco dimensiones:

primero, la dimensión normativa, con la pregunta por las exigencias de legitimación de las instituciones y de las políticas de la democracia; segundo, la dimensión empírico-analítica, con su pregunta por la efectividad del sistema democrático en la solución de problemas socia-les; tercero, la investigación sobre la estabilidad, con su pregunta por las condiciones necesarias para asegurar la democracia política; cuarto, la investigación democrática comparada, con su pregunta sobre el éxito de soluciones locales y específicas a los desafíos democráticos; y quinto, la nueva investigación sobre las causas, las formas y los efectos de la democracia imperfecta. (Meyer 2009, 8 y ss.)

Como lo he sostenido en otro lugar, “la solidaridad refie-re también a un contenido de futuro donde cesa la suje-ción y la jerarquía y se propicia un ambiente relajado en el cual, como diría Rorty, nos podemos mirar a los ojos, sensibilizarnos ante la crueldad y el sufrimiento y en-sanchar el nosotros para incluir a otras tribus” (Arango 2012, 182). Las potencialidades políticas del concepto de solidaridad apoyan una concepción de democracia como la formulada por John Dewey, para quien ésta es la forma de organización política y social más adecuada para li-berar la inteligencia de todos y ponerla al servicio de la solución de los problemas sociales. Democracia social es democratización de la sociedad en todos sus ámbitos, no sólo en el proceso político electoral.

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Por último, quisiera referirme de modo sucinto a la re-lación entre solidaridad y derechos sociales, humanos y fundamentales, tema que remite a la difícil relación entre la solidaridad local y la solidaridad universal. La pregunta puede reducirse a establecer cómo entronca el reconocimiento institucional de derechos fundamenta-les (en el nivel nacional) con el reconocimiento interna-cional de los derechos humanos cuando estamos ante el aseguramiento de prestaciones positivas como la ali-mentación, la salud o la educación. Mi respuesta tiene que ver con un concepto de derechos suficientemente abstracto y relacionado con la teoría del riesgo y del daño, cuya regulación normativa exige tomar en serio la interdependencia local y global como humanidad.

Solidaridad, derechos humanos y derechos fundamentalesEn el discurso de los derechos la solidaridad ocupa un lugar crucial (Gurvitch 2005). Si entendemos por dere-chos humanos, siguiendo a Ernesto Tugendhat (1997, 333-334), las exigencias recíprocas que nos hacemos si queremos comprendernos moralmente —y definimos los derechos fundamentales como derechos humanos positivizados en las constituciones políticas naciona-les—, podemos entender cómo la progresiva inclusión de derechos sociales, económicos, culturales y am-bientales en las constituciones de finales del siglo XX y principios del siglo XXI evidencia una progresiva rea-lización de la solidaridad en los ámbitos local e inter-nacional. El principal vehículo de dicha realización ha sido el reconocimiento de los derechos sociales como verdaderos derechos humanos y derechos fundamen-tales (Arango 2003; Guari y Brinks 2008).

Los derechos humanos han dejado de identificarse con libertades básicas del individuo anteriores al Es-tado y fundamentadas teológicamente. El uso del lenguaje de los derechos permite concluir que ellos son exigencias que nos reconocemos mutuamente, cuya institucionalización reclama prestaciones posi-tivas de diverso tipo para asegurar la realización de estados de cosas deseables en el mundo. Como lo ha puesto de relieve Amartya Sen con su teoría integrada de los derechos (Sen 2002, 36), con vistas a su realiza-ción, todos los derechos cuestan. La garantía efecti-va y la realización integral de los derechos humanos y fundamentales presuponen la actuación solidaria de titulares y destinatarios de los derechos, bien sea en el ámbito universal o nacional. En particular, los derechos sociales, humanos o fundamentales, buscan

garantizar condiciones materiales sin las cuales la persona humana carecería de lo necesario para desa-rrollar plenamente sus potencialidades, entre ellas la libertad, entendida como no dominación (Pettit 1999) o como un tercer concepto diferente a la no interferen-cia o a la auto-perfección (Skinner 2005).

En las sociedades contemporáneas las prestaciones so-ciales del Estado se basan en un concepto normativo de la solidaridad.

Los Estados modernos han asumido, además de la función clásica de garantizar la seguridad indivi-dual, diversas tareas con miras a asegurar un mínimo vital, como el apoyo material a las personas que no pueden ver por sí mismas, bien temporalmente o en forma definitiva. Tales prestaciones sociales del Estado se legitiman mediante la invocación del con-cepto de la solidaridad. (Bayertz 1998, 34)

La premisa normativa que subyace a esta tesis es que los ciudadanos conforman, por razones históricas, culturales, lingüísticas, una comunidad solidaria, la cual tiene el deber de ayudar a los compatriotas nece-sitados (Bayertz 1998, 34). Tal comprensión normativa de la solidaridad hunde sus raíces en la Constitución francesa de 1848, en cuyo preámbulo se consagra el deber de la república de asegurar la subsistencia a todo conciudadano necesitado. Pero esta concepción normativa de solidaridad social está lejos de la soli-daridad como vínculo emotivo de ciudadanos compro-metidos. Más que individual y basada en donaciones voluntarias, la protección social a los necesitados es prestada en el Estado social de derecho por un aparato burocrático mediante el reconocimiento de derechos fundamentales. De esta forma, la solidaridad deja de ser una relación afectiva entre los miembros de un co-lectivo, para juridificarse. La ventaja de este enfoque consiste en que la persona necesitada de ayuda no de-pende de la caridad privada sino que es titular de un derecho que le corresponde en virtud de la libertad, la igualdad y la solidaridad.

En contra de la solidaridad como base para el reconoci-miento de derechos sociales fundamentales se ha esgri-mido la seria objeción de que elimina la autonomía y la responsabilidad individual, a la vez que refuerza la de-pendencia y la irresponsabilidad fiscal. Tomar en serio la solidaridad como principio político que fundamenta obligaciones positivas del Estado (y de la comunidad política) para asegurar materialmente a las personas que no se pueden ayudar a sí mismas temporal o de-

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finitivamente conduciría a una sociedad de gorrones o free riders, i.e., una sociedad cuyo funcionamiento no sólo es ineficaz sino también injusto. Una adecuada comprensión de los derechos como relaciones deónti-cas construidas discursivamente y validadas de cara a las situaciones de riesgo y daño permite desvirtuar los peligros de un principio de solidaridad con efectos con-ductistas y desmovilizadores. En la solidaridad como principio jurídico la responsabilidad del grupo no se activa sino ante la situación de debilidad o desventaja de uno de sus miembros.

Mientras el sujeto individual pueda cumplir por sus propios medios con los compromisos adquiridos, no es exigible la responsabilidad colectiva, que es subsidia-ria (Arango 2005, 156 y ss.). Según este entendimien-to, la base de legitimación de los derechos sociales fundamentales y humanos es el principio de igual-dad (Bayertz 1998, 38). Quizás es Thomas H. Marshall (1973) quien mejor expresa la evolución de los derechos en relación con la ciudadanía, al referirse al tránsito de los derechos de libertad del siglo XVIII a los dere-chos de participación política en el siglo XIX, y luego, a los derechos sociales en el Estado de bienestar en el siglo XX. Si la igualdad social es precondición de una ciudadanía plena, entonces debe poder reclamarse como un derecho que debe ser garantizado por el Esta-do (Bayertz 1998, 38-39).

Habermas (1992) y Brunkhorst (2002) buscan estable-cer un equilibrio aceptable entre la solidaridad local y solidaridad internacional. Según la propuesta de estos dos filósofos alemanes, las estructuras sociales solidarias sirven de contrapeso a los circuitos de poder económico y burocrático que amenazan con destruir la estabilidad de las democracias en las sociedades posindustriales. Mientras más integración funcional y sistémica se presenta en las sociedades altamente tecnologizadas, menores son la integración social y la autonomía política de la población (Brunkhorst 2002, 162 y 164). Ante la presión de la globalización y de la episteme neoliberal, las solidaridades naciona-les amenazan con desmoronarse. Mientras se reduce la integración positiva por vía del Estado social, crece la integración negativa mediante el auge de los con-sejos de seguridad (Brunkhorst 2002, 159). Frente al proceso de transnacionalización del comercio y de las relaciones internacionales, que es irreversible, y el consecuente descenso de la solidaridad democrática, Brunkhorst propone diversas medidas, como la parti-cipación de las democracias precarias (en sociedades con altos niveles de inequidad) con voz y voto en las

organizaciones internacionales, como las Naciones Unidas. Habermas va más allá e incluso propone la representación política en dichas organizaciones para grupos y organizaciones de la sociedad civil, de forma que la sociedad civil pueda hacer contrapeso a los gobiernos maniatados por las normas del comer-cio y del derecho internacional (Habermas 2006, 171, y 2009, 161 y ss.). La realidad de una opinión pública crecientemente débil es enfrentada por estos autores mediante la promoción de derechos humanos forta-lecidos (Brunkhorst 2002, 191 y ss.), en un contexto de un derecho cosmopolita que promueve la demo-cratización de las organizaciones postnacionales (Brunkhorst 2002, 202).

A diferencia de una concepción emotiva de la solida-ridad que sólo promueve la integración internacional mediante la educación y la investigación, para la con-cepción normativa de la solidaridad la cultura de los de-rechos humanos no es mera filantropía, sino derecho. El “lenguaje de los derechos humanos” propio de las entidades no gubernamentales, las asociaciones civiles y los movimientos populares, así como de las organiza-ciones internacionales, no es un discurso meramente moral sino crecientemente jurídico (Brunkhorst 2002, 210). Esta perspectiva es más prometedora (y comple-mentaria) que la perspectiva emotivista y sociológica de la solidaridad, a la hora de preguntarse cuáles son las instituciones democráticas trasnacionales que de-bemos erigir para la plena realización de los derechos humanos como un todo integral.

Cuál sea la relación adecuada entre la solidaridad local y la solidaridad universal; cuándo y hasta dónde deben solidarizarse e intervenir otras democracias en democracias precarias que desconocen los derechos humanos de su población, son preguntas abiertas. El principio de subsidiariedad, presente en el Estatuto de Roma que crea la Corte Penal Internacional, es cierta-mente un principio de coordinación fundamental que abre una perspectiva de solidaridad universal prome-tedora. No obstante, todavía deberemos desarrollar instituciones y mecanismos alternativos nuevos de derecho internacional para hacer exigibles derechos sociales (Guari y Brinks 2008) humanos ante la comu-nidad internacional —como podría ser una Corte So-cial Internacional—, para responder efectivamente a las injusticias estructurales, en particular cuando los mecanismos y procedimientos democráticos locales no son suficientes para garantizar la plena realización de los derechos humanos, como ha mostrado el caso del terremoto en Haití.

Solidaridad, democracia y derechosRodolfo Arango

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Conclusiones

La solidaridad es un concepto ético denso que en su di-mensión normativa participa del principio de justi-cia. En su uso actual, el concepto de solidaridad es un principio normativo, y no meramente un sentimiento o emoción. Demandas de igualdad por vía de la atribución mutua de derechos —en especial, prestaciones positivas del Estado a favor de personas perjudicadas, afectadas o excluidas, en la forma de derechos sociales fundamenta-les y humanos— pueden derivarse del concepto normati-vo de solidaridad.

Como “principio”, la solidaridad es un mandato que exige a la comunidad política (nacional o internacional) actuar al máximo de las posibilidades fácticas y norma-tivas, a favor de individuos o grupos determinados de individuos que se encuentran en situación de debilidad o desventaja, para evitar, mediante la intervención co-lectiva suficiente y oportuna, la ocurrencia de un daño injustificado inminente.

Para que la solidaridad tenga lugar y opere en la prácti-ca no es necesario en la actualidad que exista un vínculo emocional o afectivo entre los miembros de la comuni-dad. Tampoco se requiere un consenso valorativo sustan-tivo en ámbitos particulares (Walzer 2004) para procurar y recibir ayuda del prójimo en caso de necesidad. El prin-cipio de solidaridad exhibe en la comprensión actual un carácter normativo asociado a la igualdad, no una adhe-sión valorativa a una comunidad existencial de destino, como es el caso en Charles Taylor (2003) (quien identifica solidaridad y patriotismo).

Basta aceptar que la dimensión normativa de la solida-ridad supone reconocer una responsabilidad jurídica compartida ante situaciones de injusticia que son conse-cuencia misma de la forma de interrelacionarnos como seres humanos.

Un concepto de solidaridad adecuado a las socieda-des políticas pluralistas y altamente diferenciadas sólo puede tener por sujeto a la comunidad nacional o internacional, y como destinatario, a la persona in-dividual o colectiva (grupos étnicos y culturales debi-damente diferenciados).

La forma óptima para la realización de la solidari-dad entendida como responsabilidad siguen siendo el discurso y la práctica de los derechos humanos, en especial por activistas y organizaciones no guberna-mentales. No obstante, los enormes desafíos sisté-

mico-funcionales exigen mucho más trabajo y una mayor creatividad, principalmente en la creación e implementación de mecanismos políticos y jurídi-cos que promuevan la democracia social. Por fortuna existe un interés creciente en el diálogo e intercambio interdisciplinarios en este campo.

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Solidaridad, democracia y derechosRodolfo Arango

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* this article is part of the author’s research on human rights and the philosophical foundations of a global constitutionalism.v Associate Professor of Philosophy at the Johann wolfgang Goethe University Frankfurt am Main, Germany. Author of Freiheit und Recht. Zur philosophis-

chen Bedeutung der Demokratie. Philosophisches Jahrbuch 118, n° 1 (2011): 21-38, and Demokratie unter Bedingungen der Weltgesellschaft? Normative Grundlagen legitimer Herrschaft in einer globalen politischen Ordnung. Berlin, New york: de Gruyter, 2009. E-mail: [email protected]

Democratic Solidarity: Why Do Democracies Owe Support to Democracy Movements?*

ABStRACtThis article starts by pointing out the internal tensions in the idea of a human right to democracy, which makes it difficult to use such a right as a normative reference for decisions on interfering in domestic conflicts in other states. Despite this, the second part of this article shows that it is still admissible for outsiders to interfere in domestic affairs when democracy is seriously curtailed or democratic revolutions are occurring. The article ends by showing why democracies owe support to democracy movements abroad. Democracies should show solidarity with these movements in the pursuit of their aim to democratize the political order of the state in question — a support that is not unconditional, but tied to a specific cause.

KEy woRDSHuman Rights, Democracy, Regime Change, Philosophy of International Affairs.

Solidaridad democrática. ¿Por qué deben las democracias apoyar movimientos democráticos?RESUMENEste artículo comienza señalando las tensiones internas que existen en el concepto de un derecho humano a la democracia, lo que hace difícil usar tal derecho como referencia normativa para tomar decisiones respecto a si interferir o no en conflictos domésticos de otros estados. A pesar de esto, la segunda parte de este artículo muestra que todavía es permisible que agentes extranjeros interfieran con asuntos domésticos cuando la democracia es seriamente coartada o cuando están ocurriendo revoluciones democráticas. El artículo concluye mostrando por qué las democracias deben apoyar movimientos democráticos en el exterior. Las democracias deben solidarizarse con estos movimientos que buscan democratizar el orden político del estado en cuestión. Este apoyo no es incondicional, sino que está atado a una causa específica.

PALABRAS CLAvEDerechos humanos, democracia, cambio de régimen, filosofía de los asuntos internacionales.

Solidariedade democrática, por que as democracias devem apoiar movimentos democráticos?RESUMoEste artigo começa apontando as tensões internas que existem no conceito de um direito humano à democracia, o que torna difícil usar tal direito como referência normativa para tomar decisões sobre se deve ou não interferir em conflitos domésticos de outros estados. Apesar disto, a segunda parte deste artigo mostra que ainda é permissível que agentes estrangeiros interfiram com assuntos domésticos quando a democracia é seriamente limitada ou quando está acontecendo revoluções democráticas. O artigo conclui mostrando por que as democracias devem apoiar movimentos democráticos no exterior. As democracias devem solidarizar-se com estes movimentos que procuram democratizar a ordem política do estado em questão. Este apoio não é incondicional, mas, sim, está atado a uma causa específica.

PALAvRAS ChAvEDireitos humanos, democracia, mudança de regime, filosofia dos assuntos internacionais.

Received date: October 3, 2012Acceptance date: February 14, 2013Modification date: April 5, 2013

DOI: http://dx.doi.org/10.7440/res46.2013.06

Andreas Niederbergerv

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After September 11, 2001 it seemed that the brief phase during which the world was moving toward ever more democracy and common human rights protection was over. Many saw international terrorism as

the new major threat — and as a consequence human rights were curtailed in order to not stand in the way of the war on terror (Blum and Heyman 2010; Heyman 2001-2002; Holmes 2007; Margulies 2006). Regime chan-ge (often labeled as democratization) appeared to be a viable way of punishing states for harboring or suppor-ting terrorists. For others, this gave the impression that both human rights and especially the project to demo-cratize states were nothing but attempts to cover Wes-tern hegemonic projects or its ruthless pursuit of its own interests (Bellamy 2004; Williams and Bellamy 2005). The defense of the right to non-interference, the main-tenance of domestic basic rights within Western states and generally the critique of war as a means of politics became key issues for these critical positions.

However, several “democratic” revolutions have occurred since September 11, 2001 in which protesters, activists and regular citizens fought for more democratic, rights-abiding and accountable forms of government, open and free elections and general access to social, cultural and economic goods. These protesters often asked for inter-national support and their protests were partly success-ful because of international reactions and aid. During both the 2003 Rose Revolution in Georgia and the 2004 Orange Revolution in the Ukraine, NGOs, Western State Departments and international human rights activists played important roles by financing activist groups, ren-dering the developments globally public and exercising pressure on Western and local governments and the EU. During the 2009 Green Revolution in Iran and the 2011 Arab Spring, the direct involvement was less obvious (with the exception of Libya, where the focus on democ-racy was not as strong as it was in Algeria or Egypt), but it was certainly requested from many protesters (Inbar 2013). The same is true for the ongoing and continuously growing civil war in Syria.

The support the protesters requested was not just asked as a favor. The protesters appealed to the common glob-al aim of creating conditions in which everybody can control and participate in the exercise of government. They tried (and in the case of Syria, at least some, still try) to convey the idea that they were (or are) fighting for their human right to democracy — and since this is a human right, the rest of the world, and especially the rest of the democratic world, could not just stand by.

Instead, it is obliged to intervene or at least openly sup-port the protests against autocrats, dictators and more generally oppressive regimes.

During the Iran protests, the Arab Spring and especially in Syria many Western states reacted with reservations (Huber 2012): They expressed some support for the gen-eral aims of the protests, but they were reluctant to get involved more actively (with the notable exception of Libya). Some human rights activists in Western societ-ies even pointed out that there was no human right to democracy and that support for parties in domestic polit-ical conflicts could further weaken the already weak in-ternational human rights regime by creating an obvious link between human rights and a specific, democratic form of government (Merkel 2011). Such a link, these activists feared, would significantly reduce the willing-ness of more autocratic governments to cooperate with human rights organizations, which would ultimately have negative consequences for those subject to “real” human rights violations (this means most of all ethnic cleansing, religious persecution or starvation).

There were many good and politically realistic reasons for these reservations. Nevertheless, they also had the effect of reinforcing the disappointment with (Western) democ-racies and their presumably primarily economic or hege-monic interests in other regions of the world. Democracies seemed to care more for stability or even economic pros-perity than for political and individual freedom. In light of these disappointments, this article will look more care-fully at the claim to international support for democracy movements.1 It will start by briefly analyzing a possible human right to democracy and point out an internal ten-sion in such a right, which makes it a rather problematic point of reference. Given this, the article will continue by asking if it is admissible at all for states and interna-tional actors to promote democracy and to interfere with domestic conflicts about the nature of government. After arguing that this is admissible, the article will conclude by showing why democracies owe support to democracy movements abroad. Democracies should show solidarity with these movements, which means that they owe them support in the pursuit of their aim to democratize the po-litical order of the state in question — a support that is not unconditional, but tied to a specific cause.

1 The present article will not look into general duties to support or not to harm other democracies — and it will also not say anything on the possible obligation to provide members of failed states with capabilities of building and operating state institutions. Concerning these subjects see Niederberger (2009a).

Democratic Solidarity: Why Do Democracies Owe Support to Democracy Movements?Andreas Niederberger

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A Human Right to Democracy?One of the hotly contested issues in the philosophical de-bate on human rights is the question of whether there is something like a human right to democracy. Such a human right to democracy is defended by theories that as-sume that private autonomy ultimately depends on public autonomy or that the two are at least co-original.2 Accord-ing to these views, rights require a public political and legal order and such an order can only be legitimate and non-dominating if it is a democratic order.3 Thus, democ-racy is prior to or necessary for the guarantee of any other (human) right. Therefore, if there are any human rights at all, a human right to democracy must be established first or in conjunction with any other right.

Many see flaws in this argumentation. One group of critics rejects the idea that democracy is more or equally funda-mental than peace or justice. For these critics, democracy might be basic in some sense, but it either relies on peace-ful living conditions or its importance depends on its in-strumental necessity for the requirements of justice. In light of these criticisms, a human right to democracy is not an unconditional right. It can at most be derived from other basic claims or rights, but it is not an original human right that would entitle one to act against peace or just conditions (Geis, Brock and Müller 2006; Maus 1998, 1999). A second group of critics (to which, for instance, John Rawls belongs) thinks that democracy is only one ideal of government, namely an ideal based on equality, and that there could be other types of decent — and this means less egalitarian, but still human rights protecting — forms of government that one would have to accept as expressions of other preferences for political (self-)organization (Ber-nstein 2006; Cohen 2010; Rawls 1999, 59-70; Reidy 2006). According to this perspective, there are different cultural and religious understandings of the scope and role of pub-lic order and on the grounds of these understandings, different peoples might end up choosing types of less egali-tarian and liberal forms of government.

In my view, these criticisms are not convincing (or at least not fully convincing). The first criticism that democracy is not desirable per se does not sufficiently capture the

2 Jürgen Habermas (1996, 84-104) first developed the argument for the co-originality of private and public autonomy. Different argumentations for a human right to democracy can be found, among others, in Bohman (2007, 101-134), Christiano (2011), Gould (2004) and, most recently, Peter (2013).

3 On this argument that a democratic order is necessary for the legitimate guarantee of rights, see also Benhabib (2009).

character of human rights as rights and their dependence on a public order in which persons do not have to rely on the moral motivations of other private or public actors.4 The second criticism that democracy is only one ideal of government is correct in some sense. It rightly points to the non-universality of specific democratic institutions or procedures and also to the non-universality of interpreta-tions of the content and scope of basic rights and rights to participation. A human right to democracy could, thus, not be a right to a public order with a specific ordering of powers, a specific election mode and specific basic rights expressing a specific idea of equality. However, what the criticism misses is that another type of government — which means a government without these features of typ-ical liberal democracies — can only claim legitimacy (or at least international legitimacy) if it can show that it can be traced back to the will of the people living under it. In this sense, the second criticism of a human right to democracy presupposes a more fundamental right to self-determina-tion, which will only create obligations (of respect or non-interference, for instance) in others if this right is not only exercised by some members of a political unit in order to dominate other members of the same unit. Thus, there must be at least some equality present in the presumable collective will formation.

The second criticism is mistaken if it generally argues against a human right to democracy. However, it high-lights important difficulties and maybe even tensions in such a human right: Democracy means that all those liv-ing in a certain political and social order are ultimately those controlling and deciding on the form of co-existence and its regulation.5 Given this, such a right can never be simply implemented by a third party, since it always al-ready requires the inclusion and participation of those who will be affected by a given order. Imposing the right to self-determination is contradictory if the imposition is not at the same time its revocation and putting it at the disposal of those who can and will determine themselves.6

Nevertheless, this conceptual tension between rights and their structural withdrawal of certain political and legal options, on the one hand, and the exercise of self-

4 Concerning the necessary link between rights and public order see Kant (1996, 84-86) (Doctrine of Right, §§ 41-42). For a more extended discussion of this link, see Maus (1992). Joel Feinberg (1970) provides a different kind of argument for the dependency of rights on a public (and not only moral) order.

5 On the connections among democracy, law and control, see Niederberger (2011a).

6 For a more detailed version of this argument see Beetham (2009) and Niederberger (2009b).

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determination, in which nothing but the political col-lective can authorize any regulation and withdrawal, on the other hand, is not the only and maybe not even the major problem for a human right to democracy.7 This tension becomes much less problematic if one considers the dynamic and reflexive aspects of many modern insti-tutional and legal structures and the general perspective of a reflexive or deliberative democratic order (cf., among others, Bohman and Rehg 1997; Parkinson and Mans-bridge 2012; Schmalz-Bruns 1995). The bigger problem is that a human right to democracy is too underdeter-mined to serve as a normative or even legal-political ori-entation. A human right to democracy would mean that persons have the right not to be subject to dominating institutions and structures. However, even in a negative perspective, it is not fully clear if and when institutions and structures are dominating — such that even the ob-ligation to help persons against dominating institutions needs further clarification. Moreover, clarification is all the more necessary with regard to “positive” obliga-tions, which means with regard to obligations concern-ing the institutions and structures that must be put into place for an order to realize the right in its positive and enabling dimensions. Democracy does not just consist of the absence of dominating institutions; rather, it pri-marily consists of institutions and procedures that en-able self-legislation and self-government.

Given all this, the talk of a “human right to democracy” indicates a very general and right normative claim.8 Nonetheless, it is hard to see how this talk could be transformed into the specific obligations, structures and procedures that are required.9 Any such transformation

7 On the general difficulties this tension poses, see Holmes (1988).8 The following argumentation is, thus, not rejecting the normative

idea behind a human right to democracy; rather, it criticizes the proposal to think of the normative claims inherent in this idea in terms of a right or more particularly a human right. This criticism, in turn, is based on an understanding of rights, according to which rights are not just prima facie goods or entitlements that must be balanced or distributed with regard to certain criteria. Rights themselves distribute duties and options and as one of their major features they give the rights holder the privilege to decide on their actualization (and not the duty holder). Concerning this understanding of rights and human rights, see Niederberger (2013).

9 One of the important strands of contemporary human rights theory conceives of human rights in a “practical” (Beitz, 2009) or “politi-cal” (Raz, 2010) theory. The idea of these theories, which often refer to the understanding of human rights in Rawls’ The Law of Peoples, is to reconstruct human rights as an essential component of the (at least partially) institutionalized international (legal) order. Ac-cording to these theories, violations of human rights are the only admissible reasons for interventions into other states, while it is acknowledged that states are almost always required for the secur-ing of human rights. The international order or intervening states

is subject to criticism in light of the right itself. This is because some people who are subject to the duties and/or institutions might not agree that their particular shape expresses their understanding of their purposes, which would already require a democratic procedure to take a legitimate decision.10

One good example of these difficulties is the controversy about the right to free speech and its role in democracy. While some, most importantly the US Supreme Court (for instance in its 2010 Citizens United v. Federal Election Com-mission decision), think that free speech is only guaran-teed if there is no public regulation, others, for instance the German Constitutional Court (in its several decisions on the public broadcasting system in Germany) argue that free speech is only guaranteed if the public realm is politically and legally organized such that all have (equal) access to public deliberations.11 This controversy con-fronts two possible interpretations of a human right to democracy or its implications and it cannot be decided by reference to such a human right alone.

Can the promotion of democracy in other states ever be admissible?Claiming a human right to democracy can have a lot of rhe-torical and motivational force. However, such a right is not suitable for institutional and legal implementation and not even for clear moral or political obligations. In extreme cases of totalitarian political systems (presum-ably mostly negative) obligations might be evident, but in most situations attempts to realize a human right to democracy are easily themselves violations of it. This raises the question of whether it can ever be admissible to promote democracy somewhere else — or would one have to say that ultimately accepting the base-line (this

can, thus, usually not supplement the state. See among others Beitz (2009, 102-106); Cohen (2008); Nickel (2007, 9-21); Raz (2010). Some of these approaches present theories of human rights with an intimate link between human rights, their institutionalization and democracy, such that human rights (ultimately) depend on de-mocracy and vice versa. These thoughts are related to the argument in this section, but it is important to note that in these theories and in the present article democracy and human rights relate to each other, but are not identical. In this sense, a “human right to de-mocracy” is a misleading attempt to cover the necessary difference between the two — without such a difference human rights could not presuppose democracy or vice versa.

10 On this question see Seyla Benhabib’s argument that democracy essentially consists of iterating laws and decisions (Benhabib 2004, 171-172).

11 Concerning this controversy, see also Sunstein (2000).

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means the general normative idea behind it) of a human right to democracy implies respecting the necessity that different contexts achieve their own democracies or forms of self-determination?

Such a conclusion would be much too easy: We live in a world in which people, societies and states are intercon-nected in many different ways and where there are no simply distinct political contexts. Does it sufficiently re-spect the right of others to their own democracy or self-determination if one exports weapons or luxury goods to the other contexts or if one invests in or divests from another state? Why should the desire of some to (be able to) import certain goods be compatible with the claim to self-determination, while the desire of others to (be able to) receive political aid be incompatible with such a claim? Economic, social, cultural and scientific coop-eration clearly influences the stability of political orders in many ways. Therefore, aspects and institutions of another state that are important for its maintenance or flourishing might depend on this cooperation and not, or at least not directly, on the proper choices of (all) the people living in this state. It would be strange if all these economic or technological kinds of cooperation with their potential political implications were allowed, but the promotion of democracy — for instance with publi-cations or even the support of certain political groups — was not. In a globalized, interdependent world, mutual interference with possible consequences for the main-tenance or change of political orders takes place all the time and if we do not want to significantly reduce this interdependence, the promotion of democracy in other places must be admissible in some sense.

Given the argumentation in the preceding section of this article, it is clearly inadmissible to simply impose one more or less comprehensive democratic system on another context.12 Such an inadmissible imposition includes the creation of robust institutions and proce-dures, which later on have their own perseverance and raise costs, if people want to change them.13 Support for democracy movements can only take on forms whereby

12 The following arguments are part of non-ideal theory; this means that I do not assume that we can start with the more or less direct construction of a global multilevel transnational democracy. If we started with such an ideal global order, the protection and promotion of democracy on the different levels could take on forms other than the ones discussed in what follows.

13 Against the argument in the text, one could also say that such perseverance and costs are necessary to secure the future of democracy in a given context — but I will not consider this possibility here.

people living in the coming democracy will be able to eventually revise it. Moreover, if there is no indication of any democracy movement, it would also not be very plausible to interfere with an existing society — at least if we cannot attribute this absence to notable severe and systematic violations of basic rights and/or other mech-anisms of silencing possible democracy or participatory movements. Before any promotion of democracy occurs, addressees or receivers of this promotion should be rath-er obvious — and this means obvious in a way that is not related to possible funds for a democracy movement or even directly the result of external interference or cre-ation (which is, for instance, one of the major difficul-ties of support for opposition groups in exile).14

Any support for democracy movements runs the risk of being parochial. This risk can only be countered if those promoting democracy (this means the supporters, not those within the democracy movement who are sup-ported — even though it might also apply to them) un-derline the basic openness of any democratic society for learning. This implies, first of all, that those promoting democracy should themselves be open to learn from the contexts in which they are promoting democracy. Some authors have rightly pointed out that the best argument for election monitors is to accept election monitors one-self — thereby showing that democratic procedures can fail everywhere and that everybody must have an inter-est in others observing the correctness of procedures, institutions and access to them (Lister 2012, 275).15 De-mocracies are (or should be) structurally suspicious of (always possible) abuses of powers and institutions and not be too self-confident about their democratic nature.

Nevertheless, the admissibility of democracy promo-tion does not only depend on general rules or princi-ples. There are different and differently intrusive forms of support for democracy and democracy movements abroad. The strongest forms are direct, possibly even coercive interventions with the aim to secure elections, the formation of parties, the building of institutions or the rule of law. As mentioned previously, such direct interventions are dangerous because by their very mode of operation they threaten democracy and the non-coercive character of democratic procedures, majority

14 In this respect, see the extensive research literature on the successes and failures of democracy promotion and political conditionality in the external relations of the EU.

15 See also the reports on official threats against election monitors of the US presidential election in 2012 in different media, for example McGreal (2012).

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and will formation. For instance, some people argue that the more or less direct Western support of certain groups and persons in many of the post-USSR states, which often turned out to be corrupt, created cynical and skeptical attitudes toward democracy in Russia. In this sense, one could say that direct interventions are only admissible if their costs for the future of democra-cy in a given political system are lower than their gains — which are obviously both often difficult to assess, but an assessment needs to be made.

The weakest form of democracy promotion is rhetorical pressure by publicly exposing and denouncing certain practices and developments or by calling for an election and other boycotts. This form is weak because it is not sure that this pressure will affect the situation at all — especially if a government controls the public sphere and can thereby block the potential reception and impact of this exposure. Such a form of democracy promotion is almost always admissible. However, one might ques-tion the general and possibly changing role of the media in political communities; this means the fact that the media themselves are important political powers and that access to them and to public deliberation is dis-tributed very differently. Moreover, the media can also contribute to the fragmentation of public discourse with the effect of major difficulties for procedures of common will formation (Sunstein 2007).

Often a middle form of democracy promotion is prac-ticed by international and regional organizations, like the EU, but also by single states in the negotiation of trade agreements, etc. Here, the prospect of member-ship and the accompanying advantages or economic support is tied to the development and maintenance of democratic institutions and procedures. These forms of democracy promotion by political conditionality were often quite successful because they are not open-ly intrusive, but appeal to the egoistic interests of the states, rulers and societies in question.16 Nevertheless, they cannot exclude that democratization is perceived to be imposed or that states take a strategic stance to-ward the requirements.

One can conclude generally that most forms of democ-racy promotion, even intrusive forms, can be admissible. Given the interconnectedness of the world, states inter-act all the time — and they interact in ways that have

16 See, for instance, the role the so-called Copenhagen criteria played in the democratization in Eastern Europe after the end of the Cold War.

consequences for their political orders. If forms of de-mocracy promotion are inadmissible, this depends on further aspects and considerations that are not necessar-ily tied to this promotion.

Can the promotion of democracy in other states ever be desirable or even required?So far I have argued that it is difficult to conceive of a meaningful human right to democracy, but that duties to respect the forms of government and political order in other societies or states depend on their ability to dem-onstrate that they are not dominating and express the will of those living in them. There is no general duty to refrain from promoting democracy (where democracy is not a specific political order, but the existence of a non-dominating system expressing the will of those living in it), even though its admissibility depends on further considerations of specific cases — particularly consid-erations of the future of a sustainable democratic order in the given case.17 However, if there is no human right to democracy (this means no strict duty to realize such an entitlement or claim), why should persons, states or more particularly democracies care about the promotion of democracy abroad? Even if it might be admissible to promote democracy, this could still mean that one should or need not do so — especially if there are good reasons why the (democratic) success of such interferences into other political systems will always depend on factors beyond the reach of those interfering and which might sometimes be very difficult to understand, recognize or predict. It will often be hard to answer the question of whether some group is really fighting for democracy and not rather for some particular political or religious proj-ect or just to gain power — and many experiences with democratic revolutions (for instance the recent develop-ments in Egypt or Tunisia) show that groups might ulti-mately be more likely to fight for their own power than for the democratization of the state or society.

The preceding argumentation problematized the idea of a human right to democracy not in order to question the validity and obligatory character of its normative core,

17 It is important to note that already at this point the conditions for the admissibility of democracy promotion abroad that I refer to here are structural and institutional considerations with regard to a future democratic order. Later in this article, I will discuss the question of whether considerations of the “democratic” cast of mind of movements in democratic revolutions should count — and I will argue that these considerations should not count.

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but rather because of the tension between the right-char-acter of this right and democracy as a mode of self-gov-ernment. To problematize the idea of a human right to democracy in this way18 underlines the core of the claim not to be dominated by institutions and powerful actors and to only live under conditions that are the expression of one’s own will. This claim depends on the existence of an international structure that guarantees that other states and political actors cannot arbitrarily deprive a first state or society of the possibility to develop and achieve its own will. Ultimately, the claim can only be fully realized by oneself, which means that third parties might contribute to liberating the first state or society from dominating institutions and structures, but they cannot ensure that the first (will) live under conditions that express their own will. Such a will must be a col-lective will, which entails many complicated issues, like the social, cultural, legal, procedural and institutional conditions for a common and inclusive will formation. Furthermore, many of these conditions can only be achieved over time and also depend on other economic, cultural and social factors and resources rather than just the desire to create a democracy.

The claim not to be dominated and to live under con-ditions that express one’s own will cannot be simply translated into rights and obligations — especially not into rights and obligations between members of a state and other states or members of other states. Nonethe-less, this difficulty of translating it into rights and ob-ligations does not imply that we can have a normatively neutral attitude toward the realization or non-realization of this claim. As (one of) the most fundamental claim(s), we all have (or should have) an interest in its realization, even though there is no clear obligation and accompanying entitle-ment to realize the claim ourselves, which means to enforce a specific democratic institutional structure and corresponding elections and/or deliberation and deci-sion procedures on a given territory (Niederberger 2011b). Persons fighting for a more democratic order (again in the broad sense, not only those fighting for a liberal democracy) deserve the support of

18 To state it once more, the important point of my argumentation is to understand the kind of obligation that democratic states and/or citizens of democracies have with regard to democracy movements or states in transition to a democratic order. Ultimately, it is not essential if we call the corresponding benefit or interest of such an obligation a “human right to democracy” or not. As previously mentioned, I suggest that we should not call such mere benefits or interests, which do not entail clear remedies and the necessary legal and political institutions to trigger beneficial actions, “human rights”. However, there are obviously many “interest” theories of human rights that would also call these interests or benefits corresponding with the obligations developed in the text “human rights”.

other (democratic) states (or members of these states) because they are trying to realize their basic claim, which all human beings as-sumedly strive for. Freedom can only be achieved in common structures with others; therefore, we are all bound to es-tablish democracy wherever it can be established.

Thus, democratic movements are entitled to solidarity. They should be supported in their fight for democratic institu-tions and structures — and “supported” means that the democratic movements and their members should be the ones creating and establishing the institutions and structures and not those supporting them. Solidarity is the correct term for this kind of support because it un-derlines that members of the first state/society are the actors and the support expresses the acknowledgment of the normative desirability of their movement without making it a common cause in the strict sense. Thus, soli-darity means symbolic, ideal or material support and aid of another in her situation, projects and aims without necessarily presupposing that the situation, projects or aims are also beneficial or of interest for the supporting party. Only such a solidaristic relationship will exclude parochialism, while still being an obligation on the side of those being solidaristic.

On the other hand, such a relationship of solidarity is not unconditional and it is not support for the persons or groups as such. In the case of democratic movements, solidarity is required by the normative value of the aim a given movement pursues and it is directed at this aim. It does not entail support for specific political positions and actors. Therefore, solidarity can be critical of aspects of political or democratic movements that (seem to) run counter to the aim of democratizing a political and social order. This is a major difference to other obligations aris-ing from human rights or duties of justice (if there are any). In the case of a duty of solidarity with a democracy movement, the obligation is not an obligation to the specific persons, but one related to the (possible) contri-bution of given democracy movements or other actors to the transformation of the political system in question. Individual persons will, thus, only benefit in a mediated way from these obligations, namely that they might end up living in a democracy.

Democracy implies liberating the potentials of critique — and these potentials also relate to given democracy movements and their support from more or less estab-lished democratic states and societies. This critical rela-tionship will also alleviate the question of how to decide if a movement or group really pursues democracy or in-creased democracy as its aim. The openness and maybe

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even responsiveness to criticism, which is the ability and willingness of groups to justify their protests and perspectives by giving reasons for them, are certainly good criteria for possible candidates of support.19

It is very important that democratic solidarity is not tied to specific political positions or projects because only if it is solidarity with the aim of creating (more) democrat-ic institutions and structures can it convey its basis in a universal moral obligation. Given this, I would argue that despite presumable political wisdom, democratic solidarity cannot depend on specific actors and their circumstances in different contexts. One could always interpret such a reference to specific actors as being con-tent-bound, which means reacting to specific positions that parties take or interests that might be affected. Democratic solidarity should be as rule-bound (and not content-bound) as possible in order to prevent any im-pression of partiality accompanying it.

This article argues in favor of democratic solidarity from a cosmopolitan perspective. It assumes that, norma-tively seen, the realization of freedom cannot depend on contingent decisions and mere historical chance. People everywhere have the same claim to participate in the decisions about the rules, institutions and persons who shape their social actions. Democratic (or republican) conditions are ultimately necessary everywhere to real-ize freedom. Under non-ideal conditions, this means that democratic states and citizens of democratic states owe democracy movements solidarity in their fight for a more democratic future.

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* Algunas ideas desarrolladas en este artículo fueron presentadas en el V Fórum de Direito do Seguro “José Sollero Filho”, São Paulo, el 20 de junio de 2009, con el título “Solidaridade e democracia”, y en la Jornada La solidarité en droit constitutionnel: approches historique et théorique du concept de solidarité en droit constitutionnel, organizada por el Centre de Droit Constitutionnel de la Université Jean Moulin - Lyon 3, el 26 de marzo de 2010. Este proyecto no tuvo financiación. Agradezco a la Dra. Mónica Cristina Padró su atenta lectura del texto en castellano.

v Doctor en Filosofía Política por la Universidad de París, Francia. Profesor de la Universidad Cergy-Pontoise (Francia), donde dirige el Centre de Philoso-phie Juridique et Politique. Entre sus últimas publicaciones sobre América Latina se encuentran: A politica dos juristas. Direito, liberalismo e socialismo em Weimar. São Paulo: Alameda, 2012, y El nacimiento del constitucionalismo social latinoamericano (1917-1949). Revista de la Academia Colombiana de Jurisprudencia 350 (2012). Correo electrónico: [email protected]

El concepto de solidaridad y sus problemas político-constitucionales. Una perspectiva iusfilosófica*

RESUMENA menudo, el concepto de solidaridad ha sido encarado por la filosofía desde un punto de vista especulativo —aun cuando se recurriese a referencias sociológicas—, en particular como fundamento de una ética social. Por otro lado, el concepto tuvo, en la segunda mitad del siglo XX, una recepción político-constitucional, como fundamento para la intervención social del Estado. Sin embargo, no escapa al análisis que se trata de una noción muy marcada por las concepciones políticas en las que encuentra acogida, y las tradiciones nacionales en las cuales se despliegan sus significaciones. Estas dimensiones buscan ser exploradas por este trabajo a partir del caso francés, utilizando su dimensión jurídico-positiva como revelador de algunas de sus ambigüedades políticas.

PALABRAS CLAvESolidaridad, derecho público, Estado social, filosofía política.

Fecha de recepción:1º de octubre de 2012Fecha de aceptación: 14 de febrero de 2013Fecha de modificación: 3 de abril de 2013

DOI: http://dx.doi.org/10.7440/res46.2013.07

Carlos Miguel Herrerav

The Concept of Solidarity and Its Political-Constitutional Problems. A Jusphilosophical Perspective

ABStRACtOften the concept of solidarity has been approached by philosophy from a speculative standpoint, even when referring to sociological references, particularly as one of the foundations of social ethics. In contrast, in the second half of the 20th century the concept had a political-constitutional application as a foundation for the social intervention of the State. However, solidarity has also been analyzed as notion heavily influenced by the political concepts which contain it and by the national traditions in which its meanings are displayed. These dimensions are explored in this article by studying the French case through the use of a legal-positive dimension as a means to reveal some of its political ambiguities.

KEy woRDSSolidarity, public law, social state, political philosophy

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todo concepto —el conjunto de significa-ciones que lo forman— sólo es inteligible a través de su historia. Un concepto político, además, vive henchido de tradiciones nacio-nales, ajustado por las culturas donde opera

como referente. En Francia, cuya tradición explorare-mos aquí con mayor cuidado, la idea de solidaridad fue asociada con rapidez a una visión política determinada —de izquierdas o “progresista”, para decirlo de manera abrupta—, lo que no impedía que fuera —y sea— defini-da desde el campo de la ética como un valor o un ideal moral, es decir, universalizable, habilitando las visiones normativas del concepto.

Quizás el primer paso para alejarse de cierta práctica especulativa de la filosofía pase por recordar que dicho concepto fue integrado, a partir de un momento deter-minado, por los sistemas jurídicos positivos. Este víncu-lo con el derecho venía de antiguo: el origen etimológico de la palabra solidaridad proviene, como se sabe, de una deformación del solidum, por el cual los jurisconsultos romanos se referían a la obligación que nacía entre los distintos deudores de un todo. De este uso nace la idea de solidez, y luego, la de solidaridad. Sin embargo, es a tra-vés de un sentido sociológico —que, como veremos en-seguida, será central para sus alcances actuales— que el concepto de solidaridad termina adquiriendo autonomía en el vocabulario político, un recorrido que comienza con Auguste Comte, que lo usa para describir un sentimiento social. En esa primera mitad del siglo XIX que verá nacer, en un terreno abonado por las mismas inquietudes, los conceptos de sociología y socialismo emerge pues la noción de solidaridad. Pierre Leroux, que también reclamaba

para sí de manera igualmente infundada la paternidad de la palabra socialismo, sostiene que la tomó de los legis-tas para reemplazar la caridad del cristianismo.1 La solida-ridad aparecerá entonces como un concepto que abre una puerta a la solución de la cuestión social, y no sólo como fundamento filosófico de un nuevo orden.

El concepto de solidaridad se desplegará con mayor am-bición en tiempos de construcción de un orden demo-crático, en particular como fundamento material de la República. En ese sentido, su desarrollo más sistemático puede ser datado con cierta precisión en la fase de conso-lidación de la Tercera República francesa, bajo la pluma científica de Émile Durkheim (antecedido por los traba-jos de Louis Marion, en 1880, y, poco después, de Alfred Fouillée) y la inspiración, más directamente política, de Léon Bourgeois (precedido en ese campo por Charles Re-nouvier, en 1869).

Con esta rica densidad social e incluso ética a cuestas, el concepto solidaridad conocerá a su vez proyecciones pro-pias dentro de la ciencia jurídica. La primera aparece de manera inmediatamente posterior a los impulsos dados a la noción por las incipientes ciencias sociales y el radi-calismo. La siguiente, en la segunda mitad del siglo XX, cuando se generalizan los modelos estatales intervencio-nistas en un marco democrático, bajo la modalidad de un Welfare State. Este último momento, menos rico desde el punto de vista conceptual que el precedente, es mucho

1 Para la historia del concepto de solidaridad en el siglo XIX, ver Blais (2007).

O conceito de solidariedade e seus problemas político-constitucionais. Uma perspectiva iusfilosófica

RESUMoFrequentemente, o conceito de solidariedade é encarado pela filosofia a partir de um ponto de vista especulativo —ainda quando se recorre a referências sociológicas—, em particular como fundamento de uma ética social. Por outro lado, o conceito teve, na segunda metade do século XX, uma recepção político-constitucional, como fundamento para a intervenção social do Estado. No entanto, não escapa à análise que se trata de uma noção muito marcada pelas concepções políticas em que encontram acolhimento, e as tradições nacionais nas quais se desdobram suas significações. Estas dimensões procuram ser exploradas por este trabalho a partir do caso francês, utilizando sua dimensão jurídico-positiva como revelador de algumas de suas ambiguidades políticas.

PALAvRAS ChAvESolidariedade, direito público, Estado social, filosofia política.

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más productivo desde una perspectiva jurídico-normati-va, y la solidaridad desplegará con mayor precisión sus efectos en el plano institucional. Así, el nuevo compro-miso social que se establece tras la derrota del totalitaris-mo europeo está teñido de algún modo por el concepto, permitiendo la emergencia de otro tipo de democracia, la “democracia social”, según una denominación exten-dida por entonces en la pluma de los juristas franceses (y, claro, de otros lares).

A decir verdad, ya Durkheim veía en el derecho —en-tendido en sentido general como una regla de conducta sancionada— el símbolo visible de la solidaridad social, que se replicaba en sus normas jurídicas (Durkheim 1998). Aunque la tesis de Durkheim era ante todo analí-tica, su carga significativa no era sólo epistemológica, y él mismo subrayaba que la tarea de las sociedades avan-zadas residía en la introducción de una mayor equidad en las relaciones sociales. No por nada, de manera con-temporánea, se hará una lectura sustancial de la tesis. Si todo derecho es de un modo u otro solidario, se podría decir que no hay sociedad sin solidaridad.

Se adivinan fácilmente desde ahora los efectos de legiti-mación que tal empleo acarrea. Claro que no agotamos el interés del tema argumentando que lo que se busca con un concepto saturado axiológicamente es legitimar un orden jurídico positivo; nos quedará siempre por determinar el cómo de dicha operación, cuestión que es siempre, ade-más, mucho más compleja, por sus efectos productivos sobre la realidad social, que una mera ocultación. Por lo pronto, el uso del concepto de solidaridad será expansivo o defensivo, según los marcos donde se emplee. El primer modo aparece, por ejemplo, en épocas fundantes de la his-toria francesa, como a inicios del siglo XX o en 1945. En contextos de crisis económica, en cambio, el concepto de solidaridad parece adquirir un valor defensivo, como lími-te. Pero en todas sus ocurrencias, el concepto de solidari-dad guarda una serie de ambigüedades que condicionan la inmediatez, la transparencia de su significación, así como el sentido de su utilización, al menos en sede jurídi-co-constitucional —es la óptica que priorizo, entre tantas otras, como filósofo del derecho—.

Queda claro, en cualquier caso, que el concepto solidaridad tiene una larga historia, no sólo como tal, sino también en su relación con la democracia republicana, anterior incluso a su autonomía política. Nos interesa detenernos aquí en la solidaridad como argumento, en una constela-ción donde lo político asume su vecindad con lo estatal, y en la cual, al mismo tiempo, lo social aparece como una cuestión por resolver institucionalmente. Lo que llamo

“problemas político-constitucionales” del concepto de solidaridad encierra, empero, al menos dos dimensio-nes. La primera aparece en la construcción de un orden democrático. La segunda se refiere a las posibilidades de transformación de dicho orden.

La solidaridad y la construcción de un orden políticoComo acabamos de ver, la sistematización del concep-to de solidaridad, al menos en Francia, es hija de la modernidad de finales del siglo XIX, donde se la pre-senta como una noción nueva, apta para responder a los desafíos sociales que presentaba la evolución de las sociedades industriales y democráticas. Por cierto, el concepto había hecho irrupción antes, e incluso se es-tablecían conexiones de sentido para hacerlo remontar a la Revolución Francesa, pero un conjunto de mani-festaciones y giros confluyen para promover su nove-dad en esas circunstancias.

La más importante de estas empresas, en el plano polí-tico, es, como ya lo recordamos, la de Léon Bourgeois, por el lugar que ocupará el radicalismo en la dinámica republicana (y por el lugar que ocupó su autor dentro del radicalismo), y que dará origen a la llamada teoría “solidarista”, cuyos orígenes se remontan de manera habitual a la publicación del primer opúsculo del autor, en 1896, bajo el título simple y eficaz de Solidarité. Bour-geois acababa de abandonar la más alta responsabilidad gubernamental: había sido presidente del Consejo entre noviembre y abril de 1894. Tal vez por eso también, la teo-ría de Bourgeois tendrá una rápida repercusión en los va-riados campos de la filosofía, la economía, el derecho y, sobre todo, la política. Esta visión no se transforma úni-camente en la trama del programa del Partido Radical en la primera década del nuevo siglo; servirá, además, de fundamento a la legislación social y laboral que se imple-menta en esos mismos momentos bajo el impulso de los gobiernos “republicanos de progreso” y radicales (el pro-pio Bourgeois volverá a ocupar funciones como ministro de Trabajo, en particular). La solidaridad social era teori-zada aquí como un derecho —“natural”, en la medida en que Bourgeois considera que los procesos de solidaridad caracterizan la vida, en el sentido biológico de la pala-bra—, que se opone a la idea (católica) de caridad, en una lógica que no era en verdad original. Sobre el dato de una solidaridad natural, se construirá el deber social de la so-lidaridad, que surge como tal del hecho que el hombre, al nacer, adquiere una deuda social como beneficiario de la obra humana que lo precede y le permite existir.

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En ese sentido, Bourgeois escribirá que “la ley positiva puede asegurar, a través de sanciones imperativas, el pago de la deuda social, la ejecución de la obligación que resulta, para cada hombre, de su estado de deu-dor hacia todos los otros”. El carácter obligatorio de la deuda se fundamenta en una forma de casi-contrato, que traduce retroactivamente ese consentimiento a las reglas de la solidaridad social que existe en los hechos (Bourgeois 1906). Para los ciudadanos desfavorecidos, esta situación se traduce jurídicamente en un “crédi-to” que puede hacerse valer ante la colectividad. La noción de Estado, pensado como instancia superior y exterior a los hombres —y que se asociaba por entonces a la ominosa concepción “germánica”—, es reemplaza-da por una idea más vaga de “sociedad” —para Bour-geois, su empresa trata de circunscribir una relación entre hombres, entre asociados—, lo que empalma con una vieja tradición que ya estaba presente, una vez más, en la Revolución Francesa.2

En un terreno más concreto, el político Bourgeois pre-conizaba la creación de instituciones sociales que “sir-van de garantía a los individuos frente a los riesgos de la vida”, como la invalidez o la desocupación, hacién-dolos recíprocos. Sus traducciones prácticas se irán pre-cisando con el proyecto de instauración de un mínimo vital —no sólo para aquellos que necesitan asistencia, sino incluso para aquellos que temporariamente se en-cuentran privados de medios de vida a causa de la salud, la desocupación o un accidente laboral—, la limitación de la jornada de trabajo, y, en un plano más general, la promoción de la educación pública, gratuita en cada uno de sus niveles. Y en un ámbito más definido aún, Bourgeois se vuelve el adalid de la instauración de un impuesto progresivo a las ganancias, para financiar la solidaridad de la colectividad, aunque precisando que no se trataba en su concepción de un “impuesto de ni-velación”. Dado que, por el hecho mismo de la solida-ridad —una parte de la propiedad, de la libertad y de la actividad de cada individuo proviene del esfuerzo social común—, ésta debe consagrarse al bien común. El indi-viduo se libera así de la deuda social y puede disfrutar de su libertad (Bourgeois 1902).

Si bien el futuro premio Nobel de la Paz prefiere insistir en la idea de “deberes del hombre” (más tarde “deberes de solidaridad”), nacidos del hecho de la solidaridad, en una suerte de paralelo con los derechos del hombre

2 Bourgeois (1902) considera que restringe el lugar del Estado, reduciéndolo a una instancia judicial, encargada de interpretar y garantizar los acuerdos libremente consentidos.

proclamados en 1789, surgirá con rapidez del solidarismo una tradición que utiliza la categoría de derechos-crédito para pensar los derechos sociales, aunque, a decir ver-dad, por entonces más en el terreno de la filosofía y de la sociología que del derecho (Herrera 2009).

Empero, la “cientificidad” de la noción se asienta, sobre todo, en los trabajos de Émile Durkheim. En el mismo momento que el político radical presentaba sus ideas aparecía la tesis doctoral de Durkheim sobre La división del trabajo social, en 1893. Para su autor, la solidaridad era un “hecho social”, que no puede ser conocido más que a tra-vés de sus efectos sociales. Y para “observar” ese hecho hay que recurrir al derecho, que reproduce las formas principales de la solidaridad. Es a partir de su estudio, o con más exactitud, de sus reflejos, de sus marcas jurídi-cas, que nuestro autor distingue dos tipos de solidaridad social: la solidaridad mecánica y la solidaridad orgánica. A la primera correspondía un derecho de tipo represivo, como el derecho penal, que simbolizaba un tipo de soli-daridad donde la cohesión social nace de una cierta con-formidad de todas las conciencias individuales a un tipo común, que los liga. En otros términos, la unidad del cuerpo social se articula en la similitud. En cambio, el derecho cooperativo traduce un tipo de solidaridad “orgá-nica” —que implica otro tipo de sanción, que el sociólo-go francés denomina restitutiva—, y que es propio del lazo social existente en las sociedades industriales a partir de la división del trabajo. A diferencia del tipo represivo, el derecho busca aquí reponer el estado anterior, como en el caso de los “dommages-intérêts”. La división del trabajo crea entre los hombres un sistema de derechos y deberes que los liga entre sí, y este conjunto de reglas aseguran el concurso pacífico y regular de las funciones divididas, dando lugar así a una cooperación, a una tarea común. Este tipo de solidaridad orgánica se vuelve predominante en las sociedades modernas.

Durkheim no deja nunca de subrayar que si la división del trabajo hace solidarios los intereses, estos últimos conservan su carácter antagónico. En efecto, la solidari-dad orgánica no suprime la oposición de intereses, pero la “división del trabajo engendra reglas que aseguran el concurso pacífico y regular de las funciones divididas”. Nace entonces un consenso espontáneo entre las par-tes, una solidaridad interna, que constituye el cemento que une las sociedades.3 Más aún, existe una relación estrecha, como lo explica en las páginas de De la division

3 Para Durkheim, en verdad, había formas particulares de solidaridad (nacional, doméstica, familiar etc.), y no una solidaridad en sí.

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du travail social, entre el derecho contractual y la división del trabajo: si el derecho refleja la solidaridad, se obser-va que las formas contractuales se desarrollan con mayor facilidad en el marco de la solidaridad orgánica, al punto que una de sus modalidades es la llamada “solidaridad contractual” (Durkheim 1998).

Quizás sea una obra jurídica, la de Léon Duguit, la que mejor metaboliza el afluente político y el afluente so-ciológico del concepto de solidaridad —no caben dudas, en cambio, de que ella ilustra toda la complejidad de la recepción del pensamiento social dentro de la doctrina del Derecho público (y no sólo francés)—. Por cierto, la referencia directa a la doctrina política del solidarismo es marginal en Duguit, ya que prefiere ubicarse en el te-rreno sociológico, al que tiene por científico. Y tras de-tenerse en un primer momento en la visión organicista de Spencer de la sociedad como ser vivo, se apropia muy pronto de la obra de Durkheim para fundar su tesis de que la interdependencia social establece las reglas del derecho. La solidaridad social, como hecho permanente, siempre igual a sí mismo, aparece como el fundamento de todo derecho (Duguit 1927).

Partiendo de las tesis durkheiminianas, el jurista borde-lés afirma que “toda sociedad implica una solidaridad; toda regla de conducta que toca a los hombres que viven en sociedad ordena (commande) cooperar con dicha soli-daridad; todas las relaciones humanas han sido y serán siempre relaciones de similitud o de división del trabajo; de allí la permanencia de la regla de derecho y su con-tenido general”. En el fondo, la solidaridad bien enten-dida, “no es más que la coincidencia permanente entre los fines individuales y los fines sociales”, el hombre sólo puede querer la solidaridad. Si el ser humano está some-tido a la regla que consiste en “no hacer nada que atente contra la solidaridad social en algunas de sus formas, y hacer todo lo que sea de naturaleza por realizar y por de-sarrollar la solidaridad mecánica y orgánica”, el trabajo del jurista consiste en determinar cuál es la regla de de-recho que se adapta exactamente a la estructura de una sociedad dada (Duguit 1901 y 1923).

No nos interesa tanto aquí explayarnos sobre su visión de la solidaridad, poco original en sí, sino en las conse-cuencias que saca en materia de derecho público. El Es-tado, en particular, es concebido como una cooperación que asegura los servicios públicos y sanciona la regla so-cial. Esta visión se empalma incluso con la idea de limi-tación del poder, ya que, para Duguit, “los gobernantes son individuos como cualquiera, sometidos como todos los individuos a reglas sociales fundadas en la solidari-

dad social e intersocial”. Y dichas reglas sociales, justa-mente, “les imponen deberes, y sus actos son legítimos y deben ser obedecidos, no porque emanen de una perso-na pretendidamente soberana, sino sólo y en cuanto son conformes a las reglas de derecho que se imponen a sus autores” (Duguit 1921). O, para decirlo de otro modo, el Estado no es más que una potencia de hecho, cuyo objeto y extensión son determinados por el derecho objetivo que nace de la necesidad social.

Como tal, pues, el Estado está sujeto a “deberes objeti-vos”, lo que facilita, en el marco de la ciencia del derecho de la época, las posibilidades para pensar jurídicamente políticas activas, positivas, de intervención. Los gober-nantes, como todos los hombres, “no están sólo llamados a abstenerse, sino a actuar”, y en especial, “a organizar y asegurar por las leyes la educación, la asistencia y el trabajo”. Aunque se muestra en un principio pesimista sobre la fuerza de la interdependencia social para asegu-rar dichas normas, el decano de Burdeos hablará de una regla de derecho que impone al Estado la obligación de “hacer todas las leyes que sean necesarias para asegurar la realización de la solidaridad social”, en materia de tra-bajo, asistencia y educación.4

Por cierto, descarta, como inexacta, la idea de “derechos subjetivos a prestaciones activas” —lo que hoy llamaría-mos derechos sociales—, pero el Estado, bajo cualquier forma política en que sea organizado, tiene deberes so-ciales que cumplir, para permitir que el individuo que necesita trabajar para vivir obtenga un empleo, que sea protegido de la explotación, que tenga asegurados los cuidados mínimos y medios de subsistencia e, in-cluso, cierto nivel de bienestar cultural. Es decir, hay reglas de derecho que está obligado a formular y reali-zar, ya que está en juego “la posibilidad de dar a cada uno la posibilidad material y moral de colaborar en la solidaridad social” (Duguit 1921). En efecto, como ya ocurría con Bourgeois, pero de manera más manifies-ta aún, Duguit no asocia la idea de solidaridad a “dere-chos”, sino a “deberes”. Al igual que el Estado, tampoco el individuo tiene sólo deberes sociales. Como vemos, Duguit rechaza toda idea de derecho (subjetivo) de los individuos, en particular fundada en la “dignidad de la persona humana”, noción que juzga “metafísica” y que, en consecuencia, no puede servir de fundamento a un sistema político positivo.

4 Paralelamente, Duguit defiende la idea de la “función social” de la propiedad privada, que en su concepción intangible e individualista debe desaparecer, en beneficio de la idea de un “deber social” (Herrera 2011).

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Una misma preocupación práctica, aunque de signo más político, lo lleva a rechazar el reconocimiento del “dere-cho de huelga” y de todo “derecho obrero”. La referencia es importante, porque nos muestra ya la emergencia de otro concepto de solidaridad que se está desarrollando en ese contexto: el de “solidaridad de clase”; nacida al calor de las condiciones de trabajo y de vida de la clase obrera, generaba formas específicas de intervención política; al menos era ésa la forma en que la desarro-llaban las corrientes sindicalistas revolucionarias, en torno a la CGT y al pensamiento de Georges Sorel (Herrera 2005). Duguit rechaza que exista un derecho propio del mundo obrero: sólo existe un derecho común que se apli-ca a todos los ciudadanos. Por su parte, promoverá una organización de tipo “sindical”, descentralizada, donde las clases sociales estarían organizadas en un todo ar-monioso, que terminase justamente con el conflicto de clases (Duguit 1901 y 1908). No se debe olvidar tampoco el atractivo que ejerce para Durkheim el incipiente princi-pio corporativo, como manera de integrar las formas de solidaridad debilitadas por la división del trabajo.

Esta visión dejaba atrás la idea de Estado decimonónica, no sólo en lo que se refería a su viejo estatuto de gendar-me, sino también a su carácter opresivo. Como lo expre-saba el más importante teórico español del Estado de la época, Adolfo Posada, “el proceso íntimo de la vida social se orienta hacia una compenetración intensa de los sen-timientos de solidaridad”, que lleva al individuo a reco-nocer su carácter social, y a los Estados, a convertirse en órganos supremos de lo que llama “solidaridad expan-siva”, que trabajan para “convertir en realidad política la solidaridad que la evolución acentúa e intensifica”, y para lo cual el derecho actuaba como medio pero también como punto de partida (Posada 1929).5

Sin embargo, esta disociación con la idea de derechos parece abonar todavía una distancia entre principio de solidaridad y democracia, en sentido político. Esto no pa-recía generar demasiados escollos para pensar la acción estatal, en la medida que la intervención social del Esta-do, tal como venía desarrollándose desde finales del siglo XIX, podía ser autónoma de la forma política del mismo —de hecho, el primer modelo integral, el bismarckiano, era de tipo autoritario—. La dificultad aparecerá, empe-

5 Si Posada estaba dispuesto a acordar con Duguit que el hecho de la solidaridad determina un mundo de leyes y normas —el derecho objetivo—, se separa del jurista francés al pensar que es necesario el reconocimiento de los individuos para dar fuerza moral a las normas, lo que llamará un “fluido ético”. La solidaridad es una conquista del derecho, una consecuencia, más que una causa.

ro, tras la fallida experiencia del Estado social de entre-guerras que había tratado de llevar adelante la República de Weimar, para citar sólo la experiencia más sistemá-tica del período. Cuando, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, comienza a desarrollarse en Europa un nuevo modelo estatal, que hará del pleno empleo su mayor as-piración, la intervención social no podrá ya desligarse del principio de ciudadanía democrática.

Más allá de las diferentes modalidades que tomará ese Welfare State, emerge una institución jurídica que pare-ce consagrar la unión entre democracia y solidaridad: la seguridad social.6 Un conjunto de nuevos desarrollos buscará ilustrar esta evolución, que llevará también a re-formular el principio de solidaridad, aunque sólo sea por el hecho de su constitucionalización positiva.

La solidaridad y la transformación de un orden socialComo hemos visto, el impulso del concepto de solidari-dad de finales del siglo XIX en la tradición francesa es-tuvo marcado por una preocupación social, que operó como principio de explicación y, además, como fun-damento de la República. Es por este segundo camino que se desarrollará la evolución constitucional en la segunda mitad del siglo XX. Ya no se trataba de fonder la République, ni siquiera de dar curso a una política social de signo asistencial. Como ya hemos señalado en otro lugar, la originalidad política de los nuevos Estados so-ciales pasaba por la universalización de la idea de “ne-cesidades sociales”, que se desligaba de los sectores más desfavorecidos de la sociedad (los pobres, más tarde los trabajadores), para extenderse ahora, al menos como posibilidad, a todas las capas de la población, que po-drían beneficiarse de un conjunto de prestaciones en cuanto “ciudadanos”. Y, en efecto, la universalización de la política social favorecía su traducción en cuanto pretensiones legales de los individuos. En su conocida teoría sobre la ciudadanía social, que buscaba ilustrar estas transformaciones, el sociólogo Thomas Marshall

6 En ese contexto, el concepto de “seguridad” recubre dos significaciones emparentadas. Una, general, que tiene que ver con el principio de la liberación de los temores económicos y el alcance de un nuevo nivel de bienestar, que exigía la implementación de un conjunto de derechos sociales —que, al decir de Franklin Roosevelt, en 1944, “significan seguridad” (Roosevelt 1944)—. La otra, más específica, y que se relaciona con la primera, que da el nombre a la institución social que garantizaría esa seguridad, a través de lo que se denomina un “Plan para la seguridad social” (Plan for Social Security), que incluye un servicio de seguridad social (Social Insurances) (Beveridge 1942).

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situaba allí la ruptura con las antiguas Poor Laws, que establecían un divorcio entre los derechos sociales y la ciudadanía. Al implantar un derecho universal a un ingreso real que no era proporcional al valor del de-mandante en el mercado, el concepto de “ciudadanía social” daba un fundamento filosófico-político al pro-ceso (Marshall 1950).

Un conjunto de expertos y actores políticos nacionales desarrollarán la idea de una Seguridad social, como Wi-lliam H. Beveridge en Inglaterra, autor de los informes que sientan las bases de la nueva política social inglesa, o el menos conocido (y, por cierto, menos original) Pierre Laroque, quien redactó en Francia el llamado “Plan de la Seguridad Social”, siendo luego encargado de la orga-nización de la nueva institución en sus primeros años, como su director general. Para justificar la generaliza-ción de la Seguridad Social, Laroque sostenía que ésta se fundaba en dos aspectos. Por un lado, “nadie puede pretender estar exento del riesgo de la inseguridad”, como ya lo indicaba el informe Beveridge. Por el otro, la Seguridad Social “supone una solidaridad nacional: todo el mundo es solidario ante los factores de la inseguridad, y esta solidaridad debe inscribirse en los hechos y en la ley” (Laroque 2005).7 Pero el carácter nacional del recurso al concepto como fundamento aparece cuando se compa-ran estas referencias con los informes Beveridge de 1942 y 1944, que prefieren hablar de “conciencia social”, más que de solidaridad, en un contexto donde los “sentimien-tos del pueblo británico” o las “libertades británicas” son movilizados como claves.8

No era sólo en el ámbito legal donde se producían cam-bios, también las nuevas constituciones se hacían eco de las transformaciones. La constitucionalización de un

7 Al mismo tiempo, Laroque rechazaba, al menos para Francia, que dicha solidaridad nacional se alcanzase por la intervención del Estado, por vía fiscal. En un plano más general, Laroque consideraba la solidaridad como un “principio ético fundamental”, que la colectividad tenía, llegado el momento, el deber de organizar (Laroque 1993). Si el valor teórico de su reflexión es muy tenue, es en cambio perfectamente representativo, aun en su vaguedad, del pensamiento que recubre la Seguridad social en Francia.

8 En verdad, la traducción de la idea de “ciudadanía social”, al menos en los sistemas positivos como el francés, era más compleja; ya los individuos adquirían estos derechos sociales en función del grupo social al que pertenecían, en general, ligados al trabajo asalariado, puesto que el fin de este modelo es la sociedad de pleno empleo. A partir de lo que en algunas reconstrucciones posteriores se ha llamado la “propiedad social”, se instauraba una base de protección para los no propietarios (Hatzfeld 1982; Castel 2003). Lo que explicaba, por otro lado, que el nuevo modelo aparezca menos como un Estado distribuidor que como un Estado protector, ya que las sociedades mantenían sus características de desigualdad social.

conjunto de demandas sociales supondría dos mutacio-nes importantes. La primera, que ya no había derechos “contra” el Estado, aunque no se concibieran por enton-ces los “derechos sociales” como justiciables ante el juez —aun bajo el enunciado de “derechos”, se trataba más bien de principios políticos, que tenían como principal destinatario al legislador—. Por otro lado, y más impor-tante para nuestro análisis, el Estado social se termi-na convirtiendo en una forma estable, en un fin en sí mismo, y no en un puente o vehículo hacia otro tipo de orden económico, como podía ser, en el constituciona-lismo social de entreguerras, en particular el alemán o el español.

En ese marco, el “principio de solidaridad” alcanzará estatuto constitucional, aunque no sea siempre en refe-rencia directa a la cuestión social. Incluso en la Consti-tución francesa de 1946, en cuya cultura el concepto se había aclimatado de antaño, sólo se enuncia ante las car-gas que podían surgir de las calamidades nacionales. Sin embargo, aunque la recepción era limitada, el concepto se terminará convirtiendo en el fundamento de los siste-mas de Seguridad social que por entonces se desarrollan, aunque por fuera del sistema constitucional propiamen-te dicho.9 La “solidaridad” iba a ser el principio sobre el que se establece la organización de la Seguridad social (actualmente reconocido en el art. L-111-1, del Código de la Seguridad Social), pero quedando siempre en manos de “la Nación” o “la colectividad”, y no del Estado, lo que se expresaba por el papel de los “actores sociales” en su administración, e incluso en un modo de financiamien-to, como el francés, que no recurría al impuesto, sino a las cotizaciones profesionales.

Cabe subrayar que la ampliación de su eco no obedece a simples razones jurídicas. Porque la solidaridad no sólo se había transformado en el fundamento de los sistemas europeos de Seguridad social; se estaba convirtiendo también en el horizonte del programa socialdemócrata

9 Al constitucionalizarse el contenido del Preámbulo de 1946 a partir de la jurisprudencia del Conseil constitutionnel, encontramos una extensión, sino de la significación, al menos del campo de aplicación del principio. Así, el Conseil constitutionnel hablará de las “exigencias de solidaridad” que se derivan de los párrafos 10 y 11 del Preámbulo de 1946 (2007 553 DC, del 3 marzo de 2007). En particular, los llamados “derechos de ayuda social” encuentran fundamento en esta “exigencia de la solidaridad nacional” (2003-487 DC del 18 diciembre de 2003). Éstos implican la realización de una “política de solidaridad nacional”, por ejemplo, en favor de los trabajadores jubilados. Pero como se puede uno imaginar, el legislador tiene amplios poderes para elegir las modalidades concretas, lo que reduce notablemente el valor normativo de dicha “exigencia”. El límite es bastante vasto: no privar de garantías legales una exigencia constitucional (2003-483 DC, del 14 agosto de 2003).

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tal como se presenta en los años de posguerra, una vez abandonadas las viejas banderas de emancipación so-cial. El giro se torna más nítido en los años 1970, cuan-do se produce la crisis del sistema del Welfare State, con el fin del ciclo de crecimiento económico. El canciller alemán Willy Brandt promoverá la solidaridad como “el lazo de unión entre la libertad y la justicia”, y era en su nombre que se justificaba la salvaguarda de lo que llamará, con un eufemismo, “la sociedad industrial” (Brandt, Kreisky y Palme 1976). El socialismo francés, en vísperas de ocupar el poder por primera vez en la Quinta República en ese contexto de crisis, hablará de “sociedad solidaria” como la quintaesencia de su pro-grama de cambio. Se crea un “Ministerio de la Solidari-dad”, y una de sus grandes medidas serán entonces los llamados “contratos de solidaridad”, como remedio a la desocupación de masas. Ya se ve aquí un cambio impor-tante que no hará más que consolidarse, en la medida en que el concepto de solidaridad es empleado para ali-gerar cargas fiscales a la empresa privada, como forma de fomentar el empleo.10 La solidaridad podía entonces ocupar el lugar central en el discurso socialdemócrata, con la ventaja de poder representar, en su ambigüedad, un valor positivo, pero también defensivo. En cualquier caso, el problema pasaba a ser, no ya la transformación del orden social (a través de instituciones estatales), sino el tratamiento de la exclusión social.

En el renovado esfuerzo de teorización del concepto desde el derecho público, los pensadores de la primera mitad del siglo XX eran invocados de nuevo, lo que llevaba a rei-vindicar no sólo el principio de solidaridad, sino también la teoría solidarista. Sus nuevos valedores no parecían ser del todo conscientes de que aquélla no era más que una de las variantes teóricas para fundamentar el inter-vencionismo social y el reconocimiento de los derechos sociales, en una dirección política precisa, de integra-ción social. Y que en su momento, otras voces, como la de Jean Jaurès, habían señalado sus límites, ya que “el derecho a la vida implica no sólo toda una evolución en materia de asistencia y seguro, sino toda una evolución de la propiedad” (Herrera 2000).

Tampoco esta modalidad de Estado social de posguerra era única, como lo mostraba la experiencia, corta y acaso desgraciada, del constitucionalismo social de entregue-rras. Por entonces, el concepto de solidaridad no se en-contraba en las constituciones sociales de entreguerras,

10 Ver, por ejemplo, David (1982). Se debe recordar también, a título de contexto, el nombre que se dan los obreros polacos en su oposición al régimen autoritario de la época.

como la mexicana de 1917 o la alemana de 1919, o aun la española de 1931. Todas preferían hacer referencia a la igualdad, en un sentido que la doctrina más avanzada (y de la otra…) entendía como igualamiento. Hay una razón para ello: las normas y los principios de ese nuevo constitucionalismo presuponían una división y un con-flicto de clases, que podía tal vez ser dominado, pero por un mecanismo social a futuro que justamente se constitu-cionaliza bajo la forma de derechos o instituciones socia-les, y, sobre todo, en una dirección precisa, superadora del orden capitalista existente.

La idea de solidaridad, al contrario, parecía vehiculizar por entonces cierta visión armonizable de lo social, fa-vorable a la conciliación de la oposición capital/trabajo bajo la égida del Estado intervencionista. Existe, por cierto, un conjunto de textos constitucionales que pro-clamaban por entonces el principio de solidaridad, pero son las constituciones corporatistas. Por ejemplo, la Constitución portuguesa de 1933, que coloca la “solidari-dad de intereses” entre los objetivos de las corporaciones (art. 15). No por casualidad, Getúlio Vargas, presidente provisorio del Brasil, afirma en el discurso inaugural de la Asamblea constituyente de 1934, que consagraría la primera constitución social de ese país, que “el funda-mento sociológico de la vida económica es hoy la solida-ridad. El principio de libre concurrencia cedió su lugar al de cooperación. Las tendencias solidarias propiciarán la formación de agrupamientos colectivos, cada vez más fortalecidos, para le defensa de los intereses de grupo”.

Si bien la adopción de un principio de solidaridad en las constituciones democráticas de posguerra como funda-mento jurídico del Welfare State implicaba abrazar, ahora con base universal, esta lógica de integración social, la solidez de la construcción argumental resultará a la larga problemática, al menos de cara a la universalidad de los derechos sociales. Y estos límites aparecen justamente en los momentos de la crisis del modelo.

Como era de esperar, la doctrina jurídica, al menos aque-lla que pretendía sostener la universalidad de los dere-chos sociales, buscará en la categoría de “solidaridad” y sus proyecciones su principal fundamento. De hecho, y de manera general, el concepto de “solidaridad” se ubi-caba en un prisma jurídico menos rígido que la igualdad, o al menos permitía interpretaciones más libres. Así, siempre en el marco nacional francés que nos retiene aquí, la solidaridad será presentada como la expresión jurídica del valor de “fraternidad”, proclamado en la di-visa republicana, aunque su reconocimiento constitu-cional se fundamenta en la calificación de la República

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como “social” (art. 1º de la Constitución de 1958), comple-tando la operación de reducción de lo social a la solidari-dad (y de ésta, a la visión solidarista).

Pero aun cuando se ha querido procurar a través de dicho principio un “horizonte de universalidad” a los derechos sociales, la solidaridad se ve transformada rápidamente en un concepto “metajurídico”, que sólo puede ilustrar sobre la legitimidad de tales derechos, no sin antes haber reducido los derechos sociales a una modalidad de dere-chos de ayuda social. Por cierto, estos derechos se han extendido con la crisis del Estado social, y en ese proceso de generalización han sufrido también una importante transformación, tornándose más complejos. Por ejem-plo, han incorporado cada vez más obligaciones, como contrapartida para sus beneficiarios, o se han extendido a los trabajadores pobres, y no ya únicamente a los in-digentes. Pero si se subraya el sentido político de estos “nuevos” derechos sociales, no se hace lo mismo con los otros derechos humanos. De pronto, dichos “derechos” sociales no parecen ser derechos en sentido estricto, y su carácter universal termina por evaporarse definiti-vamente cuando se aborda la modalidad concreta de su eficacia: “su realización efectiva constituye una tarea imposible”; operarían más bien como guías “para iniciar políticas concretas de integración social” (Borgetto y La-fore 2000). Se retoma así la afirmación de la existencia de un hecho objetivo (la interdependencia social), que hace nacer —sin que quede claro qué tipo de pasaje se constru-ye— un principio, un deber e, incluso, una prescripción (Borgetto y Lafore 2009). Si la solidaridad se transforma en un principio de base de la sociedad, es porque forma parte consustancial de la idea de democracia, que no existiría sin la puesta en práctica de dicho principio.

Sin entrar en lo que puede haber de circular en este tipo de razonamiento (el principio de solidaridad forma parte de la democracia porque sin solidaridad no hay democracia), pareciera que el concepto de “solidaridad” muestra incluso sus limitaciones como fundamento de los sistemas de seguridad social. En todo caso, tras la crisis del Welfare State —aunque quizás a estas alturas haya que hablar de un Welfare State de crisis— se torna recurrente, cada vez más, la visión de una “crisis de la solidaridad”. Según el sociólogo francés Pierre Rosan-vallon, el proyecto de posguerra sería responsable de haber erigido un Estado social sobre una organización de la solidaridad demasiado alejada de las relaciones so-ciales, convirtiéndola en una idea puramente abstrac-ta, formal, mecánica. En efecto, la solidaridad había sido concebida en una lógica donde la enfermedad, la desocupación, eran entendidas como accidentes, cuan-

do en la actualidad esos riesgos se han transformado en situaciones estables. El remedio pasaría por recrearla a partir de redes más directas que los mecanismos que venía desarrollando el Estado hasta entonces. La soli-daridad es definida entonces como una forma de com-pensación de diferencias, es decir, se funda no ya de manera general y a priori, sino en el tratamiento diferen-ciado de los individuos (Rosanvallon 1992 y 1995).11

Esta idea de una mutación de la idea de solidaridad, que se torna corriente en los años 1990, implicaría un aumento de la particularización, que se presenta a veces como una nueva preeminencia del imperativo individualista de la igualdad sobre el colectivo. Pero pronto aparecerá como un nuevo síntoma de sus límites, en particular en las trans-formaciones en los derechos de prestación que conllevará, al menos en Francia y en otros países con un sistema desa-rrollado de protección social. Esta individualización de la solidaridad, cimentada en la incorporación de elementos “contractuales”, o de contrapartidas, sirve en efecto para rediseñar las políticas sociales y los derechos, limando el componente incondicional de las garantías de los derechos.

En verdad, ambas dimensiones de revalorización (ju-rídica) y crisis (sociológica) aparecen como una conse-cuencia de las evoluciones del Welfare State. Tanto en un caso como en el otro, lo que vemos a las claras es que el concepto de solidaridad no ha cumplido sus prome-sas como vector de construcción de una nueva sociedad. La cuestión social, conviene no olvidarlo, era origina-riamente un problema de transformación social, no un problema de inclusión social.

*

Si el análisis que antecede no es demasiado inexacto, pareciera que la idea de solidaridad en el derecho ha permitido, ante todo, una operación política de tipo definido, al menos en esta visión solidarista que tanto éxito ha tenido en el pensamiento jurídico francés: al tratar las injusticias como una deuda social, se puede concebir una reparación (un pago de la deuda), sin que sea necesario percibirlas como producto de las relacio-nes sociales, y, por ende, llamar a una transformación radical de la sociedad (Donzelot 1985).12 Bourgeois, de

11 A decir verdad, la idea de compensación estaba ya en el centro de la concepción de Bourgeois, lo que relativiza su novedad.

12 Para Donzelot, la solidaridad es un principio de gobierno que permite alejar las inquietudes que produce en las clases privilegiadas, la República y la extensión de los poderes democráticos, en la medida que da al Estado las llaves del progreso social.

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hecho, no ocultaba esa perspectiva, y sostenía que la afirmación de un deber social de todos para todos ale-jará a los trabajadores de la “hipótesis colectivista”, de la revuelta, de la quimera. Y en un plano más general, Alfred Fouillée consideraba que la solidaridad era un aspecto de las relaciones sociales más importante que la lucha de clases, incluso en la esfera de la produc-ción económica, ya que todos los antagonismos son precedidos por los lazos de solidaridad (Fouillée 1930). De allí la idea, que se desarrollaba por entonces, de la pobreza como “accidente”, y la necesidad consiguien-te de socializar el riesgo, distribuyéndolo entre todos, operación que según algunos autores daría nacimiento al Estado social francés. Según este análisis, la nueva política social que resultará tiene una lógica de inter-dependencia, de solidaridad, que dejaba atrás la vieja idea de fraternidad (Ewald 1986).13

La perspectiva histórico-conceptual permite revelar cier-tos límites del concepto de solidaridad en el marco políti-co-constitucional, pero éstos van más allá de su uso. De hecho, la solidaridad no ha perdido hoy su lugar central como argumento en materia social, aunque sólo fuera como fundamento de los derechos de asistencia y ayuda social, que, como dijimos, se transforman en ciertos enfoques en el modelo dominante de los derechos socia-les.14 Las dificultades parecieran ser más bien de orden interno, en la medida que tocan a la estructura del argu-mento en clave político-constitucional, al menos de cara a una perspectiva de cambio social.

Por un lado, la idea de solidaridad, aun cuando se uti-lice para legitimar una construcción política, pareciera demandar siempre un cierto nivel de naturalización, como si fuera necesario, para cumplir con dicha fun-ción, ponerla por fuera de lo político, de sus dimensio-nes de artificio, de decisión. Esta “naturalización” de la solidaridad no impide que se la conciba bajo la forma

13 Los seguros aparecen como una tecnología del riesgo, tecnología política que solidariza intereses. En particular, la noción de riesgo profesional anunciaría ya la idea de seguridad social. Algunos autores cuestionaron más recientemente la idea de una “sociedad aseguradora”, donde todos los miembros estuviesen cubiertos, mostrando que en realidad el seguro tuvo más bien un rol análogo a la asistencia, donde sólo estaban cubiertos los más débiles, los que iban a ser asistidos (Castel 1995).

14 Autores como Pierre Rosanvallon hacían el elogio de ese tipo de derechos, que reemplazaban una universalidad abstracta de medios, en nombre de la equidad, a través la idea de un contrato de inserción. Sería una forma de un nuevo tipo de derecho social procesual. Pero la idea estaba construida sobre una profunda confusión sobre la historia de los derechos sociales y del Estado social.

de un deber,15 pero termina tarde o temprano limitando las perspectivas de transformación. En efecto, así con-cebida, la idea de solidaridad supone partir de un estado de similitud, de identidad que no se da en la configu-ración del aparato estatal moderno, ni siquiera en sus ocurrencias republicanas. Aplicada a las políticas socia-les, y aun cuando se la reformule en una gramática de reconocimiento de “derechos”, supone siempre la deci-sión o la voluntad de una esfera, que desciende hacia otra, ubicada por debajo, hacia esa parte de la población con la cual el Estado (o la “nación” o la “sociedad”) debe mostrarse solidario.16

En ese sentido, y contrariamente a lo que ha sostenido la doctrina francesa hoy dominante en derecho público, es probable que subsista una cesura entre las nociones de “fraternidad” y “solidaridad”, en la medida que la prime-ra conserva en su núcleo la idea de igualdad, lo que facili-ta su carácter universalizable, mientras que la segunda, al menos en el marco del derecho público (donde la equi-valencia se ha afirmado), conserva ese particularismo de dos grupos sociales, en donde uno se vuelve hacia el otro, excluido, al que se busca insertar en un conjunto dado. No por nada, Léon Bourgeois promovía la sustitución de la idea de fraternidad por la de solidaridad. Por eso tam-bién la idea de solidaridad ha podido ser funcional, en materia político-constitucional, a una lógica de integra-ción social (Herrera 2003).

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3. Borgetto, Michel y Robert Lafore. 2000. La république socia-le. París: PUF.

15 Ciertamente, la interdependencia social es un hecho, pero al ser entendida como “solidaridad”, se busca darle el estatuto de valor o deber (“deber natural”, como se puede leer en el pensamiento francés). Sólo traducida en términos de solidaridad, la interdependencia pretende fundar un sistema democrático o social determinado.

16 Posiblemente, o al menos así fue concebida en ciertas corrientes socialistas radicales, la cuestión difiere cuando nos encontramos ante situaciones de solidaridad en el marco de la autoorganización, o dentro de un grupo social homogéneo (una clase social). Pero se trataría de solidaridades específicas, reducidas con respecto al uso que se le pretendía dar en la teoría solidarista, antes, y en materia constitucional en los Estados contemporáneos, después.

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13. Duguit, Léon. 1908. Le droit social, le droit individuel et la trans-formation l’État. París: Felix Alcan.

14. Duguit, Léon. 1921. Traité de droit constitutionnel, 5 tomos (1921-1925). París: Boccard.

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16. Duguit, Léon. 1927. Traité de droit constitutionnel, 3 tomos (1927-1930) París: Boccard.

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El concepto de solidaridad y sus problemas político-constitucionalesCarlos Miguel Herrera

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* Este artículo es producto de un trabajo más extenso y detallado titulado “El derecho social en la República del interés recíproco de Lorenz von Stein” (publicado por el Centro de Estudios Socioculturales e Internacionales - CESo), dirigido por el profesor Rodolfo Arango Rivadeneira y presentado en agosto de 2012 como trabajo de grado para optar a los grados de Filosofía y Derecho en la Universidad de los Andes.

v Abogado y filósofo de la Universidad de los Andes, Colombia. Actualmente trabaja en la Sala Especial de Seguimiento a la sentencia t-025 de 2004 como parte del proyecto de fortalecimiento institucional a la Corte Constitucional colombiana, en su labor de seguimiento a la política pública de atención a la población desplazada de la oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR). Correo electrónico: [email protected]

Solidaridad de intereses: la transformación del derecho social como dominación en Lorenz von Stein*

RESUMENLorenz von Stein es un filósofo y jurista alemán, tradicionalmente citado como uno de los precursores del Estado Social. Sin embargo, ha sido poco estudiado en los ámbitos hispano y angloparlante. Con base en una lectura concreta del libro Movimientos sociales y monarquía, el propósito de este trabajo es argumentar cómo, ante las dificultades históricas a las que se enfrenta la monarquía, con la construcción práctica de una República del interés recíproco, Von Stein distingue una nueva dimensión del derecho social que Gurvitch no tuvo en cuenta. A partir las ideas de solidaridad e intereses recíprocos, Von Stein construye una nueva dimensión del derecho social, que se transforma, ya no a partir del Estado, sino del movimiento mismo de la sociedad y los intereses de clase.

PALABRAS CLAvELorenz Von Stein, derecho social, Estado social, solidaridad de intereses, reforma social, movimientos sociales.

Fecha de recepción: 17 de octubre de 2012Fecha de aceptación: 14 de febrero de 2013Fecha de modificación: 1º de abril de 2013

DOI: http://dx.doi.org/10.7440/res46.2013.08

Jinú Carvajalino Guerrerov

Mutual Interests: The Transformation of the Social Right as Domination in Lorenz von Stein

ABStRACtLorenz von Stein is a German philosopher and jurist who has traditionally been proposed as one of the forerunners of the Social State. However, there are few studies of him in Spanish or English. The purpose of this paper is to demonstrate how, based on Social Movements and Monarchy, von Stein describes a new dimension of social rights in the Republic of mutual interest that Gurvitch disregarded. With the ideas of solidarity and mutual interests, von Stein builds a new dimension of social rights, which are transformed by the movement of the society and class interests.

KEy woRDSLorenz von Stein, social rights, social state, mutual interests, social reform, social movements.

Solidariedade de interesse: a transformação do direito social como dominação em Lorenz von Stein

RESUMoLorenz von Stein é um filósofo e jurista alemão, tradicionalmente citado como um dos percussores do Estado Social. No entanto, foi pouco estudado nos âmbitos hispânico e anglófono. Com base numa leitura concreta do livro Movimentos sociais e monarquia, o propósito deste trabalho é argumentar como, diante das dificuldades históricas aos quais enfrentam

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Introducción

Lorenz von Stein (1815-1890), filósofo y juris-ta alemán, ha sido tradicionalmente citado como uno de los precursores de las primeras ideas que dieron origen a la construcción teó-rica del Estado Social.1 Sin embargo, a pesar de

su citada importancia, ha sido poco tratado y estudiado en el ámbito hispanoamericano. Incluso, un hecho muy diciente es que tan sólo uno de sus textos ha sido tradu-cido al español.2 Contemporáneo de teóricos como Karl Marx (1818-1883), Friedrich Engels (1820-1895), Pierre-Jo-seph Proudhon (1809-1865) y Mijaíl Bakunin (1814-1876), entre otros, Von Stein se caracterizó por sus ideas con-servadoras, contrarias a las corrientes del socialismo y del comunismo que estaban en pleno auge. Desde una perspectiva absolutamente práctica que se centra en el análisis de la sociedad adquisitiva de su tiempo, en el

1 Aunque ninguno desarrolla el tema, esto se puede ver en: Gurvitch (2005, 589); Singelmann y Singelmann (1986, 434) y Pankoke (1995, 40).

2 Este trabajo cuenta con dos dificultades metodológicas: la primera es que de la extensa obra de Von Stein, Movimientos sociales y monarquía (Geschichte der sozialen Bewegung in Frankreich von 1789 bis auf unsere Tage) es el único texto que ha sido parcialmente traducido al castellano. Por esta razón, el análisis se limita a lo dicho por Von Stein en este texto y, en consecuencia, no pretende hacer un análisis exhaustivo de su teoría. Sin embargo, es también importante resaltar que ésta es una de las obras más importantes del pensador alemán, razón por la cual su contenido ha sido destacado, y la mayoría de literatura secundaria consultada centra su análisis precisamente en este texto. La segunda dificultad metodológica es la escasa literatura secundaria que existe sobre la teoría social de Von Stein, tanto en inglés como en español. A pesar de ser un pensador de gran importancia e influencia en los campos de la administración pública y la sociología europeas, es un autor poco tratado en la literatura anglo e hispanoparlante. Así, quedan manifestadas las limitaciones metodológicas de este trabajo, que se hacen igualmente explícitas en los trabajos de García-Pelayo (1949, 44) y de Mengelberg (1961, 267 y 273).

libro Movimientos sociales y monarquía (1850),3 Von Stein llega a la construcción de una Administración social-reformista, que, con una preocupación por el mantenimiento del orden social, se erige en alternativa a las violentas revo-luciones que se vislumbraban, y constituye una primera pincelada de lo que inspirará la construcción teórica del Estado Social (Singelmann y Singelmann 1986, 43). Con esto en mente, la idea del derecho social aparece como un elemento central en esta teoría. Partiendo de una concepción muy cercana a lo que será posteriormente la teoría marxista del derecho como superestructura —por medio de una interpretación muy propia de la dialécti-ca hegeliana, a partir de las ideas de solidaridad e intereses recíprocos—, Von Stein trata de construir una nueva con-cepción del derecho como realización de la libertad y de la igualdad social que se concretan en esa Administración.

El sociólogo y jurista ruso Georges Gurvitch (1894-1965), en La idea del derecho social (2005), ha sido quien mejor ha tratado de desarrollar la construcción del derecho social que hace Von Stein. Allí, a través de un breve pero riguroso análisis de su obra comple-ta, Gurvitch trata de reconstruir las distintas ideas del derecho social que plantea el teórico alemán. Sin embargo, con base en una lectura concreta de su libro Movimientos sociales y monarquía, y en la construcción que allí hace de su Administración social-reformista a partir del concepto de solidaridad, quisiera presentar una

3 Para la traducción parcial hecha por Enrique Tierno Galván se tomó el texto de la edición preparada y prologada por Gottfried Salomon, Múnich, 1921. Del tomo I (El concepto de sociedad y la historia social de la Revolución Francesa hasta el año de 1830) se tradujo la primera sección sobre “El concepto de sociedad y las leyes de su movimiento”; del tomo II (La sociedad industrial. El socialismo y el comunismo de Francia de 1830 a 1848), las primeras secciones de la parte III, sobre el comunismo; y del tomo III (La Monarquía, la República y la soberanía de la sociedad francesa desde la Revolución de febrero de 1848), la introducción y los capítulos I y III de la parte I sobre “La teoría de la Monarquía”, y la parte II sobre “La teoría de la República” (Díez 1956, 322).

a monarquia, com a construção prática de uma República do interesse recíproco, Von Stein distingue uma nova dimensão do direito social que Gurvitch não levou em consideração. A partir das ideias de solidariedade e interesses recíprocos, Von Stein constrói uma nova dimensão do direito social, que se transforma, já não a partir do Estado, mas do movimento da sociedade e dos interesses de classe.

PALAvRAS ChAvELorenz von Stein, direito social, Estado social, solidariedade de interesse, reforma social, movimentos sociais.

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nueva dimensión del derecho social en Von Stein que escapó a la interpretación de Gurvitch.

La transformación del derecho social en Von Stein, según GurvitchAl analizar “La dialéctica de la idea del derecho social en Lorenz von Stein”, Gurvitch distingue cuatro concepcio-nes del derecho social de la teoría de Von Stein (aunque aquí sólo me detendré en las primeras tres). La primera interpretación, nos dice Gurvitch, ve el derecho social como un derecho consuetudinario de la sociedad que afirma el poder de los económicamente fuertes sobre los débiles (2005, 581). Es un derecho de subordinación extraestatal, que asegura el poder de dominación eco-nómica de una clase sobre otra: “es el derecho de la des-igualdad” (Gurvitch 2005, 581).

Pero ese derecho social independiente entra en una lucha perpetua contra el derecho estatal (que es visto como el elemento ideal de la vida jurídica). En palabras de Gurvitch, “[e]s al Estado y a su derecho a quienes incumbe, según Stein, la alta misión de limitar lo más posible al derecho social y de combatir sus efectos per-niciosos” (2005, 582). Sólo a través de la intervención del Estado el derecho social puede ser “rectificado”. Por eso, el Estado logra penetrar la sociedad a través de la administración, que busca proteger jurídicamente a los económicamente oprimidos.

Así, aparece un nuevo significado de la idea de derecho social. De acuerdo con Gurvitch, “[e]l derecho adminis-trativo que regula la acción social del Estado y que se coloca parcialmente en el lugar del derecho social inde-pendiente, engendrado por la Sociedad, puede, según Stein, ser designado como ‘derecho social’” (2005, 583). El derecho social adquiere entonces una nueva dimen-sión pues, en este caso, ya no se trata de una estructura de reglas jurídicas que protegen la propiedad, sino “de la materia particular de los objetos relativos a la regula-ción, y que podemos denominar como la ‘cuestión social’ impuesta por la Sociedad al Estado” (Gurvitch 2005, 583).

Pero, nos dice Gurvitch, la construcción de la idea del dere-cho social no se queda en esta dicotomía, sino que a partir de un desarrollo dialéctico (del derecho social como domi-nación —tesis— y el derecho social después de haber ape-lado, como remedio, a la interpretación de este derecho en cuanto conjunto de disposiciones del derecho estatal que combaten la desigualdad social —antítesis—), Von Stein llega a un tercer significado sintético (Gurvitch 2005, 583).

Este tercer significado ve el derecho social como un derecho autónomo de los establecimientos públicos “anexados por el Estado” (Gurvitch 2005, 584). La administración social debe ser acorde a las particularidades de la vida social y eco-nómica. Por eso, aparece el derecho interno de los cuerpos sociales anexionados por el Estado, que es diferente a un derecho estatal simple (Gurvitch 2005, 584).

Sin embargo, esta (re)construcción del derecho social que plantea Gurvitch y sus críticas posteriores están orien-tadas esencialmente por la idea de que “[ú]nicamente la soberanía monárquica, que eleva al Estado por encima de las clases de la Sociedad y realiza las reformas sociales ne-cesarias, puede salvar al Estado de su pérdida definitiva” (Gurvitch 2005, 579). Tanto su reconstrucción del derecho social como sus críticas muestran cómo Gurvitch deja por fuera de su reflexión la construcción de la república que hace Von Stein. Esa oposición entre derecho social y dere-cho estatal es planteada fundamentalmente en la Monar-quía de la reforma social, que es el proyecto y horizonte político que propone Von Stein. No obstante, al analizar la histo-ria de Francia, Von Stein plantea esa monarquía como un modelo ideal, pero difícilmente realizable. Por eso, en renglones posteriores, plantea la República del interés recípro-co como alternativa para resolver las contradicciones de la sociedad adquisitiva y evitar la inminente revolución. En esta construcción, a través de la idea de solidaridad e intereses recíprocos, Von Stein plantea una transformación del dere-cho social como dominación, a partir del movimiento de la sociedad, sin la mediación del Estado.

Desde esta perspectiva, a continuación trataré de abrir el campo interpretativo del derecho social presentado por Gurvitch, y, así, responder a las críticas que Gurvitch hace a la teoría social de Von Stein. De este modo, me propongo reivindicar la importancia de la construcción teórica de la República del interés recíproco (como idea precur-sora del Estado social), a partir de los conceptos de solidaridad y reciprocidad de intereses, que permiten la transformación del derecho social como dominación.

La transformación del derecho social en la república del interés recíproco de Von SteinPara Von Stein la naturaleza humana impulsa al indi-viduo hacia el dominio pleno de la existencia exterior, es decir, hacia la posesión de todo bien material y espi-ritual. Sin embargo, a pesar de ser éste el principio y ob-jetivo final de la vida humana, toda persona considerada en su individualidad es absolutamente limitada. Así, se

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da la mayor contradicción de la que parte Von Stein: la contradicción entre el hombre individual y su destino. Pero esta contradicción no es absoluta, su solución está por fuera de la vida individual. La pluralidad ilimitada de los hombres ofrece fuerza infinita y tiempo ilimitado para alcanzar los fines humanos. Así, “[l]a multiplica-ción del número de los hombres es el primer fundamen-to para el cumplimiento del destino humano” (Von Stein 1957, 8). No obstante, esa pluralidad es más que la simple agregación de individuos; esa pluralidad tiene que exis-tir para el individuo, para resolver su contradicción. En este sentido, esa pluralidad de personas que no sólo se agregan, sino que existen una para otra dentro de la plu-ralidad, en una relación de mutua dependencia y coope-ración, es lo que Von Stein va a llamar la “comunidad de los hombres” (1957, 9).

Esa comunidad tiene dos dimensiones: por un lado, la vida de la comunidad tiene una existencia autónoma que va más allá de la vida particular del individuo y tiene vo-luntad propia, es decir, el Estado. Por el otro lado, está la vida natural e individual, que se rige por el interés personal y la necesidad, lo cual Von Stein caracteriza como la socie-dad. La vida de la comunidad es ese movimiento y lucha entre lo personal (Estado) y lo impersonal (sociedad), donde “[l]o primero quiere someter continuamente a lo segundo y lo segundo desprenderse de lo primero” (Von Stein 1957, 35). La vida es el movimiento producido por ese conflicto permanente. Sociedad y Estado se encuentran en una re-lación de oposición, en la que ninguno puede imponerse de manera definitiva sobre el otro.

En este sentido, García-Pelayo destaca que la idea de sociedad civil, como el reino del interés y la necesidad, que hace parte de un desarrollo dialéctico que culmina con la idea de Estado como realización de la libertad, es una idea propiamente hegeliana de la cual parte Von Stein. Sin embargo, “Hegel ignora la relación dialéctica entre éste [el Estado] y la sociedad y, en todo caso, lo único activo en las relaciones de ambos es el Estado. La afirmación y demostración de tal vinculación dialéctica [entre Estado y sociedad] será precisamente uno de los méritos de Lorenz von Stein” (García-Pelayo 1949, 51). La teoría de Von Stein se encuentra fuertemente influen-ciada por la construcción teórica de la sociedad y del Es-tado en la Filosofía del derecho de Hegel. Sin embargo, al igual que Marx, muestra una preocupación por analizar esas categorías idealistas hegelianas de manera histó-rica. En palabras de Marcuse: “Stein reviste el esquele-to conceptual, que tomó de Hegel, con el material que toma del análisis crítico de la sociedad moderna, efec-tuado por los franceses” (Marcuse 1971, 368).

Así, aunque menos crítico y directo que Marx, Von Stein muestra también una preocupación por trasladar esa reflexión filosófica hegeliana a la práctica, siguiendo una “interpretación histórica” (Riedel 1989, 204). No obstante, contrario a Marx, Von Stein planteará fi-nalmente una defensa del orden social y de la reforma como camino para evitar la revolución social. Preocu-pado por la fuerza de la revolución, Von Stein “tomó el potencial conservador, en vez del potencial radical [pro-pio del marxismo], inherente en el sistema hegeliano” (Singelmann y Singelmann 1986, 435), buscando resol-ver las contradicciones de la sociedad adquisitiva, sin acabar con la división de clases.

El movimiento de la sujeciónEl concepto puro de Estado implica la pluralidad de todas las personas sin distinción alguna: todas son libres e iguales ante el Estado. Sin embargo, quienes componen esa totalidad son también las personalida-des individuales que conforman el orden social de la comunidad. Por eso, esa unidad abstracta que se da en el concepto puro de Estado se rompe en la realidad de la sociedad, que muestra que siempre habrá una división entre la clase dominante y la dependiente.

Ahora, puesto que la riqueza, el poder y la felicidad del Es-tado están dados por el bienestar de todos y cada uno de los individuos, la existencia de la clase social dominante está en perfecta armonía con la idea de Estado. En conse-cuencia, el Estado debe proteger y garantizar la existen-cia de esta clase. Por el contrario, la existencia de la clase social dependiente sí se encuentra en contradicción con la idea de Estado, pues la realización plena de la vida del Estado no es posible cuando éste incluye individuos que no pueden lograr el desenvolvimiento de sus aptitudes in-dividuales ni cumplir su destino. Por eso, el objetivo del Estado no es suprimir la sociedad en su totalidad, sino la clase social dependiente, que es la que está en verdadera contradicción con su idea. Pero, puesto que el orden so-cial obedece a esa relación de dependencia, la acción del Estado va en contra del orden social dado, así como de la clase social dominante. Por eso, la contradicción del prin-cipio del Estado y el principio de la sociedad se concreta de manera específica en el conflicto entre el Estado y la clase social dominante. Como consecuencia de esto, la clase so-cial dominante, que no puede alterar la naturaleza de la idea del Estado ni eliminar su poder, buscará adueñarse de manera exclusiva del poder supremo.

El Estado, como puro concepto, sólo tiene existencia abstracta, no tiene manifestación alguna que sea por sí

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mismo. Para que el Estado se haga realidad tiene que ex-teriorizarse a través de individuos reales, los cuales, sin embargo, están todos inmersos en la sociedad. De modo que tanto la constitución como la administración se ven permeadas por los intereses sociales. Resulta así que la idea de Estado no aparece jamás pura en el Estado real, pues la vida de éste se halla penetrada por los elementos de la sociedad. El Estado real sucumbe ante la sociedad. Así, a diferencia de Hegel, Von Stein distingue entre el Estado ideal y el Estado real, que se transforma y supedita a los intereses de la sociedad (Gurvitch 2005, 578). De esta forma, comienza el movimiento de la sujeción.

El primer momento de este movimiento es la apropiación del poder supremo. La clase social dominante, que pretende adueñarse por completo del poder supremo, debe asegu-rar su dominio sobre el Estado a través de la constitución (como la forma en que la voluntad múltiple del pueblo se constituye en la voluntad unitaria del Estado) y de la administración (como el organismo por medio del cual se autodetermina y aplica la voluntad del Estado). Para esto, la clase poseedora debe apropiarse de los órganos burocráticos e imponer la propiedad como requisito para participar en la voluntad del Estado. Así, el poder supre-mo no recae en la sociedad en general, sino que radica exclusivamente en la clase social dominante, y actúa a favor de sus intereses.

En esta situación, que es consecuencia de la naturaleza de los elementos sociales, el poder supremo tiene como prin-cipio la conservación del statu quo. Pero toda dominación se fundamenta en la propiedad. Y ésta, en cuanto es ad-quirida, puede ser lograda por cualquier individuo. Por eso, la adquisición de la propiedad, al ser asequible para los miembros de la clase dominada, amenaza la existencia de la clase dominante y su dominio del poder supremo. En consecuencia, para mantener su poder, la clase propietaria debe asegurarse de que la clase inferior no pueda acceder a la propiedad. Esto sólo se puede hacer desligando y retirando la propiedad de toda adquisición. Aquí entra la primera no-ción de derecho social, que, como bien lo interpretó Gurvitch, se encarga de fijar las clases sociales y eliminar el movi-miento de una clase a otra. Este es el segundo momento del mo-vimiento de la sujeción. A través del control de la ganancia, que va única y exclusivamente para el propietario, y no para el trabajador, se garantiza y asegura esa división de clases. Así, partiendo de algunos presupuestos que posteriormen-te serán adoptados por las teorías marxistas del derecho, Von Stein considera que el derecho social “surgiendo de la naturaleza y necesidades de la sociedad […] fija las clases dependiente y dominante, eliminando la transición de la una a la otra” (1957, 78).

Aquí, si bien Von Stein no llegaría a afirmar el derecho so-cial como superestructura jurídica, contra una teoría for-malista del derecho, en su definición inicial de derecho social Von Stein se acerca mucho a las concepciones mar-xistas que afirman el derecho como una “relación social” (Pasukanis 1976, 68). Es decir, desde una perspectiva más historicista, como “la reglamentación de las relaciones so-ciales [que] en determinadas condiciones asume carácter jurídico” (Pasukanis 1976, 65). El derecho social, de acuer-do con esta concepción inicial, se deriva de la relación de dominación de una clase social sobre otra, la cual es asegu-rada jurídicamente por el derecho social y fortalecida por la afirmación de ese derecho desde el Estado. Para Von Stein, igual que para Marx, en el movimiento de la sociedad las instituciones jurídicas son creadas para proteger las rela-ciones de dominación y establecer las condiciones que ga-ranticen su continuidad (Cotterrell 1992, 108).

No obstante, Von Stein se va a separar radicalmente de estas teorías en su forma de resolver las contradicciones que se derivan de allí. Mientras que pensadores marxistas del de-recho como Pasukanis orientan su reflexión a la “supresión de las relaciones de valor en la economía, y al mismo tiem-po la extinción de los elementos jurídicos privados en la su-perestructura jurídica” (1976, 111), Von Stein va a afirmar que a ese movimiento de la sujeción se va a oponer naturalmente el movimiento de la libertad, que exige una transformación del derecho. Punto que desarrollaré más adelante.

El movimiento de la sujeción no es en absoluto producto de la casualidad, es un movimiento necesario, pues la idea pura del Estado no puede realizarse sin insertarse en la vida social y someterse a los intereses particulares de cada indi-viduo. Ésta es la “ley general del movimiento de la sociedad en el Estado” (Von Stein 1957, 83). Este movimiento de la sociedad lleva, entonces, a una contradicción entre el Es-tado real y su idea. Bajo esta nueva forma, el Estado legiti-ma y apoya con su poder la dependencia, mientras que su naturaleza es la libertad: “ha consagrado con su derecho lo que su idea condena, el dominio de una parte sobre la otra parte, el dominio del interés sobre el desenvolvimiento ili-mitado de la persona libre” (Von Stein 1957, 91). Pero si la constitución real del Estado entra en contradicción con su idea, la dependencia no está en contradicción con la esen-cia de la persona. La propiedad de bienes es para el indi-viduo el cumplimiento de su destino personal. Por eso, la situación del propietario y su posición de dominación (deri-vada del interés natural) son la realización de su idea.

Hay, entonces, un elemento libre dentro de la dominación. Incluso, la dependencia es producto de la libertad personal individual orientada por el interés. Si la misión del indivi-

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duo es el desenvolvimiento a través de la posesión y goce de las cosas exteriores, no es posible hacer un reproche a quienes logran su realización personal. La verdadera con-tradicción llega entonces sólo cuando, a través del derecho social, esa dominación se convierte en sujeción. La contra-dicción con la idea personal surge cuando la clase superior usa su poder para excluir a la clase inferior de la posibilidad de adquirir bienes. Únicamente en ese momento la domi-nación como sujeción entra en contradicción con la idea de persona. Éste es el momento de la “verdadera sujeción” (Von Stein 1957, 97), en el cual la clase inferior no sólo no encuentra su realización, sino que no puede lograrla.

El movimiento de la libertadFrente al movimiento de la sujeción, en el cual se enmar-ca la primera construcción de la idea de derecho social en Von Stein, aparece el movimiento de la libertad, que exigirá la transformación de ese derecho. De acuerdo con Von Stein, al insertarse en el movimiento de la sociedad, el Estado ha sido incapaz de mantener pura su naturaleza, y, en conse-cuencia, éste ya no es capaz por sí mismo de resistirse al poder externo de la sociedad. El Estado no puede oponerse a la sujeción social, y la sociedad no puede, por principio, ser libre. En consecuencia, el movimiento de la libertad debe radicar necesariamente en un factor que, situado por enci-ma de ambos, sea más poderoso que los dos. Este elemento es la esencia de la personalidad, ya que tanto el Estado como la sociedad son pensados por Von Stein en función de la con-secución del destino de la personalidad.

Si bien la dominación se impone al Estado como un poder externo, el Estado, como poder dominante a favor de una clase, también tiene una justificación interna. La idea de Estado, como suprema realización de la libertad, reclama para sí a los mejores, a las personalidades más fuertes y más inteligentes. Y, puesto que los bienes materiales son un presupuesto de la realización individual, el Estado en su concepto mismo exige que sus representantes pertenez-can a la clase dominante poseedora. La propiedad tiene un lugar preponderante entonces en la organización social, de acuerdo con Von Stein. La naturaleza intrínseca de la pro-piedad sitúa a las personas individuales que integran la clase propietaria por encima de los individuos de la clase no propietaria. En este sentido, la propiedad es la que domina al poder, y no el poder el que domina a la propiedad. Por eso, concluye Von Stein, cualquier pensamiento que busque transformar el orden social debe enfocarse en la propiedad.

Ahora bien, la libertad es la autodeterminación de la per-sona tanto en el ámbito material como espiritual. Por eso, dice Von Stein, la propiedad implica un dominio de la per-

sona individual sobre bienes materiales, así como sobre bienes espirituales (inmateriales). Al conjunto de bienes espirituales, Von Stein lo denomina formación o educación. Esta educación, “con un sentido profundamente humanis-ta” (Díez 1956, 338), es el presupuesto para la adquisición de bienes materiales, es decir, la formación que, a través del desarrollo de conocimientos y capacidades, logra condu-cir al individuo a la adquisición de capital por medio de su fuerza de trabajo. Y como lo espiritual domina lo material, la educación es la premisa fundamental para el dominio de la clase propietaria, así como para la elevación de la no pro-pietaria. La educación espiritual tiene un factor particular, pues su desarrollo implica un cambio interno que, hasta cierto punto, es independiente de las circunstancias socia-les. Los bienes espirituales no tienen frontera, se pueden adquirir libremente sin limitar la adquisición de los otros. En este sentido, la educación espiritual abre la posibilidad de una elevación de la clase dependiente, que no entra en contradicción con el poder de la clase superior.

La educación es el comienzo del desarrollo de la igual-dad, un comienzo autónomo que se sitúa más allá de los conflictos sociales. Para Von Stein, en un pueblo en el cual la clase inferior empieza a preocuparse por la edu-cación espiritual aparece el primer elemento del movi-miento hacia la libertad, ya que la educación supone la igual capacidad de formación de cada individuo. Por eso, toda educación y todo reconocimiento de la capacidad de educación llegan a la afirmación de la igualdad ideal de los hombres. Pero ese presupuesto de la igualdad perso-nal como principio entra en contradicción con el orden social, que no es más que la manifestación de la depen-dencia y de la desigualdad. Así, aparece y se manifiesta el conflicto de la idea de libertad con el orden de la socie-dad. La clase dominada, que hace uso de su formación para fomentar el trabajo, realiza la condición de la pro-piedad. Sin embargo, la diferencia subsiste en el dere-cho social y en la constitución, que excluyen a la clase dependiente de la posibilidad de acceder al poder estatal y de aspirar a la propiedad material, entrando en contra-dicción con el orden social que se ha transformado.

Aparece así la cuestión social, de la que habla Gurvitch, que exige un cambio del derecho social. La cuestión social es la contradicción que se manifiesta en el movimiento de la li-bertad y exige una transformación del derecho. Pero el con-tenido de la cuestión social no es la división de clases ni la naturaleza del capital y del trabajo, pues la contradicción de la sociedad adquisitiva no radica en estas relaciones. Lo que se revela con el movimiento de la libertad es la exigencia de la clase inferior de “poder adquirir el capital. Y aquí está el contenido de aquella gran cuestión” (Von Stein 1957, 192).

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Puesto que el derecho y la constitución vienen condicio-nados por la organización social de la propiedad, éstos no pueden subsistir en su antigua forma, a partir del mo-mento en que la clase inferior ha logrado las condiciones de la propiedad a través del trabajo. En ese momento, la transformación del derecho se ha convertido en una ne-cesidad ineludible. Así, dice Von Stein, la cuestión social se manifiesta y se orienta al movimiento social, que ahora se alza contra todo derecho.

A partir de la evidencia de la contradicción de la sociedad edificada sobre la adquisición, comienza el afán teórico por buscar una solución a ese problema, que Von Stein va a denominar teorías sociales. Éstas son el principio del movimiento social (como labor de pensamiento que se exte-rioriza en investigaciones y sistemas teóricos), que exige el cumplimiento del destino personal de cada individuo, ya no sólo en el campo inmaterial, sino también en el te-rreno de la adquisición de bienes materiales. Una vez que la idea de igualdad adquiere forma en la conciencia de la clase subordinada, empieza a tomar forma la moviliza-ción social. Inevitablemente, la clase no poseedora, que antes se encontraba agrupada por un rasgo exterior (la no propiedad), se adhiere con fuerza a uno de esos sistemas de pensamiento en la búsqueda de disipar la contradic-ción entre capital y trabajo. Producto de esta unión surge el proletariado, que Von Stein distingue como una “comu-nidad de voluntad” (1957, 179), con un poder autónomo que hace frente al orden social y que, apelando a la idea de igualdad, exige de la clase propietaria lo que esta últi-ma no puede ni quiere darle: el capital.

Al comprender que el Estado no atenderá sus necesidades, al proletariado le asalta la creencia de que él mismo es el único capaz de reivindicar esa igualdad social y, en con-secuencia, se piensa autorizado para usurpar el poder su-premo. Sin embargo, para Von Stein el proletariado es “la parte más débil de la sociedad” (1957, 179). No obstante, en algunas ocasiones, tal vez por suerte o coincidencia, el proletariado se adueña del poder supremo, sometiendo al Estado y su poder. Ésta es la revolución social. Para Von Stein, la revolución social implica una contradicción con la na-turaleza del Estado y de la sociedad, razón por la cual no la considera como un progreso, sino como una desgracia en sí. Ahora, el poder supremo recaería en el proletaria-do, es decir, en una clase determinada que también do-mina en favor de sus intereses. En virtud de éstos, ahora el proletariado somete a la clase poseedora, negándole la participación en el poder supremo y privándola de su libre autodeterminación. Con la revolución social se llega en-tonces a una nueva sujeción. Pero esta sujeción va más allá que la anterior, pues el proletariado no posee las

condiciones del verdadero dominio, no tiene bienes ma-teriales ni es superior a la clase propietaria en bienes es-pirituales, dándose así una sujeción absoluta. El proletariado domina únicamente como fuerza externa, y no como idea social, constituyéndose la dictadura del proletariado.

En este punto surge entonces una alternativa a la revo-lución social: la reforma social, con la cual se busca tam-bién dar solución a las contradicciones que radican en la relación entre capital y trabajo, propias de la socie-dad adquisitiva. Pero, atendiendo a esa cuestión social que se definió en renglones anteriores, con la reforma social no se busca eliminar la división de clases ni la de-pendencia. De acuerdo con Von Stein, si se analizan la naturaleza del capital y del trabajo, la división de clases y la dependencia de la clase trabajadora respecto de los capitalistas, “no está en absoluto, en contradicción con el concepto de persona o con el de libertad personal, en tanto en cuanto el capital sea el resultado del trabajo” (Von Stein 1957, 191). Para Von Stein el proletariado lo que busca es poder adquirir capital; éste es el contenido que orienta la reforma social. Con tal capacidad, se ase-gura la posibilidad de romper con la forma dada de las clases sociales y la sujeción que se deriva de allí. Mien-tras se garantice esa capacidad, el orden social se man-tiene sin contradicciones, no importa cuán profunda sea la diferencia de clases. Sólo cuando se elimina esa posibilidad, la dependencia se vuelve sujeción, y el orden social entra en contradicción con la idea de persona.

Transformación del derecho social y la construcción de un nuevo modelo de EstadoEl movimiento dialéctico de la sujeción y de la libertad, que lleva a la idea y necesidad de la reforma social, exige la construcción de un nuevo sentido del derecho social. Frente a esta exigencia, dice Gurvitch, “[e]s a través de la ‘administración social’ como el Estado logra penetrar en la Sociedad y proteger jurídicamente a los débiles con-tra los fuertes y los pudientes” (Gurvitch 2005, 583). Esa nueva dimensión del derecho social, dice Gurvitch, surge “después de haber apelado, como remedio, a la interpre-tación de ese derecho en tanto en cuanto conjunto de disposiciones del derecho estatal” (Gurvitch 2005, 583). Sin embargo, esta transformación de la idea de derecho social es propia de la Monarquía de la reforma social, que Von Stein va a plantear como su modelo ideal de Estado.

Pero desde una visión absolutamente pragmática, Von Stein va a reconocer la dificultad histórica de esa Monar-

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quía. Por eso, ante la exigencia de un nuevo sentido del derecho social y la dificultad de realizar esa Monarquía de la reforma social, Von Stein propone la construcción de una Re-pública del interés recíproco. Como plantea Pankoke, la solución a las contradicciones de la sociedad adquisitiva, en sus tra-bajos posteriores, ya no va a ser sólo a partir del principio de la personalidad en la Monarquía, sino también en el modelo político moderno de la República (1995, 41).

Von Stein construye como modelo ideal de Estado una Monarquía de la reforma social que, encarnando la idea pura de Estado y penetrando en el orden social, se pone al ser-vicio de la clase dominada, tratando de elevarla y prote-gerla. En ésta, como plantea Gurvitch, ese derecho que inicialmente era un factor de dominación es transforma-do y adquiere un nuevo sentido a través de la realización del derecho estatal, que se orienta a la realización de la libertad de la clase social menos favorecida. Así, en la monarquía el derecho estatal logra penetrar y transfor-mar el derecho social.

Sin embargo, puesto que el ideal de la Monarquía de la re-forma social es difícilmente realizable y parece estar con-denado a sucumbir ante la sociedad, Von Stein explora otra posibilidad para la realización de la libertad en la sociedad industrial. La historia de Europa, que en este libro Von Stein estudia a través de la historia de Francia (poniendo especial atención a la Revolución de Febrero de 1848), proyecta el comienzo de una época sin monarquía, de la sociedad industrial amonárquica (Von Stein 1957, 343). Por eso, apartándose de su ideal, Von Stein se pre-gunta por la posibilidad de la realización de la libertad en la sociedad industrial de su tiempo, gobernada ahora por la idea de la república. En la época moderna, cuando la monarquía se ve difícilmente realizable, “la solución a los antagonismos sociales parece recaer de nuevo en la sociedad” (Marcuse 1971, 369).

La República del interés recíproco: una nueva dimensión de la idea de derecho socialEl principio de la república pone la libertad en la esencia de la personalidad, de lo que se sigue que “toda persona-lidad, por su propio concepto, participa en la soberanía del pueblo […] igual para cada uno” (Von Stein 1957, 375). A partir de este principio, en la república de la sociedad industrial, que es su momento histórico y por el cual se pregunta Von Stein, la igualdad es la posibilidad igual que cada uno tiene de alcanzar toda medida de propiedad y, por tanto, toda posición social (1957, 432).

En consecuencia, la igualdad se impone por el derecho de cada uno a toda adquisición como principio absoluto. De manera abstracta, el derecho social que inicialmente se proponía como herramienta de la sujeción, ahora apare-ce como el principio que asegura la igual posibilidad de cada uno de alcanzar toda propiedad, toda adquisición y, por consiguiente, toda posición social. Sin embargo, aclara Von Stein, es necesario distinguir entre la repúbli-ca real y la república abstracta. En la república real vuelve a aparecer el interés, que determina la voluntad y existencia del poder supremo. Como se estableció en un principio, la doctrina de la sociedad muestra que, cuanto más libre son la adquisición y el capital, más determinantemen-te se opone el interés del capital al interés del trabajo. En ese juego se encuentra el Estado, que, como totalidad, queda “determinado por un interés necesario y siempre contra-puesto, el de los propietarios por un lado, el de los no pro-pietarios por otro lado” (Von Stein 1957, 434). Por eso, en la sociedad industrial surgen dos formas de república.

Por un lado, aparece la república de la clase propietaria, que se encuentra determinada fundamentalmente por la exigencia de la propiedad como condición para parti-cipar en la voluntad del Estado. Por el otro lado está la república de la clase desposeída, que sabe que su realización y posibilidad de desenvolvimiento personal no se en-cuentran en el reconocimiento del principio abstracto de igualdad humana y soberanía popular, y que cen-tra su interés en el control del poder supremo. De este modo, en la sociedad industrial entran en conflicto dos repúblicas esencialmente distintas, que respon-den a los intereses opuestos de cada clase. Así, en la república también se hace patente la lucha por el poder supremo al cual, puesto que la soberanía recae en la sociedad, las dos clases sociales tienen el mismo dere-cho. Estas dos concepciones se oponen como enemigos irreconciliables, en una contradicción casi absoluta. Para dar solución a este conflicto, plantea Von Stein, es necesario aceptar como premisa que la conciliación de estas dos posiciones debe residir en los mismos ele-mentos que originaron el conflicto (1957, 470). Y, en este caso, dice el teórico alemán, el conflicto no radica en la esencia de la personalidad, sino en los tres ele-mentos de la propiedad: trabajo, adquisición y bienes.

La contradicción interna de la sociedad industrial radica concretamente en que “el capital que trabaja para sí, hace una adquisición tan grande que esta adquisición absor-be la adquisición conseguida por el trabajo, a través de la cual éste debe alcanzar la propiedad” (Von Stein 1957, 473). Pero la solución a esta contradicción no es ni puede ser la destrucción del capital; por el contrario, para Von Stein la

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solución se debe plantear en el campo del trabajo y su enal-tecimiento. El trabajo y el capital, por sí mismos, no están en una relación de contradicción. Cuanto mayor y mejor es el trabajo, el producto es mejor, y aumenta su precio y sus ventas. Por eso, capital y trabajo están en una relación de mutuo condicionamiento: “la máxima prosperidad del tra-bajo es idéntica con la mayor altura alcanzada por la adqui-sición de capital” (Von Stein 1957, 476). De esta forma, las condiciones para la elevación del trabajo, al mismo tiempo, permiten un mayor desarrollo de la adquisición de capital. Estas condiciones son principalmente dos: 1) la educación espiritual (que enaltece y dignifica el trabajo) y 2) la posibili-dad de acceder a la propiedad. Bajo estas condiciones el tra-bajo alcanza su máximo desenvolvimiento, al tiempo que constituyen el supuesto previo de la máxima adquisición.

Ahora bien, el interés de la clase propietaria radica en la más alta adquisición de capital por medio del trabajo. El interés de la clase no propietaria radica en la adquisición de bienes espirituales y en la posibilidad de un capital material. De aquí, concluye Von Stein, se desprende que los intereses de las dos clases son idénticos, pues uno es premisa del otro. Por esta razón, encuentra la solución a la contradicción de la sociedad industrial en la solidaridad de intereses, es decir, en la sociedad misma.

El conflicto de la sociedad adquisitiva surge cuando cada propietario busca aumentar su capital individualmente, a costa de la disminución del salario del trabajador. Es decir, por el interés particular de cada capital, que despoja al trabajo de su carácter adquisitivo. Por eso, la reciprocidad de intereses de todos los capitales se diluye en la infinita multitud de intereses particulares, los cuales buscan su satisfacción a costa del trabajo. El trabajador, privado de la adquisición por el interés particular, se vuelca contra el capital, pensando que por naturaleza éste es el que lo priva de la adquisición. Entonces, dice Von Stein, para armonizar los intereses de las clases sociales y resolver la contradicción de la sociedad industrial, es necesario bus-car el interés general del capital, y ponerlo en lugar del capital individual y su interés, que se opone al trabajador.

Si, por una parte, la adquisición de capital se preocupa por garantizar al trabajo bienestar espiritual y capacidad de adquisición, el trabajador buscará mantener y aumen-tar la adquisición del capital que da satisfacción a sus exi-gencias, mediante una actividad dócil y eficaz. Y si, por el otro lado, se hace bien el trabajo, el capitalista estará igualmente interesado en garantizar las condiciones que mejoran la labor del trabajador. Con esto, “la reciprocidad de intereses de ambos estamentos sustituye a su conflicto, y comienza así un orden nuevo” (Von Stein 1957, 484). Se

abre una nueva luz en el horizonte de la sociedad adquisi-tiva; sin embargo, Von Stein no se atreve a ir más allá en la conceptualización de esa sociedad basada en la reciproci-dad de intereses, pues “pertenece aún demasiado al futuro, y apenas si vemos iniciarse en nuestro presente los primeros y vacilantes pasos de esa época” (1957, 484). Pero sí hace énfasis en que la solución a la contradicción de la sociedad,

[n]o está en la abolición del capital, ni en el sometimiento de éste al trabajo, ni en la aniquilación de la concurren-cia, ni en la limitación del libre movimiento adquisitivo de capital, ni en la condenación de la industria; tampoco está en la transformación repentina de su dominio sobre el capital, en la comunidad de propiedad o en la organi-zación comunista del trabajo; no está en absoluto en la imposible supresión de la diferencia entre ambas clases sociales, en su situación externa e interna, ni en la diver-sidad de los hombres en general. (Von Stein 1957, 485)

La solución radica en el interés solidario del capital y del trabajo, que se producen y condicionan recíprocamente. Cuando no se reconoce ese interés solidario, comienzan la lucha y la contradicción social entre una clase y otra. Con el reco-nocimiento de esta reciprocidad de intereses, particular-mente por la clase propietaria, empieza la “armonía de la vida utilitaria” (Von Stein 1957, 486). Cuando la clase superior, en vez de buscar la realización de su interés in-dividual, busque la elevación y liberación material de la clase dominada, el orden social se orientará a la verdade-ra libertad. De lo contrario, comenzaría la lucha social y, con esto, la revolución.

Pero ese interés solidario al que apela Von Stein no puede ser particular, tiene que ser un interés general de clase. Puesto que el interés de la clase no propietaria como un todo es el que se opone al interés de la clase propietaria, no es suficiente con que los propietarios particularmente bus-quen favorecer el trabajo y al trabajador: “[t]al esfuerzo de los particulares sólo beneficiaría a los trabajadores aislados y también será, por tanto, únicamente recono-cido con gratitud por ellos” (Von Stein 1957, 486). De este modo, distingue entre el carácter particular de la grati-tud, que sólo media los intereses de un individuo con los del otro, y la naturaleza universal de la solidaridad, que re-concilia los intereses de una clase con los de la otra. La auténtica paz sólo se puede garantizar cuando la solida-ridad se expresa como una manifestación de los intereses de la totalidad de cada clase a favor de la otra.

Así, surge una nueva dimensión del derecho social que, desde los intereses de la misma sociedad y sin la me-diación del derecho estatal, se opone al derecho social

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inicial de dominación. Al comprender que los intereses contrapuestos de clase son en realidad intereses recípro-cos, la clase social dominante, sin abandonar el poder supremo, va a erigir un derecho social distinto. Por medio de ese derecho social debe reconocer a la clase no propietaria la igualdad de bienes espirituales y la posi-bilidad de llegar a la propiedad material. Pero, por su carácter universal, la única forma de materializar ese interés solidario común es a través del poder supremo que se encuentra en manos de la clase dominante. Sólo si esta clase como un todo reconoce la elevación del trabajo, se puede lograr la solidaridad como verdadero principio de la sociedad adquisitiva que rompa sus con-tradicciones. En ese momento, la reciprocidad de inte-reses se introduce en la vida práctica del Estado.

El derecho social, que antes se erigía en un elemento de dominación, ahora reconoce la reciprocidad de intereses que determina la sociedad adquisitiva, y se afirma con un nuevo significado. Nuevo sentido del derecho social que, con el ejercicio del poder supremo que permanece en la clase social dominante, se eleva a derecho público. Y cuyo proyecto político será la reforma social, orientada por una administración pública basada en la organiza-ción de intereses y relaciones productivas (Pankoke 1995, 40). La clase desposeída buscará entonces implemen-tar una constitución que obligue a la administración a velar por sus intereses, sin que esto implique despojar a la clase propietaria del poder supremo. Por este motivo, Von Stein va a llegar a la concepción de una Administración social-reformista que se basa en dos pilares: 1) si la clase pro-pietaria ha de darse por contenta con lo vigente, la cons-titución deberá, según la naturaleza de la propiedad, permanecer intacta en sus manos. Pero si, en segundo lugar 2), la clase no propietaria ha de asentarse en este dominio de los propietarios sobre el Estado, la adminis-tración, según la naturaleza no menos incontestable de la no propiedad, debe esforzarse incansablemente por fa-vorecer con todos los medios del poder supremo a la clase trabajadora en su principal interés: la adquisición de ca-pital por parte de cada trabajador (Von Stein 1957, 489).

De esta forma, presenta Von Stein la reforma social como el fundamento del progreso social que conduce a la liber-tad, ya no como un postulado abstracto, sino como fun-damento de la constitución. Así, a través de la República del interés recíproco, Von Stein plantea una Administración social-reformista que establece que el poder supremo sigue recayendo, a través del control de la constitución, en la clase social dominante. Pero ese poder supremo, que actúa a través de la administración, debe orientarse a mejorar la condición de la clase inferior, en su interés

de poder acceder a la propiedad. Si bien el poder supremo sigue en manos de la clase poseedora, su acción prácti-ca debe atender también a los intereses de la clase do-minada, para así, a través de la reforma social, evitar la inminente revolución. Pues, dice Von Stein, si la clase propietaria pone a funcionar la administración en aten-ción a las demandas de la clase desposeída, favoreciendo su formación espiritual y posibilitando su adquisición de capital, la clase inferior “será indiferente a la forma de la Constitución en la medida en que [también] se fomenten sus intereses” (Von Stein 1957, 491).

Siguiendo a Joachim y a Peter Singelmann, es posible ver cómo en este trabajo Von Stein abandona su anterior y potencialmente radical énfasis en los elementos eco-nómicos como sujeción y, en su lugar, enfoca su análisis en la integración y armonía social (1986, 444). De este modo, en la República del interés recíproco, la transfor-mación del derecho social se va a dar en el campo mismo de la sociedad y de los intereses contrapuestos de clase. En este caso, sin la mediación del derecho estatal, surge la idea de una solidaridad de intereses entre las dos clases que conforman el orden social. En consecuen-cia, si bien los intereses de clase siguen dominando el movimiento social, Von Stein plantea la posibilidad de conciliar estos intereses concretos. Con esto, si bien la situación general de dominación y de división de clases se mantiene, se logran conciliar estos intereses básicos que evitan la revolución social.

En este sentido, a través de lo que yo interpretaría como unos acuerdos mínimos entre los intereses de ambas cla-ses (pues sólo se puede hablar de una conciliación de inte-reses con respecto a la posibilidad de propiedad de bienes materiales e inmateriales, y no de una idea más general de bienestar de la clase no propietaria), se llega a una nueva idea del derecho social, que ya no es visto como sujeción, sino que, a través del ejercicio del poder supremo en cabeza de la clase dominante, se pone al servicio también de algu-nos intereses de la clase social dominada.

Ahora bien, finalmente a través de esta construcción que hace Von Stein de un nuevo derecho social que Gurvitch no tiene en cuenta, se plantean algunas respuestas a las críticas que, para mí injustamente, le plantea el jurista ruso a Von Stein en su texto.

La primera crítica es que Von Stein “no distingue entre los diferentes aspectos de la Sociedad” (Gurvitch 2005, 588), es decir, reduce el campo social al aspec-to económico. Por eso, dice Gurvitch, considera la so-ciedad “enteramente como un orden de dependencia

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y de dominación económica” (2005, 588). Además, no distingue entre “la perversión en una asociación de dominación” y “las virtualidades de la Sociedad eco-nómica que tiende hacia un orden puramente integra-dor” (2005, 588). Si bien estoy de acuerdo en que Von Stein hace una reducción de la idea de sociedad a la sociedad económica, considero que, con la construc-ción de la República del interés recíproco, no es cierto que ésta sea vista únicamente como un orden de de-pendencia y de dominación económica. A pesar de que en un principio Von Stein afirma el orden social como un orden de dominación y dependencia, en la Repúbli-ca del interés recíproco se ve cómo, a partir de la idea de reciprocidad de intereses, el orden social se trans-forma, y, en el movimiento mismo de la sociedad, se afirman la libertad y la igualdad. En este sentido, si bien Von Stein afirma el orden social como un orden de dependencia, no lo despoja totalmente de su potencial transformador, el cual sale a relucir en esta repúbli-ca. En consecuencia, disiento de la idea de Gurvitch de que Von Stein no quiere distinguir entre la perver-sión de la sociedad como un elemento de dominación, de sus virtualidades integradoras, porque justamente esto es lo que hace en la República del interés recípro-co. Transformando la idea de intereses opuestos en in-tereses solidarios, acepta el potencial integrador de la comunidad económica que transforma el orden social y la despoja de su carácter puramente opresor.

La segunda crítica es que en Von Stein hay un prejui-cio de que sólo el Estado y, por tanto, el derecho esta-tal pueden “representar el interés general” (Gurvitch 2005, 588) y transformar el orden social de domina-ción. Y la tercera crítica consiste en que al analizar la sociedad a partir de la idea de interés, Von Stein no “ha distinguido entre el derecho económico particularista y el derecho económico común” (Gurvitch 2005, 588). Si bien estas críticas podrían plantearse a Von Stein en su construcción de la Monarquía de la reforma social, me pare-ce que resultan claramente injustas cuando se amplía el campo interpretativo de la teoría de Von Stein y se in-cluye su análisis de la República del interés recíproco. Como traté de mostrarlo en renglones anteriores, al analizar esta república, si bien no despoja al Estado de su idea, sí amplía el espectro de posibilidad transformadora de la sociedad y del derecho social desde sí misma. Así, a pesar de seguir postulando la monarquía como modelo ideal de Estado, con su preocupación práctica que ve la república como el futuro de Europa, construye una teo-ría que acepta la posibilidad transformadora de la so-ciedad y la realización de la igualdad, desde sí misma, sin la mediación del Estado. Y dejando de analizar la

sociedad a partir de intereses particulares y pensando una transformación de la sociedad, con base en la idea de reciprocidad de intereses generales de clase, Von Stein sí distingue entre un derecho social inorganizado, que se enmarca en el movimiento de la sujeción, y un derecho social organizado que, a partir de la solidaridad de intereses, surge de la misma sociedad económica y se afirma como un derecho de integración, si se quisiera poner en esos términos.

ConclusionesEn la teoría de Von Stein inicialmente el derecho social aparece como un elemento de dominación, orienta-do a preservar el orden social de sujeción y fortalecer la división de clases. Así, esa idea inicial de derecho social se enmarca en un movimiento de la sujeción, como movimiento natural de la sociedad. Sin embargo, a ese movimiento se opone el movimiento de la libertad, que, a partir de la idea de personalidad, exige la transforma-ción del derecho. De esta forma, surge una nueva di-mensión del derecho social, pero su construcción va a ser distinta en la monarquía y en la república. Como lo presenta Gurvitch, en la monarquía, el derecho social es transformado a partir de la mediación del Estado y del derecho estatal, que “corrigen” las injusticias del derecho social inicial y se ponen al servicio de la clase social dominada. Sin embargo, hay un elemento que se escapó al análisis de Gurvitch: si bien Von Stein plan-tea la Monarquía de la reforma social como su modelo ideal de Estado, por el momento histórico que vive Europa, va a reconocer las dificultades a las que se enfrenta. Por este motivo, con una preocupación práctica por evitar la revolución social, Von Stein construye su idea de la República del interés recíproco, que, con “una propia enti-dad social y económica” (Díez 1956, 357), transforma el derecho social a partir de una solidaridad de intereses.

Esta nueva dimensión del derecho social no se trans-forma gracias a la mediación del Estado y de su dere-cho, sino que cambia a partir de los mismos elementos sociales. Así, en la República del interés recíproco apa-rece una nueva dimensión del derecho social que Gur-vitch no tuvo en cuenta. Ante la exigencia de un nuevo derecho social, que transforme las injusticias del de-recho social inicial como dominación y que amenaza con conducir a la revolución social, Von Stein plantea la posibilidad de conciliar los intereses de clase con-trapuestos, sin salirse del ámbito de la sociedad que se encuentra dominada por el interés. De este modo, a partir de la idea de intereses solidarios, construye

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un nuevo derecho social que se transforma sin la “co-rrección” del derecho estatal, que, desde los mismos elementos sociales, adquiere un nuevo sentido. El de-recho social se constituye como el elemento que asegu-ra la solidaridad de intereses, manteniendo el poder de la clase propietaria, pero garantizando a la clase infe-rior la igualdad de bienes espirituales y la posibilidad de llegar a la propiedad material.

Esta construcción de la idea del derecho social en la Repú-blica del interés recíproco, además de tener una importancia teórica que debe ser resaltada dentro de la teoría de Von Stein, tiene también una importancia práctica muy sig-nificativa. Tal como lo presentó Von Stein con gran vi-sión, las monarquías, a pesar de ser un modelo ideal, se presentaban como un horizonte difícilmente realizable. Por eso, para resolver las contradicciones de la sociedad adquisitiva, resultaba insuficiente apelar a la idea de Es-tado, y se hacía necesario recurrir a otros elementos.

De hecho, si Von Stein es citado tradicionalmente como uno de los precursores del Estado social, es tal vez en la República del interés recíproco donde se pueden rastrear más fácilmente estas ideas. Con esta República aparece por primera vez la idea de un poder supremo que, a pesar de continuar en cabeza de la clase superior, se orienta en función de unas condiciones mínimas de vida digna de la clase inferior. Así, además de abogar por unas mejores condiciones de la clase trabajadora, Von Stein plantea una respuesta práctica efectiva a su preocupa-ción central: la revolución.

En este sentido, siguiendo a la profesora Mengelberg, es necesario resaltar cómo “[Von] Stein es uno de los primeros científicos sociales no socialistas que hicie-ron un análisis crítico de las fuerzas del capitalismo y que predijo las tensiones sociales de décadas futuras” (1961, 267). Pero, desde una perspectiva conservadora, se preocupó por encontrar la forma de responder a los movimientos sociales y escapar a la revolución, sin aca-bar con la división de clases ni despojar a la clase posee-dora de su lugar privilegiado. De este modo, Von Stein “delineó un camino para las estrategias políticas que tal vez no ha resuelto las contradicciones sociales fun-damentales analizadas en la teoría social clásica, pero que ha sido preferido generalmente en las sociedades occidentales” (Singelmann y Singelmann 1986, 434). La República del interés recíproco, como realización e ins-titucionalización de la reforma social, constituye uno de los elementos de análisis más importantes para este fin. Precisamente, a través de la idea de la república Von Stein logró conciliar (por lo menos de manera práctica,

así puedan existir profundos cuestionamientos teóricos a su planteamiento) los intereses de la clase dominante y los de la clase dominada. Así, ante la inminencia de las revoluciones sociales, su teoría se erigió en una he-rramienta muy efectiva para evitar las transformacio-nes sociales radicales de su tiempo.

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* El presente trabajo se elaboró en el marco del Proyecto “La gran fabricación y la invisibilidad de la historia: la recategorización decimonónica de las hu-manidades, la filosofía política, el derecho y la teoría económica, y algunas de sus consecuencias en el siglo XX”, financiado por el Ministerio de Economía y Competitividad de España (Código: FFI2012-33561).

v Doctor en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid, España. Profesor titular de Derecho Constitucional en la Universidad de Barcelona, Espa-ña. Entre sus últimas publicaciones están (en colaboración con Jaume Asens): No hay derecho(s). La ilegalidad del poder en tiempos de crisis. Barcelona: Icaria, 2012; y Un largo Termidor. La ofensiva del constitucionalismo democrático. Madrid: trotta, 2011. Correo electrónico: [email protected]

Solidaridad e insolidaridad en el constitucionalismo contemporáneo: elementos para una aproximación*

RESUMENEste artículo presenta algunos rasgos de la relación entre solidaridad e insolidaridad en el constitucionalismo moderno y contemporáneo. Para ello, se rastrean las condiciones de emergencia de las nociones de “solidaridad”, en el marco de la Revolución Francesa, y de “solidarismo”, en el contexto de las críticas al constitucionalismo liberal conservador del último tercio del siglo XIX. Se comentan algunos sentidos que la categoría de solidaridad adquiere en diferen-tes variantes de constitucionalismo social a lo largo del siglo XX y se procura mostrar las perversiones, cuando no el abandono, del principio de solidaridad como resultado de la expansión, en las últimas décadas, del constitucionalismo neoliberal. A partir de la crítica a esta concepción, se apuntan algunas condiciones para el surgimiento de un nuevo constitucionalismo solidario, fraternal y democrático, capaz de proyectarse en las relaciones públicas y privadas, dentro y más allá de las fronteras estatales.

PALABRAS CLAvEConstitucionalismo, solidaridad, fraternidad, derechos sociales, democracia.

Fecha de recepción: 1º de octubre de 2012Fecha de aceptación: 14 de febrero de 2013Fecha de modificación: 3 de abril de 2013

Solidarity and Lack Thereof in Contemporary Constitutionalism: Elements for an Approach

ABStRACtThe purpose of this paper is to point out some features of the relationship between solidarity and lack of solidarity in modern and contemporary constitutionalism. In order to do that, the article traces the historical emergence of two distinct notions: that of “solidarity”, in the context of the French Revolution, and that of “solidarism”, used as a reaction to the late nineteenth century conservative constitutionalism. After that, the paper discusses the uses of “solidarity” in the vari-ous kinds of social constitutionalism that existed throughout the twentieth century. Thirdly, it attempts to show the perver-sions, if not the neglect, of the idea of solidarity in what might be called neoliberal constitutionalism. After offering a brief critique of this approach, the article tries to explore the conditions for the emergence of a new kind of constitutionalism founded on democratic solidarity and fraternity. In comparison with its previous versions, this constitutionalism should be able to project it basic features in public and private relationships, within and beyond state borders.

KEy woRDSConstitutionalism, solidarity, fraternity, social rights, democracy.

DOI: http://dx.doi.org/10.7440/res46.2013.09

Gerardo Pisarellov

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Introducción: en busca de la solidaridad perdida

La tensión entre solidaridad e insolidaridad atraviesa la historia del constitucionalismo moderno y contemporáneo, aunque no de manera unívoca. En ocasiones, el principio de solidaridad aparece como una aspiración

emancipatoria, dirigida a articular ciertas categorías de sujetos en situación de vulnerabilidad y a impulsar relaciones igualitarias, no jerarquizadas, en distintas esferas sociales. En otros supuestos, en cambio, su utilización adquiere un sentido más bien compensa-torio, como exigencia de equilibrio, aunque no necesa-riamente de remoción de las desigualdades existentes. A diferencia de la solidaridad, la insolidaridad no es una categoría explícita. Sin embargo, desempeña un papel estructural en ciertas concepciones jurídico-políticas que niegan el principio de solidaridad o que le otorgan un papel residual, subordinado a lógicas competitivas y excluyentes.

Las diversas declinaciones del principio de solidaridad permiten ligarlo también a diferentes movimientos y tradiciones constitucionales. A concepciones consti-tucionales radicalmente democráticas, inspiradas en valores cercanos como el de la fraternidad moderna, laica. Pero también, a perspectivas democráticas más limitadas, e incluso conservadoras, inspiradas en la necesidad de paliar o de compensar ciertas desigual-dades políticas y económicas, pero sin plantear su erra-dicación. En ambos casos, el principio de solidaridad

no opera como un principio aislado. Actúa más bien como un elemento que permea el conjunto del marco constitucional, así como los derechos, los deberes de los particulares y las obligaciones de los poderes públicos que en él se estipulan.

La irrupción del solidarismo en el marco de la crítica al constitucionalismo liberal conservador

En un sentido jurídico, el uso del término “solidaridad” se remonta a la obligatio in solidum con la que el derecho romano designaba la responsabilidad compartida de los miembros de una familia o comunidad por las deudas comunes (Arango 2012, xxxiii). A partir de los siglos XVIII y XIX, esta noción de ligamen común, de respon-sabilidad mutua entre individuos y sociedad, comienza a trascender el ámbito del derecho para extenderse a otros campos de la política o de la moral. En un primer momento, lo hace vinculada al concepto de fraternidad, tal como éste se configuraría en las corrientes demo-cráticas, laicas, surgidas en la Revolución Francesa. Uno de los primeros en atribuirle este uso fue el saint-simoniano Pierre Leroux, en las primeras décadas del siglo XIX. En Leroux, la noción de solidaridad adopta un sentido similar al de fraternidad y se articula como un llamado a la refundación de los lazos sociales y a la eliminación republicana de las jerarquías que amenazan con llevar el despotismo a las relaciones políticas, econó-micas e, incluso, familiares. Así entendida, la solidaridad

Solidariedade e insolidariedade no constitucionalismo contemporâneo: elementos para uma aproximação

RESUMoEste artigo apresenta algumas características da relação entre solidariedade e insolidariedade no constitucionalismo moderno e contemporâneo. Para isso, monitoram-se as condições de emergência das noções de “solidariedade”, no marco da Revo-lução Francesa, e de “solidarismo”, no contexto das críticas ao constitucionalismo liberal conservador nas últimas décadas do século XIX. Comentam-se alguns sentidos que a categoria de solidariedade adquire em diferentes variantes do constituciona-lismo social ao longo do século e procuram-se mostrar as perversões, quando não o abandono, do princípio de solidariedade como resultado da expansão, nas últimas décadas, do constitucionalismo neoliberal. A partir da crítica a esta concepção, apontam-se algumas condições para o surgimento de um novo constitucionalismo solidário, fraternal e democrático, capaz de projetar-se nas relações públicas e privadas, dentro e fora das fronteiras do estado.

PALAvRAS ChAvEConstitucionalismo, solidariedade, fraternidade, direitos sociais, democracia.

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se presenta como el soporte de un nuevo ideal emancipa-torio, en cuya formulación Leroux tiene un papel igual-mente destacado: el del socialismo democrático.1 Este ideal reclama el estrechamiento de los vínculos entre todas las clases domésticas —el llamado cuarto estado popular— y exige la extensión del principio de igualdad y de la propia democracia a todos aquellos ámbitos en los que puedan persistir relaciones despóticas públicas o privadas, es decir, patriarcales-patrimoniales.

La derrota del programa republicano democrático en 1848 y 1871 trajo consigo el eclipse del concepto emanci-pador de fraternidad. Éste continuó funcionando como lema oficial de la III República, pero perdió su radica-lidad. Fue en este contexto, precisamente, cuando el concepto de solidaridad comenzó a abrirse camino, no tanto como ideal de emancipación radical, sino como exigencia de corrección, de moderación de los desequilibrios y desigualdades a los que conducían las relaciones capitalistas dominantes. El solidarismo, en realidad, encontró cabida tanto en concepciones laicas como religiosas. Estas últimas podían no ser democrá-ticas, pero ambas compartían su crítica al liberalismo conservador y aceptaban algunas reformas en el capi-talismo de fin de siglo.

El liberalismo doctrinario, en efecto, había impregnado buena parte de las concepciones jurídico-constitucio-nales dominantes tras la caída de la república jacobina y el derrumbe del imperio napoleónico. Buena parte de sus preocupaciones encontraron temprana expresión en la Constitución francesa de 1795. Concebido explícita-mente como reacción a la Constitución de 1793, el texto de 1795 se cimentaba en tres elementos: la restricción censitaria de los derechos políticos, la conversión del derecho de propiedad privada y de la libertad de indus-tria en derechos tendencialmente absolutos, y por tanto, en privilegios; y el bloqueo de cualquier exten-sión de los derechos sociales que pudiera alterar el orden vigente (Domènech 2004; Herrera 2009). Esta concep-ción del constitucionalismo y de los derechos pretendía ser una alternativa tanto al absolutismo monárquico (y religioso) como a los movimientos democrático-popu-lares articulados en torno a la noción de fraternidad. Y

1 En realidad, Leroux acuñó originariamente el término “socialismo” para el peligro de una planificación abusiva de la sociedad. Más tar-de, lo utilizó para designar el ideal de una sociedad capaz de reconci-liar los imperativos de la libertad y la igualdad. En 1848, fue candida-to por los demócratas socialistas a la Asamblea Constituyente, donde ocupó escaño junto a los montañeses. Defendió a los insurgentes de junio, padeció el exilio y murió al tiempo que estalló la Comuna de 1871, que envió dos representantes a sus exequias.

anticipaba lo que serían los ejes principales del derecho napoleónico y del liberalismo doctrinario imperante durante buena parte del siglo XIX.

La concepción liberal partía de un individualismo tan radical como abstracto. Presuponía la existencia de indi-viduos iguales y libres, que no mantienen lazos asocia-tivos entre sí y que se limitan a intercambiar bienes en el mercado, incluida su fuerza de trabajo. Esta centralidad del sujeto individual era fundamental, ya que presuponía la ausencia de estamentos, asociaciones o fundaciones. La idea de sujeto sobre la que giraba el orden jurídico era la de un sujeto unitario —ni noble ni plebeyo, ni campe-sino ni mercader, ni rico ni pobre— que se expresaba ante todo a través de la propiedad y del contrato. El derecho a la propiedad privada individual, tal como se concibe en el Code Napoléon de 1804, y la libertad de contratación, fundamental en la consideración del trabajo depen-diente y autónomo como simple locación de obra, apare-cían como pilares de esta concepción jurídica. En ella, el papel de los propios poderes públicos quedaba clara-mente delimitado: su función era garantizar el cumpli-miento de los contratos y orientar el aparato coactivo a la defensa del orden público, preservando la esfera privada patrimonial libre de cualquier injerencia que pudiera amenazar su reproducción.

Esta concepción individualista, en todo caso, no sólo se definía positivamente. Se asentaba, también, en el rechazo a cualquier aspiración colectiva que pudiera desafiar unas jerarquías económicas y políticas que, si bien existían en el plano material, eran negadas en términos formales. De ahí que implicara una renuncia abierta a la fraternidad o a la solidaridad entendidas como llamado a la articulación de las clases domésticas contra dichas jerarquías.

Como se ha apuntado de manera certera, el principio de solidaridad estaba ausente del constitucionalismo liberal doctrinario porque su fundamento implícito era el opuesto: la insolidaridad y el rechazo a cual-quier articulación colectiva del demos que pudiera poner en riesgo el orden existente (de Cabo 2006).2 La

2 La demofobia, el rechazo de las multitudes pobres, fue un rasgo central del aristocratismo y del liberalismo doctrinario del siglo XIX. Ya en 1791, en un debate en la Asamblea Nacional Constituyente, Isaac Le Chapelier justificó sin tapujos su oposición a los clubes y agrupaciones populares surgidos al calor de la revolución: “Vamos a hablaros de esas sociedades que el entusiasmo por la libertad ha formado […] Como todas las instituciones espontáneas que los motivos más puros concurren a formar, y que bien pronto se desvían de su fin […] estas sociedades populares han tomado una especie de existencia política que no deben tener. Mientras duró la Revolución, ese orden de cosas fue casi siempre más útil que perjudicial […] Pero ahora

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expresión solidarismo, de hecho, se acuñaría por oposi-ción al insolidarismo y al individualismo abstracto que habían dominado las relaciones económicas y jurí-dicas de buena parte del siglo XIX. Es entonces, en un contexto de importantes cambios en el propio capita-lismo, cuando la solidaridad abandonó el ámbito de los valores morales y políticos para convertirse también en un principio jurídico. Esta transformación adquirió un sentido contradictorio. Como consigna política, la solidaridad mantuvo su fuerza emancipatoria entre algunos movimientos —como el anarquismo— que la seguían considerando un principio incompatible con la expansión de las relaciones capitalistas. En el mundo jurídico, en cambio, su significado dominante fue el de una exigencia compensatoria, de moderación de las desigualdades, pero en ningún caso de remoción radical de las mismas.

Como se apuntaba antes, esta irrupción de la solida-ridad como principio jurídico coincidió con el eclipse de la fraternidad republicana y con los profundos cambios experimentados por el capitalismo en la segunda mitad del siglo XIX. Estos cambios incluyeron la aparición de algunos actores decisivos, como la macroempresa y el gran empresario, cuya posición de primacía sobre el trabajador condicionó de manera decisiva las rela-ciones jurídicas. Esta asimetría, en efecto, agudizó las desigualdades materiales y tornó cada vez más insos-tenible la ficción de la igualdad formal.3 Pero no fue absoluta. El proceso de concentración de las formas de producir también favoreció la convivencia continuada de los propios trabajadores en la empresa, lo que abrió paso a nuevas formas de articulación política y sindical entre ellos. La posibilidad de comunicación entre los

que la Revolución ha terminado […] hace falta para la salud de esta Constitución que todo vuelva al orden más perfecto […] Destruidlas y habréis eliminado el freno más potente a la corrupción”. Con el crecimiento y la organización de las clases obreras y populares, esta demofobia se tradujo en el despliegue de una severa política punitiva contra los grupos considerados “peligrosos”. Esta política antigarantista incluía la pena de muerte para los criminales graves (asesinos) y para los disidentes (como en la Comuna de París). Para el resto de población molesta se recurrió a otras formas de control y disciplinamiento: el encierro en prisiones, los juicios interminables, la expansión de la prisión preventiva o provisional, e incluso la deportación. En la periferia, esta concepción tuvo su correlato en un colonialismo y un racismo implacables. En América Latina, las oligarquías locales vinculadas a los intereses centrales sancionaron constituciones y códigos penales con algunos elementos garantistas, primero, y “peligrosistas”, más tarde, copiados de Estados Unidos y Europa, respectivamente. Al respecto, ver Zaffaroni (2009, 45 y ss.).

3 Esta desigualdad y la primacía de la máquina sobre el trabajador hacen visibles, además, fenómenos marginales o fácilmente ocultables en la pequeña empresa, como los accidentes de trabajo o, en general, la inseguridad laboral (Grossi 2008, 163).

explotados propició la aparición de movimientos socialistas, comunistas y libertarios con distintas propuestas de superación del orden burgués consti-tuido. En ellas, la consigna de la solidaridad, entendida como solidaridad obrera, cobró un sentido emancipatorio y fue vista como un llamado a la eliminación de jerarquías en la esfera política y económica similar al que la frater-nidad había comportado en los inicios del constituciona-lismo republicano democrático.

Solidaridad y fraternidad eran, en otras palabras, cuentas de un mismo hilo rojo, conceptos que se alternaban o se superponían para designar una misma aspiración: la convergencia de las clases domésticas con el propósito de barrer las jerarquías económicas y políticas generadas por las relaciones capitalistas, tanto en el orden nacional como en las relaciones internacionales.4

No fue ésta, en todo caso, la única, ni siquiera la prin-cipal manera en la que la noción de solidaridad se abrió camino en la segunda mitad del siglo XIX. Junto a las concepciones emancipatorias, también despuntaron otros usos más moderados e, incluso, conservadores. Estos usos denunciaron, al igual que las perspectivas emancipatorias, la injusticia y la obsolescencia de ciertos presupuestos del orden liberal burgués. Pero no se plan-tearon derrocarlo, sino introducir cambios desde dentro del propio sistema que limaran sus aristas más exclu-yentes y desigualitarias. Esta propuesta de cambio desde adentro, moral, pero sobre todo jurídica, tenía su expli-cación histórica. Cuando el movimiento obrero agudizó su crítica democrática al capitalismo liberal, una parte de la oficialidad burguesa optó por ignorar dichas críticas y por volcar el poder punitivo del Estado a la represión de la disidencia y de los sujetos considerados peligrosos. Pero hubo otros sectores que postularon la necesidad de responder, dentro de ciertos límites, a las expectativas y exigencias del proletariado. Para ello, admitieron la necesidad de atenuar los desequilibrios sociales excesivos y abogaron por una intervención del Estado en el plano económico y social capaz de garantizar ese objetivo.

Las propuestas reformistas podían caber sin problema en el programa paternalista de Estados con connotaciones absolutistas, e incluso apelar a concepciones religiosas reacias a cualquier igualitarismo radical. Éste fue el caso

4 La noción de fraternidad que articulaba el constitucionalismo republicano democrático no se limitaba a un etnos nacional, sino que tenía, además, un fuerte componente internacionalista. Baste recordar la firme crítica al colonialismo realizada por Robespierre, precisamente, en nombre de dichos principios republicanos (Gauthier 2002).

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de la legislación aprobada en la Alemania de Bismarck y en otros países de Europa en ámbitos como los accidentes laborales, el trabajo de los menores y de las mujeres, la higiene y la seguridad en las fábricas, los seguros de vejez o invalidez o los procedimientos de arbitraje entre patrones y obreros. Su propósito no era facilitar la confluencia democrática de los trabajadores a través de la ampliación de sus derechos políticos. Por el contrario, de lo que se trataba era de introducir, desde el Estado, un cierto equilibrio en las relaciones laborales, con el objetivo de desactivar las exigencias más radicales y de mantener, así, el orden constituido.

Con frecuencia estas intervenciones se hicieron en nombre de la solidaridad, pero su función era otra. No se trataba, ya, de una apelación a la hermandad de las clases y grupos subalternos, sino más bien a la empatía, a la caridad, o a una cierta responsabilidad de las clases y los grupos dominantes. La prohibición del abuso de derecho, el reconocimiento de la buena fe contractual y la asunción de criterios de responsabilidad objetiva en el derecho civil eran un reflejo de esta tendencia correc-tora, compensadora. Más que una solidaridad intra-clase, la solidaridad compensatoria era una solidaridad entre clases, de ricos a pobres, de opulentos a misera-bles, que pretendía corregir situaciones abusivas, antes que superar las jerarquías socialmente fijadas. Para las lecturas más exigentes, esta noción de solidaridad se imponía como una devaluación de la fraternidad repu-blicana (Debray 2009, 20). Para ello, rescataba temas propios de la fraternidad paulina, como la apelación genérica a la caridad entre hermanos, que lo son no por las relaciones horizontales que mantienen entre sí sino por su filiación común en relación con un mismo padre.

Esto explica, de hecho, el protagonismo que la solida-ridad de matriz religiosa adquiriría en voces como las del obispo de Maguncia, Wilhelm Emmanuel von Ketteler, o en algunas encíclicas papales, como la Rerum Novarum, de León XIII, de 1891.5

En el ámbito jurídico, el solidarismo aparecería vincu-lado a nombres como los del procesalista austríaco Anton Menger o el publicista francés Léon Duguit. Este último, de hecho, se había formado con el padre de la

5 Ya en el siglo XX, Pío XII recordaría en la encíclica Summi pontificatus que es un error, “ampliamente extendido […] el olvido de esta ley de solidaridad humana y de caridad, dictada e impuesta tanto por la comunidad de origen y la igualdad de la naturaleza racional en todos los hombres, cualquiera que sea el pueblo a que pertenezca, como por el sacrificio de redención ofrecido por Jesucristo en el altar de la cruz a su Padre del cielo, en favor de la humanidad pecadora”.

distinción entre solidaridad mecánica y orgánica, el sociólogo Émile Durkheim. A pesar de las diferencias que pudieran tener entre sí, los juristas solidaristas tendían a compartir sus críticas a la visión liberal del mundo. De entrada, la consideraban una concepción poco realista de las relaciones sociales, inspirada en un individualismo abstracto, atomístico, que mini-mizaba el papel de las interacciones colectivas. En respuesta a este sesgo, autores como Duguit postulaban la necesidad de partir, por el contrario, de la interde-pendencia entre los sujetos y de la complejidad social. Junto al sujeto individual —pilar básico del simplista orden burgués y garantía de su reproducción—, los soli-daristas proponían dar entrada a un yo colectivo —los trabajadores o los consumidores como miembros de una colectividad organizada— que condicionaba de manera decisiva la vida social. Este punto de partida suponía un ataque a la línea de flotación de las concepciones liberales que, con su individualismo, proporcionaban numerosos elementos de justificación a la acumula-ción de propiedad y de recursos que se producía ante sus ojos. Para el solidarismo, lo que se apuntalaba con estos presupuestos era un derecho de clase, de mino-rías. Frente a ello, postulaba que el derecho privado se volviera más social, protegiendo la parte débil de los contratos y proscribiendo los ejercicios abusivos de los derechos patrimoniales.

Esto exigía, también, poner de relieve la inadecuación de la locación de obra romana para expresar la comple-jidad y la riqueza de la relación laboral, anticipando o acompañando de ese modo el surgimiento del derecho laboral.6 En el esquema solidarista, no sólo contaban los derechos, sino también los deberes, unos deberes que no se atribuían de manera homogénea a todos los individuos, sino en razón de su posición en el mercado y en la sociedad.7 Así, el derecho de propiedad privada pasaba a ser visto como una función social, es decir, como fuente no sólo de facultades sino de obliga-ciones, comenzando por la de no ejercerlo de manera antisocial. Y esto se extendía a ámbitos clave, como el laboral o el tributario. Como resultado de ello, el poder de dirección de las relaciones de producción reconocido a los grandes propietarios se veía matizado por su deber

6 En este sentido, fueron paradigmáticos dos ensayos de Anton Menger: uno de 1886, Das Recht auf den vollen Arbeitsertrag (incluido en Menger 2004), y otro de 1890, Das Bürgerliche Recht und die besitzlosen Volksklassen (Menger 1998).

7 La negación como “metafísica” de la categoría de derechos subjetivos encuentra una de sus formulaciones más contundentes, de hecho, en la obra de Léon Duguit (1975, 178).

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de garantizar unas condiciones laborales dignas, del mismo modo que los deberes tributarios se modulaban según la capacidad económica de cada quien, como exigía el principio de progresividad. Muchos de estos puntos de vista, evidentemente, acercaban al solida-rismo al socialismo. Pero distaban de ser conceptos equivalentes. El solidarismo podía considerarse, en el mejor de los casos, un socialismo jurídico, reformista, tan extendido como criticado por los exponentes más radicales del socialismo político.8

El constitucionalismo social, entre la solidaridad como compensación y la solidaridad como emancipación

No sin tensiones, las versiones compensatorias y eman-cipatorias de la solidaridad y de la fraternidad conflu-yeron en las diferentes versiones del constitucionalismo social que se desarrollaron en el siglo XX. Su presencia fue relevante en el constitucionalismo social de entre-guerras, surgido de las revoluciones mexicana y rusa y de las repúblicas alemanas, austríaca o española, y en el constitucionalismo social construido tras el fin de la Segunda Guerra Mundial. En cierto modo, se podría decir que en el constitucionalismo social de entreguerras las nociones compensatorias y emancipatorias de la solida-ridad convivieron en una suerte de equilibrio inestable. Este equilibrio se quebró con la reacción fascista y nazi y con la degradación estalinista de la Unión Soviética. El naufragio, precisamente, de los desarrollos más iguali-tarios y democráticos de los programas constitucionales de entreguerras contribuyó a que el constitucionalismo social de posguerra se articulara sobre bases diferentes. En ellas, el sentido compensatorio del principio de soli-daridad desplazaría progresivamente al emancipatorio hasta confinarlo en un lugar subordinado en el conjunto del sistema constitucional.

Tanto la Revolución Mexicana como la Revolución Rusa se vieron a sí mismas como continuadoras del impulso democrático fraterno generado más de un siglo antes por la Revolución Francesa. Este vínculo estuvo presente tanto en la elaboración de la Consti-

8 El primer uso conocido de la expresión “socialismo jurídico” se atribuye a Friedrich Engels y Karl Kautsky, quienes se valieron de ella para criticar con dureza el trabajo del procesalista austríaco Anton Menger. Engels y Kautsky, en efecto, utilizaron en 1887 las páginas de la Neue Zeit para denunciar al Juristensozialismus como un falso socialismo abanderado por juristas que deformaban y falseaban el mensaje de liberación contenido en la obra de Marx.

tución de Querétaro de 1917 como en la Declaración de Derechos del Pueblo Trabajador y Explotado, incluida como preámbulo de la Constitución soviética de 1918.9 Ambos textos ligaban la solidaridad y la fraternidad a la recuperación del programa republicano de expan-sión de los derechos políticos y sociales de las capas populares, obreras y campesinas, nacionales y extran-jeras.10 La Constitución mexicana lo hacía a través de cláusulas incisivas de limitación de la propiedad privada de los grandes medios de producción, como la tierra (artículos 27 y 123). La soviética, decretando su abolición y apostando de manera explícita por una sociedad sin clases, sin opresores ni oprimidos.11 Los elementos de compensación y los de emancipación convivieron en un equilibrio inestable también en el constitucionalismo republicano que se desarrolló en Alemania o España. En una línea más cercana al caso mexicano, los marcos constitucionales que se estable-cieron en estos países eran sociales, más que socia-listas, aunque no cerraban un posible desarrollo en este sentido. En el texto de Weimar de 1919, el compro-miso entre objetivos compensatorios y emancipatorios se explicaba por las diversas corrientes —corporati-vistas, cristianas, liberales, socialistas— que habían incidido en su elaboración.12 El texto constitucional no hacía mención expresa de la solidaridad, pero preveía novedosas formas de articulación y cooperación entre los trabajadores, además de reconocer nuevos sujetos colectivos como los partidos, los comités de empresa o los sindicatos. La Constitución republicana española de 1931 presentaba una estructura similar, aunque

9 La Constitución mexicana de 1917 establecía en su art. 3 que la educación pública debía promover la “fraternidad […] y la igualdad de derechos entre los hombres”, así como la erradicación del “privilegio” y la conciencia de la “solidaridad” internacional. La Declaración soviética, por su parte, reconocía como uno de sus fundamentos la búsqueda de “la confraternización más extensa posible entre los obreros y campesinos de los ejércitos en guerra” (art. III.I).

10 El art. 20 de la Constitución soviética de 1918 reconocía los derechos políticos de los ciudadanos rusos a todos los extranjeros que vivieran en el territorio de la república, que trabajaran y que pertenecieran a la clase trabajadora.

11 En el caso soviético, la realización de este programa socialista exigía la supresión de “aquellos derechos que pudieran ser utilizados individual o colectivamente contra la revolución” (artículo 23 de la Constitución) y la inclusión, al mismo tiempo, del deber de trabajar como medio para eliminar “los elementos parasitarios de la sociedad” (artículo 6 de la Declaración).

12 Uno de los arquitectos de la Constitución de 1919, Hugo Preuss, intentó diseñar un Estado/comunidad con elementos corporativos, en la línea de su maestro, Otto von Gierke, quien había lanzado críticas definitivas contra los proyectos pandectistas del Bürgerliches Gesetzbuch y defendido la tradición germánica dominada por el asociacionismo. Ver al respecto, Grossi (2008, 188).

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evocaba la solidaridad de forma explícita, al igual que la mexicana, al estipular los objetivos básicos de la educación pública (artículo 48). Aunque no evocara la expresión de manera literal, el compromiso del cons-titucionalismo republicano de entreguerras con una concepción robusta del principio de solidaridad era evidente. Ampliaba las vías de articulación colectiva de los sujetos vulnerables. Contemplaba, junto a la extensión del sufragio universal, vías de participación directa de las clases populares en las instituciones y fuera de ellas. Incluía, por primera vez, un elenco sistemático de derechos sociales. La contrapartida de ese reconocimiento era la apuesta por una constitu-ción económica y tributaria ambiciosa. Se preveían mecanismos incisivos de intervención pública en la economía con fines correctores. Los deberes tributa-rios se supeditaban a la capacidad contributiva, y la protección de la propiedad privada, al cumplimiento de su función social, al tiempo que se contemplaban vías audaces para la socialización de la economía.13

El nazismo y el fascismo plantearon la neutralización y el desarme radical de este programa constitucional. Si la solidaridad democrática incluía la idea de conflicto, de lucha por la universalización de los derechos y contra los privilegios, la solidaridad corporativa fascista consi-deraba su negación como un requisito indispensable para el mantenimiento del orden social.14 El fascismo criticaba el individualismo liberal, pero lo hacía desde premisas corporativas, estamentales, reacias a cual-quier articulación democrática y plural de los colectivos vulnerables. En su práctica, el fascismo y el nazismo se ocuparon de quebrar cualquier lazo de solidaridad emancipatoria entre los trabajadores: declararon ilegal la huelga, barrieron todo vestigio de libertad sindical, estatizaron el derecho laboral y llevaron a la empresa el

13 El artículo 153 de la Constitución de Weimar recordaba que la propiedad “obliga” y que, precisamente por ello, quedaba sujeta a expropiación por causa de utilidad pública y con criterios flexibles de compensación. El artículo 156, por su parte, contemplaba el control público de la economía en beneficio del interés general, o bien a través de la nacionalización de sectores claves, o del posible desarrollo de formas cooperativas de propiedad. La Constitución republicana contenía una previsión similar en su artículo 44: establecía que toda la riqueza del país, sea quien fuera su dueño, estaba subordinada a los intereses de la economía nacional y afectaba al sostenimiento de las cargas públicas. Asimismo, disponía que la propiedad de toda clase de bienes podía ser objeto de expropiación forzosa por causa de utilidad social. En principio, esta medida requería adecuada indemnización, pero la exigencia podía levantarse con el voto de la mitad más uno de los miembros del Parlamento.

14 Sobre esta relación entre solidaridad y conflicto, ver Ferrajoli (2007, 65 y 66).

Führerprinzip, es decir, la idea de que ésta constituía una comunidad formada por un jefe —el empresario— al que los operarios quedaban subordinados por un férreo vínculo de obediencia.15

Esta experiencia y la pronta irrupción de la Guerra Fría llevaron al constitucionalismo social de posguerra, sobre todo en Europa, a moderar sus objetivos emanci-patorios y a priorizar los compensatorios.16 Esto suponía desactivar aquellas cláusulas que podían conducir a la transformación radical o a la superación de las rela-ciones capitalistas, para priorizar las que se ceñían a regular su funcionamiento en un sentido más equita-tivo. Esta aceptación del capitalismo como horizonte política y jurídicamente insuperable no sólo compor-taba una renuncia a objetivos igualitarios más radi-cales, sino también una contención del propio principio democrático. Se consagraron, así, derechos políticos y sindicales amplios, pero se priorizaron las vías repre-sentativas, en detrimento de la participación directa, y se reforzó el papel del Ejecutivo y de los tribunales constitucionales. Asimismo, se introdujeron límites a la propiedad privada, pero en un marco constitucional que, al aceptar la economía de mercado, renunciaba a la democratización plena de la empresa capitalista.17

Si la solidaridad, en todo caso, ganó espacio en el ámbito de los ordenamientos internos, también logró proyectarse en la esfera internacional. La Declaración de Filadelfia de 1944 y la Declaración de Derechos Humanos de 1948 procu-

15 Esta cuestión fue estudiada de manera penetrante por Franz Neumann en un texto señero escrito en 1942, en su exilio norteamericano: Behemoth. The Structure and Practice of National-Socialism (Neumann 1943, 443).

16 No es posible analizar aquí otras variantes de constitucionalismo social (o socialista) como las surgidas en América Latina, África o Asia, al calor de las luchas anticolonialistas. En América Latina, por ejemplo, muchas exigencias solidaristas se canalizaron a través del constitucionalismo populista. En países como Brasil o Argentina, este modelo constitucional, nacionalista y proteccionista exhibió rasgos de paternalismo policial, pero al mismo tiempo abrió el protagonismo político a sectores hasta entonces excluidos y desató el odio de las oligarquías precedentes, de sus ideólogos y, en más de una ocasión, de las grandes potencias extranjeras (Zaffaroni 2009, 48 y ss.). Naturalmente, éste no fue el único tipo de constitucionalismo social existente en la región. Existieron, de hecho, otras versiones reformistas, como en las repúblicas de Uruguay, Chile o Cuba, cuya Constitución de 1940 ejercería una influencia importante en el resto de la región e, incluso, en el propio escenario cubano instalado tras la caída de la dictadura de Fulgencio Batista.

17 Este cambio de paradigma fue especialmente visible en casos como el alemán, cuya Ley Fundamental de Bonn se había concebido, en más de un punto, con el propósito de evitar los excesos y la “ingobernabilidad” de la República de Weimar y de su Constitución. Sobre esta cuestión ha llamado la atención recientemente Müller (2012, 39).

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raron sentar las bases de un marco universalizable en el que la solidaridad y la fraternidad traspasaran las fronte-ras.18 Este propósito se vería reforzado con el despliegue de las luchas anticolonialistas y con el reconocimiento del derecho a la autodeterminación de los pueblos, primero, y del derecho al desarrollo. Sin embargo, permanecería atenazado por las exigencias de la Guerra Fría y por los intereses neoimperiales en disputa.

En realidad, ni el lenguaje de la fraternidad ni el de la solidaridad tuvieron un papel relevante en las consti-tuciones aprobadas en la posguerra inmediata. La Ley Fundamental de Bonn de 1949 no los mencionaba, y la francesa de 1946 apenas lo hacía de manera tangencial en su Preámbulo. Sólo la italiana de 1948 estipulaba en su artículo 2 que la república reconocía y garantizaba los derechos inviolables del hombre, así como “el cumpli-miento de los deberes inderogables de solidaridad polí-tica, económica y social”.19 Esto no quiere decir que las posibilidades de articulación de los trabajadores y otros colectivos vulnerables desparecieran, ni que se dejaran de contemplar mecanismos públicos de intervención equi-libradora en las relaciones productivas o de consumo. Por el contrario, el propio principio del Estado “social”, presente en muchos textos de esta época, ya implicaba una voluntad tuitiva de los colectivos más débiles y un compromiso corrector de ciertas desigualdades por parte de los poderes públicos.20 Lo cierto es que cuando la soli-daridad aparecía consagrada explícitamente como prin-cipio jurídico, lo hacía básicamente en dos sentidos. A veces, para designar la responsabilidad común de ciertos agentes públicos —así, por ejemplo, cuando se hablaba de la “responsabilidad solidaria” de los miembros del gobierno—. Pero sobre todo, como una cláusula de habi-litación de medidas destinadas a equilibrar situaciones de desigualdad diversas: económicas, sociales, cultu-rales, ambientales o territoriales.

18 La Declaración de 1948 establecía en su Preámbulo que los seres humanos, “dotados como están de razón y de conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con otros”. Esta invocación de la fraternidad se ha señalado, asimismo, como fundamento de los deberes hacia la comunidad recogidos en el art. 29.1. Sobre el papel de la Declaración de Filadelfia en este contexto, ver Supiot (2010).

19 Esta previsión específica contribuiría a que los desarrollos doctrinarios y jurisprudenciales fueran en Italia más amplios, aunque no necesariamente profundos, que en otros países. De manera prototípica, puede verse el ensayo, escasamente garantista, de Giuffré (2002).

20 En este sentido lo entendería, hacia los años noventa del siglo pasado, el tribunal constitucional español: “el concepto de lo social significa una acción tuitiva del más débil o desvalido cuando surge un conflicto” (sentencia 123/1992).

La ofensiva del constitucionalismo neoliberal y las posibilidades de un constitucionalismo republicano, democrático, fraternal y solidario

Ahora bien, si la solidaridad, implícita o explícita-mente, pasó a formar parte del núcleo del constitu-cionalismo social generado durante buena parte del siglo XX, lo cierto es que en el último tercio del mismo, buena parte de los principios estructurales que permi-tieron su despliegue comenzarían a erosionarse. Son numerosos, como es sabido, los factores que contri-buirían a este proceso: desde las transformaciones productivas y tecnológicas experimentadas por el capi-talismo fordista hasta su creciente mundialización, en un contexto de ascenso de corrientes neoliberales partidarias de su desregulación y desconstitucionaliza-ción. A la luz de estos fenómenos, el principio de soli-daridad pasaría, en poco tiempo, de ser un elemento corrector de las desigualdades inherentes a las rela-ciones capitalistas a desempeñar un papel secundario, casi marginal, e incluso, a subordinarse a lógicas de mercado claramente insolidarias, tanto dentro de los estados como en la esfera internacional.

Este proceso comenzaría a ganar visibilidad a partir de finales de la década de 1970. La Constitución portu-guesa de 1976, por ejemplo, claramente influida por la Revolución de los Claveles, apenas recogía en su versión original unas pocas menciones a la solidaridad. Llama-tivamente, a medida que ese rasgo fue perdiendo peso, el principio de solidaridad fue ganando presencia, pero como factor, a menudo, de atenuación de algunos de sus objetivos más ambiciosos. La reforma consti-tucional de 1989 aparcó el objetivo de transformar la república en una “sociedad sin clases” del art. 1, reem-plazándolo por la voluntad de construir “una sociedad libre, justa y solidaria”. Asimismo, ésta y otras reformas sucesivas incorporaron previsiones relacionadas con el apoyo estatal a “instituciones particulares de solidaridad social” (art. 63) o a entidades mutualistas, sin carácter lucrativo, cuyo principal objetivo fuera la “solidaridad social” (art. 82.4.d); con la “solidaridad intergene-racional” como objetivo en materia ecológica (art. 66.d); con la solidaridad como objetivo de la educación pública (art. 73) o con el ejercicio por parte de las regiones autónomas de sus competencias fiscales de acuerdo con la “solidaridad nacional” (art. 227.1.j). También, en la más moderada Constitución española de 1978 alcanzó la solida-ridad una cierta relevancia. Se consagró, por ejemplo, como fundamento de la utilización racional de los recursos

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naturales (art. 45.2), y sobre todo, como principio de articulación territorial entre las diferentes regiones y nacionalidades internas (art. 2). A partir de esta idea de solidaridad territorial, precisamente, se encomen-daba al Estado el establecimiento de “un equilibrio económico, adecuado y justo entre las diversas partes del territorio español” (art. 138.1), se condicionaba el ejercicio de la autonomía financiera por parte de las Comunidades Autónomas (art. 156.1) y se preveía un Fondo de Compensación destinado a corregir los desequilibrios territoriales (art. 158.2). Este tipo de previsiones acabó por fijar el papel corrector, compen-satorio de la solidaridad en el constitucionalismo social. De esa manera, se alejaba de su sentido más propiamente transformador, presente en el consti-tucionalismo de entreguerras y en las cláusulas más avanzadas del constitucionalismo de posguerra.21 Pero le permitía adquirir, al mismo tiempo, mayor densidad jurídica, y proyectarse en diferentes direc-ciones: como principio de articulación de vías colec-tivas de participación y como cláusula de habilitación de intervenciones públicas equilibradoras de diversos tipos de desigualdad.

Naturalmente, todas estas transformaciones no se explican simplemente por los cambios tecnológicos y por las modificaciones operadas en las formas de producción, de consumo o de comunicación. También coinciden con el auge de un liberalismo doctrinario de nuevo cuño que, sobre todo tras el fin de la Guerra Fría y la desregulación de los mercados financieros, iría ganando hegemonía y colonizando diferentes esferas políticas y jurídicas. Este nuevo liberalismo guarda más de un punto de contacto con el liberalismo posnapoleónico. El individualismo abstracto decimonónico, por ejemplo, es reemplazado por la postulación de un homo economicus supuestamente racional y motivado de manera casi unilateral por la maximización de beneficios.

Esta caracterización del individuo justifica la aversión del nuevo liberalismo a las articulaciones colectivas y a las intervenciones públicas correctoras, ambas presentadas como fuente de autoritarismo y de inefi-

21 Como la cláusula transformadora consagrada en el art. 3.2 de la Constitución italiana de 1948, y reproducida, con algunas variantes, en el art. 9.2 de la Constitución española de 1978. Dicho precepto pre-vé la obligación de la República de suprimir los obstáculos de orden económico y social que, limitando de hecho la libertad y la igualdad de los ciudadanos, impidan el pleno desarrollo de la persona humana y la participación efectiva de todos los trabajadores en la organiza-ción política, económica y social del país.

ciencia económica.22 Y justifica, a su vez, su programa de reformas constitucionales, basado en tres puntos fundamentales: la limitación de la capacidad de inci-dencia política de las clases populares, o bien a través de cambios en los sistemas electorales, o bien a través del control de los medios de formación de la opinión pública y de financiación de los partidos; la restricción de los derechos sociales y laborales que integraban el núcleo del constitucionalismo social; y un nuevo blin-daje del derecho de propiedad privada y de las liber-tades de mercado, comenzando por la libre circulación de capitales, mercancías y servicios.23

Este programa ha acabado por penetrar de manera profunda en las constituciones sociales vigentes. A veces, limitando su capacidad normativa, otras, subor-dinando sus preceptos más garantistas a lógicas priva-tizadoras o mercantilizadoras.24 La efectividad de esta operación ha venido asegurada por la irrupción, en el ámbito supraestatal, de nuevos marcos constitucio-nales con un fuerte sesgo antisocial, como los surgidos de los llamados Consensos de Washington y de Bruselas. La hegemonía de este constitucionalismo neoliberal ha producido significativas mutaciones en el alcance del principio de solidaridad. Éste no ha desaparecido, pero ha pasado a ocupar un papel marginal, cuando no se ha subordinado sin más a lógicas individualistas y privatizadoras. Con arreglo a esta concepción, la soli-daridad aparece, de manera creciente, como una acti-vidad voluntaria, supeditada a la buena disposición de los individuos, y reacia, en todo caso, a interven-ciones públicas que sólo conducirían a su desnaturali-zación.25 La deriva experimentada por la Unión Europea

22 Esta crítica contrastaba, claro, con indulgencia frente al autoritarismo de la gran empresa y con el visto bueno otorgado a aquellas intervenciones públicas que, aunque insuficientes, se proponían beneficiarla.

23 El fin del régimen de convertibilidad dólar-oro, impulsado por el presidente de Estados Unidos Richard Nixon en 1971, y la abrogación, en 1999, de la denominada Ley Glass-Steagall, que había contribuido a mantener separada la banca comercial de la banca de inversión, fueron dos hechos decisivos para la financiarización de las relaciones económicas. Un cambio cuyo impacto en el constitucionalismo social sería notable.

24 Los ejemplos en este sentido son abundantes: la reforma de 1992 del emblemático artículo 27 de la Constitución mexicana, referido al derecho a la tierra; las modificaciones introducidas a la Constitución portuguesa de 1976, con el objetivo de descargarla de sus componentes más socializantes y de adecuarla al nuevo marco europeo; o las reformas a los artículos 81 de la Constitución italiana y 135 de la española, con el propósito de imponer la reducción estructural del déficit y del endeudamiento público y de asegurar el pago de la deuda pública a los acreedores externos.

25 Ver, en este sentido, la posición de Giuffré (2002, 50). Para una crítica de este punto de vista, vinculado a una auténtica “concepción neoliberal de la solidaridad”, De Cabo (2006, 26).

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en las últimas décadas ofrece un ejemplo notable de esta realidad. La incorporación a los tratados de un derecho de la competición casi ilimitado y de rígidas reglas monetaristas materialmente constitucionales ha conducido a una clara subordinación de la lógica de la solidaridad a las exigencias de la competitividad y del dumping social.26 Esta lógica no sólo ha priorizado los intereses de los grandes inversores y de los Estados que los acogen. También ha contribuido a desactivar las intervenciones públicas correctoras de las actuaciones del mercado y a desarticular los derechos políticos y sociales de las poblaciones más vulnerables.

En este contexto, la solidaridad puede mantenerse como referencia normativa de algunos derechos, como ocurre, por ejemplo, con ciertos derechos sociales y laborales recogidos en la llamada Carta de Niza.27 Pero su función ha experimentado una nueva mutación. Lejos de corregir los abusos provenientes de ciertos poderes económicos, de lo que se trata, en el nuevo esquema, es de garan-tizar que éstos no sean interferidos de manera excesiva o desproporcionada por intervenciones públicas o por dere-chos como la negociación colectiva o la huelga.28

Naturalmente, esta patrimonialización de los derechos fundamentales y esta degradación del principio social y democrático no podían dejar incólume el principio del Estado de derecho. Así, junto a su rostro privatizador, el constitucionalismo neoliberal presenta un rostro puni-tivo y antigarantista, que despliega una política de “tole-rancia cero” con los excluidos y con los disidentes, y que no duda en proyectarse en otros ámbito territoriales.29

26 A propósito de esta cuestión, ver las lúcidas consideraciones de Wolfgang Streeck (2012, 63).

27 La Carta de derechos fundamentales de la Unión Europea está organizada en torno a VII Títulos. El IV, precisamente, versa sobre la “solidaridad”, y está compuesto por once artículos. En él se consagran diferentes derechos sociales, desde el derecho a la información y a la consulta de los trabajadores en la empresa hasta el derecho de negociación colectiva, a la protección en caso de despido laboral, o a la tutela del medio ambiente. El problema, en realidad, reside en que estos derechos están subordinados a la libertad de empresa y a la propiedad privada consagradas, sin las limitaciones propias del constitucionalismo social, en el Título II de la propia Carta y en el núcleo duro de los tratados. Sobre esta concepción patrimonializada de los derechos de solidaridad en la Unión Europea ha llamado la atención, entre otros, Antonio Cantaro (2006, 129).

28 Basta recordar, en este sentido, la jurisprudencia favorable a las libertades de mercado establecida por el Tribunal de Justicia de Luxemburgo entre diciembre de 2007 y junio de 2008 en los célebres asuntos Viking, Laval, Rüffert y Luxemburg.

29 Sobre este autoritarismo antigarantista, que se despliega con fiereza sobre los considerados “enemigos” y que constituye el otro rostro del remozado liberalismo doctrinario del siglo XXI, ver Zaffaroni (2009, 57).

Si el constitucionalismo neoliberal tiende a marginar el papel correctivo de la solidaridad dentro de los estados, también lo hace en la esfera regional e internacional. En este sentido, los tratados de libre comercio, las cartas de recomendación de las instituciones financieras y los programas de ajuste se presentan como dispositivos diri-gidos a exportar esta lógica privatizadora y neocolonial en favor de los estados y regiones más fuertes. Esta lógica insolidaria —que tiene en la guerra su expresión acaso más cruda— puede convivir con las apelaciones a la soli-daridad presentes en los programas de cooperación, de ayuda al desarrollo, y en numerosos documentos y decla-raciones de Naciones Unidas. Pero se trata de una convi-vencia inestable, en la que el alcance de la solidaridad, o bien se desvanece, o bien se adecua funcionalmente a las estrategias neocoloniales.

Ciertamente, esta deriva antisolidaria y antidemocrá-tica dista de conformar una tendencia uniforme, exenta de contradicciones, resistencias y contratendencias. Por el contrario, si los cambios estructurales y tecnoló-gicos experimentados por el capitalismo financiarizado han contribuido a erosionar las bases tradicionales de la solidaridad, también han generado nuevas condiciones para la articulación cooperativa de los colectivos más vulnerables y para la emergencia de nuevas demandas igualitarias. Según los datos empíricos disponibles, una mayoría significativa de la población mundial vive de relaciones cooperativas, de vecindad, en régimen economía informal. Esta base material está en el origen, por ejemplo, de muchos de los procesos de renovación y refundación constitucional ocurridos en regiones como América Latina en las últimas décadas. Estos procesos han mostrado la realidad, si no de un poder constitu-yente nuevo, sí de nuevos factores constituyentes colec-tivos —movimientos indígenas y campesinos, nuevas y viejas expresiones sindicales, clases medias excluidas, trabajadores precarizados y pobres urbanos— con capa-cidad para regenerar las relaciones políticas, econó-micas, culturales y jurídicas (de Cabo 2006, 12). Ha sido la alianza solidaria entre este nuevo “cuarto estado”, de hecho, la que ha permitido la irrupción progresiva de un nuevo constitucionalismo en el que la solidaridad parece recuperar su papel corrector y compensador, además de incorporar algunas viejas y nuevas aspiraciones emanci-patorias. Las referencias a este nuevo constitucionalismo latinoamericano suelen remontarse a la Constitución brasileña de 1988 y a la colombiana de 1991.

Pero se expresa, sobre todo, en las nuevas constitu-ciones de Venezuela, de 1999; de Ecuador, de 2008, y de Bolivia, de 2009. No en vano, estos últimos textos,

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nacidos de procesos constituyentes caracterizados por un elevado nivel de participación popular, son los que más menciones a la solidaridad contienen en el derecho constitucional comparado. Estas alusiones suelen reflejarse en lo que históricamente han sido las grandes aspiraciones del solidarismo democrático: la expansión de los derechos de participación de los grupos y clases más vulnerables, el reconocimiento de derechos sociales generalizables y la imposición de cargas y deberes específicos a los ejercicios de la propiedad privada y de la libertad de empresa.

La solidaridad, en efecto, aparece en estas constituciones como un elemento definitorio de la forma de Estado, la organización territorial o los valores en los que se inspira el ordenamiento.30 Pero califica, además, las políticas públicas sociales y ambientales,31 la participación32 y los deberes ciudadanos,33 la actividad económica y el desarrollo,34 la seguridad, e incluso unas relaciones inter-nacionales caracterizadas simultáneamente por la aspi-ración a la integración latinoamericana, por el respeto al derecho de autodeterminación de los pueblos y por el rechazo al colonialismo y a las injerencias ilegítimas, con fines de dominación, en las políticas domésticas.35

30 Ver, por ejemplo, el Preámbulo y los arts. 2 y 156.13 de la Constitución venezolana (CV), el Preámbulo, el 8.II y el 270 de la boliviana (CB), y el Preámbulo o el art. 238 de la Constitución ecuatoriana (CE).

31 A veces lo hace de manera genérica, como en el art. 85.1 CE. Otras, con referencias más específicas a la relación entre solidaridad y políticas de salud (arts. 84 CV; 18.III CB y 32 CE); de vivienda (art. 19.II CB); educativas (arts. 102 CV; 78 CB; 27 CE); de seguridad social (arts. 86 CV; 45.2 CB; 34 y 367 CE); ambientales (397.5 CE) o de protección del agua (art. 373 CB).

32 La Constitución venezolana estipula el deber de todas las personas de cumplir con las “responsabilidades sociales y […] participar solidariamente en la vida política, civil y comunitaria del país, promoviendo y defendiendo los derechos humanos como fundamento de la convivencia democrática y de la paz social” (art. 132). La Constitución ecuatoriana también contiene una previsión general sobre solidaridad en materia de participación (art. 595), y la boliviana lo hace al referirse a los derechos de los trabajadores (art. 51).

33 A los deberes de solidaridad se refiere, de manera concreta, el art. 83.9 de la Constitución ecuatoriana. La venezolana, por su parte, invoca las “obligaciones […] de solidaridad, responsabilidad social y asistencia humanitaria”, que corresponden a los particulares, según su capacidad.

34 Las referencias en este ámbito son múltiples. Comprenden mandatos al legislador para llevar adelante intervenciones correctoras, pero también reconocimiento de actores y ámbitos económicos situados fuera de la lógica privada de mercado y de la puramente estatal. Ver, entre otros, los arts. 123 y 299 CV; 55, 306.2, 310, 311, 330, CB; y 66.15 y 270 CE.

35 La Constitución venezolana estipula que las relaciones internacionales de la república se rigen, entre otros, por el principio de “solidaridad entre los pueblos en la lucha por su emancipación y el bienestar de la humanidad”. El art. 255 de la Constitución boliviana, por su parte, establece el rechazo y la condena de “toda forma de dictadura, colonialismo, neocolonialismo e

Este solidarismo democrático, claramente vinculado a muchas de las exigencias de la antigua fraternidad republicana y del constitucionalismo social más garantista, no apela a una idea etnicista o patriarcal del demos. Por el contrario, exhibe una fuerte preocu-pación por vincular la solidaridad al respeto de la plurinacionalidad, el antirracismo y el antisexismo. Naturalmente, se trata de un programa constitu-cional, que, como tal, está expuesto a incumpli-mientos, distorsiones y demoras en su concreción.36 Pero ofrece bases nada desdeñables para la articula-ción de un constitucionalismo democrático, fraternal y solidario, más allá de las fronteras estatales. No es casual, de hecho, que algunas de sus preocupaciones centrales —desde el gobierno público, social y ecoló-gico de la economía hasta una nueva redistribución vinculada a la satisfacción de derechos, pasando por la profundización democrática— hayan estado en el centro de las movilizaciones indignadas y de algunas propuestas constituyentes que se han ido gestando tras el estallido de la crisis financiera.37 Estas movi-lizaciones y estos procesos constituyentes que llaman a “ocupar el mundo” contra la actual concentración oligárquica de poder político, económico y mediático convocan a la cooperación entre el 99% de la población

imperialismo”, al tiempo que postula la “cooperación y solidaridad entre los pueblos y Estados”. La Constitución ecuatoriana, por su parte, contiene un precepto muy expresivo, el 416, en el que proclama “la independencia e igualdad jurídica de los Estados, la convivencia pacífica y la autodeterminación de los pueblos, así como la cooperación, la integración y la solidaridad” (416.1); promueve “la conformación de un orden global multipolar con la participación activa de bloques económicos y políticos regionales, y el fortalecimiento de las relaciones horizontales para la construcción de un mundo justo, democrático, solidario, diverso e intercultural” (416.10); “impulsa prioritariamente la integración política, cultural y económica de la región andina, de América del Sur y de Latinoamérica” (416.11), y fomenta “un nuevo sistema de comercio e inversión entre los Estados que se sustente en la justicia, la solidaridad, la complementariedad, la creación de mecanismos de control internacional a las corporaciones multinacionales y el establecimiento de un sistema financiero internacional, justo, transparente y equitativo”, rechazando, al mismo tiempo, que las controversias con empresas privadas extranjeras se conviertan en conflictos entre Estados.

36 Para una valoración crítica de estos procesos, ver, entre otros, Uprimny (2011, 110 y ss.).

37 Como resultado de la crisis (y de otros factores internos) se han abierto procesos constituyentes en países tan disímiles como Islandia, Túnez y Egipto. También han ido ganando terreno, aunque con fuerza desigual, iniciativas constituyentes en Chile, Francia y España, y han crecido las voces que demandan un proceso constituyente de ámbito europeo capaz de contrarrestar el sesgo crecientemente antidemocrático adoptado por la Unión Europea. Para el caso francés, pueden verse las propuestas recogidas en www.pouruneconstituante.fr. Para el caso español, y desde un punto de vista constitucional, puede consultarse Viciano et al. (2012).

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mundial, contra la insolidaridad del 1% restante. La fórmula puede resultar excesiva o restrictiva.38 Pero expresa bien un estado de cosas en el que la solidaridad y la fraternidad, concebidas como aspiraciones iguali-tarias, aparecen como un antídoto necesario, quizás el único, para revertir la degradación violenta a la que el actual capitalismo financiarizado está conduciendo a la humanidad.

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38 El economista Paul Krugman considera que el 99% es una cifra que apunta demasiado bajo, ya que en los últimos tiempos, una parte importante de las ganancias obtenidas por el 1% ha ido a parar a un segmento más reducido, el 0,1%, integrado por el millar más rico. Ver, entre otros, Krugman (2011).

9. Giuffré, Felice. 2002. La Solidarietá nell’ordinamento costituzio-nale. Milán: Giuffré.

10. Grossi, Paolo. 2008. Europa y el derecho. Barcelona: Crítica.

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16. Neumann, Franz. 1943 [1942]. Behemoth. Pensamiento y acción en el nacional-socialismo. México: Fondo de Cultura Económica.

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18. Supiot, Alain. 2010. L’esprit de Philadelphie. La justice social face au marché total. París: Seuil.

19. Uprimny, Rodrigo. 2011. Las transformaciones constitucio-nales recientes en América Latina. En El derecho en América La-tina. Un mapa para el pensamiento jurídico del siglo XXI, coord. César Rodríguez. Buenos Aires: Siglo XXI Editores, 109-139.

20. Viciano, Roberto, Marco Aparicio, Antonio de Cabo, Marco Criado, Rubén Martínez y Albert Noguera. 2012. Por una asamblea constituyente. Una salida democrática a la crisis. Madrid: Sequitur.

21. Zaffaroni, Eugenio Raúl. 2009. El enemigo en el derecho pe-nal. Buenos Aires: Ediar.

Solidaridad e insolidaridad en el constitucionalismo contemporáneoGerardo Pisarello

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* El presente artículo es producto de las actividades realizadas en el marco del proyecto de investigación “Sociedad global y órdenes normativos”, finan-ciado por la Universidad del Norte, Colombia.

v Doctora en Filosofía por la Universidad Johann wolfgang Goethe de Fráncfort del Meno, Alemania. Investigadora y docente de tiempo completo en el Instituto de Filosofía de la misma universidad. Miembro del grupo de investigación Studia (categoría C en Colciencias). Entre sus últimas publicaciones se cuentan: La sociedad global y el alcance de las estructuras normativas. Eidos 17 (2012): 224-255, y Crítica, emancipación y praxis: diálogo entre la perspectiva de las víctimas y la perspectiva de frontera. En Filosofía de la liberación. Temas para continuar el diálogo. Ensayos del XV Congreso Mexicano de Filosofía y del Congreso Iberoamericano de Filosofía, ed. J. Zúñiga. México: 2011. Correo electrónico: [email protected]

Solidaridad e integración regional. La forma ciudadana de la solidaridad en la comunidad política supranacional*

RESUMENEste artículo analiza, en primer lugar, el concepto de “solidaridad democrática” (Brunkhorst) y el concepto de “solida-ridad ciudadana” (Habermas). A través del análisis de dos discursos relativos a la integración regional en Latinoamérica se reconstruye, en segundo lugar, el tipo de solidaridad tematizado en ellos y se contrasta con el tipo de solidaridad ciudadana, para afirmar que este último es el más promisorio para ser usado normativamente en los discursos políticos, si se toma como punto de partida el pasado colonial común de los países de esta región. Por último, se afirma el carácter básico del concepto de solidaridad ciudadana, en el sentido de abarcar tanto los aspectos propios como los representa-dos en el concepto de solidaridad democrática.

PALABRAS CLAvESolidaridad, integración, comunidad política, América Latina, Brunkhorst, Habermas.

Fecha de recepción: 12 de octubre de 2012Fecha de aceptación: 14 de febrero de 2013Fecha de modificación: 15 de abril de 2013

Solidarity and Regional Integration. The Citizen Figure of Solidarity in the Supranational Political Community

ABStRACtThis article begins with an analysis of the concepts of “democratic solidarity” (Brunkhorst) and of “citizen solidarity” (Ha-bermas). By analyzing two discourses related to the regional integration of Latin America we then reconstruct the type of solidarity presented in each and contrast this with the citizen solidarity type in order to prove that citizen solidarity is the most promising to be used normatively in political discourses if one takes the common colonial past of the region’s countries as a starting point. Finally, we restate the basic character of the concept of citizen solidarity in the sense that it encompasses its own aspects and those represented by the concept of democratic solidarity.

KEy woRDSSolidarity, integration, political community, Latin America, Brunkhorst, Habermas.

DOI: http://dx.doi.org/10.7440/res46.2013.10

Rosa Sierrav

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Aclaraciones y consideraciones preliminares

Entre las múltiples acepciones que tiene el concepto de solidaridad, existe una que sale a la luz cuando se considera la solidaridad desde el punto de vista de la teoría social: se trata del sentido en el que la solidaridad

expresa un tipo de vínculo existente entre miembros de una sociedad o grupo social diferenciado. Éste se distingue, por ejemplo, del sentido asociado a la caridad por el aspecto motivacional específico que entraña: si en el caso de la caridad se pone el acento en ayudar al otro en su necesidad y salirse, así, de la posición primariamente orientada al bien o al provecho propio, en el caso de la solidaridad en un grupo social lo que está en el centro es el actuar a la luz de la conciencia de pertenencia a un grupo. No se trata de que el factor de considerar al otro esté totalmente ausente; se trata, en cambio, de una cuestión de acento. El actuar solidario visto desde el punto de vista social conjuga a) la limitación del interés propio con b) la consideración del interés ajeno, y esto último aun en ausencia de la expectativa de una contrapartida recíproca.1 La motivación para que tenga lugar esta cons-

1 Ursula Dallinger ofrece esta caracterización del concepto de solidaridad, si bien ella la plantea como un “problema que necesita aclaración”, ante el cual la teoría social y la teoría económica ofrecen diferentes alternativas. La caracterización expuesta arriba recoge de todos modos, según ella misma afirma, los aspectos definitorios de la solidaridad, siendo el problema aclarar cómo es posible dicha constelación. Para la teoría social la explicación tiene que ver con la existencia de ciertos valores, mientras que la teoría económica defiende como alternativa la cooperación racional apoyada por instituciones (Dallinger 2009, 236).

telación de la acción no es, sin embargo, la consideración misma del interés ajeno, sino la existencia de una iden-tificación con el otro, en la medida en que tanto él como yo hacemos parte de un mismo grupo. El hecho de tomar al otro en consideración está sustentado en el hecho de identificarlo como miembro de la comunidad de la cual yo mismo soy miembro.2

La idea de actuar a la luz de la conciencia de pertenencia a un grupo integra ciertos presupuestos. Un análisis de ellos permite destacar los aspectos sociales básicos impli-cados en dicha idea, y esto, a su vez, permite reconocer los referentes fácticos que pueden encontrarse para reforzar las aplicaciones normativas de la solidaridad en la esfera política. La solidaridad ha hecho y sigue haciendo parte de ciertas concepciones y de ciertos discursos políticos, en los cuales funge como una idea normativa para promover el fortalecimiento de los lazos sociales entre los miembros del grupo o comunidad. Si bien algunos usos normativos suelen concentrarse precisamente en las motivaciones basadas en la inclinación o disposición a ayudar a otros, mencionadas antes, en este artículo se

2 Ante una formulación como ésta surge de manera inmediata la pregunta por la posibilidad de universalización de la idea de solidaridad correspondiente. La referencia estrecha a un grupo impide que pueda considerarse esta forma de solidaridad como extensible a todos los seres humanos en cuanto tales o, incluso, en cuanto sujetos de una situación cosmopolita. Como se verá más adelante, en la tercera parte de este artículo, éste es el caso, efectivamente: Habermas, que es quien acuña este concepto de solidaridad, niega explícitamente que pueda hablarse de una solidaridad ciudadana global y señala que en este nivel sólo puede existir una forma “débil” de solidaridad, basada en reacciones negativas ante violaciones de la paz y los derechos humanos.

Solidariedade e integração regional. A forma cidadã da solidariedade na comunidade política supranacional

RESUMoEste artigo analisa, em primeiro lugar o conceito de “solidariedade democrática” (Brunkhorst) e o conceito de “solidariedade cidadã” (Habermas). Através da análise dos dois discursos relativos à integração regional na América Latina, reconstrói-se, em segundo lugar, o tipo de solidariedade que é temático neles e contrasta-se com o tipo de solidariedade cidadã, para afirmar que este último é o mais promissor para ser usado normativamente nos discursos políticos, se for tomado como ponto de partida o passado colonial comum dos países desta região. Por último, afirma o caráter básico do conceito de solidariedade ci-dadã, no sentido de abranger tanto os aspectos próprios quanto os representados no conceito de solidariedade democrática.

PALAvRAS ChAvESolidariedade, integração, comunidade política, América Latina, Brunkhorst, Habermas.

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hará énfasis en la forma de la solidaridad presente en las sociedades modernas denominada “solidaridad ciuda-dana”, la cual está anclada en motivaciones surgidas de una conciencia reflexiva de la pertenencia. Es precisamente esta dimensión la que otorga la fuerza que puede explo-tarse en la aplicación normativa de la idea de solida-ridad. Ahora bien, es importante distinguir el sentido en el que se habla aquí de “uso normativo de la idea de solidaridad” de la problemática específica, y discutida de manera detallada por algunos autores, respecto a si el actuar solidario puede ser objeto de normas, y, en caso positivo, de qué tipo de normas pueda serlo (Baurmann 1998, 367 y ss.). También es preciso distinguirlo de la problemática en torno a la exigibilidad de la solidaridad, en el marco de la cual se asocia a la solidaridad con un derecho y se le identifica con una de las bases del Estado social (Steinvorth 1998, 54). El uso normativo de la idea de solidaridad, al cual se hace referencia en este escrito, debe ser entendido en el sentido de un valor: se trata menos de una obligación de actuar solidariamente, y, más bien, de un fomento de los lazos solidarios —tal como se verá, a través de la construcción activa de una membrecía política— de los cuales se dispone ya, por lo menos en principio —como se afirmará, por el presupuesto de una historia compartida—, y cuyo reforzamiento revierte en la acción colectiva orientada al tratamiento (tanto preventivo como correctivo) de desigualdades.3

La idea de la solidaridad dentro de un grupo, y sobre la base del reconocimiento mutuo como miembros del grupo, encuentra un referente muy a la mano en la idea de la solidaridad entre miembros de una familia, entre miembros de un gremio o entre compa-triotas. David Hume alude a esta forma precisamente al explicar el surgimiento de la idea de justicia como una virtud artificial: la estructura de nuestro espíritu hace que nuestra atención más intensa sea la que nos otorgamos a nosotros mismos, y la que le sigue en grado, aquella que brindamos a nuestras “relaciones y próximos”; en cambio, a los “extranjeros y personas que nos son indiferentes” les prestamos atención sólo de una manera vaga. Esta parcialidad, según Hume,

3 Con este tratamiento no me refiero al establecimiento de las normas orientadas a garantizar la justicia social, aunque sí me refiero al proceso correspondiente al nivel de la sociedad civil, ese que Habermas caracteriza como la articulación de problemas, el percibir, discutir y formular los problemas que se padecen. Se trata de una capacidad y actividad de la sociedad civil con las cuales ésta puede ejercer una influencia en el proceso político de las decisiones, que tienen lugar en el ámbito institucional (Habermas 1992, 435 y ss.). Las referencias a la solidaridad operan, de este modo, en el ámbito de la sociedad civil, mientras que las de la justicia operan en el ámbito del marco legal o institucional.

funciona como base de la moralidad, y por ello las cuestiones de justicia —las del trato con personas que nos son indiferentes y que, por tanto, naturalmente no tenderíamos a beneficiar— se hallan por fuera de la esfera natural (Hume 1992, 277-278). En la base de esta forma de solidaridad con quienes nos son cercanos, como los miembros de nuestra familia, está la idea de “tener algo en común”. Esto común y compartido no es tan sólo la pertenencia formal a la familia o al grupo en cuestión, sino, más aún, la serie de valores, ideales y significados integrados en la forma de vida o la visión de mundo correspondiente. Y es esta semejanza, es decir, el tener en común la misma visión de mundo o la misma forma de vida, la que genera un vínculo entre los miembros del grupo.

Esta forma de vinculación recíproca sobre la base de los valores, ideales y significados compartidos que se encuentra en los círculos familiares y gremiales no es, sin embargo, la que caracteriza las sociedades modernas, ni tampoco la que puede encontrarse en el espacio social supranacional que ha ido consolidándose en la era global. La solidaridad que puede movilizarse en el ámbito político, tanto al nivel de las sociedades nacionales como al nivel de la política y las relaciones internacionales, es de un tipo distinto a la solidaridad basada en semejanzas, pues las condiciones de dife-renciación y pluralización de valores en la sociedad moderna han hecho que cada vez sea más improbable que puedan compartirse valores al nivel de la sociedad como un todo, a diferencia del ámbito de los grupos particulares. Esto no conlleva necesariamente negar que en los diferentes niveles exista algún elemento social que tenga la capacidad de vincular o unir, y que se distinga de los elementos de regulación o coordinación como las reglas del derecho o los preceptos morales.4

4 No se trata aquí de una disyunción exclusiva: como se verá enseguida, la coordinación de acciones puede estar conectada con la generación del vínculo social, tal como es el caso en la visión de Habermas. Sería aceptable decir que “las normas unan” y que “las solidaridades coordinen”, y de hecho, normas y solidaridad se encuentran entretejidas entre sí —así como con otros elementos como las identidades individuales y grupales— en el ámbito social. Pero creo que las dos expresiones anteriores no corresponden a atribuciones en sentido estricto, desde el punto de vista funcional. El sentido primario asociado con las normas no es el de unir, por lo menos no el asociado con ellas en general, sino quizá sólo con una clase particular entre ellas (como las constituciones políticas, por ejemplo). Del mismo modo, el sentido primario asociado a la solidaridad no es el de coordinar o regular, sino el de unir, aunque la objetivación del vínculo solidario desde el punto de vista de la teoría social permita hablar, como lo hace Habermas, de la solidaridad como un recurso para satisfacer la necesidad de coordinación de las acciones (Habermas 1981, 213).

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Pero sí conlleva repensar la naturaleza de los vínculos sociales existentes en las condiciones actuales y reflexionar sobre las formas de vinculación que pueden implementarse y reforzarse de cara a ciertas exigen-cias de organización generadas precisamente por estas condiciones. A continuación, en la segunda parte de este artículo, analizaré dos variantes que se desarro-llan a partir de la solidaridad basada en semejanzas, mencionada antes: la “solidaridad democrática” descrita por H. Brunkhorst y la “solidaridad ciuda-dana” descrita por J. Habermas. En la tercera parte aludiré brevemente a dos iniciativas de asociación regional, la de la Comunidad de Estados Latinoameri-canos y Caribeños y la de la Alianza Estratégica entre la Unión Europea y los Países de Latinoamérica y del Caribe, destacando en ellas los elementos que aluden a la integración y la solidaridad en los discursos corres-pondientes. El propósito de tal alusión es constatar el tipo de solidaridad al que se hace referencia en algunos discursos políticos actuales, que sigue siendo —como se verá— el de la solidaridad basada en semejanzas. Con la alusión a dos casos de integración regional no se pretende ahondar en el análisis de este tema, pues el interés primordial está dirigido a la noción de soli-daridad que sale a la luz en el contexto de estos dos casos, una noción desde la perspectiva social, tal como se destacó al inicio de esta parte introductoria. Una vez identificada, retomaré al final de esta parte el tema de la solidaridad ciudadana, para mostrar su carácter más básico en relación con la solidaridad democrática.

El interés por explorar las formas de solidaridad en la esfera supranacional es doble. Por un lado, obedece al interés teórico por el reto que representa para la teoría política el ajustar sus categorías a los fenómenos propios del ámbito global, pues algunas de ellas fueron desa-rrolladas en un marco conceptual ajustado a los fenó-menos propios de los Estados nacionales.5 Por otro lado, sin embargo, existe un vivo interés que va más allá del mero interés teórico, y que tiene que ver con un hecho muy concreto: la firma de tratados de libre comercio en Colombia, primero en 2012 con Estados Unidos, y otro próximo a aprobarse en 2013, con la Unión Europea. El impacto de un hecho tal debe ser anticipado, en parti-cular teniendo en cuenta las asimetrías existentes en el sistema económico global y la exigencia —hecha en parti-cular a la filosofía política— de contribuir a la reflexión en torno a la posibilidad y necesidad de mecanismos de

5 Se trata, precisamente, de lo que Habermas ha descrito como “la constelación posnacional” (Habermas 1998, especialmente 91 y ss.).

contrapeso (en opinión de algunos, de regulación) ante tales asimetrías.6 En la experiencia de otros países y asociaciones de países, la solidaridad ha desempeñado un papel en los discursos orientados a tal reflexión,7 y es por ello de primer interés el explorarla de cara a nuestra experiencia actual en Latinoamérica.

Solidaridad sobre la base de semejanzas y dos variaciones modernas de esta idea

El concepto de “solidaridad del mundo de la vida” es un buen punto de partida para introducir las dos direc-ciones en las que puede desarrollarse la idea de soli-daridad basada en la semejanza, que serán analizadas en este artículo. Partiendo del concepto de la “solida-ridad del mundo de la vida”, Brunkhorst describe una clase de transformación que va de la “solidaridad entre amigos” a la “solidaridad entre extraños”, y Habermas, una clase de transformación de la forma tradicional a la forma reflexiva de la solidaridad. Según lo describe Habermas, el “mundo de la vida” es aquella dimen-sión de lo social correspondiente a las interacciones de los sujetos.8 A través de él se conceptualizan los presupuestos de conocimiento compartido que hacen posible la comprensión y el entendimiento mutuos. En el mundo de la vida que comparten los miembros de un grupo relativamente homogéneo —entendiendo este mundo como una “reserva de conocimiento” que funciona como trasfondo de la interacción— están “guardadas” las solidaridades que se han acreditado

6 Aquí es paradigmático el trabajo realizado por Pogge (2008 y 2011) sobre el tema de la justicia global, el cual está centrado en un diagnóstico del problema de la pobreza global, y a partir del cual Pogge formula su propuesta de redistribución económica para enfrentar dicho problema.

7 En la Unión Europea, el principio normativo de solidaridad ha desempeñado un papel central en los discursos, políticas y reflexiones teóricas orientados al tema de la integración de los diferentes países miembros, en especial en el ámbito económico. Véase, por ejemplo, Mau (2009). En los países regidos según el modelo de “Estado social”, también es central la discusión en torno a la solidaridad como principio básico del mismo. Véase Dallinger (2009, 207 y ss.).

8 Habermas distingue dos dimensiones de la sociedad: la correspondiente a las interacciones de los sujetos o “mundo de la vida” y la correspondiente a las dinámicas independientes de los sujetos y, en particular, de sus acciones intencionales, llamada “dimensión sistémica”. Mientras que en la primera de ellas se estudian los mecanismos para la coordinación de acciones que hacen compaginar las orientaciones de las mismas, en la segunda se estudian los mecanismos de estabilización del sistema que conecta funcionalmente a los efectos de las acciones entre sí. Véase Habermas (1981, 179, 223 y ss., especialmente, 226).

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como efectivas para la coordinación de las acciones de sus miembros; ellas son un elemento de la integra-ción normativa del grupo, es decir, de su integración a través de valores y normas (Habermas 1981, 208-209). Más arriba se había insinuado una diferencia entre la solidaridad como generadora de un vínculo o unión social, por un lado, y las normas del derecho y la moral como mecanismo de regulación y coordinación de la acción, por otro.9 En la descripción de Habermas de las solidaridades propias del mundo de la vida puede observarse, sin embargo, que la solidaridad es presen-tada en conexión con la coordinación de las acciones, lo cual iría en contravía de la diferencia mencionada arriba. La discrepancia se aclara, sin embargo, consi-derando más de cerca la idea de coordinación. Para Habermas, la coordinación de las acciones revierte en la integración social y en la producción de solidaridad (véase Habermas 1981, 208). Esta coordinación tiene lugar a través de la acción de tipo comunicativo, que es para Habermas el tipo de acción que puede explicar la coordinación generadora de orden social. La diferencia entre ‘unión’ y ‘coordinación’ establecida arriba no está aludiendo, sin embargo, a esta coordinación espe-cífica a través de acciones comunicativas, sino a una coordinación en general, que también puede ser esta-blecida, por ejemplo, mediante acciones estratégicas —que para Habermas no es interesante, porque no genera orden social— o por medio de otros mecanismos como jerarquías o dinámicas sistémicas (véase Hechter y Horne 2009). El tomar el concepto de Habermas como punto de partida del análisis que sigue no contradice, así, la distinción establecida al comienzo de este artí-culo, y cuya finalidad es menos la de establecer alguna diferencia esencial entre los dos fenómenos, el de la unión y la regulación, y es más bien la de concentrar la atención en el primero de ellos. Hecha esta aclaración, puede pasarse entonces a analizar las dos variantes mencionadas de la solidaridad basada en semejanzas.

Solidaridad democrática y la posibilidad de subvertir inequidades

Brunkhorst se ocupa de la solidaridad del mundo de la vida en el marco de su análisis de la idea de solida-ridad entre extraños tal como lo presentó T. Parsons en su teoría. La solidaridad del mundo de la vida es deno-minada por Brunkhorst también “solidaridad entre

9 Véanse las “Aclaraciones y consideraciones preliminares”, especialmente la nota al pie número 4 y el texto principal correspondiente.

amigos” o “solidaridad natural”, y corresponde a la forma que tiene lugar en las sociedades premodernas (Brunkhorst 1997, 76). Dicha forma tiene como aspecto fundamental la “semejanza”, en particular la seme-janza de intereses y de valores, compartidos por los miembros del grupo. Desde el punto de vista funcional, la transformación de la solidaridad entre amigos en la solidaridad entre extraños en la sociedad moderna hace referencia a la aparición de relaciones que no requieren la semejanza de intereses o el compartir valores para ser establecidas, sino que resultan de las dependen-cias funcionales que se van desarrollando entre los individuos (Brunkhorst 1997, 80 y ss.), fenómeno que Durkheim conceptualizó a través de la idea de la “soli-daridad orgánica” (Durkheim 1967, 93 y ss.). En el paso hacia la forma moderna de solidaridad se transforma también otro aspecto, además de este aspecto funcional que corresponde a la transformación de la semejanza en diferencia. Brunkhorst lo describe como el aspecto normativo, y corresponde al paso de una forma de igualdad selectiva a una igualdad ampliada e inclusiva. La especie de solidaridad que históricamente estaba ligada a ideas como la hermandad y el amor al prójimo, de raíz judeo-cristiana, y a la idea greco-romana de solidaridad ciudadana se transforma durante la moder-nidad, como consecuencia —entre otros hechos— de las revoluciones del siglo XVIII, en una forma de solidaridad entre sujetos legales [Rechtsgenossen] (Brunkhorst 2002, 11). Esta forma ya no incluye sólo a la aristocracia o a una parte privilegiada de la sociedad, sino que se hace extensiva a todos los seres humanos que viven en ella.

La doble transformación descrita antes se cristaliza en una forma especial de solidaridad que Brunkhorst deno-mina “solidaridad democrática”, y que corresponde a la articulación de la igualdad con la diferencia a través del derecho. En la solidaridad democrática se integran el tipo de solidaridad orgánica que articula las diferen-cias individuales en la sociedad funcionalmente dife-renciada y el tipo de solidaridad revolucionaria que establece la igualdad en casos de inequidad (Brunkhorst 2009, 340-341). La solidaridad democrática está determi-nada, según Brunkhorst, por la capacidad que tenga una comunidad legal para conservar y renovar la solidaridad alcanzada revolucionariamente a través de la diferencia-ción institucional entre el proceso legislativo y el ejecu-tivo (Brunkhorst 2009, 340). Brunkhorst considera que la solidaridad democrática puede extenderse al ámbito global porque en él ha tenido lugar una “revolución del derecho” y porque se han ido desarrollando estructuras democráticas en ese nivel. De hecho, pueden encontrarse manifestaciones de esta forma de solidaridad en institu-

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ciones transnacionales ya existentes, como la Organiza-ción de las Naciones Unidas. Una primera manifestación se verifica ahí en el cambio introducido en el antiguo Jus Publicum Europaeum, en el que se pasa de hablar de un mandamiento de coexistencia a hablar de una obligación de cooperación. Una segunda manifestación puede encon-trarse en la declaración del derecho de autodeterminación de las naciones y de los derechos humanos como princi-pios supremos del derecho internacional, los cuales han sido incluidos en la Carta de las Naciones Unidas, junto a otros principios como la igualdad de Estados y el manda-miento de cooperación, y han sido puestos en marcha en el ámbito global (Brunkhorst 2009, 346).

La obligación de cooperación y los derechos humanos son pues, según Brunkhorst, las formas globales en las que se manifiesta la solidaridad democrática. Ellas representan, sin embargo, sólo un primer logro en la ampliación de esta última al nivel global. Las crecientes desigualdades económicas y sociales que resultan en este nivel —y que son una consecuencia de las diferencias en el “capital y el trabajo”, determinadas funcionalmente y en constante aumento— dificultan la ampliación de la solidaridad democrática global e, incluso, tienen la capa-cidad de afectar su reproducción en el contexto original de los Estados nacionales (Brunkhorst 2009, 352-353). Brunkhorst hace especial énfasis en que estas desigual-dades son insostenibles. La diferenciación funcional y la concomitante pluralización a través de los procesos de individualización también crean diferencias, pero éstas todavía logran ser articuladas en la sociedad global, según Brunkhorst, mediante el desarrollo de fenómenos y mecanismos, tales como una “cultura global” y un “derecho global”. Sin embargo, frente a las desigualdades producidas por una distribución desigual e injusta, y por regulaciones antidemocráticas, no se cuenta aún con estrategias que equilibren las desigualdades de modo efectivo, ni sobre la base de las fuentes de la solidaridad revolucionaria ni por medio de los mecanismos de esta-bilización de la solidaridad democrática.

Solidaridad ciudadana y la construcción reflexiva de identidades

La exposición que hace Brunkhorst del concepto de soli-daridad democrática y su análisis de la posibilidad de extender esta forma de solidaridad hasta el nivel global arrojan una conclusión negativa respecto a esta última cuestión. Sin embargo, el concepto mismo trae a la luz un aspecto importante que no siempre es tenido en cuenta en los discursos en torno a la solidaridad en éste

y en otros contextos, a saber, la posibilidad de subvertir las desigualdades y de estabilizar este logro a través del derecho. El concepto de solidaridad democrática permite apreciar que, en un análisis de las transformaciones de la solidaridad, no sólo hay que confrontar el aspecto de la diferencia, sino también el de la desigualdad. La dimen-sión de las semejanzas, que se encuentra articulada en el concepto de solidaridad, resulta ampliada, y la “medida” de la solidaridad cambia: no se trata ya de un actuar soli-dario sobre la base de algo compartido o común, sino de un actuar solidario frente a las injusticias e inequidades (Brunkhorst 2009, 340).

La transformación de la solidaridad descrita por Brunkhorst toma como punto de referencia el aspecto de la “semejanza” que la caracteriza, en cuanto forma de solidaridad propia del mundo de la vida. Hay otro aspecto que también resulta característico de la solidaridad del mundo de la vida, y a partir del cual puede trazarse una línea distinta de transformación que alcanza hasta la época moderna, que es la línea que explora Habermas. Se trata del carácter implícito o de “obviedad” de la solidaridad del mundo de la vida. El mundo de la vida es, para los miembros de un grupo, algo obvio, algo que no es tema de reflexión. Los miembros se sirven de los recursos del mundo de la vida en su interacción sin ser conscientes, en el transcurso de la interacción, de que la coordinación de sus acciones ocurre, entre otras cosas, sobre la base de esas solidaridades compar-tidas. La transformación de este tipo de solidaridad en la sociedad moderna tiene lugar precisamente como un cambio en ese carácter implícito y pre-reflexivo de la soli-daridad: en la medida en que el mundo de la vida de la sociedad moderna experimenta una apertura reflexiva, sus elementos constitutivos —es decir, las solidaridades sociales, los significados culturales y las competencias personales— resultan expuestos a la crítica. La coordina-ción de las acciones, así como el entendimiento mutuo y la socialización, no ocurren más de un modo “obvio”, sino que quizá tengan que ser negociados sobre la base de argumentaciones. No se trata de que cada coordi-nación o entendimiento tenga que ser negociado pero —a diferencia de como ocurre en los mundos de vida tradicionales— la posibilidad de que tenga que ser así está siempre presente. De este modo, el tipo de solida-ridad moderna debe hacer frente no sólo a la pluraliza-ción e individualización de las opciones de vida (lo que exige que sea extendida de lo común a lo diferente), sino que también debe adaptarse a esta flexibilización o fluidificación comunicativa [kommunikative Verflüssigung] (Habermas 2004a, 226-227). El Estado nacional moderno europeo experimentó esta transformación inminente

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de la solidaridad, la cual dejó entonces de producirse sobre la base de lealtades locales y tradicionales hacia un grupo, y tomó la forma de una “solidaridad entre ciudadanos de carácter abstracto y proporcionada legal-mente”, apoyada además sobre la base de una conciencia nacional (Habermas 2004a, 227).

Habermas se ocupa de esta transformación en el marco de la discusión en torno a si es posible extender esta forma de solidaridad al nivel transnacional, es decir, más allá de las fronteras nacionales. Así como en el análisis de Brunkhorst, la respuesta resulta negativa para el caso de la sociedad global. En ese nivel sólo puede hablarse de una solidaridad débil, que surge sobre la base de la indignación frente a violaciones de los derechos humanos y acciones de ofensiva militar, en concordancia con las funciones de la comunidad internacional de proteger los derechos humanos y garantizar la paz (Habermas 2004a, 231).10 En el ámbito regional, como en el caso de la Unión Europea, puede apostarse, según Habermas, a una forma más fuerte de solidaridad que se desprende de la base de unas “prác-ticas y valoraciones éticas fuertes y de una forma de vida y cultura política compartidas” (Habermas 2004b, 141-142). La posibilidad de extender esta forma al nivel transnacional tiene que ver con un aspecto esencial de la solidaridad ciudadana: lo que constituye la base para el surgimiento de la solidaridad entre ciudadanos no es tanto la conciencia o sentimiento nacional, sino la “pertenencia a una comu-nidad política de sujetos libres e iguales constituida demo-cráticamente” (Habermas 2004a, 229). A primera vista, podría parecer que este concepto no se diferencia mucho del concepto de solidaridad democrática de Brunkhorst. Pero si se centra la atención en el aspecto de la membrecía o pertenencia a una comunidad, queda clara la diferencia fundamental entre ambos conceptos: en la medida en que la comunidad regional logra orientarse constitucional-mente, hay buenas razones para contar con que surjan lazos solidarios en un sentido fuerte, y esto es así, porque el estar orientada por una constitución le proporciona un carácter definido a la comunidad política, de manera que sus miembros pueden identificarse con ella. Los ciudadanos actúan así, según Habermas, “con la conciencia de que ‘su’ comunidad se distingue de otras comunidades por medio de una forma de vida preferida colectivamente y en todo caso aceptada tácitamente” (Habermas 2004a, 231).

La posibilidad de que esta forma fuerte de solidaridad se desarrolle en una comunidad regional tiene que ver con el rol que se trata de asumir a través de la formación de la

10 Véase también Habermas (2004b, 141).

misma, consistente, entre otras cosas, en “hablar hacia afuera con una sola voz” (Habermas 2004a, 231). Para que esto se logre, la comunidad tiene que estar lo sufi-cientemente integrada, y Habermas considera que esto se verifica, precisamente, a través de la identificación que logran los miembros con su comunidad, es decir, con el desarrollo de un sentido del carácter especial que la distingue de otras comunidades, y del cual los miem-bros son conscientes. Esto no tiene que entenderse de una manera excluyente. Considerado como el resultado de una “auto-comprensión política” bajo condiciones modernas y democráticas, el ethos político no es algo que se asuma de manera natural, sino algo que se forma o se adopta sobre la base de la reflexión en torno a ciertos valores, cuyo carácter tradicionalmente estático ha sido flexibi-lizado, convertido en reflexivo comunicativamente. Las revoluciones, que en la explicación de Brunkhorst repre-sentan el momento en que la solidaridad se abre paso, son para Habermas sólo un medio para acelerar el fenómeno, pero no constituyen una condición de surgimiento de la forma reflexiva de solidaridad que se origina en la auto-comprensión política (véase Habermas 2004a, 231).

Integración regional en Latinoamérica: solidaridad reflexiva, historia y política

A comienzos de diciembre de 2011 fue fundada en Caracas la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac). Uno de los objetivos de la nueva organización es el fomento de la integración regional en diferentes niveles —político, económico, social y cultural—, así como de la unidad, la cooperación y la solidaridad (Declaración 2011, 6 y 12). La opinión pública tiene diferentes percepciones de este nuevo órgano. Por parte de los críticos pueden distinguirse principalmente dos opiniones: por un lado, no hay claridad respecto a si se trata de un nuevo mecanismo de discusión, pues —a diferencia del Mercosur o de la Comunidad Andina, que se ocupan de establecer pactos comerciales y econó-micos— la Celac se percibe como una “instancia de discusión entre otras muchas” y, simplemente, como un “nuevo foro” (Celac 2011). El hecho de que la Celac sea un órgano sucesor del Grupo de Río sólo parece ratificar esta opinión, pues éste era en realidad un mecanismo de consulta sin objetivos económicos ni comerciales.

Entre los críticos existe, por otro lado, una cierta descon-fianza frente al hecho de que la nueva organización sea el resultado de una iniciativa que exhibe rasgos fuerte-

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mente ideológicos y excluyentes. Venezuela, uno de los principales países promotores, la ha presentado como un ente que excluye de modo expreso a países como Canadá y Estados Unidos, y como una alternativa frente a la OEA orientada a equilibrar la distribución del poder político en el continente. No todos los miembros comparten esta definición de la Celac como un órgano excluyente de los países de América del Norte; Colombia, Chile y México, por ejemplo, no están de acuerdo con ella. Pero sí es un hecho que el texto del acta de fundación, firmado por todos los países miembros, reconoce que el fomento de la integración en la región latinoamericana es una idea que concuerda con los ideales de Simón Bolívar (Declara-ción 2011, 6) siguiendo la línea trazada por las luchas de liberación del siglo XIX, los procesos de independencia posteriores y la fundación de la Gran Colombia en 1821.

Existe otra iniciativa que, así como la Celac, contempla explícitamente la integración en Latinoamérica como uno de sus objetivos. Se trata de la Alianza Estratégica entre la Unión Europea y los Países de Latinoamérica y del Caribe, fundada en Río de Janeiro en 1999. El fomento de la integra-ción regional ha sido, desde su primera sesión, un punto central de esta Alianza, con vistas a las relaciones entre la Unión Europea y Latinoamérica y el Caribe, y esto se observa, en particular, en las negociaciones en torno a los pactos de asociación subregional. Incluso después de que hubieron fallado las negociaciones para cerrar el pacto de asociación entre la Unión Europea y la Comunidad Andina en 2003, así como entre la Unión Europea y el Mercosur en 2004, el fomento de la integración y la interconecti-vidad en la región siguió siendo un interés central para la Unión Europea, y en este sentido siguieron explorán-dose los caminos más adecuados para lograrlo (Mitteilung 2009, 5). La alianza estratégica resulta ventajosa, entre otras razones, para un mejor equilibrio de poderes en las Naciones Unidas, y especialmente como un contrapeso frente a Estados Unidos, cuyas posiciones en temas como la guerra, la solución de conflictos y los procesos de recons-trucción posteriores a fases de conflicto difieren en buena medida de las posiciones sostenidas por la Unión Europea. Sobre la base de una visión de mundo compartida es más probable lograr una coordinación de posiciones entre Latinoamérica y la Unión Europea, teniendo en cuenta que ambas culturas comparten, por ejemplo, un recono-cimiento de la prioridad del derecho y de las resoluciones negociadas de los conflictos (Quevedo 2007a, 15).11

11 Véase también Quevedo (2007b). Para una exposición de las diferencias entre las políticas de la Unión Europea y de Estados Unidos, analizadas en el marco del caso concreto de la guerra de Bosnia, véase Haller (2002).

Como puede apreciarse, las dos iniciativas que acaban de describirse están explícitamente orientadas a la inte-gración regional y subregional en Latinoamérica. En cada una de ellas puede apreciarse la manera en que las expectativas de integración están ligadas a la soli-daridad. En el segundo caso, esto sucede de manera no explícita: se alude a un interés de la Unión Europea por fomentar la integración entre los países de Lati-noamérica que está basado en la observación de que se comparte una visión de mundo, en lo cual se puede leer una forma de inclinación solidaria sobre la base de un valor compartido. En el primer caso, se alude explícitamente a la solidaridad entre los países lati-noamericanos, sobre la base de la existencia de seme-janzas entre dichos países: se considera que, debido a la historia y lengua comunes, compartidas por casi todos los países, existen condiciones favorables en la región para el surgimiento de relaciones solidarias.

Ahora bien, a la luz de lo dicho en la segunda parte de este artículo, resulta poco promisorio fomentar los lazos solidarios —con vistas a promover la integración— sobre la base de las semejanzas. En el caso de la solidaridad europea hacia los países latinoamericanos, el fomento de la misma sobre la base de valores compartidos puede resultar truncado por el alcance limitado que tiene este tipo de solidaridad cuando se trata de hacerla exten-siva a contextos más amplios como el global. En el caso de la solidaridad entre los países latinoamericanos, es poco promisorio intentar fomentarla sobre la base de la lengua y cultura compartidas, por diversas razones: por una parte, está sujeto a duda que exista en realidad tanta homogeneidad cultural en la región como suele pensarse. Especialmente a partir de 1992, con los movi-mientos surgidos en torno a los 500 años de la coloni-zación española, se ha insistido en el reconocimiento de la pluralidad y diversidad de los pueblos ameri-canos. Por otra parte, las sociedades latinoamericanas exhiben rasgos modernos —aunque no se cuenten entre las sociedades industrializadas del “Primer Mundo”—, por lo menos como consecuencia de la globalización cultural, de los fenómenos de urbanización y el desar-rollo de las grandes capitales y “mega-ciudades” en los diferentes países, y del carácter democrático de la gran mayoría de ellos. De este modo, no resulta plausible dar por sentado que las manifestaciones solidarias que puedan tener lugar en Latinoamérica tengan la forma de aquella solidaridad de la comunidad tradicional ni tampoco de aquella basada en la semejanza de valores, ideas y formas de vida compartidos, aunque sea a estos valores a los que se apele en algunos de los actuales discursos en favor de la integración regional.

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A diferencia del caso de la solidaridad europea hacia Lati-noamérica, en el caso de la solidaridad entre los países latinoamericanos puede, sin embargo, rescatarse un elemento que va más allá de las supuestas semejanzas de valores o de cultura y que puede servir de base para el fomento de lazos solidarios en el continente. Se trata del aspecto histórico, el cual resulta clave teniendo en cuenta el fenómeno mismo que enmarca el surgimiento del discurso en cuestión, es decir, que la integración regional se haya vuelto una meta explícita. En esta medida, el elemento al que se recurra con vistas al fomento de la solidaridad debe poder ser ajustado a la situación “posna-cional”, que, tal como la presenta Habermas, exige la movilización de los recursos de la reflexividad y la fluidi-ficación comunicativa para la construcción de los marcos políticos correspondientes. Tal requisito es cumplido por el elemento histórico o, más precisamente, por el ejercicio de encarar la historia. Tal ejercicio tiene un carácter eminentemente reflexivo y, justamente por eso, se ofrece como punto de engranaje del proceso reflexivo de la construcción de una identidad política al nivel de la región.12 Si, en particular, se toma como punto de partida al capítulo histórico de los regímenes coloniales en la región, pueden articularse a los discursos políticos supranacionales los aspectos que salieron a la luz en el análisis de las dos variantes solidarias exploradas en la segunda parte de este artículo: la tematización de las desi-gualdades y la construcción reflexiva de la pertenencia. El pasado colonial en Latinoamérica constituye un factor decisivo en la explicación de estructuras económicas actuales (Acemoglu, Johnson y Robinson 2005), de modo que el tematizarlo en los discursos políticos aporta una base para la discusión de las desigualdades.13 Así mismo,

12 Aquí se trata claramente de una conclusión teórica resultante del juicio de que la teoría habermasiana es plausible en este punto. Empíricamente, se trata de un asunto muy dificultoso: la experiencia que la Unión Europea ha tenido con su propio proyecto de integración muestra las trabas que encuentra en la práctica una idea que, en la teoría, parece ofrecer una estrategia prometedora y bien sustentada, como lo es la propuesta de una constitución para Europa. Ahora bien, la propuesta arriba enunciada de un ejercicio de reflexión sobre la historia del subcontinente latinoamericano que mantenga la perspectiva de conjunto sobre el nivel regional no es tampoco un resultado puramente teórico, pues existen ya ejercicios de este tipo. Me gustaría mencionar, en particular, el trabajo realizado desde la corriente de la Filosofía de la Liberación, que se ha ocupado muy seriamente de integrar en su reflexión la historia y situación de Latinoamérica. Véase, por ejemplo, Dussel (1998 y 2007). Desde la perspectiva de la teoría poscolonial, véase Mignolo (2005).

13 El análisis de estos autores explica la influencia de la colonización en la creación de desigualdades (en cuanto a diferencias de ingreso per cápita), en particular, de las diferencias en el ámbito de instituciones entre los países de Latinoamérica. Indudablemente, el pasado colonial no es el único elemento que desempeñó un papel en la generación de tales diferencias, pues otras condiciones empíricas particulares de los

este pasado colonial comprende momentos precedentes de la construcción de comunidades que fueron precisa-mente opciones de organización posteriores a la Inde-pendencia, como es el caso de la Gran Colombia y de otros intentos de asociación supranacional, cuyo análisis aporta elementos para la construcción de la pertenencia. Con estos dos puntos de articulación se puede ganar una base de solidaridad que no pone el énfasis en semejanzas —las cuales están sujetas a dudas— y que puede enfati-zarse normativamente, con vistas a la integración: que los sujetos se identifiquen a sí mismos como miembros de una comunidad política de países latinoamericanos cuyos lazos vale reforzar, en vista de los retos económicos que el contexto global hace inevitable acometer.

Según esta última formulación, parecería que sólo los elementos de la solidaridad ciudadana resultan desta-cados en el presente análisis, de cara al uso normativo de la idea de solidaridad, dado el énfasis puesto en la auto-identificación de los ciudadanos como miembros de una comunidad política latinoamericana en construcción. En lo que resta del artículo vale aclarar esta cuestión, para cerrar el análisis haciendo referencia de nuevo al concepto de solidaridad que está en el centro de él.

En cierta medida, el concepto de solidaridad ciudadana resulta más básico. Esto, sin embargo, no puede afir-marse sin más, es decir, sin destacar que a través de dicho concepto se puede dar lugar también a la tema-tización de las inequidades. Este último aspecto no puede ser abandonado, lo cual sucedería, por ejemplo, si se tomara el concepto de solidaridad ciudadana tal como fue expuesto antes en este artículo,14 sin agregar nada más al análisis. El haber analizado el concepto de solidaridad democrática tenía como finalidad sacar a la luz su articulación de la idea de subvertir inequidades, porque esta idea es central en el marco de las preocu-paciones por las consecuencias que puede conllevar el cerrar pactos económicos y comerciales en situa-ciones de asimetría. El punto entonces es mostrar que el concepto de solidaridad ciudadana puede ilustrar sobre esta idea también, al mismo tiempo que articula la idea de identificación con la comunidad política, básica para el actuar solidario y la integración social.

distintos territorios también influyeron. El proponer aquí al pasado colonial como punto de articulación del ejercicio de reflexión sobre las desigualdades no pretende ignorar este hecho sino, simplemente, explotar la tesis de los autores mencionados.

14 Véase arriba la parte titulada “Solidaridad ciudadana y la construcción reflexiva de identidades”.

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El concepto de la solidaridad entre ciudadanos de una comunidad política está ligado, como se mostró arriba, a la formación de una identidad no natural con la comunidad, la cual contribuye a la integración de sus miembros. A través del carácter reflexivo de esta forma de solidaridad se garantiza que la identificación y el sentido de pertenencia no van en contra de las posibilidades de inclusión. Si se contrasta el concepto de solidaridad ciudadana con el de solidaridad democrática puede notarse que, así como a través de este último pueden articularse los aspectos de diferencia y de igualdad, por medio del primero también puede explicarse el modo en que las diferencias entre los miembros son articuladas y, en esa medida, cómo puede garantizarse la inclusión. Si se contrastan ambos conceptos atendiendo al aspecto de la desigualdad, parece que el concepto de solidaridad ciudadana es menos sensible a esta problemática, siendo ella no sólo un punto esencial de la solidaridad tal como la explica Brunkhorst, sino también un tema que debe ser discutido si se pretende que los proyectos de integración regional aporten alternativas políticas ante los retos económicos.15 Esta necesidad puede apre-ciarse si se tienen en cuenta las razones por las cuales las asociaciones y los pactos regionales se han vuelto imprescindibles: la región latinoamericana debe poder autoafirmarse en el ámbito global como un global player competente. Sólo así puede ella acometer los procesos de la globalización económica, en los cuales los pactos regionales y las asociaciones estratégicas entre países y regiones tienen un papel cada vez mayor (Quevedo 2007b, 104 y ss.).16 La participación de los actores lati-noamericanos en los procesos económicos globales es decisiva, de cara a las desigualdades existentes y las que siguen produciéndose constantemente, las cuales afectan en una medida particularmente alta a esta región del planeta. Con el objetivo de lograr un mejor posicionamiento en el ámbito económico global, la inte-gración en la región debe ser articulada explícitamente con una discusión sobre el tema de las desigualdades.

Como contraparte de la situación anterior, puede obser-varse que el concepto de solidaridad democrática, si bien aporta herramientas para tematizar la desigualdad y la posibilidad de revertirla a través del momento revolu-

15 Es decir, que los proyectos de integración no sólo tengan la forma de pactos económicos orientados a fortalecer, facilitar o apoyar las relaciones comerciales en la región (como el Mercosur), sino que también apoyen la generación de espacios institucionales para la discusión y participación política en torno a los temas de impacto económico.

16 Habermas otorga un lugar central a los global players cuando expone su modelo de una sociedad mundial políticamente constituida (Habermas 2005, 334 y ss., especialmente, 337).

cionario, no logra, sin embargo, ofrecer un puente para articular la reflexión con el aspecto de la integración normativa. El derecho, que está presente como un compo-nente de la solidaridad democrática, cumple el papel de un mecanismo que estabiliza la solidaridad alcanzada a través de los actos revolucionarios, y en esa medida no representa un mecanismo de integración en términos estrictos. Aunque el concepto comprende un aspecto normativo, éste no está orientado a producir o reforzar la integración. Para ello resulta más adecuado el concepto de solidaridad ciudadana: el autorreconocimiento de los sujetos como miembros de una comunidad política es el acto en el cual se generan las solidaridades de tipo ciudadano que unen la sociedad, es decir, que hacen de ella una sociedad integrada. Sin embargo, como se había señalado antes, este concepto parecía limitado frente al tema de las desigualdades. Es válido entonces preguntar si la solidaridad ciudadana puede, además de servir de vehículo de la integración regional, ofrecer también la posibilidad de encarar las desigualdades.

Un examen más cercano arroja una respuesta positiva. La solidaridad ciudadana, en cuanto está articulada alrededor de un momento político, permite estab-lecer un puente con el problema de las desigualdades, si bien no de un modo directo, sino indirecto. De acuerdo con la visión de Habermas, el tratamiento de las desigualdades exige regulaciones que sólo pueden ser introducidas en la medida en que la comunidad de Estados implemente una política interna, y esto sólo se logra sobre la base de una suficiente integración de sus miembros, para lo cual la solidaridad cumple un papel central (Habermas 2004a, 232-233).

El sacar a la luz el aspecto social de la solidaridad consi-stente en representar el vínculo que existe y puede reforzarse entre los miembros de una comunidad —y el hacerlo en su versión moderna, en la cual esta comu-nidad y la correspondiente identificación con ella son de tipo político y son construidas reflexivamente— permite identificar los elementos que en contextos específicos pueden servir de base para el surgimiento y refuerzo de lazos solidarios. En el caso analizado al comienzo de esta parte se identificó primordialmente a la historia, y en especial, al pasado colonial compartido, como el elemento que en una comunidad de países latinoame-ricanos puede tomarse como el punto de partida para entresacar y reforzar lazos solidarios y consolidar, de este modo, una comunidad política integrada que los reúna y sirva de espacio para la discusión informada sobre los problemas actuales y previsibles que dichos países deben enfrentar en la era global.

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25. Pogge, Thomas. 2011. Are We Violating the Human Rights of the World’s Poor? Yale Human Rights & Development Law Journal 14, nº 2: 1-33.

26. Quevedo, Jorge. 2007a. El interregionalismo Unión Euro-pea-América Latina y el Caribe: claves para la construcción de un sistema multilateral. InterSciencePlace 2. <http://www.interscienceplace.org/interscienceplace/issue/view/2>.

27. Quevedo, Jorge. 2007b. El espacio eurolatinoamericano (1992-2007). Una estrategia efectiva de la política exterior común hacia América Latina. Disertación doctoral, Universidad Com-plutense de Madrid.

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* Este artículo hace parte del proyecto de investigación: “Los fundamentos normativos de la democracia y el problema de la representación política”, aprobado por el Centro de Investigación de la Universidad de Antioquia –CoDI (Colombia) y financiado por la misma universidad.

v Doctor en Filosofía por la Universidad de Constanza, Alemania. Profesor titular y director del Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquia, Co-lombia. Entre sus últimas publicaciones, se pueden mencionar: El derecho a la educación como derecho social-fundamental en sus tres dimensiones: educación primaria, secundaria y superior. Estudios Socio Jurídicos 14 n° 2 (2012): 185-206; y El reto de la democracia ante el despotismo: Benjamin Constant y Alexis de tocqueville. Estudios Políticos 40 (2012): 15-37. Correo electrónico: [email protected]

La posibilidad de la justicia global. Sobre los límites de la concepción estadocéntrica y las probabilidades de un cosmopolitismo débil*

RESUMENEn este artículo se presentan y objetan las críticas que Rawls y Nagel le han hecho al cosmopolitismo. Estos autores de-fienden un concepto de justicia en el cual la justicia y la soberanía están estrechamente relacionadas. En la primera parte se expone la estrategia argumentativa de Rawls, en la cual se opone a la idea cosmopolita de una transformación del orden internacional a partir de las exigencias de justicia económica global. En la segunda parte son presentadas las tesis de Nagel contra una concepción de justicia global. Y en la parte final es presentado el planteamiento de Cristina Lafont de un modelo de política internacional dirigido hacia la justicia en el contexto global.

PALABRAS CLAvE Justicia global, derechos humanos, soberanía estatal, democracia, actores no estatales.

Fecha de recepción: 3 de octubre de 2012Fecha de aceptación: 14 de febrero de 2013Fecha de modificación: 15 de marzo de 2013

The Possibility of Global Justice. Regarding the Limits of the State-Centric Conception and the Probabilities of a Weak Cosmopolitanism

ABStRACtThis paper presents objections to the critique of cosmopolitanism made by Rawls and Nagel who defend a concept of justice in which justice and sovereignty are closely related. The first part presents Rawls’s rhetorical strategy which is opposed to the cosmopolitan idea of transforming the international order based on the demands of global economic jus-tice. The second part covers Nagel’s position which is opposed to the idea of global justice. The final section introduces Christina Lafont’s presentation of a model of international policy that is geared toward justice in a global context.

KEy woRDSGlobal justice, human rights, state sovereignty, democracy, non-governmental actors.

DOI: http://dx.doi.org/10.7440/res46.2013.11

Francisco Cortés Rodasv

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Una de las tesis más importantes del cosmo-politismo contemporáneo afirma que proponer la idea de la justicia global en el marco del orden internacional actual es normativamente necesario, debido a que el

orden económico internacional vigente está en evidente contradicción con los requerimientos de justicia. Está en contradicción con los requerimientos de justicia porque viola los derechos humanos de los más pobres y porque sostiene un orden institucional global, económico y político que ha generado y mantenido las condiciones de extrema pobreza y desigualdad que existen hoy en el mundo. De esto se sigue como una exigencia de justicia el progresivo desmantelamiento del actual sistema internacional basado en los Estados y la creación de un Estado global. Según el cosmopolitismo, las demandas de justicia derivan de la igual consideración o de un deber de equidad que les debemos en principio a todos los seres humanos. En el núcleo del cosmopolitismo moral está la tesis que afirma que cada hombre tiene el mismo valor o el mismo derecho a la libertad y la autonomía, y que esta circunstancia lleva consigo obligaciones morales y responsabilidades que tienen alcance universal. Así, dice simplemente que los seres humanos todos están sujetos al mismo conjunto de leyes morales, y las instituciones a las cuales podrán aplicarse los principios de justicia, como un Estado mundial o instituciones supranacionales, son instrumentos para el cumplimiento de tal deber.

Contra esta argumentación John Rawls, primero, en El derecho de gentes (Rawls 1999), y Thomas Nagel, posterior-mente, en su ya famoso artículo “The Problem of Global

Justice” (Nagel 2005), desarrollaron una clara y enérgica réplica al cosmopolitismo. Nagel defiende un concepto de justicia en el cual la justicia y la soberanía están estrecha-mente relacionadas. Para Rawls, el hecho de que existan tan grandes desigualdades y que se den situaciones de pobreza extrema y miseria en los países más pobres del mundo no quiere decir necesariamente que éstas son injustas y que el orden internacional deba reestructurarse en cuanto a una dimensión global o cosmopolita de la idea de justicia distri-butiva. La respuesta ética a la pobreza extrema de los países más pobres del mundo debe ser una respuesta humanitaria que no tiene que ver con una reestructuración del orden internacional de acuerdo con las exigencias de justicia. En este sentido, Rawls se opone a las pretensiones de justicia redistributiva hechas por los defensores de una idea global de justicia, pero no a las aspiraciones de un cosmopoli-tismo liberal de conseguir un orden internacional en paz. En la perspectiva política de Rawls, no existen obligaciones de justicia a nivel global. Frente a nuestros conciudadanos tenemos deberes igualitarios de justicia y de equidad social y económica; los deberes que gobiernan las rela-ciones entre los pueblos son los de salvaguardar la paz e imponer los derechos humanos a escala global. En este sentido, Rawls es también cosmopolita. El respeto mutuo y la igualdad de estatus entre los pueblos propuesto por Rawls en El derecho de gentes es un orden moral sustancial, lejano del estado de naturaleza hobbesiano. Para Rawls la naturaleza moral de una sociedad —pueblo— merece un respeto fundamental cuando está constituida como una sociedad decente. Pero si en una sociedad no se respetan los derechos humanos fundamentales de sus miembros, no se le debe reconocer ningún estatus moral.

A possibilidade da justiça global. Sobre os limites da concepção estadocêntrica e as probabilidades de um cosmopolitismo fraco

RESUMoNeste artigo apresentam-se e objetam as críticas que Rawls e Nagel fizeram ao cosmopolitismo. Estes autores defendem um conceito de justiça no qual a justiça e a soberania estão estritamente relacionadas. Na primeira parte expõe-se a estratégia argumentativa de Rawls, na qual se opõe à ideia cosmopolita de uma transformação da ordem internacional a partir das exigências de justiça econômica global. Na segunda parte são apresentadas as teses de Nagel contra uma concepção de justiça global. E na parte final é apresentada a abordagem de Cristina Lafont de um modelo de política internacional voltado para a justiça no contexto global.

PALAvRAS ChAvEJustiça global, direitos humanos, soberania estatal, democracia, atores não estatais.

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Considero de central importancia estos dos textos, pues quien pretenda defender un concepto de justicia global tiene que poder dar respuesta a las objeciones de Rawls y Nagel. En este ensayo voy a exponer, en primer lugar, la estrategia argumentativa de Rawls en la cual se opone a la idea cosmopolita de una transformación del orden internacional a partir de las exigencias de justicia econó-mica global. En segundo lugar, discutiré las tesis del realismo de Nagel contra una concepción de justicia global. En tercer lugar, presentaré el planteamiento de Cristina Lafont de un modelo de política internacional situado más allá de la concepción estatista y orientado hacia un cosmopolitismo débil.

El derecho de gentes y los derechos humanos. John RawlsRawls discutió sobre una teoría de los derechos humanos para el ámbito internacional casi al final de su vida, la cual publicó poco antes de morir, en el libro El derecho de gentes, que bosqueja una filosofía normativa de las relaciones internacionales. Rawls está en desacuerdo con aquellas posiciones que plantean la necesidad de una reforma del orden internacional en consonancia con las demandas de justicia global. Para Rawls, la justicia y el respeto a los derechos humanos es algo que debemos, a través de nues-tras instituciones compartidas, sólo a aquellos con quienes estamos en una relación política estrecha (Rawls 1999, 12).

El modelo de Rawls, en marcado contraste con el realismo, contempla como meta legítima contribuir al problema de la reducción de la pobreza mundial mediante la implementación de políticas de asistencia social. Pero Rawls rechaza, al igual que el realismo, que se requiera una reforma del orden internacional en consonancia con las demandas de justicia global. Los requerimientos liberales de justicia incluyen un componente fuerte de igualdad entre ciudadanos, que, como demanda política específica, aplica a la estructura básica de un Estado-nación unificado (Rawls 1999, 12). Este componente igualitario no aplica a las relaciones entre una sociedad y otra o entre los miembros de dife-rentes sociedades. Rawls limita así las obligaciones de justicia a las relaciones en las que las personas están en una comunidad nacional unidas a través de la acepta-ción común de una concepción de justicia, y excluye de estas relaciones a las personas que viven en sociedades nacionales diferentes. Los requerimientos liberales e igualitarios de justicia no pueden ser extrapolados a otros contextos de justicia, como el contexto interna-cional, el cual requiere otros estándares.

Rawls propone una muy reducida interpretación de los derechos humanos básicos y establece que la función distintiva de éstos es especificar los límites de la auto-nomía interna de un régimen, de tal manera que el cumplimiento de los derechos de sus ciudadanos sea sufi-ciente para excluir la intervención justificada por medio de la fuerza por parte de otros pueblos. De este modo, apenas algo más allá del genocidio o de las masivas violaciones del derecho a la vida puede cualificar para la inclusión en la lista de los propios derechos humanos.

En la perspectiva política de Rawls, no existen obliga-ciones de justicia en el nivel global. Lo que nosotros les debemos a otros habitantes del globo, a través del respeto de nuestras sociedades por otras sociedades de las cuales ellos son ciudadanos, es diferente de lo que les debemos a nuestros conciudadanos. Frente a nuestros conciudadanos tenemos deberes igualita-rios de justicia y de equidad social y económica. Los deberes que gobiernan las relaciones entre los pueblos son los de salvaguardar la paz e imponer los derechos humanos a escala global.

De este modo, el liberalismo de Rawls —limitado a asegurar sólo un reducido número de derechos humanos mediante los deberes de prevenir violaciones masivas de los derechos humanos y los deberes de asis-tencia— deja sin ninguna protección a las sociedades pobres ante las formas de dominación que el orden económico internacional sostiene y que son impuestas a través del poder de las instituciones económicas y políticas globales (Pogge 2004, 40 ss.). Rawls admite que un Estado o que la comunidad de naciones puede intervenir en los asuntos internos de otro en el caso de graves violaciones de los derechos humanos. No acepta, sin embargo, la redistribución internacional de los ingresos y la riqueza en consonancia con las exigencias de justicia global. Al preferir Rawls una interpretación tan estrecha de la función que tiene la comunidad internacional de proteger los derechos humanos deja por fuera de sus tareas la cuestión de una posible regulación de las instituciones que rigen la economía mundial. Aunque Rawls considera que las sociedades más ricas deben contribuir al problema de la reducción de la pobreza mundial mediante la imple-mentación de políticas de asistencia social, desconoce la existencia de los factores estructurales de poder que determinan las asimetrías en las relaciones de poder entre países ricos y pobres. Este desconocimiento deter-mina que su propuesta normativa de un nuevo orden internacional sirva más bien para afirmar el sistema normativo que actualmente regula el orden económico

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mundial, que para buscar su transformación de acuerdo con las exigencias de justicia global. El liberalismo de Rawls ofrece por esto una solución insatisfactoria a la pretensión de introducir consideraciones de justicia económica global en las relaciones entre los Estados y frente al ideal cosmopolita de una transformación institucional del orden internacional de acuerdo con las exigencias de justicia.

El modelo estadocéntrico de los derechos humanos. Thomas NagelEl argumento fundamental de Nagel en su artículo sobre justicia global es que la justicia solamente es posible bajo la condición de la soberanía estatal (Nagel 2005). Este argumento es originalmente de Hobbes (1996). La tesis central del Leviatán supone que la obediencia y el respeto a los pactos descansan en el temor al poder del Estado. El soberano sólo reproduce la situación de lucha de los hombres en el estado de naturaleza y adopta la lógica de la disuasión mediante la amenaza de castigos desarrollada para el estado de naturaleza. Esto ocurre tanto en lo que se refiere a la política interior como a la política exterior. En la argumentación de Hobbes resulta posible para los individuos instaurar una auto-ridad común para superar el problema del estado de naturaleza, pero esta perspectiva está negada para los Estados. Todos los Estados son soberanos. El principio de la soberanía de los Estados no se puede unificar con una autoridad supraestatal. No es que Hobbes rechace por razones morales la idea de un Estado mundial; simplemente no puede esperarse un Estado de este tipo de la diversidad de Estados soberanos celosos de la conservación de su poder. Esto se traduce en que la paz hobbesiana se basa en un Estado que intimida en lo interno mediante la amenaza de castigos, que disuade en lo externo mediante su desafiante poder económico y militar, y que niega que puedan plantearse criterios de justicia para definir las relaciones entre los Estados. Para Hobbes, la justicia y la injusticia están ausentes en el ámbito internacional.

Nagel toma distancia de Hobbes y afirma que la rela-ción entre justicia y soberanía se puede justificar a partir de otras teorías morales. Para esto sostiene, en lo que denomina “concepción política”, que la justicia como una propiedad de las relaciones entre los seres humanos requiere la soberanía como una condición posibilitadora. Para decirlo en forma negativa, sin soberanía como condición posibilitadora la justicia sería una pura utopía. “Me parece difícil resistirse a la

pretensión de Hobbes sobre la relación entre justicia y soberanía”, escribe Nagel. “[…] El único camino para proveer tal seguridad es a través de alguna forma de ley con una autoridad centralizada para determinar las reglas y un monopolio centralizado de poder de imposición de las leyes” (Nagel 2005, 116). La base de legitimación es que el Estado ejercite fuerza, por un lado, y produzca un orden social justo, por el otro. Para ser preciso, un Estado puede ser considerado un Estado legítimo si realiza la justicia política, es decir, el Estado requiere un marco social impuesto colecti-vamente, promulgado en nombre de todos aquellos gobernados por él, y que aspira a exigir la aceptación de su autoridad por todos los asociados.

Nagel establece las tareas que tiene que cumplir el Estado a partir de la diferenciación hecha por Kant entre el nivel interno de la organización política de los Estados y el nivel externo de las relaciones entre los Estados. Así, propone, por un lado, que la justicia es un asunto de la política interna de cada Estado que tiene que ver con el asegu-ramiento de los derechos y las libertades individuales, y por otro lado, que las relaciones entre los Estados no se construyen a partir de principios de justicia, sino que se basan en los principios de la autonomía política y de la igualdad jurídica de los Estados.

En la concepción política, los Estados soberanos ponen a los conciudadanos dentro de una relación que ellos no tienen con el resto de la humanidad, una relación institucional que debe ser evaluada por los estándares especiales de equidad que determinan el contenido de justicia. “Este deber de justicia es sui géneris, y no es debido a cada uno en el mundo. […] Justicia es algo que les debemos, por medio de nuestras instituciones comunes, sólo a aquellos con quienes estamos en una relación polí-tica fuerte. Es decir, en la terminología estándar, una obligación asociativa” (Nagel 2005, 118).

Nagel afirma que si uno toma esta perspectiva política, no va a encontrar que la ausencia de justicia global sea algo negativo. Él considera que la distribución justa de los derechos, bienes y oportunidades no puede conver-tirse en una regla de distribución internacional para regular las relaciones entre todos los seres humanos en el ámbito global, puesto que esa distribución es un asunto interno de cada Estado, que se concreta cuando cada sociedad pueda darse una organización en cuanto a los principios de justicia. “Los deberes que gobiernan las relaciones entre los pueblos no incluyen algo análogo a la justicia socioeconómica liberal”, afirma nuestro autor (Nagel 2005, 121).

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Su idea sobre la pobreza global y las formas de supe-rarla es muy discutible. Según Nagel, el hecho de que existan grandes desigualdades en el mundo y que se den situaciones de pobreza extrema y miseria en los países más pobres no quiere decir necesariamente que éstas son injustas y que el orden internacional debe reestructurarse en cuanto a una dimensión global de la idea de justicia. Por esto, la respuesta ética a la pobreza extrema debe ser una respuesta huma-nitaria. De este modo, en la concepción política, en marcado contraste con el realismo político de Hobbes y en estrecha afinidad con Rawls, se contempla como meta legítima contribuir al problema de la reducción de la pobreza mundial mediante la implementación de políticas de asistencia social. El respeto mutuo y la igualdad de estatus entre los pueblos propuestos por Rawls en El derecho de gentes es un orden moral sustan-cial, lejano del estado de naturaleza hobbesiano. Nagel hace la reveladora declaración de que para Rawls la naturaleza moral de una sociedad se merece un respeto fundamental, en la medida en que está constituida como una sociedad decente. Pero si una sociedad no respeta los derechos humanos fundamen-tales, no se le debe reconocer ningún estatus moral. Algo similar a este orden moral sustancial es lo que Nagel, siguiendo a Rawls, propone para la sociedad internacional, a partir de los deberes de asistencia. “Asumo que aquí hay alguna mínima preocupación que nosotros les debemos a nuestros seres humanos, compañeros amenazados por la inanición, la muerte o la severa malnutrición, así como a toda esa gente que está en la pobreza absoluta. Debe haber alguna forma de asistencia humana de los más ricos hacia aquellos en extrema pobreza” (Nagel 2005, 122). De este modo, el filósofo estadounidense considera el problema de la pobreza, no desde la perspectiva de la justicia, sino desde el enfoque de los deberes humanitarios. La razón de esto es que la justicia es algo que debemos sólo a aquellos con quienes estamos en una relación política estrecha. Al mismo tiempo Nagel defiende la idea de un mínimo global, que es debido a cada ser humano como una cuestión de asistencia humana en general, incluidos los derechos humanos básicos.

Donde es más controvertida la crítica de Nagel a la justicia global es allí donde intenta poner en relación la justicia y los derechos humanos. Nagel adopta una interpretación minimalista de los derechos humanos y establece que la función de la comunidad internacional de defenderlos consiste únicamente en el deber nega-tivo de protegerlos contra la violencia, la esclavitud y la coerción. “La fuerza normativa de los derechos

humanos contra la violencia, la esclavitud y la coer-ción, y los más básicos deberes humanitarios de salvar al prójimo del peligro inmediato, dependen sólo de nuestra capacidad de ponernos en los zapatos de otros” (Nagel 2005, 123). Es claro, dice Nagel, que los derechos humanos generan una obligación secundaria de hacer algo contra las más graves violaciones, si podemos, para proteger a las personas que están fuera de nuestra sociedad, y esto es prácticamente imposible a escala mundial, sin algunos métodos institucionalizados de verificación y cumplimiento, y sin algunas institu-ciones internacionales que se ocupen de la protección y defensa de los derechos humanos, como Amnistía Internacional, Human Rights Watch o la Corte Penal Internacional (Nagel 2005, 123).

En la perspectiva política de Nagel, los deberes que tenemos de respetar los derechos humanos no comprenden nada análogo a los deberes de justicia. Según la división de tareas propuesta por Nagel, que resulta de establecer una clara diferenciación entre deberes de justicia y deberes humanitarios, la función que tiene la comunidad internacional de proteger los derechos humanos consiste únicamente en el deber de prevenir violaciones masivas de los derechos humanos. Ella no tiene nada que ver con el asunto de garantizar deberes igualitarios de justicia o con el aseguramiento de las condiciones socioeconómicas para proteger los derechos humanos. La diferencia entre deberes relacionados con la justicia y deberes humanitarios, le permite a Nagel argumentar que, en virtud del carácter coactivo del Estado, la justicia y la igualdad sólo pueden alcanzarse para las instituciones políticas internas. De esto concluye que no tenemos ningún deber de justicia en el ámbito internacional.

Nagel establece de forma clara que las naciones prós-peras tienen razones para querer tener más control a escala mundial, pero ellas no quieren incrementar las obligaciones y demandas de legitimidad que pueden surgir de esto. Su tesis dice:

Algunos podrían argumentar que el actual nivel de interdependencia económica mundial genera por fuerza una versión de la concepción política de la justicia, de tal manera que los principios de Rawls, o algún principio alternativo de justicia distributiva, sean aplicables sobre el entero dominio cubierto por las instituciones cooperativas existentes […] Pero la mera interacción económica no hace desencadenar los altos estándares de la justicia socioeconómica. (Nagel 2005, 125)

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La razón de esto es que las instituciones internacio-nales no pueden ser coactivas, ni alcanzan el nivel de la condición de un Estado. Según Nagel, la justicia requiere para su justificación la coacción y la soberanía estatales, y ese proceso de justificación no se da en el contexto internacional.

En similar sentido, David Miller ha cuestionado las pretensiones del cosmopolitismo.

El cosmopolitismo nos invita a vernos como ciudada-nos del mundo. Pero si no tomamos esto en un sentido político, no aspiramos a compartir la autoridad política en el ámbito global, entonces, ¿qué significa? La idea de la ciudadanía obtiene su fuerza moral de la experien-cia de la gente que vive junta en ciudades. La versión cosmopolita toma esta idea y la extiende para abrazar la totalidad de la humanidad, sin tener en cuenta qué relaciones, si puede haber alguna, pueden existir entre las personas a lo largo del globo. (Miller 2010, 378)

Para Miller y otros liberales nacionalistas, como ellos se autodenominan, el proyecto de una ciudadanía mundial basada en la moral universal e igualitaria del respeto igual conduce a un desconocimiento de los elementos estructurales del Estado de derecho. Según la caracterización teórica del liberalismo, el estatus de la ciudadanía se define por la pertenencia a un Estado. Mediante el estatus de la ciudadanía del liberalismo se establece quiénes son y quiénes no son los miembros de una sociedad determinada; se definen los derechos y deberes que tienen los miembros de esa sociedad; se establecen las responsabilidades que tiene el Estado frente a sus asociados; se define la estructura de los dere-chos civiles, políticos y sociales y su respectivo orden de prioridad, de acuerdo con las particularidades de cada sociedad; y se establece la prioridad de los derechos de los ciudadanos frente a los derechos de los miembros de otras sociedades. El concepto de ciudadanía está vincu-lado con la idea liberal de la igualdad formal, que afirma que todos los miembros de la sociedad son iguales porque les corresponden los mismos derechos y libertades. Libe-rales nacionalistas como Miller y Nagel rechazan las concepciones de justicia distributiva, que fundan la idea de la igualdad a partir de la moral universal e igualitaria del respeto igual. Para estos autores la única igualdad es la igualdad jurídica, que afirma que todos los seres humanos deben ser tratados de forma igual ante la ley. De este modo, complementar el principio de igualdad ante la ley, que define la condición de la ciudadanía en el Estado, con otros principios de igualdad, y a partir de esto establecer la idea de un igualitarismo ético de los

ciudadanos mundiales, conduce a una relativización de los órdenes de derecho de los Estados particulares y a una subordinación de los derechos de propiedad adquiridos legí-timamente por los ciudadanos de un Estado a las políticas redistributivas de una concepción global de la justicia.

El abismo que divide al liberalismo nacionalista del cosmopolitismo fuerte puede ser explicado de la siguiente manera. El liberalismo nacionalista es, en primer lugar, una pretensión sobre el valor moral. Dice que las varias cosas buenas y malas que le pueden suceder a la gente deben ser evaluadas en la misma forma, sin importar quiénes son esas personas y dónde ellas viven en el mundo.

Un mundo en el cual hay un campesino muriéndose en Etiopía es tan malo como un mundo en el cual hay un campesino polaco muriéndose. El destino de los dos nos hace una demanda a todos. Pero esto no establece por sí mismo si nosotros, como agentes morales, tene-mos una responsabilidad igual de responder por las dos demandas. El hecho de que ambos casos de hambre sean igualmente malos no me dice a mí si tengo más o menos razón para ir en ayuda del etíope que para ir en ayuda del polaco. (Miller 2010, 380)

El cosmopolitismo débil de Cristina LafontUna de las tesis más importantes en que se cimenta la crítica de Rawls y Nagel al cosmopolitismo dice que no es viable proponer la idea de justicia en la política interna-cional actual. Yo tengo dudas sobre esto y quiero señalar, con la ayuda de los planteamientos de Cristina Lafont, cómo sería posible hablar, en el marco del orden inter-nacional actual, de justicia global y de respeto y cumpli-miento de los derechos humanos.

Hemos demostrado que tanto Rawls como Nagel defienden una concepción estadocéntrica de los derechos humanos, de acuerdo con la cual, la función más importante de los derechos humanos es regular el comportamiento de los Estados hacia sus propios ciudadanos. Según ésta, la responsabilidad primaria del Estado es proteger, respetar y promover los derechos humanos de sus ciudadanos, y la responsabilidad secundaria de la comunidad interna-cional consiste en tomar a los Estados como responsables por el tratamiento de sus propios ciudadanos. De esto se sigue que, ante el incumplimiento de las obligaciones estatales de derechos humanos, se justifique la interven-ción por medio de la fuerza por parte de otros Estados o de la comunidad internacional.

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El problema con esta concepción no es tanto que los Estados tengan la responsabilidad primera por los dere-chos humanos, sino, más bien, que actores no estatales, incluidas corporaciones multinacionales e instituciones de gobernanza global, no tengan ninguna responsa-bilidad en la protección de los derechos humanos y, por consiguiente, que la comunidad internacional no tenga ninguna posibilidad de actuar contra tales actores cuando impacten con sus propias acciones o decisiones la protección de los derechos humanos (Lafont 2012, 11 ss.).

La tesis central de Lafont afirma que el discurso domi-nante en el siglo XX sobre los derechos humanos establece que los Estados tienen la responsabilidad de proteger los derechos humanos de sus propios ciudadanos, pero no tienen responsabilidades frente a ciudadanos de otros Estados o frente a sus propios ciudadanos como participantes en las instituciones de gobernanza global. Esta brecha en la atribución de responsabilidades se ha manifestado de forma radical con la globalización, que, como proceso mundial de transformación de las estructuras económicas y polí-ticas, ha producido un peculiar mal emparejamiento entre el concepto de los derechos humanos y la asigna-ción de las obligaciones de derechos humanos que se habían considerado aseguradas a lo largo del siglo XX.

Por un lado, los derechos humanos son calificados como universales. La universalidad inherente a los derechos humanos expresa un ideal cosmopolita de igual respeto para todos los seres humanos. Por otro lado, de acuerdo con la interpretación estándar de las obligaciones de derechos humanos, los Estados tienen la primera res-ponsabilidad en la protección de los derechos humanos de sus propios ciudadanos. (Lafont 2012, 11)

Estudios empíricos de sociólogos y economistas mues-tran que los países más poderosos han impuesto —mediante su participación en las instituciones de gobernanza global como el FMI, la OMC, el Banco Mundial o la ONU— regulaciones económicas globales que han tenido efectos devastadores, desde el punto de vista de la realización de los derechos humanos, para muchos habitantes de los países más pobres sujetos a estas normas (Stiglitz 2002; Pogge 2002, caps. 4 y 5; Beck 2000; Bauman 2001). Estados Unidos y sus más poderosos aliados europeos abrieron con la Ronda de Uruguay áreas completamente nuevas de liberalización en la industria y los servicios, pero lo hicieron de forma desequilibrada. Empujaron a otros países a abrir sus mercados en áreas en las que eran fuertes, como los servicios financieros, pero resistieron con éxito los esfuerzos para que actuaran

de manera recíproca. La agricultura fue otro ejemplo del doble rasero inherente a la agenda de liberalización que promovieron los estadounidenses y europeos. Aunque insistieron en que otros países redujeran sus barreras ante sus productos y eliminaran las subvenciones a los productos que les competían, Estados Unidos, Reino Unido, Alemania, Francia y Japón mantuvieron las barreras a los productos de los países emergentes, y además continuaron sus subvenciones masivas. Estados Unidos insistió —como uno de los miembros más pode-rosos de la OMC, y a instancias de las empresas farma-céuticas estadounidenses— en que las protecciones de la propiedad intelectual fueran lo más fuertes posibles. Esto hizo que se definieran los derechos de propiedad intelectual en el sistema de patentes en función de los intereses de las empresas farmacéuticas, determinando que se diera un alza de los precios de los medicamentos en los países emergentes, que privó a los pobres y a los enfermos de los países pobres de las medicinas que tanto necesitaban (Stiglitz 2003).

Los representantes de los Estados que participan en insti-tuciones de gobernanza global, como el FMI, la OMC, el Banco Mundial o la ONU, han actuado en el marco de los parámetros legales establecidos en ellas. Estos pará-metros legales han sido determinados en el sistema de reglas y normas internacionales aprobado y legitimado por los Estados mismos. De acuerdo con la concepción estadocéntrica, ni los gobiernos de los países más ricos, ni la OMC, ni el FMI, ni el Banco Mundial tienen una obligación legal de proteger los derechos humanos de los ciudadanos de los países más pobres. Ésta la tienen los gobernantes de estos países. Esta asignación de obli-gaciones se fundamenta en tres tesis: en la primera se afirma que la función básica de los derechos humanos es trazar los límites de la autonomía interna de un régimen, de tal manera que si los gobernantes de un Estado fracasan en la protección de los derechos humanos de sus ciudadanos, se activa el mecanismo para justificar la intervención por medio de la fuerza por parte de otros Estados. La segunda dice que todos los problemas rele-vantes relacionados con la pobreza tienen sus raíces en las políticas de los Estados-nación. Por esto se afirma que la responsabilidad en las relaciones internacionales debe corresponder a la competencia del Estado. Con la tercera se busca la legitimación de las obligaciones que garan-tizan la prioridad a los deberes de los connacionales sobre aquellos no miembros de la comunidad.

Ahora bien, en los casos descritos arriba —liberalización de los servicios financieros, liberalización en la industria y los servicios, la protección de la propiedad intelectual

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para la industria farmacéutica—, a los representantes políticos de los países pobres en las instituciones de gober-nanza global no se les puede atribuir responsabilidad por el impacto negativo que estas políticas producen en la protección de los derechos humanos de sus ciudadanos. Estos gobernantes o sus representantes no tenían ninguna posibilidad de resistirse a las exigencias impuestas por la OMC, en cuanto miembros de esta organización, o a las demandas de ajuste estructural impuestas a los países emergentes por el FMI y el Banco Mundial. Ellos, como representantes políticos de los países pobres en los orga-nismos de decisión de las mencionadas instituciones, no han tenido ni tienen ninguna posibilidad de que sus propuestas sean atendidas y que sus demandas sean contestadas. Según esto, se puede afirmar, entonces, que en la dominante concepción estadocéntrica

[…] la distribución de las obligaciones de respeto a los derechos humanos impide la efectiva protección de estos derechos, pues aquellos actores que tienen la obligación de proteger los derechos humanos de sus ciudadanos –los gobernantes de los Estados más pobres– no tienen la efectiva capacidad para hacerlo, y los actores que tienen la efectiva capacidad –el FMI, el Banco Mundial, la OMC– no tienen ninguna obliga-ción. (Lafont 2012, 49)

En la descripción de la concepción estadocéntrica que he presentado se afirma, por un lado, que la justicia polí-tica está basada en las obligaciones que tienen los ciuda-danos pertenecientes a un Estado, las cuales suponen relaciones legales compartidas, y por otro lado, que más allá del Estado no hay justicia, sino solamente el estado de naturaleza de la política internacional. Según Nagel, en el contexto internacional no hay justicia porque ésta requiere la coacción y la soberanía estatales. Nagel comete un error en esto.

La pregunta que surge aquí es: ¿por qué en el actual sistema internacional de Estados los actores no estatales, corpo-raciones multinacionales e instituciones de gobernanza global no tienen ninguna obligación en el modelo de Nagel? Su tesis es que las organizaciones internacionales y los regímenes de derechos humanos son asociaciones voluntarias cuyas estructuras básicas no están caracteri-zadas por la fuerza que imponga una estructura de poder análoga al aparato coactivo del Estado. “La justicia aplica sólo en una forma de organización que reclama legitimidad política y el derecho a imponer decisiones por la fuerza, y no en una asociación voluntaria o contrato entre partes inde-pendientes preocupadas por conseguir su interés común” (Nagel 2005, 128). Por cuanto los tratados entre Estados y los

regímenes de derechos humanos no son relaciones ejecu-tables por el aparato coactivo del Estado, ellos no pueden establecer obligaciones jurídicas entre las partes. La idea de Nagel es que hay una diferencia entre asociación volun-taria, sin importar que esté motivada fuertemente, y la autoridad coercitiva impuesta colectivamente. La justicia aplica sólo en el último caso, que es específico del Estado.

¿Pero las organizaciones internacionales y los regímenes internacionales de derechos humanos son realmente asociaciones voluntarias? Hay supuestos normativos inscritos en muchas relaciones de la política interna-cional. Tratados, contratos y otras formas de cooperación se pueden concebir en un lenguaje vinculado a las reglas e instituciones internacionales y pueden ser realizados en las relaciones internacionales a partir de un punto de vista supranacional. El sistema de reglas internacionales que impone limitaciones a las instituciones de gober-nanza global y a las corporaciones multinacionales ya existe (Kreide 2007 y 2011). El FMI ha aceptado como una parte de su mandato legal que debe promover activamente y hacer cumplir los derechos humanos, y la Organización Internacional del Trabajo ha establecido un núcleo de dere-chos humanos en el campo del trabajo. Organizaciones internacionales situadas más allá del Estado-nación con un cierto poder coactivo han creado ya nuevas formas de responsabilidad supranacional, sin que el Estado sea el mayor actor. Las corporaciones multinacionales son parte de ese sistema; ellas son capaces de cumplir normas, y así, no es claro por qué no deben ser consideradas como sujetos legales responsables internacionalmente. De esto se puede concluir que no es el Estado exclusivamente el que controla la conformidad con las normas de los derechos humanos, y que la política internacional no puede describirse como una arena amoral, como lo asume Nagel.

Según Lafont, el paso para enfrentar la brecha en la responsabilidad que se da en el actual orden interna-cional consiste en extender el círculo de actores cuya conducta es regulada por las normas internacionales de los derechos humanos hacia los actores no estatales que tengan la capacidad de obstaculizar la protección de los derechos humanos. Esta extensión requiere insti-tuciones de gobernanza global que reconozcan legal-mente su obligación de respetar los derechos humanos, a través de la creación de mecanismos institucionales que aseguren que las políticas y regulaciones que ellas hacen valer no obstaculicen la protección de los derechos humanos (Lafont 2012, 62 ss.).

El planteamiento que formula Lafont de una reforma de las instituciones de gobernanza global y de vincu-

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lación de los actores no estatales al derecho no es ni cosmopolita ni estadocéntrico y es compatible con el actual sistema internacional de Estados. En la medida en que las instituciones de gobernanza global son afectadas, la diferencia relevante entre promover y respetar los derechos humanos no es simplemente una diferencia entre acción y omisión.

Es la diferencia entre aceptar el cumplimiento y la rea-lización de los derechos humanos en el ámbito mundial como su propio fin (convertirse en una organización de derechos humanos); o aceptar la obligación de asegu-rarse de que las regulaciones que ellas implementan en la búsqueda de sus propios fines (liberalización del comercio, estabilidad financiera, crecimiento econó-mico, etc.) no impidan la protección de los derechos humanos en el mundo. (Lafont 2012, 56)

Esto se traduce en que en las instituciones de gobernanza global se trata de que sus representantes defiendan los intereses de sus ciudadanos, pero no al costo de violar los derechos humanos básicos de los otros ciudadanos.

Así, la propuesta de Lafont está en un punto intermedio entre aquellos autores que plantean la necesidad de un Estado mundial cuyos representantes pudieran tener la responsabilidad colectiva de proteger de forma igual los intereses y los derechos de todos los ciudadanos en el mundo, y el sistema internacional de Estados en el que los representantes de los Estados tienen la primera responsabilidad de proteger los intereses y derechos de sus propios ciudadanos. En la medida en que su plantea-miento no es ni cosmopolita ni estatista, Lafont afirma, por un lado, que la pretensión de respeto de los derechos humanos de todas las personas no conduce a la idea de un Estado mundial, y plantea, por otro lado, como posible alternativa que los ciudadanos que representan los inte-reses de sus respectivos países en instituciones de gober-nanza global puedan defender esos intereses, y a la vez respeten los derechos humanos de todos los hombres. En este sentido, escribe: “[…] afianzar las obligaciones de derechos humanos en las instituciones de gobernanza global actuales como el FMI, la OMC y el Banco Mundial, de ninguna manera socava las obligaciones especiales que ellas tienen con sus propios ciudadanos” (Lafont 2012, 47).

En esta propuesta, se trata de una transformación radical de las instituciones de gobernanza global y del sistema internacional de Estados. Mediante esta transformación sería posible superar la limitación del discurso de los derechos humanos, determinada por la imposibilidad de atribuir responsabilidades a actores no estatales y a repre-

sentantes en instituciones de gobernanza global frente a la protección de los derechos humanos. La brecha que se produce en la concepción estadocéntrica de los derechos humanos en la atribución de las responsabilidades es superada en este planteamiento.

Conclusión En la descripción de la concepción estadocéntrica que he presentado se afirma, por un lado, que la justicia polí-tica está basada en las obligaciones que tienen los ciuda-danos pertenecientes a un Estado, las cuales suponen relaciones legales compartidas, y por otro lado, que más allá del Estado no hay justicia, sino solamente el estado de naturaleza de la política internacional. Según Nagel, en el contexto internacional no hay justicia porque ésta requiere la coacción y la soberanía estatales. Su tesis sobre la pobreza extrema es que no es causada por las institu-ciones económicas y políticas globales, ni por los Estados más ricos, sino que tiene sus raíces en las políticas de los Estados-nación. Por esto, la respuesta a la pobreza extrema no puede ser una demanda de reestructuración del orden internacional en términos de una dimensión global de la idea de justicia, sino que más bien debe ser una respuesta humanitaria, que se realiza por medio de la implementación de políticas de asistencia social.

Mediante la transformación de las instituciones de gober-nanza global y del sistema internacional de Estados sería posible proponer una interpretación de los derechos humanos básicos y establecer a través de ella que la respon-sabilidad de la comunidad internacional consiste en tomar a los Estados como responsables por el tratamiento de sus propios ciudadanos. De esto se sigue que, ante el incumpli-miento de las obligaciones estatales de derechos humanos, se justifique la intervención por medio de la fuerza por parte de otros Estados o de la comunidad internacional. Además, el cosmopolitismo débil propone la idea de la justicia global, a partir de la tesis de que el orden económico internacional actual está en contradicción con los requeri-mientos de justicia, porque sostiene un orden institucional global, económico y político que ha generado y mante-nido las condiciones de extrema pobreza y desigualdad que existen hoy en el mundo. Si se acepta contra Nagel que la pobreza es una injusticia, que tenemos una razón para ayudar, debido a que los pobres no son responsables de su situación, y que los gobernantes niegan sus deberes de justicia apelando a argumentos estadocéntricos, no es claro, bajo estas asunciones, por qué no tenemos un deber de justicia. Así, se puede concluir que la política interna-cional puede describirse como un contexto del derecho

La posibilidad de la justicia globalFrancisco Cortés Rodas

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Dossier

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y la justicia. Tomados en conjunto, estos desarrollos de la concepción estatista hacia un cosmopolitismo débil indican la transición de un sistema legal internacional cuyo fin constitutivo, legitimador, era la paz hobbesiana entre los Estados, hacia uno que toma la protección de los derechos humanos como uno de sus fines centrales.

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* Este artículo es producto de la investigación posdoctoral de la Dra. valentina Campos Cabral, titulada: “territorio, acción colectiva y conflictos por el agua: el caso de los pueblos afectados por el sistema Cutzamala”, realizada en la Universidad Nacional Autónoma de México, bajo la asesoría de la Dra. Patricia Ávila-García y en el marco del proyecto Seguridad hídrica y conflictos socioambientales: los retos frente al cambio global, PAPPIt 2012-IN301712.

v Doctora en Estrategias para el Desarrollo Agrícola Regional por el Colegio de Postgraduados (Colpos), México. Profesora de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (BUAP), México. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores de México (Nivel candidata). Coautora de El papel del Estado en la gestión urbano-ambiental: el caso de la desregulación en la ciudad de Morelia, Michoacán. Revista Legislativa de Estudios Sociales y de Opinión Pública 9 (2012): 145-180, y de Recomposición productiva del campesinado y organización social para el riego. El caso de la Magdalena Axocopan. En Recomposición del campesinado en América Latina, eds. Ramírez, J. Javier y tulet, J. Christian. México: Plaza y valdés, Colegio de Postgraduados y La-boratorio GEoDE, 2011, 129-147. Correo electrónico: [email protected]

D Doctora en Antropología Social por el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, México. Investigadora del Centro de Investiga-ciones en Ecosistemas de la Universidad Nacional Autónoma de México e Investigadora del Sistema Nacional de Investigadores de México (nivel 2). Autora de Access to water and Conflict: An Indigenous Perspective from Latin America. En The Global Water Crisis: Addressing an Urgent Security Issue, ed. Bigas harriet. hamilton: United Nations University – Institute for water, Environment and health, 2012, 143-149; y coautora de the Environmentalism of the Rich and the Privati-zation of Nature: high-end tourism on the Mexican Coast. Latinoamerican Perspectives 39 n° 6 (2012): 51-67. Correo electrónico: [email protected]

Entre ciudades y presas. Oposición campesina al trasvase de agua y la defensa del río Temascaltepec, México*

RESUMENEl objetivo del artículo es analizar el movimiento social que surgió, a finales de 1990 en el estado de México en contra de la construcción de la presa “El Tule”, parte de la ampliación del “Sistema Cutzamala” en su cuarta etapa. En este caso, la orga-nización y movilización de los afectados, después de dos años de lucha, fueron determinantes para que el Gobierno federal suspendiera el proyecto. En el texto se analizan las diferentes etapas del conflicto, las demandas y los repertorios de los ac-tores, la respuesta del Gobierno y el resultado de la movilización. El análisis procesual del conflicto contribuyó a explicar las contradicciones campo-ciudad y contextualizar el resurgimiento del interés del Estado por concretar el trasvase a Ciudad de México, a tres lustros de haber emergido el movimiento social.

PALABRAS CLAvEAcción colectiva, conflicto social, relación campo-ciudad, trasvase de agua, Sistema Cutzamala, Ciudad de México.

Fecha de recepción: 7 de octubre de 2011Fecha de aceptación: 1º de junio de 2012Fecha de modificación: 7 de diciembre de 2012

Between Cities and Dams. Farmer Opposition to Interbasin Water Transfer and the Defense of the Temascaltepec River in Mexico

ABStRACtThe objective of this article is to analyze the social movement that appeared in the late 1990s in the State of Mexico against the construction of the “El Tule” dam, part of the fourth stage of the expansion of the “Cutzamala System”. The organization and mobilization of the affected population was, after two years of fighting, one of the key factors which led the Federal Gov-ernment of Mexico to suspend the project. The text analyzes the various stages of the conflict, the demands and repertoires of the actors, the Government’s response, and the result of the mobilization. The procedural analysis of the conflict contributes to understanding rural-urban contradictions and contextualizing the new interest of the State to finalize the interbasin transfer in Mexico City fifteen years after the rise of the social movement.

KEy woRDSCollective action, social conflict, rural-urban relationship, interbasin transfer, Cutzamala System, Mexico City.

DOI: http://dx.doi.org/10.7440/res46.2013.12

Valentina Campos Cabralv - Patricia Ávila-GarcíaD

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Entre ciudades y presas. Oposición campesina al trasvase de agua Valentina Campos Cabral, Patricia Ávila-García

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Otras Voces

Introducción

El objetivo de este trabajo es analizar la acción colectiva contenciosa de campesinos del estado de México contra la construcción de la presa El Tule1 y por la defensa del río Temascaltepec, ubicado en la cuenca del río

Balsas en México, entre 1996 y 1999, con la intención de reflexionar sobre las condiciones para el surgimiento, la construcción y el éxito de un movimiento social por la defensa de un recurso de uso común.

Se sostiene que el tipo de acción colectiva analizada es un movimiento social porque, como reconocen Melucci (1999), Tarrow (2004) y Tilly (2010), presenta la interacción sostenida entre oponentes (normalmente personas con poder o recursos escasos, en disputa con autoridades o élites), a partir de la percepción y el uso de condiciones favorables (generados por la fluctua-ción entre los incentivos creados por las oportunidades políticas y la disminución de restricciones o limitantes para la acción), a través de repertorios de enfrenta-miento conocidos o innovadores, en cuanto existan objetivos, solidaridad, redes sociales y marcos para la acción compartidos entre los movilizados.

1 Esta obra hidráulica estaba considerada en la última etapa de construcción del Sistema Cutzamala, prioritario para el abasto de agua a la Zona Metropolitana de Ciudad de México (ZMCM), tercera ciudad más grande del mundo, después de Tokio y Seúl, y primera más grande en el continente americano, con más de 20 millones de habitantes.

Ante el uso indiscriminado del concepto movimiento social para referir desde actos de protesta a los que se les atribuye unidad de objetivos, intereses y elecciones, u organizaciones que se estructuran para acciones especí-ficas, hasta formas de opinión masiva, se han propuesto distintas variables analíticas que permitan distinguirlos de cualquier otro tipo de acción colectiva.2 Para Melucci (1999), es fundamental precisar el conflicto social que detona la acción (la disputa, la oposición entre actores por el control de un recurso valorado por ambos), la exis-tencia de solidaridad entre los movilizados (auto y hete-rorreconocimiento, como parte de una unidad social) y la transgresión de los límites de compatibilidad del sistema de relaciones sociales en el que ocurre la acción. Por su parte, Tarrow (2004), sugiere abordar las acciones directas públicas disruptivas y sostenidas contra el actor que ejerce el poder (desde desafíos colectivos que generan incertidumbre en el resto de actores y, por lo tanto, atraen la atención hasta actos de resistencia, el ejercicio del consenso y la negociación, entre otros), la presencia de objetivos comunes y la existencia de solida-ridad e identidad colectiva entre los movilizados. Tilly (2010) apunta al análisis de los diferentes tipos de acción o repertorios de movilización, la organización de los actores sociales y comunicación a sus oponentes de sus reivindicaciones, así como la manifestación pública por parte de los participantes de valores, unidad, número y compromiso (demostración de WUNC).

2 Tales como eventos de pánico, resistencias, modas, actividades de protesta, exhibiciones públicas colectivas, celebraciones multitudi-narias, entre otras.

Entre cidades e represas. Oposição camponesa à transposição da água e a defesa do rio Temascaltepec, México

RESUMoO objetivo do artigo é analisar o movimento social que surgiu, no final de 1990 no estado do México contra a construção da represa “El Tule”, parte da ampliação do “Sistema Cutzamam” na sua quarta etapa. Neste caso, a organização e mobilização dos afetados, depois de dois anos de luta, foram determinantes para que o Governo federal suspendesse o projeto. No texto analisam-se as diferentes etapas do conflito, as demandas e os repertórios dos atores, a resposta do Governo e o resultado da mobilização. A análise processual do conflito contribui para explicar as contradições campo-cidade e contextualizar o res-surgimento do interesse do Estado por concretizar a transposição para a Cidade do México, depois de duas décadas de ter surgido o movimento social.

PALAvRAS ChAvEAção coletiva, conflito social, relação campo-cidade, transposição de água, Sistema Cutzmala, Cidade do México.

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Estos elementos se examinan en el trabajo, a partir de la definición como eje de discusión del conflicto social generado por el proyecto Temascaltepec, al ser éste el elemento detonante de disputas y confronta-ciones entre un conjunto de actores, dentro de los cuales los campesinos emprendieron acciones directas de oposición y resistencia, a partir de la existencia y reconstrucción de relaciones de solidaridad desde la definición compartida de objetivos y reivindicaciones diversos, que a lo largo de la acción se enfocaron al cuestionamiento de las decisiones sobre la distribu-ción del recurso hídrico.

Con el propósito de identificar los elementos que favo-recieron el origen y desarrollo de acciones colectivas por parte de los opositores al trasvase de las aguas del río Temascaltepec hacia la cuenca del valle de México, se recuperan tres conceptos que Tarrow (2004) ha retomado en un enfoque sintético para el análisis de los movi-mientos sociales. El primero de ellos es el de oportuni-dades políticas para la acción, definido como aquellos recursos que no pertenecen al movimiento, factores del entorno político que proporcionan incentivos a la gente para la movilización, dado que reducen las limitantes y los costes de la misma —por ejemplo, la presencia de élites o adversarios divididos, la capacidad de formar alianzas y disponer de aliados poderosos, alineamientos políticos inestables y una capacidad disminuida del Estado para reprimir—. El segundo es el de estruc-turas de movilización, entendido como los grupos de contacto, las redes e instituciones que poseen o a las que pertenecen los individuos que deciden actúan en colec-tivo, los cuales proporcionan el espacio, las estructuras de conexión y las relaciones sociales potencialmente propicias para la acción. Finalmente, el tercero es el de repertorios de la acción colectiva o las diversas formas (heredadas, aprendidas, nuevas) por las que los actores invitan al resto a incorporarse a la movilización, reivin-dicar sus demandas, compartir objetivos, así como desafiar a sus oponentes.

La investigación es de corte cualitativo, elaborada a partir de la definición de un estudio de caso exploratorio y analítico que permite como instrumento de investi-gación comprender en profundidad un movimiento social (origen, causas, actores, desarrollo, resultados) a partir de un planteamiento teórico (Coller 2000). La información se obtuvo de fuentes primarias y secunda-rias. Inicialmente se realizó un trabajo documental a través de la consulta y sistematización de notas perio-dísticas, tesis de investigación sobre la región, biblio-grafía temática, fuentes estadísticas y mapas. Esto

permitió la reconstrucción de los hechos a partir de las variables de interés (causas del conflicto, actores en conflicto, intereses, repertorios, demandas, organi-zación e interacción con representantes del Gobierno), que constituyó una visión preliminar del conflicto y movimiento social. A partir de ellos se realizaron reco-rridos en la zona, observaciones y quince entrevistas abiertas y estructuradas en profundidad,3 efectuadas a informantes clave del Comité por la Defensa del Xinantécatl y el río Temascaltepec, durante los meses de noviembre y diciembre de 2010 y enero de 2011. Esto permitió cotejar y triangular la información recabada desde fuentes secundarias, así como obtener datos adicionales. La información obtenida de las entre-vistas se ordenó, clasificó y sistematizó de acuerdo con las variables de interés (Taylor y Bogdan 1987).

El documento está estructurado de la siguiente manera: inicialmente se considera el escenario territorial en el que la Comisión Nacional del Agua (CNA) ha defi-nido como una prioridad la dotación de agua para la Zona Metropolitana de Ciudad de México (ZMCM). Se continúa con la descripción de los proyectos hidráu-licos que durante las últimas décadas han impulsado el dominio y el control del agua por sectores hegemónicos para la ZMCM, en detrimento de los municipios y pobla-ciones rurales “donadores de agua”. A continuación se concentra la atención en el análisis del conflicto social como un proceso que derivó en un movimiento social, con etapas en las que los actores, a través de la acción, construyeron campos políticos donde se expresaron los intereses en disputa, la relocalización de las relaciones de poder y alianzas.

Con ello pretendemos precisar cómo se gestó este movimiento social, cómo se constituyeron los actores sociales opositores al proyecto Temascaltepec, cómo percibieron y utilizaron incentivos y recursos políticos para posicionarse en una condición de desigualdad de poder frente al Estado, que les permitieron ser visi-bles, empoderarse y desarrollar capacidades que les hicieron posible cuestionar el statu quo y generar propuestas alternativas para mejorar sus condiciones de vida (Greene 1997).

3 Los informantes fueron elegidos por medio de muestreo motivado (dirigido a partir de su pertinencia —por la posesión de conocimien-to abundante y profundo del caso— para el logro del objetivo de la investigación). El número de entrevistas se definió a partir de la fac-tibilidad de acceso a la zona de estudio e informantes, así como de la saturación de la información.

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Otras Voces

Las relaciones territoriales y de poder en torno al acceso y distribución del agua en la ZMCMLa capital de la República Mexicana, Ciudad de México, es un lugar de atracción de la población de los demás de estados, debido a que concentra actividades económicas asociadas con el sector secundario y terciario; y es un centro político-administrativo y financiero donde se ubican los principales poderes económicos y políticos y se toman decisiones de relevancia nacional.

Su condición metropolitana ha generado que varios municipios pertenecientes al Distrito Federal (DF) y al estado de México (edoMex) se articulen econó-mica y demográficamente a la mancha urbana, cono-cida como ZMCM. Alrededor de la cuarta parte de la población del país habita en ese territorio, es decir, 20 millones de habitantes; no es fortuito que allí se tengan los índices de desarrollo humano más altos (PNUD 2007; Inegi 2010; DWUA 2010). La ZMCM cons-tituye a su vez una megaciudad, al estar vinculada funcionalmente con otras ciudades vecinas como Toluca, Puebla, Pachuca, Querétaro, Puebla y Tlax-cala, que pertenecen a otras entidades federativas. Su condición de centralidad regional y nacional, además de sus vínculos con otras ciudades del continente americano (Norteamérica y Sudamérica), conlleva que sea una ciudad global, con importantes flujos finan-cieros y de información.

La dinámica de crecimiento económico y demográ-fico experimentada desde la segunda mitad del siglo XX ha presionado crecientemente el acceso a recursos naturales (suelo y agua) y servicios urbanos, tales como agua potable, drenaje y energía. Por ejemplo, en Ciudad de México la demanda actual de agua es de 33 m3/s, mientras que la de la ZMCM es de 64 m3/s (CNA 2010). La CNA reporta que la demanda de agua de la ZMCM es la más alta del país, pero la disponibi-lidad del recurso es baja, por ser una cuenca cerrada. Esto define un grado de presión alto (120%), es decir, demanda más agua de la que dispone en su propia cuenca. Además, se estima que para 2025 habrá una escasez extrema de agua (CNA 2005).

Las necesidades crecientes de los diferentes usos y usuarios del agua, las pérdidas de ésta por las redes de distribución, la sobreexplotación de los acuíferos, el desalojo de importantes volúmenes de aguas servidas y contaminadas hacia cuencas vecinas, son algunos de los principales retos que enfrenta la ZMCM. Esto

se relaciona con la existencia de un modelo de gestión del agua que se enfoca en ampliar la oferta, a costa de importarla y trasvasarla desde otras cuencas, que ha prevalecido desde la década de 1940 con la incorpo-ración del sistema de humedales del Lerma (Iracheta 2003). Esto no deja de ser paradójico, debido a que la cuenca donde se ubica la ZMCM en sus orígenes fue parte de un sistema lacustre,4 que cubría 1500 km2; y a la llegada de los españoles estaba densamente poblada, pero fue desecada durante la Colonia para posibilitar el desarrollo de la capital de la Nueva España (Ezcurra 2008).

Para finales de la década de 1970, la presencia de hundimientos —ya no sólo en Ciudad de México, sino en Toluca (capital del estado de México), por el abatimiento de los acuíferos— llevó a las autoridades a contemplar la necesidad de acceder al agua de las cuencas de Cutzamala, con 19.000 litros por segundo (l/s); Tecolutla (14.700 l/s), Amacuzac (14.200 l/s), Temascaltepec (5000 l/s), Tula-Taxhimay (2800 l/s) y Libres Oriental (7000 l/s). Al final se optó por la cuenca del Cutzamala, por su relativa cercanía, así como por la calidad y cantidad de agua que proporcionaría (Corona 2010; Fernández 2010).

El Sistema Cutzamala es una compleja obra de capta-ción, potabilización y trasvase de agua. Ha funcionado durante más de tres décadas para abastecer —cada vez con más problemas— el servicio de agua a cinco millones de habitantes, localizados en once delega-ciones del Distrito Federal y once municipios del estado de México. Desde su origen se programó que su vida útil sería de cincuenta años, para abastecer de agua al valle de México, es decir, hasta 2033.

Gracias a la operación de esta infraestructura la ZMCM dispone de más de 15 m3/s de agua (CNA 2010, 114), y representa cerca de la cuarta parte de su abasto

4 Este sistema estaba formado por cinco lagos: Tzompango, Xaltocan, Texcoco, Xochimilco y Chalco. Éstos fueron disminuidos delibera-damente durante cinco siglos mediante su desecación a través de la construcción del Tajo de Nochistongo, el desagüe/canal de Huehue-toca, el Desagüe general del valle de México y el Drenaje profundo (Rodríguez 2004). Tal infraestructura permitió conducir el agua ex-cedente de la cuenca hacia el golfo de México vía la cuenca de Tula, que ahora tiene una tasa de recarga artificial quince veces superior a la natural, equivalente a 50 m3/s (CNA 2009). Estos elementos, junto con la deforestación, el crecimiento de la mancha urbana y la impermeabilización de la superficie, han impactado la capacidad de recarga de los acuíferos, factores que, aunados al hundimiento de la ciudad por la extracción continua de aquéllos, han ocasionado un desequilibrio hídrico y un deterioro ecológico en la cuenca, de mane-ra que mientras los acuíferos se abaten, también hay inundaciones.

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total. No obstante, en el Distrito Federal se desperdi-cian 12,35 m3/s por falta de mantenimiento de la red hidráulica, mientras que en la zona de influencia del Sistema Cutzamala las poblaciones de Temascaltepec, Villa Victoria, Villa de Allende, Valle de Bravo, Donato Guerra, Ixtapan del Oro y Santo Tomás de los Plátanos tienen dificultad de acceso al agua potable y de riego, cuestión que afecta la realización de sus actividades productivas y de consumo humano, restringiendo su potencial de desarrollo regional y la calidad de vida de sus habitantes.

El Sistema Cutzamala ha sido definido como el sistema más vulnerable de abastecimiento de la ZMCM, debido a la variabilidad de la disponibilidad de agua, ya sea por la degradación de las áreas forestales de capta-ción, la falta de inversión en mantenimiento y reha-bilitación de la infraestructura, sus elevados costos de operación,5 mantenimiento/modernización6 e incluso construcción,7 así como por los conflictos sociales que ha generado (Escolero, Martínez y Perevochtchikiva 2009).

Si en el terreno social la construcción y operación del Sistema Cutzamala son cuestionables, ocurre lo mismo en lo ambiental. Su edificación ha contribuido a la erosión del suelo y las tierras de cultivo, la desaparición de especies vegetales y animales, así como al agota-miento de los recursos hídricos —abatimiento de niveles freáticos de ríos y pozos, degradación de manantiales y desecación de lagos, entre otros—, que, además de implicar un deterioro ecológico severo, ha significado la afectación de las actividades agrícolas y productivas (Carabias y Herrera 1986).

5 El costo anual de operación de este sistema es de 2250 millones de pe-sos anuales (Madrigal 2011).

6 En 2009, la Secretaría de Hacienda y Crédito Público (SHCP) autori-zó 900 millones de pesos para obras del Proyecto de Rehabilitación y Ampliación del Sistema Cutzamala, aunque requiere una inversión de entre 3 y 5 mil millones de pesos (Norandi y Romero 2009).

7 La construcción de nueva infraestructura para transportar agua a la ZMCM debe en principio sortear la dificultad de la orografía y elevación de la ciudad, 2200 metros sobre el nivel del mar (msnm), pues ello implica bombearla, como en el caso del Sistema Cutza-mala, a alturas superiores a 1000 m. Hernández y Morillón (2006) calcularon el costo total para trasladar agua limpia desde las si-guientes cuencas (pesos mexicanos por m3): Cutzamala, $6,14; Temascaltepec, $5,88; Amacuzac, $8,57, y Tecolutla, $8,49. Este cálculo incluye el costo por consumo de energía e inversión. Es-colero, Martínez y Perevochtchikiva (2009, 98) determinan que incrementar el abastecimiento desde fuentes superficiales de la CVM tendría un costo en pesos para el proyecto Temascaltepec de 1500 millones; el costo de reimportar agua desde la cuenca de Tula sería de 5500 millones; el costo de trasvasar desde Tecolutla sería de 14.000 millones, y desde Amacuzac, 10.000 millones.

El proyecto de ampliación de la IV etapa del Sistema Cutzamala

Hacia finales de la década de los noventa se decía que el agua proporcionada por el Sistema Cutzamala ya no era suficiente para cubrir la demanda creciente de la ZMCM, que se agravaba por la pérdida de agua por fugas (mal estado de la red de distribución), problemas de sobreex-plotación del acuífero y pocas acciones estatales y muni-cipales para aprovechar fuentes alternas del líquido.

Esto llevó a las autoridades federales a considerar la ejecución del Proyecto Temascaltepec, de manera tal que para agosto de 1995 éste fue anunciado por el gobernador del estado de México y el director de la CNA. Este proyecto se fundaba en la ampliación del Sistema Cutzamala en su cuarta etapa, al integrar al río Temascaltepec,8 ubicado en el municipio9 del mismo nombre (ver el mapa 1). Para ello se requería la construcción de una presa de almacenamiento (65 millones de m3), una estación de bombeo con capa-cidad de 15 m3/s y canales para recorrer una distancia de 142 km de longitud hasta el valle de México y la zona conurbada del estado de México.

8 La atención sobre el río Temascaltepec no era nueva; databa del Proyecto hidroeléctrico Ixtapantongo (después conocido como Sistema Hidroeléctrico Miguel Alemán), en el que se previó que a largo plazo los efectos de su construcción y funcionamiento dis-minuirían el agua que lo alimentaba, de manera que se requería otra fuente que compensara los volúmenes faltantes. Así, la CFE consideró derivar el río Temascaltepec hacia la cuenca del río de Valle de Bravo, con la finalidad de incrementar el caudal utiliza-ble del río Tilostoc y asegurar la generación de energía eléctrica (DOF 1941).

9 El municipio de Temascaltepec se localiza a 66 km de la capital del estado de México, a una altura media de 2250 msnm. Tiene una extensión territorial de 547,5 km2 (Ayuntamiento 2010). Destaca que 78% del territorio municipal es propiedad social de ejidatarios y posesionarios, quienes detentan la mitad de la tierra en produc-ción, así como la superficie boscosa y el territorio para crecimiento potencial del municipio (Inegi 2009). Cerca de 90% de su territorio está en la cuenca del Cutzamala, subcuenca del río Temascaltepec. La variada orografía, la diferencia de altitudes, los gradientes cli-máticos y las características bióticas han permitido que una parte de su territorio sea declarada como importante zona para la pro-ducción y dotación de agua a la ZMCM, donde son prioritarios el mantenimiento y la conservación ambiental (Gaceta Parlamentaria 2002; Diario Oficial de la Federación 2005; Hernández 2008). Su po-blación presenta un grado de marginación alto y medio (Sedesol 2008) y se ocupa de forma diversificada en las actividades econó-micas. Pese a la paulatina pérdida de relevancia de la agricultura como generadora de ingresos, los campesinos han emprendido la diversificación productiva, que les permite el consumo y venta de granos, hortalizas, forrajes, frutales, flores y tubérculos (Sagarpa 2009). De tal forma que este sector no ha perdido importancia como generador de empleo e ingresos en 42% de la población económica-mente activa (PEA).

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Otras Voces

La canalización y retención del agua se llevarían a cabo en dos momentos (Sandoval 2000; Pérez 2007): con la presa derivadora ubicada en el poblado La Comunidad, con una altura de 13 m y una longitud de corona de 82 m; y con la presa El Tule, con una cortina de 31 m y una corona de 126 m de longitud.

Esto inundaría 400 ha con vegetación de bosques de pino, encino y selva alta caducifolia. Una vez retenida, el agua sería transportada a la presa Valle de Bravo, después de atravesar el cerro El Campanario,10 para ser elevada entre 250 m y 450 m (Legorreta et al. 1997; BID 1997). La zona de influencia del proyecto abarcaba parte de los muni-cipios de Zacazonapan, Otzoloapan, Santo Tomás de los Plátanos, Temascaltepec y Valle de Bravo del estado de México, así como comunidades rurales de los estados

10 Debe destacarse que tanto Temascaltepec como el cerro El Campana-rio fueron decretados en el nivel estatal como Áreas Naturales Prote-gidas, con la categoría de “Cima de Montaña”, en el marco del Acuer-do para el Manejo, Conservación y Aprovechamiento de las Cimas de Montaña Lomeríos y Cerros del Estado de México, publicado en la Gaceta del Gobierno el 5 de agosto de 1993.

de Guerrero y Michoacán. Sin embargo, el sitio directa-mente afectado por la construcción de la presa era San Pedro Tenayac (Sandoval 2000).

Para garantizar el abasto de agua de los habitantes del Distrito Federal y de municipios conurbados del estado de México,11 el proyecto tenía una vida útil de dos décadas. La justificación para su realización se insertaba en los objetivos y compromisos plasmados en el Programa Nacional de Desarrollo del Gobierno federal para dotar de agua a las ciudades más importantes del país. En parti-cular, el Programa Nacional Hidráulico 1995-200012 espe-cificaba que era necesario “Incrementar el abasto de agua

11 Incluyen los municipios de Atizapán de Zaragoza, Coacalco, Cuau-titlán, Cuautitlán Izcalli, Chalco, Chicoloapan, Chimalhuacán, Ecatepec, Huixquilucan, Ixtapaluca, La Paz, Naucalpan, Nezahual-cóyotl, Nicolás Romero, Tecámac, Tlalnepantla, Tultitlán y Valle de Chalco Solidaridad (Sandoval 2000).

12 Además de contemplar este proyecto de abastecimiento de agua potable para la ZMCM a partir de la ampliación del Sistema Cutzamala (IV etapa) para obtener 5 m3/s, incluyó el reordenar el sistema de drenaje del valle de México, concluir las obras de distribución de agua potable y construir plan-tas de tratamiento de aguas residuales (Presidencia de la República 1996).

Mapa 1. Sistema Cutzamala. Proyecto Temascaltepec (IV etapa)

Fuente: elaborado a partir de Inegi (2005) y de Escolero et al. (2009, 100).

Presa tuxpan

tuxpan

Presa EL Bosque

Presa villa victoria

tanque La Caldera

tanque teuhtli

tanque Cerro Gordotanque Emiliano

Zapatatanque Coacaico

tanque Barrientostanque No.3

Planta tratamiento

tanque Sta IsabelDonato Guerra

Presa Colorines

Presa El tule

temascaltepec

tanque Pericos

tolucaPresa Ixtapan del oro

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del Sistema Cutzamala para el Valle de México, de 0,6 km3/año (19 m3/s) a 0,76 km3/año (24 m3/s)” (Presidencia de la República 1996).

El proyecto poco consideraba los daños ambientales, socioculturales y económicos ocasionados por el trasvase de agua entre cuencas, ya que privilegiaba el acceso de agua potable a la ZMCM, sobre las necesidades de las comunidades rurales de origen. Bajo este contexto de imposición centralizada de un proyecto de abasto de agua para la ciudad más poblada e importante del país, se justificó, por causa de interés público, la afectación de un territorio eminentemente rural. Con ello se agudi-zaban las contradicciones campo-ciudad, al restringir las posibilidades de desarrollo de una región, para satisfacer la sed infinita de la gran metrópoli. En este sentido, se dieron las condiciones para el surgimiento de un conflicto social, donde se constituyeron actores que reconocieron la importancia del agua en su territorio para satisfacer las necesidades presentes y futuras.

El conflicto por el agua y la conformación del movimiento social en su defensa

Los agraviosA finales de 1995, personal de la CNA y la Comisión Federal de Electricidad (CFE) comenzó a realizar obras hidráulicas en el territorio de San Pedro Tenayac y Temascaltepec,

pertenecientes al estado de México. Las obras afectaron el curso natural de los manantiales utilizados para el riego de 50 ha de cultivos (maíz, caña de azúcar, frutales) y para el consumo humano de los pueblos vecinos.13

Sin embargo, los campesinos visualizaron que ésas no iban a ser las únicas afectaciones producidas por el proyecto, y llamaron la atención sobre la pérdida de cobertura vegetal, la aceleración de procesos de erosión, el cambio en los flujos de agua y la afectación de la biodi-versidad de la zona,14 con lo que se impactaría la presencia (por migración o desaparición) de especies útiles para su

13 Testimonio Juan X, noviembre de 2010.14 Estos daños eran reconocidos también en la Manifestación de Impac-

to Ambiental (MIA), en la que se establecieron como medidas para prevenir un conflicto social la necesidad de asegurar caudales míni-mos para la “subsistencia de la vida silvestre y apoyo de la económía de los pobladores aguas abajo”, por un total de 3 m3/s, que también permitiría apoyar a las poblaciones aguas abajo, que utilizaban el agua para usos domésticos y dar de beber a su ganado (BID 1997, 14).

alimentación o comercialización.15 De igual forma, se alarmaron ante la probable destrucción de su patrimonio arqueológico, así como por los objetivos no manifiestos del proyecto, ya que había intereses inmobiliarios para la edificación de nuevas urbanizaciones, un campo de golf y un centro turístico (semejante a Valle de Bravo), posibles sólo a partir de la apropiación y la especulación de tierra en propiedad social, que implicaba el despojo y la marginación de los actores locales campesinos de los beneficios que pudieran obtenerse con la construcción de la presa.16 Para los campesinos estos planes formaban parte de un proyecto de desarrollo económico regional sustentado en el aprovechamiento de las ventajas compa-rativas existentes por los recursos naturales del terri-torio, que tenían como blanco a consumidores urbanos de altos recursos económicos, pertenecientes a las élites económicas y políticas, pero que agudizaban la exclusión y diferenciación social de los actores locales.

La inconformidad de los campesinos fue mayor cuando el presidente municipal, sin consultar ni informar a la población, firmó un convenio17 con la CNA, donde otor-gaba de forma ilegal un “permiso” para la utilización del río Temascaltepec.18 La disputa central de los actores estaría entonces centrada en el control del agua, el recurso más valioso de la región.

De esta manera, emergió un conflicto social entre los campesinos y las autoridades federales por la apropiación y orientación del uso del recuro hídrico. Los campesinos a) cuestionaron la definición de la distribución y el control del agua a partir del ejercicio del poder de los representantes gubernamentales, para quienes lo prioritario e incuestio-nable era atender los intereses y las necesidades de agua de los habitantes y usos de la ZMCM, sobre la región, b) reclamaron su capacidad y derecho a continuar con sus estilos de vida tradicionales y sus proyectos de desarrollo local, a partir del respeto a las decisiones sobre el control de su territorio. Para ellos, la ampliación del Sistema Cutzamala a sus tierras significaba vulnerar sus ámbitos de reproducción y consumo, y c) reivindicaron no sólo su

15 Testimonio Antonio X, diciembre de 2010.16 Testimonio Jacinto X, noviembre de 2010.17 Para iniciar las obras de construcción del proyecto Temascaltepec,

la CNA inició en 1996 negociaciones con el presidente municipal de Temascaltepec, que derivaron en la firma de un convenio en el que se estipuló que se permitiría el aprovechamiento del caudal, siempre y cuando se concretaran obras sociales en beneficio de los pobladores, tales como escuelas, panteones, iglesias y caminos, además de poder ser los trabajadores en la construcción del proyecto y obras para las comunidades (Perló y González 2006; Martínez 1998).

18 Testimonio Marcos X, diciembre de 2010.

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Otras Voces

derecho humano de acceso al agua o la permanencia de sus formas de vida, sino la importancia de conservar los ecosistemas y los servicios ecosistémicos que están asociados con el río Temascaltepec.

Surgimiento y desarrollo del movimiento socialLa existencia del proyecto Temascaltepec no fue la condi-ción única para la manifestación de la acción colec-tiva como un movimiento social. Éste fue producto de la actuación conjunta de actores que definieron fines comunes, su campo de posibilidades y límites, así como el sentido del hacer colectivo. Sin embargo, esta autode-finición no fue lineal ni permanente, sino el producto de la complejidad del escenario en el que el conflicto y el movimiento social se desarrollaron, así como del campo político y de poder en el que interactuaron los actores.

Desde el análisis de los componentes del conflicto —los actores en disputa, el repertorio de acciones de los mismos, sus demandas, así como la respuesta y estrategia guber-namentales—, es posible identificar en la lucha empren-dida por el Comité de Defensa del río Temascaltepec la conformación de un movimiento social a partir de una red de actores que expresaron sus intereses, los defendieron, plantearon iniciativas de cambio, y que en el transcurso de su acción logró la cancelación del Proyecto Temascaltepec.

Oportunidades para la acción. Contextos y detonantes del movimientoUn suceso asociado al surgimiento de este movimiento fue la defensa del Volcán Nevado de Toluca, organizada por el “Comité para la defensa de los derechos humanos y recursos naturales del Xinantécatl”. Ésta era una expe-riencia de lucha en la región desde la década de 1970, con un episodio de confrontación con la autoridad estatal a mediados de 1990, a partir de la iniciativa del gobernador de impulsar el “Centro Internacional de Esquí Nevado de Toluca”, proyecto de desarrollo turístico que, gracias a la movilización social, nunca se concretó.19

Asociado a lo anterior, el entorno político de la discusión del proyecto de ampliación del Sistema Cutzamala estaba marcado por elementos resguardados en la memoria colec-tiva de los pueblos afectados por la construcción y el funcio-

19 Testimonio Jorge X, noviembre de 2010.

namiento de sus primeras etapas, así como por el Sistema Lerma, en particular los costos e impactos ambientales (muerte de ríos, pérdida de flora y fauna), sociales y econó-micos regionales (por la afectación de actividades agrope-cuarias), todos inadmisibles: por fugas de la red hidráulica, se desperdiciaba hasta tres veces el volumen que se obten-dría ampliando el Sistema Cutzamala.

Un elemento más que incentivó a los campesinos de Temascaltepec, al mostrar como probable el éxito de su acción contenciosa, fue la inestabilidad en la histórica relación de colaboración entre instancias de gobierno (federal, estatal y del Distrito Federal), a partir de dos eventos: la transición política que ocurrió en este último, al ser elegido democráticamente un jefe de gobierno (Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano, 1997-1999) pertene-ciente al Partido de la Revolución Democrática (PRD), que marcó su distancia frente al proyecto atendiendo a las observaciones campesinas, así como las tensiones exis-tentes entre la autoridad del agua y el estado de México, al considerar éste injusto el ser el territorio proveedor de agua durante décadas para la ZMCM sin apenas benefi-ciarse, situación que respondía no sólo a una voluntad política o subordinación de los intereses del estado, sino a la incapacidad técnica de aprovechar un volumen mayor de agua proveniente del Sistema Cutzamala.

Los anteriores fueron incentivos para la organización y movilización de grupos que compartían sentimientos de molestia y frustración al ubicarse como amenazados, potencialmente afectados, despojados y sujetos de injus-ticia por parte de las autoridades estatales y federales al imponerles el proyecto Temascaltepec. Evidenciaron la incapacidad de las autoridades del estado para superar la presión social de los opositores, así como la falta de cohe-sión y unidad de intereses entre los diferentes niveles de gobierno que impulsaban y se beneficiaban de la amplia-ción del Sistema Cutzamala, a partir de realineamientos políticos y la ruptura de alianzas. En conjunto, esto dismi-nuyó los costos y algunas limitantes para la acción colectiva de los campesinos, que, organizados en un frente común, lograron detener la ampliación del Sistema Cutzamala.

Estructuras de movilización. Organización como red de movimientosEn el caso analizado, la estructura de movilización presente es lo que Melucci (1999) reconoce como una red de movimientos, es decir, una red de grupos u organizaciones que mantienen su autonomía, que deciden reunirse para el logro de un fin concreto y que

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se activan coyunturalmente. Este tipo de interacción les permite a unos grupos acceder a los recursos —militantes, relaciones, información, aliados— del resto y compartir los propios.

Desde finales de 1995, en la localidad de San Pedro Tenayac del municipio de Temascaltepec, en el estado de México, campesinos de este estado, así como de Michoacán y Guerrero, agraviados por la idea de perder el acceso al agua del río Temascaltepec, se organizaron para oponerse a la iniciativa de la CNA. Conocedores de la lucha que campesinos de la zona del volcán habían emprendido por medio del “Comité para la defensa de los derechos humanos y recursos naturales del Xinanté-catl”, buscaron su apoyo y solidaridad en febrero de 1996, que generó la conformación del “Comité para la Defensa de los Recursos Naturales del Xinantécatl y del Río Temascaltepec”.20 La unión con el Comité del Xinantécatl proporcionó a los defensores del río Temascaltepec capa-cidad de movilización, recursos y repertorios tácticos más allá de lo local, que reforzó su lucha.21

Este frente común de organizaciones tenía como máxima autoridad la asamblea de pueblos, y como represen-tante, al Consejo de Pueblos.22 Sus integrantes fueron ciudadanos comprometidos con las necesidades de su localidad, personas que se aseguraban de informar a la población lo que se discutía y acordaba en el Consejo. Éste estableció como principio que la lucha debía darse con argumentos23 y por medios pacíficos. Una de sus

20 Éste permitió que los campesinos del sur del estado de México se inte-graran a la defensa de los recursos naturales del volcán, mientras que los pueblos de esta región asumieron solidariamente la oposición a la ampliación del Sistema Cutzamala. La integración de ambas organi-zaciones puso a disposición del Comité por la Defensa del río Temas-caltepec parte de su aprendizaje de movilización, relaciones sociales útiles para la acción, formas efectivas de trabajo y aliados que podían mostrarse solidarios con su causa.

21 Testimonio Pedro X, diciembre de 2010.22 La voz pública del Consejo del frente de organizaciones era el abogado

Santiago Pérez Alvarado. Éste participó en las acciones emprendidas en la década de 1990 contra el proyecto turístico del Centro Interna-cional de Esquí, en el Nevado de Toluca. A principios del siglo XXI asesoró a campesinos y mujeres mazahuas afectadas por el Sistema Cutzamala. Como parte de la represión gubernamental, fue detenido en julio de 2007, y encarcelado por tres meses por causales en un caso prescrito (Cruz y Toribio 2009). Ante este hecho, el Observatorio para la Protección de los Defensores de Derechos Humanos, el programa conjunto de la Organización Mundial contra la Tortura, la Federa-ción Internacional de Derechos Humanos, la Liga Mexicana por la Defensa de los Derechos Humanos y representantes sociales, entre otros, emprendieron su defensa.

23 Para generarlos, el Consejo convocó e invitó a un grupo de asesores para obtener información especializada que permitiera a sus repre-sentantes debatir y proporcionar argumentos contra el proyecto, du-rante las negociaciones con la autoridad; así mismo, se les solicitó

reglas de funcionamiento más importante era que sólo podían tomarse decisiones si se encontraban repre-sentados los tres estados participantes en el Consejo (México, Michoacán y Guerrero). Las asambleas fueron el instrumento de acuerdo, decisión y acción, mediante el ejercicio de la democracia directa, relaciones de coope-ración, así como la participación intergeneracional y entre géneros. Estos elementos en conjunto dieron cohe-sión y transparencia al movimiento, permitiendo a sus integrantes tener conocimiento constante del estado de la lucha, dar seguimiento a sus líderes y estar involu-crados en la toma de decisiones, que en el transcurso de la defensa del agua reforzó su cohesión y dio certidumbre en el momento del diálogo y la movilización.24

El frente de organizaciones o red de movimientos precisó que su lucha era contra una mala política hidráulica nacional, pero también contra los intereses económicos que obtendrían beneficios por la construcción de este proyecto. Esta etapa se caracterizó por la habilidad del actor social de a) articular y sumar los esfuerzos del conjunto de opositores al Proyecto Temascaltepec, que, si bien pertenecían a distintas bases organizativas, fueron competentes para definir una estructura y forma de organización comunes, en función de los recursos disponibles y fines, y b) aprovechar elementos favora-bles a la movilización producto de otras organizaciones sociales solidarias y aliadas.

La estructura de movilización recuperó las formas tradi-cionales campesinas de funcionamiento y organización para la gestión de los recursos en propiedad social, como las asambleas para la deliberación y toma de decisiones. Éstas proporcionaron al Comité organización, inte-grantes con experiencia acumulada y sistemas institu-cionales no formales que suministraron mecanismos de participación y movilización alrededor de la defensa del agua, así como sentidos de pertenencia.

Por otro lado, el Comité fue la organización formal del movimiento que generó el espacio de vinculación entre los opositores y, finalmente, la interlocución con la CNA. La movilización de recursos desde la organización permitió acceder a información sobre el proyecto, diversificar e innovar repertorios de movilización, así como ampliar el campo de acción, con el objetivo único de evitar la cons-trucción de la IV etapa del Sistema Cutzamala.

contribuir a la formación de recursos humanos a través de capacita-ción a la población sobre derechos humanos y medio ambiente (Testi-monio Ana X, diciembre de 2010).

24 Testimonio Ramiro X, enero de 2011.

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Repertorios de movilización y resultados. Reformulación gubernamental del proyecto

Los campesinos organizados en el “Comité para la Defensa de los Recursos Naturales del Xinantécatl y del Río Temas-caltepec” utilizaron como forma principal de acción colectiva la movilización de sus bases a través de marchas y manifestaciones. No obstante, fueron incorporando aspectos novedosos en este repertorio convencional de acción mediante el uso de símbolos que enfatizaban su ser campesino, defensores de un recurso imprescindible para sus necesidades básicas, pero también de la posibilidad de vida de los seres que no tenían voz para defenderse y que habrían de ser afectados.25 A sus movilizaciones incorpo-raron formas que evitaran la afectación de terceros, así como discursos para sensibilizar a la población de las ciudades a las que se redirigiría el agua de su río, comuni-cándole su no oposición a compartirla, siempre y cuando ésta fuera bien utilizada y no se desperdiciara. A partir de ello, emprendieron campañas de colaboración con el gobierno de Ciudad de México para la reparación de fugas, ofreciendo su fuerza física y picos y palas.26 En este contexto, lograron reunirse con el jefe de gobierno del Distrito Federal (GDF), ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas (1997-1999), que reconoció que era más barato y racional rescatar el agua perdida por fugas que obtenerla de otras cuencas, e impulsó un programa de atención y recupe-ración de agua mediante la solución de problemas en la red de distribución, como parte de la política de abaste-cimiento de agua potable para Ciudad de México. Esto permitió ahorrar un volumen semejante al que se obten-dría de la IV etapa del Sistema Cutzamala. También reali-zaron trabajo de cabildeo con representantes populares.

Gracias a ello, conocieron detalles del proyecto, así como los efectos e impactos que ocasionaría al ambiente y a la población. La habilidad del movimiento para expresar sus demandas más allá de lo local se potencializó con la solidaridad de movimientos regionales, que les permitió movilizar recursos humanos y políticos amplios. Con ellos organizaron foros, mítines y marchas mucho antes de que se intentara iniciar la construcción del proyecto (Perló y González 2005).

Finalmente, como consecuencia de la presión social regional producto de los desafíos colectivos campesinos a las autoridades municipales, estatales y federales,

25 Testimonio Juana X, enero de 2011.26 Testimonio Javier X, febrero de 2011.

se abrió un espacio de comunicación y diálogo entre los actores del conflicto.27 En este contexto, la CNA, con la intención de generar consensos que permitieran la reali-zación del proyecto, presentó a los campesinos refor-mulaciones del mismo, que evadía la única demanda de los opositores: la cancelación de éste. La CNA ofreció disminuir el tamaño de la presa “El Tule” y tomar sólo los sobrantes del río Temascaltepec almacenados, junto con aguas pluviales captadas (Parent 2001), que ocurriría únicamente cuando existieran excedentes en la presa aguas arriba. Con esto se prometía garantizar el caudal del río. Desde la perspectiva de los campesinos, aun con esta modificación los perjuicios se presentarían, pues la esencia del proyecto era la misma: extraer el agua y despo-jarlos de ella, por lo que las posiciones del Comité se diri-gieron a la discusión sobre la gestión de los recursos: si ésta debía ser colectiva, privada o pública; los derechos de propiedad, derechos de acceso y apropiación del recurso hídrico, así como la seguridad y equidad hídricas.

El Comité cuestionó una gestión del agua centrada en las decisiones verticales y centralizadas en el Estado, que, en lugar de velar por el bien común de todos los ciudadanos, elegía y daba preferencia a los intereses y necesidades urbanos de la gran metrópoli. En resumen, puso en tela de juicio la política hídrica nacional.

Esta etapa se caracterizó por la presencia de una auto-ridad gubernamental interesada en lograr la factibilidad social para concretar el proyecto, para lo que implementó una estrategia para la creación de acuerdos y consensos con los actores locales, a través del conocimiento de la composición y las demandas de los opositores, refor-mulando el proyecto, ofreciendo infraestructura social para las comunidades, empleos temporales, ofertando derrama económica durante la construcción de la obra, así como asegurando que no se afectarían la biodiver-sidad de la zona, los usos y costumbres del agua. Sin embargo, paralelamente a este intento, gestionaba los recursos financieros necesarios para concretar el proyecto. Al mismo tiempo, los integrantes del Comité recons-truían la complejidad de las implicaciones ambientales, sociales y culturales de la ampliación del Sistema Cutza-mala, dimensionaban la temporalidad a largo plazo de su lucha, así como lo relevante que era para ésta su interlo-cución con múltiples actores, más allá de la autoridad. La

27 Al mismo tiempo, continuó las gestiones para obtener los recursos económicos que financiarían la obra, cuyo costo se programó en 267 millones de dólares, de los cuales 206 los proporcionaría el Banco In-teramericano de Desarrollo (BID), y el resto, el Gobierno del estado (BID 1997, 8).

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ampliación del campo del movimiento social mediante la creación de redes de solidaridad abonó a la definición y maduración de su identidad, trascendió su trabajo en la dimensión local para dirigirse a las poblaciones urbanas e informar y denunciar los perjuicios del proyecto, su inexistente neutralidad, así como la injusta racionalidad de la política hidráulica nacional.

Éxito del movimiento. Cancelación provisional del proyectoPara diciembre de 1997, la estrategia de movilización seguida por el movimiento consiguió que la CNA suspen-diera provisionalmente el proyecto hasta que no se lograra el consenso en las comunidades afectadas. La demanda campesina tuvo eco en instituciones y actores políticos capaces de detener el proyecto. Lograron que el Proyecto Temascaltepec se discutiera en la Cámara de Diputados, en la Comisión de Recursos Hidráulicos, reunión a la que asistieron organizaciones sociales, campesinos y repre-sentantes de la CNA.28

El logro del movimiento fue posible porque a través de la acción colectiva, de forma paulatina y paciente, obtenía logros concretos y sucesivos, por ejemplo:29

• El compromiso del BID de no financiar el proyecto mientras no se asegurara que se atenderían los dife-rentes elementos de interés y preocupación de los campesinos, así como los estudios de salvamento arqueológico y de impacto ambiental pertinentes.

• La propuesta que habían hecho al GDF para atender de forma alternativa la demanda de agua de la ciudad: reducción del consumo, programas de ahorro, uso eficiente del líquido, reutilización del agua, capta-ción de agua lluvia, construcción de pozos de absor-ción, utilización de las propias fuentes de agua del DF, entre otros.

• Posición del GDF de atender el abasto de agua potable para la población, desde acciones que aten-dían la oferta de agua, que al final resultaban más baratas que esta gran obra de infraestructura, hasta la revisión del proyecto Temascaltepec en su dimen-sión técnica y social.

• Posición de la Cámara de Diputados promovida por el presidente de la Comisión de Asuntos Hidráulicos de no llevar a cabo la obra sin el respaldo social local.

28 Jacinto X, febrero de 2011.29 Santiago Pérez, enero de 2011.

ConclusionesEl movimiento social analizado confrontó, grosso modo, a dos grupos de actores. El primero conformado por los representantes de los gobiernos federal, estatal y muni-cipal, integrados para impulsar, facilitar y llevar a cabo la ampliación del Sistema Cutzamala en su IV etapa, y el segundo, por los campesinos y sectores solidarios, renuentes a la implementación de este proyecto.

Los elementos que dieron sentido y motivación a la acción de los opositores al proyecto Temascaltepec fueron madurando, precisándose durante la interacción de ambos grupos, para dar cohesión y dirección a la orga-nización campesina: a) Sentimientos de inconformidad e injusticia, por la afectación de intereses individuales y colectivos. El trastrocamiento de sus hábitos de vida, la afectación de cultivos, especies y manantiales de los que dependía su sobrevivencia (y que vulneraban el derecho de uso y acceso al agua para actividades domés-ticas y agrícolas). La preocupación por la biodiversidad de la región impactada, de represarse el río Temascal-tepec (pérdida de especies amenazadas y/o en peligro, vegetación, procesos de erosión, cambios en los flujos de agua), y la conservación del patrimonio arqueológico de la zona. b) La memoria, las vivencias y los argumentos de experiencias previas de malestar y acción colectiva por la defensa de los recursos naturales, a partir de la construcción del Sistema Lerma, las primeras etapas del Cutzamala y el controvertido proyecto de desa-rrollo turístico “Centro Internacional de Esquí Nevado de Toluca”. c) Existencia de solidaridad entre actores regionales movilizados por la defensa de los recursos naturales, la formación de alianzas que heredaron una cultura de acción conjunta.

El actor social opuesto a la concreción del proyecto Temascaltepec evolucionó en su conformación al inte-grarse inicialmente con el “Comité para la defensa de los derechos humanos y recursos naturales del Xinan-técatl”, que dio origen al “Comité por la Defensa del Xinantécatl y el río Temascaltepec”, un frente común de organizaciones. Con las alianzas, cada movimiento obtuvo solidaridad, reforzamiento y cobertura en sus luchas independientes.

El Comité fue la instancia que permitió la organización de las conexiones entre los grupos, líderes y seguidores, así como la coordinación de acciones. Fue el espacio de encuentro y diálogo con los representantes gubernamen-tales, así como de la materialización de sus objetivos. Se caracterizó por enraizarse en las estructuras cotidianas

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de la vida comunitaria, por respetar a cada grupo como una unidad con intereses más allá de la coyuntura, y por aprovechar las experiencias acumuladas. De esta manera, potencializó las capacidades de las formas locales de organización y funcionamiento colectivo, tales como estructuras horizontales y estables de parti-cipación directa y movilización, eficaces para organizar la lucha y adaptarse; códigos de conducta flexibles de adscripción y acción en redes, así como la costumbre de cohesión, coordinación, cooperación, confianza y continuidad de compromiso ante un objetivo legítimo y compartido. Esta recuperación de las formas de orga-nización y funcionamiento para la gestión de recursos de propiedad social de las poblaciones campesinas invo-lucradas permitió al movimiento no invertir recursos adicionales para la organización.

La conjunción de los recursos locales movilizados en contra de la ampliación del Sistema Cutzamala, la existencia y definición de un conflicto de intereses y proyectos entre dos grupos de actores con argumentos, visiones, valores y objetivos contrapuestos, así como la fractura del frente gubernamental, contribuyeron a la modificación del campo de poder en el que contendían los actores, creando escenarios que disminuyeron las limitantes para la acción, incrementando las certezas de alcanzar el objetivo de los campesinos.

El tipo de acción colectiva emprendida por este conjunto de agentes es un movimiento social tanto desde la defi-nición de Tarrow como desde la de Melucci, dado que implicó la presencia de un conflicto, la oposición y disputa entre actores, el sostenimiento de un desafío y una interacción colectiva entre los actores margi-nales del campo de poder, con aquellos que mantenían su control, así como la construcción coyuntural de un objetivo común enarbolado por un grupo organizado en función de redes y alianzas sustentadas en la solidaridad, que trascendieron el establecimiento de demandas a un conjunto de propuestas que buscaron dar respuesta a algunas expresiones del conflicto.

El movimiento denunció, se resistió y luchó contra los mecanismos, lógica y formas que definían el destino del territorio, en particular, el control y uso de los recursos naturales, que marcó un parteaguas o divisorio en la dirección de la acción colectiva, que pasó de ser mera-mente reivindicativa, a política. Esta última pugnó para que la autoridad incorporara sus sugerencias en las decisiones, modificando así la posición de subordi-nación de los campesinos, en relación con la autoridad federal y estatal. En el mismo sentido, permitió que los

actores sociales 1. evidenciaran la poca legitimidad de las decisiones de gobierno, lo restringido de la partici-pación de la sociedad en lo público, la marginalidad de su posición en las instituciones y la toma de decisiones, 2. denunciaran la carencia de información y las formas impositivas, poco transparentes y verticales, a través de las cuales los representantes gubernamentales defi-nían e implementaban una política pública y ejercían el poder, 3. exigieran respeto a los diferentes niveles de gobierno en cuanto a su capacidad para decidir, escoger y actuar sobre el destino de su territorio, su identidad y sus proyectos de vida.

Las oportunidades políticas que facilitaron el éxito del movimiento fueron la cobertura de las acciones campe-sinas y el proyecto por los medios de comunicación locales, el apoyo de organizaciones, académicos soli-darios y movimientos sociales regionales, así como el desarrollo de iniciativas que permitieron la coordinación e integración rápida entre el conjunto de actores que se oponían al proyecto.

Se conforman como un importante incentivo para la acción la variación de los alineamientos políticos, la emergencia de sistemas pluralistas y los realineamientos electorales. En este caso, esto presentó la posibilidad de que el territorio del DF fuera gobernado por un represen-tante emanado por elección popular que no pertenecía al mismo partido político del Ejecutivo federal, que le permitía afirmar una posición independiente y autó-noma de la visión y los intereses de aquél. Esto destruyó la monolítica posición gubernamental que se guardaba en la década de 1990 y la consecuente redistribución del poder en la toma de decisiones sobre las formas de abas-tecer de agua a la ZMCM, diluyó la concentración de las decisiones y recursos en la autoridad federal y el partido hasta entonces “oficial”.

La estrategia y los repertorios de acción emprendidos por el Comité fueron exitosos porque impidieron la amplia-ción del Sistema Cutzamala. Este logro se relaciona con la demanda ciudadana de ampliar su participación en el ámbito de lo público, de exigir reglas del juego elaboradas y redefinidas por la totalidad de los actores, así como de una verdadera y efectiva representación de los intereses colectivos por parte de sus representantes políticos.

En virtud de su conformación, el movimiento existió mientras tardó en conseguir su demanda. Fue un movi-miento social que no buscó ni alcanzó estructurar plata-formas u organizaciones permanentes para hacerse partícipes de la gestión de recursos naturales de forma

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ininterrumpida, en particular la definición de las formas de uso y control de los recursos hídricos. No obstante, no se descarta que esta fuerza y experiencia organizativa sean el sustento de nuevos ciclos de acción colectiva, dado que haber ganado esta batalla es una oportunidad política para acciones futuras, una simiente de vivencias y activos para la movilización social.

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Entrevistas42. Juan X. Noviembre de 2010.

43. Antonio X. Diciembre de 2010.

44. Jacinto X. Noviembre de 2010.

45. Marcos X. Diciembre de 2010.

46. Jorge X. Noviembre de 2010.

47. Pedro X. Diciembre de 2010.

48. Ramiro X. Enero de 2010.

49. Ana X. Diciembre de 2010.

50. Juana X. Enero de 2011.

51. 51. Javier X. Febrero de 2011.

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* El artículo resume los resultados de investigación de uno de los capítulos de la tesis (no publicada) presentada para optar al título de magíster en Derecho en la Universidad de los Andes, titulada “Estado, izquierda y patologías. Una lectura de los efectos de la ansiedad del estado en la izquierda nacional”, presentada en el mes de julio del año 2009. La investigación no contó con financiación.

v Magíster en Derecho de la Universidad de los Andes (Colombia) y LLM en la Universidad de wisconsin-Madison (Estados Unidos). Candidata a doc-tora en Derecho de la Universidad de los Andes y profesora del área de teoría Jurídica en la misma universidad. Pertenece al grupo de investigación Derecho y Género- IDEGE (categoría B en Colciencias). Sus últimas publicaciones son: El precio de la desigualdad. Análisis de la regulación del trabajo doméstico desde el DDL. Revista Estudios Socio-Jurídicos 14 nº 2 (2012): 107-143, y Regeneración y patología. Análisis de la historicidad de los discursos y de la ausencia y anomia del estado de la Regeneración hasta nuestros días. Revista de Estudios Políticos 41 nº 2 (2012): 149-169. Correo electrónico: [email protected]

La melancolía y el estado. Reflexiones desde el psicoanálisis aplicado*

RESUMENEste artículo presenta una perspectiva psicoanalítica de la doctrina que habla sobre la ausencia del estado. Se analiza el estudio de la ausencia del estado como una manifestación inconsciente. La insistencia en demostrar una debilidad/precariedad/anormalidad en la formación estatal y sus vicios letales persistentes desde hace 200 años, se cataloga como melancólica, un lamento por un objeto del deseo perdido. Tanto insistir en las debilidades de nuestro estado sólo denota una profunda nostalgia por el estado colonial que se fue pero que siempre amenaza con regresar. A partir de la aplicación de conceptos freudianos básicos sobre la melancolía, el artículo concluye que la dependencia de la colonización paradó-jicamente es nuestro objeto de deseo perdido.

PALABRAS CLAvEAusencia del estado, precariedad del estado, melancolía, psicoanálisis.

Fecha de recepción: 25 de octubre de 2011Fecha de aceptación: 1º de junio de 2012Fecha de modificación: 6 de diciembre de 2012

Melancholy and the State. Feflections from Applied Psychoanalysis

ABStRACtThis article presents a psychoanalytic perspective of the doctrine which deals with the absence of the state. The author analyzes the study of the absence of the state as an unconscious manifestation. The insistence in demonstrating a weak/precarious/abnormal state formation and its deadly vices which have persisted for 200 years ago, is categorized here as melancholy, a lament for a lost object of desire. Emphasizing the weaknesses of our state is indicative of a deep nostalgia for a colonial domi-nation which is gone but always threatens to return. By applying basic Freudian concepts of melancholy, the article concludes by suggesting that, paradoxically, the dependence of colonization is our lost object of desire.

KEy woRDSAbsence of state, failed states, melancholy, psychoanalysis.

DOI: http://dx.doi.org/10.7440/res46.2013.13

Lina Fernanda Buchely Ibarrav

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Otras Voces

Introducción

Nuestra relación con el estado está mediada por varios hábitos de pensamiento que lo definen como una idea hipostasiada (Abrams 1988). De muchas maneras, esos hábitos deforman los términos del debate

sobre la existencia del estado, sus manifestaciones en la vida cotidiana y los diálogos internos de la academia legal sobre sus efectos. Hablar del estado1 como una entidad ausente se ha convertido en un lugar común en la producción de la academia nacional. De hecho, la aparición recurrente de argumentos relacionados con la formación del estado y con su patología atraviesa trans-versalmente casi que cualquier producción intelectual de índole social; desde los trabajos de la nueva historio-grafía, pasando por análisis sociojurídicos, hasta llegar a los diagnósticos de conflicto. Utilizaremos la expresión “patología del estado” para referirnos a un canon bien consolidado dentro de la producción académica nacional que de manera persistente se refiere al estado como algo ausente, enfermizo, disfuncional o anómalo. Según estas aproximaciones, el estado no está, está incompleto o es débil.

Denominamos entonces patología del estado al hábito de pensamiento construido, ofertado y consumido por una sección de la academia progresista, fundamentalmente

1 En este trabajo se escribirá la palabra estado con minúscula, en un intento por replicar el llamado de Norbert Elias para prevenir el reemplazo de Dios por el Estado en las ciencias sociales. Esto también busca un cambio de actitud frente al modelo de los estados tipo, como patrón europeo de experiencia deseable que debe ser impuesto a las experiencias políticas paralelas (Elias 1998).

compuesto por personas vinculadas con la agenda de la Teoría y la Sociología jurídicas, que utilizan las narrativas de la ausencia, la fatalidad y la anomia para describir el estado nacional (Buchely 2010).2 Según ese punto de vista, el estado en Colombia resulta fundamentalmente precario, insuficiente, fallido y patológico (García 1993; Moncayo 2004; Pécaut 1995; Valencia 1987). Estos adjetivos funcionan indistintamente para referirse a cinco líneas de análisis concretas que llevan a los científicos sociales, historiadores, sociólogos o académicos relacionados con el poder del estado como objeto de estudio a construir las narraciones de inconformidad hacia el estado como un enemigo esencialmente ausente y/o fallido:

a) La ausencia como denuncia del carácter errático del proceso de cons-trucción del estado nacional. Esta línea de análisis concentra distintos tipos de preocupaciones: la acusación de que la élite burguesa no dirigió el proyecto de construc-ción nacional, el carácter excluyente de la nación como comunidad imaginada, la construcción de estados sin naciones y naciones sin estado, entre otras (García 1993; Moncayo 2004; Valencia 1987).

b) Las fallas en el monopolio de la fuerza y el problema de la violencia entendida como precariedad. Esta línea de análisis se rela-ciona con la existencia de fuerzas paralelas al estado que retan y amenazan el monopolio único de la violencia en el territorio y sus actividades de gobierno derivadas (Garay 2002; López y Kalmanovitz 2005; Pécaut 1995).

2 Esta facción de la academia también puede etiquetarse como “crítica o de izquierda”. En un trabajo anterior analizamos por extenso la aplica-ción de esos adjetivos en los trabajos de Hernando Valencia Villa, Mau-ricio García Villegas y Víctor Manual Moncayo (Buchely 2010).

A melancolia e o estado. Reflexões a partir da psicanálise aplicada

RESUMoEste artigo apresenta uma perspectiva psicanalítica da doutrina que fala sobre a ausência do estado. Analisa-se o estudo da ausência do estado como uma manifestação inconsciente. A insistência em demostrar uma debilidade/precariedade/anorma-lidade na formação estatal e seus vícios letais persistentes há 200 anos, cataloga-se como melancólica, um lamento por um objeto do desejo perdido. Insistir tanto nas debilidades de nosso estado só denota uma profunda nostalgia pelo estado colo-nial que se foi, mas que sempre ameaça regressar. A partir da aplicação de conceitos freudianos básicos sobre a melancolia, o artigo conclui que a dependência da colonização paradoxalmente é nosso objeto de desejo perdido.

PALAvRAS ChAvEAusência do estado, precariedade do estado, melancolia, psicanálise.

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Revista de Estudios Sociales No. 46 • rev.estud.soc. • Pp. 216.ISSN 0123-885X • Bogotá, mayo - agosto de 2013 • Pp. 134-144.

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c) La ausencia del estado como agencia física. Algunas narra-tivas del fracaso se relacionan con la ausencia del estado como presencia física. En este caso, el carácter ausente denuncia la inexistencia de representaciones materiales del estado, entendidas como escuelas, estaciones de Policía, desarrollos de infraestructura, hospitales, agencias de bienestar y representaciones geográficas (García 2008; Serje 2005).

d) Ausencia del estado como garantía. Las narrativas del estado como patología también suelen relacionarse con la denuncia acerca de la ausencia del estado como garantía de bienestar. Mencionar que el estado se encuentra ausente o que nos ha abandonado implica sostener que no está cumpliendo un deber ser políticamente imagi-nado, y relacionado en concreto con el cumplimiento de los derechos de los ciudadanos y las garantías que los cobijan (García 2006; Lemaitre 2007).

e) Ausencia del estado como orden o la tesis del estado-falla. Las narrativas del estado-falla utilizan categorías como corrupción y clientelismo para referirse a una especie de anomia o caos de la realidad política local que, frente a ideales de formaciones racionales, unitarias y cohe-rentes, resulta irracional, ineficiente, dispersa e incohe-rente (Deas 1993; Leal y Dávila 1994).

La academia legal se ha acostumbrado a aceptar sin debate esa clase de planteamientos sobre la anomalía presente en gran parte de los títulos de los best sellers legales de los últimos tiempos: Jueces sin Estado, El leviatán derrotado, Normas de papel, entre otros. En este sentido, la idea de que vivimos en una especie de estado “irregular” es algo que ya todos aceptamos y nos merece poco debate (García 2008; Gutiérrez 2010; Lemaitre 2007; Moncada 2007). Ello implica que, en lugar de percibir su mate-rialidad, algunas facciones de la academia local experi-mentan los efectos de las normas que crean la presencia del estado como relaciones abstractas, inmateriales e imperceptibles. En este sentido, se niega sistemática-mente la presencia de lo público y se discute falsamente sobre su carácter precario, caótico y corrupto.

La insistencia en una ausencia del estado crea una preocupación generalizada que se concreta en un senti-miento de orfandad que se manifiesta en la búsqueda desesperada del estado y una voluntad de más estado, más fuerza y más autoridad. En este contexto, el obje-tivo del presente artículo es mostrar cómo las estruc-turas discursivas que describen al estado como un ente ausente pueden ser leídas desde el psicoanálisis como manifestaciones melancólicas mediante un análisis

discursivo. Este estudio se basa fundamentalmente en uno de los textos más representativos de la litera-tura jurídica colombiana de finales del siglo XX: Cartas de batalla. Una crítica del constitucionalismo colombiano, del profesor Hernando Valencia Villa (1987).

Valencia Villa resulta representativo por dos razones: 1) ha popularizado un diagnóstico en la academia de la izquierda nacional, según el cual en nuestro país la exis-tencia de la historia constitucional y hasta el mismo derecho son herramientas usadas por las élites domi-nantes para perpetuar la forma en que se vienen distri-buyendo las riquezas;3 2) ha masificado el vínculo de las lecturas sospechosas dentro de la academia legal con la lectura en particular de la anomalía del estado. De esta forma, el diagnóstico de la construcción del estado sin la nación, una de sus expresiones, hace parte del grupo de las más consumidas por la academia legal contemporánea.

Paralelo a lo anterior, Valencia Villa también visibiliza como nadie una contradicción que genera este análisis. Él representa la utilización de los guiones del marxismo ortodoxo que procura el fin del derecho y el estado como instrumentos de clase (Pasukanis 1976), al tiempo que reproduce estructuras discursivas que reclaman conti-nuamente la ausencia del estado, y que pueden ser leídas como una melancolía por la autoridad, o como un duelo por la pérdida de la dominación. Por ello, utilizar la herramienta del psicoanálisis servirá para ahondar en esa tensión presente dentro de las intelligentsias4 de

3 El análisis de Valencia Villa puede calificarse como de izquierda política por la fuerte influencia marxista en su interpretación. El sesgo marxista puede reconocerse dentro de dos paquetes de argumentos constantes dentro de la obra analizada: a) Calificar la insistencia en las vías legales y la creencia de la afectación de la realidad por el derecho como puro “fetichismo legal”. El derecho es ideológico o parte de la superestructura, y por lo tanto, a la larga, beneficia sólo a la clase dominante; es individualista y oculta las relaciones de poder entre las clases, con el mismo resultado final. b) La utilización del argumento estructural: la estructura del capital determina los resultados de las reivindicaciones legales, con una superficie o apariencia de la sociedad y una realidad subyacente a la misma. Las luchas políticas son un tamiz de las luchas económicas estructurales. Todo puede reducirse y comprenderse a través del esquema de la lucha de clases.

4 La palabra intelligentsia es categorizada por autores como Duncan Kennedy como una comunidad de pensamiento, referida tanto a los sujetos como a su producción, que se encarga de construir la plataforma teórica de ideologías, en cuanto proyectos universalizables y universalizantes. Es una referencia que expresa sectarismos y conspiraciones. Hace alusión a las élites encargadas de orientar, legitimar o justificar los movimientos de las facciones políticas. La intelligentsia es una de las máquinas de producción de la ideología en discursos, textos, argumentos o secuencias de interpretaciones y encuadramientos de posiciones (Kennedy 1997). Desde esta perspectiva, la fuente primaria analizada puede entenderse como producto de una intelligentsia.

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izquierda, y a la vez contribuir a la construcción de las categorías ideológicas como materiales ambivalentes e inestables (Zizek 1989). En este sentido, la aplicación de la herramienta del psicoanálisis busca resaltar los rasgos irracionales de los análisis jurídicos locales que insisten en catalogar al estado como precario.

El psicoanálisis aplicadoLa articulación de la ansiedad por el estado en el escenario político, al menos en el ámbito de las ideo-logías pop, es algo que aún resulta problemático. Además, pese a su especial contraste, a nadie parecen preocuparle los efectos de esa particular y persistente melancolía por el estado. Lo seductor de la patología consiste en ser la fuente de algo que se no busca, que no se prevé, pero que está siempre ahí: todos están por ahí, en las oficinas públicas quejándose por un estado que no está; todos se sorprenden, a veces, hablando solos en los carros respecto a lo bueno que sería que el estado estuviera más presente. Aunque la ansiedad por el estado la sufren todos, y todos también sufren la tara del diagnóstico del estado ausente, enfermo y débil, somos pocos los que realmente vinculamos estos senti-mientos con alguna patología psiquiátrica.

Esta patología será entendida como un uso inconsciente del hábito de pensamiento de la ausencia del estado en la academia nacional. La inconsciencia se caracteriza por lo que hemos denominado la utilización contraintuitiva de la fórmula de la patología, y la subutilización o invisibi-lidad de argumentos favorables y contrarios, presentes dentro de la comunidad académica en el momento de producirse los textos analizados.

No tenemos conmensurados los efectos y la realidad misma de nuestra insistencia en la ausencia del estado, y esa visibilidad de lo inconsciente hace necesaria y útil la aplicación de lo que se conoce como psicoanálisis aplicado. La utilización de la herramienta está inspi-rada directamente en la aplicación que realiza Duncan Kennedy en A Critique of Adjudication (1997) e implica una apuesta conceptual por cambiar de plano nuestro objeto de estudio. Analizar lo inconsciente, echando mano de esquemas conceptuales y herramientas teóricas propias del ejercicio psicoanalítico, es un trabajo fértil para iluminar los ocultamientos y las sombras que produ-cimos como roles sociales, y que pueden convertirse en armas valiosas para entender cómo operan nuestras contradicciones, y qué tienen que decir nuestros reflejos psíquicos sobre nosotros mismos.

La aplicación del psicoanálisis que aquí realizamos dialoga también con una construcción teórica directa-mente vinculada a los estudios poscoloniales. Dentro de esa línea de producción, existe un conjunto variado de trabajos que analizan el fenómeno poscolonial desde categorías formuladas y popularizadas dentro del desa-rrollo psicoanalítico (Eng 2000; Lemaitre 2007; Norton 1993; Ortega 2004 y 2009). Lo interesante de esas aproxi-maciones es su vínculo entre los fenómenos depresivos y las construcciones políticas derivadas del proceso colo-nial, lo cual se relaciona con la estructura de la patología y hace productivo su análisis. Esto se debe a que el engra-naje patológico muestra un acercamiento especial al proceso de formación de estado colonial, y sus lamentos se vinculan directamente a una industria de producción de significados asociada a la experiencia europea.

El esquema de la melancolía nos va hablar de objetos perdidos, de obsesiones por lo ausente, de castigos y presiones culposas por las pérdidas, y en su análisis, revelará la dependencia y el displacer concreto que se ocultan tras el capricho y la terquedad por nombrar el estado como ausente. La melancolía también nos hablará de cómo las intelligentsias tramitan el dolor del objeto perdido, no sólo lamentándose y culpán-dose por su ausencia, sino también introyectando su significado y haciéndose ellas mismas su propio objeto del deseo (Butler 1997). Ese narcisismo condicionará las intelligentsias a la indulgencia, a la inocencia, a la debilidad. El enamoramiento de nosotros mismos nos niega las posibilidades de ver y evaluar nuestras acciones, nos aletarga, nos inhibe, nos ciega. Eso es lo que oculta nuestra obsesión por el estado. Una relación de abandono y orfandad frente a la dependencia colo-nial, frente al yugo europeo. Dentro de él, el psicoaná-lisis nos permitirá hablar de nuestros temores velados por la incapacidad de la formulación autónoma de esquemas de organización política, revivir los viejos debates sobre la producción subalterna de teoría, así como desarrollar de diferentes maneras lo que signi-fica estar en el sur global, y haber sido colonizados, antes que colonizadores.

Son aquí necesarias algunas precisiones. Lo primero es poner de relieve que el efecto de la patología es una operación inconsciente en las intelligentsias de izquierda. Segundo, esta inconsciencia opera de manera concreta sobre la forma en que las facciones políticas de izquierda construyen sus agendas en rela-ción con el estado. Tercero, ese marco de interpretación política de las facciones sobre la construcción de estado —la voluntad persistente y desesperada por emular la

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presencia del estado, lo que he llamado antes voluntad de “más estado”— se reflejará en el plano concreto dentro de una producción particular de la relación ciudadano-aparato público.

La selección del psicoanálisis se relaciona con la defensa de dos movidas políticas concretas: visibilizar la potencia silenciosa del inconsciente y ahondar en la fertilidad intelectual de los escenarios irracionales. La movida teórica concentrada en el inconsciente pretende anclar la apuesta crítica e iluminar aquellos efectos que no prevemos, que no vemos, que aparentemente no percibimos. La apuesta ahora es mostrar cómo esas opera-ciones fallidas5 “nos hablan” y revelan lo inconsciente. Esa puerta resulta ser una entrada maravillosa para indagar sobre los significados y resultados implícitos de su uso al conectarlos con dificultades psíquicas y sociales que les dan sentido y razón. Algo parecido sucede con la apuesta por lo irracional. Hablar de lo irracional implica referirse a una dimensión subalterna de producción teórica, que acostumbra a ver los debates intelectualmente produc-tivos en el escenario de lo racional, lo neutro, lo cientí-fico. Hablar desde lo irracional es reivindicar de forma especial el espacio epistemológico que ha sido margi-nado por locuaz, inconsistente y poco académico.6

Lo anterior nos regresa la mirada a la estructura básica de la patología, que ya he venido comentando. Lo que aquí denominamos patología es un fenómeno complejo en el que confluyen varias características: 1) se identifica algo ausente; 2) se lamenta y critica de manera excesiva esa ausencia; y 3) se califica esa ausencia como una culpa propia, derivada de una incapacidad latente o de una falta de suficiencia (Butler 1997). El repertorio discursivo interno se conjuga además con el posicionamiento ante el juicio externo de las propias lamentaciones: se sabe que resulta inconsistente extrañar algo teóricamente inconducente, se sigue deseando aunque se reconozca la evidente equivocación del objeto del deseo. Esta estruc-tura discursiva de la patología sitúa con precisión la atención en fenómenos como el de la melancolía.

5 La teoría de las operaciones fallidas es el ejemplo freudiano paradigmático para explicar la aparición del inconsciente en las acciones cotidianas. Los olvidos, las trabas, las confusiones del habla, son dispositivos mediante los cuales el inconsciente nos habla, nos recuerda su insalvable presencia (Freud 1986).

6 Los términos en los que planteamos esta apuesta tienen por supuesto un trasfondo feminista. Cuando reconstruyo los términos en los que se ha construido la dicotomía racional/irracional, intelectual/emocional, impersonal/afectivo, me estoy refiriendo a una estructura concreta que subordina manifestaciones específicas de comunicación por considerarlas “femeninas” (Olsen 1983).

El debate psicoanalítico se aproxima de dos maneras a la melancolía. La primera la analiza como fenómeno mera-mente depresivo (Brainsky 1988). La segunda la estudia como mecanismo de defensa del yo (Freud 1986). En esta última, la melancolía es una herramienta para menguar el displacer del duelo. Como el melancólico se identifica con el objeto del deseo perdido y lo introyecta, el resultado es una adoración circular: el narcisismo. En la patología narcisista (que reemplaza el displacer del duelo) se encuentra la clave de la lectura de la melancolía como mecanismo de defensa del yo (el yo triunfa inhibiendo el displacer). Usaremos dicha última aproximación en este trabajo.

La depresión melancólica y las defensas yoicasEl trabajo que ahora propongo analiza la terca aparición del argumento patológico en la estructura de la melancolía. Dentro de este fenómeno, el yo melancólico se interpreta en su dimensión defensiva como una expresión de la incons-ciencia del ello, impulsada como defensa del yo, para evitar un displacer concreto, menguado por introyección del objeto del deseo (Butler 1997). El melancólico es un sujeto que ha perdido algo y está inmerso en el lamento constante por esa pérdida; adicionalmente, la agudeza de la pérdida y su dolor derivado de la ausencia parecieran imposibles de superar. Para vencer el duelo, él se identifica con el objeto del deseo perdido, lo cual tiene un correlato identitario: quiere ser como el objeto del deseo perdido, quiere produ-cirse como identidad con el contenido de lo que identi-fica como ausente (Freud 1986). En ese proceso, lamenta, extraña y evoca ferozmente el objeto del deseo. También se culpa por su ausencia, por su abandono, y profundamente se responsabiliza por no poder ser como él. Pero la intro-yección activa el riesgo de la identificación personal con el objeto, y es entonces cuando el melancólico establece una relación de deseo consigo mismo hasta convertirse en un narciso. El melancólico se identifica tanto con el objeto de deseo perdido, que el objeto de deseo terminará siendo él mismo. Es ese placer lo que permite entender la melancolía como un mecanismo de defensa.

¿Qué son entonces los mecanismos de defensa del yo? Tal y como lo explica Anna Freud (1954), desde la niñez temprana, el yo desarrolla de manera progresiva ciertas estrategias que evitan, ocultan, inhiben o alivian el displacer, el dolor. El displacer es una manifestación emocional exacerbada de la niñez que se asocia con la represión de la sexualidad desplegada hacia el padre o la madre: se sufre por envidia del pene paterno, por los celos de la penetración de la madre, por la frustración del sexo

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edipiano (Freud 1954). Los mecanismos de defensa del yo resultan ser entonces herramientas para anular los efectos nocivos del deseo sexual endogámico, específicamente relacionados con la ansiedad y el dolor infantil gene-rados frente a las figuras familiares y su representación sexual. La manera en que dichas herramientas operan se encuentra dentro del complejo esquema de conflicto entre el yo y el ello, y cada mecanismo desplegado en la defensa del yo será necesariamente un velo de inconsciencia tendido por el ello. El yo trata de dominar sus instintos y triunfa cuando efectivamente el displacer es menguado.7

El análisis de los mecanismos de defensa durante la infancia ofrece unas particularidades interesantes. La relación del displacer existe en asocio con la dependencia originaria de la paternidad, la cual ofrece la estruc-tura del superyó. La figura de los padres, cuyo ejemplo apropia el superyó por identificación, recrea una rela-ción vertical de doble sentido: de dependencia de la exis-tencia y de competencia en el desarrollo (Freud 1954). La determinación del ser no es una experiencia serena. La dependencia implica la jerarquía en la educación, y por su dispositivo, la determinación de la existencia.

La melancolía se desarrolla entonces en tres fases: 1) pérdida del objeto del deseo; 2) ambivalencia o intro-yección-autocrítica; y 3) narcisismo. La presencia de la contradicción justifica la configuración de la melan-colía como un mecanismo defensivo. El melancólico sufre y goza, se percibe como farsante, como un buen cómico, y en ese sentido, disfruta (Brainsky 1988). El yo anula la presencia del displacer mediante la estra-tegia narcisista, y, de esa manera, triunfa la melan-colía como estrategia de defensa.

La construcción de la patología del estado en Cartas de batallaVarios textos de la literatura jurídica local reconocen de manera expresa la importancia de los argumentos planteados por el profesor Valencia Villa en el texto analizado (García 1993; Alviar y Jaramillo 2012). Algunos autores mencionan que Cartas de batalla es una

7 Dice Freud al respecto: “El yo triunfa cuando sus funciones defensivas cumplen su propósito; cuando con su ayuda logran limitar el desenvolvimiento de la angustia y del displacer y asegurar al individuo —inclusive en circunstancias difíciles— alguna satisfacción por medio de las transformaciones instintivas necesarias; por tanto, cuando, en la medida de lo posible, logra establecer una armonía entre el ello, el superyó y las fuerzas del mundo externo” (Freud 1954, 107).

de las primeras piezas de literatura jurídica crítica dentro de la producción académica nacional, y reco-nocen en el análisis de Valencia una lectura alternativa a la historia constitucional colombiana, tradicional-mente marcada por los estudios dogmáticos y forma-listas (López 2004). Paralelamente, las mismas voces también reconocen en la lectura crítica de Valencia las primeras manifestaciones de la sociología jurí-dica local y la producción de una filosofía del derecho robusta que inició una serie de diálogos sur-sur dentro de nuestras fronteras (Alviar y Jaramillo 2012).

En este aparte sostendremos que la estructura del diagnóstico de la melancolía es una herramienta de análisis útil para entender el esquema argumenta-tivo de Valencia Villa. Su insistencia en este texto en la ausencia del estado muestra cómo se construye el argumento de la patología del estado como el duelo por el objeto del deseo perdido en la melancolía. Las narraciones que reproducen la patología del estado funcionan como estructuras melancólicas que visibi-lizan la pérdida de algo y el lamento por la separación. Para vencer el duelo, estas narraciones crean una iden-tificación con el objeto del deseo perdido y lo utilizan como mecanismo de defensa (Freud 1986).

Pese a que el autor dedica todo un capítulo al análisis de “la formación del estado nacional”, los constantes señalamientos sobre la patología del proceso de gesta-ción del estado, como él mismo lo denomina, se encontrarán como ideas o fórmulas que responden a un esquema caprichoso de argumentación y son marginales respecto al argumento central del texto. Estas características pueden ser identificadas como los feroces lamentos típicos del melancólico que evoca y extraña el objeto del deseo.

Valencia delimita el alcance de su trabajo desde un primer momento:

Este ensayo, que pertenece tanto a la historia constitu-cional como a la crítica del derecho, intenta responder a una doble cuestión: ¿Por qué Colombia es la más anti-gua y estable república constitucional en el universo autoritario o militarista de los regímenes políticos lati-noamericanos? ¿Y cuáles son las características reales y no formales del constitucionalismo colombiano? En otras palabras ¿cuáles son los principales aspectos del proceso constitucional de Colombia desde el punto de vista de una perspectiva crítica que consulte tanto las complejidades de la historia cuanto las astucias del derecho? (Valencia 1987, 13)

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Las respuestas a todas esas preguntas se concentran precisamente en el desarrollo teórico de los puntos que el autor nombra, y se concretan en la afirmación principal del texto: según un punto de vista crítico del derecho, una característica real (no formal) del régimen constitucional es una estabilidad sospechosa, que ha utilizado históricamente la reforma constitu-cional como mecanismo constante para la produc-ción de legitimidad y la minimización de los cambios estructurales. Valencia Villa presenta el argumento de la siguiente manera:

[…] el reformismo constitucional opera como una efi-caz estrategia de autolegitimación a través de la cual los sectores dominantes han intentado crear un con-senso y han logrado prevenir un cambio. En efecto, la recurrente apelación del establecimiento al consti-tucionalismo como un remedio para todos los males sociales ha sido un esfuerzo permanente por contener y disolver la insurgencia de los sectores populares y periféricos de la sociedad, preservar y asegurar los intereses de los estratos superiores y centrales de la pirámide social y, en últimas, conferir a todo el sis-tema la apariencia de legitimidad y racionalidad. (Valencia 1987, 44)

En este punto es importante preguntarnos si hay aquí algún indicio de la necesidad de la insistencia en la patología de la construcción del estado nacional. Aparentemente, no. La insistencia en un argumento como el de la ausencia del estado será interpretada aquí como un síntoma de melan-colía dentro de la narrativa de Valencia Villa.

Me interesa, entonces, evidenciar el carácter contingente del tratamiento de la formación del estado en el plantea-miento de Valencia Villa. A continuación mostraré cómo, en la interpretación propuesta por el autor, la referencia al tema de la formación del estado desarticula el discurso crítico del constitucionalismo como violencia de clase, y resulta evidente su inserción caprichosa dentro de la estructura analítica del texto.

El autor construye la estructura argumentativa de la siguiente manera: primero, su aproximación al derecho resulta contraria y crítica frente a la perspec-tiva liberal.8 El derecho no es paz, sino guerra; no es

8 Por liberal, nos referimos específicamente a la aproximación al dere-cho que excluye la violencia. Esta percepción del “legalismo liberal” implica una concepción del derecho separada de la política, y su ca-racterización como un “sistema” coherente, determinado, neutral, racional, universal, necesario y bondadoso.

consenso, sino dominación. La percepción del derecho como una gramática de la guerra es la idea que el autor pretende captar en el título del libro. El derecho se presenta entonces como un ritual bélico, cuyo dominio por parte de las élites se traduce en la tenencia de un saber polémico, de “una retórica estratégica, una gramática de y para la guerra civil que es la vida coti-diana” (Valencia 1987, 32).

Segundo, existe una relación expresa, trazada también en la sintaxis misma del título del libro, entre el derecho como violencia y el contenido del constitucionalismo nacional. Por eso, denominar las constituciones cartas de batalla implica hacer una crítica al constituciona-lismo colombiano. El campo constitucional ha sido el escenario donde las élites locales tradicionalmente han ejecutado sus más álgidas luchas, y también donde se han materializado sus victorias. Todos los triunfos de partido tienen una forma precisa de reforma cons-titucional, pero la utilización exclusiva del discurso legal para afrontar la política ha convertido el régimen nacional en un orden excluyente y represivo. En este sentido, el constitucionalismo representa la autoridad que la melancolía extraña.

Tercero, en el argumento de Valencia Villa existe un vínculo causal directo entre la exclusividad del dominio legal, la tenencia del poder y la estratégica producción de gobernanza de las élites de partido, y el régimen de exclusión que orienta la violencia como metodología de participación política, dentro de un efecto reactivo que ha permitido que legalidad y violencia convivan durante tanto tiempo en el mismo espacio.

Valencia presenta su estructura argumentativa en tres partes que organizan la exposición del análisis jurídico e histórico. Dos de las tres partes, la primera y la tercera, tratan de manera expresa los vínculos entre guerra y derecho, y la caracterización del escenario constitucional como espacio de batalla política. Paradójicamente, entre una y otra explicación, se ubica el análisis sobre la formación del estado nacional, y desde su organización temática, la aproximación al proceso de construcción del estado empieza a percibirse como problemática.

Quiero hacer notar aquí cómo el análisis sobre el estado nacional aparece en medio de las dos premisas que desarrollan la hipótesis principal del texto: 1) el análisis teórico del derecho como violencia o gramática de la guerra (crítica a la teoría liberal desarrollada en la primera parte) y 2) el recuento pragmático de las cons-tituciones nacionales y su utilidad a proyectos políticos

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de élite concretos. En este recuento de la historia cons-titucional, Valencia hace énfasis en la coincidencia del correlato político que congela la tenencia del poder tras la exacerbada producción de reformas constitucionales.

Resulta importante llamar aquí la atención sobre la aparente contingencia de la sección de formación del estado en la estructura general del texto. Cartas de batalla se presenta como un documento subversivo de crítica directa al constitucionalismo nacional, en general, y a la instrumentalización del derecho por parte de las élites dominantes, en particular. En ello, el argumento de la formación del estado por medio de la ley y exclusivamente en ella se reconoce como una premisa secundaria que fortalece la perversión general del constitucionalismo nacional.

Valencia Villa incorpora a su análisis la formación del estado nacional de tres maneras: 1) construyendo una especie de equivalencia entre la construcción del estado nacional y la adopción del sistema jurídico republicano que reconoce en el constitucionalismo la libertad y la existencia misma del estado; 2) mostrando la reproduc-ción histórica de la ecuación estado = constituciona-lismo como un instrumento de sostenimiento del statu quo en contra de la realización de cambios estructurales sustanciales; 3) evidenciando la configuración del estado “legalista” o “santanderista” como un estado precario, y la identidad leguleya, como un fetichismo jurídico que simula la realización de cambios sociales por medio del derecho. Los cambios son el objeto de la simulación y la ley esconde la consolidación de una distribución de poder permanentemente excluyente.

Lo anterior se fortalece al revisar la retórica con la que el autor incluye el argumento de la patología en su análisis general. Valencia Villa articula de la siguiente manera el estudio del estado-nación en su análisis jurídico:

[…] hay que buscar un criterio nuevo para el manejo de los materiales que forman el constitucionalismo colombiano. Tal criterio, derivado de la historia misma, es el proceso de la construcción nacional, es decir, el esfuerzo de las clases dominantes y los par-tidos gobernantes para fundar y consolidar un apa-rato institucional capaz de controlar la totalidad del territorio del Estado nación o Estado nacional, en este caso mediante la importación al país de la ideología del constitucionalismo liberal o régimen republicano tal y como ha sido administrada y prevalece en los Estados Unidos y Francia desde la independencia y la revolución, respectivamente. (Valencia 1987, 36)

Es importante resaltar aquí el carácter subsidiario de la apelación a la categoría del estado nacional. La remi-sión al proceso de formación del estado es el resultado de buscar criterios nuevos para analizar materiales consti-tutivos del constitucionalismo colombiano, y aparece como una estrategia intelectual atractiva para justificar la persistencia del fetichismo en la conciencia legal nacional: si el estado se construyó con leyes, con leyes se va a mantener su construcción.

La patología del estado leída como melancólicaLa melancolía encapsula bien el repertorio emocional de la patología del estado. La lectura del texto referen-ciado se desarrolló como un proceso de rastreo frente a la aparición de las categorías teóricas identificadas como relevantes para los ejes de investigación vinculados con la patología. Estas categorías fueron dos, puntualmente: la primera, advertir la construcción discursiva y la formación retórica que utilizaba el autor para articular el argumento de la patología, identificando la proliferación de los adje-tivos anormalizantes utilizados dentro de la descripción de la formación del estado. En la segunda nos intere-saba rastrear la manera como la fórmula de la patología se vinculaba a la estructura general de cada texto, colándose como hábito de pensamiento que captaba los nodos centrales del documento sin haber sido prevista como idea protagónica o principal.

Dentro de la interpretación que proponemos, es esa misma popularidad de la idea —la que enseña a pensar el estado como algo débil y responsablemente perdido— la que genera una ansiedad colectiva y desmesurada por el estado. La insistencia en la ausencia del estado crea entonces una preocupación generalizada, que se concreta en un sentimiento de orfandad que se vuelca en una búsqueda desesperada por la presencia de estado.

Pérdida del objeto del deseoLa utilización de la “retórica de la patología”, tal y como lo hace Valencia Villa, puede resultar un rasgo interesante para rastrear, en cuanto a las lamenta-ciones, lo que el psicoanálisis describe como el objeto del deseo perdido. Uno de los rasgos principales de la patología es referirse de forma lamentable al proceso de construcción del estado nacional agenciado por las élites criollas. Valencia Villa, por ejemplo, lo hace de la siguiente manera:

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La independencia fue ante todo una solución militar para un problema militar: librar una guerra para expulsar las instituciones y las autoridades españolas del suelo ame-ricano. Tras diez años de combate, sin embargo, la tarea política de llenar el vacío generado por el rechazo del orden colonial permanecía inconclusa. El mayor mérito de Bolívar es haber planteado de manera moderna —en términos de estado nación, de unidad nacional y orden central— esta cuestión fundamental y haber propuesto para ella una respuesta afirmativa y perdurable. […] El caudillo venezolano fue el primero y el mejor entre los padres fundadores en darse cuenta que el problema prin-cipal que encaraban era el hecho de que no había una nación con base en la cual pudiera construirse un Estado y menos aun construirse y gobernarse una república. La tarea por hacer por consiguiente era doble: primero, construir el Estado antes que la nación, y segundo, extraer la nación del Estado. (Valencia 1987, 75, énfasis de la autora)

Pero el escenario de melancolía recreado por Cartas de batalla tiene un correlato preciso en otro tipo de literatura. En este tema existe una abundante producción intelectual sobre la melancolía y el poscolonialismo. Dentro de esa línea de argumentación es posible identificar trabajos donde los autores aplican la herramienta psicoanalítica a fenómenos políticos, económicos o sociales del Tercer Mundo para establecer una relación de significados entre la estructura melancólica y la pérdida del objeto de deseo en la realidad colonial/poscolonial (Eng 2000; Lemaitre 2007; Norton 1993; Ortega 2004 y 2009). En los textos analizados pueden reconocerse al menos tres objetos de deseo identificados como añoranza en los escritos poscoloniales:

• Objeto precolonial. El objeto perdido es el escenario precolonial. Se añoran la libertad y las cosmovisiones aborígenes, recreadas mediante alegorías de textos nativos latinoamericanos. Se añora específicamente la identidad perdida, y esa identidad resuena en las expresiones identitarias locales, necesariamente étnicas (Ortega 2004 y 2009).

• Objeto metrópolis. En algunos escritos poscoloniales, la melancolía es una expresión sensorial exclusiva del colonizador, nunca del colonizado. Su objeto de deseo es la metrópolis, en cuanto representa la realidad de exilio y lejanía de su propia identidad, que además es trans-ferida como sentimiento primario de la base (organiza-ción) política a los colonizados (Norton 1993).

• Objeto colonial-dependencia. La añoranza por la dependencia se descifra en movidas muy cercanas a la patología del estado. Abundante literatura sobre el poscolonialismo, específicamente en el caso colombiano, se concentra en resaltar, o bien la continuidad de las instituciones

precoloniales y coloniales en lecturas que hacen hincapié en la armonía, antes que en el conflicto del tránsito institucional entre nuevas y viejas prácticas (Colmenares 2007), o bien la insuficiencia del aparato político propuesto por los caudillos de la independencia frente a la comodidad y completitud del esquema polí-tico colonial (Valencia 1987).

Las relaciones objetales tienen una morada precisa en la construcción de identidades nacionales. Procesos identi-ficados con el primer objeto de añoranza privilegian la construcción identitaria nacional mediante dispositivos que resaltan lo indígena, lo auténtico y lo local. Por el contrario, procesos objetales que añoren las dos últimas relaciones de deseo generan la identidad nacional mayo-ritaria en contra de los proyectos étnicos, representados en el escenario político como “sectores subalternos”.

La estructura narrativa de Valencia Villa en el texto Cartas de batalla ilustra pues un caso de añoranza de la depen-dencia. Siendo el estado el objeto del deseo perdido, que se lamenta continuamente criticando su ausencia, la presencia de un estado colonial, con una autoridad fuerte y marcada. Esto va a representar de manera paradójica la causa fundamental de la melancolía como estatus cultural de un afecto, permitiendo entender cómo se articulan discursivamente nociones de pérdida, sepa-ración, duelo, ausencia y nostalgia dentro de la impor-tante pieza de la literatura jurídica nacional.

Ambivalencia o introyección-autocrítica

La fase de la ambivalencia es el fenómeno mismo de la patología del estado. La ansiedad generada por la realidad del objeto perdido busca alentarse con la proyección inte-rior del objeto del deseo ausente. Pero esa introyección se realiza desplazando al yo la estrategia culposa de autorre-proche por la pérdida, y se resalta la insuficiencia del ser mediante fuertes mecanismos de autocrítica.

La fase de la ambivalencia es entonces la patología del estado misma. Primero, la patología del estado introyecta una estructura que le es ajena y ausente (esquema de estado liberal). Segundo, proyecta con crueldad la culpa por su ausencia mediante la apelación constante a adjetivos de lo insuficiente y lo enfermizo, para narrar la existencia de la estructura del estado nacional. Tercero, se adjudica a la incapacidad de los caudillos de antaño un estado actual y disfuncional de cosas (vínculos entre ausencia del estado y violencia). Es aquí principalmente donde la experiencia patológica resulta ferozmente melancólica.

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El narcisismoLa acción melancólica termina con el goce placentero derivado de la identificación del yo como objeto del deseo. La introyección del objeto ausente y su identifi-cación con el anhelo concentran el deseo y el yo en un solo objeto, que se goza con la fantasía narcisista y con la regresión de la libido a la conjunción yo-ideal del yo.

La explicación de este fenómeno es compleja. Para la melan-colía el duelo se supera introyectando identitariamente el objeto de deseo perdido. Se es lo que se pierde. Si se pierde la madre, se será como la madre. Si se pierde la depen-dencia del vínculo colonial, se será la dependencia misma de ese pasado. Pero hay un lugar en donde se “es”lo que “se desea”. La clave del narcisismo radica en ese momento en el que el duelo se ha superado produciendo íntimamente como subjetividad lo que ha perdido, y se desea eso mismo que ha logrado ser queriendo ser el objeto anhelado.

El narcisismo se construye como fenómeno psíquico, con varias características. Como en el mito de Ovidio, Narciso es un ser sesgado por la adulación a sí mismo, por el fetiche de su mismo yo. Según Freud, el narci-sismo se representa como una perversión sexual: “[...] un individuo da a su cuerpo propio un trato parecido al que daría al cuerpo de un objeto sexual [...]” (Freud 1986, 107). En este esquema hay tres emociones que caracte-rizan la fenomenología narcisista: el egoísmo, la pulsión de la autoconservación y la pasión libidinal. Por eso, a Narciso lo solemos representar embriagado de amor por el reflejo de su propia imagen, dentro de un universo cerrado entre él y su reflejo. Lo iluminador de su repre-sentación literaria en la Metamorfosis es la adulación excesiva del narciso por lo que falsamente representa (no es su yo lo que ama, sino el objeto de deseo perdido). Pero también esa adulación excesiva lo convertirá en un ser fundamentalmente inhibido de la realidad.

Es en esa dinámica donde la patología del estado se ama a sí misma y se vuelve indulgente y poco crítica frente a sus propias contradicciones. Es el narci-sismo lo que impide a las intelligentsias ser conscientes del nocivo capricho de la ausencia del estado, de lo que puede producir, de lo que puede implicar insistir tercamente en que algo no está. Es esa adulación de sí mismo y su dinámica con el objeto de deseo perdido lo que va a permitir que la patología exista. La necesidad del estado parece ser entonces una depresión colectiva absolutamente fértil para la base política (Eng 2000), que influye de manera directa en la relación que los ciudadanos construyen con el estado mismo.

ConclusiónEste texto ha sostenido que nuestra producción acadé-mica contiene elementos que extrañan y añoran lo colonial. El objeto del deseo perdido es entonces el vínculo de dependencia recreado en el estado colonial. El vacío menguado tiene relación con experiencias placen-teras, que en la estructura narrativa de Valencia Villa representan certeza y seguridad en torno al orden político. La determinación de la organización colonial disminuye la incertidumbre y ansiedad derivadas de los “proyectos autónomos”, y, en ese sentido de evita-ción del displacer, tiene lugar específico en la estra-tegia melancólica de introyectar el objeto perdido.

La aproximación a la ausencia del estado como objeto de este trabajo se relaciona con la necesidad argumen-tativa (y si se quiere, teórica) de advertir cómo las narra-tivas que construyen al estado como una presencia fallida e inexistente niegan las muchas formas en las que el estado existe como presencia. Debemos decir aquí que el objetivo concreto de visibilizar los efectos adversos de la patología es ahondar en la movida crítica de “tomarse un descanso de”.9 Debería tomarse un descanso de la patología, no sólo porque al nombrarla se reproduce el esquema de dependencia y se limitan nuestras propias posibilidades de producción episté-mica en el plano teórico, sino también porque se están limitando de manera cruel las posibilidades de opera-ción de su proyecto político en el plano práctico.

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9 “Tomarse un descanso de” es una de las movidas teóricas de los Criti-cal legal studies (CLS). Proviene del texto de Janet Halley (2005).

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Revista de Estudios Sociales No. 46 • rev.estud.soc. • Pp. 216.ISSN 0123-885X • Bogotá, mayo - agosto de 2013 • Pp. 134-144.

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* Los resultados de investigación del presente trabajo se han obtenido parcialmente de la tesis doctoral La transformación de territorios en marcas: el reconocimiento y la diferenciación de identidades espaciales en tiempos posmodernos. Un estado de la cuestión, defendida por el autor en la Universitat Pompeu Fabra (España) y dirigida por el Dr. Joan Nogué y por la Dra. Mònika Jiménez. El autor agradece a los tres evaluadores anónimos sus valiosos comentarios y sugerencias.

v Doctor en Comunicación Social por la Universidad Pompeu Fabra (España). Director y profesor del Departamento de Comunicación de la Universidad de vic (España), y tutor de los Estudios de turismo de la Universidad oberta de Catalunya (España). Miembro del grupo de investigación tRACtE (tra-ducción Audiovisual, Comunicación y territorio) de la Universidad de vic y del Laboratorio de Análisis y Gestión del Paisaje (LAGP) de la Universidad de Gerona. Entre sus últimas publicaciones se encuentran: en coautoría con Joan Nogué, the Communicative Dimension of Landscape. A theoretical and Applied Proposal. Revista de Geografía Norte Grande 49 (2011): 7-24; y Marcas territoriales y desarrollo local en la Cataluña interior. Estudio de caso: territoris serens (el Lluçanès). Documents d’Anàlisi Geogràfica 58, nº 3 (2012): 417-439. Correo electrónico: [email protected]

Del Estado-nación al Estado-marca. El rol de la diplomacia pública y la marca de país en el nuevo escenario de las relaciones internacionales*

RESUMENEl establecimiento de relaciones entre países en un entorno global parece requerir nuevas estrategias que trascienden la tradicional diplomacia de Estado. La diplomacia pública deviene una renovada estrategia de proyección internacional, donde la marca de país ejerce un importante papel a modo de dispositivo aglutinador y de transmisión de identidades nacionales. De este modo, el nuevo “poder blando” de la representación geográfica parece transcurrir en el seno del debilitamiento del Estado-nación y en claro beneficio de una nueva forma de comunicar la identidad de un país más próxima a la intervención de diferentes agentes sociales que a la firma de tratados internacionales de competencia gubernamental. A partir de una revisión de la literatura existente, este artículo presenta un estado del arte relacionado con las nuevas estrategias de representatividad internacional llevadas a cabo por países y naciones.

PALABRAS CLAvEMarca de país, diplomacia pública, Estado-nación, branding.

Fecha de recepción: 4 de octubre de 2011Fecha de aceptación: 20 de abril de 2012Fecha de modificación: 27 de agosto de 2012

From Nation State to Brand State. The Role of Public Diplomacy and Country Branding in the New Stage of the International Relations

ABStRACtThe establishment of relationships between countries in a global era seems to require new strategies that, in some cases, trans-cend traditional state diplomacy. In this sense, public diplomacy has become a renewed strategy of transnational representati-veness in which the country brand exerts an important role as mechanism for agglutinating and transmitting national identities. Thus, the new soft power of geographical representation seems to take place within the weakening of the state-nation and clearly benefits a new way of communicating the identity of a country which is closer to the intervention of different social agents than to the signing of international treaties, a competence traditionally reserved for governments. Based on a review of existing literature, this article presents the state of the art related to the new strategies of international representativeness that have been executed by countries and nations.

KEy woRDSCountry brand, public diplomacy, nation-state, branding.

DOI: http://dx.doi.org/10.7440/res46.2013.14

Jordi de San Eugenio Velav

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Introducción

Los efectos de la globalización parecen replantear el papel de los Estados en el establecimiento de relaciones internacionales, que se concreta, en algunos casos, a través de una evolución de la tradicional diplomacia de Estado hacia una

renovada diplomacia pública apta para la coparticipación (gobierno y sociedad civil) en la definición de una estra-tegia compartida de posicionamiento internacional. En este sentido, el presente artículo pretende ahondar en la definición de un nuevo escenario de relaciones inter-nacionales, caracterizado por la capacidad de influencia en la opinión pública internacional. Esta influencia se ejerce mediante el uso de técnicas persuasivas (y no sólo informativas) a públicos internacionales, vehiculadas, parcialmente, mediante la proyección de una identidad competitiva transformada en una marca de país. Para llevar a cabo este propósito, se procederá a una revisión de la literatura relacionada con diplomacia pública, marca de país y construcción contemporánea del Estado-nación. Este artículo incorpora algunos de los resultados de investigación más relevantes de la tesis doctoral del autor, en la que se exploró, prioritariamente, todo lo referido a marcas de territorio y su vinculación con la diplomacia pública. En este punto, hace falta mencionar que el proceso de búsqueda y vaciado bibliográfico se realizó a partir de una pretendida voluntad crítica e interpretativa (hermenéutica), rehuyendo, en todo caso, un simple ejercicio de descripción y/o enunciación de los contenidos más relevantes que se desprenden de un proceso de revisión de esta naturaleza.

El artículo se inicia con una breve introducción de los aspectos más destacados que se tratarán a lo largo del texto, además de incorporar una explicación sobre la lógica de organización de sus contenidos. En seguida, se detalla la metodología utilizada, que básicamente se concreta a partir del trabajo teórico (revisión crítica de la literatura) referido a los términos “diplomacia pública”, “marca de país” y “nuevo Estado-nación”. El apartado “Apuntes previos” pretende una ubicación en contexto histórico de aspectos vinculados a la gestión gubernamental de las rela-ciones internacionales. En él se abordará la definición de los contenidos fundamentales que explican la transición de la diplomacia gubernamental o de Estado a la diplomacia pública. A continuación, se dedica un apartado a las marcas territoriales y a su proceso de construcción (branding), en especial en lo referido a sus significados y aplicaciones. Más adelante se asigna un pasaje del artículo al despliegue teórico de uno de sus argumentos centrales: la vinculación de la diplomacia pública a la proyección de una imagen internacional en positivo, que se produce, fundamental-mente, mediante la habilitación de una marca de país. La referencia al proceso de gestión de marca de espacios geográficos y su ineludible incorporación a una estrategia global de diplomacia pública complementará el apartado ya referido de marca de país. Las cuestiones identitarias y de nueva construcción de nacionalismos subyacentes a una renovada forma de entender y gestionar las relaciones internacionales tendrán cabida en el presente texto en los apartados “Identidad nacional, efecto del país de origen e importancia de la procedencia” y “Nación, nacionalismo y marca”. Por último, las conclusiones cierran la disposición de contenidos de este trabajo.

Do Estado-nação ao Estado-marca. O papel da diplomacia pública e a marca de país no novo cenário das relações internacionais

RESUMoO estabelecimento de relações entre países num ambiente global parece requerer novas estratégias que transcendam a tradicional diplomacia de Estado. A diplomacia pública torna-se uma renovada estratégia de projeção internacional, em que a marca de país desempenha um importante papel como dispositivo aglutinador e de transmissão de identidades nacionais. Deste modo, o novo “poder brando” da representação geográfica parece ter lugar dentro do enfraquecimento do Estado-nação e ao benefício claro de uma nova forma de comunicar a identidade de um país mais próxima à intervenção de diferentes agentes sociais que assinem tratados internacionais de competência governamental. A partir de uma revisão da literatura existente, este artigo apresenta um estado da arte relacionada com as novas estratégias de representatividade internacional postas em prática por países e nações.

PALAvRAS ChAvEMarca de país, diplomacia pública, Estado-nação, branding.

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Del Estado-nación al Estado-marcaJordi de San Eugenio Vela

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Otras Voces

Apuntes previos

La firma de la Paz de Westfalia (1648) representó el fin de la Guerra de los Treinta Años y resultó ser el germen de lo que hoy conocemos como Estado soberano. La soberanía del Estado se ejercía —y aún se ejerce, en algunos casos— mediante el derecho que cualquier Estado desarrolla en lo relacionado con la gestión de sus límites administrativos implementada con absoluta preeminencia sobre cual-quier agente o ente externo. Representa, en definitiva, la máxima expresión del Estado-nación que adopta carácter universal a partir del siglo XVIII con la Revolución Fran-cesa, las independencias americanas de finales del siglo XVIII e inicios del XIX y la industrialización (Petit 2009).

La crisis del Estado-nación supone el impulso de nuevos nacionalismos que parecen no tener cabida en el concepto tradicional de nación (Appadurai 1999). Por tanto, en el contexto de un mundo sometido a profundos cambios en la esfera económica, política, cultural y social, los Estados abandonan su monopolio en la tarea soberana de repre-sentación de los intereses de sus ciudadanos y de autoafir-mación nacional. En su lugar, surgen nuevas plataformas sociales integradas por diferentes actores que abogan por un nuevo sentimiento nacional, no entendido como un ejer-cicio de reafirmación individual o colectiva del Estado, sino definido por su capacidad para generar complicidades inter-nacionales a partir del despliegue de actuaciones compar-tidas entre el gobierno y la sociedad civil (Keating 2001).

Por tanto, la aparición de nuevos actores y nuevas fuentes de poder explica la transición hacia una nueva adminis-tración de las relaciones internacionales, que trasciende la representación oficial del Estado para pasar a dirigir sus esfuerzos hacia la capacidad de influencia en la opinión pública mundial. En este contexto, la comunicación desem-peña un papel fundamental (Jönsson y Hall 2003; Manfredi 2011; Rubio 2011). La aparición de nuevos actores1 se explica, entre otras razones, por las posibilidades de interconexión y de intervención en los asuntos públicos que proporciona el entorno digital. Las renovadas opciones de acceso infor-mativo a los denominados “asuntos públicos” provocan la aparición de un nuevo mapa de usuarios interesados en los “temas de Estado”, entre los que destacan, sobremanera, los agentes no institucionales, es decir, el grueso de la sociedad civil. Ello no comporta, tal y como afirma Rubio

1 Rubio destaca las compañías transnacionales, los denominados think tanks (lobbies de intelectuales con ideas afines) y las Organizaciones No Gubernamentales (ONG), quienes desarrollan el rol de emisores y productores de mensajes y contenidos dirigidos a la comunidad internacional (Rubio 2011, 34).

(2011), un desafío frontal a los gobiernos o al concepto tradi-cional de Estado, sino que supone adaptarse a las demandas impuestas por un nuevo flujo de información que fomenta una nueva gobernanza en los negociados de índole interna-cional. De este modo, las personas y su evidente empodera-miento generan redes informales encargadas de tejer una “nueva” diplomacia pública, en la cual los flujos de comu-nicación se producen “gente-a-gente” (diplomacia civil), o bien, “gobierno-a-gente” (diplomacia pública), y no como antaño: gobierno-a-gobierno (diplomacia tradicional) o diplomático-a-diplomático (diplomacia personal). En este sentido, el entorno digital y, más aún, las posibilidades de la Web 2.02 viabilizan nuevas formas de comunicación entre los gobiernos y las personas3 (Rubio 2011). He aquí el origen de la conocida como “diplomacia pública”, que representa, ante todo, la evolución natural de la diplomacia tradicional o de Estado hacia una nueva forma de establecimiento de relaciones internacionales con base en la coparticipación entre gobiernos y sociedad civil.

El término “diplomacia pública” se utilizó por primera vez en 1965, en el seno de la Public Diplomacy Alumni Associa-tion, y se definió del siguiente modo:

La diplomacia pública trata sobre la influencia de las actitudes públicas en la formación y ejecución de políti-cas exteriores. Comprende dimensiones de las relaciones internacionales más allá de la diplomacia tradicional; el incentivo por parte de los gobiernos a la opinión pública de otros países; la interacción de grupos e intereses privados entre países […]. En la diplomacia pública, el flujo transna-cional de la información y de las ideas es un aspecto clave.4

En este contexto, resulta decisiva la capacidad de influencia internacional de las naciones, que transcurre,

2 Según Ribes, “Podemos considerar como  Web 2.0 todas aquellas utilidades y servicios de Internet que se sustentan en una base de datos, la cual puede ser modificada por los usuarios del servicio, ya sea en su contenido (añadiendo, cambiando o borrando información o asociando metadatos a la información existente), bien en la forma de presentarlos o en contenido y forma simultáneamente” (Ribes 2007, 37).

3 Rubio se refiere a la ciberdiplomacia, diplomacia abierta o bien diplomacia digital como concreción de las posibilidades de fomento del debate on line de asuntos de Estado mediante la Web 2.0, de la posibilidad de intervención de actores no gubernamentales o, finalmente, de incentivo de una opción de Open government. Por todo ello, la ciberdiplomacia “deviene una extensión de la diplomacia pública que permite a los Estados participar en las redes distribuidas de información” (Rubio 2011, 44). La nueva comunicación entre ciudadanos y Estado se define, entonces, por su hibridez: pública y privada, de masas y de élites, en tiempo real y deliberativa (Estrella 2010, citado por Rubio 2011, 44).

4 Se trata de una definición propuesta por Edmund A. Gullion (1965), en aquel entonces decano de la institución académica The Fletcher School (Tufts University). <http://fletcher.tufts.edu/Murrow/Diplomacy>.

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ineludiblemente, por una adecuada proyección interna y externa de su imagen de país, no sólo con el fin de captar turistas, sino con el objetivo de integrarse en una nueva geopolítica global que no entiende de límites administra-tivos sino de fronteras mentales, en lo que supone la defini-ción de nuevas geografías posnacionales (Appadurai 1999). Por tanto, la imagen percibida de las naciones resulta deci-siva para la captación de infraestructuras, talento e inver-sión, entre otros aspectos. La proyección de identidades competitivas se vehicula por medio de la marca de país, que ejerce las funciones de dispositivo canalizador y de simplificación de los valores y/o atributos de una nación. A partir de aquí, se establece una relación simbiótica entre la diplomacia pública y la marca de país, con el fin de incidir en positivo en la opinión pública internacional (Manfredi 2011). Por tanto, se puede considerar que el nexo de unión entre la diplomacia pública y la marca de país se produce por representar dos de las estrategias compartidas de comunicación internacional más importantes llevadas a cabo por países y naciones (Noya 2007). Sin embargo, existen algunos puntos de divergencia entre ambas inicia-tivas, como la que señala que la marca de país, de perfil menos político y más comercial, tiene un objetivo terminal de producción de imágenes en positivo. Por el contrario, la diplomacia pública deviene un “asunto de Estado”, una representación compartida del país, de su gente y de su cultura, un esfuerzo por explicar las diferencias de lo inte-rior hacia el exterior (Noya 2007; Szondi 2008).

La denominada “Era PostWestfalia”5 se caracteriza por un creciente protagonismo de los agentes sociales en el establecimiento de relaciones internacionales a partir de estructuras de administración del poder más próximas a la gobernanza y al “poder blando” (Nye 2004), que por la tradi-cional administración hermética de la nación. En esta tesi-tura, los Estados parecen perder el monopolio en la gestión de los asuntos internacionales, que hoy va más allá de la gestión de embajadas y de delegaciones oficiales. De este modo, los gobiernos no centrales, las empresas, los sindi-catos, los movimientos sociales y las organizaciones trans-nacionales adoptan una inaudita relevancia (Petit 2009). La diplomacia pública parece ofrecer un entorno óptimo para la definición de relaciones internacionales entre naciones y Estados ante la emergencia de nuevos naciona-

5 Hace referencia a la progresiva intervención de la sociedad civil en asuntos tradicionalmente reservados al ámbito gubernamental y, en todo caso, a la tradicional soberanía ejercida por el Estado. La “Era PostWestfalia”, a pesar de situarse temporalmente en el siglo XVII, escenifica de manera simbólica la apertura de los asuntos de Estado a la ciudadanía y a la opinión pública en general, que de forma más precisa podríamos ubicar históricamente recién después de las dos guerras mundiales del siglo XX.

lismos, así como de la progresiva influencia ejercida por las identidades supranacionales (Appadurai 1999). Veamos, a continuación, las implicaciones inherentes a la cons-trucción y gestión contemporáneas de identidades nacio-nales mediante el uso de marcas.

Las marcas y el branding territorial: significados y aplicacionesEn opinión de Monerris,6 “una marca es una percepción significativa y estructurada en la mente del consumidor, con capacidad para desencadenar asociaciones de ideas espontáneas que condicionan su proceso de decisión y posterior transacción con un determinado producto y/o servicio” (Monerris 2008, s. p.). Por su parte, Fernández-Cavia define el término branding como el “proceso mediante el cual una organización (una empresa productora o de servicios, un partido político, una institución pública o un organismo gestor de un territorio) atribuye significado a la marca que representa. Por tanto, supone la construcción de valor de marca mediante la comunicación efectiva de los atributos que se quieran trasladar a la mente de los recep-tores” (Fernández-Cavia 2011, 105-106).

El tratamiento de las acepciones “marca” y “branding”, apli-cado al ámbito de los espacios geográficos, nos traslada al universo de las marcas de lugares y al branding territorial. En este sentido, por “marca de territorio” cabe entender, según López-Lita y Benlloch (2005 y 2006), el elemento que engloba atributos diferenciales de un espacio para conse-guir un determinado posicionamiento. Monerris (2008) identifica la marca de lugares con el uso de un dispositivo que utiliza la estrategia de branding para dotar una ciudad, una región o un país de un valor añadido de tipo económico, social y cultural. La situación provocada por la emergencia de un mercado global de lugares implica que la necesidad de singularizar territorios sea más evidente que nunca. En este sentido, una mayoría de autores coinciden en señalar que la marca de lugares debe centrarse en incrementar la competitividad de un territorio y de su atracción turís-tica, favorecer los niveles de inversión extranjera o conse-guir un determinado posicionamiento geoestratégico, entre otros objetivos. De igual forma, el branding territorial requiere una planificación a largo plazo, con la finalidad de construir y mantener una reputación regional o nacional distintiva, positiva y competitiva tanto interna como exter-namente. Se consigue a través de una aproximación estra-tégica, armonizada y públicamente consciente hacia la

6 Véase más información en <http://goo.gl/yx3lU>.

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Otras Voces

innovación, la agenda pública, las relaciones externas, la promoción de inversiones, la exportación, el turismo y las relaciones culturales (Monerris 2008).

Para Kotler (2004), la necesidad expresada por los ciuda-danos de disponer de un territorio de oportunidades se concreta en el mismo ejercicio de branding territorial. Neben-zahl (2004) sostiene que no debe confundirse el place branding con la afectación que una determinada localización tiene sobre una marca. Rainisto (2004) apunta que la marca de territorio debe ocuparse de la creación y la comunicación de una identidad de lugar que posibilite el aumento de su atractivo. Por su parte, Gertner (2004) sostiene que en el futuro sólo subsistirán aquellos emplazamientos que sean capaces de ofrecer una calidad distintiva y diferencial en relación con el resto de competidores, y éste es trabajo asignado de manera específica a la marca de territorio. En la misma línea se sitúa Van Ham (2004), al considerar que los Estados sin marca tendrán numerosas dificultades para atraer la inversión económica y para disponer de relevancia política. De alguna forma, como ocurre en el ámbito corpo-rativo, los Estados deben crear su personalidad, y ésta puede proceder de la marca de territorio. Según Morgan (2004), la lucha para conseguir consumidores en el mercado de destinos turísticos se decidirá en el ámbito del corazón y de la mente de los usuarios potenciales, y, por lo tanto, más en el universo de valores emocionales que en el de valores funcionales. En este contexto, la marca de territorio es un gran identificador de valores intangibles asociados a un determinado destino turístico (San Eugenio 2012).

Para Govers y Go (2009), el proceso de place branding se refiere a la creación de valor de marca relacionado con la identidad nacional, regional, de ciudad y/o local. En su opinión, una marca de territorio es la representación de la identidad de un lugar mediante la construcción de una imagen favorable, tanto en el ámbito interno como en el externo, algo que le proporcionará, de modo automático, una notoriedad, una calidad percibida, así como otras asociaciones positivas de marca. Por último, Moilanen y Rainisto (2009) destacan que el proceso de branding, aplicado en los últimos años en la esfera corporativa, debe incorporar importantes adapta-ciones cuando pretende trasladarse a la realidad de los espa-cios geográficos. Sostienen que la creación de una marca de territorio es, en el ámbito global, más exigente, a la vez que difiere de manera significativa del control al que, tradicio-nalmente, puede someterse una marca comercial. Para estos autores, la influencia ejercida por una marca de territorio tiene que orientarse a corporaciones e inversores, a la indus-tria turística, a la diplomacia pública, a la exportación indus-trial y, por último, al fortalecimiento de la autoestima y del sentimiento de pertenencia e identidad de los ciudadanos.

La marca de paísEn el contexto de este trabajo, la revisión de la literatura vinculada con la marca en el espacio nacional y estatal se tratará de forma conjunta, dado que se produce de este modo en la literatura referida a esta temática. A pesar de que la escala geográfica y administrativa es diferente (Estado y nación), el tratamiento recibido y el significado que se le asocia —es decir, considerar todos los valores y/o atributos del territorio desde un punto de vista holístico o de representación global de un territorio— recomiendan su tratamiento conjunto. Aun así, Fan (2006) sostiene que el término “nación” se refiere a un gran grupo de gente que comparte raza y lenguaje, mientras que la acepción “país” equivale a una superficie de terreno ocupada por una nación. El mismo autor señala que ambos términos se utilizan de manera indistinta en la literatura, aunque hay una diferencia sutil entre imagen de marca de nación e imagen de marca de país. En el mismo sentido, diferencia el término nation branding (branding de naciones) del nation brand (marca de nación), al sostener que una nación tiene una imagen de marca, con independencia de la aplicación o no de una estrategia de branding. Por todo ello, Fan (2006) define el branding de naciones en relación con la aplicación de técnicas de comunicación propias del marketing y del bran-ding para promocionar la imagen de un espacio nacional. Por tanto, las connotaciones simbólicas, de representati-vidad y de marca se asocian al término nation, mientras que la referencia a la entidad geográfica y a los límites admi-nistrativos se relaciona con la expresión country. Esta inves-tigación se interesa sobre todo por las connotaciones de marca asociadas al territorio y, por tanto, se sitúa más en la órbita de la expresión nation y, por extensión, del nation branding. A su turno, Gudjonsson (2005) señala la exis-tencia de tres posicionamientos y/o actitudes fundamen-tales ante la llegada del branding de naciones. En primer lugar, se refiere a la posición absolutista, que defiende la equiparación absoluta del branding corporativo con el branding territorial. En segundo lugar, el autor menciona la posición moderada, que si bien cree que las naciones no pueden seguir un proceso de marca, sí considera que las herramientas propias del branding pueden ser útiles para incrementar el valor de las marcas de naciones. Finalmente, existe la visión realista, que sostiene que las naciones no se pueden cambiar usando las técnicas del branding, debido a su naturaleza holística, en muchos casos fundamentada en el nacionalismo.

De las definiciones que ofrece la Organización Mundial del Turismo (OMT), se desprende que la práctica del nation branding y el country branding se relaciona con una manifes-tación concreta de lo que es y lo que representa un país.

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En este sentido, la vinculación de estas dos tipologías de branding con la diplomacia pública y las relaciones interna-cionales parece mucho más clara que en otras manifesta-ciones de branding de territorios. Por tanto, la proyección de una imagen positiva hacia el exterior —con lo que ello conlleva— se equipara a un ejercicio propio de una emba-jada, de la diplomacia o de una política de relaciones internacionales, con la implicación consiguiente de unos niveles de representatividad y de voluntad integradora de los activos de una entidad territorial plena, es decir, un país o una nación.

Esta visión es compartida por Dinnie (2008), quien asegura que el branding de naciones, además de procurar la atracción de turistas, la estimulación de la inversión interna y el impulso de las exportaciones, entre otros aspectos, pone su foco de acción en el aumento de la estabilización de la moneda, el restablecimiento de la credibilidad interna-cional y la confianza de los inversores, el incremento de la influencia política, el fortalecimiento de las alianzas internacionales y, en general, la mejora de la imagen de la nación en la arena mundial. Tal vez ésta es la diferencia esencial entre branding de naciones y/o países y branding de unidades territoriales inferiores, tales como los destinos, las ciudades o las regiones. Mientras que en el primer caso se imponen los intereses globales, de imagen atomizada, de representatividad transversal, en el segundo caso preva-lecen intereses más de tipo sectorial, y, por tanto, su gestión se afronta desde un punto de vista más delimitado, menos totalizador de los intereses generales que sí se encuentran presentes en el nation branding o en el country branding (San Eugenio 2011). En el apartado que sigue se delimitarán las relaciones de complementariedad y/o de divergencia exis-tentes entre una marca territorial y una estrategia global de diplomacia pública.

Branding de espacios geográficos y diplomacia públicaLa relación existente de complementariedad, o bien, de sumisión del nation branding a la diplomacia pública, o vice-versa, ha generado un amplio debate entre la comunidad científica.7 De hecho, la diplomacia pública se organiza en diversos ámbitos, entre los cuales destacan el cultural, el de las relaciones personales y el económico-comercial, que representa el principal encaje con una iniciativa de nation branding (Cull 2008; Gilboa 2008).

7 El trabajo de Szondi (2008) Public Diplomacy and Nation Branding: Conceptual Similarities And Differences representa una valiosa aportación al respecto.

Castells define la diplomacia pública en los siguientes términos: “La diplomacia pública no es propaganda. Y no es la diplomacia del gobierno. No necesitamos utilizar un nuevo concepto para designar las prácticas tradicionales de la diplomacia. La diplomacia pública es la diplomacia de la opinión pública, es decir, la proyec-ción en el ámbito internacional de los valores e ideas del público”8 (Castells 2008, 91). El alcance de la defini-ción muestra de qué forma la diplomacia pública deja atrás la diplomacia tradicional (comunicación entre gobiernos), situándose, de este modo, en los albores de la denominada “nueva” diplomacia pública (Melissen 2005; Cull 2009; Evans y Steven 2010), surgida en Estados Unidos tras los sucesos del 11-S9 y vinculada al concepto de “poder blando”10 de Nye (2004).

Gilboa (2008) justifica la aparición de una versión evolu-cionada de diplomacia pública en función de una triple revolución: en comunicación masiva (internet y las redes globales de noticias), en política (aparición de una demo-cracia real, de participación masiva en procesos políticos) y, finalmente, en relaciones internacionales (que sitúa la obtención de una imagen y una reputación favorables en el centro de la estrategia diplomática). Por su parte, Gregory (2008) sostiene que la diplomacia pública es un instrumento de comunicación usado por los gobiernos en un sentido amplio, mientras que Dinnie (2008) afirma que el nation branding aboga por el cuidado especí-fico de la imagen nacional proyectada en el exterior. Por tanto, se puede convenir que, en la actualidad, tanto la diplomacia pública como el branding de países devienen dos de las estrategias más importantes de comunicación internacional ejecutadas por Estados y naciones (Jönsson y Hall 2003; Noya 2007; Manfredi 2011).

La gestión e implementación del branding de lugares son otra cuestión recurrente en la literatura. Hay que tener en cuenta que, en la mayoría de los casos, es una competencia propia de la gestión pública del territorio y, por tanto, del poder político y de la administración pública. La distancia entre los responsables políticos y las técnicas propias del branding dificulta una conceptualización y visión correctas de lo que puede aportar a los territorios la aplicación de esta técnica. Sin embargo, muchos autores señalan que la

8 Traducción del autor.9 Se corresponde con los atentados terroristas suicidas acontecidos el 11

de septiembre de 2001 en Estados Unidos, cuya autoría se atribuye a la red yihadista Al-Qaeda.

10 Algunos autores como Wilson (2008) se refieren al término smart power (poder inteligente) para designar un punto de equilibrio entre el hard power (poder duro, coercitivo) y el soft power (poder blando, persuasivo).

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gestión de una marca de territorio es competencia del poder político y del empresariado, de forma conjunta (Olins 2002; Kavaratzis 2005; Anholt 2010).

Asimismo, muchos otros autores y autoras coinciden en afirmar que la fórmula óptima de gestión de una estrategia de place branding es la de constitución de un ente mixto, de una visión compartida, en la que la administración pública y el poder político puedan participar mancomunadamente (Kotler y Gertner 2002; Morgan, Pritchard y Pride 2002; Olins 2004; Kavaratzis 2005; Moilanen y Rainisto 2009; Govers y Go 2009; Anholt 2010). Precisamente, y debido a esta vinculación del ejercicio de place branding con la gestión pública del territorio y, en particular, con la gestión para la mejora de su imagen, se produce un acercamiento del branding de territorios hacia la diplomacia pública y la ciencia política. Van Ham (2001 y 2008) y Anholt (2006, 2007 y 2010) se refieren a ello abiertamente. Anholt (2006 y 2007) sostiene que hay una versión evolucionada de diplo-macia pública fundamentada en el interés renovado de los gobernantes por cuidar la imagen proyectada de los territorios de los cuales son representantes.

De hecho, la diplomacia pública, según Anholt (2006), se convierte en algo similar a un subconjunto del nation bran-ding.11 En todo caso, debe hacerse notar que la diplomacia pública no es un asunto exclusivamente de Estados, sino que numerosos entes subestatales han desarrollado estra-tegias de proyección exterior aprovechando la nueva coyuntura de las relaciones internacionales (Wang 2006). Algunos ejemplos relevantes en este sentido son los de Flandes, Quebec, Irlanda o Cataluña, que han activado sus propias iniciativas de paradiplomacia pública.12

Para Anholt (2006), ya no debe entenderse la diplomacia pública como un ejercicio de presentación y representación de la política de los gobiernos a otro público, sino que, hoy en día, la gestión diplomática pasa a ser un asunto público en el que el interlocutor válido es la sociedad en general, en sustitución de los diplomáticos o ministros. Por tanto, y en

11 Esta postura no es compartida por una notable mayoría de la comunidad científica dedicada a las relaciones internacionales. Son muchos los autores que censuran la consideración de la diplomacia pública a modo de subdisciplina del marketing y/o branding (Nye 2004; Melissen 2005; Noya 2007; Cull 2008; Szondi 2008; Seib 2009).

12 Según manifiesta Keating, la paradiplomacia pública supone, por esencia, un ejercicio de diplomacia pública liderado por naciones sin Estado. En su opinión, existen dos tipos de paradiplomacia pública: la funcional (altamente politizada), que persigue objetivos finalistas de construcción nacional sin Estado, o bien de una eventual independencia; y la de tipo más emocional, fundamentada en un sentimiento de identidad nacional diferenciado y en un proyecto de construcción nacional (Keating 2001, 25-26).

la misma dirección que lo hace el nation branding, la diplo-macia pública no debe limitarse a comunicar y/o promover la política del gobierno, sino que debe trabajar conjunta-mente para mejorar su reputación internacional, que está de manera absoluta condicionada por la imagen que un territorio proyecta en el exterior.

En el ámbito del desarrollo profesional de una estrategia de nation branding existen, en la actualidad, tres metodologías de implementación y valoración de la imagen de marca de los países. En realidad, el servicio de consultoría suele vincu-larse al establecimiento de clasificaciones de los países que ostentan una mejor posición en la arena mundial. Es el caso, por ejemplo, del indicador The Anholt-GfK Roper Nation Brands Index,13 impulsado por Simon Anholt, quien utiliza los indicadores provenientes del Nation Brand Hexagon (turismo, ciudadanía, exportaciones, cultura y patrimonio, gobernanza, inversión e inmigración) para ordenar los países con mejor imagen y reputación. Del mismo modo, la consultoría Future Brand desarrolla anualmente, y desde 2005, el estudio Country Brand Index14 (CBI), encargado de evaluar la fortaleza de las marcas de país (113 naciones). Los atributos que utiliza esta empresa para clasificar las mejores imágenes de país proyectadas a escala mundial se corres-ponden con sistema de valores (libertad política, tolerancia, marco legal estable, libertad de expresión y respeto al medio ambiente), calidad de vida (mejor para vivir, educación, sistema de salud, estándar de vida, seguridad y oportuni-dades laborales), aptitud para los negocios (mano de obra cualificada, tecnología avanzada, clima de inversión y marco regulatorio), patrimonio y cultura (belleza natural, historia, arte y cultura, y autenticidad), y, finalmente, se considera el turismo (comodidades, hoteles y resorts, atrac-ciones y gastronomía). Por último, la consultora Reputation Institute evalúa la reputación e imagen de países y naciones mediante el sistema Country RepTrack15

L’Etang (2009) y Xifra (2010) destacan el papel crucial que las relaciones públicas desarrollan en el vínculo que se establece entre las estructuras políticas y sociales y su público potencial. Asimismo, mencionan la importancia que la comunicación, en sentido amplio, alcanza en un escenario de construcción y de desarrollo nacional. Tanto es así que muchas naciones ya utilizan varias campañas de comunicación a modo de herramienta estratégica de mantenimiento y/o modificación de las relaciones exis-tentes entre administraciones y administrados. De hecho,

13 Véase más información en: <http://goo.gl/y4nRN>.14 Véase más información en: <http://goo.gl/9xaxH>.15 Véase más información en: <http://goo.gl/DQTGw>.

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la comunicación para el desarrollo nacional incluye, según señalan Ordeix-Rigo y Duarte (2009) y Xifra (2010), prácticas de diplomacia pública y de comunicación con corporaciones multinacionales. Por tanto, los argumentos de construcción nacional mediante el diseño de concretas estrategias de comunicación trascienden la histórica rela-ción entre ciudadanía y gobierno, para dirigirse directa-mente a los individuos que, de forma activa, participan en organizaciones de la sociedad civil. Xifra cierra su discurso de la siguiente manera: “La comunicación como herramienta para la construcción nacional debe enten-derse como el instrumento que construye y mantiene las relaciones, y no sólo como el canal o medio para los esfuerzos de comunicación del gobierno [...]” (Xifra 2010, 131). A partir de todo lo expuesto, se manifiesta la nece-sidad de que la diplomacia pública se vincule y coordine con los responsables de gestión de la marca de territorio, en el marco de una estrategia nacional a largo plazo. El reto es, según Anholt (2007), conseguir una notoriedad sustancial de la marca de territorio sin el uso de los medios de comunicación de masas.

A su turno, Van Ham (2008) se refiere al politólogo Joseph Nye y su conocida teoría del poder blando (soft power). La atracción y la persuasión generadas por los países se obtienen a partir del poder blando que otorga la represen-tación geográfica, y nunca a partir del poder duro proce-dente del uso de armas (Van Ham 2008). En este sentido, el autor asegura que la diplomacia pública actual se integra de lleno en el proceso de construcción de una marca, es decir, la habilitación de un relato estatal, de un inventario mental de países. El nuevo rol que adoptan los Estados posmodernos se explica por la necesidad de atraer actividad económica, factor indispensable para ser competitivos en el mercado de lugares actual. Es a partir de esta constata-ción que resulta posible afirmar que el place branding (cons-trucción de marca de lugar) se convierte hoy en un aspecto crucial para la competitividad de los Estados.

Los problemas surgen cuando la vinculación de los Estados a una marca se lee en clave peyorativa, puesto que se considera que una nación pierde su dignidad cuando se equipara a un producto comercializable. También surge una lectura de tipo propagandístico, porque se entiende que determinadas iniciativas de branding son simples ejercicios de propaganda política, lo que ha perjudicado su credibilidad entre el gran público. De hecho, Van Ham (2001) matiza su discurso preguntándose si la llegada de los llamados “Estados marca” deviene una metáfora que representa un cambio de administración política, en la que los antiguos recursos del poder duro (armas, coer-ción) se sustituyen por nuevos valores del Estado-nación

concretados en una administración del poder mucho más sutil (poder blando). Asimismo, este autor asegura que está surgiendo un nuevo “gran juego” de la política, esta vez no sobre el petróleo o las rutas comerciales, sino sobre la imagen y la reputación.

Identidad nacional, efecto del país de origen e importancia de la procedenciaLa constatación de que los territorios usan lógicas de gestión y comunicación propias de las marcas corporativas no es nueva. Lo realmente innovador es bautizarlo con el nombre de nation branding. En este sentido, la concreción del branding de naciones se produce a partir de la conver-gencia de la literatura referida a la identidad nacional y al efecto del país de origen (country of origin effect o product country image, en terminología anglosajona). La coincidencia de intereses y la concreción de un ámbito de conocimiento emergente provocan que en 2002 la publicación Journal of Brand Management dedique una edición especial a abordar la temática relacionada con el branding de naciones. Según señala Dinnie (2008), la identidad de la marca de nación se construye a partir de dos inputs fundamentales: el entorno natural y las marcas corporativas que disponen de claras connotaciones referidas a su territorio de procedencia (el made in, en inglés).

De este modo, la histórica vinculación entre marcas de productos, servicios, corporaciones y marcas de territorios se ha gestionado mediante “el efecto procedencia”. Es recu-rrente la literatura que se refiere al efecto del país de origen (Olins 1999; Jaffe y Nebenzahl 2006; Anholt 2007), que implica una rápida asociación de ideas entre un producto y su territorio de procedencia. Anholt (2007) sostiene que el efecto del país de origen es poderoso y complejo. Se trata de un fenómeno que ha sido revisado por los académicos vinculados al marketing en los últimos treinta o cuarenta años. En concreto, hay más de 766 publicaciones —corres-pondientes a 789 autores diferentes y editadas entre 1950 y 2001— que se refieren a este asunto directamente. El énfasis en la investigación se ha depositado en la psico-logía de los consumidores, en función de la influencia ejer-cida por el efecto del país de origen y su aprovechamiento en campañas de marketing. Papadopoulos (2004) —según sostiene Anholt (2007)— ha sido uno de los autores que más se ha referido a la vinculación positiva proveniente de la procedencia de determinados bienes de consumo.

Anholt y Hildreth, en su obra Brand America, the Mother of All Brands, explican así el efecto del país de origen en la elección de unos determinados bienes de consumo:

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El efecto del país de origen es parte de la razón por la cual, a inicios de la década de los noventa del siglo XX, los americanos compraron cantidades ingentes de vehícu-los Toyota Corolla (especialmente caros), en detrimento del modelo Geo Prizma (bastante más barato), a pesar de ser el mismo coche, producido en la misma factoría. Los consumidores americanos consideraron que los coches japoneses ofrecían más valor que los automóviles ameri-canos, y por ello optaron por comprar el modelo Toyota. (Anholt y Hildreth 2004, 11)

Jaffe y Nebenzahl (2006) se refieren al proceso relacional entre marcas comerciales y marcas de países a partir de la definición de la imagen de país y de lo que ellos llaman “efecto halo”. Por un lado, entienden que la imagen de un país se define a partir del impacto que las generalidades y las percepciones de un Estado tienen sobre la evalua-ción que una persona hace de los productos y/o marcas de un determinado territorio. Es, pues, un proceso que se retroalimenta constantemente. Si un país dispone de una imagen consistente, repercutirá en positivo en sus marcas comerciales en origen. Y también en sentido contrario, es decir, la buena imagen de una marca comer-cial vinculada a una determinada procedencia acabará favoreciendo, también, la imagen del mismo territorio. En este sentido, Valls define en los siguientes términos el concepto de imagen de marca de país (IMP): “Es la percep-ción que tienen los consumidores directos, indirectos, reales y potenciales de los países” (Valls 1992, 29).

Con relación al “efecto halo” ya mencionado, éste se corres-ponde, en esencia, con un sesgo cognitivo que consiste en trasladar la imagen positiva de un país a todos los productos y/o servicios provenientes (made in) de este mismo país. Por tanto, el constructo “halo” asume que las imágenes de los países se fundamentan en la experiencia con la procedencia de varios productos, y también a partir de la percepción de los atributos de los productos que se fabrican. Por tanto, un comportamiento y una actitud determinados ante una marca comercial dependerán, en gran parte, de la transmisión de atributos positivos provenientes de su territorio de proce-dencia. De este modo, la variable “ubicación de procedencia” se convierte actualmente en un atributo muy considerado en el ámbito de las marcas comerciales, hasta el punto que la familiaridad con los productos de un país termina afectando a la imagen del país en cuestión, debido al “efecto halo”. De hecho, hay casos en que la marca es el mismo territorio, por ejemplo, en las denominaciones de origen o en las ya tradi-cionales anexiones de marcas comerciales a territorios, por razón del valor añadido, en cuanto a refuerzo de imagen que esta fusión conlleva. Es el caso, por ejemplo, de Custo Barce-lona, Pepe Jeans London o Évian-les-Bains, entre muchos

otros ejemplos. De alguna manera, surge el nacimiento de lugares concebidos como marcas a partir de asociaciones de valores y atributos que, recíprocamente, inician procesos de branding compartido. En este sentido, algunos bienes de consumo franceses también utilizan la histórica imagen de Francia asociada a glamour y sofisticación, para incorpo-rarla con valor añadido a perfumes o productos de estética corporal, por citar sólo algún ejemplo. Lo mismo pasa con los coches alemanes o la moda italiana. En este punto, Anholt (2007) exhorta a la necesidad de aprovechar de una manera más creativa la ventaja comparativa proveniente de las connotaciones asociadas al país de origen. En este sentido, apuesta por la transición de la simple considera-ción de “producción nacional” hacia una visión más valiente e implicada, que integre el valor añadido de los bienes y servicios producidos en un determinado territorio —en cuanto a imagen— en beneficio de una proyección integral de los valores y/o atributos constitutivos de la imagen tota-lizadora de un país o una nación.

Nación, nacionalismo y marcaDe alguna manera, la definición actual de identidad transcurre, en gran parte, a través del tamiz mercanti-lista impuesto por la emergente competitividad entre países y naciones. Por tanto, el proceso de country branding (construcción de marca de país) representa, per se, una manifestación más del proceso de construcción de una identidad colectiva (Rodríguez-Amat y Campalans 2010). Es interesante observar el proceso de branding de países y naciones leído desde una óptica interna. La marca, en este contexto, se convierte en una oportunidad para profesiona-lizar la gestión de la identidad de países y naciones en el ámbito internacional, aunque, por lo que se desprende de la revisión de la literatura, el poder político encargado de la gestión pública de los territorios está poco acostumbrado a trabajar con unos determinados estándares provenientes del marketing y el branding.

En todo caso, lo que sí queda claro es que, a diferencia de etapas anteriores en que sólo se trabajaba con una visión de proyección externa (promoción turística) y se obviaba a la población autóctona, el branding de naciones y de países trabaja con la anexión de las comunidades locales a una idea de nación que, transformada en un determinado valor de marca, se convierta en un motivo de orgullo nacional. Esto significa que el sentimiento de pertenencia o la exaltación del patriotismo es algo inherente a la orientación estratégica de la identidad nacional, lo que implica, en términos del branding, un determinado diseño de la marca de país.

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Si bien el trabajo con intangibles implica que el consu-midor es también un prosumer,16 la construcción de identidades es también un asunto que incumbe a las comunidades locales, tanto en su definición como en su proyección. En esta tesitura, el quid de la cuestión consiste en averiguar si el despliegue de una estrategia de nation o country branding implica una simple alineación de los valores inherentes a la identidad nacional con las directrices resultantes de una orientación de mercado, o bien, si en el mismo proceso de definición de una identidad expor-table y comercializable de una nación se produce, además, un ejercicio de nacionalismo. En esta línea, la relación dual entre marca e identidad deviene sinuosa, tal y como señalan Rodríguez-Amat y Campalans (2010).

También es interesante constatar que la mayoría de teorías asociadas a la globalización y al posmodernismo señalan el debilitamiento del poder tradicional asociado al Estado-nación, en beneficio de un proceso de frag-mentación y redistribución de las esferas de poder. Otros autores anuncian la llegada del poder glocal (Robertson 1994 y 1995; Appadurai 1996; Featherstone 1996), en el cual la actuación global no implica perder de vista la singula-ridad y las necesidades en el nivel local. En este punto, de nuevo Rodríguez-Amat y Campalans (2010) sostienen que la diferencia entre la histórica y tradicional construcción discursiva de la nación y la actual creación de una marca de país se encuentra condicionada, por un lado, por su inserción en un proceso de comunicación de masas, y, por el otro, por una clara segmentación estratégica propia del marketing. Otro aspecto por considerar es si el branding de naciones y/o países se convierte en una realidad cons-tatable de la sociedad líquida, efímera y volátil (Bauman 2003) propia del mundo contemporáneo. Este aspecto presupone preguntarse si la marca de país es un pastiche que ofrece una salida al deseo excéntrico de consumo de imágenes y experiencias propio del posmodernismo. Por tanto, ¿la creación de una marca de país implica la diso-lución, simplificación y/o banalización de su identidad, o bien, supone un proceso actualizado de construcción de identidad? Y todavía una pregunta más: ¿Es la marca lo que realmente hace diferentes y/o singulariza a los países? Rodríguez-Amat y Campalans ofrecen su visión particular para responder a la pregunta planteada:

16 Se trata de un acrónimo formado a partir de la unión de los términos producer (productor) y consumer (consumidor). Toffler impulsó el uso de esta denominación en sus obras Future Shock (1970) y The Third Wave (1980). Asimismo, en la obra Take Today: The Executive as Dropout (1972), McLuhan y Nevitt también se refirieron al nuevo rol de actor activo y pasivo a desarrollar por el usuario, a tenor del rápido avance de la tecnología y de sus posibilidades de interacción con los contenidos.

Los Estados, convertidos en marcas, son investidos para seguir concurriendo en un terreno que los iguala —como antaño los habría igualado la guerra— y los distingue: el mercado. Los procesos en este campo son harto comprendidos: los iguales concurren ante el juez neutral supremo que es la ley de la oferta y la demanda [...]. La marca (esa máscara de la identidad nacional que reduce el Estado) pasaría a ser una entidad empíricamente constatable, segmentable, medible, comparable, modificable, un fenómeno susceptible de someterse a la indagación de los estudios de mercado. (Rodríguez-Amat y Campalans 2010, 184)

ConclusionesLa marca no sólo se constituye hoy, a modo de importante activo del territorio, en la tarea de contribución a la fija-ción de una identidad y de una reputación, sino que se vislumbra la llegada de una estrategia que dota de nuevas oportunidades a los territorios, en el sentido de ofrecerles nuevas vías de desarrollo a partir de la captación de inver-siones, talento, infraestructuras, etc. Asimismo, la marca de territorio tiene asignados roles diferentes en función de la escala geográfica en la que se encuentra circunscrita. Se constata que las marcas de naciones y países se refieren a algo más sobrio, más representativo, con una vocación claramente institucional y, por tanto, con una incidencia relevante de tipo estructural en la imagen de una entidad territorial nacional. Del mismo modo, las marcas de destino y de ciudad tendrían, a priori, un papel secun-dario, una tarea más dirigida a generar reputaciones para escalas geográficas más pequeñas —ciudades y destinos— con los niveles de concreción que un ámbito de trabajo más pequeño permite.

La realidad es que la heterogeneidad y, por tanto, la comple-jidad inherente a las marcas nacionales y/o estatales hacen que su lectura se produzca, en algunos casos, mediante el efecto del país de origen o la vinculación que se establece entre productos y sus países de procedencia. En cambio, y en muchos casos, la marca de ciudad —por el hecho de representar al territorio por excelencia de la globalización, y por el hecho de identificarse con valores tan importantes como la creatividad o la innovación— se consolida como activo principal de imagen en la proyección global de la reputación de un país.

De igual forma, una marca de territorio se define, preferentemente, por su incidencia en la percepción espacial de los individuos. Esta percepción incorpora valores y/o atributos diferentes, provenientes de una

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identidad singular que permite un posicionamiento ventajoso en un nuevo mercado global de lugares. El posicionamiento proviene de la proyección y posterior percepción en positivo de los valores tangibles e intan-gibles del territorio representado, los cuales, con una adecuada estrategia de comunicación, acaban decan-tando nuestras preferencias de elección.

La llegada de la marca de territorio no representa nada demasiado nuevo respecto de lo que históricamente han desarrollado varios países, ciudades, regiones o destinos, ya sea de forma consciente o inconsciente (el branding de hoy se puede asociar, con ciertas reservas, al naciona-lismo y/o el patriotismo de ayer). En este sentido, trazar un recorrido histórico que defina la evolución que a lo largo de los años ha experimentado la práctica de lo que actualmente se denomina como branding territorial puede resultar un buen ejercicio de situación de las marcas de territorio en perspectiva histórica.

Además, la construcción del discurso nacional, de la identidad propia y de un sentimiento orgulloso de pertenencia ha sido una tarea por tradición asignada al Estado-nación. En este sentido, habría que revisar si, en cierto modo, la vinculación de la marca de territorio a la acción política, la diplomacia pública y las relaciones internacionales, le confiere, de manera sutil y encu-bierta, la responsabilidad y la legitimidad para una reno-vada construcción del espacio nacional, ante la pérdida de poder de un devaluado Estado-nación, parcialmente vencido por la lógica híbrida y desterritorializadora natu-ralmente asociada a la globalización. También resulta interesante adentrarse en la controvertida relación exis-tente entre la diplomacia pública y el nation branding, en lo que ha supuesto un exceso de celo del ámbito de cono-cimiento vinculado al marketing,17 al considerar que la diplomacia pública se integra en una estrategia global de branding nacional, y no en sentido inverso. Si bien es cierto el enorme peso específico que adopta la marca en la construcción y posterior proyección de la imagen de un espacio nacional, no debe olvidarse que, tal y como señala Gilboa (2008), la técnica de branding aplicada a países y naciones deviene una contribución reciente de las ciencias sociales a la diplomacia pública, junto al “poder blando”, los medios de comunicación de masas,

17 Szondi (2008, 20) considera que Anholt ha sido uno de los primeros autores vinculados al marketing en imaginar a la diplomacia pública como parte de una estrategia global de nation branding. Una visión, según manifiesta Szondi, que ha ejercido una fuerte influencia en las mentes de investigadores y profesionales. Este punto de vista es rechazado por la mayor parte de la comunidad científica y profesional dedicada a la diplomacia pública.

la opinión pública o las relaciones públicas, entre otras aportaciones por destacar.

En el ámbito específico de los países y las naciones, se produce una clara evolución de la variable identidad en los últimos años, que parte de una situación inicial de identidad nacional, seguida por la importancia de fija-ción de una identidad territorial, para, actualmente, trabajar de manera específica con lo que se conoce como identidad de marca de país.

La expresión anglosajona country of origin effect (efecto del país de origen) representa, con certeza, una de las vinculaciones más claras que se establecen entre marcas comerciales y marcas de territorio. La revisión de la literatura muestra que, si bien el territorio y la marca comercial se retroalimentan en beneficio mutuo en todo este proceso, siempre es la marca comercial la que fija el atributo —a menudo, estereotipado— a partir del cual reconocer e identificar un territorio (puntualidad suiza, glamour francés, elegancia italiana, precisión alemana o tecnología japonesa, por poner algunos ejemplos). Por tanto, la marca comercial ha sido habitualmente preponderante en su vinculación con el territorio.

Por último, la diplomacia pública parece representar el fin del monopolio ejercido por el Estado-nación en lo refe-rido al establecimiento y gestión de relaciones internacio-nales. Buen ejemplo de ello es el despliegue de iniciativas de paradiplomacia pública llevadas a cabo por naciones sin Estado, quienes tienen a su alcance nuevas oportuni-dades de incidencia y representatividad internacional. En este sentido, se intuye la llegada de una nueva geopolítica global, capitalizada por la gestión del capital simbólico de los países (mediante sus respectivas marcas) y por la construcción de fronteras mentales (en detrimento de las características fronteras administrativas), en lo que repre-senta la constitución de un nuevo orden mundial caracte-rizado por el aumento del protagonismo y de la capacidad de intervención de la denominada “sociedad civil” en los asuntos de Estado y, más concretamente, en todo lo que compete a la definición y posterior gestión de una estra-tegia de relaciones internacionales.

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* El artículo fue realizado en el marco de la cooperación como integrantes del CEICS, de la Universidad de Buenos Aires, y los tres autores cuentan con beca posdoctoral del Conicet (Argentina).

v Doctora en historia de la Universidad de Buenos Aires y docente de la misma institución. Becaria posdoctoral del Conicet, Argentina. Autora de La educación argentina en épocas de la última dictadura militar: regionalización y descentralización del nivel primario de educación 1976-1983. Contextos Educativos: Revista de Educación 16 (2013): 53-77, y coautora de La sanción de la Ley orgánica de Universidades en la Argentina bajo la dictadura de onganía y la intervención de los organismos nacionales e internacionales en el diseño de las transformaciones. Perfiles Educativos 139 (2013): 110-126. Correo electrónico: [email protected]

D Doctora en Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires y docente de la misma institución. Becaria posdoctoral del Conicet (Argentina), con asiento en el Instituto de Investigaciones Gino Germani. Entre sus últimos artículos se destacan: Políticas de control social de la población sobrante en la Argentina reciente, Revista Tempo da Ciência 19, nº 38 (2012) y (en coautoría), El gasto social como contención de la población obrera sobrante durante el kirchnerismo y el chavismo (2003-2010). Cuadernos de Trabajo Social 25, n° 1 (2012): 33-47. Correo electrónico: [email protected]

F Doctor en Filosofía y Letras con mención en historia de la Universidad de Buenos Aires y docente de la misma institución. Becario posdoctoral del Co-nicet (Argentina), con asiento en el Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe (IEALC). Entre sus últimos artículos, se destacan (en coautoría), El gasto social como contención de la población obrera sobrante durante el kirchnerismo y el chavismo (2003-2010). Cuadernos de Trabajo Social 25, n° 1 (2012): 33-47, y ¿Crisis del neoliberalismo o crisis del capital? Materialismo Histórico 1, n° 1 (2011): 25-43. Correo electrónico: [email protected]

Gasto social y consolidación de la sobrepoblación relativa en Venezuela durante el chavismo (1998-2010)*

RESUMENDurante los gobiernos de Hugo Chávez el gasto social en Venezuela se expandió, tanto en términos absolutos como relativos, de la mano del crecimiento de la renta de la tierra petrolera. Supera incluso los niveles alcanzados en el anterior boom petrolero de los años setenta del siglo XX, en particular gracias al rubro gasto en seguridad social. A partir de un análisis de la estructura social y económica de Venezuela mostramos que este aumento va dirigido en su mayor parte a una población obrera que en forma creciente se encuentra como sobrante para el capital. El aumento del gasto mejora en forma sustancial las condiciones de vida de esta fracción. Pero al no existir un cambio en la acumulación del capital en Venezuela, la sigue consolidando en su condición de sobrante.

PALABRAS CLAvEVenezuela, gasto social, sobrepoblación relativa, acumulación de capital.

Fecha de recepción: 7 de octubre de 2011Fecha de aceptación: 5 de julio de 2012Fecha de modificación: 20 de septiembre de 2012

DOI: http://dx.doi.org/10.7440/res46.2013.15

Romina De Lucav - Tamara SeifferD - Juan KornblihttF

Social Expenditure and Consolidation of Relative Overpopulation in Venezuela During Chavezism (1998-2010)

ABStRACtDuring the administration of Hugo Chavez, social expenditure in Venezuela expanded in relative and absolute terms simultaneously with the increase in oil revenues. Expenditures even went beyond the levels reached during the previous oil boom in the 1970s, particularly due to the expenditures in social security. Based on an analysis of Venezuela’s social and economic structure, we show that this increase is aimed mostly towards the working population that is increasingly seen as excess workers. The increase in expenditure substantially improves the living conditions of this group. However, since there is no change in capital accumulation in Venezuela, this group continues to consolidate itself as excess wokers.

KEy woRDSVenezuela, social expenditure, relative overpopulation, capital accumulation.

Revista de Estudios Sociales No. 46 • rev.estud.soc. • Pp. 216.ISSN 0123-885X • Bogotá, mayo - agosto de 2013 • Pp. 158-176.

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Introducción

La política social es una marca registrada que caracteriza al gobierno de Hugo Chávez en Venezuela. Por ejemplo, entre 2003 y 2009 la población beneficiaria del Intituto Venezolano de de los Seguros Sociales (IVSS) pasó del 38%

al 70%: más de 19 millones de venezolanos dependen, de algún modo, de la asistencia estatal.1 Este aumento ha sido presentado como una herramienta no sólo de con-tención social sino como un vector de transformación de la estructura social venezolana en la autoproclamada transición hacia el “socialismo del siglo XXI”. El objetivo de este artículo es analizar el carácter de la intervención estatal a partir del estudio de las condiciones de vida de sus principales beneficiarios.

Como veremos en la primera parte, en Venezuela pre-dominan las relaciones mercantiles, y la mayor parte de la población económicamente activa (PEA) y sus fa-miliares a cargo sólo tienen para vender su fuerza de trabajo y, por lo tanto, se encuentran dentro de la clase obrera. Lejos de ser homogénea, se trata de una clase

1 Los datos correspoden a los publicados por el Sistema Integrado de Indicadores Sociales de Venezuela (SISOV). Nos referimos aquí a población beneficiaria, y no a población asegurada, pues una de las características del período es que la Seguridad Social pasa a contemplar población que no estaba asegurada por el sistema, absorbiendo la clásica política de asistencia de base no contributiva. Como hipótesis por desarrollar en el futuro, planteamos que posiblemente aquí se halle la base social sobre la cual Chávez logra su principal apoyo político en la clase obrera.

atravesada por diferentes fracciones producto del tipo de fuerza de trabajo que venden, o incluso del hecho de que ésta pueda o no venderse en condiciones normales. Es decir, dichas divisiones están determinadas por el carácter del capital que las emplea (o desemplea).

En este sentido, observamos que la historia venezola-na está marcada en las últimas décadas por un colapso económico producto de una mayoría de capitales que, incapaces de sostener la productividad media, quedan relegados en la competencia internacional. El resul-tado, como veremos, es un aumento de la fracciones de la clase obrera que el capital no explota en forma directa (desempleo abierto), o que lo hace en condicio-nes peores a la media mundial (sobreempleo, empleo informal, empleo público, y en ramas de la producción obsoletas). La pregunta que surge entonces es si el go-bierno chavista, a partir de su política social, tal como afirman sus defensores, ha podido revertir esto. Nues-tra hipótesis es que, al no haber ocurrido una trans-formación en la estructura industrial y, por lo tanto, en el tipo de demanda de fuerza de trabajo, se trata de una acción política que permite reproducir la sobrepro-blación relativa en mejores condiciones, sin cambiar su carácter de sobrante. Dado que dicha expansión del gasto es en gran medida posible por la suba de los pre-cios del petróleo, en cuanto la renta de la tierra petrole-ra se contraiga, las condiciones de vida de esta fracción de la clase obrera se mostrarán otra vez inviables. Lo cual lleva a la sospecha de la necesidad de que la lucha obrera que llevó al capital a expandir el gasto social vuelva a expresarse de alguna forma.

Gasto social e consolidação da superpopulação relativa na Venezuela durante o chavismo (1998-2010)

RESUMoDurante os governos de Hugo Chávez, o gasto social na Venezuela cresceu, tanto em termos absolutos como relativos, com o crescimento dos rendimentos da terra petroleira. Supera inclusive os níveis alcançados no boom petroleiro anterior dos anos setenta do século XX, em particular graças à categoria de despesas de previdência social. A partir de uma análise da estrutura social e econômica da Venezuela mostramos que este aumento está voltado em sua maior parte a uma população trabalhadora que de forma crescente encontra-se como excedente de capital. O aumento do gasto melhora de forma substancial as condições de vida desta fração. Mas ao não existir uma mudança na acumulação do capital na Venezuela, esta continua consolidando sua condição de excedente.

PALAvRAS ChAvEVenezuela, gasto social, superpopulação relativa, acumulação de capital.

Gasto social y consolidación de la sobrepoblación relativa en Venezuela Romina De Luca, Tamara Seiffer, Juan Kornblihtt

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Del capital sobrante a la población sobranteLa historia económica venezolana muestra, desde me-diados de siglo XX, en particular durante las décadas de 1960 y 1970, un fuerte crecimiento industrial aso-ciado al proceso que se conoce como de “sustitución de importaciones”. La industria manufacturera venezo-lana tuvo un importante impulso inicial durante la dé-cada de 1940, debido, en buena medida, a la restricción a las importaciones que implicó la Segunda Guerra Mundial. Durante esos años, el desarrollo de la indus-tria manufacturera estuvo asociado principalmente a industrias ligadas a la producción alimenticia. Con el fin de la Segunda Guerra Mundial y la recomposi-ción de los flujos de comercio, se acabaría esta primera fase del desarrollo industrial. La industria venezolana ingresaría en un período de crecimiento sostenido a tasas crecientes que pasarían del 6% promedio duran-te la década de 1940, al 13,7% anual durante la década de 1950. La sobrevaluación de la moneda sería otro de los rasgos distintivos del proceso de industrialización, ya que permitía la importación de maquinaria con un poder de compra expandido. Uno de los cambios que se produce entre la década del cuarenta y la del cincuenta en el proceso de industrialización venezolana reside en el avance hacia una industria con mayor composición de capital relativamente desvinculada de la produc-ción alimenticia. Esa característica va a modificarse a lo largo de la década de los ochenta. En ese sentido, du-rante las décadas de 1950 y 1960, las industrias ligadas más directamente a la producción agraria (alimentos, bebidas, tabaco, etc.) fueron perdiendo peso frente a la expansión de industrias como la de productos metáli-cos, maquinarias, equipos de transporte e industrias ligadas a la construcción (Araujo 1964). Este avance en la industrialización, sin embargo, no redundó en la capacidad de expandir el mercado a través de la expor-tación de las mercancías industriales producidas. En suma, no alteró la orientación mercado-internista de la industria venezolana.

La industria venezolana pareció encontrarse sujeta a una dinámica no muy distinta a la que se desarro-lló en el resto de sus contrapartes en el continente. Es decir, la expansión de una industria deficitaria y no competitiva sostenida con base en transferencias provenientes del sector primario. Dentro de esta di-námica, el proceso venezolano pareció contar con una particularidad: la posibilidad de sortear con mayor éxito dificultades asociadas a la restricción de divisas y la inestabilidad cambiaria, gracias a que la evolu-

ción del precio del petróleo no es tan inestable como en el caso de otras materias primas.2

No obstante, desde comienzos de la década de 1980 hasta los noventa la economía venezolana se caracterizó por un colapso de su economía no petrolera, arrastrada por la caída de los precios del petróleo. Del desenfrenado crecimiento que registró en décadas anteriores, pasó a una contracción absoluta que se reflejó en el estancamiento de la productividad industrial e, incluso, su caída en términos absolutos, en la contracción de la inversión y en la destruc-ción de capital, que se reflejó en la contracción del stock. En los noventa, la caída se frenó, aunque sin dar lugar a un impulso expansivo, que recién llegaría con la fuerte expan-sión de los precios del petróleo a partir de 2002.

La crisis fue de la mano de un fuerte aumento de los costos laborales unitarios, lo cual no es otra cosa que la contracara de una disociación creciente entre costos la-borales y productividad, donde el primer componente tendió a subir más que el segundo. Cabe destacar que ese aumento de los costos laborales se produjo en un contexto de caída del salario real. Trabajos como el de Vivancos (1994) permiten iluminar el problema, mos-trándonos cómo luego del boom de la renta, lejos de re-gistrarse una súbita mejora de las condiciones de vida de la clase obrera venezolana, se observa un incremen-to inicial del salario real que alcanza su pico en 1978, seguido por una persistente caída del mismo hasta niveles inferiores al del boom inicial. La merma sala-rial no es el único indicador que ilustra el deterioro. El incremento de la pobreza, la tasa de deserción edu-cativa, los problemas de vivienda, el aumento de las muertes evitables, hablan del profundo deterioro de las condiciones de vida de la clase obrera venezolana. En el próximo acápite nos concentraremos en informar

2 El desarrollo de la acumulación de capital en Venezuela ha sido muy estudiado y debatido. En general, se acuerda en denominarlo bajo el mote de “capitalismo rentístico”, atribuyendo a la renta de la tierra petrolera un carácter distorsionador en el comportamiento de la burguesía local y el mercado de trabajo (ver Baptista 2010, como exponente destacado de esta posición). No compartimos esta caracterización, porque concebimos que el punto de partida de este análisis responde a una mirada ricardiana del desarrollo de la competencia en el ámbito mundial según la cual todas las burguesías tienen posibilidades de ser exitosas, de no existir un factor desestabilizante externo (para una crítica a esta mirada del comercio mundial ver Shaikh 2008). En cambio, sostenemos que la renta de la tierra permite a un capital que no cuenta con ventajas en relación con productividad y costos laborales alcanzar un nivel superior al que debería. En todo caso, la menor capacidad de acumulación no se debe a la renta de la tierra, sino que, en cuanto elemento compensador, alcanza para un desarrollo menor, a medida que se agranda la brecha con las potencias económicas.

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sobre la forma en que esa evolución general repercute en la estructura de empleo formal, informal, y en los niveles de ocupación —y sus tipos— y de desocupación. Nos ocuparemos, entonces, de las principales caracte-rísticas del mercado de trabajo.

Crecimiento y consolidación de las diferentes formas de la sobrepoblación relativaComo señalamos en la introducción, el mercado de trabajo venezolano se caracteriza por un abrumador desarrollo de las relaciones mercantiles. Al estudiar la composición de la población trabajadora en dicho país, hallamos que entre el 60% y el 70% de la Población Económicamente Activa (PEA) establece relaciones asalariadas, ya sea con propietarios privados de los medios de producción, o bien con el Esta-do capitalista. Los datos permiten observar que una de las primeras características de la estructura social venezolana y del mercado de trabajo reside en el pleno desarrollo de re-laciones sociales capitalistas, por cuanto hallamos, por un lado, una mayoritaria población que sólo posee su fuerza de trabajo y debe ofertarla en el mercado para obtener los me-dios de subsistencia, mientras del otro lado se encuentran los propietarios de los medios de producción. En relación con ello, los datos que suministra la Encuesta Permanente de Hogares por Muestreo (EPHM) nos permiten ver que, a

pesar del colapso de la economía no petrolera, entre 1967 y 2009 la clase obrera sigue siendo predominante (ver anexo).

El Estado desempeña un rol nada despreciable como em-pleador de fuerza de trabajo. En promedio, su peso sobre el conjunto de la economía equivale a un tercio, en cuan-to absorbe el 30% del empleo de fuerza de trabajo asalaria-da total. Al observar su evolución hallamos dos grandes ciclos de crecimiento. El primero coincide con el colapso de la economía petrolera, entre 1974 y 1983, cuando el Es-tado pasa de ocupar al 26% de los asalariados, a hacerlo sobre el 34%. El otro concuerda con el ascenso del chavis-mo. En este segundo momento hallamos que el empleo asalariado estatal pasó del 27% al 33%.3 Resulta importan-te destacar este punto porque al cotejar el movimiento del empleo público con la tasa de desocupación hallamos que ambos se mueven, tendencialmente, en direcciones opuestas, tal como queda expresado en el gráfico 1.4

3 Si en vez de tomar como base el total asalariados se toma el total de ocupados, los datos muestran un aumento del 14% al 19%. Como lo que interesa ver es el impacto sobre la clase obrera, se entiende que la primera medida es más precisa que la segunda.

4 Algunos autores advierten sobre un posible sub-registro de la desocupación o de encubrimiento de la subocupación, dado que la Encuesta de Fuerza de trabajo considera ocupado a quien haya trabajado algunas horas la semana anterior a la realización de la encuesta, y a la inclusión desde 2006 como “inactivos” a los beneficiarios de la política de Misiones. Esas decisiones metodológicas influirían “a la baja” sobre el desempleo (Alonso 2009; Santos 2007).

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Tasa de empleo asalariado en el sector público. Años 1967-2009 Tasa de desocupación. Años 1967-2009

Grafico 1. Tasa de desocupación y de empleo en el sector público. Venezuela, 1967-2009

Fuente: elaboración propia con base en la Encuesta de Hogares-INE.

Gasto social y consolidación de la sobrepoblación relativa en Venezuela Romina De Luca, Tamara Seiffer, Juan Kornblihtt

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Como permite observar el gráfico, la dinámica inter-vención del Estado en el mercado de trabajo lograría situar los niveles de desocupación en valores similares a los registrados hacia fines de los años sesenta y de la década del setenta.5

Ahora bien, a partir de 1992 el porcentaje de la población asalariada en relación con la PEA comienza a descender (ver anexo). Ese declive y el crecimiento del trabajo bajo otras formas, en particular la de trabajadores por cuenta propia, han dado lugar a interpretaciones sobre la des-aparición de la clase obrera atada al supuesto declive de la economía industrial impulsado por políticas neolibe-rales.6 También, a interpretaciones que se focalizan en su emergencia como formas de “exclusión del modelo do-minante” o de “nueva pobreza” (Lacabana, Jungemann y Ramírez 1997). Sin embargo, al analizar el carácter de este tipo de trabajos podemos suponer que se trata en su mayor parte de una relación asalariada encubierta.

El trabajo por cuenta propia y el sector informal

En Venezuela el trabajo por cuenta propia, desde 1967 hasta principios de los noventa, se mantiene en cifras promedio del 23%. El trabajo bajo esa categoría censal pasa de 658.230 trabajadores en 1967 a 1.768.923 hacia 1993.7 A partir de ese año, el trabajo por cuenta propia se duplica en términos absolutos pasando a registrarse, hacia 2009, un total de 3.581.033 trabajadores. Si tomamos el promedio del tra-bajo por cuenta propia desde 1993 hasta 1999, previo al as-censo del chavismo, hallamos que representa el 31% de la ocupación, apenas medio punto porcentual más que el de la época chavista.8 Tal como vemos, el peso del empleo por cuenta propia se consolida en la economía venezolana y no es revertido al calor de la “Revolución Bolivariana”.

Una vez trazadas las dimensiones del trabajo por cuenta propia, resta ver si ese crecimiento se debe a una tenden-cia a la desproletarización o si, por el contrario, encubre

5 En el caso de Argentina, tanto CICSO como PIMSA han abordado las formas de sobrepoblación latente en el empleo público. Entre las producciones más recientes puede consultarse Nicolás Iñigo Carrera (2011).

6 Perspectivas que reproducen las teorías sobre el fin del trabajo tal como han sido desarrolladas por Gorz (1989) y Rifkin (1996).

7 El porcentaje se estimó en relación con el total de ocupados.8 Algunas investigaciones se han concentrado en medir el

grado de avance del trabajo por cuenta propia en los noventa interpretándolo como una forma de autogeneración de fuentes de empleo (Cartaya 1998).

formas de empleo informales en contextos de crisis.9 En ausencia de otros datos para poder dar cuenta de la ex-tracción de clase de la categoría censal cuentapropista, tomaremos el nivel de ingreso como indicador. Los datos de las cuentas nacionales sólo nos permiten reconstruir el período 1997-2007; no obstante, creemos que resulta re-presentativo, en cuanto coincide con su mayor expansión.

En ese sentido, hallamos que el ingreso promedio de los cuentapropistas se encuentra, de manera sostenida, por debajo del ingreso de los asalariados, tal como se puede ob-servar en el gráfico 2. En este punto debemos destacar que la producción mercantil simple implica la capacidad para reproducir un capital propio, además de los ingresos desti-nados a la reproducción de la fuerza de trabajo (Marx 1999). El hecho de que el ingreso sea menor a la media indica que los medios de producción no están en manos del cuentapro-pista. Por lo tanto, aunque la relación de clase no surja de los niveles de ingreso sino de su relación con los medios de producción, los mismos pueden servir como aproximación para analizar la relación social que se esconde detrás de la categoría cuenta propia. Si su ingreso promedio se ubica por debajo del ingreso medio del obrero, difícilmente podrá reproducir un capital propio, y por ende, la forma del tra-bajo cuentapropista debe encubrir una forma de relación precaria con los poseedores de los medios de producción. Pero además, dado que está por debajo del salario medio, y que no puede reproducir un capital propio, tampoco podría reproducir su propia fuerza de trabajo en condiciones nor-males. Lo cual refuerza la hipótesis de que no sólo se trata de obreros, sino que en su mayor parte se trata de alguna de las fracciones de la sobrepoblación relativa.

Como ya hemos dicho, uno de los rasgos distintivos de

9 Para el caso argentino, varios trabajos elaborados en el marco del Programa PIMSA permiten verificar la segunda hipótesis. Véase, por ejemplo, Donaire (2003).

Gráfico 2. Ingreso promedio de los cuentapropistas como porcentaje del salario promedio. Venezuela, 1997-2006

78%76%74%72%70%68%66%64%62%60%58%

1997 1998 1999 2000 2001 2002 2003 2004 2005 2006

Fuente: elaboración propia con base en Encuesta de Hogares-INE.

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la economía venezolana es la expansión y extensión del cuentapropismo. A modo de hipótesis establecimos que se trataría de una forma de empleo informal y preca-ria que no indicaría procesos de desproletarización. Sin embargo, ése no es el único indicador de precariedad en la economía venezolana. La denominada “economía informal” se encuentra muy extendida, por cuanto su tasa de ocupación promedio entre 1969 y 2009 asciende al 43%.10 El problema de la expansión del sector infor-mal ha sido advertido por otros autores, aunque desde posiciones diversas (Parra 2001; Alonso 2009; Bonilla 2009; Yánez 2000). Algunos sostienen que expresa una subutilización de la PEA y afirman que debe corregirse esa deformación económica para garantizar un incre-mento en las pautas de desarrollo humano. En cierta forma, esa concepción aísla el problema de sus deter-minantes más generales, en cuanto supone la posibili-dad de corrección interna de tal situación. Otros se han concentrado en determinar su grado de vulnerabilidad a partir del análisis de su nivel salarial y desamparo legal (Bonilla 2009). En relación con este eje, Lacaba-na, Jungemann y Ramírez (1997) han destacado que la creciente informalización de la economía acontecida en los noventa pareciera ilustrar “estrategias de sobre-vivencia” de lo que denominan “sectores populares”. Por su parte, Yánez ha definido el proceso como de “ins-titucionalidad informal” destacando las estrategias de supervivencia tras el fenómeno de la informalidad.11 En nuestro caso intentamos informar sobre los fenómenos del trabajo por cuenta propia, la informalidad y el em-pleo estatal como expresiones de cambios en la compo-sición interna de la clase obrera.

En la evolución del sector informal registramos tres grandes etapas (los datos se encuentran en el anexo). La primera, entre 1969 y 1979, se corresponde con una con-tracción del sector, que, en una década, pasó de repre-sentar el 48% al 32% del total de la ocupación. El segundo momento atraviesa las décadas del ochenta y noventa hasta el año 2000, inaugurando una tendencia creciente del sector que llegó a representar el 53% de la economía en el cambio de milenio. El tercero coincide con el ascen-so del chavismo, período que se encuentra signado por dos grandes momentos: uno, desde 1999 hasta 2003, en

10 El sector informal es definido como el que se ocupa en una de las siguientes categorías: servicio doméstico, trabajadores por cuenta propia no profesionales, patronos o empleadores en empresas con menos de cinco personas, empleados u obreros en empresas con menos de cinco personas.

11 En Latinoamérica una amplia gama de trabajos se inscriben en esa perspectiva. Entre otros, pueden consultarse trabajos de Susana Torrado y de María del Carmen Feijóo (Torrado 1985; Feijóo 1991).

el que el sector permanece con las cotas históricas más altas de la etapa bajo estudio, tal como en la fase ante-rior; el segundo desde 2003 hasta 2009, cuando el sec-tor se contrae para alcanzar, hacia el último año, al 43% de la economía. Podemos señalar entonces que tanto el cuentapropismo como el sector informal se expandieron junto con la crisis. Ambos fenómenos consolidaron un peso en la economía que adopta características estables y permanentes. En este punto podemos afirmar que, si bien bajo el chavismo puede encontrarse un descenso en las marcas más elevadas de uno y otro, ello no pareciera inaugurar una tendencia a desactivarlos en términos de-finitivos, y, por tanto, consolida un nivel de precariedad.

Un tercer elemento que analizaremos aquí es la evolu-ción del empleo por rama, en cuanto permite ilustrar la incorporación al mercado de trabajo de las fracciones más endebles de la clase obrera en condiciones de trabajo también precarias.

La sobrepoblación empleadaEn este apartado intentaremos identificar las ramas de la economía que tienen un peso mayor en el conjunto de la economía como dadoras de empleo. Asimismo, inten-taremos ver si bajo el chavismo se produce alguna evo-lución diferenciada respecto al período anterior. A partir de los datos suministrados por la Encuesta Nacional de la Fuerza de Trabajo (Encuesta) elaborada por el Instituto Nacional de Estadísticas (INE) reconstruiremos el perío-do 1989-2009. Un primer aspecto por destacar es que, si bien el motor de la economía venezolana se ubica en la extracción de petróleo, ello no tiene un correlato directo en su rol como principal empleador de la economía.

Por el contrario, el empleo en el sector de “hidrocarburos, minas y canteras” resulta más bien marginal en el con-junto de la economía y se caracteriza por el amplio desgas-te de la fuerza de trabajo y por su utilización intensiva.12 Por su parte, el empleo industrial —rama manufacture-ra— tampoco ocupa un lugar preponderante, y desde 1989 encontramos que su peso en el mercado de trabajo se con-trae, al representar el 16% del empleo en 1989, el 13% en 1999 y el 11% diez años más tarde. Sin lugar a dudas, hay dos ramas que tienen un rol preponderante en la estruc-tura de empleo venezolana: la rama de “servicios, comu-nales, personales y sociales” y “comercio, restaurantes

12 Samuel Freije ha destacado el escaso porcentaje de empleo absorbido por el sector —5%—, a pesar de la gran presencia de capital industrial en la rama (Freije 2008).

Gasto social y consolidación de la sobrepoblación relativa en Venezuela Romina De Luca, Tamara Seiffer, Juan Kornblihtt

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Otras Voces

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y hoteles”.13 Ambas ocupaban al 49% de la población en 1989, y al 55% de la población veinte años más tarde. Uno y otro sector se expandieron bajo el chavismo.14

La rama de comercio en veinte años pasa de ocupar 1.243.288 trabajadores, a dar empleo a 2.810.061. En la rama, el sector informal se encuentra ampliamente ex-tendido: en promedio, dos terceras partes del comercio se ubican en dicho sector. Tal como permite observar el gráfico 3, bajo el chavismo se distinguen dos momentos en la evolución del sector informal. El primero, desde su ascenso hasta 2003, en donde el cambio político no pro-duce modificación alguna en los valores del sector. El se-gundo momento se inicia a partir de 2003 y se extiende hasta 2010, cuando el sector informal se reduce diez pun-tos porcentuales para ubicarse en torno al 58% del total de la ocupación en la rama. Creemos que esa disminución debe ser puesta en relación con dos variables. A partir de

13 A partir de ahora, nos referiremos como “servicios comunales” y “comercio” para cada una de las ramas, respectivamente.

14 Diversos trabajos han destacado este punto (Alonso 2006; Santos 2007).

2003, la desocupación sigue una tendencia contraria al movimiento de la ocupación total. No obstante, buena parte de ese crecimiento es absorbido por el sector públi-co: mientras que en 2003 se registran 5.776 empleados públicos en la rama del comercio, hacia 2010 la cifra as-ciende a 44.452. Esa incorporación de trabajadores fue de la mano de una recomposición salarial, aunque debemos destacar que los valores de 2008 no se encuentran muy por encima de los registrados para 1997.15 Por otro lado, también encontramos que el ingreso promedio del traba-jador por cuenta propia se encuentra por debajo del pro-medio obrero, lo que indicaría que parte de la absorción del empleo podría darse bajo las formas más precarias.

En lo que refiere a la rama de servicios comunales obser-vamos, a partir del gráfico 4, una gran expansión en el pe-

15 Si tomamos el ingreso promedio de obreros a valores constantes de 2008, registramos la siguiente evolución en bolívares fuertes (Bs. F.): para 1997 se percibían 869 Bs. F., cifra que se mantiene relativamente constante hasta el año 2001; a partir de 2001 y hasta 2003, el salario cae a 645 Bs. F. promedio; hacia 2008 el ingreso promedio percibido se ubica en 1.032 Bs. F., valor escasamente superior al alcanzado en 2006, producto de una fase expansiva.

Gráfico 3. Ocupados, desocupados y ocupados informales en la rama “Comercio, restaurantes y hoteles”. Venezuela, 1989-2010

Fuente: elaboración propia con base en Encuesta de fuerza de trabajo-INE.

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2500000

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1500000

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Ocupación total en la rama “comercio, restaurantes y hoteles”. 1989 - 2010

Ocupación en el sector informal rama “comercio, restaurantes y hoteles”. 1994 - 2010

Desocupación rama “comercio, restaurantes y hoteles”. 1989 - 2010

Eje secundario. Tasa sector informal rama “comercio,restaurantes y hoteles. 1994 - 2010

Nota: Eje principal, en valores absolutos; eje secundario, expresado en porcentajes

Revista de Estudios Sociales No. 46 • rev.estud.soc. • Pp. 216.ISSN 0123-885X • Bogotá, mayo - agosto de 2013 • Pp. 158-176.

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Page 164: Revista de Estudios Sociales No. 46

ríodo bajo análisis, en cuanto la cantidad de trabajadores ocupados en el sector pasó de 1.732.523 trabajadores en 1989 a 3.704.600 en 2009, más que duplicando la cantidad.

También aquí registramos que la evolución entre des-ocupación y sector público se mueve en forma inversa: mientras la desocupación cae a partir de 2003, el empleo público crece, al mismo tiempo que los niveles de ocu-pación en el sector privado permanecen más bien estan-cados. No obstante, los valores de la economía informal no se encontrarían tan expandidos con respecto al caso anterior. Si bien el pico más alto lo ubicamos en 2003, con el 40% de la actividad bajo esa forma, hacia 2010 se contrajo al 30%. Esa incorporación de trabajadores fue de la mano de una recomposición salarial, aunque debemos destacar que los valores de 2008 se encuentran un 20% por encima de los registrados para 1997.16 Por otro lado,

16 Si tomamos el ingreso promedio de obreros a valores constantes de 2008, registramos la siguiente evolución en bolívares fuertes: para 1997 se percibían 1.015 Bs. F., cifra que se mantiene relativamente constante hasta el año 2000; a partir de 2001 y hasta 2003, el salario cae a 840 Bs. F. promedio; hacia 2008 el ingreso promedio percibido

aquí también hallamos que el ingreso promedio del tra-bajador por cuenta propia se encuentra por debajo del promedio obrero, lo que indicaría que parte de la absor-ción del empleo podría darse bajo las formas más preca-rias; hipótesis que, entendemos, tiene mayor asidero en este caso, debido a la importancia del sector público en general sobre el conjunto de la actividad.

En suma, lo hasta aquí expuesto permite afirmar que la clase obrera prima en la estructura social venezolana, aunque no en forma estática sino con transformaciones en su interior. Hemos visto, en primer lugar, que los ni-veles de asalarización de la fuerza de trabajo y, por ende, de desarrollo de relaciones mercantiles de compra-venta de fuerza de trabajo se hallan extendidos al 70% de la población. También vimos cómo la disminución de las tasas no indica la existencia de procesos de desproletari-zación operando dentro de la sociedad venezolana, sino más bien la emergencia de formas de empleo precario e

se ubica en 1.219, valores escasamente superiores a los alcanzados en 2006, producto de una fase expansiva.

Gráfico 4. Ocupados, desocupados y ocupados informales en la rama “Servicios comunales”. Venezuela, 1989-2010

Fuente: elaboración propia con base en Encuesta de fuerza de trabajo-INE.

4000000

3500000

3000000

2500000

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2009

2010

Ocupación sector público ramas servicios comunales. 1989 - 2010

Ocupación sector privado rama servicios comunales. 1989 - 2010

Ocupación total rama servicios comunales. 1989 - 2010

Ocupación sector informal rama servicios comunales. 1989 - 2010

Desocupación rama servicios comunales. 1994 - 2010

Eje secundario. Tasa sector informal rama servicios comunales. 1994 - 2010

Nota: Eje principal, en valores absolutos; eje secundario, expresado en porcentajes

Gasto social y consolidación de la sobrepoblación relativa en Venezuela Romina De Luca, Tamara Seiffer, Juan Kornblihtt

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Page 165: Revista de Estudios Sociales No. 46

informal. Llegamos a esa conclusión a partir del cruce del crecimiento del empleo de los trabajadores por cuen-ta propia con su respectivo nivel de ingreso promedio. En cuanto su ingreso se ubica por debajo de la media sala-rial, pone en evidencia un proceso más general de trans-formación de la clase obrera venezolana: el crecimiento de una porción importante de sobrepoblación relativa para el capital. Se trata tanto de los obreros que están desocupados como de aquellos cuya

[…] ocupación es absolutamente irregular, de tal modo que el capital tiene aquí a su disposición a una masa extraordinaria de fuerza de trabajo latente. Sus condiciones de vida descienden por debajo del nivel medio normal de la clase obrera y [es] esto, precisa-mente, lo que convierte a esa categoría en base amplia para ciertos ramos de explotación del capital. El máximo de tiempo de trabajo y el mínimo de salario la caracterizan. (Marx 2000, 801)

Encontramos diferentes indicadores del crecimiento de esta porción del proletariado. En primer lugar, el desem-pleo, sea bajo la forma de quienes buscan trabajo como de quienes están “desahuciados”. Dentro de éstos podemos distinguir a quienes componen una sobrepoblación fluc-tuante, en cuanto están disponibles para volver a entrar de manera rápida al mercado laboral, de aquellos que comien-zan a perder su capacidad de trabajo, dada la pérdida de las condiciones básicas de vida (el pauperismo consolidado).

Pero no sólo los desocupados son sobrepoblación relativa para el capital. Como señalábamos antes, también se trata de aquellos que se emplean por debajo de las condiciones sociales medias del capital, tales como el cuentapropismo, el crecimiento del empleo en las dos ramas aquí examina-das y el crecimiento de la intervención estatal a través de dos vías.17 Por un lado, la absorción de desocupados bajo la forma de empleo en el Estado; por el otro, por la vía de la nacionalización de empresas que operan con una producti-vidad por debajo de la media internacional.18

El carácter del boom de gasto social bajo el chavismo

Renta petrolera y gasto socialEl crecimiento de una población sobrante para el capital aparece como el dato distintivo de la clase obrera, de la mano del colapso petrolero. Junto con la caída de la ac-tividad económica se desplomó el gasto social, debido a la menor disponibilidad de renta de la tierra petrolera, principal fuente de ingreso estatal. El dato distintivo del

17 Se trata de la porción estancada de la sobrepoblación relativa (Marx 2000).18 El caso paradigmático es el de la empresa Sidor, que fue nacionalizada

en condiciones de muy baja productividad, resultado del vaciamiento de la misma por parte del grupo Ternium-Techint.

Gráfico 5. Renta petrolera total. Venezuela, 1980-2008. En miles de bolívares de 1997

Fuente: elaboración propia con base en Kornblihtt y Dachevsky (2010).

60000000

50000000

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Gráfico 6. Cursos de apropiación de la renta petrolera. Venezuela, 1980-2008. En miles de bolívares de 1997

Fuente: elaboración propia con base en Kornblihtt y Dachevsky (2010).

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Participación fiscal

Efecto valuación en importaciones del sector

Diferencia precio interno de los combustibles

Fideicomisos para el desarrollo social

Efecto valuación en exportaciones petroleras

Gasto social de PDVSA

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período chavista es la fuerte recuperación de la renta, que supera tanto sus niveles absolutos (ver el gráfico 5) como su relación con el PBI respecto del anterior boom.19

Esto lleva a que el gasto crezca también en forma sustan-cial, ya que su evolución aumenta o disminuye según los movimientos del PBI.20

19 La renta de la tierra fue calculada como el total de la producción petrolera a precio internacional utilizando el tipo de cambio de paridad restándole lo que corresponde a la valorización del capital industrial medio en Venezuela. Esto arroja resultados superiores a los calculados por Baptista (2010), quien sólo calcula la renta que obtiene PDVSA en forma directa. Aunque el autor menciona que existen mecanismos de transferencia de renta previos a que se registren como ganancias de la empresa petrolera, no los computa. En particular, el que mayor efecto tiene es la sobrevaluación del tipo de cambio, que implica una merma de la riqueza percibida por el sector exportador y un aumento de la capacidad de compra del importador y de quienes remiten ganancias al extranjero.

20 El carácter pro-cíclico del gasto venezolano respecto del PBI ha sido señalado por Vera (2008), quien además plantea que esto es igual en Argentina, pero contrario al movimiento que se observa en Estados Unidos.

Los últimos años se destacan no sólo por el creciente peso de la renta en el conjunto de la economía, sino también por la forma particular en que ésta es apro-piada. Mientras que durante toda la década de 1980 y 1990 la principal vía de transferencia de renta hacia el sector no petrolero es la participación fiscal, desde el año 2000 comienza a cobrar importancia el meca-nismo de la sobrevaluación de la moneda. De todas maneras, el peso de la participación fiscal en la renta sigue siendo, en forma ampliamente mayoritaria, la principal fuente de financiamiento del gasto estatal,21 llegando a representar más de la mitad del gasto. A esto se suma que, a partir de 2005, la mediación esta-tal en las transferencias de renta fue ganando terreno con la intervención directa de PDVSA a través del gasto social destinado a las “Misiones”, que, según indican algunos autores, rondaría el 4% del PBI (SISOV).

21 La Ley de Hidrocarburos, aprobada en 2001, permitió la apropiación por parte del Estado de una creciente porción del ingreso petrolero. La Ley fijó un incremento de las regalías, que pasaron del 16 al 30%.

Gasto social y consolidación de la sobrepoblación relativa en Venezuela Romina De Luca, Tamara Seiffer, Juan Kornblihtt

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Así es que la expansión del gasto social encuentra su base material en la existencia de la renta petrolera y en la capa-cidad del Estado para apropiarse de una parte de la misma. La relación entre precios del petróleo, renta y gasto social ya ha sido abordada por una serie de autores (Aponte 2006 y 2010; Contreras 1993; Puente s. f.; Vera 2008; Tomé 2010). Todos ellos coinciden en señalar la vulnerabilidad del gasto por la dependencia de la renta petrolera, y algunos señalan las limitaciones del gasto que se realiza a través de PDVSA, por su carácter “extrainstitucional” (Vera 2008). Pero la existencia de la renta petrolera no explica el aumento del gasto, sino su posibilidad. Lo que queda por fuera del aná-lisis de estos autores es la relación entre la expansión del gasto y la producción de una masa de población crecien-temente sobrante para las necesidades de la acumulación de capital en Venezuela. Es ésta la determinación que está presente, y, por tanto, no puede soslayarse.

De hecho, la subida de la renta, además de explicar la posibilidad de la expansión del gasto social, explica la posibilidad de la expansión del empleo público.22 El aná-lisis de la evolución del empleo público (presentado en un acápite anterior) permite ilustrar que su evolución es similar a la de los precios del petróleo. Un aumento muy importante a partir de 1974 que encuentra su pico máxi-mo en 1983, para luego desplomarse e iniciar una nueva tendencia ascendente a partir de la década de 2000, con una nueva fase de ascenso de los precios del petróleo.

El destino del gasto social23

Como puede observarse en el gráfico 7, el gasto que el Es-tado venezolano destina a políticas sociales a través de su componente social (GS) cobra una importancia cada vez mayor tanto en relación con el Gasto Total realizado (GT) como en relación con el PBI. Esto es especialmente

22 Mateo Tomé (2010) señala que la renta petrolera también ha permitido mantener los salarios del sector público por encima de los de los privados.

23 La Oficina Nacional de Presupuesto de Venezuela presenta cifras de Gasto Social presupuestado para el período 1994-2010, cifras de gasto ejecutado para el período 1999-2010, y de largo plazo, sólo para el Gobierno central. En ausencia de fuentes oficiales de Gasto Social de largo plazo que tengan en cuenta los distintos niveles del gasto, y dado nuestro interés en ubicar el chavismo en un contexto más general para ilustrar sus particularidades, utilizamos las series de “Gasto Social del Gobierno General Restringido” presentadas por Aponte en 2006 (para 1968-2003) y 2010 (para 2004-2010). En ellas el autor presenta una aproximación al cálculo de Gasto Social Total sumando los registros de gasto social presupuestado o acordado del Gobierno central, de los gobiernos estadales y los gastos realizados por el “Sector Público Restringido” (gasto social cuasi fiscal, realizado por PDVSA y otros) (Aponte 2006 y 2010).

cierto para la “década chavista”: entre 1999 y 2009, el GS ha representado en promedio más del 52% del GT, mien-tras que los valores promedio de las décadas anteriores se ubicaban en el 36%, 39% y 46%, respectivamente. Por otra parte, el crecimiento del Gasto Social como porcen-taje del PBI es sustancialmente pronunciado a partir de 1999, cuando se observa un crecimiento de más del 50% respecto del promedio de las tres décadas anteriores (el año 2006, donde se encuentra el valor más elevado, du-plica los valores promedio).

La importancia que cobra el gasto social se manifiesta de manera contundente cuando observamos la evolu-ción del gasto social por habitante (ver el gráfico 8). En una primera etapa (1999-2003), el gobierno de Chávez se mantiene alrededor de los valores de décadas anterio-res, incluso sin llegar a alcanzar los valores de los años de mayor inversión en la materia, ubicados a fines de la década de los setenta e inicios de la década de los ochen-ta. A partir de 2004,24 se observa un crecimiento que, en su pico, más que duplica los valores previamente obser-vados. Luego se evidencian un leve estancamiento y una caída que retrotrae el gasto a los valores de 2004 (que son 63% mayores que el promedio histórico anterior).

El gasto social está compuesto por siete rubros: Educación, Salud, Vivienda, Desarrollo y Participación, Cultura y Co-municación, Ciencia y Técnica y Seguridad Social (ver el gráfico 9). El rubro que históricamente ha tenido mayor participación en el Gasto Social en Venezuela, a diferencia de lo que se observa en otros países, es el de Educación.25 La década chavista lleva el gasto destinado a Educación a los valores alcanzados en la década de los setenta, y si bien sigue siendo el rubro de acción privilegiada del Estado, a partir de 1999 el que más crece es el de Seguridad Social, su-perando ampliamente los valores históricos dedicados a esa variable del gasto. La expansión de este rubro se explica por el aumento de la intervención estatal en materia de asis-tencia a la pobreza, que, desde mediados de los noventa, se ve canalizada principalmente a través de la Seguridad Social (tal como quedó evidenciado con el crecimiento de la población beneficiaria y asistida por el IVSS, que mostra-mos en el acápite anterior).

24 Este momento coincide con el fin del paro petrolero en el primer trimestre de 2003 y la derrota de la oposición en el referéndum revocatorio de 2004.

25 Aponte señala que en la mayoría de los países de América Latina el primer destino del gasto social es la Seguridad Social (Aponte 2006). Constatamos para el caso de Argentina que en el período 1980-2009 el mayor nivel de participación corresponde al rubro Previsión Social, con un promedio del 35%, seguido de Educación, cultura y Ciencia y Técnica, con el 22%, y Salud, con el 22% (Seiffer 2011a).

Revista de Estudios Sociales No. 46 • rev.estud.soc. • Pp. 216.ISSN 0123-885X • Bogotá, mayo - agosto de 2013 • Pp. 158-176.

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Gráfico 7. Gasto social como porcentaje del Gasto Total y del PBI. Venezuela, 1968-2009

Gráfico 8. Gasto social por habitante. Venezuela, 1968-2009. En bolívares fuertes de 2008

Fuente: elaboración propia con base en Baptista (2006), Aponte Blank (2010) y BCV.

Fuente: elaboración propia con base en Aponte Blank (2010), OXLAD y SISOV.

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Gasto social como % del gasto total Gasto social como % del PBI

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Gasto social y consolidación de la sobrepoblación relativa en Venezuela Romina De Luca, Tamara Seiffer, Juan Kornblihtt

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El aumento del gasto en Seguridad Social desplaza al gasto en Salud a un tercer lugar, llegando a ocupar la cuarta posición en 2005 y 2006, años donde se muestra un crecimiento muy importante del gasto destinado a Vivienda (rubro que evidencia una evolución errática). Se observa de esta forma que el gasto destinado a Salud se ubica en los últimos años por debajo de los valores alcanzados durante la década de los setenta. Otro de los componentes que pasa a tener una importancia re-lativa mayor durante la última década es el de Desarro-llo y Participación. Por último, los rubros de Ciencia y Técnica y Cultura y Comunicaciones tienen un cre-cimiento sustantivo, aunque su participación dentro del Gasto Social sigue siendo marginal (2,3% y 3% en promedio, respectivamente).

Hasta ahora, hemos ponderado el gasto estatal bajo el supuesto de que éste llega a todos por igual, sin dife-rencia de clase o suponiendo que la totalidad de los ha-bitantes del país pertenecen a la clase obrera. Si bien esa aproximación permite construir un panorama ge-neral, no nos permite ilustrar nuestro problema espe-cífico. Por ello, hemos decidido tomar como proxy de clase obrera al conjunto de los asalariados (ocupados y desocupados), imputando el gasto social del siguiente modo: el gasto realizado bajo los rubros de Vivienda, Desarrollo y Participación y Seguridad Social se impu-

taron en su totalidad al conjunto de los asalariados; el gasto en Educación, Salud, Cultura y Comunicación, Ciencia y Técnica y Seguridad Social se imputan de ma-nera parcial a través de un ponderador construido con base en el porcentaje de participación del consumo de los asalariados en el consumo total, según la Encuesta de Consumo de Hogares de 2009 (71,8%), y de la masa salarial como porcentaje del PBI.26

Según los datos presentados en el apartado anterior, los cuentapropistas pueden ser entendidos como parte de la sobrepoblación relativa y, por tanto, como parte de la clase trabajadora. En este análisis, sin embargo, no han sido incluidos, debido a la ausencia de evoluciones similares de los datos de cantidad de cuentapropistas con los de ingreso mixto de largo plazo. Si bien la can-tidad de trabajadores cuentapropistas, publicada por el Banco Central de Venezuela, se tiene desde el año 1967, recién a partir de 1997, Venezuela empieza a diferenciar en sus cuentas nacionales (según el Sistema de Cuen-tas Nacionales de 1993) el ingreso mixto de las “remu-neraciones de obreros y empleados”. En este sentido, es importante remarcar que este análisis parte de una sub-representación de la clase obrera y, por tanto, de una

26 Para la elección de los rubros se sigue la metodología de Tonak (1987).

Gráfico 9. Gasto social por habitante, según rubro. Venezuela, 1968-2009. En bolívares fuertes de 2008

Fuente: elaboración propia con base en Aponte Blank (2010), OXLAD y SISOV.

2.000

1.500

1.000

500

0

Gasto educación/ habitantes

Gasto vivienda/habitantes

Gasto desarrollo y particip./habitantes

Gasto ciencia y técnica/habitantes

Gasto salud/ habitantes

Gasto seguridad social/habitantes

Gasto cultura y comunicaciones/ habitantes

1968

1970

1972

1974

1976

1978

1980

1982

1984

1986

1988

1990

1992

1994

1996

1998

2000

2002

2004

2006

2008

Revista de Estudios Sociales No. 46 • rev.estud.soc. • Pp. 216.ISSN 0123-885X • Bogotá, mayo - agosto de 2013 • Pp. 158-176.

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sobre-representación del gasto por obrero (para 2009, los cuentapropistas representan el 9,21% de la PEA, y en cuanto a su consumo, el 17,3% de la población).

Los datos obtenidos de esta forma, además de cambiar los niveles del gasto, modifican su evolución (ver gráfi-co 10). En primer término, se resalta que el rubro Edu-cación mantiene el primer lugar en importancia hasta 2003, cuando la Seguridad Social pasa a un primer lugar. El gasto en educación, por otra parte, si bien sufre un importante crecimiento durante el chavismo, está lejos de recuperar los valores alcanzados en la década de los setenta. El gasto en Salud se mantiene, aunque con os-cilaciones, más estable y en un cuarto lugar. Excepto en 2003, durante la etapa chavista es superado por el gasto en materia de Vivienda y compite con el gasto en el rubro de Desarrollo Social y Participación, que en 2008 y 2009 llega incluso a superarlo.

Si bien los recursos que el Estado destina a la clase obrera pueden provenir de los aportes que realizan los propios trabajadores, autores de diversas corrientes teóricas plantean la necesidad de combinar el análisis del gasto social con el análisis de la estructura impositiva.

En el campo del marxismo se ha utilizado la categoría de salario social neto para ilustrar la diferencia entre lo que el Estado destina a la clase trabajadora y lo que esta última aporta al Estado. Se cuenta con una serie de estudios que han abordado el tema empíricamen-

te en EE. UU. (Shaikh y Tonak 1987; O´Connor 1974) y en algunos países de Europa (Shaikh 2004; Guerrero y Díaz 1998). En el caso de Venezuela, se ha avanzado en el estudio desde perspectivas neoclásicas bajo la cate-goría de Incidencia Fiscal Neta (Seijas et al. 2003; La-manna 2000; Zambrano 2009).

Los trabajos reseñados sobre salario social neto llegan a la conclusión de que si bien los gastos estatales desti-nados a la clase obrera crecen, también lo hacen los im-puestos que ésta paga, y el resultado final es negativo: la clase obrera pone más de lo que recibe.

Hemos realizado un primer acercamiento a este proble-ma a partir del análisis de los impuestos indirectos, que es para los cuales se cuenta con una serie de largo plazo (BCV, Encuesta de Gasto de Hogares). Para determinar la magnitud de los impuestos que se deben imputar a la clase obrera, se sigue la misma metodología que hemos utilizado para el análisis del gasto. Tal como puede verse en el gráfico 11, la deducción de los impuestos indirectos no hace variar el contenido positivo del gasto social en cuanto a ingresos para la clase obrera venezolana, ni su evolución reciente y de largo plazo.

Por último, es interesante poner en relación la evolu-ción del gasto con la de los salarios, presentada en el acápite anterior. Lo que se observa es que de 1968 a 1999 los salarios y el gasto tienen unas evoluciones que van de la mano, pero que a partir de 1999 el gasto tiende a

Gráfico 10. Gasto social por asalariado según rubro. Venezuela, 1968-2009. En bolívares fuertes de 2008

Fuente: elaboración propia con base en Aponte Blank (2010), Encuesta de consumo y BCV.

8.000

6.000

4.000

2.000

0

Gasto educación/ asalariado

Gasto vivienda/asalariado

Gasto desarrollo y particip./asalariado

Gasto ciencia y técnica/asalariado

1968

1970

1972

1974

1976

1978

1980

1982

1984

1986

1988

1990

1992

1994

1996

1998

2000

2002

2004

2006

2008

Gasto salud/ asalariado

Gasto seguridad social/asalariado

Gasto cultura y comunicaciones/ asalariado

Gasto social y consolidación de la sobrepoblación relativa en Venezuela Romina De Luca, Tamara Seiffer, Juan Kornblihtt

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Otras Voces

Page 171: Revista de Estudios Sociales No. 46

Gráfico 11. Impuestos indirectos, gasto social y salario social neto por asalariado. Venezuela, 1968-2008. En bolívares fuertes de 2008

Gráfico 12. Gasto social total y remuneraciones promedio total de la economía. Venezuela, 1968-2009. 1968 = 1

20.000

18.000

16.000

14.000

12.000

10.000

8.000

6.000

4.000

2.000

0

1968

1970

1972

1974

1976

1978

1980

1982

1984

1986

1988

1990

1992

1994

1996

1998

2000

2002

2004

2006

2008

Impuestos indirectos pagados por la clase trabajadora/asalariado

Total Gasto social (con seguridad social) Sector Público restringido ponderado por asalariado

Salario social neto (con seguridad social) por asalariado

3,50

3,00

2,50

2,00

1,50

1,00

0,50

0,00

1968

1971

1974

1977

1980

1983

1986

1989

1992

1995

1998

2001

2004

2007

Índice Gasto Social Total índice Remuneraciones/ PEA - asalariados

Fuente: elaboración propia con base en Aponte Blank (2010), BCV y Encuesta de consumo.

Fuente: elaboración propia con base en BCV, INE y Baptista (2006).

Revista de Estudios Sociales No. 46 • rev.estud.soc. • Pp. 216.ISSN 0123-885X • Bogotá, mayo - agosto de 2013 • Pp. 158-176.

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Page 172: Revista de Estudios Sociales No. 46

aumentar proporcionalmente más que los salarios.27 Estos elementos refuerzan la hipótesis aquí presentada, a saber: el aumento de gasto social bajo el chavismo se vincula con el aumento de la sobrepoblación relativa y su reproducción (ver el gráfico 12).

El análisis del gasto permite afirmar que lo específico del chavismo es el incremento del gasto en Seguridad Social. Es a fines de 2002 cuando se aprueba el anteproyecto de la Ley Orgánica del Sistema de Seguridad Social, que se plantea garantizar el derecho de toda persona a recibir los beneficios de la seguridad social, con independencia de su ingreso y su financiación pública (Tomé 2010). Este hecho expresa la incapacidad del capitalismo venezola-no de reproducir a una parte importante de su población obrera en condiciones normales, ya sea porque no tienen salario o porque el mismo es insuficiente para su repro-ducción. El aumento del gasto social debe, por tanto, ser explicado en relación con la producción de una población obrera crecientemente sobrante.

ConclusionesPara el estudio del carácter de la intervención social desarrollada por el Estado venezolano durante los go-biernos de Hugo Chávez, partimos del análisis de la evolución general de la estructura social y del impacto sobre ella de la crisis del petróleo que se inició en los años setenta y ochenta. Observamos una economía cuyas características centrales no se alejan de las pre-sentes en la dinámica del resto de la región. A saber: una industria mercado-internista poco competitiva que es sostenida por las transferencias de renta de la tierra proveniente del sector primario.

En segundo lugar, nos ocupamos de caracterizar los aspectos centrales del mercado de trabajo venezolano. Demostramos el peso de las relaciones asalariadas, aun frente a la apariencia de una disminución de la tasa de asalarización, por el aumento de los sectores cuenta-propistas. Al observar que el ingreso promedio resulta-ba inferior al de los asalariados, concluimos que dicha

27 Dados los cambios en la metodología de cómputo de las remuneraciones a partir de 1997 (introducidos por el SCN 1993), para realizar una estimación de salario promedio de la economía, tomamos para el período 1968-1996 el cociente remuneraciones/PEA, y para el período 1997-2007, el de remuneraciones/asalariados. De esta manera, resulta posible el análisis de las remuneraciones a largo plazo, que a partir de 1996 excluyen el ingreso de los cuentapropistas, que aparece bajo la categoría específica de ingreso mixto.

categoría censal estaba encubriendo la incorporación al mercado de trabajo de formas de empleo en condiciones precarias pertenecientes a la población sobrante para las necesidades de reproducción del capital. Las dimensio-nes del sector informal en el conjunto de la economía, el mayor peso del sector público como empleador y el cre-cimiento del empleo en ramas como “comercio” y “ser-vicios comunales” constituyen fenómenos del mismo problema. A esto se suman los desocupados, tanto aque-llos cuya condición aparece en forma abierta en las esta-dísticas públicas como aquellos que están ocultos detrás de formas precarias de empleo estatal.

Un tercer aporte del artículo reside en el análisis de los volúmenes crecientes de población asistida por el Esta-do, gracias al aumento del Gasto Social como porcentaje del Gasto Total, del Gasto Estatal y en relación con el PBI, bajo el chavismo. Registramos el predominio de la Seguri-dad Social como el rubro de mayor crecimiento a partir de 1999, al ocupar el segundo lugar en el Gasto Social total. A su vez, observamos la creciente canalización del Gasto Social a través de vías paraestatales. Constatamos que a partir de 2003, con la profundización de las políticas de Misiones, el gasto en seguridad social logra desplazar al gasto educativo del primer lugar en el consumo obrero. Tal resultado permite abonar a nuestra hipótesis inicial: la intervención del Estado a través del gasto social tiende a compensar el ingreso de las fracciones pauperizadas de la población sobrante. Una muestra del porqué del apoyo de una de las bases sociales de apoyo al chavismo, y, en relación con ello, qué grado de estabilidad tiene ese apoyo.

En relación con las bases materiales de esa expansión del gasto, constatamos que su ampliación, a partir de 2002, se corresponde con un cuantioso incremento de la renta pe-trolera. En relación con ello, destacamos la vulnerabilidad de esa construcción al vaivén de los precios del crudo. Por último, queremos señalar que un elemento que no hemos estudiado para el caso venezolano, y sobre el cual entende-mos que se debería avanzar, es la relación entre la expan-sión del gasto social y la lucha de los trabajadores.28 En el intento de encontrar los determinantes económicos y polí-ticos del Gasto Social, Puente (s. f.) llega a la conclusión de la existencia de correlación entre el gasto social y la canti-dad de pliegos conflictivos y de potenciales protestas o huel-gas de trabajadores o usuarios para el período 1974-1999.29

28 Hemos establecido la relación entre expansión del aparato asistencial y la lucha, para el caso de Argentina (Seiffer 2011b).

29 El autor utiliza los datos de la oficina nacional de presupuesto que corresponden al Gobierno central, y no al gasto total, aunque no lo aclara.

Gasto social y consolidación de la sobrepoblación relativa en Venezuela Romina De Luca, Tamara Seiffer, Juan Kornblihtt

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Otras Voces

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Creemos que esta vía puede resultar fértil para proseguir indagaciones. También, dada la existencia de un profuso debate al respecto, es central avanzar en la traducción de los niveles crecientes de gasto en indicadores sociales más generales y en su impacto diferenciado según las distintas fracciones de la clase obrera venezolana.

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Anexo metodológicoPara la construcción de la tabla tomamos los datos de ocupación por categoría (total de asalariados, asa-lariados sector público, asalariados sector privado, población económicamente activa, ocupación total, trabajadores por cuenta propia y desocupación) pro-porcionados por el Instituto Nacional de Estadísticas de Venezuela a partir de la Encuesta de Hogares por Muestreo (Archivo proporcionado por el BCV), Copia de 42 Encuesta de Hogares en Carpeta datos 12-3 (cuadro 1). Comparamos los datos con los suministrados por el libro de Asdrúbal Baptista Bases cuantitativas de la eco-nomía venezolana 1830-2002; al resultar compatibles unos con otros ampliamos la serie de datos del INE para el período 1957-1966 con los datos de Baptista. Los datos de ocupación fueron cotejados con las series de OIT y CEPAL. Al resultar compatibles los valores (variaciones menores al 2%) optamos por la serie más larga en tér-minos históricos. Para los datos de ocupación por rama y por sector nos valimos de las series publicadas por el Instituto Nacional de Estadísticas en la “2ª Encuesta de la Fuerza de Trabajo” para el período 1989-2010.

Para la construcción del ingreso mixto procedimos a cruzar los datos de ocupación tal como detallamos an-teriormente. Para la construcción del ingreso promedio tanto para obreros como para trabajadores por cuenta propia nos valimos de los datos de las Cuentas Naciona-les para el período 1997-2006 para el conjunto de la eco-nomía. Para la construcción del ingreso obrero tomamos el dato de remuneraciones, y para el de los trabajadores por cuenta propia, el ingreso mixto. Expresamos los va-lores en bolívares fuertes —realizando la conversión del

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Años% Asa-

lariados privados

% Asa-lariados públicos

Tasa de ocupa-ción en

el sector informal

Tasa de desocu-pación

Tasa tra-bajo por cuenta propia sobre

ocupados

Años% Asa-

lariados privados

% Asa-lariados públicos

Tasa de ocupa-ción en

el sector informal

Tasa de desocu-pación

Tasa tra-bajo por cuenta propia sobre

ocupados

1967 72 28 8 26 1989 70 30 40 10 22

1968 72 28 7 26 1990 71 29 42 10 24

1969 72 28 48 7 26 1991 72 28 41 10 23

1970 72 28 45 7 26 1992 74 26 40 8 23

1971 71 29 46 6 25 1993 74 26 41 7 25

1972 71 29 47 5 27 1994 72 28 48 9 29

1973 72 28 46 5 26 1995 72 28 49 10 31

1974 74 26 42 6 25 1996 73 27 49 12 33

1975 73 27 38 8 22 1997 73 27 48 11 32

1976 71 29 35 6 20 1998 74 26 49 11 32

1977 70 30 33 5 19 1999 73 27 52 15 33

1978 70 30 32 5 20 2000 74 26 53 14 35

1979 69 31 32 5 20 2001 75 25 50 13 33

1980 68 32 34 6 21 2002 74 26 51 16 32

1981 68 32 38 6 22 2003 73 27 53 18 33

1982 68 32 39 7 23 2004 72 28 50 15 31

1983 66 34 40 10 24 2005 71 29 47 12 30

1984 66 34 41 13 25 2006 71 29 46 10 29

1985 69 31 41 13 23 2007 70 30 44 8 29

1986 71 29 42 11 23 2008 68 32 44 7 30

1987 72 28 39 9 21 2009 67 33 43 8 30

1988 72 28 39 7 21

tipo de cambio requerida, eliminamos tres ceros a los precios en bolívares— a precios corrientes y constantes.

Para expresar la masa salarial a precios constantes o reales utilizamos como deflactor el Índice de Precios del Consumidor (IPC) con base 100 en 2008. Para llegar al promedio salarial mensual del total de la economía di-vidimos la masa salarial por la cantidad de trabajadores para uno y otro caso, y luego sobre los doce meses del año.

Para la construcción del salario por rama procedimos del siguiente modo. Los datos de ocupación e ingreso por categoría suministrados por el BCV, a partir de los datos de la Encuesta de Hogares por Muestreo. Agru-

pamos los datos en cuatro categorías ocupacionales: obreros y empleados públicos y privados; miembros de cooperativas y sociedades personales o de hecho, traba-jadores por cuenta propia y patronos. Los valores fue-ron deflactados por el Índice de Precios del Consumidor 2008 = 100 para las ramas de agricultura, caza y pesca; hidrocarburos, minas y canteras; industria manufactu-rera; electricidad, gas y agua; construcción; comercio, restaurantes y hoteles; transporte, almacenamiento y comunicaciones; establecimientos financieros, seguros y bienes inmuebles y servicios comunales, personales y sociales. En el presente trabajo presentamos dos casos comparando ingreso de empleados y obreros con el de los trabajadores por cuenta propia.

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* Ponencia presentada en el Coloquio Solidaridad en perspectiva fi losófi ca, organizado por el Departamento de Filosofía de la Universidad de los Andes con el apoyo de la Fundación Alexander von humboldt, y celebrado los días 3 y 4 de mayo de 2012 en Bogotá. traducción de Rosa Sierra.

v Profesor del Instituto de Filosofía de la Universidad Johann wolfgang Goethe de Fráncfort del Meno, Alemania. Autor de Ethik. Stuttgart: Reclam verlag, 2013, y coeditor de Unerfüllte Moderne? Neue Perspektiven auf das Werk von Charles Taylor. Berlin: Suhrkamp, 2011, y Kosmopolitanismus. Zur Geschich-te und Zukunft eines umstrittenen Ideals. weilerswist: velbrück wissenschaft, 2010. Correo electrónico: [email protected]

Responsabilidad cosmopolita:

sobre la ética y el derecho en un mundo global*

Matthias Lutz-Bachmannv

En la presente contribución, me gustaría examinar el concepto de “responsabilidad cosmopolita” sin ahondar, empero, en las discusiones más recientes en filosofía práctica en torno al concepto de respon-

sabilidad. Parto de la base de que son conocidas las explicaciones alrededor del concepto de responsabi-lidad que han sido formuladas en la historia reciente de la filosofía existencial a partir de Kierkegaard, pasando por Nietzsche, Heidegger y Wilhelm Weis-chedel, hasta llegar a Emmanuel Lévinas, y las cuales están orientadas a fundamentar una ética filosófica y a desplazar conceptos éticos anteriores como los de Aristóteles, David Hume, Immanuel Kant o John Stuart Mill. En esta contribución remito, más bien, al debate relativo a la ética de la responsabilidad en

DOI: http://dx.doi.org/10.7440/res46.2013.16

el que se refleja una cercanía temática respecto a los problemas de la determinación de la relación entre ética y derecho, y de este modo, a las preguntas por el uso del concepto de responsabilidad en el contexto de la política y de la solución político-estratégica de problemas de la acción. En lo que sigue, analizaré —basándome en los aportes de Max Weber, Georg Picht y Hans Jonas— tres modelos de la ética de la responsa-bilidad en la filosofía y en la sociología del siglo XX. Aunque en estos modelos no se establece una refe-rencia explícita al concepto de globalización, ellos ya habían reaccionado —según la tesis que quiero defender— a fenómenos específicos o circunstancias relativas a la problemática de la globalización. Luego de este análisis, esbozaré brevemente mis reflexiones en torno al concepto de responsabilidad cosmopolita.

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Ética política de la responsabilidad: el concepto de Max Weber

Tenemos buenas razones para llamar a nuestra época “la época de la globalización”. Podemos presuponer que la globalización empezó en la historia de la Alta y Baja Edad Media, aunque el concepto de globalización sólo haya aparecido en el siglo XX del calendario europeo, especialmente después de haber experimentado dos terribles guerras mundiales y de haberse fundado verdaderas organizaciones internacionales. Al proceso de la globalización le subyacen diferentes desarrollos: sin pretender ser exhaustivo, puede nombrarse, en primer lugar, el despliegue de un capitalismo mundial determinado por las reglas del —de uno u otro modo— libre mercado, y el cual es una consecuencia de la diso-lución de regímenes anteriores como el colonialismo y el imperialismo. En segundo lugar, el acelerado desar-rollo tecnológico tanto al nivel de los sistema de infor-mación, comunicación y transporte como también en las áreas de la explotación energética y de recursos. En tercer lugar, la formación de élites bien educadas que fungen como actores globales, por un lado, así como, por otro lado, el aumento de la migración y la movi-lidad de personas que —en busca de mejores horizontes de vida— abandonan de manera masiva su patria de origen, bien sea temporal o permanentemente, y se asientan en otros lugares.

Éstos y otros procesos de la globalización son tremen-damente ambivalentes: no sólo abren a quienes son actores en ellos, o a quienes sólo se ven afectados por ellos, nuevos horizontes y posibilidades, sino que también socavan viejas certezas, formas de vida y de trabajo tradicionales, así como convenciones y tradi-ciones; están acompañados —dicho brevemente— de promesas de felicidad y de riesgos, y representan en su totalidad una crisis multifacética que es, en todo caso, una profunda puesta en cuestión de las culturas y los sistemas políticos afectados. Max Weber había presen-tado ya, luego de las experiencias de la catástrofe de la Primera Guerra Mundial, su propuesta de una ética de la responsabilidad como respuesta a la crisis de su tiempo. En la misma línea se encuentran la “ética de la responsabilidad” de Georg Picht, en vista de la amenaza político-militar de la humanidad a través de la bomba atómica, o el “principio de la responsa-bilidad” de Hans Jonas, una teoría que se entiende a sí misma como la única reacción adecuada a la crisis ecológica de las postrimerías del siglo XX; esta crisis, según Jonas, pone en cuestión la supervivencia de la humanidad entera. Es de remarcar que las mencio-

nadas éticas de la responsabilidad son explícitamente teorías del actuar justificado o reivindicado moral-mente, formuladas ante las profundas experiencias de crisis en el siglo XX. Teniendo en cuenta que estas crisis deben entenderse al mismo tiempo como fenó-menos concomitantes o formas de manifestación de los diferentes procesos de la globalización, me gustaría defender, además, la tesis de que la ética de la respon-sabilidad debe ser leída como un intento de la filosofía práctica o de la filosofía moral por abordar éticamente los retos resultantes de la globalización.

Me gustaría ahora seguir desarrollando y profun-dizar un poco más en mi tesis de que el programa de la ética de la responsabilidad resulta de una revisión filosófico-moral de la problemática de la crisis global. La defensa que hace Max Weber de una ética de la responsabilidad (al final de su famosa conferencia “La política como profesión”, del 28 de enero de 1919) está precedida por un análisis sociológico de la diferen-ciación —fundamental para las sociedades occiden-tales de la Modernidad— de las distintas esferas de la ciencia, el arte, la economía, la política, la religión y el derecho. Esta tesis se basa, a su vez, en la asunción de que existe un abismo insuperable entre los enunciados científicos acerca de hechos, por un lado, y los juicios de valor, por otro; el cual es reducido por Weber, desde el punto de vista sociológico, al proceso de diferencia-ción social. Esto lo conduce a exigirles a las ciencias de la experiencia (entre las cuales cuenta a la sociología) que se mantengan al margen de la disputa en torno a los valores o fines últimos de nuestras acciones, mientras que él asume, al mismo tiempo, que detrás de las posiciones de la política hay axiomas últimos de valor que, a su vez, no pueden ser fundamentados racionalmente. Por ello, la ciencia política no puede dar tampoco ninguna recomendación respecto a los valores o fines últimos de la política; en cambio, sí está en capacidad de decir qué consecuencias pueden esperarse de la utilización de ciertos fines dados. La autonomía del ámbito de la política resulta, según Max Weber, de la aplicación de ciertos medios de poder que, mediante la amenaza de violencia —sobre todo bajo una forma organizada legalmente—, pueden ser empleados efectivamente.

Ante esta situación, al político sólo se le ofrece adoptar la actitud —posibilitada por una resolución decisio-nista— de un ético de la responsabilidad. Éste justifica sus acciones únicamente sobre la base de asumir las consecuencias intencionales y no intencionales de las mismas, sin que dichas consecuencias tengan que ser

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mostradas como racionalmente justificadas por ser ventajosas para “la mayor felicidad de la mayoría”. La ética de la responsabilidad apoyada en el decisionismo ético de Max Weber depende, para la elección de sus acciones, de un conocimiento acerca de las consecuen-cias que se pueden esperar de la acción. Sin embargo, la ciencia no puede calcular nunca de manera precisa todas las consecuencias de la acción, y por eso la ética de la responsabilidad de Weber se encuentra ante un doble dilema que no puede resolver por sus propios medios: está, en primer lugar, ante el problema de depender de un conocimiento acerca de las consecuen-cias de la acción que nunca es completo y con frecuencia ni siquiera es suficiente —y que demuestra una confia-bilidad cada vez menor en contextos de acción cada vez más complejos—; y está, en segundo lugar, ante el problema de que esta ética, por las mismas razones, tiende a depender enteramente y cada vez más de la personalidad y de las preferencias personales del polí-tico para la elección de las acciones o de los medios. Pero cuanto menos fiablemente puedan calcularse las estimaciones de las consecuencias o los riesgos, menos podrán terceras personas hacer responsable al político de sus acciones. La noción de “responsabilidad” estará más cerca de una “auto-responsabilidad radical”, o de una así llamada “responsabilidad de sí mismo” que abandona el sentido original de la responsabi-lidad, entendida ésta como la justificación racional y comprensible intersubjetivamente de una decisión ante otros y ante el conocimiento disponible de las ciencias que calculan los escenarios de la acción.

Estas cortas anotaciones deben bastar hasta aquí para precisar dos puntos: 1) La ética de la responsabilidad del político en la versión de Max Weber representa una ruptura significativa con las éticas clásicas de Aristóteles y de Kant, e incluso con la forma clásica de la ética utilitarista de Mill, y debe ser entendida, de hecho, como una reacción a la crisis fundamental de la cultura moderna. Esta crisis se muestra, sin embargo, desde la perspectiva contemporánea, como un aspecto del contexto más amplio del desarrollo de una sociedad global en el proceso de globalización. 2) Se pueden distinguir deficiencias específicas internas de fundamentación y problemas de consistencia en el concepto de la ética de la responsabilidad de Weber, que condujeron en la filosofía moral del siglo XX poste-rior a Weber a nuevos y muy diferentes enfoques de la ética de la responsabilidad. Éstos tienen, sin embargo, algo en común: vistos en su conjunto, no condujeron a una reivindicación de los principios éticos clásicos de Aristóteles o Kant.

Éticas globales de la responsabilidad: Georg Picht y Hans Jonas

A partir de los diferentes contextos de experiencia mencionados brevemente arriba, Georg Picht y Hans Jonas desarrollan dos enfoques de la ética de la respon-sabilidad que se distinguen claramente del enfoque de Max Weber en su alcance y planteamiento, pero que también se diferencian entre ellos. A pesar de cual-quier diferencia, tienen sin embargo algo en común: a ambos les interesa —en vista de la amenaza de la exis-tencia humana— una cierta superación escatológica de la crisis orientada a la subsistencia de la especie. Ante el reto que representa el peligro de una guerra atómica, Georg Picht argumenta en favor de que todos los hombres asuman la obligación ética colectiva de responsabilizarse por la supervivencia de la huma-nidad, estableciendo como su máxima suprema, y poseedora de un sentido normativo, el postulado de la “conservación de la humanidad”. Picht considera, como resultado de este postulado, que se hace nece-sario establecer instituciones por todo el mundo que deben reemplazar la política nacional. La ciencia debe adoptar un papel central en este proceso; pero, a dife-rencia de Max Weber, Picht concibe una comunidad de trabajo conformada por las ciencias naturales, sociales y humanas que en su trabajo científico no se sientan comprometidas con el postulado de la ausencia radical de valores, sino con el postulado normativo de la ética de la responsabilidad.

Hans Jonas quiere también dejar a un lado la premisa de Max Weber, según la cual la ética de la responsa-bilidad presupone la estricta ausencia de valores en las ciencias positivas. Jonas identifica este axioma de Weber más bien como una de las causas de la crisis de la civilización moderna, a la cual describe precisamente como una amenaza “apocalíptica” de la humanidad causada por las crisis ecológicas de dimensión plane-taria. Fiel a la máxima de una adopción, éticamente aconsejable, de responsabilidad ante las consecuencias del actuar, Jonas propone como imperativo supremo la regla de acción —normativamente entendida— “actúa de tal modo que las consecuencias de tus actos sean compatibles con la permanencia de la vida humana sobre la Tierra”. Este imperativo de su versión de la ética de la responsabilidad, que reproduce claramente el imperativo categórico kantiano, es completado por Jonas con un principio heurístico según el cual, ante cualquier duda que surja al examinar los efectos de la acción –“in dubio pro malo”—, se debe adoptar el pronós-tico futuro más negativo. Esto tiene por consecuencia

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que, en los debates políticos acerca de la implementa-ción de nuevas tecnologías, la carga de la prueba debe ser distribuida de tal modo que los que deban aportar las pruebas sean los que afirman que no tendrán lugar efectos colaterales negativos, y no al contrario, como ha sido el caso hasta ahora. Jonas presenta, así, una ética de la conservación del orden de la creación que considera que el “deber” en relación con este orden se encuentra fundamentado en su propio valor intrín-seco; apelando a Aristóteles, Jonas concibe a la huma-nidad y su subsistencia precisamente como un fin teleológico último de la naturaleza.

Ahora bien, a diferencia de la tradición de las éticas universalistas de principios, que recurren a Kant o Mill, Jonas no sólo defiende una cierta clase de meta-física de la naturaleza con carga ética, a la que bien podría acusársele de ser lógicamente una variante de la prohibida falacia de pasar del ser al deber ser. Jonas va más allá, y niega explícitamente la idea, constitu-tiva de las éticas modernas que se apoyan en Kant, de una reciprocidad entre derechos y obligaciones. Jonas se orienta hacia una concepción de la percepción no recíproca del poder, que se encuentra ya latente en el concepto mismo de responsabilidad, y que exhibe ciertos parecidos con el ideal platónico del gobierno de los reyes filósofos; de este modo, Jonas considera que, siguiendo el imperativo de la ética de la respon-sabilidad, la acción puede sacar completo partido de la ventaja que representa un “tirano bienintencionado, bien informado y dotado de la visión correcta”. En la doctrina de Jonas no queda claro, en particular, quién debe ser exactamente el sujeto de la responsabilidad y por quién debe ser asumida la responsabilidad de la decisión y la acción, siempre que se actúe sólo de acuerdo con el imperativo de la ética de la responsa-bilidad. Es de suponer que Jonas considera a todos los actores como sujetos de la responsabilidad.

El concepto de “responsabilidad cosmopolita”Con estos tres enfoques de la ética de la responsabilidad como trasfondo, me gustaría esbozar brevemente mi propia posición en lo que sigue.

1) Una teoría ética general de la responsabilidad debería partir —normativamente— de un concepto de libertad, en particular de la libertad de actuar, y —ético-legal-mente— de un concepto de autonomía política, de la idea de reciprocidad de derechos y obligaciones, así

como de la idea normativa de igualdad de los sujetos de derecho. De este modo, rechazo el enfoque de la ética de la responsabilidad de Weber y Jonas. Una concepción moralmente sólida de la responsabilidad no se origina, como en la doctrina de Max Weber, a partir de una deci-sión o, como en la doctrina de Hans Jonas, a raíz del miedo, sino solamente en la libertad y el examen ético. Es decir, el principio ético de la responsabilidad puede y debe ser fundamentado sobre la base de una teoría de la libertad ética, pues la idea ética de la responsa-bilidad significa, desde el punto de vista filosófico--moral, la adopción de una obligación resultante del examen ético propio. Ella equivale a la circunstancia de que podemos y debemos acordarnos de nuestra obli-gación en medio de la situación de estar decidiendo respecto a la acción, y en medio de las consecuencias específicas de la acción y la decisión. A esto corres-ponde también la adopción solícita de la adscripción de las consecuencias de nuestra propia acción a la luz de la libertad de acción y las razones para actuar propias. Sólo así podemos seguir hablando —en las complejas situaciones de acción de las sociedades modernas, que se hallan conectadas entre sí mundialmente a través de los procesos de la globalización— de actores racio-nales a los que adscribimos, al mismo tiempo, la capa-cidad moral de motivación racional de las acciones y la fuerza vinculante a partir de obligaciones asumidas. Esta condición no sólo es importante con vistas a la idea de responsabilidad moral, sino también con vistas a la posibilidad de asumir una responsabilidad política y legal en relación con nuestra propia conducta o con lo que dejamos de hacer.

Weber y Jonas señalaron ya, con mucha razón, que de la percepción de la responsabilidad pueden muy bien resultar obligaciones no recíprocas, del mismo modo en que los padres son moral y legalmente responsables de sus hijos —o pueden ser hechos responsables por o ante terceros— de una manera distinta a como estos últimos lo son respecto a sus padres. Lo decisivo es, sin embargo, que la base de la responsabilidad moral debe ser buscada en la conciencia ética de la libertad y responsabilidad de quien, también a través de su propio juicio, sabe que es llamado a responsabilidad. Con la idea de libertad y de juicio ético se está presu-poniendo normativamente, de la misma forma, una igualdad ética fundamental entre los actores, la cual representa el fundamento de la dimensión política y legal del concepto de responsabilidad. Y con esto se presupone, al mismo tiempo, la igualdad política fundamental de los actores en cuanto a la libertad y la posibilidad que todos tienen de asumir la responsabi-

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lidad por las consecuencias de su actuar. De este modo, todos los hombres pueden —en principio, y debido a su don de poseer una razón práctico-moral— asumir responsabilidad incluso en contextos de la política internacional y del derecho en el ámbito mundial.

Hans Lenk ha señalado que el concepto de responsa-bilidad así entendido, el cual se encuentra dotado de normatividad, descansa sobre una relación de cinco términos: “alguien 1) —un sujeto de la responsabi-lidad— es responsable de algo 2) —por ejemplo, conse-cuencias de la acción, estados de cosas, tareas— con un destinatario o ante alguien 3) —como en el caso de un juicio— en relación con un criterio normativo 4) —es decir, una argumentación— que eleva una pretensión de validez práctica fundamentada razonablemente y que como tal puede ser aprehendida por cualquier ser dotado de razón, en el marco de un ámbito de acción o responsabilidad determinado 5) es decir, completamente diferente en cada caso”.1

2) Defiendo aquí la tesis específica de que —como conse-cuencia de la globalización no sólo de los mercados, la ciencia y el transporte, sino también de los procesos de decisión política y las nuevas instituciones político--legales transnacionales— puede fundamentarse una teoría de la responsabilidad cosmopolita que esté orientada, en última instancia, a la formulación de una nueva consti-tución político-social de la sociedad global en el sentido de una cosmopolis. Nombro aquí tres ámbitos de acción paradig-máticos que pueden concretar esta idea de una respon-sabilidad cosmopolita. Éstos habían sido tratados ya por Picht y Jonas, quienes, sin embargo, los habían puesto en el contexto de un concepto problemático de responsabilidad. De su resolución dependerá ente-ramente, empero —y en esto estoy de acuerdo con la evaluación de la crisis que hacen otras teorías de la responsabilidad—, el futuro de la humanidad, que vive hoy bajo las condiciones de una economía, ciencia y política globalizadas. Los mencionados ámbitos de acción son los siguientes: el aseguramiento de la paz mundial, la garantía en todo el mundo de los derechos fundamentales de los seres humanos como individuos naturales y como miembros de una comunidad cons-tituida políticamente y, por último, la solución de la crisis ecológica (en todas sus facetas, y no sólo en relación con el problema de las emisiones de CO2 que se roba hoy

1 Hans Lenk y Matthias Maring. 1996. Technikbewertung: Ernstfall der vorsorgenden Verantwortungsethik. En Jahrbuch für Christliche Sozialwissenschaften 37: 78-95. Para el fragmento aquí citado, ver 78-79 [N. de la T.].

día la atención de todos). Ante el reto de los procesos de la globalización, les concierne directamente a todos los seres humanos que viven en la actualidad y que vivirán en el futuro encontrar la solución a estos retos. Estos procesos tornan imprescindible el concepto norma-tivo de responsabilidad cosmopolita, el cual articula una visión que les recuerda a todos los seres humanos dotados de razón, es decir, capaces de un examen prác-tico de las acciones, sus obligaciones en relación con sus propias acciones. La finalidad de la ética de la responsabilidad cosmopolita se encuentra articulada por el imperativo de que hay que formular una constitu-ción cosmopolita de las instituciones políticas, del derecho y de la sociedad global, porque sin esa revolución cosmopolita de la constitución no pueden resolverse —según mi tesis— los problemas globales de la humanidad más urgentes.

Me gustaría intentar aclarar lo que quiero afirmar con esto, por lo menos a través de un ejemplo: el de la exigencia —surgida de una ética de la responsabi-lidad política— de garantizar la paz mundial, o, tal como lo formula la Carta de las Naciones Unidas, de la prohibición político-legal de la planeación y ejecución de actos de guerra. Dicha prohibición político-legal atañe en principio —en cuanto hace parte del derecho internacional vigente— a los estados o a otros sujetos del derecho internacional; sin embargo, se puede mostrar, en el marco de una ética global de la respon-sabilidad, que no está dirigida sólo a los estados o a las organizaciones y comunidades de estados interna-cionales, sino que incluye a todos los actores privados como sujetos de responsabilidad, correspondiendo con el primer criterio del concepto de responsabilidad. La prohibición en cuestión debe ser vista, más allá de la exigencia político-legal del derecho internacional, como una tarea de la ética de la responsabilidad, y de hecho, como una exigencia ética general con dife-rentes alcances de responsabilidad (criterio 5). Los destinatarios de la responsabilidad por asumir son, correspondientemente, todos los hombres, estados y comunidades de estados (criterio 3) o, en casos espe-ciales de conflicto, las partes antagónicas específicas que pueden entrar en conflicto mutuo y convertirse, así, en un peligro potencial para la paz mundial. El fundamento normativo de este imperativo es el postu-lado de razón, formulado en la filosofía del derecho kantiana, que nos prohíbe coartar la libertad de las otras personas con las que no podemos dejar de interac-tuar, a menos que sea sobre la base del derecho demo-crático (criterio 4). Esto incluye no sólo una prohibición del uso de la violencia militar y otras formas de coac-ción ilegítimas (criterio 2), sino también la prohibición

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de la exhortación a acciones que pudieran contribuir a ello, es decir: no deben surgir ocasiones que puedan conducir a la guerra o a los conflictos armados entre los hombres en las sociedades civiles y entre los estados.

Tal como debe quedar claro a través de este ejemplo, la concepción que defiendo de una ética de la respon-sabilidad cosmopolita pone su empeño —con vistas al cuarto criterio (el criterio normativo de obliga-ción)— en diferenciar los aspectos ético-morales de los aspectos político-legales de la acción responsable. En consecuencia, el contenido de obligación de los deberes legales deberá ser determinado de un modo

distinto al de los deberes de la moral o de la virtud, teniendo en cuenta que la ética cosmopolita de la responsabilidad piensa, de hecho, de un modo global y plantea un postulado general, pero no “mide” todo, ni a todos, “con un mismo rasero”. Esto significa que debe hacerse diferencia entre las obligaciones morales generales, por un lado, y las normas legales vinculantes, por otro, así como entre el concepto de una responsabilidad política y el postulado de ayuda asistencial, dependiendo de quién asuma en cada caso particular la responsabilidad, de qué tipo de respon-sabilidad se trate y ante quién, para qué y en qué contexto de acción se asuma.

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v Profesor titular del Departamento de Filosofía de la Universidad de los Andes, Colombia. Correo electrónico: [email protected]. traducción del entrevistador.

hauke Brunkhorst pertenece a esa tradición de autores europeos con sólida formación y diversidad de intereses. Cuenta con estu-dios universitarios en literatura alemana, filosofía, pedagogía y sociología en las

universidades de Kiel, Friburgo y Fráncfort. Desde 1996 se desempeña como profesor de sociología en la Universidad de Flensburg y actualmente ostenta los cargos de director del Instituto de Sociología y director científico del “International Institute of Manage-ment” en la misma universidad. El libro Solidarität. Von Bürgerfreundschaft zur globalen Rechtsgenossenschaft —Solida-ridad. De la amistad ciudadana a la sociedad coopera-tiva global— (Fráncfort: Suhrkamp, 2002) dio a Hauke Brunkhorst notable visibilidad en el ámbito europeo y anglosajón como gran conocedor del tema que nos interesa. Entre otros libros, el profesor Brunkhorst ha publicado en la prestigiosa editorial Suhrkamp de Fráncfort: Demokratischer Experimentalismus (1998) —Expe-rimentalismo democrático—; Recht auf Menschenrechte

(1999) —Derecho a los derechos humanos— , junto con Wölfgang R. Köhler y Matthias Lutz-Bachmann; Das Recht der Republik (1999) —El derecho de la república—, junto con Peter Niesen; y Globalisierung und Demokratie: Wirtschaft, Recht, Medien (2000) —Globalización y demo-cracia: economía, derecho y medios—. Igualmente, ha investigado y publicado sobre Theodor Adorno (1990), Hannah Arendt (1999) y Jürgen Habermas (2006).

Según las investigaciones de Brunkhorst, en el concepto moderno de solidaridad confluyen dos tradi-ciones históricas convergentes, la judeocristiana de la fraternidad y la republicana de la cooperación cívica. De la solidaridad han tomado fuerza las masas para su movilización social, pese a estar sujetas a un progre-sivo proceso de individualización. El concepto ha mantenido la elasticidad suficiente para impedir la ruptura del lazo social a consecuencia de la creciente fragmentación social. En su libro de 2002 Brunkhorst reconstruye los puentes que permiten comprender la

Solidaridad en la historia de Occidente

Por Rodolfo Arangov

DOI: http://dx.doi.org/10.7440/res46.2013.17

Entrevista a Hauke Brunkhorst

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evolución de la solidaridad desde la amistad aristocrá-tica entre los ciudadanos de la República y la coope-ración igualitaria entre judíos y cristianos en la vida comunal hasta la inclusión de los extraños o ajenos en los Estados constitucionales modernos. En la actua-lidad, sostiene Brunkhorst, “la solidaridad demo-crática se perfila como un concepto medular para la estatalidad nacional y la globalización” (2002, 2).

Las tesis de este autor sobre solidaridad y democracia contrastan con la comprensión liberal de la democracia, para la cual es central el principio de mayorías, y la soli-daridad resulta superflua o una mera coletilla cambiante según el color político. En oposición a esta concepción “deflacionista” de la solidaridad, Brunkhorst defiende la tesis según la cual desde la modernidad la solidaridad se encuentra vinculada conceptualmente con la demo-cracia (2002, 7). La solidaridad, al término de un largo proceso de estilización de las ideas políticas, impregna el entendimiento moderno de la democracia, en contraste con la antigua comprensión asociada a la pertenencia a comunidades de amigos o a una élite ciudadana. Según este autor alemán, las ideas vigentes en 1789 dotaron al postulado cristiano de la fraternidad de una forma política que involucra a todos los destinatarios del poder como actores de su propio destino. “De la fraternidad se deriva, en un contexto secularizado, la autolegisla-ción” (2002, 7). La perspectiva de Brunkhorst permite comprender por qué Kant traducirá el tercer postulado de la Revolución Francesa, en Sobre una paz perpetua (1795), como “la dependencia de una única legislación común”. La comprensión moderna del concepto de la solidaridad hace posible pensar en un mundo cosmopolita que recu-pere el vínculo interno entre solidaridad y democracia supra- y transnacional, alternativa a los proyecto de la democracia liberal y de la globalización económica.

Rodolfo Arango (RA): ¿Qué deberíamos entender (hoy) por solidaridad?

Hauke Brunkhorst (HB): Daría la misma respuesta que presenté en mi libro sobre solidaridad en 2002 (traducido en 2005 al inglés).1 En dicho lugar argumenté que el concepto de solidaridad está vinculado categorialmente al legislador democrático. La solidaridad no es un asunto del Estado de derecho; tampoco, de derechos humanos, ni es una cate-goría que venga a complementar o a expandir la demo-cracia; más bien, la solidaridad es un asunto que concierne

1 Solidarity. From Civic Friendship to a Global Legal Community. Cambridge – Londres: MIT Press, 2005. (N. del T.)

por excelencia al legislador político. Éste fija legislativa-mente el “más o menos” de las prestaciones solidarias (Habermas) según el parámetro de los intereses mayorita-rios. Marx, por demás, también vio este punto central de la misma manera al confrontar la “magra Magna Charta de la jornada laboral establecida por ley” —la cual, como politización de la lucha de clases (lucha por una ley parla-mentaria), es producto de la solidaridad (“los trabajadores unidos por las cabezas”)— con el ampuloso catálogo de los derechos humanos inalienables. No es que tengamos algo contra los derechos humanos (incluso los derechos de la tercera generación), pero ellos pasan de largo el tema sobre el que aquí se trata.

RA: ¿Qué diferencia existe entre la solidaridad y la fraternidad?

HB: En el concepto de solidaridad confluyen dos grandes revoluciones jurídicas europeas que se iniciaron con la revolución del papado en los siglos XI y XII: el sentido liberador y emancipador del derecho (identificado con el Corpus Christi universal) se enlaza con su sentido político republicano genuino, que desde entonces se entiende como autonomía legislativa (¡incluso el papa es promovido en ese entonces a Legislador!). En los conceptos de fraternidad (judeo-cristiano) y de solidaridad (romano republicano) confluyen finalmente los dos epílogos (en cuanto revolu-ción social y republicana) en un mismo concepto político jurídico (así como es el caso con el concepto de Legislador).

RA: ¿Está la solidaridad incluida en el concepto de justicia, siendo el concepto de solidaridad por lo tanto superfluo?

HB: Es una pregunta difícil. Ambas dependen estrecha-mente la una de la otra, de forma que no puede haber justicia sin solidaridad ni verdadera solidaridad (en el sentido de Hegel), sin justicia (en contraste con la falsa solidaridad presente en la mafia o en los comités internos estalinistas, con sus diversas variaciones). En Rawls el primer prin-cipio de la justicia (igual libertad de todos) corresponde a la justicia, y el segundo, a la solidaridad, pero la prioridad del primero es problemática. Considero errónea cualquier jerarquización, por ejemplo, según el formato de primero los derechos liberales de libertad, luego los políticos y, al final, si todavía queda aire, los derechos sociales y la soli-daridad. Por otra parte, el concepto de justicia política en Rawls es prácticamente indistinguible de la “verdadera” solidaridad. La justicia, en sentido estricto, sólo puede refe-rirse a deberes recíprocos universalizables. En principio, es indisputable ya hace tiempo, puesto que está incluida en la regla de oro (lo que no quieras que te hagan a ti, no

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Solidaridad en la historia de OccidenteRodofo Arango, Hauke Brunkhorst

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Debate

se lo hagas a otro), que desde los siglos VIII a II a. C. (era axial) se reconoce en las altas religiones y en las doctrinas filosóficas (como mínimo) de todo el ámbito euroasiático, y se articula en muchas variantes. La fórmula kantiana de la ley ha dotado a la solidaridad de una forma moderna y metodológicamente confiable, a partir de la cual desde entonces —de nuevo, en muchas variantes— se estiliza y se mejora con éxito. De este modo, el imperativo categórico también sobrevivió, casi intocado, el paso de la filosofía de la conciencia a la filosofía del lenguaje de los siglos XX y XXI. Por cuanto la solidaridad también involucra una exigencia general, su diferencia con la justicia es tan sólo que la justicia deletrea afirmativamente lo que ha sido experimentado antes como una crasa injusticia. El punto de partida negativo en el “sense of injustice” (Barrington Moore) es determinante para la apelación a la solida-ridad universal, en la cual la injusticia sentida y sufrida se transforma en una pretensión jurídica. Tal apelación es profética en el mejor sentido, no ya de la predicción, sino del pre-decir práctico y político: la anticipación normativa de mejores relaciones. Para que con ello también funcione como derecho (a saber, como derecho positivo), se requiere la diferenciación funcional de un sistema jurídico profesio-nalizado, aún no conocido por la Antigüedad y que vendría a configurarse en Europa sólo hacia los siglos XII y XIII, y se diferenciaría plenamente con posterioridad a la época de las revoluciones atlánticas (siglo XVIII).

RA: ¿En qué relación están solidaridad y democracia?

HB: Es una relación muy estrecha, como ya afirmé arriba, tan estrecha que no deseo hacer mayor distinción entre ella y la democracia radical (o socialismo democrático), cuya fuerza comunicativa está atada al poder del Legislador. En tal sentido entiendo también la democracia según John Dewey y el expansionismo democrático, sólo que Dewey no se ocupó demasiado por su plasmación institucional en las formas de una “solidaridad orgánica” (Durkheim), que tienen hoy en día que referirse a poderes orgánicos en los ámbitos nacional, inter-, trans- y supranacional. Pero sin duda Dewey tenía razón cuando resaltaba la idea del control (dominación) del sistema capitalista mediante un poder democrático, y con ello (en muchos de sus escritos), la estrecha relación entre la igualitaria democracia de masas, propia del siglo XX, y la idea socialista de la sociali-zación (Vergesellschaftung) de los medios de producción.

RA: ¿Es la solidaridad un concepto empírico (por ejemplo, un sentimiento, como en Rorty), norma-tivo (por ejemplo, un mandato o principio, como en Habermas) o ambas cosas (por ejemplo, un concepto ético denso, como en Putnam)?

HB: De hecho, es todo esto; el uso corriente del concepto de solidaridad es bastante amplio, y contra ello no hay nada que objetar. No obstante, yo pondría el acento en el derecho positivo, en los derechos posi-tivos y su legitimación democrática.

RA: Según su opinión, ¿qué rol debería tener la soli-daridad en las actuales relaciones (morales, políticas, jurídicas) en el contexto mundial?

HB: Debería tener un rol mucho más amplio que el actual. Acabamos de presenciar el mayor y más exitoso intento de campaña de insolidaridad por más de treinta años y con dimensiones globales, la que aún no ha termi-nado. Tomemos sólo el ejemplo de la Unión Europea. A los países (relativamente) pobres del sur se les impone desde fuera una política de austeridad, que los empuja más y más hondo en una crisis deflacionista —muchas veces, incluso, acompañada del correspondiente gobierno tecnocrático—, y puesto que carecen ya de una moneda propia, a los países pobres se les ha sustraído la última arma con la cual podrían defenderse de las grandes injus-ticias en el reparto de la riqueza entre el norte y el sur, a saber, la devaluación de su moneda. El derecho europeo está, sin embargo, en su contra. Esto no es mucho, dado que en términos jurídico-positivos está casi completa-mente sin construir, pero “no es nada” (Hegel). De hecho, los tratados de la Unión Europea siguen prescribiendo multiplicidad de deberes jurídicos de solidaridad. Pero de ello no se ocupa el norte rico (aun cuando sí el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, con respecto a lo cual Sonja Buckel ha presentado recientemente su escrito de habilitación). Lo que les queda a dichos países pobres —y a sus trabajadores, al ejército de desempleados que crece dramáticamente y a las grandes mayorías traicio-nadas por sus clases dirigentes y el poder hegemónico del norte— es la extensión de la solidaridad en una lucha de clases transnacional. Sólo mediante la lucha conjunta de los sindicatos sureuropeos (y luego la apelación ya no ineficaz a la solidaridad de los sindicatos del norte) es posible realizar, por ejemplo, la necesaria e imperiosa “magra Magna Charta” (Marx) de un subsidio europeo de desempleo. Ésta es una tarea monumental, y la proba-bilidad de fracaso es alta. Pero no existe de hecho alter-nativa, si no queremos caer al estadio de la nacionalista y, por sobre todo, regionalista destrucción de todas las solidaridades. Con ello, la situación de Europa no es del todo diferente a la del resto del mundo globalizado, en el cual se ha impuesto un capitalismo agresivo, fundado en el fundamentalismo neoliberal y organizado por el law and economics, en lugar de ser gobernado por el law and democracy. Las relaciones entre el norte y el sur en Europa

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son muy semejantes a las existentes entre el norte y el sur en todo el mundo, y la situación nos enfrenta a un problema de solidaridad similar, aun cuando las condi-ciones en el sur de Europa son menos graves, en compa-ración con regiones donde en verdad reina la miseria en el mundo. Solidaridad significa hoy en día, en todas partes, lucha de clases transnacional, con el objetivo de hacer retroceder la gran transformación que se ha operado en los últimos treinta años, a saber, la state-embedded markets. Esta transformación se ha convertido a su vez en market-embedded states (Wolfgang Streek), un retroceso de tal índole (y éste es el quid del asunto, o por lo menos el gran problema, para el cual no existe solución alguna en el papel) que podría llevarnos de vuelta al estado nacional impe-rialista. Recordemos cómo Kelsen demostró en 1920 la rela-ción interna, lógica y necesaria entre la soberanía estatal y el imperialismo agresivo. La solidaridad puede neutra-lizar y hacer retroceder esta evolución, y ello, mediante el salto hacia una democracia trans- y supranacional que finalmente nos permita superar la concentración del control político del capitalismo en un pequeño segmento de los Estados mundiales, el del noroccidente global, que siempre fue el escándalo moral del Estado de bienestar occidental (welfare and warfare).

Referencias1. Brunkhorst, Hauke. 1990. Theodor W. Adorno. Dialektik der

Moderne. Múnich: Piper.

2. Brunkhorst, Hauke. 1998. Demokratischer Experimentalis-mus. Fráncfort: Suhrkamp.

3. Brunkhorst, Hauke. 1999. Hannah Arendt. Múnich: Beck.

4. Brunkhorst, Hauke. 2000. Globalisierung und Demokratie: Wirtschaft, Recht, Medien. Fráncfort: Suhrkamp.

5. Brunkhorst, Hauke. 2002. Solidarität. Von Bürgerfreundschaft zur globalen Rechtsgenossenschaft. Fráncfort: Suhrkamp.

6. Brunkhorst, Hauke. 2006. Habermas. Stuttgart: Reclam Leipzig.

7. Brunkhorst, Hauke y Peter Niesen. 1999. Das Recht der Re-publik. Fráncfort: Suhrkamp.

8. Brunkhorst, Hauke, Wölfgang R. Köhler y Matthias Lutz-Bachmann. 1999. Recht auf Menschenrechte. Fráncfort: Suhrkamp.

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v Estudiante de Ciencia Política de la Universidad de los Andes, Colombia. Correo electrónico: [email protected]

En un contexto de capitalismo salvaje, donde la desigualdad y la injusticia estructural permean las capas de las sociedades, donde las políticas económicas se limitan a aumentar la producti-vidad y rentabilidad en manos de unos pocos,

y donde el individualismo de unas élites con capacidad de adoctrinar a un pueblo es una cuestión aceptada como algo natural, es de vital importancia revivir el pensamiento de filósofos que lucharon por construir una sociedad más igua-litaria, justa y solidaria. De allí el interés y gran pertinencia del ensayo de la profesora Esperanza Guisán, catedrática de Ética de la Universidad de Santiago de Compostela. Se trata de un libro conciso y de gran erudición que permite a los lectores un acercamiento a las posiciones y los aportes intelectuales más relevantes de John Stuart Mill, uno de los filósofos ingleses más influyentes del siglo XIX.

En Una ética de libertad y solidaridad: John Stuart Mill, Espe-ranza Guisán acentúa la originalidad y la profundidad de un pensador abierto por igual a las sugerencias del liberalismo moderno y del socialismo democrático. La autora discute sugerencias y propuestas para consolidar una ética de carácter cosmopolita que, en palabras de la profesora Guisán, “incluya entre sus metas no sólo la formación de buenos ciudadanos de una determi-nada comunidad, sino la de individuos excelentes que al tiempo que desarrollan sus capacidades personales

se hermanan y solidarizan con los miembros de todas las naciones de la tierra” (p. 16). Guisán muestra cómo, lejos de ser retórica irrealizable o mero formalismo, la ética de John Stuart Mill se presenta como una opción factible y deseable a favor del bienestar general y el desarrollo de la excelencia individual que “reconcilia la eudaimonía (el bienestar psicológico) con la justicia, y especialmente con la siempre gratificante solidaridad universal” (p. 18).

En el libro se resaltan cinco puntos centrales de los aportes de Mill al pensamiento moral y político, divididos en capítulos sobre su vida; su concepción del utilita-rismo; de la libertad; de las mujeres; del gobierno. Junto a un epílogo, “El atractivo ético de Mill”, y a un apéndice del primer capítulo, “The Subjection of Women”, los mencionados temas ofrecen un primer acercamiento a una ética de libertad y solidaridad que permita la realiza-ción simultánea del desarrollo personal y colectivo.

En el primer capítulo la autora muestra cómo la pasión de John Stuart Mill por la humanidad era incalculable, sólo comparable con la de un filósofo como Platón. Entre sus incansables luchas, podemos leer cómo Mill “fue el primer parlamentario inglés que desde su tribuna demandó el voto para las mujeres” (p. 20). De la mano de su amada Harriet Taylor, Mill favoreció de modo espe-cial la elaboración de sistemas de educación y de gobierno

Libertad y solidaridad

Juan Sebastián Ramírez Díazv

DOI: http://dx.doi.org/10.7440/res46.2013.18

Guisán, Esperanza. 2008. Una ética de libertad y solidaridad: John Stuart Mill. Barcelona: Anthropos [127 pp.].

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Libertad y solidaridadJuan Sebastián Ramírez Díaz

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Lecturas

para garantizar la libertad, así como el establecimiento de “cooperativas para cultivar las capacidades” y actuar de acuerdo con “motivos que se dirigieran al bien general” (p. 32). En el segundo capítulo, “Mill y el utilitarismo” (uno de los temas más importantes desarrollados en el libro), de forma esclarecedora, Guisán responde a las críticas infundadas hechas a Mill; analiza aquí los presu-puestos antropológicos, éticos y políticos de su pensa-miento. En particular, reivindica su ética utilitarista, la cual se distancia de neoutilitaristas que ofrecen una teoría basada exclusivamente en el bienestar material y económico de las personas, olvidando la complejidad del ser humano. Éste, de forma socrática —mediante el cues-tionamiento crítico y la experiencia del diálogo—, puede adquirir un grado de perfeccionamiento y una virtud que le permiten una satisfacción personal que va de la mano del bienestar colectivo. Se destaca el apartado quinto de este capítulo, “Justicia y felicidad”, por el valor del pensa-miento milliano sobre la idea de justicia. Como lo muestra la profesora Guisán, el utilitarismo de Mill está lejos de ser una visión grosera del hedonismo; en él la justicia distri-butiva es condición necesaria para la felicidad humana.

En el tercer tema central del libro, “Mill y la libertad”, la autora se centra en el análisis de la idea que Mill defiende en el ensayo Sobre la libertad. En palabras de Mill: “la única parte de la conducta de cada uno por la que él es respon-sable ante la sociedad es la que se refiere a los demás. En la parte que le concierne meramente a él, su indepen-dencia es, de derecho, absoluta. Sobre sí mismo, sobre su propio cuerpo y espíritu, el individuo es soberano” (Mill 2001, 68). El filósofo inglés fue ciertamente un defensor acérrimo de la libertad de opinión y de la autonomía moral de los individuos; sin embargo, Guisán —siempre atenta a las malas interpretaciones que se hacen de Mill— explica cómo éste, lejos de proponer una libertad poco compro-metida con el perfeccionamiento individual y el bienestar de la humanidad, es consciente de que la libertad sólo es posible mediante la deliberación pacífica entre todos los ciudadanos, en sí misma gratificante, la cual ayuda a pulir nuestros juicios y potencia la solidaridad con la sociedad.

En el capítulo cuarto, “Mill y las mujeres” (complementado con un apéndice extraído del libro The Subjection of Woman), Guisán nos presenta la solidaridad de Mill con el género femenino, las minorías y los grupos más desfavorecidos de la sociedad. Asimismo, muestra el coraje de Mill al denun-ciar al género masculino, que, desde su posición favore-cida, buscaba perpetuar las relaciones de dominación sobre la mujer por la vía de las costumbres y de la naturalización de las meras opiniones. Justamente, en este capítulo se pueden leer afirmaciones de Mill sobre este tema: “Todas

las mujeres son educadas desde su más temprana edad en la creencia de que su carácter ideal es todo lo contrario al de los hombres: carencia de voluntad propia, sumisión y rendición al control de otros… presentándoseles la doci-lidad, la sumisión y la resignación de la voluntad como parte esencial de su atractivo social” (p. 65).

En el último capítulo del libro, “Mill y el gobierno”, la autora española resalta el deseo de Mill de un gobierno democrático que promoviera la participación de sus ciudadanos, ya sea en forma directa o mediante un gobierno representativo. Mill propugna la libre delibera-ción en la vida pública que permita generar una idea de justicia basada tanto en la consecución del bien propio como en una idea de lo razonable, alimentada por el ejer-cicio de la solidaridad entre ciudadanos iguales y libres. Guisán señala el acierto de Mill al no caer en el discurso de las democracias de las mayorías, las cuales excluyen la voz de las minorías mediante prácticas totalizantes y legitiman la opinión de algunos simplemente por su posición favorable, sin importar los contenidos o inten-ciones de sus propuestas.

El epilogo del libro, “El atractivo ético de Mill”, presenta una serie de seductoras comparaciones entre Mill y filó-sofos como Rousseau, Hume y Kant, considerado el filó-sofo ético por excelencia. Para la autora, la teoría ética milliana es atractiva y muy superior a la de los autores analizados. El atractivo ético en Mill consiste, según ella, en no quedarse en una ética de mínimos o meros forma-lismos o en una ética puramente racional e idealista que por medio de actos solipsistas escinde la naturaleza del ser humano entre pasión y razón, cuerpo y alma, carne y espíritu, sino en una ética ligada a la razón y la sensibi-lidad del ser humano; al desarrollo personal y colectivo; y, como nos recuerda Esperanza Guisán, “al ensancha-miento de mi natural, aunque en principio escaso, senti-miento de simpatía y solidaridad” (p. 79).

Revivir el pensamiento de un filósofo como John Stuart Mill, que en vida y obra luchó por una sociedad más igualitaria, justa y solidaria, es una ventana que se abre gracias a la tarea de intelectuales visionarios. Es el caso de la profesora Guisán, quien es consciente de la necesidad de empatar las demandas de libertad de la sociedad con un sentimiento —razonable— de solidaridad y simpatía con la humanidad.

Referencias1. Mill, John Stuart. 2001. Sobre la libertad. Madrid: Editorial

Alianza.

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El concepto de solidaridad, de Javier de Lucas, reúne una serie de trabajos sobre solida-ridad fruto de la investigación del autor sobre la relación entre solidaridad y derecho en la obra de Émile Durkheim. Más allá de

la labor investigativa sobre estas relaciones y el origen del concepto mismo de solidaridad, el propósito de De Lucas en el texto consiste en llamar la atención sobre la importancia de la solidaridad e invitarnos a recuperar este concepto. La advertencia se hace necesaria, según el autor, en el contexto de una época cuyo diagnóstico es poco alentador, por lo que advierte que “la humanidad está condenada a vivir en una era de solidaridad si no quiere conocer la de la barbarie” (p. 10).

El libro consta de tres capítulos, cada uno de los cuales aborda el concepto de solidaridad desde una arista diversa. En el primero de ellos, De Lucas se ocupa de la evolución del concepto. En este recorrido encuentra que en la reconstrucción de la historia del término es imperativo tener en consideración tanto los antece-dentes que provienen del ámbito jurídico como aque-llos procedentes de la filosofía moral y social (allí se

mencionan fuentes diversas como Cicerón, Aristó-teles, el estoicismo, la tradición escolástica, Rousseau, la Escuela inglesa de la “ética de la simpatía” y Comte, sólo por mencionar algunos). En particular, al autor le interesa señalar los precedentes del concepto de solida-ridad tal y como es concebido en el pensamiento socio-lógico de Durkheim: se trata de una noción que —como se desarrolla de manera más extensa en el texto de De Lucas— podríamos calificar de ambigua, en cuanto es, por un lado, concebida como categoría científica (hecho social), y al mismo tiempo, por el otro, se trata de un recurso ideológico, de una aspiración.

Estas dos caras del concepto se hacen mucho más evidentes para De Lucas en los dos tipos de solida-ridad sobre los que Durkheim elabora su teoría de la evolución social: solidaridad mecánica y solidaridad orgánica. En la primera, evolutivamente anterior, la interdependencia descansa en la similitud y tiende un fondo incuestionablemente religioso —aquí el elemento crucial de la integración es la identifica-ción—; contrario a ésta, en la segunda, la interdepen-dencia se apoya en la diferenciación que resulta de la

v Estudiante de Filosofía y de Psicología en la Universidad de los Andes, Colombia. Correo electrónico: [email protected]

El concepto de solidaridad

María Paula Duquev

DOI: http://dx.doi.org/10.7440/res46.2013.19

De Lucas, Javier. 1993. El concepto de solidaridad. México: Distribuciones Fontamara [120 pp.].

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Lecturas

El concepto de solidaridadMaría Paula Duque

división del trabajo; la integración aquí se basa en la cooperación.1 Es en esta segunda forma de solidaridad, la orgánica, en la que Durkheim habrá de identificar el componente ideológico: la solidaridad como elemento de integración y de cooperación es, a la vez, un ideal moral y un instrumento de legitimación, una tercera vía en el debate entre individualismo y socialismo.

Ahora bien, la consideración de la solidaridad en cuanto principio ético, jurídico y político no está exenta de problemas para De Lucas. Entre ellos está el de la necesidad de distinguirla del principio de igualdad, ya que resulta legítimo preguntarse por la necesidad y la utilidad de acudir a la solidaridad como principio una vez que la igualdad ha sido reconocida jurídicamente. La respuesta del autor estará encaminada a la adopción de una cierta definición de solidaridad que consista no sólo en “asumir los intereses del otro como propios”, sino, además, en asumir la responsabilidad colectiva. De esta manera, vemos cómo la solidaridad como prin-cipio no sólo iría más allá del principio de igualdad, sino que se presenta como un recurso útil y diferente de éste, ya que nos exige actuar positivamente para garantizar los intereses públicos y contribuir a ellos, responsabilizando a todos y cada uno de los miembros que conforman un determinado grupo.

En el segundo capítulo del libro, De Lucas se centra por completo en Durkheim para abordar su concepto de solidaridad, en especial en su relación con el derecho y la moral. Como observa el autor, la relación entre derecho y moral en Durkheim es bastante estrecha. Si bien ambos constituyen hechos sociales —identifi-cables por la exterioridad y la coacción—, el derecho aparece como un elemento que hace parte del conjunto más amplio que es la moral: “La moral se presenta así como producto del medio social, los sistemas de valores son manifestaciones de la conciencia colectiva de los individuos, y entre ellos, no se olvide, ocupa su lugar el Derecho” (p. 49). Sin embargo, la relación es todavía más compleja, por cuanto es gracias a la existencia del derecho que podemos hablar de acciones morales en absoluto: este tipo de actuación sólo es posible cuando hay una norma de referencia a la cual adaptamos nuestra conducta. Así, dada esta suerte de continuidad entre moral y derecho, las reglas jurídicas no son otra cosa, para Durkheim, que máximas morales que la sociedad dota de gran fuerza obligatoria.

1 La solidaridad orgánica recibe este nombre porque “surge por la ac-ción de órganos coordinados y subordinados entre sí y que presentan cada uno funciones específicas” (p. 43).

Desde este punto, el capítulo transcurre en la concre-ción de estas dos nociones y de otras relacionadas con éstas. Se explica, por ejemplo, cómo para Durkheim no tiene sentido hablar de derecho natural; que el derecho para este autor puede ser considerado desde tres dimen-siones distintas —hecho, norma y valor—; que el fin de la conducta moral no puede ser el sujeto individual sino únicamente la sociedad; además, De Lucas enfa-tiza la necesidad del derecho para el mantenimiento de la vida social; profundiza en la noción de coacción y muestra cómo se trata de una fuerza que constriñe al individuo, pero a la que éste, a su vez, se siente atraído; y, por último, concluye mostrando cómo la coacción y la sanción jurídica carecen de especificidad respecto de otras formas de coacción de tipo moral (excepto tal vez en el caso del derecho penal).

Lo que más interesa en este segundo capítulo es la conexión de derecho y moral con el concepto de solidaridad en Durkheim. Un primer punto de enlace entre derecho y solidaridad es su evolución conjunta: según este autor, las variedades de solidaridad —mecánica u orgánica— se reflejan de un modo necesario en el derecho y progresan a la par con éste, y esto es así porque el derecho es el símbolo visible de la solidaridad.2 Siendo esto así, la solidaridad es a la vez el fundamento y el límite de lo jurídico, que impide, de esta manera, que el derecho se convierta en un instru-mento de dominación.3 Análogamente, la solidaridad es el fundamento de la moral gracias a que sólo tiene sentido hablar de moralidad en el contexto de la vinculación social a un grupo (la moral consiste en ser solidario de un grupo); en efecto, lo moral se define para Durkheim en términos de solidaridad: “es moral lo que es fuente de solidaridad, lo que fuerza a contar con otros” (p. 73). Sin embargo, como habrá de argumentar De Lucas en su texto, moral, derecho y solidaridad se articulan recíprocamente, pues no sólo la solidaridad es el fundamento del derecho y de la moral —como acabamos de mostrar—, sino que, a la inversa, derecho y moral aparecen en Durkheim como condiciones fundamentales de la solidaridad misma. Esto sólo es posible en cuanto derecho y moral son, para el sociólogo,

2 Sobre la relación entre Derecho y solidaridad, Durkheim puntualiza: “La vida social, allí donde existe de forma duradera, tiende inevita-blemente a tomar forma definida y organizarse, y el Derecho no es sino esa organización misma en cuanto tiene de más estable y preci-so” (p. 61). Además, establece un paralelismo entre las dos formas de solidaridad y las modalidades del Derecho: en la etapa de la solidari-dad mecánica hay predominio del Derecho represivo, mientras que en la etapa de solidaridad orgánica prima el Derecho restitutivo.

3 El derecho actúa más bien en función del fortalecimiento de los vín-culos entre los individuos; es por esto que Durkheim piensa el castigo como un intento por recuperar a quien se ha mostrado insolidario.

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un “conjunto de lazos que nos unen mutuamente y con la sociedad, haciendo así de una masa de individuos un todo coherente, que eso es la sociedad” (p. 65).

De acuerdo con lo dicho hasta aquí, De Lucas concluye este capítulo de su libro estableciendo la solidaridad orgánica —que representa la fase superior en el desa-rrollo histórico— como aquel momento societario que encarna de manera más fuerte la solidaridad en cuanto ideal moral. Se trata así de un sistema de órganos que, a diferencia de lo que sucede en la solidaridad mecánica, exige moralización, en cuanto exige la coordinación entre los diferentes órganos, la necesaria interdepen-dencia de éstos y una mayor vinculación del individuo con el grupo.

El capítulo tercero es, en mi opinión, el más valioso del libro, porque permite enlazar lo discutido con la realidad actual. El capítulo gira en torno del racismo y de la xeno-fobia que, según De Lucas, han renacido con gran furor en el contexto europeo,4 y ante los cuales ve la necesidad de volver sobre los principios de solidaridad y tolerancia. El escenario nos enfrenta al problema del estatuto de las minorías étnicas, religiosas y nacionales, así como a las tensiones entre las exigencias de integración y respeto a la diversidad, por un lado, y respeto a la propia iden-tidad, por el otro.

De Lucas nos advierte en contra de un “antirracismo fácil”: no se trata de adoptar una actitud simplista desde la cual todos nosotros rechazamos el racismo sin más; más bien, de lo que se trata es de una toma de posición activa y positiva frente al problema. El autor se permite

4 Este capítulo surge de una serie de artículos que el autor escribió so-bre el tema entre 1990 y 1992. Allí se hace alusión a fenómenos como la disgregación de Yugoslavia y de la URSS, que, según De Lucas, su-ponen un ascenso del nacionalismo y plantean un problema impor-tante para la consecución de una unidad europea y para las exigen-cias de solidaridad y tolerancia que él está planteando.

así rescatar la solidaridad enunciada en el primer capí-tulo, que, como vimos, se diferencia del principio de igualdad en que nos invita a contribuir positivamente en aquello que es de interés colectivo. En este punto De Lucas retoma un problema en la consideración de la solidaridad como principio para enfrentar el racismo y la xenofobia: dado que este principio implica la identi-ficación de un círculo del nosotros, nos vemos necesaria-mente obligados a justificar el límite de la ampliación de este círculo. El problema que aquí emerge es el de cómo conciliar el máximo ensanchamiento de este círculo —en el que reconocemos la igualdad y la solidaridad— con la defensa de la identidad, que, la más de las veces, se cons-truye como negación del otro.

Tras un análisis cuidadoso del racismo y la xenofobia como formas de intolerancia, De Lucas concluye la nece-sidad de reconocer en estas manifestaciones hechos que contradicen la igualdad y que, en cuanto tales, deben ser reprobados no sólo moral, sino también jurídicamente. Además, el autor aboga por un reconocimiento jurídico de los deberes positivos básicos, que tenga como base el principio de solidaridad; aunque en este punto reconoce también que aparece, de manera inevitable, “la difi-cultad de deslindar acciones supererogatorias, deberes morales de solidaridad y deberes jurídicos” (p. 99), así como otras dificultades referidas al límite y el alcance que cabría esperar de estos deberes positivos.

En suma, el libro de De Lucas es un texto valioso en varios sentidos. En primer lugar, por el análisis cuidadoso del concepto de solidaridad, que, aunque va muy de la mano de lo planteado por Durkheim, nos ofrece una genea-logía completa del término, haciendo referencia a gran cantidad de fuentes de las que este concepto es deudor. Y en segundo lugar, por su capacidad reflexiva y crítica, gracias a la cual superamos el riesgo de quedarnos en una discusión puramente teórica, permitiéndonos tomar partido frente a las cuestiones que, como moradores del mundo actual, nos conciernen profundamente.

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v Estudiante de Derecho y de Filosofía de la Universidad de los Andes, Colombia. Correo electrónico: [email protected]

Cuando, en un semáforo o a la salida de un cine, se nos acerca una persona a pedir dinero en un evidente estado de pobreza, ¿somos en algún grado responsables por su situación?; o, por el contrario, ¿son

únicamente sus decisiones personales las que la han puesto en ese lugar? ¿Deberíamos sentirnos culpables por su desventura y darle una limosna o aceptar nuestra responsabilidad y juntarnos con otros para mejorar su situación? Responsibility for Justice, de Iris Marion Young, da alguna luz sobre estas cuestiones.

El tema del libro, de impactante actualidad, es la responsabilidad de las personas ante situaciones de injusticia estructural. La tesis de Young, expuesta con gran claridad y en un lenguaje comprensible, sostiene que las situaciones de desventaja de ciertos individuos se deben más a condiciones estructurales que a su responsabilidad individual. Ante este escenario, toda la comunidad es responsable de vigilar, denunciar y combatir estas situaciones, pues son las interacciones sociales las que producen las circunstancias de injus-ticia estructural. Es importante recordar que Young murió a los 57 años, antes de ver publicado su libro,

por lo que Martha Nussbaum, amiga personal de la autora, se encargó de la edición final y del prefacio.

Responsibility for Justice comienza con un examen de la noción de responsabilidad personal en el contexto del Estado de Bienestar estadounidense. La autora encuentra que la manera de entender la pobreza ha cambiado: hoy en día se considera que las causas prin-cipales de la pobreza de una persona son sus decisiones personales. En el primer capítulo, “From Personal to Political Responsibility”, la autora examina crítica-mente tal entendimiento de la pobreza.

Esta errónea concepción de las causas de la pobreza se funda en tres ideas que pueden extraerse de los trabajos de Charles Murray y Lawrence Mead. La primera suposi-ción es creer que entender la pobreza como derivada de la responsabilidad personal es excluyente del entendi-miento que la asocia a causas estructurales. La segunda es asumir que las personas pueden salir de la pobreza con su simple esfuerzo y voluntad. La tercera es creer que el resto de la sociedad no tiene responsabilidad por la situa-ción de los más necesitados. En contraposición a estos presupuestos, la autora argumenta que para entender

Responsabilidad por la injusticia estructural

Sebastián Briceño Mutisv

DOI: http://dx.doi.org/10.7440/res46.2013.20

Young, Iris Marion. 2011. Responsibility for Justice. Nueva York: Oxford University Press [224 pp.].

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Revista de Estudios Sociales No. 46 • rev.estud.soc. • Pp. 216.ISSN 0123-885X • Bogotá, mayo - agosto de 2013 • Pp. 195-197.

el fenómeno de la pobreza es necesario combinar un análisis personal y uno estructural. Existen situaciones estructurales que hacen difícil o imposible que una persona salga de la pobreza por su mera voluntad, por lo que cada individuo, como miembro de la sociedad, tiene el deber ético de modificar estas circunstancias.

Young enfila luego su crítica contra algunos filósofos liberales, principalmente contra Ronald Dworkin. Según Young, la teoría de la igualdad de recursos de Dworkin afirma que una persona sólo es responsable por aspectos que ha escogido activamente, no por aspectos que surjan de circunstancias que están más allá de su control. Para Young, tal asunción ha contribuido a concentrarse en la responsabilidad personal a expensas de la dimensión estructural de la problemática.

¿Qué entiende Young por injusticia estructural? En el segundo capítulo de su libro, “Structure as the Subject of Justice”, la autora sostiene que “la injusticia estructural procede de muchos individuos e instituciones que pretenden alcanzar sus intereses, la mayoría, dentro de los límites de la ley. Este proceso produce injus-ticia estructural porque en él las opciones de algunas personas se ven constreñidas, mientras que otras obtienen beneficios significativos” (p. 52). Sin embargo —y éste es un argumento de Young muy interesante—, que los individuos produzcan las estructuras sociales no implica que sean culpables por los resultados de estas dinámicas. Las personas generalmente actúan en forma aceptable; no obstante, el efecto acumulativo de estas interacciones crea estructuras de injusticia. De ahí que no es posible señalar a una persona o a una política específica como el origen de una injusticia. Las circunstancias generadoras de injusticia estruc-tural son múltiples, a gran escala y a largo plazo. El capítulo termina con una crítica a la concepción de John Rawls sobre la estructura de la justicia. Young sostiene que la definición rawlsiana de estructura es muy estrecha, pues se limita a seleccionar una serie de instituciones generales sin tener en cuenta procesos sociales difusos.

El tercer capítulo lleva por título “Guilt versus Respon-sibility”. Aquí Young acoge una potente herramienta conceptual formulada por Hannah Arendt: la distin-ción entre culpabilidad y responsabilidad. Young argu-menta que la culpa, en cuanto juicio de reproche, es una actividad que mira hacia el pasado. En contraste, la responsabilidad, en cuanto deber de actuación, es un concepto que mira hacia el futuro. Pero Young se distancia de Arendt donde su propuesta se hace más

atrayente: una persona puede ser responsable de algo, sin ser al mismo tiempo culpable de sus actos. En el derecho penal, por ejemplo, sólo es posible imputar responsabilidad a un individuo si al menos actuó con negligencia, es decir, si quebrantó un deber de cuidado que había adquirido con respecto a otro sujeto. La propuesta de Young va en un sentido diametralmente distinto. No se trata, evidentemente, de una respon-sabilidad de tipo penal, pero tampoco, y esto es lo más sugestivo, de una responsabilidad de tipo indivi-dual. Nuestras acciones, moralmente aceptables por sí solas, pueden crear una institucionalidad que conduce a situaciones injustas cuando se suman a las de otros cientos o miles de personas. En este sentido, el impe-rativo de la responsabilidad política consiste en vigilar las instituciones; en cuidar que sus efectos no vulneren de una manera extrema a un grupo social o a personas individuales, y sobre todo, en salvaguardar la libertad de expresión para poder llevar a cabo las denuncias correspondientes. Al respecto, Young precisa que “la responsabilidad política no consiste en hacer algo por mí mismo, sino en exhortar a otros para que se unan en la acción colectiva” (p. 93). De esta manera, la noción de responsabilidad política involucra un deber indivi-dual de tomar una posición pública frente a los eventos que afecten a grupos sociales, y organizar la acción colectiva para disminuir el daño sobre las personas.

A esta altura no es aún claro el fundamento de la respon-sabilidad política y el porqué del rechazo a la noción de culpabilidad. Estos aspectos son tema del siguiente capítulo, “A Social Connection Model”, en el cual Young formula su propio modelo de responsabilidad: el modelo de la conexión social. En cuanto a lo primero, afirma que “el fundamento de mi responsabilidad recae en el hecho de que yo participo en el proceso estructural que tiene resultados injustos. […] No obstante, mi responsabi-lidad es esencialmente compartida porque no es posible identificar los resultados injustos de nuestras acciones particulares sino dentro de una institucionalidad y de unas prácticas compartidas” (p. 110). El modelo de la conexión social, como su nombre lo indica, precisa que nuestras actuaciones conjuntas, y no la intenciona-lidad, nos hacen responsables de las injusticias estruc-turales de nuestra sociedad.

En cuanto al rechazo de la noción de culpabilidad, Young considera esta noción inadecuada para analizar el problema de la pobreza; muchas veces, en sentido estricto, la persona individual no ha incurrido en una mala conducta, ni siquiera ha sido negligente. Ningún individuo, argumenta, tiene una capacidad de influir

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Lecturas

Responsabilidad por la injusticia estructuralSebastián Briceño Mutis

tan grande como para que, por sí solo, sea respon-sable por un caso de injusticia estructural. Además, desde un punto de vista práctico, asignar culpabilidad a personas individuales por situaciones de pobreza conduce a que otras personas ignoren su responsabi-lidad y desatiendan su deber de actuación. En resumen, ser responsable en relación con la injusticia estructural signi-fica tener la obligación de unirse con otras personas para transformar las dinámicas sociales, con miras a hacerlas menos injustas. La responsabilidad, en este sentido, es primariamente un deber que mira hacia el futuro, es una obligación conjunta de los ciudadanos de vigilar las instituciones para que no instauren rela-ciones de inequidad.

En el quinto capítulo el libro se pasa del caso norteame-ricano al ámbito mundial. El tema de la “Responsibility across Borders” realza el carácter transnacional de la injusticia estructural y la responsabilidad de los ciuda-danos ante la misma. La autora argumenta que el modelo de la conexión social es útil a la hora de enfrentar las desigual-dades mundiales. La responsabilidad por la injusticia estructural no se puede restringir a los miembros de un mismo Estado. Las dinámicas de inequidad tienen un alcance global, y, por lo tanto, la responsabilidad de los actores también debe serla. Sin embargo, Young no comparte la idea tradicional que asigna al Estado el deber de luchar, de manera exclusiva, contra las injus-ticias estructurales. La sociedad civil debe compartir esa responsabilidad con los Estados. Los ciudadanos deben ejercer presión para reducir las diferencias de poder y privilegio. La crítica, la protesta y la indignación se presentan como necesarias.

En el capítulo “Avoiding Responsibility”, Young estudia las maneras como las personas evaden comúnmente su responsabilidad con respecto a la injusticia estructural: decir que los procesos de injusticia son inevitables e inal-terables; negar el vínculo con las personas que viven lejos; señalar que no existen recursos suficientes para esas personas; y, por último, argumentar que ése “no es mi trabajo”, son argumentos inadecuados. Debemos empezar por tomar conciencia de las estrategias utili-

zadas para eludir la responsabilidad, para después hacer visible la situación e impulsar la acción colectiva que se requiera. En el séptimo y último capítulo del libro, “Responsibility and Historic Injustices”, la autora argu-menta que el modelo de la conexión social también es venta-joso a la hora de enfrentar casos de injusticia histórica, en particular los acaecidos en el contiene africano o en relación con los indígenas norteamericanos.

Ahora bien, ya arriba se había anotado que Young usa en el libro un lenguaje sencillo y comprensible. Esto, obviamente, no es causa del azar, sino la expresión de una concepción particular de la filosofía. El hecho de que Young se distancie del lenguaje académico refleja su interés práctico. Muestra que la filosofía debe estar al servicio de la cultura. El libro, en este sentido, más que ser una apuesta teórica para fundamentar una teoría de la justicia, es un intento de lograr la movilización de la sociedad civil. Esto, sin embargo, no significa que carezca de profundidad y solidez filosófica; todo lo contrario. La grandeza de Young estriba en aprehender los argumentos de filósofos como John Rawls o Hannah Arendt y articu-larlos con su propuesta en una forma comprensiva. Su forma de escribir no sólo refleja su compromiso político, sino también la claridad propia de las buenas ideas.

Volviendo a la pregunta del comienzo: ¿Qué deberíamos hacer cuando la persona nos pide dinero en el semáforo o a la salida del cine? No sería justo decir que Responsibility for Justice no nos da una respuesta a este problema o que, por el contrario, nos sirve para resolverlo. Sin embargo, creo que pocos libros ofrecen lineamientos tan contundentes y directos para enfrentar estos cuestionamientos. La filo-sofía política, en general, se pierde en la teoría y olvida su función práctica. Young, en este sentido, parece ser una gran excepción entre los filósofos, ya que ofrece una guía a los ciudadanos en términos relativamente concretos. Sus reflexiones teóricas se ven subsumidas en el interés práctico que emana de nuestra realidad socio-política. Responsibility for Justice es un libro recomendado para cualquier persona que busque una introducción comprensible y sugestiva a la discusión contemporánea sobre la justicia social y la solidaridad.

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