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Revista de comunión sacerdotal, caridad pastoral y formación permanente NO. 128 OCTUBRE - NOVIEMBRE - DICIEMBRE 2017 Un sínodo sobre jóvenes, fe y discernimiento La vida interior del sacerdote diocesano P. Eugenio Martí Elio L.C. P. Adrián Lozano Guajardo

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1octubre - noviembre - diciembre 2017

Revista de comunión sacerdotal, caridad pastoral y formación permanente

NO. 128

OCTUBRE - NOVIEMBRE - DICIEMBRE2017

Un sínodo sobre jóvenes, fe y discernimiento

La vida interior del sacerdote

diocesano

P. Eugenio Martí Elio L.C.

P. Adrián Lozano Guajardo

Director responsable: P. Alfonso López Muñoz, L.C.

Consejo editorial: Centro Sacerdotal Logos, sede central México

Coordinación gráfica: Mariana Hernández Ambriz

Coordinación Editorial: Erika Mondragón Tapia

Coordinación Editorial: En Sacerdos velamos porque todo cuanto se escribe en nuestra revista refleje en todo momento la doctrina de la Iglesia Católica sobre cada uno de los temas tratados; sin embargo, la responsabilidad del pensamiento y de las ideas en concreto de cada artículo competen a su respectivo autor.

REDACCIÓN

CONTENIDO

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FORMACIÓN HUMANASIGNIFICADO E IMPORTANCIA DE LA FORMACIÓN COMUNITARIA S. Emmo. Sr. Cardenal Jorge Liberato Urosa Savino

FORMACIÓN ESPIRITUALLA ASCÉTICA EN LA VIDA DEL SACERDOTEP. Salvador Valadez Fuentes

LA VIDA INTERIOR DEL SACERDOTE DIOCESANOP. Adrián Lozano Guajardo

FORMACIÓN INTELECTUALEL SENSUS FIDEI Y LA COMUNIÓN DE LOS DIVORCIADOSP. Ignacio Andereggen

LA ESPIRITUALIDAD MATRIMONIAL Y FAMILIA III PARTEP. Alfonso López Muñoz L.C.

EL CAPÍTULO 8 DE LA “AMORIS LAETITIA”P. Ignacio Andereggen

FORMACIÓN PASTORALLA FIGURA DEL PREDICADORP. Antonio Rivero L.C.

UN SÍNODO SOBRE JÓVENES, FE Y DISCERNIMIENTOP. Eugenio Martí Elio L.C.

ACTUALIDADREDES SOCIALES, MOVILIZADORES DE UNA SOCIEDAD QUE NECESITA SER RE-EVANGELIZADORALic. Osvaldo Moreno Sotelo

5octubre - noviembre - diciembre 20174 www.centrologos.org

Estimados hermanos sacerdotes:

Con gusto presentamos la revista del presente trimestre, no sin antes agradecer a cuantos de ustedes han hecho por aliviar los sufrimientos y penas humanas, así como por alimentar la fe y la esperanza, de tantos hermanos nuestros que han sufrido la pérdida terrenal de algún ser querido o la de sus casas y bienes, sobre todo en la ciudad de México y los estados de Morelos y Puebla; como bien decía Mons. Felipe Pozos Lorenzini, Obispo auxiliar de la arquidiócesis de este último, ustedes han sido de verdad buenos pastores, valientes y generosos, al ‘darlo todo por sus ovejas’ en momentos de tanto dolor. A ustedes va nuestro agradecimiento de hermanos en el sacerdocio por su testimonio de entrega y amor a su grey.

En esta ocasión Sacerdos incluye, como de costumbre, artículos que tocan temas de las cuatro áreas de la formación integral del presbítero. En el campo de lo humano nos hemos permitido transcribir una conferencia de S.E. el Cardenal Urosa, arzobispo emérito de Caracas, sobre “la importancia” de la “formación comunitaria”; en un mundo que nos empuja cada vez más hacia un aislamiento egoísta, el cual puede tocarnos también a nosotros, nos parece que es bueno recordar los principios y el “significado” de esta dimensión

EDITORIAL

de nuestra vida como colegio presbiteral en torno al respectivo Obispo. En el ámbito de lo netamente espiritual dos sacerdotes colaboradores abordan los temas de la vida interior y de la ascética; mientras que en el apartado de la formación intelectual seguimos tocando algunos temas de profundización sobre la relación final del sínodo de los Obispos sobre la familia y otros, más en concreto, sobre la correcta interpretación del capítulo 8 de la exhortación post-sinodal Amoris laëtitia. Finalmente, en lo que respecta a la pastoral, presentamos un artículo sobre el tema de la formación de la juventud y de las vocaciones, en preparación del sínodo sobre los jóvenes del próximo año; por otra parte, continuamos con el tema de “la figura del predicador” que el P. Antonio Rivero, L.C., viene tocando ya hace algunos números. Esperamos pueda serles útil este número de nuestra revista. Y quedamos a sus órdenes en el equipo del Centro Sacerdotal Logos para aquello en lo que podamos servirles. Unidos en María, madre de los sacerdotes, quedamos suyos en Cristo y Su Iglesia,

P. Alfonso López Muñoz, L.C. Director Centro Sacerdotal Logos

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S. Emmo. Sr. Cardenal Jorge Liberato Urosa SavinoArzobispo Emérito de Caracas

SIGNIFICADO E IMPORTANCIA DE LA FORMACIÓN COMUNITARIA

FORMACIÓN ESPIRITUAL

INTRODUCCIÓNQuiero ante todo expresar mi gratitud al Emmo. Sr. Cardenal Re y a S.E. Mons. Octavio Ruiz por su gentileza al solicitar mi intervención en esta reunión plenaria con una ponencia sobre uno de los aspectos de la formación sacerdotal: la formación comunitaria.

Estupenda la elección del tema de la formación sacerdotal para esta reunión de nuestra Comisión para América Latina. Estoy convencido de que el futuro de la Iglesia, guiada por el Señor y su Santo Espíritu, dependerá, entre otras cosas, de la calidad de sus sacerdotes, tanto diocesanos como religiosos. Por eso es preciso que nos esforcemos en proporcionar a los futuros sacerdotes una esmerada formación.

ALGUNOS PROBLEMAS ACTUALESEl ambiente general de la sociedad y de la juventud en nuestros días ofrece serias dificultades a la formación sacerdotal. Entre ellas podemos señalar la del retardo en alcanzar la madurez humana, la superficialidad y la inestabilidad, el hedonismo y la confusión sobre la sexualidad, el materialismo y el individualismo, el relativismo generalizado y el secularismo. Además, algunas fallas en el ministerio y vida de algunos presbíteros indican la necesidad de dedicar especial atención a la formación sacerdotal: la fragilidad para asumir compromisos permanentes y para desempeñar serias responsabilidades pastorales, la inmadurez ante los problemas afectivos, la falta de reciedumbre y fortaleza para la sostenida acción apostólica, la tendencia al individualismo y a la comodidad, y la falta de sentido eclesial en la vida personal y en la acción pastoral de la Iglesia diocesana.

Estos problemas indican la necesidad de mantener elevadas exigencias en la formación sacerdotal. Sin estas exigencias, los futuros sacerdotes, llamados a vivir durante toda su existencia una profunda vida de fe, de virtud, de entrega generosa y desinteresada en el servicio, de generosidad permanente, de servicio de caridad y comunión eclesial, de consagración del corazón y de su sexualidad en el celibato, serán incapaces, a pesar de sus buenas intenciones, de vivir a cabalidad sus sagrados compromisos y su responsabilidad pastoral.

Me corresponde presentar ante ustedes algunas consideraciones sobre uno de los aspectos de la preparación del candidato al sacerdocio: la formación comunitaria. Este tema ha sido tratado por el Concilio Vaticano II en el decreto «Optatam Totius» sobre la formación sacerdotal (OT 11), y más recientemente por el Santo Padre Juan Pablo II en su Exhortación apostólica post-sinodal «Pastores dabo Vobis» (43-44). Es preciso tener en mente también las enseñanzas del Concilio Vaticano II sobre el

ministerio y vida de los Presbíteros en el Decreto «Presbyterorum Ordinis» y las del documento de Aparecida (especialmente el n. 199) pues indican la meta de la formación sacerdotal. También ha sido desarrollado en las Normas Básicas para la Formación Sacerdotal de 1985 (49-51); y también en varios documentos de la Congregación para la Educación Católica, tales como «Orientaciones para la educación en el celibato sacerdotal», del 11 de abril de 1974, y «Algunas normas sobre la formación en los Seminarios mayores» (Cong. Para la Evangelización de los Pueblos, del 25 de abril de 1987).

Para la mejor comprensión del tema lo dividiré en varios aspectos, y de antemano les pido excusas por descender a puntos muy concretos. Lo hago porque mi experiencia como formador durante largos años, y luego como Obispo, me ha permitido comprobar que omitir algunas precisiones en la marcha de los Seminarios, a la larga se revela nefasto para la calidad de los sacerdotes que quisiéramos tener, y puede causar graves daños a los fieles y a la Iglesia.

SIGNIFICADO DE LA FORMACIÓN COMUNITARIAPodríamos describir la formación comunitaria como el conjunto de líneas de acción, de orientaciones y actividades formativas que conlleva la vida comunitaria del seminario. Este, que es como un gran laboratorio vivencial, debe estar dirigido a forjar en los candidatos una personalidad animada por el intenso deseo de la santidad y de la virtud en la entrega al prójimo como sacerdotes de Cristo y de la Iglesia (P.O. 13; Pastores dabo vobis 20). La comunidad formativa, sea un Seminario diocesano mayor clásico o una comunidad más reducida, sea una casa religiosa, debe ser un ambiente donde el joven candidato se forme progresivamente para ser, como presbítero en sus comunidades pastorales y en la vida diocesana, un verdadero discípulo, testigo y misionero de Cristo, factor de unidad, constructor de la paz, esforzado apóstol de la caridad.

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La formación comunitaria, la vida comunitaria, tiene que ver con la formación humana y cristiana, con la formación y desarrollo de una personalidad afectiva y socialmente madura y estable, sociable y abierta, integrada en la comunidad, recia y comprometida, movida y animada por la caridad pastoral y dirigida hacia la santidad. Pero también tiene que ver con la formación espiritual, pues debe propiciar el ambiente de densidad espiritual cristológica y mariana, de oración de vida litúrgica, de auténtica religiosidad, que permita al futuro sacerdote crecer en todas las virtudes, humanas, cristianas y sacerdotales. También juega un papel importante en la formación pastoral, pues el aprendizaje del apostolado debe hacerse en equipos, integrados a la comunidad formativa y a la comunidad donde se realiza el aprendizaje pastoral.

Esta formación comunitaria se va propiciando con el desarrollo paulatino, diario, de la vida de la comunidad formativa, dirigida por un competente equipo de formadores, en la cual cada candidato tenga la oportunidad de conocerse a sí mismo, de calibrar y desarrollar sus virtudes, y al mismo tiempo de ser conocido y evaluado continuamente por los formadores.

Ella necesita un ambiente de fraternidad, amistad, serenidad y alegría, de libertad y confianza, pero también de elevados ideales y de normas claras y fuertes que exijan la apertura del candidato a los requerimientos de la vida sacerdotal, a los demás integrantes de la comunidad, y que lo ayuden a formarse en las diversas virtudes, para adquirir los mismos sentimientos de Cristo.

ELEMENTOS FUNDAMENTALES DE LA FORMACIÓN COMUNITARIA

1.Los formadoresUn elemento esencial de la formación comunitaria es el equipo formativo. Este debe estar constituido por sacerdotes que sean verdaderos discípulos y misioneros de Jesucristo: ejemplares, maduros y serenos, contentos con su vida sacerdotal, y muy bien integrados entre sí. No se puede desestimar la importancia del equipo, que es la clave para que la formación del Seminario o Casa Religiosa de formación produzca buenos frutos en el futuro.

Por ello los Obispos y Superiores mayores tenemos la responsabilidad de esmerarnos en seleccionar, preparar y asignar los mejores sacerdotes a las comunidades formativas, a fin de que se eviten los fracasos que se dan luego por tener presbítero pobremente formados.

Un aspecto fundamental del equipo es la integración de los miembros entre sí, y de estos con el Obispo o Superior religioso, y con el presbiterio diocesano o la comunidad religiosa. Si no hay unidad, si hay divergencias o, peor aún, si hay conflictos entre ellos, se produce un antitestimonio negativo, y se produce además un ambiente disgregado entre los formandos, que lleva directamente a crisis muy graves en el Seminario.

Los formadores deben dedicarse exclusivamente a su trabajo formativo, y estar atentos a la marcha del Seminario y de cada alumno, a fin de ir discerniendo con acierto qué hacer en cada momento, y calibrar las aptitudes de los diversos candidatos a la excelsa pero exigente vida sacerdotal.

2. Una espiritualidad y ambiente de comunión La vida comunitaria debe formar al joven en la intensa vivencia de la caridad en el Espíritu.

El joven debe percibir que su vida, como la de todo cristiano, pero sobre todo, la de un auténtico pastor, debe estar siempre animada por la caridad, y dedicada a fomentar la comunión con Dios y de los seres humanos entre sí. Por ello la insistencia en la caridad como reina de todas las virtudes, según nos enseñan San Pablo en 1ª Corintios y San Juan en su primera carta. Ella deberá manifestarse en la responsabilidad personal, en la proactividad, en la amabilidad, en el espíritu de servicio, en las virtudes humanas de integración y de la vida social, en la caridad pastoral como la plantea el Doc. Presbyterorum Ordinis, en la corresponsabilidad con los demás, especialmente con el Seminario y luego con el Obispo y el presbiterio.

Para infundir y crear un ambiente de espiritualidad de comunión son necesarios las frecuentes y sistemáticas charlas y encuentros formativos de los superiores, tanto del Rector como del Director Espiritual y de los formadores de cada grupo de seminaristas. Estos encuentros deben ser motivadores, inspiradores, basados en las Sagradas Escrituras, especialmente en las enseñanzas del Señor y de los Apóstoles, en los Santos Padres y el Magisterio de la Iglesia, así como en los testimonios y ejemplos de los grandes santos sacerdotes.

3. Una espiritualidad y ambiente de servicioLa señalo aparte por su importancia. En una sociedad egoísta y materialista como la nuestra, los jóvenes deben aprender a tener en sus corazones la actitud de pobreza evangélica y de opción preferencial por los pobres, de disponibilidad total y de servicio del Señor Jesús, que no vino a ser servido sino a servir. Y en este sentido, cada uno

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debe ser asignado a servir a sus compañeros y a la comunidad en general, con la responsabilidad y la ejecución de tareas concretas en beneficio de la casa de formación y de sus compañeros, y con una actitud permanente de ayuda a los demás, que será clave para su desempeño como futuro sacerdote, servidor de la comunidad pastoral. Una espiritualidad y ambiente de servicio exige también una ascesis permanente, una vida austera y esforzada, para que el candidato asuma la abnegación y la donación de sí mismo como algo connatural, como una virtud realmente adquirida con el paso del tiempo.

4. La liturgia en la formación comunitaria La vida del Seminario debe estar centrada en la liturgia, especialmente en la Eucaristía. Una de las deficiencias actuales de la formación sacerdotal en algunas partes es precisamente la vida litúrgica. Esta debe ocupar un papel central en la marcha del Seminario, puesto que el sacerdote diocesano o de vida consagrada, es y debe ser el liturgo, el santificador de su pueblo, y eso lo apreciará y asumirá el candidato en la medida en que la vida del Seminario dé la importancia debida a la liturgia y a la vida de piedad personal y comunitaria, en particular a la Eucaristía y a la devoción a la Stma. Virgen María.

5. El programa de vida del Seminario o casa de formación Este programa, con sus correspondientes calendario anual y horario diario, debe formularse de tal manera que la inserción comunitaria de los candidatos sea evidente: la oración, la liturgia y los ejercicios de piedad, el estudio personal y la reflexión en común, las comidas comunitarias, el trabajo en beneficio de la casa, el deporte y la recreación, las celebraciones festivas, el respeto a las áreas y tiempos de silencio, descanso y recogimiento, etc.

Todo ello debe tener un carácter claramente fraterno y comunitario, que propicie la integración, la comunión, la amistad y la fraternidad, la responsabilidad personal y la corresponsabilidad,

el Seminario, reunirse con los alumnos, y calibrar los diversos elementos formativos. De esta manera podrá incidir realmente en las líneas de formación que imparta el Seminario. La responsabilidad inicial y última de la ordenación de buenos sacerdotes recae sobre el Obispo. Y por ello, debe estar muy atento al desarrollo de los diversos aspectos de la vida del Seminario.

CONCLUSIÓNEl mundo moderno presenta serios retos a la Iglesia. Para afrontarlos debidamente necesitamos sacerdotes que quieran de verdad configurarse a Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, muy bien preparados, con una personalidad definida, recia y bien integrada, con aptitudes de liderazgo específicamente religioso y pastoral, con una actitud generosa de servicio, animados por la caridad apostólica. Para ello, es muy importante atender con seriedad los diversos aspectos de la formación comunitaria a fin de que los sacerdotes del futuro tengan los mismos sentimientos de Cristo Jesús (cfr. Fil 2).

el liderazgo y la proactividad, y que evite a toda costa el aislamiento, el individualismo, el egoísmo y la atrofia de las cualidades del candidato. En este sentido hay que organizar las actividades comunes, tales como el servicio de Capilla, de biblioteca, de comedor y concina, de limpieza, de deportes, de enfermería, etc.

6. Las exigencias formativas: la disciplina y el reglamentoLos elementos que enmarcan la vida comunitaria deben ser expresamente formulados y bien conocidos por todos los alumnos, y se debe exigir el cabal, pronto y gozoso cumplimiento de las obligaciones de cada uno en la casa. Y para eso es fundamental e imprescindible el reglamento o normas comunitarias. Todo grupo humano necesita normas precisas de vida y acción, que se exigirán con la debida prudencia, donde estén claramente señalados actividades, tiempos y espacios, obligaciones y posibilidades; que permitan formar a los alumnos en la generosidad, en la ascesis, en la caridad personal y pastoral, en la obediencia, en la puntualidad, en la responsabilidad, en el servicio, en la tolerancia, etc. Sin tales normas el Seminario se convierte simplemente en una residencia estudiantil, sin ningún efecto positivo sino, por el contrario, deformativo y, a la larga, fatal.

Y las exigencias de la vida comunitaria deben ser de alto nivel, no cómodas o mediocres. En este sentido, la formación sacerdotal de hoy, y en concreto, la vida comunitaria, si quiere ser buena y producir estupendos frutos, deberá ser exigente, e ir contra corriente de las actitudes y criterios de la sociedad actual.

7. El Obispo como formador Por último, quiero tocar brevemente este punto: el Obispo como principal formador. Mucho insisten los documentos de la Iglesia sobre el papel del Obispo y, por analogía, del Superior Mayor de institutos de Vida Consagrada. Para desempeñarlo, el Obispo debe reunirse con los formadores, visitar frecuentemente

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P. Salvador Valadez FuentesDoctor en Teología Pastoral

LA ASCÉTICA EN LA VIDA DEL SACERDOTE

FORMACIÓN ESPIRITUAL

La ascética es una parte esencial de la vida y de la espiritualidad cristiana1. Por ascética se entiende el conjunto de prácticas, ejercicios metódicos, disciplinas y sacrificios que hay que realizar para llegar a una vida moral o religiosa profunda y ser un buen cristiano. La ascética requiere ascesis2. Es decir requiere una práctica constante de las virtudes cristianas, renuncias y sacrificios, lucha contra las pasiones desordenadas y contra las tentaciones del demonio, del mundo y de la carne.1 Para el desarrollo del tema seguiremos especialmente a: J.M., Pérez Romero, Itinerario de vida espiritual, Diócesis de Querétaro, Querétaro 2000, p. 107-112; T. Goffi, ‘Ascesis’, en Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Paulinas, Madrid 1983, p. 94-106; S. Mercier, Pastoral y espiritualidad latinoamericana, CEVHAC / PROGRESO, México 1989, p. 109-119; S. Galilea, Tentación y discernimiento, Narcea, Madrid 1991; S. Galilea, El camino de la espiritualidad cristiana, Paulinas, Bogotá 1990, p. 115-120.

2 La palabra ascesis deriva del término griego que significa ejercitarse en algo de forma metódica, equipar, trabajar artísticamente, disponer o colocar cuidadosamente, practicar.

En los primeros siglos del cristianismo (s. IV) se empezó a llamar ascesis al “esfuerzo que hace la persona, con su libertad y su voluntad, para colaborar con la gracia de Dios y alcanzar [...] la santidad y perfección a que ha sido llamada”3. En cuanto control de los apetitos carnales y colaboración activa con la gracia divina, la ascesis es un elemento integrante de la vida cristiana (cf. Rm 7,18-22; Mc 14,38; Lc 9,23).

Así expresó San Pablo la práctica ascética desde su experiencia: “Los atletas se abstienen de todo con el fin de obtener una corona que se marchita, pero nosotros una que no se marchita; yo, pues, así corro, pero no como a la aventura; así lucho, pero no como quien da golpes al aire, sino que disciplino mi cuerpo y lo domino, no sea que, después de pregonar el premio para otros, quede yo descalificado” (1Cor 10,25-27)4

La ascesis permite al cristiano recorrer el arduo sendero de la santidad, asumiendo las exigencias del seguimiento de Cristo: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame” (cf. Lc 9, 23).

Desde siempre la Iglesia ha practicado y señalado algunos medios adecuados para caminar por esta senda. Ante todo, la humilde y dócil adhesión a la voluntad de Dios, acompañada por una oración incesante; las formas penitenciales típicas de la tradición cristiana, como la abstinencia, el ayuno, la mortificación y la renuncia incluso a bienes de por sí legítimos; la “limosna” y la práctica de las obras de misericordia.

En el caso del Ministro Ordenado, sea Diácono, Presbítero u Obispo, la ascesis tiene una doble vertiente: la ascesis común a todo cristiano, tal como lo hemos descrito, y una “ascesis pastoral”.3 J.M. Pérez, Itinerario de vida espiritual. Curso básico para Agentes de Pastoral, Diócesis de Querétaro, México 2000, p. 107.4 En las olimpiadas griegas, dedicadas al dios Zeus, los atletas, antes de los juegos, se sometían a una rigurosa ascesis que consistía en la preparación metódica, disciplinada y concienzuda de su cuerpo y condición física. La meta de esta ascesis era consagrar a su dios el friunfo de la belleza y fuerza humanas. A quienes salían vencedores se les otorgaba como premio una palma, una corona de laurel o de olivo.

Y es precisamente en esta última en la que me detendré, pues considero que es tan esencial como la primera y hay muy poca conciencia al respecto .

De hecho no es posible realizar un ministerio fecundo sin una constante ascesis, sin un esfuerzo metódico, que sumerge al Ministro Ordenado en la dinámica del Misterio Pascual de Cristo y lo convierte en un colaborar creativo con el Espíritu Santo, Agente principal de la Evangelización.

El ministerio pastoral, en el Espíritu de Jesús, es un ejercicio crucificante que exige un estar dando la vida, a través del servicio amoroso (cf. Jn 15,13). También exige vigilancia y lucha contra las tentaciones y pecados propios de la pastoral, así como un permanente cultivo de aquellos valores esenciales al ministerio: oración, humildad, servicio alegre, entrega generosa, escucha, etc.

Al igual que la vida cristiana, la praxis pastoral tiene una dimensión de muerte y de abnegación, que podemos llamar ascética pastoral, que podríamos describir así: Es el esfuerzo metódico, consciente y activo del Sacerdote para disponerse a que el Espíritu Santo encarne en él aquellas actitudes que le hacen capaz de realizar su ministerio en el Espíritu del Buen Pastor.

Esta dimensión de la ascética y de la ascesis exige del sacerdote una lucha constante e inteligente contra una gama muy variada de “tentaciones”, “pecados” y “vicios” específicos del ministerio pastoral. Mencionamos algunos más comunes, para estimular en los Sacerdotes la reflexión, con miras a hacer un examen de conciencia y motivarnos a vivir más radicalmente el ministerio pastoral en el espíritu de Jesús, El Buen Pastor.

El activismoConsiste en confiar demasiado en la acción y en la propia capacidad de organización y de trabajo, como medio para conseguir los propósitos o metas apostólicas. El “activista” le da un valor

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desmedido a la acción en sí misma. El activista está siempre emprendiendo iniciativas, habitualmente buenas, pero no se detiene a discernir ni a preguntarle a Dios si son necesarias u oportunas, o si hay que hacerlas en este momento y de esa manera. Está tan ocupado en la “Viña del Señor”, que al “Señor de la Viña” ni lo toma en cuenta.

Por consiguiente, el activista deja a un lado su renovación, su formación permanente; “no tiene tiempo” para la oración, la reflexión, el estudio, la lectura; y a veces ni deja tiempo para el necesario descanso. Esto lo conduce a un vaciamiento de sí mismo y a ir perdiendo la capacidad de amar; se despersonaliza y se vuelve ansioso y desesperado. Tiende a “utilizar” a Dios y a los demás para sacar adelante “sus” proyectos. Por su aceleramiento, a menudo no respeta el “ritmo de Dios” en los procesos personales y comunitarios. Su impaciencia suele llevarlo al desaliento o a atropellar a los demás, causando heridas profundas a las personas y a la comunidad. El activismo es una especie de “herejía en acción” y un modo de “escapismo”, en cuanto que el activista tiene miedo de enfrentarse consigo mismo y con Dios, en el silencio, en la soledad y en la oración.

¿Cómo ser activo (trabajador, emprendedor, apostólico), sin ser activista? He aquí algunas pautas:

Jamás olvidar que Dios es el importante y que, “ni el que planta, ni el que riega es nada, sino Dios que da el crecimiento” (1Cor 3,7). Dice S. Juan de la Cruz al respecto:Adviertan, pues, aquí los que son muy activos [...], que mucho más progreso harían a la Iglesia y mucho más agradarían a Dios [...] si gastasen siquiera la mitad de este tiempo en estarse con Dios en oración [...]. Cierto entonces harían más y con menos trabajo con una obra que con mil [...] porque, de otra

manera, todo es martillar y hacer poco más que nada, y a veces nada, y aun a veces daño” (San Juan de la Cruz).

Es necesario darse tiempo todos los días para la oración y la escucha atenta de la Palabra de Dios, considerando este ejercicio como la principal tarea a realizar. Darse tiempo para la lectura, el estudio y la reflexión permanente, preguntándose a menudo: ¿esto que estoy haciendo o quiero hacer, realmente evangeliza, da vida, actualiza la praxis de Jesús?

No emprender ninguna actividad de envergadura sin consultar antes con sus superiores o colaboradores y/o con la comunidad.

El falso mesianismoConsiste en colocarse en el centro de toda actividad y sentirse indispensable en todo y hacer girar todo en torno a asimismo. El sacerdote con complejo de “mesías” es incapaz de confiar en los demás

y de delegar responsabilidades, salvo en los que le consecuentan y le son incondicionales; piensa que lo que él hace es lo único que vale. De este modo, rechaza la voluntad de Dios, que quiere ver a todos trabajando en su viña. Esta actitud no deja crecer a los demás; no valora lo que hacen los demás y suele calificar negativamente o destruir lo que otros han realizado antes que él. Es el caso de aquel presbítero, párroco u obispo que llega diciendo, o al menos lo piensa: “ya vine a poner orden”, “ya vine a arreglar las cosas”. “Aquí no hay nada…” Implícitamente desconoce la realidad de la Iglesia cuerpo-místico, pueblo de Dios, donde todos son responsables de la misión evangelizadora. Esa actitud le lleva a hacer rupturas dolorosas y a la discontinuidad en los procesos pastorales.¿Cómo ser creativo y corresponsable, sin caer en el falso mesianismo? Es necesario:

Ver y aprender cómo Cristo afrontó las tentaciones del “falso mesianismo” (cf. Mt 4,1-11; Lc 4,13); cultivar el amor a la cruz: Seguir a Jesús por el

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camino de la cruz y del testimonio, de la proclamación humilde de la palabra que le ha sido confiada, de la caridad a todos, del respeto y la valoración de todos; delegar responsabilidades, confiando en los demás; saber reconocer, valorar y elogiar lo que los otros han realizado, etc. Y sobre todo, tener la actitud fundamental de Jesús, que se mostró siempre como un humilde servidor de todos, compasivo y misericordioso.

La instalaciónLa instalación o inmovilismo pastoral es la rutina y el desgano en el trabajo; sólo es válido lo “más seguro”, “lo que se ha hecho siempre”. Se hacen las cosas por inercia. Ya no hay novedad, ni creatividad en el trabajo. Se ha perdido el gozo y el sentido de la gratuidad. Es la pastoral de los “mínimos”, caracterizada por la mediocridad y el desgano en todo. No hay espíritu de superación, mucho menos de conversión: “yo soy así”. Es también una instalación en los propios defectos: ya no hay espíritu de lucha, ni deseos de santidad. Por el contrario se busca lo mejor, lo que halaga los sentidos. Se huye de lo que implique incomodidad y sacrificio. A veces el instalamiento es el comienzo de una cadena de pecados, como le pasó a David, que “se quedó en Jerusalén” mientras su ejército peleaba (cf. 2Sm 11,1-27).

Envida y celosEsta tentación/pecado es muy común en los sacerdotes. Se expresa en actitudes de rivalidad y de competición, así como de crítica amarga de los otros. Esta tentación daña la relación entre los Agentes y lastima a la comunidad. A menudo los párrocos sienten celos y envidia por el éxito de los vicarios y les hacen la vida imposible, o viceversa. También se da entre un párroco recién llegado, que no quiere saber nada del anterior y no tolera que los demás lo quieran o hablen bien de él. Más bien procura borrar su nombre de la faz de la tierra, tal como hizo Saúl con David (cf. 1Sm 18,6-9). La actitud clericalista encierra una dosis de esta tentación: “Existe todavía un fuerte clericalismo celoso de compartir responsabilidades con el laicado, e incluso rasgos de una cultura machista que discrimina de diversas formas el ejercicio de la vocación que asiste por derecho propio a las mujeres en la comunidad eclesial” .

Existen otras muchas tentaciones, pecados y vicios que desafían al sacerdote a vivir una constante ascesis pastoral. Por ejemplo: el espectacularismo (hace sólo aquello que brilla); el administrativismo (polarizar el trabajo al campo administrativo, dejando de lado la dimensión misionera); el fundamentalismo (intolerancia para aceptar la legítima pluralidad de opciones pastorales); el eficientismo (búsqueda desesperada de resultados inmediatos); centralismo (hacer girar todo en torno a sí mismo); el veletismo (cambiar de planes por la moda); el desaliento, el sectarismo pastoral; el inmediatismo, la improvisación, etc.,

P. Adrián Lozano GuajardoDoctor en Filosofía

Director espiritual adjunto del Seminario Conciliar de México

LA VIDA INTERIOR DEL SACERDOTE DIOCESANO

FORMACIÓN ESPIRITUAL

Para hablar de la vida interior del sacerdote diocesano debemos hacer dos distinciones fundamentales, a saber: aquella referente a la comprensión de lo específicamente referido al sacerdocio ministerial desde la propia vocación y vida bautismal, y aquella distinción entre lo que es la esencia de la vida espiritual y los medios que son importantes para cultivarla. Con respecto a la primera distinción, conviene comprender la vida espiritual del sacerdote diocesano como un modo específico de vida que encuentra su fuente primera en la vocación que todo bautizado está llamado a vivir en cuanto participa en el ser de la filiación divina. Con respecto a la segunda distinción, conviene partir desde el propio corazón sacerdotal en cuanto animado por la misma vida divina para desde ahí valorar la importancia de los medios o prácticas que redundarán en los frutos específicamente sacerdotales. Estas dos distinciones darán la pauta para desarrollar la importancia de la vida interior en el sacerdote diocesano.

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I. La vida espiritual desde la vocación bautismal y los cuatro amores del sacerdote diocesanoLa vida espiritual de todo bautizado radica en la comunión de amor en el seno mismo de la Santísima Trinidad; es la vida que brota de ser hijos en el Hijo, en amor al Padre Celestial y en la comunión del Espíritu Santo. Esta vida en la comunión de amor trinitario se vive desde la dignidad e identidad de ser hijos de Dios, hijos en el Hijo y llamados a la custodia de este tesoro, no solo en el propio corazón sino también en la vida del prójimo que ha llegado a ser hermano, en cuanto es también hijo de Dios como nosotros y así es un don que nos llama a salir de nosotros mismos. El ser y la comunicación de esta vida que es amor, al vivirse desde la identidad de la filiación divina, pide amar con el mismo Corazón de Cristo. El sacerdote diocesano está llamado a vivir de un modo específico esta vida y este amor, a saber; en el Corazón sacerdotal de Jesucristo.

El amar con el Corazón sacerdotal de Jesucristo es un don de Dios, hecho posible por la misma gracia sacramental y que pide, de parte del ministro ordenado, un anonadamiento, un reconocimiento sincero y sereno de la propia nada en cuanto está llamado a entregar lo que él mismo sería incapaz de dar si no fuese vivificado por el Espíritu Santo. Así lo expresaba Benedicto XVI cuando todavía era cardenal: “Sacramento significa: yo doy lo que yo mismo no puedo dar; hago lo que no procede de mí; estoy en una misión y me he convertido en portador de lo que otro me ha confiado”1. Es entonces el anonadamiento el que permite que el Espíritu Santo cree el espacio para llenar el corazón del sacerdote con los rasgos del Corazón sacerdotal de Jesucristo, con el pensar, el querer y el sentir del Hijo de Dios. El anonadamiento lleva consigo, entonces, un triple obsequio, a saber: el de la propia inteligencia, para que el sacerdote tenga los pensamientos de Jesucristo; el de la propia voluntad, para que tenga el mismo querer de Jesucristo; y el del propio corazón, para que viva de los mismos anhelos y sentimientos de Jesucristo. El amar con el mismo Corazón sacerdotal de Jesucristo constituye la misma esencia del sacerdote diocesano que vivirá su vocación desde su propio ser, desde su propio anonadamiento que vive, con y en Jesucristo, referido siempre al Padre y a todo hombre, que ha llegado a ser hermano. Podemos decir entonces que el sacerdote diocesano está llamado a amar con el mismo Corazón sacerdotal de Jesucristo al Padre, a sus hermanos, a la Iglesia y al mundo entero. Podemos llamar a estos amores, los cuatro amores del corazón del sacerdote diocesano; amores vividos desde el Corazón de Jesús y dinamizados y sostenidos por la acción del Espíritu Santo.

El primer amor del sacerdote diocesano es la referencia al Padre, 1 Ratzinger, Joseph, “La esencia del sacerdocio” en Obras completas (XII): Predicadores de la palabra y servidores de vuestra alegría, pp. 9 – 10.

que se vive desde una doble perspectiva. La primera consiste en la convicción de que más allá de todo el mundo fenoménico, más allá de toda circunstancia histórica, más allá de todo dolor y alegría humanos, está el Amor. La segunda, consiste en la vivencia de la misericordia del Padre, experimentada en la propia vida y transmitid al corazón de los hermanos. El sacerdote diocesano vive entonces siempre orientado al Padre bueno sabiendo que el Amor es no sólo el origen eterno de cada una de las personas divinas, iguales en dignidad y expresión de la fecundidad eterna del amor divino, sino también el origen y fin de todo lo creado, el origen y fin de todo hombre y de todos los hombres. El sacerdote diocesano vive de la misericordia divina porque él mismo sabe que su vocación es fruto de esa misericordia y se experimenta como alguien perdonado, como alguien que ha hecho de su propia miseria el lugar del encuentro con la misericordia divina. Sabiéndose entonces objeto de tanta misericordia, el sacerdote diocesano busca ser un testimonio viviente de la misericordia del Padre bueno para con todos los hombres, una misericordia que, como dice Santo Tomás, es la

manifestación mayor de la omnipotencia divina en cuanto expulsa, mediante el amor, la miseria de nuestro corazón2. El amor al Padre bueno se convierte así en el anhelo del sacerdote diocesano que pide como gracia inmerecida amarlo con el mismo Corazón de Jesucristo.

El segundo amor del sacerdote diocesano es la referencia a los hermanos, que se vive desde un corazón pastoral, el Corazón sacerdotal de Jesucristo, viviendo lo más posible de sus mismos pensamientos, quereres y sentimientos. El prójimo, que se ha convertido en hermano, constituye la razón de ser de la caridad pastoral y la custodia y la procuración de la vida y gracia divinas en cada hermano, se convierte en el anhelo dominante del corazón sacerdotal. En este sentido, el sacerdote diocesano podría siempre pedir la gracia de amar lo más que pueda a cada uno de sus hermanos, de modo que ninguno de los que el Padre bueno le ha encomendado, se pierda.

El tercer amor del sacerdote diocesano es el amor a la Iglesia, que se vive también desde el 2 Cf. Summa Theologiae, I, q.21, a.3, resp.

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Corazón sacerdotal de Jesucristo. El sacerdote diocesano anhela amar a la Iglesia con el mismo Corazón de Jesucristo y, en este amor, desea abrazar a todo obispo, sacerdote, laico, teniendo un lugar privilegiado para aquellos miembros del Cuerpo Místico que vivan en situaciones de miseria y dolor, buscando ser el abrazo de Jesucristo para todo hombre que exista en una frontera geográfica o existencial. Respecto a la Iglesia en salida, el Papa Francisco dice: “todos somos invitados a aceptar este llamado: salir de la propia comodidad y atreverse a llegar a todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio”3. Este amor a la Iglesia se nutre desde su realidad como misterio y abraza a toda su historia, sus instituciones, no dejando fuera aquellos aspectos menos agradables e incluso dolorosos de su historia en los que no ha manifestado su ser signo e instrumento de salvación para todo el género humano. Con respecto a la presencia de la debilidad en la misma Iglesia, el sacerdote diocesano, superando toda actitud de queja, intensificará el hacerse ofrenda con Jesucristo para iluminar más a la Iglesia, que le ha robado el corazón.

El cuarto amor del sacerdote diocesano es aquel dirigido a todo hombre desde el Corazón sacerdotal de Jesucristo. Este amor encuentra su razón de ser en la identidad de todo hombre como imagen de Dios, llamado a la vida eterna y ordenado, de algún u otro modo, en caso de no pertenecer a la Iglesia Católica, a la participación de la vida divina según la sobreabundancia de los méritos de Jesucristo y su misterio pascual. El sacerdote debe anunciar que Jesucristo es el único mediador y salvador de todo hombre y de todos los hombres. Este amor lleva a reconocer en cada persona humana, sea de la religión que sea, un don de Dios, y conlleva el anhelo, operante siempre por la oración, de que todo hombre pueda algún día reconocer a Jesucristo como su Salvador. En este sentido, el sacerdote diocesano se empeña cada día en la construcción de la civilización del amor, como bien decía el beato Pablo VI al concluir la celebración del año santo en 19754. II. El amor que anima el corazón del sacerdote diocesano y las tres dimensiones del tesoro de su vida interiorEl corazón del sacerdote diocesano, animado por la misma vida divina, animado y habitado por el Espíritu Santo, el dulce huésped del alma, ha hecho del amor de Dios el tesoro de su vida. Se sabe no sólo instrumento sino objeto de un amor tan inmenso que si conociera el amor con que ha sido llamado a su sublime vocación, moriría de amor, según las sabias palabras de San Juan María Vianney. El verse bajo la perspectiva meramente funcional redundaría en un funcionalismo, en un cumplir tareas, 3 Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, n. 20.4 Cf. Insegnamenti, 1975, pp. 1566 – 1568.

abandonando el secreto de su fecundidad que es su unión con Jesucristo realizada en la vida interior. Al contrario, el verse bajo la perspectiva del amor de Dios que lo ha llamado a amar con el Corazón sacerdotal de Jesucristo redundará en una vida de enorme fecundidad de la gracia en él y en sus hermanos, lo hará saberse llamado también él a la bienaventuranza que predica, y lo hará abrazar cada día con mayor amor, la cruz de Cristo. El corazón del sacerdote diocesano, sabiéndose portador de un tesoro, vive del silencio interior, del permanecer en el amor de Cristo y del santificarse en el mismo ejercicio del ministerio. Podemos llamar al silencio interior, al permanecer en el amor de Cristo y al santificarse en el ejercicio del ministerio, las tres dimensiones del tesoro de la vida interior.

La primera dimensión de la vida interior del sacerdote diocesano es el silencio interior, el cual es consecuencia de la valoración y custodia de la vida divina que, en el sacerdote diocesano, se ha traducido en un vivir de los mismos pensamientos, quereres y sentimientos de Jesucristo. El silencio interior no consiste en una ausencia, en un espacio vacío del corazón que tendría como centro el propio yo y sería fuente de muchas tentaciones y sugestiones del mal espíritu, sino más bien el silencio interior es un pensamiento, un querer, un sentimiento: el mismo Señor Jesucristo5. En el silencio del corazón el sacerdote diocesano sabe que siempre le espera y le aguarda el cariño de un Padre bueno que busca consolarlo en sus fatigas, levantarlo en sus debilidades y fortalecerlo en su misión. Como consecuencia de esta vida de silencio, procurada y valorada, el sacerdote valorará de modo especial los momentos de oración personal como aquellos momentos en donde Dios mismo lo alimenta, momentos imprescindibles que se traducirán en el rezo de la liturgia de las horas, el rezo del Santo Rosario, la meditación personal diaria y 5 Nicolas Diat, en su entrevista con el cardenal Sarah, refiere que dom Augustin Guillerand, cartujo, dice: “El silencio es una palabra, el silencio es un pensamiento. Es una palabra y es un pensamiento que reúnen todas las palabras y todos los pensamientos”. La fuerza del silencio: frente a la dictadura del ruido. Cardenal Robert Sarah con Nicolas Diat, p. 23

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otras prácticas recomendadas por la Iglesia como el Viacrucis y la Coronilla de la misericordia. Si bien no hay que confundir la práctica de estos medios con la esencia de la vida espiritual, sí se hacen necesarios para la custodia de esta misma vida, de la comunión de amor con el Dios Uno y Trino. En un mundo tan caracterizado por el ruido, el mismo silencio interior del sacerdote será un signo de la vocación de todo hombre a redescubrir la necesidad antropológica del propio silencio del corazón.

La segunda dimensión de la vida interior del sacerdote diocesano es la de permanecer en el amor, es decir el permanecer unidos a la vid, que es Jesucristo y su amor. Es fidelidad a la vida interior, para poder hacer la voluntad de Dios y ser felices. Este permanecer en el amor de Jesucristo, implica dos dimensiones para la vida del sacerdote diocesano, a saber: permanecer en la caridad del corazón y permanecer en la caridad de la inteligencia. La permanencia en la caridad del corazón, que consiste en la permanencia en el amor de Jesucristo desde los afectos y la voluntad del mismo sacerdote, se traduce en toda su vida de un modo muy específico. En el rezo de la liturgia de las horas, el sacerdote dará voz a toda la Iglesia y la abrazará desde la recitación de los salmos; a todo

miembro del Cuerpo Místico, sea que viva en la alegría, en la tribulación o en la persecución. En la celebración de la Eucaristía, el sacerdote encontrará el centro de su día y de su vida, y presentará a la compasión divina todo aquello que en la vida de sus hermanos constituye dolor, contradicción, situación sin solución, sed de Dios. Así lo afirma Benedicto XVI, siendo todavía cardenal: “El mundo necesita la compasión, pero una compasión que transcienda nuestra pobre capacidad, una compasión que coja el sufrimiento de este mundo para llevarlo ante la compasión de Dios con nosotros, y así hasta el único amor que transforma el sufrimiento y redime, es más, que lo hace valioso”6. Será en la celebración diaria de la Eucaristía donde el sacerdote renovará cada día su identidad, donde se dejará reelegir por el amigo fiel, Jesucristo, y donde unirá el cielo con la tierra para hacer cada día más de esta tierra, un cielo nuevo. La permanencia en la caridad de la inteligencia consiste en la fidelidad al depósito de la fe según el obsequio agradecido del propio entendimiento a la revelación divina, interpretada correctamente por el Magisterio de la Iglesia y que constituye un tesoro en la Tradición hecha 6 “El sacerdote monje” en Obras completas (XII): Predicadores de la palabra y servidores de vuestra alegría, p. 573.

fecunda por los Padres de la Iglesia, los santos, los doctores y los místicos. La fidelidad a la doctrina de la Iglesia es expresión de la vida interior del sacerdote que entiende por “ortodoxia” el modo recto de dar gloria a Dios, mediante el uso de la racionalidad siempre iluminada en la obediencia de la fe7.La tercera dimensión de la vida interior es la de la santificación del sacerdote diocesano en el ejercicio del ministerio. Ésta es expresión de la vida interior del sacerdote, quien debe llevar continuamente a sus hermanos al Corazón de Cristo y, asimismo, llevar el Corazón de Cristo a sus hermanos. Este ser puente se traducirá en orar siempre desde la vida concreta, llevando el nombre de numerosos hermanos en el propio corazón y también en el vivir la vida de cada día a la luz de la mirada de Dios que se ha hecho más consciente en la oración. La santificación en el ejercicio del ministerio puede concentrarse en las palabras de Cristo resucitado a San Pedro, cuando le dice que deberá extender los brazos, significando el modo en que iba a dar testimonio 7 Así lo explicaba el cardenal Ratzinger: “La ortodoxia significa´, según esto, el modo adecuado de glorificar a Dios y la forma adecuada de la adoración. En este sentido la ortodoxia es ya en sí misma ‘ortopraxis’”. “El espíritu de la liturgia: una introducción” en Obras completas (XI): Teología de la liturgia, p. 91.

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de Él. Este extender los brazos puede entenderse no solo desde el ser crucificado, sino también en el de orar por los hermanos y en el abrazarlos. Entonces, el sacerdote diocesano se santificará en el ejercicio del ministerio según una armonía entre vida interior y acción apostólica que implicará el orar mucho por sus hermanos, con la fuerza del Espíritu Santo; el abrazarlos con la compasión y ternura del Padre bueno y el abrazar la cruz de cada día hasta el testimonio supremo del martirio, si, en su bondad, el Hijo de Dios le concediera esa gracia.

Para concluir esta breve exposición de la vida interior del sacerdote diocesano es importante dirigir la mirada a María Santísima, la madre de todo sacerdote. María Santísima es el don más bello del Corazón de Jesús y el sacerdote la recibe en su corazón como el discípulo amado. María se constituye así en madre de su esperanza, el consuelo de sus lágrimas y en la protectora de su vocación.

BibliografíaS.S Francisco, Exhortación apostólica Evangelii Gaudium, San Pablo, México D.F, 2013.Joseph Ratzinger, Obras completas (XII): Predicadores de la palabra y servidores de vuestra alegría, BAC, Madrid 2014.Joseph Ratzinger, Obras completas (XI): Teología de la liturgia, BAC, Madrid 2012.Cardenal Robert Sarah con Nicolas Diat, La fuerza del silencio: frente a la dictadura del ruido, Palabra, 3ª edición, Madrid 2017.Paquale Macchi, Paolo VI nella sua parola, Morcelliana, Brescia, 2001.Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae (I), BAC, Madrid 1994.

P. Ignacio AndereggenDoctor en Filosofía y Doctor en Teología

EL SENSUS FIDEI Y LA COMUNIÓN DE LOS DIVORCIADOS

FORMACIÓN INTELECTUAL

Resumen: En 2014 se publicó un documento de la Comisión Teológica Internacional referido al “sentido de la fe” y su importancia para la vida de la Iglesia. La situación planteada desde hace aproximadamente un año, después de la publicación de la Exhortación Apostólica “Amoris Laetitia” en 2016, y del comentario que del capítulo 8 hiciéramos poco después, da lugar hoy (2017) a un análisis que constituye una inmediata aplicación de su teología Es por proceder del conocimiento humano perfecto de Cristo, que el “sensus fidei” de la totalidad del Pueblo de Dios, no puede fallar en su conocimiento, y participa de la unidad de su Conciencia. Toda disonancia y división en el conocimiento del Cuerpo eclesial es contraria al sensus fidei. Esto nos ayuda a aclarar la discusión pública en la Iglesia suscitada por la Exhortación post-sinodal “Amoris Laetitia”. El sentido de la fe lleva naturalmente a percibir, los inconvenientes de la posición divisiva de quienes sostienen que, en algunos casos particulares, los que viven en estado consciente de adulterio prolongado podrían recibir la sagrada Eucaristía.

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En 2014 se publicó un documento de la Comisión Teológica Internacional (=CTI) referido al sentido de la fe y su importancia para la vida de la Iglesia y de los creyentes1 (=SF). La situación planteada desde hace aproximadamente un año, después de la publicación de la Exhortación apostólica «Amoris Laetitia» en 2016, y del comentario que del capítulo 8 hiciéramos poco después2, da lugar hoy (2017) a un análisis que constituye una inmediata aplicación de la teología del documento SF, aprobado por el Card. Müller, Prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe, durante el pontificado de Francisco.

Es esencial la referencia al Nuevo Testamento (SF 18) en que San Pablo manifiesta la mente o sentido de Cristo (1 Co 2, 16; nos autem sensum Christi habemus [Vulg.]), del cual, finalmente, el sentido de la fe es una participación. El tema no está desarrollado con todas sus implicaciones y consecuencias en el documento, pero es fundamental. Es por proceder del conocimiento humano perfecto de Cristo: visión beatífica, ciencia infusa y ciencia adquirida, unificados en su Conciencia sin perder su distinción y objetividad, que el sensus fidei de la totalidad del Pueblo de Dios que tiene la unción del Santo, la Iglesia, no puede fallar en su conocimiento, y participa de la unidad de su Conciencia. Lo mismo sucede en cada fiel, que participa a su modo del conocimiento fontal de Cristo y de su comunidad. Es por eso que toda disonancia y división en el conocimiento del Cuerpo eclesial, y en su expresión, es contraria en sí al sensus fidei.

Solo el magisterio auténtico está exento absolutamente de error cuando define una verdad (y aún esto en ciertas condiciones); los fieles singulares, así como los pastores y el mismo Papa cuando no definen pueden incurrir en el error y realizar afirmaciones o negaciones contrarias a la unidad de la fe de la Iglesia, que deriva del conocimiento uno de la Cabeza3. Dice la Constitución dogmática «Dei Verbum», n. 2:

1 COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, El «sensus fidei» en la vida de la Iglesia, Madrid, B.A.C., 2014; en italiano: http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/cti_documents/rc_cti_20140610_sensus-fidei_it.html2 IGNACIO ANDEREGGEN, El capítulo 8 de la “Amoris Laetitia”, ponencia presentada en la “XLISemana Tomista”, Buenos Aires, 12/09/2016, en: http://www.sta.org.ar/xli/files/Andereggen_41.pdf3 In IV Sent. d. 13, q. 2, a. 1: “Omnis gratia in Eo est, sicut omnes sensus in capite. Similiter etiam dicitur Caput ratione secundae proprietatis, quia per Ipsum, sensum fidei et motum caritatis accepimus”.

en materia de fe y de las costumbres pertinentes a la edificación de la doctrina cristiana, debe tenerse como verdadero el sentido de la Escritura que la Santa Madre Iglesia ha sostenido y sostiene, ya que es su derecho juzgar acerca del verdadero sentido e interpretación de las Sagradas Escrituras; y por eso, a nadie le es lícito interpretar la Sagrada Escritura en un sentido

El Magisterio es un servicio carismático especial a este sentido de la Escritura, que supera a aquel, y que tiene por fuente al mismo conocimiento de Cristo. Es interesante notar la referencia al sentido del pasado y al sentido del presente, que no pueden ser opuestos: nunca una definición dogmática o moral correspondiente al sentido de la fe podría ir contra el sentido de la Escritura, de la tradición de los Padres y de las definiciones anteriores de la Iglesia. Si sucediera eventualmente, se trataría solo un acto material, verbal, sin verdadera autoridad derivada de Cristo, y respecto del cual no cabría obediencia debida. La raíz de esta radical continuidad se encuentra en la unidad perfectísima del conocimiento personal del Verbo Encarnado, a la cual corresponde la perfectísima unidad de su Conciencia4. Es claro por qué los errores doctrinales referidos a la Ciencia de Cristo, como la negación de la visión beatífica en su humanidad, corresponden a desviaciones en la concepción del sentido de la fe, que es siempre finalmente el sensus Christi del que habla San Pablo. Cuando el mismo Apóstol se refiere a la ciencia de falso nombre (1 Tm 6, 6) y a la filosofía de este mundo (Col 2,8), lo hace también en virtud del sentido de Cristo o sentido de la fe. En efecto, el alejamiento del Conocimiento de Cristo es solidario de los errores filosóficos y culturales, como los que introduce el relativismo contemporáneo en la Teología, en la vida cultural, y en la praxis católica, y produce, al contrario, una hebetudo mentis o torpeza mental5 semejante a la causada por la lujuria –con la cual el relativismo está frecuentemente conectado, según el testimonio de Pablo–, por la cual resulta imposible discernir los errores.

SF se constituye a partir de la concepción de la Escritura, de los Padres, de los teólogos medievales y los grandes del s. XIX, como Newman, sobre las referencias de los Sumos 4 Cf. el libro fundamental de CLEMENT DILLENSCHNEIDER, Le sens de la foi et le progrès dogmatique du mystère marial, Roma, Academia Mariana Internationalis 1954, c. IV, 318 y sig.)5 S. Th. II-II, q. 15, a. 3.; Rm 1, 24-32.

Pontífices a la fe del Pueblo en el caso de las grandes verdades marianas, y concluye con una elaboración teológica especialmente apoyada sobre el C. Vaticano II y Santo Tomás. Esta ha sido precedida, en el s. XX, por importantes estudios doctrinales sobre el sensus fidei, antes y después del mismo Concilio. Dice por ejemplo SF 62:

contrario a éste ni contra el consentimiento unánime de los Padres.

El sensus fidei fidelis confiere al creyente la capacidad de discernir si una enseñanza o una praxis son coherentes con la verdadera fe de la cual él ya vive... Permite también a cada creyente percibir una desarmonía, una incoherencia o una contradicción entre una enseñanza o una praxis y la fe cristiana auténtica de la cual vive. El reacciona a la manera de un melómano que percibe las notas equivocadas en la ejecución de una pieza musical. En este caso los creyentes resisten interiormente a las enseñanzas o a las prácticas en cuestión y no los aceptan o no participan de ellas. “El hábito de la fe posee esta capacidad gracias a la cual el creyente se retrae de dar su consentimiento a lo que es contrario a la fe, así como la castidad se retrae en relación a lo que es contrario a la castidad” (De verit., q. 14, a. 10 ad 10).

La cita de De veritate que SF reporta, nos refiere a la conexión de las virtudes, que finalmente se da no solamente entre las morales, sino también entre las morales y las intelectuales, y finalmente y sobre todo entre las sobrenaturales y todas las naturales, según su propia jerarquía, que impide, por ejemplo, poner por encima de la fe una obediencia ciega, material, y espiritualmente repugnante, y a su vez desconectada de virtudes morales como la fortaleza y de los dones del Espíritu Santo. Aunque el Documento no lo desarrolla suficientemente, esta conexión remite nuevamente, como dijimos, a la unidad de la Conciencia y de la perfección espiritual de Cristo, de la que el creyente participa por la gracia, así como lo hacen específicamente, de modo más restringido, los pastores por la autoridad

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magisterial carismática. Continúa el texto de SF 63:

Advertidos por el propio sensus fidei, los creyentes particulares pueden llegar a rehusar el consentimiento a una enseñanza de los propios legítimos pastores si no reconocen en tal enseñanza la voz de Cristo, el buen Pastor. “Las ovejas lo siguen [al buen Pastor] porque conocen su voz. A un extraño, en cambio, no lo seguirán, sino que huirán lejos de él, porque no conocen la voz de los extraños” (Jn 10, 4-5). Para Santo Tomás un creyente, aún privado de competencia teológica, puede y, más aún, debe, resistir en virtud del sensus fidei a su Obispo si este predica cosas heterodoxas. En tal caso el creyente no se eleva a sí mismo como criterio último de la verdad de fe: al contrario, frente a una predicación materialmente “autorizada” pero que lo turba, sin que pueda explicar exactamente la razón de esto, difiere el propio asentimiento, y apela interiormente a la autoridad superior de la Iglesia universal.

Dice además el Angélico:

Cuando hubiese un peligro inminente para la fe, los prelados deberían ser reprendidos por los súbditos incluso públicamente. Por eso Pablo, que era súbdito de Pedro, a causa del peligro inminente de escándalo acerca de la fe, reprendió públicamente a Pedro6.

La autoridad de la Iglesia Universal no se identifica allí con el S. Pontífice o el colegio de los Obispos; corresponde al sensus fidei infalible de toda la Iglesia.El texto del Aquinate aludido por la CTI corresponde al Escrito sobre las Sentencias:

Así como el hombre debe obedecer a la potestad inferior solamente en las cosas en las cuales esta no repugna a la potestad superior, así también debe el hombre en todo conmensurarse a la primera regla según su modo; a la segunda regla el hombre se debe conmensurar en aquellas cosas en las cuales no es discordante respecto de la primera regla; porque en aquellas cosas en las cuales es discordante, ya no es regla. Y por esto al Prelado que predica contra la fe no hay que asentir, porque en esto es discordante respecto de la primera regla. Y ni por la ignorancia el súbdito es excusado del todo, porque el hábito de la fe produce una inclinación a lo contrario, dado que enseña acerca de todas las cosas que pertenecen a la salvación, como se dice en I Jn. 1. Por lo cual si el hombre no es demasiado fácil en creer a cualquier espíritu,

6 S. Th. II-II, q. 33, a. 4 ad 2.

cuando se predica algo insólito (insolitum), no asentirá, sino que requerirá en otra parte, o se recomendará a Dios, no introduciéndose en sus secretos por encima de su capacidad7.Lo “insólito” aquí son las novedades (1 Tm 6, 20) contrarias a la Tradición.

Aparece enseguida la diferencia de sensibilidad respecto de la situación eclesial de los últimos cien años. El problema de conciencia moral en el fiel, con fe no segura, aparece hoy como una preocupación por no asentir al Prelado. En el texto de santo Tomás, el problema de conciencia aparece, al contrario, por asentir al Prelado cuando no corresponde. Es evidente que en la modernidad, en razón fundamentalmente de su crisis epistemológica, se pasó de una valoración principal del sentido de la fe del creyente en la Iglesia como Cuerpo, a una valoración principal del magisterio de la Iglesia, que corresponde a una función ministerial ejercida por quienes reciben un carisma especial. Esta, a su vez, es entendida crecientemente en el sentido de la autoridad potestativa y ejecutiva. Santo Tomás, en cambio, se está refiriendo teológicamente a la fe como virtud teologal, especialmente formada por la caridad, que es superior a la gracia carismática y al mismo carácter del sacramento del orden, el cual está al servicio de la perfección de la gracia, de la fe y de la caridad.

Pero se pone un problema de gnoseología teológica. ¿Cómo se conoce la totalidad del sentido de la fe de la Iglesia a la que el sentido de la fe del creyente singular debe asentir? La inclinación connatural al sentido de la fe (que permanece incluso sin la gracia) es anterior, según el ser –aunque no siempre según el tiempo– a cualquier determinación8, o definición, y además está sujeta a crecimiento conforme crece la vida espiritual y la caridad del creyente.

La determinación anterior según el tiempo ayudará materialmente al sentido de la fe (en el que se perfecciona la cogitativa), y la posterior lo confirmará, si es coherente con las anteriores. Tanto más el creyente conocerá la Iglesia y su fe, incluso a través de los testimonios del pasado, tanto más su sentido de la fe será claro y fuerte. Como dice el Angélico, si se da contradicción, disonancia y perturbación ante la predicación, mientras tanto suspenderá el juicio, hasta que crezca y se determine su sentido de la fe y le haga encontrar claridad y superación de las dudas. Lo que nunca podrá hacer el creyente es violentar su conciencia adhiriendo imprudentemente a aquella novedad que aparezca en la praxis de la vida de la Iglesia, en las concepciones comunes, o en el mismo magisterio, como contraria a la fe de la Iglesia considerada en su totalidad, incluyendo el pasado: los Padres y Concilios de la Tradición, etcétera, y que así lo perturbe interiormente. En este sentido espiritual es importante destacar que la contribución decisiva para el desarrollo del tema y del lenguaje acerca del sensus fidei en el siglo XX fue dada por su mayor teólogo espiritual, Juan González Arintero, O.P., especialmente en su obra capital: La evolución mística (1908)9.

En efecto, se trata finalmente de una realidad espiritual mística, que supera cualquier formulación sensible, aunque tiene una vinculación necesaria con esta, como sucede en general en el conocimiento humano. Como enseña el Doctor Común, la Escritura es un Rayo de Luz10, así como el Evangelio es principalmente la Gracia11; el texto es secundario y complementario, aunque necesario esencialmente. Así, con más razón, sucede con los Documentos de la tradición y las determinaciones del magisterio, que están al servicio del Evangelio. Es por este motivo que el sensus fidei, que en primer lugar es comunitario,

7 In III Sent. d. 25, q. 2, a. 1 D, ad 3)8 In Boethii de Trinitate, II q. 3, a. l ad 4: “Fides ex duabus partibus est a Deo, scilicet et ex parte interioris luminis quod inducit ad assensum et ex parte rerum quae exterius proponuntur, quae ex divina revelatione initium sumpserunt. Et haec se habent ad cognitionem fidei sicut accepta per sensum ad cognitionem principiorum, quia utrisque fit aliqua cognitionis determinatio.”

9 Cf. JESÚS SANCHO BIELSA, Infalibilidad del Pueblo de Dios, ‘Sensus Fidei’ e infalibilidad orgánicade la Iglesia en la Constitución ‘Lumen Gentium’ del Concilio Vaticano II, Pamplona 1979.10 S. Th. I, q. 1, a. 9 ad 2.11 S. Th. I-II, q. 106.

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como teniendo la Iglesia por sujeto, y después personal, es fundamental respecto de las definiciones del magisterio, que nunca podrán ir contra él, sino que siempre estarán en subordinación ministerial, así como lo está el magisterio que deriva del Orden Sagrado, de los presbíteros y obispos, teniendo estos últimos autoridad y responsabilidad universal, junto con el Sumo Pontífice, respecto de las definiciones obligatorias, que gozan incluso, en las condiciones correspondientes, de la prerrogativa de la infalibilidad. Esto, es claro, no significa que el Papa o los obispos no puedan errar, sobre todo, en la predicación-magisterio, y más todavía, en los actos prudenciales de gobierno, por naturaleza particulares.

Volvamos al comentario a las Sentencias. Poco antes del texto citado, el Aquinate conecta la inclinación producida por la fe, con la producida por la castidad. A estas hay que sumar la inclinación más profunda de la Caridad, especialmente correspondiente a la Eucaristía, contraria al afecto del pecado12. Esto nos ayuda a aclarar el tema que nos ocupa: la discusión pública en la Iglesia suscitada por la Exhortación post-sinodal «Amoris Laetitia». Sobre cómo debe interpretarse el texto controvertido del c. 8 nos hemos ocupado anteriormente13. Ahora la atención está puesta en el nexo entre el sensus fidei y las diversas interpretaciones del texto, que con una continuidad sorprendente, sigue casi inmediatamente a la publicación de SF, produciéndose así una oportunidad de verificación de su doctrina. Afirma el Aquinate:

No es necesario que el hombre tenga conocimiento explícito de todos los artículos de la fe, sino de algunas cosas que son necesarias según el tiempo aquel; y así se evitan todos los errores y dudas (dubitationes): porque así como el hábito de la templanza inclina a resistir a la lujuria, así el hábito de la fe inclina resistir a todas las cosas que están contra la fe. Por lo cual, en el tiempo en el cual emerge la necesidad de conocer explícitamente, sea por una doctrina contraria que aparece, sea por un movimiento de duda (motum dubium) que surge, entonces el hombre fiel, por la inclinación de la fe, no consiente a las cosas que están contra la fe, sino que difiere el asentimiento, hasta ser instruido más plenamente14.

12 S. Th. III, q. 79, a. 3: “Si el alma tiene afecto al pecado y recibe la Eucaristía empeora en lugar de purificarse”.13 Ver nota 2.14 In III Sent. d. 25, q. 2, a. 1 B, ad 3.

Está claro que el sentido de la fe se ejercita diferentemente según la condición de los miembros del Cuerpo Místico:

Explicar los artículos de la fe puede suceder de dos maneras. De una, en cuanto a la substancia de los mismos artículos, según que se los conoce distintamente. De otro modo, en cuanto a las cosas que se contienen en los mismos artículos implícitamente: lo cual sucede mientras el hombre conoce las cosas que siguen a los artículos, y la fuerza de la verdad de los mismos artículos, por lo cual se pueden defender de cualquier impugnación. A la primera explicación están obligados totalmente aquellos que tienen el oficio de defender la fe, sea por el grado de la dignidad, como los sacerdotes; sea por revelación, como los profetas; sea por ministerio, como los doctores y predicadores; no aquellos a los cuales no incumbe el oficio de enseñar la fe, porque ya que ellos no deben regularse sino a sí mismos, les es suficiente conocer aquellos artículos por los cuales podrán dirigir la propia intención hacia el último fin15.

La explicación doctrinal, finalmente, no puede ser separada de la inclinación. Es por esto que, en el caso que nos ocupa de la comunión de los divorciados con segunda relación, la reacción de los fieles es diferente según se trate de obispos, presbíteros, laicos, doctores, etc. Existe, sin embargo, una comunión profunda en la misma fe, y en su sentido, que deriva finalmente del de Cristo.

El sentido de la fe de los obispos lleva naturalmente a percibir, más directamente, los inconvenientes de la posición que sostiene que –en algunos casos particulares–, quienes viven en estado consciente de adulterio prolongado podrían recibir la sagrada Eucaristía, como un peligro que atenta directamente contra la unidad de la Iglesia y de la fe, respecto de la cual tienen un ministerio especial. Recientemente algunos obispos advertían sobre la división que se constata:

transcurrió un año desde la publicación de “Amoris Laetitia”. En este período se han dado públicamente interpretaciones de algunos pasajes objetivamente ambiguos de la Exhortación post-sinodal no divergentes, sino contrarias al permanente Magisterio de la Iglesia. No obstante que el Prefecto de la Doctrina de la Fe haya declarado varias veces que la doctrina de la Iglesia no cambió, aparecieron numerosas declaraciones de Obispos, de Cardenales, y hasta de Conferencias Episcopales, que aprueban lo que el Magisterio de la Iglesia no ha aprobado jamás. No solamente el acceso a la Santa Eucaristía de los que objetiva y públicamente viven en una situación de pecado grave, y tienen la intención de permanecer en ella, sino además una concepción de la conciencia moral contraria a la Tradición de la Iglesia. Y así está sucediendo –¡cuánto es doloroso constatarlo!– que lo que es pecado en Polonia está bien en Alemania, lo que está prohibido en Filadelfia es lícito en Malta, etcétera...16

Es claro que la división entre obispos, presbíteros y fieles, no corresponde al verdadero sentido de la fe, que es una (Ef 4, 5). La Constitución «Lumen Gentium», n. 12, citando a san Agustín (Praed. Sanct. 14, 27), señala solemnemente:

15 In III Sent. d. 25, q. 2 a. 1 C, co.

16 CARD. CARLO CAFFARRA a Francisco, 25/4/17, con W. BRANDMÜLLER, R. BURKE, J. MEISNER, en: http://magister.blogautore.espresso.repubblica.it/2017/06/20/unaltra-lettera-dei-quattro-cardinali-alpapa-anche-questa-senza-risposta/

La universalidad de los fieles que tiene la unción del Santo (cf. 1 Jn 2, 20-17) no puede fallar en el creer [universitas fidelium... in credendo fallí nequit], y ejerce esta su peculiar propiedad mediante el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo [supernaturali sensu fidei totius populi], cuando “desde el Obispo hasta los últimos fieles seglares” manifiestan el asentimiento universal en las cosas de fe y de costumbres.

33octubre - noviembre - diciembre 201732 www.centrologos.org

El sentido de la fe de los presbíteros se ejercita más directamente en la función de ser cabeza espiritual de los fieles en el ordenamiento particular de la comunidad, participando a su modo de la plenitud del sacerdocio de Cristo. Es evidente que, en este caso, por su responsabilidad pastoral directa e inmediata, las palabras de Santo Tomás asumidas por SF sobre la necesidad moral de ser consecuentes con el sentido de la fe, adquieren una relevancia especial. En efecto, el Concilio Vaticano II en el Decreto «Presbyterorum Ordinis» n. 9, requiere de los presbíteros que, como cabezas espirituales, “examinando los espíritus para ver si son de Dios, descubran con el sentido de la fe los multiformes carismas de los seglares, tanto los humildes como los más elevados”. La conciencia del sentido de la fe de los presbíteros está unida a una responsabilidad específica en la Iglesia17, no solamente referida al bien de las almas singulares, o de una porción del Pueblo de Dios, sino a la misma Iglesia universal. Es necesaria una profundización teológica del carisma magisterial de los presbíteros y su relación con el sentido de la fe; SF sigue una concepción del magisterio demasiado condicionada y limitada a sus notas, positiva de autoridad (autenticidad) universal, y negativa de infalibilidad. El Derecho Común de la Iglesia latina, en cambio, la esboza más adecuadamente en el c. 212 §1.

El sentido de la fe de los seglares que poseen verdadera vida espiritual está naturalmente preparado para percibir la consonancia o la disonancia de una verdadera o falsa concepción del matrimonio cristiano y de la Eucaristía con el sentido de la fe que ellos mismos poseen. SF 8 subraya cómo en algunas épocas de la vida de la Iglesia fueron los simples fieles y no los pastores los que principalmente mantuvieron el sentido de la fe ortodoxa. Es de notar cómo, con la pasionalidad y vehemencia de la condición laical –no exenta a veces de soberbia y otros vicios–, que debe ser guiada pastoralmente y no simplemente reprimida18, existen nuevas formas de expresión y comunicación favorecidas por el uso de Internet. Aún si hubiese un estudio serio y científico estadístico de las expresiones allí vertidas, éstas no podrían identificarse automáticamente con el sentido de la fe del Pueblo de Dios; pero su existencia no puede ser desconocida o minimizada desde el punto de vista teológico, constituyendo muchas veces indicio de la reacción vital de los fieles con auténtico interés por las cosas de la fe y el bien común de la Iglesia, no raras veces con una sensación de abandono por parte de los pastores, que debe ser adecuadamente comprendida.

17 LUIS FERNÁNDEZ DE TRONCONIZ Y SASIGAIN, Sensus Fidei: lógica connatural de la existencia cristiana, un estudio del recurso al “sensus fidei” en la teología católica de 1950 a 1970, Vitoria, Eset 1976, 98-99.18 Cf. RENÉ CAMILLERI, The ‘sensus fidei’ of the whole church and the magisterium: from the time of Vatican I to Vatican Council II, Roma, Gregoriana 1987, conclusion: The sensus fidei of the Christian

El tema del sentido de la fe es susceptible, como ya indicaba la Escritura, de interferencia y deformación desde el punto de vista filosófico, que puede notarse en la evolución reciente de la investigación. Si los estudios anteriores e inmediatamente posteriores al Concilio, así como SF, conservan la conexión con la filosofía tomista19, en recientes escritos20 se nota un alejamiento. A veces aparece una regresión a la explicación modernista, e incluso al más primitivo americanismo, canalizado a través del marxismo implícito o explícito de algunas corrientes de la Teología de la Liberación, que favorece la simbiosis con la matriz hegeliana de la cultura contemporánea. Se llega incluso a una verdadera inversión radical en la explicación del sentido de la fe21.

Si la praxis está por encima de la teoría, es claro que la concepción del matrimonio cristiano surgirá principalmente de la realidad de hecho, y no de la luz recibida por la fe en la revelación divina, y aplicada por su sensus, al ordenamiento de la vida humana incluso en el matrimonio. Así se llega a concebir una dialéctica entre los “casos particulares” y la ley divina revelada, absolutamente alejada de la realidad de ésta. Son los casos particulares los que deben ser iluminados, perfeccionados y determinados por ésta divinamente, y no la imperfección de los casos la que debe interpretar el sentido de la ley evangélica, aunque fuere por medio de una síntesis o de una Aufhebung. Se llegaría de esta manera muy cerca de la concepción ética hegeliana (aunque Hegel no sostiene el divorcio), para la cual, por influjo protestante y por rechazo de la visión moral católica, la verdadera santidad es siempre una “abstracción”, regida en el fondo por lo negativo, concebido como misterio22; cambiándose así la primacía de la gracia por el aparentemente más realista primado del pecado identificado con lo “bueno” posible “realmente”, en la praxis corriente del mundo.

Ignacio AndereggenEs Doctor en Filosofía y Doctor en Teología, con especialización en espiritualidad, por la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma. Profesor invitado en la Facultad de Teología de la Universidad Gregoriana (1993-2016) hasta la actualidad y también en el Pontificio Ateneo Regina Apostolorum de Roma (1996-2016). Profesor en ambas facultades de Fílosofía (19872016). Ex-alumno del Almo Collegio Capranica de Roma.

Es profesor Ordinario Titular de Metafísica y Gnoseología en la Facultad de Filosofía y Letras de la Pontificia Universidad Católica Argentina, y Titular de Metafísica en la Universidad Católica de La Plata. Socio correspondiente de la Pontifica Academia de Santo Tomás de Aquino y de Religión Católica. Dirigió numerosas tesis. Actualmente dirige tesis doctorales en universidades de Europa (Italia y España). Publicó libros sobre metafísica, gnoseología, teología de Santo Tomás, espiritualidad, psicología, moral, además de artículos en revistas de Europa y América. Dirección electrónica: [email protected]

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P. Alfonso López Muñoz, L.C. Doctor en filosofía

Licenciado en teología dogmáticaAsesor espiritual y teológico de la Comisión dePastoral Familiar de la Arquidiócesis de México

“ESPIRITUALIDAD MATRIMONIAL Y FAMILIAR” III PARTE

FORMACIÓN INTELECTUAL

“Espiritualidad del amor exclusivo y libre1” Este apartado se centra en una de las propiedades del matrimonio: la exclusividad. Y esto porque sólo así se respeta la dignidad de la persona, única e irrepetible, como imagen de Dios. Y es interesante que el mismo título hable de libertad. En efecto, la promesa de fidelidad tiene que ver con una decisión que ha de ser libre, y porque libre, plenamente consciente, como lo es el amor mismo. Un amor que no es libre no es amor; de la misma manera una promesa de amor exclusivo y definitivo y permanente que 1 AL, nn. 318b-319. Para este tema ver el extraordinario discurso de Benedicto XVI en la Ciudad de las Artes y de la Ciencias en V Encuentro Mundial de las Familias en Valencia, España, el 8 de julio de 2006.

no fuera libre en realidad no sería una promesa auténtica; sería una promesa falsa, fingida, un engaño. “En el matrimonio se vive también el sentido de pertenecer por completo sólo a una persona”, dice el documento. De hecho, el matrimonio es y significa tal pertenencia. Pero, además, es verdad que se ha de vivir el “sentido” profundo y completo de esa realidad. Se dice aquí que “los esposos asumen el desafío y el anhelo de envejecer y desgastarse juntos y así reflejan la fidelidad de Dios”. El documento quiere hacer ver de manera muy plástica y concreta lo que significa en la práctica la exclusividad y la fidelidad en el tiempo. Pero si nos atenemos al término utilizado antes, es decir el “sentido”, en realidad hay que ir más allá del puro permanecer y “envejecer” y “desgastarse” juntos, pues existen matrimonios que sí perseveran en el vivir juntos toda la vida, en ese ‘hacerse viejos juntos’, pero que, tristemente, en realidad no viven juntos por amor ni de amor ni en el amor. Es más, quizás durante el noviazgo -si es que éste realmente existió- nunca aprendieron a amar, a amarse de verdad. En muchas ocasiones hay tan poco consciencia de lo que es el matrimonio y ‘para qué’ es el matrimonio; no se conoce realmente cuál es precisamente su “sentido”, su significado profundo. En esto la Iglesia, sus pastores, sus presbíteros, sus agentes de pastoral hemos de reflexionar y trabajar probablemente mucho más, con mayor dedicación, profundidad y seriedad, para acompañar y preparar mejor a las parejas de cara al matrimonio cristiano.

“La fidelidad de Dios” es una fidelidad amorosa, viva, creativa, y no sólo un permanecer, seguir ahí, estar ahí sin más. Sin duda el perseverar en la unión es ya en sí mismo un gran valor. Pero el matrimonio cristiano -y de hecho ya el mismo matrimonio natural ha de serlo también- es mucho más que un mero permanecer, un simple ‘seguir ahí’, y mucho menos un solo ‘aguantar’ -el documento hablará un poco más delante de “resignación”-. Y por eso aquí se pone como modelo, como punto de referencia, como Ideal, la fidelidad del mismo Dios. Por ello también -y una vez más citando a san Juan Pablo II- el documento afirmará que “esta firme decisión, que marca un estilo de vida, es una ‘exigencia interior del pacto conyugal2” . Por tanto, señala el Papa del matrimonio y la familia, la exclusividad y la permanencia en el amor y en el sentido del matrimonio son algo esencial al “pacto” entre los cónyuges, entre el hombre y la mujer que se prometen fidelidad “en lo próspero y en lo adverso”, “en la salud y en la enfermedad”, y, sobre todo, cuando se prometen “amarse y respetarse todos los días” de sus vidas. Como decimos, si ya esto es -debiera ser siempre- una “exigencia” de todo matrimonio natural -es decir, un verdadero matrimonio, entre un hombre y una mujer que se aman y que son aptos para 2 La cita está tomada de Familiaris consortio, n. 57.

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la vida matrimonial y suficientemente maduros y conscientes de las exigencias, derechos y deberes del matrimonio-, lo es con mayor razón para el matrimonio cristiano, el matrimonio sacramento, ya que éste es, debe ser, como ya recordábamos en el la primera parte de nuestro artículo, imagen del amor de Cristo por la Iglesia3.

Por cuanto se ha dicho, si faltar al “pacto conyugal” -sea con faltas que lo ofenden y debilitan, sea con el rompimiento definitivo- es algo grave ya a nivel puramente humano, con más razón lo es cuando el matrimonio es sellado por el sacramento, precisamente porque se hiere el fundamento, se ofende el prototipo del cual ha de ser imagen y reflejo: el amor de Cristo por su Esposa la Iglesia. Por ello mismo para la Iglesia el divorcio no existe, no puede existir. Cosa diversa es cuando la Iglesia misma, por medio de la autoridad competente, después de un detenido análisis y reflexión, así como mucha oración, auxiliándose de todos los recursos humanos y divinos, ‘declara nulo’ un hasta ahora supuesto matrimonio. Por tanto, no se trata aquí de los casos en que es justa -en ocasiones incluso debida- la separación temporal o definitiva. Nos referimos sólo a la plaga del 3 Cfr. Pie de página n. 6.

divorcio. En ese sentido conviene aquí recordar lo que decía el Papa Emérito Benedicto XVI al hablar del aborto y del divorcio: “En un contexto cultural marcado por un creciente individualismo, hedonismo y muy a menudo también por la falta de solidaridad y un adecuado apoyo social […], el juicio ético de la Iglesia con respecto al divorcio y al aborto provocado es claro y de todos conocido: se trata de culpas graves que, en diversas medidas, y quedando a salvo la valoración de las responsabilidades objetivas, menoscaban la dignidad de la persona humana, implican una profunda injusticia en las relaciones humanas y sociales y también ofenden a Dios, garante del pacto conyugal y autor de la vida”. Y añadía: “Y, sin embargo, la Iglesia, a ejemplo de su divino Maestro, piensa siempre en las personas concretas, sobre todo en las más débiles e inocentes, que son víctimas de las injusticias y los pecados, y también en los demás hombres y mujeres que, habiendo cometido dichos actos, han incurrido en culpa y llevan sus heridas interiores, buscando la paz y la posibilidad de una recuperación”4. Y el entonces Papa reinante concluyó hablando de Juan Pablo II y la misericordia. 4 Congreso organizado por el Instituto Juan Pablo II para Estudios sobre el Matrimonio y la Familia, del 5 de abril de 2008.

Pero volvamos al documento. Después de hablar del compromiso y seriedad que implica el “pacto conyugal”, ahí se recuerda algo que también dijera san Juan Pablo II en Argentina en 1987, algo profundamente humano, pero que en realidad encierra también una gran verdad sobrenatural: el Papa santo decía que “quien no se decide a querer para siempre, es difícil que pueda amar de veras un solo día”5. Creemos que en el fondo eso es precisamente lo que ocurre en la situación actual del matrimonio, en el que pareciera haber muy poco -y en ocasiones nulo- compromiso entre los jóvenes que dicen amarse y que se prometen amarse para siempre. He aquí la raíz humana del drama de tantos matrimonios que se desquebrajan a la vuelta de más o menos pocos años de haberse prometido un amor exclusivo y total. En esos casos lo más seguro es que en el fondo nunca se decidieron “a querer para siempre”, por más que hayan podido vivir más o menos años -hoy, por desgracia, en ocasiones duran sólo meses-; en realidad nunca supieron ni aprendieron a “amar de veras un solo día”; no se decidieron a ello nunca con plena voluntad ni plena conciencia. Es decir, lo más probable es que ni se conoció de verdad el por qué y para qué del matrimonio,

5 Juan Pablo II, Homilía en la Eucaristía celebrada para las familias en Córdoba, Argentina (8 de abril 1987).

su sentido profundo y su finalidad, como seguramente tampoco existió un verdadero amor, pleno, consciente y maduro.

Por otra parte, y precisamente por cuanto acabamos de decir, tampoco se trata de sólo “resignarse” a lo inevitable, pues, como bien señala el documento, la ley del amor no es una ley “vivida con resignación”, sino que este misterio del amor “es una pertenencia del corazón, allí donde sólo Dios ve (cfr. Mt 5, 28)”. Y si se trata de algo que pertenece al ámbito del corazón, es decir del amor, entonces también tiene que ver con lo duradero, no con lo pasajero. Por eso también se dirá, hablando del amor fiel de los esposos cristianos, que “cada mañana, al levantarse, se vuelve a tomar ante Dios esta decisión de fidelidad, pase lo que pase durante la jornada”. Y es que el amor cristiano, y de manera particular el amor conyugal sacramental, no depende de las circunstancias o factores externos, sino que nace del corazón, se fragua en el corazón, se consolida en el corazón y en éste vive y permanece. Y como consecuencia de ello es una decisión y una promesa mantenida en el tiempo que también se manifiesta en sus expresiones externas, al mismo tiempo que se nutre de ellas6. Por tanto, cada mañana se renueva la fidelidad; y “cada uno, cuando se va a dormir, espera levantarse para continuar esta aventura, confiando en la ayuda del Señor”. He ahí la clave: ¡confiar en Dios! Y es que es de Él de quien viene la fuerza para ser fieles al amor, por la sencilla razón de que Él es El Amor mismo, como enseña san Juan en su primera carta7. Confianza en Dios: palabra clave para el matrimonio, sin duda, pues ¡¿qué es el matrimonio si no un acto de total de confianza mutua entre hombre y mujer, esposo y esposa, en el nombre de Dios, es decir en la confianza de que no les faltará la fuerza y el amor de Dios?! Por eso la AL concluirá la idea diciendo algo muy cierto: “Así, cada cónyuge es para el otro signo e instrumento de la cercanía del Señor, que no nos deja solos”. Se corona esta hermosa verdad nada menos que con las últimas palabras de Jesús antes de ascender al cielo: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20).

Ahora bien, en este punto el documento arroja una luz sumamente interesante cuando hace ver que “hay un punto donde el amor de la pareja alcanza su mayor liberación y se convierte en un espacio de sana autonomía”; y es éste: “cuando cada uno descubre que el otro no es suyo, sino que tiene un dueño mucho más importante, su único Señor”. Nos parece ésta también una intuición genial, pues hace ver cómo en el camino del amor matrimonial se da una progresiva purificación del amor mismo, por la que se pasa cada 6 Recordemos cuanto se decía en el primer tema sobre los “gestos reales y concretos”; y en realidad se insiste sobre ello durante todo este último capítulo de la AL. 7 Cfr. 1 Jn. 3, 14.

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vez más de ‘amor posesivo’ a un ‘amor oblativo”. En esa misma línea explicaba también el Papa Emérito Benedicto XVI en su primera Encíclica sobre el amor cristiano, ya citada, que en la vida del cristiano, en las diversas vocaciones, se suele dar un camino por el que se pasa del amor “eros” -amor de pasión, de posesión- al amor “filía”, es decir al amor de amistad; e igualmente se pasa de éste último al amor “ágape”, que es el amor oblativo, netamente cristiano8. “Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos”, dirá el mismo Jesús9. Pues bien, el amor conyugal no excluye el amor de amistad, para nada10; todo lo contrario: lo supone y lo exige. Es más, se podría decir que el amor matrimonial es un amor de amistad en su grado máximo, pues al tratarse del amor humano elevado a divino, como de hecho lo es el amor cristiano en cuanto tal, se injerta en ese Ideal que Jesús nos propone como el culmen del amor. Y es que cuando se vive de manera real, auténtica y plena el amor matrimonial con la gracia del sacramento, entonces realmente los esposos “dan la vida” el uno por el otro.

En esa misma línea que venimos comentando retomemos el ejemplo del matrimonio santo de Luis y Celia Martin Guérin, papás de santa Teresita. En respuesta a carta de ella, él cierra diciendo: “Tu marido y verdadero amigo, que te ama de por vida”; y las últimas palabra de ella para él, pocas semanas antes de morir, serán: “toda tuya”. Y ahora volvamos a Cristo: al señalar ese ápice del amor –“no hay mayor amor…”-, ciertamente se refiere a su propia oblación total y absoluta en la cruz por sus amigos, que son, sí, sus apóstoles, a quienes se está dirigiendo en la última cena, pero por medio de ellos se refiere a todos los hombres, aunque principalmente a quienes crean en Él y en su testimonio, como Él mismo subrayará11. Esto nos da pie, pues, a confirmar el hecho de que el amor matrimonial encierra sí, por supuesto, en sus entrañas la dimensión del “eros”, 8 Cfr. Deus charitas est, nn. 2-18. 9 Jn. 15, 13.10 “Eros” no excluye, no debe excluir a “filía”: ¡he ahí quizás, en su raíz más profundamente humana, el núcleo de la tragedia de la banalidad y el descrédito en que ha caído la palabra “amor” en nuestros días!11 Cfr. Jn, 5, 36.

así como, por su dimensión sacramental, la de “ágape”; sin embargo, es quizás precisamente en su dimensión de “filía” donde se unen, en el caso del matrimonio cristiano, ambas dimensiones; “por lo bajo y por lo alto”: es decir, en su dualidad humano-divina.

Pero ahora regresemos a las promesas matrimoniales. En ellas, como anotábamos antes12, los esposos no sólo se prometen ‘cosas’, sino que ‘se dan en promesa’ el uno al otro; es más: se convierten de alguna manera ellos mismos en ‘promesa’ el uno para el otro. Y aquí ‘promesa’ no quiere decir sino donación, don, entrega, ‘regalo’. En efecto, los esposos ‘se regalan’ el uno al otro al proferir las promesas. Y Cristo sella su pacto conyugal con su propia sangre, signo y realidad de Su Amor “hasta el final” por sus “amigos”, por su Esposa la Iglesia -encabezada por los apóstoles, sus “columnas”-; por sus hermanos bautizados, hechos hijos en el Hijo para llevar una vida nueva, como insistirá san Pablo13; por todos los hombres, a quienes ha venido a anunciar la Buena Nueva invitándolos a la conversión en vistas a su salvación, lo cual es patente en el Evangelio al inicio de su vida pública14.

Por cuanto venimos diciendo, esa “sana autonomía” que se da entre los esposos de la que habla AL es más que algo meramente humano, ya que se señala su último fundamento al hacer notar que se basa en la pertenencia a Dios Nuestro Señor. Ultimadamente somos propiedad del Señor y de nadie más. En primer lugar porque Él nos pensó y nos creó por amor. Y en segundo lugar porque también Él nos rescató, y a precio muy alto, como escribirá san Pedro, pues el costo de nuestra redención “no ha sido pagado con cosas corruptibles como el oro o la plata, sino con la sangre preciosa de Cristo”15. Por ello -dirá la AL- “nadie más puede pretender tomar posesión de la 12 Cfr. Segunda parte de este artículo. 13 Cfr. Rom. 6, 4; Ef 1, 4-5. Ver también Gal. 4, 4-5 y Rom. 8, 15. Por tanto es necesario que quien quiera encontrar al Padre crea en el Hijo, pues mediante Él Dios nos “comunica su misma vida, haciéndonos hijos en el Hijo” (S.S. Juan Pablo II, Catequesis del 13 de enero del 1999).14 Cfr. Mc. 1, 15

intimidad más personal y secreta del ser amado y sólo Él puede ocupar el centro de su vida”. Y “al mismo tiempo”, debido también a ello, “el principio de realismo espiritual hace que el cónyuge ya no pretenda que el otro sacie completamente sus necesidades”. Y esto porque no sólo Dios es dueño de nuestro ser, sino que sólo Dios puede realmente saciar nuestros anhelos más profundos de felicidad, de amor, de libertad.

En este punto el texto cita al pastor y teólogo luterano alemán, Dietrich Bonhoeffer -muerto en la horca del campo de concentración de Flossenbürg en 1945 por pertenecer al movimiento de oposición al nazismo y bajo acusación de formar parte de los complots planeados para asesinar a Hitler-, cuando dice que “es preciso que el camino espiritual de cada uno le ayude a “‘desilusionarse del otro’”, es decir “a dejar de esperar de esa persona lo que sólo es propio del amor de Dios”16 . Ello, como bien señala la AL, exige algo que no es fácil de alcanzar, pues reclama un “despojo interior”, un olvidarse y desasirse de sí mismo, ocupar el ‘segundo plano’ y dejar el primero a Dios -como es debido, pues Dios es Dios y nosotros somos creaturas; aunque eso sí, en Cristo somos también sus hijos muy amados17-. En definitiva, como se dice coloquialmente, “hay que dejar a Dios ser Dios”. Dejarlo Ser lo que Es: el Creador y Dueño de nuestro ser y, en definitiva, también de nuestros corazones. Y al mismo tiempo no olvidar que nosotros somos más que sólo creaturas, mucho más: somos Sus hijos, Sus “predilectos” en Cristo, al haber sido no sólo creados a Su imagen, sino rescatados por medio su muerte en la Cruz Redentora. Finalmente, el apartado subraya la necesidad de que cada uno de los esposos tenga un “trato” personal con Dios y no sólo en pareja. Ahora bien, éstas dos necesidades, estaos dos ‘exigencias’, no se excluyen; es más, para que haya una ‘oración matrimonial’ de verdad cristiana y fecunda se requiere antes la oración individual de cada uno de los cónyuges, esa relación íntima y directa de cada uno con su Creador y Redentor. Por lo demás, es esta oración personal de cada uno lo que permite curar las “heridas” que la convivencia matrimonial, dada nuestra condición humana, contingente y en sí misma herida por el pecado, puede causar, y de hecho causa. Pero también es verdad que dicha oración es lo que posibilita vivir el matrimonio en “libertad real”. Sólo en Dios y por medio de Él se pueden conjugar “exclusividad” y “libertad” en el amor entre esposos. Es por ello que la AL concluye este apartado con la siguiente afirmación: “El espacio exclusivo que cada uno de los cónyuges reserva a su trato solitario con Dios no sólo permite sanar las heridas de la convivencia, sino que posibilita encontrar en el amor de Dios el sentido de la propia existencia”. Y por ello es no sólo necesario sino indispensable “invocar cada día la acción del Espíritu Santo para que esta libertad interior sea posible”.

15 1 Pe. 1, 18-19..16 La cita viene de su obra “Gemeinsames Leben”. Conviene mencionar que Bonhoeffer afronta también el tema del amor humano desde la experiencia personal en sus cartas a su novia -mucho más joven que él y de la que estaba profundamente enamorado-, mismas que muestran un amor puro y bello, un amor humano fuertemente enraizado en la fe en Cristo (cfr. Dietrich Bonhoeffer “Cartas de amor desde la prisión”, Trotta, Madrid 1998). Sobre el argumento: ver la excelente y por demás profunda conferencia del entonces Cardenal Ratzinger: “El sentimiento de las cosas, la contemplación de la belleza”, en el “Meeting para la amistad entre los pueblos” en agosto del 2002 (Joseph Ratzinger “La Belleza. La Iglesia, Ediciones Encuentro, Madrid 2006).

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P. Ignacio AndereggenDoctor en Filosofía y Doctor en Teología

EL CAPÍTULO 8 DE LA “AMORIS LAETITIA”

FORMACIÓN INTELECTUAL

El papa Francisco afirmó que en la Exhortación apostólica sobre la familia “todo es tomista, desde el inicio hasta el final. Es la doctrina segura” (S. Juan de Letrán, 16/6/16). A la luz de este principio interpretativo formulado por el propio autor, daremos una explicación filosófica y teológica, siguiendo la fuente principal, Santo Tomás de Aquino, de algunos pasajes del c.8 que comienza con esta clara afirmación: “toda ruptura del vínculo matrimonial ‘va contra la voluntad de Dios’ ” (n.291). Toda acción con la cual se intenta disolver explícita o implícitamente (por medio de una segunda relación) un vínculo matrimonial válido es pecado, formal y/o material.

Reconociendo la debilidad de los hombres, que consiste entre otros elementos en una inclinación al pecado vencible por la acción de la gracia y de la buena voluntad del sujeto, a diferencia de la inclinación al pecado que en su totalidad es invencible para quien no es miembro pleno de la Iglesia por la gracia gratum faciens, el texto manifiesta la caridad y misericordia de la Iglesia misma respecto de los pecadores “quienes participan de su vida de modo incompleto” (ib.). Es útil referirse a la doctrina del Angélico para entender en qué consiste esta participación. En la III, q.8 a.3 manifiesta cómo Cristo es cabeza de todos los hombres, y por lo tanto, cómo todos están de algún modo en la Iglesia, en acto o en potencia, salvo que sean del todo separados de ella por la condenación eterna. Dentro de los que poseen la vida divina, también hay grados. Además del máximo de la Beatitud, en esta vida la posesión plena de la vida divina se da por la caridad y la gracia gratum faciens. Quienes no la poseen, todavía algo participan de la vida divina por la fe (informe); por un lado están muertos, y por otro algo tienen todavía de vida. Quienes no tienen la fe pueden recibir gracias actuales (así como las reciben los primeros más perfectamente), que se ordenan a la fe y a la gracia plena (cf. LG 16, donde se cita al Aquinate, ib.). No se trata pues, en primer lugar de quienes están en estado de pecado formal, conciente y deliberado de adulterio, que por sí excluye la caridad y la gracia gratum faciens y es “contrario a la voluntad de Dios”, sino de los que habiendo recibido la gracia santificante, y estando unidos válidamente por un matrimonio sacramental, y perseverando en la vida común, han perdido esa gracia y la caridad (uno o los dos cónyuges, por el adulterio o por otros pecados); caso, lamentablemente, no infrecuente. Pero también se entiende de los que, estando antes unidos en matrimonio, se encuentran ahora en una segunda relación contraria a la voluntad divina. En estos pueden darse elementos positivos correspondientes a ciertos bienes naturales, como por ejemplo aspectos de la amistad natural y su fidelidad, al mismo tiempo que se dan otros más profundos y relevantes negativos, como el estado consciente y deliberadamente persistente de discordancia con la voluntad divina por lo que se refiere específicamente al matrimonio, sea en el orden natural, sea, sobre todo, en el orden sobrenatural.

La participación imperfecta o incompleta del acto deliberado y voluntario bueno, en otras palabras, del acto propiamente moral, es por sí misma el acto malo, y por extensión el hábito o vicio, corrupción de una virtud, o una suma de virtudes: en este caso del estado de amistad matrimonial. Pero, aún así, en quienes se encuentran en esta situación, también puede actuar la gracia de diversas maneras que se ordenan últimamente a la gracia “gratum

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faciens”, la única en la que existe la verdadera amistad divina y la amistad gratuita propia de la unión matrimonial, que exluye el pecado mortal en su plena realización. Estas gracias empujan a la conversión y al cambio real de vida en cualquier situación y en cualesquiera circunstancias, fundados sobre el auxilio divino. La Exhortación se refiere claramente a la “gracia de la conversión”, que es la justificación del pecador, en este caso, el adúltero (n.78).

La gradualidad del acercamiento pastoral que se exhorta a emprender en vista de la conversión es análoga a la que el Concilio Vaticano II en Dignitatis Humanae y en Unitatis Redintegratio propone para las religiones, en cuyos adeptos, o fieles, Dios puede actuar con gracias actuales que empujan a abandonar el error y las prácticas religiosas perversas –reconociendo sin embargo los elementos verdaderos y buenos— para abrazarla verdad y el bien de la verdadera religión de la Iglesia de Cristo que subsiste (es decir, que “es” al modo principal de la substancia por la forma, y no al modo de los accidentes –la expresión deriva de Santo Tomás—) en la Iglesia Católica (Dignitatis Humanae 1). Que en las otras religiones, sobre todo cristianas, haya elementos (accidentales) de verdad y eventualmente de santificación (como en los sacramentos válidos de otras confesiones cristianas), no significa que por sí mismas sean la verdadera religión (San Agustín), ni que por sí mismas sean camino de salvación.

El texto reafirma que el matrimonio cristiano se realiza plenamente en el sacramento, con todas sus implicaciones. ¿Son posibles otras formas de realización análogas? Lo son en cuanto el sacramento, por la gracia eleva a su pefección la naturaleza del vínculo y de la amistad matrimonial. De estos puede haber semejanzas o imitaciones (este es el sentido original del término “participación” en Aristóteles —oponiéndose al significado platónico—, a quien sigue Santo Tomás) naturales, además del mismo matrimonio natural válido entre no bautizados, que es la principal “participación” posible, de la cual no se

puede excluir la gracia gratum faciens, aunque no la sacramental, si se realiza entre personas que todavía no creen explícitamente en Cristo sin culpa de su parte, y siguiendo su conciencia recta, sin adherir concientemente a errores. La unión llamada en modo científico-moral “adulterina”, sólo contiene elementos de participación (el texto dice “elementos constructivos1”; n.292), y no la forma total participada (como en el verdadero matrimonio natural), que es el vínculo matrimonial mismo, en ese caso inexistente. Santo Tomás lo explica muy lúcidamente en el Comentario al libro de los nombres de Dios de Dionisio: “el adulterio corrompe la virtud en cuanto carece del orden debido, lo cual corresponde a la razón de mal; pero según que es deleitable, lo que corresponde a la razón de bien, deleita y produce muchos otros bienes” (c.IV, l.16, n.492); “el impúdico está privado del bien... y sin embargo participa del bien según una cierta resonancia oscura y deficiente de la unión y de la amistad” (ib. n.507).

Frente a las situaciones de convivencia o de matrimonio civil (inválido en el orden natural y sobrenatural) entre bautizados sin un matrimonio válido anterior, se alienta una gradualidad en el acercamiento pastoral, que debe llevar a la realización del sacramento. Para esto hace falta un “discernimiento pastoral” (n.292-294). El término “discernimiento”, que significa “distinción”, “separación”, “discriminación”, en teología connota especialmente el ámbito espiritual, y más específicamente la “discreción de espíritus” de San Ignacio de Loyola. Es evidente que Francisco, jesuita, tiene presente este último contexto. En San Ignacio se trata de un método auxiliar de las elecciones importantes, cuyo criterio fundamental es la acción de la gracia que produce certeza, y la razón iluminada por la fe (EE 175). Este discernimiento se refiere a la acción de

1 Estos podrían integrarse en una nueva situación, posibilitada, por ejemplo, por la muerte de los cónyuges legítimos de los unidos, con el debido discernimiento, confesión sacramental, penitencia y preparación adecuada para el sacramento del matrimonio, que incluye el arrepentimiento de los pecados cometidos, especialmente contra la santidad del matrimonio.

Dios, de los ángeles buenos, y de los demonios sobre el alma. Se complementa por tanto con la ley natural y divina revelada, que son ayudas externas proporcionadas al modo humano de obrar bien (I-II, q.49; q.90), y con la elección correspondiente por parte del libre albedrío, que sigue la razón. Se trata, sobre todo, de captar la acción de las gracias que preparan la gracia gratum faciens, y, luego, la gracia sacramental del matrimonio, pero también los impedimentos contrarios, entre los cuales puede estar no solamente la misma convivencia pecaminosa y el matrimonio civil, con la constelación de ideas y afectos complejos que se suscitan en quien no está en gracia de Dios, sino el propio amor de amistad natural bueno, aún despojado teóricamente del amor de concupiscencia. En efecto, el texto habla de “ocasión” (n.293), que favorece la acción de la causa, la cual puede ser buena o mala según la disposición última de la voluntad de los sujetos interesados, causa inmediata de la operación moral en cuanto tal. Desde el punto de vista del discernimiento espiritual-pastoral requerido por el documento, es útil recordar lo que enseña San Juan de la Cruz en la Subida del Monte Carmelo (L.III, c.18) acerca de los daños espirituales que se pueden seguir de los bienes morales (como la amistad) por imperfección del sujeto. No puede excluirse, sin embargo, el caso de personas bautizadas unidas civilmente o de hecho, los cuales, no poseyendo adecuada educación religiosa (también por influjo de teologías morales erróneas, incluso recibido a través de los pastores, Veritatis Splendor 4) ni un ambiente favorable a la santidad, descubren juntos la verdad de la fe viva y la santidad del matrimonio, disponiéndose a recibirlo con la confesión sacramental, la debida penitencia, y la huída de las ocasiones de pecado, proponiéndose seriamente vivir en castidad hasta la recepción del sacramento del matrimonio por un tiempo suficientemente prolongado, además del propósito firme de recibir periódicamente el sacramento de la Penitencia y de participar íntegralmente con la debida disposición del sacramento de la Celebración Eucarística. Es importante en estos casos la ayuda de la comunidad, que evitando todo relativismo (n. 307; Lumen Fidei 27), acompaña las personas en cuestión con caridad y sin discriminación injusta hacia la plenitud de la vida cristiana, pero alejando todo escándalo.

Si se trata de personas unidas de hecho o civilmente con un vínculo matrimonial anterior válido de uno o de ambos, el tratamiento pastoral no puede ser el mismo. No puede decirse simplemente que estas personas desconocen la verdad acerca del matrimonio sacramental y su indisolubilidad, salvo en casos particulares de inmadurez afectiva e ignorancia invencible, asimilables a la condición de los denominados “rudes” en la teología moral

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tradicional a partir de San Agustín, aún extendiendo el concepto de “rudes” a situaciones modernas y posmodernas. Está claro que estas personas no están excomulgadas canónicamente de modo externo según el derecho codificado en 1983, como podría haber sido el caso eventual según el Código de 1917. En este sentido no están en situación “irregular” ni menos “excomulgadas”. Efectivamente, pueden recibir los sacramentos, especialmente la Confesión y la Eucaristía, con las condiciones debidas, que no son otras que el verdadero dolor (con atrición al menos) de los pecados y la huída efectiva de las ocasiones de pecado para el primero, y el estado de gracia santificante para el segundo. En este sentido, todos, también los divorciados con segunda o tercera relación, pueden recibir la ayuda sacramental de la Iglesia. No significa esto que puedan ser absueltos de sus pecados (comenzando por el divorcio mismo, aún sin adulterio, que muchas veces es gravemente culpable, y siguiendo por el adulterio, y también por otros referidos a Dios y al prójimo que pueden ser más graves, como los pecados contra la fe por rebeldía con ocasión del adulterio; y los pecados contra la justicia referidos al cónyuge legítimo de tipo patrimonial, de calumnias, injurias y otros; y también a los hijos, especialmente de escándalo y daño en la vida de fe y educación religiosa de los mismos; además de los pecados posibles en general), si no tienen dolor y firme propósito de enmienda y de evitar las ocasiones de pecado. La ayuda de la Iglesia en el orden sacramental, de cualquier modo, implica no solamente la posibilidad, sino también la obligación de participar de la Celebración Eucarística —sin recibir la Comunión—, como todo católico bautizado, además de la Confesión y la Unción con las debidas disposiciones (aunque haya que diferir medicinalmente la absolución). El texto se refiere a las situaciones “así llamadas irregulares” (n.300). En efecto, concierne expresamente al campo canónico. La irregularidad es un impedimento canónico que prohibe recibir el sacramento del Orden (entre otras razones, por haber intentado matrimonio civil, o por demencia u otra enfermedad psíquica, CIC can.1041). La

Familiaris Consortio (79) extiende su significado analógicamente a quienes atentaron contra el sacramento del matrimonio intentado un nuevo matrimonio civil, o simplemente una nueva convivencia, confirmando la prohibición de recibir sacramentalmente la Comunión si no viven en plena continencia (FC 84). La Amoris Laetitia expresa, en general, que quienes están en situación “llamada irregular” pueden estar en gracia de Dios. Esto implica que la situación canónica puede no coincidir con la moral. Por ejemplo, quien intentó matrimonio civil antes de la ordenación puede haberse confesado debidamente y haber recibido la gracia, permaneciendo la irregularidad, o simplemente encontrarse en estado de demencia no culpable, con irregularidad pero en gracia de Dios. De manera análoga, puede darse el caso de un divorciado con segunda relación, con una enfermedad psíquica total o parcial que atenúe la culpa (no que la aumente implicando mayor voluntariedad, al menos en la causa, caso que también puede darse), o que la elimine, si la demencia fuera total sin culpa, y que permaneciera en estado de gracia de Dios por haber perdido la responsabilidad de sus actos (lo cual no se aplica a la parte psíquicamente sana de la pareja); o con ignorancia invencible, como se podría dar en un cristiano de una Iglesia ortodoxa, de buena fe, con una nueva relación después del matrimonio reconocida por ella.

Cuando el documento indica que los que se hallan en estado “irregular” podrían eventualmente estar sin pecado mortal, no privados de la gracia de Dios (gratum faciens) es necesario hacer otra distinción. Es posible que alguien, de manera actual, cometa un pecado objetivo considerado en sí y universalmente (violación grave de la ley natural y revelada), sin por eso cometer un pecado mortal, por un defecto no culpable en la operación externa misma. La teología moral clásica, especialmente tomista (I-II q.6), siempre explicó esta posibilidad. El acto humano en cuanto tal, es decir, propiamente moral, requiere la intervención de la voluntad (que a su vez tiene un acto interno

y otro externo, inseparablemente unidos, pero sujetos a disociación por debilidad culpable o no culpable, De Malo q.2. a.2 ad 12 citado en AL 301), y de la razón a la cual esta sigue y a la vez se ordena. Así, es posible que alguien actúe bien moralmente siguiendo su inteligencia con una conciencia invenciblemente errónea (por deficiencia en el conocimiento intelectivo, en el razonamiento, que incluye la incapacidad de considerar lo universal, o en el conocimiento sensitivo interno —especialmente de la cogitativa—, o externo, I-II q.49 a.2 ad 3), o con un impedimento para el acto externo de la voluntad por coacción externa o interna (influjo de las pasiones alteradas contra la razón por causa del órgano deteriorado, o por causa de la imaginación también deteriorada, además del influjo social-cultural y del diabólico sobre ambas potencias). No cometer un pecado mortal no significa, sin embargo, por sí mismo estar en gracia de Dios. La mera privación no produce la gracia, porque no es causa. Pero existe la posibilidad de que quien no comete un pecado mortal formal objetivo, por estos impedimentos esté en gracia de Dios, si no comete o cometió otros pecados mortales sin haberse arrepentido debidamente, como muchas veces sucede lamentablemente. Pero es necesario aclarar mejor qué significa “objetivo” en filosofía y teología moral. Si el término se refiere al objeto del acto humano en cuanto tal, es imposible al mismo tiempo cometer un pecado objetivo y estar en gracia, es decir sin pecado; el objeto del acto humano siempre debe ser bueno, y no es posible moralmente realizar un acto objetivamente malo (conocido como tal por la inteligencia y querido así por la voluntad) incluso buscando un fin bueno o intentado evitar un nuevo pecado. Si el término se refiere al acto exterior, entonces es posible cometer un pecado objetivo y estar en gracia, por un impedimento externo o condición patológica interna que disocia el acto interior de la voluntad (consciente) del acto exterior, que resulta de esta manera ser involuntario, impedimento que aún cuando no es culpable, es contrario a la perfección total del acto moral, que implica unidad, como expresión de la persona, que es una (I-II q.20 a. 3-4; De Malo q.2 a.2 ad 12). La disociación es descripta en el DSM-5 de la Asociación Americana de Psiquiatría como: “separación de una idea de su significado emocional y afectivo, como se ve en el afecto inadecuado en la esquizofrenia... La disociación puede permitir al individuo mantener su lealtad a dos verdades contradictorias, siendo inconsciente de la contradicción.” (Bs. As. 2014, p.821). Si el término “objetivo” se refiere al objeto u acto moral según la conciencia del sujeto, que siendo invenciblemente errónea estima como objetivamente bueno lo que en sí es malo (objetivamente de manera esencial y universal), entonces el sujeto que obra siguiendo su conciencia puede estar en gracia de Dios. En estos últimos dos sentidos es necesario entender el texto de la AL en el n. 301,

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que extiende el concepto de “irregularidad” al ámbito teológico, con la ayuda de la Quaestio Disputata De Malo, q.2 a.2 de Santo Tomás. La irregularidad del acto externo puede ser no culpable, no así la del interno. El texto de la AL amplía aún el concepto de irregularidad al ámbito propiamente espiritual citando I-II, q.65 a.3 ad 2. Aquí el Aquinate habla expresamente de “una enfermedad [aliquam infirmitatem]” en el caso del ejercicio del acto intelectual, y en modo similar de disposiciones contrarias que pueden dejar los actos (desordenados) pasados. Santo Tomás está explicando aquí la perfección del acto que produce deleite espiritual. No se trata de actos morales gravemente pecaminosos que conviven con la caridad y la gracia, sino, supuesta la gracia y la caridad, de operaciones superiores y perfectas de los santos, cuyo deleite puede estar impedido, hasta que la gracia no realice totalmente la purificación que San Juan de la Cruz denominaría “Noche oscura del espíritu”.

Así, el texto de la AL debe referirse a personas que están en gracia de Dios y que no realizan actos objetivamente contrarios a ella de manera conciente y voluntaria, como se da en el caso evidente de la enfermedad psíquica por razones orgánicas (psiquiátricas —lo cual no excluye el influjo diabólico—, aún no culpable)2. ¿Pueden darse otro tipo de condicionamientos? Analicemos el caso de quien aparentemente se halla en la situación de lo que la teología moral clásica denominaba “conciencia perpleja”. Recordemos que, como enseña el Aquinate, un pecado puede ser causa de otro pecado (I-II q.75 a.4). “Estar en condiciones concretas que no le permiten obrar de manera diferente y tomar otras decisiones sin una nueva culpa” (n.301) significa, en primer lugar, que en el caso de la nueva unión después de un matrimonio, se tiene conciencia 2 Cf. I.AERTNYS-C.DAMEN-I.VISSER C.SS.R, Theologia Moralis, secundum doctrinam S. Alfonsi de Ligorio Doctoris.Ecclesiae, t.I , U. Urbaniana, 1967, p.36-42 n.29-31 (§ IV, Causae psychicae pathologicae). Ver el ejemplo teórico de “un loco asesino, que no controla su agresividad” citado, a propósito del mismo texto de Santo Tomás (I-II, q.65 a.3 ad 2) al que refiere la AL para aplicarlo a los divorciados, por V. M. FERNÁNDEZ, La fuerza sanadora de la mística, liberación espiritual para todos, Buenos Aires 2014, 54.

desordenados. Asimismo, la fidelidad debe entenderse relativamente a la situación en que se encuentran, respecto de las obligaciones comunes referidas a los hijos que tuvieren los unidos, no al modo de la fidelidad del matrimonio con su forma propia de amistad conyugal, inexistente en los divorciados con nueva relación (GS 47).

De ninguna manera podrían estos divorciados tomar el texto de la Exhortación como pretexto para acercarse a la Comunión sacramental, y los sacerdotes para impartir la absolución sin una conversión real; y para aconsejarles el acceso a la Comunión eucarística, incluso en los casos de impedimentos psíquicos. Aunque nos referimos en especial a los casos “normales”, la gran mayoría, de convivencia sin sacramento y de divorcio con nueva unión, que no constituyen lamentablemente los casos “excepcionales” a los que se refiere el documento (n.307), sino casos ampliamente difundidos (“la epidemia del divorcio” GS 47), incluso más que los matrimonios en que se vive en gracia y fidelidad, erigiéndose así esos en la consideración social y política como “normalidad empírica” (VS 112). Podría el confesor juzgar que en algún caso (acto) particular no hubo pecado (n.300 nota 336), y por tanto impartir la absolución si se dan las condiciones debidas, así como puede hacerlo en caso de verdadera conversión, pero no podría como médico y maestro aconsejar o aprobar la Comunión sacramental a quien manifestare intención de continuar en una situación aún solo de pecado externo, pues como dice la AL (300), se trata del “Bien común de la Iglesia”. Este debe entenderse en sentido propiamente teológico y metafísico, que no coincide con la suma de bienes personales, ni con un estado externo, especialmente tratándose del sacramento de la “Comunión”, que significa, realiza, y contiene el Bien Común de la Iglesia (III q.73 a.4). Ahora bien, si en algún caso puede el confesor callar y disimular frente a un pecado material o un error para evitar que se convierta en pecado formal u otro efecto negativo, con tal de que no parezca aprobación, “dummodo... non putetur confessarius approbare malum” [S.Alfonso, L.VI n.616], nunca puede aconsejar positivamente una conducta que afecta el Bien Común (I-II q.19 a.10; H. Merkerbach, O.P., II, p.59, n.59; cf. F.Capello, S.J., De sacramentis II, PUG, 71963, p.449 n.467; p.453 n.473), como sería la comunión de los divorciados, aún si no hubiese habido pecado formal.

Por el contrario, el caso más difundido es el del error vencible (ya por el hecho de que el penitente interrogue) y gravemente culpable —o al menos nocivo para el penitente y para el Bien Común—, referido a la Comunión en estado de pecado mortal, especialmente de los que conviven sin matrimonio y de los divorciados con nueva

de haber obrado mal. Ahora, no es posible obrar mal nuevamente para evitar otro pecado. ¿Se convierte entonces por esta necesidad el acto malo en bueno? Así lo piensa erróneamente el teólogo moralista E. Drewermann, quien estima el segundo matrimonio como necesario por razones psicológicas3 (siguiendo el psicoanálisis de Freud, para quien el segundo matrimonio es mejor y más maduro que el primero). Para que se trate, en realidad, de conciencia perpleja se debe verificar que el sujeto “deba elegir una [acción de dos posibles], pues si alguien pudiese diferir la acción, no habría conciencia verdaderamente perpleja, porque podría consultar a los que saben y deponer tal conciencia, y si no hiciere esto, pecaría del mismo modo que se dijo acerca de la conciencia venciblemente errónea.”4 Se trata pues de dos actos particulares de los cuales necesariamente se debe realizar uno sin poder dejar de hacerlo, por un deber moral, y sin poder realizar la acción más tarde. Esto puede entenderse, aunque no en modo propio, respecto de aquellos nuevamente unidos, con hijos que cuidar, o con el deber de justicia y caridad urgente de atender al compañero/a enfermo que no podría recurrir a otra ayuda, justificándose así la situación, ya prevista por la Familiaris Consortio (84), de aquellos que conviven castamente sin poder casarse, la cual convivencia de otro modo no estaría exenta de pecado. No puede entenderse respecto de actos intrínsecamente desordenados de adulterio, salvo que se verifique la ignorancia invencible o los condicionamientos derivantes de enfermedad psíquica antes mencionados. La Exhortación dice análogamente en nota (329) que algunos de los que viven castamente sin poder casarse consideran que son necesarios ciertos actos de intimidad para no violar otros deberes de fidelidad recíproca y referidos al bien de los hijos. Esto debe entenderse respecto de aquellos actos que lícitamente pueden realizarse frente a los hijos, pero no de los actos propios de los cónyuges, que para ellos serían intrínsecamente 3 E. DREWERMANN, Psychoanalyse und Moraltheologie, Wege und Umwege der Liebe. Tr.it. Brescia 1992, 266 ss.4 B. H. MERKELBACH, O. P. , Summa Theologiae Moralis, Paris 19383, t. II, p. 123.

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unión, en cuyo caso existe la obligación de instruir con caridad y verdadera misericordia al penitente para que salga de su error, creyendo y esperando en la fuerza sanadora de la gracia sobre cualquier análisis de la razón y cualquier análisis y método psicológico. Así pues, la referencia de la Exhortación al Bien Común de la Iglesia, que retoma la de la Familiaris Consortio (84), manifiesta teológicamente que está cerrada toda puerta a cualquier acceso legítimo de los divorciados con nueva unión a la Comunión sacramental.

El capítulo 8 de la “Amoris Laetitia”Francisco afirmó que en la Exhortación AL “todo es tomista, desde el inicio hasta el final. Es la doctrina segura”. Son posibles formas de realización análogas al matrimonio en cuanto el sacramento, por la gracia, eleva a su pefección la naturaleza del vínculo y de la amistad matrimonial. De estos puede haber semejanzas naturales. En quienes se encuentran en estas situaciones, también puede actuar la gracia de diversas maneras. Las personas unidas de hecho o civilmente con un vínculo matrimonial anterior válido no están excomulgadas canónicamente. Pueden recibir la Confesión y la Eucaristía, con las condiciones debidas, verdadero dolor de los pecados y la huída efectiva de las ocasiones, con el propósito de vivir castamente. De ninguna manera podría tomarse la AL como pretexto para que los divorciados con nueva unión reciban la absolución sin una conversión real y se acerquen a la Comunión sacramental; incluso en los casos de impedimentos psíquicos.

P. Antonio Rivero, L.C.Doctor en Teología Espiritual

Lic. en Filosofía

LA FIGURA DEL PREDICADOR

FORMACIÓN PASTORAL

Ningún predicador puede predicarse a sí mismo, sino que tiene que dar testimonio de la Palabra de Dios, que se hizo hombre y habitó entre nosotros. La doble tarea del sacerdote según Orígenes será: “Aprender de Dios leyendo las Escrituras divinas y meditándolas muy a menudo y enseñar al pueblo. Pero que enseñe lo que ha aprendido de Dios, no de su propio corazón o en un sentido humano, sino lo que enseña el Espíritu” (In Num. hom., 16, 9).

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El predicador es servidor de la Palabra para que se realice el gran encuentro no sólo entre él mismo y los oyentes, sino, sobre todo, entre Dios y los oyentes a través de él. La predicación ha de ser un medio para que una comunidad, y cada uno de sus miembros en particular, vaya siendo “oyente de la palabra”. Tiene que hablar de esto afectado personalmente y no distanciando, indicando un camino y no sólo informando. No basta proporcionar frases correctas teológicamente. Entre una teología bien aprendida y una profunda convicción personal existe una gran diferencia.

1. Características del predicadora) El predicador del mensaje cristiano es un enviado. Le fue encargado este ministerio, como aconteció con los profetas; no es una distinción sino una responsabilidad, de la que no podemos escapar, como quisieron algunos profetas . Por eso debe ser un fiel administrador (cf. 1 Cor 4, 2), porque no anuncia su propio mensaje, sino el de otro. En este caso, el de Dios y de la Iglesia. La misión

P. Eugenio Martí Elio L.C.Licenciado en Filosofía

Promotor Vocacional

UN SÍNODO SOBRE JÓVENES, FE Y DISCERNIMIENTO

FORMACIÓN PASTORAL

El Papa Francisco, en su encíclica programática, “Evangelii gaudium”, ha centrado su pontificado en la identidad y misión de la Iglesia, que es la alegría de anunciar el evangelio. No es algo nuevo, porque ya sus predecesores habían hecho un fuerte llamado a la nueva evangelización. Sobre todo, san Juan Pablo II que, ante la celebración del inicio del tercer milenio, nos abrió los ojos a la realidad de que dos tercios de la población mundial aún no han recibido el anuncio que les permita un encuentro vital con la persona de Jesucristo resucitado, que en eso consiste el inicio del acontecimiento cristiano.

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El cristiano es una persona que se ha dejado conquistar por el amor de Cristo y, movido por este amor, se abre al servicio de sus hermanos, en los que descubre el rostro y toca la carne del mismo Cristo. Los retos más urgentes que el Papa Francisco nos ha planteado, movilizando a toda la iglesia en los sínodos convocados para esta nueva evangelización, son la familia y los jóvenes.

Ya el mismo término “sínodo” es muy elocuente al respecto, pues en su etimología griega apunta a un “camino que se hace juntos”. Desde que se asomó por primera vez al balcón central de la Basílica de San Pedro dijo el Papa Francisco: “Comenzamos este camino de la Iglesia de Roma, obispo y pueblo, juntos, en hermandad, amor y confianza recíproca. Recemos unos por otros, por todo el mundo, para que haya una gran hermandad. Este camino debe dar frutos para la nueva evangelización”.

Y el primer sendero que nos invitó a recorrer juntos es la familia. Durante dos años toda la iglesia estuvo rezando y reflexionando acerca del proyecto de Dios para nuestras familias del tercer milenio. Más allá de las visiones reduccionistas de algunos medios, la exhortación postsinodal “Amoris letitiae” presenta un panorama cristiano sobre el amor en la familia, frente a las realidades cotidianas en que viven muchas familias concretas. ¿Por qué los jóvenes no quieren casarse? ¿cuáles son las amenazas más graves que atentan contra la familia y los desafíos más acuciantes que enfrenta en el día a día? ¿cómo educar hoy a los hijos? ¿cuál es el proyecto de amor al que Dios llama a cada familia, con sus “circunstancias”?

Sólo en este contexto pastoral se podrá entender el tan manido capítulo octavo y resolver el callejón sin salida que plantearía la discusión a nivel meramente especulativo. Si bien es cierto que no hay mejor praxis que una buena y recta teoría, los principios teológicos no han cambiado, pero no se nos ahorra a todos la fatigosa labor del acompañamiento y discernimiento moral de cada alma que necesite o pida ayuda.

Ahora el Papa nos ha propuesto el segundo camino que toda la Iglesia debe recorrer para cumplir con su tarea de evangelización: los jóvenes. Desde siempre se ha asociado el período de la juventud con un tiempo de crisis, y podríamos citar a filósofos, incluso de antes de Jesucristo, quejándose de la inconsciencia y superficialidad de los jóvenes de su época. Sin embargo hoy nos encontramos con un fenómeno nuevo, que algunos describen como “el hombre sin vocación”.

Los datos estadísticos sobre el gran porcentaje de muchachos que cambian de carrera, que no la terminan o que no la ejercen por no encontrarse en un mundo laboral relacionado directamente con lo elegido, son sólo la punta del iceberg de esta gran crisis antropológica. ¡Qué decir si indagáramos sobre los temas relacionados con la propia identidad y el sentido de la existencia, que luego se refleja en tantos desequilibrios afectivos y psicológicos! Parece que cada vez nos preocupa más cómo “llenar” el tiempo sin aburrirnos que buscar un proyecto de vida. Tratamos de vivir en todo momento “di-vertidos”, “dis-traídos” en nuestras fantasías o en las fugas del mundo virtual, y con frecuencia terminamos “des-orientados” y “extra-viados” del camino. Literalmente delirando, sin rumbo ni destino.

Se cuenta que en una ocasión un niño le preguntó a su abuelo en la fiesta de sus bodas de oro matrimoniales: -“Oye, abuelito, ¿cómo has logrado aguantar tanto tiempo casado con mi abuela? -“Mira, hijo. Yo creo que hemos vivido tiempos distintos. En mi época cuando algo se estropeaba, se arreglaba. Ahora, cuando algo se estropea, se tira”. Y por eso podemos entender nuestra cultura dominante: del descarte, de lo provisorio, del vacío interior. Donde, como decía Thomas Eliot, el hombre “cambia de cosas creyendo que así no es necesario cambiarse a sí mismo”.

Ante esta situación nos urge recuperar una auténtica cultura vocacional. Porque nadie se ha dado la vida a sí mismo. Ni nos han preguntado si

queríamos venir al mundo. Alguien nos interpela y llama nuestra atención. Se dice que hay dos “días” importantes en la vida de todo ser humano: el día que nace y el día que descubre para qué. Desde el momento en que nos dieron a luz, descubrimos una voz que, nombrándonos, reclama nuestra atención y una respuesta.

¿Quién soy yo? ¿Por qué soy precisamente yo, y qué valores son los que me llaman? Dice Sócrates, que una vida que no se pregunta por sí misma no merece la pena ser vivida. Y otro filósofo, más reciente, escribe: “Todas las vocaciones son constelaciones de valores que se hacen presentes respecto a una persona concreta”1.

En el documento que el Papa nos ofrece para la reflexión previa al sínodo, se proponen los pasos fundamentales para el discernimiento. “El discernimiento vocacional es el proceso por el cual la persona llega a realizar, en el diálogo con el Señor y escuchando la voz del Espíritu, las elecciones fundamentales, empezando por la del estado de vida”.

Tal vez lo que más nos está faltando hoy es aprender a escuchar, a hacer silencio y entrar en diálogo en medio del ruido de la existencia. El epitafio que recibía a los que visitaban el Templo de Delfos: conócete a ti mismo, era considerado el principio de la sabiduría. Pero hoy invocamos el principio de libertad absoluta, sin darnos cuenta de que para que ésta pueda realizarse, primero necesita reconocer sus coordenadas y sus límites.

Éstos tienen relación con la triple fuente de la llamada:

1) Lo que yo mismo soy: con mis cualidades, rasgos temperamentales y capacidades en juego. Difíciles de reconocer cuando se intenta deconstruir y pervertir los conceptos antropológicos que han formado nuestra cultura occidental, como: naturaleza, vida, persona, 1 XOSÉ MANUEL DOMÍNGUEZ PRIETO “Llamada y proyecto de vida” Ed. PPC, 2007, p. 41

matrimonio, familia… 2) Lo que acontece y reclama mi atención: que Ortega y Gasset describía como “el yo y mis circunstancias”. Esas circunstancias son precisamente las que reclaman mi atención y mi respuesta.

3) El otro: con su voz y su presencia. Porque a través del otro descubro lo que es valioso para mí, y sobre todo, lo que es valioso en sí mismo, lo cual nos permite reconocer la propia dignidad y trascendencia.

En la difícil, pero necesaria, convivencia con “los otros” está el segundo gran reto para el discernimiento vocacional. No basta con ir descubriendo quién estoy llamado a ser, sino encontrar quien puede acompañarme en el camino. La pertenencia a una comunidad suele resultar decisivo a la hora de verificar, experimentar y cuidar la propia llamada. No por nada Berdjaev afirmaba que en la familia, comunidad fundamental, el individuo se convierte en persona.

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Osvaldo Moreno SoteloLicenciado en Ciencias de la Comunicación

Secretario Ejecutivo de Cultura Digital de la CEMGerente de Difusión y Comunicación del Regnum Christi para México y Centroamérica

REDES SOCIALES, MOVILIZADORES DE UNA SOCIEDAD QUE NECESITA SER RE-EVANGELIZADA

ACTUALIDAD

Comencemos por resaltar que las “nuevas redes sociales” no tienen mucho de nuevas: Facebook fue creada hace 15 años por Mark Zuckerberg a sus 19 años de edad; hoy tiene más de 1400 millones de usuarios. Esta red social ha roto la brecha generacional logrando una interacción entre hijos, padres, abuelos y bisabuelos.

Twitter fue creado hace 11 años con la idea original de Jack Dorsey para dar mensajes como el pío de un pájaro, breve, pero que llega a muchas personas. Tiene más de 300 millones de usuarios, y a mi juicio es la red más influyente y critica. Es citada como información oficial por instituciones y personas.

Como “la novedad”, naciendo con un crecimiento cercano al 60% mensual en algunos países, surgió Snapchat, por el cual se publican fotos y videos de varios segundos, al mismo tiempo que se puede añadir la ubicación, estado de clima, ánimo personal, así como toda la creatividad que las herramientas de diseño te permitan. Sus más de 150 millones de usuarios diarios publican más fotos y videos que Facebook y Twitter. Personas entre 13 y 35 años son las que dominan el uso de esta red; sin embargo, hoy día tal crecimiento se está invirtiendo hacia un decrecimiento.

Otra red que está popularizándose mucho es Instagram, centrada en mini videos, fotografías y en los famosos “memes”. No tiene límite de espacio para agregar texto y su diseño es muy agradable y atractivo; aquí se encuentran verdaderas obras de arte en fotografía y tutoriales que en uno o dos minutos te explican cualquier cosa.

Alguien que llegó para quedarse es Youtube, con videos y transmisiones en vivo que se reproducen billones de veces. Aquí surgen los “youtubers”: personas que de manera muy coloquial abordan temas de manera creativa, así como muy irreverente en algunos casos. Logran en pocas horas millones de vistas en todo el mundo. Durante la visita del Papa Francisco a México transmitimos en vivo toda su estancia en nuestro país, la cual transmisión fue seguida en 124 países de manera simultánea, y además con excelente calidad y sin ninguna interrupción ni tiempo diferido.

En este contexto somos testigos de la constante evolución digital; avanzamos sin parar en una

sociedad impactada y algunas veces enajenada por la sobreinformación que abarca todos los ámbitos de la vida: espiritual, social, cultural, sexual, económica, criminal, etc.

Es una interminable producción de ideas y mensajes en que, como en una selva de información, no prevalece necesariamente el más fuerte, rico o poderoso; prevalece el más creativo, original y contundente. Aquí es en donde se abre la oportunidad para las nuevas plataformas de protesta y surgen los “nuevos caudillos” de influencia y movilización social.

Algunos elementos a considerar para comprender por qué las redes sociales logran la movilización de la sociedad son, entre otras: son gratuitas, muy accesibles, no hay una legislación definida y se pueden personalizar. De hecho, se puede ser un “influencer “ - un “influenciador” en las conductas y opiniones de millones de personas - bajo una falsa personalidad o el anonimato, o con una buena estrategia digital y empatía, sobre todo aprovechando un acontecimiento social.

Citábamos como caso de éxito la visita del Papa Francisco a México: se logró la cobertura en vivo desde una página Web, Twitter, Youtube, Facebook, Instagram, Snapchat, apoyados de medios tradicionales como radio vía web, periódico impreso y línea telefónica tradicional; todos coordinados en una red de voluntariado. Se llegó a más de 140 países con mensajes vistos más de 630 millones de veces; ha sido considerado por los expertos como el primer evento con cobertura 100% digital.

Como sacerdotes, obispos y evangelizadores en general tenemos históricamente una oportunidad para volver a posicionar el mensaje del Evangelio en la comunidad. Es necesario des-aprender para re-aprender una evangelización digital. Los niños y jóvenes ya no están asistiendo a la parroquia; y si van son los mismos de siempre. No podemos esperar un mejor futuro si no hacemos el esfuerzo por evangelizar con un lenguaje actual y con los

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canales de comunicación que se usan hoy en día, y que es donde también se encuentran los bautizados, los famosos “millenials”. Jesús asistía a las plazas y lugares a donde la gente estaba, era creativo, narraba historias.

En este sentido, tenemos tres elementos que han sido determinantes para que las redes sociales movilicen y concienticen a la sociedad:

1.- Se calcula que el 60% de personas se entera de las noticias sólo por redes sociales. 2.- En política se ha incrementado la participación digital de la sociedad, sobretodo de los jóvenes; en México éstos pasan 7.5 horas al día en las redes según estudio de ComScore.

3.- La interacción social es inmediata y cualquier ciudadano puede ser un corresponsal fundamentando la noticia con fotos, video y audio; es decir con pruebas irrefutables de su denuncia o testimonio.

Para RiseUp (proyecto para un mundo mejor con ayuda de la tecnología, el activismo y redes sociales): “La tecnología puede ser utilizada para promover o sofocar el cambio social”. En la evangelización el espacio está; si no se ocupa, otras personas si lo están haciendo, inundando la red de la cultura de la muerte, del materialismo y del sincretismo.

El P. Enrique Mújica, L.C. (conocido como el “@web_pastor”) sugiere “que la presencia católica - en las redes - pase también no sólo por el hecho de promover o entretener, sino también de formar: ello puede ser el rasgo distintivo que haga que sus jóvenes y adultos tengan una ‘vacuna digital’ contra el sincretismo online”.

Las personas no necesitan en un primer momento profundas reflexiones teológicas o morales; necesitan ser escuchadas, comprendidas, saber que a alguien le importan. Necesitan palabras sencillas, pero honestas y cercanas.

El Evangelio y el Magisterio de la Iglesia están llenos de estas palabras. Ya tenemos el mensaje: tenemos el tesoro de la palabra de Dios; hace falta transmitirlo de una forma nueva, cercana y creativa, pensando a quién va dirigida.

Este contacto digital está obligado a ir acompañado de un testimonio vivo, pues algo que exigen las nuevas generaciones es la congruencia. Aquí hay un reto; nada nuevo, pero muy necesario:

la imagen que se proyecte en Facebook o en Instagram debe ser fruto de una vida honesta; debe enfocarse a lograr un encuentro personal, de fraternidad y de Iglesia, pero como un proceso. El objetivo último será lograr que nuestros seguidores en redes sociales, incluyendo los grupos de Whatsapp, tengan un encuentro personal con Jesucristo vivo y siempre vigente.

Las redes sociales por el momento no van a pasar; son una realidad encarnada en las nuevas generaciones, pues nacieron con ellas.

Con estas reflexiones podemos concluir que las redes sociales están al servicio de quien las sepa aprovechar, para bien o para mal. De nosotros depende crear conciencias críticas para lograr influir hacia el bien y lograr movilizaciones sociales y culturales que ayuden a formar mejores personas, mejores bautizados, mejores evangelizadores.