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RELATIVIZAR
Del libro “Del sufrimiento a la paz” de Ignacio Larrañaga
Pasa la comedia del mundo Salió al alba el hombre. Cabalgando sobre nubes blancas, dio pecho a
mil aventuras y entró hasta el corazón de sonoros combates, entre locuras, sueño y oro. Alta era la
noche y distantes las estrellas. Avanzó entre una alameda de estandartes hasta el dosel de escarlata,
hasta el sitial de oro. ¡Corona, laurel y gloria! Descerrajó cerraduras de metal, deshizo las cadenas,
recogió los huesos de los héroes, se plantó ante las fieras y a sus pies yacían encinas y
combatientes. Los centauros le precedían, y sus pies dejaban, al pasar, estelas en llamas, mientras
devolvía a los galeotes al hogar y a los cautivos a la patria. Pasó como relámpago de justicia por los
tronos y tribunales y por todos los estrados imperiales, mientras guijarro, y granito, y sílice y
cuarzo rodaban desangrados hasta el seno del ventisquero. Después de surcar mares y estrellas en
su nave de espuma, en cuya proa se leía Renombre, y después de doblegar todas las testas
coronadas, regresó el hombre a su punto de partida, a las playas de arena, algas y residuos. Regresó
y despertó.
* * *
He comenzado el presente apartado con esta fantasía porque las dos figuras más señeras de la
literatura castellana, Segismundo y Alonso Quijano (Don Quijote) fueron dos hombres que
despertaron después de haber representado la comedia de la vida entre sueños, locuras y fantasías.
“Idos, sombras, que fingís hoy a mis sentidos muertos cuerpo y voz, siendo verdad que ni tenéis
voz ni cuerpo; que no quiero majestades fingidas, pompas no quiero fantásticas, ilusiones que al
soplo menos ligero del aura han de deshacerse; bien como el florido almendro que por madrugar
sus flores sin aviso y sin consejo, al primer sopla se apagan, marchitando y desluciendo de sus
rosados capullos belleza, luz y ornamento”. (La vida es sueño III, 3). He aquí la pregunta clave:
dónde está la objetividad y dónde la apariencia; cuál es el sueño y cuál la realidad. El gran fraude
de la humanidad es vivir soñando, concediendo alegremente carne de objetividad a lo que, de
verdad, es una sombra; llamando verdad a la mentira, y al embuste, veracidad. Y las gentes entran
en escena, representan de maravilla sus papeles, y los espectadores baten palmas; pero también los
espectadores representan, sabiendo que todos engañan a todos; y el que no entra en la
representación hace el ridículo, y sigue la farándula dentro de las sendas del arte de la comedia.
Todo esto puede sonar a literatura. Pero no lo es; es la verdad fría y desnuda como una piedra. El
escenario está presidido por una efigie, ídolo de luz que seduce y cautiva, y que, al mismo tiempo,
es pólvora encendida que hace estallar rivalidades y enciende las guerras. Sobre el ceñidor de su
cintura se lee: Apariencia. Y he aquí a la apariencia moviendo los resortes invisibles y últimos del
corazón humano. ¿Cómo llamarla técnicamente? ¿El “yo” social? Podría ser. De todas maneras,
ella es, ciertamente, la hija primogénita y legítima de aquel “yo” (falso) del que hablamos más
arriba. Es una diosa caprichosa que reclama la devoción de los ofuscados mortales; y éstos se le
rinden incondicionalmente, e izan la bandera, y tocan la trompeta, y doblan sus rodillas. No existe
tiranía peor. Y henos aquí con los valores invertidos: en el trono del ser (verdad) se sienta la
apariencia; y a la apariencia la llaman verdad.
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Las gentes sufren aflicciones sobre aflicciones; no tanto por tener (mucho menos por ser), sino por
aparecer, por exhibirse, transitando siempre por rutas artificiales. Se mueren por vestir al último
grito de la moda. No les interesa tanto una casa confortable como una casa vistosa, enclavada en
una zona residencial, que luce bien, aunque tengan que vivir durante años agobiados de deudas. Su
única obsesión es quedar bien y causar buena impresión. He aquí la fuente honda de preocupación
y sufrimiento. Es necesario despertar una y otra vez, tomar conciencia de que están sufriendo por
un fuego fatuo, liberarse de esas tiranías y dejarse conducir por criterios de veracidad. Esta es la
ruta de la liberación. En la actividad profesional, en el quehacer político, las gentes sufren por
encaramarse a las alturas. Se desprecia a la ancianidad y las gentes se someten a cualquier sacrificio
con tal de disimular el paso de los años; y se idolatra la juventud, como si la juventud debiera ser
eterna, olvidándose de que también a los jóvenes se les acabará la primavera. Es un match de
apariencias. Para escalar puestos, tanto en las cortes como en las curias, incentivan rivalidades,
colocan zancadillas, establecen sutiles juegos entre bastidores para desplazar a éste y, en su lugar,
colocar al otro. ¡Cómo se sufre! Es la obsesión invencible del poder y la gloria. Por supuesto, es
legítimo y sano el deseo de triunfar y de sentirse realizado. Pero por triunfar casi nunca se entiende
el hecho de ser productivo y sentirse íntimamente gozoso, sino el hecho de proyectar una figura
social aclamada. Y no se crea que todo esto es privilegio exclusivo de los poderosos de la tierra.
También entre los humildes sucede otro tanto, aunque en tono menor. No hay sino observar las
Juntas de vecinos, las pequeñas comunidades, diversas agrupaciones de trabajadores, y se verá qué
pronto aparecen las rivalidades para ocupar cargos; y detrás de los cargos ondea siempre el pendón
de la efigie. Los artificiales viven sin alegría. El camino de la alegría pasa por el meridiano de la
objetividad y veracidad. El corazón humano tiende a ser con frecuencia, y connaturalmente,
ficticio. Es preciso renunciar a las locas quimeras, pisar tierra firme, soslayar inútiles sufrimientos y
buscar la liberación por la ruta de la verdad. Por qué se agranda el sufrimiento Vamos a manejar la
palabra relativizar. Se trata, sin embargo, de una palabra ambigua. Muchos tienen la impresión de
que, al relativizar, estuviéramos encubriendo o disfrazando algo. ¿Qué diríamos de quien se pone
unos anteojos azules para ver azul el arrebol crepuscular? Justamente se trata de hacer todo lo
contrario: de quitarse los anteojos y las caretas para ver las cosas tal como son, para reducirlas a sus
exactas dimensiones; en suma, relativizar vale tanto como objetivar.
* * *
La tendencia de la mente humana es la de revestir de valor absoluto a cuanto nos sucede en el
momento, debido a la naturaleza de la mente humana y también a nuestra manera de experimentar
la realidad. La manera de experimentar las cosas es la siguiente: al sentir una emoción, al “vivir” un
hecho es tal la identificación que se da entre esa vivencia y la persona, que aquélla absorbe a ésta
de tal manera que la persona tiene la impresión de que en ese momento no hubiera más realidad que
esa vivencia. Y como la persona carece de distancia o perspectiva para apreciar objetivamente la
dimensión de lo que está viviendo, porque la vivencia es demasiado inmediata y la envuelve
completamente, y por eso la absolutiza, tiene la sensación de que lo que le está sucediendo en ese
momento tiene una entidad desmesurada, a causa de su proximidad y de la falta de términos de
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comparación, de que el mundo se redujera a esto, y de que siempre será así. Entra también a jugar
aquí, por consiguiente, el concepto de tiempo. Por eso, la persona se inunda de angustia sintiéndose
tomada, dominada enteramente por aquella sensación. A esto lo llamamos absolutizar: la sensación
de que no existe otra realidad sino la presente y de que siempre será así. Frente a este absolutizar,
nosotros proponemos el relativizar; situar los hechos en su verdadera dimensión y perspectiva.
Proponemos esta relativización como uno de los medios más eficaces para aliviar el sufrimiento.
Son las leyes fundamentales del universo. Todo cambia, nada permanece. ¿Para qué angustiarse?
En un accidente mortal perdiste al ser más querido de la tierra. Aquel día la luz se extinguió y las
estrellas se apagaron. ¿Para qué seguir viviendo?, pensaste. Aquello era el abismo, el vacío, la
nada. Pasaron los días, y en tu alma no amanecía. Pasaron los meses, y comenzaste a respirar. Pasó
un año, y el recuerdo del ser querido comenzó a esfumarse. Después de tres años, todo desapareció:
vacío, ausencia, pena, recuerdos, todo se desvaneció. ¡Todo es tan relativo! Existe la ley de la
insignificancia humana. Supongamos que tú eres una personalidad descollante. Existe la impresión
de que eres insustituible en el ámbito familiar, en la organización sindical, en el mundo de la
política. Y te llegó la hora de partir de este mundo. La gente repite la consabida frase: una pérdida
irreparable. A los pocos días o semanas, sin embargo, todos los vacíos que dejaste están cubiertos.
Todo sigue funcionando como si nada hubiera sucedido. ¡Es tan relativo todo! En la ciudad en que
tú vives, cincuenta años atrás había una generación de hombres y mujeres que sufrían, lloraban,
reían, se amaban, se odiaban; delirios de felicidad, noches de angustia, éxtasis y agonía...
Veinticinco años después, de toda aquella tremenda carga humana ya no quedaba absolutamente
nada. Todo había sido sepultado en la cripta del silencio... Había en tu ciudad una nueva generación
de hombres y mujeres que también se amaban, se casaban, se angustiaban; nuevamente lágrimas,
risas, alegrías, odios... De todo aquello, ¿qué queda ahora? Absolutamente nada. Hoy en tu ciudad
vive otra generación de hombres y mujeres (entre ellos, tú mismo) que se preocupan, luchan, se
exaltan, se deprimen; miedo, euforia, noches de insomnio, intentos de suicidio... De todo esto,
dentro de veinticinco años, y aun mucho menos, no quedará más que el silencio, como si nada
hubiera sucedido. ¡Todo es tan relativo! Si cuando estás angustiado y dominado por la impresión de
que en el mundo no hubiera otra cosa que tú disgusto, si en esos momentos pensaras un poco en la
relatividad de todas las cosas, ¡qué vaso de alivio para tu corazón!
* * *
Abres el periódico una mañana, y quedas abrumado por las cosas que han sucedido en tu propia
ciudad o en otros lugares del mundo. Lo abres al día siguiente, y de nuevo te sientes estremecido
por una serie de noticias sobre asesinatos y secuestros. Las noticias del día anterior ya no te
impactan ni existen para ti. Al tercer día, la prensa da cuenta de nuevos horrores, que vuelven a
impactarte profundamente. Las noticias de los dos días anteriores ya se esfumaron. Nadie se
acuerda de ellas. Y así día tras día. Todo fluye, como las aguas de un río; que pasan y no vuelven.
En síntesis, aquí no queda nada, porque todo pasa. Absolutizamos los acontecimientos de cada día,
de cada instante; pero comprobamos una y otra vez que todo es tan relativo... ¿Qué sentido tiene
sufrir hoy por algo que mañana ya no será? La gente sufre a causa de su miopía, o mejor aún,
porque están dormidos. Aplica esta reflexión a tu vida familiar, y verás que aquella terrible
emergencia familiar del mes pasado ya pertenece a la historia; y el susto que hoy te domina, un mes
después sólo será un recuerdo. Sentado frente al televisor, vibras o te deprimes por los avatares
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políticos, los torneos atléticos, las marcas olímpicas, los nuevos campeones nacionales, mientras tus
estados de ánimo suben y bajan como si en cada momento se jugara tu destino eterno. Pero no hay
tal: todo es tan efímero como el rocío de la mañana. Nada permanece, todo pasa. ¿Para qué
angustiarse?
Todo es inconsistente como una caña de bambú, tornadizo como la rosa de los vientos, pasajero
como las aves, como las nubes. ¡Relativizar!, he ahí el secreto: reducirlo todo a su dimensión
objetiva.
* * *
Lo que sucede en el mundo y a tu alrededor está marcado con el signo de la transitoriedad. En la
historia, todo aparece, resplandece y desaparece. Nace y muere, viene y se va. Estamos en los
últimos tramos del siglo XX, un siglo que arrastra consigo una carga de sangre, fuego, destrucción,
pasiones, ambiciones, lágrimas, gritos y muerte: dos guerras apocalípticas, indescriptibles, junto
con centenares de otros conflictos y guerras, mortíferas como nunca; millones de muertos, millones
de mutilados, pueblos arrasados, ciudades incendiadas, reinos milenarios borrados del mapa para
siempre... Europa, otrora poderoso Continente, desangrada, desorientada... probablemente, nunca se
ha sufrido tanto. Este siglo, con su infinita carga vital se hundirá pronto, y para siempre, en el
abismo de lo que ya no existe. Juntamente con el siglo, se acaba también el milenio. ¡Dios mío, qué
vibración sideral en los últimos mil años! ¡Cuántos mundos que emergieron y se sumergieron! El
Imperio y el Pontificado, reinos innumerables; catedrales, universidades, Renacimiento, guerras
religiosas, descubrimientos, continentes nuevos, absolutismos, tiranías, democracias, artes y
ciencias... El pulso del milenio se detiene. Muy pronto, la noche lo cubrirá con su mortaja de
silencio para sumergirlo en lo profundo, el oscuro seno de lo que ya pasó, el océano de lo
impermanente y transitorio.
* * *
Las ilusiones del “yo” y los sentidos exteriores nos ofrecen como real lo que en realidad es ficticio.
Resuene, pues, el toque de clarín, despierte el sentido y colóquese el hombre de pie para emprender
el éxodo. Es necesario salir; salir del error y de la tristeza: el error de creer que la apariencia es la
verdad, y de la tristeza que el hombre experimenta al palpar y comprobar que lo que creía realidad
no era sino una sombra vacía. Hay que tomar conciencia de la relatividad de los disgustos, y ahorrar
energías para tomar vuelo y elevarse por encima de las emergencias atemorizantes, e instalarse en
el fondo inmutable de la presencia de sí, del autocontrol y la serenidad; y, desde esta posición,
balancear el peso doloroso de la existencia, las ligaduras del tiempo y el espacio, la amenaza de la
muerte, los impactos que le vienen al hombre desde lejos o desde cerca. La vida es movimiento y
combate. Y hay que combatir. El mundo se le ha dado al hombre para convertirlo en un hogar feliz.
Las armas para esta tarea son: pasión y paz. Pero estas fuerzas se le invalidan al hombre en la
guerra civil e inútil que le declara la angustia. Para que el hombre pueda disponer de la pasión y
paz necesarias para levantar un mundo de amor, sus entrañas deben estar libres de tensiones y
bañadas de serenidad. Siempre que el lector se sorprenda a sí mismo dominado por un
acontecimiento que se le va transformando en angustia, deténgase y ponga en funcionamiento este
resorte de oro: relativizar.