"rehenes", de stefan heym

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Primer capítulo de "Rehenes", de Stefan Heym (Editorial Funambulista 2012)

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Stefan Heym

Rehenes

Traducción y postfacio de Cristina García-Tornel

Primera edición: junio de 2012

Título original: Der Fall Glasenapp

© Stefan Heym, 1942Primera edición publicada en inglés con el título Hostages, Nueva York, 1942

Der Fall Glasenapp, Leipzig, 1958

© de la traducción y del postfacio: Cristina García-Tornel, 2012© de la presente edición: Editorial Funambulista, 2012

c/ Flamenco, 26 - 28231 Las Rozas (Madrid)

www.funambulista.net

BIC: FA

ISBN: 978-84-939855-8-5Dep. Legal: M-20061-2012

Maquetación de interiores y cubierta: Gian Luca Luisi

Motivo de la cubierta: Praga anexada por los alemanes, 1939(Archivos históricos - Illustrate the History)

Foto del autor: © Deutsches Bundesarchiv, 1989,Berlín, Stefan Heym con los periodistas

Impresión y producción gráfica: MFC Artes Gráficas

Impreso en España

Reservados todos los derechos. No se permite reproducir, almacenar en sistemasde recuperación de la información ni transmitir parte alguna de esta publicación,

cualquiera que sea el medio empleado —electrónico, mecánico,fotocopia,grabación, etc.— sin el permiso previo por escrito de los titulares del copyright.

Rehenes

A mi padre, que fue un rehén

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I

—¡Janoschik! ¡Janoschiiiik!La voz chillona del viejo camarero resonaba en el estrecho pa-

sillo que desde el bar moría en un tramo de doce escalones que bajaban hasta los lavabos.

Janoschik abrió la puerta despacio y contestó refunfuñando:—¿Y ahora qué pasa?El camarero respiró hondo; esta vez sí le daría su opinión a ese

Janoschik:—Siempre rondas por aquí arriba cuando no te necesito. Y

cuando te necesito, tengo que desgañitarme... ¡Venga, espabila! ¡Y trae el cubo y la escoba!

Janoschik gruñó y dio un portazo.A él le gustaba la tranquilidad de allí abajo. Cada vez que

un cliente abría la puerta y pasaba a su lado para ir al servicio, Janoschik se sentía molesto por el aluvión de ruido que se traía de

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arriba; voces entrecortadas y fragmentos de melodías procedentes del gramófono.

A él le gustaba la tranquilidad. Necesitaba tranquilidad y tiem-po para pensar, porque era un hombre metódico, un tanto lento re-flexionando, que primero captaba las impresiones e ideas propias o las de otro para darles luego la vuelta y observarlas desde todos los ángulos, antes de guardarlas meticulosamente en determinados reco-vecos de su cerebro. Una vez tenía guardado algo allí, podía sacarlo siempre que quisiera y usarlo hábil y sistemáticamente.

Janoschik no se apresuraba. Nunca se apresuraba. De todas las personas que lo conocían, ninguna de ellas podía recordar ha-berlo visto jamás con prisa. Incluso cuando se hundió el pozo allí abajo en la mina de Kladno, y los compañeros gritaban desespera-dos o corrían de un lado para otro como ratones atrapados, no se apresuró. Buscó y reunió sus herramientas porque pensó que aún podría necesitarlas. Reguló con cuidado la luz de su lámpara para que la batería consumiera lo menos posible. Luego esperó a que los hombres a su alrededor se hicieran cargo de la situación y dejaran de gritar. Y en el terrible silencio que se produjo tras la catástrofe, se ofreció a tomar el mando.

Janoschik no se apresuraba. Oía cómo el camarero lo llamaba de nuevo.

Cogió la escoba, el cubo y la mopa del almacén, luego llenó el cubo con agua corriente de la pila y se dirigió hacia arriba, despa-cio, con paso lento y pesado.

Era bueno que sus pies estuvieran acostumbrados a pisar con firmeza el suelo, porque un hombre con uniforme de oficial ale-mán bajaba las escaleras tambaleándose. El oficial, con ojos vidrio-sos y palidez enfermiza, buscaba donde asirse. Su mano dio con el ancho hombro de Janoschik.

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—¡Cuidado, vaya despacio, amigo! —dijo Janoschik—. Siga todo recto; es imposible pasárselo.

Pero el borracho optó por escurrirse hacia abajo, tomando el cuerpo de Janoschik como punto de apoyo y guía, hasta quedarse sentado en la escalera. Luego ocultó el rostro detrás de sus manos y empezó a gimotear; era un un fuerte gimoteo lastimero, ridículo y mujeril.

Era un espectáculo lamentable, pero Janoschik no sintió la menor compasión. Se encogió de hombros y siguió su camino.

—¡Pensaba que no vendrías nunca! —lo recibió el camare-ro—. Les pido disculpas, caballeros.

Y con sus manos hizo un ademán de súplica. Los hombres de la barra dejaron paso a Janoschik, que miraba la asquerosidad. Era evidente que el borracho con el que se había topado en la escalera había vomitado allí arriba.

Janoschik manifestó su desaprobación negando con la cabeza de un lado a otro.

—¡Venga, a limpiar! —una voz penetrante hablaba en ale-mán. Janoschik levantó la vista y se encontró directamente con la cara de un oficial nazi.

—¡A limpiar! —repitió el camarero en checo y continuó hablando en voz alta; obviamente, para que lo oyeran los demás clientes—. ¿Por qué has tardado tanto? ¡Deberías pedir disculpas a cada uno de estos caballeros por haberles hecho esperar tanto tiempo! ¡Al fin y al cabo, el Café Mánes no es una pocilga! —se rio nervioso.

Janoschik empezó a fregar. El oficial se dirigió a un segundo soldado y dijo:

—Son una pandilla de vagos, estos checos. Son sucios, licen-ciosos e indisciplinados. Sólo tienes que fijarte en este tipejo.

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Al segundo oficial no parecían interesarle las sabihondeces del primero.

—No debimos traernos a Glasenapp con nosotros —murmu-ró—. No está para estos trotes. Con un par de aguardientes se pone sentimental y empieza a echar la papilla por todas partes.

El primero no dejaba que le cambiaran de tema:—Que vomite todo lo que quiera. Los checos saben muy bien

qué les pasaría si sueltan alguna fresca. Tú mira lo respetuosos y edu-cados que son: no dicen ni mu, y ni siquiera se atreven a largarse. Mi querido Marschmann, a éstos los hemos adiestrado magníficamen-te. ¡Es miedo lo que tienen, hombre, miedo a que pudiéramos sen-tirnos ofendidos si osasen escabullirse! —dijo y luego gritó—: ¡Bah! —rompiendo en una risa histérica que le agitaba todo el cuerpo.

Los civiles checos, tanto los que se hallaban sentados en las mesas como los que estaban en la barra, habían dejado de hablar. Como era costumbre entre los ciudadanos más distinguidos de Praga —la clientela habitual del Mánes se incluía dentro de esta categoría— casi todos ellos entendían el alemán.

Un joven fornido, que había estado sentado en una mesa de la esquina, se levantó.

—¡Camarero, la cuenta! —y, dirigiéndose a su acompañante, añadió—: Será mejor que nos marchemos, Prokosch. El ambiente aquí es sofocante.

Con paso titubeante, el oficial que vivía su papel con entusias-mo se dirigió al joven. Al llegar a la mesa, se irguió:

—Con permiso, soy el capitán Patzer. ¿Y usted es...?El joven permaneció en silencio.—¡Le he preguntado quién es usted! —repitió Patzer elevando

el tono de voz.—Mi nombre es Peter Lobkowitz.

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—Bueno, señor Lobkowitz, ¿no pensará usted dejarnos porque yo o el teniente Marschmann o el pobre teniente Gla-senapp, que no pudo soportar el asqueroso aguardiente de este lugar, le resultemos antipáticos, verdad?

Lobkowitz no tenía muy claro cómo enfrentarse a aquella pre-gunta provocadora. Era evidente que ese tal capitán Patzer estaba ebrio. Cualquiera que fuera su respuesta le traería problemas, y problemas de este tipo conducían a una rápida intervención de la policía, y la policía intercedía siempre en favor de los alemanes.

—Tengo un compromiso —dijo.Patzer esbozó una sonrisa burlona:—Hace un momento dijo usted que el ambiente de este lugar

le resultaba demasiado sofocante —dejó de sonreír y se acercó aún más a Lobkowitz—. Si el aire es suficientemente bueno para mí y para el teniente Marschmann, también lo es para vosotros, los checos. ¿Queda claro?

—Lo que usted mande —dijo Lobkowitz.—Eso es; así está mucho mejor —Patzer se tornó afable—.

Me gustaría que brindara conmigo por ello, y con el teniente Marschmann. Sepa usted —e hizo un amplio movimiento con el brazo para dar a entender que se refería a todos los presentes—, que si vosotros, los checos, os portáis con sensatez, entonces nos llevaremos bien, incluso, muy bien.

El capitán cogió a Lobkowitz del brazo y volvió a la barra dando tumbos. Janoschik, que todavía estaba fregando el suelo, observaba la escena con creciente malestar. Cuando a los oficiales alemanes se les metía en la cabeza educar a la población checa, na-die podía prever qué sucedería.

Además, entre la clientela se encontraba Breda, con el que tenía que hablar y quien debía largarse luego sin sufrir ningún tipo

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de percance. ¿Qué pasaría si cada vez que un cliente quisiera mar-charse el tal capitán Patzer se ofendiera personalmente?

Breda se encontraba al final de la barra; lo más lejos posible de los oficiales alemanes. Sorbía su cerveza tranquilo.

Janoschik se agachó para coger el cubo. Al incorporarse su mirada se cruzó con la de Breda. Janoschick giró levemente la ca-beza en dirección a la puerta del lavabo; una señal que sólo podía advertir Breda.

Mientras bajaba, Janoschik recordó de pronto al oficial bo-rracho que probablemente todavía estaría en el servicio. Janoschik maldijo en voz baja; Breda bajaría y ni siquiera podrían dirigirse la palabra.

Pero, para su sorpresa, encontró los lavabos vacíos. Buscó por todas partes, pero el borracho ya no estaba. Y a pesar de que a Ja-noschik el destino de aquel individuo le era del todo indiferente y que toda su atención se centraba en la información que iba a reci-bir de Breda, no lograba quitarse de la cabeza la imagen del oficial. ¡Al fin y al cabo, en algún lugar debía estar metido el tal Glasenapp!

A lo mejor había salido al muelle por la pequeña puerta late-ral.

¿Tal vez debiera echar un vistazo y asegurarse? El muelle no era muy ancho y tampoco contaba con una barandilla que lo pro-tegiera a uno de una caída al río Moldava.

Aquella pequeña puerta lateral que daba al Moldava era uno de los motivos que había movido a Janoschik a aceptar el empleo como portero y hombre de mantenimiento del Café Mánes. Una persona sabia, pensaba Janoschik, siempre se cubre la retirada.

La distribución general del Café Mánes atrajo a Janoschik. Él debía encontrarse en un lugar donde pudieran visitarlo y hablarle discretamente. ¡Y desde luego era posible tratar y zanjar más de un

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asunto mientras limpiaba los zapatos a su cliente! Incluso el breve instante en que cepillaba el cuello de la camisa a alguien brindaba la oportunidad de susurrar un par de palabras; una dirección que debía transmitirse; un aviso que había que difundir.

Asimismo, cuando libraba, le podían dejar recados en el pe-queño armario de las medicinas, que contenía lo imprescindible para primeros auxilios: una botella de yodo, gasas, algodón, alco-hol. Los paquetes pequeños podían pasar desapercibidos entre la ropa limpia. El chico de la lavandería era de fiar; de hecho, había sido él quien le puso al tanto sobre las posibilidades que ofrecía el puesto en el Café Mánes.

Y finalmente había además un acceso desde el agua. El Café Mánes se erigía parcialmente sobre un muelle que daba al río Molda-va. En la planta baja estaba la cafetería; la superior se alquilaba para exposiciones de arte. Pero desde que los nazis habían invadido el país, el Mánes había dejado de ser el centro del arte moderno checo.

Un pasadizo, a la izquierda, conducía desde la cafetería al bar y al comedor. A mano derecha arrancaban las escaleras que lleva-ban a los servicios y un par de cuartos trasteros. E inmediatamente al pie de la escalera estaba la puertecita que daba al agua.

Janoschik, que nadaba como un pez, había aceptado el puesto por un modesto salario. Alguna que otra vez le daban propinas. De todos modos, estaba acostumbrado a vivir casi de la nada, y si hubiera sido necesario, habría puesto de su bolsillo para conseguir aquel empleo.

Ya llevaba cuatro meses trabajando en el Mánes, y estaba sien-do la época más tranquila de su vida. Años atrás, cuando organi-zaba a los mineros o vivía entre granjeros moravos, se había visto obligado a vivir en constante movimiento; unas veces había que cambiar de identidad, otras, de alojamiento; y en ocasiones, iba

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uno a la cárcel. ¿Y ahora?, sonreía para sus adentros; ahora dispo-nía de un pequeño escondite caliente con salida trasera, y parecía que las autoridades, tanto las checas como las alemanas, o bien se habían olvidado de él, o bien no lo habían encontrado todavía.

Pero Janoschik no se hacía ilusiones. Sabía que esto no duraría así eternamente. Tarde o temprano darían con él; y su juego ter-minaría. No creía sentir miedo para cuando llegara el momento. Tiempo atrás, en la guerra —y fueron cuatro los años que participó en ella—, también supo que le podía tocar a él. Y ahora volvía a ser un soldado, aunque en esta ocasión por voluntad propia.

Se abrió la puerta. Breda entró.—Dame algo de jabón —dijo.Janoschik le dio jabón y una toalla. El hombre se lavó las ma-

nos. Janoschik lo observaba a él y también sus manos; unas manos grandes y bien proporcionadas, que infundían confianza.

—Podemos hablar —inició la conversación Janoschik—, pero sé breve. Tienes que largarte de aquí lo antes posible. Esos oficiales de arriba...

—Son escandalosos —comentó Breda—, pero mucho ruido y pocas nueces. Ahora la tienen tomada con alguien al que deberías conocer: tu antiguo jefe, creo.

—¿Mi jefe? —preguntó Janoschik.—Sí, Lev Preissinger, del Sindicato de Carboneros. Es a él a

quien pertenecen ahora todas las minas de la región de Kladno. Está aquí con un médico, un tipo raro. Se llama Wallerstein y está dando una charla a los nazis sobre psicoanálisis; gasta saliva en bal-de para mantenerlos ocupados y tranquilizarlos. A decir verdad, es una situación muy extraña.

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Breda se secó bien las manos y devolvió la toalla a Janoschik.—Pues bien —dijo—, todo está dispuesto. Hoy es jueves.

Está previsto que el próximo martes, a lo sumo el miércoles, llegue la entrega. Los vagones permanecerán aquí un día, como mucho dos. No sabemos exactamente en qué vía; los ferroviarios tendrán que averiguarlo por su cuenta. En cuanto a mi grupo, nosotros ya hemos hecho nuestro trabajo; los paquetes están listos. Los fe-rroviarios saben que han de cumplir con su misión antes de que los vagones sean cambiados de vía. Ahora recuerda esta dirección: Watzlik, calle Smíchovská, 64. ¡Repítela!

—Watzlik, calle Smíchovská, 64 —dijo Janoschik despa-cio—. No te preocupes que no la olvidaré.

Se miraron. Sentían que tal vez debieran decirse algo más, algo de importancia. Pero únicamente se dieron un apretón de manos.

—Si surgiera algo en particular, me pasaré por aquí —dijo Breda.

Janoschik se dio la vuelta y empezó a limpiar el lavabo.El otro cerró la puerta silenciosamente.Mira por dónde, pensó Janoschik, Lev Preissinger está aquí. Y

ni siquiera lo he reconocido. Qué raro, y eso que he pronunciado tantos discursos en su contra. Porque no quiso darnos más madera para poder sostener el techo de la mina. La madera cuesta dinero; la vida de una persona no cuesta nada. Un par de coronas... ¡qué significarán para una persona como Lev Preissinger! Bueno sí, un par de coronas por aquí, otro par por allá, si se suman, son unos cuantos millones. Pero la cara de Petka... después de que las rocas lo hubieran aplastado... ¡Petka era todavía un crío!

Luego subiría y miraría bien a Preissinger. Tan bien como miró entonces la cara de Petka. En esta vida, pensó, no hay nada que se perdone ni se olvide. Al final, todo pasa factura.

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Alguien bajó las escaleras aprisa. El camarero asomó su rostro por la puerta:

—Oye, ¿dónde está el oficial? Dile que se apresure y que no olvide abrocharse el pantalón.

—Yo no puedo mandarle a un oficial alemán que se abroche el pantalón —comentó Janoschik con sequedad—. Va en contra de su dignidad.

—Dile que así lo ha ordenado el capitán Patzer —contestó el camarero—. El capitán quiere irse. ¡Cómo me alegro de que se hayan cansado por fin de su estancia con nosotros!

Janoschik necesitaba más tiempo. Tenía que ganar tiempo para sí mismo, para pensar, y para Breda, que debía huir.

—¿Conociste a ese tal Otto Krupatschka —preguntó al cama-rero—, el propietario del Ángel Dorado de Zizkov?

—¡Y a mí qué me importa tu Otto Krupatschka! —respondió el otro—. Tengo que volver, ¡y haz el favor de decirle al oficial lo que te he dicho!

Janoschik se acercó a la puerta y agarró la manga del camarero.—Si te hablo de ese Krupatschka, no es porque no te importe,

¿comprendes?El camarero puso cara de enfado:—¡Haz el favor de soltarme!Janoschik continuó sin perturbarse:—Ese tal Krupatschka tenía una joven mujer que hacía unas

albóndigas muy buenas, unas albóndigas con una salsa especial que contenía mucha pimienta. Algo tenía que llevar esa salsa... En cualquier caso, Krupatschka no estaba a la altura de aquella salsa, ¿entiendes, no?

La curiosidad del camarero entró en conflicto con su sentido del deber.

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—No tengo tiempo —dijo—, así que cuenta ya, ¡rápido, por el amor de Dios!

—Y entonces —Janoschik continuó elaborando su histo-ria—, un buen día, Krupatschka manda a su aprendiz de camarero a que le diga a la mujer que llegará temprano a casa y que por favor tenga lista la comida, porque tiene hambre. Así que el camarero se marcha y, al cabo de un buen rato, vuelve al Ángel Dorado.

—¡Cuéntame el resto mañana! —le suplicó el camarero—. La gente quiere beber algo. ¡Y el capitán Patzer continúa esperando!

—¿Cómo quieres que te cuente una historia —quería saber Janoschik— si me interrumpes constantemente? Ya habría aca-bado si me hubieras escuchado en lugar de estar todo el rato ha-blando. En cualquier caso —como estaba intentando decirte—, el aprendiz está de vuelta. «Bueno, dice Krupatschka, ¿qué ha dicho mi esposa?». Y el aprendiz le responde: «No ha dicho nada. Y si yo fuera usted, señor Krupatschka, cenaría fuera de casa esta noche, ya que su mujer se ha fugado con un tal Ludwig Pollatschek, un joven muy simpático, según he averiguado, estudiante de Medi-cina...».

El camarero logró soltarse de Janoschik.—¿Por qué me sacas de mi trabajo con esta historia tonta que

no tiene gracia? —preguntó con severidad.—Porque se podría decir que existe cierto paralelismo —ex-

plicó Janoschik con paciencia—; de la misma forma que la mujer del pobre Otto Krupatschka se fugó con ese Pollatschek, tiene que haberse largado tu oficial. Aquí ya no está. Ha desaparecido.

—¡Imposible! —el miedo era perceptible en la voz del otro.—¡Echa un vistazo tú mismo!El camarero buscó. Abrió cada una de las puertas de los servi-

cios, se asomó a la oscuridad del exterior por la puerta lateral que

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daba al Moldava: ni rastro del teniente Glasenapp por ninguna parte.

—¡Santa madre de Dios! —gemía—. ¡Esto es terrible! ¡Es una catástrofe! —y le gritó a Janoschik—: ¿Sabes lo que esto significa?

—No —respondió Janoschik con franqueza—. No lo sé.El camarero se puso lívido. Perdió la voz y tan sólo pudo su-

surrar:—¡Eres tan tonto que te mataría!Janoschik, que era como un gigante al lado de aquel hombre-

cito escuálido, preguntó compasivo:—¿Por qué?Pero el camarero ya subía las escaleras corriendo. La puerta

se quedó abierta, de modo que Janoschik podía oír el escándalo que se armaba. Mientras se había estado inventando la historia de Krupatschka, sus pensamientos iban todo el rato por otros de-rroteros. Le resultaba incomprensible qué podía haber sido del oficial. Tampoco tenía mucho sentido romperse la cabeza por ello; ahora lo que importaba era planear una táctica y un comporta-miento propios. Tal vez sería mejor no alterar la verdad y decir simplemente: «No sé». La última vez que vio al oficial, éste estaba sentado en las escaleras; esto fue todo. No sabía más. No diría nada más. Y tampoco nadie podía hacerle nada, y con toda pro-babilidad el oficial ya se encontraba hace rato en el cuartel donde se alojaba.

¡Con tal de que Breda hubiera logrado largarse a tiempo...!Unas botas pesadas resonaban en la escalera. Janoschik vio

venir al nazi, primero las botas, luego los pantalones de montar y luego al hombre entero. En el rostro del oficial se reflejaban sus sentimientos: miedo, ansia de poder y rabia. Y su mano derecha sostenía la pistola con ademán amenazador.

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—¿Dónde está el teniente Glasenapp? —exigía saber Patzer.—¿Y cómo lo va a saber alguien como yo? —preguntó Ja-

noschik—. Quiero decir respetuosamente que jamás he tenido el honor de conocer al teniente.

—¡Haga el favor de guardarse las explicaciones para usted! —replicó Patzer en un tono que auguraba desgracia—. Sabe muy bien que me refiero al oficial que bajó aquí para hacer sus necesi-dades. ¿Dónde está?

Janoschik levantó las manos en un gesto de absoluto desam-paro.

—Palabra de honor, caballero; no lo sé. ¿Cómo me voy a acor-dar de toda la gente que va al servicio? A veces estoy dentro, y otras veces, fuera...

Se dio la vuelta y cogió una toalla limpia del armario. En cuanto a él, Janoschik, la conversación había terminado, y su in-tención no era otra que dejárselo bien claro al oficial.

Pero el capitán Patzer se enojó aún más con aquel obstinado checo.

—¡Acompáñeme! —ordenó.—¿Por qué? —preguntó Janoschik—. ¿Adónde?Patzer presionó su pistola sobre las costillas de Janoschik.—Me crispa el dedo —amenazó el capitán—. Le aconsejo

que obedezca buenamente sin hacer preguntas tontas. ¿Me he ex-presado con claridad, tarugo?

Y apretó aún más el cañón del arma contra Janoschik. Éste sonreía; parecía la inocencia en persona.

—Señor oficial, me he permitido preguntarle, pues a mi jefe no le gusta que pierda el tiempo mientras trabajo. Su compañía es para mí un placer; su invitación, un honor. ¿Quiere tal vez que le ayude a buscarlo, a ese... a ese tal teniente Glasenapp?

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Estaban subiendo las escaleras, y Janoschik no paraba de hablar.—Algunas veces ocurre que la gente desaparece de la forma

más extraña. Sé de lo que hablo, señor, porque he jugado muchas veces al pinacle con el señor inspector Poczporek de la Comisaría Vigésima. Ahora ya hace más de diez años que está muerto, Dios lo tenga en su gloria, pero fue una excelente fuente de información. No es que no jugara bien, eso no podía decirse de él...

—¡Cierre el pico! —gritó Patzer.

Arriba en el comedor reinaba una gran confusión. La mayoría de la clientela estaba de pie junto a sus mesas. Algunos de los más osados intentaban que el teniente Marschmann atendiera a sus interpela-ciones:

«¿Nos permitirán volver pronto a casa?».«Tengo que llamar a mi esposa; me está esperando. ¿Podría

utilizar el teléfono?».«¿Por qué nos retienen aquí? Yo no tengo nada que ver con

este oficial. He estado sentado en esta mesa todo el tiempo. Díga-selo, doctor Wallerstein, ¿no es cierto?».

El teniente Marschmann no contestó a ninguna de las pre-guntas. Por fin podía demostrar que era alguien; al igual que el ca-pitán Patzer, había desenfundado su pistola. Los clientes evitaban dirigir la mirada a la malvada boca negra del cañón.

Tras su regreso, Patzer volvió a tomar las riendas de la situa-ción. Se subió a una silla, apoyó su puño en la cadera y esperó. Al cabo de un rato, advirtió que su puesta en escena no suscitaba reacción alguna, al menos visible, en el comportamiento de los clientes. Estaban demasiado inquietos como para dejar de murmu-rar. Así que prorrumpió con voz autoritaria:

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—¡Silencio!Inmediatamente se hizo el silencio. El capitán Patzer miró a

su alrededor. Vio muchos rostros, muchísimos, y le pareció que eran demasiados. Eran rostros que veía doble y que además em-pezaban a girar a su alrededor. Patzer ya estaba familiarizado con semejantes fenómenos visuales. Sabía que de un instante a otro se marearía. Por eso se bajó de la silla y asió el respaldo.

—Ha sucedido algo... —empezó a hablar lentamente para poder controlar su pesada lengua—. Ha sucedido algo que me obliga a tomar medidas drásticas. Éramos tres, y el teniente Gla-senapp, el tercero del grupo, ha desaparecido. Ha desaparecido en circunstancias misteriosas, sin decir palabra ni dejar rastro. Los tiempos que corren no son fáciles. Nosotros, los alemanes, intentamos poner orden en este país. Pero nuestros esfuerzos no siempre se valoran lo suficiente. En ocasiones, uno de nosotros acaba desapareciendo. Esto no quiere decir, damas y caballeros, que esté acusando a alguno de ustedes. O por lo menos, no to-davía.

—¿Y no puede ser que simplemente se haya marchado a su casa —saltó alguien—, de vuelta al cuartel?

—¿Quién me ha interrumpido? —preguntó Patzer, áspero.—Yo —respondió Lev Preissinger—. Permítame, soy Lev

Preissinger, director general del Sindicato de Carboneros de Bohe-mia y Moravia.

Janoschik, que trataba de pasar desapercibido en un rincón, lanzó una mirada rápida a Preissinger. Vio a un hombre de aspecto rollizo, ligeramente cargado de hombros, de pelo gris e hirsuto, con pequeños ojos parpadeantes y rostro enrojecido.

—Qué interesante —dijo Patzer desafiante—; a lo mejor pue-de usted decirnos si ha visto salir al teniente Glasenapp por esa

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puerta —señaló la puerta que conducía a la calle—, y cuándo ad-virtió que se marchó.

—Lo lamento mucho —repuso Preissinger—, pero estaba en-frascado en una conversación con mi amigo el doctor Wallerstein —y continuó dirigiéndose al médico—: ¿No es cierto que lo puede usted confirmar?

—Parece ser que aquí todo el mundo ha estado ocupado en algo —prosiguió Patzer; le divertía el modo en que había despacha-do a Preissinger—. Y acabaremos por descubrir en qué asuntos es-taban metidos. De modo que tendremos que retenerlos aquí hasta que llegue la policía. Esto es oficial, y aquí se cumplen las órdenes.

Patzer dejó que la luz cayera sobre su pistola para que ninguno de los presentes pasara por alto el brillo del acero.

Sobrevino un silencio de inquietud, sólo interrumpido por el ligero tintineo de las copas que el camarero fregaba y secaba absur-damente una y otra vez.

Janoschik reclinó la cabeza contra la pared y cerró los ojos. Su tensión interior había remitido, y ya no sentía las mismas dificul-tades para respirar que cuando Patzer lo empujó escaleras arriba hacia el comedor. Porque Breda ya no se encontraba allí.

Janoschik se sentía satisfecho consigo mismo. Los problemas matrimoniales del infeliz Otto Krupatschka habían retenido al camarero, en los lavabos, y permitido la huida de Breda.

De sí mismo, Janoschik apenas se preocupaba. No llevaba en-cima papeles comprometedores; tampoco había nada en los ser-vicios que pudiera delatarlo, y si querían tomarse la molestia de registrar el pequeño y desnudo cuarto de la calle Kralovska donde él dormía, tampoco hallarían nada.

En cualquier caso, todo aquel asunto era ridículo. Glasenapp bien podía haber accedido al muelle y desde allí haber llegado hasta

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la calle simplemente trepando por el terraplén. De un momento a otro aparecería en el cuartel o lo encontrarían durmiendo en algu-na cuneta.

La policía, que había sido avisada por los dos borrachos, pro-bablemente anotaría las señas de todos los presentes, y con esto el asunto quedaría zanjado. Con toda seguridad, la policía no repa-raría en Janoschik que, al fin y al cabo, sólo era un encargado de los lavabos que no parecía precisamente inteligente y que tenía una labia que llevaba a la desesperación a cualquier agente.

Janoschik sonreía. Se acordó del sargento de Moravská Ostrava, que no era, por así decir, una persona tan voluble; pero cuando el sargento terminó de hablar con él, se desmoronó sobre su escritorio y gritó: «¡Sáquenlo de aquí! ¡Llévenselo! ¡No puedo escucharlo más!».

Esto sucedió en los buenos viejos tiempos.Entonces la Gestapo era diferente. Los hombres eran más du-

ros y no tenían ningún sentido del humor; y esto era precisamente lo que facilitaba el poder sacarlos de sus casillas.

Tiempo atrás, Janoschik leyó un libro sobre la vida de los ani-males. Había algunos que eran tan débiles que ni siquiera podían defenderse. Sin embargo, sí podían cambiar su color y parecerse a una hoja muerta para que nadie se tomara la molestia de agacharse a cogerlos. Sentía que también él era así. Lo único que podía pa-sarle a uno de estos animalitos es que alguien lo pisara accidental-mente. Pero esto era improbable; una posibilidad entre un millón.

Los buenos oradores no tenían nada que hacer en aquella ba-talla. Sus nombres, su reputación, se alzaban como meteoros para luego explotar rápidamente y volver a caer en la oscuridad. ¿Pero qué era la fama en realidad? Por aquel entonces, sólo significaba exponerse a peligros adicionales. Lo difícil era hacer el trabajo y, aun así, mantenerse con vida.

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Ésta había sido la experiencia que había moldeado la vida de Janoschik, y él actuaba en consecuencia. Por eso contemplaba con confianza todo aquello que tuviera que ocurrir.

La espera hasta la llegada de la policía se hizo insoportable-mente larga. Los clientes se fueron poniendo cada vez más ner-viosos, y el teniente Marschmann y el capitán Patzer empezaron a sentirse ridículos blandiendo sus armas.

Marschmann le cuchicheó a su superior:—Y si de verdad resulta que Glasenapp ha logrado escabullir-

se de alguna forma y hace rato que se encuentra roncando en su cama... ¿entonces, qué?

Patzer no respondió inmediatamente. Se puso a pensar.—En tal caso —dijo finalmente—, habrá sido una lección

instructiva para estos caballeros. Simplemente, no dejamos que nadie nos tome el pelo; esto es lo que aprenderán, ¿no le parece?

Marschmann negó con la cabeza, preocupado. Temía que el entusiasmo de Patzer pudiera traerles infinidad de problemas, y hubiese preferido haber dejado en casa al llorica de Glasenapp en lugar de intentar consolarle con unas copas. Siempre era mejor, pensaba él, no meterse en los asuntos personales de la gente.

Su meditación filosófica fue interrumpida por las sirenas estri-dentes de la patrulla policial que se aproximaba.

De pronto, hubo silencio. El capitán Patzer estiró la guerrera de su uniforme y levantó algo más la pistola, hasta situarla a la al-tura del pecho de los clientes.

Unas botas con clavos resonaban por la acera. La puerta del bar se abrió de golpe con mucho estruendo.

Una patrulla de SS uniformada de negro entró en tropel, guia-da por un joven de mejillas rosadas que era el vivo retrato, pero en su etapa juvenil, de Max Schmeling. El jovenzuelo ojeó rápidamen-

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te a su alrededor y advirtió que la situación estaba controlada por los dos oficiales de la Wehrmacht. Con un movimiento de mano indicó a uno de sus hombres que se apostara en la entrada del es-tablecimiento, y a continuación se dirigió hacia el capitán Patzer.

—¡Mi nombre es Gruber, capitán! Soy teniente segundo de las SS y oficial adjunto del comisario Reinhardt de la Policía Criminal, quien lamentablemente no está esta tarde en el cuartel general. Tengo órdenes de ocuparme de los asuntos que acontecen durante su ausencia. Así que dígame, ¿qué pasa aquí?

Patzer sintió que obtendría todo tipo de apoyo por parte de aquel joven afanoso. Recobró la seguridad en sí mismo y su voz se tornó fría y rígida como el metal.

—Capitán Patzer, de la 431ª División de Infantería —se pre-sentó seca y concisamente—. Me temo que se trata de un asunto realmente desagradable: uno de nuestros camaradas, el teniente Glasenapp, ha sido secuestrado, muy probablemente asesinado.

—¿Y esta gente? —Gruber señaló a los intimidados clientes que se habían dispersado por el local.

—El teniente Marschmann y yo pensamos que sería mejor retenerla aquí hasta que llegara la policía. Es probable que alguna o tal vez varias personas estén implicadas en el delito.

Gruber asintió comprensivo.—Excelente, capitán, excelente. Desearía encontrar siempre

una cooperación tan magnífica como ésta. Y ahora explíqueme, por favor, lo que ha pasado.

Pero antes de que Patzer pudiera empezar a contar lo sucedi-do, hubo alguien que se abrió paso a empujones entre los clientes. Era Lev Preissinger.

—¿Es usted el agente al mando? —se dirigió a Gruber—. ¿Sí? ¿Entonces por qué no nos dejan marchar? Me refiero a mi amigo,

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el doctor Wallerstein, y a mí. Me llamo Lev Preissinger; soy el di-rector general del Sindicato de Carboneros de Bohemia y Moravia, y supongo que puedo contar con que ustedes...

Gruber hizo una señal con la cabeza a un miembro de su uni-dad. El hombre dio un paso al frente y empujó a Preissinger con tanta fuerza que hizo que se tambaleara hacia atrás, y habría caído al suelo de no ser por la ayuda del doctor Wallerstein.

El rostro de Preissinger se puso rojo como la grana. Apenas podía balbucear.

Sin molestarse en mirar a la gente a la que se dirigía, Gruber comentó:

—El próximo que se atreva a abrir su bocaza sin que se le pre-gunte será tratado como se merece —y a Patzer le dijo—: Siento que nos hayan interrumpido. ¿Cuándo y en qué circunstancias ha desaparecido el teniente Glasenapp?

—Alrededor de las once de la noche —informó Patzer—. No se encontraba muy bien y bajó al servicio. Y ya no regresó.

—¿Cuándo empezó a sospechar?—Al cabo de quince, tal vez veinte minutos. Entonces envié

abajo a ese sujeto...El camarero palideció ante la mirada fija de Gruber. Patzer

prosiguió:—Lo envié abajo para que buscara a Glasenapp. De regre-

so masculló confusamente que no encontraba al teniente. Así que bajé yo mismo. Ni rastro. Había desaparecido misteriosamente.

—Ya veo... —dijo Gruber dando el mayor énfasis posible a sus palabras, y ordenó—: ¡Enzinger! ¡Walters!

—¡Sí, señor! —los dos hombres dieron un paso al frente.—Bajen e inspeccionen. A ver si encuentran algo.Enzinger y Walters se retiraron.

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—Veamos —Gruber inició su investigación—. ¿Recuerda us-ted, capitán, si algún cliente abandonó el establecimiento después de que el teniente Glasenapp bajara a hacer sus necesidades?

Patzer reflexionó durante un instante.—Para ser franco, me es imposible recordarlo —dijo—. Al

fin y al cabo, ni el teniente Marschmann ni yo sospechábamos que se estuviera planeando un crimen tan deleznable. Lo que sí recuerdo es que dos de los clientes, el joven hombre de ahí enfrente y su compañero, tenían la intención evidente de marcharse. Pero impedí que se fueran.

—¡Interesante, sumamente interesante! —exclamó Gruber—. ¡Acérquese, usted!

Peter Lobkowitz obedeció a la orden.—¿Así que usted quería largarse? —exigió saber Gruber con

una sonrisa desdeñosa—. ¿Por qué?—Porque tenía un compromiso —explicó serenamente Lob-

kowitz.—Con sus cómplices, ¿supongo? —preguntó acto seguido

Gruber.—Naturalmente que no. Quiero hacer constar en acta de una

vez para siempre que no tengo nada que ver con la desaparición de ningún oficial alemán.

Enzinger y Walters regresaron de su expedición al lavabo y se pusieron en fila delante de Gruber, listos para informar.

—Luego ya nos ocuparemos de usted... —le dijo Gruber a Lobkowitz y se dirigió a sus hombres—: ¿Qué han descubierto?

—Efectivamente, no hay ni rastro del teniente Glasenapp —constató Enziger, el mayor de los dos—. Pero hemos encon-trado algo que parece pertinente: abajo hay una segunda salida que da al muelle, o sea, al río.

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La noticia acaparó la atención de Gruber.—¡Ajá! —dijo—. ¡Los hechos no son difíciles de recons-

truir! ¡Incluso es bien sencillo! Vea usted —se dirigió al capitán Patzer—, su camarada, que en aquellos momentos no se encon-traba en plena posesión de sus facultades mentales, se separó de ustedes; y una serie de personas que lo esperaban abajo o le siguieron, cobardes y traicioneros como son, lo redujeron y lo mataron en el acto o lo dejaron inconsciente para luego lanzar su cuerpo al río.

Un escalofrío recorrió la espalda de Patzer. Aquello bien podía haberle ocurrido a él.

—¡Una conspiración ruin! —prosiguió Gruber—, ¡realmente diabólica! —y bramó a los clientes—: ¡Pero daremos con los crimi-nales! ¡Y pagarán por ello!

De pronto, tuvo otra ocurrencia.—¿Acaso no hay nadie que se ocupe de los lavabos? —quiso

saber.Janoschik había estado observando los acontecimientos desde

su rincón. Desde el momento en que los dos hombres de la Gesta-po habían bajado las escaleras y regresado para emitir su informe a Gruber, había esperado oír aquellas palabras clave. Era el momento de darse a conocer.

—A su servicio, señor —dijo—, el encargado de los lavabos, servidor, ése soy yo. He vivido días mejores, se lo puedo asegurar. Efectivamente, hubo incluso momentos en que ni siquiera me hu-biera dignado a mirar a un tipo como yo. Pero es un trabajo hones-to y, al fin y al cabo, hay que tener presente que hoy en día no es tan fácil ganarse el pan...

—¡Silencio! —dijo Gruber, tras reponerse del sobresalto que le había provocado aquel aluvión de palabras.

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El rostro de Janoschik reflejaba que era un alma sensible, que sólo trataba de ser servicial.

Gruber se lo quedó mirando. Ahí estaba aquel checo frente a él, casi como un perro, pidiendo a gritos que no le golpearan. Los hemos derrotado, sí, señor; Gruber se sentía poderoso.

—¿Vio bajar usted al teniente Glasenapp a los servicios? —y al ver que Janoschik tomaba aliento, añadió a toda prisa—: ¡Res-ponda sólo sí o no!

—Todo depende —dijo Janoschik—. Lo he visto, pero tam-bién podría decirse que no lo he visto.

—¿Está loco este hombre? —preguntó Gruber enfadado. No obtuvo respuesta, ya que la pregunta no estaba dirigida a nadie en concreto. Finalmente, se escuchó la voz ahogada del camarero:

—Es un poco duro de mollera, si me lo permite, señor.—¿Eso qué significa? —Gruber continuó interrogando a Ja-

noschik—. ¡O ves a un hombre o no lo ves; y usted tiene que haber visto a Glasenapp!

Janoschik sonrió contento.—¡Usted lo ha dicho! ¡Naturalmente! Si lo dice así, es muy

sencillo. Lo he visto, pero no lo he visto entrar en los lavabos, agente.

Gruber frunció el ceño. En lo más hondo de su interior le invadió una sensación extraña: ¿le estaban tomando el pelo?

—¿Pero adónde se dirigía?—Al lavabo —aseguró Janoschik al hombre de la Gestapo—.

Se encontraba muy mal. Su aspecto era triste. He visto a multitud de personas ebrias en mi vida pero ésta ha sido la que peor aspecto tenía, si me lo permite. A punto estuvo de caérseme en los brazos, el pobre hombre. Lloraba. Las lágrimas le corrían por las mejillas.

Ahora sí que explotó el capitán Patzer:

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—¡Teniente! ¡Le recuerdo que este checo asqueroso está ha-blando de un oficial alemán! Exijo que...

—A mí tampoco me divierte todo esto —replicó Gruber, ron-co de contener tanta ira—, pero tengo que aclarar este asunto. Este hombre ha dicho que vio al teniente Glasenapp dirigirse a los servicios.

Janoschik negó con la cabeza.—No, señor oficial, no he dicho eso.—¡Maldita sea! ¡Usted ha dicho haberlo visto! —gritó Gruber.Janoschik alzó las dos manos en ademán de desesperación.

Algunos de los clientes ya no pudieron reprimirse más la risa.El rostro de Gruber se puso colorado. Tragó saliva.Janoschik sabía qué era lo siguiente que iba a pasar; era fácil

meterse en la mente de ese jovenzuelo de la Gestapo. Gruber le rompería la cabeza. Pero Janoschik no quería que esto ocurriera. Él sólo pretendía labrarse una reputación de zoquete inofensivo, y era evidente que lo había conseguido. También quería establecerse una coartada.

—Con su cordial permiso, señor, puedo explicárselo todo. Yo estaba subiendo las escaleras. Mi superior más inmediato había salido de la barra para llamarme. Me mandó fregar el suelo. Una auténtica guarrería, se lo puedo asegurar, lo que había dejado ahí el desafortunado teniente, que Dios le bendiga. Y este oficial —se-ñaló al capitán Patzer— incluso se dirigió a mí. Volvió a dejarme claro que debía limpiarla.

Patzer asintió.—Lo último que sé del teniente es que se sentó en las escaleras

y que rompió a llorar como una Magdalena; pero si de verdad llegó a ir al lavabo, eso no lo puedo saber. Estuve aquí arriba un buen rato, precisamente porque había dejado una buena guarrería.

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—¡De acuerdo! ¡De acuerdo! —dijo Gruber—. ¡Ahórrese los detalles!

El joven Gruber no había tenido ocasión de dedicar mucho tiempo al entrenamiento policial. Nada más salir de la academia se unió a la guardia de élite de uniforme negro que nutría a la Gestapo. Sin embargo, sí había una cosa que le habían metido en la sesera, y era que él y sus camaradas vivían entre enemigos, que eran temidos y odiados, y que, en cualquier caso, los métodos más despiadados eran los mejores.

La justicia era algo que únicamente existía en un sentido más amplio, siempre y cuando sirviera a la causa de Alemania y de Adolf Hitler. El individuo, de hecho, sólo contaba si era útil para la causa. De lo contrario, no poseía ningún derecho y había que tratarlo con dureza.

Gruber se dio cuenta de que no era el lugar ni el momento para resolver el caso. Sin duda, podía interrogar a la gente, pero no quería asumir la responsabilidad de dejar marchar a unos y retener a otros.

—¡Cojan sus cosas! —vociferó—, ¡todos ustedes se vendrán con nosotros!

A golpes y empujones, los agentes de la Gestapo obligaron a los clientes a recoger sus efectos personales. Y les hicieron colocarse uno detrás de otro en la puerta principal para que salieran después en fila india. Gruber se situó junto a la puerta y los contó; eran dieciocho en total, dieciocho hombres. Lobkowitz y Prokosch, seguidos del camarero y Janoschik, fueron los últimos en ponerse en la cola.

Dos hombres, empero, permanecieron sentados en su mesa; eran Lev Preissinger y el doctor Wallerstein. Preissinger daba tran-quilamente chupadas a un puro, y Wallerstein parecía estar inmer-so en la mirada imperturbable de su compañero.

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Con los brazos en jarras, Gruber se dirigió a ellos dando gran-des zancadas. Preissinger sostuvo el puro entre los labios mientras decía:

—¿Supongo que no pretenderá incluirme en su comedia?Entre sus camaradas y amigos, Gruber era conocido con el

sobrenombre del Niño. En ese momento su rostro redondo se ilu-minó con una sonrisa realmente infantil. Levantó la mano derecha y abofeteó la mejilla de Preissinger con tanta fuerza que el puro salió volando por los aires.

Wallerstein mantuvo la mirada clavada en Preissinger. Le in-teresaba mucho conocer su reacción ante aquella agresión. La vena de la frente de Preissinger se hinchó como una soga azulada.

—¡Esto lo lamentará! —dijo y su voz sonó quebradiza—. Da la casualidad de que soy muy amigo de Goering...

—¡Enziger! —voceó Gruber.Enziger, que se disponía a salir del local, volvió apresurado.

Gruber se giró hacia su subordinado y le explicó:—Este caballero afirma conocer al mariscal del Reich Goering.

Por ello, creo que no debería ir a pie como los demás mortales. Así que cójalo, átelo bien y deje que nos acompañe en coche. ¡Y si se le ocurre rechistar, ya sabe lo que tiene que hacer!

En lo relativo al trato con personas, Enzinger tenía mucha experiencia. Lev Preissinger, el director general del Sindicato de Carboneros de Bohemia y Moravia, fue derribado violentamente de su silla. Sintió de repente un dolor punzante en las articulacio-nes del hombro; y luego se desmayó.

Wallerstein vio cómo se llevaban el cuerpo inanimado a ras-tras hacia fuera. Volviéndose hacia Gruber, le dijo:

—Un trabajo excelente. Incluso podría resultar beneficioso para el viejo.

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—¿Quién es usted? —preguntó Gruber—; ¿un gracioso?—Eso no, precisamente —respondió Wallerstein con tono

imparcial—. Soy médico. Psicoanalista, si sabe usted lo que es.—No lo sé —reconoció Gruber—, y tampoco le va a ayudar

a usted mucho. ¡Vamos, andando!Wallerstein agachó su cabeza desproporcionadamente grande.

Anduvo con torpeza; daba pasos pequeños arrastrando los pies.—¡Eh, usted! —dijo Gruber.Wallerstein se detuvo.—¿Tal vez sepa decirme qué ha ocurrido aquí realmente?

—preguntó Gruber sin tanta seguridad en sí mismo.Wallerstein miró al Niño, y sus labios, obligados, esbozaron

una leve sonrisa.—No lo sé —dijo—. Pero puedo transmitirle que, en su sen-

tido abstracto, esta cuestión empieza a interesarme sobremanera.