raÚl gonzÁlez tuÑon - rosa blindaday carros de verdura con colores alegres? yo conozco una calle...

50

Upload: others

Post on 15-Apr-2020

7 views

Category:

Documents


0 download

TRANSCRIPT

RAÚL GONZÁLEZ TUÑON

Es el momento de presentar a este poeta argentino autor de La Rosa Blindada, obra publicada en 1936 durante su permanencia en España, entonces sacudida por la guerra del pueblo republicano contra el falangismo.

Nos une a RGT. el hecho de ser americanos, el deseo de renovar y la pasión por el cuerpo poético. A todas éstas, ¿quién es RGT? RGT es un poeta ya olvidado, destino que él mismo se profetiza en uno de sus poemas de La Calle del Agujero en la Media (1930). Pero quién sabe si poeta olvidado. Porque se olvida lo que alguna vez se ha tenido presente.

El vanguardismo nunca fue tenido presente por la política bipartidista inculta. Por eso nos correspondió a los fundadores de esta revista caleña, inventar un nombre y posteriormente descubrir a su inspirador. Estuvimos descubriendo —nunca recordando— al poeta y su obra de treinta volúmenes o más, un día de noviembre de 1981 en la conocida cafetería "La 5ta". Estuvimos presintiendo un mapa geométrico, como es usual en nuestro medio: tardíamente.

Aquí hay otra coincidencia con RGT. Hemos querido actuar independientemente de lo que tenga hecho, por hacer o deshacer determinado cacicazgo criollo. La revista ha seguido su propio camino, respondiendo a su tiempo, mas el parentesco con RGT., que parte de la coincidencia en la sonoridad de un nombre, se afirma. En un principio fue el sonido, ahora parece ser el destino ciudadano.

Es un poeta profundamente humano —ha dicho Héctor Yánover de R.G. T. Y en otra parte: es minucioso en el inventario del mundo y no quiere olvidar nada.

Dejemos al lector en libertad de buscar los lugares comunes. Y al poeta que ama su barrio y la calle de su barrio.

DONDE TODO TERMINA

a Alberto Sánchez, pintor y escultor

I

Donde el carbón se junta con la sangre

y la ametralladora bailarina

lanza sus abanicos de metralla.

Donde todo termina.

Ya vienen las mujeres con sus hijos

de la mano, en los brazos y en el vientre.

Dentro del gran bostezo de la mina

crece un grisú de soledad ardiente.

Donde todo termina.

Apuntad bien, que sobre el barro caigan

donde el terror se junta con la sangre.

Ya están ahí los mercenarios.

Donde todo termina.

Su sangre no es abono.

Por el rio que arrastra el grano oscuro

corre la sangre favorable

de obreros fusilados contra el muro.

Donde todo termina.

¡Cómo se pasa del carbón al p lomo !

¡Cómo se pasa del esclavo al hombre!

Somos miles de muertos favorables.

Donde todo termina.

Incorporaos sobre nuestra muerte

y en su arsenal de polvo

fundid las nuevas armas.

Donde todo termina.

Donde el carbón se junta con la sangre pronto

desbordará los horizontes

el ejército muerto que dirige

un mariscal de hueso y de ceniza.

donde todo termina.

II

Escuchad la tormenta,

bata el palo sobre la ropa oscura.

Lavad, mujeres de mineros,

la ropa oscura.

La ropa del carbón y de la muerte,

del barro y de la arena

que en el Nalón y en el Caudal arrastran

las aguas de la cuenca.

¡Veteranas!

Bandera el overol agujereado,

espectro del coraje el trapo comunero.

Detrás del viento entre hulla y escarcha

viene el invierno con el hambre.

Viene el invierno fusilando muertos,

decretando osamenta,

persiguiendo a los hijos de los muertos

donde madura el grito de los muertos,

donde la dignidad va madurando.

Va madurando sobre la derrota

donde se junta el aire con el humo

y un sol de vidrio opaco, forastero,

ve desfilar hacia el túnel sonoro mineros y

mineros y mineros.

Donde todo termina.

Dibujo de Santiago Rebolledo

LA CALLE DEL AGUJERO EN LA MEDIA

Yo conozco una calle que hay en cualquier ciudad

y la mujer que amo con una boina azul.

Una calle que nadie conoce ni transita.

Yo conozco la música de un barracón de feria,

barquitos en botella y humo en el horizonte.

Yo conozco una calle que hay en cualquier ciudad.

Ni la noche tumbada sobre el ruido del bar

ni los labios sesgados sobre un viejo cantar

ni el affiche gastado del grotesco armazón

telaraña del mundo para mi corazón.

Ni las luces que siempre se van con otros hombres

de rodillas desnudas y de brazos tendidos.

Tenía unos pocos sueños iguales a los sueños

que acarician de noche a los niños queridos.

Tenía el resplandor de una felicidad

y veía mi rostro fijado en las vidrieras

y en un lugar del mundo era un hombre feliz.

¿Conoce usted paisajes pintados en los vidrios

y muñecas de trapo con alegres bonetes

y soldaditos juntos marchando en la mañana

y carros de verdura con colores alegres?

Yo conozco una calle de una ciudad cualquiera

y mi alma tan lejana y tan cerca de mí

y riendo de la muerte y de la suerte y

feliz como una rama de viento en primavera.

El ciego está cantando. Te digo, amo la guerra

Esto es simple, querida, como el globo de luz

del hotel en que vives. Yo subo la escalera

y la música viene a mi lado, la música.

Los dos somos gitanos de una troupe vagabunda.

Alegres en lo alto de una calle cualquiera,

alegres las campanas con una nueva voz.

Tú crees todavía en la revolución

y por el agujero que coses en la media

sale el sol y se llena todo el cuarto de sol.

Yo conozco una calle que hay en cualquier ciudad,

una calle que nadie conoce ni transita.

Sólo yo voy por ella con mi dolor desnudo,

sólo con el recuerdo de una mujer querida.

Está en un puerto. ¿Un puerto? Yo he conocido un

puerto.

Decir: Yo he conocido, es decir: Algo ha muerto.

RIACHUELO DE LA VILLETTE

Cualquier tarde.

Yo anduve por sus muelles

sombríos, largos, de fluviales nombres

—Marne, Loire, Oise, Seine—:

las aguas sucias de petróleo y aceite.

Hablo del Riachuelo proletario, abandonado

a los pies de París,

arrastrándose

igual que esos pontones de maderas cansadas

que cargan vino, cemento, cereales

y por la noche cuidan los perros guardianes.

Esos perros lanudos, atorrantes, tan humanos,

de sordos ladridos y turbias miradas

que a veces cuelgan en los viejos puentes

una tristeza dolorosa y extraña.

Boliches para obreros y ladrones

que al mediodía comen carne de buey y hablan

de cosas importantes.

Mostradores maduros de puñetazos y canciones,

moscas aplastadas contra los vidrios por los mocosos sin

calzones.

Riachuelo escurridizo, estrecho, verdoso, gris, nublado

casi siempre

su cielo de taller, de aserradero, de molino harinero,

su horizonte de fábricas en donde

sueñan las chimeneas.

Calles tortuosas y húmedas que mueren en sus bordes,

calles angostas de sonoros nombres,

de alzados nombres populares

queridos al oído de sus habitantes.

Calles que vienen de los Mataderos

y traen todo el rumor y todo el polvo de ese arrabal

de las insurrecciones, de las resignaciones, de los

asesinatos

y los entierros pobres,

de las ferias trashumantes y los circos sin nombre.

Bassin de la Villette, tan humilde, tan trágico,

hermanito menor del Sena, desheredado.

Una tarde, a la hora en que los niños pobres vuelven

de las escuelas

y orinan graciosamente en tus orillas.

Dibujo de Santiago Rebolledo

FABIO ARIAS

UNA LÁGRIMA EDIFICÓ LA LLUVIA

Y decimos

que anoche soñamos

en colocar las heridas aisladas de los nervios

o que éramos pulpos

que algún sol les traicionó su mar

para dejarnos mutilados hasta los poros.

Y al poco tiempo

una lágrima edificó la lluvia

y nos quedamos solos

mirando desteñir los cuerpos caminantes

y les vimos los ojos, las manos, los pies

y nos parecía que estábamos amarrados

a sus esquinas serpientes

para luego darnos cuenta

que no teníamos nada.

Todo le pertenecía a la temperatura de ser.

7

Porque debimos comprender

que hay un espejo en cada palabra

y a veces en una palabra

miles de espejos me miran.

JORGE IBARGÜENGOITIA

CUENTO DEL CANARIO, LAS PINZAS Y LOS TRES MUERTOS

1. EL CANARIO A pesar de estar a veinte metros de una calle muy transitada, durante muchos

años mi casa estuvo rodeada de los terrenos selváticos que habían sido de la Compañía de Jesús y se habían convertido en basurero, excusado público, refugio de mendigos, casino de tahúres indigentes y lecho de parejas pobres o urgidas.

Los hechos que culminaron con el robo del canario son los siguientes: Una noche estaba yo en la sala de mi casa, recostado en el sofá color tabaco,

leyendo una novela, en compañía de mí señora madre, que estaba en un sillón leyendo otra novela, cuando sentí que a escasos quince centímetros de mi oreja izquierda alguien estaba escalando el muro de mi casa.

—Ha de ser un gato —dijo mi madre. Dejé la novela a un lado, subí al segundo piso, salí a la azotea y en la oscuridad

distinguí algo, que al principio me pareció efectivamente un gato y que al verlo bien se convirtió en la cabeza y los hombros de un individuo que estaba echado boca abajo en el tejado. Le toqué el hombro impacientemente:

—¡Vámonos de aquí! —le dije. El hombre se puso de pie. Llevaba un costal vacío. —Es que me subí a dormir aquí, porque abajo está muy húmedo el piso. —No me importa que el piso esté húmedo. ¡Vámonos de aquí! El hombre empezó a descolgarse por donde había subido. —Perdóneme —me dijo. Para reforzar mí actitud, le dije: —¡Y dese de santos que no lo acribillo a balazos! Era una bravata porque yo

no tenía pistola. El hombre caminó entre el matorral hasta llegar al pie de un árbol. —¿Me da permiso de dormir aquí? Llevé la bravata a extremos heroicos: —Duerma donde quiera, pero si vuelve a poner un pie en mí casa, lo sacan con

los pies por delante. Cerré las ventanas del segundo piso y regresé a la sala. —¿Verdad que fue un gato? —preguntó mi madre. —Sí, fue un gato. El segundo hecho ocurrió seis meses después. Yo había dejado abiertas las

ventanas de mi cuarto, que está en el segundo piso, y había salido. Mi familia, que tuvo visitas aquella noche, afirma que entre el rumor de la conversación podían oírse pasos misteriosos en el tejado. Cuando decidieron investigar qué estaba ocurriendo, vieron que alguien había vaciado mi guardarropa y se había llevado cuatro trajes viejos, pasados de moda y que me quedaban chicos, y unas veinte corbatas. Una tía mía salió corriendo a la calle a pedir auxilio y vio venir a dos hombres; uno de ellos llevaba un costal.

— ¿No han visto a unos ladrones? —No, señora —le contestaron y siguieron su camino. A la mañana siguiente, envuelto en un impermeable, exploré el solar de junto

y guiándome por las huellas, encontré mis corbatas abandonadas. Debo confesar que me ofendí bastante.

Tres días después de esto, mi madre, que estaba sola en la casa, oyó pasos en la azotea, salió al patio, no vio a nadie, regresó a su cuarto y encontró a un hombre con chamarra de cuero abriendo el cajón de la cómoda en donde tenía guardados catorce pesos.

—¿Pero qué te estás creyendo? —le dijo mi madre—. ¡Lárgate inmediatamente si no quieres que te vaya muy mal!

El hombre salió corriendo despavorido de mi casa, por la puerta principal, que le costó bastante trabajo abrir. Se robó $2.50 que estaban arriba de la cómoda.

Seis meses después, vuelvo a estar en la sala, recostado sobre el sofá color tabaco, leyendo una novela y vuelve a estar mi madre sentada en un sillón leyendo otra, vuelvo a oír que alguien escala el muro, vuelve mi madre a decir que es un gato, vuelvo a subir a la azotea, no encuentro a nadie, me doy media vuelta y descubro, atrás de la ventana por donde yo acababa de salir, unos pelos negros, tiesos y grasosos, muy mexicanos. Voy al encuentro del ladrón, para decirle que se vaya y lo veo salir de su escondite: lívido, con la cara deformada por el terror y las manos por delante. Cuando yo iba a empezar a decirle que se fuera, me cerró la boca con el puñetazo más fuerte que me han dado en mi vida. Cuando comprendí que me había golpeado, ya me había golpeado otras dos veces y estaba sangrando por la boca. Empecé a pegarle y vi cómo se le estiraba el pescuezo como si fuera un gallo. Decidí arrojarlo al patio. Le di un empujón y como yo era más pesado, lo acerqué al borde. Entonces cambié de opinión. Si se caía al patio y se rompía una pierna, ¿cómo iba a poder sacarlo de la casa? No tenía la menor intención de llamar

a la policía, que me parece mucho más temible que todos los criminales de México. Mientras yo reflexionaba, él había seguido pegándome y cuando acabé de reflexionar, me caí de rodillas, casi K. O. Entonces, afortunadamente, se fue. Pegó un brinco y cayó en el solar, rompiéndose la pierna que no se había roto en el patio de mi casa. Lo vi perderse entre la maleza, salir a la calle y desaparecer arrastrando una pierna.

Entré en el baño y me miré en el espejo. Tenía la cara como la de Charles Laughton, que en paz descanse, y estaba ensangrentado. Oí que mi madre subía la escalera a toda la velocidad que le permitían sus piernas. Entró en el baño convencida de que iba a encontrar al bandido maniatado, en un rincón.

—¿Lo agarraste? —Entonces me vio la cara y me puso fomentos calientes. Decidí no correr más riesgos. Alguien me regaló una pistola y la cargué

haciendo esta reflexión: "La próxima vez que yo esté leyendo una novela y alguien escale el muro de mi casa", me dije, "subo al segundo piso, abro la ventana, y apoyado cómodamente en el repisón, acribillo a tiros al asaltante".

Desgraciadamente, nadie volvió a escalar el muro ni a entrar en la azotea de mi casa. El siguiente robo fue mucho más espectacular y estuvo a punto de terminar en tragedia.

Eran las tres de la tarde y había en mi casa ocho o diez personas tomando daikirís. Yo estaba en la cocina, con una coctelera en la mano, cuando vi que un gancho de alambre entraba en el patio de servicio, descolgaba la jaula del canario predilecto de mi tía y desaparecía. Cuando me repuse de la sorpresa, corrí a mi cuarto, saqué la pistola de su escondite, corté cartucho, fui a la ventana y la abrí. A veinte metros estaba un ladrón pobrísimo, con la jaula en la mano, tratando de saltar una barda que da a la calle más transitada de Coyotlán. Apunté y apreté el gatillo. No pasó nada, porque el seguro estaba puesto. Quité el seguro y volví a cortar cartucho. Fue un error. La pistola se embaló y estuve forcejeando con ella mientras el hombre desaparecía tras la barda, con su cargamento. No me quedó otra que bajar a donde estaban los invitados y platicarles lo ocurrido.

Al día siguiente, mi tía dijo: —¡Qué noche habrá pasado el canario, entre bandidos!

2. LAS PINZAS

Un mendigo de pelo cano, bigote espeso y panza de bon vivant vino a mi casa a pedir un taco. Como el día anterior habíamos tenido fiesta y habían sobrado veinte medias noches bastante feas, fui a la cocina, las puse en una bolsa de papel y se las di. El mendigo gordo se quitó el sombrero destartalado, hizo una ligera reverencia, dio las gracias y se fue.

Poco después, subí al segundo piso y por la ventana lo vi; estaba sentado en un montículo de cascajo sacando de la bolsa las medias noches y acomodándolas en hileras sobre un periódico, que le servía de mantel. Frente a él, en cuclillas, estaba un trapero, contemplando la comida con una mano en la quijada. Cuando el gordo le hizo una seña de invitación, el trapero cogió una medianoche y empezó a comérsela; el gordo cogió otra e hizo lo mismo. En ese momento apareció un tercer personaje: una mujer que andaba entre el matorral recogiendo varas secas para hacer leña. Era una vieja que en sus tiempos debió ser guapa. El gordo tomó una medianoche y se la ofreció; ella dejó la leña en el suelo y se sentó a comer junto a ellos.

Cuando llegaron los primeros fríos de invierno, vino el gordo a mi casa y me dijo:

—¿No tendría una cobijita vieja que me regalara? Porque nomás tengo esto para ponerme encima —me señaló el suéter roto que traía puesto.

Yo no tenía cobija, pero le di una camisa desteñida, un saco lustroso, unos pantalones luidos y unos zapatos que eran tan duros que nunca me los pude poner.

El gordo se quitó el sombrero destartalado, hizo una ligera reverencia, me dio las gracias y se fue. Desde ese día, siempre que venía a mi casa se ponía los zapatos que le di. Si esto fue un tormento para él, se vengó con creces, porque tomó la costumbre de venir una vez a la semana, a las siete de la mañana. Yo le daba dos, tres, hasta cinco pesos, según el humor de que estuviera y el estado de mis finanzas. A veces, le decía:

—Ahora sí me agarró muy pobre. —¡Cuánto lo siento, patrón! Pero no desespere, que Dios no falta. Y se iba

después de consolarme. Un día lo vi, por la ventana, bajarse los pantalones que habían sido míos, y

hacer el amor entre el matorral con la vieja de la leña. Otro día lo vi pasear afuera de una obra que estaba frente a mi casa y, en un momento en que los albañiles se descuidaron, robarse unas pinzas que estaban en el suelo. Se las echó en la bolsa, cruzó la calle y llamó a la puerta de mi casa. Cuando le abrí, sacó las pinzas de la bolsa y me las ofreció.

—Patrón, permítame que le haga un regalito. El truco me conmovió tanto, que le di cinco pesos y guardé las pinzas, que

todavía conservo. Son muy útiles. Otro día, se empeñó en regalarme un anillo espantoso y tuve que darle diez

pesos para que se lo llevara sin irse ofendido; otro, me trajo una moneda de veinticinco centavos de dólar.

—¿Cuánto valdrá esta moneda? —me preguntó. —Tres pesos. —Se la regalo. Tuve que regalarle cinco pesos. Otro día trajo unos camotes en una bolsa. —Son de lirio, patrón. Del fino. Le di diez pesos y planté los camotes, que nunca brotaron. Un día me dijo, con mucho misterio. —Usted no está para saberlo, patrón, pero tengo una grave urgencia. ¿Puede

prestarme veinte pesos? Se los presté. El día en que había prometido devolverlos, se presentó con doce

pesos nada más. —Patrón, no pude acabalarle los veinte pesos, pero aquí le traigo doce, para

que vea que la voluntad no me falta. No se los acepté y le perdoné la deuda. A la siguiente vez que vino, me dijo: —Patrón, usted no está para saberlo, pero tengo a la mujer muy enferma.

¿Puede usted prestarme cincuenta pesos? —Bueno, pero me los pagas. No volvió por un tiempo. Por fin se presentó. —Patrón, no he tenido dinero para devolverle sus centavos. ¿Puede prestarme

otros cincuenta pesos? —No. Me había cansado de darle dinero y de que me hiciera levantar a las siete de la

mañana. Cuando le dije que no, él me miró estupefacto. —Pero si usted no me ayuda, ¿quién va a ayudarme? —No sé —le dije y cerré la puerta. Regresó a los pocos días. —Ahora no hay nada —le dije. Esa vez, lloró. Hizo otros dos intentos y después, desapareció. Cuando desapareció, me

arrepentí de haberlo tratado mal. Años después, cuando estaba yo viviendo en otra parte del país y venía a

México solamente los fines de semana, me dijeron en mi casa: —Vino el gordo, muy derrotado, y dijo que si no podrías regalarle algo de

ropa. Le preparé un ajuar. Un saco, tres camisas, dos pantalones y un par de zapatos.

Pero el tiempo pasó, el gordo no regresó, mi madre se impacientó y le regaló la ropa al jardinero.

Una mañana, cuando regresé a México, estaba profundamente dormido cuando alguien tocó el timbre; eran las siete de la mañana. Era el gordo que venía por su ajuar.

—¿Por qué no vino antes? Ya le dieron el tambache a otro. He estado muy enfermo —me dijo.

Estaba harapiento, el sombrero, peor que nunca, y los zapatos destrozados. Le di veinte pesos.

—Necesito ropa, patrón —me dijo mientras se los guardaba. Le dije que regresara en una semana, a ver si mientras le conseguía algo. Se

despidió como siempre, quitándose el sombrero e inclinándose ligeramente. Se fue caminando muy despacio y nunca volvió.

3. LOS TRES MUERTOS El primero fue el cuidador que dejamos en la casa cuando fuimos a pasar tres

meses en otra parte del país. Era un antiguo albañil que un accidente dejó baldado y trabajaba velando las construcciones que hacía mi arquitecto. Tenía unos cincuenta años, color enfermizo y una pierna chueca y tiesa. Dormía solo en la casa; por la mañana venía uno de sus hijos pequeños con la comida de todo el día; después de almorzar, ambos salían a la calle, se sentaban en la banqueta y pasaban el día tomando el sol; al anochecer, el niño se iba y el padre se metía en la cama y dormía hasta el día siguiente.

Durante el tiempo en que él estuvo de velador, vine a México dos o tres veces y me quedé a dormir en la casa; no sé por qué razón, Ramón, que así se llamaba, decidió que yo necesitaba despertar a las siete, y todas las mañanas subía cojeando la escalera de madera y tocaba en la puerta de mi cuarto.

—Ya son las siete, señor —me decía. —Muchas gracias, Ramón —le contestaba yo y seguía durmiendo. Un día conocí a su mujer, que era flaca, muy chocante y demasiado

respetuosa. Ramón dejó dos recuerdos; una planta de camelia, que él plantó y nosotros

tuvimos que pagar dos veces, porque se la pagamos primero a él y después al que vino y dijo que la planta era suya y nadie se la había pagado; el segundo recuerdo fue la mugre que dejó entre las páginas de Fortunata y Jacinta que mi madre le prestó para que se distrajera. Cada vez que veíamos la planta o el libro, nos acordábamos de Ramón.

Meses después de haberse ido él vino su mujer a decirnos que estaba muy enfermo y que necesitaba veinte pesos para medicinas. Mi madre se los dio. Al mes, la mujer regresó llorosa a pedir cincuenta para la caja. Mi madre se los dio y después dijo:

—¡Pobre Ramón, ya en el otro mundo! La tercer visita le costó a mi madre diez pesos, a cambio de los cuales, la

mujer prometió traer una foto que le habían tomado a Ramón, ya muerto. La cuarta fue la última, gracias a que la encontré orinando en la calle y ya no se atrevió a llegar a mi casa a darnos el sablazo.

Pasaron varios años. Cada vez que la camelia daba una flor o que alguien hojeaba el libro de Fortunata y Jacinta, mi madre decía:

—¡Pobre Ramón, ya en el otro mundo! Hasta que un día dijo esto delante del arquitecto, que había venido a comer en

tiempo de camelias. El arquitecto la miró perplejo. —¿Cómo en el otro mundo, si está trabajando conmigo en un edificio que

estoy haciendo en la Calzada de Tlalpan? Desde ese día, cada vez que hay una camelia o que ve las hojas de Fortunata y

Jacinta, mi madre dice: —¡Y aquella mujer, que iba a traerme el retrato de Ramón, ya muerto! El segundo muerto fue probablemente real. Había un viejo jardinero, con mal del pinto, que cada seis meses tocaba el

timbre de mi casa y me pedía trabajo. —Gracias —le decía yo—, pero tenemos un jardinero que viene cada ocho

días. Y el viejo se echaba al hombro su cortadora de pasto y se iba. Pero un día, el jardinero que venía cada semana se fue a vivir a Querétaro y

nos quedamos sin nadie que nos arreglara el jardín. Por eso, cuando volvió el pinto, lo contraté. Venía acompañado de un indio grandote, bigotón y muy risueño, que era el que ahora cargaba la cortadora.

—Yo ya estoy muy viejo, pero mi ayudante hace el trabajo pesado —me explicó el pinto.

Y en efecto, el indio cortaba el pasto y removía la tierra, mientras el pinto quitaba las hojas secas. Cuando terminaron su trabajo, se fueron.

Al día siguiente regresó el pinto con la cortadora. Venía temblando y apenas podía hablar.

—Un coche atropelló a mi compañero y tengo que ir a verlo en la Cruz Roja. Quería que le guardáramos la máquina y que le diéramos algo de dinero para

el taxi. Le dimos cincuenta pesos. Regresó días después, a recoger la cortadora. Su compañero había muerto, dijo, y agregó:

—Ahora ya no podré trabajar de jardinero, porque estoy muy viejo. Se dedicó a comerciante. Nos ha vendido plantas de hortensia, semillas de

tulipán, camotes de alcatraz, abono químico, violetas, nardos y una hoz. El tercer muerto fue ficticio. José Zamora es un plomero y electricista muy hábil, muy rápido y muy carero.

Lo llama uno y en media hora está el desperfecto arreglado y Zamora cobrando una suma exagerada. Un día pasó repartiendo tarjetas en las casas de sus clientes.

—Aquí le dejo, patrón, para que cuando se le ofrezca algún trabajo sepa dónde encontrarme.

No es que se hubiera cambiado de casa, sino que había tenido dinero para imprimir tarjetas.

Las tarjetas decían: "José Zapata. Trabajos de Plomería y Electricidad". —¿No dijo usted que se llamaba Zamora? —le pregunté. —Es que me llamo Zamora Zapata y prefiero llamarme Zapata que Zamora

—me explicó. El maestro Zamora venía en una bicicleta, con un estuche de herramientas y

un chiquillo, que era hijo suyo y le servía de ayudante. Un día, llegó un joven desconocido a la casa y dijo, tartamudeando: —Vengo de parte del maestro Zamora que dice que le manden cincuenta

pesos, prestados o regalados, porque a su hijo lo acaba de atropellar un camión y necesita dinero para lo que se ofrezca.

Mi madre le entregó los cincuenta pesos y se pasó tres meses diciendo: —¡Pobre Zamora, cómo estará, con el hijo herido, baldado o muerto! Cuando

hubo un desperfecto y necesidad de llamar al plomero, mi madre le dijo a la criada:

—Ve a buscar a Zamora, a ver si puede venir, porque el hijo puede estar en el hospital o ya enterrado.

Cuando llegó Zamora, le preguntó: —¿Cómo siguió su hijo? —¿Cuál de ellos? —El atropellado. —¿Cuál atropellado? Cuando mi madre le explicó el episodio de los cincuenta pesos, Zamora dijo: —¡Qué infamia! ¡Cómo hay gente sinvergüenza! Pero a los ocho días, mandó al hijo "atropellado" a pedir cincuenta pesos "a

cuenta de trabajos futuros". Se los mandamos y después se cambió de casa sin dejar rastro y no hemos vuelto a verlo.

J.J. ESCOBAR

EL DESEO

Hoy tengo deseo de encontrarte en la

calle,

y que nos sentemos en un café a

hablar largamente

de las cosas pequeñas de la vida,

a recordar de cuando tú fuiste soldado,

o de cuando yo era joven y salíamos

a recorrer juntos

la ciudad, y en las afueras, sobre la

yerba, nos echábamos

a mirar cómo el atardecer nos iba

rodeando.

Entonces escuchábamos nuestra

sangre cautelosamente

y nos estábamos callados.

Luego emprendíamos el regreso y tú

te despedías siempre en la misma esquina

hasta el día siguiente,

con esa despreocupación que uno

quisiera tener toda la vida,

pero que sólo se da en la juventud,

cuando se duerme tranquilo en cual-

quier parte sin un pan entre el bolsillo

y se tienen creencias y confianzas

así en el mundo como en uno mismo.

Y quiero además aún hablarte,

pues tú tienes dieciocho años y podría-

mos divertirnos esta noche con cerveza y

música,

y después yo seguir viviendo como

si nada. . .

o asistir a la oficina y trabajar diez

o doce horas,

mientras la Muerte me espera en

el guardarropa para ponerme mi

abrigo negro

a la salida,

yo buscando la puerta de emergencia,

la escalera de incendios que conduce al

infierno,

todas las salidas custodiadas por desco-

nocidos.

Pero hoy no podré encontrarte porque

tú vives en otra ciudad.

Mientras la tarde transcurre

evocaré el muro en cuyo saliente nos

sentábamos

a decir las últimas palabras cada noche,

o cuando fuimos a un espectáculo de

lucha libre y al salir comprendí que te

amaba,

y en fin, tantas otras cosas que

suceden.

LAS ESCALINATAS programa

ESTÉTICO Y ORGANIZATIVO

Para el movimiento teatral en genera!, el mayor tropiezo está en la dificultad de

vender su producto artístico.

Paradójicamente la producción y la creatividad se logran con mil dificultades:

falta de financiación, falta de espacios adecuados, falta de personal especializado en

las diferentes áreas.

Desde luego, nuestro grupo teatral LAS ESCALINATAS no escapa a este

problema que golpea por parejo a todos los que trabajamos en la solidificación de una

cultura.

Estos aspectos afectan los dos frentes aludidos en tu pregunta. Por un lado, la

falta de profesionales en la Administración Cultural no permite la difusión y

recuperación de la inversión en el producto artístico, y por otro lado, la falta de

financiamiento impide la utilización de la mejor técnica moderna y la asesoría del

persona! calificado al más alto nivel.

ORIGEN DEL GRUPO

LAS ESCALINATAS se formó en el año de 1971, como un grupo teatral

profesional.

Esta idea fue motivada por circunstancias especiales. El movimiento teatral era un

maremagnun total. Estaba anarquizado. Todo el que trabajaba en alguna organización

política pensó que, a través del teatro, lograría derrotar a sus oponentes. Estaban

igualmente en boga los últimos descubrimientos teatrales del señor GROTOVSKI y

comenzaban a introducir a BRECHT. Mal manejo del espacio, peor comportamiento

actoral, discursos políticos y nada de arte. En estos momentos nace Las Escalinatas

gracias a la terquedad de SANDRO ROMERO, CARLOS CASTRILLÓN, MIGUEL

MONDRAGÓN, GUSTAVO SOTO, JULIO ROMERO y mi persona.

Lo primero y más urgente que nos planteaba el contexto social era la elevación de

la calidad teatral, entendiendo por calidad, unos actores capacitados en el manejo del

cuerpo, en el manejo de la voz, en el manejo del espacio teatral, la utilización de

escenografías y vestuario, la técnica de iluminación y el maquillaje; igualmente el

rescate del buen nombre del artista cuidando su imagen, criticando el aspecto lumpesco

disfrazado de intelectualismo.

Los objetivos como puedes ver fueron de tal magnitud que parecía nos fueran a

aplastar, pero poco a poco nuestra producción se fue acentuando y después de doce

años de lucha, la razón está de nuestra parte. Casi todos los grupos que nos

combatieron, hoy están defendiendo nuestros postulados.

EN QUÉ TRABAJAN

Nuestros actores y actrices tienen como objetivo fundamental la actuación y

creatividad teatral.

Tienen un horario de 7 a.m. a 12 m y por la noche de 7 a 9:30 p.m. En el tiempo

libre se hace la proyección del grupo, las relaciones para la venta de las obras y

algunos tienen tiempo para la docencia. Creemos que cada cual debe vivir de su

trabajo, de lo que sabe hacer y nosotros estamos llegando a esa meta.

LA EXPERIMENTACIÓN

El trabajo experimental es para grupos que tienen asegurada su financiación a

través de auxilios parlamentarios y de organismos nacionales u otras ayudas.

Nosotros que no contamos con esas fuentes, debemos buscar otros métodos de

producción, otra relación más dinámica, más eficaz y pragmática.

Para nosotros está primero la posibilidad de mejorar el nivel de vida del actor que

la discusión durante un año de cómo sentarnos en una silla.

MÉTODO DE TRABAJO

Partimos del principio de la vivencia como base fundamental de acercamiento al

arte.

15

No creemos en los actores que les falta ese PEQUEÑO ingrediente, que es haber

vivido.

Tampoco somos amigos de la deshumanización del actor hasta volverlo un pedazo

de piedra y un cara dura en el escenario.

Nos gusta mirar al ser humano como es, conflictivo, impredecible, alegre, triste,

peligroso, inteligente y terco. Partimos de la premisa de que el individuo es parte de un

todo y en él se encuentra el contexto social al cual pertenece.

Nos gusta más CHEJOV que BRECHT. No estarnos interesados en hacer la

revolución desde las tablas.

RELACIONES CON LA CCT

Con la CCT adelantamos muchas tareas conjuntas en el pasado. Participamos en

sus muestras regionales creyendo que era una fiesta de los que hacíamos teatro.

Llegamos incluso a programar temporadas en unión de todo el movimiento teatral.

Pero todo ese esfuerzo quedó atrás. Uno es útil mientras sea incondicional, mientras

firme todo documento de rechazo al establecimiento, pero es rechazado cuando se

cuestiona y se pide un tratamiento democrático en el manejo de las políticas culturales.

Nosotros nos inscribimos en el Movimiento Teatral Independiente, que es un

núcleo de grupos bien organizados y de producción constante durante todo el año.

No tenemos presupuesto de Colcultura pero laboramos en forma continua.

No aparecemos con trabajos a medio estrenar, montados en sesenta días antes de

la muestra regional.

Consideramos que cualquier organismo gremial que se forme debe luchar por

defender al hombre o mujer en sus necesidades vitales: trabajo, techo, salud,

educación. ¿Hace algo de esto la CCT?

PROYECTOS

Respecto a montajes a corto plazo se trabaja en espectáculos de café concierto,

como fuente de subsistencia de los actores.

Este proyecto brinda la posibilidad de darle soltura y versatilidad a nuestros

artistas.

Permite el retorno de dinero para la producción a largo plazo y la satisfacción de

saber que se tiene la suficiente capacidad de ganarse la vida como actor.

Hay repertorio; cuatro piezas cortas: La tortura, La mañana de un hombre ocupado,

Acto de fe y El canto del cisne.

En proceso de estudio la producción de Simbad el Marino en asociación de

Escalinatas y Trapichín, así como el proyecto de Otelo.

Aspiramos a montar esta pieza de Shakespeare para el primer semestre de 1984.

Actualmente se está en el proceso de traducción del inglés al español y la respectiva

adaptación al contexto actual.

FRANZ KAFKA

La situación general de los negocios es tan mala que, a veces, cuando logro desocuparme un rato en la oficina, tomo la cartera de muestras y visito personalmente a los clientes. Entre otras diligencias, me había propuesto llegar alguna vez hasta lo de N., con quien antes tenía permanentes relaciones comerciales que, sin embargo, en el último año, por razones que ignoro, llegaron a aflojarse casi por completo. Para tales perturbaciones no es necesario en realidad que haya motivos; en las actuales circunstancias de inseguridad, a menudo determina esto una insignificancia, un matiz, y de la misma manera, una insignificancia, una palabra, puede volver a arreglarlo todo. Pero es un poco difícil avanzar hasta N. Es un hombre de edad, que en los últimos tiempos estaba bastante enfermo, y que, a pesar de dirigir todavía los negocios, apenas si concurre a su comercio; si uno quiere verlo, debe ir a su domicilio, pero generalmente uno prefiere postergar una diligencia comercial de tal índole.

Sin embargo, ayer a la tarde, después de las seis, me puse en camino; ya no era hora de visita, pero la cuestión no debía juzgarse de manera social, sino comercialmente. Tuve suerte. N. estaba en casa; acababa de regresar de un paseo con su esposa, como se me informó en la antesala, y se hallaba ahora en la habitación de su hijo, que se encontraba en cama, enfermo. Me invitaron a ir también allí; al principio vacilé, pero luego privó el deseo de terminar cuanto antes la penosa visita y me decidí, así como estaba, con el abrigo puesto, sombrero y cartera en mano, me dejé conducir a través de una habitación, oscura hacia otra, suavemente iluminada, en la que se hallaban varias personas.

En forma seguramente instintiva, mi mirada recayó primero en un agente de negocios, harto conocido para mí, por ser competidor mío. Se había pues deslizado hasta aquí, adelantándoseme. Estaba cómodamente instalado junto a la cama del enfermo, como si él fuese el médico; con su hermoso abrigo abierto, abollonado, daba impresión de ser todopoderoso; su descaro es insuperable; algo semejante debió de pensar también el enfermo, que yacía con las mejillas enrojecidas por la fiebre y que de vez en cuando miraba hacia él. Por lo demás, el hijo ya no es joven; un hombre de mis años, de barba corta algo descuidada a raíz de la enfermedad.

El viejo N., grande, de anchos hombros, sorprendentemente enflaquecido por su traicionero mal, encorvado e inseguro, permanecía aún como había llegado, con él abrigo puesto, y murmuraba algo en dirección a su hijo. Su señora, pequeña y frágil, aunque extremadamente vivaz, pero sólo en cuanto se refería a él —a los otros apenas si nos veía— se hallaba ocupada en quitarle el abrigo, lo que por la diferencia de estatura entre ambos ofrecía algunas dificultades. Pero finalmente lo logró. Quizás la verdadera dificultad estaba en que N., muy impaciente, no cesaba, tanteando con sus manos inquietas, de pedir el sillón, que por fin la mujer, luego de haberle quitado el abrigo, empujó con prisa hacia él. Ella misma tomó el abrigo, debajo del cual desaparecía, y se lo llevó.

Por fin pareció llegado mi momento, o mejor, no había llegado, no llegaría nunca aquí; en realidad, si yo todavía quería intentar algo, debía ser inmediatamente, porque tenía la impresión de que las posibilidades para una conversación de negocios sólo podían empeorar. Pero no entraba en mis costumbres eternizarme en un asiento, como lo pretendía seguramente el agente; por otra parte, no quería guardar consideraciones a éste. De modo que comencé a exponer brevemente mi asunto, a pesar de que notaba que N. tenía deseos de conversar algo con su hijo. Desgraciadamente, tengo la costumbre,

cuando me he excitado con la conversación —y esto sucede casi enseguida y sucedió en este cuarto de enfermo antes que en otras oportunidades— de levantarme y pasearme mientras hablo. En la oficina de uno esto puede ser muy conveniente, pero es bastante molesto en casa ajena. Sin embargo, no pude dominarme, sobre todo porque me faltaba el cigarrillo habitual. Ciertamente, todos tenemos malos hábitos, con lo cual todavía elogio los míos en comparación con los del agente. Qué decir, por ejemplo, de que a menudo, de modo completamente inesperado, se encasquetaba el sombrero, luego de haberlo empujado suavemente de aquí para allá sobre las rodillas. Claro que al instante vuelve a quitárselo, como si hubiera sucedido por inadvertencia, pero de todos modos lo ha tenido un momento en la cabeza, y esto sucede de tiempo en tiempo. Creo que semejante comportamiento es en verdad intolerable. A mí no me molesta, voy y vengo, estoy completamente absorbido por mi asunto y miro por encima de él; pero debe de haber gente a la que la prueba con el sombrero ha de sacarla de sus casillas. En mi ardor no presto atención a molestias de esta índole ni a nada; veo, sí, lo que ocurre, pero hasta que no he terminado o hasta que no oigo objeciones, en cierto modo no tomo conoci-miento de ello. Así, por ejemplo, noté perfectamente que N. no estaba en condiciones de entender: se revolvía incómodo, las manos en los brazos del sillón, miraba al vacío con expresión de búsqueda desatinada y su rostro parecía tan ausente como si ningún sonido de mi discurso ni la menor señal de mi presencia llegase hasta él. Yo veía que todo este comportamiento enfermizo me daba pocas esperanzas, pero a pesar de ello seguía hablando como si tuviese todavía la intención de enderezar todo con mis palabras, con mis ventajosas ofertas. Yo mismo me asusté de las concesiones que hacía sin que nadie me las pidiera. Cierta satisfacción me produjo todavía que el agente, como noté de paso, dejara por fin en paz su sombrero y cruzara los brazos sobre el pecho: mi exposición, en parte destinada a él, parecía estropear sus proyectos. La satisfacción que esto me produjo seguramente me habría incitado a seguir hablando largamente, si el hijo, al que había prestado poca atención por ser un personaje secundario para mí, no me hubiese reducido a silencio incorporándose a medias y amenazándome con el puño, evidentemente, quería decir algo, mostrar algo, pero no tenía fuerzas suficientes. Al principio atribuí todo esto al delirio de la fiebre; cuando involuntariamente miré hacia el viejo, comprendí todo mejor. N. estaba sentado con los ojos abiertos, vidriosos, hinchados, que sólo podían servirle unos instantes más; se inclinaba temblorosamente hacia adelante como si alguien le sujetase o le golpease la nuca; el labio inferior, el maxilar mismo, colgaba inerte, mostrando las encías; todo el rostro estaba desencajado, todavía respiraba, aunque con dificultad, pero luego, como liberado, cayó hacia atrás, contra el respaldo, cerró los ojos, la expresión de que hacía algún gran esfuerzo pasó todavía por su rostro y todo terminó. Salté hacia él, tomé la mano que colgaba sin vida, helada, y me produjo un escalofrío. Ya no había pulso. Todo había concluido. Ciertamente, se trataba de un hombre de edad. Ojalá el morir no nos resulte más arduo. ¡Pero cuánto había que hacer ahora! ¿Y qué con mayor urgencia? Miré en derredor, buscando ayuda. Pero el hijo había subido la manta hasta cubrirse la cabeza, se oía su llanto interminable. El agente, frío como un sapo, seguía firme en su sillón, visiblemente decidido a no hacer otra cosa que esperar el transcurso del tiempo; yo, solamente yo, quedaba para hacer algo y emprender enseguida lo más difícil: comunicar a la mujer la noticia de alguna manera soportable, es decir, de una manera que no existe. Y ya oía sus pasos diligentes y arrastrados en la pieza contigua. Trajo —todavía en ropa de calle, no había tenido tiempo de cambiarse— un camisón entibiado en la estufa y quería ponérselo al marido. "Se ha dormido", dijo moviendo la cabeza con una sonrisa al notarnos tan silenciosos. Y con la infinita fe de los inocentes, tomó la misma mano que hacía un instante había yo tenido en la mía con desagrado y aprensión, la besó como en un pequeño juego conyugal, y —¡cómo habremos abierto los ojos los otros tres!— N. se movió, bostezó ruidosamente, se dejó poner el camisón, toleró con rostro

irónicamente disgustado los tiernos reproches de su mujer por el excesivo esfuerzo realizado en el paseo demasiado largo, y dijo, para justificar que se hubiese quedado dormido, algo relativo al aburrimiento. Después, para no enfriarse yendo a otra habitación, por el momento se acostó en la cama del hijo. Junto a los pies de éste, sobre dos almohadas rápidamente traídas por la mujer, reposó la cabeza. Después de lo pasado, no encontré nada extraño en ello. Entonces pidió el diario de la tarde, lo tomó sin consideración a los visitantes, pero sin leer, miraba sólo aquí y allá y nos dijo entretanto, con mirada cortante, asombrosamente comercial, algunas cosas sumamente desagradables acerca de nuestras propuestas, mientras que con la mano libre continuamente hacía movimientos de arrojar algo y significaba, chasqueando la lengua, el mal gusto que le provocaba nuestra conducta comercial.

El agente no pudo dejar de hacer algunas observaciones inadecuadas, sentía probablemente en su tosquedad que después de lo que había sucedido debía producirse alguna compensación. Yo me despedí de prisa; casi le estaba agradecido al agente; sin su presencia no hubiese tenido el coraje de retirarme tan pronto.

En la antesala me encontré todavía con la señora N. Al ver su mísera figura le dije sinceramente que me recordaba un poco a mi madre. Y como permaneciera callada, agregué: "Dígase lo que se quiera: podía hacer milagros. Lo que nosotros ya habíamos destruido, ella sabía componerlo. La perdí en la niñez". Había hablado deliberadamente con exagerada lentitud y claridad, porque sospechaba que la señora fuera un poco sorda. Y probablemente lo era, porque preguntó sin transición. "¿Y el aspecto de mi marido?" Por algunas palabras de despedida noté que me confundía con el agente; creo que de otra manera hubiera sido más atenta.

Luego bajé la escalera. El descenso fue más difícil que el ascenso, y eso que éste no había sido fácil. ¡Ah, qué desdichadas diligencias comerciales hay, y uno tiene que seguir llevando la carga!

(Traducción de Alfredo Pippig).

Dibujo de Santiago Rebolledo

19

SEPARATA

ROSA BLINDADA le propone a usted un cuestionario sobre poesía con el fin de

plantear junto con los poetas y lectores las diversas posibilidades y problemas que arroja

esta práctica entre nosotros. Las respuestas que merezca este cuestionario originarán, tal

vez, nuevos enfoques y hasta posiciones polémicas, lo cual sería un síntoma saludable

del tránsito de la poesía por la vida.

ROSA BLINDADA lo invita a colaborar en sus páginas expresando sus opiniones

alrededor de las siguientes preguntas:

1. ¿Qué representa la poesía para el hombre actual?

2. ¿Cuál es su materia prima? ¿Cuáles sus preocupaciones (estéticas, sociales, políticas,

etc.)?

3. ¿Qué nos dice de la poesía en Colombia posterior al Nadaísmo?

4. ¿Qué tendencias percibe en la escritura de la poesía actual en nuestro medio?

5. ¿Algo más sobre poesía?

6. ¿Tiene alguna sugerencia que enriquezca este cuestionario?

javier Tafur*

ROSA BLINDADA1 ha propuesto un cuestionario. Las preguntas planteadas se

dirigen a lo esencial. Ha sido muy bien recibido porque sitúa la práctica poética en el plano de la reflexión, haciéndola "objeto de estudio" y porque a partir de esta investigación, se podrán obtener datos que permitan dar algunas de sus notas más características en el presente momento.

ROSA BLINDADA motiva la participación de sus lectores previendo nuevos ascensos en la relación lectura-escritura poética

2.

Seguramente será así; personalmente deseo referirme, en esta oportunidad, a las preguntas que exploran lo que representa la poesía para el hombre actual e interrogan por su materia prima.

Este tipo de inquietudes ha sido una constante de quienes se ocupan del quehacer literario y viene a constituir la poética misma, formulada ya desde Aristóteles, pasando por Boileau, Schiller, Goethe, Dilthey, Poe, hasta Román Jakobson, sin olvidar a Jorge Luis Borges, Octavio Paz y, entre nosotros, a Carlos Rincón.

Lo importante del cuestionario es la actualidad que él mismo se otorga al reabrir el debate y darle su eterna vigencia.

Aristóteles se ocupa de dar definiciones y sugerir métodos. Para la tragedia recomienda

prólogo, episodio, salida y coro; enlace y desenlace; de la fábula darle "tal extensión que pueda la memoria retenerla fácilmente"

3. En cuanto a la técnica poética dice: "es cosa grande

y sin disputa el usar de estas cosas oportunamente; pero grandísima el ser metafórico porque sólo éste es lo que se puede practicar sin tomarlo de otro, y es indicio de buen ingenio; pues, aplicar bien las metáforas es indagar qué cosas son entre sí semejantes…"

4.

Dilthey reconoce la función de la poesía en la sociedad y sobre este sentimiento afirma la dignidad de la actividad del poeta.

La poética en Dilthey se aparta de la concepción aristotélica, superándola. La de Aristóteles fue un instrumento de trabajo, con la gramática y la retórica.

La poética se perfecciona en Dilthey y se enriquece del estudio del hombre, de la historia y de las ciencias sociales.

Escribía Dilthey: "La poética se ha hecho hoy una necesidad innegable. La cantidad incalculable de obras poéticas de todos los pueblos debe ser ordenada para los fines del placer vivo, del conocimiento causal histórico y la práctica pedagógica, apreciada según su valor y aprovechada para el estudio del hombre y de su historia. Sólo puede cumplirse esta tarea si junto a la historia de la letra se coloca una ciencia general de sus elementos y leyes, sobre cuya base se construyen las composiciones poéticas"

5. Su punto de partida fue el estudio de la

facultad creadora, de la imaginación del poeta frente al mundo y el análisis de su momento histórico.

La poética, renovada en Dilthey, contiene afirmaciones de valor incontestable, que responden a las preguntas formuladas por ROSA BLINDADA concernientes al significado de la poesía para el hombre. Veamos algunas: "La poesía está penetrada por el sentimiento de que es ella misma la que debe dar la interpretación auténtica de la vida"

6 […]. Las ciencias

naturales y sociales tienen por objeto el nexo causal de todas las manifestaciones. En cambio no le es accesible el sentido de la vida y el de la realidad exterior.

"Este está contenido individual y subjetivamente en la experiencia de la vida. La poesía proporciona una expresión exaltada a la experiencia de la vida y del corazón. Representa la belleza de la vida en medio de sus amarguras, la dignidad de la persona en medio de su limitación"

7. "Hay un núcleo en que el sentido de la vida, tal como lo quiera representar el

poeta, es siempre el mismo para todos los tiempos. Es por eso que los grandes poetas tienen siempre algo de eternos. Pero el hombre a su vez, es un ser histórico. Cuando ha cambiado el orden de la sociedad y el sentido de la vida, los poetas de las épocas pasadas dejan de conmo-vernos como conmovieron alguna vez a sus contemporáneos.

Así ocurre hoy. ¡Esperemos al poeta que nos diga cómo sufrimos, gozamos y luchamos con la vida!

8

Y es Paz, en El arco y la lira, en El signo y el garabato, quien nos dice:

"Poema: ideograma de un mundo en busca de su sentido, su orientación, no es un punto fijo sino en la rotación de los puntos y en la movilidad de los signos"

9.

"El poeta dice lo que dice el tiempo, inclusive cuando lo contradice: nombra el transcurrir, vuelve la palabra a la sucesión. La imagen del mundo se repliega en la idea del tiempo y ésta se despliega en el poema. Poesía es tiempo desvelado: el enigma del mundo convertido en enigmática transparencia"

10.

La poesía presenta algo más o cosa distinta que "escribir conforme a las reglas de buen gusto" como la definían los textos de literatura preceptiva. No sólo por la relatividad de los gustos según las personas y los tiempos, sino porque es algo más esencial, más valioso y más profundo. La poesía es fuego y aquel que se aproxima ha de estar encendido o encenderse. Esto ha sido y sigue siendo la poesía para el hombre.

* Publicado con el título “Función social de la poesía” en el periódico Occidente (Cali, 22-V-83) (1) Rosa Blindada —Revista Literaria— (2) Ídem. (3) Aristóteles. El arte poética. Sexta Ed., Colección Austral, Espasa Calpe. (4) Ídem. {5} Dilthey, Wilhel,. Poética. Editorial Losada, Buenos Aires, 1945, p. 9. (6) Ídem., p. 218. (7) Ídem., p. 219. (8) Ídem., p. 224. (9) Paz, Octavio. El signo y el garabato. Confrontaciones. Joaquín Mortiz, p. 11. (10) Ídem.

ARTE POÉTICA

Que el verso sea como una llave Que abra mil puertas

Una hoja cae; algo pasa volando

Cuanto miren los ojos creado sea,

Y el alma del oyente quede temblando.

Inventa mundos nuevos y cuida tu palabra;

El adjetivo, cuando no da vida, mata.

Estamos en el ciclo de los nervios, El músculo cuelga. Como recuerdo, en los museos; Mas no por eso tenemos menos fuerza: El vigor verdadero Reside en la cabeza. Por qué cantáis la rosa, ¡oh Poetas! Hacedla florecer en el poema; Sólo para nosotros Viven todas las cosas bajo el Sol. El poeta es un pequeño Dios.

(De El espejo de agua)

VICENTE HUIDOBRO

carlos rosso

1

Para el hombre actual, tal vez, la poesía no sea más que un pasatiempo, una forma de ahogar la desocupación, lejos de ver la verdad universal que presenta. Sin embargo, hay que subrayar, la poesía comunica las edades en lo que tiene de profundo, de común o de simple. Y siendo esas experiencias imágenes de una demanda intelectual traducen la búsqueda de sentido

que experimenta el hombre en el amor, la belleza, la pasión, la pobreza, el miedo, la injusticia de los desastres sociales. Cuando Keats escribió que la belleza es la verdad, verdad bella, su imaginación se acercaba a resolver la ecuación de la vida resolviendo el conocimiento de su mundo. Era una afirmación del espíritu romántico, el mismo espíritu que inspira el sueño personal para no perder el sentido de vivir. Por esto, cuando estamos en presencia de un desdoblamiento de las formas de vida, y hablamos de la poesía como de "una moneda falsa", escogemos la poesía por ser la exhibición del juego de unos valores cuestionables.

2 Mucho se ha especulado sobre las fuentes de la poesía. Si se quiere se ha llegado a ver

como la rebanada de la vida que se reconoce en lo que tiene de parecido. No obstante la realidad está en otro extremo, pues la buena poesía, y esto de buena es otro valor, reside en su abstracción, en el poder de síntesis que tiene el poeta sobre las cosas, en lo que debe decir sin decirlo. La poesía como la ilusión que tiene el poder de penetrar en la mente y llenarla de fuerzas y contrastes es en sí una preocupación. El contenido de tal preocupación puede figurarse de cualquier manera, lo que importa es aquella capacidad de distanciamiento con lo obvio. La apreciación objetiva es su color. La poesía política es apenas un adjetivo. No creo en esta modalidad. Tampoco creo que haya buena poesía política o social.

3 No veo la razón de preguntar si después del nadaísmo hay poesía. ¿Acaso hay poesía nadaísta? El que haya uno o dos poetas con esa inclinación no lleva a

calificar la poesía de esa manera. La prueba más enriquecedora se presenta en la escritura poética que se viene repitiendo, y bastaría decir que en Colombia se sigue haciendo poesía con altibajos y ripios, con seguimientos individuales, a veces con caprichos (Cobo Borda) y con sensibilidad de quienes ven en la poesía el "dulce martirio" (Quessep).

4 Nuestro medio tiene versificadores y poetas de "arte menor" sin tendencias y sin manejo

verbal. A veces se encuentran líneas esperadas, logros individuales que prometen un florecimiento. La falta de una conciencia un poco más crítica hace que se multipliquen los poetas de paso.

5 El buen poeta es el que permanece en la ingenuidad, sin descubrir el arte de engañarse y

de engañar a los demás. Por esto la poesía, entendida como trabajo de imaginación, queda como puesta en un juego de un cierto "control intelectual" en lo que tiene de desplazamiento y exploraciones. Es el "hic et nunc" de lo representado. La conquista de lo que se halla y su regreso, el ensueño y el sueño como aventuras.

REGLA GRAMATICAL

La gramática, como norma colectiva en poesía, carece de razón de ser. Cada poeta forja su gramática personal e intransferible, su sintaxis, su ortografía, su analogía, su prosodia, su semántica. Le basta no salir de los fueros básicos del idio-ma. El poeta puede hasta cambiar, en cierto modo, la estructura literal y fonética de una misma palabra, según los casos. Y esto, en vez de restringir el alcance socialista y universal de la poesía, como pudiera creerse, lo dilata al infinito. Sabido es que cuanto más personal (repito, no digo individual) es la sensibilidad del artista, su obra es más universal y colectiva.

César Vallejo

javier navarro

Nunca la poesía ni la Hembra pretexto o diversión: siempre el origen, la causa de las causas, meta y rumbo…

L. de G.

Inventa mundos nuevos y cuida tu palabra.

Vicente Huidobro

Para una minoría, una inmensa minoría, la poesía lo representa todo. La mayoría soporta, acepta el vivir cotidiano dedicando toda su energía al comercio, a la paternidad, a las diversiones de fin de semana o al alcohol. Pero existe esa minoría que sabe que no hay respuesta fuera de la creación continua de respuestas transitorias: la poesía.

Y para estos pocos felices infelices no hay diferencia entre el vivir poético y la escritura de la poesía, entre el poema y el acto vital. La poesía lo es todo porque es amor y expresión del odio, es soledad y manifestación de la opresión, fuerza y debilidad, sentido y sinsentido. Cuando la vida no tiene sentido o tiene demasiado, la poesía se hace necesaria. Sin ella, en lugar de profunda intimidad y cambio permanente, aparecen la rutina y la idiocia. Pero sirve como un dulce bálsamo o como un potente correctivo para el hombre común, para el poeta en cuanto que también es hombre común (vale decir, de la comunidad) para curarse así sea momentáneamente de la hipocresía, la envidia, el temor, la violencia gratuita, la música ordinaria, la pesantez de espíritu, la pedantería, la conversación sin gracia, la inmodestia, la modestia estéril, los versos sin poesía, la locura sin lucidez, la mujer sin inteligencia, el hombre sin delicadeza, el dinero, la intransigencia y las enumeraciones.

Como el vivir que se interroga a cada paso sobre sí mismo, la poesía es el lenguaje que habla de sí mismo. Es la transformación perpetua del decir y del imaginar; es el discurrir ilimitado de lo nuevo en el verbo y su renovación. Señala por este medio la necesidad de innovar en el mundo, en la política y en el amor. Reino de la sorpresa, indica siempre algún goce apenas vislumbrado en et sueño; todo le sirve de origen y de acicate. Todo le preocupa, lo feo y lo sublime, lo social y lo antisocial, el crimen y la caridad, la pobreza y el

barroquismo. Su moral es la del Deseo: romper las prohibiciones para gozar de ellas y con ellas. Juega por tanto con el "deber ser" y se ríe de lo que debe decirse y lo que no debe decirse, de lo permitido y de lo censurado. Los tiranos por eso la temen, y la temen las beatas y las santurronas de todos los sexos y capillas. Y por eso: la poesía adora la sensualidad y el pecado, aborrece el sentido común (en todo los sentidos), no se preocupa de las preocupaciones del mezquino, critica la explotación, la opresión y el estado de miseria de los pueblos; y como ama con fervor la libertad, los políticos todos, diestros y siniestros, la miran sesgadamente con desconfianza e ira.

El hombre poético lo quiere todo pero sabe encontrar la totalidad en un minúsculo fragmento de vida y lenguaje; en el árbol y en la sombra del árbol, en un paseo, en un lluvioso atardecer, en una sonata, en un rostro, en los sueños y las ilusiones: su totalidad está en todas partes.

El Nadaísmo tuvo, en este sentido, mucho de revitalizador. Fue crítico, irónico, altivo, soez, lleno de humor y de picardía. Pero fue también ingenuo, exageradamente trivializador, plagiario en posturas y textos, muchas veces insustancial y pleno de fraseología vacua. Pero supongo que eso sucede con todo movimiento poético en el que sólo unos cuantos poetas se destacan de la mediocridad de sus amigos. Aquí: Eduardo Escobar, X-504, J. Mario, en la vida el ex-anarquista Elmo Valencia y nuestro terrible Marinetti, Gonzalo Arango. Sin juzgar más de su calidad, lo cierto es que muchos no hubiéramos soportado la literatura en el bachillerato donde Cervantes por arte de la magia amarilla de la estupidez y de la disciplina se convierte en la más sutil de las torturas, de no haber sido por el Nadaísmo. Allí nos dimos cuenta de que la literatura tenía mucho que ver con la vida y nada, absolutamente nada con las clases y con los profesores.

En mi sentir después de esta risotada del nadaísmo en las barbas de las gentes honestas, ha habido muy poco, casi nada que valga la pena. Álvaro Mutis, cierto. ¿Quessep? ¿Roca? Todavía no se constituye una obra sólida. Mucho verso de ocasión, mucha grafomanía.

Y entre nosotros, en Cali, se ha hecho de la ignorancia una virtud.

En el siglo pasado ya había dicho en Alemania Hebbel que "en un siglo tan alejado de la guerra de Troya, no es concebible un poeta sin cultura y sin ciencia; pues un hombre que no ha heredado siquiera un céntimo de los siglos transcurridos antes que él, está, respecto a la Humanidad, en la misma relación que un niño respecto a un hombre"; por desgracia, es lo que ocurre en nuestro medio. Las lecturas y la reflexión son pobrísimas y ese desmaño en el cultivo de un rico universo imaginario se patentiza en los exangües abortos poéticos de nuestros bardos burdos; el desconocimiento de la historia literaria y de la historia de las formas, el nulo estudio sobre los ritmos y el metro, la falta de trabajo sobre los clásicos y la infantil creencia de que se está inventando la poesía es algo palmario en cualquier antología de poetas jóvenes. Y por supuesto, toda mediocridad en la poesía lleva a la hipocresía en el carácter y en la vida y, claro está, a juzgar que es malo todo lo que desconocemos.

El Verso Libre entre nosotros no ha triunfado por las perspectivas y posibilidades que ofrece, sino por la ignorancia de los ritmos poéticos y porque el estudio de la poética, de la retórica y de la métrica está vedado para el "poeta" simplón que hace versitos en una prosa desmayada y de corto aliento, ostentando un kavafismo palúdico, en medio del más grande marasmo metafórico y de la mayor astenia imaginativa que haya tenido que soportar la literatura universal.

Y tal estudio y tal reflexión no pueden ser únicamente librescas. Es preciso plantearse por qué el hombre, algunos hombres, no pueden prescindir de lo bello y de lo justo. Lo estético no es solamente una relación del hombre con la imagen y con el lenguaje, sino también una relación del hombre con el hombre, con la mujer. ¿Existirá una ética de la estética? ¿Puede ser un gran poeta un ser mezquino que hace un mal sin grandeza, el que patrocina un dolor que no alcanza la criminalidad de la filosofía sadiana y que necesita del débil para su triste fortaleza?

La poesía transforma el mundo de lo imaginario social y su lenguaje, pero esa transformación no posee el efecto inmediato del sable sobre la cabeza del condenado sino la

lenta Incidencia del Deseo sobre el cuerpo, sobre el cuerpo propio y sobre el cuerpo social. Tal transformación nos convierte en flechas listas a ser disparadas por el tenso arco del anhelo. Así entendida la poesía es la lucha del Deseo y la muerte. Combate entre el Deseo propio y el ajeno, entre el poder que manda y explota, y el sentimiento de mi propia verdad; entre el Deseo sometido que cabalga el domesticado potro de la muerte en el lento desangrarse hacia nuestra desaparición y la Fuerza imperturbable del Instinto. La poesía le enseña a los pueblos que cada vez es menos digno vivir sin hacer bulla, sin ser sentidos, sin enojar a nadie, haciéndonos perdonar el hecho de existir.

SOBRE UNA POESÍA SIN PUREZA

Es muy conveniente, en ciertas horas del

día o de la noche, observar profundamente los objetos en descanso: las ruedas que han recorrido largas, polvorientas distancias, soportando grandes cargas vegetales o minerales, los sacos de las carbonerías, los

barriles, las cestas, los mangos y asas de los instrumentos del carpintero. De ellos se desprende el contacto del hombre y de la tierra como una lección para el torturado poeta lírico. Las superficies usadas, el gasto que las manos han infligido a las cosas, la atmósfera a menudo trágica y siempre patética de estos objetos, infunde una especie de atracción no despreciable hacia la realidad del mundo.

La confusa impureza de los seres

humanos se percibe en ellos, la agrupación, uso y desuso de los materiales, las huellas del pie y de los dedos, la constancia de una

atmósfera humana inundando las cosas desde lo interno y lo externo.

Así sea la poesía que buscamos, gastada

como por un ácido por los deberes de la mano, penetrada por el sudor y el humo, oliente a orina y a azucena salpicada por las diversas profesiones que se ejercen dentro y fuera de la ley.

Una poesía impura como un traje, como

un cuerpo, con manchas de nutrición y actitudes vergonzosas, con arrugas,

pablo neruda

observaciones, sueños, vigilia, profecías,

declaraciones de amor y de odio, bestias, sacudidas, idilios, creencias políticas, ne-gaciones, dudas, afirmaciones, impuestos.

La sagrada ley del madrigal y los decretos

del tacto, olfato, gusto, vista, oído, el deseo de justicia, el deseo sexual, el ruido del océano, sin excluir deliberadamente nada, la entrada en

la profundidad de las cosas en un acto de arrebatado amor, y el producto poesía manchado de palomas digitales, con huellas de dientes y hielo, roído tal vez levemente por el sudor y el uso. Hasta alcanzar esa dulce superficie del instrumento tocado sin descanso, esa suavidad durísima de la madera manejada, del orgulloso hierro. La flor, el trigo, el agua tienen también esa consistencia especial, ese recurso de un magnífico tacto.

Y no olvidemos nunca la melancolía, el

gastado sentimentalismo, perfectos frutos impuros de maravillosa calidad olvidada,

dejados atrás por el frenético libresco: la luz de la luna, el cisne en el anochecer, "corazón mío" son sin duda lo poético elementa! e imprescindible. Quien huye del mal gusto cae en el hielo.

Publicado por la revista Caballo Verde para la Poesía,

España, 1935.

horacio benavides

"Los poetas, que son sólo perturbadores del alma" (J. J. E.).

Un hombre de pequeña estatura, medio calvo, con un bigotico equilibrado, amable y de pocas palabras, visto así era la imagen exacta del antipoeta y más parecía un sastre de pueblo, sin embargo mirándolo con detenimiento, sus pequeñas orejas puntiagudas lo delataban, era éste, sin ninguna duda, un oficiante de la secta de Satanás, disfrazado de ciudadano común y corriente para estar entre nosotros. Tímido, dijo tres palabras sobre su trabajo, en Cali había escrito los Poemas de la Ofensa y también en Cali su nuevo libro SOMBRERO DE AHOGADO y bien pudo hablar del mal tiempo.

La poesía en Colombia sigue la dirección del árbol aéreo, allí ondula y florece, empieza con el nocturno de Silva y culmina en los poemas de Arturo y Carranza. Es una llama que busca las estrellas. Jaramillo Escobar sigue la dirección opuesta, la del árbol subterráneo. Su poesía brilla en la oscuridad, busca la refracción en las raíces, es la luz en el sótano donde una lámpara de petróleo ilumina el rostro de los que por nosotros realizan el crimen, es el río turbio que "resurge mágicamente cuando el relámpago acuchilla el firmamento". Se nutre de amores perversos, se construye con desechos, se tira de los cabellos con la muerte.

Primo en segundo grado de Lautremont, pariente lejano de Rimbaud, compañero de celebración, en alguna isla de Centroamérica, de Barba Jacob, amigo de Salomón, poeta por sí mismo y sin familia, Jaime Jaramillo Escobar anda entre nosotros.

Bebamos su poesía, que de ella saldremos castos como los animales, limpios de sentimentalismo, dispuestos a danzar con la muerte.

jaime jararamillo escobar

PERORATA

Señoras y señores, oh ¡señores!

Mirad esta caja roja. ¿La veis? En ella traigo mi poema, que se irá desenrollando

ante vosotros, aquí frente a vuestras miradas, haciendo sonar sus crótalos de

colores y estirando la cabeza para veros mejor y de vez en cuando lanzaros un

picotazo.

Ya la voy a abrir, la estoy abriendo, ya se mueve, poned atención, el poema

empezará a salir pronto de esta hermosa caja roja con música incorporada, esta

caja de sorpresas tan liviana y tan bella.

Mientras muevo mi mano en su interior para amansar el poema, os voy

diciendo, oh señores: no leáis poemas pesados, ni ásperos. El poema tiene que ser

flexible, escurridizo, ondulante, con un cuerpo frío que os haga estremecer y en la

cabeza una boca capaz de haceros cualquier cosa.

Atención, señores, ya empieza a salir el poema. Mientras sale, os voy diciendo, oh

señores: no comáis poemas calientes; el buen poema se come frío.

Yo no os traigo la serpiente más larga extensa dilatada o interminable del

Amazonas; ni he cazado la flor viva de la victoria regia; ni este animal tiene pico de

tucán.

Señores, oh señores, en el aeropuerto de Medellín conversaban dos señores:

—mi hijo mayor, ingeniero, se casó, tienen un niño; Inés Clara, su esposa, un encanto,

de la mejor familia. Pero Luis Carlos, el menor, qué desgracia, su madre está

desconsolada. Hemos hecho todo lo posible, no tiene remedio, ¡qué desgracia tan

grande!

—¿¡…!?

—Se dedica a la lectura de poemas, ¿comprende usted, querido amigo? ¡Y yo

que lo creía tan inteligente!

Señores, ¡oh señores! Esta caja ha viajado conmigo medio mundo. No siempre

he puesto en ella ágiles y rebeldes poemas. A veces también mi muda de ropa. Pero

es la caja del poema, de todos modos. Consideradla si queréis como una jaula. En

ella he llevado el pájaro que no existe.

Los de más cerca apártense un poco. Los de más allá, acérquense más. Hagan

un círculo perfecto, tómense de las manos, aquí está saliendo esta cosa verde que es

el poema. A ver, caballero, ¿cuánto cree usted que tiene en su bolsillo? Deme la mitad

y verá el monstruo completo. No es para mí, es para comprarle la leche a él.

Señoras y señores, en cierta ocasión, andando por un lejano país, trabé amistad

con un poeta local, uno de su provincia, que no conocía del mundo más que unas

cuantas estrellas. Con una que hubiera conocido bastaba, porque todas son iguales,

pero la cantidad era importante para él, las recontaba todas las noches. El mundo es

mundo por ser innumerable, me dijo. ¿Qué sería de nosotros si tuviésemos un solo

Dios?

Aquí donde me veis, he sido muy recorrido desde niño. Estuve en el Brasil, donde

toda la tierra se llena de sapos después de los inmensos aguaceros. Del Brasil es esta

mano roja con uñas de oro para la suerte, la suerte buena, porque la mala me la

curaron en Bahía.

Sí señores, caballeros: no temáis. Este verso es un endecasílabo, bueno para el

insomnio; y estos son tercetos, contra las quemaduras. Y una décima para el dolor de

cabeza. Dije una décima; no una pócima.

Señores, ¡caballeros! He aquí los seres del bosque, pálidos y mojados entre la

lluvia torrencial. En sus cuevas se esconden, pero el aguacero implacable crece.

Fabricad una casa para el tapir, un palacio para el tigre. Los seres alados con sus alas

se cubren, pero el Padre y el Hijo sólo tienen un delgado manto, todo ensopado.

Os voy a decir, señores, sí, os lo voy a decir, qué es lo que hace el poeta.

Poner una veleta en la ventana para desorientar a los pájaros. Labrar peces de

hielo para cambiárselos al mar por peces verdaderos

Guardar granizo en la bodega para comer en invierno delante de los amigos.

Descubrirse ante el ventarrón y entregarle su paraguas al revés. Borrar con la

manga las manchas de sombra en los cristales.

Subirse en una silla de tijeras para pintarle bigotes a la luna.

Escudriñar el horizonte para ver si en el viento hay un señor con cabeza de

pájaro.

Decirle a la aurora dónde vive un malvado para que no pase por el patio de su

casa.

Cuando el arco iris aparece, ir y amarrarlo de pies y manos para ver cómo brilla

de noche.

Pescar antenas de televisión y rajarles el estómago para sacarles todas las

imágenes de mujeres que se han tragado.

Colocar faros de espejo en la alcoba para los grandes bacalaos de ojos de reina.

Ir a contemplar los negritos en la playa, que le arrancan mechones a una nube de

verano para hacer ovejas con cara de cera negra. Para hacer palomas con pico

negro. Para que sus mamas los regañen por haber dañado el cielo.

Si se encuentra un cocodrilo cantar himnos con él, y en general cantar con todos

los seres, hasta con una máquina que es tan fiera, o con un ángel supersónico.

Hacerle al jardín la visita de cortesía.

Manejar el agua con el dedo chiquito y decir todo lo que le dé la gana, que para

eso es poeta.

No dejar nunca de pensar en lo que está oculto a fin de descubrirlo. El poeta es el

que saca un sombrero del buche de un conejo.

Y muchísimos otros trabajos que no revelo para que vosotros no aprendáis el

oficio de poeta.

Os han dicho, sí, yo sé, os lo han dicho, lo que es la poesía. La poesía es todo

eso que os han dicho, y también esta cajita roja vacía en la que, como podéis verlo, no

hay nada, absolutamente nada, sino ella misma sola por dentro.

Adiós señores, ya me voy, viene la policía. Os dejo mi sombra.

PORFIRIO BARBA JACOB

El son, el celebrado, el secular, el cercano, el nómada, el epicúreo, el impetuoso, el extraño, el desolado, el insurgente, el maldito, el menesteroso, el tuberculoso, el errabundo, el mártir, el marginal, el decadente, el prójimo, el otro, el diferente, el trashumante, el arcaico, el pomposo, el elegido, el testigo, el intuitivo, el homosexual, el reprobo, el excéntrico, el irredento, el resurrecto, el insurrecto, el expatriado, el viajero, el desadaptado, el anormal, el emotivo, el bucólico, el ingenuo, el exquisito, el vagabundo, el raro, el provocador, el mitómano, el infortunado, el fracasado, el derrotado, el claudicante, el moribundo, el alarido, el sobreviviente…

E. P.

DICE EL POETA DE SU OBRA

Envejeceré en el noble ejercicio de la lira y en el amargo ejercicio de un trabajo sin idealidad... Se me rechazará al fin de los periódicos… Iré a los hospitales como Verlaine… Después un viento... un viento... un viento… y en ese viento mi alarido.

CANCIÓN DEL TIEMPO

Y EL ESPACIO

El dulce niño pone el sentimiento

entre la pompa de jabón que fía

el lirio de su mano a la extensión.

El dulce niño pone el sentimiento

y el contento en su pompa de jabón.

Yo pongo el corazón —¡pongo el

lamento!—

entre la pompa de ilusión del día,

en la mentira azul de la extensión. . .

El dulce niño pone el sentimiento

y el contento. Yo pongo el corazón…

LA CARNE ARDIENTE (1910)

En un jardín de aquel país horrendo

hallé a Fantina, de ojos maternales

y desnudeces mórbidas, tejiendo

guirnaldas con las rosas vesperales.

Y cual las aguas túrbidas de un río

que rompe un viento en procelosa huella,

gimió de amor mi corazón sombrío

y suspiró mi mocedad por Ella.

—"Fantina —dije con ahogadas voces

que al brotar abrasábanme la lengua—:

quiero hundir mis mejillas en la falda

de tu traje, que apenas roza el viento,

entreverar un lirio en tu guirnalda

y ungir tus trenzas con precioso

ungüento".

La vi volverse, rígida y sañuda,

por esquivarme el juvenil encanto:

¡quizá en mis voces se sintió desnuda

y la vergüenza desató su llanto!

Y en la tórrida hora cenicienta,

de ondas pesadas, que al jardín caía,

miré mi carne ansiosa y opulenta,

¡y en un rojizo resplandor ardía!

SÍNTESIS

Yo fuerte, yo exaltado, yo anhelante,

opreso en la urna del día,

engreído en mi corazón,

ebrio de mí fantasía,

y la Eternidad adelante...

adelante...

adelante...

FERNANDO CRUZ-KRONFLY

LAS ALABANZAS Y LOS ACECHOS

Yo había llegado allí en compañía de José Pescador y Bertulfo Marulanda.

Llevábamos el propósito, los tres, de disfrutar un buen rato de cosas sabrosas,

comentando los acaeceres de la semana con las personas que tienen por

costumbre reunirse en ese lugar y escuchando las opiniones de la humanidad, sí

señor, lo que se dice estar agradable en Dinamarca, pues con esa palabra, que es

toda una ilusión, se dice mucho o casi todo cuando ocurre la tristeza de la soledad

y a uno le comienza a entrar el deseo de ir a ventear el día de descanso, luego del

arduo trabajo de la semana, camino abajo de las últimas casas de nuestro barrio,

hasta llegar a la fonda pasadas las seis de la tarde, cómo no: que a una cuadra de

distancia se empieza a sentir el rumor que cuaja dentro de la tienda, algo así como

un tumulto de voces que suenan pero no alcanzan a lograr diferencia, gritos,

canciones del Conjunto América, Margarita Cueto y de los Trovadores qué

sabemos, hermano, alaridos que se pierden en las vueltas donde la neblina

descansa entre la ceniza de las hojas de plátano o que permanecen enredados en el

yaraguá de las barrancas que los camiones han tiznado con el humo de sus

motores, gritos de pavor que parecen nacer con la llegada del crepúsculo pero que

enseguida son sepultados en el olvido por el efecto de una copa, la alegría de la

radiola y el sonido de las botellas, mientras los pasos de Marulanda, Pescador y

yo, próximos ahora a la ancianidad de las puertas, no logran más que palpitar su

entusiasmo sobre la tierra reseca del último trecho del camino. En dos palabras,

lo que se llama concurrir a la fonda Dinamarca, cuando es cierto que la oscuridad

empieza a levantarse, sacando en limpio la disculpa de comprar cigarrillos o un

par de tabacos. Esto lo digo ahora, cuando las cosas no tienen remedio alguno.

Pretextos de cigarros para la soledad. Para cuando llega el momento de

recostarse sobre el lecho, al abrigo de los sueños reparadores, y a uno —hombre

que es— le da por mirarle, fijo a la luz, la brasa encendida del cigarrillo del

compañero que fuma tendido en el camastro vecindario, durante esas noches

duras y solas de los campamentos del trabajo, recordando quién sabe qué y

lanzando aquel humo blanco en cuya compañía nos sentimos menos solos.

Percances del silencio que nos ocurren a todos, claro está. Y no se lo digo ahora,

como consecuencia de las quejas o de los remordimientos que me puedan

corresponder. Pero ocurre que ciertos hechos imprevistos que en ocasiones

acontecen nos colocan en la situación de pensar meditaciones, hasta el extremo de

que ni la misma muerte logra apaciguarnos de una manera total, pues, en el fondo

del alma, algo queda sin resolver. Dependen, claro está. Hablo de la muerte con

escopeta o con cuchillo. Aquella, muerte que ha estado detrás del armario del

aposento, quién sabe desde cuándo, anónima, palpitando en las manos de una

persona cualquiera que uno jamás ha visto ni conocido. Hablo, señor, de esa

muerte. Porque ocurre que si a uno se le enferma el corazón y se le fatiga el

respiratorio, hombre que es, pues se sienta a conseguir la paz hasta ese momento

nunca alcanzada, utilizando para ellos los remordimientos que le puedan estar

aquejando de tiempo atrás, y se pone a esperar, con fundamento, la llegada de

algunos de sus parientes, tranquilizado del todo o a medias sobre una silla de

mimbre o un asiento de cuero, decidido a mirar el espectáculo del mundo quizás

por última vez, hasta que llegue el momento de la defunción. No es necesario que

a partir de ahí uno deba morirse, pero, por lo menos, se encuentra avisado para

empezar a despedirse con decoro de todo cuanto valga la pena para el recuerdo.

Sin embargo, no fue así como ocurrió en aquella oportunidad de que le hablo, y

aún hoy me es difícil comprender lo que me correspondió presenciar, tal vez por

la costumbre de ser amigos los unos con los otros. Sucedió que, a poco de llegar,

nos sentamos delante de una mesa que había hacia un extremo del mostrador,

resguardada de la ventisca que ingresaba a borbotones por las puertas que daban

hacia el paisaje de la carretera, un poco por debajo de los buenos augurios de un

racimo de corozos que don Eduardo había puesto a madurar, colgado del techo.

Enseguida nos distribuimos en nuestros puestos, de tal manera que Bertulfo quedó

por el centro, José por el rincón porque andaba presa del resfrío y el viento que

ambulaba por la carretera, si acaso le permanecía encima de su rostro, podía

taponar la transparencia de sus narices y ponerlo a silbar durante la noche, y por el

lado derecho, próximo, más bien, al calor allegado de la ortofónica. Y estábamos

allí, sentados, utilizando una reciente comodidad, cuando Bertulfo abrió sus brazos

y ofreció algo para tomar, a lo cual nosotros respondimos que si él era capaz de

una botella de vino. Al instante, Bertulfo se irguió sobre sus pies y gritó que era

voluntario de una botella de vino y de muchas cosas más, no sean pendejos, luego

de lo cual se puso a aplaudir, pidiéndole a don Eduardo que trajera una botella del

mejor, que él respondía por lo que fuese, y todos nos pusimos muy contentos y nos

felicitamos en los hombros, hasta el punto de que el mismo José alumbró su rostro

y empezó a decir que él creía que le iba a salir haciendo provecho la calentura por

dentro que residía en las promesas del alcohol. Poco después, don Eduardo puso

sobre la mesa el fulgor de la botella y colocó, además, una caja de galletas dulces.

Delante de estas distribuciones yo atiné a decir que parecían las pascuas o la

navidad, y todos nos alegramos con el apunte, puesto que no se trataba ni de lo uno

ni de lo otro, sino que apenas de la plenitud de un año común y corriente, en un

lugar del mes que no era fiesta ni motivo de celebración. Pensé, entonces, sin

pronunciar palabra alguna, que yo estaba en presencia de aquel tipo de

sentimientos que le suelen dar a uno cuando la amistad tiene cara de

acontecimiento, motivo este suficiente para sentarse por horas enteras al abrigo de

un inmenso botellón, y uno y otro más, hip, hasta que la cabeza se va tomando el

permiso de llenarse de extrañas libertades para hablar de tal y de pascual, y de la

lluvia que estrujó el cultivo, del humo de los camiones que pasan, trepidando, por

la carretera, del maldito sol de ayer y del que habrá de venir en el agosto que se

aproxima, en fin.

A todas estas, don Eduardo era la persona que nos atendía, muy formal como

siempre el difunto, y, como deseoso de juntar con nosotros una amistad más

honda, se esmeraba en el aseo que le daba golpes a la mesa con el vuelo de su

delantal de tela, atento a espantar la suciedad real o apenas imaginada que hubiese

por ahí tirada sobre las tablas. Poco después, sin consultarnos el gusto pero con

lumbre en su rostro, puso a funcionar la radiola de traganíquel mediante una

antigua música de tristeza, y todos nosotros nos pusimos de acuerdo, de inmediato,

en que Dinamarca ahora sí era una fonda de verdad y muy de primera calidad:

caminito que el tiempo ha borrado, que juntos un día nos viste pasar, he venido por

última vez, he venido a contarte mi mal.

Al escuchar aquellas alabanzas, don Eduardo iba configurando un rostro muy

sabroso y sacudía nuestra mesa, con preferencia y como si nos estuviese

acariciando, pues él era así con los buenos compradores. Entre música y música

sonó después un disco muy propio, y yo me propuse hacerlo repetir con el fin de

recogerlo en mi memoria a medida que lo iba tarareando por la orilla de la historia

que mencionaba, pues hablaba de la vida, de la madre y de la muerte, pero don

Eduardo corrió hasta su alcoba y me trajo un papel de esquela y un lápiz de hacer

cuentas, por lo que hice a un lado el martirio agradable de la memoria y me ocupé

de escribir los comentarios que decía la canción. En ese instante pasó por nuestro

lado Pedro Ricardino, un amigo de don Eduardo, y fue a sentarse en compañía de

unos señores desconocidos del lugar, por allá, ausentado en el rincón de los

billares, ocupándose luego en jugar dominó. Yo lo alcanzaba a observar desde

donde me hallaba, a pesar de que en el intermedio y contra la nave derecha de la

puerta se había recostado un individuo de rostro anchuroso, de mejillas rosadas y

labios húmedos que parecían venir de los páramos de Jericó, dando el frente de su

cuerpo contra el interior de la tienda y con la sombra del aviso luminoso que le

partía el cuerpo en dos tajos, el uno encendido y el otro oscuro, a pesar de que a

esas horas tan sólo iba siendo el comienzo de la noche y el sol alumbraba despacio

y amainado por el vértice de la barranca grande, un poco anaranjado hacia el

abismo descomunal que se abría por el lado del valle, como un aljibe lleno de

nubes oscurecidas. Y así estábamos, distribuidos por el salón, ahora unos por aquí,

ahora otros esparcidos al azar de sus ocupaciones, sin consistencia, aunque de

todas maneras nosotros siempre tomando vino con galletas y por allá, en su rincón,

los cuatro hombres jugando dominó, pues se veían sus cuerpos doblados encima

de la suerte de la mesa y se escuchaban las apuestas junto al sonido de las fichas

cuando caían con rabia o con alegría para mostrar el número: 'paso', 'yo también

paso'. '¿Quién, entonces, tiene la muela?' Así decían mientras el viejo Pedro

Ricardino parecía tenerla entre el temblor de sus manos porque no hablaba ni

señalaba imágenes sino que apenas reía, y Bertulfo, Pescador y yo, nos sonreíamos

también y seguimos desde acá el desarrollo del juego, en aquellos momentos en

que subía el tono de la voces como consecuencia de algún altercado de menor

importancia: 'yo estaba atracando con el cinco-cuatro', 'y yo con el doble tres',

decían, mientras el hombre de la tierra fría, pensativo en su silencio, permanecía

recostado a la nave de la puerta, dando su espalda a la carretera, o se paseaba por el

centro del salón arrastrando sus botas de cuero donde, entre una masa de barro

cristalizado, se alcanzaban a adivinar las estrellas de las espuelas de metal, dulce

secreto de las velocidades del páramo, rosa de los caminos, fumando él, como si

aquella cantina fuese su antigua residencia, como en efecto lo era, pues después de

los hechos se conoció que aquel hombre era costumbroso comprador de

bastimentos al por mayor para llevar hacia la montaña donde vivía, lugar desde

donde venía, cada mes, cargado de repollos, de cebollas y de remolachas, oloriento

a huerta, y a caballo humoroso aparecido entre la neblina con las narices

ensanchadas por el viento de la fatiga.

Aquella era la manera de las cosas dentro de la alegría de la cantina, y hasta

que no se terminó la botella de vino no se nos ocurrió el estado de la tardanza.

Entonces, Bertulfo preguntó por la hora, y don Eduardo extrajo su leontina y le

dijo que ya iban siendo las ocho de la noche, con lo que fue suficiente para que

todos conviniésemos en que nos habríamos de marchar, porque el regreso tenía un

camino largo y porque sin muchachas sentadas en nuestras rodillas era triste comer

galletas y beber vino. Esto último lo manifesté en tono de seriedad, pero todos

abrieron sus bocas y se soltaron a reír. Pensé, entonces, que el vino andaba

haciendo estragos en mi pensamiento pues me había puesto a meditar en el fresco

olor de las muchachas. Sin embargo, cuando terminaron las risas, mis compañeros

bajaron sus ojos y se fueron tornando mansos y tristes, para decir, con cierto

desespero, que nos marcháramos de allí, aunque después de esperar a que Pescador

terminara de tomarse la cerveza que acababa de pedir para borrar de sus labios el

dulce del vino y las galletas. Entre tanto, yo había terminado de copiar la canción:

"tus ojos se han quedado clavados en los míos, su dulce brujería dejaron al mirar,

hay luz en tus pupilas, de todos los estíos, luciérnagas que en mi alma veo

parpadear", pero la radiola, que era una rocola, continuaba malgastando la misma

historia por encima del juego de dominó, cuando en ese preciso instante, pobre don

Eduardo, no me lo habrá de creer usted pues nadie iba a pensar que en ese

momento ya le estaban disparando, sí, de esa lo vimos, porque de repente sonó

algo así como una lata seca, como una lámina que se quiebra, y mientras levantaba

la cabeza alcancé a ver cuando el difunto colocó su mano en su pecho y dijo: "¡ay,

hombre!, virgen del Carmen, me mataron", viniéndose contra el suelo al tiempo

que pronunciaba encomiendas, y enseguida se desprendió de su propio equilibrio,

como un árbol que el viento abate porque era bastante desarrollado del cuerpo,

agarrándose del mostrador en mitad de su vuelo y tumbando botellas, libras de

arroz, puchas de maíz y muchas otras cosas desesperadas de esta vida y de la otra,

aunque después se agarró, de nuevo, del argumento de una barandilla de madera,

volviendo a pararse sobre sus pies, de modo que apenas fue entonces cuando lo

pude ver como con señales de sangre entre los bolsillos de su camisa, con lo que

fue suficiente para que todos nos mirásemos a los ojos como comprendiendo lo

que acababa de suceder, digo mal, como sabiendo apenas que don Eduardo estaba

herido, pues nada de cuanto ocurría podía tener entendimiento cuando don

Eduardo era el amigo que se estaba muriendo entre el mostrador de su tienda y de

su fortuna recién conseguida a punta de préstamos con interés y ejecuciones

hipotecarias, con todo lo cual se había hecho a extensos predios en un abrir y cerrar

de ojos, pobrecito. Y le estábamos mirando la herida del cuello al difunto y la

sangre que corría camisa abajo, cuando asomó, hecha una aparición donde la boca

y los ojos lo eran todo, doña Oneida, la mujer de don Eduardo, quien

acostumbraba permanecer en la trastienda ocupada en sus tejidos y en sus obrajes

de mano. Al salir hasta el umbral y en vista del desconcierto generalizado, detuvo

su marcha hasta quedar lívida mientras lograba conseguir rápidas explicaciones

que pedía con el desespero de sus manos, todo lo cual ocurrió en instantes, ya que

don Eduardo estaba todavía, apoyado a medias sobre el mostrador, y doña Oneida

acababa de detenerse junto a los espigones del quicial, hasta que, por fuerza de la

evidencia, ella pareció haberlo comprendido todo y procedió a golpearse su rostro

con la contundencia de sus dos manos, cayendo, enseguida, en un llanto tan

desconcertante que nos hizo confundir a la mayoría. De repente, don Eduardo dijo:

"¡cójanme, que me caigo, traigan volando un carro de Alegrías, no me vayan a

dejar morir así no más, como cualquier cosa!" Y todavía estaba pronunciando

aquellas recomendaciones cuando todos lo recuperamos del aire y lo volvimos a

colocar sobre sus propios fundamentos, pero a estas alturas el difunto no alcanzaba

a mirar nuestros ojos y parecía, más bien, estarse perdiendo entre las cenizas, pues

no hacía más que hablar cosas generales. Entonces, Pedro Ricardino corrió a

asomarse a la puerta que tañía sus alas abiertas en dirección a la negrura de la

noche, y se puso a disparar, al desvarío y sin ver a nadie sino sólo a la oscuridad

más miedosa que sólo ofrecía sombras para la ancianidad de los ojos, volviéndose

a introducir a la cantina. Enseguida puso rostro de haber salido a responder por los

llamados anónimos y haber asumido algún grado de responsabilidad delante de los

hechos ocurridos, plantándose en medio del salón con el revólver aún entre sus

manos, y estaba oliendo el humo del cañón cuando don Eduardo lo descubrió con

su mirada, en lo que parecía ser su último esfuerzo para conectarse con la realidad

exterior, y como recogiendo la percepción que había comenzado a malgastar con

las propias sombras de la muerte, le dijo: "¡Pedro, me mataron, un carro por favor,

no me dejes morir así, tan miserable!", por lo que Pedro tomó un poco de aliento y

le respondió: "¡hombre, don Eduardo!", sin poderle agregar nada más a la carne de

aquel consuelo, porque, según lo confesó después, no había dispuesto de otras

palabras, por más sincera que hubiese sido la tristeza que lo traía y lo llevaba por el

espacio de aquel salón. Pero, al momento, Pedro Ricardino preguntó: "¿quién me

acompaña hacia Alegrías?", y en el acto un conjunto de voluntarios conocidos nos

juntamos a la iniciativa de ir hasta la ciudad con el fin de traer un automóvil.

Mientras tanto, Bertulfo prefirió quedarse con don Eduardo, colgando de su cuello,

y cuentan quienes allí estuvieron que después debieron recostarlo en la cama de

Pedro Ricardino, y que allí estuvieron, aquietándolo de los enviones de su cuerpo,

porque el difunto intentaba incorporarse como si tuviera algo urgente que hacer, a

lo cual todos le aconsejaban que se mantuviese tranquilo porque nosotros ya

regresábamos y porque, además, nada tenía que ir a hacer él, afuera, a esas horas

de la noche y con esos vientos, por dios santísimo. Pero ocurrió que mientras

escuchaba aquellas advertencias, don Eduardo se fue quedando quieto y como

dejando de hacer fuerza. Poco después sus ojos comenzaron a brillar como si

fuesen de cristal.

Por el camino hacía Alegrías nos fuimos cantando ciertas tonadas de despecho

mientras ensayábamos algunas interpretaciones acerca de todo lo ocurrido,

fumando con abundancia, deseándole mal futuro al asesino del difunto y mirando

la oscuridad que nos ofrecía luna que nos ayudase en los ojos. Poco después, Pedro

Ricardino se puso a cantar, con cierto estilo fúnebre, hasta que entramos al primer

barrio de la ciudad, por sus primeras calles empinadas, en formación casi militar y

con nuestros pasos alargados y nuestros semblantes acontecidos. A medida que

avanzábamos le íbamos narrando el motivo de nuestro asombro a todo aquel que

salía a nuestro encuentro. "¿Qué, quién fue?", preguntaban de inmediato.

"Nosotros no lo sabemos porque ni siquiera estábamos mirando", respondíamos.

Luego alguien habló de tomar un café, rápidamente porque don Eduardo no

espera, y todos dijimos que sí, que nos tomáramos un tinto mientras que llegaba el

carro con el inspector.

Sentados a la mesa delante de las tazas de café negro, Pedro Ricardino explicó

a quienes, insistentes, permanecía a nuestro lado: "no señores, don Eduardo no

tenía enemigos de ninguna clase. Lo único que hacía era vender y prestar dinero a

interés. Quién sabe, entonces por qué sería". Y estábamos conversando con ese

tono cuando de repente llegó el carro con el bigote del inspector ocupando la mitad

de la ventanilla delantera del lado derecho, y allí mismo nos pusimos de pie y

emprendimos el regreso, dejando en los ojos de la gente el comentario acerca de la

inexplicable muerte de don Eduardo. Muchas personas persiguieron el carro hasta

la luz de las últimas casas, un poco más abajo del lugar en donde se extiende aquel

puente sobre el cauce del río, mientras nosotros nos veníamos de regreso, raudos,

investigando por los caminos y tratando de percibir en la distancia quién iba por

las lomas cercanas o lejanas, daba igual, hasta donde la noche lo permitía averiguar

porque estaba poblada de oscuridad, y fue en ese instante cuando el inspector sacó

su revólver por la ventanilla, pasó la otra mano por encima de su bigote y empezó

a disparar hasta dar por terminada la carga del tambor, apuntando hacia el

contingente negro de los cielos, sin pronunciar, sin embargo, palabra alguna que

nos trajera consuelo o fuese capaz de explicar el sentido de aquella muerte,

aunque, poco a poco, todos empezamos a sentir algo así como la sensación de que

todo aquello estaba bien hecho, carajo, de que todo aquello era muy sensato, pues

era necesario disparar, de alguna manera, el ahogo que llevábamos por dentro.

Enseguida todos los demás sacamos nuestros revólveres y comenzamos a disparar,

por riguroso turno, mientras lanzábamos comentarios acerca del estruendo que se

formaba dentro del carro y cerrábamos nuestros ojos delante del fulgor de los

fogonazos. Hasta que, por fin, llegamos a Dinamarca, dando bala a dos manos, y

vimos cómo nos salía a recibir la gente, dando bala también hacia la altura del

firmamento más inalcanzable y gritando vivas y abajos, y en medio de la balacera

nos cuentan que don Eduardo ha muerto, y entramos y lo vemos, tendido en su

macabro sosiego sobre los edredones del lecho de Pedro Ricardino, nadando entre

una charca de sangre y portando unos inmensos ojos abiertos.

Como la alcoba está oliendo a sangre fresca, decidimos retornar al salón, y allí,

con las manos puestas sobre nuestros hombros, nos ponemos en el oficio de volver

a comentar lo ocurrido, hasta que caemos en la cuenta de que la radiola se

encuentra aún encendida, porque la repentina finalización de la balacera la saca del

olvido y la deja sonando en medio del funeral que apenas comienza, pues ocurre

que nadie se ha puesto en la misión de condolerse y de entrar en la verdadera ruta

del dolor, a causa de tanta confusión. Enseguida, Pedro Ricardino da un par de

brincos y corre a desconectarla, viniéndosenos encima, entonces sí, lo que podría

ser comienzo del silencio que requieren los muertos recientes. Después, decido

acercarme hacia el ensimismamiento de Pedro Ricardino, y le digo que tiene la

apariencia de estar pasmado, a lo que él responde que no, hermano. Luego se

aproxima a mi oído y me confiesa que mañana, en la noche, van a caer muertos,

uno o sino tres de los más sobresalientes del otro bando. Yo abro la compresión de

mis ojos, le felicito mi solidaridad y le digo que, siendo así, es mejor que nos

marchemos a dormir, pues, tal como están las cosas, es imposible continuar la

diversión en un sitio donde hay un difunto que necesita sosiego y respeto. Pedro

Ricardino descuaja un poco su rostro tenso y dice que sí, mediante un gesto, y

cerrando los ojos da vuelta a su cuerpo y comienza a escalar en dirección a la

segunda planta de la casa, porque su cama, donde habitualmente duerme, se

encuentra ocupada con don Eduardo. Afuera, entre los vientos cruzados de la

carretera, se alcanzan a escuchar las voces de quienes fueron conmigo hasta

Alegrías. Están dialogando con el inspector, junto a las puertas abiertas del

automóvil, cuyo motor y sus farolas se encuentran encendidos, y por el silencio

que mantienen parece que se les hubiesen terminado los cartuchos. Miro de

soslayo, desaparecer la figura de Pedro Ricardino y tapándome la boca con un

pañuelo salgo hacia el frío de la carretera y comienzo a meditar en los tres muertos

de mañana.

NICOLAS BUENAVENTURA

I

Cuando pienso

que hay que colocarle un titulo

a cada poema

cuando se me confunden

las consonancias de los versos

y la rima en los cuartetos y tercetos

cuando no encuentro palabras

para escribir lo que no pienso

me dan ganas de pensar

lo que escribo.

¡Oh, perdón! pensaba en voz alta

V

MILITANCIA

a la vida

Eres dura compañera,

maestra cruel en este mundo,

me has hecho:

historias más, historias menos,

un hombre

que ama la sonrisa de los niños,

el volar de las gaviotas

y que cuando no tenga salida

compañera,

cuando el amanecer

no lo sorprenda

lo buscará,

le dará su voz

al punto treinta

cuando sea nuestra noche más oscura

levantará su mano

y empuñará tu estrella

compañera.

Cargaré mi camino recorrido,

atrincheraré mis dolores y alegrías,

fusilaré mis errores más queridos

afinaré con maña mi ternura

y me pondré la vida en bandolera.

Por ahora peleo conmigo,

por mi voz,

porque este mundo

me cala hasta los huesos.

Dibujo de Santiago Rebolledo

VIII

Qué importante saber

que nacimos para amarnos,

que tus ojos no brillan cual luceros,

que tu rostro no es un mar de perlas y estrellas.

Saber que tus caricias

no son tan suaves como la luna,

que no te quiero por paloma fugaz,

por rosa de abril.

Importante saber

que no serás mi primavera,

ni palabra hecha flor,

ni ideal hecho pasión.

Pero más importante aún

saber que atraviesas mi costado

pues el amor es mi latitud.

41

Dibujo de Pedro Alcántara

LUIS CARLOS LÓPEZ

CREPÚSCULO SEDANTE

Vivo entre marineros desde hace una

semana. La tarde —satinado papel multicolor—

pone a relieve alguna que otra vela lejana

y la espiral sortija del humo de un vapor.

En tanto que las aves tranquilamente solas

suben al cielo, cuentas salidas de un collar,

y bajan y se alejan, diéresis de las olas,

por sobre la U que forma cada tumbo del

mar…

EN LA TERRAZA

Caballeros amables, señoras discretas

en las frivolidades del five o'clock tea,

con sombreros que fingen enormes viñetas

y calvas con un brillo como de barniz.

Pienso, unido a estos seres que portan

caretas,

pasarme varias horas sin pensar. Aquí,

a trueque de unos cuantos cientos de

pesetas,

soy feliz. Me parece que soy muy feliz.

Puesto que no me importa, con almas

rastreras,

recordar mis quimeras nobles, mis

quimeras

que se han ido con una rapidez de tren.

Ni que tú, desgreñados los tirabuzones

de tus cabellos, busques nuevas sensaciones

con algún dependiente de Lanman y

Kemp.

ELVIRA QUINTERO

Se equivocaron

a l da r n o s un n o m b r e y u n r e c ue r d o t r i s t e ,

a l pe nsa r que no ca mina r í a mos s in su ma no .

Al decirnos tú eres patria

y no elevarás la voz a tu pasado,

a l evocar la noche en nuestra cont ra .

Se e qu ivoca ron a l e n to rna r l o s o jos c on du l z u ra

para que d iéramos e l buen e jemplo.

Al callar frente al amor,

y n o r e s p o n d e r n o s a l p o r q u é d e l m u n d o

ni al porqué gira la t ierra,

ni al dolor de nacer

ni a la pas ión loca que v iven los re lojes .

Se equivocaron a l decimos n iños

p o r q u e y a e l s i g l o n o s h a b í a e n v e j e c i d o

de palabras duras.

JORGE LUIS BORGES

LAS CAUSAS

Los ponientes y las generaciones.

Los días y ninguno fue el primero.

La frescura del agua en la garganta

de Adán. El ordenado Paraíso.

El ojo descifrando la tiniebla.

El amor de los lobos en el alba.

La palabra. El hexámetro. El espejo.

La Torre de Babel y la soberbia.

La luna que miraban los caldeos.

Las arenas innúmeras del Ganges.

Chuang-Tzu y la mariposa que lo sueña.

Las manzanas de oro de las islas.

Los pasos del errante laberinto.

El infinito lienzo de Penélope.

El tiempo circular de los estoicos.

La moneda en la boca del que ha muerto.

El peso de la espada en la balanza.

Cada gota de agua en la clepsidra.

Las águilas, los fastos, las legiones.

César en la mañana de Farsalia.

La sombra de las cruces en la tierra.

El ajedrez y el álgebra del persa.

Los rastros de las largas migraciones.

La conquista de reinos por la espada.

La brújula incesante. El mar abierto.

El eco del reloj en la memoria.

El rey ajusticiado por el hacha.

El polvo incalculable que fue ejércitos.

La voz del ruiseñor en Dinamarca.

La escrupulosa línea del calígrafo.

El rostro del suicida en el espejo.

El naipe del tahúr. El oro ávido.

Las formas de la nube en el desierto.

Cada arabesco del calidoscopio.

Cada remordimiento y cada lágrima.

Se precisaron todas esas cosas

para que nuestras manos se encontraran.

LAS COSAS

El bastón, las monedas, el llavero,

la dócil cerradura, las tardías

notas que no leerán los pocos días

que me quedan, los naipes y el tablero,

un libro y en sus páginas la ajada

violeta, monumento de una tarde

sin duda inolvidable y ya olvidada,

el rojo espejo occidental en que arde

una ilusoria aurora. ¡Cuántas cosas,

limas, umbrales, atlas, copas, clavos,

nos sirven como tácitos esclavos,

ciegas y extrañamente sigilosas!

Durarán más allá de nuestro olvido;

no sabrán nunca que nos hemos ido.

EL INSTANTE

¿Dónde estarán los siglos, dónde el sueño

de espadas que los tártaros soñaron,

dónde los fuertes muros que allanaron,

dónde el Árbol de Adán y el otro Leño?

El presente está solo. La memoria

erige el tiempo. Sucesión y engaño

es la rutina del reloj. El año

no es menos vano que la vana historia.

Entre el alba y la noche hay un abismo

de agonías, de luces, de cuidados;

el rostro que se mira en los gastados

espejos de la noche no es el mismo.

El hoy fugaz es tenue y es eterno;

otro Cielo no esperes, ni otro Infierno.

JORGE ORDOÑEZ

ROMERÍA

Vengo a respirar un vientre

no a saber nada

de nadie ni de nada

traigo mi vida de pelea

y mi muerte en los puños

ESPEJISMO

Dulcinea, habrás de perdonarme

He matado al soldado

No velaba mis sueños

Maltrataba las rosas

En el fondo yo intuía

Que el apenas era

la ilusión de un molino

TORCAZA

Esa rama sin proponerse nada

Ya tiene una forma y un color en el aire

un pequeño espacio destinado al silencio

allí cabe la mañana

en su pequeño barco marrón con plumas

miles de espejos me miran.

EL SOLO

Temprano: dispone sus herramientas

es el momento de arremeter el día

Las tenazas leales, el serrucho

que cruje en el silencio

En el misterio de las puertas

los murciélagos sangran

No existe la campana salvadora

De pronto un pájaro extraviado

cantando sigiloso y eterno

Las nubes se derraman

sobre este olor penetrante de pólvora

¡Soy un hombre! sufriéndose lo piensa

y es la tarde —verdugo inexorable—

con su reloj deteniendo la memoria

La sangre busca un lecho en la tierra distante

En las manos cansadas reposa la guitarra

Un grito como de piedra le sube por el rostro

Los días y los años son un fardo

de viejas postales echadas en su espalda

Lo resuelve en canción —laberinto de olvidos—

Y la voz que se apaga cuando arrecia la luna

Tarde: han cesado las .tristes tareas de los hombres

COLABORAN

Raúl González Tuñón. Argentina, 1905-1974. Autor de La Rosa Blindada y otras obras. El Violín del Diablo es su primer libro, La Veleta y la Antena (1971) el último.

Carlos Rosso. Profesor del Departamento de Letras de la Universidad del Valle. Consagrado a la lectura y la crítica literaria, su presencia es de rigor en las publicaciones culturales. Participa en eventos académicos.

Fernando Cruz Kronfly. Profesor universitario y abogado. Autor de las obras: Falleba

(novela), también conocida como Cámara Ardiente, y Las Alabanzas y los acechos

(cuentos).

Javier Tafur. Poeta y abogado; dirige Altazor (fondo editorial para la promoción de escritores) y publica La Sílaba: poesía cartel callejero. Finalista en el concurso de cuento breve de la revista KO-EYU, versión 1983; mención en reciente concurso de cuento efectuado en Medelín.

Jorge Ordóñez. Profesor de la Normal Femenina de Cali, ex-profesor del Berchman. Estudiante del máster en Lingüística de la Universidad del Valle. Todo puede mejorar, es su lema de cabecera.

Jorge Ibargüengoitia. Nació en Guanajuato, México, en 1928. Murió en su ley en 1983 en la tragedia del Jumbo. Su libro La ley de Herodes es una muestra de gran escritura y elevada ironía. Se destacan sus novelas Los relámpagos de agosto y Maten al león.

Nicolás Buenaventura. Joven artista de talento, dirige el grupo teatral Los Comunes y escribe poemas de gran factura. Es residente en el TEC y en otros lugares de creación.

Javier Navarro. Nace en Sevilla, Valle, se radica en la cordial ciudad de Cali. Profesor de la Universidad del Valle, dirige su revista de creación y crítica literaria Poligramas. Colaborador imprescindible de esta revista ex-temporánea.

Jorge Luis Borges. Argentina, 1899, nuestro escritor vivo más universal. Lector pertinaz de los clásicos de la literatura. Conectado con la cultura sajona desde niño. En su obra se aprecia un estilo mesurado y pulcro, exacto y riguroso, pero esencialmente imaginativo y audaz. Obras que gozan de gran popularidad son El Aleph y Elogio de la Sombra.

Pablo Neruda. Chile, 1904-1973, grande poeta y premio Nobel. Autor de Canto General, Residencia en la Tierra, Estravagario, Confieso que he vivido, etc., voz que se hace carne templada, simbiosis de comunismo y poesía. Neruda es la expresión de la voluntad general de los pueblos originarios de América, imperturbables como la piedra y penetrantes en su raíz.

Jaime Jaramillo Escobar. Poeta-publicista que se ha ganado las portadas de los magazines literarios de la capital y provincias por las calidades de su obra. Hace poco obtuvo el Premio Nacional de Poesía Eduardo Cote Lamus en la ciudad de Cúcuta con su libro Sombrero de Ahogado. Admirado por los poetas jóvenes de la ciudad, brindamos su presentación en las páginas de esta revista.

Luis Carlos López. Llamado El Tuerto López. El Pequeño Larousse establece su nacimiento en la tropical Cartagena de Indias en 1883, sin embargo parece que nació siendo el año de 1879, extendiendo su existencia hasta 1950. En su poesía ronda el humor, la irreverencia, la malicia y el desenfado popular. Entre tanta solemnidad y compostura, el Tuerto López componía sus Zapatos Viejos y otros poemas mayores de la poesía de

bodegón en Colombia. Fue muy admirado por poetas de la talla de Miguel de Unamuno, Gerardo Diego, Rubén Darío, Vicente Huidobro y Nicolás Guillen.

Porfirio Barba Jacob. Santa Rosa de Osos, Antioquia, 1883-1942, singular en la intención y el criterio amplio del oficio poético, que en su caso derivó en errancia. Barba Jacob concedió la palabra a su drama humano e hizo de la poesía un acto de contrición. Es autor de los poemas Canción de la Vida Profunda, Síntesis (Momento), La Carne Ardiente, entre los más antologados Como periodista fue excepcional. Como viajero y residente en otros países se vio enfrentado a circunstancias políticas y literarias adversas.

Elvira Quintero. Cali, 1966, arquitecta. Editorial Altazor publicó su poemario Hemos crecido sin derecho. Publica en periódicos y revistas.

Fabio Arias (Farías). Barbacoas, 1950, Premio Nacional de Poesía en dos oportunidades. Altazor lanzó el primer volumen de Torre de murciélagos, que contiene entre otros poemarios: El Pez y la Red y Una lágrima edificó la lluvia. Conocedor y gran amante y de la música antillana, varias emisoras de la ciudad se disputan su colaboración como discjockey.

Las Escalinatas. Grupo teatral dirigido por Jaurez Naranjo, con una presencia destacada en el debate sobre el teatro y su organización interna. Su dirección es: Carrera 6

a # 14-34, 36

A.A. 1007 Cali.

Horacio Benavides. Cuentista y poeta, finalista en el III Concurso de cuento de la Fundación para la Cultura Testimonio de Pasto. Dirige Los gatos cantores, hoja de literatura infantil elaborada por los estudiantes del Gimnasio Universitario Cooperativo del Valle. Tiene inédito un libro de cuentos, entre otros trabajos.

Franz Kafka. Escritor checo cuya vida sucedió, según sus biógrafos, de 1883 a 1924. Su obra fue escrita en alemán, sin prever que se publicaría en todos los idiomas del mundo. La obra del angustiado y trágico Franz es universal: La metamorfosis, El castillo, El proceso, además de su epistolario, entre otros.

Vicente Huidobro. Chile, 1893-1948, rotundo por su poemario Altazor, principio de creación, liberación del lenguaje, aspiración a volar como todo ser utópico, con artefactos prodigiosos que recuerdan a Leonardo da Vinci. Al decir de la crítica, Huidobro expresa una desolada visión del mundo, centrada en la soledad, la incomunicación y el vacío.

César Vallejo. Perú, 1892-1938, jugó con la gramática y la sintaxis, confrontó esquemas y propuso un lenguaje quebradizo para denotar soledad, introdujo las alusiones familiares en el contexto social y cultural de su época. El autor de Trilce; Los Heraldos Negros; Poemas Humanos (Nómina de Huesos); España, aparta de mí este cáliz, etc., fue licenciado en literatura, crítico, teórico de la estética como del marxismo,

Carlos Posso. Pintor y docente de la Escuela Departamental de Artes de Cali. Nuestro ilustrador de la carátula de este número 4 de ROSA BLINDADA.

Armando Berrío. Pintor y dibujante, docente de la Escuela Departamental de Artes de Cali. Nos colabora con algunas ilustraciones interiores y de contraportada.

nota

Este número sale retrasado, algunas cosas impredecibles sucedieron mientras tanto como la publicación del ensayo de ER-NESTO CARDENAL, usos y versiones Eleazar Plaza,; la publicación, de la crónica

local, SAN ANTONIO, pasado y presente; programaciones de teatro y de cine, la conferencia en torno de la obra de Ernesto Cardenal, con Carmina Navia y otros escritores; la Gran Mención obtenida en el Concurso de Poesía Iberoamericana en Chile

por Jorge Ordóñez; la premiación de nuestra colaboradora Elvira Quintero en el Primer concurso regional de poesía Antonio Llanos; la edición a cargo de la editorial La Oveja Negra de la novela LA OBRA DEL SUEÑO, de nuestro colaborador Fernando

Cruz Kronfly; los reconocimientos a Fabio Arias (Farías) por su obra poética.

Acusamos recibo de las revistas literarias El Túnel 12 de Montería, Apartado Aéreo 429;

La Cábala 6 de Cali, Apartado 4908; Los Gatos Cantores de Cali, dirigida por Horacio Benavides; Calipoema, Apartado 10251 Cali; Eko E Yu 32, 33, 34, dirigida por Atilio Cazal, Apartado 18.164 Caracas, Venezuela; Taller Literario La Broka 1 de la

USACÁ, Apartado 25839 Cali.

Adquiera éste y otros números Rosa

Blindada en las librerías Atenas, Signos y Nacional de Cali

Con la colaboración especial de

Cine Club Cuarto del Buho, Cine Club El Buho

Casa de la Amistad con los pueblos y

Grupo de teatro Las Escalinatas

Fe de Erratas

En la página 46 (TORCAZA) no debe figurar

"MILES DE ESPEJOS ME MIRAN"