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La edición ilustrada de Querelle deBrest de Jean Genet que OdiseaEditorial recupera, se correspondecon la mítica primera ediciónpublicada en 1947, que veníaacompañada de veintinueveescandalosos dibujos eróticosrealizados por Jean Cocteau, querepresentaban a marinerosdesnudos en atrevidas actitudesamorosas. Dicha publicaciónprovocó que en 1956 Genet fueracondenado a ocho meses de prisióny al pago de una sustanciosa multa.Esta edición íntegra de Querelle de

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Brest es la primera que se realizacon las míticas ilustraciones deCocteau desde la legendaria ediciónprohibida de 1947, y supone larecuperación completa del Genetmás maldito, genial y expresivo.

Querelle de Brest es una novela deamor, inmoralidad y muerte quetiene como protagonista a GeorgesQuerelle, el atractivo marinero queasesina por dinero y para borrar suspropias huellas, y que luego expíasus crímenes en intensas sesionesde sometimiento sexual. Alrededorde Querelle se despliega un mundo

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de deseo, pasiones y violencia,enmarcado por las nieblas delpuerto de Brest, y por un mar que,para Genet, evoca con frecuencia lapura idea del crimen y del amorentre hombres.

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Jean Genet

Querelle de Brest(Edición ilustrada por Jean

Cocteau)

ePUB v1.0Polifemo7 16.09.12

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Título original: Querelle de BrestJean Genet, 1947.Traducción: Felicitas Sánchez Mediero ySantiago RoncaglioloIlustraciones: Jean CocteauDiseño/retoque portada: María Garrido

Editor original: Polifemo7 (v1.0)ePub base v2.0

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INTRODUCCIÓN

En 1947, Jean Cocteau realizóveintinueve ilustraciones de cargadocontenido erótico para la primeraedición de la novela Querelle de Brestde Jean Genet. En estas ilustraciones,que se publicaron sin firmar, Cocteauexplicitaba la masculinidad indómita delmarino. Odisea Editorial publica, porprimera vez desde esa edición prohibida(baste señalar que en 1956, por sucausa, Genet fue condenado a cumpliruna pena de ocho meses de presidio y apagar una sustanciosa multa), la versión

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completa, ilustrada y no censurada deQuerelle de Brest, en un volumen querecupera el espíritu de ese libro mítico.Nunca hasta hoy, desde la edición de1947, el texto íntegro de Genet se hapublicado conjuntamente con losveintinueve dibujos de Cocteau, lo queconvierte a ésta en una edición históricade un extraordinario valor literario yartístico.

Jean Genet comenzó a escribirQuerelle de Brest en marzo de 1945. Elmanuscrito original de la novela señalamás concretamente el 13 de marzo comola fecha probable de comienzo de lacomposición. En este manuscrito

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también se consigna todavía elsignificativo título que Genet le quisodar inicialmente a la obra: Tonnerre deBrest —«Trueno de Brest»— título quedaría paso más larde a otras opcionescomo Les Mystères de Brest —«LosMisterios de Brest», en clara alusión aLos Misterios de París de Eugène Sue—, e incluso a Querelle d'Egypte—«Querelle de Egipto»—. En estaprimera versión el navio «Le Vengeur»,en que navega el protagonista, recibiríael nombre de «Le Querelle».

Gracias a su amistad con JeanCocteau (al que conoció en 1943 y queese mismo año ante un tribunal de

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justicia calificó a Genet como «el másgrande novelista de la era moderna», loque le valió a éste la conmutación deuna cadena perpetua por una pena deprisión de pocos meses), trabaconocimiento con Paul Morihien, editordel propio Cocteau, y consigue publicarsus primeras obras.

En la época en que aborda laescritura de Querelle, Jean Genet,inclusero parisino, prostituto ocasional,ladrón impenitente que no bien salía dela cárcel cuando volvía a entrar denuevo en ella por algún otro robo, habíapublicado ya Notre Dame des Fleurs(«Nuestra Señora de las Flores»),

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impreso secretamente por Morihien sinmención de editor, y había escrito, en lacelda de una prisión, Miracle de laRose («El Milagro de la Rosa»).

Querelle de Brest, ya con su títulodefinitivo, fue rematado en marzo de1946, aunque no fue hasta 1953 cuandola editorial Gallimard la publicó —expurgada— en el tercer volumen de lasObras Completas de este autor.

Pero una primera versión delQuerelle de Brest, mucho más explícita,mucho más rica y que incluye episodiosque en la versión posterior desaparecen,fue publicada varios años antes. Esaversión íntegra, publicada en 1947 por

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el propio Paul Morihien sin nombre deeditor, y acompañado de veintinueveexplícitos dibujos sin firma a cargo deJean Cocteau, es la versión histórica quese recupera en este volumen especialpara la colección Uranistas, y queofrece por primera vez al lector españolen su integridad.

Enrique Redel

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PRÓLOGO

En 1953, año de publicación deQuerelle de Brest por la editorialfrancesa Gallimard —en 1947 habíaaparecido una primera edición, sincréditos editoriales—, Jean Genet(París, 1910) se encontraba en suplenitud como escritor, lo que significa,en un autor como él, aferrado comocreador a su propia experiencia vital,que dominaba absolutamente el arte dela más noble de las falsificaciones, laque comete sin la menor conciencia deculpa cualquier narrador, poeta o

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dramaturgo de talento —y el talento deGenet es debordante y abrasivo— conlos materiales de los que están hechossu vida, su memoria, sus sentimientos,sus fantasías, sus instintos, sus deseos,sus rencores i/ sus desafíos. Significa,también, que ocupaba ya un lugarpropio y singular en la literatura de sutiempo, y que desde ese territorioproducía un efecto perturbador,alimentaba en la sociedad en la quevivía un conflicto complejo y poderoso,provocaba adhesiones y rechazos quetenían sus raíces por igual en lacaracterística tensión entre elindividualismo discordante y la

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conciencia colectiva, histórica, delhombre de mediados del siglo XX. SiGenet y su obra fascinaban yescandalizaban era, sobre todo, porqueobligaban a encarar el dilema entre lalibertad absoluta y la docilidadconveniente, sin dejar espacio para eseconfortable compromiso, vacío depasión y de riesgo, en que se instala lamayoría de los ciudadanosresponsables. En eso, en ese bloqueo delas salidas tranquilizadoras, consistela verdadera transgresión.

Sin padre conocido, abandonadopor la madre, hospiciano, carne dereformatorio y de prisión, apóstol

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involuntario pero nítido de la vidainadaptada e incorregible incluso enmedio del reconocimiento deimportantes sectores culturales eintelectuales de su época —Sartre yCocteau fueron, de entrada, sus másdecididos defensores—, portavoz en susúltimos años de vida de causas recias ybelicosas como los Panteras Negras yel Movimiento de Liberación Palestino,Jean Genet empleó todas susexperiencias y obsesiones, entre lasque ocupa un papel vertebral suhomosexualidad, en la creación de unmundo radicalmente marginal,gobernado por un insumiso esquema de

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valores del que nace la consagraciónde la traición, la delación, laprostitución, el robo, el crimen y otrasmanifestaciones perversas para lasmentalidades acomodadas. Todo eseuniverso profundamente destructivo dela moral tradicional y creador de unadesafiante ética de la delincuencia,empapada de un erotismo queincorpora como ingredientesfundamentales y poderosamenteseductores la brutalidad y larepugnancia, junto con la delicadeza yuna intrigante y caldeada concepciónde la coquetería, aparece emmarcada,sobre todo en sus novelas, por la

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exposición de la condición homosexualen su versión más primitiva, sientendemos por ello que se manifiestaa salvo de estereotipos culturales,tergiversaciones sociológicas,escrúpulos estéticos y consignaspolíticas. La homosexualidadincontaminada, «salvaje» si se quiere,vivida con desapacible espontaneidad yenvidiable satisfacción pordelincuentes, vagabundos y ejemplaresturbios de masculinidad externa yconvencionalmente irreprochable, es labrújula y el escenario real yrepresentativo, significativo, de lasnovelas abruptas y subyugantes de

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Genet, y constituye desde luego lamateria fértil en la que nace y sedesarrolla toda la complejidadargumental y todo el sustrato pasional,estético e ideológico de Querelle deBrest.

Georges Querelle, un jovenmarinero bronco y hermoso,despiadadamente seductor, llegaformando parte de la tripulación del«Vengador», al puerto de Brest. Comoun ángel maldito e irresistible, causaestragos. Un narrador extraño —en elsentido de ajeno a la trama de lanarración, pero también porque sucomportamiento rompe todas las

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convenciones del narrador tradicionalen cualquiera de sus posibilidades—da cuenta de todos los movimientos ytodas las emociones de Querelle y delresto de los personajes, los suplantapara solventar sus incapacidadesintelectuales y afectivas, paraexplicarlos, y los conduce por ellaberinto y el juego de encrucijadas enque se encuentran y desencuentran, seenfrentan a su destino, conviven enepisodios sombríos —pero radiantes ensu oscuridad— con la maldad, lagenerosidad, la sordidez y la belleza.Personajes que se desean, se repudian,se utilizan, se traicionan, folian y

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matan bajo el imperio de unas pasionesque no conocen los frenos de la moralcomún y que, por tanto, tienen laimponente capacidad de convicción yseducción de las criaturas de extremapureza. Un erotismo potente einconformista, homosexual,gloriosamente marginal, y deinsoslayable valor estructural ynarrratológico, amalgama lasrelaciones de Querelle con su hermanoRobert, con el dueño del burdel, con sumujer, con el policía Mario, con elasesino Gil, con el teniente Seblon…, ylas de todos esos personajes entre sí.Ese erotismo homosexual es, en

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definitiva, la clave última y expansivaque define la mirada narradora, que lahace personal y colectiva a la vez, quela transforma en símbolo de la voz delos excluidos y oprimidos. Una miradaque, en medio de la bruma de Brest, porlas callejuelas, junto a las murallas, enlas tabernas, en el prostíbulo, en elbarco, pegada a los labios, la piel y losgenitales de los hombres y losmuchachos que habitan esa movedizaciudad portuaria, acaba adquiriendo latextura de un delirio que convierte alextraño narrador en el auténticoprotagonista de la novela.

Leída hoy, Querelle de Brest sigue

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produciendo el mismo efectoprovocador y turbador. Su potente yextremadamente erótica exaltación dela «anormalidad» vuelve a chocar convirulencia contra los valoresestablecidos, encorsetados por lopolíticamente correcto, y de formadirecta contra la corrección dominanteen la cuestión homosexual. Suagresividad intelectual, su extremismopolítico, su espléndida obscenidadiconográfica, su temeridad verbal —recuperada por entero en esta edicióníntegra, que rescata la brutalidad delvocabulario y la audacia erudita sincontemplaciones—, junto a su

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propuesta de rebeldía radical quealcanza a todos los desheredados ymarginados, vuelven a resultardemoledores también para ciertaortodoxia gay, y no tanto pordesmontar tantas— y tan legítimas, porotro lado —pretensiones miméticas delmodelo ortodoxo y «respetable»heterosexual que determinadasensibilidad y determida militancia gaypromueven, sino, sobre todo, por suabrumadora capacidad para evocar lososcuros y apasionantes paraísos de unasexualidad indómita, distinta,arriesgada, desafiante. Exhibiendo conabsoluta y combativa impudicia los

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mitos más enraizados e inquietantes deuna forma de ser y de sentir, yconvirtiéndolos en herramientasrotundas contra cualquier tipo deexperiencia y anhelo domesticados,Querelle de Brest sigue siendo unaprueba de fuego frente a nuestrasclaudicaciones. Por eso, además de porsus perennes valores literarios, es tanoportuna su reedición.

Madrid, enero de 2003Eduardo Mendicutti

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A Jacques G.

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«Durante los dos años que pasó enel cuerpo de Marina, su naturalezaindómita, depravada, le hizo acreedora setenta y seis castigos. A los novatoslos cubría de tatuajes, robaba a suscompañeros y se entregaba a actosextraños con los animales.»

Acta del proceso de Louis Ménesclou,de veinte años de edad, ejecutado el 7

de septiembre de 1880.

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«He seguido, decía, con atenciónlos dramas judiciales y Ménesclou meha emponzoñado. Soy menos culpableque él, al no haber violado nidespedazado a mi víctima. Mi retratoha de ser superior al suyo, pues él nollevaba corbata, mientras que a mí meha sido concedido el honor deconservarla.»

Declaración del asesino Félix Lamaître,de catorce años de edad, ante el juez de

instrucción. (15 de julio de 1881.)

«Otro soldado, habiendo por azarcaído de bruces en el combate, como el

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enemigo levantase la espada paraasestarle el golpe mortal, le suplicóesperase a que se hubiera dado lavuelta, ante el temor de que su amigo leviese herido por detrás.»

Plutarco. Del amor

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La idea de crimen evoca confrecuencia el mar, a los marinos. Mar ymarinos no se presentan entonces con laprecisión de una imagen, sino que elcrimen hace más bien que la emociónbata contra nosotros en oleadas. Que lospuertos sean el escenario cien vecesreiterado de los crímenes resulta defácil explicación, y no profundizaremosen ello, pero numerosas son las crónicasen las que se narra que el asesino fue unnavegante, verdadero o falso, y en esteúltimo caso aún son más estrechos loslazos que el crimen mantiene con el mar.El hombre que se enfunda un uniforme

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de marinero no obedece a los dictadosde la sola prudencia. Su disfraz tieneque ver con el ceremonial que presidesiempre a la ejecución de todo crimenconcertado. Podemos, en primer lugar,afirmar lo siguiente: que envuelve ennubes al criminal; le resalta sobre lalínea del horizonte donde el mar sefunde con el cielo; a grandes zancadas,elásticas y sinuosas, le hace avanzarsolre las aguas, encarnar la Osa Mayor,la Estrella Polar o la Cruz del Sur; él(seguimos hablando de tal disfraz y delcriminal) le hace aflorar de continentestenebrosos en los que el sol sale y sepone a la vez, donde la luna consiente el

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asesinato en las chozas de bambúes, a laorilla de ríos inmóviles infestados decaimanes; le otorga el poder de obrarbajo el efecto de un espejismo, de lanzarsu arma mientras uno de sus pies seapoya todavía sobre una playa oceánicay el otro despliega su trayectoria porencima de las aguas en dirección aEuropa; le concede de antemano elolvido, ya que el marino «está de vueltade muy lejos»; le autoriza a considerar alos hombres de tierra como a plantas.Mece al criminal. Le arropa en lospliegues ajustados del jersey y en losmás amplios del pantalón. Le adormece.Adormece a su víctima ya fascinada.

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Más adelante hablaremos de laaparición letal del marinero. Testigoshemos sido de auténticas escenas deseducción. En la frase, quizá larga enexceso, que se inicia con: «que envuelveen nubes…» nos hemos abandonado auna fácil poesía verbal, en la que cadauna de las proposiciones no es sino unargumento a favor de las complacenciasdel autor. Es, pues, bajo el signo de unimpulso interior sumamente peculiar,como queremos presentar el drama quese desarrollará a continuación.Deseamos añadir, además, que vadirigido a invertidos. A la idea de mar yasesinato, va unida, de modo natural, la

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de amor o voluptuosidad, y, antes quenada, la de amor contra natura. Sinduda, los marinos transportados(animados nos parece más exacto, yaveremos luego la razón) por el deseo yla necesidad del asesinato pertenecensobre todo a la Marina mercante: son losnavegantes de altura, nutridos debizcocho y latigazos, cargados degrilletes por error, desembarcados enpuertos ignotos, reembarcados de nuevoen cargueros para tráficos sospechosos.Y, sin embargo, resulta difícil rozarse enuna ciudad de niebla y granito con esosforzudos de la Armada, balanceados deaquí para allá, zarandeados por y para

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maniobras que nos complacemos enimaginar peligrosas, con esos hombros,con esos perfiles, esos bucles, esoslomos encrespados, bravios, con esosmocetones ágiles y fuertes, sinimaginarlos al punto capaces de unasesinato que se justifica por el solohecho de su intervención, puesto que sondignos de ejecutar con nobleza todos losmovimientos del crimen. Ya desciendandel cielo o emerjan de un dominio dondeconocieron sirenas y monstruos aún másinsólitos, en tierra los marinos habitanmansiones de piedra, arsenales,palacios, cuya solidez se opone a lanervosidad, a la irritabilidad femenina

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de las aguas (en una de sus canciones,¿no dice acaso el marinero: «… nosconsolamos con la mar»?) que bañan losmuelles sembrados de cadenas, demojones, de bitas de amarre, a los que,desde lo más lejano de los mares, sesaben anclados. Para medirse en estaturacuentan con depósitos, con presidios endesuso de arquitectura grandiosa. Brestes una ciudad dura, sólida, construida engranito gris de Bretaña. En su durezaestá anclado el puerto; en ellaencuentran los marineros el sentimientode seguridad, el punto de apoyo desde elque cobrar vuelo; ella les permitereposar del perpetuo vaivén del mar. Si

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Brest es ligera, ello se debe al sol quedora débilmente sus fachadas, tan noblescomo las venecianas, a la presencia delos marineros indolentes que caminanpor sus callejas estrechas; por último,también a la niebla y a la lluvia. En ellase desarrolla la acción del libro, cuyorelato emprendemos en el momento enque un aviso, el «Vengador», se baña enla rada desde hace tres días. Otrosnavios de guerra: la «Pantera», el«Vencedor», el «Sangriento», yrodeando a éstos, el «Richelieu», el«Bearn», el «Dunkerque» y algunosotros. Nombres que encuentran susequivalentes en el pasado. De los muros

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de una capilla lateral de la iglesia deSaint-Yves, en La Rochelle, cuelganpequeños cuadros exvotos querepresentan a los barcos perdidos osalvados: la «Amotinada», el «Zafiro»,el «Ciclón», el «Hada», la «BienAmada». Aunque tuvo ocasión decontemplarlos en su niñez, estos barcosno ejercieron influencia alguna sobre laimaginación de Querelle; pero no porello podíamos dejar de señalar suexistencia. Para las tripulaciones, Brestes la ciudad de «La Féria». Lejos deFrancia, entre ellos, los marinos sólohablan de este burdel con salidas detono, con risas desmedidas; del mismo

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modo que pueden hablar de los patos deCholon, de los naï anamitas, evocan alpatrón y a la patrona sirviéndose deexpresiones como ésta.

—«Te lo juego a los dados. ¡Comoen casa Nono!»

—«Éste, con tal de tirarse a unagachí, sería capaz de jugar con Nono.»

—«¡A este tipo le gustaría ir a 'LaFéria' a perder!»

Si el de la patrona permaneceignorado, los nombres de «La Féria»[1] yde «Nono» deben de haber dado lavuelta al mundo, susurrados en loslabios de los marineros, lanzados entreapóstrofes burlones. A bordo, ninguno

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sabe a ciencia cierta qué es «La Féria»,ni conoce con precisión las reglas deljuego que cimenta su reputación; peronadie, ni siquiera los novatos, osapreguntar nada: todos los marinossimulan estar al corriente. Elestablecimiento de Brest aparecenimbado de un aura mitológica, y losmarinos, al acercarse al puerto, sueñanen secreto con esta casa de citas de laque sólo hablan en tono burlón. GeorgesQuerelle, el protagonista de este libro,la mienta menos que nadie. Sabe que suhermano es el amante de la patrona. Heaquí, recibida en Cádiz, la carta que lepuso en antecedentes:

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«Querido peque, te escribo estascuatro letras para comunicarte que hevuelto a Brest. Intenté volver a currelaren los muelles, pero estaban alcompleto. Tenía la negra encima. Y yo,para el currele, pues ya lo sabes, nuncaestoy en vena, siempre tengo galbana[2].Para salir del apuro me encontré conMilo y al momento me di cuenta de quele había hecho tilín a la patrona de 'LaFéria': lo hice lo mejor que pude y ahorael asunto va que chuta. Al patrón leimporta un pito, pues su mujer y él noson otra cosa que socios. Yo estoy bien.Espero que tú también lo estés, y sivienes con permi, etc. Firmado:

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Robert.»A veces suele llover en septiembre.

Con la lluvia, a los obreros del puerto ydel Arsenal se les pegan a los músculoslas tenues ropas de tela, la camisa, elpantalón azul. Acontece también quealgunas tardes haga buen tiempo y quede los astilleros desciendan grupos dealbañiles, carpinteros, mecánicos.Vienen cansados. Sus andares fatigadossólo se tornan airosos cuando suszapatos, sus pasos morosos revientan loscharcos de aire que manan en suderredor. Pasan, lentamente,pesadamente, cruzándose con el ir yvenir más rápido, más ligero, de los

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marinos que van de farra, convertidos enel ornato de esta ciudad, que centellearáhasta el alba con las figuras que trenzansus piernas, con el estrépito de sus risas,con sus canciones, su alegría, con losinsultos vociferados a las chicas, losbesos, los cuellos, las borlas de lasgorras. Los obreros regresan a susbarracas. A lo largo de la jornada hantrabajado en serio (el soldado, seamarino o de infantería, no tiene nunca lasensación de haber trabajado),fundiendo sus gestos, entrelazándolos,hasta conseguir una obra que constituiráel nudo visible y apretado de todosellos. Ahora vuelven a casa. Una oscura

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amistad —oscura para ellos— les une, ytambién un odio mitigado. Pocos haycasados, y sus mujeres están lejos.Hacia las seis de la tarde los obreroscruzan las puertas metálicas del Arsenaly la entrada de los almacenes portuarios.Suben hacia la estación, donde están lascantinas, o bajan hacia Recouvrance,donde tienen una habitación, alquiladamensualmente, en un pequeño hotelamueblado. En su mayoría son italianos,españoles, unos cuantos moros y algunosfranceses. Era por entre este derroche defatiga y de músculos cansados, delasitud viril, por donde le gustabatransitar al teniente de navio Seblon,

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oficial del «Vengador».

Los techadores trabajaban en lostejados del edificio del Almirantazgo.Siempre extendidos cuan largos son,como acostados sobre una ola, en lasoledad del cielo gris, lejos de loshombres que caminan por el suelo. Nose les escucha. Están perdidos en elmar. Cada uno en un alero del tejado,se enfrentan, se arrastran, compitenpor la solidez de sus bustos, compartenel tabaco.

Permanentemente un cañónapuntaba hacia el presidio. Hoy ese

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cañón (sólo el tubo) se mantiene de pieen medio del patio donde se ponían enfila los galeotes. No deja de ser curiosoque para castigar a los criminales seles obligara antaño a hacerse marinos.

Pasé delante de «La Féria». No hevisto nada. Todo me es negado. EnRecouvrance entreveo abrirse ycerrarse, sobre el muslo de unmarinero —nunca me he cansado deeste espectáculo, tan frecuente sinembargo a bordo—, un acordeón.

«Encabrestarse». Sin duda, de«encabritarse»: Querellarse.

Cuando me entero —aunque sólosea por el periódico— de que estalla

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un escándalo, o simplemente con queyo tema que estalle, me apresto para lahuida. Siempre pienso que sospecharánde mí. A fuerza de imaginar temas deescándalo, siento dentro de mí unanaturaleza demoníaca.

En cuanto a los golfos que estrechoentre mis brazos, mi ternura y misbesos apasionados a los rostros queacaricio, que cubro dulcemente con missábanas, no son sino una suerte deagradecimiento y fascinaciónmezclados. Tras haberme afligido hastatal punto por la soledad en que merecluye mi singularidad, ¿puede sercierto que tenga desnúdos, que retenga

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estrechados contra mi cuerpo a estosmu chachos tan grandes a mis ojos porsu audacia y su dureza, que mederriban al suelo y me pisotean? Noacabo de creerlo y las lágrimas afluyena mis ojos para dar gracias a Dios queme concede tanta dicha. El llanto meenternece. Me deshago en lágrimas.Con su agua sobre mis mejillas, ruedo,derramándome en ternura sobre lasmejillas tersas y duras de estosmuchachos.

Esa mirada severa, a veces casirecelosa, incluso justiciera, que elpederasta mantiene fija sobre el jovenque acaba de conocer, es una breve

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pero intensa meditación acerca de supropia soledad. En un instante (lo quedura esa mirada) se encierra,compacta, una desesperaciónpermanente, de frecuencia rápida yopresiva, minuciosamente entretejidacon el temor de verse rechazado.«Sería tan hermoso», piensa. Y si no lopiensa, así lo expresan su ceñofruncido y la reprobación de su negramirada.

Una parte de su cuerpo estádesnuda, del cuerpo de Él (Querelle,cuyo nombre no escribirá jamás eloficial, no sólo por prudencia hacia suscompañeros o jefes, ante cuyos ojos

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bastaría el contenido del diario paraperderle). Él lo examina. Busca lasespinillas, las uñas rotas, los granosrosados. Enfadado si no los encuentra,se los inventa. En cuanto está inactivose entrega a este juego. Esta nocheexamina sus piernas, en las que el vellonegro y recio es suave a pesar de serfuerte, y dibuja en torno a aquéllas,desde el pie a la ingle, una especie debruma que mitiga lo que los músculostienen de rudo, de abrupto, de un tantopedregoso. Me sorprende que un signotan propio de la virilidad envuelva lapierna de una dulzura a la vez tangrande y tan intensa. Se entretiene en

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chamuscar el vello con el cigarrilloencendido y luego (seguimos hablandode Él) se inclina para sentir el olor aquemado. No sonríe más de loacostumbrado. La pasión de su vida essu cuerpo en reposo —pasión morosa,no exaltante—. Inclinado sobre él, secontempla. Como si se mirara con unalupa. Observa minuciosamente los másminúsculos accidentes como elentomólogo las costumbres de losinsectos.

Pero cuando se mueve, ¡en quédeslumbrante revancha se convierte ladelicia de agitar su cuerpo entero!

Él (Querelle) no está nunca

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distraído, sino atento a lo que hace. Encada momento ignora lo que es soñar.Su presencia es eterna. Jamás responde«pensando en las musarañas». Y, sinembargo, me desconcierta la puerilidadde sus preocupaciones aparentes.

Con las manos en los bolsillos delpantalón, perezoso, desearía decirle:

«Zarandéame un poco para que seme caiga la ceniza del cigarrillo.» Ycon malos modales, como un hombre,me asestaría un puñetazo en el hombro.Me pongo a estornudar.

Hubiera podido permanecererguido, agarrándome a la batayola,pues no era tan grande el balanceo;

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pero aproveché rápidamente, conalegría, el movimiento del barco paradejarme derivar, oscilar, siempre endirección a Él. Conseguí rozarle uncodo.

Un moloso cruel y fiel a su dueño,dispuesto a morderos la carótida,parecía seguirle y meterse a vecesentre sus pantorrillas, confundiéndoselos costados de la bestia con losmúsculos de sus muslos, presto amorder, siempre gruñendo y enseñandolos colmillos, y tan feroz que unoesperaba el momento en que selanzaría contra Querelle paraarrancarle los cojones.

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Tras estas notas espigadas aquí yallá, aunque no al azar, de un cuadernoíntimo que nos le sugiere, deseamos quese os aparezca con claridad que elmarinero Querelle, originario de esasoledad en la que el mismo oficial sehallaba recluido, era un personajesolitario comparable al ángel delApocalipsis cuyos pies descansan en elmar. De tanto meditar sobre Querelle, detanto usar en sueños sus más hermososatributos, sus músculos, sus relieves, susdientes, su sexo adivinado, para elteniente Seblon el marinero se haconvertido en un ángel (más tarde le

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llamará, ya lo veremos: «el ángel de lasoledad»), es decir, en un ser cada vezmás inhumano, cristiano, en torno al cualse despliegan los acordes de una músicabasada en lo contrario de la armonía omás bien de la música que queda cuandola armonía se ha desgastado, ha sidotriturada y en medio de ella este ángelinmenso sigue moviéndose,pausadamente, sin testigos, con los piessobre el agua, pero con la cabeza —loque debería ser su cabeza— en laconfusión de los rayos de un solsobrenatural. Cuando un agente secretose prepara para robarle al enemigo elplan secreto cuyo conocimiento nos

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salvará, el objetivo que persigue afectanuestro destino con tanta precisión quequedamos atados a él, suspendidos a sulogro, y el objetivo se revela de tantanobleza que, al pensar en quien lorealizará, el pecho se nos infla deemoción, las lágrimas se escapan denuestros ojos, mientras él se dedica a sutarea con metódica frialdad. Ensayatécnicas examinando las más eficaces,en suma, va ganando experiencia. Esigual la realización de un acto quedebemos guardar en secreto, queconservaremos porque es inconfesable,y que debe cometerse entre las tinieblasde las que será justificación, a veces

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observamos con gélida lucidez bajo laplena luz el día de nuestra miradanuestra elección y sus detalles. Elteniente Seblon, antes de pisar tierra porprimera vez en Brest, cogió un lápiz alazar de su mesita y le sacó puntacuidadosamente. Se lo metió en elbolsillo. Luego, suponiendo que quizálas paredes de pizarra serían demasiadooscuras o demasiado granuladas, llevóvarias pegatinas. Ya en tierra, con algúnpretexto banal, abandonó a suscamaradas de a bordo, entró en elprimer urinario que encontró y, despuésde abrirse la bragueta, vigilando losaccesos cautelosamente, escribió su

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primer mensaje: «Joven de paso porBrest busca chico guapo con pollabonita». Trató sin éxito de descifrar lasinscripciones obscenas. Se indignó porque un lugar tan noble fuese mancilladocon graffitis de tendencia política.Volviéndose hacia su propio texto, loleyó mentalmente, experimentando unaturbación tan grande como si lo acabasede descubrir, y lo ilustró con una vergamonstruosamente grande, rígida,exagerando la ingenuidad del dibujo.Luego salió con tanta naturalidad comosi sólo hubiese orinado. Recorrió así laciudad de Brest, entrandodeliberadamente a cada urinario.

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Aunque ellos pretendiesen negarlo,el extraño parecido de los dos hermanosQuerelle tan sólo constituía un atractivopara los demás. No se veían sino por lanoche, lo más tarde posible, sobre laúnica cama de una habitación cercana alcuarto donde su madre vivíapobremente. También se encontraban talvez, aunque a una profundidad tal que nopodían percibirlo, en su amor por lamadre, y además, qué duda cabe, en suspeleas casi cotidianas. Por la mañana seseparaban sin decirse una sola palabra.Como si no se conocieran. A los quinceaños Querelle sonríe ya con esa sonrisaque le distinguirá durante toda su vida.

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Ha decidido vivir con los ladrones, cuyajerga domina. Trataremos de tener encuenta este detalle para comprender biena Querelle, cuyas representacionesmentales, y hasta sus sentimientosmismos, dependen y se modelan conarreglo a una cierta sintaxis, a unaortografía muy particular. En su lenguajeencontraremos expresiones tales como:«Suelta tus amarras…», «estoy en elcepo…», «mueve el culo…», «no hacefalta que se trague su estopa…», «se haagarrado una insolación en el coco…»,«está que se sube por la amura, eltío…», «vamos, muñeca, que llevodadas ya doce campanadas…», «pasa de

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eso»[3], etc. Expresiones que no eranarticuladas de una manera clara, sinosusurradas más bien con voz un pocosorda y como en su interior, sin llegar apercibirlas. Al no ser proyectadas talesexpresiones, el lenguaje de Querelle noservía, si podemos decirlo, parailuminarlo con más claridad, paraperfilarlo. Por el contrario, parecíanentrar por su boca, amontonarse dentrode él, sedimentarse allí, formando unbarro espeso desde donde se elevaba decuando en cuando una burbujatransparente que reventabadelicadamente en sus labios. Le habíabrotado una palabra de jerga.

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En lo relativo a la policía del puertoy de la ciudad, Brest estaba bajo laautoridad del Comisariado, donde en laépoca de nuestra novela trabajaban,unidos por los lazos de una amistadsingular, los inspectores Mario Dugas yMarcellin. Este último era con respectoa Mario más bien una excrecencia (todoel mundo sabe que los policías van porparejas) bastante pesada, penosa,aunque, afortunadamente, relajante aveces. En todo caso, Mario habíaelegido a otro colaborador, más sutil ymás querido, más fácil también desacrificar si la situación lo requería:Dédé.

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Como en cada ciudad de Francia,había en Brest un «Monoprix», lugarfavorito de los paseos de Dédé y demuchos marinos que circulaban porentre los mostradores, donde, más quecualquier otra cosa, excitaban su codicia—hasta inducirles a veces a la compra— un par de guantes. Finalmente, losservicios de la Prefectura marítimasustituían en Brest al antiguoAlmirantazgo.

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«Durante los dos años que pasó enel cuerpo de Marina, su naturalezaindómita, depravada, le hizo acreedora setenta y seis castigos. A los novatoslos cubría de tatuajes, robaba a suscompañeros y se entregaba a actosextraños con los animales.»

Relación del proceso de LouisMénesclou, de 20 años de edad.

Ejecutado el 7 de septiembre de 1880.

«Seguí, decía, los dramas

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judiciales, y Ménesclou me envenenó.Soy menos culpable que él, no violé nidespedacé a mi víctima. Mi retratodebe ser superior al suyo porque él nisiquiera llevaba corbata, en cambio yoobtuve el favor de conservar la mía.»

Declaración al juez de instrucción delasesino Félix Lamaitre, de 14 años de

edad (15 de julio de 1881).

«Un hombre avanza, con la cabezadesnuda, el pelo rizado, elegante,vestido con un simple chaleco de sedaabierto a pesar del frío. Es joven yfuerte, tiene mirada de desdén, pasa

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ante uno mirándolo por encima delhombro, seguido de un magnífico perroesquimal. Todos tiemblan ante sumirada. Ese hombre es el austríacoOscar Reich, Inspector General delCampo de Concentración de Drancy.»

Cuatro y Tres, 26 de marzo de 1946.

«Otro soldado que por casualidadhabía caído boca abajo durante elcombate cuando el enemigo alzaba laespada para darle un golpe mortal, lerogó que esperase a que se diesevuelta, por miedo a que su amigo loviese herido por la espalda.»

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Plutarco, Del amor.

«Prevost dijo entre balbuceos:—Estoy feliz… muy feliz… ¡Ah!

¡Qué feliz me hace!… que le encuentrenmanchas de sangre. Son frescas…bastante frescas… ¡muy frescas!»

Extracto de la vista oral sobre el tripleasesinato cometido por el guardián

Prevost. Ejecutado el 19 de enero de1880.

«Talla mediana, cuerpo sano,proporciones que expresaban sufuerza… abundante pelo, ojos

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pequeños y vivos, mirada de desprecio,rasgos regulares y fisonomía austera,la voz fuerte pero velada, un matizgeneral de ansiedad… una extremafrialdad en las maneras… Suspicaz,disimulado, tenebroso, supo, sinconsejos y sin estudios, guardarimpenetrablemente su secreto.»

Retrato de Saint-Just por Paganel.

Comprado o robado a un marinero,el pantalón azul de hilo le ocultaba losencantadores pies, ahora inmóviles ycrispados por un ultimo paso gallardo

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que hizo retumbar la mesa. Llevabazapatos de charol negro, resquebrajados,y hasta ellos, naciendo de la cintura,iban rodando los estremecimientos de latela azul. Su torso se hallabaestrechamente enfundado en un jersey decuello alto, de lana blanca un pocograsienta. Querelle acercó uno a otro suslabios. Esbozó el gesto de llevarse lacolilla a la boca, pero la mano se detuvoen el camino, a la altura del pecho, y laboca permaneció entreabierta.Contempló a Gil y a Roger unidos comopor la boca mediante el hilo casipalpable de sus miradas, por el frescorde sus sonrisas, dando la impresión Gil

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de que cantaba para el chico y Roger,cual monarca coronado de una orgíaíntima, de que elegía al joven albañil dedieciocho años al que su canto convertíapor una noche en héroe de ventorrillo.Este modo de contemplarlos que tenía elmarinero los aislaba. Querelle volvió atener conciencia de conservar la bocaentreabierta. Acentuó, aunqueimperceptiblemente, su sonrisa sesgada.Una suave ironía invadió su rostro,luego todo su cuerpo, recostado en lapared, y a aquella postura de abandonole prestó un aire irónico, casi divertido.Desviada al alzar la ceja (lacorrespondiente al sesgo de su sonrisa),

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su mirada adoptó una expresiónmaliciosa para examinar a los doschicos. Desapareciendo de los labios deGil, como si éste hubiera devanado todoel ovillo que guardaba en una de susmejillas, la sonrisa se extinguió en loslabios de Roger; pero recobrandosegundos después su aliento y sucanción, Gil, de pie sobre la mesa,reanudó su sonrisa, que hizo renacer, yalimentó sin pausa, hasta la copla final,la sonrisa de Roger. Ninguno de los dosmuchachos había dejado de mirar al otroun solo instante. Gil cantaba. Querellesostenía con su hombro la pared de lataberna, lomaba conciencia de sí mismo,

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al medir su mole viviente, lamusculatura tumultuosa de su espalda,contra la mole indestructible y negra dela muralla. Aquellos dos mundos detinieblas luchaban en silencio. Querelleconocía la belleza de su espalda. Yaveremos cómo, días más tarde, se ladedicará en secreto al teniente Seblon.Sin moverse apenas, hacía ondular eloleaje de sus hombros, los confrontabacon la superficie del muro, con laspiedras. Era fuerte. Con una mano —hundida la otra en el bolsillo de suimpermeable— acercó a sus labios unacolilla encendida. Esbozó una levesonrisa. Robert y los otros dos

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marineros sólo tenían oídos para lacanción. Pero Querelle no dejó desonreír. Según una expresión muy enboga entre los soldados, Querellebrillaba por su ausencia. Tras haberproyectado un poco de humo endirección a su pensamiento (como sihubiera querido velarlo o demostrar unadulce insolencia hacia él), sus labiospermanecieron ligeramente retraídossobre sus dientes, cuya dulzura yblancura, atenuada por la noche y por lasombra del labio superior, conocía.Mirando a Gil y a Roger enlazados porsus miradas y sus sonrisas, no podíadecidirse a cerrar sus labios

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entreabiertos, a retraer dentro de símismo los dientes, ni su brillo, tan suaveque infundía a su difuso pensamiento elmismo reposo que el azul celeste da anuestros ojos. Tras los dientes, rozandoel paladar, movió ligeramente la lengua.Estaba viva. Uno de los marinerosempezó a abrocharse el impermeable, asubirse el cuello. Querelle no lograbahacerse a la idea, nunca formulada, deser un monstruo. Consideraba, miraba supasado con una sonrisa irónica, asustaday enternecida a la vez, en la medida enque ese pasado se confundía con supropio ser. Un muchacho joven, cuyaalma aflora en sus ojos, metamorfoseado

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en caimán y que no tenga concienciaclara de su hocico, de sus enormesquijadas, podría acaso considerar deeste modo su cuerpo agrietado, su colagigantesca y solemne con la que sacudeel agua o la playa o con la que roza aotros monstruos, y que le prolonga conla misma emocionada, nauseabunda eindestructible majestad con que arrastrasu cola, adornada de encajes, deblasones, de batallas, de mil crímenes,una emperatriz niña. Conocía el horrorde estar solo, presa de un hechizoinmortal en medio del mundo de losvivos. A él solo le había sido concedidoel terrible privilegio de percatarse de

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sus monstruosas concomitancias con losdominios de los grandes ríos cenagososy las junglas. Tenía miedo a que unresplandor cualquiera surgido delinterior de su cuerpo o de su propiaconciencia le iluminara, fijara en sucaparazón escamoso el reflejo de unaforma y le tornara visible ante loshombres, quienes le forzarían a la huida.

Las murallas de Brest, plantadas deárboles en ciertos lugares, formanavenidas que las gentes llaman, porburla tal vez, el Bois de Boulogne. Allíabren sus puertas durante el veranoalgunas tabernas donde se bebe enmesas de madera hinchadas a fuerza de

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lluvias y niebla, bajo los árboles o lasenramadas. Los marineros se adentraroncon una chica bajo los árboles: Querelleaguardó primero a que sus compañerosla jodierán, luego se acercó a ella,tendida en la hierba. Esbozó el gesto dedesabrocharse la trabilla del pantalón yde pronto, tras una breve, deliciosavacilación de sus dedos, se la volvió aajusfar. Querelle estaba tranquilo.Bastaba un ligero movimiento de lacabeza a derecha o izquierda, y sumejilla se rozaba con el cuello rígido yalzado de su impermeable. Semejantecontacto le tranquilizaba. Gracias a él sesentía vestido, maravillosamente

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vestido.Mientras se descalzaba, la escena de

la taberna volvía a la mente de Querelle,quien no era capaz de darle unsignificado preciso. Apenas podíapensarla en palabras. Lo único que sabíaera que había suscitado en él una ligeraironía. No hubiera sabido decir por qué.Conociendo la severidad, la austeridadcasi, de su rostro y su palidez, aquellaironía le confería lo que comúnmentesuele llamarse un aire sarcástico.Durante algunos instantes se habíaquedado deslumbrado por laconcordancia que se establecía, sealimentaba, estaba a punto de

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objetivarse, entre las miradas de ambosmuchachos: uno cantando, de pie sobrela mesa, con el rostro inclinado hacia elotro, sentado, cuya mirada se alzabahacia aquél. Querelle se quitó uncalcetín. Aparte del beneficio materialque le reportaban, sus asesinatosenriquecían a Querelle. Depositabandentro de él una especie de limo, demugre, cuyo olor daba pesadumbre a sudesesperación. De cada una de susvíctimas guardaba algo un poco sucio:una camisa, un sostén, unos cordones dezapatos, un pañuelo, objetos que eranotras tantas pruebas contra sus coartadasy que podían perderle. Aquellos

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indicios eran los signos originales de suesplendor, de su triunfo. Constituían losdetalles vergonzosos que se hallan en labase de toda luminosa aunque inciertaapariencia. En el mundo de losmarineros resplandecientes de belleza,de virilidad y de orgullo, secorrespondían sordamente con estosatributos: un peine mugriento ydesdentado en el fondo del bolsillo; laspolainas del uniforme de combate, delejos impolutas como las velas, pero,como éstas, imperfectamente lavadas;los pantalones elegantes, pero malcortados; tatuajes mal ejecutados; unpañuelo sórdido; calcetines agujereados.

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Lo que era para nosotros el recuerdo dela mirada de Querelle, sólo podemosexpresarlo mediante una imagen que senos brinda de repente: el tallo delicado,medianamente espinoso y fácil deatravesar, de un alambre de púas al quese agarra la mano torpe de un preso o alque roza un paño tosco. Casi sin querer,bajito, dijo a uno de sus compañeros,estirado ya en su coy:

—Eran desternillantes los doschavales.

—¿Qué dos chavales?—¿Cómo?Querelle levantó la cabeza. Su

tronco no parecía entender nada. La

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conversación se interrumpió ahí.Querelle se quitó el otro calcetín y seacostó. No se trataba ahora de dormir, nide darle vueltas a la escena de lataberna. Tendido, hallaba por fin laserenidad para pensar en sus negocios,pero tenía que hacerlo muy de prisa, apesar del cansancio. Que el patrón de«La Féria» coja los dos kilos de opio,siempre que Querelle pueda sacarlos delaviso. Los aduaneros abren las maletasde los marineros, incluso las máspequeñas. Excepto a los oficiales,registran a todo el mundo en el muelle.Querelle pensó con toda seriedad en elteniente. Lo monstruoso de aquella idea

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se le reveló al tiempo que se le ocurríaalgo que sólo él hubiera podido traducirde este modo:

«No lleva tiempo ni nada mirándomecon ojos de carnero degollado. Pareceun gato meando en el rescoldo de lalumbre. Decididamente, lo tengo en elbote.»

Podría darle uso a la torpe pasiónque el teniente traicionaba por sí mismo.

«No es más que un gilipollas. Seríacapaz de empalmarme con un viciosocomo éste.»

Furtivamente, un recuerdo atravesóel espíritu de Querelle, la escenareciente en que, frente a él, el teniente

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Seblon había respondido con altivez,casi con impertinencia, a un superior.

Querelle estaba contento de saberque Robert llevaba una vida de lujoasiático, muelle y tranquila, que era elamante de la dueña de una casa de putasy el amigo del marido consentidor.Cerró los ojos. Se acercaba a aquellaregión de sí mismo en la que volvería aencontrarse con su hermano. Sus propioscontornos se confundían con los deRobert, pero de ello extraía, en primerlugar, las palabras, y luego, gracias a unmecanismo muy elemental, unpensamiento claro, que iba cobrandovida poco a poco y que, a medida que se

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alejaba de aquellas profundidades, lediferenciaba de su hermano, suscitandoen Querelle actos singulares, todo unsistema de operaciones solitarias que,lentamente, se le volvíanconsustanciales, totalmente suyas y quecompartía —como lazo de unión entrelos dos— con Vic. Y Querelle, cuyospensamientos habían conquistado laindependencia para llegar hasta Vic, seseparaba de él, a medida que seadentraba en sí mismo, en busca ciegade esos limbos inefables que tanto seasemejan a un inconsistente alimento deamor. Apenas se acariciaba la vergaacurrucada en su mano. No se

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empalmaba. Con los demás marineros,en el mar, había hablado de ir a Brest adescargar sus pelotas, pero esa noche nisiquiera se le pasaba por la cabeza quehubiese tenido que besar a la chica.

Querelle era la réplica exacta de suhermano Robert, tal vez algo más arisco,mientras que éste era más afectuoso(matiz por el que le reconoceremos,pero imposible de advertir para unachica enfadada). Era preciso que ennuestro interior presintiésemos lapresencia de Querelle, puesto que uncierto día, cuya fecha y hora exactas

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podríamos dar sin dificultad, resolvimosescribir su historia (palabra pocoadecuada si lo que pretende es designaruna aventura o una serie de aventurasvividas). Poco a poco experimentamoscómo Querelle —en el interior ya denuestra carne— crecía, se desarrollabaen nuestra alma, se nutría de lo mejor denosotros mismos, y en primer lugar denuestra desesperación por no estarnosotros dentro de él sino de llevarlo aél dentro de nosotros. Tras estedescubrimiento de Querelle,pretendemos que se convierta en elprototipo del héroe desdeñoso.Persiguiendo en nuestro interior mismo

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su destino y su desarrollo, veremoscómo se presta a ello para realizarse enun final que parece ser su propiavoluntad y su propio destino.

La escena que vamos a relatar es latrasposición del acontecimiento que nosreveló a Querelle. (Hablamos todavíade ese personaje ideal y heroico,producto de nuestros amores secretos.)Sobre este acontecimiento podemosdecir que fue comparable a laAnunciación. Sin duda, no fue hastamucho tiempo después de haber tenidolugar cuando lo reconocimos como unacontecimiento «preñado» deconsecuencias, pero ya al vivirlo fuimos

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sacudidos por un estremecimientoanunciador. En fin, para que os resultevisible, para que se convierta en unpersonaje de novela, Querelle tiene queser mostrado fuera de nosotros mismos.Conoceréis, pues, la belleza aparente —y real— de su cuerpo, de sus actitudes,de sus hazañas, y la lentadescomposición de todo ello.

Con solemne lentitud, bajo elindolente dedo, quizá de Dios, el globoterrestre gira en torno a su eje. Antenuestra mirada se despliegan losOcéanos, las Arenas, los Bosques, lasTierras cubiertas de niebla. La miradade Dios atraviesa el azul. Su dedo se

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detiene. Separa la bruma con laprecaución del granjero que vela poruna camada de conejitos retirando lacapa de pelusa que los protege; con lamisma lentitud y precaución quetransmite al brazo y al pecho la tímidaaudacia con que separamos con el dedoel tejido descuidado y abandonado de labragueta de un chico imprudentementedormido a nuestro lado. Nuestro ojo sefija. Dios deja de respirar. Su miradaanima a Brest.

A medida que se baja hacia el puertola niebla parece espesarse: hasta talpunto que en Recouvrance, una vezcruzado el puente del Penfeld, las casas,

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las paredes y los techos parecen flotar.En las callejuelas que descienden hastalos muelles uno está solo. A veces lucetenuemente el sol a franjas de unamantequería entornada. Cruzada suvaporosa claridad, uno se encuentra denuevo en la materia opaca, en la nieblaamenazadora que protege: un marinoborracho tambaleándose sobre suspiernas entorpecidas, un estibadorarqueado sobre una chica, un maleantearmado tal vez con un cuchillo, nosotrosmismos, o vosotros, con el corazónpalpitante. La niebla unía a Gil y aRoger. Les aportaba una confianza y unaamistad recíprocas. Aunque no pudieran

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percatarse de ello con claridad, aquellasoledad les confería una ligeravacilación un tanto temerosa,estremecida, una emoción encantadoracomo la de los niños; sus manos —hundidas, sin embargo, en los bolsillos— se tocaron y sus pies se enredaron.

—Anda con cuidado, coño. Sigue.—Ya pronto viene el muelle. Hay

que tener cuidado.—Cuidado, ¿con qué? ¿Tienes

canguelo?—No, pero por si acaso…A veces presentían el paso de una

mujer, veían el resplandor inmóvil de uncigarrillo, adivinaban a una pareja

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abrazada.—¿Y?… ¿Por si acaso qué?—¡Hay que ver, Gil! Parece que

estás cabreado. No tengo la culpa de quemi hermana no haya podido venir.

Y un poco más abajo, tras dos pasosen silencio, añadió:

—Cuando bailabas con la rubia ayerno debías de pensar mucho en Paulette.

—¿Y a ti qué leches te importa?Claro que estuve bailando con ella. ¿Yqué?

—No creo que bailaras sin más. Tefuiste con ella.

—¿Y eso qué? A tu hermana y a míno nos han echado las bendiciones, y no

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eres tú quien me va a sermonear. Loúnico que te digo es que podríashabértelas arreglado para traerla. (Gilestaba hablando bastante alto, pero sinarticular con claridad para que nadiemás que Roger pudiera comprenderlo.Gilbert bajo de nuevo su voz alteradapor cierta inquietud:)

—Y de lo que te he dicho, ¿qué?—No he podido. De verdad, Gil. Te

lo juro.Torcieron a la izquierda, en

dirección a los depósitos de la Marina.Por segunda vez se entrechocaron.Maquinalmente, Gil colocó su mano enel hombro del muchacho. No volvió a

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quitarla. Roger aflojó el paso,convencido de que su amigo se iba adetener. ¿Qué sería de él? Una infinitaternura ablandaba el cuerpo del crío,pero alguien pasó: no se podía estar allícon Gilbert en una total soledad. Gilretiró su mano, la metió de nuevo en elbolsillo del pantalón y Roger se sintióabandonado. Sin embargo, al retirarla,Gil no pudo evitar que la mano seapoyara con más fuerza en el hombro delchico. Como si una especie de añoranzala hubiera vuelto pesada. Gil seempalmó.

—Mierda.Sintió la resistencia del calzoncillo

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aprisionando su pene. La idea de«mierda» (aún no la sorpresa) se instalóen él, se impregnó en todo su cuerpo amedida que el miembro se endurecía yse arqueaba nervudo, se elevaba al fin apesar del calzoncillo de tejido estrecho,sólido y fino.

Intentó ver en su interior, con másprecisión, el rostro de Paulette, ysúbitamente, desplazando su mente haciaotro punto, intentó, a pesar del obstáculoque suponía la falda, concentrarse en loque entre los muslos guardaba lahermana de Roger. Necesitado de unsoporte físico fácil e inmediatamenteaccesible, se dijo mentalmente con un

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acento cínico:«Y pensar que su hermano está aquí

mismo, a mi lado, en la niebla.»Acababa de darse cuenta de lo

delicioso que era penetrar en aquelcalor, en el agujero negro, acolchado,ligeramente entreabierto, del que seescapan oleadas de olores densos yardientes, incluso cuando los cadáveresestán ya helados.

—Me gusta tu hermana, ¿sabes?Roger sonrió abiertamente. Volvió su

rostro nítido hacia el de Gil.—¡Oh!…Era un sonido dulce y ronco que

parecía brotar del vientre de Gil, no ser

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sino un suspiro angustiado nacido en labase de su verga erecta. Percibía, desdeluego, la existencia de un canal decomunicación rápida, directa einmediata entre la base de su sexo y elfondo de su garganta y su estertorensordecido. Nos gustaría que estasreflexiones, estas observaciones que lospersonajes del libro son incapaces deplantearse o formular, os permitansituaros no como observadores, sinocomo creadores de estos personajes quepoco a poco se independizarán devuestros propios impulsos.Paulatinamente la cola de Gil ibacobrando vigor. Dentro del bolsillo, su

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mano la refrenaba, aplastándola contrasu vientre. Tenía la entidad de un árbol,de un roble de pie musgoso, entre cuyasraíces nacen mandrágoras emisoras delamentos. (Bromeando acerca de su sexoerecto, Gil le llamaba a veces aldespertarse: «mi ahorcado».)Anduvieron todavía un poco, perolentamente.

—Así que te gusta, ¿eh?Poco faltó para que el resplandor de

la sonrisa de Roger iluminara la niebla,encendiendo en ella una miríada deestrellas. Le hacía feliz sentir que, a sulado, el deseo amoroso agolpaba lasaliva en los labios de Gil.

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—¿Te hace gracia eso a ti?Con los dientes apretados, sin

sacarse las manos de los bolsillos,haciéndole frente, Gil obligó almuchacho a recular hasta una oquedadde la muralla. Lo empujó con el vientrey con el busto. Roger conservó casiintacta su sonrisa, retirando apenas lacabeza ante el rostro tenso del jovenalbañil, que lo aplastaba con todo elpeso de su cuerpo vigoroso.

—Con que te pitorreas, ¿eh?Gil sacó una mano —la que no

sostenía su polla— del bolsillo. La posóen el hombro de Roger, y tan cerca delcuello que con su pulgar rozó la piel

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helada del cuello del chaval. Con loshombros apoyados contra el muro,Roger se dejó deslizar con suavidad,como desplomándose. Continuabasonriendo.

—¿Cómo? Así que te resultagracioso, ¿verdad?

Gil avanzaba en plan conquistador,casi como un enamorado. Su boca teníala crueldad y la flacidez de las bocas delos seductores, adornadas de un finobigote negro, y su rostro se tornó depronto tan grave que la sonrisa deRoger, como resultado de bajarligeramente las comisuras de los labios,se entristeció. Con la espalda contra el

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muro, Roger seguía deslizándosesuavemente, guardando la sonrisa untanto triste con la que parecía zozobrar,ser engullido por la ola monstruosa deGil, quien se iba a pique junto a él, lamano en el bolsillo, amarrándose alúltimo resto del naufragio.

—¡Oh!Gil dejó oír el mismo estertor, ronco

y lejano, del que antes hemos hablado.—¡Oh!, cómo la deseo, a tu hermana,

sabes. Te aseguro que si la cojo como tetengo a ti, ¡vaya si se la metería!

Roger enmudeció. Su sonrisa sedesvaneció. Siguió mirando fijamente alos ojos de Gil, cuya única dulzura

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afloraba en las cejas empolvadas de caly cemento.

—¡Gil!Pensó:«Es Gil, Gilbert Turko. Un polaco[4].

No hace mucho que trabaja en elArsenal, con los albañiles. Es muycolérico.»

Al oído, mezclando las palabras consu aliento que horadaba la niebla, lesusurró:

—¡Gil!—¡Oh!… ¡Oh!… Qué ganas tengo.

¡Vaya si se la metería! Te pareces a ella.La misma carita.

Llevó su mano más cerca del cuello

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de Roger. Sentirse soberano en elcorazón de la masa leve de aquel tulaumentaba en Gil el deseo de ser duro,preciso, tajante. Tal vez hubiera bastadodesgarrar la niebla, reventarla con ungesto brusco y brutal, con una miradaviolenta, para afirmar su virilidad, quesería de nuevo esa noche, al regresar alos barracones, torpe y aviesamentehumillada.

—Tienes sus mismos ojos. ¡Lástimaque no seas ella! Pero, ¿qué te pasa? ¿Teestás derritiendo?

Como para evitar que Roger «sederritiese» pegó contra él su vientre,apretando al muchacho contra el muro,

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al tiempo que su mano libre le sosteníala cabeza encantadora, la mantenía fueradel alcance de un mar soberano, segurode su poder, fuera del alcance delelemento Gil. Se quedaron inmóviles,gravitando el uno sobre el otro.

—¿Qué le vas a decir?—Procuraremos que venga

mañana…A pesar de su inexperiencia, Roger

comprendió el valor, y casi el sentido desu turbación, cuando oyó su propia voz:estaba demudada.

—¿Y en cuanto a lo que te he dicho?—Voy a intentarlo también. ¿Volvemos,Gil? Recobraron el aplomo. De pronto

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oyeron el mar. Desde el principio deesta escena se encontraban a la orilladel agua. Por un instante ambos seasustaron de haber estado tan cerca delpeligro. Gil sacó un cigarrillo delbolsillo y lo encendió. Roger contemplóla belleza de aquel rostro, del que sólodiremos que estaba recogido en unasmanos anchas, toscas y empolvadas,cuyo interior quedaba iluminado por unadelicada y temblorosa llama.

Como un ramo de lilas, cuentan, elasesino Ménesclou consiguió atraer ala niñita que iba a estrangular. Es consus cabellos y sus ojos —con su sonrisa

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toda— con lo que El (Querelle) meatrae. ¿Quiere esto decir que voy decabeza hacia la muerte? ¿Que esosbucles y esos dientes estánemponzoñados? ¿Significa acaso que elamor es un antro peligroso? ¿Significa,en fin, que «Él» me arrastra? ¿Y «paraeso»?

A punto de naufragar en Querelle,¿seré capaz de accionar la sirena dealarma?

(Si los demás personajes no soncapaces del lirismo que utilizamos parareconstruirlos en vuestro interior con lamáxima eficacia, el teniente Seblon es el

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único responsable de aquel lirismo que,por su parte, manifiesta.)

Me gustaría —¡oh, es mi másardiente deseo!— que bajo esos atavíosde rey «Él» no fuese más que un golfo.¡Arrojarme a sus pies! ¡Besar susplantas!

Con el fin de encontrarlo de nuevo,contando con la ausencia y la emocióndel retorno para atreverme a hablarlede «Tú», he fingido partir para unpermiso indefinido. Pero no he podidosoportarlo. Regreso. Cuando lo vuelvoa ver le doy una orden casiaviesamente.

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Puede permitírselo todo. Escupirmea la cara, tutearme el primero.

—¡Me está usted tuteando! —lediría.

El puñetazo que «Él» me asestaríaen plena jeta me dejaría oír estesusurro de oboe: «Propia es de reyesmi vulgaridad y me concede todos losderechos».

Con una orden tajante al peluquerode a bordo, el teniente Seblon se hacíacortar el pelo casi al cero con el fin delograr un aspecto viril; no tanto parasalvar las apariencias como para podertratar de igual a igual (así lo creía) con

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los buenos mozos. Ignoraba entoncesque eso les hacía alejarse de él. Era decomplexión vigorosa, ancho deespaldas, pero sentía dentro de sí lapresencia de su femineidad, reducida amenudo a las dimensiones de unhuevecillo de alionín, del tamaño de unapastilla azul pálido o rosa, pero que sedesbordaba otras veces paradesparramarse por todo su cuerpo, alque henchía de leche. Tenía concienciade ello hasta tal punto que se veía a símismo corno la encarnación de ladebilidad, la fragilidad de una enormeavellana verde, cuyo interior, blanco einsípido, está hecho de una materia que

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los niños llaman leche. El teniente sabía,y eso le causaba una profunda tristeza,que esta femineidad podía advertirseinmediatamente en sus facciones, en susojos, en la punta de sus dedos, acentuarcada uno de sus ademanes llenándolosde blandura. Siempre estaba pendientede que no le sorprendieran de repentecontando los puntos de una imaginarialabor de señoras con una imaginariaaguja de hacer punto. Sin embargo, undía se le vio el plumero en presencia detodos los hombres al pronunciar antenosotros la frase: «Cojan el fusil», yaque pronunció fusil recalcando la esecon tanta gracia como si todo su cuerpo

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se estuviera arrodillando ante la tumbade un bello enamorado. Nunca sonreía.Los demás oficiales, sus compañeros, leencontraban severo, algo puritano, perobajo aquella dureza creían entrever unasorprendente distinción a causa del tonocursi con el que, sin querer, pronunciabaalgunas palabras.

¡Qué dicha estrechar entre misbrazos un cuerpo tan hermoso aunsiendo fuerte y alto! Más fuerte y másalto que el mío.

Divagación. ¿Lo sería? «Él» baja atierra todas las noches. Cuandoregresa, los bajos de su pantalón de

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tela azul, ancho y ocultando los pies, apesar del reglamento, estánmanchados, quizá de esperma, a lo quehay que añadir el polvo de lascarreteras que ha barrido con su bajogaloneado. Nunca he visto un pantalónde marinero más sucio que el suyo. Sile pidiera explicaciones, «Él» sonreiríaechándose el gorro hacia atrás:

«Eso es de los tíos que me hacenpajas. Mientras me la chupan se lamenean sobre mi pantalón. Eso son susdescargas. Simplemente.»

«Él» se mostraría muy orgulloso deello. Lleva esas manchas con unimpudor glorioso: son sus

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condecoraciones.

Siendo «La Féria» el menos elegantede los burdeles de Brest, a donde apenasacuden los marinos de la Flota deGuerra, quienes le aportarían un poco degracia y de frescura, no por eso deja deser el más ilustre de todos ellos. Es elantro solemne, oro y púrpura, a dondevan a desahogarse los soldados de lastropas coloniales, los muchachos de laMarina mercante y de la fluvial, losestibadores. Donde los marineros irían a«joder» o a «follar», los estibadores ylos demás decían: «Vamos allí a echarun polvo». Por la noche «La Féria»

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otorgaba además a la imaginación losgoces del crimen fulgurante. Corría elrumor de que tres o cuatro apachesacechaban en los urinarios que, erguidosy envueltos en bruma, montan guardia enla acera de enfrente. La puerta delburdel, entornada a veces, permitía quelos acordes del organillo, las virutasazules y las serpentinas de la música sedesplegaran en las tinieblas paraenroscarse alrededor del cuello y de lasmuñecas de los obreros que pasaban sincesar. Pero el día permitía sacar todavíamayor ventaja de esta casucha, sucia,tapiada, gris y devastada por lavergüenza. A la sola vista de su farol y

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sus persianas echadas se la imaginabarebosante de ese lujo cálido, hecho desenos, de caderas macizas bajo faldasajustadas de raso negro, atiborrada deescotes, de vidrios, de espejos, deperfumes, de champán, verdadero sueñodel marinero en cuanto pone el pie en elbarrio de los burdeles. La puertallamaba la atención. Consistía en uncuarterón grueso recubierto de hierro yerizado de largas puntas de metalreluciente —tal vez acero—proyectadas contra la calle. Constituíade por sí un misterio tan altivo querespondía a todas las inquietudes de unalma enamorada. Para el estibador o el

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obrero del puerto aquella puerta era elemblema de la crueldad que acompañalos ritos del amor. En caso de ser unaguardiana, debía, sin duda, proteger untesoro tan grande que sólo dragonesinsensibles o genios invisibles podíancruzarla sin desgarrarse en sus espinas;a no ser que por sí misma se abriera anteel conjuro de una palabra, de un gestotuyo, cualquiera que seas, estibador osoldado, que esta noche eres el príncipeafortunado cuya pureza te permiteacceder por arte de magia a los reinosprohibidos. Para que lo custodiasen,también era preciso que el tesoro fuesepeligroso para el resto del mundo, o tal

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vez que, debido a su fragilidad, suprotección requiriese los mismosmedios que se conceden a la protecciónde las vírgenes. El estibador podíasonreír y bromear ante las afiladaspuntas dirigidas contra su pecho; ello nole impedía ser por un instante elviolador —con el encanto de unapalabra, de una fisonomía, de un gesto,de una virginidad inquieta—. Y encuanto cruzaba el umbral, si no seempalmaba exactamente, empezaba asentir en sus calzoncillos la presencia desu sexo, todavía flácido tal vez, perohaciéndose notar ante él, el vencedor dela puerta, mediante una suave

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contracción hacia lo alto de la verga,que se continuaba en la base, hastaconmover el músculo de la nalga.Dentro del sexo, todavía blando, elestibador experimentaba la presencia deun sexo minúsculo y rígido, algo asícomo una «noción» de rigidez. Y, contodo, era solemne el instante quetranscurría desde la visión de los clavostachonados hasta el estrépito quecausaba el cerrojo al ser echado una vezque el cliente había penetrado. ParaMadame Lysiane aquella puerta poseíaotras virtudes. Cerrada a cal y canto,convertía a la patrona en una perlaoceánica entre los nácares de una ostra

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capaz de abrir y cerrar la concha a suantojo. De las perlas tenía MadameLysiane la suavidad, un brillo apagado,que emanaba no tanto de su tez lechosacomo de la sedimentación en aquélla denumerosas capas de felicidad tranquilailuminada por la paz interior.

Era de formas redondas, amables ygenerosas. Habían sido precisosmilenios de lento trabajo, numerosasrelaciones, mucha usura y un ahorropaciente para alcanzar aquella plenitud.Madame Lysiane estaba convencida deser la imagen de la fastuosidad misma.La puerta la protegía. Eran sus puertasferoces guardianas, incluso contra el

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aire. La patrona vivía, pues, según unritmo muy lento, dentro de un castillofeudal, imagen que acudía confrecuencia a su mente. Era dichosa. Dela vida exterior, sólo lo más sutilllegaba hasta ella para cebarla con unamanteca exquisita. Era noble, altiva ysoberbia. Resguardada del sol y de lasestrellas, de los juegos y los sueños —pero nutrida de su propio sol, de susestrellas, de sus juegos y de sus sueños—, calzaba chinelas de tacón Luis XV;erguida sobre ellas, se desplazabalentamente entre las putas sin rozarlas,subía escaleras, atravesaba corredorestapizados de cuero dorado, recorría las

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asombrosas habitaciones y salones queintentaremos describir, resplandecientesde luces y espejos, acolchados,engalanados con flores de tela enbúcaros de vidrio y con grabadosgalantes. Aunque trabajada por eltiempo, era hermosa. Robert era suamante desde hacía unos seis meses.

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—¿Lo vas a pagar en dinero contantey sonante?

—Te he dicho que sí.Querelle se había quedado helado

ante la mirada de Mario. Aquellamirada, así como la actitud, eran algomás que indiferentes: glaciales. Parafingir que no le veía, Querelle seobstinaba en mirar directamente a losojos tan sólo al patrón del burdel. Sesentía al mismo tiempo incómodo por supropia inmovilidad. Recobró un poco deaplomo cuando inició un movimiento demarcha. Un poco de elasticidad accionó

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ligeramente su cuerpo, al tiempo quepensaba: «Yo soy un marinero. Vivo deuna triste soldada. Tengo quearreglármelas de alguna otra manera. Noes ninguna deshonra ofrecer mandangade la buena. No es quién para juzgarme.Aunque sea un 'poli', me la trae floja».Pero sentía que no podía hacer mella enla tranquila calma del patrón, al queapenas lograba interesar en la mercancíaofrecida y menos aún en su propiapersona. La inmovilidad y el silenciocasi totales en estos tres personajespesaban sobre cada uno de ellos.Querelle pensó además algo así: «No lehe dicho todavía que soy el hermano de

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Bob. No creo que ni aun así se atreviesea entregarme a la policía». Al mismotiempo apreciaba la fuerzaextraordinaria del patrón y la belleza del«poli». Jamás antes habíaexperimentado la auténtica rivalidadviril, y aunque no podía sorprenderse dela que existía allí frente a aquellos doshombres —al no reconocer tal turbaciónpor el nombre que la hemos designado—, sufría por vez primera a causa de laindiferencia de los hombres. Añadió:

—¿No habrá un chivatazo, verdad?Quería dar la impresión de

desconfiar del tipo que le estabamirando sin pestañear, pero no se

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atrevió a concretar demasiado sudesconfianza. Ni siquiera osó señalar aMario con la mirada.

—Conmigo puedes estar tranquilo.Te aseguro que tendrás tu pasta. Tellegas con los cinco kilos de mandanga yte llevas los cuartos. ¿Entendido? Hale,hombre.

Con un movimiento de cabeza muylento y casi imperceptible, el patrón leindicó el mostrador en el que estabaapoyado Mario:

—Ese es Mario. No te preocupes.Es de la casa. Sin mover un solomúsculo de su rostro, Mario tendió lamano. Era una mano dura, sólida,

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armada más que adornada de tressortijas de oro. Querelle era unos pocoscentímetros más bajo que Mario. Lopercibió en el momento mismo en queveía aquellos anillos suntuosos,símbolos repentinos de una enormepotencia viril. No había ninguna duda deque el reino de aquel tipo era terrestre.Precipitadamente, con un poco demelancolía, Querelle pensó que tambiénél poseía, en la sentina de proa del avisofondeado en la rada, lo que necesitabapara equipararse a aquel macho. Estepensamiento le tranquilizó un poco.Pero, ¿era posible que la policía fueratan bella, tan llena de riquezas? ¿Y que a

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la fuerza de un fuera de la ley —pues asíse complacía en considerar al patrón delburdel— añadiese su propia belleza?Pensó: «¡Un tío de la bofia! ¡Nada másque un tío de la bofia!». Pero talpensamiento, que desplegaba lentamentesus volutas en Querelle, no le aquietabay su desprecio cedía el paso a laadmiración.

—¡Hola!La voz de Mario era espléndida,

gruesa como sus manos, salvo que nollevaba ningún brillante. Se posaba deplano sobre el rostro de Querelle. Erauna voz tosca, encallecida, capaz deremover terrones, paletadas de tierra.

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Refiriéndose a ella días más tarde,Querelle le decía al policía: «Es comouna libra de carne, cuando me la plantasen la jeta…». Querelle esbozó unasonrisa amplia y le tendió la mano, sinuna palabra. Al patrón le dijo:

—No va a venir mi hermano,¿verdad?

—No sé nada. No lo he visto.Por miedo a carecer de tacto, a

predisponerse contra el patrón, Querelleno insistió. El enorme salón del burdelse encontraba vacío y silencioso.Parecía registrar grave ycuidadosamente aquel conciliábulo. Alas tres de la tarde las damas estaban

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comiendo en el refectorio. No habíanadie. En el primer piso, en suhabitación, Madame Lysiane se estabapeinando. Una única luz permanecíaencendida. Los espejos estaban vacíos,puros, sorprendentemente cercanos a lairrealidad, al no haber nadie y casi nadaque reflejar. El patrón brindó y apuró suvaso. Era increíblemente forzudo. Sinunca había sido guapo, en su juventudfue un hermoso macho, a pesar de lasespinillas de su piel, de las minúsculasarrugas negras de su cuello y de lasseñales de la viruela. El pequeño bigotede estilo americano era, sin duda, unrecuerdo de 1918. Así, gracias a los

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yanquis, al estraperlo, a las mujeres,había logrado enriquecerse y comprar«La Féria». Los largos paseos en barca,las partidas de pesca con caña habíancurtido su piel. Tenía unas faccionesduras, la arista de su nariz era sólida,los ojos pequeños y vivos, la cabezacalva.

—¿A qué hora vas a venir?—A ver cómo me las arreglo. Tengo

que sacar el paquete. Pero para eso nohay problema. Tengo un truco.

Un tanto receloso, con el vaso deblanco en la mano, el patrón miró aQuerelle.

—¿Sí? Porque yo, las cosas claras,

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no quiero pringarme.Mario permanecía inmóvil, casi

ausente. Estaba de pie contra elmostrador y detrás de él su espalda sereflejaba en el espejo. Sin decir ni pío,se apartó del antepecho que le permitíaadoptar una pose interesante y fue aadosarse al espejo, junto al patrón:pareció entonces apoyarse en sí mismo.Frente a aquellos dos hombres, Querellefue presa de un malestar repentino, deuna especie de náusea conocida de losasesinos. La calma y la belleza de Mariole desconcertaban. Eran demasiadomagníficos. El patrón del burdel —Norbert— era demasiado fuerte. Mario

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también. Las líneas del cuerpo de unollegaban hasta el otro, una confusiónmezclaba las dos musculaturas, los dosrostros. Era, pues, impensable que elpatrón no fuera un chivato, pero tambiénera impensable que Mario no fuera algomás que un policía. En el interior de suser, Querelle sintió temblar, vacilar, apunto de abolirse en un vómito lo queera propiamente él mismo. Presa delvértigo ante aquel poderío de carne ynervios al que veía en un plano —levantando la cabeza como cuando sequiere tallar un abeto gigante—, que seplegaba y se desdoblaba sin cesar,coronado por la belleza de Mario, pero

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dirigido por la calva y la cerviz deNorbert, Querelle mantenía la boca algoentreabierta, el paladar un poco seco.

—No, no. Me las arreglaré solo.Mario llevaba un traje marrón

cruzado, muy sencillo. Su corbata eraroja. Estaba bebiendo el mismo vinoblanco que Querelle y Nono, pero noparecía interesado por el debate. Era unauténtico «poli». Querelle reconocía laautoridad en los muslos y en el busto, enla parquedad de ademanes que confiereel poder total: el que procede de unaautoridad moral indiscutible, de unaorganización social perfecta, de unrevólver y del derecho a usarlo. Mario

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era soberano. Querelle le dio la manootra vez, y se dirigió, alzándose elcuello del impermeable, hacia la puertadel fondo: era, en efecto, preferible quesaliera por el pequeño patio de atrás.

—¡Adiós!La voz de Mario, ya lo dijimos

antes, era amplia y monótona. Alescucharla, Querelle, aunque parezcasorprendente, se quedó algo mástranquilo. En cuanto hubo cruzado lapuerta, hizo esfuerzos para sentir sobresí, a su alrededor, las ropas y losatributos de marinero: ante todo, elcuello rígido del impermeable, con elque sintió protegido su cuello como con

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una armadura. El cuello delimpermeable le dotaba de una golamaciza, en cuyo interior sentía ladelicadeza de su cerviz, orgullosa ysólida, sin embargo, así como en labase, de la cual conocía el huecodelicioso de la nuca, punto perfecto dela vulnerabilidad. Al desplomarse sobreellas ligeramente, sus rodillas rozaron latela del pantalón. En fin, Querelle sepuso a andar como debe hacerlo unauténtico marinero que no quiere serotra cosa que marinero. Balanceó dederecha a izquierda, pero sinexageración, sus hombros. Se le ocurrióla idea de remangarse el impermeable y

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meterse las manos en los bolsillos quedaban al vientre, pero prefirió tocar conel dedo su gorro, echárselo hacia atrás,hasta cerca de la nuca, de manera que elborde llegara a rozar el cuellolevantado. La certeza sensible de ser unperfecto marino le devolvió ciertaconfianza, tranquilizándole. Se sintiótriste y maligno. Su sonrisa habitualhabía desaparecido. La niebla lehumedecía las aletas de la nariz,refrescándole los párpados y la barbilla.Caminaba en línea recta hacia adelante,horadando con su cuerpo de plomo lablandura de la bruma. A medida que sealejaba de «La Féria», se iba

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fortaleciendo con la fuerza toda de lapolicía, bajo cuya protección amistosase consideraba ahora colocado,atribuyendo a la idea de policía lafuerza muscular de Nono y la belleza deMario, pues se trataba de sus primerasrelaciones con un policía. Por fin habíavisto a un poli. Se había acercado a él.Le había tocado la mano. Acababa desellar un pacto en el que ninguno de losdos podía llamarse a engaño. No habíaencontrado en el burdel a su hermano,pero había hallado en su lugar a estosdos monstruos de certidumbre, a estosdos triunfos. No obstante, aunfortaleciéndose, según se alejaba del

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burdel, de todo el poder de la policía,no dejaba de ser —muy al contrario—un marino. Querelle experimentaba laoscura sensación de hallarse a punto dealcanzar la perfección: bajo el trajeazul, con cuyo prestigio se recubría, noera ya tan sólo el asesino, sino ademásel seductor. Bajó a grandes zancadas porla rue de Siam. La niebla era fría. Marioy Nono se confundían cada vez más paraconstruir en Querelle un sentimiento desumisión —y de orgullo—, pues dentrode él, el marinero se oponía seriamenteal policía. Querelle se estabafortaleciendo además con toda la fuerzade la Armada. Como pareciendo correr

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tras su propia forma, alcanzarla a cadainstante y seguir persiguiéndola,caminaba deprisa, seguro de sí mismo,con el pie bien asentado en tierra. Sucuerpo se iba armando de cañones, decascos de acero, de torpedos, de unatripulación ágil y consistente, belicosa yprecisa. Querelle se trasmutaba en «elQuerelle», destructor gigante, barcopirata, masa metálica inteligente yobstinada.

—¡Pero no ves! ¡Maricón de mierda!Su voz desgarró la niebla como

desgarra una sirena el mar Báltico.—Es usted quien no pone…Y súbitamente el joven correcto,

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zarandeado, arrojado fuera de su estelapor el hombro impávido de Querelle, sedio cuenta del insulto. Dijo:

—¡Un poco de educación! ¡Oenciende tus faros!

Aunque quería decir: «Abre losojos», para Querelle la expresiónsignificaba: «Alumbra el camino,enciende tu reflector». Se dio mediavuelta:

—¿Mis faros?[5]

Su voz era ronca, decidida,dispuesta al combate. Comprendió quetransportaba municiones. No sereconocía. Esperaba dirigirse a Mario ya Norbert —y no ya al personaje

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fabuloso que las virtudes conjugadas deuno y otro suscitaban—, pero enrealidad se estaba poniendo bajo laprotección de aquel personaje. Sinembargo, no se lo confesó a sí mismotodavía y, por primera vez en su vida,invocó a la Marina.

—Dime, encanto, ¿no me estarásbuscando las vueltas? Te voy ademostrar que un marinero no se raja.Jamás. ¿Te enteras?

—Pero si no te estoy buscando nada;pasaba por aquí.

Querelle se quedó mirándole. Sesentía protegido tras el uniforme. Apretóapenas los puños y de repente sintió que

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acudían a los puestos de combate todossus músculos, todos sus nervios. Erafuerte y estaba dispuesto a saltar. Levibraban las pantorrillas y los brazos.Su cuerpo se encontraba empavesadopara un combate en el que pudieramedirse con un adversario; no con estechico intimidado ante su osadía, sinocon aquel poder que le había subyugadoen el salón del burdel. Querelle no sabíaque quería batirse por Mario y porNorbert como uno se bate al mismotiempo por una princesa y contra losdragones. Aquel combate era unaprueba.

—¿No sabes que no se hace escorar

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a un tío de la Marina?Nunca se le había ocurrido a

Querelle apelar a tal institución. Losmarineros orgullosos de ser marineros,animados por el espíritu de cuerpo, lehacían sonreír. Le resultaban tanridículos como los tipos duros quefanfarroneaban ante la galería y terminanen Calvi. Nunca había dicho Querelle:«Soy un tipo del 'Vengador'». Nisiquiera: «Yo, marinero francés…»,pero en aquel instante, habiéndolohecho, no experimentaba vergüenzaalguna, sino que, por el contrario, sesentía reconfortado.

—Hale, vete.

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Pronunció estas dos palabrastorciendo la comisura de la boca haciael lado del tipo, para dar a su fisonomíauna expresión más despectiva, einmovilizando su cara torcida esperócon las manos en los bolsillos a que eljoven girara sobre sus talones. Luego,con un poco más de fuerza y severidadtodavía, siguió bajando por la rue deSiam. Al llegar a bordo, Querelle sintióque había llegado la hora delacontecimiento justiciero. Una rabiasúbita y violenta se apoderó de él al verque un marinero de babor se habíapuesto el gorro de una manera queconsideraba exclusivo patrimonio suyo.

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Se sintió robado al reconocer aquelpliegue del gorro, la mecha levantadacual llama que lamiera la cinta, aqueltocado, en fin, tan legendario ahoracomo el bonete de piel blanca deVacher[6], el degollador de pastores.Querelle se acercó y con una miradacruel, fija en los ojos del marinero, ledijo en tono seco:

—Ponte el gorro de otra forma.El marinero no entendió. Algo

desconcertado y vagamente asustado,miró a Querelle sin moverse. Con lamano, Querelle hizo volar la boinasobre cubierta y, sin darle tiempo almarinero a inclinarse a recogerla,

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rápido, vengador, le aporreó el rostrocon los puños.

Querelle amaba el lujo. Sería fácilcreer que se mostraba sensible a lossignos de prestigio habituales y, enprimer lugar, que se sentía orgulloso deser francés y marinero, hasta tal punto esfrecuente que un macho se hinche con elorgullo nacional y militar. Sin embargo,nos gustaría recordaros algunos hechosde su juventud. No porque estos hechosdominen la psicología toda de nuestrohéroe, sino para hacer plausible unaactitud que no es resultado de unasimple elección. Consideremos antesque nada sus andares, que le

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caracterizan. Querelle dio sus primerospasos en el mundo de los picaros, que esun mundo de actitudes muy estudiadas,hacia los quince años, balanceando conostentación sus hombros, manteniendolas manos en lo más profundo de losbolsillos, haciendo oscilar los bajos desu pantalón excesivamente ceñido. Másadelante caminó con pasos más cortos,apretando las piernas, frotándose losmuslos, pero separando los brazos delcuerpo como si hubiesen sido alejadospor los músculos demasiado potentes delos bíceps y los dorsales. Fue despuésde su primer crimen cuando dio elúltimo toque a unos andares singulares:

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lentos, conservando en el extremo de losbrazos estirados y tiesos los dos puñoscerrados delante de la bragueta, pero sintocarla. Las piernas, separadas.

Esta búsqueda estudiada de unaactitud que lo define, que impideconfundir a Querelle con el resto de latripulación, es propia de un dandismoterrible. De niño se divertía en solitariascompeticiones consigo mismo,empeñándose en mear con un chorrocada vez más alto y de mayor alcance.Querelle sonríe dibujando un hoyuelo enlas mejillas. Sonrisa triste. Ambigua,podría decirse, pues parece dirigirsemás bien al que la emite que al que la

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recibe. Al haber considerado en su fuerointerno aquella imagen, la tristeza quehubiera experimentado el tenienteSeblon sería comparable a la de ver,entre los jóvenes miembros de un corocampesino, al más viril de todos ellos,erguido sobre sus pies toscos, suscaderas y su cuello, entonar con vozhombruna cánticos en loor de la VirgenMaría. Sorprendía a sus compañeros.Despertaba en ellos inquietud. Antetodo, por su fuerza y por lo singular deun comportamiento excesivamentetrivial. Le veían acercarse a ellos con laligera angustia del que mientras duermeoye detrás del mosquitero el zumbido

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sollozante del mosquito detenido por lagasa, irritado ante una insistenciainfranqueable e invisible. Cuandoleemos: «… su fisonomía tenía aspectosmudables: de feroz se tornaba dulce y amenudo irónica, sus andares eran los deun marino, y, de pie, permanecía con laspiernas separadas. Este asesino haviajado mucho…», sabemos que esteretrato de Campi, decapitado el 30 deabril de 1884, fue hecho después de sumuerte. Sin embargo, es exacto ya que lointerpreta. Del mismo modo suscompañeros pueden decir de Querelle:«Es un tipo raro», pues casi cada día lespresenta una visión desconcertante y

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escandalosa de sí mismo. En medio deellos surgía con la angulosa luminosidadde un accidente. El marinero de nuestraArmada posee una especie de candorque debe a la nobleza con que se sienteapegado al Arma. Si quisiera dedicarseal contrabando, o a cualquier otro tipode tráfico, no sabría cómo hacerlo.Torpemente, con indolencia a causa deltedio con que la lleva a cabo, realizauna tarea que nos parece piadosa.Querelle estaba al acecho. No sentíanostalgia de la vida de maleante —queno abandonaba—; por el contrario,continuaba, al amparo del pabellónfrancés, sus peligrosas hazañas. Durante

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toda su juventud había frecuentado lacompañía de los estibadores y losmarinos mercantes. Se sentía en susmanejos como pez en el agua.

Querelle caminó, con el rostrohúmedo y ardiente, sin pensar en nadaconcreto. Experimentaba una vagadesazón, algo así como la ligera eimprecisa idea de que sus hazañascarecían de importancia a los ojos deMario y de Nono, y que ellos (ambos)eran el valor supremo. Al llegar alpuente de Recouvrance, descendió laescalera que conducía al muelle de

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embarque. Fue entonces cuando pensó,al pasar delante de la aduana, que dabademasiado barato sus diez kilos de opio.Pero lo esencial era «echarsecompadres en el lugar». Caminó hasta elembarcadero para esperar allí la lanchamotora destinada a llevar a losmarineros y oficiales a bordo del«Vengador», anclado en la rada. Miró sureloj: las cuatro menos diez. La lanchatardaría en llegar diez minutos. Querellese movió de un lado a otro para entraren calor y porque la vergüenza le hacíaagitarse. De repente se encontró al piede la muralla de contención que dominala carretera que bordea el puerto y el

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mar, y desde la que se lanza el puente.La niebla no dejaba ver a Querelle loalto del muro, pero por su inclinación,por el ángulo que formaba con el suelo,por el grosor y la calidad de sus piedras—detalles que captó de un golpe— se loimaginó muy alto. La misma náusea, sibien más débil, que había conocido antelos dos hombres en el burdel, lerevolvió un poco el estómago y lagarganta. Sin embargo, aunque suostentosa fuerza física, brutal incluso, sehallaba a merced de uno de esosdesfallecimientos que señalan a un sercomo delicado, nunca se hubieraatrevido a tomar conciencia de tal

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delicadeza —por ejemplo, apoyándosecontra el muro—, sino que unadesoladora impresión de engullimientole llevó a replegarse un poco sobre símismo. Se alejó del muro, volviéndolela espalda. Ante él estaba el mar, ocultopor la niebla.

«Un tipo raro», pensó alzando lascejas.

Inmóvil, con las piernas separadas,divagó. Su mirada baja perforaba lamédula grisalla de la bruma para captara sus pies las piedras viscosas y negrasdel muelle. Poco a poco, sin orden,consideró las diversas particularidadesde Mario. Las manos. La curva —se

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había fijado en ella durante largo tiempo— que va del extremo del pulgar al delíndice. El espesor de las arrugas. Laanchura de los hombros. Su indiferencia.Los cabellos rubios. Los ojos azules. Elbigote de Norbert. Su cabeza redonda ybrillante. Y de nuevo Mario, uno decuyos pulgares ostenta una uñacompletamente negra, de un negro muyintenso, como esmaltado. No existenflores negras, pero esta uña negra, en elextremo de su pulgar aplastado, hacepensar en una flor.

—¿Qué está haciendo aquí?Rápidamente Querelle saludó a la

forma difusa que se erguía ante él.

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Saludó sobre todo a la voz severa quehoradaba la niebla con la certidumbrede venir de un lugar luminoso y cálido,verdadero, nimbado de oro.

—Estoy de servicio en la Prefecturamarítima, mi teniente.

El oficial se acercó.—¿Está usted en tierra?Querelle se mantuvo en posición de

firme, pero se esforzó para ocultar bajola manga la muñeca en la que teníapuesto el reloj de oro.

—Volverá en la lancha siguiente.Necesito que vaya a Intendencia a llevaruna orden.

El teniente Seblon garabateó unas

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palabras en un sobre que tendió almarino. Añadió todavía, con vozexcesivamente seca, algunasinstrucciones triviales. Querelle leescuchaba. Su sonrisa, por momentos,levantaba su labio, trémulo todavía.Estaba a un tiempo preocupado por elretorno demasiado rápido del oficial ycontento de ese retorno, contento sobretodo por haber encontrado allí, apenasliberado de su pánico, al teniente denavio del que era asistente.

—Vaya.Fue la única palabra que la voz del

teniente Seblon pronunció con pesar, sinla sequedad, y ni siquiera el vigor

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sereno, que una boca firme deberíalógicamente infundirle. Querelle sonriólevemente. Hizo el saludo y se dirigióhacia el puesto de aduana; luego volvióa subir la escalera que lleva a lacarretera. La intervención del teniente,antes de reconocerlo, le había heridoprofundamente, al desgarrar la envolturaopaca con la que se creía encubierto. Lehabía traspasado seguidamente aquelcapullo de ensueños que tejió en pocosminutos y del que extraía el siguientehilo: su aventura visible, desarrolladaen el mundo de los hombres y las cosas,así como aquel drama que presentía,como el tuberculoso siente que asciende

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a su boca un sabor a sangre mezcladacon saliva. Sin embargo, Querelle notardó en recobrarse. Necesitaba hacerlo,en primer lugar, para salvaguardar laintegridad de aquel dominio sobre elque ni los oficiales de más altagraduación deben tener ningún derechode inspección. Apenas respondíaQuerelle a la más remota familiaridad.El teniente Seblon nunca hizo lo másmínimo —porque lo consideraraoportuno o aunque pensase lo contrario— para establecer ningún tipo defamiliaridad entre él y su ordenanza;ahora bien, eran precisamente lasexcesivas defensas con las que se

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acorazaba el oficial las que, al hacerlesonreír, permitían que Querelle seabriera a la intimidad. Comocontrapartida, aquella intimidad ariscale desazonaba. Hacía un momento habíasonreído porque la voz de su teniente lerelajaba un poco. En fin, la presenciadel peligro hacía que el antiguo Querelleaflorara a los labios. Si había robado unreloj de oro de un cajón del camarote,era porque creía al teniente con permisoindefinido.

«Cuando vuelva del permiso se lehabrá olvidado. Creerá que lo haperdido», había pensado.

Mientras subía las escaleras, la

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mano de Querelle fue deslizándose porla barandilla de hierro. Volvió a sumente, de súbito, la imagen de los dostipos del burdel: Mario y Norbert. ¡Unchivato y un poli! Si no lo denunciabaninmediatamente, sería peor todavía.Quizá la policía les obligaba a jugar undoble juego. La imagen de los dos tiposse fue inflando. Adquiriendodimensiones monstruosas, amenazó contragarse a Querelle. ¿Y la aduana?Imposible pegársela a la aduana. Lamisma náusea de hace un momentorevolvió sus visceras. Llegó a su puntoculminante en un hipo que no alcanzó aconsumarse. En cuanto hubo

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comprendido, su cuerpo se serenó.Estaba salvado. Poco le faltó parasentarse allí, en el último escalón, alborde de la carretera, y echarse a dormirpara descansar de un hallazgo tanmagnífico. Desde ese mismo instante seobligó a pensar en términos precisos:

«Ya está. Lo encontré. Lo que mefalta es un tipo (la elección de Vic eraun hecho), un tipo que tire la cuerdadesde lo alto del muro. Bajo de lalancha y me quedo en el muelle deembarque. La niebla es lo bastanteespesa. En vez de salir en seguida ypasar la aduana, voy hasta el pie delmuro. Arriba, en la carretera, está el

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tipo que deja colgando la cuerda. Mehacen falta diez o doce metros. De beta.Ato el paquete. La niebla me oculta. Elcompañero tira y yo paso de vacíodelante de la bofia.»

La paz se había hecho en él. Sentíala misma emoción que de niño al pie deuna de las dos torres imponentes quecierran el puerto de La Rochelle. Setrata de un sentimiento a la vez de podere impotencia. Ante todo, de orgullo, alsaber que una torre tan alta es elsímbolo de su virilidad, hasta tal puntoque, al pie de la muralla, cuandoseparaba las piernas para mear, parecíaser su propio miembro viril. A veces

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bromeaba de este modo con sus amigoscuando por la tarde, al salir del cine,orinaban contra ella:

—«¡Es lo que le haría falta aGeorgette!»

—«¡Con una así en mi calzoncillo,todas las hembras de La Rochelle seríanmías!»

—«¡Menudo salchichón! ¡Unsalchichón rochelero!»

Pero cuando se encontraba solo, porla noche o durante el día, al abrir o alabrocharse la bragueta, sus dedosestaban seguros de aprisionar elpreciado tesoro —el alma verdadera—de aquel miembro gigante; o también de

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que su propia virilidad dimanaba delsexo de piedra, mientras que a la parexperimentaba un sentimiento dehumildad tranquila ante la serena eincomparable potencia de un machodesconocido. Querelle comprendió quepodía llevar al extraño ogro, hecho dedos cuerpos magníficos, su alijo deopio.

«Pero me hace falta un gachó. Conun gacho podré salir adelante.»

Querelle tenía la vaga sospecha deque todo el éxito de la aventuradependía de un marinero, yconfusamente presentía también, por lapaz que le procuraba la idea, aún lejana,

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dulce y tan poco perceptible como unaaurora, que metería a Vic en la combinay que por medio de él podría llegarhasta Mario y Norbert.

El patrón parecía sincero. El otroera demasiado guapo para ser un poli.Tenía anillos demasiado bellos.

«¿Y yo? ¿Y mis joyas? ¡Si el tío lasviera!»

Querelle pensó primero en las joyasocultas en la cámara del aviso, luego enlos cojones, pesados y macizos, a losque acariciaba todas las noches,conservándolos en las manos durante elsueño. Pensó en el reloj robado. Sonrió:ése era el antiguo Querelle, aflorando,

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abriéndose, mostrando el envés delicadode los pétalos.

Los obreros fueron a sentarsealrededor de una mesa blanca situada enmedio del barracón, entre las dos hilerasde camas y sobre la que humeaban dieztazones de sopa. Gil retiró lentamente sumano de la piel de la gata, acurrucada ensus rodillas, y luego, lentamente, volvióa ponerla allí. Algo de su vergüenzafluía hacia el animal, que la acumulabaen su interior. Aliviaba de este modo aGil como una sanguijuela alivia unallaga. Gil no había querido pelearse

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cuando, al volver a casa, Théo se habíaburlado de él. Lo había manifestado enaquel tono de voz, súbitamente humilde,al responder: «Hay palabras que nodeberían pronunciarse». Siendo susrespuestas de ordinario secas y breves,casi crueles, Gil había sentido tanto mássu vergüenza al escuchar su vozhumillarse, arrastrarse como una sombraa los pies de Théo. En su fuero interno,para consolar su amor propio, se decíaque uno no se pelea con un gilipollas;pero la dulzura espontánea de su voz lerecordaba con demasiada claridad quehabía capitulado. ¿Y los compañeros?¿Qué importan? Que les den por culo a

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los compañeros. Está claro que Théo esun marica. Es un tiarrón, con nervio másque nada, pero sigue siendo un marica.En cuanto llegó Gil al astillero, elalbañil le cubrió de deferencias, deamabilidades, algunas de las cualesfueron auténticas obras maestras dedelicadeza. Le invitaba también a chatosde blanco barato en las tabernas deRecouvrance. Pero en la mano de aceroque le daba una palmada, la espalda deGil reconocía —y se sobresaltaba alsentirla— la presencia de una mano másdulce. Una deseaba doblegarlo para quela otra pudiera acariciarlo.

Ahora bien, desde hacía unos días

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Théo le buscaba las cosquillas al chico.Bramaba por no haber podido hacersecon su juventud. En el tajo, Gil lemiraba a veces: era raro que en talesmomentos Théo no tuviera los ojospuestos en él. Théo era un obrerometiculoso al que todos los compañerosponían como ejemplo. Antes dedepositarla en su lecho de cemento, susmanos acariciaban la piedra, le daban lavuelta, elegían la cara más bella ysiempre concordaba en cada una de laspiedras la cara que se ensarta en elmortero con el lado más noble destinadoa la fachada. Gil alzó la mano,abandonando la piel. Delicadamente,

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depositó la gata junto a la estufa, sobrela alfombra de virutas. De ese modo talvez hiciera creer a sus compañeros queera de naturaleza muy delicada. Deseóincluso llevar tal delicadeza hasta laprovocación. Era preciso, en su propiobeneficio, que pareciese alejarse por loexcesivo de su gesto del rasgo que lehabía valido una tal afrenta. Se acercó ala mesa y se sentó en su sitio. Théo no lemiró. Gil vio su pelambrera tupida, suamplia nuca encorvada sobre el tazón deporcelana blanca. Hablaba alto, riendocon un compañero. Se oía sobre todo elruido de las bocas al sorber lascucharadas de sopa caliente y espesa.

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Acabada la cena, Gil se levantó elprimero, se quitó el jersey y se apresuróa fregar la loza. Durante algunosminutos, con la camisa entreabiertasobre el cuello, las mangas remangadaspor encima del codo, el rostroenrojecido y mojado por el vaho, losbrazos desnudos metidos en el aguagrasienta, fue una joven fregona derestaurante. Presentía que de prontohabía dejado de ser un obrerocualquiera. Durante algunos minutos sevio a sí mismo convertido en un serextraño, ambiguo: un muchacho jovenque era la sirvienta de los demásalbañiles. Para que no se acercaran a

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embromarle, a pellizcarle las nalgasriendo a carcajadas, buscó ademanesbruscos. Cuando las sacó del aguagrasienta, ahora repugnantemente tibia,sus manos habían perdido su suavidad,al mismo tiempo que las grietasproducidas por el cemento y la escayola.Sintió una vaga añoranza de sus manosde trabajador, de su escarcha blancasobre los surcos helados, de las uñasencostradas de cemento y escayola. Gilhabía almacenado demasiada vergüenzadesde hacía algunos días como paraatreverse, en aquel momento, a pensaren Paulette. Ni siquiera en Roger. Nopodía pensar en ellos con ternura, por

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una especie de hedor nauseabundo queamenazaba mezclarse, paracorromperlos y descomponerlos, contodos sus pensamientos. Sin embargo,consiguió evocar a Roger con odio. Enuna atmósfera así el odio se tornaba másnocivo, se incubaba con tantaabundancia que ahuyentaba lavergüenza, la comprimía, la forzaba arefugiarse en el rincón más recóndito dela conciencia, donde permanecía, sinembargo, en vela, recordando supresencia con la pesada insistencia desu absceso. Gil odiaba a Roger por serel causante de sus humillaciones.Odiaba el encanto que le había

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permitido a Théo ejercitar su perversatiranía. Le odiaba por haber venido ayeral tajo. Si le había sonreído durante todauna velada mientras cantaba sobre unamesa, era porque sólo Roger sabía quela última canción era la que a Paulette legustaba tatarear, y porque Gil se dirigíaa su hermana por mediación de uncómplice:

Es un jovial bandidoque de nada se espanta…

Algunos albañiles jugaban a lascartas sobre la mesa, ya sin tazones niplatos de loza blanca. La estufa estaba

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cargada hasta los topes. Gil se disponíaa salir a mear, pero al volver la cabezavio a Théo atravesando el cuarto,abriendo la puerta, dirigiéndoseclaramente al mismo sitio. Gilpermaneció en su lugar. Théo cerró lapuerta al salir. Se internaba en la nochey la bruma, vestido con una camisacaqui y un pantalón azul remendado controzos de Mía de diferentes coloresdesteñidos, suaves a la vista: Gilllevaba un pantalón semejante que legustaba. Se desnudó. Se quitó la camisa,quedándose solamente con la camiseta,de la que salían, por una amplia sisa, losbrazos musculosos. Al caérsele el

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pantalón a los talones pudocontemplarse los muslos: eran gruesos ysólidos, desarrollados por el fútbol y labicicleta, lisos como el mármol y duroscomo él. Mentalmente recorrió con lamirada desde sus muslos a su vientre, suespalda musculosa, sus brazos. Sintióvergüenza de su fuerza. Si hubieraaceptado la pelea, «a lo legal», claro (esdecir, sin puñetazos, sólo cuerpo acuerpo), o a la bigorheur[7] (conpuntapiés y puños), es casi seguro que lehubiera podido a Théo, pero éste teníafama de violento. De rabia hubiera sidocapaz de levantarse por la noche paravenir sigilosamente a cortarle el cuello a

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su vencedor. Gracias a esa fama vivíatranquilo en medio de sus insultos. Gilse negaba a correr el riesgo de serdegollado. Se terminó de quitar elpantalón. Permaneció un instante de pie,en slip rojo y camiseta blanca, ante sucama; suavemente se rascó los muslos.Esperaba que sus compañeros le vieranlos músculos y creyeran que si no habíaquerido pelearse era por puragenerosidad, para no tumbar condemasiada facilidad a un viejo. Seacostó. Con la mejilla contra laalmohada, se puso a pensar en Théo conun asco tanto más intenso cuanto que sedaba cuenta de que en su juventud Théo

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había debido de ser muy hermoso. Sumadurez seguía siendo vigorosa. «Losalbañiles somos cachondos», decía aveces (quería decir: somos ligones). Surostro, de facciones duras, viriles, purastodavía, se hallaba delicadamentecincelado por una infinidad deminúsculas arrugas. Sus ojos negros,pequeños y brillantes, eran maliciosos;pero algunos días Gil los habíasorprendido fijos en él e inundados poruna dulzura extraordinaria, y ello haciael atardecer, cuando la cuadrillaabandonaba el tajo. Théo se limpiabalas manos con un poco de arena fina, acontinuación enderezaba el espinazo

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para observar el trabajo en curso, lapared que iba subiendo, las trullasabandonadas, los tablones, lascarretillas, los cubos. Sobre todo ello—y sobre los obreros— se ibadepositando lentamente un impalpablepolvo gris que convertía el tajo en unúnico objeto, acabado, conseguidofinalmente gracias a toda la agitación dela jornada. La paz del atardecer se debíaal remate de un tajo abandonado yrecubierto de polvo gris. Torpes despuésde la jornada, inútiles, silenciosos, conpasos lentos, casi solemnes,abandonaban la obra. Ningunosobrepasaba la cuarentena. Cansados,

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con el morral al hombro izquierdo, lamano derecha en el bolsillo, dejaban eldía por la noche. Sus cinturones apenasles sujetaban unos pantalones hechospara tirantes. Cada diez metros teníanque levantárselos, volviendo acolocarse la parte de delante debajo delcinturón, dejando entreabierta laespalda, siempre con esa pequeñamuesca triangular y los dos botonesdestinados a los tirantes. Envueltos enuna calma espesa, regresaban a losbarracones. Hasta el sábado ninguno deellos acudiría a las casas de putas o a lataberna, pero en su cama,apaciblemente, dejaban reposar su

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virilidad, acumulando bajo las sabanaslas negras fuerzas y el blanco licor.Dormirían de lado, sin sueños, con elbrazo desnudo de mano empolvada quesobresalía fuera de la cama, mostrandolas venas azules que sangran al menorrasguño. En cuanto a Théo, solíaentretenerse con Gil. Todas las tardes leofrecía un cigarrillo antes de ponerse encamino tras de los demás, y a veces —yera otra su mirada— le daba una sonorapalmada en el hombro.

—¿Qué tal, compañero? ¿Va todobien?

Con la cabeza Gil hacía su gestohabitual de indiferencia. Apenas

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sonreía. Sobre la almohada, Gil sintióque su mejilla ardía. Tenía los ojos bienabiertos y, a causa de las ganas de mear,cada vez mayores, la impacienciaaumentaba su furia. Le quemaban losbordes de los párpados. Una bofetadarecibida hace que nuestro cuerpo seyerga y se lance hacia adelante,respondiendo con otra bofetada o unpuñetazo, saltando, tensándose,bailando: en una palabra, viviendo. Unabofetada recibida puede tambiénhacernos agachar la cabeza,tambalearnos, caer, morir. Llamamoshermosa a la actitud de vida y fea a laactitud de muerte. Pero más hermosa es

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todavía la actitud, que nos hace viviraprisa, hasta la muerte. Los policías, lospoetas, los criados y los sacerdotes seasientan en la abyección. En ellaabrevan, circula por ellos, los alimenta.

—Policía, un oficio como otrocualquiera.

Al dar esta respuesta al antiguocompañero que le preguntaba con ciertodesprecio por qué había ingresado en lapolicía, Mario sabía que mentía. Seburlaba de las mujeres por la facilidadcon que conseguía a las de «malascostumbres». Debido a la presencia deDédé, el odio que percibe en su entornohace que le resulte pesada su función de

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policía. Le molesta. Quisiera librarse deella, pero le tiene envuelto. Peor aún,corre por sus venas. Tiene miedo a serenvenenado por ella. Al principiolentamente, más tarde apasionadamente,se enamora de Dédé. Dédé será elantídoto. La Policía en él circula algomenos, se debilita. Se siente un pocomenos culpable. La sangre de sus venas,que le condenaba al desprecio de losmaleantes y a la venganza de Tony, fluyemenos negra.

¿Estará la cárcel de Bougen llena debellas espías? Mario sigue confiando en

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que se verá implicado en un asunto derobo de documentos de interés para laDefensa nacional.

En la habitación de Dédé, en la rueSaint-Pierre, Mario estaba sentado, conlos pies en el suelo, en el diván-camarecubierto de una simple colcha dealgodón azul de rayas, estirada sobre lassábanas deshechas. Dédé saltó encimadel diván, de suerte que se encontró derodillas ante el perfil del rostro y delbusto inmóvil de Mario. El policía nodijo una sola palabra. No movió un solomúsculo de su cara. Sus ojos fijosmiraban directamente enfrente de ellosalgo extremadamente importante más

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allá del hielo que cubría la chimenea,más allá del muro y de la ciudad. Derodillas, sobre la superficie dura y planaque presentan las rodillas de un hombresentado con la pierna un poco recogidasobre sí, sus dos manos se posabanextendidas. Dédé no le había visto nuncacon un rostro tan duro, tan tenso, tantriste, tan malvado incluso,especialmente a causa de los labiosresecos y apretados hasta formarpliegues.

—Bueno, ¿qué? ¿Qué puede ocurrir?Voy a llegarme hasta el puerto y yaveré… Voy a ver si está allí. ¿No crees?

El rostro de Mario ni se inmutó. Lo

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animaba un calor extraordinario que nollegaba a infundirle color: estaba pálido,pero sus líneas eran tan apretadas, serompían y se entrecruzaban de unamanera tan brusca que lo iluminaban conuna miríada de estrellas. Toda la vida deMario debía de estar ascendiendo,procedente de las pantorrillas, del sexo,del torso, del corazón, del ano, delintestino, de los brazos, de los codos,del cuello, hasta el rostro, donde sedesesperaba de no poder salir, ir máslejos, escaparse en la noche, deshacerseen centellas. Tenía las mejillasligeramente hundidas, lo que le hacíamás dura la barbilla. No tenía el ceño

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fruncido, pero ponía en blanco el globoocular, lo que obligaba al borde delpárpado a formar con la nariz unapequeña rosa de ámbar. Muy cerca desus labios, dentro de la boca, Mariohacía una bola de saliva cada vez másgrande, que no osaba, que no sabía yacómo tragar. Su miedo y su odiomezclados se habían amontonado allí, enel extremo de sí mismo. Los ojos azulesse le habían vuelto casi negros bajo unascejas cuyo color rubio era más claro quenunca. La misma claridad de aquel colorrubio turbó un poco la paz profunda deDédé. (Pues el joven estaba tanto mástranquilo cuanto más profundamente

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agitado se encontraba su amigo, como sisólo éste hubiera aspirado hasta lasuperficie de su rostro el fangodepositado en ambos y aquel súbitodestino superior del policía le diera unaactitud desesperada y grave, aunque conesa ligera crispación, contenida, de loshéroes indiscutibles. Dédé parecíahaberlo comprendido y no podíatestimoniar mejor su gratitud queaceptando con elegante sencillez serpurificado, conocer por fin la graciaprimaveral de los bosquecillos deabril.) La claridad de las cejas de Marioturbó, decíamos, la paz profunda delchiquillo, infundiéndole la inquietud de

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ver que un color claro pueda contenertanta sombra, acompañar una expresióntan sombría y borrascosa. La desolaciónes más grande si se expresa mediante unsigno de luz. Y aquella claridad de lascejas turbó su inquietud, la pureza de suinquietud —no por saber que Marioestaba en peligro de muerte al haberdetenido a un cargador del puerto, sinoal ver que el policía poseía todas lasseñales de la inquietud—, dándole aentender de una manera vaga que no eranvanas las esperanzas de volver a veralegre el rostro de su amigo, en el queaún podían distinguirse signos declaridad. A decir verdad, aquel rayo de

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luz sobre el rostro de Mario era unasombra. Dédé colocó su antebrazodesnudo —la camisa remangada porencima del codo —en el hombro deMario y observó atentamente su oreja.Por un instante consideró la suavidad delos cabellos cortos, perfilados desde lanuca a la sien, y de cuyos tajos recientesemanaba una luz sedosa y delicada.Sopló suavemente la oreja para liberarlade algunos cabellos rubios más largosque caían de la frente. Nada se movió enel rostro de Mario.

—¡Es desternillante la cara decabrón que pones! ¿Pero qué piensasque pueden hacerte esos tipos?

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Calló unos instantes como parareflexionar, y añadió:

—Y lo que me revienta es que no teatrevas a detenerlo. ¿Pero por qué no losdetienes?

Echó algo hacia atrás el busto paraver mejor el perfil de Mario, quien nomovió el rostro ni los ojos. Mario nisiquiera estaba pensando. Aceptaba quesu mirada se perdiera, se disolviera yarrastrara todo su cuerpo en esadisolución. Hacía un momento Robert lehabía contado que cinco estibadores delos más lanzados habían juradocargárselo. Tony, al que había detenidode un modo que consideraban desleal

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los tipos de Brest, había salido lavíspera de la cárcel de Bougen.

—¿Qué quieres que haga?Sin cambiar de sitio las rodillas,

Dédé se había echado una vez más haciaatrás. Llegó a adoptar la postura de unajoven santa en trance místico, postradade rodillas al pie de una encina,anonadada por la revelación y el fulgorde la gracia y que se echa hacia atráspara apartar su rostro de una apariciónque le está quemando las cejas, las niñasde los ojos y que le ciega. Sonrió.Dulcemente rodeó con su brazo el cuellodel policía. A picotazos, le fue besandoel rostro, sin tocarlo, en la frente, en la

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sien, en el ojo, en la punta redonda de lanariz, en los labios, pero siempre sintocarlos. Mario se sintió acribillado pormil puntas de fuego depositadas,recobradas, devueltas.

«Me está cubriendo de mimosas»,pensó.

Sólo sus párpados batieron, peroninguna otra parte de su cuerpo semovió, ni tampoco sus manos en lasrodillas. Ni se le empalmó el rabo. Sinembargo, era sensible a la ternuradesacostumbrada del niño. Llegándole através de mil golpecitos dolorosos (porser tan sólo presentidos) y cálidos,dejaba que le fuera hinchando el cuerpo

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poco a poco y lo aliviara. Dédépicoteaba sus besos sobre una roca. Losgolpes se espaciaron, el niño echó atrásla cabeza sonriendo siempre y se puso asilbar. Imitando el canto de los pájaros,en torno a la cabeza severa y poderosade Mario, paseó su boquita fruncida enforma de culo de gallina desde el ojo ala boca, desde la nuca a las aletas de lanariz, silbando ya como un mirlo, yacomo una oropéndola. Sonreía con lamirada. Se divertía imitando a todos lospájaros de la floresta. Se enterneciaconsigo mismo porque al mismo tiempoque se identificaba con los pájarospodía ofrecérselos a aquella cabeza

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ardiente, aunque inmóvil, fraguada enpiedra. Dédé intentaba domesticarla,fascinarla por medio de los pájaros.Mario experimentaba una especie deangustia al conocer algo pavoroso: lasonrisa de un pájaro. Pensó aliviado:

«Me espolvorea de mimosas.»Al canto de los pájaros vino a

mezclarse un suave polen. VagamenteMario se sintió capturado en una de esasvioletas de tul, salpicadas de lunaresespaciados. Luego se sumergió en símismo para alcanzar esa región de loetéreo y de la inocencia que sedenomina, tal vez, el limbo. Incluso enlas angustias, escapaba a sus enemigos.

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Tenía derecho a ser un policía, unguripa. Tenía derecho a dejarse llevarpor la antigua complicidad que le unía aeste pequeño soplón de dieciséis años.Dédé intentaba que una sonrisa abrieseaquella cabeza para aprisionar a lospájaros: la roca se resistía a sonreír, aflorecer, a cubrirse de nidos. Mario secerraba. Prestaba atención a los silbidosairosos del chaval, pero —el auténticoMario, siempre en vela— estaba tanlejos en el fondo de sí mismo, tratandode afrontar el miedo y destruirlo a fuerzade analizarlo, que necesitaría muchotiempo para retornar a sus músculos,para moverlos. Sentía que allí, detrás de

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su rostro severo, detrás de su palidez, desu inmovilidad, de sus puertas, de susmurallas, se hallaba al abrigo. Estabadetrás de las murallas de la policía,protegido por esos rigores que son sóloapariencia. Dédé le besó en la comisurade los labios, muy deprisa; luego se bajóde la cama de un salto. Plantado delantede Mario, le sonreía.

—¿Pero qué es lo que no funciona?¿Te encuentras mal o te hasencaprichado de alguien?

A pesar del deseo, nunca se le habíaocurrido acostarse con Dédé, nuncahabía hecho el menor gesto equívoco.Sus superiores y sus colegas sabían de

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sus relaciones con el chico, quien paraellos era simplemente un soplón.

Dédé no respondió a la ironía deMario, pero su sonrisa se crispó untanto, sin desaparecer por completo. Surostro estaba rosa.

—Estás algo chiflado.—No te he hecho daño, ¿no? Te

estoy besando como a un camarada.Desde hace un rato pones cara deenfadado. Sólo quiero que te diviertas.

—¿No tengo, pues, derecho aquedarme pensativo un minuto?

—Hace una hora que estás así. Noestá claro que Tony quiera matarte…

Mario se puso nervioso; su boca se

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crispó.—¿No pensarás por casualidad que

tengo canguelo?—Yo no he dicho eso.Dédé estaba indignado.Se hallaba de pie ante Mario. Tenía

una voz ronca, algo vulgar, entorpecidapor un leve acento campesino. Era unavoz para hablar a los caballos. Mariovolvió la cabeza. Durante algunosinstantes contempló a Dédé. Y todo loque dirá en el transcurso de esta escenaserá pronunciado aumentando lacrispación de los labios y las cejas, enlo cual quería poner toda su voluntadcon el fin de que el chaval se diera

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cuenta de que él, Mario Lambert,inspector de la brigada de caminos,destinado en la comisaría de Brest, nose consideraba acabado. Desde hacía unaño trabajaba con Dédé, quien leinformaba sobre la vida secreta de losestibadores, sobre los robos, los hurtosde café, de minerales, de materiales, yaque los tipos de los astilleros nodesconfiaban del chiquillo.

—Vete.Plantado ante él, algo achaparrado

sobre sus piernas separadas, con ungesto ligeramente enfurruñado en laboca, Dédé miraba al policía. Depronto, girando sobre uno de sus pies,

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con las piernas siempre abiertas enforma de compás, hizo un movimientotan brusco de hombros y caderas, paraaproximarse a la ventana donde teníacolgada de la falleba su chaqueta, quepareció más fuerte que nunca, cargandosobre sus espaldas el peso de un cieloinvisible. Por primera vez Mario sepercataba de que Dédé era fuerte, de quese había convertido en un hombrecito.

Sintió vergüenza de haberse dejadollevar por el miedo delante de él, peropronto se refugió en la coartada de serpolicía, lo cual justifica todas lasactitudes. La ventana daba a unacallejuela estrecha. Enfrente, del otro

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lado de la calle, se alzaba el muro grisde una cochera. Dédé se puso lachaqueta. Cuando se dio la vuelta con lamisma brusquedad de antes, Marioestaba de pie ante él, con las manos enlos bolsillos.

—¿Has entendido? No tienes queacercarte demasiado. Ya te lo he dicho.Nadie sospecha que trabajas conmigo,así que no te dejes ver.

—Puedes estar tranquilo, Mario.Dédé estaba terminando de vestirse.

Se puso una bufanda de lana rojaalrededor del cuello y en la cabeza unagorrita de plato gris, como las quellevan todavía los golfos de provincias.

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Del bolsillo de su chaqueta, donde seamontonaban en desorden loscigarrillos, sacó uno que introdujo en laboca de Mario; luego metió otro en lasuya, sin una sonrisa, a pesar de lo queaquello le recordaba. Y con un ademánsúbitamente grave, casi solemne, sepuso los guantes, única señal de supobre riqueza. Dédé amaba, venerabacasi aquellos objetos grasientos quenunca llevaba con descuido en la mano,sino que se los enfundaba con la mayorpropiedad. Sabía que constituían elúnico detalle por el cual también él,desde el fondo de su miseria voluntaria—y por tanto moral—, conectaba con el

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mundo social y cierto de la opulencia.Aquellos contados ademanes, aquellaactividad con destino concreto le poníande nuevo en su lugar. Se asombraba porhaberse atrevido a darle aquel beso ytodo el juego que le había precedido.Estaba avergonzado de ello como de unerror. Nunca había tenido para conMario —ni Mario para con él— ungesto de ternura. Dédé era serio. Porcuenta del policía acopiaba con todaseriedad sus confidencias y con todaseriedad se las comunicaba cada semanaen un lugar de las murallas concretadopor teléfono. Era la primera vez en suvida que se había abandonado a la

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imaginación.«Y eso que no he bebido nada»,

pensó.Al decir que era serio por

naturaleza, entendemos que su seriedadno era rebuscada. Por el contrario, eraésta la que le dificultaba aparentar unaligereza forzada. Jamás, por ejemplo, sehabría atrevido a hacer lo que se atrevíaa hacer cualquier chico de dieciséisaños: alguno de esos jugueteos repetidosmil veces como extender la mano yretirarla cuando la pareja va aestrecharla, remedar en broma unas tetasfemeninas, decir «15» al cruzarse con unhombre barbudo, etc… pero esta vez

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había puesto de su parte y su vergüenzase mezclaba con un sentimiento de ligeralibertad. Frotó una cerilla y presentó lallamita a Mario con una solemnidad másfuerte que su ignorancia de los ritos.Siendo Mario más alto que él, el golfillole ofrecía al mismo tiempo su rostro,púdicamente, secretamente oscurecidopor la sombra de sus manos.

—Y tú, ¿qué vas a hacer?—¿Yo?…, nada. ¿Qué quieres que

haga? Te esperaré.Dédé volvió a mirar a Mario. Le

contempló durante algunos instantes, conla boca entreabierta y seca. «Tengo laboca pálida», pensó. Pegó una chupada

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a su cigarrillo: «Bueno». Se volvióhacia el espejo para dar un retoque a lavisera de su gorra, inclinándola un pocomás hacia la izquierda. En el espejo vioreflejada la totalidad de la habitación enla que vivía desde hacía más de un año.Era pequeña, fría, y tenía colgadas en lapared algunas fotografías de boxeadoresy actrices recortadas de los periódicos.Su único lujo consistía en la lámparasituada por encima del diván: unabombilla eléctrica dentro de una tulipade vidrio rosa pálido. No despreciaba aMario por tener miedo. Hacía tiempoque conocía la nobleza del cangueloconfesado, el que se expresa en estos

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términos:«Estoy que me cago, los tengo en la

garganta, estoy acojonado».También él había corrido a menudo

huyendo de un rival peligroso y armado.Esperaba que Mario aceptase elcombate, estando él mismo resuelto amatar, si la ocasión se presentaba, alestibador recién salido de chirona.Salvar a Mario era salvarse a sí mismo.Y era normal tenerle miedo a Tony elestibador. Era un energúmeno y unbestia, de los que entran «a traición». Apesar de todo, a Dédé le resultabaextraño que la policía pareciera temblarante un maleante, y por primera vez

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temió que aquel poder invisible, ideal,al que servía y detrás del cual seamparaba, pudiese no estar compuestosino de flaquezas humanas. Tras habertomado conciencia, a través de unafisura en su interior, de esta verdad,sintió que se estaba debilitando, pero ala vez, y por raro que parezca, que seestaba fortaleciendo. Por primera vez ensu vida se había puesto a pensar y estole causaba un poco de espanto.

—Pero ¿no se lo has dicho al jefe?—Eso no es cosa tuya. Ya te he

dicho tu trabajo. Hazlo.Mario temía sordamente que el chico

le traicionara. Al responderle, su voz

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tenía tendencia a suavizarse, pero serehacía en seguida, incluso antes dehaber abierto la boca, y le hablaba entono cortante. Dédé miró su reloj depulsera.

—Van a dar las cuatro —dijo—. Yaes de noche. Hay una especie deniebla… a no más de cinco metros.

—Entonces, ¿a qué esperas?De pronto la voz de Mario se tornó

más imperiosa. Se convirtió en el amo.Le había bastado atreverse a dar dospasos dentro de la habitación con el finde acercarse, con idéntica agilidad, alespejo, a peinarse, para ser de nuevoaquella sombra potente, ebúrnea y

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musculosa, alegre y joven, que englobasu propia forma y a veces la de Dédé.(Sonriendo, Dédé le decía a veces almirarle durante sus encuentros: «Lo queme gusta es que me pierdo en ti», peroen otras ocasiones su orgullo serebelaba contra aquel engullimiento.Esbozaba entonces un tímido gesto derebeldía, pero una sonrisa o una ordenseca volvían a ponerle a la sombra deMario.)

—Sí.Para satisfacción propia, acto de

violencia del que sólo él seríaconsciente, pronunció la palabra condureza. Inmóvil un instante para

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demostrarse a sí mismo su absolutaindependencia, soltando un poco dehumo en dirección a la ventana queestaba mirando, con una mano en elbolsillo, bruscamente, se volvió haciaMario, y con idéntica brusquedad,mirándole fijamente a los ojos, le tendióla mano situada en el extremo de unbrazo tieso, tenso.

—Adiós.Tenía un tono fúnebre. Con una

calma más natural, Mario respondió:—Adiós, chaval. No tardes.—No te vas a morir de pena, ¿no?

Vuelvo en un abrir y cerrar de ojos.Se hallaba junto a la puerta. La

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abrió. Los pocos atavíos colgados en lapercha de la puerta volaronfastuosamente, aunque el hedordesprendido de los retretes que daban alrellano se precipitó en la habitación.Mario percibió aquel aspectosúbitamente grandioso de lasvestimentas. Un poco molesto, se oyó así mismo pronunciar:

—Estás haciendo teatro.Se sintió conmovido, pero no fue

capaz de deleitarse en el instante.Aquella sensibilidad, bastante velada,no respecto a la belleza formal,definitiva, sino hacia la indicaciónfulgurante de una manifestación que no

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tiene otro nombre que el de poesía, ledejaba ciertos días perplejo durantealgunos segundos: un estibador tuvo unasonrisa tal al robar té en los almacenescasi delante de sus narices, que Mariosintió la tentación de pasar sin decirlenada, conoció una ligera vacilación, unaespecie de pesar por ser el policía envez del ladrón. La vacilación duró poco.Apenas había dado un paso paraalejarse cuando se le reveló lamonstruosidad de su actitud. El orden alque servía quedaba irreparablementesubvertido. Se abría una brechagigantesca. Y se puede afirmar que nodetuvo al ladrón sino por una

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preocupación estética. En el primermomento su mal humor habitual estuvo apunto de desaparecer ante la gracia delestibador, pero cuando Mario tomóconciencia de aquella resistencia y de loque originaba podemos asegurar que fuepor odio a su belleza por lo que seresolvió a detener al ladrón.

Dédé volvió la cabeza, enviando conel rabillo del ojo un último adiós que suamigo interpretó como un signo decomplicidad para con su últimareflexión. Apenas cerrada la puerta,sintió que se le derretían los músculos,que sus miembros se le reblandecíancomo para adoptar una curva grácil. Era

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la misma impresión de hacía unmomento, cuando jugando en torno alrostro de Mario había experimentado depronto una especie de debilidad, enseguida superada, que le había hechodesear —inclinado ya su cuello conlanguidez— apoyar su cabeza en elgrueso muslo de Mario.

—¡Dédé!Abrió la puerta.—¿Qué ocurre? Dime…Mario se acercó, le miró a los ojos.

Susurró dulcemente:—Puedo tener confianza en ti,

¿verdad, chaval?Un poco atónito, con la boca

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entreabierta, Dédé miró al policía sinresponder, como si no entendiera.

—Estaría bueno…Mario lo atrajo suavemente hasta

dentro de la habitación, cerrando denuevo la puerta.

—Quedamos en que harás lo quepuedas para saber qué ocurre. Peroconfío en ti. Nadie tiene que saber queestoy en tu cuarto. ¿De acuerdo?

El policía puso su gruesa manoensortijada de oro en el hombro delpequeño confidente; luego le atrajohacia sí:

—Hace ya tiempo que trabajamosjuntos, ¿verdad, chaval? Bueno, pues

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ahora te toca a ti arreglártelas. Cuentocontigo.

Le dio un beso en la sien y le dejósalir. Por segunda vez desde que seconocían se dirigía al muchachollamándole «chaval». Aquella palabra lehacía comulgar con los maleantes, perosobre todo unía a los dos amigos. Dédésalió. Bajó las escaleras. Su naturaldureza le permitió en seguida ahuyentarsu turbación. Salió a la calle. Mario lehabía sentido bajar las escaleras delsórdido piso amueblado con su pasoacostumbrado, ágil, preciso y resuelto.En dos pasos, pues la habitación erapequeña y largas las zancadas de Mario,

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estuvo junto a la ventana. Apartó lascortinas de tul espeso, amarillas por elhumo y la grasa. Ante él se extendían laestrecha callejuela y el muro. Era denoche. Tony iba adquiriendo un podercada vez más grande. Se convertía encada sombra, en cada girón de niebla,progresivamente más espesa y en cuyointerior desaparecía Dédé.

Querelle saltó desde la lancha almuelle. Tras él otros marineros, y entreellos Vic. Venían del «Vengador». Lalancha les devolvería a bordo un pocoantes de las once. La niebla era muyespesa y en ella el día parecía habercuajado. Habiéndose apoderado de la

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ciudad, amenazaba con durar más deveinticuatro horas. Sin decir ni pío aQuerelle, Vic se alejó en dirección alpuesto de aduanas que los marineroscruzan antes de subir las escaleras queconducen al plano de la carretera, yaque el muelle, como hemos dicho, estáen la parte de abajo. En vez de hacer loque Vic, Querelle desapareció en laniebla hacia el muro de contención quesirve de soporte a la carretera.Sonriendo sutilmente, aguardó un poco;luego bordeó el muro rozándolo con sumano sin guante. De repente sintió en susdedos un ligero roce. Agarrando enseguida la punta de la cuerda, le ató un

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paquete que llevaba debajo delimpermeable. Dio tres pequeños tironesde la cuerda, que subió lentamente a lolargo de la muralla hasta llegar a Vic,quien jalaba de ella.

El prefecto marítimo —Almirante deD… del M…— se quedó muysorprendido al enterarse, a la mañanadel día siguiente, de que un marinerojoven había aparecido degollado en lasmurallas.

Querelle no se había dejado ver enningún sitio en compañía de Vic. En elbarco no se hablaban, o muy rara vez y

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sin entretenerse. Aquella misma tardeQuerelle le había puesto al corrienterápidamente detrás de una chimenea. Asíque le hubo alcanzado en la carretera,recobró del marinero el ovillo de cuerday el paquete de opio. Cuando se halló ala altura de Vic y la manga de tela azuldel impermeable de éste, pesado por lahumedad, tocó la suya, Querelle sintióen todo su cuerpo la presencia delcrimen. Ello sobrevino primerolentamente, algo así como las emocionesdel amor y, al parecer, por el mismocamino o más bien por el negativo deese camino. Para evitar la ciudad y parainfundir a su aspecto una apariencia aún

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más sospechosa, Querelle decidióbordear las murallas. Horadando laniebla, su voz llegó hasta Vic:

—Tira por aquí.Siguieron por la carretera hasta el

castillo (antigua residencia de Ana deBretaña); luego cruzaron el Cours Dajot.Nadie les vio. Iban fumando. Querellesonreía.

—No has dicho nada a nadie,¿verdad?

—Te aseguro que no. No estoychiflado.

El paseo estaba desierto. Nadie, porotra parte, se hubiera inquietado por dosmarineros que se dirigían a cruzar el

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postigo de las murallas, a meterse entrelos árboles descarnados por la niebla,las zarzas y las hierbas secas, las zanjas,el barro, las veredas perdidas hacia unbosquecillo mojado. Para todo el mundoeran dos jóvenes en busca de hembras.

—Vamos a pasar al otro lado. ¿Vale?Vamos a sortear las fortificaciones.

Querelle seguía sonriendo.Continuaba fumando. A medida que Viccaminaba al ritmo largo y pesado deQuerelle, a medida que entraba enaquellos andares, una gran confianza lohabitaba. La presencia poderosa ysilente de Querelle le infundía unasensación de autoridad que ya había

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conocido con ocasión de los asaltos amano armada que ambos muchachoshabían llevado a cabo juntos. Querellesonreía. Dejaba incubarse en su interioraquella emoción que tan bien conocíaque dentro de un momento, en el lugaradecuado, allí donde los árboles eranmás tupidos y más espesa la niebla, leposeería por completo, ahuyentaría de éltoda conciencia, todo espíritu crítico, yordenaría a su cuerpo los ademanesperfectos, rigurosos y exactos delcriminal. Dijo:

—Mi hermano se encarga dearreglarlo todo. Con él podemos estartranquilos.

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—No sabía que tu hermano estuvieseen Brest.

Querelle calló. Sus ojos quedaronfijos como para observar dentro de sí,con más atención, el estiaje de suemoción. Se le heló la sonrisa. Lospulmones se le hincharon. Se desinfló.Quedó reducido a la nada.

—Sí, está en Brest, en «La Féria».—En «La Féria». ¿En serio? ¿Y qué

es lo que hace allí? ¡Menudo antro!—¿Por qué?Nada de Querelle quedaba ya en su

propio cuerpo. Estaba vacío. Ante Vicya no había nadie: el criminal acababade llegar a su perfecta culminación por

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la aparición en el seno de la noche deunos cuantos árboles agrupados enforma de una cámara o, mejor, de unacapilla, por cuyo centro transcurría elsendero. En el paquete que contenía elopio estaban también las joyas robadascon la complicidad de Vic.

—Bueno…, lo que se dice lo sabesigual que yo.

—¿Y qué? Se pasa por la piedra a lapatrona.

Algo de Querelle afloró al borde delos labios y los dedos del asesino:aquella sombra furtiva de Querellevolvió a ver el rostro y la actitudsoberana de Mario apoyado por

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Norbert. Se imponía franquear aquellamuralla ante la cual Querelle palidecía,se disolvía. Escalarla o atravesarla.Hacerla derrumbarse con un empujóndel hombro.

«Yo también tengo mis joyas»,pensó.

Los anillos y las pulseras iban a sersólo suyos. Bastaban para conferirle laautoridad suficiente para llevar a caboun acto sagrado. Querelle no era ya sinoun leve aliento suspendido de suspropios labios y con libertad parasepararse del cuerpo y colgarse de larama más cercana y más espinosa.

«Joyas. El poli está cubierto de

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joyas. Yo también tengo mis joyas. Y noles presto atención.»

Era libre de abandonar su cuerpo,soporte audaz de sus cojones. Conocíael peso y belleza de éstos. Con una solamano, tranquilamente, abrió dentro delbolsillo del impermeable una navajaautomática.

—Entonces ha tenido que pasárselopor la piedra el patrón.

—¿Y qué? Si le gusta…—¡Leches!Vic parecía abrumado.—Si te lo propusieran, ¿tú

aceptarías? Di.—Por qué no. Si tuviera ganas. He

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hecho cosas peores.Una pálida sonrisa acudió a los

labios de Querelle.—Si vieras a mi hermano, te

prendarías de él. No te le resistirías.—Me dolería.—Te lo digo yo.Querelle se detuvo.—¿Echamos un cigarrillo?El aliento, a punto de exhalarse, se

desparramó por su interior y volvió aser Querelle. Sin mover la mano, con losojos fijos, pero con la mirada dirigidaparadójicamente hacia dentro de sí, sevio efectuando la señal de la cruz. Trasesta señal, que advierte al público que

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el acróbata va a emprender un trabajopeligroso de muerte, Querelle ya nopodía volverse atrás. Tenía quepermanecer atento para poder ejecutarlos gestos asesinos: no sorprender almarinero con un movimiento brutal, puestal vez Vic no tuviese costumbre todavíade ser asesinado y gritaría. En tal casoel criminal tiene que batirse contra lavida y la muerte, chillando, pinchandoen cualquier sitio. La última vez, enCádiz, la víctima había manchado desangre el cuello del impermeable deQuerelle. Querelle se volvió hacia Vic,ofreciéndole un cigarrillo y el mecherocon ademán escueto, pues le estorbaba

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el paquete que llevaba bajo el brazo.—Enciende tú, enciende primero.Vic le volvió la espalda para

resguardarse del viento.—Y tú le gustarías, porque eres una

linda gatita. Y si le mamaras la pichacomo chupas la pipa, ¡qué gustirrinín ledarías!

Vic volvió a echar humo y, al tiempoque tendía a Querelle el cigarrilloencendido, respondió:

—Bueno, no creo que tuviese nadaque hacer conmigo.

Querelle rió, burlón.—¿Ah, sí? ¿Y yo? ¿Yo tampoco

tengo nada que hacer?

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—Vamos, déjalo…Vic quiso seguir andando, pero

Querelle le retuvo, cerrándole el pasocon la pierna extendida. Como siestuviera mascando el cigarrillo, le dijo:

—¿Eh? Di, di, ¿es que no valgo yotanto como Mario?

—¿Qué Mario?—¿Cómo qué Mario? Gracias a ti he

podido pasar el muro, ¿no?—¿Y qué? ¿Pero qué gilipolleces

estás diciendo?—¿No quieres?—Vamos, deja de hacer el oso…Vic no llegó a terminar la frase.

Rápido, Querelle le apretó de la

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garganta, soltando el paquete, que cayósobre el sendero. Cuando aflojó lapresión, con la misma celeridad sacódel bolsillo la navaja abierta y leseccionó la carótida al marinero. Dadoque Vic tenía alzado el cuello de suimpermeable, se le derramó la sangre envez de proyectarse sobre Querelle,corrió a lo largo de sus ropas, sobre lachaqueta. Con los ojos desorbitados elmoribundo se tambaleó, dibujando conla mano un ademán muy delicado,dejándose resbalar, abandonándose enuna actitud casi voluptuosa que bastabapara evocar en aquel paisaje de brumael cálido ambiente de la habitación

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donde había tenido lugar el asesinato delarmenio, recreado ahora por el gesto deVic. Querelle le sostuvo enérgicamentecon su brazo izquierdo, depositándolecon suavidad sobre la hierba delcamino, donde expiró.

El asesino se irguió. Era un objetode un mundo en el que no existe elpeligro, pues uno mismo es un objeto.Bello objeto inmóvil y sombrío en cuyascavidades Querelle escuchó cómo elvacío sonoro se desencadenabazumbando, escapaba de él, le rodeaba yle protegía. Muerto, acaso, pero aúncaliente, Vic no era un muerto, sino unjoven al que aquel objeto asombroso,

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sonoro y varío, de boca oscura,entreabierta, de ojos hundidos, severos,de cabellos y ropas de piedra, derodillas cubiertas quizá de un vellóntupido y ensortijado cual barba asiría, alque aquel objeto de dedos irreales,envuelto en bruma, acababa de matar. Eldelicado aliento al que Querelle sehabía reducido continuaba suspendidode la rama espinosa de una acacia.Ansioso, esperaba. El asesino resoplódos veces muy deprisa, como hacen losboxeadores, movió los labios en los queQuerelle vino suavemente a posarse, aintroducirse por la boca, a subirse a losojos, a bajarse a los dedos, a colmar el

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objeto. Querelle volvió la cabezaligeramente, sin mover el busto. No oyónada. Se inclinó para arrancar unpuñado de césped y limpiar su navaja.Le parecía que estaba pisando fresascon nata y que se hundía en ellas.Apoyándose sobre sí mismo seenderezó, arrojó el puñado de hierbamanchado de sangre sobre el muerto yagachándose por segunda vez pararecoger el paquete de opio continuó solosu marcha bajo los árboles. Es falsoafirmar simplemente que el criminal enel momento de su crimen piensa quenunca le cogerán. Sin duda se niega adistinguir con precisión las

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consecuencias, terribles para él, de suacto, sin dejar de saber que tal acto lecondena a muerte. La palabra análisisnos impide ver claro. Necesitamos otroprocedimiento para descubrir elmecanismo de esta autocondenación.Llamaremos a Querelle un gozososuicida moral. En efecto, incapaz desaber si será o no detenido, el criminalvive en una zozobra que sólo puedesuprimir mediante la negación de suacto, es decir, mediante la expiación.Por tanto, una vez más mediante lapropia condena (pues parece ser que loque provoca el pánico, el espantometafísico o religioso del criminal, es la

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imposibilidad de confesar suscrímenes). En el fondo del foso, a laorilla de la muralla, Querellepermanecía de pie, apoyado contra unárbol y aislado por la niebla y la noche.Había devuelto la navaja a su bolsillo.Por delante, a la altura de la cintura,sujetaba su gorra del modo siguiente:aplastando con ambas manos la borlacontra su vientre. No sonreía. En aquelmomento estaba compareciendo ante eltribunal de justicia que se inventaba trascada asesinato. Una vez cometido elcrimen, Querelle había sentido sobre suhombro el peso de la mano de un policíaideal y desde la orilla del cadáver hasta

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aquel lugar solitario había caminado,siempre pesadamente, abrumado por eldestino excepcional que sería el suyo.Cuando hubo recorrido unos cienmetros, abandonó la vereda paraperderse bajo los árboles, entre laszarzas, en la parte baja de un terraplén,en el foso de las murallas que rodean laciudad. Tenía la mirada amedrentada,los andares torpes del culpableapresado, pero poseía, no obstante, ensu fuero interno la certeza —que le uníabochornosa y amigablemente al policía— de ser un héroe. Andaba sobre unterreno inclinado, cubierto de matorralesde abrojos.

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«Esto resbala, Pascuala», pensó. Einmediatamente: «Me hundo, Raimundo.Me vuelvo a la tierra amarilla».

Cuando llegó al fondo de la zanja,Querelle permaneció inmóvil uninstante. Una brizna de viento movió ehizo zumbar ligeramente la puntaafilada, seca y dura de las yerbas. Lasorprendente suavidad de aquel ruidohacía aún más insólita la situación.Caminó en la niebla en sentido opuestoal lugar del crimen. Se oyó de nuevo elrumor de la yerba contra el viento, tandulce como el ruido del aire en lasaletas de la nariz de un atleta, como losandares de un acróbata. Querelle,

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vestido con un blusón claro de sedaazul, avanzaba lentamente, moldeadopor aquel tejido color azul cielo, ceñidoal talle con un cinturón de cuerotachonado de acero. Sentía la presenciasilenciosa de cada uno de sus músculosmoviéndose al unísono con todos losdemás para instaurar una estatua desilencio ondulante. Iba escoltado pordos policías invisibles, triunfantes yamistosos, llenos de ternura y crueldadhacia su presa. Querelle caminó unosmetros más entre la niebla y el rozar delas hierbas. Buscaba un lugar tranquilo,tan retirado como una celda,suficientemente solitario y solemne

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como para poder convertirse en elescenario de un juicio.

«Con tal de que no me encuentrenpor las huellas», pensó.

Lamentó no haber caminado haciaatrás, enderezando las hierbas queaplastaba a su paso. Pero se dio cuentaal punto de lo absurdo de su temor, altiempo que confiaba en que sus pasosserían lo bastante suaves para que,sabiamente, los tallos de hierba seirguieran por sí mismos. Además, noencontrarían el cuerpo hasta más tarde,hacia el amanecer. Siempre hay queesperar a la hora en que los obreros vanal trabajo: son ellos los que descubren

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los crímenes abandonados al borde delas carreteras. No le molestaba laniebla. Tomó conciencia del olor aciénaga. Se cerraron en torno a él losbrazos abiertos de la pestilencia.Querelle seguía avanzando. Por unmomento temió todavía que una parejade enamorados se hubiera adentradoentre los árboles, pero la cosa era pocoprobable en aquella época del año. Lasramas y la hierba estaban húmedas y elespacio cubierto de hilos de arañacargados de gotitas que, al paso deQuerelle, le mojaban el rostro. Durantealgunos instantes, ante los maravilladosojos del asesino, la selva se transformó

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en un prodigio de suavidad, y en unaconfusión de lianas enmarañadas,doradas por un sol misterioso en elinterior de un aire oscuro y claro, de unazul inmensamente lejano, en cuyovientre se tejía la luz de todos losdespertares. Al fin Querelle se hallófrente a un árbol de tronco enorme. Seacercó a él, dio un rodeo a su alrededorcautamente y allí escoró, volviendo laespalda al lugar del crimen, dondemontaba la guardia un cadáver. Se quitóel gorro y lo sujetó como ya hemosdicho. Adivinó el desorden de las ramasnegras y finas que se cernían sobre él,desgarrando la niebla y haciéndole

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prisionero. Desde el fondo de sí mismosubían hasta su clara conciencia lospormenores del acta de acusación. En elsilencio de una sala asfixiante de calor,atestada de miradas y oídos, de bocashumeantes, Querelle distinguiónítidamente la voz trivial y hueca, y porello más vengadora, del presidente deltribunal:

«Ha degollado usted a su cómplice.Las razones de tal crimen son obvias…»(Aquí la voz del presidente y elpresidente mismo se tornaron confusos.Querelle se negaba a ver aquellasrazones, a querer desentrañarlas, aencontrarlas en lo más profundo de sí

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mismo. Disminuyó un poco la atenciónque estaba prestando al proceso. Sepegó más al árbol. Toda lamagnificencia del proceso se le revelócuando vio ponerse en pie dentro de sí ala acusación pública.)

«¡Exigimos la cabeza de estehombre! ¡La sangre llama a la sangre!»

Querelle comparecía en elbanquillo. Arrimado al árbol,continuaba extrayendo de sí mismo másdetalles de aquel proceso en el queestaba en juego su cabeza. Se encontrababien. Entrelazando sus ramas sobre él, elárbol le daba cobijo. Allá lejosQuerelle oía el croar de las ranas, pero,

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en general, todo estaba tan en calma quea su angustia frente al tribunal vino asumarse la angustia frente a la soledad yel silencio. Aun siendo el crimen supunto de partida (silencio total, silenciohasta la muerte querido por Querelle),se había tendido en torno a él (o, mejor,había surgido de él, siendo lacontinuación tenue e inmaterial delmuerto) aquella red de silencio en la quese encontraba cautivo. Con másintensidad se cobijó en su visión. Laconcretó. Estaba y no estaba allí. Asistíapor fin a la proyección del culpable enla sala de la audiencia. La iba siguiendoy la dirigía. A veces esta prolongada

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ensoñación activa se veía cruzada porun pensamiento práctico y nítido:«¿Tendré manchas encima?», o: «Sialguien pasa por el camino…», pero desus labios brotaba una sonrisa muy tenueque ahuyentaba el miedo. Sin embargo,no hay que confiar demasiado en laseguridad de la sonrisa, en su poder dedisipar las tinieblas: la sonrisa puedeaportar el miedo, primero en vuestrosdientes, descarnados por los labios, yengendrar un monstruo cuya jeta tendrála forma exacta de la sonrisa en vuestraboca; luego hará que el monstruo sedesarrolle en vosotros, os revista y oshabite, que sea, en fin, tanto más

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peligroso cuanto que se trata de unfantasma surgido de una sonrisa en laoscuridad. Querelle sonríe apenas. Elárbol y la bruma le cobijaban contra lanoche y la venganza. Retornó a laaudiencia. Soberano al pie de aquelárbol, ordenaba a su doble imaginarioactitudes de miedo, de rebeldía, deconfianza y de espanto,estremecimientos, palidez. Contaba conla ayuda de los recuerdos de suslecturas. Sintió necesidad de unincidente en la audiencia. Su abogado selevantó. Querelle quiso por un momentoperder el conocimiento, refugiarse en elzumbido de sus oídos. Era preciso

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demorar el desenlace del proceso. Porfin volvió a entrar el tribunal. Querellese sintió palidecer.

«El tribunal le condena a la penacapital.»

Todo se desvaneció en torno suyo.El mismo y los árboles seempequeñecieron y fue enorme susorpresa al saberse pálido y débil frentea esta nueva aventura, la misma sorpresanuestra cuando nos enteramos de queWeidman no era un gigante cuya frentesobrepasaba las copas de los cedros,sino un joven tímido, de tez macilenta,algo cérea, de un metro setenta,encuadrado por corpulentos policías. A

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partir de este momento Querelle sólotuvo conciencia de su terrible desgraciaque le certificaba que seguía vivo, ytambién del zumbido de sus oídos. A finde cuentas, su manera sencilla deconsiderar su infelicidad es comparablea la actitud que un día tuvo ante lamuerte: los sepultureros habíanexhumado el cuerpo de su madre paraenterrarla en algún otro barrio delcementerio, Querelle llegó demasiadopronto y se encontró solo frente al ataúdque los obreros habían sacado delagujero. La hierba estaba húmeda, latierra grasa, el frío muy vivo. Querelleoyó cantar a un pájaro. Se sentó sobre el

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féretro en que su madre se pudría. Elolor emanaba sin incomodarlo desde lastablas mal encajadas. Se mezclabanaturalmente con el olor de la hierba, dela tierra removida, de las floresmojadas. El niño consideró por uninstante el noble fenómeno que es ladescomposición de un cuerpo adorado:un malestar que va de suyo y entra en elorden del mundo.

Se estremeció. Sentía algo de frío enlos hombros, los muslos, los pies. Sehallaba erguido junto al árbol, con elgorro en la mano y el paquete de opiobajo el brazo, protegido por el uniformede tela gruesa y por el cuello tieso del

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impermeable. Se puso el gorro. De unmodo vago sintió que no habíaterminado todo. Le faltaba llevar a cabola última formalidad: su ejecución.

«Tengo que ejecutarme; no hay másremedio.»

Hablamos de «sentir» de igual formaque lo hizo un asesino célebre pocodespués de su detención, que nada enapariencia dejaba prever, al decirle aljuez: «Sentía que estaban a punto decogerme…». Querelle se sacudió,caminó un poco en línea recta ante sí y,ayudándose con las manos, volvió asubir el terraplén donde la hierba seguíasusurrando. Algunas ramas rozaron sus

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mejillas y manos: fue entonces cuandosintió una profunda tristeza, la nostalgiade las caricias maternas, ya que aquellasramas espinosas, suaves, aterciopeladaspor haberse posado en ellas la niebla, lerecordaban el dulce resplandor de unseno de mujer. Instantes después seencontraba en la vereda, luego en lacarretera, y hacía su entrada en la ciudadpor una puerta diferente a aquella por laque había salido con el marinero. En sucostado sentía la falta de algo.

«No deja de tener gracia estar solo.»Sonreía levemente. Abandonaba tras

él, en la niebla y sobre la hierba, ciertoobjeto, un montoncito de calma y de

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noche que manaba de un alba invisible ydulce, un objeto sagrado o maldito queaguardaba al pie de la muralla elderecho a entrar en la ciudad tras laexpiación, tras un tiempo de purificacióny humildad. El cadáver debía de teneraquel rostro insulso tan conocido paraél, del que se han borrado todas lasarrugas. Con paso largo y ágil, conaquellos andares desenvueltos yoscilantes que, apenas se le divisaba,hacían exclamar: «Es un tipo al que todole importaba un bledo»[8], Querelle, conel alma serena, se fue derecho a «LaFéria».

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Esta aventura hemos queridopresentarla a cámara lenta. Pues no esnuestro objetivo causar al lector unaimpresión de espanto, sino lograr paraeste crimen lo que consiguen a veces losdibujos animados. Por otra parte, es esteúltimo procedimiento el que nos gustaríautilizar para mostrar las deformacionesde la musculatura y del alma de nuestrohéroe. Sin embargo, para no irritardemasiado al lector y seguros de que élcompletará, mediante su propia desazón,el contradictorio, el sinuoso caminar dela idea de asesinato dentro de nosotros,

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nos hemos privado de muchas cosas. Nonos costaría nada hacer que al asesinose le apareciese la imagen de suhermano. Hacerle morir a manos de supropio hermano. Hacer que él mate ocondene a su hermano. Tampococargaremos las tintas sobre los deseossecretos y obscenos del que va a morir.De Vic o de Querelle, según se prefiera.Abandonamos al lector con las viscerasrevueltas. En todo caso, sepamos losiguiente: Querelle, tras su primerasesinato, conoció la sensación de estarmuerto, es decir, de vivir en una regiónprofunda; más exactamente, en el fondode un ataúd, errante en torno a una tumba

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vulgar de un vulgar cementerio, y demeditar allí sobre la vida cotidiana delos vivos, que le parecían curiosamenteinsensatos a partir del momento en queél ya no era su pretexto, su centro, sucorazón generoso. Su forma humana —lo que se denomina envoltura carnal—continuaba, sin embargo, afanándosesobre la faz de la tierra, entre loshombres insensatos. Querelle ordenabaentonces otro asesinato. No siendoningún acto perfecto, en el sentido deque una coartada puede descargarnos dela responsabilidad de él, como cuandocometía un robo, Querelle descubría encada crimen un detalle que sólo a sus

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ojos se convertía en un error susceptiblede llevarle a la perdición. Vivir enmedio de sus errores le daba unaimpresión de ingravidez, deinestabilidad cruel, pues le parecía estarrevoloteando de caña en caña y queéstas se doblaban bajo su peso.

Nada más divisar las primeras lucesde la ciudad, Querelle había recobradoya su sonrisa habitual. Cuando entró enel salón del lupanar no era sino unmarinero forzudo, de mirada limpia yque estaba echando una cana al aire.Vaciló unos instantes en medio de lamúsica, pero ya una mujer se leacercaba. Era alta y rubia, muy delgada;

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llevaba un vestido de tul negro ceñido ala altura del coño —ocultándolo paramejor evocarlo—, con un triángulo depiel negra de largos pelos, de conejo sinduda, raída, casi calva en algunos sitios.Querelle, con manos suaves, le acaricióla piel mirándole a los ojos, pero noquiso subir con ella.

Tras haber entregado a Nono elpaquete de opio y recibido de éste loscinco mil francos, Querelle comprendióque había llegado el momento de«ejecutarse».

Sería una ejecución capital. Si unencadenamiento lógico de los hechos nohubiera llevado a Querelle a «La Féria»,

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no cabe duda de que el asesino nohubiera encontrado, en lo más profundode sí mismo, otro rito sacrificial. Seguíasonriendo al contemplar la gruesa cervizdel patrón, inclinado sobre el diván paraexaminar el opio. Miraba sus orejasligeramente despegadas, su cabeza calvay brillante, la bóveda poderosa de sucuerpo, y cuando Norbert se enderezó lepresentó a Querelle un rostro huesudo ycarnoso, de sólidas mandíbulas, de narizaplastada. Todo en aquel hombre decuarenta años respiraba un vigor brutal.Partiendo de aquella cabeza se dibujabaun cuerpo de luchador, tal vez tatuado,con toda seguridad oloroso. «Será una

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ejecución capital.»—Oye, dime, ¿qué es lo que deseas?

¿Por qué te apetece la patrona?Explícate.

Querelle abandonó su sonrisa parapoder simular que sonreía precisamenteante esta pregunta, y envolver larespuesta en una sonrisa que sóloaquélla podía provocar y que sólo lasonrisa lograría volver inofensiva.Soltó, pues, una carcajada al decir conun movimiento desenfadado de la cabezay de manera que su voz se estrellaracontra cualquier sitio antes que contra elrostro de Nono:

—Porque me gusta.

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Desde aquel momento todos losdetalles del rostro de Querellefascinaron a Norbert. No era la primeravez que un chico bien plantadosolicitaba a la patrona con el fin deacostarse con el patrón. Una cosa leintrigaba: saber quién se la metería alotro.

—De acuerdo.De un bolsillo de la chaqueta sacó

un dado.—¿Tiras tú o yo?—Empieza.Norbert se sentó en cuclillas y se

puso a jugar en el suelo. Sacó un cinco.Querelle cogió el dado. Confiaba en su

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habilidad. El ojo avizor de Nono notóque Querelle iba a hacer trampas, peroantes de haber podido intervenir la cifrados acababa de ser pronunciada, lanzadacasi triunfalmente por el marinero.Durante un instante Norbert permanecióindeciso. ¿Se trataba de un bromista?O… Primero había pensado queQuerelle quería beneficiarse a la amantede su hermano. Aquella trampademostraba que no era así. Y tampocoparecía aquel chico un marica.Preocupado, no obstante, por lasolicitud con que esta presa caminabahacia su pérdida, se encogió ligeramentede hombros al levantarse y rió burlón.

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Querelle se levantó también. Miró a sualrededor, divertido, sonriente, aun si ensu interior experimentaba la sensaciónde caminar hacia el suplicio. Caminabacon la desesperación embargándole elalma, pero con la convicción íntima y noformulada de que aquella ejecución eranecesaria para su vida. ¿En qué setransformaría? En un dao por culo. Lopensó con terror. ¿Qué es un dao porculo? ¿De qué madera está hecho? ¿Quéiluminación especial le destaca? ¿Enqué monstruo nuevo se transforma uno ycómo es el sentimiento de esamonstruosidad? Se es «eso» cuando unose entrega a la policía. La belleza del

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poli lo había decidido a todo. Sueledecirse a veces que un acontecimientoinsignificante cambia la vida de unapersona; aquél era uno de tales sucesos.

«No iremos a besarnos», pensó. Yañadió esto: «Yo pongo el culo, y eso estodo». Esta última expresión provocó enél la misma resonancia que esta otra:«Pongo la jeta».

¿Qué cuerpo nuevo iba a ser elsuyo? A su desesperación se añadía, sinembargo, la certeza aliviadora de queaquella ejecución le purificaría delasesinato, que seguía molestándolecomo un cuerpo mal digerido. Tenía, enfin, que pagar por aquella fiesta, por

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aquella solemnidad que supone siempreel «haber entrado a matar». Toda entradaa matar es una mancha: de ahí lanecesidad de lavarse. Y de lavarse tan aconciencia que no quede nada de uno. Yrenacer. Para renacer, morir. Después yano le tendría miedo a nadie. Es ciertoque la policía podría todavía apoderarsede él, cortarle el cuello: tendría, pues,que tomar precauciones, no delatarse;pero ante el tribunal fantástico que habíaerigido en su interior, Querelle ya notendría que responder de nada, puestoque el que había cometido el crimenestaba muerto. El cadáver abandonado,¿franquearía las puertas de la ciudad?

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Querelle escuchaba quejarse, susurrandouna exquisita melodía, a aquel objetotieso y largo que seguía envuelto en suceñido abrigo de bruma. El cadáver deVic se lamentaba. Pedía los honoresfunerales y la sepultura. Norbertimprimió un giro a la llave, que quedópuesta. Era una llave gruesa, brillante,reflejada en el espejo donde serecortaba la puerta.

—Bájate el pantalón.El patrón hablaba con indiferencia.

Había perdido toda consideración haciaun tipo que burlaba al destinohaciéndole trampas. Querellepermaneció de pie, inmóvil en medio

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del salón, con las piernas abiertas. Lasmujeres no le hacían perder laserenidad. A veces, por la noche, en elcoy, se abrazaba el sexo maquinalmentecon la mano, lo acariciaba y dabaremate a una masturbación discreta.Miró cómo se desabrochaba Nono.Hubo un instante de silencio durante elcual la mirada de Querelle quedóprendida en los dedos del patrón, quetrabajaba dificultosamente para sacar unbotón de su ojal.

—Entonces, ¿te decides?Querelle sonrió. Maquinalmente

comenzó a desabrocharse la trabilla delpantalón de marino. Dijo:

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—Vas a ir poquito a poco, ¿eh?Parece que puede hacer daño.

—Bueno, ya está bien; no es laprimera vez…

La voz de Norbert era cortante, casimaligna. Un momento de furia crispó elcuerpo todo de Querelle, quien se tornóextraordinariamente hermoso, con lacabeza erguida, los hombros inmóviles ytensos, las nalgas más pequeñas, lascaderas apretadas (separadas por lapostura de las piernas que le alzaban lagrupa), pero de una exigüidad queaumentaba la impresión de crueldad. Latrabilla desabrochada le caía sobre losmuslos como un delantalito de niña. Sus

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ojos relampaguearon. Su rostro y suscabellos relumbraron de odio.

—Pues bien, amiguito, yo te aseguroque sí es la primera vez. No intentesreírte de mí.

La violencia repentina de aquellacólera fustigó a Norbert. Con susmúsculos de luchador recogidos,dispuestos a dispararse, contestó con lamisma dureza:

—Vamos, no intentes comerme elcoco. Porque conmigo la cosa nunca vasuave. ¿No me tomarás por un cegato?Te he visto hacer trampas.

Y añadiendo a la fuerza contenida enla mole de su cuerpo la fuerza de su

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cólera ante el desafío de que se sentíaobjeto, se arrimó a Querelle hastatocarlo con todo su cuerpo, desde lafrente a las rodillas. Querelle noretrocedió. Con voz aún más profunda,Norbert añadió tajante:

—Y ya está bien. ¿No crees? Yo nohe ido a buscarte. Ponte en posición.

Era una orden como jamás la habíarecibido Querelle. No emanaba de unaautoridad reconocida, convencional yexterior a él, sino de un imperativonacido de él mismo. Eran su fuerza y suvitalidad las que ordenaban a Querelleque se doblara. Tenía ganas de embestir.Los músculos de su cuerpo, de sus

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brazos, de sus muslos, de suspantorrillas, estaban al acecho, tensos,apretados, erizados, erguidos sobre lapunta de los pies. Casi contra los dientesde Norbert, en su mismo aliento,Querelle pronunció con sencillez:

—Te equivocas. Tenía ganas de tumujer.

—Córtala.Tratando de hacerle girar, Norbert le

agarró de los hombros. Querelle intentórechazarle, pero su pantalóndesabrochado se escurrió un poco. Pararetenerlo abrió un poco más las piernas.Los dos hombres se miraron. Elmarinero sabía que él era más fuerte, a

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pesar de la complexión atlética deNorbert. No obstante, se subió elpantalón y reculó algo. Los músculos desu rostro se relajaron. Enarcó las cejas yarrugó la frente, haciendo con la cabezaun leve gesto de resignación.

—Bueno.Ambos hombres, erguidos frente a

frente, se tranquilizaron ysimultáneamente llevaron sus manosdetrás de sus espaldas. Aquel doblegesto, tan perfectamente concertado, lessorprendió a ambos. En él había unelemento de entendimiento. Querellesonrió deliciosamente.

—Has sido marinero.

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Norbert resopló y respondió conhumor, su voz turbada aún por la furia:

—«Zéphir»[9]

Ahora, por fin, Querelle podíareconocer la excepcional calidad de lavoz del patrón. Era sólida. Era al mismotiempo una columna marmórea que lesalía por la boca, le sostenía y sobre laque se apoyaba. Fue por ella, sobretodo, por lo que Querelle se dejósometer.

—¿Cómo?—«Zéphir». Batallón de castigo, si

así lo prefieres.Con sus manos se desabrocharon el

cinturón y el cinto que los marineros,

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por razones prácticas, cierran conhebilla por detrás de la espalda —paraevitar, por ejemplo, un rodete sobre elvientre cuando llevan la chaquetaajustada. Por ello, algunas categorías deaventureros, sin otro motivo que elrecuerdo del tiempo pasado en laMarina o por sumisión al prestigio deluniforme de marino, han conservado oadoptado esta manía. Un poco de ternuradulcifica a Querelle. Si el patrónpertenecía a la misma familia que él, ala misma familia de linaje profundo,nacido en las mismas tierras tenebrosasy perfumadas, aquella escena seríasimilar a las aventuras triviales bajo las

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tiendas de los Bat'd'Af[10] de las que novuelve a hablarse al encontrarse denuevo en la vida civil. En fin, todoestaba dicho. Querelle tenía queejecutarse. Se resignó.

—Échate sobre la cama.La cólera había amainado, como el

viento sobre el mar. La voz de Norbertera monótona. Ya se había acabado desacar de las presillas el cinto de cuero,que mantenía en la mano. Su pantalón, alcaer sobre las pantorrillas, le ponía aldescubierto las rodillas y formaba sobrela alfombra roja una especie de charcoespeso en donde se encenagaban lospies.

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—Vamos, date la vuelta. La cosa irárápida.

Querelle se dio la vuelta. No habíaalcanzado a ver la polla de Norbert. Seencontró apoyando sus puños —uno deellos cerrado sobre el cinto— en elborde del diván. Despechugado, Norbertestaba solo. Con un movimiento dededo, tranquilo y suave, liberó su pichadel calzoncillo corto, y durante uninstante la sujetó, pesada y erecta, contoda la mano. Contempló su imagen en elespejo situado frente a él y la adivinórepetida veinte veces por toda lahabitación. Era fuerte. Era el amo. En elsalón había un silencio total. Avanzando

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tranquilamente, se puso la mano en elsexo como si se apoyara en una ramaflexible —le parecía que estabaapoyándose en sí mismo—. Querelle leaguardaba con la cabeza gacha ycongestionada. Norbert vio las nalgasdel marinero: eran pequeñas y duras,redondas, descarnadas y cubiertas de untupido vellón moreno que continuaba alo largo de los muslos y —cada vez másralo— hacia lo alto de la comba de laespalda, donde la camiseta de rayassobresalía un poco bajo la marineraremangada. El sombreado de ciertosdibujos que representan muslos demujeres suele conseguirse con ayuda de

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trazos curvos, a la manera de loscírculos de diferentes colores de lasmedias de antaño: así me gustaría que osrepresentarais la parte desnuda de losmuslos de Querelle. Lo que los haceindecentes es el poder ser reproducidosmediante este procedimiento de trazoscurvos que concretan su redondezvoluminosa con el tono de la piel y elgris un poco sucio de los pelosensortijados. La monstruosidad de losamores masculinos está toda ellacontenida en la desnudez de esta partedel cuerpo y en su encuadramiento antela chaqueta y el pantalón remangados.Con los dedos, hábilmente, Norbert se

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untó la polla de saliva.—Así es como me gustas.Querelle no respondió. El olor del

opio depositado en la cama le produjonáuseas. Y la verga se había puesto ya ala obra. Le vino a la memoria elrecuerdo del armenio al que habíaestrangulado en Beirut, de su dulzura, desu amabilidad de lución o de pájaro.Querelle se preguntó si debía tratar dedar placer a su verdugo por medio decaricias. Hubiera aceptado poseer ladulzura del marica asesinado, pues eraimpermeable al ridículo.

«No deja de ser cierto que el 'paisa'aquel me puso los 'motes' más bonitos

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de mi vida. Y que fue el más dulce detodos», pensó.

¿Pero qué gestos de dulzura podíahacer? ¿Qué caricias? Sus músculos nosabían de qué lado plegarse paraconseguir una curva. Norbert lo aplastó.Lo penetró tranquilamente hasta la basede la verga, justo hasta que su vientretocó las nalgas de Querelle mientras loatraía contra sí con sus dos manosterribles y poderosas bajo el vientre delmarino cuyo miembro, dejando dereposar aplastado contra el terciopelode la cama, se elevaba, golpeaba la pieldel vientre en el que estaba arraigado ylos dedos de Norbert, indiferentes al

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contacto. Querelle se empalmaba comose empalma un ahorcado. Lentamente,Norbert hizo algunos movimientosapropiados. El calor del interior deQuerelle le sorprendía. Penetró todavíamás adentro, con sumo cuidado, parasentir mejor su felicidad y su fuerza.Querelle se sorprendía de que le doliesetan poco.

«No me hace daño. No hay nada queobjetar. Sabe lo que se trae entremanos.»

Sentía aflorar en él, instalándoseallí, una nueva naturaleza; tomabaexquisitamente conciencia de que seestaba produciendo una alteración que le

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convertía en un dao por culo.«¿Qué contará después? ¡Con tal de

que no se vaya de la lengua!», pensó.Sus pies habían resbalado, su vientre

se aplastaba de nuevo contra el bordedel diván. Trató de levantar un poco elmentón, de sacar la cara de suenvoltorio de terciopelo negro, pero elolor del opio lo adormecía. Vagamenteagradecía a Norbert que le protegieracubriéndole. Le estaba afluyendo unasuave ternura hacia su verdugo. Volvióla cabeza un poco, esperando con todo,a pesar de su ansiedad, que Norbert lebesase en la boca; pero no consiguió verel rostro del patrón, quien, no

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experimentando la menor ternura haciaél, ni siquiera concebía que un hombrebesara a otro. Calladamente, con la bocaentreabierta, Norbert se afanaba comoen un trabajo importante y serio.Estrechaba a Querelle con la mismapasión aparente con que agarra elcadáver de su cría una hembra deanimal, actitud por la cual se nos haceevidente lo que es el amor: concienciade la separación de uno mismo,conciencia de hallarse escindido y deque vuestro mismo yo os contempla.Ambos hombres sólo escuchaban suspropios alientos. Por mucho queQuerelle llorase por el despojo que

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habían abandonado —¿dónde?, ¿al piede las murallas de Brest?—, sus ojosabiertos en uno de los pliegues huecosdel terciopelo permanecieron secos. Leofreció las nalgas.

«Ahora es cuando voy atraspasarte.»

Levantándose ligeramente sobre suspuños, tensó aún más enérgicamente lasnalgas, casi hasta provocar a Norbert,pero éste dedicó todo su vigor aaplastarlo y, de repente, arrancándole lasábana que acababa de ponerse sobrelos hombros, le dio una sacudidaterrible, una segunda, una tercera, hastaseis, que se espaciaron atenuándose

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hasta la total postración. Al primerembate, que tan fuerte le aniquilaba,Querelle gimió, dulcemente primero,luego con más fuerza, hasta jadear sinpudor. Una expresión tan viva de sudicha le probaba a Norbert que elmarinero no era un hombre, en el sentidode que, en el instante supremo del goce,no tenía el control, el pudor del macho.El asesino experimentó una graninquietud, apenas formulada:

«¿Será un verdadero soplón?»,pensó. Pero en seguida se sintióderribado por todas las fuerzas depolicía de Francia: sin lograrlodefinitivamente, el rostro de Mario

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trataba de sustituir al del hombre que leaplastaba. Querelle eyaculó en elterciopelo. Un poco más arriba, hundióblandamente su cabeza, de buclesnegros, extrañamente deshechos,desatados, muertos como la hierba de unterrón desenterrado. Norbert ya no semovía. Su mandíbula se abría, seaflojaba, liberando un poco la nuca detupida hierba que había estadomordiendo. Por fin la mole inmensa delpatrón, con infinitas delicadezas, seenderezó. Querelle no había soltado elcinto.

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«No te hagas el nuevo, Eobert, les hedado a todos por culo. Me he llenado laverga de mierda, si prefieres decirlo así.Con todos. Todos los que están exceptotú. A ti no te he deseado, ya sabes.Ahora puedo decir que mi mujer se haacostado con unos empalados. Exceptotú. No sé por qué. Recuerda que noquiero decir que no habrías aceptado,sino que yo tenía la sartén por el mango.Porque los otros eran tan fuertes como tú—no lo digo por molestarte— y no soyde los que se echan atrás. Claro que no.Ni siquiera te lo propuse. No me

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interesaba. Recuerda que la patrona nosabe nada. Nunca le dije. No vale lapena. Me cago en eso. Lo único seguroes que sólo yo puedo decir que todosfueron enculados. Excepto tú, encualquier caso.»

Si no Robert, al menos él, elcornudo, acababa de follarse a un chavalque llevaba el rostro en alto, su bellorostro de chico adorado por las mujeres.Nono sentía su fuerza; con una palabra,podía aniquilar la paz de los doshermanos. Mientras tanto, esta idea,apenas aventurada, había sido yadestruida por la certidumbre de que elcargador y el marinero sacarían de su

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parecido, de su doble amor, fuerzasuficiente para conservar su admirableindiferencia, ya que no veían dóndefallaban ellos mismos, de tanto que sudoble belleza se atraía mutuamente.

Alguna vez se le escapaba lafemineidad de un gesto demasiadodelicado, por ejemplo, la precisa graciacon que deshacía la línea del pelo de unborracho. Pero su poder aplastaba aQuerelle sólo con el crujir de suszapatos sobre el suelo. El peso de sucuerpo los hacía retumbar siguiendo unritmo pesado y largo. Era imposible nopensar, a causa del mismo ruido y de eseritmo, que él no aplastaba con cada pie

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todo un cielo nocturno y sus estrellas.

El descubrimiento del marinoasesinado no hizo cundir el pánico, nisiquiera suscitó extrañeza. Los crímenesson en Brest tan raros como en cualquierotra parte, pero a causa de la niebla, dela lluvia, del cielo cerrado y bajo, de lagrisalla del granito, del recuerdo de losgaleotes, de la presencia a un paso de laciudad pero fuera de sus muros —y, porende, más emocionante todavía—, de lacárcel de Bougen, a causa del antiguopresidio, del cordón umbilical perosólido, que une a los antiguos marinos,

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almirantes, marineros y pescadores conlas regiones tropicales, el ambiente enella es tan cargado y radiante a untiempo que nos parece no ya favorable,sino esencial para que brote el crimen.Brotar es la palabra exacta. Nos pareceevidente que un cuchillo que desgarra laniebla, que una bala de revólver que lahorada a la altura de un hombre haganreventar un odre y correr la sangre a lolargo de las paredes y en el interior deese muro vaporoso. Dondequiera que segolpee, la niebla queda herida y estallaen estrellas de sangre. Dondequiera queavance la mano (al instante tan alejadade vuestro cuerpo, que ya no os

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pertenece) invisible, solitaria yanónima, el dorso de las falanges rozará—o los dedos empuñarán fuertemente—el miembro duro y vibrante, desnudo,cálido, liberado de las ropas, de unestibador o un marinero que espera,ardiente y helado, transparente y erecto,para lanzar en el espesor de la niebla unchorro de esperma. (¡Qué rumores tanperturbadores: la sangre, el semen, laslágrimas!) Vuestro rostro se encuentratan cerca de otro invisible que percibísya el arrebol de su emoción. Todos losrostros son hermosos, suavizados,purificados por la imprecisión,aterciopelados por las imperceptibles

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gotitas posadas sobre las mejillas y lasorejas pero los cuerpos se espesan,aumentan de peso y adquieren una fuerzaextraordinaria. Bajo los pantalones detela azul (añadamos, para aumentarnuestra emoción, que los estibadoressuelen llevar además un pantalón de telaroja semejante, en cuanto al color, alcalzón de los galeotes), remendado ytenue, los estibadores y los obreros delpuerto se ponen generalmente debajootro que confiere al primero la pesadezmarmórea de los ropajes de las estatuas—y aún os turbareis más, quizás, alsaber que la verga con la que vuestramano choca ha logrado atravesar tantas

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telas, que se ha necesitado tanto esmeropara que los dedos gruesos y suciosdesabrocharan las dos hileras de ojalesy prepararan vuestra alegría— y esasdobles vestimentas hacen más sólido elpilar sobre el que se sustenta el hombre,con la imprecisión que la bruma lesañade.

El cuerpo fue transportado aldepósito de cadáveres del hospital de laMarina. La autopsia no aportó nada. Sele enterró dos días más tarde. Elprefecto marítimo —Almirante de D…del M…— dio órdenes a la policíajudicial para que abriera unainvestigación seria y secreta de la que se

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le mantuviera al tanto todos los días.Temía un escándalo que salpicase a laMarina entera. Provistos de linternas,los inspectores registraron las zarzas, lamaleza, la hierba de las zanjas.Rebuscaron minuciosamente en cadamontón de basura. Pasaron cerca delárbol donde Querelle había procedido asu propia condena. No descubrieronnada: ni cuchillo, ni rastro de pasos, nijirones de chaqueta, ni cabellos rubios.Nada más el mechero corriente queQuerelle había ofrecido al joven marino,sobre la hierba del camino, al lado delmuerto. Los policías no se atrevían aasegurar si aquel objeto pertenecía al

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asesino o al asesinado. La investigaciónpracticada al respecto a bordo del«Vengador» no aportó nada nuevo.Ahora bien, aquel mechero lo habíarecogido Querelle, casi maquinalmente,la víspera del crimen entre las botellas ylos vasos de la mesa sobre la quecantaba Gil Turko, a quien pertenecía.Se lo había dado Théo.

Habiéndose cometido el crimen enlos bosquecillos de las murallas, lapolicía pensó que tal vez el autor era unpederasta. Tendría que sorprendernos elhecho de que la policía aceptara contanta facilidad recurrir a la pederastíasabiendo el horror con que la sociedad

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aparta de sí cualquier idea que la pongaen contacto con ésta. Ahora bien, si unavez cometido el crimen la policíapropone en primer lugar y francamenteeste móvil: intereses de dinero o dramapasional, cuando uno de los actores es ofue marinero, es que en realidad estápensando: perversión sexual. Seapodera de esta idea con unaprecipitación casi dolorosa. La policíaes a la sociedad lo que el ensueño a laactividad cotidiana; lo que la sociedadbien educada se prohibe a sí misma, encuanto puede, autoriza a la policía paraque lo evoque. De ahí procede tal vez elsentimiento de asco y atracción

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entremezclados que experimentarespecto a ella. Encargándose de haceraflorar los sueños, la policía los retieneen sus mallas. Así nos explicamos quelos policías se parezcan tanto a aquellosa quienes persiguen. Pues sería falsocreer que es para engañarlos mejor, paradespistarlos y vencerlos, por lo que losinspectores se confunden también consus presas. Si examinamos atentamenteel comportamiento íntimo de Mario,encontraremos en primer lugar susfrecuentes visitas al burdel y su amistadcon el patrón. Sin duda, encuentra enNorbert un confidente que constituye encierto modo un lazo de unión entre la

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sociedad confesable y una actividadsospechosa; pero también adquiere —sino los tenía— con asombrosa facilidadlos modales y la jerga de los maleantes;modales y lenguaje que exagera en elpeligro. Finalmente, su voluntad de amarcon amores culpables a Dédé nos sirvede indicación: ese amor le aparta de lapolicía, donde hay que observar unapureza total. (Estas proposiciones sonaparentemente contradictorias. Yaveremos cómo se resuelven en larealidad de los hechos.) Abrumada detareas que nos negamos a confesarnos, lapolicía es maldita, y aún lo es más lapolicía secreta, que en el centro de los

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uniformes azules oscuros de los guardias(y protegida por ellos) se nos presentacon la delicadeza de los piojostraslúcidos, pequeñas joyas frágiles,fácilmente aplastadas por la uña, y cuyocuerpo es azul por haberse nutrido delazul oscuro de un jersey. Tal maldiciónle permite entregarse frenéticamente aestas tareas. En cuanto tiene ocasión, lapolicía se lanza sobre la idea depederastía, cuyo misterio,afortunadamente, es incapaz dedesentrañar. Los inspectorescomprendieron de manera confusa que elasesinato de un marinero junto a lasmurallas no entraba en el orden de las

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cosas: lo normal hubiese sido descubrira una «loca» asesinada, abandonadasobre la hierba y despojada de dinero yjoyas. En lugar de esto habíanencontrado a un asesino natural, contodo su dinero en los bolsillos. Estaanomalía, qué duda cabe, turbaba unpoco a los policías, obstaculizaba eldesarrollo de su pensamiento, pero noles importunaba en exceso. Mario nohabía sido encargado en especial de lainvestigación. Al principio apenasparticipó en ella, con muy escasointerés, pues le preocupaba más elpeligro que corría ante la liberación deTony. Pero aunque se hubiese interesado

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por el crimen, ni más ni menos quecualquier otro, no hubiese sido capaz deexplicárselo por un drama entreinvertidos. En efecto, ni Mario ni ningúnotro héroe de este libro es pederasta(excepto el teniente Seblon, pero Seblonno está dentro del libro), y para él hay:los que se dejan dar y pagan por ello yson «locas» y los demás. SúbitamenteMario se apoderó de la investigación.Quiso desafiar el complot que creíaestrechamente organizado, trabado,dispuesto a asfixiarlo. Dédé habíavuelto sin saber nada concreto; noobstante, Mario estaba seguro del riesgoque corría: se dedicó a salir más,

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exponiéndose con la loca idea de que afuerza de rapidez y agilidad despistaríaa la muerte, y de que, incluso muerto, lamuerte no haría más que atravesarlo. Suvalentía consistía en deslumhrar alpeligro. En todo caso, secretamente, sereservaba el derecho a pactar con elenemigo según un procedimiento quedescubriremos en su momento: Mariosólo esperaba la ocasión. También enesto se va a mostrar valiente. Lospolicías buscaron entre las «locas»reconocidas. No hay muchas en Brest. Apesar de ser un gran puerto de guerra,Brest sigue siendo una pequeña ciudadde provincias. Los pederastas confesos

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—confesos a sus propios ojos— seocultan en ella admirablemente. Se tratade apacibles burgueses de aspectoirreprochable, aún si andan corroídostodo el día por el tímido deseo de unapolla. Ningún poli podía imaginar que elasesinato descubierto cerca de lasmurallas era el desenlace violento einevitable en cuanto al momento y allugar de los amores que sedesarrollaban a bordo de un sólido yleal navio de guerra. Sin duda, la policíaconoce la fama mundial de «La Féria»,pero la reputación del patrón pareceintachable: no se conoce a clientes,estibadores o de otro tipo que hayan

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jodido con él o con los que él hayajodido. Esa fama es más que unaleyenda. Pero Mario no va a tenerla encuenta hasta más tarde, cuando Norbertle confiese, medio en broma, susrelaciones con Querelle. Al díasiguiente de aquella famosa noche,cuando subió a cubierta desde labodega, Querelle estaba enteramentenegro; un espeso aunque suave polvo decarbón le cubría el pelo, se lo ponía mástieso, petrificaba sus bucles, leempolvaba el rostro, el torso desnudo,el tejido de su pantalón de tela azul y suspies descalzos. Cruzó la cubierta parasituarse en el puesto de popa.

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«No hay por qué hacerse malasangre», pensó mientras caminaba.«Total, lo más que puede ocurrirme es laguillotina. No es para tanto. No mepueden matar todos los días.»

Su hipocresía le ayudaba. En sufuero interno veía ya —y por primeravez pensaba sacar partido de ella— laturbación del teniente Seblon,traicionada por su ceño fruncido y lasúbita severidad de la voz. Al principio,Querelle lo había tomado por lo que noera. Siendo un simple marinero no podíaentender nada del comportamiento de suteniente, que le castigaba por cualquiernimiedad, rebuscando minuciosamente

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el menor pretexto. Hasta que un día eloficial, que pasaba cerca de lasmáquinas, se untó las manos de grasa. Sevolvió hacia Querelle, que estabapróximo. Con tono súbitamentehumildísimo, le dijo:

—¿Tiene usted un trapo?Querelle sacó de su bolsillo un

pañuelo limpio, doblado todavía, y se loofreció. El teniente se limpió las manosy guardó el pañuelo.

—Se lo lavaré. Venga usted abuscarlo.

Días más tarde el teniente encontróun pretexto para acercarse a Querelle yherirlo, o así lo esperaba. Con voz seca:

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—¿No sabe que está prohibidodeformar el gorro?

Al mismo tiempo agarró la borlaroja y dejó al marinero a pelo. Habersido la causa de que una pelambrera tanhermosa apareciera a la luz del sol hizoal oficial traicionarse. Su brazo, suademán se volvieron de piedra, y convoz demudada, tendiéndole el tocado almarino atónito, añadió:

—Le gusta parecer un maleante,¿verdad? Merece usted… —Vaciló, nosabiendo si iba a decir… «todas lasreverencias, todas las caricias de ala delos serafines, todos los perfumes de loslirios…»—. Merece usted un castigo.

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Querelle le miró a los ojos. Con vozde serenidad hiriente, se limitó a decir:

—¿No le hace falta ya mi pañuelo,mi teniente?

—¡Ah! Es cierto. Venga a buscarlo.Querelle siguió al oficial hasta su

camarote. Aquél buscó el pañuelo y nolo encontró. Querelle aguardaba de pie,inmóvil, en posición de firme. Elteniente cogió entonces uno de suspropios pañuelos bordados, de batistablanca, y se lo dio al marinero.

—Perdone, pero no lo encuentro.¿Quiere aceptar este?

Querelle hizo con la cabeza un gestode indiferencia.

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—Ya lo encontraré, sin duda. Lo hedado a lavar. Estoy casi seguro de queusted solo no sabe hacerlo. No tienecara de saber.

Querelle se quedó desconcertadoante la mirada dura del oficial que habíaacompañado esta frase, pronunciada entono agresivo, casi acusador. Noobstante, sonrió.

—En eso se equivoca, teniente. Séhacer de todo.

—Me extraña. Usted debe de llevarla ropa a una pequeña siria de dieciséisaños para que se la traiga planchada —aquí la voz del teniente Seblon sequebró un poco. Se dio cuenta de que no

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tenía que pronunciar algo queinevitablemente iba a pronunciar, puestras un silencio de tres segundos añadió— … planchada y limpia como loschorros del oro.

—No hay peligro. No conozco aninguna chica en Beirut. Y en lo que serefiere a lavar, yo mismo me lavo laropa.

En aquel momento, aunque sincomprender la razón, Querelle se dabacuenta de que la rigidez del tenienteestaba desmoronándoselamentablemente. En forma espontánea,con el sorprendente sentido que parasacar provecho de sus encantos poseen

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incluso los jóvenes más ajenos a lacoquetería sistemática, insufló a su vozuna inflexión ligeramente canallesca y sucuerpo, perdiendo su rigidez —por elhecho del desplazamiento casiimperceptible de un pie echado haciaadelante—, fue recorrido, de la nuca ala pantorrilla, por una serie de curvassumamente gráciles que le daban aconocer a Querelle la existencia de susnalgas y sus hombros. Quedó dibujadosúbitamente por líneas movedizas yquebradas, y por el oficial, dibujado conmano maestra.

—¿Ah?El teniente le miró. Querelle se

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quedó inmóvil, pero sin perder la graciade sus movimientos. Sonreía. Lebrillaban los ojos.

—Entonces, en tal caso… —Elteniente arrastraba con indolencia laspalabras—, entonces… —Y tomandoaliento dijo por fin, sin dejar traslucirexcesivamente su inquietud—: …entonces, si trabaja tan bien como dice,¿quiere ser mi asistente durante algúntiempo?

—Por mí, de acuerdo, mi teniente;pero tendré que dejar de ser safo.

Querelle dijo esto con sencillez, conla misma sencillez con que aceptaba serasistente. Sin saber que el amor

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inspiraba en un único impulso, de golpe,todas las tentativas de castigo y loscastigos efectivos que debía al teniente;éstos se transformaban a sus ojos,perdían su sentido primitivo y adquiríanel de «relaciones», que desde hacíalargo tiempo tendían a la unión, alentendimiento —y lo efectuaban— entrelos dos hombres. Tenían recuerdoscomunes. Su armonía, el hoy, tenía unpasado.

—¿Por qué? Lo arreglaré. Estétranquilo, no va a seguir mucho tiemposin especialización.

El teniente creyó que nunca le habíarevelado su amor, esperando al mismo

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tiempo habérselo confesado conclaridad. Cuando hubo entendidoperfectamente el sentido, lo que tuvolugar al día siguiente de esa escena,cuando descubrió en un lugar dondelógicamente no hubiera debidoencontrarse, en una cartera de cocodrilo,su pañuelo manchado de grasa y tiesoademás, según le pareció, a causa decierta sustancia, Querelle encontródivertidas aquellas partidas deescondite que ahora veía muy claras.Hoy estaba seguro de que su jeta,repentinamente ennegrecida, más macizadebido a aquella leve capa de polvo,tendría una belleza tal que el teniente

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perdería todos los papeles. ¿Llegaríaacaso a declararse?

«Ya veré, no creo que haya oído.»En el interior de aquel cuerpo la

inquietud generaba el sobresalto másexquisito. Querelle apeló a su estrella,que no era otra que su sonrisa. Aparecióla estrella, Querelle avanzaba sobre susanchos pies, firmemente posados deplano. Balanceaba algo las caderas,estrechas, sin embargo, para producir unmovimiento suave de la parte superiordel pantalón y del calzoncillo blanco,que rebosaba un poco por encima deéste, sujetos ambos por un ampliocinturón de cuero trenzado que se

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abrochaba por atrás. Sin duda, habíaregistrado maliciosamente la frecuenciacon que la mirada del teniente sedemoraba en aquella parte de su cuerpo,aunque lógicamente conociera otrosobjetos más eficaces de su seducción.Los conocía con toda seriedad. A veces,con una sonrisa, con su habitual sonrisatriste. Balanceaba también ligeramentelos hombros, pero su movimiento, comoel de las caderas y el de los brazos, eramás discreto que de costumbre, máscercano a su cuerpo, más interior, sepodría decir. Se movía prieto. Cabríaescribir: Querelle jugaba ya fuerte. Alacercarse al camarote del teniente

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esperaba que éste se hubiera dadocuenta del robo frustrado del reloj.Deseó que le hubiera llamado para eso.

«Me las apañaré. Tengo que entrarlepor los ojos.»

Pero al asir el picaporte de la puertadeseó que, por sí mismo, el reloj, que alvolver a bordo había devuelto aescondidas a su lugar dentro del cajóndel teniente, se hubiese parado, bien porhaberse estropeado, o porque la cuerdase hubiera acabado, o también —seatrevió a pensarlo— por un gesto deamabilidad del destino o, mejor aún, poruna gentileza particular del reloj,seducido ya por Querelle.

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«Bueno, ¿y qué? Si hace la másmínima alusión al asunto, le lleno lasentina hasta los topes al 'mírame y nome toques' este.»

El teniente le estaba esperando.Desde la primera mirada, especie debreve caricia sobre su torso y su rostro,Querelle comprendió su poder: era de sucuerpo de donde partía el rayo quepenetraba por los ojos hasta el estómagodel oficial. El hermoso mozo rubio,adorado en secreto, aparecía de repentetal vez desnudo, pero revestido de unagran majestad. No era el carbón lobastante espeso para impedir que seadivinara la claridad de los cabellos, de

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las cejas, de la piel, ni el tono rosado delos labios y las orejas. Era evidente quesólo se trataba de un velo. Y Querelle selo alzaba algunas veces con coquetería,con emoción se diría, al soplar sobre subrazo o al desarreglarse un bucle de suscabellos.

—Cumple usted bien con susobligaciones, Querelle. Hace lostrabajos ingratos sin advertírmelo.¿Quién le ha mandado bajar a lacarbonera?

El teniente hablaba con un tonocortante. Se defendía contra su emoción.Sus ojos hacían inútiles y dolorososesfuerzos para no fijarse con demasiada

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evidencia en la bragueta ni las caderasde Querelle. Un día que le habíainvitado a un chato de oporto,habiéndole respondido Querelle que acausa de una blenorragia no podía beberalcohol (Querelle mentía:espontáneamente, con el fin de aumentaraún más el deseo del teniente, acababade inventarse una enfermedad de macho,de «jodedor furibundo»), Seblon, sin lamenor experiencia de una dolencia tal,se imaginó bajo la tela azul el sexollagado derritiéndose como un ciriopascual que llevara incrustados cincogranos de incienso. Se sentía ya muyirritado contra sí mismo por no poder

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desprenderse de los brazos musculososy polvorientos entre cuyo vello, doradoy rizoso, quedaban aprisionadas algunaspartículas de carbón. Pensó:

«¡Ojalá pudiese ser Querelle elasesino de Vic! Pero es imposible.Querelle es demasiado hermoso pornaturaleza para añadirse además labelleza del crimen. ¿De qué serviría eseadorno? Vic y él no eran amigos, habríaque inventarles relaciones secretas,citas, abrazos, besos clandestinos.»

Querelle le respondió lo mismo queal capitán de armas:

—Pero…Aquella mirada, por fugaz que fuese,

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fue captada por Querelle. Sonrió consonrisa aún más amplia y desplazando elpie contoneó bruscamente su cadera.

—¿No le gusta ocuparse de esto?El no haber podido resistirse a

utilizar una explicación y una fórmulatan humildes puso de mal humor aloficial, que se sonrojó al ver temblardelicadamente las aletas de la nariz deQuerelle y movérsele el lindo arroyueloque une el tabique de la nariz con ellabio superior, con estremecimientoscada vez más sutiles y rápidos, queparecían constituir la más deliciosamanifestación de otros tantos esfuerzospor retener una sonrisa.

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—Pues claro que me gusta. Pero erapara hacerle un favor a un compañero. AColas.

—Podría haber escogido a otro parasustituirle. ¡Bueno se ha puesto usted!¿Tanto interés tiene en ir a tragar polvo?

—No, pero… Bueno…, ya sabe…—¿Qué quiere decir?Querelle se abandonó a su sonrisa.

Dijo:—Nada.El oficial había caído en la trampa.

Con lo fácil que hubiese sido, con unasimple palabra, mandar a Querelle a laducha. Permanecieron durante algunosinstantes muy cortados, ambos a la

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expectativa. Querelle rompió el hielo:—¿Es todo lo que tenía que decirme,

mi teniente?—Sí. ¿Por qué?—Por nada.El oficial creyó discernir una ligera

impertinencia en la pregunta delmarinero y en su respuesta,pronunciadas ambas bajo el sol de unadeslumbrante sonrisa. Su dignidad leordenaba mandar a paseo a Querelle alinstante, pero no podía sacar fuerzaspara hacerlo. Si por desgracia Querellehubiera bajado por propia iniciativa alas sentinas, su enamorado le habríaseguido hasta allí. La presencia del

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marinero medio desnudo en el camarotelo enloquecía. Se estaba hundiendo yaen los infiernos, descendiendo losescalones de mármol negro, tocandocasi el fondo del pozo en el que le habíaprecipitado el anuncio del asesinato deVic. Quería comprometer a Querelle enaquella aventura fastuosa. Le exigía querepresentara en ella un papel. ¿Quépensamiento secreto, qué confesiónfulgurante, qué aurora podía escondersetras aquel pantalón, ennegrecido comojamás lo estuvo pantalón alguno? ¿Quésexo tenebroso pendería dentro de él,con la cepa naciendo de un musgomarchito? ¿Y qué sustancia arropaba a

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todo ello? Sin duda, no se trataba sinode un poco de tizne de carbón —deesencia y composición harto conoddas— y algo tan sencillo, tan banal, capazde envilecer un rostro y unas manos,prestaba a aquel joven marino rubio lapotencia misteriosa de un fauno, de unídolo, de un volcán, de un archipiélagomelanesio. Era él mismo y ya no lo era.El teniente, de pie frente a Querelle, aquien deseaba pero no osaba acercarse,hizo con la mano un ademán, casiimperceptible, nervioso, reprimido alpunto. Querelle registraba, sin dejarescapar una sola, todas las ondas deinquietud de aquellos ojos clavados en

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los suyos y, como si tanto peso, alaplastar a Querelle, le hubieraensanchado más la sonrisa, sonreía bajola mirada y la masa del teniente quegravitaban sobre él hasta el punto deobligarle a tensar los músculos parasoportarlas. Comprendía, no obstante, lagravedad de aquella mirada y que todala desesperación de hombre seexpresaba en ella en aquel instante. Peroal tiempo que hacía un ampliomovimiento de hombros en el vacío,pensó:

«¡Marica!»Despreció al oficial. Seguía

sonriendo y se dejaba mecer por las

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vueltas que le daba en la cabeza la ideatremenda y mal equilibrada de«marica».

«¿"Marica"? ¿Qué es eso? ¿Qué esun marica?», pensaba. Y lentamente,mientras se le iba cerrando la boca, lacomisura de sus labios se aprestaba parauna mueca de desprecio. Pensar aquellafrase le diluía en un vago torpor: «Yotambién soy un enculado». Pensamientoque no conseguía discernir bien, que nole sublevaba, pero cuya tristezaexperimentó al darse cuenta de queestaba apretando las nalgas hasta unpunto tal —así le pareció— que habíandejado de rozarse con la tela del

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pantalón. Ante este leve, aunquedesolador pensamiento, recorrió suespina dorsal una inmediata y rápidasucesión de ondas que se fuerondesplegando por toda la superficie desus hombros negros, cubriéndolos de unmaldito tejido de escalofríos. Querellealzó el brazo para alisarse con la palmade la mano los cabellos de encima ydetrás de la oreja. Era un ademán tanhermoso, descubriendo una axila páliday lisa como el vientre de una trucha, queal oficial se le transparentó en los ojosel cansancio de verse abrumado hasta talextremo. Sus ojos pedían clemencia. Sumirada era más humilde que una

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genuflexión. Querelle se sentía fuerte. Sibien despreciaba al teniente, no sentíaganas, como los demás días, de burlarsede él. Le parecía inútil coquetear, hastatal punto estaba convencido de que sufuerza era de otra especie. Procedía delinfierno, pero de aquella región delinfierno en la que los cuerpos y losrostros son hermosos. Querelle sentíasobre sí el polvo como las mujeressienten sobre los brazos y las caderaslos pliegues de una tela que lasconvierte en reinas. Semejantemaquillaje, dejando intacta su desnudez,le convertía en un dios. Querelle selimitó a acentuar su sonrisa. Estaba

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seguro de que el teniente no le diríajamás ni una palabra sobre el reloj.

—Así pues, ¿que va usted a hacer?—No lo sé. Estoy a sus órdenes.

Sólo que abajo los compañeros estánsolos…

El oficial hizo un cálculo rápido.Mandar a Querelle a la ducha eradestruir el objeto más bello que a susojos les había sido dado acariciar.Puesto que el marinero iba a estar aquí,a su lado, mañana, era preferible dejarlerecubierto de aquel manto negro. Tal vezen el transcurso de la jornada el oficialencontraría la ocasión de bajar a lascalas de carbón y sorprender en ellas, en

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plena actividad amorosa, a aquel pedazogigante de tinieblas.

—Bueno, bien, vaya.—De acuerdo, mi teniente. Volveré

mañana, hale.Querelle hizo el saludo y giró sobre

sus talones. Con la angustia del náufragoque ve desvanecerse en la lejanía lasislas y con el arrobamiento que provocóen él el tono desenfadado y decomplicidad —tan tierno como elprimer tuteo— de la última palabra deQuerelle, el oficial se quedó mirandocómo aquella grupa deslumbrante y fina,aquel talle, aquellos hombros y aquellanuca se alejaban de él irrevocablemente,

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aunque no lo suficiente como para nosuscitar un sinfín de manos tendidas einvisibles, que desplegaban en torno aaquellos tesoros, y para protegerlos, lamás tierna solicitud. Querelle regresó asu carbón como lo hacía normalmente,ahora que acababa de cometer unasesinato. Si la primera vez semejanteidea se le había ocurrido para que losposibles testigos no le reconociesen, lasveces siguientes lo tuvo suficientementepresente para salirles él mismo alencuentro, seguro de su fuerzaasombrosa, una vez que estuvo tiznadode la cabeza a los pies. Se sentía fuertepor ser tan hermoso y por atreverse a

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añadir a su belleza la apariencia cruelde las máscaras. Era fuerte —y taninvisible y sereno, acurrucado a lasombra de su fuerza en el rincón másrecóndito de sí mismo—, fuerte pormeter miedo sabiéndose tan tierno;fuerte por ser un negro salvaje, naturalde una tribu en la que el crimenennoblece.

—¡Y además, qué coño, tengo misjoyas!

Querelle sabía que ciertas sumas —el oro sobre todo— dan derecho amatar. El acto de matar se convertíaentonces en un «asunto de Estado». Élera un negro entre los blancos, y tanto

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más misterioso, monstruoso, al margende las leyes del mundo, cuanto que debíaesta singularidad a un maquillaje apenaspuesto y tan trivial que no era sino polvode carbón; pero con ello demostrabaQuerelle que el polvo de carbón no esalgo tan simple, puesto que posee elpoder de transformar hasta tal punto, sinapenas posarse sobre la piel, el alma deun hombre. Era fuerte por ser para símismo una masa de luz, aparentando sernoche ante los demás; era fuerte poragitarse en la zona más profunda delnavio. Experimentaba, en fin, la dulzurade las cosas y los objetos fúnebres, sugravedad ligera. Se cubría, por último,

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la cara con un velo y, secretamente, a sumodo, llevaba luto por su víctima.Aunque en anteriores ocasiones sehubiera atrevido a hacerlo, hoy eraincapaz de contar los detalles de sucrimen. Debía desconfiar sobre todo deuno de los marineros de carga decarbón, cuya belleza, tan cruelmentepintada como la suya, corría el riesgo dearrancarle un suspiro de aceptación.Camino de las calas del carbón se dijo:

«No ha dicho ni palabra del reloj.»De no haber tratado de involucrar a

Querelle en la aventura que se estabaimaginando en torno al asesinato de Vic,tal vez el teniente se hubiera quedado

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estupefacto al ver que su asistentemultiplicaba el carácter excepcional deaquella jornada con el hecho de ir por símismo a trabajar en las calas delcarbón. Pero se encontraba todavíademasiado desconcertado por todo ellopara poder interpretar aquellas cosasdoblemente extrañas. Y cuando los dospolicías encargados de la investigacióna bordo, le interrogaron acerca de sushombres, ni siquiera sugirió la idea deque Querelle pudiera ser culpable. Peroocurrió lo siguiente: si ante los demásoficiales el preciosismo del lenguaje yde los ademanes del teniente, lasinflexiones súbitamente acariciadoras de

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su voz, pasaban fácilmente por elegancia—ya que ellos también estabanacostumbrados al tono untuoso y flexiblede las familias bienpensantes—, lospolicías no se engañaron y se dieroncuenta en seguida de que era un marica.Pues si todavía trataba de dar el pegoentre los marineros, ya acentuando ladureza de su voz metálica, yaexagerando el tono tajante de susórdenes, llegando incluso a veces a unestilo telegráfico, los policías leturbaron. Ante ellos, ante su autoridad,se sintió culpable y se le escaparonademanes de loca que no eran sino otrastantas confesiones de culpabilidad.

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Fue Mario quien quiso hacerle laprimera pregunta:

—Perdone que le moleste, miteniente…

—Es una idea excelente.Pero aquella frase, formulada al azar

y en cualquier caso traída a colación pordescuido, le hizo aparecer como cínicoy desenfadado. El policía creyó quetrataba de ser ingenioso y se sintiómolesto. Mientras la turbación se ibaapoderando del teniente, Mario,progresivamente intimidado, leinterrogaba cada vez con másbrutalidad. A la pregunta enteramenteanodina: «¿No ha notado nunca nada

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sospechoso entre Vic y alguno de suscompañeros?», Seblon dio la siguienterespuesta, entrecortada a la mitad por unmovimiento de glotis que no pasódesapercibido para los investigadores:

—¿Cómo se reconoce algosospechoso?

El lapsus le hizo enrojecer. Suturbación aumentó. Captaba Mario loextraño de las respuestas del oficial.Residiendo la fuerza de éste en lapalabra, también en ella radicaba sudebilidad; pero hacía esfuerzos paraimponerse mediante aquel podersordamente socavado.

Dijo:

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—¿Por qué tengo que interesarme enlas relaciones personales de estosmuchachos? Aunque el marinero Vichubiera sido asesinado en el transcursode una aventura equívoca, yo no tengopor qué estar al corriente.

—Por supuesto, mi teniente; pero aveces se escuchan cosas.

—Usted bromea. Yo no espío a mishombres. Y sobre todo tenga usted encuenta que si estos jóvenes tienenrelaciones con los odiosos individuos alos que usted alude, no se vanagloriande ello. Tengo entendido que el mayorsecreto preside sus encuentros…

Se dio cuenta de que estaba a punto

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de entonar un canto en honor de losamores homosexuales. Quiso callarse.Pero notando que su silencio repentinole hubiera resultado extraño al inspector,agregó con tono descuidado:

—Esos desagradables individuostienen una organización maravillosa…

Era demasiado. Incluso él mismo sedio cuenta de la ambivalencia de aquelcomienzo, en el que la palabra«maravillosa», cuya última sílabarecalcó en exceso, parecía desplegar, enuna especie de alegre desafío, las alasde la «mariposa». No les hizo falta nadamás a los policías. Sin distinguir conclaridad lo que delataba al oficial, su

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lenguaje les resultó evocador de lascostumbres proscritas. Lo que pensaronpodría resumirse en esta formula dellenguaje común: «Se regodea hablandodel asunto», «no parece que haga ascosa la cosa». En suma, les pareciósospechoso. Afortunadamente teníacoartada, pues estaba a bordo la nochedel crimen. Cuando la entrevista huboterminado, pero antes de que lospolicías se hubiesen ido, el tenientequiso enfundarse el capote de paño azul,mas puso en su ademán tanta coquetería,presta y torpemente corregida, que nopodemos decir que se lo enfundase —tan brusca resulta esta palabra—, sino

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que él mismo denominó aquel ademán«envolverse». Aumentó su apuro ydecidió otra vez no volver a tocar jamásen público un tejido. Querelle entregódiez francos a la colecta para la coronade Vic. Veamos algunos párrafos,arrancados al azar, del cuaderno íntimo.

Este diario no puede ser más queun libro de preces.

Permitidme, Dios mío, que meenvuelva en mis ademanes frioleros,con modales de aterido, como un inglésextenuado en sus manías, como una

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mujer enigmática en sus chales. Paraafrontar a los hombres me habéisconcedido una espada dorada, galones,legiones de honor, gestos de mando:estos accesorios me salvan. Permitenque teja en mi entorno invisiblespuntillas cuyos dibujos pretenden sertoscos. Aunque me alivia, semejanterudeza me deja extenuado. Cuando seavieja me refugiare, ¡al fin!, en laridiculez maníaca de los quevedos dearmadura de resorte, en los cuellos deceluloide, en el tartamudeo, en lospuños almidonados.

¡Querelle contaba a sus

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compañeros que él era víctima de loscarteles de reclutamiento! Yo soyvíctima de los carteles y víctima de lavíctima de los carteles.

La gorra de oficial endureció mirostro. Al ocultar la frente, resalta miboca y las dos largas arrugas que laenmarcan, severas, casimalintencionadas. Parece que el signode mi femineidad es mi frente: retiro migorra y, de repente, mis arrugasparecen abúlicas, suaves. Cuelgan.

¡Qué alegría de súbito! Soy todaalegría. Mis manos, maquinalmente alprincipio, han dibujado en el espacio, a

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la altura de mi pecho, dos senos demujer que parecían injertados allí. Mesentía dichosa. Repito el ademán yconozco la felicidad. La verdaderaplenitud. Estoy colmado. Mejor: estoycolmada. Empiezo de nuevo. Acaricioambos senos de aire. Son hermosos.Pesan. Los sopeso con mis manos.Estaba en aquel momento apoyado enla borda, por la noche, frente al marabierto. Oía el rumor de Alejandría.Acaricio mis senos, mis caderas. Meconozco nalgas más redondas y másvoluptuosas. Tengo a mi espaldaEgipto: la arena, la Esfinge, el Nilo,los árabes, los barrios prohibidos, la

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aventura maravillosa de ser la quesoy[11]. Me gustan con forma un pocode pera.

Otra vez he vuelto a llevarme sinquerer las cortinas de la puerta. Hesentido que querían envolverme en suspliegues y no he podido resistir latentación del bello ademán dedeshacerme de ellas. Ademán denadador que aparta el agua.

Regreso. Voy pensando aún en lavida de ese cigarrillo preso entre losdedos del marinero. Un cigarrillohecho. Echaba humo, hacía ligeros

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movimientos entre los dedos casiinmóviles de Querelle, que estaba lejosde sospechar la vida que infundía a lacolilla. Me era imposible apartar lavista, no ya de los dedos, sino de aquelobjeto que cobraba vida por obra deellos. Y ¡cuán grácil la vida quecobraba, cuán elegantes losmovimientos, finos y chispeantes!Querelle estaba oyendo hablar de lasputas del burdel a uno de suscompañeros.

«No me he visto nunca.» ¿Tengoencanto para otros? ¿Qué otro ademásde mí es presa del encanto de Querelle?

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¿Cómo podría hacer paratransformarme en él? ¿Podréinjertarme sus bellos adornos: suscabellos, sus cojones? ¿Incluso susmanos?

Con el fin de que no me estorbenpara meneármela, me remango lasmangas del pijama. Este sencilloademán hace de mí un luchador, unforzudo. Afronto de este modo laimagen de Querelle, ante quien mepresento como un domador. Pero todoacaba tristemente con una pasada de latoalla por el vientre.

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No es nuestro propósito poner derelieve a dos o tres personajes —ohéroes, puesto que están sacados de unreino fabuloso, es decir, procedente dela fábula, de la fábula y de los limbos—sistemáticamente odiosos. Pero tenéisque considerar que estamos viviendouna aventura que se desarrolla dentro denosotros mismos, en la región másprofunda, más asocial de nuestra alma, yque es precisamente porque dota de vidaa sus criaturas —y voluntariamenteasume el peso del pecado de ese mundosurgido de él— por lo que el creadorlibera, salva a la criatura y se sitúa a lavez más allá o por encima del pecado.

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Quede, pues, libre de pecado, ya quepor su función y mediante nuestro verboel lector descubre dentro de sí a estoshéroes que hasta entonces se pudrían ensu interior…

¡Querelle! ¡Todos los Querelles dela Armada! ¡Hermosos marinos,poseéis la dulzura de la avena loca!

Recepción a bordo. La cubierta delnavio está engalanada con plantasverdes, con alfombras rojas. Losmarinos, de blanco, andan de un ladopara otro. Querelle se muestra

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indiferente. Sin que él me viera, lemiré: estaba de pie, con las manos enlos bolsillos, algo combado hacia atrásy con el cuello tenso como el de un toro(¿o de un tigre, o un león?) de unbajorrelieve asirio cuyo flanco ha sidoapuñalado. La fiesta le dejaindiferente. Silba y sonríe.

Querelle sirgando una pesadachalupa en el muelle: cuatro marinostiran de la cuerda, con el pecho haciaadelante, tensos por el esfuerzo,pasándose el cabo (jarcia) sobre elhombro izquierdo, pero Querelle se hadado la vuelta. Tira reculando. Sin

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duda para no tener el aspecto de unabestia de tiro. Se ha dado cuenta de queyo le estaba mirando, pero he sido yoquien ha tenido que desviar la miradade la suya.

Belleza de los pies de Querelle. Desus pies descalzos. Los aplasta deplano sobre la cubierta. Camina a lolargo y alo ancho. A pesar de lasonrisa, su rostro está triste. Me hacepensar en la tristeza de un buen mozo,forzudo y muy viril, sorprendido comoun chiquillo en un delito grave,abrumado por una severa condena enel banquillo de los acusados. A pesar

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de su sonrisa, de su belleza, de suinsolencia, del radiante vigor de sucuerpo, de su osadía, Querelle pareceser portador del estigma indescriptiblede una humillación profunda. Por lamañana estaba abatido. Miraba conojos cansados.

Querelle dormía al sol, sobrecubierta. De pie, me quede mirándole.Mi rostro se sumergía en el suyo, perome fui en seguida por miedo a que meviera. A los momentos tranquilos yseguros —y prolongados— en los quepodíamos dormir tal vez entrelazadoslos dos, prefiero estos instantes

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incómodos, estos momentos furtivosque es preciso destruir porque laspiernas no soportan una inclinacióndemasiado prolongada, porque se tieneun brazo mal doblado, mal cerrada unapuerta o un párpado. Le robo estosinstantes y Querelle lo ignora.

Ante los ojos de los hombres y lasmujeres que nos aborrecen, quémisterio son los rostros de los chicosguapos que se supone que se acuestancon hombres. En el café ha entrado unjovencito rubio, de rasgos duros, decaminar descuidado y musculoso.Decimos que «está bien». Los oficiales

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que me acompañan lo han mirado coninsistencia, sin desprecio. El jovendebía su extrañeza a la miradaintrigada de mis camaradas.

Recepción a bordo al Almirante A…Es un anciano alto y delgado, decabellos enteramente blancos. Rara vezsonríe, pero sé que bajo su aire severo,un poco altanero, esconde una grandulzura, una enorme bondad. Aparecióen el portalón seguido de un infante deMarina, un real mozo ataviado como entiempo de guerra, con las polainas, elcinto y la carrillera. Es su asistente. Suaparición me produjo una fuerte

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emoción en la que me gusta sumirme.¡La frágil silueta del anciano deelegantes ademanes, apoyándose en lamagnífica complexión del sako! Alcorrer de los años seré un viejo oficialengalanado, dorado, suave, escoltadopor la sólida musculatura de unsoldado de veinte años.

Estamos mar adentro. Tempestad.En caso de naufragio, ¿qué haríaQuerelle? ¿Trataría de salvarme?Ignora que le amo. Yo trataría desalvarle, pero intentaría que fuera élquien me salvara. En los naufragioscada cual lleva consigo lo que le es

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más preciado: un violín, un manuscrito,fotos… Querelle me llevaría a mí. Séque salvaría ante todo su belleza,aunque para eso tuviese yo que morir.

Querelle, tu corazón de oro…

Él estaba mirando cómo unmarinero lavaba la cubierta. Sin otropunto de respaldo, Querelle apoyabasus dos manos, una sobre otra, en elcinturón, por encima de la bragueta.Tenía todo el busto inclinado y bajo supeso el cinturón (junto con el borde delpantalón) cedía como una cuerda.

Tengo ganas de llorar por no poder

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echar mano a una polla. Lanzoalaridos de pena al mar, a la noche, alas estrellas. Sé que en el puesto deatrás las hay maravillosas, pero me sonnegadas.

Tal vez a una orden del almirante,el real mozo que le acompaña a todaspartes entra dócilmente en sucamarote, se abre la bragueta y ofrecea los labios del anciano una vergareglamentariamente hinchada. Noconozco pareja más elegante, másperfectamente equilibrada, que laformada por el almirante y su maromo.Son guapos.

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Lisboa. Bajé a tierra con elcapitán. Hicimos algunas tareas. En uncafé dejé descuidadamente mispaquetes por el suelo, muy lejos de mí.El capitán los vigila sin cesar. Veo queteme que los roben y su temor me hacedesear que los roben. Los apartoinsensiblemente con el pie. Yacontemporizo con los ladrones. Odio lavulgaridad del capitán.

Querelle dejó olvidada su camisetaen mi camarote. Quedó en el suelo. Nome atrevía a tocarla. Aquella camisetade rayas, de marinero, tenía el poderde una piel de leopardo. Más aún, era

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el mismo animal agazapado, que seenmascara en sí mismo, dejando sólosu apariencia. «Han debido de tirarlapor ahí.» Pero que me atreva a tocarla,que adelante mi mano y se hincharácon todos los músculos de Querelle.

Cádiz. Un negro que baila con unarosa entre los dientes. En cuanto sereanuda la música se pone a vibrar.Refiriéndome a él, escribo: seencabrita, como se dice hablando de uncaballo. Frente a la suya, la imagen deQuerelle se vuelve mate, humillada.

Querelle se está cosiendo losbotones. Le miró estirar el brazo para

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enhebrar mejor la aguja. Nunca puedeser un ademán ridículo: el que lorealiza estaba ayer noche arrimado auna chica a la que sujetaba contra unárbol, y su sonrisa era la de unvencedor. Al beber el café, Querellepuede agitar la taza para disolver elazúcar de las últimas gotas con unmovimiento de la mano derecha ensentido inverso a las agujas del reloj(es decir, de izquierda a derecha), comolo hacen las mujeres, pero cincominutos antes eructaba como unhombre. De este modo, cualquier actode Querelle, por insignificante que sea,se reviste de la humanidad, de la

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gravedad, de un acto más noble que leantecede.

Sobre la palabra pederasta, sacadodel Larousse: «En casa de uno de ellosse descubrió una gran cantidad deflores artificiales, de guirnaldas y decoronas, destinadas, sin duda alguna, aservir de ornamento y aderezo en lasgrandes orgías».

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Con una dulce y deliciosa inquietuden el corazón, el teniente se dedicó a suscitas. Era a la vez fuerte y tierno. Laextraordinaria escena que habíaprovocado en el Círculo de Oficiales deMarina lo había convertido en un héroe.En efecto. Cuando se sentó en la mesadonde departían algunas damas conotros oficiales, no quiso abandonar elrecuerdo de Querelle que, de esa suerte,según le parecía, permaneció en lapuerta del salón. Reconocemos aquí, enla persona del teniente Seblon, lapresencia de la cortesía ante las cosas.

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Su actitud sentimental no parece tenerorigen en su amor por Querelle, aunqueese amor le haya dado la oportunidad deaflorar. Está en el temor y nace del amoren sí, en la importancia devocional queSeblon le concede a la vida. A travésdel mundo, su búsqueda de una felicidadtan difícil le obliga a provocar mediantela amabilidad la buena voluntad de lascosas que teme que se rebelen en sucontra. Como Gil, en el fondo de sudesamparo, después de matar a Théo,trata con gran torpeza de domesticaraquellos objetos cuya voluntad deresistírsele sea dudosa. El imaginariomovimiento de hombros del teniente no

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era para desafiar a la sombra deQuerelle, sino ante todo para serle fiel,cuando él osó oponérsele a bordo, eligiórepresentarlo oponiéndose a su vez a losotros oficiales. El movimiento se plegósobre sí mismo con armoniosa lentitud ysiguiendo una curva tan suave que élmismo no tuvo conciencia de su cambiode posición interior hasta que la rabiahizo temblar su voz para responder a unadama:

—¿Y usted qué sabe?El tono y la sequedad impertinentes

de su frase hicieron que todos los ojosse posasen sobre él:

—Pues es lo que se dice… —dijo la

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dama un poco molesta pero aúnsonriente.

—¿Está segura?Ella informaba que los comunistas

habían dado a una calle el nombre de unobrero que murió tratando de salvar auna niña que se ahogaba. Añadió:«según dicen, estaba borracho ysimplemente se cayó al agua…».

—No estoy segura, es sólo lo quedicen.

Tosieron. En la mesa se hizo a la vezel barullo y el silencio. El tenientehabría querido no decir nada, pero eltemblor de su voz, debido a su timidez, asu falta de seguridad, le obligó a ser más

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seco aún en su respuesta:—Pues eso es la generosidad: ante

un acto cuyo móvil es ambiguo, postularel más noble posible.

Los elementos de la frase se habíanpresentado en su mente en una especiede tumultuoso amontonamiento para serorganizados y divididos según unasintaxis clara —que a causa de supropio desorden dispuso la frase de unmodo muy duro, muy noble, muysolemne— forzando al oficial a unamayor atención, a una perfecta lucidez.Tuvo una visión trágica del momento yde su propia situación. La dama dijo:

—Pero…

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Alguien, molesto, dijo:—Bromeábamos entre nosotros.Seguro de ser ahora el más fuerte en

un combate cuyas armas eran morales, elteniente se levantó.

—Me temo, dijo, que he mantenidodemasiado tiempo mi actitud de juez.Permítanme retirarme.

Salió. La violenta proyecciónespiritual de sí mismo le había dado derepente un vigor del que se maravillaba.Al pasar ante los urinarios donde habíaescrito los graffitis, pensó con ternura ycon ligera melancolía en esa forma vagay abandonada de sí mismo, en eldesecho vergonzoso y blando agazapado

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en sus rincones oscuros, en el oficialque buscaba cada noche las pollas comolos pescadores, con admirables brazos,buscaban las anguilas entre lospeñascos. Y cuando llegó al muelle deembarque, vio a Querelle. Un inmensosentimiento de fraternidad lo unía a suordenanza. Pero al día siguiente suvirilidad se desvanecía, se disolvía bajola mirada maliciosa de Querelle, nopodía resistir la comparación de esavirilidad terrible, indestructible,personificada por un cuerpo espléndido.De nuevo, conoció la vergüenza y bajó atierra para absorberse en ella. En losurinarios, encontró sus propias

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inscripciones, a las que nadie habíaañadido una respuesta. Sin embargo,cada una de ellas le causa la deliciosaemoción que una flor, un guante, unpañuelo del amado, pone en el corazónde un joven enamorado.

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Gil dormía acostado boca abajo.Como todos los domingos por la mañanase despertó tarde. Aunque normalmenteese día se les pegaban las sábanas,algunos obreros se habían levantado. Elsol, alto ya, horadaba la niebla.Simultáneamente a una imperiosanecesidad de mear, Gil experimentó enprimer lugar el angustioso sentimientode tener que afrontar aquella jornadacuya atmósfera sabía compuesta convergüenza y, para tragársela lo antesposible, abrió de par en par la boca.Aplazó el momento de levantarse. Que

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procure sobre todo ser parco enademanes, ya que necesita inventar todoun sistema para iniciarse en una vidaque a partir de ahora se va a desarrollarbajo el signo del desprecio. Así pues, apartir de esta mañana, se verá obligadoa dar los primeros pasos de unas nuevasrelaciones con los compañeros del tajo.Estirado bajo las sábanas, permanecióinmóvil. No para volver a dormirse,sino para pensar mejor en lo que leesperaba, para «hacerse» a la nuevasituación, para pensarla primero a fin deque su cuerpo se fuera haciendo a ella.Poco a poco, cerrados los ojos como siestuviera durmiendo, con la esperanza

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de dar el pego si todas las miradasestaban pendientes de su despertar, sedio la vuelta en la cama. Un rayo de solprocedente de la ventana caía de llenosobre sus mantas, en las que se habíanposado infinidad de moscas zumbonas.Sin haber visto con detalle de qué setrataba, Gil comprendió que suponía laviolación de un secreto. Con lanaturalidad de que fue capaz, atrajo bajolas sábanas el calzoncillo, que,manchado en la horcajadura de un pocode sangre y de mierda, con la ayuda delsol, atraía a las moscas. Éstas seecharon a volar con un zumbido infernalque llenó el silencio de la sala,

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señalando la infamia de Gil,proclamándola majestuosa y solemnecon música de órgano. Gil estaba segurode que Théo seguía vengándose. Habíadebido de dar con aquel calzoncilloasqueroso en el morral de Gil. Mientrasel joven albañil dormía, lo habríaenseñado. Los muchachos del astillerohabían contemplado gravemente y ensilencio los preparativos, dándoles suaprobación porque Théo era violento yporque les permitían sentir mejor supropia realidad. Al fin y al cabo no lesparecía mal retroceder hasta loignominioso a un muchacho contra elque no tenían suficientes motivos de

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desprecio. Y el sol y las moscas, con losque Théo no había contado, acababan dedar más pompa al asunto. Sin levantarlade la almohada, Gil volvió la cabezahacia la izquierda: sintió bajo su mejillaun objeto duro. Con mucha precaución,lentamente, estiró la mano y bajo lassábanas, contra su pecho, apretó unaenorme berenjena. La tenía en su mano,hermoso objeto, espantosamente gordo,violeta y redondo. Toda la malicia deGil —malicia puesta de manifiesto porsus músculos enjutos bajo la epidermislisa y blanca, por la fijeza sin objeto desus ojos verdes, por su falta deinteligencia, por su boca incómoda al

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sonreír, por su sonrisa nunca abierta deltodo y negándose a enseñar otros dientesque no fueran los incisivos, tensa comoun elástico cruel que os abofeteara alreplegarse, por sus cabellos recios,pálidos y ralos, por sus silencios, por eltimbre puro y gélido de su voz, por todoaquello, en fin, que hacía decir de él:«Es un colérico»—, la malicia de Gilquedó herida, magullada hasta elenternecimiento, hasta hacer que elmismo chiquillo llorara por ella. Seestaban ensañando tanto en ella que sederretía, se tornaba cálida, tierna,lastimosa, a punto de expirar. Desde eldedo gordo del pie hasta el borde de sus

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ojos secos, profundos sollozos sacudíanel cuerpo de Gil y disolvían todos suselementos de crueldad. La necesidad deorinar era cada vez más intensa.Concentraba toda la atención de Gil ensu vejiga, pero para ir a las letrinastendría que levantarse, y atravesar elcuarto erizado de dardos sarcásticos.Permanecía acostado, pendiente deaquella violenta necesidad fisiológica.Por fin se decidió a vivir en lavergüenza. Sus gestos fueron ya torpespara apartar las sábanas. Le flaqueó lamuñeca sobre los pliegues, sin que lamano pudiera apretarlos —el puño leestaba vedado— con la humildad de una

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frente cristiana, pecador inclinado sobresu cuello cuya piel es cenicienta, indignade cualquier resplandor. Levantó conhumildad la cabeza sin mirar a sualrededor y prácticamente a tientasrecogió los calcetines y se los puso sindescubrir sus piernas. Casi frente a él lapuerta se abrió. Gil no alzó la vista.

—Hace frío, muchachos.Era la voz de Théo que volvía. Se

acercó a la estufa donde estaba puesta acalentar una tetera con agua.

—Ese agua ¿es para la sopa? ¿No esuna barbaridad?

—No es para la sopa, es paraafeitarme —respondió alguien.

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—¡Ah, perdona, creía que sí!Con fingida amargura en la voz

prosiguió:—La verdad es que no se puede

hacer demasiada sopa. Va a haber queapretarse algo el cinturón. Yo no sé loque ocurre, pero no se encuentranlegumbres.

Gil se sonrojó al tiempo que oíacuatro o cinco risas sarcásticas. Uno delos albañiles más jóvenes replicó:

—Es porque no sabéis buscarlas.—¿Tú crees? —dijo Théo—. Sin

coñas, ¿tú puedes encontrarlas? ¿Noserás tú, por casualidad, el que lasesconde?

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Hubo carcajada general. El mismoalbañil respondió riendo:

—No te equivoques conmigo. Yo nohago ese tipo de cosas.

Parecía que aquel diálogo no iba aterminar nunca. Gil se acababa de ponerlos calcetines. Alzó la cabeza y sequedó inmóvil un instante, en cuclillassobre la cama y con los ojos fijos alfrente. Comprendió que le iba a hacer lavida insoportable, pero ya erademasiado tarde para pelearse conThéo. Ahora sería contra todos losalbañiles contra los que tendría queluchar. Todos le habían hecho el vacío.Estaban excitados por un enjambre de

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moscas esparcidas al sol en un canto dealegría. Su malicia tenía que tomarvenganza: todos los albañiles debíanmorir. Gil pensó en prender fuego albarracón. Semejante idea se le fue de lacabeza en seguida. Su malignidad, surabia, no podían soportar más la espera.Tenían que manifestarse mediante ungesto, aunque ese gesto estuvieradirigido hacia el interior de Gil y leprodujera una hemorragia interna. Théodijo de nuevo:

—¡Qué se le va a hacer! Hay fulanosa los que les gusta eso. Quieren jalar porcierto agujero.

Las ganas de mear iban en aumento.

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Cobraban la violencia que activa lasmáquinas de vapor. Gil tenía que serbreve. Se daba cuenta inconscientementede que todo su valor, su audacia,residían en la necesidad de ser breve ytenso para cumplir con una obligaciónimperiosa. Al sentarse en la cama conlos pies en el suelo se le humanizó lamirada y lentamente, como un rayo deluz, se posó sobre Théo.

—Te has empeñado, ¿verdad, Théo?Se le crisparon los labios al

pronunciar esta última palabra, y moviósuavemente la cabeza.

—¿Te has empeñado? ¿Me vas aestar chorreando durante mucho tiempo?

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—Chato, no me gustaría. Preferiríamejor que el chorro me viniese pronto.

Y una vez que se hubieron extinguidolos estremecimientos de la risasocarrona que semejante réplica habíasuscitado en cada uno de los albañiles,prosiguió:

—Si alguna vez tienes ganas detomar, a mí no me disgusta dar.

Gil se irguió. Estaba en mangas decamisa. Descalzo, se acercó hasta dondeestaba Théo, luego se volvió ymirándole de frente, pálido, glacial,terrible, dijo:

—¿Me darías por el culo? ¿Tú?Pues venga, lánzate, ¡no te rajes!

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Y con un solo movimiento se volvió,alzó su camisa y se inclinó, ofreciéndolelas nalgas. Los albañiles miraban. Ayer,sin ir más lejos, Gil era un obrero comolos demás, ni más ni menos que losdemás. Nadie le tenía odio, sino másbien simpatía. No vieron el rostrodesesperado del niño. Rieron, Gil selevantó y recorriéndolos con la miradales dijo:

—¿Os hace gracia, estáisempeñados en dejarme solo? ¿Hayalguien que quiera metérmela?

Estas palabras fueron pronunciadascon una voz estridente, áspera.Representaba la escena como una

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operación fantástica, y dentro de eseniño, un personaje mágico cumplía unrito tan audaz como el de las brujas,donde la obscenidad es necesaria paraconseguir la cura. Delante de losalbañiles volvió a hacer el mismo gesto,acentuándolo aún más al separarse lasnalgas con las dos manos, y gritando convoz dolorida dirigida hacia el suelocomo un humo demasiado pesado:

—¡Animaos! ¿Os excita saber quetengo almorranas? Pues entonces,¡venga!, ¡al ataque! ¡Meteos en lamierda!

Se enderezó. Estaba rojo. Se leacercó un muchacho alto:

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—No sigas. Si tienes problemas conThéo, eso a nadie le importa.

Théo se rió con sarcasmo. Gil sequedó mirándole fríamente y le dijo:

—Nunca has podido poseerme y esoes lo que te trae loco.

Giró sobre sus talones. En mangasde camisa, con sus pies descalzos,volvió junto a su cama, donde siguióvistiéndose en silencio. Salió. Habíacerca de las barracas un pequeñocobertizo de tablas donde los albañilesguardaban las bicicletas. Gil entró. Seacercó a su bici. Tenía el cuadroamarillo. Le relucía el níquel. A Gil legustaba de su bici la curva del manillar

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de carreras que le obligaba a inclinarse,le gustaban sus cámaras, las llantas demadera, los guardabarros. La limpiabatodos los domingos, y algunas vecesentre semana, al volver del trabajo porla noche. Con el pelo sobre los ojos y laboca entreabierta aflojaba las tuercas,desataba la cadena, desmontaba la biciapoyada sobre la silla y el manillar.Aquella ocupación dotaba a Gil de suverdadero sentido. Cada gesto eraperfecto, ya fuera ejecutado con un trapograsiento o con una llave inglesa. Encuclillas sobre las corvas o inclinadosobre la rueda libre a la que hacía girar,Gil se transfiguraba. Irradiaba precisión

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y delicadeza en cada movimiento. Seacercó, pues, a su bici, pero en cuantohubo puesto su mano en el sillín, sesintió avergonzado. Hoy no le eraposible ocuparse de ella. No era dignode ser aquello en lo que su bici letransformaba. La volvió a adosar a lapared y salió dirigiéndose a losmaderos. Cuando se hubo limpiado, Gilse pasó la mano por entre las nalgaspara palparse la ligera excrecencia delas almorranas y se sintió feliz de poseerallí, bajo su mano, el signo y el objetode su rabia y su violencia. Siguiótocándolo despacito, con la punta deldedo índice. Se sentía feliz y orgulloso

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de saber que disponía de aquellaprotección. Era un tesoro al que debíareverenciar religiosamente, ya que lebrindaba la ocasión de ser él mismo.Hasta nueva orden, sus almorranas eranél. Los amores más sanos, esos«contactos de epidermis» no son tanclaros y luminosos como se dice. Si derepente, el joven nadador de la playa selevanta hacia la hermosa chica desnudaque lo acaricia como a nosotros labragueta o el pulgar de un soldado, elcontacto de su pecho, o de sus caderas,el hueco de su nuca, contienen unaregión de sombra que suele devorar larazón del nadador. Más allá sólo queda

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un deseo oscuro. Así que nada impediráque nos internemos en esa zona oscuradonde sucumbe nuestra razón sidebemos conocer la felicidad. Nohablamos de la apariencia de misterioque puede sostener un ritual repetido,sino de las regiones sombrías que laimaginación descubre, en la cuales lapenetración de nuestra mirada no llega aapartar las tinieblas, a medir laprofundidad; en frente de las cuales noscaptura el vértigo. En ellas nosperdemos para ahí elaborar los ritos deun culto eterno. Habiéndose puesto elsol hacia el atardecer de aquel mismodía, la niebla amortajó la ciudad. Gil

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estaba seguro de encontrar a Roger en laexplanada. Callejeó durante algunosminutos. A las cuatro de la tarde lastiendas estaban iluminadas. La rue deSiam espejeaba suavemente. Paseódurante algunos minutos, casi solo, porel Cours Dajot. No había tomado aúndecisión alguna. No tenía una idea clarade lo que iba a ocurrir una hora mástarde, pero la angustia apesadumbrabapor entero su visión del mundo.Caminaba por un universo de formastodavía embrionarias. Para acceder alluminoso mundo en el que la gente seatreve, parecía ineludible una punzadade estilete. Perdonad un paréntesis: si el

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asesinato con ayuda de un instrumentoagudo, acerado o simplemente pesado escapaz de aliviar al asesino al reventaruna especie de odre inmundo que lemantiene prisionero, parece que elveneno no puede otorgar la mismaliberación. Gil se asfixiaba. Alconferirle el don de la invisibilidad, laniebla le permitía cierto reposo, pero nopodía aislarle del ayer ni, sobre todo,del mañana. Con un poco deimaginación, Gil hubiera podido destruirlo ocurrido, pero siendo seca sumalignidad, carecía de imaginación.Mañana y el resto de sus días tendríaque vivir en el desprecio.

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«¿Pero por qué no le partí la jeta enel acto?»

Furioso, se repetía esta frase vacíade cualquier inflexión interrogativa.Veía la jeta burlona y perversa de Théo.Dentro de los bolsillos se le apretabanbruscamente los puños y las uñasmordían en sus palmas. Aunque no eracapaz de interrogarse ni de responder,sabía encaminar su pensamientodesolado de tal modo que al llegar cercade la balaustrada, en el lugar másdesierto de la plaza, su mentedesembocaba en el momento máshumillante para él. Volvía entonces lacabeza del lado del mar y en alta voz,

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pero retrayendo su garganta sobre símismo de modo que sólo emitiera ungrito ronco, gritaba:

—¡Ah!Por algunos instantes se sentía

aliviado. Su sombrío mal volvía aapoderarse de él dos pasos másadelante.

«¿Por qué no le partí la jeta a esecerdo? No es por los compañeros, queme importan un bledo. Que piensen loque quieran, a mí me da igual. Pero a élhabía que…»

Cuando Gil llegó por primera vez alastillero, Théo le manifestó unacamaradería paternal. Poco a poco,

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dejándose invitar a beber, el chavalhabía aceptado la autoridad del albañil.No deliberadamente, sino con unaespecie de sumisión derivada del hechode que Théo debía mandar puesto quepagaba las rondas. Querelle podíamanifestar un gran descaro ante eloficial, al no hablar éste el mismolenguaje que él. Gastaba bromas, sinduda, pero con tal discreción que podíahacer creer en su timidez o su altivez,bajo las cuales Querelle adivinaba unviolento deseo no confesado. Querellese sabía a medias ligero y audaz. Inclusosi el oficial no se hubiera mostradotímido, el marinero lo habría

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despreciado abiertamente. En primerlugar, porque sentía que lo tenía a sumerced a causa de aquel amor, ydespués, porque el oficial quería que talamor permaneciera oculto. Querelle eracapaz de ser cínico. Gil estaba inermefrente al cinismo de Théo, quien hablabael lenguaje de los albañiles, gastababromas pesadas y no temía proclamarsus costumbres, ni ser, por causa deellas, despedido del trabajo. Si Théoconsentía en pagar algunos chatos, Gilestaba seguro de que no hubiera pagadouna perra por el amor. Finalmente, loque le había puesto bajo el dominio delalbañil era aquella amistad —

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superficial, sin embargo— que les habíaunido durante un mes. A medida que sedio cuenta de que aquella amistad noservía para nada, y que jamás serviríapara sus objetivos, Théo se volvióvenenoso. Se negó a aceptar que habíaperdido su tiempo en aquellasatenciones y se consoló tratando deconvencerse a sí mismo de que habíainiciado aquella amistad paradesembocar en las torturas que Gil seveía obligado a soportar. Odiaba cadavez más a Gil, y con tanta másintensidad cuanto que no encontrabarazón alguna para odiarle, sinosolamente motivos para hacerle sufrir.

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Gil odiaba a Théo por haberse dejadodominar por él hasta tal punto. Unatardecer en el que éste, al salir de lataberna, le estaba sobando el culocachazudamente, Gil no se atrevió adarle un puñetazo.

«Si acaba de pagarme el aperitivo»,pensó.

Se contentó con rechazarle la mano,pero sonriendo como si fuese unabroma. Los días siguientes, casiinconscientemente, porque sentía a sualrededor el deseo del albañil, se leescaparon algunos ademanes coquetos.Acentuó las posturas provocativas. Sepaseó por el tajo con el torso al

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descubierto, cimbreó la cintura, se echóla visera algo más hacia atrás para quele sobresalieran los cabellos, y cuandoveía a Théo captar cada uno de estosademanes exagerados, sonreía. Théovolvió a la carga otro día. Sin enfadarse,Gil le manifestó que aquello no legustaba.

—Quiero que seamos amigos,diantre, pero de lo otro, nanay.

Théo montó en cólera. Gil también,pero no se atrevió a golpear porqueacababa de tomar algo invitado por elalbañil. A partir de entonces, en elastillero —en el trabajo y durante losdescansos para el bocadillo—, en el

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dormitorio, en la mesa y hasta en lacama algunas veces, Théo le gastababromas terribles a las que Gil no sabíaresponder. Poco a poco la cuadrilla, alreírse de las bromas de Théo, se estabariendo de Gil, quien trataba dedesembarazarse de sus ademanesprovocativos, habiéndose dado cuentade que por culpa de éstos las bromascobraban sentido; pero no consiguiódestruir su belleza natural, ni aquellosramos excesivamente vivaces y verdesque le floredan y le perfumaban,negándose a morir porque estabanrecorridos y nutridos por la savia de laadolescencia. Sin que se diesen cuenta

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de ello, todo sentimiento de estima haciael muchacho iba evaporándose de losdemás albañiles. Gil perdía suconsistencia poco a poco; literalmente,su dignidad. Era tan sólo un motivo derisa. Había perdido, por obra de unaafirmación exterior a él, toda seguridadde ser él mismo. Esta seguridad tan sólose alimentaba ahora dentro de él por lapresencia de la vergüenza, cuya llamalívida ascendía como bajo el soplo de larebelión. Se dejaba abrumar.

Roger no llegaba. ¿Qué hubierapodido decirle? Paulette no debía de

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haber salido. No podía verse con ella.Ya no era camarera en la pequeñataberna y era difícil encontrarla. Y sipor desgracia hubiera aparecido, unavergüenza todavía más lacerante hubiesehecho centellear a Gil. Prefirió quePaulette no viniera.

«Y todo por no haberle partido lajeta a su debido tiempo.»

Un malestar más agobiante leaplastaba. De haber sido más hábil, ymenos viril también, se habría dadocuenta de que las lágrimas, sinablandarle, le hubieran aliviado algo.Sólo sabía arrastrar en la oscuridad lapalidez de los jóvenes que no han

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aceptado pelearse, la faz crucificada delas naciones que se niegan a combatir.Apretaba con fuerza los dientes, con ungolpe seco de las mandíbulas.

«Pero ¿por qué no le partí la jeta aese cabrón?»

Pero ni por un momento se le ocurrióla idea de hacerlo. Ya era tarde. La frasele acunaba. La oía pronunciar dentro desí con mucha serenidad. La furia setransformaba en un enorme sufrimiento,pesado y grave, que nacía del pechopara cubrirle el cuerpo y el espíritu conuna infinita tristeza, sumido en la cualiba a vivir de ahora en adelante. Caminóun poco más en medio de la niebla, con

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las manos en los bolsillos, segurosiempre de la elegancia de sus andares,feliz de poseerla incluso en medio deaquella soledad. Tenía pocasposibilidades de encontrar a Roger. Nose habían citado. Gil se puso a pensar enel chaval. Se imaginó su rostro adornadocon aquella sonrisa que manteníasiempre mientras escuchaba lascanciones. No tenía exactamente elmismo rostro que Paulette, cuya sonrisaera menos clara, turbada por lafemineidad que destruía la identidadnatural de las sonrisas de Gil y deRoger.

«¡Entre los muslos, Dios mío, lo que

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debe tener entre los muslos la Paulette!»Pensó, casi en un susurro:«¡El conejo! ¡El conejito! ¡La

conchita!»Y lo pensó poniendo en sus palabras

tal ternura que se convirtieron endesesperada imploración.

«¡La conchita babosa! ¡Losmuslitos!»

Reanudó sus pensamientos: «Nodebo decir sus muslitos, tiene unoshermosos muslos la Paulette. Son unosgruesos muslos con su mejilloncito entreel musgo». Se empalmó. En el centro desu tristeza —o vergüenza— ydestruyéndola conocía la existencia de

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una certeza nueva aunque experimentadacon anterioridad. Se encontraba denuevo. Todo su ser afluía a su picha paraponerla en erección. Ésta era él mismo,pero lo era con un vigor terrible,providencial, capaz de anular lavergüenza. Más bien lo contrario, puesextraía de sí esa vergüenza que venía desu cuerpo y entraba por la base parahincharle la verga, que Gil iba sintiendomás dura, más fuerte, más orgullosa, ypara llenarle los tejidos esponjosos.Había llegado sin duda el momento deatraer hacia sí todo el fluido en que sebañaban sus órganos. En su bolsillo, sumano juntó la verga a los muslos.

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Instintivamente, buscó el lugar másoscuro y más apartado de la explanada.La sonrisa de Paulette alternaba con lade su hermano. Animado por una prisaloca, ávida, la mirada de Gil descendióhasta los muslos, levantándole lasfaldas: encontró las ligas. Por encima(su pensamiento avanzaba despacio)estaba la piel blanca, ensombrecida alpunto por la presencia de un vellón quele desesperaba no poder fijar,conservarlo inmóvil en su imaginación,bajo el sol de su deseo. De un tirón,recorriéndola a pesar del vestido y de laropa interior, la verga llegó hasta laaltura del pecho de Paulette: con la

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punta del nabo podría ver mejor. Gil seapoyó en la barandilla frente al mar. Lasluces del «Dunkerque» brillabantenuemente en la ensenada. Gil continuósubiendo desde el pecho hasta el cuelloblanco y rollizo, la barbilla, la sonrisa(sonrisa de Roger, luego sonrisa dePaulette). Gil se daba cuentaconfusamente de que la femineidad queturbaba la sonrisa del chaval dimanabade entre los muslos. Aquella sonrisa erade la misma naturaleza que… no sabíaexactamente qué…, pero en todo casoera tanto más alejada, tanto más sutil —pero también tanto más fuerte por podervenir de tan lejos—, la más turbadora de

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las ondas emitidas por aquel solapadoaparato situado entre los muslos.Fulgurante, su pensamiento la reconoció:

—Oh, la pequeña guarra, su pequeñoy jugoso coño, voy a meterle un grancipote…

Su atención era atraída a la vez porla boca y el coño de Paulette. Se creíaarrimado a ella, besándola y jodiéndola.Presto, se interpuso la imagen de Théo.Durante un instante Gil abandonó susensoñaciones en vías de realización,para llenarse de odio contra Théo. Estabreve fisura le hizo desempalmarse unpoco. Quiso alejar toda imagen delalbañil, al que sentía tras de sí,

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acariciándole las nalgas con una enormeverga, doble de gorda que la suya. Losespumarajos llegaron tan fuertes queemplearon todo el fluido de Gil cuyovigor parecía transmitirse de la polla alos ojos. Para volver a empalmarse seesforzó por ser tierno, pero al mismotiempo, para oponerse a la idea de Théodándole por el culo, un gesto de desafíocreció en él desde su polla.

«Yo soy un macho —articuló en laniebla—. ¡Yo dejo plantados a losmachos! ¡Te voy a dar, yo!»

En vano trató de componerse laimagen de un Théo al que él jodería.Aunque llegaba a evocar las ropas

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empolvadas y desabrochadas delalbañil, su pantalón bajado, su camisaremangada, Gil no lograba llegar máslejos. Para que su dicha fuera completa,y su goce seguro, hubiera tenido queimaginarse en detalle, con alegría en losdetalles, el rostro o el trasero de Théo;pero no pudiendo imaginárselos —puesto que realmente lo eran— sinovelludos y barbudos, se le fueronsobreponiendo en su lugar el rostro y laespalda aterciopelada de otro macho: deRoger. Apenas se dio cuenta,comprendió Gil que con ello aumentabasu placer. Mantuvo la imagen del niño,que difuminó la del albañil, con

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violencia, creyendo así dirigirse a Théo,y sin duda también furioso ydesesperado al darse cuenta de queinevitablemente iba a joder con elchiquillo, dijo:

—¡Venga, pon el culo, te voy aensartar!, ¡asquerosa! ¡Ahora mismo ynada de quejas!

Le agarraba por detrás. Gil se oyócantar sobre el estrépito de los vasos ylas botellas rotas:

Es un jovial bandidoque de nada se espanta…

Sonrió también. Arqueó el torso y la

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pierna. Se sintió macho frente a Roger.Su mano aminoró la marcha. No secorrió. Aquella gran tristeza nacida dela vergüenza se propagó de nuevo, peroahora velaba la sonrisa de Rogerrespondiendo a la suya.

«¿Por qué no le rompí allí mismo lajeta?»

Durante un instante, Gil pensó que afuerza de dirigir su pensamiento tanobstinadamente contra él llegaba amolestar al albañil, le turbaba, no ledejaba el menor reposo. Roger ya novendría. Era demasiado tarde. Y aunqueviniera, desde el fondo de la niebla, Gilno le vería. No se atrevía a pensar que

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el chaval estuviese encaprichado con él,pero también era incapaz de saber que élmismo había recordado el gesto y lapalabra de Roger con el fin de justificarsu amor por el chaval a partir del amordel chaval por él. Si quería pensar enRoger le molestaba el recuerdo de Théo.Casi sin pensarlo entró en la taberna.

—Una de aguardiente, patrón.A la vista de las botellas se le alegró

el espíritu. Leyó las etiquetas.—Otra.No bebiendo de ordinario más que

tinto o blanco, no estaba acostumbradoal alcohol.

—Otra, por favor.

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Se metió seis en el cuerpo. Unalucidez arrogante, vigorosa, disipabapoco a poco su confusión, su tristeza,desvanecía la atmósfera agobiante en laque respiraba su cerebro y quegeneralmente le servía de razón clara.Salió. Se atrevía ya a pensar sinambigüedades en su deseo por Roger.Algunas veces evocaba la cara interna,pálida y mate de los muslos de Paulette,pero en seguida desembocaba en lasonrisa del chaval. Sin embargo, seencontraba todavía bajo el imperio deThéo, cuya imagen se tornaba máscrispante cuanto que se atenuaba supoder, aunque negándose a abolirse.

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«¡El dao por culo!»Pensó en el chico mientras

descendía hacia Recouvrance.«Apenas hay nada que hacer», se

dijo, pensando vagamente en el exiguolugar que ahora Théo ocupaba. «Puedohacerle desaparecer en cuanto quiera.»

Fluían de sus ojos las lágrimas. Sedaba cuenta ahora con toda claridad deque el albañil obstaculizaba su amor porRoger. Se daba cuenta además de queese amor ahuyentaba a Théo, aunque nodel todo. Minúsculo, el albañilpermanecía en un rincón. Comprimiendoel amor como un gas, Gil confiaba enaplastar, en asfixiar lo que quedaba de

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la imagen de Théo y, confundiéndosecon la persona física, aquella idea setornaba cada vez más minúscula en susrelaciones con Gil. Si no se hubieraencontrado con el muchacho en mediode la niebla, al subir la escalera de larue Casse, a Gil se le habría pasado solala borrachera. Acaso hubiera reanudadosu vida, velada con crespones, entre losalbañiles. Lanzó un alarido de alegría altiempo que, con un gesto rápido, sesecaba las lágrimas con el dorso de lamano.

—Roger, tronco, ¡vamos a tomar unchato juntos!

Abrazó al chico por el cuello. Roger

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sonrió. Miró aquel rostro húmedo y frío,separado del suyo por un fino espesorde bruma que ambos alientostraspasaban.

—¿Cómo estás, Gil?—Muy bien, chaval. Y por mí no te

preocupes. El viejo no tiene nada quehacer. No hace falta nada. Conmigo nohay que equivocarse, a mi no me la da.Él no tiene nada de hombre. Es unmaricón. ¡Un mariquita! ¿Me oyes,Roger, un mariquita? Una loca, siprefieres. Tú y yo somos dos troncos,dos hermanos. Hacemos lo que nos da lagana. Tenemos derecho: somos cuñados.Estamos en familia. Pero él ¡es un

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mariquita!Hablaba de prisa para no

tartamudear, caminaba de prisa para notropezar.

—Vamos, Gil, ¿has empinado elcodo?

—No te preocupes, muchacho. Hasido con mi pasta. Que se vaya a lamierda con su dinero. Te digo quevamos a beber. Ven por aquí.

Roger sonreía. Era feliz. Su cuellose sentía orgulloso bajo la mano ruda ytierna de Gil.

—No tiene nada que hacer. Es unmosquito, te digo que es un mosquito.Voy a aplastarlo.

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—¿De quién estás hablando?—De una guarra, por si te interesa

saberlo. No te preocupes. Ya lo verás. Yyo te aseguro que no nos volverá amolestar.

Bajaron por la rue du Sac ysiguieron por la rue B… Gil iba derechoa la taberna donde estaba seguro deencontrar a Théo. Entraron. Al oír quese abría la puerta vidriera, la mirada delos clientes se volvió en dirección aella. Como dentro de una nube y muylejos de él, Gil vio al albañil, solo anteun vaso y una botella de un litro, sentadoa la mesa más cercana a la puerta. Gilhundió las manos en los bolsillos y le

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dijo a Roger:—Lo ves, ése es.Y a Théo:—Hola, muchacho.Se acercó, Théo sonreía.—¿Nos invitas a un chato, Théo?

Estoy con mi tronco.Al mismo tiempo empuñaba por el

cuello la botella de litro y con rápidoademán, quebrado en dos líneas defuego, la rompía contra la mesa.Accionando el casco a modo de barrenale cortó la carótida al albañil gritando:

—Te digo que no tienes nada quehacer.

Cuando a la patrona y a los

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bebedores, estupefactos, atontados, seles ocurrió intervenir, Gil se había idoya. Se perdió entre la niebla. Hacia lasdiez de la noche la policía fue a buscar aRoger a casa de su madre. Le soltaron aldía siguiente.

El doble escudo de Francia y deBretaña constituye el principalornamento del frontón majestuoso delpresidio de Brest, en el que los motivosarquitectónicos son los atributos de laMarina de vela. Abrazados, los dosescudos de piedra oval no son planossino cóncavos, hinchados. Poseen la

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importancia de una esfera que elescultor hubiera olvidado cincelar, perocuyo conjunto impone a estos fragmentossu poder de cosa absoluta. Son las dosmitades de un huevo fabuloso puesto porLeda, tal vez después de haber conocidoal Cisne y conteniendo el germen de unafuerza y de una riqueza sobrenaturales ynaturales a un tiempo. No los hamotivado un juego, un trabajo torpe, unapreocupación de decorativismo pueril,sino el poder evidente, terrestre ycimentado en una fuerza armada y moral,a pesar de las flores de lis y losarmiños.

De ser planos, no poseerían esta

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autoridad fecundante. Por la mañana,muy temprano, los dora el sol. Luego sederrama sobre la fachada entera. Cuandolos galeotes cargados de cadenas salíandel presidio, permanecían en este patioempedrado que desciende hasta losedificios del Arsenal bordeando losmuelles de la Penfeld. Acasosimbólicamente, y para tornar másevidente y liviano el cautiverio de lospresidiarios, hay enormes mojones depiedra encadenados unos a otros, perocon cadenas más pesadas que las de lasanclas y que parecen blancas de puropesadas. En este ámbito, los carcelerosreunían al rebaño a vergazos, le daban

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órdenes con aullidos de mandoexpresados de extraña manera. El soldescendía lentamente sobre el granito deuna fachada armoniosa, tan noble ydorada como la de un palacioveneciano; luego se esparcía por elpatio, sobre los adoquines, sobre losdedos grasientos y aplastados de lospies, sobre los magullados tobillos delos presidiarios. Enfrente, sobre laPenfeld, seguía cerniéndose una niebladorada y sonora tras la que se adivinabaRecouvrance con sus casas bajas, y másallá, muy cerca, la Goulet, la rada deBrest, con su animación de barcas ynavios de alta borda. Desde por la

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mañana iba componiendo el mar suarquitectura de cuerpos, de maderas ysogas, ante los ojos, aún nublados por elsueño, de los hombres encadenados dedos en dos. Los galeotes tiritaban de fríoen sus trajes de tela gris (el fagot). Lesrepartían un caldo insípido y tibio enuna escudilla de madera. Se frotaban unpoco los ojos para despegarse laspestañas enmarañadas por lassecreciones del sueño. Sus manosestaban entumecidas y rojas. Veían elmar; es decir, oían, al fondo de laniebla, los gritos de los capitanes, de losmarineros libres, de los pescadores, elchapoteo de los remos, las blasfemias

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rodando por el agua; distinguían poco apoco las velas que se hinchaban con lasolemne y vana importancia del dobleescudo de piedra. Cantaban los gallos.Sobre la ensenada, la aurora era cadavez más bella. Descalzos sobre losadoquines redondos y húmedos, losgaleotes aguardaban todavía un instanteen silencio o murmurando entre ellos.Unos instantes más tarde se veríanobligados a subir a bordo de la galerapara remar. Un capitán con medias deseda, puños y chorreras de encajepasaba por entremedias de ellos. Todose iluminaba. Llevado hasta allí en unasilla de manos surgida de la niebla, no

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es absurdo pensar que era el rey de ésta,su encarnación, ya que la bruma, encuanto él se acercaba, se desvanecía.Había debido de habitarla durante lanoche, confundirse con ella, convertirseél mismo en esta bruma (salvo unpequeño reducto, sin embargo, unacierta partícula de radio que ocho a diezhoras más tarde cristalizaría en tornosuyo los elementos más tenues de laniebla para obtener este hombre duro,violento, dorado, esculpido, engalanadocomo una fragata). Los galeotes hanmuerto. De esperanza tal vez. No los hanreemplazado. Sobre la Penfeld, obrerosespecializados trabajan en navios de

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acero. Otra dureza —más feroz todavía— ha sustituido la dureza de las caras yde los corazones, que hacían tan patéticoeste lugar. Existe la belleza del fugitivoque el miedo revela e ilumina con unresplandor interior, tan delicioso, y labelleza del vencedor cuya serenidad seha cumplido, cuya vida se hacompletado y que debe permanecerinmóvil. Sobre el agua y la bruma lapresenda del metal resulta cruel. Lafachada y el frontón permanecenintactos, pero en el interior del presidiosólo quedan paquetes de betas, sogasmanchadas de brea y ratas.

Cuando aparece el sol descubriendo

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el «Juana de Arco» anclado al pie delacantilado de Recouvrance, los grumetesestán atareados en la maniobra. Estosniños torpes son la prole monstruosa,delicada y débil de los presidiariosempalmados y uncidos. Detrás delbuque-escuela sobre el acantilado sedivisan las líneas imprecisas de laEscuela de Aspirantes. Y a todo nuestroalrededor, a derecha e izquierda, seencuentran los astilleros del Arsenaldonde están construyendo el«Richelieu». Se oyen los martillos y lasvoces. En la ensenada se adivina lapresencia de monstruos de acero,espesos y duros, algo suavizados por la

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humedad de la noche, por la primera ytímida caricia del sol. El almirante ya noes, como lo era antaño el príncipe deRosen, un gran Almirante de Francia,sino un gobernador marítimo. Laconvexidad del doble escudo ya nosignifica nada. Ha dejado decorresponder a la hinchazón de lasvelas, a la curva de los cascos demadera, al pecho fiero de las figuras deproa, a los suspiros de los galeotes, a lamagnificencia de los combates navales.Del inmenso edificio de granito que esel presidio, dividido en celdas que dan aun lado y donde los condenados dormíansobre la paja y la piedra, el interior no

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es más que una cordelería. Cadahabitación de granito mal labradoconserva todavía sus dos argollas dehierro, pero sólo contiene ya enormesmasas de beta, abandonadas por laAdministración que no las visita nunca.Sabe que están allí conservadas en brea,por los siglos de los siglos. Ni siquieraabre las ventanas a las que le faltan casitodos los cristales. La puerta principal,la que da a ese patio en pendiente delque hemos hablado, está cerrada convarias vueltas de llave y ésta, enorme,de hierro forjado, cuelga de un clavo enla oficina de un contramaestre destinadoen el Arsenal y que no la ve jamás.

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Existe otra puerta, que cierra muy mal,olvidada de todos, tan evidente es quenadie va a robar los paquetes de sogasamontonados detrás de ella. Seencuentra en el extremo norte deledificio, al que pone en comunicacióndirecta con una callejuela estrecha ycasi ignorada que separa el presidio delhospital marítimo. La callejuela seescurre entre los edificios del hospital yse pierde, obstruida por las rondas, enlas murallas. Gil conocía estadisposición. Deslumbrado por la sangre,corrió a toda prisa un instante,deteniéndose finalmente para tomaraliento, una vez pasada la borrachera,

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espantosamente iluminado por labarbaridad de su acto; enloquecido, suprimera preocupación fue tirar por lascalles más oscuras y desiertas paracruzar una puerta y encontrarse fuera dela ciudad. No se atrevía a volver alastillero. Luego se acordó del presidioabandonado y de aquella puerta fácil deabrir. Dispuesto a pasar la noche, seacomodó en una de las habitaciones depiedra. Detrás de rollos de sogas seacurrucó en un rincón y, viendo que elmiedo se apoderaba de él, trató él deapoderarse del miedo. Meditó sudesesperación.

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Mujer altiva y marisabidilla,Madame Lysiane podía conservar unasonrisa encantadora sentada detrás de lacaja mientras sus ojos se entreteníanfríamente en contar el número de citas,en procurar en silencio que los vestidosde tul o seda rosa de las atemorizadaspupilas no se engancharan de una patade la mesa o de un tacón. Cuando cesabade sonreír se quedaba con la bocacerrada para poder pasarsecómodamente la lengua por las encías.Este sencillo tic le probaba suindependencia, su soberanía. A veces, se

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llevaba la mano repleta de sortijas alpeinado rubio y magnífico, complicadocon bucles y rulos postizos. Se sentíanacida del lujo de los espejos, de lasluces y de los acordes de Java, altiempo que su fastuosidad era su propiaemanación, su cálido aliento elaboradoen su seno profundo de mujerverdaderamente opulenta.

Existe una pasividad del macho(hasta el punto que cabría caracterizar lavirilidad por la negligencia, por laindiferencia a las alabanzas, por laespera despegada del cuerpo, ya se leofrezca el placer o se obtenga de él) quehace del que se la deja mamar un ser

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menos activo que el que la mama, como,a su vez, este último se vuelve pasivocuando le jode otro. Ahora bien, estaauténtica pasividad presente en Querellela descubrimos en Robert, quien sedejaba querer por Madame Lysiane. Sedejaba invadir por la femineidadmaternal de aquella mujer, fuerte y tiernaa la vez. Nadaba en aquel elemento, enel que a veces se sentía tentado aabandonarse. En cuanto a la patrona,había encontrado por fin la ocasión dedesplegarse en torno a un eje, deenvolverlo, de celebrar «las auténticasnupcias de la vela y el mástil». Cuandoestaban en la cama, sobre el altar

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indiferente del cuerpo fundido de suamante, arrastraba ella su rostro y suslimones excesivamente pesados. Siendolento el despertar de Robert al deseo,Madame Lysiane interpretaba unpreludio del amor, llevando a cabo ellasola todo el simulacro: picoteando en labase de la nariz a su amante, seintroducía de improviso y con voracidadaquel órgano entero en la boca. Incapazde resistirse al cosquilleo, normalmenteRobert se sacudía, se arrancaba deaquella boca húmeda y cálida y sesecaba la nariz mojada de saliva.Cuando la patrona vio, desde la puertade la sala, el rostro de Querelle,

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experimentó la misma turbación quehabía sentido ya al ver por vez primerajuntos los rostros tan exactamenteiguales de los dos hermanos. Desdeaquel día, a menudo una punzada deangustia desgarraba el dulce y regularmovimiento de su paz, y por ladesgarradura, Madame Lysianevislumbraba la existencia del torbellinoque la estaba trastornando. El parecidoentre Querelle y su amante era tangrande que llegó a suponer, sin creérselodel todo, que Robert se había disfrazadode marinero. El rostro de Querelle, quese acercaba sonriendo, le incomodaba,pero era incapaz de apartar de él su

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mirada.«Bueno, ¿y qué? Dos hermanos, es

normal», se dijo a sí misma paratranquilizarse; pero la monstruosidad deun parecido tan perfecto la teníaobsesionada.

Soy un objeto de repulsión. Lo heamado en exceso y demasiado amorhastía. Un amor excesivo revuelve losórganos y todas las profundidades y loque sale a la superficie producenáuseas.

Vuestros rostros son platillos queno se entrechocan nunca, sino que sedeslizan silenciosamente uno sobre

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otro.

Sus crímenes habían multiplicado lapersonalidad de Querelle, otorgándolecada uno de ellos una nueva, aunque sinolvidar las precedentes. El últimoasesino nacido del último asesinatovivía en compañía de sus más noblesamigos, de los que le habían precedido,y a los que superaba. Les invitabaentonces a aquella ceremonia que losbandidos de antaño denominaban laboda de sangre: los cómplices hincabansus cuchillos en una misma víctima,ceremonia semejante en lo esencial aésta cuyo relato nos ha sido conservado:

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«Rosa dijo a Nucor:—Es un verdadero hombre. Puedes

quitarte los calcetines y servir elkirsch.

Nucor obedeció. Los puso sobre lamesa, echando en uno de ellos unterrón de azúcar que Rosa le dio;luego, vertiendo kirsch en el fondo deun recipiente, cogió ambos calcetines y,alzándolos por encima del recipiente,los fue bajando con precaución para nomojar en el kirsch sino el extremo delas puntas, que ofreció a Dirbeldiciéndole:

—A tu elección, chupa con azúcar osin ella. No hagas ascos: es la manera

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de entrar en la asociación y de comer ybeber en la misma tartera. Entreladrones hay que guardar silencio(conciencia).»

Y el último Querelle, nacido enbloque a los veinticinco años, surgidoinerme de una tenebrosa región denosotros mismos, fuerte, sólido,ejecutaba entonces un jubilosomovimiento de hombros para dirigirsehacia su risueña, alegre y más jovenfamilia de adopción. Cada uno de losQuerelle lo consideraba con simpatía.En sus momentos de tristeza los sentíapresentes a su alrededor.

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Y si el ser entes del recuerdo losvelaba algo, tal velo les otorgaba unagracia amable, una femineidadsuavemente inclinada hacia él. De habertenido la audacia, les hubiera llamado«sus hijas», como hacía Beethoven consus sinfonías. Entendemos por momentosde tristeza aquellos instantes en que losQuerelle estrechaban el cerco en tornoal último atleta, cuando su velo era másbien de gasa negra que de tul blanco y élmismo empezaba a sentir sobre sucuerpo los pliegues tenues del olvido.

—No se sabe quién puede ser el queha dado el golpe.

—¿Le conocías tú?

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—Probablemente. Nos conocemostodos. Pero no era un amigo.

Nono dijo:—Es como el otro, el albañil. Puede

que sea el mismo tipo.—¿Qué albañil?Querelle articuló lentamente,

recalcando especialmente lo de«albañil». Dijo: «¿Qué albañiiil?».

—¿No te has enterado?Querelle y su hermano hablaban

ahora entre ellos. El patrón apoyaba loscodos sobre el mostrador. Los estabacontemplando, con la mirada puestasobre todo en Querelle, a quien suhermano le explicaba la agresión de Gil.

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Una inmensa esperanza, cuya fuente leparecía universal, iba ascendiendo pocoa poco dentro de Querelle. Un exquisitofrescor se difundía por su cuerpo. Leparecía cada vez más evidente que eraun personaje excepcional tocado por lagracia. Una mayor dureza se dibujaba ensus miembros, en sus ademanes, perotambién una elegancia superior. Sentíaque se tornaba agraciado y locomprobaba con seriedad, sin perder suhabitual sonrisa en la boca.

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Los dos hermanos se estabanpeleando desde hacía cinco minutos. Nosabiendo de dónde agarrarse, puesto quecada uno desbarataba los gestos del otropreviniendo la llave, hicieron primeroalgunos movimientos de aproximaciónridiculamente vacilantes. Más quequerer pelearse parecían huirse, evitarsecon mucho talento. La concordanciacesó. Querelle resbaló torpemente ypudo asirse a la pierna de Robert. Fue apartir de este instante cuando el combatese tornó frenético. Dédé se habíaapartado, para probar al hombre que

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germinaba y dormitaba en él, queriendodesarrollarse, que no se debe interveniren un arreglo de cuentas de hombre ahombre. La calle era estrecha y sombría,pero algunos movimientos rencorosos deambos hermanos la habían bañado enuna luz cruel que percibía Mario. Lacalle se transformaba en un pasaje de laBiblia en el que dos hermanos, dirigidospor dos dedos de un dios único, seinsultan y se matan por dos razones queen realidad son una sola. Para Dédé, lacalle estaba cortada del resto de Brest.Esperaba que se escapase un alma. Losdos hombres luchaban en silencio y confuria que aumentaba a medida que los

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iba exaltando el silencio, al no dejarlesoír sino el ruido de sus momentos derespiro y el de sus instantes deconcentración, el resoplido de sushocicos; aumentaba además a medidaque crecía su cansancio, exponiéndolosa ambos a su pérdida, a entregarlos algolpe artero y definitivo asestadolentamente, casi con ternura, que mataríapor agotamiento al vencedor. Tresestibadores miraban, fumando uncigarrillo. Secretamente, en su fuerointerno, apostaban alternativamente poruno u otro. Era difícil mantenercualquier pronóstico, tan parejo parecíael vigor de los combatientes, igualdad

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que acentuaba aún más su parecido, queequilibraba la batalla y la hacíaarmoniosa como una danza. Dédémiraba. Aunque conocía la musculaturaen reposo de su tronco, desconocía sueficacia en la pelea —sobre todo contraQuerelle, a quien nunca había vistopelear—. Querelle se acurrucó derepente y con la cabeza baja arremetiócontra el vientre de Robert, quienderribó a su hermano de espaldas. Fueal decidirse a golpear a su hermanocuando Robert conoció el más puroinstante de libertad, brevísimo instanteen que se hallaba apenas la posibilidadde elegir el combate o rechazarlo. A un

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lado de la pareja enzarzada cayó laboina del marinero, al otro la gorra deRobert. Con el fin de tener la razón desu parte, con el fin de justificar su lucha,a Robert se le ocurrió la idea deproclamar muy alto, en el fragor delcombate, su desprecio por su hermano.La primera palabra que le vino a loslabios fue: «Asqueroso dao por culo.»

Pero lo expresó sólo con un gruñido.Todo un discurso confuso, embrolladoen su aliento, afluía a su mente:

«¡Dejarse dar por culo por un patrónde burdel! ¡Cacho cabrón! Y se atreve afanfarronear encima. Deja que letabiquen el trasero y aún se toma por un

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duro. ¡Estoy listo con un hermano que sedeja atiborrar el culo!»

Osaba pensar por primera vez laspalabras obscenas que nunca habíapodido acostumbrarse a pronunciar ni aescuchar.

«¡Estoy arreglado, estoy arreglado!¡Y la cara de satisfacción que ponía elcabrón de Nono cuando me lo estabacontando!»

Los tres estibadores se retiraron.Dédé vio durante un instante la cabezade Robert apretada entre los gruesosmuslos de Querelle, quien la aporreabacon los puños. De repente, un pie deRobert, calzado con zapatillas de fieltro,

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dio un golpetazo violento en la cara deQuerelle, cuyos muslos se entreabrieron.Dédé vaciló un segundo; despuésrecogió el gorro del marinero en primerlugar. Lo sostuvo un momento en lamano y lo puso sobre el mojón. SiRobert era vencido no había que añadira su pena la tristeza de ver a suamiguito, con cara desconsolada,engalanarse con aquel gorro flamanteque le iluminaba con la potencia de unfoco; ni de ver al chico ofrecerle alvencedor, a modo de corona, un tocadotan significativo. Su vacilación apenashabía durado un instante; sin embargo, alencerrarse en ella toda una liberación,

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asombró a Dédé. Se quedó sorprendidoy la elección le causó una impresión aun tiempo penosa —como un desgarro—y casi voluptuosa. Se quedó estupefactoal tomar conciencia —habiendo tenidoque decidirse ante algo aparentementetrivial— de que aquel hecho fueseimportante. Su importancia estribaba enla conciencia de su libertad que le habíasido revelada al niño. Pensó. Al besar aMario, la víspera, había roto con lamuelle secuencia de un movimientoiniciado hacía mucho tiempo, y aquelprimer acto de audacia le permitíavislumbrar la libertad, le embriagaba yle daba fuerzas para intentar un segundo

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acto. Pero esta tentativa (lograda) delibertad hizo retroceder al hombre que,ya lo hemos dicho, dormitaba en Dédé yque no era sino el parecido queperseguía, algo de Mario y, sobre todo,de Robert. En efecto, Dédé habíaconocido a Robert cuando éste trabajabaen los almacenes portuarios. Juntoshabían llevado a cabo algunos robos enlos depósitos, y cuando Robert dejó deser estibador para hacerse chulo, Dédéle había ocultado su relación con elpolicía. Hay que añadir, sin embargo,que a causa de su antigua amistad, y porrespeto hacia su éxito, Dédé no habíapensado nunca en espiar a Robert; pero

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se las arreglaba para sonsacarleinformes para Mario. La calle seiluminaba con sus gestos fraternalessurcados de reflejos, se oscurecia por lafuerza de su odio, de toda la negrura desus gestos invisibles, de su aliento.Querelle se había enderezado. Dédémiraba su lomo como un resorte. Unavoz burlona, aunque admirativa,exclamó:

—¡Le echa mano al trasero!Bajo la tela azul del pantalón, Dédé

adivinaba el funcionamiento y laresistencia de aquellos músculos queconocía por los de Robert. Sabía lasreacciones de las nalgas, de los muslos,

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de las pantorrillas. Veía, a pesar de latela de la marinera, el dorso repujado,los hombros y los brazos. Querelleparecía pelearse contra sí mismo. Sehabían acercado dos mujeres. Alprincipio no dijeron nada. Apretabancontra ellas sus capazos de provisionesy sus colines de pan. Finalmente, sedecidieron a preguntar por qué luchabanlos dos hombres:

—¿Qué pasó? ¿Sabéis qué hapasado?

Pero ellas no sabían. Nadie sabíanada. Luchaban por razones familiares.Las mujeres no se atrevían tampoco aseguir su camino, estando la calle

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cortada por la refriega; sus ojos estabanfascinados por aquel nudo de machossudorosos y despeinados. El parecidode los dos hermanos era cada vez mayor.La crueldad de la mirada habíadesaparecido de su rostro. Sólo eravisible, a primera vista, la fatiga y lavoluntad —no de vencer, sólo lavoluntad—, una especie deencarnizamiento por no abandonar lalucha que era a la vez una unión. Dédéseguía tranquilo. Consideraba pocoimportante cuál de los dos fuese elvencedor, ya que, en cualquier caso,sería siempre el mismo cuerpo y elmismo rostro el que se enderezaría, se

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sacudiría las mismas ropas desgarradasy polvorientas y se atusaría con la mano,desaliñadamente, antes de ponerse una uotra gorra, los cabellos despeinados.Aquellos dos rostros tan exactamenteidénticos acababan de entablar una luchaheroica e ideal —de la que el combateno era sino la grosera proyecciónvisible ante la mirada de los hombres—por la singularidad. Más que destruirseparecían querer unirse, confundirse enuna unidad mediante la cual, de aquellosdos ejemplares, saldría un animal muchomás raro. El combate que libraban separecía más a una lucha amorosa en laque nadie osaba intervenir seriamente.

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Se adivinaba que los dos combatientesse habrían unido contra el mediador, que—en el fondo— no hubiera deseadointervenir sino para participar enaquella orgía. Oscuramente, Dédé locomprendió así. Experimentó celos delos dos hermanos por igual. Pero unagran resistencia se oponía a susesfuerzos. Se contorsionaban, sedeshacían, para asimilarse mutuamente:su doble resistía. Querelle era el másfuerte. Cuando estuvo totalmente segurode dominar a su hermano, le susurró aloído:

—Repítelo, anda, repítelo.Robert jadeaba bajo la presión

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resuelta, entre los anillos, imposibles deaflojar, de los músculos de Querelle.Miraba al suelo. Estaba mordiendo elpolvo. El otro, con llamas, humo y rayosen los ollares, en la boca y en los ojos,le susurraba sobre la nuca:

—Repite.—No lo repito.Querelle tuvo vergüenza. Sin dejar

de aprisionar entre sus anillos el cuerpoy las piernas de su hermano, golpeó másfuerte por la vergüenza sentida porhaber golpeado. No contento con habervencido al enemigo, sino habiéndoloademás humillado, se encarnizó con élpara acabar con quien, tumbado en el

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polvo o erguido, le odiaba. Arteramente,Robert sacó un cuchillo. Una mujerlanzó un grito y toda la calle se asomó alas ventanas. Iban apareciendo mujeresdespeinadas, en enaguas, los pechos casivisibles, desbordantes, precipitadossobre los antepechos de las balaustradasde los balcones. Se sentían sin fuerzaspara apartarse del espectáculo, ir hastael fregadero a buscar un cubo de aguapara arrojarlo sobre aquellos machoscomo se arroja sobre los perros lúbricosanudados por el furor. El mismo Dédésintió miedo; pero tuvo la fanfarroneríade decir a los estibadores que estabanacaso a punto de intervenir:

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—Pero dejadlos. Palabra, sonhombres. Son hermanos, ellos saben loque tienen que hacer.

Querelle se zafó. Estaba en peligrode muerte. Por primera vez en su vida elasesino se veía amenazado y sintióincubarse en él un embotamientoprofundo contra el que tuvo que luchar.Sacó a su vez su cuchillo y,retrocediendo contra la pared, dispuestoa saltar, lo mantuvo abierto en su mano.

—¡Dicen que son hermanos! ¡Hayque separarlos!

Pero la gente de la calle, que seguíaatentamente desde los balcones, nopodría escuchar un diálogo más

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emocionante que el que ambosmantenían:

—«Estoy pasando un río cubierto deencajes. Ayúdame, estoy abordando entu orilla…»

—«Será difícil, hermano mío:ofreces demasiada resistencia…»

—«¿Qué estás diciendo? Apenaspuedo oírte…»

—«Salta sobre mi sonrisa. Agárrate.No te preocupes por tu sufrimiento.Salta.»

—«¡No te escapes!»—«Estoy aquí.»—«Habla más bajo ¡Ya estoy

contigo!»

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—«Te amo más que a mí mismo.Sólo finjo odiarte. Mis querellas meseparan de ti hacia donde me llama unadulzura demasiado peligrosa. Mi risa esel sol que devora las tinieblas que haslevantado en mí. He acribillado la nochea puñaladas. Acumulo barricadas. Mirisa me aisla, me aleja de ti. Ereshermoso.»

—«¡Tú lo eres tanto como yo!»—«¡Calla! Nos arriesgamos a

disolvernos en una unidad demasiadoexactamente precisa. Arrójame tusperros y tus lobos.»

—«Es inútil. Cada querella teembellece, te dota de un estallido

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doloroso.»—«No te desanimes. Trabaja.»Sonaron las trompetas.—¡Se van a matar!—Venga, los hombres, ¡separadlos!Gemían las mujeres. Los dos

hermanos se observaban con el cuchilloen la mano y el cuerpo erguido, apaciblecasi, como si fueran a caminarpausadamente uno hacia el otro, paraintercambiar, con el brazo alzado, eljuramento florentino que sólo sepronuncia con un puñal en la mano. Ibaacaso a hendirse la carne para coserseel uno al otro, para injertarse. Aparecióuna patrulla al final de la calle.

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—¡La «pasma»! Rápido, quitaos deen medio.

Al tiempo que con voz sorda yapresurada decía esto, Mario se habíaabalanzado contra Querelle, quienintentó rechazarle, pero Robert, trasmirar en dirección a la patrulla, cerró elcuchillo. Estaba temblando. Algointranquilo, con voz jadeante,dirigiendose a Dédé —pues laintervención de un mediador seguíasiendo indispensable— le dijo:

—Dile que se largue.A la vez que se desembarazaba de un

golpe, puesto que el tiempo urgía, detodo el protocolo trágico impuesto por

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el rigor teatral, como un emperador quelanzara invectivas directamente alenemigo, por encima de loscircunloquios de la etiqueta guerrera,por encima de la barrera de generales yministros, se dirigió directamente a suhermano. Con una sequedad y unaseriedad que sólo Querelle podíacomprender y en las que se encerrabauna familiaridad secreta que excluía deldebate a los mantenedores y a losespectadores, dijo:

—Píratelas. Ya iré a buscarte.Zanjaremos esto más tarde. A Robert sele ocurrió por un momento la idea deafrontar solo a la patrulla, pero ésta se

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acercaba a una velocidad peligrosa.Dijo:

—Está bien. Ya me ocuparé de ello.Partieron ambos sin hablarse, sin ni

siquiera mirarse; por la acera opuesta,del lado libre de la calle, Dédé seguía aRobert en silencio. Miraba a veces aQuerelle, cuya mano derecha estabaensangrentada.

Frente a Robert, Nono recobraba suauténtica virilidad, que perdía algo anteQuerelle. No quiere ello decir quehiciera suyos el alma o los ademanes deun marica, sino que al lado de Querelle,

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olvidándose del hombre que ama a lasmujeres, se bañaba en esa atmósferaespecial que evoca siempre un hombreque ama a los hombres. Entre ellos, paraellos dos solos, se establecía un mundo(con sus leyes y sus relaciones secretas,invisibles) del que la idea de mujerestaba desterrada. En el momento delgoce cierta ternura había turbado lasrelaciones de los dos machos, sobretodo por lo que respecta al patrón.Ternura no es la palabra exacta, peroexpresa mejor la mezcla deagradecimiento hacia el cuerpo del quese extrae el placer, de dulzura que osderrite cuando el placer se acaba, de

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laxitud física, de asco incluso que osahoga y os alivia, os sumerge y os hacebogar, y en fin, de tristeza; y esta pobreternura, emitida como un relámpago grisy tenue, continúa alterando suavementelas simples relaciones físicas entremachos. No es que éstas se transformenen algo que se acerque al verdaderoamor entre hombre y mujer o entre dosseres de los que uno es femenino, sinoque la ausencia de la mujer dentro deese universo obliga a los dos machos aextraer de sí mismos un poco defemineidad: a inventar a la mujer. No esel más débil, o el más joven, o el mástierno el que tiene más éxito en la

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operación, sino el más hábil, que amenudo suele ser el más fuerte y el demás edad. Ambos hombres quedanunidos por una complicidad que, nacidade la ausencia de mujer, suscita a lamujer, que los une precisamente por sucarencia. A este respecto, en susrelaciones no había nada fingido, ninecesidad alguna de ser otra cosa que loque eran: dos machos muy viriles quesienten celos tal vez, que se odian, peroque no se aman. Sin apenaspremeditación, Nono le había confesadotodo a Robert. La especie de alivio quesentía, el hecho de no sentir más rabia alrecordar el breve diálogo entre los dos

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hermanos: —«Me gusta más tu trabajo».—«No siempre es muy divertido», esevidente que la confesión era la eclosiónde una vergüenza que lo obsesionabadesde aquella famosa noche. Nononunca había intentado tirarse a Robert.Robert, conocedor de las reglas deljuego, nunca le había pedido pasarse porla piedra a la patrona. Por otra parte,aunque venía al burdel como cliente,sólo se fijó en Madame Lysiane cuandoésta ya le hubo elegido. Al comprobar laindiferencia de Robert ante la idea deque su hermano se acostaba con Nono,éste experimentó una enorme alegría.Deseaba inconscientemente que Robert

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se uniera más a él, reconocerle porcuñado. Dos días más tarde le confesótodo. Al principio con prudencia:

—Creo que he ganado. Con tuhermano esto va que arde.

—Me extraña mucho.—Palabra. Pero no lo digas, ni

siquiera a él.—No es que me importe, pero no me

vas a hacer creer que has conseguidometérsela.

Nono se echó a reír, molesto ytriunfante a la vez.

—De veras, ¿lo has conseguido? Meextraña mucho, sabes.

Madame Lysiane era buena y dulce.

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A la dulzura sabrosa de su carne pálidase añadía la bondad de la mujer cuyafunción esencial consiste en velar porlos viciosos, tratándoles como aenfermos encantadores. Encarecía a sus«niñas» que fueran ángeles para conaquellos señores: para con elfuncionario de la subprefectura, al quele gustaba que Carmen le chupase lamermelada; para con el antiguoalmirante que se paseaba desnudo,cloqueando, con una pluma en el trasero,perseguido por la habitación por Elyane,vestida de granjera; un ángel para con elseñor procurador que quería que leacunaran; un ángel para con el que se

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encadena al pie de la cama y ladra; unángel para con aquellos señores rígidosy secretos que con la dulzura del burdely el apostolado de Madame Lysiane sedesnudaban hasta el alma, mostrándonosque ésta encierra la riqueza y la bellezade un paisaje mediterráneo. Alzando loshombros, Madame Lysiane se decía aveces a sí misma:

«Menos mal que hay viciosos,señoritas; porque si no los feos nopodrían conocer el amor.» Era buena.

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Todavía sin creérselo, Robertsonreía.

—¿Y si te digo que es cosa hecha?Pero tú a cerrar el pico, ¿eh?

—Si te lo he prometido…A medida que el patrón le iba

relatando la aventura, los detalles, lastrampas de Querelle con el dado, laindiferencia hacía aparición en Robert.Pero estaba furioso. La venganza lehacía apretar los dientes y hundía suspálidas mejillas, al tiempo que ante.Nono se volvía pobre y débil.

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La ciudad de Brest está rodeada demurallas muy anchas, excepto en la parteque limita con el mar y la Penfeld. Secomponen de un foso profundo y de unterraplén. El terraplén —parte interior yparte exterior— está plantado deacacias. Fuera de la ciudad lo atraviesaun camino donde Vic fue asesinado yabandonado en la noche por Querelle. Elfoso se halla atestado de maleza, dezarzas y, en ciertos lugares, de ciénagasde juncos. Allí vierten su carga losvolquetes de la basura. En el verano yhasta el otoño, todos los marinos que

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han bajado a tierra por una noche, sipara volver a bordo han perdido laúltima lancha —la de las diez de lanoche—, van a dormir allí mientrashacen tiempo para la de las seis de lamañana. Se tienden sobre la hierba,entre las zarzas. El foso y el taludquedan tapizados de marinerosdurmiendo sobre las hojas. Adoptanposturas extrañas, impuestas por ladisposición de las raíces, de losárboles, del terreno y por elindispensable cuidado del uniforme depaseo. Antes de estirarse o deacurrucarse han hecho caca o vomitado.Rendidos, se dejan caer a la orilla del

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lugar manchado. El foso está sembradode mojones. En medio de éstos, losmarineros más lúcidos preparancautamente un camastro somero y seduermen. Se oyen sus ronquidos bajo lasramas. Los despierta el frescor del alba.Aquí y allá se alojan también en losfosos algunas caravanas de gitanos,algunas lumbres, gritos de niñospiojosos, peleas. Los gitanos recorren lacampiña, donde los bretones soningenuos y sus mozas coquetas,rápidamente deslumbradas por una cestallena de retazos de encaje hechos amáquina. La construcción de lasmurallas es sólida. El muro que sostiene

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el talud de la ciudad es grueso y estáintacto, salvo por lo que se refiere aalgunas piedras que se desprendenporque les ha crecido un árbol en losintersticios. En ese talud plantado deárboles, no lejos del hospital ni delpresidio, tiene lugar todos los días de lasemana la instrucción de los cornetasdel 28 Regimiento de InfanteríaColonial. Al día siguiente del asesinato,antes de ir a «La Féria», Querelle sepaseó por entre las antiguasfortificaciones, sin llegar con todo aacercarse al lugar del crimen, donde lapolicía tal vez hubiera dejado guardias.Iba buscando un escondrijo para sus

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joyas. En varios puntos del mundo teníaya depósitos secretos, anotadoshábilmente en papeles guardados en susaco. En China, en Siria, en Marruecos,en Bélgica. La libreta que contenía lasinscripciones era algo similar al«registro de masacres» de la policía.

Shangai, Casa de Francia. Jardín.Baobab de la verja.

Beirut. Damasco. Señora del Piano.Pared de la izquierda.

Casablanca. Banco Alphand.Amberes. Catedral. Campanario.Querelle guardaba fielmente el

recuerdo de los escondrijos de sutesoro. Conservaba los detalles y el

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conjunto con una precisión escrupulosa,con ayuda de todas las circunstanciasque habían concurrido en el momento dedescubrir y organizar el escondrijo. Seacordaba de cada una de las hendidurasde las piedras, de cada una de lasraíces, de los insectos, del olor, deltiempo, de los triángulos de sombra o desol, y aquellas minúsculas escenas, alevocarlas, aparecían con precisión bajola luz de una memoria exacta, dada enbloque, y con la iluminación de unaauténtica fiesta, deslumbrante, enorme yvaliosa. De golpe y en su totalidad se lepresentaban los detalles de talescondrijo. Estaban en relieve,

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precisados por un sol crudo que lesdaba la evidencia de una soluciónmatemática. Querelle conservaba elrecuerdo de los escondites; peroprocuraba olvidar su contenido, con elfin de saborear la alegría de la sorpresael día que expresamente diera la vueltaal mundo para volverlos a abrir. Estaimprecisión acerca de las riquezasenterradas era una especie de nimbo queirradiaba de ellas, del escondrijo, deaquella grieta maliciosa y atiborrada deoro y que, al ir apartándose de los focosde intensidad, se juntaba de nuevo yenvolvía el mundo de una dulzuradeliciosa y rubia en la que el alma de

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Querelle se encontraba a gusto y conocíala libertad.

Querelle era fuerte por sentirse rico.En Shangai, bajo las raíces del baobabde la verja, había enterrado el productode cinco atracos y del asesinato,cometido en Indochina, de una bailarinarusa; en Damasco, en las ruinas de laSeñora del Piano, había escondido elproducto de un asesinato cometido enBeirut. A este crimen estaba ligado elrecuerdo de los veinte años de presidiorecaídos sobre su cómplice. EnCasablanca, Querelle había escondidouna fortuna robada en El Cairo a uncónsul de Francia. Con ello se relaciona

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el recuerdo de la muerte de un marinoinglés, cómplice suyo. En Amberes, enlas agujas del campanario de la catedral,escondió una pequeña fortuna, beneficiode varios atracos llevados a cabo conéxito en España y vinculados a la muertede un estibador alemán, cómplice yvíctima suyo.

Querelle caminaba entre las zarzas.Reconoció el delicado ruido de laspuntas de las hierbas rozadas por elviento, que había oído la víspera misma,después del crimen. No sintió miedoalguno, ni tampoco remordimiento, y elasombro ante ello será menor si seadmite que Querelle ha aceptado ya no

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estar dentro del crimen, sino llevar en símismo el crimen. Esto exige una breveexplicación. Si Querelle, con gestoshabituados a situaciones normales, sehubiera encontrado de súbito en ununiverso transformado, habríaexperimentado una cierta soledad, uncierto espanto: el sentimiento de serextraño. Pero, al aceptarla, la idea deasesinato se le hacía más que familiar;era una emanación de su cuerpo en laque bañaba el mundo. Sus ademanesencontraban un eco. Querelle poseía,pues, el sentimiento de una soledaddiferente: la de su singularidadcreadora. Insistamos, sin embargo, en

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que estamos descubriendo aquí unmecanismo que era utilizado por nuestrohéroe con poca conciencia de ello.Examinó una por una todas las grietas dela muralla de los fosos. Encontró unlugar en el que las zarzas llegaban máscerca del muro y se volvían más tupidas.Estaban agarradas por la raíz a lamampostería. Querelle miró más decerca. Le gustó el lugar. Nadie le habíaseguido. No había nadie detrás de él, nien lo alto del talud que sostiene el muro.Estaba solo en el foso de lasfortificaciones. Con las manos hundidasen lo más profundo de los bolsillos paraprotegerlas de las zarzas,

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deliberadamente, se adentró en lamaleza. Durante un instante permanecióinmóvil al pie del muro. Examinó lamampostería. Vio qué piedra haría faltamover para excavar un poco la muralla.No se necesitaba mucho espacio parauna bolsa de tela con oro, sortijas,pulseras rotas, pendientes y monedas deoro italianas. Estuvo mirando largotiempo. Se quedó hipnotizado. No tardóen entrar en una especie de somnolencia,de olvido de sí, que le permitíaintegrarse al lugar en que se hallaba.Viéndose entrar en la muralla, de la quetodos los detalles se le aparecían conprecisión, su cuerpo iba penetrando a

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través de la pared. Sus diez dedos teníanojos en sus extremos. Hasta susmúsculos los tenían. No tardó enfundirse con el muro, y siguió siéndoloun rato, sintiendo vivir en sí todos losdetalles de las piedras, herirle lasgrietas, por las que manaba una sangreinvisible, por las que se exhalaban sualma y sus gritos silenciosos, hacerlecosquillas una araña en el antrominúsculo del intersticio de dos de susdedos, pegársele delicadamente una hojaen una de sus piedras húmedas. En fin,dándose cuenta de que estaba apoyadoen la muralla, cuyas asperezas mojadassentía en sus manos, hizo un esfuerzo

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para abandonarla, para salir de ella;pero salió magullado para siempre,marcado por el particularísimo lugar deaquellas murallas, que iban apermanecer para siempre en la memoriade su cuerpo y que Querelle estabaseguro de encontrar de nuevo cinco odiez años más tarde. Al volverse, pensó,sin concederle demasiáda importancia,que se había cometido en Brest unsegundo crimen. En el periódico habíavisto la foto de Gil y había reconocidoal cantante risueño.

A bordo del «Vengador» Querelle nohabía perdido nada de su arroganciatriste, de su irritabilidad. A pesar de su

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función de asistente, conservaba suelegancia temible. Sin dar la impresiónde trabajar, se ocupaba de los asuntosdel teniente, quien ya no osaba mirarle ala cara desde aquella respuesta a la queQuerelle había infundido una ironía tansegura, una confianza tan completa en supoder sobre el enamorado. Querelledominaba a sus compañeros por sufuerza, su severidad, por un prestigioque aumentó cuando supieron que todoslos días iba a «La Féria». Por otra parte,sólo iba allí, donde algunos marinos lehabían visto estrechar la mano delpatrón y de Madame Lysiane. Lareputación del patrón de «La Féria»

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había cruzado los mares. Los marinos,ya lo hemos dicho, hablaban entre sí deNono como de los patos de Cholon,como de la Crillolla, de Bousbir o deBidonville. Estaban impacientes porconocer el cabaret, pero cuando vieron,en una calle sombría y húmeda, aquellacasita destartalada y maloliente a orines,de persianas echadas, se quedaronsorprendidos e inquietos. Muchos noosaron cruzar la puerta tachonada. Quese hubiera convertido en un asiduorevistió a Querelle de mayores poderes.No se permitía suponer que había jugadoa los dados con el patrón. Querelle eralo bastante poderoso para permanecer

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intacto, para esplender incluso más consemejante trato. Y si no se veía nunca asu lado a ninguna puta, ello probaba aúnmás que no acudía como cliente, sinocomo macarra y amigo. Tener a unamujer en una casa de putas le convertíaen un hombre y no en un simplemarinero. Tenía tanta autoridad como lagente de galones. Querelle se sentíaarropado por un inmenso respeto, y aveces el bienestar en el que se sumergíale llevaba a descuidarse. Se tornabaarrogante con el teniente, cuyo deseoreprimido conocía. AviesamenteQuerelle trataba de exacerbarlo; contoda naturalidad adoptaba las poses más

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sugestivas, ya fuera que se apoyaracontra la chambrana con el brazo alzadopara enseñar la axila, ya que se sentarasobre la mesa cuidándose de aplastarcontra ella los muslos y remangarse elpantalón para mostrar las pantorrillasmusculosas y velludas, ya que cimbrearala cintura, ya que adoptara, pararesponder al oficial, una postura aúnmás audaz y que ante su llamadaavanzara con las manos en los bolsillosestirando la tela de la bragueta sobre laverga y los cojones, con vientreinsolente. El teniente se volvía loco, nose atrevía a enfadarse ni a quejarse, nisiquiera a adorar a Querelle en voz alta.

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El más sorprendente de los recuerdosque guardaba de él —y el que con másfrecuencia evocaba— era, en Alejandríade Egipto, en pleno mediodía, laaparición del marinero en el portalóndel barco. Querelle se reía enseñandotoda la dentadura, pero con risa callada.Por aquella época su rostro estababronceado, más bien dorado, comoocurre siempre con la tez de los rubios.En un jardín árabe había cogido cinco oseis ramos cargados de mandarinas, ypara no embarazar sus manos, quedeseaba libres durante la marcha paramejor contonear sus hombros, se loshabía metido por el escote de su

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chaqueta blanca, de donde surgían, pordebajo de la corbata de raso negro,hasta rozarle la barbilla. Aquel detallefue para el oficial la revelación súbita eíntima de Querelle. La frondosidad quele salía por el escote de la chaqueta erasin duda lo que el marinero llevaba ensu amplio pecho en lugar de vello, y talvez, de cada una de aquellas ramasúltimas y valiosas pendían cojonesresplandecientes, duros y suaves a untiempo. Permaneciendo apenas uninstante inmóvil en el portalón, antes deque su pie tocara el suelo metálico yardiente de la cubierta, Querelle avanzóhacia sus compañeros. Casi toda la

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tripulación estaba en tierra. Lo que deella quedaba, abrumados por el sol, sehabían tumbado a la sombra de un toldo.Uno de los muchachos gritó:

—¡Hay que joderse! ¡Hablando degalbana! ¡No tiene fuerzas ni parasujetarlas!

—¿Y qué quieres? ¿Parecía que ibade boda?

Querelle se sacaba con dificultad lasramas, que se enganchaban en lacamiseta de rayas, en la corbata de rasonegro. No dejaba de sonreír.

—¿Dónde las has encontrado?—En un jardín. Entré por ellas.Si los asesinatos de Querelle erigían

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en torno a él un seto encantador, a veceslos sentía marchitarse hasta convertirseen un tronco de hierro indiferente. Erauna sensación terrible. Abandonado porsus más altas protecciones —cuyarealidad se tornaba entonces dudosa,incontrolable o reductible tal vez aaquella indiferencia en forma de troncometálico—, se quedaba de súbitodesnudo y pobre entre los hombres.Efectivamente, se recuperaba. De untaconazo brutal sobre el suelo del«Vengador» se remontaba hasta aquellaregión edénica, para volver a hallarreagrupado el verdadero sentido de susasesinados difuntos. Pero con

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anterioridad, la desesperación desentirse un ángel caído le llevaba amultiplicar sus crueldades cuando creíaestar otorgando caricias. Entre latripulación se decía entonces que andabarabioso. Al no tener costumbres deamistad ni de camaradería seequivocaba. De pronto quería bromearpara ganarse a sus compañeros, pero loque hacía era herirlos. Heridos, dabancoces, se encabritaban. Querelle seobstinaba de nuevo, se ponía rabioso deverdad. Pero las relaciones de auténticasimpatía las engendra la crueldad, ytambién el odio. Sentían admiración porla mala leche de Querelle, al que

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odiaban. Vio al teniente que le estabamirando. Le sonrió y fue en dirección aél. La lejanía de Francia, con la libredisposición de aquel día de descansoconcedida a los hombres, el caloragobiante, el aire de fiesta del navio,relajaban el rigor de las relaciones entreoficiales y marineros. Le dijo:

—¿Quiere una mandarina, miteniente?

El oficial se acercó sonriendo.Entonces se realizó este doble gesto,iniciado al unísono: mientras Querellellevaba su mano a uno de los frutostratando de arrancarlos, el tenientesacaba la suya del bolsillo y se la tendía

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lentamente al marinero, quien,sonriendo, depositó en ella su regalo. Eloficial quedó turbado, antes que nada,por la armonía de estos dos ademanes.Agregó:

—Gracias, marinero.—No hay de qué, teniente.Querelle se volvió hacia sus

compañeros, desgajó algunasmandarinas y se las arrojó. El tenientese había apartado lentamente y pelaba sufruto con afectada negligencia,diciéndose jubilosamente que susamores con Querelle serían puros,puesto que su primer gesto de uniónacababa de realizarse con arreglo a las

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leyes de una armonía tan conmovedoraque estaba seguramente impulsada porsus dos almas, o mejor todavía, por unaúnica entidad —el amor— que tenía unsolo foco, pero dos rayos. Lanzó aderecha e izquierda una mirada inquieta;luego, tras volver por completo laespalda al grupo de marineros, segurode no ser visto por nadie, se metió lamandarina entera en la boca y la guardóun instante en el hueco de una mejilla.

«Cojones de los buenos mozos, esoes lo que tendrían que jamar los viejoslobos de mar», pensó.

Cautamente, se dio la vuelta. Antelos marineros tumbados, que desde lejos

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se convertían en una mole de virilidad,Querelle se hallaba de pie, dándole laespalda. El teniente miró en el momentojusto para verle doblarse casi sobre suspiernas cubiertas de tela blanca, con lasmanos sobre los muslos, hacer fuerza (seimaginó la cara congestionada y lasonrisa del marinero a la espera delalivio, con los ojos saltones y la sonrisapetrificada), hacer un poco más defuerza y soltar en su misma direcciónuna retahila de pedos sonoros, vivos,nerviosos y secos, como si el famosopantalón blanco (Querelle lo llamaba sufendart)[12] se le hubiera rajado dearriba abajo, saludados por los mil

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hurras y gallardetes jubilosos, por laexplosión de carcajadas de suscompañeros. Avergonzado, el tenientevolvió precipitadamente la cabeza y sealejó. En Querelle, esa apariencia alegre(decimos apariencia aunque habíaefectivamente alegría, aunque no fueramás que superficial, más bien una suertede embriaguez) era causada por laligereza nacida de la angustia. (Nosnegamos a describirlo como un casopatológico. Las reacciones ymovimientos citados se observan entodos los hombres.) Querelle llevaba acabo sus delitos sin buscar cometer unerror voluntario, pero apenas salía de un

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robo, o incluso de un asesinato, se dabacuenta del error —de los errores, aveces— en que había incurrido. Lamayoría de las veces eraninsignificantes. Un ligero desfase de suacto, una mano mal puesta, unencendedor olvidado entre los dedos delmuerto, la sombra que había dibujado superfil sobre una superficie clara, y quecreía haber dejado impresa allí, pocacosa, sin duda, puesto que llegabaincluso a sobrecogerle la angustia deque sus ojos —que vieron su imagen—hiciesen visible la víctima a los demás.Tras cada uno de los crímenes volvía arepasar su desarrollo en su mente. Era

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entonces cuando captaba el error. Suasombrosa lucidez retrospectivadetectaba el único que hubiera.(Siempre había uno al menos.) Y para nodejarse engullir por la desesperación,sonriendo, Querelle ofrecía un error enhomenaje a la estrella bajo cuyaprotección estaba. Se instalaba en él elequivalente afectivo de estepensamiento: «Ya veremos. Lo he hechojustamente adrede. Adrede. Tiene másgracia».

Pero en vez de dejarse abatir por elmiedo, éste le excitaba, pues se hallabaanimado por una profunda, violenta y,para decirlo de una vez, orgánica

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esperanza en su estrella. Sonreía parafascinarla. Estaba seguro de que unadivinidad que amparaba a un asesinotenía que ser alegre; no aflorando latristeza que puede descubrirse, y que élmismo descubre, en su sonrisa, sino enlos instantes en que sentía la absolutasoledad impuesta por un destino tanparticular. Decimos bien «una absolutasoledad», es decir, una soledad que seimpone como soledad por aquello de loque es fuente, punto de partida de ununiverso calcado de otro sometido. Unasoledad fuente de leyes singulares,sensible sobre todo a la mañana, aldespertar cuando, para aumentar esta

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semejanza, con el cuerpo curvado por lahamaca y embriagado por el sueño, elcalor y el ardor de la noche, losmarineros se vuelven a medias como lascarpas sobre el fango, dejando caer elbusto o las piernas como las carpasgolpean el suelo o el agua con la cola, ycomo ellas, bostezando con una bocaredonda que sólo pide una polla amigapara empotrarse sobre ella y rodearla yllenarla tan exacta y profundamentecomo lo haría una corriente de viento.Debía sonreírle a su estrella. Que jamáspareciese que dudaba de ella. Alsonreírle la veía con claridad.

«¿Qué haría yo sin ella?»

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Lo que venía a significar: «¿Quésería yo si no la tuviera?» «No se puedeser sólo un marinero; eso, esa función,es la que uno cree que tiene, pero espreciso ser lo que no se ve si uno quiereser alguien». La sonrisa dirigida a laestrella repercutía a través de todo sucuerpo y extendía sobre él sus rayostejidos como una telaraña, y hacía surgiren Querelle una constelación. Con elmismo agradecimiento pensaba GilbertTurko en sus almorranas. CuandoQuerelle salió de uno de los jardines deAlejandría, era ya demasiado tarde paraarrojar en la calle las ramas cogidasmientras aguardaba con nerviosismo

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detrás de un macizo de flores elmomento favorable para saltar el muro.¿Dónde arrojarlas? Cualquier mendigoacurrucado en el polvo, cualquierchiquillo árabe habría reparado en unmarinero francés que se desembarazabade unas ramas cargadas de mandarinas.Lo mejor era esconderlas entre laspropias ropas. Querelle quería evitar unademán insólito con el que se hubierahecho notar, y es así como se mostró enun gesto ininterrumpido desde el jardínal navio, contentándose, no obstante, condeslizar las ramas en el escote de suchaqueta, dejando sobresalir las hojas yalgunos frutos con el fin de hacer, en

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honor a su estrella, un sagrario vivo desu pecho. Pero una vez a bordo, sintió elpeligro que aún corría, que correríadurante largo tiempo aun cuando notuviera la sensación de que elresplandor del crimen persistía: dirigióentonces, con un pie en la escala delportalón y el otro al aire, una sonrisaembrujadora a su noche secreta. En elbolsillo del pantalón guardaba el collarde monedas de oro y las dos manos deFatma robadas en la quinta donde habíacogido las mandarinas. El oro le dabapeso, seguridad terrena. Tras haberdistribuido entre los marinerosabrumados por el calor y el

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aburrimiento las hojas y los frutos,súbitamente comenzó a saborear talsensación de trasparencia en estado puroque tuvo que observarse constantemente,desde la cubierta al puesto de adelante,para no sacar de su bolsillo delante detodos las joyas robadas. La mismaalegría, confundiendo su esperanzaúnica en su estrella y su certeza de estarperdido, le excitó (la palabra alegríaevoca la de alivio), le alivió durante sucaminar por el sendero de las murallas,cuando, brillando de súbito en suespíritu con una lancinante tenacidad, sele apareció el hecho siguiente: lospolicías habían descubierto un

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encendedor junto al marinero asesinadoy este encendedor, decían losperiódicos, pertenecía a Gilbert Turko.Este descubrimiento de un detallepeligroso lo exaltó como si lo hubierapuesto en relación con el mundo entero.Era el punto de contacto que le permitíarehacer su acto al revés —es decir,deshacerlo— desglosándolo a partir deese detalle en gestos susurrantes yluminosos que podían señalarlo como siaquel acto destripado cual juguete sedirigiera a Dios o a algún otro testigo yjuez. Querelle reconocía la culpaterrible, mortal. En aquel acto distinguíala presencia del Infierno y, sin embargo,

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para combatirlo, apuntaba ya un alba,tan pura como el pedazo de cielo,adornado con una virgen azul e ingenua,que aparece por entre una desgarradurade la bruma en el ángulo que forman losbarcos exvotos de la iglesia de LaRochelle. Querelle sabía que seríasalvado. Lentamente se ibareconcentrando en sí mismo. Seadentraba muy lejos, hasta perderse, enaquellas regiones secretas con el fin deencontrarse con su hermano. Noqueremos, evidentemente, hablar deternura ni amor fraternal, sino más biende lo que se suele llamar un sentimiento,de un presentimiento (en el sentido

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habitual del prefijo «pre»). Querellepresentía a su hermano. Claro queacababa de enfrentarse con él encombate que hubiera podido ser mortal,pero el odio aparente que letestimoniaba no le impedía encontrarpresente a Robert en el fondo másrecóndito de sí mismo. La sospecha deMadame Lysiane se tornaba realidad: labelleza de ambos gruñía, enseñaba losdientes, el odio contorsionaba susrostros, se entrelazaban sus cuerpos parauna lucha a muerte. Y ninguna amante dealguno de ellos que hubiera presenciadoel combate habría podido sobrevivir almismo. Ya en la época de su juventud,

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cuando se peleaban, nadie podía evitarpensar que tras sus rostros torturados, enuna región más lejana, no se desposasensus semejanzas. Era al abrigo de aquellaapariencia como Querelle podía volvera hallar a su hermano.

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Cuando hubieron llegado al final dela calle, Robert tiró espontáneamente ala izquierda, en dirección al burdel, yQuerelle a la derecha. Iba apretando losdientes. Delante de Dédé, su hermano,ebrio de rabia, casi a media voz, lehabía dicho:

—Guarro. Te dejas dar por culo porNono. ¿Por qué tuvo que traerte aquí tujodido barco? ¡Basura!

Querelle se puso lívido. Se quedómirando fijamente a Robert:

—He hecho cosas peores. Hago loque me da la gana. ¡Y lárgate si no

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quieres que te demuestre lo que es unabasura!

El chico se quedó quieto. Esperabaque Robert defendiera hasta la muerte suhonor perdido. Los dos hombreslucharon. No obstante, al volverseQuerelle a la derecha, iba ya buscandoun motivo que le permitiera lanzar sudesprecio a la pálida faz de su hermano,para que con ello, estando ambos en pazen lo que respecta a ese odio aparente—pero no por ello menos real—,pudiera unirse a él en su interior. Con lacabeza alta, erguida, inmóvil, con lamirada fija, los labios violentamenteapretados, los codos pegados al cuerpo,

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en fin, poniendo unos andares mástensos, más estirados, se dirigió,haciendo un esfuerzo para que su pasofuese más elástico, en dirección a lasmurallas, y más concretamente, a lamuralla donde tenía enterradas las joyas.A medida que se acercaba, ibadesapareciendo su amargura. No seacordaba ya con exactitud de lasaudaces proezas que le habían puesto enposesión de las joyas, pero estas joyas—bastaba para ello su proximidad—constituían la prueba concluyente de suvalor y de su existencia. Llegado altalud situado frente a la muralla sagrada,invisible a causa de la niebla, Querelle,

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con las piernas abiertas y las manos enlos bolsillos del impermeable, se quedóinmóvil: se encontraba junto a uno deaquellos focos encendidos por él sobrela superficie del planeta, arropado en susuave resplandor. Siendo su riqueza unrefugio donde hallaba un bienestar enpotencia, Querelle dejaba yabeneficiarse de ella a su hermanoodiado. Una cierta preocupaciónensombrecía su vida: el hecho de queDédé hubiera presenciado la pelea, nopor vergüenza ante el chiquillo, sino porel vago temor a que careciera dediscreción. Querelle sabía que era yacélebre en Brest.

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De noche, frente al mar. Ni el marni la noche me aportan la calma. Alcontrario. Basta que pase la sombra deun marinero… Debe ser guapo. Conesta sombra, gracias a ella, sólo puedeser hermoso. El navio encierra en susflancos bestias deliciosas, vestidas deblanco y azul cielo. Deseo cada sombraque entreveo. ¿A cuál de estos machosescoger? Apenas habría soltado a unode ellos cuando ya desearía a otro. Unúnico pensamiento me aporta la calma:sólo existe un marino: el Marino. Ycada individuo que veo es sólo la

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representación momentánea —fragmentaria también y reducida— delMarino. Reúne todos sus caracteres: elvigor, la dureza, la belleza, la crueldad,etc., excepto la multiplicidad. Cadamarino que pasa sirve para establecercomparaciones con el Marino. Todoslos marinos me parecen vivos,presentes todos a la vez, pero ningunode ellos por separado es el marino quecomponen y que sólo puede residir enmi imaginación, sólo puede ser en mí ypor mí. Esta idea me apacigua. Poseoal Marino.

Cólera de Querelle insultando al

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sobrecargo. El sobrecargo:—He traído su arresto.—¡Y yo me meo en tu culo para

lavarte el cerebro!

He firmado con gusto el arresto deQuerelle. No comparecerá, sinembargo, ante el tribunal marítimo.Quiero que me deba este favor y quesepa que me lo debe. Me sonríe. Desúbito se me aparece todo el horror dela expresión: «Vive todavía», apropósito de un hombre herido, heridode muerte y agitado por espasmos.

La raya de mi pantalón de oficial estan importante como mis galones.

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Amo el mar. Los casos de uncaballo chasqueando el agua. Combatede Centauros.

Querelle a sus compañeros:«¡Humo! ¡Soplaos a un lado!»,avanzando entonces inflado, segurocomo un barco de vela.

Un trabajo victorioso ha torneado,contorneado cada bucle, cada músculo,el ojo, la oreja. De la menor arruga, deun rincón de sombra, brota en sucuerpo una mirada que me conmueve;una falange rota, la intersección de laslíneas del brazo, el cuello, me

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sumergen en una emoción de la que medejo llevar para hundirme másprofundamente en la dulzura de suvientre, tierno como el suelo de unbosque cubierto de agujas de pino.

¿Conoce él la belleza de todo loque le compone? ¿Conoce su fuerza?Por los puertos, por los arsenales,lleva a cuestas durante el díacargamentos de sombras, cargas detinieblas en las que mil miradas acudena apaciguarse, a extraer algún frescor.Por la noche transportan sus hombrosun cuévano de luz, sus muslosvictoriosos desplazan las olas de su

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mar natal, el océano se doblega, searroja a sus pies, su pecho es todoperfumes, oleadas de perfumes. En elnavio, su presencia es tan insólita —ytan eficaz y normal— como lo sería lade un látigo de carretero, la de unaardilla o un montículo de césped. Estamañana, al pasar ante mí —ignoro síme ha visto— con los dos dedos queasían un cigarrillo encendido, se haechado la boina hacia atrás y, quiénsabe para quién, en el aire soleado, hadicho:

«Así, a estilo asqueado.»Sus bucles resplandecientes, de una

curvatura y materia perfectas, castaños

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y rubios, recubrieron la parte superiorde su frente. Yo le miré con desdén. Eneste momento pasea sin duda esosracimos de sol y de noche robados aparras marinas que risueñasmuchachas han vendimiado en el mar.

Lo amo. Los oficiales me aburren.¡Ay, si yo fuera marinero! Permanezcoal viento. El frío y un dolor de cabezaoprimen mi frente, la coronan con unatiara de metal. Crezco y me consumo.

El Marino será aquél a quien yoame.

¡Qué bello cartel: un infante de

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Marina vestido de blanco! Cinto ycartucheras de cuero. Polainas.Bayoneta al costado. Una palmera. Unpabellón. Tenía un rostro duro, dedesprecio. Despreciaba a la muerte.¡Con dieciocho años!

—«¡Mandar dulcemente a esosmuchachos sólidos y orgullosos a quevayan hacia la muerte! ¡El navíoreventado que zozobra, anegadolentamente, y yo solo —apoyado tal vezen ese soldado que sólo morirá junto amí— erguido en proa, mirandoahogarse a esos buenos mozos!»

Se diría que el navio zozobra.

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¿Se dan cuenta los demás oficialesde mi estado, de mi turbación? Me damiedo que se trasluzca algo en el cursodel servicio, en mis relaciones conellos. Esta mañana mi mente estabaverdaderamente obsesionada por ideasde gente joven: ladrones, guerreros,salvajes, chulos, depredadoressonrientes y sanguinarios, etc. Losintuía en mí más que percibirlos conclaridad. De súbito organizaban unaescena que se desvanecía en seguida.Eran, lo he dicho bien, ideas de gentejoven, que por un segundo o dos hanllenado de bálsamo mi pensamiento.

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¡Que él disponga sus muslos y que,sentado, pueda yo apoyar en ellos mismanos como en los brazos de un sillón!

Oficial de Marina. Adolescente,abanderado incluso, no pensaba yo, alelegir ser marino, proporcionarme unacoartada tan perfecta. El celibato, eneste caso, está justificado. Las mujeresno os preguntan por qué no os habéiscasado. Os compadecen por no conocersino amores fugaces y nunca el amor.La mar. La soledad. «Una mujer encada puerto.» Nadie se preocupa porsaber si estoy prometido. Ni miscompañeros ni mi madre. Somos

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trotamundos.Desde que amo a Querelle tiendo a

mostrarme menos severo en el servicio.Mi amor me hace flaquear. Cuanto másamo a Querelle más cristaliza en mí lamujer, se enternece, se entristece de noser colmada. Frente a cualquiermanifestación extraña a mis relacionescon Querelle, tanta miseria, tantodesastre interior me lleva a decir: «¿Ytodo para qué?»

Vuelvo a ver al Almirante A… Esviudo, al parecer, desde hace más deveinte años. Él mismo es su viudasonriente y dulce. El buen mozo que le

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escolta (su chófer y no su asistente) esla resurrección gloriosa de su carne.

Vuelvo de una misión de diez días.Mi reencuentro con Querelle produceen mí —y en mi entorno, en el airesoleado— un ligero choque, undesgarro delicadamente trágico. Todala jornada flota en torno a un vaporluminoso: la gravedad de este retorno.Regreso definitivo. Querelle sabe quele amo. Lo sabe por mi modo demirarle, y sé que lo sabe por su sonrisasocarrona, casi insolente. Pero todo enél prueba que le estoy atado y todo suser parece esforzarse fielmente enseguir atándome. Y todo el apuro que

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experimentamos nos permite darnoscuenta mejor del valor excepcional deesta jornada. Aunque hubiera debidohacerlo, esta noche no habría sidocapaz de acostarme con Querelle.Tampoco con otro. Aunque toda miafectividad afluyera con la alegría delretorno, está congestionando mi dicha.

He seguido a Querelle, de lejos, apesar de la bruma. Ha entrado en elburdel más sucio de Brest: «La Féria».Sin duda va por ahí de chulo.Escondido en un urinario, espío lapuerta unos minutos. No ha salido.

Treinta y dos años hoy. Estoy

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cansado. A pesar de mi musculatura,estoy lejos de ser tan bien formadocomo él ¿Se reirá cuando me veadesnudo?

Querelle es mi ordenanza desdehace dos meses. Desde entonces, no hepodido resistírmele, pesar exactamentemis palabras, medir mis gestos.Quisiera arrojarme a sus pies para queme pisotee, quisiera que el amor loarrojase a mis pies. Al tender lazos coneste chico, cuyo espíritu tiene tandelicados engranajes, cuyo cuerpo esel depósito de una fuerza desconocidapero que parece comprimida enextremo, peligrosa en su vacilante

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destinación, tengo la misma inquietudque si estuviese solo ante el tablero demando de una fortaleza volante ¿Quéhará de mí? ¿A dónde me lleva? ¿Haciaqué catástrofe planetaria, heroica ymortal?

¿Apoyo el pulgar sobre estapalanca? ¿Y sobre la otra?

Salgo de un sueño espantoso. Sólopuedo decir lo siguiente: nosotrosestábamos en un establo (una decenade cómplices desconocidos). ¿Quién denosotros (no sé quién) lo mataría? Unjoven aceptó. La víctima no merecía lamuerte. Contemplábamos ejecutar el

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asesinato. El verdugo voluntario asestóen la espalda verdosa del desgraciadovarios golpes con una horca. Porencima de la víctima vimos de prontoun espejo, lo suficiente como paraobservar cómo palidecían nuestrosrostros. Palidecían a medida que laespalda del asesinado se iba cubriendode sangre. El verdugo golpeabadesesperadamente. (Estoy convencidode transcribir fielmente este sueñoporque no lo estoy recordando: loreconstruyo con ayuda de laspalabras.) La víctima —inocente—,aunque sufría atrozmente, ayudaba alasesino. Le indicaba los golpes que

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tenía que dar. Tomaba parte en eldrama, a pesar del reprochedesconsolado de sus ojos. Insisto denuevo en la belleza del asesino y en elcarácter de maldición de que estabarevestido. Toda la jornada ha estadocomo manchada de sangre por estesueño. Casi literalmente: la jornadatenía una llaga sangrante.

Robert tenía a Madame Lysiane aquien, cada vez más, vergonzosamente,estaba sometido. La patrona estabaahora segura de su poder. Una noche,cuando derramaba sobre él su cuerpo desuntuosas curvas, él hizo un gesto defastidio para apartar los pelos que le

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rozaban. Mimosa y empalagosa, ellamurmuró:

—Tú no me amas.—¿No te amo?El grito sordo, denso de reproches,

que dejó escapar Robert, acabó en elgesto que ejecutó de repente: con las dosmanos en la cabeza de su señora, en laboca, hundió su nariz y la sacudió.Cuando quitó las manos, los dosrompieron a reír, confundidos por larepentina y bella prueba de amor.Recordemos, en efecto, que Robertdetestaba ese juego tan caro a MadameLysiane. Sin embargo, fue el queescogió, espontáneamente, para

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protestar contra la acusación de suseñora, y en el juego se revelaba el ladopueril de su ternura y su abandono —heroico porque su gesto era unaprovocación— al amor maternal de «LaFeria».

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La mano de Querelle era compacta yfuerte, y Mario, sin planteárselo conmucha precisión, al tenderle la suya,había supuesto que estrecharía una manoafeminada, es decir frágil. Sus músculosno estaban preparados para tanto vigor.Examinó a Querelle. Aquel muchachoalto, de rostro perfecto pese a la barbade un día, tenía el mismo rostro y lacontextura atlética de Robert, era deaspecto viril, algo brutal, osado.(Brutalidad y fuerza acentuadas ademáspor la parquedad de sus gestos.)

—¿Está por aquí Nono?

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—No, ha salido.—¿Eres tú quien guarda el tugurio?—Está la patrona. ¿No os conocéis?Mario formuló esta pregunta

mirándole fijamente a los ojos aQuerelle y riéndose con sorna. Si suboca reflejaba la ironía, su mirada eradura, despiadada. Pero Querelle nosospechaba nada.

—Sí…Pronunció un «sí» arrastrado,

infundiendo a la palabra un tono deevidencia tan indiscutible que imponíala negligencia. Al mismo tiempo cruzabalas piernas y sacaba un cigarrillo. Todoen su persona se esforzaba en demostrar,

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no se sabe a quién, que la importanciadel momento no residía en aquellaafirmación, sino en el gesto más fútil.

—¿Quieres uno?—Bueno.Encendieron sus cigarrillos,

aspiraron la primera bocanada yQuerelle la exhalaba orgullosamente,sobre todo por la nariz, confundiendo laosadía de aquellos ollares humeantescon la victoria sobre sí mismo, guardadaen secreto, que le permitía tutear a unpoli, casi a un oficial.

La policía tuvo rápidamente lasospecha de que los dos crímenes eranobra de Gil. Se ratificó en esta sospecha

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cuando los albañiles descubrieron eidentificaron aquel encendedor halladoen la hierba, junto al marineroasesinado. La policía pensó al principioen una venganza, luego en un dramaamoroso y, por fin, se detuvo en la ideade aberración sexual. De todas lasdependencias de la Comisaría de Brestse desprendía un sentimientodesesperante y más consolador, sinembargo, que ningún otro. No podemosdecir que los policías se habituaban a laatmósfera que ellos exhalaban. Sobrelos muros estaban prendidas algunasfotografías del servicio deantropometría judicial, algunas fichas

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con la filiación de los criminalesbuscados y con probabilidades de haberalcanzado un puerto. Sobre las mesas seamontonaban los expedientesconteniendo notas, precisionesimportantes. A partir del momento enque Gil entró en la oficina de laComisaría se verá sumergido en unocéano de seriedad. Desde el instante desu detención por Mario, entró encontacto con esta seriedad: cuando elpolicía le agarró por la manga Gil sedesasió, pero, como si hubiera estadoprevisto, sin interrumpirse, Mariorepitió o, más exactamente, continuó elgesto, con más severidad, apretándole el

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bíceps con tal autoridad que el jovenalbañil se dejó vencer. En el brevemomento de libertad contenido entre unoy otro apresamiento —el primerofallido, el segundo decisivo— estabaencerrada toda la capacidad de juego,de caza, de ironía, de crueldad, dejusticia que componen la seriedad de lapolicía, el alma del policía y ladesesperación total de Gil. Se pusorígido para no sucumbir a ella, pues elinspector que acompañaba a Mario teníaun rostro muy joven que irradiaba lafuria y el placer de la captura. Gil dijo:

—¿Qué quiere de mí?Temblando, añadió:«… Señor…»

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El joven inspector respondió:—Ya verás lo que queremos.Ante tal arrogancia, Gil comprendió

con estupor que el joven policía sehabía sentido aliviado ante el ademándefinitivo de Mario, que acababa deapresar las manos del asesino con un parde esposas. Quedaba libre paraacercarse, insultar o golpear a una fieraorgullosa y libre, convertida ahora eninofensiva. Gil se volvió hacia Mario.Su alma infantil, recobrada por uninstante, le abandonó. Tras invocar elsocorro de miles de legiones de ángeles,supo que la voluntad de Dios debíacumplirse. Cediendo a la necesidad de

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pronunciar una bella frase antes demorir —hasta el silencio puede ser enese momento una bella frase— queresumiera su vida, que la consumararegiamente, que la expresara en sutotalidad, dijo: «Así es la vida». Cuandoentró en el despacho del comisario sesintió abrumado en primer lugar por elcalor de la dependencia y poco a pocofue flaqueando hasta el punto de pensarque iba a morir de agotamiento, incapazde ningún esfuerzo para alejarse delradiador que comenzaba a estremecerse,que se disponía a desenroscarse comouna boa para enroscarse alrededor de ély asfixiarlo. Tenía miedo y vergüenza.

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Se reprochaba el no haber mostradosuficiente grandeza de ánimo. Adivinabaen las paredes enigmas sangrientos másterribles que el suyo. Cuando elcomisario lo vio se quedó sorprendido.No había soñado con semejante asesino.Mientras daba consejos a Mario sobrecómo actuar, no podía por menos deinventarse de arriba abajo un asesino ala medida. Ahora bien, en ese terreno laexperiencia nunca enseña nada. Sentadodelante de su escritorio y jugando conuna regla, se empeñaba en dar vida a uncriminal pederasta. Mario le escuchabasin darle crédito.

—Tenemos precedentes. Por

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ejemplo, Vacher. Son individuos cuyovicio les conduce a la locura. Sonsádicos. Y estos dos asesinatos son obrade un sádico.

Con la misma ligereza el comisariose había entrevistado con el gobernadormarítimo. Ambos trataron de hacerconcordar lo que sabían de losinvertidos —su aspecto físico— con laactividad de los asesinos. Se inventabanmonstruos. El comisario buscaba entorno al muerto detalles insólitos quecorrespondieran al célebre frasco deaceite del que se servía un criminalilustre para dar por culo con másfacilidad a las víctimas, a las

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defecaciones en el lugar del crimen.Ignorando que cada uno de los crímenescorrespondía a un autor diferente,trataba de relacionarlos, entremezclandosus móviles. No podía saber que en lorelativo a su ejecución y al móvil que lodetermina, cada crimen obedece a leyesque lo convierten en una obra de arte. Ala soledad moral de Querelle y Gil seañadía la soledad del artista que nopuede reconocer ninguna autoridad, nisiquiera la de otro artista. (Así pues,Querelle estaba también solo por estarazón.) Los albañiles contaron que Gilera marica. Descubrieron a los policíascien detalles demostrativos de que Gil

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era un sarasa. No se percataron de quelo estaban describiendo, no como era, esdecir, como un niño perseguido por unobseso, sino justamente como Théoquería que se viera al chico, como él lohabría presentado. Tímidos frente a losinspectores, se aventuraron a unadescripción disparatada, vacilante —ytanto más disparatada por sus tembloresen la vacilación—, y cada vez másacentuada a medida que hablaban. Sedaban cuenta, sin duda, de que ningunade sus afirmaciones tenía base real, deque no eran sino una efusión lírica queles permitía, por fin, hablar en serio deaquello con lo que habían adornado

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siempre sus palabrotas —es decir, suscantos—, pero al mismo tiempo sedejaban embriagar por estos súbitosefluvios. Sentían que habían hinchado suretrato como se hincha el cadáver de unahogado. Veamos algunos rasgos queconstituían para los albañiles otrastantas pruebas de que Gil era invertido:la delicada belleza de su rostro, sumanera de cantar, poniendo una vozaterciopelada, la coquetería de suvestimenta, su pureza y su indolencia enel trabajo, su timidez frente a Théo, lablancura y la tersura de su piel, detallestodos que les parecían reveladores trashaber oído a Théo y a otros tipos, en el

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curso de sus vidas, burlarse de lossarasas diciendo: «Es una niña…, tieneuna carita de muñeca…, a ése le gusta eltrabajo tanto como a una puta de lujo…,ha nacido para trabajar en la cama…,zurea como una paloma…, con esepañuelo que le sobresale es igualito quelas gachís que hacen la carrera enMarsella con el pañuelo asomándolespor la manga o el bolsillo». Esteconjunto de rasgos, mal interpretados,dibujaban la imagen de un marica queningún albañil había podido ver en suvida. Las madres y los pederastas leseran familiares por lo que Théo leshabía contado al respecto y por lo que

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ellos mismos decían, interpelándose enbroma con frases como estas: ¡Ese es dela acera de enfrente! ¿Cómo te los tiras,a lo largo, a lo ancho o de través? ¡Vetea tomar por culo! ¡Vete a donde tubujarrón, te ganarás mejor losgarbanzos! Pero estas expresiones,lanzadas sin pensar, no tenían para ellosningún significado preciso. Pues enrealidad estaban tan poco interesadospor el tema que ninguna de susconversaciones les había enseñado nadaauténtico sobre él. En cambio, lespreocupaba. Queremos decir queprecisamente a causa de su ignoranciaexperimentaban una ligera inquietud,

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indestructible por ser tan imprecisa y tanamorfa, desconocida en suma al no tenernombre, pero que se manifestaba en milreflexiones. Sospechaban todos laexistencia de un universo abominable ymaravilloso a la vez, al que por muypoco no podían acceder: en efecto, lesfaltaba lo mismo que separa vuestraconversación de la palabra esquiva,vislumbrada, ante la que decís: «Latengo en la punta de la lengua». Cuandose encontraron en la situación de tenerque hablar de Gil, a cada una de suscaracterísticas que recordaba o podíarecordar superficialmente lo que noconocían de las madres, le dieron un

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aire caricaturesco que con espantosorealismo constituía un retrato fiel delmarica. Mencionaron las relacionesentre Gil y Théo:

—Andaban siempre juntos.—Pero debieron de pelearse.

Posiblemente Gil le ponía los cuernoscon algún otro…

No pensaron al principio enpronunciar el nombre de Roger. Sólocuando uno de los inspectores hubodicho: «¿Y el chiquillo ése que iba conGil el día del asesinato?…», sedecidieron a contar las visitas de Rogera la obra. Explotaron aquel filón. Paraellos, «los que lo son» constituían un

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grupo indiferenciado, sin matices; poreso les parecía normal que un muchachode dieciocho años se acostara con unniño de quince años al salir de losbrazos de un albañil de cuarenta.

—¿No lo visteis nunca con unmarinero?

Lo ignoraban, pero suponían que sí.En la niebla se ve mal. Hay demasiadosmarinos en Brest para que Gil no hayaconocido a algunos. Además, llevaba unpantalón de marino.

—¿Estáis seguros?—Pues claro. Un auténtico pantalón

de marino. Con trabilla.—Si no nos creen ustedes, no vale la

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pera hablar.Viendo al fin que podían dar detalles

concretos sobre un hecho cierto,comprobable, se apresuraron a salir desu timidez, de su espantosa humillaciónfrente a los policías. Se volvieronarrogantes. Podían demostrar lo queafirmaban. Descubrir, por fin, a lapolicía un hecho comprobado que éstaignoraba, les daba derechos sobre ella.La policía interrogó a Roger durantetoda una noche con una precisión cruel.Sólo le descubrieron el humilde cuchillomal afilado.

—¿Para qué lo llevas?Roger se ruborizó, pero el policía

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pensó que era a causa de una ligeravergüenza motivada por el humildeaspecto del cuchillo. No insistió. Nohabía adivinado que, al ser falsa yprácticamente inútil, aquel arma seconvertía en símbolo, tornándose máspeligrosa. En el filo de un armaverdadera, en su destino, en su perfectoafilado, reside un comienzo de ejecucióndel acto de matar, suficiente paradescartar de él a un niño lleno de miedo(el niño que se inventa símbolos tienemiedo de eso que se llama torpemente larealidad); mientras que el cuchillosimbólico no ofrece peligro prácticoalguno, pero, empleado en una multitud

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de vidas imaginarias, se convierte en elemblema del asentimiento al crimen. Nocaptaron los policías que aquel cuchilloera el asentimiento al asesinato de Gilmucho antes de que Gil lo hubiesellevado a cabo.

—¿Dónde lo conociste?El muchacho negó haberse acostado

con el asesino, como tampoco con Théo,al que había visto por primera vez el díade su muerte. Durante un rato Rogerestuvo pensando. Luego confesó que unatarde vino a esperar a su hermana a lataberna en la que servía como camarera.En el mostrador estaba Gil, bromeandocon ella. A la media noche ella termino

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de trabajar y Gil acompañó a amboshermanos hasta su casa. Al día siguienteestaba otra vez allí. Se volvieron aencontrar cinco veces consecutivas en elmismo lugar. Y de vez en cuando, altropezarse con él por casualidad, Gil leinvitaba a un chato.

—¿No intentó nunca acostarsecontigo?

Roger abrió inmensamente unos ojosasombrados cuya inocencia ganó a lospolicías:

—¿Conmigo? ¿Por qué?—¿Nunca ha hecho nada contigo?—¿Cómo hecho nada? No.Posaba serenamente su mirada

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límpida sobre los policías molestos.—¿No te ha toqueteado a veces, así,

digamos, por la bragueta?—Jamás.Nada pudieron sonsacarle a aquél

que más quería a Gil. Lo amaba enprimer lugar como un niño deimaginación rápida y vertiginosa. Elcrimen le estaba haciendo penetrar en unmundo en el que los sentimientos sonviolentos; la disposición del drama leligaba a Gil sin el que tal drama nohabría existido. Pero era preciso estarunido al criminal por la más sólida y lamás estrecha de las ataduras: el amor. Elamor se intensificaba por el esfuerzo

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que hacía Roger para engañar a lapolicía. Necesitaba amar para sacarfuerzas de flaqueza, y si al principio laengañó por la simple necesidad deproteger su vida y sus sueños, prontocayó en la cuenta de que tomar partidocontra la policía era, forzosamente,tomar partido a favor de Gil.Deliberadamente, y para acercarse aGil, cuya magnificencia llegaba entoncesa su apogeo (a causa de sus crímenes yde su desesperación), Roger se dedicó afingir encarnizadamente. De Gil noquedaba dentro de él, a sus pies, sinouna sombra acurrucada en el suelo comoun perro. Roger quiso ponerle el pie

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encima. Secretamente le imploró que nohuyera, que permaneciera a su ladocomo el mensajero o el testimonio de undios oculto. Que al menos la sombravacile, permanezca inmóvil, vuelva atumbarse, se estire desde Gil hasta él.Al punto descubrió las astucias delamor, pero aun sabiendo servirse tanbien de ellas, se aferraba al amor quelas suscita. Cuanto más cándido parecía,más retorcido era, más puro; es decir,más puros eran su amor y la concienciade su amor por Gil. Le soltaron por lamañana. La policía sacó la conclusiónde que Gil era un loco sádico, peligroso.Empezaron a buscarlo por toda Francia.

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En el antiguo presidio marítimo Gileludía la soledad. La hubiera conocidoentre la muchedumbre, donde,acorralado, casi monstruoso, se hubierasentido hinchado, inflado con miembrosy ademanes espantosamente reveladores.Dentro del presidio, y en tanto no salierade él, la certeza de no poder serdescubierto atenuaba su angustia. Podíavivir una vida desconsolada en lorelativo a lo mucho que le estabavedado, pero no una vida falsa. Conalgo de alimento la habría soportado,tenía hambre. Desde los tres días quehacía que se ocultaba, su crimen le dabamiedo. Eran atroces sus sueños y

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también sus despertares. Las ratas ledaban miedo, pero pensó seriamente encazar una para comérsela cruda. Pasadacasi instantáneamente su borrachera, sele había revelado en seguida lainutilidad de su crimen. Llegó incluso aexperimentar cierta ternura hacia Théo.Recordó su amabilidad de los primerostiempos, los chatos de vino que habíanbebido juntos. Le pidió perdón. Seencontraba socavado por unremordimiento que aumentaba suhambre. Pensaba además en sus viejos.La prensa y la policía los habían, sinduda, puesto al corriente. ¿Qué estabahaciendo su madre?, ¿y su padre? Ellos

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también eran obreros. Su padre eraalbañil. ¿Qué pensaba de un hijo quemata a otro albañil en un ataque de odioamoroso? ¿Y los compañeros deescuela? Gil dormía sobre la piedra.Olvidado el cuidado de sus ropas —unacamisa, una chaqueta y un pantalón—,éstas se le estaban deshaciendo por sísolas, tendían a abandonar a un Gil que,acurrucado, pasaba maquinalmente y convoluptuosidad —no una voluptuosidadde contenido erótico— un dedo ligero,casi mimoso, sobre aquella excrecenciade carne sensible que imaginaba decolor rosa pálido y que le había dado yaen otra ocasión el sentimiento de ser un

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hombre, puesto que le había impedidoser poseído por Théo. Permaneciendoallí, tan fieles, las almorranas lerecordaban aquella escena y supresencia fortalecía su conciencia deser.

«Ya deben de haber enterrado aThéo. Los compañeros no habráncurrelado. Todos habrán cotizado parala corona.»

La corona de Gil. Enterramos a Gil.Se acurrucaba, permanecía en un rincónde las murallas, con las rodillasapretadas entre sus brazos. A vecesandaba, pero siempre lo hacíasigilosamente, con miedo,

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misteriosamente, aprisionado a lamuralla, como el barón Franck, por unacomplicada red de cadenas que ibandesde su cuello a sus muñecas, a sutalle, a sus tobillos y a las piedras delmuro. Arrastraba con prudencia aquelmetal invisible y pesado y se quedabaasombrado, sin querer, de poderse quitarcon tanta facilidad las ropas, el pantalónque hubiera debido abrocharse a lolargo de los muslos y la chaqueta a lolargo de las mangas. Caminaba, en fin,despacito por miedo al espectro, al quepodía hacer levantarse ligeramente porun paso demasiado rápido, desplegarsetotalmente y a toda vela por el viento,

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por el más leve jadeo producto de lamenor carrera. El espectro se hallababajo sus pies, Gil tenía que achatarlo,aplastarlo con su caminar pesado. Elespectro estaba en sus brazos, en suspiernas. Gil tenía que ahogarlomoviéndose lentamente. Una vueltademasiado rápida le hubiera hechodesplegarse de él, abrir un ala, blanca onegra, y sobre todo reclinar sobre lacabeza de Gil su cabeza informe einvisible, y susurrarle luego al oído, aloído mismo de Gil, con voz tonante, lasamenazas más terribles. El espectroestaba en él y Gil tenía que impedirlelevantarse. De nada le servía haber dado

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muerte a Théo. Un hombre al que se hamatado está más vivo que en vida. Esmás peligroso también. Gil no pensó nipor un segundo en Roger, quien nopensaba sino en Gil. Obstinadamentehuían de su mente las circunstancias deldrama. Sabía que había matado y que elmuerto era Théo. Pero ¿era en verdadThéo? ¿Era cierto que estaba muerto?Gil hubiera debido preguntarle antes:«¿Eres verdaderamente Théo, almenos?». Si le hubiera respondido quesí habría saboreado un inmensoconsuelo; aunque, pensándolo bien, nopor ello la certidumbre hubiera sidomayor. El moribundo podía responderle

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adrede, por malicia, para hacerlecometer un asesinato inútil. Théo era untipo que tal vez le odiaba hasta esepunto, que sentía por Gil un odiometafísico. Gil se tranquilizaba a vecespor haber reconocido los millares deminúsculas arrugas de la piel y lasdelicadas comisuras de los labios de lavíctima. Otras veces se ponía a temblarde miedo. Había cometido un crimenque ni siquiera le había reportadoninguna pasta. Ni un céntimo. Era uncrimen vacío como un cubo sin fondo.Un error. Gil pensó qué podía hacerpara repararlo. Primero, acurrucado enel rincón, agazapado entre las piedras

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húmedas, con la cabeza baja, trató dedestruir su acto descomponiéndolo engestos que, por separado, eraninofensivos. «¡Abrir una puerta! No estáprohibido abrir una puerta. ¿Y coger unabotella? No está prohibido. ¿Y romperuna botella? No está prohibido. ¿Ycolocar las partes cortantes contra lapiel del cuello? No es nada del otromundo, no está prohibido. ¿E hincarlas?¿Y seguir hincándolas? No es nada delotro mundo. ¿Y hacer que brote un pocode sangre? No está prohibido. Se puede.¿Y un poco más de sangre, un poco mástodavía?…» El crimen podía, pues,quedar reducido a muy poca cosa,

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quedar reducido a esa medidainaprensible que va de lo permitidohasta aquello que hace —perobordeando lo permitido y sin podersepararse de ello— que se hayacometido un asesinato. Gil se aplicóencarnizadamente a reducir el crimen, ahacerlo tan tenue como fuera posible.Obligó a su mente a fijar el punto quesepara lo «permitido» del «demasiadotarde». Pero no conseguía resolver estacuestión: «¿Por qué haber matado aThéo?». Continuaba siendo un asesinatoinútil, un error, y no se puede reparar unerror. Dejando a un lado el primermecanismo de destrucción del crimen,

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es, sin embargo, a esto último a lo quese consagró Gil. Pronto, tras algunosrodeos, algunos tropezones en torno aciertos acontecimientos en su vida, suespíritu se apoderó de esta idea: parareparar este crimen inútil hay quecometer otro (el mismo), pero que sirva.Un crimen que proporcione fortuna, quetorne eficaz el precedente (como un actodefinitivo) por haber provocado elsegundo. ¿A quién podría matar ahora?En resumidas cuentas, no conocía aningún ricachón. Tendría, pues, que saliral campo, coger el tren, llegar a Rennes,a Paris quizá, donde las gentes son ricasy se pasean por la calle esperando

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impaciente o apaciblemente que unladrón los mate. Este destino aceptadopor los ricos, su voluntaria espera delcrimen, obsesionaban a Gil. En lasgrandes ciudades le parecía evidenteque los ricachones no esperaran sino alcriminal que les va a matar y saquearásus riquezas. En cambio, aquí, en estaaldea y este escondrijo, tendría quearrastrar la mole embarazosa e inútil desu primer crimen. Varias veces se leocurrió la idea de entregarse a lapolicía, pero se lo impidió el miedo,que conservaba desde su infancia, a losguardias y a sus uniformes fúnebres.Temió que le fueran a guillotinar

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inmediatamente. Se enterneció pensandoen su madre. Le pidió perdón. Reviviósu juventud, el período de aprendizajecon su padre, y luego sus comienzos enlos astilleros del sur. Cobrando sentidocada uno de los detalles de su vida, leindicaban que desde siempre había sidodesignado para un destino trágico.Pronto llegó a la conclusión de que si sehizo albañil, fue para cometer elasesinato. El miedo a su acto —y a undestino tan fuera de lo común— leobligaba a meditar, a reconcentrarse ensí mismo, es decir, a pensar. Ladesesperación llevaba a Gil a tomarconciencia —o conocimiento de sí—.

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Pensaba, pero bajo esta forma alprincipio: en el presidio, mirando almar, se vio tan lejos del mundo como sihubiese estado repentinamente enGrecia, en lo alto de una roca,meditando en cuclillas ante el mar Egeo.Habiéndole obligado el abandono enque se encontraba a considerar el mundocomo exterior a él y a los objetos comootros tantos enemigos, por fin seestablecían relaciones entre ellos y él.Estaba pensando. Se veía y se veíagrande, muy grande, puesto que seoponía al mundo. Y en primer lugar aMario, cuyos insomnios adquirían laamplitud de una meditación musical

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sobre el origen y el fin de los tiempos.La imposibilidad de detener a GilTurko, de descubrir su escondrijo y laligazón que presentía entre los dosasesinatos le producía al policía unsordo malestar que él relacionabamísticamente con la amenaza de TonyCuando Dédé regresó sin haberseenterado de nada en concreto, Mario sedejó llevar por aquella angustia que lehabía hecho dudar, al salir de lahabitación del niño, si debía bajar o nolas escaleras. Dédé reparó en aquellaligera vacilación. Le dijo:

—De todos modos, no tienes nadaque temer: no se atreverá.

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Mario se tragó la palabrota. Siprocuraba salir solo, sin que leacompañara su habitual compañero(aquel joven policía que hacía exclamara Dédé entusiasmado: «Los dos juntosformáis un hermoso par», erigiéndolosde este modo a los ojos del chiquillo enun potente atributo sexual), era paraborrar la vergüenza de aquel primerimpulso de miedo y también con laesperanza de conjurar el peligro pormiedo de su audacia. Así pues, Mariodecidía salir por la noche, en plenaniebla, donde un crimen se comete en unsantiamén. Caminaba entonces con pasofirme, las manos en los bolsillos de la

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gabardina, o bien ajustandoperfectamente a sus dedos los guantes decuero oscuro. Este simple gesto leligaba al aparato invencible de lapolicía. La primera vez salió sinrevólver, confiando en que con ayuda deeste definitivo gesto de candor, de estapureza, desarmaría a los estibadores quequerían su pellejo; pero al día siguientecogió el arma que aumentaba lo que elllamaba su cotización y querepresentaba su confianza en un ordencuyo símbolo es el revólver. Paraencontrarse con Dédé trazaba en el vahode las vidrieras de la comisaría elnombre de una calle que tendría que

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descifrar al revés, al pasar, el pequeñosoplón, cuya ingenuidad se obstinaba enbuscar dónde podría reunirse el tribunalde maleantes encargado de juzgar alpolicía. En cuanto a Gil, partiendo de suacto, a fin de justificarle, de convertirloen inevitable, recorría hacia atrás suvida. Procediendo así: «Si no mehubiera encontrado a Roger…, si nohubiera venido a Brest…, si etc.»,llegaría a la conclusión de que aunque elcrimen había salido de su brazo, de sucuerpo, y del curso entero de su vida,tenía su fuente fuera de él.

Esta manera de entender su actosumía a Gil en el fatalismo, era un

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obstáculo más a aquel deseo de superarel crimen aceptándolo deliberadamente.Una noche salió por fin del presidio.Consiguió llegar a casa de Roger. Laoscuridad era total, espesada aún máspor la niebla. Brest dormía. Sinequivocarse, después de hábiles rodeos,Gilíes llegó hasta Recouvrance sinencontrarse con nadie. Ya ante la casa sepreguntó con inquietud cómo dar aconocer a Roger su presencia. Desúbito, impaciente por conocer sitendría éxito su truco, por primera vezen tres días sonrió ligeramente yligeramente silbó:

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«Es un jovial bandidoque de nada se espanta.Su voz en la malezaenternece a la pasma…»

En el primer piso se abrió despaciouna ventana. La voz de Roger cuchicheó:

—Gil.Gil se acercó cautelosamente. Al pie

de la pared, con la cabeza alzada, silbó,más suavemente todavía, el mismoestribillo. La niebla era demasiadoespesa para que pudiera ver a Roger.

—Gil, ¿eres tú?… Soy Roger.—Baja. Tengo que hablarte.Con infinito cuidado Roger cerró la

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ventana. Instantes después abría lapuerta. Estaba en camisa y descalzo. Sinhacer el menor ruido, Gil entró.

—Habla muy bajito porque mi viejaa veces no duerme. Paulette tampoco.

—¿Tienes algo que jalar?Se encontraban en la sala principal,

donde dormía la madre, cuyarespiración oían. En la sombra, Rogerasió la mano de Gil y le susurró:

—No te muevas de ahí; voy abuscarlo.

Corrió suavemente la tapa de laartesa y volvió con un trozo de pan quepuso a tientas en la mano de Gil, inmóvilen medio de la sala.

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—Oye, Roger, ¿por qué no vienes averme mañana?, ¿quieres?

—¿A dónde?Las réplicas eran tan sólo un aliento

que circulaba de una boca a la otra.—Al presidio marítimo. Estoy

escondido allí. Pasas por la puerta delArsenal. Te espero hacia la noche. Perono te dejes ver.

—Sí, cuenta conmigo, Gil.—¿No ha habido nada más? ¿Te han

preguntado los polis?—Sí, pero no he dicho nada.Roger se acercó más. Cogió a Gil

por ambos brazos y le susurró:—Te lo juro. Iré.

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El pequeño albañil se arrimó alchico y con el aliento en sus ojos quedótan turbado como si le besara en lasmejillas o en los labios. Dijo:

—Hasta mañana.Roger abrió la puerta de la calle con

la misma prudencia. Gil salió. En elumbral retuvo un instante a Roger y lepreguntó después de un momento devacilación:

—¿La diñó?—Ya te contaré mañana.Sus manos se separaron en la

oscuridad y, de puntillas, Gil volvió alpresidio marítimo, devorando adentelladas el pedazo de pan.

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Roger venía todos los días, por lanoche, a la hora en que la niebla se tornamás espesa. Robaba hábilmente en sucasa algo de alimento. Más adelantellegaría incluso a robarle dinero a sumadre para comprar pan. Escondía lahogaza bajo la chaqueta y llegaba alpresidio marítimo a través de lasfortificaciones. Gil le esperaba hacia lasseis. Roger le traía las noticias. Losperiódicos habían dejado de hablar deldoble asesinato y del asesino, al que sesuponía fuera de Brest. Gil comía solo.Después fumaba un cigarrillo.

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—Y Paulette, ¿qué es de ella?—Nada. Sigue sin trabajar. Se queda

en casa.—¿Tú le hablas alguna vez de mí?—Pero si no puedo. No te das

cuenta. ¿Y sí me preguntan dónde estás yme siguen?

Era feliz de haber hallado unpretexto para alejar a su hermana de laintimidad fabulosa que le unía a Gil. Enaquella celda de granito, junto a suamigo, en medio del olor a brea, sesentía sorprendentemente tranquilo. Seacurrucaba a su lado, sobre la manta dealgodón robada en el desván, y veíafumar a su ídolo. Miraba su rostro de

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superficies lisas, en el que la barbaestaba ya crecida. Lo admiraba. En susprimeros encuentros en el presidio, Gilhabía hablado sin cesar, había habladolargo tiempo; y a cualquiera que no fueraaquel niño, empeñado en magnificarlotodo, un parloteo tal le hubiera parecidoun síntoma inconfundible de un canguelopenoso, enfermizo casi. Roger sólo veíaen ello la sublime expresión de unatormenta interior. Era así como tenía quemostrarse aquel héroe repleto de gritos,de crímenes y de tempestades. Tres añosmás que los de Roger daban derecho aGil a ser un hombre. La dureza de aquelpálido rostro, en el que se acusaban los

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músculos (músculos cuya sola vistaderribaba a Roger con tanta prestezacomo los que dirigen el puño de unboxeador) le hacía vislumbrar losmúsculos de su cuerpo y de susmiembros sólidos, capaces de realizaren un tajo trabajos de hombre. Rogermismo llevaba todavía pantalón corto y,aunque eran fuertes, sus muslos notenían, sin embargo, la rotunda firmezade los de Gil.

Tumbado cerca de éste, al que searrimaba todo lo que podía, apoyandoun codo en el suelo, miraba aquel rostropálido y contraído por el odio a estavida. Roger reclinaba su cabeza sobre

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las piernas de Gil.—Hay que esperar, ¿eh?, ¿no crees?

Vale más esperar todavía para salir.—Ya lo creo. Los guardias no han

dejado de buscarte. Han puesto tu foto.—Y a ti, ¿ya no te dicen nada?—A mí no, y en casa tampoco. Pero

más vale que no me quede demasiadotiempo.

Y Gil, de repente, se perdía en unsuspiro que acababa en un estertor:

—¡Ah! ¡Hay que ver, tu hermana,ahora sí que tengo ganas de ella! ¡No esguapa ni nada, eh!

—Se parece a mí.Gil lo sabía. Pero para no dejárselo

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ver a Roger, y en parte también paramostrarle desprecio, le dijo:

—En mejor. Te pareces a ella, ¡peroeres mucho más feo!

En la oscuridad Roger se sintióruborizar. Sin embargo, alzó su rostrohacia Gil y sonrió con tristeza.

—No quiero decir que seas feo, noes eso. Al contrario, tienes su mismacarita.

Se inclinó sobre el rostro del niño ylo cogió entre sus manos:

—¡Ah, si pudiera tenerla como tetengo a ti! ¡Menudo muerdo que le daría!

Zafándose por sí mismo del cepo delas manos, el rostro levantado del

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chaval se acercó más al de Gil. Gil,haciendo un ligero refunfuño, tocóprimero la frente de Roger. Luego seencontraron sus narices y durante diezsegundos jugaron a entrechocarsesuavemente. Dado que al descubrir desúbito el parecido de los dos hermanosla emoción acababa de derretirse sobreél, Gil no pudo disimularlo. Con unjadeo, su boca contra la de Roger,susurró:

—Lástima que no seas tu hermana.Roger sonrió:—¿De verdad?La voz de Roger era clara, pura, sin

turbación aparente. Amaba a Gil desde

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hacía largo tiempo, había esperado estemomento, para el que estaba preparado,y no quería dar la impresión deexperimentar otra emoción que laamistad. La misma prudencia que lehabía servido para engañar a lospolicías mediante su mirada límpida leobligaba a responder a Gil con una vozdesprovista de emoción. La turbación deGil, confesada primero, le permitía aaquel niño orgulloso mostrar su sangrefría. En fin, ignoraba todavía las señalesdel abandono amoroso y que se debendescartar los suspiros voluptuosos.

—Palabra, estás tan bien hechocomo una chica.

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Gil puso su boca contra la del niño,que retrocedió sonriendo.

—¿Tienes miedo?—¡Oh, no!—Entonces, ¿qué creías que te iba a

hacer? —Gil estaba molesto por el besoque no había podido dar Rió burlón:

—¿No estás tranquilo con un tipocomo yo?

—¿Por qué? Sí, estoy tranquilo. Sino fuera así no vendría.

—Pues no lo parece.Luego, con acento súbitamente

severo, y como si la idea que iba aemitir fuera de una importancia tal quetuviera que solaparse con la precedente,

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dijo:—Pues entonces tienes que ir a ver a

Robert. Lo he pensado bien. Sólo él ysus señores amigotes pueden sacarme deésta.

Gil creía ingenuamente que losmuchachos del hampa le acogerían, ledejarían entrar en su banda. Creía en laexistencia de una banda peligrosa, deuna verdadera sociedad enfrentada a lasociedad. Esa noche Roger salió delpresidio trastornado en extremo. Sesentía feliz porque Gil (aunque fueraconfundiéndolo con Paulette) lo hubieradeseado durante un instante; estabadisgustado por haberle negado su boca;

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experimentaba orgullo por saber que alfin iba a ser reconocida la magnificenciade su amigo, y porque él, Roger, habíasido el elegido para abordar lasinstancias supremas. Ahora bien,siempre que podía, Querelle veníadiscretamente, hacia la caída de la tarde,a pasearse cerca del lugar donde habíaescondido su tesoro. La tristeza cubríasu rostro. Sentía su cuerpo vestido yacon el traje de los presidiariospaseándose con hierros en los pies,lentamente, en un paisaje de palmerasmonstruosas, región de ensueño o demuerte de la que no podrían arrancarleni el despertar ni la absolución de los

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hombres. La certeza de vivir en unmundo que es el doble silencioso deaquel en el que uno se mueveefectivamente confería a Querelle unaespecie de desinterés que le permitíacomprender espontáneamente la esenciade las cosas. Indiferente de ordinarioante las plantas y los objetos —¿peroacaso se ponía ante ellos?—, ahora losaprehendía de modo espontáneo. Cadaesencia está aislada por unasingularidad que el ojo reconoceprimero y la trasmite al paladar: el henoes heno sobre todo por esecaracterístico polvo rubio y grisáceo alque mentalmente el gusto interroga y

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prueba. Y así sucede con todas lasespecies vegetales. Pero si el ojo sepresta a la confusión, la boca ladestruye, y Querelle avanzabalentamente en un universo rico ensabores, de reconocimiento enreconocimiento. Una noche se encontrócon Roger. No le hizo falta muchotiempo al marino para saber quién era elchiquillo y para conseguir penetrar en elescondrijo de Gil.

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LA GLORIA DE QUERELLE

Pegado el oído al tabique vibrantede su cofre, Querelle escucha latir ytocar para él solo el oficio de losmuertos. Se rodea de prudencia pararecibir el aviso del ángel. Agazapadoen el negro terciopelo de las hierbas,de los faros, de los helechos, en lanoche viviente de su íntima Oceanía,abre de par en par sus ojosasombrados. Por su faz delicada,abierta, ofrecida generosamente, el

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deseo del asesinato había pasado sudulce lengua sin que Querelle seestremeciese siquiera. Sólo sus rubioscabellos se emocionaron. A veces, elmoloso que vela entre sus piernas seyergue sobre sus patas, se pega contrael cuerpo de su amo y se confunde conlos músculos de sus hombros, entre losque se oculta, vigila y gruñe. Querellese sabe en peligro de muerte. Sabetambién que la bestia le protege. Dice:«De un mordisco voy y le corto lacarótida…». Sin saber a ciencia ciertasi está hablando de la carótida delmoloso o del cuello tierno de un niñoque mea.

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Al penetrar en el presidio Querellese sintió aliviado por el miedo y por laresponsabilidad que iba a asumir.Mientras caminaba sin decir palabra allado de Roger, por el sendero, sentíabrotar en él los capullos —y abrirse alpunto las corolas por todo su cuerpo, alque llenaban de aromas— de unaaventura violenta. Florecía de nuevo a lavida peligrosa. El peligro le aliviaba, yel miedo. ¿Qué iba a encontrar en elfondo del presidio abandonado?Apreciaba su libertad. El más pequeñoacceso de mal humor le hacía temer el

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presidio marítimo, ante el que se sentía—mediante una crispación del pecho—que le aplastaba la mole de susmurallas, contra las que luchabaentonces arqueando su cuerpo como unresorte para apartarlas apartando sucólera, con el mismo esfuerzo y casi conel mismo movimiento de ríñones delsubteniente de guardia que cierra, conlas dos manos y con el peso de todo sucuerpo, las puertas gigantes de laciudadela. Avanzaba inconscientementeal encuentro de una existencia fenecida yventurosa. No es que creyera seriamentehaber sido presidiario, ni que suimaginación se delectara en esta suerte

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de historias, sino que saboreaba undelicioso bienestar, un presentimiento dereposo, ante la idea de entrar como serlibre, soberano, en el interior oscuro deaquellas gruesas murallas que hanencerrado a través de los tiempos tantosdolores encadenados, tantossufrimientos físicos y morales, cuerposcontorsionados por el suplicio,atormentados por el dolor, sin otrasalegrías que el recuerdo de crímenesmaravillosos que disuelven en un vallede sombras la luz o que con un agujerode luz hacen saltar en mil pedazos lassombras en que fueron cometidos. ¿Quépodía quedar sobre las piedras del

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presidio, agarrado a los rincones osuspendido en el aire húmedo, deaquellos asesinados? Aunque Querelleno se formulaba estas reflexiones conclaridad, al menos lo que las suscitanítidamente bajo nuestra pluma lecausaba una turbación pesada, confusa,que añadía cierta angustia a su cerebro.En fin, iba Querelle por primera vez alencuentro de otro criminal, de unhermano. Vagamente había soñado yaalguna vez con encontrarse ante unasesino de su categoría, con el quepudiera discutir cuestiones de trabajo.Un mozo semejante a él, con su mismaestatura y anchura de hombros —su

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hermano, deseó algunas veces, durantealgunos instantes, pero su hermano eraun puro reflejo suyo— que tuviera a galacrímenes diferentes de los de Querelle,pero de idéntica belleza, de idénticopeso e igualmente reprobables. No sabíacon exactitud en qué le hubierareconocido por la calle, en qué señales,y a veces era tan grande su soledad quepensaba, si bien escasas veces, yabandonaba la idea en seguida, endejarse detener para encontrarse en lacárcel con algunos de los asesinos quesalen en los periódicos. Desechabainmediatamente esta idea: al no sersecretos tales asesinos, carecían de

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interés. Era en parte el pareddo con suhermano lo que le creaba esta nostalgiadel amigo maravilloso. Frente a Robertse preguntaba si sería un criminal. Lotemía y lo esperaba. Lo esperaba porquesería hermoso que se hubiera logrado unmilagro tal que existiera en el mundo. Lotemía porque hubiera tenido quearrinconar su sentimiento desuperioridad respecto a Robert.

¡Nos amaremos increíblemente!No podía concebir con claridad que

dos jóvenes —con más razón doshermanos— se amasen, unidos por lamuerte, unidos por la sangre que corríaen ellos. Para Querelle, la cuestión no se

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planteaba así, a partir del amor.Entre hombres no se ama. Para eso

están las mujeres. Y para follar un poco.La cuestión se planteaba a partir de

la amistad. Pero esa amistad, para él,era lo que completa a un hombre,partido en dos, sin ella, de arriba abajo.Seguro de que jamás gozaría del lujo dela complicidad de su hermano —«esdemasiado gilipollas para eso»—,Querelle se había encerrado en supropia soledad, que se erigía como elmonumento más singular y más bello acausa de ese mismo desequilibrio, de lafalta de armonía causada por la ausenciade un amigo criminal. Ahora bien, en el

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presidio abandonado iba a encontrarsecon un muchacho que también había sidocapaz de matar. Este pensamiento lellenaba de ternura. El asesino era unmuchacho torpe, un asesino inútil, untonto. Pero gracias a Querelle seadornaría con un verdadero asesinato,ya que se suponía que al marino lehabían despojado de su dinero.Respecto a Gil, antes de verlo de nuevo,Querelle experimentaba un sentimientocasi paternal. Le estaba traspasando, leconfiaba uno de sus asesinatos. Contodo, Gil sólo era un chaval y tampocosería para Querelle el amigo tanesperado. Estos pensamientos (no en el

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estado definitivo en que lostranscribimos, sino en su informecabrilleo) rápidos, solapándose,destruyéndose para renacer unos graciasa otros, se estrellaban contra él, y contralos miembros y el cuerpo de Querellemás que contra su cabeza. Avanzaba porel camino, agitado, zarandeado por estamarejada de pensamientos informes,nunca retenidos, pero que dejaban a supaso un penoso sentimiento de malestar,de inseguridad y de miedo. Querelle noabandonaba su sonrisa, que le anclaba ala tierra. Gracias a él ninguna ilusiónperezosa y vana podría poner en peligroel cuerpo de Querelle. Querelle no sabía

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soñar. Su falta de imaginación lomantenía en el accidente, lo ataba a él.Roger se volvió:

—Espérame, vuelvo en seguida.

El niño partía como un auténticoembajador ante el emperador de susueño, y quería comprobar si todoestaba listo para aquella entrevista entremonarcas. Algo nuevo volvía a ocurrirlea Querelle. No se había esperado talprecaución. No veía allí la entrada acaverna alguna. El camino dabasimplemente una vuelta, desapareciendotras una suave pendiente. Los árboles no

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se espesaban más ni menos que en otrolugar. Sin embargo, desaparecido Roger,se convirtió para Querelle en un «enlacemisterioso», en algo más valioso de loque le había parecido hasta el momento.Era su ausencia lo que prestaba al niñouna existencia tan poco común, unaimportancia tan súbita. Querelle sonrió,pero no pudo impedir turbarse ante elhecho de que el niño fuera el enlacemóvil entre dos asesinos, un enlacerápido y lleno de vida. Recorría aquelcamino cuyo espíritu era él mismo,teniendo poder para alargarlo oacortarlo a su antojo. Roger caminabamás deprisa. Al separarse de Querelle

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se había imbuido de más gravedad, puestenía conciencia de que llevaba a Gil loesencial de Querelle, es decir aquellode Querelle que, según intuía vagamente,deseaba que se acercara a Gil. Sabíaque en él, chiquillo de pantalón corto yademás remangado hasta los gruesosmuslos, confluían todos los ritos de losceremoniales de que son depositarioslos embajadores —y se puedecomprender, viendo la gravedad delniño, por qué están más enjaezados deornamentos los legados que sus dueños—. Sobre su persona, delicada ycargada con el peso de mil aderezos,gravitaban la atención casi huraña de

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Gil, agazapado en su antro, y la deQuerelle, inmóvil ante la puerta de losEstados. Querelle encendió uncigarrillo; luego metió de nuevo las dosmanos en los bolsillos de suimpermeable. Tenía la mente en blanco.No se imaginaba nada. Su concienciaestaba atenta, maleable e informe, perose hallaba ligeramente turbada por larepentina importancia del chiquilloausente.

—Soy yo, Roger.Junto a él, la voz de Gil murmuró:—¿Está ahí?—Sí. Le he dicho que me espere ahí.

¿Quieres que vaya a buscarle?

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Un poco molesto, Gil respondió:—Bueno, vale. Era preciso traerle.

Anda, vete a buscarlo.Cuando Querelle llegó ante la

oquedad en la que Gil se guarecía,Roger pronunció claramente en voz alta:

—Ya está, está aquí. Gil, estamosaquí.

El niño percibió dolorosamente quepara él toda existencia llegaba a su fincon aquellas palabras. Se sintiódisminuir, perder su razón de ser. Todoslos tesoros con los que había cargadodurante algunos minutos se derretían coninmensa rapidez. Conocía la vanidad delos hombres y que son de una cera

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pronto volatilizada. Había colaboradodevotamente a un acercamiento queacababa aboliéndole. Toda su vidaquedaba encerrada en aquella funcióngigantesca de diez minutos de duración,y su luminosidad se atenuaba,desaparecía en seguida, llevándose laorgullosa alegría de la que se habíahenchido. Para Gil, en aquel niño habíaresidido Querelle, cuyas palabrastrasmitía; para Querelle, en él habíaresidido Gil.

—Toma, te he traído unos pitos.Fueron las primeras palabras de

Querelle. En la oscuridad le ofreció aGil, que lo agarró a tientas, un paquete

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de cigarrillos. Se dieron un apretón demanos sobre el paquete cerrado.

—Gracias, macho. Eres cojonudo,de verdad. No lo olvidaré.

—Deja, es lo normal.—Yo te he traído carne y además

paté.—Déjalo sobre la caja.Querelle sacó un cigarrillo de otro

paquete y lo encendió. Quería ver elrostro de Gil. Quedóse sorprendido alver aquella cara delgada, hundida, suciay cubierta de barba clara y flexible. AGil le brillaban los ojos. Tenía el pelorevuelto. Era emocionante ver su cara ala llama de la cerilla que la iluminaba.

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Querelle estaba contemplando a unasesino. Hizo girar la luz en torno suyo.

—Aquí te debes morir de asco.—Por supuesto. No es nada

divertido. ¿Pero qué quieres que haga?¿A dónde puedo ir?

Querelle se metió las manos en losbolsillos del pantalón y los trespermanecieron durante un instante ensilencio.

—¿No comes, Gil?Gil estaba hambriento, pero no

osaba traslucirlo ante Querelle.—Enciende la vela, no hay peligro.Gil tomó asiento en una esquina de

la caja. Se puso a comer

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descuidadamente. El niño se acurrucó asus pies y Querelle los miraba de pie,con las piernas abiertas, fumando sintocar el cigarrillo.

—Debo tener una pinta asquerosa,¿verdad?

Querelle rió burlón.—Guapo, lo que se dice guapo, no

estás, desde luego; pero esto va a durarpoco. ¿Aquí estás seguro?

—Sí. Si no me vende alguien, nadiepuede venir.

—Si lo dices por mí, estásequivocado. Los soplones y yo nohacemos buenas migas. Pero no sé cómote las vas a arreglar. Porque tienes que

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irte de aquí. No hay otra solución.Querelle tenía conciencia de que su

rostro había quedado de repentemarcado por la crueldad, como cuandoestaba obstruido, vigilado, los días degenerala a bordo, por la bayoneta deacero triangular, fijada a su mosquetón yerguida frente a él. Se podía hablar enesos momentos de su rostro de acero.Situándose tras de ella,personificándola, aquella bayoneta erael alma de un Querelle de carne y hueso.Para el oficial que sobre cubiertapasaba revista a sus tropas se hallabasituada justamente a la altura de lascejas y del ojo izquierdo de Querelle,

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cuya mirada parecía delatar una fábricade armas interior.

—Si tuviera un poco de manteca, talvez podría pasar a España. Conozcoalgunos tipos de la parte de Perpiñán decuando anduve currelando por allá.

Gil comía. Querelle y él ya no teníanmás que decirse, pero Roger intuía queentre ellos cobraba cuerpo una relaciónen la que ya no tenía cabida. Se tratabaahora de dos hombres que hablaban, ymuy en serio, de cosas que a la edad deRoger sólo se pueden remover en unadivagación un poco somnolienta.

—Así que tú eres el hermano deRobert, el que va por casa de Nono.

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—Sí. Y a Nono también lo conozcobien.

Ni por un instante pensó Querelle enla naturaleza de sus relaciones conNono. Al decir que lo conocía bien nopretendía ironizar.

—En serio, ¿es amigo tuyo?—Ya te he dicho que sí. ¿Por qué?—¿Crees que él… —Gil estuvo a

punto de decir «querría ayudarme»…,pero hubiera sido demasiado humillanteque le respondieran que no. Vaciló unmomento y dijo:

—¿… podría ayudarme?Al ponerlo fuera de la ley era lógico

que el asesinato incitase a Gil a buscar

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refugio entre los macarras y lasprostitutas, entre la gente que vive —creía el— al margen de la ley. Unobrero de edad madura se hubierasentido abatido por causa de aquelcrimen. Por el contrario, un acto de talnaturaleza endurecía a Gil, lo iluminabadesde el interior, le confería un prestigioque jamás hubiera alcanzado sin él y decuya carencia hubiera sufrido. Elprestigio era sin duda combatido por elmovimiento de retroceso delpensamiento de Gil buscando en lacadena de causas y efectos un modo deliberarse de su crimen, pero al final deese movimiento, el crimen no lo había

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abandonado, el remordimiento seguía enél, lo debilitaba, lo hacía temblar ydoblaba su cabeza, había sido necesarioque obtuviese, ya no una justificación,sino el reconocimiento de la existenciade esa muerte mediante una actituddiferente. Tal actitud debía serleotorgada por un movimiento justificativo—y explicativo—: un movimiento haciael futuro partiendo de la voluntadconsciente de muerte. Gil era un albañiljoven, pero no había tenido tiempo deamar su profesión hasta identificarse conella. Estaba aún lleno de sueños difusosque de súbito se convertían en realidad(llamaremos sueños a esos detalles

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insólitos que delatan en un gesto lapresencia de lo maravilloso: el contoneode las caderas y de los hombros, elllamar con un castañeteo seco de lasfalanges, el expulsar el humo por lacomisura de la boca, el subir el cintocon la mano abierta…; detalles comouna palabra, la jerga elegida, la especialdisposición de la ropa: el cinturóntrenzado, la suela de los zapatos fina,los bolsillos estilo «dolor de tripas»,todo un conjunto que demuestra que eladolescente es sensible a esos tics más omenos precisos de los hombres,orgullosos soportes de todos losatributos del mundo criminal); pero el

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esplendor de tal realización tenía porfuerza que asustar al muchacho. Hubierasido más fácilmente aceptableconvertirse de la noche a la mañana enel ladrón o el rufián que cualquierchaval aspira a ser. Asesino erademasiado para su cuerpo y su alma dedieciocho años. En todo caso debíasacar partido del prestigio inherente aello. Creía ingenuamente que losmuchachos del hampa se sentiríanfelices de poder acogerlo. Querelleestaba seguro de lo contrario. El actoque moldea definitivamente al asesinoes tan extraño que el que lo ejecuta setransforma en una especie de héroe.

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Queda fuera de la bajeza de la crápula.Notando esto, los maleantes raras veceshacen del asesino uno de los suyos.

—Voy a ver. Tengo que hablarle deello a Nono. Decidiremos lo que sepuede hacer.

—Pero ¿tú qué piensas? Hesuperado las pruebas.

—Sí. No digo que no. De todosmodos puedes contar conmigo. Te tendréal corriente.

—¿Y Robert? Puedo trabajar conRobert.

—¿Sabes con quién está trabajando?—Con Dédé, ya lo sé. Hemos sido

amigos. Sé que andan juntos. Y que a

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Mario no le gusta, pero que no dicenada. Si ves a Robert, trata de enterartesi puedo currelar con ellos dos. Pero nole digas dónde estoy.

Querelle saboreaba una impresiónde dulzura, no porque estuvieraexplorando una caverna consagrada almal, sino porque era poseedor de unsecreto más profundo que el que Gilacababa de revelarle.

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Existe una cámara secreta, cerradacon una puerta blindada. Contiene,además de algunos pobres perros enjaulas, algunos monstruos de los cualesel más conmovedor es el que permaneceen el centro de la cámara, es nuestroreproche íntimo. Encerrado en unaenorme pecera de cristal que tiene más omenos la forma de su cuerpo, es malva yestá hecho de una sustancia blanda, casigelatinosa. Parecería un gran pescado deno ser por la muy humana tristeza de sucabeza. El domador que vigila a losmonstruos desprecia sobre todo al que,

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como sabernos, encontraría cierta paz enel abrazo de sus iguales. Pero él no tieneiguales. Los otros monstruos sedistinguen de él por un ligero detalle. Élestá solo y nos ama. Espera sinesperanza una mirada amistosa denosotros, que nunca se la concederemos.Querelle vivía todos sus instantes en esadesoladora compañía.

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Con indolente negligencia Querelledijo:

—¿Pero por qué se te ocurriócargarte al marinero? Nadie se loexplica.

Esta frase insinuante se iniciaba conun «pero» de una hipocresía tan grandeque, acostumbrado a la brusquedad, lerecordó al momento al teniente Seblon ysus modales solapados, sus maniobrasde acercamiento. Gil se sintió palidecer.Su vida, su presencia dentro de símismo, afluyó a sus ojos, a los que secó,se escapó por su mirada, para perderse,

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para diluirse en las tinieblas delcalabozo… Vacilaba en responder, nocon una vacilación en la que con sangrefría se están sopesando los pro y loscontra, sino con una especie de perezacercana al anonadamiento, agravada porun sentimiento de la inutilidad de todanegación que le impedía abrir la boca.Esta acusación era tan grave que estabatratando de asimilarla: callaba,procuraba abandonarse en su mirada,cuya importancia comprendía hasta elextremo de sentirse mover furtivamenteel músculo del ojo y el párpado. Sumirada permanecía fija. Los labios cadavez más apretados.

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—¿Eh? ¿Y el marinero? ¿Cómo tedio por ahí?

—No ha sido él.Como a través de un duermevela, oía

Gil la pregunta de Querelle y larespuesta de Roger, y no le resultómolesto el sonido de sus voces. Sehallaba todo él en la intensidad de sumirada fija, de cuya fijeza eraconsciente.

—Si no es él, ¿quién puede serentonces?

Gil dirigió su mirada al rostro deQuerelle.

—Palabra, no he sido yo. No puedodecirte quién ha sido porque no lo sé.

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Pero por la chola de mis viejos, te juroque yo no.

—Los periódicos han dicho queprobablemente eres tú. Yo te creo, perovete a convencer a los guris.Encontraron tu mechero junto al cadáver.Como quiera que sea, mi consejo es quesigas encamado.

Al final Gil se había resignado aeste otro crimen. Habiendo nublado suóptica la monstruosidad de su acto, alprincipio había pensado en entregarse ala policía. Creía que tras haberlereconocido inocente respecto al segundocrimen, le soltarían para que pudieraesconderse a propósito del primero.

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Creía que la policía respetaba estasreglas del juego. Pronto se le puso demanifiesto la demencia de talpensamiento. Ahora bien, poco a pocoiba asumiendo Gil el asesinato delmarino. Buscaba los motivos. Sepreguntaba a veces quién podía ser elverdadero asesino. Se interrogaba a símismo para saber cómo había llegado aperder su propio mechero en el lugar delcrimen.

—Me pregunto quién puede ser. Nisiquiera me había dado cuenta de queme había quedado sin mechero.

—Te digo que tú, tranquilo. Vamos aver entre troncos qué se puede hacer por

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ti. Vendré a verte siempre que pueda. Levoy a dar incluso un poco de pasta a tutronco para que te traiga algo demanducar y tabaco.

—Eres cojonudo, ¿sabes?Pero en el instante anterior a

perderse, para concentrarse en sumirada y diseminarla en las tinieblas,Gil había derrochado tantas fuerzas queya no conseguía reagrupar las suficientespara infundir a su gratitud el ardor detodo su ser. Estaba cansado. Unainmensa tristeza velaba su rostro, abatíalas comisuras de aquellos labios queQuerelle había visto algo húmedos,cantarines y risueños. Su cuerpo se

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había desplomado sobre la esquina de lacaja y toda su actitud expresaba losiguiente: «¿Qué demonios puedo hacerahora?». Se encontraba al borde de lapena, no de la desesperación, pero supena se asemejaba a la de un niñoabandonado un instante en el umbral dela noche. Estaba perdiendo parte de sufuerza y su verdad. No era un asesino.Tenía miedo.

—¿Piensas que si me cogen no haynada que hacer?

—Nunca se sabe. Es una lotería.Pero no le andes dando vueltas. No tevan a coger.

—Oye, eres un amigo de verdad,

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¿sabes? ¿Cuál es tu nombre de pila?—Jo.—Jo, eres un amigo. Nunca lo

olvidaré.Toda su alma se volcaba por fin al

encuentro de Querelle, que pronto seiría, volvería a la vida normal, y que erafuerte, con la fuerza de lo menos cienmillones de hombres.

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Tras los muros, Gil no podía ver lasescenas matinales o crepusculares delpresidio, pero, filtrándose a través delas piedras, los golpes y los gritos delastillero marítimo evocaban en su menteaquellas hermosas imágenes. En elinterior del muchacho, encerrado entrelas murallas, el asesinato y laadolescencia, ahogado por la angustia yel olor a brea, la imaginación sedesarrollaba con extraordinario vigor.Luchaba ésta imperiosamente contracada uno de aquellos obstáculos y seservía de ellos para sus desvarios. Oía

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Gil los ruidos y entre ellos aquelchirrido tan peculiar de las grúas y losaparejos. Su cuadrilla trabajaba en Brestdesde hacía demasiado poco tiempopara que la animación de los astillerosnavales no hubiera impresionadointensamente su memoria. Se le habíangrabado aquellos ruidos claros y frescosque corresponden al resplandor del solentre el cobre de las pasarelas, sobre untrozo de vidrio, al paso rápido de unbote empavesado en el que doradosoficiales se mantienen erguidos, a unavela en la bahía, a las lentas maniobrasde un acorazado, a las elegantes yCándidas exhibiciones de los grumetes.

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En el interior de su cárcel, cada uno deaquellos ruidos desencadenaba dentrode él la imagen mil veces másemocionante de aquellas cosas. Siendoel mar, por su misma naturaleza, elsímbolo de la libertad, toda imagen quelo evoque se reviste de este podersimbólico, se reviste por sí sola de todala potencia simbólica del mar; y cadauna de las imágenes, desde el momentoen que aparece, causa en el alma delcautivo una herida tanto más dolorosacuanto más trivial sea la imagen. Lonatural sería que la aparición de unpaquebote entero, bogando en alta mar,provocara una crisis de desesperación

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en la conciencia del niño, pero en elcaso que nos ocupa el paquebote y elmar tomaban difícilmente posesión deesta conciencia: era primero el ruidocaracterístico de una cadena (¿esposible que el chirrido de una cadenadesencadene todo el aparato de ladesesperación? ¿De una simple cadenaen la que la parte interior de loseslabones está oxidada?). Gil realizaba(sin sospecharlo) el dolorosoaprendizaje de la poesía. La imagen dela cadena desgarraba una fibra y eldesgarrón se acentuaba hasta permitir elpaso del navio, del mar, del mundo,hasta destruir finalmente a Gil, quien se

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encontraba fuera de sí mismo y sin otraposibilidad de existir que en aquelmundo que acababa de apuñalarle, detraspasarle, de aniquilarlo. Acurrucadocasi todo el día tras el mismo rodillo debeta, le había cogido a aquel rodillo ungran apego, una especie de amistad. Lohabía hecho suyo. Lo amaba. Justamenteaquel rodillo, y sólo aquel, era el quehabía designado. Cuando lo abandonabadurante algunos instantes, para acercarsea las ventanas sin cristales (o decristales opacos a fuerza de grasa) Gilno se separaba de él por completo.Abrumado, agazapado a su sombra,escuchaba el canto dorado del puerto.

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Lo interpretaba. Tras los muros estaba elmar, familiar y solemne, dulce y rudopara los chicos de su especie, para losque tienen en su haber «un mal trago».Inmóvil, durante largos minutos Gilmiraba fijamente el extremo de la betaque manoseaba con sus dedos. Sequedaba con la mirada fija en ella. Sedetenía en las peculiaridades de unatrenza complicada, embadurnada debrea. Desolador espectáculo, querestaba toda magnificencia al asesinatode Théo, al dejar reducido a su autor atan pobre actividad: la tristecontemplación de un cabo de beta negroy pringoso, enrollado por sus sucios

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dedos. Sin embargo, lo que antecede noes sino la descripción de un períodomoroso. La visión microscópica yprecisa de Gil conseguiría hacerleatravesar la desesperación y alcanzar laserenidad. Esforzándose por penetrar elmisterio sencillo de la beta untada debrea, la mirada —precisamente a causade la desolación del espectáculo—perdía a veces su fijeza y el espírituevocaba un recuerdo feliz. Luego, Gilretornaba a la beta —el interés por lacual no se ajustaba ya a las leyes de larazón— y la interrogaba en silencio.Este hábito equivalía a una disciplina.Lamentablemente, suponía para Gil la

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infeliz disposición de aprehenderviolenta y espontáneamente la esenciade las cosas, y lentamente, le conducía,paso a paso —pronto sería capaz deconcebir la esencia del granito, laesencia del tejido, la ásperaparticularidad del plato de hierro con elborde cortándole los labios—, hacia unavida desollada, desollada hasta loshuesos. Algunas veces las lágrimasafluían a sus ojos. Pensaba en suspadres. ¿Los seguiría interrogandotodavía la bofia? Con frecuencia oíadurante el día a los reclutas de la bandade cornetas y tambores tocar y marcarlos pasos redoblados, los estribillos de

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las marchas. En la permanente oscuridaden que vivía Gil, aquellas cantinelasconstituían un monstruoso canto delgallo que durante toda una jornadaanunciaba un sol resplandeciente que nollegaba nunca a salir. Los gritosincapaces de desgarrar su noche dejabana Gil sumido en la más plenadesesperación. Las llamadas queanunciaban la aurora eran falsasllamadas. Gil se levantaba de golpe, sinrazón. Gil se ponía a caminar un ratoevitando las partes iluminadas. Yesperaba la noche, los alimentos y lascaricias de Roger.

«¡Pobre chaval! ¡Con tal de que no

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me abandone! ¡Con tal de que no se dejepescar! ¿Qué iba a ser de mí?»

Con el cuchillo que le había dadoRoger trató Gil de grabar sus inicialesen el granito. Dormía a menudo. Aldespertar, sabía de inmediato dónde seencontraba huyendo, escondiéndose dela policía de todos los países del mundoa causa de un asesinato, o de dos. Loinmundo de su situación se desarrollabaasí: en cuanto tomaba conciencia de susoledad, se instalaba en ella diciéndose:

«Gil, Gilbert Turko, soy yo y estoysolo. Para ser un auténtico Gilbert Turkotengo que estar solo, y para estar solotengo que estar solo. Es decir,

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abandonado. ¡Qué asco! ¡Los viejos, quese jodan! ¿A mí qué demonios meimportan los viejos? Eran unoscabrones. Mi viejo descargó en elchochazo de mi madre y nueve mesesmás tarde nací yo. ¿Yo qué tengo que vercon todo eso? Salí de un chorro que notuvo suerte. Mis viejos me la traen floja,son unos jodidos.»

Buscaba sus defensas, siempre quepodía, en este estado de agresivosacrilegio que le proporcionaba unacoraza de orgullo y rebeldíapermitiéndole mantener el cuerpoerguido y la cabeza alta. Gil deseó queaquello se convirtiera en su estado

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habitual: odiar y despreciar a sus padrespara no dejarse abrumar por la pena quele inspiraban. Al comienzo de estaexperiencia se concedió, sin embargo,algunos minutos de ensoñación durantelos cuales, ovillándose sobre sí mismo,con la cabeza inclinada sobre el pechoencerrado entre sus brazos cruzados,volvía a ser el niño sumiso y adorado desus viejos. Deshacía su acto,elaborándose una vida que habríacontinuado, sin el crimen, dulce ysencillamente. Luego volvía a su trabajode destrucción.

«Me cepillé a Théo e hice bien. Sivolviera a empezar, haría lo mismo.»

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Gil se encarnizaba, destruía (oquería destruir) dentro de sí el menorrastro de la compasión que todavía leacechaba.

«Pobre muchacho. Está cuadrado, escojonudo, pero, ¿qué mal trago tiene ensu haber? Nada. Ni torta. Sólo supellejo», pensaba de Querelle. Seburlaba de él de boquilla, pero elsentimiento hondo e infeliz en el que sehallaba sumergido le llevaba ainclinarse con respeto ante aquelgigantón cuya calma, edad, posición enel hampa y su seguridad intacta en lasociedad constituían para Gil unsalvavidas que servía para mantenerle

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un poco a flote de la desesperación. Ensu segunda visita Querelle se habíamostrado jovial. Había bromeado sobrela muerte, y Gil tuvo la impresión de quepara el marinero la muerte de un hombreno tenía ninguna importancia.

—Entonces, ¿no te parece horribleque me haya cargado al tipo? —CuandoRoger estaba ausente, Gil se permitía uncierto abandono. Ya no tenía quedárselas de hombre.

—¿A mí? Tronco, se necesita otrotipo de cosas para conmoverme. No tedas cuenta del rollo. En primer lugar, teestaba haciendo la puñeta. No respetabatu honor, y el honor es sagrado. Da

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derecho a matar.—Eso es lo que yo me digo. Pero

los jueces no lo van a entender.—No hay peligro de que

comprendan. Son cabezas de chorlito ysobre todo en este pueblucho. Por eso note queda más remedio que esconderte yque los amigos te protejan. Eso siquieres de verdad ser un duro.

Al resplandor de la vela, en el rostrode Querelle, como tras un papel de seda,Gil descubrió la dulzura de una sonrisa.Cogió confianza. Con toda su almadeseó ser un duro de verdad. (Con todasu alma, es decir, que la sonrisa deQuerelle provocaba en él una llamarada

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de entusiasmo, una exaltación que lehacía olvidarse incluso de su cuerpo.)La presencia de Querelle aportaba,pues, un consuelo amistoso y eficaz,conmovedor como los consejos que undeportista da a otro deportista —yalgunas veces su rival— en el curso dela competición: «respiraprofundamente»…, «cierra la boca»…,«dobla las corvas»…, en los que sepone de manifiesto toda la secretasolicitud por la belleza de la acción.

«¿Qué me queda ya que perder?Nada. De los viejos ya no me quedanada. Nada en absoluto. Tengo quelabrarme mi vida.» Le dijo a Querelle:

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—Ya no tengo nada que perder.Puedo hacer lo que quiera… Soy libre.

Querelle vaciló. Frente a sí sealzaba de súbito la imagen de lo que élmismo había sido cinco años antes. Demodo accidental había matado a unchorvo en Shangai; el orgullo de marinoy el orgullo nacional lo habían exigido.El crimen fue ejecutado en un abrir ycerrar de ojos: el joven ruso le habíainsultado. Querelle asestó el golpe, y deuna cuchillada le reventó un ojo.Mareado por el horror y tratando deliberarse de él, le cortó el cuello almuchacho. Habiéndose desarrolladoeste drama durante la noche, en una

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calleja iluminada, arrastró el cadáverhasta la sombra y se las arregló paraque, recostado en la pared, pareciera unviandante acurrucado. Finalmente, demodo espontáneo y para escarnecer almuerto, que podía tener el capricho deregresar del otro mundo paraatormentarle, sacó del bolsillo de supantalón una pipa de brezo y la introdujoentre los dientes de su víctima.

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Madame Lysiane negaba a suspupilas el derecho a llevarcombinaciones de encaje negro. Lestoleraba el salmón, el verde o el crema,pero, sabiéndose tan bella en su oscuraropa interior, no podía consentir queaquellas damas se engalanasen comoella. Tenía preferencia por el negro, notanto porque hiciese aún más suave lablancura lechosa de su piel como porquetal color hace más frivola la ropainterior —sin dejar de conferirle ciertaseriedad—, y Madame Lysianenecesitaba esta superfrivolidad.

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Explicaremos por qué. En su habitaciónse desnudaba parsimoniosamente.Plantada (y como clavada al suelo porsus altos tacones) ante el espejo de lachimenea con el fin de desabrocharse elvestido que se abría del lado izquierdo,desde el cuello a la cintura, siguiendouna curva que se acentuaba detrás delhombro, dibujaba con la mano derechapequeños gestos concisos y rotundos,que en su redondez y plenitud, en laviveza de sus dedos, encerraban todo loque su persona poseía de almibarado, dedistinguido y de confortable. La danzacamboyana había dado comienzo. Secomplacía Madame Lysiane en el

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movimiento de su brazo, en el ángulo desu codo, y estaba segura de que un gestotal la diferenciaba de las putas.

—¡Qué vulgares pueden ser, Diosmío! ¿Creerás que Regina no ha caídotodavía en la cuenta de que ya no selleva el peinado con flequillo? ¡Qué va!Todas las que lo son se imaginan que alos clientes les gusta el estilo puta. ¡Quéequivocadas están! ¡Si es todo locontrario!

Se miraba hablar, con cara de idiota.De vez en cuando, a través del espejolanzaba una mirada a Robert, que seestaba desnudando.

—Cariño, ¿me estás escuchando?

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—Ya ves que te estoy escuchando,¿no?

En verdad, la escuchaba. Admirabasu elegancia y su noble distinción frentea la vulgaridad de las putas; pero no lamiraba. Madame Lysiane iba dejandocaer hasta los pies, sobre su cuerpo, elvestido tubo. Se desollaba. Aparecíanen primer lugar sus hombros blancospronunciados, separados del tronco porel estrecho tirante de terciopelo o deraso negro que le sujetaba lacombinación; a continuación los senosbajo el encaje oscuro y el sostén rosa;finalmente, Madame Lysiane pasaba porencima de la falda caída a sus pies: se

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había puesto el uniforme. Erguida sobresus zapatos de tacón alto, estilo Luis XV,y sobre todo a causa de su altura y de suesbeltez, casi afilados, se acercaba a lacama. Hacía apenas un rato que Robertse había acostado. Ella lo contemplabacon la mente en blanco. De pronto sevolvía y exclamaba: «¡Ah!».Dirigiéndose entonces hacia la coquetade caoba con aquellos mismos ademanesredondos, pero ahora más amplios, desus brazos, tras arrancarse de los dedossus cuatro anillos, se deshacía elpeinado. Como vibran hasta elfirmamento el desierto o la selva ante elestremecimiento del cuerpo entero del

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león, así vibraba la habitación, desde laalfombra raída hasta el último plieguede las cortinas de la ventana, cuandoMadame Lysiane se sacudía la cabeza,la melena encrespada, los hombros dealabastro (o de nácar): cada nochepartía orgullosamente a la conquista delmacho vencido de antemano. Retornabaa la orilla del abrevadero, bajo laspalmeras, donde Robert seguía fumandosin apartar la vista del techo.

—Podrías abrirme la cama.Él doblaba parsimoniosamente la

esquina de las sábanas para que suamante pudiera deslizarse en la cama.Madame Lysiane se sentía herida por

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aquella falta de delicadeza y la heridasiempre le parecía dulce, pues lerecordaba que había algo que tenía queser conseguido en una fuerte lucha. Erauna mujer valiente y vencida. Sufastuosidad física, las riquezas de suseno y su melena, la opulencia toda desu cuerpo habían sido ya ofrecidas yfácilmente conquistadas en virtud de esamisma opulencia, pues toda opulenciaofrecida es virgen. Pasamos por alto subelleza. La belleza puede suponer unadefensa más terrible que las alambradasde espinos: lanza sus dardos y susmanotazos, dispara sus ráfagas, mata adistancia. La opulencia de la carne de

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Madame Lysiane era la forma exacta desu generosidad. Su piel era blanca ysuave. Tendiéndose al instante (aMadame Lysiane no le gustaba lapalabra acostada, y por respeto a sudelicadeza no la emplearemos alreferirnos a ella; mancillaríamos una desus «delicadezas», de sus palabrasprohibidas), tendida, pues, contemplabala habitación. Abarcaba con una miradalenta y en círculo todas sus riquezas, sindejar por ello de ver con precisión losdetalles: la cómoda, el armario de luna,la coqueta y los dos sillones, loscuadros ovalados de dorados marcos,los jarrones de cristal, la araña.

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Constituían su ostra y el dulceresplandor del nácar cuya perla regiaera ella: el nácar de los rasgos azules,de los espejos biselados, de lascortinas, del papel, de las luces. Laperla de sus pechos (y aunquedeseándolo, para evocar esta imagen leera preciso adoptar una cara traviesa,una sonrisa picara y llevarse el dedomeñique a la boca) y, estábamosdiciendo, la doble perla de su grupa. Erafeliz y digna heredera de las que antañoeran denominadas accidentadas,arrodilladas, devoradas, desabrochadas,chicas de escayola, furcias, instantáneasLuis XV, resplandecientes, luminosas,

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espumosas, numeradas, colgadas,cogollos de los pobres, universales…Cada noche, antes de entregarseplenamente, hasta disolverse, al amor yal sol, Madame Lysiane necesitabacerciorarse de su riqueza terrestre. Sesentía entonces tranquilizada, aldespertarse, de poseer un refugiomaravilloso, digno de las curvas de sucuerpo, y una fortuna que le permitiría,al día siguiente, recobrar el amordiseminado entre los pliegues máscálidos de la habitación. Lentamente,como por descuido y como si de unaoleada líquida se tratase, deslizaba unade sus piernas entre las dos piernas

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velludas de Robert. En el extremo de lacama, tres pies —haciendo esfuerzosdesesperados para convertirse por uninstante en la frente meditabunda deaquel cuerpo enorme en el que cada pieera un rostro de sexo diferente yenemigo—, tres pies se juntaban, seentrelazaban, con la destreza que lespermitían sus pobres articulaciones.Robert apagaba su cigarrillo contra elmármol de la mesilla; se volvía haciaLysiane y la besaba; pero ella, al primerbeso, apretándole las sienes entre lasmanos, le echaba hacia atrás y se poníaa contemplarlo:

—¡Qué guapo eres! ¿Sabes?

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Él sonreía. Intentaba besarla denuevo para no tener que decirle nada.No sabía mirarla sin amor, y aquellatorpeza de expresión le daba unaapariencia externa de durezaenormemente viril. Al mismo tiempo, laprecipitación algo temblorosa, y que sequebraba al llegar a su rostro, del mirarenamorado de su querida le dejaba enplena posesión de su fuerza. «¡Se lopuede permitir!», pensaba ella. Lo quequería decir era: se puede permitirquedarse impasible, es losuficientemente violento. Y él sequedaba así. Los ardores yaenloquecidos de los hermosos ojos de la

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mujer iban a estrellarse contra aquellasrocas abruptas y acariciarlas. (MadameLysiane tenía unos ojos muy bellos.)

—Cariño.Se precipitaba hacia un nuevo beso.

Robert se emocionaba. Despacito, le ibatrasmitiendo la paz con la certeza de quetodas las riquezas de la habitaciónseguían siendo suyas, de él; el calorascendía por su polla. Se empalmó. Deahora en adelante y hasta siempre —hasta el placer— nada podría recordarlelo que había sido, un triste estibadorenflaquecido y perezoso, y que podíavolver a serlo de nuevo. Hasta laeternidad sería un rey, un césar cebado y

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vestido con la púrpura de la coronación,con la toga del poder tranquilo y seguroque se opone al jubón del conquistador.Empezaba a empalmarse. Al duro yvibrante contacto, Lysiane daba a sucarne dorada la orden de estremecerse.

—¡Qué guapo eres!Se ponía a esperar entonces todos

los preparativos del verdadero trabajo,de aquel instante en que Robert,escarbando bajo las sábanas con su bocaque iba como un hocico, que husmeabaen la tierra negra, perfumada y nocturnade las trufas, apartaría los pelos y leharía cosquillas con la punta de lalengua. Aguarda ella aquel instante sin

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insistir demasiado en sus pensamientos.Pues deseaba permanecer pura para sersuperior a las mujeres que tenía bajo sumando. Aunque las alentaba en losdemás, no podía permitir lasperversiones en lo que le concernía aella. Debía seguir siendo normal. Suscaderas, pesadas y repletas, eran suspilares.

Odiaba la inestabilidad de loinmoral y lo impúdico. Se sentía fuertepor tener unas caderas y unas ancas tanbellas. Estaba segura. La palabra quevamos a utilizar y que un estibador habíalanzado a su paso ya no le chocaba, afuerza de repetírsela: su «prosa». La

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responsabilidad, la confianza deMadame Lysiane en sí misma residía ensu prosa.

Se pegó más a Robert, quien volvióun poco su cuerpo hacia ella, y suave,sencillamente, sin ayudarse con la mano,le metió la polla entre los muslos.Madame Lysiane dio un suspiro. Y,sonriendo, ofreció la nocheaterciopelada y sembrada de estrellasque le tapizaba hasta la boca conformebrindaba la blancura de nácar de sucarne, sembrada de venas azules. Deordinario se abandonaba, pero desdehacía varios días, y más aún aquellanoche, montaba guardia con demasiada

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precisión el dolor que le causaba elparecido de los dos hermanos. Aunquela inquietud le impedía ser una amantefeliz, hizo, sin embargo, un bello ademánfuera de la sábana para apagar la luz.

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«Estáis solos en el mundo, por lanoche, en la soledad de una explanadainmensa. Vuestra doble estatua serefleja en cada una de sus mitades.Estáis solitarios y vivís en vuestradoble soledad.»

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No podía más. Madame Lysiane selevantó para encender la luz. Robert,sorprendido, se quedó mirándola.

—Dirás lo que quieras, peque… (Latorpeza de Robert, su indiferencia hacialas mujeres, hacía que no tuviera interéspor el lenguaje, aunque éste fuera sólocortes, adecuado al sexo. Hablarle conternura a una mujer, incluso hablarle enfemenino, lo hubiera puesto en ridículo asus ojos)…, peque, pero erescomplicada (con todo, flaqueaba alpronunciar la «a» de los adjetivos, ysemejante desmayo le avisaba de la

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presencia de la mujer en el lenguaje),eres complicada. Jo y yo somos asíporque somos así. Desde la eternidad…

—A mí me molesta. No tengo porqué ocultarlo.

Era la patrona. Hacía mucho tiempoque aquel parecido la estaba matando,persiguiendo su hermosa carne. Era lapatrona. La casa costaba cara. Si Robertera un buen macho —«y que puedepermitirse…»—, ella era también unahembra fuerte, fuerte por su dinero, porsu autoridad sobre las chicas y por lafirmeza de su prosa.

—¡Me fastidia, me fastidia, mefastidia vuestro parecido!

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Se dio cuenta de que sus gritos erantan endebles como los de una mujer decera.

—No me vas a dar la tabarra. Ya telo he dicho, que no hay nada que haceral respecto.

Robert era tajante. Al comienzo dela escena, no entendiendo nada, habíapensado que su amante aludía asentimientos de una gran delicadeza,propios de una mujer distinguida comoella; pero luego, al prolongarse la cosa,se sintió incomodado. Con el alma ajenaa las provocaciones, había conservadosu frialdad.

—No puedo hacerle nada. Desde

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que éramos crios ya nos confundían. —Madame Lysiane se hinchó de aire paraun suspiro que sería el último. Desdeantes de esta frase y gracias a ella,Robert presentía, aunque confusamente,que le iba a causar un dolor terrible,pero sin desearlo a ciencia cierta, y sinembargo, malignamente, con unaconciencia clara y cenagosa, acumulabanuevos detalles para hacer sufrir a suamante y reforzar su posición, al tiempoque se aislaba con Querelle, a quien porsegunda vez descubría en lo másprofundo de sí mismo. Madame Lysianerechazaba y provocaba a la vez aquellosdetalles. Los estaba esperando.

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Esperaba otros más monstruosos. Juntos,sin comprenderlo bien, ambos amantespresentían que la curación llegaría al fincuando todo el mal, como el pus, fueraexprimido de ellos. Su instinto permitióa Robert una frase terrible, en la que sehallaba encerrada la idea de uno solo:«Cuando éramos mocosos ya nostomaban al uno por el otro. Teníamoslos mismos arreos, los mismospantalones, las mismas camisas. Idénticacarita. No podíamos separarnos».Odiaba a su hermano —o creía odiarlo—, pero se hundía de lleno en susrelaciones con él, relaciones que al serremotamente anteriores aparecían como

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una maleza en la que ambos cuerpos seencontraban pegados y enzarzados. Almismo tiempo, el temor a que MadameLysiane descubriera lo que élconsideraba el vicio de su hermano,llevaba a Robert a exagerar aquellasrelaciones, a consagrarse, con unaapariencia cada vez más ingenua, aconferirles un sentido demoníaco.

—¡Estoy harta, Robert! ¡Estoy hartade vuestras guarrerías!

—¿Qué guarrerías? No hay ningunaguarrería. Somos hermanos…

Madame Lysiane se quedóestupefacta de haber pronunciado lapalabra guarrería. Era evidente que no

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había nada malo (en el sentido en quesuele decirse: «eso está mal», es decir:«no es limpio») en el hecho de que doshermanos se pareciesen. Lo malo estabaen aquella operación invisible yrealizada ante vuestros ojos, queconvierte a dos seres en uno solo(operación que se llama amor cuandoambos seres son disímiles); o que de unsolo ser hace dos mediante la magia deun único amor: el suyo (en MadameLysiane, el equivalente sentimental deeste último argumento vaciló al llegar ala palabra «por»…), ¿por Robert o porQuerelle? Se quedó desconcertadadurante un segundo:

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—Sí, vuestras guarrerías.Exactamente, lo he dicho bien, vuestrasguarrerías. ¿Crees que me chupo eldedo? Con el tiempo que hace queregento una casa, ¿crees que no sé lo queocurre en ella? Estoy hasta aquí.

Dirigía este último reproche a Dios,y por encima, más allá de él, a la vidamisma, que hería con sus aristas lablancura y el calor de sus carnes y sualma nutridas de leche. Ahora estabasegura, hasta tal punto se amaban, de quehabían experimentado la necesidad deun tercer personaje que les haríadespegarse al uno del otro, queintroduciría una diversificación. Sentía

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la vergüenza de saberse —aunque nocreyese en ello— ese tercer personaje.Las cinco últimas palabras fueronpronunciadas con voz acusadora ylastimera a un tiempo. Estabasuplicando.

—Estáis siempre mirándoos. Yodejo de existir. ¡No existo en absoluto!¿Qué es lo que soy? ¿Cuál es mi lugarentre vosotros dos? ¿Eh? ¡Dilo! ¡Dilo!¿Eh? —Se había puesto a gritar. Sufríapor haber gritado tan alto y tan bajo. Suvoz se tornaba cada vez más alta y másaguda, aunque velada. Robert la mirabasonriendo.

—¿Te hago reír? Usted, señor, vive

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en los ojos de su hermano, de su Jo.¡Ah!, ¿se llama Jo? El señor vive en suhermano…

—No saques las cosas de quicio,Lysiane. No hace falta irlo publicandopor ahí.

Ella rechazó las sábanas y saltó dela cama. La habitación hizo sentir supresencia a Robert, dulce y agresiva.Todas las riquezas acudían, seprecipitaban a su llamada, pero cadatesoro por separado se alejaba,magullado, arrebatado por una oleada demiseria. Madame Lysiane se erguíablanca y derecha entre los mueblesdescarnados. Un odio repentino

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proporcionó a Robert un atisbo deinteligencia. Buscó y halló defectos: suquerida era odiosa y ridicula.

—¿Has acabado de chillar?—Dentro de tu hermano. Vivís cada

uno dentro del otro.La sequedad de la voz de Robert y la

dureza súbitamente inhumana de sus ojosremataron la cruel herida. Ella confió enque él llegaría hasta la cólera liberadoraque le haría vomitar sobre las sábanastodo el amor por su hermano y suparecido con él.

—Y, lógicamente, no hay sitio paramí. No debo hacerme ilusiones decolarme entre vosotros dos. Me echáis a

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la calle. Soy demasiado gorda… ¡Oh!…, eso es, ¡soy demasiado gorda!

Erguida sobre la alfombra, pero conlos pies asentados en el suelo, su cuerpohabía perdido el cimbreo imponente quele prestaban los zapatos de tacón alto.La anchura de sus caderas había perdidotodo sentido, al no sujetar, haciéndolesbalancearse, los pesados pliegues deuna tela sedosa. Su pecho era menosaudaz. Ella se dio cuenta de todo esto almomento, e igualmente de que la cólerasólo puede expresarse en tono trágico,nacido del coturno y desarrollado en sucuerpo prieto del que nada pende.Madame Lysiane sintió añoranza de

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aquella época en que la mujer era reina.Añoró los corsés, las varillas, lasballenas que ponían el cuerpo rígidoprestándole la suficiente solemnidad yferocidad para dominar las costumbres.Le hubiera gustado tratar de juntar losdos bordes rígidos y flexibles de uncorsé rosa, de cuya parte inferiorpendieran, azotando sus muslos, cuatroligas. Pero se encontraba desnuda, conlos pies sobre la alfombra. Algo tanmonstruoso por su incongruencia comolo siguiente se instaló en ella,desorganizándola y casidesconsolándola: —«¿Tendré que sufrirla vergüenza de saberme un cañón Berta

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de enormes pies con sandalias enescalera? Pero soy una maga…» Luegosu mente quedó al punto interferida porla confusión severa, exacta eindescriptible —incluso ante susmismos ojos—, de dos cuerpos ágiles ymusculosos, a los que se oponíablandamente la mole presta adesmoronarse de su cuerpo demasiadogordo. Se encaramó a sus zapatoscobrando algo de nobleza.

—Robert…, Robert… ¡Oh, Robert,mírame! ¡Soy tu querida! ¡Te amo! ¿Noves que me estoy derritiendo?…

—No puedo decirte nada, quéquieres, haces un drama de todo.

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—Pero, cariño, quisiera que fuerastú solo. Si soy tan desgraciada es porqueos veo dos. Tengo miedo por ti. Tengomiedo de que no seas libre. Date cuenta.

Se hallaba desnuda, de pie, bajo laaraña encendida. En la comisura de laboca, Robert conservaba todavía unpliegue muy tenue, último vestigio, ypróximo a extinguirse, de su sonrisa. Sumirada había adoptado un aire deextrema gravedad y atravesaba por entrelas dos rodillas de Lysiane paraperderse por completo en un horizontemuy lejano.

—¿Por qué has dicho «nuestrasguarrerías»? Hace un rato acabas de

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decir: estoy harta de vuestras guarrerías.La voz de Robert venía de tan lejos

como su mirada; era una voz serena,pero Lysiane, pendiente de lasreacciones de su amante, percibió enella una decidida voluntad deexplicaciones geométricas; dentro deaquella voz había un instrumento —másbien un órgano— cuya función consistíaen ver. Aquella voz estaba dotada de unojo decidido a penetrar la noche.Lysiane no respondió:

—¿Eh? Has dicho: ya estoy harta devuestras guarrerías. ¿Por qué guarrerías?

La voz era serena también; pero afuerza de serlo al detenerse en la

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palabra «guarrerías», una extrañaemoción se iba apoderando de Robert.Al principio fue bastante confusa. Laidea de su hermano no tenía ningunaparticipación visible en ella, únicamentela idea de guarrerías. Robert no pensabaen nada. Su mirada era demasiadorígida, su cuerpo estaba demasiadoinmóvil para poder pensarinteligentemente. No sabía pensar. Perola lentitud de sus palabras, su calmaaparente, aunque recorrida por unaimperceptible emoción, la repetición dela palabra «guarrerías», aumentabanaquella turbación, ejercían sobre él elhechizo de una endecha de desgracias

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cuyo estribillo fuera a buscar ladesolación en los parajes másrecónditos de nuestra pena. La idea deguarrerías le molestaba, mancillaba suidea de la familia. Pensó doloridamente:«¡Es la familia que se disputa un platode garbanzos!» con una culpabilidad sinapelación. Se sentía vagamenteculpable, pero con una culpabilidadgrave, sobre todo por haber admitido asu señora que, durante su infancia,cuando toda su familia, los domingospor ejemplo, salía en grupo, cada uno seprendía una pequeña brizna de mimosaen la camisa o la chaqueta.

—Y a mí, eso me molestaba, pero no

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quería tirar el ramo, quería parecerorgulloso, así que me lo ponía entre losdientes. Al cabo de veinte metros, me lohabía tragado.

—¿Y nadie se dio cuenta nunca? —había preguntado ella.

—Ah, sí, bastante rápido. Nunca mela volvieron a prender.

Temía que ella no recordase suconfesión y creyó que así se acusaba depertenecer a una familia vergonzosa.Lysiane no respondía. De repente habíaadoptado un aspecto de desamparada, deimbécil. Contemplaba, sincomprenderlo, cómo su amante hablabadesde el fondo de la muerte. Tuvo miedo

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de perderle. Siempre que se encontrabaa solas consigo y especialmente durantesus paseos al atardecer, merodeando entorno a su tesoro, Querelle se sentíaposeído por el pensamiento delestibador: «¡Le echa mano altrasero!»[13]. Si se paseaba por entre lashierbas, bajo los árboles, entre laniebla, con pie firme y rostro impasible,sabía, sin embargo, que en su interior seestaba llevando a cabo todo un oscurotrabajo en torno a aquella frase. Eraviolado. Caperucita Roja perdida en elbosque, un rufián más fuerte que él lemetía la mano en el cesto de la comida,en su cesdta; florista encantadora, un

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chiquillo le saqueaba sus claveles,hurgaba riendo en su mercancía, queríarobarle su tesoro, al que se ibaacercando, y Querelle, en lo másprofundo de sí, tenía miedo. La angustiale oprimía el vientre. De este modo,Madame Lysiane veía a Robert asimilardolorosamente aquella expresión, comouna especie de pildora que le estabadisolviendo. Temía que se dejaraaniquilar por completo.

—Porque, vamos, has hablado de«guarrerías».

Lentamente, la idea de suciedad sefue precisando en Robert, y esa ideafinalmente se confundía con las ideas de

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semejanza y belleza. Aún penosamente,emergiendo de la imprecisión, la imagendel rostro de Jo apareció ante Robert:era su propio rostro. Con una infinitaternura (que sentía como un ligero vahosobre los ojos que, sin embargo, noparpadeaban) pensó: «hermano». Laimagen permanecía, no inmóvil, peropasando de una identidad a otra. Era él,luego su hermano. Una dulzura casidesesperada lo invitaba a confundirdefinitivamente las imágenes, y almismo tiempo le repugnaba una suertede náusea espiritual de la que habríaquerido salir purificado. Siempre a lamisma distancia, su mirada subió un

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poco y se fijó en el coño peludo deLysiane inmóvil. Robert vio ese vellónclaramente, y claramente pensó:

—Su monte, su gran monte.Pero no abandonó la doble y única

imagen de su hermano y él.—Lo dije así, sin pensarlo. No hay

que darle importancia. Soy muydesgraciada, cariño, lo sabes.

La miró, su autoridad de hembra yde patrona había perdido su presa,aflojando sus garras. Su rostro ya notenía consistencia. Se había quedadoreducida a una mujer madura, sinmaquillaje y sin belleza, pero rebosantede dulzura, provista para largo tiempo

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de reservas de ternura, guardadas condificultad, temblorosas y que podían tansólo derramarse por la habitación, enprimer lugar, sobre los pies de unRobert fascinado, en largas y cálidasolas traspasadas por peces sutiles oburlones. Lysiane estaba tiritando.

—Vuelve dentro de las sábanas.La escena había muerto. Robert se

arrimó contra su amante. No supo por uninstante si era su hijo o su amante. Suslabios inmóviles no se apartaban de lamejilla, todavía empolvada, por la quese iban deslizando las lágrimas.

—¡Cuánto te quiero, amor! Eres mihombre.

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El cuchicheó: «Apaga».Tenía los pies helados. Al extremo

de su único cuerpo, constituían el detalleque impide a los amantes sumergirse enuna embriaguez mortal. Se arrimó más aella. Madame Lysiane ardía ya y él seempalmó.

—Soy toda tuya, lo sabes, cariño.Había tomado una decisión, y para

que ésta no fuera vana, inútil, pusoMadame Lysiane en su voz toda laentrega de que era capaz. Por fin aquellanoche se iba a desgarrar un velo quejamás había cedido. Perdería unaauténtica virginidad, sacrificando supudor a los cuarenta y cinco años, y

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semejante en esto a las demás vírgenes,osó cometer en aquel instanteobscenidades de una audacia inaudita.

—Como tú quieras, cariño.Con otro suspiro, con el fin de que

las frases de entrega fueran, a pesar detodo, cortas y un poco entrecortadas porel aliento, aunque distinguiendoclaramente la última palabra, añadió:

—Como prefieras tú.Su cuerpo efectuó un movimiento

imperceptible para deslizarse bajo lassábanas. De ella emergía una emociónsorprendente, dulce y despreciable,trágica. Para mezclar su vida con la vidaridiculamente confusa de los dos

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hermanos, su amor se había dado cuentade que él mismo tenía que descender alas épocas más cavernosas, con el fin deretornar a aquel estado indefinido,protoplásmico, larvario, e introducirsemejor entre los dos, mezclándose acontinuación con ellos como una clarade huevo con otras claras de huevo. Elamor de Madame Lysiane tendría quederretirla. Reducirla a la nada, a cero,destruirle aquella coraza moral que lahabía convertido en lo que era y leconfería su autoridad. Al mismo tiempose sentía llena de vergüenza (másexactamente, hacía que ella no fuese osólo fuese vergüenza) y, por ello,

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deseando agarrarse a un hombre menosmonstruoso que aquella única mitad deuna doble estatua, a un hombre querespondiera más al macho que sabe antetodo contar dinero sin otraspreocupaciones que las derivadas de laexistencia práctica, experimentaba unavaga nostalgia de Nono. Viéndosevencida y propuesta para las obras másinfames, recobraba con gran alivio unavida más segura, más auténtica, másesencial. Y al momento le abandonaba laesperanza de mezclarse en los amoresde los dos hermanos: se deslizaba sólopor su propia felicidad. Con la bocapegada al tendón del cuello de Robert,

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murmuró:—Cariño, cariño mío, hago lo que tú

quieras.Robert la estrechó fuertemente;

luego aflojó algo su abrazo para permitirque su amante siguiera deslizándose.Ella se deslizó un poco más, despacito.Para ascender en sentido contrario, elcuerpo de Robert se endurecióligeramente. Lysiane siguiódescendiendo. Robert subiendo. Y otravez Lysiane, a la que Robert, tajante,imperioso y apresurado, empujaba confirmeza de los hombros. Ella tragó elesperma. Robert dominó su gemido: eraun macho y no estaba dispuesto a

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«abandonarse» en el goce. Cuando ellahubo sacado su rostro de debajo de lassábanas, el día entraba a través de lascortinas mal ajustadas. Miró a Robert.Se mostraba sereno, indiferente. Porentre los cabellos desordenados delantede su cara, ella le sonrió con una caratan triste que Robert le dio un beso paraconsolarla (de lo que ella se dio cuentay se irritó); luego el se levantó. Entoncespercibió con claridad que todo habíacambiado: por primera vez en su vidadespués de haber hecho el amor —dando placer a un macho— no se iba alavar, no saldría de la cama con suamante para ir al bidet. Quedó turbada

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por lo insólito de una situación tal:quedarse sola, acostada, al borde de lacama —tener la cama para ella sola—,mientras Robert iba a lavarse. ¿Quéhubiera tenido que lavarse ella?Enjuagarse la boca o hacer gárgarashubiera resultado risible tras haberseatiborrado. Tuvo la sensación de estarsucia. Vio lavarse la polla a Robert,cubrírsela de espuma en la quedesaparecía el glande, enjuagársela,secársela cuidadosamente. Se le ocurrióun pensamiento cómico que no pudoalegrarla:

«Tiene miedo de que mi boca levaya a envenenar. Es él quien suelta el

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veneno y soy yo quien le envenena.»Se sintió sola y vieja. Robert se

estaba lavando en el lavabo deporcelana blanca. Sus músculos semovían, le sobresalían en los hombros,en los brazos, en las pantorrillas. El díase iba haciendo cada vez más claro.Madame Lysiane se imaginó el cuerpode Querelle, a quien con seguridad habíavisto vestido de marinero. «Es elmismo…, no es posible, debe de haberuna parte…, tal vez tenga una polladiferente…» (Ya veremos quédesarrollo adopta esta insinuación.) Seencontraba muy sola, cansada. Robert sevolvió tranquilo, sólido en medio de su

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hermano, en medio de sí mismo. Elladijo:

—Corre las cortinas…Deseando decir en primer lugar

«querido», una especie de humildadsurgida de su sensación de suciedad leordenó no manchar a aquel hombreahora tan reluciente, a aquel hombre tantierno por las revelaciones de la noche yel ablandamiento que trae consigo elplacer, no herirle con una intimidaddemasiado insultante. Sin darse cuentadel lapsus, Robert abrió las cortinas.Una luz descolorida descompuso lahabitación, del mismo modo que se dicede un rostro que está descompuesto,

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señal de un gran trastorno, por la náusea.Lysiane sintió entonces el sabor de lamuerte. Sintió en aquel momento deseosde morir, es decir, de que su brazoizquierdo se convirtiese en una enormealeta dorsal de tiburón en la cual ellapudiera acurrucarse. Así deseaba elteniente Seblon llevar una pelerina depaño negro para envolverse en ella ypoder masturbarse entre sus pliegues.Semejante vestimenta le aislaría,confiriéndole una actitud hierática,misteriosa. Dejaría de tener brazos…Leemos en su cuaderno íntimo:

«Llevar pelerina, una capa. Dejar

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de tener brazos, y apenas piernas.Volver a ser una larva, un rorro y, apesar de ello, conservar secretamentetodos los miembros. Gracias a estavestimenta me sentiría arrastrado poruna ola, transportado por ella,encerrado en su concavidad. El mundoy sus accidentes se detendrían a mipuerta.»

Los asesinatos de Querelle y suseguridad en medio de ellos, su calma alejecutarlos y su tranquilidad entre lastinieblas, habían hecho de él un hombregrave. Interiormente, el desarrollo desus pensamientos era grave. Estaba

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Querelle seguro de haber llegado allímite en el peligro, de suerte que nadatenía que temer de una revelación sobresus costumbres. Nada podían contra él.Nadie podría descubrir sus errores,encontrar, por ejemplo, el sentido de lossignos impresos en algunos árboles delas murallas. A veces grababa concuchillo en la corteza húmeda de unaacacia un dibujo muy estilizado con lasiniciales de su nombre. Así, en torno alsecreto escondrijo donde dormía —como duerme un dragón— su tesoro, seentretejía un encaje cuya vigilancia sedebía a la virtud especial que habíapresidido su fabricación. Querelle

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velaba por sí mismo doblemente. Volvíaa dar un significado a los homenajesdegenerados. La oriflama o las ropas deiglesia bordadas eran su homenaje decada instante. El número de puntos, dehilos, correspondía a un pensamientoofrecido a la Virgen María. Querellebordaba en torno a su propio altar unvelo protector sobre el que estabaninscritas sus iniciales del mismo modoque sobre los manteles azules se hallabordada en oro la célebre M.

Cuando se hallaba ante Querelle, lamirada de Madame Lysiane se dirigíasin querer a su bragueta. De sobra sabíaque no podía penetrar la tela azul

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oscuro, pero era preciso que sus ojoscomprobasen la imposibilidad dehacerlo. Tenía la esperanza de queaquella noche una tela menos rígidaperfilaría audazmente el miembro y loscojones, permitiéndole verificar unadiferencia profunda entre los doshermanos. Esperaba además que elmiembro del marinero fuera máspequeño que el de Robert. A veces seimaginaba lo contrario y se atrevía aesperarlo.

«Y además, qué más da. Si es él(Robert) quien lo tiene más pequeñoserá más…» (No le salía la palabra,pero percibía dentro de sí un sentimiento

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maternal hacia un Robert menosfavorecido que su hermano.)

«Se lo haré notar para hacerlerabiar… Pero si se pone triste y meresponde con una voz frágil y confiada:'No es culpa mía', sí me responde unacosa así, el asunto puede ser grave.Quiere decir que se reconoceminusválido y que se pone bajo mis alasporque las suyas están quebradas. ¿Quévoy a hacer? Si le beso en seguidasonriendo como él me ha besado alsacar la cabeza despeinada de debajo delas sábanas, sabrá al fin cuánto dolorpuede causar la compasión de un ser alque se ama. ¿Me ama acaso? Yo lo

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amaré, con más ternura, pero con menosmagnificencia.»

Madame Lysiane sentía que aquellavoluntad de amar más tiernamente (yvoluntad de amar a secas) seríaincomparablemente menos embriagadoraque la fuerza irresistible que laprecipitaría en brazos del más viril delos dos chicos, sobre todo si él tiene elmismo cuerpo, el mismo rostro y lamisma voz que el amante herido.

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Querelle arrojó su cigarrilloencendido. Ella se encontraba lejos deél, aunque cercana, sin embargo,delicada y blanca, con la mechahumeante, signo fatal de que la guerraestá declarada, de que no depende ya deél que se consuma todavía un poco paraque el mundo salte por los aires.Querelle no la miraba, pero sabía lo queacababa de arrojar. Se imponía a suconciencia la gravedad de su ademán yle ordenaba —irresistiblemente, puesestaba encendida la mecha— que no sedetuviera. Metió la mano en sus

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bolsillos, abiertos los pies sobre elvientre, «estilo dolor de tripas», y,mirando fija y aviesamente a Mario,frunciendo el ceño y con la bocacrispada, pronunció estas palabras:

—¿Qué quieres decir? Sí, tú. ¿Quéquieres decir con eso de si puedessustituir a Nono?

Mario sintió miedo frente a laserenidad del marinero. Si aceptaballegar hasta el final de la aventura por éliniciada, sus privilegios de poli no leservirían de nada. Querelle estabaviendo en él simplemente a un poli quetrataba de espiarlo. Con habilidadinconsciente Querelle decidió acumular

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detalles trágicos sobre las sospechas decontrabando e incluso de robos (únicassospechas que podría haber tenido elpoli, siendo asiduo de «La Féria», ydado que tal vez alguna de las mujereshubiera hablado). Trataba de agrandareste simple hecho con el fin de disimularel asesinato, con el que todo poli —porel simple hecho de serlo— se hallasiempre en relación, aunque sólo sea deun modo sutil. Era sobre ese punto sobreel que le resultaba necesario provocar alinspector para defenderse a continuacióncon brillantez. Querelle se acusabaprimero. Trataba de atraer la atención deMario mediante mil destellos: los

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acentos sordos de su voz, los dientesapretados, el ojo sombrío, los plieguesde su piel.

—Hombre… Explícate.Con palabras —éstas, por ejemplo:

«Me refería a si tienes chocolate paramí»—, Mario podía haber restablecidola calma; pero la fuerza que sentíadentro de Querelle se le estabatrasmitiendo a él, proporcionándole nomás vigor físico, sino una mayoraudacia, una mayor firmeza. La actitudde Querelle, aunque le metía miedo poraquella fría decisión que no se esperaba,le comunicaba un valor que él recibíafervorosamente, pues le impedía diluirse

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en una palabra de retirada, de retroceso.Querelle reafirmaba al poli. Con susojos fijos en los de Querelle,rompiéndose las finas elevaciones de suvoz contra los destellos aún visibles dela voz de Querelle, Mario respondió:

—He dicho lo que has oído.Querelle no respondió ni actuó de

inmediato. Apretando la boca respiróprofundamente por la nariz, cuyostabiques se estremecieron. Mario deseódesesperadamente dar por culo a untigre furioso. Querelle se concedíaalgunos segundos para examinar mejor aMario, para odiarle más y para conferiral mismo tiempo a su actitud física y

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moral una mayor agilidad con el fin depelearse mejor. Le resultaba, pues,necesario acumular toda la pasión deque era capaz sobre aquel incidente,nacido de la sospecha de sus robos o desu contrabando, con el fin de que la ideade crimen se extinguiese por sí sola,carente de soporte psíquico, desgastadapreviamente por sospechas anodinas.Entreabrió la boca, por la que seprecipitó un viento torrencial con laplenitud y la exactitud cilindrica de unaverga de gran calibre. Exclamó:

—¡Ah!—Sí.Querelle hundió su mirada, rígida

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cual una varilla de paraguas, en Mario:—Si no te molesta, sal fuera

conmigo. Tengo que decirte algo.—Okey.Mario rebuscaba las palabras que le

acercaban a los maleantes, con los que amenudo le gustaba confundirse.Salieron. Querelle dio en silencioalgunos pasos en la noche en direcciónopuesta a la ciudad. A su lado,ligeramente detrás, Mario conservabasus manos en los bolsillos, apretando yala izquierda sobre un pañuelo hecho unabola.

—¿Vamos a seguir muy lejos?Querelle se detuvo, mirándole.

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—¿Qué quieres de mí?—No te das cuenta, no.—¿Tienes pruebas?—Nono me ha hablado al respecto,

eso me basta. Y si te dejas tabicar porNono no veo por qué yo me voy aquedar a verlas.

Querelle sintió afluirle, desde el másalejado de sus dedos, toda su sangre alcorazón. En la oscuridad palidecía hastavolverse transparente. Sólo subsistía lacertidumbre de ser, gracias a laesperanza loca que brincaba en él decorazón a corazón hasta sus labios, hastasu barco. El poli no era un poli.Querelle no era ni un asesino ni un

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ladrón: vivía sin peligros. Abrió la bocapara soltar una carcajada, pero se quedóserio. Un enorme suspiro se leprecipitaba desde las entrañas a lagarganta y presionaba como un tapón deestopa en su boca. Hubiera queridobesar a Mario, entregarse a él, gritar ycantar: hizo todo esto, pero en su fuerointerno y en el espacio de un segundo.

—¡Ah, sí!…Tenía la voz tomada. A su juicio

tenía la voz; ronca. Se alejó de Mario ydio unos pasos. Se negó a aclararse lavoz. La furia del policía frente a él teníaque servir para algo, provocar eldesarrollo de otro drama tan necesario

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—más necesario incluso— que aquélque ya había tenido lugar. Tenía que serla música solemne que acompaña a latempestad. Si Mario se había mostradotan decidido, tan tenso en su severidadestando pensando en algo tan diferentede lo que Querelle había supuesto alprincipio, ello era evidentemente porqueese algo exigía una tensión así.

—No vale la pena irnos hasta elPolo Norte. Si hay cosas que no te gustahacer, no tienes más que decirlo.

—Sí, tengo…El puño de Querelle alcanzó a Mario

en plena barbilla. Feliz de poderpelearse (con las manos desnudas),

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estaba seguro de no tener que vencermás que a aquello que puede servencido con los puños y con los pies.Mario paró el segundo golpe y replicócon un directo en plena jeta. Querelleretrocedió. Dudó un instante y saltóluego. Durante algunos minutos amboshombres lucharon en silencio.Apartándose el uno del otro podíanretroceder hasta unos límites donde yano les sería posible reunirse, peropermanecían a dos metros,observándose, y se precipitaban degolpe para lanzarse a una nueva refriega.Querelle se sentía alegre por estarluchando contra un poli y ahora sabía

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que este combate, que conducía consoltura —a causa de su juventud y de suagilidad—, podía compararse con loscoqueteos que realzan aún más a lachica que se entrega sin dejar denegarse. Sacaba de sí mismo losademanes más audaces, más duros, másviriles, no con la esperanza de hacerseodioso a Mario, ni para hacerle creerque se había equivocado, sino para quesupiera, un poco más tarde, que habíavencido a un hombre, que lo habíareducido lentamente, que,delicadamente, uno por uno, le habíadespojado de sus atributos de macho.Luchaban. La nobleza, en fin, de las

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actitudes de Querelle estimulaba enMario la nobleza. Al principio,habiéndose dado cuenta el policía deque en el combate era menos hermoso,menos desenvuelto que el marinero,había execrado la belleza de éste y sunobleza para no verse obligado adespreciarse a sí mismo por noposeerlas. Quiso demostrarse a símismo que era justamente contra ellascontra lo que luchaba para vencerlasmejor, y les contrapuso, exaltándolas, supropia vulgaridad y torpeza. En esemomento se ponía muy hermoso.Luchaban. Querelle era el más ágil yseguía siendo el más fuerte. Mario pensó

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desenfundar su revólver y convertir lamuerte de Querelle en un acto deservicio: había intentado detenerlo y elmarinero le había amenazado. Ahorabien, una maravillosa flor, perfumada decielo, sobre la que jugueteaban abejasde oro floreció en él, dejándoleridiculamente acurrucado, negro y triste,con la boca crispada, el pecho jadeante,entrecortado el aliento, torpe y pesadoel ademán. Sacó su cuchillo. Más queverlo, Querelle adivinó el cuchillo delpolicía. Por los ademanes, súbitamentediferentes, más calculadores, mássolapados, por la actitud más felina, mástrágica al modo clásico del polizonte,

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Querelle discernía en la persona toda deMario una decisión irrevocable yconquistada a alto precio, una voluntadde asesinato cuya necesidad —o nisiquiera su gravedad— llegaba aexplicarse, pero que adquiría talesproporciones que el enemigo —armadocon cuchillo de muelles, siendo así queun polizonte suele protegersenormalmente con un 6-35— se volvíaferoz e inhumano (con una ferocidadinfernal que ya no guardaba relación conel deseo de pelea, de venganza o deinsulto que los había lanzado el unocontra el otro), y Querelle fue presa delmiedo. Fue en ese mismo instante

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cuando adivinó en la palpitante y algodifusa apariencia de Mario la presenciaaguda y mortal de una hoja metálica.Pues ella, aunque invisible, podíaprestar a la mano encorvada, a lamuñeca doblada, aquella soltura,aquella actitud casi abandonada y segurade sí misma, al cuerpo aquelplegamiento de acordeón que sedespliega sin moverse —y no se vuelvea replegar— para dar la nota definitiva,a la mirada aquella calmairrevocablemente desesperada.Querelle, aún sin ver el cuchillo, nopercibía otra cosa que él mismo, quepasó a ser, de invisible a importantísimo

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para el desenlace del combate (podíacausar dos muertes), monumental. Suhoja era blanca, lechosa y de materiaalgo fluida. Pues el cuchillo no erapeligroso por el hecho de ser cortante,sino por ser el símbolo de la muerte enla noche. Por ser tal símbolo, con poderde matar por el solo hecho de serlo,causábale espanto a Querelle. Era laidea de cuchillo la que engendraba elmiedo. Abrió la boca y tuvo lavergüenza adorable y salvadora de oírsedecir tartamudeando:

—Me vas a sangrar…Mario no se movió. Querelle

tampoco. Por la idea de sangre que

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encerraba esta imploración, por laesperanza que permitía, hizo que susangre empezara a circular. Vacilaba enromper su inmovilidad. Temía, hasta talpunto se sentía ligado a él por unamultitud de hilos, que uno solo —y elmás ligero bastaba para desencadenar unmecanismo fatal, tan evidente resultaque la fatalidad se asienta en unequilibrio precario—, que uno solo desus movimientos suscitase un gesto deMario. Se hallaban en el centro de unamasa de niebla en la que un cuchillo,invisible pero firme, estaba agazapado.Querelle no llevaba ningún arma.

Con voz dulce y profunda, tornada

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de súbito extraordinariamente emotiva,le dijo al Príncipe de la Noche y de losÁrboles cercanos:

—Oye, Mario, escucha, estoycompletamente solo frente a ti. No tengodefensa.

Habiendo pronunciado en alta voz elnombre de Mario, se sentía Querelleunido a él por una enorme dulzura, poruna emoción comparable a la queexperimentamos al oír por la noche, trasel tabique de una habitación de hotel, lavoz nerviosa de un muchacho queexclama: «¡No seas bestia, sólo tengodiecisiete años!». Toda su esperanzaestaba puesta en Mario. Al principio, la

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frase fue sólo un canto casi tímido, queapenas hacía mella en el silencio y laniebla (siendo más bien la deliciosavibración de estos), pero que poco apoco iba tomando cuerpo sin dejar deposeer el tono sencillo y concreto de unafórmula trivial inventada por un cómicogenial que trata de conjurar la muerte yarroja en el fondo de una memoria atentauna palabra que ignora, leída quizá en undiario robado a un oficial que hablabacon otro oficial, Querelle repitió:

—… No tengo defensa. Ninguna.Uno. Dos. Tres. Cuatro. Transcurren

en el silencio cuatro segundos.—Puedes hacer lo que quieras, no

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tengo cuchillo. Si me pinchas, se acabó.No puedo hacer nada…

Mario seguía inmóvil. Se sentíadueño del miedo y de la vida que podíaperdonar o interrumpir a su antojo.Dominaba su oficio de polizonte. Nodisfrutaba mucho de su poder, pues,poco atento a su vida interior, carecía dehabilidad para exaltarla. No hacía elmenor movimiento por no saber cuálhacer primero, pero, sobre todo, porquese hallaba fascinado ante aquel instantevictorioso que tendría que ser destruidopor y para quién sabe cuál otro de menorintensidad, de menor dicha tal vez, sinposibilidad de volverse atrás. Una vez

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realizado, ya no podría elegir. Dentro desí Mario experimentaba un equilibrioexquisito. Se encontraba por fin en elcentro de la libertad. Estaba dispuestoa…, salvo que esta actitud no podíadurar mucho tiempo. Descansar sobre elmuslo, relajar este o aquel músculo,supondrían ya elegir, es decir, limitarse.Tenía, pues, que conservar suinestabilidad el mayor tiempo posible sino se le cansaban pronto los músculos.

—Yo te pedí una explicación, perono quería en absoluto…

Tenía una hermosa voz, la melodía,muy dulce. Querelle se encontraba en elcentro de la misma libertad, dándose

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cuenta del peligro que entrañaba lainestabilidad de Mario. Ésta se letrasmitía, aportándole el miedo del queextraía aquel juego, una conductapeligrosa, un aspecto frágil, perotambién una fuerza invencible. El miedopodía precipitarle del trapecio volanteal que se estaba agarrando con susgarras de cristal por encima de la jaulade las panteras. La muerte estaba ahí,acechándolo a él, que había sido tantasveces la muerte acechando a su presa.Se miraba a sí mismo en el rostro y laactitud de Mario, tan nuevos para él.¿Qué extraño poder representado por unpolicía doblado en forma de arbotante

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sobre una pierna, con el torso estrecho yduro enfundado en una camiseta azulcielo, se había escapado del cuerpo deQuerelle para solidificarse frente a él?Mientras permanecía en su interior,mientras lo proyectaba sobre el muro deniebla, Querelle había contenido talveneno sin grave peligro para él. Peroesta noche su propio veneno leamenazaba. Querelle tenía miedo y sumiedo poseía la palidez de la muertecuya eficacia conocía, sintiendo undoble miedo a ser abandonadosúbitamente por él. Mario cerró lanavaja. Querelle exhaló un suspiro,vencido. El arma nacida de la

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inteligencia había despreciado a lanobleza del cuerpo, al heroísmo delguerrero. Mario se enderezó porcompleto y se metió las dos manos enlos bolsillos. Frente a él, pero con undesfase debido a su humildad reciente,Querelle hizo el mismo ademán. Seacercaron un poco el uno al otro y semiraron, turbados.

—No quería hacerte daño; eres túquien anda buscando un arreglo decuentas. A mí me importa un bledo queandes con Nono. A mí qué coño meimporta. Puedes hacer lo que quierascon tu culo, pero, la verdad, no vale lapena que te pongas hecho un basilisco…

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—Mira, escucha, Mario. Es posibleque yo ande con Nono. Eso es cosa míay tú no tienes por qué pitorrearte de mien pleno burdel.

—No me he pitorreado de ti.Bromeando, te preguntaba si podríasustituirle. Fíjate que eso no quieredecir nada. Y en todo caso no habíanadie que pudiera oírlo.

—Por supuesto, no había nadie; perotienes que darte cuenta de que a nadie legusta ver que se cachondean de él. Porsupuesto que tengo derecho a hacer loque quiera. Eso a nadie le importa, soymuy quién para defenderme. Porque, laverdad, Mario, sí me has podido es

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porque tienes una chaira, pero con juegolimpio no te hubieras hecho conmigo.

Se sumergieron en la niebla, uno allado del otro, con fraternidad debido alaislamiento de la niebla y al tono bajo,casi confidencial, de sus voces. Girarona la izquierda, hacia las murallas.Querelle no sólo había perdido elmiedo, sino que la muerte, tanmaravillosamente evadida de él, volvíaa regresar a su interior, dándole denuevo la fuerza de una coraza flexible eirrompible.

—Bueno, escucha, no me cojas

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manía. Te dije aquello en broma. Nohabía mala idea en ello. Yo también hejugado limpio contigo. Es verdad que hesacado una chaira, pero hubiera podidomatarte con mi 6-35. Tenía derecho ahacerlo. Hubiera podido contar unahistoria inventada. Pero no he querido.

Querelle volvía a sentir que a sulado caminaba un policía.

Era el colmo de la paz.—¡Nono, ya lo creo que le conozco!

No tienes más que preguntarle. Yo a «LaFéria» voy como amigo, no como unguripa. Porque aunque no te lo creas,soy legal. Más de un tío te lo puededecir. No creas. Y yo jamás he hecho la

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corte a un tío. ¡Jamás! ¿Te das cuenta?Además, eso no quiere decir nada.Estamos en la Marina, y en la Marina,muchacho, ¡no he visto tíos ni nada quese la dejen meter! Y no por eso dejabande ser hombres, te lo digo yo.

—Cierto, y además con Nono no hayque pensar lo que no es.

Mario se echó a reír con risatransparente, juvenil. Sacó de su bolsilloun paquete de cigarrillos. Ofreció uno,en silencio, a Querelle.

—Vamos, vamos…, conmigo no valela pena contar un rollo…

Querelle rompió a reír a su vez conidéntica risa, en medio de la cual

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formuló:—Palabra, no te estoy enrollando.—Lo que yo digo es: haz lo que te

guste. Conozco bien la vida, no tecueles. Tu hermano es diferente, él sedefiende con las chicas. Las costumbresespeciales no las aguanta, ya ves queestoy enterado. Así que no se lo digas.

Habían llegado casi a la altura delas fortificaciones sin haberseencontrado con nadie. Querelle sedetuvo. Con su mano armada delcigarrillo tocó el hombro del policía:

—Mario.Mirándole a los ojos pronuncio con

tono severo:

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—Me he acostado con Nono, no loniego. Pero no hay que equivocarse. Nosoy un marica, ¿comprendes? Me gustanlas chicas. ¿No lo crees?

—No digo lo contrario. Pero segúnNono, según cuenta él, te la ha metido.Eso no lo vas a negar. ¿No te la hametido él?

—De acuerdo, me la ha metido; soloque…

—Guárdate tus explicaciones, tevuelvo a repetir. A mí me la menean. Nohace falta que me insistas en que eres unhombre. Estoy seguro de ello. Si fuerasun mariquita como tantas te habríasrajado en la pelea. Pero tú no te rajas.

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Puso la mano sobre el hombro deQuerelle obligándole a caminar. Estabasonriendo, lo mismo que Querelle.

—Mira, nosotros somos doshombres. Hablamos como queremos. Tehas acostado con Nono, no es ningúncrimen. Lo esencial es que te haya hechodisfrutar. ¿Eh? No me vas a decir que nohas sacado tú lote…

Querelle trató de nuevo dedefenderse, pero quedó vencido por susonrisa.

—No te digo que no. Cualquier tipogozaría con eso.

—Pues ya lo ves. Puesto que tegusta, no hay mal en ello. También Nono

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debió de gozar con lo calentorro que esy con la hermosa jeta que tú tienes.

—Mi jeta es como la de otrocualquiera.

—Venga, hombre, tu hermano y tú,¡que maravilla! Lo veo, Nono, debeempalmarse como un ciervo. ¿Jodebien?

—Vamos, Mario, deja eso…Pero lo dijo sonriendo. El policía

seguía con su mano sobre el hombro deQuerelle, al que, despacito pero conseguridad, parecía conducir al paredón.

—Contéstame, hombre… ¿Hace biensu trabajo?

—¿Pero por qué me lo preguntas?

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¿Eso te excita? ¿Tienes ganas deprobarlo?

—¿Por qué no, si es tan bueno?;venga, explícate: ¿cómo lo hace?

—No lo hace del todo mal. ¿Estás yacontento? Vamos, Mario, no vas a estarfastidiándome todo el rato, ¿no?

—Es sólo por hablar. No hay nadieque pueda oírnos; estamos entre troncos;y a ti ¿te ha satisfecho?

—¡No tienes más que hacer laprueba!

Se rieron juntos. Mario se cuidó depalmear la espalda de Querelle. Dijo:

—¿Por qué no? Sólo dime si esbueno.

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—No es malo. Entrar es un coñazo,pero después se pasa bien.

—Sin bromas. ¿Es bueno?—Te doy mi palabra. Es la primera

vez que me pasa. No pensaba que fueseasí.

Se echó a reír, pero esta vez con risacortada. Empezaba a sentirse molesto ytanto más cuanto que sobre su hombropesaba la mano del policía. Querelle nosabía todavía que Mario intentabaposeerle. Estaba impresionado poraquellas preguntas tan concretas comoun interrogatorio, por el tono ansioso,por aquella voz insinuante y por unaestrategia que exigía una confesión,

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fuera la que fuera. Se hallabaemocionado por la singularidad dellugar, por el espesor de la niebla y de lanoche, que hacía más estrecha la unióndel policía y su víctima abandonados,por una soledad que les hacíacómplices.

—Debe tener una polla gigantesca.Porque es un chico guapo. ¿Te gusta supolla?

—Eres tonto. No me he fijado. Nosoy tan vicioso. Venga, basta, no sehable más.

—¿Por qué? ¿Te molesta? Si te vas acabrear, no te hablo.

—No me cabreo. Estaba bromeando.

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—A mí, solo hablar de eso me lapone tiesa, palabra.

—¡Y no veas cómo!Querelle comprendió que con esta

exclamación, y con la frase que siguió:«No, no me disgusta en absoluto»,dentro de una serie de tanteos queconstituían un juego y una táctica y quedesembocarían inevitablemente en elademán temido por él, su libertad estabaperdida. No sintió vergüenza de haberaceptado adentrarse por esta víaestrecha, pero quedó sorprendido antesu propia astucia con la que, al tiempoque se engañaba a sí mismo, colmabatan maravillosamente sus deseos

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secretos.Al menos experimentaba un ligero

pudor al realizar frente a un verdaderomacho, y sin poder recurrir a un pretextode fuerza mayor, un ademán que muybien se hubiera atrevido a hacer, sinsentirse degradado, con o sobre unpederasta o con un macho, peroayudado, en tal caso, por un pretextoirresistible.

—¿Qué, no lo crees?Aún está a tiempo Querelle de decir

«sí» y detener el curso del juego.Sonrió:

—Vamos. No es lo que acabamos dedecir lo que te ha empalmado. Vete con

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ese cuento a otro tío.—Te lo juro, de verdad.—Ni que fueras del sur. ¡Qué

exagerado eres! Con el frío que hace.Debe ser pequeñita.

—Pues mira a ver si no es cierto.Pon la mano aquí.

—No… Te aseguro que no. Nisiquiera se te nota. Está congelada.

Se habían detenido. Mirábansesonrientes, desafiándose con la sonrisa.Mario alzaba mucho las cejas, arrugabala frente, intentaba poner la caraavergonzada de un muchacho que sequeda asombrado al empalmarse asemejante hora, en un lugar tal y por tan

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pobres motivos.—Toca, ya verás.Querelle no se movió. Puso su mejor

sonrisa, la más sutil, la más burlona,haciéndola desaparecer lentamente, loque hizo temblar su labio.

—Que no. Que es imposible, te lodigo yo.

—Te digo que te fijes. Estáincreíblemente tiesa. Es una estaca.

Sin apartar los ojos de Mario,sonriendo con los labios temblorosos,con el extremo de los dedos, Querellehizo florecer la bragueta del madero.Sólo la cobertura, luego apretó apenas ysintió la verga dura y ardiente. Dijo casi

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temblando y bajando la voz a su pesar.—Aquí no hay nada ¿A eso le llamas

empalmarte?—No la has tocado bien. Aprieta un

poco. Hay un buen trozo.—Claro, con la ropa. Eso da

calibre. Y con el espesor de la tela…—Mete la mano, ya verás.Querelle alargó su mano, volvió a

posar sus dedos, que vacilaron apenastocaron la tela tensa (y tal vacilaciónturbó a ambos de manera deliciosa).

—Abre. Vas a verlo, ya que insistesen que hablo por hablar.

Aunque lo sabían, ambos seaferraban al juego de la inocencia.

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Temían precipitarse demasiado aprisaen la verdad, abandonarse a la confesióndesnuda. Lentamente, sin dejar desonreír para hacer creer a Mario —aunestando seguro de que Mario no creía ensu fingida ingenuidad— que se tratabade algo sin importancia, de una broma,mirando fijamente a los ojos delpolizonte, Querelle desabrochó uno,dos, tres botones. Deslizó la mano ycogió la polla suavemente. La tenía entreel índice y el pulgar, y luego la sopesócon toda la mano como para juzgar sutalla. Con voz pretendidamente clara,pero en la que quedaba algún resto deturbación, dijo:

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—Tienes razón, no está mal.—Te gusta.Querelle retiró la mano. Continuaba

sonriendo.—Te he dicho que no me interesa.

Gorda o flaca, me da igual.Con la mano libre metida en su

bolsillo —la otra estaba sobre elhombro del marinero— el policía hizobrotar su verga fuera de la bragueta.Permaneció así, plantado sobre suspiernas abiertas, frente a aquel marineroque le miraba sonriendo. Susurró:

—Menéamela un poco, anda.—Aquí no, ¿no hay otro sitio?De todos los puntos de la noche, de

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los senderos sin asfalto, los piesdesnudos llevan el crimen consigo.Querelle los escucha venir. A su oído leresultan familiares esas adoraciones.Los magos están en camino. Se inclina:lame en la oscuridad el extremobrillante del terrible cipote de Mario.

Querelle oyó junto a su oído eldelicado ruido de la saliva en la bocadel policía. Sus labios mojados sedespegaban, se disponían acaso para unbeso, su lengua se preparaba parapenetrar en la oreja y librarse en ella aun fogoso trabajo. Un tren pitó en la

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noche. Querelle lo oyó acercarse,respirar casi. Los dos hombres habíanllegado al borde del terraplén quedomina la vía férrea. El rostro delpolicía debía de estar muy cerca.Querelle oyó de nuevo el ruido agudo,algo silbante y amplificado al máximo,de la saliva. Aquello se le antojaron lospreparativos misteriosos para una orgíade amor como jamás hubiese imaginado.Experimentó una ligera inquietud aldiscernir una manifestación tan íntima deMario, al percibir su vida más secreta.Aunque hubiera movido los labios y lalengua en el interior de su boca de unmodo totalmente natural, el policía

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parecía deleitarse con la idea de laorgía que vendría a continuación.Bastaba este simple ruido de saliva, tancercano al oído de Querelle, paraenclaustrar a éste en un universo desilencio ni siquiera desgarrado por eltren que se aproximaba. El rápidodesfiló ante ellos con un estruendoterrible.

Querelle fue presa de un sentimientode abandono tal que dejó actuar aMario. El tren huía en la noche condesesperado alborozo. Huía hacía unmundo desconocido, sereno, tranquilo,terrestre al fin, negado al marinerodesde hacía largo tiempo. El sueño de

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los viajeros sería testigo de sus amorescon un polizonte: al poli y a él losdejaba en la orilla, como a los leprososy a los pobres.

—Espera, venga.Mario no lo lograba. Querelle se

volvió bruscamente, poniéndose encuclillas. La verga del policíatraspasaba fatalmente su boca cuando elrápido atravesó el túnel antes de entraren la estación.

Por primera vez Querelle besaba aun hombre en la boca. Tenía laimpresión de que su rostro chocaba

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contra un espejo que reflejara su propiaimagen, que hurgara con la lengua en elinterior de una cabeza de granito. Sinembargo, tratándose de un acto de amor,y de un amor culpable, supo que estabacometiendo el mal. Se empalmó con másfuerza. Sus dos bocas quedaronsoldadas, con las lenguas en contactoaguado o aplastado, no osando ni una niotra posarse sobre las mejillas rugosasdonde el beso hubiera sido signo deternura. Abriendo bien los ojos, semiraban con una ligera ironía. El policíatenía la lengua muy dura.

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No era humillante para Querelle nile degradaba a los ojos de suscompañeros ser asistente. Ejecutandotodos los detalles de su misión con lasencillez propia de la auténtica nobleza,se le podía ver por la mañana encubierta, en cuclillas y limpiando elcalzado del teniente. Con la cabeza bajay los cabellos sobre los ojos, alzaba lavista a veces: con el cepillo en unamano, con un zapato en la otra, sonreía.A continuación se erguía prestamente,recogía muy deprisa, como quien hacejuegos malabares, todos los utensilios

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dentro de la caja y volvía. Caminabacon paso ligero y ágil, su cuerposiempre alegre.

—Aquí está, mi teniente.—Perfecto. No olvide doblar mis

ropas.El oficial no se atrevía a sonreír.

Frente a tanta alegría y tanta fuerza, nose atrevía a mostrarse alegre, tan seguroestaba de que un solo momento deabandono frente a Querelle le entregaríapor entero a la fiera. Le tenía miedo.Ninguna severidad conseguíaensombrecer aquel cuerpo ni aquellasonrisa. Conocía, sin embargo, sufuerza. Era un poco más alto que el

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marinero, pero sentía en el interior de sucuerpo la presencia de cierta debilidad.Era algo casi concreto que irradiaba através de sus músculos ondas de miedoque hinchaban su cuerpo.

—¿Fue usted a tierra ayer?—Sí, mi teniente. Era día de

estribor.—Podía habérmelo dicho. Le

necesitaba. La próxima vez avísemecuando vaya a bajar a tierra.

—De acuerdo, mi teniente.El teniente le observaba limpiar el

escritorio, doblar las prendas. Buscabaun pretexto para hablarle en tono frío, demanera que la intimidad no pudiera

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surgir. Ayer noche había penetrado enlos camarotes de proa como si tuvieranecesidad de él. Esperaba verle volvero salir con su pantalón azul y sumarinera. Sólo cinco hombres selevantaron al verlo.

—¿No está por aquí mi asistente?—No, mi teniente, está en tierra.—¿Dónde duerme?Se acercó maquinalmente al coy

designado, como si fuera a depositar enél una carta o una simple nota, y dio,también maquinalmente, unos golpecitosa la almohada como si quisiera cuidar ellecho de un durmiente amado enausencia de éste. Mediante este ademán,

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más fino, más ligero que una brizna deavena loca, se disipaba su ternura. Salióaún más turbado que al entrar. Allí eradonde dormía aquel a cuyo lado nodormiría jamás. Ganó la cubiertasuperior y se apoyó de codos sobre laborda. Estaba solo en medio de laniebla, frente a la ciudad, libre paraimaginarse a Querelle de putas,borracho y divertido, cantando consesenta y tres chicas, en compañía deotros muchachos, infantes de Marina oestibadores conocidos un cuarto de horaantes. De vez en cuando abandonaba talvez el café lleno de humo e iba hacia lasexplanadas de las fortificaciones. Era

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allí donde manchaba los bajos de supantalón. El teniente perseguía aQuerelle dentro de sí y a la vez fuera desí. Presenciaba la escena de las manchasdel pantalón. Al pasar un día por enmedio de un grupo de marineros, uno delos cuales señalaba a Querelle lasmanchas que deshonraban su pantalón, elteniente le oyó responder con desenfado:—«¡Son mis condecoraciones!» ¡«Suscondecoraciones», «sus escupitajos»,sin duda! Ante la ensenada y la tierra,con la fíente helada por la bruma, élimaginaba la historia de Querelle quequizá todos los marineros conocen yaceptan. Ante él Querelle sonreía

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echando para atrás su boina: «Esasmanchas no son nada. Son los tíos que sehacen pajas. Mientras me la chupan losobligo a menearse en mi uniforme. Aveces les da vergüenza, pero les obligo.Les hace bien». «¡Quizá me obligue acorrérmela mientras se la chupo!» Elrostro y el cuerpo de Querelle se ibandesvaneciendo. Desapareció a largaszancadas, orgulloso de su pantalóngalonado y de las manchas que llevaba ala altura de las pantorrillas con impudorglorioso. Regresaba al café, bebía vinotinto, cantaba, gritaba y volvía a salir.Varias veces, en otras escalas y tambiénen ésta, el teniente había bajado a tierra

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para ir a merodear por los barriosfrecuentados por los marineros con laesperanza de presenciar los misterios desus parrandas, de ver entre la bataholahumeante y ruidosa el rostro encendidode Querelle. Pero sus galones leobligaban a pasar muy deprisa, echandouna única y rápida ojeada. No veía nada;el vaho tornaba opacos los vidrios perolo que tras ellos adivinaba era, sin duda,harto más emocionante.

La insolencia no es sino nuestraconfianza en el propio espíritu, nuestrolenguaje. No siendo la cobardía del

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teniente Seblon sino un retroceso físicofrente a un hombre fuerte, y también lacerteza de su derrota, esta cobardía teníaque ser compensada mediante unaactitud insolente. Cuando tuvo lugar laescena decisiva (que para ser fieles a lalógica habitual hubiéramos debido situaral final del libro) de su encuentro conGil en la comisaría, se mostró primeroaltivo y después insolente con elcomisario. Era demasiado evidente queacababa de reconocer a Gil como a suagresor. Si se decidió a negarlo fue porfidelidad al movimiento de ideas«liberado», por el que se estaba dejandoarrastrar desde que conocía a Querelle.

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Este impulso que tardó al principioalgún tiempo en nacer, avanzaba ahoracon vertiginosa y devastadora rapidez.El teniente estaba más «liberado» quetodos los Querelles de la Flota, era elpuro entre los puros. Tanto rigor leestaba permitido en cuanto que sucuerpo no estaba involucrado, sino sólosu mente. Al ver a Gil sentado en elbanco, con la espalda apoyada en elradiador, Seblon se dio cuentainmediatamente de lo que se esperaba deél: que abrumase al chiquillo. Pero en suinterior se estaba levantando un vientomuy suave, a ras de las hierbas: («Unabrisa, un céfiro apenas», escribimos en

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su diario íntimo) que se iba inflandopoco a poco, le hinchaba y en oleadasgenerosas salía por su boca vibrante —por la voz— en palabras tumultuosas.

—Veamos, ¿le reconoce?—No, señor.—Disculpe, teniente, comprendo

muy bien el sentimiento que le impulsa,pero se trata de la justicia. Por lodemás, no pienso abrumarle en miinforme.

Que el polizonte se estuviera dandocuenta de su generosidad animaba aúnmás al oficial al sacrificio. Lo exaltaba.

—No entiendo a qué se refiere. Esamisma preocupación por la justicia dicta

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mi declaración. Y no puedo acusar a uninocente.

De pie junto al escritorio Gil apenasoía. Su cuerpo y su mente sedesvanecían en una aurora grisácea en laque percibía estar convirtiéndose.

—¿Cree usted que no lo iba areconocer? La niebla no era demasiadodensa y su rostro estaba tan cerca delmío…

En ese instante quedó dicho todo.Una aguja atravesó el cráneo de los treshombres, que quedaron unidos por unhilo blanco y sólido: el de lacomprensión repentina. Gil volvió lacabeza. El recuerdo de su rostro contra

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el del oficial iluminó su recuerdo. Encuanto al comisario, un íntimosentimiento le puso al corriente de laverdad cuando oyó que la voz sealteraba al llegar a las palabras «surostro». Durante algunos segundos, o talvez menos, una estrecha complicidadunió a estos tres seres. Sin embargo —yesto sólo resultará extraño a aquelloslectores que no hayan experimentadoestos instantes reveladores—, el policíadesechó de sí este conocimiento como sise tratara de un peligro para él mismo.Se sobrepuso a él. Lo sepultó bajo elespesor de su reflexión. El tenienteproseguía su comedia interior. Se puede

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decir que la estaba sobrepasando. Ahorase hallaba seguro de su éxito. Se ibauniendo al joven albañil de manera cadavez más mística —y estrecha— cuantomás parecía alejarse de él, no solamentenegando su agresión, sino al negar que ledefendía por un deseo de generosidad.Al negar su generosidad, el teniente ladestruía en sí mismo no dejandosubsistir más que una indulgencia haciael criminal, y más aún una participaciónmoral en el crimen. Aquellaculpabilidad tenía finalmente quetraicionarle. El teniente Seblon insultóal comisario. Se atrevió a abofetearle.Conocía por sí mismo cuán

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despreciables farsas se encuentran en elorigen de las graves bellezas queconstituyen la obra de arte. Estabaalcanzando y sobrepasando a Gil. Elmismo mecanismo que había permitidoal teniente Seblon negar la agresión deGil le había hecho, en otros tiempos,mostrarse cobarde y mezquino respectoa Querelle.

«¡Hale, Jules! Escupe o teestrangulo. Combate de judíos. Cincocontra uno.»

Esta última expresión, que a él leencantaba, simbolizaba perfectamente suactitud. Estaba orgulloso de no tenernada que temer, de estar bien protegido

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de todas las represalias en su uniformede galones. Semejante cobardía es unagran fuerza. Ahora bien, bastaba unaligera torsión para que se enfrentara conotro enemigo (su contrario, en rigor),para que se enfrentara consigo mismo.Cuando castigaba o vejaba a Querellesin motivo decimos del oficial que eraun cobarde. La presencia de unavoluntad o fuerza —su fuerza—: es ellalo que le permitirá abandonar la cena sinhaber hablado, es esa fuerza(descubierta y cultivada en el centro desu cobardía) la que le permitió insultaral policía. En fin, arrastrado por sualiento generoso, animado por la

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presencia luminosa del verdaderoculpable, acabó acusándose a sí mismodel robo del dinero. Cuando oyó alcomisario dar orden a los inspectores deque le detuvieran, Seblon apelósecretamente a su prestigio de oficial deMarina; pero cuando se vio encerrado,en una de las celdas del puesto,convencido de que a bordo el escándalosería terrible, se sintió feliz.

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El rostro de Nono estaba hecho decomas: la curva de las cejas, la sombrade la curva de las aletas nasales, loslabios, los bigotes. La suprema fórmulade la estructura de toda su cabeza teníasu esencia en la coma. Dar por el culo aquienes se follasen a su mujer bastabapara darle paz a su alma.

—Sólo se acuesta con enculados,decía él. Enculados por mí. Por elpatrón. No debes olvidar eso.

Mario le concedía su indulgencia. Lamasa física del encargado le cortaba unpoco la respiración. En cuanto a Nono,

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la severidad del policía que se elevabaante él, agudo, severo, rígido y ágilcomo la hoja triangular de una bayoneta,lo sostenía con la ferocidad del acero.Después de follarse al chico quedeseaba a su mujer, a medida que sedesempalmaba, el amor se le ibadiluyendo. Con el calzoncillo cayendosobre sus pantorrillas y el borde de lacamisa blanca ligeramente elevado conel dedo para no mancharlo, mostraba sucipote reblandecido y manchado demierda:

—¿Ya ves lo que haces? Meensucias la polla. Venga, ponte elcalzoncillo y vete a ver a la patrona. Si

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te he hecho gozar, volverás a gozar conella.

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Cuando el asesinato del armenio,Querelle había desvalijado el cadáver.Es raro que de la idea y del acto deasesinato (aunque su móvil sea el menoscrapuloso del mundo) no se desprendala idea de pillaje. Es raro que un tipoabordado por un pederasta no ledesvalije, una vez que lo ha golpeado.No lo golpea para desvalijarlo, sino quelo desvalija porque le ha golpeado.

—Es una imbecilidad que no lehayas quitado la pasta al albañil. Tepodría haber sido útil.

Querelle aguardó. Vaciló de nuevo.

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Pronunció las últimas palabras con unaligera timidez de la que él se dio cuenta.

—Pero si no era posible. Habíagente en la tasca. Ni siquiera lo pensé.

—Bueno. Pero y el otro, elmarinero. Para ése tenías tiempo.

—Palabra, Jo, no he sido yo.Palabra.

—Escucha, Gil, a mí me tiene sincuidado. No he venido a comerte elcoco. Haces bien, incluso, en nodecírselo a nadie. Eso demuestra queeres un hombre. Puesto que tú lo dices,yo te creo. Pero en todo caso no vale lapena suprimir a un tipo si no sacasningún provecho de ello. Hay que

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convertirse en un verdadero duro. Te loaseguro yo, pequeño.

—¿No crees que pueda ser unauténtico duro? ¿Verdad?

—Ya veremos.Querelle se mostraba temeroso

todavía. No se atrevía a concretar.Viendo a Gil, podríamos pensar en unjoven hindú cuya belleza impidieseganar el cielo prontamente. Su sonrisaexcitante, su mirada lasciva, provocabanen los demás y en sí mismo ideasvoluptuosas. Lo mismo que Querelle,Gil había matado por casualidad —pordesgracia—; por eso, al marinero lehubiera gustado convertir al chiquillo en

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alguien igual a él.—Sería descojonante que por Brest

anduviera suelto un pequeño Querelleentre la niebla.

Había que inducir a Gil a queadmitiera un asesinato que no habíaquerido, que no había cometido.Querelle va a depositar en una tierrafértil una semilla de Querelle quebrotará y crecerá. El marinero percibíasu poder en Gil. Se sentía lleno como unhuevo. Que Gil aprenda a mirar cara acara un asesinato. Que se habitúe. Loenojoso es tener que ocultarse. Querellese levantó.

—No te preocupes, cabecita loca.

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No es nada del otro mundo. Paraempezar no ha estado mal. Adelante. Yote diré lo que tienes que hacer. Hablaréde ello con Nono.

—¿No le has dicho nada todavía?—No te preocupes por eso. No

puedo llevarte a «La Féria», imagínate.Van por allí demasiados guris. Y ademásestán las mujeres, que a la más mínimase van de la lengua. Tero nos vamos aocupar del asunto. Y además, de todasmaneras, no te equivoques. No creas quela gente del hampa te va a aceptar acausa de tu crimen. Tienes que crearteuna reputación en el campo de losatracos, en levantar la pasta. Porque el

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crimen que has cometido es un crimende lujo. Pero no te preocupes. Voy aarreglar eso. Hale, hasta la vista,cabecita loca.

Le estrechó la mano y, ya a punto departir, Querelle se volvió para decirle:

—Y a tu chaval, ¿no lo has visto?—Vendrá luego, probablemente.Querelle sonrió.—Dime, está que se muere por tus

huesos el bambino, ¿no?Gil se puso rojo. Creyó que el

marinero intentaba burlarse de élrecordándole la razón oficial delasesinato de Théo. Una enorme angustiale oprimió. Con voz demudada

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respondió:—Estás loco, es porque me entendía

con su hermana. Es sólo por eso. Estásloco, Jo. No debes creer lo que tecuentan. A mí lo que me tiran son lasmujeres.

—Déjate de tonterías, no tiene nadade malo que el chiquillo esté que semuera por tu esqueleto. Como soymarinero sé lo que es eso. Hale, hastasiempre, Gil. No te hagas mala sangre.

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De vuelta a casa, Roger miraba a suhermana con un sentimiento de respeto eironía mezclados. Sabiendo que era ellalo que Gil buscaba en su trató con él,maliciosa e ingenuamente a la vez, tratóde copiar sus modales, sus gestos dechica, incluso aquellos que consisten enecharse los cabellos sobre los hombroso en estirarse sobre las caderas lospliegues del vestido de tela. Laobservaba con ironía, sintiéndose felizde interceptar en su propio cuerpo loshomenajes de Gil, y también conrespeto, pues ella era la depositaría de

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los secretos que conmovían el alma deGil, el altar mayor del templo donde élera sólo el Sumo Sacerdote. Para sumadre, Roger había adquirido unasingular madurez por el hecho de estartan íntima, tan sencillamente complicadoen un crimen que tenía como móvil unasunto de costumbres. No se atrevía ainterrogarlo por miedo a escuchar de suboca un relato maravilloso en el que suhijo jugara el papel de héroe amoroso.No estaba segura de que a la edad dequince años su hijo no hubiera conocidoya los misterios del amor y los que ellaignoraba del amor prohibido.

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Era Madame Lysiane demasiadoopulenta para que Querelle pudieraconsiderarla como su cuñada. Se negabaa imaginarse a su hermano jodiendo conuna mujer tan noble. A sus ojos, Robertera todavía un simple maleante quehabía tenido la potra de ser protegido. AQuerelle no le sorprendía. Por lo quetoca a Madame Lysiane, ésta hacíaesfuerzos por mostrarse sendlla con él.Le hablaba amablemente. Sabía quetenía un affaire con Norbert. Arrebatadapor la magia de sus extraños celos, no seprecavía contra la preocupación, cada

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vez más dominante, de las diferenciasesenciales entre Querelle y Robert. Unanoche, sin embargo, se sintióemocionada ante una carcajada deQuerelle, tan fresca, tan pueril, queRobert no hubiera sido capaz de soltarlajamás; sus ojos quedaron prendidos dela comisura de aquella boca,ampliamente abierta sobre los dientesbrillantes, y permaneció mirándole lasarrugas mientras se le cerraba. Leparecía evidente que aquel muchachoera feliz. Ello le produjo un choque casiinsensible que provocó una ligerahendidura por donde iba a fluir unaespantosa maraña de sentimientos. Sin

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que lo sospecharan las mujeres queveían siempre su rostro tranquilo y sushermosos ojos, que seguían dominadaspor la majestad melancólica de susandares bajo las caderas pesadas,amplias, hospitalarias en el buen sentidode la palabra, destinadasverdaderamente a la maternidad, dentrode ella, cuyos flancos eranaparentemente profundos y tranquilos, seagitaban, mezclándose y separándosecon arreglo a movimientos de misteriosacausa, largos y amplios velos negros, deuna tela opaca y suave, chales de luto detenebrosos pliegues. Sólo quedaba enella el vaivén ora rápido, ora lento, de

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negras telas que no podía sacar por laboca para tenderlas al sol, ni cagarlaspor el culo como se arroja una solitaria.

—De todos modos tiene gracia queande yo a mi edad con estas cosas,porque no puedo engañarme. Yoengañarme, eso sí que no. Joséphine noestá hecha para engañarse: voy acumplir cincuenta años dentro de cinco.Y sobre todo no a merced de una idea.Porque me estoy haciendo una idea.Cuando digo que ellos se parecen, y nohay más que uno en realidad, 'ellos' sondos. Por una parte está Robert y por otraJo.

Estas ensoñaciones tranquilizadoras

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que proseguían durante el día y durantelos instantes de respiro que le permitíala vigilancia de la sala, eraninterrumpidas sin cesar por losproblemas cotidianos. Lentamente,Madame Lysiane pasó a considerar lavida y sus mil incidentes como algoperfectamente estúpido, sin ningunaimportancia en comparación con laamplitud del fenómeno del que estabasiendo testigo y receptáculo.

—¿Dos fundas de almohadónsucias? ¿Y qué importan dos fundassucias? Se lavan. ¿Qué quieren que yo lehaga?

Abandonaba pronto esta idea

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degradante para observar la fascinantelabor de sus telas de luto.

—Dos hermanos que se aman hastallegar a parecerse…, eso es una tela.Aquí está. Se mueve. Pasa despacito,desplegada por dos brazos desnudos, depuños cerrados, tendidos en mí. Estatela forma un entorchado. Se desliza. Laperturba otra, negra también, pero dediferente tono. Esta nueva tela quieredecir: dos hermanos que se parecenhasta amarse. Esta tela se va deslizandotambién dentro de la cuba, recubriendola primera… No, es la misma delrevés… Otra tela, de un negro diferente.Quiere decir: amo a uno de los

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hermanos, a uno solo… Otra tela si amoa uno de los hermanos, estoy amando alotro… Tengo que pasar por entre todoesto, tengo que ponerme manos a laobra. Pero no se pueden parir telas.¿Amo a Robert? Así debe ser, puestoque desde hace seis meses no nos hemosdespegado el uno del otro. Eso no quieredecir nada, evidentemente. Amo aRobert. No amo a Jo. ¿Por qué? Tal vezle amo. Ellos dos se adoran. Nadapuedo hacer. Se adoran: si se adoran,¿harán el amor? ¿Dónde? ¿Dónde? Sinunca están juntos. Se ocultan, claro.Hacen el amor lejos de aquí. Lejos deaquí, ¿dónde? En otras regiones. Han

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tenido un chiquillo…, ese chaval es suniño… Soy tonta, aunque comparadocon mis telas un vestido no tengaimportancia, es preciso reñirle aGermaine por barrer el suelo con elsuyo. Es cuestión de principios. Sisupiera andar… ¿Cómo es posible queuna mujer como yo no logretranquilizarse?

Madame Lysiane había estadoesperando el amor durante muchotiempo. Los machos no le habíanaportado nunca demasiada emoción.Sólo al alcanzar la cuarentena comenzó

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a despertársele el apetito por los chulosde músculos prietos. Pero justo en elmomento en que podía conocer la dichase instalaron dentro de ella aquelloscelos que a nadie podía mostrar. Nadielo hubiera entendido. Amaba a Robert.Sólo de pensar en sus cabellos, en sunuca, en sus muslos, se le ponía duro elpecho, se proyectaba hacia delante, alencuentro de la imagen evocada, ydurante toda la jornada, en la alegríafebril de un deseo apenas rechazado,Madame Lysiane preparaba noches deamor. ¡Su hombre! Robert era suhombre. El primero y el verdadero. Sise aman, ¿harán el amor? En tal caso,

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igual que los maricas. Los maricas eranvergonzantes. Evocarlos en el burdelsería comparable a mentar a Satanás enel coro de una basílica. Madame Lysianelos despreciaba. No iban nunca a sucasa. Rechazaba la idea de que ciertosclientes de gustos extravagantes, queexigían de las mujeres lo que nadieespera de ellas, estuviesen afectados demariconería: si andaban con mujeres,era que les gustaban las mujeres. A sumanera, pero de maricones, nada.

—Pero ¿a dónde voy a ir a parar?Robert no es una loca…

Ante su imaginación surgía el rostroregular, rígido y duro de su amante,

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cuyos rasgos, a velocidad vertiginosa,se confundían con los del rostro delmarinero, que a su vez se convertía en elde Robert, quien se transformaba enQuerelle y Querelle en Robert… Unrostro cuya expresión no variaba nunca:una mirada dura, una boca severa,tranquila, una barbilla sólida y,dominando el conjunto, aquel aire deinocencia total respecto a la confusiónque sin cesar se operaba.

No, seguro que no es sólo eso. Ellosse aman. Se aman con su belleza. Sonpequeñas terneras. No puedo hacer nadapara separarlos. Siempre sereencuentran. Robert ama a su hermano

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más que a mí. No hay nada que hacer.Ella no tenía nada que hacer. Sólo

una mujer de su edad podía ser víctimade ese mal. Había permanecidoindiferente al deseo, ante lamanifestación del deseo de los demás,pero su castidad espiritual abonaba unterreno fácil de fecundar por lomaravilloso.

Querelle no se atrevía a pronunciarel nombre de Mario. Se preguntaba aveces si alguien conocería su aventuracon él. ¿Por qué iba a hablar? MadameLysiane no parecía estar al corriente.

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Habiéndola visto el primer día, aQuerelle ya no se le ocurría mirarla.Pero con su autoridad característica,poco a poco ella se le iba imponiendo,iba tomando posesión de él,envolviéndole en ademanes y líneas deamplias y bellas curvas. De aquellasmasas armoniosas, de aquellos andarespesados, se desprendía un calor, casi unvapor que iba embotando a Querelle,incapaz todavía de discernir su embrujo.Miraba distraídamente la cadena de orodel pecho, las pulseras de las muñecas ysiempre distraídamente se sentíaenvuelto en la opulencia. Pensaba aveces, al verla de lejos, que el patrón

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poseía una mujer muy hermosa y suhermano una amante muy bella; pero encuanto se acercaba a él, MadameLysiane no era sino un manantial cálido,asombrosamente fecundo, aunque casiirreal a fuerza de irradiación.

—¿No tendrá usted fuego, MadameLysiane?

—Sí, hijo, ahora se lo doy.Rechazó sonriente el cigarrillo que

el marinero le ofrecía.—¿Por qué? Nunca se la ve fumar.

Es un Craven.—No fumo nunca aquí. Se lo

consiento a las mujeres porque no sepuede ser demasiado severa, pero yo no.

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Se imagina usted qué dirían si la patronase pusiera a fumar.

No parecía molesta. Lo dijo contoda naturalidad, simplemente, comoalgo evidente y sin discusión posible.Acercó el cigarrillo a la llama ligera yvio que los ojos de Querelle lacontemplaban. Se quedó algo turbadaante aquella mirada y sin darse cuentapronunció la expresión con la que habíatropezado hacía un momento y quepermanecía allí, pegada al cielo de laboca.

—Esto es lo que hay, hijo.—Gracias, Madame Lysiane.

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Ni Robert ni Querelle amaban tantoel amor como para buscar posturasnuevas. Tampoco satisfacían unanecesidad higiénica. Nono veía en susjuegos con Querelle la manifestaciónviolenta y algo fanfarrona de unalubricidad que había reconocido en él.Aquel marinero aplastado sobre laalfombra que le ofrecía unas nalgasmusculosas y velludas entrechampiñones de terciopelo, realizabacon él un acto que hubiera podidopertenecer a las orgías de un convento,donde las monjas se dejaban joder porun macho cabrío. Era una hermosa farsaque aumentaba la fortaleza de sus

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hombros sólidos. Frente a aquel culonegro, enmarañado, ofrecido condecisión sobre los largos y pesadosmuslos, algo morenos, que surgían delrevoltijo del pantalón bajado en el quelas piernas estaban aprisionadas,Norbert permanecía de pie, se abríaampliamente la bragueta, apartaba algosu camisa para convertirse por completoen un macho, y se contemplaba durantealgunos segundos en esta postura, queconsideraba una hazaña de caza o deguerra. Sabía que no arriesgaba nada,pues ningún sentimentalismo turbaba lapureza de su juego. Ni pasión alguna.

—Está en razón. Decía también:

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«Tiene pátina» o «tiene buena pinta».Era un simple juego sin gravedad.

Dos hombres fuertes y sonrientes, uno delos cuales, sin crearse mala sangre, sindramatizar, prestaba su culo al otro.

«Lo pasamos bien.»Había que añadir el placer de

ponerle los cojones encima de laschichas. «Si supieran que nosdescargamos las aceiteras entre amigos,se quedarían de una pieza. El marineroeste no se anda con tonterías; se parte derisa cuando le doran las cachas. ¿Y quéhay de malo en ello?»

Total, que Norbert aceptaba jodercon Querelle en parte por bondad. Le

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parecía que, aunque el marinero noestaba enamorado de él, tenía necesidadde aquello para seguir viviendo. Norbertno lo despreciaba —en primer lugar porno haberse dejado engañar en la ventadel opio y además a causa de su fuerza—. No podía menos de admirar la joveny ágil musculatura del marinero, que sela ponía cada vez más tiesa. Lahumedeció con la mano y luego seinclinó lentamente, se posó sobre laespalda de Querelle y lo penetró. Yaningún dolor crispaba a Querelle. Sólosentía el extremo redondo y duroforzando un poco y penetrandosuavemente hasta el fondo. Nono se

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quedaba inmóvil unos segundos, dejandoreposar un poco a su amigo. Luegocomenzaba el vaivén. Era suave yrelajante sentirse tan alcanzado tanprofundamente, conocer en sí unapresencia tan soberana. El miembro nose arriesgaba a salir. Trenzados, sevolvieron ligeramente de lado ycontinuaron. Nono sostenía a Querellepor las axilas y lo atraía contra sí. Elmarinero se dejaba llevar hacia atrás yse apoyaba pesadamente sobre el pechode Norbert.

—¿Te hago daño?—No, sigue así.Retozaban, con el alma y la palabra

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extraviadas, la palabra como un polvode oro expirado por sus bocasentreabiertas. Querelle movía las nalgasdulcemente y Norbert, más duramente,los ríñones. Era bueno ser atrapado poruna polla. Y bueno retener en sí, en lapolla, una fuerza que sólo se libera aldescargarla en el culo. A veces,Querelle sentía en sí el sobresalto de laverga sólida al que la suya, desde sumano, respondía con un sobresaltosimilar. Se meneaba tranquilamente,posesamente, atento a sentir en sí elvaivén de esa enorme biela. Después devestirse, se miraron sonriendo.

—Somos un par de cabrones. ¿A que

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sí?—¿Cabrones por qué? No le

hacemos daño a nadie.—¿Pero te gusta metérmela por el

culo?—Claro que sí. ¿Por qué no? No es

malo. No puedo dedr que estéenamorado de ti, porque te mentiría.Jamás he comprendido el amor entrehombres. Existe, claro. He visto casos.Es sólo que yo no podría.

—Igual que yo. Me dejo enchufarporque me da igual, me gusta, pero nohay que pedirme que me encapriche conalguien.

—¿Y nunca has probado follarte a

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uno más joven?—Nunca. No me interesa.—Un pequeño encanto con la piel

dulce; ¿no te apetece?Querelle, agachando la cabeza para

cerrar la hebilla del cinturón, la sacudióde derecha a izquierda mientras lalevantaba con una mueca.

—¿Qué te gusta, entonces? ¿Que tehagan sufrir?

—A veces. Tú hablas de dejarmemangonear. Yo creo que depende de loque te divierta.

Al lado de Norbert, Querelle nohabía vuelto a encontrar la dulzura quehabía conocido en la habitación del

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maricón armenio. Con Joachim habíasentido una verdadera atmósfera dedulzura, de calma, de seguridad. Quizáporque sentía ser enteramente para estehombre que había aceptado, al menosmientras estuvo con él, todas susexigencias. Por Joachim, seguramente sehabría dejado someter. Pero es que(ahora lo comprendía), Joachim habríaexigido lo contrario.

Norbert no lo amaba, aunque cadavez más, sentía nacer algo nuevo. Ciertosentimiento lo unía a Nono. ¿Era tal veza causa de su edad respecto a Norbert?Se negaba a admitir que Nono, altabicarle, le estuviese dominando,

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aunque aquello tenía tal vez ciertaimportancia. En fin, no se puede repetirtodos los días algo que uno cree unsimple juego amoroso sin acabartomándoselo en serio. Había algoademás que servía para suscitar aquelsentimiento nuevo —o más bien aquellaatmósfera de complicidad aliviadora—:eran los modales, los ademanes, lasalhajas, la mirada de Madame Lysiane eincluso aquella palabra que habíapronunciado dos veces durante la tarde:«Hijo». Ahora bien, ocurría quehabiendo sido colmado de todasmaneras por la intervención del policía,Querelle había dejado de gozar en sus

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juegos con Norbert. Se había entregadoa ellos una vez más por pura costumbre,casi por descuido; pero —y el placerahora demasiado visible de Nonocontribuía a ello— empezaba aaborrecerlo. Sin embargo, pareciéndoleimposible deshacerse de lo ocurrido,pensó sacar partido de ellosecretamente, y en primer lugar, queNorbert le pagara. En fin, por la sonrisay los gestos de la patrona, vislumbrabaoscuramente la posibilidad de otrajustificación. Esta idea se le pasó enseguida a Querelle. No era Norbert unhombre de los que se dejan intimidar. Yaveremos que Querelle no abandonará en

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absoluto esta idea, sino que la utilizará ygracias a ella le hará soltar la mosca alteniente Seblon.

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Los periódicos continuabanhablando del caso Gil —el dobleasesinato de Brest— y la policíabuscaba al asesino descrito en losartículos como un monstruo espantosocuya astucia era capaz de hacer fracasardurante largo tiempo a la policía. Gil seconvertía en algo tan horroroso comoGille de Rais. Inhallable, lo que para lapoblación de Brest equivalía a decirinvisible. ¿Lo era a causa de la niebla opor otra razón más maravillosa?

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No se le escapaba a Querelle ni unsolo periódico, y se los llevaba a Gil. Eljoven albañil experimentó una extrañaemoción cuando por primera vez en suvida vio su nombre en letras grandes.Estaba en primera página. En un primermomento creyó que se trataba al mismotiempo de otro y de él solo. Se ruborizóy sonrió. La emoción acentuó su sonrisahasta convertirla en una risa amplia ysilenciosa que a él mismo le resultó casimacabra. Aquel nombre impreso,compuesto con grandes caracteres, erael nombre de un asesino, y el asesino

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que lo llevaba no era aire. Existía en lavida diaria. Al lado de Mussolini y deMr. Eden. Por encima de MarleneDietrich. Los periódicos hablaban de unasesino que se llamaba Gilbert Turko.Gil apartó el periódico y desvió los ojosal papel, con el fin de reproducir en suinterior, en la intimidad de suconciencia, la imagen de aquel nombre.Quería hacerse a la idea, es decir,conseguir de inmediato que el nombreestuviera escrito y leído desde hacíamucho tiempo, consignado en unregistro. Para ello era necesariorecordarlo y volver a verlo. Gil hizo quesu nombre (que era nuevo por ser el de

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otro) recorriera bajo aquella formanueva irrevocablemente definitiva, todala noche de su memoria. Lo paseó porlos rincones más oscuros, por lasanfractuosidades, lo hizo brillar contodos sus resplandores, llevando losdestellos de sus facetas a las másrecónditas intimidades de sí mismo;después volvió a fijar sus ojos en elperiódico. Experimentó una nuevasacudida al volver a ver aquel nombretan verdaderamente remarcado. Elmismo estremecimiento de delicadavergüenza tornasoló su epidermis, puesse sentía desnudo. Su nombre lo exhibíay lo exhibía desnudo. Era la gloria,

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terrible gloria a fuerza de serbochornosa, a fuerza de llegar por lapuerta del desprecio. Gil no seacostumbró del todo a su nombre. Nisiquiera era seguro que se tratase de unsimple asesino (¿O de un doble?).Gilbert Turko del que los diarioshablarían siempre en adelante. Perocada día más, la costumbre despelusabalos artículos sobre sus maravillas. Gilpodía leerlos y discutirlos: habíandejado de ser poemas. Dejando de serpoemas, le indicaban un peligro que Gildescubría con toda claridad, quesaboreaba incluso, en el que le gustaba aveces disolverse, experimentando

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entonces al tiempo que una concienciade ser, más aguda y casi dolorosa, unaespecie de olvido, de abandono de símismo y de confianza, como cuandorozaba con el dedo la carne —rosa, sinduda— de sus almorranas, comotambién, allá en su infancia, acurrucadoal borde de la carretera, con los dedoshabía escrito sobre el polvo su nombreen hueco y había conocido la extrañadulzura provocada por lo aterciopeladodel polvo y por la curva de las letras,olvidó al que se abandonó hasta lanáusea, hasta sentir zozobrar su corazón,casi hasta desear tenderse sobre sunombre y dormirse encima de él a pesar

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de los coches; pero no consiguió másque embrollar las letras, demoler lafrágil muralla de polvo, pasando susdedos separados suavemente por elsuelo. Al comienzo, la magia queenvolvía el descubrimiento de sunombre impreso acompañaba eiluminaba la confusión entre las dosmuertes, arrojaba sobre una las sombrasde la otra y sobre la otra el sol de laprimera, en suma, mezclaba dosarquitecturas, una de las cuales erairreal para Gil.

—Pero a pesar de todo los jueces se

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darán cuenta…—¿De qué se darán cuenta? ¿Qué

jueces? No te vas a ir a entregar ahora.Sería una tontería mayúscula. Primero:dirán que eres culpable puesto que tehas escondido durante tanto tiempo.Segundo: ya ves lo que dice elperiódico, que has matado a un tipo queera marica y a otro que era marinero. Yqué puedes decir a eso.

Gil se dejaba convencer por losargumentos de Querelle. Quería dejarseconvencer. Ya no tenía la sensación decorrer un gran peligro, sino que, por elcontrario, estaba a salvo al haber sidofijado. Algo quedaría de él, ya que

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quedaría su nombre, pues estaba escrito,librándose una vez más de la justicia porel hecho de haber sido designado para lagloria; aunque en su boca se mezclaba laamargura de la desesperación, Gil sesentía perdido pues su nombre ibasiempre acompañado de la palabra«crímenes».

—Voy a darte unos cuantos planes.Ganarás un poco de pasta. Después tevas a España. O a América. Soymarinero, conseguiré embarcarte. Yo meencargo de todo.

A Gil le gustaba creer en Querelle.Un marino debe de tener las mejoresrelaciones con toda la Marina del

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mundo, debe de estar en relación secretacon la más secreta de las tripulaciones,e incluso con el mar. La idea le gustabaa Gil. Se acurrucaba dentro de ella paraconsolarse y hallándose allí seguro, senegaba a discutirla.

—¿Qué tienes que perder? Aunquerobes, no lo tendrán en cuenta. ¿Qué esun robo comparado con un crimen?

Querelle no había vuelto a evocar elasesinato del marinero, con el fin de nosuscitar las recriminaciones de Gil, conel fin de no hacer aflorar a sus labiosese deseo de justicia pura que todostenemos y que le hubiera hecho ir aentregarse. Llegado de fuera, tranquilo y

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lúcido, sentía que el joven albañilestaba angustiosamente unido a él. Laansiedad traicionaba a Gil, delataba lamás mínima alteración de su carácter yla inflaba un poco a modo de aguja quepasando de nuevo sobre la aspereza deldisco transforma esta aspereza envibración sonora. Registraba Querellecada una de las diferencias y jugaba conellas.

—Yo, si no fuera marinero… Perocomo lo soy no puedo hacer nada. Sí, loque puedo hacer es pasarte soplos.Porque yo te creo seguro.

Gil escuchaba sin decir una solapalabra. Ahora estaba convencido de

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que el marinero no le traería jamás sinoalgo de pan, una caja de sardinas, unpaquete de pitos, pero no dinero. Con lacabeza gacha y un rictus amargosopesaba en su interior la idea deaquellos dos asesinatos. Un inmensocansancio le forzaba a resignarse deellos, a admitirlos, a aceptar finalmenteque su vida se había internado por unasenda infernal. Respecto a Querelleexperimentaba una rabia enorme, y almismo tiempo una confianza absoluta,sorprendentemente entremezclada con eltemor a que Querelle pudiera«chivarse».

—En cuanto tengas la pasta y estés

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trajeado, te encontrarás listo para elviaje.

La aventura parecía hermosa y comosi hubiese sido traída por los asesinatos.Gracias a ellos, Gil se vería obligado avestirse con elegancia, como nunca lohabía hecho, ni siquiera los domingos.Total, aquello era Jauja.

—Observa que te comprendo. No esque me niegue a trabajar, a apuntarme unrobo. ¿Pero dónde? ¿Tú sabes dónde?

—De momento, en Brest sóloconozco una cosa, sólo un trabajo. Enotros lugares sé de más, pero en Brestsolo sé de un trabajo. Voy a ver si me losoplan y después, si quieres, lo podemos

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hacer juntos. No hay ningún peligro. Yademás yo estaré contigo.

—¿No puedo hacerlo solo? Quizáfuese preferible.

—¿Estás mal de la cabeza? Nihablar. Quiero estar contigo. No creerásque te voy a dejar hacer el trabajopeligroso a ti solo…

Querelle había domesticado lanoche. Se las había arreglado parahacerse familiares todas las expresionesde la oscuridad, para poblar lastinieblas con los monstruos máspeligrosos que portaba en sí mismo.

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Habíalos vencido a continuaciónmediante profundas inhalaciones de airepor la nariz. Ahora, sin pertenecerleenteramente, la noche le era sumisa. Sehabía acostumbrado a vivir en larepugnante compañía de sus crímenes,para los que llevaba una especie deregistro de minúsculo formato, unregistro de masacres que dominaba paraél solo: «mi ramillete de florescallejeras». Contenía aquel registro elplano de los lugares donde se habíanllevado a cabo los crímenes. Losdibujos eran ingenuos. Cuando Querelleno sabía dibujar un objeto lo nombraba,y la ortografía del nombre era a veces

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falsa. No tenía instrucción.

Cuando por segunda vez salió delpresidio (la primera fue para personarseen casa de Roger) creyó Gil que lanoche y el campo, apostados a la puerta,le echaban mano al cuello paradetenerle. Tuvo miedo. Querelle iba pordelante. Tomaron el sendero que llevadesde el Hospital de la Marina, a lolargo de los muros, hasta entrar en laciudad. No se atrevía Gil a mostrar suscanguelos ante Querelle. La noche eraoscura, pero esto no le tranquilizaba deltodo, pues, si se proponía disimularlos,

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podía la noche encubrir otros peligros,peligros de orden policíaco. Querelleestaba alegre, pero procuraba ocultar sualegría. Como de costumbre, llevabaerguida la cabeza en medio del cuelloalzado, rígido y frío de su impermeable.Gil tiritaba. Entraron en el estrechocamino abierto entre el muro delpresidio y la explanada que dominabaBrest, donde se halla construido elcuartel Guépin. Al final del camino seencuentra la ciudad y Gil lo sabía.Apoyada al muro de los edificios delantiguo Arsenal, en la prolongación delpresidio, había una casa con una plantabaja y un solo piso. La planta baja era

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un café cuya fachada daba a la calleperpendicular al camino donde nosencontramos. Querelle se detuvo.Susurró al oído de Gil:

—Lo ves, es la taberna. La puerta deentrada da a la calle. Tiene un telónmetálico. Pero la vivienda está ahí. Enel primero. Te lo explicaré. No esdifícil. Yo entraré.

—¿Y la puerta?—No cierran nunca con llave.

Vamos a entrar los dos en el pasillo.Porque hay un pasillo. Y una escalera.Subes despacito hasta arriba. Yo entrarépor la tienda. Si hay peligro, si ves queel patrón abre la puerta de arriba de la

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escalera, entras dentro y bajascorriendo. Yo me las piro al mismotiempo. En dirección al hospital. Si nohay peligro, cuando yo haya acabado, tellamo bajito. ¿Lo has cogido?

—¡Sí!Gil no había robado nunca. Se quedó

sorprendido de que fuera tan difícil y tanfácil. Tras haber observado la calledevorada por la niebla, Querelle, sinhacer ruido, abrió la puerta y entró en elpasillo de la casa. Gil le siguió.Querelle le cogió la mano y se la pusosobre la barandilla. Le sopló al oído:«Sigue». Y él, separándose delchiquillo, se deslizó bajo la escalera.

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Cuando consideró que Gil había llegadoal rellano superior, dejó oír una serie degolpecitos muy ligeros. Gil estabaescuchando delante de la puerta. Oía loscascabeles de la diligencia que debíaasaltar con los demás bandidos. Unfogonazo perdido en los bosques, un ejeque se rompe, jóvenes que alzan susvelos, y Maria Taglioni[14] bailando bajolos árboles mojados, sobre alfombrasextendidas por joviales bandidos. Gilaguzó el oído. Escuchó un ligero silbidoen la noche. Entendido: «Gil, vente».Descendió lentamente, con el corazónpalpitante. Querelle volvió a cerrar lapuerta despacito. Por el camino

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recorrido antes caminaron deprisa y ensilencio. Gil estaba ansioso. Por finsusurró:

—¿Ha salido bien?—Sí, caminemos.Atravesaron las mismas masas de

tinieblas y bruma. Gil sentía acercarseel presidio, regresar a él la seguridad,recobrando de nuevo cierta calma. En elantro del presidio, al resplandor de lavela, Querelle sacó de su bolsillo eldinero. Dos mil seiscientos francos. Ledio a Gil la mitad.

—Es poca cosa, pero qué quieres.Es la recaudación del día.

—No está mal, oye. Con esto ya

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puedo ir tirando.—¡Pero tú estás loco, en serio! ¿A

dónde puedes ir con esto? Ni siquieratienes para los trapos. No, tronco,todavía tienes algo que hacer.

—De acuerdo. Cuenta conmigo.Pero la próxima vez soy yo el quecurrela. No quiero que te pringues pormí.

—Ya veremos. Mientras tanto, cogela pasta.

Cuando vio a Gil guardarse eldinero en el bolsillo, a Querelle se ledesgarró el corazón. Aquel dolor iba aservirle de justificación para la guarradaque le estaba preparando a Gil. Sin duda

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el dinero que había fingido robar en unacasa que él sabía deshabitada podría serrecuperado con creces dentro de algunosdías, pero, sin embargo, experimentabaun enorme dolor al ver a Gil picando enel anzuelo y comiéndose el gusano. Ycada día Querelle le llevaba a Gilalgunas ropas. En tres días consiguiódarle un pantalón, una marinera, unimpermeable, una camiseta y un gorro demarino. Era Roger quien sirgaba lospaquetes siguiendo el mismoprocedimiento que para el opio. Unatarde, Querelle le hizo saber a Gil:

—Todo está listo. No te rajarás,¿verdad? Dímelo antes si vas a

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desinflarte a última hora…—Confía en mí.Gil debería salir en pleno día por

Brest. El uniforme le tornaría invisible.Había pocas posibilidades de que lospolicías pensaran que el asesino andabapaseando por la ciudad disfrazado demarinero.

—¿Estás seguro de que el tenienteno plantará cara?

—Ya te he dicho que es una loca.Así, a primera vista, parece fornido,pero en la pelea no tiene nada que hacer.

El traje de marinero transformaba aGil, le daba una personalidad extraña.No se reconocía. En la oscuridad se

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vistió minuciosamente sólo para sí.Tratando de ser elegante, se colocó elgorro sobre los cabellos, luego se loechó hacia atrás con arrogantecoquetería. Le estaba penetrando el almaágil y encantadora del arma máselegante. Se convertía en uno de losmiembros de esa Marina de Guerra máspropiamente destinada a adornar lacosta francesa que a defenderla. Recortay borda un gracioso festón sobre laorilla del mar, desde Dunkerque aVillefranche, con, aquí y allá, algunosnudos más densos y apretados queconstituyen nuestros puertos de guerra.La Marina es una organización

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magníficamente montada, integrada porjóvenes a los que todo un aprendizajeenseña el modo de hacerse desear.Cuando todavía trabajaba en el tajo dealbañilería, Gil se encontraba con losmarineros en los bares. Se rozaba conellos, no osando desear convertirse enuno de ellos, pero los respetaba por elsimple hecho de formar parte de esaempresa galante. En el día de hoy, por lanoche, en secreto, únicamente para sí, sehabía convertido en uno de aquellosmuchachos. Por la mañana salió. Laniebla era densa. Gil se dirigió hacia laestación. Llevaba la cabeza baja,tratando de meterla en el cuello alzado

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de su impermeable. No era probable quese encontrara con un obrero, con algunode sus antiguos compañeros, ni que lereconocieran, sobre todo con este traje.Cuando hubo llegado cerca de laestación, Gil se dirigió hacia el caminoque baja a los almacenes portuarios. Eltren llegaba a las seis y diez. Gil llevabael revólver que Querelle le habíaconfiado. Si el oficial se ponía a gritar,¿sería capaz de disparar? Entró en lospequeños meaderos de plaza única,junto al antepecho que domina el mar. Laniebla le ocultaba. Si alguien venía, sólovería la espalda de un marinero meando.No había que temer a ningún oficial ni a

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ninguna patrulla. Querelle lo habíacombinado todo a la perfección. A Gilsólo le quedaba esperar la llegada deltren: el teniente pasaría por allí con todaseguridad. ¿Sería Gil capaz dereconocerlo? Llevó a cabo en su menteun ensayo detallado de la agresión. Derepente se quedó parado ante lapreocupación de saber si debía tutear aloficial. «Pues claro, paraimpresionarlo.» Aunque, bien mirado,resulta más bien raro que un marinerotutee a un oficial. Gil se decidió atutearle, pero con la ligera nostalgia deno poder conocer, en la mañana mismaen que se revestía por primera vez de su

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uniforme, todas las dulzuras, todos susconsuelos, que consisten sobre todo enanonadaros en una profunda quietudmediante el encanto de un aparato ritual.Gil aguardó con las manos en el bolsillode su impermeable. La niebla mojaba yhelaba su rostro, tornando dolorosa sudecisión de ser brutal. Querelle debía deestar durmiendo, todavía en su coy. Giloyó pitar el tren, lo vio franquear elpuente de hierro, entrar en la estación.Minutos más tarde desfilaron ante élextrañas siluetas: eran mujeres y niños.Palpitó su corazón. El tenienteatravesaba la niebla, solo. Gil salió delos meaderos con su arma bajada en la

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mano. Cuando llegó a su altura, seacercó a él. —No las píes. Pasa la bolsao disparo.

Súbitamente tomó conciencia elteniente de que se le brindaba laposibilidad de llevar a cabo un actoheroico; al mismo tiempo lamentó queaquel acto no tuviera testigos capaces decontárselo a sus hombres y a Querelle enprimer lugar. Se dio cuenta de que unacto tal era inútil, pero se sintiódeshonrado si no lo llevaba a cabo; vioademás por el tono, por la mirada, portoda la belleza pálida y crispada de suagresor, prendido del arma, que no cabíaninguna apelación (en cualquier caso el

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marinero se llevaría el dinero). Esperóla intervención de un viajero, pero, nocreyéndola posible, llegó incluso atemerla. Todo esto se presentó en bloqueen su mente. Dijo:

—No dispare.Tal vez fuera posible envolver al

marinero en los pliegues de unadialéctica acerada, maniatarlo confrases e irle llevando poco a poco a laamistad hacia él. La juventud y la osadíadel chico le inquietaron.

—No te muevas. No las píes. Sueltala pasta.

En medio de su miedo, Gil estabamuy tranquilo. El miedo le

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proporcionaba el coraje de hablar deuna manera cortante, brutal. Leproporcionaba la lucidez suficiente paracomprender que pronunciando frasescortas no dejaba margen para ladiscusión.

El teniente no se movió.—La pasta o disparo al vientre.—Dispare.Gil le disparó al hombro esperando

deshacérselo para que se le cayera labolsa. El tiro fue terrible, estallando enla pequeña garita luminosa que sus doscuerpos estaban horadando y formandoen medio de la niebla. Rápidamentellevó Gil su mano izquierda a la correa

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de la bolsa, tirando de ella, al tiempoque ponía la boca de su arma pegada alojo del teniente:

—Suelta o te dejo seco.El teniente soltó la correa y Gil,

retrocediendo algo, giró bruscamente yhuyó a toda velocidad. Desapareció enla niebla. Un cuarto de hora más tardeestaba en su escondrijo. La policía nosospechó de él. Buscó entre losmarineros sin descubrir a nadie.Querelle no fue molestado.

A medida que Querelle iba cobrandocada vez más importancia, Roger veía

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con tristeza que Gil se alejaba de él.Cuando llegaba, Gil ya no le acariciaba;sencillamente le daba la mano. SentíaRoger que todo ocurría fuera de él, porencima de su edad. Estaba celoso deQuerelle, sin odiarlo. Le hubieragustado tener su pequeña importancia enuna aventura tan seria. Por sí mismotambién se estaba alejando de Gil, puesamaba la doble belleza de los doshermanos. Se encontraba cogido en unaespecie de mecanismo de complicadosengranajes en el que los rostros deQuerelle y de Robert se tornabannecesarios para la plenitud de su amor.Vivía en espera de un nuevo milagro que

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le pusiera en presencia de los dosjóvenes y que le hiciera ser amado almismo tiempo por ambos. Todas lastardes daba largos rodeos para pasarcerca de «La Féria» que, efectivamente,le parecía una capilla, como había dichoun albañil al que Roger había oído eldía que fue a ver a Gil al tajo:

—Yo voy a misa a la capilla de larue du Sac.

Roger recordaba la risotada delalbañil y su mano ancha y blanca queagarraba una trulla a la que dabavueltas, con gestos regulares y breves,en una pila llena de mortero. No sehabía preguntado qué culto rendía allí

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aquel enorme mozarrón de aspecto tanpoco suave: Roger conocía de oídas yde vista el burdel, pero «La Féria» leemocionaba hoy porque encerraba unsagrario, o al mismo dios (aquelmonstruo bicéfalo que le había turbadosin que supiera darle un nombre) en dospersonas; aquel objeto insólito quevertía sobre su almita abrumadoresencantos, y al que los albañiles acudíansin duda a rendirle homenaje, cargadosno de flores, sino de esperanza y temor.Roger recordaba también que anteaquella broma (sólo sabía esto, peroresultaba indicativo de que aquellosuperaba el alcance de las simples

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bromas) uno de los albañiles se habíaencogido de hombros. Al principio,Roger se había sorprendido de que unchiste sobre burdeles provocara lareprobación de un obrero en mangas decamisa, de pecho amplio y velludo,despechugado hasta la cintura, decabellos recios y cubiertos de cal, depolvo, de sol, de brazos duros y llenosde polvo, de un obrero, en fin, que eratan hombre. Hoy aquel gesto dehombros, con el que fueron acogidas lafrase y la risa, turbaba la seguraafirmación de la existencia de ese cultosecreto. Bastaba para introducir en la fela señal de duda y de desprecio que

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acompaña siempre a las creenciasreligiosas.

Roger venía a ver a Gil todos losdías. Le traía pan, mantequilla, quesoque compraba muy lejos, por la parte deSaint-Martin, en una mantequería dondenadie le conocía. Gil se mostraba másexigente cada vez. Se sentía rico. Lafortuna que ocultaba junto a sí leproporcionaba la autoridad suficientepara tiranizar a Roger. En fin, se ibaacostumbrando a su vida recluida, seinstalaba en ella y poco a poco se ibamoviendo con seguridad. Al díasiguiente de su agresión al teniente tratóde saber a través de Roger qué decían

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los periódicos sobre el suceso, peroQuerelle le había prohibido mantener alchico al corriente. Al no poderconfesarle nada ni obtener nada de él,Gil se puso furioso contra Roger.Además sentía que el muchacho seestaba alejando de él.

—Tengo que irme.—¡Faltaría más! ¡Ya me estás

abandonando!—No te abandono, Gil. Vengo todos

los días. Sólo que mi vieja se enfada yladra cuando vuelvo tarde. Nohabríamos conseguido nada si no medejara salir.

—Todo eso son cuentos. Y además

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ya sabes lo que te he dicho sobre eso…Mañana trata de traerme un litro detintorro. ¿Entendido?

—Sí, lo intentaré.—No te digo que lo intentes, te digo

que me traigas un litro de morapio.Roger no experimentaba sufrimiento

alguno viendo que le maltrataba. Comola atmósfera corrompida del antro, elmal humor que emanaba de Gil se ibahaciendo cada día más espeso; peroRoger no distinguía su progresivadensidad. Si hubiera estado todavíaenamorado, habría encontrado sin dudaun punto de referencia para darse cuentadel cambio de tono de su amigo, pero

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seguía viniendo todas las tardesmecánicamente, obedeciendo más quenada a una especie de rito cuyo sentidoprofundo e imperioso había olvidado.No pensaba poder liberarse de aquellapesada tarea, sino sólo en el doblerostro de Robert y Querelle. Vivía conla esperanza de encontrar juntos a losdos hermanos.

—He visto a Jo. Ha dicho que no tehagas mala sangre. Dice que todo vabien. Vendrá a verte dentro de dos o tresdías.

—¿Dónde le has visto?—Salía de «La Féria».—¿Y tú qué pintas en «La Féria»?

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—Yo no estaba allí, pasaba…—No tienes por qué pasar. No te

pilla de camino. No sueñes con llegarlea la suela de los zapatos a los duros.«La Féria» no es para un mierda comotú.

—Te estoy diciendo que pasaba porallí, Gil.

—Eso se lo cuentas a otro.Gil se dio cuenta de que ya no lo era

todo para el chiquillo, quien, fuera delpresidio, llevaba una vida en la que élno ocupaba ningún lugar. Temía queaquella vida fuera más prestigiosa quela suya. De todos modos, habiendodejado de estar unido a Gil, Roger podía

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moverse con seguridad, ir a fiestas delas que aquel se encontraba excluido, enel interior del burdel, donde los doshermanos iban y venían de unahabitación a otra (cuya disposición ymobiliario eran difíciles de imaginarcreyéndolos pobres por el testimonio dela fachada desvencijada) buscándose,hallándose de pronto (y de su encuentroemanaba un orden) para separarse,perderse y volver a buscarse de nuevoentre el va y viene de las mujeresvestidas con velos y encajes. Osabaimaginarse a los dos hermanos ante él,mirándole sonrientes y cogidos de lamano. Tenían una misma sonrisa.

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Extendían un brazo para coger al chico,que acudía dócilmente, y lo guardabanentre ellos un momento. En casa, Rogerno podía mencionar a los dos hermanos,no podía hablar del chulo ni del ladrón.Si hubiera soltado prenda, su hermana selo habría contado a su madre. Sus cuitasde enamorado actuaban, sin embargo, enél con tan violento empuje que encualquier momento corría el riesgo detraicionarse. Por lo demás, hablaba deello con una torpeza ingenua. Un díadijo:

—¡Los Caballeros!Era incapaz de soñarse con ellos en

múltiples aventuras. En sus ojos se

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formaban algunas imágenes en las que seveía ofreciendo a los dos hermanosreunidos no sabía qué, pero que era lomás valioso de sí mismo. Llegó inclusoa ocurrírsele la idea de separar comoheraldo a Jo y a Robert, con el fin deque aceptasen la amistad que la personaúnica y esencial, que no había salido dela habitación, les ofrecía. Querellevolvió una noche en que suponía ausentea Roger.

—Ahora ya está. Listo. Te he sacadoun billete para Burdeos. Sólo que tienesque ir a tomar el tren a Quimper.

—Pero ¿y los trapos? No tengo nadaque ponerme.

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—Precisamente en Quimper losconseguirás. Aquí no puedes comprartenada. Tienes pasta, puedes ir tirando.Con esto tienes cincuenta mil cucas. Yano te mueres de hambre.

—Menos mal que has estadoconmigo; de veras, Jo.

—Claro. Ahora tienes quearreglártelas para no dejarte trincar.Además, estoy seguro de que aguantarássi te agarran.

—En eso puedes estar tranquilo.Sabré defenderme y los polis no sabránnunca nada de ti. Como si no teconociera. Entonces, ¿salgo esta noche?

—Sí, tienes que largarte. Me fastidia

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un poco ver que te piras, palabra, Gil,pequeño, me habías caído bien.

—Tú también me habías caído bien.Pero nos volveremos a ver. No teolvidaré.

—Dices eso, pero a las primeras decambio me echarás por la borda.

—No, viejo. Ni lo sueñes. Eso no vaconmigo.

—¿De veras? ¿No me olvidarás?Querelle pronunció las últimas

palabras poniendo su mano sobre elhombro de Gil, quien lo miró pararesponder:

—Ya lo verás.Querelle sonrió y rodeó con su brazo

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amistosamente el cuello de Gil.—¿A que es cierto que nos estamos

haciendo troncos de verdad?—Nos hicimos troncos al momento.Estaban de pie, uno frente al otro,

mirándose a los ojos.—¡Con tal de que no te ocurra nada!Querelle atrajo contra su hombro a

Gil, quien vino sin resistencia.—Maldito chiquillo, hay que ver.Le besó y Gil le devolvió el beso,

pero Querelle no aflojó su abrazo.Estrechándole todavía en sus brazos,susurró:

—¡Qué lástima!En parecido susurro, Gil dijo:

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—¿Qué es lo que es una lástima?—¿Cómo? No sé. Te digo que es una

lástima. Y no sé el qué. Qué lástimaperderte.

—Pero si no me pierdes, de verdad;nos volveremos a ver. Te enviarénoticias mías. Vendrás a verme cuandotermines tu alistamiento.

—¿De veras? ¿Te acordarás de mí?—Palabra de honor, Jo. Eres mi

tronco para siempre.Todas estas réplicas apenas fueron

susurradas coa voz cada vez más sorda.Verdaderamente, Querelle sentía crecerla amistad dentro de sí. Todo su cuerpotocaba el cuerpo de Gil abandonado.

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Querelle le volvió a besar y Gil ledevolvió de nuevo el beso.

—Nos besuqueamos como dosenamorados.

Gil sonrió. Querelle le besó otra vezcon más entusiasmo y mucha sabiduría, agolpecitos, subiendo hacia la oreja,donde depositó un beso prolongado.Luego, puso su mejilla contra la mejillade su amigo. Gil le estrechó entre susbrazos.

—Bueno, chavalito. Te quieromucho, de verdad.

Querelle aprisionó entre sus brazosla cabeza de Gil y le dio más besos. Loapretó más fuerte contra él, entrelazando

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sus piernas con las suyas.—¿Somos de verdad troncos?—Sí, Jo. Eres mi verdadero amigo.Permanecieron largo tiempo

abrazados, acariciando Querelle loscabellos de Gil y dándole nuevos y cadavez más cálidos besos. Al fin Querellesintió que se empalmaba. Se aferró a esaidea para mantener y agravar suemoción. Finalmente, Querelle deseó aGil.

—Eres cojonudo, ¿sabes?—¿Por qué?—Te dejas besuquear así, sin decir

nada, sin enfadarte.—¿Y qué? Te he dicho que eres mi

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amigo. Tenemos derecho a hacerlo, ¿no?De agradecimiento Querelle le dio

un rápido y violento beso en la oreja ysu boca descendió hasta la de Gil.Cuando la hubo encontrado, labioscontra labios, susurró en un suspiro:

—De verdad, ¿no te molesta?Con otro suspiro, Gil respondió:—No.Sus labios se pegaron y entrelazaron

las lenguas.—Gil.—Tienes que ser totalmente amigo

mío. Para siempre. ¿Lo has entendido?—Sí.—¿Quieres?

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—Sí.La amistad por Gil crecía en

Querelle hasta los confines del amor.Experimentaba hacia él una especie deternura de hermano mayor. También Gil,lo mismo que él, había matado. Era unpequeño Querelle, pero que no debíadesarrollarse, que no debía llegar máslejos y frente al cual Querelleconservaba un sentimiento de respeto ycuriosidad, como si se hubiera halladoante el feto de un Querelle niño.Deseaba hacer el amor, pues pensabaque con ello se fortalecía su ternura,porque se uniría más a Gil, quien a suvez se uniría más a él. Pero no sabía

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cómo arreglárselas para ello. Comosiempre se había hecho follar, no sabíadar a un chico por el culo. El gesto lohabría molestado. Pensaba pedirle a Gilque le metiese la polla en el culo.Recordaba haber sentido cierta ternurarespecto al maricón armenio pero si, derepente, en su ignorancia, Querelle habíacreído que Joachim quería follarlo,ahora sabía que el armenio tenía gestosy una voz que querían decir que deseabaexactamente lo contrario. A fin decuentas, no sentía ninguna ternura porNono. Nono podía reventar, le dabaigual. Comprendió oscuramente que elamor es voluntario. Cuando uno ama a

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los hombres, dejarse penetrar puededarle cierto placer, pero para follarlos,aunque sea durante el instante en que unoles ofrece su polla, debe amarlos. Paraamar a Gil debía renunciar a supasividad. Se esforzó.

—Mi pequeño tronco…Su mano descendió sobre Gil hasta

detenerse en sus nalgas, que seestremecieron. Querelle, con manosolida y amplia, las estrechó. Tomabaposesión de ellas con un movimiento deauténtica autoridad. Luego introdujo losdedos entre el cinturón del pantalón y lacamisa. Se empalmó. Amaba a Gil. Seobligaba a amarle.

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—Es lástima que no podamosquedarnos los dos juntos siempre,¿verdad?

—Si, pero nos volveremos a ver…Gil tenía la voz algo alterada,

angustiada incluso.—Me hubiera gustado vivir los dos

juntos siempre, como aquí…La visión de la soledad en la que

hubiera florecido su amor aumentó suternura por Gil, a quien sintióenteramente suyo, su único amigo, suúnico pariente. Lo tomó del brazo yobligó a la mano de Gil a tocarle lapolla. Gil frotó bajo la tela del pantalóny desabrochó la hebilla él mismo.

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Acarició el cipote tieso que seguíairguiéndose: era la primera vez que unhombre lo tocaba así. Aplastó la bocacontra la oreja de Gil que le devolvió unbeso parecido.

—Nunca he amado a un muchacho,sabes, eres el primero.

—¿De veras?—Palabra de honor.Gil apretó más en la mano la polla

de Querelle. Y Querelle le susurródulcemente:

—Chúpamela.Gil permaneció un momento inmóvil

y bajó la boca lentamente. Se la chupó aQuerelle que seguía de pie, en equilibrio

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sobre sus piernas, acariciando el pelode Gil ante él.

—Chupa bien.Agarró la cabeza de Gil con las dos

manos y la llevó a la altura de su cadera.Se negó a llegar hasta el límite delplacer. Apretó contra su mejilla lacabeza de su amigo.

—Me gustas, ¿sabes?, te quieromucho.

—Yo también.Cuando se separaron, Querelle

amaba de un modo verdadero a Gil…Querelle otorgará a su estrella una

confianza ciega. Tal estrella debía suexistencia a la confianza depositada en

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ella por el marinero; era, si se prefiere,el estrellamiento contra su noche delrayo de su confianza en, precisamente,su confianza, y para que la estrellaconservase su magnitud y su brillo, esdecir, su eficacia, Querelle tenía queconservar su confianza en ella —que erasu confianza en sí mismo— y en primerlugar su sonrisa para que ni la más sutilde las nubes se interpusiera entre laestrella y él, para que el rayo noamenguara su energía, para que ni laduda más vaporosa hiciera empañarsealgo a la estrella. Permanecíasuspendido de ella, que nacía de él acada segundo. Ahora bien, ella le

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protegía, en efecto. El temor a verlaapagada suscitaba en él una especie devértigo. Querelle vivía a tumba abierta.Su tensa atención para alimentar siempresu estrella le obligaba a una precisiónde movimientos que no hubiera logradocon una vida muelle (a fin de cuentas,¿para qué?). Siempre alerta, veía mejorel obstáculo y el ademán osado quedebía hacer para esquivarlo. Sóloflaqueará cuando se encuentre agotado(si algún día llega a estarlo). Suseguridad de poseer una estrella nacíade un entrelazado de circunstancias (quenosotros llamamos suerte) bastanteazaroso aunque organizado y de tal

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índole —formando rosetones— que nossentimos tentados a buscarle una razónmetafísica. Mucho antes de ingresar enlas tripulaciones de la flota, Querellehabía escuchado la canción titulada Laestrella del amor:

Todos los marinos tienen unaestrella

que les protege desde el cielo.Cuando a sus ojos nada la vela,el infortunio nada puede contra

ellos.

En las tardes de borrachera, losestibadores se la hacían cantar a uno de

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los suyos que tuviera buena voz. Elmuchacho se hacía primero rogar, que sele sirviera de beber, pero finalmente selevantaba y en medio de aquellosforzudos apoyados sobre la mesa, y parasubyugarlos, iban saliendo de su bocasin dientes palabras de ensueño:

Eres tú, Nina, mi elegidaentre todos los astros de la tarde,y eres la estrella de mi vida,aunque quizá no lo sabes…

Se desarrollaba en la noche undrama sangriento: la sombría historiadel naufragio de un navio iluminado,

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símbolo del naufragio del amor.Estibadores, pescadores y marinerosaplaudían. Con un codo apoyado en elmostrador de zinc y las piernascruzadas, Querelle les miraba apenas.No envidiaba sus músculos ni susalegrías. Tampoco quería ser comoellos. Si se alistó fue solamente a causade un cartel que le mostró de pronto lasolución de una vida fácil. Más tardehablaremos de los carteles.

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Estamos en Beirut. Querelle saliódel «Clairon» con otro marinero. No lesquedaba un centavo en el bolsillo.Estaban vestidos con el traje de telablanca que los marineros llevan enverano, traje retocado por ellos mismosque saben perfectamente qué detalle desus cuerpos destacar u ocultar con unligero vuelo de la ropa. Boina blanca,zapatos blancos. La noche era suave.Justo afuera del burdel, los dosmarineros que andaban en silencio secruzaron con un hombre de unos treintaaños. Los miró, a Querelle con más

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intensidad. Luego pasó, pero caminandomás lentamente.

—¿Qué quieres?Querelle se volvió. Su sorprendente

indiferencia, su falta —no de calorprofundo— de simpatía, se debía a suignorancia de todo lo que llamamosvicio. Pensó que este hombre lo conocíao creía reconocerlo.

—Eso es un maricón, uno de verdad.Jonas no se equivocaba. Era menos

guapo que Querelle, algo que éste últimodudaba, ignorando incluso que su propiabelleza hechizaba a los hombres.

—Esos tíos siempre quieren pasta, yconsiguen más que nosotros, un huevo

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—dijo reduciendo la velocidad.—Ya, pero es que nosotros no

tenemos.—No digo que tengamos que

llevarla, sino que estos tíos no sonhombres, son unas nenas. Les partiría laboca sólo por placer.

Al pronunciar esa frase, Jonas bajóel tono: en primer lugar, para permitirseuna voz más grave (lo cual lo fortificabaen su virilidad, lo apartaba del maricón,le daba peso, lo acercaba aQuerelle ysalvaba a la Marina) y en segundo lugarpor prudencia, pues al voltear la cabezaa medias había visto al individuo volversobre sus pasos. Jonas se calló un

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segundo. Caminaba, si se sabía o creíadistinguido, con mayor seguridad, másvirilidad (los músculos de sus muslos ysus nalgas estiraban la tela blanca delpantalón) pero mientras se obligaba a suindignación artificial la cóleraaumentaba en él, se extendía a todos susmiembros —hay que remarcar que detodas las emociones son la cólera y elmiedo las que animan a la vez todos losmiembros, hacen temblar al mismotiempo las pantorrillas y los labios, lacólera enfurece al pulgar del pie y a laúltima falange de los dedos— y dijo convoz ligeramente temblorosa:

—Tíos como ése se hacen matar y

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no los culpo. Más bien, les echaría unamano. ¿Tú no?

Miró a Querelle:—¿Yo? Tienes razón. Pienso como

tú. Sólo que no podemos partirle la caraaquí. Hay mucha gente.

Confiado esta vez, seguro de que suamigo lo apoyaba en el golpe, Jonasbajó más la voz:

—Habría que poner cara de entrarcon él.

Dejó de hablar. El paseante girabaalrededor de ellos lentamente. Con lasmanos en los bolsillos del pantalón,Jonas jalaba hacia su vientre la telablanca, tratando de destacar lo que sabía

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que los maricones llamaban el paquete:la polla y las bolas. Querelle sonreía. Elpaseante se volvió muy rápidamente.

—Ha mordido, pero hay que saberqué quiere. Si somos dos no va a venir.Lo mejor es que uno quede solo y el otrolo siga. ¿No crees?

—Sí, creo que es mejor. Quédate tú.Yo no conozco esto. No es mi rollo.

Vale. Yo tampoco lo hagohabitualmente pero voy a camelarlo.Trataré de llevarlo a la playa. Síguenossin dejarte ver. ¿Vale? Cuando pasemosa su lado, tú finges que te vas.

—Vale.Aceleraron un poco. A la altura del

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hombre se dieron la mano y Querelledijo en voz alta:

—Hasta mañana entonces. Yo debovolver. Tienes suerte de tener unpermiso nocturno. Venga, hasta luego.

Y se fue de la acera directamentedando grandes zancadas para cruzar a laacera opuesta. Jonas sacó un cigarrillode su bolsillo y bajó un poco la marcha.Con maña, se puso a equilibrar la bastade su pantalón sobre sus zapatos de telablanca. La última frase de Querelle lesuscitó de repente una disposición quedaba naturalidad a la indolencia de sumodo de caminar consagrado al juegodel bajo fondo. Era normal que su

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desenvoltura fuese el resultado nopremeditado de esas repentinasvacaciones y también era normal queesas vacaciones fuesen especialmentedeseadas para permitir al marinerolibrarse al delicioso juego del pantalón,a ese andar bello entre los andares quees la gloria de la Marina, a la posesiónde sí que está toda contenida en esecaminar (siendo la misma del marinero),a la posesión de la noche en que lastinieblas estrelladas están contenidas enel andar más turbador. Él bailaba. Jonasbailaba ante Herodes. Sentía tras él losojos del tirano cubierto de oro perovencido, observando la maravillosa

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lentitud del marinero cada vez másindolente, ya que la indolencia era elpretexto de esa danza, y su esencia.Cuando el hombre lo rodeó, uno y otrovolvieron la cabeza a la vez: cada unotenía un cigarrillo, pero si Jonas lo teníaen la boca, el hombre llevaba el suyomás modestamente en la mano.

—Perdone… Eh, no tiene usted…Jonas sonrió:—No, no tengo fuego. ¡Ah! Espere,

quizá tenga un mechero en el fondo delbolsillo…

Puso cara de revolver sus bolsillos ysacó unos fósforos de uno. Con cortesía,encendió primero el cigarro del

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paseante. Era un hombre más biendelgado con el rostro muy blanco,prolongado en dos inmensas arrugas acada lado de la boca. Estaba vestido conun traje elegante de seda beige. Alacercarse a encender su cigarrillo, sefijó con avidez en el cuello desnudo delmarinero. Jonas no se fijó en la edadsino en la corpulencia del maricón.

—En estos bolsillos se encuentratodo. Así es la Marina. Siempre hayfuego.

—Hay que reconocer que losnavegantes rara vez toman el caminocorto —porque se dice así, ¿verdad?—,eso le da más brillo a su encanto. Hablo

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sobre todo de los navegantes franceses,claro.

Inclinó la cabeza en un ligero saludoa Jonas. Había hablado con una vozextremadamente frágil, ligeramentetrémula por atreverse a hablarle a unmarinero tan monstruosamente existente,de carne y hueso, y tan dispuesto aescuchar.

—Ah, nos hace falta que nos…explayamos. A veces pasamos semanasy semanas en el mar sin ver a nadie.

De repente, Jonas comprendió que eltipo pertenecía al género ceremonioso yque difícilmente se entusiasmaría conpalabras muy duras o pensamientos

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demasiado vivos.—¡Semanas!El paseante hizo un gesto delicado

para agitar los dos guantes que llevabaen la mano.

—¡Semanas, Dios del cielo! ¡Debeser de una nobleza incomparable esasoledad en el infinito! ¡Lejos de lossuyos! ¡Lejos de un cariño!

La voz era ya un poco más vigorosapero por otro lado sólo pronunciabaexclamaciones muy dulces, aburridas yartificiales. No le habría sorprendidoque se convirtiese en una cometa depapel arrugado, frisado, cosido con hiloy, por un lado, armado de un anzuelo que

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le salía de la boca, enganchado a lagarganta, ni que en esa noche llena deestrellas fuese arrastrado por una deellas. No sonreía. Caminaba al lado deJonas, que continuaba equilibrando supantalón.

—Pues a mí lo del cariño, me lasuda.

—¿Suda? ¿Qué es eso? ¿Es jerga?—Es jerga, sí. De París. ¿Por qué?

¿Usted no es francés?—Soy armenio. Pero francés de

corazón. Francia es Corneille y eldivino Verlaine. Estudié en una misiónmarista. Ahora soy comerciante. Vendobebidas frescas. Limonadas con gas.

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Sintiéndose repentinamente libre deuna opresión, de una pesadez ahoraprecisa, Jonas comprendió que llevabaun momento dudando que el maricónfuese francés. No que tuviese algúnescrúpulo con el humo. El armenio tocó,no el brazo, sino un agudo pliegue queformaba la tela en el codo del marinero,y aún más dulcemente, casi temblandopor su audacia, dijo:

—Venga. ¿Qué riesgo corre? No soyun monstruo.

Rió, dudando repentinamente por lasúltimas palabras, retirando su manoadormecida, surcada de destellosescarchados, con una risa que agitó toda

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su persona como si fuese un cascabel.Al volverse para ver si Querelle losseguía, no vio a nadie. Temió que,cuando los dos marineros se separarontan rápido, hubiesen preparado un golpecontra él. El mismo frío, provocado porotra razón, penetró a un Jonas inmóvil,con las piernas separadas y las manos enlos bolsillos, seguro de que su actitudera la mejor:

—¡Ah! Sé bien que no arriesgo nada,es sólo que no puedo. Soy marinero,trato de divertirme, no hago daño anadie. Cuando se trata de divertirme, nome preocupo por nada. Tengo la menteabierta, comprendo todo.

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—Oh, mi querido amigo. En estemundo debemos tener mente abierta. Yomismo me he liberado de todos misprejuicios. Sólo amo la belleza.

—A mí en el barco me llaman «ElAmargado». Eso quiere decir que no losoy. Nunca juzgo a nadie. Todo el mundoes libre. Cada quién se divierte comoquiera. Lo principal es no hacerle dañoa nadie.

—Me encanta oír lo que dices conesa voz tan hermosa. Y cada vez mesiento más en armonía contigo. Deverdad (tomó del brazo al marinero y loestrechó con toda su poca fuerzanerviosa, que concentró en el gesto casi

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hasta lastimar a Jonas) vendrá usted acasa a beber una copa. Un marinofrancés no puede rehusar. Vamos,querido amigo, venga.

Su rostro esta vez era grave, con unagran tristeza y una esperanza locaconcentradas en sus grandes ojos negros.Añadió más bajo:

—Es usted tan sorprendentementesimpático. Y además… (su garganta secerró, su manzana de Adán hizo unmovimiento de deglución) y además diceque es libre respecto a la felicidad. Meencantaría, como estoy solo, meencantaría estar con usted un poco.

—No necesitamos ir a una

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habitación. Podemos dar un paseo.—Pero, amigo mío, me encantaría

que estuviésemos a solas.—Podemos ir a la orilla del mar.

Podemos buscar un rincón solitario.Dio algunos pasos por su cuenta

después de tirar el cigarrillo. El armeniolo siguió un poco.

—Mi cuarto es tan evocador. Yoquisiera que conservase algo de suvisita.

Jonas se echó a reír. Miró almaricón. Dijo gentilmente:

—Vaya que es usted caprichoso. Esaes una declaración de amor.

—Oh, usted me… estoy

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confundido… pero no crea que… no seenoje… sin duda, yo lo amo…

—Está bien, está bien, no tiene nadade malo. No me voy a enojar. ¿Por qué?Es sólo que no puedo. No hay nada quehacer. No puedo ir a su casa. Si quiereusted, caminamos un poco, hace unanoche espléndida, podemos pasear porla orilla del mar o por el jardínpúblico… Estaremos tranquilos,podremos hacer lo que queramos…

—No puedo. No puedo. Puedenreconocerme.

—¿Y de camino a su casa? Aún más.Se enfrascaron en una discusión

firme. La insistencia del marinero por la

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orilla del mar inquietaba al armenio que,con una autoridad más fuerte que la deJonas, impuso su marcha en dirección alcentro de la ciudad. La furia hizo presaen Jonas. Sentía la resistencia casiinvisible del pequeño caballero queemanaba desconfianza. Sabía desdehacía mucho tiempo que las tías sedefendían a veces con encarnizamiento:en su casa tendría que matarla. Lo pensópor un momento. A fin de cuentas, sabíaque a veces tienen el descaro de ir aquejarse a la policía. Maldijo por nopoder llevárselo y temió los sarcasmosde Querelle.

«El maricón recela de cualquier

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cosa. Debe mover él las fichas.»Jonas no podía saber que el armenio

había deseado a Querelle. Al verlosepararse de su camarada, la pena lehabía hecho desear más a Querelle. Secontentaría con el marinero restantecontra el cual se desarrollaba un sistemade resistencias del que el propioarmenio no tenía la sospecha y que nopodía controlar. Sutilmente, comomuchos maricones, temía aislarsedemasiado con un hombre más fuerteque él. Ir hasta la orilla del marenfatizaría su debilidad, pues el mar escómplice de los marinos. En su casa, alalcance de la mano, se había hecho

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instalar un sistema de alarma. Además,la poesía, para él, consistía en unahabitación decorada con flores, conmarcos negros incrustados de nácar,tapices, cintas, almohadones malvas yluces bajas. Quería arrodillarse ante elmarinero desnudo y pronunciar palabrassuaves. Y todas esas razones pesabancon fuerza en una dirección que Jonasignoraba: el maricón lamentaba haberperdido a Querelle, y sordamente,pesadamente, esperaba que si se dabaprisa, y se libraba de Jonas, loreencontraría. En fin, a todas esasrazones y miedos se añadía otro temor:mientras más ama a un chico más le

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teme, y ya ama a Querelle pero descargasobre Jonas el miedo que le habríatenido a Querelle.

—¿Qué hacemos entonces?—Venga a mi casa.—Vale, vale. Adiós. Nos dejamos

como buenos amigos. Quizá nosvolvamos a ver un día.

Estaban en una calle iluminada ymuy frecuentada. Jonas, rápidamentecasi con brutalidad, había estrechado lamano del armenio asustado ydesaparecía con grandes zancadasagitadas, con su enorme masa dehombros, el aspecto distante y el ritmocada vez más pesado y lejano, creciendo

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a medida que Jonas se iba y entraba enel corazón del maricón desesperado.Jonas no reencontró a su camarada. Perodiez minutos después de esa escena,mientras volvía a su casa, en unaesquina de la calle, el armenio se topócontra el andar blanco y alto deQuerelle.

—¡Oh!No pudo contener la exclamación.

Querelle sonrió.—¿Qué pasa? ¿Le doy miedo? No

soy tan terrible.—¡Oh!… usted es terriblemente

deslumbrante.Querelle sonrió más. Estaba seguro,

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instantáneamente de que Jonas no habíapodido «hacer nada» con ese tipo peroignoraba qué había pasado.

—¡Usted… usted brilla! ¡Su rostrome ilumina!

Irónico y sonriente, Querelle dejóoír un ligero silbido en el que puso,naturalmente, tanta ternura fácil que elarmenio sonrió a su vez. Al dejar aJonas había sentido en sí una gran rabiapor dejar escapar una conquista tan bienhecha y tan hermosa en realidad. Alreencontrar en la noche poblada de gentesilenciosa al marinero entrevisto, sudesesperación se mezclaba con su rabiay con la brusca alegría del encuentro,

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todo lo cual le daba una extraña audaciaque insuflaba más valor a la sonrisa y ala entretenida amabilidad del marinero.Las espaldas y el tamaño de Querelle loaplastaban pero su sonrisa probaba queese monstruo de vigor estaba cautivadopor el armenio.

—Al menos usted sabe charlar.Rápidamente, el armenio persuadió

a Querelle de acompañarlo a su casa.Repitió todas las paparruchadas quehabía soltado ante Jonas, pero las hizomás breves, redondas y compactas.Estaba exaltado. Olvidó toda prudencia,hasta que se hizo en su mente lasiguiente inquietante pregunta: «¿Por qué

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este marinero dijo ante mí que volvía abordo si ahora lo encuentro tan lejos delpuerto?». En su habitación encendió unbastoncillo de incienso. Querelle admiróese interior calafateado y acolchado quele pareció tan lujoso. Una extrañadulzura lo animaba, lo reposaba. Losalmohadones eran suaves, el tapizmullido, las flores complicadas. Lamadera negra de los muebles y losmarcos contenía toda la esencia delreposo. Tanta suavidad abrumaba aQuerelle y le concedía la paz de losahogados. Su atención se distendía.

—Está usted en su casa. Es usted elseñor de este imperio. Disponga.

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«Disponga» turbó a Querelle pero suturbación era aún de naturalezaamortajada. Pensó, más que conpalabras —y aún había palabras por ahíentre la vaga música—, con ayuda deimágenes de flores de formas extrañas ysabias, constantemente móviles, queformaban una larga guirnalda o melodíaque quería decir lo siguiente (lo que lecausaba la inquietud elevada hasta laangustia y rebajada hasta la aceptación):«Quizá no será necesario que me lleguea dar por culo». Pues para Querelle, unmaricón no es sólo un chico que folla aotro. Si tanto odio (como el que habíaencontrado en torno a sí sin llevarlo en

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sí mismo) se aplica a quienes losmarineros llaman locas, es queevidentemente (aunque tengan manerasfemeninas) tratan de convertirlos enmujeres. Si no —en el caso inverso—¿por qué odiarlos? Querelle detentabaeste candor que a veces se confunde conla pureza. Sin embargo, su inquietud, nosólo duró poco, sino que aunque hubiesesido nauseabunda, no la habría notado.«Ya veremos». Impasible entre losalmohadones, fumando en largasboquillas, observaba al armenio cadavez más excitado por la llegada delmomento esperado. Querelle lo veíahacer muecas, empolvarse, servir con

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los gestos nerviosos de unas manosrefulgientes de pequenez que éladmiraría más tarde en el teniente de lanave, un licor rosado en minúsculastazas de café.

—Qué bonito. Si todos losmaricones fueran así, no habría por quéodiarlos.

—Me llamo Joachim. ¿Y tú, miestrella?

—¿Yo?Estaba sorprendido. Se sentía

deliciosamente invadido por esa dulzuraque conocería más tarde cuando, en elmuelle de embarque, el teniente Seblon,arrastrado por el peso encantador de sus

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pechos blancos, se inclinase ante éldiciendo:

—¡Mis globos de alabastro!Los globos de alabastro pesaban. El

oficial los sabía pálidos, lechosos,lunares, duros y tiernos a la vez, perosobre todo inflados con una leche con laque estaba seguro de poder alimentar aQuerelle, que ya levantaba la cabeza.

—Sí, ¿tú?—Me llamo Querelle. Marinero…Vaciló, pues comprendía que el error

estaba hecho. Suspendido algunossegundos sobre el vacío, se resolvió sinembargo y dijo:… Querelle.

—¡Oh! ¡Qué hermoso nombre!

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—Sí, Querelle. Marinero GeorgesQuerelle.

El armenio estaba de rodillas ante élentre los almohadones. El kimono deseda rosa pálida bordado de pájaros deoro y plata estaba entreabierto sobre untorso y unas piernas perfectamenteblancas y lisas. Querelle, debido a lafatiga, vio el extraño dispositivoaproximarse a él con la repentinaenormidad de las cosas que soñamos ycuyo engorde produce el efecto de unapotente lupa que se acerca al objetohasta confundirse con él. Era curioso:Querelle sonrió. El armenio alzó la bocahasta la suya. Querelle inclinó la cabeza

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decidiendo tomar la iniciativa en elprimer beso que recibía de un hombre.Un ligero vértigo se apoderó de él. Legustaba atreverse a todo en esahabitación destinada exactamente a eso,donde se sentía tan amortecido, tanadormecido. Le parecía estar haciendouna conquista. Sonreía pero se manteníaserio. No podemos formularlo mejor queasí: estaba en ese cuarto, tan tranquilocomo en el interior de un vientrematerno. Hacía calor.

—Tu sonrisa es una estrella.Querelle sonrió más. Sus dientes

blancos brillaron. No se sentía turbadopor el juego de Joachim ni por la vista

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de su piel blanca (un poco más tardedescubriría que toda su piel estabaempolvada y perfumada) pero síligeramente por la confusión amorosaque descubrió en los hermosos ojosnegros fijos sobre los suyos y tocadoscon largas pestañas curvas.

—¡Oh! ¡Tus dientes son estrellas!Joachim dejó caer la mano hasta los

testículos del marinero. Los acaricióbajo la tela blanca murmurando:

—Esos tesoros, esas joyas…Querelle aplastó violentamente su

boca contra la boca del armenio. Loapretó muy fuerte entre sus brazos.

—Tú eres una estrella inmensa y esa

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estrella iluminará mi vida para siempre.¡Eres una estrella de oro! Protégeme…

Querelle apretó más. Sonrióduramente mirando al maricón morirentre sus dedos crispados, morir con laboca abierta, la lengua extendidaespantosamente, los ojos desorbitados,parecido, según creía, a él mismodurante sus jugueteos solitarios. Una olamaravillosa destrozó el silencio de susorejas. El mundo zumbaba. El marmurmuraba.

«Es la estrella del amor……Todos los marinos tienen una

estrella

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Que los protege…Cuando nada la oculta a sus ojosLa infelicidad nada puede hacer

contra ellos»…

Los ojos del armenio se detuvieronde repente, se enternecieron. Luego nadacantó. Querelle se mantuvo atento a lamuerte, al súbito cambio del sentido delos objetos. Es tan dulce, un pequeñomaricón. Muere suavemente. Sin rompernada.

Para respetar una tradiciónconvertida en ceremonia ritual, nacidaen él por la necesidad (con el fin detapar su rastro, como una sombrilla

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posada abierta sobre él que pareceproteger del sol a una joven asesinadaen un prado) de travestir el crimen, deocultar el cuadro final de la muertegracias a un objeto que, dispuesto decierto modo, parecía haber«suspendido» la vida, Querelle,inspirado por la expresión feliz delrostro de su víctima, le entreabrió labragueta y dispuso las dos manosmuertas, listas para el placer. Sonrió.Los pederastas, presentan a su verdugoun cuello delicado. Podemos afirmar,como veremos más tarde, que es lavíctima la que hace al verdugo. Estainquietud crónica, eterna, que sentimos

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temblar en la voz de las locas, inclusivelas más arrogantes, es de por sí unatierna llamada a la mano terrible delasesino. Querelle vio su rostro en elespejo: era hermoso. Le sonrió a suimagen, al doble de ese asesino vestidode blanco, de azul, encorbatado de saténnegro. Querelle tomó todo el dinero queencontró y, con mucha calma, salió. Enla escalera oscura se cruzó con unamujer. Al día siguiente, todos losmarineros del «Vengador» fueronreunidos sobre cubierta. Los dosjóvenes que la víspera habíanencontrado a Joachim con Jonas trataronde descubrir el rostro del marinero.

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Señalaron a Jonas que se debatiódurante seis meses contra losinterrogatorios, luchó, combatió conviolencia y tristeza el misterio de unamujer de velo negro que habíaencontrado por la mañana a un marinerofrancés en la escalera de un armenio conquien se había paseado horas antes porla calle. Y el armenio había sidoestrangulado a la misma hora en queJonas caminaba en dirección al«Vengador». Por cortesía a un país bajomandato francés, y a causa de la actitudagresiva del acusado, el tribunalmarítimo condenó a Jonas a muerte. Loejecutaron. Querelle tenía una estrella.

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Abandonó Beirut cargado de tesoros.Cargado primero con esa estrella, conlos nombres bonitos que el maricón lehabía puesto y la certidumbre de llevarun tesoro colgando entre las piernas. Esamuerte había sido fácil. E inevitableporque Querelle había dado suverdadero nombre. Permitió que a Jonas—un verdadero amiguete— le hubiesenmatado. Su sacrificio concedió aQuerelle el derecho absoluto dedisponer sin remordimientos de lapequeña fortuna en libros sirios y dinerode todas las naciones del mundo,sustraída de la casa de Joachim. Habíasido un precio caro. Al fin y al cabo, si

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un maricón fuese así, un ser tan ligero,tan frágil, tan etéreo, tan transparente,tan dulce, tan delicado, tan sumiso, tanclaro, tan conversador, tan melodioso,tan tierno, se le podría matar, estaríahecho para ser asesinado como el cristalde Venecia espera sólo la mano delguerrero para destrozarlo sin cortarsesiquiera (salvo, quizá, la heridainsidiosa, hipócrita, de una esquirla devidrio, aguda y brillante, que permaneceen la carne). Si eso es un maricón, no esun hombre. No tiene peso. Es un gatito,un pardillo, un cervatillo, una lagartija,una libélula cuya fragilidad misma esprovocadora y precisamente exagerada

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para atraer inevitablemente la muerte. Yademás, se llama Joachim.

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Cuando acababa de subir al trenpara Nantes por el lado opuesto al quesuben los viajeros, los inspectoresapresaron a Gil Turko. Habían sidoalertados por una llamada procedente deuna cabina telefónica de la estación: unindividuo semejante al asesino delmarinero y del albañil trataba de subiral tren ocultándose. Fue Dédé quientelefoneó. Sobre Gil los inspectoressólo encontraron una insignificante sumade dinero. Condujeron al joven a lacomisaría, donde le interrogaronrespecto a su vida desde la fecha del

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último crimen hasta su detención. Gilsostuvo que había dormido de acá paraallá, en los almacenes portuarios y enlas murallas. Querelle conoció el dolorde enterarse por los periódicos de ladetención de Gil y del traslado de éste ala cárcel de Rennes.

El ritmo de este libro debeacelerarse. Lo importante seríadescarnar el relato y que subsistierasólo su esqueleto. Sin embargo, nopueden bastar las anotaciones. He aquíalgunas explicaciones: si alguien sesiente sorprendido (decimos

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sorprendido más que emocionado eindignado para evidenciar mejor queesta novela pretende ser demostrativa)por el sufrimiento experimentado porQuerelle al enterarse de una detenciónque él había provocado la víspera, lerogamos que examine el curso de suaventura. Mata para robar. Efectuado elasesinato, el robo se encuentra, no yajustificado —parecería más lógicoaventurar la proposición de que elasesinato se puede justificar con el robo—, sino santificado. Parece que el azarle hubiera dado a conocer a Querelle lafuerza moral del robo adornado ydestruido por un crimen. Si el acto de

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robar cuando lo adorna y lo magnifica lasangre pierde su importancia aparentehasta el punto de quedar a vecescompletamente sepultado bajo los fastosdel asesinato —aunque no perezca porcompleto, antes bien, continúecorrompiendo con su alientonauseabundo el acto puro de matar—,fortalece la voluntad del criminal enaquellos casos en que la víctima es suamigo. El peligro que corre (se juega lacabeza) bastaría de por sí para que seestableciera en él un sentimiento depropiedad contra el cual pocosargumentos resistirían. Pero la amistadque le une a la víctima —y que hace de

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ésta la prolongación de la personalidaddel asesino— provoca un fenómenomágico que trataremos de formular así:acabo de correr una aventura en la queestaba comprometida una parte de mímismo (mi afecto por la víctima); séejecutar una especie de pacto (noformulado) con el diablo, al que no leentrego ni mi alma ni mi brazo, pero síalgo igual de valioso: un amigo; lamuerte de este amigo santifica mi robo;no se trata de un aparato formal (aunqueexisten razones más poderosas que lasleyes del código para los llantos, el luto,la muerte, la sangre, en tanto queobjetos, o gestos, o materia), sino de un

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acto de verdadera magia que meconvierte en auténtico poseedor delobjeto con el que se ha trocado miamigo voluntariamente;voluntariamente, puesto que mi víctimaera, en tanto que amigo (mi dolor loindica), una enramada más o menoscercana a la punta de mis ramas, nutridade mi savia. Querelle supo que nadie,sin cometer un sacrilegio que él sabríaimpedir hasta el límite de sus fuerzas,lograría arrancarle aquellas joyasrobadas; pues su cómplice (y amigo) alque, para escapar más aprisa, habíaabandonado en manos de los polizontesse hallaba condenado a cinco años de

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reclusión. No fue exactamente por sudolor por lo que Querelle se dio cuentade que poseía verdaderamente losobjetos robados, sino por un sentimientoque podemos considerar más noble —enel que no entra ningún afecto—, por unaespecie de viril fidelidad al compañeroherido. No es que a nuestro héroe se lehaya ocurrido la idea de conservarle asu cómplice un botín, sino la depreservar éste fuera del alcance de lajusticia de los hombres. A cada nuevorobo que comete, Querelle experimentala necesidad de asegurarse una uniónmística entre los objetos robados y élmismo. El derecho de conquista

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adquiere un sentido. Querelle transformaa sus amigos en pulseras, en collares, enrelojes de oro, en pendientes. Si lograsacar partido de un sentimiento —laamistad—, se trata sin duda de unaoperación que ningún hombre puedejuzgar. Tal transmutación sólo a él leconcierne. Cualquiera que intentase«hacerle vomitar» incurriría en unaprofanación de sepultura. La detenciónde Gil causó, pues, un dolor viril aQuerelle, quien al mismo tiempo sentíaincrustarse casi en su carne lasimaginarias joyas de oro representadaspor el dinero de todos los robosllevados a cabo con la ayuda de Gil.

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Reivindicamos como algo corriente elmecanismo anteriormente descrito. Nopertenece a conciencias complicadas,sino a todas las conciencias. Salvo quela de Querelle, por tener más necesidadde todos sus recursos, tenía queobtenerlos constantemente de suspropias contradicciones.

Cuando Dédé le hubo contado lapelea entre los dos hermanos,concretando maliciosamente los insultosde Robert a Querelle, Marioexperimentó de súbito una inmensaliberación de algo que todavía no teníamuy claro. Nacía de lo siguiente: en sumente aparecía, aunque imprecisa, la

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idea de la culpabilidad de Querelle enlo referente al asesinato del marineroVic. Idea imprecisa, pues el policíaquedó, en un primer momento, aliviado,sacado de dudas. Se sintió salvado poresta sola idea, tan poco clara, sinembargo. Poco a poco, y como a partirde este sentimiento salutífero, fueestableciendo nexos efectivos entreaquel asesinato y lo que creía saber delos maricas: si era cierto que Nono se loventilaba, Querelle era «de la acera deenfrente». Nada tenía, pues, de extrañoque estuviera mezclado en el asesinatode un marino. Lo que Mario seimaginaba de Querelle era falso, sin

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duda, pero fue esto mismo, sin embargo,lo que le permitió llegar a la verdad.Pensando vagamente sobre Querelle y elcrimen, se vio en principioobstaculizado por aquella idea, admitidacomo cierta en la comisaría y contra laque no podía defenderse, negándose acombatirla abiertamente para notraicionarse en absoluto, de que Gil eraculpable de dos asesinatos; luego seatrevió en seguida a relacionar cosasconcretas, aunque aventuradas. Por finse entregó deliberadamente al juegodelicado de las hipótesis. Mario podíaimaginarse a Querelle enamorado de Vicy matándole en un ataque de celos —o a

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Vic enamorado de Querelle, al quequería matar—. Durante todo un díaMario dio vueltas en su cabeza a estospensamientos que no podían sercomprobados de modo alguno, peropoco a poco se fue convenciendo de laculpabilidad de Querelle. Mario evocósu rostro, pálido a pesar del bronceadodel mar. Pálido y tan semejante al deRobert. En Mario esta semejanzasuscitaba una regocijante confusión, unembrollo de pensamientos que no lehacían ningún favor a Querelle. (Por unaencantadora confusión, queremos deciruna confusión ligera pero sensible, queenvolvió su personalidad en una bruma y

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borró un poco los rasgos de este hecho,hizo oscilar su belleza perfecta en laindecisión, la hizo vacilar un instante,buscar su equilibrio y su nitidez, con laduda punzante de manifestarse en lasuperficie de una materia tan dura.) Unanoche incluso, en los fosos, reconoció alcontemplarlos algo de aquel malestarexperimentado, según dijimos, porMadame Lysiane. Mario atraía hacia sícada una de las facciones de Robert conlas que recomponía dentro de sí, sinesfuerzo, el rostro de éste. Poco a pocoaquel rostro le llenaba, ocupaba el lugardel suyo. En la noche, bajo las ramas,Mario permaneció inmóvil durante

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algunos segundos. Se debatía entre lavisión real y la imagen. Frunció el ceño.Arrugó la frente. El rostro presente einmóvil de Querelle era un obstáculopara imaginarse a Robert. Ambas jetasse confundían, se enredaban, secombatían, se identificaban. Aquellanoche nada podía diferenciarlas, nisiquiera la sonrisa que convertía aQuerelle en la sombra de su hermano (susonrisa extendía por todo su cuerpo unaarruga moviente, un velo trémulo, muyfino, roto en pliegues de sombra, que seagregaba al frescor de su cuerpoindolente, ágil y vivo, mientras que latristeza de Robert estaba hecha de

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pasión por sí mismo: en vez de volverlosombrío, instalaba en él un foco sinirradiación, pero que parecía aún mássofocante por la inmovilidad de aquelcuerpo de movimientos lentos y firmes).El hechizo no duró mucho. El policía sereveló contra aquel repugnantetorbellino.

«¿Cuál de los dos?», pensó.Pero no podía dudar que no fuera

Querelle el autor del asesinato.—¿En qué estás pensando?—En nada.Se negó a aceptar engañarse con el

parecido de los dos hermanos, en el quese sentía a punto de zozobrar.

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Experimentó, en lo que se refiere aQuerelle, un sentimiento algo burlón quehubiera podido suscitar estepensamiento: «Tú, amiguito, tratas deenredar las cartas, pero no me la vas ajugar», y rechazó deliberadamenteaquella complicación que la astuciapolicíaca no podía desentrañar. Unacomplicación que no había sido tejidaadrede para que él, Mario, tropezara conella y probara sus fuerzas. En resumen,aquello no era de su incumbencia. Contodo, dijo:

—Qué tipo tan raro eres.—¿Por qué dices eso?—Por nada. Así, sin más.

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Si Mario, habíamos dicho,experimentaba una especie deliberación, se debía a que laculpabilidad del marinero le habíadejado «ver» bruscamente laposibilidad de una redención. Sinconocer la razón, y sin formulársela,comprendió que nunca debería hablar desu descubrimiento. Se hizo a sí mismoen secreto el juramento de callarse.Proteger al asesino, convertirsevoluntariamente en cómplice de unasesinato, bastaría tal vez para que lefuese perdonada su traición a Tony. Noera que Mario temiera especialmente lavenganza mortal de su antiguo amigo y la

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de los estibadores de Brest, sino quemás bien sentía miedo al despreciouniversal. Si no nos atrevemos a hablarde una psicología del policía,intentaremos al menos mostrar cómo enel desarrollo y la utilización de ciertasreacciones generales —su cultura— seobtiene esa planta asombrosa, rezumantede dicha: un polizonte. A Mario legustaba en primer lugar este gesto: hacergirar en torno al dedo corazón su sortijade oro, de amplio escudo y cuyas aristasherían delicadamente el índice y elanular de su mano ensortijada. Loejecutaba sobre todo cuando, sentado asu escritorio, «trabajaba» a un ladrón de

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los almacenes portuarios o de losdepósitos. En la Sûreté Nationalecompartía con su colega una habitaciónen la que cada uno de ellos disponía deuna mesa de trabajo. Mario era elegante(la excelencia de su gusto esindiscutible); le gustaba parecer bienvestido. Hagamos notar asimismo laseveridad de sus ropas, lo austero sobretodo de su manera de llevarlas, larigidez de sus rasgos, finalmente lasobriedad y el aplomo de sus ademanes.La posesión de un escritorio confería aMario, a los ojos de los delincuentes aquienes interrogaba, una indiscutibleautoridad intelectual. A veces lo

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abandonaba, con aparente indiferencia,como se aleja uno sin riesgos de algoque se sabe bien protegido. Era para ir aconsultar uno de sus numerosos ficheros.Este trabajo suscitaba en él además otrosentimiento intensísimo: el de poseer lossecretos de varios millares de hombres.Cuando salía, su rostro se transformabainmediatamente en una máscara. Habíaque impedir que se tuviera la sospecha,en el café o en otra parte, de estarseconfiando a un policía. Ahora bien, eratras esta máscara —pues el hecho dellevar tal accesorio requería un rostroque lo sustentara— donde Mariocomponía un rostro de policía. Durante

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algunas horas tenía que ser aquel cuyaobligación consiste en descubrir losfallos de los hombres, su pecado, elligero indicio que puede, con la mayorseguridad posible, conducir al menossospechoso de los hombres al másterrible de los castigos. Sublime oficioque sólo un loco rebajaría a la prácticade escuchar tras de las puertas, de mirarpor el ojo de las cerraduras. Mario noexperimentaba ninguna curiosidad haciala gente ni deseaba cometerindiscreciones; pero tras haberdetectado aquel ligero indicio del mal,debía proceder algo así como el niñocon la espuma del jabón: elegir con la

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punta de una paja el frágil elementocapaz de ser trabajado hasta convertirseen una burbuja irisada. Conocíaentonces Mario un sentimiento dealegría exquisita yendo dedescubrimiento en descubrimiento,sintiendo que el crimen se hinchaba porsu propio aliento, y continuabahinchándose más y más hastadesprenderse y subir al cielo por suspropios medios. Sin duda, Mario sedecía a veces que su oficio era útil yperfectamente moral. Dédé, durante másde un año, había consentido quecohabitaran dentro de él estos dosprincipios: el de robar y el de denunciar

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a los ladrones a la policía. Actitud tantomás extraña cuanto que para mantenersus costumbres de delación Mario lerepetía a veces:

—Eres útil, de veras. Nos ayudas adetener a los bribones.

No experimentando el chico ningunainquietud, aquel argumento sólo podíaafectarle gracias al nos, que le conferíala impresión de participar en una vastaaventura. Vendía a los bribones y robabacon ellos, con toda naturalidad.

—¿Conocías tú a Gilbert Turko?—Sí. No es que fuera mi amigo,

pero lo conocía.—¿Dónde está?

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—No sé nada.—Vamos…—Palabra, Mario. No sé nada. Si lo

supiera, te lo diría.El chico, incluso antes de que el

policía se lo hubiera ordenado, habíahecho su propia investigación, sindescubrir nada. Sin haber reconstruidoexactamente las contraseñas amorosasintercambiadas entre Gil y Roger, habíaadivinado al menos el verdadero sentidode sus sonrisas y de sus encuentros, perola ingenuidad le otorgaba a Roger unadestreza negada con frecuencia a lo quese conoce por habilidad.

—¡Tienes que buscar!

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Para su propia inquietud, Mariointuía oscuramente que el despreciouniversal ya notado, del que le parecíaestar saboreando la espuma de lasprimeras oleadas, sería conjuradocuando consiguiera el secreto delasesino y sus labios fueran una tumbaque lo guardaran.

—Voy a intentarlo otra vez. Pero meda la impresión de que se ha ido deBrest.

—No se sabe nada. Si se hubieraido, no habría podido ir muy lejos. Susseñas personales han sido distribuidas.Tú lo que tienes que hacer es abrirsilenciosamente tu periscopio y

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escotillas y sintonizar lo que caiga a lachita callando.

Ligeramente boquiabierto, Dédémiró al policía que se sonrojóviolentamente. De súbito, sintióseindigno de hablar una lengua cuyafunción es sin duda el intercambio deideas prácticas, pero cuya bellezatrasmite, sobre todo del que la habla alque la escucha, el sentimiento,inexpresable de otro modo, y casiinmediato de una fraternidad secreta,enigmática —no de la sangre ni dellenguaje—, sino del impudor y delpudor monstruosos, esencias contrarias,de tal lenguaje. Y el sacrilegio de

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haberlo querido hablar no estandoMario ya en estado de gracia provocabaaquel escándalo: no entender ya lo quesignificaba y pronunciar una "frase tanridiculamente literaria. Mario no era yamás que un policía, pero siéndolo sin sucontrario (es decir, sin aquello contra loque lucha un policía), lo que suponía unpoco menos. Sólo podía serlo haciafuera de sí mismo, oponiéndose almundo contra el que luchaba. Ahorabien, no podía alcanzar en sí esaconsistencia, esa profunda unidad que esla lucha de deseos opuestos dentro deuno mismo. Cuando era policía, Marioconocía en sí la presencia del

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delincuente, o del criminal —encualquier caso la presencia del macarraque habría sido efectivamente en lugardel policía— pero su traición a Tony loapartó del mundo criminal, le prohibióreferirse a él frente a quien debíapermanecer y erigirse como juez, y nopenetrarlo más como un elementosimpático capaz de ser cambiado. Elamor que todo artista debe a la materia,la materia se lo negaba. Esperaba, enfin, en la angustia. Confundía, en un solopresentimiento de liberación, el castigode los estibadores y la prueba luminosade la culpabilidad de Querelle. Duranteel día bromeaba con sus compañeros, a

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los que nunca había hablado de lasamenazas de que era objeto. Seencontraba con Querelle casi todas lastardes en aquel lugar de la ciudad dondeel terraplén domina la vía férrea. Nohabiéndosele ocurrido que eldescubrimiento de un mechero junto alcadáver de Vic podía explicar lacomplicidad de Gil y del marinero siQuerelle era culpable, Mario no pensóseguirle la pista a éste. Al volver delpresidio, Querelle pasaba por elterraplén. Respecto al policía, no sentíaninguna amistad, sino que le unía a éluna cierta costumbre vinculada al hechode que estaba a merced suya. Se creía,

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en fin, protegido; sentíase echar raíces.En la oscuridad, una noche susurró:

—Si me cogieras birlando algo, ¿memandarías al trullo?

Tomada al pie de la letra, laexpresión «a punto de desfallecer» esfalsa; sin embargo, la fragilidad a que sereduce a quien la suscita, nos obliga aemplearla, Mario estuvo «a punto dedesfallecer». Por tomarle el pelorespondió:

—¿Por qué no? Cumpliría con mideber.

—¿Eso sería tu deber? ¿Meterme enchirona? No tiene gracia.

—¿Y qué quieres? Y sí mataras a

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alguien, sería lo mismo. Te mandaría aDeibler.

—¡Ah!En cuanto se enderezaba, tras lo que

ni el policía ni él osaban denominaramor, Querelle volvía a convertirse enun hombre que está frente a otro. Sonreíaun poco, al abrocharse el pantalón, alcerrar tras de su espalda la correa quehacía las veces de cinturón: trataba deconvertir este acto en una broma.Habiendo tenido lugar esta escena alcomienzo de los amores de la patronacon Querelle, incapaz éste dedesenredar la maraña de las relacionesentre Nono, el polizonte, Mario y su

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hermano, no anduvo lejos de sospecharuna especie de conjura. Tuvo miedo. Aldía siguiente por la noche ordenó a Gilla huida. Desde su entrada en el presidioejecutó metódicamente los ademanesque durante la noche había anticipadocomo indispensables para susalvaguardia: lo primero fue quitarle aGil el revólver. Solapadamente le dijo:

—¿Tienes el chopo?—Sí, ahí está. Escondido.—Déjame verlo.—¿Por qué? ¿Qué pasa?Gil no se atrevió a preguntar si había

llegado la hora de utilizarlo, pero lotemió. La voz de Querelle se hizo muy

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suave. Tenía que proceder con muchapericia para no despertar sospechas enGil. Podemos escribir que actúa comoun gran comediante. Para aplazar laexplicación, pero para imposibilitar unrechazo de Gil, una simple vacilaciónpor su parte, no le dijo: «Dámelo», sino:«Déjame verlo, ahora te lo explico»…Gil contemplaba cómo Querelle lemiraba, perdidos uno y otro en ladulzura de su voz, aumentada aún, hastala ternura, por la tristeza de lastinieblas. Las tinieblas y aquella dulzuralos sumergían desnudos, desolladosvivos, en un mismo bálsamo. Querelleexperimentó una auténtica amistad, un

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verdadero amor por Gil, que le eracorrespondido. No queremos decir queGil sospechara ya aquello hacia donde(aquel final sacrificial y necesario) leconducía Querelle; nuestro papelconsiste en señalar lo universal de unfenómeno particular. Hablar depresentimientos en caso semejante seríaun error. No quiere ello decir que nocreamos en éstos, sino que son máspropios de un estudio que no perteneceya a la obra de arte —puesto que la obrade arte es libre—. Nos ha parecido unaexecrable literatura que se haya escritosobre una pintura que pretendíarepresentar al Niño Jesús: «En su

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mirada y en su sonrisa se distinguían yala tristeza y la desesperación de lacrucifixión». Sin embargo, con el fin dealcanzar la verdad sobre las relacionesentre Gil y Querelle, debe el lectorpermitirnos utilizar ese detestable lugarcomún literario que estamoscondenando, y tolerar que escribamosque Gil tuvo de pronto el presentimientode la traición de Querelle y de su propiainmolación. Este rasgo de literaturavulgar no tiene como única utilidadprecisar más rápida y eficazmente lospapeles de ambos héroes: uno comoredentor, otro como personaje paraquien no ha sido hecha la redención;

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queda algo que descubriremos con ellector. Gil hizo un movimiento que leliberó algo de aquella aletargadoraternura que le unía a su asesino. (Es ésteel momento de decir que un sentimientodiferente del odio puede hacer que, antelos ojos consternados y escandalizadosdel público, un padre hableamistosamente al asesino de su hijo, queinterrogue suavemente al que fue testigode los últimos instantes del seradorado.) Gil retrocedió a la sombra, adonde le siguió Querelle con un impulsonatural.

—¿Lo tienes?Gil levantó la cabeza. Estaba en

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cuclillas buscando el arma bajo unmontón de jarcias.

—¿Eh?Luego se echó a reír, con una risa un

poco frágil.—¡Estoy chiflado! —añadió.—¿Me dejas ver?Querelle le pidió dulcemente el

revólver y dulcemente se apoderó de él.Se vio salvado. Gil se había levantado.

—¿Qué vas a hacer?Querelle vaciló. Se volvió de

espaldas a Gil para regresar al rincóndonde éste se apostaba habitualmente.Por fin le dijo:

—Tienes que pirártelas. Esto

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comienza a estar que arde.—¿De veras?Felizmente la palabra terminaba en

una ese, pues de lo contrario Gil nohabría conseguido pronunciar unaconsonante más fuerte. El terror a laguillotina, reprimido desde hacía tiempoen su interior, provocó de súbito esteextraño fenómeno: hizo refluir a sucorazón toda la sangre de su cuerpo.

—Sí. Te están buscando. Pero no tepongas nervioso. No creas que te voy adejar en la estacada.

Gil trataba de comprender,lánguidamente y sin conseguirlo, paraqué iba a servir su revólver, cuando vio

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que Querelle lo introducía en el bolsillode su impermeable. Le iluminó la ideade que se estaba llevando a cabo unatraición, al tiempo que experimentaba unprofundo alivio al verse libre de unobjeto que le obligaba a la acción yprobablemente al crimen. Alargando lamano, dijo:

—¿Me lo dejas?—Tienes que comprender. Te lo

explicaré. Escúchame bien, yo no digoque te vayan a coger, estoy seguro deque no, pero por si acaso, quién sabe.Más vale que no lleves un arma.

El razonamiento de Querelle era elsiguiente: si le dispara a los polis, los

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polis disparan a su vez. O lo matan ofallan el tiro. Si lo detienen, van a saber—por Gil herido o por un interrogatorioserio— que el revólver pertenece alteniente Seblon, quien se verá obligadoa acusar a su asistente. Al quererprecisar el impulso psicológico denuestro héroe, deseamos exponer a la luzdel día nuestra alma. Anotar librementela actitud que nosotros elegiríamos —ala vista quizás, o más bien en previsión,de un fin codiciado— nos conduce aldescubrimiento de ese mundopsicológico dado sobre el que se basa lalibertad de elección; pero si para eldesarrollo de la intriga se hace

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necesario que uno de los protagonistaspronuncie un juicio o reflexione, noshallamos de golpe frente a lo arbitrario:el personaje escapa a su autor. Sesingulariza. Tendremos pues que admitirque uno de los factores que lo componenserá, a posteriori, descubierto por elautor. Si en el caso de Querelle hacefalta una explicación, vamos a aventurarla siguiente, ni mejor ni peor que otra:estando en relación su escasasensibilidad con su escasa imaginación,juzgaba mal al oficial, quien, comoatestigua su diario, hubiera preferido seracusado antes que denunciar a Querelle.Según una nota de su cuaderno íntimo, el

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teniente Seblon siente deseos dedesignar a Querelle como autor delasesinato, pero ya veremos el usosublime que hará de este deseo.

Gil se ofuscaba. No llegaba acomprender las intenciones de su amigo.Se escuchó pronunciar:

—Entonces, en cueros. Me voy encueros.

Querelle acababa de reclamar losefectos de marinero. Nada debíaquedarle que pudiera denunciar aQuerelle ante la policía.

—¡Cómo que te vas en cueros!¡Anda, corta!

A punto Gil de rebelarse —a lo que

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le incitaba poco a poco la actitud deQuerelle, actitud dulce y algo distante—, aquella expresión particularmentehiriente le hizo someterse. Querelle sedio cuenta a las mil maravillas de queuna vez más demostraba ser el amo,atreviéndose a tratar con tanto desprecioa quien podía perderlo. Magnífico en sucaradura y destreza, acentuó su juegotornándolo grave hasta el punto de queel más venial de los errores podíaperder al jugador. Oliéndose, la palabranos parece exacta, el éxito de aquelhallazgo, lo jugó a fondo.

—¿No me vas a incordiarempezando a hacerte el duro? Tu trabajo

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consiste en escucharme.Pero, hablando con aquel tono

bordeó tanto el peligro (una chispa delucidez por parte de Gil podía hacer queéste cediese a la crispación) quedistinguió con más habilidad todavía,con más claridad y agilidad de espíritulos mil matices necesarios paraprovocar, por medio de la muerte de Gily de su silencio, su propia salvación.Agudo, rápido, victorioso ya, moderó sudesprecio y su altivez, capaces de hacerresquebrajarse —o romperse— elequilibrio que conduce a la alegría o ala libertad conquistada y conservada.(Querelle, anotémoslo, distinguía con

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tanta claridad el mecanismo queconducía al éxito, porque estaba, y eraconsciente de que estaba, en el corazónde la libertad.) Moderando su desprecioy su altivez con algo de llaneza, sonrióligeramente de lado a Gil, con el fin,mentalmente, de hacerle ver la ironía yla poca gravedad de la situación. Dijo:

—Bueno, ¿y qué? Los tipos como túno se rajan. Sobre todo tienes queescucharme. ¿Entendido? ¿Eh?

Puso la mano sobre el hombro deGil, a quien a continuación le va ahablar como a un enfermo, como a unmoribundo, refiriéndose ya los últimosconsejos más al alma que al cuerpo de

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Gil.—Entras en un departamento vacío.

Escondes lo primero el dinero. Loescondes bajo un cojín. Encima de ti noguardes apenas nada. ¿Comprendes? Noconviene que tengas demasiado dinero.

—¿Y los trapos?Gil tuvo la idea de añadir: «Me

dejas marcharme así»; pero indicandodemasiada intimidad, una dependenciasentimental ante la que había empezadoa sentir pudor, una fórmula tal podíacrispar a Querelle. Dijo:

—Me van a descubrir.—¡Que no! Ni lo pienses. Los guris

ya no saben cómo ibas vestido.

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Querelle continuó en ese mismotono, imperioso y tierno a la vez. Ladicha —especie de afección, en elsentido también de enfermedad nacidade los humores que circulan por elsistema vascular del acontecimiento—deparó además un accidente concreto.Estrechando a Gil por los hombros,Querelle pronunció estas palabras:

—No te preocupes. Haremos otrastrastadas.

Se refería a los robos con escalo, yasí lo entendió Gil; pero la emoción queexperimentó tenemos que atribuirla aldoble sentido secreto que permite queesta expresión sea aplicable a los niños

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e, indistintamente, revele a Gil supreocupación, en suma, que muestre unaconfusión deliciosa entre el cómplice yel amante. Para Gil fue la revelación.Sólo anotaremos una falta: la misma quecometen los supervivientes acuciandocon esperanzas y ánimos a losmoribundos. Con delicadeza, pidiéndolea Gil que no le traicionara si pordesgracia le cogía la policía, dijo:

—Eso no conduciría a nada. ¿Te dascuenta? Tú de todos modos no arriesgasnada.

Desde el seno mismo de lainocencia, Gil preguntó:

—¿Por qué?

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—Bueno. ¡Estás ya condenado amuerte!

Gil sintió que su vientre se vaciaba,se anudaba, se le deshacía, y que se lellenaba con la bola de la Tierra. Buscóapoyo en Querelle, quien le estrechóentre sus brazos. Señalemos desde ahoramismo que Gil no hablará jamás deQuerelle a los policías. Antes de serconducido a Rennes, Mario se lasarregló para asistir a todos losinterrogatorios. Tenía un poco de miedode que Gil pronunciara el nombre deQuerelle. Si estaba seguro de que eljoven albañil había cometido uno de losdos asesinatos, del otro era inocente. A

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partir del momento de su detención seolvidó de Querelle, y si no lo volvió aevocar, fue porque nadie se lo sugirió.No insistamos: el lector comprendeperfectamente por qué ni Gil ni lospolicías (excepto Mario) podían darsecuenta del nexo en el asesinato delmarinero y la vida soterrada del asesinode un albañil. En lo relativo a Mario, susituación respecto al acontecimientoresulta curiosa. Con el fin de darle unasignificación extrema, y tal vezdefinitiva, tenemos que recurrir a lanovela. Dédé estaba —o creía estarlo—al corriente de todas las intrigassentimentales de los tipos de Brest. Con

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el fin de servir mejor —a Mario, sinduda, y más que a él, a la policía, perosobre todo de servir— se daba forma así mismo (y ello parece tener su origenen su habilidad física y moral, en lahabilidad de su mirada) mediante larapidez de sus observaciones. Antes detener el sentimiento de su propiaconciencia —y con él la inquietud— eraDédé sobre todo una maravillosamáquina registradora. Dejemos aparte,sin embargo, su admiración por Robert.Aquella misión de observar a Querelleque Mario le encargó poseía el sentidoprofundo de descubrir una relaciónsimpática entre los maleantes

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traicionados por el policía y el mismopolicía. Dédé no se atrevió nunca arecordar a Robert la batalla entre losdos hermanos de la que fue testigo; perocreía saber que Roger era el querido deGil. Nunca tuvo la idea de observar sucomportamiento, ni de seguirle. Un díale dijo a Mario:

—Es el pequeño Roger, el amiguitode Turko.

Hacia la misma época, Gildeclaraba a Querelle, que lo ignoraba:

—A lo mejor, si me detuvieran, talvez me podría entender con Mario.

—¿Eh? Bueno, a lo mejor…—¿Por qué?

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—¡Qué sé yo! Es un marica. Hacebuenas migas con Dédé.

El sentimiento que semejantereflexión delata es moneda corriente; encuanto es detenido, el adolescente sueñacon utilizar este factor: lahomosexualidad. Puesto que estamosseñalando una reacción general fuera denosotros mismos, abordaremos tan sólouna explicación de ella rápida ydiscutible: ¿acepta el niño conceder lomás preciado de sí mismo?; ¿le entregael peligro a sus más secretos deseos?;¿espera apaciguar el destino mediante

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tal inmolación?; ¿tiene un súbitoconocimiento de la todopoderosafraternidad de los pederastas y cree ensu fuerza?; ¿está creyendo en la fuerzadel amor? Bastaría para saberlo vivir uninstante en la continuidad de Gil y ya notenemos tiempo de hacerlo. Ni tampocola fe. Este libro dura ya demasiadaspáginas y nos hastía. Anotemos, pues, laprofunda esperanza de los jóvenesdetenidos cuando se enteran de que sujuez o su abogado es una loca.

—¿Quién es Dédé?—¿Dédé? Tienes que haberlo visto

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con Mario. Es uno joven; está casisiempre con él. Pero, no creas, Dédé noes un chivato. ¿Eh?

—¿Cómo es?Gil lo describió. Al encontrárselo

una noche, a punto de dejar a Mario, quevenía a su encuentro, Querelle se sintiódesgarrado por una profunda herida.Reconoció al niño testigo de la peleacon Robert y a su propio rival en elcorazón de Mario. A pesar de todo, letendió la mano. En la actitud, en lasonrisa, en la voz de Dédé, Querellecreyó distinguir un tono irónico. Cuandoel muchacho se hubo alejado de ellos,sonriendo, Querelle le dijo a Mario:

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—¿Quién es ése? ¿Es tu chaval?Con voz risueña, algo burlona,

Mario respondió:—¿Por qué te metes en eso? Es un

chaval. No estarás celoso, ¿verdad?Querelle se echó a reír y tuvo la

audacia de decir:—Bueno, ¿y por qué no?—Vamos…Con voz alterada, quebrada, el

policía añadió: «Hazme gozar». Larabia se apoderó de Querelle, que besóa Mario furiosa, desesperadamente, enla boca. Con más ardor que decostumbre, y con más precisión, exigiótener conciencia de la penetración de su

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garganta por la verga del poli. Mariosentía aquella desesperación. Mediantela acumulación de hipos eróticos, y deuna peligrosa confesión, liberada enforma de estertores o de súplicas elpolicía aumentaba más el temor, quegravitaba sobre él, de que el marinero,fuera de sí, le cortara el miembro de unmordisco. Convencido de que su amantedisfrutaba por estar arrodillado ante unpolizonte, Mario exhaló su ignominia.Con los dientes apretados y el rostrotendido hacia la niebla, susurraba:

—¡Sí, soy un poli! ¡Soy un cabrón!¡He jodido con tipos! ¡Están todos en eltrullo! Pero me gusta, ¿sabes?, me gusta

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mi oficio…A medida que evocaba su abyección,

se iban poniendo tensos sus músculos,se endurecían, imponiéndole a Querelleuna presencia imperiosa, dominadora,invencible y buena. Cuando seencontraron de nuevo cara a cara, depie, abrochándose, hombres otra vez, niuno ni otro osaron evocar su delirio;pero con el fin de ahuyentar la inquietudque les aislaba a uno del otro, Querellesonrió y dijo:

—Entonces, sigues sin decírmelotodavía, ¿es tu chaval?

—¿Quieres saber lo que es?Querelle se sintió de pronto

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asustado. Dijo con voz tranquila:—Bueno, venga.—Es mi confidente.—No bromees.Ahora podían hablar de asuntos de

trabajo. En voz baja, pero con timbre devoz clara, a fin de no permitir que elasombro ni la vergüenza les turbasen,prosiguieron la conversación hasta queQuerelle declaró:

—Yo puedo hacer que detengas aTurko.

Mario no chistó.—¿Ah, sí? —dijo.—Si me das tu palabra de que no

hablarás de mí.

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Mario lo juró. Empezaba aabandonar sus precauciones, olvidaba sureconciliación mística con losmaleantes: le era imposible dejar deactuar como policía. Se negó ainterrogar a Querelle acerca de lasfuentes de sus informaciones y sobre elvalor de éstas. Confió en él. En seguidadecidieron las medidas que iban a tomarpara que el nombre de Querellepermaneciese ignorado.

—Arréglatelas con tu chaval. Peroque no se huela nada.

Una hora más tarde Mario encargabaa Dédé que vigilase en la estación lostrenes que salían y que avisase a la

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comisaría en cuanto reconociera aTurko. El chico no vaciló, vendió a Gil.Mediante este gesto Dédé se separabadel mundo de sus semejantes. A partir deaquel momento comienza la ascensióncuya importancia os ha sido expuesta.

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A bordo del «Vengador», Querelleproseguía su servicio junto al oficial,pero éste parecía desdeñar a Querelle,quien sufría por ello. Por haber sidopretexto para una agresión, el tenienteobtenía el orgullo suficiente para sentirdesarrollarse en su interior el germen dela aventura. Del cuaderno íntimoentresacamos lo siguiente:

No soy inferior a este joven ymaravilloso golfo. He resistido. Me hedejado matar.

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Con el fin de recompensarle porhaber facilitado la detención de Gil, elcomisario de policía encomendó a Dédémisiones concretas, casi oficiales. Loeligió para rastrear la pista de losmuchachos jóvenes, de los marineros yde los soldados que roban en losescaparates de los «Monoprix».

Mientras se dejaba llevar por laescalera automática, se ponía Dédé losguantes de piel amarilla y tenía lasensación de ser «llevado». Era un poli.Todo le llevaba. Le transportaba. Estabaseguro de sí mismo. En la cumbre de

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aquella apoteosis, en la sala donde iba aempezar su carrera, conoció además estesentimiento: haber triunfado. Se habíapuesto los guantes en el sido oportuno,el suelo era liso. Dédé era dueño de susdominios, con libertad para sermagnánimo o cabrón.

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El Ejército o la Armada ofrecen aquienes son incapaces de ir en pos deuna aventura por sí mismos, otraprefabricada, metódicamentedesarrollada y puesta finalmente derelieve mediante el galón rojo de laLegión de Honor. Ahora bien, en plenocorazón de esta aventura oficial, elteniente acababa de ser elegido paraotra mucho más seria. No es que llegaraa creerse un héroe, pero sí que conocíael sentimiento de estar en relacióndirecta, íntima, con la más despreciada,la más vilipendiada y la más noble de

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las actividades sociales: el robo a manoarmada. Acababan de desvalijarle a lavuelta del camino. El ladrón tenía unrostro hechicero. Aunque másmaravilloso sería todavía ser uno mismoladrón, no estaba mal, para empezar, serel robado. El teniente no buscaba ya huirde las masas de ensueño que le sacudíandeliciosamente. Estaba seguro de quenada podría ser adivinado en aquellaaventura secreta (la que mantenía cara acara con el ladrón). «Nada de estopuede traslucirse», pensaba literalmente.Tras su rostro severo se encontraba alabrigo. «¡Mi raptor!», ¡es mi raptor!¡Sale de la bruma, de puntillas, y me

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mata! Pues yo defendí mi dinero hasta lamuerte. Aunque fue a curarse durantealgunos días en la enfermería, pasabapor su despacho todos los días. El brazoen cabestrillo, se paseaba por cubierta opermanecía en su camarote tendido.

—¿Le preparo el té, mi teniente?—Si no le importa.Lamentaba que el raptor no hubiera

sido precisamente Querelle.

«¡Qué dicha hubiera saboreadodisputándole mi morral! Por fin mehubiera sido concedido manifestar mivalor. ¿Lo habría denunciado? Curiosapregunta que me lleva a indagar dentro

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de mí mismo. ¿A quién? Recordemos lavisita de la policía y mi delirio.

Me faltó muy poco para entregar aQuerelle. Me preguntó incluso si, pormi actitud y mis respuestas, nocomprendió el policía a quién le estabadesignando. Yo que odio a la policíaestuve a punto de actuar como unpolizonte. Es absurdo creer, no siendoen sueños, que Querelle sea el asesinode Vic. Me gustaría que lo fuera, sólocon el fin de permitir a misensoñaciones la reconstrucción de undrama amoroso. ¡Para ofrecerle aQuerelle mi abnegación! ¡Para que nopudiendo más de remordimientos, de

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tormentos, con las sienes palpitantes,los cabellos bañados en sudor,perseguido por su crimen, viniera aconfiarse a mí! ¡Ojalá sea yo suconfesor para absolverle! ¡Ojalá sea yoquien le consuele entre mis brazos yquien, para acabar, le siga hasta elpresidio! ¡Si estuviera un poco másconvencido de que es el asesino, ledenunciaría con el fin de obtener enseguida el beneficio de consolarlo ycompartir su castillo! ¡Sin sospecharlo,Querelle acababa de estar al borde deun peligro espantoso! ¡Qué poco hafaltado para que yo le entregara a lospolizontes!»

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El teniente no se imaginaba aQuerelle, irónico ciertamente, pero aquien no se le podía aplicar la expresión«guasón», exigiendo dinero. Era incapazsobre todo de reemplazar por la suya laimagen del falso marinero armado conun revólver Hubiera adorado a Querelleen una situación así. Se habríaencontrado con él, se habría juntado conél, en aquella lucha, en cuyo centro,durante el tiempo de una llave másapretada y más fácil de deshacer, sehubiesen comprendido para mejorenfrentarse a continuación. En losmomentos de soledad, retocaba elteniente un diálogo heroico que hubiera

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podido tener lugar a la sazón y medianteel cual su más secreta belleza se hubieramanifestado ante un Querelledeslumbrado. Diálogo breve, sordo,reducido a lo esencial. Con vozsoberanamente serena el oficial lehubiera dicho:

«Estás loco, Georges. Suelta elrevólver. No diré nada.

—Venga acá la pasta y déjate dehistorias.

—No.—Si resistes, disparo.—Dispara.»Por la noche el teniente paseó largo

tiempo solo por cubierta, tratando de

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evitar a sus compañeros, obsesionadopor aquel diálogo al que no sabía quéepílogo ponerle. «Subyugado, arroja suarma. Pero en tal caso mi heroísmopermanece desconocido para todos.Subyugado también, dispara, justamentepor su estima hacia mí, con el fin deponerse a mi altura. Pero si me mata,muero estúpidamente al borde de unacarretera». Luego de enormesinquietudes, el teniente escogió estedesenlace: «Querelle dispara, pero suemoción hace que falle el tiro. Mehiere». A su regreso a bordo, no hubierafacilitado la descripción de Querelle(como lo hizo con Gil). Así habría

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demostrado ser más fuerte que él, quienpor ello le habría amado.

—¿Puedo pedirle un permiso de dosdías, mi teniente?

Para formular esta pregunta, dejandode servir el té, levantó Querelle sucabeza y dirigió su sonrisa a la imagendel oficial que se reflejaba en el espejo;pero el teniente se contrajo sobre símismo precipitadamente. Con voz secarespondió:

—Sí. Se lo firmaré.Algunos días antes se hubiera

mostrado inquieto. Le hubiera hecho aQuerelle preguntas insidiosas quedescribirían, en torno a la esencial,

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círculos cada vez más estrechos, hastarozarla, hasta llegar incluso a revelarlaa trozos, aunque nunca entera. Querellelo crispaba. Su rostro presente no eracapaz de disipar la imagen del osadomaleante que se desvanecía en la nieblade la mañana. «Era sólo un chiquillo,pero tenía agallas.» A veces pensabacon algo de vergüenza que no hacen faltatantas para atacar a un marica. Querellehabía tenido la insolencia de pronunciardelante del teniente y con un tonoindignado de amenaza para el ladrón:«¡Esos tíos saben muy bien a quiénesatacan!». Evidentemente, «el raptor»conocía la inconsistencia de su víctima.

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No había tenido miedo. De todasmaneras, Querelle sentía que el oficialse alejaba de él justo en el momento enque él hubiera aceptado, lentamente, escierto, y con mil reservas, sumergirse enla profunda y generosa ternura que sóloun marica puede dar. En cuanto aloficial, aquella aventura le sugirióalgunas reflexiones, suscitó en él ciertasactitudes de las que daremos cuenta y apartir de las cuales cobra cuerpo lasuficiente violencia para permitirleconquistar a Querelle.

«Amado por Querelle, lo sería portodos los marinos de Francia. Mi

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amante es un compendio de todas susvirtudes viriles e ingenuas.

La tripulación de una galerallamaba al capitán: «Nuestro Hombre».Dulzura y dureza. Pues sé que sólopuede ser cruel y dulce, es decir, queordena las torturas no sólo con unaleve sonrisa en los labios, sino tambiéncon una sonrisa interior, semejante aldesahogo apacible de sus órganossecretos (el hígado, los pulmones, elestómago, el corazón). Esta paz semanifestaba en la voz misma, de suerteque las torturas son ordenadas con voz,con gesto y con miradas suaves. No hay

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duda de que me estoy formando delcapitán, ilustrando mi deseo, unaimagen ideal y perfecta (que, sinembargo, no es arbitraria) por habersurgido de mí. Corresponde a larealidad que el capitán representa paralos galeotes. Esta imagen de dulzura,posándose en la faz atroz de un hombrecualquiera, procede de los ojos —y aúnde más lejos—, del corazón de losgaleotes. Ordenando conocidossuplicios, el capitán era cruel. Infligíaen su carne profundas heridas,laceraba los cuerpos, reventaba losojos, arrancaba las uñas —a decirverdad daba ordenes para que lo

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hicieran— con el fin también deobedecer un reglamento o más bienpara mantener el temor, el terror, sinlos cuales ni él mismo sería capitán.Ahora bien, investido de autoridad porsu graduación —¡que es la mía!—, siexigía torturas, lo hacía sin odio (nopodía menos que amar un elemento ogracias al cual existía, amarlo conamor encubierto), hasta el punto deque trabajaba con crueldad aquellacarne que las Cortes Reales leentregaban, pero la trabajaba con unaespecie de gozo grave, sonriente ytriste. Insisto en que los galeotes veíanun capitán dulce y cruel.

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—«Ilustrado mi deseo», he escrito.Si deseo poseer esta autoridad, estaadmirable forma que suscita el temoramoroso que atrae hacia sí —concuánta violencia— la persona históricadel capitán, tengo que suscitarlo en elcorazón de los marineros. ¡Que meamen! Quiero ser su padre y herirlos.Los marcaré: me odiarán. Ante sustorturas permaneceré inmóvil. Noflaquearán mis nervios. Me poseerápoco a poco un sentimiento de poderextremo. Seré fuerte por haberdominado mi piedad. Estaré tristetambién ante mi lamentable comedia:iluminando mis órdenes con la sonrisa

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leve, con la suavidad de mi voz.

Yo también soy una víctima de loscarteles. Particularmente de uno deellos que representaba a un infante deMarina con polainas blancas,montando guardia en el umbral delImperio francés. Con una rosa de losvientos pinchando uno de sus talones.Coronado por un cardo rosa.

Sé que jamás abandonaré aQuerelle. Le consagraré mi vidaentera. Mirándole fijamente le hedicho:

—¿Tiene usted un poco deestrabismo?

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En lugar de enfadarse, de atreversea decir cualquier impertinencia, esteespléndido muchacho me respondió convoz súbitamente triste, que revelabauna ligera aunque incurable herida: —No es culpa mía.

Inmediatamente comprendí que ésaera la debilidad por donde podíadeslizarse mi ternura. Si su orgullohace estallar su coraza, es queQuerelle no es de mármol, sino decarne. De este mismo modo MadameLysiane era buena y se ocupaba de susclientes desgraciados.

Cuando sufro es cuando no puedo

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creer en Dios. Me sentiría demasiadopenosamente impotente al tener quequejarme de un Ser —y a Él—imposible de alcanzar. En elsufrimiento sólo me culpo a mí. En ladesgracia, poder darle gracias aalguien.

Es tan hermoso Querelle y tan puroaparentemente —pero esta aparienciaes real y suficiente— que me complazcoen cargarle con todos los crímenes.Ahora bien, me preocupa saber siobrando así deseo mancillar aQuerelle, o destruir el mal, convertirloen vano, ineficaz, revistiendo su

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apariencia humana con el símbolomismo de la pureza.

Las cadenas de los galeotes sedenominaban: las ramas. ¡De quéracimos eran portadoras!

¿A qué puede entregarse cuandodesciende a tierra? ¿Qué aventuras letraen y le llevan? Me complace, y mecrispa al tiempo, imaginarlo sirviendopara la alegría de cualquier viandante,de cualquier extraviado en la niebla.Con curiosas precauciones le proponeacompañarle un trecho. Querelle, sinsorprenderse, sonriente, le sigue ensilencio. Y cuando encuentran un

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cobijo, la esquina de una pared,Querelle, siempre sonriente y ensilencio, se desabrocha. El hombre searrodilla. Cuando se levanta pone cienfrancos en la mano indiferente deQuerelle y se aleja. Querelle vuelve abordo o va a la casa de putas.

Recapacitando un poco sobre loque acabo de escribir, veo que no seajusta a Querelle esta función servil,este uso como objeto sonriente. Esdemasiado fuerte y verle de ese modoes aumentar su fuerza, convertirle enuna máquina altiva capaz de triturarmesin siquiera darse cuenta.

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Dije que he deseado que fuera unimpostor: en el solemne y pueriluniforme de marinero oculta un cuerpoágil y violento, y dentro de ese cuerpoun alma de bandido: Querelle lo es, deello estoy seguro.

Me ha parecido sorprenderlo en unmovimiento de su máquina, en unacrispación, dirigiéndome todo su odio.Querelle me debe odiar.

Más que un guerrero, al hacermeoficial quise ser un objeto valiosocustodiado por soldados. Que mecustodien hasta su muerte o incluso —ydel mismo modo— que yo ofrezca mi

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vida por salvarlos.

Gracias a Jesús podemosmagnificar la humildad, ya que él laconvirtió en el signo mismo de ladivinidad. Divinidad en el interior deuno mismo —pues ¿por qué rechazarlos poderes terrestres?— que se oponea estos poderes, esta divinidad debe serfuerte para triunfar sobre ellos. Y lahumildad sólo puede nacer de lahumillación. Si no, es falsa vanidad.

Esta última nota del cuaderno íntimocorresponde al siguiente incidente que eloficial no cuenta. Habiendo rozadoaudazmente a un joven estibador, lo

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condujo a una espesura de las murallas,tapizadas éstas de mojones, como yahemos dicho. Quiso la fortuna que,habiéndose bajado el pantalón, setendiera sobre la pendiente de la cuneta,el vientre contra una mierda. Amboshombres quedaron envueltos al instantepor el olor. Silenciosamente, elestibador desapareció. Quedóse solo elteniente. Con ayuda de hierbas secas,aunque felizmente mojadas por la niebla,se limpió la marinera. Fue presa de lavergüenza. Veía sus bellas manosblancas —suyas finalmente ante tantahumillación—, torpes y abnegadas,haciendo su tarea. En el vaho donde se

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anclaba definitivamente el desoladopaisaje, veía también sus mangasoscuras con círculos de oro. Nopudiendo nacer el orgullo sino de lahumillación, sentíase presente el oficialen el centro de ésta. Empezaba aconocer su propia dureza. Cuando sehalló en la carretera evitando, como unleproso, los lugares con afluencia degente, los descampados donde el vientohubiera corrido su olor, empezó a darsecuenta de que es un signo de grandezanacer en un establo. La idea de Querelle(que tan doloroso había hecho el trabajode limpieza pues siendo vaga,socarrona, parecía confundirse con

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aquel olor que emanaba de su vientre) seconcretaba ahora. Ante ella experimentóprimero el oficial una vergüenza que lereplegaba en sí mismo, que volvía lavida desde todas sus orillas, desde susplayas más alejadas, hacia dentro de sucorazón, atreviéndose poco a poco apensar con desenfado en el marinero. Unsoplo de viento pasó por él. Pensó, convoz profunda formulada en su interior:«¡Apesto! ¡Apesto al mundo!». De aqueldeterminado punto de Brest, en el centrode la niebla, en la carretera que dominael mar y los almacenes portuarios, unaligera brisa deshojaba sobre el mundo,más dulce y perfumada que los pétalos

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de las rosas de Saadi, la humedad delteniente Seblon.

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Querelle era pues el amante deMadame Lysiane. La perturbación queésta experimentaba al pensar en laidentidad —para ella cada vez másperfecta— de los dos hermanos, alcanzóun grado tal de desesperación, queMadame Lysiane se fue a pique.

He aquí los hechos. Preocupado Gilal dejar de recibir la visita de Querelle,envió a Roger para informarse. Vaciló elchico durante largo tiempo, pasó yvolvió a pasar delante de la puertaerizada de «La Féria», decidiéndosefinalmente a entrar. Querelle estaba en la

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sala. Intimidado por las luces, por lasmujeres desnudas, Roger se acercó a élcon paso vacilante. Todavía imperial deestilo, pero corroída ya por su mal,Madame Lysiane asistió al encuentro.No pudo de manera muy conscientenotar y dar un sentido a la sonrisacortada de Roger ni al asombro einquietud de Querelle, pero todos sussignos quedaron grabados en su alma.Bastó que un segundo más tardeapareciera Robert en la sala y seacercara a su hermano y al chico paraque reconociera en sí misma lapresencia de lo que no era todavía unpensamiento, pero que ella sentía que

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llegaría a serlo y que se formulaba así:«¡Ya está, es el hijo de los dos!»Nunca —tampoco en este momento

— había pensado la patrona que amboshermanos se hubieran amado de maneratal que les hubiera nacido un hijo; perosi su parecido físico oponía a su amorun obstáculo tan infranqueable, era quesólo podía tratarse del amor. Ahorabien, este amor —ella sólo veía sumanifestación terrestre —la torturabadesde hacía tanto tiempo que el menorincidente podía hacerle tomar cuerpo.No estaba lejos de esperar verle salir desí misma, de su cuerpo, de sus entrañas,donde, semejante a una materia

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radiactiva, se había depositado.Súbitamente, veía a dos pasos de sí, ylejos sin embargo, a los dos hermanosreunidos por un joven desconocido que,de un modo completamente natural, seconvirtió en la personificación misma deese amor fraterno que su angustiaelaboraba. Tras haber osado dejarsellevar por esta fórmula, MadameLysiane se sintió ridicula. Trató depreocuparse por los clientes y las putas,pero no logró olvidarse de los doshermanos a los que daba la espalda.Vaciló, escogió por fin el pretexto deinterpelar a Robert acerca de un pedidode alcohol con el fin de examinar al

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muchacho. Era maravilloso. Digno delos dos amantes. Le miró de arribaabajo.

—… Y si llega el Cinzano dile queme espere.

Hizo como que abandonaba la sala,pero, cambiando de opinióninmediatamente, señaló, sonriente, aRobert.

—¿Quién es?Y más sonriente:—Sabes que puedo tener problemas.

Hay que andarse con cuidado.—¿Quién es?Robert, indiferente, interrogaba a

Querelle.

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—Es el hermano de una amiga. Unaamiguita que me gusta.

Ignorándolo todo de sus amoresmasculinos, creyó Robert que el chavalera otra aventura de su hermano. No seatrevió a mirarlo. En los retretesMadame Lysiane se masturbó. Al igualque la patrona, Roger quedó trastornado;cuando salió de «La Féria» paradirigirse al presidio, era tan grande sufragilidad —utilicemos una palabrahorrorosa pero reveladora— que Gil,sin esfuerzo, le hizo pedazos. Aunque aQuerelle, como le dijo ella con algo detristeza, no se le ponía demasiado tiesa,al menos aquella verga, con la que tanto

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había soñado, no la decepcionaba. Eraun miembro pesado, compacto, algomacizo, nada elegante, pero vigoroso.Por fin Madame Lysiane encontró unacierta paz, al ser esta verga tan diferentede la de Robert. Hallaba por fin unadiferencia entre los dos hermanos. Alprincipio Querelle acogió conindolencia las insinuaciones de lapatrona, pero habiendo descubierto quepodría vengarse de este modo de lahumillación infligida por su hermano,imprimió un ritmo acelerado a laaventura. La primera vez, mientras sedesnudaba, su furia, la proximidad de lavenganza, pusieron en sus ademanes

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tanta precipitación que Madame Lysianese la atribuyó al deseo. En realidad,Querelle marchaba a aquel combate demala gana. Su sometimiento amoroso aun verdadero polizonte le habíaliberado. Estaba tranquilo. Cuando seencontraba con Nono, no deseando yasus juegos secretos, tampoco seextrañaba al verle tan escasamenteinteresado en recordárselos. En efecto,Mario no le advirtió de que por susbuenos oficios Nono estaba al corrientede todo. Sólo le faltaba a Querellesatisfacer su venganza. Madame Lysianese desnudaba con más calma. Laaparente fogosidad del marinero la

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subyugaba. Tuvo incluso la ingenuidadde creer que provocaba ella suexcitación. Hasta que no estuvocompletamente desnuda, esperó queaquel fauno impaciente, mojado ya,surgiría de un salto, rompiendo lasenramadas para derribarla entre las olasde sus encajes desgarrados. Se tendió asu lado. Había llegado al fin la ocasiónde afirmar su virilidad y de ridiculizar asu hermano*. Al día siguiente, folló conella, volvió a hacerlo dos días después,y finalmente una cuarta vez. Veamos porqué tenemos que aclarar la conducta deQuerelle en primer lugar con el tenientey después con Mario. La estancia en

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Brest del «Vengador» estaba a punto determinar. La tripulación sabía que enunos cuantos días zarparían. ParaQuerelle la idea de partir se traducía enuna angustia sorda. Si por un ladodejaba tierra y el embrollo de suspeligrosas aventuras, por otroabandonaba también los beneficios deéstas. Cada instante que le hacía másajeno a la ciudad, le unía más a la vidaen el aviso. Presentía Querelle laexcepcional importancia de aquelenorme montón de acero. Que zarparapara una travesía por el Báltico, o talvez más lejos, por el mar Blanco, lovolvía inquietante. Sin que se diera

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cuenta de un modo exacto, Querellecuidaba ya los elementos del futuro. Esen el segundo día de su relación con Madame Lysiane donde situaremos elincidente anotado anteriormente en elcuaderno íntimo. Querelle, cuandoandaba por la calle, provocaba a laschicas. Haciendo como que las iba abesar, las repelía si eran dóciles. Lasbesaba algunas veces, pero sobre todose burlaba de ellas, con una mueca o conuna ocurrencia. Se complacía además sucoquetería en que le fuesen reconocidassus cualidades de seductor. Rara vez sedetenía con la chica ligada al pasar, sinoque generalmente continuaba su marcha

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lenta y ágil. Excepto aquella tarde.Satisfecho por liberarse, gracias a losbuenos oficios de Madame Lysiane, dela sequedad de sus inhumanas relacionescon Nono, y ahora con Mario, triunfante,orgulloso de haber engañado a suhermano y de haber jodido con unamujer, descendió silbando por la rue deSiam. Estaba alegre, algo borracho; elpecho ardiente por el alcohol lebrindaba un mundo lleno de sol.Sonreía.

—¿Qué hay, guapa?Estrechó con su brazo los hombros

de la chica. Ella dio media vuelta y sedejó conducir por los audaces andares

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de aquel enorme cuerpo pendenciero.Querelle ni siquiera esperó a salir de lazona luminosa; entre dos tiendas, en unpalmo de sombra, la arrinconó contrauna pared. Emocionada, apenas inquietaporque la vieran, la chica le abrazaba,se sujetaba a su torso. Querelle lesoplaba en el pelo, besaba su rostro,susurraba a su oído palabras obscenasque la hacían reír con nerviosismo. Leaprisionaba las piernas entre las suyas.A veces echaba un poco hacia atrás surostro separándolo del de la chica, paralanzar una ojeada a diestro y siniestro.Le llenaba de orgullo comprobar laanimación de la calle. Su triunfo era

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público. Fue en ese momento cuando viovenir, entre dos oficiales de otro barco,al teniente Seblon. Querelle no cesó desonreír a la chica. Cuando llegó eloficial a la altura del palmo de sombraen el que se mantenían los dos jóvenes,Querelle la estrechó con más fuerza y labesó en la boca, cogiéndole la lengua;pero entonces, conservando en él unaidea de sonrisa, confirió a su espalda, asus hombros, a sus nalgas, toda laimportancia del instante; en resumen,toda su voluntad de seducción setransfirió a esta parte del cuerpo que seconvertía en su verdadera faz, su faz demarinero. La deseaba sonriente, capaz

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de emocionar. Querelle la deseó contanta fuerza que desde la nuca a la grupasu espina dorsal fue recorrida por untemblor imperceptible. Le estabadedicando al oficial lo más valioso de símismo. Estaba seguro de haber sidoreconocido. En cuanto al teniente, suprimer impulso fue dirigirse a Querellepara castigarle por atreverse a manteneren pleno día una actitud indecente. Surespeto a la disciplina guardaba unarelación estrecha con su amor a laostentación —y con su sentimiento deposeer una identidad gracias al rigor deun orden sin el cual ni su grado ni suautoridad tendrían vigencia— y

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traicionar ese orden, aunque fueramínimamente, era destruirse a sí mismo.Pero a pesar de todo no chistó. No lohubiera intentado siquiera a no ser porla presencia de sus compañeros, pues,aun reconociendo dentro de sí lanecesidad de hacer respetar estadisciplina, infringirla o tolerar unainfracción, le proporcionaba placer porla sensación de libertad y complicidadcon el infractor. En fin, le parecíaelegante y «sumamente sabroso» (estafue la palabra que utilizó mentalmente)demostrar una indulgencia sonrientepara con una pareja de amantes tanmaravillosa. Querelle dejó a la chica;

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pero, no atreviéndose a continuar haciael puerto, por donde bajaban losoficiales, volvió calle arriba lentamente.Se sentía a la vez feliz y descontento.Cuando dio media vuelta, una chicariendo se destacó de un grupo y cruzó lacalzada corriendo. Estuvo en seguidajunto a Querelle. Alargó la mano paratocar —¡eso da buena suerte!— la borladel marinero, pero éste le dio unabofetada terrible. Roja tanto por lavergüenza como por el dolor, la chica sequedó atónita bajo la mirada furiosa deQuerelle. Balbuceó:

—No le hacía daño.Pero él era ya el centro —o más

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exactamente la atracción— de unaaglomeración de muchachos queacababan de decidir romperle la jetacon sus puños. Querelle imprimió ungiro lento a su cuerpo, plantado sobresus piernas inmóviles. Comprendió elpeligro que encerraban el rostro y laactitud de los jóvenes. Durante uninstante pensó pedir socorro a algunosmarinos, pero no había ninguno a lavista. Los hombres le insultaban, leamenazaban. Uno de ellos le zarandeó:«¡Asqueroso! ¡Meterse con una chica! Sieres un hombre…».

—Cuidado, muchachos, tiene unanavaja.

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Querelle los miraba. El alcoholhacía más dramática la visión de susituación, magnificaba el peligro. A sualrededor la gente vacilaba. No habíauna sola mujer que no deseara que unmonstruo tan hermoso quedara derribadopor el puño de un hombre, pateado,desgarrado, con el fin de ser vengada,por no poder ser amada, protegida poraquel brazo, por aquel torso que juzgabade antemano vencedores gracias a lasimple protección de su belleza.Querelle sintió que su mirada lanzaballamas. Apareció algo de espuma en lascomisuras de su boca. A través delrostro inmenso y transparente del

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teniente Seblon —que había vuelto asubir solo tras dejar a sus compañeros— veía nacer y abrirse una aurora en unlugar del globo, alcanzando otrasauroras nacientes en cada uno de loslugares donde había escondido elproducto de sus asesinatos y de susrobos, mientras seguía atento paraprevenir los gestos amenazantes ytemerosos de aquellos hombres.

—No hagas tonterías. Ven conmigo.El teniente, abriéndose camino entre

la muchedumbre, suave y amistosamentepuso su mano sobre un brazo deQuerelle. Se le ocurrió de nuevo la ideade castigarle por estar borracho. No

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porque se creyera responsable de ladignidad de la Marina —al contrario, entales casos la dignidad de la Marinaconsistía para él en aceptar la pelea—,sino más bien porque experimentaba lanecesidad de dar a conocer la fuerzaespiritual de sus galones de oro, y a lavez la ligera angustia de que al orden, ypor tanto a la verdad, se le podía infligiruna herida. Con asombrosa seguridad, sedio cuenta de que no convenía tocar elbrazo armado y fue sobre el otro dondeposó su mano blanca. Se le brindaban,por fin, todas las audacias. Tuteaba aQuerelle por vez primera y, dadas lascircunstancias, resultaba natural.

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Habiendo escrito en su cuaderno íntimoque lo que le importaba sobre todo alhacerse oficial era ser un jefe, temido ono —un jefe, una especie de espíritu queda vida a masas musculosas, amostradores llenos de carne nerviosa—comprendemos, por tanto, su ansiedad.Todavía no sabe si aquel cuerpovigoroso, omnipotente, cargado,henchido de maldad y rabia, harádiluirse una y otra ante un solo gesto deloficial o, aún mejor, si encauzará surabia y su maldad según las ordenes deéste… Ya estaba dispuesto a recibir elrespeto y la envidia de todas las mujerespartiendo en sus propias narices cogido

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del brazo de la más hermosa de lasbestias, vencida y hechizada por sucanto.

—Vuelve a bordo. No quiero que teocurra nada malo. Dame eso.

Fue entonces cuando tendió la manoen dirección al cuchillo. Pero aunqueQuerelle aceptaba la intervención deloficial, se negó a que éste le confiscarael arma. Cerró el cuchillo apoyando lahoja sobre el muslo y lo metió en elbolsillo. Siempre en silencio, se acercóal círculo, rompiéndolo al pasar. Lamuchedumbre le abrió paso protestando.Cuando el teniente lo encontró junto alembarcadero, Querelle estaba borracho.

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Tambaleándose ligeramente se acercó aloficial y, poniéndole pesadamente lamano en el hombro, dijo:

—¡Eres un tronco! ¡Son unoscabrones! Pero tú eres un verdaderotronco.

Abrumado por la borrachera, se dejócaer sobre una bita de amarre.

—Puedes pedirme lo que quieras.Vaciló. Para sostenerlo, el teniente

le cogió por los hombros. Suavemente,le dijo:

—Tranquilízate. Si hubiera unoficial…

—¡A mí qué me importa un oficial!¡No hay más que tú!

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—No grites, te lo repito. No quieroque te metan en chirona.

Se sentía feliz por no habersucumbido al deseo de castigarlo. Apartir de ese momento se alejaba delpolicía. Se alejaba de aquel orden quehabía respetado en exceso. Y casimaquinalmente, pero con una concertadaprecisión, llevó su mano al gorro deQuerelle, donde la mantuvo al principiocon suavidad, luego pesadamente, sobresus cabellos. Querelle vaciló de nuevo.Lo que fue aprovechado por el oficialpara sujetar con su cadera la cabeza delmarinero, que apoyó contra ella sumejilla.

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—Qué pena si te fueras a la cárcel.—¿De veras? Bueno, eso dices, pero

¿qué le importa eso a un oficial?Fue entonces cuando el teniente

Seblon se atrevió a acariciarle la otramejilla y a decir:

—Sabes muy bien que no.Querelle le rodeó el talle con su

brazo; atrayéndolo a sí y obligándole ainclinarse, le besó violentamente en laboca; pero en el ademán que llevó acabo a continuación para levantarse,colgándose del cuello del oficial, pusopor primera vez tanto abandono, tantalanguidez, que, afluyendo desde no sesabe dónde, una oleada de feminidad

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convirtió tal gesto en una obra maestrade gracia viril, pues sus musculososbrazos, conscientes de rodear en formade cesta aquella cabeza más hermosaque todos los ramos, osaron despojarsede su sentido habitual, revistiéndose conotro que señalaba su verdadera esencia.Querelle sonrió viéndose tan próximo aesa vergüenza de la que no es posibleregresar y en la que no queda másremedio que hallar la paz. Se sintió tandébil, tan bien vencido, que en su mentese formuló este pensamiento desoladorpor lo que evocaba para él de otoñal, demanchas, de heridas delicadas ymortales:

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—«Me está pisando el terreno.»Ya dijimos que, al día siguiente, el

comisario detenía al oficial.

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Sólo conoceré la paz cuando jodaconmigo, pero de tal manera quehabiéndome ensartado, me conserve,acostado sobre sus muslos, comoconserva a Jesús muerto una«Piedad»[15].

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Nono conservaba un aire plácido,indiferente. Dijo:

—Se echan la bronca. Se parten lacara. No se sabe bien qué hacen.

—¿Qué se dicen?—¿No lo sabes? ¿Vas a comenzar a

joderme la paciencia? No me tomes porun gilipollas ¿Me oyes? Me la suda quete folies chicos, lo único que te pido esque no traigas aquí tus rollos.

La voz del patrón era severa. Nomiraba a su mujer. Continuabaocupándose de las botellas. Agregó:

—Se revientan por tonterías. Se dan

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golpes que sanan rápido. Son comogatos.

En ella misma se aceleraba eldrama. Inmóvil en la caja ante una salavacía y deslumbrante, asistía aldesarrollo que pretendía ordenar,concretar en los más mínimos detalles.Al mismo tiempo no cesaba de exaltarsesiguiendo el ritmo de pensamientos cadavez más apremiantes. No ocurriéndoseleningún medio para justificar su crimenante los magistrados, se decidió aincendiar el burdel. Pero teniendo quejustificar también este incendio, se diocuenta que tras haberlo prendido sólo lequedaba la muerte. Y así decidió

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asfixiarse. Respiraba a veces tanprofundamente que, endureciéndosele elpecho, se le ponía tenso, trasportandotoda su persona en un comienzo deascensión. Sus ojos secos bajo lospárpados ardientes permanecían fijos enel vacío espantoso de los espejos y lasluces, mientras deambulaban aquellostemas exasperantes cuyos pasos seguíacon precisión: «Aunque estén separados,se llamarán de un extremo a otro de latierra…» «Si su hermano se hace a lamar, la cara de Robert se dirigirásiempre hacia el oeste. Me habré casadocon un girasol…» «Sus sonrisas y susinjurias van del uno al otro, se enrollan

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alrededor de ellos, les atan, les amarran.Nunca se sabrá cuál de los dos es másfuerte. Y su chaval pasa a través de todoesto sin romper el orden…» MadameLysiane sentía desplegarse en elpreciado palacio de carne blanca, nácary marfil que era su cuerpo, las ricasbanderolas de moaré que llevabanbordadas las frases suntuosas quedescifraba llena de miedo y admiración.Asistía a la historia secreta de losamantes a los que nada separa. Cuyasbatallas están acribilladas de sonrisas,cuyos juegos se adornan con insultos.Risas e insultos cobran otro sentido. Seinjurian riendo. Y se unen mediante

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ceremonias incluso ante la puerta de estahabitación, incluso el umbral deMadame Lysiane. Celebran sus fiestasen las que sus rostros son losprotagonistas de honor. Minuto a minutocelebran sus bodas. La idea del incendiose hizo más concreta. Para mejor pensaren ello, para decidir el lugar dondevaciaría el bidón de gasolina, MadameLysiane hundió su cuerpo en una especiede olvido, pero se acordó de él encuanto hubo decidido. Cogió con ambasmanos, por debajo del vestido, los dosbordes del corsé. Se irguió.

«Tendré que tener el talle muyrígido.»

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Pero apenas lo hubo pensado, sedesplomó en la vergüenza. Torpe,Madame Lysiane veía escrito lo quepronunciaba, pero escrito según supropia ortografía. Al pensar en susamantes, veía:

«Ellos cantan.» Frente a Querelle,Madame Lysiane no experimentaba ya loque la gente de esgrima llama elsentimiento de la espada. Estaba sola.Ella lo reconoció con una especie degentileza afectada bajo la cual Querelleno llegaba a disimular su impaciencia.Cuando se desvistió acostado al lado deella, Madame Lysiane comenzó con susquejas y amenazas. Querelle se rió.

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Bromeó para calmarla. Pero poco apoco, siguiendo el deslizamientohabitual, las bromas a las que seprestaba Madame Lysiane le condujerona confesar sus aventuras con Nono.

—No es verdad.—¿Cómo que no es verdad? ¿Qué te

estoy diciendo? Pregunta, si no.Madame Lysiane estaba aterrada. Le

parecía evidente, si Querelle se habíaacostado con Nono, que hubiese amadoa Robert al punto de tener un hijo suyo.Cada vez más estaba fuera de juego.

Lo más bello y lo más monstruoso sehacía al margen de ella. Ella dijo:

—Cuentos. Sé que hay hombres y

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mujeres que hacen eso. Pero por partede Nono no es verdad. Son cuentos quecirculan.

Querelle rompió a reír.—Como quieras. Si lo crees o no, ya

sabes, me da igual.Ella se levantó un poco, como con

pudor porque sentía que en eso residíasu vergonzosa femineidad, en el peloque caía sobre su rostro y la mirada dedesesperada insolencia con que dijo aQuerelle:

—Así que eres un putillo.La palabra putillo lo hirió. Pero rió

porque sabía que se dice «una» putilla.—¿Te da risa?

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—¿A mí? ¿Y qué quieres que haga?Nono también es uno entonces.

—¿Y Robert?—¿Qué pasa con Robert? Él no me

importa. Yo hago lo que me sale de loscojones.

Sin atreverse a insultarlodirectamente, ella dijo:

—Eso me da asco.Retomó sus borrosas quejas

mezcladas con saliva y pelos. Querellela acarició para consolarla, luego,irritado, hizo ademán de partir. MadameLysiane se aferró a él, que se escapabacon el cuerpo liso y resbaloso trepandoa la cama mientras el de su señora

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bajaba de la cama empujado por él.Gimiendo despeinada, acabó por tenerentre las manos sólo el delicado talóndel marinero que trataba de abandonarla cama con los brazos desnudos,extendidos hacia el papel de la paredcomo para pegarse a él, aferrar con losdedos los ramos de flores azules yrosadas, los canastos frágiles, laescalera. Cuando terminó de abandonarlas sábanas con su verga blanda y supelo deshecho, Madame Lysiane ya notuvo frente a ella dos adversarioscualquiera que pudiesen ser vencidoscon hábiles coqueteos, sino un enemigoque la aplastaba de golpe con fuerzas no

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muy grandes pero multiplicadas hasta elinfinito ya que entre esos dos rostrosexistía una comprensión ya no deamistad o utilidad sino de otranaturaleza, indestructible por el hechode estar escindida, forjada en el cielosublime donde los parecidos se enlazany más profundamente todavía en el cielode los cielos donde ella misma habíadesposado la Belleza. Al pie de lacama, Madame Lysiane tuvo la certezadel abandono.

—¡Ya ves! ¡Ya lo ves!No podía repetir más que esas

pobres palabras, mezcladas con suslágrimas y sus mocos.

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—Eres tú a quien no entiendo. Convosotros nunca se sabe. Mejor dicho, túme ahuyentas con tus lágrimas. Soy unmarino. Mi mujer es el mar; mi señoraes mi capitán.

—¡Me das asco!Madame Lysiane sintió cruelmente,

apasionadamente, que era gracias aQuerelle que había salido, como Marioy Norbert, de la soledad en que supartida los había dejado. Él habíaaparecido entre ellos con la súbitaprontitud y la elegancia de un comodín.Desdibujaba las figuras pero les daba unsentido. En cuanto a Querelle, al dejar lahabitación de su patrona, conoció un

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extraño sentimiento: la abandonó conlástima. Mientras se vestía, lentamente,con un poco de tristeza, su mirada seposaba sobre la foto del patrón, colgadadel muro. Uno tras otro pasaron ante éllos rostros de sus amigos: Nono, Robert,Mario, Gil. Experimentó una suerte demelancolía, un temor apenas conscientede que ellos envejeciesen sin él y,vagamente, llevado al límite del ascopor los suspiros, por los gestosdemasiado distinguidos en el espejo delarmario de Madame Lysiane, que sevestía detrás de él, deseó incluirlos ensu crimen para fijarlos en él, para queno pudiesen amar nunca más o de ningún

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modo que no fuese a través de él.Cuando se acercó a ella, MadameLysiane estaba vacía de reproches.Sobre su rostro, los cabellos que losganchos apenas retenían estabanpegados por las lágrimas, el rojo de loslabios se desparramaba un poco.Querelle la estrechó contra sí, ya rígidaen su armadura de sábana azul marino, yla besó en las mejillas.

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Facsímil de la portada de la ediciónoriginal de 1947 de Querelle de Brest,

publicada en París, sin nombre deeditor, por Paul Morihien. Se incluye,asimismo, en la última página de estecuadernillo, la nota justificativa detirada de aquella mítica edición.

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JEAN GENET nació en París en 1910.Abandonado por su madre a los sietemeses de edad, se convierte en un niñotutelado por la Asistencia Pública, y suinfancia transcurre en todo tipo deinstituciones: familias de acogida,reformatorios, clínicas y hasta granjaspenitenciarias, de todas las cuales

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acabará huyendo.Prostituto, vagabundo, ladrón y

bastardo, Genet es uno de los monstruossagrados de la literatura francesa detodos los tiempos, y un malditovocacional. Su condición de homosexualmarca toda su obra narrativa ydramática, en la que desarrolla unapoderosa mitología presidida por unaperversión de todos los roles. Autor deobras como Nuestra Señora de lasFlores, Diario de un ladrón, El Milagrode la Rosa, Las criadas o Querelle deBrest, abrazó durante sus últimos añosdiversas causas políticas, como lapalestina o la de los Panteras Negras.

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Murió en 1986 en un pequeño hotel deParís, y sus restos reposan en elCementerio Español de Larache, enMarruecos.

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Notas

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[1] De acuerdo con el Diario de unladrón, a principios de los años treinta,Genet vivió durante varios meses enBarcelona, subsistiendo como chapero yen ocasiones directamente mendigando.Durante su estancia en Barcelona,dormía bajo una tapia en las Ramblas,aunque posteriormente pudo alojarse enun pequeño hotel del Barrio Chino.Por las tardes, siempre según Genet,solía dejarse caer por el conocidocabaret «La Criolla». «La Criolla», enla calle del Cid, es sin duda el másimportante cabaret del Barrio Chino dela Barcelona previa a la Guerra Civil.

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En este establecimiento, aparte deofrecerse espectáculos detransformismo, se traficaba con drogas yse vendían armas de fuego. «La Criolla»y otros burdeles del Barrio Chinopueden haber servido de modelos para«La Féria». Otro de los localesbarceloneses que frecuentaba Genetestaba regentado en aquella época poruna mujer francesa, llamada MadamePetite, que ofrecía, como la MadameLysiane de Querelle todo tipo deservicios ajustados a los más refinadoscaprichos de sus clientes. [N. del E.] <<

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[2] Aquí se pierde el juego de palabrasfrancés. Comme les petits pous j'ai lacosse (como los guisantes tengo lavaina). Avoir la cosse (tener galbana).[N. de la T.] <<

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[3] La traducción que se da de algunas deestas frases de argot es discutible. Dadoque el argot evoluciona continuamente,los propios franceses dan a vecesinterpretaciones diferentes de lasmismas expresiones. Los diccionariosno son de gran ayuda en estos casos.Además, el uso que Genet hace del argotfrancés es especialmente personal. [N.de la T. ] <<

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[4] Genet fue muy dado desde su primerajuventud a fantasear sobre personajes denacionalidad italiana o polaca, a los quedotaba además de una gran carga sexual(como el Alberto de Nuestra Señora delas Flores o, más explícitamente, comoalgunos de los caracteres de su obra LesRêves Interdits, en la que una profesorase ve sexualmente paralizada por susfantasías sobre un leñador polaco. Enconsecuencia, se dedica a torturar enclase al hijo del leñador, un atractivomuchacho llamado, de modo muysignificativo, Bruno). [N. del E.] <<

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[5] En francés resultan fácilmenteconfundibles ojos (jeux) y faros (feux).[N. de la T.] <<

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[6] Joseph Vacher, el «destapador»francés, mató, durante la última décadadel siglo xix, al menos a once personas(tanto mujeres como hombres muyjóvenes), a las que previamente violabay después desangraba. Tras su arresto,se descubrió que había torturado aanimales y realizado «prácticas sexualesaberrantes». [N. del E.] <<

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[7] Pelea con los pies y con las manos.Imagen dada por la bigornia, pequeñoyunque de dos puntas. [N. de la T.] <<

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[8] Aquí se pierde el juego de palabrasentre se balancer (balancearse) y s'eitbalancer (importar un bledo). [N. de laT.] <<

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[9] Zéphir. Nombre de un batallón delegionarios de África que tiene su origenen el tejido de algodón de susuniformes: le zéphir. [N. de la T.] <<

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[10] Bat'd'Af. Batallón de África de lalegión francesa. [N. de la T.] <<

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[11] En sus estadios iniciales deredacción, y durante un breve períodode tiempo, la novela recibió el título deQuerelle d'Egypte. Egipto, una especiede territorio promisorio, designificaciones casi místicas, operabasobre el alma de Genet unapoderosísima influencia poética.Especialmente en los fragmentos queGenet hace corresponder al diarioíntimo del Teniente Seblon, Egipto seasocia con las ideas de vida, delibertad, del poder de la belleza terrena.Resulta significativo señalar que, a lolargo de sus años de adolescencia y

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juventud, Genet protagonizó diversas ysonadas huidas de todo tipo deinstituciones de acogida, educativas ypenitenciarias. Todas ellas, desde laprimera, cuando Genet contabasolamente trece años, tenían cornoobjetivo último llegar a tierras deEgipto. [N. del E.] <<

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[12] Fendart. En argot, pantalón. Juegode palabras con el verbo fendre (rajar,partir). [N. de la T.] <<

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[13] Juego de palabras. Panier (cesta)significa, en argot, trasero. [N. de la T.]<<

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[14] Maria Taglioni: bailarína italiana(1804-1884) considerada la primera ymás importante durante la épocaromántica en Europa. [N. del E.] <<

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[15] Adrienne Monnier, que regentabajunto a su amante Sylvia Beach la míticalibrería parisina Shakespeare &Company, obsequió a Genet en 1945 unade las primeras traducciones al francésde Billy Budd, Sailor, de HermanMelville, en una edición muy lujosa.Genet vendió el volumen, aunque no sinantes leerlo. Las influencias de lahistoria del marinero de Melville enQuerelle son obvias. En ambos textos,por ejemplo, el marinero es comparadocon Cristo, como en este fragmento. Enlos dos libros se combinan además lostemas del asesinato, la homosexualidad

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y el sadismo. Para Edmund White, quienen su biografía de Genet hace unexhaustivo análisis del tema, Querellepuede ser leído como una respuesta aBilly Budd. [N. del E.] <<