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¿QUÉ ES UNA LEY DE LA NATURALEZA? Una evaluación de la respuesta del positivismo lógico
Verónica Muriel Filosofía
Diciembre 12, 2005 Universidad de los Andes
Bogotá
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¿QUÉ ES UNA LEY DE LA NATURALEZA? Una evaluación de la respuesta del positivismo lógico
TABLA DE CONTENIDO
Introducción
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1. Positivismo humeano: leyes como enunciados de regularidad 1.1.El legado humeano 1.2. Cinco características fundamentales de la noción de ley
1.2.1 La noción positivista de necesidad de las leyes 1.2.2 Leyes como enunciados universales 1.2.3 Leyes como generalizaciones no accidentales 1.2.4 Verdad y contingencia
1.3. La definición de ley a partir de su relación con la teoría 1.3.1 Leyes como premisas de la explicación nomológico-deductiva 1.3.2 Leyes como axiomas en sistemas cognitivos simples y sólidos 1.4. Un panorama general
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2. La crítica realista a la noción positivista de ley 2.1. La falta de objetividad de la noción positivista 2.2. La crítica al incumplimiento positivista de sus propios requisitos
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3. El problema de las condiciones implícitas en el enunciado de ley 3.1. El problema de los provisos 3.2. La crítica de Cartwright a cualquier noción “fundamentalista” de la ley 3.3. Un nuevo panorama general
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4. Una evaluación de la respuesta del positivismo lógico 4.1. La vaguedad de la noción positivista de ley 4.2. El carácter pragmático de las leyes 4.2.1 La utilidad como rasgo distintivo de las leyes 4.2.2 El uso como rasgo distintivo de las leyes 4.3. Fundamentalismo nómico
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5. Conclusión
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Bibliografía 72
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INTRODUCCIÓN
Desde sus inicios, la filosofía y la ciencia han centrado sus esfuerzos en dar cuenta del
orden y la regularidad que observamos en el comportamiento y la estructura de la
naturaleza. ¿Cuál es la mejor manera de codificarlas y organizarlas en un sistema de
conocimiento? ¿Qué tipo de enunciado expresa de manera adecuada el conocimiento
que tenemos acerca del cosmos que nos rodea? La respuesta que dio Aristóteles es que
el conocimiento se expresa por medio de enunciados universales y necesarios, es decir,
mediante enunciados que sean capaces de abarcar clases enteras de objetos encontrados
dentro de la naturaleza, y que postulen comportamientos o propiedades necesarias de
esos objetos.
La definición del conocimiento de la naturaleza como un sistema deductivo de
enunciados universales y necesarios es una que yace sobre supuestos metafísicos
fuertes. Así, Aristóteles fundamentó tales propiedades de los enunciados de la ciencia en
el concepto de forma. La forma de los objetos de una determinada clase era en donde
yacía la posibilidad de los enunciados de referirse a ellos de manera universal y
necesaria: universal, puesto que todos compartían esencialmente la misma forma, y
necesaria, en tanto que, si la misma forma es esencial a los objetos de una misma clase,
es necesario que todos obedezcan a un mismo comportamiento.
La idea de un orden estable presente en la naturaleza vino siempre acompañada
de la presuposición de un orden o finalidad anterior, algún tipo de mente o principio
ordenador del cosmos. El término “nomos” o “ley”, que inicialmente era sólo utilizado
en el ámbito jurídico, fue extendido al orden natural para expresar la idea de que hay
una finalidad en la naturaleza y una manera en que ésta debe comportarse. Así, los
enunciados universales y necesarios que expresaban el conocimiento científico
comenzaron a ser considerados no sólo como enunciados descriptivos sino también
normativos.
A partir del siglo XVII, la noción de teleología comienza gradualmente a
desaparecer de la ciencia y de la filosofía, librando a la noción de ley de sus
connotaciones sobrenaturales. Por otra parte, cuando el empirismo empezó a
cuestionarse acerca de los límites y alcances del conocimiento humano, la aspiración a
la universalidad y necesidad del mismo se hizo cada vez menos sustentable: si todo
nuestro conocimiento ha provenido, en últimas, directamente de la experiencia, y si lo
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único que podemos percibir a través de ella son casos particulares, ¿cómo justificar esa
pretendida universalidad y necesidad del conocimiento científico? La pregunta por el
conocimiento al que podemos aspirar se hizo cada vez más insistente: ¿es lo
suficientemente rigurosa nuestra noción de ley de la naturaleza como enunciado
universal y necesario?
Varios filósofos en el siglo XX retomaron la preocupación por las leyes de la
naturaleza. Era claro que el empirismo del siglo XVIII había minado la solidez de esa
supuesta universalidad del conocimiento de la ciencia, pero eso no pareció afectar el
evidente éxito predictivo y práctico de la ciencia, ni tampoco su desarrollo, cada vez
más fuerte y apresurado. Así, era hora de definir nuevamente a las leyes y a los
enunciados de conocimiento de la naturaleza. Sin embargo, la nueva definición debía
ser cuidadosa: si iba a incluir a la universalidad, debía tomar en cuenta el hecho
ineludible de que la crítica empirista la había debilitado. Por otro lado, debía ser
consciente de que lo que se estudiaba eran las leyes de la ciencia como tal, y por lo tanto
la ciencia actual había de ser tenida en consideración dentro de la teoría.
La primera corriente filosófica del siglo XX preocupada por darle una base
lógica a los enunciados de ley de la ciencia fue el positivismo lógico. Esta corriente,
iniciada por los miembros de lo que se conoció como el Círculo de Viena, tuvo siempre
en mente una visión de la filosofía como herramienta de análisis y corrección del
lenguaje, de manera que éste representara de la manera más fiel a la realidad. Así, la
noción de ley del positivismo lógico era una que pretendía, en lugar de buscar bases
metafísicas, encontrar criterios de definición estrictos que hicieran que el vocabulario de
la ciencia se ajustara a los estrechos límites del conocimiento humano. Herederos de la
filosofía de Hume, los miembros del círculo de Viena establecieron posiciones radicales
y definidas con respecto al papel de la lógica dentro de la filosofía misma. Si bien entre
sus miembros hubo muchas veces divergencias ideológicas, lo que siempre fue unánime
en la manera de hacer filosofía de cada uno de ellos fue su forma de asumir el
pensamiento científico: la filosofía había de plegarse al rigor de la ciencia, puesto que
éste constituía el único camino hacia una adecuada fundamentación y justificación de la
teoría. Su noción de ley, por lo tanto, se plegó a su propósito inicial de que el lenguaje
representara el conocimiento al que realmente podemos aspirar.
Con el fin de establecer una nueva definición de las leyes de la ciencia, la
ciencia misma debía ser tomada en cuenta: si ésta era el campo de conocimiento que
más fielmente representaba el modelo lógico y lingüístico ideal del positivismo, los
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enunciados que la ciencia de hecho consideraba leyes debían ser entonces los modelos
en los cuales la filosofía debía basar su definición. El camino a seguir, por lo tanto, fue
el de definir la ley a partir de lo que la ciencia misma de hecho tomaba y aplicaba como
tal: ¿qué características tienen las leyes? ¿En qué consiste, ahora sí, su universalidad y
su necesidad? ¿Cuál es la definición precisa de “ ley de la naturaleza” 1?
La presente investigación se ocupa de la respuesta positivista a la pregunta sobre
las leyes. En el primer capítulo se hará un recorrido por lo que para el positivismo
constituyó la definición de las leyes de la naturaleza, tanto en su carácter de enunciados
aislados, como en el de miembros de cuerpos teóricos. Más adelante, veremos cuáles
son los obstáculos a los que se enfrenta la noción positivista de ley científica: por un
lado, en el segundo capítulo, se verá la crítica realista, una de las más duras opositoras
al positivismo; por el otro, en el tercer capítulo se hará énfasis en los problemas internos
que surgen de la definición misma de ley proveniente del positivismo. Finalmente, se
evaluará la visión del positivismo a la luz de tales críticas para determinar el valor de la
contribución del positivismo lógico a la teoría acerca de las leyes de la naturaleza.
1 La pregunta de la presente investigación, y a la que nos referimos en esta introducción, hace referencia únicamente a las leyes de las ciencias naturales, tales como la física o la química. El tema de las leyes en las ciencias sociales y otras áreas del conocimiento constituye una discusión diferente, siendo que a nivel filosófico ni siquiera hay un acuerdo sobre si las ciencias naturales y las ciencias sociales tienen un mismo comportamiento o unas mismas bases. Así, la pregunta de la tesis es acerca de las leyes de la naturaleza, es decir, las leyes de las ciencias naturales, y la respuesta que a este cuestionamiento intenta dar el positivismo lógico heredero de Hume.
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CAPÍTULO 1
Positivismo Humeano: Leyes Como Enunciados de Regularidad
1.1 El legado humeano
En ciencia el concepto de ley se refiere, a grandes rasgos, a aquella afirmación que nos
indica el comportamiento que la naturaleza necesariamente ha de seguir, y con la cual
logramos predecir la conducta futura de las cosas. Así, cuando se habla de ley de la
ciencia, imaginamos un enunciado sobre el mundo que debe ser siempre verdadero y
que además posee cierto tipo de necesidad. Una ley, creemos, no debe ser solamente
verdadera, sino que además debe dar cuenta de los hechos pasados, presentes y futuros
de manera precisa y sin excepción. Definir la ley, por lo tanto, se convierte en un
desafío para la filosofía en la medida en que su concepto mismo tiene, al menos
intuitivamente, una connotación altamente metafísica e inevitablemente enlazada con
conceptos como la necesidad, la causalidad, la universalidad y la verdad misma. Tales
conceptos nómicos han sido siempre un objeto de estudio de la filosofía y toman un
muy singular camino en el momento en que el filósofo escocés David Hume se enfrenta
a ellos desde una perspectiva empirista escéptica, a partir de la cual dichos términos
adquieren una nueva dimensión.
La principal herencia que deja Hume al positivismo es su crítica a la inducción y
al principio de causalidad. Obligado por su escepticismo empirista a no admitir este
concepto filosófico como más que una simple herramienta mental para darle sentido a
nuestro conocimiento de la realidad, Hume lega a sus sucesores un concepto de
causación que no tiene ningún tipo de existencia real dentro del mundo. De igual
manera, el análisis humeano del proceso inductivo con el que solemos caracterizar el
proceder científico se caracteriza por ese mismo escepticismo: estando la inducción
basada en un asumir previo del principio de uniformidad de la naturaleza y no pudiendo
ser éste justificado de otra manera que con la inducción misma, su definición cae en una
inevitable petición de principio del que la filosofía no logra salir.
Si bien la causalidad es, desde el punto de vista de Hume, lo que le da cohesión
al universo, no lo es en un sentido real, sino en el sentido de ser aquella estructura
mental con la que organizamos el conocimiento adquirido a través de la experiencia.
Así, no tenemos ninguna impresión directa de que un evento esté produciendo a otro.
En la medida en que, estrictamente hablando, sólo podemos dar cuenta de la secuencia
temporal en la que se dan los hechos y los objetos, la causalidad no resulta ser más que
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una descripción de la contigüidad espacial y temporal de las cosas, y no, como muchos
creen, una propiedad real del mundo en sí mismo. El hecho de que percibamos algún
tipo de necesidad en aquello a lo que llamamos causalidad, se debe simplemente a que
nos hemos habituado a observar regularidad en el mundo, de forma tal que la necesidad
no es sino una sensación o sentimiento que acompaña todo aquello que nos
acostumbramos a percibir de manera constante.
Para un positivista fiel al testamento de Hume, la caracterización de cualquier
herramienta o concepto de la ciencia está necesariamente ligado a un escepticismo no
permisivo de la causalidad como propiedad de la realidad como tal. Así, nociones como
la de ley se ven inevitablemente permeadas por la intuición de que en el mundo no hay
nada necesario y de que la necesidad misma es sólo una manera en la que nuestra mente
comprende la habitualidad de las regularidades que percibe. En la medida en que no
tenemos ninguna impresión directa de ella, la noción humeana de necesidad sólo puede
tener un carácter subjetivo.
La definición positivista humeana de qué es una ley está totalmente basada en
las regularidades de la naturaleza tal y como las describía Hume. Si bien existen varias
versiones de la ley dentro de la literatura filosófica positivista humeana, en lo que
concuerdan todos los autores es en el hecho de que una ley expresa siempre alguna
regularidad de la naturaleza. En este sentido, la ley positivista no es otra cosa que un
enunciado que da cuenta de todas aquellas cosas que hemos experimentado como
habituales. Y aunque no parezca, atar el concepto de ley a las regularidades define de
antemano y muy claramente el perfil que va tomando la noción dentro de la corriente
positivista, comenzándose a alejar por completo de aquellos que en cambio definen lo
legal independientemente de si expresa o no una regularidad.
El presente capítulo busca, entonces, dar cuenta de las características
particulares que el positivismo lógico heredero de Hume le atribuye al concepto de ley.
Como se verá, tales propiedades se dividen en dos grandes grupos: en primer lugar, las
características de los enunciados de ley en sí mismos; por el otro lado, las propiedades
que señalan las características propias de las leyes en su interacción con el resto de
enunciados de la ciencia. Así, mientras que por una parte la ley científica se constituirá
como un enunciado con propiedades de necesidad, universalidad, no-accidentalidad,
contingencia, y verdad, se verá también que la ley, para ser ley, deberá cumplir con el
papel de premisa en una explicación nomológico-deductiva y como axioma de un
cuerpo teórico simple y sólido.
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1.2 Cinco características fundamentales de la noción positivista de ley
Dentro del positivismo lógico, y debido a la manera en que sus pensadores heredan los
conceptos nómicos permeados por el escepticismo de Hume, existen varias
características indispensables para que un enunciado exprese una ley. Si las leyes no son
más que afirmaciones que se refieren a las constantes repeticiones que percibimos en la
naturaleza, entonces según la definición positivista, deberán seguir ciertos lineamientos
sobre los cuales la mayoría de herederos de Hume estaría de acuerdo. Al ser definidas
las leyes desde un punto de vista empirista, su existencia debe estar sujeta a la forma
estricta en que esta corriente filosófica concibe lo existente exclusivamente como
aquello que es perceptible a través de la experiencia. Así, las características positivistas
de las leyes serán lo más ajenas posible a cualquier tipo de ontología cargada de
entidades oscuras incapaces de producir impresiones.
¿Cuál es el punto de partida de la investigación positivista acerca de la ley de la
naturaleza? El positivismo asume que la ciencia actual posee ejemplos reales de leyes, y
por eso su definición intenta una caracterización de las que hasta ahora y en el momento
son consideradas leyes. Y si bien es cierto que en esta medida podría decirse que
incurren en una especie de círculo, puesto que de antemano consideran leyes a dichas
afirmaciones sin haber todavía definido con claridad el criterio de legaliformidad, lo
cierto es que en todo caso su propósito no es desbancar a las leyes establecidas hasta
ahora, sino definir por qué es que aquellas a las que ya reconocemos como tales lo son.
1.2.1 La noción positivista de necesidad de las leyes
Si bien el positivismo comprende una concepción teleológica de la naturaleza no aporta
nada a una teoría que pretenda definir esta noción, se ve de todas maneras forzado a
referirse a la primera gran condición a la que intuitivamente atamos las leyes, y que no
es otra que la necesidad. Los positivistas se preguntan, por lo tanto, de qué manera es
posible definir esta característica que, al menos en principio, parece ser esa cualidad
esencial por la que vale siquiera la pena distinguir a las leyes de las generalizaciones
accidentales. Quien se refiere a una ley la denomina como tal porque de cierta manera
intuye que en ella hay una inviolabilidad inherente, cosa que a la filosofía de las leyes
naturales no le deja otra alternativa distinta a la de explorar a la necesidad misma.
Una ley de la naturaleza, pensamos, no puede ser desobedecida. Así, la pregunta
inmediata del positivismo y de cualquiera que intente definir qué es una ley, es ¿qué
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quiere decir ese “ no poder”? El positivismo lógico es consciente de que aquello que por
largos períodos de tiempo ha sido considerado ley, deja de serlo cuando la teoría se
perfecciona y la observación científica la refuta. De esta manera, la definición de la
necesidad se convierte quizá en el más peligroso de los ejes conductores de la definición
de ley, puesto que muchas de las que consideramos tales no sólo han probado tener
excepciones sino que además han sido refutadas por nuevas teorías en la medida en que
la historia de la ciencia ha avanzado. La filosofía de la ciencia, pues, se ve ante dos
alternativas tajantemente distintas: por un lado, el positivismo podría decidir no
considerar leyes a todas aquellas generalizaciones que presenten excepción,
arriesgándose a la posibilidad de que nunca sepamos si una afirmación es o no una ley.
Después de todo, si Hume deja sin piso justificativo al método científico inductivo y al
principio de uniformidad de la naturaleza, ¿cómo saber si cualquiera de las que hoy
consideramos leyes no va a ser refutada mañana por un caso contrario? Por otro lado, en
cambio, se podría intentar definir a la ley a partir de un nuevo marco permisivo a la
excepción.
Ante la peligrosísima posibilidad de que la ciencia quede vacía de leyes por
adoptarse una noción de necesidad demasiado fuerte, el positivismo escoge definir la
necesidad de una manera más flexible que admita un cierto grado de refutabilidad.
Nagel (1978), por ejemplo, se muestra radicalmente opuesto a cualquier comprensión de
necesidad que implique convertir a la ley en una entidad inaccesible para nosotros, o
que obligue a la filosofía a aceptar la noción misma de necesidad como una entidad
independiente que esté de hecho presente en la naturaleza.
Cuando se habla de necesidad, se entra en un terreno de acalorado debate dentro
de la filosofía, y más aún cuando en la discusión entra el punto de vista humeano. Debe
recordarse que para Hume y sus sucesores, conceptos como el de causalidad y necesidad
son reductibles a estructuras mentales con las que nuestra mente ordena el
conocimiento. En este orden de ideas, la necesidad no puede ser una propiedad real en
el mundo, puesto que desde la perspectiva puramente empirista no es aceptable ninguna
propiedad de la cual no tengamos una impresión sensorial directa. Es en esta medida en
que cualquier positivista, con el ánimo de definir la ley, se ve en dificultades a la hora
de hablar de su necesidad: de ninguna manera podrá un filósofo de esta corriente
comprometerse con la necesidad como algún tipo de propiedad real.
El debate acerca de la necesidad de las leyes se basa precisamente en la pregunta
sobre qué realidad tiene este “ ser necesarias” . Por un lado, al asignárseles a las leyes un
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lugar privilegiado dentro de las teorías científicas y debido a esa inviolabilidad que les
atribuimos, se les está otorgando, en principio, un carácter de inviolabilidad real: en
términos generales, cuando un científico propone una ley, quiere de alguna forma dar a
entender que de hecho y realmente (no sólo porque así lo comprenda su mente) esa ley
es necesaria y no admite excepción. ¿Cómo, entonces, responder a esta necesidad de
necesidad desde el punto de vista positivista?
Las ideas de “ necesidad real” y de “ necesidad física” no son, evidentemente,
conceptos compatibles con el escepticismo positivista. Al presentarle este tipo de
nociones a los teóricos humeanos de la ley, su reacción obvia y espontánea es de
rechazo: las identifican como oscuras. La necesidad física implica que existe una
propiedad real intangible que no permite que los hechos sean de otro modo. La
aceptación de esta clase de necesidad para las leyes dejaría al positivismo en una
situación incómoda, puesto que en él es inconcebible analizar cualquier tema a partir de
conceptos oscuros sobre los cuales no se tenga algún tipo de certeza empírica. Por eso la
tendencia es la de alejarse, en lo posible, de este tipo de explicación acerca de la
necesidad de la ley como una entidad existente en el mundo.
Podría pensarse en una salida al problema de la necesidad asignándole a la
misma un carácter lógico. Si el positivismo se ha mostrado siempre tan afín a la lógica
como lenguaje científico por excelencia, ¿podría ser entonces la necesidad de las leyes
una necesidad de tipo lógico y ya no real o físico? En primer lugar, es claro que las
leyes no son tautologías, puesto que la negación de varias de las que hoy en día
consideramos leyes no representa en sí misma una contradicción: no sería lógicamente
contradictorio, por ejemplo, negar que las órbitas de los planetas de nuestro sistema
solar sean elipses en las cuáles el centro de masa del sol es uno de los focos. La
negación de la primera ley de Kepler no es una contradicción lógica. Una segunda
opción podría ser, como lo anota Nagel (1978, p. 61-62), alterar las normas de la lógica
de forma que probaran que al negarse un enunciado legal se genera una contradicción.
Esta opción, por supuesto, representaría un gigantesco problema en la medida en que al
plegarse a ella, quien rechazase las leyes de la lógica dejaría sin resolver el problema de
la definición de criterios para determinar qué es ley y además tendría que refutar las
hasta ahora muy útiles técnicas de la lógica formal.
En tercer lugar, considerar que la necesidad de las leyes de la ciencia es de tipo
lógico implicaría que las leyes serían afirmaciones a las que podríamos llegar
independientemente de la experiencia: una especie de verdades a priori. Sin embargo, es
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claro a partir de Hume mismo que las leyes no pueden tener, al menos desde el punto de
vista positivista contemporáneo, este carácter no empírico: para el empirismo de este
filósofo es imposible que podamos deducir los efectos de algún objeto sin recurrir de
alguna forma a la experiencia pasada. ¿Cómo, sin haber tenido algún tipo de experiencia
anterior, podríamos determinar qué tipo de efecto va a tener una causa cualquiera?
Podría pensarse que la definición misma de las cosas implica sus propiedades causales.
Este es el tipo de necesidad de las verdades analíticas, en las que de alguna manera el
predicado está implícito en el sujeto. Pero a menos que el objeto mismo sea definido
como implicante de cierto efecto, no existe ninguna manera de determinar a partir del
objeto por sí solo si él va a traer o a producir tal efecto. Como lo afirma Hume, no es
que “la relación de conexión necesaria que supuestamente liga eventos distintos no sea
de hecho observable: es que no podría haber una relación tal, no como asunto de hecho,
sino como asunto de lógica” (Ayer, 1956, p.148). Cuando dos cosas son lógicamente
independientes la una de la otra, no hay manera de saber, sin recurrir a la experiencia,
que una es causa de la otra: precisamente al ser independientes, la una no contiene en sí
misma a la otra ni total ni parcialmente.
Algo que parecería apoyar la tesis de que las leyes son verdades analíticas es que
la propiedad específica que expresan los enunciados de leyes muchas veces es parte de
la definición misma del objeto del que se habla. Sin embargo, con lo que se juega aquí
es nada menos que con la definición misma de los objetos de la ciencia. Así, por
ejemplo, una afirmación P como “ todos los metales se expanden cuando se calientan”
debió haber sido, en el momento de la historia en que esto fue descubierto, un juicio
puramente sintético. Si apenas acaba de descubrir esta propiedad, el juicio P será
evidentemente sintético, puesto que para el momento la definición del metal no incluía
tal característica. Pero en la medida en que la ciencia avanza y comienza a
sobreentenderse dentro de las teorías químicas y físicas que cuando se habla del metal
se incluye dentro del concepto mismo el hecho de que se expande cuando se somete al
calor, el juicio P pasa entonces a ser analítico. Y a pesar de que la analiticidad de los
juicios está ligada siempre a la noción de necesidad, no hay que olvidar que aquí la
necesidad fue otorgada por pura convención: cambiamos la definición de metal, para
que ella misma contuviera el hecho de que éste se expande cuando se calienta. Es de
esta manera en que se hace patente la dificultad de trazar con seguridad la división entre
los juicios analíticos y sintéticos con respecto a los objetos de la ciencia. El juicio P
“ todos los metales se expanden cuando se calientan” , bien puede ser un juicio sintético,
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cuando se está descubriendo que así sucede, o bien puede también ser un juicio
analítico, cuando ya el predicado hace parte de la definición misma del sujeto. De
acuerdo con tal análisis, la analiticidad es entonces una base insuficiente para sustentar
la supuesta necesidad de las leyes de la naturaleza: en tanto que el enunciado es
sintético, pierde su carácter de necesario, y en tanto que es analítico, lo mantiene, sí,
pero de una manera trivializada, puesto que es una necesidad atribuida por el uso y no
una necesidad “ real” (como querrían quienes abogan por una necesidad de hecho).
Por lo demás, el atribuirle alguna especie de necesidad lógica a las leyes
resultaría inoficioso también si lo que queremos es que ellas sean útiles dentro del
cuerpo sistemático que es la ciencia misma. Si quisiéramos por capricho que las leyes
fueran necesidades lógicas, tendríamos entonces que incluirlas dentro de la definición
misma de los objetos de los que hablan, para que cuando se enuncie la ley, se esté
proponiendo un juicio analítico. Pero en la medida en que las leyes se hicieran cada vez
más cercanas a ser juicios analíticos, menos aplicables serían, y por lo tanto menos
útiles. Si definiéramos como juicio analítico, por ejemplo, el que todos los cuervos sean
negros, con el propósito de convertir la negrura de estos pájaros en una ley que todos
ellos deban cumplir, el día en que nos encontremos un cuervo albino no tendremos el
derecho a llamarlo cuervo, aunque en todos los demás aspectos de su naturaleza se
ajuste a la descripción de ‘cuervo’ y aunque sus padres mismos lo sean también. Es
cierto, sí, que habríamos logrado una ley necesaria, y por lo tanto nuestra caprichosa
necesidad de necesidad quedaría satisfecha. Pero al llegarse “ a tal punto en que todas las
‘leyes’ fueran hechas totalmente seguras al ser tratadas como lógicamente necesarias,
todo el peso de la duda caería sobre si el sistema tiene aplicabilidad” (Ayer, 1956, p.
151). Con este tipo de necesidad trastocaríamos el valor útil que tienen las leyes: las
leyes en principio deberían servirnos para explicar el mundo, pero lo que ahora en
cambio haríamos sería nombrar y comprender al mundo en función de mantener la
necesidad de las leyes. Convertiríamos a las leyes en enunciados plenamente ciertos
mediante un camino facilista: en adelante, objeto que no se pliegue a lo que decreta la
ley no es una excepción a ella (porque bajo tal óptica lo necesario no lo admite), sino
que simplemente queda excluido de la clase a la que se refiera el sujeto de la ley. Es
cierto que mantenernos pegados obstinadamente a la idea de una necesidad lógica de las
leyes hasta el punto de convertirlas en juicios analíticos, las hace necesarias, pero
también las hace obsoletas: ¿es acaso ése el papel que querríamos para las leyes?
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Y así, es bastante difícil que un positivista se aleje de la noción de necesidad de
Hume, que tiene que ver, simplemente y muy a pesar de cualquier deseo de una
necesidad “ real” (física, lógica, o como se quiera), con nuestra psicología: con nuestro
sentimiento asociado a las regularidades del mundo que experimentamos. Asociamos
causalmente a los eventos del mundo porque por lo general vemos que se suceden
consecutiva y contiguamente en el tiempo y el espacio2, pero nada más que por eso. De
acuerdo con esto, la “ necesidad” de una ley consiste simplemente en el hecho de que
por el momento no hay excepciones a ella, por lo que en principio el positivismo
describirá a la ley a grandes rasgos como aquella proposición que describe lo que
sucede invariablemente. Se nota, pues, que la preocupación positivista por la necesidad
(y en esta medida también su renuencia a aceptarla como real) es esencialmente
epistemológica, pues tiene que ver con la imposibilidad de tener una impresión directa
de los conceptos nómicos. No tenemos ningún acceso perceptual directo a las
conexiones necesarias: los eventos suceden de manera conjunta pero no conectada. Se
explica así la resistencia positivista a reconocer a la necesidad en su intento por evitar
una ontología sobrecargada de entidades misteriosas.
1.2.2 Leyes como enunciados universales
Es imposible dejar a un lado la que quizá sea la más evidente de las características de
una ley. Se entrevé que la ley debe ser una afirmación que se aplica a una clase entera
de cosas, de manera que sea una característica común de los miembros de tal clase. Así,
la segunda gran característica de las leyes y quizá la que más adelante representa los
mayores obstáculos a superar, es la de la universalidad: para ser ley, un enunciado debe
ser una afirmación general que aplique para todas las instancias de una misma clase, en
principio sin que haya excepción. Irreflexivamente, el tipo de enunciado al que nos
referimos como universal es de la forma “ todo A es B” , lo cual a su vez puede ser
expresado a manera de condicional: “ ∀x (Ax ⊃ Bx)” 3. Sin embargo, la universalidad
2 Es cierto que muchas veces atribuimos una relación causal a objetos o hechos que no percibimos como conectados espacialmente. Sin embargo, Hume mantiene su énfasis en que la conexión no es sólo temporal sino también espacial, puesto que, si bien es cierto que muchas veces el denominado efecto se encuentra alejado espacialmente de su causa, al observar los pasos del proceso con detenimiento, nos daríamos cuenta de que constituyen una cadena de pequeños hechos que entre sí si se suceden contiguamente en el espacio, aunque los dos extremos de la cadena no parezcan a primera vista contiguos. 3 La expresión de la universalidad de las leyes usando el condicional material presenta una serie de dificultades que la hacen problemática. Este tipo de condicional, por ejemplo, permite hacer afirmaciones sobre entidades inexistentes, pues admite que con el antecedente falso, el enunciado sea verdadero. Esta, entre varias otras implicaciones, hace que el condicional material no se considere como una expresión
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por sí sola no asegura de ninguna manera que un enunciado sea ley. Muchas
generalizaciones podrían ser accidentales: un enunciado como “ todas las personas en
esta habitación tienen gripa” , por ejemplo, es universal en cuanto a que se refiere a
todos los individuos de la clase “ personas en esta habitación” , pero resulta
evidentemente accidental. Por lo tanto, la universalidad en sí misma no es criterio
suficiente, mientras no vaya atada a la condición de no-accidentalidad. Así descrita, la
universalidad de las leyes tiene dos ejes conductores principales que determinan los
requisitos a cumplir para que un enunciado pueda llamarse ley: por un lado, el eje de la
generalidad se ocupa de que la ley se refiera a una clase completa, mientras que el eje de
la no accidentalidad, que se estudiará en la siguiente sección, se asegura de que la
aseveración que haga la ley no sea una casualidad.
Ahora bien, en la medida en que la definición de ley viene claramente atada a
una condición de universalidad, los positivistas creyeron conveniente analizar la
estructura de las mismas desde el punto de vista sintáctico. La lógica cuantificada
resulta entonces un instrumento lo bastante útil como para poder expresar aquello que la
definición de ley exige en materia de universalidad. La idea de generalidad de las leyes
se ha expresado de diversas maneras, pero todas ellas apuntan a una forma lógica
general a la que éstas deben poder ser reducidas. Inicialmente, cualquier teórico
positivista de las leyes hubiera admitido que en principio la ley de la ciencia debía tener
la forma:
∀x (Ax ⊃ Bx)
Sin embargo, la crítica a tal estructura lógica de las leyes no se hace esperar, de forma
que la noción humeana de ley va refinándose con el tiempo, en busca de una
configuración sintáctica que logre expresar universalidad sin caer en el error de ser, o un
esquema tan flexible que termine admitiendo generalizaciones incluso sobre individuos
inexistentes, o tan rígido que acabe cerrándose y restringiendo la clase de las leyes a
unas pocas que por lo mismo resulten inocuas. La forma anteriormente mencionada,
pues, resulta insuficiente debido a que en ocasiones el predicado del antecedente puede
referirse a una clase vacía convirtiendo al antecedente del condicional un antecedente no
instanciado. En esta medida, si A es un predicado tal como ‘unicornio’ , el condicional
universal será verdadero, pero le atribuirá propiedades a una entidad que no existe. Si
adecuada. Sin embargo, aunque las conoce, el positivismo tiende a ignorar este tipo de dificultades, y se mantiene en su escogencia del condicional material, puesto que éste logra, a pesar de sus problemas, dar una idea general de aquello a lo que se refiere con universalidad de las leyes.
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bien es cierto que muchas veces esto podría no resultar grave, en la medida en que
muchas veces la ciencia necesita considerar la existencia de entidades puramente
hipotéticas y atribuirles propiedades, lo que resulta realmente grave de esta posibilidad
es el hecho evidente de que según las normas lógicas, mientras el antecedente de un
condicional sea falso, el condicional mismo en su totalidad será verdadero. Por lo tanto,
la afirmación ‘todos los unicornios tienen cuerno’ será verdadera, como también lo será
‘todos los unicornios carecen de cuerno’ , violándose con esto el principio de no
contradicción. Así, la forma de expresión lógica de la universalidad de las leyes termina
multiplicándose ante un positivismo ansioso de encontrar un esqueleto que permita a la
noción humeana de ley sobrevivir, sin caer en estructuras que violen otras leyes lógicas
básicas4.
Siendo la noción de universalidad una de difícil expresión, resumirla de manera
precisa se convierte en una tarea ardua para el positivismo. En últimas, sin embargo, lo
único que el criterio positivista de universalidad realmente quiere expresar es lo que
ingenuamente todos captamos como necesario en una ley: que se refiera a la clase
completa de los objetos de los que queremos hablar. Pero de la noción intuitiva de
generalidad a la expresión lógica de la misma hay un larguísimo trecho: el positivismo
se enfrenta a una inevitable realidad en la que aquello que informalmente definimos se
niega a dejarse capturar formalmente en una estructura lógica. Se querría simplemente
implicar que una ley debe ser un enunciado cuantificado universalmente, pero por
supuesto, esto no se salva de las complicaciones ya mencionadas. Por eso, el criterio de
universalidad es quizá el más paradójico de las leyes: es el más obvio y espontáneo,
pero a la vez el más difícilmente expresable de una manera filosófica y lógicamente
sólida.
1.2.3 Leyes como generalizaciones no accidentales
Tomándose nuevamente un enunciado como el ya mencionado “ todas las personas en
esta habitación tienen gripa” , vuelve a notarse que a pesar de su carácter universal, su
contenido es accidental. La ciencia se negaría a tomarlo como una ley, y esto se debe a
que la conexión postulada entre estar en esta habitación y tener gripa parece ser casual. 4 El problema de cuál condicional es el que mejor representa la universalidad de las leyes es todavía un problema en discusión. La lógica mantiene un debate sobre el tema, en la medida en que ninguno de los condicionales utilizables ha logrado modelar con precisión el concepto mismo de universalidad. Esto, sin embargo, no es una preocupación para el positivismo lógico. Como se verá, el condicional material aquí visto es suficiente para su caracterización de las leyes en la medida en que logra a grandes rasgos expresar la forma en que las leyes deben referirse a la totalidad de una clase de individuos.
16
Así pues, a la ley se le exige que además de universal, sea un enunciado no accidental.
Por eso, surge la pregunta acerca de qué admite el criterio de no accidentalidad y qué
no. Se llega entonces a una gran dificultad: ¿admite el criterio de no-accidentalidad que
la ley incluya referencias a objetos, lugares, momentos, e individuos particulares? La
respuesta inicial a la pregunta indicaría que la universalidad nómica no debería admitir
referencias a particularidades, puesto que esto pondría en tela de juicio la supuesta
generalidad y absoluta aplicabilidad de la ley misma: en la medida en que se refiriera a
particularidades, sería más propensa a ser accidentalmente verdadera. Sin embargo,
existen enunciados de la ciencia a los que denominamos leyes que definitivamente
incluyen alguna referencia a objetos específicos: las leyes de Kepler, por ejemplo, se
refieren al sol como uno de los dos focos de las órbitas elípticas de los planetas, y no
por tal mención nos sentimos obligados a desecharlas como leyes.
De igual manera, y como se dijo anteriormente, si lo que busca el positivismo
lógico es obtener una respuesta al por qué consideramos leyes a las que de hecho les
concedemos el título, esta corriente no se sentiría cómoda con deshacerse de enunciados
científicos que hasta el momento han resultado tan útiles, y que han ocupado un lugar
tan importante en la historia y desarrollo de la ciencia. Por lo demás, desechar a
cualquier enunciado que contenga una referencia a un nombre propio o a una entidad
particular, significaría el desecho de casi cualquier enunciado de la ciencia, sobre todo
porque muchos en todo caso son dados a partir de cierto marco y con base en ciertas
condiciones tácitas que de alguna manera deben hacer referencia a particularidades5.
Así, se llega entonces a lo que Nagel denomina “ universalidad irrestricta” , que no es
otra que la propiedad de aquella generalización que “ no se restringe a objetos que caen
dentro de una región espacial fija o un periodo de tiempo particular” (Nagel, 1978, p.
66), con lo cual la universalidad permite ahora la alusión a particulares, mientras que el
enunciado no exija a los miembros de la clase a la que se refiere una ubicación temporal
o espacial determinada.
La estructura lógica de los enunciados no puede, por sí sola, expresar el requisito
de no-accidentalidad. Existen enunciados accidentales que cumplen con las
5 Sobre las condiciones previas que van implícitas en cualquier enunciado de ley se hablará más adelante, sobre todo cuando se estudien las críticas a las que es sometida la noción positivista de la ley. Por ahora es bueno simplemente tener en cuenta que para los positivistas es claro que un enunciado legaliforme implica una serie de condiciones iniciales tácitas en las cuales el enunciado mismo ha de cumplirse. Así, una ley de tipo “ Si A, entonces B” , es entendida por lo general dentro del positivismo como “ Si A, entonces B, dadas ciertas condiciones C” .
17
características de universalidad, pero que son evidentemente accidentales. Considérese
nuevamente el ejemplo de la habitación,
X= “ Todas las personas en esta habitación tienen gripa”
La proposición anterior es fácilmente traducible, mediante la lógica formal, para ser
expresada en términos de universalidad tal y como se describió en la sección anterior. X
podría convertirse en
X= ∀x (Hx ⊃ Gx)
Sin embargo, esta proposición lógica está lejos de ser una ley de la naturaleza: podría
perfectamente entrar en la habitación una persona que no tuviera gripa. Así, la noción de
ley basada en regularidad debe encontrar un asidero aún más fuerte que la universalidad,
que le asegure que dentro de la clase de las leyes caben sólo los enunciados que no son
de ninguna manera accidentales.
¿Qué puede ser aquello que defina a las leyes como no-accidentales, además de
universales? La respuesta se encuentra en la capacidad de sustentar un contrafáctico. El
carácter no accidental de la ley reside en el hecho de que nos debe permitir esperar que
un hecho ocurra si se dan las condiciones propicias. Una generalización accidental habla
sobre lo que ha pasado y está pasando de hecho, pero en cambio no dice nada sobre
cómo sería el mundo bajo unos supuestos determinados. Se entra, pues, en una nueva
dirección hacia la definición de legaliformidad. En este nuevo sentido, las leyes son
entonces capaces de decirnos no sólo qué pasó bajo tales circunstancias C, sino que
además logran expresar qué pasaría si se dieran tales condiciones C (caso de
condicional subjuntivo pretérito imperfecto), y qué hubiera pasado si se hubieran dado
esas condiciones (caso condicional subjuntivo pretérito pluscuamperfecto). Como diría
Nagel, “ un requisito plausible para considerar un universal irrestricto como una ley es
saber que los elementos de juicio en su favor no coinciden con su ámbito de predicación
y, además, que su ámbito no está cerrado a todo aumento ulterior” (Nagel, 1978, p. 70).
Se asegura, pues, que el campo de predicación de la ley no se reduzca a lo ya observado,
sino que ella misma se extienda no solamente a casos futuros no vistos, sino a los casos
que hubieran podido ocurrir hipotéticamente. El sustento de contrafácticos, pues,
diferencia a las leyes de cualquier otra generalización puramente accidental.
Ahora sí es posible diferenciar al enunciado X de otro enunciado que sí sea
considerado una ley científica. La propiedad de no accidentalidad basada en la
capacidad de sustentar condicionales contrafácticos y subjuntivos se ve más claramente
cuando se utiliza un ejemplo. Veamos el caso propuesto por Hempel (1984, p. 88): sea
18
Y el enunciado “ la parafina se vuelve líquida por encima de los 60 grados centígrados” .
Mientras que Y es un claro soporte del condicional contrafáctico “ si hubiéramos puesto
esta vela de parafina en una caldera de agua hirviendo, se habría fundido” , X en cambio
no parece dar cuenta de un enunciado como “ si Juan estuviera en esta habitación, Juan
tendría gripa” . Una de las razones por la que entonces un enunciado es ley es que nos
autoriza para creer la verdad de ciertas suposiciones que mencionan hechos de manera
hipotética: los enunciados del punto de ebullición de los diferentes materiales son leyes
de la ciencia, puesto que nos permiten inferir qué pasaría en los casos en los que algo de
cierto material fuera expuesto a la temperatura en la que su presión interna iguala a la
presión atmosférica. Los enunciados acerca la gripa de las personas de esta habitación
no son leyes de la naturaleza, puesto que cualquiera puede imaginarse el de alguien que
entrara y que no estuviera enfermo. Así, la ley ha adquirido una nueva característica: la
de hablarnos ya no de los hechos como han sido hasta ahora, sino de cómo serían o
cómo hubieran sido.
1.2.4 Verdad y Contingencia
Un último requisito ineludible de las leyes, en su acepción positivista, es el de la verdad
y la contingencia. Por sencillos e inconexos que suenen estos dos calificativos, ambos
juegan un papel fundamental dentro de la definición de ley. El primero de ellos resulta
en principio de lo más ingenuo y predecible, sobre todo porque los requisitos de
necesidad y generalidad parecen exigir de antemano que los enunciados considerados
como leyes cumplan en principio con ser verdaderos. El segundo, por el contrario,
parece no surgir tan espontáneamente como respuesta a la pregunta por las condiciones
que debe cumplir una ley de la naturaleza.
El concepto de verdad dentro de la corriente positivista lógica fue evolucionando
a medida que lo iba haciendo el pensamiento de sus diferentes miembros. En un
principio, y a partir del Tractatus de Wittgenstein, la verdad se ajustaba plenamente a la
teoría de la correspondencia: verdadero era el enunciado que reflejaba con fidelidad la
estructura de los hechos del mundo. El lenguaje, constituido por enunciados atómicos
que a su vez formaban parte de enunciados moleculares, era entonces un reflejo exacto
del mundo mismo. Sin embargo, los miembros del Círculo de Viena, en especial
Neurath y Carnap, vieron en esta teoría varios problemas, y comenzaron a cuestionar de
qué manera podían ser comparados los enunciados con el mundo. Un enunciado, decían,
sólo puede ser comparado con otro enunciado, de forma tal que una comparación del
19
lenguaje con una supuesta realidad resultaba un sinsentido. Al postularse una verdad
que no dependiera ya de una correspondencia entre los enunciados y el mundo, el
positivismo lógico se movió de una teoría de la verdad por correspondencia, a una teoría
coherentista de la verdad, en la que esta última es una propiedad determinada a partir de
la forma en que se relacionan unos enunciados con otros. Fue entonces como se propuso
la idea de las oraciones protocolarias: enunciados que hablaban de la experiencia
inmediata, libre de cualquier interpretación o adición conceptual. Así, todo el lenguaje
podía ser construido a partir de la unión de esas oraciones protocolarias, y la verdad del
discurso se determinaba a partir de la coherencia de esos enunciados básicos.
El punto de quiebre de la teoría de la verdad, sin embargo, vino cuando ya ni
siquiera las oraciones protocolarias fueron consideradas enunciados definitivos e
indiscutibles. Cuando cualquiera de los enunciados que tomamos como básicos no
puede ser más que una hipótesis adecuada por convención a los datos sensoriales, el
positivismo nota que es imposible hablar de una verdad establecida de manera
inamovible. Después de todo, la verdad de una oración protocolaria debe ser
determinada por un juez, cuya opinión en últimas contendrá algo de subjetividad. Los
positivistas pronto se dieron cuenta de la imposibilidad de la total seguridad de
cualquier enunciado, por básico que éste fuera. Por otro lado, también se abandonó por
completo lo que Carnap llamó el modo material del discurso, en el que el lenguaje se
usaba a manera de representante de un supuesto mundo externo determinado y
permanente. Se estableció que la forma adecuada del discurso era su modo formal, en el
que se comprende que de lo único que se está hablando es de los términos y los
conceptos mismos, sin compararlos con un mundo exterior, pues la suposición de tal
realidad cargaba de metafísica la obra de estos pensadores. Así,
el sistema de oraciones protocolarias al que llamamos verdadero y al que nos referimos en la vida y ciencia cotidianas, sólo puede ser caracterizado por el hecho histórico de que es el sistema que es de hecho adoptado por la humanidad, y especialmente por los científicos de nuestro círculo cultural; y los enunciados “ verdaderos” en general pueden ser caracterizados como aquellos que son suficientemente sustentados por ese sistema de oraciones protocolarias de hecho adoptado. (Hempel, 2000a, p. 18)
Siendo, pues, que los enunciados que consideramos verdades básicas de nuestro sistema
de creencias resultan ser en últimas adoptados como verdaderos por convención, es
claro entonces que la concepción de verdad en el positivismo tiene un sentido distinto al
que tradicionalmente se le ha asociado. La verdad tiene que ver ahora con que un
20
enunciado se adecue empíricamente al grupo de experiencias que se tienen y no es ya un
concepto definitivo de total permanencia. Ya la verdad, por tener elementos de
convencionalidad debido a que simplemente señala la coherencia interna del sistema, no
tiene que ver con la inviolabilidad de los enunciados.
Debido sobre todo a la noción de necesidad a la que el positivismo se adhiere, el
nuevo uso del término “ verdad” queda en tela de juicio, al menos por parte de quienes
consideran que la verdad y la necesidad deben ser absolutas. Dado que la noción de
necesidad no es en el positivismo una noción modal de carácter fuerte, puesto que se
refiere solamente a una repetición constante, y no, como ya hemos dicho, a la muy
deseable conexión real entre los hechos de la naturaleza, la ley queda entonces como un
enunciado susceptible de ser violado en cualquier momento. Si, como dice Hume, nada
asegura que mañana la naturaleza se comporte como lo ha hecho hasta hoy, eso que
consideramos ley podría ya no cumplirse mañana, y por lo tanto su verdad no sería algo
permanente. De esta forma, es natural que surja la siguiente pregunta: ¿En dónde queda
la verdad ahora que a la necesidad la entendemos desde un punto de vista mucho más
escéptico?
El positivista no ve contradicción alguna en considerar verdadera a su ley y a la
vez saber que en cualquier momento ella misma puede ser refutada. De hecho, el
positivismo no considera que la verdad como correspondencia sea una característica que
la ciencia tenga como meta ideal para sus leyes. En la medida en que la filosofía de la
ciencia evolucionó a lo largo de siglo XX, el positivismo lógico comprendió que debido
a la irresolubilidad del círculo inductivo, era imposible saber a ciencia cierta si los
enunciados de ley eran verdaderos en el sentido tradicional de verdad. Así, la verdad en
el sentido tradicional pierde importancia: lo verdaderamente esencial en las leyes es su
contrastabilidad empírica, la aplicabilidad al mayor rango posible de instancias y la
simplicidad. El único sentido en que el enunciado debe ser verdadero es en el sentido de
verdad como adecuación empírica a los hechos aceptados hasta el momento.
Ahora bien, además de verdadera, la ley positivista es también metafísicamente
contingente. Este último criterio es todo menos sospechado, y se debe a que en el uso
que damos comúnmente a la terminología nómica damos a entender que creemos
(consciente o inconscientemente) en ese (ya innecesario, como vimos) orden superior de
la naturaleza. Sin embargo, lo cierto es que si se sigue el tipo de raciocinio con el que se
han venido desarrollando los otros dos criterios positivistas para determinar a la ley, la
asignación de la contingencia como propiedad adicional no resulta tan sorprendente. En
21
principio y hablando en términos relativamente ajenos al empirismo, podemos
imaginarnos mundos posibles en los que las que consideramos leyes de la naturaleza
sean de otra manera. Pero además, este tipo de argumentación no está necesariamente
tan alejado de lo humeano: si se piensa en el estilo psicologista con el que muchas veces
procede Hume en sus argumentaciones, no resulta ya tan disparatado hablar de que
“ podemos imaginar, sin caer en contradicción” , que las leyes que rigen este mundo
fueran de otra manera. La idea no es otra que la siguiente: si las leyes no son, como ya
se ha visto, verdades analíticas, no es una contradicción lógica pensar que el mundo
podría comportarse de otra manera.
Los criterios de verdad y contingencia, pese a no parecer tan importantes o
profundos como el de necesidad o universalidad, son sin embargo perfectamente
ilustrativos del tipo de ley que se imaginan los positivistas para la ciencia. La ley, en su
sentido positivista, resulta todo menos rígida. El positivismo pretende una noción
mucho más flexible de la ley, que de cierto modo se adapte al hecho mismo de que la
uniformidad de la naturaleza no es, por lo menos hasta que se pruebe lo contrario, más
que una ilusión creada por el hecho de que hasta ahora así ha sido. En este sentido, la
verdad y contingencia como criterios sólo muestran que al positivismo no le queda más
remedio que admitir que la definición de ley debe estar subordinada al hecho de que
mientras no se solucione el círculo vicioso inductivo, el mundo es, en últimas,
inevitablemente impredecible. Y esto, aunque desde otros puntos de vista filosóficos
resulte decepcionante, no es preocupante para el positivismo, que se prepara para ver el
valor de las leyes en otro lugar diferente a su supuesta inviolabilidad, necesidad y
permanencia.
1.3 La definición de ley a partir de su relación con la teoría
Es claro que los criterios básicos positivistas para la definición de la ley de la naturaleza
dejan abierto un gran vacío a la hora de diferenciar las generalizaciones accidentales de
las afirmaciones que de hecho merecen el título de ley. Si bien los criterios de
generalidad, necesidad o contingencia representan de manera clara lo que ingenuamente
llamamos ley en nuestro lenguaje ordinario, es difícilmente eludible el vacío que
permanece abierto en la medida en que no se establece un criterio definitivo para
asignarle el adjetivo de “ necesarias” solamente a aquellas generalizaciones universales
contingentes verdaderas sobre el mundo. Existen afirmaciones con las mismas
22
características de legalidad, a las que sin embargo consideramos accidentales y por lo
tanto no dignas del título de ley.
Para el positivismo humeano, el problema de la distinción entre las
generalizaciones accidentales y las legales estuvo siempre presente, y se hizo cada vez
más importante a medida que fue siendo imposible trazarla de manera definitiva a partir
de los criterios básicos de evaluación de cada afirmación general individual. En otras
palabras, lo que sucede es que al tratar de estudiar el carácter de ley a partir de
enunciados legales individuales, resulta casi imposible determinar qué es lo que las hace
leyes por sí mismas. Existen pares de oraciones sintáctica y semánticamente
equivalentes, de las cuales sin embargo una es considerada ley mientras la otra
claramente no. John Carroll (1994, p.3) usa el siguiente ejemplo:
“ (1) Todos los cuervos tienen velocidades menores a 31 metros por segundo.
(2) Todas las señales tienen velocidades menores a 300,000,001 metros por segundo.”
La observación individual de una afirmación general considerada legal y la de
una afirmación general accidental arroja pocas luces sobre el concepto de ley. Es
entonces como se debe recurrir a una nueva perspectiva que permita observar
características de las leyes (o de las que consideramos como tales) ya no en su carácter
individual y separado, sino por el contrario, desde la relación que guardan con otras
leyes o con los demás elementos de una teoría. El positivismo, pues, se ve obligado
ahora a extender su definición a partir de una nueva perspectiva que exige de la filosofía
de la ciencia observar al enunciado a partir de su relación con otros enunciados de la
ciencia o de su papel dentro de algún cuerpo teórico sistemático.
1.3.1 Leyes como premisas de la explicación nomológico-deductiva
Positivistas como Hempel han definido la ley indirectamente, como parte del análisis de
otro concepto. La gran pregunta de este filósofo con respecto a la ciencia fue sobre todo
acerca de la explicación científica. En su desarrollo de este problema, sin embargo,
Hempel se ve obligado a enmarcar al concepto de ley dentro de unos criterios muy
definidos, puesto que las leyes mismas se convierten en una parte esencial de lo que
termina por llamarse el modelo nomológico-deductivo de la explicación.
En su interés por la filosofía científica, Hempel se pregunta cuál es la labor de la
ciencia, a lo cual responde que su objetivo fundamental es netamente explicativo. Así,
su estudio se dirige en su mayor parte a investigar cuál es la naturaleza de la explicación
científica y en qué medida puede decirse que un argumento realmente explica un suceso
23
de la naturaleza. La ciencia, pues, es el cuerpo teórico que se ocupa de darle sentido a
los hechos que suceden a nuestro alrededor, encontrando aquellos enunciados que,
combinados de cierta manera, nos den cuenta de los hechos.
La explicación científica según Hempel, debe entonces cumplir dos requisitos
esenciales. Por un lado debe satisfacer la condición de ser relevante, y por el otro, debe
además ser contrastable. El requisito de relevancia explicativa no exige otra cosa de la
explicación que dar cuenta del hecho que pretende explicar: una explicación relevante
es aquella que nos proporciona suficiente información o bien para esperar que el
explicandum ocurra, o bien para no sorprendernos con el hecho de que haya ya
ocurrido. Adicionalmente a que la explicación sea relevante, el requisito de
contrastabilidad entra para asegurarnos que la explicación sea dada a partir de
enunciados que sean contrastables de manera empírica: cada afirmación utilizada dentro
de la explicación debe ser susceptible de ser confirmada o refutada a través de la
experiencia misma.
Además de cumplir estrictamente con los requisitos formulados por su autor, la
explicación nomológico-deductiva es, como su nombre lo indica, de tipo deductivo, en
el que a partir de unas premisas de forma y características particulares se deduce el
explicandum. Se trata de un tipo de explicación basada en una estructura en la que el
hecho a ser explicado se sigue lógicamente de los enunciados que lo preceden. En este
orden de ideas, la explicación N-D tiene dos partes fundamentales: por un lado las
premisas que cumplen el papel del explanans, y por el otro lado el explanandum mismo,
o en otras palabras, el hecho al que debemos llegar después de la deducción. La
estructura es como sigue (Hempel, 1984, p. 81):
L1, L2, ……Lr
C1, C2, …...Ck
-------------------------------
Enunciados explanans
E Enunciado explanandum
La conclusión de este tipo de estructura explicativa, por lo tanto, no sólo debe esperarse
a partir de la información dada en las premisas, sino que además se sigue
deductivamente de ellas.
Como en un silogismo deductivo tradicional, la explicación nomológico-
deductiva va a apoyarse en dos tipos de premisa, a saber, premisas mayores que se
refieran a reglas generales y a premisas particulares que remitan a los casos
individuales. A partir de premisas de este tipo, la explicación procede a deducir de la
24
combinación de ellas el hecho mismo del que deseamos obtener comprensión. Y aquí es
en donde entra Hempel necesariamente a definir lo que la ley de la naturaleza debe ser:
las premisas generales de una explicación N-D no son otra cosa que las leyes científicas,
con lo cual el autor, sin quererlo, les asigna ya un carácter muy especial a este tipo de
enunciados. Ley, a grandes rasgos, es aquel enunciado de la ciencia que, en compañía
de enunciados particulares, permite que de ellos se deduzca un determinado hecho que
busca ser explicado a la manera nomológico-deductiva. Así, si queremos explicar un
determinado hecho E, recurrimos a ciertas leyes generales acerca del tipo de objeto
participante en el hecho y las unimos con enunciados particulares descriptores de las
condiciones del hecho mismo. Finalmente, E terminará por ser deducido de esta
combinación: la ley dirá que los objetos de tipo T se comportan de cierta manera bajo
unas condiciones C. La premisa particular estipulará que existieron ciertas condiciones
C a las que un objeto de ese tipo fue sometido. Por lo tanto el hecho E (en el que un
objeto particular de tipo T se comportó de la manera en que la ley estipulaba) tenía que
haberse dado.
Si las leyes son enunciados que necesariamente deben actuar como premisas
generales en una estructura de tipo deductivo, su carácter queda delineado de una
manera muy específica que permita tal comportamiento. En primer lugar, para Hempel
también resulta de primera necesidad que las leyes sean expresiones de sistemas
uniformes de la naturaleza. Por eso, Hempel es inmediatamente identificado como un
heredero de Hume, al menos en lo que a la noción de ley se refiere. Las leyes como
premisas generales de la explicación deben, aquí también, ser universales. Y por
universalidad Hempel no se refiere a nada diferente de lo que hasta ahora hemos visto:
“ Hablando en sentido amplio, un enunciado de este tipo afirma la existencia de una
conexión uniforme entre diferentes fenómenos empíricos o entre aspectos diferentes de
un fenómeno empírico. Es un enunciado que dice que cuandoquiera y dondequiera que
se dan unas condiciones de un tipo especificado F, entonces se darán también, siempre y
sin excepción, ciertas condiciones de otro tipo G” (Hempel, 1984, p 86).
A Hempel, sin embargo, le preocupa también el hecho de que la definición de
ley simplemente como enunciado general verdadero se quede corta a la hora de separar
las generalizaciones accidentales de aquellas que sí merecen el título de ley. Para
diferenciarlas, entonces, Hempel recurre a dos estrategias: por un lado, aludir al papel
mismo que cumplen las leyes dentro de su modelo de explicación, y, por el otro, reiterar
la caracterización de la ley como justificativa de enunciados contrafácticos. Si las leyes
25
son definidas precisamente a partir de su posición dentro del esquema N-D, entonces el
primer aspecto diferenciador entre ellas y las generalizaciones accidentales será
precisamente el hecho de que éstas últimas no cumplirían con la condición de que,
acompañadas de ciertos enunciados particulares, constituyan una explicación científica
admisible para un determinado explanandum. Así, una inmensa diferencia entre las
generalizaciones accidentales y las leyes es que estas últimas (acompañadas de otros
enunciados, claramente) explican. Pero adicionalmente a su poder explicativo, Hempel
reitera la no-accidentalidad como característica fundamental de las leyes. El carácter
explicativo de la ley reside no solamente en el hecho de que pueda explicar un hecho ya
ocurrido, sino en que también nos permita en algún modo esperar que el hecho ocurra si
se dan las condiciones propicias: una vez más, la ley, para ser ley, debe ser un soporte
válido de un condicional contrafáctico. Y es que es intuitivamente cierto que tendemos a
considerar que una explicación realmente nos dio a entender por qué pasó un hecho si
además de eso nos deja alertas a esperar que el mismo tipo de hecho ocurra si se repiten
las mismas circunstancias.
Hempel concibe a las leyes, pues, tal y como hemos visto que lo haría cualquier
positivista: con las cinco características fundamentales descritas más arriba. Sin
embargo, esto no sería suficiente mientras las leyes no cumplieran un papel dentro de un
marco de proposiciones que, en conjunto, lograra dar explicación acerca de un hecho
dado. Por lo tanto, además de verdaderas, metafísicamente contingentes, necesarias,
universales, y no accidentales, las leyes ahora deben poder explicar un hecho
determinado si son combinadas con los enunciados particulares correspondientes.
1.3.2 Leyes como axiomas en sistemas cognitivos simples y sólidos
Como ya se ha dicho, para los filósofos de la ciencia resulta claro que de cierta manera
es imposible que los cinco requisitos que espontáneamente asociamos con la definición
de ley sean suficientes para diferenciar a las mismas de cualquier generalización
accidental. Así, surgen teorías que, adicionalmente a las condiciones iniciales exigidas a
los enunciados en sí mismos, exigen también que las leyes se relacionen entre sí con
otros enunciados científicos de maneras muy específicas y que den mayor sentido y
utilidad a los sistemas explicativos y teóricos de la ciencia.
Siendo todo lo contrario a un positivista, David Lewis es un heredero tan fiel
como ellos del legado de Hume, al menos en cuanto a su noción de ley como expresión
de las regularidades presentes en la naturaleza. Así, un pensador en otros campos tan
26
ajeno al positivismo, se encuentra con éste en la medida en que su definición de ley se
pliega por completo a la noción positivista de la regularidad. Es entonces como a partir
de esta concepción inicial de ley como expresión de lo habitual, surge la teoría
metalingüística de Lewis (1973) acerca de las leyes.
En principio, además de tener que ser un enunciado universal no accidental,
necesario, verdadero y metafísicamente contingente, para Lewis es fundamental que la
ley tenga ciertas características en su manera de relacionarse con otros enunciados de un
cuerpo teórico. Específicamente, la idea de Lewis consiste en definir a la ley como
aquel enunciado que, siendo soporte del contrafáctico correspondiente, al ser combinado
con otras leyes dé como resultado un cuerpo teórico simple y sólido. Así, además de dar
cuenta de lo que pasaría en casos hipotéticos en los que se dieran las condiciones
iniciales que postula su antecedente, la ley debe tener la propiedad de poder combinarse
con otros enunciados de la ciencia para producir un sistema de suficiente simplicidad y
solidez.
Lo que más molesta a los críticos acerca de la posición de Lewis es su aparente
incapacidad de ser definida de manera objetiva y no relativa a los intereses cognitivos
específicos de quien la adopte. En su definición de lo que una ley es, Lewis se adhiere
perfectamente a Ramsey, pensador anterior a él, a quien Lewis cita en su texto y quien
asegura que las leyes sólo son “ consecuencias de aquellas proposiciones a las cuales
deberíamos tomar como axiomas si supiéramos todo y lo organizáramos tan
simplemente como fuera posible en un sistema deductivo” (Lewis, 1973, p.73). Lewis
es consciente de que este tipo de sistema deductivo del que habla Ramsey no es uno
solo: si realmente lo supiéramos todo, habría innumerables maneras de organizar ese
conocimiento a manera deductiva. Por eso, las condiciones que plantea este autor para
determinar cuál sería el mejor de ellos son dos adjetivos de la mayor sencillez:
simplicidad y fuerza. Y así, Lewis reformula su teoría unas líneas más adelante: “ una
generalización contingente es una ley de la naturaleza si y sólo si aparece como teorema
(o axioma) en cada uno de los sistemas deductivos verdaderos que logra la mejor
combinación de simplicidad y fuerza. Una generalización es una ley en un mundo i, de
la misma manera, si y sólo si aparece como teorema en cada un de los mejores sistemas
deductivos verdaderos en i” (Lewis, 1973, p. 73). Lewis piensa que, definidas como
axiomas de los mejores sistemas deductivos, tanto la posición de las leyes dentro de la
ciencia como muchos de sus comportamientos, quedan explicados. Al serles dado el
papel de axiomas es posible superar el obstáculo inicial que significaba el querer definir
27
a las leyes a partir de sus propiedades individuales. Esto pone de presente que el “ ser
ley” no es algo que dependa de un enunciado particular en sí mismo (porque como
vimos, por sí solas las leyes no parecen dar cuenta de su legaliformidad), sino de su
relación con otros. Así, la legaliformidad no puede ser sólo dependiente de aspectos
gramaticales y formales de un enunciado.
Un filósofo como Nagel se plegaría con bastante comodidad a la noción de las
leyes de Lewis. También Nagel, después de un análisis profundo de las leyes en sí
mismas como enunciados separados, se hace cada vez más consciente de que ellas no
contienen, por sí solas, la llave de la definición de esa gran clase a la que pertenecen.
Por eso, un campo que inevitablemente debe ser explorado es el del comportamiento de
las leyes cuando interactúan entre sí. Al explorar el lugar que ocupa una ley dentro de
un cuerpo teórico, es posible, en primer lugar, encontrar razones por las cuales los casos
que parecen refutar una ley no hacen, sin embargo, que la rechacemos. Lo cierto es que
aunque existan casos aislados contradictorios a las leyes, ellos no hacen que la ciencia
se deshaga de estas últimas, simplemente porque el costo de hacerlo es ya muy alto: los
cuerpos teóricos a los que las que consideramos leyes pertenecen han resultado tan
absolutamente útiles y provechosos que no resulta conveniente destruirlos por razones
mínimas. Y aunque “ mínimas” suene una vez más a un adjetivo subjetivo, lo que
recalca su uso es que algunos casos de refutaciones a las leyes son despreciables en
comparación con el papel que el sistema mismo ha cumplido en el desarrollo de la
ciencia.
En la medida en que a las leyes se les da también el carácter de axiomas, su
perfil de utilidad se va haciendo cada vez más evidente, y su naturaleza se hace más
clara y sólida. Mientras que por sí solas sus características sintácticas no dejaban ver lo
importantes que podían llegar a ser estos enunciados, la manera en que de ellas se
deducen nuevas afirmaciones científicas sí marca la diferencia. Los cuerpos teóricos a
los que las leyes pertenecen y de las cuales son principios primeros o teoremas, son
cuerpos sólidos a los que las leyes les permiten extenderse a través de deducciones e
inferencias de las que les mismas son la base: “ las leyes se usan como premisas de las
cuales se deducen consecuencias de acuerdo con la lógica formal. Pero cuando se
considera que una ley se halla bien establecida y ocupa una posición firme dentro de
nuestro cuerpo de conocimiento, la ley misma es usada como un principio empírico de
acuerdo con el cual se extraen inferencias” (Nagel, 1978, p. 73).
28
Ahora bien, sigue en todo caso sin definir qué quiere decir “ lo mejor” cuando
nos referimos al mejor sistema posible de conocimiento. ¿Qué quiere decir que un
sistema deductivo sea el más fuerte y el más simple? Calificativos como la fuerza y la
simplicidad parecen convertir a la definición de las leyes en un juicio de valor: ¿cómo
se sabe qué es lo fuerte y qué es lo simple? ¿No es acaso un criterio demasiado
subjetivo para ser considerado aceptable en la definición de una noción científica de la
talla de la ley? Esta es quizá la crítica más acérrima en contra de la idea positivista de
las leyes como axiomas de los mejores sistemas deductivos de conocimiento científico.
Ciertamente, la definición de “ lo mejor” , “ lo más simple” o “ lo más fuerte” carece de
una formalidad filosófica independiente de cualquier subjetividad o de cualquier
referencia a una preferencia humana. Sin embargo, cualquier científico estará de
acuerdo en que unos sistemas explicativos han dado más resultados que otros, han
permitido avanzar más que otros, y han dado cuenta de más hechos que muchos otros.
Así hay una cierta manera en que es posible decir que en todo caso existen unos
sistemas de conocimiento mejores que otros, y el hecho mismo de que lo “ mejor” es
juzgado de manera individual y subjetiva, no puede cerrarle los ojos a la filosofía y
evitar que ella al menos intente determinar qué puede o qué no puede ser lo mejor,
incluso si esto se reduce a opiniones subjetivas y cambiantes. Después de todo, si de
hecho es así que la ciencia funciona, escogiendo lo que es “ mejor” y desechando lo
menos bueno, y si el interés de la filosofía de la ciencia es estudiar a la ciencia misma,
entonces no es serio que los filósofos intenten desligar la subjetividad de la ciencia, si es
que en realidad esta subjetividad juega un papel en su proceder.
1.4 Un panorama general
Queda entonces expuesto el carácter particular de la noción positivista de ley. Si bien
las propiedades que el positivismo le atribuye a este tipo de enunciado científico son
perfectamente esperables, no lo es la forma en que éstas son definidas. En primer lugar,
la necesidad adquiere aquí una dimensión completamente distinta a esa rigidez que
suele asociarse con esta noción modal: necesidad, en el sentido estrictamente humeano,
tiene que ver únicamente con aquello a lo que nos hemos habituado, acepción que a su
manera mantienen sus seguidores positivistas, quienes se niegan a ver en la necesidad
algo más que eso. Así, ‘necesaria’ ya no es aquella conexión real existente de hecho en
29
el mundo, sino aquel adjetivo que asociamos con todas aquellas secuencias que
percibimos como continuas y repetitivas.
La generalidad se erige, en segundo lugar, como la propiedad de legaliformidad
más difícil de capturar en un discurso formal lógico. Es cierto que en principio parece
fácil expresar la universalidad por medio de un condicional en lógica cuantificada, pero
las reglas mismas de la lógica ponen de presente el hecho de que la universalidad
entendida únicamente a partir de un condicional es más que problemática. Esto, sin
embargo, por muy angustioso que resulte desde un punto de vista argumentativo y de
quien quiere defender al criterio de los críticos que no demoran en atacar, es también
una muestra previa de la actitud con la que el positivismo asume el concepto mismo de
ley. Cada uno de los autores, a pesar de intentar dar con una estructura formal aceptable
de la universalidad, termina por mostrar que lo realmente importante acerca de la
misma, a pesar de su carácter escurridizo, es que hay un acuerdo tácito al menos en la
manera en que todos en principio comprendemos el término.
Adicionalmente a la generalidad, una tercera propiedad esencial de las leyes es
la no accidentalidad. Esta propiedad se asegura de que la universalidad, que por sí sola
abarca enunciados cuya verdad es fortuita y casual, admita únicamente a los enunciados
que postulen conexiones a las cuales la ciencia estaría de acuerdo en considerar como
legales. Y la ciencia sólo estaría dispuesta a postular la conexión entre propiedades
mientras ésta no solamente se dé de hecho, sino que pueda también darse en
circunstancias hipotéticas.
En cuarto lugar, la verdad y la contingencia resultan ser criterios que
nuevamente, a pesar de lo poco novedosos, también comienzan a darle dirección a ese
papel que las leyes cumplen dentro de la ciencia según la filosofía positivista del siglo
XX. Ya la ley es un concepto flexible: lo nómico no se opone a lo refutable, ni a lo
contingente. La verdad no tiene por qué ser permanente para mantenerse como verdad,
así como también es posible que la ley sea, por un lado necesaria (en tanto que expresa
esas regularidades constantes, que entre otras cosas son lo único a lo que propiamente se
puede ya llamar necesario), pero por otro lado también contingente (en tanto que podría
ser de otra manera).
Por último, no debe olvidarse que ahora para el positivismo la ley no es ley por
sí misma, sino que necesita de un entorno conceptual y proposicional específico para
poder ser evaluada en su carácter legaliforme. No es ya posible que la ley venga escrita
solitaria en un papel, sino que es necesario que se rodee del contexto adecuado en el que
30
pueda desplegar su comportamiento nómico. El “ ser ley” , pues, no puede ser nunca más
entendido como una propiedad de tipo sintáctico o semántico de un enunciado. Un
enunciado general en sí mismo no dice nada acerca de qué tan legaliforme o accidental
puede ser: por el contrario, debe mostrar, a través de su interacción con la teoría, que
realmente merece su título. Sólo a partir de su comportamiento puede la ley ser
determinada como tal. Y es ahora cuando se puede decir con propiedad lo que es la ley
en su acepción positivista: como individuo, la ley debe ser necesaria, universal, no
accidental, verdadera y metafísicamente contingente. Como parte de la ciencia, la ley
debe lograr un cometido estrictamente explicativo, haciendo de la teoría a la que
pertenece el sistema más útil y simple posible.
31
CAPÍTULO 2
La crítica realista a la noción positivista de ley
Existen diversas razones por las que otros tipos de pensamiento filosófico se oponen a
aceptar la noción positivista de ley. Las críticas a la ley como expresión de regularidad
provienen de extremos opuestos del espectro de posibilidades: por un lado, hay
pensadores para quienes ideológicamente la regularidad no puede ser base suficiente
para sustentar a la ciencia, y entre ellos los más acérrimos opositores resultan ser los
realistas. En otros casos, el problema surge ya no a partir de la tendencia o corriente de
pensamiento a la que se adhiera el respectivo crítico, sino del hecho mismo de que la
noción positivista de ley en sí, e independientemente de la ideología subyacente, parece
contener errores lógicos que podrían socavar sus mismas bases.
Con respecto a las críticas provenientes de tendencias ideológicas opuestas al
positivismo, es importante examinar por qué para ellos resulta equivocado tomar a la
regularidad como base de la noción de ley. Si la regularidad no es fundamento
suficiente desde el punto de vista realista, entonces esta posición filosófica deberá dar
con una base explicativa que sustente el concepto con mayor solidez. Por otra parte,
resulta más grave aún pensar que la falencia de la noción de ley basada en regularidades
no esté ligada a su mismo carácter positivista, sino a que las pautas definitorias
planteadas por el positivismo humeano estén ya viciadas y constituyan peticiones de
principio, contradicciones lógicas o argumentos inválidos.
Resulta entonces urgente examinar las bases de las críticas dirigidas a la
definición de ley de la filosofía positivista del siglo XX, para determinar qué tan
salvable es su noción, o en caso tal de no sobrevivir, qué tan descabellada resultaba la
propuesta. Si bien es cierto que existen varias posturas claramente clasificables dentro
de alguno de los dos grupos, otras más son mixtas, en tanto que, además de criticar las
implicaciones mismas de la definición, se oponen también a ciertas presuposiciones que
el positivismo humeano hace al exponer su propuesta. A lo largo del presente capítulo
se pretenden discutir las dos grandes críticas que provienen de una posición filosófica
realista, representada por autores como Dretske, Armstrong o Tooley: la supuesta falta
de objetividad y el incumplimiento inicial de los propios criterios positivistas. En el
siguiente capítulo se discutirán las críticas dirigidas a las falencias internas de la noción
de ley del positivismo.
32
2.1 La falta de objetividad de la noción positivista
Para efectos de comprensión de la crítica realista a la ley científica positivista, la
característica que ha de tenerse en cuenta con respecto al realismo es que éste mantiene
la tesis de que los universales existen de hecho. Así, el realismo se opone por completo
a una visión nominalista del mundo, en la que un universal se reduce a ser simplemente
un nombre asignado por motivos de convencionalidad a un grupo de individuos, puesto
que lo único realmente existente son cosas individuales concretas. El positivismo de
Hume se liga mucho más fácilmente al nominalismo: ambos se rehúsan a aceptar la
existencia de lo que el positivismo llamaría “ entidades oscuras” , admitiendo únicamente
todo aquello de lo que se pueda tener una experiencia directa.
Si el realismo es definido a partir de su aceptación de la tesis de que existen de
hecho los universales, el realismo nómico será, por analogía, un realismo que pretende
una fundamentación de las leyes basada en universales, y ya no en las regularidades que
los positivistas usan como base de su definición. En efecto, las maneras en que los
realistas definen a las leyes científicas, a pesar de diferir en muchos aspectos (puesto
que entre ellos mismos existen diferentes caracterizaciones del concepto de ley),
coinciden en afirmar que el carácter de verdad, necesidad y generalidad de las leyes está
basado en relaciones específicas entre los universales que las implican. Lo que se
pretende es darles a todas esas características, que incluso los positivistas reconocen
como parte de la legalidad de las leyes, el verdadero estatus que merecen: necesidad
absoluta, universalidad absoluta, y verdad absoluta. Por otro lado, se busca también
deshacerse de una aparente subjetividad que surge del hecho de que las leyes no estén
basadas en algo más definitivo y permanente que en simples regularidades: el realismo
reclama una verdadera objetividad para las leyes de la naturaleza. “ De acuerdo con el
realismo nómico, las leyes son verdaderas independientemente de las creencias y otras
actitudes psicológicas de los que conocen. Las leyes son verdaderas en virtud de
relaciones objetivamente existentes entre universales” (Carroll, 1987, p 265).
A la crítica realista de la ley en su acepción positivista subyace entonces una
preocupación que se ha venido mencionando a lo largo de la presente investigación y
que tiene que ver con ese impulso espontáneo que tiene cualquier persona de asignarles
realidad a las propiedades de las leyes, en un sentido radical y objetivo: que no
dependan de la psicología específica de alguien, ni de cualquier opinión, hábito o
comprensión individual del mundo. Si la actitud primaria de cualquier ser humano
corriente es la de creer, cuando utiliza o menciona una ley de la naturaleza, que se está
33
refiriendo a algo independiente de cualquier mentalidad humana, no resulta
sorprendente que el realista, con un realismo bastante más estructurado que el del ser
humano corriente, salte ante la posibilidad de que a la ley le sean atadas propiedades
que la hagan subjetiva.
El hecho de que a la ley científica desde el punto de vista positivista la sustente
la simple repetición constante de regularidades, hace que el realista se pregunte por la
solidez de tal base y la rechace por encontrarla endeble. Si es cierto (y para el realista lo
es) que los universales existen, entonces ellos mismos, como entidades permanentes e
inmutables, deben ser la base para las leyes científicas, cuyo carácter necesario,
verdadero y general no puede ser de ninguna manera subjetivo. La crítica es simple: las
regularidades son una base subjetiva para la ley que, por el contrario, debe estar bien
fundamentada en raíces objetivas. Los universales, en cambio, en contraposición a tal
subjetividad y al ser adoptados como bases de la legaliformidad de los enunciados de la
ciencia, contagian a los mismos de su estabilidad y sobre todo de su objetividad. Los
universales, concedido que existan, no dependen de ninguna mente humana en
particular. Por lo tanto, la relación entre universales que implique una ley científica
proveerá a la misma de su tan deseable objetividad, propiedad que las regularidades
jamás podrán otorgarle.
Ahora bien: ¿es esta crítica aceptable? Según John Carroll, la crítica está tan
plagada de errores como los muchos que ésta le encuentra a los humeanos. El
argumento es el siguiente: si se acepta que las regularidades son inaceptables como base
de la definición de las leyes, puesto que éstas no tienen manera de dar cuenta de la
necesidad, universalidad y verdad de las mismas, entonces debe admitirse que tampoco
podrán hacerlo los universales, puesto que el realismo no logra dar cuenta de qué es lo
que constituye la pretendida relación entre ellos. Carroll se pregunta qué es lo que hace
que ciertas relaciones entre universales resulten justificativas o sirvan como base para
las leyes de la ciencia.
Cualquier réplica a tal pregunta por parte de un realista estaría destinada a fallar:
por un lado, “ si se postula un universal R2 para explicar por qué una relación R1 se da
entre dos propiedades P y Q, uno querrá saber qué hace que este universal de mayor
orden, R2, se mantenga entre R1 y el par ordenado (P, Q). Si se postula un universal de
mayor orden, R3, para explicar por qué R2 se mantiene entre R1 y el par ordenado (P,
Q), entonces uno querrá saber qué hace que R3 se mantenga entre R2 y R1, y así ad
infinitum” (Carroll, 1987, p265). Por otro lado, podría decirse que la relación (universal)
34
entre P y Q es simplemente irreducible o que no tiene explicación más allá de ella
misma. En ambos casos el realismo está condenado a fallar. En el primero de ellos, la
regresión al infinito pone en evidencia el hecho de que los universales por sí mismos no
son explicativos de la relación que se expresa en una ley. En el segundo, por su parte, se
hace evidente que la alusión a universales es innecesaria. Al menos por principio de
economía y en vista de que la relación entre universales es irreducible y por lo tanto
inexplicable, se podría mantener la teoría más simple haciendo irreducible a la relación
misma, a la regularidad, y ya no al universal que la mantiene. La segunda respuesta
implica que el realista cargue ontológicamente a su metafísica con entidades que por lo
demás resultan superfluas: si en últimas la ley va a ser irreducible, y por lo tanto
inexplicable, puede serlo ella misma y sin necesidad de nuevas entidades que el
positivismo ciertamente consideraría oscuras. Como lo señala Carroll: “ una
caracterización de las leyes que tomara a las leyes como primitivas e irreducibles sería
tan iluminadora como la caracterización de Tooley de las leyes como relaciones entre
universales” (Carroll, 1987, p.270). La irreductibilidad en ambos casos resultaría poco
“ iluminadora” y de esta manera, a falta de “ iluminación” sobre el tema, es preferible al
menos una metafísica más ligera, menos cargada6.
Ahora bien, es cierto que lo que Carroll señala refuta en cierto sentido a la crítica
realista. Las relaciones entre universales carecen de una base explicativa sólida y por lo
tanto resulta inoficiosa la alusión a este tipo de entidades. Sin embargo, existe un cierto
aspecto que queda abierto aun cuando la alternativa realista no se sostenga. Cabe
preguntarse en este momento hacia qué punto de la teoría positivista iba dirigido el
ataque realista: la crítica se dirigía de manera muy clara hacia la falta de objetividad de
las leyes en su acepción empirista. Tal vez sea cierto que el intento de darle objetividad
a las leyes desde el punto de vista realista sea atacable (como lo muestra Carroll) pero
no por eso se salvaría el positivismo de tener también que hacerlo.
Para este punto es importante volver a recordar el hecho ineludible de que, con
el positivismo, la valoración de las propiedades que hacen que las leyes sean leyes
6 No se pretende en este escrito demostrar que la caracterización realista de las leyes es insuficiente, puesto que tal pregunta se sale del rango de investigación del problema. Debe tenerse en cuenta que la manera en que se utiliza el argumento de Carroll en contra del realismo no intenta evaluar la propuesta realista de forma definitiva (puesto que no se cuenta con la suficiente información sobre la propuesta de legaliformidad del realismo como tal), sino sólo poner la crítica realista en diálogo con el positivismo. Así pues, es justo aclarar que para efectos de este escrito, no se valorará la noción de ley de otras corrientes sino únicamente las críticas de las mismas hacia la que es tema directo de esta investigación, a saber, la noción positivista de la ley.
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cambia radicalmente. Aquella noción de lo “ real” y de lo existente “ de hecho” ha sido
puesta a un lado, sobre todo con respecto a los adjetivos nómicos (necesidad,
universalidad, verdad… ). Si la noción de verdad, sobre todo, no es ahora tan estricta
como tradicionalmente ha sido entendida, entonces la objetividad, por estar tan
estrechamente ligada a tal concepto, debe haber cambiado también. Así, aún antes de
juzgar la supuesta carencia de objetividad en la caracterización positivista de la ley,
cabe preguntar si al positivismo humeano le interesa la objetividad como la entiende el
realista. Como veremos, la noción de ley basada en regularidad no va a desechar a la
objetividad como propiedad deseable de las leyes, pero su concepto de objetividad
variará en función de lo que ahora se define como verdad.
Según la crítica que manifiesta el realismo, la objetividad de las leyes debe
consistir en una independencia de la decisión subjetiva de cualquier individuo. Pero
siendo así, ¿podría interesarle al positivismo que su ley tenga tal carácter de objetiva? Si
por un lado su noción de ley está basada en la observación de las repeticiones de la
naturaleza, y si además la adopción de los enunciados de estas repeticiones es
conceptualizada dentro de una comunidad científica, entonces la noción misma de ley
no admitiría la asignación de una objetividad de tipo realista. Tal independencia de lo
“ subjetivo” se vuelve absurda desde la óptica positivista, precisamente porque el eje
conductor de la definición de ley es un factor que no puede aspirar a ella. ¿Significa esto
que se debe abandonar cualquier pretensión de objetividad?
No es claro por qué, si una noción tiene que ver con disposiciones mentales de
los individuos, tenga que ser imposible que aspire a ser objetiva. La definición de
objetividad ciertamente se distanciará de lo que la crítica realista presupone que es lo
objetivo, pero es importante recalcar que la objetividad en todo caso podría definirse de
manera distinta. Ahora que la verdad actual de un enunciado no depende de si mañana
va a ser refutado o no (porque eso no es determinable), la objetividad debe dar cuenta de
tal refutabilidad y ajustarse a lo que una comunidad científica determine como lo
verdadero. Esto no quiere decir que lo verdadero se asume como tal de manera arbitraria
y caprichosa: la comunidad científica adopta a una ley y le da un estatus especial en la
medida en que lo que ella dictamina cumpla con ajustarse a las regularidades
observadas. Así, no es posible que alguien decrete lo verdadero de manera infundada: es
cierto que lo verdadero acaba siendo acordado intersubjetivamente dentro del ámbito
científico, pero siempre con base en la adecuación empírica de los enunciados a los
hechos aceptados.
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Es posible ver que la objetividad de las leyes no tiene que dar cuenta,
necesariamente, de una verdad absoluta de las mismas. Ahora que la verdad no obedece
a una teoría de la correspondencia sino a una de la coherencia, la objetividad cambia
también de rumbo, y puede constituirse ahora como un acuerdo intersubjetivo, que no
por serlo deja de tomar medidas para prevenir la arbitrariedad de lo personal. Aunque
una nueva definición de objetividad se sale del dominio de esta discusión, un
pragmatista, por ejemplo, estaría de acuerdo con que la objetividad podría estar basada,
ya no en una realidad definitiva (que ni siquiera es sostenible), sino en este tipo de
acuerdo dentro de una comunidad investigativa. Este acuerdo podría llegar a constituir
un tipo de objetividad acorde con las nuevas perspectivas desde las cuales el
positivismo intenta ver los conceptos nómicos.
2.2 La crítica al incumplimiento positivista de sus propios requisitos.
Existe una segunda crítica realista que se refiere, ya no a la falta de objetividad de la
acepción positivista de ley, sino que encuentra su camino intentando demostrar que,
basadas en la filosofía de Hume, las leyes que proponen los positivistas ni siquiera
cumplen los requisitos que la filosofía humeana les impone. A partir de exhaustivos
análisis de lo que el positivismo considera ley, el realismo concluye ahora que los
positivistas ni siquiera logran que sus leyes cumplan con los requisitos que ellos mismos
les exigen para considerarlas como tales.
En principio, para los realistas es perfectamente claro que dentro del positivismo
las leyes son enunciados universales que además poseen una misteriosa característica a
la que se le conoce como legaliformidad. Es cierto que la propiedad de ser legaliforme
suscita bastante escepticismo, en la medida en que resulta difícil concretar con exactitud
a cuál (o cuáles) de las características que enmarca se está haciendo referencia. Del
capítulo anterior se deduce que esa característica adicional a la universalidad debe ser
una combinación de necesidad (entendida de una manera empirista), verdad,
contingencia y un papel específico dentro de un cuerpo teórico. Así, como lo describe
Fred Dretske (1977), “ la fórmula básica es: ley = verdad universal + X. La ‘X’ pretende
indicar la función especial, el estatus o el rol que una verdad universal debe tener para
calificar como ley” (Dretske, 1977, p. 251). Y en este punto, este autor es bastante
acertado al describir los posibles valores que puede tomar la variable X, a saber: “ 1) Un
alto grado de confirmación, 2) Amplia aceptación (estar bien establecida dentro de una
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comunidad relevante), 3) Potencial explicativo (puede ser usada para explicar sus
instancias), 4) Integración deductiva (dentro de un sistema más grande de enunciados) y
5) Uso predictivo” (Dretske, 1977, pp.251-252). Las cinco opciones de Dretske se
ajustan a lo que hasta ahora hemos tomado por el concepto positivista de ley: todas se
refieren al papel que debe tomar la ley dentro del cuerpo teórico general. Así, el alto
grado de confirmación, de aceptación y de predictividad, aluden al papel que el
positivista considera que la ley tiene dentro del sistema científico general; y el potencial
explicativo y la integración deductiva aluden a su vez al papel específico que en la
ciencia tienen las leyes, de explicar los fenómenos. Sin embargo, el realismo no
encuentra plausible a ninguno de los candidatos para ocupar el lugar de X.
Una de las condiciones en las que tanto positivistas como filósofos de otras
corrientes coinciden es en la indispensable capacidad de las leyes de predecir casos
futuros y de sustentar condicionales contrafácticos. Este rol, como hemos visto, está
conectado de manera esencial a esos posibles candidatos a ocupar el lugar de X: cuando
un enunciado es capaz de predecir acontecimientos venideros o de sustentar un
contrafáctico, sucede básicamente porque a partir del papel que tiene dentro de las
explicaciones científicas, nos permite hablar no sólo de casos ya dados, sino de casos
hipotéticos o casos que todavía no hayan ocurrido. Por eso, un primer ataque del
realismo se dirige a lo que se considera una incapacidad de sustento de contrafácticos y
de predicciones por parte de las leyes, al menos si ellas van a ser consideradas, como en
el positivismo, simples descriptoras de regularidades naturales.
Si es cierto que las leyes son sencillamente expresiones que describen las
regularidades de la naturaleza, el realismo se niega a ver de qué manera puede ser que
un número de casos particulares sea diciente acerca de casos que no han ocurrido, y
peor aún, de casos que podrían suceder. La idea es completamente análoga a la ya
establecida por Hume: muchos casos individuales anteriores no aseguran nada acerca de
un caso siguiente. Los realistas tienen una manera un poco distinta de explicarlo, pero
en el fondo la base es la misma: ningún caso individual que se pliegue a lo que enuncia
la ley es sin embargo confirmante de la misma. No existe ningún tipo de base para la
confirmación inductiva. Es cierto que cada nuevo caso examinado puede ir
incrementando la probabilidad, en el sentido de que la tasa casos observados/casos
totales va haciéndose cada vez mayor. Sin embargo, esto de ninguna manera nos habla
sobre el siguiente caso, pues, como bien nota Dretske, “ la confirmación no es
simplemente aumentar la probabilidad de que una hipótesis sea verdad, es aumentar la
38
probabilidad de que los casos restantes se asemejen (en el aspecto relevante) a los casos
examinados. Es ésta probabilidad la que debe ser aumentada para que ocurra
confirmación genuina (y para que la hipótesis confirmada sea útil en predicción), y es
precisamente esta probabilidad la que se deja inafectada por la “ evidencia”
instancial… ” (1977, p.258).
Dretske tiene razón y de hecho Hume mismo lo sabía: justamente en esto se basa
el círculo que puso en evidencia este autor empirista algunos siglos atrás. La inducción
como base fundamental de las leyes no funciona, pues al asumir el principio de
uniformidad de la naturaleza, termina usándose a sí misma para justificarse,
convirtiéndose así en una petición de principio. Por eso, cabe dudar sobre si esta crítica
resquebraja en algún sentido la estructura positivista de la ley. Los reparos de realistas
como Dretske son plenamente válidos, pero lo cierto es que los proponentes de la ley
positivista como ha sido descrita en esta disertación aceptan completamente esta
opinión: precisamente en este sentido es que las leyes sólo pueden ser descripciones de
regularidad y por eso es que su capacidad predictiva la asumimos nosotros cuando la
utilizamos con tales fines, aunque verdaderamente en el fondo, por razones descubiertas
por el mismo Hume, no estemos justificados filosóficamente para hacerlo. Por eso, al
positivismo no le preocuparía tal perspectiva: él mismo parte de ella.
Ahora bien, lo que sucede con esta crítica es que aun cuando los positivistas la
acepten, parece implicar que habría otra manera distinta de comprender las leyes. Bajo
tal nuevo enfoque, las leyes podrían ser predictivas y sustentadoras de contrafácticos,
ahora sí en un sentido definitivo y verdadero. Es aquí donde vuelve a jugar un papel el
realismo: bajo sus principales directrices ideológicas, que implican la existencia de
universales, se pondría fin al problema y se permitiría que las leyes cumplieran con ese
papel que la ciencia anhela para ellas. Sin embargo, habría que dejar de lado a las
regularidades como fundamento de los enunciados de ley (puesto que ellas no
solucionan el círculo vicioso de la inducción), y recurrir a lo que Dretske (1977, p. 263)
llama un ascenso ontológico.
El ascenso de Dretske consiste en lo siguiente: en lugar de hablar de la extensión
de los términos involucrados dentro de la ley, se asciende a un plano más allá de lo
particular hacia el de las propiedades universales en sí mismas. Mientras que la
caracterización basada en la regularidad asume que las leyes están hablando de un grupo
de individuos, de la extensión de los términos en la ley, el ascenso ontológico realista
dejaría de lado a los individuos para concentrarse en los términos generales a los que la
39
ley alude. Tomemos como ejemplo a la ley L =“ Todos los metales se expanden cuando
se calientan” . De acuerdo con la perspectiva positivista, L hablaría de todos los
individuos que cumplen con ser metales y les asignaría a todos el expandirse con el
calor. Para un realista en cambio, y debido al ascenso ontológico, L debería empezar a
hablar ya no de los individuos sino de la expansión con el calor y de la “ metaleidad” , si
así llamáramos a la propiedad de ser metal. Por lo tanto, se tienen ya dos enfoques
completamente diferentes: el positivista y el realista. El primero habla de individuos y
por lo tanto es incapaz de zafarse del círculo inductivo señalado por David Hume. Si las
leyes son enunciados de regularidad, están destinadas a fallar puesto que siendo
afirmaciones que hablan estrictamente de extensiones que sus términos de hecho tienen,
no logran dar cuenta de los casos futuros o los posibles (que por el momento no caen
bajo dichas extensiones). El realista en cambio, se refiere a las propiedades,
convirtiendo a la ley en una relación entre universales, por lo cual L será entonces
“ Metaleidad implica Expansión con el calor” .
Existe también un punto adicional al que se dirige la crítica de los realistas: para ellos la
ley en su expresión positivista no cumple con una de las condiciones que el positivismo
mismo le exige, a saber, la capacidad explicativa. Según el realismo, una ley no logra
(como lo quisiera Hempel) explicar sus casos. En palabras de Dretske,
… no se puede hacer que una generalización, ni siquiera una generalización puramente universal, explique sus instancias. El hecho de que toda F sea G falla en explicar por qué cualquier F es G, y falla en explicarlo, no sólo porque sus esfuerzos explicativos son demasiado débiles para atraer nuestra atención, sino porque el intento explicativo nunca es siquiera hecho. El hecho de que todos los hombres sean mortales no explica por que usted o yo somos mortales; dice (en el sentido de que implica) que somos mortales, pero ni siquiera sugiere por qué esto puede ser así. (Dretske, 1977, p. 262)
Sucede pues, que la ley entendida desde una perspectiva positivista no logra cumplir
cuatro de los cinco requisitos que el mismo positivismo le exige que cumpla y por lo
tanto ninguna ley puede realmente caber en el modelo de esta corriente. De esta forma,
el realista termina poniendo de presente dos problemas generales del modelo positivista
de ley: por un lado, su imposibilidad de superar el círculo inductivo, y a raíz de eso su
incapacidad de sustentar contrafácticos o de predecir; por el otro lado, la inefectividad
del modelo positivista en cumplir su propio requisito de poder explicativo. ¿Existe
algún tipo de respuesta a estas dos dificultades?
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En primer lugar, es posible demostrar que la posición realista planteada como
alternativa tampoco logra superar los problemas a los que ella misma alude, y si bien es
cierto que la falla del realismo no implica el éxito del positivismo (por lo que habrá
también que responder desde el punto de vista positivista), es importante ver por qué la
relación entre universales no soluciona los problemas. Es cierto que como la ley en el
modelo realista no habla ya de individuos, y por lo tanto no habla de casos, a ésta le es
innecesario afrontar el problema de la inducción. Sin embargo, la salida no resulta tan
efectiva. Como se vio en la sección inmediatamente anterior, lo que está haciendo el
realista es trasladar el problema al nuevo plano al que “ ascendió ontológicamente” en
lugar de eliminarlo del todo. Si la posición de Dretske se dirige a la incapacidad de la
ley positivista de dar cuenta de sus instancias, y si él mismo está de acuerdo con que el
poder autoexplicativo es fundamental dentro de la definición de ley, la propuesta que
plantea se queda corta en este aspecto. Así, concediéndole por el momento que una ley
basada en regularidades no logra dar cuenta de sus instancias y por lo tanto no se
explica, la suya resulta una opción igualmente insatisfactoria en cuanto a
autoexplicación. Es cierto que la relación entre universales da cuenta de la relación
entre particulares que la ley establece. Sin embargo, como vimos en la sección anterior,
¿qué da cuenta de la relación entre universales? La pregunta es válida en tanto que,
como se vio, si por un lado se opta por universales que expliquen universales, se podría
caer en una regresión ad infinitum. Si, por el otro lado, se dijera que la relación entre
universales es irreducible, la filosofía se estaría cargando ontológicamente de manera
innecesaria.
Existe también una manera de replicar a la crítica realista de una manera ya no
destructiva del opositor, sino defensora de la posición propia. Realistas como
Armstrong y Dretske se preguntan de dónde sale el aclamado poder explicativo del
modelo positivista de ley. En primer lugar, la cita anterior de Dretske (en un tono
bastante irónico) dice que un enunciado de tipo universal no tiene ninguna manera de
explicar sus instancias. Para él, explicar no puede ser solamente decir (en el sentido de
implicar, como él lo anota). Sin embargo, la cita anterior de Dretske, aunque parece una
objeción a la noción de ley en el positivismo, es realmente una objeción a la noción de
explicación. Así, aunque la explicación es un tema amplio de investigación del
positivismo lógico, lo cierto es que para efectos de la caracterización positivista de las
leyes la crítica presentada en dicha cita no es tan destructiva, en la medida en que el
poder explicativo que el positivismo reclama para sus leyes, se refiere a poder
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explicativo precisamente en los términos en que él mismo define a la explicación.
Aunque es cierto que más adelante el modelo nomológico-deductivo fue debilitado, es
perfectamente claro que en el sentido positivista de la explicación, “ decir”, en el
sentido de “ implicar” es ya una capacidad explicativa. Si la definición positivista de ley
incluye la condición de que la ley debe ser explicativa en el sentido positivista, poco
importa ya de qué manera se opongan los críticos a la noción de explicación: la ley, por
sí sola, cumple con la exigencia básica de ser explicativa en el sentido en que le es
requerido serlo.
Ahora bien, lo que es cierto es que en todo caso el modelo de explicación
nomológico-deductivo resultó en últimas desechado, puesto que no es claro de qué
manera deducir una instancia a partir de la ley es sinónimo de explicar la instancia. Si
bien es cierto que la ley cumple el papel de premisa dentro del modelo de explicación
de Hempel, el modelo mismo fue luego rechazado y en esa medida no es claro qué pasa
con el papel explicativo de la ley en la ciencia. Por eso hay que tener en cuenta que
aunque la ley sí cumple el papel que Hempel propone dentro de su esquema de la
explicación, una vez su teoría es descartada, el positivista tiene que entrar a demostrar
cómo una ley explica, o de lo contrario es imposible mantener esta característica como
condición para que un enunciado pueda entrar en la clase de las leyes. Sin embargo,
cualquier teórico de la filosofía de la ciencia estaría de acuerdo con que la ley,
independientemente del modelo de explicación que se adopte, cumple algún tipo de
función explicativa dentro de la ciencia, hecho que incluso un realista concedería. Así
pues, aunque debe reconocerse que el modelo de explicación descrito en el primer
capítulo resulta inadecuado, no por eso las leyes pierden su carácter explicativo. De esta
manera, tanto el positivismo como su crítico realista se ven vulnerados en este punto: el
positivismo, por su lado, no da cuenta de cómo es que la ley realmente explica, pero el
realista, en este caso Dretske, debe reconocer que en todo caso la ley sí funciona para
procesos tan importantes como el de que una instancia particular pueda ser deducida
lógicamente de ella.
Adicionalmente y en relación con lo anterior, Marc Lange (1992) se encarga de
evidenciar un problema más de la crítica de Armstrong o Dretske: al exigir ellos dos
que un enunciado universal sea él mismo explicativo, desconocen características
adicionales a la universalidad en las que podría residir el poder explicativo de las leyes.
Dretske mismo se ha encargado de notar que la fórmula positivista de ley es Ley =
verdad universal + X. Sin embargo, en su crítica parece exigirle a la verdad universal,
42
desprovista de X, que sea explicativa: “ en otras palabras, buscando la fuente del
distintivo poder explicativo de los enunciados de ley, Armstrong desconoce el único
lugar donde una caracterización basada en regularidades dice que debe estar. (… ) de
aquello que es común a las leyes y a los accidentes cósmicos no puede esperarse que dé
cuenta, por sí mismo, de aquello que es distintivo de las leyes” (Lange, 1992, p. 156).
Todo esto se refiere a que, desprovista de X, la fórmula para la ley es igual a “ verdad
universal” y por lo tanto a cualquier accidentalidad cósmica, utilizando los términos de
Lange. Quizás el poder explicativo de las leyes resida precisamente en esa X que los
realistas se obstinan por desconocer: cualquier positivista sabe que una verdad universal
por sí sola no explica, y precisamente por eso es que no cualquier verdad de este tipo es
ascendida a ley.
La crítica a la incapacidad del positivismo de cumplir sus propios requisitos
resulta entonces menos efectiva de lo que en un principio parecía ser. Mientras que el
aspecto de la imposibilidad de soporte de predicciones y contrafácticos es solucionado
en la medida en que justamente las razones en las que está fundamentada la crítica son
las bases mismas de la noción positivista, el aspecto del poder explicativo resulta
siendo un problema de la definición de la explicación y ya no de la noción de ley en sí
misma. Por un lado, hay que tener siempre en mente que la definición de ley parte
precisamente de la resignación característica de la corriente positivista a la
imposibilidad de salir del círculo señalado por Hume en referencia al método inductivo.
De esta forma, es inútil atacar por ese lado a la noción de ley del positivismo, puesto
que la definición nunca pretendió darle solución alguna a tal problema. Los humeanos
del siglo XX tampoco creen que la inducción sea sostenible; por eso, a la capacidad de
sustento de contrafácticos y de predicción no se la puede ya considerar como algo
propio de la ley considerada aisladamente e independientemente del resto de la ciencia.
Precisamente debido al carácter fundamentalmente relacional de las leyes con el resto
de enunciados de la teoría, tales capacidades no se encuentran ya en ellas vistas como
enunciados aislados. Ahora tales propiedades dependen justamente de su manera de
encajar unas leyes con otras, cosa que termina dependiendo del uso que dentro de la
ciencia se les haya dado.
Por otro lado, la capacidad de explicación requiere de una crítica dirigida ya no
a las leyes, sino a la noción misma de explicación: la teoría positivista de las leyes no
está indisolublemente ligada a una teoría de la explicación particular. Dada ya la
diferenciación entre los enunciados que tienen el poder de explicar y los que no, el
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filósofo debe restringirse a determinar si las leyes se pliegan o no a tal condición. Una
crítica a la noción positivista de explicación sería ya un tema ajeno a esta discusión. Sin
embargo, aún teniendo en cuenta que el modelo nomológico-deductivo es de hecho
insuficiente, lo único que en realidad necesitaría la noción positivista de ley sería que el
realista concediera que la explicación siempre requiere de una ley. Y no es difícil que
cualquier filósofo en últimas admita que para explicar, a la ciencia le resulta necesario
remitirse de alguna manera a una ley de la naturaleza.
Antes de evaluar el impacto de la crítica realista en la definición positivista de ley,
analizaremos—en el próximo capítulo—las críticas dirigidas hacia sus posibles
inconsistencias internas. Una vez tengamos un panorama general de todas las objeciones
que se le pueden hacer a dicha definición, podremos evaluar si los positivistas lógicos
poseen las herramientas necesarias para responderlas.
44
CAPÍTULO 3
El problema de las condiciones implícitas en el enunciado de ley
El mayor problema interno al que se enfrenta la noción de ley como enunciado de
regularidad tiene que ver con el antecedente de ese condicional que determinó el
positivismo como expresión de la universalidad del mismo. Así, el presente capítulo se
centra en el análisis de aquellas condiciones implícitas para que el condicional material
que expresa la ley se cumpla. En primer lugar, entonces, se analizará el problema de los
provisos, para terminar con el análisis de la crítica que hacen Nancy Cartwright y
Ronald Giere.
3.1 El problema de los provisos
Como se hizo claro en el capítulo anterior, la expresión básica de un enunciado de ley a
través de la lógica formal sigue el modelo “ Si A, entonces B” , con todos los problemas
de falta de precisión que los humeanos mismos saben que esta formulación trae
consigo. Sin embargo (y de esto también es consciente el positivismo), la formulación
misma planteada en tales términos no es exacta en cuanto a que no expresa con
propiedad lo que los positivistas realmente quieren decir. En realidad, para que la
expresión sea completa y logre capturar a cabalidad aquello que a partir de Hume se
concibe como ley, efectivamente tendría que incluir un dato informativo adicional: las
condiciones bajo las cuales el condicional anterior se cumple. De esta manera, lo que en
principio era una formulación simple “ si A, entonces B” , debe transformarse
necesariamente en un “ si A, entonces B, bajo determinadas condiciones C” . Esta última
fórmula da cuenta de una característica fundamental de las leyes de la naturaleza dentro
de esta corriente filosófica: que éstas son leyes ceteris paribus. Esto equivale a decir
que se cumplen bajo ciertas circunstancias específicas dadas o, en otras palabras, que
manteniéndose todo lo demás dentro de un marco definido estable, entonces si A
ocurre, se dará B. Así, además de que la ley se refiere a una clase de objetos y a una
propiedad o comportamiento que se les asigna a los miembros de dicha clase, resulta
que habla también de ciertas condiciones tácitas que en todo caso deben ser cumplidas.
Es aquí en donde yace un enorme problema: ¿puede una ley realmente incluir y dar
cuenta de esas condiciones tácitas? El gran obstáculo que pone este problema de los
provisos es que cuestiona hasta qué punto puede una ley abarcar un número a veces
indefinido de condiciones tácitas que se deben cumplir para que ella misma sea válida.
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No es clara la manera en que los enunciados que son considerados leyes de la ciencia
pretenden cubrir tales condiciones sin mencionarlas de manera expresa.
Irónicamente, el problema de los provisos fue considerado en primer lugar por
Hempel. Como escribe Ronald Giere sobre Hempel en su artículo “ Laws, Theories and
Generalizations” , “ su meta siempre ha sido fortalecer su posición filosófica básica,
pero tal honestidad intelectual puede llevar a problemas que de hecho socaven la propia
posición” (1988, p.38). Lo que le sucede a Hempel es exactamente eso: en un intento
por darle mayor solidez a su propia teoría de las leyes, y mientras repasa las
implicaciones de la misma, se topa con el problema de aquellas condiciones tácitas que
supuestamente determinan si el condicional legal de hecho ha de cumplirse o no. Y sin
quererlo, uno de los teóricos más importantes del positivismo humeano, en cuanto a las
leyes se refiere, acaba planteando uno de los mayores obstáculos a los que se enfrenta
su corriente filosófica.
Como hemos visto, a pesar de ser la verdad una característica fundamental de
las leyes en el modelo que de ellas elabora el positivismo, no es ésta una verdad estricta
en el sentido en que tradicionalmente se la considera: para este momento, la verdad de
los enunciados de ley obedece a una teoría coherentista que se muestra flexible ante la
posibilidad de refutación de los enunciados. Sin embargo, el problema de los provisos
planteado por Hempel lleva esta flexibilidad a extremos ya indeseables aun para el más
tolerante de los positivitas: ya no se trata simplemente de que la verdad de las leyes no
sea estricta, sino que de hecho los enunciados de ley podrían llegar a ser no ajustarse
empíricamente a lo que sucede en la realidad. En la medida en que existen ciertas
condiciones bajo las cuales se cumplen los enunciados de ley, pero siendo estas
condiciones sobreentendidas y jamás postuladas dentro del enunciado, la ley podría
llegar a ser falsa porque habría varias situaciones en las que, por no cumplirse las
condiciones, no se daría el consecuente del condicional, a pesar de ser verdadero el
antecedente. Así, si la ley no es explícita acerca de los provisos, en los casos en los que
las condiciones no se dieran, el condicional simple mentiría, porque estrictamente
hablando lo que expresa es que siempre que A ocurra, se dará B.
Para Hempel, su descubrimiento de los provisos representa un verdadero
problema: si a la ley se le diera ahora la responsabilidad de aclarar todos y cada uno de
los provisos implícitos, sería imposible dar con una verdadera ley, pues la mayoría de
las veces la lista sería indefinida. Por otro lado, incluso si se lograra explicitar dentro de
la fórmula universal la totalidad de los provisos implicados, se correría el riesgo de
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trivializar a la ley. El primero de los casos nos pone ante el problema de no poder nunca
enunciar adecuadamente una ley, pues nos sería imposible abarcar dentro de un solo
enunciado la infinidad de condiciones que han de cumplirse para que el condicional sea
verdadero. El segundo, suponiendo que de hecho se pudiera incluir la totalidad de los
provisos, nos alerta acerca de la posibilidad de convertir a las leyes en enunciados
vacíos: si el enunciado va a ser de forma “ si A entonces B, dado C, D, E, F, G, H….” ,
podríamos estar trivializando a la ley, afirmando simplemente que el condicional “ si A
entonces B” se cumple sólo en las condiciones en las que se cumple el condicional “ si
A entonces B” : podría cualquier persona construir entonces provisos a su antojo para
que la ley satisficiera el requisito de verdad. Esto aterra al positivismo humeano y a la
vez suscita las más profundas críticas a su caracterización particular de las leyes de la
naturaleza.
Si la ley no contiene explícitamente a los provisos como parte de las
condiciones antecedentes, entonces la ley puede arrojar una predicción falsa en un caso
particular. Es entonces evidente que el condicional inicial, el formalmente propuesto
por el positivismo, no es necesariamente verdadero, pues su antecedente verdadero A
permite un consecuente B falso7.
Una posible solución al problema podría encontrarse si se aceptara en adición a
una lista de provisos, o en lugar de ella, una cláusula aclaradora de que no existen otros
factores que afecten la verdad del condicional universal. Sin embargo, para Hempel
esto es inadmisible: su miedo a trivializar la ley no le permite incluir tal enunciado
dentro de los antecedentes del condicional. Como nota Marc Lange, “ el estándar de
completitud de Hempel es demasiado alto. Hempel aparentemente considera completo
un enunciado de ley sólo si logra, en ausencia de cualquier conocimiento de base,
informarlo a uno de lo que se necesita para que la naturaleza obedezca la ley
correspondiente” (Lange, 1993, p. 240). Y tiene razón: en la medida en que Hempel no
acepta tal cláusula adicional, pone en evidencia el hecho de que cree que la ley por sí
sola (tácita o explícitamente) debe ser lo suficientemente aclaradora de las condiciones
necesarias para cumplirse. La ley es cargada entonces con una responsabilidad
adicional que en principio no tendría por qué tener, y que amenaza con socavar la
posición misma de Hempel, aunque quizá no la del la corriente humeana en general.
7 El anterior análisis sólo puede ser hecho de manera informal porque no existe una forma estándar de simbolizar un proviso. Cualquier simbolización lógica ya implica una decisión acerca de la naturaleza filosófica de los mismos.
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Ahora bien, podría ser, a diferencia de lo que Hempel cree, que no esté en la ley
misma la responsabilidad de aclarar todas las suposiciones necesarias para que el
condicional sea verdadero: quizá esa sea una responsabilidad de la comunidad científica
misma y específicamente de quienes usen la ley. Como dice Lange, “ requerir que una
regla sea inteligible en ausencia de comprensión implícita de base de cómo aplicarla, no
es un criterio razonable de completitud, porque ninguna regla puede satisfacerlo”
(Lange, 1993, p. 241). A lo que se refiere este autor es al hecho innegable de que al
aplicar una ley, los científicos conocen por convención, uso o práctica, la manera en
que ella puede ser aplicada y las circunstancias precisas en las que es válido y útil
recurrir a ella. Por eso el miedo de Hempel parece no ser compatible con la definición
inicial que el positivismo en general le da a la misma: si la necesidad, verdad y
universalidad son criterios que adquieren valor en la medida en que la ley tiene también
un papel definido dentro de un cuerpo teórico sistemático, entonces en principio no
tendría por qué ser un problema que precisamente sea la posición en la que se encuentre
la ley dentro de la ciencia la que determine los provisos o circunstancias en que ella
resulta utilizable. En tal caso, serían las teorías y no los enunciados de ley el
fundamento de nuestra comprensión de la naturaleza.
Los filósofos que han basado su crítica a la concepción nómica humeana en el
problema de los provisos, proponen dejar de lado la visión de las leyes como
enunciados descriptores de regularidad. Tanto Ronald Giere (1988) como Marc Lange
(1993) terminan por concluir que el problema radica en este tipo de visión. Giere por su
lado, cree que tal vez el dominio o rango de las leyes sea demasiado grande, a partir de
lo cual su propuesta no es otra que restringir ese dominio, de manera que, a pesar de
ser pequeño, sea un campo de acción seguro para la ley. Con miras a este propósito,
Giere entonces deja de lado el uso del término ley, para pasar a utilizar el de “ hipótesis
teórica” . Tal hipótesis cumpliría el papel que hemos visto que cumplen las leyes “ y
podría ser de cualquier alcance, desde un enunciado sobre un sistema único, hasta un
enunciado sobre una potencial infinidad de sistemas” (Giere, 1988, p.41). La diferencia
entre una hipótesis del tipo que plantea Giere, y una ley a la manera en que la hemos
venido entendiendo, radica (o así lo desea el autor) en el hecho de que mientras la
última es un enunciado empírico, la primera consiste en ser más bien una definición, a
saber, la del comportamiento de un sistema determinado y la del rango al que se aplica
tal comportamiento, que resultaría siendo el sistema mismo. La idea del autor es salirse
del esquema tradicional humeano, definiendo a las leyes ya no como enunciados de
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regularidad, sino como caracterizadoras de la estructura de un modelo teórico: ya la ley
no sería una generalización sobre todos los individuos de una clase, sino la
identificación del comportamiento de un miembro ideal de esa misma clase. Por miedo
a las excepciones a las que se someten las leyes al plegarse a una definición basada en
las regularidades, Giere se escapa a través de una nueva definición que las hace
descriptoras ya no de regularidades reales, sino de modelos ideales. El rango de las
leyes sería el sistema ideal mismo y, debido a esto, ya no la ley sino el propio modelo al
que se refiere sería responsable de indicar los provisos.
Marc Lange, en una posición un poco diferente, resulta ser un pensador opuesto
de una manera más radical a una definición de ley basada en regularidades. Lange está
de acuerdo con Giere en que el problema de los provisos es complicado, pues su
indeterminación impediría una adecuada expresión de los mismos dentro de una
fórmula lógica. Sin embargo, su solución se aleja de la propuesta por Giere: para él, no
puede ser que las leyes se sigan considerando como descriptivas (que es lo que son
dentro de la corriente humeana, en la medida en que sólo describen regularidades), sino
que debe atribuírseles un carácter de normatividad. En este sentido, la única manera en
que pueden ser definidas las leyes sería como “ especificadoras de las afirmaciones que
debemos respetar, en determinado contexto, como capaces de justificar ciertas otras
afirmaciones” (Lange, 1993, p.242). En otras palabras, la solución de Lange consiste en
afirmar que una ley es una norma que nos dice qué información entre la que ya
conocemos debe ser usada como justificadora de otra información. En este caso, a lo
que se referiría es a que la información referente a un suceso natural cualquiera es
justificable mediante algunas afirmaciones ya contenidas dentro de nuestro cuerpo
sistemático científico. Y el rol de la ley no es otro que el de reglamentar esta relación
de justificación de la nueva información por medio de conocimiento previo: el
enunciado legal se refiere a qué partes específicas de nuestro actual conocimiento son
sustentadoras del enunciado acerca de un fenómeno de la naturaleza. Así pues, la
caracterización basada en regularidades resulta insuficiente, puesto que no regula las
relaciones de nuestra información. Su nueva definición, por el contrario, deja de lado
una labor puramente narrativa de los hechos, y se adentra en el campo de lo normativo.
Ahora bien: ¿resultan estas críticas destructoras del modelo humeano? Ambas
nociones de ley parecen alternativas salvadoras de los problemas a los que se enfrenta
el positivismo. La de Giere acierta en cambiar el rango de aplicación de las leyes, pues
en la medida en que ellas son aplicables a modelos, y no a condiciones reales, parece
49
menos posible acusarlas de falsedad. La de Lange, por otra parte, al plegarse al ámbito
de lo normativo, logra atraer a esa parte de nosotros que asocia a la ley con lo
regulador: no en vano usamos un mismo concepto, “ ley” , para los enunciados de la
ciencia y para las reglas generales de los estados y las instituciones. El término mismo
tiene ya una implicación que nos arrastra hacia la regulación y hacia el deber ser.
No obstante, a pesar de las muchas virtudes de ambas alternativas, debe
mantenerse el foco sobre la pregunta ya mencionada que cuestiona acerca de qué tanto
son Lange y Giere destructores de la posición humeana. Es cierto que la noción
humeana no habla en ningún punto acerca de los modelos ideales: basada en las
regularidades de la naturaleza, la ley positivista es un enunciado acerca de individuos
reales que se han comportado de una misma manera. En este orden de ideas, es cierto
que, como dice Lange, a la ley le haría falta un carácter de normatividad, y tal carencia
representaría el punto débil que permite que los provisos se conviertan en un obstáculo
insalvable. Siendo normativa, en cambio, la ley está libre de tal problema, pues sus
usuarios ya saben cómo aplicarla en la mayoría de los casos, y la aclaración de sus
propios provisos la haría redundante. Los miembros de la comunidad científica usarían
su conocimiento previo como base para determinar en cuáles casos sirve la ley y en
cuáles no. Sin embargo, ¿en dónde reside en este caso la normatividad?
El enunciado de ley por sí solo no contiene ninguna orden ni ninguna dirección
sobre en qué momentos es adecuada la ley, y Lange aclara que el contener las
indicaciones de los provisos sobraría, pues el conocimiento de base del usuario de la ley
sería suficiente. Pero esto nos lleva entonces a concluir que el carácter de normatividad
yace precisamente en la manera en que los miembros de una comunidad cognitiva
utilizan a la ley. Así, Lange resulta no tanto un opositor de la noción positivista, sino
alguien incómodo con los términos en que ella es postulada y que por lo tanto prefiere
su propia expresión. En el fondo, sin embargo, la idea es la misma: cuando un
positivista reemplaza esa X que señala Dretske por el papel que cumplen las leyes
dentro de nuestras teorías, el papel al que está aludiendo es en sí una expresión del
carácter normativo de las leyes. En el ejemplo de la explicación nomológico-deductiva
¿qué papel cumplen las leyes sino el de relacionar conocimiento ya adquirido (las
premisas particulares) con información sobre un acontecimiento a explicarse? Y en el
caso de las predicciones, ¿no es cierto que las leyes relacionan nuestro conocimiento
anterior (esa parte de las mismas que es una generalización sobre casos anteriores) con
50
enunciados acerca de información futura que por no haber sucedido todavía, nos es
desconocida?
Tal vez a Lange le incomoda que las leyes en el sentido positivista tengan que
ver con regularidades. Sin embargo, olvida que aunque el positivismo usa a las
regularidades como base de la ley, incluye dentro de la definición de la misma muchos
otros requisitos. Así, la definición positivista no es sólo que la ley es un recuento de
regularidades: ciertamente la ley lo es, pero con las características de necesidad, verdad,
contingencia, y sobre todo con un papel muy específico dentro de nuestros campos de
conocimiento. Resulta no ser tan cierto entonces el hecho de que a la noción positivista
le haga falta un carácter de normatividad. Lo que sucede con la corriente humeana es
que le deja esta propiedad no al enunciado mismo, sino al rol que se le asigna dentro de
las teorías. No es la expresión lógica la que explícitamente da directrices sobre cómo
ser usada, sino que sus utilizadores ya saben cómo hacerlo, puesto que su conocimiento
previo les permite establecer una convención. Así pues, tanto Lange como Hempel
resultan injustificados en su aprehensión: a Hempel, Lange lo refuta aclarando que la
ley, para ser completa, no tiene que hacer una lista indefinida de provisos, puesto que el
conocimiento de base de los científicos que la usan es suficiente convención para dirigir
su uso. A Lange, por su lado, sus mismos argumentos deberían terminar por
tranquilizarlo: si él mismo está de acuerdo con que los científicos, debido a su previa
comprensión y dominio de la ciencia, saben cómo y cuándo usar la ley, entonces no
está tan lejos de lo que el positivismo postula como rol de las leyes dentro de las
teorías. El positivismo, al creer que el papel de las leyes dentro del sistema es
fundamental, y si hace parte de este papel el hecho mismo de que los científicos se lo
atribuyen porque saben cómo utilizarla en relación con el resto del conocimiento, se
pliega perfectamente al requerimiento de normatividad planteado por este autor.
Ahora bien, el caso de Giere es ya un problema de otra dimensión. Su desvío
hacia los modelos ideales constituye un dilema para quien hasta el momento se ha
dejado convencer por la noción positivista de lo que es una ley de la naturaleza. Cuando
se hace alusión a los modelos teóricos, se hace perfectamente notorio que quizá ésta sea
una salida mucho más simple para las dificultades que acechan al positivismo en la
medida en que sus leyes hablan de circunstancias y casos individuales. Los modelos
teóricos logran deshacerse del problema de los provisos precisamente porque ahora la
ley ya no tiene que ser aclaradora de los mismos: el modelo mismo es representativo de
todas las condiciones en las cuales la ley se cumple. Así, es posible que la definición de
51
ley tuviera que convertirse o bien en una de tipo positivista que además incluyera de
alguna forma los modelos de la idealidad, o bien en una posición enteramente distinta al
positivismo, que dejara de lado por completo a las regularidades y que ya se apoyara
del todo en este tipo de modelos. No obstante, para analizar estas dos alternativas con
una mayor efectividad, es de vital utilidad estudiar también la obra de Nancy
Cartwright quien, como Giere, desarrolla una argumentación en la que las leyes sólo
pueden ser entendidas como aplicables a rangos muy restringidos, compuestos
simplemente de los sistemas teóricos ideales.
3.2. La crítica de Cartwright a cualquier noción “fundamentalista” de la ley
Al menos en lo que a lo nómico se refiere, Nancy Cartwright resulta una completa
anarquista, fundamentalmente porque le incomoda que la filosofía desconozca el
inmenso número de excepciones a las leyes. Esta pensadora se opone no solamente a la
teoría positivista humeana, sino a cualquier otra que se desentienda de los provisos,
aunque ella misma no usa el término específico. En un tono completamente
despreciativo hacia lo que la autora denomina “ fundamentalismo” , sus obras cuestionan
todo punto de vista filosófico que implique para sus leyes un cumplimiento estricto en
todos los casos. ¿Por qué hemos de creer que las leyes lo gobiernan todo? ¿Por qué
creer que podemos determinar todas las condiciones en las que una ley se cumple? ¿Por
qué no creer que algunos eventos ocurren azarosamente y sin razón alguna?
Las preguntas provocadoras de Cartwright preocupan a la filosofía en general,
puesto que se dirigen a uno de los puntos a los que a la filosofía le ha costado más
trabajo superar: la presuposición que toda teoría hace de la causalidad. Si bien es cierto
que Hume intenta una refutación de la misma, refutación que no constituye un tema
directo de la presente investigación8, es cierto también que toda la filosofía (incluido el
positivismo heredero de este empirista) se comporta como si asumiera que cada cosa
tiene una causa. Por eso, las preguntas de Cartwright tocan un punto álgido del debate
filosófico: ¿qué es lo que no nos permite pensar que algo no tenga una causa
específica? ¿Por qué tiene que ser necesario que todo sea producto de un proceso
causal? El ataque a la causalidad resulta entonces de primera importancia dentro de la
8 En términos generales, la refutación a la causalidad por parte de Hume es como sigue: dos cosas que puedo concebir separadamente son distintas e independientes la una de la otra. Puedo concebir una cosa sin necesidad de concebir su causa, por lo tanto las cosas son lógicamente independientes de su causa.
52
discusión acerca de las leyes9, pues cuando asumimos que ellas lo gobiernan todo, lo
que asumimos (sin ser conscientes de ello) es que todo tiene una causa. En esta medida,
el término “ fundamentalismo” al que se opone Cartwright no se refiere a otra cosa que
a esa tendencia que tenemos de creer que las leyes son definitivas en todas las
situaciones y que una vez postuladas no existe manera de que no se cumplan.
Basándose en casos reales, la autora de How the Laws of Physics Lie (1983) y
de “ Fundamentalism vs. the Patchwork of Laws” (1994) nota que muchas veces los
fenómenos naturales se alejan de los resultados que la ciencia predice según las
circunstancias iniciales. A pesar de centenares de fórmulas físicas que pretenden
describir el mundo e intentan aproximarse con exactitud a la realidad, la naturaleza
pocas veces se ajusta a lo que tales ecuaciones proponen como comportamiento natural
a esperarse. En efecto, como ya lo ha notado Giere, resulta que todas las leyes físicas y
de la ciencia en general son predictivas únicamente en los casos cuyas variables están
controladas en su totalidad, en aquellos casos experimentales controlados cuyas
características son perfectamente determinadas de antemano por el científico. En este
sentido, Cartwright se adhiere a la opinión de Giere: en lugar de ser enunciados
descriptores de las regularidades del mundo, las leyes son en cambio descriptoras de
modelos ideales trazados en su totalidad por el científico.
La base esencial de la concepción de las leyes para Cartwright yace en su
opinión de que ninguna definición de ley puede ignorar su carácter de ceteris paribus.
Ella misma utiliza el ejemplo de la ley de fuerza de Newton, a saber, Fuerza = Masa *
Aceleración:
La mayoría de nosotros, criados dentro del canon fundamentalista, lee esto con un cuantificador universal en frente: para cualquier cuerpo, en cualquier situación, la aceleración que lleve será igual a la fuerza ejercida en él en esa situación, dividida por su masa inercial. Yo quiero leerla, en cambio, como creo que de hecho deberíamos leer a todos los [enunciados] nomológicos, como una ley ceteris paribus: para cualquier cuerpo en cualquier situación, si nada interfiere, su aceleración será
9 Es evidente que a través de esta investigación se ha hecho muy poca referencia al tema de la causalidad y de las leyes causales. Si bien es cierto que la filosofía (incluido el positivismo) hace muchas veces distinciones entre leyes causales y no causales, la pregunta del presente trabajo no requiere de tales especificidades. La principal razón de esta innecesidad tiene que ver con el hecho de que, para Hume, nuestra noción de causalidad no es otra cosa que una habitualidad a observar eventos de manera contigua espacio-temporalmente, y así, el de causalidad es un concepto reducible y equivalente al de regularidad. Por lo tanto, al referirnos a las leyes humeanas como expresiones de regularidad, se hace evidente que todas las leyes (de cierta manera) tienen rasgos de causalidad. En esta medida, la crítica de Cartwright a la causalidad se convierte en un obstáculo aun más evidente del positivismo humeano: siendo la causalidad la mismísima regularidad, es de vital importancia que la corriente humeana se enfrente a una objeción a ella.
53
igual a la fuerza ejercida en él dividida por su masa. (Cartwright, 1994, p.282)
Como los demás pensadores, Cartwright también es consciente de que los provisos son
causantes de excepciones en las leyes. Sin embargo, para ella el problema debe ser
tomado mucho más en serio: no es que algunas veces, algunas circunstancias
específicas hagan que un cierto caso no se dé. Por el contrario, resulta que la mayoría
de las veces las circunstancias externas influyen en las condiciones iniciales del
condicional universal que constituye a la ley. Por eso, de las leyes no se puede decir
con propiedad (según esta autora) que sean verdaderas, puesto que en la mayoría de los
casos ni siquiera lo son10. Algunas veces, los resultados reales se desvían sólo un poco
de lo predicho por la ley, pero muchas otras el error es de dimensiones bastante
mayores de lo que los científicos quisieran. Así, los únicos ambientes en donde las
leyes se cumplen con estricto rigor son los laboratorios, en donde el experimentador
puede tener controladas las variables, de manera que no existan causas adicionales
influyentes. De esta manera, ¿en qué sentido podría decirse de una ley como enunciado
de regularidad que es verdadera si la mayoría de los casos reales y de la vida cotidiana
suelen oponerse (o en el mejor de los casos desviarse) a ella?
El punto de Cartwright es de la mayor seriedad. No es que esta pensadora se
oponga caprichosamente a las leyes, pues de hecho en sus escritos es claro que a ella
también le parecen útiles e indispensables dentro del cuerpo de la ciencia. Lo que
pretenden sus argumentos es un ataque a los que ella considera mitos innecesarios
acerca de lo nómico. Principalmente y en relación con el problema de los provisos, lo
que más le incomoda es aquella característica de verdad de las leyes: Cartwright es
honesta en su afirmación de no encontrar ninguna razón que argumente en favor de que
las leyes sean verdaderas. Su punto es que ser verdaderas no es tan determinante: el que
no lo sean no les quita ni les pone nada y en cambio hace, según ella, que la teoría de
las leyes se ajuste a una realidad en la que las leyes están siendo violadas
constantemente.
El ejemplo utilizado por la autora es lo suficientemente diciente: supóngase un
billete arrugado, liberado en un momento cualquiera en un parque de una ciudad en el
10 De hecho, la ley de Newton utilizada como ejemplo no se cumple en ningún caso, debido a la condición inicial que esta ley presupone. La fuerza de un cuerpo es igual a su masa por su aceleración solamente cuando se cumple el proviso de que no haya ninguna otra fuerza actuando sobre el cuerpo. Sin embargo, no existe absolutamente ningún objeto sobre el cual las fuerzas gravitacionales de los demás cuerpos del universo no ejerzan alguna influencia, por mínima que ella sea.
54
que hay ciertas corrientes de viento. ¿Podemos saber en dónde caerá? (Cartwright,
1994, p.283) Es cierto que la física tiene una cantidad de leyes aplicables a objetos
cayendo, pero ciertamente, a un físico le será imposible dar cuenta de cada curvatura y
doblez de ese billete arrugado o de la forma en que las diferentes corrientes de viento
pegarán en cada uno de esos planos irregularmente posicionados. En resumen, será
imposible construir un modelo riguroso de tal situación, y por lo tanto quizá ni el mejor
físico podrá predecir el punto exacto en que ese billete específico habrá de caer. Las
leyes resultan verdaderas, entonces, sólo en casos muy específicos en que las
circunstancias son modelables, razón por la cual es afectada también la universalidad,
siendo que la aplicabilidad de la ley no es ya para todos, sino para ciertos casos muy
particulares.
Podría argumentarse aquí que el que no se pueda modelar tal situación no
significa que ella no esté gobernada por las mismas leyes que cualquier otro objeto
liberado y en proceso de caer. Para Cartwright, sin embargo, asumir que aquí rigen las
mismas leyes, constituye una petición de principio: normalmente sabemos que las leyes
rigen en determinados casos, justamente porque logran predecir el resultado de los
mismos; aquí creemos que hay leyes rigiendo sin que ningunos resultados acertados nos
lo hagan saber. Así, nuestra suposición no es otra cosa que “ otra muestra de fe
fundamentalista” (Cartwright, 1994, p. 285). O, dicho en términos del círculo inductivo
humeano: el que todas las situaciones pasadas hayan sido modelables dentro de
esquemas físicos, no significa que la siguiente vaya a serlo también.
La inferencia inductiva no es justificable: ningún caso positivo que obedezca a
lo que postula una ley es confirmador de la misma, todo debido al círculo de la
inducción señalado por Hume. Es entonces como ninguna experiencia que se ajuste a lo
demandado por un enunciado de ley argumenta en favor de la verdad y, por lo tanto, de
la universalidad de las leyes. El que las leyes sean explicativas en ciertas situaciones
sólo las hace explicativas en tales situaciones y no en todas. El que las leyes sean
verdaderas en ciertas situaciones sólo las hace verdaderas en tales situaciones y no en
todas. Más aún, el que una ley sea exitosa dentro de un dominio, sólo la hace exitosa
dentro de ese dominio y en ningún otro. De ahí que la verdad de las leyes sea, en el
mejor de los casos, sujeta a provisos y, en el caso específico de esta autora, sujeta a su
aplicabilidad restringida a un solo modelo ideal. Cuando las leyes funcionan, se debe a
que “ moldeamos las circunstancias para que se adapten a nuestro modelo. Repito: esto
no muestra que deba ser posible moldear nuestros modelos para adaptarse a todas las
55
circunstancias” (Cartwright, 1994, p.292). Así, si muchas circunstancias son reacias a
caber en algún modelo, no puede pretenderse que para todas ellas existan leyes.
¿Qué es lo que hace de la de Cartwright una crítica al positivismo? La teoría de
Cartwright resultaría, desde muchos puntos de vista, dirigida no a la noción positivista
como tal sino a la creencia general de las leyes como regentes de cualquier evento que
suceda en el universo. Sin embargo, algunas partes de ella sí aluden fundamentalmente
a la legaliformidad positivista: cuando Cartwright argumenta en contra de la verdad y
de la universalidad de las leyes, lo hace incluso contra la visión particular que los
positivistas tienen de estas nociones. Si bien es clara su oposición a la concepción
tradicional realista de tales conceptos, también es cierto que le incomoda la visión
positivista de los mismos, puesto que en todo caso los humeanos, a pesar de ser
conscientes del problema de los provisos, asumen que una vez éste es solucionado, la
ley sí se aplica a cualquier caso. Es decir, una vez resuelto el dilema de los provisos, la
ley es universal en el sentido de ser aplicable a todos los miembros de la clase de los
que se hable, y es verdadera en el sentido de que, sin haber sido refutada, en razón de
adecuarse empíricamente a las observaciones hasta ahora hechas, se espera su
cumplimiento en todos los casos en los que nada más interfiera.
A todo esto: ¿qué podría responder el positivista? Giere y Cartwright parecen
tener razón, y a sus argumentos los ayuda que incluso los humeanos saben el gran
problema que representa el hecho de que las leyes tienen un sinnúmero de excepciones.
Lo que distingue a estos últimos dos críticos es su propuesta de un referente alternativo
para las leyes, diferente a las regularidades positivistas: los modelos ideales. Si las leyes
representan modelos ideales, ya no tienen que lidiar con problemas de excepcionalidad
a la universalidad y a la verdad: se asume ya que las circunstancias reales no son
aquello a lo que la ley estrictamente se refiere. Entonces se pone en evidencia una
posible ventaja de la propuesta de Cartwright, a la que la propuesta positivista debe
poderse enfrentar.
Si bien el positivismo nómico nunca habla de modelos, es claro que las leyes
generales para cualquiera, no sólo para Nancy Cartright o Ronald Giere, hablan de
cómo habría de comportarse el mundo si las circunstancias fueran las propicias. Y el
adjetivo “ propicio” es fácilmente adaptable al concepto de idealidad: una manera de
interpretar, por ejemplo, la cláusula adicional aclaradora de que no existen otros
factores que afecten la verdad del condicional universal, sería notando que en el fondo
ésta dice que bajo ciertas condiciones ideales (en el sentido de que justamente nada
56
adicional las afecta) la ley se cumple. Así, cuando en la solución al problema de los
provisos se habla de que el científico posee un conocimiento que le permite determinar
en qué casos la ley funciona o es aplicable, realmente se dice que el científico conoce
las condiciones ideales en las cuales la ley realmente es predictiva y explicativa. En
otras palabras, no es cierto que el positivismo no crea que, en cierto sentido, las leyes
sean postulados de lo que sucedería si las circunstancias se acercaran a lo ideal, y no
fueran influidas por provisos que terminan por cambiar lo que la ley ha predicho acerca
del mundo. De esto, sin embargo, podría surgir un importante cuestionamiento: si ahora
incluso la noción de ley positivista es una que se refiere a lo ideal, ¿dónde queda la
explicación del origen de las leyes en la observación real de regularidades? Parece
haber una contradicción entre la afirmación de la ley como enunciado de regularidades
y la de la ley como enunciado de lo que sucedería en casos ideales. No obstante, la
incompatibilidad es sólo aparente: la ley es un enunciado de regularidades en la medida
en que se construye a partir de la observación de las mismas, y es un enunciado
descriptor de la idealidad puesto que de todas esas regularidades se toman solamente
esas características comunes relevantes que precisamente hacen que esos casos
obedezcan a la ley. De esta manera, el origen epistemológico de las leyes idealizadas
pueden ser las regularidades
Obviamente, el acuerdo entre la opinión de Cartwright y el positivismo
mantendría ciertas diferencias: mientras que dentro de la óptica positivista existirían
más casos semejantes a los modelos ideales, Cartwright se mantendría en la opinión de
que la idealidad sólo se da cuando las condiciones son perfectamente controladas por el
experimentador. Los humeanos, por su lado, teniendo en cuenta el poder explicativo de
las leyes y la manera en que su papel dentro de la ciencia cumple una función activa y
práctica dentro de su procedimiento, seguirían pensando que ellas son útiles para
predecir, aunque se verían obligados, como cualquiera, a admitir que en casos como el
del billete arrugado, y muchos otros de múltiples variables incontrolables y no
modelables, el poder de predicción se vería notablemente disminuido.
Ahora bien, con respecto a tales casos, la posición humeana probablemente sería
juzgada por Cartwright como fundamentalista: el positivista diría que en últimas el que
no sean modelables las circunstancias se debe a una incapacidad humana y no a que las
circunstancias en sí mismas no quepan dentro del modelo. Así, mientras que para el
positivismo el problema de las leyes de la naturaleza es epistemológico, Cartwright lo
ha convertido ahora en un problema metafísico: ¿por qué debemos creer que hay leyes
57
rigiendo todos los acontecimientos? ¿Por qué asumir que detrás de cada acontecimiento
hay una regla que lo determina? Recurrir a la experiencia en este caso sería visto
inmediatamente como la petición de principio que ya Cartwright puso en evidencia.
Sin embargo, el positivismo estaría en el fondo consciente también de la objeción: nada
nos dice que el caso inobservado, como todos los anteriores, pueda ser modelado dentro
de las fórmulas teóricas que ya posee la ciencia. Pero, como se verá más adelante, entra
entonces a jugar el factor que probablemente constituye la característica definitiva de la
noción de ley humeana: su uso. Tal vez sea por simple utilidad que se asuma (aun a
sabiendas de la injustificabilidad filosófica) que el mundo puede ser modelado y que
obedece a leyes: quizá sea esa presuposición la que dé a la ciencia un impulso en su
proceder.
3.3 Un nuevo panorama general
Las críticas a las que es sometida la noción humeana de ley construyen un diálogo a
partir del cual es posible dimensionar un nuevo panorama de la definición de ley dentro
del positivismo. El papel fundamental que juegan los autores de tales objeciones
consiste en obligar al positivismo a poner su definición a prueba para determinar qué
elementos son salvables, cuáles definitivamente no pueden mantenerse sin caer en el
absurdo y cuáles merecen una justa modificación.
La crítica realista es de fundamental importancia para evidenciar lo mucho que
puede el positivismo desafiar a la opinión común, al menos en cuanto a leyes se refiere.
Una exploración de los reparos del realismo nos hace ver lo muy realistas que podemos
llegar a ser en nuestra vida cotidiana con respecto a nociones como la de ley: es cierto
que, sin haber recurrido a la filosofía, observamos a la ley como un patrón inviolable,
de acuerdo al cual funcionan todas las cosas y contra el cual no debería poderse
presentar ninguna excepción. La ley positivista, en cambio, nos enfrenta a una nueva
manera de concebir lo legal como algo supremamente flexible y cambiante.
En primer lugar, la posición del positivismo pone de presente la inevitable
división entre dos posibles caminos: o bien adoptamos una nueva definición de la
objetividad, en la que ya no sea algo independiente de lo humano, sino que tenga que
ver con un acuerdo intersubjetivo, o bien renunciamos a las leyes, o al menos a la
posibilidad de saber cuando estamos ante alguna. Y es que el realismo no tendría
alternativa distinta a la segunda: siendo imposible, como es el caso, acceder a un plano
de universales que nos expliquen las relaciones postuladas por las leyes, y al plano
58
universal que a su vez explica a esos primeros universales, resultaría imposible para un
ser humano corriente saber en qué momento se encuentra frente a una ley. ¿Tenemos
acaso manera de saber si lo que hoy consideramos una ley no será refutada mañana? La
verdad, necesidad y universalidad absolutas del realista son conceptos que nos dejan, o
desprovistos de leyes, o con leyes a las que no tenemos manera de acceder.
El resto de la crítica, por su parte, constituye un desafío importante para la
noción de ley, sobre todo en lo que a sus fundamentos se refiere. El problema de los
provisos pone de presente el hecho de que la ley, expresada en términos puramente
lógicos y formales, no puede dar cuenta de la multiplicidad de condiciones que influyen
en su verdad o falsedad. Cuando Lange señala una posible falta de normatividad, se
obliga al positivista a admitir que, tomada solamente desde el punto de vista lógico (que
sólo da cuenta de su universalidad), la ley no logra expresar esa normatividad que en el
fondo su uso y su papel dentro de la teoría terminan dándole. Finalmente, Cartwright y
Giere declaran una alternativa perfectamente llamativa que intenta que los modelos
teóricos suplanten a las regularidades de hecho en su papel de fundamentos de las leyes
de la ciencia.
Si bien se hace un intento por demostrar que el positivismo tendría al menos
algún tipo de respuesta inicial a las objeciones a las que se ve sometido, llega ahora el
momento de evaluar qué tan completa es la propuesta positivista tal y como fue descrita
en el primer capítulo de esta investigación. Quizá las siete características básicas que la
corriente humeana atribuye en principio a la ley deban ser complementadas de alguna
forma para que sea posible responder a cabalidad a todas las posibles críticas. De esta
manera, se podría llegar a dos posibilidades: puede ser que la noción del positivismo
necesite de mayores aclaraciones y modificaciones para llegar a ser una estructura más
sólida, o puede suceder que la positivista resulte siendo simplemente una base para la
construcción de una noción de ley ya diferente, pero que utilice a la positivista como
punto de partida.
59
CAPÍTULO 4
Una evaluación de la respuesta del positivismo lógico
La caracterización positivista de las leyes como enunciados de regularidad nos ha
dejado ahora con un tipo de ley de propiedades muy específicas: como enunciado
individual aislado, la ley es de carácter necesario, universal, no-accidental, verdadero y
metafísicamente contingente. Tales cualidades, sin embargo, serían inocuas en sí
mismas si las leyes no tuvieran un papel determinado dentro de un cuerpo teórico
sistemático. Así, la ley debe ser parte esencial de cualquier explicación que se ofrezca
en la ciencia, y además debe constituirse como parte de un sistema cognitivo simple y
sólido, de la mayor coherencia interna. ¿Sobrevive esta respuesta a las críticas? Más
aún, ¿puede esta caracterización representar fielmente la manera en que el término “ ley”
es de hecho utilizado dentro del ámbito de la ciencia? Son éstas las preguntas que se
intentarán responder en este capítulo final.
Una de las razones por las cuales la caracterización positivista de las leyes de la
naturaleza despierta tanta aversión por parte de la crítica es porque desafía abiertamente
la concepción primaria de un enunciado de ley como independiente de cualquier tipo de
decisión humana y como absolutamente determinable. La noción de ley como
enunciado de regularidades depende en gran medida de la decisión que tomen los
individuos relevantes de una comunidad científica, pues las características mencionadas
más arriba dependen evidentemente de que se haga una evaluación: ¿qué es un sistema
sólido y simple? ¿Cómo se evalúa la coherencia, ahora que la verdad está directamente
asociada a ella? ¿Cuáles son los enunciados básicos aceptados?
Por otra parte, existe una segunda razón por la cual la noción positivista genera
rechazo: la esquematización de tales propiedades para un enunciado de ley pone en
evidencia el hecho indiscutible de que la línea divisoria entre lo que es ley y lo que no lo
es se hace cada vez menos clara. Hay una evidente vaguedad en la definición de los
enunciados de ley: ¿qué tan repetitivo tiene que haber sido un hecho para considerarse
ya una regularidad necesaria? Si la verdad es coherencia, ¿cómo se escoge el mejor
entre los múltiples sistemas cognitivos que, siendo distintos entre sí, pueden en todo
caso ser coherentes?
Dentro de la evaluación de la propuesta positivista de definición para el
concepto de ley natural, deben entonces ser valorados los dos aspectos que producen la
60
mayor molestia dentro de la crítica: la vaguedad de la demarcación entre los enunciados
que cumplen los requisitos para ser leyes y los que no, y la subjetividad que parece estar
ligada a la definición de la ley.
4.1 La vaguedad de la definición positivista de ley
Aunque los críticos muestran su incomodidad ante la imposibilidad que presentan las
leyes como enunciados de regularidad de admitir criterios que las definan de manera
definitiva y que marquen límites bien determinados, son los mismos positivistas quienes
desde un principio comprenden que la labor de definición concluyente de una ley es
irrealizable. Por un lado, el círculo inductivo señalado por Hume es en sí mismo un
obstáculo insalvable que desde un inicio imposibilita una definición de ley tal y como
en un principio se tiende a utilizar este tipo de enunciado: mientras que lo que se
presupone irreflexivamente cuando se utiliza una ley es que en ella se contiene lo que
necesaria e inequívocamente sucede y ha de suceder, Hume pone de presente que ésta es
una presuposición injustificable, siendo que ninguna observación puede en últimas
hablar de los casos no observados. Así, si el punto de partida de la definición es uno que
justamente impide una demarcación absoluta, la crítica no postula nada nuevo cuando
advierte que los criterios más importantes de legalidad propuestos por los positivistas
son demasiado flexibles. Los positivistas mismos son conscientes del hecho de que la
definición de ley es una tarea ardua que en últimas no va a poder ser concluida de
manera radical y estricta. Cualquiera de los teóricos positivistas de la ley natural se
muestra escéptico en sus escritos acerca de la posibilidad de encontrar un esquema
rígido y definitivo para enmarcar a aquellos enunciados que son leyes. Las palabras de
Nagel son lo suficientemente dicientes: “ La expresión “ ley de la naturaleza” es
indudablemente vaga. En consecuencia, toda explicación de su significado que
proponga una nítida demarcación entre enunciados legales y enunciados no legales debe
ser arbitraria” (1978, p.58).
A partir de las propiedades mencionadas en el capítulo primero, podría pensarse
que los positivistas aspiraban a una definición absolutamente precisa de lo que es una
ley de la naturaleza. Según vimos, el esquema de características de las leyes podría ser
expresado de manera tal que aparentemente se contara ya con los requisitos últimos para
que un enunciado sea ley. Así, los enunciados de leyes deberían en principio poseer las
cinco características mencionadas con respecto a su carácter de enunciados aislados, y a
la vez cumplir con papeles específicos dentro del cuerpo teórico sistemático. Sin
61
embargo, a pesar de que la lista cuente con siete elementos que a primera vista parecen
plenamente definitorios, lo cierto es que cada uno de ellos, por definición, resulta
flexible, de manera tal que entra a jugar el importante aspecto de subjetividad que más
adelante estudiaremos. El hecho cierto es que si bien el positivismo parece proveer a la
filosofía de un listado definitivo de criterios a partir de los cuales es posible identificar a
la ley de la naturaleza, una mirada más cuidadosa a tal lista sólo revela que por
definición, cada una de esas propiedades es absolutamente adaptable y flexible y por lo
tanto lejana de la rigidez a la que en principio se aspira.
Tómese, por ejemplo, el criterio de la simpleza y solidez del sistema del que
debe ser parte una ley de la naturaleza para ser considerada como tal. ¿Son acaso tales
cualidades de un sistema demarcables de manera completamente objetiva y
determinante? Lo mismo sucede con los demás criterios: el de verdad, por ejemplo, que
se basa en una coherencia interna de los enunciados de ley con unos enunciados básicos
acerca del mundo, depende en últimas de qué enunciados son considerados básicos.
Después de que las oraciones protocolarias fueron rechazadas como expresiones
definitivas de la realidad, ¿quién decide (y cómo) cuáles enunciados básicos expresan
los hechos? El de necesidad, por el otro lado, es un criterio que tampoco resulta
categórico en su definición: si necesidad es la propiedad que expresa esa repetición
continua y sin excepciones de los eventos en la naturaleza, ¿cómo decidir a cuáles
regularidades asignarla sin evaluar de antemano la no-accidentalidad de las mismas?
Pero la no-accidentalidad, a su vez, ¿cómo se evalúa si no es en últimas acudiendo a qué
tan necesario consideramos el enunciado? Así va sucediendo con cada uno de los
criterios: o termina dependiendo de una decisión humana, o es relativo a alguna de las
demás propiedades.
Ahora bien, existe una razón adicional por la cual los enunciados de ley según su
acepción positivista resultan vagos e indeterminables, y tiene que ver con la decisión
metafísica que yace detrás de todo el concepto positivista de la legalidad. A diferencia
del realismo, el positivismo decidió desde un principio que las leyes de la naturaleza no
están de hecho en la naturaleza, sino que son construidas a partir de las regularidades
que observamos en la misma. Así, mientras que para un realista las leyes están de hecho
y hacen parte de la naturaleza, de manera tal que simplemente deben ser descubiertas,
para un positivista las leyes son enunciados que deben ser elaborados a partir de la
observación del mundo. Por eso, la concepción positivista de lo que es una ley está
inevitablemente condenada a su vaguedad e indeterminación: son simplemente
62
relaciones que fabricamos a partir de la repetición de los particulares que observamos.
Si las leyes fueran algo que está en la naturaleza y que simplemente se descubre, su
definición podría aspirar a una mayor determinabilidad y exactitud, puesto que la labor
de definirlas se basaría en describirlas tal y como son, ya que de hecho existirían. Pero
dado que para los positivistas las leyes no están en la naturaleza como tales, y que lo
que observamos en la naturaleza son objetos particulares, las leyes son relaciones
construidas, y por lo tanto, deben irse adaptando caso por caso a esas observaciones y a
esas teorías de las que hacen parte.
La vaguedad, pues, resulta de una decisión metafísica tomada de antemano por
el positivismo acerca de lo que hay. Mientras que el realismo decide que además de los
objetos existen de hecho las relaciones entre ellos y las leyes, el positivismo decide, a
partir del empirismo, que lo que hay es aquello de lo que tenemos percepción directa a
través de la experiencia. Así, para un positivista sólo hay particulares; las relaciones y
las leyes no están realmente en el mundo sino que son abstraídas y construidas a partir
de esos particulares que en últimas son lo único que hay.
Se puede decir, entonces, que cuando la crítica pone en evidencia la vaguedad de
las leyes, no lo hace sin razón: es ésta una consecuencia directa de la manera positivista
de definirlas y de los supuestos metafísicos que yacen detrás de esta definición. Sin
embargo, el que haya vaguedad no es un problema: los positivistas mismos lo saben de
antemano y no por eso se abstienen de proponer una teoría. De hecho, ni siquiera es
cierto que los positivistas decidan hacer caso omiso de la vaguedad como si ésta fuera
un problema inevitable; lo que sucede tiene más que ver con el hecho de que la
vaguedad no es un problema en lo absoluto, y con que ésta hace parte fundamental de la
definición. De ahí que se pueda hablar de asimetría en la discusión entre el positivismo
y el realismo acerca de las leyes de la naturaleza: si la base metafísica de la que parten
es tan absolutamente opuesta, su definición de ley toma caminos diferentes y termina
definiendo incluso objetos distintos: mientras que la crítica, al hablar de ley, habla de
una entidad existente, el positivismo, al usar el término, se refiere simplemente a una
entidad teórica construida para comprender y expresar lo que realmente existe en el
mundo.
4.2 El carácter pragmático de las leyes
Es claro, pues, que un criterio absoluto de demarcación de las leyes de la naturaleza no
es algo posible desde el punto de vista positivista debido a la manera como es definida
63
la ley a partir de esta corriente filosófica. Sin embargo, en la ciencia de hecho hay leyes:
los científicos de hecho las usan y de hecho las plantean, y de esto es consciente el
positivismo. Por eso, el hecho de que la demarcación no sea definitiva y tenga un cierto
grado de flexibilidad no quiere decir que la distinción entre un enunciado de ley y una
generalización accidental no exista, porque de hecho existe: en la ciencia hay
enunciados que son leyes y enunciados que no lo son. Así, debe haber un criterio
último de acuerdo con el cual todas las propiedades esbozadas puedan ser aplicadas en
la práctica. Si el tipo de ley heredera del empirismo de Hume se define a partir de
cualidades que no permiten una demarcación absoluta y definida, tiene que encontrarse
esa condición práctica que sirve como pauta para la determinación de las leyes.
4.2.1 La utilidad como rasgo distintivo de las leyes
Algún criterio debe regir el proceso de decisión acerca de si un enunciado merece o no
el título de ley, porque de hecho en la ciencia hay generalizaciones que enuncian leyes y
generalizaciones que son solamente accidentales. Tómese, por ejemplo, un enunciado
como X = “ todos las personas en este cuarto son hijos únicos” . Incluso suponiendo que
todas las personas que han entrado en este cuarto a lo largo de la historia hayan sido
hijos únicos, ni ingenuamente ni con base en la definición positivista se podría decir que
este enunciado califica como ley. Pero entonces, ¿por qué, a pesar de ser un enunciado
universal y verdadero, X en todo caso no merece el estatus de ley de la ciencia? El
enunciado X obedece claramente al criterio inicial de estar basado en una regularidad, y
además de eso tiene forma universal, es verdadero, y es metafísicamente contingente.
También podría ser no-accidental si sustentara el contrafáctico correspondiente “ si Juan
estuviera en este cuarto, Juan sería hijo único” . Adicionalmente, según el criterio
positivista de necesidad, en el que ésta no es más que el hecho mismo de que los
sucesos se hayan repetido regularmente siempre, el enunciado podría llegarse a
considerar necesario. Sin embargo, ni estamos dispuestos a darle el adjetivo de
necesario al enunciado X, ni resulta cierto que X sustentaría el condicional contrafáctico
en mención. Se hacen evidentes dos cosas: por un lado, que los criterios positivistas por
sí mismos no son tan absolutamente determinables y definitivos, y por el otro, que debe
haber algún criterio que determine entonces en qué casos sí se aplican estas propiedades
y en qué casos no.
¿Por qué no es necesario el enunciado X? ¿Por qué no sustenta el contrafáctico
correspondiente? X no es necesario simplemente porque no es útil considerarlo como
64
tal. La utilidad de considerar necesarios a los enunciados de ley consiste en permitirle al
científico tratarlos de tal manera que se relacionen de una cierta forma específica con el
resto de la teoría. Un enunciado que conecta la localización física de una persona en un
momento dado con la estructura de su familia es un enunciado aislado que no puede ser
incorporado de manera útil a ninguna teoría. Por lo demás, si la conexión entre la
estructura familiar de una persona y su localización en un instante no es útil y por lo
tanto no es asignada, X está condenado a la accidentalidad.
Tómese ahora el enunciado Y = “ Todos los metales se expanden cuando se
calientan” . Claramente, nos encontramos ante una ley de la naturaleza. ¿Por qué?
Además de ser universal, verdadero y metafísicamente contingente, el enunciado Y
representa una regularidad que, a diferencia de la de X, sí nos parece necesaria. Por
parecernos necesaria, además, nos parece entonces que Y sustentaría un contrafáctico de
tipo “ si este material fuera un metal, se expandiría cuando se calentara” . Quizá su
necesidad (entendida en el sentido positivista) resida en el hecho de se trata de una
proposición que juega un papel fundamental dentro del cuerpo sistemático que es la
física de los materiales, por ejemplo. Podría decirse que tal enunciado encaja
perfectamente con los demás enunciados de la ciencia, de manera tal que constituyen
entre todos un sistema coherente. Sin embargo, si se observa detenidamente a X y a Y,
el criterio recién mencionado para la atribución de necesidad se queda corto: quizá X
encajaría también dentro de algún sistema cognitivo coherente.
La única manera en que es posible justificar el hecho de que Y es una ley de la
naturaleza, mientras que X es un simple enunciado universal verdadero pero no legal
yace en la utilidad. Y es un enunciado útil en la medida en que no solamente no
contradice a los demás enunciados de la física, sino que se relaciona con ellos de
manera tal que le permite al físico una mayor comprensión del mundo, y una mejor
posibilidad de manipulación de los materiales. X, en cambio, no tiene el mismo tipo de
utilidad. La afirmación de que todas las personas en este cuarto son hijos únicos no
interactúa con ninguna ley de la ciencia de manera tal que a partir de su combinación se
puedan deducir nuevas leyes, o el comportamiento de casos no observados. X no le
permite a ningún científico avanzar en su investigación o producir hipótesis que lleven a
nuevos descubrimientos.
La utilidad es determinante no solamente en cuanto a la necesidad. En casos
como el de la ley de fuerzas de Newton, que resulta inaplicable a la realidad debido a
que ningún cuerpo es libre de la fuerza gravitacional ejercida por los demás cuerpos del
65
universo, el científico la sigue considerando ley, a pesar de que fundamentalmente no
cumple algunos de los requisitos exigidos: estrictamente hablando, no es verdadera ni
necesaria (puesto que no existe ningún caso real que la cumpla). Sin embargo, llamarla
ley implica atribuirle esas características, cosa que sólo puede darse en razón de que es
un enunciado que resulta útil: hace de la mecánica un sistema sólido y simple, interactúa
de manera lógica con el resto de los enunciados de este sistema, y en últimas permite
deducir casos no observados si se combina con enunciados de circunstancias
particulares. La utilidad, pues, resulta de la mayor importancia en el proceso de
selección de las leyes de la naturaleza. Si bien el marco de características esenciales es
un descriptor fiel de las leyes de la naturaleza, sólo puede serlo en la medida en que
cada una de esas propiedades le es asignable a un enunciado con base en la utilidad que
tenga el hacerlo.
Mientras la utilidad se constituye de esta manera como el criterio último sobre el
cual se basa el calificativo de ley, puede entonces comprenderse por qué las leyes
naturales ocupan desde el siglo XX un lugar completamente diferente al que se espera.
Si bien de las leyes se espera que sean irrefutables, ciertas para siempre, y de verdad y
necesidad absoluta, lo que de hecho sucede es que muchas veces son rebatidas y
revaluadas, y en muchas ocasiones reemplazadas con otras nuevas. La utilidad explica
este fenómeno: las leyes son leyes de la ciencia mientras que sea útil considerarlas como
tales; en el momento en el que las circunstancias y las observaciones han cambiado y ya
no se ajustan a lo descrito por la ley, el enunciado ya no es útil como tal, y debe ser
desechado, de forma tal que la ciencia pueda adaptar su cuerpo cognitivo a las
observaciones de manera más adecuada11.
4.2.2 El uso como rasgo distintivo de las leyes
Se ha visto que los positivistas están de acuerdo en la imposibilidad de una definición
rigurosa de la ley natural. En la cita mencionada más arriba, Nagel se refería a una cierta
arbitrariedad involucrada en la decisión acerca de si un enunciado era o no una ley. Tal
arbitrariedad es en este momento más comprensible, en tanto que vistos ya los criterios
que debe satisfacer la ley, es claro que ellos mismos no permiten una delineación total
11 Esta actitud hacia las leyes concuerda perfectamente con el giro que más adelante dio la filosofía de la ciencia a partir de la obra de filósofos como Thomas Kuhn, quien analizó el desarrollo de la ciencia desde un punto de vista histórico y sociológico.
66
de sus propios límites. Lo único que finalmente fundamenta la legalidad de un
enunciado es la utilidad del mismo dentro del cuerpo teórico que constituye la ciencia.
Ahora bien, ¿puede el observador no científico determinar si un enunciado de la
ciencia es o no una ley de la naturaleza? Es posible que para un científico sea sencillo y
natural determinar qué tan útil resulta un enunciado cualquiera dentro de un cuerpo
teórico que él mismo conoce y maneja a la perfección. El físico sabrá perfectamente
cuáles enunciados son leyes dentro del sistema cognitivo en el que se mueve, como
también lo sabrán el químico y el biólogo en sus áreas especializadas. Pero lo cierto es
que los enunciados de ley deberían ser distintivos en sí mismos para cualquiera y no
sólo para el físico especializado en el área: ¿de qué manera lograr tal legaliformidad tan
autoevidente?
A la caracterización humeana de las leyes le falta una característica esencial para
constituir un retrato fiel no sólo de las leyes en sí mismas, sino de la manera en que son
utilizadas dentro de los ámbitos científicos. Si la meta propuesta de la definición
positivista de las leyes pretende representar de manera precisa a las leyes y al papel que
cumplen dentro del conocimiento, no es suficiente caracterizarlas como enunciados
aislados ni como enunciados con cierta posición privilegiada dentro de un cuerpo
teórico. Hay un factor que quizá sea el más importante y que no puede dejarse de lado
en la investigación sobre las leyes de la naturaleza, porque finalmente será éste el único
en el que finalmente se logrará el acuerdo más cercano a la unanimidad: se trata del uso
que se le da a la ley, del papel que juega en el quehacer de quien la utiliza y, finalmente,
de la actitud con la que es asumida y utilizada. Mientras no se le dé un lugar al uso de la
ley y a la actitud que yace detrás de ese uso, ni la más detallada justificación o
caracterización logra dar cuenta de por qué las leyes tienen ese estatus tan especial que
se les da.
Siendo tan distinta nuestra manera de tratar a las leyes y a las generalizaciones
accidentales, no estaba equivocado Ayer al sugerir que “ la diferencia entre nuestros dos
tipos de generalización yace no tanto en el lado de qué hechos la hacen verdadera o
falsa, como en la actitud de aquellos que las proponen” (Ayer, 1956, p.162). Las
características delineadas en el primer capítulo de esta investigación son, entonces,
condiciones necesarias pero no suficientes para determinar a un enunciado como ley: la
actitud tanto de quien propone a la ley de la naturaleza como de quien finalmente la usa
es definitiva en el estatus del enunciado dentro de la ciencia. La noción, pues, no puede
ser explicada sin hacerse alusión a esa actitud con la que se trata a las leyes, y que no es
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otra que la de darlas por ciertas, creer firmemente en ellas mientras no sean refutadas, a
pesar de que racionalmente no estemos plenamente justificados para hacerlo. No puede
ser ignorada la particular forma en que las leyes son enunciados a los que respetamos y
en los que confiamos con una mayor fe que en los demás. En ese sentido, Cartwright
tenía toda la razón: en cuanto a las leyes, somos fundamentalistas.
4.4. Fundamentalismo nómico
Somos fundamentalistas porque damos por sentado que las leyes se cumplen universal y
necesariamente, y porque además asumimos que detrás de cada hecho en el mundo hay
una ley regente que lo regula y determina. Nuestra firme convicción al utilizar las leyes,
y esto incluye a los positivistas, no puede ser descrita de forma distinta a
fundamentalista: no hay nada que nos asegure su omnipresencia más allá de una cierta
fe que en ellas tenemos. La ley, bien como relación entre universales, o bien como
enunciado de regularidad, no tiene un fundamento filosófico último inamovible,
permanente y evidente: de cualquier manera, es difícil saber cuándo realmente se está
ante una, y por eso en nuestros enunciados de ley está implicado un tipo de convicción
que sólo se asemeja a la fe.
Las características de la ley les son atribuidas a los enunciados de acuerdo al
grado de utilidad que tenga el darles un rango especial dentro del cuerpo sistemático de
enunciados científicos. Sin embargo, la explicación de todas estas propiedades depende
finalmente de esa actitud con la que tratamos a los enunciados de ley: como si, a pesar
de ser necesarios, universales y verdaderos en un sentido no absoluto, fueran seguros y
ciertos. Esto no quiere decir que entonces haya que definir a la ley en términos de tal
actitud; quiere decir solamente que, en tanto que las características de la ley son
condiciones necesarias, pero no suficientes, para que un enunciado clasifique como tal,
la distinción entre generalizaciones accidentales y leyes debe explicarse, en últimas,
mediante esa diferencia en la actitud que frente a ellas se toma. Frente a las primeras,
somos indiferentes e incrédulos; frente a las segundas, fundamentalistas.
Para Cartwright el fundamentalismo es un problema: caemos en un círculo
cuando asumimos que hay leyes detrás de cada hecho de la naturaleza. Sin embargo,
hay fundamentalismo por todas partes: es inevitable. El mismo hecho de planear
nuestras vidas, o incluso nuestro día, se basa en la firme convicción de que el mundo
está regido por leyes. Así, si es válido para el ser humano corriente ser fundamentalista
en cuanto a la existencia de estas leyes, ¿por qué no es válido para el científico asumir
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que la naturaleza puede ser explicada por medio de enunciados de ley? El sentido
común nos exige, pues, una cierta actitud de seguridad frente a lo que proponen los
enunciados de leyes naturales. El fundamentalismo no puede ser visto como un
problema si es la única alternativa que tenemos, y más aún si es lo que nos permite
llevar una vida de manera coherente con experiencia fluida. Por lo demás ¿cómo puede
ser problemático eso que le permite a la ciencia avanzar en su conocimiento? Es
fundamentalista, sí, asumir que los casos no observados y que la naturaleza entera está
regida por leyes. Sin embargo, es justamente esta convicción la que permite a la ciencia
avanzar.
¿En qué se basa, por ejemplo la búsqueda de una gran teoría que unifique las
teorías de la mecánica cuántica y la teoría de la relatividad? La búsqueda de la llamada
teoría de cuerdas es una muestra inconfundible de fundamentalismo: la presuposición de
que hay leyes abarcadoras que incluyen a ambas teorías es lo que para Cartwright
constituiría una petición de principio. No obstante, si la alternativa es no asumir que hay
tales leyes, ¿cuál será el incentivo para continuar la búsqueda? Está bien saber que se es
fundamentalista. Pero pretender evitar totalmente el fundamentalismo suspendería
nuestra ciencia y nuestra vida cotidiana. ¿Es posible una actitud no fundamentalista
como la quisiera Cartwright? Y si lo fuera, ¿sería práctica o deseable? La noción de ley
del positivismo es fundamentalista, es cierto. Sin embargo, en lugar de ser un problema,
quizá sea éste uno de sus aspectos más importantes. Por lo demás, el fundamentalismo
positivista no es peligroso, puesto que no es dogmático: mientras la ley no haya sido
refutada, se cree en ella de manera fundamentalista; sin embargo, la actitud hacia las
leyes incluye también el estar preparados para que en cualquier momento una nueva
observación las refute de manera que la ciencia se vea obligada a reemplazarlas.
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CONCLUSIÓN
Desde sus inicios, el conocimiento científico ha buscado representar todas aquellas
regularidades observables en la estructura y en el comportamiento de la naturaleza a
través de enunciados universales y necesarios. Como se ha visto en esta monografía,
estas dos características por sí solas no son suficientes para separar a las leyes del resto
de enunciados de la ciencia. El positivismo lógico es consciente de esta insuficiencia, y
por eso intenta encontrar las condiciones necesarias y suficientes para caracterizar a las
leyes desde el punto de vista del empirismo. Así, el intento positivista de responder a la
pregunta sobre qué es una ley de la naturaleza se constituye como una teoría que,
partiendo de las regularidades de la naturaleza misma, logra esbozar de una manera
clara y concisa las propiedades que debe tener una ley, respetando al mismo tiempo la
manera en que la ciencia misma entiende y utiliza este concepto.
La caracterización positivista de las leyes parte de aquellas propiedades que debe
tener un enunciado legal como enunciado aislado. Las primeras dos, por supuesto,
tendrán que ser las que históricamente se les ha asignado a los enunciados de leyes
científicas: la necesidad y la universalidad. Sin embargo, estas dos propiedades
aparecen ahora desprovistas de todo el carácter absoluto, e incluso teleológico que
inicialmente tenían. A partir del positivismo, lo universal y lo necesario son propiedades
directa y exclusivamente ligadas a las regularidades de hecho observadas en la
naturaleza a partir de la experiencia, y por lo tanto libres del peso metafísico del
realismo. La nueva forma de concebir tales características de las leyes conduce hacia
dos características adicionales que también carecen de carga metafísica: la no
accidentalidad y la verdad. Finalmente, las leyes según la definición positivista son
metafísicamente contingentes.
El positivismo no concibe a las leyes independientemente del cuerpo teórico al
que pertenecen. Por eso, la teoría positivista incluirá dentro de las propiedades de las
leyes el que sean parte esencial de cualquier explicación de la ciencia, y su capacidad de
encajar dentro de cuerpos teóricos simples y sólidos, entendidos éstos como los de
mayor coherencia y utilidad. Así, la caracterización de las leyes está constituida por
siete características básicas que intentan delinear de la manera más apropiada la forma
en que de hecho la ciencia plantea y usa las leyes.
La crítica, inevitable siempre en cualquier discusión filosófica, tiene un papel
fundamental en el momento de evidenciar los aspectos más importantes tanto del estatus
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de los enunciados de ley, como de su uso, su planteamiento y su existencia. La crítica
realista, por un lado, pone en duda la objetividad de las leyes según esta nueva
definición, así como la posibilidad de una definición de ley absolutamente demarcada y
definitiva. La crítica a los aspectos internos, por el otro, plantea una discusión sobre los
provisos, y sobre el fundamentalismo implícito en la definición del positivismo lógico.
Así, las grandes preguntas alrededor de la respuesta positivista a la pregunta por las
leyes tienen que ver con su vaguedad, aparentemente inevitable, y con la imposibilidad
de desligar la definición de factores contextuales que cuestionan su objetividad y su
aplicabilidad universal.
Según la definición positivista de las leyes, la demarcación de la clase de los
enunciados de ley es ciertamente vaga. Por un lado, para un positivista las leyes son
enunciados que deben ser elaborados a partir de la observación del mundo, es decir, son
simplemente relaciones que fabricamos a partir de la repetición de los particulares que
observamos, y en el proceso de construcción debemos tomar decisiones que
inevitablemente estarán determinadas por factores pragmáticos. Por otro lado, los
criterios que en últimas determinan cuáles son las leyes de la ciencia (la utilidad y el uso
en la práctica científica) también contienen un inevitable factor subjetivo En la
explicación de la noción de ley, pues, debe entrar en juego la actitud que hacia ellas
toma la ciencia y quienes las usan. Así, a pesar de la vaguedad de los enunciados de ley,
generalmente es claro cuando un enunciado tiene tal estatus dentro de la ciencia. Nagel
dice que “ los miembros de la comunidad científica están bastante de acuerdo en lo que
respecta a la aplicación del término a una clase considerable, aunque delimitada
vagamente, de enunciados universales. Por consiguiente, hay cierta base para la
conjetura de que la predicación del rótulo, al menos en aquellos casos en los que el
consenso es indudable, está regida por el sentimiento de una diferencia en el status y la
función ‘objetivos’ de esta clase de enunciados” (1978, p. 58).
El marco positivista, pues, cumple la función de descripción de las leyes
naturales de la manera más fiel posible: es cierto que los enunciados que se consideran
de hecho leyes de la ciencia cumplen con las siete características esquematizadas en el
primer capítulo. La función de determinación de un enunciado como parte de la clase de
las leyes, por otra parte, yace más en un aspecto subjetivo (de actitud, si se quiere) de
aquellos que dentro de la ciencia lo utilizan. Es entonces como la teoría positivista de
las leyes resulta bien librada en la mayoría de sus aspectos: por un lado, logra una
descripción lo suficientemente acertada de los enunciados que de hecho ocupan el lugar
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de leyes dentro de la ciencia; por el otro, admite el hecho de que en últimas hay un
factor no racional, subjetivo, que entra en juego a la hora de determinarlas: el uso y la
utilidad.
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