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LAS PRISIONES Introducción La cuestión que me propongo tratar esta noche es una de las más importantes en la serie de las grandes cuestiones que se ofrecen a la humanidad del siglo XIX. Después de la cuestión económica, después de la del Estado, aquélla es, quizás, la más importante de todas. En realidad, puesto que la distribución de la justicia fue el principal instrumento en la constitución de todos los poderes, puesto que es la base misma y el fundamento más sólido de los poderes constituidos, no exageraré si digo que la cuestión de saberqué debe hacerse con los que cometen actos antisociales, encierra en si la gran cuestión del gobierno y del Estado. Muchas veces se ha dicho que la función principal de toda organización política, es garantizar doce jurados probos a todo ciudadano, al que otros ciudadanos denunciaren por cualquier motivo. Pero falta saber qué derechos debemos reconocer a esos diez, o doce, o cien jurados, sobre el ciudadano al que consideren culpable de un acto antisocial y perjudicial para sus semejantes. Esta cuestión resuélvese actualmente de la manera más sencilla. Se nos responde: ¡Castigarán! ¡Sentenciarán a muerte, a trabajos forzados o a presidio! Y esto es lo que se hace. Es decir, que, en nuestro penoso desarrollo, en esta marcha de la humanidad por entre los prejuicios y las ideas falsas, hemos llegado a tal punto. Mas también ha llegado la hora de preguntar: ¿Es justa la muerte, es justo el presidio? ¿Se consigue con ellos el doble fin que trátase de obtener: impedir que se repita el acto antisocial y tornar mejor al hombre que se hiciera culpable de un acto de violencia contra su semejante? Y, para concluir, ¿qué significa la palabra culpable , con tanta frecuencia empleada, sin que hasta la fecha se haya intentado decir en qué consiste la culpabilidad? A todas estas preguntas propóngome responder; dar un esbozo de respuesta, mejor dicho, en el corto espacio de una velada.

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Page 1: qrule.files.wordpress.com file · Web viewPero ¿ quién, prescindiendo de algunos filántropos y dos o tres administradores, se ocupa en la actualidad de los resultados que se van

LAS PRISIONES

Introducción

La cuestión que me propongo tratar esta noche es una de las más importantes en la serie de las grandes cuestiones que se ofrecen a la humanidad del siglo XIX. Después de la cuestión económica, después de la del Estado, aquélla es, quizás, la más importante de todas. En realidad, puesto que la distribución de la justicia fue el principal instrumento en la constitución de todos los poderes, puesto que es la base misma y el fundamento más sólido de los poderes constituidos, no exageraré si digo que la cuestión de saberqué debe hacerse con los que cometen actos antisociales, encierra en si la gran cuestión del gobierno y del Estado.

Muchas veces se ha dicho que la función principal de toda organización política, es garantizar doce jurados probos a todo ciudadano, al que otros ciudadanos denunciaren por cualquier motivo. Pero falta saber qué derechos debemos reconocer a esos diez, o doce, o cien jurados, sobre el ciudadano al que consideren culpable de un acto antisocial y perjudicial para sus semejantes.

Esta cuestión resuélvese actualmente de la manera más sencilla. Se nos responde: ¡Castigarán! ¡Sentenciarán a muerte, a trabajos forzados o a presidio! Y esto es lo que se hace. Es decir, que, en nuestro penoso desarrollo, en esta marcha de la humanidad por entre los prejuicios y las ideas falsas, hemos llegado a tal punto. Mas también ha llegado la hora de preguntar: ¿Es justa la muerte, es justo el presidio? ¿Se consigue con ellos el doble fin que trátase de obtener: impedir que se repita el acto antisocial y tornar mejor al hombre que se hiciera culpable de un acto de violencia contra su semejante? Y, para concluir, ¿qué significa la palabra culpable, con tanta frecuencia empleada, sin que hasta la fecha se haya intentado decir en qué consiste la culpabilidad?

A todas estas preguntas propóngome responder; dar un esbozo de respuesta, mejor dicho, en el corto espacio de una velada.

Grandes son estas cuestiones, que encierran en sí la dicha, no sólo de los centenares de millares de detenidos que en este momento gimen en nuestras cárceles y presidios; la suerte, no sólo de las mujeres y niños que sollozan en la miseria desde que el cabeza de familia fuera encerrado en un calabozo, sino también la dicha y la suerte de toda la humanidad. Toda injusticia cometida con el individuo, es en último término sentida por toda la humanidad.

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I

Ciento cincuenta mil seres, mujeres y hombres, son anualmente encerrados en las cárceles de Francia; muchos millones en las de Europa.

Enormes cantidades gasta Francia en sostener aquellos edificios, y no menores sumas en engrasar las diversas piezas de aquella pesada máquina - policía y magistratura - encargada de poblar sus prisiones. Y, como el dinero no brota solo en las cajas del Estado, sino que cada moneda de oro representa la pesada labor de un obrero, resulta de aquí, que todos los años, el producto de millones de jornadas de trabajo es empleado en el mantenimiento de las prisiones.

Pero ¿ quién, prescindiendo de algunos filántropos y dos o tres administradores, se ocupa en la actualidad de los resultados que se van obteniendo? De todo se habla en la prensa, que, sin embargo, casi nunca se ocupa en nada que a las prisiones se refiera. Si alguna vez se habla de ellas, no es sino a consecuencia de revelaciones más o menos escandalosas. En tales casos, por espacio de quince días se grita contra la administración, se piden nuevas leyes que vayan a aumentar el número, nada bajo, de las vigentes, y pasado aquel tiempo, todo queda igual, si no cambia y se hace peor.

En cuanto a la actitud regular de la sociedad y de la prensa respecto a los detenidos, no pasa de la más completa indiferencia: con tal de que tengan pan que comer, agua para beber y trabajo, mucho trabajo, todo va bien. Indiferencia completa, cuando no odio. Porque todos recordamos lo que la prensa dijo no hace mucho, con motivo de algunas mejoras introducidas en el régimen de las prisiones. Es demasiado para los pícaros, se leía en periódicos que se las echaban de avanzados. Nunca serán tratados tan mal como se merecen.

Pues bien, ciudadanas y ciudadanos: habiendo tenido ocasión de conocer dos cárceles de Francia y algunas de Rusia; habiéndome visto obligado, por circunstancias de mi vida, a estudiar con cierto detenimiento las cuestiones penitenciarias, creo que deber mío es decir a la faz del mundo lo que son las prisiones de hoy, así como el relatar mis observaciones y el exponer las reflexiones que estas observaciones me sugirieran.

Dicho esto, abordo la gran cuesti6n. En primer lugar, ¿en qué consiste el régimen de las prisiones francesas?

Sabido es que hay tres grandes categorías de prisiones: la Departamental, la Casa central y la Nueva Caledonia.

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En lo que a la Nueva Caledonia se refiere, los datos que tenemos respecto a aquellas islas son tan contradictorios y tan incompletos, que es imposible formarse una idea justa de lo que es allí el régimen de los trabajos forzados.

En cuanto a las prisiones departamentales; la que nosotros nos vimos obligados a conocer, en Lyon, se halla en tan mal estado, que cuanto menos se hable de ella mejor será. En otra parte dije en qué estado la encontré, bosquejando a la vez la funesta influencia que ejerce sobre las criaturas que en ella están encerradas. Aquellos infelices son condenados, a causa del régimen a que se han sometido, a arrastrarse toda la vida por cárceles y presidios y a morir en una isla del Pacifico.

Por consiguiente, no digo más acerca de la prisión departamental de Lyon, y paso a la Casa central de Clairvaux, tanto más cuanto que, con la prisión militar de Brest, es el mejor edificio de tal suerte con que Francia cuenta, y, a juzgar por lo que se sabe respecto a las prisiones de los demás países, una de las mejores cárceles de Europa.

Veamos, pues, lo que es una de las mejores prisiones modernas; juzgaremos más acertadamente a las otras. Advertiremos que la vimos en las mejores condiciones: poco antes de llegar yo, uno de los detenidos había sido muerto en su celda por los carceleros, y toda la administración había sido cambiada; y con franqueza he de decir que la nueva administración no tenía en modo alguno aquel carácter que se halla en tantas otras cárceles: el de tratar de hacer la vida del detenido lo más penosa posible. Es también la única prisión grande de Francia que no tuviera una sedición después de las sediciones de hace dos años.

Cuando el ser humano se acerca a la inmensa muralla circular, que costea las pendientes de las colinas en una longitud de cuatro kilómetros, antes que ante una cárcel, creeríase junto a una pequeña población fabril. Chimeneas, cuatro de ellas grandísimas, humeantes, máquinas de vapor, una o dos turbinas y el acompasado ruido de los mecanismos en movimiento; he aquí lo que se ve y se oye al pronto. Consiste esto en que, para procurar ocupación a 1 400 detenidos, ha sido necesario erigir allí una inmensa fábrica de camas de hierro, innumerables talleres en los que se trabaja la seda y se hace el brocado de clases, tela grosera para muchas otras prisiones francesas, paño, ropa y calzado para los detenidos; hay también una fábrica de metros y de marcos, otra de gas, otra de botones y de toda clase de objetos de nácar, molinos de trigo, de centeno y así sucesivamente. Una inmensa huerta y extensos campos de avena se cultivan entre aquellas construcciones, y de cuando en cuando sale una brigada de aquella población sujeta, unas veces para cortar leña en el bosque, para arreglar un canal otras.

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He ahí la inmensa inversión de fondos, y la variedad de oficios que ha sido necesario introducir para procurar un trabajo útil a 1 400 hombres.

Siendo incapaz el Estado de tan inmensa inversión de fondos y de colocar ventajosamente lo que producen, es evidente que ha tenido necesidad de dirigirse a contratistas, a los que cede el trabajo de los detenidos a precios en mucho inferiores a los que rigen fuera de la cárcel.

Efectivamente, los jornales de Clairvaux no son sino de 50 céntimos y de 1 franco. Mientras que en la fábrica de catres puede un hombre ganar hasta 2 francos, muchísimos detenidos no ganan sino 70 céntimos por jornada de 12 horas, y en ocasiones sólo 50. De esta cantidad el Estado se apropia una muy notable parte, y el resto es dividido en dos, una de las cuales se entrega al preso para que compre en el comedor algún alimento; el resto le es entregado cuando sale de la prisión.

En los talleres pasan los detenidos la mayor parte del día, salvo una hora de escuela, y 45 minutos de paseo, en fila, a los gritos de ¡una! ¡dos! de los carceleros, distracción a la que se denomina hacer la rastra de chorizos. El domingo se pasa en los patios, si hace buen día, y en los talleres cuando el tiempo no permite salir al aire libre.

Agreguemos aún que la Casa central de Clairvaux estaba organizada bajo el sistema de silencio absoluto, sistema tan contrario a la naturaleza humana que no podía ser mantenido sino a fuerza de castigos. Así es que durante los tres años que yo pasé en Clairvaux, fue cayendo en desuso. Abandonábase poco a poco, siempre que las conversaciones en el taller o en el paseo no fuesen demasiado acaloradas.

Mucho podría decirse acerca de esta cárcel provisional y de corrección; pero las palabras que le hemos dedicado bastarán para dar una idea general de lo que aquello es.

En cuanto a las prisiones de los otros países europeos, basta decir que no son mejores que la de Clairvaux. En las prisiones inglesas, por lo que de ellas sé, gracias a la literatura, a informes oficiales y a memorias, debo decir que se han mantenido ciertos usos que, afortunadamente, están abolidos en Francia. El tratamiento es en esta nación más humano, y el tradmill, la rueda sobre la que el detenido inglés camina como una ardilla, no existe en Francia; mientras que, por otra parte, el castigo francés, consistente en hacer andar al recluso durante meses, a causa de su carácter degradante, de la prolongación desmesurada del castigo y

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de lo arbitrariamente que es aplicado, resulta digno hermano de la pena corporal que aun se impone en Inglaterra.

Las prisiones alemanas tienen un carácter de dureza que las hace excesivamente penosas.

En cuanto a las prisiones austriacas y rusas, se hallan aún en un estado más deplorable.

Podemos, pues, tomar la Casa central de Francia como representante bastante bueno de la prisión moderna.

He ahí, en pocas palabras, el sistema de organización de las prisiones consideradas como las mejores en estos momentos. Veamos ahora cuáles son los resultados obtenidos por estas organizaciones excesivamente costosas.

Dos respuestas tiene esta pregunta. Y es la primera que todos, hasta la misma administración, están de acuerdo en que estos resultados son los más lastimosos.

El hombre que ha estado en la cárcel, volverá a ella.

Cierto, inevitable es esto; las cifras lo demuestran. Los informes anuales de la administración de justicia criminal de Francia, nos dicen que la mitad aproximadamente de los hombres juzgados por el Tribunal Supremo y las dos quintas partes de los sentenciados por la policía correccional, fueron educados en la cárcel, en el presidio: éstos son los reincidentes. Casi la mitad (de 42 a 45 por 100) de los juzgados por asesinato, y las tres cuartas partes (de 70 a 72 por 100) de los sentenciados por robo, son otros tantos reincidentes. 70 000 hombres son anualmente detenidos sólo en Francia. En cuanto a las cárceles centrales, más de la tercera parte (de 20 a 40 por 100) de los detenidos, puestos en libertad por aquellas mal nominadas instituciones correccionales, vuelven a la cárcel dentro de los doce meses que siguen a la fecha de su primera salida de ella. Es tan constante este hecho, que en Clairvaux se oía decir a los carceleros: Muy extraño es que Fulano aun no haya vuelto. ¿Habrá tenido tiempo de pasar a otro distrito judicial? Y hay en las casas centrales presos ancianos que, habiendo logrado tener un sitio bueno en el hospital o en el taller, ruegan, al salir de la cárcel, que se les reserve el sitio aquél para su próximo regreso. Aquellos pobres ancianos están seguros de que no tardarán en volver.

Por otra parte, los que han estudiado y conocen estas cosas (citaré por ejemplo, el doctor Lombroso), afirman que si se llevase cuenta de los que mueren

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en cuanto han salido de la cárcel, de los que cambian de nombre, o emigran, o logran ocultarse después de haber cometido un nuevo acto no de acuerdo con las leyes vigentes; si todos éstos fuesen tenidos en cuenta, uno se vería precisado a preguntarse si todos los detenidos puestos en libertad no incurren en la reincidencia.

He aquí lo que se consigue con las prisiones.

Pero no es esto todo. El hecho por el cual un hombre vuelve a la cárcel, es siempre más grave que el que cometiera la primera vez. Todos los escritores criminalistas están de acuerdo en esto.

La reincidencia se ha hecho un problema inmenso para Europa, un problema que Francia quiso no ha mucho resolver, enviando a todos los reincidentes a gustar de la fiebre de Cayena. Por otra parte, la exterminación empieza ya el camino. Todos habéis leído que, hace tres días, once reincidentes fueron pasados por las armas a bordo del navío que a aquel punto les llevaba; acto de salvajismo que será muy tenido en cuenta cuando el capitán de la embarcación sea nombrado director de la colonia de Cayena.

Pues bien, no obstante las reformas introducidas, no obstante los sistemas penitenciarios puestos a prueba, el resultado siempre ha sido igual. Por una parte, el número de hechos contrarios a las leyes existentes no aumenta ni disminuye, cualesquiera que sea el sistema de penas infligidas. Se ha abolido el knut ruso y la pena de muerte en Italia, y el número de asesinatos sigue siendo igual. Aumenta o disminuye la crueldad de los erigidos en jefes; cambia la crueldad o el jesuitismo de los sistemas penitenciarios, pero el número de los actos mal llamados crímenes, continúa invariable. Sólo le afectan otras causas, de las cuales ahora voy a hablar.

Y, por otra parte, cualesquiera que sean los cambios introducidos en el régimen penitenciario, la reincidencia no disminuye, lo cual es inevitable, lo cual debe ser así; la prisión mata en el hombre todas las cualidades que le hacen más propio para la vida en sociedad. Conviértenle en un ser que, fatalmente, deberá volver a la cárcel, y que expirará en una de esas tumbas de piedra sobre las cuales se escribe Casa de corrección -, y que los mismos carceleros llaman Casas de corrupción.

Si se me preguntara: ¿Qué podría hacerse para mejorar el régimen penitenciario?, ¡Nada! - responderia - porque no es posible mejorar una prisión.

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Salvo algunas pequeñas mejoras sin importancia, no hay absolutamente nada que hacer, sino demolerlas.

Para acabar con el asqueroso contrabando del tabaco podría proponer que se dejara fumar a los detenidos: Alemania lo ha hecho ya; y no le pesa haberlo hecho: el Estado vende tabaco en el comedor. Pero, después del contrabando del tabaco, vendría el del alcohol. Y todo conduciría al mismo resultado: a la explotaci6n de los detenidos por los encargados de vigilarles.

Podría proponer que al frente de cada prisión hubiera un Pestalozzi (me refiero al gran pedagogo suizo que recogía a los niños abandonados y hacía de ellos buenos ciudadanos), y podría también proponer que, en lugar de los vigilantes, ex soldados y ex policías casi todos, se pusieran sesenta o más Pestalozzi. Pero me responderíais: ¿Dónde encontrarlos? Y tendríais razón: porque el gran pedagogo suizo no hubiera aceptado la plaza de carcelero; hubiera dicho:

- El principio de toda prisión es falso, puesto que la privación de libertad lo es. Mientras privéis al hombre de libertad, no lograréis hacerle mejor. Cosecharéis la reincidencia.

Y eso es lo que ahora voy a demostrar.

II

Hay, en primer lugar, un hecho constante, un hecho que es ya, en sí mismo, la condenación de todo nuestro sistema judicial: ninguno de los presos reconoce que la pena que se le ha impuesto es la justa.

Hablad a un detenido por hurto, y preguntadle algo acerca de su condena. Os dirá: Caballero, los pequeños rateros aquí están, los grandes viven libres, gozan del aprecio del público. ¿Y qué os atreveríais a responderle, vosotros que conocéis las grandes compañías financieras fundadas expresamente para sorberse hasta las monedas de cobre que ahorran los conserjes, y para permitir que los fundadores, retirándose a tiempo, echen legalmente su agudo anzuelo sobre las pequeñas fortunas que encuentran a su alcance? Conocemos a esas grandes compañías de accionistas, sus circulares engañosas, sus timos ... ¿Cómo responder, pues, al prisionero, sino diciéndole que tiene razón?

Hablad ahora a aquel otro, que está preso por haber robado en grande. Os dirá: No fui bastante diestro; he ahí mi delito. ¿Y qué habíais de responderle, vosotros que sabéis cómo se roba en las altas esferas, y cómo, después de escándalos inenarrables, de los que tanto se habló en estos últimos tiempos, veis

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otorgar un privilegio de inculpabilidad a los grandes ladrones? ¡Cuántas veces no hemos oído decir en la cárcel: ¡Los grandes ladrones no somos nosotros; son los que aquí nos tienen! ¿Y quién se atreverá a decir lo contrario?

Cuando se conocen las estafas increíbles que se cometen en el mundo de los grandes negocios financieros; cuando se sabe de qué modo íntimo el engaño va unido a todo ese gran mundo de la industria; cuando uno ve que ni aun los medicamentos escapan de las falsificaciones más innobles; cuando se sabe que la sed de riquezas, por todos los medios posibles, forma la esencia misma de la sociedad burguesa actual, y cuando se ha sondeado toda esa inmensa cantidad de transacciones dudosas, que se colocan entre las transaccionesburguesamente honradas y las que son acreedoras de la Correcional; cuando se ha sondeado todo eso, llega uno a decirse, como decía cierto recluso, que las prisiones fueron hechas para los torpes, no para los criminales.

En tal caso, ¿por qué tratáis de moralizar a los que llenan cárceles y presidios?

Este es el ejemplo exterior. En cuanto al ejemplo dado en la prisión, inútil sería que hablásemos de el extensamente; sábese ya lo que es. Hable de él en otra parte y mi articulo fue reproducido por toda la prensa. La filosofía de todas las prisiones, de San Francisco de Kamtchatka, es siempre ésta: Los grandes ladrones no somos nosotros; son los que aquí nos tienen. Un solo hecho, por otra parte, bastará como cuadro de costumbres; hablaremos del trafico del tabaco. Sabido es que esta prohibido fumar en toda prisión francesa. Y, sin embargo, fuma aquel que quiere y puede; sólo que esta mercancía preciosa, que mastica primero, que en seguida se fuma y que se absorbe como rapé en forma de ceniza, se vende al precio de cuatro sueldos pitillo, a cinco francos el paquete de diez sueldos. ¿Y quién vende este tabaco a los detenidos? ¡Unas veces los carceleros, otras los contratistas de trabajos! Sólo que la tasa es exorbitante. He aquí, por otra parte, cómo se practica la operación. El detenido se hace enviar cincuenta francos a nombre del carcelero. Este se queda con la mitad de dicha suma y da el resto al interesado, pero en tabaco, y a precios por el estilo del citado. El contratista, por su parte, muchas veces paga el trabajo en pitillos.

Y nótese bien que no sólo en Francia ocurre esto. La tarifa de la cárcel de Milbank, en Inglaterra, es absolutamente igual: se paga más a veces. Trátase de un acuerdo internacional.

Advierto que, por mi parte, no doy a estos hechos gran importancia. Supongamos que se permite a los detenidos asociarse para comprar alimentos,

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cual se hace en Rusia, y que la administración no puede robarles nada. Supongamos que el tráfico del tabaco desaparece y que éste es vendido a todo el mundo en el comedor. La prisión no dejará por eso de ser prisión, y no cesará de ejercer su influencia deletérea.

Las causas de esta influencia son mucho más profundas.

Todo el mundo conoce la influencia deletérea de la ociosidad. El trabajo eleva al hombre. Pero hay trabajo y trabajo. Hay el del ser libre, que permite a éste sentirse una parte del todo inmenso del universo. Y hay el trabajo obligatorio del esclavo, que degrada al ser humano; trabajo hecho con disgusto y sólo por temor a un aumento de pena. Y tal es el trabajo de la prisión. No hablo del molino disciplinario inglés, en el que el hombre ha de andar como una ardilla sobre una rueda ni de otros trabajos (tormentos) por el estilo. Eso no es otra cosa que una baja venganza de la sociedad. Mientras que toda la humanidad trabaja para vivir, el hombre que se ve obligado a hacer un trabajo que no le sirve para nada, se siente fuera de la ley. Y si más adelante trata a la sociedad como desde fuera de la ley, no acusemos a nadie sino a nosotros mismos.

Las cosas no son más bellas cuando se toma en consideración el trabajo útil de las prisiones. Ya dije por qué salario irrisorio trabaja allí el obrero. En estas condiciones, el trabajo, que ya en sí no tiene ningún atractivo, porque no hace funcionar las facultades mentales del trabajador, es tan mal retribuido, que llega a considerarse como castigo. Cuando mis amigos anarquistas de Clairvaux hacían corsés o botones de nácar, y ganaban 60 céntimos en diez horas de trabajo (60 céntimos que se convertían en 30 después de que el Estado se apropiase su parte), comprendían muy bien el disgusto que tal trabajo había de inspirar a un hombre condenado a hacerlo. ¿Qué placer puede encontrarse en semejante labor? ¿Qué efecto moralizador puede ejercer ese trabajo, cuando el preso se repite continuamente que no trabaja sino para enriquecer a un amo? Cuando, al acabar la semana, recibe una peseta y 60 céntimos exclama, y con raz6n:

- Decididamente, los verdaderos ladrones no somos nosotros; son los que aquí nos tienen.

Más aún. Nuestros compañeros no estaban obligados a trabajar; y, en ocasiones, por un trabajo asiduo recibían una peseta. Y obraban de tal modo porque la necesidad les impulsaba a hacerlo. Los que estaban casados, con el dinero aquel mantenían correspondencia con sus esposas. La cadena que unía la casa con la cárcel no estaba rota, y los que no estaban casados ni tenían una madre a quien sostener, sentían una pasión: la del estudio; y trabajaban con la

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esperanza de poder comprar, llegado el fin del mes, el libro deseado. Porque ¿dónde, sino en la cárcel puede estudiar el trabajador?

Tenían una pasión. Pero ¿qué pasión puede experimentar un prisionero de derecho común, privado de todo lazo que pudiera aficionarle a la vida exterior? Por un refinamiento de crueldad, los que imaginaron nuestras prisiones hicieron cuanto pudieron para interrumpir toda relación entre el prisionero y la ciudad. En Inglaterra, la mujer y los hijos no pueden verle más que una vez cada tres meses, y las cartas que han de escribir inspiran risa. Los filántropos han llevado el desprecio a la naturaleza hasta no permitir al detenido que firme si no es al pie de una circular impresa.

En las prisiones francesas, las visitas de los parientes no son tan severamente limitadas, y en las prisiones centrales el director hasta se halla autorizado para permitir, en casos excepcionales, la visita con sólo una verja por medio. Pero, las cárceles centrales están lejos de las grandes poblaciones, y son las grandes ciudades las que procuran mayor número de detenidos. Pocas mujeres disponen de medios para hacer un viaje a Clairvaux, a fin de tener algunas cortas entrevistas con sus esposos.

Así es que la mejor influencia a que el preso podía ser sometido, la única que podría traerle de fuera un rayo de luz, un elemento más dulce de vida, las relaciones con sus parientes, le es sistemáticamente arrebatada. Las prisiones antiguas eran menos limpias, menos ordenadas que las de hoy; pero eran más humanas.

En la vida de un prisionero, vida gris que transcurre sin pasiones y sin emoción, los mejores elementos se atrofian rápidamente. Los artesanos que amaban su oficio, pierden la afición al trabajo. La energía física es rápidamente muerta en la prisión. La energía corporal desaparece poco a poco, y no puedo encontrar mejor comparación para el estado del prisionero, que la de la invernada en las regiones polares. Léanse los relatos de las expediciones árticas, las antiguas, las del buen viejo Pawy o las de Ross. Hojeándolas, sentiréis una nota de depresión física y mental, cerniéndose sobre todo aquel relato, haciéndose más lúgubre cada vez, hasta que el sol reaparece en el horizonte. Ese es el estado del prisionero. Su cerebro no tiene ya energía para una atención sostenida, el pensamiento es menos rápido; en todo caso, menos persistente; pierde su profundidad. Un informe americano hacía constar, no hace mucho, que mientras que el estudio de las lenguas prospera en las prisiones, los detenidos son incapaces de aprender matemáticas. Y es la pura verdad; eso es lo que ocurre.

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A mi entender, puede atribuirse esta disminución de energía nerviosa a la carencia de impresiones. En la vida ordinaria, mil sonidos y colores hieren diariamente nuestros sentidos; mil menudencias llegan a nuestro conocimiento y estimulan la actividad de nuestro cerebro.

Nada de esto existe para el prisionero; sus impresiones son poco numerosas y siempre iguales. De ahí la curiosidad del recluso. No puedo olvidar el interés con que observaba, paseándome por el patio de la prisión, las variaciones de colores en la veleta dorada de la fortaleza; sus tintes rosados, al ponerse el sol, sus colores azulados de por la mañana, su aspecto indiferente en los días nublados y claros, por la mañana y por la tarde, en verano y en invierno. Era aquélla una impresión completamente nueva. La razón es probablemente quien hace que a los presos les gusten tanto las ilustraciones. Todas las impresiones referidas por el recluso, provengan de sus lecturas o de sus pensamientos, pasan a través de su imaginación. Y el cerebro, insuficientemente alimentado por un corazón menos activo y una sangre empobrecida, se fatiga, se descompone, pierde su energía.

Hay otra causa importante de desmoralización en las prisiones, sobre la cual no se habrá nunca insistido lo suficiente, porque es común a todas las prisiones e inherente al sistema de la privación de la libertad.

Todas las transgresiones a los principios admitidos de la moral, pueden ser imputadas a la carencia de una firme voluntad. La mayoría de los habitantes de las prisiones son personas que no tuvieron la firmeza suficiente para resistir a las tentaciones que les rodeaban, o para dominar una pasión que llegó a dominarles. Pues bien, en la cárcel, como en el convento, todo es apropiado para matar la voluntad del ser humano. El hombre no puede elegir entre dos acciones; las escasísimas ocasiones que se ofrecen de ejercer su voluntad, son excesivamente cortas; toda su vida fue regulada y ordenada de antemano; no tiene que hacer sino seguir la corriente, obedecer, so pena de duros castigos. En tales condiciones, toda la voluntad que pudiera tener antes de entrar en la cárcel, desaparece. ¿Y dónde encontrará fuerza para resistir a las tentaciones que ante él surgirán, como por encanto, cuando franquee aquellas paredes? ¿Dónde encontrará fuerza para resistir al primer impulso de un carácter apasionado, si durante muchos años hizo todo lo necesario para matar en él la fuerza interior, para volverle una herramienta dócil en manos de los que le gobiernan?

Este hecho es, a mi entender, la más fuerte condena de todo sistema basado en la privación de la libertad del individuo. El origen de la supresión de toda libertad individual se halla fácilmente: proviene del deseo de guardar el mayor número de presos con el más reducido número de guardianes. El ideal de nuestras

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prisiones fuera un millar de autómatas levantándose y trabajando, comiendo y acostándose por medio de corrientes eléctricas producidas por un solo guardián.

De este modo se puede economizar; pero no admite luego que hombres, reducidos al estado de máquinas, no sean, una vez libres, los hombres que reclama la vida en sociedad.

El preso, una vez libre, obra como aprendió a obrar en la cárcel. Las sociedades de socorro nada pueden contra esto. Lo único que le es posible hacer es combatir la mala influencia de las prisiones, matar sus malos efectos en algunos de los libertados.

¡Y qué contraste entre la recepción de los antiguos compañeros y la de todo aquel que en el mundo, se ocupa de la filantropía! Para los jesuitas, cristianos y filántropos, los prisioneros, cuando libres, son como la peste. ¿Cuál de ellos le invitará a su casa y le dirá sencillamente: He ahí un aposento, ahí tiene usted trabajo, siéntese usted a esa mesa y forme parte de nuestra familia? Le hace falta sostén, fraternidad, no busca sino una mano amiga que estrechar. Pero, después de haber hecho cuanto estaba en su poder para convertirle en enemigo de la sociedad, después de haberle inoculado los vicios que caracterizan las prisiones, se le vuelve a echar al arroyo, se le condena a tornarse reincidente.

Todos conocemos la influencia de un traje decente. Hasta un animal se avergonzaría de presentarse entre sus semejantes si su exterior le hiciera verse ridículo. Y los hombres comienzan por dar un exterior de loco al que pretenden moralizar. Recuerdo haber visto en Lyon el efecto producido en los presos por los trajes que se les imponen. Los recién llegados, atravesaban el patio en que me paseaba para entrar en el aposento en que se cambia de ropa. Casi todos ellos eran obreros e iban vestidos pobremente; pero sus trajes estaban limpios. Y cuando salieron con el innoble uniforme de la prisión, remendado con trapos multicolores, un pantalón diez pulgadas más corto de lo debido, y con un mal gorro, se les veía avergonzados de presentarse ante los demás, vestidos de aquella suerte.

Tal es la primera impresión del prisionero, que, mientras viva, se verá sometido a un tratamiento que probará el mayor desprecio de los sentimientos humanos. En Dartmoose, por ejemplo, los detenidos son considerados faltos del menor sentimiento de pudor. Se les obliga a formar en fila, completamente desnudos, ante las autoridades de la prisión, y a ejecutar en aquella forma una serie de movimientos gimnásticos. ¡Volveos! ¡Alzad los dos brazos! ¡La pierna derecha ! Y así sucesivamente.

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Un detenido no es un hombre capaz de tener un sentimiento de respeto humano. Es una cosa, un simple número; se le considerará un objeto numerado.

Si cede al más humano de todos los deseos, el de comunicar una impresión o un pensamiento a un compañero, cometerá una infracción de la disciplina. Y, por dócil que sea, concluirá por cometer esta infracción. Antes de entrar en la cárcel, habrá podido causarle repugnancia la mentira, engañar a uno; mas en la cárcel aprenderá a mentir y a engañar; hasta llegará el día en que la mentira y el engaño sean para él una segunda naturaleza.

Y desgraciado del que no se somete si la operación del registro le humilla, si la misma le repugna, si deja ver el desprecio que le inspira el guardián que trafica con tabaco, si parte su pan con el vecino, si tiene aún la suficiente dignidad para irritarse al recibir un insulto, si es lo suficientemente honrado para rebelarse contra las pequeñas intrigas; la prisión será un infierno para él. Será sobrecargado de trabajo, si es que no se le envía a que se pudra en una celda. La más pequeña infracción en la disciplina, tolerada en el hipócrita, le hará objeto de los más duros castigos; será insubordinado. Y un castigo traerá otro. Se le conducirá a la locura por medio de la persecución, y por feliz puede tenerse si sale de la prisión de otro modo que en el ataúd. Vimos en Clairvaux cuál es la suerte del insumiso. Un aldeano, reputado como tal, se pudría en el calabozo de castigo. Cansado de tal vida pegó a un vigilante. Se le recomendó permaneciera en Clairvaux. Entonces se suicidó. Y careciendo de un arma para hacerlo, se mató comiéndose sus propios excrementos.

Fácil es escribir en los periódicos que los vigilantes debieran ser severamente vigilados, que los directores debieran elegirse entre las personas más dignas de aprecio. Nada tan fácil como hacer utopías administrativas. Pero el hombre seguirá siendo hombre, lo mismo el guardián que el detenido. Y cuando los hombres están sentenciados a pasar toda la vida en situaciones falsas, sufrirán sus consecuencias. El guardián se torna meticuloso. En ninguna parte, salvo en los monasterios rusos, reina un espíritu de tan baja intriga y de farsa, tan desarrollado como entre los guardianes de las prisiones. Obligados a moverse en un medio vulgar, los funcionarios sufren su influencia. Pequeñas intrigas, una palabra pronunciada por fulano, forman el fondo de sus conversaciones. Los hombres son hombres, y no es posible dar a un individuo una partícula de autoridad sin corresponderle. Abusará de ella, y le concederá tanto menos escrúpulo, y hará sentir tanto más su autoridad, cuanto más limitada sea su esfera de acción. Obligados a vivir en mitad de un campamento enemigo, los guardianes no pueden ser modelos de atención y de humanidad. A la liga de los detenidos, oponen la liga de los carceleros. La institución les hace ser lo que son: perseguidores ruines y

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mezquinos. Poned a un Pestalozzi en su lugar (si es que un Pestalozzi es capaz de aceptar cargo tal), y no tardará mucho en ser uno de tantos guardianes.

Rápidamente, el odio a la sociedad invade el corazón del detenido, quien se acostumbra a aborrecer cordialmente a los que le oprimen. Divide el mundo en dos partes: aquella a que pertenecen él y sus compañeros, y la en que figura el mundo exterior, representado por el director, los guardianes y demás empleados. Entre los detenidos fórmase una liga contra los que no visten el traje de prisionero. Aquellos son sus enemigos, y bien hecho está cuánto se puede hacer y se hace para engañarles. Una vez libre, el detenido pone en práctica su moral. Antes de estar preso hubiera podido cometer malas acciones sin reflexionar; entonces tiene ya una filosofía propia, la cual puede resumirse en estas palabras de Zola:

¡Qué pícaros son los hombres honrados!

Sábese en qué horribles proporciones crecen los atentados al pudor en todo el mundo civilizado. Muchas son las causas que contribuyen a este crecimiento, pero la influencia pestilente de las prisiones ocupa el primer lugar. La perturbación provocada en la sociedad por el régimen de la detención, es en este sentido más profunda que en ningún otro.

Inútil resulta extenderse en el asunto. En lo que a prisiones de niños respecta (la de Lyon, por ejemplo), puede decirse que día y noche la vida de aquellos desgraciados está impregnada de una atmósfera de depravación. Lo propio ocurre con las prisiones de adultos. Los hechos que observamos durante nuestro cautiverio, exceden a cuanto pudiera idear la imaginación más depravada. Es necesario haber estado mucho tiempo preso y haber escuchado las confidencias de los otros reclusos para saber a qué estado de espíritu puede llegar un detenido. Todos los directores de prisión saben que las cárceles centrales son las cunas de las más sorprendentes infracciones de las leyes de la naturaleza. Y se incurre en un grave error al creer que una reclusión completa del individuo en el régimen celular, puede mejorar tal situación. Es una perversión del espíritu la causa de estos hechos; y la celda es el medio mejor para dar aquella tendencia a la imaginación.

III

Si tomamos en consideración las varias influencias de la prisión sobre el prisionero, debemos convenir en que, una a una, y todas juntas lo mismo, obran de manera que cada vez tornan menos propio para la vida en sociedad al hombre que ha estado algún tiempo detenido. Por otra parte, ninguna de estas influencias obra

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en el sentido de educar las facultades intelectuales y morales del hombre, de conducirlo a una concepción superior de la vida, de hacerle mejor que era al ser detenido.

La prisión no mejora a los presos; en cambio, según hemos visto, no impide que, los denominados crímenes, se cometan; testigos, los reincidentes. No responde, pues, a ninguno de los fines que se propone.

He aquí el por qué de la pregunta: ¿Qué hacer con los que desconocen la ley, no la ley escrita, que no es otra cosa que una triste herencia de un pasado triste, sino la que trata de los principios de moralidad grabados en el corazón de todos?

Y esa es la pregunta a que nuestro siglo ha de contestar.

Hubo un tiempo en que la medicina era el arte de administrar algunas drogas a tientas, descubiertas por algunos experimentos. Los enfermos que caían en manos de los médicos que administraban aquellas drogas, podían morir o sanar a pesar de ellos; pero el médico tenía entonces una excusa: hacía lo que todos. No se podía exigir de él que superase a sus contemporáneos.

Pero nuestro siglo, apoderándose de cuestiones apenas entrevistas en otro tiempo, ha tomado la medicina en otro sentido. En lugar de curar las enfermedades, la medicina actual trata de evitarlas. Y todos nosotros conocemos los inmensos resultados obtenidos de este modo. La higiene es el mejor de los médicos.

Pues bien, lo propio hemos de hacer en lo que atañe a ese fenómeno social que aun se llama crimen, pero que nuestros hijos llamarán enfermedad social. Evitar esta enfermedad será la mejor de las curaciones. Y la conclusión esta, se ha hecho ya el ideal de una escuela que se ocupa en cuestiones de ese género.

Esta escuela, moderna, tiene ya toda una literatura. En sus filas militan los jóvenes criminalistas italianos Poletti, Ferri, Colajanni y, hasta cierto punto, Lombroso; tenemos por otra parte, esa gran escuela de psicólogos, en la que figuran Griesinger y Kraft-Ebbing en Alemania, Despine en Francia y Mandsley en Inglaterra; contamos con sociólogos como Quetelet y sus discípulos, desgraciadamente poco numerosos, y finalmente, hay, por una parte, las modernas escuelas de psicología relativa al individuo, y por otra las escuelas socialistas relativas a la sociedad.

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En los trabajos publicados por esos innovadores, tenemos ya todos los elementos necesarios para tomar una posición nueva respecto a aquellos a quienes la sociedad vilmente decapitara, ahorcara o apresara hasta la fecha.

Tres grandes series de causas trabajan constantemente para traducir los actos antisociales llamados crímenes: las causas sociales, las causas antropológicas, las causas físicas.

Comienzo por estas últimas, que son las menos comunes, y cuya influencia es incontestable.

Cuando se ve cómo un amigo lleva al correo una carta en cuyo sobre no ha puesto la dirección, dícese uno que aquello es un olvido, un hecho imprevisto. Pues bien, ciudadanas y ciudadanos; esos olvidos, ese hecho imprevisto, se repiten en las humanas sociedades con la misma regularidad que los actos fáciles de prever. El número de cartas expedidas sin señas se reproduce de año en año con una regularidad sorprendente. Podrá ese número variar de un año a otro. Pero, si es, supongamos, de mil en una población de muchos millones de habitantes, no será de dos mil, ni de ochocientos, el año próximo. Continuará siendo siempre de cerca de mil, con variación de algunas decenas. Los informes anuales de la oficina de correos de Londres son sorprendentes bajo este aspecto. Allí se repite todo, hasta el número de billetes de Banco arrojados por los buzones en vez de cartas. ¡Ved qué caprichoso elemento es el olvido! Y, sin embargo, este elemento está sometido a leyes tan rigurosas como las que descubrimos en los movimientos de los planetas.

Lo propio ocurre con los asesinatos que se cometen de un año a otro. Con las estadísticas de los años anteriores a la vista, de antemano puede predecirse el número de asesinatos que se registrarán en el transcurso del año siguiente, en cualquier país europeo, con una sorprendente exactitud. Y, si se toman en consideración las causas perturbadoras, unas de las cuales aumentan, mientras las otras disminuyen las cifras, puede predecirse el número de asesinatos que han de cometerse, unidades más o menos.

Hace algunos años, en 1884, La Naturaleza, de Londres, publicó un trabajo de S. A. Hill, acerca del número de actos de violencia y de suicidios en las Indias inglesas. Todo el mundo sabe que cuando hace mucho calor, y a la vez es húmedo el aire, el ser humano se halla más nervioso que en cualquier otra ocasión. Pues bien; en la India, donde la temperatura es excesivamente calurosa en verano, y donde el calor va ordinariamente acompañado de gran humedad, la influencia enervante de la atmósfera se hace sentir mucho más que en nuestras latitudes. Mr.

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Hill tomó las cifras de actos de violencia cometidos, mes por mes, en una larga serie de años, y examinó la influencia de la temperatura y de la humedad valiéndose de estas cifras. Por un procedimiento matemático muy sencillo, hasta pudo calcular una fórmula que a cualquiera permite predecir el número de crímenes, con sólo consultar el termómetro y el higrómetro, el instrumento que mide la humedad. Tómese la temperatura del mes y multiplíquese por 7, agrégase al producto la humedad media, y multiplíquese la suma por 2; el resultado será el número de asesinatos cometidos en el mes.

Puede hacerse lo propio para saber los suicidios.

Semejantes cálculos deben parecer muy extraños a los que todavía están de parte de los prejuicios legados por las religiones. Mas para la ciencia moderna, que sabe que los actos psicológicos dependen absolutamente de las causas físicas, tales cálculos nada tienen de sorprendentes ni de dudosos. Por otra parte, los que por experiencia conozcan la influencia enervante del calor, comprenderán perfectamente por qué el indio, en un calor tropical y húmedo, saca pronto el cuchillo para acabar una disputa, y por qué, cuando se halla disgustado de la vida, se apresura a suicidarse.

La influencia de las causas físicas en nuestros actos, hállase muy lejos de haber sido completamente analizada. Y, sin embargo, es cosa muy conocida, que los actos de violencia contra personas predominan en verano, mientras que en invierno son más los actos violentos contra la propiedad.

Cuando se examinan las curvas trazadas por el doctor E. Ferri, y se ve la de los actos de violencia, subiendo y bajando con la curva de la temperatura, siguiéndola en todas sus vueltas, siéntese uno vivamente impresionado por la similitud de las dos curvas, y se comprende hasta qué punto es el hombre una máquina. El ser humano, que hace alarde de su libre arbitrio, depende de la temperatura, del viento y de la lluvia, como todo ser orgánico.

Evidente es que tales investigaciones hállanse erizadas de dificultades. Los efectos de las causas físicas son siempre muy complicados. Así, cuando el número de delitos sube y baja con la cosecha de trigo o de vino, las influencias físicas no obran sino indirectamente, por medio de las causas sociales ¿Quién sospechará, pues, de tales influencias? Cuando es el tiempo bueno y abundante la cosecha, cuando los lugareños están contentos, indudable es que se sentirán menos impulsados a ventilar sus rencillas a puñaladas; mientras que si es el tiempo pesado y la cosecha mala, lo cual torna al lugareño menos tratable, las disputas tomarán, indudablemente, un carácter más violento. Me parece, por otra parte,

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que las mujeres, que constantemente tienen ocasión de observar el bueno y el mal humor de sus maridos, podrían decirnos algo acerca de las relaciones entre el bueno y el mal humor y el buen o mal tiempo.

Las causas fisiológicas, las que dependen de la estructura del cerebro y de los órganos digestivos, así como del estado del sistema nervioso del hombre, son ciertamente más importantes que las causas físicas. Y mucho se ha hablado de ellas en estos últimos tiempos.

La influencia de las capacidades heredadas por el hombre de sus padres y la de su organización física sobre sus actos, fueron, no ha mucho, objeto de investigaciones tan profundas, que hoy podemos formarnos una idea bastante justa de este conjunto de causas. Cierto que no podemos aceptar las conclusiones de la escuela criminalista italiana, que de estas cuestiones se ha ocupado; que no podemos admitir las conclusiones del doctor Lombroso, uno de los más conocidos representantes de la escuela, especialmente aquellas a que llegara en su obra sobre el aumento de la criminalidad, publicada en 1879. Pero podemos tomar de ellas los hechos, reservándonos el derecho de interpretarlos a nuestro modo.

Cuando Lombroso nos demuestra que la mayoría de los habitantes de nuestras prisiones tienen algún defecto en la organización del cerebro, nosotros no podemos hacer otra cosa que inclinarnos ante tal afirmación. Trátase de un hecho; nada más que de un hecho. Hasta nos hallamos dispuestos a creer cuando afirma que la mayoría de los habitantes de las prisiones tienen los brazos algo más largos que el resto de los hombres. Y aun cuando demuestra que los asesinatos más brutales fueron cometidos por individuos que tenían algún vicio serio en la estructura de su cerebro, es esta una afirmación que la observación confirma.

Mas, cuando Lombroso quiere deducir de estos hechos conclusiones a las que no puede prestar autoridad; cuando, por ejemplo, afirma que la sociedad tiene el derecho de tomar medidas contra los que encierran tales defectos de organización, negámonos a imitarle. La sociedad no tiene ningún derecho que le permita exterminar a los que cuentan con un cerebro enfermo, ni reducir a prisión a los que tengan los brazos algo más largos de lo ordinario.

De buen grado admitimos que los que han cometido actos atroces, actos de aquellos que por instantes perturban la conciencia de toda la humanidad, fueran casi idiotas. La cabeza de Frey, por ejemplo, que dio hace algún tiempo, la vuelta a toda la prensa, es una prueba sorprendente de lo dicho. Pero todos los idiotas no son asesinos. Y pienso que el más rabioso de los criminales de la escuela de Lombroso retrocedería ante la ejecución en conjunto de todos los idiotas que hay

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en el mundo. ¡Cuántos de ellos están libres, unos vigilados y otros vigilando! ¡En cuántas familias, en cuántos palacios, sin hablar de las casas de curación, nos encontramos idiotas que ofrecen los mismos rasgos de organización que Lombroso considera característicos de la locura criminal! Toda la diferencia entre éstos y los que fueran entregados al verdugo, no es sino la diferencia de las condiciones en que vivieran. Las enfermedades del cerebro pueden ciertamente favorecer el desarrollo de una inclinación al asesinato. Pero éste no es obligado. Todo dependerá de las circunstancias en que sea colocado el individuo que sufre una enfermedad cerebral. Frey murió guillotinado, porque toda una serie de circunstancias le impulsaron hacia el crimen. Cualquier otro idiota morirá rodeado de su familia, porque en su vida no se le empujó nunca hacia el asesinato.

Nos negamos, pues, a aceptar las conclusiones de Lombroso y de sus discípulos. Pero reconocemos que, popularizando este género de investigaciones, prestó un inmenso servicio. Porque para todo hombre inteligente, resulta, de hechos que acumulará, que la mayoría de los que fueron tratados como criminales, no son sino seres a quienes aqueja una enfermedad, y a los que, por lo tanto, es necesario intentar curar prodigándoles los mejores cuidados, en lugar de llevarlos a la prisión, donde su enfermedad no hará otra cosa que aumentar en gravedad.

Mencionaré aún las investigaciones de Mansdley sobre la responsabilidad en la locura. También caben aquí muchas observaciones que hacer en cuanto a las conclusiones del autor; conclusiones que no valen lo que los hechos. Mas no puede leerse la citada obra sin deducir que la mayoría de los hasta hoy condenados por actos de violencia, fueron sencillamente hombres a quienes aquejaba una enfermedad cerebral más o menos grave; casi todos de anemia del cerebro; no de plétora, como me decía Elíseo Reclus no hace mucho, en el momento de separarme de él para venir a esta conferencia. Sí, de anemia, resultante de la carencia de alimentación. El loco ideal creado por la ley, dice Mansdley, el único que la ley reconoce irresponsable, no existe, como no existe elcriminal ideal que la ley castiga. Entre uno y otro hay una inmensa serie de gradaciones insensibles, que hacen que unos se toquen, se confundan. ¡Y esos seres son conducidos a la prisión, donde se agrava su enfermedad!

Hasta la fecha, las instituciones penales, tan queridas de los legistas y de los jacobinos, no fueron más que un compromiso entre la antigua idea bíblica de venganza, la idea de la Edad Media, que atribuía todas las malas acciones a una mala voluntad, a un diablo, que impulsaba al crimen, y la idea de los modernos legistas, la idea de anular y de evitar lo que llaman crimen por medio del castigo.

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Pero seguro estoy de que no se halla lejos el tiempo en que las ideas que inspiraron Griesinger, Kraft-Ebbing y Despine se hagan del dominio público; y entonces nos avergonzaremos de haber permitido por espacio de tanto tiempo que los condenados fueran puestos en manos del verdugo y en las del carcelero. Si los concienzudos trabajos de aquellos escritores fueran más conocidos, todos comprenderíamos muy pronto que los seres a quienes se envía a la prisión, a quienes se condena a muerte, son seres humanos que necesitan un tratamiento fraternal.

Cierto que no proponemos construir casas de curación en vez de cárceles y presidios. ¡Lejos de mí tal idea! La casa de curación es una nueva prisión. Lejos de mí la idea lanzada de cuando en cuando por los señores filántropos que proponen conservar la prisión, pero confiándosela a médicos y pedagogos. Los prisioneros serían todavía más desgraciados; saldrían de aquellas casas más quebrantados que de las prisiones que hoy conocemos.

Lo que los presos de hoy no han encontrado en la sociedad actual es sencillamente una mano fraternal que les ayudara desde la infancia a desarrollar las facultades superiores del corazón y de la inteligencia, facultades cuyo desarrollo natural fuera estorbado en ellos bien por un defecto de organización, anemia del cerebro o enfermedad del corazón; del hígado o del estómago, bien por las execrables condiciones sociales que actualmente se imponen a millones de seres humanos. Pero estas facultades superiores del corazón y de la inteligencia no pueden ser ejercitadas si el hombre se halla privado de libertad, si no puede obrar como guste, si no sufre las múltiples influencias de la sociedad humana.

La prisión pedagógica, la casa de salud, serían infinitamente peores que las cárceles y presidios de hoy.

La fraternidad humana y la libertad son los únicos correctivos que hay que oponer a las enfermedades del organismo humano que conducen a lo que se llama crimen.

Tomad aparte a ese hombre, el cual ha cometido un acto de violencia contra uno de sus semejantes. El juez, ese maniático, pervertido por el estudio del Derecho romano, se apodera de él y se apresura a condenarle, y le envía a la prisión. Sin embargo, si analizáis las causas que impulsaron al condenado a cometer aquel acto de violencia, veréis (como lo notó Griesinger) que el acto de violencia tuvo sus causas, y que estas causas trabajaban hacía mucho tiempo, bastante antes de que aquel hombre cometiera el acto en cuestión. Ya en su vida anterior se traslucía cierta anomalía nerviosa, un exceso de irritabilidad: tan

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pronto, por una bagatela, expresaba con calor sus sentimientos, como se desesperaba a causa de una pena mínima, como se enfurecía a la menor contrariedad. Pero esta irritabilidad era a su vez causada por una enfermedad cualquiera: una enfermedad del cerebro, del corazón o del hígado, con frecuencia heredada de sus padres. Y, desgraciadamente, nunca hubo nadie que diera mejor dirección a la impresionabilidad de aquel hombre. En mejores condiciones, hubiera podido ser un artista, un poeta o un propagandista celoso. Pero, falto de aquellas influencias, en un medio desfavorable, se hizo lo que se llama un criminal.

Más aun. Si cada uno de nosotros se sometiera a sí mismo a un severo análisis, vería que en ocasiones pasaron por su cerebro, rápidos como el relámpago, gérmenes de ideas, que constituían, no obstante, aquellas mismas ideas que impulsan al hombre a cometer actos que en su interior reconoce malos.

Muchos de nosotros habremos repudiado esas ideas en cuanto nacieron. Pero, si hubiesen hallado un medio propicio en las circunstancias exteriores; si otras pasiones más sociables y, sin embargo, bellas, tales como el amor, la compasión, el espíritu de fraternidad, no hubieran estado allí para apagar los resplandores del pensamiento egoísta y brutal, esos relámpagos, a fuerza de repetirse, hubieran acabado por conducir al hombre a un acto de brutalidad.

Los criminalistas gustan mucho de hablar hoy de criminalidad hereditaria; y los hechos citados en prueba de este aserto (por Thompson, en un periódico inglés de Ciencia natural, hacia 1870), son verdaderamente extraordinarios. Pero, veamos. ¿Qué es lo que puede heredarse de padres criminales?

¿Sería acaso un chichón de criminalidad? Absurdo fuera afirmarlo. Lo que se hereda es una carencia de voluntad, cierta debilidad de aquella parte del cerebro que analiza nuestras acciones, o bien pasiones violentas, o bien cariño a lo arriesgado, o bien una vanidad más o menos excesiva. La vanidad, por ejemplo, combinada con el cariño a lo arriesgado, es un rasgo muy común en las prisiones. Pero la vanidad tiene campos muy variados para explayarse. Puede producir un criminal como Napoleón o el asesino Frey. Pero si se halla asociada a otras pasiones de orden más elevado, también puede producir hombres de talento; y, lo que es aun más importante, la vanidad desaparece bajo el examen de una inteligencia bien desarrollada. Los necios son los únicos vanidosos.

En cuanto al cariño a lo arriesgado que es uno de los rasgos distintivos de los que son juzgados por malas acciones de gran importancia, tal cariño, bien encaminado por las influencias exteriores, tórnase una fuente benéfica para la sociedad. El impulsa a los hombres a los viajes lejanos, a las empresas peligrosas.

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¡Cuántos de los que hoy pueblan nuestras prisiones hubieran hecho grandes descubrimientos o exploraciones peligrosas, si su cerebro, armado de conocimientos científicos, les hubiera podido abrir más vastos horizontes que los que se abren ante el niño cuando habita uno de nuestros estrechos callejones y recibe por toda instrucción el inútil bagaje de nuestras escuelas!

El cristianismo trata de ahogar las malas pasiones. La sociedad futura, Fourier lo había previsto, les utilizará dándoles un vasto campo de actividad.

¡Cuántas buenas pasiones no se encontrarían en la población actual de las cárceles y presidios, si fraternales relaciones, sólo fraternales relaciones, las despertasen! El doctor Campbell, que durante treinta años fue médico en varias prisiones inglesas, nos dice: Tratando a los prisioneros con dulzura y con tanta consideración como si fuesen delicadas señoras, siempre reinará el orden más completo en el hospital. Hasta los prisioneros más groseros me sorprendían por los cuidados que a los enfermos prodigaban. Se podría creer que sus costumbres desordenadas y su vida accidentada les han vuelto duros e indiferentes. Mas, a pesar de eso, han conservado un vivo sentimiento del bien y del mal y otras personas honradas confirman lo que dice el doctor Campbell.

Pero el secreto de ello es sencillísimo. El enfermero del hospital - me refiero al enfermero ocasional que aun no se ha hecho funcionario - tiene ocasión de ejercitar sus buenos sentimientos, tiene ocasión de compadecerse, y en el hospital goza de una libertad que desconocen los otros presos. Además, aquellos de que habla Campbell se hallaban bajo la influencia de aquel hombre excelente, y no bajo la de policias retirados.

IV

En una palabra, las causas fisiológicas, de las que tanto hemos hablado en estos últimos tiempos, no son de las que menos contribuyen a hacer que el individuo sea conducido a la prisión. Pero estas no son causas de criminalidadpropiamente dicha, como tratan de hacerlo creer los criminalistas de la escuela de Lombroso.

Estas causas, mejor dicho, estas afecciones del cerebro, del corazón, del hígado, del sistema cerebro espinal, etc., trabajan constantemente en todos nosotros. La inmensa mayoría de los seres humanos tienen alguna de las enfermedades mencionadas, pero estas enfermedades no llevan al hombre a cometer un acto antisocial sino cuando circunstancias exteriores dan ese giro mórbido al carácter.

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Las prisiones no curan las afecciones fisiológicas; lo que hacen es agravarlas. Y cuando uno de tales enfermos sale de la cárcel o del presidio, es aún menos propio para la vida en sociedad que cuando entrara; siéntese todavía más inclinado a cometer actos antisociales. Para impedir tal efecto será necesario aligerarle de todo el daño que causara la prisión; borrar toda la masa de cualidades antisociales que le inculcara el presidio. Todo esto puede hacerse, puede intentarse al menos. Mas entonces, ¿por qué comenzar por volver al hombre peor de lo que era, si, andando el tiempo, ha de ser necesario destruir la influencia de la prisión?

Pero si las causas físicas ejercen tan poderosa influencia sobre nuestros actos, si nuestra organización fisiológica es con frecuencia la causa de los actos antisociales que cometemos, ¡cuánto más poderosas no son las causas sociales, de las que ahora voy a hablar!

Los que los romanos de la decadencia llamaban bárbaros, tenían una excelente costumbre. Cada grupo, cada comunidad, era responsable ante las otras de los actos antisociales cometidos por uno de sus individuos.

Y tan plausible costumbre desapareció, como desaparecen otras tan buenas y mejores. El individualismo ilimitado ha substituido al comunismo de la antigüedad franco-sajona. Pero volveremos a él. Y otra vez los espíritus más inteligentes de nuestro siglo - trabajadores y pensadores - proclaman en voz alta que la sociedad entera es responsable de todo acto antisocial en su seno cometido. Tenemos nuestra parte de gloria en los actos y en las reproducciones de nuestros héroes y de nuestros genios. La tenemos también en los actos de nuestros asesinos.

De año en año, millares de niños crecen en la suciedad moral y material de nuestras ciudades, entre una población desmoralizada por la vida al día, frente a podredumbre y holganza, junto a la lujuria que inunda nuestras grandes poblaciones.

No saben lo que es la casa paterna: su casa es hoy una covacha, la calle mañana. Entran en la vida sin conocer un empleo razonable de sus jóvenes fuerzas. El hijo del salvaje aprende a cazar al lado de su padre; su hija aprende a mantener en orden la mísera cabaña. Nada de esto hay para el hijo del proletario que vive en el arroyo. Por la mañana, el padre y la madre salen de la covacha en busca de trabajo. El niño queda en la calle; no aprende ningún oficio; y si va a la escuela, en ella no le enseñan nada útil.

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No está mal que los que habitan en buenas casas, en palacios, griten contra la embriaguez. Mas yo les diría:

- Si vuestros hijos, señores, crecieran en las circunstancias que rodean al hijo del pobre, ¡cuántos de ellos no sabrían salir de la taberna!

Cuando vemos crecer de este modo la población infantil de las grandes ciudades, solamente una cosa nos admira: que tan pocos de aquellos niños se hagan ladrones y asesinos. Lo que nos sorprende es la profundidad de los sentimientos sociales de la humanidad de nuestro siglo, la hombría de bien que reina en el callejón más asqueroso. Sin eso, el número de los que declaran la guerra a las instituciones sociales sería mucho mayor. Sin esa hombría de bien, sin esa aversión a la violencia, no quedaría piedra sobre piedra de los suntuosos palacios de nuestras ciudades. Y, del otro lado de la escala, ¿qué ve el niño que crece en el arroyo? Un lujo inimaginable, insensato, estúpido. Todo - esos almacenes lujosos, esa literatura que no cesa de hablar de riqueza y de lujo, ese culto del dinero -, todo tiende a desarrollar la sed de riqueza, el amor al lujo vanidoso, la pasión de vivir a costa de los otros, a destrozar el producto del trabajo de los demás.

Cuando hay barrios enteros en los que cada casa le recuerda a uno que el hombre continúa siendo animal, aun cuando oculte su animalidad bajo cierto aspecto; cuando el lema es ¡Enriqueceos! ¡Aplastad cuanto encontréis a vuestro paso, buscad dinero por todos los medios, excepto por el que conduce ante un tribunal! Cuando todos, del obrero al artesano, oyen decir todos los días, que el ideal es hacer trabajar a los demás y pasar la vida holgando; cuando el trabajo manual es despreciado, hasta el punto de que nuestras clases directoras prefieren hacer gimnasia a tomar en la mano una sierra o una pala; cuando la mano callosa es considerada señal de inferioridad, y un traje de seda significa superioridad; cuando, por último, la literatura sólo sabe desarrollar el culto de la riqueza y predicar el desprecio al utopista y al soñador que la desdeña; cuando tantas causas trabajan para inculcarnos instintos malsanos, ¿quién es capaz de hablar de herencia? La sociedad misma fabrica a diario esos seres incapaces de llevar una vida honrada de trabajo, esos seres imbuidos de sentimientos antisociales. Y hasta los glorifica cuando sus crímenes se ven coronados por el éxito, enviándoles al cadalso o a presidio cuando lo hicieron mal.

He aquí las verdaderas causas de los actos antisociales en la sociedad.

Cuando la revolución haya completamente modificado las relaciones del Capital y del Trabajo; cuando no haya ociosos y todos trabajemos, según

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nuestras inclinaciones, en provecho de la comunidad; cuando el niño haya sido enseñado a trabajar con sus brazos, a amar al trabajo manual, mientras su cerebro y su corazón adquieran el normal desarrollo, no necesitaremos ni prisiones, ni verdugos, ni jueces.

El hombre es un resultado del medio en que crece y pasa la vida. Acostúmbrese al trabajo desde su infancia; acostúmbrese a considerarse como una parte de la humanidad; acostúmbrese a comprender que en esa inmensa familia, no se puede hacer mal a nadie sin sentir uno mismo los resultados de su acción; que el amor a los grandes goces - los más grandes y duraderos - que nos procuran el arte y la ciencia sean para él unanecesidad, y segurísimos estad de que entonces habrá muy pocos casos en los que las leyes de moralidad inscritas en el corazón de todos, sean violadas.

Las dos terceras partes de los hombres hoy condenados como criminales cometieron atentados contra la propiedad. Estos desaparecerán con la propiedad individual. En cuanto a los actos de violencia contra las personas, ya van disminuyendo conforme aumenta la sociabilidad, y desaparecerán cuando nos las hayamos con las causas en vez de habérnoslas con los efectos.

Cierto es que en cada sociedad, por bien organizada que sea, habrá algunos individuos de pasiones más intensas, y que esos individuos se verán de cuando en cuando impulsados a cometer actos antisociales.

Mas esto puede impedirse, dando mejor dirección a aquellas pasiones.

En la actualidad vivimos demasiado aislados. El individualismo propietario - esa muralla del individuo contra el Estado - nos ha conducido a un individualismo egoísta en todas nuestras mutuas relaciones. Apenas nos conocemos; no nos encontramos sino ocasionalmente; nuestros puntos de contacto son excesivamente raros.

Pero hemos visto en la historia, y seguimos viéndolos, ejemplos de una vida común más íntimamente ligada. Lafamilia compuesta, en China, y las comunidades agrarias, son ejemplos en apoyo de lo dicho. Allí, los hombres se conocen unos a otros. Por la fuerza de las cosas, se ven obligados a ayudarse mutuamente en los órdenes moral y material.

La vieja familia basada en la comunidad de origen, desaparece. En esta familia, los hombres se verán obligados a conocerse y ayudarse, a apoyarse

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moralmente en toda ocasión. Y este apoyo neutro bastará para impedir la masa de actos antisociales que hoy se cometen.

- Y, sin embargo - se nos dirá - quedarán siempre individuos - enfermos si queréis - que serán un peligro constante para la sociedad. ¿No sería bueno desembarazarse de ellos de un modo o de otro, o por lo menos impedir que perjudiquen a los demás?

Ninguna sociedad, por poco inteligente que sea, conciliará este absurdo. Y he aquí por qué:

Antiguamente, los alienados eran considerados como seres parecidos al demonio, y se les trataba como a tales. Se les tenía encadenados en lóbregos sótanos, en argollas adheridas a la pared, cual si se tratase de fieras. Vino Plinel, un hijo de la Gran Revolución, y se atrevió a quitarles las cadenas y aun a tratarles como a hermanos. ¡Os devorarán! - gritábanle los guardianes. Pero Plinel se atrevió. Y los que todos creían fieras, agrupáronse en torno de Plinel, a quien probaron con su actitud que había tenido razón al suponer que en ellos dominaba la parte mejor de la naturaleza humana, aun cuando la inteligencia estuviese llena de sombras, efecto de la enfermedad.

En lo sucesivo, la causa de la humanidad triunfó en toda la línea; se cesó de encadenar a los alienados.

Desaparecieron las cadenas. Pero los asilos - esa otra forma de prisiones - subsistieron; y dentro de aquellos asilos se desarrolló un sistema tan malo como el de las cadenas.

Entonces, los aldeanos - sí, los aldeanos del pueblecillo belga de Gheel, y no los médicos - hablaron cosa mejor. Dijeron : Enviadnos vuestros alienados; les daremos libertad absoluta. - Y les hicieron formar parte de sus familias; les dieron un sitio en sus mesas, una herramienta con que trabajar en sus tierras, y les dejaron tomar parte en los bailes campestres de la juventud de aquellos lugares. ¡Comed, trabajad, bailad con nosotros! ¡Corred por los campos, sed libres! Este era todo el sistema, toda la ciencia del aldeano belga.

Y la libertad hizo un milagro. Aun aquellos que tenían una lesión incurable tornábanse dulces, tratables, miembros de la familia como los demás. El cerebro enfermo trabajaba de un modo anormal; pero el corazón era el corazón de los otros seres humanos.

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Se oyó la palabra milagro; se atribuyeron las curaciones a un santo, a una virgen. Pero esta virgen era la libertad; este santo era el trabajo de los campos, el tratamiento fraternal.

El sistema tiene discípulos. En Edimburgo se me dió el placer de presentarme al doctor Mitahell, un hombre que ha dado su vida por aplicar el mismo régimen libertario a los alienados de Escocia. Tuvo que vencer prejuicios; se luchó contra él, empleando los mismos argumentos que hoy se emplean contra nosotros; pero él venció. En 1886, unos 2.200 alienados escoceses gozaban de libertad, hallándose establecidos en familias privadas, y comisiones de sabios, que habíanle estudiado, elogiaban el sistema. ¡Ya lo veo! Ninguna medicina fuera capaz de competir con la libertad, con el trabajo libre, con el tratamiento fraternal.

En uno de los límites del inmenso espacio entre la enfermedad mental y el crimen, de que Mansdley nos habla, la libertad y el tratamiento fraternal hicieron un milagro. Lo propio harán en el otro límite ; en el que se coloca actualmente el crimen.

La prisión no tiene razón de ser. Y todos los que aquí estáis, sentís lo mismo que yo; porque si a los padres y a las madres que veo preguntara quién sueña para su hijo un porvenir de carcelero, ni una sola voz me respondería. Cualesquiera que sea el sueño del padre y de la madre, no llegarían a desear para su hijo una colocación de guardián de presos, de verdugo ...

Y en este desprecio está la condenación absoluta del sistema de las prisiones y de la pena de muerte.

En la actualidad, la prisión es posible porque, en nuestra sociedad abyecta, el juez puede hacer carcelero o verdugo a un miserable salariado. Pero si el juez hubiera de vigilar a sus condenados, si hubiera él de matar a los que manda aplicar quitar la vida, seguros estad de que esos mismos jueces encontrarían las prisiones insensatas y criminal la pena de muerte.

Y esto me hace decir una palabra respecto al asesinato legal, que denominan pena capital en su extraña jerga.

Este asesinato no es sino un resto del principio bárbaro enseñado por la Biblia, con su ojo por ojo, diente por diente. Es una crueldad inútil y perjudicial para la sociedad.

En Siberia, donde millares de asesinos se hallan en libertad después de haber cumplido su condena - o sin haberla cumplido, porque a millares huyen los

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presos en las selvas siberianas -, se encuentra uno tan seguro como en las calles de una gran ciudad. En Siberia, donde se conoce de cerca a los asesinos, generalmente son éstos considerados la mejor clase de la población. Veréis al ex asesino sirviendo de cochero particular, y notaréis que la madre confía sus hijos a un hombre que fuera desterrado por matar a otro. Cosa de notar es que el parricida irlandés Davitt, que conoce muy a fondo las prisiones inglesas, sintió la misma impresión. Los asesinos que encontrara eran tan considerados como los hombres más respetables en las prisiones. Y esto se explica. Hablo, evidentemente, de los que asesinaron en un momento de arrebato; porque los asesinatos combinados con el robo, son pocas veces hijos de la premeditación; en su mayoría son accidentales.

Por numerosas que sean las ejecuciones de los revolucionarios en Rusia (más de 50 desde 1879), la pena de muerte no se impone en dicha nación por los delitos de derecho común. Fue abolida hace más de un siglo; y el número de asesinatos no es mayor en Rusia que en el resto de las naciones europeas: por el contrario, es menor. Y en ninguna parte se ha notado que el número de asesinatos aumente cuando la pena de muerte es abolida. Luego la tal pena es una barbarie absolutamente inútil, mantenida por la vileza de los hombres.

Sé que todos los socialistas condenan la pena de muerte. Pero entre los revolucionarios que no son anarquistas se oye a veces hablar de ella como de un medio supremo para purificar la sociedad; he conocido jóvenes que soñaban con llegar a ser unos Fouquier-Tinville de la Revoluci6n Social, que se admiraban de antemano hablando a un tribunal revolucionario, y pronunciaban con gesto estudiado las clásicas palabras:

- Ciudadanos, pido la cabeza de Fulano.

Pues bien; para anarquista convencido, semejante papel sería repugnante. En lo que a mí se refiere, comprendo perfectamente las venganzas populares; comprendo que caigan víctimas en la lucha; comprendo al pueblo de París cuando, antes de echarse a las fronteras, extermina en las prisiones a los aristócratas que preparaban con el enemigo el fin de la Revolución; comprendo lo de la Jacquerie, y al que censurase a ese pueblo le haría esta pregunta:

- ¿Habéis sufrido como ellos, con ellos? Si no es así, tened, al menos, el pudor de guardar silencio.

Pero el procurador de la República pidiendo tranquilamente la cabeza de un ciudadano rodeado de gendarmes y confiando a un verdugo, pagado a tanto por

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operación, el cuidado de cortar aquella cabeza, ese procurador es para mi tan repugnante como el procurador del rey, y le digo:

- Si quieres la cabeza de ese hombre, tómala. Sé acusador, sé juez, si quieres; ¡mas sé también verdugo! Si te limitas a pedir la cabeza, a pronunciar la sentencia; si te apropias el papel teatral y abandonas a un miserable la faena de la ejecuci6n, no eres sino un ruin aristócrata que se considera superior al ejecutor de sus sentencias. Eres peor que el procurador del rey, porque de nuevo introduces la desigualdad, la peor de las desigualdades, después de haber hablado en nombre de la igualdad.

Cuando el pueblo se venga, nadie tiene derecho a ser juez. Sólo su conciencia puede juzgarle. Pero, al procurador que quiere hacer asesinar fríamente, con todo el aparato abyecto de los tribunales, una cosa tenemos que decirle:

- No te hagas el aristócrata. Sé verdugo, si es que quieres ser juez. ¿Hablas de igualdad? ¡Pues igualdad! ¡No queremos la aristocracia del tribunal junto a la plebe del cadalso!

Resumo. La prisión no impide que los actos antisociales se produzcan; por el contrario, aumenta su número. No mejora a los que van a parar a ella. Refórmesela tanto como se quiera, siempre será una privación de libertad, un medio ficticio como el convento, que torna al prisionero cada vez menos propio para la vida en sociedad. No consigue lo que se propone. Mancha a la sociedad. Debe desaparecer.

Es un resto de barbarie, con mezcla de filantropismo jesuítico; y el primer deber de la Revolución será derribar las prisiones; esos monumentos de la hipocresía y de la vileza humana.

En una sociedad de iguales, en un medio de hombres libres, todos los cuales trabajen para todos, todos los cuales hayan recibido una sana educación y se sostengan mutuamente en todas las circunstancias de su vida, los actos antisociales no podrán producirse. El gran número no tendrá razón de ser, y el resto será ahogado en germen. En cuanto a los individuos de inclinaciones perversas que la sociedad actual nos legue, deber nuestro será impedir que se desarrollen sus malos instintos. Y si no lo conseguimos, el correctivo honrado y práctico será siempre el trato fraternal, el sostén moral, que encontrarán de parte de todos, la libertad. Esto no es utopía; esto se hace ya con individuos aislados, y esto se tornará práctica general. Y tales medios serán más poderosos que todos los

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códigos, que todo el actual sistema de castigos, esa fuente siempre fecunda en nuevos actos antisociales, de nuevos crímenes.

LA LEY Y LA AUTORIDADI«Cuando la ignorancia está en el seno de las sociedades y el desorden en

los espíritus, las leyes llegan a ser numerosas. Los hombres lo esperan todo de la

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legislación y cada ley nueva ha sido un nuevo engaño; piden sin cesar a la ley lo que sólo puede venir de ellos mismos, de su educación, del estado de sus costumbres» No creáis que es un revolucionario el que dice esto, ni siquiera un reformador; es un jurisconsulto, Dalloz el autor de la colección de las leyes francesas, conocida con el nombre de Repertorio de la legislación. Y, sin embargo esas líneas, escritas por un confeccionador y admirador de reyes, representa perfectamente el estado anormal de nuestras sociedades.

Una ley nueva es considerada como un remedio a todos los males. En lugar de cambiar uno lo que considera malo, empieza por pedir una ley que lo cambie. El camino entre dos villas es impracticable: el campesino dice que él haría una ley sobre los caminos vecinales. Una guardia de campo insulta a cualquiera aprovechándose de la simpleza de los que le rodean con su respeto: «Tendrían que hacer una ley -dice el insultado- que prescriba a los guardias del campo el ser un poco más corteses». ¿Qué el comercio y la agricultura no prosperan? «Lo que nos hace falta es una ley protectora» Así razona el industrial, el ganadero, el especulador en trigos. Y no hay revendedor de arambeles que no pidan en una ley para su pequeño comercio. El burgués bajo los salarios o aumenta la jornada de trabajo «hace falta una ley que ponga orden a esto» exclaman los diputados en cierne, en lugar de decir a los obreros que hay otros medios, bastante más eficaces, «para poner orden a esto»: tomar al burgués todo lo que se ha apropiado de las distintas generaciones de obreros. En resumen, para todo una ley: una ley sobre los cambios, una ley sobre los caminos, una ley sobre las modas, una ley sobre los perros rabiosos, una ley sobre la virtud para oponer un dique sobre los vicios, a todos los males, que no son más que el resultado de la indolencia y de la cobardía humana.

Estamos talmente pervertidos por una educación que desde nuestra más tierna edad tiende a matar en nosotros el espíritu de rebelión y nos desenvuelve el de la sumisión a la autoridad, estamos talmente pervertidos por esa existencia bajo la férula de la ley que lo reglamento todo: nuestro amor, nuestras amistades, que si esto continúa, perderemos toda iniciativa, toda costumbre de razonar. Nuestras sociedades parece que no conciben poder vivir de otra manera que bajo el régimen de la ley, elaborada por un gobierno representativo y aplicada por un puñado de gobernantes; y tanto es así, que cuando llegan a emanciparse de ese yugo, su primer cuidado es el reconstituirlo inmediatamente.«El año 1º de la Libertad» no ha durado jamás más de un día, pues después de haberlo proclamado, al día siguiente vuélvese otra vez a someterse al yugo de la ley, de la autoridad.

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Hace millares de años que los gobernantes repiten en todos los tonos: respeto a la ley, obediencia a la autoridad. Los padres educan a sus hijos bajo ese sentimiento; la escuela se lo fortalece, inculcándoles falsa ciencia, haciendo de la ley un culto, uniendo el bien y la ley de sus superiores en una sola y misma divinidad. El héroe de la historia que ella ha fabricado es aquel que obedece a la ley, que la protege en contra de los rebeldes.

Más tarde, cuando el niño entra en la vida pública, la sociedad y la literatura, diciéndole lo mismo cada día, a cada instante, continúan inculcándole el mismo prejuicio. Aun las mismas ciencias físicas son puestas a contribución, e introduciendo en esas ciencias de observación un lenguaje falso, prestado por la teología y el autoritarismo, llegan hábilmente a enredar la inteligencia, para mantener siempre en nosotros el respeto a la ley. El periódico hace la misma tarea; no hay artículo en el que no se predique la obediencia a la ley, al mismo tiempo que en la tercera página se hace notar cada día su imbecilidad y muéstrase cómo las arrastran por todos los fangos los mismos encargados de de mantenerlas. El servilismo ante la ley se ha convertido en virtud, y dudamos que haya un solo revolucionario que no empezase en su juventud por ser defensor de la ley en contra de eso que generalmente se llama el abuso, consecuencia inevitable de la ley misma.

El arte hace coro con la sedicente ciencia. El héroe del escultor, del pintor y del músico cubre la ley con su escudo, y los ojos inflamados y bufando por la nariz, se apresta a herir con su espada al osado que intente tocarla, se elevan templos, se le nombran grandes sacerdotes, a los cuales los revolucionarios titubean en tocar; y si la Revolución viene a barrer una institución antigua, es aún por una ley que ensaya consagrar su obra.

Este hacinamiento de reglas de conducta, que nos han legado la esclavitud, el servilismo, el feudalismo, la realeza, y que se llama Ley, ha reemplazado esos monstruos de piedra, ante los cuales se han inmolado víctimas humanas, y que no osaba derribar el hombre esclavizado, de miedo a que no mataran los fuegos del cielo.

Ha sido después del advenimiento de la burguesía -después de la gran revolución francesa- que se ha logrado establecer ese culto. Bajo el antiguo régimen se hablaba poco de leyes, si se exceptúa a Montesquieu, Rousseau y Voltaire, que lo hacían para oponerlas al capricho real; debíase obedecer a los gustos del rey y sus servidores, bajo pena de ser encarcelados o colgados. Pero en el momento y después de la revolución, lo abogados llegados al

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poder hicieron los posibles para afirmar ese principio, sobre el cual debían establecer su reinado. La burguesía lo aceptó sin titubear como su áncora de salvación, para oponer un dique al torrente popular. El sacerdocio se prestó a santificarlo para salvar su barca, que amenazaba zozobrar en las olas del torrente. El pueblo, por último, lo aceptó como un progreso sobre la arbitrariedad y violencia del pasado.

Es necesario transportar la imaginación al siglo XVIII para comprenderlo; es necesario haber derramado la sangre del corazón para comprender, al saber las atrocidades que cometían en esa época los nobles con los hombres y mujeres del pueblo, la influencia mágica que las palabras: «Igualdad ante la ley, obediencia a la ley, sin distinción de nacimiento o de fortuna», habían de ejercer, hace ya un siglo, en el espíritu del pueblo. Este, que hasta aquel entonces había sido tratado más cruelmente de lo que lo era un animal, que jamás había obtenido justicia contra los actos más inicuos de los nobles, a menos de vengarse matándolos para luego ser colgados, se vio reconocido por ese principio, a lo menos en teoría, en cuanto a sus derechos personales, el igual a su señor. Los que hicieron esa ley, prometieron igualmente atender al señor y al hombre del pueblo; proclamaron la igualdad ante el juez del pobre y del rico. Esta promesa ha sido un engaño; nosotros lo sabemos hoy; pero en aquella época fue un progreso, un homenaje rendido a la justicia, como «la hipocresía es un homenaje rendido a la verdad». Fue porque los libertadores de la burguesía, los Robespierre y los Danton, se basaron en los escritos de los filósofos de la misma burguesía, los Rousseau y los Voltaire que proclamaron «el respeto a la ley para todos», que el pueblo, en el que el ardor revolucionario se agotaba ya ante un enemigo cada día más sólidamente organizado, aceptó el compromiso; dobló la cerviz bajo el yugo de la ley, para salvarse de la arbitrariedad del señor.

Después de la burguesía no ha cesado de explotar esa máxima que, con ese otro principio, el gobierno representativo, resume la filosofía del siglo de la burguesía, el siglo XIX. Los ha predicado en las escuelas, los ha propagado en sus escritos, ha creado ciencia y artes con ese objeto, los ha metido por todas partes, como la devota inglesa que mete bajo las puertas los libros religiosos. Y ella ha hecho que veamos hoy reproducirse un hecho execrable: el mismo día del despertamiento del espíritu descontento, los hombres, queriendo ser libres, comienzan por pedir a sus amos que los protejan, modificando las leyes creadas por esos mismos amos.

Con todo, el tiempo y las ideas han cambiado después de un siglo.

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Encontramos por todas partes rebeldes que no quieren obedecer a la ley, sin saber de dónde viene, cuál es su utilidad, por qué imponen la obligación de obedecerla y respetarla. La revolución que se aproxima es una verdadera revolución y no un simple motín; por esto los rebeldes de nuestros días someten a la crítica todas las bases de la sociedad, venerada hasta el presente y, antes que todo, ese fetiche: a Ley.

Analizan su origen y encuentran, bien un dios -producto de los terrores del salvaje- estúpido, mezquino y malo como los sacerdotes que proclaman su origen sobrenatural; bien la sangre, la conquista por el hierro y el fuego. Estudian su carácter y encuentran por rasgo distintivo la inmutabilidad, reemplazando el desenvolvimiento continuo de la humanidad, la tendencia a inmovilizar lo que debiera desenvolverse y modificarse cada día. Preguntan cómo la ley se mantiene, y ven las atrocidades del bizantinismo y las crueldades de la inquisición; las torturas de la Edad Media, la carne viva cortada en tiras por el látigo del verdugo, las cadenas, la maza, el hacha al servicio de la ley; los sombríos subterráneos de las prisiones, los sufrimientos, los sollozos y las maldiciones.

Hoy mismo, siempre el hacha, la cuerda, el fusil y las prisiones; de una parte el embrutecimiento del prisionero, reducido al estado de bestia enjaulada, el envilecimiento de su ser moral; y, de otra parte, el juez despojado de todos los sentimientos que forman la parte más noble de la naturaleza humana, viviendo como un visionario en un mundo de ficciones jurídicas, aplicando con voluptuosidad la guillotina, sangrienta o seca, sin que este loco, fríamente malvado, dude siquiera un momento del abismo de degradación en el cual ha caído frente a los que condena.

Vemos una raza, confeccionadora de leyes, legislando sin saber sobre qué legisla, votando hoy una ley sobre el saneamiento de las poblaciones, sin tener la más pequeña noción de higiene; mañana reglamentando el armamento del ejército, sin conocer un fusil; haciendo leyes sobre la enseñanza o educación honrada de sus hijos; legislado sin ton ni son, pero no olvidando jamás la multa que afecta a los míseros, la cárcel y la galera que perjudicarán a hombres mil veces menos inmorales de lo que son ellos mismos, los legisladores. Vemos, en fin, en el carcelero la pérdida del sentimiento humano; al policía convertido en perro de presa; el espía, menospreciándose a sí mismo; la delación transformada en virtud, la corrupción erigida en sistema; todos los vicios, todo lo malo de la naturaleza humana favorecido, cultivado para el triunfo de la ley.

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Y como nosotros vemos todo esto, es por ello que en vez de repetir tontamente la vieja fórmula

«¡respeto a la ley!», gritamos «¡despreciad a la ley y a sus atributos!». Esta frase ruín:

«¡Obedeced a la ley», la reemplazamos por «¡Rebelaos contra todas las leyes!».

Comparad solamente las maldades realizadas en nombre de cada ley, con lo que ella ha podido producir de bueno; pensad el bien y el mal, y veréis si tenemos razón.

IILa ley es un producto relativamente moderno, pues la humanidad ha

vivido siglos y siglos sin tener ley alguna escrita, ni siquiera grabada en símbolos sobre piedra a la entrada de los templos. En esa época las relaciones de los hombres eran, reglamentadas por las simples costumbres, por los usos habituales, que la constante repetición hace venerables y que cada uno adquiere desde su infancia, como aprende el procurarse el alimento por la caza y el hacer uso de los animales para la agricultura.

Todas las sociedades humanas han pasado por esa fase primitiva, y en el presente aun una gran parte de la humanidad no conoce leyes escritas. Los pueblos primitivos tienen usos, costumbres, un «derecho rutinario», como dicen los juristas, tienen hábitos sociales, y esto basta para mantener las buenas relaciones entre los habitantes de la villa, de la tribu, de la comunidad. Entre nosotros mismos, hombres civilizados, cuando salimos de las grandes ciudades y nos dirigimos al campo, vemos aún que las relaciones mutuales entre los habitantes son arregladas, no según la ley escrita de los legisladores, sino según las antiguas costumbres, generalmente aceptadas. Los campesinos de Rusia, Italia, España y los de una buena parte de Francia e Inglaterra, no tienen idea alguna de la ley escrita; ésta viene a inmiscuirse en su vida solamente para arreglar sus relaciones con el Estado; en cuanto a las relaciones entre ellos, algunas veces muy complicadas, las arreglan simplemente según las viejas costumbres.

Antes era esta la regla que seguía toda la humanidad.

Cuando se analizan las costumbres de los pueblos primitivos, se ven

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bien marcadas dos corrientes distintas.

Mientras el hombre no vive solitario, se elaboran en él usos y costumbres útiles a la conservación de la sociedad y la propagación de la raza. Sin los sentimientos de sociabilidad, sin las prácticas de la solidaridad, la vida común hubiera sido absolutamente imposible. Y estos sentimientos y prácticas no es la ley la que los ha establecido; son anteriores a todas las leyes. Ni es la religión que los ha prescrito; son anteriores a toda religión; se encuentran entre todos los animales que viven en sociedad; se desenvuelven por la fuerza misma de las cosas, como las acciones que el hombre llama instintivas en los animales; provienen de una evolución útil, necesaria para mantener la sociedad en la lucha que por la existencia debe sostener. Los salvajes acaban por no comerse unos a otros, porque encuentran que es mucho más ventajoso entregarse a otra clase de cultura, en vez de procurarse una vez al año el placer de nutrirse con la carne de un viejo pariente. En el seno de las tribus absolutamente independientes, que no conocen ni leyes, ni jefes, cuyas costumbres nos han descrito muchos viajeros, los miembros de una misma tribu dejan de darse cuchilladas a cada disputa, porque la costumbre de vivir en sociedad ha acabado por desenvolver en ellos cierto sentimiento de fraternidad y de solidaridad; prefieren dirigirse a un tercero para ventilar sus cuestiones.

La hospitalidad de los pueblos primitivos, el respeto a la vida humana, el sentimiento de reciprocidad, la compasión para con los débiles, la bravura, hasta el sacrificio de sí mismo en interés de otro, practicado al principio con los niños y amigos, y extendido, más tarde, a los miembros de la sociedad, todas estas cualidades se desenvuelven en el hombre anteriormente a las leyes, independientemente de la religión, como en todos los animales sociales. Esos sentimientos y esas prácticas son el resultado inevitable de la vida en sociedad. Sin ser inherentes al hombre (como dicen los sacerdotes y los metafísicos), esas cualidades son la consecuencia de la vida en común.

Mas, al lado de esas costumbres, necesarias para la vida de las sociedades y la conservación de la raza, se producen, en las asociaciones humanas, otros deseos, otras pasiones y, por tanto, otros usos, otras costumbres. El deseo de dominar a los otros y de imponerles su voluntad; el deseo de apoderarse de los productos del trabajo de una tribu vecina; el deseo de subyugar a otros hombres para rodearse de comodidades sin producir nada, en tanto que los esclavos producen lo necesario para que sus amos se procuren todos los placeres y todas las voluptuosidades; esos deseos personales,

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egoístas, producen otra corriente de usos y costumbres. De una parte, el sacerdote, ese charlatán que explota la superstición y que después de haberse libertado él del miedo al diablo, lo propaga a los demás, de otra parte, el guerrero, ese fanfarrón que impele a la invasión y al pillaje del vecino, para luego volver cargado de botín y seguido de esclavos: los dos, mano con mano, llegaron a imponer a las sociedades primitivas costumbres ventajosas para ellos, que han tendido a perpetuar su dominación sobre las masas. Aprovechándose de la indolencia, del miedo, de la inercia de las masas, y gracias a la repetición constante de los mismos actos, lograron establecer permanentemente las costumbres que han llegado a ser el sólido punto de apoyo de su dominación.

Por esto explotan desde luego el espíritu de rutina que se ha desenvuelto en el hombre, que adquiere un grado sorprendente en los niños, en los pueblos salvajes y que se destaca sobre todo en los animales. El hombre, sobre todo cuando es supersticioso, tiene siempre miedo de cambiar cualquiera de las cosas que existen; generalmente venera lo que es antiguo. «Nuestros padres han hecho así, han vivido bien que mal, nos han criado, y no han sido desgraciados; haced lo mismo», dicen los viejos a los jóvenes, cuando éstos quieren cambiar alguna cosa. Lo desconocido les espanta; prefieren estar pegados al pasado, aun cuando este pasado represente la miseria, la opresión, la esclavitud. Podemos asimismo decir que, cuanto más feliz es el hombre, más teme cambiar de estado, por miedo a ser aún más feliz. Hace falta que un rayo de esperanza y un poco de bienestar penetren en su triste choza, para que empiece a querer estar mejor, a criticar su antiguo modo de vivir, y esté pronto a arriesgarse para conseguir un cambio. Mientras no le ha penetrado esta esperanza, mientras no se emancipa de la tutela de los que utilizan sus supersticiones y temores, prefiere quedar en la misma situación. Si los jóvenes quieren cambiar alguna cosa, los viejos dan el grito de alarma contra los innovadores. El salvaje se hará matar antes que infringir una costumbre de su país, pues desde su infancia le han dicho que la menor infracción a las costumbres establecidas le traerá la desgracia, causará la ruina de toda la tribu. Y aun hoy día, ¡cuántos políticos, economistas y sedicentes revolucionarios están bajo la misma impresión, apegados a un pasado que se va!

¡Cuántos no tienen otro cuidado que buscar los precedentes! ¡Cuántos famosos innovadores, copistas de las revoluciones anteriores!

Este espíritu de rutina, que tiene su origen en las supersticiones, en la indolencia y en la cobardía, ha sido en todos los tiempos la fuerza de los

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opresores; en las primitivas sociedades humanas, fue hábilmente explotado por los sacerdotes y los jefes militares, perpetuando las costumbres ventajosas para ellos solamente, que lograron imponer a las tribus.

Mientras que ese espíritu de conservación, hábilmente explotado, fue suficiente para asegurar a los jefes la usurpación de la libertad de los individuos; mientras que las solas desigualdades entre los hombres fueron las desigualdades naturales, y éstas no se habían aún decuplicado o centuplicado por la concentración del poder y de las riquezas, no hubo aún necesidad alguna de la ley y del aparato formidable de los tribunales y de las penas, siempre crecientes, para imponerlas.

Pero desde que la sociedad empezó a dividirse más y más en dos clases hostiles, la una que busca establecer su dominación y la otra que se esfuerza en sustraerse a ella, la lucha se empeñó. El vencedor se afana en imponer como inmutable el hecho consumado, procurando hacerlo indiscutible, transformando en institución santa y venerable para que los vencidos lo respeten.

La ley hace su aparición sancionada por el sacerdote y teniendo a su servicio la maza del guerrero. Su tendencia es inmutabilizar las costumbres ventajosas a los dominadores, y la autoridad militar se encarga se asegurarle la obediencia. El guerrero encuentra al mismo tiempo en esa nueva función, un nuevo instrumento para asegurar su poder; ya no es el que tiene a su servicio una simple fuerza brutal: es el defensor de la ley.

Pero la ley no es sólo una acumulación de prescripciones ventajosas a los dominadores, que obligan a aceptar y por las cuales se hacen obedecer. El legislador confunde en un solo y mismo código las dos corrientes de costumbres de que venimos hablando: las máximas que representan los principios de moralidad y de solidaridad, elaboradas por la vida en común, y las normas que consagran la desigualdad. Las costumbres que son absolutamente necesarias a la existencia misma de la sociedad, están hábilmente mezcladas en el código con las prácticas impuestas por los dominadores, pretendiendo el mismo respeto del pueblo. «¡No mates!», dice el Código, y «Paga el diezmo al sacerdote», se apresura a añadir. «¡No robes!», dice el Código, y después: «al que no pague el impuesto, se le cortará un brazo».

Tal es la ley, y ese doble carácter lo ha conservado hasta hoy. Su origen es el deseo de perpetuar las costumbres que los dominadores han

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impuesto para su beneficio. Su carácter es la mezcolanza hábil de las costumbres útiles a la sociedad -costumbres que no tienen necesidad de leyes para ser respetadas-, con esas otras costumbres que sólo son beneficiosas para los dominadores, dañosas a las masas y que se mantienen por el temor a los suplicios.

A excepción del capital individual, nacido del fraude y de la violencia y desenvuelto bajo los auspicios de la autoridad, la ley no tiene título alguno para merecer el respeto de los hombres. Nacida de la violencia y de la superstición, establecida a beneficio del sacerdote, del conquistador y del rico explotador, deberá ser abolida por entero el día que el pueblo quiera destrozar sus cadenas.

Nos convenceremos mejor de esto cuando analicemos en el capítulo siguiente el desenvolvimiento ulterior de la ley bajo los auspicios de la religión, de la autoridad y del régimen parlamentario actual.

IIIHemos demostrado en el capítulo precedente cómo la ley ha nacido de

las costumbres y usos establecidos, y cómo representa desde su comienzo una mezcolanza hábil de costumbres sociales, necesarias a la preservación de la raza humana, con otras costumbres, impuestas por esos que se aprovechan de las supersticiones populares, por considerar como bueno el derecho del más fuerte. Ese doble carácter de la ley determina su desenvolvimiento ulterior en los pueblos cada vez más cultos. Pero, en tanto que el núcleo de las costumbres sociales inscritas en la ley no sufren sino una modificación muy débil y muy lenta en el transcurso de los siglos, la otra parte de las leyes se desenvuelve siempre en beneficio de las clases dominantes se dejan arrancar una ley cualquiera que represente, o parezca representar, una cierta garantía para los desheredados. Pero entonces esa ley no hace más que renovar una ley anterior, hecha en beneficio de las clases dominadoras. «Las mejores leyes -dice Buckle- fueron las que revocaron leyes precedentes». Pero ¡qué terribles esfuerzos no se han gastado, qué ríos de sangre no ha sido necesario verter cada vez que se ha procedido a revocar una de esas instituciones que servían para tener al pueblo en esclavitud! Para abolir los últimos vestigios de la servidumbre y de los derechos feudales, y para quebrantar la pujanza de la camarilla real, ha sido necesario que la Francia pasara por cuatro años de revolución y veinte años de guerra. Para abolir la menor de las leyes inicuas que nos ha legado el pasado, son necesarias decenas de años de lucha, y la mayor parte de ellas no desaparecen sino en los períodos de lucha.

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Los socialistas han hecho ya muchas veces la historia de la génesis del capital. Han explicado cómo ha nacido de las guerras y del botín, de la esclavitud y de la servidumbre, del fraude y de la explotación moderna. Han demostrado cómo se nutre de la sangre del trabajador y como poco a poco ha conquistado el mundo entero. Han hecho la también la misma historia corriente de la génesis y al desenvolvimiento de la ley; y el espíritu popular, tomando como siempre, al delantera los hombres de estudio, ha hecho la filosofía de esa historia y ha planteado los jalones esenciales.

Hecha para garantir los frutos del pillaje, de la servidumbre y de la explotación, la ley ha seguido las mismas fases de desenvolvimiento del capital; hermano y hermana gemelos, han marchado mano a mano, nutriéndose uno y otro de los sufrimientos y de las miserias de la humanidad. Su historia es casi la misma en todos los países de Europa. Sólo difiere en los detalles, el fondo es el mismo; y, echar una mirada sobre el desenvolvimiento de la ley en Francia, o en Alemania, es conocer, en sus rasgos generales, las fases esenciales de su desenvolvimiento en la mayor parte de las naciones europeas.

En sus orígenes, la ley ha sido el pacto o contrato nacional. En el campo de Marte, las legiones y el pueblo convenían el contrato; el Campo de Mayo de la primitivas Comunas de la Suiza, es aún recuerdo de esa época, a pesar de toda la alteración que ha sufrido por la mezcla de civilizaciones burguesa y centralizadora. Cierto que ese contrato no fue siempre libremente consentido; el fuerte y el rico imponían ya su voluntad en esa época, pero al menos hallaban un obstáculo a sus tentativas de invasión, en la masa popular, que frecuentemente hacía también sentir su fuerza.

Pero, a medida que la Iglesia por una parte y el señor por otra, lograron subyugar al pueblo, el derecho de legislar escapó de las manos de la nación para pasar a las de los privilegiados. La iglesia extendió su poder; sostenida por las riquezas que se acumulaban en sus arcas, se ha metido cada vez más en la vida privada, y bajo el pretexto de salvar las almas, se ha apodero del trabajo de sus siervos; ha sacado impuestos de todas las clases, extendiendo su jurisdicción, ha multiplicado sus delitos y las penas y se ha enriquecido en proporción a los delitos cometidos, puesto que en sus arcas de hierro se acumula el producto de las penas. Las leyes no tienen más analogía con los interese nacionales: «se las creería más bien emanadas de un concilio de fanáticos religiosos, que de legisladores», observa un historiador de derecho francés.

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Al mismo tiempo, a medida que el señor, por un lado, extendía su poder sobre los cultivadores de los campos y los artesanos de las villas, llegaba también juez y legislador.

En el décimo siglo, si existían monumentos de derecho público, esos no eran más que pactos que regulaban las obligaciones, las jornadas de trabajo y los tributos de los siervos y de los vasallos del señor. Los legisladores en esa época eran un puñado de bandidos, que se multiplicaban y organizaban para el robo, que practicaban en contra de un pueblo que se volvía cada vez más pacífico a medida que se entregaba a la agricultura.

Explotaban en beneficio propio el sentimiento de justicia inherente a los pueblos; constituidos en justicieros, hicieron de la aplicación misma de los principios de justicia, un manantial de rentas y dictaron que sirvieron para mantener su dominación.

Más tarde, esas leyes, copiadas y clasificada por los legisladores, sirvieron de fundamento a nuestros códigos modernos. ¡Y hablarán aún de respetar los códigos, herencia de sacerdotes y del noble!

La primera revolución, la revolución de las comunas, no logró abolir sino una parte de esas leyes, pues las cartas de las comunas libres no son, en su mayor parte, más que un compromiso entre la legislación señorial o episcopal y las nuevas relaciones, creadas en el seno de la comuna libre.

Y sin embargo, ¡que diferencia entre esas leyes y nuestras leyes actuales! La comuna no permitía encarcelar y guillotinar a los ciudadanos por una razón de estado; se limitaba a expulsar al que conspiraba con los enemigos de la comuna, y arrasa su casa. En la mayor parte de los sedicentes «crímenes y delitos», se limitaba a imponer correcciones. Vemos asimismo en las comunas del siglo XII ese principio justo, pero olvidando hoy, que toda la comuna era responsable de las mañas acciones cometidas por cada uno de sus miembros. Las sociedades de entonces, considerando el crimen como un accidente o como una desgracia (ésta es aún la concepción de los campesinos rusos), y no admitiendo el principio de venganza personal, predicado por la Biblia, comprendía que la falta por cada mala acción recaía sobre la sociedad entera.

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Fue necesaria toda la influencia de la iglesia bizantina, que importó a Occidente la crueldad refinada por los déspotas del Oriente, para introducir en las costumbres de los galos y de los germanos la pena de muerte y los suplicios horribles que se han infligido más tarde a lo que se han considerado como criminales; fue necesaria toda la influencia del código civil romano - producto de la corrupción de la Roma imperial-, para reproducir esas nociones de propiedad territorial ilimitada, que vino a trastornar las costumbres comunalistas de los pueblos primitivos.

Sabemos que las comunas libres no pudieron mantenerse. Desgarradas por las guerras intestinas entre los ricos y los pobres, entre los burgueses y los servios, fueron fácilmente la víctima de la realeza. Y a medida que la realeza adquirida nueva fuerza, el derecho de legislación pasaba cada vez más a las manos de una padilla de cortesanos. La apelación a la nación se hacía solamente para sancionar los impuestos pedidos por el rey. Los parlamentos convocados con intervalos de dos siglos, según el buen humor y los caprichos de la Corte, los

«Consejos extraordinarios», las «sesiones de notables» donde los ministros apenas escuchas las «las dolencias» de los súbditos del rey: he aquí los legisladores. Y más tarde aún, cuando todos los poderes fueron concentrados en una sola persona que decía «el Estado soy yo», era en «lo reservado de los consejos del príncipe», Según la fantasía de un ministro o de un rey imbécil, que se fabricaban los edictos, a los cuales los súbditos eran obligados a obedecer bajo pena de muerte. Todas las garantías judiciales eran abolidas; la nación era el siervo del poder real y de un puñado de cortesanos; las penas más terribles: rueda, hoguera, despellejamiento, tortura de todo género -producto de la fantasía enferma religiosa y locos violentos que buscan sus delicias en los sufrimientos de los suplicios-, ha aquí lo que hizo aparición en aquella época.

Era a la gran revolución que le estaba reservado empezar la demolición de ese andamiaje de leyes que nos legaron el feudalismo y la realeza. Pero después de haber demolido algunas partes del viejo edificio, la revolución repuso el poder de dictar leyes en manos de la burguesía, al cual empezó a elevar a su alrededor un nuevo andamiaje de leyes destinadas a mantener y a perpetuar su dominación sobre las masas. En sus parlamentos ha dictado leyes, a ciegas y las montañas de leyes se han acumulado con una rapidez espantosa.

Más, ¿qué son en el fondo todas esas leyes?

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En su mayor parte sólo tienen un objeto, el de proteger la propiedad individual, es decir, las riquezas adquirida por medio de la explotación del hombre por el hombre; de abrir de nuevo campos de explotación al capital; de sancionar las nuevas fórmulas que la explotación reviste sin cesar a medida que el capital acapara nuevas ramas de la vida humana; caminos de hierro, telégrafos, luz eléctrica, industria química, expresión del pensamiento humano por la literatura y la ciencia, etc. etc. El resto de las leyes, en el fondo, tienen siempre el mismo objeto, es decir, la conservación de la máquina gubernamental, que tiende a garantir al capital la explotación y el acaparamiento de las riquezas producidas. Magistratura, policía, ejército, instrucción pública, crédito público; todo sirve al mismo dios: el capital.

Todo esto sólo tiene un objeto: el de facilitar la explotación del trabajador por el capitalista. Analizad todas las leyes hechas desde ochenta años a esta parte, no encontraréis otra cosa. La protección a las personas, que se ha querido representar como la verdadera misión de la ley, no ocupa sino un lugar casi implacable, pues en nuestras sociedades actuales los ataques contra las personas dictados directamente por el odio y la brutalidad, tienden a desaparecer. Si hoy un buen hombre mata a otro, es para robarle y raramente por venganza personal. Y si este género de crímenes y delitos va cada día disminuyendo, no es ciertamente a la legislación que lo debemos, sino al desenvolvimiento humanitario de nuestras sociedades, a nuestras costumbres cada vez más sociables, y no a las prescripciones de nuestras leyes. Que se revoquen mañana todas las leyes concernientes a la protección de las personas, que cese mañana la persecución por atentados contra las personas, y el número de atentados dictados por la venganza personal o por la brutalidad, no aumentará ni en un solo.

Se nos objetará, seguramente, que se han hecho desde hace cincuenta años un buen número de leyes liberales. Pero analícense estas leyes y se verá que todas ellas sólo son la revocación de leyes que no fueron legadas por la barbarie de los siglos precedentes. Todas las leyes liberales, todo el programa radical se resume en estas palabras: abolición de leyes que han llegado a ser embarazosas para la misma burguesía, y retornar a las libertades de las comunas del siglo XII, extendiéndose a todos los ciudadanos. La abolición de la pena de muerte, el jurado para todos los «crímenes» (el jurado, más liberal que hoy, existía en siglo XII), la magistratura elegida, el derecho de poder acusar a los funcionarios, la abolición de los ejércitos permanentes, la libertad de enseñanza, etc. etc., todo esto que nos dicen ser una invención del liberalismo

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moderno, sólo es un retorno a las libertades que existían antes que la iglesia y el rey hubieran extendido su mano sobre todas las manifestaciones de la vida humana.

La protección de la explotación, directa por las leyes sobre la propiedad e indirectamente por la subsistencia del Estado, he aquí la esencia y la materia de los códigos modernos y la preocupación de nuestras costosas máquinas de legislación.

Es tiempo ya de no pagarnos más de frases y darnos cuenta de lo que en realidad significan. La ley que se presenta al principio como una compilación de costumbres útiles a la preservación de la sociedad, no es más, hoy día, que un instrumento para el mantenimiento de la explotación y dominación de los ricos y ociosos sobre las masas laboriosas.

Su misión civilizadora es nula hoy día, su única misión es mantener la explotación.

He ahí lo que nos dice la historia del desenvolvimiento de la ley. ¿Es a ese título que somos llamados a respetarla? Ciertamente, no. Cierto que el capital, producto del bandidaje, le debe su respeto; nosotros, no. Y el primer deber de los revolucionarios del siglo XIX será hacer un auto de fe de todas las leyes existentes, como lo harán con los títulos de propiedad.

Si examinamos los millones de leyes que rigen a la humanidad, advertiremos fácilmente que pueden subdividirse en tres grandes categorías: protección a la propiedad, protección a las personas, protección al gobierno. Y, analizando, estas tres categorías, llegamos con respecto a cada una, a esta conclusión lógica y necesaria: Inutilidad y dañabilidad.

La protección a la propiedad, los socialistas saben lo que es. Las leyes sobre la propiedad no son hechas para garantir al individuo o a la sociedad la posesión de los productos de su trabajo. Se han hecho, por el contrario, para arrebatar al productor una parte de lo que produce y para asegurar a algunos la parte de los productos que han arrebatado, ya a los productores, ya a la sociedad entera.

Cuando la ley establece los derechos de un fulano sobre una casa, por ejemplo, establece su derecho, no sobre una cabaña, que ha edificado él sólo o con el concurso de algunos amigos; establece, por el contrario, sus derechos

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sobre una casa que no ha construido con su trabajo, sino que ha hecho edificar por otros, a quienes no ha pagado todo el valor de su trabajo. Luego

-porque esta casa representa un valor social que no produjo el propietario- la ley establece los derechos de éste sobre una porción de lo que pertenece a todo el mundo y no a persona en particular. La misma casa, edificada en medio de la Siberia, no tendría el mismo valor que tiene en una gran ciudad; y este valor proviene del trabajo de toda una cincuentena de generaciones que han levantado la ciudad, que la han embellecido, proveyéndola de agua y de gas, dotándola de buenas calles, de universidades, de teatros y de almacenes y de caminos de hierro, de carreteras. Reconociendo, pues, los derechos de fulano de tal sobre una casa en París, en Londres, en Rouen, etc., la ley le atribuye -muy injustamente- una cierta parte de los productos del trabajo de la humanidad entera. Y es precisamente porque esta apropiación es una injusticia manifiesta (todas las otras formas de la propiedad tiene el mismo carácter), que ha sido necesario todo un arsenal de leyes y todo un ejército de soldados, policías y jueces para mantenerla contra el buen sentido, el sentimiento de justicia inherente a la humanidad.

La mitad de las leyes -los códigos civiles de todos los países- no tienen otro objeto que el mantener esa apropiación, ese monopolio en provecho de algunos, contra la humanidad entera. Las tres cuartas partes de las causas juzgadas por los tribunales son querellas que surgen entre monopolizadores: dos ladrones que se disputan el botín. Una buena parte de las leyes criminales sólo tienen por objeto mantener al obrero subordinado al amo, al fin de asegurar la explotación.

En cuanto a garantir al trabajador los productos de su trabajo, no hay leyes que de ello se encarguen. Es tan simple y tan natural, están dentro de las costumbres de la humanidad, que la ley no ha pensado en ello. El bandidaje descarado, con las armas en la mano, ya no es de nuestro siglo; un trabajador no va jamás a disputar a otro trabajador los productos de su trabajo; una mala inteligencia entre ellos, la ventilan dirigiéndose a un tercero, sin recurrir a la ley. Si alguno va a exigir a otro cierta parte de los que éste ha producido, no puede ser sino el propietario que viene a extraer su parte de león. En cuanto a la humanidad, en general, respeta siempre el derecho de cada uno sobre lo que ha producido, sin que haya necesidad para esto de leyes especiales.

Todas las leyes sobre la propiedad, que llenan los grandes volúmenes en

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los códigos y son la alegría de los abogados, cuyo objeto es tan sólo el de proteger la apropiación injusta de los productos del trabajo de la humanidad por ciertos monopolios, no tienen ninguna razón de ser, y los socialistas revolucionarios están decididos a hacerlas desaparecer el día de la revolución.

Y podemos en efecto, con plena justicia, hacer un auto de fe con todas las leyes que se relacionan con los llamados «derechos de propiedad», con todos los títulos de propiedad, con todos los archivos; en pocas palabras, con todo lo que forma esa institución, que será bien pronto considerada como una mancha humillante en la historia de la humanidad, como lo han sido la esclavitud y la servidumbre de los siglos pasados.

Lo que acabamos de decir concierne a la propiedad, puede aplicarse por entero a esta segunda categoría de leyes: las que sirven para mantener el gobierno, o sean las leyes constitucionales.

Es necesario todo un arsenal de leyes, decretos, ordenanzas, edictos, etc. etc., para proteger las diversas formas de gobierno representativo (por delegación o por usurpación), bajo los cuales viven aún las sociedades humanas. Nosotros sabemos muy bien -los anarquistas lo han demostrado suficientes veces por la crítica que han hecho sin cesar de las diversas formas de gobierno- que la misión de todos los gobiernos monárquicos, constitucionales y republicanos, es la de proteger y mantener por medio de la fuerza los privilegios de las clases poseedoras, aristócratas, clero y burguesía. Una tercera parte de las leyes -las leyes «fundamentales», leyes sobre los impuestos, sobre las aduanas, sobre la organización de los ministerios y sus cancillerías, sobre el ejército, la policía, la iglesia, etc., y hay algunos millones en cada país-, no tienen otro objeto que mantener, arreglar y desenvolver la máquina gubernamental, que sirve para proteger los privilegios de las clases poseedoras. Analícense todas esas leyes, obsérvenlas en acción un día y otro día y se advertirá que ni una sola merece conservarse, empezando por las que conceden las comunas al cura párroco, a los principales burgueses del lugar y al subprefecto, y acabando por esa famosa constitución (la XIX o XX

después de 1789)1, que nos de una cámara de estúpidos, preparando la dictadura de algún aventurero.

En fin con respecto a esas leyes no cabe duda alguna. No solamente los anarquistas, sino también los burgueses, más o menos revolucionarios, están de acuerdo en que el solo uso que puede hacérsele de todas las leyes

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concernientes a la organización del gobierno, es echarlas al fuego.

Queda la tercera categoría, la más importante, pues que en ella se amparan la mayor parte de los prejuicios: las leyes concernientes a la protección de las personas, el castigo y la prevención de los «crímenes». En efecto, esta categoría es la más importante, pues si la ley goza de alguna consideración, es porque se crea absolutamente indispensable ese género de leyes para garantir la seguridad en las sociedades.

Tales leyes han salido del núcleo de costumbres útiles a las sociedades humanas, que fueron explotadas por los dominadores para santificar su dominación. La autoridad de los jefes de tribus, de las familias ricas de la comuna y del rey, se apoya en las funciones judiciales que ellos ejercen, y hasta en el presente aun cada vez que se habla de la necesidad del gobierno es considerándolo en su función de juez supremo. «Sin gobierno, los hombres se asesinarían unos a otros», dice el charlatán de la aldea. «El objeto final de todo gobierno, es el de dar doce honrados jurados a cada acusado», ha dicho Burke.

Y bien, a pesar de los prejuicios existentes, es ya tiempo que los anarquistas digamos muy alto que esta categoría de leyes es tan inútil y tan dañosas como las precedentes.

En cuanto a los llamados «crímenes», a los atentados contra las personas, es sabido que las dos terceras partes son inspirados en el deseo de apoderarse de las riquezas pertenecientes a alguno. Esta categoría inmensa de los llamados «crímenes y delitos» desaparecerá el día que la propiedad privada haya dejado de existir. «Pero -se nos dirá- siempre habrá brutos que atentarán contra la vida de los ciudadanos, que no vacilaran en dar una cuchillada a cada querella, que vengarán la menor ofensa con el asesinato, si no hay leyes para restringirlos y penas para detenerlos» He aquí lo que nos repiten desde el momento que ponemos en duda el derecho de la sociedad.

1 Se refiere, naturalmente a la de Francia.

Con respecto a esto, hay en la actualidad un hecho bien comprobado: la severidad de las penas no disminuye el número de los «crímenes». En efecto, colgad, descuartizad si queréis, a los asesinos, y el número de asesinatos no disminuirá en uno sólo. En cambio, abolid la pena de muerte y no habrá

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siquiera un asesinato de más; por el contrario, habrá unos menos. Está probado por la estadística.

Por otra parte, que la recolección sea buena, que el pan esté barato, que el tiempo de mantenga bueno, y el número de asesinatos disminuirá al punto, pues está también probado por la estadística que el número de crímenes aumenta o disminuye todos los días en proporción al precio de los artículos y al buen tiempo. No pretendemos que todos los asesinatos sean inspirados por el hambre; pero cuando la recolección es buena y los artículos están a precio accesibles, cuando el sol brilla, los hombres, más alegres, menos miserables que de costumbre, no se dejan dominar por las pasiones sombrías y no van a hundir un cuchillo en el pleno de uno de sus semejantes por fútiles motivos.

Además, es sabido también que el miedo al castigo no ha detenido jamás a un solo asesinato. El que va a matar a su vecino por venganza o por miseria, no razonan mucho sobre las consecuencias; y no hay asesino que no tenga la firme convicción de escapar a las persecuciones. Hay aún otras mil razones que podríamos exponer aquí -el espacio de que disponemos es limitado-, pero que cada cual razone acerca de lo que dejamos dicho, que analice los crímenes y las penas, sus motivos y sus consecuencias, y sabe razonar sin dejarse influir por las ideas preconcebidas, llegará necesariamente a esta conclusión.

Sin hablar de una sociedad donde el hombre recibirá una mejor educación, donde el desenvolvimiento de todas sus facultades y la posibilidad de divertirse le procurarán multitud de goces, sin que los turbe el remordimiento; sin hablar de la sociedad futura; concretándose a nuestra misma sociedad, aun con los tristes productos de la miseria que vemos hoy día en las tabernas de las grandes ciudades, el día en que ninguna pena fuese infligida a los asesinos, el número de asesinatos no aumentaría en un solo caso; y es muy probablemente que disminuyeran, por el contrario, esos casos que son debidos hay día a los que reinciden, por el embrutecimiento adquirido en las prisiones.

Nos hablan todos los días de los beneficios de la ley y de los efectos excelentes de las penas; más, ¿se ha ensayado jamás hacer el balance entre los beneficios que se atribuyen a la ley y a las penas, y el efecto degradante de esas mismas penas sobre la humanidad? ¡Que se haga solamente la edición de las malas pasiones despertadas en la humanidad por las penas atroces infligidas

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antiguamente! ¿Quién, pues, ha conservado y devuelto los instintos de crueldad en el hombre (instinto desconocido aun entre los monos; el hombre llegó a ser el animal más cruel de la tierra), si no el rey, el juez y el cura, que, armados con la ley, han hecho arrancar la carne en jirones, verter pez hirviente en las llagas, dislocar los miembros, moler los huesos y dividir los hombres en pedazos, todo para mantener su autoridad?

Calcúlense solamente todo el torrente de depravación vertido en las sociedades humanas por la delación, favorecida por el juez y pagada con los escudos sonantes del gobierno, bajo pretextos de ayudar al descubrimiento de los crímenes. Visítense las prisiones y estúdiese a lo que llega el hombre, privado de libertad, encerrado con otros seres, ya depravados y penetrados de toda la corrupción y de todos los vicios que se generan en nuestras prisiones; y ténganse en cuenta que cuanto más se las reforma más detestables son, como las vemos en las penitenciarias modernas y modelos, que son cien veces más abominables que las fortalezas de la edad media. Considérense en fin, la corrupción, la depravación del espíritu, que se mantienen en la humanidad, por esta idea de obediencia (esencia de la ley), de castigo, de autoridad que tiene el derecho de castigar, de juzgar, fuera de nuestra conciencia y sin tener en cuenta la opinión favorable de nuestros amigos; por la idea del verdugo, del carcelero, del denunciador, en fin, de todos esos atributos de la ley y de la autoridad. Considérense cuanto dejamos dicho, y se estará ciertamente de acuerdo con nosotros, y con nosotros se dirá que la ley infligidora de penas es una abominación que debe cesar de existir.

Además de esto, los pueblos incultos, y, por menos depravados, han comprendido perfectamente que el llamado «criminal» es solamente un desgraciado, que no hay necesidad de azotarlo, de encarcelarlo o de hacerle morir en el cadalso o en la prisión, sino que se debe aliviarlo, prodigiosamente cuidados fraternalmente, por un tratamiento igualitario, por la práctica de la vida entre gentes honradas.

Nosotros esperamos que en la próxima revolución estallara el grito.

«Quememos las guillotinas, demolamos las prisiones, echemos de entre nosotros al juez, al policía, al delator -raza inmunda que no ha de volver jamás sobre la tierra-; tratemos como hermanos a los que, llevados de sus pasiones, han hecho daño a sus semejantes; sobre todo evitemos, por métodos persuasivos, a los grandes criminales, a esos productores innobles de la

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ociosidad burguesa, la posibilidad de desarrollar sus vicios, y estamos seguros que habrá muy pocos crímenes que señalar en la sociedad. Lo que mantiene al crimen (además de la ociosidad) es la ley y la autoridad: la ley sobre el gobierno, la ley sobre las penas y delitos, y la autoridad que se encarga de hacer esas leyes y de aplicarlas».

¡No más leyes! ¡No más jueces! La libertad, la igualdad y la práctica de la solidaridad, son la sola y segura eficacia que podemos oponer a los instintos antisociales de algunos hombres.