¿por qué no amarte

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¿Por qué no ¿Por qué no amarte? amarte? Anne Mather ¿Por qué no amarte? (1982) Título Original: Forbidden flame (1981) Editorial: Harlequin Ibérica Sello / Colección: Julia 100 Género: Contemporáneo Protagonistas: Luis de Montejo y Carolina Leyton Argumento:

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Page 1: ¿Por Qué No Amarte

¿Por qué no amarte?¿Por qué no amarte?Anne Mather

¿Por qué no amarte? (1982)Título Original: Forbidden flame (1981)Editorial: Harlequin IbéricaSello / Colección: Julia 100Género: ContemporáneoProtagonistas: Luis de Montejo y Carolina Leyton

Argumento:

El empleo de Carolina como institutriz en una hacienda mexicana resultó más complicado de lo que ella pensó. El padre de su pupila, Esteban, era un hombre rudo y la deseaba con desesperación.

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Ella acudió a Luis de Montejo en busca de ayuda, sin pensar que él se convertiría en algo más que un aliado. Pero, ¿cuál era el secreto que los separaba…?

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Capítulo 1Al asomarse por una de las ventanas del hotel de Las Estadas,

Carolina se dijo que debía estar loca al haber aceptado ir a ese lugar ¿Qué sabía ella, una alumna graduada en historia e inglés en Inglaterra, acerca de instruir a una criatura de ocho años, y qué fue lo que hizo que la eligieran entre muchas otras candidatas de seguro más adecuadas?

Claro que el anuncio que apareció en el periódico habría interesado a cualquier persona con cierto espíritu aventurero. Era la oportunidad de trabajar en México… la tierra de los aztecas, con su interesante historia. Carolina se preguntó cuántas jóvenes habrían desistido al descubrir que había que viajar al norte de Yucatán.

Cuando se enteró adonde había que ir, Carolina no se sintió desalentada. No sabía gran cosa respecto a México, y la idea de vivir cerca de la ciudad maya de Chichen-Itzá le atraía sobremanera. Ahora, mientras esperaba en el hotel se dio cuenta de repente del compromiso que había adquirido, lo cual le hizo pensar que si hubiera alguna forma de volver a Mérida sin que nadie se diera cuenta, lo haría sin titubear.

Caía una lluvia torrencial que convirtió la calle en un río lodoso. Este no era el México que había imaginado: una colorida mezcla del pasado y el presente en medio de un caleidoscopio de ricos mosaicos y arquitectura fastuosa.

Se retiró de la ventana y miró con disgusto el sombrío cuartito. Un tapete raído junto a la estrecha cama de hierro era el único adorno que tenía el piso, y el agua que había en el cántaro desportillado sobre el lavamanos, parecía ser el cementerio de una variedad de insectos que se ahogaron ahí durante la noche. La cama estaba llena de protuberancias y era bastante incómoda, pero cuando Carolina llegó ahí estaba tan cansada que habría podido dormir en el suelo. Esa mañana, sin embargo, le produjo asco ver, a la luz del día, las mugrientas sábanas sobre las que se había acostado. El desayuno consistente en tortillas calientes y aromático café todavía estaba sobre la mesita donde el servil propietario del hotel lo colocó.

Un toque en la puerta la hizo ponerse rígida y preguntar:

—¿Quién es? —entrelazó las manos con fuerza y luego sintió que se relajaba al asomar la cabeza por la puerta el señor Allende.

—¿Estuvo bien el desayuno, señorita?

El dueño del hotel era en extremo obeso.

—¡Pero si no comió nada! —exclamó el hombre al ver la bandeja intacta—. ¿No le gusta esto, señorita? ¿Quiere que María le prepare otra cosa?

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—No, gracias —negó Carolina con firmeza—. Yo… no tengo hambre. ¿Podría usted repetirme a qué hora dijo el señor de Montejo que estaría aquí?

—Don Esteban me informó que vendría antes del mediodía —respondió pensativo, al tiempo que se acariciaba el negro bigote y recorría con la mirada la figura esbelta de la joven, haciéndola irritar—. Usted tendrá que comprender… el tiempo, es posible que, cómo decirlo… que tarde un poco más, ¿entiende?

—¿Quiere decir que puede ser que los caminos no estén transitables? —preguntó Carolina, disgustándose más.

—Es posible —asintió el señor Allende y sonrió enseñando los dientes manchados de tabaco—. Pero no se preocupe, señorita. José… —dijo y se señaló él—. José cuidará bien de usted mientras llega don Esteban.

—Sí.

Carolina tuvo que forzar una leve sonrisa. No sería de su agrado pasar otra noche en ese hotel, y la actitud del señor Allende se hacía cada vez más insoportable.

—De modo… —comenzó a decir el hombre al tiempo que encendía un puro— que sugiero baje usted y lo espere en mi oficina, ¿no le parece? Ahí tengo una botellita de algo que puede hacer que el día parezca soleado.

Carolina no pudo disimular su disgusto. ¿Acaso pensaba ese individuo que alguien podía encontrar agradable su compañía? Si no fuera porque se sentía tan vulnerable en ese momento ante la situación, se habría reído de él. Como estaban las cosas, lo único que hizo fue retroceder y negar con un movimiento de la cabeza.

—No, muchas gracias —replicó con frialdad—, me quedaré aquí. Desde la ventana puedo observar la calle, y no quiero causarle a usted ninguna molestia.

—No es molestia —dijo el señor Allende, extendiendo ambos brazos—. Vamos, abajo es más agradable.

—¡No! —exclamó Carolina—. Prefiero estar sola. Si me disculpa…

El hombre levantó los hombros.

—¡Está bien! ¡Como usted quiera! —luego salió del cuarto y dio un portazo.

Carolina se pasó una mano con alivio, sobre la cabeza, acariciándose la nuca para aminorar la tensión que la embargaba. Lo último que deseaba era alguna complicación de esa especie; luego, con lentitud caminó de nuevo hacia la ventana. ¿En dónde estaría el señor de Montejo? ¡No era posible que la lluvia acabara con todos los medios de comunicación!

Apretó las palmas una contra otra y apoyó los pulgares en los labios mientras miraba hacia la terraza que estaba enfrente. ¿Cómo sería la casa de los de Montejo? ¿Y el señor? ¿Cómo pudo ella ser tan tonta para

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comprometerse a un mes de prueba cuando era posible que quisiera irse después de un solo día?

De alguna manera las cosas parecieron diferentes en Londres. Nadie que conociera a la señora García, que llevó a cabo las entrevistas, podía tener alguna duda acerca de que cualquier persona asociada con ella… que era la abuela de la criatura… debía vivir de manera ejemplar. Aquella mujer tenía aspecto de persona rica que iba de acuerdo con el traje de Dior que vestía y las perlas que adornaban su cuello; Carolina supuso que el yerno y la hija de éste debían ser iguales a ella.

Al mediodía la criada, María, le llevó un plato con sopa y pan de maíz. Carolina decidió comer un poco y luego volvió a pararse junto a la ventana, preguntándose si el camino a Mérida todavía estaría transitable.

La tarde pasó con lentitud, y la joven se puso cada vez más impaciente. ¿Qué pasaría si el señor de Montejo no aparecía? ¿Cuántos días se vería obligada a quedarse en ese lugar?

Con la mirada recorrió la calle de arriba abajo, observando la lucha de un viejo camión de carga por tratar de avanzar sobre el resbaloso camino. Una carreta tirada por bueyes avanzó con mayor facilidad, aunque el aguacero no dejaba de caer, pero desvió la vista hacia la ventana frente a ella donde alguien agitaba un pañuelo. Parpadeó cuando notó que un hombre trataba de llamar su atención, y se volvió con desprecio, en el momento que la puerta del cuarto se abrió.

Ya estaba oscureciendo y la habitación casi se hallaba en la penumbra, pero la figura del propietario del hotel era inconfundible. Estaba en el umbral, con una botella de tequila en la mano.

—¡Hola, señorita! —la saludó, trastabillando, y se llevó la botella a los labios para beber con avidez—. ¿Ya está lista para aceptar la compañía de José? ¿No quiere compartir un traguito conmigo?

Carolina sabía que no debía dejarse apoderar del pánico.

—No bebo, señor Allende —dijo con valor.

—¡No… bebe! —repitió con dificultad—. Por cierto, le convendría tomar un poco de tequila. El tequila es bueno. Pruebe un poco… tenga…

Se acercó a ella con dificultad, insistiendo en hacerla tomar un trago y Carolina se hizo a un lado. La sola idea de poner los labios en el mismo lugar donde estuvieron los grasosos de aquel hombre, le produjo náuseas.

—¡Por favor, señor Allende! No quiero probar eso —protestó, dando la vuelta alrededor de la cama. Él la siguió.

—Tiene que probar, tiene que probar —repitió una y otra vez, y la joven se dio cuenta de que no iba a poder zafarse de esa situación sin luchar.

Estaba acorralada, con la cama a un lado y la pared tras ella, con un pequeño crucifijo colgado encima de su cabeza. De repente, saltó sobre la cama, agradecida de llevar pantalones de pana, pero el hombre más ágil que ella la tomó de un pie, haciéndola caer sobre el lecho.

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En ese momento sintió que se le acercaba y fue presa del pánico. Con una fuerza que ni siquiera pensó que poseía, se puso de espaldas, levantó una rodilla con rapidez y la clavó sobre el cuerpo obeso, con determinación. El individuo lanzó un grito de dolor mientras ella corría hacia la puerta en el momento que otro hombre apareció. Carolina chocó con fuerza contra el fornido cuerpo, y él tuvo que tomarla por los hombros para evitar que cayera. En medio del pánico, la joven imaginó que era algún amigo del señor Allende que llegaba a unirse a la diversión, pero al levantar la pierna para darle un golpe similar, él le dio la vuelta, aprisionándole los brazos a los lados.

—¡Basta, basta! —exclamó con disgusto y luego dirigió la mirada hacia la figura que intentaba abandonar la cama. Sostuvo a Carolina que luchaba con denuedo por zafarse, miró con desprecio al dueño del hotel y preguntó—:

—¿Qué pasa aquí, Allende? ¿Tomó más de la cuenta?

Las palabras pronunciadas y el desdén del tono, hicieron que Carolina se diera cuenta de inmediato de que éste no era un compañero de juerga del sudoroso señor Allende. Segundos después, dejó de luchar al soltarla él con cortesía.

—Me disculpo si lo lastimé… —comenzó a decir ella, con una mirada de gratitud hacia su salvador, y luego las palabras se ahogaron al ver los ojos grises del hombre que estaba frente a ella.

El señor de Montejo, en caso de que fuera él, no era como ella lo había imaginado. De menos de treinta años, tenía más estatura que la mayoría de los hombres que había visto desde su llegada a México. Era moreno, de cabello negro, cejas pobladas, pómulos salientes y labios delgados… bastante atractivo, y el juego de pantalón y chaqueta de piel que vestía con una camisa de color café, se ajustaban a las musculosas piernas y amplios hombros. Carolina jamás había conocido a nadie de tan marcada masculinidad, y por un momento titubeó, confusa y avergonzada.

—Señor, señor… —aprovechando la turbación de Carolina, el propietario del hotel trató de defenderse—. Usted interpreta mal…

—No lo creo —dijo el señor de Montejo con voz profunda y atractiva—. Lo encuentro a usted, Allende, en una situación un poco embarazosa… digamos, sobre la cama de la señorita Leyton y a ella tratando de huir.

—Sin necesidad, se lo aseguro, señor —protestó el hombre de manera dramática—. Reconozco que bebí más de lo debido, así que me acosté un momentito a descansar en la cama de la señorita. ¿Qué tiene eso de malo?

—En primer lugar, ¿qué hacía en la habitación de la señorita? —inquirió de Montejo.

—Tal vez… fue un malentendido —murmuró ella con tristeza, pensando que no quería tener enemigos apenas veinticuatro horas después de haber llegado—. Y… creo que el señor Allende no tenía malas intenciones…

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—¿Ah, no? —y luego se dirigió a Allende—: Tiene usted suerte de que la señorita Leyton no sea vengativa, amigo. No creo que mi hermano fuera tan generoso como ella.

—Por favor no le diga nada al señor Esteban. Este negocio es todo lo que tengo…

El hombre hizo un gesto indiferente y le dirigió unas palabras en voz baja, pero Carolina no prestó atención. Sin embargo, algo que dijo el señor Allende, le hizo pensar que ese hombre no era el que la había empleado. Y sin embargo él conocía su nombre y mencionó a su hermano. ¿Quién sería? La señora García no mencionó a ningún hermano de su yerno. Lo único que le dijo era que su yerno era viudo y vivía solo con su hija y una tía de edad, en la propiedad de la familia en San Luis de la Merced.

Como si supiera lo que pensaba el extraño se dirigió a ella con cortesía:

—Le ruego me disculpe, señorita Leyton por no haberme presentado. Soy Luis Vicente de Montejo, hermano de don Esteban y tío de la chica de la que usted va a ocuparse, Emilia.

—Ya veo —replicó Carolina y trató de recobrar la compostura—. ¿Vino usted por mí?

—Claro. Mi hermano se encuentra indispuesto. Me pidió que la llevara a San Luis.

—Iré por mis cosas —dijo la joven.

—Permítame.

Se adelantó a ella, alzó las dos maletas con facilidad y le indicó que caminara delante de él. El dueño del hotel los observó con cierto alivio y Carolina se estremeció al encontrarse con su mirada, de modo que pensó; ojalá jamás tuviera que estar a merced de él.

Afuera la lluvia había disminuido un poco. El agua caía de los aleros del tejado cuando cruzaron la lodosa calle hasta donde estaba estacionada una camioneta, y la joven sintió empapada la blusa al entrar con más rapidez que elegancia en la parte delantera del vehículo. Su acompañante echó las maletas atrás y luego dio la vuelta para sentarse al volante, pero antes se quitó la chaqueta y la arrojó sobre el equipaje.

No dijo nada al poner en marcha el motor. Carolina intentó recobrar la compostura, pero no era fácil, sobre todo cuando recordaba lo sucedido minutos antes.

—Fue una especie de bautismo de fuego, ¿no cree? —inquirió el señor de Montejo al llegar el coche al final de la calle principal del pueblo. La joven lo miró de reojo. ¿Qué sabía acerca del hombre que estaba a su lado? Sólo lo que él mismo le dijo. Además, no olvidaba la actitud servil del señor Allende la cual denotaba igual miedo que respeto. ¿Pero miedo de qué y a quién? Eso era algo que todavía tendría que descubrir.

—¿Qué tan lejos está San Luis de la Merced? —se aventuró a preguntar.

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—No mucho —replicó el hombre—, a unos veinticinco o treinta kilómetros. ¿Por qué lo pregunta? ¿Tiene también desconfianza de mí?

—¿Y no debo desconfiar? —inquirió, al humedecerse los labios.

—Desde luego, señorita —contestó con voz pausada—. Pero créame que no tiene nada qué temer de mí.

Oscureció por completo, antes que llegaran a su destino. La noche cayó con rapidez y rodeó los árboles con un manto de sombras, para esconder el primitivo paisaje y no dejar ver los escasos asentamientos humanos. Carolina se preguntó cómo haría esa gente para vivir en tales condiciones. Parecía haber un enorme abismo entre el hombre que estaba a su lado y los pobres campesinos, pero no se atrevió a mencionar el asunto porque él no comentó nada.

El camino mejoró un poco cuando llegaron a una carretera, pero después de un rato, volvieron a abandonarla para seguir por un sendero de terreno irregular. La joven se aferró con fuerza al asiento para evitar ser lanzada contra el conductor.

—¿Se arrepiente de haber venido, señorita? —le preguntó y ella se maravilló una vez más al notar el sexto sentido que tenía—. No se sienta desalentada por el clima. No siempre es así. Mañana brillará el sol y verá mucha belleza además de fealdad.

—¿Usted reconoce entonces que hay cosas feas? —interpeló Carolina.

—Existen en todas partes, señorita —replicó el—. Lo único que digo es que no quiero que juzgue a mi país por sus debilidades. Si busca fuerza, verá que la encuentra.

—Es un punto de vista muy profundo —titubeó Carolina.

—La profundidad puede ser expresada tanto por un hombre tonto como por uno erudito. No se deje engañar por mi entusiasmo. Adoro a mi país, eso es todo.

La joven se sintió intrigada, tanto por el hombre como por sus palabras.

—¿Su hermano tiene un rancho, verdad?—preguntó pensativa—. ¿Trabaja usted con él?

Hubo un momento de silencio antes de la respuesta.

—Aquí lo llamamos hacienda y Esteban es el hacendado. Él, sin embargo no es el que la maneja. Tiene un capataz que se ocupa de todo.

—¿Y qué cultivan, maíz?

—Tenemos ganado —respondió de Montejo, con sequedad—. Mi hermano tiene muchos empleados. Es una propiedad enorme.

Carolina asintió ya que estaba enterada de ello. La señora García se lo informó. Y acerca de su nietecita, Emilia…

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—Su sobrina es hija única, según me dijeron.

De nuevo hubo una pausa antes que él replicara:

—Sí, no tiene hermanos ni hermanas. Su madre murió al nacer ella.

—Ah, eso no lo sabía. ¡Qué terrible debió ser para su hermano!

—Así es.

Fue una aceptación eso era todo, y Carolina se preguntó si estaría equivocada al pensar que había un tono extraño en la voz del señor de Montejo. No había sugestión de que a don Esteban no le hubiese importado la muerte de su esposa. La señora García de seguro le habría alertado si así fuera.

Y sin embargo, la verdad era que no sabía nada acerca de esa familia. Por eso sus padres se opusieron a que viajara tan lejos con tan poco conocimiento de causa. Si no estuvieran en contra de su relación con Andrew Lovell, estaba segura de que habrían hecho lo imposible para hacerla cambiar de opinión.

—Es usted muy joven para haberse aventurado a venir hasta aquí sola —comentó Montejo, como si interpretara el silencio de Carolina—. Pero, claro, —continuó con una mueca irónica—, las chicas inglesas son mucho más emancipadas que las latinas. Nuestras mujeres tienen más restricciones.

—¿No está usted de acuerdo, señor? —preguntó ella.

—No es asunto mío —respondió él con indiferencia.

—Debe usted tener alguna opinión —insistió ella.

—Digamos que pienso igual que los demás hombres. Una mujer no es un hombre y no debe tratar de vivir como si lo fuera.

—¿Cree usted que es lo que yo trato de hacer? —inquirió, indignada.

Él sonrió de manera atractiva.

—Nadie podría poner en duda el sexo de usted, señorita —le aseguró con sequedad—. Lo único que digo es que el papel de la mujer no es el del cazador y que el resultado de las adaptaciones continuas es lo que se llama transformación.

Carolina miró hacia adelante y vio las luces de la camioneta que iluminaban a un animal. La respuesta de él había sido predecible y la encontró más lógica que algunas otras que escuchó antes. Pero, no encontraba halagador el verse comparada, aunque fuera de manera indirecta, con miembros del sexo opuesto y deseó tener alguna respuesta adecuada para su argumento.

—Me parece que la ofendí —comentó él ahora sin el tono burlón de antes—. Me disculpo, pero usted me pidió una opinión y le dije la verdad.

—No estoy ofendida —aseguró ella, pero sin quererlo su actitud demostraba lo contrario—. Trataba de encontrar la respuesta apropiada, eso es todo.

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—Creo que más bien busca cierta defensa —observó él sonriendo con ironía—. Perdóneme. Créame, usted es una chica muy femenina, y admiro su valor al venir aquí a practicar su carrera.

—No lo creo —dijo Carolina sin dejarse engañar—. ¡Usted debe ser uno de esos hombres que piensan que las mujeres no necesitan tener cerebro para nada!

—¡No! —exclamó.

—¡Sí, así es! —insistió, y abandonó toda la formalidad existente entre ellos—. Espero que su hermano sea más tolerante en su actitud hacia las mujeres.

Otra vez hubo silencio y Carolina se preguntó qué habría dicho de malo. Cuando él volvió a hablar ya no había ese tono humorístico en sus palabras.

—Sí, claro —asintió con una enorme ironía—, encontrará a Esteban más tolerante. Fue él quien la empleó, señorita, entonces no puede pensar de otra manera.

Esa no era la respuesta que ella hubiera preferido, y se sintió desilusionada.

—¿F… Falta mucho para llegar? —preguntó al sentir necesidad de escuchar la voz de él.

—No mucho, unos seis o siete kilómetros. ¿Está cansada? ¿Tiene hambre? Estoy seguro de que el ama de llaves de mi hermano tendrá algo preparado para usted.

—¿Y su tía? —interrogó Carolina—. Me dijo la señora García que también ella vive en el… en la hacienda.

—Así es. Ella vino a San Luis cuando mi padre se casó con su hermana. Nunca se unió en matrimonio y considera a San Luis como su hogar.

Carolina agradeció esa información. Una tía anciana sonaba mucho menos, intimidante que un señor cuya esposa murió al dar a luz, y que podía haber llorado o no la muerte de ella.

Miró sin fijarse hacia la oscuridad. Parecía tan largo el camino y la carretera estaba llena de curvas. No pensó en el motivo por el cual estaba ahí, sumida en medio de sus pensamientos, y por eso cuando la camioneta dio un tumbo y el señor de Montejo tuvo que frenar con brusquedad para evitar unas rocas, la joven alcanzó a golpearse la cabeza antes de caer encima de él. Sucedió todo con tanta rapidez que ella no pudo evitarlo.

—¡Dios mío! —exclamó él al detener el vehículo y la abrazó de inmediato—. ¿Está bien? ¿Se lastimó? Lo siento mucho. Este camino puede ser peligroso después de una tormenta.

Carolina respiró con dificultad, la cara apoyada sobre el suave material de la camisa de él. El silencio se cernió sobre ellos, y la joven se

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aferró a él como si buscara protección, pero supo que no lo hizo sólo por el susto del accidente que estuvieron a punto de tener.

—¡Señorita Leyton! ¿Qué le pasa? ¿Está lastimada? Contésteme, ¿qué tiene?

Esas palabras hicieron que Carolina recuperara la cordura, y negando con la cabeza se apartó de él. De inmediato, Luis abrió la puerta de su lado.

Se puso la chaqueta y sacó una pala de la parte trasera del coche para retirar las piedras, mientras ella terminaba de recobrar la compostura. Carolina lo observó trabajar. Se sentía confundida tanto por el susto al pensar lo que pudo ocurrir, como por la reacción inesperada hacia él. No entendía ese desconocido sentimiento y sabía que si él hubiera decidido posar los labios sobre los suyos, ella no habría objetado.

No podía entender esa reacción, no sólo debido a lo que sentía por Andrew sino porque acababa de conocer a Luis de Montejo. Ella se sentía autosuficiente y emancipada… y a pesar de eso, cuando el cálido aliento de él rozó su mejilla, ella estuvo tan débil y susceptible como cualquier señorita victoriana. No había duda de que él se dio cuenta de lo que sintió, pensó con ironía. Debía estar de lo más divertido, después de esa previa afirmación de derechos femeninos. Tal vez ella debería estar agradecida de que él no decidió tomar ventaja de la situación. Habría sido doblemente humillante llegar al hogar de don Esteban, con la marca de su hermano.

Colocó la pala en la parte trasera de la camioneta y ella se puso rígida cuando se abrió la puerta y Luis de Montejo volvió a sentarse en su lugar. Esta vez se dejó la chaqueta.

—¿Está segura de que se siente bien? —inquirió de nuevo, preocupado.

—Debí tener más cuidado —murmuró ella asintiendo al tiempo que se tocaba una hinchazón en la frente—. Debo aceptar que estos caminos son imprevisibles.

—Y peligrosos —agregó él con impaciencia, poniendo en marcha el motor. Ella volvió la cabeza para mirar a través de la ventana salpicada por la lluvia.

San Luis de la Merced era un pueblo, además de ser el lugar donde Esteban de Montejo tenía sus propiedades. Las luces salían a través de los postigos de las casuchas de adobe y se entremezclaban con el humo que surgía de varias de las chimeneas. Había un olor profundo a carne y chile. Los niños se agolpaban en las puertas para verlos pasar. Alguien gritó algo y de Montejo contestó, alzando la mano a manera de saludo mientras Carolina parecía haber escuchado la palabra "padre". Pero su atención se distrajo al llegar la camioneta a una pronunciada pendiente y segundos después a unas rejas altas de madera empotradas en un muro de piedra gris. La joven se puso tensa, porque tras esa pared estaba su destino.

De Montejo detuvo el vehículo y salió de él para tocar la reja. Pronto las abrió un criado anciano, vestido con pantalones sueltos y chaleco, las

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mangas de la camisa enrolladas hasta los codos. Se quitó el sombrero de ala ancha mientras ellos pasaban, y luego volvió a ponérselo antes de cerrar de nuevo las pesadas rejas.

—Se apellida Gómez —explicó de Montejo poco después—. Antes era empleado de mi hermano, pero ahora es demasiado viejo para arrear el rebaño y pasa los días atendiendo la puerta.

—Como San Pedro —comentó Carolina, queriendo aminorar la tensión que experimentaba.

—Tal vez —concedió a la larga, pero la joven tuvo la clara impresión de que él pensó hacer una comparación diferente.

Más allá de las rejas había un patio empedrado, el camino que conducía a las caballerizas y los edificios anexos, además de un gran arco que anunciaba la entrada a la casa.

De Montejo pasó debajo del arco y se estacionó al pie de unos escalones que conducían a la puerta principal, de madera. La lluvia había cesado y el cálido aire nocturno hizo desaparecer la sensación de escalofrío que experimentó Carolina cuando vio la casa por primera vez. Al salir de la camioneta, la joven decidió no permitir que lo que le sucedió en el hotel influenciara la primera impresión de lo que iba a ser su hogar durante las siguientes semanas.

La puerta se abrió al tiempo que de Montejo bajaba las maletas del vehículo. Una mujer pequeña y robusta bajó los escalones para darles la bienvenida y Carolina se preguntó si ésa sería doña Isabel. Pronto la sacaron de su error.

—Ella se llama Consuelo —comentó su acompañante—, y no habla mucho inglés, pero se hará entender.

—Buenas tardes, señor —le dijo Consuelo a de Montejo, pero tenía la mirada fija en Carolina—. Buenas tardes señorita, bienvenida a San Luis.

—Thank you… gracias —respondió ella y se volvió, tímida, hacia Luis de Montejo, dudosa de su pronunciación en español.

—No sabía que hablaba tan bien el español —comentó él.

—Ya sabe que no entiendo cuando usted me habla deprisa —susurró, consciente del interés que demostraba Consuelo.

—No importa —le aseguró—. Esteban se educó en la universidad de Oxford y estoy seguro de que usted no tendrá ninguna dificultad para entenderlo.

El doble sentido de lo que decía se perdió cuando ella se dedicó a admirar la belleza barroca del precioso decorado del interior de la casa. Segundos después, se volvió para mirar a Luis de Montejo, en busca de alguna explicación.

—Como ve, mi hermano sabe vivir con estilo, señorita —comentó de Montejo en tono burlón, y antes que ella pudiera protestar ante la aparente aceptación de él de esa situación, otra voz los interrumpió.

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—¿Señorita Leyton? Hola, señorita Leyton. Bienvenida a la hacienda de Montejo. Espero que esté contenta aquí.

Carolina se volvió, encontrándose con un hombre que se les acercaba a través del vestíbulo. Si era Esteban de Montejo, a pesar de ser alto su estatura no igualaba la de su hermano, y parecía más corpulento. Estaba vestido con un traje de etiqueta. Lo que más trastornaba a Carolina era la seguridad con que se dirigía hacia ella y la expresión algo altanera que adoptó al aproximársele.

—Este es mi hermano, don Esteban —dijo Luis de Montejo con estudiada cortesía, y Carolina sintió que el recién llegado le tomaba una mano para llevársela a los labios.

—Encantado de conocerla, señorita —el mal aliento de don Esteban le causó repulsión. ¿Sería originado por el malestar que mencionó su hermano? Incrédula observó las facciones -que tenían en común esos dos hombres que a la vez eran tan diferentes.

Con una sonrisa forzada hizo un comentario para poder retirar la mano:

—S… su casa es preciosa, señor. N… no es en absoluto como la imaginaba.

Don Esteban se balanceó sobre los talones y miró a su alrededor sin disimular su satisfacción.

—¿Le gusta? —inquirió con arrogancia—. Es una morada modesta si se compara con los palacios que mi familia abandonó en Cádiz, señorita. Pero —y en ese momento la mirada del hombre volvió a posarse en el rostro de la joven—, para lo que yo necesito es bastante. Y hay suficiente espacio para los tres miembros de la familia que vivimos aquí.

—Ah, pero… —la joven arqueó las cejas y miró confusa a Luis de Montejo. ¿Cómo era que nada más vivían tres miembros de la familia?

—¿Piensa en mi hermano? —sugirió don Esteban—. Luis, ¿no le dijiste nada a la señorita? ¿No le explicó él cómo están las cosas? Mi hermano no vive con nosotros. Al igual que su tocayo, Luis busca la inmortalidad. El vive en el seminario de San Pedro de Alcántara.

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Capítulo 2Carolina despertó pensando en que las cosas no andaban bien.

Durante unos minutos se quedó quieta en medio de la enorme cama con cabecera tallada, que alguna vez, según le aseguró don Esteban, usó el emperador Maximiliano. Recordó lo sucedido la noche anterior, pero al no querer estropear el día con esos recuerdos, hizo a un lado las sedosas sábanas y abandonó la cama.

Pasara lo que pasara, ella tenía el compromiso de quedarse ahí durante las siguientes cuatro semanas por lo menos y ése no era un hecho fácil de aceptar.

Lo sucedido la noche anterior era como una pesadilla. Recordó la cena que compartió con ambos hermanos y se estremeció con disgusto.

Desde el principio fue notorio que don Esteban no estaba sobrio, y la cantidad de vino que se sirvió durante la cena sólo sirvió para empeorar su condición. Comieron en el elegante comedor y numerosos sirvientes los atendieron, ofreciéndoles una gran variedad de platillos.

Carolina comió muy poco, debido a la tensión nerviosa, y notó que don Esteban seguía su ejemplo. Lo que sí llenaba continuamente de vino era la copa y observaba a la joven con intención, haciéndola sentirse consciente del placer que le causaba su presencia en esa mesa.

Luis de Montejo comió con mayor apetito, bebió muy poco vino y guardó sus pensamientos para sí. Carolina se vio obligada a responder todas las preguntas de don Esteban y a escuchar, con asombro, cómo se dedicaba con deliberación a provocar a su hermano.

Al recordar todo en ese momento, la joven caminó descalza hasta la ventana. Sin el tapete bajo los pies, el piso de mosaico se sentía frío, pero ella casi no prestó atención. Corrió las pesadas cortinas y abrió la ventana, quedándose sin aire ante la belleza del panorama.

La noche anterior no pudo ver nada, sólo la oscuridad en medio de la inquietante turbulencia de los pensamientos que la asaltaron. Esa mañana, sin embargo, el sol brillaba en todo su esplendor, y aún el muro que encerraba la propiedad tenía un tono color rosa.

La mirada de Carolina fue más allá del muro, hasta las riberas de un río, cubiertas de flores, que corría a través de un terreno escarpado hacia una iglesia cuya silueta se recortaba contra el cielo. Con la vista siguió el curso del agua al correr por una estrecha cañada para formar muy lejos una extensa laguna. La joven parpadeó al darse cuenta con excitación de que no se trataba de un lago. Era el mar. Sólo éste podía darle al horizonte ese color azul verdoso y se sintió exaltada. Sabía que Yucatán era una península, pero nunca imaginó que San Luis de la Merced estuviera cerca del mar.

Con cierto esfuerzo dejó que llamara su atención un movimiento cercano a ella. Había un rebaño pastando a cierta distancia de la casa y

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abrió los ojos, azorada, al ver la cantidad de animales existentes allí. Debía haber cientos de cabezas, pensó con incredulidad, y luego se preguntó con cierto recelo si tendría uno que atravesar por entre el hato para llegar al estero.

Suspiró y decidió que no tardaría en descubrirlo. Pronto recordó que aún no conocía a la niña de la que debía encargarse: Emilia, tampoco a la anciana doña Isabel.

Había un cuarto de baño junto a la habitación y entró en él para darse un baño. Como todo lo demás, ese lugar también era elegante. Los muros estaban recubiertos con espejos, las llaves de la tina y el lavamanos eran doradas. Se puso un gorro para pararse bajo el chorro de agua.

Se secó con cuidado y volvió a la habitación, observando con disgusto las maletas aún cerradas. Tendrían que esperar hasta que supiera cuáles iban a ser sus obligaciones, y decidió que se abstendría de pedirle a Luis que la llevara con él cuando se fuera a Mariposa, al seminario.

Dejó caer la toalla y se encontró con su imagen reflejada en los largos espejos, con cierta renuencia, se permitió un momento de evaluación, parándose de perfil. Su cuerpo era esbelto, los senos firmes y redondos, las caderas bien formadas al igual que las piernas. Algunas veces pensaba que éstas últimas eran su principal atractivo. Humedeció con la lengua los labios sensuales, y se sintió molesta por los pensamientos que cruzaron por su mente en ese momento. No pensaba en Andrew sino en Luis de Montejo, y la forma en que la perturbaba, le resultaba difícil relacionarlo con la iglesia.

Se mordió el labio inferior con fuerza. Sin querer volvió a recordar el comportamiento de don Esteban durante la cena. La actitud de ese hombre hacia su hermano fue francamente ofensiva y al progresar la velada se tornó cada vez más molesta. Habló de cosas en presencia de Carolina que aún ella, con todas sus ideas emancipadas, no le gustaba escuchar, y experimentó enormes deseos de escapar. Cuando le lanzaba pullas a Luis, se burlaba de su tolerancia con la gente y hablaba del celibato, ella sintió que moría de vergüenza, pero don Esteban parecía gozar con la incomodidad que le causaba.

Luis se mostró todo el tiempo indiferente, lo que sin lugar a dudas logró exasperar a don Esteban. El hombre comenzó a proferir más insultos y a llenar con mayor frecuencia la copa hasta hundirse por fin en la silla, víctima de su propia frustración. Varios de los sirvientes aparecieron de inmediato para llevarlo a la cama, casi como si eso fuera lo habitual.

Carolina quiso reclamarle a Luis, acusarlo de saber en lo que la metía, dudar de su integridad al permitirle creer que su hermano era un hombre normal… pero no lo hizo. ¿Por qué había de culparlo a él de sus propias tonterías? ¿Por qué despreciarlo si ella fue la que aceptó ese trabajo? Si alguien tenía culpa, era la señora García, por engañarla de esa manera; y aún esa suposición no era valedera al pensar la joven en la ambigüedad de las palabras del anunció que respondió. La culpa era entonces solamente de ella. Aceptó el puesto, llegó hasta ahí con una opinión muy

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alta de sus propias capacidades, y si resultaba ser un desastre, ella tendría que solucionar el problema sola.

Sonrió al recordar la conversación que sostuvieron cuando iban camino a San Luis de la Merced. ¿Qué habría pensado de ella cuando abogó por la liberación de la mujer? Con cuánta sutileza evitó discutir la posición de su hermano. Él debió imaginar lo rápido que ella abriría los ojos.

Después de lanzar una exclamación de impaciencia, se puso la ropa íntima, una falda plisada y la blusa que le hacía juego era color violeta, haciendo contraste con el cabello rubio cenizo.

Estaba aplicándose un poco de brillo en los labios, cuando alguien tocó la puerta.

—Pase —ordenó la joven.

Después de una breve pausa, la puerta se abrió con lentitud. Una joven india estaba en el umbral, con una bandeja. Vestida con uniforme negro y delantal blanco, inclinó la cabeza con cortesía y dijo:

—Traigo su desayuno, señorita. ¿Puedo entrar?

—Puede dejarlo ahí —esbozó una sonrisa e indicó una mesa con cubierta de mármol que se encontraba cerca a la ventana, y luego trató de recordar lo poco que sabía de español para preguntar:

—¿Tu nombre… cuál es?

La joven colocó la bandeja en el lugar indicado y se enderezó, nerviosa.

—Carmencita —respondió con timidez. ¿Puedo irme ahora?

Carolina suspiró. No estaba del todo segura, pero supuso que Carmencita tenía órdenes de no hablar mucho con la nueva institutriz, le dio permiso a la chica de irse.

Con la puerta de nuevo cerrada, se acercó a la bandeja con cierto recelo. Habría preferido bajar a desayunar, acostumbrarse al nuevo ambiente antes que la llevaran con su pupila, pero parecía ser que estaba obligada a obedecer órdenes. Levantó las cubiertas de plata que protegían panecillos calientes y huevos revueltos, luego probó la mermelada de durazno y se sirvió el aromático café negro.

Minutos después, trató de controlarse y abrió la puerta para salir al pasillo. La noche previa Consuelo la había escoltado hasta la habitación, por orden de Luis de Montejo, después de la manera poco digna en que tuvo que retirarse don Esteban. Cualquiera que fuera la posición de Luis en esa casa, su palabra parecía tener igual peso que la de su hermano, y Carolina tenía la idea que lo respetaban aún más que a don Esteban. No era comprensible tanta diferencia entre dos hermanos, pero el resultado era el mismo. Además, ¿qué importancia tenía para esa gente?

El largo pasillo se extendía frente a ella, adornado con retratos de miembros de la familia de Montejo ya fallecidos, y debido a la falta de ventanas lo iluminaba una serie de candelabros estilo gótico, cada uno

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con foco eléctrico. Era curioso, pero la noche anterior apenas notó el fantasmal aislamiento de esa parte de la casa; sin embargo, esa mañana la lejanía del resto de la hacienda, le parecía muy significativa y no podía evitar sentirse sola y sin apoyo en ese lugar.

Se apresuró y pronto llegó a la escalera.

Abajo algunos de los sirvientes ya estaban trabajando, puliendo el enorme vestíbulo, arrodillados. Alzaron la vista con curiosidad al verla titubear, y luego la risa de una criatura borró los últimos vestigios de incertidumbre. No había nada más agradable que la risa espontánea de un niño, pensó al bajar la escalera y dirigirse hacia el lugar de donde provenía aquella. Don Esteban de seguro era querido al menos por su hija.

Cuando llegó al arco de la puerta que conducía a un enorme salón iluminado por el sol, de nuevo vaciló. Ahí desde luego estaba la chiquilla de quien iba a ocuparse, una pequeña regordeta, vestida con un traje lleno de volantes, pero el hombre que estaba gateando llevándola sobre la espalda no era su padre.

—¡Ah, señorita Leyton, buenos días!

Con agilidad Luis de Montejo bajó a la chiquilla y se puso de pie, ahogando las protestas de la niñita con suaves caricias sobre la larga cabellera negra. Llevaba los mismos pantalones de piel que vestía el día anterior, pero esta vez la camisa era de seda color crema. Lo veía relajado y atractivo, intentando abotonarse la camisa, y Carolina alcanzó a observar el vello oscuro que tenía en el pecho.

—¡Tío Vicente, tío Vicente! —exclamó la niña, halándole una manga—. ¿Quién es? —preguntó señalando a Carolina—. ¿Qué quiere? ¡Ella no me gusta!

—Calla, linda. Recuerda que debes hablar en inglés. La señorita Leyton vino para darte clases, y lo sabes muy bien. No quiero que seas grosera con ella.

—Yo ya sé hablar inglés —declaró en perfecto inglés, que sorprendió a Carolina—. Miss Thackeray me enseñó los números y las letras y ya no necesito más maestras.

¿Miss Thackeray? Carolina frunció el ceño. ¿Sería esa señorita su antecesora? ¿Por qué ya no estaba ahí?

—La señorita Thackeray era mi institutriz —explicó Luis, con sequedad, al interpretar de manera correcta la expresión de la joven—. Vino a vivir a San Luis cuando yo tenía seis años, pero por desgracia murió el año pasado, y desde entonces Emilia no ha tenido educación formal.

—Entiendo —dijo Carolina y trató de ocultar el alivio que sentía.

—No le va a gustar San Luis —aseveró Emilia—. Hay víboras, arañas y vampiros que le chupan a uno la sangre —aseguró con un gesto de horror—. ¿Usted cree en los vampiros, señorita Leyton? Si no, entonces debe ser aún más tonta de lo que parece —pasó corriendo junto a Carolina y salió de la habitación antes que ésta o el tío pudieran detenerla.

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De nuevo a solas con Luis, Carolina se sintió avergonzada, tanto por la falta de adaptación como por las palabras de la chiquilla.

—¿Y ahora qué voy a hacer?

—¿Me lo pregunta a mí? —inquirió Luis.

—¿Y a quién entonces? No hay nadie más aquí. ¿Siempre es así la niña?

—Debe tenerle paciencia a Emilia. Ha tenido una educación… de lo más peculiar.

—¡Eso no lo dudo!

—No me interprete mal, señorita Leyton. No quiero decir que Emilia sea mala. Lo único que le pasa es que no ha conocido lo que es el cuidado de una madre.

—Pero su tía… —negó Carolina con la cabeza.

—Tía Isabel está… cómo puedo explicarlo… un poco fuera de la realidad.

—¿Y qué hay de su padre? —preguntó la joven sin poder evitarlo—. Él sin duda… —se interrumpió y luego agregó—: Ustedes son demasiado diferentes para ser hermanos.

—Discúlpeme —interrumpió Luis—. ¿Es ése uno de sus "non sequiturs" ingleses? No veo qué tiene que ver eso con lo que estamos discutiendo.

—Nada —murmuró Carolina con tristeza e inclinó la cabeza—. Quiero decir que en efecto, no tiene importancia. Yo quisiera… —luego se volvió a interrumpir—. ¿Es cierto que hay vampiros aquí?

—Si respondo que sí, ¿se irá corriendo a Mérida?

—Tal vez, si pudiera… —replicó y el buen humor de él desapareció.

—Creo que debo irme —dijo Luis y caminó con resolución hacia la puerta—. Le prometí a Tomás que montaría con él esta mañana y ya es tarde.

—Espere… —corrió desesperada Carolina tras él con los ojos verdes muy abiertos y ansiosos—. Por favor, dígame qué es lo que tengo que hacer con Emilia. ¿Adónde fue? ¿Cuándo empiezan sus clases? Y, ¿podemos salir fuera de los límites de la hacienda?

—Sugiero que le haga todas esas preguntas a mi hermano. Fue él quien la contrató, señorita, no yo. Ahora, sí me lo permite…

—¿No… se irá?

Era imperativo saber la verdad, y sin pensarlo siguió el ejemplo de Emilia e intentó halarle una manga. Sólo que en vez de tocar la tela, palpó la velluda piel del antebrazo y sintió un estremecimiento involuntario.

—Volveré a Mariposa dentro de tres días —le dijo con rudeza y salió del cuarto.

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Carolina se dio cuenta de que estaba temblando. Sabía que había hecho algo imperdonable al ponerse en evidencia con él, pero lo hizo de manera involuntaria. Él era la única persona a quien podía recurrir, y le aterraba pensar en su partida.

—¡Señorita!

Por un momento se sintió confundida cuando escuchó que alguien la llamaba. Pensó que estaba ahí sola, pero vio que otra puerta del salón se había abierto y una pequeña figura voluminosa, en medio de pliegues de seda negra, estaba parada en el umbral. La mujer tenía el cabello recogido en la nuca en un moño, y las orejas y dedos adornados con diamantes que brillaban, rubíes y esmeraldas.

—¿Doña Isabel? —se aventuró a preguntar Carolina, con nerviosismo, y la pequeña mujer asintió con la cabeza—. ¿Cómo está usted? Me llamo Carolina Leyton. Soy la nueva institutriz de Emilia.

—¡Institutriz, bah! —exclamó la mujer y soltó la puerta para avanzar unos pasos dentro de la habitación, sin dejar de mirar a la joven con desprecio—. Yo sé muy bien quién es usted, señorita. Es la nueva distracción de Esteban. ¿Cree que puede engañarme?

Carolina se quedó atónita. No comprendía bien el español, pero entendió el significado de "distracción", lo que le pareció un insulto.

—Le aseguro, doña Isabel… —comenzó a decir, pero la anciana la interrumpió.

—¡Cállese! ¡Yo no converso con perdidas! ¿Cómo se atreve a entrar en el salón que era de mi hermana? ¿Cómo se da el lujo de enseñar las piernas?

—¡Basta ya, tía Isabel —la voz masculina fue una salvación y Carolina se volvió para mirar a don Esteban, con gratitud.

—¡Perdida! ¡Perdida! —gritaba la anciana cada vez más fuerte—. ¿Cómo permite Esteban que esta mujer use el salón de mi hermana?

—Tía Isabel, mi padre está muerto —declaró don Esteban y dirigiéndose a Carolina agregó—: Le ruego la disculpe, señorita. Mi tía a veces… desvaría.

Carolina movió la cabeza, azorada, al ver a la anciana fruncir el ceño y tratar de entender lo que decía su sobrino.

—¿Esteban está muerto? ¿Entonces quién es esta joven? ¿Qué hace aquí?

—La señorita Leyton es la nueva institutriz de Emilia. ¿No recuerdas? Te lo dije. Vino desde Inglaterra para darle clases a la niña, de geografía e historia.

Doña Isabel miró a Carolina con sospecha.

—Pero ella estaba aquí hablando con Luis. ¡Yo vi la manera en que lo miraba!

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—Te imaginas cosas, mi querida tía —replicó Esteban y pareció comenzar a perder la paciencia—. Vuelve a tu bordado, tía, tengo asuntos de negocios qué discutir con la señorita Leyton.

Doña Isabel titubeó, pero era obvio que Esteban era el que mandaba, de modo que con un gesto patético, desapareció por la misma puerta por la que entró. Carolina sintió verdadero alivió al verla irse y entrelazó las manos en un esfuerzo por controlar el temblor.

—Por favor, siéntese —invitó don Esteban con afabilidad—. No sé cómo disculpar el comportamiento de mi tía, y le ruego tenga indulgencia con sus pérdidas temporales de memoria. Ella es… más bien era, la hermana de mi madre, una solterona de bastantes años de edad y propensa, por desgracia, a tener períodos de fantasía respecto al comportamiento de mi padre.

Carolina, quien se dejó caer, agradecida, sobre un sofá lo miró.

—¿Entonces el Esteban al que ella se refiere es el padre de usted?

—Correcto. Yo llevo su nombre.

—Ya veo —asintió Carolina.

—Y, desde luego, Isabel siempre tuvo celos de la buena fortuna de su hermana —sonrió—. ¿No son así siempre las solteronas?

Carolina hizo un gesto de torpeza, sin saber qué responder, y él, aprovechando ese instante de confusión, se sentó en el sofá junto a ella.

—¡Señorita! —exclamó y pareció tímido, de modo que ella por un momento pensó que iba a disculparse por su propio comportamiento de la noche anterior, pero no lo hizo—. Estoy muy contento de que usted esté aquí. Emilia, mi hija, usted comprende… tiene necesidad de una persona joven que la acompañe. No sé qué le dijo doña Elena… la señora García, pero desde la muerte de mi esposa, Emilia estuvo en manos de la señorita Thackeray.

—Sí —aceptó Carolina, pero no explicó de dónde obtuvo la información.

—Ella no fue buena influencia para la niña, señorita —continuó él—. Muchas veces actuó en contra de mi voluntad en asuntos concernientes a Emilia, y por desgracia mi hermano Luis se puso de parte de ella.

—Entiendo y lo siento mucho.

—También yo —agregó con seriedad—. Luis y yo somos hermanos, y siempre es triste cuando la sangre se afrenta a la sangre.

—Pero yo estoy segura —comenzó a decir Carolina con torpeza, sólo para interrumpirse cuando Esteban alzó la mano.

—Creo que todavía no comprende usted, señorita Leyton. Igual que tía Isabel estaba celosa de su hermana, así Luis está celoso de mí.

—No…

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—Sí, por desgracia así es —y don Esteban asumió un aire melancólico—, yo soy el hermano mayor, ¿entiende? Heredé la fortuna de mi padre y Luis no tiene más que lo que yo le doy. La madre de él, ve usted, era la "perdida" a la que se refería mi tía Isabel.

Carolina quedó sorprendida y Esteban trató de retractarse.

—Perdóneme. No debí darle dicha información en esa forma. No quise ser tan duro e insensible, pero no puedo olvidar que fue la madre de Luis la que causó la muerte de la mía. Mi mamá se suicidó, lanzándose desde una ventana del segundo piso. Créame que eso es algo que uno no puede olvidar con facilidad.

—Pero… —tragó de manera convulsiva, Carolina— su hermano lleva el apellido de Montejo.

—Sí, claro —suspiró con fuerza Esteban—, mi padre se casó con la mamá de Luis… después. Mi hermano no es bastardo, señorita. Bueno… no es ilegítimo.

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Capítulo 3Carolina y la niña iban a trabajar en la biblioteca.

Una vez que expuso los motivos por los que existía tanta antipatía entre Luis y él, Esteban habló con la calma de un nombre de negocios. Con cierto orgullo, en completo contraste con la forma en que actuó la noche anterior, le enseñó a Carolina los principales cuartos de la hacienda, y varios objetos interesantes, entre ellos una máscara funeraria maya y algunas efigies de distintos dioses.

Mientras visitaban el cuarto de música, Carolina se dio cuenta de que alguien los espiaba, y se volvió con rapidez para ver a Emilia rondando con renuencia en la puerta. Esteban la miró y le hizo una seña para que entrara.

—Ven, pequeña —le dijo con cariño—. Ven a conocer a la señorita Leyton. Ella será tu nueva institutriz, y quiero que sean amigas.

Emilia no intentó acercarse. Era obvio que Esteban no mintió cuando dijo que la chiquilla no le obedecía, pero todavía no era seguro que fuera por culpa de Luis. Hasta no tener oportunidad de hablar con la chica, Carolina no quiso hacer ningún juicio.

—¡Emilia! ¡Ven de inmediato! —gritó, disgustado—. Ven a ver lo que tengo para ti —buscó en los bolsillos un regalo y agregó—: Si no vienes a ver, nunca sabrás lo que es. ¿Quieres hacerme caso y obedecer en este momento?

Emilia suspiró y luego, con curiosidad por saber de qué se trataba, se acercó a ellos, cautelosa. Casi no miró a Carolina. Toda su atención estaba concentrada en su padre, y al llegar junto inclinó hacia un lado la cabeza para tratar de ver lo que tenía en la mano.

Carolina también sintió curiosidad, pero se hizo a un lado con cortesía, para no interponerse entre padre e hija. Era la primera vez que los veía juntos y aunque había un ligero parecido familiar, las facciones de Emilia de seguro eran más similares a las de la madre.

Lo que sucedió después fue tan rápido que terminó antes que ella pudiera protestar, en caso de haberse atrevido a hacerlo. Al estirar la mano la chiquilla para ver lo que sostenía el padre, él se la detuvo con una de las suyas, mientras que con la otra le daba una bofetada. Emilia se tambaleó y hubiera caído si no estuviera sostenida por él. La niña palideció, pero no lloró.

—Que eso te sirva de lección, pequeña —declaró él—. ¡No permitiré que trates de hacerme parecer como un tonto frente a la señorita Leyton, como lo hacías con la señorita Thackeray.

—No, señor.

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Emilia habló con voz respetuosa, pero triste. Era obvio, por su reacción, que ésa no era la primera vez que su padre la castigaba y por experiencia debía saber que no podía protestar.

—Ahora saluda a la señorita Leyton como la hija de un de Montejo debe hacerlo, con cortesía, una venia y sonriente.

—Bienvenida a San Luis de la Merced, señorita Leyton —recitó Emilia, mirando al suelo. Luego por insistencia de su padre, alzó la cabeza y añadió—: Espero que esté contenta aquí.

Carolina trató de mantenerse calmada con gran dificultad.

—Gracias, Emilia —replicó—. Así lo espero.

—Ahora, le mostraremos a la señorita Leyton el lugar donde van a trabajar —anunció don Esteban y soltó la mano de su hija—. Creo que aprobará usted mi elección, señorita Leyton. La biblioteca es un lugar a prueba de ruidos, y tengo varias primeras ediciones en mi colección.

La biblioteca resultó tan impresionante como el resto de la casa. Había libros desde el piso hasta el techo.

—Como usted puede ver, yo insisto en que esta colección se mantenga en perfectas condiciones —dijo con orgullo Esteban—. De vez en cuando hago venir a un experto de la ciudad de México y examina los libros para hacer cualquier trabajo de restauración que sea necesario.

Carolina miró a su alrededor con admiración. Una escalera móvil permitía alcanzar los volúmenes más lejanos.

—Aquí trabajarán —comentó Esteban, señalando un escritorio situado entre dos ventanas—, hice que colocaran aquí los libros de Emilia para que usted los inspeccione, y si le hace falta algo más, se le puede solicitar a nuestro proveedor en Mérida.

—Muchas gracias —dijo Carolina y tocó los maltratados libros de texto. Eso al menos era algo que conocía y comprendía bien. Miró con ansiedad a Emilia, esperando ver resentimiento en los ojos de la niña. Para su sorpresa, la chica sólo le devolvió la mirada con algo de hostilidad, y Carolina se sintió contenta al pensar que tal vez tenía oportunidad de conquistarla.

—Ahora las dejaré solas —anunció Esteban y Carolina sintió alivio—. Tengo asuntos qué tratar con el capataz. Las veré a la hora del almuerzo, señorita, y entonces discutiremos los progresos de Emilia. Hasta luego señorita Leyton. Adiós, Emilia.

La puerta se cerró y Carolina se dejó caer con debilidad sobre la silla de piel junto al escritorio.

La niña rodeó el escritorio y apoyó los codos en la cubierta. Miró la cara consternada de Carolina con atención durante algunos segundos y luego, comentó:

—Le dije que no le iba a gustar esto.

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Carolina la miró y luego estiró la mano para tomar uno de los libros de texto.

—A lo mejor tienes razón —comentó con calma y abrió el libro.

—Usted no le dijo nada a don Esteban de lo que dije. ¿Por qué?

—¿Lo que dijiste? —frunció el ceño Carolina como si no lo pudiera recordar con exactitud—. ¿Qué fue lo que me dijiste?

—¡Usted sabe! —suspiró la chiquilla—. Acerca de que no iba a estar a gusto aquí. Lo que mencioné acerca de las arañas y los vampiros.

—Ah, eso. Ya se me había olvidado. Además, ¿qué interés podría tener eso para tu padre?

—¡No lo llame así! —exclamó Emilia, furiosa—: ¡El no es mi padre! ¡Lo odio!

—¡Emilia! —protestó Carolina—. Él es tu papá y no debes decir esas cosas acerca de él.

—Tío Vicente es mi papá —declaró la niña y Carolina la miró, asombrada. ¿No habría fin a toda esa serie de revelaciones?—. Tío Vicente quería a mi mamá y por eso me odia don Esteban.

—No digas tonterías, Emilia —expresó Carolina—. Mira, yo no vine aquí para discutir quién quería y quién no a tu mamá. No dudo que tu padre le tenía gran afecto a ella, y el hecho de que seas desobediente y él te castigue no es motivo para que andes diciendo cosas que no tienen base alguna. Ahora siéntate y deja de comportarte como una bebita.

—Usted no sabe nada —refunfuñó la niña con los labios apretados.

—Ni quiero saberlo —replicó Carolina, consciente de que no podía olvidar la reticencia de Luis cuando ella preguntó acerca de la muerte de la madre de Emilia, y la renuencia de él para discutir la reacción que tuvo su hermano. Pero, volvió a decirse de nuevo, que los asuntos personales de los de Montejo no eran problema de ella. Con determinación comenzó a hacerle a la niña preguntas acerca de lo que sabía, para poder hacer una evaluación de la capacidad de la chiquilla.

De hecho, la mañana pasó con bastante rapidez. Una vez que se interesó en probar que era una niña inteligente y entendida, Emilia dejó de ser agresiva y se mostró simpática. Tenía enorme habilidad mental y aunque como le dijo Luis, la señorita Thackeray ya tenía un año de muerta, los conocimientos de la niña estaban muy avanzados para su corta edad.

Emilia le dijo a Carolina que el almuerzo se servía casi siempre a la una, de modo que a las doce y media le dio permiso a la niña de irse. Decidió regresar a la habitación para sacar sus pertenencias de las maletas, pero cuando abrió la puerta del cuarto, descubrió que alguien ya lo había hecho por ella; toda su ropa estaba colgada dentro del closet. Desacostumbrada a recibir esa clase de servicio, se sintió sorprendida, pero una rápida ojeada a los cajones y al guardarropa le aseguró que todo había sido arreglado con cuidado.

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Se miró en el espejo del tocador y notó el leve sonrojo que todavía quedaba en sus mejillas… un recordatorio de la difícil mañana que pasó. Aplicó maquillaje sobre su rostro e intentó ocultar la agitación que la embargaba antes de ponerse brillo en los labios. La verdad era que tenía bastante hambre, pero al pensar que debería ver a Luis de nuevo, después de las revelaciones que le hizo Esteban, perdió el apetito.

Atravesó de nuevo el pasillo y bajó por la escalera, sólo para encontrarse con el individuo que la preocupaba. Era evidente que acababa de volver de montar a caballo, y le dijo a la joven:

—Espero que haya tenido una mañana agradable, señorita.

Carolina tuvo el deseo de reírse en su cara. Pero replicó:

—Fue muy interesante, señor. ¿Y usted que hizo?

Luis se detuvo, dos escalones arriba, asombrado por esa respuesta convencional.

—A mí me encanta montar. Deberá intentarlo mientras esté aquí. Esteban tiene bastantes caballos —sin darle oportunidad de hacer ningún otro comentario, terminó de subir la escalera de dos en dos.

Carolina se paseó por el vestíbulo, insegura de qué hacer o a dónde ir. El salón donde doña Isabel apareció unas horas antes, estaba vacío, y respirando con mayor facilidad, lo atravesó para dirigirse a las ventanas.

Desde ahí podía ver el patio de enfrente y los jardines, pero se volvió casi de inmediato al escuchar pisadas tras sí.

—Aquí está, señorita Leyton —dijo Esteban desde la puerta. Además de que era un poco más bajo de estatura que su hermano y menos esbelto, sus facciones no eran tan finas, y con la lengua remojaba los gruesos labios al ver a Carolina. Extendió una mano en un gesto amistoso, indicándole que se acercara hacia sí—. El almuerzo en San Luis, señorita, es de lo más informal —agregó con amabilidad—. Le mostraré dónde lo tomamos.

Carolina suspiró profundamente y cruzó el salón para unirse a ese hombre que la tomó suavemente del codo.

—Espero que Emilia no haya causado más problemas después que me fui —dijo al atravesar el vestíbulo.

Carolina se abstuvo de liberarse de él y le aseguró que la niña era una alumna ejemplar.

—¡Me da gusto! —exclamó él, con satisfacción—. Durante mucho tiempo no tuvo nada de disciplina. Espero que usted me comprenda cuando le digo que necesito su apoyo en muchas cosas y…— hizo una pausa, arreglándose la corbata—, espero que recuerde que soy yo y nadie más que yo el que le dará instrucciones.

El significado de esas palabras era muy claro, y Carolina apretó los labios.

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—Por supuesto, señor —murmuró, olvidando las protestas que la asaltaron.

Don Esteban la condujo hasta un comedor que no era el mismo donde cenaron la noche anterior. Había puertas-ventanas que se abrían hacia una soleada terraza y Carolina no pudo evitar una exclamación cuando vio el agua un poco más lejos. Un patio, revestido de mosaicos rodeaba la piscina, y cerca de ésta había una escultura de un jaguar arrojando agua por las fauces.

—Este es el patio del jaguar —anunció Esteban con orgullo—. Es un marco apropiado para el león de San Luis, ¿no le parece?

Carolina se desconcertó ante esa demostración de engreimiento, pero ocultó su recelo con una muestra de admiración.

—¡Ese jaguar parece tan real! —comentó con entusiasmo y aprovechó para escapar de la opresión posesiva de ese hombre al salir a la luz del sol.

Hasta ese momento no se dio cuenta del terrible calor que hacía. Los gruesos muros de la hacienda proporcionaban una especie de aire acondicionado natural, y hasta que el sol le dio de lleno sobre la cabeza, no supo lo fresco que estaba adentro. Levantó el rostro en ademán de adoración al sol, y entrelazó ambas manos en la parte trasera de la cabeza. Fue un gesto de inconsciente sensualidad, pero no lo notó hasta que un movimiento en una de las ventanas superiores atrajo su atención. Casi contra su voluntad, la mirada se fijó durante un breve momento en la de Luis, y luego se retiró de ahí para dejarla sólo con la expresión de censura de don Esteban. De inmediato dejó caer los brazos a los lados, y no intentó explorar más allá, de modo que volvió a la terraza.

—¿Le gusta el sol, señorita Leyton? —preguntó Esteban.

—No me di cuenta de que hacía tanto calor —respondió con una sonrisa forzada—. ¡Qué lástima que no se pueda nadar en la piscina!

—Eso puede arreglarse —dijo él, recorriendo a la joven con la mirada, pero Carolina decidió ignorarlo y se dirigió con determinación hacia la mesa del buffet.

Esteban trató de convencerla para que probara las tortillas, pero ella prefirió una ensalada de pollo. Se sentó en la terraza con una copa de vino cuando Luis y Emilia se unieron a ellos.

—¡Ah, chica! —exclamó Esteban, y llamó a su hija para que se acercara a él, en apariencia sin recordar el castigo que le infligió horas antes. Temerosa de su padre, la niña se acercó.

Alguien le había cepillado la larga cabellera y el único rastro que quedó del incidente de esa mañana fue un ligero moretón en la mejilla, pero Carolina estaba segura que le dolía y la chiquilla se estremeció cuando Esteban la pellizcó ahí mismo con descuido.

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—Que eso te sirva de lección, Emilia —regañó con ligereza a la niña—. Debes obedecer con exactitud todo lo que te diga la señorita Leyton, y no quiero tener queja alguna de ti.

—Sí, señor —asintió Emilia y miró a Carolina. Al ver que la antigua hostilidad reaparecía, la joven deseó que don Esteban hablara con menos ambigüedad.

¿Pensaría Emilia que ella se quejó con Esteban acerca de algo? Iba a ser una lucha continua el tratar de mantener a la hija y al padre en armonía y a decir verdad no estaba segura de querer cargar con esa responsabilidad. Luego se encontró con la mirada de Luis y supo que para bien o para mal, ya estaba comprometida… aunque todavía no acababa de descubrir para qué.

Fuera de la visible falta de armonía familiar, fue agradable almorzar en la terraza.

Esteban estaba de buen humor y a pesar de que Luis se unía a la conversación en raras ocasiones, cuando su hermano le dirigía la palabra no era con el tono ofensivo de la noche previa. Por el contrario, los dos hombres discutieron problemas de la propiedad, y algunas veces el desprecio de Esteban por los métodos democráticos de su hermano para manejar la hacienda salió a flote, pero con rapidez lo disimuló.

Emilia no intentó participar en la conversación y pasó el tiempo alimentando con migas de pan a las palomas que bajaban de la cúpula ubicada encima de ellos. Era evidente que estaba acostumbrada al continuo cambio de temperamento de su padre y Carolina sintió lástima por ella. No debía ser fácil vivir ahí sin amistades de su edad, y en ese momento decidió que le enseñaría a jugar así como a trabajar.

Una vez que terminaron de almorzar, una niñera vestida de negro apareció para llevar a Emilia a dormir la siesta, y Carolina aprovechó la oportunidad que se le presentó cuando uno de los sirvientes se acercó a hablarle a Esteban, para escapar. Necesitaba tiempo para analizar las experiencias que tuvo ese momento, y cansada se dirigió a la habitación.

Con las persianas cerradas, se acostó sintiendo alivio inmediato. Tal vez las cosas no estarían tan mal como pensó al principio, decidió medio adormilada, y en seguida el sueño la venció.

Despertó varias horas después, y al abrir las persianas vio que el mar tenía un color ámbar. Ansiaba estar en la playa, nadar, pero como eso no era posible, se dio un baño.

Después se puso pantalones de algodón color crema y una blusa bordada, con mangas anchas. Una vez maquillada salió en busca de una bebida fría.

La hacienda parecía muy callada al dirigirse a la planta baja, de modo que las sandalias que llevaba hacían ruido sobre el mosaico del vestíbulo. No había nadie en ninguno de los salones a los que entró. Dudaba acerca de llamar a alguno de los sirvientes, cuando se abrió la puerta de una de las pequeñas antesalas y apareció Luis de Montejo. Parecía muy

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pensativo, pero al verla metió las manos en los bolsillos y la miró con curiosidad.

—Señorita —observó con amabilidad e inclinó la cabeza—. ¿Busca a mi hermano o a Emilia? Debo informarle que Esteban está descansando y no le gusta que lo molesten y la niña no toma clases en las tardes.

—De hecho —balbuceó Carolina—, lo que deseaba era conseguir un poco de agua fría. Consuelo me aconsejó no tomarla de la llave.

—Tenía razón —Luis frunció el ceño—. Sin embargo, puede tomar algo más agradable, si lo prefiere. Hay un refrigerador en el estudio de Esteban que tiene varias bebidas de frutas. ¿No le apetece algo de eso en vez del agua fría?

—Pero y su hermano… —titubeó Carolina.

—Él no se dará cuenta —le aseguró Luis y la condujo a lo largo de un pasillo similar al de la planta alta. Lo único diferente era que en ése los cuadros estaban colocados dentro de vitrinas.

Durante la visita de la mañana, Esteban no le mostró el estudio, pero ahora Luis la llevó hasta una habitación que era sólo un poco más pequeña que la biblioteca. Igual que en aquélla, había estantes llenos de libros y archivos… sobre agricultura, según notó, y un imponente escritorio sin papeles; sólo había encima de él dos teléfonos, así que Carolina decidió que o Esteban era en extremo eficiente o debía estar aburrido.

La joven sacó una limonada del pequeño refrigerador y arqueó las cejas al ver que Luis no tomaba nada.

—¿No me acompaña? —inquirió, pero el movió la cabeza de un lado a otro.

—Lamento no tener tiempo, señorita —respondió con cortesía, y la siguió fuera del salón, cerrando la puerta tras sí—. Estoy seguro de que Esteban no se molestará si usted sale a caminar por el jardín, o si prefiere puede tomar un libro de la biblioteca.

Carolina lo miró irritada.

—Yo quería hablarle a usted —dijo, molesta.

—Estoy seguro de que mi hermano estará encantado de responder cualquier pregunta suya —expresó, metiendo los pulgares en el cinturón—. Escuché que está satisfecho con su comportamiento hasta ahora, y creo que Emilia puede obtener grandes beneficios con su presencia.

—Yo no quiero hablar con don Esteban —declaró en voz baja—. Sino con usted. Quería disculparme por lo que sucedió…

—No hay necesidad —interrumpió con brusquedad e hizo a un lado ese intento de conciliación—. Me dio gusto poder servirle, señorita, pero ahora tengo mucho trabajo qué hacer.

Carolina dejó escapar un suspiro y antes que Luis pudiera alejarse demasiado, corrió tras él.

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—¡Señor! ¡Señor! Me dijo que podría montar mientras estuviera aquí. ¿Puedo hacerlo ahora?

—No señorita, no puede ir a montar sola. Debe darse cuenta de ello. Aparte de los peligros evidentes, una mujer no sale sin compañía. Sugiero que discuta el asunto con mi hermano para que escuche su opinión.

Carolina lo miró con frustración.

—¿Quiere decir que soy una prisionera aquí?

—Me parece que dramatiza demasiado la situación, señorita —comentó Luis con voz ronca—. Estoy seguro de que se podrá hacer algún arreglo si lo solicita. Sabe Dios, a lo mejor Esteban decide acompañarla. Entonces sí, me imagino que tendría que montar en el carruaje.

—¿El carruaje? —repitió Carolina.

—Mi hermano no monta, señorita. Pero tal vez hará una excepción en su caso.

—Yo no quiero que su hermano me escolte, y si usted no quiere llevarme, encontraré la manera de ir sola…

—¡Eso sí que no! Le aseguro, señorita, que le informaré a Esteban sus planes y eso puede echar a perder cualquier oportunidad que pudiera tener en el futuro.

—¿Haría eso? Usted me trajo aquí. ¿No significa eso ninguna responsabilidad para usted?

—Yo no la traje, señorita —la contradijo—. Le proporcioné transporte desde el hotel, eso es todo. Fue usted la que solicitó este empleo y lo aceptó. ¿Por qué quiere ahora culparme de lo que no es de su agrado?

Al ver ese rostro triste, Carolina se preguntó cómo se había atrevido a decirle eso, pero era demasiado tarde para retractarse. Mantuvo su sitio y se enfrentó a él con cierta inseguridad, pero buscando el valor para continuar.

—Pero no me advirtió lo que me esperaba, ¿verdad? —lo acusó con denuedo—. No me dijo que a su hermano le gustaba lastimar a la gente, o que su tía me iba a insultar…

—¿La insultó doña Isabel? ¿Qué le dijo?

—Me… me acusó de ser una de… una de las… de su padre.

—Ya entiendo. ¿Usted se lo dijo a Esteban?

—Él lo supo —aseveró Carolina y sintió que un dolor terrible de cabeza le empezaba—. Estaba ahí. Bueno, no tiene importancia. En realidad a usted no le interesa. Lo único importante es que Emilia ya no sufra.

Luis la observó alejarse cabizbaja. Entonces, dijo una palabra tan soez como las que usaba su hermano y se lanzó tras ella.

—Mañana por la mañana —dijo al alcanzarla—, a las seis, señorita, la estaré esperando en el vestíbulo.

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Capítulo 4Tal vez por haber dormido en la tarde, Carolina no podía conciliar el

sueño esa noche.

Decidió entonces pensar en su hogar y de repente se dio cuenta de que, aparte de una tarjeta postal que envió desde Mérida, no les había escrito ni una línea a sus padres. Al día siguiente tendría que encontrar el momento apropiado para redactar una carta en la que no reflejara las dificultades que estaba pasando. A pesar de todas las dudas que tenía, no quería preocupar a sus padres.

Le era difícil pensar en Andrew, pero lo hizo, y sorprendida notó que casi no se acordó de él en todo el día. Su imagen la reemplazaba un perfil moreno de nariz aguileña y labios finos. ¡Luis de Montejo!

Hizo a un lado ese pensamiento y recordó la conversación de don Esteban esa noche. Luis no cenó con ellos, pero doña Isabel sí, y Carolina se sintió incómoda hasta que se hizo aparente que la anciana estaba lúcida.

"—Esteban me dijo que viene usted de Londres, señorita —observó la mujer—. Yo estuve allá en mil novecientos cuarenta y seis. Me pareció un sitio horrible y no dejó de llover nunca.

"—Tía Isabel, Londres sufrió enormes bombardeos durante la guerra —comentó Esteban con paciencia—. Lo que tú viste fue el resultado de eso. Yo estuve ahí después y te aseguro que no tiene nada de horrible.

"—¿Nació usted en Londres, señorita? —persistió doña Isabel, sin importarle la interrupción de su sobrino.

Carolina movió la cabeza de un lado a otro.

"—Mi familia vive en las afueras de la ciudad, señora en Buckinhamshire. Sin embargo, yo fui a la universidad en Londres y lo conozco bien.

"—¡Oh! —exclamó la anciana—. ¿Y sus padres aprobaron eso?

"—¿Aprobaron qué, señora?

"—El que usted fuera a la universidad, claro, y además que usted viaje tan lejos sin chaperón —agregó—. Cuando yo era muchacha estas cosas jamás se permitían.

"—La señorita Leyton es un producto del siglo veinte, tía —interpuso Esteban—, y nosotros debemos estar agradecidos de que haya aceptado venir a San Luis para acompañar a Emilia.

"—Lo que Emilia necesita son los cuidados de una madre —declaró doña Isabel, nerviosa—. Necesita hermanos que la acompañen, pero tú eres viudo, y tu hermano está dedicado a la iglesia, de modo que no creo que se haga el milagro.

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"—Supongo que la señorita Leyton no estará de acuerdo contigo —replicó Esteban—. Emilia no es un caso único —dijo y le dirigió una sonrisa a Carolina—. Con la ayuda de la señorita, todos saldremos adelante.

Carolina se dedicó a comer y la anciana alzó los hombros como para terminar la discusión.

"—A lo mejor —murmuró sin convencimiento.

Nadie comentó la ausencia de Luis, pero mientras tomaban el café en el salón más tarde, su nombre se mencionó en la conversación. Fue doña Isabel la que trajo el tema, y las mejillas de Carolina ardieron durante la discusión de la anciana con su sobrino.

"—Vi a esa mujer salir de la hacienda otra vez esta tarde —anunció con irritación—. Salió por la puerta accesoria. ¡No quiero que vuelva a entrar en esta casa, Esteban! ¡Tienes que hablar de nuevo con Luís!

"—Mi querida tía, no creo que ése sea un asunto que debamos tratar frente a la señorita Leyton. Como dices, hablaré con Luis al respecto.

"—Ya dijiste eso antes, Esteban —declaró la tía con malicia, sin estar dispuesta a ceder con tanta facilidad—. Si Luis tiene necesidad de una mujer de ese tipo, ¿por qué no puede hacer arreglos para verla en el pueblo?

"—Ya re dije, tía Isabel, que tomaré cartas en el asunto —exclamó Esteban molesto—. Lo que Luis decida hacer en sus ratos de ocio no es de la incumbencia de la señorita Leyton, de modo que sugiero que restrinjas tus comentarios".

Carolina, a decir verdad, estaba anonadada y sin saber qué pensar. ¿Quién era esa mujer de quien hablaba la tía Isabel?

Eso, al igual que todo lo demás era lo que la mantenía despierta. Estaba inquieta por lo que había escuchado y por su propia complicación en el asunto. ¿Sería ésa la mujer con quien había estado Luis cuando ella lo vio esa tarde? ¿Sería la causa de la expresión pensativa que notó en el rostro de él? Y era ella, Carolina, por su insistencia una persona indeseable para decepción de su hermano.

Al fin logró conciliar el sueño, pero se despertó un rato después al escuchar un toque impaciente en su puerta. Alguien estaba decidido a despertarla, y ella se enderezó con dificultad sobre las almohadas, buscando un reloj.

Eran las seis y quince y el corazón le dio un vuelco al comprender. Era Luis. Tenía que ser él. Saltó de la cama y corrió hasta la puerta.

—¿Quién es?

—De Montejo. ¿Cambio de opinión?

—¡No! ¡No! —exclamó sin titubear y miró desesperada la cama revuelta—. ¿Podría darme diez minutos? Me quedé dormida. Prometo no tardarme mucho.

—Cinco minutos —declaró él, alejándose.

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Se lavó la cara y los dientes y se puso jeans, una blusa de algodón, y botas; antes de salir tomó un suéter.

Luis la esperaba en el vestíbulo. Lo vio, apenas llego a la escalera, caminando con impaciencia, sacudiéndose las botas negras hasta la rodilla con el largo cañón de un rifle. El arma la hizo detenerse. Era un objeto inesperado en las manos de alguien que de seguro era un experto en su uso, tan delgado y peligroso como el hombre mismo. Vestía de negro y emanaba un magnetismo letal. Ahora se daba cuenta de lo superficial que fue su relación con Andrew comparada con los sentimientos que este hombre despertaba en ella.

Él la vio al empezar a descender, y la miró de manera especulativa. Notó que él no consideraba que los jeans fueran adecuados para montar, pero las palabras que le dirigió fueron impersonales y negaron la tácita censura.

—Tenemos que apresurarnos si quiere ver algo de la propiedad —y sin darle tiempo de responder, abrió una puerta que conducía al cuarto del que lo vio salir la tarde anterior y le indicó que lo siguiera.

Carolina se encontró dentro de un pequeño recinto con varias puertas. La primera tenía un crucifijo clavado, pero Luis abrió la otra que daba acceso al jardín exterior. Esa debía ser la parte de la casa que mencionó doña Isabel el día anterior, así que tragó saliva de manera convulsiva al confirmar la historia de la anciana y llegar a la inevitable conclusión.

AFUERA el aire estaba fresco y por un momento logró olvidar todas sus aprensiones. Luego, Luis cerró la puerta tras ellos y le pidió que lo siguiera. Ella caminó de prisa para alcanzarlo, pero de repente se sintió pesada.

Era obvio que Luis había hecho todos los arreglos con anticipación, ya que su propio animal y una yegua color castaño estaban ya ensillados, esperándolos. Entrelazó las manos para proporcionarle a Carolina un apoyo para montar; después de una breve mirada, la joven aceptó la ayuda y él la elevó con firmeza sobre el lomo del animal.

Una vez que Luis se cercioró de que ella era capaz de controlarla, montó sobre su caballo de color café rojizo. Metió el rifle dentro de un bolso de cuero adherido al frente de la silla y luego le dijo algo en español al mozo de cuadra que los observaba.

—Desde luego, señor —respondió con avidez y se apresuró a entrar de nuevo en los establos para reaparecer momentos después con un sombrero de ala ancha—. Es para usted, señorita —dijo al ofrecérselo a Carolina. Ella volvió a mirar a Luis y se encogió de hombros de manera involuntaria al tomarlo.

—Nunca vaya a montar sin sombrero —aconsejó en voz baja, y ella obedeció y se lo puso.

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—¡Le deseo suerte, señorita y a usted también señor! —exclamó con alegría el anciano al despedirlos. Luis alzó la mano en señal de saludo y encaminó a los caballos hacia afuera.

Gómez llegó a abrirles las rejas, y Luis también lo saludó con amabilidad.

Más allá de las rejas, la vegetación tenía cierta belleza primitiva, pero Carolina recordaba a cada momento lo que le dijo Emilia acerca de las víboras y arañas, y estuvo segura de que había bastantes en el lugar. Sintió alivio, por lo tanto, al notar que Luis no cabalgó en dirección del pueblo sino dio la vuelta en un camino circular que seguía la muralla de la hacienda antes de desembocar en los límites del norte de la propiedad.

La yegua se mostró contenta de seguir al animal de Luis y trotó obediente, pero al terminar la densa vegetación y entrar en terreno más plano, el caballo apretó el paso y Carolina tuvo que hacer un esfuerzo para mantenerse sobre la silla al empezar a galopar el suyo con mayor ímpetu. Y sin embargo fue estimulante, después de las tensiones de los últimos días.

Estaba sin aire y excitada cuando Luis al fin detuvo el paso de su caballo y ella chocó con él de inmediato. La rodilla de Carolina se apretó por un momento contra el tobillo de Luis y el color floreció en las mejillas de ella al halar él a la yegua.

—Así como monta puede tener un accidente —dijo con sequedad, y ella se sintió decepcionada—. ¿Siempre permite que el caballo la maneje a su antojo? ¿O es que no sabe cómo controlarlo?

—Lo tenía bajo control —contestó a la defensiva, y acariciando al animal—. Lamento mucho si este choque le causó alguna incomodidad, pero no pensé que sus botas fueran tan frágiles.

—En este tipo de terreno siempre hay que estar bajo control —replicó y le señaló un punto en la distancia—. ¿Tiene idea del tiempo que tardaría un rebaño en echarse encima de usted, o del tipo de heridas que le podrían infligir los cascos al precipitarse?

Carolina observó la mancha oscura sobre el pálido horizonte. Hasta el momento en que se lo señaló, no se había dado cuenta de la presencia de esa manada y ahora se encontraba atemorizada. Había visto los resultados espeluznantes de las estampidas, en películas, y podía imaginarse el susto que se llevaría si el hato se volcara hacia ella.

—Yo… yo no sabía, no me di cuenta —dijo con pena—. ¿Y ahora qué hacemos? ¿Será mejor volver atrás? Nunca estuve cerca de tanto ganado.

—No lo dudo —concedió él con ironía, y controló a su animal—. No, no vamos a retroceder. Cabalgaremos entre ellos. Mientras no los asustemos, no hay ningún peligro.

Carolina no se convenció con tanta facilidad, y así lo reflejó su mirada.

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—Vamos —insistió Luis—. Desmontaremos entonces para caminar junto a los caballos. Así no molestaremos a nadie.

Carolina pudo escuchar el canto de los pájaros que volaban por encima de ellos y al caminar junto a la yegua tuvo tiempo de ver a su alrededor y gozar del calor que iba en aumento.

—¿Qué tan lejos estamos del mar? —preguntó, con la mano haciéndole sombra a los ojos al tiempo que trataba de ignorar el hecho de que se aproximaban al rebaño.

Luis se quedó pensando un momento.

—A unos dieciséis kilómetros —replicó con brevedad y Carolina abrió la boca, sorprendida.

—¿Tanto? Yo pensé… es decir… desde la ventana de mi cuarto me pareció que estaba cerca.

—Las distancias engañan —comentó él de manera despreocupada—, sobre todo cuando se trata de terreno plano. ¿Por qué lo pregunta? ¿Tenía intenciones de chapotear en el Golfo de México? Temo que tendrá que esperar para obtener ese dudoso privilegio hasta el día que Esteban decida llevarla en la camioneta.

—Pensé que sería agradable llevar a Emilia a la playa, y si hay que ir por carretera, yo podría llevarla. Sé manejar.

—¿Cree que Esteban le permitirá llevar a Emilia sin chaperón? —preguntó con ironía—. No lo creo.

—¿Por qué? ¿sólo porque soy mujer? ¡Es ridículo!

Luis no respondió nada y ella suspiró de manera audible.

—¿Quiere decirme que aunque vaya en la camioneta necesito guardaespaldas?

—Si así lo quiere llamar, sí —respondió Luis, inclinando la cabeza—. De todas formas en el caso de Emilia siempre existe el riesgo de que la secuestren. No creo que usted quiera poner la vida de ella en peligro.

—No, claro que no.

—Bien, entonces, ¿hará lo que le diga Esteban, no es verdad?

Carolina alzó los hombros con cierto resentimiento, pero no protestó cuando Luis tomó las riendas de la yegua para llevarla por entre las vacas que pastaban.

Se encontraron con varios de los hombres encargados de cuidar el ganado, que saludaron a Luis con entusiasmo. Habían encendido el fuego para preparar el desayuno, y el aroma del café se mezclaba con el olor de los frijoles y tortillas. Les ofrecieron compartir la comida con ellos, y aunque Carolina pensó que iba a aceptar, Luis rechazó la invitación con cortesía.

—No quiero que usted se enferme del estómago por descuido mío —le dijo una vez que se alejaron un poco de los hombres—. Esta gente es

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amable, pero no siempre tienen los medios sanitarios a los que usted está acostumbrada, de modo que podría pescar una infección.

—¿Quiere decir que si estuviera solo habría aceptado la invitación?

—Tal vez, pero no tiene importancia. Vamos, cabalgaremos por la ribera del río y luego regresaremos a casa.

—¿Regresar?

La consternación en la voz de Carolina fue inconfundible, pero Luis sólo asintió.

—Son más de las siete, señorita. Tardaremos por lo menos una hora en llegar de nuevo a la hacienda. ¿No quiere llegar tarde a las clases de Emilia, verdad?

Carolina supuso que él tenía razón, pero estaba tan decepcionada al notar que el tiempo pasó con rapidez que casi no se dio cuenta. Ella pensó hablar con él, llegar a conocerlo mejor y tal vez descubrir por sí misma la realidad tras las aseveraciones de Esteban acerca de la madre de Luis. Ahora él hablaba de regresar y ella no tenía idea de cuándo podría tener otra oportunidad para estar a solas con él.

Galoparon a través de un terreno pantanoso donde las aguas algo lodosas corrían río abajo.

—Mi padre drenó toda esta tierra —comentó Luis al tiempo que halaba la rienda del caballo para hacerlo mantenerse en la orilla—, cavó más profundo el canal del río y utilizó el lodo para elevar el nivel del terreno. Eso incrementó mucho el valor de esta propiedad.

—Me lo imagino. ¿Ha vivido aquí toda la vida, señor? ¿O también usted, al igual que su hermano fue a estudiar a Inglaterra?

—Estoy seguro de que los detalles de mi educación no pueden tener gran interés para usted, señorita —arguyó sin entusiasmo.

—Su hermano me contó un poco acerca de su padre mientras me enseñaba la casa. Me habló de la familia —persistió Carolina y se balanceó sobre la silla— y me pareció muy interesante. Me explicó que en realidad ustedes son medios hermanos, tuvieron madre diferente…

—¡Basta! —exclamó Luis, airado—. ¿Por qué menciona todo esto, señorita? ¿Qué interés puedo tener en lo que Esteban decidió confiarle?

—Yo… simplemente trataba de hacer conversación —se sonrojó Carolina—, eso es todo. Usted mencionó a su padre y yo… yo aproveché la oportunidad para hacerlo. Lo siento, no sabía yo que era tema prohibido.

—No es tabú, señorita —le dijo con impaciencia—, pero tampoco crea que soy tonto, no importa lo que le haya dicho Esteban.

Carolina se sintió confusa y apenada, pero logró mantener la compostura.

—No sé qué es lo que piensa que dijo su hermano, señor —declaró a la ofensiva— pero lo único que hizo, fue contarme la historia de la casa y

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me explicó algunas de las leyendas de esta región. Y… por lo que a la familia respecta, él… él sólo definió la situación.

—Claro —comenzó a decir Luis con desprecio—. ¿Espera que yo crea eso? ¿No esperaba provocarme hasta llegar a contradecir a Esteban?

—¿Contradecirlo? —ardió la cara de Carolina a pesar de sí—. No, yo…

—Vamos a terminar con esta discusión de una vez —interrumpió Luis con brusquedad—. Conozco a mi hermano, señorita. Sé muy bien de lo que es capaz. También imagino lo que debió decirle. Lo que sí le aseguro, es que no tengo intenciones de satisfacer su curiosidad componiendo las deficiencias de él. ¿Está claro? ¡Y si ése fue el motivo de su súbito deseo de pasear a caballo, lamento que haya perdido el tiempo!

—¡Usted se hace ilusiones consigo mismo, señor —dijo Carolina furiosa—. Yo miraba con gusto este paseo. Quería alejarme un rato de la hacienda y aunque usted no lo crea, sí he montado antes, y siempre me encantó. El aceptar su compañía fue más un medio que un propósito, ya que parece ser que aquí no puedo gozar de la libertad a la que estoy acostumbrada. Yo no le pedí a su hermano que confiara en mí y no espero que usted lo haga tampoco. En una cosa sí tengo que estar de acuerdo con don Esteban: usted está celoso de él. Por eso se molesta cuando se menciona el nombre de su hermano!

Fue una acusación directa, y aunque Carolina estaba convencida de que era justa, se sintió culpable al esperar la reacción de él.

Sólo que nunca llegó. Con un indiferente encogimiento de hombros, Luis enterró las rodillas en el flanco de su caballo y el animal comenzó a galopar. En unos segundos estaba bastante lejos de ella. Carolina pensó que debía seguirlo lo mejor que pudiera.

Cuando él volvió la cabeza para mirarla, ella tuvo que armarse de valor para no mirar hacia otro lado, y luego sintió que el corazón le daba un inesperado vuelco cuando vio que él sonreía. Ahí estaba, apoyado sobre la silla, la expresión llena de ironía y burla, y ella supo que a pesar de lo que dijera Esteban, los celos no eran la causa del comportamiento de Luis.

—¿Se siente mejor? —le preguntó al acercarse la joven. Carolina hizo un gesto de derrota.

—Lo siento mucho —dijo y se echó hacia atrás el sombrero para liberar la cabellera—. Fui grosera y lo lamento. ¿Me perdona?

—No hay nada qué perdonar —replicó Luis—. Usted tiene su opinión, y derecho a expresarla. Yo simplemente no estoy acostumbrado a tanta franqueza.

—No debí decir lo que dije —suspiró Carolina, y luego se bajó de la yegua para caminar por la orilla del barranco—. ¿Me creería si le digo que no lo hice con intención?

—Le aconsejo no acercarse a la orilla —comentó Luis con sequedad, pero cuando ella no le hizo caso, él también desmontó y se le acercó.

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Carolina se sentía muy consciente de la presencia de él a su lado, del hecho de que con sólo estirar la mano podía tocarlo.

—¿Me cree? —insistió, alzando la vista hacia él y estremeciéndose con la intensidad de esa mirada fija en ella.

—¿Qué importancia tiene para usted? —preguntó con emoción—. Yo me iré pasado mañana, señorita. Mi opinión no tiene valor. Tendrá que hacer sus tratos con mi hermano. Pero tal vez tenga razón —agregó con burla—, quizá sí esté celoso de Esteban. Sí, sí —asintió antes que ella pudiera protestar—, a lo mejor lo estoy. Pero, me temo que no por los motivos que usted piensa.

—¿Qué quiere decir?

Carolina habló con voz ronca, pero Luis ya se había alejado y ajustaba los estribos para volver a montar.

—¿No puede imaginarlo? —preguntó él al acomodarse sobre la silla—. Nunca piense que un clérigo no es hombre, señorita —concluyó y ella entreabrió los labios confusa—. Sobre todo si todavía no se ha ordenado—. A pesar de mi herencia materna, encuentro que a la postre no dejo de ser hijo de mi padre.

—¿Su herencia materna, señor? No… entiendo…

Luis inclinó la cabeza y miró a la joven con resignación.

—Mi madre vive en el convento de las Hermanas de la Anunciación, señorita. Cuando mi padre murió ella se refugió ahí, y mi hermano es el que desea que yo siga su ejemplo.

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Capítulo 5ESA noche, don Esteban tuvo invitados a cenar.

Se trataba del señor Calveiro y su esposa, provenientes de la hacienda vecina, Calvados, y su hija Josetta. Carolina supo acerca de esa invitación a la hora del almuerzo, y tuvo esperanzas de que le permitieran cenar a solas en su cuarto, pero don Esteban se negó.

—Luis estará con nosotros, desde luego —dijo, y la miró con fijeza, lo cual le hizo pensar que tal vez alguien le había informado acerca del paseo que ella dio con su hermano—. Espero que usted me ayude a hacer los honores, señorita; y estoy seguro de que los Calveiro estarán encantados de conocerla.

—Es usted muy amable, señor.

Carolina respondió con cortesía, pero tuvo miedo de la noche que la esperaba y de la inevitable presencia de Luis de Montejo. Después del paseo llegaron a la hacienda y Luis con rapidez se disculpó, alejándose de ella. Carolina sospechó que él se arrepentía de la franqueza con que se dirigió a ella, y estaba segura de que no vería con agrado una velada con ella. La responsable de todo era ella, desde luego.

Tuvo en realidad poco tiempo para pensar en esas cosas. La llegada de la sirvienta con el desayuno, interrumpió el baño que se estaba dando y después vestida con una falda y blusa color azul marino se dirigió a la biblioteca donde Emilia la esperaba.

La pequeña evidentemente decidió que el camino más fácil era el de obedecer a su padre, y Carolina se sintió contenta de haber tenido la precaución de preparar la lección de ese día desde la mañana anterior, mientras Emilia escribía.

El almuerzo de nuevo fue estilo buffet, y por primera vez Carolina estuvo contenta de la presencia de doña Isabel para distraer la atención de Esteban. A pesar de todo, el amo de San Luis encontró bastantes ocasiones para incluirla en la conversación, y ella notó que muy poco de lo que sucedía en la hacienda pasaba desapercibido para ese hombre.

Aunque tuvo varias oportunidades para comunicarle que salió a montar con Luis, ella nunca pudo encontrar las palabras adecuadas para mencionarlo. No se le ocurrió que tal vez su hermano se lo había contado. Por instinto adivinó que Luis le dejaría a ella esa decisión, pero la idea de informárselo a Esteban, y del posible desprecio que podría demostrarle, hizo que se abstuviera y al terminar de comer escapó con una sensación de absoluta cobardía.

Igual que la tarde anterior, buscó el refugio de sus habitaciones y se quedó dormida sobre la cama. Tenía intenciones de preparar la clase de Emilia para el día siguiente y de escribirle a su madre, pero el cansancio se apoderó de ella y no supo nada más hasta que el sol ya empezaba a meterse en el horizonte.

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Se levantó con renuencia, y pasó varios minutos mirándose en el espejo. Detectó las ojeras y decidió que había dormido demasiado. Sin querer, las palabras de doña Isabel resonaron en sus oídos, cuando la anciana furiosa denunció la presencia de la mujer que vio en la hacienda. De repente no pareció tan increíble imaginar que una mujer existiera en la vida de Luis, y Carolina experimentó impaciencia.

Minutos después, se dio un baño con agua fría que la reconfortó. No serviría de nada enfrentarse a su patrón sin estar alerta, pensó, y mientras ella resentía la utilización que ese hombre hacía de ella, por el momento era su jefe y no tenía más remedio que acceder a sus antojos.

Sacó el único vestido negro que poseía del closer y lo extendió sobre la cama, para observarlo sin entusiasmo. Lo había comprado para ir a una fiesta con Andrew, y los recuerdos que le hizo evocar no fueron agradables.

Había sido en una de esas reuniones profesionales después que Carolina terminó los exámenes finales. Tricia, la esposa de Andrew, estaba enferma de nuevo, con sus trastornos nerviosos, y él dejó a un lado la habitual cautela para evitar a la joven. Muchas cejas se alzaron al ver al bien parecido profesor acompañando a la que fue su alumna, recordó con tristeza Carolina al acariciar los sedosos pliegues del vestido. Andrew era un hombre casado y cuando la joven se encontró con la esposa de él en la universidad a la mañana siguiente, la manera en que la miró la hizo que se sintiera como una desalmada. Fue en ese momento cuando comenzó a darse cuenta de la futilidad de su amor por Andrew. Él jamás se divorciaría de Tricia.

Con un suspiro Carolina se puso el vestido un tanto atrevido.

La cena era a las ocho, pero don Esteban le pidió que lo acompañara a tomar un aperitivo, a las siete y media. Pocos minutos después de esta hora, Carolina salió del cuarto y caminaba apresurada por el pasillo cuando una puerta a la derecha se abrió de repente. Se sobresaltó ya que pensaba que ella era la única ocupante de esa ala de la casa. La aparición repentina de Luis la sacó del error. Lo miró sin hablar, durante un momento.

—Perdóname. ¿Te asusté? —inquirió al salir de la habitación y cerrar la puerta.

Vestía un atuendo formal de terciopelo color vino y la camisa de seda del mismo color estaba adornada por una pechera de encaje.

—Yo… yo no sabía que tu habitación estaba en este lado de la casa —confesó al caminar él a su lado.

—Pues no lo está —la desilusionó él con cortesía—. Vine a visitar a la tía Isabel, eso es todo. Es ella y no yo la que comparte esta parte de la casa contigo.

—¡Ah! —exclamó Carolina, sorprendida. De todos los ocupantes de la hacienda, doña Isabel era la última persona a quien ella habría elegido para compartir el aislamiento. Sintió escalofrío.

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—Es inofensiva, ¿sabes? —comentó Luis en voz baja, como si se diera cuenta de la aprensión de ella, y Carolina le echó una mirada rápida.

—Cuando está lúcida —replicó ella al llegar a la escalera, y comenzó a descender frente a él antes que hiciera algún otro comentario.

Los invitados de don Esteban ya estaban conversando con él en el salón principal. No fue la decoración del recinto la que atrajo la atención de Carolina esa noche, sino las cuatro personas extrañas que se encontraban ahí. Se le secó la boca cuando se enfrentó a sus miradas críticas.

Los vestidos de las dos mujeres que estaban junto a don Esteban no se parecían en absoluto al de ella, y la hostilidad evidente en sus palabras y gestos la incomodaron. Protegidas por vestidos de cuello alto y mangas largas, la miraron de manera despectiva, sometiéndola a una estricta censura y una velada desaprobación.

Para disgusto de Carolina, Luis parecía divertido y don Esteban se vio obligado a salvar la situación. Al contrario de sus visitas, él pareció encontrar encantadora la apariencia de la joven y se le acercó para tomarla de la mano.

—Se ve usted… espléndida, señorita —le dijo con galantería y se llevó la mano de la joven hasta sus labios. Luego se volvió para mirar a los Calveiro e hizo una venia—. ¡Qué suerte tengo al contar con la presencia de tres mujeres tan bellas en mi mesa!

Las presentaciones fueron breves, para alivio de Carolina, y luego Josetta Calveiro abandonó a sus padres para acercarse a Luis. Carolina la escuchó conversar con él en español. Era obvio que Josetta era muy joven, y probablemente poco madura, peto ¿era necesario que Luis pareciera encontrar tan interesante su charla?

—¿No conocía México, señorita? —le preguntó la señora Calveiro. Carolina trató de concentrarse en la respuesta.

—No —respondió con una leve sonrisa—. Nunca había cruzado el Atlántico. Para mí es una experiencia nueva.

—Y para Emilia sin duda también —agregó la señora Calveiro—. Debe ser muy ilustrativo para la niña recibir lecciones de una persona que, resulta obvio es… tan independiente, Esteban. Ten cuidado de que no aprenda demasiadas cosas indebidas.

Esteban tomó una de los vasos que le ofrecía el sirviente.

—La señorita Leyton comprende muy bien nuestras ideas, doña Julia —afirmó, y bebió el cocktail que tenía en la mano sin titubeo alguno, para luego tomar otro—. Además, le hace bien a Emilia enterarse de que existe otro mundo fuera de San Luis —agregó y tocó la mano de Carolina—. A lo mejor todos sacamos alguna ventaja de la presencia de esta agraciada joven.

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El señor Calveiro decidió en ese momento alejar al anfitrión para discutir algún aspecto de la cría de ganado, dejando a Carolina con la señora Calveiro.

—Veo que don Esteban se convirtió en aliado suyo, señorita —comentó la señora, con soberbia—, pero le sugiero que se cuide. Él es un partido muy codiciado, pero según dicen, nunca vuelve a cometer los errores del pasado.

Carolina apretó el vaso al comprender lo que quería decir la mujer.

—Le aseguro, señora, que no tengo ningún interés en ese aspecto —respondió con cortesía—. Estoy aquí, precisamente para lo que me contrataron. Me ofreció el empleo la señora García, a instancia de don Esteban, y si él considera aceptable mi trabajo, entonces he logrado mi propósito.

La señora Calveiro frunció el ceño y observó a su hija que seguía conversando con Luis.

—No sabía que la madre de Juana intervino en esto —murmuró, casi de manera inaudible. Luego, volvió su atención a la chica y continuó—: Me extraña que Esteban lo haya permitido.

—Como abuela de Emilia, estoy segura de que la señora García tiene ese derecho —murmuró Carolina con torpeza.

La señora paseó de nuevo la mirada por la habitación.

—Tal vez —dijo entre dientes—, pero después de la forma en que Juana trató a Esteban, es un exceso de tolerancia el que él permita que ella interfiera —y arqueó las cejas—. Mientras la niña sea feliz, supongo que habrá que cerrar los ojos.

Ojalá alguien tuviera esas consideraciones conmigo, pensó Carolina, al tiempo que asentía, tensa.

En ese momento volvió la cabeza y encontró la mirada de Luis fija en ella.

En respuesta a la tácita súplica de los ojos de Carolina, Luis se disculpó con la chiquilla y cruzó la gruesa alfombra en dirección a ella.

—Señora —saludó a la madre de Josetta al tiempo que devolvía la copa vacía a la bandeja, pero no tomaba otra—. Espero que el haber conocido a la señorita Leyton la haya convencido de que Emilia está en excelentes manos.

—Me decía la señorita Leyton que fue doña Elena la que la contrató —declaró con rigidez la mujer—. ¿En dónde estaríamos todos nosotros sin la bondad de Esteban?

—¿En dónde, en efecto? —susurró Luis con cortesía, y el muslo varonil rozó a Carolina—. Esteban es un ejemplo a seguir por todos nosotros.

Carolina lo miró mientras hablaba para ver alguna señal de burla en el rostro, pero parecía de lo más serio, y la señora Calveiro comentó:

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—Me da gusto ver que te das cuenta de ello, Luis. Sé que tu mamá estaría de acuerdo conmigo cuando digo que le debes muchísimo a Esteban, y no todos los hermanos están dispuestos a perdonar y olvidar.

—Qué manera tan sucinta de decir las cosas, señora —observó Luis con una sonrisa que Carolina observó con incredulidad—. Le daré sus saludos a mi madre cuando la vea, y le aseguro que estará encantada con la aprobación de usted.

Sorpresivamente, esas palabras no parecieron encontrar una reacción favorable, y tal vez fue una suerte que apareciera el mayordomo para anunciar que la cena estaba servida. La señora Calveiro se paró para unirse a su marido y a Esteban, y lo mismo hizo Josetta, de manera que Luis y Carolina tuvieron un momento inesperado de soledad.

—Te daría las gracias por salvarme si supiera lo que estás haciendo —comentó ella y dejó el vaso medio vacío sobre la mesa de mármol que estaba tras sí—. Me disculpo, no sabía que eras simpatizante de tu hermano. Si dije o hice algo que te ofendiera, te suplico aceptes mis disculpas.

—No seas tonta —replicó Luis con dureza—. ¿Querías que comenzara una discusión con ella y llegar a pelearme? Por lo que a doña Julia respecta, yo… como te diré… soy la oveja negra, y nada de lo que yo diga la hará cambiar de opinión.

—Pero, ¿por qué? —inquirió Carolina consciente de los fuertes dedos de él aferrados a su brazo. Luis apretó los labios, con impaciencia.

—¿No te habló Esteban acerca de los hechos que rodearon la concepción de Emilia? ¿No te abrió su herido corazón para confiarte las indiscreciones de su mujer?

—¡No! —exclamó Carolina, y casi de forma involuntaria la mano de él se posó en la suya.

—Ya te lo contará —dijo Luis, sin poder disimular su ira.

—¿Quieres decir que Emilia es hija tuya? —preguntó Carolina y sintió que la cabeza le daba vueltas mientras asustada esperaba la confirmación de esa sospecha.

—¡No! Juana y yo nunca fuimos amantes. Emilia no es hija mía. Lo que no sé es por qué me debo disculpar ante ti.

—No tienes que hacerlo.

—Sí —la contradijo al final con un movimiento sensual de la boca—. Ya lo sé. Pero no hay nada… que yo pueda hacer al respecto.

—¿Y qué es lo que no puedes solucionar, hermanito? —inquirió una voz cerca del oído de Carolina. Se separaron con aire de culpabilidad. Esteban estaba parado junto a ellos y debió moverse de la misma manera silenciosa como lo hizo su hermano antes.

—Simplemente confirmaba la opinión que tiene la señora Calveiro de ti, Esteban —le aseguró Luis, lo cual hizo que el color subiera a las mejillas del mayor de los hombres—. Ella es… cómo decirlo… una gran admiradora

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tuya, y yo le confesaba a la señorita Leyton ahora mismo… cómo nos haces sentir humildes a todos.

Esteban apretó los labios con disgusto.

—No le encuentro el chiste a tus palabras, Luis —comentó con frialdad—, y la señorita Leyton debería tener el sentido común para no escucharte —extendió la mano y tomó el codo de Carolina—. Venga, señorita, quiero que se siente a mi lado en la mesa, para que la señora Calveiro no piense que usted no respeta los votos de mi hermano.

Carolina se ruborizó al entrar en el comedor. Estaba molesta al sentir la mirada de los Calveiro clavada en ella y con la fuerza casi bruta de los dedos que apretaban su brazo. Sobre todo, se sentía consciente de la presencia de Luis tras ellos y la inquietante advertencia de don Esteban.

No fue una cena agradable. A pesar de que trató de concentrarse en los alimentos, la mirada de Carolina de manera irresistible se veía atraída hacia el otro extremo de la mesa donde Luis de nuevo conversaba con Josetta. ¿Qué quiso decir con las palabras que pronunció? ¿Qué interpretación debía ella darle a sus actos? ¿Por qué se sentía tan afectada cuando sabía todas las circunstancias de su pasado?

—¿Encuentra agradable la compañía de mi hermano? —inquirió el anfitrión, mientras uno de los sirvientes retiraba el plato de Carolina.

—¿Disculpe? —preguntó ella pensativa.

—Mi hermano —repitió Esteban en voz baja mientras le servía una generosa porción de pollo rebanado, arroz con rajas y una salsa fuerte. El estómago de Carolina se revolvió—. Don Luis. ¿Le da gusto las atenciones que le prodiga?

Carolina se remojó los labios y balbuceó:

—Sí… confieso que encuentro su compañía… bastante agradable. Por favor, no me sirva más. No… no tengo hambre.

—¿No? —preguntó Esteban con una mirada extraña—. ¿Y por qué, señorita? ¿Acaso mi hermano le robó el apetito que tenía?

—Don Esteban, su hermano no dijo nada para quitarme el apetito. Lo que pasa es que yo siempre como poco, eso es todo —metió el tenedor con determinación en el plato y tomó un bocado—. Esto está muy sabroso, me gusta.

Don Esteban se encogió de hombros y se dedicó a comer durante un rato; poco tiempo después volvió a hablarle.

—Usted tal vez piensa que soy un entrometido —dijo y ella se vio obligada a alzar los ojos azorados hacia él— pero conozco a mi hermano mejor que usted, y me preocupa que usted pueda interpretar mal sus actos.

—En verdad, señor… —comenzó a decir Carolina.

—No, insisto en que me escuche, señorita —dijo con un gesto y pareció concentrarse en la comida de nuevo, pero luego volvió a alzar la

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vista—. ¿Ya le expliqué acerca de nuestra relación? —Carolina asintió con inseguridad pero él continuó—: Lo que no le dije, señorita, es que hay otro motivo por el cual mi hermano y yo nunca podremos llevarnos bien…

—Señor…

—El destruyó mi matrimonio, señorita.

Carolina dejó el tenedor y entrelazó las manos sobre el regazo.

—Veo que está escandalizada —dijo y llenó la copa de vino—. Lo lamento mucho, pero, usted es joven, señorita, y vulnerable, de modo que no me gustaría que la lastimara.

—¿Por qué me cuenta usted esto señor? Lu… don Luis y yo casi no nos conocemos y… como usted señaló, él no tarda en volver al seminario.

—Y sin embargo, estoy enterado de que usted pasó mucho tiempo en compañía de él en estos últimos días. ¿No fue a montar con él esta mañana? ¿O era la mujer del pueblo que lo visita la que estaba con él?

—Usted sabe muy bien que era yo —dijo Carolina, ruborizada—, pero fui yo la que lo convencí de llevarme. Quería salir de la hacienda y él se ofreció a acompañarme.

—Ya veo —dijo Esteban y estudió el vino que quedaba en la copa—. ¿No se le ocurrió preguntarme si podía salir de la hacienda?

—Sí, si lo pensé…

—Pero Luis estaba ahí a la mano, ¿no es así?

—Usted estaba ocupado en otras cosas, señor. Además, don Luis me dijo que usted no montaba.

—¡Ah! —exclamó Esteban—. ¿De modo que eso le dijo?

—¿Y no es verdad?

La pregunta de Carolina surgía más por un deseo de asegurarse de no estar equivocada acerca de Luis por un interés genuino en las preferencias de Esteban.

—Digamos que, como todo lo que mi hermano dice, señorita, hay un ápice de verdad en ello, señorita. Creo que ya hablamos bastante acerca de él. Dígame algo acerca de Emilia. ¿Es mala la educación que ha recibido hasta ahora? ¿Cree usted que no tenga solución?

Ese era un campo mucho más fácil y al discutir la educación de la niña, Carolina sintió un enorme alivio.

—¿De modo que usted piensa que Emilia tiene madera de erudita? —preguntó al fin, bebiendo todo el contenido de la copa—. ¡Qué lástima que no sea inglesa, señorita! No dudo que ella también desearía definir su independencia.

Carolina forzó una sonrisa, pero se dio cuenta de que don Esteban bebía más que cualquier otra persona en la mesa; y lo que la intranquilizaba aún más era que la señora Calveiro y su hija los miraban

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con intención, como si ella fuera culpable de la falta de atención que el anfitrión tenía con ellas.

Por fin llegó a su fin esa imposible cena y Carolina se sintió contenta cuando Esteban aceptó la invitación del mayordomo para pasar a tomar el café a la sala.

—Permítame acompañarla —dijo y se puso de pie para retirarle la silla a la joven —ella notó que a pesar de la cantidad de vino que consumió durante la cena, todavía estaba sobrio. Fue ella la que se tropezó al ponerse de pie, pero don Esteban la tomó de la cintura para evitar que cayera.

—No se apresure tanto, señorita —murmuró.

—Gracias, estoy bien —dijo haciéndose a un lado, pero antes logró ver una mirada significativa que intercambiaron los Calveiro, reflejo claro de la opinión que tenían de ella. ¿Cómo la catalogarían? pensó caminando delante de don Esteban, mientras sus mejillas ardían. ¿Pensarían acaso que estaba interesada en don Esteban?

En el salón buscó el aislamiento de un sillón y aceptó la taza de café que le ofreció una sirvienta con manos temblorosas.

Le pareció obvio que había cometido un error al llegar ahí. Además de sentirse aislada debido a la lejanía de la hacienda, sin querer, la estaban halando hacia las vidas personales de sus amos.

—Pareces… inquieta —comentó una voz débil a su lado.

Tensa, alzó la mirada encontrando la cara delgada y morena de Luis.

—Así es —dijo sin ganas de discutir con él—. Estoy arrepentida de haber venido.

—¿Y qué motivo tienes para llegar a esa conclusión? —preguntó—. No te sientas alterada por culpa mía. Yo me iré pronto y no tienes nada qué temer de mí.

—No tiene… no tiene nada que ver contigo —respondió con ansiedad—, es que, me parece que un hombre sería mucho más adecuado para este puesto.

—¿Qué fue lo que te dijo Esteban?

—¿Don Esteban? —titubeó Carolina—. Pues… nada.

—¿Entonces ya habías llegado a esta conclusión antes de bajar a cenar?

—No exactamente —balbuceó Carolina.

—Entonces…

—Bueno, tú sabes… me parece… tengo la sensación de que la señora Calveiro piensa que… que yo estoy interesada en tu hermano. Y además no estoy segura de que él no esté pensando lo mismo…

—¿Y por qué decidiste venir? —él levantó los hombros.

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—¡Tú sabes muy bien por qué! Porque necesitaba el trabajo. Porque parecía…

—¿Excitante?

—¡No! Más bien, interesante. Aunque te cueste trabajo creerlo, no busco marido.

—¿Tienes un amante en Inglaterra? —preguntó él en voz baja.

Él no tenía derecho a hacerle esa pregunta, y ella estuvo tentada a decírselo, pero luego se le ocurrió que tal vez éste era un medio de defensa y dijo:

—Sí, sí hay alguien —y por esa vez tuvo la satisfacción de saber que lo desconcertó.

—Yo diría que es un hombre tonto, señorita —comentó, ganando la discusión al final. Metió las manos en los bolsillos y haciendo una venia se alejó en silencio.

Para alivio de Carolina, poco después los invitados se fueron también. A pesar de los temores de ella, don Esteban se mantuvo sobrio para despedirse de todos, y ella logró escaparse en medio de la confusión, con el deseo de buscar paz y quietud. El oscuro pasillo nunca le pareció más largo, sobre todo con el conocimiento de que existía la presencia de doña Isabel tras las puertas cerradas, pero llegó a la habitación sin contratiempo y se apoyó, agotada, contra la puerta.

Había sido un día largo y aunque sólo se quedara por el mes de prueba convenido, todavía faltaban más de tres semanas…

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Capítulo 6En la mañana las cosas parecieron diferentes.

Carolina durmió poco, despertó temprano, y pasó varios minutos en el balcón, observando el paisaje.

Descansó los codos sobre el barandal y colocó la barbilla entre las manos. Ese era el cuarto día que pasaba en la hacienda, pensó con tristeza. ¿Iba a capitular con tanta facilidad? ¿Iba ya a declararse vencida y volver a Inglaterra?

Suspiró. ¿No sería una reacción exagerada ante circunstancias que eran nuevas para ella? ¿No sería demasiado sensible a las críticas de los demás?

La culpa la tenía la señora de Calveiro. Fue ella la que más metió dudas en la cabeza de Carolina, al insinuar que podría estar interesada en don Esteban, y eso era sólo producto de la imaginación de esa mujer. Sin lugar a duda debía tener el futuro de su propia hija en mente, y claro, don Esteban era un buen partido: viudo, con una sola hija, bastante joven e inmensamente rico. Si Josetta parecía preferir al hermano, eso no tenía importancia, puesto que ya estaba decidido que don Luis seguiría los pasos de su madre.

Carolina se mordió el labio inferior; no podía negar ya la aprensión que le embargaba al pensar en la partida de Luis. Era ridículo, y lo sabía, pero por algún motivo se sentía más segura cuando él estaba ahí. Eso en sí era una locura. ¿Qué tenía ella que temer? Don Esteban tal vez bebía demasiado, pero era un individuo civilizado. Emilia, una niñita y doña Isabel, a pesar de todas sus excentricidades, era una vieja débil. Ella podía enfrentarse a cualquiera de ellos, se convenció, y decidió hacer a un lado los pensamientos acerca de Luis antes de darse un baño.

Media hora después, vestida con una blusa suelta blanca y una falda, salió de la habitación y caminó apresurada por el pasillo y escalera abajo. Era demasiado temprano para que la sirvienta le llevara el desayuno, y decidió ir a caminar un rato por el jardín.

Abrió la puerta de la antesala donde estuvo con Luis la mañana anterior, y luego intentó abrir la puerta que conducía afuera. Estaba cerrada con llave.

Frustrada, sintió que la frente se le perlaba de sudor al experimentar el temor del prisionero ante las limitaciones de la celda. La hacienda desde luego no tenía la apariencia de una prisión, pensó mientras trataba de luchar contra la desesperación, pero la atmósfera agobiante que reinaba de repente la ahogaba.

Se volvió y movió la manija de la puerta que tenía el crucifijo. El pestillo de hierro se levantó con facilidad y ella se asomó, aprensiva, hacia el oscuro interior de la habitación.

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Unos escalones conducían a un nivel inferior y ella se aventuró a entrar. Sintió una corriente fría y se preguntó con ansiedad si ésos serían los calabobos de la hacienda.

Al llegar a la parte baja de la escalera, lo que pensó que era otra puerta resultó ser una pesada cortina de terciopelo que ocultaba una capilla pequeña pero exquisitamente decorada, con un altar recubierto en damasco, iluminado por velas. Detrás de éste había imágenes de la virgen y el niño, y otra del santo patrono de San Luis de la Merced. Encontrar aquello fue tan inesperado que contuvo el aliento, y el hombre que estaba arrodillado casi fuera de su vista tras unos pilares de piedra, se volvió para mirarla con cierto disgusto.

Era Luis, con apariencia diferente; ahora vestía una túnica larga negra. Carolina retrocedió y trató de esconderse tras las cortinas.

—¡Espera!

El grito la detuvo y esperó hasta que se acercó a ella. El verlo así la estremeció en cierta forma, y confirmaba lo que hasta ese momento no era creíble. Todas las emociones se agolparon de repente en ella y lo miró, sorprendida.

—Lo lamento mucho —dijo—, no sabía, no pensé que… —se interrumpió cuando él se paró junto a ella, y agregó con torpeza—. La puerta del jardín estaba cerrada.

Luis estudió la cara nerviosa con intensidad y luego hizo un gesto de indiferencia.

—No es ningún secreto que yo vengo aquí —expresó al señalar el altar—. Es el único lugar de la casa de mi padre donde encuentro la paz —ella notó que no se refirió a la casa de su hermano—. Pero, dijiste que querías salir. Ven conmigo y te enseñaré cómo.

—Ay, por favor… continúa con… con lo que estabas haciendo. Quiero decir que yo no quería interrumpir…

Luis la miró antes de quitarse la túnica.

—Ven —dijo y atravesó las cortinas. Ella lo siguió por la escalera hasta la antesala.

—Con la edad, mi hermano cada vez se vuelve más consciente de la seguridad —comentó Luis una vez que volvió con un manojo de llaves en la mano. Examinó todas y escogió la que abría la puerta—. Yo no recuerdo que esa puerta estuviera cerrada antes.

Carolina recordó lo que dijo doña Isabel acerca de la puerta accesoria y se ruborizó. Tal vez Esteban hizo cerrarla para evitar que entrara esa mujer que su tía vio entrar en la hacienda. ¡Esa mujer que ambos pensaban era amante de Luis!

—¿Pasa algo? —preguntó Luis al ver que se quedó inmóvil de repente, y Carolina se vio obligada a pasar frente a él para salir al aire fresco de la mañana.

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—No, nada. ¿Qué podía pasar? —respondió, tensa, y se sintió aún más desconcertada cuando él siguió caminando junto a ella.

—Dime —dijo él después de una pausa—. ¿Por qué crees que estaba cerrada con llave la puerta? ¿para mantenerte encerrada o para evitar que entre alguien?

—Como dijiste… tu hermano está consciente del valor de sus pertenencias…

—¿Pero tú no lo crees, verdad?

Carolina se inclinó para tocar un hibisco rojo y le dio gusto tener un pretexto para ocultar su expresión.

—¿Sabes? —dijo y se limpió el polen de los dedos—, en Inglaterra la gente paga mucho dinero por este tipo de flores.

Ella lo escuchó suspirar con impaciencia y en seguida lanzar una maldición, pero no se volvió. Él se adelantó y la condujo hacia unos escalones de la terraza que llevaban a un jardín de rosas. Ella titubeó durante un momento, pero luego, después de cubrirse los ojos para protegerlos de los rayos del sol, lo siguió por el estrecho camino.

Siguieron caminando hasta llegar a un estanque con lirios, donde peces de exóticos colores nadaban entre los capullos flotantes. Cuando Carolina se volvió, Luis estaba parado tras ella, bloqueándole el paso, y se vio obligada a caminar alrededor del estanque para separarse de él.

—Me voy mañana a primera hora —anunció él—, tal vez ésta sea la última vez que nos veamos. Hoy tengo que ir a una boda en el pueblo, y mañana cuando tú despiertes ya me habré ido.

—Ya… veo —dijo Carolina y tragó saliva—. Y… yo, nos… otras te extrañaremos mucho.

—¿Nosotras?

—Emilia y yo —declaró a la defensiva, y él inclinó la cabeza—. ¿Estarás fuera mucho tiempo?

—¿Quieres decir que si volveré? —corrigió con dureza—. Creo que por algún tiempo, no.

—¡Oh!

Carolina se sintió azorada con su propia reacción ante la noticia. Aun después de haberlo visto con el hábito religioso, no podía conciliarse con la idea. Era un hombre y la trastornaba de una manera que ningún otro logró hacerlo, ni siquiera Andrew, aceptó con desgano.

—Lo… siento —balbuceó al alcanzarla él—, y yo… sé que Emilia…

Se interrumpió con brusquedad, sin poder continuar bajo el escrutinio de esos ojos cautivadores. No podía seguir diciendo trivialidades cuando estaba tan consciente de la fuerza y el vigor que emanaba de ese cuerpo que estaba a sólo unos centímetros del suyo, y la sola idea la llenó de vergüenza.

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—¿Piensas quedarte? —preguntó y la miró a los ojos.

—¿Quedarme? —inquirió a su vez y trató de mantener una apariencia de calma—. Ah, te refieres a quedarme aquí… en San Luis. Yo… en verdad no estoy segura. Depende…

—¿Depende de qué?

—De si… de si mi trabajo es satisfactorio, de si tu hermano está satisfecho con los progresos de Emilia, de si…

—¿Y eso es todo?

—Supongo que te refieres a lo que dije anoche, respecto a… a la señora Calveiro.

—Ella pareció alterarte en alguna forma. ¿O fue Esteban?

—Anoche yo estaba cansada. Tal vez me precipité un poco.

—¿Entonces te quedarás?

—¿Cómo puedo saberlo? —preguntó y al alzar la vista se encontró con la pasión reflejada en los ojos de él.

—Debes irte —comentó Luis—. No quiero que te quedes aquí. Vuelve a Inglaterra, a ese hombre que te quiere de una manera que yo no puedo entender.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Carolina con incredulidad—. ¿Qué tiene que ver contigo el que me quede o no?

—Yo no tengo derecho a decir nada, ¿verdad? —apretó los labios Luis—. Estás aquí por mi hermano, eres empleada de él. Si fuiste lo suficientemente aventurada para aceptar un empleo tan lejos de tu tierra, eso tampoco debe ser de mi incumbencia. ¡Pero por desgracia lo es! Lo ha sido desde el momento que te vi en el hotel de Las Estadas, y aunque trato de convencerme de que no debe importarme, que tienes la edad para tomar tus propias decisiones, no dejo de preocuparme por ti.

—Lo siento mucho —dijo Carolina azorada—. Te aseguro que puedo cuidarme.

—¿De verdad?

Sin otra palabra más extendió una mano para acariciarle la cabellera sedosa. Ella quiso dar un paso atrás, pero él la sostuvo con fuerza y la acercó hacia sí y posó los labios sobre los de ella.

Fue un beso ligero.

—¡Ya lo ves! Eres vulnerable en los brazos de un hombre fuerte, y debes darte cuenta de que mi hermano no es célibe.

—Como tú.

—Como yo —concedió con voz ronca.

—Fuera de la mujer… la mujer que viene del pueblo —gritó de manera impulsiva.

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La expresión de furia de Luis fue suficiente evidencia de que había comprendido.

—Vaya. Se ve que has aprendido mucho en muy poco tiempo —la soltó de inmediato—. Además, estás preparada para pensar lo peor.

—Yo no dije eso. ¿No es cierto? ¿No existe tal mujer?

—Ah, sí, sí existe. Se llama María Paséale. ¿Qué crees que hacemos cuando ella viene aquí? —preguntó con tono despectivo.

—No… no tiene nada qué ver conmigo —dijo ella y movió la cabeza de un lado al otro.

—Fuiste tú la que lo mencionó —le recordó él.

—Más vale que volvamos —suspiró ella—. Adiós, señor. Y… le deseo feliz viaje.

—En verdad lo crees, ¿no es así? —demandó él con tristeza—. En realidad aceptas que soy capaz de tener una amante.

—Ya te dije… —Carolina movió la cabeza con vehemencia.

—Que no tiene nada que ver contigo, ya lo sé. Pero eso no es suficiente. No me gusta que me traten como a un niño caprichoso.

—Señor…

—No, me niego a permitir que se me trate así. ¡Soy un hombre! ¿No crees que es bastante difícil para mí tratar de olvidar sin tus insinuaciones repugnantes de una relación que me parece asquerosa?

—Ay, Luis…

El nombre se escapó de manera descuidada de sus labios, y aunque ella saltó al pronunciarlo, fue audible. Se quedó inmóvil, esperando la censura que sin duda seguiría, y con la seguridad de que su imprudencia había destruido cualquier posibilidad de reconciliación.

Movió la cabeza con desesperación y se volvió, respirando con dificultad, y al hacerlo sintió que él se movía tras ella.

—Luis —dijo él—, me llamaste Luis. No debiste hacer eso.

—Ya lo sé —sollozó Carolina, atormentada, y escondió el rostro entre las manos—. ¿Por qué no te vas de una vez y me dejas en paz? Tienes razón, fui insolente. ¿No puedes olvidarlo? Dentro de poco te habrás ido. ¿Qué importancia tiene?

—La tiene para mí —respondió él en voz baja y ella se sobresaltó cuando la tomó de la cintura atrayéndola hacia sí.

—¿Qué haces? —preguntó frenética, tratando de empujarle las manos, pero cuando se dio cuenta de la cercanía de él, las piernas parecieron no poder sostenerla.

—Carolina —pronunció él con lentitud el nombre, y luego le acarició el lóbulo de la oreja.

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—Tú… no deberías hacer eso —protestó ella con debilidad, y volviéndose se apoyó contra el fuerte pecho, ofreciendo los sedientos labios.

—Yo sé muy bien lo que debo y no hacer —contradijo con voz ronca—. No pienses que mi espíritu será condenado por toda la eternidad sólo porque te sostuve en mis brazos.

Carolina se puso rígida al escuchar esas palabras, pero él no la soltó y de nuevo su resistencia desapareció cuando las potentes manos recorrieron su cuerpo.

—Esto… no debería hacerlo —balbuceó—, pero no puedo evitarlo.

Antes que ella pudiera protestar, él la besó con dulzura en los labios. Los de ella se separaron bajo el roce sensual de la boca de Luis, y la conciencia de Carolina se perdió en medio de la emoción que la invadió en ese momento. Era una angustiante sumisión y trató de acariciarlo casi a ciegas. Sin poder contenerse, echó ambos brazos alrededor del cuello de él al tratar de sostenerlo más cerca.

Al final fue él quien se alejó, y la joven quedó sorprendida. Se sentía enferma y tambaleante, conducida a un estado de completa sumisión por sus emociones, y esa separación repentina la dejó débil y desorientada.

—¿Y ahora qué debo hacer? —inquirió Luis con rudeza—. ¿Disculparme? ¿Quieres que te ruegue que me perdones? ¿O es demasiado tarde para simular que no quería hacer el amor?

—No digas nada —se aventuró a decir ella, tratando de recobrar la compostura.

—¿Ah, no? —gritó él, y Carolina notó lo asqueado que estaba consigo mismo por permitir que ocurriera lo que acababa de pasar—. Y ahora supongo que sugieres que nos olvidemos de todo, ¿verdad? Claro, se me olvidaba que eres una chica inglesa emancipada. Tú estás acostumbrada a dejar que los hombres te hagan el amor. ¡Para ti no tiene ningún significado!

—¡No es cierto! —exclamó Carolina indignada—. ¡No estoy acostumbrada a que me hagan el amor!

—Tu amante, entonces. Ese hombre que tiene tanto interés en ti que te permite viajar al otro extremo del mundo sin su protección!

—¡Andrew es casado! —declaró Carolina temblorosa, y quiso lastimarlo de la misma manera deliberada que lo hacía él—. Por eso estoy aquí. ¡Es por eso por lo que él no intentó detenerme!

—¿Estás enamorada de un hombre casado? —inquirió él y se quedó rígido.

—¿Y si lo estoy, qué? —sintió pena al ver la cara atormentada de él.

Carolina movió la cabeza y se volvió para irse pero él retrocedió antes, en dirección contraria. Supuso que esas palabras habían destruido cualquier vestigio de sentimiento que él hubiera tenido por ella, y aunque le causó dolor, sabía que Luis encontraría algún tipo de consuelo.

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Capítulo 7Al día siguiente después de la partida de Luis, don Esteban entró en la

biblioteca mientras Carolina le daba clase a Emilia.

Era un día lluvioso, y cuando la joven había despertado esa mañana, se quedó acostada sin moverse, preguntándose en qué forma afectaría la lluvia su estado de ánimo.

La partida de Luis era para ella algo doloroso, más aún al pensar que tal vez no volvería a verlo nunca.

Tal como él lo presagió no cenó con ellos la noche anterior y ese día a la hora del almuerzo, don Esteban con satisfacción anunció la partida de su hermano.

—Lo vamos a extrañar, ¿verdad, señorita? —comentó mientras almorzaban juntos como de costumbre en la terraza. Si había algún significado oculto tras esas palabras gentiles, Carolina estaba demasiado alterada para notarlo.

Y a pesar de todo, la vida continuó y aunque a veces lo que sentía por Luis y la separación eran como un peso inaguantable que la hundía, se forzó a comportarse como siempre, y trató de hacer a un lado todos los pensamientos que la abrumaban.

En cuanto a si iba a quedarse en San Luis después del mes de prueba, sabía que tarde o temprano, tendría que tomar una decisión al respecto. Había momentos en que la desesperación la hacía añorar volver a casa, y otros en los cuales la idea de abandonar México… interponiendo miles de kilómetros entre ella y Luis, la llenaban de angustia. La posibilidad de que don Esteban encontrara su trabajo poco satisfactorio existía también, pero al menos con Emilia encontraba cierto consuelo.

—Ya se fue tío Vicente —comentó la pequeña al día siguiente que partió Luis, y se echó a llorar.

—¿Por qué lo llamas tío Vicente? —le preguntó Carolina después de secarle las lágrimas.

—Mi mamá le decía Vicente —dijo con sencillez y volvió a tomar el lápiz.

Carolina se dedicó a mirar los libros de texto. La aparición de don Esteban fue inesperada.

—Buenos días, señorita Leyton. Buenos días Emilia —las saludó con amabilidad y cerró la puerta tras sí—. El clima no anuncia muy buen día, ¿verdad? Me temo que éste es el tipo de tiempo al que la señorita Leyton está acostumbrada.

Carolina alzó la vista de los libros.

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—¿Puedo servirle en algo, señor? —inquirió con cortesía—. ¿Le gustaría ver cómo trabaja Emilia? Sus escritos en inglés en verdad son muy buenos.

—Estoy seguro de que no habrá queja alguna del trabajo que realiza Emilia con usted, señorita —le aseguró—. Para ser franco, los libros y la enseñanza siempre me aburrieron. Yo encuentro que la aplicación práctica de la experiencia sobrepasa los conocimientos adquiridos en los libros, y aunque es importante que Emilia aprenda todas esas cosas, no son para nada lo único importante de la existencia, ¿está de acuerdo?

—Si usted así lo dice, señor —dijo Carolina con un gesto de impotencia.

—¿Si yo lo digo? Mi querida señorita Leyton, usted debe estar de acuerdo conmigo. ¿Si no es así, por qué abandonó el ambiente… la seguridad… de su hogar en Inglaterra si no fue para obtener experiencia?

Carolina dejó a un lado el libro y entrelazó las manos. Estaba consciente de que Emilia escuchaba con interés y aunque las palabras de don Esteban parecían inocentes, la joven no confiaba en ese hombre.

—¿En qué podemos servirle, señor? —trató de aparecer tranquila y controlada—. Si usted quiere hablar con Emilia, puedo irme a preparar esta lección a otro lado.

—Quiero hablar con usted, señorita —replicó y se remojó los labios—. Ese es un privilegio que me ha negado, y ahora me entero de que a otros no se les niega.

Un leve rubor cubrió las mejillas de Carolina.

—¿Qué quiere decirme, señor? Claro que usted es mi jefe y tiene derecho a exigir mi tiempo.

—No se moleste tanto, señorita. No fue mi intención criticarla. Me doy cuenta de que mientras Luis estaba presente, usted tuvo que dividir sus lealtades.

—No sé a qué se refiere usted, señor.

—Claro que lo sabe —suspiró Esteban—. Por desgracia yo estaba… indispuesto cuando usted llegó. El hecho de que tuve que pedirle a Luis que fuera a recogerla tal vez le permitió influenciar sus pensamientos, y fue natural que lo viera como… no sé cómo decirlo… ¿como un protector?

—Don Esteban…

—Señorita, entiendo muy bien las cosas. Mi hermano siempre tuvo ese efecto en las mujeres. Todas simpatizan con él. Confían en él. Y él tiene la costumbre de decepcionarlas.

Carolina suspiró profundamente. Los ojos de Emilia estaban bien abiertos y la curiosidad aparente era un poco hostil. Lo más probable era que ella no comprendiera lo que sucedía, pero cualquier crítica de Luis era obvio que iba a crear cierto antagonismo.

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—Me parece que podríamos terminar esta discusión en algún otro momento y lugar, señor —declaró con una mirada significativa en dirección a la niña—. Tal vez a la hora de la cena. Ahora, si nos disculpa, creo que debemos seguir trabajando.

—Desde luego —asintió—, pero creo que usted me mal entiende señorita. No vine aquí a discutir acerca de mi hermano. Por el contrario, Luis ya no nos concierne en absoluto. De hecho, voy a Las Estadas esta mañana y me pregunté si tal vez usted y Emilia querrían acompañarme. Es un día tan horrible que podría ser una buena distracción.

Carolina se quedó muda. Eso era lo último que esperaba escuchar y al ver el azoro de Emilia, supuso que la sugestión tomó por sorpresa también a la niña.

—ya hace casi una semana que usted llegó a San Luis, señorita, de modo que pensé que le gustaría tener la oportunidad de visitar las tiendas o tal vez mandar alguna carta —continuó su jefe con amabilidad—. Estamos tan alejados de todo aquí, que me parece justo que tenga algo de tiempo libre.

—Tengo bastante tiempo libre, señor —replicó Carolina con nerviosismo—. Emilia y yo sólo trabajamos en las mañanas.

—Pero aun los maestros de escuela tienen algún día de asueto —insistió don Esteban—. ¿Entonces, aceptan mi invitación?

Carolina miró dudosa a Emilia. Era obvio que a la chiquilla le encantaría salir, y la verdad era que ella tenía cartas para echar al correo; pero la idea de pasar varias horas en compañía de Esteban era otra cosa.

—Tal vez… a lo mejor Emilia quiera acompañarlo, señor —balbuceó con torpeza—. Yo… tengo que preparar las lecciones.

—¿Encuentra usted desagradable mi compañía, señorita? —preguntó con dureza.

—Claro que sí, es decir, no… claro que no, sólo pensé… —balbuceó y se sonrojó.

—Saldremos en quince minutos, señorita. Sugiero que se ponga ropa impermeable —y sin decir una palabra más, salió con arrogancia de la habitación.

—Más vale que se aliste, señorita —aconsejó Emilia al cerrarse la puerta tras él—. A don Esteban no le gusta que lo hagan esperar.

—¿Es necesario que lo llames así? —preguntó, al tiempo que arreglaba los libros de texto—. Él es tu padre, Emilia, te guste o no. No importa cuánto te moleste la idea, no hay modo de cambiar eso.

—¡No, no lo es —dijo con altanería la chiquilla—. ¡Y no me hable con ese tono de voz! Yo sé por qué está usted alterada… porque se fue mi tío Vicente. Pero, como dice don Esteban, a él no le ha interesado ninguna mujer desde que murió mi mamá.

—Tú te imaginas cosas, Emilia —declaró y trató con desesperación de encontrar una excusa para no tener que pasar el día en compañía de su

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jefe—, y además, creo que también tú debes ir a cambiarte. Ese vestido no me parece apropiado para andar corriendo por Las Estadas.

—A mí no me importa —se encogió de hombros la niña.

—¿No tienes ganas de ir? —suspiró Carolina.

—¿Con don Esteban? No.

—Pues parece ser que no tenemos alternativa, ¿verdad? Anda a alistarte. Ya oíste lo que dijo tu papá.

Emilia le lanzó una mirada de rebeldía al salir de la habitación, pero Carolina estaba demasiado molesta para darse cuenta. Era obvio que tendría que ir, y después de cerrar los libros de Emilia fue a cambiarse los zapatos.

Se apresuró a lo largo del pasillo y de repente se abrió la puerta de doña Isabel, lo cual hizo que el corazón de Carolina diera un vuelco al ver salir a la anciana y dirigirle la palabra.

—¿Va usted a salir, señorita? ¿No le parece una tontería en un día como éste?

—Emilia y yo vamos a Las Estadas con don Esteban —explicó—. Espero que tengamos suerte y la lluvia haya disminuido cuando lleguemos allá.

—¿Usted va con Esteban? —preguntó la vieja y frunció el ceño.

—Sí —asintió Carolina con la esperanza de que eso no ocasionaría problemas.

—A usted le gusta Esteban, ¿verdad señorita? Yo pensé que Luis dijo… pero no puede ser. Usted debe saber lo que hace.

—¿Qué fue lo que dijo don Luis? —inquirió, pero la anciana ya no coordinaba de nuevo.

—Más vale que se cuide, señorita —advirtió, y el brillo de los ojos oscuros hizo que el pulso de Carolina se acelerara—. Los de Montejo no son gente de confiar. La pobre Victoria tuvo que aprender eso.

—Doña Isabel, la madre de don Esteban está muerta… —comentó ella y movió la cabeza.

—¿Cree que no lo sé? —dijo la señora y se puso muy erguida—. Ya sé que a veces desvarío, pero si confundo a Esteban con su padre es porque son idénticos.

Carolina asintió. Era más fácil estar de acuerdo.

—Debo irme, señora —murmuró, y se asombró cuando la mujer la tomó de una muñeca.

—Esteban la desea a usted, señorita —susurró—. No me pregunte cómo lo sé; pero lo sé. Y si usted piensa que tendrá opción cuando llegue el momento, ¡es una tonta!

Carolina se zafó de doña Isabel con brusquedad.

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—Creo que usted se imagina cosas, señora. Debo repetirle que no soy más que la institutriz de Emilia y eso es todo. Cualquier otra idea es fantasía por parte suya.

De todas maneras, cuando se alejó de la anciana por el pasillo, se sintió temblorosa. Era muy fácil decirse que la vieja era una excéntrica, que tenía inclinación hacia las mismas fantasías de las que acusó a Carolina, sin embargo, resultaba desconcertante estar constantemente sometida a esos inmerecidos ataques.

Abajo la esperaba don Esteban, de apariencia diferente con una chaqueta de cuero. Miró con aprobación las botas hasta la rodilla y el impermeable azul marino que llevaba la joven y luego la condujo hacia la puerta principal.

—¿Y Emilia? —preguntó Carolina y miró ansiosa alrededor, pero no había señas de su alumna y se llenó de impaciencia. ¿En dónde estaba la chiquilla? No era capaz de desobedecer al padre.

—Emilia no viene —le informó don Esteban con despreocupación, y abrió la puerta. La lluvia no cesaba aún—. Dios mío, ¿no acabará nunca? —sin darle oportunidad de comentar, comenzó a correr hacia el coche.

—Ay, pero, señor… —se apresuró Carolina tras él, poniéndose el capuchón del impermeable—. ¿Qué quiere decir usted? ¿En dónde está Emilia? ¿Por qué no viene con nosotros? Si no está lista todavía, creo que podríamos esperarla unos minutos.

La camioneta los esperaba al pie de la escalera y don Esteban alzó la vista hacia ella con impaciencia.

—Vamos, señorita —le dijo y Carolina no tuvo otra alternativa que bajar.

—Emilia… —pronunció una vez más al entrar en la camioneta, y la irritación pareció reflejarse en la cara del hombre.

—Emilia es una niña delicada —declaró él y cerró la portezuela para luego subirse tras el volante—. No le haría bien enfriarse. Es mejor que se quede en casa.

—Entonces yo preferiría quedarme con ella —protestó al poner él en marcha el motor. Don Esteban sólo se encogió de hombros.

—El hecho de que Emilia sea débil, no es motivo para que usted pierda el paseo —replicó él y Carolina se dio cuenta en ese instante de que todo fue una trampa para hacerla acompañarlo.

Miró sin ver por la ventana lateral mientras recorrían el patio interior y llegaban a las rejas de la propiedad. El viejo Gómez salió del refugio para abrirle las puertas a Esteban, y aunque saludó a su amo, no había señas de la sonrisa amable que le dedicó a Luis.

—Parece estar molesta, señorita —comentó al entrar a la sinuosa carretera que conducía al pueblo—. Pensé que le gustaría tener la oportunidad de conocer un poco más de mi país, esta vez a la luz del día,

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aunque las circunstancias no sean todo lo deseables que yo hubiese querido.

—Tampoco son como a mí me hubiera gustado, señor —declaró sin hacer esfuerzo alguno para ocultar su disgusto—. Yo vine aquí para darle clases a Emilia, no a pasear.

—Ya veo. ¿Preferiría regresar a la casa?

—Sí, sí lo preferiría —confesó.

—Muy bien —dijo con una inclinación de cabeza—. Cuando lleguemos al pueblo daré la vuelta e iremos por Emilia, y si le da fiebre, entonces espero que tenga la resistencia para salir de la enfermedad.

—Si Emilia es así de delicada, sería una locura sacarla con este clima —comentó, indignada.

—Es la decisión suya, señorita —pronunció sin expresión, y Carolina lo miró incrédula.

—¿Sería usted capaz? ¿Traería a su hija con nosotros? Se atrevería a poner en juego su salud…

—Señorita, mi esposa Juana era igual que Emilia, propensa a pescar cualquier virus que se atravesara por su camino. Yo creo que sus padres tuvieron la culpa. La trataban como si fuera de vidrio e igual que éste se quebró, sin poder darme el hijo varón por el cual me casé con ella. Sí —asintió al ver la expresión de incredulidad de Carolina—, fue por eso por lo que contraje nupcias con ella, señorita. San Luis necesitaba un heredero y mi padre hizo los arreglos para ese matrimonio. Por desgracia, él no tenía idea de que era a Luis a quien Juana amaba.

—Habla usted con tanta frialdad acerca del asunto —parpadeó Carolina.

—¿Y por qué no? Juana nunca me quiso y Emilia es igual que su madre. Yo pienso que si no la trato con tantos cuidados, tal vez ella sí sobreviva a su primer embarazo.

—No puedo permitir que usted haga eso, señor —Carolina suspiró.

—¿Y cómo piensa impedirlo, señorita?

—No nos regresaremos, señor. Yo lo acompañaré sola a Las Estadas.

Fue un viaje pesado, ya que el camino estaba resbaloso. La mayor parte del recorrido lo hicieron en silencio, y Carolina estaba absorta en lo que le dijo don Esteban > como para prestarle mucha atención al mal humor de ese hombre.

Las Estadas era un pueblo tan horrible como ella lo recordaba, pero esta vez Esteban estacionó la camioneta en una callecita lateral, se cerró la chaqueta y saltó al camino.

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—Le enseñaré dónde se encuentra el correo —dijo al dar la vuelta y abrirle la portezuela—. Venga, le ayudaré —dijo con cierta burla—. Lamento mucho que aquí no haya aceras.

Carolina no necesitaba de su ayuda, pero para no molestarlo, le permitió que la ayudara a bajar del vehículo. Por un momento estuvo cerca de él, y al levantar la vista lo encontró con la mirada fija en ella, por lo cual descuidadamente dio un paso atrás.

De inmediato su pie se sumergió en un charco que se formó a la orilla de la carretera. Trató de ocultar el disgusto que sentía, pero Esteban lo notó y tomándola de un brazo, la haló hacia adelante.

—Algunas veces vale más malo conocido que bueno por conocer —comentó y se humedeció los labios con la lengua—. Señorita, usted y yo tenemos que llegar a un entendimiento —dijo con un gesto enigmático—, pero por ahora, el correo queda por aquí.

Él la llevaba tomada de la cintura mientras cruzaban el camino, pero una vez que estuvieron del otro lado, Carolina se liberó con determinación. Prefería caminar por los charcos que tener las manos de ese hombre encima, pensó, asqueada por esa actitud de posesión, y se sintió aliviada cuando llegaron al viejo edificio del correo.

—Tengo que ir al Banco —comentó Esteban—. Sugiero que atienda sus asuntos mientras yo voy allá, y nos vemos dentro de media hora en el hotel.

—¿En el hotel? —inquirió Carolina con la boca seca—. ¿En dónde me quedé la noche antes de…?

—Sí, la posada de Allende. Almorzaremos ahí antes de volver a San Luis. No es el lugar más maravilloso del mundo, ya lo sé, pero es lo mejor que ofrece Las Estadas.

Carolina asintió, pero la reacción que tuvo fue inconfundible.

—¿Le desagradan mis arreglos, señorita Leyton? —inquirió Esteban con voz gruesa—. ¿O es mi compañía lo que le molesta? ¿Preferiría usted que mi hermano estuviera en mi lugar?

—Si yo le di esa impresión, lo siento mucho señor.

—¿En realidad lo lamenta? —preguntó sin parecer convencido—. ¿Le soy antipático, señorita Leyton?

—¡No! —exclamó con demasiada rapidez—. Me… estoy mojando, señor —protestó con debilidad—. ¿Me permite que vaya a echar mis cartas?

—Muy bien, como usted diga. Nos veremos en el hotel en veinte minutos.

—¿Veinte minutos, señor? —repitió como un eco.

—¿Cuánto tiempo necesita para echar una carta al buzón? —preguntó con sarcasmo y se volvió para alejarse por la calle lodosa.

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El hotel estaba tan sucio como Carolina lo recordaba. La joven entró aprisa en el vestíbulo, pero se estremeció al ver aparecer al señor Allende detrás del bar.

—¡Hola! ¿Es usted la señorita Leyton, o no? —el hombre se esforzaba por ver con la poca luz que se filtraba por las sucias ventanas—. ¿Qué desea? ¿Una habitación? —preguntó con malicia—. No sé si pueda ayudarla.

Carolina estaba a punto de explicarle que no entendía lo que decía, cuando la voz de su jefe los interrumpió.

—La señorita Leyton no necesita cuarto, Allende —aseveró con frialdad al entrar y pararse tras Carolina con una mano posesiva sobre un hombro de ella—, pero si lo requiriera sería inteligente de parte suya acomodarla, amigo, a no ser que quiera perder este establecimiento.

—¡Señor! señor Montejo, ¿cómo puede usted pensar en una cosa así? La señorita Leyton y yo… estábamos bromeando… ¿no es así? Al viejo José le gusta divertirse un poco, usted sabe cómo es eso…

—El señor Allende sí me dio cuarto… la otra vez que lo necesité —dijo sin mirar al hombre y Esteban suspiró profundo.

—Ya lo sé. Fue por recomendación mía. No obstante, creo que le hace falta recordar a quién le debe lealtad.

Carolina también estuvo de acuerdo con eso, a juzgar por la expresión del señor Allende. Resultaba evidente que Esteban era el propietario del negocio y el temor a que le quitara el empleo se reflejaba en los ojos del hombre. Pero cuando los llevó al minúsculo comedor del hotel y los acomodó en la mejor mesa junto a la ventana, Carolina interceptó la mirada del señor Allende y detectó un pasajero destello de odio. Lo escondió con rapidez bajo una máscara de servilismo, pero el recuerdo de esos ojos se quedó en ella.

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Capítulo 8Esa noche, Esteban bebió demasiado durante la cena, al regresar a la

hacienda.

Sin su hermano a quién molestar y humillar, Esteban tomó a doña Isabel como blanco, burlándose despiadadamente de ella, por el hecho de ser solterona.

—Mi tía sin duda todavía es virgen, señorita —balbuceó, y levantó la copa en dirección de doña Isabel—. ¿Es verdad, no tía Isabel? Las aberraciones de mi padre nunca lo hicieron mirar hacia dónde estabas tú, ¿o sí, tía? ¡Y pensar en todos tus rubores de muchacha!…

Carolina se estremeció, pero doña Isabel se enfrentó a la crueldad de su sobrino con gran destreza.

—Igual que tu padre, tú no ves más allá del atractivo de una mujer, Esteban —replicó sin inmutarse—. Crees que es de importancia primordial para una mujer encontrar marido, y sin embargo, la señorita Leyton probó que una mujer puede tener una carrera que no tenga qué ver con ser esposa y madre.

—La señorita Leyton no tiene nada qué ver con esto —replicó Esteban y se sirvió más brandy—. ¿Crees que ella todavía es… cómo decirlo… virgo intacta? Por desgracia, me temo que estás totalmente fuera de contacto con la vida, así como con el sexo.

Carolina se ruborizó de furia, pero doña Isabel respondió con tranquilidad:

—Si consideras tan importante la virilidad, Esteban, tal vez deberías estudiar tu propio récord —comentó y mordisqueó una galleta—. Para un hombre que se considera tan viril me parece que no has tenido mucha suerte para conseguir pareja adecuada. Tu primera mujer murió sin darte hijos, y la pobre Juana no tuvo más que una débil niñita…

—¡Basta! ¡Cállate! —ordenó Esteban con ira—. ¡Tú que sabes! Nadie te pidió nunca que… —usó una frase que Carolina no comprendió y luego se inclinó sobre la mesa—. Mi matrimonio con Margarita no tuvo importancia y Juana siempre fue una hipocondriaca. ¿Cómo iba alguna de ellas a darme un hijo varón si ni siquiera podían exaltar la pasión de un hombre?

Doña Isabel se encogió de hombros sin inmutarse por los insultos, pero Carolina se hundió más en el asiento. Ella ni siquiera sabía que Esteban había tenido otra esposa antes de la infortunada Juana, y se preguntó qué habría sido de ella cuando se comprobó que no podía concebir.

—Tal vez deberías ser tú y no Luis el que entrara al seminario —sugirió doña Isabel y Carolina se quedó atónita ante esa audacia—. Después de todo, la señorita Leyton sin duda ha escuchado los rumores

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acerca de que Emilia puede no ser hija tuya, y si así es, no hay prueba de que tú puedas proporcionarle un heredero a la hacienda.

En ese momento Carolina pensó que Esteban iba a golpear a su tía, pero se controló.

—¡Vete a acostar, vejestorio! —gritó y de nuevo tomó la licorera para servirse—. ¡No tardaré en proporcionarle un heredero a San Luis! —exclamó y fijó la mirada en Carolina—. Y te aseguro que no necesitaré la ayuda de Luis cuando llegue el momento.

Para alivio de Carolina, las nubes desaparecieron a la mañana siguiente. Cualquier cosa era mejor que sentirse encerrada en los confines de la hacienda, y ella y Emilia pasaron algunas horas identificando plantas y flores en el jardín.

—¿Se divirtió en Las Estadas, señorita? —preguntó la niña mientras se ponían de cuclillas junto a un nogal.

Carolina le dirigió a su alumna una mirada, pensativa.

—No nos acompañaste —comentó al tiempo que la pequeña asentía…

—No habría ido si hubiera sabido que no ibas con nosotros.

—Usted quería ir, ¿o no? Siempre pudo haberse negado.

—Me imagino que sí —dijo Carolina al ponerse de pie y recordar la alternativa que le dejó Esteban—. Siento mucho que te hayas quedado sola.

—No me quedé sola —replicó Emilia, y comenzaron a caminar de vuelta a la casa—. Me fui al establo a conversar con Benito. Me dejó jugar con "Cabrilla". Es la yegua del caballo de mi tío Vicente, el que te dejó montar el día que fuiste con él.

—¿Tú sabías eso?

—Claro —asintió Emilia con altanería—. Él me lo dijo, y aunque no lo hubiese hecho me habría enterado de rodas maneras. Benito me cuenta todo lo que pasa.

—No estoy segura de que tu padre apruebe que pases mucho tiempo en el establo —suspiró Carolina—. Sobre todo si eres propensa a pescar resfriados.

—Tal vez sea usted la propensa a resfriarse, señorita, yo no —rezongó con mucha dignidad—, y mi padre no desaprobaría eso. A él también le gustaba visitar los establos y caballerizas cuando era niño, y más adelante mi madre y él se reunían ahí.

—¿Estás hablando de… don Luis?

—De tío Vicente, sí —apretó los labios Emilia—. Ya se lo dije, don Luis es mi padre. ¿Por qué cree que piensa entrar al seminario? ¡Porque la única mujer que él amó está muerta!

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Carolina se dio cuenta de que a su edad, Emilia sólo podía estar repitiendo lo que escuchó de otra gente.

—¿De dónde sacas tanta fantasía, Emilia? —preguntó Carolina—. La madre de don Luis… la madrastra de tu padre… ella tomó votos en la iglesia. Es ella y no tu madre la que tiene los dictados de la conciencia de tu tío.

—Eso no es cierto —dijo Emilia con rebeldía.

—Sí lo es —replicó Carolina con vehemencia—. Debes dejar de imaginarte cosas, Emilia. La única persona a quien tienes que convencer es a ti misma.

Para sorpresa de Carolina, la cena de esa noche pasó sin incidente alguno. Las ojeras de Esteban estaban más pronunciadas que de costumbre, pero su comportamiento con la tía era como de costumbre, de una tolerancia algunas veces lisonjera. La actitud de ese día, así como la conversación, eran diferentes a las de la noche anterior; casi podían ser dos personas distintas en el mismo cuerpo, pensó Carolina. Ella sabía que el alcohol podía cambiar el carácter de un ser, pero nunca tuvo ocasión de presenciar ese fenómeno hasta ese momento.

El alivio que sentía estaba mezclado con incertidumbre, y tenía una serie de dudas personales acerca de la posición de ella en San Luis. Mientras que durante la velada previa se convenció de que tenía que irse apenas terminara el mes de prueba, esa noche sus temores parecían infundados. La simpatía que sentía por Emilia y la confusa identidad de la niña, que ella había creado sola, parecían mucho más importantes que el mantener a raya a don Esteban. Y aunque lo descubría a veces mirándola en forma extraña, sospechaba que ese interés había sido estimulado por la relación que tuvo ella con su hermano. Estaba segura de que Esteban desconocía la verdad completa acerca de la misma. De hecho, le rogaba a Dios que así fuera. Además esperaba que ahora que Luis ya no estaba ahí, el interés de Esteban en ella desapareciera por completo.

Los días que siguieron, la vida en la hacienda fue normal, y poco a poco Carolina se logró relajar. Pasaba las mañanas trabajando con Emilia ya fuera en la biblioteca o en el jardín, dependiendo del tiempo. Descansaba durante las largas y calurosas tardes y volvió a recuperar el interés en las obras de Pope y Steinbeck. En las noches cenaba con Esteban y su tía, y discutían las comidas, el clima y el progreso de Emilia. Aunque de vez en cuando ella trataba de introducir temas de mayor interés, su jefe parecía bastante satisfecho con atarla de la misma manera que a doña Isabel. Era frustrante, después de años de ser vista como una intelectual a la par de los hombres con quienes tenía relación, y empezó a darse cuenta de que la anciana no era tan excéntrica como parecía. Ella tuvo toda una vida de lucha ante ese tipo de dominación masculina, y a pesar de que no podía negarse que de vez en cuando sufría alucinaciones,

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tal vez era el inevitable resultado de haber perdido su propia personalidad.

La rutina de nuevo se vio trastornada por Esteban.

Igual que en la anterior ocasión, entró en la biblioteca e interrumpió una clase de biología que Carolina le daba a Emilia con la ayuda de una mariposa que capturó en el jardín. El animal estaba dentro de una bolsa de plástico llena de aire, y Carolina tenía la intención de dejarla en libertad una vez que Emilia la hubiera observado bien.

—Mira, la señorita Leyton atrapó una mariposa —saltó la niña—. ¡Ven a verla! ¿No es linda? ¿No te parecen preciosos los colores?

Esteban tomó la bolsa y la levantó de manera crítica para que le diera la luz. El insecto se movió en el fondo de la bolsa, y Esteban hizo una mueca burlona.

—Es horrible —comentó y apretó la bolsa haciendo que la mariposa aleteara con fuerza.

—¡La estás asustando! —gritó Emilia, levantándose de la silla e intentando quitarle la bolsa. Pero su padre la alzó para que no pudiera alcanzarla.

—Me parece que sería de mayor utilidad que la señorita Leyton te hablara acerca de las abejas y los pájaros —comentó con sarcasmo.

—¿Los pájaros y las abejas? —repitió la niña sin comprender, y Carolina se vio obligada a intervenir.

—¿Quiere usted participar en la lección, señor? —preguntó al tiempo que arrancaba la mariposa prisionera de manos de él y se la daba a Emilia—. Tal vez encuentre mi sistema de enseñanza aburrido, pero no tengo inconveniente en que usted esté presente.

—Creo que me gustaría eso —accedió Esteban y clavó la mirada en el escote del vestido que ella llevaba. De manera automática ella se llevó la mano al pecho para taparlo—, pero ése no es el motivo por el que estoy aquí, señorita —sonrió él al ver el gesto instintivo—. El día está precioso, tibio y sólo con un poco de humedad. Tal vez usted y Emilia quisieran ir a visitar la costa.

—¿La costa, señor?

Carolina lo miró absorta mientras Emilia ponía a un lado la bolsa de plástico y miraba con avidez a su padre.

—¿Lo dices en serio? ¿Nos dejarás ir a Mariposa? ¿Irás con nosotras?

—Por desgracia no puedo —dijo Esteban.

—¿No le gustaría ver el mar, señorita Leyton? —preguntó—. Está sólo a unos dieciocho kilómetros, a lo mejor un poco más, por carretera. Tomás irá con ustedes, claro siempre y cuando usted acepte la sugerencia.

—Si a Emilia le gusta el paseo, acepto. Es muy amable de su parte pensar en ello, señor.

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Esteban sonrió, pero Carolina sabía que el gozaba con la consternación de ella, y deseó ser un poco más hábil para esconder sus sentimientos. Pero la noticia de que Luis sólo estaba a unos diez o quince minutos de camino, la dejó atónita.

—¿No sabía que Mariposa estaba tan cerca, señorita?

—Sabía que el mar no estaba lejos de aquí —respondió con rapidez—. Puedo verlo desde la ventana de mi habitación. Recuerdo habérselo mencionado a su hermano.

—¿Y no le dijo él a qué distancia estaba? —se mofó Esteban.

—Sí, sí me lo dijo —respondió y era la verdad.

—Pero no explicó que ahí era donde se encontraba el seminario —continuó Esteban, y Carolina tuvo que negar con la cabeza—. También puede usted ver el campanario de la iglesia desde la ventana, señorita. Es una vista muy tranquilizante, estoy seguro.

Carolina sabía con la misma certeza que no era así, y se preguntó qué habría pasado para ese repentino cambio en el carácter de su jefe. Desde la noche que siguió a la visita a Las Estadas él no le dio motivo de queja.

—Entonces estarán listas para salir dentro de unos minutos. Le dije a Tomás que estacionara el coche al frente de la casa.

—Gracias.

Carolina notó la emoción de Emilia y supo que no podía desilusionarla, pero al subir la escalera para retocarse el maquillaje deseó saber qué era lo que tenía en mente don Esteban.

Era imposible no tomarse un minuto para acercarse a la ventana y ver el distante océano. El agua brillaba de manera invitadora en el horizonte, y junto se vislumbraba el campanario que antes no tenía significado alguno para ella.

Mariposa era diferente a Las Estadas. Se llegaba al pueblo por una carretera bordeada de árboles, y la calle principal estaba frente al mar. Un estrecho camino le daba vuelta al pequeño muelle donde algunos botes pesqueros se balanceaban, y las casitas ubicadas cerca al océano tenían techos rojizos y flores en las ventanas. Un pequeño mercado cerca del muelle ofrecía pescado y todas clases de frutas y verduras.

Llegaron a Mariposa, y Tomás estacionó el coche a un lado del muelle y luego se volvió para hablar con sus pasajeras.

Habló en español y Emilia, al darse cuenta de que Carolina no comprendía, tradujo lo que el hombre dijo.

—Dice que tiene algunos encargos de Consuelo —explicó después de escuchar con atención—. Que más vale que vayamos a dar un paseo mientras él hace las compras.

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—¿Ir a pasear? ¿Adónde? —preguntó Carolina, pensativa.

Tomás tenía una expresión de ansiedad. Comenzó a hablar de nuevo, esta vez con mayor rapidez, y Carolina esperó con impaciencia la traducción de la niña.

—Está bien —dijo la pequeña—. Lo único que le preocupa es que nos vayamos a perder. Le dije que conozco Mariposa muy bien y no hay ese peligro.

Carolina suspiró y Tomás con una mirada de súplica habló otra vez. Le pareció a la joven haber escuchado la palabra playa, que ella sabía lo que significaba.

—¿Estás segura de que quiere que vayamos a dar un paseo, Emilia? —preguntó.

—Yo no miento, señorita —replicó la chiquilla con frialdad, y Carolina trató de aplacarla en el momento que Tomás salía del coche.

Emilia esperó hasta que Tomás desapareció entre la muchedumbre que hacía compras en el pequeño mercado antes de correr el asiento delantero y abrir la portezuela.

—¿Viene, señorita? —inquirió y Carolina la siguió.

Hacía calor, pero después de dos semanas, Carolina ya estaba acostumbrada, y colgándose el bolso de un hombro, siguió a Emilia por el sendero. Algunas miradas curiosas se posaron en ellas, pero nadie las molestó, y después de unos cuantos instantes la joven comenzó a mirar con curiosidad a su alrededor.

Se preguntó dónde estaría el seminario y supuso que probablemente en una montaña, lo que explicaba el poder vislumbrar el campanario desde su ventana. Alzó la vista y de inmediato vio los muros de piedra gris de un edificio de dos pisos que se erguía sobre un promontorio desde donde se veía el pequeño pueblo.

Sintió la garganta seca al ver el campanario, y Emilia al darse cuenta le dijo:

—Ahí no es dónde está mi tío Vicente —declaró con desprecio y Carolina apartó la vista de inmediato—. Ese es el convento de las Hermanas de la Anunciación, señorita. Ahí vive la mamá de tío Vicente.

—Entonces dónde…

—Más allá. Al otro lado del río —respondió Emilia—. Si quiere le muestro dónde es.

—Y… yo —movió la cabeza de manera negativa, Carolina—, no creo que sea una buena idea, Emilia.

—¿Por qué no? Usted quiere ver el lugar dónde él vive, ¿o no? Al menos eso es lo que piensa don Esteban.

—¿Qué interés podría uno tener de ver las paredes grises de un convento?

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—Yo no sé —se encogió de hombros Emilia—, pero usted me lo preguntó.

—Tenía curiosidad, eso es todo.

—¿En realidad no sabía usted dónde queda Mariposa? —persistió—. ¿Por qué no se lo dijo mi tío?

—Supongo que por no ser de mi incumbencia —replicó y se detuvo para apoyarse sobre el muro del muelle, mirando hacia las grisáceas aguas que se estrellaban contra las rocas—. Debimos traer una red para pescar, Emilia. Veo miles de pececillos nadando ahí.

Emilia también se apoyó sobre el muro, pero estaba interesada en otras cosas.

—Tal vez él no quiera verla —comentó con obstinación.

—¿Cómo podría verme? —arguyó, deseando que la niña la dejara en paz.

—Él no está prisionero ahí, ¿sabe? Algunas veces viene al pueblo. Don Esteban sabía eso cuando nos mandó aquí. Por eso quería que viniéramos.

Carolina estaba molesta. Se separó del muro y miró a la niña con impaciencia.

—Me parece que otra vez te estás dejando llevar por la imaginación, Emilia —declaró con rigidez—. Ya te advertí las consecuencias que pueden traer esas historias que inventas. Hace demasiado tiempo que no tienes amiguitas de tu edad para jugar y estás obsesionada con ideas que cualquier niña normal jamás tendría —hizo una pausa y observó la palidez del rostro de la chiquilla antes de continuar—: La verdad es que tú no necesitas una institutriz, Emilia. Las relaciones personales son algo que no puedes entender. Deberías ir a la escuela, a un internado, donde no tengas tiempo para preocuparte por tu mamá o tu papá, o encontrar razones ridículas para un simple paseo.

Fue cruel y Carolina se arrepintió luego por vengarse de su propia inseguridad con la niña. Apenas terminó de hablar quiso retractarse, pero Emilia no le dio la oportunidad de hacerlo.

Con los ojos muy abiertos, la pequeña se alejó de la institutriz. Antes que Carolina pudiera darse cuenta de lo que intentaba hacer, echó a correr al otro lado del camino. Sostuvo el sombrero con una mano y desapareció entre los tendederos llenos de ropa lavada.

Sucedió tan de repente que Carolina se quedó inmóvil y cuando tuvo tiempo de recobrar la compostura y corrió tras la niña, Emilia no estaba por ningún lado.

El sol estuvo agradable cuando caminaban por el muelle, pero ahora los rayos caían sobre ella sin piedad, y hacían que estuviera bañada en sudor. El vestido de algodón que llevaba se le pegó al cuerpo. Pronto se sintió agotada por el calor y comenzó a caminar con lentitud.

—¡Señorita!

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Oyó la voz como si estuviera muy distante. Parpadeó, pero lo único que podía ver era el sol que se estrellaba sobre los muros de yesos de las casas. Estaba en otra de las callejuelas y el corazón comenzó a latirle con fuerza cuando se dio cuenta de lo lejos que estaba del muelle.

—¡Señorita! —volvió a escuchar que la llamaban.

Se colocó una mano en la frente para impedir que el sol le diera en los ojos, con la idea de comenzar a correr de nuevo.

Para su sorpresa, sólo se trataba de un anciano vestido de negro, y con un sombrero curioso, que sólo ocultaba unos cuantos mechones de delgado cabello.

—¿Le puedo ayudar en algo, señorita? ¿Está perdida? Carolina no sabía lo que decía, pero la trató con amabilidad.

—Me temo que no hablo español —dijo en inglés sin muchas esperanzas, pero el hombre asintió como si comprendiera.

—Inglesa —dijo y eso sí lo comprendió—. ¡Usted está perdida!

—Busco una niña —expresó Carolina con dificultad—, una niña, señor —extendió la mano para indicar la, estatura de Emilia—. Se escapó.

—¿Perdió a su hija, señora?

—¿Hija? —Eso quería decir daughter, ¿o no? El hombre quería saber si buscaba a su hija, y para no confundir las cosas aún más, Carolina asintió.

—Una niñita —repitió—. Emilia. Emilia de Montejo.

—Ah, de Montejo —repitió el hombre sin duda reconociendo el apellido—. Venga conmigo.

La tomó de un brazo y le hizo señas para que lo acompañara. Las mujeres que estaban paradas en el umbral de una puerta no podrían ayudarla si escapaba, pero de todas formas no pensaba que el anciano pudiera retenerla si ella decidía zafarse de él. No podía olvidar lo que le dijo Luis acerca de la constante amenaza de secuestros, y el sólo pensar que en ese momento Emitía podía estar en poder de algunos secuestradores era terrible.

Movió la cabeza y permitió que el anciano la condujera hacia un laberinto de callejuelas y se tropezó con una piedra, torciéndose un tobillo mientras evadían los interminables tendederos de ropa. Estaba tan agotada y acalorada que casi no notó el camino que seguían y aunque el sentido común le advertía que debía mantenerse alerta, la somnolencia se apoderaba de ella.

Llegaron a una esquina y de repente sintió la brisa en la cara. Su asombro fue total, y vio azorada que delante de ellos se encontraba un estrecho puente que cruzaba el río.

Trató de protestar, de explicar que tendría que volver a buscar a Emilia, cuando vio dos figuras que cruzaban el puente. Era una pequeña vestida de blanco con un sombrero de paja, y la otra, alta, vestía ropa similar a la del hombre que acompañaba a Carolina.

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De repente Carolina entendió todo. El hombre que la ayudó era un sacerdote del seminario que estaba al otro lado del río. Reconoció el apellido de Montejo porque conocía a Luis.

Miró con fijeza las figuras que avanzaban por el puente y sintió que la ternura la embargaba. Era Luis con Emilia de la mano; Luis que le llevaba de regreso a la niña. El viejo sacerdote que estaba a su lado juntó las manos con un gesto de satisfacción.

—¡Allí está su hija, señora!

Carolina pudo tratar de explicarle al anciano que ella no era la madre de Emilia, pero estaba demasiado alterada para hacer algo distinto a quedarse parada ahí y observar a Luis y la criatura que se acercaban. Sintió alivio y a la vez dolor al pensar que sería aún más difícil separarse de Luis por segunda vez.

El anciano saludó a Luis con afabilidad y le ofreció una larga explicación en su idioma.

La respuesta de Luis fue corta y la mirada que le dirigió a Carolina reflejó su desaprobación. No cabía duda de que la culpaba de todo el asunto, pensó la joven con agotamiento, y se pasó los dedos temblorosos por el cabello húmedo y pesado.

Emilia se aferraba a la mano de Luis, y evitaba la mirada de Carolina, aunque su actitud todavía denotaba rebeldía. Carolina se preguntó qué habría pensado Luis al ver aparecer a su sobrina en el seminario y se dio cuenta de que en la posición de él también ella estaría furiosa. Después de todo la chiquilla debió correr un largo trecho, pero la verdad era que Emilia sabía exactamente adónde iba.

Al fin el anciano sacerdote no tuvo más que decir, de modo que con una bendición se despidió. Carolina logró darle las gracias antes que se fuera, pero él sólo movió la cabeza e hizo una señal en dirección a Emilia como si la regañara por la travesura.

A solas con Luis y su sobrina, la joven se dejó caer exhausta, sintiéndose incapaz de soportar la discusión que sin duda iba a surgir. La emoción de volver a ver a Luis se disipó en medio de la desaprobación que era obvia, y aunque le dolía el corazón al anticipar la ira de él, se sentía cansada para defenderse.

—Me dijo el padre Enríquez que estabas perdida cuando te encontró. ¡Gracias a Dios! Pareces estar al borde del colapso. ¿Qué fue lo que pasó? ¿Cómo se separaron Emilia y tú?

Carolina intentó protestar, pero cuando vio la expresión angustiada de Emilia se calló. Era claro que la chiquilla no le contó a su tío la verdad y esperaba con abierta hostilidad que Carolina le explicara lo sucedido.

La joven estaba demasiado fatigada para decir nada y además pensó que al final no tenía ninguna importancia. Emilia estaba perdida, pero ahora ya la había encontrado. Eso tendría que ser el final de la historia.

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—Emilia y yo estábamos paseando —dijo con lentitud—. Había mucha gente alrededor y nos separamos. Yo tuve que buscarla.

Luis entrecerró los ojos. No le creía y era evidente en su mirada, pero Carolina decidió que no le importaba. Parecía tan apartado del mundo de ella con esa túnica negra. Una cruz de oro colgaba del cinturón y brillaba bajo los rayos del sol, para recordarle que cualquier cosa que existió entre ellos había terminado de manera irrevocable. Se dijo que no le importaba tampoco lo que él pensara de ella; era obvio que no significaba nada para él. Pero sus traicioneros sentidos ansiaban el perdón de Luis y ella añoraba una caricia que él no podía darle.

—¿En dónde está Tomás? —exigió molesto, y Emilia, aliviada del susto de ser regañada por lo que hizo, echó hacia atrás la cabecita.

—Estacionó el coche cerca del mercado —respondió e intentó dirigirle a Carolina una sonrisa—. La señorita Leyton y yo no quisimos quedarnos adentro, de modo que salimos a pasear. Fue idea de ella…

—Claro —asintió él y posó de nuevo la mirada en Carolina, lo cual la hizo pensar en lo desaliñada que debía parecer—. Sugiero que volvamos al muelle por este camino… para informarle que no desaparecieron de la faz de la tierra.

Emilia movió la cabeza de manera afirmativa, y Carolina, renuente, se enderezó de la posición de descanso en la que estaba. Ella no estaba segura de tener las fuerzas para caminar la distancia que los separaba del muelle, pero sabía que tendría que hacerlo.

Luis soltó a la niña que se les adelantó corriendo. Luis caminó al lado de Carolina y su túnica rozaba las piernas desnudas de ella. Parecía más alto, más ajeno a ella de lo que recordaba, pero trastornaba de idéntica manera su estado emocional.

—Sabes muy bien que no te creo —comentó en voz baja—. Tú y Emilia no pudieron separarse. Es más, Tomás tenía instrucciones de no permitir que salieran del coche.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó ella asustada.

—Así es siempre cuando Emilia sale de la hacienda. Sólo puede salir acompañada de Tomás o de alguno de nosotros.

—Yo estaba con ella —señaló Carolina, tensa.

—No eres guardaespaldas —le dijo con un gesto de desprecio—. No sabes ni siquiera cuidarte tú misma.

—Cualquiera puede perderse —protestó con resentimiento.

—Sobre todo en un pueblo extraño, donde uno no conoce el idioma —dijo con los puños apretados—. ¿Sabes lo que podía pasarte si el padre Enríquez no te encuentra?

—¡Sé cuidar muy bien de mí misma, señor! —aseveró con firmeza—. Sólo por qué…

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—¡Sólo porque, nada! Estabas… todavía estás exhausta. No tendrías oportunidad de salvarte si algún hombre hubiera tenido la idea de asaltarte. —Miró hacia el cielo—. ¡Dios Mío! Sentí que me moría de angustia cuando llegó Emilia al seminario y me dijo que te había pendido de vista.

—¡Emilia no me perdió! —replicó Carolina y luego apartó la vista de la mirada acusadora de él—. De cualquier forma, no puedo creer que estabas tan preocupado por mí.

—¿No puedes? —preguntó—. ¿Ni siquiera si te digo que me salí del seminario sin permiso?

—¡Ay, Luis! Lo siento mucho. Te ruego que no estés disgustado conmigo. No creo poder soportarlo.

—¿Por qué viniste a Mariposa? ¿Por qué quieres torturarme de esta manera? ¿Tienes alguna idea de lo difícil que es para mí vivir aquí, sabiendo que estás en la casa de Esteban?

—Pero tu fe… —balbuceó ella al tiempo que se volvía para mirarlo con incredulidad.

—Sí, claro, mi fe —repitió él con dureza—. Eso es de capital importancia, ¿verdad? ¡Por desgracia no tengo la misma fe en mi hermanito!

—Esteban me dijo que estabas aquí. Fue él quien sugirió este paseo.

—Típico de él —afirmó Luis con tristeza—. Le encanta manipular a la gente. Ojalá y estuvieras en cualquier otro lado que no fuera la hacienda. No confío en él.

Carolina frunció el ceño y una vez que se aseguró de que Emilia ni podía oírla preguntó:

—¿Qué quieres decir? ¿Por qué tanta desconfianza?

—Por tu causa —respondió él—. No me inspiran confianza los motivos por los que te trajo aquí.

—¿A mí? —negó Carolina con la cabeza—. Fue la señora García la que me contrató.

—¿Sí? —dijo Luis sin convencimiento—. Tengo mis dudas.

—No sé qué quieres decir.

—Carolina —pronunció él su nombre con voz ronca y ella se sintió débil de repente— hace casi un año que Esteban busca una supuesta institutriz para Emilia. Las entrevistas a las que te presentaste tú no fueron las primeras. Hubo muchísimas más, tanto en Inglaterra como en los Estados Unidos.

—Pero… —balbuceó Carolina confusa—, yo pensé…

—Tal vez fue la señora García la que habló contigo, pero la decisión final tuvo que tomarla Esteban. Dime, ¿hubo algo extraño durante la entrevista? ¿Tuviste que proporcionar fotografías o algo así?

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—No —contestó Carolina y trató de recordar—. La señora García me dijo que sería bueno que me tomara unas fotografías para la visa, pero después…

—Resultó que no eran necesarias…

—Así es.

—¿Y qué pasó con ellas?

—No lo sé. Supongo que la señora García se quedó con ellas.

—Se las mandó a Esteban.

—¿Cómo lo sabes?

—Tuvo que ser así. No fue por accidente que resultaste ser tan… atractiva.

—¿Y por qué había de interesarle a él mi físico?

—Me parece que debes conocer la respuesta a esa pregunta.

—¡Eso es ridículo! —tembló Carolina.

—¿Crees? —suspiró y miró con tristeza hacia el mar—. Ojalá y yo pudiera estar tan seguro.

—Luis, ¿por qué no vuelves a San Luis? ¿No puedes seguir otra profesión? Esteban podría darte trabajo en la hacienda. Yo sé muy bien que es posible. Luis… por favor…

—No puedo —replicó con voz tensa—. Tú no entiendes la situación y no tengo tiempo para explicártela.

—Luis dime algo —imploró Carolina con urgencia al acercarse al ruidoso mercado y ver a Tomás parado junto al auto—. Háblame, por favor. ¡Tienes que hacerlo!

—No puedo —repitió y ella perdió la esperanza al correr Emilia a tomar de nuevo la mano de su tío.

—¿No permitirás que nos regañe Tomás, verdad tío Vicente? —rogó y Luis la miró con resignación.

—¿Por qué había de regañarte Tomás, pequeña? —inquirió con sequedad—. A no ser que hayas desobedecido sus órdenes. ¿Hiciste eso, Emilia? ¿Fuiste tú la que puso en tanto peligro a la señorita Leyton?

—La señorita Leyton escuchó lo que dijo Tomás.

—Ella no entiende nuestro idioma, Emilia —le recordó. Luego permitió que subiera al vehículo mientras él hablaba con el chófer.

Tomás parecía aliviado al verlas y luego Luis se volvió hacia Carolina.

—Ahora —susurró con voz gruesa al despedirse de manera formal—, cuídate. También tú, Emilia. Deberías cuidar a la señorita Leyton en estas ocasiones, y si prometes hacerlo en el futuro, te perdonaré.

La niña perdió la expresión angustiada y saltó hacia adelante sobre el asiento para abrazarlo.

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—Te adoro —susurró y lo apretó con fuerza. Por encima del hombro Emilia, Carolina lo escuchó repetir las palabras de la chiquilla.

—Tomás me prometió no decirle una palabra de eso a Esteban —agregó al colocar a la niña con firmeza sobre el asiento—. No serviría de nada, y creo que Emilia ya tuvo suficiente excitación para un solo día.

Carolina asintió, triste de tener que separarse de él.

—¡Vayan con Dios! —dijo a guisa de despedida final.

Carolina inclinó la cabeza al alejarse el coche, pero Emilia se volvió para despedirse de su tío moviendo una mano, hasta que se perdió de vista. Luego se acurrucó en el asiento y miró con curiosidad a la institutriz.

—¿No le dio gusto volver a ver a tío Vicente? Le dije que yo sabía dónde encontrarlo.

—Sí —dijo Carolina y encontró difícil hablar—, pero no debiste escaparte.

—Bueno… —se encogió de hombros la niña con indiferencia—, usted se portó tan mal conmigo que quise asustarla.

—Y lo lograste —confirmó Carolina—. Bien, sugiero que tratemos de olvidar el incidente. Por lo que a tu padre respecta, tuvimos un paseo agradable y no nos encontramos con nadie.

—¿Tío Vicente la quiere, verdad? —persistió la niña—. Se alteró muchísimo cuando le dije que no sabía dónde estaba usted.

—¡Cállate ya, Emilia! —ordenó—. Vamos a cambiar de tema. No quiero volver a ver a tu tío jamás.

La niña la miró detenidamente y Carolina sabía que no podía culparla. Pensó que debía verse tan mal como se sentía, pero no podía permitir que Esteban sospechara que había nada malo, sobre todo después de lo que Luis le dijo. Sería más fácil si volviera a su casa, y trató de sobreponerse a la desesperación que la embargó ante esa posibilidad. Seguir con la esperanza era un capricho tonto, y mientras más tiempo estuviera Luis en Mariposa, más remotos se harían los sueños de ella. Era mejor partir una vez que pasara el mes de prueba.

Se negó a considerar la posibilidad de que Esteban no permitiría que se fuera. ¿Cómo podía detenerla? Ella era una mujer libre y además ciudadana británica.

Y sin embargo, cuando llegó a la hacienda, el primer lugar donde entró fue en la biblioteca. Dejó que Emilia les diera a don Esteban y a doña Isabel una relación detallada del paseo y fue a buscar la mariposa que dejó prisionera.

Alguien que ella no sabría nunca quién fue, hizo un agujero en la bolsa de plástico y dejó escapar el aire. La mariposa estaba muerta.

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Capítulo 9Sabía que era una tontería que la muerte de una mariposa la

trastornara, pero así fue. Huyó a su habitación y aun después de lavarse la cara y arreglarse el cabello, estaba nerviosa.

Aceptó al mirarse en el espejo el rostro pálido, que ella podía estar equivocada. Esteban tal vez no tenía nada que ver en el asunto. A lo mejor había un agujero en la bolsa cuando ellas se fueron. Sin embargo, ninguna de esas posibilidades la convencía, y bajó a almorzar con una sensación de malestar y temor.

Como si esa mañana nunca hubiese existido, Esteban era la imagen misma de la consideración y de la cortesía. Ayudó a Carolina a acomodarse a la mesa colocada en la terraza, colocó zumo helado frente a ella y luego procedió a discutir el paseo con una complacencia que la desarmó.

—Me contó Emilia que no tuvieron tiempo de ir a la playa, señorita —comentó al tiempo que se servía bocadillos de una bandeja que estaba a su lado. Carolina vio la mirada misteriosa que la chiquita le dirigió—, pero sí lograron ver el mercado de Mariposa y el muelle, de modo que pueden planear ir a la playa algún otro día.

—Tal vez —asintió Carolina y bebió zumo—, aunque me parece que Emilia aprende mucho más de las clases que de los paseos, señor. Estoy segura de que usted querrá que ella obtenga las mejores calificaciones.

Esteban sonrió.

—Todos estamos satisfechos con el progreso de usted, señorita —respondió—. Nunca estuvo mi hija tan contenta con sus clases.

—Es usted muy amable —agradeció Carolina con una leve sonrisa, pero la conversación no iba en la dirección que ella deseaba—. Sin embargo —agregó con cautela—, debo decir que sería beneficioso para ella recibir una educación más formal, señor.

Por fortuna, Emilia se había ido a alimentar a los peces y no escuchó la conversación, pero doña Isabel sí y dijo:

—Ya lo ves, Esteban. Las ideas de la señorita Leyton son radicales. Yo te lo advertí, si es que lo recuerdas.

Esteban ignoró por completo a la anciana y movió la cabeza.

—Emilia no irá a la universidad como lo hizo usted, señorita, de modo que no hay necesidad de esa educación más formal que usted sugiere.

—Y a pesar de eso, me parece que usted no se da cuenta de lo solitaria que se encuentra su hija, señor. Quiero decir… que no tiene compañeritos de juego, nadie de su edad con quien hablar. ¿No le parece que sería bueno que tuviera la amistad de niños de la misma edad?

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—¡Eso me parece muy divertido, señorita! —exclamó, y dejó escapar una ligera carcajada—. Cualquiera diría que usted quiere que la despida. Señorita, yo estoy más que satisfecho con la educación de Emilia, y si usted está tan preocupada acerca de su… aislamiento de otros niños, entonces estoy dispuesto a hacer una concesión.

—¿De veras?

—Claro que sí —frunció el ceño don Esteban—. Los Calveiro… ¿Recuerda usted a los Calveiro? La hija mayor está casada y vive a sólo unos kilómetros de Las Estadas. Tiene dos niños aproximadamente de la edad de Emilia, y si usted no tiene objeción yo podría sugerir que vengan a compartir las clases con Emilia y después de ellas tendrán tiempo para jugar.

—Yo no tengo objeción alguna, señor… si eso es lo que usted desea.

—Eso es lo que deseo, señorita.

Don Esteban se apresuró a cumplir lo prometido. La siguiente semana, Víctor y Juanita Álvarez se unieron a las clases matutinas de Carolina, y debido al esfuerzo necesario para ponerlos al nivel de Emilia, la joven no tuvo tiempo para pensar en sus propios problemas.

Víctor era mayor que Emilia, pero a los diez años, no tenía la facilidad de la niña para los idiomas. Juanita tenía la misma edad, pero estaba muy atrasada tanto en lectura como en escritura, y Carolina pasó horas enteras tratando de enseñarle la aritmética más sencilla.

Ya no hubo más paseítos a Mariposa, pero una noche Esteban sugirió que tal vez Carolina querría ir allá con él a la mañana siguiente.

—No iremos a caballo, desde luego —dijo él mientras la joven buscaba algún motivo para negarse—. No me gusta montar, pero en un carruaje abierto antes recorría toda la propiedad.

—Pero… los niños —comenzó a decir Carolina, titubeante—, las lecciones…

—Estaremos de regreso antes de la hora de las clases —replicó Esteban, y ella decidió que el camino más fácil era ceder.

A la mañana siguiente, no obstante, se arrepintió de haber aceptado. La idea de compartir con Esteban algo que antes sólo gozó con Luis, la molestaba.

La trampa, ya que eso era, los esperaba en las caballerizas, con la yegua que montó Carolina amarrada entre las lanzas del carruaje. El viejo Benito le dirigió una mirada dudosa a Carolina al verla subir al vehículo con el jefe, pero no hizo comentario alguno, fuera de un ahogado gruñido en respuesta al saludo de Esteban. Era obvio que él, al igual que Gómez, le tenía más afecto a Luis, y ella no pudo evitar preguntarse por qué el padre no dividió la herencia entre los dos hijos. Parecía tan injusto que uno tuviera todo y el otro nada.

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A pesar de sus temores, fue maravilloso salir, aunque todavía veía al ganado con cierta inseguridad. Viajar en el carruaje no era lo mismo que estar a caballo, y aunque también tuvo miedo cuando montaba, sabía que podía escaparse corriendo a mayor velocidad si fuera necesario.

Esteban, sin embargo, no parecía tener esas preocupaciones. Por el contrario, condujo el carruaje por entre los rebaños sin titubear y se detuvo a hablar con sus hombres antes de continuar.

Su destino era una loma que daba a las ondulantes aguas del río, y después de asegurar las riendas, sugirió que bajaran a caminar un rato.

—El terreno puede estar lodoso, pero usted trae botas —observó él al ver que ella parecía resistirse a bajar; sin embargo, Carolina aceptó la mano que le ofreció para ayudarla a descender.

Pero él no la soltó una vez que tocó el suelo, obligándola a protestar.

—Por favor… suélteme, señor —le rogó y como no obedeció, agregó—: Créame que soy capaz de caminar sola.

—No lo dudo, señorita —comentó y se llevó la mano de la joven hasta los labios—, pero me causa placer ayudarle, y no me gustaría que escapara.

—No creo que haya posibilidad de hacerlo aquí —respondió ella, molesta—. Por favor, señor, haga el favor de soltarme.

—Muy bien —obedeció Esteban y ella de inmediato metió ambas manos en los bolsillos de la chaqueta corta de piel que vestía con pantalones de pana color verde oscuro.

Caminaron unos minutos, Carolina unos cuantos pasos atrás de su jefe, y luego Esteban se detuvo y volviéndose la miró. Comenzaba a lloviznar y ella pensó que iba a sugerir que volvieran a la casa. En vez de eso dijo:

—¿Está usted consciente de que en unos cuantos días termina el mes de prueba que convenimos?

Carolina respiró profundo, y sabía que ella estaba esperando algo más que eso. Pero, dicha pregunta exigía respuesta, y trató de darla sin perder la compostura.

—Lo estoy, señor. He pensado en eso y en la decisión que debo tomar.

—¿Decisión? —preguntó Esteban asombrado—. ¿Qué decisión tiene que tomar, señorita? La decisión es solamente mía.

—Sí, claro, pero yo también tengo algo qué decir, señor. El período de prueba se aplica a las dos partes.

—Usted no habla en serio, señorita.

—Claro que sí. Para mí fue muy difícil decidir venir aquí, señor. Significó dejar mi familia y mi hogar. Yo quería probar, ver si estaba contenta aquí. No había otro modo de saberlo.

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—¿Y? —esperó Esteban la respuesta.

—Y… —Carolina encontraba cada vez mayor dificultad en continuar.

La imagen del rostro infantil de Emilia aparecía ante ella, suplicante, con reproche, y aunque trataba de convencerse de que si ella se iba, tal vez Esteban reconsideraría el mandarla al convento a estudiar, temía la venganza que podía dejar caer sobre la niña.

—¿Y qué pasa si yo no acepto su decisión? —sugirió Esteban de repente e interrumpió sus amargos pensamientos.

—¿Usted… quie… quiere que me vaya, señor?

—No —ésa era la respuesta que ella temía—, no quiero que te vayas, Carolina —el uso de su nombre hizo que se estremeciera—. Quiero que te quedes para siempre.

—¿Cómo dijo? —inquirió con incredulidad.

—Oíste muy bien lo que dije, querida —aseveró y dio un paso hacia ella, pero Carolina retrocedió—. Quiero que te quedes en San Luis no sólo como institutriz de Emilia, sino como mi esposa.

—¡Usted no puede hablar en serio!

—Sí, hablo en serio y me parece que deberías sentirte halagada.

Carolina negó con la cabeza y saltó al tocarla él, como si le diera asco, lo cual era cierto.

—¿Qué te pasa, querida? —preguntó Esteban que no estaba ciego y notó la reacción que tuvo a esa propuesta de matrimonio—. Luis debe haberte advertido acerca de mi determinación de tener un hijo varón. No puedo creer que durante todas las conversaciones íntimas que tuviste con él no te confesó que tenía esperanzas de que algún día San Luis de la Merced fuera de él.

—¡No! —exclamó la joven, anonadada—. No, él nunca…

—¿Pero estás consciente de que si no proporciono un heredero para la propiedad, pasaría a ser de él?

—Nunca pensé en ello. No tiene nada que ver conmigo.

—Claro que sí tiene que ver contigo —dijo y volvió a acercársele, y esta vez puso las manos sobre los hombros de ella para evitar que retrocediera—. No pongas esa cara de ansiedad, Carolina, no te estoy amenazando. Claro que me doy cuenta de que necesitas tiempo para pensarlo. Pero, no tardes demasiado. No soy un hombre paciente, y debes comprender que estoy ansioso por anunciarle a todo el mundo mi buena suerte.

Esas palabras la hicieron reaccionar y se liberó de él para hacerle frente con valentía.

—No puedo —dijo con desesperación—. ¡Yo no puedo casarme con usted, señor! No lo amo y aunque me siento halagada con su propuesta —mintió con algo de esfuerzo—, temo que debo negarme.

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Esteban no respondió de inmediato, y mientras estaban ahí parados, la lluvia empezó a caer. Él lanzó una maldición antes de mirar con furia el carruaje.

—Más vale que regresemos —murmuró Carolina con cautela, algo aliviada por la llegada de la tormenta. Al menos había logrado aminorar las protestas de Esteban, pensó; lo dejó e hizo el intento de llegar al carruaje.

Él la alcanzó antes que diera más de seis pasos, se le adelantó de manera agresiva y saltó sobre el carruaje para luego tomar las riendas. Carolina comenzó a correr cuando se dio cuenta de las intenciones de Esteban.

—¡Espere! —gritó, pero Esteban la ignoró. Con despreocupación arreó a la yegua haciéndola galopar, y Carolina se quedó mirando con incredulidad el carruaje que se alejaba.

El coche pronto desapareció entre la bruma que envolvía la llanura y la joven pensó que estaba por lo menos a tres kilómetros de la hacienda, y que Esteban no enviaría a nadie a buscarla.

El pánico se apoderó de Carolina, pero sabía que si se quedaba ahí esperando que alguien fuera a buscarla, podría morir de frío y aunque se sentía perdida, también estaba furiosa.

Alimentó esa ira al darse cuenta de que era lo único que la mantendría viva, y se dispuso a cruzar los prados en la dirección que le parecía habían recorrido. El suelo era un lodazal, y aunque le dolían las piernas a cada paso que daba, perseveró.

El olor del ganado le indicó que estaba cerca, y casi perdió el valor cuando un grupo de animales corrió junto a ella. Supo en ese momento lo desamparada que estaba, y se preguntó si tendría oportunidad de pasar por entre las vacas sin que la lastimaran. ¿Y si tomaba el camino equivocado?

Los truenos volvieron a sonar, acompañados por un relámpago, y el ganado se movió en señal de protesta. Carolina temblaba de miedo. Sabía que las tormentas podían ocasionar una estampida, y la posición de ella entre las bestias asustadas resultaba desventajosa. Pero ese era el camino por el que la había llevado Esteban y no conocía otro. ¿Qué otra alternativa tenía?

Ignoró sus temores y continuó avanzando a pesar de que no cesaba la lluvia. Tenía empapada la ropa y el cabello húmedo.

Otro relámpago la hizo lanzar un grito y los animales que estaban a su lado se movieron impacientes. Carolina se tapó la boca para silenciar cualquier otro sonido que intentara salir, y continuó caminando, angustiada.

De pronto, escuchó voces pero tenía miedo de gritar porque el ganado podía asustarse. Segundos más tarde aquéllas desaparecieron y el temor se apoderó de la joven una vez más. ¿Iría en dirección equivocada?

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Cuando un relámpago iluminó el campo, casi no pudo creerlo. Alguien había extendido una tela impermeable entre dos ramas y ella se protegió bajo ella, temblando.

Estaba sola, pero era evidente que alguien había estado allí hacía poco. Una cafetera de metal humeante se hallaba sobre las cenizas que había dejado el fuego y se percibía un olor a carne fresca y pan de maíz. Los rancheros habían desayunado, y las voces que oyó provenían de ahí.

Se inclinó para tomar un jarro de metal y servir un poco de café. Lo estaba saboreando cuando alguien dijo:

—¡Hola! ¿Quién es usted?

La ruda voz masculina la hizo saltar; a pesar de que el agua le había oscurecido el cabello rubio, al verla el hombre supo de inmediato quién era.

—¡Señorita! —exclamó y luego al llegar otro hombre al refugio, se volvió para hablarle.

Carolina no sabía lo que decían, pero estaba tan contenta de haberlos encontrado que en realidad no le importaba.

Los hombres se volvieron hacia ella y hablaron en español con lentitud.

—¿Qué pasa? ¿Adónde va? ¿En dónde está don Esteban?

Ella hizo gestos, desesperada, al tratar de comunicarse con ellos. Supuso, después de reconocer el nombre de Esteban, que le preguntaban dónde estaba. Tal vez creían que ella lo había abandonado, pensó indignada, y luego trató de hablarles de modo que la entendieran.

—Don Esteban… este… hacienda —murmuró con desaliento—. ¿Ustedes llevar mí allí?

Hacía señales en dirección a ella misma y luego hacia donde creía estaba la casa.

Se notaba que los hombres estaban preocupados al ver que don Esteban no se hallaba con ella. Tal vez pensaban que ella lo había echado al río, y sintió desesperación al pensar que querrían ir a buscarlo.

Los hombres discutieron de manera acalorada, sin dejar de mirarla, quizá tratando de decidir si creerle o no. Carolina esperó con paciencia hasta que uno de ellos le tocó un brazo.

—Venga, señorita —dijo uno de ellos y señaló el sitio donde estaban atados los caballos. Carolina los siguió.

La lluvia parecía disminuir un poco, aunque los truenos todavía se escuchaban en la distancia, y la joven pensó en el hecho de tener que enfrentarse a su jefe con renuencia.

Le dieron un caballo. Carolina se aferró a las riendas, sin saber en qué sentido iban a cabalgar, y se preguntó qué haría si resultaba que esos hombres no eran de fiar. Sin embargo, si la habían reconocido, era probable que no le hicieran nada desagradable, se consoló.

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Cuando los animales empezaron el ascenso hasta la reja de la hacienda, casi no pudo creerlo. Estaba sana y salva, pensó con alegría, y luego corrigió: estaba de regreso en la hacienda, eso era todo. Todavía tenía que pasar el trago amargo de la venganza que Esteban idearía en contra de ella por haberlo rechazado.

Gómez abrió las puertas y la miró, sorprendido. Las palabras que intercambió con el hombre no parecieron darle satisfacción tampoco, y la cabeza estaba a punto de explotarle a la joven al tratar de entender lo que decían. Algo acerca de Esteban, supuso, con una sensación horrible de agotamiento, de modo que casi no pudo levantar la pierna para desmontar cuando llegaron a los escalones que conducían a la casa.

La puerta se abrió casi al tiempo que ella desmontó, y Consuelo apareció.

La exclamación que lanzó se entendía en cualquier idioma, y bajó corriendo sin importarle la lluvia. Tomó a Carolina por la cintura en el momento que las piernas se le doblaron, y la condujo dentro de la casa con ayuda de una de las sirvientas que llamó.

Lo que sucedió después era un poco confuso para la agotada muchacha. Estuvo consciente de que la sostenían mientras subía 1a escalera hasta llegar a la habitación, y que le quitaban la ropa empapada. Nadie mencionó a Esteban y se preguntó si él sabría que ya estaba de vuelta. No fue sino hasta que estuvo envuelta en toallas calientes que doña Isabel apareció para hacerle una serie de preguntas.

—¿Se siente mejor? —inquirió, haciéndole una seña a la chica que le secaba la cabeza a la joven, para que se fuera—. Los sirvientes me informaron que regresó sola, que Esteban no volvió. ¿Quiere decirme dónde está?

—¿Él no ha regresado? —inquirió Carolina, extrañada.

—Eso fue lo que dije —arqueó las delgadas cejas la anciana—. ¿Qué sucedió? ¿Tuvieron algún accidente? ¿Está herido Esteban?

—No sé dónde está —respondió—. Él… nosotros… nos separamos. Supuse que él estaría aquí.

—Pero ahora sabe que no está —replicó con disgusto doña Isabel—. ¿Qué sucedió entre ustedes? Me imagino que tuvieron alguna… dificultad.

Carolina sintió deseos de echarse a reír.

—Se podría llamar así —confesó con voz ronca—. Él… él me pidió que me casara con él, señora.

Doña Isabel no se mostró sorprendida y Carolina pensó que no tenía por qué estarlo. Ella lo sospechaba. La anciana entrelazó las manos al tiempo que caminaba con rigidez hasta la ventana.

—Usted no aceptó —aseveró y Carolina accedió en silencio—. Él se enfadó, supongo.

—Se fue —suspiró Carolina—, se fue y me dejó abandonada.

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—¡Idiota! —exclamó doña Isabel con impaciencia—. ¡La pudieron pisotear las vacas!

—Usted no cree…

—No —interrumpió doña Isabel—. Esteban tiene más sentido común. No obstante, su ausencia sí me preocupa, y ya di instrucciones para que manden gente a investigar de inmediato.

Carolina asintió en silencio.

—¿Y entonces, señorita? ¿Piensa usted irse de San Luis?

Carolina volvió a asentir con la cabeza.

—Es lo mejor —opinó la anciana—. Esteban haría bien en prodigarle sus atenciones a la señorita Calveiro. Ella al menos sabe lo que puede esperar de él.

Era la hora del almuerzo cuando encontraron a Esteban y lo llevaron a la hacienda. En apariencia, el carruaje se volcó en el lodo, e igual que Carolina, él se vio obligado a regresar a pie. Por desgracia, parecía que caminó en la dirección equivocada, y al recordar la ira que lo cegaba, Carolina no se sorprendió. Pero, estaba empapado, al igual que ella lo estuvo, y además entumecido por las largas horas que estuvo a la intemperie. A través de una rendija de la biblioteca ella observó cómo lo ayudaban a subir la escalera.

Emilia, curiosa como siempre, se enteró por Consuelo de que habían enviado por el doctor, y Carolina se sintió aliviada cuando Esteban no apareció ni al almuerzo ni a la cena. Estaba todavía sorprendida por lo ocurrido, y bastante tenía con tener que responder las preguntas de Emilia.

Le aterraba tener que decirle a la niña que regresaría a Inglaterra. Aunque no tenía una relación muy cercana, cierta simpatía existía entre ellas. Con el tiempo estaba segura de que se hubieran hecho buenas amigas, pero eso era imposible ya, y ahora esperaba con angustia el momento en que Esteban se enterara de esa decisión.

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Capítulo 10A la mañana siguiente, Carolina despertó con un dolor terrible de

garganta y catarro.

A la hora del almuerzo, trató de darse ánimos para enfrentarse a su patrón, pero sus esfuerzos fueron en vano. Esteban todavía estaba indispuesto, y doña Isabel no parecía tener ganas de discutir el estado de salud de su sobrino.

—Él la mandará llamar cuando quiera verla, señorita —declaró y Carolina sintió alivio por esa segunda e inesperada demora.

—¿Por qué no volvió usted con él, señorita? —preguntó otra vez Emilia—. Pensé que había salido sola, pero Consuelo me dijo que se fueron juntos.

—Tuvimos una discusión —suspiró Carolina—, y yo decidí regresar a pie, pero luego empezó a llover.

Emilia aceptó esa explicación, pero Carolina se dio cuenta de que no estaba del todo satisfecha.

Esteban tampoco apareció a la hora de la cena, y en toda la casa parecía haber un ambiente de expectación que Carolina no notó antes. Tal vez todo el mundo se preocupaba más de lo que ella pensaba por la salud del amo y señor del lugar, pensó.

Se acostó temprano, ya que sufría un terrible dolor de cabeza y se durmió casi de inmediato.

Despertó con el cuarto a oscuras y parpadeó por un instante, preguntándose qué o quién la despertó. Prendió la lámpara y miró el reloj. Sólo había dormido tres o cuatro horas.

Abandonó la cama, se puso las pantuflas y buscó la bata de satén que hacía juego con su camisón. Era inútil pretender que no estaba del todo despierta, de modo que decidió ponerse a leer un rato antes de intentar volverse a dormir.

Primero decidió abrir la puerta que daba al pasillo y se asomó, tratando de escuchar algún ruido. De puntillas caminó hasta el cuarto de doña Isabel. Tal vez la anciana se sentía mal, pensó. Quizá ella había sido quien gritó. No importaba la opinión que tuviera de la anciana, no le gustaba la idea de pensar en ella desamparada si se encontraba tan cerca de su habitación.

Puso el oído contra la puerta, y trató de escuchar algún ruido fuera de lo normal, pero de repente se abrió la puerta y alguien la haló hacia adentro.

Se recuperó del susto con dignidad e intentó disculparse con la señora que estaba sentada en medio de la cama. Pero rápido se dio cuenta de que doña Isabel no había abierto la puerta, y miró entonces al hombre alto que estaba a su lado.

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—¡Luis! —exclamó casi sin aire, medio convencida de que esta vez sí era una alucinación. Él la miró emocionado, pero antes que pudiera decir algo, la anciana habló:

—¿Qué está haciendo, señorita? —exigió con severidad—. ¿Cómo se atreve a escuchar tras mi puerta? Usted me dijo que tenía dolor de cabeza, que iba a tomar una medicina y se iría a dormir temprano. ¿Cuánto tiempo lleva escuchando nuestra conversación?

—Yo no… quiero decir… yo no escuchaba nada —balbuceó Carolina apenada y miró a Luis como pidiéndole ayuda, pero parecía un completo extraño—. Doña Isabel, algo… alguien me despertó. Y… pensé que tal vez usted estaba enferma y…

—¿Y vino a enterarse? —sugirió la señora con escepticismo.

—Sí —suspiró Carolina—, le pido perdón por mi intrusión. Me… disculpo. Si me perdonan…

Volvió al pasillo, pero Luis fue tras ella y dándole una disculpa a su tía cerró la puerta tras sí.

—¡Espera! No me cierres la puerta, Carolina. Tengo que hablar contigo —Carolina se detuvo frente a la puerta de su habitación y temblorosa observó al joven vestido con el hábito religioso.

—No te preocupes. No escuché nada de lo que dijeron. En realidad pensé que tal vez tu tía había gritado, de lo contrario no hubiera salido de mi cuarto.

Luis suspiró y se apoyó contra la pared.

—No dije que no te creía, ¿o sí? —arguyó al notar la indignación de ella—. La puerta de la habitación de mi tía se cerró con el aire. Eso fue probablemente lo que oíste. Te quiero dar una explicación.

—Muy bien —asintió ella—. Ya resolviste el misterio. Ahora puedes volver al lado de tu tía y continuar con sus conversaciones secretas…

—No tienen nada de secretas —interrumpió Luis con impaciencia, pero Carolina no se dejó convencer.

—¿Cómo las llamarías entonces? —insistió—. Vienes a medianoche para que yo… para que nadie se entere de que estás aquí…

—No comprendes.

—No, no entiendo nada, y además no quiero entender. Si me permites cerrar la puerta…

—¡Carolina, quédate quieta! —ordenó y la miró con frialdad—. ¡No tienes derecho a tratarme como si hubiera cometido un crimen! Vine porque me mandó llamar mi tía…

—No me interesa saber por qué estás aquí —replicó, demasiado herida y confusa para importarle nada de lo que él dijera—. Vuelve a tu seminario. Yo de todas maneras me voy. Dentro de unos cuantos días, estaré de nuevo en Inglaterra, entre gente que vive con sencillez, sin tantas complicaciones.

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—¿Con un hombre que ya tiene esposa? —inquirió Luis con tristeza, y ella con los labios apretados se volvió moviendo la cabeza al mismo tiempo. Después de confirmar que el pasillo estaba vacío, Luis entró tras ella y cerró la puerta.

—¿Qué haces? —preguntó la joven, sin poder creerlo.

—Tenemos que hablar. Hay varias cosas que quiero que sepas antes que me juzgues con tanta severidad.

—Yo no te juzgo —contestó ella queriendo justificarse—. ¡Lo que pasa es que no quiero involucrarme!

—¿Lo dices en serio?

—Como sabes… no tiene nada qué ver conmigo —escogió las palabras con cuidado—. Esta familia no es asunto mío…

—¿Y mi hermano no ha hecho que lo sea? —demandó él—. ¿No es verdad que te pidió fueras su esposa?

—Sí, pero yo no acepté…

—¿Y crees que eso es el final del asunto? ¡Eres tan inocente!

—No sé a qué te refieres —dijo.

—Creo que sí lo sabes —aseguró Luis—. Mira Carolina, conozco muy bien a mi hermano. Ahora está enfermo, pero cuando mejore.

—Yo ya no estaré aquí —aseguró la joven, temblorosa—. ¿Estás tratando de asustarme? Porque si es así, debo advertirte que ya estoy curada de espantos.

—¿Y cuando tuviste que caminar hasta la casa en medio de los rebaños? Fuiste valiente, debo reconocerlo, pero los seres humanos no son tan previsibles como el ganado.

—¿Qué es lo que tratas de decirme? Ya es tarde y… estoy muy cansada. ¡Sé muy bien que no viniste a verme!

—Tú no sabes nada —respondió Luis molesto—, y a pesar de todo, tienes razón; éste no es ni el lugar ni el momento para tratar estas cosas. El motivo de mi presencia aquí es de importancia más inmediata, por ahora.

—¿Por qué viniste? En realidad no tienes que responder a eso, porque no es de mi incumbencia.

—Estás equivocada —replicó él en voz baja—, tiene mucho qué ver contigo. Por desgracia, ése es también el motivo por el cual tiene que mantenerse… confidencial.

—¿Por qué? —preguntó Carolina cada vez más confusa.

—Tía Isabel me mandó llamar. Mi hermano está muy enfermo.

—Quieres decir que… ¿está grave? —preguntó Carolina azotada.

—No —respondió él al tiempo que acariciaba el crucifijo que colgaba del cinturón—. No me llamaron para darle la absolución. Tiene mucha

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fiebre por haber estado tanto tiempo bajo la lluvia, pero con varios días de reposo se recuperará.

—Entonces, qué…

—Es su estado mental el que preocupa a mi tía Isabel —declaró Luis con tranquilidad—. Él ha estado… cómo decirlo… ha hecho declaraciones absurdas acerca de la relación entre tú y él.

—¿Entre nosotros? No entiendo nada.

—Al parecer él piensa que… tú cambiarás de opinión.

—¡Eso nunca!

—Pues sí. Por eso mi tía decidió informarme al respecto —dijo, sonriendo—. No es que ella sienta simpatía alguna por ti, sino que no quiere que el apellido de Montejo sea motivo de otro escándalo.

—¿Otro escándalo? —preguntó Carolina.

—Tú me dijiste que Esteban te explicó acerca de nuestro parentesco.

—Sí. Quieres decir…

—La madre de Esteban, Victoria, se suicidó. Ella fue víctima de la indiferencia de nuestro padre. Sé que mi madre tuvo algo de culpa, pero ella se vio imposibilitada para resistir los encantos y atenciones de mi progenitor, al igual que todo el mundo. Él inspiraba afecto tanto en hombres como en mujeres.

Igual que tú, pensó Carolina, pero no dijo nada.

—Por eso, tía Isabel está preocupada por lo que puede pasar cuando Esteban se alivie. Ella piensa que debes irte lo antes posible, y yo estoy de acuerdo.

Los labios le temblaron a Carolina.

—Ya veo —dijo y bajó la mirada—. ¿Y qué decidieron?

—Te irás mañana —afirmó Luis—. Tomás te llevará a Las Estadas y de ahí puedes tomar el autobús para Mérida. Allí no tendrás dificultad en reservar un vuelo que te lleve a Londres.

—Gracias.

Carolina trató de hablar con calma, pero no lo logró y Luis se dio cuenta.

—Como tú lo dijiste, serás más feliz en Inglaterra, con tu propia familia y tus amigos. Dime, ese hombre con quien andabas… ¿volverás con él?

Carolina lo miró, nerviosa.

—¿Andrew? Sí, tal vez vuelva con él. Él… y su esposa viven muy cerca de nosotros. Él… es catedrático de la misma universidad donde trabaja mi padre.

—¿Es ese el tipo de hombre al que más admiras? —preguntó con seriedad; luego continuó con el mismo tono atormentado—: ¿Un hombre

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de cultura que te trata con igualdad intelectual y puede mantenerte interesada en su conversación?

—Él es… —Carolina tragó saliva—, muy inteligente, sí —confesó—. Luis, ¿por qué me preguntas todo eso? ¿Qué interés tiene para ti lo que yo haga con mi vida? Tú no me quieres…

—¡No seas tonta! —exclamó y extendió la mano para tomarla del brazo y acercarla hacia sí. Carolina se sentía sofocada—. Claro que te quiero, y ni mi madre, ni las humillaciones que tendrá que sufrir, podrán evitar que yo reconozca que soy tan débil como lo fue mi padre.

Con un beso ahogó la protesta de Carolina. No era una demostración gentil, sino la urgencia ávida que exigía capitulación completa. Con una mano la sostenía de la nuca y con la otra le abría la bata con sensualidad. La joven se arqueó entonces contra él y correspondió a sus besos con dulzura. No había experimentado jamás lo que era desear a un hombre, sentir esa necesidad apremiante que destrozaba su interior como algo que luchaba por sobrevivir. Quería sentirlo, de manera que se apretó contra él, ansiosa de que la amara.

—¡Por Dios, Luis!

La exclamación provino de doña Isabel, quien abrió la puerta y se encontraba parada en el umbral, atónita. El hecho de que Luis se apartara de inmediato de Carolina en ninguna forma la apaciguó. Los miraba con ira y Carolina se cerró con frenesí la bata, pero tuvo temor al pensar que tal vez la anciana había perdido la razón.

Luis se le acercó a ella, mientras Carolina, todavía a merced de sus emociones, admiraba la forma como recuperaba el control sin dificultad aparente, jamás volverían a tener otra oportunidad de estar a solas; doña Isabel se ocuparía de ello. Y aunque suponía que debía sentir desprecio por sí misma, no podía hacerlo. Sabía que si la anciana no los hubiera interrumpido Luis la habría poseído y una vez que fueran amantes, él no la abandonaría.

—Está bien, tía —dijo Luis al fin, alzando la mano en un gesto de derrota. Miró con tristeza a Carolina, y ella vio que lo que temía había ocurrido—. Perdí la cabeza, eso es todo. No volverá a suceder.

—¿Se va ella? —preguntó la vieja y Luis asintió.

—Mañana —aseguró él—. ¿Te puedes encargar de que Tomás la lleve?

—Yo lo arreglaré —dijo y se volvió para salir del cuarto.

—Luis…

Casi al mismo tiempo que la tía desapareció de su vista, Carolina susurró el nombre y dio un paso para acercarse, estirando las manos en señal de súplica, pero la expresión de él denotaba frialdad absoluta.

—Adiós… Mi tía tiene razón. Eres un peligro… para todos nosotros.

—¿Eso dijo?

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—Más o menos —asintió él—. Adiós. ¡Mucha suerte!

—¡Luis!

Volvió a pronunciar el nombre, pero él ya no estaba ahí. Se metió de nuevo en la cama, pero nada ni nadie podía aplacar su dolor.

* * *

Hizo maletas tan pronto se levantó y cuando Carmencita le llevó el desayuno, ya tenía todo listo.

Como no había logrado conciliar el sueño una vez que se fue Luis, le dolía la cabeza, pero logró beber dos tazas de café para mantenerse alerta, y se sentía tensa, cuando alguien tocó la puerta.

Era doña Isabel, con la misma ira de la noche anterior reflejada en los ojos, de manera que la joven para evitar mirarla inclinó la cabeza y la escuchó con cortesía.

—Le dará usted sus clases como de costumbre a Emilia, señorita —ordenó y Carolina alzó la vista, sorprendida—. Usted no quiere que todo el mundo se entere de que se va, ¿verdad? ¿No le parece que será más sencillo si se marcha esta tarde mientras todos toman la siesta?

La joven tuvo que aceptar que el plan era bueno.

—¿Se despedirá usted de Emilia por mí, señora? No sabe lo que me duele causarle este contratiempo. Le suplico le diga que me perdone.

—Emilia no tardará en olvidarse de usted, señorita —replicó doña Isabel sin simpatía—. Tarde o temprano mi sobrino volverá a casarse, y cuando lo haga, la pequeña aprenderá a querer a su madrastra.

—Sí, señora.

Aunque Carolina esperaba que la anciana la dejara sola, doña Isabel se quedó un rato más.

—¿Por qué sedujo a Luis? —exigió de repente y la miró con ojos acusadores—. Él es diferente a su hermano, pero usted trató de destruirlo.

—¡Eso no es cierto! —exclamó Carolina—. Luis y yo… fue inevitable y no fui yo la que ocasionó lo ocurrido. Simplemente sucedió.

—¿Y espera que yo crea eso? —inquirió la vieja con desprecio.

—Sí —contestó Carolina, mientras encontraba palabras para defenderse—. Usted… usted misma lo acusó de tener una mujer en el pueblo.

—¡Válgame Dios! ¿Qué clase de tontería es esa?

—Es verdad —insistió Carolina—. Aquella noche… mientras cenábamos. Usted se quejó con don Esteban acerca de la mujer que usaba la puerta accesoria…

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—¡Es usted una muchacha tonta! ¿Cree que en realidad lo acusaba? No claro que no. Yo simulé que lo creía porque eso es lo que quería Esteban. Yo sabía que esa mujer no venía a ver a Luis sino a él.

—¿María Pascale? —susurró Carolina, y doña Isabel se quedó atónita.

—¡Así se llama! —aceptó con voz ronca—. ¿Cómo lo sabe? ¿Quién se lo dijo? Esteban de seguro no.

—Fue Luis —replicó Carolina, casi sin comprender lo que sucedía—. ¿Quién es ella?

—¿No lo sabe? ¿Luis no se lo dijo?

—¿Luis? No —negó Carolina con la cabeza—. Por favor…

—María Pascale es hija de la hermana de la mamá de Luis.

—¿Es su prima?

—¡Y la amante de Esteban! —anunció con desprecio la vieja—. Él exige que lo sea a cambio de no echar a su familia de donde vive.

—No puedo creerlo.

—¿Por qué no? ¿No le explicó Luis por qué está obligado a quedarse en el seminario? ¿No le contó sobre las amenazas de su hermano respecto a su madre y la familia de ella?

—¡No! ¿Quiere usted decir que Esteban es dueño… de todo?

Doña Isabel se retiró sin hacer otro comentario, como si sospechara que había hablado en exceso.

Emilia debió pensar que Carolina estaba de mal humor esa mañana, ya que sólo respondía cuando le hablaba. Por fortuna, Juanita y Víctor no se presentaron, ya que la joven creía no poder enfrentarse al grupo con ese estado de ánimo.

Esteban no apareció durante el almuerzo, pero Emilia le informó que el médico había estado de nuevo en la hacienda esa mañana.

—Dicen que sigue con fiebre —comentó con indiferencia—. ¿Irá a verlo, señorita? ¿Va a disculparse por dejarlo caminar hasta la casa?

—No —respondió Carolina con brusquedad, y aclaró lo sucedido ya que no quería que la niña sospechara nada—. Fue tu padre el que me abandonó Emilia. Fui yo la que tuvo que caminar hasta la casa. No fue culpa mía que él se volteara con el carruaje.

—O que usted llegara con Julio y sus amigos —comentó Emilia—. Sí, ya me enteré. Benito me lo dijo, es buen amigo mío y me cuenta todo.

Carolina asintió y para su alivio, la niñera de Emilia apareció unos minutos después para llevársela a descansar. Al retirarse la niña, Carolina extendió la mano y rozó la mejilla de la criatura.

—Adiós, Emilia —dijo con una leve sonrisa.

—Hasta la vista, señorita —respondió y Carolina asintió con la cabeza ya que no tenía confianza en sí para poder hablar.

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Bajaron sus maletas y las colocaron en la camioneta. Doña Isabel la acompañó hasta la escalera. Tomás ayudó a subir a la joven al vehículo y luego se sentó a su lado tras el volante.

Gómez les abrió la reja y levantó el maltratado sombrero cuando pasaron. Carolina sintió un nudo en la garganta. Llegó a ese lugar con tantas esperanzas y ahora ya no existían. Se iba de ahí como un extraño en la noche.

Debido a la lluvia de los últimos días, el camino estaba lleno de lodo, y el trayecto hasta el pueblo fue difícil. Aun cuando iban montaña abajo, las ruedas del coche patinaban. Carolina se aferró al asiento y trató de no observar a Tomás, pero no pudo evitar ver cómo las manos sudorosas del hombre tenían dificultad en mantenerse sobre el volante.

A unos dos kilómetros del pueblo, Tomás de repente sacó el vehículo de la carretera hacia una franja de árboles. Carolina pensó al principio que se detenía para tranquilizarse, pero para su sorpresa la miró y dijo:

—Perdóneme, señorita —y abrió la portezuela para salir. En unos segundos desapareció.

Carolina se quedó sin habla, tanto por la extraña actitud de Tomás como por el miedo que experimentó. ¿Qué le pasaba a ese hombre? ¿No tenía el valor de llevarla hasta Las Estadas? Tal vez él sospechaba que Esteban no estaba enterado de su partida y tenía temor de ser inculpado.

Carolina movió la cabeza de un lado a otro. De seguro la anciana le había explicado todo. Él debía entender que sólo seguía órdenes. Si Esteban se disgustaba, la ira la resentirían su hija y su tía, y Carolina sintió remordimiento cuando pensó en la reacción que tendría Emilia al enterarse de que se había marchado sin despedirse.

Y sin embargo, lo más importante en ese momento era llegar a Las Estadas. Si ella conducía la camioneta, Tomás tendría problemas en explicar lo sucedido, pero si esa era la única alternativa, tendría que hacerlo.

Apenas había pensado en eso cuando escuchó pisadas entre los árboles, y lanzó un suspiro de alivio. Claro, ¿por qué no se le ocurrió antes? Tomás de seguro paró por el motivo más obvio del mundo, y ella se adelantó a pensar que debería irse sin él.

Comenzaba a esbozar una sonrisa al pensar en lo tonta que era… pero de pronto su expresión cambió. No era Tomás el que abrió la portezuela y se sentó a su lado, sino Esteban. Durante unos cuantos segundos interminables ella no pudo hablar ni moverse.

—Ah, señorita —comentó, sonriente—. ¿Pensaba irse sin decirme adiós?

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Capítulo 11A Carolina le costó un gran esfuerzo recobrar la compostura.

—¿Qué… qué hace aquí, señor? —preguntó e hizo lo que pudo para aparentar calma—. Yo pensé que Tomás me llevaría a Las Estadas y que usted estaba enfermo.

—No es más que un resfriado —dijo Esteban e hizo un gesto para restarle importancia, pero era notorio que había sido algo más que eso. Continuó al prender el motor—: Vamos a seguir adelante. ¿No quiere perder el autobús, verdad?

Y tener que pasar otra noche en ese hotelucho, pensó Carolina con nerviosismo. Se preguntó también, cómo se habría enterado Esteban de que pensaba irse.

La camioneta volvió al camino, y Carolina tuvo miedo de que Esteban diera vuelta en dirección a la hacienda. No podía creer que había llegado sólo para conducirla él mismo a Las Estadas. No tenía sentido y no sería típico de ese hombre. Pero, el vehículo se lanzó sobre la carretera que iba de San Luis a Las Estadas mientras Carolina se volvía a preguntar qué intentaría hacer con ella.

—La veo… preocupada… señorita —comentó Esteban de repente, interrumpiendo los sombríos pensamientos de Carolina y ella lo miró con aprensión—. ¿Por qué la trastorna tanto el hecho de que sea yo el que la conduzca a Las Estadas? Ya vinimos por este camino en otra ocasión.

—¿Por qué no me trajo usted desde la hacienda entonces, señor? ¿Por qué no le informó a su tía que pensaba hacerlo?

—Sí, lo hice —aseguró Esteban pero Carolina no le creyó—. Es verdad —insistió—, fui yo el que sugirió se fuera usted después de almorzar. Me temo que yo tenía una cita con el doctor esta mañana y por lo tanto no pude salir antes.

Carolina no entendía una palabra de lo que decía.

—¿Su tía… doña Isabel, lo sabía?

—Claro que sí —medio sonrió Esteban—. Tía Isabel me cuenta todo. ¿No lo sabía?

—No —respondió Carolina de una manera casi inaudible. Pero al menos ahora ya sabía cómo se enteró Esteban de su partida. ¿Estaría enterado también de la visita de Luis el día anterior?

—Insistí en llevarla yo mismo —agregó Esteban—, es lo menos que podía hacer después de nuestra última… confrontación. Yo tenía cosas que atender en el pueblo y le sugerí a Tomás que la trajera hasta aquí para que nos encontráramos —detuvo un poco el vehículo para permitir que otro coche los pasara—. Quiero disculparme —continuó—. Deseo que perdone mi egoísmo.

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Carolina sabía que el comportamiento de ese hombre debía calificarse de algo más que una simple explosión de temperamento, pero las explicaciones que le daba le causaban tanto alivio, que estaba dispuesta a creer todo, con tal de llegar al fin del viaje. Más adelante cavilaría en los motivos que tuvo Tomás para no explicarle nada cuando salió del vehículo; por qué se detuvo en un sitio tan remoto sólo para cambiar de conductor; y por qué doña Isabel, que se suponía era su aliada, le reportó cada uno de sus movimientos a Esteban. Por ahora aceptó la disculpa con una sonrisa forzada.

—Entonces, señorita, ¿se siente mejor ahora? ¿No piensa después de todo que Esteban es tan malvado como pensaba?

—Yo nunca pensé que usted era un villano, señor —Carolina movió la cabeza.

—¿No? —preguntó con escepticismo—. ¿Pero prefirió creerle a mi hermano y no a mí, verdad?

—¿Cómo dijo?

—Me refiero a Luis. Usted parece creer todo lo que él le dice.

—El no me dijo nada, señor.

—¿No? —preguntó él con incredulidad, de modo que ella volvió a sentirse insegura—. ¿No le contó él que, igual que mi tía Isabel, mi madre era un poco… como podría decirlo… un poco rara?

—No —aseguró Carolina con firmeza—. ¿Por qué habría él de decirme eso? Su tía está tan cuerda como usted o yo.

—No obstante, tengo que reconocer que mi madre sí tenía cosas extrañas. Claro que mi tía Isabel considera que mi padre fue culpable de su condición. A él le gustaban mucho las mujeres, señorita. Tuvo varias amantes.

Carolina no dijo nada. Tenía la esperanza de que si se mantenía callada, a la larga se aburriría de molestarla, pero ella debió saber que a Esteban le gustaba la persecución casi tanto como la captura de sus presas.

—Desde luego —continuó—, después que mi madre murió y papá se casó con la mamá de Luis, él se convirtió en un marido modelo. No sé qué era lo que tenía Irene, pero ella logró que él se quedara en casa por las noches, y por eso yo debería admirarla—. Soltó una carcajada y luego comenzó a toser sin control—. Luis, claro, era la niña de sus ojos, pero como comprenderá, no de mi padre. Si no era así, ¿por qué me dejó todas sus propiedades y nada a su mujer y a ese precioso bastardo?

—¡Luis no es un bastardo! —exclamó Carolina sin poder contenerse—. ¡Es tan hijo de su padre como usted! Y es muy injusto que los bienes no estén repartidos por partes iguales.

—Ah, sí —la miró con frialdad—. Me imagino que Luis le dijo lo que sucedió con su madre cuando murió mi papá.

—Sí, me contó que ingresó en un convento.

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—Así es, en un convento. Ella sabía que yo no permitiría que se quedara en San Luis, de modo que escogió el camino más fácil.

—Eso no tiene nada que ver conmigo —encogió los hombros Carolina.

—Ella creyó ser tan lista…

—¿Lista, señor? —preguntó Carolina, confusa.

—Sí, lista —repitió Esteban con disgusto—. Ella sabía cuánto la odiaba yo, y a Luis también. Creyó que con entrar en el convento obstruía mi venganza —soltó una nueva carcajada desagradable y Carolina se estremeció—. Supuso que Luis sería la pareja perfecta para mí. Pero no contó con el resto de su familia.

—¿El resto de la familia? —preguntó Carolina sin poder contenerse y él asintió.

—Los Pascale. Ellos viven dentro de la propiedad. Eran los inquilinos de mi padre. ¿Cómo cree que mi progenitor llegó a conocerla? ¡Campesinos, todos! ¡No eran dignos de mezclar su sangre con la nuestra!

Carolina empezaba a entender. Doña Isabel mencionó a los Pascale. Le habló de la prima de Luis: María. ¿En dónde entraba Luis en todo ese embrollo?

—Claro está que mi padre le dio educación a Luis —continuó Esteban—, para ser un campesino, es demasiado inteligente.

Carolina se encajó las uñas en las palmas de las manos, pero no comentó nada.

—Mi padre lo envió a la universidad en California. Obtuvo un grado en estudios agrícolas y tenía intenciones de ayudar en el manejo de la hacienda, ¿comprende?

Carolina asintió, pero no se atrevió a hablar, de modo que Esteban continuó con el monólogo.

—Él volvió a casa con… muchas ideas radicales, acerca de los derechos de los peones. Mi padre simulaba escucharlo. Hasta accedió a utilizar algunos de sus métodos. Por fortuna una embolia le impidió hablar o moverse, y se convirtió en un vegetal hasta el momento de su muerte.

—¡Era su padre!

—Ya al final no merecía serlo. Destruyó todo lo que alguna vez fue preciado para nuestra familia. Él mezcló la sangre de los conquistadores con la de los esclavos, y merecía morir.

—¿Y después? —inquirió Carolina con curiosidad.

—Después, como le dije, la madre de Luis ingresó en el convento. Ella pensó que había ganado. Que Luis se quedaría aquí en la hacienda y compartiría las responsabilidades de su manejo. Sabía muy bien que él era más fuerte que yo y que los hombres le serían leales —esbozó una sonrisa desagradable—. Pero por desgracia, ella se olvidó que Luis es un hombre honorable. Cuando yo le dije que la familia de su madre la pasaría muy mal si se les privaba de sus escasas pertenencias, él comprendió.

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—¿Por qué me comenta todo esto, señor?

—Creí que le gustaría saberlo —dijo Esteban—. En caso de que tuviera alguna idea tonta acerca de Luis y que él viniera a buscarla. Luis no traicionará a su familia, señorita, y después de todo, ¿por qué habría de hacerlo por una mujer fácil como usted?

Carolina se encogió como si la hubiese golpeado, y la verdad era que lo había hecho. Destruyó cualquier esperanza que ella pudiera tener acerca de un cambio de opinión de Luis.

—¿No tiene nada qué decir en defensa propia, señorita? —la provocó. Ella vio con alivio que se acercaban a Las Estadas. El trayecto llegaba a su fin y no aguantaba los deseos de liberarse de él—. ¿Y bien? —insistió—. ¿No es cierto, que tiene un amante en Inglaterra?

Carolina se puso rígida y luego al darse cuenta de que de seguro doña Isabel le había informado también eso, se enderezó con orgullo y replicó:

—Yo no tengo ningún amante, señor. A diferencia de su despreciable tía y su hermana, y también de la señorita Calveiro, yo encuentro mayor satisfacción en los libros y en la cultura que en postrarme ante cualquier hombre ignorante.

—Cuídese de lo que dice, señorita. Todavía no llega a Inglaterra. ¡Una mujer como usted debería sentirse halagada con las atenciones de cualquier hombre!

Carolina se negó a mirarlo y se sintió presa del miedo.

Esteban no tomó el camino principal del pueblo. Dio vuelta a la izquierda hacia una calle estrecha y Carolina pensó que tal vez sería una vía más corta para llegar a la estación.

Cuando Esteban detuvo la camioneta junto a unas rejas de madera, el corazón casi dejó de latirle a la joven. Ahí no era la estación de autobuses. Lo miró con ansiedad y trató de ocultar el miedo que la embargaba.

—¿En dónde estamos? —preguntó—. ¿Por qué nos detuvimos aquí?

Esteban sonrió y Carolina comenzó a sudar.

—Un momento, señorita —dijo él con ligereza al tiempo que abría la portezuela y salía del vehículo—. Tengo un asunto que atender y no tardaré mucho—. Cerró de un portazo y desapareció tras las pesadas puertas.

Carolina no pudo lograr que las rodillas dejaran de temblarle. Gotitas de lluvia salpicaban el parabrisas, y el cielo estaba más oscuro. Se preguntó dónde estaría, pero estaba demasiado consciente de su propia vulnerabilidad para tratar de investigarlo. Si sólo comprendiera el idioma, pensó con desesperación, pero ahora era demasiado tarde para desear eso también.

Otra camioneta se estacionó al lado y vio dos hombres que descargaban unos enormes cajones. Parecían ser botellas de algún tipo y ella los miró con despreocupación, ensimismada en los problemas que la

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acosaban. No fue sino hasta que abrieron la reja que comprendió. Podía jurar que se trataba del hotel y los hombres entregaban cerveza y tequila. Como para confirmar ese temor, Esteban salió del edificio en ese momento, acompañado por el señor Allende. Hacía gestos al hablar en dirección a la camioneta, sin darse cuenta de que ella podía verlos.

El pánico la invadió. Si Esteban hablaba con el hombre a quien antes le demostró desprecio, tenía que tener algún motivo especial. Y ella no necesitaba pensar demasiado para saber cuáles eran sus intenciones.

Trató de controlarse y actuó sólo por instinto. Esteban había dejado las llaves del auto, y la joven se hizo al lado del volante, y echó a andar el vehículo.

Esteban y el otro hombre la miraron al oír arrancar el motor, pero estaban demasiado lejos para poder detenerla. Una carcajada como consecuencia del nerviosismo escapó de su garganta y comenzó a avanzar calle abajo.

No tenía idea dónde se encontraba la estación. Condujo la camioneta a ciegas, pero al salir a la calle principal de nuevo, vio el techo de la estación que se encontraba cerca.

Supuso que Esteban la seguiría, pero tenía que arriesgarse. Tomaría el autobús en Las Estadas, sin importarle adonde la llevara.

Una hora más tarde, sentada en el vehículo rumbo a Mérida, pensó en lo ocurrido, con incredulidad. Tal como lo esperaba, Esteban fue tras ella, pero por esa vez resultó maravilloso hablar inglés. En la estación de autobuses, esperando, estaba un grupo de turistas ingleses que pasaron tres días visitando la zona arqueológica. Al escucharlos hablar su mismo idioma, ella se presentó de inmediato. Les explicó que había aceptado un empleo en los alrededores y que las cosas no funcionaron, y algunos de ellos se vieron obligados a creerle al ver su sonrisa atractiva.

Esteban llegó furioso, con el señor Allende, en el momento que abordaban el autobús rumbo a Mérida. Su versión acerca de que Carolina abandonaba el trabajo sin darle aviso, fue recibida con desaprobación, y pronto se hizo evidente que las señoras turistas pensaban que la joven tenía razón al querer huir de ese tipo. La actitud dominante de Esteban no las impresionó, y se indignaron sobremanera cuando amenazó con llevarla ante la ley.

"—Sugiero que discuta el asunto en la embajada —observó una señora de edad al ver con asco la cara sudorosa del administrador del hotel—. Estoy segura de que ellos lo ayudarán a resolver el problema, si cree que se le debe alguna compensación".

"—Ah, sí —torció la boca Esteban al ver que Carolina montaba al autobús—. ¡Le exigiré compensación, señora, de eso puede usted estar segura!"

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Al verlo alejarse, airado, Carolina supo que alguien más pagaría caro por lo sucedido esa tarde.

Tenía esperanzas de que no fuera con Emilia con quien se desquitara. Recordó a la niña como la vio la última vez, y le dolió el corazón. Sin embargo, no le quedaba otra alternativa. Esteban tenía todas las cartas en la mano, y sólo se podía culpar al padre de él por la injusticia de su testamento. Si él amaba a la madre de Luis, como debió ser por casarse con ella y mantenerse fiel, ¿por qué no cumplió con el hijo de ambos?

Esteban y Luís debían compartir la propiedad… cualquier persona honorable sabía eso, pero Esteban no lo era.

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Capítulo 12Carolina sentía la brisa fría de otoño mientras caminaba hacia su

casa. El verano ya había terminado y el viento de la noche anterior dejó una capa de hojas doradas que cubría el pasto. Ya pronto sería octubre y comenzaría el año escolar, pero para ella no había comienzo alguno.

Logró encontrar trabajo en una agencia de viajes, pero no era el tipo de ocupación que le satisfacía. Ella quería un trabajo como maestra, y no lo consiguió.

Por algún motivo, desde que regresó de México cuatro semanas antes, encontró casi imposible seguir una rutina. Lo que antes le encantaba ahora apenas le parecía interesante, y la idea de continuar con su carrera ya no tenía el interés inicial. ¡Qué divertido estaría Esteban si supiera, pensó con amargura, que ella no podía borrar las imágenes que acosaban su atormentada mente! Ella, una chica profesional, estaba dispuesta a dar lo que fuera por convertirse en la esposa de un hombre…

¡Luis! Metió las manos más adentro de los bolsillos de la chaqueta de piel color crema, y sintió la familiar debilidad que se apoderaba de ella cuando lo recordaba. Se preguntó si él pensaría alguna vez en ella cuando estaba a solas en la celda del monasterio, o si el tiempo y la separación habían logrado en él lo que ella no lograba alcanzar. Tal vez él tenía suficiente con la religión.

Quizá encontraba suficiente compensación en su fe, pero para ella sólo había dolor y vacío además del conocimiento absoluto de que esta vez no habría escape alguno.

El ver de nuevo a Andrew no le sirvió de nada. Ella pensó que él la haría sentir algo de la antigua excitación que generaba su sola presencia, pero no funcionó. Era como un viejo amigo, nada más, y estuvo contenta de que nunca dejó que la relación entre ellos llegara a ser más que un flirteo.

Cruzó la glorieta y llegó a la avenida donde se encontraba la casa de sus padres. Eran apenas las seis de la tarde y ya comenzaba a oscurecer. Dentro de pocos días oscurecería antes que saliera de la oficina, y empezarían las largas noches invernales, en las que tendría demasiado tiempo para temer por lo que le deparaba el futuro y llorar por lo sucedido.

Las luces ya estaban encendidas en la casa de sus progenitores y le extrañó que su padre no metiera el coche en el garaje al llegar, y supuso que algo había sucedido para alterar la rutina diaria.

Sin aprensión metió la llave en la cerradura y entró en la casa como de costumbre, gritándole un saludo a su madre al tiempo que colgaba el abrigo en el vestíbulo. En lo que a ella se refería, estaba encantada de llegar a casa. Sus padres nunca interferían en su vida, y aceptaron la explicación respecto al fracaso del trabajo en México.

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Ahora, sin embargo, cuando su madre apareció en el vestíbulo para enfrentarse a ella, la miraba expectante. Carolina palideció cuando la señora Leyton cerró con rapidez la puerta que conducía al salón.

—Tienes una visita —dijo en voz baja—. De hecho son dos. El señor de Montejo… y Emilia.

—¿Dijiste… el señor de Montejo? —titubeó Carolina y buscó el barandal para sostenerse.

—Así es —juntó las manos con nerviosismo—. Más vale que entres. Tu papá acaba de ofrecerle una copa, pero creo que conviene que hables con él —hizo una pausa—. Quiere que vuelvas a tu antiguo puesto de institutriz y cuando le dije que no creía que estuvieras dispuesta, insistió que quería tratar de hacerte cambiar de opinión.

Carolina temblaba. Nunca esperó que eso ocurriera. Cuando se separó de Esteban en la estación de autobuses, sabía que estaba furioso, pero nunca se imaginó que la seguiría hasta Londres o involucraría a sus padres en sus sórdidos asuntos.

—No quiero verlo —dijo con ansiedad.

—¿Por qué no? —inquirió su madre—. Me parece incorrecto, Carolina. Después de todo hizo el viaje tan largo para venir a verte. ¿No crees que le debes al menos esa atención?

—No…

—Sé razonable, Carolina…

—Soy razonable —insistió, presa del pánico—. Hace… cuatro semanas que dejé México. Si… si él tenía tantas ganas de que volviera a tomar el empleo, podía hacerse puesto en contacto conmigo antes que consiguiera este orto trabajo.

—Bueno… parece ser que murió su hermano —comenzó a decir la señora Leyton, pensativa, tratando de encontrar argumentos y luego exclamó—: ¡Carolina! ¡Dios de mi vida! —al tiempo que su hija se desmayaba al pie de la escalera—. ¡Voy a llamar al médico!

Carolina volvió en sí al escuchar a su madre que hablaba cerca, pero cuando abrió los ojos, ninguno de sus padres estaba junto a ella.

—¿Luis? —balbuceó, convencida de que soñaba, y luego más fuerte—: ¿Luis, qué haces aquí?

—Hola, pequeña —murmuró en voz baja, y colocó una mano sobre la de Carolina—. No me imaginé que mi llegada te causara tal impacto. ¿Prefieres que nos vayamos y regresemos más tarde?

—No.

La involuntaria negativa, y el débil intento de levantarse de los cojines atrajo la atención de sus padres. Conversaban en voz baja cerca de la puerta del salón, pero se volvieron y la miraron preocupados al ver cómo observaba al hombre que estaba con ella.

Pero fue una pequeña la que los interrumpió.

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—¡Señorita, señorita! —exclamó jubilosa Emilia, y saltó de la silla en la que estaba sentada apenas vio consciente a Carolina—. Señorita, venimos a pedirle que vuelva con nosotros a San Luis. Diga que irá por favor, acepte… Tío Vicente quiere que usted viva con nosotros.

Carolina sólo pudo mover la cabeza, y esta vez intervino Luis.

—Es demasiado pronto —le aseguró a la pequeña, con tranquilidad, mientras Carolina miraba primero a su madre y luego a su padre, preguntándose cómo interpretarían esa escena—. Fue inesperado para la señorita Leyton el encontrarnos aquí. Debemos irnos y dar tiempo a que se recupere.

—¡No! —protestó Carolina con una voz más firme y apretó la mano de Luis—. No, por favor… digo… tendrá que pasar. Estoy bien, Luis, por favor, explícame qué haces aquí.

—Ya lo sabes —dijo la señora Leyton con sequedad, y se acercó a su hija mirándola impaciente—. Ya te dije lo que me contó el señor de Montejo, pero te negaste a verlo. ¿Quieres decir que ahora ya cambiaste de opinión?

—Estaba sobresaltada, Elizabeth —intervino el padre de Carolina al acercarse en ese momento—. ¿Cómo te sientes, querida? Nunca te habías desmayado.

—Estoy bien, papito —aseguró la joven, aferrada a la mano de Luis, como para no dejarlo ir, y sus padres intercambiaron miradas—. Yo… no… sabía que se referían a… a Luis.

—Pienso que suponíamos eso, Carolina —respondió su madre con frialdad—. Supongo que fue culpa mía. Debí explicarte las cosas, pero no sabía que tendrías una reacción tan violenta.

Carolina movió la cabeza y miró a Luis con urgencia.

—Mi mamá dijo… que… que tu hermano está muerto. ¿Es verdad? No puedo creerlo.

—Hubo un accidente automovilístico —habló Emilia—, cuando volvía de Las Estadas. Conducía el señor Allende, pero los caminos estaban resbaladizos…

—¿Qué? —inquirió Carolina y el color que empezaba a volver a sus mejillas desapareció de nuevo—. Luis… quieres decir…

—Creo que debemos dejarlos solos, Elizabeth —dijo el señor Leyton y la madre de Carolina asintió.

—Sí. Iré a preparar un poco de té —y luego miró a Emilia y agregó—: ¿Te gustaría ayudarme, jovencita? Me parece que tu tío preferiría hablar con Carolina a solas.

Emilia pareció dudosa, pero Luis al fin zafó la mano de la de Carolina y comentó:

—Me parece una idea excelente, Emilia —asintió, y la empujó un poco—. La señorita Leyton y yo tenemos algunos asuntos personales que

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discutir. Tal vez la señora Leyton te dará algo qué hacer mientras su hija y yo conversamos acerca de las posibilidades de que nos acompañe a México, ¿te parece bien?

—¿No te irás sin mí?

—Te prometo no moverme de aquí —le aseguró Luis, en voz baja, y luego le agradeció a la señora Leyton el que se la llevara.

La madre de Carolina hizo un gesto de despedida y luego salió con Emilia de la habitación. El señor las siguió y cerró la puerta tras de sí. Durante un momento el silencio que reinó en el cuarto sólo se vio interrumpido por la respiración agitada de Carolina.

—Esteban murió —susurró— por mi culpa…

—Claro que no —replicó Luis—. Era Tomás el que debía llevarte a Las Estadas, y supongo que él no habría tenido el accidente. Esteban estaba ebrio, al igual que Allende. Debe haber intentado hacer el viaje en esas condiciones.

—No parece posible.

—¿Por qué? —preguntó Luis mientras caminaba de un lado a otro por la habitación—. ¿Por la amenaza que te hizo? ¿Porque temías que era él y no yo el que vino a buscarte?

Carolina se sentó en el borde de la cama y se arregló el cabello, temblorosa.

—¿Cómo… sabes eso?

—¿Cómo crees? —inquirió Luis con impaciencia—. ¿En dónde crees que bebieron todo el alcohol que llevaban dentro? En el hotel, desde luego. Hay docenas de testigos dispuestos a declarar que Esteban te amenazó con golpearte y cosas peores. Sólo Dios sabe lo que habría hecho si hubiese llegado vivo a San Luis. Una cosa sí es segura: tía Isabel y Emilia habrían sido el blanco inmediato de su furia.

—¿Cómo te enteraste?

—¿Acerca de qué? ¿Del hecho de que saliste más tarde de lo planeado o… de la muerte de Esteban?

—Del accidente —frunció el ceño Carolina.

—Llegué a lugar de la escena sólo unos minutos después que ocurrió —replicó Luis—. Fue Emilia la que me contó lo que pasó.

—¿Emilia?

—Sí —asintió Luis—. Verás, tú no le dijiste que te ibas, pero cuando visitó a su amigo Benito esa tarde, él le confió el secreto.

—¿Acerca de Esteban?

—Desde luego. Entonces Tomás estaba ya de regreso y los sirvientes sabían lo que ocurría. Era un asunto excitante para ellos ver que el patrón había abandonado la cama para seguir a la joven inglesa a Las Estadas.

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—Pero Emilia…

—Pensó que él te había despedido. Ya sabes cómo funciona su imaginación. Ella tuvo miedo, pero por razones diferentes.

—¿Y mandó por ti?

—Con renuencia, Tomás aceptó llamarme al seminario.

—¿Y?

—Dios mío, no sabes lo que sentí cuando supe lo que había sucedido.

—Él… él pudo tener las mejores intenciones —Carolina se puso de pie.

—Tal vez —Luis inclinó la cabeza—, pero yo tenía que asegurarme. Temía… temía que…

—¿Qué me pusiera las manos encima? —preguntó ella y él asintió.

—¿Lo hizo?

—No —negó ella con énfasis y explicó en unas cuantas palabras lo que ocurrió—. No sé qué habría hecho si no me encuentro con ese grupo de turistas. Fueron amables conmigo y regresé a Londres con ellos.

—Gracias a Dios por eso.

Carolina logró esbozar una sonrisa.

—Cuando mi mamá me dijo que… que estaba muerto… pensé, creí al principio…

—¿Que se refería a mí? —terminó Luis por ella, y la joven asintió—. ¡Ay, Carolina!

Con impaciencia él se acercó a la joven tanto que casi perdió el equilibrio y ella se desplomó sobre un sofá.

—Me imagino que es por eso que me desmayé.

—¿Es demasiado pronto, verdad? —preguntó él—. No debí venir a buscarte todavía, sino escribirte informándote lo que pasó, y suplicarte que reconsideraras tu decisión de irte y rogarte que volvieras —se sentó al lado de ella.

—¿Mi decisión? —inquirió Carolina con voz trémula, pero no trató de ocultarla.

—¿Qué decisión?

—Queremos que vuelvas con nosotros. Emilia te necesita…

—¿Y… y tú? —preguntó Carolina y le tocó la chaqueta de cuero—. ¿También me necesitas, Luis? Porque yo sí te necesito muchísimo…

Se interrumpió al ver la expresión de él. La abrazó apretándola contra el pecho. Podía sentir sus músculos y la pasión de aquellos besos le robó la poca fuerza que le quedaba.

—Te necesito —confesó con rapidez, y sólo Dios sabe que es la primera vez que le digo eso a alguna mujer.

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—Pero el seminario… —balbuceó Carolina y puso la mejilla contra la de él.

—Me parece que ya sabes el motivo por el que ingresé al seminario. Tía Isabel te contó todo, ¿o no?

—Y Esteban —dijo Carolina con voz suave—, por si yo pensaba que podrías… venir a buscarme.

—Ay, querida mía, siempre existió esa posibilidad. Cada vez que te veía se me hacía más difícil volver… continuar con la vida que llevaba. Luego cuando Tomás llegó con la noticia de que Esteban te había llevado a Las Estadas… —se interrumpió con un temblor en la voz—, supe que pasara lo que pasara, no valía el sacrificio que hacía mi alma.

—¡Luis! —exclamó Carolina, acariciándole la cara casi sin poder creer lo que escuchaba—. ¿Quieres decir… que no piensas volver? ¿Nunca más?

—¿Tenías alguna duda?

—No lo sé. No quería creerlo —balbuceó, tan anonadada que casi no podía hablar—. ¡Ay, Luis, te quiero tanto!

—¡Cristo! —dijo él y le acarició el lóbulo de una de sus orejas—. ¿No sientes cómo tiemblo, querida? Créeme, no vine sintiéndome seguro de tu amor por mí. Tenía miedo… de que ese hombre del que estabas enamorada, me hubiera reemplazado en tu corazón.

—¿Andrew? —alzó la cara Carolina—. No, Luis, yo nunca quise a Andrew. Me di cuenta de ello casi tan pronto como nos conocimos. Él… me simpatiza y lo estimo mucho, pero no… no siento por él lo que por ti.

—Gracias a Dios —murmuró Luis con fervor antes de volver a besarla con pasión.

Los besos, se hacían cada vez más apasionados y como si temiera que los padres de Carolina pudieran entrar en cualquier momento, Luis al fin se apartó de ella y reclinó la cabeza en el sofá.

—Entonces —dijo con los ojos todavía entrecerrados y sensuales—. ¿Volverás conmigo?

—Si tú lo quieres —accedió ella, y le dio un beso en el cuello—. ¡Oh! Tu piel está un poco húmeda y…

—Y demasiado estimulada —agregó Luis con voz ronca, al tiempo que hacía a un lado los dedos juguetones de ella—. Carolina, no me provoques, te lo ruego. No quisiera faltarles al respeto a tus padres.

—¿Y en qué forma harías eso? —persistió ella, tomó la mano masculina para llevarla hasta su boca y besó la palma con gusto. Él inclinó la cabeza y posó de nuevo sus labios sobre los de ella.

Carolina lo abrazó dejando escapar un gemido de sumisión cuando la mano de él se deslizó de manera posesiva en uno de sus muslos.

—Te deseo —murmuró con urgencia—. Te necesito, querida, pero no aquí. No de esta manera. ¡Aunque hagas todo lo posible por volverme loco!

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—¿Me amas? —la joven lo miró fijamente.

—¿Amarte? ¡Ay, pequeña, amar es una palabra tan sencilla para describir mis sentimientos por ti! ¡Te adoro! Te quiero más de lo que puedes imaginarte.

—¿Y… qué hay… que pasará con doña Isabel? —inquirió Carolina con cuidado.

—¿Por qué lo preguntas? ¿Te refieres al hecho de que le informó a Esteban tus planes?

—¿Sabías eso también?

—Claro que sí. Tía Isabel y yo hemos tenido bastante tiempo para hablar acerca del futuro.

—¿Y?

—Ella sabe lo que siento por ti —suspiró Luis—; me temo que fue eso lo que inclinó la balanza en tu contra.

—Pero… ¿por qué? —movió la cabeza Carolina.

—La noche que envió por mí, estaba preocupada por ti, por lo que Esteban podría hacerte. Pero después, cuando nos vio juntos, se ofuscó al recordar lo que le sucedió a la madre de Esteban, su hermana. Para la tía Isabel tú eras una mala influencia y confió en Esteban porque él estaba a la mano.

—Me asustó muchísimo —se estremeció Carolina.

—No tienes de qué alarmarte. Ya no está en San Luis. Se fue después del entierro de Esteban. Está con una amiga de la señora Calveiro, y más adelante tiene planeado irse a España.

—¿A España?…

—A mí también me sorprendió eso —confesó Luis—, pero debes recordar que Isabel no es nada mío. Ella es tía de Esteban y el hecho que yo la llamara así no era más que por cortesía. Ahora que él murió, ella ya no tiene nada que ver con la hacienda.

—¿Entonces sólo viviremos ahí los tres?

—Para empezar, sí —asintió Luis con sequedad, y las mejillas de Carolina se cubrieron de rubor—. Siempre y cuando no te opongas a la presencia de Emilia.

—¿Oponerme? ¿Por qué habría de hacerlo? ¡La pobrecita ha sufrido tanto!

—¿Te refieres a la muerte… de Esteban? —titubeó Luis.

—Sí, claro, a la muerte de su padre.

—Esteban no era su padre —le informó Luis con voz gruesa, y Carolina se estremeció.

—Pero… tú me dijiste…

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—Yo te dije que yo no era su padre —le recordó Luis en voz baja—, nunca dije que Esteban lo fuera.

—Entonces… quién…

—Un amigo mío —Luis inclinó la cabeza—. Estaba de visita en la hacienda en una época en la que Juana era de lo más infeliz.

—¿Y Esteban lo supo?

—No —suspiró Luis—. Creo que él siempre quiso pensar que Emilia era su hija, aunque nunca dejó de decirle a todo el mundo que era mía.

—Pero Emilia…

—Ella sabe la verdad o al menos lo que debe saber a esta corta edad.

—Ella deseaba tanto que tú fueras su padre.

—Y lo seré… si tú quieres que viva con nosotros. Y habrá otros hijos… —le besó los párpados—, para que ella sea su hermana mayor, ¿te parece?

—Lo que tú digas —susurró Carolina con dulzura y él la besaba de nuevo cuando la puerta se abrió y la pequeña Emilia entró excitada.

—¡Tío Vicente! ¡Señorita! —gritó y saltó sobre las rodillas de Luis—. ¿Se va a casar con mi tío Vicente después de todo?

—Si él me acepta —asintió Carolina y se inclinó para abrazar a la niña.

Tres meses después, Carolina regresó de Mariposa una mañana, para encontrar a su esposo trabajando, como de costumbre, en el estudio. Desde la muerte de Esteban tenía demasiado qué hacer por estar al frente del manejo de la hacienda.

—¿Qué pasó? —preguntó Luis y dejó la silla para tomar a la joven de los hombros—. ¿Qué te dijo el viejo Rivera? Dímelo. ¿Es lo que sospechabas? ¡En nombre de Dios, no me mantengas en suspenso! No pude trabajar por esperar tu regreso. Debí haber ido contigo.

—¿Para escuchar que vas a ser padre dentro de unos cuantos meses? —inquirió Carolina en tono burlón.

—¿Entonces, es cierto?

—Así parece —asintió Carolina.

—¡Sabía que debí cuidarme más! —exclamó con impaciencia.

—¿Por qué? —preguntó Carolina en tono de reto—. Yo no quería que lo hicieras. Deseo tener un hijo tuyo, Luis, y no sólo uno, sino varios.

—Por favor, Carolina, no bromees. Ni siquiera hemos ido de luna de miel todavía.

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—Ya la tendremos más adelante —dijo Carolina—. Sabes muy bien que mamá y papá quieren venir a visitarnos. Les podemos pedir que vengan después que nazca el bebé, y nos iremos solos tú y yo —luego dejó escapar un suspiro—. ¡Emilia estará tan contenta!

—Carolina, ¿estás segura de que deseas este hijo?

—Claro que lo estoy —respondió—. Querido, te veo muy cansado. Me parece que trabajas en exceso.

—Y duermo poco —accedió él con sequedad y ella le sonrió.

—¿Y te importa mucho? —murmuró ella emocionada.

—Carolina…

—Ámame —sugirió ella con la boca cerca de la de él, y con un gemido, Luis sucumbió a la tentación de esos labios ligeramente abiertos.

Un rato después, en la cama, Luis se enderezó para observar la belleza de la mujer a su lado. Carolina se movió de manera sensual, sin sentir vergüenza ante ese escrutinio.

—Recibí otra noticia esta mañana —murmuró Luis—. Me llamó Vaquera.

—¿Vaquera? —frunció el ceño Carolina—. ¿No es tu abogado?

—Era el de mi padre, y más adelante de Esteban —asintió Luis, besándole un hombro—. Ahora creo que le encantaría ser mi abogado.

—¿Por qué? ¿Qué fue lo que te dijo?

—Sólo que se encontró el testamento de mi padre —le informó Luis con sequedad, y sonrió al enderezarse ella de repente.

—¡El testamento de tu padre! —exclamó la joven—. ¿Quieres decir que existe un testamento donde te incluye?

—Aparentemente sí. Dice que debe haber sido redactado por alguno de sus ex socios que ahora ya no pertenece al grupo, pero yo pienso que Esteban se ocupó de pagarle para que se quedara callado.

Carolina se sentó con brusquedad, colocando la barbilla sobre una rodilla levantada.

—¿Quieres decir que Esteban lo sobornó para que dejara guardado el testamento?

—Algo parecido —aceptó Luis—. Anda, no te excites tanto por ese asunto.

—¿Y por qué no? —inquirió Carolina, indignada—. ¿Te das cuenta de lo que esto significa?

—Significa que soy dueño legal de la propiedad de mi padre por herencia de él y no de mi hermano —observó Luis con tranquilidad.

—Luis… significa que Esteban te estaba privando de algo que por derecho era tuyo —protestó la joven.

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Anne Mather - ¿Por qué no amarte?

—Pero Esteban ya está muerto —comentó Luis—, y yo tengo tanto que no creo que sea justo empezar a culparlo ahora.

Carolina suspiró, pero cuando los dedos ociosos de él se deslizaron por su muslo hacia la rodilla, las protestas desaparecieron ante el deseo demasiado fuerte para poder resistirlo.

—¿Y tu mamá? —susurró ella al fin—. ¿Se lo dirás?

—Se lo diré —asintió Luis con impaciencia, y silenció las palabras siguientes con un ardiente beso—, pero para ella no significará nada. Es feliz donde está. Tú ya lo sabes. En eso así como en otras cosas, Esteban salió perdedor.

—Eres muy generoso —dijo ella y la sonrisa que le dirigió Luis fue triunfal.

—Puedo darme el lujo de serlo —le aseguró él con amor, y buscó poseer lo que indudablemente era suyo.

Fin

Nº Páginas 105-105