pomposos y a los indigestos textos legales. hasta tal ... · la tempestad desgarre las nubes, que...

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1. La muerte de un rey ESTA HISTORIA transcurre en el país de Katoren. Comienza una noche, hace diecisiete años. Una noche muy importante para dos personajes: el rey de Katoren y Stach. Fue la última noche del rey. Murió. Era octogenario y se hallaba singularmente cansado de reinar. Conoció la vida de un hombre feliz y cordial que triunfó en todo. La misma noche de su muerte sucedió lo que él deseaba. «Cuando muera —había declarado en muchas ocasiones—, deseo que la tempestad desgarre las nubes, que el granizo martillee sobre los tejados, que los relámpagos iluminen el cielo y que el huracán desgaje las ramas de los árboles. Sería incapaz de desaparecer en una suave noche de primavera embalsamada con delicados perfumes, porque tales noches están hechas para pasearse por el parque, para admirar las elegantes evoluciones de los cisnes en el lago y para lanzar magníficos fuegos artificiales.» Pero la noche en que se extinguió la vida del venerable monarca, Wiss —la capital del reino— sufrió el huracán más devastador del siglo. El alma del anciano, tras haber abandonado su enflaquecido cuerpo, arrebatada por la tempestad, fue a refugiarse en un lugar en el que jamás se había aventurado un ser vivo. Por lo que a Stach se refiere, también fue para él una noche muy importante..., porque entonces vino al mundo. En el instante en que un trueno, más violento que los demás, hacía temblar la humilde vivienda, su madre apretó los dientes con todas sus fuerzas, y Stach lanzó su primer grito de victoria. Tenía los ojos muy abiertos, lo que permitió afirmar a la comadrona: —Es un chico y tiene los ojos azules. Para Stach fue una suerte que durante los primeros meses de su vida sólo tuviera que preocuparse de beber y de dormir, porque el destino le asestaría golpes muy crueles. Primeramente fue su padre, un albañil que desde hacía varios meses trabajaba en la restauración de Santa Eloísa, la gran catedral de Wiss. Al día siguiente del nacimiento de Stach, un paje enviado de palacio acudió a la iglesia para anunciar la muerte del rey. Contó después que el hombre que habitualmente se encargaba de izar la insignia real en lo alto del campanario de Santa Eloísa había quedado tan empapado por la lluvia que se encontraba en cama. En consecuencia, las autoridades solicitaban del albañil que subiera hasta el campanario para colocar la bandera. Y eso fue lo que hizo. El pobre albañil no había podido dormir la noche anterior. Pensando sólo en su hijo, dio un paso en falso, se inclinó hacia atrás y cayó desde lo más alto del edificio. Fueron a dar la noticia a la madre de Stach, que aún no se había repuesto del parto. La desgraciada sintió tal pesadumbre por la muerte de su esposo que sufrió un ataque de fiebres puerperales. Unos días más tarde, Stach se veía huérfano. Por lo que se refiere al viejo rey, había muerto sin dejar heredero, y el problema de su sucesión planteaba dificultades. Como siempre sucede en circunstancias semejantes, una turba de intrigantes al acecho se entregó a una lucha implacable; finalmente, seis ministros se hicieron con el poder. Se apresuraron a anunciar la implantación de un sistema que permitiría nombrar a un nuevo rey: «Katoren merecía un soberano modelo, para hallarlo era preciso rodearse de garantías, etc.» Como era de esperar, nuestros seis ministros no llegaban a un acuerdo; ávidos de calmar su sed de poder, se aferraban a sus puestos como un mejillón a su roca. Los katoreninos continuaron mostrando su duelo por su llorado rey. Durante sus cincuenta años de reinado sólo conoció el afecto de sus súbditos. Hombre sencillo y sin pretensiones, le gustaba hablar con la gente, prefería los deslumbrantes fuegos artificiales a los discursos pomposos y a los indigestos textos legales. Hasta tal punto que la legislación preveía como mínimo tres exhibiciones anuales de fuegos artificiales: el día de su santo, el de su cumpleaños y, el tercero, cuando lo deseaba; la radio anunciaba, entonces, un «real día de fiesta» en que nadie trabajaba y que era generalmente soleado... Pero todo esto era ya sólo un recuerdo. El bebé Stach crecía, totalmente indiferente, como es lógico, a las luchas entabladas en las gradas del trono, a las fiebres puerperales y a las maquinaciones de la Junta ministerial. Era un niño espléndido, rosado, mofletudo y de excelente humor, apenas afectado por una brizna de pedantería. Con los pelos revueltos, tenía una manera muy personal de apretar los labios y crispar las mandíbulas que disuadía definitivamente a cualquiera que quisiera aprovecharse de él. Por espectaculares que fueran sus dones naturales, no podía vivir del aire, y cada vez que tenía hambre se manifestaba con tanta insistencia que su tío Gervasio abandonaba todas sus ocupaciones. Gervasio era el hermano mayor del padre de Stach. No tenía problemas porque desde hacía más de treinta y tres años era mayordomo del soberano. Hacía brillar las hebillas de plata de sus zapatos, cepillaba su uniforme, ordenaba al cochero que enganchara los caballos y desempeñaba muchas otras tareas. Pero en pocos días habían desaparecido su rey, su hermano y su cuñada. Tal vez hubiera tomado la decisión de poner fin a su vida si los clamores de Stach no le hubieran hecho ver la realidad. Gervasio lanzó un profundo suspiro de resignación; se fue a la ciudad para comprar leche, un biberón y una tetina y decidió alimentar como mejor pudiera a aquel rorro. Cuando terminó con los entierros instaló al bebé en la casita que ocupaba, tras el palacio. Así, Stach creció junto a su tío, que había conservado su empleo. Ya que los ministros utilizaban el palacio como sede de sus reuniones, él cepillaba el uniforme del señor Limpito y abría la puerta, cuando le daba tiempo a llegar, al señor Impetuoso. Gervasio era un hombre entregado a servir a los demás. A lo largo de su vida había aprendido a tender su sombrero a quien deseara cubrirse en el instante preciso en que lo necesitara: se había acostumbrado a entenderlo todo con medias palabras y a hacerse perfectamente invisible cuando no se le precisara. Sufría terriblemente aquella constante sujeción sin poder hacer nada para modificar las cosas. En consecuencia, y desde que comprendió que el destino le reservaba la tarea de educar a un chico hasta que se hiciera mayor, adoptó una firme resolución: «Stach no sería un hombre sometido a los caprichos de los grandes, sino un espíritu abierto dispuesto a caminar hacia adelante, incluso al precio de las peores insolencias.» Y dispuesto a aplicar este principio, sólo amonestaba a su sobrino cuando daba prueba de modestia; sólo le castigaba cada vez que se callaba en lugar de responder con insolencia. Fuera de esto, el chiquillo actuaba y se manifestaba como le venía en gana. Pasaban los años sin que los ministros se pusieran de acuerdo para elegir a un nuevo rey. Además, no había nadie en Katoren que creyera en aquella posibilidad. Pero, una noche, Gervasio tuvo un sueño extraordinario: estaba tumbado en una hamaca que había al lado del trono. Era ya muy viejo y se encontraba cómodo. Un fiel servidor llenaba y encendía su pipa mientras que a su alrededor unas atractivas jóvenes lo abanicaban. Cerca de él distinguía las rodillas del rey. ¿Era el viejo monarca que había vuelto, o se trataba de un nuevo príncipe? Tenía que ver su cara. Concentrando con gran dificultad sus escasas fuerzas, alzó la cabeza, que sostenía difícilmente su flaco cuello, su mirada se deslizó a lo largo del cuerpo del rey y... —¡oh, sorpresa!— ¡Descubrió a Stach en persona! Gervasio pensaba continuamente en aquel sueño. El chiquillo había venido al mundo la noche en que murió el rey. A medida que crecía se desarrollaban en él ciertas cualidades: valor, energía, honradez..., y Gervasio se convencía cada vez más de que Stach estaba llamado a reinar en Katoren.

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1. La muerte de un rey

ESTA HISTORIA transcurre en el país de Katoren.

Comienza una noche, hace diecisiete años. Una noche muy importante para dos personajes: el rey de Katoren y Stach.

Fue la última noche del rey. Murió. Era octogenario y se hallaba singularmente cansado de reinar. Conoció la vida de un hombre feliz y cordial que triunfó en todo. La misma noche de su muerte sucedió lo que él deseaba. «Cuando muera —había declarado en muchas ocasiones—, deseo que la tempestad desgarre las nubes, que el granizo martillee sobre los tejados, que los relámpagos iluminen el cielo y que el huracán desgaje las ramas de los árboles. Sería incapaz de desaparecer en una suave noche de primavera embalsamada con delicados perfumes, porque tales noches están hechas para pasearse por el parque, para admirar las elegantes evoluciones de los cisnes en el lago y para lanzar magníficos fuegos artificiales.» Pero la noche en que se extinguió la vida del venerable monarca, Wiss —la capital del reino— sufrió el huracán más devastador del siglo. El alma del anciano, tras haber abandonado su enflaquecido cuerpo, arrebatada por la tempestad, fue a refugiarse en un lugar en el que jamás se había aventurado un ser vivo. Por lo que a Stach se refiere, también fue para él una noche muy importante..., porque entonces vino al mundo. En el instante en que un trueno, más violento que los demás, hacía temblar la humilde vivienda, su madre apretó los dientes con todas sus fuerzas, y Stach lanzó su primer grito de victoria. Tenía los ojos muy abiertos, lo que permitió afirmar a la comadrona:

—Es un chico y tiene los ojos azules. Para Stach fue una suerte que durante los primeros meses de su vida sólo tuviera que

preocuparse de beber y de dormir, porque el destino le asestaría golpes muy crueles. Primeramente fue su padre, un albañil que desde hacía varios meses trabajaba en la restauración de Santa Eloísa, la gran catedral de Wiss. Al día siguiente del nacimiento de Stach, un paje enviado de palacio acudió a la iglesia para anunciar la muerte del rey. Contó después que el hombre que habitualmente se encargaba de izar la insignia real en lo alto del campanario de Santa Eloísa había quedado tan empapado por la lluvia que se encontraba en cama. En consecuencia, las autoridades solicitaban del albañil que subiera hasta el campanario para colocar la bandera. Y eso fue lo que hizo.

El pobre albañil no había podido dormir la noche anterior. Pensando sólo en su hijo, dio un paso en falso, se inclinó hacia atrás y cayó desde lo más alto del edificio. Fueron a dar la noticia a la madre de Stach, que aún no se había repuesto del parto. La desgraciada sintió tal pesadumbre por la muerte de su esposo que sufrió un ataque de fiebres puerperales. Unos días más tarde, Stach se veía huérfano.

Por lo que se refiere al viejo rey, había muerto sin dejar heredero, y el problema de su sucesión planteaba dificultades. Como siempre sucede en circunstancias semejantes, una turba de intrigantes al acecho se entregó a una lucha implacable; finalmente, seis ministros se hicieron con el poder. Se apresuraron a anunciar la implantación de un sistema que permitiría nombrar a un nuevo rey: «Katoren merecía un soberano modelo, para hallarlo era preciso rodearse de garantías, etc.» Como era de esperar, nuestros seis ministros no llegaban a un acuerdo; ávidos de calmar su sed de poder, se aferraban a sus puestos como un mejillón a su roca.

Los katoreninos continuaron mostrando su duelo por su llorado rey. Durante sus cincuenta años de reinado sólo conoció el afecto de sus súbditos. Hombre sencillo y sin pretensiones, le gustaba hablar con la gente, prefería los deslumbrantes fuegos artificiales a los discursos

pomposos y a los indigestos textos legales. Hasta tal punto que la legislación preveía como mínimo tres exhibiciones anuales de fuegos artificiales: el día de su santo, el de su cumpleaños y, el tercero, cuando lo deseaba; la radio anunciaba, entonces, un «real día de fiesta» en que nadie trabajaba y que era generalmente soleado...

Pero todo esto era ya sólo un recuerdo. El bebé Stach crecía, totalmente indiferente, como es lógico, a las luchas entabladas en las gradas del trono, a las fiebres puerperales y a las maquinaciones de la Junta ministerial. Era un niño espléndido, rosado, mofletudo y de excelente humor, apenas afectado por una brizna de pedantería. Con los pelos revueltos, tenía una manera muy personal de apretar los labios y crispar las mandíbulas que disuadía definitivamente a cualquiera que quisiera aprovecharse de él.

Por espectaculares que fueran sus dones naturales, no podía vivir del aire, y cada vez que tenía hambre se manifestaba con tanta insistencia que su tío Gervasio abandonaba todas sus ocupaciones. Gervasio era el hermano mayor del padre de Stach. No tenía problemas porque desde hacía más de treinta y tres años era mayordomo del soberano. Hacía brillar las hebillas de plata de sus zapatos, cepillaba su uniforme, ordenaba al cochero que enganchara los caballos y desempeñaba muchas otras tareas. Pero en pocos días habían desaparecido su rey, su hermano y su cuñada. Tal vez hubiera tomado la decisión de poner fin a su vida si los clamores de Stach no le hubieran hecho ver la realidad. Gervasio lanzó un profundo suspiro de resignación; se fue a la ciudad para comprar leche, un biberón y una tetina y decidió alimentar como mejor pudiera a aquel rorro. Cuando terminó con los entierros instaló al bebé en la casita que ocupaba, tras el palacio. Así, Stach creció junto a su tío, que había conservado su empleo. Ya que los ministros utilizaban el palacio como sede de sus reuniones, él cepillaba el uniforme del señor Limpito y abría la puerta, cuando le daba tiempo a llegar, al señor Impetuoso. Gervasio era un hombre entregado a servir a los demás. A lo largo de su vida había aprendido a tender su sombrero a quien deseara cubrirse en el instante preciso en que lo necesitara: se había acostumbrado a entenderlo todo con medias palabras y a hacerse perfectamente invisible cuando no se le precisara. Sufría terriblemente aquella constante sujeción sin poder hacer nada para modificar las cosas. En consecuencia, y desde que comprendió que el destino le reservaba la tarea de educar a un chico hasta que se hiciera mayor, adoptó una firme resolución: «Stach no sería un hombre sometido a los caprichos de los grandes, sino un espíritu abierto dispuesto a caminar hacia adelante, incluso al precio de las peores insolencias.» Y dispuesto a aplicar este principio, sólo amonestaba a su sobrino cuando daba prueba de modestia; sólo le castigaba cada vez que se callaba en lugar de responder con insolencia. Fuera de esto, el chiquillo actuaba y se manifestaba como le venía en gana.

Pasaban los años sin que los ministros se pusieran de acuerdo para elegir a un nuevo rey. Además, no había nadie en Katoren que creyera en aquella posibilidad. Pero, una noche, Gervasio tuvo un sueño extraordinario: estaba tumbado en una hamaca que había al lado del trono. Era ya muy viejo y se encontraba cómodo. Un fiel servidor llenaba y encendía su pipa mientras que a su alrededor unas atractivas jóvenes lo abanicaban. Cerca de él distinguía las rodillas del rey. ¿Era el viejo monarca que había vuelto, o se trataba de un nuevo príncipe? Tenía que ver su cara. Concentrando con gran dificultad sus escasas fuerzas, alzó la cabeza, que sostenía difícilmente su flaco cuello, su mirada se deslizó a lo largo del cuerpo del rey y... —¡oh, sorpresa!— ¡Descubrió a Stach en persona!

Gervasio pensaba continuamente en aquel sueño. El chiquillo había venido al mundo la noche en que murió el rey. A medida que crecía se desarrollaban en él ciertas cualidades: valor, energía, honradez..., y Gervasio se convencía cada vez más de que Stach estaba llamado a reinar en Katoren.

EL MINISTRO más antiguo se llama De Seer; tiene sesenta años y las profundas arrugas que surcan su rostro le dan un aspecto de preocupación. No ríe jamás. Cada mañana, con un pincel, dispone cuidadosamente los quince pelos que le quedan en la cabeza. Es la única distracción que se permite; por lo demás, el señor De Seer, ministro de la Seriedad, sólo se consagra a ocupaciones serias. Al día siguiente de la muerte de su soberano modificó las disposiciones sobre los fuegos artificiales. Los prohibió. El ministro De Seer es defensor acérrimo del amor al trabajo y del sentido del deber.

Una magnífica mañana, diecisiete años después de la muerte del rey, el ministro De Seer trabaja en su despacho del palacio. El sol de junio, que inunda la sala, calienta con tal ardor que obliga al político a bajar las persianas venecianas.

Llaman a la puerta. —¡Entre! —responde el ministro. Aparece entonces su colega Eskrupul, ministro de la Honradez. —Espero no haberte molestado —dice con voz débil. —En absoluto, Eskrupul, siéntate. Tras un breve diálogo sobre los asuntos políticos más acuciantes, el ministro de la Honradez

declara: —Esta mañana he comprobado que el viejo Gervasio ha trabajado cincuenta años en este palacio. Treinta y tres años al servicio del rey y diecisiete con nosotros.

—Ejem —dice De Seer. —Me parece justo —prosigue Eskrupul— que organicemos una pequeña fiesta en su honor. Es el tipo de propuesta indicada para irritar al ministro de la Seriedad. —Las fiestas constituyen un peligro para el amor al trabajo y al sentido del deber —declara

con enfado—. Trata de pensar en otra cosa, mi querido Eskrupul... —¿Una condecoración? —Eso me parece perfecto. Deciden conferirle la dignidad de caballero de la Orden Katorenina del Bisonte. De Seer

aprieta un botón y el viejo servidor aparece al cabo de unos instantes. —¿En qué puedo serviros, Excelencia? —pregunta Gervasio. —Por esta vez, en nada —responde el ministro—. Al contrario, deseamos hacer algo por ti. El

ministro de la Honradez acaba de recordarme tus cincuenta años de servicio. ¿Has pensado en eso?

—¡Des... desde luego, Excelencia! —balbucea Gervasio, rojo de confusión. —Hemos decidido nombrarte caballero de la Orden Katorenina del Bisonte. ¿Qué te parece? «Bastante me importan a mí vuestras tonterías», piensa Gervasio, y después responde: —¡Verdaderamente, no sé qué contestar, es demasiado! —En absoluto, en absoluto. No es

nada —dice Eskrupul, en tono bonachón—, te lo has merecido. —¿Hay otra cosa que podamos hacer por ti? —pregunta el ministro De Seer. —Desde luego que sí —responde Gervasio con gran pasmo de los dos hombres—. Les

agradecería que concedieran una audiencia a mi sobrino Stach. —¿A tu sobrino Stach?

—Nació la noche en que murió nuestro rey; al día siguiente, mi hermano se mató al caer del campanario de Santa Eloísa. Tres días más tarde, mi cuñada moría a consecuencia de las fiebres puerperales. Desde entonces me le encargado del chico... a mi manera.

—Jamás nos has dicho una palabra. Gervasio guardó silencio. «¡Como si alguna vez se les subiera ocurrido preguntarme!» —¿Y con qué motivo deberíamos conceder una audiencia a tu sobrino? El chambelán, muy turbado, da vueltas y más vueltas entre los dedos a su gorrillo. —El lo dirá... Tiene algo que pedirles —tartamudea. —Lo lamento —replica De Seer—, pero no puedo perder el tiempo recibiendo a chiquillos de

diecisiete años. Supongo, Eskrupul, que a ti te sucede lo mismo. El ministro de la Honradez no tiene mayor interés que su colega en conceder esta entrevista,

pero no quiere contrariar al mayordomo. —Dile que venga mañana a las diez —ordena—, yo lo recibiré. —Os lo agradezco mucho, Excelencia. ¡Adiós, Excelencia! El nuevo caballero de la Orden

Katorenina del Bisonte da media vuelta y abandona la sala. DE ESTA MANERA, al día siguiente por la mañana. Stach se halla sentado frente al ministro de

la Honradez, ministerio propicio a hacerle a uno la vida difícil. Al menos a juzgar por la deformación de los rasgos del rostro de Eskrupul: su labio inferior está agrietado, casi sanguinolento, porque el ministro no deja de mordérselo. A intervalos regulares cierra los ojos durante el tiempo en que se asegura mentalmente de que dice la verdad y nada más que a verdad. Durante años se estrujó el cerebro para decidir si debía empezar realmente sus cartas por la fórmula Estimado señor, aunque el destinatario le resultara indiferente o aún peor... ¡Hizo una prueba con Penoso tostón, pero la expresión causó cierto alboroto en la opinión pública! A partir de entonces, no escribió ya nada como encabezamiento de las cartas. El método resultó acertado. Las dificultades persiguen al desgraciado Eskrupul hasta el seno de su hogar. No hay día en que no sorprenda a su mujer y a sus hijos con alguna mentira. Como último recurso, sus dos hijos mayores se fueron a continuar sus estudios en el extranjero.

—Así que eres el sobrino de Gervasio... —comienza el ministro de la Honradez. —Sí, Excelencia —responde Stach con voz firme y mirando directamente a los ojos a Eskrupul. —¿Y qué es lo que tienes que pedir? —Señor ministro —empieza Stach—, en diecisiete años han tenido tiempo suficiente para

escoger un nuevo rey. Sin embargo, no han llegado a un acuerdo. En consecuencia, he venido a preguntarle lo que conviene hacer para convertirse en rey de Katoren.

El ministro de la Honradez parece que se ha quedado mudo. Jamás se ha atrevido nadie a formular semejante pregunta. Cierra los ojos y reflexiona.

—¡Si hubieras planteado esta pregunta al ministro del Celo habrías sido decapitado en diez minutos!

—¿Por qué? —pregunta sorprendido Stach. —Porque da a entender que desapruebas nuestra política. —Exactamente. —¡Qué vergüenza! —¡Creí que apreciaría una respuesta sincera!

—Escúchame, muchacho: trataré de olvidar lo que acabas de decirme. Ahora, pídeme otra cosa, un favor que pueda transmitir a mis colegas tranquilamente. Después, regresa a tu casa y no vuelvas a pronunciar tales monstruosidades.

—Señor ministro —prosigue Stach, que parece no haber comprendido nada—, le ruego que transmita mi pregunta al Consejo de Ministros: ¿Qué debo hacer para convertirme en rey de Katoren?

—Eso sería firmar tu sentencia de muerte. —Debo añadir que he telefoneado a todos los periódicos para anunciarles el objetivo de mi

entrevista. Los periodistas, congregados ante la puerta del palacio desde que yo entré, esperan su respuesta con curiosidad. ¿No teme que no estén de acuerdo con usted si su respuesta consiste en blandir mi cabeza en la punta de una lanza?

El ministro Eskrupul rechina los dientes. No se explica cómo el insignificante y dócil Gervasio puede tener un sobrino tan impertinente. Ni por un segundo imagina que este adolescente pueda

representar una verdadera amenaza para los ministros. Por otro lado, teme las reacciones de la prensa. Esos individuos están siempre al acecho de la menor inexactitud para lanzar inmediatamente grandes titulares.

—Voy a someter tu pregunta al Consejo —explica en tono altanero—. A su debido tiempo te llegará la respuesta. ¿Algo más?

—¡No, Excelencia! —¡Adiós, entonces! Stach se marcha y se apresura a contar a los periodistas su entrevista. Eskrupul permanece

meditabundo ante su mesa de trabajo. Su labio inferior va a sufrir una vez más las consecuencias de su contrariedad.

Transcurren las semanas sin que Stach reciba respuesta. Acuciado a preguntas, el tío Gervasio le informa que los ministros se reúnen muy a menudo sin lograr ponerse de acuerdo. Al parecer, según las últimas noticias, dos de ellos desean proscribirle y expulsarle a otro país, mientras que otros dos piden su cabeza, y los dos últimos quieren confiarle siete delicadas tareas. —Los cuentos antiguos rebosan de ejemplos —afirma Eskrupul.— . Así cuidaremos del sentido de la equidad de la población.

—Y además —añade Limpito—, será bastante fácil imaginar siete trabajos suficientemente penosos para que, ante la primera prueba, corra a acurrucarse entre las rodillas de su tío, llorando a lágrima viva.

Al señor Impetuoso no le parece un método decisivo: él pretende ir al grano directamente. ¡No olvidemos que es el ministro del Celo!

—¡Nada de parloteo inútil! Cortémosle la cabeza —declara mientras febrilmente anota en una agenda sus propias palabras y las de sus colegas.

El señor Laminador le da su aprobación, mientras que De Seer y Fraternal se aferran a su idea de la deportación.

Como último recurso y tras interminables e infructuosos debates, toman la decisión de echarlo a suerte y llaman a Gervasio.

—Tráenos los dados —ordena De Seer. El chambelán, presintiendo que está en juego la suerte de su sobrino, lleva los dados y el

cubilete con mano temblorosa. —Si sale el uno o el dos, su cabeza —anuncia De Seer—. Tres o cuatro, la deportación. Cinco o

seis, los trabajos. ¡Gervasio, lanza un dado! El anciano casi no necesita agitar el cubilete; su mano tiembla de emoción. Con un gesto

huraño lo coloca invertido sobre el verde tapete de la mesa. Después le falta el valor para levantar el cubilete. Impetuoso se lo quita de la mano y se inclina sobre el pequeño cubo de marfil.

—Un seis —anuncia—. Esto significa que el muchacho tendrá que superar siete pruebas. Dejo a mi amigo De Seer la tarea de determinar la primera. Estoy seguro de que designarás un buen encargo que le hará cambiar de idea. Por lo que a mí se refiere, voy a seguir con mi trabajo sobre la vida de las hormigas. ¡Adiós a todos!

Y abandona la sala. A su vez se levantan los demás ministros. —Di a tu sobrino que lo recibiré mañana a las diez —declara De Seer, dirigiéndose a Gervasio.

El viejo servidor se inclina profundamente a fin de disimular mejor su satisfacción. Después, y tan de prisa como le permiten sus piernas, se dirige hacia su casa.

AQUELLA NOCHE Stach hace que su tío le repita, por centésima vez al menos, el famoso

sueño, así como lo sucedido en la trágica noche de la muerte del rey. ¿Está verdaderamente predestinado a ser el soberano de Katoren?

Sube al desván, busca por todas partes sus humildes posesiones: un retrato de su madre, la paleta de su padre, un fajo de escritos del difunto rey que el tío Gervasio le regaló un día. Aproximadamente, éstas son todas sus riquezas; las sopesa: «Si no logro realizar las siete pruebas —se dice—, me haré albañil; es una magnífica profesión.» Pero en lo más hondo de su corazón está seguro de superarlas. Aunque sólo sea porque los diecisiete años son la edad en la que se vence a los gigantes, se decapita a los dragones y se confunde a las brujas. Examina las misivas del rey: en gran parte se trata de sentencias y normas de las que a veces se le escapa el sentido, pero no la armonía.

Al día siguiente, el ministro De Seer se muestra huraño y sin ganas de hablar. Ha pasado la mitad de la noche tratando de determinar una tarea digna de su «protegido.. Y, después, le ha sido imposible conciliar el sueño.

—Deja de sonreír —ordena a Stach con un tono enfático—. La vida no es tan agradable como te imaginas. Además, dejarás de sentirte tan alegre en cuanto sepas en qué consiste tu misión.

—Tengo curiosidad por conocerla —dice Stach. —¿No preferirías, mejor, renunciar a tu estúpido proyecto? Es un juego peligroso. Aún ignoro lo que será de, ti en caso de que fracases. Sigue mi consejo, muchacho: quítate de la cabeza ese ambicioso plan; esfuérzate, por el contrario, en llegar a ser un cumplidor sirviente como tu tío.

—Gracias —dice Stach. El ministro De Seer es un hombre enérgico que ha sabido apartar de su camino a buen

número de adversarios. Sin embargo, frente a este muchacho que le observa con mirada intrépida, a él, el temible ministro, De Seer cede ante un impulso de compasión. Y añade con tono conciliador:

—¿Me das las gracias porque tienes intención de renunciar? —No —rectifica Stach sin pestañear—, le agradezco el consejo, aunque no lo seguiré... ¡No

todos los consejos son forzosamente buenos! —Te encuentro peligrosamente impertinente. ¿De quién has tomado esa costumbre? —De mi tío. El ministro alza una ceja, dubitativo. —Bueno, acabemos: tu primera prueba consistirá en hacer callar a las aves de Decibelio. —Perfecto. Excelencia. Haré que se callen esas malditas aves. —No parece inquietarte la dificultad —observa. curioso, De Seer. —En absoluto —afirma Stach—. Jamás oí hablar de Decibelio ni de esas aves. Le agradezco

sinceramente que para la primera prueba me haya encargado un trabajo tan sencillo. —No te felicites demasiado pronto. Aquí tienes todo lo necesario —añade, entregándole un

sobre. —Muchas gracias, señor ministro del Celo. —Trata de que todo vaya bien. Stach abandona el palacio y cuenta la entrevista a los periodistas.

Al llegar a su casa abre el sobre. Contiene un billete de tren de segunda clase con destino a Decibelio. Sólo ida.

COGE UN BOLSO de viaje y mete unas camisas limpias, un pedazo de cuerda, una navaja y algunas menudencias. Se divierte cuando lee el periódico que anuncia la prueba, destacando la imposibilidad de que triunfe un adolescente de diecisiete años allí donde han fracasado innumerables sabios. Finalmente, se despide de su tío Gervasio, que tiene la desfachatez de entristecerse por la delicada situación de su sobrino. Se mete en un compartimiento y empieza a pensar en su futuro. Trata de imaginar cómo será Decibelio.

Un primer paso en el camino que conduce al trono.

2. Las aves de Decibelio

DECIBELIO ES UNA CIUDAD situada en el extremo nordeste de Katoren, allí donde comienza el

brumoso océano, junto a un rosario de islotes rocosos e inhabitables. Apenas había salido de la estación, Stach se encuentra en plena ciudad, presa de una extraña sensación de soledad. La ciudad no se fija en él. Los viandantes se apresuran silenciosamente, incluso cuando van acompañados. Los vehículos circulan por calles extrañas con nombres curiosos. Stach sólo conoce Wiss, jamás ha ido más lejos. Repara muy pronto en que todo el mundo lleva la cabeza cubierta. Se extraña, porque la temperatura no es rigurosa. Los sombreros y los peinados de las mujeres son muy elegantes y hacen juego con sus abrigos. Los hombres llevan un gorro gris de tela fina que les da a todos un aire parecido.

En el tren, Stach decidió ir directamente a ver al alcalde, quien, indudablemente, podría Informarle sobre este asunto de las misteriosas aves. Se acerca a un transeúnte para preguntarle dónde está el ayuntamiento.

—Perdón, señor. ¿Puede usted indi...? El hombre sigue su camino, parece no haberlo oído. —Excúsenme, señores, querría que me... —Señora, por favor, yo...

Ninguna reacción. ¿No sería que no lo entendían? Renunciando por el momento, toma la calle más frecuentada, que, lógicamente, debería llevarle al centro de la ciudad si es que no está ya allí.

Avanza con paso rápido, con la impresión de ser un intruso en esta ciudad extraña, cuando se produce algo inesperado. Una mujer sale por una puerta abierta de golpe, con un delantal como si saliera de la cocina. Lleva un extraño gorro que le tapa las orejas. Se precipita sobre Stach.

—Wen, ven, rápido! —le dice mientras lo coge por el brazo. Sorprendido, se deja llevar. ¿Qué diablos quiere? En cuanto entran en la casa, ella cierra la

puerta con un suspiro de alivio. —¡Estás loco! —le grita—. ¿Cómo puedes hacer una cosa así? —¿Qué es lo que he hecho? —pregunta sorprendido Stach. —Entra, ven. Pasan al salón, donde un niño muy pequeño se entretiene jugando con unos cubos. No

levanta la cabeza cuando llegan. —¡Buenos días! —dice Stach. El chico no responde. —¡Buenos días! —repite Stach más alto. El pequeño no parece haber advertido nada. —Déjalo —dice la madre—. No te oiría aunque vinieses con la banda municipal. —Ah, bien —comenta Stach desconcertado—. ¿Es sordo: —Un día se me escapó —le cuenta con tono de amargura—. Se fue a jugar al parque sin sus

orejeras. Llevaban una semana sin venir y, por desgracia. llegaron en ese preciso momento. —¿Quiénes? ¿Las aves? —pregunta Stach. que empieza a comprender.

—¡Pues claro que las aves? ¿Tú no eres de aquí? Ah comprendo por qué te paseas sin orejeras. Sentí un miedo terrible al verte por la ventana. Si te hubieran sorprendldo. estarías ya tan sordo como mi hijo.

Al advertir la expresión de intriga del muchacho, pasa por alto la pregunta y se pone a contar: —A intervalos irregulares. unas veces de varias horas, otras de varias semanas, sobrevienen

enormes bandadas de aves negras que proceden del mar. Siempre ha sido así según cuentan los más viejos. Estas aves chillan como todas las aves del mundo, pero con una diferencia: chillan todas a la vez, un solo grito de una nota aguda. Una nota tan penetrante que destruye instantáneamente el aparato auditivo de aquellos que no protegen sus oídos. Esta es la razón por la que en la calle hay que llevar un gorro con orejeras. Estando en el interior de las casas no se

vuelve uno sordo, pero el chillido es tan desagradable que la mayoría de los habitantes también usan las orejeras.

Entonces, Stach le revela que ha venido a Decibelio para hacer callar a las aves. —Pobre muchacho —murmura la buena señora con un tono de piedad—. ¡No lo conseguirás

nunca! Ya lo han intentado importantes profesores de ornitología. Algunos se han vuelto sordos y han orientado sus investigaciones al perfeccionamiento del aparato auditivo. En este terreno ocupamos el primer puesto.

—Todo esto me parece muy poco estimulante —dice Stach—. En fin, voy a visitar al alcalde. La dama le indica el camino que tiene que seguir y le entrega un par de orejeras de su marido. —Puedes quedarte con ellas. Tiene más de una decena en su cajón,

—Muchísimas gracias, señora. Acaricia, al pasar, la cabeza del muchacho y vuelve a encontrarse en la calle. Apenas ha tenido

tiempo de alejarse unos centenares de metros cuando un silbido aterrador le obliga instintivamente a llevarse las manos a las orejas. Un ruido insoportable que le revuelve el estómago: simultáneamente, el cielo se oscurece con millares de aves. Los transeúntes no se inmutan, ni siquiera levantan la cabeza, están acostumbrados a esta plaga diabólica. Stach tiene un pensamiento de gratitud hacia la señora del delantal. ¡Imaginad lo que le hubiera pasado si no se hubiera fijado en él y no le hubiese llevado a su casa! Con las manos aún colocadas sobre las orejas, se sienta en una acera hasta que las aves se alejan. Después, continúa su camino en dirección al ayuntamiento.

EL ALCALDE DE DECIBELIO es el hombre más charlatán que haya conocido nunca Stach. Lleva a

su casa al «joven-que-quiere-acabar-con-las-aves» y allí continúa hablándole incansablemente, agitando la cabeza, las manos, el cuerpo y, sobre todo, sus gruesas y fofas mejillas.

—Fíjate en el ejemplo de mi teniente alcalde Moven —le dice—. Tiene una teoría que nos repite continuamente desde hace años y según la cual conseguiría hacerse con las aves. No puedo decirte más, lo esencial es que no ha conseguido aún el menor resultado. Por eso, mi querido muchacho, es imposible que tú logres algo...

—Ya lo veremos —dice Stach. —... porque no eres de la región. El teniente alcalde Blankert tiene también una teoría. No hay

reunión municipal en la que no nos la cuente. Blankert es un hombre sabio que no ignora nada de lo que se refiera a las aves. Sin embargo, no ha descubierto todavía medio alguno de librarnos de esta plaga. ¿Cómo pretendes tú hacer algo cuando un...

—Ya lo veremos —repite Stach. ... sabio tan importante como nuestro teniente alcalde Blankert se declara impotente? Además, debo decirte. con toda modestia, que yo mismo he forjado un ingenioso plan. Sólo busco un medio de aplicarlo. Un día te explicaré el mecanismo... No quiero desanimarte, créeme, pero, como hombre cargado de experiencia en este campo. debo advertirte que no tienes ninguna posibilidad de éxito.

—Ya lo veremos —repite maquinalmente Stach. Si comprende muy bien todo lo que le ha dicho el alcalde es porque en cuanto cruzó el umbral

se quitó las orejeras; advierte, sin embargo, que su interlocutor, que no ha hecho lo mismo, no entiende nada de lo que le dice. Así, sin retroceder ante ninguna impertinencia, Stach le levanta una de las orejeras y grita:

—Ya oiremos eso. El buen hombre se sobresalta del susto y después se echa a reír.

—Tienes razón —le dice—, es muy dificil entenderse con estos malditos instrumentos en las

orejas. Aunque se dicen tan pocas cosas interesantes que no se pierde gran cosa. —Me gustaría conocer la teoría del teniente alcalde Moven, la del teniente alcalde Blankert y

la suya, señor alcalde —prosigue Stach. —¡Caramba! ¿Así que me has oído? —replica maravillado el alcalde—. ¿Sabes lo que vamos a

hacer? Esta noche me acompañarás a la reunión del ayuntamiento; cada uno presentará su proyecto. Si es preciso, yo empezaré exponiendo mi plan.

—Me encantará ir, señor alcalde. La esposa del alcalde, una señora muy sociable que nada tiene que envidiar a su marido en

cuestión de naturalidad, les sirve un suculento almuerzo y propone a Stach que se aloje en su casa. ¡Y eso que al pobre Stach se le ha caído sobre la alfombra una cuchara rebosante de pastel de crema, sobresaltado de espanto al paso de una nueva bandada de aves!

Stach se dirige a la sala de juntas en compañía del alcalde. Toman asiento en la tarima presidencial. Todas las sillas son rápidamente ocupadas por hombres y mujeres con carteras atiborradas de expedientes y de documentos. El alcalde, tras reclamar silencio con un imperioso mazo, abre la sesión y concede la palabra al teniente alcalde Moven. Stach se apresura a quitarse las orejeras y atiende al orador.

—Ya que las aves nos acosan —explica el teniente alcalde Moven—, esforcémonos por acosarlas a su vez. Puesto que emiten un sonido que nos resulta insoportable, hemos de producir un ruido que las disuada.

Con el fin de descubrir qué tipo de ruido podría hacer huir a aquellos malditos animales, capturó algunos y los encerró en una gran jaula en su jardín. Si frota una lata vacía con un cepillo metálico, las aves empiezan a chillar más fuerte y más agudo que el ruido de la lata. Detalle interesante: chillan en un tono completamente diferente del que emiten las que continúan en libertad. Lo que prueba su aptitud para utilizar varios tonos. Queda ahora por descubrir cuál sería el más propicio para desanimarlas. El día en que se encuentre, todos los decibelianos unirán sus esfuerzos para producirlo al mismo tiempo. ¡Y conseguirán, quizá, expulsar a los detestados animales!

Stach, interesado por la idea del teniente alcalde, que le parece muy ingeniosa, se extraña de que haya necesitado toda una hora para exponer su teoría. No se puede, desde luego, sacar partido de una experiencia cuando el único que ha escuchado ha sido él: los demás miembros de la reunión leen el periódico, manosean sus papeles o dan cabezadas dormitando.

Tras haber concluido Moven su exposición, el alcalde concede la palabra al siguiente orador. También él tiene un plan, al igual que la señora que le sucede en la tribuna. Uno quiere encerrar la ciudad bajo una campana de vidrio. la otra propone que emigren todos los decibelianos a otra provincia. ¡Otras tantas sugerencias que a Stach leparecen desprovistas de sentido lógico! Por el contrario, se despierta su atención en cuanto que Blankert toma la palabra. Sugiere capturar gran número de aves y enseñarles a chillar en un tono diferente del de los animales libres. En cuanto que estén adiestradas las soltará con el fin de que se mezclen con sus compañeras.

Es posible que las recién llegadas hagan escuela, y todas empiecen a cantar de una manera armoniosa. Como su colega Moven, Blankert ha encerrado a cierto número de aves en una inmensa jaula en su jardín. Lo peor es que se muestran testarudas y se niegan a imitar los cantos que él se esfuerza en enseñarles. Si sube el tono, lo elevan más que él; si lo baja, se divierten malignamente en bajar aún más. ¡Unos malditos animalejos, en verdad unos malos bichos!

Encolerizado, el teniente alcalde Blankert golpea la mesa con el puño, sin que impresione por ello a su auditorio: no dejan de dar cabezadas. Desconcertado por la indiferencia general, el orador empieza a tartamudear y rápidamente se calla, con gran alivio para Stach. Entonces, el alcalde toma la palabra. Encantado de haber encontrado un oyente atento, se entrega a su

discurso y sermonea a sus administrados con más ardor que nunca. Ha preparado un veneno capaz de romper las cuerdas vocales de las malditas aves. ¡Así éstas dejarían forzosamente de chillar! Pero hay una dificultad: encontrar la forma de administrarles el veneno, puesto que no se posan casi nunca en el suelo. A menos de que se les brinde grano envenenado. Y, consecuentemente, el alcalde propone ametrallar a las temibles aves con garbanzos impregnados de veneno.

Stach comienza a cansarse de escuchar a los charlatanes que se suceden en la tribuna. Y más cuando ya ha forjado un proyecto: gracias a las ideas expuestas durante esta larga velada, no será nada dificil conseguir que se callen esas negras aves. Ya ha elaborado un plan. Mañana mismo empezará a aplicarlo, mañana... cuando haya dormido... Está muerto de fatiga.

—¿Qué te ha parecido la reunión? —le pregunta el alcalde de regreso a la casa. —Muy interesante —responde Stach—. Me han brindado la solución en bandeja de plata.

El alcalde ni siquiera ha oído su respuesta. STACH SE DESPIERTA con la sensación de que este día debe realizar algo especialmente

importante. Ha dormido maravillosamente en una mullida cama, que al parecer sólo puede hallarse en Decibelio. ¿De qué se trata? ¡Ah! ¡Sí! ¡Las aves! Ha descubierto el medio de hacerles callar... Pero, ¿lo ha descubierto verdaderamente? Anoche, abrumado por la fatiga, privado de todo sentido crítico, la empresa le parecía fácil. Pero... ¿Y ahora, a la luz del día? Stach tiene que reconocer que un montón de buenas razones se oponen a la aplicación de su plan. Se levanta de un salto, se lava a toda prisa y se viste mientras reflexiona.

—Sin embargo —murmura—, si son exactas las observaciones del alcalde y de los tenientes alcaldes, debe de haber algún medio.

La esposa del alcalde ha preparado un abundante desayuno con tostadas, té y un huevo pasado por agua. Lozana y peripuesta, parece de un humor excelente y se aprovecha de que su marido duerme para acaparar la conversación. Sumido en sus reflexiones, Stach la deja hablar mientras come, sin saber qué. Respecto a su anfitriona, que está encantada de poder hablar sin riesgo de ser interrumpida, se contenta con unos «sí, desde luego» y «claro, naturalmente» que él desliza de cuando en cuando, y que estimulan su charla como un mecanismo al que se ha dado cuerda.

Stach se marcha a la calle en cuanto termina de desayunar. Se habría olvidado de sus orejeras si la mujer del alcalde no hubiera corrido tras él para entregárselas. Va en busca de un comercio de aparatos electrónicos y no tarda en descubrir la casa «J. Holder e hijos». El señor Holder es el único que se halla tras del mostrador.

—¿Qué deseas, muchacho? —le pregunta. —Señor —comienza Stach—, veo que vende aparatos de radio e instrumentos musicales.

¿Tiene también aparatos electrónicos? —¿De qué tipo exactamente?

—Me pregunto —prosigue Stach— si existe un aparato que emita un sonido cuya tonalidad pueda modificarse haciendo girar un botón.

—Ah, sí. ¿Te refieres a un generador de sonidos con un altavoz? —Eso mismo, un generador de sonidos. Pero es necesario que el sonido pueda elevarse hasta

un agudo... Hasta... hasta el máximo. —Eso no supone ningún problema —explica J. Holder—; el generador puede producir sonidos

tan agudos que no sea posible percibirlos. Por lo que se refiere a la potencia... Bueno, habría que conectar al circuito un amplificador.

—¿Qué circuito? —Pues claro, entre el generador de sonidos que los produce y el altavoz que los transmite.

—Ya entiendo —dice Stach—. En ese caso, ¿sabe usted lo que yo querría? ¡Obtener un sonido cien veces más intenso que el que jamás se haya podido producir!

—¡Dios todopoderoso —gritó el comerciante—, pero eso nos obligaría a llenar toda una casa de altavoces y amplificadores, y costaría por lo menos diez mil florines!

—Sólo tengo ocho florines y un billete de tren utilizado. —¡Entonces, es imposible! —replica el vendedor.

Stach se apoya en el mostrador y murmura: —¿Qué le parecería a usted un enorme titular en el periódico que, más o menos, dijera: las

aves de Decibelio exterminadas gracias a los aparatos cedidos por J. Holder e hijos? El comerciante se encoge de hombros. —Nada ni nadie exterminará las aves diabólicas, ni siquiera los más perfeccionados aparatos

de J. Holder e hijos. Se mantiene inquebrantable en su convicción a pesar de que Stach le expone su plan. El chico piensa ya en marcharse a otra tienda cuando llegan los hijos. Se informan del tema de la discusión e inmediatamente aprueban el plan del muchacho, estimando que merece la pena intentarlo.

—Sé razonable, papá —dicen a coro—; la experiencia puede realizarse fácilmente, y si fracasa los aparatos seguirán siendo nuestros.

—Manchados de excrementos de ave —gruñe J. Holder. —Los limpiaremos —afirman los hijos.

—Os conozco —refunfuña el padre—; eso significa que yo los limpiaré. ¡En fin, qué se le va a hacer! Haced lo que os plazca... Id a buscar el material al almacén.

En un abrir y cerrar de ojos, la escalinata del ayuntamiento desaparece ocupada por un sinfin de altavoces y de amplificadores, unidos unos a otros por una maraña de cables que se ligan para formar una especie de sinuosa boa, y ésta penetra hasta el comedor donde ha sido instalado el generador de sonidos. Cuando todo está preparado, los hijos etiquetan profusamente la instalación con el nombre de la firma J. Holder y después regresan a su casa.

Por suerte no llueve ni amenaza lluvia. Stach monta guardia junto al generador. Como si lo hicieran a propósito, las malditas aves no aparecieron ese día, ni el siguiente.

En la mañana del tercer día las previsiones meteorológicas comunican: «Chubascos frecuentes, seguidos de escasos claros, amenazan a los valiosos aparatos, a los que no se debe exponer inútilmente a la intemperie.» Apenas ha sido pronunciada la última sílaba de «inútilmente» cuando se desencadena el alboroto: millares de aves sobrevuelan la ciudad y revolotean sobre las casas y las calles, lanzando su aterrador chillido. Stach gira el botón con mano firme: el piloto se enciende, los amplificadores se calientan y. al cabo de unos instantes, se escapa un sonido de los altavoces. Un sonido tan potente como el chillido de las aves y casi tan agudo. Stach lo aumenta en algunos grados a fin de alcanzar una nota ligeramente más alta. Las aves callan por un momento, al parecer verdaderamente sorprendidas.. y después reanudan sus chillidos, pero —¡oh, sorpresa!— también éstas han cambiado de tono. Stach, con los ojos brillantes de excitación, gira un grado más el botón del generador; las aves se esfuerzan por chillar al unísono y lo consiguen... Ya no hay razón alguna para que no se realice el resto del plan... Cuanto más agudos son los sonidos que emite el generador, más se esfuerzan las maléficas aves por alcanzarlos y dominarlos.

—¡Adelante! —murmura Stach. Un último y vigoroso toque al botón de la emisión, la aguja tiembla en el dial, un silbido

aterrador, más agudo, escapa de centenares de altavoces dispuestos en batería. Las aves, que han caído en la trampa, se esfuerzan por subir aún más... Ping... ping... ping, las cuerdas vocales de las atormentadoras de Decibelio se rompen con chasquidos de piano maltratado. En unos minutos las aves se han quedado mudas.

Stach corta la corriente. Un silencio Inimaginable se abate sobre toda la ciudad. Han sido numerosos los habitantes que, a pesar de las orejeras, han seguido la ascensión del sonido. Han oído los chasquidos de las cuerdas vocales y ahora ya no oyen nada, mientras que los malditos animales prosiguen su ronda infernal por encima de los tejados. Todos los decibelianos creen que se han quedado sordos; les parece imposible ver las aves y no oír nada. Sin embargo, oyen toser, oyen un portazo y el resonar de pasos en la calle... ¡Y de repente comprenden que no sufren sordera alguna!

Los que viven en la plaza ven al joven desconocido, que no es de la ciudad, salir de casa del alcalde, alzar la cabeza hacia el cielo y quitarse sus orejeras. El alcalde en persona sale corriendo de su casa como un poseso, arroja sus orejeras al suelo, las pisotea con rabia y, abrazando al muchacho, baila con él por toda la plaza. Entonces, los habitantes, imitando su ejemplo, llegan a la plaza, en donde se amontonan muy pronto las orejeras; hablan unos con otros y advierten que se oyen y se entienden sin dificultad. Algunos se estrechan la mano efusivamente, como si aprovecharan la ocasión para reanudar relaciones interrumpidas desde mucho tiempo atrás. Lanzan exclamaciones de alegría, bailan y tratan de cantar..., pero no saben. ¿A quién se le hubiera ocurrido nunca cantar en Decibelio?

—¡Pues bien, vamos a aprender! —declara el alcalde, encaramado en el pedestal de la estatua de Gastonius el sordo, inventor del aparato auditivo. ¡Llegaremos a ser los mejores cantantes del país gracias a nuestro querido Stach, este maravilloso muchacho, rebosante de inventiva! Acércate, por favor. ¡Sube hasta aquí, a mi lado, y explícanos cómo te vino la idea!

—Escuché las experiencias del teniente alcalde Moven, del teniente alcalde Blankert y las de usted, señor alcalde. Las mezclé, entonces, como si hiciera un cóctel, según una receta que esperaba fuera eficaz. En fin, lo esencial es que sus cuerdas vocales no lo han resistido.

—¿Y las crías? —se inquieta el alcalde—. ¿No temes que todo vuelva a ser lo mismo cuando los avechuchos se hagan adultos?

—No lo creo —explica Stach—. Los padres no pueden ahora enseñarles la nota alta que ha hecho tanto daño. Creo, por el contrario, que se contentarán con piar y chillar como cualquier otra ave. Y además, si por desgracia se reanudaran algún día los chillidos ensordecedores, ya conocemos el remedio. SIETE DIAS y siete noches de festejos sumen a toda Decibelio en una desenfrenada locura a la que no escapa el propio alcalde. En un rincón de su granero un anciano había ocultado fraudulentamente un cohete que databa de la época del anciano y bondadoso rey. Para celebrarlo lo saca de su escondrijo y lo enciende. Toda la ciudad, presa de alegría, aplaude frenéticamente la lluvia de estrellas que cae delicadamente sobre la entusiasmada multitud. Stach cita una frase del rey: «Más vale un solo cohete desplegado en el cielo que diez inútilmente encerrados en una caja.»

—¡Desde luego! ¡Pero, sobre todo, que no se sepa! —susurra el alcalde, que no se halla suficientemente ebrio para desechar una eventual reacción del implacable De Seer—. ¡Cierra la boca, muchacho!

Entregan a Stach la medalla de honor de la ciudad y, como le brindan la oportunidad de manifestar un deseo, les dice que quiere un billete de tren con destino a la capital. Al alcalde, sorprendido por la moderación de su protegido, le gustaría insistir; por desgracia, su lengua, trabada por los excesos, le impide expresarse y se limita a sugerir la elección de un regalo para la próxima vez que Stach visite la ciudad.

Después, los decibelianos escoltan a su liberador hasta la estación bajo una lluvia de confeti; lo inundan con coñac de Cibelio, las chicas se le cuelgan del cuello, lo besan a cuál más ofreciéndose en matrimonio.... pero Stach. aferrado a la portezuela del vagón, se limita a hacer

grandes gestos de despedida. El tren se pone en marcha, y muy pronto la liberada Decibelio es sólo un punto en el

horizonte.

3. Palenque

CUANDO LLEGA A WISS, Stach abraza a su tío Gervasio, acaricia la cabeza de su perro Vlot y se pone una chaqueta limpia. Gervasio está muy orgulloso desde que los periódicos no escatiman elogios por las hazañas de su sobrino, de cuya celebridad se considera responsable.

—Tu vida está trazada —declara con énfasis—. ¡Llegarás a ser rey de Katoren, conforme a mi predicción!

—Espera que sepamos la segunda prueba —replica con prudencia Stach—. Si se les ocurre decirme que salte desde lo alto del campanario de Santa Eloísa se habrá terminado todo.

En el palacio las lenguas se desatan. Los que ocupan el poder, profundamente heridos por haber sido burlados, lamentan su fracaso. El señor Impetuoso, el vivaz ministro del Celo, que se siente especialmente afectado, trata de quitar importancia a lo ocurrido. —Es una lástima que yo no haya tenido nunca tiempo para ir a Decibelio —gime—. Esa triste situación habría sido remediada hace muchísimo tiempo.

Este buen señor Impetuoso es un hombre activo —hay que reconocerlo— que trota y corre desde la mañana hasta bien entrada la noche. No hay rincón en que no meta su nariz de inquisidor. Cada día redacta una decena de informes, escribiendo a la vez con las dos manos. Por la mañana temprano se viste en dos minutos y siete segundos, desayuna mientras baja la escalera y besa a su mujer en tanto se pone el sombrero. Es incapaz de imaginar que a alguien le guste vagabundear o descansar. Sus empleados son los funcionarios más atosigados del mundo; se pasan la vida pensando que se han equivocado y mueren en la flor de la vida de una enfermedad del corazón.

—Tú, el listo que votaste por las pruebas —dice a su compañero Limpito, el ministro de la Limpieza—. ¡Entretente en buscar la segunda para tu héroe! ¡Y trata de que sea un poco más compleja que la broma de Decibelio, porque de otra manera, y antes de que nos demos cuenta, nos encontraremos con un rey de diecisiete años que jamás ha redactado un informe y que será tan holgazán como los habitantes de este país de despistados!

Una semana más tarde, Stach se halla sentado frente al ministro de la Limpieza. La entrevista empieza mal. El ministro ofrece a la admiración de sus administrados un rostro perfectamente afeitado y los zapatos más relucientes del país. Se cambia de camisa tres veces al día y se lava los pies cuatro veces cada veinticuatro horas. En casa, la mujer y los hijos se tapan la boca con un trapo para evitar la contaminación. El interior del ministerio tiene el aspecto de un hospital. Todos los funcionarios lucen batas blancas y no se separan nunca del trapo con el que limpian cuidadosamente los pomos de las puertas tras haberlos tocado. En las paredes aparecen frases como: Soy un campeón del enjabonado, me lavo las manos antes y después de cada comida.

Frente a él, su interlocutor tiene todo el aspecto de un chico mugriento con las uñas mal cortadas y más o menos de luto. Y todavía muestra en el zapato del pie izquierdo una repugnante mancha de excremento de ave de Decibelio. La mirada inquisitiva de Limpito se fija inmediatamente en ese detalle repulsivo que le hace sentirse enfermo.

—Joven —balbucea el infortunado—, creo que voy a desmayarme. Stach salta de su asiento.

—¿Quiere que vaya a buscarle un vaso de agua: —propone amablemente. —¡Es mejor que vayas a limpiarte ese repugnante zapato! Stach sale al pasillo y rasca la

suciedad con una cerilla. En cuanto vuelve al despacho, Limpito, aún pálido, refunfuña:

—¿No te da vergüenza? —Es cuestión de costumbre —replica Stach con desenfado—. ¡En las calles de Decibelio se

mancha uno a veces hasta las rodillas! Después de semejante conversación es imposible llegar a la conclusión de que se ha

cimentado la base de una verdadera amistad entre el anciano y el adolescente. —Supongo que has venido a informarte de la segunda prueba que se te propone —prosigue el ministro con tono áspero.

—En efecto, Excelencia. —Espero que te darás cuenta de que, si fracasas, nos veremos obligados a castigarte. —¿Sí? —replica Stach—. Verdaderamente no veo por qué. —Aunque la misión de hacer callar a las aves de Decibelio fuese sólo un juego de niños, la

gente se ha interesado por ti y ha expresado una cierta admiración al respecto. Si fracasas en tu segunda tarea, la decepción de tus seguidores será considerable; a nosotros, como ministros responsables, no puede dejarnos indiferentes eso.

—¡Ah! —señala Stach. —Aquí tienes un billete de tren para Palenque. Tu misión consistirá en derribar el granado que

hay en esa ciudad. —Voy a proveerme de un hacha —declara inmediatamente Stach.

—Quizá sería mejor que te llevaras una coraza —rectifica el ministro sin sonreír—. ¡Buenos días! STACH EXPLICA a los periodistas congregados a la puerta del palacio en qué consiste la

segunda prueba. Inmediatamente, como la primera vez, todos corren hacia sus redacciones. El tío Gervasio muestra un optimismo que no guarda relación con el desánimo, que estuvo a

punto de hundirle, cuando supo cuál era el objetivo de la primera prueba. —Esta tarea me parece completamente irrealizable —declara con tono alegre—, pero estoy

convencido de que triunfarás. Al día siguiente, Stach ocupa su sitio en el tren que, tras un viaje de treinta y siete horas, lo

dejará en el extremo sudoccidental de la provincia más alejada de la capital. DURANTE EL SEGUNDO DIA, en la estación anterior a Palenque, una chica entra en el

departamento de Stach. Le parece extraordinariamente guapa. Debe de tener unos dieciséis años. Viste con unos vaqueros y una cazadora que ha conocido muchos lavados. Lleva el pelo suelto que le llega al hombro. Contempla el mundo con la misma seguridad que él.

—¡Hola! —dice ella con naturalidad. —¡Hola! Pese a la gran seguridad que en sí mismos tienen los dos, no tardan en preguntarse cómo

iniciar una conversación. A no ser que esta actitud se haya producido por la repentina y mutua simpatía que experimentan.

—¿Vas hasta Palenque? —pregunta él sin reflexionar. —¡Naturalmente! Es al mismo tiempo la estación más próxima y la final de la línea.

—¡Claro, sí! —Me llamo Kim. —Y yo Stach. —¿Stach? ¿El Stach de las aves de Decibelio?

—¡Exacto! —¡Eres tú? No lo conseguirás jamás —exclama con más sinceridad que diplomacia. —¿Por qué no? —¡Uf! El mundo entero ha estudiado la cuestión. Cualquier oficial con cuatro galones se siente

obligado, cuando está allí, a escribir un libro para ganar el quinto. Mi padre tiene ya dos armarios llenos de escritos y recibimos mensualmente una revista que se titula NDA, Noticias del Árbol.

—¡Ah!

—Escúchame, Stach. ¿Quieres que te diga algo interesante? ¡Te llevaré a mi casa! Oye, ¿te has creído que soy tu perrito? —Pues claro que no. ¡No digas tonterías! Mi padre es el alcalde de Palenque y, además, está

esperándote. Podrás alojarte en casa. A mamá le encanta tener invitados. Y a mí también. —¡Fantástico! —declara Stach—. ¿Y por qué no me informas de las NDA? —¡De acuerdo!

¿Qué quieres saber? —Todo, porque no sé nada. —Bueno. El árbol existe desde hace siglos. Se parece extraordinariamente, hasta el punto de

confundirlo, a un granado, ya sabes, esos árboles que dan unos frutos rojo-anaranjados, con muchas pepitas rojas y que su zumo es delicioso...

—Nunca he visto uno. En nuestra tierra hace demasiado frío para cultivarlos. —Pues nuestro árbol produce también frutos rojos como auténticas granadas, pero desde

hace unos cincuenta años ya no son frutos lo que se encuentra en sus ramas. Son granadas ofensivas que estallan con un ruido aterrador cuando caen al suelo. —Para colmo de desgracias, el árbol florece ininterrumpidamente durante todo el año; no

deja nunca de producir frutos y flores al mismo tiempo, de tal forma que nadie puede acercarse a él para cortarlo. Nunca se ha podido recoger una granada para examinarla. El último que lo intentó fue el coronel León, comandante en jefe del batallón de levantamiento de minas. Un día, sin un soplo de aire, colocó una redecilla en el extremo del cañón de su tanque con la intención de recoger un fruto como se hace en los huertos. Toda la ciudad estaba al acecho. De repente, una explosión hizo volar el tanque y el coronel en pedazos. Sólo se encontró el meñique de su mano izquierda.

—No buscaríais bien... —Sí, claro... es una manera de hablar... Fue enterrado en la catedral con honores militares.

Como hija del alcalde, coloqué una corona sobre su tumba. —Dime, Kim. ¿Cómo las granadas, si son tan potentes como para hacer polvo un tanque y a su

coronel, no destruyen el árbol? —Bueno, las explosiones arrancan enormes pedazos del tronco, y a veces caen ramas

enteras... Pero el árbol es gigantesco. Se podría abrir un túnel en el tronco para que pasara por allí una carretera... Además, las entalladuras se cierran, y las ramas crecen con una rapidez increíble.

—¿No se ha pensado nunca en colocar cincuenta cañones a una distancia aceptable y destruirlo así de una vez?

—Ya se ha intentado. Por desgracia, con el cañoneo las granadas empezaron a estallar con tal violencia que todos los cristales de la ciudad se hicieron añicos, se agrietaron los muros, volaron los tejados, qué sé yo... Y se vieron obligados a dejarlo.

—¿No os preocupa esa situación? —¿Qué podríamos hacer para modificarla? Las primeras casas se alzan a más de un kilómetro

del árbol y los cristales son triples. Así no tenemos nada que temer como no sea en los días de tormenta. Pero comprenderás fácilmente que este árbol se ha convertido en una obsesión... «Una chica simpática y guapa —piensa Stach entusiasmado—. He tenido suerte de encontrármela en el tren. y de que sea, precisamente, la hija del alcalde.»

—¿Cómo piensas abordar el problema de nuestro granado? —le pregunta Kim intrigada. —No tengo la menor idea. —¿Crees que te llevará mucho tiempo? Stach se encoge de hombros. —Si las cosas son así, fracasaré irremisiblemente —responde. Poco después, el tren entra en la estación de Palenque. Kim y Stach se bajan y se dirigen a la

ciudad, que no parece muy grande. Al chico le intrigan inmediatamente los pequeños tejados que

cubren los aparcamientos. —¿Para qué sirven esos tejadillos? —Cuando las explosiones son demasiado fuertes, caen a veces tejas, piedras y restos de todas

clases que podrían deteriorar la pintura de los apreciados coches —explica Kim con una mueca burlona.

Tras haber cruzado una gran plaza, siguen por la calle principal hasta llegar al ayuntamiento. —Mira —le dice Kim—, ésta es la catedral donde están enterrados los restos del coronel León. —Magníficas vidrieras —observa Stach. —Es un regalo de la fábrica. Festejó el año pasado su cuadragésimo aniversario. —¿La fábrica? —Si. a la salida de la ciudad: una factoría inmensa en donde trabaja casi toda la población de

Palenque. Mi padre trata a menudo con ellos. —¡Ah, claro! En el ayuntamiento se cruzan con la madre de Kim, arreglada de pies a cabeza y dispuesta a

salir. —Mamá, éste es Stach —anuncia la chica—; lo encontré en el tren. —Muy bien, muy bien —replica la señora. Coge la mano del muchacho y la acaricia entre las

suyas como si se tratara de un conejito recién nacido—. Es magnífico que estés aquí, jovencito. Kim te enseñará tu habitación. Naturalmente, no es posible hacer nada contra ese árbol, porque nuestro árbol es imperecedero; pero no está mal que se sepa. Lo siento muchísimo, pero ahora tengo que salir. Te veré luego. Kim, querida, hay carne fría en el frigorífico, y pan en algún sitio.

—¿Adónde vas? —A la OHA. Tengo que darme prisa, si no quiero perderme el comienzo de los cantos

gargarizados. ¡Hasta luego, chicos! Desaparece al instante. —¡Apuesto a que no sabes lo que significa la OHA! Tienes derecho a tres respuestas —

propone Kim llevándose a Stach a la cocina. —¡Ejem!... ¿Organización Honorable Antialcohólica: —¡No! —Pues bien... ¿Orden del Hábito Azul? —¡Tampoco! —Entonces... ¿Organización de la Hermandad de Asistencia? —¡En absoluto! Es la Orden de las Hermanitas del Arbol. Un club de mujeres firmemente

convencidas de que el árbol influye en nuestra existencia, como las estrellas... —¿O los signos del zodíaco? —¡Exactamente! Están chifladas. Por ejemplo, entonan un canto que interrumpen para hacer

gargarismos con jarabe de granada en conserva. Visten faldas hechas de hojas, y todos los instrumentos del culto han de ser de madera... ¡Qué se yo!

—Creo que necesitaré ver eso con calma. —¿Estás loco? —le grita Kim—. No admiten ni a los hombres ni a los jóvenes. Tienen

demasiado miedo de que se rían de ellas. —De acuerdo, no se hable más.

Mientras charlan, Kim ha preparado una comida ligera a la que los dos hacen honor sin salir de la cocina. Apenas han concluido cuando el alcalde sale de su despacho y conoce a Stach. Con un libro bajo el brazo, recorre a zancadas las habitaciones como un toro dispuesto a embestir. Evidentemente, no es hombre de parloteo inútil con las nalgas bien acomodadas en un sillón confortable. Por fortuna, la cordialidad de sus frases y su acogida desmienten lo que su apariencia tiene de áspero.

—Puedes quedarte con nosotros todo el tiempo que te parezca —le dice inmediatamente—.

Podría contarte lo que desees saber respecto del árbol, aunque todo lo que concierne a éste se halla en mi biblioteca. ¡Sólo que... si quieres informarte, necesitarás varios años de lectura!

—Hablando sinceramente, no tengo vocación para ello —responde con amabilidad el muchacho—. Me atengo a la regla de conducta enunciada por nuestro buen rey: «Un cohete lanzado difunde más luz que cien cajas de fuegos artificiales guardadas en el granero.»

Este bello pensamiento, digno de los mejores sabios, tierra la entrevista y la jornada. Después de que el alcalde se retira a su sala de trabajo, los dos abandonan los temas serios para entregarse al placer de la conversación y para conocerse mejor.

AL DIA SIGUIENTE, en compañía de Kim, Stach visita el restaurante Buenavista, desde donde se puede contemplar el árbol. Como está lejos, es mejor mirar con el anteojo eléctrico, en el que hay que introducir una moneda.

—Cualquiera diría que es un árbol completamente normal —señala Stach. Pero apenas ha terminado la frase cuando una terrible explosión le hace saltar de miedo. Kim

ni siquiera se ha movido. —Si diriges el anteojo hacia la derecha, podrás ver el polvorín. —Pero, ¿y el estallido? Supongo que se trataba de una granada.

—¿Cómo? Ah, sí, naturalmente... —¿No has dicho algo de un polvorín? —Eso es lo que he dicho. —¿Y se fabrica pólvora allí? —Pólvora, cartuchos, cohetes... Todos esos artefactos bélicos. —Entonces, las explosiones proceden de la fábrica, ¿no? —¿Tú qué crees? Sería demasiado

sencillo. Son las granadas que estallan al caer. —Pero con esa fábrica de pólvora tan cerca, quizá no sea una casualidad. —Muchas personas lo han comentado, pero nadie comprende qué relación podría haber.

¿Volvemos? —De acuerdo. —¿Qué puedo hacer por ti? —pregunta el alcalde—. ¿Quieres saber algo más del árbol? —Sobre todo me gustaría saber —responde Stach— cómo se desarrolla una granada. —¿Pero no te lo han enseñado en la escuela? —No he ido mucho tiempo, sólo lo necesario para aprender a leer, a escribir y a hacer

cuentas. No sé prácticamente nada más. —Bien, escucha entonces: primero se forma una flor que tiene en el centro el pistilo y los

estambres. En cuanto que un poco de polen de otra flor se deposita en el pistilo se realiza la fecundación y nace el fruto.

—¡Así de sencillo! Muy bien. ¿Pero cómo llega el polen de una flor hasta el pistilo de otra. —Unas veces son los insectos: una abeja, por ejemplo, que de una flor a otra transporta polen

pegado a sus patas. Otras veces es el viento que esparce el polen y espolvorea con éste los pistilos.

—Señor alcalde, me han dicho que hay aquí una fábrica de pólvora. ¿Es verdad? —En efecto.

—La chimenea que suelta el humo negro extenderá también finas partículas de pólvora. Polen de pólvora, por así decirlo.

—¡Sin ninguna duda! Creo descubrir adónde quieres llegar. —Ese polen de pólvora se deposita en los pistilos de las llores del árbol; los frutos nacen, pero

en vez de ser como debieran ser, cada fruto es una granada explosiva. —Ya se me había ocurrido esa idea, aunque me resulte inverosímil. Y además, aunque así

fuera, en nada cambiarían las cosas. ¿Cómo evitar que una fábrica de esas dimensiones suelte polvo de pólvora y el viento lo esparza?

—Le ruego que me dispense, señor alcalde, pero a mi el fenómeno no me parece tan

inverosímil como a usted. Y además, creo que la desgracia podría evitarse fácilmente. —¿Cómo? —Pues cerrando la fábrica de pólvora. —¡Imposible! —grita el alcalde con las manos alzadas y las palmas hacia adelante, como si así

quisiera rechazar aún más enérgicamente la sugerencia. Todo Palenque se gana la vida en esa fábrica. Sería la ruina de nuestra ciudad.

Stach se retuerce el lóbulo de una oreja. —¡Caramba! ¿Y para qué se utiliza todo ese material, la pólvora, los cartuchos, etc? —Lo almacenan en los arsenales, en los katorangares. —¿Para qué? ¿Cuál es su utilidad? —Alli se quedará hasta que estalle una guerra con nuestro vecino: Eltoren. —¡Pero si no hemos tenido un conflicto con Moren desde hace más de treinta años! Esos

depósitos tienen que ser ya considerables... quizá excesivos. —Desgraciadamente, no. Según los informes de nuestros servicios de espionaje, los eltorianos

construyen cada año nuevos eltogares. Así que no podernos ser inferiores a ellos. ¡Tienes que comprenderlo!

—¡No, no lo comprendo, señor alcalde! A menos que cada uno queramos superar al otro en la acumulación de explosivos.

—Hay algo de eso. sí. —¡Entonces, es una locura!

—Sin ninguna duda, pero nadie puede modificar las cosas. —Señor alcalde —dice Stach—, supongamos por un instante que el director de la fábrica

manda llenar los sacos de pólvora que envía a los katorangares con una mezcla de arena oscura y de turba. ¿Qué sucedería?

—Pues bien, el ministro..., los generales y los almirantes..., los altos funcionarios... A decir verdad, nada, creo yo. ¡A corto plazo no pasaría nada!

—¿Por qué no hacerlo, entonces? —¡Pero tarde o temprano acabaría por saberse! —¿Y qué? —¡Se esparciría el contenido de los sacos por los jardines públicos y me colgarían de la rama

más alta del primer castaño que encontraran! —¿Por qué razón? —Porque soy el presidente y director general de la fábrica. —¿El qué? —El dueño. —¡Ah! Stach sale del despacho; se siente contrariado. Elude, por muy poco, a la esposa del alcalde,

que quiere contarle algo sobre la reunión de la OHA, y se lanza sin rumbo fijo por las calles; se sobresalta cada vez que estalla una granada. El sol brilla, pían los pájaros..., pero las chimeneas de la fábrica humean sin cesar para llenar los katorangares con artefactos mortíferos. «¡Maldición! —piensa el muchacho—. ¡Y pensar que consideran a las ocas y a los asnos unos animales estúpidos! ¿Cómo es posible eso?»

Al cabo de unos días, Stach comienza a acostumbrarse a las formidables explosiones que alteran la tranquilidad de Palenque. Unas veces vaga solo por las calles, y otras lo acompaña Kim en sus vagabundeos. Nadie perturba sus reflexiones. La esposa del alcalde acaba de asegurarle que podrá quedarse el tiempo que desee. Sólo rara vez se tropieza con su anfitrión, y Kim lo besa a hurtadillas cada vez que lo encuentra en el banco del parque.

Un día, sumido en sus reflexiones, sale de la ciudad y camina en dirección al árbol. Se devana los sesos tratando de imaginar un medio de interrumpir el trabajo de la fábrica de pólvora, sin

comprometer la prosperidad de la ciudad... «¡Cuidado, Stach! ¡Te estás acercando peligrosamente al árbol! Sin darte cuenta acabas de cruzar la línea roja que delimita la zona de peligro...»

«En los katorangares podrían apilarse los sacos de turba —masculla con la mirada perdida—, así podría pasar un año antes de que se dieran cuenta..., pero, ¿y después?... ¡Después se echarían encima del padre de Kim! No es posible... ¿Y cargar a otro con la responsabilidad?... Tampoco es posible, luego...

El curso de su meditación se ve brutalmente interrumpido por una terrible explosión seguida de un choque violento en la cabeza y en un hombro. Stach se desploma llevándose la mano derecha al hombro izquierdo. «Estoy herido», piensa al ver escurrir la sangre entre sus dedos. Se pone penosamente en pie y se arrastra vacilante hacia la ciudad... Sus pasos se hacen más pesados a medida que. con la pérdida de sangre, su cabeza se vuelve ligera. ligera... Apenas llega al l ímite que marca la raya roja. cae al suelo sin conocimiento.

Media hora más tarde, la patrulla de vigilancia lo levanta y se lo lleva en una camilla improvisada con dos chaquetas anudadas por las mangas. Los dos hombres se encaminan directamente al ayuntamiento sin haber necesitado preguntar. Todos los habitantes de Palenque conocen de vista a Stach y saben dónde se aloja.

Kim, asustada al ver a su amigo tan débil y sin fuerzas... se repone muy pronto y manda llamar a un medico. Reconocimiento detenido de las heridas, transfusión de sangre, vendajes... El alcalde, sentado a la cabecera de la cama en la que yace Stach, completa la medicación haciéndole beber un trago de coñac.

—Saldrá de ésta —dice el médico—, pero sólo a condición de que repose durante varias semanas.

—¡Eso no importa! —interviene precipitadamente Kim—. Yo le cuidaré. A partir de la primera noche vela por él; le hace beber a traguitos, ahueca sus almohadas; en

suma, se comporta instintivamente como cualquier muchacha cuyo héroe acaba de caer en el campo de batalla. Durante varios días, Stach se debate en la pegajosa bruma de la semiinconsciencia en la cual el sueño se torna realidad, mientras que la realidad se reviste de los tiernos colores de lo irreal.

—Señor Smit —masculla—. Tiene que venir el señor Smit. Y Kim se pregunta en vano respecto a la identidad de este misterioso personaje; es imposible

conseguir que el muchacho dé la menor explicación. Por el contrario, su padre sabe muy bien de qué se trata.

Una mañana, Stach, muy cómodamente sentado en su cama, con la espalda apoyada en la almohada, le comunica su idea.

—Señor alcalde, debe nombrar presidente y director general de la fábrica al señor Smit. —¿El señor Smit? —Naturalmente, no existe. Escriba al ministro. Infórmele que, agobiado por las tareas

municipales, ha designado al señor Smit para ocupar el puesto de presidente y director general de la fábrica. Después, cuando descubran el pastel, el señor Smit se fugará, refugiándose en Eltoren. Forzosamente llegarán a la conclusión de que era un espía.

El alcalde se levanta asombrado. —¿Y que será de los obreros? —pregunta con interés. —Fabricarán cohetes para fuegos artificiales que no tendrán rastro de pólvora bélica..., fuegos

artificiales para más adelante, cuando yo sea rey. Se necesitarán muchos para distribuirlos por todas las provincias de Katoren. ¿El delirio había vuelto a apoderarse de Stach? La incoherencia de sus declaraciones parecía demostrarlo.

«Haces de estrellas rojas, amarillas, azules, repartidas por el cielo valen cien veces más que las que brillan en los uniformes militares», dijo el rey —murmura nuestro héroe.

El alcalde sale de la habitación como un lobo y se refugia en su despacho. Se encuentra seriamente afligido por el accidente de Stach. Hacía años que el árbol no había causado víctimas. Se sienta ante su mesa, toma una hoja de papel y con gesto resuelto desenrosca el capuchón de su estilográfica. Escribe:

SEÑOR MINISTRO: Cada vez más absorbido por la; ocupaciones administrativas de mi función, he decidido, designar al señor J. P. Smit para ocupar el puesto de presidente y director general de la fábrica de pólvora. La considerable experiencia y la amplia competencia del señor Smit en materia de pirotecnia me permiten presagiar...

STACH SE RECUPERA lentamente. Kim ha reanudado sus estudios. La esposa del alcalde se consagra con todas sus fuerzas a la OHA. Stach aprovecha la inmovilidad a que le obliga la convalecencia para devorar los libros de la biblioteca del alcalde. La fábrica ya no produce más pólvora. Siguiendo las instrucciones de un tal señor Smit, recientemente nombrado director, y para quien se ha preparado un magnifico despacho aunque manifieste una extraña predilección por las instrucciones escritas, los obreros ya solo fabrican cohetes para fuegos artificiales. Como de costumbre, tienen que hacerlo con el mayor secreto, puesto que la fábrica es una instalación militar que afecta a la Defensa Nacional. De esta manera, y pese a la sorpresa que se pinta en todos los rostros, nadie tiene sospechas del trabajo que consiste en llenar los sacos con una mezcla de arena y turba para enviarlos a los katorangares.

Stach lleva una contabilidad precisa de las explosiones que percibe semana tras semana. Al comienzo no se produce ningún cambio notable.

—Aún es demasiado pronto —observa el alcalde, que cada noche acude a charlar un rato a la cabecera del convaleciente—. Pasarán más de dos meses, antes de que la primera flor dé un verdadero fruto.

De hecho, a partir de finales del segundo mes disminuye el número de las explosiones hasta el punto de que los ciudadanos se sienten impresionados. Saben que Stach ha acudido a realizar una misión y los periódicos multiplican sus comentarios sobre el asunto. Saben también que Stach, gravemente herido, está siendo atendido en casa del alcalde, y algunos llegan a suponer que una tierna amistad le une con la hija de éste, que es muy bella. ¡Claro! ¡Pero de ahí a suponer que, sin abandonar su lecho, este interesante joven pueda ejercer sobre el árbol una influencia...! ¿Quién podría pensar en eso?

Cuatro meses y tres días después del accidente que apartó a Stach de la vida ordinaria, estalla la última granada. Precisamente, el día en que el muchacho se arriesga a salir a la calle por primera vez. Provistos con prismáticos, los ciudadanos forman un amplio círculo alrededor del árbol y tratan de descubrir alguna granada. Una larga experiencia les ha enseñado a distinguir al primer vistazo una granada explosiva de un fruto sabroso. ¡Pues bien! ¡Parece que ya está! El árbol sólo muestra frutos magníficos y auténticos. Un grupo de empleados municipales se adelanta. Con hachas y sierras cortan el árbol en un abrir y cerrar de ojos. A decir verdad, buen número de palenquinos se habían refugiado prudentemente en lo más profundo de sus cuevas, a la espera del espantoso cataclismo que no dejaría de conmover a la ciudad. Y también, muchas de las sacerdotisas de la OHA se tiraban de los pelos, conjurando a sus conciudadanos a que se alejaran del árbol antes de que el Fuego del Cielo consumiera la ciudad en un instante. Pero nada sucede. El árbol es derribado, despedazado, hecho astillas para alimentar una hoguera inolvidable.

Stach reúne su modesto equipaje. Por el momento nadie debe saber cómo se ha logrado la destrucción del árbol. Sería demasiado peligroso.

—Más tarde —afirma el alcalde—, cuando seas rey, explicaré a todos cómo lo conseguiste. Redacta dos cartas dirigidas al Gobierno. La primera, mandada por correo, anuncia la

misteriosa desaparición del señor J. P. Smit y la vuelta del antiguo presidente y director general de la fábrica.

—Durante algún tiempo —anuncia con despecho—tendremos que fabricar de nuevo auténtica pólvora.

—En cuanto suba al trono concluirá este absurdo —afirma Stach con tono resuelto, metiéndose en el bolsillo la segunda carta que certifica el éxito de su misión.

Mientras tanto, la plaza del ayuntamiento se ha llenado de una multitud de ciudadanos que reclaman a voz en grito la presencia de Stach.

—Es preciso que no me vean. Me acosarían a preguntas que no puedo responder... —Vayamos por la puerta trasera. Yo te llevaré a la estación por callejuelas poco frecuentadas. —¡No! —protesta Kim—. Yo me ocuparé de eso. La mirada de la muchacha despide un brillo especial. ¿O es que sus ojos están llenos de

lágrimas? Stach se inclina peligrosamente por la ventanilla de su departamento y las seca con un cariñoso beso.

—Tal vez un día te convertirás en reina —le murmura al oído. —¡Puedes contar conmigo cuando lo necesites! —le grita ella mientras que el tren se aleja

retumbando. Durante largo tiempo, interminablemente, Stach agita su mano. Mucho después de que

Palenque sea sólo un punto oscuro en el horizonte, distingue aún perfectamente el brillo deslumbrador de los bellos ojos de Kim.

4. La tercera prueba

TIO GERVASIO y su sobrino han intercambiado una discreta correspondencia durante la enfermedad de este último. Además, al regreso de Stach, el anciano ha dispuesto en la casa un magnífico ramo de las flores preferidas por el muchacho.

—Pues bien, ya estamos juntos de nuevo —suspira Stach satisfecho. ¡Estas flores son soberbias!

—Todavía tienes una cicatriz detrás de la oreja —observa inmediatamente tío Gervasio—. No me habías dicho una palabra. ¿En dónde está la chica?

—En su casa, naturalmente. —Creí que te habría acompañado. —No ha podido por culpa de sus estudios. ¿Qué comentan nuestros ministros? —Han oído decir que han cortado el árbol, pero la noticia no ha parecido alegrarlos. ¿Cómo lo

conseguiste, Stach? —Es un secreto. Tío Gervasio no consigue ocultar su decepción. —¿Incluso para mí? —¡Oh, no! Nada me impedirá decirte a ti la verdad. Y Stach le cuenta en pocas palabras lo

ocurrido. —Imagínate por un instante que Eltoren nos declarase la guerra —le señala Gervasio con

gesto de preocupación—. ¿Crees que nuestros soldados conseguirán acabar con el enemigo cargando los cañones con turba?

—¡Bah! El día que estalle la Tierra nos convertiremos en satélite del Sol —replica Stach con

desenfado. Su larga convalecencia le había permitido leer varias obras de astronomía y de ciencia ficción. El regreso a casa lo colma de felicidad: dormir en su propia cama, recuperar sus útiles y sus

malas costumbres, jugar con su perro... En honor al retorno de su dueño, Vlot se lanza a sus brazos para demostrarle su alegría.

Gervasio, que ha ido a palacio a informarse sobre el día en que podrá presentarse su sobrino, regresa con la cabeza baja y aspecto abatido.

—Se niegan a recibirte, con el pretexto de que no has realizado tu tarea. Pretenden que caíste enfermo y que el árbol se secó por sí solo, sin causa aparente.

—¡Esto es lo que me faltaba! —concluye Stach con una cierta desenvoltura—. Mis queridos amigos no confían en mí. Por fortuna tengo un certificado del alcalde. ¿Puedes entregárselo a esos señores, tío Gervasio? No temo que lo destruyan. ¡El ministerio de la Rectitud temblaría sobre sus cimientos!

—¡Eso está hecho, Majestad! —replica el anciano, tomando la carta del padre de Kim. Al día siguiente tío Gervasio entrega la carta al señor Eskrupul, quien convoca inmediatamente

al Gabinete a fin de proceder a su lectura. La voz del ministro es firme:

EXCELENCIAS: Certifico por la presente el reconocimiento de todos los ciudadanos de Palenque por el gesto que con ellos habéis tenido, enviándoles a Stach al objeto aniquilar el granado. El procedimiento empleado no puede serles revelado so pena de poner en peligro su seguridad Pero lo cierto es que ha realizado su misión con satisfacción general, no dudando en aventurarse tan cerca del árbol mortal que, en la realización de su heroica tarea acabó por caer gravemente herido. Mi admiración por este valiente y joven ciudadano de Katoren no conoce límites.

Expreso a Vuestras Excelencias mi más afectuosa consideración. Vuestro fiel servidor, el alcalde de Palenque.

UN SELLO IMPRESIONANTE autentifica el documento, que tiene eI mérito de hacer unos

discretos juegos malabares con la verdad. Pero nada permite suponer que Eskrupul se haya dado cuenta de este hecho.

Así, los ministros se resignan a tomar en serio a este inteligente joven, sin saber muy bien si conviene felicitarse de sus excepcionales aptitudes o si más valdría preocuparse. Evidentemente, la prensa no escatima elogios a la habilidad de un muchacho que, una tras otra, libra de sus males a las regiones desafortunadas. ¡Por desgracia, tales alabanzas son una crítica contra la elevada opinión que sustentan los ministros respecto de su administración!

—Abramos bien los ojos, amigos míos, y cuidemos de no ayudar a nuestro Robín de los Bosques —declara, no sin un cierto sentido común, el señor Fraternal, que, de pura casualidad, ha podido asistir a la reunión—. Correríamos el riesgo de echar a perder a un chico tan virtuoso.

El señor Fraternal, ministro de la Virtud, dedica la mayor parte de su tiempo a viajes, durante los cuales pronuncia conferencias.

Inclinaciones de cabeza en el auditorio como señal de aprobación. —Celebro muy especialmente que Decibelio y Palenque hayan salido tan bien libradas —

prosigue De Seer—, pero esto no elimina... —El riesgo de ver cómo un excelente muchacho desperdicia su talento —prosigue Fraternal—.

Ante todo es preciso vigilar para que la influencia... —¡Basta! —interrumpe Impetuoso, temiendo que desvíen el tema—. Debemos acabar el

asunto con esa tercera prueba, y no se hable más. ¡Ya se ha bromeado bastante! ¿Quién tiene

alguna propuesta al respecto? —¡Yo! Es Laminador, ministro del Orden y de la Mesura, el que ha hablado, concentrando en su

persona cinco atentas miradas. —El dragón de Humoacre. Nuevos asentimientos de cabeza de los jefes supremos. —No se le puede hacer una cosa semejante —insinúa Eskrupul, que en realidad ya está casi

resuelto a aceptar esa propuesta—. Apenas hace un año, el dragón de Humoacre liquidó para el almuerzo a todo un regimiento.

—¿El regimiento que mandaba el coronel Alzacuello? —Exactamente. —¡Y yo que me extrañaba de no encontrármelo en las fiestas oficiales! —exclama Impetuoso,

el único que encuentra el medio de asistir a las reuniones mundanas, gracias, sin duda, a la rapidez de sus movimientos.

—En realidad se lo comió de una manera completamente imprevista —rectifica Eskrupul—. Tiene una estatua en la plaza principal de Humoacre.

—¡Katoren tiene estatuas por todas partes! —protesta Limpito con un gesto cómico—. Cosas horribles e informes que desaparecen bajo una capa de excrementos de palomas. ¡Estoy en contra de las estatuas!

—¡Señores, no nos desviemos, se lo ruego! ¿Están ustedes de acuerdo en lo relativo al dragón de Humoacre? Nadie formula la menor oposición.

—Tú tienes que solucionar la cuestión. Laminador. Ha sido idea tuya. Laminador acepta esta tarea suplementaria. aunque tendrá que dedicar parte de su tiempo,

ya muy agobiado. Como cabe suponer, el ministro de la Disciplina lleva una vida duramente cronometrada.

Partidario ardiente de los beneficios de una vida regular. por la influencia que puede tener esta regularidad en la salud, el trabajo, la rectitud, la seriedad y numerosas virtudes; hace de la exactitud un acto de fe. Las malas lenguas pretenden que su pasión por la disciplina y la puntualidad ha cobrado las proporciones de una temible enfermedad crónica. Como ejemplo citan los dos relojes, uno en cada muñeca, y para completar lleva un despertador de bolsillo que marca sus hechos y sus gestos con un estridente timbre. Se levanta a las siete y veinte de la mañana. A excepción del día en que un insoportable dolor de muelas le obligó a sacar de la cama al dentista a las seis cuarenta y cinco. Tras ese incidente, su digestión quedó alterada durante cuatro días enteros, sin que pudiera averiguar si la perturbación podía ser atribuida a la sangre que se había tragado durante la operación, o bien al trastorno completo de su minucioso empleo del tiempo... Los pasatiempos —organizados— del señor Laminador le permiten satisfacer su pasión por la meteorología, y sueña con hacer llover en fechas estrictamente determinadas.

De cualquier manera, Laminador recibe a Stach y pone entre las manos expertas de nuestro héroe la suerte del dragón de Humoacre.

Stach se alegra manifiestamente de tener, por fin, que enfrentarse con un dragón: no se imaginaba de otra forma el desarrollo de la historia. Por el contrario, tío Gervasio, que recuerda perfectamente los enormes titulares que anunciaban la muerte del coronel Alzacuello a la cabeza de su regimiento, no ve en esta aventura ningún motivo de regocijo.

—Esa bestia fantástica posee por lo menos siete cabezas —señala con gesto preocupado. —Efectivamente —responde Stach muy contento—, se trata de una vieja costumbre de los

dragones. La leyenda recomienda cortar sólo seis, a fin de que la caída de la séptima no provoque el rebrote instantáneo de las demás.

—Pero, ¿cómo vas a conseguir cortar tú solo seis cabezas del dragón, cuando no lo logró un regimiento entero?

—¡Justamente! ¡La tarea resultará, desde luego, facilitada por la ausencia del regimiento, tío Gervasio! En cual-

quier caso, estoy seguro de una cosa: ¿Para qué complicar las cosas con un regimiento cuando bastaría con mi navaja, un ovillo de bramante y una chaqueta para cambiarme?

—¡Guau! —ladra Vlot con tono de aprobación. —¿Quieres venir conmigo, eh? Pero no puede ser. Mira, a los dragones les gustan mucho los

perritos como tú. Es mejor que te quedes aquí para cuidar de tu viejo amo. Adiós, tío. —¡Adiós, Stach! ¡Que Dios te guarde! Y tras esa breve despedida, Stach se pone en camino, con un paso ligero, el espíritu

desenvuelto y el pelo demasiado largo, en busca del monstruo de Humoacre.

5. Humoacre

HUMOACRE SE HALLA, aproximadamente, situado en el centro geográfico de Katoren, en plena región pantanosa, eternamente sumida en la niebla. Una bruma sucia y opresiva gravita sobre un suelo esponjoso que hace las delicias de los huraños habitantes de este país y hiela de error, ante aquel fúnebre paraje, al visitante extranjero descarriado por un error en su recorrido. Este es el reino de las alisedas podridas y de los sauces retorcidos en sollozos. Pequeños zarzales erizados de desmesuradas espinas, ortigas gigantescas y verdaderos matorrales de pie de lobo ahogan con toda su fuerza a las escasas plantas de corazón de oro. Cañas descoloridas de aburrimiento, que surgen de aguas estancadas y oscuras, mantienen una inquietante inmovilidad. Una serpiente venenosa se desliza sin ruido sobre el suelo fangoso, dispuesta a arrojarse sobre la rata ocupada en devorar una cría de polla de agua a la que acaba de triturar la cabeza. El miedo y la angustia reinan a la vez en todas partes. Una temeraria libélula trata de dar un poco de vida a este mundo desolado, volando, como una peonza, sobre la superficie de la ciénaga. Pero un pez, bruscamente surgido de las fétidas aguas, atrapa con su ávida bocaza al ángel gracioso de los insectos y lo arrastra bajo la superficie. Unos segundos más tarde, un ala frágil, de armonioso diseño, reaparece sobre el agua y flota tristemente, único testimonio del drama que acaba de ocurrir.

En este lugar de desolación y muerte mora el dragón. No existe otro sitio donde se sienta a gusto ni que pueda proporcionarle su ración cotidiana

de aves muertas, de hongos viscosos y de almas de incrédulos. Allí por donde pasa su cola escamosa no vuelve a crecer la hierba durante un año. Allí donde arroja su innoble aliento, las plantas se secan y los insectos mueren. Y cualquiera que caiga bajo la mirada de uno de sus catorce ojos verá cubrirse su piel de sarna y de otras enfermedades repugnantes, que lo atormentarán hasta su muerte.

Apenas baja del tren, Stach se tapa con el pañuelo la nariz para contrarrestar el insoportable olor a azufre, a huevos podridos y a las deyecciones del dragón. Esos olores se extienden por toda la ciudad. Las cimas de las torres desgarran negras nubes de hollín; todo está cubierto de una espesa capa de polvo negruzco.

Stach penetra en la ciudad con el pañuelo en la nariz y los ojos casi cerrados, lo que no impide que advierta que es el único peatón. Aquí todo el mundo se desplaza en el interior de pequeñas cabinas suspendidas de cables que corren a lo largo de las calles. Tales cabinas circulan a una velocidad vertiginosa, con todas las ventanillas herméticamente cerradas, escupiendo una humareda nauseabunda por un tubo de escape situado en el techo.

—¡Ojos del cielo! —murmura Stach. Exclamación verdaderamente impropia, porque en ese lugar el cielo resulta perfectamente invisible. Lo más que puede distinguir el muchacho son casas..., o, más bien, verdaderos palacios. ¡Qué extraordinaria ciudad, con sus calles tan anchas como avenidas, sus majestuosos edificios

construidos con las piedras más lujosas y conforme a los diseños más fantásticos! El mosaico policromado alterna con los arcos de frontispicios esculpidos: por todas partes brillan los mármoles pulidos, relucen los bronces y centellea el oro. La misma acera por la que avanza Stach. con paso titubeante, está construida de losas ornamentales. Prácticamente casi todas las calles poseen una catedral, opulenta construcción cuyas cúpulas y torres se hincan en la masa compacta de nubes hinchadas de negras humaredas. Detalle sorprendente: el minúsculo tamaño de todas las ventanas, sin excepción, que sólo dejan penetrar una irrisoria claridad; todas las casas tienen las luces encendidas en pleno día. Más sorprendentes todavía son las «plantas verdes» que supuestamente adornan las fachadas: musgo, hongos de tonos sospechosos, líquenes descoloridos y extrañas manchas pardas que se desarrollan en placas a lo largo de los muros y se parecen, hasta el extremo de confundirlas, a setas venenosas.

«Esta gente tiene una manera extraña de diseñar los edificios», piensa Stach, a quien la belleza arquitectónica de la ciudad no consigue librarlo de su apatía. Si se dejara llevar por sus deseos, se iría én el primer tren a cualquier sitio. Por fortuna, el sentido del deber le hace entrar en razón. «¡Vamos —se dice—, vamos a ver al alcalde!»

Imposible no reparar en el ayuntamiento ni en la casa del alcalde: en el centro de la ciudad, en la plaza más hermosa, un verdadero castillo. Al campanillazo del muchacho aparece un señor que lleva un uniforme junto al cual habría pasado inadvertido el uniforme de gala del coronel Alzacuello. Lógicamente, Stach deduce que se encuentra en presencia del alcalde.

—Me llamo Stach, señor alcalde —anuncia. —No soy el alcalde —declara el uniformado por una boca que desgrana parsimoniosamente

las sílabas. Soy el butler. —¿El... qué? —El mayordomo. Con los ojos como platos por la sorpresa, nuestro héroe sigue preguntando

con su habitual desenvoltura: —Entonces, ¿cómo es el uniforme que lleva el alcalde? —Esto no es un uniforme, sino un traje de librea, tal como es costumbre en cualquier casa

grande. —¡Ah, bien! ¿Podría ver al alcalde?

—No —responde el mayordomo con firmeza—. En primer lugar, porque se halla ausente; en segundo lugar, porque usted no ha solicitado audiencia, y en tercer lugar, porque no está convenientemente vestido. Para ser recibido por el alcalde hay que venir de chaqué.

—Pues bien, yo no tengo chaqué, ya lo ve. Pero quiero pedirle una audiencia para esta noche si es necesaria la petición para hablar con él.

—Sin chaqué usted no será recibido. Chaqué o lo que fuere, Stach se siente poco dispuesto a dejarse intimidar por un uniforme. —Limítese a anunciar al alcalde mi visita esta noche —precisa con aire desenvuelto—. Soy

Stach, de Wiss. He venido a liquidar su dragón. —¿Nuestro...? —¡Su dragón, claro! El mayordomo se queda pasmado. Su estupor aumenta cuando Stach, poniéndose de

puntillas, le murmura al oído: —Y ojo con los zapatos, ¡están cubiertos de una ligera capa de hollín! Después, añade con voz normal: —¡Hasta luego, señor! ¡Hasta la noche! Sale del palacio y prosigue la exploración de la ciudad. Fascinante arquitectura, desde luego,

pero el insoportable hedor del hollín y del azufre le obliga a refugiarse en un bar para beber un café. Sale con la misma rapidez que entró, tras haber comprobado por la lectura de la tarifa que le costaría 11,20 florines. Es mejor contentarse con unos tragos de agua en la fuente del parque...

Desagradable sorpresa por el gusto del agua: la recoge en el hueco de la mano y descubre que rebosa de gusanitos rojos. Asqueado, la tira al suelo. Dedica el resto de la jornada a la visita de las catedrales y, aunque en unas horas admira más obras maestras que en toda su vida, se siente abatido.

—Si este dragón no desaparece pronto, seré yo quien dejará la piel aquí —murmura. Cuando se hace de noche, Stach tira por segunda vez de la bola de marfil que hace resonar

una campanilla en toda la mansión municipal. El mayordomo acude a abrirle y, pasando por alto la sencillez de su vestimenta, le hace pasar al vestíbulo y después al despacho del alcalde. Este es un hombre de unos cincuenta años que viste un traje de corte impecable. Lleva el pelo corto, dividido por una raya, sin duda trazada con regla; sobre su altiva nariz lleva unas gafas con la montura de oro.

Al entrar Stach, se alza tras una gran mesa y recibe a su visitante con mayor cordialidad de la que habría podido esperarse de una nariz cabalgada por oro fino. En realidad, el anuncio de la llegada de Stach, que había sabido por los periódicos, le intrigaba al máximo.

Al igual que sus colegas, los alcaldes de Decibelio y Palenque, ha llegado ya de antemano a la conclusión de la inutilidad de la tarea confiada a su joven interlocutor.

—Cuando se piensa que el coronel Alzacuello en persona, con... —... con todo su regimiento, ya lo sé —interviene Stach solícito. —Mi pobre amigo —murmura el alcalde compadecído—. ¿Qué puedo hacer por ti? ¿Has

encontrado hotel? —Aún no. —Voy a hacer que te reserven una habitación en El Diente del Dragón, ahí enfrente, al otro

lado de la plaza. Es el mejor hotel de la ciudad. —¿Cuál es el precio, señor alcalde? —No muy caro... Unos ciento cincuenta florines la noche. —En ese caso no podría quedarme más de veinte minutos..., teniendo en cuenta el dinero que

llevo. —¡Caramba! ¿Es que se te ha olvidado la cartera? —se extraña el alcalde. —¿Olvidado? No, es que jamás he tenido tanto dinero. —Pero, ¿cómo es posible? —murmura confuso el alcalde—. Mi mayordomo gana por lo

menos un millón al mes. Aquí casi todo el mundo es millonario. Ahora le toca a Stach sorprenderse. —Pero eso no tiene importancia —prosigue el alcalde con brío—. Después de todo, tú estás

aquí para realizar una tarea en beneficio de la comunidad. Es, pues, justo que la comunidad cubra los gastos de tu estancia.

Toma el teléfono para llamar al hotel El Diente del Dragón. Reserva una suite a nombre de Stach, da instrucciones relativas a sus comidas y precisa que la factura será abonada por el municipio.

—¡Ya está todo arreglado! Ahora cuéntame cómo pretendes desembarazarnos del monstruo. —¿Qué es lo que puede revelarme al respecto? —¡No pocas cosas! El alcalde le informa entonces que el animal contamina la atmósfera con los gases y los

vapores nocivos que exhala continuamente. Le revela que de los lugares en donde se encuentra desaparecen toda la fauna y toda la vegetación. Le indica que sus vómitos corrompen irreversiblemente el agua de las fuentes y de los ríos, y que su aliento vuelve irrespirable la atmósfera.

—Me pregunto si el dragón es el único responsable de ese inconveniente —observa Stach, al tiempo que rechaza con una mueca de repugnancia el puro que le ofrece el alcalde.

Efectivamente, éste fuma, uno tras otro, esos horribles puros que el muchacho ha advertido en la boca de los escasos viandantes con los que se ha cruzado en la calle.

—¡Ah! —dice el alcalde—. ¿Te refieres a los puros? ¡También es por culpa del dragón! Fumamos este tabaco de

olor muy fuerte para combatir el hedor del animal, ¿comprendes? —No —replica Stach. —¿Cómo que no? —No lo entiendo. No puedo entender que se trate de ahogar un mal olor difundiendo otro

nauseabundo. —Se nota que todavía no conoces a nuestro dragón —suspira dolorosamente el alcalde—.

Razonarías de diferente manera si tuvieras que respirar constantemente esta olor a huevos podridos.

—¿Y las cabinas volantes que circulan por cables? Son bonitas, prácticas, rápidas..., pero ¿qué hacen ustedes con las espesas nubes de gas con que llenan las calles?

—Es el precio de la velocidad. —¿Y para qué la velocidad? ¿Es necesaria? —Permite permanecer menos tiempo en la calle. —¿Y por qué razón no van andando? —Para no sentir el hedor. —¡Típico! —exclama Stach—.

Esta ciudad de Humoacre es un pozo de contradicciones. ¡Jamás vi una ciudad ta espléndida, pero nadie desea admirarla! A propósito, ¿cómo han podido reunir tales riquezas, señor alcalde?

—Eso es debido a que todos trabajan sin descanso. —¿Por qué se trabaja tanto? —Porque no hay otra cosa que hacer. —¡No es posible! —grita Stach estupefacto—. ¡Yo sien pre tengo muchas cosas que hacer en mis ratos de ocio! —Por ejemplo... —¡No sé... Nadar, caminar por el bosque, charlar con los amigos en la Plaza del Mercado...,

jugar al fútbol y también..., sencillamente, tumbarme al..., al Sol! —concluye titubeante. —¡Exactamente! —asiente el alcalde— ¡Veo que nos entendemos! Ahora, si quieres

excusarme, he de redactar algunos informes para mañana. Te deseo una excelente noche en El Diente del Dragón y que pienses un medio eficaz para desembarazarnos del monstruo. Poco importa el di ro que cueste, pues tenemos más de lo que necesita

Pero te advierto que es inútil tratar de cortar las cabezas la hidra, porque rebrotarían a medida que las segaras. coronel Alzacuello podría contarte cosas sobre este asunto si no hubiera sido devorado como tantos otros... ¡Pues bien hasta la próxima, muchacho!

El hombre que unos minutos antes acogía con amabilidad a Stach ha vuelto a revestirse, repentinamente, de piel de digno personaje que interpreta una escena ante el público. Estrecha la mano del chico y llama al mayordomo para que lo conduzca hasta la puerta.

—Me parece que usted trabaja hasta muy tarde —observa Stach mientras camina al lado del mayordomo—. Ya estaba esta mañana cuando vine por primera vez.

—No trabajo más de dieciséis horas al día. —¿Cómo ha dicho usted? —Sólo necesito ocho horas para dormir. —¡Claro! Pero nadie puede vivir sin un poco de tiempo libre. —A nosotros, los de Humoacre, no nos gusta nada el ocio. Preferimos el trabajo. ¡Buenas

noches! EL DIENTE DEL DRAGON es un hotel muy lujoso. Dos botones se dirigen hacia él para

encargarse de sus maletas y se detienen en seco al advertir que sólo lleva un ligero bolso de viaje. A pesar de todo se lo quitan, cogiendo un asa cada uno, puesto que el reglamento interno establece que ningún cliente del hotel puede ser acompañado por menos de dos botones. Los clientes más importantes pueden tener hasta diez.

Acompañan a Stach hasta una suite con moqueta de lana donde se hunden hasta los tobillos. En la cama podría dormir el Gobierno en pleno sin ninguna molestia, y en el baño se podría aprender a nadar. Fascinado por los dorados candelabros, por los lujosos sillones, las pesadas cortinas de Damasco y los espléndidos lienzos que cuelgan de los muros, Stach acaba por sentirse a disgusto, casi desgraciado, entre tanto confort. Un pensamiento cariñoso para Kim le arranca por unos instantes de su profunda melancolía. Comienza a detestar seriamente al monstruo y se apresura a tranquilizarse, repitiendo que seguramente ha hallado ya el medio de vencerlo. Después se hunde en su mullido leche y duerme diez horas seguidas.

Al día siguiente, tras haber tomado su desayuno en un servicio de plata, rocía su pañuelo y su chaqueta con aguade lavanda y hace acopio de todo su valor para salir, se esfuerza por interrogar a algunos de los escasos viandante: pero éstos, no arriesgándose a salir al exterior más que el caso de necesidad absoluta y durante el menor tiempo posible, hacen fracasar todas sus tentativas. Finalmente (consigue entablar conversación con un barrendero municipal.

—¿Ves, allí, aquella nube de un color amarillento sucio? —le dice éste—. ¿La que se distingue fácilmente a pesar d la bruma? Pues bien, indudablemente allí está hoy el dragón

—Pero, ¿por qué es amarillenta la nube? —¡El azufre, siempre el azufre! Se dice que exhala continuamente azufre y gases sulfurosos...

Personalmente no lo he visto nunca, porque allí donde se posa su mirad te sale sarna. —Pero, ¿entra alguna vez en la ciudad? —No viene casi nunca. Le gusta demasiado su ciénaga —¿Qué le ocurrió al coronel Alzacuello? —¡Todo el mundo lo sabe! El coronel se presentó u buen día, a la cabeza de un millar de

hombres armados de pies a cabeza y que arrastraban los cañones. Salieron un mañana de la Plaza del Mercado. Todos corrimos a presenciar la partida, el entusiasmo era general; las muchacha rebosantes de júbilo, abrazaban a los soldados, y la mujer del alcalde plantó un sonoro beso en la mejilla del coronel. Fue el último beso que recibió. Y lo mismo les sucedió a los demás. Sólo escaparon dos soldados: Brass y Vagerel Reaparecieron por la noche, completamente perdidos. De de entonces, se encuentran recluidos en un sanatorio Contaron que dispararon como locos contra el monstruo y, efectivamente, oímos los disparos. Cortando una tras otra o juntas las cabezas, que rebrotaban inmediatamente no se dieron cuenta de que el monstruo ganaba terreno, hasta el momento en que estuvo suficientemente cerca para lanzarles a la cara una nube de gas amarillento y mortal. Después, a cada uno de los que atrapaba la hidra con sus horribles lenguas rojas se los tragaba instantánea- mente.

«Brass y Vergeren no comprendieron nunca por qué milagro habían escapado de aquella terrible matanza. Brass vio con sus propios ojos cómo el coronel desaparecía por una boca, que tres minutos antes había sido abatida de un cañonazo. No, decididamente; haz caso de mi experiencia; jamás conseguirás acabar con esta plaga —concluye el barrendero con una mueca de desprecio.

—¡Qué porquería! —murmura Stach. —¡Bah! A la larga te acostumbrarás —observa el barrendero—. Lo peor es, desde luego, el

hedor, al que nadie se acostumbra. Así se muere uno joven y por eso el empleo de barrendero está tan bien remunerado. ¡Date cuenta, verse obligado a trabajar siempre en la calle! Yo soy uno de los hombres mejor pagados de Humoacre. ¡Bueno, es preciso que me dé prisa! ¡Adiós!

Tras haber echado un vistazo a su reloj de pulsera de oro macizo, coge su enorme escoba y sigue con su trabajo.

Stach continúa su vagabundeo por toda la ciudad y se inquieta ante lo que descubre en su camino: los hongos y el musgo que invaden las fachadas de las casas, los ciempiés, las cucarachas y los escarabajos que hormiguean en los jardines públicos y las ratas grises de cola pelada que

cazan en los estanques y rondan por todas partes. —¡Qué porquería! —repite, dándose la vuelta para volver al hotel, donde toma asiento ante

un abundante plato de comida. —¿Qué vino desea beber el señor? —le pregunta el jefe del comedor, vestido como un

almirante el día de la fiesta nacional. —Agua —responde Stach, irritado ante tanto lujo. —el señor ha dicho agua? —repite el «almirante» con una expresión de profunda repulsión.

—He dicho agua —confirma Stach. El jefe de comedor se marcha y habla durante un largo rato con una especie de

«superalmirante», bruscamente surgido de la nada; después se mete en la cocina. Vuelve unos instantes más tarde con una garrafita de agua, un colador fino y un pequeño hornillo de alcohol. Cuela cuidadosamente el agua en presencia de su cliente, al que le muestra los gusanitos rojos que hay en el fondo de la vasija, echa después una tableta de desinfectante y hierve largo tiempo el agua.

—El señor comprenderá, sin duda, que sólo pueda ofrecerle agua caliente —comienza en tono de excusa. —¿No sería más sencillo —sugiere Stach— tener en reserva agua esterilizada?

—¡Es que hace más de siete años que nadie ha pedido un vaso de agua, señor! —Lo comprendo —admite Stach lanzando un vistazo al colador. Come, sin embargo, con buen apetito y dedica la tarde a pasear por la ciudad. Cuando llega la

noche, Stach personifica al mismo tiempo el infortunio, la soledad y el hastío. Irritado por no poder alejar a Kim de sus pensamientos, se decide a escribirle una larga carta. No trata de negar que le parece ridículo el hecho de que un futuro rey de Katoren, encargado de una misión de la mayor importancia, se aferre durante toda la jornada al recuerdo de una chicuela de dieciséis años. Pero lo hecho, hecho está.

AUNQUE no lo deseara, escribe, las circunstancias me obligarían a pensar en ti. Aquí todo es tan demencial, tan insoportable, que mi espíritu se evade hacia el clima maravilloso y soleado de Palenque. A propósito, ¿quieres pedir a tu padre que me envíe cien kilos de salitre y unos cuantos sacos de carbón? Sé que hay en la fábrica, Y tu padre me dijo que podía dirigirme a él en caso de necesidad.

TERMINA CON LARGAS frases tiernas y afectuosas, tan claramente destinadas a Kim que no nos atrevemos a meter la nariz.

Echa la carta al correo y se mete en la cama; ya no se extrañará nunca cuando le digan que ciertas personas abrumadas de pesar, abatidas por la frialdad del mundo, pueden pasarse una noche llorando a lágrima viva. En el mismo instante en que había decidido experimentar este tipo de consuelo se queda dormido. Pero no soñará con nadie. «¡Buenas noches, pequeño Stach!»

AL DIA SIGUIENTE Stach recibe una invitación para dar una conferencia en el salón de actos

del ayuntamiento. Una charla sobre el Sol. Aunque no haya asistido jamás a una conferencia, y con mayor razón no la haya pronunciado nunca, accede dócilmente a la (invitación. El auditorio resplandece de joyas, de oro y de diamantes. El presidente reclama y obtiene fácilmente la atención por medio de un maravilloso mazo de marfil.

—Nos sentimos especialmente satisfechos de contar entre nosotros, esta noche, al jovencísimo y ya célebre Stach —declara—. Ha accedido a hablarnos de un cuerpo celeste cuya existencia ignoraríamos si algunos de nosotros no hubiéramos tenido la oportunidad de verlo,

durante nuestras vacaciones, fuera de aquí; me estoy refiriendo al Sol... ¡El Sol, del que tan elogiosamente hablan nuestros manuales escolares! Stach ha nacido bajo este astro y nosotros sentimos curiosidad por conocer sus experiencias. Y quién sabe —añade bromeando— si en el calor de la discusión no nos revelará algún aspecto del plan de exterminio de nuestro dragón (risas en la sala). Cedo la palabra a Stach.

—¿Desean que les hable del Sol? —pregunta nuestro héroe. —Este es el objeto de nuestra reunión. Conociendo la audacia del muchacho, tal como hemos tenido ocasión de advertir en muchas

ocasiones, no nos extraña que se dirija a la tribuna con paso firme y que eche una mirada de complacencia al auditorio, cuyos pálidos rostros parecen embadurnados de harina como los de otros tantos payasos.

—Señoras, señores —comienza con aplomo—, no se irriten conmigo si les digo que tienen una tez cadavérica... Algunos silbidos de desaprobación.

—... en razón a la falta de Sol —prosigue Stach indiferente—, ya que la cualidad principal del Sol es la de dar a la piel un tono saludable. Por semejante razón los katoreninos, exceptuando los de aquí, muestran un color de miel en su cuerpo, donde se dibuja la forma del bañador que llevan en verano. Antes de venir aquí me preguntaba por la utilidad de esos dibujos blanquecinos y de formas a veces extrañas sobre su piel. En cuanto los he visto he comprendido que se tatúan así en testimonio de solidaridad con ustedes.

Sonrisas en la sala. Stach, estimulado, continúa su discurso sobre el Sol, recordando los gases sulfurosos, las nubes de hollín, el agua putrefacta y la horrible realidad de los largos y apestosos cigarros que los auditores encienden sin pausa. Arrebatado por su lirismo, habla de los cálices de las flores de pétalos desplegados hacia el Sol, describe el vuelo caprichoso de las mariposas, libando entre una orgía de colores; imita el vuelo del moscardón, de la mosca y del mosquito; se extasía con el perfume de una rosa recién cortada; hace surgir la imagen de bañistas tendidos en la playa y que sueñan con el infinito, dejando correr la arena caliente entre sus dedos.

Les canta los méritos del pozo abierto tras la casa de su tío Gervasio y del que con un cubo sube un agua límpida y helada, de agradable sabor. Los arrastra después hasta un pinar de maravilloso aroma, les hace dar un paseo matinal por un bosque de abedules donde las telas de araña cubiertas de gotitas de rocío tienden de un tronco a otro estuches de joyas que brillan bajo la cálida caricia del Sol naciente. Asciende con ellos por un camino de herradura excavado en el flanco de la montaña y les otorga un breve reposo sobre una roca plana, desde donde descubren un inolvidable panorama.

Las bellas damas lanzan suspiros que hinchan sus pechos sobrecargados de perlas y diamantes. Los hombres panzudos tratan maquinalmente de tensar sus músculos abdominales. La emoción y el deseo ponen un toque de color sobre mejillas lívidas. ¿Acaso todas estas gentes industriosas y trabajadoras sienten nacer en sí una brusca atracción por un poco de ociosidad y de diversiones al Sol?... Unos calurosos aplausos marcan el final de su improvisación. Vuelve a sentarse junto al presidente y le murmura incómodo:

—¿Puede considerarse como una charla lo que he dicho: El presidente inclina la cabeza. —¡Claro que sí! Y excelente —dice con calor. Después invita a los oyentes a formular preguntas. Como era lógico suponer, cada uno desea

saber por qué medio espera Stach acabar con el dragón. Y les responde que aún no sabe nada. —¡Habría apostado a que era así! —ruge un señor muy gordo. —¡Ah! —suspira una dama—. ¡Si pudiéramos volver a ver un día ese Sol del que acabas de

hablar. el cielo azul, el aire leve!... —¿Cómo? —objeta Stach—. ¿Y qué harían ustedes si dedican toda su existencia al trabajo?

—Trabajaríamos menos, somos suficientemente ricos. Pero el fondo del problema sigue siendo la presencia del monstruo, al que odian más que a nada en el mundo, —Por esta razón —explica una muchacha— el odio queda simbolizado por el amarillo. Abruman con consejos a Stach. que asiente cortés con la cabeza mientras los escucha un tanto distraídamente.

Tiene una idea. —Podrían hacer algo por mi —dice de repente—. Necesito aves muertas. Así que me gustaría que entregaran o hicieran entregar, en el hotel El

Diente del Dragón, todos los cadáveres de aves que encontrasen. —¡Ah! He comprendido —dice un señor—. Quieres hacerle pasar hambre, eliminando las aves

muertas que tanto le entusiasman. —No, en absoluto —rectifica Stach—. Es casi imposible matar de hambre a un dragón.

Además, «el hambre hace salir de la ciénaga al dragón». ¡No es eso lo que busco! No, he concebido otro plan que por el momento prefiero no exponerles. por temor a que falle. Esta es también la razón por la que, bajo ningún pretexto, deben matar aves. ¿Me han entendido? Sólo quiero que recojan los cadáveres...

—No será nada difícil —masculla un oyente con amargura—. Aquí las aves mueren a millares. ¡Pronto no quedarán más que los cuervos, y aun así... tendrá que seleccionar!

—Ya es hora de levantar la sesión —declara el presidente—. Señoras y señores, acaban de pasar dos horas en este salón; es un lujo increíble.

Concluye rápidamente el acto tras haber dado las gracias a Stach. Y cada uno retorna rápidamente, unos a su domicilio, otros a sus ocupaciones, en su pequeño vehículo suspendido que se aleja a gran velocidad escupiendo una espesa y rojiza humareda. Apretando su pañuelo contra la nariz, nuestro joven conferenciante vuelve a pie al hotel. Desea vivamente hacer algo por estas desgraciadas gentes. Es un sentimiento de afecto hacia ellos.

DOS DIAS MAS tarde, un empleado traslada varios sacos bastante grandes hasta la recepción

del hotel El Diente de Dragón. Proceden de Palenque y van acompañados de dos cartas. La primera, que muestra la letra de Kim, sólo habla de amor. Kim no tiene ganas de

comer ni de beber y ha perdido el sueño desde que sabe que su amigo tiene que enfrentarse a un dragón. Le cuenta mil tonterías que apenas se relacionan en nada con esta historia. Stach comparte hasta tal punto esta opinión que no duda en releer alrededor de quince veces esta trama de incoherencias antes de guardarla en el bolsillo interior de su chaqueta, sobre su corazón. Abre después la carta del padre, Que le envía sus saludos más afectuosos y le anuncia la llegada de cien kilos de salitre y de un saco de carbón. Sé que eres bastante mayor y razonable para velar por tu propia suerte, escribe, pero no puedo dejar de recordarte que seas prudente. Juegas una partida peligrosa.

—¡Qué demonios! —murmura el muchacho—. Si no hubiese peligro no me interesaría nada. En el momento en que se dispone a releer una vez más la larga carta de Kim llaman a la

puerta. Es el director del hotel en persona. —Perdóneme —dice—, pero me gustaría saber cuándo se va a llevar esas aves muertas.

Tenemos lleno el patio. —¿Teme usted que huelan mal, señor director? —¡Claro que no! Nadie se daría cuenta, pero el montón empieza a ser ya molesto, y además,

sobre todo... El buen hombre titubea. —¿Sobre todo, qué? —inquiere Stach. —Sobre todo, temo que el dragón, atraído por el olor. venga a dar una vuelta por el barrio.

—Su temor está justificado. A partir de mañana me encargaré de desembarazarles de eso. —¡Gracias! ¡Muchas gracias! ¡Pues sí! ¡Poco a poco la celebridad de Stach se ha afirmado de un extremo a otro de Katoren,

hasta el punto de que un personaje de la importancia del director del hotel El Diente del Dragón se inclina como un simple moto para darle las gracias! El resto de la jornada transcurre en un ambiente de unidad quirúrgica lanzada en paracaídas en la primera línea de un campo de batalla. Sentado

en una banqueta de cocina en el centro del patio, y con los guantes puestos, Stach abre los cadáveres uno tras otro en sentido longitudinal. Actividad singular, pero indispensable. Cada cuerpo, previamente rellenado con salitre y carbón, es después cosido con algunos puntos de alambre.

—Trabajo degradante —piensa—. Pero, ¿acaso el viejo rey no dijo que «el cohete desplegado como un abanico de luces en el cielo nocturno no está revestido del mismo papel que el del que lamentablemente cae al suelo con un detestable siseo?».

Al anochecer termina su trabajo. Abandona el montón de cadáveres con un suspiro de satisfacción y se hunde hasta el cuello en las delicias burbujeantes de un baño agradablemente perfumado. Después hace una visita al alcalde, quien lo recibe con afabilidad y se informa del progreso de sus preparativos con un tono que no deja duda alguna sobre su incredulidad. Pero, con gran asombro, oye que le responde:

—Todo va bien, estoy casi dispuesto, señor alcalde. —Ah. ¿Sí? —responde un tanto desconcertado—. No sabes lo que me alegro. ¿Necesitas algo

de mí? —Desde luego. señor alcalde ¿Hay alguna categoría funcionarios que trabajen fuera de la

ciudad? Me refiero cerca del dragón. —Hay una, en efecto. Pese a todo, hay que realizar ciertas tareas indispensables: cuidar del nivel de las agua en la ciénaga, por ejemplo, y de la recogida de una variedad de cañas que no crece más que en ese lugar. Tales tareas ingratas son realizadas por los miembros de un cuerpo especial. Se trata de funcionarios municipales, bautizados «dragones», que cobran los mejores salarios de Humoacre. Ganan incluso más que un barrendero. Hay que añadir esto que no sobreviven más de cinco años. Visten un traje especial, impermeable a las miradas del dragón, para que al menos no sufran la sarna quienes escapan a la muerte.

Pero las probabilidades de supervivencia siguen siendo bajas. Nueve de cada diez veces, un «dragón» detectado por el monstruo es capturado y devorado —concluye el alcalde con tono apesadumbrado.

—Dispongo de gran número de cadáveres de aves —declara Stach—. ¿Cree usted que los «dragones» podrían colocarlos en los lugares que frecuenta el monstruo regularmente? ¿Y preferentemente esta noche?

—Es posible. —¿Podrían comprobar mañana si ha engullido algunos? —No te preocupes, yo me ocupo de

todo. —Es usted muy amable, señor alcalde. Las aves están preparadas en el patio del hotel. Y han

sido numerosos los habitantes de Humoacre que han participado en la recogida. Buena gente, en verdad.

—¿Piensas envenenarlo, Stach? ¡Esa bestia diabólica es un veneno vivo! Temo que fracases, muchacho.

—Esperemos a que engulla lo que le he preparado, señor alcalde; después le confiaré mi proyecto. ¡Nos veremos pasado mañana!

Sale con paso alegre del despacho del alcalde, sonríe amablemente al mayordomo y, si no

hubiese sido por la hedionda bocanada que le golpea en la cara apenas cruza la puerta, habría saltado de alegría.

AQUELLA MISMA NOCHE retiran del patio todas las aves huertas. La jornada del día siguiente

transcurre en una espera angustiosa hasta el momento en que Stach se entera le que el monstruo ha devorado casi todos los manjares brindados a su glotonería. Por fortuna, todos los «dragones» de servicio han vuelto sanos y salvos. Nuestro héroe e presenta de nuevo en el despacho del alcalde.

—Ahora —anuncia— necesito un arma cuyo proyectil estalle proyectando llamas en el momento en que alcance su objetivo. —Es un articulo que no tenemos —responde el alcalde—. Somos un pueblo muy civilizado.

Sólo disponemos de armas para balas completamente normales, y aun así, no muchas. Dime al menos para qué la necesitas.

—Pues bien, se lo diré. Me han dicho que ese animal escupe continuamente vapores de azufre y de derivados del azufre. De ahí que se formen nubes amarillas o rojizas. ¿Es esto exacto?

—Completamente. —¡Perfecto! Durante mi reciente estancia en Palenque tuve ocasión de interesarme por el

azufre y por su empleo en una fábrica de pólvora. Por lo que yo sé, la pólvora se fabrica con salitre, carbón... y azufre.

—Así es —aprueba el alcalde, que trata de entender. —He rellenado los cadáveres ofrecidos a la voracidad del dragón con una mezcla de salitre y

de carbón. Cuando esta mezcla se haya desleído bien en la panza del monstruo podrá ser comparada con un...

—¡Barril de pólvora! —completa el alcalde como un escolar atento. —Más exactamente, podríamos decir que a lo que se parece perfectamente es a una granada

ambulante... para la que busco un detonante. Yo pensaba que haciendo brotar una llama en el interior de una de las fauces de la bestia se obtendría ese resultado sin dificultad. La bestia entera estallaría.

—¡Pues claro! —dice el atento alumno—. Por desgracia, no tenemos armas de ese tipo —añade el alcalde. —¿Ninguna verdaderamente, señor alcalde?

—¡Ni una! Como los explosivos, las granadas se fabrican en Palenque, las almacenan después en los katorangares... Y nosotros no tenemos ningún katorangar.

Surge un silencio pesado durante el cual los dos hombres buscan febrilmente una solución. —Dígame, señor alcalde —exclama súbitamente Stach—. ¿No le quedan algunos cohetes de fuegos artificiales? El alto funcionario enrojece violentamente. —¡Qué idea tan curiosa! ¡Sabes muy bien que pronto hará dieciocho años que nos

prohibieron guardar cohetes de fuegos artificiales! —Muy pronto —precisa Stach—, mañana, cumpliré dieciocho años. Dicho esto, y por el más

fortuito de los azares, ¿no le quedaría en algún rincón del desván un pequeño cohete? Para celebrar el advenimiento de un nuevo rey, por ejemplo.

—¡Claro que no, desalmado! ¡Bueno, en realidad, me queda uno, pero tú no tienes derecho a saberlo, detestable bribón!

—No tengo por qué saberlo, basta con que me lo entregue —dice Stach con una evidente falta de lógica.

El alcalde le precede a través de un dédalo de pasillos. Suben innumerables escaleras, combaten con cerraduras tercas y, finalmente, consiguen llegar al desván.

—¡Dios todopoderoso! —gime el dueño de la casa, enjugándose la frente—. Hacía un siglo que no ponía aquí los pies!

Abre los dos candados de una caja estrecha y baja, y extrae un cohete con su pistola. —El único que tengo —murmura—, y bastaría para que fuera a parar a la cárcel. Supongo que

no ignoras que se considera traición la posesión de fuegos artificiales. —Claro que no, le doy mi palabra —replica Stach—, pero siento curiosidad, señor alcalde, por

saber lo que le ha impulsado a conservar en su desván y desde hace tanto tiempo este objeto delictivo.

—El deseo de celebrar dignamente el acceso al trono de un nuevo rey, en caso de que lo necesitara. Por decírtelo todo, he de declarar que me gustaban mucho los fuegos artificiales de antaño. Antaño, no ahora. Y acuérdate de no decir ni una palabra a nadie.

—A nadie, señor alcalde. —¡Un cohete luminoso... —prosigue el alcalde—. sólo uno! Esto significa que debes hacer

blanco a la primera. De otra manera, chico, habrás perdido la partida. Y éste es un juego en el que corres el riesgo de perder la piel. Yo en tu lugar renunciaría cuando todavía estás a tiempo.

—¡Pues no! ¡Todo irá bien! Con el arma apretada bajo su chaqueta, Stach atraviesa la plaza corriendo. Se encierra en su

habitación, a fin de estudiar el mecanismo del cohete, lo que no impide que su imaginación vagabundee y esa escapada le pone un poco nervioso.

LA NOTICIA SE DIFUNDE de un extremo al otro de Humoacre con la rapidez del rayo: Stach se

ha internado en la ciénaga a fin de toparse con el dragón. A pesar de su ardor por el trabajo, los habitantes de Humoacre no pueden evitar alzar regularmente la cabeza y seguir el desplazamiento de la nube amarillenta, que indica la presencia del mostruo al oeste de la ciudad. No hay nadie con más de cinco años que no piense en el coronel y en su formidable regimiento. Brass y Vageren, que también han oído hablar de la peligrosa expedición del muchacho, sucumben a un acceso de dragonitits de tal violencia que los enfermeros se ven en la obligación de dominarlos sujetándolos con sábanas húmedas. Los funcionarios municipales hacen apuestas que llegan hasta veinte a uno a favor de la hidra. Un «dragón» cuenta a quien quiera oírle cómo se han distribuido los cadáveres por la ciénaga; otro dice que el joven extranjero de Wiss ha venido a pedirle prestado su traje antisarna.

—Es un muchacho valiente y activo —repite incansablemente. ¡Lástima que el dragón vaya a engullirle! ¡Lástima también de mi traje!

Dan las once. A mediodía todos dejarán de trabajar. La nube rojiza ensucia imperturbablemente la atmósfera al oeste de la ciudad. STACH AVANZA LENTAMENTE por un terreno pantanoso. Las botas de fieltro, que forman

parte del equipo especial antisarna, se hunden hasta la caña en un suelo esponjoso empapado de agua negruzca. No es nada difícil encontrar el camino que lleva hasta el monstruo; basta con buscar la densidad más fuerte de bruma amarilla.

Stach se aproxima a su objetivo, los latidos de su corazón se aceleran; Stach, el despreocupado, comienza a darse cuenta de los peligros que ofrece su empresa. Un examen imparcial de los detalles probaría incluso que sus posibilidades son escasas o inexistentes: ¿Se ha formado convenientemente la mezcla explosiva en las entrañas del monstruo? ¿Cómo dar en el

blanco sin error y sin haber utilizado antes el arma? Y, además, y aun suponiendo que sea buena su puntería, ¿funcionará correctamente un cohete de hace dieciocho años?

¡Dieciocho! «Hoy es mi cumpleaños», piensa Stach. por aferrarse a un pensamiento reconfortante. «¡En un día de cumpleaños nada puede fallar!» Un vistazo a su reloj le revela que es exactamente mediodía. De repente tiende el oído. Una especie de silbido suave y persistente le obliga a buscar refugio tras el tronco de un sauce llorón, hasta donde llega con tanta velocidad como permite el estado del terreno. Su mano derecha se crispa sobre la culata del arma hasta el punto de que palidece la articulación de las falanges. Explora con una mirada el restringido panorama que le permite el visor del casco de astronauta de su indumentaria de «dragón». El silbido ha cobrado intensidad y ahora le llega acompañado de un ruido entrecortado de salpicaduras y de ruidos de succión... Unos segundos mas y hará su aparición el monstruo. Stach, con los nervios a flor de piel, alza el arma en posición de tiro. En cinco minutos se habrá jugado la partida: o habrá desaparecido o Humoacre quedará libre para siempre de la hidra de siete cabezas...

—Es preciso apuntar bien —masculla—. ¡No es momento para dejarse llevar de los nervios, es preciso apuntar con exactitud!

¡De repente, el dragón emerge de la bruma a un centenar de metros de Stach! Siete lenguas rojas y horribles van y vienen, surgidas de siete enormes bocas abiertas montadas sobre cuellos flexibles que oscilan constantemente en todos los sentidos. Unas patas cortas y gruesas, que concluyen en garras ganchudas de ave rapaz, soportan un cuerpo rechoncho, pesado, deformado por repugnantes gibosidades. La cola, inmensa, puede por sí sola descabalgar a veinte hombres.

Stach aferra el arma con mano temblorosa. Apunta a la tercera cabeza, que es la que menos se mueve. Aún no ha partido el cohete del cañón de la pistola cuando sabe que no ha hecho blanco. En el momento de oprimir el gatillo el arma se ha movido ligeramente. ¡El cohete pasará junto a la última cabeza de la derecha y se perderá en el agua fangosa!

El dragón ha sorprendido el movimiento del arma. Catorce ojos de infalible mirada se fijan en el tronco desmedrado del sauce y ven surgir el proyectil. El monstruo no falla su presa jamás. ¡Y esta vez menos que nunca! Una boca escarlata desmesuradamente abierta se proyecta con glotonería en la extremidad de su cuello largo y flexible atrapa implacablemente el cohete a su paso. En el segund siguiente, una explosión ensordecedora disemina por lo alrededores diez mil jirones de dragón.

La onda de la explosión arranca a Stach de su escondrijo y lo lanza lejos de allí. Por fortuna..., qué digo yo, por milagro, porque también suceden milagros, sale indemne gracias al suelo esponjoso y a la protección de su traje de «dragón». Alza los ojos asfixiado: la cima del decapitado sauce ha ido a caer junto a él: en el lugar donde se hallaba el dragón se ha abierto un inmenso agujero al que se precipitan desde todas partes torrentes de agua glauca. En la muñeca de uno de sus guantes de caucho y en la culata del arma se han depositado pedazos de dragón. Stach se incorpora para examinarlos. Los pedazos se agitan. Se agitan y crecen, animados de vida propia. Se forman lentamente minúsculas cabezas de dragón apenas mayores que cabezas de alfiler. Crece, se extiende y se desarrolla una cola. Stach siente que se le oprime el corazón.

—¡Diez mil dragones! —gime—. ¡Diez mil dragones! ¡Katoren aniquilado, qué digo. el mundo entero asolado por los dragones! ¿Qué es lo que he hecho? Se tira al suelo con los ojos cerrados. Así no ve el espectáculo que se desarrolla en la atmósfera. La fantástica explosión ha formado una chimenea ascendente que provoca una monstruosa aspiración de aire, cuyos remolinos dislocan y succionan la espesa nube sulfurosa. Una especie de microborrasca, localizada, barre el cielo, dejando penetrar el sol; los cálidos rayos acarician, por vez primera desde hacía eternidades, las tierras pantanosas y putrefactas de Humoacre. Stach siente cómo el calor penetra a través de las fibras de su traje. Abre los ojos, mira su guante. Echa

un vistazo a su alrededor y se queda asombrado: el minúsculo dragón se encoge al sol. Se seca, se calcina hasta convertirse en unos segundos en un montoncito de polvo pardo. Su vecino, nacido en la culata del arma, sufre la misma suerte. Un pensamiento fulgurante atraviesa el espíritu de Stach: el dragón, no pudiendo soportar los rayos del sol, se envolvía constantemente en una espesa nube de vapor sulfuroso. A su alrededor, innumerables dragones, algunos de los cuales habían alcanzado ya la talla de un brazo, emergen del fango y se desploman inmediatamente bajo la caricia del sol, reduciéndose a polvo. Stach se alza, se despoja de su casco y ofrece su rostro descubierto a los rayos del astro recobrado. Su calor nunca le pareció tan dulce.

HUMOACRE SE HALLA en pleno desorden. La explosión precipitó a los habitantes fuera de las oficinas y los talleres. Vieron despejarse el cielo como por arte de magia. Y sintieron el calor del sol en sus lívidas mejillas.

Stach percibe un inmenso grito de alegría que crece a medida que él se aproxima a la ciudad. En la gran plaza central la gente amontona las cabinas aéreas y las cajas de puros apestosos. Riegan todo con gasolina, y en el momento en que Stach llega al lugar del auto de fe, grandes y pequeños se cogen de la mano e inician una alegre danza. Un viento de locura sopla sobre la población.

—¡Cobra tu recompensa! —ruge el alcalde— ¿Quieres cinco millones? ¿Diez millones? Dinos lo que quieres... —Un billete de tren —responde Stach.

—¿Pero te has vuelto loco? En primer lugar, debes quedarte con nosotros. ¡Después pondremos a tu disposición todo el dinero que quieras!

—En absoluto —replica Stach—. Primeramente, no tardarán en empobrecerse, porque todos querrán beneficiarse del sol y trabajarán menos. Créame, señor alcalde, esta nueva situación va a crear algunas dificultades. Después... —¿Después?

—Después, yo no he emprendido esta tarea para enriquecerme, sino sólo porque quien quiera reinar un día debe poder superar pruebas de este género. En este caso, el dinero no tiene ningún valor. ¿Acaso no dijo nuestro viejo rey: «Un príncipe que se hace retribuir sus servidos es comparable a un volcán en erupción. Es grande, poderoso, rico en vivos colores, pero mortalmente peligroso»? En consecuencia, señor alcalde, le ruego sencillamente que me proporcione un billete para Wiss. Aún he de superar cuatro pruebas. Cediendo inmediatamente ante estas excelentes razones, el alcalde conduce a su joven héroe hasta la estación, le ofrece su billete y durante largo tiempo le dice adiós, agitando en el andén desierto los jirones de su chaqueta.

—¡Buen viaje, Majestad! —murmura. Stach se hunde con placer en el mullido asiento de primera clase. Durante largo tiempo distingue desde la ventanilla el resplandor de las hogueras que iluminan Humoacre.

6. Nueva contrariedad para el Gobierno

DE SEER, con un fajo de periódicos bajo el brazo, entra con paso vivo en el vestíbulo del antiguo palacio. Los ministros celebran sesión plenaria a la que sólo falta Fraternal, que pronuncia en las provincias poco desarrolladas una conferencia sobre la Fraternidad. De Seer arroja los diarios sobre el tapete verde y lee en voz alta los titulares.

—¡Fíjense! En El Eco de Katoren: «Stach abate al dragón». En El Correo de Wiss: «¡Stach, otra vez vencedor!». Y aquí: «El monstruo de Humoacre, reducido a cenizas por Stach». Por lo que se refiere a La Mañana de Katoren, ni siquiera juzga necesario mencionar su nombre: «¡Tercera prueba superada, dragón aniquilado!».

Cada uno hojea nerviosamente el periódico que tiene más cerca. —Verdaderamente, este muchacho posee mucho talento —concluye Eskrupul tras leer un

artículo particularmente elogioso. —Exacto —replica De Seer—. ¡Pero sus métodos son demasiado expeditivos! ¡Constituir un

explosivo en el interior de un dragón fue una imprudencia! El animal podría haberse fragmentado muy bien en tres pedazos... Y ya saben ustedes lo que sucede con los monstruos de esa especie. ¡Humoacre habría tenido tres dragones! Esta es la razón por la cual, pese a la admiración que en el fondo de mi corazón experimento por este joven, sigo siendo partidario de imponerle nuevas pruebas. Quizá sea mejor que las continúe más tarde..., cuando tenga treinta años.

La mayor parte de sus colegas aprueban con una inclinación de cabeza, con la excepción de Laminador, que levanta la mano.

—No piensen eso, señores; jamás conseguirán que lo acepten tranquilamente —protesta aporreando la prensa, desplegada ante él con un sentencioso dedo índice. —Tienes razón —admite De Seer.

—Lo que más me irrita —declara Impetuoso— es ver a, los alcaldes enviándonos informes concernientes a pretendidas plagas sin precisar en su mismo escrito que puede hallarse la solución con la mayor facilidad. ¡Vean ustedes el correo que nos ha llegado durante esta semana! Un buen millar de solicitudes procedentes de los que querrían que sus problemas figuraran a la cabeza de la lista.

—¿Las has leído todas, Impetuoso? —pregunta Limpito. —¡Naturalmente! —replica ásperamente el ministro del Celo. —¿Y has hallado al menos el motivo para una cuarta prueba? —¡Desde luego! Hasta ahora este joven se ha enfrentado con seres vivos: aves, un árbol, un

dragón... Arreglémoslo para que esta vez se rompa los dientes con una cosa inanimada. —Explícate —reclama De Seer. —Iglesias. —¿Las iglesias son cosas inanimadas? —Estoy hablando de edificios. Grandes iglesias de piedra, catedrales. —¿Y qué? —Reflexiona cinco segundos. ¡Vamos! -refunfuña impetuoso—. ¿Es que no lo ves? Laminador golpea alegremente con un puño en la rodilla.

—¡Pues claro! ¡Ecúmenel —¿Estamos todos de acuerdo? Asentimientos con la cabeza. Impetuoso llama y acude Gervasio. —¡Gervasio, di a tu sobrino que venga inmediatamente! —Desde luego, Excelencia. Estará

aquí en menos de diez minutos. —Que sean ocho —precisa Impetuoso. Nueve minutos más tarde. Stach se presenta en palacio. Encuentra por vez primera reunidos a todos los ministros, a excepción de Fraternal. Sus

zapatos, que aún no ha tenido ganas de limpiar, están manchados de azufre. Es, además, indudable que le resultaría muy beneficiosa una visita al peluquero. Con todo ello provoca entre sus jueces y atormentadores una impresión de deliberada insolencia.

—Hemos llegado a la conclusión de que has superado la tercera prueba, aunque tus medios no hayan dejado de resultar peligrosos para la población de Humoacre —declara De Seer—. Este éxito te da derecho a la prueba siguiente. El ministro Impetuoso es el encargado de anunciártela.

—¡Las iglesias ambulantes de Ecúmene! —anuncia el ministro del Celo. —¿Qué les pasa? —pregunta Stach—. Y, además, ¿en dónde está Ecúmene? —Ecúmene es una población situada en el extremos septentrional de Katoren —explica

Impetuoso—. ¡Deberías saberlo! Por lo que se refiere a las iglesias ambulantes, son iglesias que recorren un itinerario. Tú te encargarás de que dejen de rodar. Mañana por la mañana recibirás un billete de tren, por correo. ¡Buenos días!

Stach, con la sonrisa en los labios, echa una mirada rebosante de malicia sobre los rostros hoscos que le rodean. —Ríete si quieres —gruñe De Seer—, pero te aseguro que no tienes motivo. —¡Es que me divierten sus iglesias paseantes! Según tío Gervasio, tengo la sucia costumbre de frotar mis Zapatos sobre las losas de la iglesia durante la misa... ¿No habra alguna relación con eso?

—¡Y qué zapatos! —balbucea Limpito con un estremecimiento de repulsión. —Pues me los limpio cada semana —protesta Stach indignado. Eskrupul se tapa la cara con las dos manos y murmura: —¡No pronuncies jamás en mi

presencia tales inexactitudes, te lo ruego! —¡Bueno, no! No todas las semanas, porque, entonces se convertiría en una rutina... —Por

favor —implora Laminador. —¡Ya basta! —corta Impetuoso—. Tenemos otras cosas que hacer. —De acuerdo. Los dejo —declara Stach—. ¡Mis saludos, ministros íntegros! ¡En cuanto las

iglesias hayan dejado de mover las patas informaré del hecho a Sus Excelencias! Hace una amplia reverencia, demasiado profunda para ser deferente, y abandona la sala con

paso desenvuelto... bajo la mirada de preocupación de los ministros. La reputación de Stach es ya tal, que no puede asomar la nariz a la calle sin ser asaltado por

un enjambre de periodistas, al menos durante sus breves estancias en Wiss. Apenas ha cerrado las puertas del palacio cuando una masa se precipita sobre él y le acosa a preguntas:

—¿Te han impuesto una nueva prueba? —¿Se han mostrado amables los ministros? —¿Crees que podrás superar todas las dificultades? —¿Cuál ha sido hasta ahora la prueba

más penosa? —¿Está retribuido tu trabajo? —¿Te negarías a realizar algunas pruebas? Y así más y más... —¡Señores! —responde Stach de sopetón—. Nuestros muy honorables ministros han tenido a

bien confiarme la tarea, no remunerada, de interrumpir la peregrinación de las iglesias de Ecúmene. Esta es, desde luego, la prueba más difícil, puesto que aún no ha sido superada. Pero es preciso que lo sea para que se realice el sueño de tío Gervasio. Indudablemente, no aceptaría saltar desde lo alto de Santa Eloísa. Ahora es necesario que ponga manos a la obras no sin darles las gracias por todas las cosas amables que sobre mí publican regularmente en sus periódicos. Les ruego que. de cuando en cuando, traten de añadir algún elogio sobre los ministros. ¡Así tendrán un aspecto menos lúgubre en nuestra próxima entrevista! ¡Hasta la vista. amigos míos!

En su casa le aguarda una larga misiva de Kim. que ha devorado todos los reportajes periodísticos sobre el aniquilamiento del dragón y que está muy orgullosa de él. La vida ¡unto a tío Gervasio. que manifiesta una tendencia a tratarle como un futuro soberano, se vuelve cada día más insoportable.

—Mira —le sugiere Stach, entregándole un librito mágicamente encuadernado—, léelo durante mi ausencia.

Se trata de una obra escrita por el difunto rey y titulada: El brillante surtidor de colores desplegado en el cielo, antes de in segundo cae al suelo transformado en un tizón ennegrecido.

Al día siguiente toma de nuevo su modesto hatillo, besa a su anciano tío y se dirige a pie —esto se ha convertido ya en una rutina— hacia la estación.

7. Las iglesias ambulantes de Ecúmené

EL ALCALDE DE ECUMENE se esfuerza por rezar en su capilla privada sin lograr concentrar su atención. La conversación telefónica que acaba de tener con el redactor jefe del diario local lo ha trastornado.

—Stach viene hacia acá —le ha dicho el hombre—, la cuarta prueba concierne a nuestras iglesias ambulantes.

Y como el alcalde, estupefacto, guardaba silencio, ha añadido con un tono amenazador: —Ignoro qué intenciones tienen los ministros, señor alcalde, al enviarnos a ese joven, pero

puedo afirmarle que mi diario no retrocederá ante ningún medio de oponerse a la destrucción de nuestra iglesia.

—Vamos, señor Cortante —ha respondido el alcalde— ¿Ha olvidado que yo soy el mejor defensor de la fe?

Y es cierto. No hay nadie que otorgue más importancia la iglesia que el alcalde. Nadie acude a la iglesia con más asiduidad. Nadie reparte más equitativamente su atención entre las doce iglesias. Pero hay, sin embargo, algo cierto. Algo ignorado por los habitantes de Ecúmene. El alcalde ha enviado una carta a Wiss rogando a los ministros que inscriban la inmovilización de las iglesias de Ecúmene en el número de las tareas más inmediatas de Stach. Naturalmente, él no tenía duda alguna respecto de la decisión de los ministros. ¡Son tantos los problemas que resolver! Y, sin embargo...

El alcalde cambia su misal de la IE (Iglesia Estructurada) por el de la IR (Iglesia Reestructurada). No sirve de nada. Su espíritu continúa vagando. El mismo misal de la IC (Iglesia Constructiva), tan agradable habitualmente en el hueco de su mano, no consigue retener su atención. «Qué desdicha —piensa—, la llegada de Stach va a sumir a todo el mundo en la confusión. Su actividad hará nacer la discordia y extender la cólera. Es cierto que estas dos plagas reinan permanentemente entre nosotros. En consecuencia, y a fin de cuentas, no se notará la diferencia.» Evoca con amargura el trágico final de una de las feligresas, la viuda Bocarrosa. Ocho días antes fue aplastada por el paso de una IER (Iglesia Estructurada Reformada). Tuvo que asistir a su entierro porque la difunta era una anciana amable. ¡Ah! —gimotea— ¡si fuera posible, si fuera posible que el joven Stach hallase un remedio para acabar con esta situación! Se cuentan de él tantas cosas maravillosas... Se dice que, solo y sin ayuda, arrancó un granado entero con sus frutos que eran auténticas granadas ofensivas y que lo lanzó al mar. Los periódicos de esta semana hablan de un dragón al que retorció sus siete cuellos, solo, con sus manos... ¡Ah! Si fuera posible...

El alcalde de Ecúmene se apodera del catecismo de la CR (Catedral Restaurada) y se esfuerza por sumirse en las lecciones que sobre la existencia proporciona.

STACH SE APEA del tren botijo que le deja en Ecúmene tras haber recorrido a paso de tortuga más de cien kilómetros al norte de la última ciudad importante. «¡Pues bien —se dice—, esto más parece un pueblo que la entrada a una ciudad!»

La plaza de la estación está flanqueada por hermosos tilos. Las casas se hallan muy separadas unas de otras, y un vehículo de cuatro ruedas del que tiran dos caballos cruza pausadamente ante él. Deliciosos paseos invitan a nuestro viajero a vagar por la umbría. Pero en vez de esto se extraña de no distinguir iglesia alguna. Obsesionado como estaba con su misión, continúa hallándose muy sorprendido de no haber llegado a una ciudad, más o menos ruidosa, erizada de torres y campanarios.

—Hasta ahora siempre me ha sido útil ver en primer lugar al alcalde —reflexiona en voz alta—. ¿Por qué no, pues, esta vez también?

Camina tranquilamente por paseos cargados de aromas y comprueba, una vez más, que un equipaje ligero y que abulte poco es una sana costumbre.

Por tranquilo que sea su vagabundeo, llega muy pronto al centro de Ecúmene, que consiste en una plaza ovalada donde se alza un quiosco de madera para la música y qué está rodeada de casas un poco más juntas que en el resto de la ciudad... Un cartel, Césped, designa un lugar para conocimiento de los visitantes que todavía tuvieran alguna duda al respecto. De la misma manera, el ayuntamiento se halla etiquetado con letras artísticamente curvadas: Casa consistorial de Ecúrnene. Al lado del ayuntamiento hay una mansión vasta y confortable provista de postigos y en la que Stach adivina inmediatamente que vive el alcalde.

Una criada, toda vestida de negro y rechoncha como pilar de catedral, responde a su campanillazo. Avara de palabras, al menos aparentemente, le conduce directamete al salón donde el alcalde toma el té con su familia, ni está formada por su esposa y media docena de niños.

—¡Apuesto a que eres Stach! —exclama el alcalde—. ¡Estábamos hablando precisamene de ti! Sí —dice el muchacho-, soy yo, Stach. El alcalde hace las presentaciones; su esposa sirve bajo mientras que la más pequeña de las

hijas, agazapada la mesa, desata los cordones de los zapatos de nuestro héroe en menos tiempo que se tarda en decirlo. En suma, la acogida cordial que recibe hace a Stach sentirse a gusto; acepta de buena gana la oferta de albergarle que le formula la dueña de la casa. Le piden que haga un relato detallado de sus hazañas y los complace de buen grado, halagado al ver a grandes y pequeños pendientes de lo que cuenta. Cuando concluye la descripción de sus actos de bravura espera que cada uno le informe a su manera sobre las iglesias a la deriva. Pero, en lugar de esto, todos se callan.

—Escucha, Stach —le propone, finalmente, el alcalde—, tengo que ir sin tardanza a la IIM. ¿Te gustaría acompañarme?

—¿Qué es la IIM? —pregunta Stach. —La Iglesia de la Iluminación Moderna. Es la que posee los ventanales más grandes de

nuestra comunidad religiosa. —Iré con mucho gusto, señor alcalde. —¿No te importa que vayamos a pie? La IIM se halla por el momento a menos de dos

kilómetros de aquí. —¡Me encanta andar, se lo aseguro! —responde Stach—. Y por el camino espero que me diga lo que entiende «por el momento» cuando se trata de

una iglesia. —Claro, se ve muy bien que no estás acostumbrado, pero ya lo entenderás. Durante ese corto trayecto, Stach se familiariza un poco con los tormentos del pobre hombre.

Se entera en primer lugar de que Ecúmene constituye una aglomeración excéntrica, en realidad la más alejada de la capital. Y después, que esta aglomeración cuenta en total con doce iglesias que se comportan de una manera especial.

—Hacia la Edad Media —cuenta el alcalde—, se construyeron en este lugar, y desde luego en diferentes épocas, doce iglesias y catedrales. Todas fueron, más o menos, alcanzadas por los rayos y de ahí la necesidad de restauraras, de reestructurarlas, de proporcionarles nuevos órganos o vitrales nuevos; en una palabra, de tratarlas como en todas partes suele hacerse con los edificios religiosos. Pero lo extraño es que en una cierta época, que se pierde en la noche de la historia, las iglesias comenzaron a moverse. —¿Quiere usted decir a desplazarse? —Exactamente: se desplazan. Se mueven con una gran lentitud, pero de una manera perfectamente visible. Comprenderás, sin dificultad, que todo lo que se halle en la ruta de estos mastodontes quede reducido a migajas. Como tras el paso de una apisonadora.

—¡Dios todopoderoso! —exclama Stach. —¡Di más bien: maldita empresa! —rectifica el alcalde—. Los reformistas-estructuralistas, así

como los neoestructuralistas, se oponen al empleo de la expresión: «Dios todopoderoso», aunque, personalmente, yo no vea objeción alguna, tanto más cuanto que mi regla de conducta

se enuncia muy sencillamente: cuida de no irritar a tu prójimo cada vez que puedas evitarlo. —Pensaré en eso —dice Stach. —¿Por dónde íbamos? ¡Ah!, sí. Por la apisonadora. Como comprenderás, este vagabundeo de iglesias no podía ser más molesto. ¿Quién podía

saber al salir de su casa por la mañana si la encontraría intacta cuando volviese por la noche? —Lo comprendo —dice Stach. —Entonces fue cuando surgió la corporación de los conductores de iglesias o pastores.

Parecía, en efecto, dirigir más o menos el curso de estas masas de piedras acumulando los bancos y las sillas en un solo lado de la nave, abriendo las ventanas o dejándolas cerradas según la orientación del viento y por medio de algunas otras astucias. En nuestros días la técnica se ha perfeccionado hasta tal punto, que es raro ver una iglesia apartarse del camino trazado por su pastor.

—¿Del camino recto? —¡Claro! Mira a tus pies: el suelo de Ecúmene está surcado por caminos llanos, que son otras

tantas rutas a lo largo de las cuales se desplazan las catedrales. Nosotros 1es llamamos «los caminos de la fe»; ahora acabamos de cruzar uno. —En efecto —dice Stach, ligeramente turbado. —Por desgracia, subsiste la eventualidad de ver a ciertas iglesias renunciar a seguir fielmente

el camino de la fe. Algunas incluso se desvían resueltamente, a pesar de los esfuerzos de sus pastores. La semana pasada, sin ir más lejos, en la noche del viernes, la IER pasó sobre la casa de la viuda Bocarrosa, matando a la desgraciada en pleno sueño a consecuencia de la caída de una viga sobre su cabeza. Los esfuerzos del pastor por mantener a la iglesia en el camino recto se han revelado impotentes.

—Es horrible. ¿Y sucede a menudo el que una iglesia se rebele de esa manera? —Rebelarse no es el término exacto. Digamos más bien que no se deja guiar como debiera. De

cuando en cuando sobreviene así un fallo que, bastante curiosamente, parece servir como mal ejemplo inmediatamente imitado por los demás. Esa es la razón de que esté muy preocupado desde el accidente mortal sobrevenido a la viuda.

Stach, meditabundo, asiente con la cabeza. La IIM es un suntuoso edificio de dos cúpulas y cuatro torrecillas. Anchos ventanales abiertos

a la altura de un hombre permiten a Stach examinar la disposición interior, que es tan admirable como la fachada. Súbitamente, al chico se le ponen los pelos de punta: ¡La montaña de piedra se ha movido! Lentamente, pero con una inexorable persistencia, se desliza sobre el suelo en dirección hacia el centro.

—¡La iglesia se mueve! —grita aterrado. —Sí —dice el alcalde con voz cargada de resignación—, la IIM se agita mucho en estos últimos

tiempos. Esperemos que su pastor sabrá mantenerla en el camino recto. Penetran en la iglesia porque el alcalde tiene que solucionar algunos asuntos con uno de sus

conductores. Especialmente en la sesión municipal del día anterior se ha decidido que, en razón de la inquietud general provocada por la agitación de las iglesias y también por la muerte

brutal de la viuda, la IIM no deberá pasar del centro de la ciudad. Será desviada hacia el oeste en la primera encrucijada.

—¡Me parece muy desagradable la forma en que el concejo se preocupa de las vías seguidas por nuestra iglesia! —observa amargamente el pastor.

—Mire, hermano —susurra el alcalde—, nos esforzamos por no inmiscuirnos en sus asuntos. Pero nos vemos obligados a intervenir de cuando en cuando, ya que de otra manera todo esto acabaría en un caos.

—Los caminos de la fe superan el entendimiento de la comunidad —refunfuña el pastor—. En fin, se hará su voluntad y seguiremos la dirección oeste.

Después, y con un no velado tono de reproche, añade: —¡Usted no asistió ayer tarde a nuestro servicio, señor alcalde! ¿Es que es infiel a la IIM?

—Sabe muy bien que soy fiel a todas las iglesias, pero ayer tarde tuve que prestar auxilio a la IER, completamente desamparada por la muerte de la viuda Bocarrosa.

—La IER ha frecuentado siempre los malos caminos —gruñe el pastor con tono agresivo. —¿Va a obligarme a recordarle el asunto de la escuela municipal? —replica el alcalde con

acento de reproche. El pastor enrojece intensamente. —Tiene usted razón —reconoce humildemente—, todos cometemos faltas y nosotros

también. Jamás habríamos debido dejar destruir esa escuela. —¡Vamos! ¡Qué se le va a hacer! —suspira el alcalde-, Permítame que le presente a Stach, del

que seguramente habrá oído hablar. Ha venido a tratar de resolver nuestro problema de las iglesias.

El hombre estrecha la mano de Stach. —¿No tendrás la intención de derribar nuestras iglesias? —le pregunta con inquietud. —En absoluto —responde Stach con tono tranquilizador—. Se trata tan sólo de desalentar su tendencia al vagabundeo, si he comprendido bien.

—¡Claro! ¡Sería maravilloso! Pero no lo conseguirás. Todos los pastores, uniendo sus esfuerzos, han fracasado ya en sus tentativas. Prosiguen sus movimientos errantes. Nuestra IIM chocó un día con un árbol de tres metros de diámetro... ¿Crees tú que eso la detuvo? Al día siguiente el árbol había quedado reducido a serrín.

—¿Y hay veces en que sus iglesias den marcha atrás? —No, de ninguna manera —responde el pastor con acento de orgullo en la voz—. Vamos

adelante, siempre hacia adelante. —Tengo que marcharme —interrumpe el alcalde. Estrecha la mano del pastor, le desea un

buen camino y se vuelve hacia el muchacho: —¿Me acompañas, Stach? Durante la entrevista, la catedral apenas ha avanzado unos metros. —El desplazamiento no es rápido —observa Stach. —Lento..., pero inexorable —replica el

alcalde. Explica a su acompañante que su familia y él mismo pertenecen a todas las iglesias. Esto exige

muchísimo tiempo, pero en contrapartida evita muchas fricciones. Aunque sólo sea en lo que se refiere a la circulación. Los pastores se enorgullecen tanto de sus edificios que cada uno estima que el suyo es el más suntuoso y eficaz y se esfuerza a cualquier precio porque siga los mejores caminos. Inevitablemente, pues, los que atraviesan el centro de la ciudad. En una palabra, no retroceden ante ninguna villanía para lograr sus fines.

—En efecto, lo comprendo —dice Stach. La esposa del alcalde ha preparado una comida sencilla. pero suculenta. Por desgracia, la

tomarán fría, pues antes es necesario rezar la oración correspondiente a cada una de las doce comunidades religiosas, y eso lleva tiempo.

Solo en su habitación, Stach se acuesta con la intención de reflexionar sosegadamente sobre los medios de abordar la dificultad. Desde luego, con los acontecimientos de la jornada, no ha tenido tiempo de pensar... Cinco minutos más tarde duerme a pierna suelta.

—¡STACH, LEVANTATE, te lo ruego! —Nuestro héroe sueña que el alcalde de Ecúmene le sacude furiosamente por el brazo, y

apenas alza dificultosamente un párpado, la ficción se torna realidad. —¡Situación de emergencia! ¡Tenemos que abandonar inmediatamente la casa! —¿Qué pasa? ¿Hay fuego? —No, es la INC. Ya te explicaré más tarde. Cayéndose de sueño, Stach se viste a tientas a pesar de que la luz está encendida. Por toda la

casa resuenan las carreras. Al pie de la escalera tropieza con una fila de hombres que arrastran los muebles a la calle.

—En nombre del cielo, ¿qué es lo que pasa? —La INC avanza sobre nosotros. En una hora de esta casa no quedarán más que escombros. —¿Pero qué es la INC? —La Iglesia Neo-Constructiva. Desde anoche ha perdido la cabeza. Avanza directamente sobre

esta casa. Todos sus conductores han unido sus esfuerzos para desviarla de su trayectoria. Pero ha sido en vano. Si conserva la dirección que parece haber adoptado, de una vez por todas, pasará exactamente entre el ayuntamiento y esta casa. Y los dos edificios quedarán aniquilados al mismo tiempo.

Al salir, Stach descubre que casi todos los habitantes de Ecúmene se han presentado al instante para sacar de la casa consistorial todo lo que hay de valor. Tras la casa del alcalde, unas decenas de metros más allá, se dibujan como sombras chinescas a la indecisa claridad del alba los gigantescos contornos de la INC. El campanario y la fachada gótica son todavía invisibles, pero el fantástico edificio avanza a gran velocidad. Stach, latiéndole fuertemente el corazón, corre hacia la iglesia y penetra en su interior. Los pastores, en mangas de camisa y con el rostro cubierto de sudor, arrastran los bancos de uno a otro lado del templo. Desde el púlpito dirige las operaciones el jefe de los conductores.

—¿Cuántos metros quedan? —pregunta a un ayudante. —¡Once metros. El itinerario no se ha modificado! —¡Entonces, acabad con el órgano!

Los hombres se detienen, titubeando. —¡Ya os lo he dicho: destruid el órgano! Es nuestra última oportunidad. Entonces, con gestos entorpecidos por la desesperación, los pastores arrancan uno a uno los

tubos del órgano y los arrojan a las losas en donde rebotan y se tuercen con desgarradoras resonancias.

—Amontonadlos al sur —ordena el jefe de las operaciones. En cuanto concluye la operación envía a un sondeador. —Ninguna modificación de itinerario —anuncia éste volviendo con la cabeza gacha. Stach sale a su vez. Apenas un metro separa ya los pilares de la INC del umbral de la casa

consistorial. En el césped, la mujer del alcalde, rodeada de sus hijos, clava una horrorizada mirada en el monstruo que se dispone a pulverizar su casa. Todo lo que ha sido posible salvar en un plazo tan breve yace ahora sobre la hierba segada de la plaza; la hija pequeña desliza una confiada manecita en la mano de Stach. El alcalde se acerca al pequeño grupo, bajando la cabeza.

—Nada se salvará —murmura tristemente, dirigiéndose a su esposa—. Valor, te lo ruego. Habiendo suspendido toda actividad, la población, concentrada dentro del perímetro de la

plaza como para asistir a un espectáculo, acecha emocionada lo que va a suceder. Ya es de día. Quedan diez centímetros... El espacio que separa la INC de la casa consistorial disminuye segundo tras segundo... y desaparece. Entonces, como si hubiera sido alcanzado por una mano gigantesca pero invisible, el muro de la casa consistorial se agrieta de arriba a abajo, se abre, oscila, tiembla. Con una lentitud de película de suspense. el tejado se desliza hacia adelante. Todo el edificio se inclina hacia adelante como si fuera a darse la vuelta... Pero se trata tan sólo de una ilusión, el tiempo de algunos latidos... De un solo golpe, la secretaria de la comunidad de de Ecúmene se volatiliza entre una espesa nube de polvo sofocante.

La mayoría de las mujeres estallan en sollozos. —Es que aquí se casaron casi todas —explica el alcalde— y allí se registró el nacimiento de sus

hijos. La casa consistorial ha desempeñado siempre un papel de árbitro y ha sido un puerto de paz en medio de las disputas y de las luchas religiosas.

—Cuando nos casamos —gime la mujer del alcalde—, fuimos a las doce iglesias a que bendijeran nuestra unión. ¿Te acuerdas. Andrés? La población quiso brindarnos una sorpresa. Desde varias semanas antes, los conductores se pusieron de acuerdo para establecer un plan de ruta y el día de la boda las doce iglesias se hallaban reunidas en el centro de la ciudad, bien colocadas, a igual distancia unas de otras. Fue un día inolvidable, y ahora...

Destrozada por la evocación de aquel recuerdo, la desgraciada mujer oculta su cara en un inmenso pañuelo a cuadros y vuelve a sollozar con todas sus fuerzas.

Ya seriamente afectada por la caída del ayuntamiento, decía la residencia del alcalde sufre ahora la presión directa de la INC. Unos segundos de resistencia postrera y después se derrumba como un castillo de naipes en un océano de cascotes. —Nuestros seis hijos nacieron en esa casa comenta el alcalde con tono lúgubre—, todos fueron bautizados una iglesia diferente... ¡Guillermina, la última, que está aquí! Pensábamos tener otros seis hijos, pero ahora que nos hemos quedado sin casa, no sé lo que va a ser de nosotros.

—No se deje abatir, señor alcalde! El que ha hablado es el pastor de la IIM, al que conoció Stach la víspera y que ha venido a

reunirse con ellos. —Le construiremos una casa completamente nueva. A Stach le extraña no hallar a su alrededor más que rostros serenos. Entre los millares de

personas congregadas en el lugar de la catástrofe, ni una sola alza los brazos o profiere una injuria hacia el coloso de piedra. Claro es que ese gesto de cólera no alteraría en nada su desgracia, pero a Stach le cuesta trabajo no darles ejemplo al respecto. Retira delicadamente la manecita de Guillermina que se había acurrucado en el hueco de la suya. y la desliza en la de su madre. Se aleja pensativo del centro. Es preciso hallar un medio de hacer cesar el vagabundeo de las iglesias. Es preciso hallar un... hacer cesar... Es preciso hallar un medio... Es preciso... un medio... Es preciso... Es preciso.

DURANTE VARIOS DIAS Stach explora el inmenso municipio de Ecúmene. La familia del alcalde se ha alojado en una casa vacía de la calle del Altar, en donde han asignado una habitación a Stach. Pero apenas para allí. Se esfuerza por profundizar en su conocimiento del municipio y, sobre todo, por hallar una idea. Las iglesias se dejan conducir sin resistencia. Evolucionan tranquilamente, describiendo enormes círculos alrededor del centro de la ciudad sin apartarse nunca de los caminos de la fe. Sin embargo. y desde la noche trágica, Stach ya no tiene para los gigantes de piedra la misma consideración. Su avance lento, sigiloso y solapado a través de los campos, tiene algo de inexorable, de irrevocable y también de implacable en su manera de no dejarse enternecer por nada. De permanecer innaccesible la piedad, a los sollozos, al sufrimiento. Una actitud mida que no admite transacción alguna. «Siempre hacia adelante», masculla Stach con gesto de perplejidad. Y un tronco

de árbol de tres metros de diámetro no bastaría para detenerlas... Está descartada su

demolición o hacerlas conducir fuera de la ciudad para que se perdieran por los campos... Entonces, en nombre del cielo, ¿qué es lo que debo hacer?

Inaccesible al desaliento, Stach examina las catedrales interior y exteriormente con el mayor cuidado. Los conductores de la INC reparan el órgano. El coloso se deja llevar con docilidad, como un caballo bien domado. Stach siente la impresión de tener la solución del problema al alcance de la mano, y que le bastaría cerrar los dedos para contar con la clave del éxito.

—Irresistiblemente hacia adelante —refunfuña hostigado por las ideas que ha recibido desde su llegada—. ¡Nada las detiene... y, sin embargo, pueden comportarse como inocentes corderitos! El día de la boda del alcalde estaban elegantemente dispuestas en círculo...

Continúa hablando a media voz mientras recorre las calles de Ecúmene con la frente arrugada por la intensidad de la reflexión, indiferente a lo que sucede a su alrededor. Y después, de un solo golpe...

—¡Pues claro! —exclama, golpeándose la frente—. ¿Cómo he podido ser tan estúpido? ¡La solución, eso es... tan sencillo como beberse un vaso de agua!

Inmediatamente, la frente se alisa y desaparecen todas sus arrugas. Con paso vivo se dirige hacia la residencia provisional del alcalde.

—HAS ESCOGIDO muy bien el momento —declara el alcalde—. Esta tarde presido una reunión

general de pastores a consecuencia del desastre que acaba de aniquilar la casa consistorial, así como mi propia casa. Ya hemos conocido muchas catástrofes, pero ninguna tan grande como ésta. Eso no impidió que cada vez nos reuniéramos sin ser capaces de llegar a una conclusión y lograr un remedio apropiado. Me temo que esta tarde tampoco se logre arrojar mucha luz sobre el misterio de esta agresión brutal; por eso tu intervención será acogida favorablemente. Me imagino que tratas de establecer una especie de panorama de las dificultades que provoca el vagabundeo de las iglesias en general.

—Nada de general, señor alcalde! Tengo un plan. El alcalde salta de su asiento sin respeto a la colección de salmos que tenía sobre sus rodillas,

que cae al suelo con un estallido seco, como una llamada al orden. —¿Tienes un plan? ¿Un plan que es posible aplicar? ¿Y que dará resultado? —Eso creo. —¿Serás capaz de inmovilizarlas sin destruirlas, una tras otra? —La idea me parece perfectamente realizable, a condición de poder contar con la ayuda de

los pastores... —¿Pero cómo lo harás? ¡Cuenta! ¡Explícate! —¡Bah! Es un juego de niños —responde Stach, modesto. Y expone su proyecto al alcalde. —Es sencillo, en efecto —dice el alcalde—. ¡Y que hayamos estado tan cerca sin darnos

cuenta! ¡Stach, chico, voy a ayudarte con todo mi poder, para convencer a los pastores, aunque me quede tan ronco como la campana grande de una catedral!

Y tras decir esto se aleja con los hombros estremecidos de emoción. En absoluto conmovido por el ruidoso entusiasmo del buen hombre, Stach lo ve alejarse con los labios un tanto fruncidos por una sonrisa. Experimenta una intensa simpatía por este compañero de lucha dispuesto a todos los sacrificios.

AQUELLA MISMA TARDE. Stach, sentado junto al alcalde, contempla verdaderamente estupefacto el tornasol de colores de los uniformes reunidos para la ocasión. Por espíritu de oposición, sin duda. algunos pastores visten un uniforme negro totalmente desprovisto de signos distintivos.

Desde lo alto de la tribuna presidencial, el alcalde resume brevemente los acontecimientos de la trágica noche, felicita a los pastores por haber intentado lo imposible para evitar el desastre y termina con estas palabras:

—Es preciso rendirse a la evidencia, hermanos míos. Pese a nuestra experiencia y a nuestro perfeccionamiento de la técnica, somos por nosotros solos incapaces de evitar tales desastres. Por consiguiente, les he reservado una sorpresa. Todos ustedes conocen, al menos de vista, a nuestro joven amigo Stach, que desde que llegó no ha dejado de recorrer las calles de nuestra ciudad. Ha

visitado todas nuestras iglesias y en ocasiones algunos de ustedes han podido conversar con él. Las cabezas se mueven afirmativamente. —Pues bien, nuestro amigo tiene un proyecto que presentarles. Un plan, en mi opinión,

genial, completamente digno de un futuro rey. Stach, ¿quieres tener la amabilidad de exponer tu idea a nuestros hermanos?

Stach se levanta. —Seré breve —dice sin preámbulo—. El día de la boda del alcalde ustedes dispusieron las

iglesias en círculo alrededor del césped de la plaza. Nuevas inclinaciones de cabeza. —Supongamos que renuevan la hazaña y que pueden reunir todas las iglesias en la plaza

donde, hasta hace poco tiempo, se alzaba la casa consistorial y la residencia de su alcalde. Es suficientemente grande para que todas puedan congregarse allí con bastante facilidad. Lo importante es hacer que todas lleguen al mismo tiempo, a fin de que se enfrenten unas con otras. Mi teoría se basa en el hecho de que nada se resiste a su avance... ¡Salvo otra iglesia! Si hacen lo que les digo nos encontraríamos a partir de entonces presencia de una sola e inmensa catedral, en la que podrían entrar sin dificultad todos los habitantes de Ecúmene. No habría más que instalar puertas de comunicación para permitir la libre circulación de los fieles de una iglesia a otra. En ninguna parte de Katoren y sin duda, en ningún lugar del mundo, se hallaría un edificio comparable.

Un silencio en el que se hunde la última palabra pronunciada. —¡Traten de comprender! —prosigue—. Simplemente haríamos con todas las iglesias una

sola... ¡El tumulto se desencadena brutalmente! Cada uno habla, discute, grita, gesticula, palmea

calurosamente la espalda de su vecino... ¡El alcalde toma la jarra llena de agua colocada ante él y la lanza con fuerza al suelo, en donde

estalla estruendosamente! Único medio visible de lograr silencio. —Nadie que no sea yo mismo ha sido invitado a tomar la palabra —proclama—. Como jefe de

esta comunidad y como miembro con pleno derecho de cada una de sus iglesias, afirmo que las cosas deberán desarrollarse exactamente como Stach acaba de indicarles. Esta noche redactaré una ordenanza municipal. Mañana por la mañana cada uno de ustedes recibirá una orden de ruta con un plan de marcha estrictamente sincronizado: llegada al césped dentro de ocho días, a las tres en punto. Se levanta la sesión.

Para dar más fuerza a sus palabras el alcalde golpea la mesa con su mazo de presidente, tan violentamente que arranca astillas. Aunque esta manera de proceder se desvié lamentablemente de la democracia tradicional, nos vernos obligados a reconocer la eficacia de los resultados obtenidos. Los dos vuelven pacíficamente a sus habitaciones. Stach duerme el sueño de los justos, mientras que el alcalde pasa a noche haciendo cálculos, alineando cifras y números de doce colores diferentes, que traslada meticulosamente a un llano de Ecúmene desplegado ante él.

ESTE MARTES quedará grabado en todas las memorias. Stach ha dedicado la semana a espiar, a acechar y esperar, distribuyendo su tiempo entre las calles tranquilas, la correspondencia con Kim y tío Gervasio y los juegos endiablados con los chicos de la casa. Dos veces al día se dirigía al cuartel general del alcalde, una improvisada secretaría cuyos muros están cubiertos de plano que reproducen a gran escala cada calle, cada casa, cada árbol de cada barrio de Ecúmene. Finos hilos de colores tendidos entre chinchetas de señalización indican la ruta seguida por las iglesias en marcha, cuyo trayecto, rigurosamente jalonado con banderitas, señala la posición de cada una, hora por hora, comparada con el itinerario previsto. Tres teléfonos le informan permanentemente de las incidencias del recorrido. En cuanto que una iglesia parece acelerar o reducir su marcha, el

alcalde calcula inmediatamente una prolongación o una abreviación de recorrido y telefonea sus nuevas instrucciones. Prescindiendo de sus deberes religiosos, muestra ya una barba espesa; pesadas bolsas bajo los ojos le dan una apariencia de mala salud. Stach le ha brindado su ayuda en varias ocasiones pero él prefiere a toda costa actuar solo.

—Me he negado a escuchar las objeciones y me considero como único responsable del resultado —afirma—Esperemos que ninguna de las iglesias manifieste su mal humor en el último momento, pues en ese caso habría que empezar todo de nuevo.

—No se preocupe —repite Stach incansablemente—Yo tengo siempre una suerte exagerada. Así, pues, en la mañana del martes, a las nueve en, punto, todas las iglesias se hallan reunidas

alrededor de óvalo perfecto que forma el césped. La enorme masa de la INC prosigue su camino en dirección al centro geométrico de la plaza. Está previsto que deberá inmovilizarse en ese lugar, rodeada de otras iglesias de menor importancia. Los cálculos del alcalde se hallan justificados por una sorprendente realidad. A las diez y cinco las demás iglesias prosiguen, a su vez, su avance hacia el centro.

A excepción de los que están gravemente enfermos y de los bebés, no hay nadie en Ecúmene que no se halle en aquel momento participando del prodigioso acontecimiento. Periodistas llegados de todas partes tratan de entrevistar a Stach, que corre a encerrarse en el cuartel general del alcalde para escapar a esa multitud.

—La IER lleva medio metro de retraso sobre su plan de marcha —anuncia un observador. El alcalde descuelga un teléfono y da instrucciones a un recadero para hacer que apresuren el

avance de la iglesia retrasada. —Señor alcalde —dice Stach—, la situación es satisfactoria, olvídese de sus banderitas y venga

a mirar desde la ventana. Si todo se desarrolla como está previsto, verá caminar por última vez a las iglesias de Ecúmene. Concédase esa satisfacción.

Suena un teléfono. Stach lo toma y declara con firmeza: —¿Quiere usted volver a llamar dentro de cinco minutos? Después descuelga los tres aparatos

y arrastra al alcalde hacia la ventana. Llegan de todos los lados a la vez. Los campanarios brillan al sol. Comienzan a cruzarse los

vuelos de las cornejas que sobrevuelan sus nidos entre agudos chillidos. La ruta seguida por la IC pasa entre dos casas, dejando a cada lado justamente un metro de espacio libre. El gigantesco edificio se desliza sin tropiezo a lo largo de la vía que le ha sido atribuida. En el interior de cada iglesia están todos sus conductores. Cada uno se halla de servicio. Cada uno pone todo su corazón y todas sus fuerzas en la tarea. Jamás reinaron tan armoniosamente en Ecúmene la unanimidad y la concordia. Una lágrima nace en el ángulo de un ojo del alcalde. Se desliza pesadamente a lo largo de su mejilla cubierta de barba crecida y después permanece suspendida en un pliegue de la piel.

—La reunión de las iglesias —dice—. ¡jamás olvidaré este día! Seca su mejilla humedecida con el revés de la mano y vuelve a los teléfonos, que cuelga.

Inmediatamente, los tres aparatos empiezan a sonar. Afluyen las informaciones, el alcalde toma notas, da instrucciones y desplaza sus banderitas.

Dos de la tarde. Ya sólo queda una hora. La INC aguarda al borde del césped. Stach. estimando que los periodistas deben hallarse suficientemente ocupados en el desarrollo de la operación, se arriesga a salir para observar también él ese acontecimiento. Los edificios se siguen, se rozan, se flanquean, se disponen conforme a los impulsos proporcionados por sus pastores, sin chocar ni atropellarse.

Dos y media de la tarde. La base del pilar situado en el ángulo derecho de la fachada de la majestuosa INC derriba la placa indicadora de Césped. Las iglesias están ahora tan cerca unas de

otras, que el público no disfruta del espectáculo. Un muro que desborda la HM entra en contacto con el arco de una ventana de la IE y se desmorona.

Las tres menos un minuto. Un sordo raspado de piedras que rechinan al frotarse unas con otras... Un rugido profundo, semejante a un gemido... Y después las iglesias se inmovilizan. La CR todavía hace un ligero movimiento a fin de calzar un abultamiento de una de sus naves laterales en el flanco de la RK. Este último movimiento es acompañado de un último derrumbamiento de granito... Silencio absoluto en el corazón de Ecúmene, que a partir de ahora puede enorgullecerse de poseer un edificio religioso que no tiene igual en el mundo.

La población avanza hasta el lugar en adelante sagrado, formando largas filas mudas y respetuosas. Hombres y mujeres penetran en el nuevo edificio por decenas de puertas. Preparan para girar las que se han convertido en Puertas intermediarias o de comunicación. Ciegan las ventanas que ya no dan al exterior. ¡Si hubieran dispuesto de las herramientas necesarias habrían comenzado sin tardar a abrir nuevos pasos en los muros! Los pastores, reunidos bajo una majestuosa cúpula, se inclinan de común acuerdo sobre innumerables libros de salmos. Consiguen entonar un himno que se adapta a las diferentes maneras de pensar. Los ayudantes corren de un extremo a otro de la inmensa catedral, a fin de transmitir nuevas instrucciones a los organistas. Y de repente estalla sobre Ecúmene una música extraordinaria: doce órganos acompañan el himno que brota de millares de pechos. El canto armonioso se escapa por las ventanas románicas o góticas, austeras o alegres, ornadas o severas; asciende por todas las aberturas; llega hasta las torres y los campanarios; se eleva con una gracia infinita más allá del reino de las aves, hasta el fondo del límpido azul donde todo es infinitamente sereno e infinitamente bello.

Stach ha sido el único que no ha entrado en el templo sagrado. Ve cómo se abre la puerta del cuartel general y cómo avanza hacia él con paso lento el alcalde. Se detiene junto al muchacho para dejar que caiga sobre ellos la música del prestigioso coro. Inclina dulcemente la cabeza.

—Escucha cómo cantan al unísono —murmura emocionado—. ¿Habrán errado durante tanto tiempo por una parte y por otra sólo para hallarse, por fin, unidos como están ahora?

Stach nada responde. —Quizá —prosigue el alcalde— fue necesaria la destrucción de la casa consistorial. Si los

habitantes no hubieran sentido la tentación de realizar esta experiencia, nada habría podido ponerles de acuerdo sobre la reunión de susiglesias. —Es muy posible —admite Stach—. Al ver esta catedral de iglesias unificadas, me acuerdo de uno de los escasos pensamientos del buen rey que nada tiene que Verán la pirotecnia: «A veces es preciso saber hacer tabla rasa antes de lanzarse a una nueva construcción.» —¿Quieres entrar conmigo?

—No, señor alcalde. Espero que no se moleste, pero tengo mucho que hacer lejos de aquí. El alcalde lo mira con aire meditabundo. —¿Tu quinta prueba? Stach asiente con una inclinación de cabeza. —Te acompaño hasta la estación. De camino reúnen el modesto equipaje del muchacho y unos minutos más tarde se separan

ante un compartimiento del tren. —¡Adiós, señor alcalde! —Adiós, Stach. ¡Asistiré a las fiestas de la coronación! El tren se pone en marcha. Asomado a la ventanilla, Stach agita la mano durante largo

tiempo... Mucho después de que la silueta de aquel buen hombre se desvanezca en el horizonte, distingue aún perfectamente el contorno barroco de la iglesia reunificada de Ecúmene.

8. La emoción de Katoren

AUNQUE HACE UNA SEMANA que regresó a su casa, Stach aún no ha recibido de los ministros

el menor signo de vida. Sin embargo, y en cuanto llegó, se apresuró a enviarles una carta en la que les describía la operación de Ecúmene y solicitaba la misión siguiente. Tío Gervasio se encargó de entregarla en propia mano, por lo que tiene la seguridad que ya lo saben todo. Desde luego, esta semana de vacaciones forzadas no deja de complacer a Stach, pero la inactividad, amén de inquietarle, acaba por agobiarlo. Prefiere acabar de una vez por todas, y cuanto antes mejor.

Tío Gervasio se muestra aún más nervioso. En el curso de los últimos meses ha apreciado que los ministros están cada día más irritados. Sus caras se alargan a medida que crece la lista de éxitos de Stach. Ahora teme que alienten oscuros propósitos. En consecuencia, se entrega a un ejercicio al que no había cedido jamás durante sus cincuenta y un años de servicio: escucha detrás de de las puertas.

Durante tres horas, acurrucado dentro de un armario, incómodamente sentado en un taburete inseguro, permanece con la oreja pegada al agujero de la cerradura. Esa noche regresa profundamente abatido.

—Quieren hacerte saltar desde el campanario de Santa Eloísa —anuncia a su sobrino—. Han leído en la prensa que te negarías. Sólo Impetuoso ha tratado de oponerse a este proyecto. ¡No por temor a que te recojan tan plano como una torta, ni mucho menos! Sino porque teme las

reacciones de la gente. Piensa que ésta exigirá pruebas útiles e inteligentes, mientras que esa

exhibición de feria no requiere ningún talento especial. —Hombre con sentido común, ese Impetuoso —observa Stach. —Y encima De Seer ha propuesto aumentar a ocho el número de pruebas, pero Eskrupul se ha

opuesto con firmeza: «Sigamos siendo honestos —declaró—: dijimos siete, luego mantendremos las siete pruebas.» Después se fueron a comer.

Stach exige a su tío que no vuelva a entregarse a ese juego del espionaje, pero menos por respeto al secreto de las deliberaciones que por considerarlo peligroso. Lo que no impide que al día siguiente Gervasio vuelva a ocupar su puesto de espionaje.

La misma noche proporciona a Stach un informe pesimista de las declaraciones que ha escuchado.

—¡Charlatanes! —gime—. ¡Malditos hipócritas! ¿Sabes lo que han pensado? Esta será la prueba cuatro bis. Eskrupul ha sido obligado a unirse a la mayoría bajo el pretexto de que se trata de un complemento de la prueba número cuatro y de que conserva una estrecha relación con las iglesias y su campanario. Impetuoso tampoco ha encontrado nada que decir.

—Tío Gervasio —pregunta Stach inquieto—. ¿Significa eso que piensan seriamente en obligarme a saltar desde lo alto de Santa Eloísa? ¿En empujarme a un gesto tan estúpido como inútil?

—Si —responde Gervasio—. Como si hubieran escogido a propósito la catedral que causó la muerte violenta de tu padre. Pero te exijo que no hagas nada, Stach. ¡Qué importa que no seas nunca rey de Katoren! A pesar de todas tus facultades y de tu espíritu fértil en recursos tendrías que ser de goma. Es inútil jugar con la idea de un Paracaídas o con cualquier otro medio parecido porque la distancia es demasiado corta. Todo es imposible.

Stach baja la cabeza con gesto taciturno y recapitula: —Inútil, estúpido e irrealizable —dice—, debes de tener razón. Al día siguiente le llega de palacio un sobre repleto de sellos y bien precintado, pero que sólo

contiene un mensaje de dos líneas: Prueba cuatro bis: Saltar desde la torre más alta de Santa Eloísa. Dentro de tres días, a las diez

de la mañana del viernes. ABRUMADO POR la lectura de esta nota, Stach inclina la cabeza. El resplandor de energía que

de ordinario ilumina su mirada se ha extinguido. Y también ha desaparecido el pliegue burlón del labio que tanto irrita a los ministros. —No estoy dispuesto a realizar una hazaña tan inútil como idiota —masculla sin alzar la cabeza—. ¿Tío Gervasio?

—Sí, sobrino. —Tío Gervasio. ¡No me atrevo! ¡No tengo derecho a saltar desde lo alto de la catedral! ¡No

tengo derecho a acometer una experiencia tan absurda! —Te comprendo perfectamente, chico. Eso sería correr en busca de la propia muerte. Voy a

ver a los ministros..., a tratar de disuadirlos de su proyecto. —Eso no servirá de nada, tío, y lo sabes muy bien. Voy a darme una vuelta por los bosques al

sur de la ciudad. Para reflexionar. Vente conmigo, Vlot. El viernes por la mañana, a las nueve lo más tarde, estaré de vuelta. Hasta pronto, tío.

Y cierra la puerta sin volverse, seguido del perro, que salta alegremente a su lado. Gervasio permanece inmóvil durante algunos instantes, la frente fruncida por la reflexión. De

repente se levanta, se apodera de la carta que ha quedado sobre la mesa Y abandona también la casa. No se dirige hacia el palacio, Va lentamente hacia la redacción de La Voz de Katoren, el diario de difusión nacional que no duda jamás en alzarse

contra las decisiones de los ministros cuando vale la pena lo que está en juego. KIM SALE MUY ENFADADA de su habitación y pone un arrugado periódico bajo la nariz de su

padre. —¡Lee esto, papá, lee! ¡Granujas! ¡Cobardes! ¡Se han atrevido! —Calma, hija. ¿Qué es lo que sucede? —¡Pues sucede que quieren hacer saltar a Stach desde lo alto de Santa Eloísa! El alcalde recorre rápidamente el artículo del último número de La Voz de Katoren. A cinco

columnas despliega grandes titulares en primera página: «Stach, sometido a la prueba cuatro bis».

—Papá —declara Kim con tono firme—, es preciso que yo vaya. ¿Has leído el principal artículo? ¿Has comprendido que el redactor jefe nos invita a una reunión masiva en Wiss el viernes por la mañana? ¡Te lo ruego, dame dinero para el billete, todavía estoy a tiempo de tomar el tren!

El alcalde se informa del contenido del artículo e inclina la cabeza. —Este llamamiento está dirigido a los que viven en Wiss y sus alrededores más que a quienes,

como nosotros, vivan en el otro extremo del país y necesiten treinta y seis horas de tren para llegar hasta la capital. Es cierto que en nuestro caso..., en tu caso... Comparto tus sentimientos, hija mía. El viaje cuesta caro, pero a pesar de todo te pagaré un billete de ida y vuelta.

—¡Eres un encanto! Se arroja sobre él y lo abraza con tanto ardor que su larga melena está a punto de barrer el

tintero dispuesto sobre la mesa. —Corre a preparar la maleta.

Apenas la madre de Kim es informada de los proyectos de viaje de su hija, improvisa unos buñuelos de manzana, Desde la disolución de la OHA le

queda mucho tiempo libre que no sabe en qué ocupar. Mete un centenar de buñuelos en una gran bolsa «para el viaje» —explica— «y también para Stach». Mientras tanto, Kim ha llenado dos enormes maletas que se cierran con dificultad y cuyo contenido insólito es ignorado por el alcalde y su esposa hasta la hora de acostarse.

—Me pregunto si ha interpretado adecuadamente el texto —rezonga el alcalde. Su mujer se echa a reír mientras le entrega una pila do toallas. —¡Qué quieres! ¡Tengo la impresión de que nuestra hija está verdaderamente enamorada! La enamorada en cuestión viaja a centenares de kilómetros de allí y cada giro de las ruedas le

acerca a si querido Stach. DURANTE TRES DÍAS ha vagado por los bosques en compañía de Vlot. Han escalado las colinas

y descendido a fondo de los valles; se han lanzado vanamente a la persecución de conejos que escaparon siempre; ha trepado a los árboles, dejando a Vlot ladrando con furia, alzado de pata contra el tronco. Se han dejado calar por la lluvia y después se han secado al sol; se ha tumbado boca arriba pan contemplar el cielo por donde corrían nuevas nubes blancas y reflexionado sobre su situación.

Hoy, viernes, regresa a Wiss, totalmente decidido a no saltar desde lo alto de la catedral. Ha pensado en todos lo medios, como un paracaídas, una red de acróbata, una cuerda enrollada a un torno o una polea de frenado progresivo. No tendría que ser difícil ni complicado hallar un medio eficaz, pero se niega en redondo a estrujarse el cerebro para superar una prueba sin sentido. Nadie podrá

obligarle a hacerse rey de Katoren al precio de tales chiquilladas... Aunque apenas son las siete, numerosas personas circulan ya por las calles. Advierte que

todas se dirigen hacia Santa Elosía; la mayoría, llevan bajo su brazo un cojín como si acabaran de pasar la noche en la acera. «Es curioso —se dice Stach—. ¿No será que aspiran a ocupar los mejores sitios? ¿Que quieren estar en primera fila para asistir al salto de la muerte? Había decidido no presentarse a las diez en la catedral, pero, ante esta situación nueva decide explicar a la gente congregada los motivos de su negativa. Lo que no le impide dar un rodeo para pasar por casa.

Tío Gervasio, que se ha levantado temprano, prepara el café. Al ver a su sobrino, se frota las manos mostrando una cara de satisfacción que parece completamente fuera de lugar.

—El momento de la prueba cuatro bis ha llegado —declara con énfasis—. ¡Una jornada que marcará una fecha en la historia!

—He decidido no saltar. —Muy natural. ¿Pero irás, desde luego, a darte una vuelta por allí? Todo Katoren se ha

reunido para verte. —Iré, en efecto —responde Stach—. Les diré que me niego a dejar mi piel en una empresa

completamente desprovista de razón y de interés. —¡Perfecto! —asiente el anciano con una amplia sonrisa—. Eso es lo que debes hacer. Salen de casa a las nueve y media y llegan muy pronto a la plaza de Santa Eloísa, que rebosa

de gente... ¿Pero qué es eso que está ahí...junto a la torre principal? ¿Qué es ese montón enorme? ¿Y qué arrojan precisamente sobre ese montón los que se han subido a la torre?

En cuanto conoció la misión contenida en la carta que llevó Gervasio y que bautizó inmediatamente y sin empacho Idiotez número 4 bis, el redactor jefe de La Voz de Katoren adoptó una importante iniciativa. Invitó a todos los

habitantes de Katoren a congregarse en esta mañana del viernes, alrededor de la catedral; que

llevaran quien pudiera un cojín, quien pudiera una almohada, a fin de amontonarlos al pie de la torre. A juzgar ahora por la afluencia, puede deducirse fácilmente que La Voz de Katoren cuenta, con un impresionante número de lectores. Millares y millares de personas han acudido a la cita con su almohada bajo el brazo. Una colina de cojines se ha elevado en seguida contra la torre de Santa Eloísa. Una colina tan alta que muy pronto ha sido imposible agrandarla lanzando las almohadas desde abajo. Entonces los siguientes se han subido a las torres para echarlas por las ventanas. En el momento en que llega Stach el amontonamiento de plumón alcanza la mitad de la altura de las torres.

Se pone colorado en cuanto comprende lo que sucede. Está claro que a la gente le interesa que llegue a ser rey. Entre las aclamaciones asciende por

los escalones de la torre, ahora ya vacía. Tío Gervasio se ha quedado abajo porque su corazón es demasiado frágil para semejante subida. A medio camino, Stach se detiene sorprendido por un jadeo, la fatigada respiración de alguien que parece subir los escalones de cuatro en cuatro. Se vuelve y distingue a Kim que, con las mejillas encendidas, casi desaparece bajo las almohadas: la suya, la de sus padres, la de la habitación de invitados. No ha dejado de correr desde la estación porque su tren ha llegado con retraso.

—¡Stach! ¡Soy yo! —¿Tú aquí, Kim? La ayuda a llevar su engorrosa carga y llegan juntos a la terraza superior. Kim se adelanta hasta

la barandilla, y se lanza las almohadas con un gesto lleno de gracia de inclina para admirar el vuelo elegante de los cojines pluma. Visto desde arriba, el salto se antoja aterrador. Y más aún lo parece la distancia que separa la última terraza de la cumbre de la montaña de plumón. Pero su compañero toma el asunto con una sonrisa.

—¿Cómo podría yo soñar con una caída más blanda

que sobre las almohadas de nuestros katoreninos? El viejo rey dijo: «¡Si tu pueblo te saluda con fuegos artificiales, considérate estimado. Pero si vacía a tu paso las almohadas de pluma, es que eres amado!» Kim, me siento feliz de que hayas venido. Si no puedo volver a hallarte entre la multitud nos reuniremos en la casa de tío Gervasio.

—Sé prudente, querido Stach. —No te inquietes, todo irá bien. Se alza sobre la barandilla, dirige un saludo a la muchedumbre que responde con un bosque

de brazos levantados. Un silencio glacial cae de repente sobre todo este júbilo cuando aparecen de tres en tres los ministros: De Seer, Eskrupul y Fraternal en cabeza y tras ellos Impetuoso, Laminador y Limpito. Avanzan con paso lento hasta la estatua del viejo monarca que ninguno de ellos ha tenido el valor o la temeridad de hacer retirar. También los ministros han leído La Voz de Katoren. ¡Si han venido a asegurarse de la amplitud de la reacción, ya lo han comprobado; mucho más de lo que ellos temían!

Stach les dirige una reverencia con ironía y que arranca un tumulto de risas entre la multitud. Se endereza después, besa elegantemente los dedos de Kim, que aguarda tras él, temblando de pies a cabeza, y salta sin titubeos entre un silencio sepulcral.

Todo rígido al principio, ligeramente inclinado hacia adelante, después su cuerpo joven se

desliza durante tres segundos en el aire sedoso de esta mañana de primavera. Tres largas horas de angustia para Kim y para tío Gervasio. Llegada, choque, impacto, se hunde en el corazón de esta montaña de plumas que se abre y se ensancha como un cráter. Después rebota, vuelve a hundirse y recobra, por fin. un poco de equilibrio. Como un acróbata mareado que trata de salir de la red, se desembaraza como puede del amontonamiento de almohadas y salta sobre el empedrado de la plaza, sano y salvo. Avanza hacia los ministros, envuelto en ensordecedoras aclamaciones. Les dirige la misma reverencia irónica y declara:

—Espero que me confiarán muy pronto la quinta misión. No hablo de una cuarta tris, pues la

cuarta bis no era, en mi opinión, ni honesta, ni seria, ni virtuosa, ni interesante, ni correcta. Todo lo más ha resultado muy mullida. Hasta la vista, señores.

Apenas ha tenido tiempo de esbozar un saludo cuando lo suben a hombros y lo pasean por la ciudad. Necesitará recurrir a verdaderas astucias para conseguir escapar y meterse en casa de su tío. El infortunado ha sucumbido ya a los encantos de la muchacha, que en tan poco tiempo ha conseguido informarse de todo lo que le resultaba indispensable conocer sobre Stach. Ha visto las fotos en las que aparece en pañales e incluso en las que está completamente desnudo sobre la hierba cuando era un bebé mofletudo. Stach. al descubrir el embrollo, sólo en razón de los cabellos que blanquean la cabeza de su tío renuncia a echar una jarra de agua fría a la muchacha.

Los tres pasan unos días maravillosos. Kim está locamente enamorada y no se muestra en absoluto envanecida. Stach está verdaderamente enamorado pero no se lo toma en serio. Por lo que a tío Gervasio se refiere, está dispuesto a guardar silencio. Excepto cuando se trata de retransmitir las noticias de palacio.

—Discuten cada vez con mayor frecuencia —informa en tono lúgubre—. Mientras tanto, examinan febrilmente el correo que les llega de todas partes con la esperanza de hallar, por fin, una tarea irrealizable. Comprenden muy bien que ya no les quedan más que tres oportunidades, ni una más, porque ante la reacción del pueblo han deducido que ya no es posible una prueba bis o tris.

—¡Bah, ya veremos! —dice Stach con despreocupación—. Vamos mejor a admirar la puesta del sol. Mira, el cielo toma el mismo color rojo que el del vestido de Kim. Mañana tendremos buen tiempo.

Por desgracia, los días felices pasan más aprisa que los demás. Una magnífica mañana el cartero lleva dos cartas. En la primera, el alcalde de Palenque recuerda a su hija que

ha conseguido un 5 sobre 20 en los últimos exámenes de ciencias y que el curso continúa. La segunda, acompañada de un billete de ida a Pituita, invita en términos breves a Stach a curar la epidemia de narices protuberantes que afecta a los habitantes de esta ciudad. Kim derrama algunas lágrimas antes de tomar el tren para Palenque. Stach mete alegremente algunas cosas indispensables en su bolsa de viaje y corre a enfrentarse con nuevas dificultades. Gervasio se dirige como de costumbre a palacio, donde continuará tratando de abrir la puerta al ardiente Impetuoso, entre uno y otro cepillazo al traje de Limpito. En una palabra, intentará desempeñar su papel en la administración del reino.

9. Una ciudad triste

BUENOS DIAS, Tara. Ha sido muy amable por venir tan pronto. Gracias. —Buenos días. —Se trata de mi mujer. Esta mañana hemos descubierto una ligera inflamación. Temo que sea

un caso de...

—¡Yo seré quien haga el diagnóstico, Si usted me lo permite! —Pues claro, Tara. Le ruego que me disculpe. El alcalde de Pituita, un hombre muy bajero, toma la capa y el sombrero de Tara y lo guía

entre reverencias hasta la alcoba. La mujer del alcalde se incorpora sobre la cama al entrar el hombre de ciencia, reconocible por su amplia toga. Pero él le hace señas de que permanezca tendida.

—No se mueva, señora, no hace falta. Obedece, muy contenta por no tener que mostrar su astado camisón. El Tara saca de su

cartera una lupa de respetables dimensiones y se consagra al estudio del apéndice nasal de su paciente.

—Staccare onissimum plastarosa —masculla sin alzar la cabeza. —¿Qué dice usted? —pregunta inquieto el alcalde. —Plastarosa varietario cinearum. —¡Ah! ¡Si! responde el alcalde, no más enterado que antes. —Será preciso ir a buscar el remedio esta tarde. Se friccionará dos veces al día. Dentro de una

semana exactamente

ya habrá desaparecido. No vale la pena que se preocupe, señora, en poco tiempo esta naricilla estará tan mona como siempre.

—¡Oh! ¡Gracias, Tara! El Tara, como respuesta, pellizca ligeramente la mejilla de su enferma y se dirige hacía la

puerta sin más ceremonia. Unos instantes más tarde, el primer ciudadano de la población se reúne con su esposa y le hace una señal tranquilizadora con la cabeza.

—Hemos obrado bien al consultarle a tiempo. ¿No te parece? —Sí, hemos hecho bien —suspira ella. —Vamos, alza la frente, querida. Tu bonita nariz

quedará intacta. ¿No es eso lo principal? —¡Me hubiera gustado que hubiese podido comprar el piano este año!... ¡Lo deseas desde

hace tanto tiempo...! Y en lugar de eso tendremos que empezar de nuevo a ahorrar. —No te preocupes! Alegrémonos mejor de tener con qué pagar. Ya has visto la facilidad con la

que ha descubierto el mal. Plastarosa y... no sé qué más. —Algo como cinearum. —Es que son formidables nuestros Taras. —Podrías decir que... ¡Oye! Me parece que han llamado. —No he oído nada, pero voy a ver. Stach está a la puerta. Acaba de llegar a Pituita, tras un interminable recorrido que le ha

llevado al extremo occidental del país. Fiel a su costumbre. ha buscado en primer lugar la casa del alcalde, tarea que le ha supuesto más dificultades de las que hasta ahora habla encontrado. Desde la ventanilla del tren la ciudad le había parecido Ya anormalmente pobre: lamentables casuchas de ventanas sin postigos. calles mal pavimentadas y pobremente iluminadas por escasas farolas. medios de transporte muy antiguos. En suma. una ciudad de sórdido aspecto.

Y después, al recorrer a pie las principales calles, tras haber abandonado la estación, descubrió ricos chalés, de magnífica apariencia, palacetes que se alzaban aquí y allá

entre horribles covachas medio en ruinas. De la misma manera, al llegar a la plaza principal, se

topó conespléndidas residencias, una de las cuales sólo podía ser del alcalde. Pero tras informarse, y todo sorprendido ante su error, no tuvo más remedio que dirigirse a una modesta casa, situada en la misma plaza, desde luego, pero de lamentable insignificancia en comparación con sus vecinas, que la abruman con toda su altanería. En respuesta a su titubeante campanillazo le abre la puerta un hombre muy bajo que viste un traje raído.

—Me gustaría hablar con el señor alcalde —dice Stach sin demasiada seguridad. —Soy yo —responde el enano. —¿Usted? La exclamación insolente se le ha escapado demasiado aprisa. Por fortuna el hombrecillo no

parece ofendido. —¿Qué puedo hacer por usted? —le pregunta cortésmente. —Me llamo Stach. Vengo de Wiss y tengo la misión de... —¿Cómo? ¿Es usted Stach? El buen hombre sujeta con las dos manos a Stach y lo dirige hacia el interior de la casa y

después, visiblemente turbado por su audacia, suelta a su visitante y se apodera de la bolsa de viaje bastante deslucida, con la devoción habitualmente reservada a los objetos sagrados. La coloca al pie de la escalera al tiempo que informa a su esposa, entre grandes exclamaciones, que «ha llegado el señor Stach». Gira alrededor de su visitante, lo conduce hacia lo que parece ser un salón y, finalmente, le invita a tomar asiento en una silla más o menos coja que cruje bajo su peso de manera inquietante.

—Señor Stach —declara el alcalde—, me siento feliz al recibirlo en Pituita. —Pongámonos de acuerdo para empezare señor yo me llamo simplemente Stach, y le ruego

que me tutee. —¡Ah! Sí, muy bien... Eh... Eh, bien. Stach, haz... eh... hazme el favor de informarme de las razones de tu venida a nuestra ciudad. —He sido encargado de curar las narices protuberantes. Pero antes debo declarar que jamás

he visto una ni sé lo que es. —¡Entonces no sabes la suerte que tienes! ¡No haber visto nunca una nariz protuberante! ¡Es

increíble! —¿Quiere usted explicármelo? Me agradará saberlo. —Mi mujer está en cama con un principio de afección nasal que denominamos

corrientemente NP porque nariz protuberante... ¿Tendrías algún inconveniente en que prosiguiéramos esta conversación en la habitación de arriba? ¡Mi esposa debe de estar muriéndose de curiosidad!

—Pues naturalmente que no —dice Stach. Suben por la escalera de madera, ligeramente bamboleante y de gastados escalones y

penetran en el dormitorio de la enferma. Recibe a nuestro héroe con un entusiasmo que le sorprende y le ofrece el único asiento disponible, mientras que el alcalde se sienta a los pies de la cama.

—Si su nariz, señora, debe ser considerada como un caso de NP —declara Stach admirando abiertamente la graciosa nariz aguileña de la dueña de la casa—, quiero sufrir sin tardar esa misma enfermedad.

—¡Calla, desgraciado! —exclama ella, turbada—. Si mi marido no fuera esta tarde a buscar una pomada especial, mi nariz alcanzaría en menos de una semana el color y el tamaño de una berenjena.

El alcalde recobra la palabra para contar que desde tiempos inmemoriales Pituita padece la presencia de una variedad específica de mosquito, que pone sus huevos en la turba húmeda sobre la que se halla construida la ciudad. Una turba especial que no se encuentra en ninguna parte fuera de allí. Los mosquitos frecuentan asiduamente la ciudad, preferentemente por la noche. Inevitablemente, se posan sobre las partes descubiertas de los cuerpos...

—La nariz... —sugiere Stach. —Tú lo has dicho. Desde luego, se aprovechan de la ocasión que se les brinda para beberse algunos tragos de sangre a la salud del propietario de

la nariz, que reacciona aplicando al azar un enérgico manotazo. En la mayoría de los casos, el indeseable encuentra la muerte, pero el mal está hecho. Una manchita roja, un acceso de fiebre y un sordo martilleo en las fosas nasales demuestran a la víctima que se prepara la aparición de una NP. ¿Qué es lo que esto significa? El apéndice nasal se hincha, se dilata hasta convertirse en una especie de horrible protuberancia escarlata. A partir de este momento el enfermo se encuentra en presencia de una deplorable alternativa: o bien estalla el absceso, provocando la muerte, o bien la víctima subsiste en un estado estacionario, definitivamente desfigurada...

—¡Es horroroso! —balbucea aterrado Stach. —¡Sí, horrible! Pero... por fortuna contamos con los Taras. —¿Qué son los Taras? —pregunta Stach. —Los Taras son los sabios más eminentes de nuestra ciudad. Su conocimiento de la

enfermedad se advierte en su mirada, en el porte de su cabeza, se adivina en los movimientos de sus manos, brilla en la elección de sus ropas. Han clasificado todas las especies de mosquitos, han analizado el veneno que nos inyectan en la nariz. Pues has de saber que estamos acosados por innumerables clases de mosquitos cuya contaminación da lugar a tantos tipos de protuberancias. Así distinguimos corrientemente la nariz lombarda, coliflor, hongo, la nariz ubre, la hoja de ruibarbo, de hinojo... En una palabra, es imposible enumerarlas todas. Lo que no impide que nuestros Taras, esos príncipes del saber, las conozcan sin error. Han estudiado, elaborado, preparado y además perfeccionado una pomada adaptada a cada caso particular de NP. Así, están preparados para acabar a tiempo con cualquier aparición de una NP.

—Me explico fácilmente que la presencia de los Taras sea para ustedes una bendición. —Son nuestros dioses de la ciencia, auténticos genios. Para convencerse basta con observar

con qué orgullo alzan la cabeza cuando por casualidad los encontramos por la calle, cuando los oímos expresarse

con inflexiones de voz cuya inspiración genial no escapa a nadie, ni siquiera al profano más ignorante. En cuanto formulan un veredicto nadie podría contradecirlos.

—Hay, sin embargo, algo que no comprendo, señor alcalde. Usted afirma que los Taras dominan totalmente la enfermedad. En este caso, ¿dónde está el problema? ¿Por qué razón me han enviado hasta aquí los ministros?

El alcalde mordisquea pensativo la primera falange de su índice encogido, buscando una explicación.

—Yo tampoco lo entiendo —dice finalmente. —No te enojes, Gilberto —murmura en ese momento su mujer—; fui yo quien escribió al

ministro Limpito... —¿Tú? ¿Que tú le has escrito? Pero, ¿para qué? —Pues bien, mire, Stach —explica la enferma—: la NP ya se puede curar. ¡Es cierto, por

fortuna! Pero los medicamentos son demasiado caros. Y también las visitas de los Taras, a los que hay que pagar por palabras. Una moneda de diez florines por cada palabra pronunciada. Basta que saluden con un simple «¡Buenos días, señora!», para que se les deban ya treinta florines. No protesto por esas cosas. Es completamente comprensible que estudios tan largos..., que talentos tan prestigiosos merezcan un buen precio... Pero pensé..., esperé... Mi marido es un músico de talento.

Ahorramos desde hace quince años para comprar un piano, y cada vez que casi tenemos el dinero necesario uno de los dos siente los primeros síntomas de una NP... y el dinero desaparece en pomada... Entonces, como leí en la prensa muchos artículos elogiosos sobre usted y...

—Se lo ruego, tutéeme sencillamente, como su marido. —Sobre ti y... viendo que nada te resulta, al parecer. imposible, me pregunté si no conseguirías acabar con los mosquitos.

—Pero querida —interviene inmediatamente el alcalde— no ves más allá de... no

reflexionaste bastante... Los huevos de mosquito proporcionan a nuestra turba una consistencia sin la cual se transformaría en ciénaga esponjosa que se tragaría muy pronto a

nuestra buena ciudad con todos sus habitantes. ¿Es eso lo que pretendes? Perdónala, Stach, ha actuado con buena intención. Me parece muy triste, pero será preciso que vuelvas a Wiss y que reclames otra misión. Aquí no hay nada interesante para ti y perderías un tiempo que te resulta demasiado precioso.

—¡Ejem! ¿Le molestaría que a pesar de todo me quedara unos días? —¡De ninguna manera, naturalmente! Hay una cama en el desván si puedes contentarte con

eso... —Pues claro, señora... Y aquí está nuestro Stach albergado, una vez más, por el alcalde de la ciudad. Un alojamiento

de los más modestos, es preciso confesarlo. Jamás ha estado tan pobremente instalado en lo que, en rigor, puede pasar por una habitación, con un bidón de petróleo perforado por innumerables le agujeros como una ducha y dos mantas de caballo que sirven de lecho. Las comidas consisten, por lo general, en pan duro y queso de cabra o patatas untadas con manteca de cerdo. Si se piensa que el alcalde es el más espléndidamente retribuido de los ciudadanos de Pituita (¡con excepción de los Taras, desde luego!), hay de que sorprenderse. Stach, sin embargo, no se preocupa por tan poco; durante su juventud junto a tío Gervasio no se ha acostumbrado a la comodidad. El alcalde y su esposa son una pareja simpática

Esa tarde acude en compañía del alcalde a buscar la pomada salvadora destinada a su mujer. Una criada les abre la pesada puerta de roble de la mansión del Tara y, al reconocer al alcalde, los deja solos en el vestíbulo para volver a la farmacia. Stach mira a su alrededor, maravillado. Los muebles del vestíbulo le hacen recordar los esplendores admirados en Humoacre. Los pesados candelabros, las alfombras mullidas y la costosa ornamentación caracterizan la residencia del hombre afortunado. El alcalde observa con envidia la despreocupación con que Stach se

pasea seguro de sí de un objeto a otro, las manos en los bolsillos, mientras que él, inclinada la

cabeza, apenas se atreve a hacer girar entre sus dedos su viejo sombrero; su timidez parece la de un escolar sorprendido en una falta. Reaparece la criada, que lleva el apreciado ungüento, y se lo entrega sin decir una palabra.

—La profesión de Tara me parece una colocación lucrativa —observa Stach. —Desde luego. —Indudablemente, no verían con buenos ojos que halláramos un medio de suprimir las NP. —¡No digas eso, infeliz! —exclama el alcalde—. Trabajan día y noche, nada les resulta

demasiado duro ni demasiado agobiante cuando se trata de aliviar nuestros sufrimientos. ¿Los imaginas acosados por preocupaciones monetarias, incapaces de concentrar las veinticuatro horas del día toda su atención en la lucha contra el mal que nos roe? No, decididamente, créeme. Los Taras serían los primeros en congratularse si consiguiéramos destruir la plaga.

—Es muy posible... Después de todo, usted los conoce mejor que yo. Al llegar a casa del alcalde, untan el apéndice nasal de su esposa con la famosa pomada, que

despide un fuerte olor a vinagre. Tras la cena, tan frugal como de costumbre, Stach pide a su anfitrión que le preste una obra en donde se recapitulen y analicen los diferentes casos de NP. Y se extraña muchísimo cuando se entera de que no existe. Al parecer, los Taras temen que cualquier persona se divierta en improvisar remedios que los llevarían derechos a la tumba. En consecuencia, se han negado siempre a participar en la redacción de semejante obra. Por un lado están los Taras, y, por otro, los enfermos, y no se ve la razón de que unos intermediarios fueran a introducirse entre ellos.

Para consolarse, Stach escribe una larga carta a Kim en la que le recomienda reemplazar la almohada que perdió en Santa Eloísa por una pila de libros de ciencias. Un medio

eficaz —en su opinión— de recuperar el tiempo perdido. Así mataría dos pájaros de un tiro. En el curso de los siguientes días, la nariz de la señora alcaldesa manifiesta indicios de una

feliz y pronta curación, y Stach se dedica a conocer detenidamente Pituita. Los habitantes de la capital de la provincia —o pituitanos— se prestan de buen grado a charlar con este muchacho, que es famoso desde hace tiempo. Aprecia que, a pesar de las múltiples variedades de pomadas, son numerosas las NP que se ven por las calles. Las caras que ha visto así son desconcertantes, por no decir horribles. «La nariz es la clave de la cara —piensa Stach—; el proverbio no miente.» A lo largo de sus paseos conoce a una chica de la edad de Kim con la misma mirada brillante en sus ojos, pero su nariz tiene, por desgracia, la forma de un hongo.

—Tardaron demasiado en atenderme —explica la chica con abatimiento—. Mi padre, que es un poco avaro, se imaginaba cada vez que mi nariz mejoraba ligeramente, que era el efecto del azar o de qué sé yo reacción defensiva del organismo. Y así se negó siempre a consultar a los Taras hasta que llegó el momento en que la aplicación de las pomadas improvisadas se reveló ineficaz. Entonces llamamos a un Tara y sus frecuentes visitas costaron a mi padre el doble de un tratamiento normal. Con la diferencia de que he quedado desfigurada para el resto de mi vida. Resultado: ahora vivimos en la casa más pequeña de Pituita.

—Tuviste suerte al menos de que la protuberancia no se reventara —comenta el muchacho a guisa de consuelo.

—¡Bah! ¿Qué puedo esperar de la vida con semejante nariz? Sólo nos sentimos a gusto entre nosotros, en la asociación.

—¿Qué asociación? —La Fachada, a la que sólo tienen acceso los NP. En realidad se trata de una compañía teatral.

Montamos pequeñas obras y eso nos ayuda a creer que somos normales. —¿No podría curarte alguna medicación? —¡No! —¿Y si intentaras untarte la nariz durante tres semanas seguidas? ¿No habría así alguna

posibilidad? —No lo creo. Además, necesitaría un cubo de pomada, y por ese precio podrías comprarte

media ciudad. —¿Cómo te llamas? —Irina. —¡Hasta pronto, Irina! —¡Hasta la vista, Stach! Al regresar a la casa del alcalde pregunta a la esposa de éste en qué utiliza sus restos de

pomada. Le explica que los tira, obedeciendo así las recomendaciones de los Taras, que temen la posibilidad de utilizaciones posteriores desafortunadas o inadecuadas.

—¿Aceptaría dejarme lo que le queda? —Pues... —responde vacilante— no sé. El Tara afirma que... —¡Bah! ¿Qué importancia tiene? Démelo, señora. Aunque no está convencida, le entrega el tarro, vacío en sus tres cuartas partes. Lo coloca con

cuidado en su desván y vuelve a la ciudad, donde ya nadie ignora que se interesa muy de cerca por las NP. Esta es una de las razones por las que le extraña no poder entrar en contacto con los Taras. En todas las puertas que llama se le responde que el Tara se encuentra demasiado ocupado para recibirlo. De hecho, los que se cruza por la calle caminan con la cabeza baja, el ceño fruncido,

como hombres que no pueden perder un momento. Sin embargo.... se dedica a seguir a hurtadillas a las largas siluetas, fácilmente reconocibles por su negra capa. Se presenta, además, en las casas que acaban de visitar. Así se encuentra en presencia de todo género de deformaciones en su fase inicial. Pide a cada uno de los pacientes que le guarde lo que le quede de ungüento y, como saben que está encargado de una misión especial por los ministros, con los que se entrevista frecuentemente, nadie piensa en negarse.

Camina interminablemente por las calles desoladas esta ciudad miserable hasta el momento en que llega al

otro lado del río. Entre los pobres las lenguas se sueltan sin dificultad. Se entera de que el

magnífico edificio construido al final de una explanada muy despejada no es otro que el Palacio de los Tarasabios, donde la

Asociación celebra sus reuniones para la Lucha contra las Protuberancias. Una tarde ve cómo decenas de Taras penetran en el interior del espléndido edificio. Stach pregunta al portero la razón de esa reunión.

—Sesión científica, Stach —explica el hombre—; los Taras se reúnen aquí todos los viernes a la misma hora. —¿Cree usted que yo podría asistir a una sesión?

El portero se queda pasmado. —¡Eso sería una locura! El público profano no es admitido jamás. Además, no entenderías

nada. —En ese caso mi presencia no los molestaría mucho. Stach comienza a ver algo raro en la actitud de los Taras, que se niegan a recibirle. Por el

momento, no comparte la admiración que por ellos sienten los habitantes de Pituita. Durante la semana siguiente reúne veintidós tarros de pomada que en olor, calidad y consistencia se parecen extrañamente. Sólo varía el color. Mezcla todo en un tarro y agita el contenido para que se vuelva perfectamente homogéneo; después acude a casa de Irina. Como en el día en que se conocieron, intenta no sentirse afectado a la vista de la horrible nariz de la muchacha.

—¡Fíjate en lo que te he traído! —le dice con forzada alegría—. Un tarro lleno de crema de belleza para tu linda carita. Hazme el favor de untarte con abundancia, aunque te gastes el recipiente en dos veces. ¡Al diablo las aplicaciones ridículas!

—¡Dios mío, Stach, te has gastado una fortuna! —No te atormentes por eso. No he soltado un céntimo. ¿Me prometes hacer lo que te he dicho?

—¿Estás seguro de que ésta es crema para una na hongo? La que yo utilizaba era verde y ésta tiene un tono blancuzco...

—Esta pomada es una mezcla de diferentes variedades y, voy a ser franco contigo, Irina, creo que la estética de tu nariz no tiene que temer gran cosa. —Es cierto —admite inclinando la cabeza con desconsuelo—. Ya nada tengo que temer. Haré

lo que me pides. —Recuerda bien que se trata de una experiencia en la que se dan cita todas las causas de

fracaso. No alientes esperanzas imaginadas, te lo ruego... Dos días más tarde, muy de mañana, Irina se aferra a la campanilla del alcalde como a un

salvavidas alguien que está a punto de ahogarse. Stach se precipita, pensando que arde la mitad de Pituita, y llega a la puerta antes que el alcalde, quien, sin embargo, sólo ha tenido que bajar un piso. La abre con un gesto teatral, esperando lo peor.

—Ha disminuido tres milímetros. Desde luego, Stach no aprecia la diferencia; a sus ojos, la horrible protuberancia que deforma

la cara de la muchacha no ha cambiado en manera alguna. Tal vez se halla un poco menos

inflamada que el otro día. Prudente, pregunta: —¿Cómo puedes saberlo? —La dibujé sobre un papel. Es decir, imprimí su forma sobre una hoja y después tracé el

contorno con un lápiz... Cuando... cuando se tiene una nariz como la mía —prosigue turbada— se conocen sus dimensiones con gran exactitud, Stach. Esta mañana he repetido mis mediciones y he comprobado que ha disminuido tres milímetros... Te aseguro que es cierto.

Ese día Stach recorre la ciudad por todas partes y consigue reunir restos de pomada hasta mediar un tarro, con el que Irina se unta abundantemente. Disminuye de nuevo el tamaño de su nariz. Es precisamente un viernes. Tras haber dado muchas vueltas al proyecto en su cabeza, plantea la pregunta a la muchacha.

—Dime, Irina, ¿no tendríais entre vuestro vestuario teatral una capa y un sombrero de Tara? —Sí, naturalmente. ¿Por qué? —¿Confías en mí? —Stach, daría mi vida por ti. —Seamos razonables, no pido tanto. Escucha, esta tarde quiero hacerme pasar por un

auténtico Tara: toga, peluca, bigotito, algunas arrugas bien dispuestas...: en suma. un verdadero Tara. ¿Aceptas encargarte de mi disfraz?

—Ejem..., claro —dice, indecisa—. ¿Qué es lo que tramas? —No me preguntes. Tráeme solamente lo que te he pedido. ¿De acuerdo? —De acuerdo. Y la pequeña Irina cumple con su palabra. Por la tarde nadie reconocería a nuestro candidato

al trono bajo los rasgos de este Tara de unos cuarenta años, dispuesto a aparecer en la escena de la vida. Sin embargo, entre presentarse bajo las apariencias de un Tara y comportarse como tal hay un matiz... Por fortuna, el aplomo natural de Stach compensa las inevitables deficiencias del personaje. Echa la cabeza hacia atrás con un gesto cargado de arrogancia y tiende una mano autoritaria.

—¡Mi capa, inmediatamente! —En seguida, Tara, aquí... Irina no puede evitar la risa ante una imitación tan llena de talento. El rostro de Stach se reviste con una máscara de imperturbable superioridad. Atraviesa la

plaza con la cabeza muy alta y penetra en el vestíbulo del Palacio de los Tarasahios, mezclado con un reducido grupo de silenciosos Taras. Siguiendo el ejemplo de sus colegas, confía su capa al guardarropa, latiéndole de ansiedad el corazón hasta el punto de que le parece oportuno decirse a si mismo: «Paciencia; si son honrados, poco les importará mi presencia entre ellos; si son unos truhanes, a fe mía...»

La señora del guardarropa le informa que la reunión de esta tarde será presidida por un tal Tara Van Reigershoven (Zancas de garza). Stach se presenta inmediatamente ante él como Tara

Bumdié, de Rijebroek (calzón de caballo), una aldea vecina al otro lado del río. —Espero no causarles ninguna contrariedad asistiendo a su debate científico. —¡Ah, ah! Eres un verdadero bromista, Bumdié... ¡Un debate científico! ¡Vaya chiste! Ponte a

gusto, amigo mío, como si estuvieras en casa. —Muchas gracias, Van Reigershoven. Y trata en vano de comprender lo que ha impulsado al presidente a llamarle bromista. No tarda en obtener la explicación. Aunque no posea noción alguna de la ciencia médica.

Stach se da cuenta muy pronto, como comprobaría hasta un niño pequeño, que en este lugar no hay debate ni ciencia. Los Taras, instalados en pequeños grupos, beben a un ritmo sorprendente

unas botellas que no contienen precisamente limonada. Deseoso, ante todo, de pasar inadvertido, y tras ser presentado, se sienta en medio de un pequeño grupo.

—Ignoraba que Rijebroek fuese suficientemente importante para justificar la instalación de un profesional —observa uno de ellos—. ¿Estás haciendo un buen agosto, Bumdié?

—Por el momento..., sí..., esto comienza a marchar. Espero que de aquí a fin de año el asunto esté encarrilado. Por lo menos mientras los mosquitos sigan conociendo el camino de Rilebroek.

—Lo que es por eso, puedes estar tranquilo. ¡Nuestros Pequeños mosquitos nos seguirán siendo fieles! ¿Qué quieres beber, Buindié? ¿Whisky o vodka?

—Tomaré encantado un vaso de vodka. Con su vaso lleno en la mano, Stach dirige un guiño cómplice a sus compañeros y,

prudentemente, toma un modesto trago. Sin embargo, no suficientemente modesto, porque desencadena un acceso de tos que parece arrancarle las entrañas.

Los Taras lo cubren de miradas, donde se mezclan el asombro y la incredulidad. —He co... co... cogido frío —consigue decir Stach entrecortadamente—; yo... ese, ese maldito

clima... —Es muy molesto, lo sé —dice Blayver, el hombre que ha sido el primero en dirigirle la

palabra—, a mí me sucede de cuando en cuando. ¡Pues entonces, a tu salud! Y con un gesto maquinal arroja el contenido de su vaso de whisky al fondo de su garganta. Stach recobra su vaso, hace como que bebe, pero consigue vaciar discretamente su vodka en

un macetón. Lo que le permite elogiar en alta voz las virtudes curativas del alcohol en caso de enfriamiento.

Entretanto, nadie habla de la ciencia médica. La conversación de los Taras gira incansablemente sobre las inversiones financieras, los valores mobiliarios, la actividad del aeroclub Taravolante, así como de la posibilidad de aumentar los precios de las consultas. Sin hacerse notar, Stach pasa de una mesa a otra prestando oído a lo que se dice en los pequeños grupos. La palabra «protuberancia» no ha sido pronunciada ni una sola vez, y Stach decide, por tanto, precipitar las cosas, entrando en materia.

—¿Tiene usted en este momento más consultas que de ordinario? —pregunta, sentándose junto a un Tara de apariencia madura que ya navega en las aguas tranquilas del comienzo de la embriaguez.

—Sólo las de costumbre —gruñe el individuo. —Me pregunto si no habré catalogado una nueva forma de NP a la que siento la tentación de

llamar nariz-caracol —anuncia Bumdié. —Coge el malva. Ese color todavía está disponible. —¿Malva? —Sí, claro, escoge la pomada malva. Pero no olvides registrar el color y el nombre que has

elegido... Camarero, un whisky con una cerveza negra. La mirada del hombre se ahoga en el fondo de su vaso. Olvida la presencia de nuestro joven

héroe, cuyo hirviente cerebro se debate entre increíbles sospechas. ¿Será posible que los Taras utilicen una sola y

exclusiva pomada? En ese caso, ¿cómo cabría considerar el vocabulario esotérico que utilizan en las consultas? Se estremece en un acceso de rabia fría.

«Debo dominarme —piensa— si es que quiero llegar al fondo del asunto.» Permanece alelado, perdido entre el movimiento de las oscuras siluetas que circulan

lentamente por toda la sala, le golpean en el hombro con una exclamación cordial o le colocan un vaso en la mano. Uno tras otro, Stach los vacía en el macetón, y al ver la tierra completamente empapada de alcohol se extraña de que la planta aún no se haya marchitado. Hacia las dos de la

mañana, la sala comienza a vaciarse. Stach, viendo al Tara completamente borracho desplegar unos dolorosos esfuerzos por ponerse en pie, le dice:

—Dígame, Blayver; mañana por la mañana un paciente tiene que venir a buscar su pomada para una nariz-hongo..., pero en el momento de salir de casa me di cuenta de que mi barreño estaba vacío. ¿No le molestaría cederme un poco?

—De acuerdo; acompáñame a mi casa y la fabricaremos juntos. Yo vivo a dos pasos de aquí. —Es un placer. ¡Gracias! A duras penas, llegan al chalet del médico y entran directamente en el laboratorio. —Comienza, pues, tu preparación —propone Blayver—: yo voy a traer algo que beber. —No me dejes solo, te lo ruego —gime Stach con una notable presencia de espíritu—. Estoy

tan borracho que puedo romper la mitad de tu material. En mi casa sabría arreglármelas, pero aquí yo..., siento que voy a dejar caer todo. Hazme el f... el favor de prepararla tú, te lo suplico. —¡De acuerdo, vamos! —dice el borracho sujetándose al borde de la mesa—. Creo que has abusado un poco de la bebida... ¡Pero, en fin, manos a la obra; un Tara siempre es un Tara!

Saca un cazo de turba de un gran saco de arpillera y 1a cierne, a fin de eliminar los restos de

ramitas y las piedre citas, que están mezcladas con la turba. Espolvorea el mantillo así obtenido con una pizca de harina que extra, de un bote de cocina, en el que se lee con grande caracteres: «¡Preparada con levadura! ¡Sus pasteles al instante!»Visiblemente, el ingrediente procede de la cercana tienda de comestibles. El Tara añade después aceite, pan ensalada y un poquito de mostaza; después remueve la masa para que cobre una homogeneidad perfecta. Tras haber advertido en una estantería varias botellas de vinagre de vino, Stach se acuerda del singular olor de lo medicamentos que ha tenido en la mano.

—No olvide el vinagre —recomienda con una voz ronca; de cólera que el otro atribuye a la embriaguez.

—Claro que no. El vinagre desempeña un papel importante. Además, faltaría ese perfume que caracteriza nuestros remedios. ¿Verdad? ¿Para qué género de...? ¡Ah! sí..., una nariz-hongo... ¡Entonces es el verde!

De otra repisa toma un frasco de colorante alineado junto a otros, echa algunas gotas en la mezcla y sigue removiendo.

—¡Ya está! Con esto tienes para curar una veintena de NP en hongo. A tu servicio, querido colega.

—Gracias —masculla Stach—, lo mismo te digo. —¿Quieres beber un vaso antes de irte? ¿El último trago; —No, tengo que volver a casa. He dejado mi coche en la plaza y el camino es largo. Una vez más, gracias. ¡Hasta la vista!

De regreso a su alojamiento, piensa en despertar a alcalde y a su mujer, pero después decide que es mejor recuperar primero la calma. «Empezaría, probablemente a gritar tanto que acabaría por despertar a todo el vecindario», piensa.

Se despoja de su disfraz de Tara, que arroja en un rincón del desván, y se lava la cara. Después se desliza baja las lastimosas mantas, que forman el abrigo de su camastro

y se pone a soñar que todos los Taras de Pituita están alineados ante su presencia, de espaldas

y ligeramente inclinados. Y les pasa revista, oprimiendo en su mano un látigo flexible y fuerte. La mueca de furor ha abandonado su boca de tal forma que si alguien le observara de cerca pensaría que ríe en sueños.

EN UN PRINCIPIO el alcalde no lo cree, tan profundo es su respeto al todopoderoso Tara, tan

arraigado está el terror de la monstruosa NP. —Es imposible —repite con obstinación—. Eso no puede ser. Tienes que haberte equivocado,

Stach. Son hombres de ciencia, benefactores. ¡Eso no es posible! —Y esto, señor alcalde, ¿qué es esto? ¿Cómo lo he conseguido? —le pregunta agitando bajo

su nariz el gran tarro de pomada verde. —¡Dios mío, muchacho, eso vale una fortuna! —Una fortuna. ¿Esto? No, mire bien... Toma la pomada y la arroja por el fregadero. —¿Pero qué haces, Stach? ¡Esta pomada todavía puede servir! ¡Qué horror! —Tranquilícese, señor alcalde: estoy preparado para fabricar tanta como quiera y solamente

por unos céntimos. Unos remedios eficaces para todas las NP de ciudad. Créame, se lo ruego, esto es charlatanería, abuso de confianza.

—No puedo creerlo, Stach. —¿Y usted, señora? —Mi corazón. Stach, me dice que tienes razón, pero mis sentimientos me impiden creerte. —En primer lugar, ustedes son los mayores responsables de esta infamia. A fuerza de

prosternarse a sus o cubriéndolos de alabanzas los han vuelto insoportables de orgullo. Ahora voy a hacer algunas compras; aprovéchense,

pues, de mi ausencia para tratar de convencerse mutuamente de que tengo razón. Hasta

pronto. Stach se lleva el resto de la pomada y se dirige a casa de Irina. —Toma esto, querida amiga; hay al menos para cuatro aplicaciones. Cuando ya no te quede

más, podré prepararte toda la que quieras. —¿Prepararme? —Claro. Ya te explicaré más tarde. A la vuelta, se detiene en una tienda de comestibles para comprar por su cuenta mostaza,

vinagre, harina y aceite de ensalada. Después necesita un saco de turba. —Preferentemente la que utilicen los Taras —precisa Stach. —¿Es que tienes intención de especializarte en el cultivo de las dalias? —le pregunta el

florista—. Son las únicas flores que les gustan a los Taras. —No —replica sencillamente Stach—, voy a preparar pomada para las NP según su método.

Vaya hoy a las dos de la tarde a la plaza del mercado. Le daré la fórmula. Se han acabado los ahorros para pagar las ruinosas facturas de los honorarios. ¡Hasta pronto!

Dejando al hombre estupefacto, regresa a la vivienda del alcalde; se ve de nuevo implicado en una discusión animada, debida a la nueva situación creada por sus revelaciones.

—¡Liliputiense! —grita al entrar en la habitación. El pequeño alcalde lo mira con pasmo. —Perdóneme, señor alcalde, por dirigirme a usted en esos términos. No critico su talla, sino

que le reprocho no atacar de frente a los Taras en beneficio y para la felicidad de los habitantes de esta ciudad. Obsérveme ahora. señor alcalde. Fíjese bien en lo que voy a hacer.

Mezcla los ingredientes como vio hacer en el curso de la noche y obtiene muy pronto una pasta un poco grumosa Porque previamente olvidó cerner la turba- Una pata-fluida y cremosa que se parece a la pomada. que tan bien

conocen el alcalde y su mujer, hasta el punto de confundirse con ésta. —Si ustedes sienten el menor deseo de concluir con el recuerdo de un gran personaje —

declara entonces Stach— vayan a la llanura, capturen algunos mosquitos y déjense picar inmediatamente en presencia de la multitud. Si quieren yo los imitaré de buen grado... Después fabricaremos la pomada y nos la untaremos en la nariz en presencia le todos los habitantes de Pituita. Tras eso, ya no volverá a hablarse de Taras ni de NP. Escúcheme, señor alcalde, y haga lo que le pido.

—Tiene razón, Gilberto, haz lo que te dice —aprueba su mujer con un tono de firme resolución.

El alcalde se yergue con orgullo, pese a su vestimenta raída; un destello de decisión brilla en su mirada.

—A partir de ahora —declara— voy a dedicarme a merecer el título de alcalde de Pituita. Hasta ahora me he comportado como un esclavo de los Taras por temor a las NP, a la pobreza y a la desgracia. ¡Pero se ha acabado! Mis conciudadanos van a recobrar la prosperidad. Crearemos cuevas calles, construiremos un verdadero puente sobre el río, edificaremos un ayuntamiento digno de nosotros. Y la más bella de nuestras avenidas llevará el nombre de Stach. ¡Está decidido! ¡Mujer, dame mi cazamariposas!

Y parte con paso firme, olvidando en la precipitación su sombrerito; su calvicie brilla al sol. PITUITA CONOCE varios días de profunda agitación. Tras haber asistido a la demostración

organizada por Stach en compañía del alcalde, los pasmados habitantes ya no sabían si debían abandonarse a la alegría o entregarse a actos de furor. En consecuencia, escogieron las dos soluciones. Día y noche llenaban las calles con sus risas y su júbilo, y, al mismo tiempo, desfilaban ante las casas de los

Taras, blandiendo el puño. Algunos comenzaron incluso a lanzar piedras contra los cristales.

Pero el alcalde intervino con un tono verdaderamente resuelto que, al parecer, había decidido adoptar.

—¡Tenemos algo mejor que hacer, amigos míos! Todo lo que los Taras compren en Pituita y sus alrededores tendrán que pagarlo al triple del precio normal. Todo servicio, toda tarea ejecutada en beneficio de un Tara será facturado a tres veces el precio habitual. Mantendremos esta sentencia hasta el momento en que se vean obligados a instalarse en las casas ruinosas, que abandonaremos muy pronto. Por lo demás, esto no durará mucho tiempo. Pensad que a partir de ahora se encuentran ya privados de trabajo, desprovistos de recursos; a este ritmo les sobrevendrá muy pronto la pobreza.

Los ciudadanos de Pituita han seguido el consejo de su alcalde, pero no han podido evitar provocar a sus explotadores, desfilando bajo sus ventanas al grito de: «¡Abajo los Taras-Tiranos-Taras!» Durante ese tiempo Stach preparaba un cubo de pomada mágica para la nariz de Irina. que recobra su forma día tras día. Apenas es necesario indicar que todos los que tenían NP siguen su ejemplo. Los progresos son lentos, pero Stach tiene firmes esperanzas de ver cómo todas estas narices vuelven a sus proporciones normales. ¿Acaso no escribió el viejo rey: «Hasta las bujías más gruesas acaban por consumirse algún día...»?

Stach, preocupado por la nariz, da algunos consejos a la muchacha: —¡Sé prudente, Irina; si prolongas demasiado tiempo el tratamiento, acabarás por no tener

nariz! Las fiestas están todavía en su apogeo cuando Stach informa de su partida al alcalde y a su

esposa. Esas excelentes personas se enteran de la noticia con lágrimas en los ojos. —Hay todavía una pequeña dificultad que solucionar —añade tímidamente Stach—. No tengo

un céntimo para

poder pagar el billete de tren. Todo lo que poseía me lo he gastado en harina, mostaza y aceite.

—¡Qué terrible situación! —exclama el hombrecillo alzando los brazos al cielo. Te lo debemos todo, y yo no tengo siquiera con qué comprarte un billete...

—Espera un instante —interviene su mujer—; olvidas que no hemos pagado la última factura de honorarios, por tanto, nos queda...

—Eso no —protesta Stach—, piense en el piano. —El piano, bah. ¡Estamos seguros de que algún día lo tendremos! ¿Cuánto cuesta el viaje

hasta Wiss? Menciona el precio de un billete de segunda. —Pues bien, aquí lo tienes —dice ella con orgullo, entregándole la suma. Lo acompañan después a la estación, cogiéndolo cada uno por un brazo. Los viandantes, en

fiestas, con que se cruzan en el camino, se unen a ellos. Así un alegre cortejo llega a la estación y conduce a Stach hasta el andén. Ahí está también Irina, que por vez primera se atreve a mostrarse en público con la cara descubierta.

—Te enviaré una foto cuando haya concluido mi curación —confía a Stach. El tren se pone en marcha; Stach se asoma a la ventanilla de su compartimiento: un océano de

manos que se agitan... Por vez primera vuelve a Wiss en segunda clase. Pero, ¿qué importancia tiene? El tren cobra velocidad, dejando atrás los edificios de Pituita, cuyos contornos se difuminan en la bruma del crepúsculo.

Durante largo tiempo le llega todavía el grito de triunfo?, coreado por el ruido de las ruedas sobre los raíles: «¡Abajo los Taras-Tiranos-Taras!»

10. Los ministros se hacen esperar

YA SOLO dos, Stach! Tío Gervasio va y viene por su vieja casa, próxima al palacio, con una amplia sonrisa en los

labios. Según él ya no cabe duda alguna: su sobrino será rey de Katoren. —En la sexta o en la séptima prueba se puede fracasar como en la primera —observa Stach. Hecho curioso, si al comienzo de su empresa mostraba temeridad, ahora, a medida que el

objetivo se aproxima, siente temor. Como si los éxitos logrados hasta ahora tornaran más desastrosa la eventualidad de un fracaso.

—¡He tenido una suerte increíble, tío Gervasio! Pero ningún argumento podría disuadir al anciano. Su sobrino es un genio y querer

demostrarle lo contrario seria perder el tiempo. Por lo demás, Stach prefiere entregarse a su pasión favorita, la lectura de los pensamientos del viejo rey. «En caso de niebla espesa, es posible que un faro, aun provisto de una luz potente, pase inadvertido. Razón por la cual puede ser preferible no encenderlo».

—Ese viejo monarca era un sabio —murmura Stach—. ¿Cómo conseguiré llegar a calzar sus botas?

Dos días más tarde, un jueves, es invitado a presentarse ante los ministros. Convocado para las diez de la mañana, trata de hallarse allí a las diez menos cinco. A la primera campanada hace su aparición Laminador, que se encierra

en la sala del Consejo. Doce minutos después llega Fraternal, que dirige al muchacho un

preocupado saludo con la cabeza. A las once menos cinco entra Limpito en el vestíbulo. Se despoja de sus chanclos, se lava las manos durante largo tiempo y desaparece en la sala del Consejo. A las once y cinco Stach llama a la puerta. Le abre Fraternal en persona, quien alza una

ceja interrogadora al descubrir a nuestro héroe en el umbral. —Son las once y cinco —observa Stach. —¿Y qué? —refunfuña el otro—. Ya te llamaremos cuando te necesitemos. —Me inquieto por el ministro Laminador. ¡Va a acabar por sufrir un complejo! Le dan brutalmente con la puerta en las narices. Unos minutos más tarde, De Seer se precipita

en el interior ahogando en el pañuelo sus estallidos de risa. Su nieto acaba de declarar que el señor Limpito se parece a un pedazo de jabón, y la observación del niño ha provocado la hilaridad del político.

A las once y diez aparece el campeón de la honradez. En el trayecto hacia palacio ha cometido una infracción del código de la circulación. ¡Y ha necesitado casi una hora para convencer al policía de que le considerara como un simple contraventor!

Ya sólo se espera a Impetuoso. Justamente delante del palacio un camión de arena ha perdido parte de su carga. Imitados por Stach, los ministros se han asomado a las ventanas. Pero Impetuoso no ha podido contenerse y ha empuñado una pala para contribuir a cargar la arena en el camión. A las once y cuarto aparece ligeramente jadeante y se reúne con sus colegas. Medio minuto más tarde vuelve al vestíbulo para hacer una señal a Stach.

—Buenos días, señores —dice el muchacho—, espero que su salud no les cause ninguna preocupación.

—Simplemente, una ligera jaqueca responde Laminador, siempre apasionado por la precisión—. Gracias.

Los otros miembros del areópago se limitan a inclinar la cabeza. De Seer toma la palabra: —Hemos sido informados, por una carta del alcalde de Pituita, de que has acabado con las

narices prominentes. Así que ya has llevado más o menos a buen fin cinco pruebas. —Más una bis —recuerda Stach

maliciosamente. —¡Bah! La cuarta bis era sólo una broma. —¿Ah, sí? ¡Ignoraba que el ministro de la Seriedad fuese dado a las bromas! —No te corresponde juzgar la legitimidad de las actividades de mi Gabinete. —Me pregunto si, al contrario, no sería preferible que me preocupara un poco por eso. Los rechinamientos de dientes que acogen esta observación quedan apagados por la voz ácida

de Fraternal: —Stach, muchacho, algunos de mi ministerio se han dedicado a un estudio del descaro.

Supongo que en más de una ocasión se te habrá reprochado el tuyo... —¿Descarado yo? —dice Stach con una sorpresa no fingida—. ¿Por qué? —Porque ignoras el respeto. —¿Respeto a quién? —A las personas de más edad y juicio que los tuyos. —¡Ah! Les ruego que me perdonen, pero

yo tengo un enorme respeto por mi tío Gervasio. —Y ninguno por nosotros. Sin embargo, aunque ninguno tengamos la edad de tu tío, cada uno

de nosotros podría ser tu padre, quizás incluso tu abuelo. —¡Claro! Pero usted acaba de decirlo: la edad no basta. Fraternal vuelve entonces hacia sus

colegas una máscara trágica. —Ustedes pueden comprobarlo, señores: el mal no tiene remedio. Por lo demás, nosotros

mismos ya habíamos llegado a esta triste conclusión. —No tengo la intención de afligirlos, señores —precisa Stach con un tono tranquilizador—.

Deseo hacer una promesa a sus Excelencias: cuando sea rey, podrán manifestar por mí tanta impudencia como yo manifiesto ahora por ustedes. —¡Tú no llegarás nunca a ser rey de Katoren! —exclama Eskrupul. ¿Crees en los magos?

—No, desde luego. Jamás me he topado con uno. —Pues bien, ahora te ofrecemos la ocasión de hacerlo. Tras largas deliberaciones hemos

llegado a la conclusión de que no eras apto para convertirte en rey de Katoren. En consecuencia, y como sexta prueba, hemos optado por una tarea que no podrás llevar a cabo.

—¿Dice siempre lo mismo? —replica nuestro héroe con aire de reproche. —Es preciso que termines con las actividades del mago de Equilibrio. —A fe mía, ése sí que me parece un encargo apasionante —observa el joven, que jamás ha

oído hablar de Equilibrio, y con más razón aún de su mago. —Ya juzgarás por ti mismo —contesta Laminador—. Aquí tienes tu billete de tren. Stach lo toma y lo examina. —Naturalmente, una vez más, sólo de ida. El Consejo guarda silencio. —Este modo de proceder grava deplorablemente el presupuesto de los municipios a los que

ustedes me envían. Por causa de su imprevisión, el alcalde de Pituita ha perdido medio piano para comprarme el billete de vuelta.

—Tranquilízate, no volverás de Equilibrio —murmura Fraternal—. Mejor harías quedándote con tu tío, muchacho. Es anciano, está próxima su jubilación... Podrías ocupar su puesto.

—¡Es una simpática propuesta! Una oferta excesivamente amable... No puedo aceptarla. No, verdaderamente, es demasiado. Su sensibilidad, su generosidad, me hacen llorar. ¡Qué felicidad contar con la Virtud entre nuestros ministerios! Durante mi estancia en Equilibrio no podre dejar de pensar continuamente en usted. Hasta la vista.

Dicho esto, se da media vuelta y desaparece con una rapidez que deja sorprendido al propio Impetuoso. Esta entrevista con los dirigentes de

Katoren lo ha puesto enfermo de asco. —Creo que has ido un poco lejos —observa De Seer a su colega. —Más vale decir siempre toda la verdad —protesta Eskrupul. —¡Pero eso es precisamente lo que acabo de hacer! —exclama el defensor de la Virtud—. ¿No

creeréis que se pueda afrontar impunemente al mago de Equilibrio? Nadie ignora que quien destruya al encantador pondrá al mismo tiempo fin a su existencia.

Un asentimiento de aprobación sacude las cabezas canosas, sin que se alivie por ello la pesada atmósfera de tristeza que reina en la reunión. En el fondo de cada uno de los seis corazones hay, sin duda, una ligera preocupación por la suerte que aguarda a su joven adversario...

11. El inaccesible Pantar

EN EL PRIMER CONTACTO, Stach no tiene la impresión de que Equilibrio gima abrumada bajo

los poderes de su mago. Se felicita, al contrario, por llegar a una ciudad alegre y de bella apariencia. El agua, que brota de los surtidores, se irisa bajo los rayos del sol; los tranvías, recién pintados, circulan tintineando jubilosamente; las terrazas de los cafés rebosan de clientes que disfrutan de la calma de este día magnífico. Un verdadero baño de frescura tras la sucia grisalla de Pituita.

Poseedor de unas monedas que su tío le ha metido en el bolsillo en el momento de su partida, Stach se concede un alto para beber algo fresco. Rápidamente traba conversación con un chico de su edad que responde al nombre de Michael. Stach, que no quiere revelar su verdadera identidad, se presenta con el nombre de Andreas. Michael se muestra satisfecho de vivir en una ciudad de montaña porque su sanísimo clima permite entregarse sucesivamente a las emociones del esquí y del alpinismo, donde una floreciente industria ofrece a cada uno un trabajo moderado con un

salario suficiente. Además, los habitantes adoran las distracciones, hasta el punto de que no hay Katoren donde puedan encontrarse tantos bares, circos y en todo parques de atracciones.

—Es una ciudad agradable; aquí se vive feliz —concluye Michael. —¿No hay problemas? —Nada que yo sepa y de lo que valga la pena hablar, no... —Pero se dice que, al parecer, un cierto mago... —¡Chist! ¡Es preciso no hablar de eso! Ningún

habitante de Equilibrio hace jamás alusión al asunto. Es mejor que me cuentes cómo se vive en Wiss.

Y la conversación entre los dos jóvenes sigue con el mismo tono despreocupado. Como está empezando la jornada y el sol asciende por el cielo, Stach decide dar una pequeña

vuelta por la ciudad antes de presentarse en casa del alcalde. Advierte a primera vista que por las calles pasean muchos perros, magníficos animales bien cuidados que en su mayoría marchan sujetos con correas por sus elegantes dueñas. Es también testigo de un lamentable accidente de circulación: un anciano, atropellado por un coche, permanece inmóvil sobre la calzada, bañado en sangre. Cinco minutos más tarde se presenta la ambulancia. Stach, que ya se había sorprendido al comprobar que los viandantes seguían su marcha sin detenerse, advierte con un inmenso asombro que los enfermeros despliegan una especie de enorme sombrilla, ocultando el vehículo y al herido.

Al margen de esto, todo es alegría y placer. Sin embargo, no enteramente, porque presencia un incidente que le afecta profundamente. Una mujer corre por la acera para alcanzar a una amiga que ha pasado sin verla. Cuando llega a su altura pone una mano en su hombro. Su amiga lanza entonces un terrible alarido, encogiéndose sobre si misma, exangüe el rostro. Se habría desplomado, indudablemente, si la recién llegada no la hubiera sostenido. Un incidente aparentemente desprovisto de importancia, puesto que un instante después parten charlando alegremente. Sin embargo, el grito de terror resuena todavía en los oídos de Stach y la cara descompuesta por el pánico nota en el fondo de su memoria.

Dando un rodeo, Stach llega, por fin, al ayuntamiento, que se alza junto a la residencia del alcalde. Una alada joven responde a su campanillazo.

—Buenos días —dice—, vengo de Wiss; me llamo Stach. —¿El gran Stach? Sonríe el muchacho. —Sí, el Stach del dragón, de las granadas, y de Santa Eloísa, y de... —Sí, soy yo. —Si quiere entrar, la señora estará aquí de un momento a otro. —¿Puedo ir, entonces, al ayuntamiento? —No es necesario; ella va a venir. —¿Ella? ¿O sea, que la alcaldía está presidida por una mujer? —Pues naturalmente. Pero, ¿no lo sabía? Le ofrece asiento y le sirve té acompañado con pastelillos. Le rodea de atentos cuidados hasta

la llegada de la señora alcaldesa, que, por fortuna, no se retrasa mucho. Es una mujer de aspecto imponente y cabellos grises; sus rasgos denotan una sorprendente serenidad. Lleva un largo vestido negro apenas alegrado por un bordado blanco en el cuello. Recibe calurosamente a Stach antes de expedir a la cocina a su admiradora.

—Así que los ministros te han enviado hasta aquí a pesar de todo. —Sí, señora. Pero, ¿qué entiende usted por «a pesar de todo»? —Hace, aproximadamente, un mes recibí una carta del ministro Fraternal, donde me rogaba

que le expusiera claramente nuestro problema. Como reflejaba su intención de confiarte la tarea, le aconsejé que no lo hiciera.

—¿Por qué razón, señora? —Porque, habiendo seguido tus hazañas a través de la prensa con el más vivo interés, me

pareció injusto que corrieras el riesgo de un fracaso afrontando una prueba en la que nadie tendría la menor probabilidad de éxito. Una tarea imposible, incluso para ti, que, a pesar de las apariencias, posees innumerables talentos.

—¡Gracias, señora! —Y a pesar de todo, aquí estás, en mi casa. —A riesgo de parecer presuntuoso, señora, debo decirle que cada uno de los alcaldes que he

conocido hasta ahora empezó por afirmarme que su problema era insoluble. y, sin embargo... —Sin embargo, cada vez encontraste una solución. ¿Por qué medio? ¿Conoces tú la

explicación? —Debe de ser, en primer lugar —dice Stach con aíre reflexivo—, porque siempre abordaba la

cuestión partiendo de cero, al contrario de lo que hacían gentes nacidas y educadas en la creencia de que no podía aportarse remedio alguno al mal que los abrumaba. Además, siempre he disfrutado de una suerte incalificable. Quizá porque nací la noche en que murió el rey. Soy la persona de más edad del reino que no vivió la muerte del soberano.

—Es maravilloso —dice la alcaldesa agitando la cabeza—. ¡Dieciocho años ya! Vamos, te daré hospitalidad por esta noche y mañana por la mañana te irás en el primer tren. Te entregaré una carta para los ministros, a fin de que te confíen una nueva prueba.

Stach menea la cabeza. —Me quedaré aquí hasta que esté realizada mi tarea. ¡Usted no puede impedírmelo! Si hace

que me echen de la ciudad, regresaré disfrazado. Tengo un papel que desempeñar aquí. —¡Infortunado joven! —¿Y si me dijera algo acerca del mago de Equilibrio; Ella se levanta y, con gestos aristocráticos,

vierte en las tazas el oloroso té. —Voy a decirte la verdad —comienza con naturalidad—. Cada noche un anciano se introduce

en nuestra ciudad. Un individuo de avanzada edad sin ningún rasgo especial. como cualquier otro. Le llaman Pantar. Escoge al azar una de casa y llama a la puerta. Sólo es el azar quien determina su elección y nadie ha conseguido nunca precisar de antemano dónde llamaría. A veces sucede que llama al mismo lugar dos veces en la misma semana. mientras que

ciertas viviendas no han sido visitadas desde hace más de cien años. Una casa al día. Pide una

limosna. Hasta aquí, todo muy normal. La narradora se calla. Stach, temeroso de romper el encanto, guarda silencio. —Le entregan una limosna... ¡Que, desgraciadamente, no basta! Es preciso hacer un sacrificio;

sólo acepta algo que se aprecie tanto que no esté uno dispuesto a desprenderse de ello. —¿No es posible negarse? —Escúchame bien. Supongamos que le das cien florines. Esto representa una simple privación

que habrás aliviado al día siguiente, y nada más. Pantar se mete la urna en el bolsillo, sabiendo muy bien que no representa in verdadero sacrificio, por mucho que finjas lo contrario, trunque las lágrimas corran por tus mejillas. En aquel momento... ¿Sabes lo que sucede? Escoge él mismo su limosna; elige la moneda del sacrificio: una libreta de ahorro, un álbum de fotos, un animal querido, o el traje con el que ibas a casarte al día siguiente, o... algo peor aún.

—Supongamos que alguien se niega. —Se dice que en ese caso chasquea los dedos, y quien e ha desobedecido se ve en el acto

transformado en reloj le péndulo. De todas maneras, las víctimas son presa de una turbación tal, que nadie piensa en resistirse. Nadie escapa a la voluntad de Pautar... Y ahora, Stach, ¿te sientes ya dispuesto a marcharte?

El muchacho sacude negativamente la cabeza. La alcaldesa suspira dolorosamente: —En este caso, te contaré esta noche algo más. Un relato de los acontecimientos que me

esfuerzo por olvidar desde hace veinte años, Y, tras haberlo escuchado, te irás. Ve, pues, a dar una vuelta por el parque. Esto esta demasiado sombrío para un joven de tu edad. Mientras tanto, haré preparar tu habitación: después enviaré a su casa a la criada y yo misma te haré la cena. Cenaremos a las seis y media. ¿Te viene bien?

—Perfectamente, señora... Con la mente confusa por lo que acaba de oír, Stach examina la ciudad con una mirada nueva.

«Avenida de Minerva. 9.» ¿Ha llamado ya Pantar en este lugar? Y si así ha sido, ¿qué le han sacrificado? En el número 72 de la misma avenida viven el señor Palafrenero y el señor Cochero, abogado y fiscal... ¿Qué tendrían que dar estos maestros del foro si esta noche llamara a su puerta el mago?

«¿Y yo? —se pregunta honradamente—. ¿Qué tendría que sacrificar a las exigencias de Pantar si decidiera extender sus actividades hasta Wiss? ¿Las cartas de Kim o Vlot, los textos y los folletos del viejo monarca..., o incluso la paleta con la que mi padre trabajó hasta el último día de su breve existencia?»

Como chico puntual y bien educado, está de regreso en el ayuntamiento exactamente a las seis y media de la tarde. Cenan frugalmente, pero con buen apetito; después friegan, como madre e hijo. La dama prepara un excelente y aromático café; se sientan en el salón, uno frente al otro, y guardan un momento de silencio.

Este es el relato de la señora de Equilibrio: Veinte años atrás vivía ya en esa casa, en compañía del joven e inteligente alcalde, su marido.

Todas las habitaciones rebosaban de flores, la yedra invadía la fachada y las alegres canciones de su hija resonaban desde el alba a la puesta del Sol. El alcalde, hombre adinerado con una elevada cuenta bancaria, tenía cuatro pasiones: su muy seductora esposa, su adorable hijita, su cargo de alcalde y la preciada colección de sellos que ocupaba su tiempo bite. Habría hecho falta recorrer un largo camino e ir muy lejos de Equilibrio para encontrar un hombre más feliz que él.

Una noche sonó la campanilla de la puerta. El alcaide fue a abrir y se halló en presencia del viejo mago vestido de harapos, que solicitaba una limosna. Siempre supieron que aquel instante podía llegar... pero jamás se preocuparon.

—Pues claro, buen hombre —dijo el alcalde—, un momento, se lo ruego. Fue a su despacho y regresó con su talonario de cheques. —Tome, coja esto, tiene a su libre

disposición todo lo que poseemos, hasta el último céntimo. El viejo se metió en el bolsillo la fortuna del alcalde sin decir una palabra. Después, meneando

la cabeza con aire insatisfecho, se dirigió hacia el salón, rozándose al pasar con el dueño de la casa. Y ante las aterradas miradas de los padres, atónitos de horror, cogió a la niña de la mano y desapareció con ella en la noche.

—Es culpa mía —gimió el alcalde—. ¡El dinero me era indiferente! ¡Tendría que haberle entregado mi colección de sellos!

Se apoderó de los cinco voluminosos álbumes alineados sobre una repisa y los echó al fuego. clamando: «¡Malditos, prefiero quemaros!» Después, y mientras que las llamas de la chimenea devoraban la preciada colección entre alegres chisporroteos, se volvió hacia su mujer, le dirigió una mirada en la que se leía la más profunda de las desesperaciones y cayó al suelo muerto a sus

pies. El resto de la historia fue rápidamente narrado. Aquella mujer, que en el espacio de diez

minutos había asistido a la desaparición de su marido, de su hija, de su fortuna y de una valiosa colección de sellos, vio cómo blanqueaban sus cabellos y perdió para siempre la sonrisa que iluminaba su rostro. Se convirtió en alcaldesa, remplazando a su marido, y decidió que nunca volvería a poseer nada valioso. Era así la única persona de Equilibrio que nada tenía que temer del mago. Este era su único consuelo.

—Ahora, Stach —concluyó con voz triste—, ya sabes por qué debes marcharte mañana. El muchacho cogió una de sus manos ajadas y enflaquecidas entre las suyas para depositar en

ella un beso respetuoso. —Ahora, señora —concluyó con voz plena de resolución, ya sé por qué debo quedarme. EN LA PRIMERA PAGINA del diario de Equilibrio aparecen cada día las informaciones

meteorológicas en un gran recuadro. Y debajo figura una dirección. Solamente una dirección. La de la casa a donde Pantar llamó la noche anterior. De esta manera, Stach puede visitar diariamente a las víctimas del mago. Las situaciones con las que se tropieza durante su investigación difieren unas de otras de manera radical.

La primera vez, por ejemplo, se encuentra con una familia abrumada por la pena porque el mendigo se ha llevado a su perro, Dartel.

—¿Se lo dieron o se apoderó él del perro? —pregunta Stach. —Se lo dimos, claro. Es la razón por la que Dartol ocupaba en casa el puesto de honor. —Esto significa que... —Pues naturalmente. ¿Por qué crees que hay tantos perros en Equilibrio? Cada familia, casi

todas al menos, tiene un perro y se esfuerza por quererlo todo lo posible, a fin de tener algo que dar el día en que ese hombre llame a su puerta. Pero si finges quererlo no te servirá de nada.

—¿Los había visitado Pantar anteriormente? —No. Fue una vez a casa de mis padres, de esto hace ya unos treinta años. Ahora excúseme,

voy a la perrera a buscar otro animal. Al día siguiente, Stach interroga a un panadero, hombre apacible y ya de edad, que muestra

un profundo abatimiento. Ha entregado la mitad de sus ahorros y se ve obligado a ocupar una vivienda más pequeña.

—¿No tuvo usted miedo a un castigo, entregando solamente dinero? —No, porque conozco mi avaricia. He pasado la vida ahorrando y trabajando duro. Esta

calamidad del dinero me mata de pena, puedes estar seguro. —¿No pensó usted en el peligro que le acechaba? ¿Por qué razón no se marchó de Equilibrio? —¿Por qué hay siempre aldeas y ciudades al pie de los volcanes? ¿Por qué los hombres se instalan junto a presas que pueden ceder de un momento

a otro? Equilibrio es una buena ciudad donde resulta fácil ganar dinero. Además, el riesgo de ver que llaman a tu puerta es relativamente pequeño: todo lo más una sola vez en la vida, aunque haya excepciones. A mi vecina de enfrente la ha visitado tres veces en cinco años... Yo, que soy viudo, pensé en pedirle que se casara conmigo, pero al ver la frecuencia de las visitas de Pantar, renuncié.

—Creo que habría acertado si se hubiera ido. Hasta la vista, señor. Esta especie de reconocimiento de las personas alcanzadas cada día por el infortunio no tiene,

desde luego, nada de agradable. Sin embargo, ¿qué mejor medio podría imaginar Stach para familiarizarse con los métodos del mago?

Allí donde aún no se ha presentado, la gente se niega categóricamente a hablar del asunto.

Justificando la suerte, probablemente con alguna razón, según el viejo proverbio que dice: «Cuando se habla del lobo...», Stach comprende rápidamente que los habitantes de Equilibrio no reconocen su tristeza. Prefieren disimular su miseria y su sufrimiento al abrigo del paraguas desplegado por el servicio sanitario.

El quinto día se encamina a la dirección indicada por el, periódico de esa mañana: la avenida de Hércules. Pero apenas llega hasta allí, teme haberse equivocado. Lo recibe un hombre gordo, cuya amplia sonrisa no deja duda a su interlocutor respecto de su amor por los dientes de oro. Invita a Stach a que entre, no sin confirmar sutilvitación con una enérgica palmada en la espalda. Lo iduce en un salón, cuyos muebles acolchados, así como el servicio de té en plata maciza, testimonian su fortuna.

—¿Qué hay, chico? —exclama él alegre—. Rara vez he visto una suerte parecida. Deja que te cuente. Durante toda mi vida he esperado la visita del viejo. Imposible decirte cuántas noches he pasado en blanco pensando en lo que debería apartar para responder a sus exigencias cuando viniese. Porque en lo que se refiere a los animales, no es mi

fuerte... Por más que lo intenté, jamás conseguí sentir apego a un perro. Bueno, en resumen,

contaba con una bonita suma que seguía aumentando porque los negocios marchaban viento en popa. Ayer por la noche, el campanillazo. Me había olvidado de Pantar; y mi mujer también. No se puede pensar siempre en él. Nicolasita fue a abrir. Nicolasita es mi hija, tiene cinco años. Llevaba en la mano su vieja muñeca con la que se disponía a jugar. Una muñeca horrorosa, con la cabeza abollada y que pierde paja por todos sus agujeros... ¿Sabes cómo te digo? Un juguete para echarlo a la basura. Pues bien, abrió la puerta. Desde el salón mi mujer y yo oímos la voz temblorosa del viejo que le pedía la limosna. Nicolasita le respondió:

—¿Qué es una limosna? —Pues eso quiere decir que yo me sentiré feliz si me haces un regalo —respondió el hombre. «Y allí nos quedamos los dos, conteniendo la respiración, paralizadas las piernas, esperando

que la pequeña viniera a transmitirnos el mensaje. Pero, ¿qué es lo que hizo? En lugar de venir, le dice:

—Debe de ser triste estar tan solo como usted. ¿Quiere que le regale mi pequeña Leona? Es muy simpática, ¿sabe? Y estoy segura de que le hará compañía.

«Leona es el nombre de su muñeca. ¿Comprendes? Nos quedamos inmovilizados por el miedo. El viejo podría llevarse lo que quisiera. ¿Y sabes lo que hizo? Dijo sencillamente: «Gracias, niña». Oímos el ruido de la puerta al cerrarse... ¡Se había marchado! Nicolasita volvió al salón. Miró sus manos vacías y dijo en voz muy baja: «Le he dado a Leona», y se echó a llorar.

—¡No llores, Nicolasita, yo te compraré diez muñecas cien veces más bonitas que Leona! —Y he cumplido mi palabra. Esta mañana he recorrido las tiendas en cuanto han abierto.

¡Pero mira! Con su suficiencia de adiposo arrastra a Stack hasta la habitación de la pequeña, tristemente

sentada en medio de un regimiento de lujosas muñecas, artísticamente peinadas, que hablan y que andan. Stach pasa sus dedos por los bucles del pelo de la niña y escapa con tanta rapidez como le

permiten sus piernas. Prosigue buscando incansablemente un medio de encontrarse con Pantar. Ante todo necesita

imaginar algo, puesto que de otra manera puede pasarse toda la vida corriendo tras del mago y siempre le llevará de ventaja una noche y un día.

HA TRANSCURRIDO una semana desde su llegada a Equilibrio, pero la dueña de la casa no se

queja. Además de la compañía que él significa, ha vuelto a sentir el placer de cocinar para alguien que sabe hacer honor a sus habilidades culinarias. Por añadidura, aprecia la franqueza implacable con la que el chico manifiesta todo lo que le viene a la mente, sin preocuparse de las consecuencias. Aunque a veces sean inevitables las preguntas penosas, tiene que reconocerlo, la mayor parte de sus conversaciones reflejan compasión, interés por la actividad que ella ejerce o piedad, que él experimenta por las víctimas halladas durante la jornada. Él ha crecido sin madre, ella ha envejecido sin hijo; están hechos para comprenderse. ¿Qué edad tendría ahora aquella niña?, ¿veinte años, veintiuno? Apenas un poco mayor que él... Su corazón se oprime ante ese recuerdo. El relato de sus aventuras cautiva a la mujer. Cuando le habla de Decibelio, de Palenque, de Humoacre, concibe con dificultad, a pesar de la intrepidez que se lee en su mirada, que haya podido ejecutar él solo tantas hazañas. No es que lo considere jactancioso, puesto que en sus palabras hay una modestia que priva a sus descubrimientos del mérito del ingenio. Todo lo contrario, la alcalde comienza a entender lo que las soluciones adoptadas suponen de valor y de habilidad.

El sábado por la noche están reunidos en el gran salón, amueblado con magnificencia, donde arde un fuego de leños destinado a combatir el frescor de la primera borrasca del otoño. Los aullidos del viento que golpea los postigos refuerzan la impresión de serenidad de esta velada familiar. Stach se entrega a una brillante imitación de los ministros, uno tras otro, con gran alegría de su anfitriona, en cuyos labios consigue hacer nacer una sonrisa apacible y un tanto melancólica. Resuena el carillón de la entrada.

—¡Caramba! —dice ella—. ¿Quién puede venir a vernos a estas horas? Ni siquiera se le ocurre pensar en Pantar. Ya no le tiene miedo. Atraviesa el pasillo y abre la puerta. En el umbral, enfundado en su chaqueta de solapas

alzadas, está el mago de Equilibrio. No se aceleran los latidos de su corazón, duro y compacto en el fondo de su pecho, como un

carámbano. No siente ningún miedo. A su memoria sólo afluyen horribles recuerdos. —No poseo nada que valga la pena entregar —responde, tendiéndole su monedero. El lo coge y menea la cabeza. Exactamente como hace veinte años, penetra en la casa y

recorre el salón con la mirada. —Ese muchacho —dice—. No es un adulto, vive en su casa; es suyo, por tanto. Al menos,

usted lo estima. Entonces, voy a llevármelo. La mujer lanza un ligero suspiro y se desploma desvanecida. —Ven —ordena Pantar a Stach. —No lo conozco. Usted me da miedo. —Poseo el poder de transformarte en reloj de péndulo, pero entonces tendría que llevarte y

pesarías demasiado; prefiero que andes. —Acepto, a condición de que antes me deje ocuparme de esta mujer. —Cinco minutos. Stach la levanta con dificultad y la tumba en el sofá Humedece un pañuelo con colonia y se lo

aplica en las sienes y bajo la nariz. En cuanto advierte, por cierto; movimientos, que está a punto de recobrar el conocimiento, se pone la chaqueta y se reúne con Pantar. Ante la puerta hay un triciclo de repartidor. El mago le hace una seña para que se acomode en el canasto: mientras que él se sienta en el sillín con movimientos envarados y comienza a pedalear.

Inmediatamente el viento dificulta la marcha, cas llegando a inmovilizar la bicicleta. Stach,

acurrucado como puede en su canasto, con el cuello de la chaqueta levantado, advierte que han salido de la ciudad con dirección sur Siguen una carretera de terreno accidentado que va entre dos filas de peñascos, cuyas formas se tornan más extraña a medida que avanzan. A juzgar por la lentitud de la marcha, se da cuenta de que el individuo lucha cor dificultad contra la borrasca. Entonces, haciendo bocine con sus manos, Stach grita:

—Debería usted dejarme pedalear un poco. Pantar se detiene. Stach salta al suelo desde su canasto.

—El que me amenaza, incluso sin que yo lo sepa, se ve transformado en reloj antes de haber podido actuar —recita el tipo con voz monótona.

Stach menea la cabeza, concede al viejo tiempo suficiente para que se acurruque en el canasto y salta al sillín con un movimiento ágil. Ahora el avance es más rápido. El mago guía al muchacho con la mano. Por suerte, la luna ilumina el paisaje entre los pesados nubarrones que empuja el viento. De otra manera acabaría por chocar contra las rocas, cuya muralla estrecha ahora la carretera, o por caer en un barranco sin fondo. En un determinado momento el anciano le hace señas de que gire a la derecha, aunque no encuentre en ese lugar más que un caótico amontonamiento de peñas. Stach obedece con algún titubeo y, ¡oh, sorpresa! Las hierbas altas que bordean la carretera se

apartan al paso de la rueda, descubriendo una especie de grieta en la montaña. El

adolescente saborea el alivio de hallarse de repente protegido del viento. Por desgracia, la oscuridad es total.

—Todo recto... ¡Alto! Se han detenido ante los primeros peldaños de una escalera tallada en la roca, que Stach

distingue con dificultad, a pesar de una especie de agitado resplandor procedente del fondo de la caverna. El viejo pone sus pies en tierra e invita a su compañero a que lo siga. La escalera, de peldaños desiguales, desemboca en una sala de paredes de piedra amueblada con una cama, dos sillas viejas, una mesa que cojea y un armario alto. En el centro, un profundo agujero, rodeado por un muro, abriga un gran fuego cuyas llamas iluminan la estancia. Mientras que Pantar se calienta las manos en el fuego, Stach declara con su desparpajo habitual:

—Este trayecto diario a Equilibrio debe de ser una tarea bastante dura para un anciano de su edad.

—Ve a sentarte junto al fuego en el sitio donde hay un agujero en el muro: es el mejor lugar para echar las ofrendas al fuego.

—¿Por qué quiere usted que me ponga ahí? —No te procupes: primero te convertiré en reloj. No sentirás nada. —¡Ah!, bueno. El muchacho reflexiona febrilmente. Es evidente que el individuo arroja al fuego las ofrendas

que recibe. La cosa es fácil mientras que se trate de un monedero. Pero en cuanto sea algo más pesado, como él mismo, Pantar se encuentra en la obligación de aproximarlo al máximo al fuego, a fin de evitar que escape. Stach da algunos pasos hacia el fuego como si obedeciera la orden recibida y después, con unos cuantos saltos ágiles, pasando de una silla a la mesa, se refugia en lo alto del armario.

—No me transforme en reloj —exclama—; se rompería los huesos intentando bajarme. El individuo lo observa con aire perplejo. —¿Qué es lo que eso significa? ¿Crees que vas a poder luchar mí? —¡Claro que no, Pantar! Sólo quiero hablar con usted antes de que me arroje al fuego.

—No tenemos nada que decimos. —Se lo ruego, quiero saber por qué voy a morir. El viejo titubea. —De acuerdo, ya que me propusiste pedalear en mi lugar. Baja y siéntate en esta silla. Stach, cogido en su propia trampa, titubea a su vez, ignorando si el individuo cumplirá su

palabra... ¡Bah! Después de todo... ¡Como si pudiera elegir! Desciende de las alturas, se quita la chaqueta y se sienta frente al mago, que sigue todos sus movimientos con gesto altanero, el cuerpo agitado por estremecimientos de frío a pesar del calor del fuego.

—Nadie ha oído jamás mi historia —comienza—. Nuestra historia, la de la ciudad de Equilibrio y la mía. Voy a contarla por primera vez.

Se levanta para ir a coger de una repisa un pedazo de cristal de roca y lo coloca sobre la mesa, ante el muchacho.

—¡Ahí tienes, mira! Stach, inclinado sobre la piedra, distingue una balanza. Toda la ciudad de Equilibrio se halla

representada en el platillo de la izquierda, mantenido en equilibrio sobre una cima insondable gracias al peso de un débil fuego que arde en el plantillo de la derecha. Es la representación exacta del que arde en medio de la sala.

—Hace cerca de quinientos años —prosigue Pantar— que vivo en esta montaña; antes vivió aquí mi padre otros quinientos años. Nuestra tarea ha consistido siempre en alimentar este fuego porque, si se apagara, la ciudad entera con todos sus habitantes caería al precipicio. ¡Pero atención! Este no es un fuego corriente. Es una lumbre que sólo se alimenta de dones. Dones con peso..., suficiente pes, a para mantener en equilibrio el platillo opuesto! Mas solo

tienen ese peso las ofrendas que representan una cruel privación para el donante, porque son

las únicas que las llamas aceptan devorar. —Cada día es preciso aportar al fuego su alimento y a mí me incumbe esta pesada tarea.

Desde hace quinientos años he arrancado por la fuerza a los habitantes de Equilibrio sus tesoros más preciados, a fin de conservar la existencia de la ciudad. Mi padre al morir me legó dos facultades maravillosas para ayudarme a realizar mi misión. La primera me permite advertir inmediatamente si se me entrega una limosna o una ofrenda. La segunda me da el poder de transformar a cualquiera que me amenace o se me resista en reloj de péndulo, dos ventajas ampliamente suficientes para la realización de mi tarea.

—Sin embargo, me hago viejo y no tengo un hijo que me suceda, como fue el caso de mi padre. ¿Cuánto tiempo duraré? ¿Cinco años? ¿Treinta? Poco importa. El día en que yo desaparezca, Equilibrio se sumirá en el abismo y será borrada para siempre del mapa.

PERMANECIERON EN SILENCIO, frente a frente durante largo tiempo. Hasta el momento en

que Pantar declara con tono de cansancio: —Ya conoces el secreto de Equilibrio. Ahora ve a sentarte junto al fuego. —¿No se alimenta nunca de otra cosa este fuego? ¿No acepta en realidad más que las

ofrendas? —Nada más que las ofrendas. No tienen, además, necesidad de ser sacrificios... En fin, ya

sabes lo que quiero decir. ¡Fuerzo un poco la mano de las víctimas! Pero si algún día alguien decidiera sacrificarse voluntariamente, entonces el fuego ardería cien veces cien mil años sin

apagarse... ¡Pero ni mi padre ni yo encontramos ese voluntario! ¡Vamos, chico! —Un instante, se lo ruego... Si yo me arrojara voluntariamente a las llamas, ¿durarían cien

veces cien mil años sin apagarse? —Claro que no. Yo he ido a buscarte y te he traído hasta aquí bajo amenazas... En esto no hay

nada de voluntario. —Pantar, déjeme irme. Volveré mañana por la noche y me arrojaré al fuego. El viejo emite una especie de risa breve y sin alegría. —Mañana por la noche habrás tenido

tiempo de huir a cientos de kilómetros de aquí. —Al menos usted podrá intentarlo. Suponga que huyo. ¿Qué habrá usted perdido? Una

pequeña ofrenda entre tantas otras. —¡Imposible! Si el fuego no es alimentado esta noche. se extinguirá. —¿Por qué no vuelve a la ciudad a buscar una pequeña limosna de alguien? ¡De esa forma

reserva la oportunidad única y exclusiva de verme saltar a las llamas, y de no tener que volver a ocuparse de alimentarlas!

—No tendría fuerzas para emprender de nuevo el viaje con un tiempo así. —Yo lo llevo en bicicleta hasta los alrededores de la ciudad. Allí lo espero y lo traigo de nuevo.

Vamos, Pantar. haga lo que le digo. ¿Qué riesgo corre? El anciano permanece inmóvil por un momento, con los ojos clavados en los del chico.

Después se levanta con movimientos rígidos y comienza a abrocharse la chaqueta. STACH AGUARDA largo tiempo a la entrada de la ciudad con el cuello levantado y las manos

metidas en los bolsillos. «Avenida de Hércules, uno, en donde usted estuvo al comienzo de la semana», le ha murmurado al viejo con su aplomo acostumbrado. La carrera ha sido facilitada por el

viento que empujaba sus espaldas: la vuelta será menos agradable. Por fin, Stach percibe el rechinar de la bicicleta que avanza en zigzag y con una extremada

lentitud bajo los golpes de viento. El individuo pone pie en tierra. pálido de agotamiento. Stach. deseando pedalear para recalentar sus miembros entumecidos. lanza, a pesar de todo, un suspiro de alivio al llegar a la gruta. El trayecto fue más difícil que el anterior a causa de las frecuentes desapariciones de la luna tras gruesos colchones de nubes... ¡Oh! ¡Y además, todo esto más se parece a un sueño que a la realidad! ¿Se imagina alguien al héroe de Katoren empujando a fuerza de piernas la bicicleta de un aprendiz de carnicero y llevando a un mago por un camino que serpentea entre montones de titánicos peñascos.... en un decorado de película de suspense en donde la banda de sonido corresponde a la borrasca de otoño y la iluminación a la luna, que cumple con su papel a la perfección? De un hechicero como éste, Stach habría esperado un poco más de teatro..., fórmulas mágicas, gestos y actitudes simbólicas. «En realidad —piensa de repente—, aún no le he visto realizar un solo acto de magia. Hasta ahora se ha contentado con ponerme bajo las narices un pedazo de cristal... ¿No será que el cristal de roca facilita las alucinaciones? Me parece haber oído algo de eso...» Sin embargo, está convencido de que Pantar es un auténtico mago..., porque ha leído en la mirada de la viuda del alcalde.

Al llegar a la sala, Pantar saca de su bolsillo un fajo de papeles. —El hombre de los dientes de oro —masculla— ni siquiera se sobresaltó cuando me halló

ante su puerta. «Un instante», dijo. Se fue a buscar a su hija, que ya estaba en la cama. La pequeña, vacilando de sueño, se adelantó hacia mí con una muñeca en cada brazo, muñecas

soberbias, carísimas. «Tome —dijo—, mi papá me ha encargado que le dé esto... ¿Querrá devolverme a cambio a mi Leona?» Entonces me fui derecho al despacho de «Dientes de oro» y

me apoderé de todos sus bienes: acciones, bonos del Tesoro el resto... Probablemente la

mitad de su fortuna. Tenía los ojos tan desorbitados que habrá podido percibir, seguramene, la punta de sus zapatos más allá de su enorme barriga. Stach esboza una sonrisa, pero su pensamiento está en otra parte.

—¡Dígnate a aceptar, oh fuego, esta modesta ofrenda! Pantar pronuncia mecánicamente su encantamiento, tejando caer en el fuego el fajo de papeles.

Después, saca dos mantas de caballo del armario y las lanza al muchacho. —¡Ahí tienes! Acuéstate en un rincón. Por lo que a Pantar se refiere, se echa completamente vestido en el catre de campaña

colocado a lo largo del muro; mete la cabeza bajo las mantas y empieza a roncar laboriosamente, como un motor descompensado.

Stach se prepara en el rincón una especie de cama, con anos cojines que ha cogido de las sillas. Desde luego, no puede conciliar el sueño, y los ronquidos de Pantar no contribuyen tampoco a ese fin. Se concentra en las llamas que se retuercen constantemente por encima del reborde del muro. Se pregunta, no sin ansiedad, sobre el valor que necesitará para sacrificarse mañana.

A LO LARGO DE TODO EL DIA siguiente vaga por la caótica montaña, que constituye el dominio

de Pantar. Ha salido a paso de lobo muy de mañana cuando los primeros rayos del Sol naciente acariciaban los agudos peñascos con una cálida luz. Necesitará que el Sol pase por el cenit para advertir que no ha comido nada desde la víspera, y de que a pesar de eso no siente hambre. ¿Domina. sin duda, el miedo que le atenaza el estómago a cualquier otra sensación? Le vienen a la mente millares de excelentes razones para huir o para no huir. ¿Corre Equilibrio un peligro real,

o bien esta delirante historia procede sencillamente de la imaginación de un viejo loco?

¿Acaso no tiene él, Stach, el deber de conservar su vida por el bien de Katoren? Ha triunfado ya en cinco pruebas. ¿Debe ahora retornar a casa de la alcaldesa? Se sentiría tan feliz al verlo vivo que escribiría sin dudar a los ministros, anunciándoles la buena ejecución de la tarea. A partir de entonces tendría algunas oportunidades de acceder al trono antes que la ininterrumpida serie de fechorías del mago llegara a su conocimiento... Y si llegara a ser rey, ¿no sería más útil a todo un pueblo de katoreninos que a un puñado de habitantes de Equilibrio amenazados por un fin más o menos real? ¿Es deseable, por lo demás, librar a tales habitantes de la obligación de las ofrendas? Una ofrenda contiene en sí una gran belleza y una gran nobleza y siempre es más agradable dar que recibir. ¿Acaso tiene derecho a privar a toda una ciudad de la felicidad que extrae de su ofrenda cotidiana?

Stach mordisquea algunas bayas tardías de sabor acre. Acre como la realidad. ¿No se halla en trance de dejarse llevar por mentiras e ilusiones? El sacrificio al que se hallan obligados los habitantes de Equilibrio posee, quizá, su utilidad, pero los ciudadanos no se vuelven por eso mejores. Todo lo contrario, su carácter se agría y su talante se torna melancólico. Desde luego, si sus ofrendas fuesen voluntarias, sería algo muy distinto.

¿Y su título de rey? Si se sacrifica no reinará jamás. ¡Bien! Pero en el fondo de su corazón siente perfectamente que, si renuncia... ¡No merece llegar a ser rey!

El Sol prosigue su carrera inexorable, que lo lleva sin titubeos ni desfallecimientos hacia el oeste, donde se sumirá en la nada y con él desaparecerá este viaje de esperanzas seguido de

desencantos. Stach, con toda la bravura de sus dieciocho años, lucha por resolver un problema cuya amplitud no pudo prever el mismo Fraternal, a pesar de sus más negros cálculos.

PANTAR, QUE NO HA PRESTADO fe ni un solo instante las promesas del muchacho, se pone,

como de costumbre la chaqueta hacia las diez para dirigirse a la ciudad Aunque no pueda dejar de rezongar y de lamentarse por e incumplimiento de la palabra de Stach, en su fuero interne aprueba enteramente su conducta. Este chico, el único individuo con el que ha tenido ocasión de hablar con plena libertad para manifestarle su secreto, le inspira una inmensa simpatía. Siempre renegando, la mente perdida en su reflexiones, baja la escalera con las muecas y contorsione de un verdadero reumático a quien los paseos nocturnos el bicicleta acaban por arruinar...

Y en el último peldaño tropieza con Stach. El choque está a punto de hacerle caer al suelo y sólo evita la caída aferrándose a su hombro. ¿Cuál de los dos tiembla más, el que tiene frío o el que libra un combate interior?

—¿Por qué no te has salvado? —rezonga Pantar con tono de reproche. —No se trata de eso —replica el muchacho—. Volvamos allá arriba. Ya no tendrá nunca

necesidad de ir a la ciudad. Suben la escalera en silencio y en la estancia, donde reina un agradable calor, se despojan de

las chaquetas. —Siéntate —ordena el anciano—. Tenemos tiempo. Dime por qué quieres hacer esto. —Preferiría que no habláramos del asunto, porque de otra manera no tardaría en faltarme el

valor. ¿Cuál es el encantamiento que debo pronunciar antes de arrojarme a las llamas? —Un momento, te lo ruego. Quédate sentado. Todavía eres muy joven —ladra de repente

como si le reprochara su juventud—. Los jóvenes desean vivir, no quieren morir. Quiero saber por qué deseas morir.

—Yo no deseo morir —protesta confuso Stach—. Pero la gente de Equilibrio también quiere vivir... Y son millares, mientras que yo soy sólo uno.

—Estás loco —responde Pantar con tono altanero—. no lo merecen. Son seres fríos y egoístas que no piensan más que en su satisfacción personal.

Cuando los visito dan por temor o por cálculo. Dedican toda su imaginación a conseguir la limosna susceptible a la vez de satisfacerme y de causarles el menor sacrificio. A sus ojos yo soy el mago maldito que se lleva todo lo que más estiman. ¡Me insultan, me arrastran por el fango, me cubren de injurias, me odian! Pero nadie se ha preguntado jamás por el destino de las ofrendas. Estás loco, te lo digo. No lo merecen.

—¿Por qué razón —pregunta entonces Stach con dulzura— se ha tomado usted tanto interés por esos ingratos durante tantos años? ¿Por qué no los ha dejado hundirse en las profundidades de la tierra con su ciudad y todos sus defectos?

El viejo se levanta bruscamente meneando la cabeza con una rabia tan violenta, que las mechas de grises cabellos, que caen sobre su cara, le dan el aspecto de un auténtico mago. Avanza hasta el fuego, blandiendo el puño y clamando hacia las llamas:

—Fueron innumerables las veces que decidí detenerme, y ellas me forzaron siempre a continuar. Sus rojas lenguas me reclamaban alimento; me explicaban con mil chisporroteos que, si no calmaba su voracidad, se apoderarían de los miserables ciudadanos que bailan por las calles, se relajan al sol y viven como si el mundo entero les perteneciera... Un mundo donde sólo reinarían la maldad y la corrupción. Entonces, ¿por qué razón he seguido mi tarea? ¡Porque yo también soy un loco! ¡Casi tan loco como tú! Sólo que yo soy viejo, mientras que tú eres joven, y esto me da derecho a hacer locuras. Tú, al contrario, tienes el deber de servirte de tu razón. Tienes la vida entera ante ti para bailar por las calles, relajarte al sol y vivir como si el mundo

entero te perteneciera. Por lo que a mí se refiere, reivindico el derecho de ser un completo loco. —¡Dígnate aceptar, oh Fuego, esta modesta ofrenda! Con una especie de salvaje gruñido, el

viejo se arroja a las llamas y desaparece instantáneamente. Desde hace treinta y seis horas, Stach se halla postrad, en la gruta para rendir un piadoso

homenaje al mago Pantar. Corrió inmediatamente tras él, con las pierna temblorosas de emoción; se inclinó sobre el rugiente fuego pero nada permitía adivinar que un hombre acababa de, arrojarse a aquellas llamas. Se hallaba hasta tal punto trastornado por el final trágico e imprevisible del mago, que no pensó siquiera en alegrarse de ver descartado todo peligro. Esta toma de conciencia demasiado brutal le hizo vacilar y estuvo a punto de caer en las llamas. Se sostuvo en el muro y volvió con paso incierto al catre de Pantar sobre el que se dejó caer, mascullando una vaga excusa por su falta de respeto, y se sumió en un sueño de doce hora seguidas.

Al día siguiente, Stach se despertó con el estómago atenazado por una terrible hambre, de tal suerte que su primer pensamiento, absolutamente prosaico, fue que su anfitriona, para ser alcaldesa, resultaba una perfecta cocinera... Después, el recuerdo de la realidad y de los acontecimientos que acababan de desarrollarse tornaron a su mente.

El fuego ardía sin interrupción, las llamas continuaban lamiendo los bordes del agujero. Un atento examen del armario le proporcionó un pequeño zoquete de pan, bastante mohoso, que devoró a pesar de todo. Se apoderó del bloque de cristal, lo manoseó una y otra vez, escrutándolo hasta hacer que las lágrimas brotaran de sus ojos. Pero no vio aparecer la menor balanza; tenía en la mano un bloque de piedra translúcida semejante a muchos otros, y nada más.

Al llegar la noche, examinó de nuevo el fuego, preguntándose si seguiría ardiendo. Nada en su apariencia permitía suponer que estuviera a punto de extinguirse. Entonces Stach volvió a acostarse, cada vez más hambriento, hirviéndole el cerebro de preguntas a propósito de Pantar. Ni una sola vez le había visto ejecutar un acto de magia.

Los secretos del buen hombre se habían desvanecido en humo con él. Sin saber muy bien si hacía bien actuando

así, a la mañana siguiente, Stach decidió, antes de partir, que desaparecieran las posesiones

de Pantar. Comienza por subir la bicicleta, precipitándola al fuego; después arroja la mesa, el catre, las sillas, incluso el armario, tras haberlo desmontado previamente. Cuando se endereza, concluida su tarea, mira a su alrededor; se encuentra en una verdadera gruta natural en cuyo centro arde una especie de fuego eterno.

—Descansa en paz, Pantar —murmura Stach—. Nunca sabré quién eras ni lo que tratabas de hacer. Pero en el fondo de tu corazón se ocultaba un amor profundo por un mundo ingrato. Te lo prometo solemnemente: jamás saldrá de mis labios lo que de ti sé.

EXTRAÑOS RUMORES circulan entre la población de Equilibrio. «Stach ha sido arrebatado por

Pantar», y la señora alcaldesa se ha desvanecido. Apenas reanimada, ha llamado al periódico tal como se acostumbra a hacer en las casas por donde acaba de pasar el mago. Pero el inquilino de la avenida de Hércules afirma con obstinación que él también ha recibido su visita.

Y algo aún más extraño: a la noche siguiente, la del domingo, nadie ha visto a Pantar. No ha habido llamada telefónica. De parte alguna ni de nadie. El lunes tampoco. Nadie pone en duda las extraordinarias cualidades de Stach... ¿Sería posible que...? La ciudad entera resuena de chismes, retumba de suposiciones, estalla de esperanzas.

Cerca del mediodía, Stach llama a la puerta de la alcaldesa de Equilibrio. La sirvienta, creyendo

hallarse en presencia de un fantasma, comienza a lanzar alaridos de terror. —¡Vamos, nada de pánico, pequeña! —dice el muchacho—. ¿Está en casa la señora? La chica menea negativamente la cabeza. —¿Puedes darme algo que comer? Estoy a punto de desfallecer de hambre. Ante estas palabras, la criada recobra algunos colores: por lo general, los espíritus no comen.

Le hace seña de que la siga a la cocina, donde el muchacho ataca resueltamente el contenido del frigorífico; mientras, ella se precipita al teléfono para advertir a su señora. La reunión del consejo es inmediatamente interrumpida y la primera dama de Equilibrio se precipita a la casa. Con gran sorpresa de Stach, derrama algunas lágrimas de alegría, ella que creía no ser ya capaz de llorar. Besa la frente de su protegido, y con los ojos clavados en el techo declara que éste será uno de los días más bellos de su existencia.

Pasada la primera emoción y calmada el hambre de Stach, trata, naturalmente, de saber de qué manera se ha desembarazado de Pantar.

—Le prometí no decir una palabra a nadie —explica—. A nadie, ni siquiera a usted («sobre todo a usted», piensa para sí). Pero hay algo que estoy en disposición de afirmar: Pantar no volverá nunca a Equilibrio. Puede tranquilizar a la población.

—No vino ayer —corrobora ella— ni anteayer. —Nunca volverá; no me pregunte por qué, se lo ruego. —Eres un muchacho sorprendente, mi pequeño Stach. Pronto serás rey de Katoren... Esta era

la sexta prueba, ¿no es cierto? —La sexta, en efecto. Me queda una. —Creo que Katoren va a vivir bajo tu reinado días felices. Te serviré lealmente. —¡Bah! ¡No hablemos de eso, señora! Trabajaremos juntos por la felicidad de Katoren. Usted

aquí, yo en Wiss. La certidumbre de poder contar en Equilibrio con una amiga, me servirá de gran alivio. ¿Estamos de acuerdo?

Ella inclina la cabeza. —Más o menos, sí. Y ahora, ¿qué puedo hacer por ti? —Tengo tres deseos que formular. El

primero, que informe a los ministros de la desaparición del mago. El segundo, que me procure un billete de tren para Wiss. Y el tercero... le recomiendo muy

especialmente que lo tome en consideración: alce una estatua a Pantar. —¿Una estatua a ese..., a ese...? —Tenía buenas intenciones respecto a esta ciudad. Contribuyó mucho a su felicidad y me

gustaría que creyera usted en lo que le digo. Pero no se trata de eso... Un monumento alzado a la memoria de Pantar debería recordar de cuando en cuando a los ciudadanos que la generosidad es una virtud decisiva. Y que una ofrenda voluntariamente otorgada es tan bella como rara.

—Ya veremos, Stach. Voy a llevarte a la estación. Es necesario que vuelvas a Wiss cuanto antes, pues el país necesita de un nuevo monarca. Evidentemente, puedes contar con mi diligencia en el envío del informe a los ministros, y te brindo tu viaje de vuelta con alegría.

Afuera, la muchedumbre, informada por misteriosas vías del retorno de nuestro héroe, patalea de impaciencia. —¿Está muerto, Stach? —gritan en cuanto aparece.

—Ya no volverá. Nunca más. —¿Qué le has hecho? —Es él quien me ha hecho algo. Ahora es preciso que me vaya. ¡Adiós a todos! Y corre en dirección a la estación. Entre los que se hacinan en el andén sólo ve a la señora alcaldesa. Ella saca un pañuelo del

bolso, interrumpe su gesto... y después se pone a agitarlo en dirección a su protegido.

El minúsculo cuadrado de lienzo blanco desaparece muy pronto tras el bosque de manos alzadas y de sombreros que se agitan. Pero cuando el tren entra en la estación de Wiss, Stach aún no ha podido borrar de su espíritu la mirada ahogada en lágrimas de su benefactora.

12. El paseo por el parque

DE SEER SE PEINA pensativo ante su espejo« Con muecas de horror examina los cabellos que

se quedan enredados en las púas de su peine. ¡Decididamente, todo está en contra de él! La prensa de la tarde, anunciando los festejos organizados en Equilibrio, le ha informado, sin que tuviera necesidad de leer más, del éxito de la operación. Y la audacia de La Voz de Katoren, que no duda en hacer observar que esos festejos de Equilibrio constituyen un excelente ensayo de las fiestas de la coronación, no es precisamente lo más indicado para levantarle la moral.

De Seer se halla al límite de sus fuerzas. Sabe que ni él ni sus colegas conseguirán imaginar una prueba más penosa que la que Stach acaba de superar. Además, comienza a sentir serias dudas respecto de sus aptitudes como ministro. Sin ir más lejos, ayer su nieto le provocó un imperdonable estallido de risa ruidosa que por fortuna nadie escuchó. Pero de cualquier manera ése es un indicio abrumador de debilidad. Para consolarse amonesta a su esposa, a la que recomienda una aplicación más enérgica en la ejecución de las tareas domésticas, y arrastrando los pies toma el camino de palacio.

Ya en marcha, se tropieza con su colega Laminador, cuya cara revela un evidente malhumor. Esta mañana, al calzarse, se le ha roto el cordón derecho. La sustitución de este indispensable accesorio le ha costado setenta segundos de retraso sobre su horario y una deplorable ruptura del equilibrio.

—¿Y si nos fuéramos a pasear por el parque? —propone De Seer. La amenaza tan brutalmente orientada contra su planificación de la jornada sume a

Laminador en la consternación. —¡Pero..., pero... tengo que estar a las nueve en palacio! —gime lastimosamente. —¿Para qué? —En primer lugar, para dar cuerda a los relojes, después hay que dar vuelta a los relojes de

arena... A las diez tengo que asegurarme de que cada uno se encuentra en su puesto. —Deja todo eso por una vez. —Entonces la lista diaria será inexacta, el estadillo semanal no cuadrará, el acta mensual

quedará inutilizable y el balance anual... Se interrumpe con el estómago hecho una bola, turbado de miedo, al borde de la sima abierta

a sus pies. —¿Y qué sería de tus listas si por una vez abandonaras todo ese fárrago? Vamos, compláceme,

acompáñame al parque. FRATERNAL, TRAS HABER repasado en familia las doce reglas de oro de la vida virtuosa, se

decide a ir a su ministerio. Una mirada a través de la ventana le revela que será un buen día. El sol de la mañana salpica el follaje ocre del otoño con una luz suave, que fluye hasta su mala conciencia. La víspera, Fraternal ha regresado de un viaje de tres días por el interior del país. La lectura de la prensa le ha informado del éxito de Stach en Equilibrio, resultado que no habría creído posible tras la lectura de la correspondencia intercambiada con la alcaldesa de esa ciudad. Poco a poco comienza a darse cuenta de que sus interminables y ociosos sermones sobre los frutos de la virtud importa mucho menos que las hazañas del joven Stach. De repente, le falta valor para dirigirse una vez más a palacio. Preferiría dar un paseo con su amigo Eskrupul, al que se

apresura a telefonear. —¡Soy Fraternal! ¡Ya veo que estás todavía en casa! —Me disponía a salir. —Escucha: ¿qué te parecería una vuelta por el parque? Paso a recogerte. —¡No tengo...! ¡Oh! Pues encantado —corrige inmediatamente Eskrupul, pensando que

también él necesita dar un paseo. —¡Hasta ahora mismo! Esta mañana el infortunado Eskrupul se halla abrumado por una profunda tristeza: ha

sorprendido a su esposa en flagrante delito de mentira. Tras haberle afirmado, respondiendo a su pregunta, que no le dolía la cabeza y que se encontraba muy bien, la ha descubierto un poco más tarde tomando un calmante. Y lo peor es tener que tropezar con una situación idéntica en su Ministerio de la Honradez. Sus propios colegas, a excepción de Fraternal, incurren a lo largo de la jornada en pequeñas mentiras... Al fin y al cabo, ¿por qué no concederse él también un agradable paseo por el parque?

Limpito e Impetuoso, por el contrario, experimentan cierta dificultad en entenderse. De ordinario se evitan lo posible; Impetuoso se exaspera cuando ha de aguardar el final de los preparativos de Limpito, que se lava las manos a cada instante y que se cepilla interminablemente la ropa. Sin embargo, esta mañana decide ir a buscar a su colega de la Limpieza. Se ha enterado de los comentarios sobre el último éxito de Stach y piensa que se impone una acción inmediata. Limpito, que no ha podido jamás resignarse a la idea de ver a los empleados de Correos, Telégrafos Y Teléfonos entrar en su casa con los zapatos sucios, no tiene teléfono. Sería, además, incapaz de utilizarlo en razón del aspecto antihigiénico del micrófono. En consecuencia, Impetuoso

se ha levantado media hora antes para ir en busca de su colega. Hecho curioso, físicamente no se parecen más que moralmente. Impetuoso modera con gran

dificultad su paso, dentro de los límites de la cortesía, que cree deber a su camarada. Por desgracia, e incluso en estas condiciones, Limpito sólo se mantiene a su nivel al precio de esfuerzos que le hacen jadear como a un ciervo en una montería. Cuando están paseando por el parque, este último se apodera al vuelo de una inspiración que le permitirá un respiro de unos instantes.

—Que... querría... saber... si han en... encerrado a los cisnes en su refugio de invierno —jadea. —¡Voy a comprobarlo! —responde a toda prisa Impetuoso, alejándose con un trotecillo

mientras que el extenuado Limpito se sienta en un banco, previamente protegido con el pañuelo que ha desplegado cuidadosamente.

Cinco minutos de gracia e Impetuoso reaparece a paso de carga. —Los cisnes se hallan todavía ahí —anuncia—, pero no están solos. ¡Ven a ver! Y las circunstancias determinan que en esta memorable mañana de comienzos de otoño todo

el gabinete de Katoren se halle reunido en un banco del parque. —Por lo que yo sé —observa Fraternal—, los bancos públicos no han sido jamás utilizados

como sillones ministeriales. —Efectivamente —confirma De Seer—, es en los jardines públicos donde crece el hongo de la

pusilanimidad y la despreocupación. —Además, esta escapada altera todo mi horario —gime Laminador. —Y lesiona de forma deplorable la confianza que las personas trabajadoras ponen en nosotros

—aclara Eskrupul. —¡Este lugar está plagado de bichos sucios! —se lamenta Limpito.

—Y durante este tiempo no hacemos nada útil —concluye Impetuoso. Pero nadie se mueve. Todos parecen coincidir en lo agradable que es la caricia del sol otoñal,

cuyos rayos rozan sus sienes, en su mayor parte desnudas. —Stach —masculla De Seer. Sus compañeros bajan la cabeza. —Ha triunfado una vez más. Me declaro derrotado; el chiquillo es invencible. Nuevos movimientos unánimes de cabeza. El mismo pensamiento se les ha ocurrido a todos. —Yo sugeriría —insinúa De Seer— que facilitáramos la última prueba. ¿Es la influencia del sol? ¿La consecuencia de esta reunión al aire libre? ¿O el temor a una

implacable venganza del que será muy pronto rey de Katoren? Cualesquiera que sean los motivos, todos están de acuerdo con su decano; pero esto no evita un debate de cierta duración sobre la elección de la última tarea. Si, evidentemente, no debe ser insuperable, tampoco tiene que resultar demasiado fácil. Parece que un rasgo de genialidad ilumina a todos a la vez y que el acuerdo se establece por unanimidad.

Stach deberá sentarse en el Sillón de Piedra del Bosque de los Jueces...

13. Paseo por el Bosque de los Jueces

APENAS A DIECISIETE kilómetros de Wiss hay una modesta aldea en el lugar llamado El Bosque de los Jueces. Una plaza rodeada de algunas casas viejas, una iglesia en ruinas y una taberna-tienda de comestibles, se reparten la clientela de ancianos aferrados a su tierra, porque hace ya largo tiempo que la juventud ha emigrado a la gran ciudad.

En este lugar sin pretensiones es donde Stach deberá superar su última prueba. El sábado por la mañana hincha enérgicamente las ruedas de la vieja bicicleta de su tío y se

pone en camino, fortalecido con el entrenamiento que acaba de sufrir en Equilibrio. Al tiempo que pedalea rememora las circunstancias de su apacible retorno al redil algunos días antes. Apacible y sin pompa, porque los periodistas le guardaban rencor por un silencio que juzgaban inadmisible. En consecuencia, se limitaron a describir el contenido de la séptima y última prueba sin recurrir al escándalo ni a los grandes titulares.

En lo que concierne al Sillón de Piedra, tío Gervasio sólo creía recordar que alguien se había caído allí hace mucho tiempo.

—Ponte en guardia, Stach —dijo a su sobrino—. ¡Si esta vez han escogido una tarea aparentemente más fácil que las anteriores, quizá incluso demasiado fácil, conviene que desconfíes de ellos aún más que antes!

El muchacho sonríe ante la evocación de las frases amargas de su tío. Distingue muy pronto un

modesto campanario que sólo puede ser el del Bosque de los Jueces y fuerza la marcha, tan grande es su impaciencia por saber qué dificultad puede ofrecer el acceso al asiento de piedra. Diez minutos más tarde llega a la aldea, que, a causa de su reducido tamaño, a punto ha estado de pasarle inadvertida. Se detiene en la plaza, apoya su bicicleta en el tronco de un tilo y descubre inmediatamente el Sillón de Piedra, un gran conjunto de bloques de granito en bruto cuya forma puede pasar por la de un sillón anticuado.

Está rodeado por una verja de barrotes puntiagudos, cerrada por una puerta que asegura un candado.

Fijada a la puerta, una tabla desgastada por la intemperie y cuya pintura se descascarilló decenios atrás, muestra una inscripción casi borrada, antaño sin duda dorada y que ahora resulta difícil descifrar. A fuerza de paciencia y de atención, Stach acaba por dar una solución a este

jeroglífico: EL QUE ose ocupar este asiento cuidará de repartir antes sus bienes y su oro entre sus

herederos, pues sucumbirá inmediatamente. —GRACIAS POR LA ADVERTENCIA —murmura el muchacho—. No tengo herederos, bienes ni

oro, y por tanto puedo ocupar sin cuidado este majestuoso asiento. Pero, teniendo en cuenta que estoy vivo, podría sucumbir, y la perspectiva no me tienta en absoluto.

Sin embargo, el peligro que amenace al audaz aficionado a asientos extravagantes no es evidente en manera alguna. ¿Qué podría esperarse de un extraño amontonamiento de rocas al que se ha querido dar la forma de un

asiento, y que a simple vista parece más bien un grupo de piedras recubierto de musgo desde

hace siglos? Stach sacude primero el enmohecido candado y después la puerta. Todo aguanta aún perfectamente.

Tras lanzar una mirada a su alrededor, comprueba que a excepción de una bandada de ruidosos gorriones, él es el único ser vivo que hay en el lugar. Como dispone de algunas monedas que tío Gervasio le ha metido esa misma mañana en el bolsillo, Stach decide calmar su sed en el bar que es como tantos otros que se encuentran todavía junto a las iglesias de aldeas modestas en lejanas comarcas rurales. Unas mesas cubiertas con hules y rodeadas de silla baratas, un viejo mostrador de madera del que surge el grifo de la cerveza, una fila de botellas alineadas sobre una estantería; en suma, un lugar apacible donde reina un silencio tal, que Stach lo piensa dos veces antes de gritar:

—¿No hay nadie aquí? Llega una mujer, de unos cincuenta años, que lo examina con desconfianza mientras avanza

hacia él, contoneándose, para informarse de lo que quiere. —Un doble de cerveza, por favor —responde el muchacho con amabilidad. Enjuaga un vaso y echa después un chorro de cerveza dorada ante la atenta mirada de Stach.

Con especial cuidado dedica el tiempo necesario a la delicada operación y coloca finalmente, ante su cliente un doble de cerveza donde el espesor de la espuma alcanza por lo menos tres dedos. Cualquier botella hubiera podido servir mejor para la tarea.

—¿Quién guarda la llave del candado que cierra la entrada del Sillón de Piedra? —pregunta Stach.

—Mi tía abuela Gislaine, que vive al otro lado de la plaza, cerca del tilo —responde la dueña del bar, alejándose sigilosamente.

No muestra la menor traza de curiosidad; poco le importa lo que venga a hacer el muchacho y por qué razón se interesa por el Sillón. Pensativo, la llama, paga la

cerveza y se dirige en busca de la tía Gislaine, a la que hallará con facilidad porque vive en la

casa ante la que se encuentra su bicicleta. Es tan anciana y débil que no sería capaz de desplazarse diez metros por su propios medios; su mandíbula caída deja aparecer un único raigón parduzco y su espalda curvada por el reumatismo la obliga a alzar hacia el visitante una cara surcada de arrugas, lívida, fruncida como un pergamino, de la que destaca una nariz verrugosa y ganchuda vuelta hacia la barbilla. «Se parece más a una bruja de lo que Pantar se parecía a un mago», piensa Stach observándola.

—¿Qué quieres? —le interroga con el mismo tono suspicaz que el de la propietaria del bar. —Me llamo Stach. Vengo de Wiss. ¿Es usted la tía Gislaine? —¡Sí! Es evidente que nada le dice el nombre de Stach. Sus ojos gastados no pueden, sin duda, leer

un periódico, y las conversaciones deben de ser rarísimas en esta aldea olvidada del mundo. —Quiero sentarme en el Sillón de Piedra. ¿Tiene usted la llave? La centenaria alza su garrote en dirección al modesto campanario, donde una bandada de

cornejas vuela a su alrededor. —Los perros hambrientos vendrán a lamer tu sangre; los cuervos despedazarán los restos de

carne de tu esqueleto, cuyos huesos desperdigados se blanquearán al sol. —Espléndida perspectiva que aceptaré de buen grado —replica nuestro héroe, dispuesto a no

dejarse impresionar—. ¿Puede usted explicarme eso, tía Gislaine? El garrote desciende para señalar el Sillón de Piedra, al otro lado de la plaza. —¿No has leído lo que está escrito en el cartel? —Sí, desde luego. Dice que se haga testamento antes de sentarse. ¿Pero por qué es tan

terrible ese Sillón? —¿Y por qué razón quieres sentarte? —Porque es la última prueba que debo superar antes convertirme en el rey de Katoren. —Tú quieres llegar a ser rey —murmura la vieja—. Es extraño. ¡Es muy extraño! ¡Quizá sea

esto lo que yo he esperado tanto tiempo! Entra, te contaré lo que sé. Stach entra, tras ella, en la minúscula vivienda. Como asiento, le brinda una estufilla y la

coloca al lado de la anciana como un niño bueno dispuesto a oír un cuento de la abuelita. En realidad, ella prefiere sentarle de tal forma que pueda hablarle sin necesidad de levantar la cabeza.

—El Sillón de Piedra ha dado lugar a leyendas —comienza—. Yo viví algunas en mi juventud; otras me las contó mi madre, a quien se las había contado la suya, y así sucesivamente. A ti te corresponde juzgar si son ciertas o no...

»Antaño, en la época en que Wiss estaba defendida por altas murallas junto a las que galopaban a caballo los señores, cuando los herreros forjaban armaduras y los combatientes se enfrentaban empuñando la espada y el hacha, Katoren se hallaba gobernada por un rey especial del que se decía qué practicaba la magia. Los nobles de su corte se burlaban de él en cuanto les daba la espalda, pero no dejaban de alabarlo cuando se hallaban en su presencia. Todos, menos los hermanos Stachuver, los condes Juan y Gilberto, señores rectos, francos y valerosos, que manifestaban abiertamente su oposición y no perdían ocasión alguna de ridiculizar al monarca. Podían permitírselo, porque también ellos disponían, según se decía. de determinados poderes mágicos. Sea como fuere, el monarca los odiaba y buscaba su ruina sin conseguirla jamás, Además, imaginaba poder hacerlo todo; tenía por simples palurdos a los maestros de obra consagrados a la construcción de la célebre catedral de Wiss, y pretendía querer hacer por si solo una obra de arte que no tendría igual en el mundo. Este monumento de gloria se elevaría aquí, en el Bosque de los Jueces, donde se hallaba su residencia veraniega. Empezó por hacer edificar un cobertizo para ocultar la obra ante

los curiosos, hasta que hubiesen concluido su obra los siervos dedicados a acarrear bloques

de granito que colocaban según él ordenaba. »Cuando todo terminó, convidó a la nobleza del país a una gran fiesta que debía durar siete

días. Respondieron tantos y tan bien a su llamada, presentándose con gran fausto, trayendo consigo criados y objetos valiosos, que nunca se había visto congregarse en un solo lugar una fortuna tan inmensa. En el punto culminante de los festejos, el cuarto día, la obra sería desvelada en presencia de los invitados, reunidos en un círculo inmenso alrededor del cobertizo. A una señal

del príncipe los obreros quitaron las ligeras paredes del cobertizo, exponiendo a todas las mira das el amontonamiento de piedras en bruto que conocemos desde entonces y que puedes ver si te vuelves.

»La pasmada asistencia lanzó los "¡Oh!" y los "¡Ah!' preparados mucho tiempo atrás para complacer al soberano. Mas con la excepción de los hermanos Stachuver, qu estallaron de risa. Se carcajearon hasta perder el aliento, con el rostro congestionado, partidos de risa; tanto fue así que cayeron de rodillas. Cada vez que su burla parecía calmarse se mostraban mutuamente el montón de piedras con la mano y tornaban las carcajadas. Hasta tal punto que acabaron por contagiar al resto de los asistentes y empezaron a reír al unísono. Entonces el rey, pálido de furor, fue a sentarse sobre su trono de granito y echó sobre la multitud una mirada tan amenazadora que, rápidamente,todos quedaron en silencio.

»—¡Reíd hasta que os hartéis, mis magníficos señores! Vuestra ignorancia y vuestra inconsciencia os perderán —gritó el soberano—, porque no conocéis el poder de esta obra. Pero yo os declaro que, quien se atreva a ocupar este asiento, cuide antes de repartir sus bienes y su oro entre sus herederos, porque sucumbirá inmediatamente. Esta advertencia vale para cualquiera menos para el rey.

»—¿Queréis decir con eso que mataréis a quien se siente en ese montón de piedras? —preguntó el conde Juan de Stachuver. »—Sucumbirá sin remisión. »—Muy bien, majestad, estoy dispuesto a hacer la prueba. »—Como queráis, conde de Stachuver. »El rey, abandonando entonces su trono, cedió el puesto al imprudente con una burlona

cortesía. El conde llegó hasta el Sillón sin titubear y se sentó con una sonrisa de triunfo en los labios. Echó una mirada satisfecha sobre la multitud; abrió la boca para decir algo, pero antes de que hubiera podido pronunciar una palabra una mueca dolorosa torció sus rasgos. Se llevó la mano al pecho y rodó al suelo con gran espanto de los presentes. El conde Gilberto se lanzó a socorrer a su hermano, se arrodilló junto a su cuerpo inerte y se inclinó... Sólo pudo comprobar su

muerte. Entonces se levantó y clavó su mirada en los ojos del rey. »—¡Asesino! —gritó—. ¡El Maligno se ha apoderado de vuestra alma! »Se dirigió hacia los suyos, que aguardaban indecisos: eligió a los seis mozos más altos entre

los escuderos y los servidores y les hizo señal de que le siguieran. Un silencio de muerte gravitaba sobre los asistentes.

»—Voy a exorcizar este maldito montón de piedras —anunció—. Para que sea el monumento más horrible que pueda imaginarse, para que perpetúe el recuerdo del hombre más vano y más inútil de nuestro país. ¡Hombres, colocadme sobre ese asiento!

»Mientras que los seis vigorosos palurdos lo alzaban para instalarlo sobre el granito, clamaba con voz fuerte las frases destinadas a conjurar la suerte:

»—Seis hombres altos y fuertes me colocan sobre esta roca. Nada puede ya sucederme, el maleficio queda roto,

»Transcurrieron unos segundos de espera y despues él también se llevó la mano al pecho, balbuceando algunas palabras ahogadas.

»—Por San Jorge..., no hombres vigorosos y..., altos..., sino..., personajes importantes..., no

criados..., de alta cuna..., más que..., que yo... »La muerte lo fulminó antes de que tuviera tiempo de concluir la frase, y rodó por el suelo.» —¡Qué extraña aventura! —murmura Stach, vivamente impresionado.

—¿Y dices llamarte Stach? —masculla la vieja. —Exacto. —Curiosa coincidencia —murmura—. ¡Quién sabe sino eres un lejano, lejanísimo

descendiente de aquellos condes de la Edad Media! ¡Quién sabe si no estás designado por el destino para exorcizar el Sillón!

—¿Cree usted que esa leyenda se inspira en hechos verídicos? —Escúchame: la historia no termina ahí; las fechorías del Sillón no concluyen en ese punto.

Hacia mil seiscientos dos o mil seiscientos tres, un soldado bravucón fue a sentarse en el trono. Apenas hacía un minuto que estaba allí cuando un rayo gigantesco descendió del cielo y lo fulminó en el sitio. Se cuenta también la historia de un campesino de fuerza hercúlea que decía no retroceder ante nada. Sus camaradas le retaron, desde luego, a que se sentara en el trono de piedra. Aceptó la apuesta y subió. ¡Pero apenas se había sentado el campesino cuando estalló una tormenta en la comarca y destruyó la mitad de la aldea, llevándose consigo al temerario entre un torbellino de polvo y cascotes! Su cadáver fue hallado a tres kilómetros de allí.

—¿Cree usted verdaderamente en todas esas historias, tía Gislaine? —¿Quién puede saber si son verdad o no? En la aldea se admite, en general, que las últimas

palabras del conde de Stachuver habrían podido ser: «El sortilegio será levantado por quien se haga llevar al Sillón por seis personajes importantes, más importantes que él.» Deja ahora que te cuente lo que vi con mis propios ojos.

Hace una breve pausa para recobrar el aliento y ordenar sus recuerdos. —De esto hará por lo menos unos cincuenta años; nuestra aldea estaba más poblada que

ahora. Un buen día se presentaron unos estudiantes de Wiss. Estudiantes de Historia que preparaban una tesis sobre el Bosque de los Jueces, y querían asegurarse de que aquí estuvo antaño la residencia de verano del rey de Katoren. Todos tenían aproximadamente tu edad y su ruidosa alegría conmocionó a toda la aldea. Intrigados, como es natural, por el singular monumento encerrado en su verja, así como por el texto enigmático de la advertencia, fueron a buscar a mi madre, ¡Dios tenga su alma!, para obtener la llave. Ella les contó todo lo que tú ya sabes, provocando entre aquellos jóvenes despreocupados unas risas burlonas y una respuesta inevitable: ninguno de ellos creía en tales consejas. Entonces, un muchacho rubio, de pelo rizado y cara agradable, dijo a mi madre: «Confíeme la llave, voy a sentarme en ese montón de piedras.» «Ya eres bastante mayor para saber lo que haces», declaró mi madre a fin de ponerle en guardia. Pero estaba tan seguro de sí mismo que tomó la llave sin titubear y la alegre banda lo acompañó hasta la verja con un relativo silencio. El rubito abrió la puertecilla con gesto pensativo y preocupado y con algunos saltos subió al asiento de granito y se sentó. Silencio total. Al ver que nada ocurría, sus compañeros empezaron a vitorearle, gritando en son de burla: «¡Viva el rey Pedro!», porque así se llamaba, mientras lanzaban al aire sus gorros de estudiante y los recogían entre estallidos de risa. Estimulado por el ejemplo, el rubito se puso en pie sobre el Sillón y empezó a lanzar su gorro, esforzándose para que cayera sobre su cabeza. Pero el gorro se apartó de la trayectoria, el rubito se echó hacia atrás, tropezó, perdió pie y se rompió el cuello al caer del trono.

—¡Dios todopoderoso! —murmura Stach, profundamente impresionado. —Hay algo más que tengo que decirte —prosigue la vieja—. Hace unos treinta años el viejo rey vino a visitarnos. Conocía muy bien la leyenda del

Sillón, pero mandó buscar la llave y con toda sencillez se sentó en el trono de piedra. No pasó nada.

—¡Pero él era rey!

—Precisamente, era el rey. —¿Y nadie ha tratado nunca de hacerse colocar en el Sillón por seis personas de un nivel

jerárquico superior al suyo? —Más de uno ha querido intentar la experiencia, pero siempre ha sido imposible reunir en el

mismo momento a seis personas de alto rango. Son, además, raros los individuos que consienten en elevar a un inferior por encima de su cabeza. De esta suerte la frase mágica no ha sido jamás puesta a prueba.

—¿Sí? Pues claro. Me lo imagino, a juzgar por los grandes personajes que conozco... Las tentativas hechas después para obtener otras informaciones de la anciana tropiezan con

chismes y chocheces. En consecuencia le da efusivamente las gracias y se despide rápidamente, tras prometerle volver. Salta sobre su bicicleta, ansioso de llegar a Wiss antes de que se haga de noche, porque el viejo trasto de tío Gervasio no tiene ni faro ni piloto. Sólo lo conseguirá pedaleando rabiosamente.

—¡Jamás irán! —exclama tío Gervasio, sin aludir a las luces de su bicicleta—. No me imagino a De Seer decidiéndose un día a alzarte de una manera o de otra. Ni tampoco a Limpito; tendría miedo de coger una enfermedad incurable.

—No tengo más confianza que tú —reconoce Stach— pero nada se pierde con probar. El joven ha aprovechado las últimas horas del sábado, para contar a su tío la historia completa

del Sillón de Piedra. A tío Gervasio le satisface que la última prueba se desarrolle cerca de la casa; así resultará más agradable y quizá tenga él ocasión de ayudarle a triunfar. Una vez más el anciano menea la cabeza repitiendo:

—Jamás irán. —Nuestro deber es darles una oportunidad —concluye Stach. Consagra la jornada del domingo a narrar a los ministros, en una larga carta, las leyendas en

torno al Sillón de Piedra. Termina pidiéndoles, con toda la cortesía requerida, que acepten levantarlo y colocarlo en la cima del extraño monumento. «En otro caso —escribe a modo de conclusión— tendré que arriesgarme yo solo y nadie sabe nunca dónde acaba la verdad en este género de leyendas. Aprovecho la ocasión para manifestarles mi profundo respeto y mi deseo de que el Eterno conserve su preciosa salud...»

Una vez confiada la carta a buenas manos, sólo queda esperar, en una atmósfera de ansiedad que quebranta peligrosamente los nervios de tío Gervasio. Por un momento, piensa en reanudar la escucha en su armario de las escobas y por fortuna no ejecuta su proyecto porque, esta vez, el Consejo interministerial dura dos días y dos noches sin interrupción. Exclamaciones intensas, voces irritadas, llegan a veces tempestuosas hasta el vestíbulo de recepción donde el anciano, inmóvil, con la cabeza entre las manos, acecha inconscientemente el final del debate. La situación, cierto, ha alcanzado un grado hasta entonces nunca experimentado: Laminador prescinde de sus plannings. De Seer se entrega a risotadas burlonas, Eskrupul calla la verdad, Impetuoso yace durante horas hundido en un sillón, aparentemente abrumado por la apatía; Fraternal predicase a sus colegas, a los que se esfuerza por inculcar la noción, siempre imprecisa, del bien y del mal; Limpito ni siquiera se lava las manos para comer. Al cabo de cuarenta y ocho horas de este régimen, se ponen de acuerdo en una resolución destinada a Stach y después se van a la cama, vacilando de fatiga.

Tras larga y madura reflexión, el Consejo de los ministros firmantes de la presente no ha

podido hallar razón alguna para acceder a tu petición. Firmado; D.S.L.I.L.F.E.

GERVASIO, que, sin embargo, había presentido esa negativa, se deja abatir por la triste noticia. Stach, por el contrario, ofrece el espectáculo de una insólita alegría, traducida en un silbido específicamente destinado a Vlot, siempre aficionado a los pequeños paseos.

—Peor para ellos —comenta el muchacho antes de salir—. Les hemos dado la oportunidad de conservar sus puestos de ministros. ¡Que se arreglen solos!

Y se aleja exhibiendo una amplia sonrisa, como si nada se opusiera ya a su función real. STACH SE PASEA por la ciudad, compra media plancha de sellos de correos, saluda a derecha y

a izquierda a algunos admiradores y llega finalmente a la redacción de La Voz de Katoren. Inmediatamente lo rodea un enjambre de periodistas para acosarle a preguntas sobre la realización de su última tarea.

—Todo marcha de la mejor manera posible. He ido a asegurarme de que el Sillón de Piedra sigue tan sólido como siempre, y no correr el riesgo de hundirme con él cuando me siente allí. Esperemos un poco... Estamos hoy a 7 de noviembre. De mañana en ocho días, el viernes 15, a mediodía, ocuparé el trono del Bosque de los Jueces.

Vuelve, entonces sin prisas, a casa, y aprovechando la ausencia de su tío, que está de servicio en palacio, se instala para atender su correspondencia y su primera carta e desde luego, para Kim. Le pregunta sobre los progrese realizados en ciencias y en álgebra, hace alusión a las próximas vacaciones y se plantea la pregunta de saber si será posible pasarlas juntos, «pues —concluye— sería un empedernido mentiroso si no reconociera que te quiero».

La siguiente carta está dirigida a los padres de Kim, a quienes da las gracias por las almohadas que trajo su hija el día de la prueba cuatro bis. por los buñuelos de manzana

y por los sacos de carbón vegetal y de salitre expedidos a Humoacre conforme a su petición.

Habla de las demás tareas realizadas desde entonces, cuenta su visita al Sillón de Piedra, relata la negativa de los ministros a izarle sobre el trono, y anuncia su intención de superar la última prueba el 15 de este mes y de hacer lanzar unos gigantescos fuegos artificiales, para los que les recomienda preparar las cajas.

Escribe después una carta a cada uno de los alcaldes, agradeciéndoles la cordial y calurosa hospitalidad hallada en ellos. Pregunta al de Ecúmene por la salud de su mujer y la de sus hijos, por el comportamiento de la Gran Iglesia y por el estado de progreso de la construcción del nuevo ayuntamiento, así como de su nueva residencia. Al alcalde de Humoacre le pregunta si sus administrados comienzan a tomar la costumbre de tostarse al sol... En suma, dirige a cada cual una carta breve y amable en la que menciona tanto las particularidades de la prueba número siete como la fecha del 15 de noviembre..., hasta sentir calambres en los dedos cuando le interrumpe el retorno de Gervasio. Tras dejar su correo en el buzón, cenan los dos solos y juegan una partida de dominó.

Al día siguiente la prensa anuncia estruendosamente la fecha del viernes e informa con todo detalle de la leyenda del Sillón de Piedra; el relato permite suponer que la tía Gislaine ha recibido innumerables visitas. La Voz de Katoren precisa que sus insistentes gestiones ante los ministros han chocado con un muro de silencio. Tío Gervasío, indignado y desesperado al mismo tiempo, conjura a su sobrino a que renuncie al proyecto.

—No te inquietes —replica el chico indiferente—¡Todo irá bien! En el curso de los días siguientes, el anciano personifica el nerviosismo; mientras, su sobrino

cobra la apariencia de una estatua de la tranquilidad, cuya serenidad nada puede conmover. El miércoles, un campanillazo interrumpe la partida de dominó. Stach va a abrir. En el umbral halla a

Kim y a su padre. La muchacha salta a su cuello, y lo abraza con tal ímpetu que el alcalde de

Palenque habrá de aguardar el final de las efusiones para poder estrechar la mano del joven. —Entren —dice éste—, sean bienvenidos. Los dos hombres traban conocimiento mientras que Stach guarda el dominó y la chica prepara

café en la cocina. —¿No te extraña vernos aquí? —pregunta el alcalde de Palenque. —No —responde Stach—. A decir verdad, conociendo su generosidad y la nobleza de su

corazón, los esperaba. —¿Pero tú ves? —exclama el alcalde dirigiéndose a su hija—. ¡Y nosotros que habíamos

pensado darle una gran sorpresa! —La sorpresa está lograda, a pesar de todo, gracias a la presencia de Kim —se apresura a

añadir Stach—. No había previsto que lo acompañaría, lo confieso. —¿Sería demasiado exigir que me explicaran un poco de qué están hablando? —interviene tío

Gervasio—. No entiendo nada. —Pues bien, señor Gervasio. Stach nos exponía en su carta los detalles de la prueba del Sillón

de Piedra y la negativa de los ministros, que se considerarían humillados por alzarlo sobre sus cabezas. Sin tener la pretensión de ser un hombre importante, estimo hallarme en una posición jerárquica más elevada que la de Stach, al menos hasta el viernes, en que cambiará la situación. A la espera de esa fecha histórica, he venido para ayudarle a subir a ese maldito montón de pedruscos.

—Es muy amable por su parte —observa Gervasio—, pero debo decirle que harían falta seis personas... Segundo campanillazo.

—... seis personas de alta categoría. —Aún estamos a miércoles, tío —responde Stach—. ¿Y si fuéramos a ver quién llama a esta

hora tan avanzada? Es el alcalde de Decibelio en persona. Abraza a Stach sin ningún remilgo y se entrega a su vicio

favorito: empieza a hablar. De lo que dice, con innumerables e interminables rodeos, se deduce que su presencia

en casa de tío Gervasio responde al mismo deseo de prestar un servicio al joven Stach en la delicada circunstancia. Exactamente como su colega de Palenque.

Al día siguiente, con algunas horas de intervalo, llega el alcalde de Ecúmene y después el de Pituita acompañado de su esposa. Stach piensa con emoción en el sacrificio que les impone la adquisición de dos billetes de ida y vuelta.

—El piano puede esperar todavía —dice este excelente hombre—. ¡Y a Juana le causaba tanta alegría acompañarme que no habría podido privarla de ese placer! Soy sólo un modestísimo alcalde de una pequeña ciudad, mi traje está desgastado por dieciséis años de uso, no creo ser suficientemente importante para izarte sobre el Sillón de Piedra, pero por lo menos estaremos presentes en las fiestas de la coronación.

—Cada domingo, el predicador de nuestra Gran Iglesia nos recuerda que todos los hombres son iguales, querido colega —dice amablemente el alcalde de Ecúmene.

El padre de Kim pregunta qué medio de transporte van a utilizar al día siguiente para dirigirse al Bosque de las Jueces. En ese momento Stach se da cuenta que nadie lo había pensado: es complicado, porque a esa aldea ignorada no llega autobús ni tren alguno.

—Será preciso que a partir del sábado te intereses por crear un Ministerio de Transportes —comenta el alcalde de Palenque—. Mientras tanto, deja que me ocupe de ese asunto.

A fuerza de investigaciones acaba por encontrar un vetusto microbús de alquiler. Una suerte sorprendente, porque todo lo que sea capaz de rodar está ya comprometido por personas

deseosas de dirigirse al Bosque de los Jueces. Gervasio regresa de su trabajo al comienzo de la tarde... —Haciendo trampa, me he tomado

un día libre para mañana —anuncia. Stach pasa un brazo sobre sus desmedrados hombros. —Querido tío, en el futuro no tendrás necesidad de ningún subterfugio para disfrutar de tu

tiempo libre. —Aún no tenemos más que cuatro alcaldes —recuerda Gervasio meneando la cabeza—; nos

faltan dos. Después de todo, quizá no te mueras sólo con cuatro. A lo mejor te partes las dos piernas.

Su sobrino se echa a reír. —¡En ese caso, tendrías que volver a tu empleo para empujarme en una silla de ruedas! Gracias a la presencia de los numerosos invitados, la velada transcurre en una atmósfera de

franca alegría, a la que contribuyen poderosamente las seis botellas de coñac traídas por el alcalde de Decibelio. La casa resuena con gritos y alegres canciones cuando un campanillazo hace callar a todo el mundo para saludar la entrada de la alcaldesa de Equilibrio.

—Con una sola pierna rota, bastarán un par de muletas —declara tío Gervasio entre dos hipos—. Gracias, señora, por haber venido. ¡Su presencia me dispensará de empujar la silla de ruedas hasta el fin de mis días!

A Kim no le hacen gracia estas bromas; cada vez está más atormentada por el número de participantes.

—Stach —murmura—, ¿qué es lo que hace, pues, el alcalde de Humoacre? Tía Gislaine dijo muy claro que hacían falta seis... Cinco personas no bastarán para romper el sortilegio, y en ese caso la tentativa será tan peligrosa como si decidieras subir tú sólo, sin ayuda de nadie.

—¡No te preocupes! ¡Todo se arreglará, ya verás!

14. El rey de Katoren

A LAS ONCE EN PUNTO el padre de Kim se presenta al volante de su viejo microbús. Allí se mete todo el mundo, incluidos tío Gervasio, la esposa del alcalde de Pituita y Kim. En el instante en que va a ponerse en marcha se coloca silenciosamente tras del microbús un magnífico coche, resplandeciente de cromados. Un chófer de librea desciende de su asiento, abre la puerta trasera y, ante la mirada pasmada de nueve pares de ojos, aparece el alcalde de Humoacre en persona.

—¡Esperen un instante! —grita Stach. Salta del microbús y corre a saludar al millonario. —¿Puedo serle de alguna utilidad? —

pregunta éste con afabilidad. —Llega a punto —declara Stach en el actor—. Cinco de sus colegas van en ese microbús a fin

de acompañarme al Bosque de los jueces. —Perfecto, los sigo. En ese momento el alcalde de Decibelio asoma la cabeza por una portezuela y grita: —Ven con nosotros, amigo: nos divertimos como locos. El alcalde de Humoacre examina el

extraño vehículo con una mirada crítica y las cejas alzadas. —¡Ah! Y después de todo. ¿por qué no? —exclama finalmente—. Desde que el sol brilla en mi

municipio me empobrezco a toda velocidad. Y así, apenas una hora antes de la prueba decisiva. Stach reúne a los seis personajes de categoría exigidos por deseo del conde: el alcalde

charlatán de Decibelio; el activo alcalde de Palenque; el muy digno alcalde de Humoacre; el

piadoso alcalde de Ecúmene; el modesto alcalde de Pituita y la noble señora de Equilibrio. Kim, sentada en la parte trasera del vehículo, no oculta su inmensa satisfacción.

El corto trayecto que los lleva al lugar sagrado se realiza sin otro incidente que un pinchazo de una rueda, que es reemplazada rápidamente. Apenas han dado las doce entran en la aldea, cuyas calles y cuya plaza rebosan de gente.

—Pues bien —murmura Stach—. ¡Parece que tío Gervasio no ha sido el único en tomarse un día libre!

Se abren penosamente paso entre los espectadores para llegar a la casita acurrucada al abrigo del tilo, donde tía Gislaine entrega a Stach la llave que saca del enorme bolsillo de su delantal. Se dirigen después hacia el Sillón. Todos se apartan para permitir que Stach llegue al candado. En aquel instante los seis ministros, en fila de a dos, hacen su entrada en el teatro de la acción y se colocan alrededor del trono de piedra. Sus negros chaqués contrastan con el fondo abigarrado de la multitud. Entretanto, Stach, tras haber conseguido abrir la puertecilla, penetra en el mágico recinto seguido por sus seis acompañantes. Un respetuoso silencio gravita sobre la asistencia.

Los cinco hombres toman a Stach; la dama de Equilibrio, para guardar las formas, se apodera con mano firme del faldón de su chaqueta.

—¡Uno, dos..., tres..., hup! —ordena el padre de Kim, que con el consentimiento general parece haber asumido la dirección de las operaciones.

Y ya está sentado. La piedra es dura, fría, incómoda. Pero, ¿a quién se le ocurriría pensar en eso? El silencio se

prolonga, como si ninguno de los espectadores pudiera admitir que nuestro héroe quedara con vida. Entonces se lleva la mano derecha a la nariz y les hace burla a los boquiabiertos ministros, desencadenando así una tempestad de aclamaciones. Los

brazos se alzan quinientas veces al ritmo de vigorosos «¡Hurra!», tras el potente grito del alcalde de Decibelio

—¡VA EL REY DE KATOREN! Al hurra número 200 los labios de Fraternal comienzan a temblar: al hurra número 250 el

brazo de Impetuoso se agita débilmente; al hurra número 300 ninguno de los ministros puede ya estarse quieto y una especie de borboteo rasca el fondo de sus gargantas: al hurra número 350 cada uno de ellos alza los brazos por encima de la cabeza yv itorea como cualquier katorenino.

Después se sucede el retorno a la capital y la formación de un tumultuoso cortejo, que la propietaria del café ve alejarse con sentimientos de diverso signo. Por una parte, deplora la invasión de su apacible aldehuela; por otra, ha servido esta mañana más cerveza que en los diez últimos años.

De Seer se acerca al nuevo soberano. —Majestad, ¿permitís que os ofrezcamos uno de nuestros coches? Stach replica riendo que agradece el ofrecimiento, pero que prefiere viajar en compañía de

sus amigos, de tío Gervasio y de Kim. —Espero verlo pronto en Santa Eloísa —dice al ministro, Todo el mundo se reúne bajo las bóvedas de la inmensa catedral. De Seer toma

respetuosamente la corona del viejo rey, que descansaba en un relicario desde la desaparición del soberano, para colocarla sobre la cabeza de nuestro joven héroe.

—Con este gesto, nosotros, ministros de este país, proclamamos a Vuestra Majestad rey de Katoren: de acuerdo con los deseos de los ciudadanos, de conformidad con las leyes que hemos promulgado, en la observancia de la justicia y para bien de toda la nación.

—Mira qué bien lo ha dicho —murmura Stach—. Me atrevo a esperar que su corazón no desborde de amargura ante la idea de que esa corona habría debido ser colocada sobre su propia

cabeza. Consuélese pensando que eso permitirá a la población admirar todavía durante mucho tiempo lo que le queda de sus rubias bucles.

Después se sube a una silla y declara: Os doy las gracias a todos por haberme ayudado en mi esfuerzo. Dejadme decir esto: en

primer lugar, deseo realizar cada año una prueba parecida a las que acabo de superar. El día en que tropiece con un fracaso ya no querré ser rey. Después, el alcalde de Palenque va a telefonear inmediatamente a su administración a fin de que se envíen cajas de fuegos artificiales a todas las provincias. Los cohetes fueron fabricados durante mi larga inmovilización y, en consecuencia, están ya preparados. Nos ordenamos tres días de fiesta, pues hemos de recuperar el tiempo perdido. Además, a partir de ahora serán más numerosos los días festivos, y para compensar las horas de trabajo que se pierdan habrá menos discursos y arengas. Para concluir, quiero que sepáis que esta alocución será la más larga de mi reinado. ¡Divertíos!

Estas frases desencadenaron en toda la extensión de Katoren una explosión general de alegría, que habría podido servir de modelo a toda la Tierra.

Stach decidió reinar en cuanto los cohetes, las tracas, los soles y las bengalas terminaron de estallar, de brillar, de desplegarse, de silbar, de sisear, de bramar y de girar en una apoteosis de diáfanas humaradas que daba a todas las cosas un aspecto maravilloso.

En primer lugar recibe a los alcaldes, que acuden a despedirse. —Querría hacerles una proposición —declara el nuevo soberano—. No creo en absoluto en la

utilidad de un ministro de la Seriedad, ni de la Limpieza, ni en cualquiera de la de los que existen actualmente. En mi opinión, necesitaríamos más un Ministerio de Sanidad Pública que correspondería por derecho a usted, señor alcalde de Pituita.

—¿A mí? —exclama el pequeño alcalde, que se ha quedado estupefacto. —¡A usted! He pensado en el señor alcalde de Humoacre para que se ocupe del Ministerio de

las Aguas corrientes y del Aire puro; en el señor alcalde de Ecúmene para ocuparse de la Cultura, de la Religión y de la Sociedad.

Usted, señora, no dudo que aceptará encargarse de la Ayuda a los Minusválidos; la Defensa y

el Desarme no podrían estar en mejores manos que las del padre de Kim, y pido al señor alcalde de Decibelio que estudie una legislación para persuadir a los hombres a entenderse mutuamente y a tomar en consideración sus gustos recíprocos. ¿Por qué no bautizarlo Ministerio de la Democracia? Los habitantes de sus diversos municipios se las arreglarán por sus propios medios para encontrar un nuevo alcalde. ¿Están ustedes dispuestos a aceptar sus nuevos cargos?

Los alcaldes-ministros agitan la cabeza con entusiasmo y desaparecen a fin de tomar sus disposiciones.

Stach hace entonces pasar a los antiguos ministros. —No pueden seguir siendo ministros —declara tajantemente—. Pero no deseo sustraerles a

las responsabilidades de la función pública; en consecuencia, voy a asignarles nuevas tareas. Esparce el montón de cartas que se han acumulado en el curso de los últimos meses y en las

que se solicita la presencia del joven Stach para hallar la solución a un problema molesto o dramático. Lee la primera y dice:

—Veamos un poco: ¿La Fuente de las Mentiras de la parroquia del Haba Santa? Es cosa de usted, Eskrupul. ¿Verdad?

Carlos Eskrupul inclina afirmativamente la cabeza y se apodera de la carta. Stach busca la siguiente. —¿Las campanas-que-tañen-siempre en Espírituprimaveral? ¿Señor Laminador, quizá? Sebastián Laminador asume su misión.

—Aquí está la tarea que convendría perfectamente a este querido De Seer: el incendio de la reserva natural de gas hilarante de Fantasía.

—A vuestro servicio, Majestad —declara sencillamente Enrique De Seer. Stach prosigue sus investigaciones, rechaza algunas misivas tras haberse informado de su

contenido y encuentra finalmente un verdadero trabajo a la medida de Bonifa lo Fraternal: las criadas obesas de

Trisfeta. —¡Caramba! —exclama el joven monarca en cuanto el ex ministro de la Virtud ha dado media

vuelta—. Esto va convenir a maravilla a nuestro amigo Impetuoso: el mercurio congelado de Nocalor.

—¡Gracias! —gruñe rápidamente Tomás Impetuoso. «Ahora —piensa Stach, recorriendo cartas de todo género y de todas las procedencias— es

preciso hallar algo perfecto para el último de nuestros antiguos ministros, un trabajo que le permita... Veamos un poco... ¡Ah! ¡Pero si esto parece como si alguien hubiera pensado en él!»

—Señor Limpito, le propongo hallar un remedio a la superpoblación perruna que asola Canburgo y sus alrededores.

—Haré cuanto pueda —afirma Felipe Limpito. Estos señores ejecutan una profunda reverencia y abandonan el palacio apresuradamente a

fin de cumplir sus respectivas misiones. —Por hoy ya he reinado bastante —suspira Stach (yendo en busca de Kim, que esta misma

noche debe tomar el tren para volver a Palenque. —¿Te alegra partir? —le pregunta. Ella menea tristemente la cabeza como respuesta. —Supongo que cuando termines con tu geometría y tu álgebra podrás volver a verme. ¿Qué

te parece si nos casáramos entonces? Así me ayudarías a reinar, porque yo no sé nada de matemáticas.

Ella hunde su cabeza en el hombro del muchacho y le muerde vigorosamente la oreja. —¡Ay! —¿Por qué no declaras sencillamente que me quieres? —Te quiero. EN ATENCION a los curiosos, precisemos que, efectivamente, se casaron y vivieron felices

mucho tiempo.

Índice

1.La muerte de un rey ................................................................................................................................2.Las aves de Decibelio ...............................................................................................................................3.Palenque ..................................................................................................................................................4.La tercera prueba ................................................................................................................................5.Humoacre ................................................................................................................................................6.Nueva contrariedad para el Gobierno ................................................................................................7.Las iglesias ambulantes de Ecúmené ................................................................................................8.La emoción de Katoren...........................................................................................................................9.Una ciudad triste ................................................................................................................................

10.Los ministros se hacen esperar .............................................................................................................11.El inaccesible Pantar .............................................................................................................................12.El paseo por el parque ..........................................................................................................................13.Paseo por el Bosque de los Jueces ........................................................................................................14.El rey de Katoren ................................................................................................................................

Premio mejor libro juvenil de Holanda Premio mejor libro juvenil de Austria Gran Premio de Literatura Juvenil Colección EL BARCO DE VAPOR A la muerte del simpático y divertido rey de Katoren, sus siete ministros se hacen cargo del

gobierno del país Al cabo de diecisiete años, Stark, nacido la noche de la muerte del monarca, se dirige a los ministros porque quiere ser rey de Katoren.

E! Consejo le impone como condición pasar siete pruebas difíciles de superar, que representan otros tantos cometidos fantásticos

JAN TERLOUW, además de su dedicación a la literatura juvenil, es físico, Especializado en los

usos pacíficos de la energía nuclear En 1971 fue elegido miembro del Parlamento holandés El rey de Katoren obtuvo el premio al mejor libro juvenil de Austria y el Premio de Literatura

Juvenil Ediciones S. M. ha publicado, en la colección El Barco de Vapor «El tío Willibrord», y en la colección juvenil Gran Angular «Invierno en tiempo de guerra».