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y otros vivan de quitársela a los demás? Uno de los principales problemas de las ciencias sociales es que carecemos de una teoría que explique nuestro comportamiento. Por lo general, esto se ha solventado con simplificaciones –la bondadosa naturaleza humana, hija de la Ilustración, o la malvada esencia humana, propia de la tradición cristiana que ve a los hombres como ángeles caídos y desobedientes-. Pero ambas son claramente insuficientes. Basta mirar por la ventana, observar a nuestros vecinos –o mirarnos a nosotros mismos, aunque eso siempre resulta algo más difícil y comprometedor- para ver comportamientos de todo tipo. Una interpretación se ha ido abriendo paso en las sociedades neoliberales de los últimos treinta años. Afín a la hegemonía neoliberal, se ha ido imponiendo la teoría de la elección racional para explicar la acción individual (y de ahí la colectiva). Según esta teoría, que se acompasa bien a una interpretación que entiende la economía como un campo de lucha a muerte, somos individuos principalmente egoístas que, además, sabemos lo que queremos y ordenamos nuestra vida sobre ese mapa de preferencias. Individuos por encima de todo, egoístas por encima de todo, racionales por encima de todo. ¡Muchas presunciones! Sin embargo, es indudable que hay muchas situaciones en donde el “piensa mal y acertarás” de esta teoría, realmente acierta. ¿Cómo es posible? Esto se explica porque nuestras sociedades, atravesadas por el capitalismo, la modernidad y el desarrollo estatal, han ido minando las redes de solidaridad y las ha ido sustituyendo por el mero interés. Aquí se entiende también la crisis de las instituciones (porque una institución funciona cuando la gente está dispuesta a aceptar sus reglas compartidas). Cosas que antes se lograban por el respeto, la confianza y la reciprocidad, ahora sólo se cumplen por la amenaza de la ley y la multa o se guían por el deseo individual (como si aquella frase de Dostoievski en Crimen y castigo, “Si Dios ha muerto, todo está permitido” se hubiera vuelto radicalmente cierta). ¿Cómo explicar que unos den la vida por otros

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y otros vivan de quitársela a los demás?

Uno de los principales problemas de las ciencias sociales es que carecemos de una teoría que explique nuestro comportamiento. Por lo general, esto se ha solventado con simplificaciones –la bondadosa naturaleza humana, hija de la Ilustración, o la malvada esencia humana, propia de la tradición cristiana que ve a los hombres como ángeles caídos y desobedientes-.

Pero ambas son claramente insuficientes. Basta mirar por la ventana, observar a nuestros vecinos –o mirarnos a nosotros mismos, aunque eso siempre resulta algo más difícil y comprometedor- para ver comportamientos de todo tipo.

Una interpretación se ha ido abriendo paso en las sociedades neoliberales de los últimos treinta años. Afín a la hegemonía neoliberal, se ha ido imponiendo la teoría de la elección racional para explicar la acción individual (y de ahí la colectiva). Según esta teoría, que se acompasa bien a una interpretación que entiende la economía como un campo de lucha a muerte, somos individuos principalmente egoístas que, además, sabemos lo que queremos y ordenamos nuestra vida sobre ese mapa de preferencias. Individuos por encima de todo, egoístas por encima de todo, racionales por encima de todo. ¡Muchas presunciones!

Sin embargo, es indudable que hay muchas situaciones en donde el “piensa mal y acertarás” de esta teoría, realmente acierta. ¿Cómo es posible? Esto se explica porque nuestras sociedades, atravesadas por el capitalismo, la modernidad y el desarrollo estatal, han ido minando las redes de solidaridad y las ha ido sustituyendo por el mero interés. Aquí se entiende también la crisis de las instituciones (porque una institución funciona cuando la gente está dispuesta a aceptar sus reglas compartidas). Cosas que antes se lograban por el respeto, la confianza y la reciprocidad, ahora sólo se cumplen por la amenaza de la ley y la multa o se guían por el deseo individual (como si aquella frase de Dostoievski en Crimen y castigo, “Si Dios ha muerto, todo está permitido” se hubiera vuelto radicalmente cierta).

¿Cómo explicar que unos den la vida por otros

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Uno de los principales problemas de las ciencias sociales es que carecemos de una teoría que explique nuestro comportamiento. Por lo general, esto se ha solventado con simplificaciones –la bondadosa naturaleza humana, hija de la Ilustración, o la malvada esencia humana, propia de la tradición cristiana que ve a los hombres como ángeles caídos y desobedientes-.

Pero ambas son claramente insuficientes. Basta mirar por la ventana, observar a nuestros vecinos –o mirarnos a nosotros mismos, aunque eso siempre resulta algo más difícil y comprometedor- para ver comportamientos de todo tipo.

Una interpretación se ha ido abriendo paso en las sociedades neoliberales de los últimos treinta años. Afín a la hegemonía neoliberal, se ha ido imponiendo la teoría de la elección racional para explicar la acción individual (y de ahí la colectiva). Según esta teoría, que se acompasa bien a una interpretación que entiende la economía como un campo de lucha a muerte, somos individuos principalmente egoístas que, además, sabemos lo que queremos y ordenamos nuestra vida sobre ese mapa de preferencias. Individuos por encima de todo, egoístas por encima de todo, racionales por encima de todo. ¡Muchas presunciones!

Sin embargo, es indudable que hay muchas situaciones en donde el “piensa mal y acertarás” de esta teoría, realmente acierta. ¿Cómo es posible? Esto se explica porque nuestras sociedades, atravesadas por el capitalismo, la modernidad y el desarrollo estatal, han ido minando las redes de solidaridad y las ha ido sustituyendo por el mero interés. Aquí se entiende también la crisis de las instituciones (porque una institución funciona cuando la gente está dispuesta a aceptar sus reglas compartidas). Cosas que antes se lograban por el respeto, la confianza y la reciprocidad, ahora sólo se cumplen por la amenaza de la ley y la multa o se guían por el deseo individual (como si aquella frase de Dostoievski en Crimen y castigo, “Si Dios ha muerto, todo está permitido” se hubiera vuelto radicalmente cierta).

Por tanto, no es que esas teorías de la “acción racional” (como se las conoce) siempre acierten, sino que aciertan en las sociedades desestructuradas, violentas, depredadoras y enloquecidas en que vivimos. En vez de instituciones morales, leyes sancionadoras y dinero. En vez de amor, interés. En vez de mirarnos en el espejo de los otros, ver a los otros en un espejo deforme que los convierte en amenazas. Y es precisamente por eso por lo que esa teoría, al tiempo que ayuda a explicar comportamientos, justifica y legitima esa sociedad que tiene más de jungla que de organización humana.

Pero no nos engañemos: no explica el comportamiento de los que no quieren jugar ese juego macabro de todos contra todos. Explica la cara terrible de nuestro comportamiento. Pero ¿qué ocurre con la cara solidaria, amable, generosa, aquella que nos devuelve a la condición de animal social y recíproco que nos permitió sobrevivir como especie? ¿qué pasa con todos aquellos que obran con un sentido de la vida donde los demás no son piezas para usar y tirar sino partes de nosotros mismos?

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¿POR QUÉ TIENE VALOR LA LEALTAD?

Los siguientes episodios son enigmáticos. Para explicar los hechos que en ellos se describen: es necesaria una teoría.

Primer episodio: Gastos de defensa. Un determinado país se encuentra en guerra (no se contempla la posibilidad de un desenlace nuclear). Sin un fuerte incremento en los gastos destinados a la defensa existen muchas posibilidades de que dicho país pierda la contienda. Por razones morales, o quizá por miedo a una rebelión interna, el gobierno acuerda convocar un referéndum para decidir nuevos gravámenes fiscales. Si el país pierde la guerra, es casi seguro que perderá también su independencia y dejará de existir como entidad cultural diferenciada. Pero no es la primera vez en la historia que tal país afronta una suerte similar, y se podría asegurar que, en caso de una derrota, las pérdidas individuales de cada ciudadano no serían, sustancialmente mayores que en el caso de una victoria. Más aún, las pérdidas privadas debidas a los nuevos gravámenes fiscales serían mayo.res que las debidas a los daños causados por la guerra misma. Los resultados finales del referéndum se desconocen pero, como era de prever, algunos votaron a favor de los impuestos propuestos y otros en contra. Este comportamiento resulta complejo. Para explicarlo necesitamos una teoría.

Alguien podría argumentar que quienes votaron a favor preferían pagar más impuestos antes que ver derrotado a su propio país, mientras que los otros preferían lo contrario. Esto, o lo que de ello se pudiera deducir, sería suficiente teoría, de manera que las preferencias reveladas constituirían todo lo que importa saber acerca de la acción social. Este punto de vista debe ser rechazado. Necesitamos una auténtica teoría.

Una crítica a las teorías de la elección racional

Algún otro tipo de alteridad:

Alessandro Pizzorno(Instituto Universitario Europeo. Florencia)

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Segundo episodio: Sólo un nombre en común. Un partido político se encuentra próximo a alcanzar el poder. Para formar una coalición con otros partidos, o para incrementar sus posibilidades electorales, parece oportuno alterar varios puntos importantes de su programa. No es la primera vez que sucede y, añadiendo las nuevas modificaciones a otras precedentes, del programa y la imagen original del partido no quedará mucho. Si el partido llega al poder, sus seguidores se verán muy favorecidos. Aumentará el prestigio social de los miembros del partido y toda una serie de despojos económicos y administrativos serán distribuidos entre sus militantes y cuadros. Empero, algunos de éstos (quizá algunos de los fundadores del partido o de sus primeros miembros) se dan de baja, argumentando que el actual partido ha cambiado tan radicalmente su programa que, con el partido que ellos fundaron, o al que se adhirieron, tiene en común tan sólo el nombre. Otros militantes permanecen leales. Este hecho, una vez más, requiere explicación.

Tercer episodio: Una simple firma. En Italia, durante los años que siguieron a la llegada de Mussolini al poder, fueron arrestadas muchas personas. Entre ellas figuraban De Gasperi, dirigente del partido católico, y el líder del partido comunista, Gramsci. A ambos les fue ofrecida la libertad a condición de que firmaran una petición de gracia dirigida a Mussolini. De Gasperi firmó y fue puesto en libertad. Gramsci no lo hizo y permaneció en prisión durante casi diez años; enfermó y murió pocos meses después de haber sido liberado. Se podría aducir que Gramsci tuvo más coraje que De Gasperi y una mayor fuerza de voluntad. Si es o no así, es, en cualquier caso, algo secundario. Lo verdaderamente significativo es la diferencia entre lo que representaba firmar la petición para De Gasperi, por un lado, y para Gramsci, por otro. Pero con esta afirmación avanzamos poco. Seguimos necesitando categorías del pensamiento que nos permitan diferenciar el significado que cada persona atribuye a sus actos. Necesitamos asimismo una teoría que nos permita explicar por qué determinadas acciones, o el rechazo a realizarlas, pueden llegar a ser más valiosas para una persona que la propia libertad.

Cuarto episodio: Condecoraciones. Un determinado país se encuentra en guerra y muchos de sus ciudadanos toman parte en las batallas. Algunos combaten con gran pundonor, resultan heridos y reciben medallas y otras condecoraciones. Tales condecoraciones tienen un gran valor para esas personas y para cuantos aprecian la importancia de las acciones por las cuales les fueron conferidas. Tras la guerra, la gente ve las cosas de distinto modo. La opinión dominante se sitúa en contra de todo lo que tenga que ver con la guerra, y los actos de valentía llevados a cabo entonces quedan minimizados o vilipendiados, en lugar de ser tenidos en consideración. Otro tanto acontece respecto a las medallas y cuantas personas fueron condecoradas con ellas. Entre esas personas, hay quienes se persuaden a sí mismas de las razones

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que han determinado este cambio en la opinión pública, e incluso su propia forma de juzgar las acciones pasadas se adecúa al nuevo estado de opinión. Otros, sin embargo, no están de acuerdo y forman asociaciones y movimientos junto a quienes comparten sus mismas ideas. En el seno de estos últimos círculos, las medallas y los actos que éstas simbolizan continúan teniendo valor, y quienes los han realizado mantienen su prestigio y se ven gratificados por el reconocimiento del que son objeto. De manera que hay dos grupos de personas: ambas han realizado el mismo tipo de acciones y obtuvieron por ellas el mismo tipo de recompensa, pero las personas que pertenecen a un grupo valoran tales recompensas de una forma diferente a como la hacen las del otro grupo. Bien puede suceder que alguien venda cierta mercancía y reciba por ella una cantidad de dinero en determinada divisa, mientras que algún otro vendedor reciba una cantidad equivalente, pero en una divisa distinta. Después la primera divisa queda devaluada, en tanto que la segunda no. Como resultado, los dos vendedores terminan con una recompensa bien distinta. Pero en el caso de las condecoraciones, la divisa permanece igual para todos. Estos hechos, por tanto, requieren una explicación.

Los episodios descritos hacen referencia a naciones en guerra, partidos políticos, ideologías y símbolos honoríficos, pero todos muestran actos de lealtad. Por tanto, parece que para explicarlos se hace precisa una teoría de la lealtad. Una de tales teorías, particularmente importante, es la de Albert Hirschman . En ella, la lealtad aparece como un vínculo especial que hace menos probable el abandono (exit) de una organización dada. Al mismo tiempo, Hirschman argumenta que la lealtad deja más espacio a la protesta (voice), que es la actividad tendente a influir sobre las decisiones de la organización. Estas dos circunstancias tienen importantes consecuencias: Es probable que los miembros más activos e influyentes de una organización estén más vinculados y sean más leales a ella, por lo que dejarla supondría incurrir en grandes costes personales; así, la presencia de la lealtad previene del abandono de los miembros más necesarios para la organización. La lealtad es algo particularmente necesario, “su papel como barrera al abandono puede ser constructivo... cuando las organizaciones son sustitutos cercanos, de modo que un leve deterioro de una de ellas provocará la fuga de clientes o miembros hacia la otra” .

Hasta aquí, la teoría asume que toda organización incluye dos clases de miembros: a) Miembros poco leales (“low-loyalty” members), para quienes d abandono carece prácticamente de costes. b) Miembros muy leales (high-loyalty members), para quienes el abandono es subjetivamente difícil y por tanto, costoso; estos son más susceptibles de permanecer “atados” a sus organizaciones durante más tiempo. Pero la teoría sostiene asimismo que la barrera al abandono que constituye la lealtad

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es de una altura limitada. Cuando la capacidad de aguante del miembro leal sea forzada en demasía, abandonará. Por otra parte, será el primero en regresar cuando la organización mejore de acuerdo con sus deseos. Este ir y venir implica que la organización continúa funcionando aun cuando sus miembros más leales la han abandonado y, por tanto, que existe una tercera capa de miembros, que nunca se van, bien porque para ellos el abandono es inconcebible, bien porque si abandonan la organización deja de existir. Estos miembros son: c) Los “identificadores” (“identifiers”), para quienes el abandono no es concebible y la barrera que lo previene resulta infinitamente alta. Este desarrollo de la teoría es inesperado y paradójico. Parece, sin embargo, inevitable. La teoría de Hirschman pretendía originalmente explicar “el declive de empresas, organizaciones y Estados”, así como los remedios a dicho declive; a tal fin, el desarrollo que propongo resulta redundante. Pero la problemática de los episodios que he descrito más arriba tiene un alcance mucho más amplio. Requiere una extensión de la teoría de la lealtad elaborada por Hirschman.

Dicha extensión ayudará a examinar las causas por las que el miembro leal “siente que dejar un determinado grupo comporta un alto precio” . ¿Por qué tiene valor la lealtad? Parece que se puede dar una respuesta si se revela la naturaleza de los miembros “identificadores”. Si los identificadores se marchan, el grupo (la organización, etc.) cesa de existir como tal. Este caso no es difícil de concebir: los propietarios de una empresa pueden venderla o ir a la bancarrota, los dirigentes más significados de una asociación pueden decidir disolverla. Pero un miembro adscrito a un grupo o a una relación puede experimentar el final subjetivo de dicho grupo o de dicha relación aun cuando persistan en su existencia objetiva. Cuando un “identificador” deja un grupo, el grupo cesa de existir para él. El identificador difiere claramente del miembro leal. El miembro leal abandona la organización cuando no recibe de ésta lo que desea. Percibe que la organización proporciona la misma clase de bienes, pero de una calidad inferior. Amenaza con abandonarla y, si la amenaza no surte efecto, la abandona. Si los servicios de la organización mejoran, puede reingresar de nuevo. Un miembro es leal a un cierto grupo (y puede ser leal a muchos grupos al mismo tiempo, mientras no compitan entre sí) porque aprueba los objetivos del grupo. Un miembro se identifica en un grupo no por un fin especifico, sino por su realidad colectiva, y porque recibe de él su propia identidad. Abandonará no cuando la organización sea ineficaz, sino cuando se convierta para él en una entidad diferente. Abandonará cuando la identidad de la organización haya cambiado. No se preocupará, por tanto, de si la organización se deteriora totalmente; al contrario, esto sólo ratificará su condición. Lo cual es cierto respecto a alguien que pierda su fe. Si bien el miembro leal puede negociar su abandono, no ocurre así con el identificador. El creyente no puede amenazar con perder su fe, el enamorado no puede amenazar

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1 Albert O. Hirschman, Exit, Voice and Loyalty: Responses to Decline in Firms, Organizations and States, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1970,

especialmente páginas 77 y siguientes.

2 lbídem, pág. 81

3 lbídem, pág. 98

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con dejar de estar enamorado. Tales amenazas no serían creíbles. Serían amenazas contra uno mismo. Cuando se pierde la identidad, la fe o el amor, entonces nace una nueva persona. Si se restablece alguno de estos vínculos, lo será respecto a una nueva identidad, una nueva fe o un nuevo amante, aunque tengan, por motivos de registro, los mismos nombres.

Pero sólo podemos comprender del todo la naturaleza de la identificación si consideramos el otro lado de la cuestión. Si el identificador abandona, él mismo deja de existir . Este caso parece hacer referencia a las organizaciones terroristas, que matan a sus miembros cuando éstos las abandonan. Pero no hace falta ir tan lejos. La persona que deja un grupo puede convertirse en una “persona diferente”. Parece que digo esto en sentido figurado; pero supóngase que los hábitos, los valores, las creencias, en una palabra, el orden de preferencias por el que una persona era conocida y por el que sus acciones y reacciones podían ser más o menos anticipadas por quienes trataban con ella, se alteran radicalmente. ¿No debería sentirse cualquier observador inclinado a concluir que esa persona es otra persona? Desde luego, el cuerpo y la memoria continuarían pareciendo más o menos los mismos. Para algunos éste es un dato importante, pero no para quienes creen que las personas sólo pueden ser comprendidas como electores racionales. Pero, ¿qué puede significar tener el mismo cuerpo y la misma memoria si lo que distingue a una persona son los criterios que usa en sus elecciones y evaluaciones, y éstos ya no son los mismos?

Para afrontar con clarividencia este último punto, volvamos ahora a un quinto episodio. Quinto episodio: Proust y los enamorados. “Nuestro miedo a un futuro en el que debamos quedar privados de la visión de las caras y del sonido de las voces que amamos, de los amigos de quienes procede hoy nuestra más profunda alegría, este miedo, lejos de quedar disipado, se intensifica cuando caemos en la cuenta de que al dolor de tal privación se añadirá d que, sólo de pensarlo, nos parece un dolor todavía más cruel: no sentirlo en absoluto como un dolor -permanecer indiferente; si así ocurriera, nuestro propio yo habría cambiado. Sería en realidad nuestra propia muerte, una muerte seguida, es cierto, por una resurrección, pero en un yo distinto, cuya vida y amor están fuera del alcance de aquellos elementos del actual yo que están destinados a perecer...” . ¿Por qué el hecho de no sentir dolor puede ser “un dolor todavía más cruel” que sentirlo? ¿Cómo afrontar nuestras propias acciones si se debe evitar la satisfacción anticipada? “Cuando estamos enamorados, somos incapaces de actuar como adecuados predecesores de las personas en las que nos convertiremos cuando dejemos de estar enamorados...” Nuestros yoes futuros bien pueden ser otras personas. Una persona pasa a ser otra diferente, un yo se convierte en otro yo, cuando el

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4 Esto hace que las razones para la identificación sean de dos tipos. Por una parte, la organización no puede existir sin el identificador; por la otra, el identificador no

puede existir sin la organización. Es una distinción importante, pero no relevante para los argumentos que estoy desarrollando aquí.

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grupo, la pareja, la organización o el movimiento que producen los valores que permitían a esa persona actuar, elegir, juzgar personas o ideas de una determinada manera, sentir ciertas emociones, deja de existir para ella. Esto ocurre porque parece difícil mantener los valores, quedar complacido con las recompensas o disfrutar de las satisfacciones, sin referirlas a otros individuos capaces de reconocer esos valores, recompensas, satisfacciones y de responder a ellos de alguna manera. Si se propusiera un pacto según el cual un individuo recibiría todo el dinero y los bienes que deseara a condición de renunciar a todo contacto humano durante el resto de su y ida, pocos aceptarían; probablemente nadie.

II. IDENTIDAD y “FREE RIDING”

Por lo dicho, se puede interpretar la lealtad como un grado de la identificación. El grado de identificación con un grupo alcanza su nivel máximo cuando el coste de actuar junto a otros por el mismo fm colectivo es nulo. En ese punto, el valor de la protesta interna decrece. Puesto que tal voceo puede ser interpretado como una acción colectiva destinada a producir un bien común (una política específica, una organización más eficiente, etc.), se ha señalado que participar en él sería irracional. El curso racional de la acción, cuando se necesita un bien público, sería el de ir por libre (ride free), no involucrarse, estarse quieto y disfrutar los beneficios que acarree la acción de los demás. Pero pese a ello, muchos actúan colectivamente, las protestas se vocean, los individuos gastan dinero, tiempo y esfuerzo para alcanzar situaciones cuyos beneficios puedan disfrutar sin costes. Ha llegado el momento de explicar esta contradicción.

Hirschman sostiene que “es inherente a la naturaleza del bien común, o de la felicidad común, que no se pueda separar nítidamente el hecho de esforzarse para conseguirlo del hecho de poseerlo” .Por tanto, protestar, vocear, no sólo no debería ser costoso sino incluso placentero. ¿Por qué? Porque cuando no es posible alcanzar una política deseada, lo mejor que se puede hacer es esforzarse para alcanzarla. Esta “extraña transformación de los medios en fines”, dice Hirschman, se debe a la penosa presencia de la incertidumbre. Cuando el resultado es incierto, al menos aparece cierta la participación en la acción colectiva dirigida a alcanzar lo deseado; y esta certidumbre “niega la incertidumbre respecto al resultado deseado” . Si ésta es una descripción realista de un estado mental, es de los que podemos denominar genéricamente como “autodecepción”. ¿Resulta siempre necesaria la autodecepción para generar acción colectiva? Debemos acercarnos más a esta cuestión. Los miembros descontentos de una organización pueden recurrir a vocear la protesta

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5 Con otras palabras, aquí la cuestión está en la identidad social de la persona y no en la identidad de la mente. Jon Elster confunde las dos cuestiones en su

trabajo “Weakness of will and the Free-Rider problem”, manuscrito sin fecha todavía no publicado.

6 Debo la relectura de este pasaje de Proust a la cita que del mismo se hace en Derek Parfit, Reasons and Perso/1s, Oxford, Oxford University Press, 1984,

pág. 305.

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o al abandono. La protesta tiende a ocurrir, de acuerdo con Hirschman, cuando están en juego asuntos tales como la salud o la seguridad. El deterioro en el sabor de los comestibles que produce una empresa o el diseño poco atractivo de un coche generarán abandono, pero el riesgo para la salud o los problemas de seguridad harán surgir la protesta. Esta parece hallarse ligada a la preocupación acerca del destino de las personas. Tal preocupación hace que la gente actúe mancomunadamente en compañía de otros que comparten total o parcialmente un mismo destino. Si renuncian a esa preocupación colectiva, sienten que perderán el control sobre aquel destino y se convertirán en algo diferente, puede que en algo peor de lo que eran antes. Y esto es algo que no desean.

El siguiente ejemplo servirá para clarificar lo que estoy diciendo:Supongamos que usted es miembro de una minoría lingüística. Hay manifestaciones para reivindicar el reconocimiento oficial de su idioma. Participar en ellas le parece demasiado costoso y usted se abstiene de ello y de otras formas de acción colectiva encaminadas a obtener aquel objetivo. Supongamos también que usted habla únicamente su propia lengua y que el reconocimiento oficial de ésta le facilitaría numerosas gestiones en la vida cotidiana, que es en lo que usted está realmente interesado. No actuar colectivamente es una decisión racional, puesto que usted se beneficiará igualmente si el resto de la comunidad lo hace. Si usted toma parte en la acción, su contribución personal no afectará el resultado, por lo que incurrirá en costes sin añadir beneficio alguno. Pero, en lugar de ello, suponga que usted habla dos idiomas, el dominante y el de su minoría, y que el reconocimiento oficial de la lengua propia de su minoría no le reporta particulares ventajas. El reconocimiento oficial tiene para usted un mero valor simbólico: significa proteger el idioma contra la extinción de una comunidad que, por medio del uso de una lengua específica, preserva una identidad que usted aprecia. De este modo, usted continuará correspondiendo con las cosas y comprendiendo a las personas a través de los valores que saben serán reconocidos. Dichos valores se verán menoscabados, y su reconocimiento comprometido si se mantiene al margen de la acción colectiva. Participar en ella, y no su resultado, se hace necesario para confirmar su identidad colectiva y renovar la eficacia del círculo de personas entre las cuales usted puede continuar actuando y siendo visto como la misma persona. Este resultado es diferente del que la acción colectiva pretende alcanzar.

Hay una gran ironía en todo esto. Estarse quieto, dejar que los otros actúen, es la opción más correcta cuando sus intereses están afectados: actuar, participar en el empeño colectivo, resulta correcto cuando sus intereses no están afectados. Pero recapacite. Cuando el único objetivo de la acción colectiva es un bien común, usted puede no participar, ir de por libre, ya que usted es, sin amenaza o necesidad de reconfirmar su

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7 Albert Hirschman, op. cit., pág. 216. II lb ídem, pág. 216.

8 lbídem, pág. 216

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identidad, uno de los que están autorizados a beneficiarse del bien producido: jugar en el parque, conducir en la calle, vivir protegido de invasiones gracias al ejército nacional o de los robos gracias a la policía local. Usted es, previamente, miembro del sindicato que negocia el acuerdo que acarreará un incremento de su salario incluso si usted no va a la huelga, o del grupo de empresas que obtendrá medidas proteccionistas y será protegido por una asociación empresarial aun en el caso de que usted no pague sus cuotas. Lo que está en juego en esos casos de acción colectiva es si usted recibirá o no un determinado beneficio, y no si usted pertenece o no a la correcta colectividad, si tiene o no la identidad requerida. Cuando éste es el resultado de la acción, usted tendría que participar si desea tal resultado. Podemos definir esta clase de resultados como formadores o confirmadores de identidades colectivas. De ellos se puede decir, además:

a) Que pueden o no ser deseados, en cuanto tales, por los participantes. Un antiguo sindicalista puede esperar que una huelga no tenga éxito en alcanzar su objetivo de incrementos salariales, pero sí que de tal acción resulte una solidaridad más fuerte y una confirmación de la identidad colectiva. El joven sindicalista comenzará por creer, equivocadamente, en las posibilidades de éxito; y terminará por pertenecer a un grupo más cohesionado.

b) Que ño pertenecen a la clase de los “beneficios del proceso”. Estos son los beneficios que un agente recibe por sus prestaciones durante la acción. Todo beneficio es comparable, al menos nominalmente, con otros beneficios. No ocurre así con el que llamamos identidad. No hay forma de saber si una persona es mejor o peor cuando se le atribuye una u otra identidad. Algunos dirán que han elegido actuar mancomunadamente con unas personas y no con otras, y que esto prueba una manifiesta preferencia. En realidad no lo es. La formación de la identidad colectiva no era el objetivo que perseguían.

c) Que no pertenecen a la clase de los efectos “emergentes” o de “agregación”, aunque así lo parece debido a que con frecuencia no son intencionados. Pero los efectos de agregación son una propiedad del sistema. Se producen gracias a acciones interdependientes no concertadas. Sólo pueden ser medidos por un observador que posea criterios para trazar de una determinada manera los confines del sistema observado. En lugar de ello, la formación de la identidad modifica al agente individual. Es el resultado de un proceso que, al mismo tiempo, acarrea el sistema de reconocimiento de dicha identidad, y posee sentido, por consiguiente, tanto para el agente como para el observador. d) Que explican la acción colectiva en un modo y en unos casos en los que los incentivos selectivos, en el sentido que Mancur Olson atribuye a este término , no

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lo hacen. A menudo, la acción colectiva tiene lugar sin la presencia de incentivos selectivos. De aquí que se haga necesaria una explicación diferente. Aun cuando haya incentivos selectivos, es improbable que puedan explicar una acción colectiva duradera. Dada su naturaleza individual, se distribuyen de forma desigual. Emergen objetivos individuales que entran mutuamente en conflicto y traban la acción colectiva. Si ésta continúa, es sólo porque la acción se está convirtiendo en un fin en sí misma para las nuevas identidades que está formando; o, como ocurre en los ritos y las ceremonias, porque la experiencia colectiva muestra que es necesaria para la reconfirmación de identidades colectivas.

Todavía veo dificultades en el argumento. Permítaseme posponerlo por el momento para regresar brevemente a otro aspecto de la teoría de la lealtad de Hirschman.

Parece que se puede también dotar de sentido a la lealtad considerándola como una función de la inversión que una persona realiza en un grupo al cual se hace leal. Cuanto mayor sea la inversión que una persona creyó necesaria para ingresar en el grupo, más fuerte será su lealtad al mismo. Esta es la razón que se encuentra detrás de los grupos que requieren una iniciación severa, los clubes que estipulan las más altas cuotas para sus miembros, las tribus que reclaman penosos ritos de pasaje. En estos casos, antes de dejar el grupo, traicionarlo o infringir sus normas, la persona está dispuesta a llevar a cabo actos que no parecen acordes con su propio interés. Es como si permanecer leal añadiera un valor singular a las acciones que puedan ser consideradas como leales. Si este valor se produce por una acción pasada que la persona no desea repudiar, se concluye que en esta renuncia reside el valor negativo y en la apropiación de la acción pasada el valor positivo. Aquí, la razón de la acción está en la continuidad del yo, es decir, en la continuidad de una identidad personal subjetivamente sentida.

Esta interpretación está cercana, pero no es igual, a la explicación dada por la teoría de la disonancia congnitiva, que aborda técnicamente semejante tipo de episodios. No es la misma porque, en esa teoría, lo que deviene un estado negativo e insoportable del sujeto es la disonancia entre una creencia y una acción, o entre dos creencias cuando al menos una de ellas está expresada, lo cual la convierte de hecho en una acción . Encuentro bastante poco clara la noción de disonancia entre una creencia y una acción, ya que se basa en una comparación entre objetos de naturaleza diferente. Mi interpretación apunta hacia una inconsistencia entre objetos de la misma naturaleza. Tales objetos son los criterios que la persona utiliza para orientar sus acciones. Cuando los criterios son inconsistentes (o meramente diferentes), la identidad de la persona a través del tiempo parece haberse quebrado. En otras palabras, cuando el yo debe tomar una decisión, y se da cuenta de que los criterios

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9 Véase Mancur Olson, The Logic of Collective Action, Nueva York, Schocken Books, 1968. (Nota del traductor.)

10 Numerosos y bien conocidos son los experimentos que ilustran esta teoría. Cfr. R. Abelson

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que está utilizando no son los que aplicó en el pasado, ello amenaza la percepción de continuidad temporal que parece necesaria para evaluar las consecuencias de cualquier decisión.

Por tanto, la teoría que subyace a esta segunda perspectiva de la lealtad es consistente con la que he propuesto en la primera. El valor de la lealtad depende del grado de identificación que expresa.

III. LOS CONFINES DE LA IDENTIDAD

Ahora podemos ver un elemento común a los episodios descritos en la primera parte de este artículo. Todos tratan de personas que parecen estar ante la alternativa de tener que elegir entre una utilidad privada personal y el compromiso con alguna identidad colectiva (sacrificio por la nación o el partido de pertenencia, fidelidad a los propios ideales, solidaridad con los camaradas). Sin embargo, ésta no es realmente la alternativa, porque si la persona actúa lo hace siempre con referencia a alguna identidad.

Considérese, en primer lugar, la distinción entre una identidad que se presenta como exclusiva y otra que aparece abierta a futuras opciones, como en el caso de los así llamados “bienes simbólicos”. Imagínese, de nuevo, que a los miembros de una minoría se les ofrece disponer de un sistema educativo en el que se imparta la enseñanza en su lengua nativa; o, como alternativa, un programa de sustanciales inversiones que hará notoriamente más rico a cada uno de los miembros de las familias del grupo. O imagínese que a los empleados de una organización se les ofrece la abolición de los distintivos y rituales que diferencian a las funciones de rango superior e inferior; como alternativa, un incremento de salarios. En ambos casos, la primera oferta puede ser definida como simbólica y la segunda como monetaria. En los dos casos, la oferta simbólica (perpetuar el propio idioma; quedar libre de la humillación organizativa) sólo puede recibirse y ser consumida si la identidad colectiva en cuestión se mantiene y es considerada relevante. Los segundos términos de ambas alternativas se refieren a bienes monetarios. Parece que pueden ser disfrutados individualmente y evaluados en términos de maximización de las utilidades, sin posterior referencia a identidad colectiva alguna. ¿Pero es cierto esto? Supongamos que se estipula otra cláusula, la ya mencionada cláusula de la suspensión de toda posible identificación: que las personas que reciban un incremento de sus salarios permanezcan el resto de sus vidas sin contacto humano (de forma, eso sí, que se les proveerá con toda clase de servicios, se ofrecerá satisfacción sexual sin comunicación social, y la libertad

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(ed.J, Theories of Cognitive pissonance: A Sourcebook, Chicago, 1968; asi mismo, David Pears, “Motivated irrationality, Freudian theory and cognitive dissonance”,

en R. Wollheim y J. Hopkins (eds.J, Philosophical Essays on Freud, Cambridge, Cambridge University Press, 1982.

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de movimientos será absoluta allí donde no pueda hallarse otro ser humano). No podemos tomar en serio la posibilidad de un beneficio disfrutado “individualmente”. Esta es sólo la impresión que uno recibe cuando se paga un beneficio en dinero. Aunque es un símbolo, el dinero parece tener el efecto de hacer compatible las más diversas identificaciones, es decir, de hacer posible el transferimiento de los individuos desde una colectividad a otra, y su permanencia como miembro de varias. Siendo un símbolo generalizado, es reconocido en todas partes, y una persona con dinero puede trasladarse de un círculo a otro con la seguridad de ser reconocido. Pero no siempre, como demuestra el siguiente episodio.

Sexto episodio: Reductio ad Amazoniam. Un rico hombre de negocios que viaja solo en su avión privado tiene que aterrizar entre la tribu amazónica y se ve obligado a pasar allí el resto de su vida. Hasta entonces, su existencia ha sido una sucesión de elecciones racionales orientadas por la expectativa de determinadas utilidades. La riqueza que había acumulado era reconocida en cualquier mercado, excepto entre los aborígenes. Esta persona era lo que una sucesión de elecciones racionales habían hecho de él. Nada ha cambiado ahora, y pese a todo debe convertirse en otra persona. De ahora en adelante será reconocido de una manera diferente, por gentes que comparten valores distintos y atienden a diferentes signos para construir la identidad de una persona, Quizá el mejor capital que este hombre haya portado consigo sea una habilidad poco definida, derivada de cálculos racionales que no tuvieron éxito: la capacidad de admitir la inesperada alteridad de los seres humanos.

El caso descrito parece irreal, absurdo. He llevado a cabo una reductio ad Amazoniam. Sin embargo, ayuda a mostrar que se le puede negar reconocimiento incluso a la moneda más ampliamente reconocida, la que es válida en el mercado económico. En nuestra vida cotidiana, operamos en sistemas de intercambio mucho más limitados, tratando con monedas que son personales y específicas, y que sólo pequeños grupos de personas están dispuestas a reconocer: prestigio, confianza, coraje, capacidad de afecto, amistad o solidaridad. Todos experimentamos repetidamente pequeñas pero pesarosas reductiones ad Amazoniam, repentinas caídas desde estados de reconocimiento aparentemente seguros, repentinas zambullidas en el seno de nuevas tribus, repentinas percepciones de lo absurdo de nuestros cálculos.

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IV. INCERTIDUMBRE Y RETAHÍLA DE YOES

En algunos de los casos que he imaginado hasta aquí, la gente afronta situaciones de incertidumbre. Las personas estaban indecisas, o se daban cuenta de que deberían haberlo estado, respecto a los cambios en su propia evaluación de los estados del mundo, y de sus propios intereses. Sin embargo, esta incertidumbre no se refería a los estados futuros del mundo, sino a los estados futuros del yo evaluador. Los estados futuros del yo eran vistos, o deberían haberlo sido, como dependientes del reconocimiento, por parte de otros yoes, de la validez de los criterios por los cuales deberían ser evaluadas las situaciones del mundo.

Ahora es útil replantear la cuestión en su conjunto. He venido sosteniendo que cualquier teoría que explique la acción social en términos de elección racional resulta contraproducente. Una persona que elije “racionalmente” debe ser capaz de evaluar las consecuencias de su elección en términos de su propio interés. Pero, en primer lugar, los intereses de su yo actual no coinciden con los de sus futuros yoes. Uno preferiría ahora fumar a dejar de fumar, pero éste no será, probablemente, el interés de un futuro yo, el cual, en su momento, preferiría hallarse más sano. Alguien preferiría disfrutar ahora de buena comida y buenos vestidos en vez de comprar saldos, pero ello no coincide con el interés de un futuro yo, d cual, probablemente, disfrutaría de la buena comida y los buenos vestidos si su predecesor hubiera ahorrado dinero en lugar de gastarlo. Podemos imaginar algún árbitro, algún superyo que adjudique beneficios con igual preocupación por los sucesivos y diferentes yoes . Pero entonces deberíamos también suponer que este superyo posee reglas de distribución que, o bien son constante; a lo largo del tiempo, o bien cambian de un modo predecible.

Una asunción similar se necesita para abordar la cuestión de los cambios de los valores. Las consecuencias de una determinada elección hecha por mí ahora tendrán lugar cuando mi forma de ordenar las preferencias haya cambiado. En el futuro, uno de mis yoes evaluará las condecoraciones, la fidelidad a ciertos ideales, la solidaridad para con determinados amigos o camaradas, el amor a determinado amante, dándoles un peso diferente al que me han llevado a sacrificar otros bienes; el principio de la racionalidad requiere que podamos anticipar la utilidad de las elecciones que llevamos a cabo. Dicha anticipación puede tener lugar en condiciones de incompleta información en torno al suceso de determinados acontecimientos, pero aun así se deben sopesar, objetiva o subjetivamente, las posibilidades de que ocurran tales acontecimientos. Sin embargo, cuando alguien trata de anticipar las consecuencias debe considerar, asimismo, que tales consecuencias no afectarán al yo que hizo la elección, sino a otro sucesivo. y puesto que comparar las utilidades intemporalmente es tan arbitrario como compararlas interpersonalmente, por lo común un estado de elección es un estado de incertidumbre respecto a cómo un yo futuro evaluará la situación en la que una elección hecha ahora lo ha colocado.

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Este tipo de incertidumbre (llamémosla “incertidumbre valorativa”) es diferente de la incertidumbre de la que trata la teoría de las probabilidades. Hay, empero, una analogía en el procedimiento para superar ambas. La incertidumbre existe cuando las situaciones son demasiado idiosincráticas para conformar grupos de casos suficientemente homogéneos como para hacer posible una determinación cuantitativa de la verdadera probabilidad. Para superar esta situación se deben formar grupos de casos y entonces proceder a evaluar, subjetivamente o mediante un cálculo de frecuencias, la probabilidad de que ocurran tales casos. En la “incertidumbre valorativa” se debe crear, igualmente, una suerte de reagrupamiento; se deben formar “grupos de yoes”.

Recordemos los episodios cuarto y quinto. Se referían a personas que parecían haber perdido los valores que les habían servido, previamente, para realizar elecciones importantes. Dichas personas habían perdido sus valores porque éstos habían dejado de ser reconocidos como tales por el grupo o la entidad colectiva a la que aquellas personas pertenecían. Otras personas mantenían esos valores como valores en funciones mientras reconstituían las situaciones en las que podían continuar siendo reconocidos. Si se pudiera asegurar a una persona que mantendrá su pertenencia al grupo de personas con el que comparte los mismos valores respecto a determinado tipo de elecciones o, en otras palabras, si pudiera pensar que sus futuros yoes pertenecerán al grupo de yoes al que pertenece su yo actual, no existiría razón para que sufra de incertidumbre.

Hasta aquí, el argumento desarrolla la imposibilidad, mencionada más arriba, de comparar intemporalmente las utilidades de yoes diferentes. La condición especial, que permite delinear algún tipo de comparación, es la constitución del estado de identidad de una persona a través del tiempo. Este estado depende de la estabilidad de lo que podría ser denominado “un círculo de reconocimiento”.A cada uno de estos “círculos” se le requiere el reconocimiento de los valores que una persona utiliza para realizar las elecciones que hacen de ella un agente reconocible y singular.

Supongamos que estoy ansioso con respecto a una decisión que tengo que tomar; estoy ansioso por lo que será de mí si fracaso. ¿Qué clase de sanciones caerán sobre mí? ¿Cómo voy a soportarlas? Estas y otras preocupaciones que provoca la incertidumbre sobre mi acción equivalen a una cuestión esencial: ¿quién me reconocerá y cómo seré valorado? Si se garantiza una cierta estabilidad del círculo o de los círculos de reconocimiento que me rodean, un posible fracaso no me genera ansiedad. Si no hay perspectivas de estabilidad, el éxito no me gratificará y, de hecho, no seré capaz de apreciarlo. Debemos concluir, por tanto, que la incertidumbre acerca de las propias acciones equivale a la incertidumbre acerca de la estabilidad del propio círculo, o círculos, de reconocimiento.

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11 Véase Thomas C. Schelling, “The intimate contest for self-command”, págs. 57-82, en su libro Choice and Consequence, Cambridge, Harvard University Press,

1984. También, Jon Elster, U/ysses and Ihe Sirens, Cambridge, Cambridge University Press, 1979.

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Para negar la ansiedad debida a la incertidumbre valorativa, se debe recurrir a una acción dirigida directamente a preservar o a formar un círculo de reconocimiento. Este es el tipo de acción colectiva que, como he demostrado, no permite la abstención, el ir de por libre (free-riding).

Ahora resulta más fácil comprender cómo una determinada concepción de la identidad personal va unida a la idea de un círculo de reconocimiento. Una persona es una sucesión de yoes que eligen y pueden tener algo en común sólo si se encuentran circunscritos a un círculo de reconocimiento común. La identidad personal consiste en una conexión vertical e intertemporal entre sucesivos yoes de un ser humano que se hace posible sólo por conexiones interpersonales y horizontales entre diferentes yoes individuales.

Como caso límite, es posible imaginar una identidad personal total y unívoca, cuando se produce una suerte de identificación absoluta de una persona con una colectividad. Los fines de dicha persona son los fines de esa colectividad; la persona misma no es más que un instrumento al servicio de tales fines. Análogamente, el yo actual no es más que un instrumento en la perspectiva de los fines de los yoes futuros, los que consumirán y disfrutarán cori la realización de los fines perseguidos por la colectividad. Aquí hay integración total, tanto horizontal como vertical, colectiva y personal. Los economistas hablan de “preferencia temporal” (time preference) cuando el yo que decide favorece a sus más inmediatos sucesores: cuanto más lejanos en el tiempo los yoes sucesivos de una persona, menor es el peso de sus intereses para el yo que decide. Pero lo contrario es cierto sólo en el caso de un yo totalmente integrado. La curva de la tasa de descuento es plana o incluso negativa. Algún yo futuro dicta las elecciones; no se permite debilidad alguna de la voluntad; el actual yo es tan responsable con respecto a algún yo futuro como con respecto a la voluntad colectiva de la que procede un reconocimiento seguro.

He descrito un caso límite. Los casos reales se encuentran a cierta distancia de él. Pero ese caso límite es asumido como norma por algunas concepciones ideológicas de la sociedad. Considérese el ejemplo de las ideologías revolucionarias o de las religiones que predican la salvación. En ellas, los “verdaderos” intereses de una persona son intereses a largo plazo -intereses de sus futuros yoes-, ya ellos debe sacrificar los beneficios inmediatos el yo que decide. Esos intereses a largo plazo coinciden con los intereses de la colectividad en la que el individuo conforma sus valores y actos.

Pero considérese también la ideología constitucional del liberalismo y la práctica del gobierno representativo que se deriva de ella. De acuerdo con esta práctica,

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un representante no representa los intereses de su electorado, sino los intereses de la nación. Sus electores no pueden llevarlo a juicio por no cumplir con su mandato. No es un abogado en defensa de sus electores, como eran considerados los representantes en los parlamentos preliberales. Su mandato viene definido en función del fomento de los intereses de la Nación o del Pueblo en general. Este principio parece hallarse en contradicción con el principio mayoritario. Si el interés del Pueblo coincidía con los intereses de la mayoría, cada representante debería ser libre para representar intereses particulares (y no ser demandado por recibir pago de ellos). Pero esto no es así y, al contrario de lo que parece, no hay contradicción. El principio de la representación implica un Estado unificado. Un Estado es como una persona, compuesta por yoes sucesivos, o sucesivas generaciones de yoes. Los yoes que deciden actualmente pueden hallarse divididos respecto al curso de la acción a emprender. Pero si actúan como miembros del Estado, si actúan a través de una institución política, se supone que estarán divididos no sobre sus intereses particulares inmediatos, sino sobre las opiniones respecto a lo que podrían ser sus “verdaderos” intereses como miembros de una colectividad, la cual incluye yoes presentes y futuros, de generaciones presentes y futuras. De ahí el porqué el principio de un dominio de la mayoría entre intereses no se puede sostener. Los intereses cambiantes y no representados de yoes sucesivos deben ser interpretados. Según la doctrina constitucional, se asume que el proceso de representación en el Estado moderno se re refiere a la interpretación colectiva de la nación.

Las instituciones políticas, al igual que hacen otras instituciones, operan asumiendo y asegurando la identidad de las personas durante el tiempo. Considérese la noción de responsabilidad legal. Una persona -una sucesión de yoes- recibirá justos merecimientos por la decisión de un yo pasado. Esto se considera correcto y apropiado. Probablemente viene a ser tan sólo un expediente que se usa como elemento disuasorio o para sostener, en su caso, que existe una mayor probabilidad de que los yoes futuros de una persona que ha cometido un crimen lo hagan de nuevo. Los sistemas legales también conocen estatutos de limitaciones. Para algunos crímenes, un sucesor distante no puede ser considerado responsable de un crimen cometido por un yo pasado. De otro lado, los sistemas legales también imputan responsabilidad de yoes pasados a yoes con los que no se encuentran físicamente conectados, como ocurre en los casos de herencia.

Como el derecho, la moralidad sostiene que los yoes futuros son responsables de los yoes pasados. Pero la moralidad también conoce confesión, contrición y conversión. Esos son casos en los que las identidades existentes se interrumpen o en los que se constituyen nuevas identidades. En la perspectiva que he venido sosteniendo hasta aquí, la acción social no es

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el producto de yoes que maximizan satisfacciones instantáneas, ni de yoes que maquinan estrategias tendentes a procurar beneficios para los yoes futuros o las futuras generaciones de yoes. Es más bien el producto de yoes que desean asegurar los vínculos horizontales con los yoes de otras personas, o los vínculos verticales con yoes futuros. Las personas son indeterminadas, como las naciones, los partidos y los movimientos. Esto significa que nuestros compromisos son inciertos y tienen que ser renovados continuamente. Para el grupo de defraudados fundadores que he descrito en el segundo episodio, no hay una forma segura de conocer si su partido es siempre el mismo o no, y si tienen que permanecer en él o abandonarlo. Ni hay una forma de que yo sepa con certeza si el amigo que me pide un préstamo porque no puede aguantar un minuto más sin heroína, es la misma persona que me pidió hace algunas horas que no le prestara dinero cuando me lo pidiera, y por tanto de saber si el compromiso que adopté con el primer yo se puede mantener con el nuevo yo .

Cabe preguntarse si la perspectiva que ve como fin de la acción individual la formación de vínculos sociales clarifica mejor los hechos sociales que la perspectiva según la cual la acción individual tiene su fin en la satisfacción de determinadas utilidades. Se ha objetado a este último punto de vista que, o bien tiene que descansar sobre la poco empírica noción de felicidad, o bien resulta tautológico. Para que no sea así, tiene que asumir la existencia previa de ciertas estructuras. Por ejemplo, un mundo de objetos previamente etiquetados, en el marco de los cuales las preferencias pueden ser ordenadas de un modo transitivo. Pero no se puede formular ninguna teoría de tales estructuras utili2ando el concepto de utilidad. Cuando pienso, por otro lado, sobre la conexión interpersonal o intertemporal entre yoes, pienso en vínculos que forman estructuras, estructuras que puedo describir y clasificar. Cuando leo las proposiciones de Hirschman sobre la protesta verbal y el abandono, las entiendo como acciones que constituyen o disuelven vínculos horizontales e interpersonales. Constituyen ejemplos de cómo distinguir estructuras que pueden ser comprendidas a través de la lógica de la identidad. El razonamiento de Hirschman emplea la lógica de la utilidad. Pero ya he mostrado más arriba que algunos de los fenómenos que él descubre implican la presencia de una lógica de la identidad.

Del mismo modo que Hirschman construyó una tipología de las estructuras de acuerdo con los efectos que podían tener sobre el fortalecimiento o debilitamiento de la conexión interpersonal de los yoes, se puede considerar cómo se puede reflejar la conexión intertemporal de los yoes en tipos de estructuras sociales. Considérense los casos de una familia tradicional, una organización productiva y una secta religiosa. Estos son tres tipos de estructuras que pueden asegurar al individuo alguna identidad personal. Pero la posición relativa del yo decisorio con respecto a sus

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12 Para un argumento similar, véase Derek Parfit, op. Cit.

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predecesores y sucesores será diferente en los tres casos. En la familia tradicional, los antepasados son importantes, como importantes son la cultura heredada y la propiedad; las prescripciones que absorbe el joven son importantes: los yoes pasados imponen su dictado sobre los yoes decisorios; la colectividad importante de yoes a la que referirse se localiza en el pasado. En un rol ocupacional, el yo decisorio está orientado al futuro, aunque todavía cuenta con lo que ha recibido de pasados yoes (su educación, su experiencia, la formación de sus capacidades). En una secta religiosa, en un “grupo de creencias” en el cual las personas pasan por un proceso de conversión o segundo nacimiento, el pasado se niega y todas las decisiones se toman en función de los yoes futuros Que vivirán en la salvación eterna: los yoes futuros imponen su dictado sobre el yo decisorio.

Se puede conjeturar que esos diferentes caminos de adquirir identidad están relacionados de alguna manera. El dictado impuesto p9r los yoes futuros se hace probablemente más extenso cuanto más débil es la persistencia de los yoes pasados. En otras palabras, cuando la identidad personal anclada en el pasado proporciona al yo decisorio cada vez menos seguridad de ser reconocido por parte de la gente entre la cual debe actuar, se manifiestan las nuevas identidades asentadas en destinos futuros comunes. Cuando los círculos tradicionales de reconocimiento son estables, cuando la identidad está asegurada, no hay necesidad de recurrir a yoes futuros para asentar .los estándares de nuestra acción actual.

Si mis criterios de elección están bien enraizados, tanto en las pautas de reconocimiento de una larga hilera de yoes ancestrales que han edificado la identidad familiar durante generaciones, como en una familia contemporánea de yoes que comparten los mismos yoes pasados, y si esta estabilidad de reconocimiento vertical y horizontal parece no estar tocada por movimientos históricos más largos, es poco probable que deba votar por un incremento de los gastos para hacer frente a la defensa de una identidad nacional que no es relevante para asegurar aquel reconocimiento. Si soy miembro de diversos grupos en los que se reconocen los éxitos de mis elecciones, es poco probable que esté tan preocupado por la pérdida de identidad de mi partido político o por la pérdida de sentido de las condecoraciones que he recibido en el pasado. Si un movimiento es joven y precario y toda la tensión de sus acciones se dirige a crear las condiciones ideales para los yoes futuros, es probable que me haya incorporado a él sabiendo que con ello estoy adoptando una identidad exclusiva, una identidad en la que mi yo presente cuenta tan sólo como una herramienta para los yoes futuros; en la que mi pertenencia se verá constantemente amenazada por posibilidades alternativas, de manera que una mera firma puede ser para mí un símbolo de total abdicación. Si el movimiento es antiguo y ha pasado por muchos cambios y compromisos, manteniendo todavía una conexión relevante

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con el pasado y una identidad reconocible, es probable que perciba que la debilidad temporal será absorbida por una identidad tan duradera. Las hipótesis previas ayudan a explicar por qué los compromisos ideológicos fuertes están pensados, en general, para superar los estados de debilidad. La ideología define el estado óptimo de los yoes futuros, para la persona y para la colectividad, y sujeta la acción actual a la adquisición de tal estado. La ideología, por tanto, organiza la acción, tanto individual como colectiva, ajustada e instrumentalmente. La identidad a través del tiempo será definida con seguridad por los estándares de reconocimiento anticipados para los futuros yoes. El compromiso ideológico es como una fuerte inversión en un país en vías de desarrqllo. Opera sacrificando numerosos yoes y concentrándose en uno elegido, ya que la identidad queda asegurada y, con ello, no se pone en duda la conexión entre los yqes sacrificados y el elegido. De este modo, se mejora considerablemente la eficacia de la acción impulsada por la ideología y las personas, o bien los grupos débiles pueden afrontar enemigos fuertes o momentos difíciles. La gente no puede actuar sin una identidad. Cuando nadie cuestiona la identidad que ha recibido, hace uso de ella; cuando la identidad se encuentra amenazada o deteriorada, luchan, incluso sin ser conscientes de que lo hacen, por asegurarse una.

El amor romántico es también una forma de ideología que fortalece la identidad diádica dejando que el estado de los yoes futuros y las condiciones de su reconocimiento recíproco determinen el modo de ver de los yoes actuales. Esto parece imperativo cuando el yo decisorio resulta responsable de su decisión de ahora para sus yoes futuros. No es ése el caso en las familias tradicionales, donde los yoes pasados condicionan cualquier elección. En el amor romántico se fundamenta una nueva identidad a través del tiempo, lo que ayuda a superar la incertidumbre que rodea una decisión llevada a cabo tradicionalmente por la familia de origen, es decir, por una colectividad cuya identidad no estaba amenazada por la decisión, o lo estaba muy poco.

V. CONCLUSIONES

Parece que, con el punto de vista que he sostenido a lo largo de este artículo se pueden explicar hechos y relaciones entre hechos que, hasta ahora, eran explicados sólo ad hoc o simplemente no eran explicados. Pero estoy también interesado en ampliar o clarificar mejor el conocimiento de la significación de determinados hechos.

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Si sé que el sentido.de mi acción no es la adquisición de utilidades, sino asegurar el reconocimiento, entonces consideraré las categorías de “altruismo” y “egoísmo” como meramente estereotípicas y bastante poco discernibles. .Asimismo, comprenderé más fácilmente las razones que me llevan a realizar actos que no pueden ser calculados, tales como votar o contribuir a diferentes causas. Esas razones no son de una naturaleza diferente a las que me empujan a calcular los mejores medios para alcanzar algunos fines. Detrás de ambos tipos de razones se encuentra siempre la necesidad común de asegurar el reconocimiento para la identidad de mis yoes sucesivos.

Cuando alguien hable de su propio interés, me llamará la atención lo turbio de esa noción. ¿Intereses de quién? ¿Del yo que es ahora? ¿De alguno de sus futuros yoes? ¿De la urdimbre de yoes a los que su yo actual se encuentra estrechamente vinculado? Sabré, asimismo, que los “yoes” relacionados con aquel “interés” están tan dispersos que ninguno de ellos, ni los de alguna otra retahíla de yoes, podrán asumir nunca la condición de ser el “mejor juez”.

Se trata de un pensamiento refrescante. Una excesiva y vehemente confianza en el propio yo puede ser pretenciosa y peligrosa. El principio de la autonomía del yo, si no se desea que opere temporalmente, no puede sostenerse por sí solo sin que resulte una ficción. Detrás de la “autonomía” es necesario algún otro yo qué la reconozca. Ahora sé que más allá de cada decisión que toma mi yo actual hay que buscar algún otro tipo de alteridad, some other kind of otherness .

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13 Whatever view we hold, it must be shown

Why every Iover has a wish to make

Some other kind of otherness his own

Perhaps. in fact. we never are alone.

W, H. Auden