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Pedro Henríquez Ureña.Historia cultural, historiografía

y crítica literaria

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Esta publicación ha sido posible gracias al apoyo de la Dirección General de Aduanas

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Archivo General de la NaciónVol. CXIV

Pedro Henríquez Ureña.Historia cultural, historiografía

y crítica literaria

Odalís G. Pérez

Santo Domingo2010

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Archivo General de la Nación, volumen CXIVTítulo: Pedro Henríquez Ureña. Historia cultural, historiografía y crítica literariaAutor: Odalís G. Pérez

Cuidado de edición: Odalís G. PérezDiagramación: Modesto CuestaDiseño de portada: Esteban Rímoli

De esta edición:© Archivo General de la Nación, 2010Departamento de Investigación y DivulgaciónÁrea de EdicionesCalle Modesto Díaz No. 2, Zona Universitaria,Santo Domingo, República DominicanaTel. 809-362-1111, Fax. 809-362-1110www.agn.gov.do

ISBN: 978-9945-074-06-2

Impresión: Editora Búho, C. por A.Elvira de Mendoza No. 156, Zona Universitaria, Santo Domingo.

Impreso en República Dominicana / Printed in Dominican Republic

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Contenido

Presentación / 11Pedro Henríquez Ureña. Historia cultural, historiografía y crítica literaria / 13 Travesía de Pedro Henríquez Ureña / 19 Hispanística y filosofía de la historia / 29 Pedro Henríquez Ureña: historiógrafo y romanista / 32 Identidad, historia y cultura en Pedro Henríquez Ureña. Para leer a Pedro Henríquez Ureña / 36 Propuesta de interpretación / 36 Aspectos y posibilidades / 37 Contexto teórico / 37 Metas de un programa de lectura y conocimiento de la obra de Pedro Henríquez Ureña / 39 Palabras claves para la investigación y estudio de Pedro Henríquez Ureña / 42 Recursos de investigación / 43 Bibliografía / 44 Bibliografía complementaria / 45 Nuestra selección / 48

Antología

Vida intelectual de Santo Domingo / 53Biblioteca dominicana . Libros principales / 64

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8 Odalís G. Pérez

La cultura de las humanidades / 67La universidad / 81 Concepto de la universidad / 82 La Universidad de México / 88 ¿Es obligación del Estado sostener la cultura universitaria? / 94 ¿Cómo debe el Estado intervenir en la administración universitaria? / 100 La universidad como persona jurídica / 105 Conclusión / 107El primer libro de escritor americano / 109La República Dominicana / 115Relaciones de Estados Unidos y el Caribe / 125Memorandum sobre Santo Domingo / 131Orientaciones / 137La antigua sociedad patriarcal de las Antillas / 141Patria de la justicia / 149La utopía de América / 155Caminos de nuestra historia literaria / 163 Las tablas de valores / 165 Nacionalismos / 166 América y la exuberancia / 168 América buena y América mala / 170Volvamos a comenzar / 173El descontento y la promesa / 177 La independencia literaria / 178 Tradición y rebelión / 180 El problema del idioma / 182 Las fórmulas del americanismo / 184 El afán europeizante / 187 La energía nativa / 189 El ansia de perfección / 189 El futuro / 191

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Pedro Henríquez Ureña. Historia cultural, historiografía y crítica literaria 9

Música popular de América / 193 I / 198 II / 212 III / 216 IV / 228 V / 238Aspectos de la enseñanza literaria en la escuela común / 249Ciudadano de América / 265La América Española y su originalidad / 271La emancipación y primer período de la vida independiente en la isla de Santo Domingo / 277La República Dominicana desde 1873 hasta nuestros días / 289Literatura de Santo Domingo / 305

Índice onomástico / 315Publicaciones del Archivo General de la Nación / 329

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Presentación

El Archivo General de la Nación (AGN), en su importante y necesario papel de difusor de la cultura y del pensamiento crea-tivo dominicano e hispanoamericano, se complace en publicar el libro Pedro Henríquez Ureña. Historia cultural, historiografía y crítica li-teraria, antología de textos de ese destacado humanista dominica-no, precedida de un estudio crítico homónimo del doctor Odalís Pérez, quien además realizó la selección de las obras.

Este libro tiene la finalidad de contribuir a la formación hu-manística de nuestra juventud, y también de la intelectualidad dominicanas, mediante la divulgación de algunas de las obras de este relevante lingüista, en las cuales deben abrevar las nuevas generaciones para mantener vigente el ideario de uno de nues-tros más dotados pensadores del pasado siglo.

El legado del insigne humanista dominicano Pedro Henríquez Ureña es altamente conocido, pero su intensidad y amplitud ame-ritan todavía una gran campaña de divulgación. Su ideal de un humanismo democrático y su apego a una utopía, cuya fuerza le vinculaba a la necesidad de grandes transformaciones en hispano-américa de su época, tienen aún una vigencia incuestionable.

Este aserto, fundamentado por el doctor Odalís Pérez en su creativa lectura de las obras de la presente selección, está plena-mente justificado en la medida en que, para el Maestro de Amé-rica, las ideas en la sociedad y la historia «son principios activos e influyentes y no mero reflejo de la realidad socioeconómica»,

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sentido en el que mantuvo una firme posición antideterminista y antimecanicista, tan infructífera en la pragmática política cul-tural en latinoamérica.

El trabajo «Primer dialectólogo de América» recoge en cier-ta forma el espíritu bolivariano de la unidad suramericana, y apuntala la necesidad de una nueva cruzada, sustentada en la esperanza más realista de una latinoamérica libre de la pobre-za y de la miseria, lo que se ha de lograr, según él, mediante la formación de «la magna patria», la patria grande integrada por todas las naciones de Hispanoamérica, desde la Argentina hasta México.

De todos modos, como todo hombre de ciencia, la vida de don Pedro Henríquez Ureña fue un modelo de modestia, humildad y autocrítica. Cuando se le demostró su error de creer que el papia-mento era el único dialecto del español en América, no tuvo repa-ro en reconocer su equivocación. Por ello, debemos profundizar en su obra sin temor a encontrar en él a un ser humano, tal y como apunta el antólogo en su enjundioso ensayo introductorio.

Fue uno de nuestros primeros humanistas, un ser humano de América, un ciudadano del mundo cultural, que no tuvo te-mor de proclamar a los cuatros vientos, en sus Seis Ensayos en bus-ca de nuestra expresión, publicado en 1928, que: «Apenas salimos de la espesa nube colonial al sol quemante de la independencia, sacudimos el espíritu de timidez y declaramos señorío sobre el futuro». Grito de guerra de los poetas y escritores de Latinoamé-rica, para lograr su independencia espiritual de las pautas vetus-tas trazadas desde el viejo mundo.

Con esta publicación, el AGN honra y extiende su profundo agradecimiento al gran humanista dominicano, ejemplo de es-píritu libre, de conciencia crítica y de investigador consumado, un portaestandarte de la cultura universal e hispanoamericana. Asimismo, extiende un reconocimiento al doctor Odalis Pérez, quien de nuevo hace un valioso aporte al desarrollo cultural y humanístico de la sociedad dominicana.

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Pedro Henríquez Ureña: Historia cultural, historiografía y

crítica literaria

Odalís G. Pérez

¿Quién fue Pedro Henríquez Ureña? ¿Cómo influyó en el marco de las ideas literarias en la América Hispánica? ¿En cuá-les campos de las humanidades influyó su obra? ¿Cuál ha sido su aporte historiográfico, crítico y filológico? ¿De qué modo se ex-plica su compromiso lingüístico, literario y pedagógico? ¿Cuál ha sido su perspectiva crítica acerca del conocimiento literario? ¿Cuáles son las claves de su enseñanza lingüística y literaria? ¿De qué manera se explica la relación lengua-sociedad en su obra?

Se sabe, mediante abundosa biografía y bibliografía, que Pe-dro Henríquez Ureña contribuyó en todos los sentidos humanís-ticos a la conformación de un pensamiento literario, político y a la definición y constitución de la idea identitaria de América.

Lengua y sociedad han permanecido, y aún permanecen, como constantes literarias de la historiografía y bibliografía de la América continental, siendo así que la historia de las ideas li-terarias en la América hispánica ha cobrado su valor a partir de varias influencias:

Influencia lingüística Influencia históricaInfluencia historiográficaInfluencia inter-lingüística

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Influencia inter-racialInfluencia políticaInfluencia artísticaInfluencia cultural o culturológicaInfluencia filosófica

Estos niveles de influencia, que se reconocen a través del campo literario, social, histórico e idiomático, se estudian y a la vez se conforman en un programa educativo de tipo neo-huma-nista que se estima en la obra crítica, filológica, histórica y cultu-ral de Pedro Henríquez Ureña.

Sabido es que la enseñanza de este «Maestro de América», participa de una visión y de una práctica cuyo anclaje y testa-mento encontramos en su experiencia y análisis de la creación literaria, la crítica, la recepción de textos literarios, y un nuevo discurso americano sobre la lengua y la cultura. Los orígenes de la lengua española en América están ligados a una pluralidad de hablares, pero también de niveles y grados de influencia que se entienden y extienden en las prácticas literarias y lingüísticas re-conocidas también como prácticas sociales.

El aporte historiográfico, crítico y filológico de Pedro Hen-ríquez Ureña se va conociendo ya desde las dos primeras déca-das del siglo xx, cuando aparecen Horas de estudio, La versificación irregular en la poesía castellana, La utopía de América, ensayos sobre Hostos, Darío, Martí y Rodó entre otros.

Se ha querido ligar el aporte de Pedro Henríquez Ureña en el plano lingüístico-literario a cierta visión comprometida que une la espiritualidad de España a la espiritualidad reivindicada de la idea de América. Este compromiso será observado en gran parte de su actividad filosófica, literaria y cultural llevada a cabo en México, en el momento en que Alfonso Reyes, Alfonso Caso, José Vasconcelos y otros intelectuales mexicanos conforman en las primeras décadas del siglo xx un pensamiento sobre la justi-cia, la cultura, el ideal y la visión de América.

Lo que se va conociendo de la práctica filológica, educativa y ensayística de Pedro Henríquez Ureña es, ante todo, su rigor, su

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creencia y actitud de compromiso por todo el saber social, cul-tural y literario de América, influído por la lengua y la literatura de España. Como parte de un proceso formativo y crítico, Hen-ríquez Ureña va elaborando y asumiendo la travesía del maestro errante que concluye finalmente en Argentina, donde su labor pedagógica, editorial e histórico-literaria produjo los acentos y frutos que más tarde serían recogidos por un discipulado mili-tante de sus ideas críticas y literarias.

Desde una perspectiva liberal del conocimiento literario, his-tórico y lingüístico, la visión acerca de las formaciones culturales del continente produce no solamente la clasificación lingüística, filológica y culturológica, sino que, además, se integra a la pala-bra crítica y a la moral del saber literario. El maestro de las hu-manidades justifica su enseñanza en la creencia y en el devenir responsable del estudio cultural, como justamente lo expresa en La utopía de América (1925).

En el caso del fundamento historiográfico, literario y filoló-gico de las llamadas corrientes literarias de la América Hispáni-ca, tenemos sus conferencias de la cátedra Charles Eliot Norton de Harvard, publicadas en inglés en 1945 y en edición póstuma en español en 1949, y que la crítica continental ha reconocido y entendido como aporte ejemplar a la historia literaria de la América hispánica. El libro creó las posibilidades de un estudio y análisis documental, diacrónico y comparativo de las ideas y ver-tientes literarias, cuyo fundamento idiomático y cultural hizo po-sible el desarrollo espiritual e histórico-literario de América.

El replanteamiento histórico-crítico, así como la puesta en marcha de una historia literaria unida al ideal de una patria ame-ricana, se observa en los ensayos que conforman el libro Plenitud de América y cuya edición de 1952 revela una vocación ligada a lo más representativo del pensamiento hispanoamericano.

La relación lengua-sociedad, así como la relación lengua-cultura se particularizan en una línea de trabajo sobre el lenguaje y la cultura de América. Esta línea va a revelar una perspectiva críti-ca e idiomática con la publicación de obras como Sobre el problema del andalucismo dialectal de América, publicado en 1932; Gramática

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castellana, publicada en dos tomos en 1939, en colaboración con Amado Alonso; El español en Santo Domingo, (1940), Para la histo-ria de los indigenismos (1928), El libro del idioma (1938) y El libro del idioma, con una guía para el uso publicada en 1930.

Esta perspectiva crítica, académica y cultural sobre el idioma en América se conformó como trabajo activo en la Biblioteca de Dialectología Hispanoamericana del Instituto de Filología de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires.

En 1960 el Fondo de Cultura Económica publicó un volu-men titulado Obra crítica, edición que contiene ‘‘Ensayos críti-cos’’, ‘‘Horas de estudio’’, ‘‘En la orilla, mi España’’, ‘‘Seis ensayos en busca de nuestra expresión’’, ‘‘La cultura y las letras colonia-les en Santo Domingo’’, ‘‘Plenitud de España’’ y una selección de artículos y conferencias representativos.

Dicha edición fue cuidada y establecida por Emma Susana Speratti Piñero y prologada por Jorge Luis Borges. Este conjun-to de libros, estudios y ensayos, intenta poner de nuevo el nom-bre y la actividad de Pedro Henríquez Ureña en un lugar signi-ficativo, justamente en el momento en que empiezan a aparecer en América tendencias analíticas y críticas de la literatura y del acontecer mismo de las ideas literarias procedentes del mundo europeo. La influencia, esta vez francesa, germánica, italiana y anglosajona, pretende imponerse a la luz de nuevas investigacio-nes lingüísticas y neo-filológicas.

Sin embargo, esto no disminuirá el interés por la lectura de su obra en el ámbito académico y cultural latinoamericano, y tanto en Cuba, Argentina, Venezuela, México y Puerto Rico se seguirán estudiando sus ideas filológicas, históricas y culturales, y sobre la versificación española, tal como se puede ver en Estudios de versifi-cación española, publicado en edición póstuma en 1961, mientras que en la obra Pedro Henríquez Ureña en los Estados Unidos de Alfre-do Roggiano (1961), se puede observar el pensamiento político y social de Pedro Henríquez Ureña.

Entre 1976 y 1980, Juan Jacobo de Lara recopila y prolo-ga una edición de Obras completas en diez tomos que publica la Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña (UNPHU). Esta

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obra es el primer intento de establecimiento de las obras comple-tas de Pedro Henríquez Ureña. Pero, aún siendo éste un notable esfuerzo, el mismo resulta también incompleto, pues posterior-mente se descubren diversas páginas y apuntes que no aparecie-ron en esta edición.

La Biblioteca Ayacucho de Caracas publica en 1978 el volu-men La utopía de América, con prólogo de Rafael Gutiérrez Girar-dot y una compilación y cronología establecida por Ángel Rama y el mismo Gutiérrez Girardot.

En 1989 se publicaron, con los auspicios de la Academia Ar-gentina de las Letras, Memorias y Diario, bajo el cuidado de edi-ción y notas de Enrique Zuleta Álvarez, donde se pueden adver-tir aspectos de la vida personal, literaria, académica y política de Pedro Henríquez Ureña. Pero también, desde estas páginas se pueden reconocer las claves de toda una actividad filológica y editorial que podemos encontrar de manera coherente en sus obras y escritos sistemáticos.

Las diversas interpretaciones de la obra de Pedro Henríquez Ureña producidas por especialistas de las diversas áreas idiomá-ticas y literarias, permiten entender un cuadro interpretativo y comprensivo donde el posicionamiento literario se expresa en vertientes críticas, históricas y culturales.

Esto quiere decir que en el marco de un proceso crítico e in-telectual definido, la obra de este humanista dominicano se re-fleja y se revela como sentido de tiempo y espacio en la cultura de Hispanoamérica y del mundo.

Las diversas interpretaciones, citas, referencias, incidencias y recorridos de su pensamiento crítico y lingüístico expresan una memoria de lo literario, lo cultural y lo histórico-social catego-rizados en las obras estudiadas, pero además, en los textos y he-chos literarios que funcionan y evolucionan en los tiempos de la cultura de América.

Una obra como Las corrientes literarias en la América hispánica, publicada en inglés en 1945 y en español en 1949, se lee aún hoy, en la contemporaneidad, como texto clave para analizar la histo-ria literaria y cultural de la América hispánica.

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La conformación intelectual de este texto aspira a un trata-miento amparado en un enorme cuerpo bio-bibliográfico e his-toriográfico fundamental para el entendimiento de la historia li-teraria, intelectual y política de América. Tanto el pensamiento utópico como el social y la producción literaria ecléctica, le sirven de punto de partida al especialista y al humanista-investigador para un estudio sistemático de las letras, tendencias y hechos literarios epocales que van a confirmar a la postre una historia ascendente y cualitativa del producto literario contextualizado en la historia ins-titucional, cultural, política, lingüística y filosófica de América.

Todo este proceso confirmado y afirmado en Las corrientes li-terarias en la América hispánica va a tener también una incidencia puntual en su obra póstuma Historia de la cultura en la América his-pánica (1947).

Si se conociera en el marco de la historia política y cultural de América, y en particular, de la República Dominicana, el famoso «Memorandum sobre Santo Domingo» titulado «Libertad de los pueblos pequeños y el Senado norteamericano», escrito por Pe-dro Henríquez Ureña y publicado por primera vez en El Heraldo de la Raza en México el 15 de febrero de 1923 (pp. 45-46), mucho se podría avanzar y reconocer a propósito de reclamaciones políticas intergubernamentales e interestatales, pues ya desde esta publica-ción acerca de tratados y convenios entre República Dominicana y los Estados Unidos se estima en la vida histórica, política y social de República Dominicana un proceso que desde entonces debilita el estado de ciertas relaciones entre ambos países.

Este texto muestra la preocupación que este intelectual tuvo siempre por su país de origen. El mencionado memorandum re-fiere también una travesía histórico-política en la que a su vez se denuncia la crisis, la coyuntura e interpretación de aspectos ju-rídicos que han desfavorecido toda una historia de relaciones intergubernamentales e interculturales.

En una publicación de la Sociedad Dominicana de Bibliófi-los en 1988, aparece reunida la Obra dominicana de Pedro Henrí-quez Ureña, edición que estuvo a cargo y cuidado del historiador José Chez Checo.

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Desde esta edición observamos un panorama cultural, polí-tico e intelectual que abarca la historia institucional, la historia política, literaria y lingüística de Santo Domingo a través de as-pectos como el español en Santo Domingo, las letras en el San-to Domingo colonial, la cultura antigua de Santo Domingo; la libertad de los «pueblos pequeños», asuntos lingüísticos de indi-genismos en la isla de Santo Domingo, problemas de emancipa-ción, vida independiente de Santo Domingo y de República Do-minicana concebida como Estado también independiente.

El fondo bibliográfico y documental acerca de República Do-minicana que acumuló Pedro Henríquez Ureña aún no ha sido conocido en toda su amplitud crítica, bibliográfica y lingüística. Faltaría precisar algunos aspectos de interpretación, reconoci-miento y estudio en detalle, sobre la incidencia de su pensamien-to en el contexto de la cultura dominicana y en la visión de una verdadera cultura de las humanidades, que siempre fue uno de sus temas pendientes a propósito de República Dominicana y de América en general.

Si se estima el estudio y conciencia de una visión identitaria y comparativa sobre aspectos puntuales de su obra y pensamien-to, tendríamos que admitir el interés y la necesidad de un campo humanista, interdisciplinario y metadisciplinario para construir también un programa responsable sobre la historia intelectual de Santo Domingo y la historia cultural e intelectual de la Amé-rica continental.

Travesía de Pedro Henríquez Ureña

En el ámbito filológico, historiográfico y crítico-cultural de hoy no cabe la santificación, la mitificación, ni la admiración desmedida de quien indudablemente fue, junto a otros huma-nistas, «maestro de América». El vasto campo de estudios por el que transitó el estudioso dominicano lo aleja de cualquier «en-diosamiento» al que precisamente se opuso en vida y en obra, por aquello de que lo académico, lo histórico, lo literario y lo

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cultural no deben ser materia de mitificaciones que empobre-cen el archivo, la forma, o la materia de un conocedor, crítico, filólogo e historiador de las ideas, vertientes y campos literarios de América.

Tanto la biografía, como la bibliografía y la historiología de Pedro Henríquez Ureña tienden cada vez más a revelar aspectos, ideas y formas de comprensión que surgen de la lectura crítica y de la concepción lingüístico-literaria e histórico-crítica y cultu-ral de una obra cuya veracidad no se detiene en el archivo, sino que se integra a todas las interpretaciones que desde 1946 hasta hoy han conformado aquello que está marcado por la interpreta-ción, la contrainterpretación, la recepción de textos, la historia y la crítica desde la visión filológica, historiográfica y cultural.

Es importante destacar el fondo y la inscripción intelectual de PHU, en el contexto de una América sellada por las compleji-dades políticas, históricas, institucionales, diplomáticas y cultura-les, visibles en una travesía económico-social y, ante todo, históri-ca, en cuyos encuentros y desencuentros advertimos el paisaje y el campo contradictorio que de hecho definen los rumbos o ca-minos de nuestro acontecer sociocultural.

América, como patria, era la raíz y la base de creencia de un intelectual que, a pesar de sus viajes, travesías y órdenes, nunca se alejó de la historia, los espacios y los tiempos continentales, asumiendo la escritura como verdadero eje del trabajo intelec-tual y moral. La pedagogía crítica de PHU se afirmó cada vez más en el movimiento de una visión concentrada en el sujeto históri-co y en una sociología que iba más allá de la escuela histórica.

El campo crítico-historiográfico de Literatura dominicana (1917), La utopía de América (1925), Seis ensayos en busca de nues-tra expresión (1928), La cultura y las letras coloniales en Santo Do-mingo (1936), Historia de la cultura en América hispánica (1947), Las corrientes literarias en la América hispánica (1949), remite a la idea de preservación y representación de aquella pedagogía crítica y social, pero de aquel planteamiento que se reconoce en la educación como fundamento antropológico y formacio-nal del sujeto.

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Al graduarse de abogado en México en 1914 sobre la base de una tesis que no era necesariamente de carácter jurídico, Hen-ríquez Ureña reafirma el derecho a la educación superior como parte de esa utopía, pero además, como parte de la paideia his-panoamericana cuyos ejes de base son asimilables al cuerpo de conocimientos de una historia social, moral, literaria y cultural tendente a registrar el paisaje axiológico y el paisaje político de América, situada en la marca del desgarrón institucional, econó-mico y sociopolítico.

Nuestro maestro no quiso subirse nunca en el tren del huma-nismo puro, sino del humanismo comprometido con su realidad sociohistórica y político-cultural. Su activismo educativo y políti-co lo refiere el historiador mexicano Enrique Krauze en «El críti-co errante: Pedro Henríquez Ureña»1, y en cuyo texto se estudia el contexto de formación y expresión del maestro dominicano.

Pero, en la misma edición citada encontramos en la parte del «Dossier», un ensayo de interpretación y reconocimiento crítico escrito por la intelectual argentina Beatriz Sarlo, donde se par-ticularizan los ejes, giros y prácticas intelectuales que asumió y refundamentó PHU en un contexto que, siendo adverso en sus líneas de trabajo y producción, era, sin embargo, estimulante como búsqueda, interpretación y comprensión de la realidad so-ciocultural y literaria de América.

Al explicar las líneas de su discurso en situación, la socióloga de la literatura y la cultura de nacionalidad argentina, apunta so-bre PHU lo siguiente:

Todo discurso lleva las marcas del momento de su es-critura. También el de Pedro Henríquez Ureña. Leer-lo supone un movimiento que se desplace en sentido contrario (es decir, contra el tiempo), deshaciendo lo que la retórica de una época imprime inevitablemente

1 En Vuelta Sudamericana, 1,3, México, octubre de 1986, pp. 26-39; ahora en Pedro Henríquez Ureña: Ensayos, Eds. UNESCO, Col. Archivos, 1998; 1ª edi-ción, pp. 888-910.

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sobre los textos. Leer contra el tiempo no significa, sin embargo, practicar una piadosa interpretación ar-queológica, siempre dispuesta a justificar las diferen-cias como efectos de la lejanía histórica o cultural. Más bien quisiera que signifique, en este caso, una puesta entre paréntesis de esas marcas de escritura, para tra-ducir algunas zonas de su discurso a nuestra proble-mática. Por supuesto, queda en pie de objeción sobre si ello es posible, si la problemática tiene como cuerpo a la escritura misma y, en consecuencia, vuelve ilusoria una confrontación directa con aquello que a falta de un nombre más preciso, podría llamarse las ideas2.

Hemos podido advertir a propósito de esta cita, cómo en la exegética dominicana y en cierta doxa crítica de América Lati-na y el Caribe, algunas de las inscripciones, escrituras, ensayos, conferencias, artículos y hasta biografías sobre PHU, se han deja-do seducir por adjetivaciones como humanista, maestro, apóstol, educador, sin advertir que estos atributos y cualidades piden una lectura profunda de su obra ligada a lo que fue su travesía de vida y a los caminos de su obra luego de su fallecimiento en 1946.

La repetición de los mismos juicios y la insistencia en querer hacer de su vida y obra un «monumento», empobrece el registro de una obra que debe ser interpretada y comprendida a la luz de una historia crítica de las ideas en América y, en particular en Re-pública Dominicana. Las generalidades, indeterminaciones y mi-tificaciones de su figura intelectual obligan hoy a estimar a PHU como crítico revolucionario, ligado a una práctica sociocultural que aún hoy necesita de reconstrucciones, aclaraciones o adver-tencias crítico-historiográficas y culturales.

Para la historia de las ideas en República Dominicana y en América, el aporte desde el compromiso histórico-político e

2 Beatriz Sarlo, «Pedro Henríquez Ureña: lectura de una problemática», Fi-lología, XX, Buenos Aires, 1985, pp. 9-20; ahora en Pedro Henríquez Ureña, Ensayos, p. 880.

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ideológico de nuestro autor debe ser unificado por campos de lectura, actividad y comprensión, que remitan a trayectorias y usos intelectuales cuyas consecuencias podemos particularizar en las proyecciones contradictorias de nuestras identidades culturales.

No basta con reunir documentos, cartas, libros de o sobre PHU. Se necesita además meditar, pensar sobre la práctica his-tórico-crítica y literaria de nuestro autor desde el punto de vista comparativo e historiográfico, para entonces contextualizar los valores de su obra en la historia del pensamiento hispanoameri-cano y dominicano.

En este sentido, es importante releer, revisar y repensar la idea de totalidad en PHU. Volvamos a la doxa crítica de Beatriz Sarlo a propósito de esta idea distante del concepto lukácsiano de totalidad:

En Henríquez Ureña, la idea de totalidad responde a la primera concepción de la literatura que mencioné más arriba: la literatura ocupa una relación variable en la serie cultural y la serie cultural misma tiene una relación también variable con el resto de los niveles sociales. Pensar la literatura supone, entonces, pensar no sólo relaciones sino también diferencias históricas y de formación social3.

Una afirmación de Beatriz Sarlo que merece la pena meditar por su nivel de significación y por lo que aporta a la compren-sión de PHU, a propósito de la utopía, realidad e historia, es la siguiente:

El rasgo democrático avanzado del pensamiento po-lítico de Henríquez Ureña está articulado sobre este concepto de utopía, porque la relación variable entre realidad y utopía muestra, en el curso de la historia latinoamericana, las pruebas de que es posible resol-

3 Ibíd., p. 884.

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ver crisis que parecían (y a otros ensayistas parecen) constitutivas. La fuerza de la utopía queda vinculada entonces, por un lado, con la necesidad (moral y po-lítica) de la transformación; por el otro, con el lugar asignado a las ideas en la sociedad y la historia, como principios activos e influyentes y no como reflejos de relaciones socio-económicas que serían siempre última ratio del mundo simbólico y de las instituciones. His-tórico en este sentido, el pensamiento de Henríquez Ureña es, al mismo tiempo, antideterminista (s.n.)4.

Hemos subrayado en la cita la importancia del antidetermi-nismo y, podríamos agregar, el antiesencialismo de PHU, que muchos exégetas, escritores, historiadores y críticos han pasado por alto, queriendo reducir al maestro y crítico dominicano al «altar» de hispanoamericanidad y a la sacralización de su obra en perjuicio de su dialéctica productiva.

La justificación que pretende hacer de PHU un ‘‘monumen-to cultural’’ surge también de una concepción anquilosada de la tradición crítica latinoamericana y dominicana en particular. La importante reflexión de Rafael Gutiérrez Girardot en el prólo-go a la edición La utopía de América de PHU5, desmitifica la con-cepción monumentalista que se ha querido establecer sobre su obra y repropone las direcciones críticas en el contexto de la re-cepción actual de nuestro autor, discriminando también lo que es caduco y aquello que ha sido superado por la crítica histórico-cultural y neofilológica de los últimos treinta años.

En un ensayo titulado «Humanismo y ética en Pedro Henrí-quez Ureña», Enrique Zuleta Álvarez nos dice a propósito de la relación entre sociedad y política en PHU lo siguiente:

Al proyectar su pensamiento sobre la vida política, Henríquez Ureña era coherente con su vocación de

4 Ibíd., p. 885.5 Eds. Ayacucho, Caracas, 1978, pp. X-XXVIII.

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perfeccionamiento concreto y real del hombre. Así como rechazó a los políticos que se servían del pueblo y del poder para fines mezquinos y egoístas, exaltó a los que se inspiraban en ideales nobles, aquellos que «po-nen saber y virtud a servicio y ejemplo de la sociedad»6.

Ciertamente, el humanismo democrático de PHU se opone en gran parte al otro humanismo de la cultura-monumento que idolatra el ideal hispánico y caballeresco o aristócrata, en una perspectiva racionalista y moralizante a propósito del llamado ideal hispanizante de la cultura bajo y altocontinental. La geo-grafía política y económica de América se reconoce en su obra a partir de las ideas que surgen como respuesta a un marco demo-crático basado en el nuevo espíritu de las instituciones políticas, educativas y culturales que han acentuado el ideal democrático y fundador de la cultura.

En tal sentido, sería importante detenerse, pese a ciertas li-mitaciones en el tiempo, en su Historia de la cultura en la América hispánica7, para encontrar ese viaje incluyente de América en su arte, arquitectura, lenguas, sociedades e instituciones, y de esta suerte entender no sólo un contexto de expresión identitaria, sino, además, entrar en los espacios de conocimiento de la histo-ria y sus elementos concentrados en una cartografía cultural de la diversidad.

Como hemos dicho ya, aparte de sus límites inevitables, este libro publicado post mortem, parece ser curso, muestrario de da-tos culturales, fichas académicas, base de datos para una Historia mayor de la cultura de América, no proyectada, pero sí sugerida por otros escritos historiográficos mayores8, aspiran a constituir un corpus histórico e historiográfico de la América continental.

6 Publicado en Sur, Núm. 355; Sarlo, p. 877.7 Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1ª edición, 1947.8 Ver Las corrientes literarias en la América hispánica (1949) y Seis ensayos en bus-

ca de nuestra expresión (1928). También, la Reseña de la historia cultural y litera-ria de la República Dominicana (1945), Plenitud de América (1952), y, anterior a estas La cultura y las letras coloniales en Santo Domingo (1936).

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9 José Carlos Mariátegui: «Seis ensayos en busca de nuestra expresión, por Pedro Henríquez Ueña», en Temas de América, Lima, Amauta, 1960, pp. 73-78; publicado en Mundial, Lima, Perú, 28 de junio de 1929; tomado de Pe-dro Henríquez Ureña. Ensayos, p. 728.

Todo a propósito de los ejes de trabajo en torno a una crítica de la cultura, la literatura y la institución intelectual en América, el pensador e intelectual peruano José Carlos Mariátegui refie-re aquellos signos que deben tenerse en cuenta para una lectura del PHU en varios sentidos y, el nuevo enfoque de su vida y obra que exige la interpretación y comprensión o recepción de nues-tro autor y humanista:

En Henríquez Ureña se combinan la disciplina y la me-sura del crítico estudioso y erudito con la inquietud y la comprensión del animador que, exento de toda ambi-ción directiva, alienta la esperanza y las tentativas de las generaciones jóvenes. Henríquez Ureña sabe todo lo que valen el aprendizaje escrupuloso, la investigación atenta, los instrumentos y métodos de trabajo de una cultura acendrada; pero aprecia, igualmente, el valor creativo y dinámico del impulso juvenil, de la protesta antiacadémica y de la afirmación beligerante. Su simpa-tía y su adhesión acompañan a las vanguardias en la vo-luntad de superación y en el esfuerzo constructivo. De ninguna crítica me parece tan necesitada la actividad li-teraria de estos países como de la que Pedro Henríquez Ureña representa con tanto estilo individual9.

Toda una crítica dispersa y, a veces reunida, da cuenta de una vida, una obra y una actividad humanística acorde con los pedi-mentos de una cultura que ha ido creando sus posibilidades de desarrollo en la diversidad, pero sobre todo, en una productivi-dad que podríamos llamar hoy fragmentaria y propiciadora de signos de creación, instrucción y reacción. En tal sentido, el jui-cio de Alfredo A. Roggiano es también iluminador a propósito

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del «pensamiento integrador». El estudioso argentino publica un ensayo de cuyo análisis y conclusiones podemos citar dos opi-niones significativas10:

No cabe duda de que el hombre Pedro Henríquez Ureña –artista y pensador– veía precedido de un in-nato sentido de lo universal, aquel ritmo y armonía de lo eterno de que hablaba Platón, su maestro favorito; y así lo vemos desde una edad tempranamente madura ya definido con claridad hacia una integración de lo individual y lo temperamental con los valores perma-nentes de la cultura. Originalidad y tradición, creación y erudición, ser y mundo, lo particular y lo universal, lo concreto y lo genérico, lo ideal y un bien entendido realismo práctico, tales son los polos que se atraen con imponderable fuerza de integración y equilibrio11.

Otro señalamiento de A. Roggiano, a propósito de la cultu-ra y el saber histórico, apunta a la caracterización intelectual de PHU en el ámbito de la relación hombre y creación. El estudio-so nos dice que

Asombra en un hombre de letras, tal como ahora lo vemos, la seguridad con que abarca amplísimos pano-ramas del saber, los penetra y vuelve de ellos con la idea clara y precisa que había de servirle para lo que realmente necesitaba o debía ser. Sólo quien conoce bien el pasado se afirma en el presente y marcha segu-ro ante el porvenir. La cultura en los diversos momen-tos de la historia tiene valores temporales y otros que son permanentes. Los unos, definen el saber histórico y

10 En Revista Iberoamericana, Núm. 41-42, enero-diciembre de 1956, pp. 171-194.

11 Pedro Henríquez Ureña. Ensayos; Pedro Henríquez Ureña y el pensamiento integra-dor, pp. 755-771, especialmente, p. 768.

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caracterizan épocas y condicionan períodos; los otros atañen más a la eternidad del hombre y de sus crea-ciones. Pedro Henríquez Ureña tuvo una capacidad especial para deslindar unos de otros y hallar seguros rumbos en los momentos de más alto prestigio del pa-sado cultural…12

Aunque párrafos más abajo, el crítico argentino admira su «idealismo del espíritu, optimista, afirmativo y creador, arraiga-do en la creencia de una realidad concreta», es importante com-pletar que dicho idealismo enlaza con un eje de la formación cultural y la institución intelectual de América en su visión más profunda y en sus contactos con los niveles o fases de desarro-llo de la cultura de América continental. Y es precisamente en su Historia de la cultura en la América hispánica donde encontra-mos, en el capítulo VII titulado «Prosperidad y renovación, 1890-1920», la siguiente precisión a propósito de esta América en el período señalado:

Como en todo el mundo occidental, en la América his-pánica hay prosperidad hacia 1890. Según los países, el bienestar económico alcanza a muchas capas de po-blación, como en la Argentina y el Uruguay, o sólo a las capas superiores, como en México y el Brasil. La organización política da sensación de estabilidad: las instituciones se mantienen, y se respeta por lo menos su forma. En las relaciones jurídicas, las sociedades es-tán ya adaptadas al sistema, de modelo francés, que habían implantado, y se hacen pocos retoques en la legislación…13

Este panorama de progreso, prosperidad o renovación en di-cho período pudo acentuar también algunas taras y momentos

12 Pedro Henríquez Ureña y el pensamiento integrador, pp. 768-769.13 Mariátegui, Temas, p. 129.

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odiosos, peligrosos y negativos que se hacían (y aún hoy) obser-vables en muchos países de la América continental, e incluso en la Europa que sostuvo relaciones comerciales, culturales y polí-ticas con los países de esta América. Pero el libro no es un libro ciertamente orgánico, aún a pesar de los abundantes datos que ofrece sobre los diversos países, culturas, artes, instituciones y as-pectos socioeconómicos del continente americano.

Entendemos que un pensamiento cultural como el revelado por Henríquez Ureña en esta y otras obras sobre la cultura his-panoamericana, merece sin embargo un complemento crítico, por cuanto el estudio de la cultura, la literatura, el arte y las ins-tituciones sociales debe ser estimado desde una perspectiva que vaya más allá de la reunión fría de datos y se apoye más bien en el pensamiento crítico, dialéctico y propiamente histórico. Sin ne-gar el hecho de que la concepción historicista y erudita de la na-rrativa historiológica conduce también a una explicación cultu-ralista, es importante subrayar que el archivo crítico-histórico de PHU se enajena muchas veces en las barcas del hispanismo, asu-mido con devoción y hasta dogmatismo por el maestro domini-cano, tal y como se puede observar en Plenitud de España (1940) y otros ensayos histórico-exegéticos y filológicos sobre autores y temas españoles.

Hispanística y filosofía de la historia

Los estudios de Pedro Henríquez Ureña sobre la cultura, la lengua, la literatura y la historia de América, revelan una com-prensión de la Romania y la Hispania como líneas de una pro-ductividad y espiritualidad definidas en un ámbito de la Amé-rica continental y de la Romania Occidental14. La relación que

14 Ver la conferencia de Laura Febres titulada «América y Pedro Henríquez Ureña», Santo Domingo, 1994. Véase también de la misma autora Pedro Henríquez Ureña: crítico de América, Caracas, Eds. La Casa de Bello, Col. Zona Tórrida, 1989.

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impulsa una hispanística independentista se nutre de la idea de originalidad y creación en el mundo americano que Henríquez Ureña entiende como compromiso conciencial y etnocultural sostenido en la cultura, el pensamiento, el arte y la lengua de la América hispánica y continental.

Toda una filosofía de la historia se hará visible y patente en sus obras Las corrientes literarias en la América Hispánica, Historia de la cultura en la América hispánica, La cultura y las letras coloniales en Santo Domingo y Seis ensayos en busca de nuestra expresión, donde se pueden advertir los signos, elementos y pensamientos de una culturología americanista y, sobre todo, de una cardinal que en-gendra el pronunciamiento de nuestra independencia cultural, literaria y filosófica15.

Lo que de manera puntual ha demostrado Rafael Gutiérrez Girardot en su ensayo titulado «Pedro Henríquez Ureña y la his-toriografía literaria latinoamericana»16, es precisamente el he-cho que afirma la utopía aún dentro de la historia y la histo-riología de América. Lo hispánico y lo americano traducen una vertiente de creación, espíritu y policulturalidad que se debe en-contrar en un orden a pesar de todo fragmentario de la historia. Utopía, hombre universal y hombre americano van conforman-do un ideal histórico pronunciado y teorizado en conferencias, obras escritas entre 1914 y 1924 y en aquellas publicadas póstu-mamente y que han logrado imponerse como historia, historias de procesos literarios, históricos y culturales en el contexto de la continentalidad americana, tal y como ciertamente lo ha subra-yado Laura Febres en la citada conferencia y en su ensayo Pedro Henríquez Ureña: crítico de América.

El elemento caracterizador de una historia cultural y literaria se expresa en nuestro autor desde la perspectiva de una historio-grafía y un archivo social en los que surgen, se desarrollan y ad-quieren su carácter los pueblos de esta América, en el marco de sus identidades respectivas. Toda una visión clave para entender

15 Ver Vida espiritual en Hispanoamérica, 1937. 16 Publicado en Pedro Henríquez Ureña, Ensayos.

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el pensamiento historiográfico de Henríquez Ureña hace posible la significación antropológica y filosófica mutante, no estática, de poblaciones y espacios espirituales representativos de la Amé-rica continental y de lo que la historiografía hispanoamericana ha denominado «el sentido de la historia».

Una concepción del sujeto histórico de América analizada por Pedro Henríquez Ureña en su obra Desde Washington17, apa-rece como explicación de una problemática sobre nuestros pue-blos y sus diversas perspectivas en la cultura-sociedad. La crítica cultural de nuestro autor surge allí donde un determinado pro-blema nacional o continental pide una solución y una reflexión desde el pronunciamiento intelectual y social. El tramo sociocul-tural que activa el análisis y que por lo mismo conecta con una variedad de problemas sociopolíticos aún pendientes hoy para la filosofía social, histórica y cultural, se reconoce en una tempora-lidad dinámica, literaria e histórico-crítica.

Desde sus reflexiones de 1921, 1922 hasta 1939, nuestro hu-manista adoptó las líneas de trabajo de una integración teórica en la cual filología, historia y filosofía constituyeron los principa-les apoyos ideológicos de una hispanística y una sociología críti-ca enmarcadas en la formación y desarrollo del pensamiento his-panoamericano. Todo aquello que va desarrollando las bases de los estudios culturales en el continente se funda en la esperanza de las historias locales, la vida espiritual de los pueblos de Améri-ca, la lengua y los ejes culturales de nuestra América.

En tal sentido, la presencia de José Enrique Rodó, José Martí y Andrés Bello se convertirá para nuestro autor en caminos de re-flexión crítica y fundamento de una alteridad y una otredad que muy pocos se han detenido a pensar y analizar en Pedro Henrí-quez Ureña. Comprender entonces la utopía de América, sus pro-blemáticas filosóficas, antropológicas o políticas, es también un compromiso de estudio con una obra que debemos someter a un proceso crítico integrado e integrador en su marco textual.

17 Ver Minerva Salado (Comp.), Fondo de Cultura Económica, México, 2001.

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¿De qué manera leyó Pedro Henríquez Ureña lo social me-diante la crítica, la historia y la educación?

Esa pregunta supone un proyecto de trabajo que superaría su hispanística y reclamaría una respuesta en la línea de una so-ciohistoria fundada en la relación lengua-sociedad, lengua-cultu-ra y sujeto-cultura-lengua. La particularidad que requiere el tra-tamiento de una concepción postkantiana y posthegeliana de los espacios culturales supone entonces una culturología crítica ava-lada por contactos y contextos de pensamiento surgidos de una alteridad y una otredad ligadas a un tiempo de miradas críticas que hoy apuestan por una visión integrada a los diversos campos de la productividad del pensamiento latinoamericano contem-poráneo, tal como se podría desprender del ensayo de Alfredo Roggiano titulado «Pedro Henríquez Ureña y el pensamiento integrador»18.

Podemos decir entonces que hispanística y filosofía de la his-toria responden, en la línea de los estudios americanos de Pedro Henríquez Ureña, a una guía y una pedagogía sociales dirigidas a ventilar y propugnar por una concepción abierta a compren-der los variados sentidos de la historia y las sociedades de la Amé-rica continental en sus movimientos de reflexión y desarrollo. En tal sentido, lo que produce como efecto la obra de nuestro humanista y culturólogo es justamente esa crítica que desde sus primeros ensayos hasta sus obras póstumas participa y a la vez particulariza los tiempos y espacios de una alteridad y las miradas focales de la otredad.

Pedro Henríquez Ureña: historiógrafo y romanista

Entender que un filólogo situado en el campo de estudio de la lexicografía hispano-romance, pero sobre todo de la lexicolo-gía comparativa del español de América y de la formación del

18 Ver Pedro Henríquez Ureña. Ensayos, pp. 755-771; también, a Eugenio Pucci-nelli, «Pedro Henríquez Ureña y la filosofía», Ibíd., pp. 771-782.

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pensamiento literario de América, hace de la cultura su espacio de trabajo y compromiso, remite necesariamente a las áreas de interés que sirven de base a la práctica intelectual y sus ejes de vi-sión y representación. Al leer dos textos como «Sobre la historia del alejandrino»19, podemos experimentar el deleite de Henrí-quez Ureña en los análisis direccionales, así como en lo que con-cierne a acentos, métrica, ritmo y campo estrófico.

El conocimiento de la Romania no es solo cultural o históri-co, sino fundamentalmente lingüístico y literario. Como se pue-de observar en «Sobre la historia del alejandrino», los mode-los analizados pertenecen a poetas españoles (Berceo, Boscán, Garcilaso, Quintana, Gallego, Zorrilla, Moratín) e hispanoame-ricanos (Rubén Darío, Gertrudis Gómez de Avellaneda, Pedro Antonio González, Enrique González Martínez, Roberto de las Carreras, José Joaquín Pérez, Rafael Pombo, Miguel Antonio Caro y otros).

Como historiador e historiógrafo, Henríquez Ureña, aplicó algunos principios clásicos de la filología romance o románica, para explicar la veracidad lingüístico-literaria del verso y desde la métrica castellana. Esta problemática y su consecuente irre-gularidad rítmica, métrica, estrófica y acentual, adquiere su va-lor en un libro indispensable para los estudiosos de la relación entre métrica, poética y ritmo: La versificación irregular en la poe-sía castellana, 1920 (1933). El estudio de poetas castellanos me-dievales y renacentistas hace de nuestro humanista un punto obligado de referencia. Pero además, su aporte plantea la ne-cesidad de otros estudios parciales y generales en el ámbito his-panoamericano, y a propósito del tema de la irregularidad en la versificación castellana y en la versificación practicada en la América hispánica.

Todo lo anterior se sitúa en el ámbito de conocimiento de las literaturas románicas, y principalmente de la lírica en lengua

19 Publicado en Revista de Filología Hispánica, año VIII, enero-junio, 1946, Núm. 1-2, pp. 1-11; y, «El verso endecasílabo», en Obra crítica, México, Ed. Fondo de Cultura Económica, 1960, pp. 106-121.

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castellana escrita en base al modelo del verso endecasílabo (Sa-las Barbadillo, Luis de Ulloa, fray Luis de León, Fernando de Herrera, Alonso de Acevedo, Lope de Vega y otros). Su afirma-ción de que «A partir de Garcilaso, la forma del endecasílabo se hace definitiva, regular y correcta»20, surge de un conocimiento profundo de la tradición clásica y de las poéticas románicas, y so-bre todo, latino-romances. Historia, lengua y literatura marcan la tradición como concepto-continente y como espacio-huella de una evolución poético-textual que se pronuncia en la relación escritura-sociedad y lengua-historia. Todo ello hace visible el de-sarrollo literario y cultural de una productividad peninsular y americana, donde el llamado espíritu español influye en la cul-tura de la América hispánica justificando un proceso que no es sólo literario, sino también político e institucional.

Historiografía, poética, lengua y cultura van constituyendo el fundamento de un cuerpo de producción de conocimientos que se extiende desde la colonia a la independencia y desde la modernidad hasta nuestros días. Lo que traducen estos campos intelectuales son también aprendizajes socioculturales cuyos ni-veles de expresión activan las ideas literarias, históricas, políticas, sociales y filosóficas, y cuyos ejes de interpretación podemos ad-vertir en la historia literaria, en la ensayística de ideas y en la his-toria de la cultura.

Es importante destacar que como romanista, Henríquez Ure-ña absorbe las ideas de una filología, una estilística y una histo-riología cuyos principios, a veces idealistas, a veces pragmáticos, son los que van fijado líneas de estudios y textos fundamentales propios de la Romania, y, como consecuencia, de España y Amé-rica. Esa «plenitud de España», esa «vida espiritual en hispano-américa», el ideal hispánico y el ideal americano, confluyen en la «cultura de las humanidades» como proceso, forma de creación y pensamiento.

La significación que alcanza la lectura y comprensión de pro-ductividades literarias en el contexto hispano-romance adquiere

20 Ver La versificación irregular..., p. 11.

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su valor en el proceso mismo de diálogo intercultural e interli-terario. El establecimiento de algunas líneas de trabajo historio-gráfico preparaba entre 1908-1914, 1914-1921 y 1923-1945, las bases para una visión general de la lengua y las literaturas de América. En este sentido, los estudios publicados sobre el espa-ñol de América, la historia de América y las corrientes literarias de la América hispánica, marcarán todo un fundamento para el estudio de la historiografía continental desde la cardinal de un espacio crítico asumido a partir de la identidad o las identidades nacionales.

Cuando Henríquez Ureña muere en 1946 deja todo un archi-vo de problemas pendientes (Ciencias del lenguaje, problemas de edición crítica, historiología, política, sociología, dialectolo-gía y sociolingüística de América) que más tarde serán tratados por otros estudiosos mexicanos, argentinos, dominicanos, puer-torriqueños, cubanos y europeos, entre otros. La crítica historio-gráfica de América y Europa se ha nutrido en este sentido de un archivo que no solamente se ha ido conformando con obras, con-ferencias, ensayos, apuntes y otros aportes de nuestro autor, sino, y además, de sus ideas que han dirigido en muchos casos algunos campos de estudio ya mencionados.

El nombre de Pedro Henríquez Ureña, asociado al de Be-llo, Rodó, Sarmiento, Martí, Hostos, Cuervo y Caro, Reyes y otros, justifica toda una travesía de análisis, comprensión y producción ideológica de América en su extensión, recepción y participación sociocultural. De ahí su importancia para el estudio de la filolo-gía hispanoamericana y para la historia literaria de la América continental.

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Identidad, historia y cultura en Pedro Henríquez Ureña.

Para leer a Pedro Henríquez Ureña

Una invitación a la lectura de PHU debe ser siempre un pro-grama de estudio integral de su obra. Dicha obra es un reto para todo estudioso, especialista y discípulo. La inmensa obra de este humanista ligada a otra lectura del campo intelectual hispano-americano supone una investigación de nociones tales como cul-tura de las humanidades, América hispánica, vida espiritual en Hispanoamérica, cultura, idioma nacional, corrientes literarias, corriente historiográfica, momento cultural, expresión america-na, música popular, versificación, letras coloniales, cultura colo-nial, literatura dominicana, biblioteca americana, historia de la cultura, arte nativo, lenguas de América, emancipación de Amé-rica, independencia de América, tradición, patria de la justicia, ideal americano, ciudadano de América, versiificación irregular, España, América, literatura popular, historia nacional, y, otras.

En este sentido, la propuesta de lectura de PHU va encami-nada a reconocer el campo de la investigación lingüística, histó-rica, literaria, cultural y social que propicia su obra en el contex-to del sentido tendiente a servir de guía para nuestra juventud en la realidad de una visión crítica de su producción intelectual.

Propuesta de interpretación

El presente cuerpo de lectura de PHU es un recorrido por el espacio de las ideas y la paideia practicada por el humanista do-minicano, unificada en el fundamento comprensivo de la historia cultural, literaria, lingüística y educativa de la América hispánica y continental. El elemento integrador de un pensamiento huma-nístico identitario se impone mediante una cultura de las huma-nidades y el pensamiento historiográfico asimilado a los diversos órdenes formativos de la cultura latinoamericana y sus ramifica-ciones caribeñas, continentales o subcontinentales. Esta visión

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de su obra quiere ser una invitación y una búsqueda en torno al pensamiento y a la lectura de la paideia, dominicana e hispano-americana de Pedro Henríquez Ureña (1884-1946).

Aspectos y posibilidades

La búsqueda y el conocimiento de esta propuesta de lectura consiste en reconocer y analizar una serie de charlas, pequeñas conferencias y tratamientos críticos, históricos y prácticos acerca de la vida cultural de América, traducida en acciones educativas, políticas y culturales en las que estuvo siempre involucrado este fundador de la historiografía cultural y humanística de América latina.

Su obra pondrá a la disposición ideas, signos y materiales en torno a la conformación de una patria cultural y por lo mismo una «Patria de la Justicia», que nuestro humanista propició en vida, y que luego se editaron en obras póstumas; además, materiales pós-tumos que se publicaron en ediciones especiales en México, Ar-gentina, Cuba y República Dominicana, entre otros países.

Entendemos en este sentido que en el señalado propósito de lectura e interpretación se debe tomar en cuenta la historia de las ediciones de sus obras como una perspectiva neofilológica para establecer una real edición crítica de sus obras completas.

Contexto teórico

El contexto de las ideas literarias, estéticas y filosóficas marca-das por una historia intelectual conformada por el pensamiento cultural, la idea formativa de la literatura dominicana y las lite-raturas de la América hispánica y caribeña, se reconoce en el es-pacio-tiempo de una interpretación del sujeto y sus valores, en-tendidos como fundamento, razón e idealidad de las vertientes culturales, históricas, filosóficas y literarias del espacio cultural e intelectual americano.

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Nuestro conocimiento historiográfico, axiológico y filológi-co de la obra de Pedro Henríquez Ureña instituye en el trazado del pensamiento actual y la vida cultural latinoamericana y cari-beña, un marco de interés y refundamentación de la unidad de un discurso cultural: la mirada teórica y crítica de Pedro Henrí-quez Ureña se presentifíca hoy a través de obras y textos como:

· La utopía de América (1922)· Seis ensayos en busca de nuestra expresión (1928)· Guía para el uso del libro del idioma (1930)· Aspectos de la enseñanza literaria en la escuela común (1930)· La cultura y las letras coloniales en Santo Domingo (1936)· Gramática castellana, Vols. 1,2, (1939)· El español en Santo Domingo (1940)· Literatura en Santo Domingo (1941)· Las corrientes literarias en la América hispánica (1945, 1949)· Historia de la cultura en la América hispánica (1947)· Plenitud de América (1952)· Ensayos escogidos (1952)· Estudios de versificación española (1961)· La versificación irregular en la poesía castellana (1933)· Obra crítica (1960)· Memorias. Diario. Notas de viaje (1989)

Un trazado intelectual como éste amerita, ante todo, el co-nocimiento de un corpus establecido como punto de base para unificar criterios en torno a una obra cuya concepción invita a la revalorización de algunos ejes fundamentales que la conforman, pero que también supone variables críticas en torno a la misma. Todo el movimiento intelectual extendido como condición y for-ma de la interpretación cultural activa también la posibilidad de constituir los estudios dialectológicos, históricos, artísticos, filo-sóficos, sociológicos, literarios y políticos, entre otros, que han ocupado lugares de importancia para la comprensión de Amé-rica Latina, España y el Caribe, esto es, para el conocimiento so-ciocultural de iberoamérica.

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No todo lo que se ha escrito sobre PHU debe ser considera-do como bueno y válido. Mucha alabanza y poca sustancia en al-gunos casos; mucha invención biográfica y a veces familiar sobre su mundo; escritos que imitan otros escritos y especialistas que repiten los mismos datos, pretenden a veces reivindicar y otras veces detractar o empequeñecer el pensamiento cultural, histó-rico-literario y lingüístico de nuestro humanista.

A pesar de los libros escritos sobre Henríquez Ureña, hasta la fecha no disponemos de una obra completa que esté al alcance de estudiantes, profesores e investigadores. Dicha obra, debida-mente anotada, establecida y sobre todo distribuida en los ámbi-tos académicos, se debe sumar a la propuesta de lectura, rumbo, comprensión e inserción educativa de República Dominicana y de la América continental.

El marco de trabajo teórico e historiográfico debe entonces registrar la experiencia literaria, humanística y filológica de Pe-dro Henríquez Ureña en el ámbito cultural hispanoamericano y específicamente dominicano.

Metas de un programa de lectura y conocimiento de la obra de Pedro Henríquez Ureña

Para acceder a un trazado, conocimiento e investigación de la obra de nuestro PHU, se deben tomar en cuenta sus obras, pero también el orden, la prioridad de algunas metas y objetivos que plantea el conocimiento de tal territorio histórico-cultural, crítico-literario e historiográfico. Dicha línea de trabajo y conoci-miento, necesita en tal caso:

· Situar la experiencia humanística de Pedro Henríquez Ureña en el contexto hispanoamericano y universal.

· Reconocer la experiencia formativa y literaria de Pedro Hen-ríquez Ureña en el contexto particularmente dominicano.

· Constituir un marco de ideas fundamentales de nuestro humanista para unificar su paideia.

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· Determinar las claves de su práctica historiográfica, litera-ria, crítica y filológica.

· Motivar un conocimiento del humanismo integral de nues-tro filólogo.

· Particularizar su experiencia dominicana en el marco de la paideia hispanoamericana.

· Instituir una lectura emergente de su obra en el contexto crítico de la posmodernidad.

Estas posibilidades conducen inevitablemente a motivar y re-significar las etapas, tiempos y particularidades de una obra que cada vez más invita a entender, reposicionar y canalizar las vías filosóficas y sociales de un sujeto histórico real, utópico, resisten-te y crítico ante los gestos de algunas políticas públicas, educa-tivas e institucionales, que tienden cada vez más a la exclusión social del individuo cultural. La perspectiva democrática de una obra como la de PHU debe ser tomada hoy y en muchos aspec-tos, para que la misma sirva de modelo en la línea de una nueva construcción de la historia, la crítica y el análisis cultural.

La metodología de trabajo para tal empresa debe ser abier-ta, y sobre todo crítica. En esta perspectiva se debe implementar o utilizar una guía de trabajo orientada a la documentación lite-raria y, en consecuencia, el método utilizado será el crítico-do-cumental y comparativo junto a la participación directa y moti-vadora. El procedimiento interactivo justifica en este sentido el diálogo entre facilitadores y participantes. Lo facilitado será el mensaje y la visión de conjunto de la vida y obra de Pedro Hen-ríquez Ureña.

Todo este proceso habrá de conducir, tomando en cuenta lo dicho anteriormente, a la interpretación de algunos contenidos temáticos sugeridos por la lectura interna de la obra de PHU. Di-chos contenidos servirán de guías de trabajos y comprensión de un marco intelectual propio de los pueblos de América, que in-volucra a sus creadores literarios y pensadores culturales.

Se trata entonces de particularizar en estudios específicos los siguientes ejes de trabajo o contenidos temáticos de base:

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· La obra crítica de Pedro Henríquez Ureña· La idea de América en Pedro Henríquez Ureña· La utopía dominicana· La utopía hispanoamericana· El humanismo como utopía· La lingüística de Pedro Henríquez Ureña· La historia de la cultura como actividad humanística · Continuidad hispanoamericana en Pedro Henríquez

Ureña· La política y la cultura en la vida de Pedro Henríquez

Ureña· La familia Henríquez Ureña y el caso Pedro Henríquez

Ureña· La tradición literaria en la actividad formativa· La paideia en Pedro Henríquez Ureña · El teatro como actividad de creación · Compromiso cultural y compromiso humanístico· Lo dominicano en la obra de Pedro Henríquez Ureña· La historiografía literaria en la obra de Pedro Henríquez

Ureña· Ideales americanos en la vida y la obra de Pedro Henrí-

quez Ureña · La poesía de Pedro Henríquez Ureña· Tratadística literaria y teoría de la literatura en Pedro

Henríquez Ureña· El tema de la versificación en Pedro Henríquez Ureña.

Métrica y poética · La metodología del rescate literario en Pedro Henríquez

Ureña · Las tablas formativas en los estudios literarios· El epistolario como obra o género literario· Filología y lingüística en Pedro Henríquez Ureña· Diplomacia cultural y cultura de las humanidades· Pedro Henríquez Ureña y el arte· Pedro Henríquez Ureña como lector y editor· Las ideas pedagógicas de Pedro Henríquez Ureña

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· El alumnado de Pedro Henríquez Ureña: voces y maestros· La integración crítico-cultural en Pedro Henríquez Ureña· El fundamento historiográfico, literario y cultural· Situación actual de la obra de Pedro Henríquez Ureña

· Situación actual del pensamiento de Pedro Henríquez Ureña

Desde esta vertiente de conocimiento, podemos señalar que todo un campo interdisciplinario y nocional se abre a proce-sos explicativos de una obra que cada vez más presenta puntos de reflexión y análisis de problemáticas generales y particula-res (Institución intelectual, ideal americano, justicia social, ex-presión literaria de América, elemento socio-cultural, América indígena, lengua, realidad de los pueblos de América…) que constituyen el cuerpo de ideas, corrientes, espacios intelectua-les (México, Perú, Argentina, Santo Domingo) y, sobretodo, la concepción que fundamenta una crítica interna de las socieda-des americanas.

Palabras claves para la investigación y estudio de Pedro Henríquez Ureña

El léxico humanístico propuesto por Pedro Henríquez Ure-ña a todo lo largo de su obra constituye un archivo donde con-curren lengua, cultura, política, moral social y derecho. La inspi-ración y conceptografía de PHU propone una lectura y a la vez una cardinal literaria y cultural de donde surgen las expresiones sociales, políticas, filosóficas, historiológicas y lingüísticas en el contexto de la América continental. Es por eso que el estudio de su obra se abre a un diálogo neohumanístico de corte crítico-cultural y crítico-histórico, en el cual encontramos las siguientes palabras claves como base conceptual de la investigación teórica, historiográfica y literaria.

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Pedro Henríquez Ureña. Historia cultural, historiografía y crítica literaria 43

Sociología hostosiana PositivismoCorrientes literarias Moral pública Historiografia hispánica Obra Tablas literarias Utopía de América Español de américa América española Español dominicano Palabras americanas Patria de la justicia Ideal nacional Historia literaria Momentos en la historia literariaVersificación regular Humanismo Versificación irregular Ensayo críticoRitmo Nueva expresión Ideal clásico El descontento Cultura de las humanidades La promesa Ideal creativo Barroco Universidad Letras coloniales Ideal hispánico Cultura La lengua Camino histórico-literario Tradición Plenitud de América Historia de la cultura Pueblos indígenas Historia artística Búsqueda de nuestra expresión Teatro Independencia culturalAmérica Hispánica Clásico

Recursos de investigación

Una investigación sobre la obra de PHU implica el conoci-miento del autor a través de su archivo de correspondencias, fo-tografías, iconografía familiar, materiales documentales de uso, epistolario con autores, textos originales, documentos persona-les, notículas, apuntes en libretas y otros.

El recurso de investigación de una obra como la de Henrí-quez Ureña implica el conocimiento de ediciones originales y reimpresiones o ediciones posteriores de las mismas, actualiza-das o no. Se necesita, además, el recurso de los testimonios, en-trevistas y compilaciones disponibles en bibliotecas o archivos

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particulares. Muchos estudios, artículos o ensayos sobre su obra ayudan a desarrollar ideas, aspectos, elementos y puntos especia-les de investigación.

Un autor y pensador como PHU, que interesa a historiado-res, ensayistas literarios, políticos, filósofos, historiadores, histo-riadores de arte, historiadores culturales, antólogos, educadores, lingüistas, sociólogos y otros intelectuales, reclama una diversi-dad de herramientas de trabajo utilizables en contextos específi-cos de reflexión y estudio.

Bibliografía

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Zum Felde, Alberto. «Henríquez Ureña en busca de nuestra ex-presión», en Índice crítico de la literatura hispanoamericana. El ensayo y la crítica, México, Guaranda, 1954, pp. 543-549.

Nuestra selección

Hemos tomado en cuenta varias ediciones originales de obras de PHU y también ediciones usuales y actuales. Hemos consulta-do publicaciones de sus obras en diversos países de América latina y el Caribe (México, Argentina, Venezuela, República Dominica-na, Cuba y otros). Sin embargo, hemos utilizado para nuestra se-lección las ediciones que creemos más acabadas para nuestro in-terés: Pedro Henríquez Ureña: Ensayos, Eds. Unesco, Col. Archivos, 1998; Edición coordinada por José Luis Abellán y Ana María Ba-rrenechea; Pedro Henríquez Ureña: Obra crítica, México, Ed. Fondo de Cultura Económica, 1960, edición a cargo de Emma Susana Speratti Piñero y prólogo de Jorge Luis Borges. Pedro Henríquez Ureña: Obra dominicana, Santo Domingo, Ed. Sociedad Dominica-na de Bibliófilos, 1988, edición al cuidado de José Chez Checo.

Nuestra edición antológica, abierta a un público amplio y so-bre todo a la juventud dominicana, divulga a través de los textos elegidos las principales ideas, temas y posibilidades intelectuales de la obra de PHU en tiempo y espacio.

Como ya hemos advertido en algunas partes de este ensayo introductorio, nos hemos propuesto divulgar y promover la obra de PHU a través de sus ensayos claves, proponiendo, desde una orientación histórica, literaria y cultural, la lectura y visión inte-gradora de su obra. Desde su archivo se repropone la crítica his-tórica, literaria y cultural mediante una lectura neohumanista y por lo mismo neofilológica. Entendemos que la obra de este maestro de América debe ser resituada en un marco intelectual abierto a la comunidad de lectores dominicanos, caribeños y la-tinoamericanos.

Entendemos el valor historiológico y crítico literario de estos ensayos, en la visión de una cultura de las humanidades dirigida

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a una juventud que puede pensar y expresar las ideas de este do-minicano ejemplar y universal, en el marco del conocimiento de las ideas literarias, históricas, culturales, institucionales, morales y filosóficas de América.

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Antología

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Vida intelectual de Santo Domingo*

La colonia de Santo Domingo, la antigua Hispaniola, con-vertida durante el siglo xix en República Dominicana, fue, du-rante la primera centuria de la conquista, el centro principal de cultura en América. Por allí pasaron, no sólo los grandes capita-nes, sino también cronistas y poetas: fray Bartolomé de las Ca-sas, Gonzalo Fernández de Oviedo, Eugenio de Salazar, proba-blemente Juan de Castellanos; más tarde Tirso de Molina, acaso Bernardo de Valbuena... Primera entre todas las de América, por decreto de Carlos V surgió la Universidad Imperial y Pontificia; mientras tanto, el establecimiento de las comunidades (francis-canos, dominicos y mercedarios) implantaba la cultura religiosa. Santo Domingo de Guzmán, la ciudad capital, recibió entonces el pomposo título de Atenas del Nuevo Mundo. ¡Curiosa concep-ción del ideal ateniense! Aquel título, que luego fue pasando a otras ciudades de América (Lima, México, Caracas), implicaba una paradoja: una Atenas conventual y escolástica.

Bien pronto había de pasar el esplendor de la Hispaniola. Des-de el mismo siglo xvi, el descubrimiento de las tierras continentales atrajo a los conquistadores, y Santo Domingo se convirtió poco a

* En Horas de estudio, Ollendorff, París, 1910, pp. 182-205. Unión Iberoamerica-na, Madrid, 1911, xxv, No. 6, pp, 8-12. Obra crítica, pp, 124-138; Obra domini-cana, Sociedad Dominicana de Bibliófilos, Santo Domingo, 1988, pp. 393-402.

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poco en mero punto de escala. Los repetidos ataques de los ad-versarios de España, desde fines del siglo xvi; la división de la isla, de cuya porción occidental se apoderó Francia; y, por último, las invasiones de los haitianos, los antiguos esclavos franceses, con-sumaron la ruina de la colonia, y, a la vez que la redujeron a la miseria, acabaron por destruir la cultura.

Solo noticias vagas quedan de la vida intelectual durante los tres siglos del coloniaje: ecos de la Universidad, donde imperaba Santo Tomás de Aquino, y de los conventos, donde las aficiones literarias debieron de ejercitarse principalmente sobre temas re-ligiosos. Alonso de Espinosa, de la Orden de Predicadores, na-cido en Santo Domingo, «fue –según expresa el bibliógrafo cu-bano Carlos M. Trelles–no sólo el primer dominicano, sino el primer americano que escribió y publicó un libro (1541)». Juan Méndez Nieto, médico graduado en Salamanca, dejó noticias so-bre la literatura que entre nosotros se cultivaba a mediados del siglo xvi. Poco después (1573), Eugenio de Salazar, entre otros detalles copia versos de doña Leonor de Ovando, monja domini-cana del Convento de Regina Angelorum; ella, y doña Elvira de Mendoza, a quien también menciona Salazar, sin citar muestras de su ingenio, son las más antiguas poetisas que se conocen en la historia literaria de América. Se dice que Tirso, en su inédita His-toria de la Orden de la Merced, cuenta cosas interesantes de su viaje a Santo Domingo como visitador de los conventos mercedarios. Sin duda, haciendo pesquisas en los archivos de España, habrían de encontrarse nuevos datos.

Las vicisitudes de la colonia se agravaron de modo tal, en la última mitad del siglo xviii, que parecía iba a borrarse toda hue-lla de civilización española. En vano eran los esfuerzos de los que amaban el terruño, entre los que se señala el libro del racionero Sánchez Valverde, Idea del valor de la Isla Española, escrito con el fin de atraer los ojos hacia nosotros. En 1796, por el Tratado de Basilea, España cedió su porción oriental de colonia a Francia, con dolor de los naturales y llanto de poetas. Las irrupciones de los haitianos, desde 1801, año en que estalla la sublevación cuyo término había de ser el establecimiento de la República de Haití,

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sembraron el terror y fomentaron la despoblación. Gran número de familias ilustres, que han dado grandes figuras a la América y aun a Europa (los Heredia, Foxá, Del Monte, Angulo, Pichardo, Tejada, Rojas, Baralt, Ponce de León), emigraron a países veci-nos, principalmente a Cuba, próspera y segura entonces: el ele-mento dominicano fue allí propulsor de alta cultura. Mientras tanto, el sentimiento de la colonia permanecía fiel a España, a pesar de los desdenes metropolitanos; y, en 1808, un grupo de dominicanos se sublevó contra Francia y reincorporó a España la porción oriental de la isla. Si Francia, preocupada con sus desas-tres en la porción occidental, opuso escasa fuerza a los dominica-nos, España, en cambio, les concedió poca atención.

Las familias emigradas solían ensayar el regreso; la familia de José María Heredia, por ejemplo, volvió por algún tiempo, y el poeta cubano fue uno de los últimos alumnos de la Universi-dad de Santo Domingo. De este período quedan muchas noti-cias que indican cuán activa era la afición poética en el país, pero nada de valor literario positivo; y quedan escritos de carácter po-lítico, de grande interés histórico.

La situación de Santo Domingo no mejoraba. Deseando re-solverla, en 1821, José Núñez de Cáceres, hombre ilustrado y de espíritu cívico, proclamó la independencia respecto de España y nos declaró unidos a la Gran Colombia, incapacitada para prés-tamos ayuda. Esta independencia duró unos cuantos meses: los haitianos, que ya formaban nación libre, volvieron a invadimos, y su dominio extinguió todas las manifestaciones visibles de cul-tura. La Universidad murió entonces; palacios y conventos que-daron en ruinas; las familias y los hombres eminentes volvieron a emigrar, para no regresar ya más: el propio Núñez de Cáceres se refugió en Venezuela. Sólo algunos emigrados conservaron el recuerdo de la tierra nativa de sus padres, de ellos mismos a ve-ces: así, el poeta Francisco Muñoz Del Monte, nacido en Santia-go de los Caballeros; y Antonio Del Monte y Tejada, que escribió en Cuba una voluminosa Historia de Santo Domingo.

Bajo aquel cautiverio de veintidós años perduraban, sin em-bargo, los sentimientos que antes eran de adhesión a España y

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ahora tendían a la independencia. La cultura universitaria había muerto, pero quedaban sus gérmenes. Un sacerdote limeño, Gaspar Hernández, reunió en torno suyo a la juventud estudio-sa, y les dio cátedras de filosofía y otras disciplinas, consagrándo-les cuatro horas diarias. Cooperando con él, el más ilustrado de los jóvenes de entonces, Juan Pablo Duarte, educado en España y en comunicación frecuente con ella, daba también a sus ami-gos lecciones de matemáticas y hasta de manejo de armas. Ese joven amante de la filosofía y de las ciencias fue el fundador de la República. Una frase suya, de sabor griego, lo pinta: «La po-lítica no es una especulación: es la ciencia más digna, después de la filosofía, de ocupar a las inteligencias nobles». La Repúbli-ca Dominicana fue proclamada por Duarte, junto con Francisco del Rosario Sánchez, otro hombre de cultura intelectual, y con Ramón Mella, en 1844: era nuestra segunda, y más efectiva, in-dependencia.

Vencidos los haitianos, Santo Domingo parecía renacer. Es cierto que la política cayó en manos, no de las inteligencias no-bles, sino de los ambiciosos; los fundadores de la República fue-ron postergados. Pero los anhelos de cultura intelectual encon-traron libertad, ya que no grandes medios. Un grupo de literatos y poetas se lanzó a fundar sociedades y periódicos, siguiendo de lejos la evolución intelectual de España. Al frente de ellos, por la viveza de talento, por la fluidez de su palabra, por el vigor de sus versos, aparece Félix María Del Monte, autor del himno de guerra contra los haitianos. No queda de él una verdadera obra, aunque escribió seis dramáticas y muchos versos y prosa; pero sí pueden conservarse varios discursos suyos y poesías sueltas: unas, patrióticas, vibrantes de energía; otras, de carácter filosófico, me-lancólicas; y dos o tres eróticas, donde brilla un extraño senti-miento místico y platónico. Junto a él, su esposa Encarnación Echavarría*, sus amigos Nicolás Ureña* y Félix Mota* figuran como poetas entre otros menos importantes. Dos hermanos, los

* Los asteriscos (*) indican que se trata de personas ya fallecidas al ser escrito este trabajo.

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Angulo Guridi*, ocupan una curiosa posición aparte. Pertene-cían a una de las familias emigradas a Cuba, y fueron de los con-tadísimos dominicanos que regresaron al proclamarse la Repú-blica en 1844. Javier permaneció en el país, y escribió dramas, novelas, poesías, artículos de periódico, y una Geografía de la Isla; su drama Iguaniona, de asunto indígena, está escrito en animado lenguaje; y algunas de sus poesías merecen ser recordadas: afi-liado a la secta masónica, cantó Al Grande Arquitecto del Uni-verso, divinidad intelectual (‘‘La Razón Filosófica, eres tú’’); y el regreso a la patria le inspiró versos sentidos. Su hermano, Ale-jandro, vivió siempre errante; comenzó como poeta mediano, y acabó consagrándose a estudios jurídicos y lingüísticos; fue de-voto de los criterios positivistas, adoptó el sistema gramatical de Bello, y escribió una colección de estudios constitucionales, Te-mas políticos.

La independencia sufrió un eclipse, cuando un simulado e intempestivo renacimiento del amor a España, de parte de un grupo político, trajo la reanexión en 1861, para verla desapare-cer en 1865. Mientras tanto, había aparecido otro grupo, más nutrido que el anterior. En ese figuraban pocos poetas: Josefa Antonia Perdomo y Heredia*, José Francisco Pichardo*, Manuel Rodríguez Objío*, cuya mejor canción es un acto de fe religio-sa escrito antes de ser fusilado. Figuraban, en cambio, muchos hombres de acción y escritores en prosa: Francisco Xavier Amia-ma, que estudia cuestiones económicas; Manuel María Gautier*, pesimista sincero para quien el destino del país era unirse a los Estados Unidos; Mariano A. Cestero, en quien el temperamento exaltado no quita vigor a los análisis históricos; el canónigo Ga-briel B. Moreno del Christo*, orador fácil y vanidoso, para quien París fue escenario y ambiente; el general Gregorio Luperón*, héroe de la guerra contra España y escritor liberal y progresista sobre asuntos políticos; José Gabriel García, historiador fecun-do y pacientísimo; y, sobre todos estos, cuatro figuras: Emiliano Tejera, tipo de sabio, profundo investigador y crítico de nuestra historia, cuyas monografías sobre Los restos de Colón y los Límites en-tre Santo Domingo y Haití son definitivas; Manuel de Jesús Galván,

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uno de los primeros prosadores castizos de América, autor de la leyenda Enriquillo; Ulises F. Espaillat, caudillo de la Restauración y gobernante magnánimo, a la vez que profundo escritor político; y Fernando Arturo de Meriño*, político y sacerdote, presidente de la República de 1880 a 1882 y arzobispo de la Sede Primada desde 1886 hasta su muerte (1907), doctor en Teología, maestro de gran-de influjo moral, y la más alta cima de la oratoria dominicana.

La educación superior comenzó a renacer, por la influencia de Meriño; luego por la de otro sacerdote, el filántropo Francisco Xavier Billini; en Santiago de los Caballeros, la fomentaba Manuel de Jesús de Peña y Reinoso; y para la mujer la iniciaban Socorro Sánchez, hermana del prócer de la independencia, y Nicolasa Bi-llini, hermana del filántropo. El Seminario Conciliar de Santo To-más de Aquino, el Colegio de San Luis Gonzaga y otras escuelas, fundadas o reorganizadas, reconstruían lentamente la cultura.

Una tercera generación surgió después de 1870. El movi-miento político progresista de 1873 imprimió singular anima-ción a la vida nacional y se comenzó entonces a publicar libros con frecuencia. La primera antología dominicana, Lira de Quis-queya, coleccionada por José Castellanos y publicada en 1874, reveló al país la superioridad de la nueva generación en el or-den poético: a pesar del respeto de que gozaban Félix María Del Monte y otros poetas menos importantes –Nicolás Ureña, Javier Angulo Guridi, Rodríguez Objío–, la naciente crítica, junto con la opinión pública, reconoció que la poesía dominicana nunca había alcanzado notas tan altas como las que ahora daban José Joaquín Pérez y Salomé Ureña. «Para encontrar verdadera poe-sía en Santo Domingo –dice Menéndez y Pelayo–, hay que llegar a don José Joaquín Pérez y a doña Salomé Ureña de Henríquez: al autor de «El junco verde» y de «El voto de Anacaona» y de la abundantísima y florida Quisqueyana en quien verdaderamente empiezan las Fantasías indígenas, interpoladas con los «Ecos del destierro» y con las efusiones de «La vuelta del hogar»; y a la egregia poetisa, que sostiene con firmeza en sus brazos femeniles la lira de Quintana y de Gallego, arrancando de ella robustos so-nes en loor de la patria y de la civilización, que no excluyen más

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suaves tonos para cantar deliciosamente «La llegada del invier-no» o vaticinar sobre la cuna de su hijo primogénito». Si el uno cantó la tradición indígena y el sentimiento nativo, la otra perso-nificó los abhelos de evolución, de paz y de cultura.

En la misma generación figuran el geógrafo Casimiro N. de Moya; el médico Juan Francisco Alfonseca, primer dominicano graduado en París desde la independencia; Federico Henríquez y Carvajal, maestro, orador y periodista político y literario, gran difundidor de cultura y de civismo; Francisco Gregorio Billini, escritor político y novelador regional; y algunos escritores y poe-tas de menos importancia, como José Francisco Pellerano, Juan Isidro y Francisco C. Ortea, Apolinar Tejera, Eliseo Grullón y Ra-fael Abreu Licairac. Uno de esta generación, Nicolás Heredia, que salió del país muy joven, olvidó la nacionalidad dominicana por amor a las desgracias de Cuba, y a ella consagró su labor de novelista y de crítico.

Tras este grupo venía otro más laborioso aún, reunido prin-cipalmente en la Sociedad «Amigos del País», cuya labor de cul-tura alcanzó su apogeo hacia 1880 y fue activísima. Allí figura-ban Emilio Prud’homme y José Dubeau, educadores y poetas; Pablo Pumarol, satírico muerto en la juventud; César Nicolás Penson, erudito en cuestiones de lengua y litaratura de Espa-ña y Améroca, tradicionalista y poeta a quien debemos rasgos extraordinarios como «La víspera del combate»; el malogrado educador José Pantaleón Castillo; Francisco Henríquez y Car-vajal, político y maestro, doctor en Medicina de la Facultad de París, cuyos trabajos científicos se hallan mencionados en las obras de Dielafoy y otros maestros, y «escritor –dice Américo Lugo– de claro talento y vasta ilustración; acaso el dominicano más ilustrado»; y José Lamarche, doctor en Derecho, también de la Facultad parisiense, hombre de extensa cultura filosófica y literaria, y escritor extraño, a veces profundo. De la misma generación, aunque no de la misma Sociedad, proceden Enri-que Henríquez, abogado y poeta, el más elegante entre sus co-etáneos; y Federico García Godoy, crítico de seria ilustración y amplio criterio, a quien se deben un juicio magistral sobre la

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concepción religiosa de Comte y un estudio histórico nacional en forma narrativa, Rufinito.

El grupo de «Amigos del País», para quien habían sido lema los versos patrióticos de Salomé Ureña, como encarnación de los anhelos civilizadores, y estímulo de la enseñanza científica del puertorriqueño Román Baldorioty de Castro*, nombrado direc-tor de la Escuela Náutica en 1875, encontró al fin la personalidad capaz de realizar sus ideales; era otro puertorriqueño insigne, que heredaba de sus antepasados sangre dominicana, Eugenio M. de Hostos*. A Hostos se le encomendó, por gestiones del ge-neral Luperón, organizar la enseñanza pública: fundó la Escuela Normal en 1880, poniendo como profesores a los jóvenes de la Sociedad «Amigos del País»; influyó en el Instituto Profesional, fundado en 1881 por idea del Dr. Meriño, aceptando allí la cáte-dra de Derecho constitucional; y bien pronto vio surgir, bajo su influjo, la Escuela Preparatoria, dirigida por José Pantaleón Cas-tillo y Francisco Henríquez y Carvajal, y el Instituto de Señoritas, dirigido por Salomé Ureña de Henríquez, ya esposa del codirec-tor de la Preparatoria; allí se dio por primera vez instrucción su-perior completa a la mujer dominicana. Hostos adoptó del posi-tivismo la fe en las ciencias positivas como base de los programas de enseñanza; implantó los métodos pedagógicos modernos; con su estupendo saber llenó todas las deficiencias, componiendo él mismo muchos textos; y con su influjo personal, dio vida ardien-te a la empresa. Mucho se la combatió; sacerdotes y políticos re-trógrados la temieron; el tirano Heureaux quiso minarla, logró hacer emigrar a Hostos en 1888, y, más tarde, en 1895, hizo alte-rar los programas y hasta cambiar el nombre de la Escuela por el de Colegio Central. Pero los antiguos ayudantes y los discípulos de Hostos sostenían la obra, con lucha tenaz, aunque sorda, en colegios públicos o particulares, en la capital y en provincias; y la muerte de Heureaux, en 1899, permitió el regreso de Hostos y la reorganización de su empresa, con mejores elementos ahora.

La educación tradicional, gobernada por el espíritu religio-so, ha sido sustituida definitivamente por programas y métodos modernos, laicos, en la enseñanza oficial. La antigua educación

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dio sus frutos valiosos, Meriño y Galván por ejemplo; del influ-jo de Meriño dan testimonio espíritus libres como José Joaquín Pérez y Federico Henríquez; de la escuela del padre Billini pro-ceden Leopoldo M. Navarro*, quien prestó después servicios a la labor hostosiana, y los hermanos Deligne. La escuela de Hos-tos, desde luego, hubo de superar en frutos y perdurabilidad a sus antecesoras y rivales. No sólo forma definitivamente a hom-bres como el malogrado Castillo, el Dr. Henríquez, Dubeau y Prud’homme, sino que da al país una legión de maestros que se multiplica constantemente desde 1884; de la Normal salieron Félix E. Mejía, su actual director; Francisco J. Peynado, abogado y publicista; Rafael Justino Castillo, cuyo análisis de la historia nacional, en Política positiva, alcanza a veces verdadera profun-didad; Rafael M. Moscoso, que en sus vastos estudios de botáni-ca ha abarcado toda la flora de la isla; los hermanos Andrejulio y Francisco Raúl Aybar, poeta el uno, maestro el otro; y muchos más, de menor significación intelectual. Bajo esta influencia, no totalmente formados por ella, pero sí entusiastas colaboradores suyos, aparecen Miguel Ángel Garrido*, prosador brillante, de ideas generosas y de viva percepción en el estudio de persona-lidades; Eugenio Deschamps, periodista y orador enérgico; su hermano Enrique, publicista activísimo; Arístides Fiallo Cabral, autor de estimables ensayos filosóficos y científicos; y Américo Lugo, el primer prosador de la juventud antillana, estilista fino, intenso en el sentir, «docto y elegante –dice Rubén Darío–, peri-to en cosas y leyes de amor y galantería», y al mismo tiempo se-rio analista de cuestiones sociales. Entre las discípulas de Salo-mé Ureña, graduadas de maestras, se distinguen Leonor Feltz, la de más sutil talento; Eva Pellerano y Luisa Ozema Pellerano de Henríquez, directoras del Instituto Salomé Ureña, que continúa la obra iniciada en 1818; Anacaona Moscoso de Sánchez*, funda-dora de un nuevo Instituto en Macorís del Este; Mercedes Laura Aguiar y Ana Josefa Puello. En la ciudad de Puerto Plata, don-de la educadora portorriqueña Demetria Betances* implantó la educación superior de la mujer hacia 1890, continúan su obra dos jóvenes de sólido talento: Antera Mota de Reyes y su hermana

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Mercedes Mota. La ciudad de Santiago de los Caballeros tam-bién es un centro activo e independiente de educación superior para hombres y mujeres.

En el orden puramente literario, además de Garrido, Lugo y Eugenio Deschamps, figuran los Deligne: Rafael*, ilustrado críti-co, prosador en ocasiones elegantísimo y poeta delicado; Gastón, una de las más altas inteligencias dominicanas, espíritu filosófi-co y poético, nuestro poeta representativo en estos momentos; Arturo Pellerano Castro, poeta dotado de ‘‘facundia’’, atrevido, sonoro y brillante; su esposa Isabel Amechazurra, poetisa íntima que se expresa con rara perfección de forma; Virginia Elena Or-tea*, no tan excelente poetisa como la anterior, pero sí superior prosadora, fina y vivaz; Bartolomé Olegario Pérez*, poeta inten-so y grandemente expresivo; Fabio Fiallo, cuentista y poeta eróti-co; José Ramón López, narrador psicológico y periodista; Ulises Heureaux, cuentista y dramaturgo de escuela francesa; y Tulio M. Cestero, poseedor de un estilo prósico lleno de matices y de una imaginación poética y pictórica. Aún puede citarse a Andrés Julio Montolío y Manuel Arturo Machado, discípulos de Meriño, prosistas correctos y tímidos; Arístides García Mella y Arístides García Gómez, humoristas y disertadores sobre temas de actuali-dad; y poetas como José E. Otero Nolasco, Mariano Soler y Meri-ño*, Bienvenido S. Nouel.

Tras ellos comienza a aparecer la nueva generación, con po-cos prosistas, con algunos poetas (Valentín Giró, Porfirio Herre-ra, Osvaldo Bazil).

La evolución intelectual de Santo Domingo ha seguido la misma marcha que la del resto de América: período de some-timiento a la tradición clásica y religiosa en la época colonial; período de indecisión, durante la independencia, en el cual se sigue, consciente o inconscientemente, el ejemplo de España; período de aparente estabilidad, en que se realiza un acuerdo entre la tradición y las influencias liberales y románticas; período de lucha por las ideas nuevas, que triunfan al fin.

En las normas filosóficas y en el orden pedagógico, el espíri-tu tradicional reinó hasta la década de 1870 a 1880; reinó natural

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y suavemente, sin ejercer tiranía. La lucha entre ese espíritu y el nuevo estalló desde 1880: no ha sido tan encarnizada como en otros países de América, y en cambio sus frutos han sido sanos. Si la educación antigua fomentaba las aficiones históricas y polí-ticas, la nueva ha llevado además hacia las ciencias positivas.

En el orden literario, del reinado del espíritu clásico se pasó sin transición brusca, después de la independencia, al romanti-cismo; éste, transformado por diversos influjos desde 1870, fue cediendo el paso a la independencia de formas e ideas. La co-rriente del ‘‘modernismo’’ europeo y americano, que se inició tímidamente en Fabio Fiallo y llegó a su apogeo en los primeros trabajos de Tulio Cestero, no logró hacer invasión total; pero su influencia hizo aparecer novedades y elegancias en muchos poe-tas y escritores no afiliados a la secta: en Lugo, en Garrido, en los Deligne, en Pellerano Castro, en Penson, en Bartolomé Olega-rio Pérez, en José Joaquín Pérez (Contornos y relieves), en la mis-ma Salomé Ureña, de suyo severamente clásica (Páginas íntimas: Umbra resurrexit).

Santo Domingo, decidiéndose a salir del aislamiento en que vivía hasta 1890, ha entrado en relación intelectual con los de-más países de América; y en este momento, sigue las mismas ru-tas que ellos: «Intelectualmente, es superior a Cuba», escribióun viajero, literato de Suramérica; la apreciación es exagerada, pues Cuba nos lleva ventaja en la intelectualidad de sus hombres vie-jos, aunque nos es inferior, en la intelectualidad de los hombres menores de cincuenta años.

Ilusión sería confiar en que la isla volviera a su puesto pri-mado; la cultura crece con el desarrollo material, y éste es lento en Santo Domingo. Pero el talento, en la América española, no escoge, para brotar, solamente los países grandes y prósperos: si México da un Gutiérrez Nájera, Nicaragua da un Rubén Darío; si la Argentina produce un Andrade, el Uruguay produce un Zorri-lla de San Martín; si en Chile hay un Lastarria, en el Ecuador hay un Montalvo; si en Cuba nace un Varona, en Puerto Rico nace un Hostos. Confiemos en que Santo Domingo siga dando su con-tingente intelectual al espíritu hispanoamericano.

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Biblioteca dominicana(Libros principales)

Idea del valor de la Isla Española, y utilidades que de ella puede sacar su monarquía, por don Antonio Sánchez Valverde, licenciado en Sagrada Teología y ambos Derechos; natural de la propia isla, racionero de la Santa Iglesia Catedral de ella, socio de número de la Sociedad matritense de ‘‘Amigos del País’’, etc. (Encabezada con citas de Lucrecio). En Madrid, imprenta de don Pedro Marín, 1785. Segunda edición, Santo Domin-go, Imprenta Nacional, 1862.

Antonio Del Monte y Tejada, Historia de Santo Domingo, 3 Vols. Edición de la Sociedad dominicana «Amigos del País».

Francisco Muñoz Del Monte. Poesías. Madrid, imprenta de M. Te-llo, 1880.

José María Serra, Los trinitarios, folleto sobre los orígenes de la in-dependencia dominicana.

Javier Angulo Guridi, Iguaniona, drama, 1881.Alejandro Angulo Guridi, Temas políticos, estudios constitucionales.Manuel de J. Galván, Enriquillo, leyenda indígena, 1882.Emiliano Tejera, Los restos de Colón en Santo Domingo, 1878. ________, Los restos de Colón, 1879.________, Memoria sobre límites entre Santo Domingo y Haití, 1896.Mariano A. Cestero (Pro Patria), El 27 de Febrero, 1900.________, Descentralización y personalismo, 1907.Ulises F. Espaillat, Escritos. Publicados por la Sociedad «Amantes

de la Luz», 1909.Fernando A. de Meriño, Obras, 2 Vols., 1906.________, Gregorio Luperón, 25 de noviembre, 1874.José Gabriel García, Historia de Santo Domingo, 4 Vols.________, Memorias para la historia de Quisqueya.________, Rasgos biográficos de dominicanos célebres.José Ramón Abad, La República Dominicana, memoria escrita para

la Exposición de Bruselas, 1889.José Joaquín Pérez, Fantasías indígenas, leyendas en verso, 1877.

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Salomé Ureña de Henríquez, Poesías. Edición de la Sociedad «Amigos del País», 1880.

Francisco Gregorio Billini, Engracia y Antoñita, novela, 1892.Federico Henríquez y Carvajal, Ramón Mella, discurso, 1893.________, Artículos de Cayacoa y Cotubanamá, 1901.Federico García Godoy, Perfiles y relieves, crítica, 1907.________, Rufinito, narración histórica, 1909. César N. Penson, Cosas añejas, tradiciones.Américo Lugo, A punto largo, 1902.________, Heliotropo, 1903.________, Bibliografía, 1906.Fabio Fiallo, Primavera sentimental, poesías, 1903.Gastón F. Deligne, Galaripsos, poesías, 1908.Arturo Pellerano Castro, Poesías.Miguel Ángel Garrido, Siluetas, 1902.Virginia E. Ortea, Risas y lágrimas (prosa), 1902.José Ramón López, Cuentos puertoplateños.Tulio M. Cestero, Sangre de primavera, Madrid, 1908.Rafael A. Deligne, En prosa y en verso, 1903.Rafael M. Moscoso, La flora dominicana, 1898.Enrique Deschamps, Directorio general de la República Dominicana,

Barcelona, 1907.Lira de Quisqueya, colección formada por José Castellanos, 1874.Reseña histórico-critica de la poesía en Santo Domingo, memoria pre-

sentada a la Real Academia Española de la Lengua por la co-misión encargada de reunir las poesías dominicanas para la Antología de poetas hispanoamericanos. (Formaron la comisión Salomé Ureña de Henríquez, Francisco Gregorio Billini, Fe-derico Henríquez y Carvajal, César N. Penson y José Panta-león Castillo), 1892.

Antología de poetas hispanoamericanos, publicada por la Real Acade-mia Española, con prólogo de M. Menéndez y Pelayo. Tomo II: sección de Santo Domingo; tomo IV, apéndice de M. Jimé-nez de la Espada.

Se espera de Américo Lugo la formación de una antología de poetas dominicanos; allí podrán leerse las poesías de Félix

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María Del Monte, las no coleccionadas de José Joaquín Pérez y Salomé Ureña, las de Penson, Bartolomé Olegario Pérez y demás poetas.

De prosa, queda mucho por recoger: discursos de Félix María Del Monte, de Federico Henríquez, de Eugenio Deschamps; artículos de Alejandro Angulo Guridi, de Manuel de J. Gal-ván, de Emiliano Tejera (especialmente «El palacio de Don Diego Colón»), de Apolinar Tejera («Rectificaciones históri-cas»), de Francisco Gregorio Billini, de Federico Henríquez y Carvajal (artículos de El Mensajero, primera y segunda épo-cas), de Rafael A. Deligne (estudios críticos, Cosas que fue-ron y cosas que son, Recordando: reconstruyendo), de Penson, de Eugenio Deschamps, de José Lamarche (conferencia sobre «Los fundamentos de la moral»), de Rafael J. Castillo (Políti-ca positiva), y otros menos importantes.

Como dato suplementario, diré que algunos autores han publi-cado en volumen sus obras menos importantes: así, Félix Ma-ría Del Monte, Las vírgenes de Galindo; Federico Henríquez y Carvajal, La hija del hebreo, Juvenilia; Eugenio Deschamps, Juan Morel Campos. También hay en volumen obras de Rodríguez Objío, Josefa A. Perdomo, Eugenio de Córdoba y Vizcarron-do, Bienvenido S. Nouel, Valentín Giró, Osvaldo Bazil, Juan Tomás Mejía, hijo (poesías); de Francisco C. Ortea, de Ame-lia Francasci (novelas); de Rafael Abreu Licairac, Eliseo Gru-llón, García Gómez, García Mella, Rafael Octavio Galván, y otros (prosa).

Debe recordarse que Hostos escribió en Santo Domingo muchas de sus obras fundamentales, como la Sociología, la Moral so-cial, el Derecho constitucional, gran número de artículos sobre cuestiones dominicanas, lo mismo sociales que literarias, y discursos importantes.

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La cultura de las humanidades*

Celebremos hoy, señores, esta reapertura de clases de la Es-cuela de Altos Estudios, cuya significación es mucho mayor de la que alcanzan, por lo común, esta especie de fiestas inaugurales. Va a entrar la Escuela en su quinto año de existencia, pero ape-nas inicia su segundo año de labores coordinadas.

Malos vientos soplaron para este plantel, apenas hubo naci-do. Tras el generoso empeño que precedió a su creación –uno de los incompletos beneficios que debemos a don Justo Sierra–, no vino la organización previsora que fijase claramente los de-rroteros por seguir, los fines y los resultados próximos, argumen-tos necesarios en sociedades que, como las nuestras, no poseen reservas de energía intelectual para concederlas a la alta cultu-ra desinteresada. Las sociedades de la América española, agita-das por inmensas necesidades que no logra satisfacer nuestra im-pericia, miran con nativo recelo toda orientación esquiva a las aplicaciones fructuosas. Toleran, sí, que se estudien filosofías, li-teraturas, historia; que en estudios tales se vaya lejos y hondo; siempre que esas dedicaciones sirvan para enseñar, para ilustrar, para «dirigir» socialmente. El «diletantismo» no es, no puede

* Discurso pronunciado en la inauguración de las clases del año de 1941 en la Escuela de Altos Estudios de la Universidad Nacional de México y publi-cado en Revista Bimestre Cubana, Núm. 4, La Habana, Vol. 9, Núm. 4, julio-agosto de 1914, pp. 242-252. Reproducido en Obra crítica, pp. 595-603.

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ser, planta floreciente en estas sociedades urgidas por ansias de or-ganización. Eso lo comprendió y lo expresó admirablemente don Justo Sierra en su discurso inaugural de la Universidad: «No quisié-ramos ver nunca en ella torres de marfil, ni vida contemplativa, ni arrobamientos en busca del ‘mediador plástico’; eso puede existir y quizás es bueno que exista en otra parte; no allí, allí no».

Y sin embargo, la Escuela de Altos Estudios no reveló al públi-co, desde el principio, los fines que iba a llenar. No presentó pla-nes de enseñanza; no organizó carreras. Sólo actuaron en ella tres profesores extranjeros, dos de ellos (Baldwin y Boas) ilustres en la ciencia contemporánea, benemérito el otro (Reiche) en los ana-les de la botánica americana; se habló de la próxima llegada de otros no menos famosos... Sobrevino a poco la caída del «antiguo régimen», y la Escuela, desdeñada por los gobiernos, huérfana de programa definido, comenzó a vivir vida azarosa y a ser la víctima escogida para los ataques «del que no comprende». En torno de ella se formaron leyendas: las enseñanzas eran abstrusas; la concu-rrencia, mínima; las retribuciones fabulosas; no se hablaba en cas-tellano, sino en inglés, en latín, en hebreo... Todo ello ¿para qué?

Solitario en medio de este torbellino de absurdo, el primer director, don Porfirio Parra, no lograba, aun contando con el ca-riño y el respeto de la juventud, reunir en torno suyo esfuerzos ni entusiasmos. Representante de la tradición «comtista», heredero principal de Barreda, le tocó morir aislado entre la bulliciosa ac-tividad de la nueva generación enemiga del positivismo.

Días antes de su muerte, hubo de presidir la apertura del pri-mer «curso libre» de la Escuela, el de Filosofía, emprendido por don Antonio Caso con suceso ruidoso. La libre investigación fi-losófica, la discusión de los problemas metafísicos, hizo entrada de victoria en la Universidad. Y al mismo tiempo quedaba inau-gurada la institución del profesorado libre, gratuito para el Esta-do, que en la ley constitutiva de la Escuela se adoptó, a ejemplo de las fecundas universidades alemanas.

Durante la breve administración de don Alfonso Pruneda, cu-yas gestiones en pro del plantel fueron magnas, sobre todo por-que luchaban contra la momentánea pero tiránica imposición de

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la más dura tendencia antiuniversitaria, se desarrolló el profeso-rado libre, y obtuvo la Escuela entonces la colaboración (entre otras) de don Sotero Prieto, con su curso magistral sobre la Teo-ría de las Funciones Analíticas.

Vino después a la dirección, hace apenas un año, el princi-pal compañero de don Justo Sierra en las labores de instrucción pública, y trajo consigo su honda experiencia de la acción y la cultura, y su devoción incomparable por la educación nacional. Nadie mejor que él, que tantos esfuerzos tenía hechos en favor de la organización formal de los estudios superiores, compren-día que ya no era posible, sin riesgo de muerte para el plantel, retardarla más. Pero la Escuela se veía pobre de recursos, y sin esperanza de riqueza próxima. Afortunadamente, ahí estaba el ejemplo de lo realizado meses antes. Se podía contar con hom-bres de buena voluntad que sacrificaran unas cuantas horas se-manales (acaso muchas) a la enseñanza gratuita... No se equivo-có don Ezequiel A. Chávez, y logró organizar, con profesores sin retribución, pero no ya libres, sino titulares, pues así convenía para la futura estabilidad de la empresa, la Sub-sección de Estu-dios Literarios, que funcionó durante todo el año académico, y la de Ciencias Matemáticas y Físicas, que inició sus trabajos ya tarde. Una y otra, además de ofrecer campo al estudio desintere-sado, aspiran a formar profesores especialistas; y su utilidad para este fin ha podido comprobarse en los meses últimos: de entre sus alumnos han salido catedráticos para la Escuela Preparatoria. El curso de Ciencias y Arte de la Educación (que tomó a su car-go el doctor Chávez) sirve, al igual que en la Sorbona, como cen-tro de unificación, como núcleo sintético de la enseñanza. Una y otra sub-secciones se abren hoy de nuevo. A la dirección actual corresponderá organizar otras, cuando las presentes hayan en-trado en su vida normal1.

Ni se pretendió, ni se pudo, encontrar en nosotros, jóvenes la gran mayoría, maestros indiscutibles, dueños ya de todos los

1 El actual director es don Antonio Caso, que sucedió al doctor Chávez, al en-comendarse a éste la Rectoría de la Universidad de México.

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secretos que se adquieren en la experiencia científica y pedagógi-ca de largos años. Debo exceptuar, sin duda, como frutos de ma-durez definitiva, la vasta erudición filosófica de don Jesús Díaz de León y la profunda doctrina matemática y física de don Valentín Gama. Pero todos somos trabajadores constantes, fidelísimos de-votos de la alta cultura, más o menos afortunados en aproximar-nos al secreto de la perfección en el saber, y seguros, cuando me-nos, de que la sinceridad y la perseverancia de nuestra dedicación nos permitirán guiar por nuestros caminos a otros, de quienes no nos desplacería ver que con el tiempo se nos adelantasen.

La Sección de Estudios Literarios, única que ha completado su primer año, y única, además, de que personalmente puedo hablar con certidumbre, tiene para mí una significación que no dejaré de explicar. Yo la enlazo con el movimiento, de aspiracio-nes filosóficas y humanísticas, en que me tocó participar, a poco de mi llegada desde tierras extrañas.

Corría el año de 1906; numeroso grupo de estudiantes y es-critores jóvenes se congregaban en torno a novísima publica-ción2: la cual, desorganizada y llena de errores, representaba, sin embargo, la tendencia de la generación nueva a diferenciar-se francamente de su antecesora, a pesar del gran poder y del gran prestigio intelectual de ésta. Inconscientemente, se iba en busca de otros ideales; se abandonaban las normas anteriores: el siglo xix francés en letras; el positivismo en filosofía. La lite-ratura griega, los siglos de oro españoles, Dante, Shakespeare, Goethe, las modernas orientaciones artísticas de Inglaterra, co-menzaban a reemplazar el espíritu de 1330 y 1367. Con apoyo en Schopenhauer y en Nietzsche, se atacaban ya las ideas de Comte y de Spencer. Poco después comenzó a hablarse de prag-matismo.

En 1907, la juventud se presentó organizada en las sesiones públicas de la Sociedad de Conferencias. Ya había disciplina, crí-tica, método. El año fue decisivo: durante él acabó de desapare-cer todo resto de positivismo en el grupo central de la juventud.

2 La revista Savia Moderna.

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De entonces data ese movimiento que, creciendo poco a poco, infiltrándose aquí y allá, en las cátedras, en los discursos, en los periódicos, en los libros, se hizo claro y pleno en 1910, con las conferencias del Ateneo (sobre todo al final)3 y con el discurso universitario de don Justo Sierra, quien ya desde 1903, en su ma-gistral oración sobre Barreda, se había revelado sabedor de todas las inquietudes metafísicas de la hora. Es, en suma, el movimien-to cuya representación ha asumido ante el público Antonio Caso: la restauración de la filosofía, de su libertad y de sus derechos. La consumación acaba de alcanzarse con la entrada de la enseñanza filosófica en el «currículo» de la Escuela Preparatoria.

Mas el año de 1907, que vio el cambio decisivo de orienta-ción filosófica, vio también la aparición, en el mismo grupo juve-nil, de las grandes aspiraciones humanísticas. Acababa de cerrar-se la serie inicial de conferencias (con las cuales se dio el primer paso en el género, que esa juventud fue la primera en populari-zar aquí), y se pensó en organizar una nueva, cuyos temas fuesen exclusivamente griegos. Y bien, nos dijimos: para cumplir el alto propósito es necesario estudio largo y profundo. Cada quien es-tudiará su asunto propio; pero todos unidos leeremos o releere-mos lo central de las letras y el pensamiento helénicos y de los comentadores... Así se hizo: y nunca hemos recibido mejor dis-ciplina espiritual.

Una vez nos citamos para releer en común el Banquete de Platón. Eramos cinco o seis esa noche; nos turnábamos en la lectura, cambiándose el lector para el discurso de cada convida-do diferente; y cada quien la seguía ansioso, no con el deseo de apresurar la llegada de Alcibíades, como los estudiantes de que habla Aulo Gelio, sino con la esperanza de que le tocaran en suerte las milagrosas palabras de Diótima de Mantinea... La lec-tura acaso duró tres horas; nunca hubo mayor olvido del «mun-do de la calle», por más que esto ocurría en un taller de arquitec-to, inmediato a la más populosa avenida de la ciudad.

3 La de José Vasconcelos sobre «Don Gabino Barreda y las ideas contem-poráneas».

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No llegaron a darse las conferencias sobre Grecia; pero con esas lecturas renació el espíritu de las humanidades clásicas en México. Allí empiezan los estudios merced a los cuales hemos podido prestar nuestra ayuda cuando don Ezequiel A. Chávez nos llamó a colaborar en esta audaz empresa suya. De los siete amigos de entonces, cuatro trabajamos aquí, en esta Escuela4; y si los tres restantes no nos acompañan, les sustituyen otros amigos, inspirados en las mismas ideas.

Cultura fundada en la tradición clásica no puede amar la es-trechez. Al amor de Grecia y Roma hubo de sumarse el de las an-tiguas letras castellanas; su culto, poco después reanimado, es hoy más fecundo entre nuestros estudios de erudición; y sin perder el lazo tradicional con la cultura francesa, ha comenzado lentamen-te a difundirse la afición a otras literaturas, sobre todo la de In-glaterra y la de Italia. Nos falta todavía estimular el acercamiento –privilegio por ahora de unos pocos– a la inagotable fuente de la cultura alemana, gran maestra de la síntesis histórica y de la inves-tigación, cuando nos enseña, con ejemplo vivo, como en Lessing o en Goethe (profundamente amado por esta juventud), el per-fecto equilibrio de todas las corrientes intelectuales.

Las humanidades, viejo timbre de honor en México, han de ejercer sutil influjo espiritual en la reconstrucción que nos espe-ra. Porque ellas son más, mucho más, que el esqueleto de las for-mas intelectuales del mundo antiguo: son la musa portadora de dones y de ventura interior, «fors olavigera» para los secretos de la perfección humana.

Para los que no aceptamos la hipótesis del progreso indefi-nido, universal y necesario, es justa la creencia en el «milagro helénico». Las grandes civilizaciones orientales (arias, semíti-cas, mongólicas u otras cualesquiera) fueron sin duda admira-bles y profundas: se les iguala a menudo en sus resultados pero no siempre se les supera. No es posible construir con majestad

4 Los cuatro catedráticos a que aludo son Antonio Caso, Alfonso Reyes, Jesús T. Acevedo y el que suscribe. Los otros tres amigos, Rubén Valenti, Alfonso Cravioto y Ricardo Gómez Robelo.

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mayor que la egipcia, ni con elegancia mayor que la pérsica; no es posible alcanzar legislación más hábil que la de Babilonia, ni moral más sana que la de la China arcaica, ni pensamiento filosó-fico más hondo y sutil que el de la India, ni fervor religioso más intenso que el de la nación hebrea. Y nadie supondrá que son esas las únicas virtudes del antiguo mundo oriental. Así, la patria de la metafísica budista es también patria de la fábula, del «thier epos», malicioso resumen de experiencias mundanas.

Todas estas civilizaciones tuvieron como propósito final la es-tabilidad, no el progreso; la quietud perpetua de la organización social, no la perpetua inquietud de la innovación y la reforma. Cuando alimentaron esperanzas, como la mesiánica de los he-breos, como la victoria de Ahura-Mazda para los persas, las pusie-ron fuera del alcance del esfuerzo humano: su realización sería obra de las leyes o las voluntades más altas.

El pueblo griego introduce en el mundo la inquietud del pro-greso. Cuando descubre que el hombre puede individualmente ser mejor de lo que es y socialmente vivir mejor de como vive, no descansa para averiguar el secreto de toda mejora, de toda per-fección. Juzga y compara; busca y experimenta sin tregua: no le arredra la necesidad de tocar a la religión y a la leyenda, a la fá-brica social y a los sistemas políticos. Mira hacia atrás, y crea la historia; mira al futuro, y crea las utopías, las cuales, no lo olvide-mos, pedían su realización al esfuerzo humano. Es el pueblo que inventa la discusión; que inventa la crítica. Funda el pensamiento libre y la investigación sistemática. Como no tiene la aquiescencia fácil de los orientales, no sustituye el dogma de ayer con el dogma predicado hoy: todas las doctrinas se someten a examen, y de su perpetua sucesión brota, no la filosofía ni la ciencia, que cierta-mente existieron antes, pero sí la evolución filosófica y científica, no suspendida desde entonces en la civilización europea.

El conocimiento del antiguo espíritu griego es para el nues-tro moderna fuente de fortaleza, porque le nutre con el vigor puro de su esencia prístina y aviva en él la luz flamígera de la in-quietud intelectual. No hay ambiente más lleno de estímulo; todas las ideas que nos agitan provienen, sustancialmente, de Grecia, y

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en su historia las vemos afrontarse y luchar desligadas de los in-tereses y prejuicios que hoy las nublan a nuestros ojos.

Pero Grecia no es sólo mantenedora de la inquietud del es-píritu, del ansia de perfección, maestra de la discusión y de la utopía, sino también ejemplo de toda disciplina. De su aptitud crítica nace el dominio del método, de la técnica científica y fi-losófica; pero otra virtud más alta todavía la erige en modelo de disciplina moral. El griego deseó la perfección, y su ideal no fue limitado, como afirmaba la absurda crítica histórica que le negó sentido místico y concepción del infinito, a pesar de los cultos de Dionisos y Deméter, a pesar de Pitágoras y de Meliso, a pesar de Platón y Eurípides. Pero creyó en la perfección del hombre como ideal humano, por humano esfuerzo asequible, y preco-nizó como conducta encaminada al perfeccionamiento, como «prefiguración» de la perfecta, la que es dirigida por la templan-za, guiada por la razón y el amor. El griego no negó la importan-cia de la intuición mística, del «delirio» –recordad a Sócrates– pero a sus ojos la vida superior no debía ser el perpetuo éxtasis o la locura profética, sino que había de alcanzarse por la «sofro-sine». Dionisos inspiraría verdades supremas en ocasiones, pero Apolo debía gobernar los actos cotidianos.

Ya lo veis: las humanidades, cuyo fundamento necesario es el estudio de la cultura griega, no solamente son enseñanza inte-lectual y placer estético, sino también, como pensó Matthew Ar-nold, fuente de disciplina moral. Acercar a los espíritus a la cul-tura humanística es empresa que augura salud y paz.

Pero si es fácil atraerlos a la amable senda de las letras clási-cas, no lo es adquirir los dones que nos permiten constituirnos en guías. En la civilización europea, en medio de los movimien-tos portadores de nuevas fuerzas que lucharon o se sumaron con la corriente helénica, nunca desapareció del todo el esfuerzo por renovar el secreto de la cultura griega, extinto, al parecer, con la ruina del mundo antiguo. Renan ha dicho:

La Edad Media, tan profunda, tan original, tan poética en el vuelo de su entusiasmo religioso, no es, en punto de

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cultura intelectual, sino largo tanteo para volver a la gran escuela del pensamiento noble, es decir, a la anti-güedad. El Renacimiento no es sino el retorno a la ver-dadera tradición de la humanidad civilizada.

Pero el Renacimiento, que es el retorno a las ilimitadas pers-pectivas de empresa intelectual de los griegos, no pudo darnos la reconstitución crítica del espíritu antiguo. Fue época de creación y de invención, y hubo de utilizar los restos del mundo clásico, que acababa de descubrir, como materiales constructivos, sin cuidarse de si la destinación que les daba correspondía a la significación que antes tuvieran. La antigüedad fue, pues, estímulo incalcula-blemente fértil para la cultura europea que arranca de la Italia del siglo xv; pero se la interpretó siempre desde el punto de vista mo-derno: rara vez se buscó o alcanzó el punto de vista antiguo.

Cuando esta manera de interpretación, fecunda para los mo-dernos sobre todo en recursos de forma, dio sus frutos finales –como las tragedias de Racine y el Lycidas de Milton– la rectifi-cación se imponía. Y llegó al cabo, con el segundo gran movi-miento de renovación intelectual de los tiempos modernos, el dirigido por Alemania a fines del siglo xviii y comienzos del xix. De ese período, que abre una era nueva en filosofía y en arte, y que funda el criterio histórico de nuestros días, data la interpre-tación crítica de la antigüedad. La designación de «humanida-des», que en el Renacimiento tuvo carácter limitativo, adquiere ahora sentido amplísimo. El «nuevo humanismo» exalta la cul-tura clásica, no como adorno artístico, sino como base de forma-ción intelectual y moral. Anunciada por laboriosos como Gesner y Reiske, la moderna concepción de las humanidades, la defini-tiva interpretación crítica de la antigüedad aparece con Winckel-mann y Lessing, dos hombres comparables con los antiguos y con los del Renacimiento por la fertilidad de su espíritu, por la universalidad de sus ideas, por la viveza juvenil de sus entusias-mos, en suma, por el sentido de «humanidad» de su acción inte-lectual. Pero si Winckelmann, por su orientación más puramente estética, es, en el sentir de Walter Pater, el último «renacentista»,

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Lessing es el primer contemporáneo. Es uno de los pocos hom-bres que apenas tienen precursores en su obra. A él, y sólo a él, se debe la creación de la moderna crítica de las letras clásicas: de donde parte además la renovación completa de la crítica litera-ria en general.

Después del Laocoonte, en cuya atmósfera intelectual vivi-mos todavía, la legión de pensadores e investigadores procede a construir el edificio cuyo plano ofreció el maravilloso opúsculo. Herder, hombre de mirada sintética, esboza el papel histórico de Grecia, «escuela de la humanidad»; Christian Gottlieb Hey-ne funda la arqueología literaria; Friedrich August Wolf avanza aún más, y establece sobre bases definitivas, creando numerosí-sima escuela, la erudición clásica de nuestros días, que comien-za en el paciente análisis de los textos y llega a su coronamiento con la total interpretación histórica de la obra artística o filosófi-ca, situándola en la sociedad de donde surgió. Goethe suele in-tervenir en las discusiones críticas, proponiendo problemas o su-giriendo soluciones; y en su obra de creador recurre a menudo a los motivos clásicos, reanimándolos a nueva vida inmortal en las Elegías romanas, en la Ifigenia, en el Prometeo, en la Pandora, en la Aquileida, en la Helena del Fausto, y aun en el vago esbo-zo sobre la historia de la dulce Nausicaa. El «nuevo humanismo» triunfaba, y, como dice su historiador Sandys, Homero fue el hé-roe vencedor.

La división del trabajo comienza en seguida. Creuzer, con sus construcciones audaces, infunde inusitado interés al estudio de la mitología, y las encarnizadas controversias que engendra su Simbólica son prolíficas, sobre todo porque suscitan la apari-ción del Aglaophamus de Lobeck. Niebuhr, con sus trabajos sobre Roma, da el modelo de la posterior literatura histórica. Franz Bopp y Jacob Grimm organizan la ciencia filológica.

En torno a Gottfried Hermann y a August Boeckh se forman dos escuelas de erudición: una atiende a la lengua y al estilo de las obras, otra a la reconstrucción histórica y social. Una y otra, desligadas ya de sus primitivos jefes, crecen y se multiplican hasta nuestros días. La primera, en que sobresale con enérgico relieve

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la figura magistral de Lachmann, se entrega a la heroica labor de depuración de los textos, nunca conocida del vulgo, enclaustra-da y silenciosa, pero a la cual todos, a la postre, somos deudores. La segunda, que se enlaza con la investigación arqueológica, cu-yos maravillosos triunfos culminan en las excavaciones de Schlie-mann, acomete empresas más brillantes, de utilidad más inme-diata y de difusión mucho mayor: así las de Otfried Müller, acaso la más exquisita flor del «humanismo» germánico: héroe juvenil consagrado por la muerte prematura, y a cuya obra literaria con-cedieron los dioses el vigor primaveral y el «candor helénico».

Otfried Müller es el mejor ejemplo de los dones que ha de poseer el «humanista»: la acendrada erudición no se encoge en la nota escueta y el árido comentario, sino que, iluminada por sus mismos temas luminosos, se enriquece de ideas sintéticas y de opiniones críticas, y se vuelve útil y amable para todos expre-sándose en estilo elocuente. El tipo se realiza hoy a maravilla en Ulric von Wilamowitz-Moellendorf, el primero de los helenistas contemporáneos, pensador ingenioso y profundo, escritor ame-no y brillante.

Pero este movimiento crítico no se limitó a las literaturas an-tiguas. Los métodos se aplicaron después a la Edad Media y a la Edad Moderna y así, en cierto modo, nuevas literaturas se han sumado al vasto cuerpo de las humanidades clásicas.

Lejos de mí negar el alto papel que en la reconstrucción de las humanidades vienen desempeñando, como discípulos y co-laboradores de Alemania, las demás naciones europeas (inclu-so la Grecia actual) y los Estados Unidos. El devoto de las letras antiguas no olvidará la obra precursora de Holanda y de Ingla-terra en el siglo xviii; recordará siempre los nombres de Angelo Mai y de Boissonade, de Cobet y de Madvig, de Grote y de Jebb; fuera del mundo de la erudición, recibirá singular deleite con la deslumbradora serie de obras en que dieron nueva vida al tema helénico muchos de los más insignes poetas y prosadores del si-glo xix, sobre todo los ingleses; hoy mismo consultará siempre a Weil y a Egger, a los Croiset y a Bréal, a Gilbert Murray y a Miss Harrison, a Mahaffy y a Butcher; pero reconocerá siempre que

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de Alemania partió el movimiento y en ella se conserva su foco principal. Y todavía a Alemania acudimos, bien que no exclusiva-mente, en toda materia histórica: si para mitología, a Erwin Roh-de; si para la historia de Grecia, a Curtis y Droysen ayer, a Busolt y Belloch hoy; si para la de Roma, a Mommsen y Herzog; si para literatura latina a Teuffel; si para la filosofía antigua, a Zeller y a Windelband; si para literatura medioeval, a Ebert; si para la civi-lización del Renacimiento, a Burckhardt y a Geiger; si para letras inglesas arcaicas, a Ten Brink; si para literatura italiana, a Gas-pary; si para literatura española, a Ferdinand Wolf.

Las letras españolas no fueron las menos favorecidas por este renacimiento alemán; y de Alemania salieron los métodos que renovaron la erudición española, después de dos centurias de la-bor difícil e incoherente, cuando los introdujo el venerable don Manuel Milá y Fontanals, para que luego los propagaran don Marcelino Menéndez y Pelayo y su brillante escuela.

Hecho interesante: si el dominio magistral de la erudición en asuntos españoles corresponde hoy a la misma España, y, muerto el gran maestro, la primacía toca a su mayor discípulo, don Ra-món Menéndez Pidal, en cambio, entre las naciones extranjeras, la principal cultivadora de los estudios hispánicos no es hoy Ale-mania, sino los Estados Unidos, la enemiga de ayer, hoy la devota admiradora que funda la opulenta Sociedad Hispánica y multi-plica las labores de erudición en las universidades.

De toda esta inmensa labor humanística, que no cede en he-roísmo intelectual a ninguna de los tiempos modernos; que tie-ne sus conquistadores y sus misioneros, sus santos y sus mártires, hemos querido ser propagadores aquí. De ella no puede venir para los espíritus sino salud y paz, educación «humana», estímu-lo de perfección.

Y la Escuela de Altos Estudios podrá decir más tarde que, en estos tiempos agitados, supo dar ejemplo de concordia y de repo-so, porque el esfuerzo que aquí se realiza es todo de desinterés y devoción por la cultura. Y podrá decir también que fue símbolo de este momento singular en la historia de la educación mexica-na, en el que, después de largas vacilaciones y discordias, y entre

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otras y graves intranquilidades, unos cuantos hombres de buena voluntad se han puesto de acuerdo sacrificando cada cual egoís-mos, escrúpulos y recelos, personales o de grupo, para colaborar sinceramente en la necesaria renovación de la cultura nacional, convencidos de que la educación –entendida en el amplio sen-tido humano que le atribuyó el griego– es la única salvadora de los pueblos.

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La universidad*

Las páginas que siguen fueron escritas hace más de siete años (1913-1914) para servir a dos fines: el uno, formar parte de la tesis que sustenté para obtener el título de abogado en Méxi-co; el otro, contribuir a la defensa de la Universidad Nacional de México, organizada por Justo Sierra en 1910 y atacada por tar-díos discípulos de Comte, para quienes toda idea de universidad es enemiga del progreso científico y de la democracia. Diversos motivos contribuyeron a que el trabajo permaneciera inédito. De entonces acá, mis ideas sobre la institución universitaria han dado muchas vueltas: tantas, que han acabado por volver al pun-to de partida de hace ocho años. Enseñar en las universidades de los Estados Unidos –organizaciones híbridas y confusas– es una experiencia que hace despertar muchas dudas, mucho es-cepticismo sobre los problemas de la conservación y difusión de la cultura superior; pero la fe puede recobrarse cuando se pien-sa en la universidad como debe ser y como es a veces, la institu-ción creada por los países del Mediterráneo. Salen estas páginas,

* Tesis para obtener el título de abogado en la Escuela Nacional de Juris-prudencia de la Universidad de México en 1914. En El Heraldo de la Raza, México, 1919; Pedro Henríquez Ureña. Universidad y educación, Dirección Ge-neral de Difusión Cultural, 1ra. edición, Universidad Nacional Autónoma de México, 1969, pp. 57-83; Obras completas, Santo Domingo, Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña, 1977, t. II, pp. 319-346; Pedro Henríquez Ureña. Estudios Mexicanos, edición de José Luis Martínez, México, Fondo de Cultura Económica, 1984, pp. 311-324.

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pues, como se escribieron en otro tiempo; toda corrección im-portante o adición de ideas nuevas la relego a las notas o al «post-scriptum».

Mi tesis iba dedicada –y el tiempo que pasó no debe hacer-me omitir el homenaje debido a tan buenos luchadores– a la me-moria de Justo Sierra, fundador de la Universidad Nacional de México, bajo el patrocinio de Ateneo Promakos; a Ezequiel A. Chávez, colaborador del Maestro en la empresa de fundación y sostenedor principal de la Universidad; a Antonio Caso, Valentín Gama, Francisco Pascual García, Alberto J. Pani, Victoriano Pi-mentel, Alfonso Pruneda, Antonio Ramos Pedrueza, constantes defensores de la institución: Uno similares, cetera differunt.

Concepto de la universidad

Tantas han sido, durante cuatro años de prueba (1910-1914), las discusiones suscitadas por la institución de la Universidad Na-cional de México, que están exigiendo se le dedique estudio se-rio. Hasta ahora sólo merecen llamarse tales dos discursos: el inaugural, de majestuosa arquitectura, pronunciado por don Justo Sierra en septiembre de 1910; el conmemorativo, de sín-tesis crítica, pronunciado por don Ezequiel A. Chávez en honra del maestro fundador, en septiembre de 1913. Son, además, in-dispensables archivos de datos sobre la vida universitaria los dos informes del rector Eguía Lis, en 1912 y 19131.

1 El trabajo de Justo Sierra se publicó en folleto (Discurso pronunciado por el se-ñor licenciado don Justo Sierra, ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes, en la inauguración de la Universidad Nacional. México, Imprenta de Manuel León Sánchez, 1910) y se ha reimpreso en el volumen de sus Discursos (México, 1919). El discurso del señor Chávez está inédito, según creo [Chávez, Eze-quiel A. «Discurso pronunciado en el salón de sesiones del Consejo Univer-sitario el 13 de septiembre de 1913, en el acto en que se descubrió el busto del educador de la Universidad Nacional, don Justo Sierra», en el Boletín de Instrucción Pública, t. XXII, 1-3 (México, D.F., 1913), publicado también por la Revista Mexicana de Educación, 11, 17 (México, D.F., XII-1913), pp. 85-87]. De los informes del primer rector de la Univesidad, Dr. Eguía Lis, redactados

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El concepto general de universidad es el de una institución destinada a cumplir fines de alta cultura y de cultura técnica. Teóricamente, sobre todo para la opinión contemporánea, la universidad quizás debiera destinarse sólo a la alta cultura, a la investigación y al conocimiento desinteresado; históricamente, sin embargo, nunca ha desatendido la cultura técnica y práctica que lleva el nombre de educación profesional. La alta cultura y la cultura profesional, bien se ve, aunque por momentos coinci-dan, distan mucho de ser idénticas.

Difícil de definir en rigor absoluto, la alta cultura, en tér-minos generales y según acuerdo usual, comienza dondequiera que el estudio rebasa estos límites: el primero, las nociones fun-damentales que deben ser patrimonio de todo hombre útil, o sean las que imparte la escuela comúnmente llamada secunda-ria (por oposición a la primaria, que suministra los conocimien-tos mínimos necesarios a todo ciudadano de nación moderna, si no quiere condenársele a ser paria); el segundo, las nociones fundamentales y las de aplicación práctica, en órdenes especia-les (como la medicina o el derecho), que el público exige al que ejerce profesión.

Así, no pertenece a la alta cultura, sino a la media, a la que se obtiene en la escuela secundaria, el conocimiento de la clasifi-cación botánica y de especies que representan a cada familia de plantas; pero sí el conocimiento completo de la flora de una re-gión. No pertenece a la alta cultura, sino a la media, el estudio de los solos principios generales de la biología; pero sí el de todas las discusiones sobre la herencia de los caracteres adquiridos. No pertenecen a la alta cultura, sino a la profesional, el apren-dizaje de los códigos, o las artes de la ingeniería, o las reglas del

principalmente por don Francisco Pascual García como secretario, y por mi como oficial o prosecretario, solo se publicó el primero («Informe que el doctor don Joaquín Eguía Lis, rector de la Universidad Nacional de Méxi-co, eleva acerca de las labores de la misma Universidad, durante el período de septiembre de 1910 a septiembre de 1912, a la Secretaría de Instrucción Pública y Bellas Artes», México, 1912); el segundo, que era el más impor-tante, quedó sin publicar. Nota de 1921.

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diagnóstico; e igual cosa puede decirse, aunque por concepto distinto, de los principios generales del derecho, y de las mate-máticas aplicadas a la construcción, y de las nociones fundamen-tales de la patología; pero sí son cultura superior los estudios en que se procuran los orígenes sociales y la evolución histórica del derecho en cualquiera de sus aspectos; o la teoría de las funcio-nes, en la plenitud total de su desarrollo; o las controversias so-bre gérmenes patogénicos.

Teóricamente cabe larga disputa sobre el punto en que co-mienza la alta cultura, y aun sobre la propiedad de la expresión; pero prácticamente no surgen nuevas dificultades sobre la exten-sión que ha de abarcar. Tal cual vez, se toma por conocimiento superior el que no lo sería en épocas o países diversos: así, el es-tudio de idiomas como el árabe o el hebreo. En ocasiones, tam-bién, el carácter peculiar de una disciplina hace que se quiera re-servar para la alta cultura, aun cuando sus problemas y sus tesis deban interesar a todos: así, la filosofía, equivocadamente supri-mida de la enseñanza secundaria, pero que hoy se trata de rein-tegrar en ella, sobre todo en Alemania y en Francia, y en México ha reaparecido en la Escuela Preparatoria, donde ciertamente hacía falta. En sentido contrario, a las instituciones de alta cultu-ra suelen agregárseles las de cultura media, o poco superior, con el solo fin de que aquellas gobiernen y vigilen las labores de és-tas, que preceden a las propiamente universitarias.

Aunque en nuestros días se tiende, con frecuencia en teoría, a reducir la labor universitaria a la alta cultura, la universidad sir-vió desde su nacimiento a fines prácticos, y en ningún caso ha lo-grado desentenderse de ellos por entero: no en las instituciones alemanas, influidas por las iniciativas de Wilhelm von Humboldt y por el espíritu de empresa intelectual de los maravillosos días de Kant y Goethe; ni en las norteamericanas, ni en las inglesas modernas.

La universidad es –¡ella también!– herencia misteriosa de Gre-cia a la civilización moderna. Es la reaparición del pensamiento libre y de la investigación audaz que abrieron su palestra bajo los pórticos de Atenas; el espíritu curioso y ágil de la Academia y del

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Liceo reaparece en las turbulentas multitudes internacionales, re-beldes a las sanciones de la ley local, que se congregan clamoro-sas en torno a los «estudios» de Bolonia, de París, de Oxford, de Cambridge. Después del aparente estancamiento, debajo del cual con penoso esfuerzo se organizaba la sociedad europea, la germi-nación inicial del siglo que produce en Bolonia el primer núcleo de los que a poco se constituirían en universidad definitiva; pero a éste había precedido, desde el siglo ix, la Escuela de Medicina de Salerno, verdadero principio de la institución universitaria, y producto de las tradiciones de cultura antigua de la Magna Gre-cia antes de la difusión de la ciencia árabe en Europa.

De sus orígenes helénicos, la universidad recibió el espíritu de «discusión», característico, según Walter Bagehot, de las épocas de civilización superior; después que en el siglo xii se definieron los centros principales, en Italia, en Francia, en Inglaterra, con apoyo en la organización jurídica de los gremios escolares, de origen germánico, los siglos xiii y xiv vieron el apogeo de la dialé-ctica, precursora de las audacias del Renacimiento. Si más tarde, en los siglos xvii y xviii, la presión oficial amenazó esterilizar las universidades, la renovación intelectual iniciada por Alemania las salvó. Hoy la institución se ha extendido por todo el planeta: se ha multiplicado en Europa; los Estados Unidos la desarrollan; el Japón la adopta; Inglaterra la ha llevado al Canadá, a la India, a Nueva Zelandia, al África del Sur; sólo en la América española subsiste, por lo común, con vida vegetativa.

Destinada a la libre investigación por sus lejanos orígenes helénicos y por las modernas influencias germánicas; destinada también a la aplicación práctica de la cultura, por el mundo lati-no germano en que se desarrolló, la universidad debe compren-der escuelas profesionales y planteles para la pesquisa científica; suele contener, además, colegios de cultura general que a veces le sirven de pórticos.

La universidad medieval se constituía por cuatro facultades: tres profesionales, la de teología, la de medicina y la de derecho, y una, la de artes, preparatoria, aunque con frecuencia extendía sus labores más allá de la simple preparación. La investigación

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no contaba con plantel propio, pero se ejercía en cierto modo en discusiones públicas, ya que entonces apenas comenzaba a reaparecer el trabajo de laboratorio y de gabinete. A las facul-tades primitivas se han agregado, después del Renacimiento, y más aún durante el siglo xix, nuevos planteles: técnicos los unos, especialmente los de ingeniería; de cultura superior e investiga-ción los otros (cuando su objeto no es exclusivamente preparar para el magisterio), como las escuelas especiales de filosofía, de letras, de ciencias, o los institutos destinados a labores de gabine-te. En los países católicos, la facultad de teología ha desapareci-do: la destruyeron los seminarios, que hoy aspiran por sí solos a la categoría universitaria. Durante el siglo xix se desarrolló, par-tiendo de Inglaterra, y hoy se halla en apogeo, una nueva especie de actividad: la «extensión», la universidad popular, que lleva la cultura media o superior a los grupos sociales separados de ella principalmente por razones económicas.

Tres son hoy los tipos más importantes de universidad: el in-glés antiguo, el francés antiguo reformado, el alemán moderno.

El primero, representado por Oxford y Cambridge, no se pro-pone la investigación ni tampoco primordialmente la enseñanza profesional: su función característica es la alta educación desinte-resada, la cultura «humana», fundamentalmente humanística, sin utilidad directa para la vida económica, aunque sí rica en aplica-ciones a la conducta individual. De ahí que se diga, entre burlas y veras, que su objetivo es formar esa anticuada variedad de la es-pecie humana y resto del feudalismo: el gentleman, según la expre-sión del cardenal Newman.

El arquetipo de la Sorbona –reproducido por las universida-des provincianas de Francia, después de las reformas que siguie-ron a la era de la revolución–, realiza fines más o menos prácticos: prepara el ejercicio de las profesiones, inclusive la del magisterio superior. La investigación y la alta cultura hacen allí relativamente poco papel: para ellas existen otras instituciones especiales.

El tipo alemán, más lejano de las formas medievales que el inglés o el francés, se distingue por el inmenso desarrollo que ha dado a la investigación, aunque atiende con eficacia no menor a

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la enseñanza técnica. Cuando se sabe que Alemania ocupa hoy, como en 1800, el puesto primado entre los pueblos europeos por la amplitud de sus investigaciones, y se sabe además que esas investigaciones, con que a diario se enriquece la cultura univer-sal, se realizan las más veces en las instituciones universitarias, lo mismo para las matemáticas que para las ciencias naturales, lo mismo para la filosofía que para la historia, se explica por qué el tipo alemán goza de extraordinario prestigio e influye en todo el mundo teutónico y aún más lejos. A su influencia se debe, a partir de la fundación de John Hopkins, la nueva orientación de las universidades norteamericanas, aun de las más antiguas, como Harvard y Yale, fundadas sobre el tipo inglés clásico, y de las grandes universidades inglesas modernas: Londres, Manches-ter, Liverpool, Birmingham.

A veces, sin embargo, se oye decir que las universidades son organismos arcaicos y que «la verdadera universidad en nuestros días es una colección de libros», célebre frase cuyo sentido recti-ficó Carlyle en el discurso que pronunció al tomar posesión de la Rectoría en la Universidad de Edimburgo. En los pueblos de len-gua castellana, sobre todo los de América, que desgraciadamente sufren la exclusiva influencia de Francia en orden a la cultura e ignoran la vida intelectual de otros pueblos más ricos que el fran-cés en variedad de orientaciones y extensión de trabajos, existe vulgarmente la equivocada idea de que la universidad es sólo la reunión de las escuelas profesionales, que bien podían vivir so-las, y sirve para la transmisión del conocimiento, pero no para su progreso. Hay quienes llegan a más (por ejemplo, los «comtistas» mexicanos) y declaran que las instituciones universitarias son sos-tenedoras de la tradición, acaso hasta de la rutina, y enemigas de las nuevas ideas. Los sabios mayores, se atreven a agregar, no han sido miembros de ellas.

Pero la reunión de planteles bajo el nombre de universidad (supuesto que en él no se implicara más) realiza fines de coor-dinación intelectual y de independencia de la enseñanza públi-ca dentro de la vida política de las naciones. Tales objetos tuvo la institución en la Edad Media; tales tiene en el actual renacimiento

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universitario dirigido por Alemania. No es dable evitar que tal cual vez la institución sea reacia a nuevas doctrinas y tendencias: es defecto posible en todo grupo organizado o sin organizar. Y sobre todo, ¡habían de ser los «comtistas», ejemplo vivo de into-lerancia y desdén para las ideas de nuestros días, quienes habla-ran de reacción y de rutina!

Con la puerta abierta para los ‘‘profesores libres’’ (sistema que en México se adoptó en 1910), la universidad asegura, hoy mejor que nunca, la entrada de las ideas nuevas a su seno. Y cua-lesquiera que hayan sido las luchas entre la universidad y los pen-sadores e investigadores, en la Edad Media y en los tiempos mo-dernos; cualesquiera los agravios –a veces muy justos– que contra ella hagan valer Schopenhauer, o Comte, o Huxley; por más que sea lógico, y muy de desearse, que fuera de las instituciones uni-versitarias se formen también hombres de ciencia, las universida-des pueden demostrar que dentro de ellas han trabajado por lo menos la mitad de los sabios europeos a partir del siglo xii (y a ve-ces, como en la Alemania del siglo xix, la casi totalidad de los sa-bios). Los nombres de que la universidad europea tiene derecho a enorgullecerse comprenden, como se dice en el Informe del rector Eguía Lis en 1912, «desde Erasmo de Rotterdam hasta Max Müller, desde Galileo hasta Henri Poincaré, desde Sir Isaac Newton hasta madame Curie».

La Universidad de México

Las antiguas universidades españolas comienzan en el siglo xiii, y aun pretenden que antes (Palencia y Salamanca). Aun-que no compitieron en fama internacional con Bolonia, París, Oxford, Cambridge, Praga, Heidelberg, Lovaina, gozaron de re-nombre y atrajeron (especialmente Salamanca y Alcalá) gran concurso de estudiantes de toda España. Todas pertenecieron al tipo medieval, con sus cuatro facultades encaminadas a dar apti-tud en profesiones, y las discusiones y ‘‘actos públicos’’ como úni-ca muestra de originalidad individual entre sus miembros.

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Como el tipo medieval se perpetuara en la organización y la enseñanza, al llegar al siglo xviii se hallaban en plena decaden-cia. Las reformas iniciadas en 1771 y renovadas constantemente después, trataron de hacerlas entrar en las corrientes de la cultu-ra moderna. Pero esas reformas partían de los centros oficiales, y lograban a medias sus fines: la reforma efectiva vino mucho más tarde y hubo de salir del seno mismo de la universidad, cuan-do en los últimos años del siglo xix se establecieron en Oviedo Leopoldo Alas, Rafael Altamira, Adolfo Posada y otros benemé-ritos de la cultura española.

La universidad se trasplantó a América a raíz de la conquis-ta. La Imperial y Pontificia de Santo Domingo se estableció en 1538; y establecieron la Real y Pontificia de México en 1553; y a éstas siguieron, hasta el siglo xviii, las de Lima, Guatemala, Char-cas, Bogotá, La Habana, Guadalajara y Caracas. Aun otros esta-blecimientos, como el Estudio de jesuitas en la ciudad de Santo Domingo, adquirieron carácter universitario.

España no fue avara en dotar de centros de alta cultura al Nuevo Mundo. Pero estas instituciones, útiles al nacer, se estan-caron después. Los colegios jesuíticos les hicieron la guerra; los seminarios tridentinos, en unión de los anteriores, les arrebata-ron la flor de los aspirantes al sacerdocio, y aun a la abogacía; la medicina comenzaba a cultivarse con más libertad y perfección fuera de las aulas tradicionalistas (donde aún se dividían las pre-ferencias entre Hipócrates y Avicena): los colegios de ingeniería y de bellas artes, las expediciones científicas, la naciente prensa, atraían a muchos talentos. Las viejas instituciones llegaron al si-glo xix en plena inutilidad de verbalismo; murieron unas, como la de Santo Domingo y la de México, para renacer más tarde bajo nuevas organizaciones; subsisten otras, reformadas. Las univer-sidades más florecientes de nuestra América no son hoy las de abolengo español, sino las de fundación contemporánea en Chi-le, la Argentina y el Uruguay.

La antigua Universidad de México, abierta el 25 de enero de 1553 en cumplimiento de Cédulas Reales de 21 de septiembre de 1551 (confirmadas por la Sede Apostólica en 1555), contó

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entre sus primeros profesores a fray Alonso de la Veracruz y a Francisco Cervantes de Salazar; entre sus alumnos se contaron más tarde el dramaturgo Alarcón y el libertador Hidalgo. Co-menzó rigiéndose por los estatutos de la de Salamanca, que des-pués recibieron diversas reformas. La principal fue la del vene-rable Palafox, a fines del siglo xviii, inspirada en el propósito de dar a la institución fuerzas para competir en la enseñanza con la poderosa Compañía de Jesús.

Sus cátedras, ocho al principio, se aumentaron con el tiempo hasta veinticuatro, distribuidas en cuatro facultades: Arte, Teolo-gía, Medicina y Derecho (que en realidad comprendía dos carre-ras: Leyes, entendiendo por esta designación el Derecho Roma-no, y Cánones, o sea el Canónico). Fuera del «currículo» usual de las universidades españolas, hubo dos cátedras especiales: las de lenguas mexicanas, náhuatl y otomí. Los cursos eran gratui-tos, pero no así los grados.

La universidad era independiente por su dotación propia e in-tocable, y por su gobierno, compuesto del rector, jefe de la admi-nistración, del maestrescuelas, que compartía con él la jurisdicción universitaria y representaba, como es bien sabido, a la autoridad papal, y de ocho conciliarios. El rector, cuyo cargo era anual, se elegía, por notables conciliarios, de entre los doctores de la uni-versidad o incorporados en ella. No podían serlo los catedráticos en ejercicio, ni los religiosos regulares, ni los simples doctores en medicina o maestros en arte, ni los menores de treinta años: con-trariamente a lo que se usó en España, donde, por ejemplo, don Gaspar de Guzmán, futuro conde-duque de Olivares, ocupó la rectoría de Salamanca siendo estudiante aún. El virrey sólo ter-ciaba en la elección en caso de empate. A los claustros, en que se decidían asuntos de interés universitario general, debían asistir todos los doctores y maestros graduados de la institución.

¿Habría convenido a México la subsistencia de su antigua universidad? Acaso no: el arcaico plantel había perdido ya todo prestigio y toda utilidad cuando lo suprimió el patriarca del «liberalismo» mexicano, don Valentín Gómez Farías. Sus resurgimientos –absurdos algunos–, como que fueron obras

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de los gobiernos de Santa Ana, acabaron por quitarle toda se-riedad y no pudieron menos de ser efímeros: no hubo quien su-piera adaptarla a las nuevas necesidades sociales e intelectuales del país.

Dejemos la palabra, en este argumento, a testigo de mayor excepción, al insigne don Joaquín García Icazbalceta, autor de un esbozo histórico sobre la institución antigua, el cual podrá completarse ahora con el estudio de su interesante archivo y con la crónica del secretario Cristóbal Plaza, recién descubierta por don Nicolás Rangel.

Antes de desaparecer definitivamente, pasó la universi-dad por muchas vicisitudes en los tiempos modernos. Su primera extinción fue obra del presidente Gómez Farías en 1833. Santa Ana derribó esa administración y reinstaló la universidad en 1834, con variaciones en sus estatutos. El plan de estudios de 18 de agosto de 1843 hizo algo muy notable, cual fue quitar a los estudiantes de los «colegios» la obligación de asistir a las cátedras de la universidad. En 31 de julio de 1854 el mismo San-ta Ana la organizó de nuevo, variando las cátedras, las cuales quedaron únicamente para los «pasantes» de las diversas facultades, confiriendo el grado de doctor a muchas personas, sin preceder los ejercicios reque-ridos, e introduciendo multitud de reformas que no llegaron a establecerse por completo. El descrédito en que había caído la universidad, ya por inestabilidad de las leyes que la regían, ya por serle contraria la opi-nión dominante, vino a ser causa de que sólo existiese de nombre, sirviendo el edificio más bien para eleccio-nes políticas, y aun para cuartel, que para la enseñan-za. El presidente Comonfort la extinguió por Decreto de 14 de septiembre de 1857, el cual fue derogado por otro del general Zuloaga, a 5 de mayo de 1858. En una orden del 23 de enero de 1861 dispuso el presidente Juárez que la universidad volviera al estado en que se

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encontraba antes del Plan de Tacubaya, esto es, que quedara extinguida, y que el local, con cuanto le per-tenecía, fuera entregado al señor José Fernando Ra-mírez. Después, no sé si por disposición especial de la «Regencia» o simplemente por considerarse de hecho nula la orden citada, revivió la universidad a media-dos de 1863, hasta que el emperador Maximiliano la suprimió definitivamente, por su decreto de 3 de no-viembre de 1865.

Cuando, en 1910, don Justo Sierra organizó la institución existente, la Universidad Nacional de México, ésta era una nece-sidad de civilización para el país. Las condiciones de la vida in-telectual mexicana exigen que haya un centro de coordinación, de difusión y de perfeccionamiento; no más capillas; no más la-bor aislada y secreta, ajena por igual al estímulo y a la censura; no más desconocimiento de «valores» no más olvido inconsulto de las tradiciones; no más desorientación.

Dos influencias combinadas formaron la Universidad de México: la francesa, representada por don Justo Sierra; la ale-mana, representada por don Ezequiel A. Chávez. Siguiendo la primera, se incorporaron a la institución las Escuelas de Juris-prudencia y de Medicina, y aún podremos decir que las de Inge-niería y Arquitectura: aunque en Francia éstas no forman parte de la universidad, el principio que determina su incorporación, como escuelas de profesión científica, es el mismo que rige a la Sorbona. Además, de acuerdo con la tradición medieval de la fa-cultas artium, se sumó la Escuela Preparatoria. A la tendencia ale-mana se deben la creación de la Escuela de Altos Estudios (aca-so merecedora de otro nombre que no despertara suspicacias en los intelectuales) y la incorporación, antes a medias, hoy en vías de ser completa, de los planteles de investigación (Institutos Mé-dico, Patológico, Bacteriológico, Geológico; Observatorios Me-teorológico, Astronómico; Museo de Historia Natural; Museo de Arqueología, Historia y Etnología) y aún otros centros menos ac-tivos. Las reformas emprendidas por la Secretaría de Instrucción

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Pública y Bellas Artes en los últimos meses, de las cuales se ha realizado ya la separación de la Escuela Preparatoria, se inclinan más a las ideas alemanas que a las francesas.

Entre los propósitos con que nació la Universidad Nacional de México (y que constan en su Ley Constitutiva) se hallaba la «extensión universitaria». El ejemplo y la palabra viva de don Ra-fael Altamira, cuyo viaje se realizó meses antes de la fundación del nuevo plantel, suscitaron en los círculos oficiales grande en-tusiasmo por la «extensión»; don Pablo Macedo dio los pasos ini-ciales para la fundación de una empresa semejante. Fundada ya la Universidad Nacional, en su Consejo se presentaron y discutie-ron proyectos «extensivos», llevándolos hasta sus últimos porme-nores... menos la ejecución. Al fin, fuera del mundo oficial, y con el franco propósito de no pedir ayuda gubernativa, el Ateneo de México fundó en 1912 la Universidad Popular Mexicana. El dis-tinguido escritor don Pedro González Blanco y yo propusimos la idea de la asociación fundadora; y el instituto vive y prospera gra-cias al magnífico esfuerzo de sus dos primeros rectores, don Al-berto J. Pani y don Alfonso Pruneda, sobre todo al de éste.

No comprende la Universidad Nacional de México facultad o escuela de teología. El artículo 4° de la ley de 14 de diciembre de 1874 prohíbe la instrucción religiosa en los establecimientos de la federación, los estados y los municipios. Si el Congreso tu-viera empeño en crear una facultad universitaria de teología sin tocar a la ley reformadora, acaso pudiera apoyarse en la distin-ción entre las nociones de la religión y la teología, y declarar que la enseñanza de ésta no es estrictamente instrucción religiosa, y que los estudiantes de la facultad no estarían obligados a some-terse a los dogmas que allí se expusieran, pues a la Iglesia es a quien incumbe el exigirles la sumisión más tarde, si los admite al sacerdocio. Pero sí es seguro que los legisladores del 74 pen-saron en que prohibían para los establecimientos oficiales la en-señanza teológica y no la meramente dogmática y catequística de la religión; y como la educación encaminada al sacerdocio tiene sus órganos propios, los seminarios, que ya en México y en Puebla han ascendido a la categoría de universidades pontificias

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(conforme a las disposiciones de la Instrucción Papal de 1896), no hay conflicto que temer quizá por mucho tiempo.

Existen en México, pues, tres especies de universidades (la mayor, oficial o Nacional, la Popular, y la Pontificia) cuyos cam-pos de acción están por ahora perfectamente deslindados y li-bres de interferencia. Aun cuando más tarde lleguen a coincidir los trabajos de la Nacional y la Popular, no se estorbarán sino que colaborarán en una misma empresa urgentísima.

¿Es obligación del Estado sostener la cultura universitaria?

Uniforme es el concepto general que se desprende de todas las teorías, antiguas y modernas, sobre el Estado: su objeto es el bien social. Ya se comprende: cualesquiera hayan sido los pro-cesos según los cuales llegaron los hombres a constituirse en so-ciedad (y hoy no cabe dudar de que esos procesos fueron fenó-menos espontáneos y necesarios, «fenómenos naturales»; ni de que, cuando llegaron al punto de la «intelección», debieron de producir, como fundamento inteligible de la organización civil, nociones muy semejantes a la vieja idea del «contrato social» de Altusio y de Grocio, de Hobbes y de Spinoza, de Rousseau y de Kant, anunciada en la filosofía griega desde Protágoras)2, nadie pensará que los hombres quisieron unirse, ni instintiva ni racio-nalmente, por su propio mal. Aun las tesis pesimistas que lo afir-man, con aparente ayuda de la historia, implican el reconoci-miento del objetivo contrario como el que «debiera ser».

Las controversias surgen apenas se procura definir el bien so-cial que debe proponerse el Estado: cuál sea, y con qué amplitud. Pero prácticamente, las naciones modernas han abandonado la

2 Ha de advertirse que mientras la baja literatura jurídica se entretiene en burlarse de Rousseau, a quien con grave ignorancia supone inventor del contractualismo, los más altos pensadores del derecho, como Georg Jelli-neck, Bernard Bosanquet y Woodrow Wilson, reconocen la importancia de la teoría y aun recogen de ella enseñanzas.

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tradición platónica, no del todo extinta entre los escritores, se-gún la cual el Estado debe «hacer felices» a los ciudadanos (aun contra sus ideas individuales): el Estado se limita hoy a asegurar a los hombres aquel mínimum de felicidad que obtenemos de la abstención ajena, del respeto al derecho de cada quien. No pre-tende obligamos al amor, pero sí logra evitar a menudo los efec-tos violentos del odio. No puede crear el orden moral, pero sí lo-gra mantener el orden jurídico.

Pero el «estado-policía» no basta para fines políticos de la so-ciedad actual, o bien hay que ampliar la noción de las funciones de policía y vigilancia. Como el excesivo poder de los gobiernos suscitó larga serie de fructíferas reacciones populares durante toda la edad moderna, la resonancia de esas reacciones en la es-fera teórica produjo los singulares extremos del individualismo liberal de que es tipo el clásico folleto de Herbert Spencer, Man versus the State. Enfrente de esta tendencia surgió bien pronto la que acabó por vencerla: el socialismo, cuya fuerza estriba en ha-ber llevado a la vida política grandes problemas que no estaban previstos en las constituciones liberales y que han debido resol-verse fuera de ellas o contra ellas.

Efectivas ya las «garantías de libertad», ruidosamente exigi-das por el siglo xviii, el liberalismo pretendió que el Estado se mezclara lo menos posible en las acciones del ciudadano, para bien o para mal –arriesgándose con ello posibles pérdidas graves–; y ahora el socialismo, que en realidad no ataca los beneficios prác-ticos alcanzados en la era de las constituciones, ha reclamado de nuevo la activa intervención del poder público para dar al indivi-duo toda una serie de «garantías económicas».

Las funciones teóricas del Estado, después de atravesar la cri-sis de «reducción» que les impuso el liberalismo individualista de mediados del siglo xix (ese liberalismo de Inglaterra, Francia y los Estados Unidos, en cuyo ambiente nacen la Constitución Mexicana de 1857 y las Leyes de Reforma), han vuelto a crecer, y ahora se estima que el Estado tiene el derecho y la obligación de intervenir en todo: en apariencia, sin cortapisas, como anta-ño; en realidad con limitaciones serias: su injerencia debe ser

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justificada plenamente por la necesidad social, inequívocamen-te pedida por la vox populi, y sujeta a la discusión y a la crítica de todos los ciudadanos.

Así, para Jellineck, el Estado debe proponerse la finalidad de una civilización superior como medio de alcanzar la finalidad de poder, protección y derecho.

El principio supremo a que debe tender la actividad del Estado es favorecer el desarrollo progresivo del conjunto del pueblo y de sus miembros... Desde el punto de vista de la justificación teleológica, el Esta-do es la asociación soberana de los miembros de un pueblo, dotada del carácter de personalidad jurídica, y cuya actividad sistemática y centralizadora satisface, ejerciéndose por medios exteriores, los ‘‘intereses soli-darios’’ del individuo, de la nación y de la humanidad, en el sentido de un desarrollo progresivo.

La moderna doctrina jurídica no cree necesaria ni posible científicamente una clasificación completa de las funciones del Estado. Limítase a aceptar sistemas de clasificación empírica, entre los cuales acaso goce de mayor auge el de «autoridades» (descartada la teoría de los tres poderes, de Montesquieu, que se refiere, más que a los fines, a las formas originarias de la ac-tividad política). Según el sistema de «autoridades», son cinco los géneros de actividad del Estado: las relaciones exteriores, la gobernación interior, la justicia, la hacienda pública, y la guerra, o mejor, diríamos, la organización de la defensa armada, pues-to que la guerra misma es hecho extrajurídico. Si el Estado asu-me otras obligaciones, si crea nuevos ministerios o secretarías, se estima que lo realiza dividiendo labores, generalmente las de la gobernación (por ejemplo, cuando se separa de ésta el cuidado de la salubridad), o encargándose de administraciones que po-drían estar en manos de particulares (por ejemplo, los correos, los telégrafos, los ferrocarriles). En el último caso se halla la ins-trucción.

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La instrucción es necesaria para todo hombre. La naturaleza educa por sí sola, a su modo, pensaba Huxley; su educación es «obligatoria»; pero dura y larga con exceso. La educación artifi-cial debe ser una anticipación de la natural. En la vida moderna, ser ciego no es mayor limitación que no saber leer; ser cojo es menos grave que no saber escribir. Supuesta la necesidad prác-tica de la educación, el primer deber del Estado es exigirla a to-dos; el segundo deber es darla a los que no tengan recursos para proporcionársela a sí mismos.

Pero no siempre las doctrinas han aceptado este criterio (para mí el justo) respecto de la instrucción. La lógica del libera-lismo extremista produjo a veces esta absurda tesis (ya la comba-tía Fichte en sus admirables Discursos a la nación alemana, obra de las que crean espíritu nacional): si el hombre es libre, lo es ple-namente, lo es hasta para su dueño; para ser ignorante, si quie-re; para dejarse arrebatar el fruto de su trabajo, si quiere; para privarse de la libertad, en suma. Afortunadamente para México, ninguna de esas ideas se impuso aquí: aun podría decirse que triunfó el exceso contrario, la «libertad por fuerza», como en el caso de las órdenes monásticas, si no se supiera que los motivos reales fueron otros superiores. ¡Ojala que la legislación del traba-jo, aquí apenas naciente, no tropiece con aquella absurda rémo-ra, que ya encontró donde tal vez no se esperara, en la Suprema Corte de los Estados Unidos!

En su admirable ensayo La libertad, obra de liberalismo previ-sor, dice John Stuart Mill:

Traer un hijo a la existencia sin la perspectiva de que podrá, no sólo dar alimento a su cuerpo, sino instruc-ción a su espíritu, es un crimen moral, tanto contra la infortunada criatura, como contra la sociedad; y si el padre no cumple su obligación, el Estado debe hacer que se cumpla.

Woodrow Wilson dice en su más conocida obra (El Estado, párrafo 1534):

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Hay un campo en que el Estado parece, a primera vis-ta, usurpar la función de la familia. Es éste el campo de la educación. Pero no es así en realidad. La educación es oficio propio del Estado por dos razones... La edu-cación popular es necesaria para la conservación de aquellas condiciones de libertad política y social que son indispensables al libre desenvolvimiento del indi-viduo. En segundo lugar, ningún instrumento menos universal en su poder que el gobierno parece asegu-rar la educación popular. En suma, para asegurar la educación popular es necesaria la acción de la socie-dad como un todo, y la educación popular es nece-saria para igualar las condiciones nacidas del desen-volvimiento personal, objeto propio de la sociedad. Sin la educación popular, además, ningún gobierno que descanse en la acción popular puede ser durade-ro: es preciso enseñar al pueblo los conocimientos, y, si es posible, las virtudes de que dependen la conser-vación y el éxito de las instituciones libres. Ningún go-bierno libre puede vivir si deja que se pierdan las tra-diciones de su historia, y en las escuelas públicas esas tradiciones pueden ser cuidadosamente conservadas y adecuadamente introducidas en el pensamiento y las conciencias de las generaciones.

Los dos escritores que he citado no se refieren a la instrucción superior, pues en Inglaterra y los Estados Unidos sólo son públicas y gratuitas la primaria y la secundaria: salvo excepciones contadas, las universidades no son de libre acceso. Pero entre nosotros, don-de rara vez la iniciativa particular crea o sostiene instituciones de estudio, superior o inferior, ¿debe la acción oficial ir más allá de la instrucción primaria, destinada a todos, y de la cultura media, desti-nada a grandes masas? ¿Debe el Estado pagar la cultura técnica y, lo que es más, la alta cultura, patrimonio de minorías exiguas? La pri-mera, cuyo fin es utilitario para el que la recibe, y la segunda, que es un lujo, ¿no deben ser costeadas por el que ha de disfrutarlas?

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No. No sólo de instrucción primaria y secundaria viven las so-ciedades. A veces en Francia se ha tocado el problema: elocuen-temente lo ha hecho Renan, entre otros. Francia pudo resarcir-se fácilmente de la enorme indemnización de la guerra del 70; pero, ¿si en vez de indemnización pecuniaria, hubiera sacrifica-do, como mitológicamente en el tributo al Minotauro, hombres escogidos; si hubiera perdido sus quinientos, o siquiera sus cien, hombres más cultos? El descenso de su papel en el mundo ha-bría sido brusco y por largos años irreparable. La cultura técnica no es útil sólo para el que la adquiere: también lo es para la so-ciedad, que la necesita y la pide.

La alta cultura no es un lujo: los pocos que plenamente la al-canzan son los guardianes del conocimiento; sólo ellos poseen el laborioso y sutil secreto de la perfección en el saber; sólo ellos, maestros de maestros, saben dar normas ciertas y nociones segu-ras a los demás; a los profesionales, a los hombres de acción su-perior, a los guías de la juventud. Sin los maestros dueños de alta cultura, no tendría un país buenos hombres de profesión ni de enseñanza; vegetarán sus empresas, sus construcciones, sus leyes, sus escuelas. Las escuelas elementales son imperiosa necesidad social; pero no pueden prosperar si no son la base de una pirá-mide cuya cima es la universidad.

Donde la iniciativa de los particulares no basta para sostener la alta cultura, el hacerlo es obligación perentoria del Estado. No hay justicia en la censura que se dirige a las clases ricas de México por incapaces de sostener la cultura. No creamos en fortunas fa-bulosas. Aun las mayores que aquí existen –ya lo observó Alexan-der von Humboldt, y la situación no ha variado– son difíciles de movilizar; están vinculadas a la tierra. No perdamos el tiempo en culpar a quienes, si nada hacen, tampoco podrían hacer mucho. No quedan otros recursos que los del Estado; y a éste sí debe exi-gírsele.

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¿Cómo debe el Estado intervenir en la administración universitaria?

A primera vista, el hecho de sostener pecuniariamente una actividad produce el derecho de administrarla. En los negocios comunes, el instituir una simple donación, o una pensión, o una fundación, da derecho a imponer condiciones que pueden lle-gar hasta la administración personal. Con apoyo en este ejem-plo, se declararía desde luego que la universidad, instituida por el Estado, debe ser administrada por él. En general, cuando el Estado organiza y sostiene un servicio público, lo administra, y excluye a los simples particulares, como tales, de la administra-ción, para asegurar la perfecta eficacia de ésta.

Pero en los negocios comunes también, cuando el dar es pro-ducto de una obligación, no produce el derecho de administrar: así en el caso de los alimentos. Cuando el Estado concede una pensión, tampoco se atribuye el derecho de imponerle limitaciones adminis-trativas, sino sólo de orden público, como la conducta honesta.

Las funciones del Estado, cuando se refieren a los ciudadanos en conjunto y no individualmente, ofrecen el doble carácter de obligación y derecho. Frente a los derechos individuales, el Esta-do sólo tiene obligación: darles garantías. Frente a las obligacio-nes públicas del individuo, el Estado tiene derecho: el de aplicar las sanciones en caso de violación. Pero en las funciones que se refieren al conjunto de los ciudadanos, el Estado, que socialmen-te equivale a ese conjunto, aunque jurídicamente es su represen-tante, es a un tiempo el sujeto del derecho y el sujeto de la obli-gación: tiene el derecho de instituir y administrar los servicios públicos, aunque el particular, individualmente, quiera impedir-lo; tiene el deber de instituirlos y administrarlos, y, si falta, el par-ticular puede pedirle que cumpla.

La instrucción pública, pues, como función del Estado, da a éste obligaciones y derechos. La principal obligación es sostener-la pecuniariamente. ¿Hasta dónde debe extenderse el poder del Estado en la administración de la enseñanza? ¿Hasta dónde debe extenderse en el caso particular de la universidad?

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Hay, de país a país y de época a época, formas muy diversas de relación entre la educación pública y el Estado. En México ha cambiado y seguirá cambiando la relación. La instrucción públi-ca, como organización dirigida por el Estado de modo inmedia-to, es creación del final de la Edad Media.

Pero, desde luego, el Estado no es el gobierno ni menos el Poder Ejecutivo. Para quienes no imaginan la organización gu-bernativa sino bajo la forma de tres poderes (clasificación to-talmente empírica, que Montesquieu nunca pretendió erigir en principio científico, sino señalar como fruto de experiencia prác-tica), será imposible concebir a las instituciones educativas como organización autónoma frente a las demás del Estado. Esto, si no existe en forma plena, sí se encuentra en formas aproximadas (así como, en otro orden, existe en el Estado de Ohio la admi-nistración de la hacienda pública completamente separada del Ejecutivo, constituyendo una especie de «Ejecutivo del dinero», como dice mi maestro Hostos). En diversos Estados de la Unión Americana los Consejos de Educación son quienes gobiernan la instrucción pública: y estos Consejos se forman por elección po-pular, en la cual participan las madres de familia.

La universidad de la Edad Media rara vez dependía del Es-tado, aunque de él obtenía cartas y concesiones: era una insti-tución internacional, con privilegios papales, con fuero dentro de la nación y del municipio en que se hallaba. De su privilegia-da situación jurídica nacieron, en buena parte, sus éxitos y sus prestigios: a ella se acogían multitudes, miles de hombres, como maestros, doctores, escolares y dependientes. El nombre mismo, «universidad», proviene de la corporación estudiantil, el gremio escolar, organizado sobre el modelo de las Ligas germánicas, y al cual bien pronto se otorgaron derechos de persona jurídica. Su carácter internacional se revelaba, por ejemplo, en el jus ubique docendi que confería a sus maestros.

En la Edad Media, la universidad hubo de ser teatro de lu-chas entre la Iglesia Católica y el Estado, sobre todo a propósi-to de la enseñanza del derecho, y el poder político acabó por arrancarle los fueros que en gran parte emanaban de su rival.

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Cuando la institución se reorganizó en el siglo xix, no conservó sus antiguos fueros (salvo en unas pocas, como Oxford y Cam-bridge, nunca sujetas a revoluciones), pero sí adquirió de nuevo independencia: aun las que más duramente cayeron bajo la féru-la del Poder Ejecutivo, han ido libertándose de ella poco a poco (así en Francia).

Las universidades inglesas clásicas se gobiernan autonómica-mente de hecho. Jurídicamente, sin embargo, se apoyan en es-tatutos aprobados por el Parlamento, y éste podría decidir (cosa que jamás ha hecho) ejercer sobre ellas el poder que ahora no tiene; pero aun en caso semejante, Oxford y Cambridge conta-rían, para su defensa, con los representantes parlamentarios que eligen.

Las universidades alemanas reciben del gobierno su orga-nización y sus leyes, inclusive las reglamentarias, que se dictan oyendo a la institución. Pero son independientes para la elec-ción de su gobierno propio, su rector y su Consejo; para su dis-ciplina interna, que todavía conserva, del antiguo fuero, una li-mitada jurisdicción penal; y sobre todo para la enseñanza y la investigación. De hecho son independientes dentro del Estado, como dice Paulsen en su obra magistral (Las universidades alema-nas y el estudio universitario).

La Universidad Nacional de México y sus planteles depen-den del Poder Legislativo para la expedición o modificación de sus leyes constitutivas y planes de estudios y para la aprobación de sus gastos y de sus asignaciones en el Presupuesto Federal de Egresos; dependen del Poder Ejecutivo en su administración, por medio del Secretario de Instrucción Pública y Bellas Artes y de los directores y profesores que nombra. Teóricamente, los catedráticos gozan de libertad en sus enseñanzas. La creación de la universidad, en 1910, dio a las escuelas, no mayor indepen-dencia, pero sí mayor intervención que antes en la formación de planes y en la provisión de cátedras. Las reformas en perspecti-va acaso principien a establecer la necesaria autonomía, que la voz pública pide, para poner coto a los abusos cometidos en tres años por los poderes políticos.

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La distribución constitucional de todas las actividades del gobierno mexicano en tres poderes impide la existencia de la universidad como entidad libre por completo. Administrativa-mente, pues, deberá depender de la Secretaría de Instrucción Pública, y legislativamente del Congreso Federal; pero las inter-venciones de la una y del otro, por igual peligrosas, pueden re-ducirse a justos términos. El gobierno, decía Wilhelm von Hum-boldt, no debe tener otro papel que el de suministrar los medios necesarios; nunca debe mezclarse en los asuntos internos de la universidad; debe siempre tener presente que no es capaz de ha-cer la obra de ésta y que sólo sirve de estorbo cuando interviene en ella.

El Congreso sería el llamado a expedir y modificar las leyes constitutivas, pero siempre oyendo al cuerpo universitario; apro-baría, como es de ley, los presupuestos, así como los gastos he-chos, aunque en el primer punto es indispensable poner corta-pisas a su acción inconsulta: la Cámara de Diputados reduce las partidas a voluntad, sin criterio fundado, y hasta suprime, con quitarles la asignación, puestos, cargos, servicios e instituciones. Esta última posibilidad, recién descubierta por los diputados, re-sulta a tal punto absurda y perniciosa (no necesito aducir ejem-plos), que urge suprimirla reglamentando las facultades de la Cámara en materia de presupuestos (inciso VI de la sección A del artículo 72 de la Constitución Federal). Pero la universidad acaso no quedaría suficientemente garantizada con la sola decla-ración de que la Cámara no puede suprimir instituciones al dis-cutir presupuestos: así se la salvaría del riesgo que ha corrido ya en dos ocasiones, pero podría quedar sujeta a una vida precaria o a una distribución absurda de sus gastos (como lo es, sin ir más lejos, la del presupuesto vigente en este año fiscal). La solución no parece fácil: para evitar el peligro de la mala distribución, y dejar en manos del gobierno universitario el reparto de fondos, podría acudirse al sistema, también peligrosísimo, de las partidas globales; para salvar de pobreza a la institución, la Ley Constituti-va de 1910 la declara persona jurídica capaz de adquirir bienes, y tres presupuestos le asignaron fondos propios: en el actual se les

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suprimió, y no por altos motivos. En este punto era mucho más sabia la legislación española: la vieja Universidad Real y Pontifi-cia de México tuvo sus fondos propios intocables.

Por lo que respecta al Poder Ejecutivo, únicamente debería servir de intermediario entre el Congreso y la universidad: aun podría extenderse a resolver conflictos interiores de ésta, cuando su cuerpo directivo no bastara. Pero es innecesario que el Ejecuti-vo nombre a uno siquiera de los profesores o dependientes de la universidad. El personal administrativo debe ser nombrado por el director de cada plantel: el principio está ya aceptado en la Ley Constitutiva de la Escuela de Altos Estudios, cuyo director tiene facultad de nombrar a todos sus empleados. El personal directi-vo y docente debe ser nombrado por el Consejo Universitario, y, para los interinatos, por el solo rector de la universidad. En el sis-tema vigente, el Consejo es quien propone los profesores titula-res al Ejecutivo. Si se dictaran las reformas que ahora estudian la universidad y la Secretaría de Instrucción Pública, el mismo Con-sejo será quien proponga los nombramientos de rector y directo-res. Actualmente, el rector sólo nombra a los profesores libres; se-gún las reformas, podrá nombrar a los interinos también.

Pero si la próxima ley universitaria no rompiera todavía con la rutina de que el Ejecutivo sea quien nombre el profesorado, otra ley posterior deberá atacarla francamente. Todo nombra-miento universitario debe ser hecho dentro de la universidad: ésa ha sido la tradición general en Europa; ésa es la única prácti-ca aquí. Normalmente, es decir, sin atender a casos excepciona-les demasiado fáciles de recordar, el rector de la universidad ha de ser persona de mayor cultura y experiencia pedagógica que el secretario de Instrucción Pública; normalmente, el Consejo de la universidad, formado en parte por elección y en parte «ex-oficio», estudia y delibera mejor que el secretario de Instrucción Pública ayudado de consejeros ocasionales cuya capacidad es imprevisible. Normalmente, pues, son el rector y el Consejo quienes mejor co-nocen y aquilatan las aptitudes intelectuales y morales de los hom-bres que han de ser directores y catedráticos; normalmente, tam-bién, son ellos quienes mejor pueden juzgar los planes de estudios

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y programas, y no el secretario de Instrucción Pública, ni menos el Congreso, constituido por toda clase de profesores.

La libertad de los profesores universitarios en su enseñanza cabe dentro de la garantía del artículo 4° constitucional, sin otra restricción que la relativa a la instrucción religiosa, contenida en la ley de 1874. De hecho, la enseñanza en las escuelas de Méxi-co ha estado siempre cohibida por muchas restricciones que no podrán desaparecer mientras no se normalice la vida política del país. Contra ellas es inútil clamar: son producto inevitable de la época, y no causan perjuicio grave. La enseñanza puramente teó-rica sí está ajena a cortapisas; y la institución de los profesores li-bres asegura nuevas posibilidades de libertad.

La universidad como persona jurídica

La Universidad Nacional de México es, por disposición de su ley constitutiva, una «persona jurídica», como son la mayoría de las instituciones extranjeras semejantes, públicas o privadas: como lo es también la Universidad Popular Mexicana, de funda-ción particular.

No hay para qué discutir la noción de «persona jurídica» o moral. En último término, aquellos sobre quienes han de recaer los efectos reales y prácticos de la actividad de la «persona mo-ral» son hombres, individuos, personas «naturales». Ihering es irrefutable en este argumento.

Pero la noción de personalidad jurídica no coincide con la de la personalidad humana como fuente y centro de derechos. Esta última es única e indivisible; como, efectivamente y a la postre, es quien recibe las consecuencias de la actividad social, posee siem-pre, potencialmente íntegros, los derechos que antaño se llama-ban naturales. Es ésta la persona que, aun antes de nacer, se halla bajo la protección de la ley.

Pero si los derechos de la persona humana, en sí mismos, son únicos e indivisibles, y por cualquier camino que se ejerzan producen sobre ella sus efectos todos y tienen en ella su destino,

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el modo de ejercicio de esos derechos sí sufre grados y matices. El ejercicio del derecho, y no los resultados finales del derecho mismo, es lo que, a mi ver, caracteriza a la personalidad jurídica. Esta es una abstracción de cualidades de la otra, de la natural, y, así, puede negarse a determinados individuos y concederse, en cambio, a determinadas agrupaciones sociales. La corporación es un órgano para ejercitar derechos (que afectan, en realidad, a personas naturales); es una de las formas que toma la personali-dad en derecho, ‘‘una forma de síntesis jurídica –dice Jellineck– por la cual se expresan las relaciones jurídicas de la unidad de asociación y sus relaciones con el orden jurídico’’.

La universidad de la Edad Media fue persona jurídica «sui generis»: no creo inexacto llamarla persona jurídica «de dere-cho internacional». Ese carácter, que engendraba el fuero uni-versitario, se lo atribuían por igual los Estados nacionales y la ma-yor institución internacional, la Iglesia Católica Romana.

No subsiste hoy la universidad como persona internacional, aunque restos de las antiguas relaciones universitarias entre los pueblos perduran, por ejemplo, en Bolonia. La universidad mo-derna es persona jurídica del derecho, privado o público, pero siempre interno, de cada nación.

La de México es persona jurídica de derecho público, y es la única creada por ley especial, la única que se agrega a las que señala el Código Civil del Distrito Federal (artículo 38, fracción I): «La Nación, los Estados y los Municipios». La principal conse-cuencia que surge de esta disposición de la ley es la capacidad de la institución para adquirir y administrar bienes.

La personalidad reconocida a los servicios públicos –dice M. León Michaud– puede dar por resultado au-mentar sus recursos atrayendo hacia ellos los deseos de generosidad de los particulares: no se acostumbra regalar al Estado... El patrimonio probablemente se utilizará mejor, y sobre todo se manejará mejor, por un establecimiento con personalidad que por un ser-vicio dependiente del Estado... El solo hecho de ser

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propietario del establecimiento le asegura una especie de independencia, lo coloca en cierta medida fuera de las fluctuaciones de la política y lo sitúa estrictamente en su misión especial.

¿Surgirá también de la personalidad jurídica de la universi-dad un principio de fuero universitario? La universidad, como persona jurídica, ¿tiene, por ejemplo, los mismos derechos que la persona privada a la inviolabilidad del domicilio? Pienso que no. Los derechos de las personas jurídicas, en las leyes mexica-nas, son principalmente los encaminados a fines económicos; y si el domicilio de una corporación es inviolable, por el carácter privado de aquella, los establecimientos de la universidad, por ser ésta parte de la administración, están sometidos a las mismas reglas que todos los de carácter oficial.

De todos modos, la personalidad jurídica de la institución es principio fecundo para el porvenir; es comienzo de independen-cia. Asiéndose a él, la universidad podrá desarrollar libremente muchas actividades y organizarse finalmente como entidad au-tónoma.

Conclusión

Concebida idealmente como república aristocrática, en cu-yas asambleas se oyera la voz de los mejores, pero en represen-tación, lejana o próxima, de todos; en donde junto a la palabra del rector sonara la del alumno y junto a la del representante del Poder Ejecutivo la del delegado libremente electo por los profe-sores; núcleo coordinador, donde la discusión depurara las ideas de cada grupo y las tendencias de cada escuela; donde la tradi-ción significara corriente, nunca rota pero nunca estancada, de doctrina y de esfuerzo, a la cual se sumara cuanto de estimulan-te aportasen el antes desconocido profesor libre y el universal-mente famoso profesor extranjero,–la universidad creada por Justo Sierra deberá realizar con el tiempo cuanto él quiso que

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realizara–. Dígalo, si no, su supervivencia en medio de los furio-sos ataques que amenazaban derribarla. Dígalo, en fin, la febril actividad que hoy la agita, y que es prenda de fecundidad futura, porque revela el ingente anhelo de civilización, el porfiado em-peño de formar patria intelectual, que se enciende como delirio en el espíritu de unos cuantos hombres firmes en medio a la ver-tiginosa convulsión de la patria real de los mexicanos. Por ellos, que creen en la eficacia de su esfuerzo contra los amagos de rui-na, ha de decirse con Fichte:

La fe de los hombres nobles en la perpetua duración de su influencia en este mundo se funda en su con-fianza en la perpetua duración del pueblo de que pro-ceden y de la individualidad de él... Esa individualidad es lo eterno en que confían, la eternidad de su yo y de su influencia, el orden eterno de cosas en que colocan su propia eternidad...

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El primer libro de escritor americano*

¿Cuál es el libro más antiguo de escritor nacido en América? Don Joaquín García Icazbalceta, en su Bibliografía mexicana del si-glo xvi (México, 1886), y don José Toribio Medina, en su Impren-ta en México (primer tomo, Santiago de Chile, 1912), mencionan más de diez obras publicadas en la Nueva España por autores allí nacidos, y unas cuantas de autores cuyo origen es dudoso. El pri-mero de los indiscutiblemente mexicanos, según el orden de pu-blicación, es fray Juan de Guevara, autor del perdido Manual de doctrina cristiana en lengua huasteca que se imprimió en 15481. El segundo en el orden, y primero que publica libro en castellano, es el agustino fray Pedro de Agurto, autor del Tractado de que se deben administrar los Sacramentos de la Sancta Eucharistia y Extrema unction a los indios de esta Nueva España (1573).

Pero don Carlos M. Trelles, en su Ensayo de bibliografía cuba-na de los siglos xvii y xviii (Matanzas, 1907), atribuye a la isla de Santo Domingo, primer país colonizado por los españoles en el Nuevo Mundo, la probabilidad de haber dado cuna «al primer americano que escribió y publicó un libro», a saber, fray Alonso

* En The Romanic Review, Vol. 7, Núm. 3, julio-septiembre 1916, pp. 284-187; en Boletín de la Universidad Nacional de México, 1916; en Revista de Filología, Buenos Aires, 1918; en La Cuna de América, Santo Domingo, Núm. 27-28, diciembre de 1919. Traducido al inglés en Inter America, Nueva York, 1918, Vol. 1, Núm. 6, pp. 389-392. Reproducido en Obra crítica, pp. 604-608.

1 Fray Juan de la Cruz, autor de la segunda Doctrina cristiana en lengua huaste-ca, impresa en 1571, no parece haber sido mexicano, sino español.

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de Espinosa. El libro en que funda su hipótesis el señor Trelles se intitula Del origen y milagros de la Santa Imagen de Nuestra Señora de Candelaria, que apareció en la isla de Tenerife, y, según la Bibliote-ca Hispana sive Hispanorum de Nicolás Antonio (Roma, 1672), se publicó en 1541, siete años antes que el más antiguo opúsculo de autor mexicano.

Mis investigaciones me hacen creer que Santo Domingo pro-dujo, en fray Alonso, a uno de los más antiguos escritores de Amé-rica. Fue del siglo en que vivieron las poetisas dominicanas doña Leonor de Ovando y doña Elvira de Mendoza; y, entre los mexica-nos, no sólo Guevara y Agurto, sino también, junto a otros menos interesantes, Tadeo Niza (cuyo libro histórico sobre la conquista de México, que se dice escrito hacia 1548, no llegó a las prensas), el médico fray Agustín Farfán, los poetas Francisco de Terrazas y Antonio de Saavedra Guzmán, y el historiador fray Agustín Dávi-la Padilla; y finalmente, entre los sudamericanos, Pedro de Oña y el Inca Garcilaso de la Vega. Faltan datos para suponer que fray Alonso haya sido el más antiguo de todos. El libro sobre la Cande-laria de Tenerife, suyo o ajeno, no se publicó en 1541. La primacía continúa, pues, correspondiendo a Guevara y Agurto.

He aquí lo que sabemos sobre el escritor dominicano: «Fve hijo desta Ciudad (la de Santo Domingo) el Reverendo Padre Fray Alonso de Espinosa, Religioso Dominico, que escrivio vn elegante Comentario sobre el Psalmo 44. Eructavit cor meum ver-bum bonum». Esto dice Gil González Dávila en su Teatro eclesiás-tico de la Santa Iglesia Metropolitana de S. Domingo y vidas de sus obispos y arzobispos, que forma parte del Teatro eclesiástico de la pri-mitiva Iglesia de las Indias Occidentales (dos volúmenes, Madrid, 1649-1655).

¿Es este fray Alonso de Espinosa el mismo religioso dominico que escribió una exposición, en verso castellano, del salmo xli, Quem ad modum desiderat cervus ad fontes aquarum, y el libro sobre la imagen de Candelaria, en el cual manifiesta haber recibido los hábitos en Guatemala? El padre Juan de Marieta, en la segunda parte de su Historia eclesiástica de España (tres volúmenes, Cuenca, 1594-1596), hace al autor de la Candelaria «natural de Alcalá de

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Henares» y declara que aún vivía en 1595. Nicolás Antonio iden-tifica a los dos Espinosa, y asegura que otro tanto hace fray Alon-so Fernández. Probablemente, el padre Fernández hablaría del asunto en su Notitia Scriptorum Praedicatoriae Familiae, obra inédi-ta de que hace mención el gran bibliógrafo del siglo xvii, pues nada descubro en la Historia eclesiástica de nuestros tiempos (Tole-do, 1611).

Beristáin (Biblioteca hispano-americana septentrional, tres volú-menes, México, 1816-1821) acepta la identificación de los dos Espinosa, pero con intención contraria a la de Nicolás Antonio: si el último aboga por el nacimiento europeo, el primero está por el americano. Hablan de Espinosa, según él, Altamura, escri-tor de quien nada he podido conseguir, pero que no parece bien informado, y el padre Antonio Remesal, en cuya Historia de la pro-vincia de San Vicente de Chiapa y Guatemala, de la Orden de nuestro Glorioso Padre Sancto Domingo (Madrid, 1619) sólo he logrado no-ticias (pp. 712 ss.) de otro Espinosa, oaxaqueño: este segundo o tercer fray Alonso, mencionado allí brevemente, no parece ha-ber estado en Guatemala, y Beristáin le distingue, con toda clari-dad, del personaje doble en quien me ocupo.

No estoy convencido de la identificación sostenida por Nico-lás Antonio. Pero las pruebas en contra no son todavía comple-tas. Los dos Espinosa coinciden en el nombre, el hábito religioso y probablemente la época: pues, aunque no poseemos fecha nin-guna relativa al dominicano, se colige que vivió en el siglo xvi, ya que fray Alonso Fernández escribía muy desde los comienzos del xvii. No coinciden ni en el lugar de nacimiento ni en las obras que escribieron. La semejanza en el tema de los Salmos es super-ficial: el fraile dominicano comenta, en prosa, el xliv; el complu-tense amplifica, en verso, el xli.

He aquí, textualmente, lo que dice Nicolás Antonio en la pri-mera edición de su Bibliotheca Hispana Nova:

F. Alphonsus de Espinosa, Compluti apud nos natus, cujus rei testis est Ioannes Marieta, Sancti Dominici amplexatus est apud Guatemalenses Americanos regulare Institutum; at

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aliquando in Fortunatas Insulas, potioremque illarum Tene-rifam advectus, non sine Superiorum auctoritate scripsit.

Del origen, y Milagros de la Imagen de Nuestra Señora de Candelaria. Anno 1541. 8. Eodem tempore pro facultate impetranda typorum, & publicae lucis, ad Regium Senatum detulit, ut moris est, de Interpretatione Hispanica Psal-mi XLI, Quemadmodum desiderat Cervus ad tontes aquarum & a se versibus facta.

Alphonso Spinosae in Insula Sancti Dominici nato, hujus-met Instituti Dominicanorum, tribuit Aegidius Gonzalez Davila in Theatro Indico-Ecclesiastico elegantem Com-mentarium super Psal. XLIV. Eructavit cor meum &. quem cur a superiore distinguam, non video, uti nec distin-guit Alphonsus Fernandez.

Acéptese o no la identificación entre el Espinosa de Alcalá y el de Santo Domingo, la obra que, según el señor Trelles, podría ser la primera publicada por escritor americano, no se dio a luz en el año de 1541 sino en el de 1594. La fecha 1541 es una erra-ta de las ediciones de Nicolás Antonio: es evidente que el biblió-grafo escribió 1591, pues alude a las licencias de publicación del libro sobre la imagen de Candelaria, en las cuales se menciona el trabajo poético sobre el salmo XLI. La fecha 1545 que da Be-ristáin no es sino una nueva errata.

El libro sobre la imagen de Candelaria no pudo imprimir-se antes de 1591. El autor habla, en el capítulo III, de sucesos de 1590, y su prohemio está fechado en el Convento de la Can-delaria, en Santa Cruz de Tenerife, a 14 de mayo de 1590. La aprobación, dada por el buen poeta y fraile carmelita Pedro de Padilla, el privilegio del rey (la una y el otro se refieren al libro sobre la Candelaria y al trabajo sobre el salmo xli), la licencia del Provisor de Las Palmas, el testimonio del Provisor de Cana-rias, todo tiene fecha de 1591. El libro lo imprimió, finalmente, Juan de León, en Sevilla, el año de 1594. Existen ejemplares de

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esta edición príncipe en las colecciones de la Sociedad Hispáni-ca de América, en Nueva York, del Museo Británico y del Duque de T’Serclaes en Sevilla. He consultado el primero. Del segundo habla el insigne americanista Sir Clements Markham, y del terce-ro don José Toribio Medina (Biblioteca hispano-americana, Santia-go de Chile, 1898-1907). El ejemplar de la Sociedad Hispánica perteneció a León Pinelo; mide 14 cm. por 10, y, como está falto de portada y colofón, se han fotolitografiado éstos en hojas suel-tas. La portada dice:

del OriGen / y MilaGrOs de la / Santa Imagen de nues-tra Señora de / Candelaria, que apareció en la Isla / de Tenerife, con la descripción / de esta Isla. / Com-puesto por el padre fray Alonso de Espinosa / de la Orden de Predicadores, y Pre- / dicador de ella. / (Estampa de la Vir-gen con el niño en brazos) / cOn PrivileGiO. / Impres-so en Seuilla en casa de Iuan de Leo. / Año de 1594. / Acosta de Fernando de Mexia mercader de libros.

La obra está dividida en cuatro partes o libros: el primero tra-ta de los guanches, antiguos habitantes de las Canarias; el segun-do, de la aparición de la imagen (antes de la conquista, según la leyenda); el tercero, de la invasión y conquista de las islas por los españoles; el cuarto, de los milagros atribuidos a la imagen. Se reimprimió en 1848, como parte de la Biblioteca Isleña publicada en Santa Cruz de Tenerife, y recientemente la tradujo al inglés Sir Clements Markham, bajo el título de The Guanches of Tenerile. The Holy Image of Our Lady of Candelaria and the Spanish Conquest and Settlement, by the Friar Alonso de Espinosa (publicaciones de la Hakluyt Society; Londres, 1907).

University of Minnesota

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La República Dominicana*

El primer país colonizado por los españoles en el Nuevo Mundo fue la isla de Santo Domingo, situada entre Cuba y Puer-to Rico y dividida en dos naciones, la República de Haití y la Re-pública Dominicana, víctimas hoy, ambas, de injustificada inter-vención extranjera.

«País quizá el más hermoso del globo, pero que en sus arca-nos destinó la providencia de ser el más desgraciado», dijo Was-hington Irving. Hace unos ochenta años que esta frase salió de la pluma del patriarca de las letras norteamericanas, pero todavía, y hoy tal vez más que nunca, es verdadera.

Geográficamente, el país no pudiera estar mejor situado: ha-llase en la orla exterior de la región tropical de las Américas, en la cadena de islas que circundan el mar Caribe, en la ruta hacia otro océano, hacia el golfo de México, hacia «los paraísos de la América Central», hacia Venezuela y Colombia. Otro paraíso es él también. Cálido, a veces con exceso, en las costas; más templado en porciones del interior, es inagotable en fertilidad, en variedad

* En Cuba Contemporánea, tomo XV, Núm. septiembre de 1917, tomo XV, año V, Núm. I, pp. 38-49; De mi patria, Publicaciones de la Secretaría de Estado de Educación, Santo Domingo, 1974, Vol. III, pp. 325-332; Obras completas, tomo III, Santo Domingo, UNPHU, 1977, pp. 331-340; Obra dominicana de Pedro Henríquez Ureña, Santo Domingo, Sociedad Dominicana de Bibliófilos, 1988, Vol. 66, pp. 406-413. Enviada por el autor desde Madrid al editor de la revista Cuba Contemporánea.

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de plantas florales y frutales, y a la vez inofensivo y manso en su fauna: no hay allí, como dijo el poeta Gaston Deligne, «ni ofidia-no, ponzoñoso, ni felino feroz; tampoco hay buitres». Colón des-cribe la isla: «La Española es maravilla: las sierras y montañas y las vegas y las campiñas y las tierras tan hermosas y gruesas para plantar y sembrar, para criar ganado de todas suertes, para edifi-cios de villas y lugares».

Colón llego a Guanahaní el 12 de octubre de 1492. El 5 de diciembre descubrió la isla que llamó, en latín, Hispaniola, nom-bre que luego, erróneamente traducido al castellano, se convir-tió en «Española»1. Dejó allí una guarnición que los indígenas atacaron y destruyeron. En su segundo viaje, 1493, fundó la pri-mera ciudad cristiana del Nuevo Mundo, la Isabela, llamada así en honor de la Reina Católica. Más tarde, el hermano del Descu-bridor, el Adelantado don Bartolomé Colón, fundó, el día 4 de agosto de 1494, la ciudad de Nueva Isabela, llamada más tarde Santo Domingo de Guzmán. Esta ciudad, la más antigua existen-te hoy en América, fue establecida en la orilla oriental del Oza-ma; poco después se trasladó a la orilla occidental. Otras ciuda-des y villas se fundaron luego: en pocos años la isla fue colonia importante y centro de las expediciones de conquista y coloniza-ción de las islas vecinas y de la tierra firme.

Bajo esta aparente prosperidad, sin embargo, existían los gérmenes de inmediata decadencia. La isla se hallaba poblada por indígenas del grupo «lucayo». Es punto menos que imposi-ble fijar con certeza el número de ellos. El P. Las Casas, con su exageración característica, los calcula en cinco millones; otros cálculos los reducen a un millón. Lo prudente parece estimar que la población no sería menor de quinientos mil, pero no de-bía llegar al millón.

Viviendo en aquella isla fertilísima, donde el calor incita al reposo y la abundancia evita el trabajo, estos indígenas eran

1 Es todo lo contrario: Cristóbal Colón la llamó originalmente La Española, término que, latinizado por Pedro Mártir de Anglería, se convirtió en His-paniola.

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pacíficos e inactivos. Su estado de civilización era rudimentario: hallándose en la edad de la piedra pulida. El contacto con la ci-vilización española les aniquiló: no tuvieron fuerza para resistir, como los indígenas que habitaban los continentes. Según pare-ce, los habitantes de las regiones del Norte eran poco guerre-ros; los del Sur (especialmente los del cacicazgo de Higuayagua), acostumbrados a resistir a los caribes de las islas menores, pelea-ban más. Los que pelearon fueron destrozados, los que cayeron bajo el dominio español perecieron en gran número, agobiados por el trabajo y las epidemias. El último núcleo de rebelión, a cuya cabeza se hallaba el cacique Guarocuya, bautizado con el nombre de Enriquillo, pudo resistir con las armas y logró obte-ner el derecho a vivir con relativa autonomía. Poco a poco, este núcleo, y los pequeños grupos subsistentes bajo el dominio espa-ñol, fueron fundiéndose con la población europea. Al principiar el siglo xix, probablemente no existía ya en la isla ningún indí-gena de raza pura.

La raza india, aunque sometida de hecho a los conquistado-res, tenía derechos; derechos no desemejantes a los del menor de edad. Se consideraba al indígena como necesitado de protec-ción. De ahí las «encomiendas», instituidas en su favor, pero en realidad más ventajosas para el patrono que para el protegido, obligado a pagar la protección con su trabajo. Socialmente, el in-dígena podía ser igual al conquistador, y los matrimonios entre las dos razas eran frecuentes.

Pero la disminución de la indígena provocó la aparición de otra raza extraña, la africana, traída al Nuevo Mundo para susti-tuir a la diezmada población nativa. Esta nueva raza vivió en es-clavitud durante trescientos años. En la isla de Santo Domingo, dejó de ser esclava a principios del siglo xix. En la actual Repúbli-ca Dominicana la desigualdad social ha desaparecido también, en gran parte, y el hombre de raza africana obtiene allí, propor-cionalmente, mayores ventajas que en cualquier otro país donde su número sea menor que el de la raza blanca.

No hubo, como se ve, graves problemas sociales de raza o cas-ta en esta colonia española; pero sí apuntaron desde temprano

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problemas económicos y políticos. La primera mitad del siglo xvi está nena de grandes conquistas en los dos continentes del Nuevo Mundo; todos los conquistadores partieron de Santo Do-mingo, o pasaron por allí, para emprender sus conquistas. Junto a estas nuevas adquisiciones, la importancia de Santo Domingo se redujo a bien poca cosa. El vasto imperio colonial adquiri-do por España era un problema nuevo en la historia; y a nadie debe sorprender que la nación conquistadora no dispusiera de elementos suficientes para desarrollar por igual todas sus colo-nias. Unas tenían que sufrir para que otras crecieran. Mientras México y el Perú se desarrollaban, las antiguas comenzaron a vegetar. En Santo Domingo quedó sólo un núcleo de institucio-nes de alta dignidad, un régimen gubernativo complicado, en una población reducida y dentro de sus sistemas económicos de aislamiento e improductividad sorprendentes. Durante el siglo xviii, la colonia no tenía ya razón de ser: no producía nada; Espa-ña no sacaba de ella ningún beneficio, y la sostenía meramente como lujo: los fondos para pagar a los empleados gubernativos tenían que llevarse de México. La parte occidental era la menos poblada y allí, desde el siglo xvii, por iniciativa privada al princi-pio, oficialmente después, Francia fue adquiriendo dominio. En el siglo xviii, España había reconocido los derechos de Francia: la colonia francesa, enteramente extraña a la española, se ha-bía desarrollado hasta adquirir gran esplendor; y finalmente, en 1794, con el Tratado de Basilea, Carlos IV cedió a Francia toda la isla. Sin embargo, la antigua colonia siguió siendo española por el espíritu; no se mezcló con el elemento francés de la porción occidental. Cuando los esclavos de aquella porción se rebelaron contra Francia y organizaron (1804) la nación que lleva el nom-bre de República de Haití, la porción oriental sufrió incursiones y depredaciones de parte de los rebeldes, pero no se unió a ellos: no había, entre los habitantes de Santo Domingo y los de Haití, ninguna comunidad de intereses y de ideales. Francia perdió, pues, la colonia que había fundado sobre tierras arrancadas día por día a España y conservó la que diez años antes era españo-la, donde nadie hablaba aún el francés. Pero en 1808, cuando

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Napoleón invadió a España, el sentimiento español de la antigua colonia se exaltó con los ecos del Dos de Mayo, y los habitantes de la antigua colonia arrojaron a los franceses y se reincorpora-ron a la metrópoli primitiva.

La reincorporación, muestra rara de lealtad, no trajo be-neficios ningunos: España atravesaba la más aguda crisis de su historia contemporánea por una parte; luchaba contra Francia en Europa; por la otra, contra sus colonias rebeladas en los dos continentes del Nuevo Mundo. En 1821, cuando la libertad de la América española estaba cerca de su consumación, don José Núñez de Cáceres, hombre de grande inteligencia y energía, proclamó la independencia de Santo Domingo. España no se es-forzó en reconquistarnos.

Al año siguiente los haitianos invadieron a Santo Domingo. Los dominicanos nunca se mezclaron con los invasores, y en 1844 lograron expulsarles. Dos hombres de cultura y de patriotismo, Duarte y Sánchez, dirigieron este movimiento de libertad.

La República Dominicana tuvo entonces dicisiete años de vida independiente; pero, fatigada por la lucha contra sus veci-nos, y dudando de sus propias fuerzas, se reincorporó a España, por segunda vez, en 1861. No agradó esta nueva reincorpora-ción al espíritu nacional, que iba adquiriendo conciencia de sí propio, y se entabló entonces una nueva guerra, que terminó en 1865 con la retirada de las tropas españolas.

Libre ahora por tercera vez, y sin temor ya de los haitianos, la República comenzó a desarrollarse con relativa rapidez. Setenta años de incertidumbres, de guerras y de calamidades no eran la mejor escuela de democracia: pero la diminuta nación hacía es-fuerzos por aprender, sola, sin ayuda alguna, la difícil lección del gobierno propio. Hubo momentos de grande actividad: hubo períodos de paz fructífera. Hombres eminentes dieron, en oca-siones, ejemplos de gobierno magnánimo.

Al comenzar el siglo xx, cuando la nación parecía salir a flo-te hacia mares tranquilos, la fatalidad trastornó su fortuna. Nuevas complicaciones, políticas y económicas, se atravesaron en la ruta y de ahí nació, en 1907, la oficiosa injerencia de los Estados Unidos.

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De esta injerencia oficiosa, complicada más tarde con intrigas y con-nivencias, había de surgir la presente e inusitada intervención, que parece haber aniquilado, con su injusticia esencial y sus injusticias diarias, el espíritu del pueblo dominicano. Parece, he dicho.

¿Cuáles son los títulos de la República Dominicana como na-ción? Geográficamente son pocos sus títulos: es sólo una porción de una isla. Sin embargo, hay otras naciones, en Europa y en Amé-rica, menores, o poco mayores, en cuanto a territorio. En reali-dad, Santo Domingo debería ser parte de la Confederación de las Antillas, ideal de Hostos y de Martí, acaso irrealizable, si no ha de cesar la situación de dependencia en que se halla Puerto Rico.

Los títulos de Santo Domingo no son principalmente geo-gráficos; son más bien espirituales. Santo Domingo es un frag-mento de la gran familia hispánica, que ha vivido vida precaria, pero propia, durante más de cuatro siglos; y que luchará por per-sistir mientras habite en la tierra nativa el último descendiente de los colonizadores.

Políticamente, no parece que pueda alegar mucho en su abo-no. Pero sí hay algo, y no es muy poco, para quien sepa observar. Basta estudiar la actuación de sus libertadores. Núñez de Cáce-res, Duarte, Sánchez, Mella, Luperón y la obra de sus mejores go-bernantes, para comprender que existe allí el verdadero germen del gobierno propio, germen que sólo necesita desarrollarse libre-mente, sin ajena intervención ni presión extraña, para convertirse en planta fructífera. País que produjo estadistas distinguidos en la época colonial, como lo fue don Francisco Javier Caro, diputado a las Cortes Liberales y ministro del Supremo Consejo de Indias; país que produjo hombres en quienes la alteza del pensamiento y la energía del patriotismo iban siempre juntas –tales Núñez de Cáceres, Duarte, Sánchez–; país que ha tenido gobernantes como Espaillat y Billini, y realizado esfuerzos meritorios, entre inmensas dificultades, para alcanzar la vida democrática, especialmente des-de 1874, no puede decirse que no revele capacidad política.

En las costumbres privadas, Santo Domingo conserva las tra-diciones españolas. A los ojos de los hombres educados en la tra-dición anglosajona, esas costumbres aparecerán como exóticas, y

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aun extrañas, sobre todo en lo que atañe al amor y a la valentía per-sonal. Pero, en muchos órdenes; esas costumbres son patriarcales y excelentes. Todo viajero advierte, al recorrer la República, la tradi-cional ausencia de bandidos y la seguridad de los caminos.

Como toda la América Latina, el pueblo dominicano es, oficial-mente, católico; pero en las clases superiores predomina la indife-rencia, al igual que en otros países españoles. Nunca ha habido en el país luchas religiosas, ni religioso-políticas, como en México. La religión sólo ha motivado disputas relacionadas con la instrucción pública: ya se han resuelto en favor de la educación laica.

Seguramente los mayores títulos que puede ostentar Santo Domingo son sus esfuerzos en pro de la cultura. No encontrare-mos allí grandes florecimientos de las artes plásticas o de la mú-sica; los dos campos en que se han concentrado los esfuerzos de cultura son la educación y las letras.

Las mejores obras de arquitectura que posee la República son las de la época colonial, especialmente las iglesias y las casas señoriales de la ciudad de Santo Domingo. Allí también pueden encontrarse las mejores muestras de escultura (la estatuaria co-loreada de iglesia) y de pintura, especialmente los apóstoles de Mateo Velázquez (siglo xviii). Quien quiera alcanzar idea justa de los restos artísticos que subsisten en el país, así como del am-biente arcaico y de las costumbres, lea las páginas, admirables de color, de Tulio M. Cestero en su novela Ciudad romántica (espe-cialmente en el capítulo IV).

En tiempos modernos, sólo la pintura ha florecido un tan-to (Desangles, Grullón, García Obregón, Navarro, Adriana Billi-ni, a los que se suma hoy el dibujante Mendoza), y junto a ella la música ha ensayado sus tanteos, que suelen ascender hasta la ópera (con Pablo Claudio) y la obra eclesiástica de aliento (con José Reyes y otros).

Pero las tradiciones culturales se concentran en dos corrien-tes: la educación y la literatura2. Fue Santo Domingo el primer

2 Así lo observa Francisco García Calderón en su libro Les democraties latines de L’Amérique (París, 1912).

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país de América que tuvo escuelas y conventos, el primero a que se concedió universidad (1538), así como fue el primero que tuvo sede episcopal y Real Audiencia. El antiguo colegio de los frailes dominicos (fundado en la segunda o tercera década del siglo xvi) se convirtió en universidad; en el siglo xviii, también al-canzó categoría universitaria el colegio de los jesuitas.

La cultura estuvo a punto de desaparecer con los reveses sufridos por el país durante la primera mitad del siglo xix. Sus hombres cultos, nutridos en la tradición de una de las tres mejo-res universidades de la América española, emigraron entonces, y dieron lustre a la actividad intelectual de países extraños, espe-cialmente de Cuba.

Cuando Santo Domingo volvió a relativa tranquilidad, tuvo que reconstruir, con su solo y penoso esfuerzo, su propia civiliza-ción sobre masas de ruinas. El país rehace sus escuelas, adquie-re y produce libros y alcanza períodos de seria labor mental. El amor a la cultura había persistido: sólo ha faltado el empeño de hacerla general, el esfuerzo constante para que a todos los rinco-nes del país llegase el alfabeto. A ello se ha aspirado, con todo. Y entre tanto, de 1873 a 1903, el delirio del progreso intelectual se apoderó de unas cuantas almas férvidas, que lo habrían hecho universal si hubieran encontrado apoyo suficiente en los gobier-nos. Jefe de aquellas almas fue el puertorriqueño Hostos; y junto a él, apóstol sin desmayos, la devoción por la cultura alcanzó in-tensidad nunca superada en América.

En la literatura, nuestra tradición tiene cuatro siglos. Des-de el siglo xvi produjimos escritores y poetas (nuestras son las más antiguas poetisas del Nuevo Mundo), y entre nosotros vi-vieron españoles ilustres –el mayor de todos, el maestro Tirso de Molina.

En el siglo xviii nuestros hombres de letras brillaron aun fue-ra del país: el historiador Morell de Santa Cruz, obispo de Cuba; don Antonio Sánchez Valverde, prosador de valía; el abogado Meléndez Bazán, rector de la universidad mexicana; don Jaco-bo de Villaurrutia, fundador, en México, del primer diario de la América hispana.

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De nuestra «emigración», en el siglo xix, proceden muchos americanos eminentes, nacidos en Santo Domingo o de padres dominicanos: los Heredia, los Del Monte, los Foxá, Baralt, Este-ban Pichardo, y muchos otros menores.

Pero aun desmedrado por la emigración, Santo Domingo se rehizo lentamente, y de 1850 en adelante colabora en la vas-ta y floreciente literatura hispanoamericana. Mencionaré unos cuantos hombres, ya que el tiempo apremia: el novelista Gal-ván, el teólogo y orador Meriño, el historiador Tejera, el polí-tico Espaillat, los poetas José Joaquín Pérez, Salomé Ureña de Henríquez, Gastón y Rafael Deligne, Arturo Pellerano Castro. Hoy, entre los vivos, a nadie que estudie la producción intelec-tual del Nuevo Mundo son extraños los nombres de García Go-doy, Lugo, Cestero.

Junto a la literatura, la educación propaga el amor a la cien-cia, y, por lo menos en las biológicas (especialmente en la medi-cina, bajo influencia de la Universidad de París), tenemos hom-bres distinguidos.

En suma, la República Dominicana, por lo mismo que ha sufrido amores y miserias y más hondos desastres que ningún otro pueblo de América, es la mejor prueba de la virtualidad esencial de ellos. Allí se da, dice don Marcelino Menéndez y Pelayo,

el memorable ejemplo de un puñado de gentes de sangre española que olvidados o poco menos por la metrópoli desde el siglo xvii, como no haya sido para reivindicaciones tardías e importunas; coexistiendo y luchando, primero, con elementos exóticos de len-gua, después con elementos refractarios a toda raza y civilización europea; empobrecidos y desolados por terremotos, incendios, devastaciones y matanzas; en-tregados a la rapacidad de piratas, de filibusteros y de negros; vendidos y traspasados por la diplomacia como un hato de bestias; vejados por un caudillaje in-soportable y víctimas de una anarquía perenne, han

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tenido poetas. ‘‘Lo pasado es prenda de lo futuro’’, aunque hoy se ciernan negras nubes sobre Santo Do-mingo, y el porvenir de nuestra raza parezca más in-cierto allí que en ninguna otra parte de la América española.

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Relaciones de Estados Unidos y el Caribe*

El mar Caribe es el punto principal de aplicación de la Doc-trina Monroe. La Doctrina, tal como se concibe hoy, se aplica realmente hasta la línea ecuatorial: al sur del Ecuador apenas tiene aplicación.

Las playas del Caribe: parte de México, las seis repúblicas de la América Central, Colombia, Venezuela, colonias inglesas, francesas, holandesas, norteamericanas (y hasta hace poco dane-sas), y tres países insulares independientes: Cuba, Haití, Santo Domingo.

Las colonias insulares de Inglaterra. Paraísos tropicales. Vida fácil. Clases superiores; clases inferiores que trabajan para aqué-llas (sistema muy inglés). Los negros bien tratados: según los in-gleses, se les considera como iguales si se educan. ¿Defecto? Fal-ta de espíritu. Las colonias no tienen espíritu. Hace años, en esta misma universidad, el poeta irlandés Padraic Colum explicaba que Irlanda no quería ser colonia inglesa porque una colonia

* Puntos de la conferencia dada, en inglés, ante el Club de Relaciones inter-nacionales de la Universidad de Minnesota). En El Heraldo de la Raza, Méxi-co, tomo I, Núm. 9, 15 de mayo de 1922; en Alfredo A. Roggiano, Pedro Henríquez Ureña en los Estados Unidos, México, 1961, pp. 200-203; De mi pa-tria, Publicaciones de la Secretaría de Estado de Educación, Santo Domin-go, 1974, Vol. III, pp. 347-350 (con el título «El Dr. Henríquez Ureña en la Universidad de Minnesota»); Obras completas, tomo V (1921-1925), Santo Domingo, UNPHU, 1979, pp. 43-47.

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no es nada. Y agregaba: ¿qué es el Canadá? Yo agregaré: ¿qué es Australia? Australia ha creado dos mecanismos famosos, uno po-lítico, el «Australia Ballot System» y uno económico, el «Torrens System». Pero eso es poco para quienes, como yo, piensen que los mecanismos no son las más altas creaciones humanas; para Matthew Arnold, buen gobierno no era sino buen mecanismo.

¿Abandonará Inglaterra esas colonias? Probablemente no, mientras no se decida a desmembrar el Imperio Británico.

Francia tampoco abandonará sus colonias por ahora. Ni pro-bablemente Holanda, que, aunque país pequeño, tiene gran im-perio colonial.

Los países independientes y la doctrina Monroe. Lectura del texto no la Doctrina Monroe. Ha servido como cortina entre la América Latina y Europa. Europa no se ha quejado; no se ha quejado Inglaterra, porque es, en parte, la autora de la Doctrina. El único país que se dice se ha quejado (no oficialmente) es Ale-mania. Bismarck la llamaba una ‘‘impertinencia’’ (¿o una «colo-sal impertinencia»?). Por lo demás, la América Latina ha sabido defenderse: así en el caso de México y el Imperio de Maximilia-no. Las quejas contra la Doctrina son de la América. ¿Por qué? Porque la Doctrina no es fija: varía con cada presidente. Wilson tuvo dos doctrinas Monroe: primera, 1913, ayudar al desarrollo del buen gobierno y el predominio de las ideas democráticas en toda América; segunda, 1915, dejar a la América Latina resolver sola sus problemas. Aplicación vacilante y contradictoria: resul-tado, según Taft: «Ni esperamos ni vigilamos; intervenimos atro-pelladamente y no es de extrañar que ahora se nos atribuya la culpa de la anarquía que reina en México». Sin embargo, tal es el poder de la palabra, cuando representa ideas elevadas y las ex-presa bien, que conozco mexicanos que mantuvieron su fe en Wilson a pesar de todas sus contradicciones.

Las aplicaciones: Cuba, 1898: entrada en la guerra y ocupa-ción de Cuba. Mala impresión en Europa; aún hoy se cree allí que los Estados Unidos se han apoderado de Cuba. El primer go-bierno americano, fue eficaz y honrado. Luego gobierno cubano. Luego, revolución de 1906 y nuevo gobierno americano: fracaso

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y corrupción. Desde entonces, constante intervención en asuntos cubanos, pero siempre a medias, y contribuyendo a empeorar las cosas con la incertidumbre de la espada de Damocles.

Haití. Invasión económica. Revolución y ocupación en 1915. Presidente gobernado por los americanos. Las haitianos son ne-gros en su inmensa mayoría, y se dice que los soldados y marinos norteamericanos de la ocupación proceden de los Estados del Sur, donde el negro está mal considerado, y que se han entre-tenido en matar haitianos. La noticia circuló en la prensa nor-teamericana, pero luego, como según esa misma prensa el nor-teamericano siempre tiene razón, se dijo que eran los haitianos quienes habían matado a los norteamericanos y hasta se los ha-bían comido. Esto me hace recordar el chiste según el cual en Alemania se decía que no eran los alemanes quienes habían co-metido atrocidades con los niños y las mujeres belgas, sino los niños y las mujeres belgas quienes habían cometido atrocidades con los soldados alemanes. Tales atrocidades, más que culpa de los norteamericanos, son culpa del sistema: el sistema de ocupa-ción militar de un país extranjero.

Santo Domingo. La deuda pública. La Convención de 1907, para unificar y garantizar la deuda, con artículo sobre la necesi-dad de no aumentarla. La deuda se aumentó, por causas de fuer-za mayor, pero no hubo empréstito extranjero, sino pequeños préstamos nacionales y deudas inevitables (por ejemplo, por fal-ta de pago a los empleados).

Los Estados Unidos, entonces, pretenden adquirir el domi-nio de todos los elementos militares y económicos del país. Ne-gativas de dos gobiernos. Los Estados Unidos tratan de compeler por hambre, no entregando al gobierno dominicano su dine-ro recaudado en las aduanas por norteamericanos. El gobierno dominicano continuó, sin dinero. Entonces, ocupación, en no-viembre de 1916. No se ha encontrado ningún dominicano que sirva de instrumento a Washington como presidente de ficción. No se ha peleado contra la ocupación, porque el país se conven-ció de que cualquier intento de guerra podría servir de pretexto para conquista. Sólo unos cuantos se han ido al campo: son los

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bandidos de que habla la prensa norteamericana –bandidos que no roban y que sólo pelean cuando pueden–. La ocupación de Santo Domingo es un fracaso, con quizás la única excepción de la instrucción pública, para la cual ha habido más dinero dispo-nible por disminución de otros gastos, faltando el gobierno na-cional. ¿Por qué del fracaso? Principalmente por los métodos mi-litares. Los dominicanos dan dinero para trabajar con él por su independencia, enviando delegados fuera.

Crítica: no se debe tratar a las naciones débiles por medio de la fuerza. ‘‘Las naciones deben ser tratadas como los individuos’’. (Wilson). ‘‘No debe haber apremio de fuerza por deudas (Dra-go, Calvo), como no lo hay para el individuo’’. El militarismo no produce sino males.

Ninguna nación tiene derecho a pretender civilizar a otra. ¿Estamos seguros de que hay grados de civilización? ¿O son tipos, clases de civilización? Hay quienes dicen que es una fortuna que no se haya pretendido civilizar al indio de los Estados Unidos: así ha conservado su civilización propia, por ejemplo, su arte, que según un notable crítico, es el mejor arte que se produce en el país, mejor que Whistler, Homer y todos los pintores famosos (el crítico es Pach). ¿Pero están civilizados todos los estados de la Unión? Si se pretende civilizar a Haití, ¿por qué no civilizar el estado de Georgia? Y, ¿quién decide cuál país es civilizado y cuál no? Sólo la fuerza lo decide, hasta ahora: y si la fuerza hubiera de decidirlo, no tendríamos por qué quejarnos de Alemania: su teo-ría era ésa: como la nación más civilizada, debía civilizar al resto del mundo. No hay, pues, derecho para querer civilizar a otras na-ciones. Pero suponiendo que hubiera civilizaciones superiores, y que ésta fuera una de ellas, ¿por qué no convendría (a Santo Do-mingo, a Haití, a Cuba) ser colonias norteamericanas? Primero, porque una colonia norteamericana debe ser un fracaso: véase el caso de Puerto Rico. Económicamente, la isla está decayendo, en cuanto atañe a la posibilidad de mantener a todos sus habitan-tes, aunque una minoría se haya hecho más rica que antes, y los portorriqueños emigran aún al pobre Santo Domingo. El parti-do de la independencia en Puerto Rico. Y luego una colonia es,

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como dije antes, una cosa sin alma, sin alma propia: sus modelos los recibe de la metrópoli. Los que no hayan vivido en un peque-ño país independiente no conocen el sentimiento que existe en ellos de estar elaborando su propia vida, creando su propio tipo y modo de ser, creando constantemente. Cada nación pequeña tiene alma propia y lo siente.

¿Y ser estado de la Unión? Tampoco –aun suponiendo que fuera posible. Somos demasiado diferentes. Habría que abando-nar el idioma, y no queremos. ¿Por qué? Por la misma razón que el muchacho que quiere ser pintor no oye los consejos de su pa-dre que quiere hacerlo ingeniero o abogado.

El ideal de la civilización no es la unificación completa de to-dos los hombres y todos los países, sino la conservación de todas las diferencias dentro de una armonía.

Solución para las relaciones internacionales del Caribe y los Estados Unidos: primera, tener una política bien definida y clara en Washington respetando la libertad de los pueblos pequeños; segunda, cooperar con el A.B.C. para la aplicación de principios difíciles. Sólo así se logrará suprimir las desconfianzas.

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Memorandum sobre Santo Domingo*

La República Dominicana está situada en una isla, parte de la cual está ocupada por la República de Haití. Tal vecindad ha sido fuente de muchas desventajas. Desde luego, la mayor de ellas es quizá la tendencia, frecuente en países extraños, a ima-ginar que las dos naciones son similares. No pretendo que no haya ninguna semejanza con los haitianos, cuyo esfuerzo hacia la constitución de una nacionalidad, con todos sus fracasos, mere-ce respeto. Pero el hecho es que Santo Domingo es enteramen-te diferente en raza (y mucho), en lenguaje (allí se habla el más puro español del Nuevo Mundo y existe una literatura local de más de cuatro siglos), en costumbres y tradiciones. Su parentes-co real es con Cuba y Puerto Rico, y también con Venezuela.

Siempre se ha sentido allí la necesidad, especialmente por las clases educadas, de mantener en el país la esperanza de desarro-llar una vida civilizada propia, por la conservación de su identi-dad hispanoamericana, contra la cultura impuesta por cualquier poder extranjero. Por más de cien años, la escasa y antes pacífica población del país ha estado resistiendo invasiones –o anexiones– por todos lados: Francia, España y aun Haití. Aun el proyecto de

* El Heraldo de la Raza, México, 15 de febrero de 1923, pp. 45-46; Alfredo A. Roggiano, Pedro Henríquez Ureña en los Estados Unidos, México, 1961; De mi pa-tria, Publicaciones de la Secretaría de Estado de Educación, Santo Domin-go, 1974, pp. 343-346; Obras completas, tomo V (1921-1925), Santo Domingo, UNPHU, 1978, pp. 53-59.

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anexión a los Estados Unidos en 1871 tuvo que ser la causa de le-vantamientos militares. Esta necesidad de defensas explica muy bien los hábitos belicosos adquiridos por los habitantes y las con-tinuas revoluciones.

En 1907 se firmó un tratado o convenio entre el gobierno de Estados Unidos y el de República Dominicana para el arreglo de la deuda pública de ésta. De acuerdo con este convenio, emplea-dos americanos vigilan la recaudación de ingresos en las aduanas de Santo Domingo, y cada mes toman la suma necesaria para el pago de intereses y para disminuir el fondo de la deuda extranje-ra, constituida ahora por un empréstito obtenido para el arreglo del Convenio (1908). Desde 1907, la recaudación de esa suma no ha sufrido interrupción. Además, el artículo III del Convenio estipula que la deuda pública de Santo Domingo «no se aumenta-ría, salvo por previo acuerdo entre el Gobierno Dominicano y los Estados Unidos». El gobierno dominicano interpreta tal artículo comprendiendo solamente deudas contraídas por empréstitos, no deudas adquiridas por déficit en el presupuesto nacional; el gobierno norteamericano lo interpreta, al menos desde la sepa-ración de Mr. Bryan, abarcando toda especie de deudas.

Entre 1907 y 1911 ninguna dificultad surgió respecto a la in-terpretación del Convenio. Entre 1912 y 1914 hubo disturbios en el país que aumentaron los gastos del gobierno, y, en consecuen-cia, la deuda interna, no por empréstitos extranjeros sino por préstamos interiores y por déficit. En 1915, el gobierno america-no propuso al presidente Jimenes un plan de vigilancia america-na, que incluía: 1º. La vigilancia de las recaudaciones de todos los ingresos por empleados americanos, es decir, la extensión del control americano a los ingresos interiores, como ya estaban las aduanas bajo la vigilancia norteamericana (habiéndose emplea-do con respecto a tales oficinas aduaneras la famosa expresión de Mr. Bryan «los demócratas dignos de ayuda»); 2°. La supre-sión del ejército, que debería ser suplantado por una policía a las órdenes de los empleados americanos. Más tarde, la admi-nistración propuso también el control norteamericano de todos los medios de comunicación: ferrocarriles, telégrafos, teléfonos,

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estaciones inalámbricas. El presidente Jimenes rehusó aceptar este plan, puesto que no puede aceptarse conforme a la Cons-titución dominicana. Además, todas las vigilancias oficiales de-bían ser pagadas con salarios exorbitantes, como es costumbre, en comparación con las finanzas del país, y la experiencia no ha demostrado que los empleados extranjeros sean necesariamente más honrados ni más eficaces que los nativos.

El presidente Jimenes renunció en 1916 y el Dr. Francisco Henríquez y Carvajal fue elegido por el Congreso como presi-dente de coalición aceptado por todos los partidos. El gobierno norteamericano presentó nuevamente las demandas que he re-sumido antes, y encontrando una segunda negativa, decidió esta vez obtener la aceptación por la fuerza. Esta presión consistió en tomar posesión de todas las oficinas recaudadoras en Santo Domingo y en rehusar la entrega de cualquiera suma al Gobier-no Dominicano. Por cuatro meses, del 31 de julio al 29 de no-viembre de 1916, tal Gobierno no tuvo dinero para pagar a sus empleados; ni siquiera para alimentar a los presos, que tuvieron que ser alimentados por beneficencia privada. Los empleados dominicanos demostraron su patriotismo permaneciendo en sus puestos sin ser pagados. Viendo que no era suficiente la presión económica, el 29 de noviembre se empleó la fuerza militar: el ca-pitán H. S. Knapp lanzó una proclama declarando que la Repú-blica Dominicana estaba en estado de ocupación militar sujeta a un gobierno militar y bajo leyes militares. Su proclama invoca el artículo II del Convenio de 1907. Pero ningún Convenio ni acuerdo alguno da ningún derecho de intervención militar en Santo Domingo. Para nuestro país no hay nada semejante a lo que es para Cuba la enmienda Platt.

Los dominicanos han preferido permanecer sin ningún go-bierno nacional antes que conceder que éste fuera un mero ins-trumento de Washington como en el caso de Haití; es decir, antes que conceder ningún derecho inconstitucional a un poder ex-traño. Mientras tanto, todos los derechos civiles han sido supri-midos y en su lugar rigen las leyes militares; el ejercicio del voto ha sido suspendido y durante tres años ni siquiera un regidor ha

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sido elegido por el pueblo; la censura a la prensa y hasta hace poco a toda correspondencia era muy estricta; no hay libertad de palabra, ni derecho de agrupación; los trabajadores no tie-nen medio alguno para hacerse oír; y muchos casos de justicia que deberían juzgarse en las cortes regulares del país, se juzgan de un modo arbitrario por prebostes militares, creando así un es-tado de temor e inseguridad entre el pueblo.

Mientras tanto, la República Dominicana se ha omitido en la lista de los países autorizados para ingresar a la Liga de las Nacio-nes, aun a pesar de estar incluida en la de aquellos que rompie-ron relaciones con Alemania.

El Dr. Henríquez y Carvajal está actualmente en Washington tratando de demostrar a la administración que tal estado de co-sas no puede continuar, sobre todo después que la Guerra Euro-pea ha terminado. Nuestro principal deseo es que se devuelva la soberanía nacional a los dominicanos, única solución ajustada a derecho. Pero si esto tardara, entonces, los métodos del gobier-no militar deben siquiera modificarse restringiendo la aplica-ción de la justicia militar solamente a asuntos militares, limitán-dose la censura, y dejando a los dominicanos la responsabilidad de intentar una reorganización de nuestro país, con lo cual se acrecentarían las probabilidades todas de desarrollo nacional y de estabilidad del gobierno.

Pero ya hace seis meses que tales ideas se hicieron presentes al Departamento de Estado y fueron generalmente bien recibi-das por los funcionarios de aquí, y sin embargo nada se ha he-cho. La decisión de nuestro caso constantemente se retarda o se pospone. No existiendo libertad de discusión, nadie parece sen-tir el deber de llegar a un plan definitivo, mientras que los domi-nicanos continúan sufriendo, meses y meses, la forma anormal de gobierno que ahora prevalece en su país.

Hay un hecho particular en esta situación: el presidente de los Estados Unidos está obligado a respetar a los Estados de la Unión; está obligado a consultar y a pedir autorización del Sena-do para tratados o para guerra con poderes extranjeros. Pero en casos como el de Santo Domingo y otros países latinoamericanos,

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puede obrar como le plazca sin ninguna coacción, sin siquiera una palabra de explicación al Senado, cuyo consejo y autoriza-ción omite en tales casos. Las intenciones del presidente, en el caso de Santo Domingo, pudieran ser honradas, como lo preten-de el Gobierno; pero los medios escogidos han sido anormales y la difícil situación creada por ellos ha durado tres años, durante los cuales no se ha obtenido una verdadera discusión del caso, una discusión que a algo condujese.

Si los actos relativos a Santo Domingo, tanto como los relati-vos a los países latinoamericanos vecinos, se hicieran públicos y fueran discutidos libremente, la política del gobierno americano sería ciertamente más clara y definida y las relaciones con Hispa-noamérica recibirían su gran impulso.

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Orientaciones*

Nunca como ahora necesita la América Latina normas, orientaciones, nuevo espíritu, definición de su vida propia. Nun-ca como ahora necesitan dirección –en particular– las naciones tropicales de América, las desorganizadas, las amenazadas.

La crisis de la civilización moderna, que se inicia en 1914 y se agrava día a día, ha dejado huérfana, espiritualmente, a nues-tra América; la está obligando a buscar en sí misma sus normas. Hasta ayer, Europa había sido la maestra; a ella le pedíamos la doctrina y la moda, el método y la máquina. Los Estados Unidos se iban convirtiendo en la maestra auxiliar. El origen extranjero, para las ideas o para los artefactos, era entre nosotros prueba de calidad; la aprobación extranjera, cuando la obteníamos –des-ganada y entre distingos–, era la consagración. Y esta sumisión a Europa era, por partes iguales, útil y perjudicial. Útil cuando, por ejemplo, nos mantenía fieles a la tradición espiritual que parte de Grecia, de Roma, de Israel; cuando no daba la concien-cia de que heredábamos el esfuerzo de España. Pero perjudicial cuando nos hacía creer que, fuera de la tradición, de la herencia, nada significaríamos; que nuestro papel sería siempre aprender y continuar; que ni en la honda originalidad de nuestro pasado

* En El Universal, México, abril de 1923; en Repertorio Americano, tomo VI, Núm. 9-10, pp. 130-131; contenido en Seis ensayos en busca de nuestra expre-sión; Obras completas, Santo Domingo, UNPHU, tomo V, pp. 61-64

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indígena ni en el carácter singular de nuestra vida presente en-contraríamos con qué crear nuevo espíritu.

Nuestra pueril sumisión, no sólo nos hacía dudar de nuestra energía propia, y cerrar los ojos para las cosas que tenemos de aprecio y vigor, sino que a veces nos dejaba desconcertados, sin discernimiento, ante Europa: así, los tesoros de la herencia secular que recibimos del Mediterráneo los cambiábamos incautamente por las piedras falsas de cualquier propaganda francesa o alemana o inglesa; pretendíamos reemplazar la enseñanza esencial y viva de Sócrates y del Evangelio con las ideologías librescas de Comte o de Nietzsche; estábamos prontos a olvidamos de la tragedia ática y de los frescos florentinos en el trivial ambiente de los teatros del «Boulevard» y el Salón de Otoño; en el templo, sustituíamos nues-tras imágenes de madera pintada, hijas de una noble tradición ar-tística, con las ridículas esculturas de fábrica comercial compradas en Barcelona o en Hamburgo; en nuestros edificios, abandonába-mos la solidez y el decoro de la arquitectura española, que entre las manos de nuestros constructores había adquirido caracteres propios, por la mala imitación de Versalles, o hasta de Chicago. Aun en el vestir (¡pero ahí peca el mundo entero!) el poderío de la flota inglesa nos ha obligado a adoptar el concepto que del traje humano tienen los habitantes de Londres; sólo la mujer –por una vez siquiera menos ilógica que el hombre– no se dejó deslumbrar por el espejismo político y prefirió los consejos de París; pero aun ella había sido incapaz de descubrir cuánto de admirable existía en los trajes regionales de América hasta que las nuevas corrientes la obligaron a volver los ojos hacia su tierra.

No hay que exagerar, sin embargo: no se crea que todos, y en todo, fuimos siervos de Europa; nuestro americanismo, nuestros nacionalismos, no nacieron en este siglo: existen desde que al-canzamos la independencia política. Hombres de visión genial, héroes, fundadores, maestros, nos habían señalado el camino. Pero sólo ahora la corriente se hace general, baña a toda nuestra América, y hasta se convierte en doctrina oficial.

Y la razón es clara: Europa ha fracasado; ante los ojos de la dis-cípula, la maestra ha perdido la autoridad porque ha perdido el

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decoro de la vida pública. De Europa sólo permanecen intactas, para nosotros, las grandes cosas del pasado; el presente es error y mal, vanidad y tiranía, como en Inglaterra y Francia, o nebulosa desesperante, como Rusia y Alemania. Los hombres que en Eu-ropa luchan por la verdad y el bien están solos, acosados, y aun ellos se equivocan, cegados por la persecución. Todavía apren-demos mucho de la labor ‘‘objetiva’’ de los investigadores euro-peos, de los hombres de ciencia; pero en las normas de la perfec-ción espiritual y de la justicia social, Europa apenas nos ofrece ya otra cosa que confusión y desconcierto. El río se ha vuelto turbio desde sus fuentes. Y, fracasada Europa, hemos descubierto que los Estados Unidos tienen muy poco de suyo que enseñar: ¿serán doctrina útil las vaguedades y las contradicciones de Woodrow Wilson, las vulgares aberraciones de Roosevelt? Ni siquiera –aun-que valen mucho más– la filosofía de William James, caducada a los pocos años de nacer, ni la pedagogía de John Dewey, admi-rable sin duda, pero cuyas novedades las pensaban o ensayaban desde tiempo atrás nuestros pobres maestros ignorados, ni me-nos el demoledor escepticismo de Henry Adams, el Hamlet de la Nueva Inglaterra en crepúsculo. Sólo concordamos con los re-beldes de las nuevas generaciones, cuya prédica se encontraba ya en síntesis, en el Ariel de Rodó; pero esos rebeldes sólo aspiran, por ahora, a destruir, a libertar a su patria de la opresión espiri-tual que produce la organización de la vida toda según la norma utilitaria; nada edifican todavía y nosotros tenemos que edificar.

Tenemos que edificar, tenemos que construir, y sólo pode-mos confiar en nosotros mismos.

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La antigua sociedad patriarcal de las Antillas*

Modalidades arcaicas de la vida en Santo Domingo durante el siglo xix

Digo siempre a mis amigos que nací en el siglo xviii. En efec-to, la ciudad antillana en que nací (Santo Domingo) a fines del siglo xix era todavía una ciudad de tipo colonial, y los únicos progresos modernos que conocía eran en su mayor parte aque-llos que ya habían nacido o se habían incubado en el siglo xviii: el tranvía de rieles, pero de tracción animal, el alumbrado de petróleo, el pararrayos, el telégrafo eléctrico; el vapor mismo, cuyo principio se descubre y cuyas primeras aplicaciones se en-sayan desde fines del siglo xviii, si bien en la navegación hay que esperar a los primeros años del xix. Sólo había, en la ciudad, una que otra industria pequeña. En el país, la única industria de

* Conferencia en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires, con la cual concluyó el ciclo sobre «Tipos americanos de or-ganización social», del que hay extractos en Revista de la Facultad de Ciencias Económicas, de Buenos Aires. En Patria, Santo Domingo, Núm. 71-72, 20-25 de diciembre de 1925. Reproducido en la Revista de Educación, Santo Do-mingo, año IV, Núm. 16, sexta época, 1932; De mi patria, publicaciones de la Secretaría de Estado de Educación, Santo Domingo, 1974, Vol. III, pp. 293-297; Obras completas, tomo V (1921-1925), Santo Domingo, UNPHU, 1979, pp. 273-279; Obra dominicana de Pedro Henríquez Ureña, Santo Domingo, So-ciedad Dominicana de Bibliófilos, Vol. 66, 1988, pp. 503-507.

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gran desarrollo era la azucarera; el resto de la producción prove-nía de una lánguida y atrasada agricultura tropical.

Se vivía pues, como en Europa en el momento de comen-zar la era industrial. Ya en mi infancia alcancé la primera inven-ción típica y exclusivamente «siglo xix» que llegaba al país: la luz eléctrica (1896). Para entonces llegaba también, pero como cosa de exhibición excepcional, el primer fonógrafo. Pocos años después, el primer cinematógrafo. Salí en 1901; cuando regresé, diez años después, había llegado el automóvil, reorga-nizador de la vida contemporánea, y hasta el aeroplano. El siglo xx llegó, pues, tan a prisa como había llegado despacio el xix. La ciudad, por fortuna, conserva mucho de su vieja edificación, que en buena parte se remonta hasta el siglo xvi; pero las activi-dades, las modas, las costumbres se han renovado rápidamente, y el antiguo carácter desaparece con las nuevas inquietudes.

A la antigua ciudad de tipo colonial que conocí correspon-día una vida arcaica de tipo patriarcal. Ese fue el tipo de vida que existió en todas las Antillas españolas en el siglo xviii y que en Santo Domingo se prolongó, según se ve, hasta fines del xix: la independencia, proclamada por primera vez en 1821, no había traído otros cambios que los ocasionales levantamientos armados para adueñarse del poder, antes inmóvil en manos de los repre-sentantes de la metrópoli. En Puerto Rico, colonia española has-ta 1898, la existencia arcaica duró también hasta bien entrado el siglo xix. En Cuba, aunque el gobierno español duró tanto como en Puerto Rico, el régimen colonial se había modificado profun-damente desde el siglo xviii; a mediados de la centuria La Haba-na cayó en manos de los ingleses, y cuando fue devuelta a los es-pañoles, al poco tiempo, había recibido un impulso económico que ya nunca ha vuelto a perder. Antes que ningún otro país de la América española, Cuba se abrió desde entonces a muchas acti-vidades, y en el siglo xix iba a convertirse en emporio agricultóri-co-industrial en nuestra América, y, si bien conservó rasgos arcai-cos en su organización social, como la espantosa esclavitud, y una que otra ciudad arcaica como en cualquier otra parte, en general fue un país «muy siglo xix» antes que la mayoría de los nuestros.

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Con aquellas vastas industrias, que ya tendían hacia grandes con-centraciones, y con una esclavitud adherida al sistema industrial, Cuba no podía conservar el tipo de sociedad patriarcal que se for-mó en las Antillas durante el siglo xvi y que en Puerto Rico duró hasta entrado el xix y en Santo Domingo hasta su final.

En Santo Domingo, pues, me fue dado observarla en relativa pureza. Era aquella una sociedad muy original, producto espe-cial de América: organizada sobre tipo español, conservaba ca-racteres heredados de las costumbres indígenas; el medio físico le daba también caracteres especiales, y la falta de actividad le ha-bía dado aspectos regresivos hacia la era patriarcal.

En su aspecto económico, aquellas colonias patriarcales se caracterizaron desde el siglo xvi por la falta de actividad y por la falta de grandes riquezas individuales, pero a la vez por la fal-ta de miseria. Aunque las Antillas fueron la cuna del descubri-miento, y por lo tanto los primeros países poblados por los eu-ropeos, pronto quedaron relegadas a segundo término por el descubrimiento de los dos grandes imperios, México y el Perú, sobre cuyas vastas poblaciones indígenas se iban a establecer los dos primeros y grandes virreinatos. Desde 1550, pues, las Antillas vegetan. Sólo Cuba sale del marasmo al choque dinámico del in-glés en 1762. Entre tanto, España se había dejado destrozar su imperio del archipiélago: Francia, Inglaterra, Holanda, hasta Di-namarca le habían arrancado posesiones, y a fines del siglo xvii los españoles sólo conservaban, junto con Cuba, la isla de Puerto Rico y la mitad de Santo Domingo.

En Santo Domingo, la actividad agrícola y ganadera se redu-jo, durante cerca de cuatro siglos, a solamente lo necesario para las necesidades elementales del país. Ya en el siglo xix, una limi-tada exportación de materias primas servía para pagar las igual-mente limitadas importaciones del exterior. En general, el tra-bajo productivo era muy escaso, porque el suelo tropical regala frutos y raíces todo el año sin necesidad de cultivo, o con muy poco, y alimenta por sí solo al ganado.

Tres factores influían en esta inactividad: uno, el medio fí-sico, demasiado pródigo, a la vez que fatigoso para el hombre

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que trabaja, porque el calor le estorba, no porque sea excesivo (las temperaturas no son en realidad tan altas como creen los extranjeros), sino porque es persistente; otro, las costumbres indígenas: el indio antillano, no espoleado por la dificultad en la satisfacción de sus necesidades, era inactivo, al contrario del indio diligente y hábil de las altiplanicies de clima templado, en México y el Perú; otro factor, en fin, las costumbres espa-ñolas, que relegaban el trabajo productivo a las manos de los «inferiores». Estos «inferiores» eran, ante todo, los esclavos, de raza africana; pero la esclavitud sufrió allí una lenta transfor-mación: desde el siglo xvi, la colonia no tuvo riqueza suficiente para continuar la importación de africanos, y la esclavitud fue disolviéndose hasta que, cuando se proclamó la abolición, no suscitó ningún problema, pues los esclavos no representaban bienes de importancia: con el poco desarrollo de la agricultu-ra, eran, más que nada, sirvientes domésticos. Encima de los es-clavos, existían los jornaleros que trabajaban para los propieta-rios de tierras (el número de estos jornaleros era escaso en la época colonial, pero aumentó después de la independencia); los pequeños cultivadores, o, más bien que cultivadores, explo-tadores de lo que el suelo les regalaba, sin preocuparse por au-mentarlo y contentándose con muy poco para vivir; los obreros de las ciudades, los sirvientes, y, como en toda sociedad arcaica y sin grandes riquezas, las mujeres, sobre las cuales pesaba el abrumador trabajo doméstico de antaño: arreglo de casas am-plias, cocina, costura, tejido (hasta el siglo xviii, la tela se tejía en la casa); a veces tenían que contribuir a los ingresos de la casa mediante la costura para extraños, la fabricación de dul-ces o la enseñanza de primeras letras, o todo junto. En las cla-ses humildes, las mujeres agregaban a sus trabajos el lavado, el pequeño comercio de ventorrillos y hasta pequeñas industrias como las velas de sebo, el tejido de asientos y respaldos de sillas, de esteras, de sombreros, en las cuales perduran a veces tradi-ciones indígenas.

El «elemento superior» de la sociedad estaba constituido por los propietarios urbanos que alquilaban casas (una minoría, por-

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que lo común era poseer casa propia); los propietarios rurales de cierta cultura, que personalmente dirigían el trabajo de sus cam-pos y constituían la clase más seria (abundaban en el norte del país, en la región llamada el Cibao); los comerciantes; los profe-sionales; los militares; los políticos. Los dos últimos elementos, con la colaboración de los profesionales muchas veces, constitu-yeron a partir de la independencia una clase que vivía a expensas de las demás a través del gobierno, y cuando los gajes del presu-puesto no alcanzaban, organizaban revoluciones. Pero no todas las revoluciones tuvieron este carácter; se exceptúan, por ejem-plo, las de 1873 y 1899.

El dominicano –dice el doctor Francisco Henríquez y Carvajal, describiendo la vida de fines del siglo xix– se abandona a la dulce vida soñolienta, por desgracia no soñadora, de los que no sienten el poderoso estímulo de las necesidades... ¿Qué le importa a él el estado ru-dimentario de organización social y económica en que vive? Tiende la vista sobre sus campos, contempla la llanura o las montañas, respira el fresco ambiente de su región paradisíaca, sabe que allí hay un arroyo cris-talino en donde bebe y se baña deliciosamente, que la tierra pródiga sin esfuerzos le rinde el alimento sa-broso, que sus animales de crianza viven y se reprodu-cen sin costarle pena; pues ¿qué más? Y así pasan las horas y los días en delicioso giro, sin quebrantos y sin tormento.

Aquella sociedad tenía caracteres patriarcales, no sólo por su tranquilidad, sino porque las familias se agrupaban numerosas en torno de un jefe. Bajo el «pater familias» vivían, no sólo sus descendientes inmediatos, sino toda especie de parientes en gra-dos diversos, toda una «clientela», como se decía en Roma, de agregados, o como les llama el pueblo, «arrimados», a la cual se sumaba la servidumbre numerosa. Abundaban las casas donde los habitantes normales eran entre veinte y treinta personas.

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La vida en aquellas condiciones puede parecer poco intere-sante para un hombre del siglo xx, acostumbrado a movimiento y tráfago. Pero en aquella tranquilidad, en aquella somnolen-cia, se gozaba de larga felicidad. Había, además, extraordinaria honradez: el país nunca ha conocido bandidos y hasta hoy es costumbre viajar sin tomar precauciones. El novelista Francisco Gregorio Billini ha descrito esta felicidad idílica en su Engracia y Antoñita, donde pinta su Arcadia natal, el pueblo de Baní.

Había pocas pretensiones sociales. Aunque entre los hom-bres que fundaron familias en los orígenes de la colonia hubo buen número que provenían de solares ilustres o por lo me-nos hidalgos (Heredia, Mendoza, Guzmán, Del Monte, Oviedo y tantos otros), la gradual nivelación de la riqueza, unida al fon-do democrático del espíritu español, fue borrando las grandes diferencias. En cuestión de raza, no hay los fuertes prejuicios que reforzó en Cuba la persistente importación de esclavos en el siglo xix: el prejuicio es, pudiéramos decir, estético. La era co-lonial, que tuvo dos universidades y otras instituciones de cul-tura, dejó una gran reverencia por la actividad intelectual. To-davía recuerdo cómo en mi infancia veía huellas del antiguo «criterio de autoridad» en materias intelectuales, y recuerdo ha-cia qué años empiezo a notar la aparición del espíritu irreveren-te, general hoy en el mundo, que nos ha entregado a la abierta «lucha de competidores» en el orden de la cultura como en el orden económico.

La única nube que turbaba la felicidad patriarcal eran, en el siglo xix, las revoluciones. Como en toda la América Latina, una parte del elemento político y militar estuvo a punto de hacer naufragar allí la civilización. Como en toda la América Latina, tiranos y revolucionarios estuvieron a punto de «descivilizar» el país, cuya vida normal sólo persistía a través de los esfuerzos del núcleo de productores sufridos y persistentes, de las mujeres, heroicas sostenedoras del hogar desatendido por el «hombre superior» (a quien tenían que mantener ellas, con trabajos mo-destos, cuando faltaba el puesto político), y del grupo de los ilu-minados, de los desinteresados que a veces lograban intervenir

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en el gobierno y que siempre difundían luz a través de la ense-ñanza.

Ahora, aquella sociedad está transformándose, después de una compleja crisis que se extiende de 1899 a 1916; hoy, la ley que impera es la ley del siglo xx, la que pide a todo habitante de la tierra su porción de trabajo, su parcela de actividad.

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Patria de la justicia*

Nuestra América corre sin brújula en el turbio mar de la hu-manidad contemporánea. ¡Y no siempre ha sido así! Es verdad que nuestra independencia fue estallido súbito, cataclismo na-tural: no teníamos ninguna preparación para ella. Pero es inútil lamentarlo ahora: vale más la obra prematura que la inacción; y de todos modos, con el régimen colonial de que llevábamos tres siglos, nunca habríamos alcanzado preparación suficiente: Cuba y Puerto Rico son pruebas. Y con todo, Bolívar, después de dar cima a su ingente obra de independencia, tuvo tiempo de pen-sar, con el toque genial de siempre, los derroteros que debíamos seguir en nuestra vida de naciones hasta llegar a la unidad sagra-da. Paralelamente, en la campaña de independencia, o en los primeros años de vida nacional, hubo hombres que se empeña-ron en dar densa sustancia de ideas a nuestros pueblos: así, Mo-reno y Rivadavia en la Argentina.

Después... Después se desencadenó todo lo que bullía en el fondo de nuestras sociedades, que no eran sino vastas desorga-nizaciones bajo la apariencia de organización rígida del sistema

* Palabras en el homenaje a Carlos Sánchez Viamonte, La Plata, 7 de marzo de 1925. Repertorio Americano, San José de Costa Rica, 7 de abril de 1925; Re-producido en Analectas, Santo Domingo, Vol. I, Núm. 12, 1933, y Vol. III, Núm. 9, 1934; Obras completas, Santo Domingo, UNPHU, tomo V (1921-1925), 1978, pp. 241-245; La utopía de América, Vemezuela, Ediciones de la Biblioteca Ayacucho, 1989.

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colonial. Civilización contra barbarie, tal fue el problema, como lo formuló Sarmiento. Civilización o muerte, eran las dos solu-ciones únicas, como las formulaba Hostos. Dos estupendos en-sayos para poner orden en el caos contempló nuestra América, aturdida, poco después de mediar el siglo xix: el de la Argentina, después de Caseros, bajo la inspiración de dos adversarios den-tro de una sola fe, Sarmiento y Alberdi, como jefes virtuales de aquella falange singular de activos hombres de pensamiento; el de México, con la Reforma, con el grupo de estadistas, legislado-res y maestros, a ratos convertidos en guerreros, que se reunió bajo la terca fe patriótica y humana de Juárez. Entre tanto, Chile, único en escapar a estas hondas convulsiones de crecimiento, se organizaba poco a poco, atento a la voz magistral de Bello. Los demás pueblos vegetaron en pueril inconciencia o padecieron bajo afrentosas tiranías o agonizaron en el vértigo de las guerras fratricidas: males pavorosos para los cuales nunca se descubría el remedio. No faltaban intentos civilizadores, tales como en el Ecuador las campañas de Juan Montalvo en periódico y libro, en Santo Domingo la prédica y la fundación de escuelas con Hostos y Salomé Ureña; en aquellas tierras invadidas por la cizaña, ren-dían frutos escasos; pero ellos nos dan la fe: ¡no hay que deses-perar de ningún pueblo mientras haya en él diez hombres justos que busquen el bien!

Al llegar el siglo xx, la situación se define, pero no mejora: los pueblos débiles, que son los más en América, han ido cayen-do poco a poco en las redes del imperialismo septentrional, unas veces sólo en la red económica, otras en doble red económica y política; los demás, aunque no escapan del todo al mefítico in-flujo del Norte, desarrollan su propia vida, en ocasiones, como ocurre en la Argentina, con esplendor material no exento de las gracias de la cultura. Pero, en los unos como en los otros, la vida nacional se desenvuelve fuera de toda dirección inteligente: por falta de ella, no se ha sabido evitar la absorción enemiga, por falta de ella, no se atina a dar orientación superior a la existencia prós-pera. En la Argentina, el desarrollo de la riqueza, que nació con la aplicación de las ideas de los hombres del 52, ha escapado a todo

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dominio; enorme tren, de avasallador impulso, pero sin maqui-nista... Una que otra excepción, parcial, podría mencionarse: el Uruguay pone su orgullo en enseñamos unas cuantas leyes avan-zadas; México, desde la revolución de 1910, se ha visto en la dura necesidad de pensar sus problemas: en parte, ha planteado los de distribución de la riqueza y de la cultura, y a medias y a trope-zones ha comenzado a buscarles solución; pero no toca siquie-ra a uno de los mayores: convertir al país de minero en agrícola, para echar las bases de la existencia tranquila, del desarrollo nor-mal, libre de los aleatorios caprichos del metal y del petróleo.

Si se quiere medir hasta dónde llega la cortedad de visión de nuestros hombres de Estado, piénsese en la opinión que expre-saría cualquiera de nuestros supuestos estadistas si se le dijese que la América española debe tender hacia la unidad política. La idea le parecería demasiado absurda para discutirla siquiera. La denominaría, creyendo haberla herido con flecha destruc-tora, una utopía.

Pero la palabra utopía, en vez de flecha destructora, debe ser nuestra flecha de anhelo. Si en América no han de fructificar las utopías ¿dónde encontrarán asilo? Creación de nuestros abue-los espirituales del Mediterráneo, invención helénica contraria a los ideales asiáticos que sólo prometen al hombre una vida me-jor fuera de esta vida terrena, la utopía nunca dejó de ejercer atracción sobre los espíritus superiores de Europa; pero siempre tropezó allí con la maraña profusa de seculares complicaciones: todo intento para deshacerlas, para sanear siquiera con gotas de justicia a las sociedades enfermas, ha significado –significa toda-vía– convulsiones de largos años, dolores incalculables.

La primera utopía que se realizó sobre la Tierra –así lo cre-yeron los hombres de buena voluntad– fue la creación de los Es-tados Unidos de América: reconozcámoslo lealmente. Pero a la vez meditemos en el caso ejemplar: después de haber nacido de la libertad, de haber sido escudo para las víctimas de todas las ti-ranías y espejo para todos los apóstoles del ideal democrático, y cuando acababa de pelear su última cruzada, la abolición de la es-clavitud, para librarse de aquel lamentable pecado, el gigantesco

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país se volvió opulento y perdió la cabeza; la materia devoró al es-píritu; y la democracia que se había constituido para bien de to-dos se fue convirtiendo en la factoría para lucro de unos pocos. Hoy, el que fue arquetipo de libertad es uno de los países menos libres del mundo.

¿Permitiremos que nuestra América siga igual camino? A fi-nes del siglo xix lanzó el grito de alerta el último de nuestros apóstoles, el noble y puro José Enrique Rodó: nos advirtió que el empuje de las riquezas materiales amenazaba ahogar nuestra ingenua vida espiritual; nos señaló el ideal de la magna patria, la América española. La alta lección fue oída; con todo, ella no ha bastado para detenemos en la marcha ciega. Hemos salvado, en gran parte, la cultura, especialmente en los pueblos donde la riqueza alcanza a costearla; el sentimiento de solidaridad crece; pero descubrimos que los problemas tienen raíces profundas.

Debemos llegar a la unidad de la magna patria; pero si tal propósito fuera su límite en sí mismo, sin implicar mayor rique-za ideal, sería uno de tantos proyectos de acumular poder por el gusto del poder, y nada más. La nueva nación sería una poten-cia internacional, fuerte y temible, destinada a sembrar nuevos terrores en el seno de la humanidad atribulada. No: si la magna patria ha de unirse, deberá unirse para la justicia, para asentar la organización de la sociedad sobre bases nuevas, que alejen del hombre la continua zozobra del hambre a que lo condena su su-puesta libertad y la estéril impotencia de su nueva esclavitud, an-gustiosa como nunca lo fue la antigua, porque abarca a muchos más seres y a todos los envuelve en la sombra del porvenir irre-mediable.

El ideal de justicia está antes que el ideal de cultura: es su-perior el hombre apasionado de justicia al que sólo aspira a su propia perfección intelectual. Al diletantismo egoísta, aunque se ampare bajo los nombres de Leonardo o de Goethe, oponga-mos el nombre de Platón, nuestro primer maestro de utopía, el que entregó al fuego todas sus invenciones de poeta para pre-dicar la verdad y la justicia en nombre de Sócrates, cuya muerte le reveló la terrible imperfección de la sociedad en que vivía. Si

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nuestra América no ha de ser sino una prolongación de Europa, si lo único que hacemos es ofrecer suelo nuevo a la explotación del hombre por el hombre (y por desgracia, ésa es hasta ahora nuestra única realidad), si no nos decidimos a que ésta sea la tie-rra de promisión para la humanidad cansada de buscarla en to-dos los climas, no tenemos justificación: sería preferible dejar de-siertas nuestras altiplanicies y nuestras pampas si sólo hubieran de servir para que en ellas se multiplicaran los dolores humanos, no los dolores que nada alcanzará a evitar nunca, los que son hi-jos del amor y la muerte, sino los que la codicia y la soberbia infli-gen al débil y al hambriento. Nuestra América se justificará ante la humanidad del futuro cuando, constituida en magna patria, fuerte y próspera por los dones de su naturaleza y por el trabajo de sus hijos, dé el ejemplo de la sociedad donde se cumple «la emancipación del brazo y de la inteligencia».

En nuestro suelo nacerá entonces el hombre libre, el que, hallando fáciles y justos los deberes, florecerá en generosidad y en creación.

Ahora, no nos hagamos ilusiones: no es ilusión la utopía, sino el creer que los ideales se realizan sobre la tierra sin esfuerzo y sin sacrificio. Hay que trabajar. Nuestro ideal no será la obra de uno o dos o tres hombres de genio, sino de la cooperación soste-nida, llena de fe, de muchos, innumerables hombres modestos; de entre ellos surgirán, cuando los tiempos estén maduros para la acción decisiva, los espíritus directores; si la fortuna nos es propicia, sabremos descubrir en ellos los capitanes y timoneles, y echaremos al mar las naves.

Entre tanto, hay que trabajar, con fe, con esperanza todos los días. Amigos míos: a trabajar.

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La utopía de América*

No vengo a hablaros en nombre de la Universidad de Méxi-co, no sólo porque no me ha conferido ella su representación para actos públicos, sino porque no me atrevería a hacerla res-ponsable de las ideas que expondré. Y sin embargo, debo co-menzar hablando largamente de México, porque aquel país, que conozco tanto como mi Santo Domingo, me servirá como caso ejemplar para mi tesis. Está México ahora en uno de los momen-tos activos de su vida nacional, momento de crisis y de creación. Está haciendo la crítica de su vida pasada; está investigando qué corrientes de su formidable tradición lo arrastran hacia escollos al parecer insuperables y qué fuerzas serían capaces de empu-jarlo hasta puerto seguro. Y México está creando su vida nueva, afirmando su carácter propio, declarándose apto para fundar su tipo de civilización.

Advertiréis que no os hablo de México como país joven, según es costumbre al hablar de nuestra América, sino como país de for-midable tradición, porque bajo la organización española persistió la herencia indígena, aunque empobrecida. México es el único país del Nuevo Mundo donde hay tradición, larga, perdurable,

* Reproducido, junto a «Patria de la justicia» en Analectas, Santo Domingo, Vol. I, Núm. 12, 1933 y Vol. III, Núm. 9, 1934; La utopía de América, Edi-ciones de «Estudiantina», La Plata, 1925; Obras completas, Santo Domingo, UNPHU, tomo V (1921-1925), 1978, pp. 233-240, Utopía de América, Vene-zuela, Ediciones de la Biblioteca Ayacucho, 1989.

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nunca rota, para todas las cosas, para toda especie de actividades: para la industria minera como para los tejidos, para el cultivo de la astronomía como para el cultivo de las letras clásicas, para la pintura como para la música. Aquel de vosotros que haya vi-sitado una de las exposiciones de arte popular que empiezan a convertirse, para México, en benéfica costumbre, aquél podrá decir qué variedad de tradiciones encontró allí representadas, por ejemplo, en cerámica: la de Puebla, donde toma carácter del Nuevo Mundo la loza de Talavera; la de Teotihuacán, donde figu-ras primitivas se dibujan en blanco sobre negro; la de Guanajua-to, donde el rojo y el verde juegan sobre fondo amarillo, como en el paisaje de la región; la de Aguascalientes, de ornamenta-ción vegetal en blanco o negro sobre rojo oscuro; la de Oaxaca, donde la mariposa azul y la flor amarilla surgen, como de entre las manchas del cacao, sobre la tierra blanca; la de Jalisco, don-de el bosque tropical pone sobre el fértil barro nativo toda su riqueza de líneas y su pujanza de color. Y aquel de vosotros que haya visitado las ciudades antiguas de México –Puebla, Queréta-ro, Oaxaca, Morelia, Mérida, León–, aquél podrá decir cómo pa-recen hermanas, no hijas, de las españolas: porque las ciudades españolas, salvo las extremadamente arcaicas, como Ávila y To-ledo, no tienen aspecto medieval, sino el aspecto que les dieron los siglos xvi a xviii, cuando precisamente se edificaban las viejas ciudades mexicanas. La capital, en fin, la triple México –azteca, colonial, independiente–, es el símbolo de la continua lucha y de los ocasionales equilibrios entre añejas tradiciones y nuevos im-pulsos, conflicto y armonía que dan carácter a cien años de vida mexicana.

Y de ahí que México, a pesar de cuanto tiende a descivilizar-lo, a pesar de las espantosas conmociones que lo sacuden y re-vuelven hasta los cimientos, en largos trechos de su historia, po-sea en su pasado y en su presente con qué crear o –tal vez más exactamente– con qué continuar y ensanchar una vida y una cul-tura que son peculiares, únicas, suyas.

Esta empresa de civilización no es, pues, absurda, como lo pare-cería a los ojos de aquellos que no conocen a México sino a través

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de la interesada difamación del cinematógrafo y del telégrafo; no es caprichosa, no es mero deseo de jover á l’autochtone, según la opi-nión escéptica. No: lo autóctono, en México, es una realidad; y lo autóctono no es solamente la raza indígena, con su formida-ble dominio sobre todas las actividades del país, la raza de More-los y de Juárez, de Altamirano y de Ignacio Ramírez; autóctono es eso, pero lo es también el carácter peculiar que toda cosa es-pañola asume en México desde los comienzos de la era colonial, así la arquitectura barroca en manos de los artistas de Taxco o de Tepozotlán como la comedia de Lope y Tirso en manos de don Juan Ruiz de Alarcón.

Con fundamentos tales, México sabe qué instrumentos ha de emplear para la obra en que está empeñado; y esos instrumentos son la cultura y el nacionalismo. Pero la cultura y el nacionalis-mo no los entiende, por dicha, a la manera del siglo xix. No se piensa en la cultura reinante en la era del capital disfrazado de liberalismo, cultura de diletantes exclusivistas, huerto cerrado donde se cultivaban flores artificiales, torre de marfil donde se guardaba la ciencia muerta, como en los museos. Se piensa en la cultura social, ofrecida y dada realmente a todos y fundada en el trabajo: aprender no es sólo aprender a conocer sino igualmente aprender a hacer. No debe haber alta cultura, porque será falsa y efímera, donde no haya cultura popular. Y no se piensa en el na-cionalismo político, cuya única justificación moral es, todavía, la necesidad de defender el carácter genuino de cada pueblo con-tra la amenaza de reducirlo a la uniformidad dentro de tipos que sólo el espejismo del momento hace aparecer como superiores: se piensa en otro nacionalismo, el espiritual, el que nace de las cualidades de cada pueblo cuando se traducen en arte y pensa-miento, el que humorísticamente fue llamado, en el Congreso Internacional de Estudiantes celebrado allí, el nacionalismo de las jícaras y los poemas.

El ideal nacionalista invade ahora, en México, todos los cam-pos. Citaré el ejemplo más claro: la enseñanza del dibujo se ha convertido en cosa puramente mexicana. En vez de la mecáni-ca copia de modelos triviales, Adolfo Best, pintor e investigador,

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«–penetrante y sutil como una espada–», ha creado y difundi-do su novísimo sistema, que consiste en dar al niño, cuando co-mienza a dibujar, solamente los siete elementos lineales de las ar-tes mexicanas, indígenas y populares (la línea recta, la quebrada, el círculo, el semicírculo, la ondulosa, la «ese», la espiral) y de-cirle que los emplee a la manera mexicana, es decir, según reglas derivadas también de las artes de México; así, no cruzar nunca dos líneas sino cuando la cosa representada requiera de modo inevitable el cruce.

Pero al hablar de México como país de cultura autóctona, no pretendo aislarlo en América: creo que, en mayor o menor gra-do, toda nuestra América tiene parecidos caracteres, aunque no toda ella alcance la riqueza de las tradiciones mexicanas. Cuatro siglos de vida hispánica han dado a nuestra América rasgos que la distinguen.

La unidad de su historia, la unidad de propósitos en la vida política y en la intelectual, hacen de nuestra América una enti-dad, una magna patria, una agrupación de pueblos destinados a unirse cada día más y más. Si conserváramos aquella infantil au-dacia con que nuestros antepasados llamaban Atenas a cualquier ciudad de América, no vacilaría yo en compararnos con los pue-blos, políticamente disgregados pero espiritualmente unidos, de la Grecia clásica y la Italia del Renacimiento. Pero sí me atreveré a compararnos con ellos para que aprendamos, de su ejemplo, que la desunión es el desastre.

Nuestra América debe afirmar la fe en su destino en el por-venir de la civilización. Para mantenerlo no me fundo, desde luego, en el desarrollo presente o futuro de las riquezas materia-les, ni siquiera en esos argumentos, contundentes para los con-tagiados del delirio industrial, argumentos que se llaman Bue-nos Aires, Montevideo, Santiago, Valparaíso, Rosario. No: esas poblaciones demuestran que, obligados a competir dentro de la actividad contemporánea, nuestros pueblos saben, tanto como los Estados Unidos, crear en pocos días colmenas formidables, tipos nuevos de ciudad que difieren radicalmente del europeo, y hasta acometer, como Río de Janeiro, hazañas no previstas por

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las urbes norteamericanas. Ni me fundaría, para no dar margen a censuras pueriles de los pesimistas, en la obra, exigua todavía, que representa nuestra contribución espiritual al acervo de la ci-vilización en el mundo, por más que la arquitectura colonial de México, y la poesía contemporánea de toda nuestra América, y nuestras maravillosas artes populares, sean altos valores.

Me fundo sólo en el hecho de que, en cada una de nuestras crisis de civilización, es el espíritu quien nos ha salvado, luchando contra elementos en apariencia más poderosos; el espíritu solo, y no la fuerza militar o el poder económico. En uno de sus momen-tos de mayor decepción, dijo Bolívar que si fuera posible para los pueblos volver al caos, los de la América latina volverían a él. El temor no era vano: los investigadores de la historia nos dicen hoy que el África central pasó, y en tiempos no. muy remotos, de la vida social organizada, de la civilización creadora, a la disolución en que hoy la conocemos y en que ha sido presa fácil de la codi-cia ajena: el puente fue la guerra incesante. Y el Facundo de Sar-miento es la descripción del instante agudo de nuestra lucha en-tre la luz y el caos, entre la civilización y la barbarie. La barbarie tuvo consigo largo tiempo la fuerza de la espada; pero el espíritu la venció, en empeño como de milagro. Por eso hombres magis-trales como Sarmiento, como Alberdi, como Bello, como Hostos, son verdaderos creadores o salvadores de pueblos, a veces más que los libertadores de la independencia. Hombres así, obligados a crear hasta sus instrumentos de trabajo, en lugares donde a ve-ces la actividad económica estaba reducida al mínimum de la vida patriarcal, son los verdaderos representativos de nuestro espíritu. Tenemos la costumbre de exigir, hasta al escritor de gabinete, la aptitud magistral: porque la tuvo, fue representativo José Enri-que Rodó. Y así se explica que la juventud de hoy, exigente como toda juventud, se ensañe contra aquellos hombres de inteligencia poco amigos de terciar en los problemas que a ella le interesan y en cuya solución pide la ayuda de los maestros.

Si el espíritu ha triunfado, en nuestra América, sobre la bar-barie interior, no cabe temer que lo rinda la barbarie de afuera. No nos deslumbre el poder ajeno: el poder es siempre efímero.

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Ensanchemos el campo espiritual: demos el alfabeto a todos los hombres; demos a cada uno los instrumentos mejores para trabajar en bien de todos; esforcémonos por acercarnos a la justicia social y a la libertad verdadera; avancemos, en fin, hacia nuestra utopía.

¿Hacia la utopía? Sí: hay que ennoblecer nuevamente la idea clásica. La utopía no es vano juego de imaginaciones pueriles: es una de las magnas creaciones espirituales del Mediterráneo, nuestro gran mar antecesor. El pueblo griego da al mundo oc-cidental la inquietud del perfeccionamiento constante. Cuando descubre que el hombre puede individualmente ser mejor de lo que es y socialmente vivir mejor de como vive, no descansa para averiguar el secreto de toda mejora, de toda perfección. Juzga y compara; busca y experimenta sin descanso; no le arredra la ne-cesidad de tocar a la religión y a la leyenda, a la fábrica social y a los sistemas políticos. Es el pueblo que inventa la discusión, que inventa la crítica. Mira al pasado, y crea la historia; mira al futu-ro, y crea las utopías.

El antiguo Oriente se había conformado con la estabilidad de la organización social: la justicia se sacrificaba al orden, el progreso a la tranquilidad. Cuando alimentaron esperanzas de perfección –la victoria de Ahura-Mazda entre los persas o la ve-nida del Mesías para los hebreos– las situaron fuera del alcance del esfuerzo humano: su realización sería obra de leyes o de vo-luntades más altas. Grecia cree en el perfeccionamiento de la vida humana por medio del esfuerzo humano. Atenas se dedicó a crear utopías: nadie las revela mejor que Aristófanes; el poeta que las satiriza no sólo es capaz de comprenderlas sino que hasta se diría simpatizador de ellas: ¡tal es el esplendor con que llega a presentarlas! Poco después de los intentos que atrajeron la bur-la de Aristófanes, Platón crea, en La República, no sólo una de las obras maestras de la filosofía y de la literatura, sino también la obra maestra en el arte singular de la utopía.

Cuando el espejismo del espíritu clásico se proyecta sobre Europa, con el Renacimiento, es natural que resurja la utopía. Y desde entonces, aunque se eclipse, no muere. Hoy, en medio del formidable desconcierto en que se agita la humanidad, sólo una

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luz unifica a muchos espíritus: la luz de una utopía, reducida, es verdad, a simples soluciones económicas por el momento, pero utopía al fin, donde se vislumbra la única esperanza de paz entre el infierno social que atravesamos todos.

¿Cuál sería, pues, nuestro papel en estas cosas? Devolverle a la utopía sus caracteres plenamente humanos y espirituales, esfor-zarnos porque el intento de reforma social y justicia económica no sea el límite de las aspiraciones; procurar que la desaparición de las tiranías económicas concuerde con la libertad perfecta del hombre individual y social, cuyas normas únicas, después del ne-minem laedere, sean la razón y el sentido estético. Dentro de nues-tra utopía, el hombre deberá llegar a ser plenamente humano, dejando atrás los estorbos de la absurda organización económica en que estamos prisioneros y el lastre de los prejuicios morales y sociales que ahogan la vida espontánea; a ser, a través del franco ejercicio de la inteligencia y de la sensibilidad, el hombre libre, abierto a los cuatro vientos del espíritu.

¿Y cómo se concilia esta utopía, destinada a favorecer la de-finitiva aparición del hombre universal, con el nacionalismo an-tes predicado, nacionalismo de jícaras y poemas, es verdad, pero nacionalismo al fin? No es difícil la conciliación: antes al contra-rio, es natural. El hombre universal con que soñamos, a que as-pira nuestra América, no será descastado: sabrá gustar de todo, apreciar todos los matices, pero será de su tierra; su tierra, y no la ajena, le dará el gusto intenso de los sabores nativos, y ésa será su mejor preparación para gustar de todo lo que tenga sa-bor genuino, carácter propio. La universalidad no es el desgas-tamiento: en el mundo de la utopía no deberán desaparecer las diferencias de carácter que nacen del clima, de la lengua, de las tradiciones; pero todas estas diferencias, en vez de significar divi-sión y discordancia, deberán combinarse como matices diversos de la unidad humana. Nunca la uniformidad, ideal de imperia-lismos estériles; sí la unidad, como armonía de las multánimes voces de los pueblos.

Y por eso, así como esperamos que nuestra América se aproxime a la creación del hombre universal, por cuyos labios

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hable libremente el espíritu, libre de estorbos, libre de prejui-cios, esperamos que toda América, y cada región de América, conserve y perfeccione todas sus actividades de carácter origi-nal, sobre todo en las artes: las literarias, en que nuestra origi-nalidad se afirma cada día; las plásticas, tanto las mayores como las menores, en que poseemos el doble tesoro, variable según las regiones, de la tradición española y la tradición indígena, fundi-das ya en corrientes nuevas; y las musicales, en que nuestra insu-perable creación popular aguarda a los hombres de genio que sepan extraer de ella todo un sistema nuevo que será maravilla del futuro.

Y sobre todo, como símbolos de nuestra civilización para unir y sintetizar las dos tendencias, para conservarlas en equilibrio y armonía esperemos que nuestra América siga produciendo lo que es acaso su más alta característica: los hombres magistrales, héroes verdaderos de nuestra vida moderna, verbo de nuestro espíritu y creadores de vida espiritual.

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Caminos de nuestra historia literaria*

La literatura de la América española tiene cuatro siglos de existencia, y hasta ahora los dos únicos intentos de escribir su historia completa se han realizado en idiomas extranjeros: uno, hace cerca de diez años, en inglés (Coester); otro, muy reciente, en alemán (Wagner). Está repitiéndose, para la América espa-ñola, el caso de España: fueron los extraños quienes primero se aventuraron a poner orden en aquel caos o –mejor– en aquella vorágine de mundos caóticos. Cada grupo de obras literarias –o, como decían los retóricos, «cada género»– se ofrecía como «mar nunca antes navegado», con sirenas y dragones, sirtes y escollos. Buenos trabajadores van trazando cartas parciales: ya nos mo-vemos con soltura entre los poetas de la Edad Media: sabemos cómo se desarrollaron las novelas caballerescas, pastoriles y pica-rescas; conocemos la filiación de la familia de Celestina... Pero para la literatura religiosa debemos contentarnos con esquemas superficiales, y no es de esperar que se perfeccionen, porque

* En Valoraciones, La Plata, tomo 2, Núm. 6, junio de 1925, pp. 246.252, y tomo 3, Núm. 7, agosto de 1925, pp. 27-32. Reproducido en Seis ensayos en busca de una expresión, Buenos Aires, 1928, pp. 37-51; en Pedro Henríquez Ureña por Max Henríquez Ureña, Colección Pensamiento Domincano, Santo Domingo, 1950, pp. 96-108; En Ensayos en busca de nuestra expresión, Buenos Aires, 1952, pp., 51-60; en Obra Crítica, México, Fondo de Cultura Económi-ca, 1960, pp. 254-260; en Pedro Henríquez Ureña. Universidad y educación, Uni-versidad Autónoma Nacional de México, 1969, pp. 134-143; en Obras comple-tas, tomo V (1921-1925) Santo Domingo, UNPHU, 1978, pp. 259-268.

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el asunto no crece en interés; aplaudiremos siquiera que se de-diquen buenos estudios aislados a Santa Teresa o a fray Luis de León, y nos resignaremos a no poseer sino vagas noticias, o lec-turas sueltas, del beato Alonso Rodríguez o del padre Luis de la Puente. De místicos luminosos como sor Cecilia del Nacimiento, ni el nombre llega a los tratados históricos1. De la poesía lírica de los «siglos de oro» sólo sabemos que nos gusta, o cuándo nos gus-ta; no estamos ciertos de quién sea el autor de poesías que repe-timos de memoria; los libros hablan de escuelas que nunca exis-tieron, como la salmantina; ante los comienzos del gongorismo, cuantos carecen del sentido del estilo se desconciertan, y repiten discutibles leyendas. Los más osados exploradores se confiesan a merced de vientos desconocidos cuando se internan en el teatro, y dentro de él, Lope es caos él solo, monstruo de su laberinto.

¿Por qué los extranjeros se arriesgaron, antes que los nativos a la síntesis? Demasiado se ha dicho que poseían mayor aptitud, mayor tenacidad; y no se echa de ver que sentían menos las difi-cultades del caso. Con los nativos se cumplía el refrán: los árbo-les no dejan ver el bosque. Hasta este día, a ningún gran crítico o investigador español le debemos una visión completa del paisaje. Don Marcelino Menéndez y Pelayo, por ejemplo, se consagró a describir uno por uno los árboles que tuvo ante los ojos; hacia la mitad de la tarea le traicionó la muerte2.

En América vamos procediendo de igual modo. Emprende-mos estudios parciales; la literatura colonial de Chile, la poesía en México, la historia en el Perú. Llegamos a abarcar países en-teros, y el Uruguay cuenta con siete volúmenes de Roxlo, la Ar-gentina con cuatro de Rojas (¡ocho en la nueva edición!). El en-sayo de conjunto se lo dejamos a Coester y a Wagner. Ni siquiera lo hemos realizado como simple suma de historias parciales, se-

1 Debo su conocimiento , no a ningún hispanista, sino al doctor Alejandro Korn, el sagaz filósofo argentino. Es significativo.

2 A pesar de que el colosal panorama quedó trunco, podría organizarse una historia de la literatura española con textos de Menéndez Pelayo. Sobre muchos autores solo se encontrarían observaciones incidentales, pero sin-téticas y rotundas.

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gún el propósito de la Revue Hispanique: Después de tres o cuatro años de actividad la serie quedó en cinco o seis países.

Todos los que en América sentimos el interés de la historia li-teraria hemos pensado en escribir la nuestra. Y no es pereza lo que nos detiene: es, en unos casos, la falta de ocio, de vagar suficiente (la vida nos exige, ¡con imperio!, otras labores); en otros casos, la falta del dato y del documento: conocemos la dificultad, poco me-nos que insuperable, de reunir todos los materiales. Pero como el proyecto no nos abandona, y no faltará quien se decida a darle realidad, conviene apuntar observaciones que aclaren el camino.

Las tablas de valores

Noble deseo, pero grave error cuando se quiere hacer historia, es el que pretende recordar a todos los héroes. En la historia litera-ria el error lleva a la confusión. En el manual de Coester, respeta-ble por el largo esfuerzo que representa, nadie discernirá si mere-ce más atención el egregio historiador Justo Sierra que el fabulista Rosas Moreno, o si es mucho mayor la significación de Rodó que la de su amigo Samuel Blixen. Hace falta poner en circulación tablas de valores: nombres centrales y libros de lectura indispensables3.

Dejar en la sombra populosa a los mediocres; dejar en la pe-numbra a aquellos cuya obra pudo haber sido magna, pero quedó a medio hacer: tragedia común en nuestra América. Con sacrifi-cios y hasta injusticias sumas es como se constituyen las constelacio-nes de clásicos en todas las literaturas. Epicarmo fue sacrificado a la gloria de Aristófanes; Gorgias y Protágoras a las iras de Platón.

La historia literaria de la América española debe escribirse alrededor de unos cuantos nombres centrales: Bello, Sarmiento, Montalvo, Martí, Darío, Rodó.

3 A dos escritores nuestros, Rufino Blanco Fombona y Ventura García Cal-derón, debemos conatos de bibliotecas clásicas de la América española. De ellas prefiero las de García Calderón, por las selecciones cuidadosas y la pu-reza de los textos.

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Nacionalismos

Hay dos nacionalismos en la literatura: el espontáneo, el na-tural acento y elemental sabor de la tierra nativa, al cual nadie escapa, ni las excepciones aparentes; y el perfecto, la expresión superior del espíritu de cada pueblo, con poder de imperio, de perduración y expansión. Al nacionalismo perfecto, creador de grandes literaturas aspiramos desde la independencia: nuestra historia literaria de los últimos cien años podría escribirse como la historia del flujo y reflujo de aspiraciones y teorías en busca de nuestra expresión perfecta; deberá escribirse como la historia de los renovados intentos de expresión y, sobre todo, de las expre-siones realizadas.

Del otro nacionalismo, del espontáneo y natural, poco ha-bría que decir si no se le hubiera convertido, innecesariamente, en problema de complicaciones y enredos. Las confusiones em-piezan en el idioma. Cada idioma tiene su color, resumen de lar-ga vida histórica. Pero cada idioma varía de ciudad a ciudad, de región a región, y a las variaciones dialectales, siquiera mínimas, acompañan multitud de matices espirituales diversos. ¿Sería de creer que mientras cada región de España se define con rasgos su-yos, la América española se quedara en nebulosa informe, y no se hallara medio de distinguirla de España? ¿Y a qué España se pare-cería? ¿A la andaluza? El andalucismo de América es una fábrica de poco fundamento, de tiempo atrás derribada por Cuervo4.

En la práctica, todo el mundo distingue al español del hispa-noamericano: hasta los extranjeros que ignoran el idioma. Ape-nas existió población organizada de origen europeo en el Nuevo Mundo, apenas nacieron los primeros criollos, se declaró que dife-rían de los españoles; desde el siglo xvi se anota, con insistencia, la

4 A las pruebas y razones que adujo Cuervo en su artículo «El castellano en América», del Bulletin Hispanisque (Burdeos, 1901), he agregado, entre otras cosas, en dos trabajos míos: «Observaciones sobre el español en Amé-rica», en la Revista de Filología Española (Madrid, 1921) y el «Supuesto anda-lucismo de América», en las publicaciones del Instituto de Filología de la Universidad de Buenos Aires, 1925.

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diversidad. En la literatura, todos la sienten. Hasta en don Juan Ruiz de Alarcón: la primera impresión que recoge todo lector suyo es que no se parece a los otros dramaturgos de su tiempo, aunque de ellos recibió –rígido ya– el molde de sus comedias: te-mas: construcción, lenguaje, métrica.

Constituimos los hispanoamericanos grupos regionales di-versos: lingüísticamente, por ejemplo, son cinco los grupos, las zonas. ¿Es de creer que tales matices no trasciendan a la litera-tura? No; el que ponga atención los descubrirá pronto, y le será fácil distinguir cuándo el escritor es rioplatense, o es chileno, o es mexicano.

Si estas realidades paladinas se oscurecen es porque se tiñen de pasión y prejuicio, y así oscilamos entre dos turbias tenden-cias: una que tiende a declaramos «llenos de carácter», para bien o para mal, y otra que tiende a declaramos «pájaros sin matiz, pe-ces sin escama», meros españoles que alteramos el idioma en sus sonidos y en su vocabulario y en su sintaxis, pero que conservamos inalterables, sin adiciones, la Weltanschauung de los castellanos o de los andaluces. Unas veces, con infantil pesimismo, lamenta-mos nuestra falta de fisonomía propia; otras veces inventamos credos nacionalistas, cuyos complejos dogmas se contradicen en-tre sí. Y los españoles, para censuramos, declaran que a ellos no nos parecemos en nada; para elogiamos, declaran que nos con-fundimos con ellos.

No; el asunto es sencillo. Simplifiquémoslo: nuestra literatu-ra se distingue de la literatura de España, porque no puede me-nos de distinguirse, y eso lo sabe todo observador. Hay más: en América, cada país, o cada grupo de países, ofrece rasgos pecu-liares suyos en la literatura, a pesar de la lengua recibida de Es-paña, a pesar de las constantes influencias europeas. Pero ¿estas diferencias son como las que separan a Inglaterra de Francia, a Italia de Alemania? No; son como las que median entre Inglate-rra y los Estados Unidos. ¿Llegarán a ser mayores? Es probable.

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América y la exuberancia

Fuera de las dos corrientes turbias están muchos que no han tomado partido; en general, con una especie de realismo ingenuo aceptan la natural e inofensiva suposición de que te-nemos fisonomía propia, siquiera no sea muy expresiva. Pero ¿cómo juzgan? Con lecturas casuales: Amalia o María, Facundo o Martín Fierro, Nervo o Rubén. En esas lecturas de azar se apo-yan muchas ideas peregrinas; por ejemplo, la de nuestra exu-berancia.

Veamos. José Ortega y Gasset, en artículo reciente, recomien-da a los jóvenes argentinos ‘‘estrangular el énfasis’’, que él ve como una falta nacional. Meses atrás, Eugenio d’Ors, al despedir-se de Madrid el ágil escritor y acrisolado poeta mexicano Alfon-so Reyes, lo llamaba «el que le tuerce el cuello a la exuberancia». Después ha vuelto al tema, a propósito de escritores de Chile. América es, a los ojos de Europa –recuerda Ors– la tierra exube-rante, y razonando de acuerdo con la usual teoría de que cada clima da a sus nativos rasgos espirituales característicos («el clima influye los ingenios», decía Tirso), se nos atribuyen caracteres de exuberancia en la literatura. Tales opiniones (las escojo sólo por muy recientes) nada tienen de insólitas; en boca de americanos se oyen también.

Y, sin embargo, yo no creo en la teoría de nuestra exube-rancia. Extremando, hasta podría el ingenioso aventurar la tesis contraria; sobrarían escritores, desde el siglo xvi hasta el xx, para demostrarla. Mi negación no esconde ningún propósito defen-sivo. Al contrario, me atrevo a preguntar: ¿se nos atribuye y nos atribuimos exuberancia y énfasis, o ignorancia y torpeza? La ig-norancia, y todos los males que de ella se derivan, no son caracte-res: son situaciones. Para juzgar de nuestra fisonomía espiritual conviene dejar aparte a los escritores que no saben revelarla en su esencia porque se lo impiden sus imperfecciones en cultura y en dominio de formas expresivas. ¿Que son muchos? Poco im-porta; no llegaremos nunca a trazar el plano de nuestras letras si no hacemos previo desmonte.

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Si exuberancia es fecundidad, no somos exuberantes; no so-mos, los de América española, escritores fecundos. Nos falta ‘‘la vena’’, probablemente; y nos falta la urgencia profesional: la li-teratura no es profesión, sino afición, entre nosotros; apenas en la Argentina nace ahora la profesión literaria. Nuestros escrito-res fecundos son excepciones; y ésos sólo alcanzan a producir tanto como los que en España representen el término medio de actividad; pero nunca tanto como Pérez Galdós o Emilia Pardo Bazán. Y no se hable del siglo xvii: Tirso y Calderón bastan para desconcertarnos; Lope produjo él solo tantos como todos juntos los poetas dramáticos ingleses de la época isabelina. Si Alarcón escribió poco, no fue mera casualidad.

¿Exuberancia es verbosidad? El exceso de palabras no brota en todas partes de fuentes iguales; el inglés lo hallará en Ruskin, o en Landor, o en Thomas de Quincey, o en cualquier otro de sus estilistas ornamentales del siglo xix; el ruso, en Andreyev: ex-cesos distintos entre sí, y distintos del que para nosotros repre-sentan Castelar o Zorrilla. Y además, en cualquier literatura, el autor mediocre, de ideas pobres, de cultura escasa, tiende a ver-boso; en la española, tal vez más que en ninguna. En América volvemos a tropezar con la ignorancia; si abunda la palabrería es porque escasea la cultura, la disciplina, y no por exuberancia nuestra. Le climat –parodiando a Alceste– ne fait rien à l’affaire. Y en ocasiones nuestra verbosidad llama la atención, porque va acompañada de una preocupación estilística, buena en sí, que procura exaltar el poder de los vocablos, aunque le falte la densi-dad de pensamiento o la chispa de imaginación capaz de trocar en oro el oropel.

En fin, es exuberancia el énfasis. En las literaturas occidenta-les, al declinar el romanticismo, perdieron prestigio la «inspira-ción», la elocuencia, el énfasis, «primor de la scriptura», como le llamaba nuestra primera monja poetisa doña Leonor de Ovando. Se puso de moda la sordina, y hasta el silencio. Seul le silence est grand, se proclamaba ¡enfáticamente todavía! En América con-servamos el respeto al énfasis mientras Europa nos lo prescribió; aun hoy nos quedan tres o cuatro poetas vibrantes, como decían

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los románticos. ¿No representarán simple retraso en la moda lite-raria? ¿No se atribuirá a influencia del trópico lo que es influencia de Victor Hugo? ¿O de Byron, o de Espronceda, o de Quintana? Cierto; la elección de maestros ya es indicio de inclinación nativa. Pero –dejando aparte cuanto reveló carácter original– los mode-los enfáticos no eran los únicos; junto a Hugo estaba Lamartine; junto a Quintana estuvo Meléndez Valdés. Ni todos hemos sido enfáticos, ni es éste nuestro mayor pecado actual. Hay países de América, como México y el Perú, donde la exaltación es excepcio-nal. Hasta tenemos corrientes y escuelas de serenidad, de refina-miento, de sobriedad; del modernismo a nuestros días, tienden a predominar esas orientaciones sobre las contrarias.

América buena y América mala

Cada país o cada grupo de países –está dicho– da en América matiz especial a su producción literaria: el lector asiduo lo reco-noce. Pero existe la tendencia, particularmente en la Argentina, a dividirlos en dos grupos únicos: la América mala y la buena, la tropical y la otra, los petits pays chauds y las naciones «bien or-ganizadas». La distinción, real en el orden político y económi-co –salvo uno que otro punto crucial, difícil en extremo–, no resulta clara ni plausible en el orden artístico. Hay, para el ob-servador, literatura de México, de la América Central, de las Antillas, de Venezuela, de Colombia, de la región peruana, de Chile, del Plata; pero no hay una literatura de la América tro-pical, frondosa y enfática, y otra literatura de la América tem-plada, toda serenidad y discreción. Y se explicaría –según la teoría climatológica en que se apoya parcialmente la escisión intentada– porque, contra la creencia vulgar, la mayor parte de la América española situada entre los trópicos no cabe dentro de la descripción usual de la zona tórrida. Cualquier manual de geografía nos lo recordará: la América intertropical se divi-de en tierras altas y tierras bajas; sólo las tierras bajas son legíti-mamente tórridas, mientras las altas son de temperatura fresca,

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muchas veces fría. ¡Y el Brasil ocupa la mayor parte de las tierras bajas entre los trópicos! Hay opulencia en el espontáneo y deli-cioso barroquismo de la arquitectura y las letras brasileñas. Pero el Brasil no es América española... En la que sí lo es, en México y a lo largo de los Andes, encontrará el viajero vastas altiplanicies que no le darán impresión de exuberancia, porque aquellas altu-ras son poco favorables a la fecundidad del suelo y abundan en las regiones áridas. No se conoce allí «el calor del trópico». Le-jos de ser ciudades de perpetuo verano, Bogotá y México, Qui-to y Puebla, La Paz y Guatemala merecerían llamarse ciudades de otoño perpetuo. Ni siquiera Lima o Caracas son tipos de ciu-dad tropical: hay que llegar, para encontrados, hasta La Habana (¡ejemplar admirable!), Santo Domingo, San Salvador. No es de esperar que la serenidad y las suaves temperaturas de las altipla-nicies y de las vertientes favorezcan «temperamentos ardorosos» o «imaginaciones volcánicas». Así se ve que el carácter dominan-te en la literatura mexicana es de discreción, de melancolía, de tonalidad gris (recórrase la serie de los poetas desde el fraile Na-varrete hasta González Martínez), y en ella nunca prosperó la tendencia a la exaltación, ni aun en las épocas de influencia de Hugo, sino en personajes aislados, como Díaz Mirón, hijo de la costa cálida, de la tierra baja. Así se ve que el carácter de las le-tras peruanas es también de discreción y mesura; pero en vez de la melancolía pone allí sello particular la nota humorística, he-rencia de la Lima virreinal, desde las comedias de Pardo y Segura hasta la actual descendencia de Ricardo Palma. Chocano resulta la excepción.

La divergencia de las dos Américas, la buena y la mala, en la vida literaria, sí comienza a señalarse, y todo observador atento la habrá advertido en los años últimos; pero en nada depende de la división en zona templada y zona tórrida. La fuente está en la diversidad de cultura. Durante el siglo xix, la rápida nivelación, la semejanza de situaciones que la independencia trajo a nuestra América, permitió la aparición de fuertes personalidades en cual-quier país: si la Argentina producía a Sarmiento, el Ecuador a Montalvo; si México daba a Gutiérrez Nájera, Nicaragua a Rubén

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Darío. Pero las situaciones cambian: las naciones serias van dan-do forma y estabilidad a su cultura, y en ellas las letras se vuelven actividad normal; mientras tanto, en «las otras naciones», donde las instituciones de cultura, tanto elemental como superior, son víctimas de los vaivenes políticos y del desorden económico, la literatura ha comenzado a flaquear. Ejemplos: Chile, en el siglo xix, no fue uno de los países hacia donde se volvían con mayor placer los ojos de los amantes de las letras; hoy sí lo es. Venezue-la tuvo durante cien años, arrancando nada menos que de Bello, literatura valiosa, especialmente en la forma: abundaba el tipo del poeta y del escritor dueño del idioma, dotado de facundia. La serie de tiranías ignorantes que vienen afligiendo a Venezuela desde fines del siglo xix –al contrario de aquellos curiosos «des-potismos ilustrados» de antes, como el de Guzmán Blanco– han deshecho la tradición intelectual: ningún escritor de Venezuela menor de cincuenta años disfruta de reputación en América.

Todo hace prever que, a lo largo del siglo xx, la actividad li-teraria se concentrará, crecerá y fructificará en «la América bue-na»; en la otra –sean cuales fueren los países que al fin la cons-tituyan–, las letras se adormecerán gradualmente hasta quedar aletargadas.

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Volvamos a comenzar*

En Europa no podemos buscar orientaciones. En los Estados Unidos, todavía menos. El que pretenda escuchar la voz de após-toles lejanos, cuando los clamores de la guerra y de la paz armada ensordecen el aire, no hará sino perderse en la selva oscura. Don-dequiera que, en la América Latina, se hacen ensayos para alcan-zar pleno entendimiento de la vida nacional, automáticamente se ha roto el contacto con Europa: a México, el peculiar aislamiento en que desde hace diez años lo mantienen sus problemas, nacio-nales o internacionales, lo ha obligado a bastarse a sí mismo en muchos órdenes, y al fin el nacionalismo se ha vuelto consciente y deliberado; en el Brasil y en la Argentina, se está en el comienzo del nacionalismo total, que anime la vida entera del país. El ejem-plo de México despierta resonancias en la América Central; el del Brasil y la Argentina las despertará en toda la América del Sur.

Pero ¿basta el propósito –se me dirá–, basta el deseo para que realmente seamos dueños de nuestros destinos espirituales? ¿Tenemos ya con qué sustituir los modelos y los consejos de Eu-ropa? No: nuestra labor, nuestras normas, están por crear o en vía de creación. Y es deber de todos los capaces de esfuerzo cola-borar en ellas, ayudar a definidas.

* El Universal, México, 1923; Obras completas, tomo V (1921-1925), Santo Do-mingo, UNPHU, 1978, pp. 65-67; Listín Diario, Santo Domingo, 30 de junio de 1996.

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Para ello, todo trabajo será útil, todo pensamiento será cami-no hacia la claridad. Y los propósitos principales deben ser «vol-ver a comenzar», volver a la raíz de las cosas, a las ideas funda-mentales y seguras, y conocernos bien, darnos cuenta de todo lo que somos y de todo lo que podemos ser.

Hemos vivido en perpetua confusión, sin normas definidas, sin nociones precisas, porque hemos olvidado en la mayor parte de los casos, pensar las cosas desde su raíz, desde su fundamen-to. La aspiración de nuestras clases directoras, salvo unos pocos espíritus fuertes y claros, era «estar al día», conocer la última no-vedad de ideología política o de invención artística que estuvie-se en boga en París o en Berlín. Ignoramos el ABC de las ideas esenciales y corríamos tras el XYZ de la moda.

¿No pretendíamos crear aristocracias intelectuales cuando no existía siquiera la base del alfabeto en las masas del pueblo? Tales aristocracias no eran sino caricaturas de los grupos superio-res europeos: el vacío intelectual en torno de ellas las diezmaba constantemente; la falta de estímulo vivo las hacía descuidadas y pueriles, las mantenía en el nivel de «parvenus» de la cultura.

Y en el orden político ¿no es verdad que la confusión de ideas ha sido continua en la clase dirigente? Las grandes empresas na-cionales de América –tales, la obra de Sarmiento en la Argenti-na, la Reforma en México– se realizaron afrontando la oposición de la mayor parte de la «gente culta», empeñada en invocar con-tra ellas toda especie de teorías discutibles.

Abandonemos, pues, el desorden de ideas en que hemos vi-vido; despojemos de complicaciones artificiales nuestros pro-blemas: «volvamos a comenzar», y para comenzar de nuevo propongámonos alcanzar siempre la claridad y la precisión. Pro-cediendo así, hasta los más humildes de entre nosotros podre-mos encontrar orientaciones necesarias a nuestra vida, solucio-nes para nuestros conflictos. En más de una ocasión –lo hemos visto– se ha resuelto, ya uno, ya otro de los diversos problemas que preocupan a las naciones de la América Latina con la mera aplicación de principios elementales, aplicación, eso sí, enérgica y perseverante.

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¿Es complicado, por ejemplo, el problema de la educación popular? A juzgar por los libros que se escriben sobre él, lo pa-recería. Por dondequiera que se ha vencido, la fórmula ha sido sencilla: fundar escuelas. ¿Es complicado suprimir las diversio-nes bárbaras? Hay quienes disertan, a propósito de ellas, de esté-tica, y de sociología, y de economía. Pero dondequiera que se les ha buscado el remedio, se ha encontrado, y es sencillo: prohibi-das. ¿Es complicada la higiene de las ciudades? Lo es, sin dispu-ta, mucho más que otras cuestiones; y sin embargo, dondequiera que se le ha dado solución, la solución ha sido rápida. Así, pues, antes de aterrarnos con las complejidades imaginarias de nues-tros problemas, pensemos si no es posible –lo será muchas veces, aunque no todas– simplificarlos, reducirlos a sus términos ele-mentales.

Como con los problemas prácticos, así con los del espíritu: antes que todo, urge simplificar, urge aclarar. Que cada uno haga interiormente su discurso del método. Y volvamos a comenzar: sólo así tendremos certeza de que echamos a andar por el buen camino: sólo así tendremos la esperanza de evitar el dédalo del pensar confuso.

Y por fin, nuestra vida espiritual, nuestra existencia de nacio-nes obligadas a sí mismas, exige que penetremos a lo hondo de la esencia de nuestro ser de pueblos. Conozcámonos; sepamos cómo es la tierra en que vivimos, todo lo que encierra y todo lo que podrá recibir; sepamos cómo es el hombre que habita, qué tradiciones viven en él y lo impulsan o lo detienen; descubramos y unamos todo cuanto servirá para crear, para instaurar la nue-va civilización que ha de ser nuestra, la que debe dominar espiri-tualmente el porvenir.

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El descontento y la promesa*

«Haré grandes cosas: lo que son no lo sé». Las palabras del rey loco son el mote que inscribimos, desde hace cien años, en nuestras banderas de revolución espiritual. ¿Venceremos el des-contento que provoca tantas rebeliones sucesivas? ¿Cumplire-mos la ambiciosa promesa?

Apenas salimos de la espesa nube colonial al sol quemante de la independencia, sacudimos el espíritu de timidez y declara-mos señorío sobre el futuro. Mundo virgen, libertad recién na-cida, repúblicas en fermento, ardorosamente consagradas a la inmortal utopía: aquí habían de crearse nuevas artes, poesía nue-va. Nuestras tierras, nuestra vida libre, pedían su expresión.

* Conferencia pronunciada en Amigos del Arte, Buenos Aires, el 28 de agos-to de 1926. La Nación, Buenos Aires, 29 de agosto de 1926; Repertorio Ameri-cano, San José, Costa Rica, Núm. 22, 11 de diciembre de 1926; Patria, Santo Domingo, Núms. 65-68, noviembre de 1928; Seis ensayos en busca de nuestra expresión, Buenos Aires, 1928, pp. 11-35; Analectas, Santo Domingo, tomo I, Núm, 3, Vol. VI, 16 de abril de 1934; Pedro Henríquez Ureña por Max Henrí-quez Ureña, Colección Pensamiento Dominicano, Santo Domingo, 1950, pp. 75-95; Ensayos en busca de nuestra expresión, Buenos Aires, 1952, pp. 37-51; Obra crítica, México, Fondo de Cultura Económica, 1960, pp. 610-617; Pe-dro Henríquez Ureña. Universidad y educación, Universidad Nacional Autóno-ma de México, 1969, pp. 104-120; Obras completas, tomo VI, Santo Domingo, UNPHU, pp. 11-35.

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La independencia literaria

En 1823, antes de las jornadas de Junín y Ayacucho, incon-clusa todavía la independencia política, Andrés Bello proclama-ba la independencia espiritual: la primera de sus Silvas america-nas es una alocución a la poesía, «maestra de los pueblos y los reyes», para que abandone a Europa –luz y miseria– y busque en esta orilla del Atlántico el aire salubre de que gusta su nati-va rustiquez. La forma es clásica; la intención es revolucionaria. Con la «alocución», simbólicamente, iba a encabezar Juan María Gutiérrez nuestra primera grande antología, la América poética, de 1846. La segunda de las Silvas de Bello, tres años posterior, al cantar la agricultura de la zona tórrida, mientras escuda tras las pacíficas sombras imperiales de Horacio y de Virgilio el «retorno a la naturaleza», arma de los revolucionarios del siglo xviii, esbo-za todo el programa «siglo xix» del engrandecimiento material, con la cultura como ejercicio y corona. Y no es aquel patriarca, creador de civilización, el único que se enciende en espíritu de iniciación y profecía: la hoguera anunciadora salta, como la de Agamenón, de cumbre en cumbre, y arde en el canto de victoria de Olmedo, en los gritos insurrectos de Heredia, en las novelas y las campañas humanitarias y democráticas de Fernández de Li-zardi, hasta en los delitos y los diálogos gauchescos de Bartolo-mé Hidalgo.

A los pocos años surge otra nueva generación, olvidadiza y descontenta. En Europa, oíamos decir, o en persona lo veíamos, el romanticismo despertaba las voces de los pueblos. Nos pare-cieron absurdos nuestros padres al cantar en odas clásicas la ro-mántica aventura de nuestra independencia. El romanticismo nos abriría el camino de la verdad, nos enseñaría a completar-nos. Así lo pensaba Esteban Echeverría, escaso artista, salvo en uno que otro paisaje de líneas rectas y masas escuetas, pero claro teorizante. «El espíritu del siglo –decía– lleva hoy a las naciones a emanciparse, a gozar de independencia, no sólo política, sino filosófica y literaria». Y entre los jóvenes a quienes arrastró consi-go, en aquella generación argentina que fue voz continental, se

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hablaba siempre de «ciudadanía en arte como en política» y de «literatura que llevara los colores nacionales».

Nuestra literatura absorbió ávidamente agua de todos los ríos nativos: la naturaleza; la vida del campo, sedentaria o nóma-da; la tradición indígena; los recuerdos de la época colonial; las hazañas de los libertadores; la agitación política del momento... La inundación romántica duró mucho, demasiado; como bajo pretexto de inspiración y espontaneidad protegió la pereza, aho-gó muchos gérmenes que esperaba nutrir. Cuando las aguas co-menzaron a bajar, no a los cuarenta días bíblicos, sino a los cua-renta años, dejaron tras sí tremendos herbazales, raros arbustos y dos copudos árboles, resistentes como ombúes: el Facundo y el Martín Fierro.

El descontento provoca al fin la insurrección necesaria: la generación que escandalizó al vulgo bajo el modesto nombre de modernista se alza contra la pereza romántica y se impone seve-ras y delicadas disciplinas. Toma sus ejemplos en Europa, pero piensa en América. «Es como una familia (decía uno de ella, el fascinador, el deslumbrante Martí). Principió por el rebusco imi-tado y está en la elegancia suelta y concisa y en la expresión artís-tica y sincera, breve y tallada, del sentimiento personal y del jui-cio criollo y directo». ¡El juicio criollo! O bien: «A esa literatura se ha de ir: a la que ensancha y revela, a la que saca de la corteza ensangrentada el almendro sano y jugoso, a la que robustece y levanta el corazón de América». Rubén Darío, si en las palabras liminares de Prosas profanas detestaba «la vida y el tiempo en que le tocó nacer», paralelamente fundaba la Revista de América, cuyo nombre es programa, y con el tiempo se convertía en el autor del yambo contra Roosevelt, del «Canto a la Argentina» y del «Via-je a Nicaragua». Y Rodó, el comentador entusiasta de Prosas pro-fanas, es quien luego declara, estudiando a Montalvo, que «sólo han sido grandes en América aquellos que han desenvuelto por la palabra o por la acción un sentimiento americano».

Ahora, treinta años después, hay de nuevo en la América espa-ñola juventudes inquietas, que se irritan contra sus mayores y ofre-cen trabajar seriamente en busca de nuestra expresión genuina.

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Tradición y rebelión

Los inquietos de ahora se quejan de que los antepasados ha-yan vivido atentos a Europa, nutriéndose de imitación, sin ojos para el mundo que los rodeaba: olvidan que en cada generación se renuevan, desde hace cien años, el descontento y la promesa. Existieron, sí, existen todavía, los europeizantes, los que llegan a abandonar el español para escribir en francés, o, por lo menos, escribiendo en nuestro propio idioma ajustan a moldes franceses su estilo y hasta piden a Francia sus ideas y sus asuntos. O los his-panizantes, enfermos de locura gramatical, hipnotizados por toda cosa de España que no haya sido trasplantada a estos suelos.

Pero atrevámonos a dudar de todo. ¿Estos crímenes son real-mente insólitos e imperdonables? ¿El criollismo cerrado, el afán nacionalista, el multiforme delirio en que coinciden hombres y mujeres hasta de bandos enemigos, es la única salud? Nuestra preocupación es de especie nueva. Rara vez la conocieron, por ejemplo, los romanos: para ellos, las artes, las letras, la filosofía de los griegos eran la norma; a la norma sacrificaron, sin temblor ni queja, cualquier tradición nativa. El carmen saturnium, su «versada criolla, tuvo que ceder el puesto al verso de pies cuantitativos; los brotes autóctonos de diversión teatral quedaban aplastados bajo las ruedas del carro que traía de casa ajena la carga de argumen-tos y formas; hasta la leyenda nacional se retocaba, en la epopeya aristocrática, para enlazarla con Ilión; y si pocos escritores se atre-vían a cambiar de idioma (a pesar del ejemplo imperial de Marco Aurelio, cuya prosa griega no es mejor que la francesa de nues-tros amigos de hoy), el viaje a Atenas, a la desmedrada Atenas de los tiempos de Augusto, tuvo el carácter ritual de nuestros viajes a París, y el acontecimiento se celebraba, como ahora, con el obli-gado banquete, con odas de despedida como la de Horacio a la nave en que se embarcó Virgilio. El alma romana halló expresión en la literatura, pero bajo preceptos extraños, bajo la imitación, erigida en método de aprendizaje.

Ni tampoco la Edad Media vio con vergüenza las imitaciones. Al contrario: todos los pueblos, a pesar de sus características im-

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borrables, aspiraban a aprender y aplicar las normas que daba la Francia del Norte para la canción de gesta, las leyes del trovar que dictaba Provenza para la poesía lírica; y unos cuantos temas iban y venían de reino en reino, de gente en gente: proezas caro-lingias, historias célticas de amor y de encantamiento, fantásticas tergiversaciones de la guerra de Troya y las conquistas de Alejan-dro, cuentos del zorro, danzas macabras, misterios de Navidad y de Pasión, farsas de carnaval. Aun el idioma se acogía, temporal y parcialmente, a la moda literaria: el provenzal, en todo el Me-diterráneo latino; el francés, en Italia, con el cantar épico; el ga-llego, en Castilla, con el cantar lírico. Se peleaba, sí, en favor del idioma propio, pero contra el latín moribundo, atrincherado en la universidad y en la iglesia, sin sangre de vida real, sin el pres-tigio de las Cortes o de las fiestas populares. Como excepción, la Inglaterra del siglo xiv echa abajo el frondoso árbol francés plan-tado allí por el conquistador del xi.

¿Y el Renacimiento? El esfuerzo renaciente se consagra a buscar, no la expresión característica, nacional ni regional, sino la expresión del arquetipo, la norma universal y perfecta. En des-cubrirla y definirla concentran sus empeños Italia y Francia, apo-yándose en el estudio de Grecia y Roma, arca de todos los se-cretos. Francia llevó a su desarrollo máximo este imperialismo de los paradigmas espirituales. Así, Inglaterra y España poseye-ron sistemas propios de arte dramático, el de Shakespeare, el de Lope; pero en el siglo xviii iban plegándose a las imposiciones de París: la expresión del espíritu nacional sólo podía alcanzarse a través de fórmulas internacionales.

Sobrevino al fin la rebelión que asaltó y echó a tierra el impe-rio clásico, culminando en batalla de las naciones, que se peleó en todos los frentes, desde Rusia hasta Noruega y desde Irlanda hasta Cataluña. El problema de la expresión genuina de cada pueblo está en la esencia de la revolución romántica, junto con la negación de los fundamentos de toda doctrina retórica, de toda fe en «las reglas del arte» como clave de la creación estéti-ca. Y, de generación en generación, cada pueblo afila y aguza sus teorías nacionalistas, justamente en la medida en que la ciencia

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y la máquina multiplican las uniformidades del mundo. A cada concesión práctica va unida una rebelión ideal.

El problema del idioma

Nuestra inquietud se explica. Contagiados, espoleados, pa-decemos aquí en América urgencia romántica de expresión. Nos sobrecogen temores súbitos: queremos decir nuestra palabra an-tes de que nos sepulte no sabemos qué inminente diluvio.

En todas las artes se plantea el problema. Pero en literatu-ra es doblemente complejo. El músico podría, en rigor sumo, si cree encontrar en eso la garantía de originalidad, renunciar al lenguaje tonal de Europa: al hijo de pueblos donde subsiste el indio –como en el Perú y Bolivia– se le ofrece el arcaico pero in-marcesible sistema nativo, que ya desde su escala pentatónica se aparta del europeo. Y el hombre de países donde prevalece el es-píritu criollo es dueño de preciosos materiales, aunque no estric-tamente autóctonos: música traída de Europa o de África, pero impregnada del sabor de las nuevas tierras y de la nueva vida, que se filtra en el ritmo y el dibujo melódico.

Y en artes plásticas cabe renunciar a Europa, como en el sis-tema mexicano de Adolfo Best, construido sobre los siete ele-mentos lineales del dibujo azteca, con franca aceptación de sus limitaciones. O cuando menos, si sentimos excesiva tanta renun-cia, hay sugestiones de muy varia especie en la obra del indígena, en la del criollo de tiempos coloniales que hizo suya la técnica europea (así, con esplendor de dominio, en la arquitectura), en la popular de nuestros días, hasta en la piedra y la madera y la fi-bra y el tinte que dan las tierras natales.

De todos modos, en música y en artes plásticas es clara la partición de caminos: o el europeo, o el indígena, en todo caso el camino criollo, indeciso todavía y trabajoso. El indígena re-presenta quizás empobrecimiento y limitación, y para muchos, a cuyas ciudades nunca llega el antiguo señor del terruño, resul-ta camino exótico: paradoja típicamente nuestra. Pero, extraños

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o familiares, lejanos o cercanos, el lenguaje tonal y el lenguaje plástico de abolengo indígena son inteligibles.

En literatura, el problema es complejo, es doble: el poeta, el escritor, se expresan en idioma recibido de España. Al hombre de Cataluña o de Galicia le basta escribir su lengua vernácula para realizar la ilusión de sentirse distinto del castellano. Para noso-tros esta ilusión es fruto vedado o inaccesible. ¿Volver a las len-guas indígenas? El hombre de letras, generalmente, las ignora, y la dura tarea de estudiarlas y escribir en ellas lo llevaría a la con-secuencia final de ser entendido entre muy pocos, a la reduc-ción inmediata de su público. Hubo, después de la conquista, y aún se componen, versos y prosa en lengua indígena, porque to-davía existen enormes y difusas poblaciones aborígenes que ha-blan cien –si no más– idiomas nativos; pero raras veces se anima esa literatura con propósitos lúcidos de persistencia y oposición. ¿Crear idiomas propios, hijos y sucesores del castellano? Exis-tió hasta años atrás –grave temor de unos y esperanza loca de otros– la idea de que íbamos embarcados en la aleatoria tentati-va de crear idiomas criollos. La nube se ha disipado bajo la pre-sión unificadora de las relaciones constantes entre los pueblos hispánicos. La tentativa, suponiendola posible, habría demanda-do siglos de cavar foso tras foso entre el idioma de Castilla y los germinantes en América, resignándonos con heroísmo francis-cano a una rastrera, empobrecida expresión dialectal mientras no apareciera el Dante creador de alas y de garras. Observemos, de paso, que el habla gauchesca del Río de la Plata, sustancia principal de aquella disipada nube, no lleva en sí diversidad su-ficiente para erigirla siquiera en dialecto como el de León o el de Aragón: su leve matiz la aleja demasiado poco de Castilla, y el Martín Fierro y el Fausto no son ramas que disten del tronco lin-güístico más que las coplas murcianas o andaluzas.

No hemos renunciado a escribir en español, y nuestro proble-ma de la expresión original y propia comienza ahí. Cada idioma es una cristalización de modos de pensar y de sentir, y cuanto en él se escribe se baña en el color de su cristal. Nuestra expresión necesita-rá doble vigor para imponer su tonalidad sobre el rojo y el gualda.

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Las fórmulas del americanismo

Examinemos las principales soluciones propuestas y ensayadas para el problema de nuestra expresión en literatura. Y no se me ta-che prematuramente de optimista cándido porque vaya dándoles aprobación provisional a todas: al final se verá el por qué.

Ante todo, la naturaleza. La literatura descriptiva habrá de ser, pensamos durante largo tiempo, la voz del Nuevo Mundo. Ahora no goza de favor la idea: hemos abusado en la aplicación; hay en nuestra poesía romántica tantos paisajes como en nues-tra pintura impresionista. La tarea de escribir, que nació del en-tusiasmo, degeneró en hábito mecánico. Pero ella ha educado nuestros ojos: del cuadro convencional de los primeros escrito-res coloniales, en quienes sólo de raro en raro asomaba la faz ge-nuina de la tierra, como en las serranías peruanas del Inca Gar-cilaso, pasamos poco a poco, y finalmente llegamos, con ayuda de Alexander von Humboldt y de Chateaubriand, a la directa vi-sión de la naturaleza. De mucha olvidada literatura del siglo xix sería justicia y deleite arrancar una vivaz colección de paisajes y miniaturas de fauna y flora. Basta detenemos a recordar para comprender, tal vez con sorpresa, cómo hemos conquistado, tre-cho a trecho, los elementos pictóricos de nuestra pareja de con-tinentes y hasta el aroma espiritual que se exhala de ellos: la co-losal montaña, las vastas altiplanicies de aire fino y luz tranquila donde todo perfil se recorta agudamente; las tierras cálidas del trópico, con sus marañas de selvas, su mar que asorda y su luz que emborracha; la pampa profunda; el desierto «inexorable y hosco». Nuestra atención al paisaje engendra preferencias que ha-llan palabras vehementes: tenemos partidarios de la llanura y par-tidarios de la montaña. Y mientras aquellos, acostumbrados a que los ojos no tropiecen con otro límite que el horizonte, se sienten oprimidos por la vecindad de las alturas, como Miguel Cané en Venezuela y Colombia, los otros se quejan del paisaje «demasiado llano», como el personaje de la Xaimaca de Güiraldes, o bien, con voluntad de amarlo, vencen la inicial impresión de monotonía y desamparo y cuentan cómo, después de largo rato de recorrer la

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pampa, ya no la vemos: vemos otra pampa que se nos ha hecho en el espíritu (Gabriela Mistral). O acerquémonos al espectácu-lo de la zona tórrida: para el nativo es rico en luz, calor y color, pero lánguido y lleno de molicie; todo se le deslíe en largas con-templaciones, en pláticas sabrosas, en danzas lentas,

y en las ardientes noches del estíola bandola y el canto prolongadoque une su estrofa al murmurar del río...

Pero el hombre de climas templados ve el trópico bajo des-lumbramiento agobiador: así lo vio Mármol en el Brasil, en aque-llos versos célebres, mitad ripio, mitad hallazgo de cosa vivida; así lo vio Sarmiento en aquel breve y total apunte de Río de Ja-neiro:

Los insectos son carbunclos o rubíes, las mariposas plumillas de oro flotantes, pintadas las aves, que en-galanan penachos y decoraciones fantásticas, verde es-meralda la vegetación, embalsamadas y purpúreas las flores, tangible la luz del cielo, azul cobalto el aire, do-radas a fuego las nubes, roja la tierra y las arenas entre-mezcladas de diamantes y topacios.

A la naturaleza sumamos el primitivo habitante. ¡Ir hacia el indio! Programa que nace y renace en cada generación, bajo mu-chedumbre de formas, en todas las artes. En literatura, nuestra interpretación del indígena ha sido irregular y caprichosa. Poco hemos agregado a aquella fuerte visión de los conquistadores como Hernán Cortés, Ercilla, Cieza de León, y de los misioneros como fray Bartolomé de Las Casas. Ellos acertaron a definir dos tipos ejemplares, que Europa acogió e incorporó a su repertorio de figuras humanas: el «indio hábil y discreto», educado en com-plejas y exquisitas civilizaciones propias, singularmente dotado para las artes y las industrias, y el «salvaje virtuoso», que carece de civilización mecánica, pero vive en orden, justicia y bondad,

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personaje que tanto sirvió a los pensadores europeos para crear la imagen del hipotético hombre del «estado de naturaleza» an-terior al contrato social. En nuestros cien años de independen-cia, la romántica pereza nos ha impedido dedicar mucha aten-ción a aquellos magníficos imperios cuya interpretación literaria exigiría previos estudios arqueológicos; la falta de simpatía hu-mana nos ha estorbado para acercamos al superviviente de hoy, antes de los años últimos, excepto en casos como el memorable de los indios ranqueles; y al fin, aparte del libro impar y delicioso de Mansilla, las mejores obras de asunto indígena se han escrito en países como Santo Domingo y el Uruguay, donde el aborigen de raza pura persiste apenas en rincones lejanos y se ha diluido en recuerdo sentimental. «El espíritu de los hombres flota sobre la tierra en que vivieron, y se le respira», decía Martí.

Tras el indio, el criollo. El movimiento criollista ha existido en toda la América española con intermitencias, y ha aspirado a recoger las manifestaciones de la vida popular, urbana y cam-pestre, con natural preferencia por el campo. Sus límites son va-gos; en la pampa argentina, el criollo se oponía al indio, enemi-go tradicional, mientras en México, en la América Central, en toda la región de los Andes y su vertiente del Pacífico, no siem-pre existe frontera perceptible entre las costumbres de carácter criollo y las de carácter indígena. Así mezcladas las reflejan en la literatura mexicana los romances de Guillermo Prieto y el Peri-quillo de Lizardi, despertar de la novela en nuestra América, a la vez que despedida de la picaresca española. No hay país donde la existencia criolla no inspire cuadros de color peculiar. Entre todas, la literatura argentina, tanto en el idioma culto como en el campesino, ha sabido apoderarse de la vida del gaucho en visión honda como la pampa. Facundo Quiroga, Martín Fierro, Santos Vega, son figuras definitivamente plantadas dentro del horizon-te ideal de nuestros pueblos. Y no creo en la realidad de la que-rella de Fierro contra Quiroga. Sarmiento, como civilizador, ur-gido de acción, atenaceado por la prisa, escogió para el futuro de su patria el atajo europeo y norteamericano en vez del sende-ro criollo, informe todavía, largo, lento, interminable tal vez, o

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desembocando en el callejón sin salida; pero nadie sintió mejor que él los soberbios ímpetus, la acre originalidad de la barbarie que aspiraba a destruir. En tales oposiciones y en tales decisiones está el Sarmiento aquilino: la mano inflexible escoge; el espíri-tu amplio se abre a todos los vientos. ¿Quién comprendió mejor que él a España, la España cuyas malas herencias quiso arrojar al fuego, la que visitó «con el santo propósito de levantarle el pro-ceso verbal», pero que a ratos le hacía agitarse en ráfagas de sim-patía? ¿Quién anotó mejor que él las limitaciones de los Estados Unidos, de esos Estados Unidos cuya perseverancia constructora exaltó a modelo ejemplar?

Existe otro americanismo, que evita al indígena, y evita el criollismo pintoresco, y evita el puente intermedio de la era co-lonial, lugar de cita para muchos antes y después de Ricardo Pal-ma: su precepto único es ceñirse siempre al Nuevo Mundo en los temas, así en la poesía como en la novela y el drama, así en la crítica como en la historia. Y para mí, dentro de esa fórmula sencilla como dentro de las anteriores, hemos alcanzado, en mo-mentos felices, la expresión vívida que perseguimos. En momen-tos felices, recordémoslo.

El afán europeizante

Volvamos ahora la mirada hacia los europeizantes, hacia los que, descontentos de todo americanismo con aspiraciones de sabor autóctono, descontentos hasta de nuestra naturaleza, nos prometen la salud espiritual si mantenemos recio y firme el lazo que nos ata a la cultura europea. Creen que nuestra función no será crear, comenzando desde los principios, yendo a la raíz de las cosas, sino continuar, proseguir, desarrollar, sin romper tradi-ciones ni enlaces.

Y conocemos los ejemplos que invocarían, los ejemplos mis-mos que nos sirvieron para rastrear el origen de nuestra rebelión nacionalista: Roma, la Edad Media, el Renacimiento, la hege-monía francesa del siglo xviii... Detengámonos nuevamente ante

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ellos. ¿No tendrán razón los arquetipos clásicos contra la libertad romántica de que usamos y abusamos? ¿No estará el secreto úni-co de la perfección en atenernos a la línea ideal que sigue desde sus remotos orígenes la cultura de Occidente? Al criollista que se defienda –acaso la única vez en su vida–: con el ejemplo de Gre-cia, será fácil demostrarle que el milagro griego, si más solitario, más original que las creaciones de sus sucesores, recogía vetustas herencias: ni los milagros vienen de la nada; Grecia, madre de tantas invenciones estupendas, aprovechó el trabajo ajeno, reto-cando y perfeccionando, pero, en su opinión, tratando de acer-carse a los cánones, a los paradigmas que otros pueblos, antece-sores suyos o contemporáneos, buscaron con intuición confusa.

Todo aislamiento es ilusorio. La historia de la organización espiritual de nuestra América, después de la emancipación polí-tica, nos dirá que nuestros propios orientadores fueron, en mo-mento oportuno, europeizantes: Andrés Bello, que desde Lon-dres lanzó la declaración de nuestra independencia literaria, fue motejado de europeizante por los proscriptos argentinos veinte años después, cuando organizaba la cultura chilena; y los más violentos censores de Bello, de regreso a su patria, habían de em-prender a su turno tareas de europeización, para que ahora se lo afeen los devotos del criollismo puro.

Apresurémonos a conceder a los europeizantes todo lo que les pertenece, pero nada más, y a la vez tranquilicemos al criollis-ta. No sólo sería ilusorio el aislamiento –la red de las comunica-ciones lo impide–, sino que tenemos derecho a tomar de Europa todo lo que nos plazca: tenemos derecho a todos los beneficios de la cultura occidental. Y en literatura –ciñéndonos a nuestro problema– recordemos que Europa estará presente, cuando me-nos, en el arrastre histórico del idioma.

Aceptemos francamente, como inevitable, la situación com-pleja: al expresamos habrá en nosotros, junto a la porción sola, nuestra, hija de nuestra vida, a veces con herencia indígena, otra porción substancial, aunque sólo fuere el marco, que recibimos de España. Voy más lejos: no sólo escribimos el idioma de Cas-tilla, sino que pertenecemos a la Romania, la familia románica

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que constituye todavía una comunidad, una unidad de cultura, descendiente de la que Roma organizó bajo su potestad; perte-necemos –según la repetida frase de Sarmiento– al Imperio Ro-mano. Literariamente, desde que adquieren plenitud de vida las lenguas romances, a la Romania nunca le ha faltado centro, su-cesor de la Ciudad Eterna: del siglo xi al xiv fue Francia, con os-cilaciones iniciales entre Norte y Sur; con el Renacimiento se desplaza a Italia; luego, durante breve tiempo, tiende a situarse en España; desde Luis xiv vuelve a Francia, Muchas veces la Ro-mania ha extendido su influjo a zonas extranjeras, y sabemos cómo París gobernaba a Europa, y de paso a las dos Américas, en el siglo xviii; pero desde comienzos del siglo xix se definen, en abierta y perdurable oposición, zonas rivales: la germánica, sus-citadora de la rebeldía; la inglesa, que abarca a Inglaterra con su imperio colonial, ahora en disolución, y a los Estados Unidos; la eslava. Hasta políticamente hemos nacido y crecido en la Ro-mania. Antonio Caso señala con eficaz precisión los tres aconte-cimientos de Europa cuya influencia es decisiva sobre nuestros pueblos: el Descubrimiento, que es acontecimiento español; el Renacimiento, italiano; la Revolución, francés. El Renacimien-to da forma –en España sólo a medias– a la cultura que iba a ser trasplantada a nuestro mundo; la Revolución es el antecedente de nuestras guerras de independencia. Los tres acontecimientos son de pueblos románicos. No tenemos relación directa con la Reforma, ni con la evolución constitucional de Inglaterra, y has-ta la independencia y la Constitución de los Estados Unidos al-canzan prestigio entre nosotros merced a la propaganda que de ellas hizo Francia.

La energía nativa

Concedido todo eso, que es todo lo que en buen derecho ha de reclamar el europeizante, tranquilicemos al criollo fiel recor-dándole que la existencia de la Romania como unidad, como en-tidad colectiva de cultura, y la existencia del centro orientador,

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no son estorbos definitivos para ninguna originalidad, porque aquella comunidad tradicional afecta sólo a las formas de la cul-tura, mientras que el carácter original de los pueblos viene de su fondo espiritual, de su energía nativa.

Fuera de momentos fugaces en que se ha adoptado con ex-cesivo rigor una fórmula estrecha, por excesiva fe en la doctrina retórica, o durante períodos en que una decadencia nacional de todas las energías lo ha hecho enmudecer, cada pueblo se ha expresado con plenitud de carácter dentro de la comunidad im-perial. Y en España, dentro del idioma central, sin acudir a los rivales, las regiones se definen a veces con perfiles únicos en la expresión literaria. Así, entre los poetas, la secular oposición en-tre Castilla y Andalucía, el contraste entre fray Luis de León y Fernando de Herrera, entre Quevedo y Góngora, entre Espron-ceda y Bécquer.

El compartido idioma no nos obliga a perdernos en la masa de un coro cuya dirección no está en nuestras manos: sólo nos obliga a acendrar nuestra nota expresiva, a buscar el acento in-confundible. Del deseo de alcanzarlo y sostenerlo nace todo el rompecabezas de cien años de independencia proclamada; de ahí las fórmulas de americanismo, las promesas que cada gene-ración escribe, sólo para que la siguiente las olvide o las recha-ce, y de ahí la reacción, hija del inconfesado desaliento, en los europeizantes.

El ansia de perfección

Llegamos al término de nuestro viaje por el palacio confuso, por el fatigoso laberinto de nuestras aspiraciones literarias, en busca de nuestra expresión original y genuina. Y a la salida creo volver con el oculto hilo que me sirvió de guía.

Mi hilo conductor ha sido el pensar que no hay secreto de la expresión sino uno: trabajada hondamente, esforzarse en hacer-la pura, bajando hasta la raíz de las cosas que queremos decir; afinar, definir, con ansia de perfección.

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El ansia de perfección es la única norma. Contentándonos con usar el ajeno hallazgo, del extranjero o del compatriota, nun-ca comunicaremos la revelación íntima; contentándonos con la tibia y confusa enunciación de nuestras intuiciones, las desvirtua-remos ante el oyente y le parecerán cosa vulgar. Pero cuando se ha alcanzado la expresión firme de una intuición artística, va en ella, no sólo el sentido universal, sino la esencia del espíritu que la poseyó y el sabor de la tierra de que se ha nutrido.

Cada fórmula de americanismo puede prestar servicios (por eso les di a todas aprobación provisional); el conjunto de las que hemos ensayado nos da una suma de adquisiciones útiles, que hacen flexible y dúctil el material originario de América. Pero la fórmula, al repetirse, degenera en mecanismo y pierde su prísti-na eficacia; se vuelve receta y engendra una retórica.

Cada grande obra de arte crea medios propios y peculiares de expresión; aprovecha las experiencias anteriores, pero las rehace, porque no es una suma, sino una síntesis, una invención. Nuestros enemigos, al buscar la expresión de nuestro mundo, son la falta de esfuerzo y la ausencia de disciplina, hijos de la pereza y la incul-tura, o la vida en perpetuo disturbio y mudanza, llena de preocu-paciones ajenas a la pureza de la obra: nuestros poetas, nuestros escritores, fueron las más veces, en parte son todavía, hombres obligados a la acción, la faena política y hasta la guerra, y no faltan entre ellos los conductores e iluminadores de pueblos.

El futuro

Ahora, en el Río de la Plata cuando menos, empieza a consti-tuirse la profesión literaria. Con ella debieran venir la disciplina, el reposo que permite los graves empeños. Y hace falta la cola-boración viva y clara del público: demasiado tiempo ha oscilado entre la falta de atención y la excesiva indulgencia. El público ha de ser exigente; pero ha de poner interés en la obra de América. Para que haya grandes poetas, decía Walt Whitman, ha de haber grandes auditorios.

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Sólo un temor me detiene, y lamento turbar con una nota pesimista el canto de esperanzas. Ahora que parecemos navegar en dirección hacia el puerto seguro, ¿no llegaremos tarde? ¿El hombre del futuro seguirá interesándose en la creación artísti-ca y literaria, en la perfecta expresión de los anhelos superiores del espíritu? El occidental de hoy se interesa en ellas menos que el de ayer, y mucho menos que el de tiempos lejanos. Hace cien, cincuenta años, cuando se auguraba la desaparición del arte, se rechazaba el agüero con gestos fáciles: «siempre habrá poesía». Pero después –fenómeno nuevo en la historia del mundo, insos-pechado y sorprendente– hemos visto surgir a existencia próspe-ra sociedades activas y al parecer felices, de cultura occidental, a quienes no preocupa la creación artística, a quienes les basta la industria, o se contentan con el arte reducido a procesos in-dustriales: Australia, Nueva Zelandia, aun el Canadá. Los Esta-dos Unidos ¿no habrán sido el ensayo intermedio? Y en Europa, bien que abunde la producción artística y literaria, el interés del hombre contemporáneo no es el que fue. El arte había obedeci-do hasta ahora a dos fines humanos: uno, la expresión de los an-helos profundos, del ansia de eternidad, del utópico y siempre renovado sueño de la vida perfecta; otro, el juego, el solaz imagi-nativo en que descansa el espíritu. El arte y la literatura de nues-tros días apenas recuerdan ya su antigua función trascendental; sólo nos va quedando el juego; y el arte reducido a diversión, por mucho que sea diversión inteligente, pirotecnia del ingenio, aca-ba en hastío.

…No quiero terminar en el tono pesimista. Si las artes y las letras no se apagan, tenemos derecho a considerar seguro el por-venir. Trocaremos en arca de tesoros la modesta caja donde aho-ra guardamos nuestras escasas joyas, y no tendremos por qué te-mer al sello ajeno del idioma en que escribimos, porque para entonces habrá pasado a estas orillas del Atlántico el eje espiri-tual del mundo español.

Buenos Aires, 1926

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Música popular de América*

Que el título escogido para mi disertación sea mi defensa: «Música popular de América» no me compromete a hablar de toda la música de nuestra pareja de continentes; me permite li-mitar el campo. Ya en el camino de las limitaciones, resultaba fá-cil la primera: no hablar del Río de la Plata; no llevar lechuzas a Atenas ni naranjas al Paraguay. Era natural, además, declarar la separación –a pesar de ligeros contactos y coincidencias– entre nuestra América latina y la América inglesa. Era difícil penetrar en la maravillosa selva del Brasil. Y así, de exclusión en exclusión,

* Conferencias. Primer ciclo, Biblioteca del Colegio Nacional de la Universi-dad de La Plata, Vol. I, pp. 177-236. Este artículo se publicó en el diario La Nación (Buenos Aires, 1929), con el título ‘‘Danza y canción de América’’.

Trabajo leído en 1929 y recogido en Conferencias, Primer ciclo, 1929. Vol. I, Biblioteca del Colegio Nacional de La Plata, La Plata, 1930, pp. 177-236. Para la reproducción se han tenido en cuenta las correcciones de P.H.U. contenidas en el ejemplar que posee Emilio Rodríguez Demorizi, quien nos las ha proporcionado gentilmente. El ‘‘Programa musical’’, incluido en esta nota, encabezaba el texto de la conferencia: 1º. «Ilustraciones de motivos musicales y composiciones breves», al piano, por la señora María Esther López Meriño de Monteagudo Tejedor; 2º. «El velorio», danza de Ignacio Cervantes (cubano); 3º. «Cubana», danza de Eduardo Sánchez de Fuentes (cubano); 4º. «Danza lucumí», de Ernesto Lecuona (cubano); 5º. «Felices días», danza de Juan Morel Campos (puertorriqueño). Piano: Seño-ra María Esther López Merino de Monteagudo Tejedor; 6º. «El sungambe-lo», guaracha, de autor cubano desconocido (1813); 7º. «La casita quisque-yana», mediatuna de Esteban Peña Morell (dominicano); 8º. «Y alevántate, Julia», canción popular mexicana; 9º. «El sombrero ancho», canción popu-lar mexicana. Canto: Señorita María Mercedes Durañona Martín.

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porque la variedad de países y regiones multiplica las dificulta-des, llegué a la limitación definitiva: tratar sólo de la música de las Antillas y de México.

Vastos los materiales y confusos: en toda América se recogen ai-res populares; pocas veces se estudian a perfección. Hay excepcio-nes: la investigación de los esposos d’Harcourt sobre la música indí-gena del Perú; uno que otro ensayo sobre formas de la danza y de la canción argentinas. Pera en la mayor parte de los casos el material se recoge sin orden ni ciencia: se ignoran normas esenciales. Y la pri-mera es nada menos que la definición de música popular.

Abunda la confusión entre arte popular y arte vulgar. Para los más, existen sólo las especies de arte: la especie popular y la especie culta. Pero de la una a la otra va una escala, y a la mitad de la ascensión encontramos la especie vulgar.

Mientras la música popular canta en formas claras, de di-bujo concisa, de ritmos espontáneos, la música vulgar –capaz de aciertos indiscutibles– fácilmente cae en la redundancia. El oyente poco ejercitado puede usar como piedra de toque los versos que acompañan a unos y otros aires: los del pueblo llevan letras sencillas, con palabras elementales y, dentro de nuestro idioma, en metros cortos; los del vulgo recogen los desechos de la poesía culta (los «rayos de plata de la luna», los «labios rojos de coral», la «ardiente pasión», la «mente loca») o imitan torpe-mente las ingenuidades del pueblo. Mirando a España, encon-traríamos arquetipos de vulgaridad en canciones como «El reli-cario» o el «Serranillo», con sus falsos cultismos al comenzar:

Con palabras zalameras y engañosasme decías que me amabas ciegamente…

y sus falsas ingenuidades:

¡Qué mala entraña tienes pa’ mí!1

1 Ejemplo característico: «La borrachita», canción mexicana de Ignacio Fer-nández Esperón (Tata Nacho), es uno de los mejores aciertos de nuestra música vulgar, pero su letra, que pretende copiar el lenguaje del pueblo, es incoherente y grotesca. Cosa semejante sucedía con las canciones cubanas, musicalmente admirables, de Gumersindo Garay (Sindo).

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En cambio el cantar popular dirá:

Con qué te lavas la cara,ojitos de palomita,con qué te lavas la cara,que la tienes tan bonita.

Y a ratos, los versos sencillos estarán cargados de extrañas su-gestiones, como en el cantar de Asturias:

Arbolito verde, secó la rama;debajo del puente retumba el agua.

Tres hojitas tiene,madre, el arbolé:la una en la ramay dos en el pie.

Está en crisis el arte popular genuino: en muchos países –los de nuestra América española entre ellos– va camino de desapa-recer. Es una forma de cultura que expresa el «sentido de la tie-rra». Hay quienes la consideran cultura arcaica, que guarda, em-pobrecidos, los restos de formas superiores, nacidas en la alta cultura: así, las reliquias de la música litúrgica de la Edad Media en la canción popular de diversos pueblos de Europa. Pero el arte popular no es sólo conservación: transforma cuanto adopta, lo acerca a la tierra; además, crea. Como actividad espiritual ge-nuina, es creación.

El arte popular se refugia ahora en los campos, y hasta allí lo persigue y lo acosa el arte vulgar, industria de las ciudades, es-pecialmente de las capitales. Nunca es obra del hombre senci-llo sino del que ha entrado a medias en la cultura, que olfatea la moda y mezcla, en dosis variables, según los casos, heces de ci-vilización y espumas de pueblo. El arte vulgar se extiende desde

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los cuadros de pintores en boga, los Bouguereau de ayer o los Chabas de hoy, hasta los cromos de almanaque; desde las novelas académicas de Henry Bordeaux y de Ricardo León hasta el sai-nete de humildes teatros de barrio; desde las óperas triviales que en los grandes escenarios alternan con «Don Juan», con «Tristán e Isolda», con «Boris Godunov», con «Peleas y Melisanda», hasta los cuplés de revista.

No que el arte vulgar merezca siempre desdén: tiene, se ha dicho, sus aciertos, y tantos más cuanto más se acerca a las for-mas populares. En música los aciertos son más frecuentes que en otras artes: porque las melodías y los ritmos del pueblo se insi-núan fácilmente en los gustos del hombre de ciudad y el músico los lleva incorporados a su sensibilidad desde la infancia, mien-tras que las formas ingenuas de las artes plásticas y de la poesía tropiezan con graves resistencias en el ambiente urbano. El gran pecado del arte vulgar no es que pueda errar: yerra también el arte culto; yerra el popular, aunque no lo crean los idólatras del estado de naturaleza. El gran pecado lo lleva en su fuerza de des-trucción, que lo empuja a cegar las fuentes mismas en que bebe mejor: terrible paradoja. La música de jazz, que se nutre de in-venciones del campesino negro, extraídas del Sur de los Estados Unidos, al refluir sobre la región creadora va matando en los antiguos esclavos el don de inventar; el tango, irradiando desde Buenos Aires, arrincona y desaloja a las danzas criollas del inte-rior de la Argentina. ¡Lamentable visión la del futuro, en que las artes populares hayan perecido bajo la opresión de la imprenta, el cinematógrafo, el fonógrafo y la radiotelefonía, invenciones de genio esclavizadas para servir de instrumentos a la mediocri-dad presuntuosa! Mientras tanto el arte culto se refugiará en at-mósferas enrarecidas, perdiendo calor y sangre...

Probemos a atajar tales desastres: llevemos nuestro óbolo a la empresa de salvación, como llevan sus tesoros Albéniz y Falla, Igor Stravinski y Bela Bartok.

La música popular de la América española tiene caracte-res propios que la distinguen entre todas sus semejantes en el mundo. Ha adquirido rasgos de creación autóctona. Pero tiene,

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como todas, antecedentes: en la población indígena, en España, en África, en influencias europeas. Elementos que se combinan en proporciones diversas según países y regiones. La música es-pañola está, como base sustantiva, en todas partes. Las melodías indígenas sobreviven en la América del Sur, con la excepción probable del Uruguay y de gran parte de la Argentina; sobre-viven en la América Central y en México; pero son difíciles de identificar en las Antillas. Los ritmos africanos viven en Cuba con vida prolífica, se extienden a Yucatán y Veracruz en Méxi-co, y tal vez hayan dejado rastros en Santo Domingo y en Puerto Rico, en las costas de Venezuela y Colombia, en el Ecuador y el Perú, hasta –según hipótesis– en el Uruguay y la Argentina. Es discutible; pero véase el curioso libro Cosas de negros, de Vicente Rossi (Montevideo, 1926) y el cancionero que incluye Ildefon-so Pereda Valdés al final de su Raza negra (Montevideo, 1929). Y desde el siglo xviii hay influencias francesas e italianas, directas o a través de España2; en el xix nos alcanzan influencias germáni-cas y eslavas, con bailes que se popularizan –el vals, el schottisch, la polka, la mazurka, la varsoviana, la cracoviana– y hasta con ti-pos de canción: no sabemos por qué vías se acerca al lied, a veces, la canción mexicana; Andrés Segovia me hacía observar cómo la estructura melódica de la «Valentina» (si se canta lentamente) y de «A la orilla de un palmar» es la de los lieder románticos de Ale-mania. Pero todo ha sido renovado: las huellas de los orígenes se perciben unas veces, otras no; ritmos y dibujos melódicos han adquirido nuevo carácter: todo es ahora música de América.

2 «Música mexicana», conferencia de Manuel M. Ponce, en la Gaceta Musical de México, marzo y abril de 1914 (Ponce cree que la música italiana influye en México, desde el siglo xviii, a través de la española); «Las bellas artes en Cuba», recopilación (tomo 18 de la Evolución de la cultura cubana), La Ha-bana, 1928, pp. 109, 111, 131, 162 y 163. Carlos Vega, en su artículo «La in-fluencia de la música africana en el cancionero argentino» (La Prensa, Bue-nos Aires, 14 de agosto de 1932), sostiene que ya no hay huellas del influjo negro, aunque hasta principios del siglo xix hubo bailes y cantos africanos allí; véase su artículo posterior a «Cantos y bailes africanos en el Plata» (La Prensa, 16 de octubre de 1932).

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I

En las Antillas, los indios desaparecen desde temprano, a pe-sar del empeño heroico de los primeros frailes dominicos –caste-llanos, leoneses, andaluces– y de su discípulo andaluz, el batalla-dor y fantaseador Las Casas, caballero andante del evangelio de la fraternidad humana: sólo sobreviven en Santo Domingo, don-de los salva la rebelión de Enriquillo, el último cacique. Sus artes rítmicas –danza, música, poesía– se resumían en el «areíto», bai-le cantado que se realizaba en grupos. Según Oviedo, distinguían entre la danza ritual de carácter religioso o de carácter conme-morativo, épico y el baile de diversión. El corifeo (¿se llamaba «te-quina»?) era anciano de larga experiencia; pero, a lo que parece, podían dirigir la danza el sacerdote («behique», según Las Casas, «buhití», según Oviedo, «buhitibu», según fray Román Pane) o si no el cacique o la cacica. Los instrumentos musicales eran flautas de madera; caracoles de mar recortados como bocinas (con ellos se llamaba a la guerra: ¿«guamos»?); rabeles o guzlas de tres cuer-das (¿«habaos»?); güiros o calabazas huecos con piedrecitas den-tro para que sonaran al agitados (¿«maracas»?). Los tambores eran troncos huecos, sin parche, con una abertura central en forma de cuadrilongo o en forma de «hache»; de estos tambores debió de surgir, o ellos pudieron contribuir a formar, la marimba antillana: alargada la abertura cuadrilonga, sobre ella se colocaban juncos y láminas de cóbre, que, heridas, producían notas en serie3.

3 Cf. Eduardo Sánchez de Fuentes, «Influencia de los ritmos africanos en nuestro cancionero», trabajo publicado en los Anales de la Academia Nacio-nal de Artes y Letras, de La Habana, 1925; reimpreso en el tomo 18 de Evo-lución de la cultura cubana. Este trabajo no trata solamente de la influencia africana: habla también de las indígenas, de las europeas y de la invención criolla. Las palabras «tequina», «guamo», «habao» y «maraca», que trae Sánchez de Fuentes no las encuentro ni en Oviedo ni en Las Casas. José Joaquín Pérez, en sus Fantasías indígenas, colección de poemas (Santo Do-mingo, 1877), habla de la «diumba» como danza, del «lambí» como caracol guerrero «de sonido monótono y prolongado», y del «magüey» como «ins-trumento en forma de pandero hecho con la concha de un pez»; ninguna de las tres palabras se halla tampoco en Las Casas ni en Oviedo. Pérez usa también la palabra «yaraví», que es peruana, y llama al secerdote «buitío».

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Gonzalo Fernández de Oviedo, en su Historia general y natural de las Indias, dice:

Por todas las vías que he podido, después que a estas Indias pasé, he procurado con mucha atención... de saber por qué manera o forma los indios se acuerdan de las cosas de su principio e antecesores, e si tienen libros, o por cuáles vestigios e señales no se les olvida lo pasado. Y en esta isla [Santo Domingo], a lo que he podido entender, solos sus cantares, que ellos llaman «areitos», es su libro o memorial que de gente en gen-te queda de los padres a los hijos y de los presentes a los venideros...

Y más adelante:

Tenían estas gentes una buena e gentil manera de me-morar las cosas pasadas e antiguas; y esto era en sus cantares e bailes, que ellos llaman «areito», que es lo mismo que nosotros llamamos bailar cantando. Dice Livio que de Etruria vinieron los primeros bailadores a Roma e ordenaron sus cantares acordando las voces con el movimiento de la persona. Esto se hizo olvidar por el trabajo de las muertes de la pestilencia, el año que murió Camilo; y esto digo yo que debía ser como los areitos o cantares en corro destos indios. El cual areíto hacían desta manera. Cuando querían haber placer, celebrando entre ellos alguna fiesta, o sin ella por su pasatiempo, juntábanse muchos indios e indias (algunas veces los hombres solamente, y otras veces las mujeres por sí); y en las fiestas generales, así como por una victoria o vencimiento de los enemigos, o casán-dose el cacique o rey de la provincia, o por otra caso en que el placer fuese comúnmente de todos, para que hombres e mujeres se mezclasen. E por más extender su alegría e regocijo, tomábanse de las manos algunas

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veces, e también otras trabábanse brazo con brazo en-sartados, o asidos muchos en rengle (o en corro así mismo), e uno dellos tomaba el oficio de guiar (ora fuese hombre o mujer), y aquel daba ciertos pasos adelante e atrás, a manera de un contrapás muy orde-nado, e lo mismo (y en el instante) hacen todos, e así andan en torno, cantando en aquel tono alto o bajo que la guía los entona, e como lo nace e dice, muy me-dida e concertada la cuenta de los pasos con los versos o palabras que cantan. Y así como aquel dice, la mol-titud de todos responde con los mismos pasos e pala-bras e orden; e en tanto que le responden, la guía ca-lla, aunque no cesa de andar el contrapás. Y acabada la respuesta, que es repetir o decir lo mismo que el guia-dor dijo, procede encontinente, sin intervalo, la guía a otro verso e palabras, que el corro e todos tornan a re-petir; e así, sin cesar, les tura esto tres o cuatro horas y más, hasta que el maestro o guiador de la danza acaba su historia; y a veces les tura desde un día hasta otro.Algunas veces junto con el canto mezclan un atambor, que es hecho en un madero redondo, hueco, conca-vado, e tan grueso como un hombre e más, o menos, como le quieren hacer; e suena como los atambores sordos que hacen los negros; pero no le ponen cuero, sino unos agujeros e rayos que trascienden a lo hueco, por do rebomba de mala gracia. E así, con aquel mal instrumento o sin él, en su cantar (cual es dicho) dicen sus memorias e historias pasadas, y en estos cantares re-latan de la manera que murieron los caciques pasados, y cuántos y cuáles fueron, e otras cosas que ellos quie-ren que no se olviden. Algunas veces se remudan aque-llas guías o maestro de la danza; y, mudando el tono y el contrapás, prosigue en la misma historia, o dice otra (si la primera se acabó), en el mismo son u otro.Esta manera de baile parece algo a los cantares e danzas de los labradores cuando en algunas partes de España

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en verano, con los panderos hombres y mujeres se so-lazan; y en Flandes he yo visto la mesma forma de can-tar, bailando hombres y mujeres en muchos corros, respondiendo a uno que los guía o se anticipa en el cantar, segund es dicho. En el tiempo que el comenda-dor mayor don frey Nicolás de Ovando gobernó esta isla, hizo un «areito» antél Anacaona, mujer que fue del cacique o rey Caonabó4 (la cual era gran señora); e andaban en la danza más de trescientas doncellas, to-das criadas suyas, mujeres por casar; porque no quiso que hombre ni mujer casada (o que hobiese conocido varón) entrasen en la danza o areito... Esta manera de cantar en esta y en las otras islas (y aun en mucha par-te de la Tierra Firme) es una efigie de historia o acuer-do de las cosas pasadas, así de guerras como de paces... Los [areítos] de esta isla, cuando yo los vi el año de mil e quinientos e quince años, no me parecieron cosa tan de notar como los que vi antes en la Tierra Firme y he visto después en aquellas partes...En tanto que turan estos sus cantares e los contrapases o bailes, andan otros indios e indias dando de beber a los que danzan, sin se parar alguno al beber, sino me-neando siempre los pies e tragando lo que les dan. Y eso que beben son ciertos brebajes que entre ellos se usan, e quedan acabada la fiesta, los más dellos y dellas embriagos e sin sentido, tendidos por tierra muchas ho-ras. Y así como alguno cae beodo, le apartan de la danza e prosiguen los demás, de forma que la misma borrachera es la que da conclusión al areíto. Esto cuando el areito es solemne e fecho en bodas o mortuorios, o por una batalla o señalada victoria e fiesta; porque otros areitos hacen muy a menudo sin se emborrachar. E así unos por este

4 El padre Las Casas, que cuida de indicar la acentuación de las palabras in-dígenas, hace agudo el nombre del cacique de Maguana (Apologética historia de las Indias, Cap. XX).

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vicio, otros por aprender esta manera de música, todos saben esta forma de historiar, e algunas veces se inven-tan otros cantares y danzas semejantes por personas que entre los indios están tenidos por discretos o de mejor ingenio en tal facultad....El atambor... es un tronco de árbol redondo, e tan grande como le quieren hacer, y por todas partes está cerrado, salvo por donde le tañen, dando encima con un palo, como en atabal, que es sobre aquellas dos len-guas que quedan [en medio del tronco: este tipo de tambor tenía la abertura en forma de «hache»; el otro tipo tenía la abertura en forma de cuadrilongo: el pri-mero se tocaba con la abertura hacia arriba; el segundo con ella hacia abajo]... Y este atambor ha de estar echa-do en el suelo, porque teniéndolo en el aire no suena. En algunas partes o provincias tienen estos atambores muy grandes, y en otras menores... Y también en algu-nas partes los usan encarados, con un cuero de ciervo o de otro animal (pero los encarados se usan en la Tie-rra Firme); y en esta e otras islas, como no había ani-males para los encarar, tenían los atambores como está dicho5.

Y de las danzas fúnebres dice, a propósito de los funerales de Behechío, el cacique de Jaragua:

... e turaban quince o veinte días las endechas que can-taban e sus indios e indias hacían, con otros muchos de las comarcas e otros caciques principales, que ve-nían a los honrar... Y en aquellas endechas o cantares rescitaban las obras e vida de aquel cacique, y decían qué batallas había vencido, y qué bien había goberna-do su tierra, e todas las otras cosas que había hecho dig-nas de memoria. E así desta aprobación que entonces se

5 Historia general y natural de las Indias, libro V, Cap. I.

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hacía de sus obras se foro maban los areitos e cantares que habían de quedar por historia...6

Refiriéndose a Puerto Rico, dice que sus indios y los de San-to Domingo son

en las idolatrías del cemí y en los areitos e juegos del batey y en el navegar de las canoas y en sus manjares e agricultura y pesquerías, y en los edeficios de casas y camas, y en los matrimonios e subcesión de los cacica-dos y señorío y en las herencias y otras cosas muchas, muy semejantes los unos a los otros7.

Y de Cuba que ‘‘la estatura, la color, los ritos e idolatrías, el jue-go del batey o pelota, todo esto es como lo de la Isla Española’’8, a pesar de que la lengua difiere.

Fray Bartolomé de Las Casas, en su Historia de las Indias, des-cribe las maracas:

Los indios de esta isla [Santo Domingo] son inclinatísi-mos y acostumbrados a mucho bailar, y, para hacer son que les ayude a las voces o cantos que bailando cantan y sones que hacen, tenían unos cascabeles muy sotiles, he-chos de madera, muy artificiosamente, con unas pedreci-tas dentro, las cuales sonaban, pero poco y roncamente9.

En la Apologética historia de las Indias, Las Casas describe sus costumbres diciendo que

luego de mañana almorzaban, íbanse a trabajar en sus labranzas, o a pescar, o a cazar, o a hacer otros ejerci-cios; después al mediodía yantaban y comúnmente lo

6 Libro V, Cap. III.7 Libro XVI, Cap. XVI.8 Libro XVII, Cap. IV.9 Libro I, Cap. LX.

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demás que restaba del día gustaban en bailes y cantos o en jugar a la pelota; a la noche cenaban... Eran muy amigos de sus bailes, al son de los cantos que cantaban y algunos atabales roncos de madera, hechos todos sin cuero ni otra cosa pegada; era cosa de ver su compás, así en las voces como en los pasos, porque se juntaban trescientos o cuatrocientos hombres, los brazos de los unos puestos por los hombros de los otros, que ni una punta de alfiler salía un pie más que el otro, y así de to-dos. Las mujeres por sí bailaban con el mismo compás, tono y orden; la letra de sus cantos era referir cosas an-tiguas, y otras veces niñerías, como tal «pescadilla se tomó destamanera y se huyó», y otras semejantes, a lo que yo en aquellos tiempos entendí dellos. Cuando se juntaban munchas mujeres a rallar las raíces [yuca o mandioca] de que hacían el pan cazabi, cantaban cier-to canto que tenía muy buena sonada...10

Habla también de la intervención de Anacaona en los areítos y dice cómo, en 1494, Behechío, el rey de Jaragua, hizo que saliera

toda su corte y gente, con su hermana Anacaona, seña-lada y comedida señora, a rescibir a los cristianos [ca-pitaneados por don Bartolomé Colón] y que les hagan todas las fiestas y alegrías que suelen a sus reyes hacer, con cumplimiento de sus acostumbrados regocijos... Llegan a la ciudad y población de Jaragua...; salen infi-nitas gentes, y muchos señores y nobleza, que se ayunta-ron de toda la provincia con el rey Behechío y la reina, su hermana, Anacaona, cantando sus cantos y hacien-do sus bailes, que llamaban areitos, cosa mucho alegre y agradable para ver, cuando se ayuntaban muchos en número especialmente. Salieron delante treinta muje-res, las que tenía por mujeres el rey Behechío, todas

10 Cap. CCIV.

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desnudas... con unas medias faldillas de algodón, blan-cas y muy labradas en la tejedura dellas, que llamaban naguas, que les cubrían desde la cintura hasta media pierna; traían ramos verdes en las manos, cantaban y bailaban, y saltaban con moderación, como a mujeres convenía, mostrando grandísimo placer, regocijo, fies-ta y alegría...11

Y cuenta episodios que revelan el valor ritual y cordial que para los indígenas alcanzaba el areíto:

... Llamó Mayobanex a su gente; dales parte de la men-sajería y sentencia del Adelantado [don Bartolomé Co-lón] y de los cristianos; todos a una voz dicen que les entregue a Guarionex, pues por él los cristianos los persiguen y destruyen. Respondió Mayobanex que no era razón entregarlo a sus enemigos, pues era bueno y a ninguno jamás hizo daño, y allende desto, él lo tenía y había sido siempre su amigo, porque a él y a la reina su mujer había enseñado el areito de la Maguá, que es a bailar los bailes de la Vega, que era el reino de Gua-rionex, que no se tenía ni estimaba en poco...12

De otro areíto curioso habla el padre Las Casas, en la Brevísi-ma relación de la destruición de las Indias (1552):

11 Historia de las Indias, libro I, Cap. CXIV. En la Apologética historia de las Indias, Cap. CXCVII, Las Casas describe a Anacaona como «mujer de gran pru-dencia y autoridad, muy palaciana y graciosa en el hablar y sus meneos, y que fue muy devota y amiga de los cristianos desde que los comenzó a ver y a comunicar con ellos». Después de la muerte de Caonabó y de Behechío, Anacaona se retiró al cacicazgo de Jaraguá, donde gobernó con gran acata-miento hasta que Ovando, acusándola de conspiración, la condenó a muer-te en 1503. Oviedo dice que fue comedida entre los indios, pero deshonesta entre los cristianos: no la conoció y se hace eco de maledicencias y prejui-cios, como en tantas ocasiones. Entre todos los cacicazgos, el de Jaraguá, según Las Casas, era como «la corte», por ser el más refinado en lenguaje y costumbres.

12 Historia de las Indias, libro I, Cap. CXXI..

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Un cacique e señor muy principal que por nombre te-nía Hatuey, que se había pasado de la Isla Española a Cuba con mucha de su gente por huir de las calamida-des e inhumanas obras de los cristianos, y estando en aquella isla de Cuba, e dándole nuevas ciertos indios que pasaban a ella los cristianos, ayuntó mucha o toda su gente e díjoles: —«Ya sabéis cómo se dice que los cristianos pasan acá; e tenéis experiencia qué les han parado a los señores fulano y fulano y fulano e a aque-llas gentes de Haití (que es la Española); lo mesmo vienen a hacer acá; ¿sabéis quizá por qué lo hacen?» Dijeron: —«No, sino porque son de su natura crueles e malos». Dice él: —«No lo hacen por sólo eso, sino porque tienen un dios a quien ellos adoran e quieren mucho, y por habello de nosotros, para lo adorar, nos trabajan de sojuzgar e nos matan». Tenía cabe de sí una cestilla llena de oro en joyas, e dijo: — «Veis aquí el dios de los cristianos. Hagámosle, si os parece, arei-tos (que son bailes y danzas), e quizá le agradaremos e les mandará que no nos hagan mal». Dijeron todos a voces: — «¡Bien es, bien es!», Bailáronle delante hasta que todos se cansaron, Y después dice el señor Hatuey: — «Mirá: como quiera que sea, si lo guardamos, para sacárnoslo al fin nos han de matar. Echémoslo en este río», Todos votaron que así se hiciese e así lo echaron en un río grande que allí estaba.

Las Casas refiere el episodio igualmente en la Historia de las Indias, explicando que

comenzaron a bailar y a cantar, hasta que todos que-daron cansados, porque así era su costumbre de bai-lar hasta cansarse, y duraban en los bailes y cantos des-de que anochecía, toda la noche, hasta que venía la claridad; y todos sus bailes eran al son de las voces, como en esta isla [Santo Domingo]; y que estuviesen

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quinientos y mil juntos, mujeres y hombres, no salían uno de otro con los pies ni con las manos, y con todos los meneos de sus cuerpos, un cabello del compás. Ha-cían los bailes de los de Cuba a los desta isla gran ven-taja en ser los cantos, a los oídos, muy más suaves13.

Fray Román Pane, que vino a América en el segundo viaje de Colón (1493), dice que los indios de Santo Domingo,

como los moros, tienen la ley reducida a canciones an-tiguas, y cuando quieren cantarlas tocan cierto instru-mento que llaman «baiohabao», el cual es de palo y cóncavo, fuerte y muy sutil, de medio brazo de largo y otro medio de ancho, y la parte donde se toca está en forma de tenazas de herrador y la otra parte es como una porra, de manera que parece una calabaza de cue-llo largo. Este instrumento que tocan tiene tanto so-nido, que se oye una legua y cantan a él las canciones que saben de memoria, y le tocan los hombres princi-pales, aprendiendo de muchachos a tocarle y cantar a él, dentro según su costumbre14.

El gran poeta dominicano José Joaquín Pérez (1845-1900) escribió, con el nombre de areítos, composiciones diversas que incluyó en su volumen Fantasías indígenas (1877); el mejor de ellos el ‘‘Areíto de las vírgenes de Marién’’, resume la teogonía de nuestros indios:

El momento feliz en que la vida Loucuo invisible e inmortal creó, la raza de Quisqueya, ennoblecida, del caos confuso, ante la luz surgió.

13 Libro III, Cap. XXI.14 Los breves apuntes de fray Román Pane están intercalados, después del ca-

pítulo LXI, en la discutida biografía de Colón que se atribuye a su hijo Don Fernando.

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208 Odalís G. Pérez

Cacibajagua, la caverna ardienteque guarda en su región Maniatibel,fue la cuna inmortal de Elim15 luciente,padre fecundo de la indiana grey...

Coro

Bellas hijas de Elim y del Turey,el areíto de amor al viento dad,y al son del tamboril y del magüeyaéreas en torno del Zemí danzad16.

¿Qué nos queda de aquella música? Quizás nada, al menos en su forma primitiva. Haría falta recoger la que exista en los luga-res de Santo Domingo donde el indio sobrevivió, desde la sierra de Bahoruco hasta San Juan de la Maguana, y compararla con la de los indios arahuacos de Venezuela y del Brasil, a cuya familia pertenecen los antillanos, o con la de los caribes del Brasil, las Guayanas y Venezuela, pues los caribes ocuparon las islas de Bar-lovento, donde sobreviven unos pocos, y penetraron en Puerto Rico y en las regiones orientales, al norte y al sur, de Santo Do-mingo. El único cantar que se cita como areíto es de origen du-doso: lo recogió en Haití, durante la primera mitad del siglo xix, Mr. William S. Simonise, nativo de la Carolina del Sur, y lo comu-nicó al Rev. Hamilton W. Pierson, quien lo publicó en la vasta re-copilación de Schoolcraft sobre los indios17. La letra dice:

Ayá bombá ya bombéLamassam AnacaonaVan van tavaná dogué

15 Elim: el sol.16 Turey: cielo; Zemí: dios.17 Information Respecting the History, Condition and Prospects of the Indian Tribes of

the United States, collected and prepared... by Henry R. Schoolcraft, 6 Vols., Filadelfia, 1851-1860. Consultar tomo 2, pp. 309-312.

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Ayá bombá ya bombéLamassam Anacaona18.

Fuera del nombre de la reina poetisa, no se entienden las palabras de la canción, y, más que del taíno, nuestra lengua arahuaca, parecen de idioma africano. La sospecha crece, si se piensa en que el cantar se recogió en Haití, donde la invasión de los franceses y la importación de esclavos africanos no dejó rastros indígenas como en la parte oriental, española, de la isla. El verso inicial, «Ayá bombá ya bombé», se parece al estribillo del baile ritual del vaudoux, tradicional entre los negros de Hai-tí: «¡Eh, eh! ¡Bombá, hen, hen!»19. Finalmente, el investigador dominicano Apolinar Tejera supone que el cantar recogido por Simonise es el que a principios del siglo xix se arregló o com-puso, basándose en supuestas tradiciones, para Cristóbal, rey de Haití: Émile Nau, historiador haitiano, lo denuncia como falsi-ficación cortesana20.

Quedan vagas probabilidades a favor del cantar, al menos mientras no se aclare la procedencia de otra versión del renglón

18 La trasnscripción está hecha en ortografía francesa: «Aya bomba ya bombai... dogai»; el nombre de la reina poetisa está escrito «Ana-Coana», por error or-tográfico, fácil en persona de habla inglesa. Al final de cada verso, Pierson agrega «bis», entre paréntesis. Pero olvida indicar cómo concuerdan la músi-ca, compuesta de seis frases, y la letra, compuesta de cinco, o, con las repeti-ciones, de diez. Según sus datos, el areíto era en elogio de Anacaona.

19 Así lo transcribe el historiador martiriqueño Moreau de Saint-Méry en su Des-cription topographique, physique, civiel, politique et historique de la partie francaise de l’isle Saint-Domingue... Filadelfia, 1797. Hay estribillos semejantes en Las An-tillas y en Puerto Rico: véase María Cadilla de Martínez, La poesía popular en Puerto Rico, Madrid, 1933; por ejemplo, en el Cibao, la región septentrional de Santo Domingo, «¡Ay bombaé! Solo siento que me hicieran ¡ay bombaé! en ti haber puesto mi amor...» Pero la música no tiene parentesco con el areí-to de Anacaona.

20 CF. Émile Nau, Histoire des caciques d’Haïti... París, 1854, 2da. ed., 1894; Apoli-nar Tejera, Literatura dominicana, Santo Domingo, 1922. Para colmar la com-plicación, Antonio Bachiller y Morales transcribió en su obra Cuba primitiva (La Habana, 2da. ed., 1883) el areíto de Anacaona, tomándolo –con erratas– de la recopilación de Schoolcraft, y en Cuba se le ha creído cantar de los indios siboneyes, hasta el punto de que el distinguido compositor cubano Eduardo Sánchez de Fuentes lo pone en boca del coro en su ópera «Doreya» (1918), de asunto indígena.

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primero: en vez de «Ayá bombá ya bombé», Javier Angulo Guridi nos da la frase ‘‘Igi aya bongbe’’ y dice, no sabemos con qué fun-damento, que significa ‘‘Primero muerto que esclavo’’21.

La música del areíto está dividida en seis frases22:

Aya bombé o Areíto de Anacaona

Toda opinión sobre su autoctonía ha de ser conjetural, mien-tras no haya términos probables de comparación. Observamos, desde luego, que está en escala heptatónica, y no en la pentató-nica que se atribuye a una parte de la América (el Perú, princi-palmente). Después, la simetría de las frases le da aire europeo y aspecto moderno, y el dibujo melódico se asemeja al de muchas canciones populares de la América española. Una de Santo Do-mingo, que oí en mi infancia, es quizá derivada del problemáti-co areíto24:

23

21 Elementos de geografía físico-histórica antigua y moderna de la isla de Santo Domingo, Santo Domingo, 1866. Una de las Fantasías indígenas de José Joaquín Pérez lleva el título de «Igi aya bongbe» y el estribillo: «Morir antes prefiero / que no esclavo vivir».

22 Doy el texto de Pierson. Sánchez de Fuentes lo presenta modificado en su es-tudio «Influencia de los ritmos africanos en nuestro cancionero»: por ejem-plo, comienza en fa sostenido en vez de mi.

23 La transcripción es defectuosa.24 La letra dice: «Ahí viene Monsieur Contin / en su caballo melado / y dice

que no se apea / porque tiene un pie cortado». En la Argentina, sin embar-go, se canta como canción de niños, con otra letra.

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Ahí viene monsieur Contin

Tiene parentesco con el comienzo de «San Pascual Bailón», contradanza cubana de 1803:

Contradanza de San Rafael Pascual Bailón

Y hasta con un aire de diana en el Paraguay («Campamen-to») y con la frase inicial de una canción mexicana:

Allá viene el caporal

Para buscar nuevos rastros indígenas en las Antillas, hemos de permanecer, por ahora, en el país de las conjeturas. Se atri-buyen rasgos autóctonos al merengue y a la mangulina de Santo Domingo; a la guajira, al zapateo y al punto de Cuba. Pero ¿cómo probarlo?

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II

Trajo España, desde la conquista, sus cantos y sus bailes. Toda-vía, en la América española, la música destinada a los niños afian-za sus raíces en la Edad Media: de la tradición inmemorial provie-nen los romances, las canciones de cuna, las rondas, los juegos. Anteriores al descubrimiento del Nuevo Mundo son –cuando no el documento, lo prueba el dato de que los escritores y músicos del siglo xvi los recogen ya como viejos– el romance de Gerineldo y el de Delgadina, el de Blanca Niña –la esposa infiel– y el de Las señas del marido –la esposa fiel–, el de Hilo de oro y el de La flor del olivar, la canción de la Pájara pinta y la de Señora Santa Ana, el jue-go de A la limón (tradicional también entre los ingleses: ‘‘London bridge is falling down’’ y el del Abejón o Periquillo el labrador, el de Caracol, col, col y el de Sopla, vivo te lo doy25. La trasmisión oral, que modifica la letra, modifica también la música, y en cada región se entonan ahora los cantos tradicionales con aires diversos: las formas arcaicas –como las de Delgadina e Hilo de oro, con su ca-racterística lentitud, en Santo Domingo– se mudan en melodías modernas, de tempo vivaz, como las de Cuba26.

Pero ¿qué ha quedado de las danzas y de los bailes antiguos? ¿Qué de las canciones para adultos, fuera del romance, que el tiempo dejó en boca de los niños? Para decidirlo, habrá de co-nocerse a fondo el repertorio español –y europeo– de los siglos

25 Consúltese, entre otras cosas, Ramón Menéndez Pidal, «Los romances tradi-cionales en América», en la revista Cultura Española, de Madrid, 1906, repro-ducido en su libro El romancero: teorías e investigaciones, Madrid, s. a. (c. 1927); Pedro Henríquez Ureña, «Romances en América» (versiones de Santo Do-mingo), en la revista Cuba Contemporánea, de La Habana, noviembre de 1913; Pedro Henríquez Ureña y Bertram D. Wolfe, «Romances tradicionales en México», en el Homenaje a Menéndez Pidal, Madrid, 1924 (hay tirada aparte); para los juegos del siglo xvi, los Juegos de Noches Buenas, de Alonso de Ledes-ma, Barcelona, 1605, reimpresos en el tomo 35 de la Biblioteca de Autores Españoles, y el Cancionero de Sebastián de Horozco, escrito hacia 1550 y pu-blicado en Madrid, 1874.

26 Sería interesante comparar los diversos tipos de melodías de romances cuan-do se publiquen los que reunió el estimado musicólogo español Manuel Manrique de Lara, como labor adjunta a la recolección del magno romance-ro futuro de don Ramón Menéndez Pidal.

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xvi y xvii: España fue la cuna, y Francia la escuela, con auxilio de Italia, de la coreografía moderna. Las danzas de corte, como la pavana, la gallarda, el bran, la alemanda, la alta, la baja, la espa-ñoleta, sólo debieron de conocerse en las ciudades cultas. Pero los bailes, como manifestación popular, sí invadieron todas las zonas del Nuevo Mundo: la jácara, las folías, el pasacalle, la za-rabanda, el canario, las seguidillas, el villano con su aditamento el zapateado, el fandango con sus especies –rondeñas, malague-ñas, granadinas, murcianas. Y fandango quedó como nombre ge-nérico de toda fiesta en que se bailara. Hasta debieron de venir bailes de Galicia y Asturias, a juzgar por estas muestras de Santo Domingo27:

Rondé, rondé, rondé batalla

Al pasar la barca

27 Véase Julio Arzeno, Del folklore musical dominicano, tomo 1, Santo Domingo, 1927, pp. 28 y 53. La letra de la primera dice (la cita también Ramón Emilio Jiménez, Al amor del bohío, tomo 1, Santo Domingo, 1927, p. 156): «Rondé, rondé, rondé batalla, / rondé, rondé y bueno que baila...». La letra de la se-gunda: «Al pasar la barca le dijo el barquero: / —Muchacha bonita no paga dinero... / A ti na má / te quiero yo; / a ti na má / te quiero pa bailar...». Cf. Cancionero popular gallego, recogido por José Pérez Ballesteros, 3 Vols., Madrid, 1885-1886.

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Son dos melodías. La primera es de tipo europeo; la segunda es un merengue dominicano (‘‘A ti ná má...’’).

Pero el mundo nuevo refluyó pronto sobre el antiguo, ini-ciándose el juego de flujo y reflujo que persistirá, sin interrum-pirse, hasta las modernas inundaciones del jazz, de la machicha y del tango argentino. Desde fines del siglo xvi cundían en Espa-ña bailes surgidos o reconstruidos en América: el cachupino, la gayumba, el retambo, el zambapalo, el zarandillo, hasta la cha-cona, que daría sus flores perfectas de otoño en manos de Bach y de Rameau28.

28 La chacona no es quizás sino una variante del pasacalle (véase Hugo Rie-mann, Composición musical: teoría de las formas musicales, traducción del ale-mán, Barcelona, 1929, pp. 356-359): ¿no sería el matiz diferencial lo que ad-quirió en América?

Sobre los bailes españoles y las influencias de América, véase la introduc-ción de don Emilio Cotarelo y Mori a la colección de Entremeses, loas, bai-les, jácaras y mojigangas, tomo 1, Madrid, 1911 (Nueva Biblioteca de Autores Españoles). Francisco Asenjo Barbieri publicó en La Ilustración Española y Americana, de Madrid, en noviembre de 1877, unos artículos sobre «Danzas y bailes de España en los siglos xvi y xvii»; no sé si se han reimpreso en libro. Entre la multitud de publicaciones de Felipe Pedrell, deben consultarse el Teatro lírico español anterior al siglo xix, 5 Vols., Coruña, 1886, y el Cancionero musical popular español, 4 Vols., Valls, 1919-1920. El tratado clásico del siglo xvii es el libro de Juan de Esquivel Navarro, Discurso del arte danzado, Sevilla, 1642; clasifica los bailes en populares, como el basto, la tárrega y la jácara, usuales como el canario, y elegantes, como la españoleta, que declara vieja; sin embargo, a fines de siglo la introduce en sus Villancicos o representacio-nes musicales para iglesia sor Juana Inés de la Cruz, en México; introduce también, y con más frecuencia, la jácara, que de baile había pasado a breve forma teatral. A principios del siglo xix, el Diario de México (especialmente el artículo publicado el 26 de julio de 1807) cita como danzas en uso la ale-manda, el pasacalle, la chacona, la contradanza, el minué, el paso de dos, el bolero, junto al rorro, la jarana y el jarabe mexicanos (las de la sociedad eran el bolero, contradanza y minué); como antiguas, no sabemos si enteramente en deshuso, la gallarda, la jácara, las folías, el canario, la zarabanda, la gavo-ta, el cumbé, que, a juzgar por el nombre, debió ser baile de negros, como el zarambeque y el guineo: ¡también en el siglo xvi comienza la moda de llevar a Europa las danzas negras! Hacia 1830, según Serafín Ramírez (1833-1907), «La Habana de otros tiempos», en el tomo 18 de Evolución de la cultura cuba-na, se bailaban en Cuba el minué –diversas especies–, la contadanza, el rigo-dón, el baile inglés, el vals, y, como españoles o cubanos, el fandango, las ga-ditanas, las sevillanas, las rondeñas, las malagueñas, las seguidillas, el olé, las guarachas, el zapateo, el bolero, la cachucha, el cádiz, entre otros.

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Todavía en el siglo xviii, todavía a principios del xix, España inundaba sus colonias con nuevas creaciones musicales: tonadi-llas, tiranas, polos, boleros, tangos. Pero ya, en vez de la música popular, se difundían sus imitaciones vulgares a través del teatro, y las influencias francesas e italianas modificaban las formas es-pañolas29. Después, durante los últimos cien años, España difun-de en América aires de sus zarzuelas; pero la música del pueblo llegará pocas veces hasta nosotros (el cante jondo, por ejemplo, no parece influir en ninguna parte): en el arte popular, el divor-cio será completo. Cien años harán inconfundibles la música de España y la de nuestra América30.

29 «Del siglo xviii son pocos y de muy escaso interés los documentos de música folklórica, pues no consideramos como tal la de las «tonadillas» escénicas de está época, de marcado sabor italiano. En el siglo xix vuelven nuestros com-positores a interesarse por la música popular, que nutre casi siempre las grna-des ‘‘tonadillas’’ y las ‘‘zarzuelas’’», Eduardo Martínez Torner, Cancionero musi-cal, Madrid, 1928 (Biblioteca Literaria del Estudiante). Debe recordarse que la música de las zarzuelas del siglo xix, aunque aproveche elementos popula-res, está muy influida por Italia y Francia.

30 Las confusiones ocurren excepcionalmente, en la canción vulgar, cuyas for-mas son menos definidas que las del canto popular, más internacionales, por la influencia de Italia y Francia. Así, «Cielito lindo», que se encuentra en los Cantos populares españoles recogidos por Francisco Rodríguez Marín, 5 Vols., Sevilla, 1862-1883, y que en el siglo xx pasa por argentina en Argentina y mexicana en México; «Ay mi palomita...», «En un delicioso lago...» y «Una tarde fresquita de mayo...» que se encuentran en cancioneros españoles como el montañés y el asturiano de Hurtado, se cantaban en Santo Domingo a fines del siglo xix (las dos primeras figuran en el libro de Julio Arzeno, Del folklore musical dominicano, I, pp. 111 y 117; la segunda, además, en El folklore y la música mexicana, de Rubén M. Campos, 1922, p. 245). «La golondrina», que comienza «Aben amet, al partir de Granada...», está muy difundida en las Antillas, México y la América Central (Rubén Darío la cita en Tierras solares como recuerdo de su infancia) y muchos mexicanos la creen nacional (véa-se Rubén M. Campos, El folklore y la música mexicana, pp. 65-66, con texto mu-sical); la letra es traducción –de autor desconocido– de la romance mauresque que Martínez de la Rosa introduce en la versión francesa (que es la primitiva) de su Aben Humeya, representado en París en 1830; sé que en Santo Domin-go se difundió en la década de 1860 a 1870, gracias a una revista de España que la publicó, y la escritora mexicana doña Laura Méndez de Cuenca (1853-1928) me decía saber que con la música que hoy conocemos se había can-tado la romance en París, en el estreno de Aben Humeya. ¿el compositor sería francés o español? Junto a las canciones vulgares, o cultas como «La golondri-na», hasta se han esparcido por América coplas españolas genuinamente po-pulares: pueden encontrarse comparando la colección de Rodríguez Marín

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III

En música, así como en España hay regiones con rasgos distin-tivos y peculiares, las hay en América. Una de ellas, la zona tropi-cal del mar Caribe, cuyo foco de irradiación está en las tres gran-des Antillas españolas, Cuba, Santo Domingo, Puerto Rico, y cuyos bordes son, hacia el sur, las costas de Venezuela y Colombia, y, ha-cia el occidente, las costas mexicanas del Golfo, en Yucatán, Cam-peche, Tabasco y Veracruz, con ligera influencia sobre las costas de la América Central. En otras regiones hispánicas del Nuevo Mundo, fuera de la estrecha faja de las costas, en las altiplanicies de México y de la América Central, de Venezuela y Colombia, de Ecuador, el Perú y Bolivia, el vigor del trópico se desvanece en am-biente de otoño, La zona del mar Caribe es la legítima zona tropi-cal, la única de la América española donde se cumplen a plenitud, sobre territorio extenso, los privilegios del trópico: el verano per-petuo, la luz torrencial, la violencia de los colores, la fecundidad exuberante, la incitación a vivir sólo con los sentidos31.

De los tipos antillanos de música popular, uno de los más anti-guos es el son: así lo hace pensar el «Son de Ma Teodora», que de-bió de componerse en Santiago de Cuba a principios del siglo xvii y se refiere a Teodora Ginés, maestra en música de bailes. José de

con cancioneros de América como el ecuatoriano de Juan León Mera (Qui-to, 1892), y el argentino de Juan Alfonso Carrizo, Antiguos cantos populares ar-gentinos (Buenos Aires, 1926). Carrizo ha publicado después otra colección más extensa, Cancionero popular de Salta (Buenos Aires, 1933). Caso difícil es el de la alborada, realmente popular, que llaman en México «Mañanitas»:

Amapolita morada... Despierta, mi bien, despierta...

Rodríguez Marín la recoge como española; pero en México la he visto en un manuscrito que data de finales del siglo xvii o principios del xix, en poder de la señorita María Canales, profesora de la Escuela Preparatoria de la Univer-sidad Nacional. ¿No habrá ido de México a España la canción?

31 Al señalar como focos de irradiación las grandes Antillas, no quiero decir que Venezuela y Colombia, por ejemplo, no posean tipos propios de música, como el bambuco, el pasillo, el joropo, el romance venezolano y el tono llanero.

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la Cruz Fuentes, nacido en el siglo xviii, dice en unos apuntes ci-tados por su hijo Laureano Fuentes Matons, el compositor (1825-1898), padre a su vez del compositor Laureano Fuentes Pérez:

En 1580 había en Santiago de Cuba dos o tres músicos tocadores de pífanos; un joven natural de Sevilla nom-brado Pascual de Ochoa, tocador de violón, que había venido de Puerto Príncipe [Camagüey] con unos frai-les dominicos, y dos negras libres, naturales de Santo Domingo, nombradas Teodora y Micaela Ginés, toca-doras de bandolas32.

En 1598, una de las hermanas Ginés, Micaela, vivía en La Habana, pues allí la sitúa José María de la Torre entre los cuatro músicos de la ciudad33. Teodora, que permaneció en Santiago de Cuba, inspiró la antiquísima canción en que se la nombra, cuya música tiene parecido con la de viejas milongas argentinas:

Son de Má Teodora

La letra dice («rajar la leña» equivale a «tocar en el baile»):

—¿Dónde está la Má Teodora?—Rajando la leña está.

32 Laureano Fuentes Matons, «Las artes en Santiago de Cuba», 1893, trabajo re-producido en el tomo 18 de Evolución de la cultura cubana.

33 «Micaela Ginés, negra horra, de Santiago de los Caballeros, vihuelista», dice José María de la Torre, en Lo que fuimos y lo que somos o La Habana antigua o mo-derna, La Habana, 1857, citado por Laureano Fuentes en «Las artes en Santia-go de Cuba» y por Eduardo Sánchez de Fuentes en «Influencia de los ritmos africanos en nuestro cancionero».

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—¿Con su palo y su bandola?—Rajando la leña está.—¿Dónde está que no la veo?—Rajando la leña está...

Con ingenuo entusiasmo, Laureano Fuentes dice que «si examinamos las sentidas notas musicales con que se hace la pre-gunta de «¿Dónde está la Má Teodora?» se advierte que una ins-piración sublime las dictó...» y elogia la serie

de siete notas, tan sencillas y melancólicamente com-binadas, que destrozan el corazón al recordar que des-de nuestra infancia las oíamos cantar coreadas por grupos de afinadas sopranos y tenores del pueblo que recorrían las calles de Cuba, en las altas y silenciosas horas de la noche, que seguían a las de bullicio y can-sancio de las mascaradas de San Juan y Santiago...

El arcaico «Son de Má Teodora» es antecesor de los sones de la provincia de Oriente en Cuba, según opinión del distinguido compositor Eduardo Sánchez de Fuentes: constan:

de dos partes: la primera, a manera de estrofa, la can-taban antiguamente dos voces, y la segunda, que cons-tituía el coro, estribillo o sonsonete, era como la res-puesta o comentario de la primera parte. Esta peculiar fisonomía se ha ido modificando...

Y la modificación se inicia en Oriente mismo, en Santiago de Cuba, con las interpretaciones de los negros procedentes de Haití34.

34 Véase Eduardo Sánchez de Fuentes, El folklore en la música cubana, La Habana, 1923, e «Influencia de los ritmos africanos en nuestro cancionero». Mi her-mano Max Henríquez Ureña me escribe desde Santiago de Cuba, capital de Oriente, que allí el son moderno se considera, corrientemente, originario de Manzanillo, ciudad de aquella provincia.

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He aquí dos ejemplos del auténtico son oriental:

Son oriental: Mujeres, vamos a la rumba

Son antiguo: El bacalao

Después de años de decadencia, el son ha vuelto a una gran popularidad en Cuba, como música de baile, pero en vez del tipo oriental, criollo, se ha difundido una variante moderna, africani-zante, y de ella se han apoderado los compositores de música vul-gar. Hay sones admirables, como «Loma de Belén», «Tres lindas cubanas», «Oye, Miguel», «Galán, galán», por el sabor tropical de los giros melódicos y los ritmos, sazonado todavía, en la ejecu-ción, por la novedad picante de los timbres instrumentales.

Como el son cubano, la mangulina de Santo Domingo pre-senta caracteres arcaicos. Según el compositor dominicano Este-ban Peña Morell, uno de los músicos jóvenes de mayor talento en las Antillas, la mangulina –o mangolina, como le llamaron tam-bién– es la música típica del país y tiene su origen en Hicayagua, en el sudeste de la isla, de donde irradió hacia todo el territorio, hasta penetrar en la República de Haití: a través de emigrantes haitianos, de raza negra, llegó hasta Cuba, con modificaciones, e

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influyó en el son moderno35. Una copla tradicional hace derivar su nombre del de una mujer, que se dice vivía en El Seibo, en la región de Hicayagua:

Mangulina se llamaba la mujer que yo teníay si no se hubiera muerto Mangulina todavía.

«... la mangulina en que el payero es tan ducho», dice Félix Ma-ría Del Monte en El banilejo y la jibarita (1855). El payero es el ha-bitante de Paya, cerca de Baní. Para Peña Morell, la mangulina es creación criolla, derivada de los aguinaldos y jaleos de las Islas Ca-narias. Si así fuere, su antigüedad acaso no pasaría de doscientos años: las grandes emigraciones canarias a Santo Domingo ocu-rrieron en el siglo xviii. A principios del xix estaban en boga las mangulinas: se sabe que compuso muchas Juan Bautista Alfonse-ca (1802-1875), músico de gran cultura y de genial instinto po-pular, a juzgar por sus éxitos36. Este tipo de composición consta,

35 Los trabajos de Peña Morell se están publicando, bajo el título de «Notas crí-ticas», en el Listín Diario de Santo Domingo; allí apareció también el resumen de una conferencia suya sobre la mangulina, hecho por Fernando Concha. El distinguido compositor debería emprender la recolección y clasificación sistemática de los principales tipos de música del país, definiéndolos en len-guaje claro y sencillo, de frases breves: sus actuales estudios resultan difíciles de entender, tanto por el tono frecuente de polémica como por el estilo en-redado; así, cuando corrige la contradictoria explicación del merengue que da Julio A. Hernández (en su interesante Álbum musical, Santo Domingo, 1927), su propia explicación sale sumamente confusa.

36 La sólida cultura colonial de Santo Domingo, metrópoli universitaria del mar Caribe hasta bien entrado el siglo xviii, se extendía a la música. La in-migración de familias dominicanas en Cuba, entre 1796 y 1822, contribuyó al súbito cambio de nivel que se advierte en la cultura cubana a principios del siglo xix: «las familias dominicanas... como modelos de cultura y civiliza-ción nos aventajaban en mucho entonces», dice Laureano Fuentes Matons, apoyándose en notas de su padre, y «el primer piano de concierto que sonó en Cuba fue el de Segura [el médico dominicano Bartolomé de Segura y Mieses], traído de París en 1810»; en casa de Segura dio el maestro alemán Carl Rischer las primeras lecciones de piano que hubo en la isla. De Victo-riano Carranza, compositor dominicano de música religiosa, dice Fuentes

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como el son oriental de Cuba, de dos partes: la copla, con letra re-ligiosa, o política, o erótica, o satírica, y la mangulina, como estri-billo, «sandunguera y retozona...» He de lamentar la falta de tex-tos musicales de mangulinas: Peña Morell debiera coleccionarlas y describirlas; apenas puedo citar este ejemplo, incompleto, que trae Julio Arzeno en su libro Del folklore musical dominicano como cantar de niños37:

Mangulina

Según otras opiniones, el baile llamado merengue, general en pueblos y campos del Cibao, sería la composición musical típica de Santo Domingo y habría nacido en 1844, como can-ción satírica, cuando el abanderado Tomás Torres huyó del

que ayudó a mejorar la de las iglesias de Santiago de Cuba con sus enseñan-zas. Todavía a fines del siglo xix se perpetuaban altas tradiciones en las igle-sias de Santo Domingo: en mi infancia oí en ellas coros de la Missa brevis de Palestrina, del Magnificat de Bach y de la Ifigenia en Táuride de Glück (uno de los coros de las sacerdotisas de Diana se cantaba en el mes de María, en la iglesia de la Regina Angelorum). A la difusión de la cultura musical se debe que las melodías de grandes compositores se hayan convertido a veces en aires populares de Santo Domingo: así, la melodía de un adagio de Mo-zart se adaptó a una canción satírica de hacia 1850:

Gabriel Recio se casó con una dominicana...

y una parte del brindis de Don Juan sirvió para el cantar de

Comandante Julio, ya se acabó el gas; cómo nos haremos con la oscuridad...37 En la p. 29. Letra: Voz: ¡Ohe, Mangulina! Maracatona te dirá. . . Respuesta: Que ño Ambrosio trajo un perro y se va pa la Montiá...

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campo de la batalla que sostuvieron dominicanos y haitianos en Talanquera38.

Tomá juyó con la bandera

Se conoce en el Paraguay como habanera, según M. A. Morí-nigo. Hay otra versión que da Julio Arzeno39.

Juyó, juyó Tomá de Talanquera

Pero Peña Morell prueba que el merengue es anterior a 1844: según la tradición, Juan Bautista Alfonseca, autor de la música del himno de guerra contra los haitianos (febrero o marzo de 1844), hacia 1820, cuando contaba apenas dieciocho años, escri-bió los primeros merengues, o danzas-merengues, dándoles el nom-bre y combinando en ellos elementos criollos con rasgos de la

38 Véase el artículo «Música vernácula», de Rafael Vidal, en el Álbum musical de J. A. Hernández. La letra dice:

Tomá juyó con la bandera Tomá juyó de la Talanquera; si juera yo, yo no juyera; Tomá juyó con la bandera.39 Del folklore musical dominicano, 1, p. 127. La letra dice:

Juyó, juyó Tomá de Talanquera; si yo fuera Tomá, yo no volviera. Juyó, juyó Tomá con la bandera; si yo fuera Tomá, yo no volviera.

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contradanza francesa, de moda entonces. Los compuso también Juan de Mena y Cordero, que como director de banda militar fue rival de Alfonseca y como patriota formó parte del grupo de domi-nicanos que hicieron propaganda a la idea de expulsar a los inva-sores haitianos, yendo de pueblo en pueblo bajo el disfraz de com-pañía de circo, cuya empresaria y estrella era la hermosa y original María Mestre40. A Peña Morell el merengue le parece derivado de la mangulina; de ella procederían igualmente la nina de Azua y el ca-rabiné o carabinier del sudoeste. El merengue campesino se divide en tres partes: introducción, copla cantada (el merengue propiamen-te dicho) y comentario o jaleo. Sobrevive en el Cibao, y particular-mente en el noroeste. Ejemplo típico es el juangomero41.

Merengue juangomero

Goza de favor ahora entre los compositores jóvenes; se atribu-ye su resurrección como forma artística a Juan Francisco García, que comenzó a escribirlos en 1922: su merengue, nos dice Julio Al-berto Hernández, «en compás de dos por cuatro, de movimiento moderado, consta de una corta introducción, dos partes repetidas

40 Véase Fernando Rueda, artículos sobre «Música y músicos dominicanos», que se publican en el Listín Diario de Santo Domingo desde 1928. Para Rue-da, Alfonseca inventó el merengue en 1844; le atribuye, además, «la muy po-pular mangulina… canción con ritmo de merengue», con letras de sátira política.

41 Peña Morell dice que ya Alfonseca había escrito merengues con paseo.

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y un trío». Le siguieron Peña Morell, Juan Espíndola y Emilio Arté, «quién le agregó el paseo» (como en la danza antillana). Hernández, finalmente, los compone según esta disposición: pa-seo (moderato) de ocho compases repetidos; jaleo (allegretto) de ocho o dieciséis compases; merengue propiamente dicho (parte cantable); vuelta al jaleo; trío (con variación rítmica y tonal; jaleo y coda (piú mosso)42. En Haití, donde penetró por la vía popu-lar, interesa también a los compositores (Manigat, Baptiste, Cle-riet, Elie) y lo cultivan como arquetipo nacional de su república franco-africana.

Hablando del Cibao, dice Enrique Deschamps que en las fiestas

de las clases inferiores puede decirse que todo el baile es... una sola danza... El rústico merengue... Apenas hay intervalos entre una y otra pieza. Forman la orquesta un acordeón, un güiro y una tambora; y como la eje-cución en estos instrumentos primitivos no demanda esfuerzo... Los músicos suelen estar tocando dos y aún más horas seguidas43.

Pero esta pintura es demasiado pobre: hay en Santo Domingo mayor variedad de composiciones musicales y de instrumentos44:

42 Véase el Álbum musical de Hernández, donde incluye dos merengues suyos.43 Enrique Deschamps, Directorio general de la República Dominicana, Barcelo-

na, s.a., (1906). Véanse pp. 274-280. Ramón Emilio Jiménez, en Al amor del bohío, tomo 1, Santo Domingo, 1927, dice que el merengue es el único baile popular que ha sobrevivido en el Cibao, «tal vez por ser menos antiguo que los otros», a la invasión de los bailes extranjeros, especialmente cubanos y norteamericanos.

44 Antes de la llegada del acordeón (cuya presencia produjo general trastorno en Santo Domingo, como en el Río de la Plata) dominaban las bandurrias campesinas que se llaman tiples, o, según el número de las cuerdas, cuatros, seises, doces. Peña Morell menciona, además del tiple o guitarro y del violín rús-tico, que se tocan en todo el país, el atabal como típico del sur; el balsié o tam-bor pequeño, de origen probablemente indígena, como típico del occiden-te; el tamboril y «la frutiforme güira», probablemente indígena también, en el norte; las polillas, la marca, la gayumba –nombre precisamente de uno de los bailes americanos que se importaron en España durante el siglo xvii–, la botija y la pandereta como típicas del oriente. Véase, además, Julio Arzeno, Del folklore musical dominicano, I, p. 44.

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Ramón Emilio Jiménez, en su libro de costumbres cibaeñas, Al amor del bohío, muy justamente celebrado, describe como canción la mediatuna y como bailes el zapateo, la yuca, el guarapo, el saram-bo, el callado, el chenche, el guayubín; Julio Arzeno menciona el chuin, especie de son, el baile del peje y la lúbrica ventaja, de efí-mera boga a principios de este siglo; Peña Morell, además de la nina y el carabiné, la tumba y la plena, que considera como deri-vaciones de la tumba andaluza; César Nicolás Penson, el punto y llanto, el galerón45.

Hubo todavía otros bailes, como «la tortuga y el carey que bai-lan las sanjuaneras» (de San Juan de la Maguana), según dice Ni-colás Ureña de Mendoza en versos de 1859.

El zapateo montuno y la yuca le parecen a Peña Morell descen-dientes del zapateado español. Según Penson, el zapateo de Santo Domingo «se diferencia mucho del de Cuba y otras partes»; distin-gue entre zapateo y zapateo con estribillo, pero no explica las diferen-cias. Arzeno da este ejemplo de zapateo (corregido por Mena)46:

Zapateo

45 «Reseña histórico-crítica de la poesía en Santo Domingo», escrita por César Nicolás Penson en nombre de la comisión de la antología dominicana, de que formó parte con Salomé Ureña de Henríquez, Francisco Gregorio Billi-ni, Federico Henríquez y Carvajal y José Pantaleón Castillo, Santo Domingo, 1892. Penson menciona los tambores llamados quijongos, «instrumentos muy primitivos a que también llaman cañutos. . . troncos ahuecados y recubiertos, por uno de sus extremos, de una piel sobre la cual manotean cantando. El más pequeño, que dicen alcahuete, sirve de instrumento primo al mayor». Les atribuye origen africano.

46 Véase Arzeno, p. 43. El tiempo es rarísimo: da 21 en vez de 2.

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En el zapateo, dice Ramón Emilio Jiménez,

el zapato dominguero repiquetea en el suelo barrido adrede para la trasnochada festiva. La música, en un compás de dos por cuatro, excita, turba, enloquece47. Lo baila una pareja: él, terciado el sable de rojo ceñi-dor de lana sobre la camisa nueva, suelto de pies para emprender un salto sobre la cabeza de la dama y caer del otro lado sin tocarle en el pelo abundante sujeto por un lazo de cinta, y todo esto sin perder el com-pás; ella, airosa y ágil, entre los dedos la falda abigarra-da abierta en forma de abanico, nerviosa como agua golpeada por un guijarro, mostrando a veces, cuando más picado es el movimiento, las piernas que sólo así podrían mostrarse...

Y Arzeno dice:

Las parejas... se atraen y se rechazan, se llaman y se ale-jan, mientras los pies marcan el preciso movimiento; la mujer, audaz y tímida; el hombre, reposado, rudo y decidido; aquélla lo desea y lo evita, se acerca y huye de él; éste le hace rueda, cediendo a veces a sus capri-chos. Todo este baile no simula más que una amorosa persecución.

De la yuca –pariente de los pericones del Río de la Plata– dice Jiménez:

curioso baile de figuras en el cual galanes y damas van formando, en sucesivas y acompasadas actitudes de cambio, una cadena. Las parejas, de bracete, se salu-dan, y a la voz de ¡yuca! rompe la sugestiva ondulación,

47 Hay también zapateo en compás de seis por ocho, según muestra que da Ar-zeno (Del folklore musical dominicano, I, p. 43).

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el mixto encaje humano en que la dama va esquivan-do a la otra dama y entregando a diferentes manos va-roniles los lirios de sus manos. Los pies acentúan el compás en el polvo que se alza atraído por el movi-miento y acaba por danzar también... El nombre de yuca lo debe el baile al ruido isócrono del blanco pan indígena que va y viene sobre el guayo [rallo o ralla-dor]... Imitado en el roce del pie con el suelo, que la gente denomina escobillar. La industria cazabera le dio origen, y así reza la letra: ‘‘Guaya la yuca, / a quemar cazabe...’’48. Cuando vibra de nuevo la voz ¡yuca! el cor-dón danzante se interrumpe sin que nadie pierda un solo momento el compás, y así continúa el baile entre el collar humano que se rompe y torna a nuevo empa-te, hasta que muere en medio de las aclamaciones de los espectadores...

De la familia del zapateo son el guarapo y el sarambo, que ‘‘tienen igual tonada’’, según Jiménez, en compás de dos por cuatro49.

Se distinguen por la intensidad de la voz, que es mayor en el último. Los aires agudos y el baile picado, rico en color y en movimiento, en que la pareja danzan-te se camina de agitación, ebria de mudanzas, son del sarambo. En el guarapo no hay color encendido sino media tinta. La onda rítmica de los cuerpos no hace desprenderse una rosa presa en la altivez del moño, ni caer un cigarro oculto en una trenza recogida, ni des-hacerse un lazo en la flexibilidad de una cintura.

48 El pan o torta de yuca (mandioca de la América del Sur o guacamote de México) se llama cazabe.

49 Según parece, se bailan con las tonadas del zapateo o con tonada propia.

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Arzeno cita un ejemplo de sarambo:

Sarambo

Y dice que es

zapateado, pero más vivo en el repicar con los pies, y tan preciso en su ritmo, que, cuando hay buenos baila-dores, suspenden por breves instantes la música que lo va ritmando para admirar las figuras de las parejas que hacen flores... Cuando esto sucede, le llaman entonces un callao por el silencioso zapateado o escobillado...

Y del callado dice Jiménez que

en los momentos de mayor ardimiento se suspende bruscamente la música y la pareja continúa como si perdurasen las notas hasta que de repente surge de nuevo la tonada sin turbarse los pies que permanecen huérfanos de tono unos instantes50.

IV

El siglo xviii, siglo francés, siglo en que Francia domina al mundo occidental con su imperialismo de la cultura, levanta una revolución en las costumbres, seminario de las grandes revolu-ciones políticas que se extienden de 1776 a 1825. España y sus

50 En el capítulo «Los bailes típicos», de Al amor del bohío, Jiménez describe tam-bién el chenche y el guayubín.

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colonias, bajo el influjo francés, al que se sumaba el italiano en igual dirección, reforman su literatura, su música, sus danzas y bailes. Hay canciones francesas, como la de «Malbrú», que se di-vulgan hasta convertirse en cantares de niños. Dos tipos de dan-za que Franda impone llegan a España desde principios del siglo xviii y a las colonias, con retraso, hacia fines: la contradanza y el minué. Y la contradanza habrá de florecer y fructificar de modo asombroso, en las Antillas.

Entre tanto, de los cantos y bailes que España difundía en el siglo xviii hubo descendencia: el bolero, principalmente, renova-do en Cuba y en Santo Domingo, y el tango.

El bolero antiguo (Sánchez de Fuentes, en Influencia de los ritmos africanos en nuestro cancionero, reproduce uno de 1815) era de rit-mo vivaz y estaba muy próximo al español; durante el siglo xix se transforma en típicamente cubano (ejemplo: «Amor florido», de Jorge Anckermann) y hasta adquiere matices diferentes en las di-ferentes regiones de Cuba: «en su típico rasgueo –dice Sánchez de Fuentes–, parece escuchamos el rumor de nuestras palmas me-cidas por el viento». Antes de mediar el siglo xix lo describía la Condesa de Merlin: «son aires melancólicos que llevan el sello del país». Los cubanos los llevan a Santo Domingo durante las emigra-ciones que se inician en 1868 con la Guerra de los Diez Años; en el norte del país se popularizan tanto que se le dedican a cualquier suceso: «a la inauguración de algún establecimiento público, o privado, o comercial –dice Julio Arzeno–, a un cumpleaños, a un sucedido anecdótico o novelesco, a todo le sacan su bolero»51.

De la contradanza, recibida de Francia en el siglo xviii, iban a derivarse formas antillanas de extraordinario interés52. Aquí se observa el caso del arte culto que desciende por grados hasta el pueblo: la contradanza entra como diversión de gente rica, y pronto pasa a forma vulgar (por ejemplo, «San Pascual Bailón», de autor cubano desconocido, en 1803)53. Hay compositores que

51 Véase Del folklore musical dominicano, I, Cap. «Los boleros».52 Contredanse: no viene de country-dance; lo demostró Littré, Diction., 1883.53 He citado antes el comienzo de «San Pascual Bailón» a propósito del «areíto

de Anacaona».

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la conservan como forma culta: tales, José White, el célebre vio-linista (1836-1918), y Gaspar Villate, autor de óperas como «Zi-lia», que se estrenó en París (1877); son interesantes «La coque-ta» de White y «La cocotte» de Villate54.

La contradanza se impregna de languidez tropical y cambia rápidamente hasta convertirse en la más admirable creación de la música antillana: la danza. Creación que no será popular sino vulgar: sabemos que hay aciertos del vulgo. En Cuba se atribuye a Manuel Saumell (1817-1870) la definitiva forma de la danza: una de sus innovaciones fue, según parece, escribirla unas veces en compás de dos por cuatro, el primitivo de la contradanza, y otras veces en compás de seis por ocho. Después ha regresado al tra-dicional. En Santo Domingo, se enlaza su aparición al inevitable Juan Bautista Alfonseca55.

La danza existe en todas las Antillas españolas; pero en Cuba engendró otra forma nueva, el danzón, que a fines del siglo xix desterró a su genetriz. El danzón llegó a dominar, como arqueti-po, tanto para el vulgo como para el pueblo humilde de Cuba; pero ha interesado poco a los compositores cultos (entre las excepciones: Gonzalo Roig). La danza sobrevivió en manos de músicos eminentes, como Ignacio Cervantes, autor de una co-lección de joyas breves, y todavía la cultivan los nuevos, como Er-nesto Lecuona56.

Probablemente, de la danza –con influencia del antiguo tan-go de España y de Cuba– nació la habanera. Pedrell la considera cubana de origen. En España, donde se la adoptó después, ad-quirió caracteres nuevos, como las notas de adorno típicas de la música andaluza. Su inmensa difusión por el mundo se debe al

54 Sánchez de Fuentes, en Influencia de las ritmos africanos en nuestro cancionero, transcribe «La coqueta» y «La cocotte».

55 Valdría la pena determinar cuántas y cuáles fueron las invenciones y adap-taciones de Alfonseca. Fernando Rueda lo llama «el padre de la danza crio-lla», pero después se refiere sólo a sus merengues.

56 Las danzas de Cervantes llevan muchas ediciones: figuran, por ejemplo, en colecciones como La mejor música del mundo. La excelente revista Social, de La Habana, las está reproduciendo sistemáticamente desde 1928.

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español Iradier, que vino a América, hacia mediados del siglo xix, y entre nosotros compuso (¿o transcribió?) dos piezas célebres: la «Paloma» («Cuando salí de La Habana ¡válgame Dios!...») y la que Bizet incorporó en «Carmen». En Cuba, Sánchez de Fuentes le ha devuelto vida, introduciendo novedades rítmicas pedidas al danzón: sus dos habaneras más conocidas son «Tú» y «Cubana»57.

En Puerto Rico la danza es todavía la música nacional: «La borinqueña» es como el himno de la isla irredenta58. La antigua danza de Puerto Rico difiere de la de Cuba en el tempo con que se ejecuta, que es más lento, y da impresión de languidez, mien-tras la cubana puede darla de ardor. Se inicia con un paseo, gene-ralmente de ocho compases, durante el cual las parejas no bailan sino que pasean, dando cada caballero el brazo a su dama. Se atri-buye su creación a Tavárez y su perfeccionamiento a Juan Morel Campos (1857-1896), compositor fecundísimo a quien se deben, junto a sinfonías y oberturas, multitud de danzas famosas todavía en las Antillas: «Laura y Georgina», hecha toda de rumores y arru-llos, «Felices días», «Alma sublime», «Cielo de encantos», «Bendi-ta seas», «Maldito amor», «Fiesta de amigos», «La bella Margot».

La danza puertorriqueña –dice Eugenio Deschamps– era en sus albores informe quisicosa... Apareció Ma-nuel Tavárez y con elementos nuevos, creó la danza puertorriqueña. Hizo un molde, si bien estrecho aún, y vertió en él, en notas convertida, la poesía de su alma. Tavárez, empero, no cultivó más que un género en la danza; brilló más como pianista que como composi-tor, y aun en algunos de sus valses, pieza que ha de ser indudablemente un torbellino, el sentimiento mata al entusiasmo. Pero llegó Campos, y prodújese con él una inmensa revolución en la música puertorrique-

57 La habanera es, en el Río de la Plata, antecesora de la milonga. Debe de ha-ber influido también en el estilo (véase el estilo de Julián Aguirre).

58 Dato curioso: he oído decir que «La borinqueña» es muy popular, bajo otro nombre en el Perú.

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ña. Extendió el número de los compases; perfeccionó la modulación; alzó a su mayor altura la cadencia; y, como nuevas formas en las artes requieren indispensa-blemente nuevos medios de expresión, exaltó la pre-eminencia del clarinete, y dulcificó, idealizó y glorificó esta humildad: el bombardino. Era el bombardino voz sorda y oscura, destinada a neutralizar el grave acento del bajo y la vibrante voz del cornetín. Desde ese ins-tante se poetizó, y, sin dejar de llenar el viejo encar-go, se alzó sobre la orquesta con sus gloriosos acordes. Rompió a cantar...59

La danza de Puerto Rico no ha permanecido inmutable: du-rante los últimos años ha perdido su lenta languidez? y bajo la influencia de los bailes extranjeros de nuestros días hace ágiles su ritmo y su tempo.

En Santo Domingo, la danza que imperó durante medio siglo se identificó con el tipo borinqueño: fue hasta hace pocos años el baile favorito de sociedad y tuvo muchos cultivadores. Entre tanto, el tipo cubano de la danza se extendía a México y allí, después de difundirse por las tierras bajas como baile general, subió a la alti-planicie e interesó a músicos cultos como Felipe Villanueva (1863-1893) y Ernesto Elorduy (1853-1912). Interesa todavía a composi-tores como Carlos del Castillo y Pedro Valdés Fraga.

Inventó el danzón cubano Miguel Faílde, de Matanzas, poco antes de 1880. Escrito en compás de dos por cuatro, una de sus peculiaridades rítmicas se basa en la fórmula que llaman en Cuba cinquillo y que no es el quintillo de los tratados sino una serie de cinco notas, dos breves insertas entre tres largas:

Cinquillo antillano

59 Eugenio Deschamps, Juan Morel Campos, Ponce, 1897.

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Se inicia con el cedazo, frase de ocho compases repetidos, que reaparece después como estribillo.

A seguidas de Faílde, se hizo propagador del danzón Raimun-do Valenzuela, que cayó en uno de los peores hábitos del músico vulgar: apoderarse de toda especie de temas ajenos, de ópera, de zarzuela o de canción, y forzarlos dentro del nuevo molde. Sus primeras composiciones son interesantes: por ejemplo, «Los chi-nos» (1881), en que todavía se ven combinadas las formas de la danza con las del nuevo tipo rítmico.

Después de Valenzuela, el danzón siguió modificándose, ha-ciéndose más vivaz, y se ligó con el viejo són, que solía acompa-ñarlo como final. El son, cobrando bríos inesperados en su forma novísima, empezaba a desalojado. Ahora, en 1929, surge en Ma-tanzas otro tipo nuevo, el danzonete, que combina elementos del danzón y del son, en ritmo de mayor vivacidad.

Especies de música cubana, con larga historia durante el si-glo xix, son el zapateo y punto cubano –comúnmente unidos en una sola pieza–, la guajira, la guaracha, la rumba, la clave; la criolla es del siglo xx.

En el zapateo, el punto y la guajira ve Sánchez de Fuentes los tipos más originales de la música cubana; ve en ellos superviven-cias indígenas. José María de la Torre buscaba el origen del za-pateo en la manchega (¿seguidilla?). En la guajira, «por regla ge-neral su primera parte se escribe en modo menor y su segunda en mayor; concluye siempre sobre la dominante del tono en que está compuesta. Pudiéramos decir que fue moldeada dentro de las formas constitutivas del zapateo y punto cubano»60. Está relacio-nada con el antiguo baile del zarandillo, llevado de América a Es-paña en el siglo xvii61.

60 «Influencia de los ritmos africanos en nuestro cancionero», en el tomo 18 de la Evolución de la cultura cubana, p. 170.

61 Sobre el zarandillo, véase Cotarelo, artículo «Zangarilleja», en la introduc-ción a Entremeses, loas, bailes, jácaras y mojigangas, y Eduardo López Chavarri, Música popular española, Barcelona, 1927 (Labor), p. 93, con ejemplo del si-glo xviii que, según el autor, pasaría hoy como guajira.

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A esta familia musical cubana pertenece la guaracha, canción vulgar, antes bailable: existe desde el siglo xviii, la menciona Jo-vellanos en verso (véase El sungambelo, de 1813, cuyo autor es des-conocido). Ahora está medio olvidada. Se extendió a Santo Do-mingo; el poeta Bartolomé Olegario Pérez escribía en 1897:

¡Nochebuena! La dulce guaracha, olorosa a tomillo y verbena, en los labios de ardiente muchacha se retuerce y estalla...

La rumba y la clave son dos bailes con influjo africano en los ritmos. Según Sánchez de Fuentes,

en la formación de la rumba influyó directamente el factor africano más que ningún otro, sobre todo en su aspecto dinámico. Sólo consta de ocho compases que forman una frase que se va repitiendo indefini-damente, mientras dura el baile lúbrico y sensual de la desarticulada pareja. La síncopa que ofrece la mú-sica de este baile, que también se canta, con letras na-cidas en el arroyo, es característica, dentro del com-pás de dos por cuatro en que se escribe.

La coreografía de la rumba está llena de lubricidad: represen-ta la persecución sexual. En la clave,

dentro del compás de seis por ocho –que a veces pre-senta un figurado de tres por cuatro, o una síncopa sui generis, que no es la del danzón, ni la peculiar de la rumba–, rímase su bajo invariablemente con el primer tercio del tiempo fuerte y el segundo del débil de su compás, contentivo de seis corcheas correspondientes a sus seis tercios.

La influencia africana, tanto en la rumba y la clave como en las formas últimas del son, es exclusivamente rítmica, según el

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estimado compositor: sólo por excepción afecta a la melodía, donde se conservan los rasgos peculiares de la frase musical cu-bana, tales como la frecuente semicadencia o terminación en la nota dominante en vez de la tónica62.

La criolla existe en Cuba y en Santo Domingo: Sánchez de Fuentes la considera como ‘‘nueva forma del seis por ocho de la clave, con un ritmo más pausado’’, pero dice que «Jorge Ancker-mann y Luis Casas... fueron los primeros en cultivarla con igual ritmo que, años antes, Sindo Garay –nuestro genial trovador– ha-bía transcrito una guaracha dominicana titulada ‘‘Dorila’’ [obra de Alberto Vázquez, muy popular en La Habana en 1904]». Se-gún este dato, el origen de la criolla estaría en Santo Domingo: allí unos la creen cubana, por la difusión reciente de las criollas de Cuba, otros la creen derivada del bambuco de Colombia, pero Julio Alberto Hernández afirma que

su ritmo fue creado por nuestros músicos populares [los dominicanos] y llevado al pentagrama por los mú-sicos cubanos... La criolla dominicana se escribe en compás de seis por ocho, con movimiento moderado y sobre un mismo ritmo. Cuando tiene dos partes, re-petidas, si la primera se escribe en modo menor, la se-gunda se escribe en mayor; cuando tiene tres partes, la

62 Cf. El folklore en la música cubana, La Habana, 1923, e «Influencia de los ritmos africanos en nuestro cancionero», tomo 18 de Evolución de la cultura cubana, pp. 172-175 y 181-192, donde describe los instrumentos africanos existentes en Cuba: el tres, bandurria de tres cuerdas dobles, los tambores de varia es-pecie, tales como los tres tambores ñañigos, para primero, segundo y tercer golpes, bencomo, cosilleremá y llaibí llenbí, el boncó, el bongó, la tahona, la tumba, la tambora, el hueco y el cata, las sonajas, etc. ¿No serán indígenas varios de es-tos instrumentos? Sobre ellos hay extenso trabajo de Israel Castellanos en los Archivos del folklore cubano, de La Habana, 1926. Como España mantuvo en Cuba la esclavitud, y la importación de esclavos, hasta poco después de termi-nar la Guerra de los Diez Años (1878), las tradiciones africanas se conservan todavía: véanse los importantes libros de Fernando Ortiz sobre el negro en Cuba. Entiendo que es interpretación musical de la vida del negro en Cuba una obra sinfónica del modernísimo compositor Amadeo Roldán, con título estrepitosamente prometedor: «La rebambaramba».

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primera se escribe dos veces, pues la segunda regresa a dicha primera parte, que modula antes de exponer el trío (tercera parte). La criolla, al contrario de las de-más formas de música tropical, casi nunca termina en su primer motivo63.

En Santo Domingo, el tipo principal de canción rústica es la mediatuna; tanto puede cantarse sola64 como «a porfía», cuan-do dos «cantadores», dos poetas campesinos, se retan a torneo de improvisación. Se canta «a lo humano» (amores o penas) y, como alarde de habilidad, «a lo divino» (temas religiosos). Los metros usuales son octosilábicos, en cuartetas o en décimas65.

Existe en todas las Antillas la canción vulgar, producto de las ciudades, con letra pobre, de los compositores mismos, o letra de diversas calidades según el poeta de quien se toma66. No obedece

63 Véase Álbum musical, p. 15. Hernández incluye allí dos lindas criollas compues-tas por él: «Feliz eres, labriego», con letra de Ramón Emilio Jiménez, y «No llores nunca».

64 Nicolás Ureña de Mendoza, en uno de sus Cantos dominicanos, «Un guajiro predilecto» (1855), describe el canto de una campesina:

En una noche de luna, libre el pecho de cuidado, del tiple al son acordado cantaba la medialuna. . .

Los guajiros se acercaban del Ozama a la ribera y aquella voz hechicera arrobados escuchaban...

65 Cf. César Nicolás Penson, «Reseña histórico-crítica de la poesía en Santo Do-mingo», pp. 39-41; Ramón Emilio Jiménez, artículo «La mediatuna», en Al amor del bohío. Peña Morell ha compuesto una serie de mediastunas: conozco «La casita quisqueyana», en compás de tres por cuatro; su primera parte es muy hermosa. Enrique de Marchena, hijo (Listín Diario, 7 de abril de 1931) dice que hay influencia española en las plenas, mangulinas y mediastunas; francesa en el merengue y en el pseudo carabina del Sur. «Afortunadamente, en el merengue se ha ido imponiendo una tendencia criollista que. . . le va alejando de Haití y de las islas del sur del Caribe».

66 He oído en Santo Domingo canciones vulgares con letras de Bécquer (diver-sas Rimas; la música quizás vino de España), de Zorrilla («Allah Akbar»), de Espronceda («Canción del pirata») y hasta del Marqués de Santillana («Moza

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a normas fijas; por lo común su dibujo melódico, cuando no se parece al de las danzas tropicales, es amplio, simétrico, con ten-dencia a: la forma cuadrada, italianizante67. En Cuba se inventó, hacia 1830, la especie particular llamada canción patriótica68.

Finalmente, de las danzas de la Europa germánica y eslava que se difundieron después de 1800, una, por lo menos, el vals, produjo una variante tropical, de característica languidez, en Puerto Rico y Santo Domingo, como la polka produjo una varian-te criolla en el Paraguay. El vals criollo, dice Hernández,

se escribe sin introducción. Consta de dos partes y un trío: de estas partes la primera, o motivo principal, se escribe casi siempre en tono menor. Lo que más carac-teriza este género de composiciones es el ritmo sinco-

tan hermosa...»); de poetas dominicanos como Félix María Del Monte («Do-lora» e «Instante supremo. . .», del poema Las vírgenes de Galindo), José Joa-quín Pérez («A ti», «Tiende la noche...»), Salomé Ureña de Henríquez («El ave y el nido»), Josefa Antonia Perdomo («La inocente mariposa»), Federico Henríquez y Carvajal («Mis deseos»: la cita Julio Arzeno en Del folklore musical dominicano, p. 77), Bartolomé Olegario Pérez, y de otros poetas de América, como los mexicanos Gutiérrez Nájera («A una niña»: «Entras al mundo por ebúrnea puerta...»), Fernando Calderón («Desde la infancia hasta la edad decrépita...», de su drama El torneo) y Luis G. Urbina («Mi tesoro»), los vene-zolanos José Antonio Calcaño («El ciprés») y Pérez Bonalde («En el fondo del mar nació la perla...»), el colombiano Gutiérrez González («Porque no canto»), el puertorriqueño Manuel Padilla Dávila («Mariposas») y el argen-tino Esteban Echeverría, cuya «Diamela» acaso llegó hasta las Antillas con la música que le compuso Esnaola en Buenos Aires. En Santo Domingo, resi-dió, y allí murió trágicamente, el poeta venezolano Eduardo Scanlan, prota-gonista de Ciudad romántica, el pintoresco libro de Tulio M. Cestero: compo-nía la música para sus propios versos, y una de sus canciones, «Sé que soy para ti cual flor marchita. . .», tuvo larguísima boga.

67 Hasta he oído en Santo Domingo, como canción del país, la romanza del «Alma innamorata» de Lucía de Lammermoor, con una letra que comenzaba «Tú sabes amarme, Malvina...» Cf. «La donna è mobile» de Rigoletto (Verdi), con letras humorísticas en toda América y España.

68 Sobre la canción, véase Serafín Ramírez, La Habana de otros tiempos, y Sánchez de Fuentes, «Influencia de los ritmos africanos en nuestro cancionero», en el tomo 18 de Evolución de la cultura cubana, pp. 194-195, con ejemplos; J. A. Hernández, Álbum musical, con nota preliminar y dos muestras: «El espejo», de Juan Francisco García, y «Cibaeñita», de J. D. Cerón; Julio Arzeno, Del fo-lklore musical dominicano, especialmente el capítulo «Las serenatas».

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pado, que presenta a veces en la forma pianística una diversidad de ritmos tan raros entre ambas manos, que ofrece serias dificultades para el ejecutante extranjero poco familiarizado con la música tropical69.

En la música de las Antillas hay materiales para la construc-ción de maravillas futuras.

¡Cómo debe de sonar esa manigua antillana! –excla-ma Adolfo Salazar. Cuba y Santo Domingo tienen una riqueza espléndida de música propia, de un carácter y una originalidad potentemente acentuada, algunos de cuyos acentos no nos son desconocidos a las gentes de Europa... Ni Persia ni Arabia tienen seguramente más vivos colores ni más sabrosas inflexiones, ni ritmos más insinuantes, ni timbres instrumentales más llenos de sugestiones70.

V

Me he extendido tanto en la exposición de la música antilla-na, que estoy obligado a rapidez al recorrer la de México. Hay allí gran riqueza de música indígena: falta emprender la recolec-ción sistemática de ella. Rubén Campos transcribe dieciséis ai-res, entre ellos ocho interesantes danzas de Jalisco, sentimenta-les unas, vivaces otras como el moderno jarabe71. Gustavo Campa menciona dos: el «Tzotzopitzaue», que coincide nota por nota

69 Véase el Álbum musical de Hernández, con nota preliminar, cuatro valses su-yos y uno de J. D. Cerón; Julio Arzeno, Del folklore musical dominicano, capítulo «Los valses».

70 Adolfo Salazar, Música y músicos de hoy, Madrid, s.a. [1929], capítulo «El pro-blema de América: indigenismo y europeización».

71 El folklore y la música mexicana, libro muy rico en materiales, pp. 36 (Danza az-teca de la peregrinación de Aztlán, música y letra recogidas por Mariano Ro-jas), 38 (Danza de la Malinche, publicada por D. G. Brinton), 39 (seis sones guiadores de danzas) y 311-316 (danzas de Jalisco).

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con el tema del scherzo de la Séptima Sinfonía de Beethoven, y el cantar «Cruz Hoscue», de los tarascos de Michoacán72. Juan B. Salazar ha recogido la melodía del «Yúmare», danza sagrada de los tarahumaras de Chihuahua73:

Yúmare

Carlos Chávez, uno de los jefes del actual movimiento artísti-co de México, ha transcrito aires de los indios del norte. Y debe de haber otras transcripciones que ignoro. Los materiales abun-dan, pues: falta reunirlos todos, completados con los que todavía quedan intactos, y clasificarlos. Interesa describir los instrumen-tos en uso, y describir cuidadosamente la coreografía: sobreviven en todo el país danzas arcaicas, unas de pura tradición indígena, otras cuyos orígenes remontan a los más antiguos misioneros es-pañoles. Entre las danzas indias, ninguna superior a la cinegéti-ca de los yaquis, de fuerte realismo que persiste bajo severa esti-lización: el danzante simula, sin cambiar de sitio, tanto la huida del venado como la carrera, los movimientos y las voces del ca-zador. Cuando en el Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnología de México interpretaron esta danza yaquis auténticos, el formidable batir de pies acabó por levantar del piso de made-ra una nube de polvo.

72 Gustavo E. Campa, interesante artículo referente a «La conferencia de Ma-nuel M. Ponce sobre la música popular mexicana», en la Gaceta Musical de México, 1914.

73 «El yúmare», en la revista Repertorio Americano, de San José de Costa Rica, 23 de febrero de 1929. Describe, además del yúmare, los matachines (igual nom-bre tuvo uno de los bailes más usados en el teatro español durante el siglo xvii; véase Cotarelo, artículo «Matachines» en la introducción a los Entremeses, loas, bailes, jácaras y mojigangas) y los pascoles, danzas en que se imitan anima-les como el venado, la serpiente, la paloma. Carl Lumholtz, en su México des-conocido, recoge la música del yúmare y la del rutuburi, otra danza sagrada de los tarahumaras.

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Bajo la dirección de los misioneros, los indios organizaron y conservaron danzas religiosas e históricas: las rituales se bailan todavía en el interior de las iglesias de pueblos pequeños o de-lante del templo, como en la villa de Guadalupe; las históricas, que se bailan en plazas de pueblo, hablan de combates entre moros y cristianos o de la conquista de América. En una de éstas se enumeran las ciudades y villas conquistadas (en cada estrofa se nombra una, variando la rima para cada nombre: Cuautitlán afán; Salvador-valor):

Ahí viene el monarcay viene con afána conquistar la villa,la villa de Cuautitlán.Y en ese Santiago, Santiago de Querétaro,año de mil quinientos, quinientos treinta y uno74.

Y, además de reunir las descripciones de danzas que dan et-nólogos como Carl Lumholtz, debieran recogerse las que hicie-ron los conquistadores y los cronistas más antiguos, desde Cortés y Bernal Díaz.

La música moderna de México se divide en dos grandes gru-pos: la de las costas o tierra caliente y la de la altiplanicie o tierra fría. La de tierras bajas, en el vasto arco de círculo que va desde Yuca-tán hasta Tamaulipas, sobre la costa del Golfo, está muy influida por las Antillas. En las ciudades de Yucatán dominan los cantares y danzas de Cuba, que a veces se traducen a lengua maya; se les

74 Probablemente «quinientos treinta y uno» es alteración de «quinientos vein-te y uno». Rubén M. Campos da descripciones de danzas en El folklore y la música mexicana, pp. 27-40 y de instrumentos indígenas, con ilustraciones, pp. 20-27: el huehuetl (tambor), el teponaztli (especie de xilófono), el atecocolli (caracol), el tzicahuaztli (especie de güiro), el tlapitzalli (especie de flauta), el ayacachtli (sonaja). A juzgar por el registro de las flautas, la escala de los mexi-canos no parecería pentatónica.

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agregan, no sabemos por qué camino abundantísimo, las cancio-nes sentimentales de Colombia, con versos arrancados a la escue-la fúnebre de Julio Flórez. Como baile popular existe la jarana, es-pecie de vals monótono: una de las más populares comienza con tres o cuatro compases muy semejantes a los del vals del Fausto de Gounod. En las regiones rurales de la península, donde sólo se ha-blan idiomas indios, sobrevive la música de los mayas.

En Veracruz, el danzón y la rumba de origen cubano invadían las ciudades, y, antes de ellos, la guaracha, el tango, la danza, la guajira; pero en el campo sobreviven el fandango y el guapango: este es el baile general de la Huasteca, región de clima tropical o ligeramente templado que abarca porciones de los estados de Veracruz, Hidalgo, San Luis Potosí y Tamaulipas. Los huapangos se bailan bajo cobertizo, siempre que es posible, y se coloca so-bre un tinglado la orquesta de cuerdas: violines, guitarras y jara-nas, especie de bandurrias rústicas.

Cuando la música comienza a tocar –dice Francisco Veyro–, entran los bailadores, se paran delante de las muchachas (sentadas en bancos) y se quitan el som-brero en señal de invitación; la compañera acepta in-variablemente, y la pareja se dirige al centro del gale-rón, colocándose unos frente a otros. En seguida se entregan al zapateo hasta que la compañera le pone fin dando una vuelta e inclinándose ante su pareja para retirarse a su asiento75.

Los huapangos tienen letras en cuartetas octosilábicas o en se-guidillas: una de las más usuales es la del «Cielito lindo». Los bai-ladores se turnan en el canto hasta que todos han participado en

75 F. Veyro, «La música huasteca: las danzas indígenas y los guapangos ranche-ros», en la revista La Antorcha, de México, 1924. Las danzas indígenas que describe son los negros, con caretas negras, la monarca, con disfraces de reyes aztecas, el tigrillo y el mapache, cinegéticas. Como danza criolla, de coreografía lúbrica, existe el carguís: ¿será una forma de la rumba?

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él: los hay que no repiten versos antiguos sino que improvisan. El fandango, típico de la costa veracruzana, se asemeja al huapango; según Veyro, la orquesta que lo toca se compone sólo de arpa y jarana, o de jaranas solas, y dos o tres parejas bailan, zapateando, sobre una tarima, hasta ceder el puesto a otras, mientras que en el huapango no hay tarimas. En Córdoba de Veracruz, sin embar-go, he visto bailar huapango en tarimas (1921), y uno de los bai-ladores improvisó esta copla:

Contraté pata’e gallína y es para hacer una sopa,que dicen se está muriendo de la mera hambre la Europa76.

En el istmo de Tehuantepec, el baile regional es la sandunga: en días de gala, las esbeltas tehuanas la danzan en grupos, llevan-do en la cabeza el alto adorno semejante a diadema rusa77.

El instrumento musical típico es la marimba, probablemente el más complejo y rico que ha llegado a producirse en América78: su zona natural va desde Tehuantepec, atravesando el estado de Chiapas, hasta abarcar toda la América Central, y su centro es Guatemala.

La música de la altiplanicie mexicana es muy diversa: en vez del sabor tropical de arrullo y caricia, unas veces inflamado de ardor, otras desmayado de languidez, que es la esencia de la mú-sica de las Antillas, la música mexicana tiene sabor seco: es como el jerez frente al moscatel. Y mientras en las Antillas hay gran va-riedad de bailes y poca variedad de canciones, en la altiplanicie mexicana las canciones abundan y los bailes se resumen en uno

76 José María Esteva, en 1840, describe el huapango de su tiempo: véase la cita en El folklore y la música mexicana, de Campos, p. 107.

77 Véase el artículo de Esteban Maqueo Castellanos sobre la sandunga, recogido por Darío Rubio en Estudios lexicográficos. La anarquía del lenguaje en la Améri-ca Española, 2 Vols., México, 1925, s.v. sandunga. Véanse además los artículos corrido, jarabe, paloma, valona.

78 Tal vez su origen no sea americano, pero su forma actual, sí.

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solo: el jarabe. Manuel M. Ponce –cuyos estudios y transcripcio-nes, a contar desde 1910, sueltan la corriente de interés que flu-ye hacia la música popular de México, cree que el jarabe proce-de del zapateado y las seguidillas manchegas del siglo xvi; no dice por qué; pero Campa observa justamente que, cualquiera que haya sido su ascendencia española, ahora tiene carácter mexica-no inconfundible79. Las danzas indígenas de Jalisco que publica Rubén Campos hacen pensar que en ellas está uno de los ante-cedentes del jarabe. Su antigüedad alcanza, por lo menos, al siglo xviii; a principios del xix hace incursiones en Cuba80.

En realidad, el jarabe es una serie de bailes, unos en compás de dos por cuatro, otros en compás de tres por cuatro o de seis por ocho, pero todos con aire vivo81. No es aventurado presumir la región donde se formó: una zona del centro, hacia el occiden-te de México, que comprende porciones de Jalisco, Guanajuato y Michoacán y que en parte se denomina el Bajío. Se dice común-mente jarabe tapatío, o sea de Guadalajara, la capital de Jalisco; a veces la designación es jarabe del Bajío; se mencionan también, como variedades, el jarabe de Tacámbaro y el jarabe de Morelia, ciu-dades de Michoacán. Se le llama, además son82.

Sólo se baila espontáneamente en fiestas populares. Para las clases cultas, es mero espectáculo, ya sea que se encomiende a artistas de teatro, ya sea que se encomiende a aficionados. En

79 La conferencia de Ponce, «Música mexicana», y el artículo de Campa se pu-blicaron en la Gaceta Musical de México, en 1914.

80 El virrey Marquina prohibió en México, en bando de 15 de diciembre de 1802, «el pernicioso y deshonesto baile nombrado jarabe gatuno». A Cuba lo llevaron «presidiarios de México», dato enigmático que procede de José Ma-ría de la Torre, Lo que fuimos y lo que somos o La Habana antigua y moderna. Véa-se, además, Serafín Ramírez, La Habana de otros tiempos.

81 Ponce dice haber encontrado «uno curiosísimo por su ritmo: cada dos com-pases de tres tiempos tiene intercalado uno de dos»; alteración rítmica que se conoce en la música de los vascos, de los finlandeses, de los rusos y de los servios. En los zorzicos vascos este compás se indica con las cifras cinco por cuatro.

82 En El folklore y la música mexicana, Campos transcribe unos diez y siete aires de jarabe: creo que pueden clasificarse como tales los números 1, 4, 5, 8, 10, 13, 28, 30, 31, 37, 38, 46, 47, 55, 61, 62 y 70 de sus cien aires nacionales.

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los bailes de sociedad, las piezas que se tocan son importaciones de Cuba, de la Argentina, de los Estados Unidos, de Europa: se compone uno que otro fox trot, pero no, que yo sepa, tangos del tipo argentino ni danzones, a menos que se cuenten los que su-ben de Veracruz. El vals está aclimatado y de México salió uno de los que han dado la vuelta al mundo: «Sobre las olas», de Juventi-no Rosas. Antes se cultivaban la polka, la mazurka, el schottisch83.

Las canciones de la altiplanicie mexicana pueden dividirse, según Ponce, en tres grupos: las de melodía amplia y lenta; las de compás ternario, en tiempo moderado; las de movimiento rápi-do. Campa objeta que el compás ternario puede existir en cual-quiera de las tres clases (por ejemplo, las «Mañanitas» son de melodía amplia y lenta, en compás ternario); en realidad, Ponce pudo haber reducido su clasificación a los movimientos: lento, moderado, rápido, sin mencionar los compases.

La canción típica se divide en dos partes, define Ponce:

en la primera se expone la frase francamente melódica, la cual termina en la misma tonalidad en que fue iniciada:

Canción

La segunda parte está compuesta de dos compases [o más] que se repiten para completar la frase musical, y después, el retornelo característico del final de la pri-mera parte termina la canción:

83 Véase una polka del célebre pianista Tomás León (1828-1893) en El folklore y la música mexicana, de Campos, p. 178.

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La segunda parte puede faltar en canciones de compás ter-nario y tiempo moderado; en cambio, es curioso observar que la peculiaridad del retorno al final de la primera parte aparece has-ta en danzas mexicanas de tipo antillano, perteneciente a otra familia musical:

Juliana

El diseño melódico de la canción popular de México le pare-ce a Ponce de origen italiano, porque es «amplio y simétrico»; «ca-rece de los tresillos y fermatas de los aires españoles, así como del estilo peculiarísimo del lied alemán». Esta idea resulta discutible: la influencia italiana, y la francesa, que Ponce olvida, debieron de ejercerse en México, durante el siglo xviii, sobre tipos anteriores de canción criolla (con empeño, podrían descubrirse muestras en archivos y bibliotecas). El resultado es muy original: el sabor

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fuerte de la canción popular de la altiplanicie se aleja del tipo ita-liano, aunque el esquema melódico revele todavía la influencia; la canción vulgar de las Antillas sí se acerca a la dulzura empala-gosa del cantar napolitano. El sabor fuerte se vuelve acre en los cantares humorísticos, que florecen con profusión extraordina-ria, y se entonan, para aguzarles la intención, con acentos enér-gicos y síncopas bruscas84.

Y además, contra la opinión de Ponce, la canción mexicana sí llega a parecerse a la germánica, según se ve en la «Valentina» y «A la orilla de un palmar», que hacen recordar lieder de Men-delssohn como «En las alas del canto»85.

Junto a la canción popular, México produce canciones vul-gares, que, como las de las Antillas, conservan francamente los

84 Entre las canciones humorísticas, tuvieron larguísima boga las de tema po-lítico durante las luchas entre conservadores y liberales, especialmente «Los cangrejos» (i. e., los reaccionarios) y la «Mamá Carlota» (despedida de la em-peratriz), que Campos reproduce en El folklore y la música mexicana, p. 300. En El folklore literario de México, Campos transcribe la letra de otros cantares de sá-tira política (pp. 134 y 172-190).

85 Campos dedica un capítulo, en El folklore y la música mexicana, a la estructu-ra de los aires populares (pp. 106-110): no la describe de modo completo, sin embargo. Como rasgo interesante anota que en algunos «con frecuencia cambia el compás... A veces el cambio es alterno sistemáticamente con un compás binario y uno ternario. En otros aires la línea melódica va en una me-dida y el acompañamiento en otra, o viceversa... Pero la arbitraria alteración es la que caracteriza más los cantos de ciertas regiones mexicanas, especial-mente Michoacán. Otra particularidad es el empleo de notas superabundan-tes en una medida continua...».

En las pp. 84-86 dice que en Michoacán la música popular se divide en cancio-nes y sones serranos (uno de especial interés es la canacua), canciones charaperas (de las ciudades) y sones isleños (de las islas del lago de Pátzcuaro), sones y gus-tos abajeños (de las tierras bajas del Estado).

El compositor Francisco Domínguez ha reunido y está publicando Sones, can-ciones y corridos michoacanos (Publicaciones de la Secretaría de Educación Pú-blica, México).

En Bandera de Provincias, quincenal de Guadalajara, noviembre de 1929, pu-blica Francisco Aceves un artículo, «Musicografía», en que clasifica cuatro ti-pos de música popular de Jalisco: la canción, el corrido, el son (baile), la valo-na. Su descripción de la canción coincide con la de Ponce: «está compuesta de dos partes, y cada parte la constituye una frase forma ordinaria que termina con una cadencia perfecta...» De la armonía, que es rudimentaria, dice que «es consonante en estado fundamental, y muy rara vez en estado de inversión; excepcionalmente emplean el acorde de séptima dominante fundamental y su

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giros italianizantes, reforzados por la familiaridad con la ópera. Ejemplos: «Marchita el alma...», del compositor guanajuatense Antonio Zúñiga, y «Soñó mi mente loca...», del yucateco Alfredo Tamayo, transcritas por Ponce, equivocándolas como populares; «A ti te amo no más...», con letra de Dolores Guerrero, la poeti-sa de Durango (1833-1858); «Para amar sin consuelo ni esperan-za...», que está en circulación desde 1880; «Ya viene la primave-ra...», música de Julio Duarte, de quien se dice que fue «el primer compositor que hizo una fantasía sobre aires nacionales» (Ecos de México); «Viejo amor», música de Alfonso Esparza Oteo86.

Pero además de la canción lírica, popular o vulgar, existe en México la canción narrativa, de tipo popular puro. Sus dos espe-cies principales son el corrido y la valona. El corrido es la prolon-gación del romance español; florece tanto en la altiplanicie cen-tral como en el norte del país, y hasta traspasa la frontera para penetrar en los Estados Unidos, en las regiones donde se con-serva el idioma castellano. Se propaga a través de la industria de la hoja suelta, desarrollada por imprentas de México, Gua-dalajara, Puebla, Teziutlán. Hay corridos ya clásicos, de hasta cien años probables de antigüedad, como «Macario Romero» y ‘‘Esta-ba un payo sentado...’’87. La valona, típica del Bajío, es una mez-cla de canción y recitativo: la más conocida es la del condenado a muerte, que comienza:

segunda inversión con su resolución natural. Éste es el único acorde disonan-te excepcionalmente empleado...»

86 Véanse «Las canciones mexicanas de antaño», núms. 1 (es error la fecha de 1840: Lola Guerrero no pudo componer aquellos versos sino después de 1850), 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 15, en El folklore literario de México, de Campos, y los núms. 92, 93, 94, 95, 96, 97, 98, 99 y 100 de los «Cien aires na-cionales» de El folklore y la música mexicana (en las pp. 81-91 habla de compo-sitores y cantores populares y vulgares).

87 Véanse las letras de corridos que reproduce Campos en El folklore literario de México, pp. 141 y 235-291, y El folklore y la música mexicana, p. 102 (música de «Macario Romero») y 115 (letra de «El payo»).

Publican corridos las revistas Mexican Folkways y Contemporáneos, de México, Bandera de Provincias, de Guadalajara, y Horizonte, de Jalapa.

Hay corridos en el «Romancero nuevo mexicano», recogido en territorio de los Estados Unidos, en Nuevo México, por Aurelio M. Espinosa, y publicado

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¡Ay qué sonido de llaves! ¡Ay qué altura de paderes!...

y tiene como estribillo la súplica: ‘‘¡Virgen de la Soledad!...’’88

Valona

A la música mexicana le corresponde una rica variedad de instrumentos, con los cuales se forman, desde hace tiempo, grandes «orquestas típicas», permanentes en México y conoci-das fuera, en excursiones a Europa, la América del Norte y aun la del sur89.

En todo el país se investiga y se excava: la riqueza de los ele-mentos que día a día se van acumulando bien pudiera servir de sustento a una era de esplendor musical comparable al esplen-dor del arte de la pintura que México ofrece al estupor del mun-do contemporáneo.

en la Revue Hispanique, de París, 1915; de ahí tomó Antonio G. Solalinde el «Macario Romero» para su colección de Cien romances escogidos.

88 Ponce en su conferencia cita parte de la letra, pero no la música. Campos trae la música de otra valona, El mosco, en El folklore y la música mexicana, p. 318.

89 En 1922, la orquesta del maestro Torreblanca visitó el Brasil, el Uruguay y la Argentina. En la revista El Hogar, de Buenos Aires, en octubre de aquel año, se publicó (sin firma) una exacta y delicada apreciación de aquella «orques-ta típica» y de sus timbres instrumentales (marimbas, guitarras, bandolones, etc.): se me ha dicho que el autor era el fino músico Julián Aguirre. En El fo-lklore y la música mexicana, Campos se refiere varias veces a los instrumentos musicales: véanse pp. 84, 106, 155, 197-205, 207-215, además de 20-27, dedi-cadas a instrumentos indígenas.

En este siglo, el principal organizador de «orquestas típicas» en México es el maestro Miguel Lerdo de Tejada; pero existían desde antes, y en 1892 estuvo una en España.

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Aspectos de la enseñanza literaria en la escuela común*

No se si deba comenzar, como lo hacen a veces mis colegas, presentando mis excusas, al auditorio de maestros de escuelas ele-mentales que me escuchan, por no ser maestro primario yo mis-mo. Al aceptar la invitación del decano de la Facultad de Huma-nidades y Ciencias de la Educación, he pensado que, si carezco de experiencia personal sobre la enseñanza en las escuelas comunes, si carezco de la experiencia insustituible que se alcanza desde den-tro como enseñante, y que difiere en todo de la que se adquiere como alumno en la infancia o como observador en la edad adul-ta, puedo en cambio ofrecer a mi auditorio la contribución de mi experiencia en el colegio de la Universidad. Con esa experiencia me he atrevido, años atrás, en colaboración con mi amigo don Narciso Binayán, a ofrecer a las escuelas primarias una obra para la enseñanza del castellano; y los resultados obtenidos, gracias a la

* Cuadernos de temas para la educación primaria, 20; Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad Nacional de La Plata, La Plata, 1930. Parte de este trabajo, con el título ‘‘Letras y normas’’ se reprodujo en La Nación, Buenos Aires, el 18 de enero de 1931. Con el título ‘‘La enseñanza literaria en la escuela…’’, Boletín de la Unión Panamericana, Washington, 1933; La Vanguardia, Buenos Aires, 24 de noviembre de 1935; El Nacional, México, 12-16 de mayo de 1947.

Reproducido en Revista de Educación, Santo Domingo, Núm. 16, diciembre de 1932, pp. 61-70; y en Repertorio Americano, San José de Costa Rica, Núm. 17, mayo de 1933

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buena voluntad de los maestros, me autorizan a creer que la aten-ción que he puesto en observar las necesidades y los procedimien-tos de la escuela primaria no ha ido enteramente descarriada.

Quien haya de enseñar a estudiantes de los años iniciales en la escuela secundaria, y muy en particular del primer año, es por necesidad juez de los frutos de la escuela elemental: es natural que el éxito del profesor dependa, en gran parte, del éxito pre-vio del maestro. Somos jueces por necesidad, no por presunción, y nuestro juicio no debe tener otro valor que el de una com-probación objetiva: más que nuestra opinión individual sobre el éxito de tal o cual escuela (me sería fácil, por ejemplo, hacer el elogio de la Escuela Primaria anexa a esta Facultad de Humani-dades, cuyos alumnos recibimos después en el Colegio Nacional de la Universidad), debe interesar nuestra impresión sobre los resultados de la enseñanza elemental en su conjunto y las obser-vaciones nuestras que puedan contribuir a hacer fáciles y claras las relaciones entre los dos tipos de enseñanza.

Espero que no parezca extraño el tema que he aceptado: «Aspectos de la enseñanza literaria en la escuela común». La li-teratura no existe como asignatura especial en los estudios pri-marios, pero tiene gran importancia en la enseñanza de la lectu-ra y de la composición. Buena orientación literaria debería ser, pues, una de las condiciones del maestro. Buena orientación, nada más, pero nada menos: no se puede exigir, dentro de la si-tuación actual del magisterio, extensa cultura, ni menos aún eru-dición, que estaría fuera de lugar en la escuela primaria; pero no es demasiado pedir buen gusto y discernimiento claro.

Quizás en esa fórmula, buena orientación, podríamos compen-diar todo el secreto de la enseñanza literaria, tanto en la escue-la elemental como en la superior. Quien haya adquirido en las escuelas normales, o en los colegios nacionales, o en los liceos, o por propia cuenta, la buena orientación, estará en aptitud de acer-tar siempre. Buena orientación es la que nos permite distinguir calidades en las obras literarias, porque desde temprano tuvimos contacto con las cosas mejores. ¡Cuánta importancia tiene que el maestro sepa distinguir entre la genuina y la falsa literatura;

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entre la que representa un esfuerzo noble para interpretar la vida, acendrando los jugos mejores de la personalidad humana, y la que sólo representa una habilidad para simular sentimientos o ideas, repitiendo fórmulas degeneradas a fuerza de uso y ape-lando, para hacerse aplaudir, a todas las perezas que se apoyan en la costumbre! Bien se ha dicho que el primero que comparó a una mujer con una rosa fue un hombre de genio y el último que repitió la comparación fue un tonto. Toda literatura genuina tie-ne sabor de primicia: aun cuando ninguno de los elementos de que se compone resulte estrictamente nuevo, queda la novedad de la manera, del acento, que nos revela cómo el escritor ha sen-tido de nuevo las emociones que expresa, aunque sean eternas y universales; cómo ha creado de nuevo sus imágenes, aunque surjan de cosas vistas por todos. Por eso, quien haya formado su gusto literario en la lectura de obras esenciales, de obras que re-presentan creación e iniciación, discernirá fácilmente el artificio de las cosas falsas.

Hay estorbos todavía, en las más de nuestras escuelas secun-darias, para la enseñanza útil de la literatura: el tiempo que se dedica a la preceptiva, nombre nuevo, de apariencia inofensiva, detrás del cual se esconde la vieja retórica. ¿Dónde está el mal? Está en que la asignatura es inútil, porque la retórica se basa en el supuesto de que el arte, la creación de la belleza, puede some-terse a reglas, reducirse a fórmulas. Y el supuesto es falso.

No sé si entre mis oyentes haya quienes se asombren toda-vía de que sea un catedrático de literatura quien confiese que el arte literario no puede enseñarse. Como es posible que los haya, voy a explicarme. Toda obra de arte implica una gramática y una retórica. La gramática tiene que aprenderse y puede enseñarse; la retórica no debe enseñarse. La gramática nos da las reglas so-bre el uso del material con que hemos de realizar nuestra obra: el material nos la impone. Así, en pintura existen las reglas gene-rales del dibujo, existen reglas elementales sobre el óleo, y sobre el temple, y sobre la acuarela, y sobre la aguada, y sobre el agua-fuerte, y sobre la punta seca, y sobre todos los demás procedi-mientos: tales reglas constituyen la gramática del arte pictórico,

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y sin ellas no es posible comenzar a pintar. Y ¿quién no sabe que la música es un lenguaje con una gramática compleja? Para la li-teratura, la gramática del idioma en que se escriba es aprendiza-je previo. Todo artista, en arquitectura, o en escultura, o en pin-tura, o en danza, o en música, o en literatura, ha comenzado por adquirir el medio que ha de servirle para su expresión y desem-barazarse de los problemas gramaticales de su arte. Todos, mal que bien, aprenden su gramática. Unos la aprenden solos, como el músico que toca de oído y hasta compone sin conocer la escri-tura musical; como el poeta campesino que improvisa coplas sin saber leer ni escribir. La enseñanza ajena no tiene otro valor que el de economizar tiempo: toda enseñanza compendia resultados de muchos siglos y los transmite en pocos años, a veces en pocos días. Por eso, el que aprende solo marcha tan lentamente que ra-ras veces llega muy lejos: el músico que compone de oído, nun-ca pasa de composiciones breves; el poeta que no sabe leer, difí-cilmente va más allá de las coplas fugaces. Sus obras pueden ser admirables (l’esprit souffle où il veut), pero son siempre limitadas. En apariencia, la gramática de la lengua literaria es la que menos se estudia entre todas las técnicas previas al cultivo de las artes, pero no hay que engañarse: si separamos, de la mera teoría gra-matical de definiciones y clasificaciones, las reglas sobre el uso, veremos que las reglas se imponen siempre. La teoría gramatical de nuestros textos es el conato imperfecto de la ciencia del len-guaje, que ha sobrevivido en la enseñanza común, tanto prima-ria como secundaria, en espera de que la desaloje la lingüística: consumación que devotamente debemos desear para cuanto an-tes. Pero, al contrario de lo que sucede con las reglas sobre los medios de expresión de las otras artes, las reglas sobre el buen uso de los idiomas se pueden aprender con poca colaboración de la escuela: se aprenden, sobre todo, prestando atención al ha-bla de las personas cultas y leyendo buenos libros. Los escritores que más rebeldes a la gramática se declaran sólo son enemigos de la arcaica nomenclatura y de las rutinarias clasificaciones que to-davía circulan en los manuales: el más revolucionario de los escri-tores, en cualquier época, sólo toca mínima parte de su idioma,

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parte cuantitativamente insignificante, aunque cualitativamente parezca enorme a los puristas.

La gramática, así entendida, camino previo que atravesamos para llegar hasta la literatura, ha de ser camino expedito para la poesía lo mismo que para la prosa. En efecto, las reglas sobre el verso pertenecen estrictamente a la gramática, y ya las incluyen muchos textos gramaticales, aunque todavía no el de la Acade-mia Española: era uno de tantos errores tradicionales el situarlas dentro de la poética. La versificación forma parte de la fonéti-ca o, como dicen nuestros manuales castellanos, de la prosodia. Todavía en inglés se llama exclusivamente prosodia a la versifi-cación, según la tradición grecolatina, en que la prosodia era el estudio de la cantidad de las sílabas, base de la métrica en la an-tigüedad clásica.

Pero, cuando hemos atravesado el camino gramatical, cuan-do nos sentimos en posesión del instrumento de nuestro arte, ya sea el idioma hablado, ya sea el lenguaje musical, ya sean los medios materiales de las artes plásticas, todavía no estamos en si-tuación de crear belleza. No basta escribir con corrección la len-gua culta para ser buen escritor, ni menos basta conocer y aplicar bien las reglas de la versificación, para ser buen poeta, como no basta saber dibujar correctamente y manejar los colores para ser buen pintor. Donde termina la gramática comienza el arte.

En otro tiempo, donde terminaba la gramática comenzaba la retórica. Y se me dirá: ¿cómo pudo la humanidad equivocar-se tanto tiempo? Me apresuro a contestar que la equivocación duró y se extendió mucho menos de lo que pudiera creerse. Li-mitándonos a Europa vemos que, entre los griegos, el aprendi-zaje del arte literario era una especie de aprendizaje de gremio y de taller: los poetas aprendían unos de otros; en la escuela sólo se aprendía a conocerlos, a leerlos, especialmente los poemas homéricos. Durante la gran época helénica, se inicia y se extien-de la enseñanza de la oratoria – a la cual se dio, precisamente el nombre de retórica, limitada entonces al arte de persuadir– pero como enseñanza práctica. El tratado más antiguo que con-servamos es el de Aristóteles, quien aplica al estudio literario

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sus dones prodigiosos de observación científica. Pero la oratoria difícilmente florece como arte puro: su origen, entre los grie-gos, fue forense, y su carácter utilitario persistió hasta el final del mundo antiguo, aunque Lisias y Demóstenes hayan sido grandes artistas del discurso.

Los romanos, pueblo de organizadores y de legisladores, ami-gos de los sistemas y de las reglas, fueron en literatura el primer pueblo académico de Europa. Como en lugar de desenvolver su literatura autóctona la abandonaron para adoptar las formas de la griega, tuvieron que reglamentar el arte literario para facilitar su adquisición. La retórica y la poética son para ellos asignaturas de escuela. Desde entonces se perpetúan, con alternativas, a lo largo de la Edad Media. Pero esta enseñanza de la retórica y la poética, en los siglos medievales, se hace en latín: se enseña a es-cribir discursos y poemas latinos, porque el latín es la única len-gua culta de la Europa occidental. Entre tanto, nace la literatu-ra de las lenguas vulgares, y nada tiene que ver con la preceptiva de las escuelas. Las Eddas, Las Sagas, el Cantar de los Nibelungos, la Canción de Rolando, el Cantar de Mio Cid, el romancero español, los poemas religiosos, las narraciones caballerescas, nada deben a la retórica ni a la poética latina. Ni siquiera les debe nada la poesía de los trovadores provenzales, ni la Divina comedia, ni los sonetos de Petrarca, ni los cuentos y novelas de Boccaccio. En el Renacimiento, los humanistas tratan de imponer las reglas de la antigüedad clásica a la cultura moderna, y en parte lo con-siguen; pero muchos escritores son rebeldes, y grandes porcio-nes de la literatura de Europa se producen enteramente aparte, cuando no francamente en contra, de las reglamentaciones aca-démicas: la epopeya fantástica de Boyardo y de Ariosto; el teatro de Shakespeare y Marlowe; el de Lope y Calderón; toda la no-vela, desde el Lazarillo y el Quijote hasta el Gulliver y el Cándido... Cuando en las escuelas la preceptiva empieza a trasladarse del la-tín a las lenguas modernas, justamente le queda poco tiempo de vida: en el siglo xviii se la suprime o se la transforma. En Inglate-rra, durante aquel siglo, dice Jebb, «la función del conferenciante de retórica se transformó en la corrección de temas escritos por

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los estudiantes, si bien el título del catedrático persistió idénti-co mucho tiempo después de que el cargo había perdido su sig-nificación primitiva». En las universidades de los Estados Uni-dos, como supervivencia, se llama todavía profesor o instructor de retórica al que enseña la composición inglesa, cuyo objeto es adiestrar al estudiante en el buen manejo del inglés escrito; en Inglaterra se llama a esta asignatura el «curso de Inglés». Y en la enseñanza francesa tampoco se conserva la preceptiva, a pesar de que el penúltimo año de la escuela secundaria conserva el nombre de classe de rhétorique: «Ya no se enseña la retórica –dice Chaignet– en las clases de retórica de los liceos de Francia: tanto vale decir que ya no se enseña en ninguna parte». Pero sí: la pre-ceptiva persiste en países de lengua española; en muchos, no en todos. ¿Explicación? Mera reliquia arcaica.

La retórica es un sistema de reglas y el vulgo supone que el arte se hace con reglas, que todo arte implica algún «conjunto de reglas». En realidad, confunden los requisitos de la gramática con los del arte. Y el error proviene del doble uso que en el latín y en las lenguas románicas se hace de la palabra arte: tanto llama-mos arte a la creación de belleza, que en esencia es libre, como a cualquier técnica, que en esencia es reglamentación. Los griegos distinguían claramente la poiesis, que es la invención estética, y la tekhné, que es reglamentación práctica. La regla implica repeti-ción y la creación estética implica invención.

Y se me preguntará: ¿por qué, fuera de toda enseñanza de colegio, se erigen reglas, se constituyen procedimientos que se trasmiten, fórmulas de arte que se repiten? Ante todo, por la inevitable tendencia humana a la imitación: no todos los es-critores tienen capacidad de inventar, y muchos se acogen a la imitación; repiten, con ligeras variaciones, las primicias de los es-píritus originales. Y en épocas primitivas hay otro motivo funda-mental, cuyas consecuencias se prolongan hasta épocas de ple-nitud: las artes nacen de la religión o unidas a la religión; en sus orígenes, muchas formas artísticas son formas rituales. El rito implica la repetición. De ahí, por ejemplo, las formas de la trage-dia griega: el rito de Dionisos exigía que el coro permaneciese en

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el teatro, cerca del altar, desde que entraba; el desarrollo de la obra exigía como suceso central una transformación o cambio, una peripecia; todo obedecía a reglas fijas. Cuando las razones ri-tuales desaparecen, quedan las reglas. Y después, por el perdu-rable motivo de la imitación, las formas de arte tienden a repe-tirse: así nacen las escuelas literarias; así se propagan las modas. Los dramaturgos ingleses de principios del siglo xvii no tenían ningún deseo de adoptar las reglas que Castelvetro había dicta-do en nombre de Aristóteles (las tres unidades, por ejemplo); en cambio, vaciaban sus obras en los moldes que Marlowe y Shakes-peare acababan de forjar, aunque sobre ellos no había tratados ni reglamentaciones escritas de ninguna especie. Faltando los motivos rituales para la perpetuación de las formas artísticas, la invención y la imitación obran libremente. Es inútil legislar so-bre ellas: constantemente se renuevan los géneros y los estilos. Y desde los últimos cien años con más rapidez que antes: cuando las formas literarias se difunden hasta el punto de entrar en los tratados, es seguro que están moribundas y que las generaciones nuevas las abandonarán. Ábrase cualquier tratado de precepti-va: ¿qué se encontrará en él? Reglas para escribir obras que, en la mayoría de los casos, nadie quiere escribir ya, formas muertas como la tragedia clásica, cuya acta de defunción se levantó en 1830, como el poema épico, que dejó de componerse en el siglo xviii, como la égloga, que vio su última luz en el xvii1.

¿Cómo habremos entonces de enseñar literatura en nues-tras escuelas secundarias? Del único modo posible: poniendo al estudiante en contacto con grandes obras. Es así como se procede en Francia y en Inglaterra, en Alemania y en Escandinavia. Es así como procedemos, desde 1925, en el Colegio de nuestra Universi-dad; me contenta el no ser ajeno a la innovación. En nuestros pue-blos de la América española, esta manera de enseñanza demanda

1 José Enrique Rodó, en su artículo «La enseñanza de la literatura» (1909), recogido en su libro El mirador de Próspero (Montevideo, 1913), censuraba este peculiar arcaísmo de los tratados. Desgraciadamente, no se atrevió a declarar la inutilidad esencial de la preceptiva.

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gran atención del profesor: hay que acostumbrar al estudiante a leer mucho y hay que comprobar que lee; hay que habituarlo a la lectura de obras difíciles, allanándole la vía con explicaciones y aclaraciones de orden histórico y lingüístico, pero también ha-ciéndole comprender que nada de sólido y de duradero se alcan-za sin trabajo.

No hay diferencia de forma entre la enseñanza literaria del Colegio Nacional y la de las escuelas primarias: una y otra se fun-dan en la lectura, en el conocimiento directo de buenos autores. En el colegio de la Universidad, mediante otra innovación nues-tra de estos últimos años, la enseñanza literaria comienza desde el primer curso de idioma castellano, con lecturas sistemáticas, unas que debe hacer el alumno en la clase y otras en la casa; en los dos cursos posteriores, las lecturas aumentan progresivamen-te (en el tercer año deben leerse cuatro libros) hasta llegar a las puertas del primer curso de literatura. Paralelamente, el ejerci-cio de la composición en clase, corregida después por el profe-sor, lleva como propósito dar soltura al estudiante en el manejo de su idioma. Concedemos, pues, toda su importancia a la lec-tura literaria y al trabajo personal de composición, vale decir, a la práctica del lenguaje culto, procurando que con ella penetre la regla viva del buen uso y reduciendo a breves proporciones la teoría gramatical. El enlace con la escuela primaria resulta así muy fácil: la escuela primaria, por su naturaleza y por la edad de sus alumnos, no puede hacer mucha teoría, tiene que apoyarse en la práctica; la escuela secundaria, que va gradualmente ini-ciando al estudiante en el conocimiento teórico, hasta llevado a las grandes síntesis de la matemática, la física, la química y la bio-logía, no debe conceder igual atención a la teoría en cuestiones de lenguaje, porque el problema práctico es siempre apremian-te: nunca parece que alcanza el tiempo para que el alumno se oriente en el revuelto mar de la palabra.

Pedimos, pues, a la escuela primaria que inicie con energía la tarea; que acostumbre al niño a trabajar sobre su lenguaje; que despierte en él el amor a la lectura; que comience a dirigir su gusto en el sentido de las cosas genuinas y sobrias.

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Temo que en los tiempos actuales no se le dé al niño suficien-te sentido del trabajo como deber. La pedagogía romántica ha sido interpretada, sobre todo en nuestros perezosos pueblos his-pánicos, como sistema que da al niño hechas todas las cosas: al niño no le queda otro trabajo que el de irse boquiabierto hacia ellas, atraído por el interés que el maestro sepa encender en él. Pero los románticos no quieren recordar que la extrema facili-dad no es siempre ventajosa y que en los años finales de la escue-la primaria urge despertar el sentido de la responsabilidad per-sonal, haciendo comprender que la vida está llena de problemas difíciles cuya resolución dependerá exclusivamente de nuestro trabajo y de nuestra capacidad. Entre los niños a quienes ense-ño en los primeros años del colegio, hay quienes traen el sentido del deber y de la disciplina mental y social gracias a la confluen-cia feliz de la honesta familia y de la buena escuela: ningún es-pectáculo vence en grave hermosura a la seriedad del niño que empieza a sentir las responsabilidades del hombre, porque la edad pone delicadeza en su viril decoro. Pero hay niños que lle-gan hasta nosotros con pocos hábitos serios de trabajo: si cum-plen con los requisitos externos de su labor, no ponen interés en ella ni tratan de comprenderla. Hasta parecen enfermos de la atención: sólo aquello que los hiere bruscamente los despier-ta de su marasmo intelectual. Se han acostumbrado ha recibirlo todo hecho: así, cuando se les pide que escriban sobre el primer día de clase o sobre el tiempo lluvioso, transcriben de memoria una composición en que se advierten a cada paso los toques de la maestra de la escuela primaria. Si el tema que les propongo es nuevo, lo declaran «muy difícil»... a reserva de darse cuenta de que es fácil cuando se les hacen dos o tres indicaciones sumarias sobre el modo de tratado.

Urge que el niño, al iniciarse en el colegio, traiga siempre hábitos de trabajo; que desee acercarse a las cosas y comprender-las mediante su propio esfuerzo; que sienta vergüenza de que no sea suyo, enteramente suyo, el trabajo que tome a su cargo. Procurando despertar en mis alumnos el sentido de la responsa-bilidad, les digo siempre en mis clases: «Aquí aprenderá el que

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quiera aprender; mi tarea es ayudar, pero yo no puedo enseñar nada a quien no quiera aprender». En los Estados Unidos oí de-cir al presidente Wilson, que antes que hombre de Estado había sido universitario, como todos saben: «La mente humana posee infinitos recursos para oponerse al conocimiento»…

Urge, también, que el niño adquiera el amor a la lectura. In-fundir ese amor es tarea que requiere atención y perseverancia. Entre nosotros requiere aún más: requiere sacrificio de tiempo y de actividad, porque el desarrollo de las bibliotecas públicas y de las bibliotecas escolares no permite todavía a los maestros dispo-ner de la variedad de libros que necesitarían para revelar al niño la multitud de cosas interesantes que le brinda la lectura. Creo, naturalmente, que los maestros no harían bien en limitarse a las lecturas del libro que hayan adoptado para la clase; deben, de cuando en cuando, dar a conocer a los alumnos pasajes de obras diversas que sirvan para despertarles la curiosidad. Ofrez-co mi propia experiencia: siempre que en los cursos de castella-no del colegio utilizo, para leer o para dictar, pasajes interesan-tes de alguna obra desconocida para los alumnos, cuatro o cinco de ellos, al terminar la clase, acuden a la biblioteca para hacerse prestar el libro.

El hábito y el amor a la lectura literaria forman la mejor llave que podemos entregar al niño para abrirle el mundo de la cultura universal. No es que la cultura haya de ser principalmente litera-ria; lejos de eso: la cultura verdadera requiere la solidez de cimien-tos y armazón que sólo la ciencia da. Pero el hábito de leer difí-cilmente se adquiere en libros que no sean de literatura: el niño comienza pidiendo canciones y cuentos orales; de ellos pasa a los libros de cuentos: las obras narrativas constituyen su lectura prin-cipal durante muchos años. El maestro puede ir ensanchando el círculo de las lecturas infantiles: los temas científicos irán entran-do en él, pero la literatura de imaginación será siempre el centro del interés. Es esencial mantenerlo agrupando a su alrededor la mayor variedad posible de asuntos y hacer que la literatura se con-vierta para el niño en hábito irreemplazable. Así, en la adolescen-cia, la familiaridad con los libros –fuera de los manuales de clase–

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hará que el estudiante se acostumbre a estimarlos como la mejor fuente de información, hará que aprenda a no contentarse con los datos breves e incompletos, cuando no inexactos, de diarios y revistas. Quien haya adquirido la costumbre de las obras literarias –sobre todo si no son exclusivamente novelas irá, por su propia cuenta, extendiendo y ampliando sus lecturas.

Nadie duda que la lectura del niño deba escogerse bien y, sin embargo, con desoladora frecuencia se escoge mal. La enseñan-za literaria de los colegios, de los liceos y de las escuelas normales tiene la obligación de encauzar el gusto de los futuros maestros: debe ponerlos en contacto vivo, ya lo sabemos, con las grandes obras, con la literatura genuina, la que es como planta perfecta, de flor lozana y de fruto sazonado, enseñando a conocer en dón-de hay exceso y vicio de hojarasca. Pero además el maestro debe vencer el prejuicio de que la buena lectura resulta siempre difícil para el niño y de que sólo puede dársele la deplorable ‘‘literatura infantil’’, en cuya fabricación –no hay otro modo de llamarla– se ha suprimido todo jugo y todo vigor. Grandes escritores han sabi-do producir libros que realmente interesan a los niños: ahí están los cuentos de Andersen; ahí están los cuentos de Tolstoi para campesinos; ahí están los cuentos que Charles y Mary Lamb ex-trajeron de los dramas de Shakespeare. Ahí está el tesoro de las fábulas que heredamos de la India, de Grecia, de la Europa me-dieval. Nuestras civilizaciones indígenas de América nos ofrecen mitos llenos de color y sabor. Me complazco en reconocer que el magisterio de La Plata sabe poner al niño en contacto con obras admirables, como Platero y yo de Juan Ramón Jiménez y Los pue-blos de Azorín, como los Motivos de Proteo de Rodó, los Recuerdos de provincia de Sarmiento y los Juvenilia de Cané. Convendría que en la Argentina se difundieran las Fábulas y verdades de Rafael Pombo y La Edad de Oro, la incomparable revista que José Martí redactó para los niños durante unos cuantos meses. Y recomien-do a los maestros, muy especialmente, la conferencia que en es-tas mismas sesiones de la Facultad de Humanidades pronunció, hace dos años, mi estimado colega Arturo Marasso sobre La lec-tura en la escuela primaria.

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Y por último la composición: también en ella es indispensa-ble alejar al niño de la hojarasca y acercarlo a la claridad y a la sencillez; enseñarle, no a imitar la literatura florida a que pudie-ran tener afición los adultos, sino a expresarse con sobriedad so-bre cosas que le sean bien conocidas. Naturalmente, al niño de imaginación vivaz no debemos cortarle el vuelo; si espontánea-mente su expresión busca la imagen, no debe impedírsele. Pero a todos hay que enseñarles precisión. Antes que galas de estilo, debemos enseñarles a observar, a dominar las cosas concretas, los hechos reales; el buen poeta, el gran escritor, sólo llegan a la creación de imágenes complejas, de esas que abren perspectivas nuevas al espíritu del lector, gracias al conocimiento agudo de la realidad.

En nuestro Libro del idioma, mi compañero Binayán y yo he-mos ofrecido observaciones que quiero recordar:

Es cosa frecuente en la escuela señalar como temas de composición asuntos difíciles para los alumnos, sea por la rudimentaria aptitud de observación que éstos tienen, sea porque el tema carezca de la precisión que la mente del niño exige como condición en lo que ha de aprender... Temas como «el cisne» o «el amane-cer», que la mayoría de los niños no ha podido obser-var atentamente, conducen a una simulación de saber o de sentir en que ciertamente no incurre el buen es-critor, para cuya inteligencia desarrollada o para cuya sensibilidad educada pueden ser esos temas fuentes de reales sugestiones poéticas. Las palabras que el poeta emplea para cantar al cisne o a la mañana correspon-den a reales sentimientos que en ellos despiertan esos asuntos. El niño, al escribir sobre ellos, repetirá luga-res comunes, frases que haya escuchado en su casa o en la escuela... Con ser bastante graves las consecuen-cias que de esto se derivan para la buena o mala redac-ción, son más graves aún las deplorables consecuen-cias que tiene para la educación del carácter. Note el

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maestro que tales errores vendrán a constituir un cur-so de insinceridad...Es muy útil que el maestro haga escribir en el pizarrón uno de los trabajos de los alumnos y lo haga analizar buscando ante todo la idea esencial y luego las acceso-rias o explicativas, señalando cuáles de ellas, y por qué, no debió incluir el alumno, señalando cuáles son las ideas superfluas, y aun cuáles son parásitas.El maestro debe insistir con ahínco en la crítica ne-gativa, verdadera campaña de estilo contra todas es-tas inclusiones indebidas. En esta campaña debe po-ner toda la valentía necesaria para combatir contra los múltiples efectos que los diarios de las localidades, los manifiestos políticos y la redacción de los anuncios de casas comerciales pueden ejercer en los alumnos y en quienes los rodean.Los maestros deben cuidar de no ser ellos mismos los modelos de falta de concisión que los niños imiten... Los alumnos no deben imitar la literatura de los maes-tros; los maestros no deben hacer composiciones mo-delos en que se inspiren los alumnos. Los maestros han terminado un proceso de desenvolvimiento men-tal que los alumnos deben cumplir tan gradualmente como lo cumplieron ellos. Los alumnos deben comen-zar escribiendo en la forma simple que corresponde a la simplicidad de sus conocimientos y sentimientos. Después vendrá el desarrollo espiritual, y con él el de-sarrollo del estilo. Entonces «la mañana» y «el cisne» podrán ser motivos de efusiones líricas que se expre-sarán en forma literaria. Hasta que ese momento no llegue, la descripción del banco en que el alumno se sienta será un tema de valor educativo mucho mayor que el de aquéllos.

Sintetizando, pues, diré para terminar que la literatura, desem-peñando función tan importante como la que desempeña en la

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escuela primaria, es elemento de que el maestro debe sacar todo el partido posible: por una parte, orientando el gusto del alum-no hacia las obras mejores del espíritu humano; por otra parte, enseñándole el manejo exacto de su idioma, educándole el don de expresarse; por otra parte, en fin, formando en él la costum-bre de la buena lectura, que es uno de los principales caminos para mantenerse en contacto viviente con la cultura universal.

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Ciudadano de América*

«Dadme la verdad, y os doy el mundo. Vosotros, sin la verdad, destrozaréis el mundo; y yo con la verdad, con sólo la verdad, tan-tas veces reconstruiré el mundo cuantas veces lo hayáis vosotros destrozado». Así era, en Hostos, la delirante fe en la verdad, lla-ma del incendio engendrado, como dijo Nietzsche, «en, aquella creencia milenaria, en aquella fe cristiana, que antes fue la de Pla-tón, y para quien Dios es la verdad y la verdad es divina».

Pero no sólo arde en Hostos la fe en la verdad: arde, con más alta llama, la pasión del bien, pasión de apóstol.

Porque Hostos vivió en los tiempos duros en que florecían los apóstoles genuinos en nuestra América. Nuestro problema de civilización y barbarie exigía, en quienes lo afrontaban, vo-cación apostólica. El apóstol corría peligros reales, materiales; pero detrás de él estaba en pie; alentándolo y sosteniéndolo, la hermandad de los creyentes en el destino de América como pa-tria de la justicia.

A Eugenio María de Hostos (1839-1903), el ansia de justicia y libertad lo enciende para la misión apostólica. Al nacer en Puerto Rico, abre los ojos sobre la injusticia como sistema social: desde la

* La Nación, Buenos Aires, 28 de abril de 1935; prólogo a la Moral social, Bue-nos Aires, 1939, y a la edición francesa de Essais, París, 1936. Obra crítica, pp. 674-678, Reproducido en Obras completas, tomo VII, Santo Domingo, UNPHU, pp. 31-37.

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situación colonial de la isla entre tantos pueblos emancipados de Europa, que trabajosamente aprendían a ser dueños de sí, hasta la institución de la esclavitud. Antes de la adolescencia (1851) va a España, donde permanecerá hasta cumplir los treinta años. Allí comprende la esencia de los males que atormentan a todo el mun-do hispánico, en la patria europea y en las patrias desgarradas de América: la falta de clara conciencia social que anime la estructura política. Conoce a hombres y mujeres –Pi y Margall, Concepción Arenal, Sanz del Río y sus discípulos– en quienes germina otra Es-paña, renovada, purificada. De ellos aprende y con ellos trabaja.

Devora conocimientos: ciencia y filosofía, arte y literatura. Pero su ansia de justicia y libertad –ansia humana, física, ansia de hijo de Puerto Rico– se convierte en pensamiento cuyo norte es el bien de los hombres, se hace «trascendental», como gusta-ban decir sus amigos los krausistas. Vive desde entonces entrega-do a su meditación filosófica y a su acción humanitaria, embria-gado de razón y de moral. Su carácter se define: estoico, según la tradición de la estirpe; severo, puro y ardiente; sin mancha y sin desmayos.

Piensa en el porvenir de España y en la libertad de las Anti-llas: las concibe autónomas dentro de una federación española. Trabaja activamente para preparar el advenimiento de la repú-blica; de sus compañeros recibe la promesa de la autonomía an-tillana. Pero en 1868, al iniciarse el período de transformación, ve cómo se desdeña y pospone el desesperado problema de Cuba y Puerto Rico. El desengaño lo inflama. Pudo haberse quedado, pudo hacerse escritor famoso. Pero decidió romper con España y lo hizo en memorable discurso del Ateneo de Madrid.

Cuba se arroja a su primera revolución de independencia (1868-1878); Hostos se dedica a trabajar en favor de ella. Hasta embarca con Aguilera rumbo a los campos de la insurrección; naufraga, y nunca llega a conocer la isla maravillosa. Recorre entonces las Américas, de Norte a Sur y de Atlántico a Pacífico, explicando con palabras y pluma el problema de las Antillas, re-clamando ayuda para los combatientes. De paso, interviene en problemas de civilización de los países donde se detiene: en el

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Perú protege a los inmigrantes chinos; en Chile defiende el de-recho de las mujeres a la educación universitaria; en la Argenti-na apoya el plan del Ferrocarril Transandino, y en homenaje, la primera locomotora que cruzó los Andes se llamó Hostos.

Fracasada la Guerra de los Diez Años, aplazada la indepen-dencia de Cuba, pero abolida siquiera la esclavitud en las Anti-llas españolas, Hostos no abandona la lucha; le da forma nueva. Se establece en la única Antilla libre, en Santo Domingo, y allí se dedica a formar antillanos para la confederación, la futura patria común, la que debería construirse «con los fragmentos de pa-tria que tenemos los hijos de estos suelos». Pero el propósito le-jano, que a él no se lo parecía, quedó oscurecido bajo el propó-sito inmediato: educar maestros que educaran después a todo el pueblo. Esos maestros debían ser, según su fórmula, hom-bres de razón y de conciencia. Con ayuda de hombres y muje-res desinteresados de antemano, encendidos –ellos también– en llama apostólica, implantó la enseñanza moderna, cuyo núcleo es la ciencia positiva, allí donde se concebía la cultura dentro de las normas clásicas y escolásticas que sobrevivían de las viejas uni-versidades coloniales; enseñó la moral laica, forjando los espíri-tus «en el molde austero de la virtud que en la razón se inspira». La obra fue extraordinaria: moral e intelectualmente compara-ble a la de Bello en Chile, a la de Sarmiento en la Argentina, a la de Giner en España. Sólo el escenario era pequeño.

La Escuela Normal de Hostos (1880-1888) encontró oposi-ción en los representantes de la antigua cultura; pero sus ene-migos reales no eran ésos, que en mucho llegaron a transigir o a cooperar con él: entre «cleros» ajenos a traición, entre hom-bres de buena fe, la lucha leal puede trocarse en colaboración. El enemigo real estaba donde está siempre, en contra de la plena cultura, que lo es «de razón y de conciencia», tanto de concien-cia como de razón: estaba en los hombres ávidos de poder polí-tico y social, recelosos de la dignidad humana. El déspota local decía que los discípulos de Hostos llevaban la frente demasiado alta. Después de nueve años, «cansado de las luchas con el mal y con los malos», Hostos decidió alejarse del país.

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Fue a Chile, donde pudo vivir tranquilo diez años (1889-1898), entregado a la enseñanza. Influyó en la reforma de las escuelas, dando ejemplo de modernización de los planes de es-tudios y de los métodos; participó en la enseñanza universitaria, como antes en Santo Domingo. Santiago de Chile lo declara hijo adoptivo de la ciudad; la comisión oficial que exploraba el Sur da su nombre a una de las montañas patagónicas. Pero a veces, en medio de aquella paz, su alma inquieta echaba de menos los estímulos del hervor antillano: «¡Y no haberme quedado a con-tinuar mi obra!».

En 1898, cuando va a terminar la segunda guerra cubana de independencia con la intervención de los Estados Unidos, Hostos corre a reclamar la independencia de Puerto Rico. ¿Qué menos podía esperar el antiguo admirador de los Estados Uni-dos, cuyas libertades, antes simples y diáfanas, exaltaba siempre como paradigmas frente a Europa enmarañada en tiranías y pri-vilegios? Ahora tropezó de nuevo con la injusticia: los dueños del poder no soltaron la presa gratuita. ¡Con cuánta amargura lamentó que las naciones de la América española no se adelanta-ran a los Estados Unidos, como él lo había propuesto, en la de-fensa de Cuba!

Volvió a Santo Domingo en 1900, a reanimar su obra. Lo co-nocí entonces: tenía un aire hondamente triste, definitivamente triste. Trabajaba sin descanso, según su costumbre. Sobrevinie-ron trastornos políticos, tomó el país aspecto caótico, y Hostos murió de enfermedad brevísima, al parecer ligera. Murió de as-fixia moral.

Es vastísima la obra escrita de Hostos. En su mayor parte obra de maestro: hasta cuando no es estrechamente didáctica para uso de aulas esclarece principios, adoctrina, aconseja. Y cuando la necesidad de las aulas no la hace meramente científica o peda-gógica (como el precioso manual de Geografía evolutiva para las escuelas elementales de Chile), lleva enseñanza ética; su preocu-pación nunca está ausente.

Todo, para este pensador, tiene sentido ético. Su concepción del mundo –su optimismo metafísico como la llama Francisco

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García Calderón– está impregnada de ética. La armonía univer-sal es, a sus ojos, lección de bien. Pero su ética es racional; cree que el conocimiento del bien lleva a la práctica del bien; el mal es error (en el fondo de este caos no hay más que ignorancia). Está dentro de la tradición de Sócrates, fuera de la corriente de Kant; pero Kant influye en su rigurosa devoción al deber.

Como la razón es el fundamento de su moral, difundirá el culto de la razón y de su fruto maduro en los tiempos modernos: las ciencias de la naturaleza. Por eso, soñando con el bien huma-no, exalta la fe en la persecución y la adquisición de la verdad. Sólo lo asombra, a ratos, «la eternidad de esfuerzos que ha costa-do el sencillo propósito de hacer racional al único habitante de la tierra que está dotado de razón».

Y por eso, sus singulares dones de artista, de escritor, los sa-crifican, los esclaviza a los fines humanitarios. Como Martí, para quien fue uno de los pocos maestros (leyendo el Plácido de Hos-tos –1872– se reconoce el magisterio). Pero mientras para Martí arte y virtud, amor y verdad viven en feliz armonía (todo es mú-sica y razón), Hostos sospecha conflictos entre belleza y bien: re-sueltamente destierra de su república interior a los poetas si no se avienen a servir, a construir, a levantar corazones.

Hizo música, versos, teatro, para su intimidad personal y fa-miliar; de sus novelas, la única conocida, La peregrinación de Ba-yoán (1863), es alegoría –de su pasión: la justicia y la libertad en América. Pero el artista que él en sí mismo desdeñaba sobrevivía en la extraña fuerza de su estilo, sobreponiéndose a los hábitos didácticos; con su manía simétrica, de que lo contagiaron krau-sistas y positivistas. Hasta sus cartas salen escritas con espontánea perfección luminosa. Y, como gran apasionado, conservó el don oratorio.

De sus libros, el que mejor lo representa es la Moral social (1888). Demasiado lleno de preocupaciones humanas y sociales para filósofo puro u hombre de ciencia abstracta, sus intentos teóricos son cimientos apresurados donde asentar su casa de pré-dica. Los dos breves tratados de Sociología (1883, 1901) son esbo-zos para iniciar a estudiantes del magisterio en la consideración

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de los problemas de la sociedad humana: es ingeniosa su estruc-tura, pero quedan fuera de los caminos actuales de la ciencia social, empeñada en acotar su campo y depurar sus datos antes de intentar de nuevo las construcciones teóricas a que ingenua-mente se lanzó el siglo xix; ofrecen agudas observaciones concre-tas, especialmente las que tocan a nuestra América. En su curso de Derecho constitucional (1887) expone audazmente su concep-ción política, desdeñando todo eclecticismo y desentendiéndo-se de la mera erudición –que poseía– de doctrinas y de historia: su propósito es convencer a lectores y oyentes de que la organi-zación de los estados debe fundarse sobre principios de razón y normas éticas.

Y en la Moral social, poco interesa la exposición de las tesis so-bre «relaciones y deberes»; su fuerza y su brillo aparecen cuando discurre sobre «las actividades de la vida’» –en particular sobre la política, las profesiones, la escuela, la industria–, hasta culminar en la discusión sobre el uso del tiempo: la civilización sólo será real cuando haya enseñado a todos los hombres a hacer buen uso del tiempo que les sobre.

Junto a la Moral social hay que poner el extraordinario discur-so que Hostos pronunció en la investidura de sus primeros discí-pulos (1884): en él declaró toda su fe, describiendo en síntesis, con singulares parábolas y relampagueantes apóstrofes, el ideal y el sacrificio de su vida, sus principios éticos y su concepto de la enseñanza como base de reforma espiritual y de mejoramiento social. Piensa Antonio Caso que este discurso es la obra maestra del pensamiento moral en la América española.

Pero en todo, tratados, lecciones, discursos, cartas, artícu-los con que en muchedumbre sirvió a nuestra América, desde la descripción de los puertos del Brasil hasta el homenaje a los poetas y el estudio de Hamlet, en que la observación psicológica se une a la reflexión moral, Hostos se revela siempre, en pensa-miento y forma, lo que fue: uno de los espíritus originales y pro-fundos de su tiempo.

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La América Española y su originalidad*

Al hablar de la participación de la América española en la cultura intelectual del Occidente es necesario partir de hechos geográficos, sociales y políticos.

Desde luego la situación geográfica: la América española está a gran distancia de Europa: a distancia mayor sólo se hallan, den-tro de la civilización occidental, los dominios ingleses de Austra-lia y Nueva Zelandia.

Las naciones de nuestra América, aun las superiores en po-blación y territorio, no alcanzan todavía importancia política y económica suficiente para que el mundo se pregunte cuál es el espíritu que las anima, cuál es su personalidad real. Si a Europa le interesaron los Estados Unidos desde su origen como fenóme-no político singular, como ensayo de democracia moderna, no le interesó su vida intelectual hasta mediados del siglo xix; es en-tonces cuando Baudelaire descubre a Poe1.

* Europa-América Latina, Buenos Aires, Comisión Argentina de Cooperación Intelectual, 1937, pp. 183-187; en La Vanguardia, Buenos Aires, 11 de abril de 1937; La Nación, Buenos Aires, 27 de septiembre de 1940

1 En Inglaterra se leía a escritores de los Estados Unidos desde antes; la co-munidad del idioma lo explica, como explica que en España se hayan cono-cido siempre unos cuantos escritores de nuestra América. Pero ningún es-critor norteamericano ejerció influencia sobre los ingleses hasta que Henry James se trasladó a vivir entre ellos; fuera de las vagas conexiones entre Poe y los prerrafaelistas, hasta el siglo xx no se encontrará en Inglaterra influjo ne escritores norteamericanos residentes en los Estados Unidos.

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Finalmente, mientras los Estados Unidos fundaron su civiliza-ción sobre bases de población europea, porque allí no hubo mez-cla con la indígena, ni tenía importancia numérica dominante la de origen africano, en la América española la población indígena ha sido siempre muy numerosa, la más numerosa durante tres si-glos; sólo en el siglo xix comienza el predominio cuantitativo de la población de origen europeo2. Ninguna inferioridad del indí-gena ha sido estorbo a la difusión de la cultura de tipo occiden-tal; sólo con grave ignorancia histórica se pretendería desdeñar al indio, creador de grandes civilizaciones, en nombre de la teo-ría de las diferencias de capacidad entre las razas humanas, teo-ría que por su falta de fundamento científico podríamos dejar desvanecerse como pueril supervivencia de las vanidades de tribu si no hubiera que combatida como maligno pretexto de domina-ción. Baste recordar cómo Spengler, en 1930 tardío defensor de la derrotada mística de las razas, en 1918 contaba entre las gran-des culturas de la historia, junto a la europea clásica y la europea moderna, junto a la china y la egipcia, la indígena de México y el Perú. No hay incapacidad; pero la conquista decapitó la cultura del indio, destruyendo sus formas superiores (ni siquiera se con-servó el arte de leer y escribir los jeroglíficos aztecas), respetando sólo las formas populares y familiares. Como la población indíge-na, numerosa y diseminada en exceso, sólo en mínima porción pudo quedar íntegramente incorporada a la civilización de tipo europeo, nada llenó para el indio el lugar que ocupaban aquellas formas superiores de su cultura autóctona3.

2 Consúltese el estudio de Ángel Rosenblat «El desarrollo de la población in-dígena de América», publicado en la revista Tierra Firme, de Madrid, 1935, y reimpreso en volumen.

3 Hay ejemplares eminentes, sin embargo, de indios puros con educación hispánica; así en México, Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, «el Tito Livio del Anáhuac»; Miguel Cabrera, el gran pintor del siglo xviii; Benito Juárez, el austero defensor de las instituciones democráticas; Ignacio Manuel Altami-rano, novelista, poeta, maestro de generaciones.

Los tipos étnicamente mezclados sí forman parte, desde el principio, de los núcleos de cultura europea. Están representados en nuestra vida literaria y artística, sin interrupciones, desde el Inca Garcilaso, en el siglo xvi, hasta Rubén Darío, en nuestra época.

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El indígena que conserva su cultura arcaica produce extraor-dinaria variedad de cosas; en piedra, en barro, en madera, en frutos, en fibras, en lanas, en plumas. Y no sólo produce; crea. En los mercados humildes de México, de Guatemala, del Ecua-dor, del Perú, de Bolivia, pueden adquirirse a bajo precio obras maestras, equilibradas en su estructura, infalibles en la calidad y armonía de los colores. La creación indígena popular nace per-fecta, porque brota del suelo fértil de la tradición y recibe aire vivificador del estímulo y la comprensión de todos, como en la Grecia antigua o en la Europa medieval.

En la zona de cultura europea de la América española falta riqueza de suelo y ambiente como la que nutre las creaciones ar-caicas del indígena. Nuestra América se expresará plenamente en formas modernas cuando haya entre nosotros densidad de cultu-ra moderna. Y cuando hayamos acertado a conservar la memoria de los esfuerzos del pasado, dándole solidez de tradición4.

Venciendo la pobreza de los apoyos que da el medio, domi-nando el desaliento de la soledad, creándose ocios fugaces de contemplación dentro de nuestra vida de cargas y azares, nues-tro esfuerzo ha alcanzado expresión en obras significativas; cuan-do se las conozca universalmente, porque haya ascendido la fun-ción de la América española en el mundo, se las contará como obras esenciales.

Ante todo, el maravilloso florecimiento de las artes plásticas en la época colonial, y particularmente de la arquitectura, que después de iniciarse en construcciones de tipo ojival bajo la dirección de

4 De hombres y mujeres de América trasplantados a Europa son ejemplos de condesa de Merlin, la escritora que presidió uno de los «salones céle-bres» de París; Flora Tristán, la revolucionaria peruana; Théodore Chassé-riau, el pintor, nacido en Santo Domingo bajo el gobierno de España; José María Heredia, Jules La Farge, el Conde de Lautréamont, William Henry Hudson,Teresa Carreño, Reynaldo Hahn, Jules Supervielle.

Caso aparte, los trasplantados a España: como entre España y la población hispanizada de América solo hay diferencias de matiz, el americano en Es-paña es muchas veces plenamente americano y plenamente español, sin conflicto interno ni externo. Así fueron Juan Ruiz de Alarcón, Pablo de Olavide, Manuel Eduardo de Gorostiza, Gertrudis Gómez de Avellaneda, Rafael María Baralt, Francisco A. de Icaza.

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maestros europeos adoptó sucesivamente todas las formas mo-dernas y desarrolló caracteres propios, hasta culminar en gran-des obras de estilo barroco. De las ocho obras maestras de la ar-quitectura barroca en el mundo, dice Sacheverell Sitwell el poeta arquitecto, cuatro están en México: el Sagrario Metropolitano, el templo conventual de Tepozotlán, la iglesia parroquial de Taxco, Santa Rosa de Querétaro. El barroco de América difiere del ba-rroco de España en su sentido de la estructura, cuyas líneas fun-damentales persisten dominadoras bajo la profusión ornamen-tal: compárese el Sagrario de México con el Transparente de la Catedral de Toledo. Y el barroco de América no se limitó a su propio territorio nativo: en el siglo xvii refluyó sobre España.

Ahora encontramos otro movimiento artístico que se desbor-da de nuestros límites territoriales: la restauración de la pintura mural, con los mexicanos Rivera y Orozco, acompañada de ex-tensa producción de pintura al óleo, en que participan de modo sorprendente los niños. La fe religiosa dio aliento de vida perdu-rable a las artes coloniales: la fe en el bien social se lo da a este arte nuevo de México. Entretanto, la abundancia de pintura y es-cultura en el Río de la Plata está anunciando la madurez que ha de seguir a la inquietud; se definen personalidades y –signo inte-resante– entre las mujeres tanto como entre los hombres.

En la música y la danza se conoce el hecho, pero no su histo-ria. América recibe los cantares y los bailes de España, pero los transforma, los convierte en cosa nueva, en cosa suya. ¿Cuándo? ¿Cómo? Se perdieron los eslabones. Sólo sabemos que desde fi-nes del siglo xvi, como ahora en el xx, iban danzas de América a España: el cachupino, la gayumba, el retambo, el zambapalo, el zarandillo, la chacona, que se alza en forma clásica en Bach y en Rameau. Así modernamente, la habanera en Bizet, en Gade, en Ravel.

En las letras, desde el siglo xvi hay una corriente de creación auténtica dentro de la producción copiosa: en el Inca Garcilaso, gran pintor de la tierra del Perú y de su civilización, que los es-cépticos creyeron invención novelesca, narrador gravemente pa-tético de la conquista y de las discordias entre los conquistadores;

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en Juan Ruiz de Alarcón, el eticista del teatro español, disidente fundador de la comedia moral en medio del lozano mundo de-pura poesía dramática de Lope de Vega y Tirso de Molina (Fran-cia lo conoce bien a través de Corneille); en Bernardo de Valbue-na, poeta de luz y de pompa, que a los tipos de literatura barroca de nuestro idioma añade uno nuevo y deslumbrante, el barroco de América5; en Sor Juana Inés de la Cruz, alma indomable, in-saciable en el saber y en la virtud activa, cuya calidad extraña se nos revela en unos cuantos rasgos de poesía y en su carta auto-biográfica.

Todavía procede de los tiempos coloniales, inaugurando los nuevos, Andrés Bello, espíritu filosófico que renovó cuanto tocó, desde la gramática del idioma, en él por primera vez autónoma, hasta la historia de la epopeya y el romance en Castilla, donde dejó «aquella marca de genio que hasta en los trabajos de erudi-ción cabe», según opinión de Menéndez y Pelayo, y a la vez poeta que inicia, con nuestro Heredia hispánico, la conquista de nues-tro paisaje6.

Después, a lo largo de los últimos cien años, altas figuras so-bre la pirámide de una multitud de escritores: Sarmiento, Mon-talvo, Hostos, Martí, Rodó, Darío.

Desde el momento de la independencia política, la Améri-ca española aspira a la independencia espiritual, enuncia y re-pite el programa de generación en generación, desde Bello has-ta la vanguardia de hoy. La larga época romántica, opulenta de esperanzas, realizó pocas: quedan el Facundo, honda visión de nuestro drama político, los Recuerdos de provincia, reconstrucción del pasado que se desvanece, los Viajes de Sarmiento, genial en todo, la poesía de asuntos criollos, desde los cuadros geórgicos de Gutiérrez González hasta las gestas ásperamente vigorosas

5 Valbuena no nació en América, como se ha creído, pero vino en la infancia. 6 Estos apuntes sólo se refieren a artes y letras, pero el nombre de Bello evoca

el de dos filólogos excepcionales: Rufino José Cuervo, maestro único en el dominio sobre la historia de nuestro léxico; y Manuel Orozco y Berra, que desde 1857 clasificó las lenguas indígenas de México, cuando todavía pocos investigadores se aventuraban a seguir los pasos de Bopp.

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de Martín Fierro, las miniaturas coloniales de Ricardo Palma; pá-ginas magníficas de Montalvo, de Hostos, de Varona, de Sierra, donde se pelea el duelo entre el pensamiento y la vida de Amé-rica. La época de Martí y de Darío es rica en perfecciones, seña-ladamente en poesía, con Gutiérrez Nájera, Díaz Mirón, Othón, Nervo, Urbina, Casal, Silva, Deligne, Valencia, Chocano, Jaimes Freire, Magallanes Moure, Lugones, Herrera y Reissig.

La época nueva, el momento presente, se carga de interroga-ciones sociales, se arroja al mar de todos nuestros problemas.

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La emancipación y primer período de la vida independiente en la isla de

Santo Domingo*

La isla de Santo Domingo fue «la cuna de América», primer país del Nuevo Mundo donde se asentaron los españoles: la pri-mera ciudad, La Isabela, hoy desaparecida, se funda en enero de 1494; la segunda, Santo Domingo del Puerto, en 1496; para 1505 existen allí diecisiete villas de tipo europeo, cuando toda-vía no se halla ninguna otra en toda la extensión de las tierras descubiertas. Allí se arraigan y construyen sus casas muchos hi-dalgos de Castilla y de Andalucía, «con blasones de Mendozas, Manriques y Guzmanes». Allí se establece el primer gobierno de las Indias, que de 1509 a 1540 tiene categoría de virreinato. Su Real Audiencia al crearse en 1511, ejerce jurisdicción sobre todo el Nuevo Mundo; después la reduce a las Antillas y Venezuela. Su arquidiócesis, Primada de América, dominó también vastos territorios. Allí se fundan conventos y escuelas de 1502 en ade-lante; en 1538, el colegio de los frailes de la Orden de Predicado-res se erige en Universidad de Santo Tomás de Aquino; en 1540 se funda otra universidad, la de Santiago de la Paz, mediante le-gado del extremeño Gorjón. Conoce la isla, así, medio siglo de

* En Historia de América, dirigida por Ricardo Levene, Buenos Aires, Ed. Jack-son, 1940, volumen VIII, pp. 381-397.

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esplendor; después vegeta, porque no puede competir en atrac-ción con los opulentos países continentales.

La ciudad de Santo Domingo conserva durante tres siglos su importancia como la principal de la zona del mar Caribe, hasta la rápida ascensión de La Habana y de Caracas en el siglo xviii. Era la capital política, eclesiástica y universitaria de aquella zona. Sus conventos e iglesias –de estructura ojival todavía, pero con portada Renacimiento–, sus palacios, eran los mejores. Sus ha-bitantes la llamaban «la Atenas del Nuevo Mundo». Su Universi-dad de Santo Tomás de Aquino atraía a los estudiantes de las re-giones vecinas hasta mucho después de creadas las instituciones similares de Caracas (1725) y La Habana (1728). Allí residieron y escribieron fray Bartolomé de Las Casas, Gonzalo Fernández de Oviedo, el obispo humanista Alessandro Geraldini, el oidor Alonso de Zorita, Micael de Carvajal, Alonso Henríquez de Guz-mán, Juan de Castellanos, fray Alonso de Cabrera, Lázaro Beja-rano, Eugenio de Salazar, el P. José de Acosta, Tirso de Molina, Bernardo de Valbuena... nacieron teólogos, juristas, escritores: entre ellos se cuentan, en el siglo xvi, las más antiguas poetisas de América, doña Leonor de Ovando y doña Elvira de Mendoza, el dramaturgo Cristóbal de Llerena, el escriturario Alonso de Es-pinosa, el erasmista Diego Ramírez; en el siglo xvii, el predicador Tomás Rodríguez de Sosa y el historiador Luis Jerónimo de Alco-cer; en el xviii, el jurista Antonio Menéndez Bazán, el historiador Pedro Agustín Morell de Santa Cruz, ilustre obispo de Cuba; el historiador, geógrafo y orador sagrado Antonio Sánchez Valver-de, el poeta e historiador Luis José Peguero, el polígrafo Jacobo de Villaurrutia, que se interesó en muchos problemas caracterís-ticos del período de «las luces» y fundó el primer Diario de Méxi-co. La imprenta, según Isaiah Thomas, existió desde el siglo xvii, pero sólo se conocen impresos dominicanos del xviii.

En el orden económico, la colonia no tuvo organización efi-caz, dadas las restricciones que padecían las industrias, la agricul-tura, el comercio. El desorden de los comienzos de la conquista había reducido la numerosa población de indígenas arahuacos a pocos miles; la importación de indios de islas vecinas y de negros

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del África nunca suplió la merma, ni de lejos. Militarmente, la isla no estaba bien defendida, y desde temprano sufre ataques de ingleses (como el terrible de Drake en 1586) y de franceses. Uno de los recursos defensivos a que acudió la corona de España fue disponer, en 1603, la supresión de las poblaciones del norte. Con esto se abrió paso a la invasión extranjera: los franceses se esta-blecieron en el noroeste y poco a poco fueron ocupando toda la zona occidental. En 1697 (Tratado de Ryswick) España accedió a reconocer la ocupación de aquella zona, y para mediados del siglo xviii Francia la había convertido en la más rica y floreciente de sus colonias (Saint-Domingue). En 1777 se fijaron los límites en el Tratado de Aranjuez.

La porción española había descendido mucho en el siglo xvii. En la época de los Borbones, bajo los gobernadores Pe-dro Zorrilla de San Martín, marqués de la Gándara Real (1739-1750), Francisco Rubio y Peñaranda (1751-1759), Manuel de Azlor (17 59-1771), José Solano (1771-1779) e Isidoro Peralta y Rojas (1779-1785), se levantó de su postración, especialmen-te mediante el libre comercio con naciones neutrales; se atra-jo inmigración, en particular de las Islas Canarias; se fundaron poblaciones nuevas, se mejoraron las antiguas; hasta se restauró la Universidad de Santiago de la Paz, en manos de los jesuitas (1747), y, expulsada la Compañía, se convirtió en el Colegio de San Fernando. Según censo de 1785, los habitantes de la colonia eran 152,640, inclusos 30,000 esclavos.

De pronto, todo se altera con el advenimiento de Carlos IV al trono (1788) y el comienzo de la Revolución Francesa (1789): la declaración de la Asamblea Nacional, en París, sobre la liber-tad y la igualdad de todos los hombres, repercutió en la colonia de Saint-Domingue, ocurrió el primer levantamiento de esclavos contra los amos coloniales no convencidos de la nueva doctri-na, y con ello se inician trastornos que durarán quince años. De-clarada la guerra entre España y Francia (1793), el gobernador de Santo Domingo, Joaquín García Moreno, inicia hostilidades contra Saint-Domingue, con apoyo de los ingleses y –mescolanza contradictoria– tanto de los franceses devotos de la monarquía y

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enemigos de la república como de los esclavos insurrectos, capi-taneados por Biassou y Jean François, entre cuyos subalternos se contaba el futuro iniciador de la independencia de Haití, Tous-saint Louverture. En realidad, desde antes de la guerra los es-pañoles de Santo Domingo intervenían en las luchas internas de la colonia francesa estimulando la insurrección, a tal punto que, como dice el historiador dominicano José Gabriel García, se hizo «común entre los franceses la creencia de que, si no se intentaba la conquista de la parte española, podían considerarse como perdidas del todo las comarcas que poseían». Se produjo entonces en Saint-Domingue la más confusa situación: gran parte del territorio estaba en poder de españoles, de ingleses, de france-ses realistas y de esclavos insurrectos, cuatro grupos aliados pero no concordantes en fines ni en mando; la República Francesa se mantuvo en posesión de ciudades importantes y de no poco te-rritorio. Los grupos aliados obtuvieron muchos triunfos, pero en mayo de 1794 Toussaint Louverture, que había alcanzado enorme prestigio, los abandonó en favor de la República Francesa, cuyos comisarios habían decretado al fin la abolición de la esclavitud en la colonia. Mudáronse las fortunas de la guerra: como Toussaint arrastró consigo grandes masas, reconquistó para la Francia repu-blicana buena parte del territorio y persiguió a los españoles has-ta dentro del suyo. Por fin, en Europa se concierta la paz entre las naciones, contendientes, y en el Tratado de Basilea (22 de julio de 1795) se adopta la más inesperada y sorprendente de las solucio-nes: la cesión de la colonia española de Santo Domingo a Francia, cuyo dominio sobre Saint-Domingue era ya precario.

Años transcurrieron sin que el traspaso se hiciera efectivo. En 1799 se trasladó a Cuba la Real Audiencia; antes, en 1795, se intentó transportar unos huesos que se hallaron en una caja sin inscripciones –seguramente los de Diego Colón, el hijo del Des-cubridor– desenterrándolos del lugar junto al cual yacían los del padre. Centenares de familias, conventos enteros, salieron de la tierra vendida: esta corriente de emigración –hacia las de-más Antillas, hacia Venezuela, Nueva Granada, México– va a du-rar cincuenta años. En Cuba, la llegada de estos dominicanos

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contribuirá a hacer subir rápidamente el nivel de la cultura: los universitarios de Santo Domingo y sus hijos, que en su tierra de origen tal vez habrían llevado vida poco resonante, al contacto de la activa prosperidad cubana se convirtieron en figuras emi-nentes para América. De aquella emigración son fruto José Ma-ría Heredia, Domingo del Monte, Esteban Pichardo, los Foxá.

Resultaba difícil entregar la desmantelada colonia: los envia-dos de Francia no se atrevían a recibirla, porque no tenían ejérci-to suficiente; no estaban seguros de las intenciones de Toussaint Louverture. En efecto, Toussaint acabó declarando autónoma toda la isla (1ro. de julio de 1801); antes (enero de 1801) había invadido en nombre de Francia la porción española y había lle-gado hasta la ciudad de Santo Domingo. Sus actos de gobier-no estuvieron bien inspirados; pero la orgullosa sociedad hispa-no-dominicana los miró con disgusto. El sentimiento español se mantenía vivo.

Francia –con Napoleón como primer cónsul– decide enton-ces reforzar el dominio francés sobre la isla: en diciembre de 1801 envía una escuadra con ejército numeroso bajo el man-do de Leclerc; después de breve lucha ocupa la parte española, pero no logrará retener la antigua parte francesa. Cae prisionero Toussaint; después de breve sumisión, Dessalines recoge su ban-dera, el 1ro. de enero de 1804 proclama la independencia, organi-za la nueva nación bajo el nombre indígena de Haití, e invade a Santo Domingo. Franceses e hispano-dominicanos rechazan esta invasión asoladora, que pasaba a cuchillo poblaciones civiles, sa-queaba e incendiaba. Por fin, la isla queda en situación paradóji-ca: el territorio donde se habla español, en manos de los france-ses. Ferrand, el gobernador, adopta medidas de progreso y hasta mantiene en pie la legislación española, como medio de evitar trastornos en la vida civil.

Pero cuando Napoleón invade a España (1808) y hasta Amé-rica llegan las noticias del levantamiento popular del 2 de mayo, los dominicanos se alzan en armas contra su gobierno francés para reincorporarse a España. El movimiento, que se llamó «la reconquista», lo organizó y dirigió Juan Sánchez Ramírez, con

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ayuda de Puerto Rico y de Haití (agosto-noviembre de 1808). El general Ferrand fue en persona a desbelar la insurrección; venci-do en el combate de Palo Hincado (7 de noviembre), se suicidó. Su sucesor, el general Dubarquier, resistió hasta julio de 1809, pero al fin cedió a la presión de los dominicanos, ayudados aho-ra por los ingleses.

Comienza entonces el período que el pueblo llamó «la España boba» (1809-1821): la metrópoli, abrumada de problemas, conce-dió poca atención a la arruinada colonia, y la obra de los gobier-nos resultaba ineficaz. La población había descendido a 62,000 habitantes, según censo de 1812. Entre los actos significativos del período se cuenta la restauración (1815) de la Universidad de Santo Tomás de Aquino, cerrada durante los trastornos de 1801. Al promulgarse la Constitución de Cádiz, Santo Domingo nom-bró como representante en las Cortes de España a Francisco Ja-vier Caro (1813-1814); al restaurarse la Constitución en 1820, lo designó de nuevo. En esta época nace el periodismo dominicano (1821), con El Telégrafo Constitucional de Santo Domingo, bajo la dirección de Antonio María Pineda, catedrático de medicina en la Universidad, La Miscelánea y la hoja satírica El Duende.

Entretanto, los países continentales de la América española inician sus campañas libertadoras, y en Santo Domingo se pien-sa en imitarlos. El 30 de noviembre de 1821 se proclama la inde-pendencia; no hubo derramamiento de sangre, porque los jefes de las fuerzas de la ciudad capital estaban de acuerdo en el plan. La nueva nación tomó el nombre de Estado independiente de Haití español. Una junta de seis miembros formuló el acta cons-titutiva: constaba de treinta y nueve artículos; estipulaba que la forma de gobierno sería la republicana, que el nuevo Estado for-maría parte de la República de Colombia –la Gran Colombia de Bolívar, fundada en 1820– y que se firmarían tratados de alianza y de comercio con el otro Haití, el de lengua francesa; contenía una declaración de derechos del ciudadano, sin atreverse a abo-lir la esclavitud, y sentaba las bases de la organización política y administrativa del territorio. Al frente del movimiento estuvo el doctor José Núñez de Cáceres (1772-1846) abogado distinguido,

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que había sido teniente de gobernador y rector de la Universi-dad; ahora se le designó presidente del Estado.

Esta independencia fue efímera. Colombia no pudo pres-tar ayuda a los dominicanos. El Haití francés sostenía, desde los tiempos de Toussaint y Dessalines, que la isla debía constituir una sola entidad política; ahora Boyer, presidente que gobernó de 1818 a 1843, decidió invadir y someter el nuevo Estado, que no tenía fuerzas para resistir. La capital se entregó a los invasores el 9 de febrero de 1822.

La ocupación haitiana duró veintidós años. No se avinieron nunca las dos poblaciones, la dominadora y la dominada, distin-tas por el idioma y en gran parte por la raza: en Santo Domin-go, contra lo que suele creerse, predominaba la sangre española, pura o ligeramente mezclada con la indígena o la africana; el ele-mento africano puro o poco mezclado era el menor en número. Boyer prohibió las relaciones comerciales y de toda índole entre Santo Domingo y los demás países de habla española, ya fuesen libres, ya estuviesen sujetos todavía a la metrópoli europea: hirió el orgullo de las familias tradicionales mandando destruir a gol-pes de pico los escudos que coronaban las puertas de las casas solariegas; hizo emigrar a los sospechosos de no ver con buenos ojos la invasión; confiscó los bienes de los ausentes. La Univer-sidad de Santo Tomás de Aquino se cerró en 1823. En las ciuda-des, muchos de los mejores edificios, abandonados, se convirtie-ron en ruinas. La unificación resultó imposible.

Después de unas cuantas intentonas fracasadas, en 1838, el 16 de julio, Juan Pablo Duarte (1813-1876), dominicano muy culto, hijo de andaluz y educado en parte en España, fundó la sociedad secreta La Trinitaria para preparar la independencia. A los nue-ve socios fundadores se agregaron otros, entre ellos Francisco del Rosario Sánchez y Ramón Mella, que luego desempeñaron en el movimiento papel no menos significativo que el de Duarte.

El 27 de febrero de 1844 se proclamó la separación y se decla-ró fundada la República Dominicana. La proclamación la hicieron Sánchez y Mella; Duarte, a quien se consideraba jefe del movi-miento, se hallaba fuera del país, a causa de las persecuciones

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del gobierno haitiano (mientras Sánchez vivía oculto), y regresó en seguida. Los tres fueron hombres de alto temple moral, y el país les tributa reverencia constante como libertadores.

Sobrevinieron diecisiete años de vida azarosa. Los gobiernos de Haití intentaron repetidas veces reconquistar el territorio do-minicano, pero la nueva nación, a pesar de su inferioridad nu-mérica frente al enemigo, sacó fuerzas de flaqueza y, a trueco de pocos reveses, lo venció en combates terribles: los principales, el de Azua, 19 de marzo de 1844; el de Santiago de los Caballeros, 30 de marzo de 1844; el de Estrelleta, 17 de septiembre de 1845; el de Beler, 27 de octubre de 1845; el de El Número, 17 de abril de 1849; el de Las Carreras, 20 a 22 de abril de 1849; los de San-tomé y Cambronal, el 22 de diciembre de 1855; el de Sabana Lar-ga, 23 de enero de 1856.

La primera Constitución se votó el 6 de noviembre de 1844 (Asamblea Constituyente de San Cristóbal). Según ella, el gobier-no debía ser «civil, republicano, popular, representativo, electivo y responsable»; se fijaban los límites del territorio según la divi-sión de la isla en 1793 y se le dividía en cinco provincias; se definía quiénes eran ciudadanos dominicanos, extendiendo esta califica-ción a todos los derechos del ciudadano de acuerdo con las tradi-ciones derivadas de la Revolución Francesa; se declaraba abolida la esclavitud (que, naturalmente, había dejado de existir durante la dominación de Haití; de todos modos, como sucedió en toda la América española independiente, la abolición es anterior a la de los Estados Unidos); se organizaba el gobierno en tres poderes: de ellos, el legislativo estab constituido por dos cámaras, llamadas el Tribunado y el Consejo Conservador. Las elecciones se hacían por voto indirecto. Los gobernadores de provincia se designaban por nombramiento. En artículo agregado a última hora, el discutido 210, se le concedían al presidente de la república facultades prácti-camente dictatoriales, en vista de la guerra que sostenía el país.

A esta constitución la sustituyó otra, de 25 de febrero de 1854, en que se procuró reforzar los poderes del Congreso, cuyos dos cuerpos se llamaron ahora Cámara de Representantes y Cámara del Senado, y disminuir los poderes del presidente de la repúbli-

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ca; pero hubo necesidad de reformada, en vista de las objeciones que opuso el presidente Santana: la definitiva se sancionó el 16 de diciembre y se promulgó el 24; en ella se reforzaba al poder ejecutivo y se limitaba el legislativo a un Senado Consultor; se creó, además, el cargo de vicepresidente de la República.

Finalmente, en 1858 se dictó una nueva Constitución, obra del Congreso Constituyente reunido en Moca; se firmó el 19 de febrero. El Congreso volvía a componerse de dos cámaras: la de representantes y el senado; el poder ejecutivo aparecía menos vi-goroso que antes. El presidente Santana se opuso a esta Consti-tución y por decreto puso nuevamente en vigor la de diciembre de 1854.

El país comenzó a reorganizar su vida cultural. Se fundó (1ro. de diciembre de 1852) el Colegio de San Buenaventura, especie de pequeña universidad donde se enseñaban humanidades, ma-temáticas, medicina y derecho. Se crearon sociedades de cultura, como la de los «Amantes de las Letras» (1854), que estableció un teatro (1860), y la primitiva de «Amigos del País» (1846). La pren-sa, que había nacido en 1821, poco antes de la independencia efí-mera, reapareció ahora con nueva importancia: aliado de la pren-sa política y noticiosa se creó la literaria. El primer periódico de la República se llamó El Dominicano (1845): en él colaboraron Félix María Del Monte (1819-1899), el jurista y poeta más distinguido de su tiempo; José María Serra, antiguo miembro fundador de la Sociedad La Trinitaria; Pedro Antonio Bobea y Manuel María Va-lencia (1810-1870). En 1851 el presidente Báez fundó la primera Gaceta del Gobierno. De aquel año son El Eco del Ozama, La Españo-la Libre y El Correo del Cibao, en Santiago de los Caballeros, bajo la dirección de Alejandro Victoria, primer periódico que se publicó fuera de la capital. En 1853 se fundó El Progreso, dirigido por Ni-colás Ureña de Mendoza (1822-1875), poeta criollista, abogado y maestro; en 1854, El Porvenir y El Oasis, órgano de la sociedad «Amantes de las Letras» (duró hasta 1855); en 1856, otro Domini-cano, El Eco del Pueblo, La República y La Acusación; en 1857, La Re-forma y El Cibaeño, ambos en Santiago; en 1859, la revista Flores del Ozama, nuevo órgano de los «Amantes de las Letras», sustituido al

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año siguiente por la Revista Quincenal Dominicana, en 1860, El Co-rreo de Santo Domingo.

Pero la vida política interna fue inquieta desde el principio. Ya en 1844, los hombres más puros, los jefes del movimiento de independencia, fueron despojados de todo poder y perseguidos por los ambiciosos y los astutos, que a su vez se dividieron en bandos. El país tuvo que soportar, junto a la guerra con Haití, las discordias civiles. El militar que domina el período es Pedro San-tana, vencedor en muchos combates contra las fuerzas de Haití. Frente a él, primero bajo su sombra, después oponiéndosele, se eleva Buenaventura Báez (1810-1884), que había de sobrevivirle y que le era muy superior en cultura.

Los gobiernos que se sucedieron de 1844 a 1861 son: Junta Central Gubernativa, 27 de febrero a 12 de julio de 1844; Pedro Santana, jefe dictatorial de la nueva Junta, hasta 13 de noviembre de 1844; Santana, presidente constitucional de la república, hasta el 8 de septiembre de 1848; Manuel Jimenes, presidente, hasta 30 de mayo de 1849 (renuncia); Santana, presidente de facto, hasta 24 de septiembre de 1849; Buenaventura Báez, presidente, has-ta 15 de febrero de 1853; Santana, presidente, hasta 26 de mayo de 1856 (durante la mayor parte de este período aparecía como presidente en ejercicio el vicepresidente Manuel de Regla Mota); Mota, presidente, hasta 8 de octubre de 1856 (renuncia); Báez, presidente, hasta 13 de junio de 1858 (renuncia); José Desiderio Valverde, presidente (designado por la asamblea constituyente de Moca el 1ro. de marzo de 1858), hasta 28 de agosto de 1858 (re-nuncia); Santana, presidente de facto, hasta 31 de enero de 1859; presidente de jure, hasta 18 de marzo de 1861.

Entre tantos azares, difícilmente podía formarse una con-ciencia general, segura y clara, de nacionalidad. Muchos pensa-ban en el apoyo de algún poder extranjero como remedio a la perpetua amenaza de Haití y a las disensiones civiles. Así nació, y se llevó a realidad, la reanexión a España. A Santana le tocó ha-cer la entrega (18 de marzo de 1861).

Pero en muchos patriotas sí persistía la conciencia de la na-cionalidad. Desde el primer momento se opusieron a la anexión

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los libertadores de 1844, como Duarte y Sánchez, que fue una de las primeras víctimas (en San Juan, 4 de julio de 1861). El 16 de agosto de 1863, en Capotillo, proclamaron la restauración de la República Dominicana Santiago Rodríguez, José Cabrera y Beni-to Monción. Después de dos años de lucha, España decidió reti-rarse de Santo Domingo (10-11 de julio de 1865).

De 1865 a 1873 se extiende el período que puede llamarse de liquidación del pasado. Restaurada la república, después de los breves gobiernos de Pedro Antonio Pimentel (1865-1866), y nuevamente Cabral (1866-1868), los seis años de Báez (2 de mayo de 1868-31 de diciembre de 1873) mantienen todavía la antigua vacilación de la conciencia de nacionalidad, y hasta se proyecta una anexión a los Estados Unidos.

En 1865, después de ponerse en vigor la Constitución de 1858, de modificarla mediante decreto, y de restaurar la de fe-brero de 1854, se dictó una quinta Constitución, de tipo liberal; Báez la derogó en 1866 e hizo adoptar de nuevo la dictatorial de diciembre de 1854; Cabral, a los pocos meses, hizo restaurar la del 65, con retoques (sexta Constitución); pero Báez, en 1868, regresó a la del 54, con ligeras modificaciones.

Durante estos años poco propicios se organizan, sin embargo, asociaciones patrióticas y culturales: «La Republicana» (1866), «La Juventud» (1868) y «Amigos del País» (1871). La prensa se desarro-lla lentamente: bajo el gobierno español se habían publicado La Razón, en la capital, y El Progreso, en Santiago. La insurrección de los restauradores tuvo como órgano El Boletín (1863), en Santiago, dirigido por el dramaturgo y novelista Javier Angulo Guridi (1816-1884). Consumada la Restauración, se fundan El Patriota (1865), La Regeneración (1865), El Tiempo (1866), El Sol (1868), en Puerto Plata, El Porvenir (1872), que aún existe, y La Chicharra (1872). En la capital se imprimían, además, tres órganos de propaganda de la indepen-dencia de Cuba: El Laborante, El Universal y El Dominicano.

El movimiento del 25 de noviembre de 1873, que pone fin a los seis años de Báez, trae consigo una voluntad firme de mantener la nación y de dar tono liberal a la política: ha comen-zado una era nueva.

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La República Dominicana desde 1873hasta nuestros días*

En 1873 comienza para la República Dominicana inesperado florecimiento. Se cierra el período de «los seis años» del gobier-no de Buenaventura Báez, desaparece la amenaza de anexión a los Estados Unidos, rechazado el proyecto en el Senado de la gran nación y repudiado por el pueblo de la pequeña; se convo-ca una Asamblea Constituyente que reforma la Carta fundamen-tal del país (la de septiembre de 1866) a principios de 1874 y des-pués una Convención Nacional que introduce nuevas reformas, sancionadas en marzo de 1875, todas de orientación liberal: la más característica era el sufragio universal, con voto directo.

El gobierno de Ignacio María González, presidente provi-sional primero (enero de 1874), constitucional después (desde abril de 1874 hasta febrero de 1876), se inauguró bajo los auspi-cios de paz y de progreso: el entusiasmo popular fue tal, que se arrojaron al mar los grillos de las cárceles. «¡Ya no hay vencidos ni vencedores!» exclamaba el poeta José Joaquín Pérez. Una de las primeras medidas gubernativas fue la rescisión del contrato de arrendamiento de la bahía de Samaná a una empresa de los Estados Unidos, firmado por Báez en 1872. Después se concerta-ron tratados con Haití, intentando resolver la espinosa cuestión

* En Historia de América, dirigida por Ricardo Levene, Buenos Aires, Ed. Jackson, 1940. Volumen XII, pp. 489-510. En De mi patria, Santo Domingo, Publicacio-nes de la Secretaría de Estado de Educación, Vol. III, 1974, pp. 253-266.

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de los límites, y con España, para resolver problemas que que-daron pendientes después de terminado el breve período de re- anexión (1861-1865).

Se desarrolla el comercio y aparecen industrias de tipo mo-derno, si bien pequeñas. En 1876 se establece la primera gran in-dustria: el ingenio de azúcar con máquinas de vapor, a imitación de Cuba. Se dan pasos para establecer bancos (el primero es de la época de Báez), telégrafos, cables submarinos.

Hay, sobre todo, movimiento de cultura. El gobierno funda escuelas elementales y da impulso a las de enseñanza secundaria y a las dos de enseñanza superior organizadas en 1866: el Semina-rio Conciliar, bajo la dirección del ilustre orador sagrado Dr. Fer-nando Arturo de Meriño (1833-1906), y el Instituto Profesional, nuevo conato, después del ya extinto Colegio de San Buenaven-tura, hacia la reconstrucción de la Universidad; allí se enseñaban derecho, medicina y agrimensura. Al insigne puertorriqueño Román Baldorioty de Castro se le encomendó la dirección de la Escuela de Náutica (1875) y él enseñó además a muchos estu-diosos de la capital matemáticas y física. Se desarrollaron las es-cuelas particulares: tienen significación especial las de Socorro Sánchez y Nicolasa Billini, las primeras donde se trata de elevar la educación de la mujer por encima del nivel elemental. El ca-nónigo Francisco Xavier Billini (1837-1890) acomete empresas admirables: había fundado ya el Colegio de San Luis Gonzaga (1866), con biblioteca pública y órgano periodístico, El Amigo de los Niños, y sumando auxilios privados establece el primer mani-comio, el primer asilo de ancianos, el primer orfelinato, el primer dispensario de pobres. Adquieren importancia las asociaciones de cultura: principalmente «La Repúblicana» (1866-1910), «La Ju-ventud» (1868) y los «Amigos del País» (1871), en la capital; los «Amantes del País», de Puerto Plata, «La Progresista», de La Vega (1878), que fundó la primera escuela nocturna de aquella ciudad y años después su primer teatro. «La Republicana» tomó a su car-go el teatro que la de «Amantes de las Letras» había establecido en 1859; «La Juventud» abrió una biblioteca pública (1872), como los «Amantes de la Luz» en Santiago; la de «Amigos del País», que

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hereda la biblioteca de «La Juventud» en 1880, organiza actos li-terarios y musicales, que tuvieron resonancia, entre 1877 y 1881, publica la revista El Estudio (1878-1881) y obras de autores do-minicanos. La prensa se multiplicó para discutir libremente las cuestiones públicas: los periódicos principales fueron El Porvenir, de Puerto Plata (fundado en 1872; todavía existe), El Orden, El Eco del Yaque, El Dominicano (1874) y La Paz (1875), de Santiago de los Caballeros, La Opinión, El Nacional, El Liberal, El Centinela, de la capital; posteriormente, El Observador, de 1876, y por fin El Eco de la Opinión (1879-1899); como periodistas se distinguieron Manuel de J. de Peña y Reinoso (1834-1881). Hubo periódicos especiales dedicados a la defensa de las campañas de indepen-dencia de Cuba y Puerto Rico: en ellos colaboraron cubanos y puertorriqueños distinguidos, como Ramón Emeterio Betances y Eugenio María de Hostos. Se desarrollaron las letras: figuras principales, el teólogo y orador Meriño, el historiador Emiliano Tejera (1841-1923), Manuel de Jesús Galván (1834-1910), autor de la célebre novela histórica Enriquillo (1879-1882), José Joa-quín Pérez (1845-1900), el gran poeta de las Fantasías indígenas (1877), y Salomé Ureña de Henríquez (1850-1897), cuyos versos dan voz al nuevo entusiasmo patriótico, la fe en la paz y el pro-greso: en «contagio sublime, muchedumbre de almas adolescen-tes la seguía al viaje inaccesible de la cumbre que su palabra ar-diente prometía».

La actividad política, desgraciadamente, contribuyó poco al logro de tantas esperanzas. Contra el gobierno de González se organizó una oposición que lo acusó ante el Congreso: el cuerpo legislativo lo absolvió de la acusación, pero él renunció. Los op-timistas llamaron evolución a este movimiento político. Se eligió entonces al eminente ciudadano Ulises Francisco Espaillat (1823-1878), que había participado en la lucha contra la reanexión a Es-paña y era escritor político distinguido. Formó gabinete (al tomar posesión, en abril de 1876) con cinco de los hombres más ilustra-dos del país: Galván, Peña y Reinoso, el historiador José Gabriel García (1834-1910), el escritor político Mariano Antonio Cestero (1838-1909), el general Gregorio Luperón (1839-1897). Gobernó

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ejemplarmente. No por eso pudo dominar la enfermedad de los alzamientos revolucionarios y renunció antes de seis meses (oc-tubre de 1876). Se sucedieron entonces, en gobiernos de corta duración, González (noviembre-diciembre de 1876), Báez (di-ciembre de 1876 a febrero de 1878), nuevamente González (ju-lio-agosto de 1878), el magistrado Jacinto de Castro (septiembre de 1878), el general Luperón (diciembre de 1879 a agosto de 1880). Entre uno y otro presidente, solía gobernar de modo in-terino el cuerpo acéfalo de secretarios de Estado; a veces, duran-te breve tiempo, existían dos gobiernos, en ciudades diferentes, representando intereses encontrados.

La Constitución se reformó en 1877, 1878, 1879, 1880 y 1881: se adopta la costumbre de rehacerla íntegra, en vez de introdu-cirle retoques; de modo que el país que en treinta años, de 1844 a 1874, tuvo seis constituciones (las de 1844, 1854 –dos–, 1858 y 1866: en realidad eran dos, una autoritaria y otra liberal, que su-bían y bajaban con los caudillos), de 1874 a 1881 tuvo otras sie-te (las de 1874, 1875, 1877, 1878, 1879, 1880 y 1881), sino que ahora todas son liberales en apariencia, sin que el espíritu au-toritario exija preceptos constitucionales que lo justifiquen. Las Constituciones posteriores son de 1887, 1896, 1907, 1908, 1924, 1929 y 1934.

Hecho importante de este período: el hallazgo de los res-tos de Colón en la Catedral de Santo Domingo (septiembre de 1877).

En 1880, el voto popular lleva el poder (1ro. de septiembre) al presbítero Fernando Arturo de Meriño, hombre de altas do-tes en inteligencia y en carácter. Hizo obra de progreso, respetó la libertad de opinión, cumplió estrictamente las leyes; pero en mayo de 1881, para poner fin a las revueltas armadas, aceptó asu-mir poderes dictatoriales, que se le concedieron en asambleas populares, y dictó el severísimo decreto de represión que recibió el nombre popular de «Decreto de San Fernando». Se ha discu-tido mucho sobre qué motivos o qué personas instigaron la pro-mulgación del decreto. De todos modos, causó estupor público: el gobierno fracasó moralmente. Termina, sin embargo, su período

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de dos años, y con él comienzan cuatro lustros de paz. A Meriño se le designó poco después (1885) arzobispo.

De 1882 a 1884 gobierna el general Ulises Heureaux (1845-1899), hijo de padre haitiano y madre martiniqueña (los dos abuelos eran franceses). En 1884 asume la presidencia el emi-nente patriota y escritor Francisco Gregorio Billini, a quien se debieron muchas iniciativas de progreso; pero, considerando in-superables los obstáculos que le oponían las disensiones entre el general Heureaux y sus rivales, renunció el 16 de mayo de 1885, y el período lo terminó el vicepresiente, Alejandro Woss y Gil (m. 1932), militar muy ilustrado. Las elecciones de 1886 fueron reñi-das; triunfó en ellas el general Heureaux contra el general Casi-miro Nemesio de Moya (1849-1915), que años después se distin-guió como historiador y geógrafo: el partido derrotado atribuyó a fraude el triunfo electoral y se alzó en armas, pero fue venci-da la revolución, y Heureaux gobernó desde enero de 1887, con cuatro reelecciones sucesivas (el período presidencial se exten-dió de dos a cuatro años). Gobernó pacífica pero despóticamen-te, hasta que un grupo de jóvenes le dio muerte en julio de 1899. Su régimen extinguió las revoluciones, pero también la vida po-lítica, suprimiendo el voto popular y la libertad de opinión; co-metió además errores financieros, contratando empréstitos rui-nosos; pero coincidió con la espontánea ascensión económica del país, contagio de la formidable expansión industrial de Oc-cidente a fines del siglo xix. Junto al desarrollo de la agricultura, de las pequeñas industrias, del comercio, aparecieron los ferro-carriles y ocurrió la multiplicación de la gran industria del azú-car: dudoso beneficio, porque junto al enriquecimiento de unos pocos presenció el país la invasión de obreros negros, analfabe-tos, de habla inglesa o francesa, procedentes de las Antillas veci-nas, a quienes se les pagaban salarios de hambre. Los dominica-nos, en general pequeños propietarios rurales, no se avenían al trabajo abrumador de los ingenios. Los inmigrantes contribuían a rebajar el nivel económico de vida y a retrasar el avance de la educación pública. El problema, en vez de mitigarse, se ha agra-vado con creces durante el siglo actual.

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Mientras tanto, en el orden de la cultura realiza el país el más alto esfuerzo de su historia, después de la fundación de las universidades del siglo xvi. En 1880 se establece, a iniciativa del general Luperón, y bajo la dirección de Hostos, la Escuela Nor-mal de la capital. Con esta institución, y con la influencia de Hos-tos, se transforma íntegramente la vida intelectual del país: por primera vez entran en la enseñanza las ciencias positivas y los métodos pedagógicos modernos. Hostos encuentra ayuda, prin-cipalmente, en profesores jóvenes, orientados de antemano en sus lecturas personales hacia los rumbos que él señala: Francisco Henríquez y Carvajal (1859-1935) y José Pantaleón Castillo, que en realidad se le habían anticipado fundando en 1879 la Escue-la Preparatoria (duró hasta 1894); Emilio Prud’homme (1856-1932), José Dubeau, Carlos Alberto Zafra.

Como esta Escuela Normal se organizó para alumnos varo-nes solamente, en noviembre de 1881 funda Salomé Ureña de Henríquez el Instituto de Señoritas, plantel particular con sub-vención del Estado, adoptando el plan de estudios de Hostos.

Los primeros maestros se graduaron en mayo de 1884; las primeras maestras, en abril de 1887. Ambas investiduras fueron acontecimientos resonantes. En ambas instituciones la enseñan-za resultaba muy superior al nivel que sus planes y programas ha-rían suponer: el saber y el entusiasmo de directores y profesores la elevaba extraordinariamente.

La obra de Hostos persiste desde entonces. El, tropezando con la oposición que el presidente Heureaux estimulaba, se tras-ladó a Chile en 1888; pero sus compañeros y discípulos conti-nuaron la labor. En 1895, el gobierno transforma la Escuela Nor-mal en Colegio Central, donde en vez de maestros se graduaban bachilleres (hasta entonces el título de bachiller se obtenía me-diante exámenes ante el Instituto Profesional); pero en 1900, habiendo regresado Hostos de Chile (murió en Santo Domingo en 1903), reorganizó la enseñanza de todo el país y mantuvo la escuela de bachilleres junto a la de maestros. El primer Institu-to de Señoritas se cerró en diciembre de 1893; pero otro nuevo se organizó en 1895, bajo la dirección de dos antiguas discípulas

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del primero, Luisa Ozema Pellerano de Henríquez (1870-1927) y Eva María Pellerano: desde 1897 se llamó Instituto «Salomé Ureña»; duró cuarenta años.

Los compañeros de Hostos llevaron sus planes y sus métodos fuera de la capital: Prud’homme a Azua, Dubeau a Puerto Plata. En Santiago de los Caballeros se fundó otra Escuela Normal, que sirvió de centro para todo el norte del país. En Puerto Plata, una ilustrada puertorriqueña, Demetria Betances, organizó la ense-ñanza femenina: una de sus discípulas, Antera Mota de Reyes, continuó la obra desde 1895.

Bajo el gobierno de Billini (1884) se creó la admirable ins-titución del maestro ambulante, utilísima en país esencialmente rural como Santo Domingo; duró, por desgracia, poco.

El Instituto Profesional se reorganizó en 1881, bajo el gobier-no de Meriño, y de nuevo en 1895, aumentando sus cátedras.

Las letras florecen. A Meriño, Galván, los Tejera, Peña y Rei-noso, Cestero, García, Billini, los Henríquez y Carvajal, Salomé Ureña, José Joaquín Pérez, Dubeau, Prud’homme, Penson, se suman ahora los hermanos Gastón Fernando (1861-1913) y Ra-fael Alfredo Deligne (1863 -1902), admirables poetas y prosistas ambos; Enrique Henríquez (1859-1940), Arturo Pellerano Cas-tro (1865-1916), Fabio Fiallo (1866-1942), Andrejulio Aybar (n. 1873); los prosistas Federico García Godoy (1857 -1924), Améri-co Lugo (1870-1952), Tulio Manuel Cestero (1877-1954).

En música, Juan Bautista Alfonseca y los Marcelo, poco des-pués de la independencia de 1844, habían reanudado la tradi-ción de alta cultura de la época colonial; ahora se distinguen José Reyes, Luis Eduardo Betances y Pablo Claudio. En pintura, Luis Desangles, cuyo retrato de Amelia Francasci es uno de los mejores cuadros de tipo impresionista en América.

La prensa participó del desarrollo general del país. El pri-mer diario, El Telegrama, apareció en 1882, bajo la dirección de César Nicolás Penson (1855-1901), escritor y poeta distinguido. En 1885, se transforma en diario El Eco de la Opinión, pero vuel-ve pronto a semanario. En 1889, Arturo Pellerano Alfau funda el Listín Diario, que dura todavía como órgano principal de la

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prensa. Pero el régimen de Heureaux veía con disgusto la pren-sa libre. Así, en 1890 suprime violentamente El Mensajero, sema-nario (1881) de Federico Henríquez y Carvajal, por su análisis de una de las engañosas «redenciones de la deuda pública», que terminaba: «Hay redenciones que crucifican». El director se ve obligado a abandonar la prensa política y a fundar la revista Le-tras y Ciencias (1891-1900). Hubo otras publicaciones de gran in-terés, desde la Revista Científica, Literaria y de Conocimientos Útiles (1883-1886) hasta la Revista Ilustrada (1898-1900).

Terminado el gobierno del general Heureaux (julio de 1899), tras los breves gobiernos provisionales de Wenceslao Figuereo y de Horacio Vásquez (m. 1936), se inicia (noviembre de 1899) el gobierno constitucional de Juan Isidro Jimenes, que dura hasta mayo de 1902: época de paz y de libertad democrática. Sobrevi-no luego una serie de trastornos revolucionarios, entre los cuales se sucedieron los gobiernos de Horacio Vásquez (mayo de 1902 a marzo de 1903), de Alejandro Woss y Gil (marzo a diciembre de 1903), de Carlos Morales (diciembre de 1903 a diciembre de 1905); por fin, el gobierno pacífico de Ramón Cáceres (diciem-bre de 1905 a noviembre de 1911). Después de Cáceres, nuevos disturbios: se suceden los gobiernos del general Eladio Victoria (noviembre de 1911 a noviembre de 1912); del venerable arzo-bispo Dr. Adolfo Alejandro Nouel (diciembre de 1912 a marzo de 1913), a quien designó el Congreso para imponer la concor-dia, pero que renunció al reconocer imposible la tarea; del ge-neral José Bordas Valdés (abril de 1913 a agosto de 1914); del Dr. Ramón Báez, médico y universitario distinguido (agosto a di-ciembre de 1914); de Juan Isidro Jimenes (diciembre de 1914 a mayo de 1916); del cuerpo de Secretarios de Estado de Jimenes (mayo a julio de 1916).

El gobierno de Heureaux, al desaparecer en 1899, dejó al país una complicada deuda pública. Ante todo, para conseguir dine-ro en Europa le había sido necesario (1888) reconocer en parte las obligaciones del empréstito Hartmont (1869), uno de esos tí-picos empréstitos ingleses del siglo xix, con que los financieros cargaban de deudas a los países de la América española (así en

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México) mediante desembolsos mínimos: en el caso Hartmont, el fraude había sido escandaloso, pues sólo se entregaron al go-bierno de Báez 37,500 libras esterlinas, pero se lanzaron al mer-cado bonos por 757,700. Después de su primer empréstito, el gobierno de Heureaux continuó pidiendo dinero a Europa y a los Estados Unidos, aunque presentando a veces los convenios, ante el pueblo dominicano, como conversiones y redenciones. Al desaparecer aquel régimen, no se sabía a punto fijo a cuánto ascendía la deuda, ni cuánto habían entregado las compañías extranjeras al gobierno. Para colmo, las aduanas estaban des-de 1888 en manos de una Caja General de Recaudación (Caisse Générale de la Régie), representante de los acreedores extran-jeros, para que cobrase los impuestos y retuviese las sumas nece-sarias para el pago de la deuda. El gobierno de Jimenes, deseoso de reorganizar económicamente el país (una de sus medidas efi-caces fue suprimir los impuestos a la exportación, que eran tra-dicionales), entabló conferencias con los acreedores, y, en vista del desacuerdo entre los europeos y los norteamericanos, quitó a la comisión extranjera –norteamericana ahora– las funciones de recaudación aduanal (enero de 1901) y designó a su ministro de Relaciones Exteriores, doctor Francisco Henríquez y Carva-jal, para que tratase directamente con los acreedores en Europa y los Estados Unidos sobre las obligaciones que Santo Domingo debería reconocer. El Congreso dominicano aprobó el convenio concertado con los europeos, pero no el proyecto de contrato con la empresa que representaba los intereses de los norteame-ricanos, la San Domingo Improvement Company, porque –entre otras razones– se le concedían tres meses de plazo para presen-tar sus cuentas, en vez de exigírselas inmediatamente.

Los posteriores cambios de gobierno en el país alargaron el problema, y por fin en el mes de enero de 1903 se le recono-cieron a la Improvement Company cuatro millones y medio de dólares (en las conversaciones preliminares de 1900 con el pre-sidente Jimenes el representante de la empresa se había mostra-do dispuesto a aceptar arreglos sobre la base de dos millones y medio). En enero de 1905, el gobierno dominicano de Morales

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concedió al de los Estados Unidos, que ahora respaldaba las ges-tiones de los acreedores, el derecho de designar funcionarios (norteamericanos) que administrasen las aduanas del país (Re-ceptoría General de Aduanas); este anómalo sistema, que ponía a la República virtualmente en situación de protectorado, tuvo confirmación en el convenio (Convention) de 1907, con el cual además se concertaba un empréstito de veinte millones de dó-lares, para conversión de todas las deudas, externas e internas, y para desarrollo de las obras públicas. Theodore Roosevelt, el presidente de los Estados Unidos bajo cuya administración se fir-mó el convenio de 1907, declaró que, suprimida la posibilidad de disponer de los impuestos aduanales, desaparecería el incentivo de las revueltas armadas. Pero las revueltas reaparecieron cuatro años después y con ellas creció la injerencia de los Estados Uni-dos, hasta hacerse preponderante bajo Woodrow Wilson.

Desde 1913, el presidente Wilson empezó a hacer adverten-cias de todo orden a los gobiernos y a los partidos de Santo Do-mingo, y a las advertencias siguieron los actos, tales como el nom-bramiento de un perito (Expert) financiero para aconsejar en todo lo referente a la hacienda pública (1914) y la designación de comisionados que observaran las elecciones (1914). En mayo de 1916, en medio de la guerra civil, desembarcaron tropas nor-teamericanas y se instalaron en las ciudades principales. El Con-greso debía designar presidente provisional, libre de compromi-sos políticos, en sustitución de Jimenes, que había renunciado: el Dr. Federico Henríquez y Carvajal, presidente de la Suprema Corte de Justicia, declinó su elección, cuando estaba a punto de recibir confirmación definitiva, para evitar que la presión del Mi-nistro de los Estados Unidos convirtiese en mera simulación la libertad del cuerpo legislador. Al fin (julio de 1916) resultó elec-to el Dr. Francisco Henríquez y Carvajal, residente entonces en Cuba, donde ejercía su profesión de médico.

Al tomar posesión de su cargo, el Dr. Henríquez se vio ante el grave problema que le creaba el proyecto finalmente formu-lado por el presidente Wilson: en sustancia, exigía que se pu-siese en manos de funcionarios norteamericanos, nombrados y

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respaldados por el gobierno de los Estados Unidos, el manejo de toda la hacienda pública y la dirección de todas las fuerzas arma-das. Mientras tanto, la Receptoría General de Aduanas se negaba a entregar fondos al gobierno dominicano, y la administración tuvo que funcionar con empleados voluntarios que no cobraban sueldo. El gobierno, en vez de doblegarse, persistió en tratar de convencer al de los Estados Unidos de que deberían buscarse otras bases de convenio. Por fin, el 29 de noviembre de 1916 el presidente Wilson declaró ocupada militarmente la República Dominicana.

El pueblo no tenía medios para oponerse a la invasión. El presidente Henríquez se vio obligado a salir de su país y a iniciar una larga campaña en defensa de la soberanía dominicana. Esta campaña, apoyada por toda la nación, consistió tanto en pre-sentar constantemente exposiciones de razones y argumentos al gobierno de los Estados Unidos como en hacer conocer a toda la América española la situación de Santo Domingo. Duró seis años. Mientras tanto, los funcionarios de la ocupación militar re-primían con violencia todo intento rebelde y suprimían las liber-tades políticas, principalmente la de palabra.

Desde 1916 hasta 1922, Santo Domingo, sin darse nuevo gobierno que se sometiera a los invasores, soportó resignado la ocupación militar. Al fin, el gobierno de los Estados Unidos, que había pasado de Wilson a Harding, decidió poner término a aquella situación injustificada y permitió previamente la ex-presión de opiniones; muchas, encabezadas por la del Dr. Hen-ríquez, demandaban la devolución pura y simple de la sobera-nía. Washington deseaba conservar la fiscalización hacendaria que ejercía desde 1905. Se concertó al fin el Plan Hughes-Peyna-do, que dejaba subsistir la Receptoría General de Aduanas para aconsejar al gobierno en el manejo de fondos.

Los partidos convinieron –porque la ocupación militar no había dejado sobrevivir el Congreso– en designar como presi-dente provisional a Juan Bautista Vicini Burgos (octubre de 1922 a agosto de 1924) para que después se celebraran elecciones. En ellas triunfó el veterano jefe de partido Horacio Vásquez sobre

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el distinguido jurista Francisco José Peynado (1867-1933), que desempeñó honroso papel en las gestiones para la restauración de la soberanía. El general Vásquez gobernó de 1924 a 1930; el Congreso, invocando una reforma constitucional de 1908, pro-rrogó su mandato de cuatro años a seis. En febrero de 1930, oponiéndose a la perpetuación del régimen, fuese mediante re-elección, fuese mediante candidatura oficial, se inició un movi-miento de protesta que triunfó sin derramamiento de sangre, y asumió la presidencia provisional el licenciado Rafael Estrella Ureña (febrero a agosto de 1930). Electo presidente el general Rafael Leonidas Trujillo Molina, gobernó durante dos períodos de cuatro años (1930-1934 y 1934-1938): se realiza entonces vasta labor de reorganización y desarrollo.

En 1938 se eligió al Dr. Jacinto Bienvenido Peynado, juris-ta como su hermano Francisco José y catedrático de la Universi-dad. Murió en 1940 y le sucedió el vicepresidente, Dr. Manuel de Jesús Troncoso de la Concha, también jurista y universitario de gran prestigio, quien gobernó hasta 1942 en que fue reelecto el Gral. Trujillo para el período 1942-1947. Nuevamente en la pri-mera magistratura Trujillo ha mantenido al país en franco pro-greso económico y cultural. En 1940, mediante el tratado Tru-jillo-Hull, se suprimió la Receptoría General de Aduanas, y con ello la recaudación de impuestos aduanales pasó nuevamente a la República. Así desapareció el último resto de injerencia oficial de los Estados Unidos.

La Constitución se reformó en 1942. La innovación principal es el voto femenino, con el derecho de las mujeres a ejercer car-gos públicos electivos. Como consecuencia, en las elecciones in-mediatas de miembros del Congreso resultaron designadas tres damas para formar parte de la Cámara de Diputados y una para la Cámara de Senadores. Hechos significativos recientes son, además, la ley que limita a ocho horas la jornada de trabajo; la creación del Banco de Reservas de la República, en 1941, y la fundación, en 1942, de las Escuelas de Emergencia, según el plan de alfabetización del presidente Trujillo, con inscripción aproximada de 80,000 alumnos. En la frontera con Haití, cuya

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delimitación es ya definitiva, se fundan nuevos centros de pobla-ción y se fomentan los existentes, con grandes obras y servicios públicos.

Al definirse la situación bélica entre los Estados Unidos y los países del Eje, el Gobierno de la República Dominicana, con fe-cha 9 de diciembre de 1941, declaró la guerra al Japón, y tres días después a Alemania e Italia, adoptando, además, las medi-das complementarias que imponía la nueva situación. El país su-frió durante el transcurso de la guerra con los ataques submari-nos, la pérdida de buques mercantes y de no pocos hombres.

En su desarrollo, el país ha recibido la influencia de la mar-cha general de Occidente; pero su progreso ha sido lento. Cau-sas principales: las agitaciones políticas, hasta 1916; la insuficien-cia –cuantitativa– de la instrucción pública; el atraso técnico en el trabajo; la inmigración analfabeta (que se calcula en más de 200,000 personas), procedente de Haití y de colonias inglesas y francesas. Mucho bien podrá debérsele, en cambio, a la inmigra-ción española que ha comenzado en 1939. No ha sido grave cau-sa de atraso la falta de afluencia del capital extranjero: ejemplos suficientes hay de que, con capacidad, pueden crearse capitales en el país.

La población ha aumentado rápidamente. Según el censo de 1920, el país contaba 894,665 habitantes; según el de 1935, ha-bía ascendido a 1,479,417. Cálculos recientes demuestran que ha rebasado la cifra de millón y medio: Santo Domingo resul-ta, pues dada la pequeñez de su territorio (50,000 kilómetros cuadrados), uno de los países mejor poblados de América. La gran mayoría de esta población es rural: según el último censo, el 82 por ciento; pero, según métodos diferentes de cómputo, la proporción es mayor, porque las zonas que se cuentan como urbanas tienen a veces poblados excesivamente pequeños, que en otros países se clasificarían como simples centros rurales. En-tre las ciudades, la mayor, que es la capital, se acerca apenas a 100,000 habitantes (proporción: cerca del 6 por ciento; mien-tras La Habana tiene cerca del 15 por ciento de la población de Cuba, Buenos Aires cerca del 20 por ciento de la Argentina –«la

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gran Buenos Aires» cerca del 30– y Montevideo alrededor del 25 por ciento de la uruguaya).

El desarrollo económico ha sido lento pero constante. De él hizo modesto alarde el país en 1927, con la Exposición Antilla-na que se celebró en Santiago de los Caballeros. Se interrumpió bruscamente en 1929, al repercutir allí la brusca crisis de los Es-tados Unidos, y a la crisis se agregó el desastre que produjo en la capital el ciclón de septiembre de 1930. Pero el país se ha re-cobrado rápidamente de estos males, a pesar de las condiciones poco favorables del mercado internacional. Mejoran los cultivos del cacao, del tabaco, del café, del algodón, del maíz. El cultivo del arroz se ha extendido, desde 1931, gracias a la campaña ofi-cial, hasta el punto de reducir a la insignificancia la importación de cereal extranjero. La ganadería ha progresado, y en la indus-tria de la mantequilla y del queso se ha llegado a situación pa-recida a la del arroz. La industria del azúcar se halla estancada desde la caída de los precios en 1923. Desde 1935, el gobierno reparte tierras –en gran escala– entre los campesinos, para multi-plicar la pequeña propiedad rural; además, existen colonias agrí-colas e industriales que funcionan bajo inspección oficial.

Desde 1908 se empezó a construir carreteras. La construc-ción se ha intensificado desde 1933; actualmente todo el país está cruzado de vías de comunicación, y, dada la pequeñez de las distancias, el automóvil hace innecesaria la creación de nuevos ferrocarriles (los que existen son del siglo pasado). A las carre-teras se suman, desde 1933, gran número de puentes; se han es-tablecido parques nacionales y viveros, se han abierto canales de riego; y, por fin, como vía de acceso para el comercio exterior, se ha construido el puerto de la capital (1936), problema que antes había parecido superior a las fuerzas económicas del país.

La instrucción pública se reforma y se ensancha al llegar Hostos de nuevo al país en 1900. Su principal colaborador es entonces Federico Henríquez y Carvajal. Gradualmente se hace crecer el número de escuelas primarias y secundarias. Después se crean las escuelas rudimentarias rurales, que desde 1930 tienen huertos para la enseñanza de técnicas de cultivo. Las

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escuelas crecen hasta 1928; disminuyen con la crisis iniciada en 1929; pero gradualmente vuelven a aumentar, y ahora su núme-ro es el máximo que se ha alcanzado en el país: la cifra de 1939 es 923, con 116,601 alumnos; de ellas la mayor parte son rudimen-tarias rurales o urbanas, con huertos de cultivo, y con peque-ños edificios propios, que comenzaron a construirse en 1933. En 1932 se creó la primera escuela de artes y oficios para hombres; pero ya existían, desde años antes, las escuelas industriales para mujeres y las comerciales, además de las academias de pintura y conservatorios de música.

El Instituto Profesional se convierte, el año de 1914, bajo el gobierno del Dr. Ramón Báez, en Universidad Central, donde se cursan carreras de derecho, ingeniería, medicina, odontología, farmacia. En 1932-33 funciona, como ensayo, la Facultad de Filo-sofía y Letras, con profesores gratuitos. En 1939 se convierte en facultad oficial.

El tesonero empeño del investigador Dr. Narciso Alberty creó el Museo Nacional, hacia 1910, con pequeña y valiosa colec-ción arqueológica. Desde 1933 se enriquece bajo la dirección de la estimada escritora Abigaíl Mejía de Fernández.

Las asociaciones de cultura –a quienes afectan siempre los trastornos políticos– sufren eclipses y reapariciones. La sociedad de «Amigos del País», de la capital, había reanudado con brillo sus actividades en 1896 y las mantuvo hasta 1902. Después se ex-tinguió. La de «Amantes de la luz», en Santiago, ha persistido; es hoy la más antigua de todas. En la capital se constituyó, y tra-bajó con éxito, el «Ateneo», entre 1908 y 1912. Durante la inva-sión norteamericana, las asociaciones principales que se fundan tienen fines patrióticos. Al terminar la ocupación, renacen las de cultura, y entran en gran actividad desde 1931, especialmente el «Ateneo Dominicano», la «Acción Cultural» y el club de damas «Nosotras». En 1932 la ciudad de Santo Domingo es una de las de América española donde se da mayor número de conferen-cias, señalándose especialmente el ciclo del Dr. Américo Lugo sobre historia colonial. En aquel, año se constituyen, además, dos orquestas sinfónicas, se organizan las primeras exposiciones

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de pintura, y se celebra la primera exposición de artes e indus-trias populares. En 1930 se funda la Academia Dominicana co-rrespondiente de La Española, bajo la presidencia del arzobispo Nouel (1862-1937); en 1931, la Academia Dominicana de la His-toria, cuyo órgano, Clío, publica trabajos de valor. Tanto en revis-tas –de duración raras veces larga– como en libros, es constante la actividad literaria: predominan ahora la novela y el cuento, en que alcanzan éxito las generaciones nuevas. Los estudios cientí-ficos y filosóficos cobran auge.

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Literatura de Santo Domingo*

La isla de Santo Domingo –territorio dividido ahora entre dos naciones pequeñas, la República Dominicana, de idioma es-pañol, y la República de Haití, de idioma francés– antes del Des-cubrimiento estuvo poblada en su mayor parte por indios pa-cíficos que hablaban una de las muchas lenguas de la familia arahuaca, el taíno: sólo habían alcanzado cultura rudimentaria; su lengua desapareció, legando unos centenares de palabras al castellano de las Antillas, y de su poesía sólo quedan noticias. El «areíto» –palabra que los españoles pronunciaron después «arei-to»– era su danza cantada; a juzgar por las descripciones del P. Las Casas y de Oviedo, los había rituales, históricos, festivos.

En países como México, Guatemala, el Perú, la poesía, la mú-sica, la danza, las representaciones dramáticas de los indios so-brevivieron y a veces se mezclaron con las que trajo el español. Nada de eso sucedió –que sepamos– en Santo Domingo. Los co-mienzos de literatura de que puede ocuparse la historia hay que buscarlos en los escritos de descubridores y conquistadores. La literatura de idioma castellano comienza para Santo Domingo con el Diario del viaje de Colón, en el extracto del P. Las Casas y con las cartas a los Reyes Católicos y a Sánchez y Santángel, en

* En Historia universal de la literatura, por Santiago Prampolini, Buenos Ai-res, 1941, t. XII. En La utopía de América, Ed. Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1978, pp. 225-232.

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que narra el Descubrimiento. Contienen descripciones vivaces. Entre 1493 y 1494, el médico andaluz Diego Álvarez Chanca, en carta al Cabildo de Sevilla, da las primeras descripciones de fau-na y flora de América, con intento de precisión científica; poco después el jerónimo catalán fray Román Pane recoge observacio-nes sobre creencias religiosas de los indios.

En diez años, los españoles sojuzgan con poco esfuerzo a los indios, y para 1505 tienen fundadas diecisiete poblaciones de tipo europeo, sin contar las fortalezas: la Isla Española vino a ser el centro de la transplantada cultura occidental durante treinta años, y su principal ciudad, Santo Domingo, fundada en 1496, será la capital del mar Caribe hasta mediados del siglo xviii. Pronto se establece allí el gobierno general de América: de 1509 a 1526, Diego Colón, el hijo del Descubridor, es virrey de las In-dias con asiento en Santo Domingo; después de su muerte, la corona de España suprime el virreinato y divide la administra-ción de las nuevas tierras. Santo Domingo con su Real Audien-cia, ejercía jurisdicción sobre las islas del mar Caribe y parte de la costa septentrional de la América del sur. Jurisdicción seme-jante ejerce, en el orden eclesiástico, su arquidiócesis (obispado en 1503; arzobispado en 1545), primada de las Indias, y, en la cultura intelectual, su Universidad de Santo Tomás de Aquino, el antiguo colegio de los frailes dominicos, que desde 1538 ad-quiere categoría universitaria: junto a ella existió, con menor brillo, la de Santiago de la Paz, fundada en 1540. La ciudad se llamó «Atenas del Nuevo Mundo». Albergó, a veces largo tiem-po, a los grandes exploradores y conquistadores: Hernán Cor-tés –que fue escribano en la villa de Azua–, Diego Velázquez de Cuéllar, Juan Ponce de León, Rodrigo de Bastidas, Alonso de Hojeda, Vasco Núñez de Balboa, Pedro de Alvarado, Francisco Pizarro, Álvar Núñez Cabeza de Vaca. Hubo allí eminentes obis-pos y arzobispos, desde el humanista italiano Alessandro Geral-dini (1455-1524), a quien debemos los primeros versos en latín escritos en el Nuevo Mundo, hasta fray Fernando de Carvajal y Rivera (1633-1701), buen prosador conceptista. El Convento de Predicadores tuvo vida gloriosa: dos de sus fundadores, fray

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Pedro de Córdoba y fray Antón de Montesinos, abrieron la cam-paña en favor de los indios; el episodio de los dos memorables sermones iniciales del P. Montesinos está contado en la Historia de las Indias, del P. Las Casas. De allí salieron los fundadores de multitud de conventos en América: entre ellos, fray Domingo de Betanzos, fray Tomás Ortiz, fray Tomás de Torre, fray Tomás de San Martín, fray Tomás de Berlanga, fray Pedro de Angulo. Allí se inicia en la predicación fray Alonso de Cabrera, uno de los grandes oradores del siglo xvi. Allí profesó fray Bartolomé de las Casas, que recogió como herencia la campaña de los fundado-res. El Convento de la Merced dio albergue al creador de Don Juan, Tirso de Molina, que allí ejerció de maestro cerca de tres años (1616-1618). Hubo también erasmistas, como Lázaro Beja-rano, y hasta protestantes.

De los muchos escritores europeos que allí vivieron, los más unidos a la isla, los que más largamente escribieron sobre ella, fueron fray Bartolomé de las Casas (1474-1566), con su Historia de las Indias y su Apologética historia y Gonzalo Fernández de Ovie-do (1479-1557), con su Historia general y natural de las Indias y el Sumario que la precedió (1526).

Desde el siglo xvi la isla produce escritores: los principales, fray Alonso de Espinosa, de quien sólo sabemos que comentó el salmo Eructauit cor meum1…; el canónigo Cristóbal de Liendo (1527-1584), hijo del arquitecto montañés Rodrigo Gil de Lien-do; el predicador fray Alonso Pacheco, provincial de los agusti-nos en el Perú; el mercedario erasmista fray Diego Ramírez; el P. Cristóbal de Llerena, de quien nos queda un agudo entremés, que fue representado en la Catedral (1588) y contiene acerbas

1 Largo tiempo se le ha confundido con su homónimo complutense, que re-cibió el hábito dominico en Guatemala y escribió en las Canarias el libro Del origen y milagros de la Santa imagen de Nuestra Señora de Candelaria, que apa-reció en la isla de Tenerife, con la descripción de esta isla, publicado en Sevi-lla, 1594. D. Agustín Millares dice haber comprobado que nació en Alcalá de Henares, según afirmaba fray Juan de Marieta. No puede identificársele, como lo hacía Nicolás Antonio, con el nativo de Santo Domingo. Y ninguno de los dos es, como se creía, «el primer americano que publicó libro».

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críticas de la vida pública de la colonia; las más antiguas poetisas de América, doña Elvira de Mendoza y Sor Leonor de Ovando (escribía desde antes de 1580; vivía aún en 1609), que sabía as-cender hasta el más afinado conceptismo devoto: «Y sé que por mí sola padeciera / y a mí sola me hubiera redimido / si sola en este mundo me criara».

Del siglo xvii conservamos pocos escritos, pero muchos nom-bres de escritores: entre ellos, Tomás Rodríguez de Sosa, Luis Je-rónimo de Alcocer, fray Diego Martínez, Baltasar Fernández de Castro, Tomasina de Leiva y Mosquera. Según Isaiah Thomas, el bibliógrafo norteamericano, entonces se introdujo allí la impren-ta; pero sólo se conocen impresos dominicanos muy posteriores.

En el siglo xvii se distinguen Pedro Agustín Morell de Santa Cruz (1694-1768), autor del primer bosquejo, escrito en rica pro-sa, de Historia de la isla y Catedral de Cuba, donde fue obispo y tuvo valerosa actitud, bien recordada ante los ingleses que invadieron La Habana en 1762; el P. Antonio Sánchez Valverde (1729-1790) que, en su tratado El predicador (Madrid, 1782) intenta corregir los entonces frecuentes abusos de la oratoria sagrada (eran los tiempos de «fray Gerundio»), y que en su Idea del valor de la Isla Española (Madrid, 1785) aboga en favor de su tierra, descuidada por la metrópoli; Jacobo de Villaurrutia (1757-1833), polígrafo a quien interesaron muchas de las grandes y de las pequeñas cues-tiones humanas y la situación de los obreros hasta el progreso del teatro y de la prensa: sus variadas publicaciones abarcan des-de una selección de pensamientos de Marco Aurelio (Madrid, 1786), hasta la traducción de una novela inglesa de Frances She-ridan (Alcalá de Henares, 1792); con Carlos María de Bustaman-te fundó el primer Diario de México (1805).

De 1795 a 1844 la isla sufre graves trastornos. Consecuen-cias: la porción francesa, Saint-Domingue, se hace independien-te bajo el nombre de Haití (1804); la porción española, Santo Domingo, se hace independiente en 1821, la invaden los haitia-nos, recobra la independencia en 1844, y toma el nombre de Re-pública Dominicana. Durante esos cincuenta años de convulsión hubo emigraciones numerosas, principalmente a Cuba, adonde

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los dominicanos llevaron la cultura entonces superior de Santo Domingo: «para el Camagüey y Oriente –dice el escritor cuba-no Manuel de la Cruz– fueron verdaderos civilizadores». De las familias emigrantes proceden José María Heredia, el gran poe-ta de Cuba (y después su primo y homónimo el poeta cubano-francés) y Domingo del Monte, que presidió durante años, con su cultura amplísima, la vida literaria de Cuba. Nativos de Santo Domingo eran, entre los muchos hombres de letras que pasaron la mayor parte de su vida fuera de su patria, José Francisco He-redia (1776-1820), cuyas Memorias sobre las revoluciones de Venezue-la (1810-1815) cuentan entre los mejores libros históricos del pe-ríodo de luchas en favor de la independencia de América (era el padre del «Cantor del Niágara»); Antonio Del Monte y Tejada (1783-1861), que escribió con elegante estilo una Historia de San-to Domingo (1, La Habana, 1853; completa, Santo Domingo, 1890-1892); Esteban Pichardo (1799-c. 1880), geógrafo y lexicógrafo, autor del primero y uno de los mejores entre los diccionarios de regionalismos de América; Francisco Muñoz Del Monte (1800-c. 1865), poeta y ensayista de buena cultura filosófica; el naturalista Manuel de Monteverde (1795-1871), según el ilustre cubano Va-rona «hombre de estupendo talento y saber enciclopédico», que entre otras cosas escribió unas deliciosas cartas sobre el cultivo de las flores; Francisco Javier Foxá (1816-c. 1865), el primero en fe-cha entre los dramaturgos románticos de América, con Don Pedro de Castilla (1836) y El templario (1838): la noche del estreno del pri-mer drama fue «célebre en Cuba como la del estreno del Trovador en Madrid»; José María Rojas (1793-1855), periodista y economis-ta, fundador de una casa editorial en Caracas; José Núñez de Cá-ceres (1772-1846), jurista, periodista y poeta; que proclamó la in-dependencia y presidió el Estado en 1821: había sido antes rector de la Universidad de Santo Tomás de Aquino. Contemporáneo de ellos es el egregio pintor Théodore Chassériau (1819-1856). naci-do en Santo Domingo bajo la dominación española.

Cuando, después de 1844, la República Dominicana trata de organizarse y asentarse, la obra es lenta y sólo empezará a dar fru-tos visibles treinta años después. La cultura se reconstruye poco

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a poco; le da grande impulso, desde 1880, con nuevas orienta-ciones, el eminente pensador puertorriqueño Eugenio María de Hostos (1839-1903). La literatura había empezado a levantarse con Félix María Del Monte (1819-1899), poeta y orador. Tanto él como Nicolás Ureña de Mendoza (1822-1875) y José María Gon-zález Santín (1830-1863) escriben con sabor y delicadeza sobre temas criollos, campesinos o urbanos (desde 1855). Javier An-gulo Guridi (1816-1884) introduce los temas indios con su dra-ma Iguaniona (escrito en 1867) y su romance Escenas aborígenes, y los temas de la leyenda local con novelas como La ciguapa y La fantasma de Higüey. Su hermano Alejandro (1818-1906) escribió principalmente sobre temas filosóficos y políticos. Sobre todos ellos destaca Del Monte, con el extraño acento de sus versos de amor: la «Dolora», «Yo vi una flor en el vergel risueño»...; los so-netos que comienzan:

¿No hay en tu fosa suficiente hielo?¿No hay en la eternidad bastante olvido?

las octavas «Tu que en los sueños de mi edad primera»...

Escucha, aquellos lazos que en la vidaligaron a la tuya, extraña suerte,ya en su piedad los desató la muerte,purificando su abatido ser.Retornarás a mí: que en el espaciodo flotan, sin chocarse, tantos mundos,sobreviven intensos y profundoslos sentimientos del amor doquier.

Sí, sobrenadan en la esencia puraque a modo de torrentes de armoníaen piélagos de ardiente simpatíala atmósfera circundan del Señor...No se alza de la tierra ni un deseoque no haya bendecido el Hacedor...

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Ven a mí, saturada de la gloriaen que nada tu espíritu divino...

Explícame esa ley aterradoraque a perseguir tu sombra me condena...

Aparecen muchos prosistas: como escritores políticos. Ulises Francisco Espaillat (1823-1878), gobernante ejemplar; Gregorio Luperón (1839-1897), Mariano Antonio Cestero (1838-1909); como historiador, el primero que trata de abarcar todo el pasado y el presente cercano del país, José Gabriel García (1834-1910), Fernando Arturo de Meriño (1833-1906), majestuoso orador sa-grado que fue presidente de la República (1880-1882) –como Es-paillat y Luperón– y después arzobispo (1885); Emiliano Tejera (1841-1923), sabio investigador de la época colonial y del idioma indígena de la isla, con estilo puro y enérgico: en sus libros sobre el hallazgo de los restos de Colón en Santo Domingo (1877) hay páginas de admirable historia.

El más puro hombre de letras es Manuel de Jesús Galván (1834-1910), autor de la gran novela histórica Enriquillo, escri-ta en prosa castiza, pulcra, de ritmo lento y solemne; ciñéndo-se unas veces a los hechos, otras innovando, da en amplio desa-rrollo, el cuadro de la época de la conquista, desde la llegada de Ovando hasta la justa rebelión del último cacique de la isla, des-de 1519 hasta 1533, año en que termina con generosa decisión de Carlos V.

Después de nuevos poetas estimables –Encarnación Echava-rría de Del Monte (1821-1890), Josefa Antonia Perdomo y He-redia (1834-1896), Manuel de Jesús de Peña y Reinoso (1834-1915), Manuel Rodríguez Objío (1838-1871)– aparecen José Joaquín Pérez (1845-1900) y Salomé Ureña de Henríquez (1850-1897), a quienes define así Menéndez y Pelayo, el más grande de los críticos españoles:

Para encontrar verdadera poesía en Santo Domingo hay que llegar a D. José Joaquín Pérez y a doña Salomé

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Ureña de Henríquez; al autor de «El junco verde», de «El voto de Anacaona» y de la abundantísima y florida «Quisqueyana», en quien verdaderamente empiezan las «Fantasías indígenas», interpeladas con los «Ecos del destierro» y con las efusiones de «La vuelta al ho-gar»; y a la egregia poetisa que sostiene con firmeza en sus brazos feminiles la lira de Quintana y de Gallego, arrancando de ella robustos sones en loor de la patria y de la civilización, que no excluyen más suaves tonos para cantar deliciosamente «La llegada del invierno» o para vaticinar sobre la cuna de su hijo primogénito.

En la obra de José Joaquín Pérez ocupa el centro la colección de Fantasías indígenas (1877), poemas narrativos unos, como «El junco verde» y «El voto de Anacaona», líricos otros, como el ori-ginalísimo. «Areíto de las vírgenes de Marién», en que el poeta transfigura la teogonía de los indios quisqueyanos apoyándose en los pobres datos del P. Román Pane. La «Quisqueyana» (1874), descripción de la naturaleza de la isla, podría servir como in-troducción a las Fantasías. Las poesías sueltas abarcan desde los «Ecos del destierro» (1872) y «La vuelta al hogar» (1874) has-ta los «Contornos y relieves» (1897-1899) donde se advierte fe-liz contaminación de la poesía fin de siglo. «El nuevo indígena» (1898) es una imagen del nuevo hombre de América, que ya no es el español ni el indio, sino una nueva estirpe con espíritu nue-vo. Salome Ureña de Henríquez, escribió menos: le dio fama su poesía civil (1873-1880), con que «voló a combatir contra la gue-rra» y levantó el espíritu de la nación hacia los ideales de paz y progreso: en «contagio sublime, muchedumbre de almas ado-lescentes la seguía». Cuando se convenció de que había pocas esperanzas de que mejorara pronto la vida pública, escribió la mejor de sus odas: «Sombras» (1881), y se dedicó a organizar la enseñanza superior de la mujer, bajo la orientación de Hostos. Al graduarse de maestras normales sus primeras discípulas aconte-cimiento de gran resonancia en el país, compuso otra de sus me-jores odas: «Mi ofrenda a la patria» (1887). Escribió, además, el

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poema «Anacaona», de asunto indígena (1880), y versos de ho-gar que tituló «Páginas íntimas».

A la misma generación pertenecen Francisco Gregorio Bi-llini (1844-1898), escritor político y autor de la novela regional Engracia y Antoñita (1892); Federico Henríquez y Carvajal (n. 1848), orador, periodista y maestro, gran difundidor de cultura y de civismo; Francisco Henríquez y Carvajal (1859-1935), maes-tro y escritor político de severa doctrina, que, como Billini, ocu-pó la presidencia de la República (1916); César Nicolás Penson (1855-1901), el poeta del vigoroso cuadro «La víspera del com-bate» (1896) y el novelador de Cosas añejas (1891), relatos del pa-sado local; Federico García Godoy (1857-1924), autor de tres no-velas históricas sobre los comienzos de la vida independiente del país, Rufinito (1908), Alma dominicana (1911), Guanuma (1914), y crítico de amplia cultura literaria y filosófica en La hora que pasa (1910) y Páginas efímeras (1912); los poetas Enrique Henríquez (1859-1940) y Emilio Prud’homme (1856-1933); los historiado-res Apolinar Tejera (1855-1922) y Casimiro Nemesio de Moya (1849-1915), investigadores del pasado colonial.

Aparece después Gastón Fernando Deligne (1861-1913), el más original de los poetas dominicanos, tanto en sus temas como en su forma, nueva siempre en sus expresiones eficaces. Desde temprano reveló su tendencia filosófica en composiciones como «Valle de lágrimas». Para él, como para Browning, todo es pro-blema: la estructura de sus mejores poemas es la del proceso es-piritual que se bosqueja con brevedad, se desenvuelve con ampli-tud, culmina con golpe resonante, y se cierra, según la ocasión, rápida o lentamente, en síntesis de intención filosófica. El proce-dimiento comienza en historias de almas de mujer («Angustias», 1885; «Soledad», 1887; «Confidencias de Cristina», 1892), y des-pués se aplica a casos variadísimos: el chatria que en el choque con la vida aprende a despreciarla y se acoge al nirvana («Aniqui-lamiento», 1895); la poetisa que se consagra al bien de la patria y mantiene «de una generación los ojos fijos en el grande ideal» («¡Muerta!»), 1897); el tirano que después de hacerse «dueño de todo y de todos» tropieza con la venganza popular («Ololoi»,

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1899); Jove Capitolino, que ve a la humanidad perder sus anti-guas y sus nuevas creencias, y para consolarla le lleva el Pegaso y la Quimera («Entremés olímpico», 1907); singular entre todas, la historia de la choza abandonada y en ruinas que las plantas sil-vestres asaltan y convierten en tupida masa de flores («En el bo-tado», 1897). Además, con sus versos sobre tema político («Olo-loi», «Del patíbulo») se convirtió en poeta nacional de nuevo tipo: no poeta heroico, ni poeta civil, sino poeta que medita so-bre los problemas de la patria.

Rafael Alfredo Deligne (1863-1902) fue ensayista a la mane-ra antigua, que divaga sobre todos los temas que se le vienen a la pluma («Cosas que fueron y cosas que son»), prosista de es-tilo muy suyo, y a la vez poeta de imaginación y sensibilidad en «Ella», «Nupcias», «Por las barcas».

Contemporáneos de los Deligne son Arturo Pellerano Cas-tro (1865-1916), poeta desigual, pero con notas vívidas en «Ame-ricana» (1896), «En el cementerio», «Funeraria», «¿Que se ha muerto el avaro?...», «No quieras penetrar nunca en su alma...» y en sus Criollas (1907), de rico sabor nativo; Virginia Elena Or-tea (1866-1903), poetisa y escritora de estilo claro y terso, muy femenino, tan libre de afectación como de trivialidad, que al me-nos dejó una página de prosa de finas cadencias «En la tumba del poeta», y un cuento perfecto en su tipo: «Los Diamantes»; el novelador y cuentista José Ramón López (1866-1922), que trató asuntos criollos del norte del país (Nisia, 1898); Cuentos puertopla-teños, (1904); el orador y periodista Eugenio Deschamps (1861-1919); el poeta Bartolomé Olegario Pérez (1871-1900).

Escritores y poetas distinguidos que actualmente producen y publican son Américo Lugo (n. 1871), Fabio Fiallo (n. 1866), Andrejulio Aybar (n. 1873), Tulio Manuel Cestero (n. 1877). No pertenecen, pues, a la historia. Y, salvo una que otra excepción la principal es Apolinar Perdomo (1883-1918), muy popular por sus delicados versos de amor las generaciones posteriores a 1880 se mantienen completas. La gente de letras tiene larga vida, y ni siquiera en el trópico se quiebra la norma.

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– 315 –

Índice onomástico

A

Abad, José Ramón 64Abellán, José Luis 48Abreu Licairac, Rafael 59, 66Acevedo, Alonso de 34Acevedo, Jesús T. 72Aceves, Francisco 246Acosta, José de 278Adams, Henry 139Agostini de del Río, Amelia 45Aguiar, Mercedes Laura 61Aguirre, Julián 231, 248Agurto, Fray Pedro de 109, 110Alas, Leopoldo 89Albéniz, Isaac 196Alberdi, Juan Bautista 150, 159Alberty, Narciso 303Alceste 169Alcocer, Luis Jerónimo de 278,

308Alegría, Fernando 46Alfonseca 230Alfonseca, Juan Bautista 220, 222,

230, 295Alfonseca, Juan Francisco 59Alighieri, Dante 70Alonso, Amado 16, 45Altamira, Rafael 89, 93

Altamarino, Ignacio Manuel 157, 272

Altamura, F. J. R. 111Altusio 94Alva Ixtlilxóchitl, Fernando de

272Alvarado, Pedro de 306Álvarez Chanca, Diego 306Amechazurra, Isabel 62Amiama, Francisco Xavier 57Anacaona 204, 205Anckermann, Jorge 229Andersen, Hans Cristian 260Anderson Imbert, Enrique 46Andrade, Olegario Víctor 63Andreyev, Leónidas 169Angulo Guridi (los) 55, 56Angulo Guridi, Alejandro 57, 64,

66, 310Angulo, Fray Pedro de 307Antonio, Nicolás 110-112, 307Ardao, Arturo 46Ariosto, Ludovico 254Aristófanes 160, 165Aristóteles 253, 256Arnold, Matthew 74, 126Arrigoni de Allamand, Luz 46Arté, Emilio 224

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316 Odalís G. Pérez

Arzeno, Julio 213, 215, 221, 222, 224-226, 228, 229, 237, 238

Asenjo Barbieri, Francisco 214Augusto (emperador romano) 180Avelino, Andrés 46Avicena 89Aybar, Andrejulio 61, 295, 314Aybar, Francisco Raúl 61Azlor, Manuel de 279

B

Bach, Johan Sebastian 214, 221, 274

Bachiller y Morales, Antonio 209Báez, Buenaventura 285-287, 289,

290, 292, 297Báez, Ramón 296, 303Bagehot, Walter 85Baldorioty de Castro, Román 60,

290Baldwin (profesor) 68Baptiste, Nemours Jean 224Baralt, Rafael María 55, 123Barreda, Gabino 68, 71Barrenechea, Ana María 46, 48Bartok, Bela 196Bastidas, Rodrigo de 306Baudelaire, Charles 271Bazil, Osvaldo 62, 66Bécquer, Gustavo Adolfo 190, 236Beethoven, Ludwig 239Behechío 202, 204, 205Bejarano, Lázaro 278, 307Bello, Andrés 31, 35, 57, 150, 159,

165, 172, 178, 188, 267, 275Belloch, Hilaire 78Beralt, Rafael María 273Berceo, Gonzalo de 33Beristáin de Souza, José Mariano

111, 112Berlanga, Fray Tomás de 307

Best, Adolfo 157, 182Betances, Demetria 61, 295Betances, Luis Eduardo 295Betances, Ramón Emeterio 291Betanzos, Fray Domingo de 307Biassou, Georges 280Billini, Adriana 121Billini, Francisco Gregorio 59,

61, 65, 66, 120, 146, 225, 293, 295, 313

Billini, Francisco Xavier 58, 290Billini, Nicolasa 58, 290Binayán, Narciso 249, 261Bismarck, Otto Von 126Bizet, George 231, 274Blanco Fombona, Rufino 165Blixen, Samuel 165Boas, Franz 68Bobea, Pedro Antonio 285Boccaccio, Giovanni 254Boeckh, August 76Boissonade, Jean François 77Bolívar, Simón 149, 159, 282Bonaparte, Napoleón 119, 281Bopp, Franz 76, 275Bordas Valdés, José 296Bordeaux, Henry 196Borges, Jorge Luis 16, 48Bosanquet, Bernard 94Boscán, Juan 33, 46Bouguereau (los) 196Boyardo, Mateo Ma. Conde de 254Boyer, Jean Pierre 283Bréal, Michel 77Brink, Ten 78Brinton, D. G. 238Browning, Robert 313Burckhardt, Jacob 78Busolt, G. 78Bustamante, Carlos María de 308Butcher, S. H. 77Byron, Lord 170

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Pedro Henríquez Ureña. Historia cultural, historiografía y crítica literaria 317

C

Cabral, José María 287Cabrera, Fray Alonso de 278, 307Cabrera, José 287Cabrera, Miguel 272Cáceres, Ramón 296Cadilla de Martínez, María 209Calcaño, José Antonio 237Calderón, Fernando 237, 254Calvo, Manuel 128Campa, Gustavo E. 238, 239, 243Campos, Rubén M. 215, 238, 240,

242-244, 246-248Canales, María 216Cané, Miguel 184, 260Caonabó 201, 205Capitolino, Jove 314Carilla, Emilio 46Carlos IV 118, 279Carlos V 53, 311Carlyle, Thomas 87Caro, Francisco Javier 120, 282Caro, Miguel Antonio 33, 35Carranza, Victoriano 220Carreño, Teresa 273Carreras, Roberto de las 33Carrizo, Juan Alfonso 216Carvajal, Micael de 278Carvajal y Rivera, Fray Fernando

de 306Casal, Julián del 276Casas, Fray Bartolomé de Las 53,

116, 185, 198, 201, 203, 205, 206, 278, 305, 307

Casas, Luis 235Caseros, Alfredo 150Caso, Alfonso 14, 68, 69, 71, 72,

82, 189, 270Castelar, Emilio 169Castelvetro, Luigi 256Castellanos, Israel 235

Castellanos, José 58, 65Castellanos, Juan de 53, 278Castillo, Carlos del 232Castillo, Rafael Justino 61, 66Castro, Jacinto de 292Cerón, J. D. 237, 238Cervantes, Ignacio 193, 230Cervantes de Salazar, Francisco 90Cestero, Mariano Antonio 57, 64,

291, 311Cestero, Tulio Manuel 62, 63, 65,

121, 123, 237, 295, 314Claudio, Pablo 121, 295Cleriet (compositor haitiano) 224Cobet, C. G. 77Coester, Alfred 163, 164, 165Colón, Bartolomé 116, 204, 205Colón, Cristóbal 116, 207, 311Colón, Diego 280, 306Colón, Fernando 207Colum, Padraic 125Comonfort, Ignacio 91Comte, Augusto 70, 88Concepción Arenal 266Concha, Fernando 220Córdoba, Fray Pedro de 306Córdoba y Vizcarrondo, Eugenio

de 66Corneille, Pierre 275Cortés, Hernán 185, 240, 306Cotarelo y Mori, Emilio 214, 233,

239Cravioto, Alfonso 72Creuzer, G. F. 76Cristóbal (rey de Haití) 209Croiset (los) 77Cruz, Manuel de la 309Cruz, Sor Juana Inés de la 214,

275Cruz Fuentes, José de la 216Cuervo, Rufino José 35, 166, 275Curie, Marie 88

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318 Odalís G. Pérez

Curtis, J. 78Chabas (los) 196Chaignet, A. E. 255Chassériau, Théodore 273, 309Chateaubriand, René de 184Chávez, Carlos 239Chávez, Ezequiel A. 69, 72, 82, 92Chez Checo, José 18, 48

D

D’Ors, Eugenio 168Da Vinci, Leonardo 152Darío, Rubén 14, 33, 61, 63, 165,

168, 171, 179, 215, 272, 275Dávila Padilla, Fray Agustín 110Del Monte (los) 123Del Monte, Domingo 281, 309Del Monte, Félix María 56, 58,

65, 66, 220, 237, 285, 310Del Monte y Tejada, Antonio 55,

64, 146, 309Deligne, Gastón Fernando 61-63,

65, 116, 123, 276, 295, 313Deligne, Rafael Alfredo 61-63, 65,

66, 123, 295, 314Deméter 74Demóstenes 254Desangles, Luis 121, 295Deschamps, Enrique 61, 65, 224Deschamps, Eugenio 61, 62, 66,

231, 232, 314Dessalines, Jean Jacques 281, 283Dewey, John 139Díaz, Bernal 240Díaz de León, Jesús 70Díaz Mirón, Salvador 171, 276Dielafoy 59Dionisos 74, 255Domínguez, Francisco 246Drago 128

Drake, Francis 279Droysen, J. G. 78Duarte, Juan Pablo 56, 119, 120,

283Duarte, Julio 247Dubarquier (General) 282Dubeau, José 59, 61, 294, 295Ducasse, Isidore-Lucien (Conde

de Lautréamont) 273Durán, Diony 46Durañona Martín, María Merce-

des 193

E

Ebert, A. 78Echavarría de Del Monte, Encar-

nación 56, 311Echeverría, Esteban 178, 237Egger, Emil 77Eguía Lis, Joaquín 82, 88Elie, Justin 224Elorduy, Ernesto 232Enriquillo 117Epicarmo 165Ercilla, Alonso de 185Esnaola, J. P. 237Espaillat, Ulises Francisco 58, 64,

120, 123, 291, 311Esparza Oteo, Alfonso 247Espíndola, Juan 224Espinos, Aurelio M. 247Espinosa, F. Alphonsus de 111Espinosa, Fray Alonso de 54,

109-111, 278, 307Espronceda, José de 170, 190,

236Esquivel Navarro, Juan de 214Esteva, José María 242Estrella Ureña, Rafael 300Eurípides 74

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Pedro Henríquez Ureña. Historia cultural, historiografía y crítica literaria 319

F

Faílde, Miguel 233Falla, Manuel de 196Farfán, Fray Agustín 110Febres, Laura 29, 30, 46Feltz, Leonor 61Fernandez, Alphonsus 112Fernández, Fray Alonso 111Fernández de Castro, Baltasar 308Fernández de Lizardi, J. J. 178, 186Fernández de Moratín, Leandro

33Fernández de Oviedo, Gonzalo

53, 146, 198, 199, 278, 305, 307

Ferrand, Louis 281Fiallo, Fabio 62, 63, 65, 295, 314Fiallo Cabral, Arístides 61Fichte, Johan Gottlieb 97, 108Figuereo, Wenceslao 296Flórez, Julio 241Foxá (los) 123, 281Foxá, Francisco Javier 55, 309Francasci, Amelia 66, 295Franco, Jean 46François, Jean 280Freire, Jaimes 276Fuentes Matons, Laureano 217,

218, 220Fuentes Pérez, Laureano 217, 218

G

Gade, Jacob 274Galilei, Galileo 88Galván, Manuel de Jesús 57, 61,

64, 66, 123, 291, 295, 311Galván, Rafael Octavio 66Gallego, Juan N. 33, 58, 312Gama, Valentín 70, 82Garay, Sindo 235

García, Francisco Pascual 82García, José Gabriel 57, 64, 280,

291, 311García, Juan Francisco 223, 237García Calderón, Francisco 121,

268García Calderón, Ventura 165García Godoy, Federico 59, 65,

123, 295, 313García Gómez, Arístides 62, 66García Icazbalceta, Joaquín 91,

109García Mella, Arístides 62, 66García Moreno, Joaquín 279García Obregón, Adolfo 121Garrido, Miguel Ángel 61-63, 65Gautier, Manuel María 57Geiger, Ludwig 78Gelio, Aulo 71Geraldini, Alessandro 278, 306Gesner, Conrad 75Gil de Liendo, Rodrigo 307Giner de los Ríos, F. 267Ginés, Micaela 217Ginés, Teodora 216, 217Giró, Valentín 62, 66Glück, Christoph Willibald 221Goethe, Johan Wolfgang Von 70,

72, 76, 84, 152Gómez de Avellaneda, Gertrudis

33, 273Gómez Farías, Valentín 90, 91Gómez Robelo, Ricardo 72Góngora, Luis de 190González, Ignacio María 289,

291, 292González, Pedro Antonio 33González Blanco, Pedro 93Gonzalez Davila, Aegidius 112González Dávila, Gil 110González Martínez, Enrique 33,

171

Page 320: pedro henriquez urena historia cultural historiografia y critica literaria

320 Odalís G. Pérez

González Santín, José María 310Gorgias 165Gorjón, Hernando 277Gorostiza, Manuel Eduardo de 273Gounod, Fausto 241Grimm, Jacob 76Grocio, Hugo 94Grote, George 77Grullón, Eliseo 59, 66, 121Guarionex 205Guarocuya 117Güiraldes, Ricardo 184Guerrero, Lola 247Guevara, Fray Juan de 109, 110Guridi, Javier Angulo 57, 58, 64,

210, 287, 310Gutiérrez, Juan María 178Gutiérrez Girardot, Rafael 17,

30, 46Gutiérrez González, G. 237, 275Gutiérrez Nájera, Manuel 63,

171, 237, 276Guzmán Blanco, Antonio 172Guzmán, Gaspar de 90, 146

H

Hahn, Reynaldo 273Harding, Warren 299Hatuey 206Henríquez, Enrique 59, 295, 313Henríquez, Federico 61, 66, 299Henríquez de Guzmán, Alonso

278Henríquez Ureña, Max 218Henríquez y Carvajal, Federico

59, 65, 66, 225, 237, 295, 296, 298, 302, 313

Henríquez y Carvajal, Francisco 59, 60, 61, 65, 133, 134, 145, 294, 295, 297, 298, 313

Herder, J. G. 76

Heredia, José Francisco 55, 123, 146, 178, 309

Heredia, José María 55, 123, 146, 178, 273, 281, 309

Heredia, Nicolás 59Hermann, Gottfried 76Hernández, Gaspar 56Hernández, J. A. 222, 237Hernández, Julio Alberto 220,

223, 235-238Herrera, Fernando de 34, 190Herrera, Porfirio 62Herrera y Reissig, Julio 276Herzog, Ernst 78Heureaux, Ulises 60, 62, 293,

294, 296, 297Heyne, Christian Gottlieb 76Hidalgo, Bartolomé 90, 178Hipócrates 89Hobbes, Th. 94Hoepelman, Virgilio 47Hojeda, Alonso de 306Homer, Winslow 128Homero 76Horozco, Sebastián de 212Hostos, Eugenio María de 14, 35,

60, 63, 66, 120, 122, 150, 159, 265-270, 275, 291, 294, 302, 310

Hudson, William Henry 273Hugo, Victor 170, 171Humboldt, Alexander von 99,

184Humboldt, Wilhelm von 84, 103Hurtado, José 215Huxley, Aldous 88, 97

I

Icaza, Francisco A. de 273Ihering, Rudolph 105Ilión 180

Page 321: pedro henriquez urena historia cultural historiografia y critica literaria

Pedro Henríquez Ureña. Historia cultural, historiografía y crítica literaria 321

Iradier, Sebastián 231Irving, Washington 115

J

James, Henry 271James, William 139Jebb, R. C. 77, 254Jellineck, Georg 94, 96, 106Jimenes, Juan Isidro 132-133,

296, 297Jimenes, Manuel 286Jiménez, Juan Ramón 260Jiménez, Ramón Emilio 213, 224-

228, 236Jiménez de la Espada, M. 65Jitrik, Noé 46Jovellanos, Gaspar Melchor de 234Juárez, Benito 91, 150, 157, 272

K

Kant, Inmanuel 84, 269Knapp, H. S. 133Korn, Alejandro 164Krauze, Enrique 21

L

La Farge, Jules 273Lachmann, K. F. 77Lamarche, José 59, 66Lamartine, Alphonse 170Lamb, Charles 260Lamb, Mary 260Landor, R. E. 169Laocoonte 76Lara, Juan Jacobo de 16Lastarria, J. V. 63Leclerc, Charles 281Lecuona, Ernesto 193Ledesma, Alonso de 212

Leiva y Mosquera, Tomasina de 308

León Sánchez, Manuel 82León, Fray Luis de 34, 164, 190León, Juan de 112León, Ricardo 196León, Tomás 244León, Cieza de 185Lerdo de Tejada, Miguel 248Lessing, Gotthold Efraín 72, 75Levene, Ricardo 277, 289Liendo, Cristóbal de 307Lisias 254Littré, Emile 229Livio 199Lobeck, Ch. A. 76López, José Ramón 62, 65, 314López Chavarri, Eduardo 233López de Mendoza, Íñigo (Mar-

qués de Santillana) 236López de Santa Ana, Antonio 91López Meriño de Monteagudo

Tejedor, María Esther 193Louverture, Toussaint 280, 281,

283Lugo, Américo 59, 61-63, 65, 123,

295, 303, 314Lugones, Leopoldo 276Lumholtz, Carl 239, 240Luperón, Gregorio 57, 64, 120,

291, 292, 294, 311Llano, María del Carmen 47Llerena, Cristóbal de 278, 307

M

Macedo, Pablo 93Machado, Manuel Arturo 62Madvig, J. N. 77Magno, Alejandro 181Mahaffy, John P. 77Mai, Angelo 77

Page 322: pedro henriquez urena historia cultural historiografia y critica literaria

322 Odalís G. Pérez

Manigat, Gary 224Manrique de Lara, Manuel 212Mansilla, Lucio V. 186Mantinea, Diótima de 71Maqueo Castellanos, Esteban 242Marasso, Arturo 260Marcelo (los) 295Marco Aurelio 180, 308Marchena hijo, Enrique de 236Mariátegui, José Carlos 26, 28, 47Marieta, Ioannes 111Marieta, Juan de 110, 307Markham, Sir Clements 113Marlowe, Julia 254, 256Mármol, José 185Marquina (virrey) 243Martí, José 14, 31, 35, 120, 165,

179, 186, 260, 269, 275Martínez, Diego 308Martínez de la Rosa, Francisco

215Martínez Estrada, Ezequiel 47Martínez Ruiz, José (Azorín) 260Martínez Torner, Eduardo 215Mártir de Anglería, Pedro 116Maximiliano (emperador) 92Mayobanex 205Mazda, Ahura 73, 160Medina, José Toribio 109, 113Mejía, Félix E. 61Mejía de Fernández, Abigaíl 303Mejía hijo, Juan Tomás 66Meléndez Bazán, Antonio 122Meléndez Valdés, Juan 170Meliso 74Mella, Ramón Matías 56, 120, 283Mena y Cordero, Juan de 223Mendelssohn, Félix 246Méndez de Cuenca, Laura 215Méndez Nieto, Juan 54Mendoza (dibujante) 121Mendoza (Familia de) 146

Mendoza, Elvira de 54, 110, 278, 308

Menéndez Bazán, Antonio 278Menéndez Pidal, Ramón 78, 212Menéndez y Pelayo, Marcelino

58, 65, 78, 123, 164, 275, 311Mera, Juan León 216Meriño, Fernando A. de 58, 60-62,

64, 123, 290-292, 295, 311Mestre, María 223Michaud, M. León 106Milá y Fontanals, Manuel 78Milton, John 75Millares, Agustín 307Miss Harrison 77Mistral, Gabriela 185Molina, Tirso de 53, 54, 122, 157,

168, 275, 278, 307Mommsen, Theodor 78Monción, Benito 287Montalvo, Juan 63, 150, 165, 171,

179, 275Montesinos, Fray Antón de 307Montesquieu, Ch. de Secondant,

barón de 96Monteverde, Manuel de 309Montolío, Andrés Julio 62Morales Languasco, Carlos 296,

297Moreau de Saint-Méry, Médéric

Louis Éllie 209Morel Campos, Juan 66, 193, 231Morelos, José María 157Morell de Santa Cruz, Pedro

Agustín 122, 278, 308Moreno del Christo, Gabriel B.

57, 149Morínigo, Marcos A. 47, 222Moscoso, Rafael M. 61, 65Moscoso de Sánchez, Anacaona

61Mota, Félix 56

Page 323: pedro henriquez urena historia cultural historiografia y critica literaria

Pedro Henríquez Ureña. Historia cultural, historiografía y crítica literaria 323

Mota, Mercedes 62Mota de Reyes, Antera 61, 295Moure, Magallanes 276Moya, Casimiro Nemesio de 59,

293, 313Mozart, Wolfgang Amadeus 221Mr. Bryan 132Müller, Max 88Müller, Otfried 77Muñoz Del Monte, Francisco 55,

64, 309Murray, Gilbert 77

N

Nacimiento, Cecilia del 164Nau, Émile 209Navarro, Leopoldo 61, 121Nervo, Amado 168, 276Newton, Sir Isaac 88Niebuhr, Berthold Georg 76Nietzsche, Friedrich 70, 138, 265Niza, Tadeo 110Norton, Charles Eliot 15Nouel, Adolfo Alejandro 296, 304Nouel, Bienvenido S. 62, 66Núñez Cabeza de Vaca, Alvar 306Núñez de Balboa, Vasco 306Núñez de Cáceres, José 55, 119,

120, 282, 309

O

Ochoa, Pascual de 217Olavide, Pablo de 273Olmedo, José Joaquín de 178Oña, Pedro de 110Orozco, José Clemente 274Orozco y Berra, Manuel 275Ortea, Francisco C. 59, 66Ortea, Juan Isidro 59Ortea, Virginia Elena 62, 65, 314

Ortega y Gasset, José 168Ortiz, Fernando 235Ortiz, Fray Tomás 307Otero Nolasco, José E. 62Othón, Manuel José 276Ovando, Leonor de 54, 110, 169,

278Ovando, Nicolás de 201, 205, 311Ovando, Sor Leonor de 308

P

Pach, Walter 128Pacheco, Fray Alonso 307Padilla Dávila, Manuel 237Padilla, Pedro de 112Palma, Ricardo 171, 187, 276Pane, Fray Román 198, 207, 306,

312Pani, Alberto J. 82, 93Pantaleón Castillo, José 59, 60,

61, 65, 225, 294Pardo Bazán, Emilia 169Pardo y Aliaga, Felipe 171Parra, Porfirio 68Pater, Walter 75Paulsen 102Pedrell, Felipe 214, 230Peguero, Luis José 278Pellerano, Eva María 61, 295Pellerano, José Francisco 59Pellerano Alfau, Arturo 295Pellerano Castro, Arturo 62, 63,

65, 123, 295, 314Pellerano de Henríquez, Luisa

Ozema 61, 295Penson, César Nicolás 59, 63, 65,

66, 225, 236, 295, 313Peña Morell, Esteban 193, 219,

220, 221, 223-225, 236Peña y Reinoso, Manuel de Jesús

de 58, 291, 295, 311

Page 324: pedro henriquez urena historia cultural historiografia y critica literaria

324 Odalís G. Pérez

Peralta y Rojas, Isidoro 279Perdomo, Apolinar 314Perdomo y Heredia, Josefa Anto-

nia 57, 66, 237, 311Pereda Valdés, Ildefonso 197Pérez Ballesteros, José 213Pérez Bonalde, Juan Antonio 237Pérez de Guzmán y Boza, Juan

(Duque de T’Serclaes) 113Pérez, Bartolomé Olegario 62, 63,

66, 234, 237, 314Pérez, José Joaquín 33, 58, 61, 63,

64, 66, 123, 198, 207, 237, 289, 291, 295, 311, 312

Pérez Galdós, Benito 169Petrarca 254Peynado, Francisco J. 61, 300Peynado, Jacinto Bienvenido 300Pi y Margall, Francisco 266Pichardo (Familia de) 55Pichardo, Esteban 123, 281, 309Pichardo, José Francisco 57Pierson, Hamilton W. 208-210Pimentel, Pedro Antonio 287Pimentel, Victoriano 82Pineda, Antonio María 282Pinelo, León 113Pitágoras 74Pizarro, Francisco 306Platón 71, 74, 152, 160, 165, 265Plaza, Cristóbal 91Poe, Edgar Allan 271Poincaré, Henri 88Pombo, Rafael 33, 260Ponce, Manuel M. 197, 243Ponce de León, Juan 55, 243-246,

248, 306Portuondo, José Antonio 47Posada, Adolfo 89Prampolini, Santiago 305Prieto, Guillermo 186Prieto, Sotero 69

Protágoras 94, 165Prud’homme, Emilio 59, 61, 294,

295, 313Pruneda, Alfonso 68, 82, 93Puccinelli, Eugenio 32Puello, Ana Josefa 61Puente, Luis de la 164Pumarol, Pablo 59

Q

Quevedo, Francisco de 190Quincey, Thomas de 169Quintana, Manuel José 33, 58,

170, 312

R

Racine, Jean 75Rama, Ángel 17Rameau, Jean Philipe 214, 274Ramírez, Fray Diego 278, 307Ramírez, Ignacio; 157Ramírez, José Fernando 92Ramírez, Serafín 214, 237, 243Ramos Pedrueza, Antonio 82Rangel, Nicolás 91Ravel, Maurice 274Regla Mota, Manuel de 286Reiche (profesor) 68Reiske, H. J. 75Reissig 276Remesal, Antonio 111Renan, Ernest 74, 99Reyes, Alfonso 14, 35, 72, 168Reyes, José 121, 295Riemann, Hugo 214Rivadavia, Bernardino 149Rivera, Diego 274Rodó, José Enrique 14, 31, 35, 47,

139, 152, 159, 165, 179, 256, 260, 275

Page 325: pedro henriquez urena historia cultural historiografia y critica literaria

Pedro Henríquez Ureña. Historia cultural, historiografía y crítica literaria 325

Rodríguez, Alonso 164Rodríguez, Santiago 287Rodríguez de Sosa, Tomás 278,

308Rodríguez Demorizi, Emilio 193Rodríguez Marín, Francisco 215,

216Rodríguez Monegal, Emir 47Rodríguez Objío, Manuel de

Jesús 57, 58, 66, 311Roggiano, Alfredo A. 16, 26, 27,

32, 47Rohde, Erwin 78Roig, Gonzalo 230Rojas, José María 55, 164, 309Rojas, Mariano 238Roldan, Amadeo 235Romero, Macario 247Roosevelt, Theodore 179, 298Rosas, Juventino 244Rosas Moreno, José 165Rosenblat, Ángel 272Rossi, Vicente 197Rotterdam, Erasmo de 88Rousseau, Jean-Jacques 94Roxlo, Carlos 164Rubio, Darío 242Rubio y Peñaranda, Francisco

279Rueda, Fernando 223, 230Ruiz de Alarcón, Juan 90, 157,

167, 169, 273, 275Ruskin, John 169

S

Saavedra Guzmán, Antonio de 110

Salado, Minerva 31Salas Barbadillo, Alfonso Jeróni-

mo 34Salazar, Adolfo 238

Salazar, Eugenio de 53, 278Salazar, Juan B. 239San Martín, Fray Tomás de 307Sánchez, Francisco 119, 287Sánchez, Francisco del Rosario

56, 120, 283Sánchez, Gabriel 305Sánchez, Socorro 58, 290Sánchez de Fuentes, Eduardo

193, 198, 209, 210, 217, 218, 229-231, 233-235, 237

Sánchez Ramírez, Juan 281Sánchez Valverde, Antonio 54,

64, 122, 278, 308Sánchez Viamonte, Carlos 149Sandys, John E. 76Santa Cruz y Montalvo, María de

las Mercedes (Condesa de Merlin) 229, 273

Santana, Pedro 285, 286Santángel, Luis de 305Santos Chocano, José 171, 276Sarlo, Beatriz 21, 22, 23Sarmiento, Domingo F. 35, 150,

159, 165, 171, 186, 187, 189, 260, 267, 275

Saumell, Manuel 230Scanlan, Eduardo 237Schliemann, H. 77Schoolcraft, Henry R. 208, 209Schopenhauer, Artur 70, 88Segovia, Andrés 197Segura, Manuel Asencio 171Segura y Mieses, Bartolomé de

220Serra, José María 64, 285Shakespeare, William 70, 181,

254, 256, 260Sheridan, Frances 308Sierra, Justo 69, 71, 81, 82, 92,

165, 276Silva, José Asunción 276

Page 326: pedro henriquez urena historia cultural historiografia y critica literaria

326 Odalís G. Pérez

Simonise, William S. 208Sitwell, Sacheverell 274Sócrates 74, 138, 269Solalinde, Antonio G. 248Solano, José 279Soler, Mariano 62Spencer, Herbert 70, 95Spengler, Oswald 272Speratti Piñero, Emma Susana

16, 48Spinoza, Baruch 94Stravinski, Igor 196Stuart Mill, John 97Supervielle, Jules 273

T

Taft, William H. 126Tamayo, Alfredo 247Tejada (Familia de) 55Tejera, Apolinar 59, 66, 123, 209,

295, 313Tejera, Emiliano 57, 64, 66, 291,

295, 311Terrazas, Francisco de 110Teuffel, W. 78Thomas, Isaiah 278, 308Tolstoi, Leon 260Torre, Fray Tomás de 307Torre, José María de la 217, 233,

243Torreblanca (maestro) 248Torres, Tomás 221Torres Rioseco, Arturo 47Trelles, Carlos M. 54, 109, 112Tristán, Flora 273Troncoso de la Concha, Manuel

de Jesús 300Trujillo Molina, Rafael Leonidas

300

U

Ulloa, Luis de 34Urbina, Luis G. 237, 276Ureña, Max Henríquez 47Ureña de Henríquez, Salomé 58,

61, 63, 60, 65, 66, 123, 150, 225, 237, 291, 294, 295, 311, 312

Ureña de Mendoza, Nicolás 56, 58, 225, 236, 285, 310

V

Valbuena, Bernardo de 53, 275, 278

Valdés Fraga, Pedro 232Valencia, Guillermo 276Valencia, Manuel María 285Valenti, Rubén 72Valenzuela, Raimundo 233Valverde, José Desiderio 286Varona, Enrique José 63, 276, 309Vasconcelos, José 14, 71Vásquez, Horacio 178, 180, 296,

299Vázquez, Alberto 235Vega, Carlos 197Vega, Inca Garcilaso de la 33, 34,

110, 274Vega, Lope de 34, 157, 181, 254,

275Velázquez de Cuéllar, Diego 306Velázquez, Mateo 121Veracruz, Fray Alonso de la 90Verdi, Guiseppe 237Veyro, Francisco 241Vicini Burgos, Juan Bautista 299Victoria, Alejandro 285Victoria, Eladio 296Vidal, Rafael 222Villanueva, Felipe 232

Page 327: pedro henriquez urena historia cultural historiografia y critica literaria

Pedro Henríquez Ureña. Historia cultural, historiografía y crítica literaria 327

Villate, Gaspar 230Villaurrutia, Jacobo de 122, 278,

308Virgilio 178, 180

W

Wagner, Max Leopold 163, 164Weil, Simone 77Whistler, J. Mac’Neil 128White, José 230Whitman, Walt 191Wilamowitz Moellendorf, Ulric

von 77Wilson, Woodrow 94, 97, 126,

128, 139, 259, 298, 299Winckelmann, H. J. 75

Windelband, Wilhelm 78Wolf, Ferdinand 78Wolf, Friedrich August 76Wolfe, Bertram D. 212Woss y Gil, Alejandro 293, 296

ZZafra, Carlos Alberto 294Zeller, Eduard 78Zorita, Alonso de 278Zorrilla de San Martín, José 33,

63, 169, 236Zorrilla de San Martín, Pedro 279Zuleta Álvarez, Enrique 17, 24Zuloaga, Ignacio 91Zum Felde, Alberto 48Zúñiga, Antonio 247

Page 328: pedro henriquez urena historia cultural historiografia y critica literaria
Page 329: pedro henriquez urena historia cultural historiografia y critica literaria

– 329 –

Publicaciones del Archivo General de la Nación

Vol. I Correspondencia del Cónsul de Francia en Santo Domingo, 1844-1846. Edición y notas de E. Rodríguez Demorizi. C. T., 1944.

Vol. II Documentos para la historia de la República Dominicana. Colección de E. Rodríguez Demorizi, Vol. I. C. T., 1944.

Vol. III Samaná, pasado y porvenir. E. Rodríguez Demorizi, C. T., 1945.Vol. IV Relaciones históricas de Santo Domingo. Colección y notas de E.

Rodríguez Demorizi, Vol. II. C. T., 1945.Vol. V Documentos para la historia de la República Dominicana. Colección

de E. Rodríguez Demorizi, Vol. II. Santiago, 1947.Vol. VI San Cristóbal de antaño. E. Rodríguez Demorizi, Vol. II. Santiago,

1946.Vol. VII Manuel Rodríguez Objío (poeta, restaurador, historiador, mártir). R.

Lugo Lovatón. C. T., 1951.Vol. VIII Relaciones. Manuel Rodríguez Objío. Introducción, títulos y

notas por R. Lugo Lovatón. C. T., 1951.Vol. IX Correspondencia del Cónsul de Francia en Santo Domingo, 1846-1850,

Vol. II. Edición y notas de E. Rodríguez Demorizi. C. T., 1947.Vol. X Índice general del “Boletín” del 1938 al 1944, C. T., 1949.Vol. XI Historia de los aventureros, filibusteros y bucaneros de América. Escrita

en holandés por Alexander O. Exquemelin. Traducida de una famosa edición francesa de La Sirene-París, 1920, por C. A. Rodríguez. Introducción y bosquejo biográfico del traductor R. Lugo Lovatón, C. T., 1953.

Vol. XII Obras de Trujillo. Introducción de R. Lugo Lovatón, C. T., 1956.Vol. XIII Relaciones históricas de Santo Domingo. Colección y notas de E.

Rodríguez Demorizi, Vol. III, C. T., 1957.Vol. XIV Cesión de Santo Domingo a Francia. Correspondencia de Godoy, García

Roume, Hedouville, Louverture Rigaud y otros. 1795-1802. Edición de E. Rodríguez Demorizi. Vol. III, C. T., 1959.

Page 330: pedro henriquez urena historia cultural historiografia y critica literaria

330 Publicaciones del Archivo General de la Nación

Vol. XV Documentos para la historia de la República Dominicana. Colección de E. Rodríguez Demorizi, Vol. III, C. T., 1959.

Vol. XVI Escritos dispersos (Tomo I: 1896-1908). José Ramón López. Edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D.N., 2005.

Vol. XVII Escritos dispersos (Tomo II: 1909-1916). José Ramón López. Edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D.N., 2005.

Vol. XVIII Escritos dispersos (Tomo III: 1917-1922). José Ramón López. Edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D.N., 2005.

Vol. XIX Máximo Gómez a cien años de su fallecimiento, 1905-2005. Edición de E. Cordero Michel. Santo Domingo, D.N., 2005.

Vol. XX Lilí, el sanguinario machetero dominicano. Juan Vicente Flores. Santo Domingo, D.N., 2006.

Vol. XXI Escritos selectos. Manuel de Jesús de Peña y Reynoso. Edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D.N., 2006.

Vol. XXII Obras escogidas 1. Artículos. Alejandro Angulo Guridi. Edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D.N., 2006.

Vol. XXIII Obras escogidas 2. Ensayos. Alejandro Angulo Guridi. Edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D.N., 2006.

Vol. XXIV Obras escogidas 3. Epistolario. Alejandro Angulo Guridi. Edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D.N., 2006.

Vol. XXV La colonización de la frontera dominicana 1680-1796. Manuel Vicente Hernández González. Santo Domingo, D.N., 2006.

Vol. XXVI Fabio Fiallo en La Bandera Libre. Compilación de Rafael Darío Herrera. Santo Domingo, D.N., 2006.

Vol. XXVII Expansión fundacional y crecimiento en el norte dominicano (1680-1795). El Cibao y la bahía de Samaná. Manuel Hernández González. Santo Domingo, D.N., 2007.

Vol. XXVIII Documentos inéditos de Fernando A. de Meriño. Compilación de José Luis Sáez, S. J. Santo Domingo, D.N., 2007.

Vol. XXIX Pedro Francisco Bonó. Textos selectos. Edición de Dantes Ortiz. Santo Domingo, D.N., 2007.

Vol. XXX Iglesia, espacio y poder: Santo Domingo (1498-1521), experiencia fundacional del Nuevo Mundo. Miguel D. Mena. Santo Domingo, D.N., 2007.

Vol. XXXI Cedulario de la isla de Santo Domingo, Vol. I: 1492-1501. Fray Vicente Rubio, O. P. Edición conjunta del Archivo General de la Nación y el Centro de Altos Estudios Humanísticos y del Idioma Español. Santo Domingo, D.N., 2007.

Vol. XXXII La Vega, 25 años de historia 1861-1886. (Tomo I: Hechos sobresalientes en la provincia). Compilación de Alfredo Rafael Hernández Figueroa. Santo Domingo, D.N., 2007.

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Publicaciones del Archivo General de la Nación 331

Vol. XXXIII La Vega, 25 años de historia 1861-1886. (Tomo II: Reorganización de la provincia post Restauración). Compilación de Alfredo Rafael Hernández Figueroa. Santo Domingo, D.N., 2007.

Vol. XXXIV Cartas del Cabildo de Santo Domingo en el siglo XVII. Compilación de Genaro Rodríguez Morel. Santo Domingo, D.N., 2007.

Vol. XXXV Memorias del Primer Encuentro Nacional de Archivos. Edición de Dantes Ortiz. Santo Domingo, D.N., 2007.

Vol. XXXVI Actas de los primeros congresos obreros dominicanos, 1920 y 1922. Santo Domingo, D.N., 2007.

Vol. XXXVII Documentos para la historia de la educación moderna en la República Dominicana (1879-1894), (tomo I). Raymundo González. Santo Domingo, D.N., 2007.

Vol. XXXVIII Documentos para la historia de la educación moderna en la República Dominicana (1879-1894), (tomo II). Raymundo González. Santo Domingo, D.N., 2007.

Vol. XXXIX Una carta a Maritain. Andrés Avelino. (Traducción al castellano e introducción del P. Jesús Hernández). Santo Domingo, D.N., 2007.

Vol. XL Manual de indización para archivos, en coedición con el Archivo Nacional de la República de Cuba. Marisol Mesa, Elvira Corbelle Sanjurjo, Alba Gilda Dreke de Alfonso, Miriam Ruiz Meriño, Jorge Macle Cruz. Santo Domingo, D.N., 2007.

Vol. XLI Apuntes históricos sobre Santo Domingo. Dr. Alejandro Llenas. Edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D.N., 2007.

Vol. XLII Ensayos y apuntes diversos. Dr. Alejandro Llenas. Edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D.N., 2007.

Vol. XLIII La educación científica de la mujer. Eugenio María de Hostos. Santo Domingo, D.N., 2007.

Vol. XLIV Cartas de la Real Audiencia de Santo Domingo (1530-1546). Compilación de Genaro Rodríguez Morel. Santo Domingo, D.N., 2008.

Vol. XLV Américo Lugo en Patria. Selección. Compilación de Rafael Darío Herrera. Santo Domingo, D.N., 2008.

Vol. XLVI Años imborrables. Rafael Alburquerque Zayas-Bazán. Santo Domingo, D.N., 2008.

Vol. XLVII Censos municipales del siglo xix y otras estadísticas de población. Alejandro Paulino Ramos. Santo Domingo, D.N., 2008.

Vol. XLVIII Documentos inéditos del arzobispo Adolfo Alejandro Nouel (tomo I). Compilación de José Luis Saez, S. J. Santo Domingo, D.N., 2008.

Vol. XLIX Documentos inéditos del arzobispo Adolfo Alejandro Nouel (tomo II). Compilación de José Luis Saez, S. J. Santo Domingo, D.N., 2008.

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332 Publicaciones del Archivo General de la Nación

Vol. L Documentos inéditos del arzobispo Adolfo Alejandro Nouel (tomo III). Compilación de José Luis Saez, S. J. Santo Domingo, D.N., 2008.

Vol. LI Prosas polémicas 1. Primeros escritos, textos marginales, Yanquilinarias. Félix Evaristo Mejía. Edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D.N., 2008.

Vol. LII Prosas polémicas 2. Textos educativos y Discursos. Félix Evaristo Mejía. Edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D.N., 2008.

Vol. LIII Prosas polémicas 3. Ensayos. Félix Evaristo Mejía. Edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D.N., 2008.

Vol. LIV Autoridad para educar. La historia de la escuela católica dominicana. José Luis Sáez, S. J. Santo Domingo, D.N., 2008.

Vol. LV Relatos de Rodrigo de Bastidas. Antonio Sánchez Hernández. Santo Domingo, D.N., 2008.

Vol. LVI Textos reunidos 1. Escritos políticos iniciales. Manuel de J. Galván. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D.N., 2008.

Vol. LVII Textos reunidos 2. Ensayos. Manuel de J. Galván. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D.N., 2008.

Vol. LVIII Textos reunidos 3. Artículos y Controversia histórica. Manuel de J. Galván. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D.N., 2008.

Vol. LIX Textos reunidos 4. Cartas, Ministerios y misiones diplomáticas. Manuel de J. Galván. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2008.

Vol. LX La sumisión bien pagada. La iglesia dominicana bajo la Era de Trujillo (1930-1961), tomo I. José Luis Sáez, S.J. Santo Domingo, D.N., 2008.

Vol. LXI La sumisión bien pagada. La iglesia dominicana bajo la Era de Trujillo (1930-1961), tomo II. José Luis Sáez, S. J. Santo Domingo, D.N., 2008.

Vol. LXII Legislación archivística dominicana, 1847-2007. Archivo General de la Nación. Santo Domingo, D.N., 2008.

Vol. LXIII Libro de bautismos de esclavos (1636-1670). Transcripción de José Luis Sáez, S.J. Santo Domingo, D.N., 2008.

Vol. LXIV Los gavilleros (1904-1916). María Filomena González Canalda. Santo Domingo, D.N., 2008.

Vol. LXV El sur dominicano (1680-1795). Cambios sociales y transformaciones económicas. Manuel Vicente Hernández González. Santo Domingo, D.N., 2008.

Vol. LXVI Cuadros históricos dominicanos. César A. Herrera. Santo Domingo, D.N., 2008.

Vol. LXVII Escritos 1. Cosas, cartas y... otras cosas. Hipólito Billini. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D.N., 2008.

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Publicaciones del Archivo General de la Nación 333

Vol. LXVIII Escritos 2. Ensayos. Hipólito Billini. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D.N., 2008.

Vol. LXIX Memorias, informes y noticias dominicanas. H. Thomasset. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D.N., 2008.

Vol. LXX Manual de procedimientos para el tratamiento documental. Olga Pedierro, et. al. Santo Domingo, D.N., 2008.

Vol. LXXI Escritos desde aquí y desde allá. Juan Vicente Flores. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D.N., 2008.

Vol. LXXII De la calle a los estrados por justicia y libertad. Ramón Antonio Veras –Negro–. Santo Domingo, D.N., 2008.

Vol. LXXIII Escritos y apuntes históricos. Vetilio Alfau Durán. Santo Domingo, D.N., 2009.

Vol. LXXIV Almoina, un exiliado gallego contra la dictadura trujillista. Salvador E. Morales Pérez. Santo Domingo, D.N., 2009.

Vol. LXXV Escritos. 1. Cartas insurgentes y otras misivas. Mariano A. Cestero. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D.N., 2009.

Vol. LXXVI Escritos. 2. Artículos y ensayos. Mariano A. Cestero. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D.N., 2009.

Vol. LXXVII Más que un eco de la opinión. 1. Ensayos, y memorias ministeriales. Francisco Gregorio Billini. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D.N., 2009.

Vol. LXXVIII Más que un eco de la opinión. 2. Escritos, 1879-1885. Francisco Gregorio Billini. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D.N., 2009.

Vol. LXXIX Más que un eco de la opinión. 3. Escritos, 1886-1889. Francisco Gregorio Billini. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D.N., 2009.

Vol. LXXX Más que un eco de la opinión. 4. Escritos, 1890-1897. Francisco Gregorio Billini. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D.N., 2009.

Vol. LXXXI Capitalismo y descampesinización en el Suroeste dominicano. Angel Moreta. Santo Domingo, D.N., 2009.

Vol. LXXXIII Perlas de la pluma de los Garrido. Emigdio Osvaldo Garrido, Víctor Garrido y Edna Garrido de Boggs. Edición de Edgar Valenzuela. Santo Domingo, D.N., 2009.

Vol. LXXXIV Gestión de riesgos para la prevención y mitigación de desastres en el patrimonio documental. Sofía Borrego, Maritza Dorta, Ana Pérez, Maritza Mirabal. Santo Domingo, D.N., 2009.

Vol. LXXXV Obras 1. Guido Despradel Batista. Compilación de Alfredo Rafael Hernández. Santo Domingo, D.N., 2009.

Vol. LXXXVI Obras 2. Guido Despradel Batista. Compilación de Alfredo Rafael Hernández. Santo Domingo, D.N., 2010.

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334 Publicaciones del Archivo General de la Nación

Vol. LXXXIX Una pluma en el exilio. Los artículos publicados por Constancio Bernaldo de Quirós en República Dominicana. Compilación de Constancio Cassá Bernaldo de Quirós. Santo Domingo, D.N., 2009.

Vol. XC Ideas y doctrinas políticas contemporáneas. Juan Isidro Jimenes Grullón. Santo Domingo, D.N., 2009.

Vol. XCI Metodología de la investigación histórica. Hernán Venegas Delgado. Santo Domingo, D.N., 2010.

Vol. XCIII Filosofía dominicana: pasado y presente, tomo I. Compilación de Lusitania F. Martínez. Santo Domingo, D.N., 2009.

Vol. XCIV Filosofía dominicana: pasado y presente, tomo II. Compilación de Lusitania F. Martínez. Santo Domingo, D.N., 2009.

Vol. XCV Filosofía dominicana: pasado y presente, tomo III. Compilación de Lusitania F. Martínez. Santo Domingo, D.N., 2010.

Vol. XCVI Los Panfleteros de Santiago: torturas y desaparición, Ramón Antonio, Negro, Veras. Santo Domingo, D.N., 2009.

Vol. XCVII Escritos reunidos. 1. Ensayos, 1887-1907. Rafael Justino Castillo. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D.N., 2009.

Vol. XCVIII Escritos reunidos. 2. Ensayos, 1908-1932. Rafael Justino Castillo. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D.N., 2009.

Vol. XCIX Escritos reunidos. 3. Artículos, 1888-1931. Rafael Justino Castillo. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D.N., 2009.

Vol. C Escritos históricos. Américo Lugo. Edición conjunta del Archivo General de la Nación y el Banco de Reservas. Santo Domingo, D.N., 2009.

Vol. CI Vindicaciones y apologías. Bernardo Correa y Cidrón. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D.N., 2009.

Vol. CII Historia, diplomática y archivística. Contribuciones dominicanas. Ma-ría Ugarte. Santo Domingo, D.N., 2010.

Vol. CIII Escritos dispersos. Emiliano Tejera. Edición conjunta del Archivo General de la Nación y el Banco de Reservas. Santo Domigo, D. N., 2010.

Vol. CIV Tierra adentro. José María Pichardo. Santo Domingo, D. N., 2010.

Vol. CV Cuatro aspectos sobre la literatura de Juan Bosch. Diógenes Valdez. Santo Domingo, D. N., 2010.

cOlección Juvenil

Vol. I Pedro Francisco Bonó. Textos selectos. Santo Domingo, D.N., 2007Vol. II Heroínas nacionales. Roberto Cassá. Santo Domingo, D.N., 2007. Vol. III Vida y obra de Ercilia Pepín. Alejandro Paulino Ramos. Segunda

edición de Dantes Ortiz. Santo Domingo, D.N., 2007.

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Publicaciones del Archivo General de la Nación 335

Vol. IV Dictadores dominicanos del siglo xix. Roberto Cassá. Santo Domingo, D.N., 2008.

Vol. V Padres de la Patria. Roberto Cassá. Santo Domingo, D.N., 2008.Vol. VI Pensadores criollos. Roberto Cassá. Santo Domingo, D.N., 2008.Vol. VII Héroes restauradores. Roberto Cassá. Santo Domingo, D.N., 2009.

cOlección cuadernOs POPulares

Vol. 1 La ideología revolucionaria de Juan Pablo Duarte. Juan Isidro Jimenes Grullón. Santo Domingo, D.N., 2009.

Vol. 2 Mujeres de la Independencia. Vetilio Alfau Durán. Santo Domingo, D.N., 2009.

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Esta primera edición Pedro Henríquez Ureña. Historia cultural, historiografía y crítica literaria, de Odalís G. Pérez, se terminó de imprimir en los talleres gráfi-cos de Editora Búho, C. por A., en el mes de mayo de 2010 y consta de un mil (1,000) ejemplares com-puestos en caracteres ITC New Baskerville cuerpo

11 y encuadernados en tapa rústica

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