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PAPÁ ESTÁ GORDO

Ediciones PalabraMadrid

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Título original: Dad is Fat

Copyright © 2013 by Jim GaffiganSpanish translation © 2016 Ediciones Palabra, S.A.

This translation published by arrangement with Crown Archetype, an imprint of the Crown Publishing Group, a división of Penguin Random House LLC and International Editor’s Co.© Ediciones Palabra, S.A., 2016Paseo de la Castellana, 210 - 28046 MADRID (España)Telf.: (34) 91 350 77 20 - (34) 91 350 77 [email protected]

© Traducción: José Gabriel Rodríguez Pazos

Fotografías: todas las fotografías son cortesía del autor, excepto la del capítulo “¡Comeos la ensaladilla!”, © Mindy Tucker; la segunda del capítulo “En misa y repicando”, © Kai Cheung; y la de la página “Sobre el autor”, © Corey Melton.

Diseño de cubierta: Raúl OstosISBN: 978-84-9061-368-9Depósito Legal: M. 1.931-2016Impresión: Gráficas Gohegraf, S. L.Printed in Spain - Impreso en España

Todos los derechos reservados. No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento

informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos,

sin el permiso previo y por escrito del editor.

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JIM GAFFIGAN

PAPÁ ESTÁ GORDO

palabra

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Dedicatoria y agradecimiento

Este libro está dedicado a Jeannie.

Me resulta un tanto estúpido –y hasta insultante– «dedicarle» aquí este libro a Jeannie o expresar mi «agradecimiento». No hace justi-cia a la participación de Jeannie en Papá está gordo. Este libro ha sido en realidad nuestro libro. Jeannie no solo me ha convertido en padre y mejor humorista, sino también en escritor. Sí, Jeannie es mágica. Si eres un incondicional admirador de Jeannie, escucharás su voz en este libro. En atención a lectores como tú, he decidido no incluir los gritos. La imagen de Jeannie sentada de-lante del ordenador para convertir en un texto coherente la sarta de incongruencias que yo le iba pasan-do, mientras le daba el pecho al re-cién nacido Patrick, me acompaña-rá siempre. No entiendo cómo tuve la tremenda suerte de que Jeannie llegara a ser mi escritora ayudante, mi amante, mi amiga…, pero con ella me ha tocado la lotería. La verdad es que ha resultado ser una fantástica primera esposa.

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Prefacio

¿Que Jim Gaffigan ha escrito un libro? ¿Ese no es el tío de los Hot Pockets1? Estoy seguro de que se arrepiente de aquel monólogo: «¡Hoooot Poooockets!». Bueno, a algunos les hace gracia. ¿Qué nece-sidad tenía de escribir un libro? ¿Por qué se lo publican? Ni siquiera tiene pinta de haber leído un libro en su vida. Bueno, a lo mejor uno de cocina. No, demasiado vago como para ponerse a cocinar... A lo mejor un libro sobre comida. Supongo que es que ahora a cualquiera le pu-blican un libro. Eso, suponiendo que lo haya escrito ÉL. Seguro que se lo habrá encargado a un negro. Él no tiene pinta de negro: es pálido como un fantasma. ¿Pero es tan pálido como parece? ¿Y a qué viene ese título: Papá está gordo? Es evidente que es gordo. Un momento…, ¿no es este el tío de los diez hijos? Lo mires por donde lo mires, tener tantos hijos hoy en día es ciertamente extravagante. Espero que este no sea un libro de esos en los que el autor no hace más quejarse de sus hijos; o, peor aún, una de esas cursilerías del tipo «adoro a mis hijos». ¡Puaj! Qué curioso: yo nunca digo «puaj». Ah, ya veo: está haciendo como si fuera yo, el lector, el que está hablando. Por eso lo ha puesto en cursiva. Yo jamás haría una cosa así en el prefacio de un libro.

1 Los Hot Pockets son una especie de empanadillas para microondas muy populares en Estados Unidos. Jim Gaffigan se hizo famoso por sus monólogos dedicados a este tipo de comida rápida (N. del T.).

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Carta a mis hijos

Queridos hijos:

Soy vuestro papá. El padre de vosotros cinco, pálidas criaturas. Dado lo atractiva y fértil que es vuestra madre, puede que seáis más cuando leáis este libro. Si estáis leyendo esto, probablemente yo esté muerto. Lo digo porque, sinceramente, no se me ocurre ninguna otra circunstancia en la que a vosotros os pueda interesar nada de lo que yo haga. Es más, hoy por hoy, os veo más interesa-dos en que yo no haga cosas como trabajar, dormir, sonreír… Es broma. Bueno, más o menos. Os quiero con toda mi alma, pero probablemente vosotros sois la causa de que esté muerto.

Bueno, vale…, no fuisteis vosotros los que me matasteis. Fue vuestra madre. ¡No dejaba de quedarse embarazada! No entiendo cómo. No penséis en ello: os daría mucho yuyu. Hubo un momen-to en que tuve miedo de que se quedara embarazada estando ya embarazada. Era tan fértil que llegué a prohibirle que tocara los aguacates... Pero, bueno, a lo que iba: este libro recoge mis obser-vaciones como padre vuestro cuando vosotros erais muy peque-ños y yo todavía tenía pelo, allá por 2013.

¿Y por qué un libro? Pues porque, desde que llegasteis a mi vida, fuisteis un constante motivo de diversión y, al mismo tiem-po, casi conseguís que me vuelva loco. Sentí, pues, la necesidad de poner por escrito mis observaciones. Y también lo hice por dinero, para que pudierais seguir comiendo y rompiendo cosas. A propósito, siento mucho haberos gritado tanto y también el ruido ese que hacía aplaudiendo fuerte. Lo de aplaudir fuerte ya lo ha-cía mi padre y yo no lo soportaba, así que os podéis imaginar lo

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mucho que me dolía hacéroslo a vosotros. Y me dolía, fundamen-talmente, por el daño que me hacía en las manos.

Os estaréis preguntando cómo escribí este libro. Desde muy pequeños, algo os decía que yo no era un tipo muy listo. Segura-mente fueron todas las veces que tuvisteis que corregirme cuando no conseguía leer todas las palabras de El gato garabato. ¡Porras!, si escribir un correo electrónico se me hace un mundo… (¡gra-cias, corrector ortográfico!). Escribí este libro con ayuda de mu-cha gente, pero sobre todo de vuestra madre. Vuestra madre no es solo la única mujer a la que he amado, sino también la persona más divertida que conozco. Quitando los momentos en que me gritaba mientras daba a luz, ella me ha hecho reír como nadie.

Os quiero.

Papá

P.D.: ¿Cómo conseguisteis meter aquel hula hoop en el restau-rante en la Semana Santa de 2011?

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Quién es quién en el reparto

Jim Gaffigan (Papá). Jim considera un honor poder interpretar el papel de papá, que forma parte del título de esta obra. Antes de tra-bajar en Papá es gordo, el señor Gaffigan interpretó también el papel protagonista de El tío es un mediocre, y está muy emocionado por la oportunidad que le ha sido concedida de trabajar con actores de la talla de los que constituyen el reparto de Papá es gordo. «Jim Gaffi-gan no tiene prácticamente ninguna formación, capacidad o talento para desempeñar este papel» –New York Times.

Jeannie Noth Gaffigan (Mamá, Directora, Productora, Vestuario, Diseño de peinado y maquillaje, Directora de reparto, Directora técnica, Catering, Música y letra, Ujier, Coreógrafa, Música y letra adicional). Además, la señora Noth Gaffigan ayuda a Jim Gaffigan a desempe-ñar su papel de padre.

Marre Gaffigan (La mayor, Actriz de reparto, Miembro fundador de la compañía Papá es gordo). La señorita Gaffigan tiene ocho años, cursa tercero de Primaria y es una consumada bailarina. Participó en el musical En tiempos tuve una cama solo para mí.

Jack Gaffigan (Primer hijo varón, Actor de reparto, Sonido y efectos especiales). Jack actuó anteriormente en Berrear sin motivo alguno. Tiene seis años y le gustaría dar las gracias a Dios por ser tan suma-mente guapo, lo cual le sirvió para hacerse con el papel protagonista del exitoso Soy demasiado mono como para que me castigues.

Katie Gaffigan (La del medio, Actriz de reparto). Katie tiene tres años y sirvió de fuente de inspiración para la canción «Tú eres mi

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sol». Le gustaría dar las gracias a los creadores de Scooby Doo y el color verde.

Michael Gaffigan (Bebé por poco tiempo, Actor de reparto). Mi-chael tiene un año y no ha dejado de asombrar a la audiencia desde su debut en 2011. Le gustaría dar las gracias a todos los que le ani-maron a luchar por alcanzar el sueño de su infancia: jugar con un balón.

Patrick Gaffigan (Recién nacido, Actor de reparto). Patrick es el último fichaje. Actor absolutamente incombustible, solo lleva unas semanas en la compañía, pero ya ha ganado el premio Recién nacido con más cólicos 2012.

Escenario: Época actual. Un pequeño y abarrotado apartamen-to del Bowery, en el centro de Manhattan.

No hay intermedio. Nunca.

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Te arrepentirás

Cuando yo era soltero, estaba convencido de que aquellos ami-gos míos que daban el paso y tenían su primer hijo eran víctimas de una abducción alienígena, porque desaparecían del planeta y reaparecían un año después totalmente irreconocibles. Admito, no obstante, que esa creencia pudiera tener que ver con lo mucho que yo veía Expediente X.

Cuando empecé a salir con Jeannie, la idea de casarnos y tener niños me parecía algo sencillo. Casualmente, por aquel entonces, un amigo de la infancia que había sido abducido por los alieníge-nas –es decir, que se había casado y tenido un hijo– un año antes me invitó a que le hiciera una visita.

Mi amigo, su mujer y el niño de un año se habían mudado al suroeste del país. Como yo trabajaba en Los Ángeles, una visita de fin de semana era perfectamente factible. Pensé que sería fantás-tico que me acompañara Jeannie, ya que así podríamos ver cómo sería nuestra vida cuando nos casáramos y tuviéramos un niño.

Mi amigo Tom (he cambiado el nombre para preservar su iden-tidad y nuestra amistad) nos propuso un plan de coger el coche e irnos a hacer senderismo al Gran Cañón. A mí aquello me parecía innecesariamente cansado y de un aire libre excesivo, pero sabía que a mi atlética Jeannie le encantaría.

Jeannie y yo llegamos de noche, mucho más tarde de lo previs-to, debido a un retraso en nuestro vuelo. Cuando entramos en la casa de Tom, que estaba en penumbra, nos dijeron que permane-ciéramos en silencio para no despertar al niño. Me sentí como un adolescente que entra a escondidas en casa, porque llega tarde.

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Entramos de puntillas en la habitación de invitados, sin poder evitar una risita.

—¡Creo que tenemos un problema! –me susurró Jeannie. Una vez que nos hubimos instalado en la habitación, Tom vino

a darnos las buenas noches y nos dijo que saldríamos rumbo al Gran Cañón a las siete de la mañana, así que se iba a dormir para estar descansado. Cuando Tom cerró la puerta, Jeannie me miró desconcertada y dijo:

—Creí entenderte que íbamos a cenar o algo así.Yo miré mi reloj: eran las nueve. Pensé: «Bueno, Tom ya es

padre. Supongo que esto forma parte de la paternidad. Debe de ser lo que hace la gente adulta. No toman nada antes de irse a la cama».

A la mañana siguiente, a las siete en punto, comenzamos nues-tro largo y pintoresco viaje al Gran Cañón. En el Saab de Tom, los caballeros íbamos sentados delante y las damas detrás, con el niño de un año entre ellas. La primera alarma que saltó en el viaje tuvo que ver con el hecho de que solo había un reproductor de CD que se podía utilizar en el coche: el que llevaban para relajar al niño. El volumen podría subir o bajar en función de las necesidades del niño. Pues vale.

Hicimos kilómetros y kilómetros charlando y escuchando can-ciones con letras tales como «Ding-dong-ding, ding-dong-ding». Para el que nunca haya viajado por el suroeste del país, la única cosa más impactante que la belleza del paisaje es la ausencia de gente. Uno puede pasarse horas y horas sin ver un alma. Los restau-rantes son escasos, caros y con poco donde elegir. Pronto paramos para comer y yo probé mi primera –y espero que última– ensalada de tacos, con fritos de maíz como ingrediente principal.

Pasamos por delante de una tienda de cecina de vaca de esas en las que te dan el producto desde una ventanilla, sin bajarte del coche. No es que fuera una tienda que solo vendía cecina de vaca: era una tienda que solo vendía cecina de vaca a través de una ventanilla, sin bajarte del coche. Supongo que tiene su lógica, porque si uno come cecina de vaca debe de ser porque está tan ocupado que no tiene tiempo para bajar a comprársela. Empecé entonces a improvisar con voz cómica lo que debía de

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estar pensando el dueño de la tienda cuando se le ocurrió aque-lla brillante idea:

—Para todos aquellos que van con mucha prisa y no tienen tiempo de aparcar sus pick-ups para bajarse a comprar cecina de vaca de primera…

Tenía su gracia. Al menos eso pensaron Jeannie y Tom. La mu-jer de Tom, Barb (también le he cambiado el nombre), me dijo educadamente que estaba molestando al niño. Me volví para mi-rar al niño, que estaba profundamente dormido. No supe qué de-cir. Me quedé callado. Nos pasamos el resto del viaje hasta el Gran Cañón en completo silencio, escuchando el CD relajante del niño: «Ding-dong-ding, ding-dong-ding».

Llegamos al Gran Cañón hacia la una de la tarde. Los «hoteles» del Gran Cañón los gestiona el gobierno, por lo que parecen más bien barracones militares. Cuando estábamos en la cola, esperando a que nos asignaran habitaciones, la mujer de Tom dijo que el niño necesitaba salir fuera. El niño no había dicho que necesitara nada, pero –no se sabe cómo– Barb tenía la certeza de que el niño necesi-taba salir. En cualquier caso, Jeannie y yo nos quedaríamos hacien-do cola. Antes de acompañar a Barb, quien a su vez acompañaba al niño que quería salir fuera, Tom me dijo que había reservado dos habitaciones contiguas y que me asegurara de que las habitaciones que nos daban eran contiguas. Después de esperar media hora más, llegué al mostrador, donde me informaron de que, si quería habita-ciones contiguas, tenía que esperar una hora más. Dije que no era necesario, que cogeríamos habitaciones separadas.

Cuando me estaban dando las llaves (y tengo que decir que eran llaves, llaves), llegó Tom:

—¿Son habitaciones contiguas?Le expliqué que no, que eso supondría esperar una hora más.

Al escuchar esto, a Tom se le cambió la cara; se le veía contraria-do y muy decepcionado conmigo; y pidió a la mujer que atendía el mostrador que nos diera habitaciones contiguas, que no nos importaba esperar. A mí sí me importaba esperar, pero volví a callarme.

Después de perder una hora, dejamos nuestras cosas en nuestras contiguas habitaciones y nos fuimos a hacer senderismo al Gran

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Cañón. Tom y Barb llevaban tiempo viviendo en el suroeste y tenían experiencia en lo de hacer senderismo por esa parte del país, así que iban convenientemente equipados. Tom nos dio unas mochilas especiales llenas de agua y puso al niño en una mochila con parasol que Barb llevaba a la espalda. Yo tuve la sensación de estar sacando clandestinamente del Tibet al nuevo Dalai Lama. Después de pertre-charnos convenientemente con todo nuestro equipo, nos pusimos a andar. A los veinte minutos, el niño emitió un leve chillido, ante el que Barb reaccionó inmediatamente:

—Bueno, tenemos que volvernos. El niño necesita echar una siesta.

Por un momento pensé que lo decía en broma, pero entonces me di cuenta de algo horrible: pensaban que nosotros también nos volvíamos. Ponernos todo aquel innecesario equipo nos había llevado más tiempo que el que llevábamos andando. Miré a Jean-nie, a la que se veía claramente decepcionada: había viajado desde muy lejos para visitar el Gran Cañón por primera vez en su vida y la excursión estaba a punto de concluir. Me miró como diciendo: «Me temo que nos tenemos que volver». En un desacostumbrado gesto de caballerosidad, les espeté:

—Nosotros seguimos. Puede que sea la única ocasión de ver esto que tengamos en nuestra vida, y mola bastante, ¿no?

Después de un silencio demasiado prolongado, Barb dijo:—Sí, claro… Nos volvemos solo nosotros. Vamos, Tom.Tom parecía de nuevo contrariado y preguntó:—¿Cuánto tiempo calculáis que estaréis por ahí?Yo dirigí la vista al largo y tortuoso sendero, intentando divisar

el río Colorado, que discurría varios kilómetros más abajo.—No sé, supongo que un par de horas.—Vale. Tocad en nuestra puerta cuando volváis.«¡Caray!, tampoco estoy en tan baja forma», pensé yo.Cuando se fueron, caí en la cuenta de que Jeannie y yo no ha-

bíamos tenido una conversación solos desde el comienzo de aquel viaje.

—No sé qué está pasando aquí –dijo Jeannie–, pero yo me crié con un montón de niños pequeños alrededor y lo normal es que se duerman en cualquier sitio.

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Como no quería criticar a un buen amigo, le dije que probable-mente no teníamos ni idea de lo abrumadora que es la tarea de lidiar con un niño de un año. Le concedí a Tom el beneficio de la duda.

Recorrer el Gran Cañón no es fácil, pero yo lo conseguí. Sin que me pagaran nada a cambio, todo hay que decirlo. Lo más frustrante fue cuando me di cuenta de que, una vez que has reco-rrido el Gran Cañón, tienes que salir de allí abajo. Y no hay ascen-sor. ¡¿Será posible?! Jeannie estaba disfrutando como los indios. A mí me ardían las piernas y estaba realmente agotado, pero fingí que me lo estaba pasando bomba.

Cuando llegamos de vuelta al hotel, nos sorprendió ver a Barb y a Tom sentados fuera de su habitación. ¿Se habrían dejado la llave dentro? Tom, que tenía cara de cansado, nos explicó:

—El niño acaba de dormirse.Recuerdo que pensé: «¿Está alguna vez despierto este niño?».Cuando abrí la puerta de nuestra habitación, Barb y Tom en-

traron y se sentaron en una de las camas. Tom cogió el mando a distancia y se puso a zapear por los tres únicos canales que se po-dían sintonizar. Me disculpé y les dije que me gustaría echar una cabezadita antes de cenar y que si no les importaba irse a ver la televisión a su habitación.

Tom y Barb parecían no entender nada.—¡En nuestra habitación no podemos encender la televisión!

–estalló Tom—. ¡Está durmiendo el niño! Pensábamos que podría-mos estar viendo la tele en vuestra habitación mientras dormía el niño… ¡Os hemos estado esperando dos horas!

Yo estaba muy desconcertado. ¿Era esto ser padre? Le expliqué que tenía las piernas muy doloridas, que estaba muy cansado y que necesitaba echar una cabezadita. Con un evidente esfuerzo por con-tener su ira, Tom me preguntó si, una vez que hubiera echado mi cabezadita, sería tan amable de dar un toquecito en su puerta para que ellos pudieran venir a nuestra habitación. Volví a disculparme: casi no podía andar y, como no me acostara una hora, iba a estar he-cho polvo el resto de la tarde. Barb y Tom salieron de la habitación dando un portazo.

—¡Vivir para ver! –dijo Jeannie.

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Ella fue a ducharse y a hacer cosas de chicas, mientras yo me quedaba profundamente dormido durante tres cuartos de hora, sin ni siquiera descalzarme.

Cuando me desperté de mi cabezadita, toqué delicadamente en su puerta para irnos a cenar juntos a alguna cafetería guberna-mental. Barb –que ya estaba en pijama– no quiso venir. Cuando le pregunté si quería que le trajéramos algo, me respondió de ma-nera cortante:

—Ya he cenado con el niño. No te preocupes. Id sin mí. Gajes del oficio de madre. ¿Puedo usar vuestro baño para lavarme los dientes.

—Sí, por supuesto –contesté. Y pensé: «No vayas a molestar al niño con el ruido del cepillo».

En el camino a la cafetería, me di cuenta de que Tom estaba muy callado. Cuando le pregunté si pasaba algo, se paró, miró al suelo y esbozó una sonrisa:

—Lo entenderás cuando seas padre.—¿Entender qué?Y, en tono condescendiente, me dijo:—Te arrepentirás de haber echado esa siesta.¿Arrepentirme? Me he arrepentido de muchas cosas en mi vida,

pero nunca de haber echado una siesta. Entonces lo vi claro: la im-portancia de las habitaciones contiguas era que el niño necesitaba una habitación para él solo, y la otra era para nosotros cuatro. La nuestra era una especie de «sala de descompresión», un sitio donde relajarse y descansar de la ardua tarea de ser padres. Volví a dis-culparme, pero no pude evitar pensar que, si las reglas se hubieran explicado desde el principio, se podría haber evitado aquella situa-ción. Me parecía que lo lógico habría sido dejar clara aquella cues-tión organizativa, antes de que yo me cargara la función de «sala de descompresión» que tenía nuestra habitación. Más lógico aún habría sido coger tres habitaciones y reconocer que el niño necesi-taba la suya. Yo estaba convencido de que aquello habría evitado las situaciones un tanto violentas que habíamos vivido. Pero, bueno, yo nunca había sido abducido por alienígenas.

Tom aceptó mis disculpas, y a la mañana siguiente empren-dimos el viaje de vuelta por la larga carretera que atravesaba el

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desierto. Estaba siendo un viaje relativamente tranquilo, a no ser por la música del CD del niño: «Ding-dong-ding, ding-dong-ding». De repente, no se sabe de dónde, salió un enorme ciervo que atra-vesó la carretera delante del coche. Tom dio un volantazo para es-quivarlo, pero el ciervo se quedó parado como… Bueno, como un ciervo deslumbrado por los faros. Nos estrellamos contra el ciervo a ochenta kilómetros por hora. Todos gritamos horrorizados. El coche quedó destrozado y el ciervo herido salió corriendo hasta que desapareció en el desierto. Aparte del ciervo, todos estábamos bien, gracias a Dios. Y el niño, el que mejor. Ni siquiera se había despertado. «Ding-dong-ding, ding-dong-ding».

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La secta

Recuerdo que, cuando veía a gente que iba con niños pequeños en los aviones, siempre pensaba: «¡Qué extraño! ¿Cómo puede ha-ber nadie que quiera someterse a sí mismo a esa tortura?». No lo pillaba. Veía a los padres como si fueran miembros de una secta. Y, la verdad, no andaba muy descaminado. Ser padre es pertene-cer a una secta.

Es mucho más que dormir poco y vestir de manera desaliñada. Lo que sigue son características de las sectas, según la American Family Foundation. He añadido alguna aclaración entre [corche-tes].

• Los miembros del grupo [padres] profesan una obediencia cie-ga e incuestionable al líder [su hijo].

• Los miembros del grupo [padres] se afanan por atraer nuevos miembros.

• Los miembros del grupo [padres] se afanan por conseguir di-nero.

• El líder [hijo] provoca sentimientos de culpabilidad en los miembros [padres] con el fin de controlarlos.

• La ciega sumisión de los miembros [padres] al grupo [hijos] hace que abandonen toda relación con familiares y amigos y que renuncien a objetivos y actividades personales que centra-ban su interés antes de unirse al grupo.

• Se espera de los miembros [padres] que dediquen al grupo [hi-jos] una cantidad de tiempo desproporcionada.

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• Se recomienda o exige a los miembros [padres] que vivan [en barrios periféricos] y/o se relacionen [reuniones de niños para jugar, cumpleaños, etc.] únicamente con otros miembros del grupo [padres].

Todo esto, que puede parecer histérico y aterrador, es verdad solo en parte. Sí, a primera vista los padres podemos parecer zom-bis a los que han lavado el cerebro, pero no lo somos. No lo somos. Nos encanta ser padres. Nos encanta. A ti también te va a encantar. Únete a nosotros. Únete. ¡Debes unirte! Llévate, por favor, este fo-lleto y no dejes de ver este vídeo de Baby Einstein. ¿A que es genial? Te va a acabar encantando. Te dará paz. (Auxilio, estoy atrapado). ¡ÚNETE!

En justicia, hay que decir que los intangibles beneficios que re-porta ser padres están ocultos detrás de esta terrorífica fachada. No me di cuenta hasta que tuve hijos. ¿Cómo iba a darme cuenta? Yo nunca había estado combatiendo en Vietnam y cenando en París el mismo día. No tenía ninguna referencia que me ayudara a entender el dolor del combate y el romance que un padre puede experimen-tar en el mismo día. No conocía el gozo que supone conseguir que se duerma un niño de dos años. Bueno, sigo sin conocerlo, pero esa es otra cuestión… Para los que no tienen hijos, lo de ser padre es una cosa rara. Carece de toda lógica. Uno tiene que pertenecer a la secta para entenderlo. Evidentemente, no intento forzar a nadie. La decisión es cosa tuya, tómate tu tiempo. Pero la nave espacial llega el jueves.

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Familiar

A mí se me considera un humorista «limpio». Esto quiere de-cir, fundamentalmente, que no suelo decir palabrotas y no cuento chistes verdes. Y no es que yo me lo propusiera; simplemente, ha acabado siendo así. Cuando estás hablando de magdalenas en un monólogo, no hace demasiada falta decir tacos o recurrir al sexo. De vez en cuando, algún periodista se refiere a mí como un humo-rista «familiar», y eso siempre me pone enfermo.

Como padre que soy, sé perfectamente que «familiar» no es más que un sinónimo de malo. Los restaurantes familiares sirven una comida horrible. Los hoteles familiares tienen el mismo encanto que puede tener un aquapark. En realidad, cualquier cosa a la que se añade el adjetivo familiar es mala. ¿Has estado alguna vez en unos «aseos familiares»? El estado en que me los encuentro hace que siempre los asocie a las gasolineras.

El aspecto más terrible de todo lo que sea «familiar» es que siem-pre hay otras familias. Por definición, esas otras familias tienen ni-ños, lo que se traduce en más gritos. Los niños tienden a portarse tan mal como el que peor se porte en la sala. Las leyes de la física establecen que, si hay un niño gritando y corriendo en el vestíbulo de un hotel, el resto de niños presentes se pondrán a gritar y correr en el vestíbulo del hotel.

Probablemente, solo hay una cosa peor que las que llevan la eti-queta «familiar»: las que llevan la etiqueta «para niños». Que una cosa sea «para niños» significa que no se considera en absoluto lo que un adulto puede querer o necesitar. Y no es que sea de menor calidad: es que es horrible. Podrían llamarlo también «antiadultos».

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Quizá contra lo que hay que estar prevenidos es contra todo aquello a lo que ponen etiquetas. Si uno lo piensa, cuando etiquetan una cosa es por algo. A mí algunas etiquetas me dan un cierto yuyu. En cuanto veo destinos turísticos con la etiqueta «ambiente incompara-ble», empiezo a sospechar. Conmigo que no cuenten. Muchas veces la gente dice de algunos sitios que no son adecuados para llevar niños. Esos son los que yo quiero. Cuando me hablan de restau-rantes que no están preparados para llevar niños, siempre pienso lo mismo: «¡Debe de ser un sitio increíble! ¡Vamos a llamar a una canguro!».

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Ten hijos: la condición

El hecho de ser padre de cinco niños ha hecho que empiece a valorar lo que de verdad importa en la vida. Y, muy especialmente, la sublimidad de estar solo. Claro que ahora no estoy solo nunca. Tengo cinco hijos a los que quiero con toda mi alma. Incluso al que me proporcionó el título de este libro.

Esto lo escribió mi ex hijo.

Y la expresión «Tengo hijos» está siempre en presente. Siempre están conmigo. Incluso cuando no están a mi lado, «tengo hijos». Cuando viajo, «tengo hijos»; y el estar separado de ellos me hace sentirme culpable. Si estoy en el baño, disfrutando de un poco de

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tiempo privado de papi, «tengo hijos» que tocarán en la puerta: «Papá, ¿qué haces ahí dentro?». Como si les estuviera ofendiendo. «Tengo hijos», lo mismo que «tengo alopecia típica de varón». Es una condición incurable, y yo la tengo. Los síntomas incluyen fa-tiga constante, incapacidad para dormir y, por supuesto, interrup-ción frecuente del sueño.

Me entran unas paranoias terribles cuando estoy con gente que no tiene niños, porque yo sí «tengo hijos». Entre ellos, me siento un marginado. Una vez que sale el tema de que tengo niños, me quedo mirando a las caras de los jóvenes solteros. Me los imagi-no retrocediendo un discreto pasito hacia atrás, como para evitar contagios, y con una expresión en el rostro que me está diciendo: «No sabes cómo lo siento». Algo así como si yo me hubiera pres-tado inocente y voluntariamente a contraer la lepra y a estar en cuarentena para siempre, alejado del mundo de la diversión, me-diante el procedimiento de tener niños.

Evidentemente, mi temor a ser rechazado por amigos sin niños carece de fundamento alguno. Me he vuelto un hipocondríaco en lo que respecta a mi actual estado; y lo más probable es que esta sea la consecuencia de cómo veía yo a los que tenían hijos cuando yo era soltero y no los tenía. Siempre pensé que, si me acercaba demasiado a uno que tuviera hijos, un tropezón fortuito me haría caer en una cinta transportadora que me conduciría a un barrio periférico, donde empezaría a acostarme a una hora razonable.

Pero lo cierto es que mis amigos sin hijos han manifestado su admiración por el valor con que me enfrento a mi enfermedad: «¡Qué valiente!», «¡Ánimo!», «¡Lo superarás!». Eso no quiere decir que no me tomen un poco el pelo porque no puedo ir a divertirme saliendo de bares con ellos durante toda la noche. A menudo per-cibo el retintín de los comentarios cuando excuso mi asistencia a un plan de juerga nocturna hasta altas horas. Y me voy entonces a casa, a mi particular juerga nocturna. También me lo paso bien y, al igual que mis amigos, me despierto por la mañana como si me hubiera atropellado un camión. Con lo que sé perfectamente que no me estoy perdiendo nada.

Claro que no es el tipo de juerga que se corren mis amigos. Esa no la tendrán hasta que cojan el virus, tengan hijos y descubran qué

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es pasárselo bien de verdad. Y, cuando digo «pasárselo bien», me refiero a «tener hijos» que te hacen valorar la sublimidad de estar solo. Bueno, a mí me parece sublime. Bueno, ya no me acuerdo. No paso solo el suficiente tiempo como para acordarme.

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El llanero solitario

Recuerdo que, cuando estaba soltero, yo era una persona soli-taria porque quería. Comía solo, iba solo al cine y pasaba mucho tiempo solo. Por aquel entonces, me parecía absurda la mera idea de tener compañeros de piso. Ahora tengo muchos. Una de ocho años, uno de seis, una de tres, uno de uno y otro al que creo que to-davía no me han presentado. ¡Cinco, nada menos! Cinco niños pue-den parecerte algo abrumador… ¿Pero cómo crees que me siento yo? Hace diez años, prácticamente no quedaba con nadie, y ahora mi apartamento rebosa literalmente de niños. Es como si me hu-biera olvidado de guardar la manteca de cacahuete por la noche.

Lo cierto es que yo no había pensado nunca en casarme, y mu-cho menos en tener niños. Supongo que sí tenía la típica idea ro-mántica de ser padre algún día; pero, bueno, también tenía la ro-mántica idea de ser astronauta, y, en serio, lo de ser astronauta me parecía más realista. Aparte de mis características físicas, nada en mi infancia, adolescencia o juventud hacía suponer que yo tendría hijos algún día. Mientras que era evidente que muchísimas cosas apuntaban a que muy probablemente sería astronauta… Bueno, vale, sí, que bebí Tang una vez.

Yo era el pequeño de seis hermanos. Sí, vengo de una familia numerosa, pero hay que decir que el hecho de ser el pequeño de seis hermanos no te prepara para la paternidad. Para lo único que te prepara es para la filiación. Nunca he hecho de canguro ni he sido monitor de campamento. No he tenido primos más peque-ños, y ni siquiera vecinos con hijos más pequeños que yo. Lo más cerca que había estado de un niño pequeño es cuando veía en la televisión La hora de Bill Cosby y Raven-Symoné se fue a vivir con los Huxtable durante varias temporadas.

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Nada en la elección de mi profesión hacía suponer que me aca-baría casando y teniendo hijos. La de humorista es una vida nó-mada y noctámbula, poco compatible con la mínima normalidad y previsibilidad que requiere una sana participación en la sociedad, y no digamos la sana participación en la educación de un niño. Ha habido épocas en mi vida en las que solo tenía que hacer una cosa en todo el día, pero no lo conseguía. «Tengo que ir a correos, pero para eso tendría que vestirme. Y cierran a las cinco… Creo que lo voy a dejar para la semana que viene». Los humoristas son, normal-mente, personas introspectivas y marginales que se parecen más a los juguetes que nadie quiere en Rodolfo, el reno de la nariz roja que a los padres «normales» que sacan en televisión.

La mayoría de los monologuistas son muy conscientes de que no son personas normales. No tiene nada de normal salir a un escenario para hacer reír a gente que uno no conoce de nada. Pruébalo si no. Es de lo más raro. Por naturaleza, nos gusta llevar la contraria. Dile a un humorista que haga algo: lo más probable es que haga justo lo contrario para ver cómo reaccionas. «Deberías jugar al fútbol, como tu hermano»; «Deberías dedicarte a las finanzas, como tu padre»; «Deberías escribir un libro inteligente, divertido y bien escrito, como Bill Cosby».

Cuando ya me había hecho a la idea de limitarme a ser el tío que vive en Nueva York y al que sus sobrinos consideran un tipo muy pe-culiar, conocí a Jeannie. Jeannie era distinta a todas las mujeres que había conocido y que conoceré. Era, en parte, vecina, en parte, supe-restrella, en parte, paciente de un hospital psiquiátrico. Jeannie era la mayor de nueve hermanos, y, cuando la conocí, estaba dirigiendo una obra de Shakespeare en versión hip-hop, en la que participa-ban unos cincuenta niños de barrios marginales. ¡Sin cobrar! Ahí estaba aquella divertida, sexy e inteligente mujer, apasionada por su arte y apasionada por los niños. Trabajar con niños era una fuente de inspiración para Jeannie, y estar con ella era una fuente de inspira-ción para mí. La nuestra era una relación alucinante. Jeannie quería cuidar de mí, literalmente. Y yo, por mi parte, tenía un inexplicable –casi genético– deseo de proporcionarle alguien a quien cuidar.

Por primera vez en mi vida, sentí que podía pasar el resto de mi vida con alguien. ¡Caray!, y hasta tener un hijo con esa persona.

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33El ll aner o so lit ar io

Porque, aunque yo no sabía nada de niños, seguro que Jeannie se encargaba de todo. Digo yo. En cualquier caso, sabía que no ten-dría que pagarle. Al final, conseguí engañar a Jeannie para que se casara conmigo, y fue entonces cuando descubrí que Jeannie se quedaba embarazada con solo mirar a los niños.

Así que ahora soy un llanero solitario con un caso agudo de en-fermedad crónica que se llama «niños». Estoy aprendiendo a vivir con la enfermedad y también a aconsejar a otros aquejados de la misma dolencia. En esta línea, estoy organizando una vez al año un maratón de sueño para conseguir fondos destinados a la investiga-ción. Si quieres colaborar –y no me cabe duda de que quieres–, no tienes más que hacer un donativo de cien dólares por cada hora que yo duerma. Estarás prestando un inestimable servicio humanitario y yo llegaré a ser mejor padre gracias a tu solidaridad y apoyo. Nos beneficiamos los dos. Ya sé que suena como si me estuvieras pagan-do por dormir, pero es mucho más. Juntos podemos hacer que esto de ser padre sea mucho más llevadero. Al menos, será más llevadero para mí y mi cuenta corriente. Gracias por tu generosidad.

Postrados en cama con niños.

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JIM

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JIM GAFFIGAN

«Divertidísimo… te hará estallar en carcajadas. Es uno de los retratos más sinceros y atractivos sobre la paternidad compues-to por un humorista de nuestros días». — Publishers Weekly

«Una mirada honesta a la realidad de lo que supone ser padres y al buen humor que sustenta todo. Pero más divertido aún». — Babble.com

Podría ser porque Jim Gaffigan es muy perezoso y además tiene mala vista o porque tiene cinco hijos pequeños y vive en un apartamento de dos habitaciones en el centro de Nueva York. Jim es como cualquiera: una persona muy ocupada, muy centrado en sí mismo y va agotado por la vida. La única diferencia, quizá, es que Jim Gaffigan es humorista profesional y muy, muy guapo.

Lleno de agudas observaciones y de un humor explosivo, Papá está gordo es el homenaje de Jim a su vida rodeado de su familia, con todas sus alegrías y también con sus horrores. A la vez, es una petición de ayuda de un padre que se ha dado cuenta de que él y su mujer se han convertido en minoría en su propio hogar.

Visita su web jimgaffigan.com o síguele en Twitter @JimGaffigan

ISBN 978-84-9061-368-9

¿Alguna vez te has leído un libro que te haya cambiado la vida?Bueno, Jim Gaffigan tampoco.

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