novela 'etnográfica' o la logofagia de la cumbia villera

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Jostic, S. (2011). Novela etnográficao la logofagia de la cumbia villera. Cuadernos del Sur - Letras, (41), 151-172. Novela etnográficao la logofagia de la cumbia villera Sonia Jostic1 Resumen Tras examinar ciertos funcionamientos que definen la(s) lógica(s) culturales de sectores populares (las cuales, a su vez, se vinculan con categorías como la correspondiente a lo subalterno), revisando al mismo tiempo algunas formulaciones metodológicas orientadas a desarmar la lectura convencional de esas lógicas culturales para dejar de percibir la cultura del pobre como la cultura más pobre, la presente comunicación se detiene en la gravitación que dichas exploraciones y análisis tienen (o pueden tener) en la literatura argentina contemporánea. Se ofrece un mapa de dicha producción ficcional, en el que se organizan ciertos vectores escriturarios. Y en el intersticio en el cual oralidad y escritura tensan sus articulaciones, se abre la interrogación a propósito de la literatura popularcomo posibilidad. El análisis, más dispuesto a relevar zonas de conflicto que a alentar impugnaciones o genuflexiones, se detiene especialmente en la propuesta de Santiago Vega-Washington Cucurto en tanto figura atravesada por cierta condición de bisagra cultural. Abstract After examining certain performance that define the cultural logic or logics of popular groups (which also are tied to categories that match with de under culture); looking over, at the same time, methodical planning to dismantle the conventional reading of this culture logics so it won't be seen “the culture of the poor as the poorest culture, this paper applies in the weight that this research and analysis have (or can have) in the argentine contemporary literature. 1 Instituto de Investigaciones Literarias y Lingüísticas (IDILL). Universidad del Salvador. Correo electrónico: [email protected]

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Jostic, S. (2011). Novela “etnográfica” o la logofagia de la cumbia villera.

Cuadernos del Sur - Letras, (41), 151-172.

Novela “etnográfica” o la logofagia de la cumbia villera

Sonia Jostic1

Resumen

Tras examinar ciertos funcionamientos que definen la(s) lógica(s) culturales de sectores populares (las cuales, a su vez, se vinculan con categorías como la correspondiente a lo “subalterno”), revisando al mismo tiempo algunas formulaciones metodológicas orientadas a desarmar la lectura convencional de esas lógicas culturales para dejar de percibir “la cultura del pobre como la cultura más pobre”, la presente comunicación se detiene en la gravitación que dichas exploraciones y análisis tienen (o pueden tener) en la literatura argentina contemporánea.

Se ofrece un mapa de dicha producción ficcional, en el que se organizan ciertos vectores escriturarios. Y en el intersticio en el cual oralidad y escritura tensan sus articulaciones, se abre la interrogación a propósito de la “literatura popular” como posibilidad. El análisis, más dispuesto a relevar zonas de conflicto que a alentar impugnaciones o genuflexiones, se detiene especialmente en la propuesta de Santiago Vega-Washington Cucurto en tanto figura atravesada por cierta condición de bisagra cultural.

Abstract

After examining certain performance that define the cultural logic or logics of popular groups (which also are tied to categories that match with de “under culture”); looking over, at the same time, methodical planning to dismantle the conventional reading of this culture logics so it won't be seen “the culture of the poor as the poorest culture”, this paper applies in the weight that this research and analysis have (or can have) in the argentine contemporary literature.

1 Instituto de Investigaciones Literarias y Lingüísticas (IDILL). Universidad del Salvador. Correo electrónico: [email protected]

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It offers a map of this kind of fiction, in which there are some writing lines. In the crack where the oral and the written match and stiffen their articulation, it opens a question about the “popular literature” as possibility. The analysis, always ready to disclose struggle areas than to encourage opposition or genuflexion, is specially in Santiago Vega-Washington Cucurto as a figure with a certain condition of cultural hinge.

Palabras clave

Cultura (y relato) popular - subalternidad - cultura (y relato) letrada/o

Key words

Popular culture (and story) - “under culture” - Written culture (and story)

Al asedio de los monos llamados “sabios”

Entregada a su celebración, la Patria del Centenario supo convocar el homenaje de voces múltiples y variadas, desde las suscriptas a la modernista “aristocracia del talento” hasta las mucho más despojadas posmodernistas. Del lado de las primeras, los versos que Rubén Darío concibe para su Canto a la Argentina (1910) ejecutan una panteonización nacional; a su vez, Leopoldo Lugones monumentaliza la Patria y la transmuta en arte en sus Odas seculares (1910). Luego, otros registros menos enfáticos acuden a lo nacional anónimo, doméstico e ignorado, tal como sucede, por ejemplo, en ocasión de la “Oda a los padres de la Patria” (1911), de Enrique Banchs. La hora del Bicentenario, en cambio, encuentra una literatura vernácula pendiente de su presente más inmediato ya no para atravesarlo con gestos conmemorativos sino para visibilizar escenas y escenarios tan descarnados como encarnados en la malla social; escenas y escenarios que el hábito ha ido naturalizando hasta ubicar en una coyuntura que no por “familiar” deja de ser temida:

La profesión de cartonero o ciruja se había venido instalando en la sociedad durante los últimos diez o quince años. A esta altura, ya no llamaba la atención. Se habían hecho invisibles, porque se movían con discreción, casi furtivos, de noche (y sólo durante un rato), y sobre todo porque se abrigaban en un pliegue de la vida que la gente en general prefiere no ver. (Aira, 2001: 13)

En este sentido, teniendo la sociología y la antropología como vértices cómplices de una fecunda triangulación, esta literatura activa textos que se articulan a partir de una posición

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deslizada, en tránsito2 y “extrañada”; una literatura que, desde un lugar que le es propio, se asoma a un territorio -a saber: el correspondiente a la(s) cultura(s) de los sectores populares- en el que, de pronto, su condición nativa transmuta en cierta extranjería.

A fin de aprehender en “positivo” la índole popular de la cultura (vale decir: en función de los rasgos que la constituyen y no solo de aquellos de los que carece), Grignon y Passeron propusieron, hace ya varios años, la desactivación de la mirada dominocéntrica para poder ensayar transposiciones que permitieran identificar “haberes” populares. Tras socavar la percepción de “la cultura del pobre como la cultura más pobre” (Grignon y Passeron, 1991: 96), las prácticas ligadas a la necesidad abandonan el taxativo vínculo con el “sufrimiento” y la “imposibilidad” para ser leídas (y valoradas), también, desde la “elección” y la “preferencia”. Se trata, en definitiva, de un ejercicio que permite percibir la(s) cultura(s) popular(es) como:

sistemas de representación y prácticas que construyen en interacciones situadas quienes tienen menores niveles de participación en la distribución de los recursos de valor instrumental, el poder y el prestigio social, y que habilitan mecanismos de adaptación y respuesta a estas circunstancias, tanto en el plano colectivo como individual. (Míguez y Semán, 2006: 24)

Pero esas representaciones y esas prácticas no boyan en la ingravidez del vacío; antes bien: se organizan en función de momentos y sitios determinados, lo cual impone la localización y la historización de las manifestaciones populares de la cultura. Solo así resulta posible explorar cierta geografía de una Buenos Aires que se ha ido “tugurizando” (Sarlo 2009: 71) especialmente desde la crisis económica que estalló en nuestro país al principio del milenio.

En otro orden (que también es el mismo), cabe añadir que la experiencia de la asimetría efectivizada a través del recurso desfavorable a bienes materiales y simbólicos, de una posición postergada en la estructura social, de los conflictos de poder que se inscriben en la constitución de la cultura, todo ello le asigna a la cultura popular una condición subalterna. Definido por Ranajit Guha como “atributo general de subordinación [...] ya sea que esté expresado en términos de clase, casta, edad, género, ocupación o en cualquier otra

2Sergio Chejfec los ha llamado: “Textos de nativos-viajeros, o más bien de viajeros en su propia comunidad - y por lo tanto no tan viajeros o no tan integrados- (.)” (Chejfec, 2005: 146). Es evidente que el hecho de que el argentino Chejfec resida en Venezuela desde hace veinte años contribuye a articular una percepción que se ajusta a la condición “etnográfica”: cerca y lejos a la vez (o ni cerca ni lejos a la vez), en su persona se materializa el “viajero” que ausculta lo exótico-ajeno, pero cuyo ojo logra, por eso mismo, mirar aquello que los nativos no ven.

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forma” (Guha, 1997: 23) -entre las que, por cierto, lo abierto de la enumeración habilita la categoría de raza-, lo subalterno instala de manera brutal la cuestión de la voz como problema. Más allá de las índoles que la academia le adjudica a la naturaleza de la subalternidad: binaria (Guha)3 o híbrida (Bhabha),4 la paradoja de la palabra subalterna deriva de su modulación en perpetua sordina: siempre traducida, sintetizada, interferida, sincopada, o sintonizada (quizás incómodamente) “allí donde la ‘pérdida' del significado ingresa” para “transformar el escenario de la articulación (y así) cambia(r) la posición de la enunciación y las relaciones discursivas dentro de ella; no sólo lo que se dice, sino desde dónde se lo dice; no simplemente la lógica de la articulación, sino el topos de la enunciación.” (Bhabha, 2010: 411-412) Con más contundencia, Gayatri Spivak ha señalado que “no hay, en rigor, sujeto subalterno (.) que pueda conocer y hablar por sí mismo” (Spivak, 1998: 195) puesto que si estuviera entre sus posibilidades hacerlo, es decir: si el subalterno pudiera hablar de forma tal que realmente ejerciera la interpelación, abandonaría esa condición para (re)ubicarse en una simetría interlocutiva. No se trata, por ende, de una voz de por sí audible, ya que requiere del ventrílocuo para manifestarse; pero tampoco es una voz muda. La paradoja de la palabra subalterna consiste, pues, en ser habitante tácita de la comunicación.

El “etnógrafo” en pleno trabajo de campo. Métodos y resultados

Una colección de corte periodístico, más o menos próxima al non-fiction, supo hacer despuntar el universo de la marginalidad en la literatura más o menos reciente. De ella son representativos: Los pibes del fondo. Delincuencia urbana. Diez historias, de Patricia Rojas (2000); Cuando me muera quiero que me toquen cumbia. Vidas de pibes chorros (2003) y Si me querés, quereme transa (2010), de Cristian Alarcón; Cartoneros. Recuperadores de desechos y causas perdidas, de Eduardo Anguita (2003). Pronto una ficción “joven” tomó la posta y comenzó a ocuparse de esta mirada inoculándole trazos “etnográficos” dirigidos a procesar el presente de suburbios, barrios bajos y villas, pero “no como enigma a resolver sino como escenario a representar” (Sarlo 2006: 2).

3 Al concebir lo subalterno como uno de los términos constitutivos de una relación binaria de la cual el otro término es el de dominación, Guha enfatiza el peso antitético, inverso, negativo (lo subalterno es lo que lo dominante no es), la situación de inferioridad y de conflicto.4Homi Bhabha considera la subalternidad como una instancia refractaria al juego de polaridades, habitante de un “entremedio” (in-between) y, por lo mismo, “más híbrida en la articulación de las diferencias y las identificaciones culturales (...) de lo que puede representarse en cualquier estructuración jerárquica o binaria del antagonismo social” (Bhabha, 2010: 386).

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De algún modo, el “trabajo de campo” forma parte del desempeño de los periodistas, que explicitan un proceder pendiente del acceso a aquel “otro” que se desea examinar. Alarcón, por ejemplo, reconoce hallarse en la villa “sumergido en otro tipo de lenguaje y de tiempo, en otra manera de sobrevivir y de vivir hasta la propia muerte” (2003: 16), donde intenta “no parecer tan desconocido” (176) para lograr un acercamiento que solo llega a ser gradual y limitado: “El extrañamiento del foráneo al conocer los personajes y el lugar, el lenguaje, los códigos al comienzo incomprensibles, la dureza de los primeros diálogos, fue mutando en cierta cotidianeidad” (45)5. En este mismo orden, Patricia Rojas declara hallarse “en un lugar en el que (s)e sient(e) ajena” (2000: 194) y donde ha debido esperar “sin suerte, horas y horas” para poder efectivizar entrevistas a sujetos que “al principio, no quis(ieron) hablar con (ella). O no pud(ieron).” (116) Se pone en marcha, por lo tanto, una operación que activa las diversas inflexiones de la “representación” (Spivak, 1998): “hablar sobre” alguien que es otro (y al que, en ese sentido, se “representa”, se “retrata”); y también “hablar por”, “en lugar de” ese alguien, que siempre es otro, a quien se ha escuchado y de quien se es un “delegado político” en la escritura.

A su vez, un posible corpus de ficciones sobre la marginalidad convoca, por ejemplo, a César Aira (La villa, 2001), Washington Cucurto (-seudónimo de Santiago Vega- Cosa de negros, 2003; Las aventuras del Sr. Maíz, 2005; El curandero del amor, 2006; Sexybondi. Peripecias de una vida en cuatro ruedas, 2011), Gabriela Cabezón Cámara (La Virgen Cabeza, 2009) y Leonardo Oyola (Gólgota, 2008; Santería, 2008; Sacrificio, 2010; Kryptonita, 2011). Esta producción puede recurrir, también, a una etnografía urbana sui generis: desde el testimonio de los puesteros de La Costanera (Oyola, 2008) hasta la biblioteca consultada en calidad de “informante”. En este sentido, la periodista Cabezón Cámara reveló haberse inspirado en los pasillos que habitan los libros de Alarcón para montar El Poso, la villa de La Virgen Cabeza.6 Pero en la novela de la autora -a diferencia de lo que sucede en las demás- aparece la figura del “intelectual”, del letrado como “mediador” y como “traductor” intercultural: la protagonista, Qüity, “había querido ser escritora y había sido estudiante de letras clásicas” (31), pero abandonó sus ambiciones para convertirse en una periodista de policiales; así encontró lo que percibiera como tema -“una travesti que organiza la villa gracias a su comunicación con la madre celestial” (31)- de un libro que le garantizaría un premio (dinero, publicación). Con ese propósito en la mira, Qüity accede al mundo villero sin saber que “ese camino era como una curva o un pasaje a otra dimensión” (29)7 en la que se sorprenderá, adoptará “estrategias villeras” y perderá gradualmente la “perspectiva irónica” propia de la posición

5 El subrayado me pertenece.6 En la entrevista abierta realizada por Silvia Hopenhayn como parte del ciclo “La ficción y sus hacedores”, el 19 de octubre de 2011, en la “Casa de la Cultura”.

7 El subrayado me pertenece.

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dominante.8 Por lo tanto, cualquiera sea el registro escriturario (ficcional o no-ficcional) involucrado con los márgenes, pronunciar contraseñas, observar, describir, acostumbrar el oído, ganar confianzas, (per)seguir para preguntar, intentar “formar parte de”. articulan una batería de gestos destinada a promover proximidades y aproximaciones que, sin embargo, nunca devendrán identificación ni yuxtaposición absolutas:

no basta con cambiar y descender, aun de verdad, los escalones de la escala social, para olvidar la cultura de origen (.). Si los prófugos de la clase dominante son percibidos siempre (.) como extranjeros por los miembros de su clase de adopción (.) es porque continúan hagan lo que hagan, descifrando la condición popular por medio del ‘código' de su cultura de origen, y porque terminan siempre por volver a su clase de origen (aunque más no sea bajo la forma de un libro). (Grignon y Passeron, 1991: 70-71)

En otras palabras: incluso suscribiendo -a lo miserabilista- la idea de un campo social dinámico y móvil, recorrido por capilares de circulación cultural -y no irreductiblemente fracturado-, el específico caso de la literatura parecería no dejar de construir una lógica cargada de enclaves y de filtros.

Por otra parte, la ficción de los márgenes se ubica -con todo derecho- lejos del propósito documental que define a la etnografía. Se trata de textos que ajustan el zoom narrativo sobre el delito eventualmente administrado por la policía; la percepción de una vida que se asume como paradoja entre el vitalismo y la fatalidad del instante; el cuerpo que se consume pero también se sume en el ávido ejercicio de la sexualidad; el cartoneo que se dispersa entre vías, desvíos y reenvíos; la cumbia de pasillo que burla la exclusión cuando es digerida por la industria cultural; la villa que se abroquela en bandas pero también sabe organizar la contención solidaria; la devoción religiosa que materializa lo trascendente en la experiencia cotidiana; el filón lumpen capturado en el slang. Pero lo que “parecería verificarse en la narrativa argentina de este tiempo”, a saber: “una cierta vuelta a la realidad” es precisamente eso: una vuelta “A la realidad, eventualmente, pero no por eso al realismo [.].” (Kohan, 2005: 34) En rigor, la afirmación de Kohan funciona más aceitadamente para algunas ficciones que para otras;9 pero, en términos generales, en ellas se activan mecanismos atentos a ciertos protocolos realistas de representación para

8 El personaje de Qüity se aproxima, en algún punto, a la figura del “intelectual solidario”, propio del testimonio (Nofal, 2002). Obviamente, no sugiero que La Virgen Cabeza se proponga como testimonio; solo reparo en la postulación de la instancia intelectual como requerida y a cargo del diálogo entre diferentes zonas culturales.9 Puede decirse que ficciones como las de Sergio Olguín (Oscura monótona sangre, 2010) y Bruno Morales - seudónimo de Sergio Di Nucci- (Bolivia construcciones, 2006) articulan una serie diversa de aquella con la que se trabaja en el cuerpo de esta comunicación.

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tensarlos (hasta hacerlos “reventar”) con modulaciones estéticas “impertinentes”. Y los resultados de esa operación se despliegan en el “des-realismo” de Aira (Delgado, 2005: 65), el cucurtiano “realismo sucio” o “atolondrado” (que Vega se autoadjudica),10 en el “apocalipsis circense” (Hopenhayn en entrevista, 2011) que Cabezón Cámara monta en difícil clave tragicómica, en los maridajes bizarros con los que Oyola produce “un territorio ‘real' fértil en su delirio” (Mattio, 2011).

Presentación de un oxímoron (I)

Al momento de consultar estudios a propósito de la cultura popular, los “haberes” que ofrece la bibliografía se concentran en estilos musicales;11 en la percepción de la “fuerza”, sea entendida en términos del “aguante” de las barras futboleras o de los peculiares códigos y lealtades del mundo delictivo; en la categoría “joda”, que reivindica el alcohol, las drogas, la lógica de la satisfacción inmediata y el socavamiento de la “cultura del trabajo”; en el “vivir de planes” como sustitución estratégica de la búsqueda de inserción en el mercado laboral; en las canonizaciones populares como las de Gilda y Rodrigo, o, en otro orden, la del Gauchito Gil. Pero la categoría “literatura popular” funciona de un modo diferente, es “otra cosa” que de alguna manera estalla en el interior del corpus organizado para estas reflexiones. Grignon y Passeron sostienen provocativamente que “Decir que no puede existir un verdadero escritor popular, que todo escritor deja de ser auténticamente popular desde el momento en que llega a ser un auténtico escritor, puede ser una manera de decir una vez más que no puede haber un escritor que no sea un burgués (...).” (70) No obstante eso, reconocen asimismo que dicha experiencia está condenada a ser ambigua en la medida en que, aun conservando la mirada de los dominados, el instrumento que la vehiculiza es propio de la cultura dominante.12 A

10 Siempre desde una posición “atolondrada” y marginal en múltiples sentidos, W. Cucurto tiene en su haber un texto que de algún modo envía al Bicentenario a través de una versión sumamente delirante y “picaresca” de la Revolución de Mayo, a saber: 1810. La Revolución de Mayo vivida por los negros (2008).11La cumbia villera como subgénero procedente de la cumbia colombiana (en la que se fusionan tradiciones indias y afroamericanas) que ha mutado notoriamente desde aquella “picaresca lúdica” de Ricky Maravilla, Alcides, Pocho la Pantera o la Mona Giménez hasta la violencia -particularmente juvenil- de las letras de los Pibes Chorros, Yerba Brava o Meta Guacha.12 A pesar de las evidentes distancias, al examinar específicamente este aspecto no puedo evitar recordar la propuesta fraguada por la literatura gauchesca (en rigor, una literatura que, al involucrar un uso letrado de la lengua y la cultura populares, también está mediada por “ventrílocuos”). En la “Carta a los editores de la octava edición” (1874), José Hernández hace una particular referencia al valor del folleto en tanto vehículo del que se ha valido para acercarse a su público (gaucho): el folleto, dice Hernández, “no es una degeneración del libro, sino más bien uno de sus auxiliares”. Independientemente de la disparidad en las condiciones del mercado editorial entre el S. XIX y la actualidad, lo que interesa aquí es el gesto político que el autor culto ejecuta al ocuparse de la materialidad de una literatura escrita para un público popular. Como es sabido, las condiciones y las decisiones de Hernández (en relación con aspectos tanto materiales como temáticos y formales) se modifican sustancialmente en ocasión de la elaboración de la segunda parte del poema.

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su vez, si la lengua intelectual constituye la condición excluyente de posibilidad de un discurso sobre lo popular, “el texto popular es doblemente opaco, está doblemente oculto” (Alabarces, 2004: 29) detrás del discurso y detrás de una lengua docta que, por cierto, no es cualquiera, sino la literaria. La “literatura popular”, por tanto, necesariamente implica un “saber ligado al poder que lo autoriza” (De Certeau, 1999: 49).

El funcionamiento popular y social del relato (Martín Barbero, 1983) tiene como soportes el anecdotismo, la oralidad y el melodramatismo. Se trata de una clase de narrativa -que es, a la vez, una narrativa de clase- en la que el protagonista es el acontecimiento en sí y en continuidad (o superposición) con la experiencia cotidiana; que es transitiva y “cuenta a” en un contexto oral, no inhibido por el despliegue escriturario; que supone la entrada (melodramática) del “pueblo” en escena. Podría decirse, en términos generales, que los textos abordados aquí son consecuentes con esta lógica narrativa; en efecto, hay una tendencia al anecdotario infatigable, sensible a un oído agudo y tamizado por cierto efectismo por debajo de cuyas variantes es posible identificar esquemas de acciones que, a fuerza de reiterarse casi sistemáticamente, operan como lo hace el relato popular: “articula(ndo) la cotidianidad con los arquetipos” (Martín Barbero) y organizando la memoria del grupo. Pero el artificio letrado se pone en evidencia a partir de la mediación de la escritura: en Los pibes del fondo, por ejemplo, la voz de la periodista habla hasta retirarse casi por completo del texto cediendo así la palabra a la oralidad “cruda” de las voces ajenas (desaparecen tanto las preguntas como las comillas con las que convencionalmente se marcan las frases textuales de un entrevistado, no hay subtítulos que ordenen los temas). Esta “democrática” estrategia escrituraria cubre el texto con una pátina que funciona homogeneizando la diversidad y neutralizando la procedencia cultural de los enunciados. De este modo, cuando parece que la periodista se ha llamado a silencio, se advierte que en realidad es su lengua la que se percibe: desde la mudez, es ella la que imprime el sesgo a un relato que de popular conserva el cotillón (los materiales y las organizaciones discursivas), pero que difícilmente esté interesado (como, de hecho, sucede en Los pibes) en construir la memoria del grupo en función de, por ejemplo, la condición delictiva. Por su parte, aunque Alarcón también se ocupa especialmente de habituarse y de reproducir la oralidad del “fraseo tumbero de oraciones cortas respiradas hacia adentro“ (Alarcón, 2003: 52), no opera uniformándose con el otro sino traduciéndolo, y arriesgando la esencialización de ese otro a través de la traducción. Si bien es cierto que toda diferenciación social moviliza una noción cultural de diferencia, la instancia de la traducción suele sostener la diversidad no tanto a través de diferencias culturales objetivas sino de la selección de diferencias que se postulan como significativas en virtud de criterios aplicados asimétricamente para establecer contrastes. De esa manera, se pone la mira en la capacidad que ciertas diferencias -no todas ellas- tienen para presuponer y “crear” diversidad y determinar así qué es intercultural y qué es intracultural (o directamente acultural). Si se toma como caso el

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tatuaje, se dirá de él que constituye una modalidad de trazo que atraviesa distintos sectores del espacio cultural, en cada uno de los cuales fomenta densidades propias. En otras palabras: así como hay un tatuaje fashion, también hay un tatuaje tumbero que Cuando me muera quiero que me toquen cumbia elige describir y “traducir” no como moda sino como enclave de una cultura que practica y exhibe los exorcismos de la violencia:

Son cinco marcas, casi siempre del tamaño de un lunar, pero organizadas para representar un policía rodeado por cuatro ladrones: uno -el vigilante—en el centro rodeado por los otros equidistantes como ángulos de un cuadrado. Es una especie de promesa personal hecha para conjurar la encerrona de la que ellos mismos (los pibes) fueron víctimas (...). Ese dibujo asume que el ladrón que lo posee en algún momento fue sitiado por la Bonaerense, y que de allí en más se desafía a vengar su propio destino: el juramento de los cinco puntos tatuados augura que esa trampa será algún día revertida.13 (Alarcón, 2003: 34-35)

En definitiva, la diversidad depende menos de la materialidad sobre/con la que se trabaja (el tatuaje) que de cómo se la trabaja, de qué presupone, qué contextos crea y, fundamentalmente, a cargo de quién está la elección y el recorte de su descripción como pertinente.

Presentación de un oxímoron (II)

Cadencia en tres tiempos

1. Washington Cucurto es el seudónimo de Santiago Vega. Y Santiago Vega es uno de los mentores del proyecto Eloísa Cartonera: dispositivo táctico (De Certeau, 1996) que funciona por fuera de los canales tradicionales de producción y de circulación de libros. Como se sabe, en la cartonería se confeccionan libros con el cartón comprado a cartoneros, cuya encuadernación y pintura está a cargo de otros cartoneros. Si bien estas instancias no disponen del prestigio social del libro, ellas constituyen maneras de hacer en las que “el modo de adquisición tiene mucho que ver con las formas de uso” (Martín Barbero, 1983: 62-63) que en este caso, a través de cierta exhibición de la precariedad, pueden pensarse en

13En este punto resultan operativas las consideraciones de Louis Marin (1993) a propósito de la doble dimensión de las representaciones: la “transitiva” o transparente, dado que toda representación representa algo; pero también la “reflexiva” u opaca, dado que toda representación se presenta a sí misma como representando algo. Es posible vincular con el tatuaje tumbero en la medida en que no se trata aquí únicamente de la reposición (representacional) de una ausencia sino de la exhibición de la imagen como presencia (en sí misma): el tatuaje no está llamado a ser (solo) la representación de una situación sino un “una especie de promesa personal” y un “conjuro”.

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relación con gestos tendientes a “desacralizar lo que (...) llamamos literario entre comillas” (Kamenszain, 2007: 123). Observaciones como estas ponen de manifiesto el hecho de que, aun cuando no haya un propósito deliberadamente contestatario en el origen de una práctica cultural popular, la misma se carga del valor político que le asigna el hecho de no acomodarse ni responder, en este caso, a la jerarquía con la que la literatura es investida en tanto fenómeno complejo de la cultura, tributario privilegiado de la lengua docta en su registro escrito.14

2. Cuando Cucurto es interrogado acerca de sus fuentes y de sus afinidades, señala que “cada uno toma lo que le gusta, lo que le interesa contar, lo que vivió, lo que escuchó”. (Debernardi, 2007: 60) Reconoce haber sido repositor de supermercados, escuchar mucha música (cumbia), haberse criado en un barrio de paraguayos que lo familiarizó desde chico con el guaraní así como con la deformación “argentinizante” del mismo, frecuentar (o haber frecuentado) conventillos con asiduidad.15 Su propuesta literaria se gestaría, entonces, sobre una especie de autoetnografía de la memoria que le permite auscultar los latidos de su (propia) clase con la “alta definición” de la proximidad y de la experiencia para luego someterlos al procesamiento literario. Creo que para pensar el itinerario y la construcción que este autor hace de su propia figura puede resultar útil un acceso relacionado, una vez más, con la inflexión de la voz; y me refiero a la cuestión de la voz poética (que, por cierto, Cucurto ha desarrollado de modo previo a su narrativa). Es claro que la poesía habilita una manera de pensar la voz del “yo” que difiere de lo que sucede en la práctica de la narración. Aunque más no sea ingenuamente, en el caso del poeta la imagen textual tiende a relacionarse de modo estrecho con su imagen social, no para presentar -necesariamente- experiencias autobiográficas sino para aparecer como un sujeto real: un sujeto que, a diferencia del caso narrativo, no es ficticio. Elsa Drucaroff (2011), entre otros, se ha detenido en el múltiple tránsito que involucró la producción y también el ethos cucurtiano, esto es: la migración del género lírico al narrativo, y de cierta “espontaneidad” (diríamos, teñida de autobiografismo) a un montaje estratégico de su figura:

14Se trata, de acuerdo con las observaciones de Kamenszain, de libros de formato reducido “que se parece(n) más a un juguete perecedero que a un fetiche intelectual y que supone(n) también guardarlos en la biblioteca corriendo el riesgo de que se escabullan detrás de los grandes. En este sentido habría que decir que tal vez estemos ante un nuevo tipo de objetos (.) que no fueron pensados para acomodarse en ese mueble que exhibe en el living de la modernidad un almacenamiento de cultura muerta. Caídos detrás de esa hilera lineal (.), buscan desordenar el espectáculo (.).” (Loc. cit.) El valor político de esta experiencia material de la cultura residiría no solo en el hecho de no acomodarse a sino, mejor aún, de desacomodar la disciplina de la “cultura muerta”.15 En otras ocasiones, Cucurto ha identificado su escritura con la de Roberto Arlt: el “otro escritor” que no sabía escribir, según su decir; de este modo, se autoinscribe deliberadamente en un registro popular. Pero en este punto queda expuesta la tensión cultural que se debate y al mismo tiempo pacta en la alquimia cucurtiana, en la que se conjugan dosis de Arlt y de, en las antípodas, Aira.

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este movimiento inicial donde el poeta elabora y retrabaja los materiales entrañables de su identidad sin denuncialismo ni solemnidad se fue transformando pronto en un uso intencional y calculado del autor de carne y hueso, una estrategia de posicionamiento en el campo intelectual que llegará al paroxismo en los primeros años del siglo XXI, cuando Cucurto publica su primer libro de narrativa. (2001: 507)16

Pero “Escribir poesía (también) implica asumir un código y dirigirse a una audiencia. Crear, en definitiva, no solo una imagen o figura del poeta, sino también una imagen o

17figura de la audiencia” (Mignolo, 1982: 134)17; en otras palabras: a pesar de una evidencia más difusa que la del registro narrativo, la poesía -y la figura del poeta- siempre responde(n), más allá de las aparentes “transparencias”, a la opacidad oblicua de las operaciones letradas. En este sentido, una hipótesis posible pasa por el uso que Cucurto hace de la experiencia que ha transitado en el registro “personal” que más o menos tradicionalmente se le adjudicado a la poesía (o que de ese modo ha instalado al género en el imaginario): al ser transpuesta a la narrativa, la figura del poeta “que elabora y retrabaja los materiales entrañables de su identidad” se pone al servicio de torsiones más densas que se verifican tanto en la narración (cuando, en el epílogo de La máquina de hacer paraguayitos, “Santiago Vega” declara haber nacido en Santo Domingo, en 1942 -cuando, en realidad, es argentino y nació en 1973- y se presenta como el albacea de Washington Cucurto, cuya obra recopila)18 como en la imagen del propio autor (que firma sus correos como “Cu”). El escritor “maduro” nunca olvida, entonces, su condición de poeta: se fragua social y estéticamente a partir de ella, pero transgrediéndola.19

En principio, el horizonte de expectativas que se abre ante textos producidos por un escritor con estas características se orienta hacia el hecho de que ellos pueden (incluso hay quien podría indicar que “deben”) servir de portavoz de un (su) grupo con un breve “margen de error” ya que las condiciones de vida de las clases populares son, en casos como este, aprehendidas y descriptas desde el punto de vista de un nativo, esto es: un “representante” (Spivak) de las mismas. Pero Cucurto se burla de un prejuicio tal: lo agrede, lo tritura, lo estafa, lo desmiente corroyendo, en un mismo gesto, materiales y expresiones populares mediante formas y mecanismos literarios. La literatura de Cucurto

16 El subrayado me pertenece.17 El subrayado me pertenece.18 En Cosa de negros ficcionaliza su seudónimo, que es el que le da nombre a un músico dominicano.19 Sigo aquí a Foucault (1996) cuando, apartándose del marco de la ética, diferencia la “transgresión” de la pura negatividad o del escándalo subversivo que sí tiene el “límite”. La transgresión, en cambio, plantea una potencia corrosiva que no es disolución generalizada sino una afirmación de la impugnación: “la transgresión no es al límite como el negro al blanco, lo prohibido a lo permitido, lo interior a lo exterior, lo excluido al espacio protegido del resguardo. Está vinculada a él más bien según una relación en barrena que ninguna fractura simple puede llevar a cabo. (.) habría que aligerar esta palabra (.) y dejarle solamente lo que en ella pueda designar el ser de la diferencia.” (128-129)

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impugna los estereotipos populares de la utilidad, la necesidad, el sufrimiento y la imposibilidad cuando no consiente el nervio contestatario y exige para sí el derecho a la gratuidad de sentido. La transgresión no debe ser leída, entonces, tanto en la irreverencia literal cuanto en las tram(p)as urdidas por una voz (popular) que se corre de los lugares que la cultura dominante le asigna a lo popular.

Lejos de las sospechas que puede generar, entre algunos intelectuales, la “consagración” de un escritor de extracción y de inspiración populares, en este caso hay una aceptación de la crítica académica que lee el lumpenaje como un proceder políticamente correcto. De este modo, se contribuye a afirmar al autor en el filo de una cornisa que lo ubica simultáneamente “en ambos lados” de la cultura. Por eso es significativo que Vega-Cucurto no esté publicando en Eloísa Cartonera (que también había sido concebida como la posibilidad de gestionar su autoedición) sino en Interzona y en Emecé; es decir: lejos de las fotocopias, del “artesanato” y de las verduras. Su producción demuestra ser apetecible para la industria cultural que, a través de la materialidad marketinera20 de una editorial bestsellerista o de otra, la fagocita hasta colocarla en el exacto revés de la confección cartoneril.

3. En la producción cucurtiana aparecen los rasgos y mecanismos característicos del relato popular. Los textos escenifican el espacio frenético de la bailanta y su “música capaz de hacer matar, una endemoniada música luciferina (que) me da ganas de singar, de beber, de culear por el culo, de robar, de asaltar. (...) Ella es la que nos descoca, ella nos pone su alucinante alucinógeno, ma qué coca (...)” (Cucurto, 2003: 41). Cosa de negros está integrado por dos nouvelles: en “Noches vacías”, un amante del Sambler, templo de la cumbia, relata sus desventuras mientras intenta recuperar el amor que conoció durante una de sus noches de fiesta; en “Cosa de negros”, el músico dominicano, Washington Cucurto, cuenta sus peripecias delirantes en un festival del barrio de Constitución, con desfile de “malandras de la música tropical”, empresarios mafiosos y princesas de la cumbia. En tan apretada síntesis ya se advierte la veta melodramática, que, además del eje amoroso, de la trama bizantina y familiar, y de la ausencia de espesor psicológico, recupera, en la segunda y más ambiciosa de las narraciones, el tópico de la anagnorisis. Sin embargo, este

20 En su materialidad, Cosa de negros incluye una hoja suelta, que puede leerse a la vez como guiño paródico y como homenaje al cartoneo; al fin y al cabo: la instauración de una distancia respecto del proceder cartonero. En este sentido, Cosa de negros ostenta una factura impecable, de calidad y con colorido, acompañada de un folleto desplegable de publicidad que rastrea la “evolución cucurtiana” a través de un itinerario biográfico-(auto)didáctico-antropológico. Es interesante confrontar esta circunstancia con un poema de Cucurto titulado “Los libros del Centro Editor”: “¡Son lejos lo más lindo de la historia cultural argentina! / ¡La fantasía del editor, los coloridos libros del Centro Editor, / son transmisión absoluta!”; es decir: los libros ya no son “interesantes” o “buenos” sino “lindos”.

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melodrama se diseña en clave paródica: capturando las convenciones del género,21 pero para tergiversarlas (otra vez: transgredirlas) al, por ejemplo, suprimir los obstáculos (la “lucha”) como condición para el (re)descubrimiento de la propia identidad. En Cosa de negros esto último se logra sin esfuerzo, porque sí, y el conflicto es desopilantemente desplazado hacia un humor delirante que rechaza cualquier “plus” (serio) de sentido. En segundo lugar, el texto traduce una oralidad virulenta, hecha de un repertorio exhaustivo de jergas, argots, cruces y contaminaciones: desde la ruptura isotópica (el cumpleaños cantado en guaraní o la presentación bilingüe del espectáculo bailantero)22 hasta la maleabilidad de términos cuyos significantes se erotizan al invocar el “cochamboso e impresionante atributo germinativo. ¡Oh tropel de los tropeles de tritones!, el cachimbologuasquetoril” (152); o cuando el yotibenco23 rebosa de:

Cardenalas ambarinas, cotorras, catitas, morochas, pelirrojas, moviendo culos. Desmuellando caderas, mangullando pantorrillas. ¡Juncas envenenadas! Mis descascaradas chilcotas augustas, robustas y bustosas: grandes tetas, firmonas tiene el litoral argentino y paraguayo. Gol mundo. (53)

La lengua, virulenta, se (re)tuerce en un habla “mestiz(a), mitad guaraní, mitad castellano. (que) Suena lindo, suena a orquesta de cristal. (porque) El léxico se tranca (hasta devenir) un guaraní encandilador. Guaraní poético, shakesperiano” (35-36). Un guaraní, entonces, que sabe cautivar al propio narrador; un guaraní que tiene, además, algo de inventado. Más allá de las calificaciones con que la crítica haya resuelto la condición del narrador cucurtiano: “sumergida” (Sarlo, 2006:5) o “psicópata” (Drucaroff, 2011:502),24 lo que me interesa instalar aquí es la singular impostación de la voz, que remite nuevamente a la cuestión de la palabra, la procedencia y el registro de su pronunciación. A diferencia de lo que sucede en otros textos, en esta peculiar producción la voz que está a cargo de la narración no desaparece (literalmente) ni organiza (selectivamente) el relato; aquí el narrador asume una posición muy compleja: “se pierde” pero al mismo tiempo “está allí”, en la multitud de lenguas, como si fuera una más: tan vulgar y tan grasa (y, quizá, tan representativa de “un arte cercano a la vida”, es decir: “poético”) como todas aquellas.

21Cuyas “acciones y pasiones aliment(a)n y se nutr(e)n de una sola y misma lucha contra las apariencias, contra los maleficios, contra todo lo que oculta y disfraza, una lucha por hacerse reconocer” (Martín Barbero, 1983: 71).22 “Hata jajepopete ñame irunguéra Villarrikaguápe. HataaveiItacurubi de la Cordilleragui oúvape guara. Hatakena jajepopete mitakuñakuéra Encarnación guápe. ¡Fuerte el aplauso para nuestros hermanos de Villarrica! ¡Fuerte también para los de Itacurubi de la Cordillera! ¡Fuerte las palmas para las niñas de Encarnacena!... ¡Toikove Paraguay! Ápeaveioiumimitákuñapora Reina Arapoty Itacurubipegua. Ñame maiteika'acupéguioúva pe guara, ogueruvañandepoyvipora. ¡Pyta, morotihahovy! ¡VIVA PARAGUAY!” (115-116).23En lunfardo, “conventillo” se dice con su revés: ”llotivenco”. También puede hallarse apocopado: yotio inclusive superyoti.24Es interesante lo enardecido de la discusión que Drucaroff traba al respecto (pp. 497-506).

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En último lugar, el propio Cucurto vincula el ritmo vertiginoso y alocado de la oralidad de sus relatos con lo que definió como “realismo atolondrado”, es decir: la anécdota amontonada y caótica, donde situaciones de aventuras, sexo, peleas... se atropellan en una correría esquiva a la linealidad y al mismo tiempo fiel a la transitividad del relato popular. Sin embargo, la hipertrofia anecdótica se lleva a niveles tan exponenciales que lo que era por definición transitivo (“contar a”) deviene reflexivo y, así, artificio. La acumulación de peripecias vertiginosas, hilarantes, inverosímiles, así como el recurso paródico y la cervantina descomposición de identidades (el “Gran Sofocador de la Cumbia” de “Cosa de negros” es Washington Cucurto), remiten a una práctica escrituraria fuertemente intervenida por el procedimiento en lugar de situarse “más cerca de la vida que del arte”. Cucurto se considera deudor de César Aira, de cuya escritura veleidosa y en continua “huida hacia adelante” la crítica se ha ocupado ya bastante. El ars poetica de Aira está -como es debido- presente en La Villa, donde se registran ciertas condiciones sociohistóricas: un universo de linyeras, mucamas, pastores, patovicas, adolescentes, policías y dealers, pero, todos ellos, al servicio del programa de experimentación que le sirve a Aira para edificar una teoría literaria. De este modo, La Villa desnaturaliza el espacio villero, que se trastrueca (transgrede) en algo de otra índole, en un “espectáculo extraño” que no solo funciona como pretexto de un programa literario sino, de hecho, como texto en sí. La villa airana debe ser leída como mapa que oculta un enigma a descifrar, alrededor del cual se organiza una suerte de policial negro, y cuyo diseño lumínico - conexión ilegal mediante- adquiere lógica únicamente a partir de la vista aérea que la televisión ha sabido captar:

Era un anillo de luz, con radios muy marcados en una inclinación de cuarenta y cinco grados respecto del perímetro, ninguno de los cuales apuntaba al centro, y el centro quedaba oscuro como un vacío. (.) La base de luz del anillo no era homogénea, sino formada de serpentinas y firuletes, en una profusión de pequeñas figuras (.). Las figuras de luces sirven para identificar las calles de la villa. Esas guirnaldas caprichosas de foquitos a la entrada de cada calle en ángulo, todas distintas, eran los ‘nombres' de las calles, un lenguaje cifrado que habían venido usando los narcos, a la vista de todo el mundo, para guiar a los compradores. (El policía Cabezas) Había tenido que verlo desde el aire, desde donde no lo veía nadie nunca, como los dibujos de Nazca, para darse cuenta. No era posible que los narcos villeros, en su mayoría bolivianos y peruanos, se hubieran inspirado en aquella forma artística precolombina, electrificada para ponerla a tono con la época, o que la hubieran traído como técnica de comunicación ancestral cuyo secreto no habían perdido nunca. (Aira, 2001: 148-150)

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En definitiva: Cosa de negros se inscribe en la densidad de la zona letrada del relato, refractaria a la (nunca inocua) “espontaneidad” del registro documental en el que el prejuicio dominante suele ubicar a la narrativa popular;25 por el contrario, Cucurto (como Aira) opera resolviendo el andamiaje textual sobre un de por sí gigantesco -pero siempre potencialmente inflable- delirio proclive a desarmar la convencionalidad del verosímil realista. En todo caso, el desorden narrativo que (des)organiza no solo la producción cucurtiana sino varios de los textos del corpus es tributario de un documentalismo y, más generalizadamente, de una oralidad que la maquinaria ficcional escrituraria recupera para procesar y traducir en clave políticamente incorrecta.

Caldo: cuélese y desgrásese

La bailanta de Cucurto es el espacio del caos y de la mezcla: allí confluyen “Todas las razas, todos los tamaños, todos los colores, todas las teñidas de pelo.” (Cucurto, 2003: 27). Pero también es el espacio de los umbrales y los cerrojos que instala el estigma racial vislumbrado en esas “teñidas de pelo” y su proyección autoestigmatizante:

El chichaje es infernal. Inundan el mundo con su olor a chivo, con la grasa de transpiración de sus cuerpos; llevan la raza hasta en la ropa colorida que usan, las mujeres polleras de todos los colores, los hombres camisas de mil colores, como si con el color trataran de ocultar su infinita pobreza. (57)26

Este aspecto es sumamente relevante en un contexto como el argentino, donde las nociones de raza han operado históricamente siempre adheridas tanto a las de clase como a las de cultura (Margulis y Urresti, 1999). Desde el propio cliché alojado en el título del libro, la producción de Cucurto es un megáfono que amplifica provocativamente la disonancia del (nunca del todo reconocido) racismo operante en las retóricas organizadoras de la “argentinidad”, impelidas ahora a respirar el aire fétido de su propio excusado. En el sitio “donde ninguna alma con onda desea ir”, se reúnen paraguayos, bolivianos, peruanos, mulatos, dominicanos, que se mezclan, sí, pero solo entre sí. Las tickis “rubias geranias” siempre eligen a polacos “rubiotes grandotes, fachudos (con) ojazos de mar y espalda de Apolo del Rocky”, y son preferidas a las “morochas con ojos de sapo”; las “rubias tetonas,

25 Refiriéndose al “documentalismo” televisivo (la sincronía de la cámara con la ocurrencia de los hechos, el deslizamiento desprolijo del cuadro y el foco en perpetua búsqueda, etc.), Sarlo, por ejemplo, asegura que “La palabra ‘documental' es la más adecuada para designar el estilo de los emisores populares.” (Sarlo, 2009: 95)26Muchos de los rasgos estigmatizadores que caracterizan a “cabezas” y “villeros” pesan como atributos asimismo negativos en la mención de “bolivianos”, “peruanos” y otros inmigrantes “indeseados”.

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buenazas, agitadoras” saben optar por los “petisos de aspecto de verdulero boliviano, manos sucias, zapatillas mugrosas” solo cuando “ahí hay plata, y (...) lo olfatean.” El protagonista de “Noches vacías” se jacta de“mi pura sangre guaraní mezclada con polacos. (Y por eso su compañera es) Blancura total. Yo, negrura absoluta”. Por su parte, “el toro dominicano”, “el Sofocador de la Cumbia”, recibe insultos por “su cara de provinciano alzado” y desorientado en Buenos Aires:

“¡Tucumano sembrador de papas!”, lo confundía con un tucu el vocinglerío del peonaje transportista nacional. “¡Andá a arrancar limones!” “¡Qué te creés, que estás en las vías de un ingenio!” “¡Correte que te piso, mandarina!” “¿Quién sos? ¿Palito?” “¡Dale, cabeza de higo, hacete a un lado que te hago mermelada!” “¡Dejé de lengüetear el asfalto que ahí no crecen limones!”, repetían tacheros y colectiveros. (68)

Estos ejemplos ponen de manifiesto la existencia de dispositivos ideológicos dedicados a administrar la alteridad. En una Argentina que (todavía) se piensa blanca y europea, Claudia Briones (2004) ha identificado el paradójico y contradictorio funcionamiento de un muy peculiar “crisol de razas” que operó diferenciando a criollos de mestizos. Mientras que en los primeros, provenientes de una mezcla bastante profunda, se promovió la fusión con

27inmigrantes europeos27 en pos de un “mejoramiento” (léase: un blanqueamiento) que se concretaría en ascenso social y cultural; en los segundos, siempre se ha visibilizado el componente indígena por sobre el no indígena y, por lo mismo, se implementó la subalternización. En definitiva: el primer crisol generó a los “argentinos tipo”, integrantes de la (por cierto, en vías de extinción) “clase media”, mientras que el otro dio lugar a los

28“cabecitas negras”. Por ende: el mote “cabeza” (hoy desplazado por el de “villero”)28 no implica solo una marcación de clase sino una racialización de la subalternidad, al servicio de la descalificación de una zona demográfica percibida como “fallada” o “vergonzante”. El devaluado universo de Cucurto se expande para absorber una empobrecida inmigración periférica (paraguayos, bolivianos, dominicanos) que, de este modo, suma sus especias a un caldo de por sí indigesto, hecho de “inadecuación” fenotípica, falta de “cultura”, chabacanería estética, (des)ocupación, deformidad lingüística, . Un caldo que Cucurto prepara, además, con cínicos condimentos que intensifican los sabores hasta la náusea. Pero es precisamente en la náusea donde se localiza la difícil desnaturalización de “lugares comunes” del imaginario que al estómago le toca agitar.

27 No significa que no haya habido inmigrantes europeos indeseables. En este caso, la inconveniencia responde fundamentalmente a cuestiones político-ideológicas (los anarquistas y los comunistas) y raciales (el rechazo de la inmigración “amarilla”). Fue esta la lógica que insufló el espíritu de la Ley de Residencia (1902).28 Briones (2004) cita consideraciones de Rosana Guber, según quien “cabecita” dio lugar a “villero” en ocasión de la caída del segundo peronismo: si el primer rótulo designaba a un actor social en avance (los “descamisados”), el segundo corresponde a otro en repliegue.

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O(ri)ficio mudo

Cucurto abre un orificio cultural. Un orificio que da forma al oficio de la palabra escrita. Palabra escrita que, colocada en lugar de la oral, la satura y la arranca de los efectos sensoriales que le dan cuerpo. Cuerpo que, vertido en una materialidad diferente, retrocede y enmudece.

La posición que detenta Cucurto es sencillamente anómala. Tan anómala como el “realismo atolondrado”, que fuerza una estética de importante tradición asumiendo una actitud disolvente respecto de ella, pero sin por ello llegar a desprenderse totalmente de su lógica. La corrosión estética exige, por tanto, cierta discrecionalidad. De modo similar, la figura de Cucurto convoca a su cultura de origen para recordarle al oficio de escritor cuáles son las disposiciones, las exigencias y el estilo ligados a aquella; sin embargo, una vez pronunciada la convocatoria, gira sobre sí mismo para darles la espalda a tales requerimientos y articular el relato del relajo, de lo violento que es, al mismo tiempo y raramente, el de lo (grotescamente) festivo.

El procedimiento adopta otro giro más aún, y de pronto produce un discurso que, sin aparentar propósitos resistenciales, resulta efectivamente político: cuando Rubén Stella, secretario de Cultura durante el gobierno de Eduardo Duhalde (2002-2003), censura Zelarayán, uno de los libros de poemas de Cucurto, lo hace argumentando la carga xenófoba de un discurso poblado de “bolis”, “ponjas”, “paraguas”29 (Kamenszain, 2007: 136-137); un argumento que no hace, en fin, sino mirar la paja en el ojo ajeno en lugar de la viga en el propio. Ahora bien: todo este dispositivo se monta sobre el revés de una trama ya que es sólo afianzándose en el oficio del escritor (letrado) como Cucurto puede-sabe contar los bordes más o menos incómodamente narrables de esa cultura de origen a la que traduce y, al mismo tiempo, “traiciona” tras haberla vuelto materia literaria.

Al situarse en un locus de enunciación que no se encuentra entre los más habituales, el autor desactiva la rigidez de los binarismos, pero no para proponer fusiones conciliadoras. Por el contrario: perseverando en el vínculo doblemente ambivalente (con su cultura de origen, debido al ejercicio literario; y con la cultura dominante, debido a su experiencia personal de dominado), Vega-Cucurto encarna de algún modo el difícil in- between al que se refiere Bhabha. Pero esta recolocación no implica en absoluto una “cesión amable a” o la “apropiación jaqueante de” la palabra por parte del subalterno. En trabajos anteriores (Jostic, 2007; 2008) he desarrollado algunas reflexiones acerca de

29 Versión lunfarda de bolivianos, japoneses y paraguayos.

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modulaciones arcaizantes (Williams, 2000) fraguadas en el interior de otra línea de la narrativa argentina contemporánea que pasteuriza la subalternidad en torno de la figura del indígena. Ahora bien: aunque Cucurto se ubica en un lugar bien diferente, no por ello su literatura se propone como vehículo de democratización cultural ya que en tanto “forma de saber de la elite, produce o reproduce como práctica cultural la ‘fijeza' de las relaciones de poder y explotación en el texto social ‘real'.” (Beverley, 2004:109) La producción de Cucurto atenta, entonces, contra la ingenuidad de una literatura pensada como espacio donde las voces populares podrían encontrar mayor y mejor expresión. Logofagia, entonces. O bien: dícese del logos que devora, deglute y metaboliza la ilusión de que esta literatura sobre lo popular es “literatura popular”.

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