necropoética. edición especial

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Mr. Gallo, David Álvarez y Jenaro Trujillo González EDICIÓN ESPECIAL

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Necropoética con textos de Mr. Gallo, David Álvarez y Jenaro Trujillo González. Edición Especial

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M r . G a l lo , D a v i d Á l v a re z y J e n a ro T r u j i l l o G on z á le z

E D I C I Ó N E S P E C I A L

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N e c r o p o é t i c a E D I C I Ó N E S P E C I A L

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Textos: Mr. Gallo, David Álvarez y Jenaro Trujillo Gon-

zález.

Fotografía: Donna O., Ozzy García, Jefte Acosta y Daf-

ne Cedillo. Ilustraciones: GüeroGüero y Walf Attack.

Edición

Mario Eduardo Ángeles.

Portada: Héctor Iván Licea Estrada.

La Testadura, una literatura de paso.

www.issuu.com/latestadura

[email protected]

[email protected]

México, Abril 2015.

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Los derechos de los textos publicados pertenecen a sus autores. La Testadura, una literatura de paso, hecha para

olvidarse en los lugares públicos o salas de espera.

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CONTENIDO

Prólogo por Mtro. Cristian Martín Padilla

Coacalco

Jueves 25 de septiembre de 2014 Frío

por Mr. Gallo

Sinopeus Cisne de papel Perdón, mamá por David Álvarez

La Farra Puñitos de tierra

Breve semblanza de un suicidio por Jenaro Trujillo González

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La antes Escuela de sociología, des-pués Facultad de Sociología, hoy Facultad de Ciencias Polí-ticas y Sociales, arrancó sus trabajos en 1984. Desde en-tonces hemos convergido en ella muchas generaciones de sociólogos, periodistas comunicólogos y politólogos.

Distintas ideologías, doctrinas, teorías, creencias, sabe-res empíricos, conocimientos formales y otras mocedades han dado formas creativas con las que se busca un acerca-miento con una realidad no siempre fácil.

También es de destacar que, desde las primeras gene-raciones ha existido una búsqueda de respuestas no sólo en la teoría dura, sino también en la literatura que hace lo propio para retratar nuestra naturaleza humana y social. Lo que ha dado pie a que, se pase de la lectura al ejercicio de la construcción de textos propios, la emergencia de una “ficción” sociológica, que muchas veces también nos acer-ca a ciertas realidades individuales, sociales, y por tanto, humanas.

Los textos de David, Jenaro y el buen Yudi son un ejem-plo claro de que, en nuestra Facultad siguen vivas esas inquietudes creativas, de mostrarnos un pedacito del an-dar cotidiano.

En textos como, Puñitos de tierra, Jenaro nos desnuda una condición marginal que eriza los vellos del cuerpo. La

rata prometiendo en su “viaje” desatar la peste, para

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después confortarnos con la metáfora de la humildad, es atentamente escuchada por el “avión”, quien moja la mo-na, mientras escucha a Charly Montana.

Por otro lado, David nos desmenuza en una promete-dora prosa poética condiciones urbanas, que construyen una alegoría de la falta de sentido que tiene el dolor, la angustia, la pobreza. Otoños artificiales que dibujan paisa-jes marginales llenos de nostalgia.

Con una narrativa innovadora, Yudi juega con las figu-ras retóricas, para mostrarnos con un agrio sentido del humor la violencia, la muerte, la desaparición de los cuer-pos. Los miles de Eliud que yacen en nuestro insufrible país.

Este trío de fajadores se suben al ring de la palabra y la escritura, para regalarnos estos relatos, y podamos mante-ner viva la llama del ejercicio literario, demostrando que los estudios sociales, alejados del retrato social, que nos deja hacer la literatura, estarían carentes de un sentido de lo humano, cada vez más necesario.

Mtro. Cristian Martín Padilla Vega Abril 2015.

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Coacalco

Después de manejar 3 horas seguidas, llegamos al Estado de México. Éramos cinco viajantes en bus-ca de una verdad, una verdad encubierta, una verdad olvidada y podrida entre espectaculares de políticos pendejos, corruptos, inhumanos. La visión de los vencidos, dijo Miguel León Portilla.

Me estaciono lejos de la entrada del parque. Ba-jamos del vehículo, coloco el bastón a mi automóvil, cierro con seguro, cargo solamente una sudadera y las libretitas de apuntes que desde tiempo atrás, se han convertido en mis fervorosas compañeras de viaje.

La palabra serpiente y la palabra montaña dan-zan en mi cabeza al ritmo de mis apresurados pasos. Subo la pendiente asfaltada rodeado de almas, pe-numbras del mexicayotl. Dolorosos sentimientos de angustia material reconocen mis manos, las hacen temblar. Justo antes de llegar a la cima, me pregunto si cerré bien el coche, si las tres veces que revisé los seguros fueron suficientes y si la ávida reputación del Estado de México me convertirá en una victima más de la corrupción en nuestro país.

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Los tambores explosionan las partículas en el aire y me olvido de todo al ver danzantes emplumados con cascabeles atronadores en sus pies, colores, piel morena desnuda al sol. Asquerosa materia, en la cima del cerro de Coacalco ya no eres nada, acá arri-ba ni siquiera logro ver tu color plateado.

Nos recibe Quetzalcóatl, un morro flaquito, mo-reno, el pecho descubierto, vistiendo un taparrabos fabricado con tela brillosa y barata que seguramente su madre compró en alguna Parisina del increíble e inseguro Estado de México.

Nueva Tenochtitlan, señoríos de policías infectos y secuestros exprés que nada tienen que ver con el rapto florido de los guerreros mexicas bajo las orde-nes del Huitzilopochtli. Siguen siendo culeros los chilangos, pero acá arriba estamos bajo el encanto de un objetivo en común, la luna, conejo del flujo liquido.

Nos reciben de maravilla, comemos, conversamos y hacemos bromas de otro tiempo, pues acá arriba no existe el KFC o McDonald’s.

La abuela Paty, portadora de sabiduría, quien lleva una pequeña luna azul tatuada en la frente, vestido blanco y serenidad en su mirada platica con-migo; hablamos de la imposición católica en México, las estatuillas mexicas escondidas dentro de los pri-

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meros santos en la Basílica de Guadalupe, artificios de porcelana. El arrebato de una cultura, la triste semblanza de la tragicomedia en este país.

Me siento a observar a los danzantes. Una chi-chimeca hermosa de traje prehispánico, curvas an-cestrales, morena ancestral de pies bonitos, dedos bonitos y uñas pintadas con esmalte verde compra-do en algún calpulli contemporáneo rodeado de marchantes y piratería, hipnotiza mis pensamientos con su seductor baile.

La comunidad parece olvidar que el tiempo transcurre allá abajo. Entre risas, muestras de corte-sía, dos que tres besos y abrazos la transformación de la cotidianeidad me hace preguntarme ¿Cuántos de ellos hacen esto de manera natural? Aquí arriba viven en una comuna hermosa que desplaza el nor-mal egoísmo citadino, pero, cuantos harán lo mismo en su casa, en el trafico o, en sus relaciones perso-nales.

Vuelvo al centro de los danzantes para comer arroz, chicharrón, cochinita pibil y tortillas hechas a mano. En medio del bocado descubro que la prince-sa chichimeca; con sus curvas ancestrales, sus her-mosos ojos color miel y esas piernas morenas, tor-neadas como piedras de obsidiana, me observan a lo lejos de la multitud. Cruzamos miradas, me río,

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sonríe melifluamente y voltea al suelo en un hones-to movimiento de vergüenza. De cierta manera me halaga que se chiveé por como la veo. Hace una seña con los ojos indicando el bosque a sus espal-das. Se levanta en un delicado movimiento incitán-dome con una ultima mirada coqueta.

Levanto mi cuerpo del suelo, adelanto el paso al bosque. Cruzo las maliciosas bajo el encanto del arrebol tardío, la adrenalina corre por mis venas de una forma extraña. Un sentimiento de suspenso crece en mi organismo con cada paso que doy en la pequeña vereda boscosa.

Nada en esta vida me hubiera preparado para la serendipia futura. En un pequeño claro, lejos de to-do y todos, la danzante chichimeca yace desnuda sobre el pasto, tirada en la montaña, despojada de la vida, con los labios morados, el pelo alborotado, ojos abiertos. Corro al suelo, levanto el cuerpo para cerciorarme de la defunción, acerco mis palmas a su piel, descubro que está vacía, sin huesos ni órganos. No hay rastro alguno de masa muscular, el cuerpo yace como un traje aguado, caliente, perturbador.

Con una herida llena de plumas que le taja de la nuca a las nalgas, parece que alguien hubiera usado su cuerpo como un disfraz. Me entra un terror im-presionante, grito por ayuda.

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Me quedo esperando a que alguien nos encuen-tre, pero nadie llega. Nadie responde, nadie me bus-ca, nadie se preocupa; nadie conoce la historia de esa danzante hermosa, nadie respeta los microscó-picos gritos de auxilio, nadie sabe que de esa mujer, brotó la flor de oro y la semilla, el dulce trino y la luz de la estrella en la frente de un pueblo.

A lo lejos, en las faldas del cerro el tiempo sigue corriendo con normalidad, el azul y el rojo de las patrullas encienden las calles de Coacalco como una gran fiesta que se aleja de la realidad.

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por GüeroGüero

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Jueves 25 de Septiembre de 2014 Estimado señor Gallo: Entre los cuadros del piso nos perdemos, forza-

mos la vista para escribir. Subimos la cabeza, pensa-mos, suspiramos una historia conclusa. Eliud murió en ese momento.

Le pusimos punto final sobre la yugular. El idiota no nos creía, jefe. Le tuvimos que callar el hocico.

Pusimos cinco faltas de ortografía sobre sus pies para que no se moviera. Lo amordazamos con frases mal subordinadas para que no hablara. Y entonces, jefe, lo sumergimos en literatura helada una y otra vez. Hubiera visto su cara, jefe, el imbécil no podía creer que estaba a punto de morir, todo por no en-tender.

En algún momento de la tortura gritó: ¡Alexa! ¿Qué acaso no sabía que estaba ahí por ella? Como fuera, lo torturamos alrededor de dos horas.

Cuando terminamos, jefe, José Luis le dio un tiro en la cabeza.

Las ideas de Eliud se escurrieron en un río rojo que corría de su cabeza, a los pies de Arturo, el cha-

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vo nuevo jefe. No lo soportó y vomitó justo dentro del cráneo de Eliud. Al principio fue muy gracioso, pero después, una extraña sensación corrió por nuestros cuerpos.

Arturo no solo vomitó, también lloraba descon-troladamente. Intentamos calmarlo, pero no pudi-mos jefe. Lloramos todos. Algo en aquella imagen, algo tan triste en la historia de Eliud nos conmovió.

Le suplicamos nos perdone jefe, pero enterramos su cuerpo en el panteón. Tirarlo al río en pedacitos, como es costumbre, se nos hizo muy gacho. Lo deja-mos en la tumba de otro Eliud, acostado debajo de la caja de muerto.

Así fue como ocurrió todo jefe, le imploramos nos perdone por actuar tan extraño, de todos modos el trabajo está hecho, Eliud Martínez Fuentes ya no vive para respirar otro día más.

Se despide cordialmente, Yudi del Mal.

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Canoas por Donna O.

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Frío Amanece en el Distrito Federal. La pequeña celda

en la estación policiaca de la delegación Cuauhté-moc, deja entrar un tímido hilito de luz por una de las ventanas.

Hace frío y Jacinto junta las manos entre sus piernas para calentar un poco su cuerpo. Ante la interminable espera de saber qué es lo que ocurre, el tiempo corre majestuosamente allá afuera, baila entre los vendedores ambulantes y las ratas del me-tro, entre los organillos afinándose y las tazas de los cafés de chinos. En aquella celda nada se mueve.

Tres eternas horas pasan antes de que la puerta se abra de sopetón. Señor Pérez, venga con-migo por favor. Me hubieran dado al menos una cobijita seño, allá adentro está bien frio, nada com-parado con el calorcito de la gente aquí afuera ¿ya me puedo ir?. Antes de eso, necesitamos que con-teste algunas preguntas señor Pérez, por aquí.

Este cuarto es diferente, tiene aire acondicio-nado y una mesa gris de metal. Jacinto espera sen-tado unos 10 minutos antes de que el comandante Echeverría entre.

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Buenos días señor… Señor… Jacinto Pérez Zal-peño, así dice usted que se llama ¿no? Indica el co-mandante con un tono de voz serio.

Así es señor, ese es el nombre que mi madre escogió para mí. Cuánto llevas viviendo en la ciudad Jacinto. Tendré unas 3 semanas que llegué a la ca-pital señor. Llámame comandante por favor.

Sí comandante, perdón. Y como fue que lle-gaste al Distrito. Pues todo fue muy rápido señor. Dime comandante Jacinto.

Perdón, todo fue muy rápido comandante. Verá, soy de un pueblo llamado San Juan de los Du-ran, allá en la sierra gorda de Querétaro, casi pe-gando a San Luis Potosí. Ahí vivía yo con mi madre en una casita humilde de madera, en las faldas del cerro de San José. La familia de mi hermano Juan vivé en la casita de a un lado y mi hermana Xóchitl más al centro, por la capilla señor. Que me digas comandante Echeverría, Jacinto.

Sí comandante, mire, como yo era el único hijo que no se casó, me tocó cuidar a mi madre cuando se enfermó y empioró de la diabetes. Tenía ya un dinerito guardado de mi trabajo en la cabece-ra municipal para irme al otro lado en diciembre, con mi hermano Juan, pero un día mi madrecita ya no se paró y aguantó tres días el terrible dolor de

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huesos que terminó por llevársela de este mundo. Mientras Jacinto habla, el comandante fija su

mirada rojiza y malévola en una hoja de papel, igno-rando la presencia del interrogado.

Cuando eso pasó, comandante, me gasté casi todo mi dinero en el funeral, las flores y una banda que llevamos al entierro, porque decía mi tía Romina que así las penas se las lleva la música y duelen menos. Ya no soportaba estar en esa casa, de irme al otro lado ni hablar, no tenía dinero sufi-ciente ni pa’ llegar a Tijuana. Entonces como siem-pre fui bien entrón pa’ todo, decidí venirme al Distri-to Federal y encontrar trabajo. Agarré mis chivas, compré tres pares de guaraches cerquita de la cen-tral y me subí al primer camión que venía pa’ca se-ñor. Jacinto, no seas cabrón, dime comandante, me lo he ganado.

Perdón comandante. Lo primero que vi des-de la ventana del camión fueron unos edificios bien grandotes. Yo había venido nomás cuando tenia como tres años, así que ni me acordaba de nada. Llegué a la central y afuera conocí a una señora a la que ayudé a cargar sus cosas, me subí con ella al metro y me dijo que iba para el centro. Harto miedo que me daba el tren, hasta pensé que íbamos a cho-car en un cachito.

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Salimos del fondo de la calle y vi la catedral, toda bonita, llena de gente, harta gente, más de las que se juntaban en la fiesta de Nuestra Señora del Valle de la Luz, allá en Tancoyol. Me despedí de la señora que ayudé, me dio cincuenta pesos, tomé mis chivas, entré a la catedral, le recé a la virgencita santa que me diera suerte en la chamba y salí pa’ comerme unos esquites. De pronto ya estaba frío, medio de noche. Busqué dónde quedarme a dormir, pero en todos lados estaba bien caro señor. Chinga-da madre Jacinto, tú no entiendes. Dime Co-man-dante.

Comandante, el chiste es que terminé cami-nando solo por el zócalo, de noche. Unas luces lla-marón mi atención y fui a ver qué era. Era el templo mayor, las pirámides donde vivían los ancestros de los que me hablaba mi abuelita, la gente que se apellidaba Zalpeño como nosotros. Ahí me quedé viendo una piedrota que tiene un guerrero tallado en ella. Bien bonita.

Sigue Jacinto te escucho. Cuando de la nada, aparecieron unos ca-

brones, eran como tres. Por más que les di chinga-dazos no me soltaron, me tiraron al suelo. Se lleva-ron todas mis cosas, mi dinero y me dejaron ahí todo puteado. Por suerte, un señor que estaba cerca

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me levantó, me llevó hasta unos portales bien gran-des donde estaba la gente dormida, me tendió un cartón, me prestó una de sus cobijas y ahí me quedé a dormir hasta que amaneció y el fuerte sereno nos despertó a todos como un gallo ácido que canta en la gran ciudad.

A ver cabrón, no tengo todo el pinche tiempo del mundo, ya caíle al grano maestro. Por qué estabas ahí. Qué chingados estabas haciendo anoche ahí. Por qué lo hiciste Jacinto. ¡Confiesa!

No pos si yo ni hice nada comandante, pa’ lla voy, espéreme. Después de ese día, me las arre-glé como pude; lavando coches, haciendo manda-dos, barriendo negocios. Fui juntando mi dinerito, me compré unas cobijas pa’ dormir más calientito en los portales, tenía mis cartones pegados que de-jaba escondidos entre las joyerías del centro. Ya comía un poquito mejor y a veces me tomaba una pachita de Don Pedro o Bacardi, pa’ dormir bien.

Pero todas las noches, regresaba al templo, pa’ ver si no me encontraba a los cabrones que me habían robado. Me quedaba horas parado viendo al guerrero tallado en la piedrota. Así fue como llegué anoche ahí, a ver la piedra. Hacía mu-cho frío y… Lo mataste cabrón, te agarró un ataque de euforia y lo mataste enfrente de la piedra Jacinto.

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No comandante, yo no maté a nadie. Es-taba solito fumando un cigarro cuando vi unas ca-mionetas negras llegando bien rápido. Tiré mi ciga-rro y temblando de frío me escondí entre los barro-tes. De una camioneta sacaron a un güero que ha-blaba ingles u otro idioma que yo ni entendía. Lo pusieron frente a la piedra. Sacaron una daga de pedrusco que cargaba un gordo de traje negro. Lo estiraron. Y ¡ZAZ! , le dieron en el pecho, los gritos del güero siguen retumbando en mi cabeza, gritaba tan fuerte que me sorprendió que el velador del templo no haya atendido al escandalazo. Ahí fue donde uno de los matones metió su mano en el pecho, buscó como si no supiera lo que hacía y sacó el corazón de una tajada.

Cuando esto sucedió, los matones voltea-ron a una camioneta y de ahí, salió el presidente. ¿Qué chingados dices Jacinto?. Sí, el presidente, con sus orejotas, su pelo negro con las calvita arriba y la cara de ratero que tiene esa gente. ¿Estás seguro que era el presidente, pendejo?. Sí, lo he visto en las teles del mercado. No seas pinche mentiroso cabrón, sí andas de chismoso te vamos a chingar a la verga güey, te mueres por andar diciendo pendejadas.

La sangre corría como un río por todo el templo. Ahí fue donde me asusté porque… No me

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importa nada Jacinto, mataste a Jacques Memiux, un fotógrafo francés aficionado a la cultura prehis-pánica. Te metiste en un pedote maestro. Pero es que usted no entiende lo que yo escuché señor… ¡Que me digas comandante Echeverría pendejo! si no soy un puto indio como tú. Además mira, aquí tengo la evidencia.

El comandante saca de la bolsa derecha de su saco café el pedrusco con el que asesinaron al francés en el templo. El impacto revuelve el estoma-go de Jacinto, el frío creado por el aire acondiciona-do, hace que sus huesos le duelan, lo hagan tem-blar. Nunca había sentido un frío como ese, un frío artificial, un frío que llega hasta lo más profundo del cuerpo humano.

Comandante, yo no maté a nadie, se lo juro que fue el presidente… Jajajaja y quién te va a creer a ti esa pinche historia Jacinto, no seas pende-jo. Mira, esto es lo que vamos a hacer. Aquí tengo una declaración donde explicas como mataste a Memiux con este cuchillo de piedra. La vas a firmar por las buenas o a punta de putazos, tú decide, pero de que te vas a ir a la cárcel, te vas a ir a la cárcel Jacintito.

El comandante desliza la hoja, el cuchillo y una pluma sobre la mesa de metal hasta donde

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está Jacinto. Temblando, el indio levanta el cuchillo de piedra, el cual todavía tiene restos de sangre y carne incrustada en el. Voltea a ver la hoja, toma la pluma, escribe tratando de no irse muy chueco por la línea y poniendo mayúsculas cuando empieza su nombre.

Ya está Jacintito, ves que fácil era. Ahora te van a llevar a sacar algunas fotos y luego a proce-sar para que hoy mismo entres al penal. Inmediata-mente, irrumpen tres guarros para escoltar a Jacinto fuera del cuarto de interrogatorio. Lo esposan, lo cargan de los brazos, levantan su cuerpo con fuerza, antes de sacarlo del cuarto, Jacinto se acerca al co-mandante Echeverría, lo toma por el brazo, le susu-rra al oído:

Lo que usted no sabe, fue que anoche escuché a Tlaltecuhtli hablarme. Ahí, con el frío na-tural golpeando en mis cachetes y el corazón tirado frente a ella. Habló conmigo en otra lengua, una que a pesar de no saber, entendía.

Jajajajajaja ¿Y qué te dijo Jacinto?. Me contó que hay otros tres infiernos a parte de al que vamos a ir usted y yo. Me contó que el sufrimiento del indio en esta vida, será el regocijo etéreo e infi-nito en la otra. Me contó que cuando nos encontre-mos allá abajo, yo en el Mictlán, usted en el Temimi-

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nalóyan, se estará quemando, lamentándose en la infinita espera de una condena de sufrimiento in-marcesible.

Mientras, yo estaré riendo, observando fijamente como es que se pudre en la eternidad. Cuando eso pase, sonriendo de la misma manera que lo hace usted ahora, le diré: Se lo dije mi co-mandante Luis Echeverría, se lo dije.

En el tepe por Donna O.

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Sinopeus Vago por la calle y piso con fuerza las hojas aba-

tidas que crujen al impacto de mi suela sobre ellas. La noche camina conmigo, los grillos entonan melo-días a lo lejos y respiro la oscuridad que acecha, mientras arrullo mis codos y mis brazos. ¿A dónde fueron?, pregunto a mis adentros sin más respuesta que el ladrido de un perro. Del bolsillo trasero, saco una botella de aguardiente, rindo homenaje al cú-mulo de nubes en el cielo con el ademán de un ple-beyo agonizante; tiro un charco de alcohol al suelo a la salud de los muertos y sorbo con vicio otro tanto hasta el suspiro.

Me detengo bajo la luz de un faro y la miro con detalle, tambaleándome de un lado a otro: es una estrella diminuta que se ha encerrado en ese poste. Me refugio en sus destellos. Deliro, escucho los gri-tos de una ciudad en decadencia, millones de mos-cas que se juegan la vida con la muerte y yo, per-diendo la cordura, me aferro a aquella luz.

Me acuesto, oculto la cabeza entre mis hombros y sigo bebiendo hasta rendirme. Después de un par de horas, la luz del poste perece y las moscas se

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resguardan en sus cuevas. El sereno se posa en mi piel y tiemblo, saco del bolsillo el último trago de aguardiente y calmo la bestialidad de Bóreas con su ardor en mi garganta. Me levanto, la niebla hace su juego y se enreda entre las calles con la condensada humedad del aire que se esparce, y la ciudad se pierde nebulosa. Camino con la mano estirada al frente para advertir un probable tropiezo a la inevi-table ceguera provocada por la bruma, el vaho que de mi boca exhala se confunde con el clima y lo acrecienta, y sigo temblando ante la temible incerti-dumbre de no ver más allá de mis pasos. Busco un hombre, murmuro.

Se extinguieron las casas, las cuevas, y el silencio y la ceguera crecen desvariadas. A lo lejos, se distin-gue una luz y la busco; retorna de su muerte, acudo con prisa: corro, mis pasos se agigantan, me altero y sigo hasta alcanzar aquel fulgor que se asoma. Re-corro el camino con temor a tropezarme, la luz apa-rece con tal vigor que ya no importa y acudo con vulgar instinto hacia aquel resplandor; retumban mis huesos y mi rostro se desvanece hasta que lle-go, a punto de extinguirme, y entonces veo, frente a mí, un poste de luz varado en la banqueta, donde me encuentro temblando de miedo ante la noche.

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Donde esté por Dafne Cedillo

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Cisne de papel La fábrica está envuelta en la penumbra noctur-

na. Ella, señora de pronunciada edad, arrinconada en ese limbo se satura entre sus muros, mientras sus manos tiemblan de fatiga hasta rendirse en su regazo. Suenan las sirenas, termina la jornada y sale del recinto con la pesadez en la mirada y las líneas onduladas, que se forman con el tiempo, caídas en su rostro.

Camina solitaria sobre escombros, los primeros destellos del alba se posan a sus hombros en un paisaje de tonos grises, junto a edificios gigantescos rozando la orilla de las nubes. En la andanza, reme-mora con sus pasos los ayeres de fiestas en el pue-blo, al mirar por las calles sus rincones. Recuerda con añoro los juegos con trompos de madera, las casas adornadas de luces, y las hojas secas arrum-badas en el suelo, acompañadas de campanas de la iglesia resonando con sus tres repiqueteos conti-nuos anunciando la liturgia.

Los niños jugaban a volar sobre colinas hasta las orillas del mar en un parque, el aire rozaba sus ros-tros sonrientes de ojos alegrones, y caramelo emba-

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embarrado al contorno de sus bocas, mientras las plumas colocadas a sus espaldas, vagaban por el cielo llevados por la brisa. Ella, olvidada en alguna calle, los miraba con ensoñación… quería volar.

El tiempo, implacable, arrasó con todo: los niños crecieron y las alas, hechas trizas, se disiparon con el viento. En su lugar llegaron máquinas humeantes, los ríos se tornaron negros y las praderas, de otoño artificial.

Ella, anciana, camina rumbo a casa. El llanto se le escurre de los ojos, se derrama en sus mejillas y cae a sus pies. Enciende un cigarrillo, lo lleva a su boca y aspira, lanzando bocanadas de humo al com-pás de sus huellas. Transmuta, se vuelve una exten-sión del suelo que pisa, luz trémula de los brillos de sol que se asoman. Arrastra las piernas, respira pro-fundamente casi a punto de extinguirse, hasta llegar a casa. Se abraza a su aposento, cae en su lecho, toma la almohada con fuerza y cierra los párpados. Transmuta, deja de ser luz, es un objeto refugiado, temeroso y quieto.

Duerme, su respiración comienza a cesar y llega la calma: el llanto se evapora, las tristezas desvane-cen y los pasos ya no importan. Dios la mira, se acerca a ella sigiloso como una sombra, le despoja el último aliento con un beso en la boca, le acaricia

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la espalda, toma sus labios con los dedos y los arranca… le arrebata el rostro, le dobla el torso y la cintura incontables ocasiones… deshace las piernas, los brazos y, al final, queda un gajo de papel conver-tido en cisne sobre su palma, lanza un soplido y se va… vuela.

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Descanso – Ozzy García

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Perdón, mamá Mi mamá dice que guarde silencio, que los niños

buenos se van al cielo si les hacen caso a sus ma-más y, que si no lo hacen, diosito se enoja con ellos. Yo no quiero que nadie se enoje conmigo y me callo, porque soy buena. Estaba jugando con Miguelito, mi hermanito, en el jardín de la casa cuando mi mamá acelerada nos tomó de los brazos y nos jaloneó lle-vándonos con ella al cuarto donde alguna vez mis abuelitos dormían. Nos dijo que teníamos que jugar a las escondidas y que si ganábamos nos llevaría al parque y nos compraría muchos dulces. No sé de quién nos escondemos, pero vamos ganando porque siguen sin encontrarnos y me siento feliz. Mi mamá no juega mucho con nosotros, siempre está lavando los trapos de todo el mundo, casi no ríe y me pone triste, por eso estoy muy contenta de que estemos jugando como siempre lo promete, porque ella cum-ple lo que dice.

A mi hermanito lo venció el sueño y duerme co-mo un angelito, él se irá al cielo porque diosito es bueno con los niños pequeños. Veo a mi mamá aso-marse por un hoyito muy atenta y yo la miro a ella,

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me gusta su cabello largo y chino, tiene ojos claros, café, y cada que los veo se me antoja la miel que vende don Cipriano los domingos en la plaza. Sus brazos son bien fuertes, sé que podría ganarle a quien sea en las venciditas, la he visto levantar mi-les de bolsas de ropa enormes que le trae la gente y es capaz de cargarnos a Miguelito y a mí, cuando nos quedamos dormidos en la sala. También es muy hermosa, tiene la sonrisa más bella y una piel sua-vecita que limpia todo el tiempo con unas piedras raras. Hace poco un señor barbudo vino a verla y se dieron un beso, es bien simpático porque nos canta y trae regalos para todos, el otra vez nos obsequió unos trompos coloridos de Oaxaca y nos enseñó a construir resorteras con las ramas de los árboles. Es un amigo de mi tía que viene de la ciudad, sólo a ver a mi mamá.

No sabía que los niños tenían papá hasta que fui a la escuela; en mi comunidad somos poquitos, casi todas mujeres y los niños grandes como Julián, mi vecino, se van a no sé dónde y ya no regresan. La mayoría tenemos sólo a mamá y a nuestros abueli-tos, aunque los míos ya no están con nosotros desde hace un año. Pensé que eso era normal hasta que supe en la escuela, que se encuentra a dos horas de aquí, que los niños nacen de un hombre y una

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mujer, y que ambos se casan. Ahí entendí cómo de-ben ser las familias, que el papá trabaja y la mamá cocina, pero no me puse triste, ya que supe que mi mamá también era mi papá porque hacía de todo, así que valía por los dos y por ello tenía una súper mamá.

Escucho ruidos afuera del cuarto, mi mamá si-gue atenta y se nota preocupada. Le pregunto si se encuentra bien y me calla de nuevo. No quiero des-obedecerla. Se escuchan los pasos de muchas per-sonas y no sé qué pasa, le tomo la mano y me es-condo bajo su vestido. Nunca la había visto temblar así.

Llevamos mucho tiempo escondidos, ya no es divertido jugar y tengo hambre. Mi hermanito sigue dormido. Le digo a mi mamá que me siento cansa-da y me cubre la boca. Le insisto que ya no quiero jugar y grito bien fuerte hasta que me cachetea. Nunca lo había hecho y me enojo con ella. Me toma de los hombros y me agita, susurrando me regaña y me dice que los niños buenos hacen caso. Ya no quiero ser buena, quiero comer, quiero salir a jugar con Miguelito y la pateo con todas mis fuerzas. Mi mamá llora mucho y me pide que calle y yo la sigo pateando. Me sigue tomando con fuerza y lanzo manotazos hasta que logro zafarme; Miguelito se

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despierta y también llora. Logro escaparme del cuar-to y salgo de prisa, no quiero saber más de ese lu-gar. Afuera, hay un montón de señores vestidos de verde y nos voltean a ver. Me quedo parada del sus-to y quiero volver con mi mamá, mis piernas no ha-cen lo que yo quiero, pero viene detrás de mí. Ellos cargan en sus manos unos objetos largos que cuel-ga de sus cuellos y los apuntan hacia nosotras. Veo cómo mi mamá se queda inmóvil igual que yo y los ojos le lloran más. Ella les dice que soy su hija, que sólo quiere ir por mí y se ríen y siguen apuntando, le dicen que no se mueva y que si lo hace, nos irá muy mal. Yo no sé de qué hablan, pero no me dan con-fianza esos señores de quién sabe qué lugar. Se ven malos, mi mamá les hace caso y se queda quieta.

Volteo a todos lados y me doy cuenta que Mi-guelito no está, que se quedó en el cuarto llorando y voy hacia allá; mi mamá grita y me pide que me quede en mi lugar, pero a Miguelito le da miedo estar solo y seguramente está bien triste, así que no me detengo. Mi mamá vuelve a gritar y corre hacia mí. De repente, se escucha un sonido horrible y me caigo; el ruido me deja sorda y me siento mareada; veo a mi mamá también en el suelo con los brazos tendidos boca arriba y voy hacia ella gateando. La miro y tiene los ojos abiertos y mucha sangre sale

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de su pecho. Me espanto y grito lo más fuerte posi-ble: ¡¿Mamá?! ¡¿Mamá?! ¡¿Por qué no hablas?! Le toco la cara y los brazos para que se mueva, pero no lo hace. Volteo hacia atrás y los señores se ríen, a mí ni me hacen caso y se van. Lloro y grito lo más que puedo, mi mamá ya no está, mi mamá murió.

Me acuerdo de Miguelito y voy de prisa por él, lo cargo y lo llevo hacia donde está el cuerpo de ma-má. Me acuesto con ella, la abrazo junto a mi her-manito y ahí nos quedamos. Todo es mi culpa, no quería hacerle daño. Los niños que desobedecen a sus mamás, no van al cielo.

Perdón, mamá.

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Estela no puede salir por Donna O.

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La Farra

Para Lole y el tío Mingo. Para Rubiak (+), para Rolo (+), para Agustín (+), para Carlos (+)

Los convoqué, carnales míos, hijos de buena se-

ñora, perros de ataque etílico en perspectiva del viajarás súbito pero chingón de forma y fondo; los traje aquí porque pongo tres caguamas y un rincón de tabiques, sillas de plástico y suficiencia de interés social.

Los convoqué, y tuvieron orejas para oír. Vengan, pues, con sus risas de chacal uyuyuy,

ayayayay, quióbolas qué, ora qué tranza, chales qué y las suelas de hule que les hacen viajar desde allá, de su cantón, ese lujo de intimidad que los saca de la sensación colectiva del somos un chingo y ya qué, mixtura racial e inevitable que salpica éste ca-cho de tierra, cual acné de estrellas deformes en el manto pinche de la virgen.

Los traje aquí por irreverentes, cabroncitos artífi-ces de la maledicencia elegante, contreras de esto y de otras cosas, anómalos ciudadanos sin papeles, compitas de sangre y pedo y veneno y corran las

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tres, canten los gallos, sáquenla a pasear y despón-chenla a fumadas.

Bienvenidos sean, mis carnales. En este gargajo terrenal que estáis pisando, nos

disolvimos alguna vez con ánimo de ver al diablo y saltar al otro lado del otro lado del otro lado, y la banda fue testigo de que algunos llegamos hasta allá mientras otros reventaban las entrañas en el último jalón de una lata amarilla o multicolor, do-blada y con respirador, y el crack en su cama de ce-niza. Pffff. Tómela pues, caígase y sóbese y no chille porque lo fumado, fumado está y no se la dieron a fuerza.

Psiconautas, saltimbanquis, malabaristas de la travesura y el usted perdone pero ahí le va; señoro-nes, a pesar de todo, tipazos que aguantaron vara y se despiojaron cuando la cuña apretó, porque aquí sobran cojones de ironía: se levantaron, anduvieron y se la curaron.

Son ustedes su propio Lázaro y su propio diosito desmadrosón y berrinchudo, ente bíblico pero ma-món. Andan del escuadrón al bar y las alturas, y resucitan en una necedad que se agradece por cor-dura, en cada vez. Creadores cada quién de su uni-verso cerebral, iscariotes, barrabases y pilatos.

Venga pues , en éste venturoso día, abrid paso a

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la hermandad ñeresca. Vamos a buscar el otro lado de éste lado que tenemos enfrente, que al cabo nos gusta lo sublime y aspiracional, la sana enfermedad del valedor que vive al filo nomás porque ahí la adrenalina se suministra a rebanadas y le hace cos-quillas en el pecho.

Hoy los invito: un hasta la madre para conme-morar un hasta nunca, y que llore cada cual por sus vacíos, y que los llene con la chingadera de su prefe-rencia.

Aquí entre palabras nos hacemos eternos. Aquí entre palabras vivimos para siempre y le escupimos en la cara a los ojetes, nos arrojamos polvo en el cabello y rasgamos la ropa que nos resguarda, para reír enseguida a carcajadas prístinas y urbanoides, barriobajeras, indestructibles, nómadas de la razón. Tenemos espinas en la lengua.

Brindemos como gente grande, porque aquellos días se fueron en putiza y sólo nos queda el efímero instante del justo ahora, para alardear de lo comido y vomitar de una vez lo necesario, que al cabo nos conocemos y sabemos de nuestras cojeras y malda-des, demasiado comunes casi todas; ya nos cura-mos de espanto y euforia, somos aves de buen agüero.

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Venga pues y hasta la madre… o ton´s qué mi reina, ¿no me crees? Mengache pa´ acá y apachu-rro.

Al margen por Jefte Acosta/Walf Attack

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Puñitos de tierra — Fabricaré un reino de enfermedad y veneno;

luego vendré a ustedes y les lavaré los pies en días de guardar. Seré un gargajo de Dios caído aquí por una deuda de santidad, cantaré alabanzas y haré la ronda con los niños.

— ¿Y cuando serán esos días, carnal?- preguntó La Rata con el humo atorado y la bacha ardiendo en la mano izquierda.

— Ya merito carnal, ya merito. El sol traspasó el cristal mugroso de la ventanita,

y un suspiro de viento se coló entre las láminas de cartón que coronaban la vivienda. El Avión siguió adelante con el sermón del activismo:

— Voy a abrir las aguas del canal pa´ que se inunde Juriquilla…

— ¿Qué? — Voy a abrir las aguas del… del éste canal de

aquí atrás… La Rata se las curaba discretamente y El Avión se

mojó otra mona antes de seguir disertando. Un celular roto escupía canciones de Charly

Montana; frente a la puerta, un poco más allá del

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lodo, un chiquillo panzón y en calzoncillos jugaba a aventar puñitos de tierra en el aire. Una breve es-tampida de moscas zumbó frente a la Rata. Mano-tazos. Otra rola y un niño que se entretiene con un pedazo de plástico.

— Somos los de siempre… los de siempre… yo nos perdono.

La Rata se las curó de nueva cuenta, y la bacha murió entre sus dedos. El Avión recogió el sobrante y lo puso en una lata vacía, con otras bachas que a los dos o tres días habría de resucitar en un cigarrito carcelero para matar la eriza.

El sol siguió dando la vuelta sobre aquella ciudad satélite, con la misma prisa de cada lunes. A lo lejos se escucha una cumbia y la canción ridícula que anuncia al camión del gas. El mundo tiene el color del tepetate y las calles trazadas con mesura en la silueta de un pueblo inexistente. En la casita de al lado, una señora se ocupa en un lavadero de granito artificial, con la mirada en postura de ensoñación y una cantaleta aguda saliendo a torrentes de su bo-ca: ni princesa ni esclava, simplemente mujer… su cuerpo regordete se mece al ritmo de la tarea, con precisión. Un perro duerme a unos pasos, bajo la sombra de un paraguas torcido que alguien aban-donó en ese patio improvisado.

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En la casa del Avión, el tedio encuentra un lugar para instalarse. El vicio languidece. Una cotidianei-dad de palomas y bolsas de plástico volando en el viento se adueña de la escena. En el celular, Charly Montana concluye su número y le deja el lugar a El Komander. La Rata sonríe a medias y deja lucir un colmillo perforado por la caries.

Son las cinco y media de la tarde. El Avión se levantó, se encerró en el baño, se hizo

una chaqueta y siguió moneando. La Rata salió a comprar una caguama. El niño corrió a buscar a su madre, llorando, con

una cortada de metal oxidado que manaba sangre en su pie descalzo.

Un vuelo de pájaros cruza el cielo, al tiempo que la cumbia sigue adelante y aumenta su volumen.

Techo de láminas, antenas de televisión digital en las paredes de tabique y madera, paupérrimos coqueteos de atadura mediática, cámbiale de canal pero no me dejes, mamacita; panóptico social que-retano.

La vida, esa desalmada perra que nos amaman-ta a diario, marchó como siempre, irreductible.

Más allá, en un infinito cualquiera, Dios observó su artificio creacional con atención poderosa, juzgó y presentó el dictamen.

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— “Chale”, murmuró gravemente. Carraspeó con magnificencia, tosió, se removió

en su trono y escupió otro gargajo sin querer, antes de continuar sus labores de padre.

— “En verdad os digo que me paso de lanza”, murmuró por segunda vez y los perdonó en seguida.

Entonces ahí, mirando al cielo y con una eyacu-lación incompleta en las manos, el Avión supo que Dios era bien ñero.

Las cenizas por Ozzy García

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Breve semblanza de un suicidio ... y el chavo se quedó almacenado en su propia

visión, excluido así de la marcha mundana. "Tengo mis drogas -pensó-, tengo mi colchón y mis ganas de no hacer nada". Al poco tiempo encontró tam-bién un cordón que le ajustaba perfecto al cuello; lo hizo suyo. Justo ahí, en un gesto inesperado de va-liente cobardía, escribió la carta, dio el último suspi-ro cuántico y saltó la grieta, volando para siempre en un recuerdo.

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García por Donna O.

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Mr. Gallo

David Álvarez y

Jenaro Trujillo González