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NAm. 4 6 . Barcelona 1." de setiembre de 1 8 6 1 . Tomo 111. IL 4L6M DE MS PERIÓDICO SEMANAL. Gratis á los suscritores del DIABIO DB BABCBLONA.-Un número suelto un real. SUMARIO. Bl capitán 1.a Cbesnaye Fórmulas t Contra las escrófulas. por ErnesUj Capeudu. EL CAPITÁN LA CHESNAYR por Ernesto Capendii. (CoDlinuacioD ) . X I . LOS llECUaSOS BE GIKABD. Hemos dicho que acababan de aparecer en el oriente los primeros rayos de la aurora ahuyen- tando las densas tinieblas de la noche, y que á la furiosa tempestad principiaba á suceder una cal- ma reparadora. La orilla, el valle y el mar presentábanla pro- funda huella de la gran lucha que habían sosteni- do los airados elementos. Yeíanse desplomes re- La pólvora ! dijeron los truhanes. (Pág. 360, col. 2.) cientes, hendiduras violentamente practicadas, piedras arrastradas por la tempestad, y en el va- • He árboles desgajados ó arrancados deraiz, ramas rotas, paredes destruidas, cabanas arruinadas, y ' campos arrasados y cubiertos de lodo. La luz tímida é indecisa que lanzaban en orien- te algunas listas rojas, destacándose como largas y estrechas cintas de un cielo amarillento, com- batido aun por las últimas y tenaces sombras de la noche, la pálida aurora luchando con las pos- treras ráfagas de las estrellas, iluminaba aquel lamentable cuadro de una desolación sin igual. Las aves, aterradas por la tempestad que huia i rencorosa, no se atrevían á saludar con sus ale- ' gres cantos la aparición de la claridad y la calma, i y únicamente bandadas de gaviotas pasaban rá- pidas por los valles movibles formados entre dos olas, repitiendo con las ondulaciones de su vuelo los movimientos caprichosamente majestuosos de j las verdosas aguas del mar. i En Etretat empezaban á abrirse las ventanas y i las puertas de las cabanas, y los pescadores se ' dirigian á la playa para cerciorarse del estrago causadoTpor ¡la^tempestad, examinando con pro- funda ansiedad las barcas que la tarde anterior hablan retirado á la playa, y hasta las cuales ha- bla llegado el mar á pesar de tan prudente precau- ción. A la izquierda de la aldea , dando la espalda al mar, se alzaba á la entrada de la carretera de Fecamp una casita de apariencia mas sólida que las cabanas de los pescadores. Esta casita, aislada del grupo de las demás moradas y separada de ellas por una distancia de I algunos centenares de metros, estaba cercada de una pared de piedra seca, que abarcaba al mismo tiempo un patio bastante espacioso y un huerto. Hacia algunos meses que esta casa se hallaba desierta y parecia abandonada. Aunque habla cir- culado por el pais el rumor de que la había ad- ; quirido recienternente un noble de la corte el ! propietario no habla hecho aun ni la mas breve visita á su finca. ¡ Sin embargo, en la mañana en que tenían lu- i gar los acontecimientos que vamos relatando, si I los pescadores hubiesen estado menos ocupados

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Page 1: NAm. 46. Barcelona 1. de setiembre de 1861. Tomo 111. IL

NAm. 4 6 . Barcelona 1." de setiembre de 1 8 6 1 . Tomo 111.

IL 4L6M DE MS PERIÓDICO SEMANAL.

Gratis á los suscritores del DIABIO DB BABCBLONA.-Un número suelto un real.

S U M A R I O . Bl capitán 1.a Cbesnaye F ó r m u l a s t Contra las escrófulas.

por ErnesUj Capeudu.

EL CAPITÁN LA CHESNAYR por Ernesto Capendii.

(CoDlinuacioD )

. X I . LOS l lECUaSOS B E GIKABD.

Hemos dicho que acababan de aparecer en el oriente los primeros rayos de la aurora ahuyen-tando las densas tinieblas de la noche, y que á la furiosa tempestad principiaba á suceder una cal-ma reparadora.

La orilla, el valle y el mar presentábanla pro-funda huella de la gran lucha que habían sosteni-do los airados elementos. Yeíanse desplomes re-

La pólvora ! dijeron los truhanes. (Pág. 360, col. 2.)

cientes, hendiduras violentamente practicadas, piedras arrastradas por la tempestad, y en el va- • He árboles desgajados ó arrancados deraiz , ramas rotas, paredes destruidas, cabanas arruinadas, y ' campos arrasados y cubiertos de lodo.

La luz tímida é indecisa que lanzaban en orien-te algunas listas rojas, destacándose como largas y estrechas cintas de un cielo amarillento, com-batido aun por las últimas y tenaces sombras de la noche, la pálida aurora luchando con las pos-treras ráfagas de las estrellas, iluminaba aquel lamentable cuadro de una desolación sin igual.

Las aves, aterradas por la tempestad que huia i rencorosa, no se atrevían á saludar con sus ale-' gres cantos la aparición de la claridad y la calma, i y únicamente bandadas de gaviotas pasaban rá-

pidas por los valles movibles formados entre dos olas, repitiendo con las ondulaciones de su vuelo los movimientos caprichosamente majestuosos de

j las verdosas aguas del mar. i En Etretat empezaban á abrirse las ventanas y i las puertas de las cabanas, y los pescadores se ' dirigian á la playa para cerciorarse del estrago

causadoTpor ¡la^tempestad, examinando con pro-funda ansiedad las barcas que la tarde anterior hablan retirado á la playa, y hasta las cuales ha-bla llegado el mar á pesar de tan prudente precau-ción.

A la izquierda de la aldea , dando la espalda al mar, se alzaba á la entrada de la carretera de Fecamp una casita de apariencia mas sólida que las cabanas de los pescadores.

Esta casita, aislada del grupo de las demás moradas y separada de ellas por una distancia de

I algunos centenares de metros, estaba cercada de una pared de piedra seca, que abarcaba al mismo tiempo un patio bastante espacioso y un huerto.

Hacia algunos meses que esta casa se hallaba desierta y parecia abandonada. Aunque habla cir-culado por el pais el rumor de que la había ad-

; quirido recienternente un noble de la corte el ! propietario no habla hecho aun ni la mas breve

visita á su finca. ¡ Sin embargo, en la mañana en que tenían lu-i gar los acontecimientos que vamos relatando, si I los pescadores hubiesen estado menos ocupados

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3G2 EL ÁLBUM

en la playa, habrían podido advertir que la ca-sa desierta estaba ocupada por algunas personas.

En efecto, durante las últimas Doras de la no-clie brillaba una viva claridad en las ventanas, y desde los primeros instantes del dia podia oirse el relincho quejumbroso de los caballos pidiendo su pienso.

Al través de las tablas mal unidas de la puerta, que sin embargo estaba cuidadosamente cerrada, hubieran podido verse cuatro hermosos caballos españoles atados debajo de un cobertizo en los anillos fijos en la pared.

Después de algunos relinchos repetidos de los animales deseosos de su desayuno, la puerta de la casa que comunicaba con el patio donde estaba el cobertizo se abrió de par en par y dejó pasar un hombre llevando sobre los hombros un saco de respetable peso.

Este hombre, vestido con un traje completo de pescador, dejó el saco en el suelo, se acercó al podebrc y repartió la cebada con una destreza dig-na del mas hábil caballerizo.

Los cuatro caballos inclinaron entonces la ca-beza , y el ruido de sus vigorosas mandíbulas mo-liendo activamente el grano formó un concierto de completo y monótono compás.

El hombre dejó el saco en un rincón y se vol-vió hacia la casa, en la cual entró empujando tras sí la puerta

La oscuridad que reinaba aun en el interior, y que la naciente aurora no había podido hacer des-aparecer del todo, no permitía examinar círcuns-tMUciadamente el aposento de pequeña dimensión donde acababa de penetrar el pescador que tan bien había desempeñado el cargo de caballerizo.

El aposento estaba al parecer sencillamente amueblado. El pescador lo recorrió diagonalmen-te y abrió una puerta que comunicaba con un aposento inmediato , el cual estaba brillantemen-te alumbrado por dos candelabros cargados de velas de cera y además por un gran fuego en-cendido en la chimenea.

Se hallaba alli en pié y con la cabeza descu-bierta un joven cuyo rostro altivo, inteligente y gracioso iluminaban los candelabros y el fuego, y se podia reconocer en él á> primera vista al ba-rón Marcos de Grandair.

— Í D C dónde venís, Gifaudl preguntó al hom-bre que acababa de entrar

—De dar un pienso á los caballos, señor ba-rón , responjlió el ex-arquero del prebostazgo de Rúan. Tal vez los necesitaremos durante el dia y era preciso darles fuerzas.

—Tenéis razón. Giraud miró la chimenea y dijo: — i Cómo! i Aun no está todo pronto? —Nó, respondió bruscamente Marcos. — I Por qué? —Porque me repugna lo que me proponéis. Giraud se encogió de .hombros. — ¡No soy verdugo! añadió el barón. — ¡Y lá venganza! iNo la comprendéis acaso 1

preguntó el arquero con expresión de feroz ironía. — Sí, respondió vivamente Marcos. Ponedme

frente á frente de un hombre armado. y libre de defender su vida, y entonces heriré y no tendré compasión... pero atormentar á una mujer... martirizará un hombre con las manos atadas. . eso no puedo hacerlo.

—En ese caso, repuso fríamente Giraud, co-nozco que no habéis padecido nunca. Comprendo el sentimiento que os domina, señor barón, y en otro tiempo hubiera cedido como vos á ese senti-miento generoso. Vos tenéis aun corazón... pero yo iio le tengo ya! Han arrancado tan bien de mí pecho aquel corazón que en él latía en otro tiem-po tan generosamente, que en la actualidad solo hay un vacio en el sitio que ocupaba. No queréis ser verdugo, yo lo seré por vos. i ftijé me impor-ta el odioso nombre que me den con tal que se cumpla mi venganza! iNo es preciso que devuel-va en algunas horas de dolor y de angustia todo lo que he sufrido durante tantos años!

Y mientras hablaba así, Giraud se quitó el ca-pote de pescador que llevaba sobre su traje, se arrancó las largas botas que le cubrían las pier-iias y le llegaban hasta encima de la rodilla, y viendo una pesada mesa de encina colocada jun-to a la pared, la cogió con sus brazos i obustos y la arrastró hasta el centro del aposento.

Puso después sobre la mesa largos clavos de punta aguda y cabeza ancha, redonda y plana, un martillo de hierro y cuatro correas de cuero guarnecidas de sólidas hebillas. Abrió entonces

un almario, y sacó dos pares de enormes tenazas, dos tallos de acero, dos pedazos de hierro en for-ma de cuñas y unas largas pinzas. Arrojó las te-nazas, los tallos de acero y las cuñas de hierro en medio del fuego de la chimenea y colocó á un la-r do las pinzas. *

En uno de los ángulos del aposento había un tonel vacío que indudablemente sirviera para con-tener cerveza. Giraud cogió un hacha que pen-día de la pared, se acercó al tonel, y de un gol-pe violento hizo saltar por el aposento las due-las medio rotas y los aros que se esparcieron dan-do saltos en todas direcciones.

Eligió seis duelas de una misma elevación y anchura y las puso sobre la mesa al lado de las correas.

—Ya estS todo dispuesto, dijo. Ahora es pre-ciso activar el fuego.

Y pasando al primer aposento, volvió casi al instante con un brazado de leña seca que arrojó á la chimenea.

Marcos presenciaba estos preparativos sin pro-nunciar unU palabra; y con el entrecejo fruncido y la frente pálida, parecía presa de un malestar que abrumaba á la vez su alma y su cuerpo. Se acercó á la ventana, y abriéndola, se apoyó en la piedra que formaba un reborde, bañando de este modo su frente en las frescas brisas de la mañana; pero la intención evidente del joven no era tanto la de desahogar sus pulmones hacien-do circular el aire puro en su pecho, como la de evitarse el espectáculo de los extraños preparati-vos de Giraud.

Este se ocupaba por el contrario en terminar-los con una calma y una sangre fria que indica-ban una firme decisión.

—Ya está todo dispuesto, repiti(í dirigiéndose al barón. Vamos á,dar principio á nuestra obia. j Queréis ayudarme á traer aquí los presos!

Marcos se estremeció. —¡No la mujer! dijo Giraud le miró fijamente. —Y sin embargo es una infame, respondió. —Sí, pero es mujer. Giraud se sonrió como si le compadeciese. — Sois joven, señor barón, dijo, y jamás habéis

amado ni habéis sentido loa efectos de los celos. —Será posible, pero os repito que no podré

ver atormentar á una mujer indefensa. —Cazáis bien sin embargo y matáis de un tiro

de arcabuz una corza inocente sin sentir el menor remordimiento. Si encontrarais una loba rabiosa i vacilaríais en matarla!

- N ó . —Pues bien, já qué viene ahora esa compa-

sión por una mujer mil veces mas peligrosa que una fiera!

—Os digo que es una mujer, y no quiero prin-cipiar por ella

—Bien; sea el hombre el primero. Y volviendo después de haber dado algunos

pasos, añadió: —{Quién diría al oíros que hace apenas media

hora habéis peleado con tanto arrojo y habéis da-do muerte á dos hombres cuyos cadáveres están en la pla^ra para atestiguar vuestro valor! Respe-to empero el sentimiento que os impulsa á hablar así; principiemos pues por el hombre que cacé y que vos habéis pescado en el momento en que os le enviaba por el camino mas corto. Pero os ad-vierto que después del hombre le tocará el turno á la mujer... Confio en que la primera (operación os dará valor.

Y sin esperar la respuesta del barón, Giraud se dirigió á una puerta de cristales que se abria al lado de la chimenea, y estuvo ausente durante algunos minutos, para volver á entrar llevando en hombros el cuerpo de un hombre que tema las piernas y los brazos sólidamente atados.

Puso el cuerpo sobre la mesa de encina, sacó el cuchillo que llevaba al cinto, cortó el nudo del pedazo de lienzo que formaba como una mordaza en derredor de la cabeza del preso, y apareció el rostro de Bernardo.

El bandido estaba sin duda desmayado, porque no abrió los ojos.

Giraud cerró la puerta de cristales que había dejado abierta, y cogiendo después un cántaro de agua fresca que había en el suelo, lo vació en el rostro de Bernardo.

El bandido se estremeció y abrió los ojos al momento

Giraud, continuándola operación con l a m a s imperturbable sangre fría, tomó una correa, y

pasándola por uno de los pies de la mesa, atrajo hacia sí la pierna izquierda de Bernardo que ató por encima del tobillo.

Cortó entonces los lazos que unían los dos miembros inferiores del bandido, y ató la pierna derecha al otro pié de la mesa. Después ató del mismo modo los brazos.

Bernardo había recobrado el conocimiento y res-piraba con fuerza como quien acaba de estar lar-go tiempo privado de aire vital.

Marcos contemplaba la operación de Giraud con repugnancia; en tanto que de minuto en mi-., ñuto iluminaban la fisonomía del arquero los re-flejos mas feroces.

—Ya tengo el primer hilo de esta odiosa ma-quinación, murmuró, y lo voy á desembrollar hasta el fin. He dado el primer paso en el cami-no de la venganza, y no me pararé hasta conse-guir mi objeto ' Y volviéndose hacia Bernardo añadió con expre-

sión siniestra: — i Oh! vas á padecer!. . •. El barón apartó la mirada del paciente, y Gi-

raud se inclinó, cogió las pinzas y con ellas sacó del fuego una de las tenazas candentes.

—Escucha , dijo acercándose á Bernardo ; tú formas parte de la partida" de La Chesnaye, y vas á revelarnos á este caballero y á mí todos los se-cretos que posees. He oído ésta noche antes de apoderarme de tí la conversación que has tenido con aquel que bajó á las grutas, y vas á expli-carnos ahora la significación de vuestras palabras. Vas á responderme en fin á todas mis preguntas, y de lo contrario, padecerás todo lo que ha in-ventado el arte del tormento.. He sido arquero del prebostazgo de Rúan, he visto trabajar mas de una vez al verdugo de la ciudad, y sé cómo se hace abrir la boca á los que se niegan á ha-blar. Reflexiona pues , y prepárate. Voy á prin-cipiar mi interrogatorio.

Bernardo escuchó impasible. — (.Formas parte de la partida de La Chesna-

y e ! preguntó Giraud. —Si, respondió Bernardo. — ¿Cuánto tiempo hace! — Siete años. —{(Conoces al que se hace llamar conde de

Bernac! - S í . —(Le has visto ! — Algunas veces. — I Qué relaciones existen entre él y La Ches-

naye! —No lo sé —Responde ! dijo Giraud con voz imperiosa. —No lo sé.. . repitió Bernardo. Giraud abrió las tenazas con auxilio de las pin-

zas y mordió con ellas la mano derecha del ban-dido. Bernardo exhaló un rugido de dolor.

—¡Responde! volvió á decir Giraud. —No lo sé , balbuceó Bernardo. —Es preciso que lo sepas! Marcos, que se había acercado, sitó el puñal

sobre el paciente. -^Habla Ó vas á morir! —No le matéis, seiSór barón¿ exclaínó Giraud

desviando el brazo- amenazador-del noble, dejád-melo por mi cuenta, ó de lo contrario no sabréis nada. No os impacientéis; este hombre va á ha-blar , y lo que no podrá decimos, nos lo revelará esa mujer que llaman Catalina... ¡Ea! ya ves en qué manos has caído; responde sin rodeos.

- R e p i t o que nada sé , dijo Vivamente Ber-naido; os lo 'Juro, no sé mas que lo que Cama-león me ha dicho esta noche.

i Quién es Camaleón! —El que roe acompañaba á las grutas. —¡En dónde están esas grutas! preguntó Mar-

cos —En la orilla escarpada del mar. — i En qué sitio! — Lo sabéis muy bien, señor, porque vuestra

barca estaba debajo de la entrada. — {Solo tienen una entrada esas grutas! —No mas. —{Aquella por donde penetró el que llamas

Camaleón! . —Sí. — {Juras qu(f no se puede entrar en ellas por

otra parte! —Lo juro. — {Cuántos hombres pueden contener! —De cuatrocientos á quinientos. —{Y están llenas en la actualidad!

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DE LAS FAMILIAS. 565 —No \ó creo. — i Quién es el hombre que salid después de tí

al frente de una partida numerosa ? preguntó Gi-raud.

—No lo sé.. . porque no le he visto. < —Es verdad , dijo el arquero bajando la cabeza. — ¿Cuándo saliste de las grutas! preguntó Mar-

cos —Ayer por la mañana —¡A quién dejaste allil —No lo sé. —Responde! —No lo Sé... — ¡Vive Dios! exclamó el barón con ira, ya es

de dia, y pasa el tiempo sin que nada sepamos. — Ya veis, señor barón, que es preciso echar

mano de mis recursos, dijo Giraud con acento de triunfo. Dejadlo por mi cuenta, y este hombre va á charlar mas que una tabernera de buen hu-mor. • '

—Haced lo que os p'azca, dijo Marcos retro-cediendo. ."

Giraud aflojó una de las correas que sujetaban las piernas, y tomando rápidamente dos ó tres duelas que habia puesto sobre la mesa. Jas colocó en torno de la rodilla y las asegu^1 sólidamente con una cuerda que arrolló en todas direcciones con maravillosa destreza.

Bernardo trataba de luchar, gritaba y arrojaba espuma de rabia, pero esta furia era impotente en sus esfuerzos y causaba una risa irónica al ar-quero.

Este arrojó las ten««as, se inclinó hacia el fue-go , buscó durante algunos momentos en medio de los tizones que esparció con sus gigantescas pinzas , y cogió una cuña de hierro que estaba candente y roja como una ascua.

Habia una abertura entre una ie las duelas y la rodilla, y Giraud aplicó alli lá cuña candente. ' Bernardo lanzó un grito de dolor, y su cuerpo se re'orci<5 con tal fuerza que crujió la mesa.

Giraud tomó el pesado martillo que estaba al alcance de su mano, y con un golpe vigoroso,-hundió la cuña en las carnes quemándolas. El tormento llegó á ser tan dolooso que se ahogó su voz en la garganta.

—Va á morir, dijo Marcos. —Nó, respondió Giraud; siente el fuego, pero

nada mas Dentro de un instante hablará. Se esparció por el aposento un olor nausea-

bundo , y el barón volvió otra vez el' rostro sin poder contener una expresión de profunda re-pugnancia.

— i Hablarás ahora 1 preguntó Giraud. Bernardo hizo un ademan afirmativo, y Giraud

sacó la cuña con las pinzas. — i Cuánto padezco ! dijo Bernardo cuyo rostro

estaba lívido. Marcos volvió á acercarse á la mesa. ,—(Estaba La Chesnaye en las gratas cuando

saliste 1 preguntó el baion. —Nó, balbuceó el paciente. —i Cuántos eran los que dejaste allí al salir! —Unos cincuenta. —i Quién mas! —El tnaese. -—I Quién 68 el maesel , —Un anciano á quien llaman así. — ¡Un anciano 1 repitió Giraud. El que he vis-

to esta noche! i Quién es ese hombre! —El padre del capitán, —ISe llama también La Chesnaye! —Sí. . Marcos se pasó la mano por la frente bañada

en sudor. —I Qué edad tiene ese anciano! preguntó vi-

vamente. . —No podria decirlo... dijo Bernardo. Tal vez

tiene sesenta años.;, le suponen ciento... y hay quien asegura que no puede morir. Pero por fa-vor.. . por compasión, no me atormentéis La he-rida_ que me habéis hecho me causa todos los tor-mentos del infierno...

—Piensa en los que tú y los tuyos habéis mar-tirizado, dijo Giraud.

— ¡Oh! el dolor me despedaza... No puedo mas.. . no . . . v«o...

El rostro de Bernardo se trocó de lívido en ver-doso. Giraud, obedeciendo á un ademan de Mar-cos, tomó una vasija llena- de aceite y vertió una parte sobre la herida. Este calmante produjo un efecto casi instantáneo, y Bernardo exhaló un sus-piro de alivio.

—jSabeB quién fué en otro tiempo ese anciano

de quien hablas! prosiguió el barón cogiendo uno de los brazos del preso.

—Dicen , respondió Bernardo reuniendo sus fuerzas, dicen que en otro tiempo estaba al fren-te de una partida temible y conocida en toda la Francia.

— ¡Oh! exclamó Marcos, principio á compren-der y Van Helmont no me engañaba! Madre mia. . padre mió, os vengará ! •

—Sí, s í , añadió Giraud, venganza, venganza para todos!

— Encontraremos á eso anciano aunque tenga-mos.que ir á buscarlo al fondo del abismo , dijo Marcos.

Y añadió volviéndose hacia Bernardo: —i Quién estaba además en las grutas con ese

hombre! —Dos mujeres. —i Jóvenes!

- - S i . —(Diana y Aldah! _ • —Creo que así las llamaban. •—¡Oh! exclamó Marcos. Está visto que Difs

nos protege i - A h o r a , añadió Giraud, vas á revelarnos t i s

intenciones y las do Camaleón de que solo he po-dido sorprender una parte.

Bernardo se estremeció creyendo que Giraud as-piraba 6. los tesoros de las grutas. El bandido ha-bía entregado el secreto de las pei'sonas; pero no pedia resolverse á revelar el del oro. Animado de una vaga esperanza, pensaba que se libertaria tal vez algún dia de las manos que tan vigorosa-mente le sujetaban, y se decia que no haciendo traición á los proyectos de Camaleón, este- le da-ría parte del poder que le habia prometido. Así pues, cuando oyó la pregunta de Giraud, hizo un e^uerzo dé energía y de paciencia'para resistir á los tormentos que le amenazaban.

— Nada diré, respondió con voz sorda. ' Giraud lanzó mi grito ronco. — Revela ciiailto sabes, dijo con tono aratma-

zador Beinardo no respondió. — ¡Habla! grito el arquero. Bernardo le lanzó una mirada de reto. Giratd

se volvió de un salto, cogió las pinzas y buscóm el fuego otra cuña de hierro candente.

La fisonomía del paciente se contrajo de un modo horrible, pero no se desplegaron sus labios.

Giraud acercaba la cuña fatal, cuando se oyó en el exterior rumor de pasos, y Marcos corrió á la ventana

Tres ginetes se dirigían á galope hacia la casa aislada.

— i Van Helmont! exclamó el barón. — I Qué sucede! preguntó Giraud interrum-

piendo el tormento. La puerta se abrió al mismo tiempo, y entró

e n e ! aposento Van Helmont seguido del caballe-ro de La Guiche y del marqués d'Herbaut. Los tres estaban mojados,y salpicados de lodo como si hubiesen corrido toda la noche cuando la tempes-tad estallaba con todo su furor.

—¡Han vuelto á prender á La Chesnaye! dijo el sabio

— ¡El ! exclamó Marcos. —Si, y su prisión se debe á los esfuerzos del

preboste de París , añadió La Guiche. —Y á las indicaciones mas exactas dadas por

el conde de !Bernac,,dijo d'Herbaut. — ¡Por el conde de Bemacl exclamó Marcos. —Sí, por el conde de Bernac, dijo Van Hel-

mont, por el que ha robado al menos ese título ilustre. Ha sacrificado á uno de sus hermanos... porque son tres Por fin he averiguado la verdad. Animo; hijo mío; vamos á conseguir nuestro ob-jeto.

Pero no lo sabéis aun todo, dijo el barón to-mando las manos del sabio; hay otro...

—Lo sé. Un anciano...

—Le conozco. Que se llama también La Chesnaye.

—Ese es el que asesi-nó á tus padres, Marcos. —¡ O h ! sé dónde le hallaré ahora, dijo el jo-

ven. — i E n dónde! preguntó La Guiche. - En las grutas de Etretat , y allí están Diuia

y Aldah. —¡Aldah... bija mia! exclamó Van Helmont..

iQuién te ha dicho!... —Ese hombre, dijo Marcos designando i Ber-

nardo. ,

— iQuién es ese hombre! preguntó Van Hel-mont.

—Uno de los de la cuadrilla de La Chesnaye que he sorprendido esta noche, respondió viva-mente Giraud. ¡Ah! hemos trabajado sin descan-so. Mientras el señor barón arrostraba !a tempes-tad en el mar para sorprender los secretos do nuestros enemigos, yo vigilaba en la playa, y te-nemos en nuestro poder esta buena pieza que sa-be muchas cosas y una mujer que sabe muchas mas.

—(Qué mujer! preguntó Van Helmont. — (Qué mujer! repitió Giraud cuya fisonomía

expresaba una alegría salvaje. L a querida do La Chesnaye, la baronesa Catalina, Juana en íin, la sobrina del jardinero de Buan , mi novia anti-gua, la causa de todos mis males y todos mis do-lores. Está allí!,

Y Giraud designó con el ademan la puerta de cristales por donde habia ido á buscar á Bernardo.

—Y sabemos ahora, añadió , el secreto d« las grutas.

— ¡A caballo! ¡á las grutas ! gritó Van Hol-mont haciendo un movimiento para partir.

Giraud le contuvo con fuerza por un brazo. —Esperad, señor, le dijo; jno es forzoso que

antes de partir arranquemos á este hombre y á esa mujer los secretos que poseen! ¡Oh! veréis cómo les haremos hablar.

—Pero ¡y Aldah! i y Diana! Cuando La Ches-naye sepa la prisión de uno de sus hijos, las ma-tará.

—Mas i sabéis acaso si vals á caer en un la-zo! iPor qué ha entregado á La Chesnaye el quí ha tomado el nombre de conde de Bernao? De-cís que ese hombre es uno de sus hermanos. .

— Sí , dijo Van Helmont interrumpiéndole. Son tres; estoy seguro, porque esta noche he sorpren-dido su conversación, y he visto y oído á los tres.

—Puiís ipor qué ha entregado á La Ches-naye !

—No lo sé aun .. debe haber en esto alguna nueva maquinación.

—Ya veis que es forzoso que antes de partir hagamos hablar á los que están en nuestro po-der.

—Pero iy Aldah! i y Diana! Pueden morir en tanto, Y si el anciano está aun en las grutas, puede ser sorprendido, y su prisión es de la mayor importancia.

—No obstante, es forzoso hacer hablar á este hombre y á esa mujer.

—Pwes bien, dijo Marcos que hacia un instan-te estaba hablando en voz baja con La Guiche y d 'Herbaut , continué Giraud su obra. Qi e -daos con él , Van Helmont, y ayudadle con vues-tros consejos y vuestra experiencia. Yo intentaré entre tanto un golpe de mano en el antro de La Chesnaye. Dios nos protege, y triunfaremos'

—tQué haréis, Marcos, solo contra esa horda de bandidos que indudablemente guardan las grutas!

—No estará Marcos solo, se apresuró á decir La Guiche; d'Herbaut y yo le prestaremos nues-tro brazo y nuestras espadas.

—Estamos prontos, añadió el marqués. Hace nueve meses que somos los fieles compañeros del barón de Grandair, y eso que no sabíamos hasta hoy la historia de las desgracias de su infancia y hasta ignorábamos realmente quién era. Le ser-víamos con toda nuestra amistad por sus prendas personales; pero desde la confidencia qvie nos ha-béis hecho estamos prontos á dar nuestra vida en prenda de nuestro afecto.

—Además, dijo también La Guiche, hemos si-do, el juguete de un miserable bandido, é impor-t a á nuestro honor personal que castiguemos al que tan indignamente nos ha engañado.

—Mi mano está manchada con el contacto de la suya, repuso d'Herbaut, y es preciso que se purifique con la sangre de La Chesnaye.

—¡ A las grutas pues ! exclamó La Guiche. —¡ A las grutas! dijo d'Herbaut. —El tiempo apremia, apresurémonos ! añadió

Marcqs. - P a r t i d pues, dijo Van Helmont, y si dentro

de una hora no estáis de regreso, iré yo también con Giraud.

Los tres jóvenes fue ron del aposento. Los caballos estaban dispuestos. Marcos nionló

el que acababa de dejar Van Helmont porque el suyo no estaba ensillado y no habia comido aun el pienso que le habia dado Giraud.

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S6i EL ÁLBUM

Ya veis que tuvistc'is una exculente idea al pntifvU's marcüs distintas. (P:ig, 365,

— ¡Marcos! dijo Van Helmont asomándose á la ventana.

El barón levantó la c-abcza. —{Tienes aun, preguntó el anciano, la caja y

el puñal ciue te entregué ayer noche í —Si, respondió el barón. —Parte pues, hijo mío, y Dios sea contigo. Los tres caballos salieron del patio y partiei'on

á escape siguiendo la orilla del mar en dirección á Fecamp.

Quedáronse solos Van Helmont y Giraud, Este habia tomado la segunda cuña candente que le había hecho dejar momentáneamente la repentina llegada de Van Helmont y sus dos compañeros.

—Este hombre sabe sin duda menos que la mujer de quien me has hablado, dijo vivamente el sabio, y á quien debemos interrogar es á ella.

—¡Ah! vos me comprendéis, exclamó Giraud arrojando la cuña que sacaba del fuego. Voy á atar á este y á taparle la boca.

—Es inútil, dijo Van Helmont. —Pero.. . Van Helmont interrumpió á Giraud con un ade-

man, y acercándose al paciente, abrió una cajita forrada de cordobán de color oscuro que acababa de sacar del bolsillo. Esta caja contenia algunos pomitos.

El sabio sacó uno, lo destapó, y poniendo la mano derecha extendida sobte la boca de Ber-nardo para impedirle que no respirara sino por las narices, le aplicó el pomo que tenia en la mano izquierda.

Bernardo quiso oponerse á la aspiración del con-tenido del pomo, retorciéndose, volviendo la ca-beza y hasta tratando de morder la mano que le tapaba la boca, pero fueron vanos todos sus es-fuerzos , y Van Helmont le obligó á respirar en la abertura del pomo.

El efecto de esta aspiración fué instantáneo. Bernardo palideció, sus facciones presentaron una completa inmovilidad, perdieron su tirantez los músculos, se cerraron sus ojos y pareció un ca-dáver.

—Desátale ahora y déjale libre, porque no se despertará hasta que yo quiera, dijo friamente Van Helmont volviendo á tapar el pomo y colo-cándolo en la preciosa caja.

Giraud habia presenciado este espectáculo sin desplegar los labios, pero su mirada, al fijarse en «1 sabio, expresó Id. admiración profunda que le

inspiraba el extraordinario poder de su compa-ñero. . Obedeciendo la orden que acababa de recibir, desató las cuatro correas de cuero, pero Bernaidn no se movió. Hubiérase dicho que era un cadá-ver si la elasticidad de las articulaciones no hu-biera revelado la vida.

Giraud cogió en sus membrudos brazos al ban-dido y lo colocó sobre una silla.

^ j E n dónde está Catalina ó mas bien Juana! preguntó Van Helmont.

Giraud fué á abrir la puerta con cristales y dijo: ^ A q u i ! Van Helmont se dirigió á la puerta y vid en el

aposento cuyo interior designaba el ex-arquero de Rúan una mujer tendida en una cama. Aque-lla mujer era la baronesa Catalina.

— i Cómo te has apoderado de ella t preguntó el sabio.

—^Matando á dos hombres mientras el barón mataba á otros dos, respondió Giraud.

— jEn dónde 1 —En la playa, cerca de aquí. — i Cuándo] —Hace apenas una hora, en el momento que

la aurora aparecía en el oriente. —¿Sabias pues que debia hallarse en ese sitio! —Sí. Por la conversación que sorprendí entre

ese hombre que acabáis de adormecer y el que llaman Camaleón, supe que Juana debia hallarse al amanecer en Etretat.

Van Helmont reflexionó algunos instantes. —Antes de interrogar á esa miserable criatura,

dijo levantando la cabeza, es preciso que me cuentes circunstanciadamente lo que recuerdas de la conversación que has sorprendido.

—Me acuerdo de todo. —Habla pues. Giraud obedeció, y refirió con brevedad pe-

ro fielmente lo que habia presenciado cuando, oculto detrás de los arbustos, acechó con extre-mada atención la mayor parte de los aconteci-mientos de la noche anterior, acontecimientos que conocen nuestros lectores, y cuya narración seria por consiguiente inútil.

— i Es decir que Camaleón y este iacian trai-ción á La Chesnayeí dijo Van Helmont después de escuchar el relato de Giraud.

—Al menos esta traición se desprendía clara­mente de sus palabras, respondió el arquero.

— iV volvii'i á bajar Camaleón á las gvutast — Sí. — i. Sin sospechar tu presencia!

Sin sospecharla. — j, Y maese Eudo salió después al fi-ente de

hombres que no eran los truhanea cuya llegada presenciaste!

— Es cierto, — ¡Iba en busca de su hijo! — Lo' supongo al menos. " > —Bien! Reinó un largo intervalo de silencio. Van Hel-

mont reflexionaba y Giraud esperaba., —Hubieras cometido un grave error matando

á este hombre, dijo por fin el sabio designando con la mano á Bernardo que continuaba inerte y adormecido ; esta traición puede sernos de suma utilidad. No solamente es preciso que este hom-bre no muera, sino que no padezca mas , y que despierte y quede en libertad. Será para nosotros el sabueso que levantará la caza. Sin embargo y ante todo debemos interrogar á Juana. Sus res-puestas me probarán si son exactos mis nuevos planes. Tómala, pues, y tráela á este aposento;

Giraud entró en el cuarto donde estaba Catali-na con la boca tapada como Bernardo, pero no le impedia respirar el lienzo que la sujetaba. Al pa-sar su brazo en torno del flexible talle y al estre-char contra su pecho aquel cuerpo tan gracioso, Giraud sintió desfallecer sus fuerzas. Se acor-daba de que habia amado con locura á aquella mujer, y este amor habia conservado una parte de su formidable poder para trasformarse en odio.

Van Helmont vio la frente del arquero inun-dada en sudor, y viéndole desfallecer, adivinó lo que pasaba en su alma.

—¿Hallas acaso demasiado pesado , le preguntó con voz irónica, el cuerpo de la hermosa querida de uno de los hijos de La Chesnaye!

Giraud se irguíó, cogió á Catalina con fuerza y la arrojó rudamente sobre la mesa.

Las palabras del sabio le habían hecho rubori-zar de vergüenza y de ira.

—Estoy pronto á hacerla sufrir los tormentos que me ha causado, dijo con voz ronca.

Se apartó , y Van Helmont se acercó á la jó -van que estaba inmóvil y fingiendo hábilmente un profundo desmayo.

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bE lAS FAMÍUA^. %m

xn.

Hemos dojndo á mac-se Eudo solo en la casa arruinada del bosque an-tes de amanecer y des-pués que Reynold le re-veló sus seci'etos y par-tió á las grutas.

El anciano permaneció durante algunos momen-tos con la mirada fija en la dirección ([ue habia to-mado Reynold, se levan-tó con lentitud, dio algu-nos pasos por el aposen-to y volvió á sentarse junto íi la chimenea.

— Grande es sin duda su inteligenr'ia , muiiiiu-

.ró respondiendo en voz baja á sus propios pen-samientos ; su proyecto es hábil, y ha sabido des-pi'Cnderse para ejecutar-lo di; todas esas estúpidas trabas que loiMnan las le-yes sociales , pero su am-bición es vul vulgar. I Oro!

honores!. .. , Ncedad ! [vanas quimeras! \.\h\ j nadie es capaz de com-prenderme , ayudarme y serviiine!... ¡Qué insen-satos son los tres! La dis-cordia se desliza entre ellos en el momento que mas necesitaba sus ser-vicios, i Es esta la re-compensa que debia es-perarme después de ha-berlos adoptado como hi-jos 1... ¡Mis hijos! añadió después de un instante de silencio. ¡Si Reynold su-piera!...

Maese Eudo se inter-rumpió é inclinó su fren-te meditabunda,

—Pero no , no puede saberlo, no lo sabiíx ja-más ! repuso volviendo á levantar la cabeza. Tanto él como los demás igno-rarán este seci'eto. ¿Quién lo sabe! Ricardo y yo... Pero Ricardo no habla-rá.. .

Maese Eudo aiiadió después de uiía nueva pausa:

—Mi afán es mas noble, mas grandioso... des-cubrir los arcanos, el secreto de la inmortalidad. Lo descubriré, aunque para conseguirlo tuviera que emplear el medio de Synerio , la sangre vir-gen de mi propia hija.

— ¡Mi hija 1 repitió maese Eudo después de un nuevo silencio. ¿Qué ha sido de ellaí ¿existe aunl ¿será preciso que la busque en el fondo del Asia! ¡ Oh! me faltan los años de porvenir... I Cruelmente se vengó la Tsygana !

El anciano se levantó y recorrió con rapidez el aposento como si le aguijara una vivísima emo-ción.

— Y esos tres locos me abandonan en el mo-mento'en que mas los necesitaba!... ¡Malditos sean!

Maese Eudo se paró cerca de la abertura de la cabana.

La tempestad principiaba á calmarse , y los pri-meros albores de la mañana brillaban débilmente sobre los árboles del bosque.

Grandes nubarrones corrían hacia el mar , pe-ro el viento habia cesado de pronto, y reinaba en torno de la cabana medio arruinada el silencio que precede siempre al instante en que despierta la naturaleza.

El anciano con sus cabellos blancos que caian á los lados hasta sus enjutas mejillas, su frente des-cubierta y reflejando los primeros rayos de la au­rora, y el cuerpo abrigado con su holgado traje de

La cuerda se rompió precipitando en el abismo á los truhanes. (Pág

color oscuro . adquiría en medio de aquella sole-dad una apariencia sobrenatural que realzaban su inmovilidad y su mirada fija.

Se oyó un ligero rumor á la izquierda, en el bosque sumido aun en densas tinieblas, y maese Eudo volvió la cabeza hacia el punto de donde salia aquel ruido que habia llamado al momento su atención.

Un choque semejante al que produce un cuerpo' pesado saltando sobre la tierra cubierta de lodo si-guió casi al momento al primer rumor que acaba-mos de indicar, y se vio en medio de la sombra un hombre que se acercaba con rapidez á la cabana.

Maese Eudo miró hacia aquel paraje esforzándo-se en penetrar con sus miradas entre las tinieblas.

Se oyó entonces el canto del gallo. -—¡Ricardo ! dijo Eudo en voz baja. —Si , respondió el sargento del prebostazgo de

París entrando rápidamente en el circulo lumino-so que proyectaba por la abertura de la cabana la llama del hogar.

— ¿Han preso á uno? preguntó el anciano. —Si, volvió á responder Ricardo. ,, — i A quién? —-A Mercurio. , ,; —iEstás seguro? —Al atarle las manos he levantado la manga

de su justillo y he visto la señal que tiene enci-ma del codo, por medio de la cual conocemos é, cada uno de ellos. Ya veis que tuvisteis una ex-

celente idea al ponerles marcas distintas.

— i Has preso tú á Mercurio?

— Mi; he visto obliga-do á hacerlo. Llevaba cin-

• cuenta arqueros , y está-bamos á las órdenes del teniente criminal, del ci-vil y de M. d'Aumont que dirigía en persona la ex-pedición,

— ¿Dónde han encon-ti'ado á Mercurio?

—En la parte oriental del busque

— ¿ Quién habia dado las indicaciones necesa-rias ]>ara prenderle?

— El preboste de Pa • lis y los demífs creen qui-las deben al conde de Bcrnac , y no se pqui-VDCiin , porque Reynold fs el que ha hincho que picndau á Mercurio Des-di; que este sali,> de Fe-caiiqj cuatro hombivs le i'uerun sif^uienilo , y todos estaban separados , ]}ero (judian reunirse fácilmen-te. Avisado el preboste salió un cuarto de hora después que Mercurio y le alcanzó en el bosque.

— i Y Humberto f — Ha muerto , respon-

dió Ricardo inclinando la cabeza.

— ¿Quién le mató? pie-guntó maese l'.udo

— Mercurio. —;Cómo! — De un pistoletazo.

En el mouiento que vi-mos á Mercuiio se halla-ba fíente á frente de otro hombre , el cual cayó

• con la cabeza traspasada de una bala cuando lle-gamos. Estaba muerto y desconocido cuando me bajé para verle, pero por el ti'aje y la estructura del cueriio me pareció Humberto, fi^ntonces hice la señal convenida enti'e Reynold y yo.

— ¡Muertol repitió mae-se Eudo. No mentía Rey-nold...

— Todo lo habia pre-visto , añadió el sargen-to.

Maese Eudo dio con ''I pié en el suelo dando muestras de viva impaciencia.

—i Locos! i miserables! exclamó con arrebato. No importa , añadió después de un momento de silencio, Reynold es realmente fuerte... es de te-mer 1 Sin embargo ha cometido un error expo-niéndose al azar. La casualidad le ha servido, pe-ro ha hecho mal. Cuando interesa hacer desapa-recer á un hombre no se ha de armar una mano ajena, y así se tiene seguridad del éxito. Pero esta juventud vana y orguUosa se cree con sufi-ciente inteligencia. ¿Y si Reynold quisiera luchar ahora conmigo! ¿ Y si mi obra se destruyera por habérseles antojado á esos tres insensatos compe-tir en ambición y egoísmo ? Creo , Ricardo , que cometiste una falta el dia que robaste sus tres hi-jos á la gitana.

— ¿ Se hubiera presentado nunca mejor ocasión? dijo Ricardo con un movimiento de hombros.

— Dices bien', pero pronto sentí los efectos de la venganza de la Tsygana , y aquello debió ser-virme de aviso.

— ¿Podía yo prever esa venganza? —No , Ricardo ; es verdad. •'' —Pues hice lo que debia, y hasta ahora nunca

os habíais arrepentido. — ¡ Y si necesitase la sangre de mi hija para

completar mi obra ! murmuró maese Eudo, pero en voz tan baja que su interlocutor no pudo oír esta abominable reflexión.

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,566 EL ÁLBUM —Pensad pues cdmo pareeian secundar nuestros

planes las circunstancias, continuó el sargento del prebostazgo de París. ¡Se presenta con fre-cuencia semejante'fenómeno! Tres niños, tres ge-melos, los tres de un mismo sexo y viva repre-srnta'ion uní. del otro, con una semejanza tan comp'cta é idéntica que si .les hubiesen presentado uno tiab otro (Í su madre habría creído ver un so-lo hijo!

— La oí-asion era en verdad extiaordinaria,'dijo nvaese Elido.

— Y hubiera sido una necedad no aprovechar-la .. iDf qué podía servir la niña queacababade na ' e r ! De obstáfulo para nuestra existencia, en tanto que aquellos tres niños podían y debian Ue-g:n- i\ sel' alf;\m día tres medios de acción de uñ poder infompanible

— Es í'iiMto, Ri 'ardo. pero r^ípi'o que cometi-mos una falta.

- iCu ! ' ' ! ! — Erii i^eciso robar los tres gemelos y con^ser-

vnr ]n niña. — Ya sabéis que no era posible y que debíamos

hit-^er el '-ambio so pena de exponernos á ser, ase-sin-idos sin piedad por los fiitanos.

Maese Eudo nori'>p()ndí'. — ; No era omuípotintc la Tsygana , continuó

Kifiírdo , y reina y soberana abso uta de toda Ja horda ene í\ una indicaM(m suya nos hubiera de-go'liido iiremi-iüilemi'nlf '. La Tsvgnna acababa de parir «n sil tienda , y yo solo estaba A sn lado. . Eran tan 'ruelcs sus dolores que no podía sufíir-loíi, y me iudi'ó fi.n vi>z moribunda y u n , a d é - ' man desesüeíado un poiro que contenia sin ¿uda un uiii'i'jii'i) de exMí'iiuida energía. Yo ignoraba sil (•¡•("•lo y la Tsygana no tenia clara la inteligen-(ia , de modo oue derramé sin duda en sus labios crispados una dosis muy fuerte, porque quedó al momento sumida en profundo letargo. Los tfM. giMuelos vinieron al mundo sin que su madre lo advirtiese, y al ver su increíble semejanza , os los presenté y os asombrasteis también.' Vuestra imaginación abarc('i enton"es en un moméfttp ^odp un porvenir que me d('slumbró; resolvisteis que-daros con los gemelos, pero era preciso presentar un hijo k la Tsygana ruando cesase su ctesmayo.

— jr-.8 verdad! ¡es verdad! dijo maese Eudo, cuyos ojos brillaban al recordar aquel extraño acontecimiento.

—Entonces fué cuando me apoderé de vuestra hija que había nacido ü la misma hora por una fe-liz coincidencia que demostraba que el infierno nos protegía. Vuestra mujer estaba ya en las con-vulsiones déla agonía y no advirtió nada. Coloqué los tres gemelos en el heno extendido en la tien-da, y me llevé á Judit que di ¡i besar á la Ts.V-gana como el fruto de sus* entrañas. Una hora después vuestra mujer era cadáver , y por medida de prudencia, soló presentamos ü los gitaneas uno de los tres gemelos.

—Sí, dijo maese Eudo, pero la Tsygana por medio de su ciencia sobrenatural, no tardó en des-cubrir el engaño.

— Decid mas bien por medio de la revelación que hizo mas adelante una de las gitanas enamo-rada dg mi y que vio como me llevaba los tres ge-melos. Pero i qué nos importaba la cólera de la Tsyganal Estábamos muy lejos cuando supo la vcriwd.

Maese Eudo miró fijamente á Ricardo. —i Olvidas, dijo con voz ronca , el poder infer-

nal de la Tsygana 1 i olvidas el talismán fatal que fabricó con sus propias manos , según las leyes de la magia oriental, con un árbol del mar cuya esen-cia es tan fina que con el simple contacto puede petrificarse vivo, con un árbol que sin embargo no tiene flores, hojas, frutos ni raizl

— i Habláis tal vez de la rama de coral t dijo Ricardo,

—Sí, respondió el anciano, hablo de ese talis-mán sobre el cual amontonó los conjuros mas infalibles y enérgicos.

— Pero i no está en vuestro poder ese talismán? i No fui yo quien por vuestro mandato no se apar-tó un momento de la gitana mientras duró la en-fermedad á que debía sucumbir 1 j No fui yo quien entró en su tienda la noche que siguió á su muer-te, y no me apoderé de esa rama de coral cuya in-fluencia og preocupaba tanto 1

— Aquella noche debías haberme traído tam-bién á mi hija, Ricardo.

—Señor, la niSa había desaparecido. —A la misma bora de la muerte de la Tsygana

I no e» cierto!

— Al menos desde aquella hora no volvió á verla ninguno de los gitanos. Durante varios días recorrí el país sin poder descubrirla.

— Ya ves pues , Ricardo, que es incontestable el poder de la Tsygana.

— Pero i no habéis destruido sus conjuros con nuevos conjuros? ¡Me habéis dicho que es tan poderosa vuestra ciencia!

— Sí, dijo gravemente Eudo , he opuesto á los encantos de la gitana la influencia planetaria , y he ahuyentado á los demonios que custodiaban el talismán con el auxilio de los espíritus elementa-les. En la actualidad el talismán está expuesto en el laboratorio bajo la iiradiacion de una lámpara llena de aceite preparado según las reglas del arte mágico, y colocado entre cuatro corrientes igua-les de fluidos diferentes.

Siempre creí que triunfariais de la influencia de la gitana.

— Pero i, sabes lo que he hecho para conseguir los efectos de mis conjuros? He tenid't que enla-zar mi vida con el talismán... Mientras se con-serve intacto, durafá mi exislííncia...

—jY si llegara á romperse» piejguntó Ricardo. —Tendría ties dias de tiempo paia encontrar

al que hubiera roto ia rama de coral, tres dias pa-ra sacrificarlo y exprimir sn sangre gota agota en los fragmentos rotos. Asi lo quiere el destino. . Mí vida depende en adelante del talismán...

— ¡Ya es de d ía! dijo Ricaido internimpiéndo-le bruscamente. Kó puedo permanecer mas aquí. Todo está preparado para vut'stra partida c«iiiw hai mandado Reynold. í Queréis partir*;

— ; Partir 1 n^pitió el anciano recobrando sus ideas perdidas en el espacio de lo desconocido. ¡Partir? Eli efecto, Reynold me. habia díchti V. Peí o debía volver con la hija de" Van Helmont, y aun no ha tuelto. Reynold ha hechíj traición á Sus hermanos... ¡Qnen'á venderme á mí tam-bién? •

Y «I rostro del anciano se inflamó de súbito. -^No se atreverá, se apresuró á decir Ricardo;

os teme y espera en vos , á pesar de su incredu-lidad aparente hacia vuestra misteriosa empresa.

—Sin embargo, no viene. •~ i Cuándo debia estar aquí? T-Al amanecer. —Es extraño! dijo Riíardo reflexionando. —Ya lo ves... no viene! repitió maese Eudo

con creciente impaciencia. — i A dónde ha ido! — A las grutas, á buscar á Aldah. — (Habrá caído en algún lazo! —¡El ! dijo maese Eudo con el acento de un

nombre que ni siquiera puede admitir .la posibiii-úsiá de semejante proposición.'

—i*Y si Mercurio hubiera descubierto los pro-yectos de Reynold? Mercurio es diestro, inteli-gente, atrevido... y se vengará... ji'Y si Humber-to viviera? iy si hubiese ayudado á Mercurio á corresponder á la traición de Reynold con algiisa otra traición mas terrible?

—íQué es lo que te induce á hacer esa supo-sición? preguntó con afán el anciano.

—Ningún temor fundado, señor; pero recuerdo ahora que cuando hemos preso á Mercurio no pa-recía tan sorprendido y furioso como debia estar naturalmente... Ha luchado con los arqueros, ha opuesto una resistencia formal' para todos los que estaban presentes; pero me ha asombrado, cono-ciendo su fuerza hercúlea, que le hubiesen sujeta-do tan pronto los soldados del prebostazgo.

Maese Eudo escuchó á Ricardo con la mas viva agitación. ,

—Es preciso averiguar la verdad, le dijo con el acento mas imperioso; Reynold es el único qne puede ahora, si quiere, prestarme su auxilio. Ya que es forzoso un sacrificio, prefiero el de Hum-berto y Mercurio... Reynold me ha prometido á Van Helmont! Ven... vayamos á las gintas. Allí sabremos lo que pasa.

E l anciano se paró y exhaló de pronto una sor-da exclamación.

_ —¡A las grutas! ¡á las grutas! dijo estreme-ciéndose. He dejado el coral en el laboratorio.. El conjuro no estaba terminado y ningún encanto lo protege!... ¡Partamos. . partamos, Ricardo!

—i Habéis venido á pié? preguntó Ricardo. —Si... Par tamos! ¡ O h ! soy mas ágil de lo que

supones. Ven , Rícarilo... no perdamos un segun-do. Ha trascurrido mas de una hora desde que salí de las grutas, y Reynold debia estar aquí.

Y el anciano cogió del brazo al sargento del prebostazgo y le arrastró fuera de la cab&fia coa

una energía de que por cierto no sé le hubiese creído capaz en su avanzada edad

Los dos torcieron á la izquierda del bosque y se dirigieron en línea recta hacia la parto orien-tal de la playa.

—Señor, dijo de pronto Ricardo parándose , es ya de dia, y mi traje puede atraer las miradas. Si me vieran aquí, cuando el preboste me cree en Fecamp, no tardarían en despertarse las sos-pechas, y serian en adelante imposibles mis ser-vicios. '

—Quédate aquí y espérame, respondió maese Eudo. Si dentro de medía hora no estoy de vuel-ta, será señal de que he entraido en las grutas. Entonces volverás á Fecamp y esperarós mis ór-denes.

—Voy á esconderme detrás de esta pared, dijo Ricardo designando un lienzo do pared desmoro-nada en su mayor parte y que probablemente ha-bia servido en otro tiempo (Je albergue, pero cu-yo techo habia destruido la mano de los hombres ó la de los elementos.

El anciano hizo un ademan afirmativo, y mien-tras Ricardo se ocultaba tras la pared, empeztí á subir la pendiente que formaba la parte posterior, do, la colína que terminaba en el mar en un cor-tado precipicio. Apenas había cruzado las tres cuartas partes de la distancia que separaba la fal-da de la cima del despeñadero cuando, sea por prudencia ó~por cansancio, se paró, é inclinándo-se hacia el suelo escuchó con atención. Después se levantó y siguió su camino con lentitud calcu-lada.* . Cuando llegó al borde del precipicio se arrodi-l ló, y se arrastró hasta sacar la cabeza fuera del abismo teniendo cuidado de ocultarse detríis de una -alta mata de yerba. Lo que vio bastó sin du-da para su ojo penetrante, porque arrastrándose hacia atrás, volvió á recorrer con rapidez en di-rección opuesta el camino que había seguido, y bajó con paso ágil y precipitado la vertiente que habia subido con trabajo.

Cuando volvió al valle, miró á todos lados, y convencido de que ningún indiscreto le espiaba, corrió h á d a l a pared donde estaba oculto Ricardo.

Maese Eudo estaba pálido como un cadáver, y sus faecimies descompuestas revelaban el estado de su alma.

—¡Qué sucede? se apresuró á preguntar Ri-cardo , que se asombró 'al ver el cambio profundo qne se Kabta efectuado en la fisonomía de su com-pañero.

— ¡Sigúeme! dijo maese Eudo sin responder al sargento.

Pero es preciso que vuelva á Fecamp, le hizo observar Ricardo.

-^Repito (jue me sigas! dijo el anciano. . —Señor...

—Aun.que nunca hubieras de volver á empu-ñar la .alabarda y ser conocido por todos como uno 'de los míos, es preciso que me sigas, por-que jamás he necesitado tanto de tu brazo y de tu valor, dijo maese Eudo llevándose á Ricardo.

—Pero ¡qué sucede? —Que si no hubiéraiiios venido aquí, estaría-

mos perdidos todos, porque tus amigos del pre-bostazgo custodian en este momento la entrada de las.grutas... Hé aqui porque no venia Reynold.

Ricardo lanzó un grito dé ansiedad y de có-lera.

— Pero ¡quién les ha revelado la; entrada de las grutas? dijo esforzándose en seguir el rápido paso del anciano.

—¡Lo sé acaso?... Mercurio quizás. — i Es imposible 1 No hubiera entregado los te -

soros. — i Qué sabes! i No se trataba ante todo para

él de perder á Reynold? Ven. . . Sígneme! —^¡A dónde vamos? —A salvar á Reynold si es tiempo aun. —Pero Reynold está en las grutas. - S í . . —En tal caso es preciso ir á las grutas, y se-

gún decís, la única entrada está custodiada por los so ldeos del prebostazgo.

Maese Eudo no respondió y Ricardo le siguió á lo largo de la costa hasta un paraje donde una hendidura profunda formaba una especie de pozo en el peñasco.

El anciano se detuvo de pronto.

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DE LAS FAMIUAS. 367

xni. EL LIBEBTADOB.

Los acontecimientos áfi esta historia son tantos y se, verifican ál mismo tiempo en tan diferentes sitios,, que nos vemos precisadps á dejar unos personajes para encontrar á otros lo mas pronto que nos es posible.

Una hora habría trascurrido desde que deja-mos al capitán La Chesnaye obligando á los truhanes sublevados á volver á la obediencia.

El osado bandido habla empleado hábilmente estaho^a, porque la cueva principal presentaba un aspecto muy diferente del que antes hemos tratado de describir.

En el momento en que volvemos á entrar, los truhanes y los bandidos, sentados en grupos so-bre la arena, continuaban la interrumpida orgía.

Dos toneles mas dejan verter un licor rojo y aromático, digno de la mesa de un principe.

Habían vuelto á principiar los cantos y alegres gritos , y en un rincón yacían los cadáveres del gran cóesre, Pedro el Acogotador y Tallebot el Jorobado, viéndose junto á ellos á Camaleón ata-do y con mordaza: testimonios irrecusables del poder reconquistado del capitán La Chesnaye.

— ¡ Por Belcebú! decía Juan de la Horca be-biendo en el casco de cuero con que se cubría la cabeza y que había convertido en copa de nueva forma pero de dimensiones colosales, íbamos á hacer una necedaid, porque La Chesnaye es el rey de loü amigos.

—Un jete como él no se encontrai'á en el mun-do, dijo Matías.

—Es la generosidad personificada , añadió J a -cobina la Larga.

—Como que nos ha perdonado, dijo Jaime. —Y nos ha dado lo que habíamos sacado de

las grutas, dijo Sulpicio abriendo su mano iz-quierda llena de oro y piedras preciosas.

—Y nos dá su malvasía, añadió Juan de la Horca.

— i Viva La Chesnaye! gritó Jaime apurando un vaso lleno.

—¡Viva La Chesnaye! repitieron ácoro los truhanes y sus compañeros.

Con esa versatilidad de carácter peculiar al pueblo en todas las épocas y países, que, tan po-. co razonable como los niños, está pronto á des-truir hoy lo que edificó ayer , á insultar el ídolo de ayer y aclamar mañana lo que hoy desprecia y escarnece, los truhanes celebraban en|:odosloa tonos las cualidades del jefe que habían intentado matar algunos momentos antes.

Mientras bandidos y truhanes se entregaban á la embriaguez de la orgia, La Chesnaye salió á la abertura de las grutas, examinó primeramente el océano , y seguro de que el horizonte no pre-sentaba ningún indicio alarmante, subió por la cuerda de nudos hasta el borde del precipicio.

Llegaba al sitio donde vigilaba Cabeza de Lobo al mismo tiempo que Van Helmont, La GKiiche y d'Herbaut se reunían con Mareos y Giraud en la casa de Etretat , y que maese Eudo y Ricardo terminaban su conversación íntima en la cabana arruinada del bosque de Benzeville.

Aquel sitio estaba por lo tanto desierto. Rey-nold examinó la colina por todos lados, y ningún objeto inquietó su mirada investigadora.

Cabeza de Lobo, mojado hasta los huesos, es-peraba en sileneio y con una impasibilidad es-toica qne-roereció la aprobación del capitán.

—Baja á las grutas, lo dijo La Chesnaye. Cabeza de Lobo obedeiád sin contestar, y el

capitán quedó algunos instantes solo; pero no te-niendo en sus subordinados mas que la confiaiiza que se merecían, esto es , muy dudosa, no que-ría dejar dueño de la entrada de las grutas á un solo bandido después de la rebelión afortunada-mente ahogada^ Por otra parte , se tenia la cos-tumbre de no dejar centinelas durante eL día, porque su presencia hubiera revelado el secreto de las cuevas á los transeúntes 6 á los pescado-res.

La cuerda y el aniRo á que estaba atada des-aparecían bajo un montón de piedras y un arbus-to que tendía sus ram«s hasta, encima del abismo, de modo que quien no hubiese sabido el secreto de este medio de descenso, habría pasado cien veces por encima ó cerca sin verlo.

El restó de la ¿uerdá que colgaba hasta el mar, estaba pintada de un color muy semejante al de

la piedra y se confundía enteramente con ella, y por otra parte, las olas se estrellaban con tanta furia en aquel paraje, que ni aun en tiempo de calma se atrevía & acercarse hasta allí ninguna barca.

, Reynold se cercioró con atención minuciosa de que la tempestad no había alterado en nada las disposiciones tomadas para disimular el secreto de las grutas, y bajó por el mismo camino que Ca-beza de Lobo.

Cuando estuvo en la abertura de la cueva y soltó la cuerda, dijo reflexionando:

—Es preciso ahora que me asegure de la po-sesión de los millones que los truhanes no han podido descubrir, y que me lleve á Aldah y á Dia-na para entregar la primera á mi padre y la se-gunda al preboste de París. Para conseguir mi mtento debo hacer salir á todos esos hombres, cerrar herméticamente la entrada de las grutas, é impedir que nadie pueda penetrar por este lado.

Y después de reflexionar algunos minutos mas, siguió la primera galería interior y volvió á en-trar en la gruta cuando los truhanes celebraban con mayor algazara el nombre del capitán La Chesnaye.

— I Preparaos á partir I gritó Reynold dominan-do bruscamente el tumulto.

Los truhanes guardaron silencio. ^ j N o os he prometido nuevas batallas y un

botín mas rico aun que el que os entrego! conti-nuó La Chesnaye en medio de la atención gene-ral.

— ,Sí! ¡si! gritaron los bandidos. — Pues bien, prometer y cumplir es una mis-

ma cosa para La Chesnaye. Preparaos pues á par-tir , porque ha llegado el momento. Dentro de diez minutos estad prontos y armados, y os llevaré á donde hay que combatir, pero también rica presa que conquistar.

^ I Viva el capitán! gritó la turba levantándose en tumulto.

La Chesnaye atravesó la gruta y entró en la galería que conducía á las cavernas secretas, prohibiendo con un ademan imperioso que le si-guiesen.

Cuando estuvo en la galería desierta se quitó la capa roja, se arrancó con la rapidez del pen-samiento la larga barba que le cubría el rostro y la cabellera inculta que caía sobre su frente, y el capitán de bandidos desapareció de pronto para presentarse el brillante conde de Bernac.

Hecha esta trasformacion, Reynold cruzó el umbral de la puerta rota por los truhanes una hora antes, y entró en el salón central al cual daban los otros tres aposentos que conocemos, '

Diana y Aldah, trasportadas á las grutas se-cretas después de la escena violenta que había determinado á los bandidos á volver á la'obedien-cia pasiva, estaban vencidas por la emoción, el terror y la ansiedad, sin atreverse á hacer el me-nor movimiento; era tal su estado que una com-pleta postración de* tas fuerzas físicas y morales había paralizado sus músculos y su espíritu.

Resignadas á la horrible suerte de que se creían amenazadas, esperaban sin tratar de luchar y ni aun poder orar al cielo. Los clamores de los truhanes al continuar su orgia no eran los mas propios para tranquilizarlas y habían aumentado su espantosa angustia.

Cuando oyeron resonar los pasos de Reynold en la galería, se estrecharon mutuamente, bus-cando un consuelo supremo en el deseo de reci-bir juntas la muerte que casi deseaban.

Pg:o en vez del innoble bandido que creían ver llegar hasta ellas, apareció á sus asombrados ojos el elegante conde de Bernac.

Diana lanzó un grito de alegría impregnado de un triple sentimiento de amor, gratitud y admi-ración , y hasta Aldah se levantó con un trasporte de alborozo. No sospechando en manera alguna el papel que representaba el que afortunt^damente aparecía en un momento tan crítico, había reco • nocido al conde de Bernac, y la presencia en las grutas de un hombre de la posición brillante del conde solo podía parecérle una garantía de se-guridad.

El conde se precipitó hacia las jóvenes con 'un grito de alegría y ademanes apasionados: era el amante ebrio de placer al recobrar la mujer que ama y de la cual se creyera separado para siem-pre.

Su rostro , animado por las escenas anteriores, daba un encanto mas á su belle2a varonil.

— i Diana! \ Diana querida I exclamó arrodillán-dose á los pies de la señorita de Aumont asombra-da y cubriendo de besos las manos que estrecha-ba entre las suyas. ; Por fin te encuentro, por fin voy á salvarte I

Y volviéndose después precipitadamente hacia Aldah, prosiguió con extremado ardor .

—Y vos, pobre n iña , ] cuánto habéis padecido por mi causa i ¡ Oh I vuestro padre, mi excelente, amigo, me lo ha confiado todo. Sé que un hom-bre , abusando de una extraña semejanza, se ha. burlado de él y de vos usurpando mi título, pero se sabe ya la verdad; vuestro verdugo va á reci-bir el castigo de todos sus crímenes, y esa seme-janza que ha causado mi desgracia y la vuestra, me sirve hoy para llevar á cabo vuestra libertad. Para vosotras soy realmente el conde de Ber-nac , pero para los que me esperan allí | y desig-nó las grutas donde estaban los truhanes) soy el temible capitán La Chesnaye.

Y el conde bajó la voz al pronunciar estas pa-labras.

Diana y Aldah , cada vez mas asombradas, se miraron con nueva angustia, porque indudable-mente no le comprendían.

—Todo se os explicará muy pronto, continuó Reynold. El señor de Aumont y Van Helmont os dirán tam!<ien lo que acabo de anunciaros. Sa-bed únicamente que por un prodigio increíble de la naturaleza, el que se llama La Chesnaye es mí viva imagen. Durante una ausencia , é ignorando yo esta semejanza funesta, el malvado se intro-dujo en varías casas con mi nombre y mi traje , y engañó á todo el mundo. Para continuar este pa-pel, que le permitía llevar á cabo con seguridad sus viles hazañas, se apoderó de mi en el palacio del embajador de España con la esperanza de ha-cerme desaparecer. Pero el cielo me ha salvado; preso durante algunos meses en una de estas gru-tas , fui libertado hace diez días al quererme tras-ladar La Chesnaye á otro sitio, y debo mi liber-tad á vuestro padre, Diana, y al vuestro, Aldah. La Chesnaye ha sido preso esta misma noche, y todos han podido cerciorarse de la semejanza de que os he hablado. Supe entonces el doble papel representado por el bandido , y mientras la justi-cia seguía su curso, mientras todos se maravilla-ban de este prodigio de la naturaleza, pensaba eu aprovecharme de esta semejanza para arrancaros de esta horrible cñvcel. Existia todavía una parte de la partida de La Chesnaye mandada por un se-

. gundo; esta noche me he disfrazado con el traje completo que llevaba el capitán, me he puesto su barba y su cabellera postizas, y como acabáis de ver, he llegado á tiempo para preservaros de un nuevo peligro. Los bandidos se asombraron al principio, pero se convencieron después y volvie-ron á la obediencia que deben á su jefe. En este momento esperan mis Ordenes, pero es preciso, apresurarnos por temor de otra sorpresa. Vamos á partir. Una vez en libertad, quedaremos salva-dos y sin temor de nuevos peligros. Un hombre seguro conducirá á Aldah al lado de Van Hel-mont que la espera, y yo mismo os pondré en ma-nos de vuestro padre, Diana. ¿Me entendéis ahora ?

Como se ve , Reynold lo había previsto todo, hasta, las confidencias que hubieran podido hacer-se y se habían hecho las dos jóvenes. La seme-janza del noble y el bandido lo explicaba todo.

Diana y Aldah no comprendieron claramente esta explicación dada con tanta rapidez, pero vieron por fin en las palabras del joven que se presentaba la libertad á que aspiraban hacia un año, y la esperanza de esta libertad les hizo re -cobrar inmediatamente la fuerza y el valor.

Las dos hicieron á un tiempo un movimiento hacia el conde de Bernac.

— i Salvadnos! le dijeron; no nos abandonéis... ¡ Partamos!

— Os juro que os salvaré, ó moriré á vuestros ojos, exclamó el conde con ardor.

— I Partamos ! i partamos! dijo Diana dando al-gunos pasos.

— ¡Partamos! repitió Aldah siguiendo á su compañera.

— ¡Esperad! dijo vivamente el conde conte-niéndolas con el ademan; es forzoso que antes de partir recobre la apariencia del capitán. Esperad-me, luego vuelvo; pero no os asustéis.

Reynold desapareció al terminar estas palabras, y volvió casi al momento echándose sobre los hombros la larga capa roja y llevando en la ma-no la barba y la cabellera.

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368 EL ÁLBUM DE LAS FAMILIAS.

Diana y Aldah no pudieron reprimir un movi-miento de repugnancia y terror.

—Perdonad sime presento con la asquerosa li-brea del crimen, pero lo hago para salvaros. ¿Qué no haria para conseguirlo 1

Mientras Diana palpitante de esperanza y do te-mor , permanecía casi fascinada bajo la mirada de aquel hombre en quien habia depositado en otro tiempo todos los tesoros de su cariño, y cuya lle-gada súbita en aquella situación terrible le hacia palpitar con violencia el corazón, la hija adopti- | va de Van Helmont daba algunos pasos hacia el : laboratorio. :

Aldah palideció al volver á ver los fragmentos : de la rama de coral. Lo que habia sucedido des-de el momento en que Diana habia arrastrado en i su caida el coral míigico habia borrado de la me- ' moria de Aldah aquella amenaza de la fatalidad, pero el aspecto del talismán roto i'enovó con ma- ; yor violencia tan tei'rible recuerdo

— j Estoy perdida! ¡ estoy perdida! repitii'i ba-jándose para coger los restos del precioso objiíto.

Reynold estaba dispuesto á salii', y al vol-verse, vio la rama de coral en las manos de la \ joven ;

—¿Qué es esoí preguntó con asombro, porque á pesa)' de saber lo que contenían las grutas, jamás habia visto aquella alhaja de su padre; tal ora el , esmero con que maese Eudo ocultaba el talis-mán á todas las miradas.

— ¡No lo toquéis! dijo vivamente Aldah lecha-zando la mano que habia alargado el jóvi^n. Esto me pertenece; es el decreto de mi duslino...

— ¡Perdóname, Aldah! exclamó Diana acoidán-dose también de la historia maravillosa que le ha-bja revelado su compafieiu.

— ¡ Perdonarte , Diana querida ! dijo Aldah abra-zando á la hija del preboste de París, i Peidonar-te! ¿Y podría dejar de hacerlo aunque quisiera ! Si me espera la muerte, tu mano la hará mas grata.

Reynold no entendía el sentido de esta conver-sación, pero el tiempo era muy precioso para que pensara en pedir explicaciones.

— I Partamos! dijo arrastrando á las dos jóve-nes.

Los truhanes estaban pi'oparados á ejecutar las ('rdenes del capitán. Las armas brillaban , los mas

1 ebrios habían encontrado su equilibrio natural, y Camaleón, de quien nadie hacia ya caso, vacia aun atado entre los tres cadáveres.

La Chesnaye entró en la gruta mayor prece-diendo á Diana y Aldah.

— Flor de Manzano, dijo al bandido que cono-cemos , ponte al frente y así te seguirán loa de-más. Salgamos de las grutas, amigos! Nos espe-ran allí nuevas victorias y rico bolín.

— jSalgamos! gritó la tulba. Y Floi' de Manzano fué el primero en entrar

en la galería que conducía á la abertura exterior. Los demás le siguieron marchando uno tras otm.

La Chesnaye cenaba la marcha y detrás de él iban Diana y Aldah

Al pasar por delante del sitio donde Camaleón estaba en la absoluta imposibilidad de hacer el menor movimiento , Reynold se paró como si tu-viera intención de dar alguna nueva orden á los truhanes que le precedían; pero cambiando pro-bablemente de resolución, se acercó á Camajeon, se inclinó para examinar si estaba sólidamente atado, y volvió á donde estaban las jóvenes mur-murando para .sí:

—Mas valdrá no matarle ahora. Tal vez le uti-lizaré. Si Humberto existe aun, lo cual podría ser muy bien, Camaleón me servirá.

Flor de Manzano había llegado á la abertura que daba al mar y ante la cual colgaba la cuer-da, y se detuvo esperando las órdenes de su jefe, quedando los truhanes amontonados en la angos-

• ta galería. — ¡Adelante! dijo La Chesnaye. ¡Arriba! Flor de Manzano se preparó para emprender la

peligrosa ascensión.

, , XIV . . ; •

LA CUERDA

Deseosos los truhanes de salir de las grutas llevándose el botín que les habia abandonado for-aosamente la generosidad de Reynold, se dispo-nían á encaramarse todos unos tras otros. El pri-mero que llegara al borde del precipicio debía ayu-dar al siguiente, el cual prestada su auxilio al

tercero y así sucesivamente para terminar el di-fícil viaje, porque los truhanes no tenían el hábi-to de subir que daba tanta destreza á los bandi-dos

Mientras se preparaba de este modo la expedi-ción , La Chesnaye, Reynold ó el conde de Ber-nac, pues la misma persona representaba á un tiempo estos tres papeles diferentes, La Chesna-ye se ocupaba del cuidado de subir á Aldah y á Diana.

No queriendo confiar á ninguno de sus compa-ñeros estos dos preciosos seres, seguro de que ni Aldah ni Diana podrían verificar tan solo la mi-tad de la ascensión sí quedaban reducidas á sus propias fuerzas , y no atreviéndose á llevar á una de ellas hasta el borde del precipicio y dejar á es-ta para volver á, bajar por la otra , temei-oso de que la que abandonara así durante algunos minu-tos pudiera desaparc^cer por algún acontecimiento impi'evistü y sin embargo muy ])osible , Reynold vacilaba y meditaba un medio para salir del apuro.

Salió por Kn de .la galería y volvió precipitada-mente á las grutas en el momento que Flor de Marrzauo se lanzaba al espacio, seguido dé los primeíos truhanes.

Reynold regresó muy ])ronto llevando en la ma-no dos magníficos chales de la India,

—Dadme el biazo, Diana, dijo con voz cari-ñosa á la hija del preboste de París

— i El brazo! repitió Diana. • ' —Sí, los dos brazos teirdidos hacia adelante y !

uniéndolos por las manos. I — ¿Qué intentáis 1 | —Ataros las manos. — ¡Atarme! exclamó la joven letrocediendo. —Diana, os suplico que obedezcáis sin opone-

ros á mi voluntad. Lo hago por salvaros. Es for-zoso ci'uzar el abismo para ser libres, y si os ne-gáis á hacer lo que os pido, solo podré sacar de aquí una de las dos

—Partii'emos juntas', se apresuró á decir Al-dah.

—Sí, partiréis las des juntas , os lo ju ro , pero repito que me obedezcáis.

Vencida Diana por el tono de ferviente súplica con que el conde de Bernac acababa de pronun-ciar estas palabias, tendió sus blancos brazos vn la posición que le indicaba el conde, esto es, con las nmñecas juntas.

Reynold envolvió aquellos míend)ros delicados con el tejido suave y sedfiso que ató con fuerza, de modo que las dos muñecas estuviesen unidas, pero sin causar el menor dolor á la joven.

Cuando tej'niinó la operación, se volvió hacia la hija adoptiva de Van Helmont, invitándola con lá mirada á que imitase la obediencia de Diana.

Aldah vaciló, pero víi.'udo á Diana res gnada, hizo lo que le pedia Reynold.

En el momento que el conde hacia estos pre-parativos para salvar á las dos jóvenes , solo que-daban cuatro truhanes en la galería; los restan-tes de la partida habían llegado ya á la cima de los peñascos, ó estaban suspeildidos aun entre el cíelo y el mar.

Dos de los truhanes, viendo la cuei'da libre, la cogienm sucesivamente , y los dos últimos se acercaron dispuestos á seguir á sus compañeros.

Reynold se inclinó vivamente, tomó entonces los dos brazos atados de las dos jóvenes y pasán-dolos en torno del cuello, Aldah á la derecha y Diana á la izquierda, se volvió á levantar despa-cio calculando el doble peso que sostenían sus hombros

—No os mováis, dijo , no hagáis movimiento alguno que pueda entorpecer los míos; tened^on-fianza, porque respondo de vosotras y de mi-

Las dos jóvenes permanecieron inmóviles, sus-pendidas por sus brazos atados encima de cada hombro del conde de Bernac; que sostenía sin gran trabajo aquel doble peso.

Los dos últimos truhanes iban á lanzarse á su vez por la senda peligrosa, y Reynold se acercó á la abertura y esperó con un pié puesto al borde extremo del precipicio.

La cuerda sostenía entonces cerca de catorce hombres, y la distancia que separaba las grutas del paraje donde la cuerda arrastraba sobre el suelo era de unos treinta metros, pero como ca-da uno de los que se encaramaban estaba casi plegado en dos para hacer fuerza con los brazos y las piernas, los catorce hombres se movían su-cesivamente en este espacio, dando á la cuer-da la apariencia de una larga serpiente cuyos ani-

llos se plegan y extienden imprimiendo al cuerpo un movimiento de ascensión.

De pronto, en el momento que el primero de los catorce truhanes llegaba á la cima del preci-picio , cuando Reynold cogía la cuerda con la ma-no izquierda y se inclinaba con las dos jóvenes para suspenderse sobre el abismo, desgarró los aires un grito ronco, salvaje y espantoso que pa-recía el rugido de una fiera en presencia de un horrible peligro, y respondieron á este grito furio-sos clamores.

Reynold saltó hacía atrás, soltando la cuerda y retrocedió á la abertura de las grutas.

Catorce gritos semejantes al pi'imero resonaron á un tiempo y los catorce truhanes que estaban suspendidos de la cuerda cayeron al mar descri-biendo un semicírculo roto.

Sea que la cuerda no hubiese podido resistir á tanto peso, sea que alguna mano enemiga la hubiera cortado, acababa de romperse precipitan-do en el abismo á todos los que sostenía.

E l choque de los cuerjjosen las aguas hizo sal-tar una lluvia de espuma , se oyeron algunos gri-tos ahogados, una ola gigantesca se arrastró so-bie los peñascos de la orilla, arrolló en sus re-pliegues los cadávei-es que despedazó contra la roca, y retirándose majestuosamente, se inclinó (!n su camino para dar paso á otra ola que venia» bramando.

Algunos segundos habían bastado pjra tan es-pantosa catástrofe. Reynold estaba ateri'ado, y Diana y Aldah, felizmente ocultas detrí's del jo-ven, no habian ]>üdido ver nada, pero los gritos desgarradores que oyeron les hicieron temer un nuevo peligro.

Reynold depositó las dos jóvenes en el sueUi, y desembarazado de este doble peso, volvió hacía la abertura, se arrodilló y cogió la cuerda , la

•cual pasada ])oi' el anillo clavado debajo de la abertuia de las gi'utas y detenida por los nudos, colgaba doblada en dos hasta el mar.

Reynold subió los dos cabos de la cueida y los exauíinó con atención. Uno de ellos estaba desfi-lochado y atestiguaba una larga permanencia i n el mar, y Reynold lo volvió á arrojar, pero miró con cuidado el otro extiemo diciendo:

—No está gastado y veo que han cortado la cuer-da con un hacha Luego no ha sido esto efecto de la casuaiidad, sino de la traición. ¡Quién me ven-de? (Son los tiuhanes! No, porque han (aídn al mar un gran número de ellos. ¡Habrán caído en algún lazo preparado por mis enemigos! /tiué, de-bo creer'! ¡Qué pensará maese Eudo (¡ue me es-pera! Sí el anciano creyera qui' lei 'ugaño... si se hubíeía salvado Humberto ó Mercujiu! Peni si sucumbo, no conseguirán su intenle, y será ter-rible mi venganza.

Y dirigió al levantarse una mirada ardiente'á Diana y á Aldah, las cuales, ammadadas nueva-mente por las emociones incesantes que hacia mu-chas horas las combatían sin descanso, estaban apoyadas en la pared de la galería sin atreverse a preguntar al que eieian aun conde de Bei-na'-.

—Hemos estado ex]iuest(is á morir, les dije Rev-liold, y Dios nos ha salvado milagi'osamente. F,s probable que los que desean nuestra muerte traten de reducirnos por medio de la violencia, pero no temáis; el que os protege en este momento sabe luchar cuando es preciso contra sus mas poderosos enemigos.

Y Reynold lanzó con ademan altivo una mira-da triunfante sobre Diana y Aldah.

(Se continuará,)

FÓRMULAS. Contra las escrófulas

El doctor Bouchut administra el arseniato de sosa en uu julepe gomoso, en vino de Burdeos, en jarabe de quina ó en jarabe de goma.— Hé aquí una buena fórmula:

Jarabe de quina. . . . 300 gramos Arseuiaio de sosa. . . . 8 centigramos.

De una á cinco cucharaditas de café al día.—Cada cucbaradita contiene cosa de un miligramo de arse-niato de sosa.

Ksla sal arsénica] conviene en las escrófulas cutá-neas, mucosas y glandulares.—Su eficacia es dudosa en las enfermedades de los huesos —En las escrófu-las terciarias (tuberculización), no es mas que un paliativo.

Por iodo lo que antecede, JDAHBRÜKBT, editor respoDsiMfl.

Imprenti del Diuiio oft BABCILOHA , k cargo de FriDcisco Gabnuack «alleNaeTi de S . Franeiaco, núm. 17 .