mis relatos. nieves lacasta

92
Nieves Lacasta RECOPILACIÓN [Algunos relatos] http://nieveslacasta.blogspot.com.es [[email protected]]

Upload: nielaca

Post on 24-Jul-2016

226 views

Category:

Documents


0 download

DESCRIPTION

Si por casualidad esta recopilación llega a tus manos me gustaría que disfrutaras de la lectura, puede que no llegue a sorprenderte, pero mi imaginación ha volado todo lo lejos que ha podido.

TRANSCRIPT

Page 1: Mis relatos. Nieves Lacasta

Nieves Lacasta

RECOPILACIÓN

[Algunos relatos]

http://nieveslacasta.blogspot.com.es

[ l a c a s t a . n i e v e s @ g m a i l . c o m ]

Page 2: Mis relatos. Nieves Lacasta
Page 3: Mis relatos. Nieves Lacasta

hhttttpp::////nniieevveessllaaccaassttaa..bbllooggssppoott..ccoomm..eess

Pág

ina3

Nunca he dejado de escribir

porque es la única forma que tengo

de liberar decentemente

mis pensamientos.

Quizás, también, por dejar mi conciencia en paz

-Nieves-

Page 4: Mis relatos. Nieves Lacasta
Page 5: Mis relatos. Nieves Lacasta

Índice

P

á

g

.

5

Pág

ina5

PANTOMIMAS HIPÓCRITAS ................................................................................. 7

PAREDES DE PAPEL ............................................................................................ 13

NEGRO ............................................................................................................... 19

EL HALCÓN DE COLA ROJA ................................................................................. 23

CARAMELOS DE SABOR A MENTA ..................................................................... 27

LA SÁBANA ......................................................................................................... 29

TRIÁNGULO ESCALENO ...................................................................................... 31

VOLVERÉ A BUSCARTE, TE LO PROMETO .......................................................... 37

7:38 AM ............................................................................................................. 43

GÉLIDO SEPULCRO ............................................................................................. 49

SÍ ........................................................................................................................ 51

COME ................................................................................................................. 53

TOLDO ................................................................................................................ 55

LA LATA METÁLICA DE GALLETAS ...................................................................... 57

ARIPIPRAZOL ...................................................................................................... 59

UNA GUERRA CUALQUIERA ............................................................................... 61

MATILDE Y SU CANTAR ...................................................................................... 63

CHANEL Nº 5 ...................................................................................................... 65

MENTIRAS .......................................................................................................... 67

FUERA SE OÍAN GRITOS ..................................................................................... 69

DESPLANTE, TORO Y TORERO ............................................................................ 71

Page 6: Mis relatos. Nieves Lacasta

Nieves Lacasta

Pág

ina6

UN LUGAR QUE NO CONOCÍAMOS .................................................................... 73

COLOR AVELLANA .............................................................................................. 75

NAVEGANTE ESPACIAL ....................................................................................... 77

CUANDO LOS MONSTRUOS CAMPAN A SUS

ANCHAS .............................................................................................................. 79

LEGO LA NADA ................................................................................................... 83

EL LUGAR DE LOS DIFUNTOS ............................................................................. 85

UN SIMPLE GORGOJO EN SU VIDA .................................................................... 87

AQUÉL EDÉN DE NOMBRE IGNOTO ................................................................... 89

EL GRITO ............................................................................................................ 91

Page 7: Mis relatos. Nieves Lacasta

Pantomimas hipócritas

P

á

g

.

7

Pág

ina7

P

ágin

a7

PANTOMIMAS HIPÓCRITAS

La habitación estaba situada en un cuarto piso de un edificio de

reciente construcción, bastante moderno para el gusto de Juan. Era de

esos que ahora los arquitectos llaman arquitectura moderna. Carente

de ornamentos, de planta octogonal, algo asimétrico. La ausencia de

decoración en su fachada y los grandes ventanales conformados por

perfiles de acero, lo hacían parecer un gran barco a la deriva, ya que

dependiendo de la zona de la ciudad por la que te asomaras para verlo

podías descubrir que ya se había empezado a escorar por proa,

dejando la popa a la vista de los curiosos que se asomaban por el este.

En definitiva era una mole de hormigón armado, feo, oscuro y privado

de estética, pero tenía sus ventajas, su interior era luminoso y diáfano

y precisamente lo que andaba buscando Juan.

Se había mudado hacía poco. Cuando acabó su relación con Susana. En

su despedida sólo consiguió la tele pequeña, un par de sillas

desparejadas, la mesa del ordenador y la cama de matrimonio, porque

Susana no quería hundirse nuevamente en el socavón que se había

formado en el colchón de su desengaño.

Desde la ventana de la cocina podía divisar el parque infantil que había

frente a su casa. No tenía hijos pero el alboroto de las niñas y niños

aquella tarde de primavera lo hacía encontrarse mejor. Quizás porque

pensara que la vida merecía la pena ser vivida después de todo. No sé,

eran impresiones, puede que tomadas un tanto la ligera, pero a fin de

cuentas uno tenía que quedarse con las cosas pequeñas si quería

pensar a lo grande.

Lo primero que tenía que hacer era darle un poco de vida a aquél

apartamento si no quería hundirse en la miseria para siempre. Tenía

que comprar algunos muebles, unos cuadros alegres, lámparas y por

qué no un gato que saltara de sofá en sofá, de cortina en cortina y que

durmiera sus largas siestas acurrucado entre sus piernas. Susana no

sólo lo había dejado sino que con su marcha, decía que a buscar una

bocanada de aire fresco, le había dejado el alma helada para siempre.

Él la quería como jamás había querido a nadie, no es que dependiera

de ella, pero los pasos a su lado habían sido tan seguros, tan

constantes, que su vida se había convertido en una tranquila balsa de

Page 8: Mis relatos. Nieves Lacasta

Nieves Lacasta

P

á

g

.

8

Pág

ina8

aceite. Sabía que con ella todo era posible, y a la vez previsible, lo que

nunca imaginó es que un día le dijera de sopetón –Ahí te quedas que

yo me voy a Londres–. Bueno, la frase no salió de ella así como así,

Juan antes le preguntó si tenía algo que contarle. A bailar. ¡Qué

tontería! A bailar. ¿No bailaba ya en el Real Conservatorio Superior de

Danza? ¡Qué más quería!. ¿Por qué entre sus planes, entre su equipaje

no estaba él? La hubiera seguido al fin del mundo. La seguridad que le

proporcionaba su compañía lo hacía ser alguien en la vida, de eso

estaba seguro, era su hombro en el que se apoyaba para llorar, su

compañera de juegos, quién le acompañaba en sus largas caminatas

por el campo, su confidente en penas y alegrías, su bastón los días en

que le costaba trabajo levantarse de la cama y afrontar el mundo con

todas las consecuencias, la que le daba los consejos exactos y

apropiados para cada situación, y la que los días de lluvia le

parapetaba la bufanda bien apretada en el cuello y le ponía el

sombrero que le había regalado las Navidades en que se conocieron,

antes de salir de casa para que no cogiera una pulmonía.

Menudencias, sí es verdad, pero naderías que lo hacían sentir

afortunado al saber que por fin alguien le demostraba un poco de

afecto, ternura y cordialidad en el día a día. ¿Por qué lo dejó?. Ella

sabía perfectamente como era, un ser poco sociable, sí, es cierto, algo

apocado, también, rozando la depresión, vale, pero seguramente el

que más la había querido de todos los hombres con los que había

estado. No entendía por qué, ahora de buenas a primeras decía que la

desilusión se había hecho dueña de su relación, estaba decepcionada,

eso no era con lo que ella había soñado, quería alguien a su lado que

luchara con uñas y dientes para mantener una interconexión fuerte,

dura, viva, y no alguien que la encadenara para siempre a la

mediocridad, con ella no había término medio, o todo o nada.

Él no se merecía escuchar aquellas palabras, pero aguantó, quizás su

vida no merecía la pena tanto como la de ella o es que a lo mejor no

esperara tanto o simplemente dejaba que los acontecimientos lo

sorprendieran a cada paso que daba, mejor eso que quebrarse la

cabeza constantemente para discurrir nuevos retos a conseguir, para

alcanzar nuevos desafíos, fanfarronadas inútiles, pantomimas

hipócritas, sólo eran representaciones caricaturescas de alguien que

ha creído tocar el cielo con la punta de los dedos, ideas ridículas y

exageradas, en definitiva aires de grandeza, porque lo suyo también

era existir y lo hacía con verdadera dignidad y sentir de esa manera no

lo hacía un ser inferior a nadie.

Page 9: Mis relatos. Nieves Lacasta

Pantomimas hipócritas

P

á

g

.

9

Pág

ina9

P

ágin

a9

Paseando por la nueva habitación, absorto entre pensamientos del

pasado miraba las paredes vacías y todavía se sentía más sólo. Tenía

de una vez por todas que decidirse por la decoración que le ofrecería a

su nueva casa. Consideró la posibilidad de dejar el cable eléctrico que

colgaba del techo desnudo. Sí, sería el eslabón que lo dejara unido

para siempre a Susana. Al verlo pensaría en ella. Porque Susana odiaba

los techos carentes de lámparas, decía que lo primero que había que

poner en una vivienda eran todas las lámparas, porque era lo que le

proporcionaba el verdadero ambiente de calor al hogar, la energía

fluía de otra manera, ya que la luz brusca del neón se tamizaba a

través de las tulipas y se creaba un tono acogedor, necesario para

empezar con buen pie en una nueva casa. Pero Juan no sabía a ciencia

cierta si quería que aquella casa lo acogiera para siempre.

Susana nunca quiso tener hijos, su silueta no podía ser deformada por

un ser indeseable que holgazaneara nueve meses dentro de ella y que

después, encima, le dejara el pecho flácido al tener que ser

amamantado otros tres o cuatro meses por lo menos. Su cuerpo lo era

todo para ella. Esa figura esbelta, bien contoneada, sin un gramo de

grasa, que le había costado 29 años conseguir no iba a ser desfigurada

por ningún intruso, lo sabía desde siempre y me lo hizo saber nada

más conocerme. –Si quieres hijos has llegado al lugar equivocado, yo

no quiero mocosos rondando a mí alrededor, ensuciándolo todo,

reclamando atención–. Y no me importó, quizás porque sus palabras

no alcanzaron mi entendimiento porque yo vagaba entre sus ojos

verdes, su pelo negro, su sonrisa afable y aquel lunar en la base del

cuello. Pero ella no es que fuera egoísta, tan sólo es que su profesión

estaba por encima de los sentimientos maternales. Sí, sentimientos

que nunca se habían posado en ella ni tan sólo la habían tocado de

refilón, pero como digo eso no la hacía ser mala persona, me quería a

su manera, aunque ahora tuviera que prescindir de mí. Decía que no

entendía la existencia sin bailar. Que cuando lo hacía se olvidaba de

todo y todos y que se transportaba a otra dimensión. Si la hubiera

convencido de lo contrario, tal vez un hijo la hubiera retenido a mi

lado, ¡quién sabe!. Pero ya a estas alturas era de idiotas pensarlo

siquiera.

La casa que había compartido con Susana era de su propiedad, de ahí

el tener que irse él del hogar conyugal cuando su relación se hizo

añicos. Cuando se conocieron Juan estaba alquilado en un pequeño

apartamento del centro de la ciudad, era oscuro y contaba con cuatro

muebles escasos, decrépitos, que le había dejado el casero y que

Page 10: Mis relatos. Nieves Lacasta

Nieves Lacasta

P

á

g

.

1

Pág

ina1

0

habían sido propiedad del anterior inquilino. Así que la mudanza fue

rápida, una maleta con los enseres personales y la tele pequeña que

colocaron en el dormitorio, encima de la cómoda que Susana había

heredado de su abuela materna, y que encendían todas las noches un

rato para acabar de ver la película abrazados, dándose calor

mutuamente, continuidad al vínculo que habían creado y sobre todo

esperanza. ¿Dónde había quedado todo eso?. Si ahora Susana partía a

otras tierras a buscar un viento céfiro que la dejara, decía, en paz

consigo misma, que al finalizar sus días no tuviera que arrepentirse de

no haber luchado por sus ideales y que la corta vida a la que estamos

destinados a soportar la hiciera valedora de ocupar un lugar en la

mente de las generaciones futuras. Sí, sus ideales eran pasar a los

anales de la historia como una de las mejores bailarinas del momento,

Isadora Duncan, Anna Pavlova, Margot Fonteyn, Moira Shearer, Alicia

Alonso, Irina Kolpakova o la misma Tamara Rojo debían postrarse ante

ella, allá en el cielo de Terpsícore, que era sin lugar a dudas el lugar

donde irían a parar las musas de la danza, porque ellas no iban a

mezclarse con el resto de los mortales para ensuciar sus karmas.

Ya sé que sus aires de grandeza chocaban con mis ideales de vida, lo

he dicho, lo he dicho y lo repito, yo no aspiraba a tanto, me bastaba

con sobrevivir día a día, pero verla comerse el mundo a veces a mí

también me alimentaba, me dejaba saciado porque aunque no quiera

reconocerlo en toda su extensión, entendía que existían criaturas

superiores a otras, individuos que habían nacido para dominar el

mundo o para levantarse una y otra vez tras las caídas sin más o para

simplemente darle belleza al entorno que habitaban, como era el caso

de Susana que cual cisne retornaba a su forma humana todas las

noches, ella la Odette, la joven reina Odette del “lago de los cisnes”,

volvía en forma humana para mí todas y cada una de las noches, y yo,

su príncipe Sigfrido, aunque le juraba amor eterno para deshacer el

hechizo al que había sido sometida por el malvado y terrorífico mago

Rothbart, no conseguía encadenarla a mis días, pero me bastaba saber

que me pertenecía íntegra, absoluta, incondicional y completa noche

tras noche, porque eso nadie podría quitármelo jamás.

El día que Juan descubrió el billete de avión a Londres no sabía dónde

meterse, primero pensó que se trataba de una equivocación o que

sería para Susana, la amiga de Susana, que vivía en el piso de abajo y

que muchas veces dejaba cosas personales en casa, pero no, en el

billete podía leerse bien claro “Susana Fuencarral Gimeno”, y no

“Susana no se qué González”. Un sólo billete de ida, huérfano,

Page 11: Mis relatos. Nieves Lacasta

Pantomimas hipócritas

P

á

g

.

1

Pág

ina1

1

Pág

ina1

1

desvalido, sin vuelta que lo acompañara para el día 27 de febrero,

quedaba una semana y media, diez días escasos para hacer el

equipaje, despedirse de la familia y amigos, y quién sabe si entre sus

planes estaba también el de despedirse de él. Juan lloró

amargamente, no entendía nada. ¿Cómo podía dejarlo así por las

buenas?. ¿Es que él no contaba para nada en aquella relación?. Quiso

correr, huir él el primero, pero su cobardía lo paró en seco. Pediría

explicaciones, se iría con ella si era necesario, abandonando su

trabajo, al resto de su familia, sus amigos, todo antes que quedarse

sólo, sin la persona a quien más amaba. Pero Susana ya había

decidido, había hecho sus planes en solitario, en diez días cogería sus

maletas y se iría a Londres. Le dijo que se buscara otra residencia

porque quizás alquilaría el piso si su estancia en Londres se

prolongaba. Fue fría, estuvo distante, Juan fue incapaz de reconocerla.

Él calló como de costumbre. Sacó su vieja maleta de cuero marrón del

altillo del cuarto de invitados y la llenó con su ropa, arrojó encima el

peine, el cepillo de dientes y la pasta dentífrica. Luego cerró la

cremallera y dejó el bártulo apoyado en la pared, al lado de la cómoda

que Susana había heredado de su abuela materna, para que no

estorbara y salió de la habitación dejando a Susana sentada en la

cama. Las náuseas le revolvían el estómago. Se dirigió a la puerta de la

calle, la abrió y al salir tiró de la puerta con tal suavidad que no hizo

ningún ruido. Al salir del portal del edificio sintió un mareo, se inclinó y

vomitó, con la arcada expelió toda su ira, su angustia, las palabras

calladas, la rabia contenida, el desasosiego que sentía. Se sentó en la

acera, entre dos coches, y tras un largo suspiro hundió su rostro entre

las manos y pidió a gritos a todas las fuerzas del mal que acabasen de

una vez por todas con aquella maldita pesadilla.

Tres días después había alquilado un piso en la cuarta planta de un

edificio de reciente construcción. La primera noche la pasó sentado en

una silla, quieto, inmóvil, mirando fijamente a la cama, imaginándose

a Susana postrada en el borde del lecho hablando sin levantar la voz,

tampoco la mirada, sus palabras se agolpaban en la mente de Juan sin

poder ordenarlas para darles sentido. Y los días continuaron y la razón

no llegaba, al cuarto día se encontraba en la habitación, se había

duchado y vestido para ir al trabajo, tenía turno de noche, los niños en

la calle se gritaban unos a otros formando una algarabía

ensordecedora, quizás debió alquilar la octava planta que también

estaba disponible, allí el vocerío llegaría más amortiguado, llevaba el

traje de chaqueta endrino de corte inglés, camisa celeste, la corbata a

rayas de mil colores, los calcetines finos a juego con los zapatos negros

Page 12: Mis relatos. Nieves Lacasta

Nieves Lacasta

P

á

g

.

1

Pág

ina1

2

recién abrillantados, se quedó mirando al níveo techo, observando el

cable eléctrico que colgaba todavía desolado, él se sentía igual, se

aflojó un poco el nudo de la corbata, se desabrochó el primer botón de

la camisa, necesitaba aire, hubiera sido muy fácil no pensarlo dos

veces, estirar el nudo corredizo de la tira de seda rayada que rodeaba

su cuello sin deshacerlo del todo, subirse a la cama, colocar una silla

en el centro del colchón que ya había claudicado a su obsesión de

verse bien ataviado y no sometido a un revoltijo de sábanas revueltas,

subirse en ella y anudar fuertemente la corbata por un extremo del

cable, y tras rodear su cuello con la lazada que había dejado

preparada, dejar caer el peso de su cuerpo al tiempo que pateaba la

silla que se iría a estampar en el frío suelo de mármol. Se desvanecería

casi al instante, sin oponer resistencia a la falta de oxígeno,

abandonado a sus pensamientos que vagarían ya a esas alturas lejos

de su cuerpo, porque ya no le pertenecería. Susana lo rodearía con los

brazos, lo acurrucaría entre sus cálidos senos, y así tranquilo, seguro,

libre, acariciándole el pelo como hacía cada noche, le diría entre

susurros que nunca lo dejaría, que estarían juntos para siempre. Pero

no, se dio media vuelta, cogió las llaves, y sin mirar atrás salió a la

calle, alcanzó el autobús que acababa de estacionar en la parada y

continuó su vida sin Susana esperando que el futuro le deparara,

quizás, una vida algo mejor.

Page 13: Mis relatos. Nieves Lacasta

Paredes de papel

P

á

g

.

1

Pág

ina1

3

Pág

ina1

3

PAREDES DE PAPEL

La vivienda, ubicada en un cuarto piso, exactamente a 28 metros del

suelo, los mismos que distaban de la azotea, no tenía nada que ver con

las construcciones hechas con buen gusto y sobre todo con buenas

calidades.

La pared de la derecha daba al este, aunque si no tenías una brújula a

mano no podías saber que el sol comenzaba su ascenso cada mañana

por ese lugar, ya que carecía de ventanal alguno que te dejara ver la

estrella refulgir cada alborada como por arte magia. Justo enfrente,

con orientación oeste, había un pequeño ventanuco que servía de

respiración e iluminación al habitáculo, pintado de azul, con dos

pequeñas hojas abatibles que impedían que te pudieras asomar por

ellas, aunque la vista no era nada del otro mundo, pues a través de los

cristales lo único que divisabas era la ropa tendida de los vecinos del

inmueble y alguna que otra antena de TV que los inquilinos habían

colocado cada cual en su ventana para ver mejor los programas

televisivos, porque la antena colectiva había sido boicoteada en

repetidas ocasiones y los residentes en bloque se negaron una vez más

a sufragar las costas para su arreglo. Mirando al norte, yo había

colocado un póster marino de 2 x 1 metros, encima de la cama para

sentir el aire fresco del mar cada vez que abría desde el sur la puerta

de la calle, y sobre todo para que le diera la inmensidad de que carecía

aquel aposento, de exactamente 25 metros cuadros.

Las paredes parecían de papel. Por la derecha, los privilegiados que

podían ver el sol nacer todos los días eran un matrimonio de edad

avanzada, Daniela y Nicolás, los ocupantes más longevos del edificio.

Eran discretos, tan sólo el arrastrar de sus pies camino del cuarto de

baño o de la cocina delataban su presencia entre aquellos muros. Se

movían como fantasmas, ni una sola voz, eran tan considerados con el

resto del vecindario que parecían portar las cadenas en la mano para

no hacer demasiado ruido o eso me pareció a mí al principio. Por la

izquierda, vivía Matilde, la viuda de toda la vida a la que su hija sólo

visitaba un viernes sí y otro no. Vivía con su perro Mateo, el que nos

alertaba a toda la planta de cuando entraban y salían de casa todos los

residentes o de cuando el cartero llevaba paquetes certificados a

domicilio o de cuando el panadero hacía el reparto diario de pan y

Page 14: Mis relatos. Nieves Lacasta

Nieves Lacasta

P

á

g

.

1

Pág

ina1

4

dulces a las 9 en punto de la mañana. Supe que el nombre le había

pertenecido anteriormente al difunto marido de Matilde y que ella

rebautizó al can tras su muerte para no sentirse abandonada.

A su lado convivían un hombre y una mujer con tres hijos

maleducados que alborotaban más de la cuenta. Tenían escasos

treinta años y parecía que el tiempo se había instalado en sus vidas

igual que el malhumor y la desazón, de tal manera que todo se lo

decían a gritos. Inconforme ella con la nula actuación en la vida

doméstica de él, él con la actitud chulesca del hijo mayor, el de la

chulería con el pequeño a causa de la poca intimidad con la que

contaba y sobre todo porque le sisaba las estampas de fútbol cuando

estaba fuera de casa y eso era junto con la mala hostia de su padre lo

poquito que no podía soportar. Y, por último, la que ocupaba la

segunda posición en la dinastía Rodríguez-Morales que renegaba de

toda la familia al completo y que maldecía con alaridos el haber tenido

que nacer en aquella maldita familia con todas las que seguramente

habría mejor repartidas por el ancho mundo.

Detrás del póster marino vivía una pareja un tanto singular. Casi no

hablaban, sus únicas estridencias se producían alrededor de las 6 de la

tarde. Era un martilleo constante, repetitivo que sólo duraba un par de

minutos, pero que hacía que la pared que sujetaba el póster marino

retumbara como si un terremoto de 7 grados de magnitud en la escala

de Richter tuviera su epicentro en aquel mar estático. Todo aquello

culminaba en un grito unas veces por parte de ella y otras por parte de

él, nunca se ponían de acuerdo o más bien eran un tándem tan

perfecto que se complementaban de tal manera que hasta en la

práctica de gozar tenían su turno. Yo todavía no les había visto la cara,

y eso que llevaba ya tres semanas viviendo en aquel piso diminuto. No

sabía si eran gordos o delgados, si feos o agraciados, si bajos o altos, si

jóvenes o viejos, su fisonomía se me escapaba por completo pero para

mí era como si viviéramos juntos, llegué a saber más de ellos que

ningún otro vecino y por supuesto más que ellos mismos sabrían

nunca el uno del otro.

Mi cuartucho tenía un aseo pequeño independiente, no hacía falta

que extendiera los brazos para tocar las dos paredes opuestas,

disponía de water, lavabo y una ducha que colgaba de encima de la

puerta y que cuando la usaba dejaba todo el recinto encharcado y allí

estaba yo, fregona en mano, recogiendo el exceso de agua que no se

había querido ir por el desagüe colocado en el centro del baño. La

cocina americana contaba con una hornilla de dos fuegos eléctricos,

Page 15: Mis relatos. Nieves Lacasta

Paredes de papel

P

á

g

.

1

Pág

ina1

5

Pág

ina1

5

un escurreplatos, un pequeño mueble donde guardaba el menaje: seis

platos, seis vasos, dos hoyas y una sartén; un fregadero de un solo

seno, un frigorífico enano y un microondas colgado de la pared a la

altura de mi barbilla. En el centro de la sala coloqué una pequeña

mesa, con dos sillas ajustadas, apretadas en su interior. La mesa de 80

x 70 centímetros hacía la función de escritorio cuando no tenía que

alimentar mi escuálido cuerpo, y es que ni ganas de comer me

entraban después de ver una y otra vez esas cuatro paredes

mugrientas, que alguna vez fueron blancas, a las que tuve que

mudarme cuando perdí el empleo. Como decoración final mi cama de

90 centímetros debajo del póster marino 200 x 100 cm, que me servía

además de para dormir, de sofá los días que necesitaba estirar un

poco las piernas después de las largas caminatas que hacía para

despejar mi alma.

Desde que me quedé en paro cogí la manía de medir, enumerar y

contarlo todo. Daba igual lo que contar, las horas, el ruido, las veces

que me cortaba las uñas, las cosas que tenían en el piso, las salidas a la

calle o las repetidas ocasiones en que la pareja tras el póster marino

hacía escandalosamente el amor. Sí, también atisbaba a mis vecinos.

Decidí prestarles un poco más de atención. Pero todo no siempre fue

así. Yo Luisa Beltrán no tenía espíritu de cotilla, ya digo que era sólo

prestarles un poco más de atención, eso es todo. Las circunstancias se

dieron de esta manera, la escasa intimidad de aquellas paredes de

papel hizo que mis oídos se agudizaran y aquellos individuos que me

rodeaban entraran sin saberlo a formar parte inseparable de mi

arruinada vida. Puede que la deformación por mi anterior empleo

tuviera algo que ver con todo esto, yo había sido contable de una

pequeña empresa que se dedicaba a la manufactura textil. Allí el

metro era imprescindible para todo, incluido para mi trabajo, ya que

mi jefe medía tanto el tiempo que yo dedicaba a grabar las facturas

como el que pasaba fuera de la oficina los días que tenía que hacer el

ingreso de las nóminas en la entidad bancaria o mis salidas para ir a

Hacienda cuando tocaba presentar las declaraciones trimestrales del

IVA. Todo siempre estuvo bien medido incluso el día de mi despido, un

31 de marzo de 2010, a las dos de la tarde coincidiendo con el fin de la

jornada laboral y el fin de mes, el día anterior a cumplir mi tercer año

en la compañía y se supone que el último día de mi eventualidad, ya

que el 1 de abril sería fija en la empresa según las promesas hoy

vulneradas por el maldito empresario.

Page 16: Mis relatos. Nieves Lacasta

Nieves Lacasta

P

á

g

.

1

Pág

ina1

6

La hija de Matilde la visitaba un viernes alterno al mes. Comía con ella

y de postre tomaban los pasteles que Lucía traía de una famosa

pastelería que había a la vuelta de la esquina. Comían en silencio, con

la ventana abierta tanto en verano como en invierno. El frío no les

asustaba. Yo las observaba disimuladamente, me hacía la distraída

como si no fisgoneara en sus vidas. El único que me delataba era el

chucho que me ladraba a través de la ventana para que dejara de

mirar a su dueña, y con ello no le robara los pensamientos, las

palabras calladas que ninguna de las dos mujeres se decían, y que

seguramente querían, necesitan expulsar, reproches mutuos,

soledades, desatenciones, carencias del pasado, que habían hecho de

esos dos seres que en un tiempo habían estado durante nueve meses

una dentro de la otra formado parte inseparable, indivisible y que hoy

parecía que no se conocían, que no tenían nada que contarse. Cada

viernes de visita una miraba el reloj insistentemente deseosa de que

llegara la hora de partir y la otra resignada al saber que le quedaba

poco tiempo para perder a su pequeña no deseaba que las manecillas

corrieran de forma acelerada.

Yo no sé si todos ellos también me espiaban en secreto, puede. Pero

poco a poco pude saber sus pequeñas mentiras guardadas con

cautela. Descubrí por ejemplo que Daniela y Nicolás, los viejos

adorables, no se soportaban. Ella cansada de sus reproches un día

decidió negarle la palabra. Puede que porque fuera lo más valioso que

encontró para robarle. Le ponía religiosamente la mesa, le lavaba la

ropa, le hacía la cama, le compraba el periódico pero desde hacía 15

años no le dirigía la palabra. Él, impedido de las piernas, no podía salir

de casa y su única conversación la tenía con el ATS que todos los días

venía a ponerle el inyectable recetado de por vida, aunque la suya

hubiera caducado hacía ya muchos años.

Matilde dejó de vivir cuando murió su marido. Decía que él la adoraba

pero que la dejó sepultada entre aquellas paredes para siempre. Su

pensión mínima no le daba para mucho, un poco de comida barata

para ella y su perro, los dos comían lo mismo. Lucía se marchó

agobiada por las lágrimas constantes de su madre. No entendía como

lo echaba tanto de menos si en sus 34 años de casados había estado

más tiempo sola que acompañada. Él prefería la compañía de sus

amigos en la tasca de la esquina que disfrutar con su esposa de un

paseo o de una amena tertulia de sobremesa. A Lucía se la llevaban los

demonios cuando intentaba hacer entrar en razón a su madre y ésta

seguía erre que erre alabando las proezas del marido perfecto. Marido

Page 17: Mis relatos. Nieves Lacasta

Paredes de papel

P

á

g

.

1

Pág

ina1

7

Pág

ina1

7

y padre que había brillado por su ausencia según la opinión de Lucía,

así que recogió sus escasas pertenencias y un día se fue de casa para

no volver más que un viernes sí y otro no a comer con ella, más que

nada por lástima para no dejarla abandonada para siempre.

La familia de los gritos constantes enmudecía pasadas las 2 de la

madrugada cuando el alcohol había hecho el efecto sedante en sus

organismos. Los niños también dormían puede que tuvieran pesadillas

o que fantasearan con plácidos sueños, no sé, la pequeña ventana no

me dejaba entrar en la parte onírica de las personas, pero yo adivinaba

sus sueños a la mañana siguiente cuando el más pequeño se levantaba

el primero y tendía la sábana mojada en el tendedero.

Mi ignorante vecino de detrás del póster marino salía muy temprano

cada mañana. Ella se levantaba pasadas las diez. A las 10:35 todos los

días sonaba el telefonillo del portero automático y una voz varonil,

que no se parecía en nada a la del ignorante vecino, decía –abre –. Yo

lo sabía porque en una ocasión descolgué el auricular antes que ella y

fui testigo impasible de la palabra clave. Diariamente igual, el mismo

verbo, sin más parafernalia ni complemento que lo acompañase, un

simple –abre – lo decía todo, a los pocos segundos sonaba un pulso

largo que convertía la petición en acción, y seguía una carrera veloz de

tacones hacia la puerta de entrada del piso, la misma carrerilla

subiendo las escaleras de dos en dos, puede que de tres en tres, dos

corazones acelerados por la urgencia, cada día que pasaba la prisa no

cesaba, es más se acentuaba, yo cronometraba desde el toque del

portero automático hasta el traqueteo producido por el epicentro del

terremoto, esta vez de casi 9 grados de magnitud en la escala de

Richter que se producía en la pared en la que colgaba mi póster

marino, y que en más de una ocasión estuvo a punto de desencajarlo,

y no pasaban más de tres minutos. Los jadeos eran inmediatos, se oían

palabras inconexas, deshilvanadas de cualquier conversación, dichas

sin sentido como gritadas para atestiguar que el gozo era infinito pero

la locución innecesaria. Al final un grito al unísono retumbaba en el

bloque entero. Los dos habían llegado a puerto, juntos, de la mano

como quien camina una noche estival mirando hacia la luna. Después

un casi inaudible abrir y cerrar de puerta los dejaba saciados hasta la

mañana siguiente. Sobre las 6 de la tarde, el marido ajeno a todo,

deseoso de devorar el cuerpo de aquella mujer adúltera, ignorante de

su doble vida, regresaba al hogar conyugal y el terremoto volvía como

las moscas en verano.

Page 18: Mis relatos. Nieves Lacasta

Nieves Lacasta

P

á

g

.

1

Pág

ina1

8

Y aquí me tenéis, como una vieja huraña, a mis 37 años, sin empleo,

casi sin recursos, cobrando el desempleo que para lo que únicamente

me llega es para pagar la casa de tres habitaciones, dos cuartos de

baño, salón, cocina y terraza de 15 metros, que el banco me quitó por

impago pero que todavía reclama entre el 1 y el 5 de cada mes su

cuota obligatoria. ¡Para cuándo la dación en pago!. Y así es como vine

a parar a esta zahúrda, por eso comencé a espiar a mis vecinos, por

eso lo cuento y lo recuento todo, y por eso lloro todas las noches

cuando el perro de mi vecina Matilde ladra, ella le regaña para no

sentirse sola, los padres de los tres pequeños se insultan o brindan, los

niños se pelean o duermen, el matrimonio vetusto camina sigiloso sin

dirigirse la palabra y la pareja de detrás del póster marino ahoga sus

suspiros ora uno ora el otro entre sábanas revueltas, aunque ella

sueñe con su visita matutina.

Page 19: Mis relatos. Nieves Lacasta

Negro

P

á

g

.

1

Pág

ina1

9

NEGRO Seudónimo: “Francisca Cavero”

Obra ganadora del

I Certamen Taller de Escritura del Ateneo de Valencina

Reseña de la Obra ganadora

Pedro Luis Ibáñez Lérida (JJJUUURRRAAADDDOOO)

- NEGRO -

\\ La motivación luctuosa del certamen nos sorprende con este

relato que se desvincula del proceso de duelo y agita los demonios del

amor filial y paternal. El significativo título adjetiva de principio a fin el

texto, infundiéndole un rictus quebrado por el dolor. La pesadumbre y

el amargor que rezuma la reflexión en primera persona, deviene en el

fúnebre color y el carácter desabrido de la desconsoladora lluvia.

Mescolanza de evocaciones que ahoga cualquier atisbo de ternura o

roce porque nunca existieron, salvo la soledad. Nominación,

curiosamente, del personaje femenino con la pretensión de acrisolar la

resistencia al amor que siempre le fue vetado. Hay un regusto de cruel

y extraña complacencia en acompañar al motivo de la infelicidad hasta

el mismo nicho que se convierte en lugar de olvido en el que revolotea

El cuervo, de Edgar Allan Poe. El ajuste de cuentas con los ancestros

nos acerca a otra mirada en el día de los difuntos, con matiz

despectivo y reprobador. En Negro nos hallamos ante un relato

equilibrado, con imágenes acertadas y la sencilla y adusta expresión en

la forma que requiere el insondable fondo de angustia, temor y dolor

que contiene. //

Page 20: Mis relatos. Nieves Lacasta

Nieves Lacasta

P

á

g

.

2

Pág

ina2

0

Llovía. Siempre llueve por esas fechas. Precisamente ese dos de

noviembre amaneció gris y oscuro, sin un rayo de sol que lo

acompañara, sin una nube juguetona que simulara ser un oso, casa o

pantera. Amaneció el día oscuro y gris, yo ya lo veía venir. No es que

sea supersticioso, es que los días nebulosos y plomizos me dejan el

alma helada. Sabía que mi hermana llegaría dos horas antes.

Comprendía que no era fácil para ninguno de los dos aquella situación,

pero era inevitable nuestra presencia. Mamá había dejado escrito en

nuestras mentes que el día de su entierro lleváramos luto riguroso.

Siempre fue igual con los colores o mejor dicho con la ausencia de

ellos. Nunca la vi vestida con flores alegres o rayas multicolor,

tampoco con tonos azulados ni siquiera violetas, sólo el luminoso

verde de sus ojos embellecía a veces su escuálido cuerpo y la estancia

por la que vagaba tan sombría, luctuosa y digna de llanto que dejó tras

la muerte de papá. Papá murió el día de los difuntos del año 72. ¡No

pudo escoger otro día para que lo recordáramos siempre!. Mamá no

lloró su muerte, tan solo corrió las cortinas y dejó que el polvo se

amontonara en los muebles, las repisas y las alfombras, al final acabó

lagrimeando por la alergia que le produjo tanta partícula muerta a su

alrededor. Justo veinte años después, el dos de noviembre, murió

mamá. Seguro que lo hizo a conciencia para dejar constancia que la

vida no es un lecho de rosas, es un camino plagado de espinas que te

atraviesan el corazón a la mínima de cambio. Papá no nos quiso nunca,

mamá creo que tampoco. Soledad, mi hermana, puede atestiguarlo.

Llovía, el dos de noviembre llovía. Yo me había retrasado debido al

escaso aparcamiento que había en las inmediaciones al cementerio.

Cuando llegué mi querida hermana lloraba junto a su féretro, soltaba

lastre de la única forma posible que podía hacerlo, derramando toda la

angustia, el temor y el dolor que mamá nos fue metiendo dentro

durante años. Al verla lloré con ella. Puede que por puro mimetismo,

ya que por fin la vida nos aliviaba un poco. Mamá se fue un dos de

noviembre, día de los difuntos. Llovía, siempre llueve ese día, quizás

porque es otoño y las lluvias aparecen súbitamente. El coche fúnebre

comenzó su marcha, tras él, Soledad, refugiada bajo un paraguas

empapaba el suelo con su tempestad incontrolada. Yo aparqué en

Page 21: Mis relatos. Nieves Lacasta

Negro

P

á

g

.

2

Pág

ina2

1

aquel momento mis lágrimas para siempre. Respiré hondo y me juré

no volver a pisar en el resto de vida que me quedaba aquel

camposanto. El ataúd con los restos de mamá dentro fue introducido

en un nicho mayúsculo para su esquelética figura, tan inmenso como

el desamor que sentía por nosotros o como las lágrimas que Soledad

desparramaba por el pavimento asfaltado, carente de color, negro,

negro.

Page 22: Mis relatos. Nieves Lacasta

P

á

g

.

2

Page 23: Mis relatos. Nieves Lacasta

El halcón de cola roja

P

á

g

.

2

Pág

ina2

3

EL HALCÓN DE COLA ROJA

I

Su risa provocó una reacción inesperada, todo a su alrededor quedó

callado durante unos segundos, ni la respiración de los parroquianos

que decoraban el ambiente ni el aleteo de las moscas que se

merendaban la tortilla de patatas ni el portazo que pegó su padre

Ezequiel, pudo oírse. La risa de Esteban de pronto se tornó en sonrisa

forzada, para pasar inmediatamente a mueca de dolor o eso le pareció

a él al recordarlo con los años, para convertirse a la velocidad de un

galgo que persigue a su presa por el prado desnudo, en llanto amargo,

de difícil control. Todos los presentes fijaron sus ojos en él, de pronto

la quietud se transformó en confusión, unos comenzaron a gritar,

otros se llevaban las manos a la cabeza como intentando sujetársela

con firmeza por si también se les fugaba volando y sobre todo, nadie

comprendió jamás por qué su primera reacción fue la de reventar en

carcajadas.

Esteban sólo tenía nueve años aquel mayo del 62, puede que sólo por

eso su estado de ánimo pasara tan aprisa de la alegría al desconsuelo y

no porque entendiera a ciencia cierta lo que acababa de pasar o

porque su futuro se vería envuelto a partir de entonces en

incertidumbre e inseguridades extremas o porque la visión que

acababa de presenciar lo perseguiría eternamente hasta su lecho de

muerte, por no haberlo descifrado a tiempo, por no haber hecho nada

por evitarlo.

Aunque en el fondo nadie tenía la culpa de que Elena, su madre,

conversara con seres extraños, invisibles y numerosos que

deambulaban por los rincones de la casa y que nadie podía ver más

que ella. Su ausencia de madre la transportaba desde el día en que él

nació, porque ese día, Elena, entraría para siempre en un mundo

exclusivo al que nadie tendría acceso.

Su depresión postparto de la que nunca se repondría, porque

desencadenó en psicosis obsesiva compulsiva, la tendría alejada de las

conversaciones triviales del resto de los mortales para siempre.

Page 24: Mis relatos. Nieves Lacasta

Nieves Lacasta

P

á

g

.

2

Pág

ina2

4

Pero aquél día, el de la primera comunión de su único hijo, parecía tan

feliz, bien camuflada en el paisaje, con su vestido de colores alegres,

su collar de perlas australianas y sus ojos esmeralda más vivaces que

nunca, que nadie hubiese pensado que haría una cosa semejante.

II Mamá se levantó temprano como cada mañana, y yo con ella, porque

estaba tremendamente nervioso. Papá le preparó el desayuno, a mí no

me hizo nada porque decía que aquél día debía ayunar, así que el gran

tazón de leche con cereales tuvo que esperar para la mañana

siguiente. A mamá le preparó una infusión de hierbas aromáticas con

tostadas, untadas en dorada mantequilla, que acompañó con una

hilera de pastillas multicolor y que yo me hubiese comido de golpe,

porque las tripas me sonaban como una gran tamborrada aragonesa.

Permanecí en silencio sentado a su lado, contemplando absorto su

masticar lento y pausado, a la vez que la oía musitar una retahíla de

frases que para mí no significaban nada, a las que verdaderamente no

les prestaba demasiada atención porque mi mente estaba volando en

ese momento lejos de allí, concretamente se situaba en los regalos, en

la gran fiesta que me esperaba tras digerir mi primer alimento del día,

mi primera y única hostia consagrada.

Papá dispuso cuidadosamente la vestimenta de los tres como hacía

siempre. A mí me hizo cepillarme los dientes concienzudamente

aunque no había probado bocado y cuando estuvimos todos

preparados bajamos al garaje, a coger el coche para dirigimos a la

iglesia. Allí nos esperaban amigos y familiares, todos con sus flamantes

trajes de domingo, cámaras fotográficas en mano, nos metimos todos

juntos en el templo para que yo recibiera límpido a Dios en cuerpo y

alma. Un Dios al que luego odié hasta la eternidad, al que dejé cadáver

y no le dirigí la palabra nunca más, no por no parecerme a mi madre y

hablar con seres incorpóreos, sino porque no hizo nada por intervenir

en el plan que rondaba la mente de mamá.

El verano anterior habíamos estado toda la familia de vacaciones

durante dos semanas. Concretamente fuimos al Parque Nacional de

Exmoor, situado sobre el canal de Bristol, al suroeste de Inglaterra.

Mamá quería ver de cerca los halcones de cola roja, es cierto que

dónde hay más y mejor se ven, es en los Estados Unidos, pero papá

Page 25: Mis relatos. Nieves Lacasta

El halcón de cola roja

P

á

g

.

2

Pág

ina2

5

decía que no había dinero para tanto. Nunca entendí aquella lucidez

que pareció invadirla de pronto. De buenas a primeras se interesó por

algo, la cetrería, cosa rara. Se pasaba el día entero recortando

fotografías de aves que luego pegaba cuidadosamente en un cuaderno

de pastas azul celeste cielo. Era su tesoro más preciado, nadie podía

tocarlo, si no lo encontraba en su sitio, deambulaba como loca hasta

que papá se lo ponía entre las manos y entonces se pasaba las horas

muertas contemplándolo.

A mí me hubiese gustado más ir a África. A papá también, pero decidió

darle el capricho. Los animales de cuatro patas nos parecen a los dos

más alucinantes. Ver en directo el galopar de una gacela hubiese sido

fantástico. Papá decía que algún día iríamos, no cazaríamos, por

supuesto, porque los dos estamos en contra de matar animales, pero

sí los perseguiríamos por la selva para buscar la mejor instantánea.

Nunca fuimos, yo creo que ya nunca iré, sobre todo ahora que papá

sucumbió a permanecer en este mundo.

Mamá llegó a obsesionarse tanto con las aves que a veces se creía una

de ellas. En casa, cuando veía en la tele algún documental de los

muchos que le grabábamos en cintas de vídeo, se levantaba

repentinamente del sofá y comenzaba a batir sus brazos a modo de

alas y se paseaba por la habitación expulsando sonidos cortos y

agudos, similar al que hacen las palomas. Aquello le duró algunos

meses, luego se quedó en letargo como los osos permanecen en el frío

invierno, puede que el aumento de pastillas multicolor que el doctor

que la trataba recomendó, hubiesen intervenido en el proceso.

No sé, nadie lo sabe, lo que sí comprendo ahora es la desolación en la

que estaba sumida, quizás sufría quizás no, eso ya es demasiado tarde

para averiguarlo.

Pero aquella mañana de mi primera comunión, mamá se levantó feliz,

desayunó feliz, me acompañó a la iglesia feliz, regresamos a casa

familiares y amigos para disfrutar del banquete con la misma felicidad

con la que los animales salvajes parecen estar en sus jaulas del zoo, a

resguardo de sus depredadores. Aquella mañana mamá me pertenecía

en cuerpo y alma, como creía que yo le pertenecería in aetérnum a

Dios en cuerpo y alma. Pero el cuerpo es una cosa y el alma no existe.

Igual que no existe Dios. Mi felicidad se truncó al soltar esa estúpida

carcajada al ver a mamá salir volando por el balcón, con sus brazos

abiertos intentando encaramarse hasta el horizonte. Papá corrió

escaleras abajo tras ella, pero no llegó a alcanzarla. Ya se sabe que el

Page 26: Mis relatos. Nieves Lacasta

Nieves Lacasta

P

á

g

.

2

Pág

ina2

6

vuelo del halcón es superior que el trotar de las gacelas. Y cuando

llegó a la calle la encontró con sus alas quebradas y una gran cola roja

decorando el sucio suelo.

Page 27: Mis relatos. Nieves Lacasta

Caramelos de sabor a menta

P

á

g

.

2

Pág

ina2

7

CARAMELOS DE SABOR A MENTA

Sabía que debía dejar el tabaco, no porque mi hija me insistiera

constantemente o porque mi mujer me mirara con mala cara cada vez

que encendía un cigarrillo en su presencia, más bien era debido al

picor y a la tos que se habían instalado en mi garganta y que no

pensaban abandonarme. Pero cuando lo consideraba desistía al

instante, ya que era a lo único a lo que podía agarrarme con fuerza si

no quería hacer un disparate.

Sí, había dejado de ser feliz hacía mucho tiempo. No sé si Guadalupe,

mi mujer, había tenido algo que ver, o Sonia, mi hija; o quizás era

solamente yo el causante de todo el descalabro. No quería buscar

culpables del estropicio que se había formado en mi vida y que

derrumbó todos los esquemas que fui confeccionando con esmero

durante décadas para sentirme seguro. No pedía mucho, sólo quería

salir de este maldito agujero en el que me había enterrado hasta el

tuétano y sobre todo quería hacerlo de inmediato. Ya no soportaba mi

existencia.

Matarme hubiese sido muy fácil, así al menos ellas hubiesen cobrado

el seguro de vida que me hice hace años y no me maldecirían para

siempre. Huir también era otra salida. ¿Pero a dónde?. Hoy te

encuentran te escondas donde te escondas. ¡Maldito Internet, maldito

mundo globalizado!.

Las posibilidades de escapatoria eran escasas o crueles, poco

ortodoxas quizás, por no decir que no eran justas para todos. Y eso sí,

yo soy un hombre de principios, sobre todo solidario y recto. Ya me lo

decía mi madre –Nicolás, así llegarás lejos–. No me gusta dañar por

dañar y mucho menos hacérselo a los seres que más he querido no

mucho tiempo atrás.

Existía otra posibilidad que barajé como la más factible, y fue la que

llevé a cabo. Reconquistar de nuevo mi vida, reconquistar a mi esposa,

a mi hija, mi trabajo, mis amigos, todo lo abandonado, era una batalla

brutal pero merecía la pena luchar con uñas y dientes. Y de pronto me

sentí un poderoso guerrero, como el Cid Campeador en su última

batalla, sí, muerto, pero a lomos de su caballo Babieca, blandiendo a

Page 28: Mis relatos. Nieves Lacasta

Nieves Lacasta

P

á

g

.

2

Pág

ina2

8

Tizona y expulsando a Ben Yusuf de su querida Valencia. Yo también

echaría fuera mi desidia.

Así que dejé el tabaco a cambio de unos caramelos de sabor a menta,

regalé flores, ofrecí mis mejores sonrisas, brindé por un sol radiante

cada día, prometí serenidad y abrigo, insinué canciones con final feliz,

invité a pasear por mi corazón que bombeaba jovialidad y alborozo,

corté ramilletes de esperanza y confianza, invité a los míos a travesías

de conversaciones serenas y entusiastas risas, proyecté castillos de

naipes que constantemente caían pero que reconstruíamos juntos,

ideé caminos secretos para alcanzar las estrellas, inventé un nuevo

lenguaje con el que comunicar alegrías, desterré soledades y silencios,

y descubrí que la vida merecía ser vivida en compañía y deseé no

perder ya nunca lo que había podido salvar del naufragio.

Page 29: Mis relatos. Nieves Lacasta

La sábana

P

á

g

.

2

Pág

ina2

9

LA SÁBANA

Habría jurado que lo vi apostado en la esquina del edificio frente a mi

casa, inmóvil, altivo, desafiante. Sentí miedo.

Habría jurado que disimulaba toqueteando su teléfono móvil. Intuía

que nuevamente me espiaba. Quise correr.

Habría jurado que en ese preciso instante pasó un avión y, además de

dejar una estela blanca en el cielo, bloqueó cualquier sonido audible

producido a mí alrededor. No pude chillar.

Habría jurado que el policía que prestaba sus servicios como escolta

para que Daniel no me matara, también lo había visto, pero encendió

un cigarrillo. El pánico de antaño volvió a mí.

Habría jurado que el cuchillo de cocina de 20 cm y mango de madera

con incrustaciones de nácar que portaba Daniel pegado a la pernera

del pantalón, resplandeció cegándome por completo. Era mi fin, lo

sabía.

Sí, reaccioné tarde. Era él. Disimulaba. Pasó un avión. Dejó una estela

blanca. Me cegó el refulgir del acero. Recordé las incrustaciones de

nácar en la empuñadura que llevaban sus iniciales grabadas. El policía

también debió cegarse. No lo culpo. Tiró el cigarrillo inmediatamente.

Yo caí a cámara lenta sobre el asfalto. Casi sin hacer ruido. Como

siempre he pasado por la vida. Y sentí miedo. Quise correr. No pude

chillar. El pánico de antaño volvió a mí. Era mi fin. Lo sabía. Y dejé este

mundo tumbada en un asqueroso pavimento envuelta en una sábana

blanca, tornándose poquito a poco de un tono rojo, pero en el más

sepulcral de los silencios.

Page 30: Mis relatos. Nieves Lacasta

P

á

g

.

3

Page 31: Mis relatos. Nieves Lacasta

Triángulo escaleno

P

á

g

.

3

Pág

ina3

1

TRIÁNGULO ESCALENO

Amaneció grisáceo y nebuloso el día en que Manuela regresaba a su

antigua casa. Era octubre y tenía miedo. Había cruzado el estrecho de

Gibraltar en un barco de la empresa Trasmediterránea hacía cincuenta

años. En esa ocasión iba acompañada de sus padres y de su única

hermana, partía de su ciudad natal, Ceuta, rumbo a Algeciras. No lo

hacía con agrado, detrás dejaba todo lo que había conocido hasta el

momento, amigos, familia, la única tierra que conocía. Se le clavó un

dolor profundo en el pecho. Su padre trabajaba en la Corporación de

Prácticos del Puerto de Ceuta, lo destinaban a Tarifa. Él nunca lo

hubiera solicitado voluntariamente, pero el traslado era forzoso, no

cabía un sí o un no, se iba a Tarifa o dejaba el trabajo para siempre, así

que cogió a su familia y todos tomaron un rumbo nuevo. Eran tiempos

de cambio, quizás con el ascenso las oportunidades de prosperar para

todos fueran mayores. Después de todo, el reto, quizás merecía el

intento.

Manuela tampoco hacía esta vez el camino de vuelta sola. Portaba una

pequeña maleta con un par de mudas y el traje de chaqueta negro que

se había comprado para la boda de su sobrino Mario, hacía ya cinco

años. Pensaba estar solamente tres días, los días que había pedido de

permiso en la empresa de limpieza donde trabajaba, y que, por las

circunstancias especiales, estaban obligados a concederle.

Se acomodó en uno de los sillones del barco, hundió su cuerpo en él,

cerró los ojos y recordó de nuevo el lugar en el que realmente había

sido feliz de niña, con su hermana mayor Costanza, a la que adoraba,

jugando por las calles del barrio ceutí, después de salir del colegio, con

un trozo de pan en una mano y algo de chocolate negro en la otra,

mientras correteaban las dos como locas camino del puerto para

recoger a su padre.

El buque comenzó a soltar amarras. Fuera los marineros sabían

perfectamente lo que tenían que hacer cada uno, nadie recibía

órdenes, todo estaba milimetrado y bien dispuesto. Manuela

temblaba, no de frío sino de pensar en lo que le esperaba una vez que

llegara a puerto.

Page 32: Mis relatos. Nieves Lacasta

Nieves Lacasta

P

á

g

.

3

Pág

ina3

2

Costanza no la acompañaba, se había quedado enterrada en el

cementerio de Sant Pere en Badalona. Manuela lloró al recordarla. Se

sentía sola, triste.

¡Seis años ya desde la muerte de su hermana!.

Llevaba en un pequeño trozo de papel arrugado, color violeta, algo

descolorido, una dirección apuntada, Calle Bentolia, número 16,

Ceuta. En el bolsillo portaba una llave que no sabía si encajaría en la

cerradura de la casa, que por un tiempo fue su primer hogar, y que le

dio su padre Manuel el día que cumplió los cuarenta años. Sabía que

ella era la más fuerte de toda la familia, por eso confió en Manuela.

Manuel viajaba con ella. No lo hacía sentado a su lado, sino en la

bodega del barco, yerto, en una caja de roble sin inscripción alguna ni

crucifijo que lo acompañase, así lo pidió en su lecho de muerte, nadie

de su familia era creyente, no existía ningún Dios que los acompañara.

Manuel sabía que ya nunca iba a regresar a Ceuta con vida, sabía que

sus días acabarían a 1.154 Km. de distancia de la ciudad que lo había

visto nacer y le hizo prometer a Manuela que lo enterraría junto a los

suyos, en su casa, en su verdadero hogar. ¿Pero realmente dónde

estaban los suyos?. ¿A quién se refería con los suyos?. ¡Qué locura!.

Por un momento Manuela pensó en la insensatez que estaba

haciendo. Repartía los restos de sus seres queridos por toda la

geografía española.

Su madre había muerto nada más llegar a la península, acarreaba una

enfermedad congénita que la tenía debilitada, y que por suerte ni su

hermana ni ella ni Mario habían heredado. Elena murió en Tarifa, allí la

dejaron, sola, con un ramo de flores secas en un jarrón de plástico y

una inscripción que decía: “Tu esposo e hijas te recordarán siempre”.

No era cierto. Manuela la había olvidado, ya no recordaba su cara,

tampoco recordaba sus gestos, ni su olor, ni su estatura, y lo peor de

todo es que ya no recordaba a qué sabían sus besos. ¡Maldita sea!.

Detrás murió Costanza. Lo hizo en Badalona, ciudad en la que se

instalaron tras el traslado nuevamente forzoso de Manuel, esta vez la

Corporación de Prácticos del Puerto necesitaba ampliar su sede en la

Ciudad Condal. Un infarto acabó en tres minutos con el corazón y la

vida de Costanza, nadie se dio cuenta, ni Mario, su hijo, que jugaba a

los pies del sillón en el que se había desplomado su madre, ni Manuel,

Page 33: Mis relatos. Nieves Lacasta

Triángulo escaleno

P

á

g

.

3

Pág

ina3

3

que dormitaba en la sala contigua, ni Manuela que fregaba los platos

de la cena. Se fue sin hacer ruido, discreta como siempre había sido,

viuda, pero con una sonrisa en su cara.

Ahora su padre Manuel también la abandonaba, se quedaba huérfana

sin remedio y sin quererlo. Mario la dejó también a los dos años de

casarse, había emigrado a Alemania, cansado de no encontrar un

trabajo digno con el que alimentar en condiciones a los gemelos y a su

esposa Elvira.

No era esta la vida que Manuela soñaba cuando correteaba camino

del puerto comiendo chocolate y persiguiendo a su hermana Costanza

para recoger a su padre a la salida del trabajo.

Ceuta se divisaba a lo lejos, quedaban escasos diez minutos para que

el barco atracara y ella saliera a buscar los restos de su padre. Lloró en

silencio. Su vida no había sido fácil, aunque éste, sin duda, era el

momento más amargo al que jamás se había enfrentado. Antes

contaba para todo con Costanza, las dos se apoyaban mutuamente y

cuando una flaqueaba la otra la animaba y juntas soslayaban el

problema. Irremediablemente en esta ocasión estaba sola y tenía que

afrontarlo.

Un coche fúnebre esperaba a la salida de la bodega del barco para

recoger su inerte carga. Manuela entregó toda la documentación a la

corte de policías que estaba esperándola para poder desembarcar el

cuerpo de su padre. El olor de su infancia volvió a ella y se sintió

mejor. Respiró hondo y barrió con su mirada el puerto. No reconocía

el lugar, había cambiado desde la última vez que lo había pisado, hacía

ya cincuenta largos años. Un nudo le aprisionó la boca del estómago.

Se sintió abatida, terriblemente abandonada. La de veces que habían

jugado Costanza y ella por ese embarcadero cuando eran pequeñas, la

de caras conocidas que les regañaban para que no se escondiesen tras

los fardos de mercancías que iban a ser embarcados en los buques

dirección a la península y otros lugares lejanos y, ahora, no reconocía

ni el lugar ni a ningún ser humano que por allí pisoteaba. Sólo veía

caras extrañas que no reparaban en ella, sólo en el ataúd de su padre.

Unos se santiguaban y pasaban corriendo, otros volteaban la cabeza

quizás para no recordar la escena, otros seguían trabajando sin

importarle que dentro de la caja fúnebre estuviese Manuel, puede que

un antiguo compañero suyo.

Una vez concluido el papeleo los restos mortales de Manuel se

dirigieron al cementerio municipal. Manuela seguía de cerca al coche

Page 34: Mis relatos. Nieves Lacasta

Nieves Lacasta

P

á

g

.

3

Pág

ina3

4

mortuorio sentada en la parte trasera de un taxi. El caos circulatorio,

el ruido, el ir y venir de los transeúntes, los puestos de ropa y verduras

callejeros, la gente cruzando la carretera sin respetar los pasos de

cebra y los semáforos, los niños que salían del colegio con sus pesadas

carteras, los turistas fotografiándolo todo, hizo que se relajase en el

asiento y se sintió otra vez en casa. Confió en el taxista y dejó que la

guiara hasta el campo santo, donde dejaría a Manuel para siempre, y

por un instante abandonó las riendas de su destino y su mente se

quedó en blanco, lo necesitaba.

El entierro fue rápido, ella contribuyó algo en ello. Tres personas

componían la escena. Manuela, el enterrador y un cura viejo y

decrépito que pronunció unas palabras sin emoción ninguna:

Yo soy la resurrección, y la vida, dice el Señor:

el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá;

y todo aquel que vive, y cree en mí no morirá eternamente.

Yo sé que mi Redentor vive, y al fin se levantará sobre el polvo:

y después de deshecho este mi cuerpo, aún he de ver a Dios:

al cual yo tengo de ver por mí, y mis ojos lo verán, y no otro.

Nada hemos traído a este mundo, y sin duda nada podremos sacar.

El SEÑOR dio, y el SEÑOR quitó;

bendito sea el Nombre del SEÑOR.

Una retahíla aprendida de carrerilla desde el seminario y, que parecía

que estaba deseoso de acabar cuanto antes, para que su ayudante

comenzara a esparcir el cemento, que tenía preparado al lado de los

ladrillos, y pudiera sellar el nicho de una vez por todas.

Manuela no sabía rezar, nadie le había enseñado. Así que no supo

acompañar al sacerdote cuando éste empezó a rezar el Padre Nuestro.

“Padre nuestro que estás en el cielo...”, no, su padre no estaba en el

cielo, su padre estaba dentro de un cajón de madera de roble, pulido y

abrillantado que se pudrirían irremediablemente los dos juntos con el

paso del tiempo. “...Hágase tu voluntad así en la tierra como en el

cielo...”, maldita voluntad la de dejarla desvalida y desamparada a ella

y, perdido y desorientado en una tierra en la que no había sido capaz

de echar raíces, porque siempre añoró lo que dejó atrás, a su pobre

padre. Ahora quizás podría volver a encontrarse con su pasado, sentir

la brisa del mar que tan bien conocía y confundirse en las aguas del

Estrecho de Gibraltar, ese estrecho que para él lo significó todo, la

Page 35: Mis relatos. Nieves Lacasta

Triángulo escaleno

P

á

g

.

3

Pág

ina3

5

puerta abierta al mundo, el paso de civilizaciones en busca de nuevas

conquistas, la separación de dos continentes, Europa y África. “... y no

nos dejes caer en la tentación...”, Manuela no soportó más la presión y

cayó fulminada al suelo, a los pies del enterrador, ante la mirada

atónita del capellán que no sabía si concluir la oración con un “Amén”

rápido, o desprenderse del crucifijo que llevaba en una mano y el misal

en la otra y ayudarla a que recobrase la verticalidad del cuerpo, pero,

sobre todo, la conciencia perdida.

Una vez recuperada y su padre bien dispuesto para la eternidad, se

alejó cabizbaja con el alma desparramada por el pavimento. Empezaba

otra batalla antes de regresar, no sabía si para siempre.

El taxi que la había llevado al cementerio la esperaba a la salida. Le

pasó al taxista el papel arrugado, color violeta, algo descolorido por los

años, que había permanecido en la mano derecha de Manuela durante

toda la homilía, bien apretado, asiéndose a él como a una tabla de

salvación, y que contenía las señas de su antigua casa. El vehículo

comenzó la marcha. No sabía si se encontraría la casa deshabitada o

por el contrario alguien le habría dado una patada a la puerta y se

habría instalado cómodamente. Su padre siempre se negó a vender la

casa, su ilusa intención era la de regresar. Una vez en el portal, miró

hacia arriba, del balcón colgaban unos cordeles con ropa tendida. Era

ropa de niño pequeño, camisetas, pantalones vaqueros, muchos

calcetines y una chilaba en miniatura azul cobalto. Suspiró

profundamente. Por un momento dudó en si subir las escaleras

corriendo y pedir explicaciones a esos seres anónimos que se habían

asentado en su casa paterna. Se metió la mano en el bolsillo, tocó la

llave que la había acompañado en el trayecto desde Badalona, la sacó

y la tiró al sumidero que había bajo sus pies. No merecía la pena.

Quizás alguien era feliz donde ella también lo había sido antaño, y

para qué truncar el bienestar ajeno, quién era ella para llegar después

de cincuenta años y pretender usurpar algo que ya no le pertenecía,

porque el tiempo y el uso se lo había cedido a otro.

Manuela decidió regresar. Tomó el primer barco en dirección a

Algeciras. Visitaría a su madre.

Cogió la pequeña libreta que llevaba en el bolso, en la que apuntaba

las cosas de casa que tenía que comprar y que no quería olvidar, sacó

el bolígrafo y comenzó a dibujar la geometría de su vida. Le salía un

“Triángulo escaleno”.

Page 36: Mis relatos. Nieves Lacasta

Nieves Lacasta

P

á

g

.

3

Pág

ina3

6

Ninguno de sus lados era igual. Pensó, mamá en Tarifa, Costanza en

Badalona, papá en Ceuta. Ninguno de sus muertos eran iguales. Y

dibujó tres puntos en el cuaderno, dispuestos según la ciencia de la

cartografía. El punto situado más abajo representaba a Ceuta, el que

colocó un poco más arriba y a la izquierda, era Tarifa, para concluir con

la última marca que dispuso arriba del todo de la hoja, en medio de los

dos anteriores. Cerró con líneas rectas los puntos como si fuera uno de

esos dibujos infantiles que consisten en unir los números

correlativamente para que te salga al final una figura divertida. Así

dispuso a sus muertos, en un triángulo, que le salía escaleno. Manuela

no se rió en absoluto.

Comprendió en ese preciso instante que su tarea a partir de ahora se

iba a centrar en recuperar esa parte perdida de su vida, sí, estaba

como nunca había estado, sin nadie que la acompañara, pero

restablecería al fin el camino, encontraría el equilibrio perdido, no iba

a hundirse.

Sabía que en todas las religiones el triángulo era importante. Ella no

tenía ninguna creencia pero había leído bastante. Para los cristianos,

Dios es uno en tres personas: es el Padre, es el Hijo y es el Espíritu

Santo; para los budistas, es la Triple Joya o Triratna: Budha, Dharma y

Sangha; en el hinduismo, la trinidad la expresan con: Brahma, Vishnu y

Shiva; y para el Egipto ancestral, el triángulo divino está formado por

Isis, por Osiris y por Orus. Y habría seguramente alguna más, pero ya

no la recordaba.

Su triángulo lo formaban Elena, Manuel y Costanza. Serían sus dioses,

sus divinidades a venerar, la energía que la movería todas las mañanas

al despuntar el día, el último recuerdo en su lecho vacío al acostarse,

su memoria viva y presente, para que sus almas y su recuerdo

pudieran perdurar, inalterablemente, hasta la eternidad.

Page 37: Mis relatos. Nieves Lacasta

Volveré a buscarte, te lo prometo

P

á

g

.

3

Pág

ina3

7

VOLVERÉ A BUSCARTE, TE LO PROMETO

A la tercera señal de llamada ella descolgó el teléfono, no dio tiempo a

mucho, sólo una frase y la desolación se marcó en su rostro, pero

estaba sola y nadie podía atestiguar que aquello era cierto.

No, no dio tiempo a mucho, una frase corta, compuesta tan sólo de

tres palabras, las necesarias para que al corazón de Julia le diera un

vuelco de 180 grados y estuviera a punto de producirle un infarto de

miocardio.

Sólo una frase corta para saber que ya no podía haber reconciliación y

muchos menos una despedida. Tal vez nunca la hubiese habido, pero

ya era demasiado tarde para tales tesituras.

Esperaba esa llamada hacía días, se había preparado para ello, pero no

por eso dejaba de ser dolorosa. No por eso quería tener que oírla, no

por eso sabía que no cabía otra expresión que poner que la de

angustia o desconsuelo o pena, quizás tristeza, desolación, congoja,

puede que algo de alivio en el fondo, o una mezcla de todo, en el

fondo ella no era rencorosa, o únicamente la del deseo de ser ella

misma la destinataria de la palabra muerte, la que le deseó su madre

el día que dejó el pueblo, sola, perdida, y con un dolor difícil de quitar

con ningún analgésico, agarrado en lo más profundo de su pecho.

Mamá ha muerto.

El auricular cayó al suelo, Julia se desplomó tras él. Su hermana al otro

lado del hilo telefónico gritó su nombre varias veces ante el ruido

ensordecedor que acababa de oír. No obtuvo respuesta a su llamada.

Julia, por Dios. ¿Qué te pasa?. Repitió una y mil veces ante su

interlocutora ausente.

Dos interminables minutos después, el débil timbre de voz que Julia

pudo exhalar, resonó de nuevo.

¿Cuándo ha sido?. Preguntó.

Acaba de ocurrir. Te he llamado la primera.

Page 38: Mis relatos. Nieves Lacasta

Nieves Lacasta

P

á

g

.

3

Pág

ina3

8

Voy ahora mismo, tardo tres horas más o menos. No hagas nada

hasta entonces, prométemelo, quiero verla antes de que la toque

nadie.

De acuerdo, –dijo Eva– no tardes. Y un largo pitido le hizo colgar el

receptor inalámbrico sin pronunciar una palabra más.

Los recuerdos se agolparon de pronto en la mente de Julia. Su olor, su

ausencia de risa, su carácter tosco, sus últimas palabras, que no sabía

entonces que serían las últimas palabras que oiría pronunciar a su

madre, volvieron a su cabeza como el invierno vuelve detrás del otoño

año tras año. –"Ojalá te mueras" –.

Julia se fue a la habitación, se sentó en el filo de la cama todavía

deshecha de la noche anterior, cerró los ojos y las lágrimas empezaron

a derramarse como hileras de orugas en procesión por sus pálidas

mejillas. No sabía verdaderamente por qué y por quién lloraba. Si por

ella, por su madre, por Eva, por todo o por nada. Estaba hundida, sabía

que le costaría trabajo conducir las tres horas que la separaban desde

Barcelona hasta su ciudad natal, Berdún. No tenía fuerzas y lo peor es

que no sabía dónde buscarlas.

Se subió a una silla para coger la maleta del altillo del armario, donde

estaba bien cobijada. Abrió todos los cajones de la cómoda

compulsivamente. Más que parecer que se disponía a hacer el

equipaje parecía ser una ladrona buscando enseres de valor,

escondidos concienzudamente por la inquilina desalmada que

habitaba aquel inmueble. Intentó serenarse, pero se desplomó

nuevamente, esta vez sobre la silla que le había servido minutos antes

de escalera para coger la Samsonite S'Cure, la que se había comprado

por Internet, hacía tan solo dos meses. Era una maleta moderna,

irrompible según el anuncio del vendedor, con cuatro ruedas, de color

rojo, fácil y cómoda de transportar. Una maleta muy distinta a la que

trajo de Berdún cuando decidió empezar de cero, en otro lugar

distinto, sin semejanza alguna al lugar que la había visto crecer. Una

ciudad grande, donde poder pasar desapercibida, donde nadie supiera

de su existencia, y lo más importante, donde no se sintiera juzgada por

sus acciones. Se lo pensó mucho antes de huir, pero dio el gran salto.

Sabía que estaba huyendo, sabía que era cobarde, pero era mejor para

todos. No se consideraba una mujer de pueblo, no estaba chapada a la

antigua, no era sumisa, no se sentía atada a ningún lugar, y menos a

ese, ya había vivido en una gran ciudad, lo hizo durante los tres años

Page 39: Mis relatos. Nieves Lacasta

Volveré a buscarte, te lo prometo

P

á

g

.

3

Pág

ina3

9

de carrera universitaria, los tres años en los que vivió en Pamplona,

feliz, cuando estudió periodismo y conoció a Juan.

Su madre nunca lo entendió. Julia intentó explicárselo una y mil veces,

pero ella sí que era una mujer de pueblo y no iba a bajarse del burro

en el que se había subido y mucho menos tolerar una acción

semejante.

Volver embarazada, soltera, sin un padre para el hijo que esperaba era

lo último que una madre había pensado que haría su hija mayor. ¡Así

le pagaba tantos años de sacrificio! Mucho menos pensar que iba a

darle los ahorros de toda una vida para que se deshiciera de ese

“engendro del diablo”, como si no hubiese pasado nada.

Pero Julia no pensaba tener ese hijo, lo tenía bien claro y el parecer de

su madre no iba a cambiar un ápice la decisión tomada, pensara lo que

pensara su madre, lo tenía bien decidido, era su cuerpo, su vida, su

futuro.

Se dijeron cosas horribles. Bueno, Julia sólo al principio, después no

dijo nada más, su boca permaneció cerrada, su mirada fija en el rostro

de su madre, altiva, sin demostrarle miedo, pero sin entender ninguna

de las maldades que salían de su boca espumosa. Ella nunca entendió

que las palabras se volvieran cada vez más crueles, en cada palabra

dicha soltaba un poco más de la amargura y de la hiel que llevaba

dentro. Nunca fue feliz y lo demostraba a diario. Para Julia fue un

respiro salir tres años de aquella casa, siempre a oscuras como el

corazón de su madre. Una mujer áspera como la piel del melocotón,

como la lengua de un gato.

Eva, espectadora en el anonimato, lloraba acurrucada en un rincón de

la cocina, lo hacía en silencio. Había elegido un pequeño hueco para

esconderse entre la despensa y el fregadero, aguantaba entre las

manos un trozo de pan que había sisado minutos antes, y que

estrujándolo con sus pequeños dedos lo hizo añicos, igual que el

cariño que le profesaba a su madre.

Desde allí sólo podía ver media escena, las piernas de Julia y las de su

madre, quietas, inmóviles, sin acción ni reacción ninguna, era lo poco

que podía vislumbraba por debajo de la mesa maciza de roble de la

cocina, pero las palabras le llegaban completas, como balas que salían

de una ametralladora M249 SAW de calibre 5,56 mm, y no había lugar

seguro para esconderse. Nadie la vio, nadie sabía que ella, una niña

pequeña e indefensa de tan sólo cinco años, fantaseaba escondida

Page 40: Mis relatos. Nieves Lacasta

Nieves Lacasta

P

á

g

.

4

Pág

ina4

0

otra escena distinta, les dio movimiento a los pies que estaban a

metro y medio de ella y los comenzó a girar, primero bailaron un vals,

después un bolero, para terminar con el mejor tango ejecutado jamás.

Las palabras dichas se tornaron en bellas canciones, hasta que no

pudo aguantar más y soltó el chillido más desgarrador de su vida.

¡Bastaaaaaaaaa!

Salió de la cocina, por la puerta que daba al patio trasero, corrió

sendero abajo hasta el río. Sólo Julia fue tras ella a buscarla. La

encontró arañada, entre las zarzas, sangraba, pero esas heridas no le

dolían. Ya no lloraba, había entendido que las lágrimas no iban a

sacarla del laberinto en el que vivía. Eva supo, sin que nadie le dijera

nada, que a partir de entonces se quedaría sola, viviendo bajo el

mismo techo, compartiendo mesa y mantel con la cruel verdugo que la

separaba de la única persona que verdaderamente la hacía reír.

¿Te vas, verdad?

Volveré a buscarte, te lo prometo. Julia mintió, sabiendo que esa

promesa nunca podría cumplirla.

Juan fue su auténtica tabla de salvación por un tiempo. Con él pasó los

tres años mejores de su vida. Vivieron como si no hubiese un mañana.

Y efectivamente, ese mañana no estaba escrito ni pensaba escribirse,

porque cuando Juan supo de la futura existencia de un ser que llevaría

sus genes, desapareció de su lado dejándola sola al pie del precipicio.

Lo siento, yo no estoy preparado para esto, –le dijo–. La besó en la

mejilla, se dio media vuelta y se fue.

Así de simple, así de sencillo. Julia volvía a estar sola. Se sentía

traicionada, las palabras dichas, la promesa de estar siempre juntos se

habían borrado como por arte de magia, igual que un día se le borró

sin querer el rostro de su padre muerto, al que verdaderamente

quería, al que su hermana no conoció y su madre nunca quiso, y

siempre le echaba en cara cuando iba a visitar su tumba el haberla

dejado desamparada con una mocosa de nueve años y otra enredada

en su vientre a punto de nacer.

Según Julia su madre pagó en vida la maldad que hacía que todo lo

que la rodease acabara igual de muerto que ella. Su lenta y dolorosa

agonía la dejó postrada en la cama de un hospital durante un año,

repleta de cables, sueros y tubos que la mantenían pegada a la vida sin

oír sus súplicas de poder abandonar este mundo cuanto antes. Luego

Page 41: Mis relatos. Nieves Lacasta

Volveré a buscarte, te lo prometo

P

á

g

.

4

Pág

ina4

1

los médicos la desahuciaron, la mandaron a casa y allí ha permanecido

otro año más, agónica, consumida, con la sola presencia de Eva, una

niña pequeña, de tan sólo dieciséis años, dulce, cariñosa, afable, que

se prometió un día permanecer a su lado hasta poder ver con sus

propios ojos cómo era enterrada. Ya casi está a punto de conseguirlo.

Su madre nunca la dejó visitar a su hermana, el único contacto que

pudo tener con ella fue a través de Internet. ¡Bendito Internet! Las

hermanas se conectaban en secreto, cuando la madre dormía o salía

de casa, hablaban de todo lo que harían cuando estuvieran juntas,

maldecían su situación y sobre todo soñaban con que pronto podrían

reunirse.

Ya quedaba menos.

Julia abrió el coche que tenía aparcado en la segunda planta del garaje

de su edificio, metió la llave en el contacto, puso la primera marcha,

pisó a fondo el embrague, lo fue soltando poco a poco, mientras

apretaba a su vez el acelerador, el corazón también se le aceleró en

exceso, suspiró profundamente, se aferró con fuerza al volante y

mientras el coche comenzaba a ascender por la rampa del garaje,

recordó las palabras que Eva y ella se dijeron el día de su despedida

hacía ya once años.

¿Te vas, verdad? –Dijo Eva–

Volveré a buscarte, te lo prometo. –Le contestó Julia–

Julia mintió aquel día, sabiendo que mientras su madre estuviera viva

esa promesa nunca podría cumplirla, pero tal vez ahora comenzaba

una vida plena para las dos.

Page 42: Mis relatos. Nieves Lacasta

P

á

g

.

4

Page 43: Mis relatos. Nieves Lacasta

7:38 am

P

á

g

.

4

Pág

ina4

3

7:38 AM

A la tercera señal de llamada ella descolgó el teléfono, llegó

atropelladamente hasta el aparato porque tropezó con una caja y

estuvo a punto de caerse de bruces al suelo. Al otro lado del hilo

telefónico la voz de un hombre le sonó familiar pero no pudo

reconocerlo enseguida.

¿Manuela?

Sí, al aparato. ¿Quién eres? –Preguntó ella, sin mostrar mucha alegría–

La voz familiar, pero aún desconocida, la sacó de la abstracción en la

que se encontraba. Eran las 7:40 de la mañana. Se estaba vistiendo. La

noche anterior había estado metiendo todos los enseres de David en

cajas que le habían dado en la droguería de debajo de su casa. Eran

cajas de productos con nombres de perfumes, unos le resultaban

agradables, en cambio otros casi la hacían perder la conciencia, hasta

que su pituitaria se mareó y dejó de percibir cualquier olor. Habían

pasado diez años, hasta entonces no pudo hacerlo. Pensaba, algunas

veces hasta en voz alta, por qué no decidió ir aquella tarde del

miércoles 10 de marzo de 2004, a pescar con David y su amigo Pedro.

A David le gustaba pescar y aunque a ella al principio le parecía de lo

más aburrido, al final se aficionó también.

Soy Pedro. ¿Quieres que os recoja?

Perdona, no te he conocido, tenía la cabeza en otro lado. No, no hace

falta.

Las largas tardes que pasaban David y ella juntos en el río Ucero,

callados para no espantar a las truchas, todavía las añoraba. Se

apostaban cada uno al lado del otro a escasos cuatro metros de

distancia, para no enredar el sedal. No hablaban, sólo se dirigían

miradas cómplices y, de vez en cuando, alguna señal con el dedo en

dirección al agua, siempre por parte de David, para indicar el

movimiento de los peces que los rodeaban.

A Manuela algunas veces le hubiera gustado conversar de cualquier

cosa, alguna banalidad ocurrida durante la semana, del almuerzo que

había preparado a las 6 de la mañana para estar en el río pescando a

las 7:30, del hijo que nunca llegaba, de cuándo se decidirían por fin a ir

Page 44: Mis relatos. Nieves Lacasta

Nieves Lacasta

P

á

g

.

4

Pág

ina4

4

al Registro para inscribirse como pareja de hecho o de la monotonía

que se había instalado en sus vidas y no pensaba abandonarlos.

Vale, pues entonces nos vemos allí. –Dijo Pedro–

Bien, te llamo cuando estemos cerca. –Y colgó el auricular–

David tenía una pequeña casa heredada de sus padres difuntos, en El

Burgo de Osma, en Soria. Al estar tan cerca de Madrid todos los fines

de semana cogían algo de ropa, la comida que quedaba en el

frigorífico, las botas de montaña y se iban a la salida del trabajo el

viernes por la tarde. Los aperos de pesca los guardaban en el pueblo.

David tenía una colección magnífica de cañas de pescar, también

herencia de su padre muerto. Las había de todas clases, telescópicas,

de varas, de tramos, para Manuela cualquiera servía, sin importarle el

estado en que se encontrara. Manuela sabía que aunque usara la

mejor del muestrario expuesto en la pared del garaje, David le

recriminaría la elección y la amonestaría con su discurso preparado.

“Manuela, fíjate, el anzuelo debe estar correctamente atado por el

nylon, que a su vez debe estar correctamente atado en el rotor, el

nailon no tiene que presentar melladuras ni daño alguno, y la carnada

debe ser fresca y debe estar bien presentada en el anzuelo, atada con

hilo elástico si es el caso, de tal manera que el anzuelo casi no sea

visible, pero a la vez, que sea eficaz su posición para cuando

encañemos logremos enganchar el pez”.

A Manuela todo aquello le importaba “una mierda”, dicho sea rápido y

sin rodeos. Ella iba a pescar por no quedarse sola en la casa, por estar

en medio de la naturaleza y poder oler el río, los árboles, las flores,

para que le diera el aire en la cara, por salir del caos, el tráfico y la

polución, y sobre todo por estar con David aunque fuera a cuatro

metros del él y sin mencionar palabra alguna.

David era un tipo simple. No pedía mucho. Le bastaba con su trabajo

de camarero mal pagado, su Citroën 2CV, azul cobalto, descapotable;

un piso alquilado en la calle Olivar, en Lavapiés y disponer de los fines

de semana completos para tener la posibilidad de irse a desconectar

del bullicio de la gran ciudad. Quizás por eso Manuela estaba con él, a

ella tampoco le gustaba la gran ciudad y eso que se trasladó a Madrid

antes que él, cuando era pequeña y sus padres decidieron comenzar

una nueva vida en un lugar con más oportunidades.

Manuela trabajaba se secretaria en una agencia de seguros en el

barrio de La Latina. Hace diez años hacía el trayecto en metro. Cogía la

Page 45: Mis relatos. Nieves Lacasta

7:38 am

P

á

g

.

4

Pág

ina4

5

Línea 3, hasta Embajadores donde se bajaba y transbordaba con la

Línea 5 que la llevaba a su destino, La Latina. El trayecto completo no

eran más de 15 minutos, los suficientes como para leer el periódico

gratuito que cogía a la entrada del suburbano. Ahora hacía el recorrido

en autobús, tardaba un poco más, pero no le importaba. Manuela no

ganaba mucho, lo suficiente como para pagar a medias el piso con

David, comprarse alguna ropa y salir de cuando en cuando a tomarse

una copa. Nada de caprichos caros, nada de comidas fuera, pero aún

así podía ahorrar un poco. ¡Menos mal! Porque ahora tenía que tirar

de las reservas que había ido acumulando.

David nunca cogía el metro. Tenía la suerte de trabajar al lado de casa,

en la calle de la Primavera, bonito nombre para una calle. Trabajaba

de lunes a viernes, sirviendo comidas en un pequeño local. Tenía un

buen horario, de once de la mañana a cinco de la tarde, pero aquél

miércoles 10 de marzo tenía el día libre y se fue a pescar con Pedro.

Manuela no quiso ir.

Podría haber pedido el día libre en el trabajo e irse con ellos, pero para

Manuela el amigo de David no era santo de su devoción. (Hoy en día

ya no culpa a Pedro de nada).

Por eso Manuela se quedó sola en casa.

David no quiso coger el coche aquel día. Se fueron en el coche de

Pedro.

Si hubiera ido Manuela con él, David, Manuela y Pedro se habrían ido

en el Citroën azul cobalto, descapotable. (Hoy se cae a pedazos en un

garaje, Manuela no conduce).

Por eso David se fue enfadado aquél día, porque Manuela no quiso

acompañarlos.

David se fue en el tren de cercanías a casa de Pedro. (Pedro vive en

Alcalá de Henares).

David después de ir a pescar volvió con Pedro a su casa y pasó la

noche con él.

El 11 de marzo de 2004 David se levantó muy temprano. (Más

temprano que ningún día. Le molestaba madrugar).

Cogió un tren a las 7:01. (No podía perderlo, a las once comenzaba su

turno y antes tenía que ducharse).

Page 46: Mis relatos. Nieves Lacasta

Nieves Lacasta

P

á

g

.

4

Pág

ina4

6

A las 7:05, Manuela se despertó para ir a trabajar. Tocó con la mano

aún dormida el lado derecho de su cama, la encontró vacía.

A las 7:15, Manuela no tenía prisa por levantarse, aún le faltaban dos

horas para tener que fichar, así que se dio otra vuelta.

A las 7:29, Manuela siguió amodorrada en la cama, rumiando la idea

de dejar a David, pensando que ya no merecía la pena intentar salvar

la relación.

A las 7:30, le sonó el teléfono móvil. Era David, le dijo que llegaría en

media hora más o menos.

La conversación duró cinco minutos.

A las 7:31, David le pidió perdón por haberse ido de esa manera, pero

a veces Manuela lo exasperaba.

A las 7:32, David le dijo que realmente con quien le gustaba ir a pescar

era con ella.

A las 7:33, David le susurró muy bajito que la quería, le daba

vergüenza que lo oyeran el resto de pasajeros que iban en el tren, por

eso lo dijo tan bajo.

A las 7:34, David le dijo muy seguro que quería tener un hijo con ella.

A las 7:35, Manuela después de colgar el teléfono móvil muy muy

contenta, se fue al baño y se regaló una gran sonrisa delante del

espejo.

A las 7:36, Manuela se recriminó a sí misma, delante del mismo espejo

al que le había regalado la sonrisa un minuto antes, por haber tenido

el pensamiento de abandonar a David.

A las 7:37, David iba sentado dentro del convoy número 5, del tren

21431, donde en tan sólo un minuto harían explosión tres bombas. El

tren estaba situado en la vía 2, dentro de la estación de tren de

Atocha, muy cerca ya de Manuela.

A las 7:38 del jueves 11 de marzo de 2004, estalló la primera bomba

de las tres que hicieron explosión dentro del tren 21431, situado en la

vía 2, de la estación de Atocha. David murió en el acto.

A las 7:39, una de las 191 personas que perdieron la vida en los

atentados del ya conocido 11M, fue David, pero Manuela, aunque a

esa hora no lo sabía, también murió un poco por dentro.

Page 47: Mis relatos. Nieves Lacasta

7:38 am

P

á

g

.

4

Pág

ina4

7

A las 7:40 del mismo día, pero de diez años después, Manuela se

estará vistiendo para ir por primera vez a la estación de trenes de

Atocha. Hasta entonces ha sido incapaz de hacerlo. Sonará el teléfono,

será Pedro por si quiere que vaya a su casa y poder ir juntos. Manuela

no reconocerá su voz de inmediato.

A las 7:39 del mismo día, pero de diez años después, Manuela pensará

que no puede seguir fingiendo que la vida es igual, porque

desgraciadamente la vida ya no es igual por mucho que intente

recomponer el recuerdo de David.

A las 7:38 del mismo día, pero de diez años después, a la misma hora

en la que murió David, Manuela despertará a su hijo de 9 años para

que la acompañe a la estación de trenes de Atocha, todos los años

celebran un homenaje en honor a las víctimas. Ese hijo que también se

llama David y que no conoció a su padre, irá con ella. Por fin llorarán

acompañados al padre que nunca supo que aquel jueves 11 de marzo

de 2004, a las 7:38 de la mañana, ya se estaba gestando su hijo dentro

del vientre de Manuela.

Page 48: Mis relatos. Nieves Lacasta
Page 49: Mis relatos. Nieves Lacasta

Gélido sepulcro

P

á

g

.

4

Pág

ina4

9

GÉLIDO SEPULCRO

El río, la luz, el sol, cosas maravillosas que ya no me consuelan.

Tú has muerto y soporto contigo la ausencia de vida.

Desapareces, sin importarte que sea yo sólo el que sostenga el terrible

peso de los recuerdos que fuimos acopiando, igual que hacen las

ardillas con los alimentos para pasar acurrucadas el frío invierno.

Que sea yo el único portador de los sueños planeados, ya irrealizables.

Que cargue a mi espalda con la promesa de amor eterno, a estas horas

incumplida.

Que le trampee a mis días el regusto amargo de vacío que tu huida

provoca, camuflando el sabor por dúctil refugio de estrellas.

Que guarde un pavoroso silencio cuando le imploro a mi mente que

me traiga tu rostro alegre y contento y sólo me devuelva la mortífera

imagen del sueño eterno.

Me guareceré del hostil contratiempo que el destino me ha enviado.

Fantasearé con nuestro encuentro, con caricias generosas y ternura

pródiga.

Te llevaré flores el día de los difuntos y agonizaré un poco más, si

cabe, cuando vea el retrato bello y perfecto, que decora el gélido

sepulcro de mármol en el que habitas.

Page 50: Mis relatos. Nieves Lacasta

P

á

g

.

5

Page 51: Mis relatos. Nieves Lacasta

P

á

g

.

Pág

ina5

1

Sonó el teléfono móvil, lo cogió por inercia, sin mirar quién podría ser,

una voz familiar dijo su nombre e inmediatamente el aparato cayó al

suelo, un transeúnte que pasaba lo pisó, otro se quedó mirando con

cara de asombro, pero no dijo nada, y si lo dijo no pudo oírse, pues se

llevó la mano a la boca en señal de profundo dolor, Raúl, no el nombre

que acababa de sonar al otro lado del hilo telefónico, sino la persona

en sí, la dueña del nombre, la dueña del teléfono, la persona

destinataria de aquella llamada, no pudo contener las lágrimas al ver

la máquina hecha mil pedazos desparramada por el adoquinado (ya

sabemos cómo es capaz de esparcirse un cristal que ha perdido su

condición de compacta, que sí, que sigue siendo un sólido pero en

fragmentos mucho más pequeños que ya no sirven para nada), eso no

podía pasarle a él, pero sí, era su teléfono el que había caído de su

mano cual catarata que es difícil de atrapar y yacía, fragmentado,

reventado, imposible de volver a ser recompuesto, igual que le pasaría

a su arteria aorta un minutos después, aunque Raúl todavía no lo

sabía.

Page 52: Mis relatos. Nieves Lacasta
Page 53: Mis relatos. Nieves Lacasta

Come

P

á

g

.

5

Pág

ina5

3

COME

- Come, -dijo su madre-

- No, que huele mal -respondió Daniel-

- Tu hermano está comiendo y a él no le huele mal.

- Mi hermano es idiota y él también huele mal.

- No me enfades y come.

Daniel no comió, se limitó a meterse las dos salchichas, una en cada

orificio nasal, para que desapareciera de una vez por todas ese maldito

olor que lo tenía mareado, taponando así la entrada del efluvio

pestilente que recibía del plato. Bizqueó y miró a su hermano Germán.

Éste no se rió. Daniel pudo comprobar que tenía razón, ya no olía mal,

su hermano era idiota y además Germán olía peor que la comida

minutos antes, aunque a esas alturas ya no podía confirmarlo.

Page 54: Mis relatos. Nieves Lacasta
Page 55: Mis relatos. Nieves Lacasta

Toldo

P

á

g

.

5

Pág

ina5

5

TOLDO

Toldo camina alegre, no le importa que los niños se metan con él o lo

persigan por la calle. Camina seguro, sabe que aunque el día se presta

al llanto, es día de difuntos, su misión es llegar al cementerio antes de

que lo haga Elvira, porque seguro que de un grito seco lo mandará de

nuevo a casa.

Elvira llegará provista de cubos, trapos, limpia cristales y un gran ramo

de narcisos níveos como la leche, tan grande que perfumará las

tumbas colindantes y algún que otro forastero la criticará por el

exceso de efluvios. Se afanará en dejar la sepultura de su difunto

esposo tan limpia como tiene la casa. Después llorará y al final lo

maldecirá por haberla dejado sola.

Toldo no entiende que Elvira sea tan egoísta y crea que es ella,

únicamente, la que ha sido abandonada.

Después de todo Elvira solo se acuerda de su extinto esposo el día de

los difuntos.

Toldo lo visita a diario. Sabe que su amigo lo agradece. Él le lleva lo

poco o mucho que se encuentra a su paso. Quizás una hoja de acacia,

un pañuelo usado o un vaso roto. Toldo comprende que el finado no

puede decirle a Elvira que él también tiene derecho a agasajarlo.

Elvira dice que es raro. Que nunca ha visto una cosa semejante. Que

sólo a ella le pasan estas desgracias, tener un esposo muerto y a

Toldo, un gato loco.

Page 56: Mis relatos. Nieves Lacasta

P

á

g

.

5

Page 57: Mis relatos. Nieves Lacasta

La lata metálica de galletas

P

á

g

.

5

Pág

ina5

7

LA LATA METÁLICA DE GALLETAS

La niña que me miraba desde la fotografía con cara sonriente y gesto

afable, era yo.

Habían pasado 58 años desde que me hice ese retrato y creo que a lo

largo de mi vida no me he hecho muchos más, bueno los

reglamentariamente obligatorios para ir renovando los documentos

oficiales.

Dicen que todos llevamos el niño que fuimos dentro, que lo

acarreamos para el resto de nuestros días y que tenemos que estar en

paz con él para poder crecer a gusto.

Yo creo que mi niña se había ido hacía tiempo, quizás me abandonó o

la perdí por el camino sin darme cuenta o se desvaneció porque ya no

quería estar conmigo o puede que cuando emigré no quiso

acompañarme porque el destino tenía para ella reservada una vida

venturosa.

No he sido feliz lo confieso. Fui hija única. No me casé. No tuve hijos.

Cuidé a mis padres hasta el día de su muerte y yo también transité

hacia el mundo de los muertos un poquito junto a ellos.

He portado un peso demasiado molesto y fastidioso, hoy me duelen

los huesos y hasta el alma.

Ahora, haciendo balance, postrada en la misma cama que vio morir a

mis padres, con la única compañía de mi gato enfermo y un puñado de

fotografías que acabo de sacar de la lata metálica de galletas,

comprendo que esa niña me abandonara. He de reconocer que me ha

hecho ilusión volver a verla y, por un momento, las dos hemos estado

frente a frente sonriéndonos. Ahora lloro y la maldigo y rompo su foto

en mil pedazos, por rabia, por dejarme sola, por despecho, por miedo

a que algún día alguien la encuentre entre la basura y quiera crearle

una historia feliz, en la que yo, no participe.

Page 58: Mis relatos. Nieves Lacasta

P

á

g

.

Page 59: Mis relatos. Nieves Lacasta

Aripiprazol

P

á

g

.

5

Pág

ina5

9

ARIPIPRAZOL

¡Callar! – dijo Euterio, en voz alta –

No había nadie más en la estancia y enseguida comenzó a doblar la

servilleta que tenía en la mano haciéndole mil pliegues.

¡Callar! – Repitió –

Sus ojos se abrieron como paraguas bajo la lluvia y acto seguido

depositó el trapo arrugado encima de la mesa. Lo puso al lado del

frasco de pastillas “Aripiprazol”, recetadas para aliviar el grave

trastorno delirante que sufría.

Se levantó de la silla en la que estaba arrellanado y dio un par de

vueltas alrededor del tablero, nervioso, mirando fijo a los dos objetos,

esta vez mudo por completo, pero las voces no cesaban. Se sujetó la

cabeza con fuerza y gritó:

¡Callad de una vez!

Miles de alaridos le golpeaban la mente. No lo dejaban pensar con

facilidad. Corrió a la cocina y cogió un cuchillo para defenderse.

¡Callar! – Lo dijo alto y claro, frente al espejo, blandiendo el acero

frente a su rostro –

La mano de su madre apareció de la nada, con cautela tomó la hoja

afilada y un reguero de sangre cayó al suelo.

¡Calla, Euterio, ya estoy aquí! Tomó el bote de píldoras, le ofreció

una y desdobló la servilleta para taponar su herida.

Page 60: Mis relatos. Nieves Lacasta

P

á

g

.

6

Page 61: Mis relatos. Nieves Lacasta

Una guerra cualquiera

P

á

g

.

Pág

ina6

1

UNA GUERRA CUALQUIERA

Abrió la ventana para ver el mundo desde arriba. Encontró el paisaje

desolado, la batalla se libraba ante su puerta.

Venció el miedo, dejó el cristal abierto y una ráfaga de metralla campó

a sus anchas por el salón.

Destapó sus oídos para percibir risas infantiles, clavó los ojos en las

copas de los árboles lejanos por si encontraba alegrías ajenas, nada

halló. Pensó, elevamos sueños, izamos banderas, guardamos silencio

para que la brisa matutina no despierte la mala bestia que llevamos

dentro, pero aún así seguían cayendo condenados proyectiles de

incomprensibles guerras.

Page 62: Mis relatos. Nieves Lacasta
Page 63: Mis relatos. Nieves Lacasta

Matilde y su cantar

P

á

g

.

Pág

ina6

3

MATILDE Y SU CANTAR

Matilde había notado que esa profesora tenía predilección por ella.

Sabía que le exigía más que a sus demás compañeros y compañeras de

clase. A veces se sentía algo saturada de trabajo, pero a sus dieciséis

años entendió que el mundo no iba a darle muchas más

oportunidades.

Sacó ese curso con las mejores calificaciones, también lo hizo en los

siguientes hasta terminar la universidad. Se graduó la primera de la

clase. Ahora se enfrentaba al mundo laboral. No tenía miedo, aunque

sabía que aquello ya era otro cantar, pero llegados a ese punto, había

que luchar hasta el final.

Page 64: Mis relatos. Nieves Lacasta
Page 65: Mis relatos. Nieves Lacasta

Chanel nº 5

P

á

g

.

Pág

ina6

5

CHANEL Nº 5

Tenía la certeza de que aquella mañana mi vida cambiaría. Destapé el

frasco de “Chanel nº 5” que había comprado dos semanas atrás, las

mismas que habían transcurrido desde que Fran me abandonó. Era

San Valentín y no tenía a nadie con quién festejar el día, así que unas

gotas de esa esencia no pasarían desapercibidas para ningún mortal.

Rocié con dos dedos un poco de líquido tras los lóbulos de mis orejas,

lo mismo en el envés de mis muñecas y partí a la calle esperando

encontrar algo de fortaleza, para que me diera las fuerzas suficientes

de seguir transitando por el mundo de los vivos.

Nadie se volvió a mirarme. Nadie me regaló una sonrisa. Ni tan

siquiera una promesa de afecto. Entonces recordé que la colonia que

había adquirido era una burda imitación, tan falsa como las ilusiones,

la esperanza, de abrazar otro amor. Lloré en silencio.

Page 66: Mis relatos. Nieves Lacasta
Page 67: Mis relatos. Nieves Lacasta

Mentiras

P

á

g

.

Pág

ina6

7

MENTIRAS

Se lo dije con flores. Surtió efecto o eso me pareció a mí al principio.

No, no era así. Unas flores pueden resultar conmovedoras para la

persona que las recibe porque quizás los efluvios que emanan te

atontan de tal manera que eres incapaz de poner otra cara que no sea

la de un perfecto idiota. Eso hizo ella, eso me sucedió a mí. Corrí hacia

ella con mi ramo de margaritas en la mano, lo deposité en las suyas,

sonrió, apretó el ramillete contra su pecho y acto seguido soltó una

ráfaga de improperios que ahora no puedo reproducir por miedo a

que penséis que cómo pude aguantar semejante vapuleo sin decir una

palabra. Y es que ella lo había dicho todo, y es que yo sabía que tenía

razón, y es que ella estaba cansada de mis mentiras, y es que yo sabía

que había dejado de quererla.

Page 68: Mis relatos. Nieves Lacasta
Page 69: Mis relatos. Nieves Lacasta

Fuera se oían gritos

P

á

g

.

Pág

ina6

9

FUERA SE OÍAN GRITOS

El ascensor se paró en seco entre las plantas dieciséis y diecisiete.

Fuera se oían gritos. Dentro el silencio fue sepulcral. Todas las manos

corrieron a apretar los botones para volver a poner el mecanismo en

marcha. No lo consiguieron.

La luz se apagó. Alguien musitó “este es nuestro fin”. Una mano le

abofeteó la cara.

Se oyó un crujido de cables. Esta vez el murmullo fue generalizado.

Hubo quien se santiguó. Otros bajaron la cabeza en señal de

resignación. Una niña lloró.

El elevador se precipitó a gran velocidad hacia las entrañas de la tierra,

haciendo caso omiso a su significado de ascender.

Fuera se seguían oyendo gritos, esta vez acompañados de sirenas de

ambulancia.

Cuando los bomberos llegaron, hallaron entre el amasijo de hierros

doce cadáveres, todos tenían las piernas rotas.

Page 70: Mis relatos. Nieves Lacasta
Page 71: Mis relatos. Nieves Lacasta

Desplante, toro y torero

P

á

g

.

Pág

ina7

1

DESPLANTE, TORO Y TORERO

Desplante. Duende. Empaque. Bravura. Valentía, tal vez miedo de

morir a causa de una cornada traicionera, pero la vida le va en ello.

- No, rectifico, porque el torero vive para el ruedo.

No puede vivir sin el toro aunque el toro deba morir para que su vida

cobre sentido.

Incongruencias necesarias para que el toro subsista, dicen unos, y el

torero salga por la puerta grande cada tarde de faena, dicen otros.

Unas veces me pregunto si debería prohibirse la fiesta, otras

recapacito y opino que no.

- Pero ahora, me paro en seco, lo pienso como es debido y sí, debo

rectificar otra vez, sí, sí, sí, un SÍ con mayúsculas, porque el toro

siempre muere en el coso a los pies del torero.

Page 72: Mis relatos. Nieves Lacasta
Page 73: Mis relatos. Nieves Lacasta

Un lugar que no conocíamos

P

á

g

.

7

Pág

ina7

3

UN LUGAR QUE NO CONOCÍAMOS

No hace falta que te diga que ya no me duele tu amor.

Me dijo sin dirigirme la mirada mientras le hacía carantoñas a nuestro

hijo.

Yo sí lo miré, le arrebaté a Iván de su campo visual y me lo llevé al

dormitorio, en silencio, sin hacer ruido, lo más calmado que puede

hacerse mientras una persona derrama ríos de amargo dolor, hicimos

la maleta y avanzamos con sigilo hacia el mundo de los vivos, un lugar

que no conocíamos.

Page 74: Mis relatos. Nieves Lacasta
Page 75: Mis relatos. Nieves Lacasta

Color avellana

P

á

g

.

7

Pág

ina7

5

COLOR AVELLANA

Me hizo gracia ver cómo caía al suelo. Luego lo he imaginado a cámara

lenta y mi cara debe ser un poema, sobre todo para aquél o aquella

que me vea sin saber lo que estoy pensando en ese momento, y como

digo me descojono de risa, porque me digan lo que me digan, una

caída siempre hace gracia.

Yo iba detrás de ella. Reconozco que le miraba el culo, pero era

porque todavía no había visto sus ojos. Un perro se cruzó entre

ambos, se le había soltado a su dueño, que con una mano portaba la

cuerda del can y con la otra escribía algún texto en el teléfono móvil,

no hay que mirar su dispositivo ni ser un lince como para saber que se

trataba de un WhatsApp, pues como digo que en esas el chucho salió a

toda leche, lió la correa en su pie izquierdo y ella cayó de bruces al

suelo sin poder evitarlo.

El espécimen del móvil tardó en reaccionar, miraba todavía su pantalla

táctil, el canino olfateó a la presa que acababa de derribar y yo

comencé a reírme como un poseso, luego ella me diría que como un

auténtico payaso y casi ni le hago caso a la pobre accidentada. Ella no

se reía, es más creo que tenía ganas de llorar porque un centelleo le

invadió el cristalino. Se había echado una rodilla abajo, sangraba, pero

no miraba sus heridas. Fijó sus bellos ojos color avellana en los míos

¡menos mal! porque yo seguía con una sonrisa en la boca y al intentar

levantarla me dijo que no, que la dejara un rato en el suelo para que

se le pasara el estado de ansiedad en el que estaba entrando. Yo me

quedé junto a ella. Creo que allí mismo me enamoré. Luego vino el

idiota del Smartphone y quiso deshacer el desaguisado que habían

formado entre su sabueso y él. Lo echamos con una mirada asesina. Se

disculpó, cogió la cinta de cuero, que todavía estaba sujeta al tacón de

la bella de ojos pardos, guardó su maquinita de 5” en el bolsillo y no

vimos por dónde se fue. Nosotros nos quedamos allí, absortos durante

un buen rato, después ella me dijo que la acompañara al coche, yo

antes le ofrecí un poco de agua que portaba en mi mochila, ella bebió

un sorbo largo, como para pasar una pena de las que se te atascan en

la garganta y es difícil hasta pronunciar palabra, apoyada en mí

hombro recorrimos los cien metros que nos separaban de su Opel

negro, me dio las gracias y la vi alejarse. Todavía me rio al recordar su

Page 76: Mis relatos. Nieves Lacasta

Nieves Lacasta

P

á

g

.

Pág

ina7

6

caída, pero también lloro en silencio, porque para el mundo aunque

soy un tipo duro, al pensar que fui un tremendo imbécil por dejarla

marchar, por no acompañarla hasta su casa o hasta mi cama y

recuerdo sus ojos color avellana iluminado por las futuras lágrimas que

seguro derramaría, los míos también se inundan como las margaritas

desbordan los campos en primavera.

Page 77: Mis relatos. Nieves Lacasta

Navegante espacial

P

á

g

.

7

Pág

ina7

7

NAVEGANTE ESPACIAL

Ocurrió no hace mucho, allá por 1987, para ti es mucho ¿verdad?

Tenías 5 años y vimos juntas el gran cometa. Decían que no pasaría

hasta dentro de miles años. Ya no estaríamos aquí ninguna de las dos.

Pero la noticia no nos importó. Nos tumbamos en las hamacas

corroídas por el sol, nos tapamos con la manta y mientras tú bebías un

jugo de naranja yo disfrutaba de una cerveza importada. Hablamos.

Me contabas que cuando fueras mayor serías astronauta. Que volarías

por encima de los edificios que nos rodeaban. Que me llevarías

contigo para que viera la Tierra igual de diminuta que una margarita

que señalabas con tu minúsculo dedo. El tiempo pasó, te hiciste

pediatra y hoy vives lejos de mí. Mi pequeña. Mi pequeña navegante

espacial. Mi luz en el cosmos. Mi flor, la pequeña flor de mi vida, que

perfuma mi orbe, desde la lejanía.

Page 78: Mis relatos. Nieves Lacasta

P

á

g

.

Page 79: Mis relatos. Nieves Lacasta

Cuando los monstruos campan a sus anchas

P

á

g

.

7

Pág

ina7

9

CUANDO LOS MONSTRUOS CAMPAN A

SUS ANCHAS

Lucrecia permanecía sentada en la silla, esa noche no pudo dormir, se

levantó a las tres de la madrugada cansada de dar vueltas, seguía

mirando al frente, aunque en realidad no prestaba atención a nada

concreto. Su mano acariciaba el fusil que tenía en el regazo, lo hacía

como quien arrulla a un bebé que llora desconsolado. Era el 3 de

febrero de 1938. No estaba contenta con la forma en que lo había

limpiado, pero ya no había tiempo para volver a la faena y lustrarlo

nuevamente. Dos balas descansaban en su interior, las únicas que le

cabían y las únicas que le harían falta. Sabía lo que le esperaba. Podía

sentirlo en los latidos de su corazón, bombeando a mil por hora. Era

de noche todavía, pronto amanecería. A lo mejor ya nada importaba.

A lo mejor ese era su fin y no había fuerza exterior capaz de detener la

barbarie que había ideado, quizás todo estaba escrito en las estrellas y

ella era sólo el medio para llevarlo a la práctica, y no podía hacer nada

por detenerlo, no, no había goma de borrar lo suficientemente

potente como para desdibujar el desenlace fatal que se avecinaba,

pero había que hacerlo, era justo, ya no cabía la marcha atrás.

Tres días antes había cumplido con su deber. Ese fue el detonante de

todo, seguro.

Rosa, también acompañó esta vez a Lucrecia en su misión. Rosa era

igual de novata que ella, pero el tiempo de guerra les había enseñado

que el miedo no podía paralizar el cuerpo y la mente, de ellas

dependía la vida de muchos hombres y mujeres, igual de infelices y

desdichados, igual de condenados que ellas a ver morir a sus hijos, a

sus seres queridos, impasibles, sin poder hacer mucho más, pero con

la conciencia tranquila de saber que las injusticias serían reparadas

pronto o ese era su gran sueño. Otra España podía resurgir de entre

los escombros, otra España era posible y Lucrecia, sobre todo, había

tomado cartas en el asunto.

Caminaban en silencio. Aunque tenían muchas cosas que contarse.

Muchas desazones que las podían mantener horas relatando,

justificando y rabiando, quemándoles en las entrañas como quema un

caldo recién apartado del fuego, pero el mutismo en el que se

Page 80: Mis relatos. Nieves Lacasta

Nieves Lacasta

P

á

g

.

Pág

ina8

0

sumieron era peor que expresar la ira, porque cada una maquinaba en

su cabeza qué haría si encontraban algún franquista “hijo de puta” por

el camino y desde luego, no pensaban ninguna de las dos estarse

quietecitas. No era rencor, era sencillamente justicia, la que les habían

negado al marido de Rosa cuando de madrugada lo sacaron a

empujones de casa y en la mismísima tapia del cementerio le

descerrajaron cuatro tiros en la nuca, lo despojaron de sus ropas y de

una patada lo tiraron a la zanja, la que él, quince minutos antes, había

excavado junto a otros tres compañeros que tuvieron la misma suerte.

O lo que le hicieron al hijo pequeño de Lucrecia, Felipe, que por

negarse a decir de dónde había sacado aquellas octavillas que

encontraron en su escarcela, se pudría en el “Penal de Ocaña”, y

moriría con el frío calado en sus huesos, tosiendo, los pulmones

reventados y cansado de llorar y de blasfemar inútiles palabras que no

perdurarían en tiempo y que su madre nunca escucharía y tampoco

podría ya aliviar.

Sí, la historia de Lucrecia y Rosa era igual de aciaga que la de mucha

gente. Un pueblo sometido por tener ideas de equidad. Un pueblo que

no se estuvo quieto y que luchó pensando que la victoria estaría de su

lado. Un pueblo que no sopesaba la idea de arrodillarse, bajar la

cabeza, aniquilar su voz y dejarse morir en silencio vencido por el

espanto.

El camino era empinado. Este era su segundo viaje. Se habían

aprendido el trayecto de memoria, el herrero les había trazado la ruta

en un papel, pero les había hecho jurar y perjurar que lo destruirían

una vez aprendido al dedillo. Así lo hicieron. Los árboles, álamos

centenarios las salvaguardaban de miradas despiadadas, el sudor

corría por sus ropas oscuras, las cestas de comida cada vez pesaban

más. El fusil lo portaban a la espalda, el cañón apuntando hacia el

cielo, esta vez estaba azul, no como la semana anterior que de negro

parecía como si una bandada de cuervos se hubiese posado en la nube

que las perseguía colina arriba. La falda arremangada, trabada en la

correa de la cintura, para no caer de bruces al suelo, la espalda cada

vez más encorvada hacia adelante para mantener el equilibrio, la

respiración a cada paso dado más agitada, la angustia a flor de piel, los

cinco sentidos alerta para no ser descubiertas.

Las campanas de la iglesia revelaron que eran las nueve de la mañana

cuando ya habían atravesado el río, se oían como el crepitar del fuego

lejano y ambas sabían que si no se daban prisa, la guardia civil, en su

primera ronda, las alcanzaría en el cruce del molino. Estaban cerca.

Page 81: Mis relatos. Nieves Lacasta

Cuando los monstruos campan a sus anchas

P

á

g

.

8

Pág

ina8

1

Francisco las esperaba para conducirlas a su guarida secreta, una

cueva escavada en las montañas. Cinco hombres y dos mujeres

arrancados de sus cotidianidades, malvivían junto a fieras salvajes.

Maquis los llamaban. Un grupo organizado del pueblo les llevaba

víveres una vez por semana, no podían arriesgarse a subir más, así que

debían abastecerse de lo que el monte les proporcionaba y de la

hogaza de pan blanco y el embutido que les llevaban las mujeres.

Lucrecia y Rosa repetían por segunda vez en quince días. La semana

anterior les pidieron que trajeran algunas vendas limpias. Josué se

desangraba. Un tiro le había atravesado el hombro izquierdo en la

última reyerta y la herida ennegrecía sin remedio. Rosa había

estudiado la medicina natural con su abuela, por eso estaba allí, sabía

cómo sanar contusiones, torceduras, quemaduras, aunque nadie le

había enseñado a curar un balazo. Hacía lo que podía. Preparó a

escondidas un potingue a base de hierbas y hongos del bosque, los

coció, machacó y coló para después administrarlo en cataplasma al

enfermo, dejó suficiente ungüento como para que en los próximos

siete días sus compañeros pudieran limpiar la herida, sabía que

aquello dejaría huella en Josué para siempre, quizás el brazo le

quedara inútil, pero por lo menos la infección desaparecería y lo

dejaría vivir tranquilo algunos años más.

Mientras era atendido por las mujeres, Josué, tras tomar un trago

largo de licor para soportar mejor la punzada que le hacía retorcer el

cuerpo entero como si fuera una culebra estrangulando a su presa, y

que de insoportable lo dejaba sin sentido en más de una ocasión, rozó

la mano de Lucrecia, le dijo que se acercara, ya que el dolor no lo

dejaba exhalar más que un pequeño hilillo de voz. Así lo hizo Lucrecia,

se inclinó sobre él y aproximó su cabeza, de modo que la oreja casi

descansa en la boca de Josué. En ese instante se enteró de por qué

Rosa era viuda, de por qué su hijo no regresaría jamás del campo y le

daría de comer, le lavaría la ropa y cuidaría de su prole.

Rosa y Lucrecia hicieron el camino de vuelta embriagadas por el

sufrimiento, en el mismo silencio sepulcral con el que habían

emprendido la ida, esta vez no por temor a ser descubiertas, porque

ya nada importaba, la vida no tenía sentido o si cabía la posibilidad

más remota e ínfima de seguir viviendo sin amargura, era para dejar

las cosas en el sitio que les correspondía.

Hasta aquí una historia cualquiera, contada miles de veces, de esta u

otra manera, lo que nadie sabe y jamás ningún mortal averiguará, es

que Lucrecia, ese mismo amanecer del día 3 de febrero de 1938, mató

Page 82: Mis relatos. Nieves Lacasta

Nieves Lacasta

P

á

g

.

Pág

ina8

2

al párroco. Él fue el que delató a su hijo, el que inculpó al marido de

Rosa y a muchos otros más que fueron murieron sin remedio durante

los dos años de guerra civil que llevaban. Lucrecia lo degolló a sangre

fría. Sí, y no se arrepiente en absoluto. Aunque llevaba el fusil con dos

balas en la recámara, preparado para ser apuntado y disparado, quizás

en dirección al corazón o a la cabeza del sacerdote, el puñal que

segundos antes había sido arrebatado del pecho de una dolorosa

vestida de luto, que decoraba un estante de la Sacristía, fue el que

atravesó la garganta del vicario. Lucrecia encontró al siervo de Dios

arreglando el altar, oficiaría la primera misa del día en tan sólo una

hora, allí mismo le asestó una única cuchillada que le seccionó de

cuajo la arteria aorta, allí mismo lo vio desvanecerse, exhalar su última

palabra inconclusa, y contemplar el charco de sangre que fue

formándose en rededor de su cuerpo convulso. Allí, junto al Cristo

desnudo crucificado, con la mirada de un angelito que portaba una

ballesta con flecha a punto de ser lanzada, mirándola fijamente a los

ojos, lo vio morir. Esos fueron los dos únicos testigos del suceso.

Lucrecia sabe que no la delatarán. Sabe que su secreto está a salvo con

ellos. Sabe que cuando pase frente a la iglesia, la que no solía

frecuentar porque ella no es creyente, recordará lo sucedido y no

volverá a traspasar el umbral del lugar del crimen, bueno para ella no

es un crimen, es sólo el desvarío de una vieja que no sabe lo que hace,

el delirio de una madre que no encuentra respuesta a la muerte

injusta e inmerecida de un hijo sano, que tenía toda una vida

dispuesta en bandeja de plata para ser gozada, y que un ser maligno le

arrebató por inquina, es, en definitiva, la insensatez que habita en

tiempos de guerra, cuando los monstruos campan a sus anchas y todo

vale y nada pesa.

Page 83: Mis relatos. Nieves Lacasta

Lego la nada

P

á

g

.

8

Pág

ina8

3

LEGO LA NADA

Bebió un trago de agua, largo, tan largo como un día nublado. Estaba

sentado en el borde de la cama con los pies descalzos, en la mesilla de

noche descansaba una flor, también un ejemplar de Borges, un lápiz

sobresalía de entre las páginas, lo abrió y leyó “El suicida”.

El libro se lo había regalado Rebeca, la dedicatoria “te querré siempre”

decoraba tímidamente la portadilla. La flor la había cortado la noche

anterior del rosal del parque donde rompió con ella. Cerró

bruscamente el libro, se lo puso debajo del brazo izquierdo, cogió la

flor, la machacó con su diestra y la tiró con indolencia al suelo,

después de pisotearla continuó su marcha musitando: “…lego la nada

a nadie…”

“El suicida

por Jorge Luis Borges No quedará en la noche una estrella. No quedará la noche. Moriré y conmigo la suma del intolerable universo. Borraré las pirámides, las medallas, los continentes y las caras. Borraré la acumulación del pasado. Haré polvo la historia, polvo el polvo. Estoy mirando el último poniente. Oigo el último pájaro. Lego la nada a nadie.”

Page 84: Mis relatos. Nieves Lacasta
Page 85: Mis relatos. Nieves Lacasta

El lugar de los difuntos (A Celestina DC)

P

á

g

.

8

Pág

ina8

5

EL LUGAR DE LOS DIFUNTOS

(A Celestina DC)

Una primavera con flores es lo normal, aunque ventee, llueva o

truene.

Una primavera sin ti no es normal o por lo menos amarga el corazón.

Y lo malo es que vendrán más primaveras en las que ya no estés.

Y lo malo es que cada primavera me recordará que viviste, que fuiste

parte del paisaje, de la memoria que legaré a mis hijos. Tu recuerdo,

seguro, permanecerá tranquilo en el aliento de los que te amaron,

como una barca en un mar sereno, mecida por la brisa que sosiega la

rabia de los presentes.

Para mí, cada 27 de marzo, recién estrenada la primavera, evocaré tu

nombre, triste y abatida por la ausencia que has dejado, inconsolable

mi llanto derramado ahogará la razón por la que partiste al lugar de

los difuntos, que me enoja, desconsuela, mortifica y destroza al saber

que ya no podré conversar jamás contigo en el crepúsculo de mis días.

Page 86: Mis relatos. Nieves Lacasta
Page 87: Mis relatos. Nieves Lacasta

Un simple gorgojo en su vida

P

á

g

.

8

Pág

ina8

7

UN SIMPLE GORGOJO EN SU VIDA

Me he levantado somnoliento y con dolor de cabeza. Soñaba

plácidamente, y de pronto me he despertado sobresaltado, ya no he

vuelto a dormirme, todo ha sido por culpa de mi madre, ayer me dijo

que no iba a visitarla y, es verdad, últimamente tengo mis

pensamientos en otro sitio.

Sofía Cortés, así se llaman mis cavilaciones. Ella no sabe que existo, yo

la observo, unas veces de lejos, otras me aproximo pero soy invisible

para ella. Trabaja en una tienda, frente al lugar en el que suelo comer

los días en que mis compromisos laborales me hacen permanecer en

la oficina la tarde completa.

— Mamá está sola, papá la ignora y el petardo de Moisés, mi

hermano, vive lejos de nosotros.

Me siento siempre junto a la cristalera del bar y la veo moverse con

soltura dentro del local de chocolates de Bariloche. La desnudo con mi

imaginación, la beso y respiro a escasos centímetros de su boca, pero

Sofía no se inmuta, no me devuelve la mirada y mucho menos la

ternura que yo le regalo.

— Mamá debería de buscarse amigas con las que salir, eso le haría

bien, a mí también.

Un día le diré a Sofía que la quiero, seguramente el día que no vea

aparecer a ese hombre de complexión fuerte, que se pasea con una

bolsa de deporte en la mano, con una sonrisa decorando su cara de

semental y una rosa roja en la otra los días que viene a visitarla, y que

suelen coincidir con los que yo mastico sin gana alguna alimentos

insípidos que después regurgitaré en casa cual pajarillo que le da de

comer a su prole.

— Mamá me exaspera, exige en demasía mi atención.

Otras veces imagino, camuflado tras la vidriera en la que se pueden

leer los platos del día, que ese hombre soy yo, que le llevo no una flor,

sino todo un ramo, porque ella, una mariposa multicolor, necesita el

néctar para subsistir, y así me convierto en su héroe salvador, aunque

cuando comprendo la purita realidad, agachado sobre la taza del

wáter, arrojando por el desagüe la ensalada de frutos del mar, adivine

lo que soy, un simple gorgojo en su vida.

Page 88: Mis relatos. Nieves Lacasta

Nieves Lacasta

P

á

g

.

Pág

ina8

8

— Esta tarde le compraré a mamá una “Caja de chocolate surtido

corazón”, sus preferidos.

En la descripción que aparece en un lateral del estuche, indica que su

diseño de corazones es ideal para regalar a tus seres queridos. Sofía

también me lo refirió la última vez que me envolvía la caja grande.

¡Cómo me gustaría presentarle a Sofía a mamá! O mejor, ¡cómo me

gustaría comprarle a Sofía una gran caja de bombones! Algo imposible,

porque aunque soñé con ella anoche, ahora lo recuerdo, la realidad

me estallará de lleno al entrar en la “Chocolatería La Mexicana”, como

siempre me pasa al traspasar su umbral, sé que no podré alcanzarla,

sé que si me acerco demasiado emprenderá la huída, puede hacerlo,

ya sabéis, que tiene alas de mariposa.

Page 89: Mis relatos. Nieves Lacasta

Aquél edén de nombre ignoto

P

á

g

.

8

Pág

ina8

9

AQUÉL EDÉN DE NOMBRE IGNOTO

Mamá habita desde hace dos años en un lugar lleno de flores. En

primavera da gusto ir a visitarla porque el olor que nace de la tierra

inunda tus sentidos. No quiero decir que no me entren ganas de

darme una vuelta en otra época del año, pero en primavera es

especial, hay rosas de mil colores que desprenden un aroma dulce que

atrae a miles de insectos para saborear su néctar, margaritas tatuadas

con una paleta multicolor que se camuflan entre siemprevivas

mezcladas de amarillo, blanco, rosa y rojo; pájaros que trinan

entonando hermosísimas canciones y, a veces, un aire vespertino que

se pasea furtivo y espabila tu rostro dormido.

Mamá siempre dijo que quería que le lleváramos flores el día de los

difuntos. Por eso, hoy que es día de difuntos le traigo flores. Están

pintadas de lila, iba a comprarlas del color que atrapa el dolor de mi

pecho, pero ese esmalte es de tinte triste y sombrío y, al fin y al cabo,

ella qué culpa tiene de estar muerta.

En el lugar donde habita mamá la gente mantiene un tono de voz

suave, habla en susurros como intentando no despertar a los

inquilinos afincados en aquellos nichos minúsculos. Tengo que

reconocer que me hace gracia, pero yo también los respeto y esbozo

tan sólo una disimulada sonrisa para que no recriminen mi descaro.

Nadie lo sabe, pero la purita realidad es que gritaría a no poder más

pidiéndole a mi madre que volviera.

Antes de entrar al lugar donde habita mamá hay un cartel que pone

“Cementerio”. No traspaso su cancela desde que mamá ha muerto, ya

de pequeña lo visitaba para ver al abuelo. Hago memoria y no consigo

descifrar el motivo que me llevó a dejar de hacerlo, quizás mamá

pensó que era mejor resguardarme del dolor y renunció a acarrear

conmigo los sábados.

De pequeña siempre pensé que los muertos se vengaban de mí o

quizás fuera mi abuelo por haberlo abandonado, poniendo ante mis

ojos, en letras de molde gigantes, el nombre del terreno en el que

habito, anunciando así el lema de la frontera que separa nuestros,

Page 90: Mis relatos. Nieves Lacasta

Nieves Lacasta

P

á

g

.

Pág

ina9

0

demostrarme que la vida al otro de la muralla es hermosa y serena, no

como mi urbe llamada “Cementerio”, plagada de engaños y falacias.

Por unos años viví en una ciudad bautizada “Cementerio”, allí crecí,

jugué, fui al colegio, me enamoré, mientras mi abuelo disfrutaba de un

vergel de nombre incierto, lugar en el que ahora mamá dormita

eternamente, no sé si hoy desde mis ojos de adulta pienso igual, si he

de darle la vuelta a mi vida como a un calcetín, ponerle de una vez por

todas el nombre que se merece el lugar de los difuntos y renombrar

de nuevo el terreno que ocupo. Tampoco sé si mis ojos de niña nunca

me engañaron y mi extramuros sí es el “Cementerio” y aquel edén de

nombre ignoto, un oasis que inunda los sentidos.

Page 91: Mis relatos. Nieves Lacasta

El grito

P

á

g

.

9

Pág

ina9

1

EL GRITO

Volví a enfocar su figura uniformada en la mirilla del rifle, todavía no

me había descubierto pero era cuestión de tiempo, mi dedo índice

tenía que ser más rápido que el suyo, mi vida dependía de ello. Él

paseaba nervioso, algo torpe, pistola en mano, mirando en todas

direcciones para no ser cazado tampoco, pero hacía excesivo ruido,

parecía como si quisiera que lo matasen. Mis nervios no eran

menores, allí, agazapado en el arbusto a resguardo de la fina lluvia que

empezaba a desplomarse del cielo, tragaba saliva y el sudor me caía a

goterones. Un grito nos sacó a los dos del campo de batalla, mamá

anunciaba la hora de comer, Juan y yo corrimos a casa, las arma de

fuego yacieron inertes en la tierra mojada.

Page 92: Mis relatos. Nieves Lacasta