minimaxiando

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Una vez en clase de Ciencias Ambientales el profe dijo que el panameño no emigra. Capaz que eso era cierto en el pasado, cuando iba con mi papá al blockbuster de Via España y nos encontrábamos amigos y parientes que habían pasado sus buenos años en el extranjero y porque no aguantaban el frío o extrañaban demasiado la tortilla de maíz se regresaron. El calor y las tortillas persisten, los sentidos ya no son suficientes para complacer a la nostalgia. Ni el Parque Andrés Bello en El Cangrejo persiste y sí que jodieron por que siguiera vivo cuando era niño. Ahora hay un mini mall al que todavía no me digno a entrar por orgullo. Y eso que tiene supermercados, chinos con sus tiendas tecnológicas y un par de tiendas de ropa de segunda. ¿Ahora dónde van los niños a descansar de la tensión en sus casas? ¿Dónde se hace el bullying de barrio ahora? Los coches para bebés no significan lo mismo si no se estacionan a la sombra de un árbol, la nana esperando a que llegue el raspadero. Y lo mismo con los edificios en el barrio. Mínimo diez pisos ahora, con sus corazas plateadas, relucientes ante el sol. A que todos son departamentos del tamaño de un guisante. Son poquitos los que quedan, esos espaciosos donde ni aire acondicionado había, sólo abanicos. El duelo lo pasé en el Minimax de Via España, que parece lo más viejo a la redonda. El blockbuster de enfrente ya es un edificio de oficinas con diez pisos de parking. Lo raro del Minimax era que nada ahí parecía haber cambiado. Diez viejos se quedaban echando cuentos por horas, a veces en un grupo grande, a veces divididos por mesas de cuatro pero siempre cerca, como partículas que se mantienen juntas para sobrevivir. Cuando la cosa empezó a ponerse mala allá agarré mis ahorros y volví con un par de amigos chilenos. Arrendamos en el piso quince del edificio que está donde era antes El Prado. Un mes después, todavía estaba desempleado y seguía viviendo de mis ahorros. No por que acá no hubiera trabajo. Era flojera nada más, ese inamovible patrimonio nacional. A los chilenos nunca me los encontraba porque me la pasaba en el Minimax y ellos ya habían conseguido trabajo en distintos periódicos. Como me levantaba tarde, no desayunaba. Hacía un poco de tiempo en el departamento y como a la una me iba al café a comer arroz con guandú, ensalada de repollo y, si me sentía con ganas de gastar un poco extra, un tamal. Quince palos el almuerzo. Panamá no se quedó atrás en eso de la globalización. Recordaba haber visto a más jóvenes cuando mi papá me llevaba. Al ocasional yeyecito con su guial que se creía el de pueblo parkeando con cada uno de los empleados. Los inmigrantes veinteañeros que llegaban a almorzar solos. Las mujeres en ropa formalita que se arrimaban a comer solas en la barra que mira a la calle 55 este de Obarrio. Sin embargo, ahora el ambiente parece más jolgorio que nunca. El local, sin música como siempre lo recordaba, pero ahora hay más risa y gritos que sólo bullicio. Todo viniendo de esos viejos eternos, sobreviviendo en su molécula de cotidianidad. ¿Cómo no se les acababa el tema? Haciendo memoria de titulares de periódico que leí por internet, nombres que resonaban en mi memoria por las noticias o a viejos hablando, me di cuenta de que las conversaciones abarcaban más de cincuenta años, todo como si lo vivieran ahora. A veces se les salían los verbos en presente cuando se referían hasta a Noriega. En una uno de ellos dijo que estaba hablando con alguien que le tenía bien informado acerca del progreso del caso de los pinchazos. Para ese tiempo yo ya vivía en Chile, así que no

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Page 1: Minimaxiando

Una vez en clase de Ciencias Ambientales el profe dijo que el panameño no emigra. Capaz que eso era cierto en el pasado, cuando iba con mi papá al blockbuster de Via España y nos encontrábamos amigos y parientes que habían pasado sus buenos años en el extranjero y porque no aguantaban el frío o extrañaban demasiado la tortilla de maíz se regresaron. El calor y las tortillas persisten, los sentidos ya no son suficientes para complacer a la nostalgia. Ni el Parque Andrés Bello en El Cangrejo persiste y sí que jodieron por que siguiera vivo cuando era niño. Ahora hay un mini mall al que todavía no me digno a entrar por orgullo. Y eso que tiene supermercados, chinos con sus tiendas tecnológicas y un par de tiendas de ropa de segunda. ¿Ahora dónde van los niños a descansar de la tensión en sus casas? ¿Dónde se hace el bullying de barrio ahora? Los coches para bebés no significan lo mismo si no se estacionan a la sombra de un árbol, la nana esperando a que llegue el raspadero. Y lo mismo con los edificios en el barrio. Mínimo diez pisos ahora, con sus corazas plateadas, relucientes ante el sol. A que todos son departamentos del tamaño de un guisante. Son poquitos los que quedan, esos espaciosos donde ni aire acondicionado había, sólo abanicos. El duelo lo pasé en el Minimax de Via España, que parece lo más viejo a la redonda. El blockbuster de enfrente ya es un edificio de oficinas con diez pisos de parking. Lo raro del Minimax era que nada ahí parecía haber cambiado. Diez viejos se quedaban echando cuentos por horas, a veces en un grupo grande, a veces divididos por mesas de cuatro pero siempre cerca, como partículas que se mantienen juntas para sobrevivir. Cuando la cosa empezó a ponerse mala allá agarré mis ahorros y volví con un par de amigos chilenos. Arrendamos en el piso quince del edificio que está donde era antes El Prado. Un mes después, todavía estaba desempleado y seguía viviendo de mis ahorros. No por que acá no hubiera trabajo. Era flojera nada más, ese inamovible patrimonio nacional. A los chilenos nunca me los encontraba porque me la pasaba en el Minimax y ellos ya habían conseguido trabajo en distintos periódicos. Como me levantaba tarde, no desayunaba. Hacía un poco de tiempo en el departamento y como a la una me iba al café a comer arroz con guandú, ensalada de repollo y, si me sentía con ganas de gastar un poco extra, un tamal. Quince palos el almuerzo. Panamá no se quedó atrás en eso de la globalización. Recordaba haber visto a más jóvenes cuando mi papá me llevaba. Al ocasional yeyecito con su guial que se creía el de pueblo parkeando con cada uno de los empleados. Los inmigrantes veinteañeros que llegaban a almorzar solos. Las mujeres en ropa formalita que se arrimaban a comer solas en la barra que mira a la calle 55 este de Obarrio. Sin embargo, ahora el ambiente parece más jolgorio que nunca. El local, sin música como siempre lo recordaba, pero ahora hay más risa y gritos que sólo bullicio. Todo viniendo de esos viejos eternos, sobreviviendo en su molécula de cotidianidad. ¿Cómo no se les acababa el tema? Haciendo memoria de titulares de periódico que leí por internet, nombres que resonaban en mi memoria por las noticias o a viejos hablando, me di cuenta de que las conversaciones abarcaban más de cincuenta años, todo como si lo vivieran ahora. A veces se les salían los verbos en presente cuando se referían hasta a Noriega. En una uno de ellos dijo que estaba hablando con alguien que le tenía bien informado acerca del progreso del caso de los pinchazos. Para ese tiempo yo ya vivía en Chile, así que no

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sabía nada de eso. El viejo tenía un sombrero Panamá y polo siempre azul oscuro (con leves variaciones por día), tan arrugado y gordo que parecía fundido sobre su silla. Varios tenían sombreros, unos de tanguero, otros tipo Chaplin. Muchos se habían dejado descuidar por los años y, como este viejo, parecía que se habían erretido sobre sus asientos. Otros eran flaquísimos y llevaban guayaberas o camisas. Había viejos blanquitos, morenitos, amestizados y negros. Un crisolcito de razas añejo matando el rato día tras día. Y verdad que siempre los veía ahí. Desde el mediodía hasta las ocho o nueve, cuando anochecía. No sabría decir si los días eran lentos o rápidos. Llegaba ahí y me metía en un trance. Lo que más recuerdo era mi plato vacío, sin recordar habérmelo comido, las paredes amarillas (todavía), los cuadros de toreros y bailarinas de flamenco (todavía), la televisión en el canal de las series empaquetadas del extranjero y las noticias hablaban de matanzas y cocaína (todavía), las barras sobre las que sólo los viejos deslizaban sus bandejas para que les repitieran la comida (todavía). Todo llegaba a mi retina y no pasaba de ahí. Ningún pensamiento, ninguna reflexión. Y así entre almuerzos y cenas, entre salidas de veinte minutos a Via España para fumar. Eventualmente mis visitas se alargaron hasta la hora del cierre. Las primeras noches veíaa los empleados conversando entre sí con la soltura de las salidas, luego verificaba mi reloj y me iba sin que me pidieran nada. Después, pasaba de largo esas señales hasta que los empleados me pidieran amablemente que me fuera. Una noche de trance especial un empleado me repitió varias veces que me fuera. -Señor Rodolfo, ya es hora. Yo no respondí. Me quedé absorto en el microcosmos todo menos senil, gritándose vulgaridades y nombres de vivos y muertos, todos cagados de la risa. -Señor Rodolfo. Insistió el empleado, siempre amable. Eso si era raro. Un empleado pidiendo con amabilidad en Panamá. Se incorporó y con el rabillo del ojo le hizo un gesto al gerente. Deslizo los dedos sobre su garganta, en señal de muerto. ¿Por qué en señal de muerto? El gerente exhaló una risilla breve hasta que se fueron. La puerta se cerró. Las luces se apagaron. Las voces persistieron. Fue entonces que me asaltó un nudo en la garganta que no recordaba desde el día que me fui de acá. Tuve ganas de unirme a las siluetas sombrías que se recortaban con las luces de la calle. A ver si unirme a esa conversa tan apasionada me despertaba de mi ahuevazón. Pero habían cambiado con la oscuridad. Podían llevar la misma ropa, los mismo bastones, los mismos sombreros, pero ahora todos eran siluetas raquíticas, desde los más gordos a los más flacos. No se movían, sino que miraban al frente, buscando algo en la oscuridad. Sus pechos eran lo único que movían, inflándose hasta el límite y exhalando con lentitud. Debajo de los gritos sin dueño en el local, se escuchaba el quejido de sus tráqueas buscando aire. Me sentí el cuerpo de inmediato y me espantó mi propia delgadez. Sentí mi respiración a ver si no estaba atrofiada. Me levanté y salí huyendo del local. La puerta estaba abierta, como si los dueños confiaran en que ningún extraño entraría.