mi verdadera historia de fantasmas

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Mi verdadera historia de fantasmas Rudyard Kipling Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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Mi verdaderahistoria defantasmas

Rudyard Kipling

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Advertencia de Luarna Ediciones

Este es un libro de dominio público en tantoque los derechos de autor, según la legislaciónespañola han caducado.

Luarna lo presenta aquí como un obsequio asus clientes, dejando claro que:

1) La edición no está supervisada pornuestro departamento editorial, de for-ma que no nos responsabilizamos de lafidelidad del contenido del mismo.

2) Luarna sólo ha adaptado la obra paraque pueda ser fácilmente visible en loshabituales readers de seis pulgadas.

3) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

www.luarna.com

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Mientras atravesaba el Desierto, así sucedió...Mientras atravesaba el Desierto,

LA CIUDAD DE LA NOCHE TERRIBLE

En algún lugar del Otro Mundo, donde exis-ten libros, cuadros, obras de teatro, escaparates,y miles de hombres que dedican su vida a pro-ducir estas cuatro cosas, vive un caballero queescribe historias reales sobre los sentimientosreales de la gente. Se llama Walter Besant. Sinembargo, insistirá en que se trate a sus fan-tasmas -ha publicado un buen número de librossobre ellos- con cierta frivolidad. Mr. Besanthace que los que han visto fantasmas hablencon familiaridad y, en algunos casos, flirteenescandalosamente con los espectros. El hechoes que uno puede tratar cualquier cosa, desdeun Virrey a un Periódico Vernáculo, con ciertafrivolidad; no obstante, se debe mostrar respetohacia un fantasma, y, en particular, hacia un

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fantasma de la India.En esta tierra existen fantasmas que adoptan

la apariencia de cadáveres gordos, fríos y des-compuestos, que se esconden en los árboles, alborde del camino, hasta que pasa un viajero.Entonces se tiran al cuello y no hay forma dequitárselos de encima. Existen también fantas-mas horribles de mujeres que han muerto al dara luz. Éstos vagan sin rumbo por los caminos alanochecer, o se esconden en los campos de cul-tivo, cerca de las aldeas, y atraen a la gente convoces seductoras. Pero atender a sus demandassignifica morir en este mundo y en el otro. Suspies están vueltos hacia atrás, de manera quecualquier hombre en su sano juicio puede reco-nocerlos. Existen fantasmas de niños que hansido arrojados al fondo de un pozo. Éstos de-ambulan por los brocales de los pozos y losmárgenes de las junglas, y lloran bajo las estre-llas, o agarran a las mujeres de las muñecas yles suplican que les lleven en brazos. Tanto es-tos fantasmas como los que adoptan apariencia

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de cadáveres son, sin embargo, patrimonio in-dígena y no atacan a los Sahibs. Hasta la fechano hay ningún informe comprobado sobre uninglés asustado por un fantasma indígena; porel contrario, muchos fantasmas ingleses handado un susto de muerte tanto a blancos comoa negros.

Casi todas las estaciones de la India poseenun fantasma. Se dice que hay dos en Simla, sincontar a la mujer que acciona los fuelles en eldâk-bungalow1 de Syree, en el Camino Viejo;Mussie tiene una casa encantada por una Cosaun tanto escandalosa; se supone que una DamaBlanca hace la guardia nocturna en los alrede-dores de una casa de Lahore; en Dalhousie sedice que una de sus casas «repite» en las nochesde otoño los horribles detalles de la caída de uncaballo por un precipicio; Murrie tiene un fan-tasma muy alegre, y, ahora que la población ha

1 Posadas oficiales donde se alojaban los funciona-rios y civiles británicos.

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sido diezmada por una epidemia de cólera,habrá espacio de sobra para un fantasma triste;en Mian Mir hay una Residencia de Oficialescuyas puertas se abren sin razón aparente, y seasegura que los muebles chirrían, no a causadel calor de junio, sino por el peso de Seres In-visibles que van a matar el tiempo en sus có-modos sillones; Peshawar posee casas que na-die se atreve a alquilar; y hay algo anormal -algo que no tiene nada que ver con la fiebre- enun gran bungalow de Allahabad. Las Provin-cias antiguas están sencillamente atestadas decasas encantadas, y a lo largo y ancho de loscaminos principales desfila un ejército de es-pectros.

Algunos dâk-bungalows del Gran Camino es-tán situados cerca de pequeños cementerios -mudos testigos de los cambios y azares de estavida mortal-, que datan de los tiempos en quela gente viajaba en coche desde Calcuta al No-roeste. Es desagradable instalarse en esos bun-galows. Por regla general son muy viejos y es-

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tán invariablemente sucios, aparte de que elkhansamah2 es tan viejo como el propio bunga-low. A menudo desvarían en tono senil, o caenen prolongados estados de trance propios de laedad. Tanto en un caso como en otro, son inúti-les. Y si uno se enfada, empezará a contartehistorias acerca de algún Sahib muerto y ente-rrado en los últimos treinta años, y aseguraráque cuando estaba al servicio de dicho Sahib nohabía un solo khansamah en la Provincia quepudiera compararse a él. Después se pondrá adivagar de forma ininteligible, a hacer muecas,a temblar, a pasearse nerviosamente entre losplatos, y uno terminará por arrepentirse dehaberse enfadado.

En estos dâk-bungalows es más probable tro-pezarse con fantasmas, y, en caso de que seencuentren, sería aconsejable tomar buena nota.No hace mucho tiempo, mis ocupaciones per-sonales me obligaron a alojarme en dâk-

2 Cocinero.

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bungalows. Nunca pasaba tres noches seguidasen la misma posada, así que terminé siendo unerudito en la materia. Viví en casas construidaspor el gobierno, con paredes de ladrillo rojo,techos de cañizo, un inventario de los mueblesen cada habitación y una cobra entusiasmadaen el umbral, preparada para darte la bienveni-da. Viví en posadas «habilitadas» -viejas casasconvertidas en dâk-bungalows- donde la últimainscripción en el libro de huéspedes estaba fe-chada quince meses atrás y se cortaba la cabezadel cabrito con una espada. Tuve la fortuna detropezar con toda clase de hombres, desde so-brios misioneros ambulantes y desertores de losregimientos británicos hasta vagabundos quearrojaban las botellas de whisky a los transeún-tes; y aún tuve mayor fortuna al escaparme porlos pelos de un caso de maternidad. Si tenemosen cuenta que una parte considerable de lastragedias de nuestras vidas en la India sucedenen los dâk-bungalows, me resultaba sorprenden-te que no me hubiera tropezado con ningún

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fantasma. Un fantasma que eligiera volunta-riamente rondar por un dâk-bungalow tenía queestar, a la fuerza, mal de la cabeza; pero sontantos los hombres que se han vuelto locos enddkbungalows que parece posible que haya unalto porcentaje de fantasmas lunáticos.

A su debido tiempo me encontré por fin conmi fantasma, o mejor dicho, con mis fantasmas,porque fueron dos. Hasta ese momento yo erapartidario de la forma de tratarlos recomenda-da por Mr. Besant, tal como se expone en TheStrange Case ofMr. Lucraftand other Stories. Aho-ra estoy en la Oposición.

Llamaremos al bungalow de Katmal dâk-bungalow. Pero esto es lo menos horroroso demi relato. Una persona de piel sensible debeevitar dormir en dâk-bungalows. Debería casar-se. El dâk-bungalow de Kaimal estaba viejo, po-drido, y necesitaba reparaciones urgentes. Losbaldosines del suelo estaban desgastados, lasparedes cubiertas de inmundicias y las venta-nas ennegrecidas de mugre. Se levantaba en un

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camino secundario, muy frecuentado por asis-tentes indígenas de subsecretarios de toda cla-se, desde hacienda a forestales; pero los verda-deros Sahibs eran raros. El khansamah, que esta-ba completamente doblado por los años, así loafirmaba.

Cuando llegué a aquel lugar, una lluvia ca-prichosa e indecisa caía sobre la faz de la tierra,acompañada por un viento turbulento, y cadaráfaga que golpeaba las palmeras del exteriorproducía un sonido similar al de una carraca dehuesos secos. El khansamah perdió la cabeza conmi llegada. Había servido a un Sahib en el pa-sado. ¿Conocía yo a aquel Sahib? Me dio elnombre de una persona muy conocida, quellevaba muerta y enterrada más de un cuarto desiglo, y me enseñó un viejo daguerrotipo deaquel hombre en su prehistórica juventud. Yohabía visto un grabado de dicho personaje en-tre las páginas de un volumen doble de memo-rias apenas un mes antes, y me sentí indescrip-tiblemente viejo.

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El cielo se cerraba y el khansamah fue a prepa-rarme la cena. No empleó la rebuscada palabrakhana: alimentos para consumo humano. Em-pleó ratub, y eso significa, entre otras cosas,«bazofia»: raciones de perro. No había elegidoel término para insultarme. Sencillamente habíaolvidado la otra palabra, supongo.

Una vez explorado el ddk-bungalow, me aco-modé en un sillón mientras el khansamah se de-dicaba a despedazar cadáveres de animales.Había tres dormitorios, además del mío, queera un miserable cuchitril situado en una es-quina, y cada uno de ellos comunicaba con losotros por medio de una mugrienta puerta decolor blanco, atrancada con largas barras dehierro. El bungalow era bastante sólido, perolos tabiques de las paredes eran de pacotilla.Cada paso o golpe de baúl producía ecos que seexpandían desde mi habitación a las otras, ycada pisada regresaba a mis oídos con un tonotrémulo, tras atravesar las paredes distantes.Por ese motivo cerré la puerta. No había lám-

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paras, sólo velas dentro de largas pantallas devidrio. En el baño había un pabilo.

Por su abandono, por su estado de pura mise-ria, aquel ddk-bungalow era el peor de los mu-chos en los que yo había plantado los pies. Notenía chimenea, y las ventanas se negaban acerrarse, de modo que un brasero de carbónhabría resultado inútil. La lluvia y el vientosalpicaban, gorgoteaban y gemían alrededor dela casa, y las palmeras vibraban y rugían. Mediadocena de chacales aullaban por las proximi-dades, y una hiena se reía de ellos a cierta dis-tancia. Una hiena podría convencer a un sadu-ceo de la Resurrección de los Muertos... de losmuertos de la peor calaña. En ese momentollegó el ratub-una curiosa mezcolanza, mitadindígena mitad inglesa- acompañada por elviejo khansamah, que murmuraba detrás de miasiento un sinfín de bobadas acerca de inglesesmuertos y enterrados, mientras las candelas,agitadas por el viento, jugaban a hacer sombrascon la cama y las gasas del mosquitero. Era esa

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clase de comida, esa clase de noche, que hacenque un hombre se acuerde de cada uno de suspecados pasados, y de todos los que desearíacometer si siguiera vivo.

Dormir, por centenares motivos, no resultabafácil. La lámpara del baño proyectaba en lahabitación las sombras más absurdas, y el vien-to susurraba cosas sin sentido.

Justo cuando los motivos se empezaban aadormecer con las picaduras de los chupadoresde sangre, escuché en el recinto del bungalowel habitual gruñido: «Cojámoslo y arriba», pro-pio de los porteadores de doolies3. Primero llegóun doolie, después otro, y finalmente un tercero.Escuché el ruido que hacían los doolies al posar-se en el suelo, seguido por el movimiento delcerrojo de la puerta de enfrente. «Alguien in-tenta entrar», pensé. Pero nadie dijo una pala-bra y me convencí a mí mismo de que no había

3 Litera rústica de las montañas, transportada porindígenas.

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sido más que una ráfaga de viento. Entonces, elcerrojo del dormitorio de al lado se agitó, sedescorrió y la puerta se abrió. «Será algún asis-tente de subsecretario -me dije-, y ha traído asus amigos. Ahora se pasarán una hora ha-blando, escupiendo y fumando.» Pero no seoyeron voces, ni pasos. Nadie dejó su equipajeen el dormitorio contiguo. La puerta se cerró yyo agradecí a la Providencia por restituirme lapaz. Pero sentía curiosidad por saber adóndehabían ido a parar los doolies. Me levanté de lacama para escrutar la oscuridad. No había lamenor señal de doolies. Justo cuando iba a vol-verme a la cama, escuché en el dormitorio de allado un sonido de una bola de billar deslizán-dose a lo largo del tapete cuando el que ha gol-peado la bola está preparándose para sacar.Ningún otro ruido se parece a ése. Un minutodespués se produjo el mismo sonido, y me metíen la cama. No estaba asustado... ciertamente,no lo estaba. Sentía una curiosidad crecientepor saber qué había pasado con los doolies.

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Esta curiosidad me impulsó a saltar de la cama.Un minuto después escuché los dos golpes

secos de una carambola, y los pelos se me pu-sieron de punta. No es exacto decir que los pe-los se ponen de punta. La piel de la cabeza sepone tensa y se siente un escozor vago y pun-zante por todo el cuero cabelludo. Eso es lo quesignifica exactamente que «los pelos se ponende punta».

Se escuchó de nuevo el deslizamiento, segui-do de un golpe seco, y ambos sonidos sólo po-dían haber sido producidos por una cosa: unabola de billar. Discutí conmigo mismo los por-menores de la situación, y cuanto más los dis-cutía menos probable me parecía que una ca-ma, una mesa y dos sillas -a eso se reducía elmobiliario del dormitorio de al lado- pudieranreproducir los sonidos de una partida de billar.Cuando se produjo la siguiente carambola, dejéde discutir. Me había encontrado con mi fan-tasma, y habría dado cualquier cosa por esca-par de aquel dâk-bungalow. Seguí escuchando,

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y a medida que escuchaba, me parecía más evi-dente que se trataba de una partida. El des-lizamiento de las bolas y los golpes secos sesucedían con ritmo monótono. A veces se pro-ducía un doble golpe, luego un deslizamiento,y a continuación otro golpe. Sin lugar a dudas,había gente jugando al billar en el cuarto de allado. ¡Y el cuarto de al lado no era lo bastantegrande para albergar una mesa de billar!

Seguí escuchando el desarrollo de la partidaen los intervalos que dejaban las ráfagas deviento, golpe tras golpe. Intenté convencermede que no se escuchaban voces; en vano.

¿Saben ustedes lo que es el miedo? No me re-fiero al miedo ordinario a una ofensa, al dolor ola muerte, sino al miedo abyecto, al estremeci-miento de terror provocado por algo que no sepuede ver, al miedo que seca el interior de laboca y la mitad de la garganta, al miedo quehace sudar las palmas de las manos y tragarsaliva para que no se paralice la campanilla.Eso es el puro Miedo: una enorme cobardía, y

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hay que sentirlo para saber lo que es realmente.La imposibilidad de una partida de billar en undâk-bungalow me confirmaba la autenticidaddel extraño fenómeno. Ningún hombre -borracho o sobrio- puede imaginarse una parti-da de billar, o inventarse el golpe seco y precisode una carambola.

Un riguroso cursillo de dâk-bungalows tienela siguiente desventaja: fomenta una infinitacredulidad. Si un hombre le dice a un invetera-do huésped de ddkbungalows•. «Hay un cadá-ver en el cuarto de al lado y una mujer ha enlo-quecido en el de más allá, y, además, el hombrey la mujer que van en aquel camello son aman-tes y se acaban de fugar de un lugar situado asesenta millas de aquí», el inveterado huéspedse lo tragará todo, porque sabe muy bien quenada es tan extraño, grotesco u horrible, que nopueda suceder en un dâk-bungalow.

Esta credulidad, por desgracia, se extiende alos fantasmas. Una persona racional, reciénllegada a esta tierra, se habría vuelto y se habría

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dormido. Yo no lo hice. Estoy tan seguro deque la multitud de bichos que pululaban por lacama me consideraba un cadáver inmundo alque no valía la pena seguir picando, pues todoel torrente sanguíneo se me había concentradoen el corazón, como lo estoy de que escuchécada golpe de una larga partida de billar que sedesarrolló en el dormitorio contiguo al mío,cuya puerta estaba atrancada con una pesadabarra de hierro. El miedo que me obsesionabaconsistía en pensar que los jugadores quisieranun árbitro. Era un miedo absurdo, claro está,porque unos seres capaces de jugar en la oscu-ridad deben estar por encima de cosas tan su-perfluas. Sólo sé que ése era el terror que meobsesionaba; y era real.

Al cabo de un largo rato, el juego concluyó yla puerta se cerró de golpe. Me dormí porqueestaba muerto de cansancio. De otro modo,habría preferido mantenerme despierto. Nohay nada en Asia que me hubiera inducido adescorrer la barra de la puerta y echar una mi-

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rada en la oscuridad del cuarto de al lado.Cuando llegó la mañana, me dije que había

obrado con sensatez y prudencia, y le pedí in-formación al khansamah sobre los medios parasalir de allí cuanto antes.

-A propósito, khansamah -dije-, ¿qué demoniospasó con los tres doolies que llegaron anoche?

-Aquí no llegó ningún doolie -dijo el khansa-mah.

Entré en el dormitorio de al lado. La luz delsol penetraba por la puerta abierta e inundabael interior. Sentí un coraje inmenso. A esa horame habría atrevido a jugar al Black Pool con elmismísimo propietario del gran salón de alláabajo.

-¿Este lugar ha sido siempre un dâk-bungalow?-pregunté.

-No -contestó el khansamah-. Hace diez o vein-te años, ya no recuerdo cuántos, era un salón debillar. -¿Un... qué?

-Un salón de billar para los Sahibs que cons-truyeron el Ferrocarril. Yo era entonces khansa-

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mah en la gran casa donde vivían los Sahibs delFerrocarril, y solía venir aquí a servirles unbrandy. Estos tres dormitorios formaban el sa-lón, y había una mesa grande donde jugabanlos Sahibs todas las noches. Pero ahora losSahibs están muertos y el Ferrocarril, usted yalo sabe, llega casi hasta Kabul.

-¿Recuerdas alguna cosa referente a losSahibs?

-Ha pasado mucho tiempo, pero recuerdoque uno de los Sahibs, un hombre gordo, que sepasaba el día enfadado, estaba jugando aquíuna noche y me dijo: «Mangal Khan, brandy.»Yo llené el vaso, y el Sahib se inclinó sobre lamesa para golpear la bola... y entonces su cabe-za fue bajando y bajando hasta chocar con lamesa, y se le cayeron las gafas. Y cuando noso-tros -los Sahibs y yo- corrimos a levantarle, es-taba muerto. Yo les ayudé a sacarlo. ¡Era unSahib muy fuerte! Pero ahora está muerto, y yo,el viejo Mangal Khan, estoy vivo todavía, paraservir al Sahib.

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¡Aquello fue más que suficiente! Tenía por finmi fantasma... un fantasma de primera mano,un fantasma auténtico. Escribiría a la Sociedadde Investigaciones Psíquicas... ¡paralizaría elImperio con la noticia! Pero, antes que nada,pondría ochenta millas de tierra de cultivo en-tre mi persona y aquel dàk-bungalow antes deque cayera la noche. La Sociedad podía enviar asu agente habitual para que investigara el casoun poco más tarde.

Entré en mi dormitorio, tomé buena nota delos hechos y preparé mi equipaje. Mientras fu-maba, volví a escuchar el sonido del juego, peroesta vez con una pérdida considerable, pues elrecorrido de la bola era más corto.

La puerta estaba abierta y era posible ver elinterior del dormitorio. ¡Cloc-cloc! Una caram-bola. Entré sin miedo, pues la luz del sol baña-ba el cuarto y soplaba una ligera brisa. El juegoinvisible continuaba con una tremenda anima-ción. Y no era extraño: una inquieta rata corríade un lado a otro por el interior de la mugrienta

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tela del techo y un trozo desprendido del marcode la ventana golpeaba a un ritmo constante elalféizar, agitado por la brisa.

¡Imposible confundir el sonido de las bolas debillar! ¡Imposible confundir el sonido que haceuna bola de billar al deslizarse por el tapete! Almenos tenía una excusa. Cerré los ojos. El ruidoera sorprendentemente similar al de una parti-da de billar.

En ese instante entró en el cuarto, muy enfa-dado, mi fiel compañero de penas, Kadir Baks.

-¡Este bungalow es inmundo, y de la peor cas-ta! No me extraña que su Presencia haya sidomolestado y esté lleno de picaduras. Tres gru-pos de porteadores de doolies llegaron al bunga-low ya muy entrada la noche, mientras yodormía fuera, ¡y dijeron que tenían la cos-tumbre de dormir en las habitaciones reserva-das para los ingleses! ¿Acaso no tiene honoreste khansamah? Intentaron entrar, pero yo lesdije que se fueran. No me extraña, si es que

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esos Ooryas4 han estado aquí, que su Presenciahaya sufrido grandes molestias. ¡Es una ver-güenza, un comportamiento propio de hombressin decencia!

Lo que no dijo Kadir Baks es que había co-brado por anticipado a cada grupo de portea-dores dos annas de alquiler, y que luego, cuan-do se encontraban fuera del alcance de mi oído,les había propinado una tunda con el enormeparaguas verde, cuya utilidad yo no había sos-pechado hasta entonces. Pero Kadir Baks no te-nía nociones de moralidad.

Tuve una entrevista con el khansamah, peroenseguida se le fue la cabeza. Mi cólera se con-virtió en lástima, y la lástima dio paso a unalarga conversación, en el curso de la cual elviejo situó la trágica muerte del gordo Sahibingeniero en tres estaciones diferentes... dos deellas a cincuenta millas de distancia. El tercerlugar era Calcuta, y allí el Sahib murió mientras

4 Casta agrícola de Orissa.

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conducía un dog-cart.Si hubiera animado un poco más al khansa-

mah, habría recorrido toda Bengala con su ca-dáver.

No me fui tan pronto como había previsto.Me quedé a pasar la noche, mientras el viento,la rata, el marco y el alféizar jugaban una parti-da verdaderamente reñida, con una tediosarepetición de golpes. Luego el viento cesó y lapartida de billar concluyó. Comprendí que migenuina y verdadera historia de fantasmashabía quedado completamente arruinada.

Si hubiera suspendido las investigaciones enel momento oportuno, podría haber redactadoalgo interesante.

¡Esto era lo que más me amargaba!