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Editorial Universidad del Cauca

Jigra de letras

Claudia Briones(Universidad de Buenos Aires/CONICET)

(META) CULTURADEL ESTADO-NACIÓN

Y ESTADO DE LA(META) CULTURA

Page 4: (Meta)cultura del Estado-Nacion y estado de la (meta)Cultura (Claudia Briones)(libro).pdf

© Editorial Universidad del Cauca 2005.Primera edición: junio de 2005.Diagramación: Enrique Ocampo Castro.Universidad del CaucaCalle 5 # 4-70, Popayán.

ISBN: 958-9475-82-5Impreso en Colombia por Cargraphics, Cali.

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La colección Jigra de letras es coordinada por el grupode investigación en Antropología Jurídica, Historia y Etno-logía de la Universidad del Cauca. Jigra de letras publicaensayos críticos e interpretaciones innovadoras en discipli-nas sociales.

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Este texto fue presentado en el encuentro Una agendapara la antropología a partir de los dilemas de AméricaLatina, organizado por José Jorge Carvalho y Rita LauraSegato en la Universidad de Brasilia en septiembre de 1998.

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Contenido

Certezas sobre el Estado-nación moderno eincertezas epocales sobre el nuevo ordenpost-estatal 11

Empalizadas, grietas, barrios, propietarios einquilinos en la aldea global 19

Un paso atrás para tomar impulso 41

(Mis) encuentros y desencuentros conorganizaciones con filosofía y liderazgomapuche 51

De antropólogos y gallineros 79

Notas 85

Referencias 113

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CERTEZAS SOBREEL ESTADO-NACIÓN MODERNO

E INCERTEZAS EPOCALESSOBRE EL NUEVO ORDEN

POST-ESTATAL

Los procesos de formación del Estado moderno capi-talista y de construcción de la nación se han conver-tido en foco y marco de análisis particulares y de la

discursividad disciplinar hegemónica en épocas relativamenterecientes, aun cuando los Estados arcaicos han sido temade preocupación de la antropología clásica y los padres dela sociología buscaron dar cuenta, tempranamente, de ladinámica de los Estados industriales. Independientementede la «novedad» en términos históricos de estas apropiacio-nes conceptuales y temáticas1 ya casi forman parte del sen-tido común disciplinar y proporcionan no pocas certezasacerca de la operación de los llamados «Estados-nación mo-dernos»: son formaciones complejas que, materializándoseen y a través de «formas culturales», apelan a un repertoriode tecnologías disciplinantes para gobernar/constituir rela-ciones sociales e investirse de sentido; su discurso explícitoe implícito sobre la norma homogeniza y diversifica, a lavez, el campo social, multiplicando y articulando distintostipos de interpelaciones que inscriben subjetividades2. Aun-que los sujetos que son objeto de esas interpelaciones seconstituyen desde campos más amplios que el estrictamen-

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te estatal la nación suele operar como telón de fondo deprocesos más amplios de construcción de categorizacionesy sentidos sociales —telón contra el cual se recortan distin-tos tipos de «otros internos» (cf. Williams 1989, 1991 y 1993;Anderson 1990; Bhabha 1990; Alonso 1994).

De manera casi paralela a la profundización de un marco ex-plicativo de la construcción del Estado y la nación en y desde laantropología «actualizada» los procesos de globalización (que,curiosamente, parecen poner en entredicho algunos principiosdel modelo de Estado-nación moderno) comenzaron a insta-larse como tema novedoso y prioritario en la agenda académi-ca a partir de mediados y fines de la década de 1980. Sindetenerme a examinar las causas de esta curiosa sincronía nilas características y efectos de la fexibilización del capitalismoo las condiciones y dinámica general de los procesos detransnacionalización y de compresión temporo-espacial aso-ciados (véase Harvey 1989) me concentraré en reflexionar enparalelo sobre dos de sus manifestaciones que más directa-mente reverberan en la actual política de identidad de los mo-vimientos indígenas y en los análisis que los antropólogos hace-mos de ella3: el diagnóstico de que los Estados-nación están encrisis, acosados por presiones tanto sub como super-estatales,y el boom experimentado por las nociones de diversidad y cul-tura. Planteando sus propias paradojas ambas manifestacio-nes pueden, en cierta medida, verse como vinculadas.

En lo que hace a la capacidad de los nacionalismos territoria-les para inscribir y confinar a su propio horizonte estatal lasluchas políticas, sociales y culturales distintos indicadores ates-tiguan el umbral y las características de una nueva era post-

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estatal. La univerzalización de la retórica de los derechos hu-manos como paraguas desde el cual asentar, negociar ymonitorear un nuevo orden político internacional; la des-territorialización de antagonismos mediante la re-territorialización de objetivos terroristas; o la metaforizaciónde cambios climáticos y efectos bursátiles contribuyen a dar lasensación de que, convertido en una pequeña caja de reso-nancia, cualquier punto del globo puede operar de válvula deescape y padecer las consecuencias de desequilibrios y con-flictos que, generados en las antípodas, desbordan la compe-tencia y capacidad de respuesta estatales. Puesto que ciertaspugnas sociales también se han globalizado parecieran multi-plicarse reivindicaciones al interior de Estados cuyo rol estaríasiendo cuestionado desde y por la expansión de nuevas for-mas de ciudadanía. Globalización y nación-como-Estado pa-recen, así, «realidades» cuyas vinculaciones tienden a quedarplanteadas en términos de ex-centricidad. No obstante, ni biense repara en las asimetrías de poder que siguen estratificandola aparente horizontalidad de acuerdos y arreglos inter-nacio-nales pronto se advierte que hay Estados que, como las estre-llas, tienen distintas magnitudes (Segato 1998a:5) y, por tanto,dispar capacidad para fijar rumbos a los restantes.

Cultura y diversidad, otrora leit motiv de «nosotros, losantropólogos» (personajes tan exóticos como nuestros «ob-jetos» de estudio), se han redescubierto y puesto de moda.Distintas disciplinas han comenzado a experimentar fasci-nación con el análisis cultural y la etnografía. Una dolidalectura corporativa diría, incluso, que no sólo han hechopropio «nuestro» campo de estudio sino que han «avanza-do» sobre «nuestras» técnicas y métodos, tal vez sin sufi-ciente autoridad o formación. En términos más explícita-

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mente políticos está operando un inusitado reciclamientode la noción de cultura desde un amplio espectro de cam-pos de poder que involucra agentes no académicos dispa-res. Más que la mera (re)emergencia de diferencias laten-tes sorprende el festejo que ahora se hace de un ser diver-so que antes tendía a verse como fuente potencial de con-flicto. Como sugirió Wright (1998) es curioso cómo estapolitización de la cultura opera para avalar agendas distin-tas, casi contrapuestas, que van desde el racismo culturalde la nueva derecha hasta la promoción de una idea decultura organizacional que busca agilizar la administraciónde empresas; desde el discurso empoderador de la diversi-dad avalado por ciertas agencias internacionales y ONGsque procuran fundar una ética glocal desde donde susten-tar políticas de desarrollo hasta las luchas de múltiples gru-pos subalternos que intentan construir un espacio de parti-cipación más digno, con base en y para contener sus«especificidades» culturales. Aunque lo que Taylor (1992)llamó «política del reconocimiento» tiene raíces filosóficasmás antiguas no hace tanto que «la convivencia toleranteen un mundo plural» se ha convertido en compromiso devida para algunos, en emblema de lo «políticamente co-rrecto» para otros y en cliché publicitario para Benetton.

Como esta polifacética significación de lo diverso es mar-co y materia de los dilemas que procuro poner en foco eneste trabajo —y como mi enfoque antropológico no renun-cia a efectuar un análisis cultural— corresponde explicitarel lugar desde el cual mi intervención triangulará discursossociales sobre el mismo referente —lugar sintetizado en lapropuesta de hablar sobre el estado de la (meta)cultura y la(meta)cultura del Estado-nación.

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Algunas precisiones conceptuales sobre lanoción de cultura

Otra interesante sincronía que sólo sugeriré es la preocupa-ción disciplinar por los procesos de construcción del Estado yla nación, primero, y por la transnacionalización de ideolo-gías, sistemas financieros, medios de comunicación, capita-les y mano de obra, patrones estéticos y de consumo, pocodespués, que ha ido en paralelo con una sustantiva redefinicióndel concepto antropológico de cultura. Desde una perspecti-va «actualizada» la cultura ha ido perdiendo sudiscrecionalidad previa en términos de «rasgos» y «poblacio-nes» para aparecer como praxis y proceso de producción desentidos y fijación de acentos ideológicos sobre conceptosclaves. Esta praxis es abierta y atravesada por relaciones depoder y puede implicar la naturalización de lo arbitrario y laproducción hegemónica de consenso, así como la puja porhacer emerger o recrear significados alternativos. En la me-dida en que la cultura se ha empezado a percibir socialmentecomo recurso estratégico el debate de lo cultural no sólo for-ma parte de la conciencia práctica sino, cada vez más, de laconciencia discursiva de muchos sujetos.

Ya sea que se valore la diversidad de manera más o menosficticia o progresista esta politización social de la culturatiende a retomar esa noción clásica del término según lacual cultura es, fundamentalmente, lo que la gente hace(con su cuerpo, cabeza, afectos, actuando, interpretando,sintiendo, de maneras más o menos conflictivas y disputa-das). Así se minimiza una de las propiedades de lo culturalque esa politización pone de manifiesto y que más clara-

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mente interviene en la construcción de hegemonía: el prin-cipio de reflexividad de lo cultural en tanto praxis, medio yobjeto de sí misma. En esta dirección la cultura no se limi-ta a lo que la gente hace y cómo lo hace ni a la dimensiónpolítica de la producción de prácticas y significados alter-nativos; más bien es un proceso social de significación que,en su mismo hacerse, va generando su propia metacultura(Urban 1992; Briones y Golluscio 1994), su propio «régi-men de verdad» acerca de lo que es cultural y no lo es.Pudiendo tomarse como objeto explícito de predicación laproducción cultural dictamina qué «contenidos» de lo quela gente hace son más o menos híbridos o más o menosdistintivos. Pero tal vez lo más interesante es que esta iden-tificación de «diferencias» y «semejanzas» a menudo ope-ra con base en supuestos implícitos acerca de atributos quese consideran innatamente generales (biologización de lacultura), grupalmente específicos (etnización de «rasgos par-ticulares» que permiten la tematización de otros y noso-tros, de la cultura propia y ajena) o contingentemente com-partidos (teorías sociales de aculturación). Jugando a reco-nocer la relatividad de la cultura como para reclamar uni-versalidad, o viceversa, esos supuestos metaculturales con-tribuyen a que la praxis social reinscriba, simultánea yselectivamente, hibridaciones y variabilidad.

Si ninguna producción cultural opera «al margen» sino «atra-vesada por» distintos tipos de relaciones de (y pujas por el)poder, cabe preguntarse cómo interviene esta dimensiónmetacultural en los procesos de construcción de hegemo-nía4. La construcción efectiva de hegemonía cultural se alo-ja menos en homogeneizar o heterogeneizar prácticas queen generalizar supuestos acerca de qué debe considerarse

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semejante y qué diferente, así como sobre las consecuen-cias que «semejanzas» y «diferencias» (tanto «naturales»como «culturales») comportan sociológicamente. Por ello lahegemonía no implica la desaparición o destrucción de ladiversidad sino la construcción de consenso y consentimien-to a través de la diversidad (Hall 1991:58). Por eso sostuveen un trabajo anterior (Briones 1996) que las(auto)marcaciones de alteridad no pueden analizarse sinocomo parte de procesos de construcción de hegemonía, me-nos afectados en sus fundamentos cuanto más eficazmenteinscriban como efecto de verdad que ciertas «diferencias» y«semejanzas» existen fuera de toda representación.

La incidencia de los procesos de cambio cultural no se limi-ta a la adopción u olvido de contenidos que, extremando/atenuando «semejanzas» y «diferencias» en prácticas ysaberes, refuerzan o debilitan (intencionalmente o no) con-tornos grupales. Antes bien, conlleva transformar yresignificar la dimensión metacultural de prácticas y saberescon base en las cuales se identifican, re-presentan y juzgan«diferencias» y «semejanzas». En ese sentido sostener quelos procesos de construcción de hegemonía cultural cons-truyen consenso y consentimiento a través de la diversidadcomporta reconocer la complementariedad de un doble mo-vimiento. Por un lado, producir y propiciar selectivamenteconvergencias y divergencias a nivel de los contenidos deprácticas y saberes que son capitales tanto para alterizarciertos sectores dentro del espacio social como otros cuantopara acotarlos como internos a ese espacio. Por otro lado,tender a generalizar el régimen de verdad que, basándoseen nociones metaculturales, permite leer diferenciacionessociológicas qua diferencias culturales.

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Por su carácter siempre abierto a la contestación y la dispu-ta ninguna hegemonía cierra perfectamente el círculo. Asícomo existe la posibilidad de cuestionar los signos ideológi-cos mediante la rearticulación de acentos en pugna trayec-torias y experiencias grupales distintivas pueden portar, re-crear o generar estándares metaculturales distintos, apare-jando la coexistencia, a menudo conflictiva, de apreciacio-nes divergentes acerca de los fundamentos, implicaciones yoperatoria de distintos tipos de «diferencia», de las formasde constituir «grupos» que a ello se vinculan y de las arenasdonde esas formas se inter-referencian5. La metacultura es,por tanto, un campo fundamental y estratégico para neutra-lizar y jerarquizar acentos y apreciaciones y no está exentade pujas de sentido que alimentan la persistencia diferencialde la variabilidad o su contracara, la dispar consistencia de lahibridación. Así, aunque toda hegemonía busque legitimarsecon base en predicaciones que resaltan la inmanencia de su«destino» y la trascendencia de su sino no hay teleología queguíe su devenir histórico. La indeterminación de lo político ala cual aludió Hall (1986a, 1986b) implica que no existen fac-tores que determinen por completo los contenidos de las pu-jas sociales y, mucho menos, que fijen objetivamente o ga-ranticen su resultado.

Explicitado el lugar desde el cual triangular discursos so-ciales sobre el mismo referente —la diversidad cultural—el próximo capítulo aborda el examen de los llamados pro-cesos de globalización para explorar cuál parece ser, eneste marco, el estado de la metacultura y la metacultura dedistintos Estados-nación.

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EMPALIZADAS, GRIETAS,BARRIOS, PROPIETARIOS

E INQUILINOS EN LA ALDEAGLOBAL

Los procesos de globalización, atravesados de mane-ras a menudo contradictorias por tendenciashomogeneizadoras y localizadoras (Briones et al. 1996),

parecen alimentar y poner singularmente de manifiesto la ten-sión permanente entre hibridación y variabilidad culturales. Laprofusa explicitación del valor de lo diverso es una de las trans-formaciones epocales que materializan la «identidad» de laglobalización como dinámica de una nueva era. No obstante, altiempo que la aldea global se escenifica como nuevo topoipara la humanidad de fin de siglo historias y perfiles barrialescontrastados y contrastantes van mostrando fisuras que noshacen dudar, junto con Friedman (1995:421-422), que en lascalles por donde deambulan los sumergidos las identidadestransculturales sean elementos de lucha tan relevantes.

Evaluar el alcance de transformaciones que se identificancomo cambios sustantivos no sólo exige prestar atención a ladimensión metacultural de esta (también supuestamente «nue-va») discursividad sobre el pluralismo —esto es, a la/s for-ma/s como lo cultural se indexa y «la cultura» se toma comoobjeto explícito de referencia, predicación y significación;también exige explorar cómo esa discursividad incide en laconstrucción de hegemonías diversas. A fin de intentar un

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acercamiento a ambas cuestiones es necesario reponer uncontexto mínimo para entender la actual retórica. Comenza-ré, entonces, por leer desde esta perspectiva la suerte dedistintas disputas y luchas sociales que llevaron a que elmulticulturalismo emergiera en algunos países centrales comomovimiento político y política de Estado.

A partir de la década de 1960 la oposición a prácticas dediscriminación y desigualdad económica, social y/o políticatomó en Estados Unidos la forma de movimientos por losderechos civiles que reinscribieron reivindicaciones socia-les, étnicas y raciales. Retomando principios del relativismoantropológico —en el sentido de postular que no existe den-tro del Estado-nación una sola «cultura» universalmenteválida sino distintas «(sub)culturas» igualmente valiosas porpeso propio, con derecho a ser diferentes— se empezarona cuestionar mitologías nacionales basadas en la metáforadel «crisol de razas» y narrativas que refuerzan la idea deque la igualdad de oportunidades deviene, necesariamente,en igualdad de logros y resultados. Paulatinamente —esdecir, en tanto que las iniciativas sociales fueron lograndomodificar los términos, condiciones y alcance de la «puja»legítima de «intereses sectoriales»— las nuevas hegemoníasculturales fueron cambiando las bases sobre las cuales asen-tar el consenso, haciendo del reconocimiento del pluralismocultural una clave para la convivencia «tolerante». Así secomenzaron a legitimar la obligación colectiva de respetardistintas culturas en su particularidad y la pertinencia deque grupos minoritarios se opusieran a las fuerzas de asi-milación que priman en la «cultura» dominante (en todocaso «otra cultura más»). La posibilidad estatal de produciradhesión comenzó a adoptar y extender prácticas de dis-

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criminación positiva6 dirigidas, supuestamente, a revertir lascondiciones históricas de subalternización propiciadas porel «crisol de razas» como modelo folk de etnicidad hastaentonces dominante (Briones 1998). Así se fue inscribien-do una nueva teoría social de la eunomia que apuesta alreconocimiento e institucionalización de la «realidadmulticultural» como garantía de que la conflictividad socialquede implícita y controlada.

Según contextos y momentos distintas iniciativas y pujas dey en los países centrales fueron más o menos exitosas en loque hace a convertir a las nociones y juicios de valoruniversalizantes en «políticamente incorrectos» —y, por tan-to, más vulnerables. Sin embargo, lejos se está de haberlosdesterrado o neutralizado por completo y más lejos aún dehaber podido evitar la discriminación o revertir desigualda-des estructurales. Antes bien, se viene observando un con-traataque de sectores conservadores reaccionarios que, frenteal descrédito del racismo biológico, buscan consolidarhegemonías culturales cada vez más excluyentes mediantela redefinición de términos claves como «cultura», «nación»y «diferencia». La estrategia del llamado nuevo «racismocultural» en Gran Bretaña (Hall 1988; Wright 1998) o del«multiculturalismo de la diferencia» en Estados Unidos(Turner 1993) consiste en apropiarse de las cadenas simbó-licas que estructuran las luchas sociales y su explicación so-ciológica no sólo para mostrarse libre de prejuicios sino, fun-damentalmente, para generalizar estándares de valor y con-formidad que siguen siendo oculta pero insidiosamente espe-cíficos en términos de clase, género, etnicidad y, a menudo,también religiosidad. Amparándose en el credo pluralista paraponer, por ejemplo, en pie de igualdad «los derechos de los

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rubios de ojos azules» y los de «otros» grupos minoritariosestos sectores procuran autonomizar la desigualdad para quedeje de verse como parte de una economía política de(re)producción de diferencias culturales entre y dentro deminorías y mayorías sociológicas. Puesto que las relacionessociales que recrean procesos de alterización se presentan yexplican desvinculadas de la organización del capital y el poderinternacional y nacional la diferencia cultural emerge comopropiedad cuasi-ontológica.

En lo que respecta a sectores progresistas Yúdice (1993:11)advirtió que en países como Estados Unidos la participa-ción universal en un capitalismo de consumo hace que losestudios culturales centrados, fundamentalmente, en el pa-radigma de «la política de la representación» no logren su-perar los efectos que apareja ese compromiso material conlas formas preponderantes de hacer política; estas formasque marcan y segregan tienden, en ciertos aspectos, a pro-ducir «Oreos»7. Quizá por ello sus intervenciones han que-dado mayormente limitadas a pensar que las injusticias ba-sadas en distintos tipos de discriminaciones (especialmentede raza, género y clase) son reparables a nivel discursivo.

Segato (1998b:138) también apunta hacia los efectos deeste compromiso material cuando sugiere que, especialmen-te en países como Estados Unidos, la colonización de lavida cotidiana por las reglas del mercado hace que sea difí-cil mantener perspectivas alternativas acerca del significa-do de los recursos, la producción y su usufructo. Así, auncuando la matriz de diversidad en la cual se apoya la ima-gen de una «América multicultural» refuerza la segrega-ción con esta unificación ideológica la conflictividad social

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tiende, paradójicamente, a adquirir la forma de competen-cia por los mismos fines y con los mismos medios. Ellogenera una política de la diferencia meramente emblemáticaque predica una separación sociológica pero, según la au-tora, vacía de contenidos las alteridades históricas.

Sin embargo, en este contexto segregación y vaciamiento nooperan del mismo modo sobre todos los radios del pentágonoétnico (euro-americanos, afro-americanos, americanos nati-vos, asiáticos e hispanos)8. Lo que Domínguez (1994) llamó«falso hiperprivilegio» parece ser uno de los resultados másidiosincráticos y paradójicos de un tipo de matriz de la diversi-dad que, reificando lo racial y lo cultural, torna rígidas las fron-teras sociales y promueve la segregación. El hiperprivilegio esuna forma extrema de acción positiva basada en el conceptode que ciertos sectores deben tener —y acaban teniendo—oportunidades con independencia (a pesar) de su (escasa) valía.Además de presuponer y recrear contornos grupales ycategorizaciones mutuamente impermeables esta práctica ins-tala tensiones irresolubles que afectan las formas como seexpresa la conflictividad social. Oponiendo la lógica de los«méritos» a la de las «pertenencias» el hiperprivilegio re-pre-senta la política de reconocimiento como juego de suma cero:los «beneficios» obtenidos por algunos dependen menos de suaptitud que de los sacrificios y pérdidas de otros. Así, a la parde desacreditar la puja inter e intra-cultural legítima este asu-mir globalmente las ventajas comparativas de unos —losWASPs— y poner globalmente entre paréntesis («en duda»)la excelencia de otros —las minorías— acaba reproduciendoen vez de cuestionar los fundamentos de las prácticas deracialización y de las pautas desmarcadas que fijan el horizon-te de «lo normal» y «lo deseable» (Briones 1998).

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En Latinoamérica tanto esta nueva política de identidadbasada en el reconocimiento positivo de lo diverso comolas iniciativas estatales en pro de instalar como objetivode Estado el gestionar e implementar acciones de discri-minación revertida comienzan a hacerse sentir con ciertopeso en épocas más recientes. La multiplicación de rei-vindicaciones, actores y medios políticos para la disputaque parece propia de estos procesos puede verse comopromoviendo y siendo promovida por las reformas consti-tucionales que, desde fines de la década de 1980, comen-zaron a incluir y expandir derechos (Roldán 1996; Iturralde1997). La nueva discursividad que gira en torno a esasreformas parece poner en tela de juicio la existencia deun «sujeto unificado» presupuesta —aunque sobre distin-tas bases— por las dos tendencias encontradas, peroanálogamente totalizantes, que dominaron la política lati-noamericana del siglo XX9 (Hale 1997). La revitalizaciónde la sociedad civil que hoy opera como norte declaradocomienza a verse vinculada a la diversificación de identi-dades antes fundidas en descriptores sociológicos amplios,a la emergencia de colectivos nunca conformados comotales e, incipientemente, al reconocimiento de distintasformas de ciudadanía. Esas reformas son parte de pro-yectos que tienen como objetivo central la resignificación,transformación y refundación del Estado para adecuar sufuncionamiento a nuevos requerimientos de la economíapolítica mundial (Iturralde 1997). Este es el telón de fon-do para entender los alcances y límites de la incorpora-ción de reconocimientos constitucionales programáticosu operativos de la diversidad, variables pero comparables,porque las naciones que hasta el momento se afirmabanmás o menos homogéneas –o, al menos, silenciosas res-

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pecto de ciertas diferencias— empezaron a asumirse comomultiétnicas y pluriculturales.

Así ingresamos en un campo vasto, cuyo examen porme-norizado requiere especificar dos cosas. Primero, cómo dis-tintas formas constitucionales de reconocimiento de la di-versidad se vinculan con concepciones del Estado y tra-yectorias de comunalización de la «nación» y de marcaciónde la aboriginalidad y de otras alteridades internas que di-fieren de país a país (Briones 1998); esto es, examinar losdistintos tipos de reconocimiento, haciendo jugar dentro deldiagnóstico de cada formación nacional de alteridad lo queSegato (1998b) llamó matrices idiosincráticas de diversi-dad. Segundo, dar cabida analítica a frecuentes desfasesentre discursividad jurídica y práctica política por la mane-ra como repercuten en la articulación de subjetividades bajola dominación de una adscripción particular.

Respecto de la dominación de una adscripción «indígena»,punta de lanza en Latino América en lo que hace a introdu-cir política y discursivamente el factor «diversidad», haydos cuestiones vinculadas que debo discutir, en la medidaen que los análisis de caso van mostrando una ciertarecurrencia de dilemas: la dinámica que adquieren los mo-vimientos y reivindicaciones de los pueblos originarios enestos tiempos de reformas constitucionales y los alcancesefectivos y formas que asumen algunas propuestas estata-les de interculturalidad.

En cuanto a la primera cuestión si hay algo de nuevo en losmovimientos indígenas en Latinoamérica no son, precisa-mente, las injusticias que denuncian sino la retórica y diná-

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mica organizativa con la cual expresan reivindicaciones delarga data. Su política de identidad, por lo menos la de mu-chas organizaciones con liderazgo y filosofía indígena10, searticula y abroquela tras un derecho a la diferencia que,estructurado en torno a principios como ser pueblos conderecho a la libre determinación y el territorio, desafíacríticamente planteos totalizantes de la «nación-como-Es-tado» cuya predominancia ha sido norma en América Lati-na. Otro aspecto novedoso es la forma como «el tema indí-gena» se ha instalado en —y en cierta forma ha desborda-do— su campo político habitual. Habiendo empezado a re-verberar y negociarse en arenas múltiples las identidadesen términos de aboriginalidad parecieran ahora, más quenunca, dirimirse no simplemente en contextos locales don-de a diario se actualizan y recrean diferencias medianterelaciones cara a cara sino, fundamentalmente, en mediosde comunicación, dependencias estatales u oficinas deONGs y de organismos internacionales que imponen sobre«el ser nativo» diversas expectativas y demandas (Ramos1994; Conklin y Graham 1995) y usan «lo indígena» comotópico para zanjar otras cuestiones. La llegada de movi-mientos y organizaciones con filosofía y liderazgo indígenaa espacios como las Naciones Unidas o a las cumbres so-bre biodiversidad y su activismo en esferas nacionalesemergen como manifestación que deslumbra y preocupa asectores y agencias que se sienten movidos a «ocuparsede» o «solidarizarse» con la causa indígena con motivación,seriedad y compromiso dispares.

Lo que a menudo más atrae y sensibiliza es la cuota deespectacularización de las escenificaciones de la diferenciaen la que suele apoyarse la estrategia indígena de lograr visi-

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bilidad política como algo más que «pobres y marginados».Esa espectacularización no queda exenta —y a veces espotenciada— por la mercantilización de la diferencia indíge-na que es tomada como epítome de la «vida natural», de laarmonía con el medioambiente, del «sabor» anticonsumistade las artesanías o de la mística de la Nueva Era y promovi-da por agencias de turismo, compañías de cosméticos o me-dios de comunicación inclinados a resaltar «curiosidades».Grupos y funcionarios políticamente conservadores y/o re-accionarios han re-convertido esas escenificaciones en mues-tra de anacrónico exotismo o en nota pintoresca que haceanecdótica la diversidad, encontrando motivo y excusa paradesvincular reivindicaciones indígenas de cuestiones de equi-dad social, reforzando predisposiciones civilizadoras onostálgica y románticamente condescendientes que nutren,en vez de poner al descubierto, el racismo cultural que estosagentes portan y/o promueven.

Algunos individuos progresistas, no exentos de la seduc-ción que ejerce lo diverso, quedan fascinados por la vitali-dad con la cual el planteo y resignificación de reivindica-ciones ancestrales da sustento a perspectivas ecopolíticasde desarrollo sustentable y efectúa comentarios críticos so-bre modelos hasta ahora hegemónicos de nación-como-Es-tado. Las expectativas de que los indígenas sean modelosde democracia ateniense, peleen las batallas que uno creeque deben ser peleadas o se comporten como guardianesintachables de la biodiversidad pueden operar comoboomerang que torna fascinación en desencanto cada vezque dichas expectativas no quedan plenamente satisfechas.Estas fascinaciones van acompañadas de malestares y sos-pechas. Así como preocupa a unos que las demandas por

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territorio y libre determinación vulneren el principio de so-beranía estatal e internacionalicen los reclamos —gene-rando presiones supra-estatales a las cuales no se puedenhacer oídos sordos— nos inquieta a otros que la dinámicade las identidades indígenas quede apresada en el merosimulacro de la diversidad (Segato 1998a), en una auto-orientalización que esencialice la cultura (Jackson 1996) oen una pasteurización de la diferencia (Ramos 1996). Tam-bién preocupa que esa dinámica conduzca a aceptarestándares rígidos de autenticidad, imposibles de satisfacer(Briones 1998), sea cooptada por agencias estatales apa-rentemente comprometidas con la causa indígena (Baines1998) o vaya en desmedro de la suerte corrida por otrasminorías étnicas, religiosas o lingüísticas y sectores subal-ternos, especialmente cuando el logro de una cuota signifi-cativa de autodeterminación parezca operar la conversiónde derechos en privilegios (Stavenhagen 1995).

Las simpatías e inquietudes encontradas hacen que los ejesde discusión sobre el tema indígena giren en torno a cues-tiones más amplias. Reconvertidas al ámbito de la filosofíapolítica, por ejemplo, esas cuestiones se vinculan con deba-tes sobre la precedencia de los derechos individuales porsobre los colectivos o viceversa (Kymlicka 1996) y con eltemor a que el reconocimiento de derechos especiales vul-nere el principio de igualdad ciudadana frente a la ley frac-turando el ideario de unidad nacional o, más bien, con eltemor de que ese principio se operacionalice desde, y po-tencie, una voluntad homogeneizadora que banalice todointento serio de democratización (Diez y Falaschi 1995).Esta convergencia de disputas produce dos efectos. Pri-mero, los indígenas se convierten en «caso testigo» para

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explorar los límites de diversas posturas filosóficas, jurídi-cas o políticas, lo que tiende a sacar de foco lo que lospueblos originarios plantean como sus propios «intereses ynecesidades». Segundo, ante la sensación de que al intro-ducir «ruidos» en el sistema los indígenas son «causa» delproblema se espera o exige que den solución a fisuras en elfuncionamiento y la retórica democráticos que exceden, porcierto, sus reclamos. Estos no son los únicos «efectos»curiosos. Los estereotipos propiciados desde las fábricasconstructoras de imágenes específicas de aboriginalidad yla ampliación de arenas, interlocutores y expectativas su-ponen otros desafíos y riesgos que el activismo indígenadebe enfrentar a diario11.

Como señaló Iturralde (1997) la construcción de una plata-forma común para tejer una red organizativa amplia y con-quistar espacios en los escenarios (supra)nacionales supo-ne crear nuevas categorías reivindicativas (autonomía, te-rritorio, propiedad colectiva) y encontrar medios desimbolización (conceptos de nación, pueblo indígena, auto-ridades originarias) que sean útiles para conciliar deman-das particulares en ámbitos locales y regionales, así comopara expresarlas y proponerlas como parte de una estrate-gia global que comprometa los elementos constitutivos deuna sociedad: el territorio, la lengua, la religión, la tradicióncultural, las estructuras de organización socio-política, lasdinámicas económicas y la realización de la justicia. Aun-que esta dinámica opera al interior de cada pueblo, entrepueblos de un mismo país o de un mismo continente, laescala agudiza dificultades, especialmente la de lograr quecategorías y medios de simbolización sean lo suficiente-mente amplios y abstractos como para articular una plata-

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forma común y lo suficientemente flexibles como para res-ponder a las demandas específicas que ocurren en las co-munidades a nivel local.

Los activistas cuya estrategia consiste en reforzar su posi-cionamiento internacional para sortear escollos a nivel na-cional o provincial encuentran, por lo general, oposición enplanos políticos menos inclusivos y dificultades para esta-blecer en ellos alianzas entre organizaciones indígenas ycon otros sectores. Quienes se concentran en procesar so-luciones para atender las necesidades del desarrollo mate-rial y el sostenimiento de procesos organizativos a nivelcomunitario conduciendo programas y proyectos de desa-rrollo social y material quedan, a veces, al margen de poderencontrar un marco de repercusión más amplio a susplanteos y demandas. Ambas posturas, polarizadas adredepara evidenciar la tensión, muestran cuán complicado esarticular múltiples niveles a la vez y una serie de paradojasanidadas que redundan en lo que Iturralde (1997) diagnos-ticó como fragilidad inherente a procesos de agregación dedistintos miembros, comunidades y organizaciones.

El indígena de comunidad –supuestamente imbuido conextra-terrena sabiduría y parsimonia, pero también con unaparticular apropiación discursiva de las lenguas oficiales ycon desconocimiento o distanciamiento de «los modos noindígenas»— es el referente de las negociaciones que seemprenden para avanzar derechos o reclamos nativos dediverso tipo. Sin embargo, los tiempos y lenguajes de losescenarios supralocales no son los mismos que los de lasarenas locales. Curiosamente, entonces, las comisionesconstituyentes o legislativas, los foros de negociación de

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proyectos o los grupos de trabajo de las Naciones Unidasidealizan un sujeto con el cual prefieren no interactuar, puesprácticas como la de relatar con excesivo detalle un exten-so mito para explicar un punto de vista o persuación, la dereferir minuciosas anécdotas cotidianas buscando pintar lasvicisitudes y anhelos de unas pocas familias o la de perma-necer en prolongado silencio porque se necesita pensar odescansar de tanto hablar difícilmente pueden ser admiti-das en arenas con ritmos acelerados, acostumbradas a partirde diagnósticos sucintos para diseñar cursos de acciónglobales12. Así, tanto los agentes externos como los miem-bros de las comunidades depositan sus expectativas en laposibilidad de que los indígenas abiertamente interculturalestiendan puentes entre ambos.

Sobre-estimando la homogeneidad interna de estos pueblosse espera de esos líderes que representen fielmente a to-dos y cada uno de sus seguidores y que puedan articularpropuestas de largo plazo y alcance. Ante cualquier mani-festación de disidencias —«lógicas» y «esperables» paracualquier (otro) grupo humano— se acusa a los represen-tantes indígenas de desconocer las urgencias inmediatasde los seguidores, en el mejor de los casos, o de forzar laconformidad colectiva según intereses particulares. De ellostambién se espera alta competencia para manejar los códi-gos propios de la negociación política. No obstante, sobreactivistas lúcidos y críticos recae la sospecha de que suprofesionalización supone un distanciamiento irreversiblede los «modos» del indígena idealizado de comunidad y desus experiencias y necesidades. La cornisa por la cual ca-mina el liderazgo indígena es estrecha y con muchos mean-dros. Si la incompetencia asocia el riesgo de ser manipula-

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dos o de ser rápidamente dejados de lado por inoperantesuna «excesiva interculturalidad» los expone a ser acusadosde falta de representatividad por interlocutores no indíge-nas y por sus propias bases.

En cuanto a los alcances efectivos de las propuestas esta-tales de interculturalidad da la sensación de que con lasreformas constitucionales los Estados latinoamericanos sehan convertido en promotores y administradores de laetnicidad, restringiendo (en ciertos casos) y forzando (enotros) adscripciones indígenas. En términos de articulacio-nes de identidad estos son procesos complejos que mere-cen un examen detenido, pues «la ley» no es simplementeun arma a instrumentar por diversos sectores en su benefi-cio sino un campo de constitución de sujetos políticos ycolectivos sociales patrocinado por el Estado mediante lainscripción de una dimensión jurídica en su subjetividad(Biolsi 1995). En tanto penetración de nuevas dimensioneso aspectos del «mundo de la vida» en y por el sistema legal(Cohen y Arato 1992) la reciente «juridización» de lo indí-gena involucra dos cuestiones centrales. Por un lado, laconversión de hechos empíricos en materia judiciable com-porta una pérdida de complejidad, pues sujetos de relacio-nes sociales deben convertirse en objeto de procedimien-tos jurídicos o judiciales y los conflictos reales deben re-traducirse como conflictos procesales (Sarrabayrouse1998). La pertenencia grupal, por ejemplo, se vuelve mate-ria jurídicamente precisada y precisable; la membrecía in-dígena convertida en cuestión de derecho parece perderde vista parte significativa de un intrincado y poderoso tra-bajo social de (auto)marcación que recrea sentidos de per-tenencia y devenir y sentimientos de solidaridad. Por otro

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lado, la aparente pérdida de sustancia empírica y compleji-dad está acompañada por una sofisticación en términos dereflexividad que contribuye a poner en evidencia tensionesy ambigüedades propias de todo proceso de construcciónde hegemonía.

Desde una perspectiva que no se limita a destacar sólo ladimensión negativa del poder sino que incorpora sus as-pectos productivos y generativos la circunscripción jurídicade qué sujetos tienen derecho a cierto Derecho devienedispositivo de control no tanto porque las reglas jurídicasdeterminen, efectivamente, la conducta social o la políticasino, fundamentalmente, porque definen la arena en la cuallas luchas políticas tenderán a enmarcarse. En un sentidoamplio la legislación en Estados democráticos opera comoinstancia fundamental desde la cual acotar la habilitaciónde ciertos sectores para efectuar (ciertos) reclamos en laesfera pública y, por consiguiente, regular la contienda po-lítica «legítima». Sobre esta base Foweraker (1990:13-14)destacó que el terreno legal e institucional modela y condi-ciona el desarrollo de fuerzas sociales enfrentadas, en elsentido de que sus demandas deben idealmente 13 ser pues-tas en el lenguaje legitimado por el proceso legislativo.

El análisis que hizo Linnekin (1996) del caso hawaianomuestra cuán difícil es para los indígenas que abierta ysistemáticamente denuncian la discriminatoria racializaciónpromovida por la sociedad envolvente suspender por com-pleto el principio de quantum de sangre según el cual elActa Federal de 1920 sanciona pertenencias. Instalada yala percepción de que hay que cuantificar la filiación nativapara restringir el acceso social a privilegios que no pueden/

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deben ser indebidamente ampliados a los «ajenos» no siem-pre quienes militan en pro de obtener la soberanía políticade su pueblo pueden obviar matrices de diversidad que tra-bajan con base en metáforas racializadas al discutir crite-rios potenciales para establecer la membrecía en la naciónhawaiana. Aun cuando lo primero que sobresale de las le-gislaciones y reformas constitucionales que incorporan losderechos indígenas es el «avance» que promueven en elreconocimiento de los indígenas como nuevos actores polí-ticos es necesario advertir que —al menos potencialmen-te— reinscriben tres tensiones vinculadas en la arena en lacual las luchas políticas debieran tender a enmarcarse.

La primera tensión se relaciona con la redefinición del rolde un Estado que potencia positivamente su responsabili-dad de protección pero incrementa de manera no tan posi-tiva su posibilidad de intervención. A este respecto Padilla(1996) concluyó sobre los efectos de la reforma constitu-cional colombiana que el reconocimiento que consagra hacontribuido a atemperar los efectos de una discriminaciónhistórica social y legal que negaba a los contingentes indí-genas el derecho a la visibilidad como pueblos diferencia-dos. Sin embargo, el reconocimiento también ha posibilita-do la expansión del Estado a espacios que (con distinta efi-cacia según los casos) los indígenas habían «reservado»para sí, aumentando las posibilidades de intervención esta-tal en los «asuntos internos» de estos pueblos y en la nor-malización del tipo de sujeto que se construye como interlo-cutor esperado.

Si pensamos, por ejemplo, en la resolución 4811 mediante lacual la Secretaría de Desarrollo Social de la Nación

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operacionaliza en Argentina los trámites de obtención depersonería jurídica para las comunidades indígenas vemosque Padilla (1996) tiene razón en sospechar que en AméricaLatina las reformas legales de los últimos años han demos-trado tener algo de «caballo de Troya». Esa resolución reco-ge ciertas reivindicaciones que provienen de la militancia in-dígena más radical (GELIND 1999) pero las procesa tácti-camente de acuerdo con una agenda que esa militancia nocontrola y que expresa la asimetría en las relaciones de fuer-za entre Estado y organizaciones militantes. La resoluciónda interesante pie para dejar de lado la obligación fijada porla Ley Nacional 23302 en el sentido de que las personeríasjurídicas de las comunidades se rijan de acuerdo a «las dis-posiciones de las leyes de cooperativas, mutualidades u otrasformas de asociación contempladas en la legislación vigen-te» pero introduce una serie de requisitos que deben cumplirlas comunidades14 y que algunas de ellas resisten, no tantoporque demanden sistematizar su funcionamiento sino por-que lo exponen a la mirada (y potencial intervención) estatal;otras, en cambio, los cumplen porque carecer de personeríajurídica las expone a riesgos mayores y/o inminentes.

La segunda tensión con efectos difíciles de predecir se vin-cula con la forma como las legislaciones que circunscribenestatus distintivos van acotando y controlando, de modos máso menos explícitos, qué tipos de formas culturales distintivaspodrán sobrevivir (Jackson 1995); así neutralizan la contra-dicción que surge, generalmente, de la coexistencia de dis-tintas interpelaciones estatales (Jackson 1996). Aunque esereconocimiento supone una cuota de empoderamiento su se-lectividad preocupa, no tanto por la capacidad de las legisla-ciones para recrear estándares de diferencia indígena «au-

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téntica» que estimulen la auto-orientalización como por suposibilidad de inscribir en el sentido común de la sociedadcivil y política nociones sobre reclamos indígenas «justos»que oficien de parámetro para tildar a otros reclamos de «sos-pechosos» o políticamente intolerables en el proceso de dis-puta de sentido y lucha de posiciones.

A este respecto hay experiencia y análisis acumulados enVenezuela, Brasil y Argentina (Ramos 1991, 1998; Hill 1994;Briones y Díaz 2000) acerca de cómo, en distintos contex-tos, los indígenas —así como grupos de apoyo y profesio-nales que acompañan sus reclamos— van siendo atrapa-dos por una política y poética de las «listas negras» queconvierten disidentes en «subversivos» o «agitadores». Le-jos de limitarse a patentizar los recovecos de las políticasde representación es alarmante comprobar cómo estos des-plazamientos en la significación sirven de base para legiti-mar estrategias abiertamente represivas. En Argentina, porejemplo, los argumentos jurídicos acerca de qué debe en-tenderse por «comunidad indígena» permitieron al Gober-nador del Neuquén sostener que las familias de Kaxipayíñno constituyen una «comunidad» —a pesar de que supersonería jurídica como tal está reconocida por el Estadofederal— y deducir que sus integrantes no son otra cosaque «agitadores» dignos de ser objeto del desalojo judicialcon el cual se los amenaza.

Los conflictos de este tipo son también aleccionadores enotras direcciones. Según Varese (citado por Segato 1998a:3)el nuevo orden mundial marca un debilitamiento de las so-beranías de los Estados nacionales, de modo que el enfren-tamiento pasa ahora por grupos de interés y corporaciones

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transnacionales. Un caso como el de la comunidadKaxipayíñ muestra que esto no es necesariamente así.Hasta este momento ha resultado para los Mapuche relati-vamente más sencillo acordar con las empresas construc-toras de la planta separadora de gases (proyecto MEGA) aser construida en tierras reclamadas por la comunidad queincidir en la Cámara Federal de Apelaciones de GeneralRoca (la cual, a instancias de una apelación de Mega S.A.,anuló el fallo de una jueza que había acogido un recurso deamparo presentado por los indígenas), lograr que las agen-cias federales más sensibles tomen partido en su defensa oestablecer canales de negociación con el Gobernador pro-vincial. Esto no quita que la empresa también se haya con-vertido en foco de protestas y movilizaciones indígenas,especialmente para dar visibilidad al conflicto y generaradhesiones de diversos sectores15. No obstante, latransnacionalización de ciertas agencias sociales y polìticasno desemboca, necesariamente, en enfrentamientos por-que las trayectorias históricas de conflictividad propias deformaciones nacionales y regionales particulares afectanlos modos y términos en los cuales las relaciones de subor-dinación se articulan como antagonismo. Las organizacio-nes con filosofía y liderazgo Mapuche identifican al Estado–sobre todo al provincial— como su contradictor principal.Como esta identificación explica buena parte de la políticacultural y de identidad que estos grupos llevan adelante pres-tar atención a las razones que explican este fenómeno cons-tituye algo más que un ejercicio en antropología histórica16.

La tercera tensión que preocupa es la que se ancla en ypor la disputa y fijación de acentos en signos ideológicosclaves. En estos tiempos la metáfora de Internet como cam-

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po informático notablemente productivo —por la amplia-ción de redes de significación y de los navegantes que lasrecorren— constituye un tropo adecuado para pensar enrutas de circulación y formas de consumo de signos quealcanzan audiencias insospechadas. En este sentido la po-pularización de algunos conceptos puede ser leída comoindicador de expansión del horizonte de significados posi-bles con potencial para hacer menos rígidas ciertas rela-ciones sociales. Sin embargo, el potencial de incorporaciónde los comentarios que se formulan siempre es actualizadodesde y por una cierta estructura de poder (Lattas 1987:39);la tendencia a cristalizar determinados signos comoepocalmente más explicativos va de la mano con la preten-sión de fijar, a través suyo, ciertos acentos y no otros. Si loque antes era diferencia estigmatizada simplemente serenombra «diversidad» la popularización terminológica opera,a lo sumo, como elegante caviar que disimula un poco —pero no elimina— la dureza del pan viejo sobre el cual seunta.

Si volvemos a la resolución 4811 notamos que el argumentode la «diversidad» que da un tono políticamente correcto aldocumento adquiere una inesperada superficie de refracciónporque forma parte de, y se integra a, un dispositivo discursivoque reproduce al indígena como un sujeto cuya juridicidad(i.e. su reconocimiento en el lenguaje estatal) depende de suconstrucción como parte integrante, a la vez segregada de ysubordinada a, una absorbente nacionalidad argentina(GELIND 1999). En este sentido la diversidad puede deve-nir «caviar» para diversas operaciones. Por ejemplo, la edu-cación bilingüe e intercultural es tanto un reclamo indígenacomo, desde la reforma constitucional de 1994, un derecho

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de los pueblos originarios que debe garantizar el Congresode la Nación. Sin embargo, si se comparan algunos docu-mentos indígenas de trabajo con discursos oficiales quepromocionan y explican este «logro» en Argentina pronto seadvierte que un mismo significante («educación bilingüe eintercultural») indexa significaciones distintas.

Díaz y Alonso (1998) advirtieron, a partir del análisis de laLey Federal de Educación y de las cartillas para docentes através de las cuales se implementa, que el discurso hegemó-nico se ha antropologizado, construyendo como «sujetos di-versos» a los actuales excluidos. Según los autores, empero,este cambio retórico es capcioso porque busca fijar qué as-pectos de la diversidad del Otro son aceptables y posibles deser integrados sin comprometer la estabilidad social de losnuevos modelos de acumulación que tienen al mercadoglobalizado neoliberal como eje regulador del conjunto de lasrelaciones sociales; esto es, indexando lo cultural como do-minio vinculado a relaciones neutras y exentas de asimetríasla propuesta oficial de educación intercultural opera bajo (yrefuerza) el supuesto de que mientras las diferencias de cla-se no pueden superarse las culturales pueden, al menos,«articularse». Así se promueve un modelo de democratiza-ción que se basa más en lograr la inclusión política formalque en garantizar principios generales básicos de equidad yjusticia social como condición necesaria para atacar la ex-clusión económica real. Bajo esta clave no resulta ya tanparadójico que discursos estatales en defensa de lainterculturalidad vayan de la mano con un achicamiento yprivatización del Estado que abandona en el camino a quie-nes no encuentren lugar en un mercado globalizado.

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UN PASO ATRÁSPARA TOMAR IMPULSO

A partir de su análisis de la operatoria del Estado-nación moderno Ana Alonso (1994) concluyó quecuanto más efectivamente una cierta hegemonía na-

turaliza las condiciones de marcación de otros internos másexitosamente inscribe la identidad de la comunidad políticaenvolvente como norma que tiende a permanecer invisible odesmarcada. Esta operatoria ha quedado ejemplarmente ilus-trada en Estados que fueron fruto de una temprana descolo-nización y recibieron los desplazamientos masivos demigrantes a fines del siglo XIX y principios del XX (e.g.,EE.UU., Canadá, Australia) y que hicieron de la extendidametáfora del «crisol de razas» una de las conviccionesarticulantes de los discursos formadores de la «nación» yuna estrategia para disciplinar alteridades históricas.

Argentina no ha sido una excepción a la regla pero sí hainstrumentado este tropo para ir recreando una hegemoníasui generis. Si existe menos «la» metacultura delEstado-nación que Estados-nación con distintas formacio-nes metaculturales de la diversidad que deben ser analizadasen sus particularidades una digresión a este respecto se hacenecesaria para contextualizar análisis posteriores. SegúnSegato (1991:265) la metáfora del «crisol de razas» usada

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para construir una imagen homogénea de nación en Argen-tina ha ido inscribiendo en nuestro país prácticas de discri-minación generalizada respecto de cualquier peculiaridadidiosincrática, liberando en el proceso a la identificaciónnacional de un contenido étnico particular como centroarticulador de la identidad y propiciando una vigilancia di-fusa de todos sobre todos que se ha acabado extendiendo adiversos dominios de lo social.

Para profundizar los fundamentos de la matriz argentina dediversidad destacaría como medular el hecho de que esametáfora del crisol se haya articulado con dichos popularesque inscriben el sentido común con la certeza de que «losperuanos vinieron de los incas, los mejicanos de los aztecasy los argentinos de los barcos». Entre otras cosas esta ar-ticulación pone en evidencia que, además de exigir a susdistintos otros internos la reconversión de su diferencia, launidireccionalidad de sus lealtades y, con el tiempo, suinvisibilización en la comunidad imaginada, el crisol argen-tino no ha fijado para todos los grupos las mismas condicio-nes de reciclado de aportes.

Muchos autores han señalado la maleabilidad de un ideario delcrisol que no dudó en ser instrumentado por los bloqueshegemónicos para el pronto disciplinamiento de la población.Si en la segunda mitad del siglo XIX los inmigrantes europeosse construyeron como salvación para superar los defectos cons-titutivos y vicios inherentes a las poblaciones locales en lasprimeras décadas del siglo XX no se dudó en tildarlos de ex-tranjeros comunistas y anarquistas susceptibles de ser depor-tados para salvar la integridad de una nación amenazada porla cuestión social. Mientras esta extranjerización funcionaba

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siempre de una manera selectiva y dirigida atribuir a los ar-gentinos una procedencia exclusivamente ultramarina mues-tra una temprana y sostenida vocación para suprimir otro tipode alteridades históricas, presumiblemente portadoras de dife-rencias con dispares posibilidades de fundición o con distintoatractivo y potencial «condimentador», incluso como para serincorporadas a la mezcla.

Mientras desde el imaginario de la nación a los inmigrantesdóciles les cupo, con el tiempo, argentinizarse unaargentinización equivalente ha tendido a definirse entre ypara los indígenas como «blanqueamiento»17. A los prime-ros nunca se les ha negado por completo ni se ha cualifica-do su derecho a adscribirse como «descendientes de» perose tiende, en cambio, a poner en duda la pertenencia dequienes se presentan como descendientes de aborígenespero muestran un aspecto «sospechosamente moderniza-do». A su vez, nadie llamaría «mestizo» a quien es hijo deeuro-argentinos de distintas colectividades pero quienes pro-vienen de un progenitor indígena y de otro no indígena car-gan con ese rótulo claramente despectivo. La calidadestigmatizante de una categoría como la de «mestizo», queen otras ideologías nacionales latinoamericanas se hace pie-dra angular de la nación, confirma la asimetría fundante yduradera que establece la formación argentina de diversi-dad entre «partes» cuya hibridación aún se explica por uncriterio de hipodescendencia; en otras palabras, la catego-ría marcada y subvaluada («lo indígena») tiende todavía aabsorber (y devaluar) a la mezclada (Harrison 1995:60).

Otros indicadores también permiten ingresar en esa for-mación de diversidad para ponderar las «transformacio-

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nes» que, supuestamente, está experimentando. Frente alpeso del crisol de razas y de la idea de que los argentinosvinimos de los barcos resulta al menos curiosa la propen-sión a expulsar fuera del territorio imaginario de la nación aquienes se asocian con categorías fuertemente marcadasmediante una atribución de extranjería que ha ido cambian-do sus destinatarios a lo largo de la historia nacional, segúndistintos grupos fuesen adquiriendo sospechosa visibilidad18.Es sugestiva, por ejemplo, la perseverancia con la cual seviene reiterando desde fines del siglo XIX el aserto de quelos Tehuelche (siempre a punto de total extinción) son losverdaderos «indios argentinos» de la Patagonia, a diferen-cia de los más numerosos (y por ende conflictivos) Mapuche,elegidos siempre para ser rotulados como «chilenos» poraplicación (con fundamento o no) del jus sanguinis y nodel jus solis que rige para cualquier otro ciudadano. Desdeépocas más recientes, pero en similar dirección, no es in-frecuente que se estigmatice por su aspecto como «bolitas»o bolivianos a salteños y jujeños, connacionales que en mo-mentos de menor xenofobia contra la inmigración de paíseslimítrofes hubiesen más bien caído en la categoría «cabeci-tas negras». En similar dirección, cuando se identifica aalguien categorizable como «negro» a secas surge comopregunta habitual un «de dónde habrá venido», pues pareceimposible admitir que sea «local». La negritud asociada aun remoto pasado africano ligado a la esclavitud ingresa enel imaginario nacional en términos de una misteriosa y si-lenciosa extinción que no encuentra un equivalente al tropomitologizado de «venir de los barcos». Por eso quienes hoyson marcados como «negros» se vinculan a migracionesmás o menos recientes producidas, supuestamente, no yadesde Africa sino desde Uruguay, Brasil o Estados Unidos.

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Ningún modelo de nación-como-Estado puede expulsar porcompleto a todos los «inapropiados», sobre todo si son tan-tos como en Argentina. Bajo esta luz hay que mirar esacompleja categoría de «cabecita negra» como subordinadomás o menos «inaceptable» (Williams 1993) o «redimido»según las posiciones políticas, pero siempre un «propio» delpaís, integrante de un colectivo que, a diferencia de otros(los «negros» a secas, los indígenas o los inmigrantes), sepuede alojar en los márgenes sociales pero no expatriar delos confines geosimbólicos de la nación. Desde los secto-res hegemónicos que acuñaron el término con intencionesobviamente exclusoras la argentinidad del «cabecita negra»(«los grone», «los negritos esos») siempre ha sidoembarazosa en términos de aspecto, de adscripción de cla-se, de práctica cultural. Han rotulado de esta forma a quie-nes consideraban/consideran la cara «vergonzante» de lanación porque, siendo parte de ella, daban/dan muestraninadecuaciones ya de somatotipo (rasgos indígenas, porejemplo, heredados de una población autóctona supuesta-mente extinguida), de actitud (falta de «cultura» en el sen-tido de pulimiento), de consumo y estética (chabacanería),de espacialidad (villeros, «ocupas» ilegales), de hábitos detrabajo (desocupados, criminales).

La obvia racialización que este rótulo connota no admitefáciles equivalencias con construcciones de negritud pro-pias de otros contextos. A diferencia de Estados Unidos el«cabecita negra» jamás ha sido proclamado como catego-ría separada o segregable mediante appartheid (como losafroamericanos hasta mediados del siglo XX) ni digna derespeto y de expresar y recrear «su» diferencia (como losafroamericanos en la actualidad). Tampoco es como el white

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trash («basura blanca») o el red neck («cuello broncea-do») en tanto sectores trabajadores humildes despreciadosen Estados Unidos, pues además de estigmatizaciones declase pesan sobre el «cabecita» otras marcas de alteridadque lo construyen como anomalía respecto del «argentinotipo», como si fuese un producto incompleto o fallido (en elsentido «civilizador») del crisol de razas. Si lo comparamoscon la lectura que hizo Segato (1998b) de la negritud enBrasil el cabecita negra tampoco impregna al «argentinotipo» ni le infunde una cuota de ambigüedad porque éste seasume como irremediablemente «blanco» —aunque no pre-cise automarcarse explícitamente en estos términos por elsimple hecho de que no habría «negros». El cabecita negraes, más bien, el entenado vergonzante que se interpela comotal dentro de la familia pero del cual no se habla frente a«terceros»; es el esqueleto que debe esconderse en el ro-pero19.

Frente a una discursividad históricamente represora de lasdiferencias no es sorprendente que sectores subalternizadospor distintas razones hayan ido proponiendo y poniendo enacto, sucesivamente, lecturas alternativas de su propiaalteridad y de la formación de diversidad sobre la cual seha construido la nación-como-Estado. No es un eventomenor el descrédito relativo en el cual ha caído hoy la me-táfora del crisol en el mismo discurso oficial debido a lapopularización de una retórica que presta positiva atencióna (ciertas) cuestiones culturales, subrayando la importan-cia de la diversidad y las ventajas del pluralismo.

Los factores que contribuyen al cambio han sido varios. Laspresiones sub-estatales (movilización indígena y social

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incentivada por el retorno a la democracia) y supraestatales(participación en foros internacionales e interacción estatalcon agencias como el Banco Mundial que fijan lineamientossobre el tema) han incidido para que el Estado-nación cam-biara su discurso. En todo caso las prácticas estatales deciudadanía que solían negar la existencia de indígenas o pin-tarlos como supervivencia del pasado destinada a una prontadesaparición entraman nuevas interpelaciones. Quienes an-tes eran interpelados como causantes de desigualdad y atra-so por ser diferentes ahora son reconocidos como «pueblos»originarios, como sujetos con derecho a la diferencia quedevienen objeto de una «integración respetuosa».

A riesgo de pecar de una generalización excesiva argu-mentaría que en distintas iniciativas oficiales subsiste unacontradicción rectora que se aloja entre el plural inscritopor la idea de «diversidad» y el singular monolítico que seimpone desde conceptos capitales para la construcción dehegemonía, como los de «identidad nacional» o «nuestranacionalidad»20. Así, aunque una de las características delcambio parece radicar en cómo una nación-como-Estadofuertemente homogeneizante empieza a topicalizar las «mar-cas» de la diferencia al asumirse ahora como pluriétnica ymulticultural la contradicción señalada me lleva a pensarque el postulado de Alonso (1994) sigue siendo valioso paraentender por qué el «respeto» y «tolerancia» declamadosno producen las transformaciones sustantivas que prome-ten.

En otras palabras, es cierto que en Argentina, como en otrospaíses de Latino América, se han multiplicado las agenciasconstructoras de aboriginalidad y los medios y escenarios en

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y a través de los cuales se recrean esas construcciones. Tam-bién es cierto que las producciones culturales, convertidasen recurso estratégico y objeto de predicación, tienden arelativizar «la cultura propia», a triangularla con relación a«la cultura ajena», para disputar sentidos en el campo políti-co. Lo que no es tan seguro es que las condiciones de mar-cación de otros internos de las cuales habló Alonso (1994) sehayan transformado en consecuencia. Antes bien, lo que lacontradicción apuntada parece poner de manifiesto es unatensión que Sider (1987) identificó como perdurable y cons-titutiva de la aboriginalidad en regímenes coloniales ypostcoloniales. Si desde el punto de vista hegemónico la pre-sencia de grupos nativos ha suscitado (y sigue suscitando) laparadójica necesidad/interés de construirlos como distintossin renunciar a incorporarlos en un único sistema social ycultural de dominación, desde el punto de vista de los domi-nados esta disyuntiva ha adquirido (y sigue adquiriendo) esaotra apariencia superficial que se vincula con la necesidadde distanciarse de las diversas instancias de dominación parano ser absorbidos por ellas y, al mismo tiempo, involucrarsecon quienes los dominan para presentarles batalla, usando,muchas veces, los recursos que ellos mismos les proporcio-nan. Aunque la poética de la diversidad haya cambiado haypoco de epocal en esta dinámica.

Maniobrando entre interpelaciones hegemónicas y expec-tativas de múltiples agencias ni la posición del activismoindígena ni la de sus connacionales antropólogos es sencillaal momento de recrear y dar cuenta de cómo se recrea unaaboriginalidad particular en una formación que histórica-mente le/se/nos ha ido imprimiendo mandatos y dinámicastambién particulares. Entre las consecuencias buscadas y

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no buscadas de las respectivas prácticas se abre un campopleno de incertidumbres que exige monitorear, permanen-temente, cómo se recrea la matriz de diversidad propia dela formación en la cual se trabaja, así como los nuevos tér-minos, propósitos y efectos de la relación tradicional entreobservadores y observados.

Para empezar a pensar en esta dirección Segato (1998a:21,23) formuló una interesante advertencia: las identidadestransnacionales que se entraman en y a través de estoscomplejos procesos comportan una faceta perversa que,de primar, puede conducir a una nueva forma de imperialis-mo. Segato estima que los países centrales estarían expor-tando tanto «su mapa interno de fricciones» como «solu-ciones» que son más adecuadas a la lógica de economíasglobalizadas que a las trayectorias, realidades y necesida-des locales de alteridades históricas. A este respecto supreocupación es doble. Por un lado, teme que la imposiciónde un «guión fijo» impuesto por Estados de primera magni-tud sea avalado/ejecutado por otros Estados de magnitudmenor a pesar de —y sin tener en cuenta— las diferenciasentre los respectivos contextos. Por el otro, le inquieta queinterpelaciones globalizadas y basadas en meros emblemasacaben instalando una «conciencia obligatoriamentediscursiva e instrumentalizadora de la propia etnicidad» que,mediada por una estrategia de vero-similitud, desplace laconciencia práctica vivida de ser sujeto interpelado porinterlocutores históricos. A pesar de su generalidad ambascuestiones se reflejan y refractan en dilemas confrontadosdía a día por activistas indígenas de carne y hueso y porantropólogos que trabajamos junto a ellos. En esacotidianeidad, empero, van adquiriendo ribetes que vale la

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pena explorar para despuntar algunos de los desafíos espe-cíficos que hoy afrontan las producciones políticas y deconocimiento de pueblos indígenas y antropólogos en Ar-gentina, en particular, y en América Latina, en general. Lapróxima sección se centra, justamente, en la forma comoel activismo Mapuche y pro-Mapuche los encara, así comoen el examen de algunos encuentros y desencuentros ex-plicativos y prácticos entre sujetos y antropóloga, buscan-do puntear en la sección final, a partir de experienciasetnográficas, materias a debatir para fijar una agendacontextualizada para la disciplina.

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(MIS) ENCUENTROSY DESENCUENTROS

CON ORGANIZACIONESCON FILOSOFÍA

Y LIDERAZGO MAPUCHE

Aunque facilitada por mi trayectoria previa de inves-tigación21 la negociación del rol de antropólogo conel activismo cultural ha sido, sin duda, mucho más

compleja, permanente y desafiante que la entablada con losintegrantes de las comunidades. Los militantes han conver-tido la crítica sistemática a la dudosa neutralidad de la cien-cia wigka, «no Mapuche» (blanca, criolla), en parte de suagenda política, especialmente desde que la movilizaciónpolítica empezó a adquirir una escala regional en 1990. Elrol de los antropólogos como traductores culturales es ex-plícitamente condenado no sólo ya por engendrar Otros exó-ticos sino, sobre todo, por alimentar la idea de que, para serconocidos y entendidos, los indígenas necesitan de alguienque los interprete y hable por ellos.

Disponiendo de otros recursos culturales y simbólicos diríaque los activistas verbalizan, en buena medida y de una ma-nera directa e inmediata, un conjunto de dudas relacionadasque los miembros de comunidades se «atrevieron» a mani-festarme luego de muchos años de conocimiento mutuo.¿Qué lleva a una mujer wigka casada, con educación y prós-pera, a viajar a lugares desconocidos y distantes, abando-

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nando su familia y la comodidad de la vida en la ciudad?¿Qué la motiva a regresar una y otra vez? Si a los indígenaspoco les importa ya su lengua y costumbres, ¿es el interés enel conocimiento de los kuifike che, «gente de los tiemposantiguos», que se está perdiendo, tu verdadero motivo y unarazón suficiente? ¿Quién financia tus actividades? ¿Usás loque aprendés aquí para ganar dinero? ¿Qué oscura especu-lación wigka o qué de este conocimiento lo haría redituable?22

Lo importante a destacar aquí son tres cosas.

Primero, el cuestionamiento público, explícito y permanen-te de los activistas busca —y con bastante éxito logra—poner límites a la participación de los «expertos» de mane-ras que la mayor parte de los indígenas de comunidad sien-ten restringidas para sí, ya sea por respetar una etiquetaMapuche que requiere mostrar deferencia con las visitas opor presumir (con buena evidencia histórica) que, de unamanera u otra, «los wigka siempre se salen con la suya»23.Segundo, en la medida en que los alcances e instrumenta-ción de la expresión «consentimiento libre e informado» nohan sido aún seriamente discutidos en Argentina las comu-nidades indígenas y sus organizaciones sienten que carecerde medios legales para defender su posición es otra mues-tra de la asimetría interétnica —en este caso, entre obser-vador y observado— y de las implicancias de los privilegioscon los cuales, normalmente, están investidos los no indíge-nas —en este caso, el antropólogo. A este respecto resultamuy sugestiva la forma como se usó una circunstancia adre-de promovida con el objeto de revertir tal estado de cosas yhacerme patentes los complejos ribetes de ambas desven-tajas e invitarme/ayudarme a desaprender el privilegio24.

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Tercero, por su fuerte contraste con las formas como seestablece la relación de trabajo antropológico con los inte-grantes de comunidades Mapuche la oposición abierta delos activistas sorprende, descoloca y/o enfada a antropólogosno habituados a ser rechazados. Según he visto en las pro-vincias de Neuquén y Río Negro entre antropólogos loca-les, porteños y extranjeros el escarnio público de la discipli-na, del rol y de los investigadores parece producir entreellos tres tipos de respuesta. Algunos, simplemente, no pue-den resistir la presión y deciden abandonar el trabajo, almenos allí donde el activismo cultural tiene una presenciafuerte. A partir de una especie de «sentimiento congénitode culpa» o de un compromiso ideológico sincero otros sim-patizan con planteos que evidencian el reforzamiento de laautoestima indígena. Con estoica humildad o activo con-sentimiento «soportan» las diatribas públicas contra laexperticia sin compromiso, aceptando negociar primero conlas organizaciones políticas su rol y su trabajo en las comu-nidades. Hay, por último, bastantes otros que, irritados por«la arrogancia de los activistas», prefieren evitar cualquiertrato con «personas cuya representatividad de los Mapuchees de todos modos dudosa» y tratar con «Mapuches másverdaderos y amables» en las comunidades. Así, aún esposible efectuar presentaciones muy superficiales de losproyectos de investigación que se llevan a cabo para obte-ner consentimiento «libre e informado».

Desandando los pasos de mi experiencia estoy convencidade que como la negociación de mi rol nunca se tornó tanruda como con algunos «recién llegados» pude escucharembates genéricos contra la antropología y sus practican-tes sin tomarlo nunca como una afrenta personal. De todos

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modos, sería impertinente sugerir o concluir que los acuer-dos establecidos no involucraron algunos tipos de confron-tación. Mi ética ha sido probada más de una vez y no pocasveces me encontré en una posición incómoda. Por otra parte,como nunca llené por completo el bache entre militancia einvestigación han subsistido y subsisten tensiones sobre lascuales vale la pena hablar.

Puesto que una de las cosas que está en disputa es la polí-tica de la representación organizaría encuentros ydesencuentros en torno a los dos ejes que la hacen proble-mática, lo que Gayatri Spivak (1988, 1990) identificó comodos sentidos del acto de representar —con su correspon-diente retórica— que van juntos y están siempre relaciona-dos, aunque sean irreductiblemente discontinuos: la vertreteno «hablar por» en el dominio de la política —práctica den-tro del campo de la formación del Estado y la ley que seinscribe en la constelación de la retórica-como-persuasión—y la darstellen o «re-presentar» y predicar sobre el sujetomediante una producción ideológica de significado y subje-tividades que —trabajando a través de la retórica-como-tropo— es mayormente inscrita por la filosofía y el arte.Sobre ambos conceptos se puede diferenciar, a su vez, eltrabajo de activistas culturales y antropólogos como yo lovislumbro.

*

Partiendo de la idea de que la representación política tiendea producirse en el intersticio que existe entre la formación deuna clase descriptiva o en sí y la no formación de una clasetransformativa o para sí Spivak urge a los analistas a hacer

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evidente cómo y por qué, al operar como darstellung o re-presentación simbólica del mundo, la vertretung o represen-tación política basada en la manipulación disimula tanto eseintersticio como la relación de poder que se establece entrerepresentantes y representados, condicionando las posibili-dades que tienen los subalternos de hablar con su propia voz.Interesada en discutir la posibilidad de que los intelectuales«hablen por» Otros subalternos heterogéneos Spivak(1988:288-289) argumentó que «confrontarlos no es repre-sentarlos (vertreten) sino aprender a representarnos(darstellen) a nosotros [los intelectuales] mismos».

El trabajo junto a organizaciones con filosofía y liderazgoMapuche (especialmente las de origen urbano) nos vinculacon sujetos que están tratando de convertirse en (o son)«intelectuales orgánicos» de su pueblo. Es por ello intere-sante anclar la discusión promovida por Spivak en estostipos de situaciones y experiencias etnográficas, aún asabiendas de que nos referimos a un tipo de activismo que—por cuestiones ligadas a recorridos personales pero, so-bre todo, a la trayectoria colectiva del grupo y de las for-maciones regionales en las cuales está inserto— presentacaracterísticas peculiares respecto del que ocurre entre otrospueblos indígenas de Argentina. Hablo, concretamente, desujetos con amplio dominio del idioma oficial y buen cono-cimiento de las agencias estatales, así como con capitalsimbólico y cultural para conseguir apoyo por sí mismos,manteniendo escasa dependencia de agentes externoseclesiales, técnicos o de otro tipo; personas individual y co-lectivamente autosuficientes en términos de conectarse,incidir, producir insumos; y, por ende, sujetos cuyos patro-nes de consumo y educación no permiten , en parte signifi-

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cativa de los casos, considerar, los «subalternos» en elmismo sentido que sus representados (Rappaport 1996).Ahora bien, aun cuando hablo de sujetos para quienes suactivismo tiende, además, a convertirse en profesión —enel sentido de que muchos (aunque no todos) son militantesde tiempo completo, aunque no siempre rentados— tampo-co pueden ser equiparados con los «políticos» ni con los«intelectuales» de los cuales habló Spivak. Veamos por qué.

Estos activistas culturales procuran generar eventos políti-cos que permitan escenificar y avanzar la posición de susrepresentados y concretar la unidad moral e intelectual de sugrupo de referencia. Puesto que esto conduce a construir alos representados como entidad de límites inequívocos, privi-legiando —como señaló Desai (1993:136)— las versionesde ciertos Otros por sobre las de otros Otros, la praxis delactivismo se basa, necesariamente, en la construcción dehegemonía hacia el interior del grupo de referencia. Auninstrumentando recursos y mecanismos políticos e ideológi-cos no del todo distintos a los involucrados en cualquier pro-ceso de construcción de hegemonía cultural su práctica estálejos, sin embargo, del intento por coordinar los intereses degrupos dominantes con los de otros grupos y la vida del Esta-do en su conjunto, propia de los políticos con aspiraciones aliderar un bloque histórico particular (Hall 1986a:14).

Los activistas se comprometen, además, con la producciónsistemática y re-articulación continua de conocimiento. Casininguno de ellos ha tenido acceso a la educación universita-ria y no forma parte del modo de producción académica à laSpivak. Por ello sostendría que los desafíos que Spivak iden-tificó adquieren entre ellos una apariencia superficial distin-

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ta. La práctica de suplementar darstellung y vertretungapunta más a «editar» (Volkman 1990) las relaciones entrecultura, pueblo y lugar para empoderarse a sí mismos y asus representados vis-à-vis los sectores hegemónicos que afijar «un sentido de realidad» susceptible de ser visto comocausa de dominación y subordinación de clases particulares(Williams 1990:110). En la medida en que apunta a recon-quistar un nuevo conjunto de significados para ciertos térmi-nos o categorías des-articulándolos primero del lugar queocupan en la estructura de significación (Hall 1985:112) lalucha del activismo contribuye más a una apropiación con-testataria de espacios políticos y discursivos que a silenciar alos subalternos representados mediante ventrilocuismo. Ensu caso desnaturalizar el sentido común no sólo implica dis-putar términos claves como «ciudadanía» y «democracia»desde adentro sino, también, el desafío de poner en escenadiferencias culturales «legítimas» desde afuera de un sentidoestigmatizante de realidad, parcialmente apropiado pero sóloparcialmente propio.

En la exploración de esta tensión encontramos una de lasclaves para llevar a cabo dos tipos de operaciones que pos-tulo igualmente centrales para el trabajo antropológico conactivismo cultural. Me refiero, por un lado, a analizar en-cuentros y desencuentros entre activistas y antropólogos comoindicadores de la política cultural que se procura investigar y,por el otro, a recrear un espacio de reflexión desde dondehacer un monitoreo permanente de los nuevos términos, pro-pósitos y efectos de la relación tradicional entre observado-res y observados. En este sentido, una de las cosas que laexperiencia de trabajo sistemática con organizaciones mefue haciendo progresivamente patente es hasta qué punto

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los antropólogos nos seguimos debatiendo entre dos extre-mos igualmente nocivos de los que debemos mantenernosequidistantes: en palabras de Cohen (1992:351) y en relacióncon el trabajo en contextos etnográficos más clásicos redu-cir la perspectiva del otro a la propia (en este caso, asumirlasya fusionadas) o, a la inversa, proceder axiomáticamente conbase en el presupuesto de que nos separa una distancia radi-cal. No estoy sosteniendo que ambas cuestiones no surgie-ran como vitales desde los primeros pasos del trabajo decampo en comunidades Mapuche; más bien, merced al tra-bajo con activistas culturales adquirieron una entidad queayudó, incluso, a problematizar experiencias previas en lascuales cercanías y distancias parecían más «transparentes».

Luego de años de trabajo de campo «clásico» una de lascosas que me seducía del trabajo con activistas culturalesera cómo nuestra proximidad en términos de intereses, in-quietudes, hábitos de razonamiento, saberes y presupuestossobre la política local y nacional y, por ende, de discursividadargumentativa quedaba cualificada, al menos, por dos cosas.Primero, por un común posicionamiento como personas in-teresadas en «aprender» los modos propiamente mapuche25;segundo, por la diferencia étnica que, aún así, la mayor partede ellos obstinadamente presuponía y recreaba entre noso-tros por el hecho de ser Mapuche y wigka, respectivamen-te26. Proximidad y diferencia exigieron, por tanto, similarcuota de reflexividad.

A este respecto identifico dos ámbitos distintos pero comple-mentarios que hacen imprescindible renovar a diario el com-promiso con la problematización de «lo evidente». Uno des-naturaliza los estándares del sentido común que se convier-

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ten en patrón implícito de semejanzas y diferencias. La im-portancia de este ejercicio es doble pues mientras unos aca-ban suscitando «dudas» —entre propios y ajenos— frente aactivistas que despliegan una performance hiper-realista desu «mapuchidad» (Briones 2003) otros ayudan a volcar labalanza de la autenticidad en contra de indígenas poco ver-sados en saberes tradicionales y/o muy «articulados» concuestiones de la sociedad envolvente27. El otro se vinculacon nuestro posicionamiento cotidiano frente a ingentes es-fuerzos de traducción y equiparación conceptual que procu-ran explícita, cotidiana y activamente expresar «en términosMapuche» categorías wigka para disputar autonomía desdeuna perspectiva propia. Una vez que estas equivalencias sevuelven familiares tendemos a olvidar que son materia primade producción (meta)cultural y no sólo metalingüística. Así,la «naturalización» de equivalencias desactiva la curiosidadpor indagar, por ejemplo, si sobre el significante ixofil mogen—término que aprendí de los activistas antes que de las co-munidades— no se van sobre-imprimiendo procesos de sig-nificación que fijan acentos distintos a los cuales anclan elconcepto gemelo de biodiversidad. Por otra parte, aun cuan-do plantear diferencias radicales es parte central de la políti-ca de identidad de organizaciones con filosofía y liderazgoindígena —y aun cuando uno avale filosófica y políticamenteel derecho a la diferencia cultural como derecho humano—poco explicaría el antropólogo que no busca re-centrar esediscurso estratégico en sus condiciones de producción paratratar de ponderar no sólo si, cuáles y de qué modo se re-crean, resignifican, reconstituyen prácticas y saberes que vanmoldeando alteridades históricas sino, también, a través dequé tipo de relaciones discursivas y no discursivas se reali-zan, disputan y negocian asertos acerca de la presencia o

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ausencia de «límites culturales» (Scott 1992:384) queradicalizan «diferencias».

Aunque mi práctica de trabajo me permite estar al tanto deestudios de caso que son ricos para pensar situaciones com-parativamente no es ya un acceso inherentemente asimétricoa la información lo que distancia «observadores» de «obser-vados». Por el contrario, tanto por su participación en redesinformativas transnacionalizadas como por sus frecuentesviajes al exterior y vínculos con distinto tipo de «expertos»los activistas conocen, en muchos casos, más de primeramano que yo el funcionamiento de los foros internacionales,la dinámica de las ONGs o las actividades de agencias esta-tales —ejecutivas, legislativas o judiciales—, manejando conmayor solvencia los tópicos y estilos de disputa en estos es-cenarios. Consumen, además, literatura antropológica. Tam-poco es el tipo de reflexividad que buscamos poner en actolo que distancia antropólogos de activistas culturales. En loque respecta a desnaturalizar el sentido común los sujetoscon quienes trabajo son tan especialistas de tiempo completocomo puedo ser yo. Así, no sólo van poniendo de relieve lasincongruencias de la sociedad envolvente mediante obser-vaciones punzantes e innumerables comentarios sarcásticos28;algunas parodias y chistes que los activistas suelen hacerrespecto de su propio «trabajo» o situación29, así como de lasprácticas de los ancianos —a los que, por otra parte, postu-lan explícitamente como fuente del conocimiento grupal—30,también muestran hasta qué punto los primeros son cons-cientes de ciertas esencializaciones «propias».

Si dejamos por un momento en suspenso las puertas queabre ser un «propio» en términos de establecer vínculos en y

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con las comunidades31 o cómo haber experimentado unasocialización primaria intercultural contribuye a un mas prontoaprendizaje del mapudugun o a una mejor elucidación designificados culturales adquiridos por socialización secunda-ria hay, al menos, otros dos aspectos que van haciendo diver-gir los rumbos de activistas y antropólogos. Primero, cuandoun activista entrevista ancianos para «aprender» cosas delos kujfi keche («antiguos») o se discuten colectivamenteformas posibles de interpretar o representar ciertos concep-tos (desde los wigka, si son conceptos Mapuche, o desde «lacultura Mapuche», si son wigka) la intención es rearticular yrecentrar esos conocimientos para hacerlos verdaderamen-te «propios». Los antropólogos, en cambio, emprendemos laelucidación también para re-articular y re-centrar prácticasy significaciones, pero sin comprometernos con su adopción.Más bien, algunos tendemos a marcar la pertenencia «indí-gena» de saberes/accionares convertidos en diacríticos parano concretar lo que, incluso, algunos ancianos nos han seña-lado como posible: aprender tanto que lo aprendido reactualiceotras expropiaciones históricas que han padecido los Mapuchea manos de los wigka. Segundo, aunque como plantea Spivak(1988) una cuota de esencialización es inevitable, son losactivistas quienes están activamente embarcados en«esencializar estratégicamente» contornos grupales, articu-lando darstellung con vertretung. Si bien recientemente al-gunas organizaciones que se han distanciado de la COMestán empeñadas en reconocer la variabilidad al interior delcolectivo para tratar de explicar los avatares de un azarosoproceso de formación de grupo severamente intervenido einterferido por la sociedad no indígena la mayoría busca arti-cular una «perspectiva Mapuche unificada» que se ve soli-daria con la construcción de un pueblo Mapuche único. Así

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como el proyecto de «recuperación cultural» lleva a prestarespecial atención a la riqueza de los saberes «propios» lanecesidad de escenificar con claridad los antagonismos hacetambién que aunque se reconozcan distintas agencias y ca-pacidades de acción no se dedique mayor esfuerzo a pre-sentar variabilidad en el campo de las versiones hegemónicas.Los antropólogos, por nuestra parte, somos entrenados parareparar en los efectos de la interdiscursividad, usando laheteroglosia como punta iceberg para entender cómo —ycon qué efectos— distintas versiones (marcadas ya como«indígenas» y/o «no indígenas») se filtran, interpenetran ymanifiestan. Marcamos líneas preponderantes de consenso,consentimiento y disputa sin animarnos (y ahora,posmodernismo mediante, menos que nunca) a cerrarlas porcompleto en una visión única.

No es, entonces, que los indígenas no desconstruyan jamás oque los antropólogos podamos rehuir re-presentaciones con-cluyentes del mundo, producciones culturales y flujosdiscursivos. Creo, más bien, que nos fijamos distintos um-brales que van haciendo que las divergencias empiecen anotarse al momento de clausurar interpretaciones para po-ner fin a la desconstrucción pura. Por eso, en una reuniónprevia a la presentación de mi proyecto de investigación antela COM una de las organizaciones objetó más su título (En-tretejiendo «el pueblo mapuche»: la política cultural deorganizaciones con filosofía y liderazgo indígena) queel contenido. Según manifestaron les gustaba la idea de vercuánto trabajo hay atrás de «mantenerse unidos» pero lespreocupaba que la idea de «entretejer» fuese interpretadacomo que su pertenencia grupal es pura «invención». «No-

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sotros estamos en todo caso entretejidos de hace mucho»,me señalaron.

En otras ocasiones mientras mi abandono de conceptos como«grupo étnico» y «minoría indígena» se recibió con compla-cencia, el uso de «aboriginalidad» produjo, al menos, curiosi-dad: ¿por qué no apelar consistentemente al concepto que(políticamente) corresponde («pueblo-nación-originario»)? Enestos casos siempre me quedo con la sensación de que, aun-que se escucha y acepta, mi argumento de hacer un uso delos conceptos adecuado a los contextos —recurrir, por ejemplo,al último para referirme a su autoafirmación y al primeropara problematizar desde distintos ángulos los procesos so-ciales de construcción de la diferencia indígena— nunca sa-tisface del todo, como si la expectativa de que la producciónantropológica de conocimiento sea básicamente insumo para«su» práctica política de producción de conocimiento queda-se atravesada por el desencanto de ver que —aun sin tenerla chance, por ser «responsabilidad» que corresponde sólo alos Mapuche— el antropólogo que «colabora» ni siquiera in-tenta realmente convertirse-en/comportarse-como activistade tiempo completo; casi como si dos finalidades distintas entérminos de producción de conocimiento más que de prácti-ca política se actualizasen en y a través de dos dinámicasdistintas en términos de práctica política más que de produc-ción de conocimiento.

Por «finalidad distinta en términos de producción de conoci-miento más que de práctica política» me refiero a que, aunhabiendo acuerdos generales acerca del propósito de la últi-ma (expandir la retórica de los derechos y los márgenes deautonomía grupal para reparar injusticias y democratizar al

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conjunto de la sociedad), los activistas buscan,prevalentemente, conocer/reaprender/objetivar «la culturapropia» para (re)producir «iconos sagrados» que oficien dere-productores de contornos grupales, así como entender/reaprender/objetivar «la cultura ajena» para luchar contra lahegemonía desde adentro. Como antropóloga me interesa,ante todo, analizar los procesos de producción cultural deesos «iconos» como parte de procesos más amplios de «re-organización dialéctica» (Bhabha 1994:38) de hibridación yvariabilidad que, comprometiendo prácticas y representacio-nes, presuponen y re-crean alteridades históricas tan belige-rantes como dialógicas. Con ello busco entender varias co-sas. Primero, qué factores —y en qué términos— propiciany afectan esas reorganizaciones dialécticas. Segundo, cómose van re-elaborando sobre ellas, reflexivamente, articula-ciones sociales y de sentido que anidan y jerarquizan identi-dades y alianzas con dispares grados de inclusividad. Terce-ro, hasta qué punto y en qué aspectos esas articulacionescontribuyen a naturalizar y/o disputar los términos y los me-dios a través de los cuales una cierta matriz hegemónica dediversidad explica y actualiza desigualdades sociales. Por ellono es infrecuente que al analizar una situación yo tienda pri-mero a tratar de dar cuenta del por qué del comportamientode distintos sectores y mis interlocutores, más bien, a ponde-rar la pertinencia de los iconos y formas elegidas para esce-nificar los antagonismos32 o sus efectos políticos33.

Por «dinámica distinta en términos de práctica política másque de producción de conocimiento» me refiero a que asícomo no hay «diferencia» significativa en la reflexividad conla cual activistas y antropólogos tratan de dar cuenta del mundoy de sí mismos como sujetos de y en ese mundo sí la hay en

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lo que se refiere a una serie de cuestiones ligadas a los ám-bitos en los cuales nos desempeñamos y las responsabilida-des que en ellos nos caben y que van haciendo que nuestrasprácticas diverjan. Para una antropóloga como yo —con unainserción más académica que de gestión— el monitoreo de,y participación en, arenas donde se dirimen y negocian con-flictos y políticas en principio acontece, por propia iniciativao a requerimiento de alguna de las partes que intervienen, encalidad de «observadora» con voz más o menos autorizada.No tener ninguna relación de dependencia con las agenciasestatales que llevan adelante la política indigenista me permi-te «explotar» la calidad de «experta» para señalar acuerdosy desacuerdos acerca de «su» proceder, así como controlarsus requerimientos en lo que hace a no ofrecerles informa-ción que no creo oportuno divulgar. Mi compromiso con esasagencias se centra, sobre todo, en intervenir —si lo solicitany en la medida de mis posibilidades—, buscando identificarerrores de concepción o procedimiento o realizar sugeren-cias de alternativas que parecen más convenientes. Nadagarantiza que mis comentarios tengan la repercusión quebuscan, pero como sólo ese interés me puede, eventualmen-te, mover a acceder a sus solicitudes nada me obliga, tampo-co, a participar en actividades cuyas metas no comparto ome resultan dudosas. Respecto de agencias no gubernamen-tales o medios de comunicación interesados en mi «conoci-miento académico» puedo mantener una distancia similar enel sentido de no involucrarme si me parece inapropiado ohacerlo en los términos que yo fijo.

Con los indígenas, en cambio, el compromiso es distinto. Asícomo procuro responder a todas sus demandas de informa-ción y participación también intento no excederme en atribu-

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ciones en lo que hace a interferir. Cuando lo estimo oportunodoy opinión franca sobre cuestiones diversas, pero mido cui-dadosamente todo lo que digo. Es interesante que un «cuida-do», sin duda influido por las frecuentes veces y variadasformas como me fueron haciendo patente la soberbia propiadel wigka —que suele «meterse en todo y donde no losllaman»—, haya inscrito en mí una cierta reticencia que, aveces, desconcierta a mis interlocutores Mapuche. Así, creoque por momentos los divierte y por momentos los asombray desconcierta cuán hiper-competente me vuelvo, a veces,con la etiqueta Mapuche de «mantener distancia» social34 ocuán reacia soy a dar opiniones concluyentes en ocasionescuando me parece más adecuado empezar por recuperar yexplicar qué es lo que dicen los demás y ver los pros y con-tras de mi propia posición. Más de una vez me he encontra-do con respuestas al estilo «Claudia, vos sos la experta y laque sabe de esto. Queremos saber qué te parece a vos».

De todos modos ninguno de estos reparos me «subordina» alos objetivos de ninguna organización ni impide que siga conatención una serie de cuestiones ligadas a monitorear cómose construye hegemonía hacia adentro del grupo; «inventan»tradiciones; generan distanciamientos entre los dirigentes ysus bases; o a cómo el pragmatismo político puede llevar aconsentir con iniciativas estatales dudosas o se encabalgandiscursos indígenas que atacan al Estado por su autoritaris-mo con otros discursos sectoriales que identifican fallas parapromover su achicamiento. Puedo pensar, analizar y decirtodas estas cosas tratando de ser cuidadosa respecto de cómo,a quiénes, cuándo y a través de qué medios.

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Cuando se analizan comparativamente, entonces, loscondicionamientos a la labor antropológica que traté de irpuntualizando y los que pesan sobre los indígenas pronto sepone en evidencia hasta qué punto nuestros intentos por «des-aprender privilegios» no impiden que conservemos varios.Los indígenas, en general, y los activistas, en particular, es-tán interesados (pero a menudo también obligados) a partici-par en arenas controladas por otras agencias porque les vala vida en ello. Gran parte del tiempo se mueven en ámbitosen los cuales son otros los que marcan metas, tiempos ydiscursividades apropiadas. No es que no puedan intentarmodificarlo. Lo que quiero decir es que para ellos rehusar,por ejemplo, a participar de las pocas ocasiones en las cualesciertas agencias estatales dan cabida tiene otro costo y otrasimplicaciones35.

Ya sea cuando se decide exteriorizar un conflicto o cuando sebuscan instancias de negociación para redireccionarlo los ac-tivistas están obligados a «dar respuesta». Su responsabilidades tanto producir eventos como «dar la cara» frente a susbases y variados interlocutores. Mientras el antropólogo «ha-bla sobre» (y si quiere), el activista cultural afronta las expec-tativas de sus representados y de las agencias estatales y noestatales, quienes no sólo le exigen que «hable por» su pueblosino que le «pasan factura» si se equivoca o si interpretan queno representa de la manera apropiada36.

Bajo estas presiones el activismo cultural lleva adelante unaserie de iniciativas que exigen desde incidir en los medios decomunicación para obtener visibilidad hasta contra-proponermodificaciones a textos jurídicos que incorporen los dere-chos indígenas; desde encontrar mejores maneras de trazar

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membresías hasta efectuar propuestas para solucionar losproblemas de comunidades particulares, destrabando nego-ciaciones con agencias varias; desde idear estrategias para«recuperar» su cultura hasta trabajar alianzas con otras or-ganizaciones y pueblos indígenas del país o del extranjero;desde resolver en qué términos entramar solidaridades másamplias con sectores sociales no indígenas, pero igualmentesubalternos, hasta discutir cuál debiera ser el papel delantropólogo en estos procesos; desde determinar en qué as-pectos solicitar protección o inducir a la abstención estatalhasta hallar maneras de disputar la forma cómo la historiaoficial los coloca en un pasado eterno y les niega capacidadde agencia social y política. También deben fijar a diario po-sición respecto de temas que parecen no tan urgentes y, sinembargo, adquieren gran trascendencia, como el de ver has-ta qué punto escenificar la diferencia frente al conjunto de lasociedad envolvente para promover tolerancia no acaba re-forzando estereotipos o banalizando saberes y prácticas quelos pueblos originarios fueron reservando para sí como capi-tal cultural y simbólico clave al momento de recrear sualteridad histórica y su derecho a la diferencia. Son todasestas cosas las que luego los antropólogos «evaluamos» yanalizamos en términos de decidir si fomentan un esencialismomás paralizante que estratégico o si rigidizan/racializan per-tenencias; si se desvían de lo que las comunidades esperande sus líderes o si desarticulan o, más bien, reinscribenestándares hegemónicos de autenticidad. No digo que estetipo de diagnóstico no sea un insumo para los mismos activis-tas sino que cualquier diagnóstico que no pondere estas cir-cunstancias pecaría, al menos, de simplista. Frente a estepanorama siento, como antropóloga, que debo ir haciéndome

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cada vez más consciente de ciertos —o hábil para identifi-car nuevos— dilemas éticos. Aquí van algunos.

¿Pasa la objetividad científica por decir todo lo que uno ve entodo momento y frente a cualquier audiencia o, así comoexiste la prescripción de respetar la confidencialidad de nues-tros interlocutores, debemos pensar en callar parte de nues-tros análisis cuando tenemos sospecha fundada de que pue-den ser malinterpretados o usados? Cuando hay tanta gentepeleando porque se reconozcan sus derechos a la diferenciay de acceso a tierras y territorios ¿es oportuno regodearseen señalar faltas de correlación entre los constructos «pue-blo/cultura/territorialidad» o debemos, más bien, señalar nues-tras dudas respecto a que los «contenidos culturales» tengandueños inequívocos? Para profundizar los términos de la co-laboración entre antropólogos e interlocutores ¿cómo conci-liar el tiempo de las organizaciones —a veces extremada-mente lento para tomar decisiones y otras extremadamentevertiginoso para dar respuestas políticas— con nuestro pro-pio tiempo académico, sujeto a otros condicionamientos? Merefiero a que así como a veces necesitamos un plazo mayorpara «hacer la etnografía» que luego nos permita opinar es-tamos, a veces, tan corridos por las fechas de vencimientode proyectos de investigación o de entrega de ponencias queacabamos saltando ciertos pasos fundamentales. ¿Cuáles sonlos márgenes y ritmos a seguir para instrumentar una políticafranca de «consentimiento libre e informado» que conciliecosas como no difundir trabajos sin haber chequeado con losinteresados su aceptación de que se divulguen los análisisque se van a «divulgar»37 o no elaborar proyectos sin haberconsultado previamente si, cómo, con qué alcances y objeti-

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vos desean participar quienes serían «objeto» de nuestrasinvestigaciones?

Ya que como antropólogos estamos comprometidos con laproducción de conocimiento ¿cómo posicionarnos frente aplanteos que rechazan «por principio» la realización de cier-tas investigaciones cuando se nos pide opinión al respecto?Pienso, concretamente, en cosas que me resultan particular-mente conflictivas, como el trabajo arqueológico conenterramientos. Entiendo perfectamente las objeciones delos indígenas a que se perturbe a sus antepasados y la acti-tud de estigmatización que interpretan frente al hecho deque se estudien «sus» enterramientos más que los «nues-tros». Sin embargo, me resulta difícil renunciar a toda la in-formación que estos trabajos nos aportan en términos deconocer y entender períodos y formas de vida determina-dos38. Por último, ¿hasta qué punto acompañar y respetar lasdecisiones de la dirigencia indígena cuando nuestro análisisnos hace creer que están equivocados o siendo cooptados?A este respecto Stephen Baines (1998) presentó un casodigno de ser eje de un serio debate, sobre todo porque discu-te una situación en la cual todo conduce a que lo que serestrinja sea la posibilidad del antropólogo de trabajar. Su-pongamos que tenemos la certeza de que los indígenas hantomado la decisión de impedir nuestro trabajo influidos pormanipulaciones de agencias estatales que, por sus propiosmotivos, quieren evitar observadores críticos en la zona. Su-pongamos que hemos tenido la posibilidad de intentar defen-der nuestra posición y hacer evidente el asunto y que, aúnasí, la prohibición no se levanta. ¿Debemos aceptar, sin más,una resolución tomada por sujetos emancipados, adultos, con

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derecho de libre-determinación? ¿Debemos seguir presio-nando para modificar esa decisión?

*

Cuando dejé Argentina en 1991 para ir a estudiar a EstadosUnidos el último trabajo de campo me había dado inicios cla-ros de que algo se estaba gestando en términos organizativosentre los Mapuche. Estimulada por información circulantesobre procesos de reivindicación indígena en distintas partesde Latino América y el mundo, así como por la correspon-dencia intercambiada durante esos tres años con algunos di-rigentes y activistas (y tal vez, por qué no contemplarlo, porlo que funciona como «modas» temáticas en antropología),me fui convenciendo, aún más, de que debía embarcarme delleno en el análisis de la nueva política de identidad que esta-ba emergiendo. Con base en conocimientos previos e intui-ciones hice un diseño de investigación basado, fundamental-mente, en seguir a los activistas por los distintos contextoslocales y nacionales donde se actualizaba su práctica. Deahí la propuesta de centrarme en «proyectos de desarrollo»que se imaginan, diseñan, negocian en implementan en y através de arenas variadas con la participación de distintosagentes.

Tan pronto regresé en 1994 estaba ansiosa por contactarmecon la gente antes de «ir al campo». Cuando intenté ubicar-los me enteré que uno estaba en Ginebra, otro por salir paraGuatemala y un par en una provincia del noreste del paíspresentando un libro que la CMN había editado. Quedé sor-prendida. Por lo pronto la movilidad del activismo culturalparecía haber adquirido proporciones mucho mayores de las

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que había previsto. Así, antes de su implementación mi dise-ño de investigación ya era obsoleto porque no había formade que yo pudiera «seguir» a mis interlocutores hasta rinco-nes tan distantes de la aldea global. Empecé, además, a to-mar mayor conciencia de que algunas prácticas se estabandesterritorializando, como los análisis antropológicos de «pai-sajes étnicos globales» (Appadurai 1990, 1991), «culturasviajeras» (Clifford 1992) e «identidades emergentes»(Marcus 1992) venían sugiriendo.

Desde entonces siento que me he debatido, permanentemente,entre la fascinación y la duda. Qué maravilloso que la CMNedite un libro pero ¿cómo esta forma de comunicación «re-presenta» (en los dos sentidos) a todos esos Mapuche queson analfabetos funcionales? Qué notable que países sin in-dígenas «propios» como Holanda, Alemania o Dinamarcaapoyen económicamente la lucha, viajes y proyectos de lospueblos originarios pero ¿qué dependencia e influencias ge-neran apoyos nunca del todo desinteresados sobre la dinámi-ca que toman las reivindicaciones, cuáles reclamos prospe-ran y cuáles se abortan? Qué fantástica la multiplicación deencuentros, arenas y declaraciones que ayudan a ir fijandola agenda de —y dan fluidez a la comunicación entre— dis-tintos pueblos y organizaciones indígenas del mundo pero¿cómo el dinero y energía que se invierte en montar estosnuevos escenarios ayudará a mejorar la calidad de vida dequienes jamás salieron todavía de sus comunidades para vi-sitar, por ejemplo, la capital de su provincia?

La llamada globalización genera en nosotros, los antropólogos,una serie de preguntas que no hacen más que inscribir sospe-chas. ¿Sobre qué bases se entrama una aldea global que apa-

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rece conformada por innumerables avenidas, calles, pasajes ycallejones sin salida? ¿Cuáles son las condiciones de vida ensus distintos «barrios»? ¿Cuánto ayuda la TV por cable a uni-ficar imágenes y expectativas (no patrones) de consumo en ypara los diferentes vecindarios? ¿Qué papel cumplen en ellalos Estados? ¿Quiénes fijan las reglas de convivencia? ¿Quées lo que hace, qué significa y qué efectos produce el hechode que, a veces, parezca más accesible para los Mapucheconseguir una entrevista con el rey de España que ser recibi-dos por el Gobernador de una de las provincias donde viven?¿En qué medida la presión internacional logra modificar u ho-mogeneizar matrices de diversidad idiosincráticas de distintasformaciones nacionales? Precisamente debido a que pregun-tas tan amplias invitan a dar respuestas cuya amplitud pareceacabar reforzando las apariencias de globalización opté porusar mi experiencia etnográfica para dar algunas pistas decómo se encarnan, reflejan y refractan —es decir, qué ribetesadquieren— algunas de esas cuestiones generales en produc-ciones políticas y de conocimiento cotidianas del activismocultural Mapuche, de las agencias que lo tienen por interlocu-tor y de los antropólogos que trabajamos con y sobre él.Retomando en conjunto algunas pistas dadas y otras sobreen-tendidas re-dibujaría el panorama que sugieren en los siguien-tes términos.

Las prescripciones y provisiones de fondos del Banco Mun-dial o del BID han forzado al Estado argentino a prestaratención a sectores definidos como «poblaciones vulnera-bles» (entre los que se incluye a los pueblos indígenas) quehasta el momento —o incluso todavía ahora— no se encon-traban entre las «prioridades nacionales». A este respecto esinteresante cómo, al tiempo de comprometer recursos antes

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inexistentes, consultorías hechas por expertos extranjeros opor expertos locales según formatos pre-establecidos vanuniformando la idea acerca de qué y por qué el destinatarioes «vulnerable» en primer lugar.

Otro aspecto. Aunque no solucionó el problema la llegada deun Comité de Observadores Internacionales para visitar lazona de Pulmarí a pedido de organizaciones Mapuche moti-vó a funcionarios que hasta el momento minimizaban el asuntoa darle otra dimensión. La repercusión lograda por las reco-mendaciones y sugerencias que los parlamentarios europeosefectuaron al poder ejecutivo federal y provincial de Argen-tina se ancla no tanto en la explicitación de un estado decosas que no se conocía sino, más bien, en la forma comoesas recomendaciones iban de la mano con demandar a losdiputados y senadores del «Parlamento Europeo, Belga y delos otros países miembros de la Comunidad ... [que] esténvigilantes en sus relaciones con Argentina y el Mercosur».

Ambas ocurrencias parecen sugerir que los pueblos origina-rios han encontrado «nuevos socios»; también sugieren quesi hasta el momento los temas indígenas eran una cuestiónde política interna el Estado federal y los provinciales ya nopueden manejar el asunto a su puro arbitrio. Así como anteslos «acuerdos» interestatales se centraban en dirimir cues-tiones económicas y políticas de otro orden el respeto de ladiversidad biológica y cultural ha entrado en la agenda inter-nacional como esfera en la cual ciertos Estados pueden ejer-cer auditoría y presión sobre otros, abonando así la sensa-ción de que «la cuestión indígena» ha ingresado (de algunamanera propicia) en una nueva etapa de post-estatalidad.Sin embargo, para quienes tratan a diario de pelear espacios

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políticos y discursivos donde recrear su alteridad de unamanera más digna esto no opera así. La presión internacio-nal puede ser un reaseguro pero no transforma prácticasestatales que, aún adoptando la retórica internacional, repro-ducen estilos de tratamiento a los indígenas que vienen deantaño. Aún el asesoramiento y la ayuda social del Estado secanaliza de modos proselitistas que promueven clientelismo39;aún es muy acotada «la participación de los indígenas en lagestión de los recursos y demás intereses que los afecten»;aun se los mide con varas que respetan menos suautoidentificación que los estereotipos y preconcepciones quese tiene acerca de ellos40. El problema no sólo radica en quese intente imponer un «guión fijo» desde afuera sino, tam-bién, en la manera como los «estilos propios» de actores es-tatales locales median su puesta o no en escena.

En cuanto a la forma como la transnacionalización afectala conciencia práctica y vivida de los sujetos es legítimopreocuparse ante la eventualidad de que, uniformizando re-ferentes multifacéticos, las interpelaciones globalizadas em-pobrezcan las etnicidades. Hace mucho tiempo ya que losindígenas han hecho la advertencia de que no existen «in-dios» sino Mapuche, Sami, Kom, etc. Es bueno tener encuenta que aun en la aldea global coexisten innumerablesinterpelaciones y que, si bien es cierto que cada una buscasiempre uniformizar desde la perspectiva del interpeladorsujetos interpelados desde distintos lugares y bajo distintasformas (indígenas, poblaciones vulnerables, pobres, pueblosoriginarios, trabajadores, desocupados, ciudadanos) van en-contrando formas de re-articular rotulaciones encasillantes,de producir reorganizaciones dialécticas de sus múltiplessubjetividades41.

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Es asimismo oportuno estar atentos a la forma como el con-sumo de la diversidad a través de los medios masivos decomunicación puede favorecer su espectacularización y subanalización. Las marchas plenas de coloridas banderas in-dígenas (y no nacionales) con indumentarias típicas atraenmás prensa que una escenificación meramente discursivade reivindicaciones. Consciente de esta eventualidad elactivismo cultural busca volcarla a su favor. Es una formade lograr que se le preste atención y micrófonos para intro-ducir «su» mensaje en el sistema42. Sin embargo, de allí aque esto conlleve, necesariamente, una «conciencia obliga-toriamente discursiva e instrumentalizadora de la propiaetnicidad» hay un trecho. Primero, porque como Jakobson(1960) advirtió, la estética es un factor de significación pode-roso que inscribe connotaciones potenciales que exceden alos autores y se renuevan en y a través de diferentes recep-tores; y, segundo, porque tales escenificaciones no son loúnico que los sujetos hacen en y con sus vidas. Habiendodistintos niveles (local, regional, nacional, continental, plane-tario) y situaciones (cotidianas, rituales, políticas) de produc-ción de identidad (con diversas condiciones y característi-cas, con «iconos» particulares a cada una de ellas y otrosque atraviesan varias) nada indica que los mismossignificantes se invistan de las mismas significaciones en cadauno de esos niveles y situaciones. Así, la banalización queparece propia de imágenes mediáticas que se fijan más en labandera mapuche que en los carteles con consignas desple-gados en las marchas o en la misma gente que los lleva ad-quiere otros contornos cuando se repara en el trabajo deproducción cultural que da vida a esos iconos o en lasresignificaciones que les va imponiendo su uso en distintos

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contextos y por distintos actores que los reapropian o no enfunción de trayectorias particulares.

No puedo menos que enfatizar este dinamismo de la praxissocial luego de haber visto cómo se ha ido extendiendo yreformulando el significado del wiñoy xipantu («año nuevoMapuche»), icono que en 1991 sólo evocaba un saber difu-so, difícil de precisar (Briones 2003), y a partir de 1993 seconvierte en celebración ritual incorporada por comunidadesque hasta habían dejado de realizar otros ritos. No puedomenos que enfatizar ese dinamismo luego de haber presen-ciado cómo propuestas que en su momento parecían excesi-vamente demandantes o extemporáneas —por ejemplo, lade que en parlamentos políticos donde había muchos Mapuchemonolingües en castellano se hablase sólo en mapudugun—han ido haciendo que hablantes con dispar competencia lin-güística o bien retomen el uso o bien empiecen a incorporarcreativamente a su cotidianeidad expresiones de una lenguaque sentían casi en desaparición. No puedo menos que enfa-tizar la plasticidad de los sujetos sociales cuando veo cómoancianas que hasta el momento nunca se habían llamado asíempezaron a asumir con orgullo el título de pilláñ kushe y aredimensionar desde este rótulo infinidad de prácticas quevenían realizando.

Frente a estas reapropiaciones que, a pesar de mi escepti-cismo inicial, se fueron dando frente a mis propios ojos diríaque el problema no radica tanto en que la compresión temporo-espacial ligada a la transnacionalización se traduzca en acha-tamiento cultural. Además de existir infinidad de mensajesque discurren por otros canales y circuitos siempre va a ha-ber lecturas posicionadas de los mensajes que tienden a

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masificarse, lecturas que irán manteniendo esa permanentey longeva tensión entre hibridación y variabilidad43. El asuntoestá en otra parte: por un lado, en cuál es la capacidad realque tienen esas producciones culturales para articular gru-pos que peleen y generen espacios desde donde transformarasimetrías; por el otro, en cómo se vayan resolviendo lasdiscontinuidades inherentes a la representación —en tantodarstellung y vertretung— y las inevitables distancias en-tre la dirigencia y sus bases. En ambos aspectos las alteridadeshistóricas encuentran un desafío importante. A este últimorespecto diría que, así como es obvio que los activistas ma-nejan un estilo discursivo que no se superpone, exactamente,al de su grupo de referencia, también lo es que ni los prime-ros usan para su cotidianeidad el mismo registro discursivoque usan en actos públicos ni todas sus propuestas son reco-gidas por sus «representados»; éstos y sus perspectivasemergen en la reapropiación que hacen de ciertos íconos yno de otros, en el monitoreo de cómo sus pu werken («men-sajeros») hacen de poleas bidireccionales de transmisión, encada «reto» ante errores cometidos. La posibilidad de noreconocerles representatividad opera como mecanismo im-portante para forzarlos a que el liderazgo moral e intelectualque procuran establecer y las coordenadas de autodefiniciónque intentan fijar se planteen por consenso; esta dinámica nosólo pone a prueba al activismo indígena sino a buena partede las formas que toma la organización política de cualquiercolectivo social.

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DE ANTROPÓLOGOSY GALLINEROS

Si tuviera que hacer un balance de lo presentado empe-zaría por reconocer dos cosas. Primero, laglobalización —como proceso y como «dato de la rea-

lidad» que, interpretado socialmente, recrea imaginarios—nos ha afectado a todos. Segundo, lo ha hecho y hace dedistintos modos. Sobre esta base no sólo cabría explicar larealidad de distintos países y sus diversificadas poblaciones,sino también nuestro lugar como intelectuales.

En cuanto a lo primero hay dos cosas que la globalizaciónno ha cambiado. La distribución de palos en el gallineroglobal sigue todavía vinculada a quién tiene las armas ymayor poderío económico directo o poder para negociarcon multinacionales. Al interior de los distintos países elreparto de posiciones en gallineros locales sigue patroneshomólogos al anterior, resistentes a ser transformados, in-cluso por las producciones culturales subalternas más di-námicas. Ambas cosas combinadas aconsejan un abordajebifocal que pueda prestar atención a las urgencias, ritmos y«prioridades» que se tienden a fijar desde los primeros es-cenarios y la forma como eso se procesa en y por Estados-nación cuyas formaciones metaculturales de la diversidaddeben ser analizadas en sus particularidades para entender,

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por ejemplo, por qué —a pesar de los reconocimientos in-ternacionales— la cuota de autonomía lograda por los Samidifiere tanto de la que tienen los Mapuche.

En cuanto a lo segundo Hale (1997:583-584) sostuvo quelos rumbos tomados por la política cultural de la diferenciahan promovido una crisis entre los intelectuales que reper-cute de manera diferente entre estadounidenseslatinoamericanistas y latinoamericanos. Habiendo dejado deencontrar en su trabajo de campo sujetos dóciles y coope-rativos los primeros han pasado a preocuparse, sobre todo,por «la autoridad etnográfica». Privados de poderreclamarse agentes de un «trabajo de campo en casa» convínculos orgánicos inequívocos con un campo nacional ypopular unificado los últimos no sólo se habrían desencan-tado de las explicaciones totalizantes sino del proyecto deverse o de pretender constituirse como vanguardia de opo-sición de un sujeto nítido. Sin embargo, no todas son malasnoticias. Hale cree que si para ambos el riesgo ante la cri-sis es caer en la auto-referencialidad la esperanza residiríaen multiplicar los campos del trabajo académico y elactivismo en distintos campos para producir etnografías quearrojen luz sobre los problemas teóricos y prácticos a en-frentar.

Simpatizo en dos puntos con este planteamiento pero medistanciaría en otro. Los fundamentos de nuestras respecti-vas academias nos han llevado a dar distinto peso explicati-vo a la economía política, a tener ideas distintas acerca de lo«popular» y —como señaló Alcida Ramos (1992)— a gestarformas de concebir el compromiso que redundaron en prác-ticas diferentes de colaboración con nuestros interlocutores

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para democratizar los espacios sociales compartidos. Acuerdotambién con que, de persona a persona, es posible lograrempatía y acordar en distintos puntos con colegas de paísescentrales. Así como intereses y preocupaciones semejantescrean cercanía en términos de perspectivas políticas ampliasla posibilidad de entablar un diálogo intercultural seduce, puesa menudo nos alerta de las cegueras selectivas que cada unotiene por venir de donde proviene.

En términos colectivos, sin embargo, la distribución de pa-los en el gallinero antropológico también ha seguido algu-nas reglas. Hale reconoce esto, pero no sé si soy tan opti-mista como él respecto de que el acceso a las tarimas des-de donde debatir ideas con pretensión de orientar la discu-sión y fijar agendas sea hoy menos asimétrico. En el cam-po intelectual, como en otros, también hay distintas formasde exclusión y, por ende, niveles de producción de identidadque nos mueven a fijar distintas «lealtades». Aquí es dondeimporta empezar a discutir dos cosas. Primero, cómo estaasimetría académica se nos ha ido inscribiendo a modo dehabitus que nos lleva más a consumir teorías centrales quea disputarlas de par a par; o, usando una metáfora futbolera,a jugar desde el fondo y, con suerte, al contra-ataque; y,segundo, cómo nuestros respectivos países latinoamerica-nos —que son, por diversas razones, más afines— han idoresolviendo la tensión entre mezcla y segregación, cómohan ido forjando un ordenamiento socio-territorial de la po-blación (según líneas raciales y/o étnicas, de clase, de gé-nero) que ha propiciado dinámicas hegemónicas de tole-rancia del disenso y la diversidad.

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Como llevamos la historia de ese ordenamiento a cuestas—y estamos en medio de un reordenamiento neoliberal cu-yos alcances y efectos son aún difíciles de evaluar— no séhasta qué punto estoy en condiciones de elaborar plena-mente cómo el fracaso de las utopías de la década de 1970que mencionó Hale repercute en mi trabajo de campo enArgentina. Mi percepción del antes y el ahora está plagadade ambigüedades emotivas y cognitivas. Respecto de esosaños sé que tuve que crecer en una formación nacionalque venía jugando un juego de disociación: apelar, por unlado, a un modelo de Estado de bienestar que instalaba comonorte «la cuestión social» y, por el otro, generar, si hacíafalta, terrorismo de Estado para mantenerla a raya. Res-pecto del ahora parecemos estar jugando otro juego que,poblado por fantasmas de ese pasado, resulta, por momen-tos, igualmente discordante: guardar las formas democráti-cas amplificando la retórica en pro de pluralismos de distin-to tipo sin replantear seriamente cuán vivible es una convi-vencia que, al no conducir a mayor equidad, fomenta laexclusión y premia con impunidad diversas formas de co-rrupción en vez de reforzar sus parámetros de justicia. Mitrabajo de campo está irremediablemente apresado en esterecorrido que ha logrado producir en mí mucho escepticis-mo frente a comunalizaciones en términos de nación, perono falta de compromiso (al menos todavía).

Por tanto, la posibilidad que tengo de pensar una agendaantropológica a partir de dilemas latinoamericanos empiezapor plantarme en un país que, aunque intente disimularlo, harenegado (y aún reniega) de la diferencia, reconvirtiéndolaen términos de oposiciones político partidarias, un país atra-vesado por una ideología de blanqueamiento que aún niega,

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recrea y sataniza selectivamente pertenencias desde un idea-rio absorbente de nacionalidad. Por ello me preocupa menosdiscutir si mis explicaciones no aspiran ya a ser totalizantesque explicar esas totalizaciones. Además, el campo social esmucho más fragmentado de lo que se suponía; esas «suposi-ciones» generaron materialidades y reorganizaciones de dis-tinto tipo. Nada nos excusa, por ende, de no prestar atencióny apoyo a re-articulaciones emergentes que hoy están tra-tando de imaginar las maneras de hacerlo unificable sin con-vertirlo en homogéneo.

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NOTAS

1 Las ciencias sociales han capitalizado, tardíamente, lasadvertencias de autores como Gramsci (1992), quieneshan puesto de relieve la compleja operación del Estadoy la construcción de hegemonía y han destacado cuánfundamental y estratégico es el campo de la cultura paraestablecer consenso en ese marco (Ortner 1984;Williams 1990; Foster 1991; Briones 1995).

2 Aportes señeros en esta dirección se encuentran y/osumarizan en Abrams (1988), Althusser (1971), Balibar(1991), Corrigan y Sayer (1985), Foster (1991), Foucault(1991), Hall (1984, 1985) Laclau y Mouffe (1990),Mitchell (1991), Mouffe (1987, 1988), Poggi (1978) ySkocpol (1985).

3 En Argentina hay muchos pwelche, «gente del este»(Mapuche de Argentina), que, como veremos, sonantropólogos más por oficio que por haber transitado elsistema de educación formal. Por razones de experienciay brevedad —y aun cuando ello no sea así entre los guluche,«gente del oeste» (Mapuche de Chile)— los lectores de

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este trabajo pueden dar por supuesto que quienes aquí sepresentan como «antropólogos» son «no indígenas».

4 Mis reflexiones se centran en lo que Pratt (1987) defi-nió como «zonas de contacto», donde la recreación yexplicación de la variabilidad con base en «diferencias»étnicas y/o raciales es componente y emergente cen-tral, pues me preocupan, sobre todo, construcciones suigeneris de aboriginalidad (Briones 1998) al interior dedistintas formaciones nacionales; sin embargo, creo quehay distintos niveles de construcción de hegemonía o,dicho de otro modo, que todo proceso de formación degrupo (cualquiera sea su orden) depende de generar con-senso y consentimiento para estrechar filas y escenifi-car contornos grupales. En tal sentido las luchas porfijar las coordenadas de autodefinición operan tanto en-tre como hacia dentro de grupos con distinta compleji-dad (grado de diferenciación interna y especializaciónde los componentes del sistema) y pretensiones dispa-res de inclusividad. El entramado de la «humanidad», dela «hermandad latinoamericana», del «pueblo argenti-no» o del «pueblo mapuche» compromete escalas, fun-ciones, instituciones, agencias sociales y mecanismosde coacción diversos. Esos entramados comparten undesafío común a toda «comunidad imaginada»(Anderson 1990) o a todo proceso de comunalización(Brow 1990): producir una cierta unidad moral e inte-lectual que logre dar expresión más o menos unitaria yunificadora a experiencias grupales multifacéticas e his-tóricamente cambiantes. En medida significativa ello selogra promoviendo un sentido de pertenencia que logre

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primordializar cierto tipo de relaciones para que se vi-van como poseyendo una inevitabilidad original y «natu-ral». Las observaciones que siguen pueden ofrecer pis-tas para analizar procesos de comunalización (sensuBrow 1990) que entraman sentidos de pertenencia ydevenir en diferentes términos y dan cabida dispar alreconocimiento de variabilidad interna pero no renun-cian a combinar aspectos cognitivos y emotivos paragenerar y movilizar sentimientos de solidaridad y lacreencia en una identidad compartida.

5 Esta formulación es influida por Voloshinov (1986) yWilliams (1990) e interesada en lo que Silverstein y Urban(1996) definieron como luchas metadiscursivas en tantotiende a anclar la explicación de procesos de produc-ción y disputa de sentido en el flujo social del discurso,aunque esos procesos pueden ser leídos bajo otras cla-ves y con otros énfasis. La dinámica a la cual apuntoestá contenida en lo que Gramsci (1992) definió comodesplazamientos dentro del continuum de pensamientoque articula y diferencia sentido común, ideología y filo-sofía, o en lo que Bourdieu (1991) conceptualizó comomovimiento por el cual la ortodoxia deviene heterodoxiacon aspiraciones de convertirse en nueva ortodoxia y, ala larga, en doxa. Lo que trato de incorporar explícita-mente, pues no está siempre presente en estos autores,es ese sentido más radical de la variabilidad que aportala experiencia antropológica de trabajo en «zonas decontacto», situaciones en las cuales está en permanentejaque el presupuesto de identidad común a los compo-nentes de la arena en la cual se reinscriben las disputasy producciones de sentido.

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6 En el contexto estadounidense esas prácticas van des-de políticas de «empleo igualitario» hasta la modifica-ción de eventos, lugares y estilos de conmemoraciónpública; desde la fijación de cupos educativos hasta laexigencia curricular de que, independientemente de lacarrera elegida, los alumnos universitarios cursen mate-rias que los introduzcan tanto en el «canon» como en lavariabilidad de su sociedad.

7 «Oreo» funciona en Estados Unidos como insulto fre-cuente entre afro-americanos que adhieren a políticasde la diferencia divergentes. El nombre de esta galletase utiliza para denostar a quienes se acusa de ser comoella: negros por fuera pero blancos por dentro.

8 Algunas pistas de exploración a este respecto deberíantomar en cuenta que, respecto de los euro-americanosy a pesar de la etnización explícita de los WASPs (WhiteAnglo-Saxon Protestants: Blancos Anglo-Sajones Pro-testantes), éstos siguen operando como centro simbóli-co. Todos los otros «euro» —cuya conservación del guión(italo-americanos, polaco-americanos, etc.) indica queson extranjeros nacionalizados— se siguen ubicando arelativa distancia de ese centro, aunque variable segúnla minoría, porque su posibilidad situacional deinvisibilización tras el patrón anglo de conformidad pa-rece mayor que la de las otras categorías. En torno aestos grupos Gans (1979) acuñó su concepto de«etnicidad simbólica». En lo que a las otras categoríasse refiere sus posibilidades de invisibilización distan deser parejas, pues dependen de una rara alquimia entreracialización y etnización que crea paradojas entre y

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dentro de cada categoría. Por ejemplo, los pakistaníes ehindúes no encuentran una clara ubicación en el pentá-gono porque lo «asiático-americano» tiende a agrupar aquienes provienen del Lejano Oriente. Por cierto, no esuna cuestión geográfica la que aquí opera ya que esa«lejanía» apunta, más bien, al sentido racializado de te-ner ojos oblicuos. La marcación de lo hispano y de loafro-americano entrama colectivos generalizadores que,presuponiendo una significativa homogeneidad, disimu-lan su variabilidad interna. Sin embargo, la historia y eltipo de alteridad que cada uno de esos colectivos inscri-be hacen que el primer caso suponga un quantum dediferencia cultural más irritante para el centro simbólicoque la que se asocia al segundo, más abiertamenteracializada. La diferencia hispana,. articulada en tornoa la estigmatización de «ilegales» que entran por y es-tán en todas partes, se vive como desterritorializada (almenos en el imaginario; faltan para ella equivalentes comoHarlem, Little Italy o Chinatown) y capaz de un creci-miento exponencial que generan distintas acciones, po-líticas y movimientos para abortarla, como las campa-ñas de «English First». De los americanos nativos seespera, por el contrario, que den muestras de y ejerci-ten su particularidad como Sioux, Navahos o Iroqueses;en este caso las identidades genéricas son desestima-das porque se asocian con pérdida cultural y falta deautenticidad (Clifford 1988).

9 Los esfuerzos estatales de asimilación y/o negación dela diferencias promovidos por regímenes conservado-res más comprometidos con la «modernización» cultu-ral que con la económica y por regímenes populistasmás obsesionados por el desarrollo que por el progreso

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se han basado en la incorporación de las clases trabaja-doras a los nuevos bloques hegemónicos. Por otro lado,los intentos antisistémicos de oposición insurgente quetoman por contradictor principal al imperialismo y a sussocios locales han buscado generalizar «la lucha nacio-nal y popular» para revertir la explotación capitalista, ladominación política y la marginación social.

10 Considero «organizaciones con filosofía y liderazgo indíge-na» aquellas que hacen del reconocimiento eimplementación de los derechos de los Pueblos Originariosel eje de su propuesta; son asociaciones políticas de indíge-nas, para indígenas y por indígenas que —a diferencia deotro tipo de agrupaciones que también pueden reclamar subase política, o parte de ella, como indígena—sobreimprimen reivindicaciones sociales, económicas ypolíticas generales con demandas «étnicas» dominantes.

11 Más adelante definiré qué entiendo por activismo cultu-ral y a quiénes considero activistas indígenas.

12 Agradezco a Morita Carrasco el haberme hecho repa-rar en esta paradoja a partir de su amplia experienciaen reuniones interétnicas de diversa índole.

13 Enfatizo idealmente porque no todas las formacionesnacionales se muestran igualmente predispuestas a usarlo jurídico como vara, vía y lenguaje equitativo para tipi-ficar/canalizar demandas o reparar injusticias.

14 La resolución solicita la explicitación de «nombre y ubi-cación geográfica de la comunidad, reseña que acredite

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su origen étnico-cultural e histórico, con presentaciónde la documentación disponible; descripción de sus pau-tas de organización y de los mecanismos de designacióny remoción de sus autoridades; nómina de los integran-tes con grado de parentesco, mecanismos de integra-ción y exclusión de sus miembros».

15 Ver nota 32.

16 Ver nota 33.

17 Las operaciones simbólicas de reconversión de las dife-rencias han sido más complejas. Este no es el lugar paradesarrollar la genealogía y el papel jugado en Argentinapor el concepto de blanqueamiento en la imaginación dela nación-como-Estado desde el siglo XIX; sin embar-go, adelantaría como hipótesis que los indígenas nuncatuvieron acceso directo al crisol de razas. Al menos lasvoces preponderantes de la generación de 1880 pare-cían anticipar, más bien, que eventualmente llegarían aél convertidos ya en «criollos» por efecto de un procesode re-educación o por una mezcla igualmente «civiliza-dora» con contingentes locales ya «nacionalizados», frutode la mezcla colonial de españoles e indígenas (ver al-gunos indicadores en Briones y Lenton 1997).

18 Agradezco a Ricardo Abduca un comentario que meinvitó a prestar atención a este punto y me llevó a em-pezar a mapear «recurrencias» en esta dirección.

19 Siendo un rótulo no sólo polisémico sino aplicado a refe-rentes sociológicos variados distintos sectores exclui-dos se han asumido como «cabecitas-negra» para re-

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sistir la exclusión y pelear distintas batallas. Sería impo-sible, sin embargo, intentar esbozar aquí algunasreapropiaciones contrahegemónicas del término.

20 Ver, por ejemplo, en GELIND (1999) los términos enlos cuales un texto legal «progresista» como la Resolu-ción 4811 construye la diferencia indígena en relacióncon las ideas de nacionalidad argentina.

21 Distintos factores fueron influyendo en la forma que haido tomando mi relación de trabajo antropólogico con elactivismo Mapuche. Primero, empecé a trabajar en lazona cuando no existían organizaciones con filosofía yliderazgo indígena tal como empezaron a insinuarse apartir de mediados de la década de 1980 y consolidarsedesde los 1990, cuando se comenzó a advertir una con-fluencia de organizaciones que llevaría a la conforma-ción en 1992 de una coordinación de organizaciones confilosofía y liderazgo Mapuche interesada en re-presen-tar todo el «Pueblo-Nación Originario Mapuche» del país.Segundo, ni bien advertí que actividades políticasnovedosas y más comprensivas empezaban a tener lu-gar entablé contacto con quienes se convertirían en re-ferentes indiscutidos del activismo cultural Mapuche.Cada vez que viajaba a la región los visitaba «simple-mente para conversar», intercambiar información y de-jar copia de lo que había escrito. Algunos me contarondespués que tenían información sobre mí como uno deesas wigka respetuosa de los modos Mapuche, obvia-mente aportada por los Mapuche de las comunidades

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que me conocían. Tercero, siguiendo el consejo de loslíderes de la comunidad en la cual más he trabajado ha-bía guardado cierta distancia tanto de la Dirección deAsuntos Indígenas (DAI) provincial como de la Confe-deración Mapuche Neuquina (CMN), organización quedesde 1971 representa a las agrupaciones ruralesMapuche del Neuquén. Ambas agencias —la primeragubernativa y la segunda de base, pero muy comprome-tida en el momento con el partido gobernante— servían,me dijeron, para nada excepto para hacer pura politi-quería. Como honré la recomendación de evitar divul-gar información que podría ser usada para dañar a lascomunidades no podía ser vista como cómplice de orga-nismos y organizaciones fuertemente resistidas por losactivistas culturales. Por último, circunstancias en sumomento imprevisibles hicieron que los miembros de lacomunidad con la cual he mantenido un vínculo mássostenido se convirtieran en figuras prominentes, tantode facción de la CMN, que mantendría su estrategia dealianza con el partido local gobernante, como del nuevosector que iba a asumir la conducción de la CMN en1990. En esta fecha una nueva generación de líderes decomunidad y activistas urbanos accedieron a la direc-ción de la organización con el proyecto de rearticularorganizativamente al Pueblo Nación Mapuche con baseen la defensa de los derechos indígenas al territorio, laautonomía y la gestión de sus recursos. En todo casoconocía muy de cerca a algunos integrantes de las dosfacciones enfrentadas pues había sido «alojada» por susfamilias más de una vez. A causa de estos vínculos pre-vios de amistad ninguno interpretó, inicialmente, como

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«traición» o «espionaje» que siguiera «visitando» y con-versando con «la otra parte».

22 En esta dirección otra singular «revelación» me llevótempranamente a revisar mis convicciones acerca deltrabajo de campo y sobre cómo evaluar lo que la genteme había dicho años atrás. Recién en 1984, luego decuatro años de recibirme en sus casas año tras año como«visita», de alimentarme, de contarme sobre los anti-guos, de compartir conmigo su cotidianeidad, de res-ponder a mis frecuentemente «estúpidas» preguntas, al-gunos de mis anfitriones más queridos admitieron casijocosamente que luego de nuestra visita inicial habíanpensado que «ustedes» (el profesor y los cuatro estu-diantes que participamos de un primer trabajo de campoen 1980) eran subversivos.

Por cierto, no es casual que una sospecha activada du-rante el «Proceso» —dictadura militar que, como nin-guna otra, logró imponer entre los habitantes un estadode desconfianza generalizada, especialmente respectode la gente joven— se «confesara» en un período yademocrático. En todo caso ambas cuestiones instalaronen mí dudas punzantes: ¿Sobre qué bases se establecíauna relación de trabajo antropológico que creíamos yasólido si llevó tanto tiempo «sincerar» desconfianzas ini-ciales? Si así nos identificaron, ¿hasta qué punto las con-diciones políticas del momento interfirieron lo que nues-tros interlocutores presentaron durante ese tiempo como«conocimiento que puede interesar a los antropólogos»?

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¿Cómo re-interpretar lo dicho y hecho por la gente conbase en una pista que re-contextualizaba el decir y lodicho previamente?

23 Las sospechas y la reticencia no son gratuitas, espe-cialmente en un país que no tiene ni legislación específi-ca ni control institucional sobre las investigaciones so-ciales con personas, en un país donde la autonomía indí-gena ha sido constantemente avasallada. En semejantemarco la posibilidad de los indígenas de negociar la agen-da académica de los investigadores ha dependido de laética personal de cada uno de ellos o de la capacidad delos primeros para «desalentar» el interés de los exper-tos por trabajar con ellos o «controlar» su intromisión.Interpretaría en este último sentido las varias ocasionesen que «no lo escuché nunca», «no sé» o «no me acuer-do» oficiaron de amables respuestas a preguntas quizásantropológicamente pertinentes pero intrusivas.

24 Al volver de Estados Unidos e influida por los procedi-mientos propios de ese país pedí una audiencia formal ala Coordinación de Organizaciones Mapuche (COM)para presentar mi nuevo proyecto de investigación y so-licitar/obtener su aprobación. No estaban presentes re-presentantes de todas las organizaciones que la confor-maban pero sí la nueva comisión directiva de la CMNque, integrada mayormente por pu logko («caciques»de las comunidades rurales), oficiaba de punto de refe-rencia para las restantes. Estos se mostraron complaci-dos con mi iniciativa de discutir con ellos los propósitosde un nuevo proyecto que, por otra parte, los incluíaespecialmente, al estar centrado en la política cultural

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de sus organizaciones. Como la mayoría me conocíadirecta o indirectamente por los comentarios hechos apuertas cerradas antes de la presentación prometierondarme una respuesta tan pronto lo conversaran entreellos y con miembros de organizaciones ausentes. Mien-tras tanto tenía «permiso» para seguir trabajando dondey como lo había hecho hasta el momento, esto es, enciertas comunidades. Lo interesante es que, casi finali-zada ya la reunión y luego de expresar también su reco-nocimiento por mi actitud, un activista que, incluso, ha-bía intercedido para que mi presentación entrara en «elorden del día» de este encuentro agregó: «Decínos,Claudia, ¿qué pasa si no aprobamos tu investigación?La vas a hacer igual, ¿no es cierto?»

Descolocada tanto por la pregunta como por el hechode que proviniera de quien provenía los segundos queme tomé para decidir y responder fueron eternos. Pen-sé inmediatamente en el compromiso con las agenciasque estaban patrocinando el trabajo de campo y medio vértigo. Tratando, empero, de ser lo más sinceraposible con los Mapuche y conmigo misma contestéque no realizaría ese proyecto particular en la formaen que estaba propuesto, pero que tampoco abando-naría un trabajo de tantos años. En todo caso, contra-propondría volver a conversar para conocer las razo-nes del rechazo y fijar qué tipo de investigación sí po-día ser realizada. La respuesta fue inmediata: «Estábien. Sabemos eso [¿que no abandonaría el trabajo detantos años?, ¿que seguiría insistiendo?] y preferimosque lo hagas vos [¿antes que otro?]. Mejor seguimostrabajando juntos. Pero, ¿ves?, de una manera u otra

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nosotros siempre tenemos que ceder». A la distanciaveo claro que la decisión de aceptarme ya había sidotomada antes de las tres horas que duró mi breve pre-sentación y la prolongada charla que vino después,menos para dirimir la aceptación que para combinar yguiar el cómo seguir «trabajando juntos». Es intere-sante reparar cómo se refijó el piso conversacional alhacer patente, al final del encuentro, lo que constituyeuna asimetría de base que nunca desaparece por com-pleto. Como parte de los arreglos que fuimos realizan-do he aceptado trabajar sólo con material público, nograbar ciertas entrevistas (la mayoría) ni registrar lashistorias de vida de los activistas. También he sido cui-dadosa en no «hablar por» si no «hablar sobre» losMapuche, procurando que ellos también fueran invita-dos a hablar en los paneles donde se me convocabacomo experta. Además de mandarles mis trabajos elcapítulo de un libro dirigido a audiencias más amplias ycon claros propósitos de difusión masiva ha sido «corre-gido» por algunos activistas antes de la edición. Sinembargo, sigo teniendo un privilegio que ellos no tienen,pues es cierto que hubiera podido no dejar de estudiarsus reivindicaciones y reclamos.

25 Como muchos activistas han nacido y han sido criadosen las ciudades y/o en contextos donde el mapuzugun(«lengua de la gente de la tierra») está en retroceso,hemos quedado más de una vez del lado de los que ape-nas entienden a quienes están hablando «en lengua»,mostrándonos activa e igualmente interesados en apre-hender de los ancianos formas alternativas de interpre-tar y operar sobre el mundo. Esto ha hecho, incluso,

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que, algunas veces y contra todas mis predicciones, mitrabajo etnográfico más clásico sobre prácticas rituales,géneros discursivos y patrones de simbolizaciónculturalmente «específicos» suscitara en algunos acti-vistas más interés que análisis contextuados de proce-sos de identidad y relaciones interétnicas que a mí meparecían más «naturalmente» afines a sus preocupacio-nes.

26 Esta permanente vigilancia y escenificación del límiteha llegado, en ciertos casos, a tomar formas curiosas.Por ejemplo, ni bien nos conocimos dos activistas muje-res me explicaron que ellas trataban de «usted» a laspersonas respecto de las cuales la forma mapuche indi-caba que debía mantenerse y ponerse en evidencia unarelación de respeto. Desde entonces así nos seguimostratando, aun cuando hemos compartido situaciones debastante intimidad y, cada tanto, en los intercambiosconcretos, alguna forma de «voseo» se nos acaba esca-pando a todas por igual. Aunque en el proceso se ha idotransformando el acuerdo metadiscursivo en el cual sefue basando esta práctica —señalamiento de distanciaal principio, expresión de mutua estima y afecto des-pués— es interesante cómo un trato deferente que de-biera haber caído hace mucho (como lo ha hecho entantos otros casos) reinscribe la huella de esa re-pre-sentación inicial del límite.

27 A este respecto siempre me ha resultado sorprendentela recurrencia con la cual algunos de mis estudiantes,«futuros antropólogos», quedan desconcertados o sos-pechosos de la aboriginalidad de los activistas indígenasque, eventualmente, invito para que presenten en clase

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sus perspectivas acerca de cuestiones ligadas a la rea-lidad indígena contemporánea —tema estrechamente vin-culado a la materia que enseño. Sorprende especialmentea los primeros la soltura con la cual los últimos comuni-can un «discurso obviamente político», hecho que loshace indudablemente menos «indígenas» a los ojos delsentido común.

28 Pienso, por ejemplo, en afirmaciones que, tomando a lacomunidad imaginada más amplia como objeto de pre-dicación, ponen de manifiesto y en jaque la auto-imagende muchos connacionales preocupados por un siempreevanescente «ser nacional». Así, en un documento la«nación» se caracteriza como «... una sociedad unifica-dora de identidad ... [que] encierra una contradicciónlatente: el argentino no tiene definición de identidad na-cional ... Argentina ha copiado algo de cada lugar y hamezclado incoherentemente ... una sociedad que per-manece sin definir sus raíces identificatorias» (Taiñ KiñeGetuam 1995).

29 Recuerdo una ocasión cuando, para capturar la aten-ción de los distraídos participantes a una «convivencia»—como los miembros de una de las organizaciones lla-man a encuentros destinados a cambiar información,acordar iniciativas y, de paso, reforzar vínculos de amis-tad entre militantes (por definición, siempre Mapuche),adherentes (indígenas o no indígenas) y colaboradores(por lo general, título dado a personas wigka cuyo altogrado de compromiso con «la causa Mapuche» se pre-supone y destaca)—, dos activistas que participan acti-vamente en (y promueven) la realización de celebracio-nes rituales en las comunidades se pusieron en la región

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posterior de la «situación» y empezaron jocosos a im-provisar un paso de baile sin moverse de su sitio y amurmurar en voz alta para ser escuchados por todos:«vamos a empezar con el lento y pesado estiloMapuche [de movimiento ritual] a ver si la gente dejade comer y beber y seguimos con la reunión» (las cursi-vas son mías).

30 En los momentos de descanso de una actividad ritualrecientemente «recuperada» por un par de agrupacio-nes neuquinas —la celebración del wiñoy xipantu («añonuevo Mapuche»)— un integrante de la comunidadanfitriona, antiguo activista de la CMN, me comentóacerca de las dificultades para emprender la conmemo-ración en una comunidad como ésta que no celebra desdehace tiempo otros rituales más extendidos como el ftagillipun («rogativa grande»). Identificó, de paso, erro-res de procedimiento en los cuales había incurrido lapilláñ kushe, «anciana pilláñ (uno de los roles identifi-cados como formando el cuerpo de «autoridades origi-narias»; título con el cual hoy se reconoce a «mujeressabias» que conducen el ritual y ofician de «líderes filo-sóficas y religiosas del pueblo Mapuche») que conducíael evento. Ello nos llevó a hablar de la anciana que ha-bía desempeñado el rol el año anterior; en ese momentomi interlocutor aprovechó para señalar: «No vino por-que se rompió el brazo... ¿Sabés dónde se lo rompió? Ala salida de un templo evangélico ... Así son nuestraspilláñ kushe».

31 A este respecto resulta interesante que algunos activis-tas urbanos expliciten cuánto les cuesta ganar la con-

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fianza de la gente de las comunidades que no conocíanpreviamente o cuán a menudo son probados en su com-promiso y confiabilidad; estas dos quejas son casi pro-pias de antropólogos.

32 En agosto de 1998 los pueblos Mapuche y Kolla realiza-ron una marcha conjunta por el microcentro de BuenosAires para protestar por la construcción de grandes obrasde explotación de hidrocarburos en tierras reclamadaspor comunidades indígenas de Neuquén y Salta. Haciael final de una marcha un activista Mapuche llegadoespecialmente de Neuquén estaba visiblemente moles-to por dos cosas. Primero, luego de manifestar frente alas oficinas de YPF, Energas y Techint (empresas res-ponsables) los dirigentes Kolla eligieron concluir el actoen el monumento que honra a los soldados muertos enMalvinas. Su argumento era que en esa guerra tambiénhabían fallecido hermanos de su pueblo. Ello demostra-ría hasta qué punto los Kolla son argentinos, a pesar delas acusaciones de separatismo que han empezado apesar sobre ellos. Simultáneamente, una columna for-mada mayormente por villeros, ocupantes ilegales, des-ocupados e inquilinos (integrantes de la subcomisión Tie-rra, Vivienda y Habitat de la Central de los Trabajado-res Argentinos, confederación de sindicatos nooficialistas) rompió su silencio; si hasta el momento ha-bía mayormente acompañado con su presencia y el re-doble de bombos y tamboriles, empezó a dar vivas a lapatria, a los pueblos indígenas y al dirigente Mapucheque, residiendo en Buenos Aires, forma parte de la sub-comisión. Pudiendo anticipar las razones del enojo delactivista neuquino verbalicé explicaciones que había ido

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elaborando en el último tramo de la marcha sobre lasactitudes de los sectores que la componían. En verdadla solidaridad y disciplina de los compañeros no indíge-nas había sido encomiable. Teniendo tantas razones «pro-pias» para protestar habían reprimido consignas secto-riales y formulaban sobre el final las que, desde unapertenencia étnicamente desmarcada a la nación, pare-cían más apropiadas al entorno (un monumento patrio)y a la situación (indígenas pidiendo respeto por su diver-sidad). En cuanto a los Kolla (a su propuesta de home-naje y uso de banderas argentinas que jamás aparece-rían en manifestaciones sólo planificadas por organiza-ciones con filosofía y liderazgo Mapuche) las presionesrecibidas en su provincia de origen —racista yestratificada como pocas otras del país— fueron y sonmuy fuertes. Atendiendo a las acusaciones coyuntura-les y a una historia sostenida de negación de laaboriginalidad Kolla —desde temprano rotulados comocampesinos por contraposición a los indígenas chaqueñosdel este de la provincia— sus identificaciones en térmi-nos de argentinidad eran comprensibles. Mi interlocutorrespondió, más o menos, en los siguientes términos: «No,Claudia. Así no es. Es una cuestión de conducción polí-tica. En todas partes hay discriminación y represión ynos corren con los símbolos patrios. ¿Por qué, entonces,en Neuquén los Mapuche nos ponemos de pie o losmaestros se oponen a la Ley Federal de Educación quese aplica sin chistar en todo el país? No es por ilumina-ción; es por la osadía y claridad de la conducción políti-ca. Cuando se organiza una cosa como esta hay quetener claro qué mensaje se va a dar, porque de acá [dela superposición de iconos y discursos que fue progresi-

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vamente ganando la marcha] se interpreta después cual-quier cosa».

33 En mayo de 1997 Morita Carrasco y yo estábamos rea-lizando una consultoría que presuponía trabajar con diri-gentes de las organizaciones signatarias de un conveniocon WWF International para identificar fortalezas y de-bilidades de esas organizaciones y llevar a cabo, en ellargo plazo, un proyecto de conservación de bosques.Como la propuesta indígena involucraba a las seis co-munidades Mapuche de Pulmarí se dio la ocasión deevaluar la evolución de un reclamo de tierras en la zonaque, desde su inicio en 1995, viene atravesando picos deconfrontación, marcados por eventos y acontecimien-tos como movilizaciones, ocupaciones de edificios pú-blicos, órdenes de desalojo, juicios contra dirigentesMapuche, encarcelamiento de algunos, acusaciones deagitación y secesionismo contra varios, reclamos antela Comisión Interamericana de Derechos Humanos, asícomo la faccionalización de la COM y las comunidadesinvolucradas (Carrasco y Briones 1996). Traté de ex-presar la preocupación que estas fracturas me provo-caban, concentrándome en la implementación del pro-yecto pero buscando interpretar qué tipo de factorespodrían haber incidido para que ciertos sectores provin-ciales interpretaran el reclamo como una amenaza a lasoberanía nacional y un indicio de posible«chiapatización» de la zona y para que algunos integran-tes y dirigentes de las comunidades consintieran con que«ellos [los activistas liderando el reclamo] dicen queestán peleando contra la Corporación [CorporaciónInterestadual Pulmarí, ente autárquico administrador de

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las 110 mil hectáreas en conflicto]. Mentira, están pe-leando contra nosotros». Esta fue la respuesta a miscomentarios por parte de un activista clave en todo elproceso:

«Para muchos haber generado este debate es unerror político. Porque siempre al que se le ocurrepensar por los Mapuche tiene una solución másbrillante. Pero si nosotros hubiéramos actuado bienpolíticamente para muchos que creen que ... cómose debe definir la política indígena nosotros esas120 mil hectáreas de Pulmarí las hubiéramos con-seguido de otra manera ... Quizá nosotros hubié-semos obtenido, no sé, 40 mil hectáreas en unasola acción política y diplomática de lobby con unfuncionario de turno ... Y no se hubiera generadola concientización política del Pueblo Mapuchecomo se ha generado con tanta represión, con tan-ta persecución, con tanta negación. No se hubieragenerado este identificar claramente al enemigoque hoy es este poder local que está representan-do este Felipe Sapag. Que don Felipe Sapag era¿viste? el abuelo, era el ... el pariente bueno, era elviejito inocente ¿viste? el viejito inocente ... Si Fe-lipe nos hubiera dado la tierra sin generar todo esteespacio de represión y de perversión, de persecu-ción, no se hubiera generado la movilización queha generado este problema internamente en la co-munidad. Lo ha generado para bien y para mal.Para nosotros, a la larga, es todo un avance. Por-que esto ha obligado a tomar definiciones a losMapuche. Ha obligado a tomar definiciones. Y hay

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Mapuche que se han puesto claramente del ladodel derecho mapuche, de la lucha mapuche, de ladignidad de decir estos son los eternos opresoresque siempre nos negaron y a los cuales nosotros leestuvimos dando permanentemente respaldo polí-tico, por hablar de los Sapag, por ejemplo. Y haobligado a tomar posiciones a estos otros Mapuche¿viste? sometidos que dicen la única forma de con-seguir algo es hablándole de manera respetuosa alwigka .... continuar teniendo la esperanza en él,apoyarlo nuevamente, es decir, subordinándonos aél estamos mejor. Es decir, ha obligado a tomarposiciones y obligarlo al Mapuche a tomar posicio-nes es todo un avance dentro del proceso deconcientización que nosotros queremos. Ha per-mitido identificar a cada uno y eso es una avance,porque si no siempre seguimos en la mentira deque... acá el discurso oficial de todos los niveles esque la tierra es del Mapuche. Todos dicen lo mis-mo, nadie te discute eso. La tierra es del Mapuche.Acá el Mapuche es la base cultural de esta provin-cia y de esta región y acá todos quieren hasta te-ner un hijo con nombre mapuche y todos asumenque lo más lógico es que acá la cultura mapucheintente todo. Ahora, cuando llega la hora de hablarde derecho mapuche ya es otra cosa, ahí comien-zan todos los intereses a moverse ¿viste? y a to-mar posiciones de acuerdo a cómo se ve afectadoese interés. Y ahí sí que no hay un pensamientouniforme. Bueno, esa toma de posiciones que obli-gó de alguna manera este conflicto tan fuerte, tanfuerte y frontal que asumieron los Mapuche, para

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nosotros es por demás saludable y es todo un sig-no de avance que va ir haciendo crecer un pocoeso que ha germinado ahora ¿no? ... Por eso deci-mos, podríamos haber ganado 80 mil hectáreas.Ganamos solamente 30 mil. Pero esas 30 mil sonen conciencia, son ganadas en conciencia esas 30mil. Las otras 80 mil hubiesen sido, no sé, una do-nación. Hubiesen sido una limosna del Estado.Entonces, en términos cuantitativos tenemos me-nos pero en conciencia mucho más de eso».

Respecto del punto que quiero enfatizar esta respuestapone en evidencia dos cosas. Primero, el activista esta-blece un vínculo inmediato entre forma de re-presentarsimbólicamente las relaciones sociales y el mundo y unapráctica de representación política entendida como bús-queda de formas de escenificar el antagonismo para ge-nerar conciencia. Así, la noción de conciencia que semaneja como elemento unificador del «pueblo Mapuche»colapsa distancias entre dirigencia y bases. Segundo, micomentario resulta abiertamente irritante porque cues-tionar lo primero involucra poner en abierta duda lo se-gundo. El enojo se hace así visible por cómo, por impli-cación, el activista alinea mi comentario con aquellos aquienes «se les ocurre pensar por los Mapuche» y «siem-pre» encuentran soluciones «brillantes» porque ven desdeafuera.

34 Muchas reuniones de las organizaciones son «sólo paraMapuche» y, en ocasiones, sólo para «miembros» de laorganización. Más de una vez debí esperar afuera o mehicieron salir de una reunión en curso. No sólo no he

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intentado jamás participar sin ser invitada explícitamente;muchas veces ni siquiera me he animado a preguntar siera posible participar. Así como este «cuidado» ha sidosiempre valorado en otros casos ha producido sorpresa yhasta bromas. Una vez, en medio de un encuentro quenucleaba sólo a personas Mapuche, se pidió a quienes noeran miembros de las organizaciones que salieran del sa-lón. Empecé a juntar mis cosas y alguien bromeó: «Pare-ce que Claudia no quiere trabajar porque ya se está pre-parando para irse». Era, obviamente, una invitación apermanecer. A la distancia, sin embargo, creo que ha sidoacertado no ceder a la fantasía antropológica de confun-dir estas inclusiones con haber obtenido el título de «miem-bro pleno», ya que después de esto hubo muchas invita-ciones que no se produjeron y pedidos de que abandona-ra temporalmente una reunión.

35 A veces muchos colegas interpretan la participación delos dirigentes indígenas en esferas estatales como sín-toma de cooptación o de su vocación de estrellato. Am-bas posibilidades son, en ciertos casos, reales; en otroscasos lo que he identificado es que la decisión de parti-cipar responde a un análisis minucioso que busca man-tener un equilibrio tenso entre los eventuales costos deser manipulados o acabar consintiendo con prácticas po-líticas que se consideran perniciosas y las ventajas, porejemplo, de no crear enfrentamientos innecesarios conun tipo de agencia estatal que puede ayudar a atempe-rar embates más duros propiciados por otras agenciasestatales. En este sentido tanto la dispersión del accio-nar estatal en innumerables agencias con prácticas nosiempre congruentes y los distintos niveles y esferas de

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competencia estatal (menciono sólo la tensión entre com-petencias federales y provinciales, por no mencionar laspresiones sub y superestatales provenientes de organis-mos no gubernamentales y, sectores económicos) ha-cen irreal toda imagen que plantee el antagonismo y lanegociación como una cuestión diádica entre «indíge-nas y Estado» o entre «indígenas y corporaciones multi-nacionales».

36 A este respecto Jones y Hill-Burnet (1982) efectuaronun interesante examen del indígena que, buscando inci-dir en los rumbos de la política indigenista, hace de in-termediario político entre el Estado y sus bases incorpo-rándose a alguna agencia estatal. «Su» gente le pide«logros» tangibles y lo critica y abandona si no los obtie-ne. Los gobernantes, por su parte, suelen incorporarloal puesto para mostrar la sensibilidad de su gobierno aque los mismos indígenas administren sus asuntos; lopresionan, sin embargo, con presupuestos exiguos querara vez alcanzan para satisfacer todos los proyectosque cabría realizar. El dilema funciona de esta forma. Silos intermediarios son sensibles a las demandas de susbases y exigen mayores inversiones o «concesiones»son, a menudo, removidos de sus cargos bajo el argu-mento oficial de inoperancia para la gestión. Si tratande mantenerse en su puesto tratando de maniobrar bajolas condiciones ya dadas son sus «representados» quie-nes los consideran incompetentes o cooptados.

37 A este respecto cabría resaltar la diferencia que existeentre obtener o no permiso, que se negocia en «el cam-po», para divulgar la «información» o «fuente» que se

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citaría con posterioridad y obtener acuerdo sobre laconveniencia de que circule el análisis realizado que, aveces, se concluye a muchos kilómetros de distancia.Esta presentación es un buen ejemplo del punto porquese termina lo suficientemente sobre la marcha como paraque nadie la conozca antes de su presentación. Se in-cluye, además, otro tema. Aún cuando la hubiese con-cluido un poco antes aquellas personas que deberían leer-la y opinar (pues de ellas estoy hablando) tienen suspropias urgencias y acotada disponibilidad como paradedicar tiempo a esto antes que a otra cosa. Mi con-ciencia quedaría más tranquila si, al menos, la decisiónde leerla o no quedara en ellos. De todos modos esto noresuelve el meollo del problema que estoy tratando deplantear.

38 En similar dirección, aunque con muchos y más compli-cados matices, los estudios de antropología biológicasobre diversidad genética son otro campo particularmen-te problemático, sobre todo por la forma como muchosindígenas y no indígenas interpretan las ocultas motiva-ciones de propuestas como el proyecto Genoma Huma-no, por ejemplo.

39 La cartilla del Instituto Nacional de Asuntos Indígenaspresentando el contenido de la Resolución 4811 de laSecretaría de Desarrollo Social —con base en la cualse espera que las comunidades indígenas obtenganpersonería jurídica— está llena de fotos del presidenteMenem en su viaje a una comunidad Mapuche de Chubut,desde donde lanzó la política indígena de su gobierno.

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40 A este respecto es ilustrativa la forma como el Goberna-dor de la provincia de Neuquén respondió a un pedido dela comunidad Kaxipayíñ que solicita la propiedad de lastierras ocupadas: «...la información disponible lleva a con-cluir que ... a esa altura de su historia [1967] [el linajeCherqui] tampoco formaba parte de comunidad alguna,ni indígena ni de ningún otro tipo ... A partir de 1974 …[los miembros de generaciones descendentes] se fueronradicando en diferentes lugares y localidades, o sea queen ningún momento se ciñeron a las complejas pautassocioculturales indígenas ... en 1995 tanto ustedes comootros de sus hermanos iniciaron trámites por separado ya título personal, solicitando tierras rurales para arrenda-miento y concesión en venta, lo que autoriza a interpretarque a esa fecha ninguno llevaba o deseaba llevar el modode vida comunitario que aparentemente decidieron adop-tar poco después, en 1997, a partir de la concreción delproyecto MEGA. Por todo lo antedicho ... resulta razo-nable que respeten las normas legales vigentes y estén ala espera de las resoluciones administrativas definitivas,dejando de lado actitudes extorsivas, conductas violentasy hostigamientos impropios de la convivencia democráti-ca. En la seguridad de que este Gobierno es, precisamen-te, quien ha reconocido, respetado y hecho respetar losderechos indígenas, si es que en definitiva a ustedes y/oal resto de vuestra familia les atañen de un modo que aúnno se vislumbra a través de los hechos».

No es este el lugar para explicar por qué la trayectoriadel linaje Cherqui es paradigmática del recorrido hechopor infinidad de integrantes del pueblo Mapuche que noquedaron en algún punto de su historia radicados median-

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te el «régimen de reserva de tierras fiscales» sobre elcual se ha ido entramando en Neuquén el imaginario so-bre lo que es una «comunidad indígena». Tampoco es ellugar para analizar por qué infinidad de indígenas buscanacceder a la propiedad de la tierra de muchas maneras ocómo el planteo de un gobernador que pide respeto a lasleyes las contradice. Por ejemplo, la Ley Nacional 23302adoptada por la provincia en 1989 prescribe en su artícu-lo 2º que «se entenderán como comunidades indígenas alos conjuntos de familias que se reconozcan como talespor el hecho de descender de poblaciones que habitabanel territorio nacional en la época de la conquista o coloni-zación e indígenas o indios a los miembros de dicha co-munidad» y en su artículo 7º dispone «la adjudicación enpropiedad a las comunidades indígenas existentes en elpaís, debidamente inscritas, de tierras aptas y suficientespara la explotación agropecuaria, forestal, minera, indus-trial o artesanal, según las modalidades propias de cadacomunidad». Es relevante, en cambio, marcar cómo elGobernador se atribuye la prerrogativa de decidir, porencima de lo afirmado por los mismos interesados, queellos no han cumplido con «las complejas pautassocioculturales indígenas», desconociendo la personeríajurídica obtenida por la comunidad a través de la Secreta-ría de Desarrollo Social de la Nación.

41 En este sentido habría que leer el hecho de que algunosse hayan asumido como «indios» luego de Barbados,que otros se hayan agrupado en el «Movimiento Negro,Indígena y Popular» o que exista una subcomisión de«Pueblos Originarios» en la Mesa por la Tierra, Vivien-da y Hábitat de la Central de Trabajadores Argentinos.

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42 En similar dirección la forma como muchos activistasvan haciendo uso selectivo de retóricas y escenariostransnacionalizados apunta más hacia su apropiaciónreflexiva que hacia su «consumo» acrítico. Ver nota 35.

43 En este sentido el temor frente al «read-back» —o sea, quenuestros interlocutores aprendan de «su» cultura a partir delas reconstrucciones antropológicas— también debe serrelativizado. En mi experiencia la distancia que existe entreel discurso de los trabajos antropológicos —de análisis decaso o teóricos— que los activistas leen y su propio discursomuestra cómo los primeros se reprocesan de acuerdo conexperiencias personales y colectivas diferentes.

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Este libro se diagramó en caracteres TimesNew Roman a 13 puntos y se imprimió en pa-pel Propalibro beige de 75 gramos; el papel dela carátula es Kimberley de 240 gramos. Seterminó de imprimir en junio de 2005 en Cali.