meninas e infantas: historia de una seducción: 1656-1901

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32 En recuerdo de Pepe Álvarez Lopera, y de una tarde de lluvia en el Albaicín D urante su larga carrera, Picasso dio varias muestras de su interés por las meninas y las infantas. Cuando, todavía adolescente, estuvo en Madrid en 1897-1898, uno de los apuntes que realizó en el Museo del Prado muestra a la infanta Margarita con una de sus damas (véase p. 146). 1 Tres años después, su Mujer en azul (fig. 1) constituye una paráfrasis de Doña Mariana de Austria de Velázquez (véase p. 55); y en 1957, a las puertas de la vejez se encerró durante cuatro meses y medio con una fotografía de Las Meninas, que diseccionó y reinterpretó a través de cuarenta y cuatro lienzos. Aunque no faltan varias descripciones del cuadro en su conjunto, predominan las figuras aisladas y los pequeños grupos, y destacan la escasa atención que se concede a la figura de Velázquez, y la atracción por la infanta Margarita, sus damas de honor o Nicolasito Pertusato. La serie constituye el punto culminante de una larga historia de fascinación por el cuadro y por los peculiares personajes femeninos que pueblan esta y otras obras de Velázquez. También es un ejemplo extraordinario de cómo los propios artistas han construido un discurso paralelo al de los historiadores del arte, y al enfrentarse a las obras de sus predecesores han planteado preguntas y sugerido respuestas que nos ayudan a comprenderlas mejor, al tiempo que demuestran que la historia de una obra maestra se prolonga indefinidamente en el tiempo gracias a su capacidad de engendrar nuevas obras de arte, en un proceso del que Las Meninas constituye uno de los ejemplos paradigmáticos. Al concentrar su atención en la infanta y sus damas, Picasso estaba recurriendo a los personajes que desde hacía un siglo se asociaban más directamente con Velázquez, debido sin duda a su papel protagonista en la obra maestra, a las peculiaridades de su indumentaria, y a su capacidad de evocar un momento histórico y una corte concretos. De ese estatus nos queda una prueba significativa en un dibujo de J. H. Thorpe incluido en un número de principios de siglo de la publicación humorística británica Punch. Un entendido y una dama se encuentran ante un cuadro, del que el primero comenta: «Al verlo vi que tenía el nombre Velázquez escrito por todas partes». Su interlocutora añade: «¡Vaya lata! Pero he visto que ha conseguido borrarlo.» 2 Para representar una figura inequívocamente velazqueña, el autor recurrió a una infanta o una reina con guardainfante y pañuelo. En busca de una tradición Las Meninas y, en general, los personajes femeninos de la corte de Felipe IV habían sido un telar importante en donde se hilvanaron dos de las tradiciones artísticas de las que se nutrió el arte de Picasso: la española y la pintura internacional de la segunda mitad del siglo XIX. En cuanto a España, se trata de obras que ponen en relación a Velázquez con Mazo, Goya, Rosales, Sorolla, Picasso, Dalí, Oteiza, etc. Es posible encontrar un hilo directo entre varios de esos artistas a través, por ejemplo, del citado retrato de Mariana de Austria. Unos años después de que la retratara Velázquez, Juan Carreño de Miranda la utilizó como modelo de un cuadro (véase p. 59) que constituye una traducción al gris del original velazqueño. La modelo viste en este caso Meninas e infantas: historia de una seducción, 1656-1901 Javier Portús

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Page 1: Meninas e infantas: historia de una seducción: 1656-1901

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En recuerdo de Pepe Álvarez Lopera, y de una tarde de lluvia en el Albaicín

Durante su larga carrera, Picasso dio varias muestras de su interés por las meninas y

las infantas. Cuando, todavía adolescente, estuvo en Madrid en 1897-1898, uno de los

apuntes que realizó en el Museo del Prado muestra a la infanta Margarita con una de sus

damas (véase p. 146).1 Tres años después, su Mujer en azul (fig. 1) constituye una paráfrasis de Doña

Mariana de Austria de Velázquez (véase p. 55); y en 1957, a las puertas de la vejez se encerró durante

cuatro meses y medio con una fotografía de Las Meninas, que diseccionó y reinterpretó a través

de cuarenta y cuatro lienzos. Aunque no faltan varias descripciones del cuadro en su conjunto,

predominan las figuras aisladas y los pequeños grupos, y destacan la escasa atención que se concede

a la figura de Velázquez, y la atracción por la infanta Margarita, sus damas de honor o Nicolasito

Pertusato. La serie constituye el punto culminante de una larga historia de fascinación por el

cuadro y por los peculiares personajes femeninos que pueblan esta y otras obras de Velázquez.

También es un ejemplo extraordinario de cómo los propios artistas han construido un discurso

paralelo al de los historiadores del arte, y al enfrentarse a las obras de sus predecesores han

planteado preguntas y sugerido respuestas que nos ayudan a comprenderlas mejor, al tiempo que

demuestran que la historia de una obra maestra se prolonga indefinidamente en el tiempo gracias

a su capacidad de engendrar nuevas obras de arte, en un proceso del que Las Meninas constituye

uno de los ejemplos paradigmáticos.

Al concentrar su atención en la infanta y sus damas, Picasso estaba recurriendo a los personajes

que desde hacía un siglo se asociaban más directamente con Velázquez, debido sin duda a su

papel protagonista en la obra maestra, a las peculiaridades de su indumentaria, y a su capacidad

de evocar un momento histórico y una corte concretos. De ese estatus nos queda una prueba

significativa en un dibujo de J. H. Thorpe incluido en un número de principios de siglo de la

publicación humorística británica Punch. Un entendido y una dama se encuentran ante un cuadro,

del que el primero comenta: «Al verlo vi que tenía el nombre Velázquez escrito por todas partes».

Su interlocutora añade: «¡Vaya lata! Pero he visto que ha conseguido borrarlo.»2 Para representar

una figura inequívocamente velazqueña, el autor recurrió a una infanta o una reina con

guardainfante y pañuelo.

En busca de una tradiciónLas Meninas y, en general, los personajes femeninos de la corte de Felipe IV habían sido un telar

importante en donde se hilvanaron dos de las tradiciones artísticas de las que se nutrió el arte de

Picasso: la española y la pintura internacional de la segunda mitad del siglo xix. En cuanto a

España, se trata de obras que ponen en relación a Velázquez con Mazo, Goya, Rosales, Sorolla,

Picasso, Dalí, Oteiza, etc. Es posible encontrar un hilo directo entre varios de esos artistas a

través, por ejemplo, del citado retrato de Mariana de Austria. Unos años después de que la

retratara Velázquez, Juan Carreño de Miranda la utilizó como modelo de un cuadro (véase

p. 59) que constituye una traducción al gris del original velazqueño. La modelo viste en este caso

Meninas e infantas: historia de una seducción, 1656-1901

Javier Portús

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ropas monjiles, pero su estructura formal es

similar: un talle estrecho y una falda ancha.

Además, está también de pie y extiende su

brazo derecho hacia el respaldo de un sillón.

A su izquierda se advierte también una

gran cortina, y al fondo, a la derecha aparece

una mesa sobre la que se representa el mismo

reloj que en el cuadro de Velázquez. Los

elementos que en este último son rojos aquí

se repiten, pero transformados en grises:

la tapicería de la silla, la cortina y el tapete

de la mesa. En cuanto al fondo, se juega

también con el contraste entre dos campos

de color: el gris verdoso de la pared y el que

forma el tapete. Aunque la construcción

espacial sea diferente y la gama cromática haya

cambiado, es innegable que el punto de partida

de Carreño fue Velázquez. Un siglo después,

en 1789, Francisco de Goya hizo un retrato de

la reina María Luisa (Museo del Prado, Madrid)

en la que ésta aparece vestida con tontillo, una prenda por entonces arcaizante, que se asemeja

mucho a los amplios guardainfantes del siglo xvii, como el que lleva Mariana de Austria. Las

relaciones con este último retrato son múltiples, y van más allá de las líneas generales de la

indumentaria. Así, ambas se encuentran de pie, ligeramente giradas y extendiendo su brazo

derecho. Además, en las dos destaca poderosamente el amplio tocado, que en el caso de la reina

María Luisa alcanza un desarrollo considerable. El siguiente eslabón de esta cadena es la Mujer en

azul, que tiene una estructura formal similar: una mujer con el talle muy estrecho y una ancha

falda, que extiende su brazo casi horizontalmente. Por la falda le cae un tejido de una manera

parecida a como a Mariana de Austria le cae el pañuelo. Pero, además, el fondo está organizado

de una forma semejante: mientras que en Velázquez son dos prodigiosos campos de color que

se superponen (gris verdoso en la parte de arriba y rojizo en la inferior), en el cuadro de Picasso se

mantiene esa idea de la superposición de esos dos campos, aunque en este caso sus tonos son

verde y azul, respectivamente.3

Aunque el arte de Velázquez nació en gran parte como respuesta a estímulos internacionales,

lo cierto es que sirvió como punto de partida para que muchos pintores e intelectuales españoles

a partir del siglo xviii «construyeran» una tradición pictórica española; y en consecuencia los

artistas locales citaron sus obras como una suerte de seña de identidad. Francisco Bayeu, al

representar la Pintura en La apoteosis de Hércules en el techo del salón de los espejos del Palacio Real,

la mostró mientras pintaba el Esopo de Velázquez,4 si bien fue más frecuente la alusión a las figuras

fig. 1Pablo PicassoMujer en azul1901Óleo sobre lienzo133 x 100 cmMuseo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid

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femeninas del pintor. Así, el Retrato de niña a la moda del siglo xvii (Museo del Prado) de Alenza deriva

directamente de un retrato infantil del Prado que entonces se creía del pintor de Felipe IV;5 de La

condesa de Santovenia de Rosales con frecuencia se llama la atención sobre su filiación velazqueña,6

y Sorolla evocó en varias ocasiones el mundo de las meninas y las infantas. En 1897 inició un retrato

de la actriz María Guerrero caracterizada como protagonista de La dama boba, de Lope de Vega

(Museo del Prado). La actriz había encargado un vestido en rosa y plata que recuerda al de la Infanta

Margarita del Museo del Prado; y el pintor la representó de esa guisa en primer plano, aunque

incorporando al fondo un personaje vestido de negro que recuerda al aposentador que aparece en

Las Meninas.7 Unos años después, en 1901, pintó a la niña María Figueroa vestida de menina (Museo

del Prado).8 Es interesante comparar este cuadro con Mujer en azul, que data del mismo año, para

advertir en qué medida un mismo punto de partida (los retratos femeninos de Velázquez) podía

dar lugar a interpretaciones muy dispares.

Aunque todo indica que durante mucho tiempo Las Meninas fue un cuadro de acceso

restringido, pues se guardaba en lugares del Alcázar de uso privado,9 lo cierto es que pronto

alcanzó un estatus muy especial, y mereció la atención de escritores y artistas. Ningún cuadro

español de su época ha sido tan parafraseado y comentado, a lo que ha contribuido su incontestada

calidad, su extraordinaria singularidad temática o su complejidad compositiva.10 Más que

cualquier otra obra de Velázquez, ha atraído como un imán a los artistas que han tenido ocasión de

conocerla y ha estimulado poderosamente su capacidad creativa, generando otras piezas maestras.

Uno de los primeros en sentir su influencia fue Juan Bautista Martínez del Mazo, yerno del pintor,

fig. 2Juan Bautista Martínez del MazoLa familia del pintor1664-1665Óleo sobre lienzo148 X 174,5 cmKunsthistorishes Museum, Viena

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a quien se atribuye una copia, y que utilizó el cuadro de su suegro para La familia del pintor (fig. 2),

su composición más compleja. Nos encontramos con muchos de los elementos que aparecen

en Las Meninas, aunque combinados de manera distinta: un grupo de personajes elegantemente

vestidos en primer término, en el que abundan los niños, y entre los que se establece una red de

relaciones; la imagen del rey en la pared del fondo; un interior espacioso, decorado con pinturas

y modelado mediante la perspectiva aérea, etc. En último término aparece un pintor pintando,

aunque, a diferencia de Las Meninas, nos oculta su rostro y nos deja ver lo que está haciendo: un

retrato de la infanta Margarita, que había sido modelo de Mazo en varias ocasiones. El cuadro

incluye también un bufete con un busto de escultura, unos dibujos y unas flores, y, en el ángulo

superior derecho un escudo con el emblema familiar: un brazo con un mazo. Como en Las

Meninas, en esta obra hay un claro contenido identitario, que se mezcla también con referencias

al propio artista, a su arte y a su situación social.11 La imagen de Mazo realizando el retrato de una

infanta, se complementa con el cuadro al fondo con la efigie de Felipe IV, que sigue una tipología

estrechísimamente vinculada con su suegro; todo lo cual nos describe la realidad social, familiar

y profesional del artista.

La historia de la fama temprana de Las Meninas está estrechamente ligada a Luca Giordano,

uno de los pintores más famosos de su tiempo. A él se debe la expresión «teología de la pintura»

que ha acompañado a la obra hasta nuestros días; y es autor también de un cuadro que suele

titularse Homenaje a Velázquez (1692-1700; National Gallery, Londres) y que en realidad representa

a distintos miembros de la familia del conde de Santiesteban.12 Aunque la construcción espacial

difiere absolutamente de Las Meninas, existen una serie de elementos narrativos comunes que

sugieren que la obra de Velázquez se utilizó como punto de partida: es una narración «familiar»,

que tiene como protagonista a una niña de vistoso traje, y en la que se incluyen servidores,

perros, un caballero de Santiago y hasta el propio pintor, que aparece en el ángulo inferior

derecho señalando hacia la escena principal. La aproximación al sevillano no se acaba con esos

préstamos, pues se da también en la propia escritura pictórica, en la que se hace un alarde de

soltura y facilidad.

Poco después se produjo un fenómeno fundamental para la extensión de la fama del cuadro.

Entre 1715 y 1724 el pintor Antonio Palomino publicó en tres volúmenes su famoso El museo

pictórico y escala óptica, en el que culmina una tradición de más de un siglo de reflexión sobre

el arte de la pintura y defensa de su nobleza. Su última parte está compuesta por las biografías

de más de doscientos artistas, mayoritariamente españoles, que conforman la primera historia de

nuestra pintura. A través de esas vidas, el autor no sólo trata de dejar constancia de los hechos

y las obras de pintores o escultores, sino que busca demostrar la calidad social de los mismos,

inventariar las honras que han recibido ellos y su arte, y convencer de la nobleza y dificultad de la

actividad artística. En su discurso, Velázquez ocupa un lugar fundamental, pues se lo trata como

la figura en la que culmina la historia de la pintura española. De hecho, el texto de Palomino sería

fundamental en el proceso posterior de afirmación de la existencia de una «escuela española» y su

definición alrededor de la vida y obra del sevillano. Uno de los epígrafes de la biografía de nuestro

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pintor se titula «En que se describe la más ilustre obra de Don Diego Velázquez»,13 y es la primera

descripción pormenorizada de la pintura y fuente básica para la identificación de la mayor parte de

sus personajes. Las Meninas es el único cuadro que recibe un tratamiento tan singularizado en el

tratado, lo que lo eleva a la categoría de obra maestra de la pintura española. A eso contribuye

también el que Palomino no se haya limitado a describirla, pues su relato contiene también una

serie de comparaciones y anécdotas que crean un contexto dramático o novelesco en torno a la

pintura. Así, utiliza referencias a hechos nobles relacionados con Tiziano y Fidias, asegura que

los miembros de la familia real asistieron a varias sesiones de trabajo, relata el origen de la cruz de

Santiago sobre el pecho de Velázquez, o recoge el asombro de Luca Giordano, todo lo cual sirvió

para crear un aureola legendaria en torno a Las Meninas. Palomino, además, hizo otra cosa muy

importante para la defensa del estatus de la obra. No podía ocultar que era un retrato, es decir,

que pertenecía a un género secundario; pero afirmó que «el capricho [es] nuevo», y que en lo

«historiado» es superior. En su descripción del cuadro deja traslucir hasta qué punto su

composición era compleja y sabia; y en otra parte de su tratado defiende la dificultad y el mérito

de ciertos retratos, que en cuanto a «invención» podían equipararse a la pintura de historia:

«Y si el cuadro o superficie, donde hay una o dos figuras solas independientes, estuviere

organizado de otros adherentes, como algún trozo de arquitectura, país, cortina, bufete, etc.,

aunque sea un retrato, en términos pictóricos llamamos también historiado; porque aunque

no haya más que una figura, aquel congreso, organizado de varias partes, de cuya armoniosa

composición resulta un todo perfecto, se imagina historiado pues para su constitución se ha de

observar la misma graduación y templanza que en una historia; y porque los dichos adherentes

sustituyen el lugar y colocación de las figuras.»14

Las Meninas en el Siglo de las LucesEl siguiente momento importante en la historia de la recepción crítica de Las Meninas se dio medio

siglo más tarde, en una época en la que los pintores e intelectuales españoles dirigieron su interés

al arte de los siglos anteriores con objeto de identificar una tradición en la que reconocerse. Dos

de los principales protagonistas de ese fenómeno fueron Francisco de Goya y Jovellanos. Es muy

conocido el interés del aragonés por Velázquez, a quien consideraba uno de sus referentes,15 y con

quien entabló un diálogo que se hizo patente en muchas de sus obras. Uno de los cuadros que más

le impactaron fue Las Meninas, si hemos de juzgar por las varias referencias que hizo al mismo.

Así, es autor de un dibujo y una estampa (véase p. 182) que lo reproducen,16 y varios de sus retratos

colectivos de estado contienen elementos probablemente prestados del mismo: es el caso del Conde

de Floridablanca (1783; Banco de España, Madrid) o de La familia de Carlos IV (1800; Museo del Prado),

que, entre otras cosas, incluye un autorretrato parecido al de Velázquez. Pero, a mi juicio, la obra

más cercana desde el punto de vista de su contenido es La familia del infante don Luis de Borbón (fig. 3),

en la que se plantea un tema identitario de una manera parecida a como lo hizo Velázquez. Éste,

para demostrar el rango regio de la infanta Margarita, la representó en una tarea cotidiana, mientras

está siendo atendida y rodeada por sus servidores, entre los que se incluye el mismo Velázquez en

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su condición de aposentador mayor y pintor del rey.17 Goya utilizó un recurso similar: el infante

don Luis y su mujer, Teresa Vallabriga, se encuentran sentados a la mesa y realizando acciones

intrascendentes.18 Él juega a las cartas, a ella la peinan, y ambos están rodeados por sus hijos y su

servidumbre. Aparece también el pintor, que realiza un retrato de don Luis. Aquí, como en Las

Meninas, late un discurso sobre el rango y la identidad de sus protagonistas, lo que en este caso

tenía una dimensión reivindicativa. Como es bien sabido, el infante había perdido el favor de

su hermano Carlos III, contrariado por el hecho de que en vez de seguir la carrera eclesiástica

prefirió casarse con Teresa Vallabriga, una dama de la pequeña nobleza aragonesa. La familia tuvo

que apartarse de la corte y se vio privada de algunos privilegios, como la transmisión del apellido

Borbón. La reivindicación que lleva a cabo Goya del rango de la familia sigue vías parecidas a las

de Las Meninas: unos personajes en un momento de absoluta cotidianeidad y rodeados de su

servicio. Las implicaciones de esa mezcla de rango regio, acto cotidiano y representación pública

o pictórica eran fácilmente inteligibles para el público cortesano de la época, y aparecen en otros

cuadros españoles, como Carlos III comiendo ante su corte (Museo del Prado), de Luis Paret. Pero lo

más significativo en el caso de Goya es que para su reivindicación parafraseó la obra de Velázquez,

jugó con el extraordinario prestigio histórico asociado a la misma y construyó un retrato colectivo

que por sus dimensiones, complejidad narrativa y compositiva, e implicaciones históricas

pertenece a la tradición del gran retrato cortesano.

De lo visto hasta ahora a través de los cuadros de Mazo, Giordano o Goya se deduce que durante

el siglo y medio posterior a su realización, los artistas que se acercaron a Las Meninas fueron

fig. 3Francisco de GoyaLa familia del infante don Luis de Borbón1783Óleo sobre lienzo248 x 330 cmFondazione Magnani-Rocca, Parma

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plenamente conscientes del juego de relaciones sociales que se plantea en el cuadro, y supieron

aprovechar sus enseñanzas para articular un discurso en el que reivindicaron el linaje de su propia

familia (Mazo) o de sus clientes. Además de ese contenido social, en ninguna de estas obras falta

una referencia al propio artista, que adquiere también una dimensión reivindicativa, en la medida

en que los pintores, además de manifestar una deuda creativa hacia Velázquez, demostraban

su acceso a la nobleza o la realeza. Durante los siglos xix y xx, como veremos, esos contenidos

desaparecieron en las reinterpretaciones de Las Meninas, y los artistas prefirieron centrarse en

aspectos de naturaleza formal e histórico-artística.

El esfuerzo que hizo Goya coincidió con un momento de importante reflexión crítica sobre

el arte de Velázquez, en el que participaron nombres tan destacados como Mengs o el citado

Jovellanos. El pintor alemán, uno de los artistas y pensadores sobre arte más influyentes de su

tiempo, nos dejó varios escritos sobre pintura, especialmente la perteneciente a las colecciones

reales españolas. Con cierta frecuencia se le cita como un admirador de Velázquez y difusor de su

fama. Pero, aunque es cierto que supo detectar su enorme calidad en el campo de la reproducción

de la naturaleza, sus elogios dejan de ser tales si consideramos el poco aprecio que, como buen

clasicista, sentía hacia ese tipo de cualidades. Todo ello aflora, entre otros muchos lugares, en su

comentario a Las Meninas: «En la sala de conversación del rey hay una excelente obra de Velázquez,

que representa la señora infanta doña Margarita María de Austria, con el mismo Velázquez que

la está retratando; pero siendo ya tan conocida esta obra por su excelencia, no tengo que decir

sino que con ella se puede convencer, que el efecto que causa la imitación de la naturaleza es el

que suele contentar a toda clase de gentes, particularmente donde no se hace el principal aprecio

de la belleza».19 Habla de su «excelencia» y su fama, pero la última frase es muy reveladora de sus

fuertes prejuicios clasicistas. Para él la fama o el aprecio universal, lejos de ser garantía de la calidad

de la obra, constituye una prueba de que se trata de una pintura «fácil» y muy poco selectiva,

cuyo disfrute no depende de la experiencia o la preparación intelectual del espectador, sino de la

capacidad del pintor para imitar la naturaleza.20 Frente a los recelos de Mengs, Jovellanos mantuvo

una postura muy receptiva hacia Velázquez, en la que influyeron consideraciones de índole a la

vez estética y nacionalista. En obras como el Elogio de las bellas artes (1782) alentó a los pintores a

seguir la estela del sevillano, y a caminar por la senda de la verdad y la naturaleza, que es la misma

por la que transitaba él en el campo literario. Su relación con Las Meninas fue muy estrecha, pues

era propietario de una versión de pequeño tamaño, que se creía producto de la mano de Velázquez

y que desde hace tiempo se atribuye a Martínez del Mazo. Sobre ella escribió Reflexiones y conjeturas

sobre el boceto original del cuadro llamado La familia, donde, a propósito del cuadro, contesta sutilmente

los recelos de Mengs, y afirma que el pintor logró «aquel don de expresión que pertenece a la parte

sublime y filosófica del arte».21

Como vemos, hasta 1800 Las Meninas habían estimulado importantes obras de arte, y generado

un destacado debate crítico, lo que dio como resultado su encumbramiento a la categoría de

obra maestra del arte español. Sin embargo, toda esa actividad tuvo como principales actores a

pintores e intelectuales locales o al servicio de la corte de Madrid, y apenas trascendió a otros países

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europeos.22 La situación cambiaría radicalmente a medida que avanzó el siglo xix, hasta el punto de

que en 1900 ya era estimada como una de las obras maestras de la historia de la pintura occidental,

y había sido fuente de inspiración para artistas franceses, británicos, alemanes o americanos.

Como expresión de su extraordinario prestigio, el año anterior el Museo del Prado decidió

exponer el cuadro aislado en una sala.

La progresiva fama ochocentista de Las Meninas está directamente vinculada con el creciente

interés que suscitó Velázquez en ese siglo, en el que pasó de ser un artista prácticamente

desconocido fuera de nuestras fronteras, a ocupar un puesto principal en el panteón de los

más grandes y a convertirse en uno de los maestros antiguos más estimados por los pintores más

importantes y avanzados, para algunos de los cuales fue una fructífera fuente de inspiración.

El tema afecta no sólo a la historia de la fortuna crítica de Velázquez sino también al propio

devenir de la pintura en ese siglo, lo que hace que haya sido muy estudiado. Se trata de un

fenómeno relacionado con la mayor posibilidad de acceder a las obras de Velázquez gracias a

la apertura del Museo del Prado en 1819, a la mayor facilidad de los viajes a España y a la salida

fuera de nuestras fronteras de algunas de sus obras. El aprecio se produjo de manera progresiva,

hasta alcanzar notables dimensiones a finales de siglo; en ese proceso fue fundamental tanto la

calificación de Velázquez como pintor «naturalista», como la vocación profundamente realista

de las tendencias pictóricas y literarias más avanzadas de la época; y también influyó no sólo la

variedad estilística y temática del pintor español, sino también el amplio desarrollo que alcanzó

con él el retrato, un género que interesó mucho a los pintores decimonónicos. Esa variedad hizo

que los artistas que se reconocieron en la obra de su antepasado fueran también muy diferentes,

y mantuvieran idearios estéticos distintos. Velázquez no fue «bandera» sólo para los más

innovadores, como Courbet, Manet, los impresionistas, Sargent, etc., pues lo fue también para

algunos artistas más conservadores, todavía cercanos a posturas académicas, que se ganaron el

favor del mercado. Aunque se ha dicho, con razón, que sólo Manet y Sargent, entre los grandes

pintores, interiorizaron el arte de Velázquez, y lo utilizaron como guía para una renovación

importante,23 lo cierto es que la nómina de pintores que esgrimieron su nombre como una

bandera, que expresaron una deuda de gratitud hacia el mismo o que viajaron a Madrid movidos

principalmente por el deseo de estudiar su obra es muy variada, e incluye nombres como Wilkie,

Phillip, Zorn, Renoir, Degas, Courbet, Millet, Toulouse-Lautrec, Monet, Bonnat, Carolus-Duran,

Chase, Whistler, Eakins, etc… Cada uno de ellos encontró lo que previamente buscaba; y de hecho,

las distintas épocas del siglo expresaron su aprecio por obras diferentes, en una sucesión similar

al del propio desarrollo estilístico del pintor. Así, mientras que, en un primer momento, Wilkie y

otros artistas y escritores expresaron su gran aprecio por el riguroso naturalismo de Los borrachos,

unas décadas después abundaban aquellos que, como Richard Ford, consideraban Las lanzas

—una composición «noble» y serena— su obra maestra,24 mientras que en el último tercio de siglo,

coincidiendo con el preimpresionismo y el impresionismo, el énfasis basculó claramente hacia

las obras más abiertamente coloristas y más libres de factura, a las que se suponía realizadas en los

últimos años de su vida. A comienzos del siglo xx el panorama cambió, y cuando Picasso realizó

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su Mujer en azul, él mismo y otros colegas estaban dirigiendo ya sus ojos hacia El Greco, que,

en cierto sentido, «suplantaría» a Velázquez como pintor español con capacidad de atraer

a los artistas de vanguardia.

Hay que señalar que ese aprecio artístico se vio acompañado de una intensa actividad crítica

e historiográfica, que dio como resultado la aparición, en la segunda mitad del siglo, de una gran

variedad de monografías sobre el pintor, como las de Stirling-Maxwell, Cruzada Villaamil, Justi,

Lefort, Beruete, Justo Octavio Picón, Armstrong, Curtis o Stevenson, que hicieron grandes avances

en el estudio de su evolución artística y en el establecimiento del catálogo crítico de sus obras.25

Flores para una infantaDentro de esta historia, tanto Las Meninas como los retratos de reinas e infantas juegan un papel

importante y preciso. En el caso de aquéllas, porque siguió manteniendo el aura de obra maestra, y

fue parafraseada por destacados pintores, sobre todo en las últimas décadas del siglo xix. El caso de

las infantas fue muy especial. En el Prado se exponían importantes retratos de Mariana de Austria y

de la infanta Margarita, y en Viena existe una magnífica colección de retratos de la última época del

pintor; pero los cuadros del museo austriaco fueron poco difundidos y algunos de ellos se veían

en malas o nulas condiciones,26 y los de Madrid, aunque el de la Infanta llamó la atención de los

artistas españoles y algún extranjero, quedaban eclipsados por Las Meninas. El retrato de infanta

más difundido e influyente en el siglo xix no estaba ni en Madrid ni en Viena, sino en París. Se trata

de La infanta Margarita María del Louvre (fig. 4),27 cuya fama no se basaba sólo en sus cualidades

intrínsecas sino que fue muy favorecida también por el hecho de que era unas de las pocas obras

atribuidas a Velázquez expuestas al público en París, y en Francia en general,28 y la imagen a través

de la cual los pintores y críticos locales podían reconocer mejor las características del estilo más

avanzado del pintor.29 El cuadro fue muy admirado, sobre todo durante el último tercio del siglo,

y llegó a formar parte del Salon Carré, que reunía las obras maestras del museo.30 Las huellas de

su aprecio son numerosas, y se expresaron a través de comentarios escritos e interpretaciones

artísticas. Es muy conocida la frase de Renoir a Vollard, en la que afirma asombrado: «La pequeña

cinta rosa de la Infanta Margarita, ¡toda la pintura está en ella!»,31 y basta con echar un vistazo a

algunos de sus cuadros, como El palco de la Ópera (Courtauld Gallery, Londres) Joven peinándose (Col.

Lehman)32 o Romaine Lacaux (1864; Cleveland Museum of Art) para advertir ecos de ese cuadro.

Los registros de copistas del Louvre demuestran el aprecio al mismo, pues se citan hasta 42

solicitudes de copias entre 1851 y 1857.33 Entre los artistas que se acercaron al museo con ánimo de

copiarla figuran Díaz de la Peña,34 Cabanel,35 Fantin-Latour,36 Degas (fig. 5) y Manet. Estos últimos se

conocieron precisamente en esas circunstancias, y ambos nos han dejado sendos aguafuertes que

la representan, y cuya interpretación difiere notablemente.37 Otros, al igual que Renoir, prefirieron

tomarla como punto de partida para sus propias composiciones, como hicieron Millet en su

Antoinette Hébert ante un espejo,38 Alfred Dehodencq en Marie Dehodencq (c. 1872; Musée des Beaux-

Arts, Lyon),39 Jean-Jacques Henner en su Henriette Germain (1874; Musée Jean-Jacques Henner,

París)40 o Manet en Un bar en el Folies Bergère (1881-1882; Courtauld Gallery, Londres).41 Los niños

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que aparecen en una de las obras maestras de la pintura francesa de ese siglo, El entierro en Ornans de

Courbet, recordaban a un crítico de la época el estilo de Velázquez,42 y a otro pintor, Léon Bonnat,

debemos uno de los párrafos más entusiastas que haya recibido nunca.43

La fama de Las Meninas y de La infanta Margarita María del Louvre, y la existencia de otros

retratos similares, convirtió a Velázquez en pintor por antonomasia del tema infantil, en la segunda

mitad del siglo xix, lo que resulta especialmente significativo si tenemos en cuenta la atracción

que por esos temas demostraron los artistas de la época. El 13 de marzo de 1868, Flaubert, que

estaba escribiendo La educación sentimental, se dirigió a sus amigos los hermanos Goncourt para

preguntarles «¿Cuáles son los más hermosos retratos de niños que existen?». Su respuesta la

podemos suponer a través de la propia novela, en uno de cuyos últimos capítulos se narra

la muerte del hijo de Rosanette y Frédéric, su protagonista. Éste quiso tener un retrato, y para ello

llamó a su amigo el pintor Pellerin, quien abordó la tarea de manera bastante insensible, «como si

hubiese estado trabajando en un modelo de escayola». Mientras pintaba «elogiaba a los pequeños

San Juan de Correggio, a la infanta rosa, de Velázquez, las carnes lácteas de Reynolds, la distinción

de Lawrence […]».44 Pero la obra de creación literaria en la que el cuadro del Louvre alcanza una

importancia mayor es el poema «La rose de l’infanta», de Víctor Hugo (1859), en el que se inspira en

la niña de Velázquez para elaborar una bella reflexión sobre la corte de Felipe II,45 jugando con el

contraste entre los valores asociados a la infancia y las connotaciones negras de esa época histórica.

Fuera de Francia, fueron varios los artistas atraídos por ese mundo de meninas e infantas. El

británico Millais lo evoca en su Homenaje a Velázquez (1868), destinado a la Royal Academy de

fig. 5Edgar DegasLa infanta Margaritac. 1860AguafuerteBibliothèque nationale de France, París

fig. 4Diego Velázquez (atribuido a)La infanta Margarita María1653Óleo sobre lienzo70 x 58 cmMusée du Louvre, París

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42

Londres;46 Sargent lo emplea como punto de

partida en Dama con una rosa (1882; Metropolitan

Museum, Nueva York),47 Chase alude a lo mismo

en una pintura de título suficientemente

significativo: Una infanta. Recuerdo de Velázquez

(1899; col. part.), donde utiliza como modelo

a su hija Helen Velázquez,48 y en Armonía en gris

y verde: Miss Cicely Alexander (fig. 6) Whistler

mezcla referencias velazqueñas y japonesas.49

La admiración que sentía este pintor por

Velázquez en general y las infantas en particular

era muy grande, como muestra un fragmento de

su célebre discurso «Las diez en punto», donde

afirma que el arte es una deidad «[…] que sólo se

ocupa de su propia perfección, sin ningún deseo

de enseñar nada, que extrae y encuentra lo

hermoso en todas condiciones y en todos los

tiempos […] Como hizo, en la corte de Felipe IV,

Velázquez, cuyas infantas, vestidas con esos

antiestéticos guardainfantes, tienen, en tanto

que obras de arte, la misma calidad que los

mármoles de Elgin».50 En eso coincidía con el

pintor Jean-Jacques Henner, quien en julio

de 1883 afirmó a Émile Durand-Gréville:

«La pequeña infanta del Louvre es tan hermosa

como lo que uno pueda soñar, créeme. Parece

esculpida por Fidias.»51

En paralelo a la notable reflexión que hicieron los críticos y los artistas sobre Velázquez en el xix

Las Meninas fue objeto continuo de la atención de unos y otros, en un proceso también progresivo.

En esa época (1843) recibió el título con el que actualmente es conocida,52 y se sucedieron los

testimonios de aprecio, de manera que siempre conservó el estatus de obra maestra con el

que nació. Eso no impide que algunos manifestaran repulsa por los, a sus ojos, personajes tan

desagradables que componían el cuadro, aunque se trata de una postura más propia de viajeros

(como Elliot, Claretie o Gasparin53) que de pintores o historiadores. Desde la perspectiva actual,

para la que el cuadro es una de las composiciones más abiertas y enigmáticas del arte de la edad

moderna, puede sorprender la escasa variedad de lecturas distintas que hubo en el siglo xix,

y su consideración general como una obra cuyo tema es exactamente lo que estamos viendo.

Sólo existen variaciones en el enfoque o en el orden con que se narra su contenido, pero nunca

discrepancias en lo que se refiere a su interpretación profunda. Además, esos enfoques diferentes

fig. 6James M. WhistlerArmonía en gris y verde: Miss Cicely Alexander1872-1874Óleo sobre lienzo190,2 x 97,8 cmTate

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se dan simultáneamente. Algunos, como Stirling-Maxwell, Ford, Madrazo o Passavant, leen el

cuadro de izquierda a derecha y enfatizan la presencia del pintor ante su caballete. Muchos otros,

como Justi o Stevenson, lo consideran ante todo un retrato de la infanta Margarita, que es como

aparece descrito en los viejos inventarios reales. Y casi todos aluden a un tema que aparece con

profusión en todos los acercamientos decimonónicos a los retratos femeninos de Velázquez:

lo estrambótico e incómodo de sus trajes, que se utilizan como una suerte de símbolo de la

rigidez de la corte española.54 A los ojos del siglo xix los enanos y bufones son con frecuencia

desagradables y de mal gusto; la ropa femenina, ridícula; y aunque la mayoría, como Stirling-

Maxwell o Justi, dedican elogios a la infanta, no faltan los que la desprecian. Roberts, en 1860,

habla de la «malévola displicencia» de su rostro, y Hay, en 1871 cuenta que el pintor «estaba

iniciando el retrato de una estúpida y pequeña infanta…»55

El triunfo de lo cotidianoDurante el siglo xix, Las Meninas fue «desactivada» en lo que se refiere a sus contenidos más

profundos como imagen de corte, en la que se pone en juego una compleja red de relaciones

sociales y de rango, que nos hablan de un sistema jerárquico rígido y complejo. A cambio,

sirvió para encontrar un hueco para la expresión de los contenidos más familiares e íntimos;

y pasó de ser uno de los retratos más formalizados y que mejor expresan una corte codificada,

a convertirse en una anécdota encantadora. Igualmente, el complejísimo discurso creado por

Velázquez para reivindicar su propia persona y las aspiraciones del arte de la pintura pasó

completamente inadvertido. Como siempre, cada época hace de Las Meninas un reflejo de sus

propias preocupaciones, y durante el siglo xix interesaban más las cuestiones técnicas, las fórmulas

de representación pictórica y la manera como el artista había resuelto la relación de su arte con

la realidad, que las irresolubles cuestiones de significado y estructura que han sido las obsesiones

básicas en torno a la obra a partir de mediados del siglo xx.

Por eso, no nos debe extrañar que en las últimas décadas del siglo xix, cuando eran muchos los

artistas que reivindicaban los temas «intrascendentes» o sin historia y buscaban una manera de

traducir al lienzo una experiencia visual instantánea, predominara una lectura del cuadro en

términos similares. Es lo que hacen los autores de las principales monografías sobre el artista.

Justi, en 1888 escribió que «es, en realidad, el retrato de la infanta Margarita como centro de una

escena recurrente de su vida en palacio»,56 e insiste en su aparente espontaneidad, aunque es el

historiador de su tiempo más consciente de muchos de los problemas de composición y contenido

que presenta; Lefort la considera «la última palabra de la pintura realista», y afirma que su tema

«no es más complicado que el de Las hilanderas», pues su autor se ha limitado a pintar lo que todos

los días veía delante de sus ojos,57 y Beruete insiste en sus valores primordialmente formales,

cuando asegura: «Las Meninas nos conmueve de modo absolutamente independiente del asunto

que representa […]. Sus diferentes elementos no tienen más función que el arte en sí mismo.»58

Los valores temáticos de «insignificancia», cotidianeidad e instantaneidad estaban acompañados

por una serie de cualidades estilísticas sumamente apreciadas por críticos y artistas de ese

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momento. El cuadro era uno de los máximos exponentes de la pintura más madura de Velázquez,

la que Justi había agrupado bajo la denominación de «tercer estilo», caracterizado por un uso muy

liberal de la pincelada y una reivindicación radical de los valores cromáticos y atmosféricos; es

decir, aquello que enlazaba con los intereses de muchos de los pintores contemporáneos. Lefort,

en 1888, fue el primero en aplicar el término «impresionismo» para calificar esta parcela del

catálogo del pintor,59 y uno de los fenómenos más interesantes de la bibliografía de Velázquez de

finales del xix y principios del xx es la frecuencia con la que los autores de monografías sobre

el pintor aluden a su relación con el arte contemporáneo. Con ello estaban introduciendo en el

debate sobre el artista una categoría que ya nunca lo abandonaría: la de Velázquez como «pintor

moderno»,60 lo que, paradójicamente, lo convertiría en un punto de referencia contra el que

batallarían algunos de los críticos más afines a los movimientos renovadores de principios del

siglo xx, como Julius Meier-Graefe.

Esos mismos años que marcan un clímax en los estudios sobre el pintor y en el aprecio por

Las Meninas, constituyen también la época en la que este cuadro fue objeto de un mayor número

de acercamientos desde el campo pictórico. El grado más elemental de aproximación fue el de

la copia de la composición entera o de algunos de sus fragmentos. Phillip, Lewis, Federico de

Madrazo, Sargent, Chase o el mismo Picasso se encuentran entre los que se acercaron al cuadro

con ese ánimo. Pero también fueron muchos los que, como Goya, utilizaron la composición de

Velázquez como punto de partida para obras originales. Entre ellos figuran artistas importantes

franceses, americanos, alemanes o españoles.

A pesar de la abundancia de obras en las que hay una referencia implícita o explícita a Las

Meninas, la variedad de soluciones fue notable, y cada artista supo adaptar el cuadro a sus intereses

particulares. Eso fue favorecido por la gran riqueza y complejidad de la obra de Velázquez,

tanto en lo que se refiere a los aspectos formales como a sus contenidos narrativos, lo que la

convirtió en fuente inagotable de inspiración. Pero, como veremos, dentro de esa variedad existen

algunos elementos comunes, muy interesantes a la hora de detectar los límites entre los cuales se

encerraban las lecturas finiseculares del cuadro.

Para recibir la influencia de Las Meninas, y reflejarla en la propia obra no era imprescindible

el viaje a Madrid. Bastaban las copias o las reproducciones fotográficas y de otro tipo para advertir

su extraordinaria complejidad y novedad compositivas. Uno de los que reflexionaron sobre el

cuadro sin haber estado nunca frente a él fue Degas, que en 1857-1858 realizó una Variación sobre

Las Meninas de Velázquez (fig. 7), que se plantea en parte como un juego: perviven el escenario, varios

de sus protagonistas y algunos de sus gestos, pero ordenados de manera muy diferente, con lo que

se rompe el equilibrio perfecto del original de Velázquez y se crea una especie de divertimento en

cierto sentido emparentable con Caballeros españoles y Escena en el estudio de un pintor español que hizo

Manet en los años siguientes.

Frente a la fórmula elegida por Degas, la mayor parte de los acercamientos de la época al

cuadro consistieron en la utilización de uno o varios de sus elementos más característicos para

realizar composiciones completamente contemporáneas, lo que dio como resultado un proceso

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de «revitalización» permanente. Con

frecuencia, los artistas recuperaron de Las

Meninas la idea de «taller»; es decir, el lugar

donde está trabajando el artista, o, más

precisamente, donde elabora un retrato.

En la mayor parte de las ocasiones se

trata de un taller sui generis. En el caso de

Velázquez, una amplia sala del palacio,

en la que sólo la presencia del gran lienzo

y el propio pintor permiten considerarlo

un espacio para la creación artística;

y en lo que se refiere a la mayor parte de

los pintores decimonónicos, espacios

domésticos de cierta amplitud, pero no

específicamente laborales. Como en Las

Meninas, los identificamos como lugar de

trabajo gracias a la presencia (a veces muy

velada) del artista; y en ellos se produce

una mezcla de cotidianeidad y creación

pictórica muy característica del arte de

finales del siglo xix. Otro de los elementos que suelen aparecer en estos espacios es el espejo, que

ocupa un lugar central en la estructura narrativa y formal del cuadro de Velázquez. En El artista

en su estudio (1865-1866; Art Institute of Chicago), Whistler, que tampoco había estado en Madrid,

se representa pintando (aunque no se ve el lienzo), y mira hacia el exterior del cuadro. Está en un

interior burgués, en el que también vemos un espejo al fondo y dos mujeres, una de ellas vestida

a la japonesa, en una imagen en la que se subraya la cotidianeidad.61 El juego es más complejo y

completo en Salón en Shinnecock (1892; Terra Foundation for American Art, Chicago), un pastel de

William M. Chase. Reconocemos Las Meninas en la cuidada perspectiva de la sala, en la presencia

de las dos niñas (hijas del artista) en primer término, en los cuadros de las paredes y en la atmósfera

íntima y cotidiana; pero estas características serían insuficientes para relacionarlo con el cuadro de

Velázquez si no fuera por el armario del fondo, en cuya luna se refleja el pintor trabajando. Como

en Whistler, las referencias al cuadro español se mezclan con resonancias orientales: el jarrón del

primer término, la silla junto a la pared del fondo o las estampas con las que juegan las niñas.62 Otro

americano, el escultor Frederick MacMonnies, reelaboró el cuadro de Velázquez en una de sus

pinturas más importantes, El caballero francés (1901; Palmer Museum of Art, Penn State University).

Ocupa el centro de la composición Georges Thesmar, vestido de coracero. Era amigo de la familia y

padrino de Berthe Hélène, la hija del artista, que aparece cogida de su mano y con su larga melena

rubia, su mirada hacia el frente y su vestido de ancho vuelo recuerda a la infanta Margarita en Las

Meninas. Las referencias a este cuadro no se acaban allí, pues se hacen explícitas en el espejo de la

fig. 7Edgar DegasVariación sobre Las Meninas de Velázquez1857-1858Óleo sobre lienzo31 x 25 cmNeue Pinakothek, Múnich

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pared del fondo, que nos devuelve la imagen del artista ante su caballete.63 Un espejo es también

el recurso del que se sirve el pintor alemán Max Liebermann (que tampoco viajó a España) para

autorretratarse en su taller (1902; Kunstmuseum, St. Gallen), que en este caso no tiene la apariencia

de cualquier interior doméstico sino que es un auténtico espacio para la creación pictórica, con

los útiles de trabajo esparcidos por la mesa, un gran ventanal que proporciona una luz adecuada

y varios cuadros por las paredes, en uno de los cuales se reconoce una copia del Inocencio X de

Velázquez. Las referencias a Las Meninas se completan con el gran cuadro del que sólo vemos el

dorso, la cuidada perspectiva del conjunto y el perro que duerme tranquilo sobre una silla.64

Entre las cosas más interesantes que ofrecen las imágenes anteriores figura el peculiar uso

del espejo. Tanto Chase como MacMonnies o Liebermann lo introducen, pero en vez de usarlo,

como Velázquez, para complicar la narración, se sirven de él para dar una solución sencilla al

dilema irresoluble planteado por Velázquez, pues lo que refleja es al propio artista pintando.

De esta manera, facilitan la lectura del cuadro y funden en un solo motivo dos de los elementos

más característicos de Las Meninas. Al ver estas obras, da la sensación de que a los artistas de la

época les resultaba un tanto desconcertante la presencia de Velázquez en el mismo espacio

pictórico que sus modelos, y no entendieron la importancia estructural y las implicaciones

simbólicas del reflejo de los reyes en el espejo. La solución que adoptaron constituía un paso

más —y muy significativo— dentro del doble proceso de desactivación del contenido fuertemente

formalizado de Las Meninas, y de su traducción en términos de cotidianeidad y alarde técnico.

Ambos conceptos están subrayados en varias pinturas inspiradas en la obra maestra de

Velázquez. El espléndido Las hijas de Edward Darley Boit (1882; Museum of Fine Arts, Boston)

es una de las derivaciones más importantes de Las Meninas que produjo el arte del siglo xix.

Su autor, Sargent, las había copiado poco antes en Madrid,65 y en esta obra de grandes dimensiones

(221,93 x 222,57 cm) trata de recrear el prodigioso efecto ambiental del cuadro de Velázquez

mediante un espacio modelado por las luces y las sombras, en el que aparecen cuatro niñas, una

de las cuales (la de la izquierda) recuerda con sus largos cabellos rubios y su posición frontal a la

infanta Margarita.66 El papel paradójico que, a los ojos del xix, podía jugar la presencia de seres

«anómalos» como los enanos y el perro, lo juegan aquí los enormes jarrones, que alcanzan una

altura mayor que las niñas y aportan, de nuevo, una nota oriental. En España, ese interés por

utilizar el cuadro de Velázquez para escenas en las que reina el desenfado y la cotidianeidad

aparece en obras de Sorolla como Mis hijos (1904; Museo Sorolla, Madrid) o La familia de Rafael

Errázuriz Urmeneta (1905; Colección Masaveu).67

Pero las huellas de Las Meninas se esconden en muchas otras obras. Aparecen, por ejemplo,

en los autorretratos de varios artistas, como Manet, Chase, Pinazo o MacMonnies, y en algunas

composiciones complejas, donde las referencias son más sutiles. En La clínica Gross, de Thomas

Eakins (1875; Jefferson Medical College, Philadelphia) vemos en la puerta del fondo un personaje

en una actitud similar a la de José Nieto,68 y en Un bar en el Folies Bergère (1881-1882; Courtauld

Gallery, Londres), Manet juega con varios de los motivos más íntimamente ligados a la imagen

que la época tenía de Velázquez: un espejo que complica el juego espacial; una camarera rubia,

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de vistoso traje y adornada con una flor, que evoca las infantas velazqueñas; y una factura pictórica

extraordinariamente libre y fluida, similar a la que desarrolló el pintor sevillano en lo que entonces

se llamaba su «tercer estilo».69

Uno de los factores que influyeron en la fortuna artística de Velázquez durante la segunda

mitad del siglo xix fue la naturaleza metapictórica de muchos de los cuadros del momento.

En el Retrato de Santiago Rusiñol, de su amigo Ramón Casas (1889; col. part., Barcelona) encontramos

un discurso metapictórico con Velázquez como una de sus claves.70 El pintor catalán está de pie,

cerca de la pared, con la mano derecha apoyada en una silla. En el suelo vemos su equipaje, una

caja de fósforos y un puro, lo que ha llevado a pensar en una referencia a Manet. Sobre la pared, hay

un paisaje firmado por Rusiñol, sobrepuesto a una pintura que representa la parte superior de una

cabeza y varios cuarterones de una puerta. Son pocos los datos que se ofrecen para identificar la

obra, pero resultan suficientes: se trata, respectivamente, de la cabeza de la infanta Margarita y de

la puerta que se abre al fondo en Las Meninas. Tal parquedad resulta muy significativa, pues sugiere

hasta qué punto se trataba de un cuadro lo suficientemente conocido como para que un fragmento

aparentemente informe bastara para identificar el conjunto.

Los casos que hemos visto a lo largo de estas páginas dan una idea de lo mucho que las infantas y

meninas habían interesado a los artistas de las últimas décadas del siglo xix; y sugieren que a la hora

de valorar obras de Picasso como su Mujer en azul o las variaciones sobre Las Meninas no sólo hemos

de tener en cuenta los originales de Velázquez en los que se basan, sino que hay que tener presente

también la ya larga tradición de aprecio y de reinterpretaciones artísticas. La comparación con las

obras del malagueño también nos sirve para entender mejor lo que significaron éstas y aquéllas.

El siglo xix, cuando no copió la obra maestra de Velázquez, se inspiró en ella para crear obras

nuevas, actualizando espacios y personajes, reduciendo muchas de sus connotaciones sociales,

e interpretando la obra en clave de cotidianeidad e instantaneidad, que era lo que interesaba

en una época que, en general, concebía la pintura en términos naturalistas. Picasso, que trabajaba

con una conciencia histórica muy acusada, recuperó la composición y los personajes de

Velázquez, los adaptó a su propio sistema formal, se interesó por todos los personajes, y nunca

obvió la complejidad de contenidos artísticos, formales e históricos asociados a Las Meninas,

con lo que dio un paso de gigante en la historia de su interpretación artística.

1 Museu Picasso, Barcelona, MPB 110.398.2 Mr. Punch and the Arts. Londres, Educational Book Company

Ltd., n.d., p. 64.3 Para estas similitudes, Javier Portús, «Kontroverse Deutungen

spanischer Kunst», Greco, Velázquez, Goya. Spanische Malerei aus deutschen Sammlungen [cat. expo.]. Hamburgo, 2005, p. 34-35.

4 José Luis Morales y Marín, Los Bayeu. Zaragoza, Instituto Camón Aznar, 1979, p. 83-86.

5 El retrato español. Del Greco a Picasso [cat. expo.]. Madrid, Museo Nacional del Prado, 2004, nº 23.6 Véase, por ejemplo, J. Barón, «El retrato español entre Zuloaga y

Picasso», El retrato español…, op. cit., nº 72.

7 Florencio de Santa-Ana, «La perdurabilidad de Velázquez en la pintura española del siglo xix: Sorolla», Velázquez y el arte

de su tiempo. Madrid, Alpuerto, 1991, p. 440.8 J. Barón, «El retrato…», op. cit., nº 68.9 Sobre las condiciones de visibilidad de Las Meninas en el primer siglo de su historia, véase Fernando Marías, «El género de Las

Meninas: los servicios de la familia», Fernando Marías (ed.), Otras Meninas. Madrid, Siruela, 1995, p. 247-278.

10 La visión más completa de la historia de la recepción de Las Meninas hasta fechas recientes en Caroline Kesser, Las Meninas von Velázquez. Eine Wirkungs und Rezeptionsgeschichte. Berlín, Reimer, 1994.

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11 Susanne Waldmann, El artista y su retrato en la España del siglo xvii. Una aproximación al estudio de la pintura retratística

española. Madrid, Alianza, 2007, p. 135.12 Ángel Aterido, «El verdadero asunto del “Homenaje a

Velázquez”de Giordano», Archivo Español de Arte, LXVII, 268 (1994), p. 91-94.

13 Antonio Palomino, Vidas (1724) (ed. N. Ayala). Madrid, Alianza, 1986, p. 181-183.

14 Antonio Palomino, El museo pictórico y escala óptica (1715-1724). Buenos Aires, Poseidón, 1944, vol. I, p. 64.

15 Nigel Glendinning, «Goya y el espíritu de Velázquez», J. Vega (dir.), Estudiar a los maestros: Velázquez y Goya. Zaragoza, Diputación de Zaragoza, 2000, p. 15 y ss.

16 Jesusa Vega, «Pinturas de Velázquez grabadas por Francisco de Goya, pintor», J. Vega (dir.), Estudiar…, op. cit., p. 45 y ss.

17 F. Marías, «El género…», op. cit.18 Javier Portús, «Orden y concierto. Escenas familiares en la

pintura española del Renacimiento a Goya», J. L. Díez (ed.), Ternura y melodrama. Pintura de escenas familiares en tiempos de Sorolla [cat. expo.]. Valencia, Museo del Siglo XIX, 2002, p. 58-59.

19 «Carta de don Antonio Rafael Mengs, primer pintor de cámara de S. M. al autor de esta obra», J. Vega (dir.), Estudiar…, op. cit., p. 121-122.

20 C. Kesser, Las Meninas…, op. cit., p. 21-22; J. Portús, «Tres miradas ilustradas a Velázquez: Mengs, Jovellanos, Goya», J. Vega (dir.), Estudiar…, p. 103. No obstante, era incapaz de substrarse a la maestría técnica del cuadro, como nos revela un comentario manuscrito de Ceán Bermúdez, en el que asegura que al mirarlo «Mengs se ponía de mal humor diciendo que él era un collón» (J. Vega, «Pinturas de Velázquez…», op. cit., p. 53).

21 J. Portús, «Tres miradas…», op. cit., p. 110.22 Entre las excepciones, el interés del segundo barón Grantham, que durante su estancia en España en 1771-1779 mandó hacer

una copia del cuadro. Véase Enriqueta Harris; Nigel Glendinning; Francis Russell, «Velázquez and the 2nd Baron Grantham», The Burlington Magazine, CXLI, 1159, octubre 1999, p. 598-605.

23 José Álvarez Lopera, «Fascinados por Velázquez», Descubrir el Arte, I, 4, 1999, p. 72-81 y José Álvarez Lopera, «Velázquez y el nacimiento de la pintura moderna: La doble cara de Jano», Symposium internacional Velázquez. Sevilla, Junta de Andalucía, 2004, p. 259-272.

24 Richard Ford, Manual para viajeros por Castilla y lectores en casa (1845). Madrid, Turner, 1981, p. 79; igualmente, Louis Viardot, Les musées de France. Paris. París, L. Hachette, 1860, p. 129, ó Athanase Clement de Ris, Le Musée Royal de Madrid. París, Jules Renouard, 1859, p. 27.

25 Véase Juan Antonio Gaya Nuño, Bibliografía crítica y antológica de Velázquez. Madrid, Fundación Lázaro Galdiano, 1963, p. 29-50.

26 Charles Ricketts, «The Masterpieces by Velázquez in the Imperial Gallery at Viena», The Burlington Magazine, V, abril-sep.,

1904, p. 338-340.

27 Véronique Gerard Powell y Claudie Ressort, Musée du Louvre. Département des peintures. Catalogue. Écoles espagnole

et portugaise. París, Réunion des musées nationaux, 2002, p. 247-251. Actualmente tiene un estatus atributivo ambiguo. Ya Justi, en 1888, pensaba en una intervención del taller, y López-Rey, en su catálogo razonado del pintor, la excluyó de los cuadros autógrafos.

28 En 1865, según Bürger (en sus notas a William Stirling-Maxwell, Velázquez. París, J. Renouard, 1865, p. 289-292), había otros siete retratos de infantas atribuidos a Velázquez en París, aunque todos ellos en manos particulares y de calidad muy inferior. En la segunda mitad de siglo, muchos lo consideraron el único cuadro autógrafo de Velázquez del Louvre. Es lo que le ocurrió a Manet tras su viaje a Madrid (E. Manet, Viaje a España. [ed. J. Wilson-Bareau]. Madrid, Museo Nacional del Prado, 2003, p. 52, carta del 3 de septiembre de 1865).

29 C. L. Hind (Days with Velázquez. Londres, Adam and Charles Black, 1906, p. 123) pensaba que el interés de Manet y Regnault por Velázquez se había originado en ese cuadro.

30 Allí la vio a finales de siglo Théodore Wyzeva (Les grandes peintres de l’Espagne. París, Firmin-Didot et Cie., 1891, p. 64), quien afirmaba que a su lado el resto de las pinturas palidecían.

31 María de los Santos García Felguera, Viajeros, eruditos y artistas. Los europeos ante la pintura española del Siglo de Oro. Madrid, Alianza, 1991, p. 143.

32 Jacques Lassaigne, Velázquez. Les Ménines. Friburgo, l’Office du Livre, 1973, p. 40.

33 G. Lacambre, «The Discovery of the Spanish School in France», G. Tinterow (dir.), Manet/Velázquez. The French Taste for Spanish Painting [cat. expo.]. Nueva York, The Metropolitan Museum of Art, 2003, p. 84-85. Viardot se hizo eco de ese fenómeno y escribió que los jóvenes artistas «para copiarla, colocan continuamente sus caballetes alrededor del retrato de la pequeña infanta Margarita» (Louis Viardot, Les musées d’Espagne. París, L. Hachette, 1860, p. 98). Fue, además, una de las obras relacionadas con Velázquez más difundidas a través del grabado y otros medios de reproducción, y aparece con cierta frecuencia en los libros dedicados a Velázquez o a la escuela española. Una relación de esos grabados en Paul Lefort, Velázquez. París, Librairie d’Art, [1888], p. 156.

34 Paul Guinard, «Velázquez et les romantiques français», Varia Velazqueña, Madrid, 1960, t. I, p. 569.35 A.W. Brainerd, The Infanta Adventure and the Lost Manet.

Michigan City, Reichl Press, 1988, p. 35.36 G. Lacambre, «The Discovery…», op. cit., p. 85. La copió en

noviembre de 1854.37 G. Tinterow (dir.), Manet/Velázquez…, op. cit., nº 182 y 103.38 P. Guinard, «Velázquez et…», op. cit., p. 572. El propio pintor

señaló que su fuente había sido el cuadro del Louvre.39 G. Caumont, «La fortune critique de Velázquez en France

au XIXe siècle», Dossier de l’Art, 63, 1999-2000, p. 112.40 G. Tinterow (dir.), Manet/Velázquez…, op. cit., nº 126.41 Juliet Wilson-Bareu, «Manet y España», ibídem, p. 241.42 Théophile Silvestre, Histoire des artistes vivants français et

étrangers. Études d’après nature. París, E. Blanchard, 1856, p. 260.

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43 En el prólogo de Aureliano de Beruete (Velázquez [1888]. Madrid, CEPSA, 1987), p. xxiii: «¡Y la adorable infanta, la pálida infanta de

ojos azules! De pie, con sus brazos extendidos sobre el enorme miriñaque de su vestido de corte, y sosteniendo en la mano una rosa tan pálida como su delicado rostro. ¡Pobre princesita! Qué infeliz parece, con todas sus espléndidas galas, viéndose sometida a la rigurosa etiqueta cortesana! Pero no nos apiademos demasiado porque, gracias al genio del gran artista, aún vive para nosotros. ¿Hay, me pregunto, retrato más encantador que el suyo? Aquellos tonos grises, rosas, plateados, el oro pálido de su cabello, los lazos y cintas destacándose sobre el fondo de tapices rojos, carmines, violetas … ¿cómo describirlos? ¿Es posible encontrar, en alguna parte, una más feliz combinación de tonos delicados, un conjunto de más exquisita ternura?»

44 Gustave Flaubert, La educación sentimental (1870) (ed. M. Salabert). Madrid, Alianza, 1981, p. 518. La infanta del Louvre también fue objeto del interés de otro famoso escritor, Th. Gauthier (C. L. Hind, Days with…, op. cit., p. 123).

45 Ilse H. Lipschutz, La pintura española y los románticos franceses. Madrid, Taurus, 1988, p. 104. El recuerdo de «La rose de l’infanta» saldría a relucir por algunos de los visitantes del Prado, como la condesa de Gasparin (Paseo por España. Relación de un viaje a Cataluña, Murcia y Castilla [1866]. Valencia, José Doménech, 1875, p. 182), que la evocó al ver los retratos de los hijos de Felipe II.

46 Allan Braham, El Greco to Goya. The Taste for Spanish Paintings in Britain and Ireland. Londres, National Gallery, 1981, p. 36; Xanthe Brooke, «British Artists Encounter Spain: 1820-1920», S. L. Stratton (dir.), Spain, Espagne, Spanien. Foreign Artists Discover Spain 1800-1900. Nueva York, The Equitable Gallery, 1993, p. 47; X. Brooke, «A Masterpiece in Waiting. The Response to Las Meninas in Nineteenth-Century Britain», S. Stratton-Pruitt (ed.), Velázquez’s Las Meninas. Cambridge, Cambridge University Press, 2002, p. 61 y ss. Señala que probablemente la fuente última fuera una reproducción de la Infanta Margarita del Prado.

47 M. Elizabeth Boone, «Why Drag in Velázquez? Realism, Aestheticism, and the Nineteenth-Century American Response to Las Meninas», en S. Stratton-Pruitt (ed.), Velázquez’s…, op. cit., p. 103.

48 Ibídem, p. 110; Ronald G Pisano, William Merritt Chase. Portraits in Oil, t. II. New Haven/Londres, Yale University Press, 2006, p. 152-153.

49 Gary Tinterow, «Ráphael Replaced: The Triumph of Spanish Painting in France», G. Tinterow (dir.), Manet/Velázquez…,

op. cit., p. 61.50 James McNeill Whistler, «Las diez en punto» (1885),

James McNeill Whistler; Walter Richard Sickert [cat. expo.]. Madrid, La Caixa, 1998, p. 72.

51 G. Lacambre, «The Discovery…», op. cit, nº 126. A Fidias se le vuelve a relacionar con Velázquez en el estudio muniqués del pintor alemán Stuck, bajo cuyo techo aparecían los nombres de estos dos artistas, además de Rubens y Miguel Ángel (Karin Hellwig, «Los pintores alemanes de la segunda mitad del siglo xix ante Velázquez», M. Cabañas [ed.], El arte español fuera de España. Madrid, CSIC, 2003, p. 539).

52 Pedro de Madrazo, Catálogo de los cuadros del Real Museo de Pintura y Escultura de Su Majestad. Madrid, Oficina de Aguado, 1843, p. 34.

53 Frances Elliot, Diary of an Idle Woman in Spain. Londres, F. V. White and Co., 1884, p. 90; Jules Claretie, Journées de voyages.

Espagne et France. París, Alphonse Lemerre, 1879, p. 208-209; Condesa de Gasparin, Paseo por España…, op. cit., p. 301.

54 Por ejemplo Whistler, Justi o Beruete.55 Richard Roberts, An Autumn Tour in Spain in the year 1859.

Londres, Saunders, Otley and Co., 1860, p. 102; John Hay, Castilian Days. Boston, J. R. Osgood and Co., 1871, p. 143.

56 Carl Justi, Velázquez y su siglo (1888) (ed. K. Hellwig). Madrid, Istmo, 1999, p. 643.

57 P. Lefort, Velázquez, op. cit., p. 106 y 104.58 A. de Beruete, Velázquez, op. cit., p. 127.59 Alisa Luxenberg, «The Aura of Masterpiece. Responses to Las

Meninas in Nineteenth-Century Spain and France», S. Stratton-Pruitt (ed.), Velázquez’s…, op. cit., p. 35.

60 Entre los que aluden al tema figuran Beruete, Stevenson, Justi, Picón, Lefort, Hind, etc. Fue sobre todo la presencia de obras de Velázquez lo que animó a Charles Ricketts en 1903 a escribir que el Prado es «un museo para los pintores» y «una meca para muchos artistas modernos». Véase Javier Portús, «Un museo para los pintores», Visiones del Prado [cat. expo.]. Madrid, Calcografía Nacional, 1996, p. 14.

61 M. Elizabeth Boone, «Why Drag…», op. cit., p. 86-92; David P. Curry, James McNeill Whistler. Uneasy Pieces. Richmond, VMFA, 2004, p. 121; H. B. Weinberg, «American Artist’ Taste for Spanish painting», G. Tinterow (dir.), Manet/Velázquez…, op. cit., p. 264.

62 M. E. Boone, ibídem, p. 108-115; H.B. Weinberg, ibídem, p. 285 y ss.

63 J. H. Robinson: «An Interlude in Giverny: The Frech Chevalier by Frederick MacMonnies», J. H. Robinson y D. R. Cartwright (ed.), An interlude in Giverny [cat. expo.]. University Park (Penn State University), Palmer Museum of Art, 2000, p. 15 y ss.

64 Stuck se inspira en Las Meninas para su Retrato en el taller con Mary Stuck, 1902, col. part. (K. Hellwig, «Los pintores…», op. cit., p. 539).

65 G. Tinterow (dir.), Manet/Velázquez…, op. cit., nº 211.66 M. E. Boone, «Why Drag…», op. cit., p. 101-108; H. B. Weinberg,

«American Artist’…», op. cit., p. 199-204.67 José Luis Díez, «El retrato español del siglo xix: el triunfo de

un género», El retrato español…, op. cit, p. 281-282.68 Sobre la relación entre el cuadro de Eakins y el de Velázquez, Michael Fried, Realism, Writing and Disfiguration in Thomas

Eakins and Stephen Crane. Chicago, University of Chicago Press, 1987, p. 16; M. E. Boone, op. cit., p. 93-101; M. E. Boone, Vistas de España. American Views of Art and Life in Spain, 1860-1914. New Haven/Londres, Yale University Press, 2007, p. 66.

69 J. Wilson-Bareu, «Manet...», op. cit., p. 251. Véase también, M. Mena, «El espacio de “Las Meninas” de Velázquez, entre el pasado y lo contemporáneo», AA.VV., El Museo del Prado y el arte contemporáneo. Madrid/Barcelona, Fundación de Amigos del Museo del Prado/Círculo de Lectores, 2007, p. 118-119.

70 J. Barón, «El retrato…», op. cit, nº 75. Sobre la influencia de Velázquez en la pintura catalana de su tiempo, véase Jordi Carbonell, «L’influence de Velázquez sur la peinture catalane, la deuxième moitié du XIXe siècle», G. Barné-Coquelin de Lisle (ed.), Velázquez aujourd’hui. Anglet, Atlantica, 2002, p. 167-179.