medio pan y un libro federico garcía lorca filesu hambre fácilmente con pedazo de pan o con unas...

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1 Medio pan y un libro Federico García Lorca (Discurso al inaugurar la biblioteca de su pueblo en 1931) Cuando alguien va al teatro, a un concierto o a una fiesta de cualquier índole que sea, si la fiesta es de su agrado, recuerda inmediatamente y lamenta que las personas que él quiere no se encuentren allí. “Lo que le gustaría esto a mi hermana, a mi padre”, piensa, y no goza ya del espectáculo sino a través de una leve melancolía. Esta es la melancolía que yo siento, no por la gente de mi casa, que sería pequeño y ruin, sino por todas las criaturas que por falta de medios y por desgracia suya no gozan del supremo bien de la belleza que es vida y bondad y es serenidad y es pasión. Por eso no tengo nunca un libro, porque regalo cuantos compro, que son infinitos, y por eso estoy aquí honrado y contento de inaugurar esta biblioteca del pueblo, la primera seguramente en toda la provincia de Granada. No sólo de pan vive el hombre. Yo si tuviera hambre y estuviera desvalido en la calle no pediría un pan; sino que pediría medio pan y un libro. Y yo ataco desde aquí violentamente a los que solamente hablan de reivindicaciones económicas sin nombrar jamás las reivindicaciones culturales que es lo que los pueblos piden a gritos. Bien está que todos los hombres coman, pero que todos los hombres sepan. Que gocen todos los frutos del espíritu humano porque los contrario es convertirlos en maquinas al servicio del Estado, es convertirlos en esclavos de una terrible organización social. Yo tengo mucha lástima de un hombre que quiere saber y no puede, que de un hambriento. Porque un hambriento puede calmar su hambre fácilmente con pedazo de pan o con unas frutas, pero un hombre que ansia saber y no tiene los medios, sufre de una terrible agonía porque son libros, libros, muchos libros los que necesita y ¿dónde están esos libros? ¡Libros!¡Libros! He aquí una palabra mágica que equivale a decir: “amor, amor” y que debían los pueblos pedir como piden pan o como anhelan la lluvia para sus sementeras. Cuando el insigne escritor Dostoyevsky, padre de la revolución rusa mucho más que Lenin, estaba prisionero en Siberia, alejado del mundo, entre cuatro paredes y cercado por desoladas llanuras de nieve infinita; y pedía socorro en cartas a su lejana familia, sólo decía: “¡Enviadme libros, libros, muchos libros para que mi alma no muera!”. Tenía frío y no pedía fuego, tenía terrible sed y no pedía agua: Pedía libros, es decir, horizontes, es decir, escaleras para subir la cumbre del espíritu y del corazón. Porque la agonía física, biológica, natural, de un cuerpo por hambre, sed o frío, dura poco, muy poco, pero la agonía del alma insatisfecha dura toda la vida. Ya ha dicho el gran Menéndez Pidal, uno de los sabios más verdaderos de Europa, que el lema de la República debe ser: “Cultura”. Cultura porque sólo a través de ella se pueden resolver los problemas en que hoy se debate el pueblo lleno de fe, pero falto de Luz.

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Medio pan y un libro – Federico García Lorca

(Discurso al inaugurar la biblioteca de su pueblo en 1931)

Cuando alguien va al teatro, a un concierto o a una fiesta de cualquier índole que sea, si la fiesta es de su agrado, recuerda

inmediatamente y lamenta que las personas que él quiere no se encuentren allí. “Lo que le gustaría esto a mi hermana, a mi

padre”, piensa, y no goza ya del espectáculo sino a través de una leve melancolía. Esta es la melancolía que yo siento, no por la

gente de mi casa, que sería pequeño y ruin, sino por todas las criaturas que por falta de medios y por desgracia suya no gozan del

supremo bien de la belleza que es vida y bondad y es serenidad y es pasión.

Por eso no tengo nunca un libro, porque regalo cuantos compro, que son infinitos, y por eso estoy aquí honrado y contento de

inaugurar esta biblioteca del pueblo, la primera seguramente en toda la provincia de Granada.

No sólo de pan vive el hombre. Yo si tuviera hambre y estuviera desvalido en la calle no pediría un pan; sino que pediría medio pan

y un libro. Y yo ataco desde aquí violentamente a los que solamente hablan de reivindicaciones económicas sin nombrar jamás las

reivindicaciones culturales que es lo que los pueblos piden a gritos. Bien está que todos los hombres coman, pero que todos los

hombres sepan. Que gocen todos los frutos del espíritu humano porque los contrario es convertirlos en maquinas al servicio del

Estado, es convertirlos en esclavos de una terrible organización social.

Yo tengo mucha lástima de un hombre que quiere saber y no puede, que de un hambriento. Porque un hambriento puede calmar

su hambre fácilmente con pedazo de pan o con unas frutas, pero un hombre que ansia saber y no tiene los medios, sufre de una

terrible agonía porque son libros, libros, muchos libros los que necesita y ¿dónde están esos libros?

¡Libros!¡Libros! He aquí una palabra mágica que equivale a decir: “amor, amor” y que debían los pueblos pedir como piden pan o

como anhelan la lluvia para sus sementeras. Cuando el insigne escritor Dostoyevsky, padre de la revolución rusa mucho más que

Lenin, estaba prisionero en Siberia, alejado del mundo, entre cuatro paredes y cercado por desoladas llanuras de nieve infinita; y

pedía socorro en cartas a su lejana familia, sólo decía: “¡Enviadme libros, libros, muchos libros para que mi alma no muera!”. Tenía

frío y no pedía fuego, tenía terrible sed y no pedía agua: Pedía libros, es decir, horizontes, es decir, escaleras para subir la cumbre

del espíritu y del corazón. Porque la agonía física, biológica, natural, de un cuerpo por hambre, sed o frío, dura poco, muy poco,

pero la agonía del alma insatisfecha dura toda la vida.

Ya ha dicho el gran Menéndez Pidal, uno de los sabios más verdaderos de Europa, que el lema de la República debe ser: “Cultura”.

Cultura porque sólo a través de ella se pueden resolver los problemas en que hoy se debate el pueblo lleno de fe, pero falto de

Luz.

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El Enamorado - Leonora Carrington

Paseando al anochecer por una callejuela, hurté un melón. El frutero, que estaba escondido detrás de sus frutas, me atrapó por el brazo: “Señorita, me dijo, hace cuarenta años que espero una ocasión como ésta. Cuarenta años que me la paso escondido detrás de esta pila de naranjas con la esperanza de que alguien me arrebate una fruta. Y le digo por qué: necesito hablar, necesito contar mi historia. Si usted no me escucha, la entregaré a la policía.”

“Le escucho”, dije yo.

Me tomó del brazo y me llevó al interior de su tienda entre frutas y legumbres. Pasamos por una puerta, al fondo, y llegamos a un cuarto. Había allí un lecho en el que yacía una mujer inmóvil y probablemente muerta. Me pareció que debía estar allí desde hacía mucho tiempo pues el lecho estaba todo cubierto de hierbas crecidas. “Lo riego todos los días”, dijo el frutero con aire pensativo.

“En cuarenta años nunca he llegado a saber si estaba muerta o no. Nunca se ha movido, ni hablado, ni comido durante ese lapso; pero lo curioso es que sigue estando caliente. Si usted no me cree, mire”. Y entonces levantó un ángulo de la cobija, lo que me permitió ver muchos huevos y algunos polluelos recién nacidos. “Usted ve, es el modo que utilizo para incubar los huevos (también vendo huevos frescos)”.

Nos sentamos a cada lado del lecho y el frutero comenzó a hablar: “La quiero tanto, créame. La he querido siempre. Era tan dulce. Tenía unos piesecitos ágiles y blancos. ¿Quiere usted verlos?” “No”, dije yo.

“En fin”, continuó diciendo con un profundo suspiro, “era tan hermosa. Yo tenía cabellos rubios, ella hermosos cabellos negros (ahora, los dos tenemos cabellos blancos). Su padre era un hombre extraordinario. Tenía una gran casa en el campo. Se dedicaba a coleccionar costillas de cordero. Por ese motivo llegamos a conocernos. Yo tengo una especialidad: sé desecar la carne con la mirada. El señor Pushfoot (ése era su nombre) oyó hablar de mí. Me invitó a su casa para desecar sus costillas a fin de que no se pudrieran. Agnes era su hija. Fue un amor a primera vista. Partimos juntos en barco por el Sena. Yo remaba. Agnes me hablaba así: “Te quiero tanto que vivo sólo para ti”. Y yo le decía lo mismo. Creo que es mi amor lo que la mantiene cálida; quizás está muerta, pero el calor persiste”. – “El año próximo”, prosiguió con la mirada perdida, “sembraré algunos tomates; no me asombraría que se desarrollaran bien allí dentro.” – “Caía la noche y no se me ocurría dónde pasar nuestra primera noche de bodas; Agnes se había vuelto pálida, muy pálida por la fatiga. Finalmente, apenas salimos de París, vi una cantina que daba sobre la orilla. Aseguré el barco y penetramos por la galería negra y siniestra. Había allí dos lobos y un zorro que se paseaban a nuestro alrededor. No había nadie más”.

“Llamé, llamé a la puerta que encerraba un terrible silencio. “Agnes está muy fatigada, Agnes está muy fatigada”, gritaba yo lo más fuerte que podía. Finalmente una vieja cabeza se asomó por la ventana y dijo: “No sé nada. Aquí el patrón es el zorro. Déjeme dormir: usted me fastidia.” Agnes se puso a llorar. No quedaba otro remedio: tenía que dirigirme al zorro. “¿Tiene usted camas?” le pregunté varias veces. No respondió nada: no sabía hablar. Y de nuevo la cabeza, más vieja que antes, que desciende suavemente desde la ventana, atada a un cordoncito: “Diríjase a los lobos; yo no soy el patrón aquí. Déjeme dormir, por favor”. Acabé por comprender que esa cabeza estaba loca y que no tenía sentido continuar. Agnes seguía llorando. Di varias vueltas alrededor de la casa y al fin pude abrir una ventana por la que entramos. Nos encontramos entonces en una cocina alta; sobre un gran horno enrojecido por el fuego había unas legumbres que se cocían solas y saltaban por sí mismas en el agua hirviendo; ese juego las divertía mucho. Comimos bien y después nos acostamos sobre el piso. Yo tenía a Agnes en mis brazos. No pudimos dormir ni un minuto. Esa terrible cocina contenía toda clase de cosas. Una enorme cantidad de ratas se había asomado al borde exterior de sus agujeros, y cantaban con vocecitas aflautadas y desagradables. Había olores inmundos que se inflaban y desinflaban uno tras otro, y corrientes de aire. Creo que fueron las corrientes de aire las que acabaron con mi pobre Agnes. Ya nunca más se recobró. Desde ese día habló cada vez menos”.

Y el frutero estaba tan cegado por las lágrimas que no tuve dificultad en escaparme con mi melón.

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La Última Respuesta - Isaac Asimov Murray Templeton tenía cuarenta y cinco años, estaba en la flor de su vida, y todas las partes de su cuerpo funcionaban en perfecto orden excepto algunas porciones clave de sus arterias coronarias, pero eso era suficiente. El dolor vino de pronto, ascendió hasta un punto intolerable, y luego descendió progresivamente. Pudo sentir que su respiración se relajaba, y una especie de bendita paz lo invadió. No hay placer como la ausencia de dolor... inmediatamente después del dolor. Murray sintió una ligereza casi aturdidora, como si estuviera elevándose en el aire y flotando. Abrió los ojos, y notó con distante regocijo que los demás que ocupaban la habitación estaban aún agitados. Se hallaba en el laboratorio cuando el dolor le había golpeado, casi sin advertencia, y cuando se había tambaleado había oído gritos de sorpresa de los demás antes de que todo se desvaneciera en una abrumadora agonía. Ahora, con el dolor desaparecido, los demás estaban aún yendo de un lado para otro, aún ansiosos, aún apiñándose en torno a su cuerpo caído... ...que, se dio cuenta de pronto, estaba tendido boca abajo. Estaba ahí en el suelo, brazos y piernas abiertos, el rostro contorsionado. Y estaba ahí de pie, en paz, observando. Pensó: ¡milagro! Los chiflados de la vida después de la vida tenían razón. Y aunque aquella era una forma humillante de morir para un físico ateo, apenas sintió una ligera sorpresa, y ninguna alteración de la paz en la cual se hallaba inmerso. Pensó: debe de haber algún ángel –o algo– viniendo a por mí. La escena terrestre estaba desvaneciéndose. La oscuridad iba invadiendo su conciencia, y lejos, en la distancia, como un último vislumbre, había una figura de luz, vagamente humana en su forma, y radiando calor. Murray pensó: vaya broma, estoy yendo al Cielo. Mientras pensaba esto, la luz se desvaneció pero el calor siguió. No hubo disminución en la paz, pese a que en todo el Universo tan sólo quedaba él... y la Voz. La Voz dijo: –He hecho esto tan a menudo, y sin embargo aún tengo la capacidad de sentirme complacido con el éxito. Murray sintió deseos de decir algo, pero no era consciente de poseer una boca, lengua o cuerdas vocales. Pese a todo, intentó emitir un sonido. Intentó, sin boca, susurrar palabras, o respirarlas, o simplemente impulsarlas fuera con una contracción de... lo que fuera. Y brotaron. Oyó su propia voz, completamente reconocible, y sus propias palabras, infinitamente claras. Murray preguntó: –¿Es esto el Cielo? La Voz le respondió: –Este no es ningún lugar, tal como tú entiendes la palabra «lugar». Murray se sintió azarado. –Perdón si sueno como un estúpido, pero ¿tú eres Dios? Sin cambiar de entonación o estropear de ninguna forma la perfección del sonido, la Voz consiguió sonar divertida. –Es extraño que siempre se me pregunte eso, por supuesto en un número infinito de formas. No hay ninguna respuesta que yo pueda dar y que tú puedas comprender. Yo soy..., lo cual es todo lo que puedo decir que sea significativo y que tú puedas cubrir con cualquier palabra o concepto que prefieras. –¿Y qué soy yo? –preguntó Murray–. ¿Un alma? ¿O también soy tan sólo una existencia personificada? Intentó no sonar sarcástico, pero tuvo la impresión de que fracasaba. Entonces pensó fugazmente en añadir un «Vuestra Gracia» o «Santísimo» o algo para contrarrestar el sarcasmo, y no pudo conseguir decidirse a hacerlo pese a que por primera vez en su existencia especuló con la posibilidad de ser castigado por su insolencia –¿o pecado?– con el Infierno, o lo que se le correspondiera.

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La Voz no sonó ofendida. –Tú eres fácil de explicar... incluso para ti. Puedes llamarte a ti mismo un alma si eso te complace, pero lo que realmente eres es un nexo de fuerzas electromagnéticas, dispuestas de tal modo que todas las interconexiones e interrelaciones son exactamente imitativas de aquellas de tu cerebro en tu Universo–existencia... hasta el más mínimo detalle. De tal modo que posees tu capacidad de pensamiento, tus recuerdos, tu personalidad. Y te sigue pareciendo que tú eres tú. Murray se dio cuenta de su propia incredulidad. –Quieres decir que la esencia de mi cerebro es permanente. –En absoluto. No hay nada en ti que sea permanente, excepto lo que yo elija hacer permanente. Yo formé el nexo. Yo lo construí mientras tú tenías existencia física, y lo ajusté al momento en el cual la existencia fallara. La Voz parecía claramente complacida consigo misma, y tras una momentánea pausa prosiguió: –Una intrincada pero absolutamente precisa construcción. Por supuesto, puedo hacer lo mismo con cualquier ser humano de tu mundo, pero prefiero no hacerlo. Hay un cierto placer en la selección. –Entonces eliges a muy pocos. –Realmente muy pocos. –¿Y qué ocurre con el resto? –¡El olvido! Oh, por supuesto, tú imaginas el Infierno. Murray hubiera enrojecido de haber tenido la capacidad de hacerlo. –No –dijo–. Eso queda fuera de cuestión. Sin embargo, jamás hubiera creído ser tan virtuoso como para atraer tu atención como uno de los Elegidos. –¿Virtuoso? Ah..., entiendo lo que quieres decir. Es fastidioso tener que forzar mi pensamiento a descender lo bastante como para permear el vuestro. No, no te he elegido por tu capacidad para el pensamiento, como he elegido a otros, a cuatrillones, de entre todas las especies inteligentes del Universo. Murray se sintió repentinamente curioso, el hábito de toda una vida. –¿Los eliges a todos por ti mismo, o hay otros como tú? –preguntó. Por un fugaz momento, Murray creyó adivinar una reacción de impaciencia ante aquello, pero cuando la Voz llegó de nuevo no había emoción en ella. –El si hay o no otros es algo irrelevante para ti. Este Universo es mío, y sólo mío. Es mi invención, mi construcción, destinado sólo para mis propósitos. –Y sin embargo, con cuatrillones de nexos que has formado, ¿pierdes tu tiempo conmigo? ¿Tan importante soy? –No eres en absoluto importante –dijo la Voz–. También estoy con los demás en una forma que, para tu percepción, parecería simultánea. –¿Y sin embargo eres uno? De nuevo un asomo de diversión. La Voz dijo: –Buscas atraparme en una contradicción. Si tú fueras una ameba que puede considerarse individualidad únicamente en conexión con las células individuales, y tuvieras que preguntarle a un cachalote, hecho por más de treinta cuatrillones de células, si era uno o muchos, ¿cómo podría responder el cachalote de modo que fuera comprensible para la ameba? –Pensaría en ello –dijo Murray secamente–. Puede hacerse comprensible. –Exacto. Esa es tu función. Pensarás. –¿Con qué fin? Tú ya lo sabes todo, supongo. –Aunque lo supiera todo –dijo la Voz–, no podría saber que lo sé todo. –Eso suena un poco como filosofía oriental –dijo Murray–, algo que suena profundo precisamente porque carece de significado.

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–Prometes –dijo la Voz–. Respondes a mi paradoja con una paradoja... excepto que la mía no es una paradoja. Considera. Existo eternamente, pero ¿qué significa eso? Significa que no puedo recordar haber surgido a la existencia. Si pudiera recordarlo, entonces no hubiera existido eternamente. Si no puedo recordar haber surgido a la existencia, entonces hay al menos una cosa, la naturaleza de mí mismo empezando a existir, que no sé. »Además, aunque lo que yo sé es infinito, también resulta cierto que lo que queda por conocer es igualmente infinito, ¿y cómo puedo estar seguro de que ambos infinitos son iguales? La cualidad infinita del conocimiento potencial puede ser infinitamente más grande que la infinitud de mi actual conocimiento. He aquí un ejemplo simple: si yo supiera todos los números enteros pares, conocería un número infinito de datos, y sin embargo no conocería ni un solo número entero impar. –Pero los números enteros impares pueden ser derivados –dijo Murray–. Si divides cada número entero par de toda la serie infinita por dos, tendrás otra serie infinita que contendrá en ella la serie infinita de números enteros impares. –Has captado la idea –dijo la Voz–. Me siento complacido. Tu tarea será encontrar otras vías como esta, mucho más difíciles, de lo conocido a lo aún no conocido. Tienes tus recuerdos. Recordarás todos los datos que hayas recogido o aprendido alguna vez, o que posees o que podrás deducir de esos datos. Si es necesario, podrás aprender los datos adicionales que consideres pertinentes para los problemas que tú mismo te plantees. –¿No puedes hacer todo eso por ti mismo? –Puedo –dijo la Voz–, pero es más interesante de esta forma. Construí el Universo a fin de tener más datos con los que enfrentarme. Inserté en él el principio de la incertidumbre, la entropía, y otros factores de azar, a fin de hacer que el conjunto no resultara instantáneamente obvio. Ha funcionado bien, y me ha divertido durante toda su existencia. »Luego introduje complejidades que produjeron primero la vida y luego la inteligencia, y la utilicé como fuente para un equipo de investigación, no porque necesitara su ayuda, sino porque introduciría un nuevo factor de azar. Descubrí que no podía predecir la siguiente pieza interesante de conocimiento conseguida, de dónde procedía, por qué medios se derivaba. –¿Ha ocurrido eso alguna vez? –preguntó Murray. –Por supuesto. Nunca pasa un siglo sin que aparezca algún detalle interesante en algún lugar. –¿Algo en lo que tú hubieras podido pensar por ti mismo, pero que aún no habías hecho? –Sí. –¿Crees realmente que hay una posibilidad de que yo te complazca de esa forma? –preguntó Murray. –¿En el próximo siglo? Virtualmente no. A largo plazo, sin embargo, tu éxito es seguro, puesto que estarás dedicado eternamente a ello. –¿Estaré pensando durante toda la eternidad? ¿Para siempre? –Sí. –¿Con qué fin? –Ya te lo he dicho. Para descubrir nuevo conocimiento. –Pero más allá de eso. ¿Con qué fin debo descubrir nuevo conocimiento? –Eso es lo que hiciste en tu vida ligada al Universo. ¿Cuál era tu finalidad entonces? –Conseguir un mejor conocimiento que sólo yo podía conseguir –contestó Murray– . Recibir el aprecio de mis compañeros. Sentir la satisfacción del éxito sabiendo que disponía tan sólo de un tiempo limitado para alcanzarlo. Ahora sólo podría conseguir lo que puedes conseguir tú mismo si lo desearas con un mínimo esfuerzo. Tú no puedes reconocer mis méritos; tu puedes únicamente divertirte. Y no hay ningún mérito ni satisfacción en un éxito cuando dispongo de toda la eternidad para conseguirlo. –¿Y no consideras el pensamiento y los descubrimientos valiosos por sí mismos? –preguntó la Voz–. ¿No encuentras que es innecesario requerir otro fin? –Para un tiempo limitado, sí. No para toda la eternidad. –Entiendo tu punto de vista. Sin embargo, no tienes elección. –Tú dices que tengo que pensar. Pero no puedes obligarme a hacerlo. –No pienso obligarte directamente –dijo la Voz–. No necesito hacerlo. Puesto que no tienes nada que hacer excepto pensar, pensarás. No sabes cómo no pensar.

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–Entonces me proporcionaré yo mismo una meta. Me inventaré una finalidad. –Por supuesto, puedes hacerlo –dijo la Voz, tolerante. –Ya he encontrado una finalidad. –¿Puedo saber cuál es? –Ya la conoces. Sé que no estamos hablando de la forma habitual. Tú ajustas mi nexo de tal forma que yo creo oírte y creo estar hablando, pero tú me transfieres los pensamientos y recoges directamente los míos. Y cuando mi nexo cambia con mis pensamientos, tú eres inmediatamente consciente de ellos y no necesitas mi transmisión voluntaria. –Estás sorprendentemente en lo cierto –admitió la Voz–. Eso me complace. Pero también me complace que me digas tus pensamientos voluntariamente. –Entonces te los diré. La finalidad de mi pensamiento será descubrir una forma de interrumpir este nexo mío que tú has creado. No deseo pensar para ninguna finalidad útil excepto divertirte. No deseo pensar eternamente para divertirte. No deseo existir eternamente para divertirte. Todo mi pensamiento irá dirigido hacia terminar con el nexo. Eso me divertirá a mí. –No tengo ninguna objeción a eso –dijo la Voz–. Incluso el pensamiento concentrado acerca de cómo terminar tu propia existencia puede dar como resultado, pese a ti mismo, algo nuevo e interesante. Y, por supuesto, si tienes éxito en ese intento de suicidio no habrás conseguido nada, puesto que instantáneamente puedo reconstruirte y en una forma tal que haga imposible repetir tu método de suicidio. Y si tú encuentras otra forma aún más sutil de interrumpir tu existencia, te reconstruiré con esa posibilidad también eliminada, y así sucesivamente. Puede ser un juego interesante, pero pese a todo seguirás existiendo eternamente. Esta es mi voluntad. Murray sintió un estremecimiento, pero sus palabras brotaron con una perfecta calma. –¿Estoy pues en el Infierno, después de todo? Tú has dado a entender que no existe ninguno, pero si esto fuera el Infierno tú podrías estar mintiendo como parte del juego del Infierno. –En ese caso –dijo la Voz–, ¿de qué serviría asegurarte que no estás en el Infierno? Sin embargo, te lo aseguro. No hay aquí ni Cielo ni Infierno. Sólo existo yo. –Considera entonces que mis pensamientos pueden resultarte inútiles –dijo Murray–. Si vengo a ti sin nada útil, ¿no será mejor para ti el... desarmarme, y no tomarte más molestias conmigo? –¿Como una recompensa? ¿Deseas el Nirvana como premio al fracaso, y pretendes asegurarme ese fracaso? No hay trato aquí. No fracasarás. Con una eternidad ante ti, no puedes evitar el tener al menos un pensamiento interesante, por mucho que tú intentes lo contrario. –Entonces crearé otra finalidad para mí. No intentaré destruirme. Estableceré como meta el humillarte. Pensaré en algo en lo que no solamente no hayas pensado nunca, sino en lo que nunca puedas llegar a pensar. Pensaré en la última respuesta, la respuesta definitiva, más allá de la cual no existe más conocimiento. –No comprendes la naturaleza del infinito –dijo la Voz–. Puede que haya cosas que aún no me haya molestado en conocer. No puede haber nada que yo no pueda conocer. –No puedes saber tu principio –dijo Murray pensativamente–. Tú mismo lo has dicho. Por lo tanto no puedes saber tampoco tu final. Muy bien. Esa será mi meta, y esa será la última respuesta. No me destruiré a mí mismo. Te destruiré a ti... si tú no me destruyes a mí primero. –¡Ah! –exclamó la Voz–. Has llegado a eso mucho antes de lo normal. Empezaba a preocuparme de que te tomara tanto tiempo. ¿Sabes?, no hay nadie de esos que tengo conmigo en esta existencia de perfecto y eterno pensamiento que no tenga la ambición de destruirme. Es imposible. –Tengo toda la eternidad para pensar en una forma de hacerlo –dijo Murray. –Entonces intenta pensar en ello –dijo la Voz en tono neutro. Y desapareció. Pero Murray tenía ahora su finalidad, y se sentía contento. Porque, ¿qué podía desear cualquier Entidad, consciente de la existencia eterna..., excepto un fin? ¿Para qué otra cosa había estado buscando la Voz a lo largo de incontables miles de millones de años? ¿Y para qué otra razón había sido creada la inteligencia y reservados algunos especímenes para ponerlos a trabajar, excepto para ayudar en esa gran búsqueda? Y Murray pretendía ser él, y sólo él, quien tuviera éxito. Cuidadosamente, y con la emoción de la finalidad, Murray empezó a pensar. Tenía mucho tiempo para ello.

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El Almohadón de plumas - Horacio Quiroga

SU luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia.

Lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una

furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a

conocer.

Durante tres meses —se habían casado en abril— vivieron una dicha especial. Sin duda hubiera ella deseado menos

severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía

siempre.

La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso —frisos, columnas y estatuas

de mármol— producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en

las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la

casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.

En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos

sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.

No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía

nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con

honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró

largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y

aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.

Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con

suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.

—No sé —le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja—. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin

vómitos, nada.. . Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.

Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable.

Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en

pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz

encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pesos. A ratos entraba

en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.

Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La

joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una

noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.

—¡Jordán! ¡Jordán! —clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.

Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.

—¡Soy yo, Alicia, soy yo!

Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se

serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.

Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella

los ojos.

Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora,

sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la

muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.

—Pst... —se encogió de hombros desalentado su médico—. Es un caso serio... poco hay que hacer...

—¡Sólo eso me faltaba! —resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.

Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas.

Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche

se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón

de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le

tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se

arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.

Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente

encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama,

y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.

Murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.

—¡Señor! —llamó a Jordán en voz baja—. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.

Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado

la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.

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—Parecen picaduras —murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.

—Levántelo a la luz —le dijo Jordán.

La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán

sintió que los cabellos se le erizaban.

—¿Qué hay? —murmuró con la voz ronca.

—Pesa mucho —articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.

Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura

de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos

crispadas a los bandos: —sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso,

una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.

Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca —su trompa, mejor dicho— a las

sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin

dada su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había

vaciado a Alicia.

Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La

sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.

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CORRESPONSAL EXTRANJERO – Bruno Traven

Hubo un tiempo en que creí seriamente poder llegar a ser un gran corresponsal extranjero, si se me daba una oportunidad. Escribí, por lo tanto, una elegante carta en finísimo papel a cierto diario importante de mi tierra, detallando mis grandes habilidades y mi vastísima experiencia, para terminar solicitando, con mucha modestia, la chamba que tanto ansiaba. El editor, sin duda un hombre muy ocupado, aunque muy amable, contestó como sigue: "Mándeme reportaje sangriento, bien jugoso, al rojo vivo y si posible referente a algún episodio en que el matasiete Pancho Villa tenga el papel principal. Pero tiene que ser sensacional, candente, incendiario." Esto me cayó bien, pues ya varias veces había sido prisionero de guerra de Villa y en tres ocasiones hasta se me había advertido que se darían órdenes de que fuese fusilado a la mañana siguiente, si persistía en ser un "entremetido importuno e indeseable, y además por andar husmeando lo que no me importaba". Sin embargo, nunca había presenciado episodio alguno con mucha sangre, al menos la bastante como para complacer al sediento editor. Era a mediados de 1915, después de la toma de Celaya, cuando yo me encontraba en la industriosa ciudad de Torreón. Una mañana estaba parado en la banqueta muy cerca de la entrada del Hotel Principal, donde me había hospedado la noche anterior. Salí a ver cómo estaba el tiempo y a llenarme los pulmones de aire fresco mientras llegaba la hora del desayuno. Pues bien, ahí estaba yo parado contemplándome las manos y pensando que las uñas ya aguantarían una recortadita. Mientras tenía las manos extendidas con las palmas para abajo, una espesa gota roja salpicó mi mano izquierda. En seguida otra gota igual, roja y gruesa, cayó sobre mi mano derecha. Miré hacia arriba para ver de dónde podría venir esa pintura, pero antes de poder descubrir algo, cayeron sobre mis ojos, cegándome temporalmente, unas cuantas gotas más, extraordinariamente gruesas, que rebotaron en mi nariz. Usé mi pañuelo para limpiarme los ojos, y al ver al suelo noté que ya había seis charquitos de esa espesa pintura roja tan repugnante. Una vez más miré hacia arriba y vi que, precisamente sobre mi cabeza, había una especie de balcón. Eso me convenció de que algún obrero debía de estar pintando la barandilla de dicho balcón y que el tal tipo desde luego debía ser un sujeto bastante descuidado. Empujado por mi deber cívico, caminé hacia la calle, hasta cerca de la mitad, desde donde podía ver mejor el balcón y gritarle al tal pintor que tuviera más cuidado con su trabajo, pues podía fácilmente arruinar los trajes nuevos de las damas que salieran del hotel. No era pintor alguno que trabajara en el balcón. Tampoco era pintura la que caía tan libremente sobre los huéspedes del hotel que entraban y salían. Era algo que yo no esperaba ver tan temprano y en una mañana tan hermosa y apacible. La barandilla estaba hecha de hierro forjado en un estilo fino y bellamente trabajado. Sobre cada uno de los seis picos de hierro de dicha barandilla estaba ensartada una cabeza humana, acabada de cortar. El hotel tenía cuatro balcones iguales, a cada uno de los cuales se podía llegar por una ventana estilo francés que daba desde el cuarto, y cada balcón tenía seis picos de hierro y cada uno lucía un adorno igual. Horrorizado me precipité hacia adentro a ver al dueño del hotel, esperando encontrarlo desmayado o en agonía. Solamente se encogió de hombros y dijo con displicencia: —Eso no es nada nuevo, amigo. Si no hubiera nada que ver esta mañana, eso sería una gran novedad. Pero eche una mirada al otro lado de la calle. ¿Qué ve? Sí, un restaurante, y muy cerca de los ventanales, Pancho y sus jefes están desayunando. Panchito, sabe usted, es de muy buen diente, pero no se le abre el apetito si no tiene esta clase de adorno ante sus ojos. Fíjese en ese coronel de bigotes que ve ahí. Se llama Rodolfo Fierro. Él es quien cuida que el adorno siempre esté listo al momento de sentarse Panchito a desayunar. —¿Quiénes son esos pobres diablos ensartados allá arriba? —pregunté. —Generales y otros oficiales de los bandos opuestos que tuvieron la mala suerte de perder alguna escaramuza y caer prisioneros. Siempre hay un par de cientos en la lista de espera, así es que Pancho puede estar seguro de su buen apetito todos los días. —Bueno, pues eso sí que es noticia para enviar a la gente de allá del otro lado del río —contesté—, pero, óigame, noté una cabeza que a mi parecer no es la de un nativo, sino más bien como la de un extranjero, un inglés o algo por el estilo. —No, no es la cabeza de un inglés la que vio —dijo el hotelero con su fuerte acento norteño, al mismo tiempo que se me acercaba tanto que su cara estaba casi pegada a la mía mientras hablaba—. No, no es un inglés. No se equivoque usted, amigo. Es la de un cabrón tal por cual corresponsal de un periódico americano. ¿Por qué tiznados tienen estos gringos que meter sus mugrosas narices en nuestros asuntos? Es lo que quiero yo saber. Por lo que yo he visto, ellos tienen en casa bastante cochinada y podredumbre, tanta, que ya mero se ahogan en ella. Pero estos malditos gringos nunca se ven su cola. Siempre andan metiéndose en los líos de otros. ¿Qué tiznados hacen aquí? Si quiere saber, amigo, le diré que bien, merecido se lo tiene ese ensartado allá arriba. Que sirva aquí de algo útil; nosotros siquiera los usamos para aperitivos de Pancho. Es para lo que sirven. Sí, señor; esa es mi opinión sincera.

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Pulí esta historia cuidadosamente, la escribí a máquina en el papel más caro que pude encontrar, y la mandé por correo esa misma tarde al editor aquel tan amable. A vuelta de correo tenía su respuesta. También mi reportaje devuelto. En lugar de adjuntar la acostumbrada nota impresa rehusándolo, se había tomado la molestia de escribir unas cuantas líneas personalmente como acostumbran hacerlo los editores amables para hacerle sentirse a uno mejor. Aquí están. Las líneas, quiero decir, no los editores amables. "Su reportaje no tiene interés para nutriros lectores. Le falta jugo, sangre, y no es movido. Peor todavía, Pancho ni siquiera toma parte activa en él. Por mi larga experiencia como editor le sugiero olvidarse de llegar a ser corresponsal extranjero. De Ud. atentamente, El Editor." Seguí el honrado consejo de ese editor tan amable y me olvidé completamente de llegar a ser corresponsal extranjero para un periódico americano, y creo que esta es la razón por la cual todavía conservo mi cabeza sobre los hombros, siendo que Pancho tiempo ha que fue a su último descanso sin la suya.

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Sueño infinito de Pao Yu – Tsao Hsue Kin

Pao Yu soñó que estaba en un jardín idéntico al de su casa. ¿Será posible, dijo, que haya un jardín idéntico al mío? Se le acercaron unas doncellas. Pao Yu se dijo atónito: ¿Alguien tendrá doncellas iguales a Hsi-Yen, Pin-Erh y a todas las de casa? Una de las doncellas exclamó:

-Ahí está Pao Yu. ¿Cómo habrá llegado hasta aquí?

Pao Yu pensó que lo habían reconocido. Se adelantó y les dijo:

-Estaba caminando; por casualidad llegué hasta aquí. Caminemos un poco.

Las doncellas se rieron.

-¡Qué desatino! Te confundimos con Pao Yu, nuestro amo, pero no eres tan gallardo como él.

Eran doncellas de otro Pao Yu.

-Queridas hermanas -les dijo- yo soy Pao Yu. ¿Quién es vuestro amo?

-Es Pao Yu -contestaron-. Sus padres le dieron ese nombre, que está compuesto de los dos caracteres Pao (precioso) y Yu (jade), para que su vida fuera larga y feliz. ¿Quién eres tú para usurpar ese nombre?

Se fueron, riéndose.

Pao Yu quedó abatido. "Nunca me han tratado tan mal. ¿Por qué me aborrecerán estas doncellas? ¿Habrá, de veras, otro Pao Yu? Tengo que averiguarlo".

Trabajado por esos pensamientos, llegó a un patio que le pareció extrañamente familiar. Subió la escalera y entró en su cuarto. Vio a un joven acostado; al lado de la cama reían y hacían labores unas muchachas. El joven suspiraba. Una de las doncellas le dijo:

-¿Qué sueñas, Pao Yu, estás afligido?

-Tuve un sueño muy raro. Soñé que estaba en un jardín y que ustedes no me reconocieron y me dejaron solo. Las seguí hasta la casa y me encontré con otro Pao Yu durmiendo en mi cama.

Al oír este diálogo Pao Yu no pudo contenerse y exclamó:

-Vine en busca de un Pao Yu; eres tú.

El joven se levantó y lo abrazó, gritando:

-No era un sueño, tú eres Pao Yu.

Una voz llamó desde el jardín:

-¡Pao Yu!

Los dos Pao Yu temblaron. El soñado se fue; el otro le decía:

-¡Vuelve pronto, Pao Yu!.

Pao Yu se despertó. Su doncella Hsi-Yen le preguntó:

-¿Qué sueñas Pao Yu, estás afligido?

-Tuve un sueño muy raro. Soñé que estaba en un jardín y que ustedes no me reconocieron...

FIN

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La Insolación – Horacio Quiroga

El cachorro Old salió por la puerta y atravesó el patio con paso recto y perezoso. Se detuvo en la linde del pasto, estiró al monte,

entrecerrando los ojos, la nariz vibrátil, y se sentó tranquilo. Veía la monótona llanura del Chaco, con sus alternativas de campo y

monte, monte y campo, sin más color que el crema del pasto y el negro del monte. Éste cerraba el horizonte, a doscientos metros,

por tres lados de la chacra. Hacia el Oeste el campo se ensanchaba y extendía en abra, pero que la ineludible línea sombría

enmarcaba a lo lejos.

A esa hora temprana, el confín, ofuscante de luz a mediodía, adquiría reposada nitidez. No había una nube ni un soplo de viento.

Bajo la calma del cielo plateado el campo emanaba tónica frescura que traía al alma pensativa, ante la certeza de otro día de seca,

melancolías de mejor compensado trabajo.

Milk, el padre del cachorro, cruzó a la vez el patio y se sentó al lado de aquél, con perezoso quejido de bienestar. Ambos

permanecían inmóviles, pues aún no había moscas.

Old, que miraba hacía rato a la vera del monte, observó:

-La mañana es fresca.

Milk siguió la mirada del cachorro y quedó con la vista fija, parpadeando distraído. Después de un rato dijo:

-En aquel árbol hay dos halcones.

Volvieron la vista indiferente a un buey que pasaba y continuaron mirando por costumbre las cosas.

Entretanto, el Oriente comenzaba a empurpurarse en abanico, y el horizonte había perdido ya su matinal precisión. Milk cruzó las

patas delanteras y al hacerlo sintió un leve dolor. Miró sus dedos sin moverse, decidiéndose por fin a olfatearlos. El día anterior se

había sacado un pique, y en recuerdo de lo que había sufrido lamió extensamente el dedo enfermo.

-No podía caminar -exclamó en conclusión.

Old no comprendió a qué se refería. Milk agregó:

-Hay muchos piques.

Esta vez el cachorro comprendió. Y repuso por su cuenta, después de largo rato:

-Hay muchos piques.

Uno y otro callaron de nuevo, convencidos.

El sol salió, y en el primer baño de su luz, las pavas del monte lanzaron al aire puro el tumultuoso trompeteo de su charanga. Los

perros, dorados al sol oblicuo, entornaron los ojos, dulcificando su molicie en beato pestañeo. Poco a poco la pareja aumentó con

la llegada de los otros compañeros: Dick, el taciturno preferido; Prince, cuyo labio superior, partido por un coatí, dejaba ver los

dientes, e Isondú, de nombre indígena. Los cinco foxterriers, tendidos y beatos de bienestar, durmieron.

Al cabo de una hora irguieron la cabeza; por el lado opuesto del bizarro rancho de dos pisos -el inferior de barro y el alto de

madera, con corredores y baranda de chalet-, habían sentido los pasos de su dueño, que bajaba la escalera. Míster Jones, la toalla

al hombro, se detuvo un momento en la esquina del rancho y miró el sol, alto ya. Tenía aún la mirada muerta y el labio pendiente

tras su solitaria velada de whisky, más prolongada que las habituales.

Mientras se lavaba, los perros se acercaron y le olfatearon las botas, meneando con pereza el rabo. Como las fieras amaestradas,

los perros conocen el menor indicio de borrachera en su amo. Alejáronse con lentitud a echarse de nuevo al sol. Pero el calor

creciente les hizo presto abandonar aquél por la sombra de los corredores.

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El día avanzaba igual a los precedentes de todo ese mes: seco, límpido, con catorce horas de sol calcinante que parecía mantener

el cielo en fusión, y que en un instante resquebrajaba la tierra mojada en costras blanquecinas. Míster Jones fue a la chacra, miró

el trabajo del día anterior y retornó al rancho. En toda esa mañana no hizo nada. Almorzó y subió a dormir la siesta.

Los peones volvieron a las dos a la carpición, no obstante la hora de fuego, pues los yuyos no dejaban el algodonal. Tras ellos

fueron los perros, muy amigos del cultivo desde el invierno pasado, cuando aprendieron a disputar a los halcones los gusanos

blancos que levantaba el arado. Cada perro se echó bajo un algodonero, acompañando con su jadeo los golpes sordos de la azada.

Entretanto el calor crecía. En el paisaje silencioso y encegueciente de sol, el aire vibraba a todos lados, dañando la vista. La tierra

removida exhalaba vaho de horno, que los peones soportaban sobre la cabeza, envuelta hasta las orejas en el flotante pañuelo,

con el mutismo de sus trabajos de chacra. Los perros cambiaban a cada rato de planta, en procura de más fresca sombra.

Tendíanse a lo largo, pero la fatiga los obligaba a sentarse sobre las patas traseras, para respirar mejor.

Reverberaba ahora adelante de ellos un pequeño páramo de greda que ni siquiera se había intentado arar. Allí, el cachorro vio de

pronto a Míster Jones que lo miraba fijamente, sentado sobre un tronco. Old se puso en pie meneando el rabo. Los otros

levantáronse también, pero erizados.

-Es el patrón -dijo el cachorro, sorprendido de la actitud de aquéllos.

-No, no es él -replicó Dick.

Los cuatro perros estaban apiñados gruñendo sordamente, sin apartar los ojos de míster Jones, que continuaba inmóvil,

mirándolos. El cachorro, incrédulo, fue a avanzar, pero Prince le mostró los dientes:

-No es él, es la Muerte.

El cachorro se erizó de miedo y retrocedió al grupo.

-¿Es el patrón muerto? -preguntó ansiosamente. Los otros, sin responderle, rompieron a ladrar con furia, siempre en actitud

temerosa. Pero míster Jones se desvanecía ya en el aire ondulante.

Al oír los ladridos, los peones habían levantado la vista, sin distinguir nada. Giraron la cabeza para ver si había entrado algún

caballo en la chacra, y se doblaron de nuevo.

Los foxterriers volvieron al paso al rancho. El cachorro, erizado aún, se adelantaba y retrocedía con cortos trotes nerviosos, y supo

de la experiencia de sus compañeros que cuando una cosa va a morir, aparece antes.

-¿Y cómo saben que ése que vimos no era el patrón vivo? -preguntó.

-Porque no era él -le respondieron displicentes.

¡Luego la Muerte, y con ella el cambio de dueño, las miserias, las patadas, estaba sobre ellos! Pasaron el resto de la tarde al lado

de su patrón, sombríos y alerta. Al menor ruido gruñían, sin saber hacia dónde.

Por fin el sol se hundió tras el negro palmar del arroyo, y en la calma de la noche plateada los perros se estacionaron alrededor del

rancho, en cuyo piso alto míster Jones recomenzaba su velada de whisky. A media noche oyeron sus pasos, luego la caída de las

botas en el piso de tablas, y la luz se apagó. Los perros, entonces, sintieron más el próximo cambio de dueño, y solos al pie de la

casa dormida, comenzaron a llorar. Lloraban en coro, volcando sus sollozos convulsivos y secos, como masticados, en un aullido de

desolación, que la voz cazadora de Prince sostenía, mientras los otros tomaban el sollozo de nuevo. El cachorro sólo podía ladrar.

La noche avanzaba, y los cuatro perros de edad, agrupados a la luz de la luna, el hocico extendido e hinchado de lamentos -bien

alimentados y acariciados por el dueño que iban a perder-, continuaban llorando a lo alto su doméstica miseria.

A la mañana siguiente míster Jones fue él mismo a buscar las mulas y las unció a la carpidora, trabajando hasta las nueve. No

estaba satisfecho, sin embargo. Fuera de que la tierra no había sido nunca bien rastreada, las cuchillas no tenían filo, y con el paso

rápido de las mulas, la carpidora saltaba. Volvió con ésta y afiló sus rejas; pero un tornillo en que ya al comprar la máquina había

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notado una falla, se rompió al armarla. Mandó un peón al obraje próximo, recomendándole cuidara del caballo, un buen animal,

pero asoleado. Alzó la cabeza al sol fundente de mediodía, e insistió en que no galopara ni un momento. Almorzó en seguida y

subió. Los perros, que en la mañana no habían dejado un segundo a su patrón, se quedaron en los corredores.

La siesta pesaba, agobiada de luz y silencio. Todo el contorno estaba brumoso por las quemazones. Alrededor del rancho la tierra

blanquizca del patio, deslumbraba por el sol a plomo, parecía deformarse en trémulo hervor, que adormecía los ojos

parpadeantes de los foxterriers.

-No ha aparecido más -dijo Milk.

Old, al oír aparecido, levantó vivamente las orejas. Incitado por la evocación el cachorro se puso en pie y ladró, buscando a qué. Al

rato calló, entregándose con sus compañeros a su defensiva cacería de moscas.

-No vino más -agregó Isondú.

-Había una lagartija bajo el raigón -recordó por primera vez Prince.

Una gallina, el pico abierto y las alas apartadas del cuerpo, cruzó el patio incandescente con su pesado trote de calor. Prince la

siguió perezosamente con la vista y saltó de golpe.

-¡Viene otra vez! -gritó.

Por el norte del patio avanzaba solo el caballo en que había ido el peón. Los perros se arquearon sobre las patas, ladrando con

furia a la Muerte, que se acercaba. El caballo caminaba con la cabeza baja, aparentemente indeciso sobre el rumbo que debía

seguir. Al pasar frente al rancho dio unos cuantos pasos en dirección al pozo, y se desvaneció progresivamente en la cruda luz.

Míster Jones bajó; no tenía sueño. Disponíase a proseguir el montaje de la carpidora, cuando vio llegar inesperadamente al peón a

caballo. A pesar de su orden, tenía que haber galopado para volver a esa hora. Apenas libre y concluida su misión, el pobre

caballo, en cuyos ijares era imposible contar los latidos, tembló agachando la cabeza, y cayó de costado. Míster Jones mandó a la

chacra, todavía de sombrero y rebenque, al peón para no echarlo si continuaba oyendo sus jesuísticas disculpas.

Pero los perros estaban contentos. La Muerte, que buscaba a su patrón, se había conformado con el caballo. Sentíanse alegres,

libres de preocupación, y en consecuencia disponíanse a ir a la chacra tras el peón, cuando oyeron a míster Jones que le gritaba

pidiéndole el tornillo. No había tornillo: el almacén estaba cerrado, el encargado dormía, etc. Míster Jones, sin replicar, descolgó

su casco y salió él mismo en busca del utensilio. Resistía el sol como un peón, y el paseo era maravilloso contra su mal humor.

Los perros salieron con él, pero se detuvieron a la sombra del primer algarrobo; hacía demasiado calor. Desde allí, firmes en las

patas, el ceño contraído y atento, veían alejarse a su patrón. Al fin el temor a la soledad pudo más, y con agobiado trote siguieron

tras él.

Míster Jones obtuvo su tornillo y volvió. Para acortar distancia, desde luego, evitando la polvorienta curva del camino, marchó en

línea recta a su chacra. Llegó al riacho y se internó en el pajonal, el diluviano pajonal del Saladito, que ha crecido, secado y

retoñado desde que hay paja en el mundo, sin conocer fuego. Las matas, arqueadas en bóveda a la altura del pecho, se entrelazan

en bloques macizos. La tarea de cruzarlo, sería ya con día fresco, era muy dura a esa hora. Míster Jones lo atravesó, sin embargo,

braceando entre la paja restallante y polvorienta por el barro que dejaban las crecientes, ahogado de fatiga y acres vahos de

nitrato.

Salió por fin y se detuvo en la linde; pero era imposible permanecer quieto bajo ese sol y ese cansancio. Marchó de nuevo. Al calor

quemante que crecía sin cesar desde tres días atrás, agregábase ahora el sofocamiento del tiempo descompuesto. El cielo estaba

blanco y no se sentía un soplo de viento. El aire faltaba, con angustia cardíaca, que no permitía concluir la respiración.

Míster Jones adquirió el convencimiento de que había traspasado su límite de resistencia. Desde hacía rato le golpeaba en los

oídos el latido de las carótidas. Sentíase en el aire, como si de dentro de la cabeza le empujaran el cráneo hacia arriba. Se mareaba

mirando el pasto. Apresuró la marcha para acabar con eso de una vez... Y de pronto volvió en sí y se halló en distinto paraje: había

caminado media cuadra sin darse cuenta de nada. Miró atrás, y la cabeza se le fue en un nuevo vértigo.

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Entretanto, los perros seguían tras él, trotando con toda la lengua afuera. A veces, asfixiados, deteníanse en la sombra de un

espartillo; se sentaban, precipitando su jadeo, para volver en seguida al tormento del sol. A1 fin, como la casa estaba ya próxima,

apuraron el trote.

Fue en ese momento cuando Old, que iba adelante, vio tras el alambrado de la chacra a míster Jones, vestido de blanco, que

caminaba hacia ellos. El cachorro, con súbito recuerdo, volvió la cabeza a su patrón, y confrontó.

-¡La Muerte, la Muerte! -aulló.

Los otros lo habían visto también, y ladraban erizados, y por un instante creyeron que se iba a equivocar; pero al llegar a cien

metros se detuvo, miró el grupo con sus ojos celestes, y marchó adelante.

-¡Que no camine ligero el patrón! -exclamó Prince.

-¡Va a tropezar con él! -aullaron todos.

En efecto, el otro, tras breve hesitación, había avanzado, pero no directamente sobre ellos como antes, sino en línea oblicua y en

apariencia errónea, pero que debía llevarlo justo al encuentro de míster Jones. Los perros comprendieron que esta vez todo

concluía, porque su patrón continuaba caminando a igual paso como un autómata, sin darse cuenta de nada. El otro llegaba ya.

Los perros hundieron el rabo y corrieron de costado, aullando. Pasó un segundo y el encuentro se produjo. Míster Jones se detuvo,

giró sobre sí mismo y se desplomó.

Los peones, que lo vieron caer, lo llevaron a prisa al rancho, pero fue inútil toda el agua; murió sin volver en sí. Míster Moore, su

hermano materno, fue allá desde Buenos Aires, estuvo una hora en la chacra, y en cuatro días liquidó todo, volviéndose en

seguida al Sur. Los indios se repartieron los perros, que vivieron en adelante flacos y sarnosos, e iban todas las noches con

hambriento sigilo a robar espigas de maíz en las chacras ajenas.