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MEDARDO ÁNGEL SILVA La máscara irónica ediciones GRAFEMA

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MEDARDO ÁNGEL SILVA

La máscara irónica

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La máscara irónica

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La profesión literaria

La profesión literaria que tú sueñas camino de gloria, es muy dura, joven iniciado.

Ante, todo, la gente se preocupa mucho, por eso que llaman la «Escuela» del escritor. Si escribes con la serena unción de Fray Luis, la gloriosa frescura del vino añejo del Marqués de Santillana o la pureza del hondo Jorge Manrique, te lla-marán desenterrador de momias y encarnizante; si lo haces con la ingenua sencillez de los primitivos, sin oropeles, sin floreos retóricos ni mitologías de similor, serás un pobre bárbaro; si amas las modernas ondulaciones del Ritmo y pones tu alma melodiosa en áureos versos de melífero dulzor, que tengan el vago encanto de una tarde nórdica vestida de bruma, te dirán decadente y serás víctima de cuanto Hermosilla roe, zancajos de rimador.

Al comienzo de tu labor literaria te llamarán los cofrades ya ensayados por el sacro óleo del Tiempo, «esperanzas de futuras glorias»; pero tienes que resignarte a ser una esperanza vitalicia: si sospechan que puedes hacer tambalear sus tronos de pontífices, te lapidarán...

Para gozar de los favores del público tienes que desperson-alizarte, que ingresar al rebaño, que pensar en armonía con la comunidad: nadie te perdonará la irreverencia de permanecer de pie cuando todos rastrean, y el triunfo es, casi siempre, de los que tienen las más flexibles espinas dorsales: para obtenerlo debes inscribirte en las muchas

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cofradías del elogio mutuo, en que se reciben y dispensan títulos literarios.

Si vas hacia la muchedumbre a darle, como Cristo, el pan de tu carne y el vino de tu sangre, en tus versos, dirán que mendigas los aplausos de la ignara turba y que estás sediento de glorias de plaza pública; si te encierras en tu yo, como en la torre inaccesible del conde de Vigny, desdeñoso de las modas literarias y de la réclame en boga, te tacharán de ególatra y se hará el vacío a tu alrededor.

Los «queridos compañeros», serán tus más fieles detractores. Eso no significa que se abstengan de elogiarte cuando tú puedas pagar el elogio en igual y más valiosa moneda...

En tan áspero camino irás dejando trozos de tu alma y cuando llegues a la anhelada cumbre -si llegas- serás un prematuro envejecido y los laureles de tu corona te pun-zarán las sienes como si fueran espinas.

Pero, lo más probable, es que mueras poco menos que desapercibido; tu defunción la anunciará, entre un aviso de específico yanqui y un suelto de crónica, el diario de que fuiste «asiduo colaborador»: aquello será el epílogo de la tragicomedia de tu vida, y debes agradecer -en ultratumba- al Director, que haya suprimido la inserción del réclame de una fábrica de embutidos para dar cabida a tu óbito.

Por lo demás, si te abstienes en tu propósito, ten la se-guridad de que, soñador incurable, poseso de una santa locura, has de morir con los ojos deslumbrados por la luz

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de tus sueños imposibles, fijos en la cima ideal donde sonríe aquella divina proxeneta que se llama Gloria.

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A los poetas de mi tierra

Por muchos soles, por mucha sucesión de lunas, han reso-nado nuestras voces en la sacra sella de Apolo, Nuestro Señor; el discorde concierto de las liras, de las arpas, de las trompas, de las guzlas ha volado, como bandada armónica de pájaros líricos, bajo nuestro divino cielo de impar belleza, a las cuatro direcciones del infinito. Mas, casi siempre, advirtiose en nuestro canto el eco velado de lejanas voces maestras y extrañas sugestiones guiaron los dedos que tan sabiamente despertaban esas amables músicas, sometidas a pautas ajenas.

¿Os acordáis? Eran las fastuosas fiestas de Versalles, las soirées de las palatinas elegancias, el Grand Trianon, bazar de las aristocracias extintas, las sonrisas de las marquesas Pompadours, los minuets y las gavotas ritmadas a un aire cortesano de Scarlatti o Couperin, los cabellos empolva-dos que copiaban las cornucopias de oro, las siluetas casi aéreas de exquisitas languideces que Watteau, Fragonard o Creuzo aprisionaron, con toda su vaporosa gracia, en telas admirables.

¿Os acordáis? Eran los boscajes de bellorita húmeda, en las tardes rosalinas, las desnudas rondas, los tibios muslos de Calixto, las siete cañas -oh, adorable Sirinx! del dios-sátiro, las armoniosas caderas de Hermafrodito, el rapto de las ninfas, la cuadriga radiosa del hijo de Hiperión, los venustos cuellos, los lirados brazos de ebúrnea morbidez,

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los galopantes centauros: toda la fábula amable del pueblo selecto; de la Hélade dulce de Palas Atenea, al Musageta y Afrodita.

¿Os acordáis? Era el Oriente de las ensoñaciones: las reinas impúdicas, temblorosas de febriles deseos bajo las túnicas consteladas de pedrería, los cuerpos reales macerados en perfumes, las balanceantes caravanas, los tetrarcas nutri-dos de crueles voluptuosidades, la humareda aromática de los pebeteros, las rizadas barbas de los tiarados príncipes de Assur y Nínive, de los rajás de las mil y una noches-cas Indias, de los magnates de los fabulosos califatos. Y los remotos países del sol naciente: las niñas pálidas, de ojos oblicuos y pies increíbles, los cornígeros cascos de los samurais, las visiones de Ou-ta-ma-ro, las sugerentes figuras de O-ku-say, el cerezo florido de los parques minúsculos, rodeando las pagodas parecidas a tazas de porcelana en el misterio de la tierra legendaria que oyó a Confucio las prédicas vespertinas; las ondulosas espirales de humo de la buena droga que da la paz, la serenidad espiritual, la sabiduría.

Todo el Mito: en cortejo interminable del Ayer legendario; la teoría ingenua o espantable, trágica o sonriente de la Fábula.

Y fuimos, como niños deslumbrados, recogiendo en nuestras pupilas cándidas, de hombres sin pasado, las visiones del museo de las gracias difuntas, de los poderes dormidos en seculares sueños.

Y donde el Tiempo díjonos: ¡Adora! inclinamos piadosos

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las cervices. Y donde dijo: ¡Arrodíllate y reza! doblamos las rodillas. Venite adoremus, clamábamos, en el umbral de la Historia, a las sombras empalidecidas de los dioses difuntos. Y el pedestal de todos los ídolos, y las peanas de todos los iconos, supieron de nuestros ósculos.

Más, la voz áurea de los nuevos clarines anuncia, amigos, el santo advenimiento de todos los días. Heme de retorno del Archipiélago que recorrí en la trirreme del orfebre de Los trofeos; de retorno de la Hélade a que guiome el marmóreo Leconte; del país de los arrozales y los yamenes que visité con Téophile, «mago perfecto de las Letras»; de la Thulé brumosa, poblada de ligeras sombras de almas, a do fui en el yatch ligero del sibilino Stéphane de la Herodiade; del Versalles diciochesco del galante satanida, nuestro padre Verlaine...

Y tienen mis labios el sabor amargo de las heces de todos los vinos y el Hada Curiosidad ya no me sonríe tentadora; porque llevo el alma triste del fin de todas las fiestas car-nales.

Pero hay, Hermanos, una divina ventura que tentar.

Os hablo en nombre del ancho azul que auspicia nuestros alados sueños; en nombre de nuestras selvas, donde florece el prodigio, y de nuestros bosques en continuo parto de maravillas; en nombre de nuestros ríos, que ciñen platea-dos anillos al dorso desigual del Colombino Continente; en nombre de las espesuras fragantes que respiran aromas tan intensos que son un placer doloroso para los sentidos

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exasperados; en nombre de los nidos musicales en que los pájaros se columpian tal un ramillete de trinos; en nombre del Cotopaxi, mirador de los Andes, y del Chimborazo, que sintió en la testa nívea el pie del sublime Simón, padre de Naciones; y del Pichincha, donde la espada fúlgida del héroe escribió, con la sangre de un efebo mártir, la última página de la Ilíada libertadora.

Nuestro pasado es Palenke, Utlatán, Imbaya y la antigua Quito. Bolívar supera mil veces al deiforme Aquiles; Sucre es más que el raptor de Helena; Calderón vale Ayax.

No es el Taigeto más bello que el monte patrio cuya elegan-cia gótica se yergue como un altar de la enorme Basílica de mármol níveo de los Andes; ni la vetusta pirámide de Cheops tiene mayor prestigio de belleza que el inmenso Cotopaxi, monstruoso diamante pulido en cono por un celeste artífice; ni eres -Oh, Ganges, estremecido por los avatares de las viejas razas de las oscuras teogonías- lo que nuestro armonioso río oriental, ese místico Amazonas que se encrespa sobre triclinio de oro, como el azteca emperador en su lecho flamígero.

Nuestros son las venusinas palomas, los cóndores de acerado pico y garra corva y el águila emblemática, golada de armiño, que asciende en ansias de abanicar el sol; nuestros los elásticos tigres de no menos gracia flexible que los que siguieron al carro de Baco, en su retorno de las Indias, en los mitológicos desfiles dionisíacos; y los esbeltos corceles de piel corruscante y alígero galope; y las mariposas, min-iaturas del iris, con toda la gama cromática temblándoles

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en el peluche, espolvoreado de sol, o brillante de luna, de sus alitas frágiles.

Que el sol de América desvanezca, en una esfumación de incoloras nubes, los pálidos fantasmas del cortejo de los pretéritos siglos. Y sea el nuestro el idioma divina del eterno Dolor, del Amor eterno.

Y cantemos nuestros cielos, más pródigos de astros, más millonarios de constelaciones que los lejanos cielos nórdicos; nuestro sol, que es más sol que los empalidecidos astros de las islas de las heladas brumas; nuestros árboles -enormes liras que pulsa el Beethoven iracundo del huracán, el sus-piroso Chopin del viento del crepúsculo, el susurrante Schumann de la brisa de la mañana. Cantemos -rapsodas y líridas- las hazañas de aquellos que fatigaron a las alas de la Victoria y para cuya grandeza es paupérrimo el bravo idioma de Castilla, este prócer idioma, sonoro como el rebote de las lanzas de los escudos broncíneos de los conquistadores.

Cantemos la faz rosada de nuestra Aurora y el rostro dul-císimo, velado por una tristeza innominable, de nuestro Crepúsculo; y el Mediodía en que el éter vibrante hace un halo de oro a cada cosa; y nuestra Noche, rubia reina que arrastra, por las salas del infinito, su larga túnica bordada de perlas y diamantes.

Cantemos las rutas desconocidas del Futuro; cantemos al Futuro, intacto vientre en que se incuban los brillantes destinos del porvenir.

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Y bajo el azul baldaquino en que escriben los astros su pit-agórico abecedario de signos luminosos, resuene la sonora orquesta, que canta la espléndida apoteosis de la Raza hija del sol, de los antiguos capitanes progenitores de la Libertad del Continente, de los artistas, de los profetas, de los mártires, de los conductores de pueblos y los cazadores de hombres: de Calderón, de Olmedo, de Rocafuerte, de Llona y de Montalvo.

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Hacia la luz lejana

Hasta el retiro donde, en laboriosas vigilias, cincelo, con paciente amor de orífice mis gemadas custodias, mis cálices, combados armónicamente, como la cadera de Calixto, mis joyantes copones -para contener el vino purpúreo de mi corazón, en la celeste misa diaria celebrada en la silla del Arte- me llega vuestra voz, vuestra fina voz colmada de juvenil ternura, anunciando que, una vez más, la falange apolínea se lanza, a golpes de ala de Pegaso y Clavileño, como nuevos cruzados, a la conquista de la jerosilimitana ciudad de la Gloria, donde erige sus cúpulas, de mórbidas curvaturas de senos jóvenes, la catedral del Verso.

Y vuestra pura voz de adolescentes líricos, trae a mi ju-ventud, inclinada en gesto meditativo, la visión intacta de aquellas horas primeras de la iniciación, cuando paseaba por los claustros del Colegio mi gesto indolente de prematuro melancólico y desmadejaba, en el Gimnasio, mis melenas de tinta, anubarradas en mi frente donde los ensueños recién nacidos ensayaban su vuelo, con las débiles alas de las estrofas primogénitas.

No es, en verdad, la hora propicia para que el Cisne -símbolo de la Belleza Pura- fíe al eco de los bosques dormidos la música, llorosa o letífica, de sus crepusculares cantos; Calibán atisba en la sombra espesa; y los soñadores inútil-mente esperan ver salir, con el nuevo sol de la mañana, al invicto Caballero, al loco divino, que esgrimiendo «la

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lanza en ristre todo corazón», liberte a la Princesa Poesía prisionera, por malsines y follones, en hermética torre de almenado castillo inaccesible.

Pero, vosotros, jóvenes amigos, tenéis la fe -que derribó las murallas de la ciudad de Jericó, según el texto de los sagrados libros, y que salva al héroe, al místico y al santo: ella os salve.

Vosotros venís escudados de primaveras, millonarios de entusiasmo, vibrantes de anhelos fervorosos, sonrientes y alocados y canoros, como una bandada de gorriones; sois, en los labios de la Patria envejecida, paupérrima y desan-grada, como una luminosa sonrisa prometedora; os nutrís de conocimiento y aún no tenéis el corazón envenenado por los vinos ponzoñosos de los viñedos de la Vida.

Cantad, cantad como carillones de oro que estremece la brisa de Primavera; decid los cantos nuevos, las nuevas palabras reveladoras; marchad de espaldas a la sombra, en armonioso grupo, unánimes, como los efebos dionisíacos de las metopas, como las canéforas de los bajos relieves, o las vírgenes de rostros magnolinos en la procesión de las Grandes Panateneas; y, como la divinidad helénica, corta-dle a la trágica Medusa del Odio la cabeza horripilante y clavadla en el bronce argentino de vuestros escudos.

Que sea vuestra guía la Atenea Promakos, que, desde la áurea colina, presidió los destinos de la metrópoli griega y señalaba a las generaciones de hombres sabios y bellos la ruta solar -el camino de la gloria hacia el Futuro- con el

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extremo chispeante de su lanza de oro.

El espíritu de Ariel presida, con su invisible, pero cierta presencia, vuestra lírica guerra; sed altos, sed nobles, sed puros; haceos diamantinos, por la claridad y la firmeza, y acordaos que las almas excelentes, como las piedras pre-ciosas, deben multiplicar en infinitas irradiaciones, la luz que reciben.

Grabad en vuestros blasones, como divisa, el alejandrino de Rubén:

Adelante, en el vasto azur; siempre adelante.

Y, si el amigo que estas frases os dice, tiene algún sitio en vuestros corazones, puros de la purísima claridad del alba, sólo os ruega que le recordéis con cariño como a un hermano mayor, como aquel que, liberado ya de las disciplinas pater-nales, añora el cordial fuego de la casona familiar y vuelve los ojos nostálgicos al dulce asilo de sueños primeros, allí donde escuchó, en horas de revelación, ¡la voz de miel de la sirena del Ideal!

¡Que Apolo y las nuevas fraternas inspiradoras os asistan!

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