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CARLO M. MARTINI GEORG SPORSCHILL Coloquios nocturnos

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Page 1: Martini, Carlo Maria - Coloquios Nocturnos en Jerusalen

CARLO M. MARTINI GEORG SPORSCHILL

Coloquios nocturnos

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Card. Cario María Martini Georg Sporschill

Coloquios nocturnos

en Jerusalen Sobre el riesgo de la fe

SAN PABLO

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2.8 edición

© SAN PABLO 2008 (Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid) Tel. 917 425 113 - Fax 917 425 723 E-mail: [email protected]

© Verlag Herder GmbH, Friburgo de Brisgovia 20082

Autores: Cario María Martmi / Georg Sporschill Título original: Jerusalemer Nachtgesprüche Traducido por Roberto Heraldo Bemet

Distribución: SAN PABLO. División Comercial Resina, 1. 28021 Madrid Tel. 917 987 375 - Fax 915 052 050 E-mail: [email protected] ISBN: 978-84-285-3383-6 (cartoné) Depósito legal: M. 43.850-2008 Impreso en Artes Gráficas Gar.Vi. 28970 Humanes (Madrid) Printed in Spain. Impreso en España

Prefacio

Una mujer vienesa con la que estoy en contacto desde hace años me ha hablado frecuentemente del R Georg Sporschill. Ella apoya desde hace mucho tiempo su acción social en favor de los niños de la calle en Ru­mania y Moldavia.

Cuando me enteré de que el R Georg iba a venir a Jerusalén me alegré mucho. Había oído hablar muy bien de él y de su pastoral juvenil, y quería conocer más sobre él y su trabajo. Conocía también un libro escrito por él: Mein Problem. Karl Rahner antwortet jungen Menschen [Mi problema: Karl Rahner responde a los jóvenes].

El había animado a algunos jóvenes a plantear sus preguntas por carta a Karl Rahner, y ese intercambio epistolar se convirtió en un interesante libro.

En Jerusalén hablamos mucho sobre los jóvenes de hoy. Lo hicimos a veces hasta altas horas de la noche, a pesar de que yo personalmente soy un madrugador. En nuestro diálogo nos aproximamos a sueños por realizar: y es que, en la noche, las ideas surgen con

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mayor facilidad que durante el día, con su sobriedad. ¿Qué espera la juventud? ¿Y qué espera el mundo de la juventud? Un mundo difícil está requiriendo su compromiso.

De esos coloquios nocturnos en Jerusalén surgió el presente libro. Lo más importante son las preguntas de los jóvenes que versan sobre las cuestiones que me planteó Georg Sporschill. ¿Están ellos realmente interesados en criticarnos, en criticar actualmente a la Iglesia, a los gobernantes, al establishment? ¿O directa­mente se alejan, sin decir palabra? Yo personalmente estoy convencido de que, donde hay conflictos, está ardiendo el fuego, está actuando el Espíritu Santo. Eso mismo es lo que he experimentado una y otra vez en el encuentro con tantos jóvenes a lo largo de mi vida.

Todo es don: cuando era un niño de cuatro o cinco años, mi madre me llevó una vez a un concurso de be­lleza. Los niños nos colocamos todos en fila. Cuando se nos diera la orden, debíamos salir todos corriendo: no sólo se valoraba la belleza, sino también la viva­cidad en el movimiento. Yo no escuché la orden del director y permanecí de pie en mi lugar. Entonces, vino el director y me colocó en el primer puesto.

Esa historia de mi infancia se me antoja como una imagen para representar mi vida. En ocasiones no escuché alguna llamada o no le presté atención. Y a pesar de ello, la Compañía me nombró rector del

7 PREFACIO

Pontificio Instituto Bíblico de Roma. Los jesuítas no tienen que llegar a obispos, y en ningún caso alguien oriundo de Turín debe convertirse en obispo de Mi­lán, pero el Papa me envió allí como arzobispo. «¡Qué poco he trabajado, y cómo encontré gran reposo!», puedo decir, haciendo propias las palabras del Sirá-cida. La vida me ha mostrado que Dios es bueno. El nunca deja de invitarnos a colaborar en la construc­ción de un mundo más pacífico.

Este libro ha sido escrito a cuatro manos. Ambos, el P Georg y yo, somos responsables de la totalidad de su contenido. El lector atento captará con facilidad que algunas páginas transmiten la experiencia del carde­nal Martini, y otras corresponden más a los muchos contactos del P Georg con jóvenes de su patria y del extranjero.

Entregamos, pues, este libro para su publicación. Son pensamientos queridos tanto al P Georg como a mí mismo. Muchos diálogos con los jóvenes nos han motivado. En los jóvenes hemos experimentado una Iglesia abierta. Ellos luchan contra la injusticia y quieren aprender a amar. Ellos dan esperanza a un mundo difícil.

Card. + CARLO M. MARTINI SJ

Jerusalén, noviembre de 2007

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Por una Iglesia audaz

Sentados bajo una palmera del jardín del Pontificio Instituto Bíblico de Jerusalén, nos dedicábamos con Wolfgang Feneberg y Ruth Zenkert a redactar «bi-mails», es decir, enseñanzas bíblicas para dirigentes. En ese tiempo me encontré a diario con el cardenal Martini. Él se interesó por mi trabajo con los niños de la calle. Y así nos hicimos amigos.

El cardenal Cario Maria Martini es jesuíta. Desde 1980 hasta 2002 fue arzobispo de Milán, la diócesis más grande del mundo. Él tuvo esta responsabilidad durante un tiempo tan prolongado como el de Am­brosio, el gran obispo que en el siglo IV trajo la paz a la diócesis de Milán. Al cumplir los 75 años, el carde­nal Martini dejó su cargo a su sucesor y cambió el pa­lacio arzobispal de Milán por una sencilla habitación en la casa de la Compañía de Jesús en Jerusalén, la ciudad de su «primer amor». Allí vive junto con estu­diantes del Instituto procedentes del mundo entero. Muchos acuden a él para hacer ejercicios espirituales, para agradecerle y para escuchar sus consejos. «Quie-

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ro orar por la Iglesia y por mi diócesis. Esa es hoy mi tarea», dice el cardenal. No sé si le quedará mucho tiempo para las lenguas bíblicas, que quería estudiar de nuevo.

El cardenal Martini fue considerado durante muchos años como papable, como candidato a la sucesión en el papado. El hecho de sufrir del mal de Parkinson ha sido posiblemente un impedimento en ese sentido. Dada la habitual apertura de sus mani­festaciones, los medios de comunicación italianos a menudo presentan al valiente cardenal como «anti­papa». El cardenal se sonríe ante tales afirmaciones y dice: «En todo caso, seré un "ante-papa", alguien que se adelanta al Santo Padre como colaborador suyo y trabaja para él». Por eso el papa Benedicto XVI le pidió que se hiciera cargo de la presentación de su libro Jesús de Nazaret en París. El libro del Papa es una profesión de fe en un Jesús «amable». El cardenal Martini nos confronta con Jesús desde otra perspectiva. Jesús es el amigo de los publícanos y pecadores. El escucha las preguntas de la juventud. Siembra inquietud. Lucha con nosotros contra la injusticia.

La noche es un tiempo de oscuridad, un tiempo de imaginación, de sentidos aguzados. Y «la medianoche es el comienzo del día». En este sentido, los coloquios en Jerusalén, en el lugar en que se inició la historia

11 P O R UNA IGLESIA AUDAZ

de los cristianos, son también conversaciones sobre el camino de la fe en tiempos de incertidumbre.

Las reflexiones y respuestas del cardenal, que he retenido de nuestras conversaciones, abren la puerta hacia una Iglesia audaz y creíble.

P GEORG SPORSCHILL SJ

Jerusalén, noviembre de 2007

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I

Lo que sostiene toda una vida

Querido R Georg:

Ya es tarde, pero hasta ahora no se han dormido todos los niños de la calle. Ahora hay tranquilidad en el Centro Social Lázaro. Nosotros, casi todos voluntarios provenientes de Austria y de Alemania, hemos que­rido reunimos otra vez para unificar preguntas diri­gidas al cardenal Martini. A la mayoría de nosotros nos gustaría viajar contigo a Jerusalén para conocerlo personalmente. Tiene que ser una gran persona, con mucho coraje y, por eso, abierta a nuestras preguntas. Por favor, plantéale no sólo preguntas sobre religión, sino también sobre su vida. Tenemos mucha curiosi­dad. Perdona que te deje estas preguntas delante de la puerta: es que ya es más de medianoche.

Wenzel

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¿Qué le diría usted, como cardenal y teólogo, a alguien que no cree en Dios?

Tendría muchas preguntas para hacerle. ¿Qué cosas son importantes para él? ¿Cuáles son sus ideales? ¿Cuáles son sus valores? Eso es lo que quisiera descu­brir. No intento persuadirlo a que haga nada; antes bien, le digo que tiene que probar su vida sin la fe en Dios y reflexionar sobre sí mismo. Tal vez sienta en algunos tramos de su vida una esperanza, tal vez sienta qué es lo que le da sentido y alegría a la vida. Le desearía que tenga conversaciones con gente que busque, con gente creyente. Tal vez, Dios le regale la gracia de reconocer que él existe.

¿Por qué cree usted personalmente en Dios? ¿Cómo expe­rimenta usted a Dios?

Mis padres me regalaron la fe en Dios; mi madre me enseñó a rezar. En la escuela, los amigos fueron impor-

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tantes para mí: me fortalecieron en la fe. Mi patria, Italia, forma parte de la Europa cristiana. Quien tenga los ojos abiertos para ver podrá reconocer allí muchos testimonios de fe. Como jesuíta, me vi interiormente fortalecido en la relación con Dios por los ejercicios de san Ignacio. Juan, el discípulo amado, es mi acom­pañante en la amistad con Jesús. Muchas tareas y también dificultades que he tenido en mi vida me han mostrado que puedo confiar. La guerra, el terrorismo, mis miedos personales... ¡cuántas veces me he visto salvado! Me he encontrado con muchas buenas per­sonas. La vida me ha mostrado que Dios es bueno y que él prepara el camino a cada uno.

Mi tarea ha sido siempre hablar sobre la fe. Es allí donde más he aprendido. A menudo basta con tener oídos atentos. En la diócesis de Milán, los jóvenes me ayudaron mucho a buscar respuestas a preguntas nue­vas. Cuando más aprendes a creer es cuando explicas la fe a otras personas.

Experimentar a Dios es lo más fácil y, al mismo tiempo, lo más importante en la vida. Yo puedo ex­perimentarlo en la naturaleza, en las estrellas, en el amor, en la música y la literatura, en la palabra de la Biblia, y de muchas otras formas más. Es el arte de la vigilancia interior, que tienes que aprender exacta­mente del mismo modo que el arte de amar o el arte de ser bueno en el trabajo.

i 17 Lo QUE SOSTIENE TODA UNA VIDA

¿Hay también momentos en los que riñe con Dios?

Son pocas las dificultades que he tenido en las cosas cotidianas. Sin embargo, sí las he tenido en una gran cuestión: al principio no podía comprender por qué Dios hizo sufrir a su Hijo en la cruz. Incluso siendo ya obispo me sucedía a veces que no podía dirigir la mirada al Crucifijo porque esa pregunta me torturaba. En ese punto reñí con Dios. La muerte sigue exis­tiendo, todos los hombres tienen que morir. ¿Por qué quiere Dios eso? Con la muerte de su Hijo, él podría haber preservado de la muerte a los demás hombres. En esa lucha me ayudó, aunque sólo tardíamente, un pensamiento teológico: sin la muerte no estaríamos en condiciones de entregarnos completamente a Dios. Por seguridad, siempre nos mantendríamos salidas de emergencia expeditas. Y eso no es una entrega de sí mismo. En la muerte nos vemos obligados a depositar nuestra esperanza en Dios y a creer en él. Yo espero que, al morir, pueda decir ese sí a Dios.

¿No tiene también un teólogo y obispo problemas que representan una carga en su fe?

Las cargas son los miedos, el confiar demasiado poco en Dios. Cuando me daba una tarea de la cual pen­saba que no iba a lograr llevarla a cabo, como por ejemplo ser obispo, o profesor de una gran universi-

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dad, hablar con terroristas, mantener unida la Iglesia europea o responder a preguntas del Papa; para ser honesto, en este punto me sentía a veces inhibido. También en situaciones de conflicto la cosa era a ve­ces difícil. No es que hubiera reñido con Dios, pero le pregunté: «¿Puedo hacerlo? ¿Por qué tengo que ser yo? ¿Soy yo la persona indicada?».

Las veces en las que he reñido con Dios ha sido en separaciones y despedidas, cuando algunas personas me abandonaron o debí abandonar a personas. A veces, Dios da grandes tareas, te confía a muchas per­sonas y tienes pocas posibilidades de cumplir la tarea encomendada. Eso conlleva heridas como secuela. En esos casos le pregunté a Dios del mismo modo como lo hacemos en los salmos: ¿Por qué tiene que ser así? Entonces pude experimentar nuevamente que de la duda surge algo nuevo y más profundo. En el primer momento era difícil cuando todavía no se veía lo nuevo. Por supuesto, hay que tener mucha confianza en Dios, pero justamente eso comienza a menudo con dudas, con preguntas.

No he tenido muchos motivos para reñir con Dios, porque él me ha conducido toda la vida y, más bien, me ha mimado. Me ha dado un camino hermoso y ha colocado junto a mí a muchas personas que me han apoyado y necesitado. De ese modo, cada vez me he sentido más amado y más aceptado por Dios.

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¿Qué pregunta le plantearía usted a Jesús si tuviese la

posibilidad de hacerlo?

Le preguntaría si me ama a pesar de que soy débil y de que he cometido tantas faltas. Yo sé que me ama, pero aun así quisiera escucharlo nuevamente de sus propios labios.

También le preguntaría si en la muerte me vendrá a buscar, o si me recibe. Le pediría que, en las horas difíciles, en la despedida o en la muerte, me envíe ángeles, santos o amigos que me tengan de la mano y me ayuden a superar mi temor.

Antes, siendo obispo y con la responsabilidad por la Iglesia, le habría preguntado: ¿por qué permites que exista un foso entre muchos jóvenes, sobre todo entre aquellos a los que no les falta nada, y la Iglesia, con todos los tesoros celestiales que ella puede llevar a los hombres? ¿Por qué ambas partes no pueden acercarse? Le preguntaría por qué deja que muchos jóvenes se vuelvan indiferentes de tal modo que, a veces, hasta pierden la alegría de vivir.

Como obispo le he preguntado a menudo a Dios: ¿por qué no nos das mejores ideas, por qué no nos ha­ces más fuertes en el amor, más osados en el trato con las cuestiones de actualidad? O, también: ¿por qué tenemos tan pocos sacerdotes? ¿Por qué hay tan pocos religiosos, a pesar de que se los busca y necesita? Esas son las cosas que le preguntaba antes. Hoy le pregun-

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to y le pido más bien que me acepte y que, cuando las cosas se pongan difíciles, no me deje solo.

Los cristianos creemos que todo ha sido creado por amor. ¿De dónde proviene el mal? ¿Cómo es que hay tanto su­frimiento?

Cuando contemplo el mal en el mundo me quedo sin aliento. Entiendo a los hombres que llegan a la conclusión de que Dios no existe. Sólo si miramos el mundo tal como es con los ojos de la fe puede cambiar algo. La fe despierta el amor y lleva a comprometerse por otros. De la entrega surge esperanza, aun a pesar del sufrimiento.

A veces sentimos a posteriori que el mal despierta fuerzas positivas en el hombre. Del mal forman parte para mí las circunstancias que llevan a que haya niños de la calle, gente sin techo y personas que solicitan asilo político: todos ellos parecen no tener lugar al­guno en el mundo. Del «pecado del mundo» forman parte también las catástrofes naturales en las que mueren miles de personas.

Pero siempre de nuevo hago la experiencia de que justamente esta dimensión del mal despierta muchas fuerzas positivas. Los jóvenes despiertan interiormente y dicen: ¡quiero ayudar! En esos casos, el mal extrae lo mejor de los seres humanos. No es una explicación

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satisfactoria, pero presentimos que podemos aprender mucho del sufrimiento.

No hay persona humana que pueda dar respuesta a la pregunta por el origen del mal. Pero hay aproxi­maciones: Dios ha dado al ser humano la libertad. No quiere robots, no quiere esclavos, sino interlocutores libres. Los interlocutores libres responden a los ofre­cimientos con un sí o con un no, aman o no aman, no se ven obligados.

Pero con la libertad surgen también las dificulta­des. Puedes decir que no, puedes hacerlo también con el amor de Dios y con el bien. Cuando Dios dice: te necesito, te llamo, los hombres pueden responder: no quiero, prefiero otra cosa, el dinero, una satisfacción rápida. Algunos hacen así desdi­chadas a otras personas -y, en definitiva, se hacen desdichados a sí mismos-. Y eso es lo que denomi­namos como el mal proveniente de la libertad. Los hombres no utilizan siempre su libertad para el bien. Destruyen a otros, destruyen el medio ambiente, se destruyen a sí mismos.

Si estuviésemos frente a la alternativa de ser per­sonas humanas que no pueden hacer nada malo y carecen de libertad -robots o esclavos- o ser hombres libres, que aman, que pueden decir que sí o que no, mi respuesta sería: doy gracias a Dios por la libertad, con todo el riesgo que ella implica. El amor proviene del misterio de que Dios nos toma en serio como in-

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terlocutores. Tenemos que trabajar duro en nuestra respuesta al amor de Dios.

¿Cómo es que hay personas que tienen una vida hermosa y otras no?

¿Quién tiene una vida hermosa? Conozco personas en países pobres, que son pobres y que, a pesar de ello, son mucho más felices que muchas personas en la rica Europa. Hay pobres ricos y ricos pobres. Y, en cualquier caso, la riqueza es peligrosa: tenemos que procurar emplearla para nuestro bien y para una mayor justicia, a fin de que no se transforme en una carga. Esta preocupación real es la que expresó Jesús con la frase: «Más fácil es que un camello entre por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de los cielos».

A pesar de eso, no debemos perder de vista que algunas personas tienen una mala vida, pasan hambre y sufren enfermedades graves.

Si no podemos responder la pregunta del porqué, sigue sin embargo en pie la otra pregunta: ¿cómo podemos vivir con el sufrimiento y la desgracia?

A esa pregunta, un primer pensamiento: la desgra­cia es un aguijón y un desafío permanente. ¿Cómo

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reaccionan las personas sanas ante una desgracia? Al enterarse de ella, piensan: tengo que hacer algo en contra. Así me sucedió a mí cuando Italia sufría bajo el terrorismo. Yo sabía que tenía que visitar a esa gente en la prisión. Eran realmente desgraciados. Me encontré con seres humanos agresivos, luchadores y desesperados que habrían de permanecer toda su vida en la cárcel.

Si me encuentro con la desgracia y tengo el coraje para ocuparme de ella, surge un dinamismo como consecuencia del cual los desgraciados se vuelven más dichosos y los dichosos, más agradecidos. Se dan cuenta de cuánto pueden hacer. No dicen simplemen­te: las cosas son así.

Un segundo pensamiento: hay una inmensa canti­dad de desgracias cuya causa son los hombres. Eso nos obliga a pensar políticamente y a luchar por la justicia, por un lugar para los niños, para los mayores, para los enfermos, contra el hambre, contra el sida.

Y una tercera reflexión. Deberíamos preguntarnos: ¿qué participación tengo yo mismo en la aparición de desgracias? ¿En qué medida soy responsable de ellas? ¿En qué medida lo soy de la destrucción del medio ambiente, del calentamiento global, de la desocupa­ción, de la radicalización en la religión y entre los opri­midos? No debemos preguntar solamente: ¿por qué existe esto, Dios nuestro? Deberíamos preguntar tam­bién: ¿cuál es mi parte en esa situación y cómo puedo

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yo modificarla? Y además: ¿a qué restricciones y a qué renuncias estoy dispuesto, para que algo cambie?

Si no puedo responder la pregunta por el sufrimien­to de manera fundamental, sí puedo preguntarle a mi propia vida: ¿dónde puedo hacer algo para que las co­sas vayan mejor? Si lo hago, ya se produce el cambio de muchas desgracias. Lo veo sobre todo en los jóve­nes. Muchos de ellos están sentados ante el televisor o el ordenador, y un aluvión de imágenes terribles se abalanza sobre ellos. Por eso huyen a otros mundos. Pero algunos se ponen de pie y en marcha hacia los hombres que tienen que cargar con el sufrimiento, les ayudan y experimentan que pueden ser salvadores de vidas. Descubren posibilidades que sólo podemos realizar como personas activas, no como consumido­res pasivos.

Una joven que da clases de idioma a solicitantes de asilo político y les ayuda a encontrar su camino en medio de un país con un elevado nivel de bie­nestar me decía: «La miseria que se exhibe a diario en la televisión parece horrorosa. Ahora yo misma me encuentro en medio de ella y, de pronto, siento una alegría que no tenía en casa. De pronto siento qué fuerte soy: antes no lo sabía. Descubro que algunos de los extranjeros son más ingeniosos, más imaginativos, más religiosos y mejores amigos que muchos de mis conocidos, tan buenas personas ellos».

Entre los jóvenes drogadictos he experimentado

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que sus amigos y colegas tomaban de pronto cons-ciencia y reconocían a lo que puede llevar una tonte­ría supuestamente pequeña: otro joven había puesto en peligro o incluso hasta destruido su vida, para que a ellos se les abrieran los ojos y no hicieran una ton­tería semejante. Son muchos elementos de un trabajo que sólo Dios conoce en su conjunto.

La desgracia tiene muchos estratos. Mi confianza se ha hecho más grande y más fuerte que la desgracia. Espero que mi fe en Dios sea lo suficientemente fuerte como para que pueda vencer también la desgracia de la enfermedad y la soledad en la muerte. En mi vida me he encontrado hasta ahora con muchas cosas te­rribles: con la guerra, el terrorismo, las dificultades de la Iglesia, la propia enfermedad y debilidad. Pero todo está integrado con muchas otras experiencias que he hecho a lo largo de mis ochenta años de vida. Mi desgracia es pequeña en comparación con mi dicha. Porque la dicha está para compartirla. Sobre todo, la dicha no es algo que a uno le corresponda y que deba limitarse a esperar. Tenemos que buscar la dicha.

¿Tiene usted una respuesta a la pregunta de qué quiere Dios de nosotros?

Dios quiere de nosotros que confiemos, que confiemos en él y también unos en otros. La confianza proviene

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del corazón. Si hemos hecho muchas experiencias positivas -como niños, con los padres, con otras per­sonas a las que queremos-, llegaremos a ser personas seguras y fuertes. Las personas que han aprendido a confiar no tiemblan, sino que tienen la audacia de intervenir, de protestar cuando alguien dice algo des­preciativo, malvado, destructivo. Sobre todo tienen el coraje de decir que sí cuando se las necesita. Dios quiere que sepamos que él está de nuestra parte. Él puede hacernos fuertes. No se puede realizar obra buena alguna, no se puede ir a los niños de la calle o a los sin techo o dirigir una Iglesia y decirse a sí mismo que uno lo hace con sus propias fuerzas. Si no se confía en que se recibe una fuerza sobrenatural o divina, es un acto de soberbia. Dios quiere hombres que cuenten con su ayuda y su poder. Esos hombres pueden transformar la tierra y, sobre todo, transformar el sufrimiento y las injusticias, a fin de que el mundo llegue a ser como Dios lo ha creado, como Dios lo quiere: lleno de amor, justo, bien cuidado, interesan­te. Para ello nos querría como colaboradores.

¿Qué pasos pueden darse en el camino hacia Dios?

En el caso de los jóvenes, un primer paso es la pre­gunta: ¿qué tarea se me ha confiado en la vida? ¿Qué debo y qué puedo hacer? Quien pregunta de ese modo

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se convertirá en un colaborador de Dios en el mundo, sentirá que Dios lo necesita, lo sostiene y acompaña.

Cuando se acaban las fuerzas, cuando no entien­des, tal vez aprendes a orar o a recurrir a lo que has aprendido antes cuando eras niño y que, tal vez, no entendías en absoluto. Mucho más tarde, en una si­tuación difícil o ante una gran tarea, la oración que se ha practicado antes sin pensar en ello adquiere de pronto su fuerza.

Deberíamos planificar el camino hacia Dios como planeamos una caminata o la ascensión de una mon­taña. Quien se lanza a subir una montaña también se entrena con anterioridad. Si lo único que hago es ver la televisión, si sólo estoy sentado constantemente frente al ordenador, los «músculos» del amor, de la imaginación y también de la relación con Dios se hacen cada vez más débiles. Creo que tenemos que hacer ejercicios. Tales ejercicios son oraciones, reti­ros, conversaciones y acciones de compromiso social. Quien lo hace se acerca a Dios. Quien lo hace notará más tarde que se convierte en interlocutor de Dios.

Un paso en el camino hacia Dios podría ser comprometerse como «misionero», vivir la propia «misión». ¿Qué significa? Muchos de nosotros tene­mos una vida magnífica en comparación con otros. Hay que aprender a regalar dicha a otras personas. Aunque esto no sucede de manera automática: del mismo modo como, por ejemplo, un vendedor de co-

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ches tiene que aprender su trabajo, también nosotros aprendemos a realizar nuestras tareas. ¿Cómo pode­mos transmitir nuestra fe, nuestro idealismo, nuestra confianza, nuestro amor a otros que están enfermos, que están solos, que no saben amar?

Dar pasos en el camino hacia Dios puede significar también ir al encuentro de otra cultura, conocer otras religiones, aprender otra lengua, a fin de que, de ese modo, se difundan la comprensión y la paz.

Por último, otro paso es contemplar. Cuando veo lo bello no puedo explicarlo, pero el asombro puede llevarme a Dios. Si entonces siento también que él no puede dejarme caer y que me fortalece cuando las cosas se ponen difíciles o cuando asumo tareas temerarias, él me sorprende una y otra vez. En el silencio, en la quie­tud, estando a la escucha, se llega muy cerca de Dios.

También podemos pelear con Dios como Jacob, dudar y luchar como Job, sufrir tristeza como Jesús y sus amigas Marta y María. También estos son caminos que nos llevan a Dios.

¿Conduce Dios finalmente hacia sí a todos los que lo anhelan?

Yo tengo la esperanza de que, tarde o temprano, él redime a todos. Soy un gran optimista. Admito que, en muchas personas, no es posible reconocerlo. Hay

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también fases en la propia vida en las que yo mismo no siento que esté redimido. Pero cada vez se ha he­cho más fuerte en mí la esperanza de que él nos acep­ta a todos, de que es misericordioso. Por supuesto, en contra de eso está siempre el hecho de que no puedo imaginarme cómo pueden estar junto a Dios Hitler, o un asesino que ha abusado de niños. Más fácil me resulta la idea de que esos hombres serán simplemente eliminados. Ese es el modo en que pensamos en este mundo. Pero, tal vez, Dios tenga todavía en el otro mundo posibilidades nuevas. Hay que dejarlo abierto. Es una pregunta a Dios.

Existe la imagen del purgatorio, en el que hombres así -dicho con una expresión moderna- son someti­dos a terapia hasta que se abren y pueden recibir el amor de Dios. Que alguien que se ha apartado de tal modo de Dios, alguien que según nuestra representa­ción es malo, pueda ser salvado por el Dios bondadoso y misericordioso es algo que supera nuestra capacidad de imaginación.

Pero existe también la imagen del juez que castiga, de la justicia de Dios.

Jesús luchó en nombre de Dios para que vivamos con justicia. Ser justos no significa sólo hacer entre no­sotros lo que es justo, sino acercarnos unos a otros y

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proteger, ayudar a los débiles. Eso es lo que Jesús quiere alcanzar con las imágenes del juicio y de la justicia. La pregunta es si soy optimista o pesimista. ¿Se le ocurre a Dios alguna otra cosa después de que nosotros hemos frustrado todas nuestras posibilidades en esta vida? Sí: existe el infierno, sólo que nadie sabe si en él hay alguien. Pero tenemos que contar con él. Hay situacio­nes tan descaminadas que se llega a un punto muerto: imposibilidad de escape, ausencia de salida, perdición «eterna», esas son las características del infierno. Cuando pienso en los toxicómanos, en los enfermos incurables, y en lo que los hombres se hacen unos a otros, pienso siempre que eso es el infierno. También Stalingrado o el Holocausto son verdaderos infiernos.

El infierno en la predicación de Jesús es una adver­tencia en el sentido de vivir de tal manera que nunca produzcamos el infierno y nunca vayamos a parar a él. El mensaje decisivo es que Jesús quiere preservarnos y liberarnos del infierno. Tenemos que procurar que no terminemos allí. Y tenemos que ayudar a que otros no terminen allí. El infierno es una advertencia, una amenaza, una realidad. Pero yo sigo sosteniendo la fe en que, al final, el amor de Dios es más fuerte.

¿Y qué significa la representación del purgatorio?

El purgatorio es una de las representaciones humanas de la forma en que se puede ser preservado del infier-

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no. La Iglesia ha desarrollado la idea del purgatorio, que significa que, aun cuando seas un hombre que ha generado mucha desgracia, que ha producido mucho infierno, tal vez existe también después de la muerte un lugar en el que puedes ser sanado, en el que puedes convertirte y tienes todavía una oportunidad. Se trata propiamente de la prolongación de una oportunidad y, en tal sentido, de un pensamiento optimista.

¿Qué es lo que distingue a un buen cristiano?

Un buen cristiano se distingue por el hecho de que cree en Dios, de que confía; se distingue por el he­cho de que conoce a Cristo, de que lo conoce cada vez mejor y presta oídos a él. Conocer significa leer la Biblia, hablar con Cristo, dejarse llamar por él, asemejarse a él. De ese modo, el cristiano se siente cada vez más apremiado a actuar socialmente, a com­prometerse por otros como lo hizo Jesús, que curó a los hombres, llamó a sus discípulos, criticó a los po­derosos, lanzó advertencias a los ricos y recibió a los extranjeros. Así se llega a ser un hombre que se siente sostenido e impulsado por Dios. En el momento de la muerte -y quiera Dios que así sea-, podrás decir: tú me sostienes, en ti estoy cobijado, tú me aceptas.

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¿Se puede alcanzar este objetivo en la educación? O, for­mulándolo de otro modo, ¿cómo debería ser la educación religiosa?

La educación religiosa no es fácil hoy en día porque nuestro mundo, con sus ofrecimientos, está muchas veces marcado por valores que se oponen a ese obje­tivo. Un ejemplo es el domingo. A un párroco no le resulta fácil cuando, domingo a domingo, todos se van de la ciudad, o cuando la gente tiene que trabajar. O pensemos en todos los ofrecimientos que les llueven especialmente a los jóvenes precisamente los fines de semana. En mi infancia, los domingos íbamos obvia­mente a la iglesia y rezábamos en la mesa. No leíamos tan a menudo la Biblia: hoy las familias cristianas leen mucho más la Biblia y a los niños se les explica mucho más la Biblia y también los valores de las otras religiones.

Una educación cristiana implica también muchas otras costumbres sencillas: pensemos sólo en las fies­tas, Navidad, Pascua, las bodas, los entierros. Ten­dríamos que pensar lo que nos regala el cristianismo al mostrarnos cómo se pueden plasmar los tiempos fuertes -tanto de alegría como de dolor- de la vida, de tal modo que los seres humanos se sientan conso­lados y cobren ánimo.

La educación cristiana implica por supuesto también la capacidad de crítica y la expresión de la

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propia opinión: de ese modo, escuchar y aceptar las preguntas y los reconocimientos de la juventud es un requisito de una educación religiosa.

Pero, para mí, la base de la educación cristiana es la Biblia. Si tal es la base, hay muchas posibilidades y caminos que conducen todos hacia Dios. Si no pensa­mos bíblicamente nos hacemos estrechos, adquirimos anteojeras en lugar de la amplitud de miras de Dios.

Quien lee la Biblia y escucha a Jesús descubrirá cómo Jesús se admira de la fe de los paganos. El modelo no lo representa el sacerdote, sino el hereje, el samaritano. Estando colgado en la cruz, Jesús re­cibe todavía al ladrón en el cielo. El mejor ejemplo es Caín: Dios le coloca a Caín una señal por la que queda protegido, y nadie debe quitarle la vida. Sin embargo, antes Caín se había hecho culpable: había dado muerte a su hermano.

Toda la Biblia tematiza el hecho de que Dios ama a los extraños, ayuda a los débiles a levantarse, quiere que, por distintos caminos, ayudemos y sirvamos a los hombres.

Con todo, el hombre, como también la Iglesia, es­tán siempre en peligro de absolutizarse.

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¿Cómo podemos enfrentar el peligro de esa estrechez de corazón?

Tenemos que trabajar para vivir la amplitud de lo «católico». Y tenemos que conocer a los demás. Por ejemplo, a los musulmanes. Muchos dicen que están a favor de la guerra santa, que quieren convertirnos a todos de una forma más o menos violenta. Este tipo de actitudes existen, pero no pueden documentarse en el Corán. Los hombres se alejan de su documento fundacional, de los diez mandamientos, y se fabrican una religión propia. Ese peligro se da también en nuestro caso. No puedes hacer católico a Dios. Dios está más allá de los límites y de las delimitaciones que establecemos nosotros. Naturalmente, las necesitamos en la vida, pero no debemos confundirlas con Dios, cuyo corazón siempre es más amplio. Dios no se deja domesticar. No conozco mejor camino para asegurar esa amplitud que leer siempre de nuevo la Biblia. Si lo hacemos, podemos entusiasmar a otros por ella y compartir con ellos los tesoros que encontramos en la Biblia. Especial suerte tiene quien encuentra un buen maestro de Biblia.

Dios nos conduce a la amplitud cuando escucha­mos a Jesús y miramos a los pobres, a los que están oprimidos, a los enfermos, cuando vamos hacia ellos y tomamos contacto físico con ellos. Entonces, Dios nos enseña a pensar con amplitud.

i 35 Lo QUE SOSTIENE TODA UNA VIDA

¿Cuál es la posición de un cristiano en la sociedad ac­tual?

Un cristiano no se pierde en medio de las corrientes modernas y en lo que momentáneamente se conside­ra moderno o en lo que todos quieren. Un cristiano interviene, hace algo, manifiesta su opinión. «Sois jueces del mundo», dice Jesús a sus discípulos y nos lo dice a nosotros. Nos coloca, por tanto, en una fuerte posición de poder: tenemos que ayudar al mundo a encontrar una dirección. Eso mismo es lo que quiere decir ser juez. No somos sólo una gota que se funde en la corriente de la sociedad: por el contrario, debemos decidir hacia dónde ha de encaminarse la sociedad. En tal sentido, no siempre es fácil vivir como cristiano en la sociedad.

Un principio fundamental del cristianismo, más aún, el principio de vida propiamente cristiano, es el amor a Dios y a los semejantes. ¿Es el amor el «non plus ultra» de los sentimientos?

Sí, pero no necesariamente es amor todo lo que a primera vista parece serlo o lo que se da en llamar de ese modo. La palabra es utilizada por los negocios, la propaganda, e incluso por la pornografía. Todo lo bello y bueno puede también ser objeto de abuso.

Nada hay más precioso que el amor. Cuando pienso

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en mis amigos, en mis padres, en los jóvenes... ¿de quiénes puedo decir que me quieren, que los quiero, que confío en ellos? ¿O hay acaso algo más grande que cuando los jóvenes están enamorados?

¿Qué constituye el verdadero amor?

Hay puntos en los que notamos si el amor es profundo y, tal vez, ha llegado a su plenitud. Por ejemplo, en un conflicto, en un enfrentamiento, como los hay siem­pre de nuevo en la vida. Si en ese caso una relación tiene consistencia, cuando un matrimonio, una fami­lia, riñe pero no se deshace en ello sino que crece en la vinculación, pueden decir, entonces: nuestro amor ha sido más fuerte que todos los conflictos. Un amor que tiene miedo y que elude los conflictos es menos fuerte.

Es magnífico que hoy esté entusiasmado y enamo­rado. Pero si, después de cuarenta años, mis padres siguen casados y dicen: nos pertenecemos, tenemos hijos juntos, tenemos una vida hermosa -a pesar de que conocen la vida cotidiana y saben todo lo que hay que aguantar juntos-, creo entonces que tienen también un amor fuerte, o un amor que ha llegado a su plenitud.

Y lo mismo vale también en la profesión. Tal vez realice un año de trabajo social o quiera poner toda

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mi vida al servicio de esta tarea. Entro en una asocia­ción, en un grupo, o vinculo mi vida a la Iglesia, a una mujer, a un hombre: cuando tengo el coraje de entrar en una vinculación, existe un amor fuerte. Ese amor no puede fabricarse, pero cuando se te regala, creo que es la plenitud.

¿Es el amor algo ilimitado?

Sí, el amor es algo ilimitado. Si tomas la expresión «ilimitado» en sentido literal, el amor lleva a Dios. Pero el amor es también algo muy práctico. Los jó­venes tienen que aprender a tratarse mutuamente, hasta en lo corporal. Pero también hay que aprender lo social, hay que aprender a orar: son todas formas de amor en las que se permiten experimentos y donde no hay razón alguna para tener miedo. Siempre habría que prestar oídos al propio interior para verificar si algo sucede por amor o se trata de un placer pura­mente momentáneo. La respuesta te la dará tu propio corazón y el arraigo en la Iglesia.

Puedo tener una relación que me resulta placente­ra, pero de la que después me doy cuenta de que no era amor. En este punto es importante hacer autocrí­tica y aprender de las experiencias negativas. Por este camino se llega lejos, se llega hasta la plenitud del amor. Y esto no se puede aprender sentado frente al

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escritorio. Aquí veo yo una tarea de la Iglesia: acom­pañar a los hombres por el camino del amor, plantear­les preguntas, estar junto a ellos, a menudo también calladamente, a fin de que puedan continuar en este descubrimiento, paso a paso por el camino del amor y, de ese modo, por el camino hacia Dios.

¿Qué es lo que diferencia el amor de Dios a los hombres del amor entre los hombres?

El amor de Dios es muy resistente: no se colapsa tan rápido. El amor de Dios lo soporta todo, mientras que el amor entre los hombres fracasa a veces por nuestros límites. Dios no busca su ventaja. El amor de Dios no tiene segundas intenciones ni objetivo utilitario alguno. Los hombres pueden querer a alguien sólo por ser joven y bello, quieren en una persona sólo la juventud. En cambio, el amor de Dios es puro e incon­dicional. Es más fuerte y es gratuito. No se deja des­concertar por las debilidades y faltas de los hombres: por el contrario, justamente en la debilidad, cuando se lo necesita especialmente, se siente de forma muy especial el amor de Dios. En los hombres es a menudo a la inversa. Con frecuencia toman las debilidades del otro como ocasión para apartarse de él. Dios diría: tienes tantas debilidades: creo que me necesitas espe­cialmente y, por tanto, te amo de forma especial.

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¿Qué distingue el amor de Jesús?

Jesús ha hecho visible el amor de Dios a través de su vida y de sus palabras. Pienso en el hecho de que tuvo muchos amigos. Él llamó a los discípulos y convivió con ellos. Ellos pudieron observarlo cuando traba­jaba, cuando predicaba, cuando curaba. Pudieron ir de camino con él. Lo observaron también mientras oraba. Era un maestro de la amistad, y eso distingue su amor.

Seguramente, también es característico del amor de Jesús la cercanía a los pobres. Jesús vivió de forma muy sencilla para estar cerca de todos. También es­cogió la vida itinerante a fin de estar disponible para todos los hombres y no erigir ningún muro en torno a sí mismo. Jesús salió al encuentro de los extranjeros. Y lo más importante: podía dar a otros su amor. Su amor tomaba la ofensiva. No sólo se sintió bien en su casa, sino que iba de aldea en aldea, de ciudad en ciu­dad. Iba a los lugares donde había conflictos, donde tenía que aplicar su amor para que pudiese darse la paz entre paganos y judíos, entre romanos e Israel. Se arriesgó a entrar en conflictos y mostró que el amor de Dios tiene que modificar el mundo, modificar esos conflictos.

Para ello arriesgó su vida y, finalmente, la entregó en la cruz. Pero ya antes vemos también su entrega en la profunda amistad con sus discípulos y en su

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sensibilidad, su compasión hacia todos los hombres que han sufrido. Creo que eso es su amor, un amor que yo siento en la comunión, en la oración, junto a mis amigos, en mi tarea.

¿Cuál es la regla de comportamiento más importante en la convivencia humana según la enseñanza de Jesús?

La más importante es: amarás a tu prójimo como a ti mismo. O, como se dice en el texto original hebreo: amarás a tu prójimo, porque es como tú. Si yo sé que el otro es de la misma madera que yo, que tiene las mismas fortalezas y debilidades que yo, esa cercanía da también fuerza para querer al otro. Si me siento separado del otro y pienso que él es malo y yo bueno, que él es débil y yo fuerte, entonces no lo quiero. Si sé que todos estamos en el mismo saco, esa idea despier­ta en mí un sentimiento de compasión y de amor.

Amarás a tu prójimo, porque es como tú, dice Je­sús. Pero dice algo más grande aún: amarás como yo te he amado. ¿Cómo es posible tal cosa? Lo entienden los que son fieles a Jesús.

Jesús cita la Sagrada Escritura, nuestro Antiguo Testamento, al decir: tenemos que proteger a los débi­les, perdonar a los culpables. Tenemos que aprender a resolver conflictos, a disolver enemistades, a construir la paz.

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La forma activa de amar es la regla de comporta­miento más importante que Jesús da a los hombres. También se nos indica no permanecer nunca deteni­dos en un lugar, no decir nunca que ya estamos bien y que no tenemos nada más que agregar.

Además, tenemos que preguntarnos siempre: ¿a qué estoy llamado, cuál es mi tarea? ¿Por qué me ha regalado Dios todos estos talentos? ¿Por qué me muestra el mundo? Preguntar de este modo es lo que yo llamo pensamiento político: soy alguien que recibe de Dios indicaciones y, sobre todo, la fuerza y una lla­mada para hacer algo en el mundo a fin de que vuelva a ser como Dios lo creó originalmente.

Si Jesús viviera hoy, ¿cuál sería su inquietud más urgente? ¿Qué vería él como el mayor problema de nuestro tiempo?

Creo que despertaría justamente a los jóvenes de buena posición y los pondría de su parte a fin de que, junto con él, cambiaran el mundo. Cambiar el mundo significa liberar a los hombres de sus miedos, conte­ner agresiones, eliminar las injusticias entre pobres y ricos. Y, sobre todo, dar a los hombres un hogar para que se sientan cobijados, trátese de niños pequeños, extranjeros, ancianos, moribundos o enfermos. Creo que Jesús se buscaría para esa tarea a los más fuertes, y tales son en primer lugar los jóvenes. Al igual que en

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su tiempo, él haría de esos jóvenes apóstoles. Apóstol significa «enviado»: hombres activos, seguros de sí

' mismos, abiertos, que comparten la vida con él.

Si, como en aquel entonces, entusiasmara a hombres jó­venes y ¡os hiciera apóstoles, ¿trataría entonces a la actual Iglesia católica exactamente igual que en aquel entonces a los fariseos?

Sí. Jesús amaba a los fariseos. Eran sus compañeros, sus colegas. Con ellos se enfrentó y disputó. Creo que, si regresara, lo haría aún más. Lucharía con los actua­les responsables de la Iglesia y les recordaría que su tarea abarca el mundo entero. Les recordaría que no deben estar cerrados sobre sí mismos, sino mirar más allá de la propia institución. Por supuesto, Jesús daría ánimos a los que se confiesan suyos, y, seguramente, eso sería doloroso para más de uno. A los responsables no los reprendería mucho, sino más bien les mostraría qué duro hay que trabajar todavía. Les daría muchos ánimos, puesto que muchas cosas suceden hoy en día a causa del miedo.

No sólo existe el miedo, sino también la indiferencia.

r ¿Cuál es la reacción de Jesús ante ella?

\ Realmente existen ambas cosas en la Iglesia: miedo e

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indiferencia. Jesús despertará y sacudirá a los indife­rentes, y dará ánimos a los medrosos. Y, por supuesto, empezará a hacerlo con los suyos propios. Todas las Iglesias, todas las religiones tienen como meta hacer el bien en el mundo, hacer que el mundo se vuelva más luminoso. Y Jesús les ayudará a realizar mejor su misión en el mundo.

¿Cómo se puede vivir hoy en día la Iglesia?

Hoy es difícil pertenecer a la Iglesia y seguir siendo simplemente un miembro pasivo. Pero quien se inser­ta en ella y asume una responsabilidad, puede cambiar muchas cosas. Como joven y, posteriormente, como obispo, lo que más me ha ayudado a ser cristiano es el trabajo con jóvenes. Con Pablo podemos decir: soy «otro Cristo». El no tiene hoy en día otras manos, otra boca que la tuya y la mía. Si te pones a disposi­ción de Cristo cuando sabes que eres portador de la Iglesia, aprenderás a amarla. Aun cuando sufras por causa de ella.

Hoy en día hay un mercado de espiritualidades: esoteris-mo, budismo, yoga. ¿Cómo puede la Iglesia salir airosa de esa prueba y conquistar a la juventud?

El budismo, el yoga, son ayudas magníficas para una

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vida espiritual profundizada, pero también lo son los ejercicios de san Ignacio. Lo que nos diferencia de los demás es Jesús y su camino. En el mercado de los ofre­cimientos religiosos y pseudorreligiosos, el cristiano sólo puede salir airoso si conoce a Jesús. Un cristiano se adentra en el conocimiento de la Biblia, se presenta en nombre de Jesús, visita presos, alivia enfermedades y se empeña por la justicia. Un cristiano católico reci­be a Jesús en la comunión.

La Iglesia necesita de la juventud; la juventud puede desarrollar nuevas formas espirituales. Pero yo tampoco quisiera renunciar a la generación mayor: son cristianos fieles y enseñan a sus hijos a través del ejemplo. La fe en Dios y la amistad con Jesús se trans­miten a través de las generaciones.

Hay muchas contradicciones entre la predicación y la acción. ¿En qué puedo reconocer la fe y la verdad?

Dios enciende el fuego de la entrega. Si me dejo en­cender por él, es fácil reconocer a Dios. Sin mi entre­ga, Dios sigue siendo un misterio lejano.

En la fe en Dios, Jesús es mi maestro; más aún, es mi amigo. Lo más importante es escuchar su voz en la Biblia. Todos pueden prestar oídos a su propio inte­rior: La conciencia habla a cada ser humano.

Sin duda hay mucha hipocresía, y también hay cris-

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tianos débiles, sacerdotes débiles, que se ven exigidos en demasía. Si tienes la impresión de que alguien es un hipócrita, lo mejor es que le prestes tu ayuda. Pero no diciéndole que es un hipócrita, sino ayudándole en su debilidad. Ofrécele tu amistad. Ella puede trans­formarlo.

Hay cierta gente que me resulta antipática, pero debo amarla. ¿Cómo es posible hacerlo?

El amor comienza por la acción en común. Si estás junto a alguien que te cae antipático, tienes que acep­tar tus sentimientos. No tiene sentido engañarse a sí mismo. Tampoco puedes modificar de manera directa los sentimientos negativos. Toma ese tipo de relacio­nes como campo de ejercitación: piensa por qué el otro es antipático. Busca en su persona rasgos simpáti­cos: seguramente también los tiene. Fíjate si, a través de esa búsqueda, algo cambia indirectamente también en ti. Jesús nos ha mostrado que se puede aprender y ejercitar el trato con enemigos y «des-enemistarlos», como dice el teólogo judío Pinchas Lapide.

¿Cómo debo ir al encuentro de personas con otras creen­cias?

Primeramente es aconsejable preguntar a las personas

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de otras creencias qué es lo que les resulta importante en su religión. Después puedes informarte también re­curriendo a buena literatura sobre el Islam, el judais­mo, las religiones del Extremo Oriente. Hazte invitar por tu interlocutor a una oración, llévalo también alguna vez a tu función litúrgica. Si quieres poder llegar hasta otro mundo religioso necesitas un amigo que te acompañe. Eso no te alejará del cristianismo, sino que profundizará tu condición de cristiano. No tengas miedo de lo extraño.

Tengo un amigo que quisiera orar. No sabe hacerlo. ¿Cómo se lo enseñaría usted?

El único camino es que yo mismo rece a diario. Yo rezo de forma muy sencilla. Llevo a la presencia de Dios todo lo que se me ocurre, todo lo que debo ha­cer, lo que me preocupa, también lo que me alegra y, sobre todo, a los hombres en quienes pienso. Hablo con Dios de forma totalmente normal, para nada pia­dosa. En la oración siento que alguien me impulsa y sostiene, aun cuando veo muchos problemas, también las debilidades en la Iglesia. Cuando hago oración, veo luz. Mi esperanza se hace más fuerte, al igual que mi fuerza para hacer cosas. La confianza crece.

Si quieres ayudar a tu amigo, entonces haz oración. Si él tiene el deseo de orar, ya está muy cerca de Dios.

i 47 Lo QUE SOSTIENE TODA UNA VIDA

Busca un lugar donde tú y otras personas puedan orar con él. A vosotros, los de la misma edad, os resultará más fácil mostraros mutuamente cómo se puede orar. A través del puente de la amistad, tu amigo hallará el camino hacia la oración.

¿Cómo aprendió usted a orar?

Yo he tenido mucha suerte. En mi familia y en mis amigos estaba arraigada la oración. La oración y la Iglesia formaban parte de la vida, como la comida. Nunca me olvido de cómo rezábamos durante la gue­rra. De alguna manera, yo sabía: estás protegido, no debes tener miedo incluso si caen bombas. Tenemos un Padre en el cielo que cuida de nosotros. El nos ayuda también cuando cometemos faltas.

Hoy ya no hay muchas familias que recen. Y, gracias a Dios, aquí tampoco tenemos guerras. ¿Hay otro camino hacia la oración distinto del de las dificultades y el peligro?

Por supuesto. La pregunta es: ¿qué te invita a la oración? Esto me hace recordar a una comunidad que realiza semanalmente una oración de Taizé a la que acuden muchos jóvenes. Se realiza a las seis de la mañana, y, a continuación, el párroco invita a los jóvenes al desayuno, y todos van contentos. Es una

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buena posibilidad de mostrar, a los jóvenes que se preparan para la confirmación, cómo rezan los demás. La misa dominical es para muchos «dieta dura». Para ellos, los círculos de oración y los diálogos en grupo pueden conducir hacia la misa. Sobre todo son útiles en este sentido las misas en cuya preparación se puede intervenir. «El espíritu sopla donde quiere»: déjate sorprender por Dios.

¿Qué importancia tiene para jóvenes y adultos la misa, es decir, la asistencia dominical a misa?

La misa dominical está abierta a todos. Eso exige tenerse en cuenta unos a otros y, sobre todo, exige el servicio al otro. Es bueno que reflexionemos so­bre cómo podemos contribuir a fin de que tanto los adultos como también los jóvenes puedan gustar de la misa. Una misa no puede ser egoísta.

Todo aquel que quiera tener una relación con Jesús y con los demás cristianos necesita la misa, porque el mismo Jesús instituyó la celebración de la cena. Esta cena es la forma más importante de encontrarlo. En su celebración escuchamos las palabras de la Biblia a fin de que lleguemos a reflexionar. La Biblia es el libro que hace de los hombres cristianos. Y en esa celebración Jesús se une con nosotros porque quiere ser nuestro amigo.

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Muchos dicen que el cristianismo genera en los hombres mala conciencia. ¿Es verdad? ¿Cuál sería el verdadero significado de la conciencia?

Ese es el reproche que hace el filósofo alemán Herbert Schnádelbach en un artículo publicado en el diario Die Zeit sobre los «siete defectos de nacimiento de una religión universal envejecida» que ha suscitado gran atención. El autor tomó el inolvidable mea culpa del papa Juan Pablo II como ocasión para escribir acerca de la «maldición del cristianismo».

En lo que a mí respecta, puedo decir que he tenido suerte en la formación de la conciencia. Se lo debo a una buena educación. Mis padres y también los prefectos de la escuela de los jesuítas eran estrictos pero no sembraron en mí una mala conciencia. Eran personas abiertas y me mostraron perspectivas. En­contré amigos. Aprendimos en una comunidad a asu­mir tareas y a conducir a otros hombres. Aspiramos a grandes metas. La educación despertó y fortaleció nuestra ambición. También aprendimos a confesar­nos. Yo entiendo la confesión como un alivio y una liberación, no como una opresión. Ya han pasado los tiempos en que la Iglesia con su discurso podía gene­rar en la gente una mala conciencia.

No necesitamos una mala conciencia, sino una conciencia sensible. Ella nos hace percibir dónde se encuentran nuestros límites, tanto en lo personal

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como en la comunidad. Aquí son importantes la de­licadeza así como el coraje para asumir mis propias tareas. ¿Dónde se me necesita? Con esto tiene que ver también el trabajo por la paz. Siempre hay conflictos. Con independencia del pecado, el cristiano recibe ideas orientadas a resolver enemistades, a sembrar la paz y congregar a los hombres en unidad.

Un mártir de la conciencia es el austríaco Franz Jagerstátter, a quien la Iglesia beatificó en 2007. Fue ejecutado en 1943 por los nazis por haber afirmado: «No se puede ser al mismo tiempo nacionalsocialista y cristiano... Hay cosas en las que hay que obedecer más a Dios que a los hombres».

Sé que hay personas que sufren bajo el peso de una mala conciencia. Necesitan el perdón divino. Un acompañamiento espiritual o un tratamiento psico-terapéutico les ayudará. Una mala conciencia puede curarse a través del diálogo realizado en un ámbito de discreción, y puede liberar nuevas fuerzas, despertar la alegría de vivir. Si he hecho algo malo o no he hecho nada, tener mala conciencia es sano. Pero tenerla sin motivo es patológico.

El concilio Vaticano II dice sobre la conciencia: «El hombre lleva en su corazón la ley escrita por Dios, a la que su propia dignidad le obliga a obedecer y según la cual será juzgado. La conciencia es como un núcleo recóndito, como un sagrario dentro del hombre, don­de tiene sus citas a solas con Dios, cuya voz resuena

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en el interior» (Gaudium et spes, 16). Nuestra tarea es dar a los hombres valentía y alegría, y no sólo con pa­labras, sino con grandes metas. Entonces, los jóvenes entenderán que vale la pena comprometerse. Desde las metas de Dios, en las que se nos concede cooperar, nos haremos también capaces de ofrecer sacrificios. La conciencia nos abre a las metas divinas de las que proviene la audacia en nuestra vida.

Con todo, la Iglesia habla mucho de pecado. ¿Tiene la Iglesia interés en presentar a los hombres peor de lo que son?

La Iglesia ha hablado mucho del pecado, demasiado. Ella puede aprender de Jesús que es mejor dar ánimos a los hombres y desafiarlos a luchar contra el pecado del mundo. La Biblia designa como pecado del mun­do no sólo nuestras faltas personales, sino todas las injusticias y las cargas que heredamos. Jesús nos llama a colaborar en la sanación allí donde se ha lesionado el orden divino del mundo.

La Iglesia no quiere que se tenga sexo antes del matrimo­nio. Pero, ¿quién respeta todavía eso? Nadie lo logra.

No quisiera comenzar a responder esta pregunta por el tema del sexo, sino sólo por el erotismo. No poder

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tener ningún amor que se exprese también en cari­cias corporales sería algo inhumano. Asumir reglas, prepararse a una vinculación entre hombre y mujer es algo que hay que realizar, del mismo modo como hay que aprender también a ser capaz de amar como ser humano con cuerpo y espíritu. El otro lado del asunto es: si no te reservas nada para el tiempo del vínculo y del matrimonio, si lo anticipas todo, existe el gran peligro de que fracases en el enfrentamiento con las debilidades y límites y en tu relación. El amor entre seres humanos es siempre único e irrepetible. Por eso es aconsejable cuidarse de caer en una «liqui­dación».

Cuando un hombre ya ha experimentado y vivido intensamente antes o fuera del matrimonio todo lo que resulta posible o placentero para el cuerpo con muchas mujeres -o, de igual modo, cuando una mu­jer lo ha hecho con muchos hombres-, apenas queda lugar para el descubrimiento de algo nuevo o de una vivencia en común. Y eso termina resultando dema­siado poco para una relación matrimonial, que no se basa en pura dicha y pura casualidad.

No tener relaciones sexuales no es natural. ¿Cómo es que los sacerdotes no se casan?

En todas las Iglesias fuera de la católica romana los

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sacerdotes pueden casarse. También pueden hacerlo en la Iglesia greco-católica. La idea de que los sacer­dotes no deben casarse surgió a partir del monacato. Las mujeres y los hombres viven en comunidades mo­násticas o bien como eremitas a fin de seguir a Jesús en su celibato. Quieren ser plenamente libres para el servicio a Dios. «Amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas», como dice el credo de Israel, lo es realmente todo para algunas personas. Ellas arriesgan su vida por amor de él.

Para el celibato es importante que una comunidad brinde al sacerdote un ámbito de amor y de cobijo. El sacerdote no debe sentirse solo, aunque los tiem­pos más importantes de su vida son los tiempos de oración. Pero no habría que olvidar que también la Iglesia católica romana sólo reguló jurídicamente el celibato de los sacerdotes en el concilio de Trento, en el siglo XVI, aunque la obligación del celibato existía desde el siglo XI.

A menudo la Iglesia parece muy débil como institución. ¿Quién tiene la culpa de ese hecho?

Unos piensan que los viejos hombres de Iglesia no tie­nen nada que decirle a nuestro tiempo. Por otro lado, los jóvenes no dicen nada, no participan. Sea que los jóvenes no dicen nada o que los viejos no escuchan,

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la pregunta por la culpa no contribuye en nada. La comunicación entre las generaciones debe mejorar porque tienen mucho que decirse mutuamente. No tienen por qué ser de la misma opinión, pero sí tie­nen que provocarse y ayudarse mutuamente a seguir adelante por el camino hacia Dios. Y justamente para esto hace falta el diálogo.

El mayor padecimiento de la Iglesia en la sociedad del bienestar, en Occidente, es por cierto que esta comunicación se ha debilitado. El diálogo, e incluso también la disputa entre jóvenes y viejos, entre tra­dición y preguntas modernas, es importante. A mí me haría muy feliz que este diálogo adquiriera nuevo dinamismo. Entonces podríamos ayudarnos unos a otros a avanzar en el amor y seríamos más capaces de amar. Sentiríamos que, de ese modo, estamos co­bijados en Dios, que podemos arriesgarnos a encarar todos los temas, todas las tareas y también todos los conflictos.

¿Por qué es usted un fiel católico romano? ¿No sería posi­ble cambiar de Iglesia si esta ha envejecido?

Yo soy católico, mis padres eran católicos y ellos me llevaron a la Iglesia. Podría haber sido diferente, del mismo modo como sucede con las relaciones que se nos regalan. Es obra del azar o de la disposición pro-

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videncial. Si eres conducido a una confesión, después vienen pruebas. Si entras en la edad juvenil o en la adultez, tienes que decidir qué es lo que realmente quieres. Algunos cambian su pertenencia o -y esto es una lástima- no hacen nada con ella. En el curso de mi larga vida me he encontrado con muchas y dife­rentes Iglesias y comunidades religiosas. En muchas comunidades ajenas he hecho conocidos y amigos, también en el judaismo y en el Islam. Pero eso nunca suscitó en mí la idea de dejar de ser católico. Por el contrario, cuanto más vivo con otros, tanto más amo a la Iglesia. El contacto con personas de otras creen­cias es algo que sólo puedo aconsejar. Esas personas te preguntarán por qué eres católico. Un musulmán te preguntará por qué eres cristiano. Entonces bus­carás una respuesta y darás testimonio. Te alegrarás de ser católico, y también te alegrarás de que el otro sea evangélico o musulmán. Estas diferentes familias están para que en lo posible sean muchos los hombres que encuentren ayuda y, de ese modo, hallen un ho­gar en Dios. Las comunidades religiosas sirven para edificar y fortalecer a los hombres, para llevarlos por el camino hacia Dios.

Como toda relación, también nuestra vinculación a la Iglesia tiene sus momentos altos y bajos. Reco­rremos un camino con la Iglesia. «Católico» significa universal. Es una invitación a todos. «Evangélico» significa vivir a partir del evangelio. También a eso

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estamos todos invitados. «Ortodoxo» significa seguir la recta doctrina. Somos ortodoxos, evangélicos y católicos: todo cristiano puede reivindicarlo para sí. Y sin embargo, cada uno de nosotros pertenece a una determinada familia, que se distingue de las otras.

La fidelidad a la familia es importante. No debemos escapar de ella cuando las cosas se ponen difíciles. Justamente entonces se ponen interesantes, y cada uno es importante. Una Iglesia te necesita a ti y me necesita a mí: esto es humano y simpático, tal vez más que una Iglesia pomposa o poderosa. Nuestra Iglesia tiene debilidades. Sabiéndolo, nos relacionamos y fortalecemos mutuamente.

¿Cuáles son las preguntas más importantes que un ser humano debería plantearse?

¿Cómo encuentro mi verdadero camino, cuál es mi tarea de vida? ¿Cómo aprendo a amarme a mí mismo y a amar a los demás? ¿Cómo adquiero la fuerza para no sucumbir en situaciones de conflicto -en el mun­do real tal como es-, sino para ser más fuerte, para modificar algo con la fuerza de la esperanza? ¿Cómo hago para avanzar cada día en la fe, en la esperanza y en el amor?

¿Cómo es el amor que tengo y puedo regalar a los demás? De él dependen la profesión y todo lo demás.

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Sobre todo los jóvenes se preguntan por el sentido de la vida. ¿En qué reside para usted ese sentido?

A menudo oigo decir a jóvenes: «Quisiera ser feliz, ser amado, y quisiera saber para qué existo». Pero yo voy más lejos: hay que trabajar para esa felicidad, encontrar la recta relación consigo mismo. Tengo que procurar permanecer sano para poder lograr algo, también para reconocer mis límites y no hacer demasiado. A ese cuidado de sí mismo pertenecen el deporte y la oración. También hacer a veces una pau­sa reflexiva y agradecer a Dios. En horas de oscuridad no debemos olvidar la felicidad que teníamos. El que agradece adquiere una percepción para reconocer su felicidad, se siente mucho más fuerte. Algunos son ricos y no se dan cuenta: por eso son desdichados.

Junto con la gratitud, también la amistad es una fuente para el sentido de la vida. Amistad con perso­nas a las que siempre puedo preguntar, con las que no sólo puedo hablar de éxitos, sino también de cargas y dificultades. Los amigos se muestran cuando me he vuelto débil y puedo confiarme a ellos.

También integran el sentido de la vida las personas para quienes estoy en la vida, al igual que las tareas. ¡Qué sería yo mismo sin la Iglesia, sin el diálogo con las muchas personas que buscan consejo, sin el desafío que me plantean los jóvenes! He reflexionado poco sobre el sentido de la vida porque se me ha dado estar

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al servicio de muchas personas. Y digo consciente­mente «se me ha dado». El sentido de la vida es como el agua en la que nado.

Ese sentido se desarrolla. Si te haces fuerte para personas que necesitan una protección especial y que te buscan, si te conviertes en su abogado, pastor y amigo, entonces se intensifica el sentido en tu vida y en la suya.

Para los jóvenes resulta decisivo para el sentido de la vida el que encuentren la profesión adecuada y el trabajo correspondiente; por supuesto, también la mujer correcta o el hombre correcto, tal vez también el coraje para entrar en una orden religiosa o perma­necer célibe por causa de una tarea. La relación con Jesús, que puede crecer en todos, es para mí la fuente más profunda de sentido y de alegría de vivir.

En el encuentro con la muerte se hace concreta la pre­gunta por el sentido de la vida. ¿Tiene miedo a la muerte? ¿Qué remedios aconseja usted contra el miedo?

Tengo más de ochenta años: a estas alturas ya se pueden hacer ciertos cálculos al respecto. Sabemos cuántos años de vida se otorgan al ser humano. La Biblia dice que, cuando llegan a muchos, son ochenta (Salmo 90). En esa cuenta resuena algo de preocupa­ción. De ahí resulta el plan de hacer todas las cosas,

i 59 L o QUE SOSTIENE TODA UNA VIDA

en el trabajo y en las relaciones, de tal manera que continúen bien. Lo que yo comienzo tienen que poder continuarlo otros.

Me surgen planteamientos cuando veo cómo las personas ancianas se enferman, tienen sufrimientos, dependen de otros. A propósito de eso hay una his­toria india según la cual la vida discurre a lo largo de cuatro fases. Primero aprendemos, después enseña­mos, luego nos retiramos y aprendemos a callar; y en la cuarta fase, el hombre aprende a mendigar.

Yo confío en que Dios no me exigirá en demasía; él sabe cuánto es lo que resistimos. Tal vez, alguien sos­tenga mi mano en el momento de la muerte. Para ese momento deseo poder orar. Uno se ejercita en la ora­ción. Entonces siento que estoy cobijado en Dios. Y ese cobijo no puede arrebatarlo tampoco la muerte.

El otro mundo, hacia el que nos encaminamos en la vida, podemos fortalecerlo en nosotros ya desde ahora viviendo para otros, percibiendo la comunión de los santos. Mis padres ya han muerto hace mucho tiempo, pero yo no los olvido. Les estoy agradecido. Puedo hablar con ellos. Es una hermosa costumbre encender una vela por los difuntos. Cuando uno se hace mayor se adquiere cada vez más alegría por el otro mundo, más que por este mundo. En la santa misa estamos en medio de la comunión de los santos: en torno a Jesús se congregan nuestros seres queri-

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dos que están junto a Dios del mismo modo como las personas con las cuales vivimos y trabajamos. Y sobre todo los hombres a quienes quisiéramos dar las gracias. Tenemos una familia espiritual: los niños de la calle lo saben y lo valoran tal vez más que nosotros, a quienes se nos ha concedido crecer en un entorno de cobijamiento. Los benefactores no dan a los niños solamente dinero, sino también cobijo a través de su interés y sus oraciones.

Una historia de un teólogo evangélico cuenta que, en su lecho de muerte, dijo a su esposa: he meditado toda una vida sobre Dios y sobre el más allá, y ahora no sé nada más. Excepto que, incluso en la muerte, estoy cobijado. Esa es también mi propia esperanza.

II

Audacia para la decisión

No sé qué hacer con la fe. No tengo nada en contra, pero, ¿qué ha de brindarme la Iglesia? Seguramente hay algo superior. Me alegro de la naturaleza, amo los animales. Lo más importante para mí son los amigos: por ellos lo haría todo. Me va bien: ¿qué más nece­sito?

David

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La palabra «más» o, en latín, «magis», es clave en el len­guaje de los jesuítas. ¿Cómo se la explicaría a David?

David tiene todo lo que necesita. Le va bien. ¿Sabe acaso que a muchos no les va bien? A menudo, otras personas no tienen amigos. Otros no pueden creer, como él, en algo superior: no tienen optimismo algu­no. A menudo percibo tristeza en los jóvenes, aunque no les falte nada.

David no sabe cuánta suerte tiene. Para él, los bue­nos amigos, la naturaleza con su belleza y sus muchos talentos son algo evidente. Es probable que en su fa­milia haya conocido la Iglesia y la fe con las que ahora no sabe qué más hacer. ¿No sería más feliz si pudiese agradecer lo recibido? Notaría cuánto puede hacer con sus talentos. Puede modificar el mundo.

La gratitud lleva al magis. Quien se da cuenta de su dicha, quiere más. Se siente descontento con el mun­do y adquiere una percepción de las necesidades, de lo que él mismo puede hacer. La palabra clave magis

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describe la dinámica que se puede experimentar cuan­do se entrega la propia vida por otros. No se trata de una doctrina que mortifique la vida. Por el contrario, adquieres una vida más rica, más interesante cuando encuentras tu tarea, la tarea que Dios ha previsto para ti. «Más» es el movimiento hacia aquello superior.

Mirar el mundo y las necesidades, mirarse uno mismo y los propios talentos, y, después, levantar la vista hacia lo alto: ¿es esta la orientación que ha de tener nuestra mirada?

Cuando asciendo una montaña, miro hacia la cumbre; tengo que conocer la meta. La meta de nuestra vida fue formulada por san Ignacio de Loyola, fundador de nuestra orden, con la célebre frase: «El hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor». Si levanto de ese modo mi mirada hacia Dios y me acerco a él, adquiero una perspecti­va diferente hacia el mundo. Veo lo que Dios me ha regalado, contemplo lo bello y lo bueno. De ese modo logro agradecer y alabar. Desarrollo mis facultades in­teriores. Me convierto en un optimista porque cuento con el poder de Dios.

El primer paso es alabar a Dios. Cuando lo busco le tributo respeto, y cuando aprendo a orar me siento cobijado en él. Aprender a orar es el segundo paso. El

n 65 ~ A U D A C I A PARA LA DECISIÓN

tercero es el servicio. Somos colaboradores de Dios, como dice Pablo. Dios nos necesita. Quien dirige su mirada hacia el mundo, hacia sí mismo, y la eleva hacia Dios se preguntará, de forma muy personal: ¿Señor, qué quieres tú que haga? ¿Dónde puedo com­prometerme con mis talentos e intereses? ¿Dónde está la necesidad hacia la que me quieres enviar?

La mirada dirigida hacia la cumbre despierta el anhelo del montañero. ¿Cómo encuentra él el camino? En definitiva, hay muchas posibilidades.

Una vez que te has puesto en marcha y quieres «más», ves realmente muchas posibilidades delante de ti. Reconoces la multitud de tareas y tienes que tomar decisiones. ¿Qué profesión elegirás? ¿Tienes los ami­gos adecuados? ¿Cuál es la pareja adecuada para ti? ¿Puedes imaginar para ti una vida en el seno de una orden religiosa? Es importante exponerse de cerca a todas las posibilidades y preguntarse qué efecto producen en uno. Imagínate una profesión: docente o técnico. ¿Qué efectos producen en tu ánimo cada una de estas profesiones? ¿Te sientes con temor o con confianza, inquieto o sereno? ¿Te asustas o te sientes seguro? Eso que sientes, Ignacio lo llama el mundo de los espíritus. Te mueven interiormente espíritus posi­tivos y negativos, buenos y malos. Contradicciones,

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desgarramientos interiores, tendencias encontradas, el sentimiento de que «lo preferible sería tener ambas cosas»: así sucede con estos diferentes movimientos. Se puede aprender a discernir los espíritus y, de ese modo, obtener indicaciones importantes para tomar una buena decisión.

San Ignacio nos da «reglas para la discreción de espíritus». ¿Qué dicen tales reglas?

Ignacio menciona tres «tiempos» para tomar una decisión. El primero es la razón: es la base. Para una decisión pueden sopesarse razones. ¿Qué razones ha­blan a favor, qué razones hablan en contra? De forma muy racional se puede hacer aquí una lista de ventajas y desventajas.

En el segundo tiempo prestamos atención a nues­tros sentimientos. Las diferentes representaciones de la posible decisión despiertan determinados senti­mientos, oscuros o claros, difíciles o brillantes: se ve cómo un sueño se hace realidad. Si la posible decisión lo presenta todo color de rosa, hay que ser cuidadoso. Ignacio habla del «mal espíritu» que seduce y engaña. Pero si ante la representación de la decisión se obtiene serenidad, es muy probable que se trate de una buena decisión, determinada por el «buen espíritu».

Aparte de la razón y de los sentimientos, existe a

II 67 A U D A C I A PARA LA DECISIÓN

veces una tercera posibilidad: la intuición. De pronto, obtienes claridad sobre algo: sabes de inmediato y con certeza qué es lo correcto para ti. Un ejemplo: vas a interrumpir tus estudios para hacer un año de servi­cio social. En ese caso tienes que prestar atención al modo en que lo que acabas de intuir se adecúa a tu línea de vida. ¿Se integra en ella esa decisión? ¿Es tal decisión una prosecución de la acción social que has comenzado a desarrollar desde hace mucho tiempo? ¿O es totalmente nueva y se contrapone a todo lo an­terior? En el segundo caso tienes que tener cuidado. Aquí podría estar actuando de nuevo el «mal espíri­tu», como diría Ignacio.

No todo lo que a primera vista se presente como «bueno» demuestra serlo también de forma duradera. El mal se enmascara, se disfraza, se presenta bajo la apariencia del bien: esas son las tentaciones en las que podemos caer. El «discernimiento de espíritus» puede aprenderse. Ayuda a servir a Dios y a hacer «más» de la propia vida.

Exponerse a hs espíritus y dejar que lo nuevo llegue hasta

uno exige coraje. Usted le desea este coraje a la juventud.

Pero, ¿se lo encuentra en la Iglesia?

Como obispo se me ha exigido a menudo coraje, a pesar de que soy más bien un hombre cauteloso y

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temeroso: en el encuentro con los terroristas de las Brigadas Rojas, en la cercanía de la juventud, en el diálogo con los sacerdotes y las colaboradoras, en la Congregación para la Doctrina de la Fe, en la que a lo largo de diez años he hablado con toda libertad con el cardenal Ratzinger. Y también en la preparación a la elección del último Papa: allí discutimos abierta­mente entre los cardenales acerca de las cuestiones a las que tendría que enfrentarse el nuevo Papa y a las que tiene que dar nuevas respuestas. Según mi opinión, entre ellas está la relación con la sexualidad y la comunión para los divorciados que han vuelto a contraer matrimonio.

Justamente porque soy temeroso me digo a mí mismo, en la duda: ¡Coraje! Abrahán era un hombre con coraje. Apenas conocía a Dios antes de que él lo llamara. Se puso en marcha hacia el vasto mundo y dejó su patria, sus amigos y su casa paterna. Dios lo envió a lo incierto, y Abrahán partió. Tenía el cora­je para la decisión. De ese modo se transformó en bendición para muchos. Todavía hoy, la sinagoga, la Iglesia y la mezquita viven de su intrepidez. Abrahán es el padre de todos los hombres que creen y tienen fe. Nos encaminamos hacia el futuro, encabezados por los jóvenes, y buscamos nuevos caminos para los hombres. Con Abrahán les digo a mis amigos sólo una cosa: ¡Coraje! Y más coraje nos deseo a todos nosotros en la Iglesia.

II 69 A U D A C I A PARA LA DECISIÓN

¿Por qué necesita la Iglesia ese coraje?

La situación de la Iglesia en Europa, sobre todo en Europa Occidental, exige hoy en día tomar decisio­nes. Hay comunidades en las que no encontramos más jóvenes. Sobre todo en las grandes ciudades se celebran el domingo misas en las que casi no hay más niños y jóvenes. Falta la siguiente generación. Podemos mencionar razones de este hecho, a menudo muy prácticas. Las familias han emigrado de una zona determinada de la ciudad y hay más oficinas, o se han instalado extranjeros con otras creencias. Ellos tienen a menudo más hijos que las familias católicas.

Me da mucha alegría de que haya muchas comu­nidades católicas vivas, también con muchos jóvenes y un muy buen trabajo de pastoral juvenil. Sin em­bargo, no podemos perder de vista que, en las últimas décadas, la Iglesia ha perdido a muchos jóvenes. Me pregunto cómo podemos recuperarlos. ¿Dónde encuentran los jóvenes los tesoros cuya ausencia era imposible imaginarse en mis tiempos de juventud? ¿Dónde aprenden a orar, a ir juntos en busca de aven­turas, a comprometerse en tareas sociales? ¿Dónde celebran fiestas? ¿Dónde se los forma como líderes? ¿Dónde aprenden a ser buenos amigos, hombres con ojos sensibles para ver las necesidades de los demás? ¿Y dónde, después, el coraje para dirigirse a los que están tristes o abandonados? ¿Dónde aprenden la

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seguridad en sí mismos como para acudir a ofrecerles ayuda? ¿Dónde conocen a Dios? ¿Dónde reciben ofre­cimientos formativos en su propia religión, sobre la Biblia, sobre la Iglesia, sobre nuestras tareas actuales y también sobre otras religiones con las que, en algunas cosas, entramos en competencia? Una competencia sana, porque nos desafiamos mutuamente.

¿En qué consiste la experiencia de insuficiencia en nuestra

sociedad del bienestar? ¿Dónde están los peligros para los

jóvenes?

Algunos se encuentran tal vez en un camino erróneo. Se darán cuenta. No me preocupo por nadie que se encuentre en camino. Pero, ¿qué pasa con los otros, con los que están apresados en el bienestar, con los que han entrado en la dependencia de los ordena­dores? ¿Qué pasa con los que se aburren? Algunos recurren por ese motivo a las drogas, o permanecen sentados ante el televisor, solitarios. Hay jóvenes a los que todavía no se ha invitado nunca a participar en una comunidad o a cooperar en una gran tarea. En ellos puede suscitarse la idea de que no se los necesita, de que no cuentan. Entonces, cuando se enteran en los periódicos o en la televisión de las catástrofes que ocurren en el mundo, se sienten deprimidos, puesto que no han desarrollado fuerza espiritual, no han

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desarrollado «músculos». Por músculos entiendo la consciencia segura de mí mismo en el sentido de que podré ayudar y salvar una vida, de que puedo hacer felices a los hombres, y de que, en contra de lo que parecía, sí que cuento. En algún momento, el joven se encuentra en una dificultad o ante una tarea de vida que exige de él muchas fuerzas. ¿Tendrá entonces esas fuerzas? ¿Dónde encuentra él hoy en día la formación y la preparación para la lucha contra aquello que la Biblia llama pecado? La Biblia designa ante todo con ese término no nuestros pecados personales, sino las grandes injusticias y penurias del mundo, contra las que hemos de luchar. De esa penuria que se designa como pecado porque no es querida por Dios quiere liberar Jesús a los hombres. Por eso se comprometió y entregó su vida. También hoy busca él colaboradores y colaboradoras, sobre todo entre los jóvenes.

¿Por qué la Iglesia necesita sobre todo jóvenes?

¿Dónde busca una empresa o un partido a sus nuevos colaboradores? Sobre todo entre los jóvenes. Estos se dejan formar y preparar para nuevas tareas. Tienen un potencial de energía que puede todavía ser activado. Es en ellos en quienes se encuentra más idealismo, incluso ideas descabelladas. Probablemente, lo nuevo que esperamos y necesitamos tendrá mejores posibili-

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dades de llegar al mundo a través de la naturalidad y libertad de espíritu de los jóvenes. Justamente la Igle­sia en la «vieja Europa» necesita lo nuevo y el viento fresco. ¿Y no necesita también la juventud lo nuevo, el magis, más que el bienestar? Siempre he visto algo positivo en la búsqueda de lo nuevo: la voluntad de modificar algo. Detrás de ello se esconde la fe en la Iglesia y nuestra fe en la juventud. De otro modo no valdría la pena criticar a la Iglesia.

Algunos me dicen que, antes, la juventud era más luchadora y crítica que hoy en día. Si las cosas en la juventud se han tranquilizado, me preocupa más que ella esté con su corazón en otra parte, que no tenga ya interés alguno en la Iglesia y en su desarrollo, en sus grandes tareas en el mundo. Cuando en la Iglesia las cosas se tranquilizan demasiado, cuando en la sociedad se extiende un sentimiento de hartazgo, per­cibo el anhelo de Jesús de arrojar a la tierra un fuego llameante de entusiasmo.

¡Ojalá estuviese ardiendo!

He experimentado la II Guerra mundial y el tiempo subsiguiente. Las penurias y el estrés que sufrimos exigieron el empeño de todas las fuerzas para la re­construcción, para la reconciliación y también para la elaboración de la culpa. La catástrofe liberó en

II 73 A U D A C I A PARA LA DECISIÓN

toda Europa fuerzas impresionantes: en la economía, en la política y también en la Iglesia. Fueron tiempos tormentosos que condujeron al concilio Vaticano II y a la apertura de la Iglesia al mundo. Sin embargo, espero que en la Iglesia se dé una nueva puesta en marcha sin que tenga que producirse una catástrofe para sobresaltar a los hombres.

¿Cuáles son los grandes desafíos?

La alternativa es reconocer las tareas que tenemos ante nosotros. No debemos restar importancia a las crisis, que sin duda existen; no debemos mirar hacia otro lado. La gran tarea ante la que nos encontramos es el clash of civilisations (Samuel P. Huntington), el llamado choque de civilizaciones. Las civilizaciones o culturas chocan entre sí, también dentro de Europa. ¿Cómo se encuentra el cristianismo con el Islam? A menudo no sabemos qué hay que hacer. Yo siento este desconcierto como una pesada carga desde que vivo en Jerusalén. Antes era más optimista, tal vez ingenuo. ¿Conocemos las reglas según las cuales piensan y negocian los musulmanes? También en ellas nos diferenciamos. Primero tenemos que conocernos mejor para poder entendernos y perfilarnos. Aquí se desarrolla una crisis que se cierne sobre nuestros hijos. El que hoy es niño o joven ya no puede recurrir a un

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entorno social o eclesial homogéneo, o, en todo caso, sólo puede hacerlo en mucha menor medida que an­tes. Ya no hay tal entorno homogéneo. Por tanto, en el futuro se requerirá más fuerza y más capacidad de decisión. Se trata de un desafío sumamente central.

Asumir estos desafíos puede evitar catástrofes. Hay suficiente que hacer, sobre todo en uíia gran tarea: en el enfrentamiento de las dificultades de la juventud.

La Iglesia necesita a la juventud. Nadie puede conquistar tan bien a los jóvenes como otros jóvenes. Por quien mejor se dejará decir algo un joven es por otro joven. Esto vale en especial en cuestiones de orden personal, en las que se trata de la amistad, de la relación con los padres, de aventuras y secretos, como también de Dios. Los jóvenes tienen la llave de acceso a los ámbitos religiosos. Antes la tenían los padres, pero ahora la tiene la juventud. La comuni­dad parroquial, la clase de religión y la gran Iglesia sólo pueden apoyar y alentar a los poseedores de esa llave. De todos modos, sin los poseedores de la llave difícilmente podremos hacer algo.

Nada hay más hermoso para un sacerdote u obispo que cuando los jóvenes les plantean preguntas. Pre­guntas buenas y profundas presuponen mucha con­fianza. La confianza es la alternativa al miedo. En los encuentros con jóvenes nunca me permití dudar de que tengan algo que decirme, de que yo mismo quiero

II 75 A U D A C I A PARA LA DECISIÓN

aprender de ellos. Entre los jóvenes encontré amigos que llegaron a ser mis mayores ayudas en el difícil ministerio de ser obispo de una gran diócesis. Ellos me contaron su vida, fueron mi vida y me abrieron la puerta hacia los jóvenes. Más de lo que lo hice aquel entonces, invitaría yo ahora sobre todo a jóvenes ex­tranjeros y musulmanes y buscaría estar cerca de ellos. Entre ellos hay muchas buenas personas, idealistas que quisieran trabajar por la paz. En la juventud, los cristianos y musulmanes pueden aprender todavía con más facilidad a convivir, a intercambiar en la fe y a servir juntos a los hombres.

¿Cómo adquirió usted mismo la confianza en los jóve­

nes?

No lo sé. Pude haber comenzado de forma casual. Como jesuíta siempre he convivido con jóvenes. Como profesor tenía que tratar con estudiantes. Debo decir que la gente difícil y los estudiantes críticos siem­pre me han atraído de manera especial. El encuentro con ellos condujo a los debates más fecundos. Tal vez, al comienzo era ante todo curiosidad. Si hoy un vica­rio parroquial quiere aprender a predicar a los jóvenes, sólo puedo aconsejarle que acuda a los jóvenes en busca de un maestro o una maestra. Mis primeros ser­mones para jóvenes fueron pronunciados ante un pe-

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queño círculo o a veces incluso ante un único joven, y les pedí a mis oyentes que me dijeran su opinión. He aprendido mucho a través de ello. Pero, sobre todas las cosas, en esos encuentros personales en los que yo era el que buscaba ayuda y el que aprendía, surgió un puente entre los jóvenes y yo. (Entonces, teniendo apenas treinta años, yo pertenecía ya al ámbito de los adultos, por no decir de los viejos). Ese puente es la confianza, que fortalece a todo predicador, agente de pastoral juvenil o maestro. Si se me otorga confianza, me surgen ideas y encuentro las palabras adecuadas. Pero sobre todo me haré capaz de descubrir y aceptar ideas en mi interlocutor, en el joven.

En lugar de predicar, usted mismo se deja enseñar por la juventud. ¿Se trata de un nuevo principio pastoral?

En la juventud he encontrado la confirmación más fuerte de este principio pastoral, si es que se trata de algo semejante. Nadie en la Iglesia es un objeto, un caso o un paciente al que debemos tratar, y menos aún lo es la juventud. Por tanto, no tiene sentido al­guno sentarse ante el escritorio y pensar cómo hemos de conquistar a los jóvenes o construir confianza: ellos tienen que regalárnosla. Ellos son sujetos que están frente a nosotros, con los que buscamos una relación entre iguales y un intercambio. Los jóvenes tienen

II 77 A U D A C I A PARA LA DECISIÓN

algo que decirnos. Son Iglesia, con independencia de que coincidan o no con nuestros pensamientos y nuestras representaciones o con las prescripciones eclesiásticas. Este diálogo de igual a igual y no desde una postura de superioridad o de respectiva inferio­ridad garantiza el dinamismo a la Iglesia. Entonces, la lucha por encontrar respuestas a las preguntas del hombre moderno se desarrolla en el mismo corazón de la Iglesia.

A menudo se oye la queja de que los jóvenes sólo tienen interés en diversiones y distracciones, o que, si en algo se comprometen, lo hacen fuera de la Iglesia o sólo por breves plazos. ¿Qué dice usted sobre este diagnóstico?

Sé que estas tendencias han existido en todos los tiempos, también en todas las generaciones. Yo experi­mento a los jóvenes de forma mucho más positiva. En los jóvenes tenemos que distinguir diferentes grupos. Primero, los que no tienen ningún interés especial en los valores espirituales, en la religión o en las cuestio­nes sociales. Estos jóvenes viven simplemente su vida y se divierten, su inquietud es el consumo, el éxito y la diversión. La Iglesia no entra casi en contacto con ellos, o, en todo caso, lo hace con dificultad y, a lo sumo, de forma superficial, en circunstancias como bodas o entierros.

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Algo diferente sucede cuando estos jóvenes entran en dificultades, por ejemplo, cuando se hacen droga-dictos o caen en la delincuencia. Entonces sienten a veces que no están en el buen camino, que dependen de la ayuda de otros. De ese modo puede abrirse una puerta y la Iglesia puede ayudar humana, social o te­rapéuticamente. Muy en general podría decirse que la fe tiene que llenar al hombre entero, es decir, la cabe­za, el corazón, las manos y los pies. Naturalmente, lo más importante acontece en la cabeza y en el corazón, pero para muchos jóvenes es más fácil comenzar por las manos y los pies, en especial para aquellos que tie­nen poco contacto con la Iglesia o con una parroquia. El compromiso valiente por los hermanos y hermanas, la entrega al prójimo, son el camino correcto (cf Mt 7,11; Me 12,28-34; Le 10,25-37). Esos jóvenes están en el camino hacia el amor de Dios. La Iglesia está para todos, no debe hacer acepción de personas den­tro ni fuera de su institución.

De ese modo podría iniciarse un desarrollo que lle­ve a los jóvenes hacia delante: hacia la fe, la confian­za, la gratitud. Tal vez también hacia la Iglesia y hacia Jesús, pero eso no debemos presuponerlo. Nuestra ayuda no debe tener segundas intenciones.

Un segundo grupo son aquellos que acuden a nosotros porque esperan encontrar algo que en otras partes no encuentran. Vienen porque necesitan una comuni-

II 79 A U D A C I A PARA LA DECISIÓN

dad y quisieran conocer a otros jóvenes. No quieren estar solos, pero las preguntas acerca de la oración o de Dios les resultan menos importantes. De todos modos, se nos acercan.

Como tercer grupo hay muchos jóvenes que, si bien sostienen valores y están interesados en cuestiones espirituales o sociales, están lejos de la Iglesia. Tal vez tienen los mismos objetivos -justicia, humanidad, solidaridad-, pero los sostienen fuera de la Iglesia. A menudo tienen una posición política de izquierda. Al igual que nosotros, también ellos trabajan por la sal­vación del mundo y por aquello que Dios quiere para el mundo. Naturalmente, con gusto les ofreceríamos apoyo y buscaríamos también su colaboración. Juntos podríamos hacer mucho más y salvar a más seres hu­manos. También estos jóvenes están a menudo solos, necesitan un entorno, un acompañamiento, una comunidad. Habría que indicarles dónde hay fuentes de fortaleza, de descanso, de orientación, fuentes de fuerza que les ayuden a encontrar la salida cuando les asaltan la inseguridad y la duda, el desconcierto y el desánimo.

Como cuarto grupo están todavía los jóvenes que acu­den a nosotros y nos preguntan: ¿cómo puedo ser un buen cristiano? ¿Cómo puedo aprender a orar, cómo puedo leer la Sagrada Escritura? Preguntan por Dios y

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también por su tarea en el mundo. Pero a veces tienen grandes dificultades para abrirse a Dios. Les resulta difícil orar, no pueden decidirse, asumir vínculos fijos. Buscan un camino para cumplir la voluntad de Dios, pero están inseguros. De ese modo, se comprometen tal vez con buenas obras, pero no arriesgan una deci­sión de vida. Hay que ayudarles a superar el desánimo y la indecisión y a tomar una decisión, aun corriendo el peligro de fracasar.

Los jóvenes están en camino, y eso es lo más im­portante.

Reiteradamente escucho decir a los jóvenes: «Quisiera ser totalmente independiente».

La independencia es una meta elevada e importante. Yo les diría a los jóvenes: tienes que ser fiel a ti mis­mo y hacerte fuerte a través de la formación, de la práctica de tus pasatiempos preferidos, del desarrollo de tus capacidades. Quien se ama a sí mismo puede amar también a otros. Quien se entiende, puede en­tender también a los demás. Hay que aprender la fe y la confianza, la comunicación abierta. Ojalá puedan encontrarse en la Iglesia los modelos y los maestros que hagan fuertes a los jóvenes.

Dios quiere que seamos independientes de toda cria-

II 81 A U D A C I A PARA LA DECISIÓN

tura y libres de todas las cosas terrenas a las que nos aferramos. El individuo vive en una relación personal y recíproca con Dios mismo. Pero la independencia de toda criatura podría ser también una señal de miedo a vincularse, algo que representa un problema en tiempos de bienestar material. El aluvión de los me­dios de comunicación, el mundo de los ordenadores y todas las posibilidades del consumo debilitan la fuer­za humana para tomar decisiones y la capacidad de vincularse. Todos esos ofrecimientos e influjos, a los que ya nadie puede sustraerse, exigen personalidades que sepan tratar con ellos y sacarles provecho. Una plasmación activa de la propia vida, el deporte, la me­ditación, el establecimiento y el cultivo de amistades son elementos importantes. Seguramente, también lo es un tipo de ascesis, la capacidad de poder ponerse límites a sí mismo. ¿En qué momentos valora una fa­milia menos el televisor y el ordenador, y más la mesa en común, la conversación, los invitados, la oración, el paseo y la participación en servicios sociales? El aluvión de los medios exige hoy más que en el pasado la vigilancia sobre el desarrollo de la personalidad. ¿Cómo podemos enseñar a la juventud a prestar oídos a su corazón y a no dejarse seducir? El ser aceptado y el estar disponible para otros conducen a la fortaleza y a la salud psíquicas.

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Cuando usted era todavía arzobispo de Milán, impartió en la catedral unas catequesis a las que acudían miles de jóvenes. ¿Cómo logró entusiasmar a tantos jóvenes?

Lo que intentamos en la catedral de Milán fue sim­plemente prestar oídos a textos de la Sagrada Escri­tura. Se leía un pasaje y, después, permanecíamos en silencio. Eso era importante para que cada uno encontrara su propia respuesta. Yo no daba respuestas previamente preparadas, sino sólo el impulso a escu­char la Palabra, a estar alerta y atentos. Tampoco daba demasiadas explicaciones, no introducía en las cate­quesis muchos conocimientos exegéticos, sino que me limitaba a intentar que los jóvenes se confrontaran de manera directa con el texto. Y de ese modo alcanza­ron una familiaridad con Jesús. Entendieron que Dios los estaba interpelando. Algunos de los participantes me escribieron incluso después de años contándome que esa escucha comunitaria de la Palabra les había ayudado a tomar una decisión. Aprendieron a orar con la Sagrada Escritura y llegaron al punto en que reconocieron: esta Palabra está destinada a mí de for­ma muy personal y tiene algo que decirme.

Creo que también fue importante la vivencia de comunidad. Después de una de esas catequesis en la catedral de Milán, a las que mes a mes acudían hasta cinco mil personas para leer la Biblia en común conmigo, pregunté una vez: ¿quién de vosotros está

II 83 A U D A C I A PARA LA DECISIÓN

dispuesto a seguir total y absolutamente la voluntad de Dios? ¿Quién está interesado en tener una parti­cipación total? Muchos manifestaron su interés: eran tal vez cien. Con ellos me encontré a partir de enton­ces de forma periódica para continuar el trabajo. Los acompañé para que se conocieran cada vez mejor a sí mismos y entre sí y para que pudiesen reconocer qué querían, hacia dónde se dirigía su anhelo, cuáles eran sus talentos, cuál era su lugar en el mundo, dónde podían y debían cooperar. Es hermoso poder descubrir, de entre tantos seres humanos, a aquellos grupos e in­dividuos que quieren más entrega, más colaboración, más amistad.

¿Cómo se inicia un camino semejante con jóvenes?

Lo importante es tener una gran apertura. También es importante que no tengamos miedo. ¿De qué debería tener miedo un hombre que deposita su confianza en Dios? Si puedo llegar a llamar amigo a un único jo­ven, adquiero confianza en todos los jóvenes. Enton­ces se genera el puente del que hablé anteriormente, los sufrimientos y las preguntas no se dan entonces fuera de la Iglesia, sino dentro de ella: más aún, en mi propio corazón. Sin duda, el arte de ganar amigos puede aprenderse y desarrollarse. Hay muchos libros y consejos al respecto, que no sólo deberían estudiar

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y aplicar los representantes comerciales, sino también los representantes de la Iglesia.

Conozco en Italia muchas iniciativas de jóvenes que van a todas partes donde hay otros jóvenes: a discotecas, a la playa, a la calle. Hablan con sus coe­táneos y desarrollan así una capacidad para percibir los problemas interiores incluso cuando los mismos no pueden verse a primera vista. Aprenden así a mante­ner diálogos, a iniciar relaciones. Y de todo ello surge que muchos jóvenes aparentemente interesados sólo en la diversión y el placer están en realidad deprimi­dos y quieren cambiar algo en su vida. Dicen: no sé lo que he de hacer; necesito drogas, necesito alcohol para poder continuar. Me encuentro solo.

Lo sorprendente es que cada vez son más los jóve­nes que se dejan entusiasmar por la tarea de dirigirse a otros jóvenes y de estar atentos para percibir dónde hay otros que estén en dificultades. Para ellos es una vivencia maravillosa el ver qué fácil les resulta encon­trar confianza, el constatar cuan agradecidos están otros jóvenes cuando alguien los escucha. La tarea de los colaboradores de la Iglesia es hacer posible tales relaciones. Piensen en el sencillo principio de los boys scouts: cada día una buena acción.

III

Hacer amigos

Mi mejor amiga se ha ido a Rumania. No lo he en­tendido, porque en la escuela era completamente distinta, una empollona total. Me ha enviado con frecuencia e-mails, y ya no he entendido nada más. Ella va incluso todos los días a una capilla. Se quedará todo un año con sus niños. Tengo que ir a visitarla.

Eva

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Sin amistad no hay trabajo con la juventud. Pero, ¿es que acaso puede un obispo ser un amigo?

Yo tenía un gran anhelo de tener amigos, pero no los encontraba. Pretendía demasiado. Quería hacer amigos y era demasiado exigente. Eran dos errores. Todavía no había entendido que los amigos son un don. Era un poco pesimista. Después encontré algu­nos amigos, no muchos. Estoy contento de tener ami­gos y también estoy contento cuando estoy solo. Sólo en el ministerio episcopal experimenté qué buenos y benevolentes son los hombres. Muchos sacerdotes tenían verdadero amor por su obispo. En esa cercanía sentí la bondad de Dios, una bondad que yo no había merecido. Antes estaba mucho tiempo dedicado a los libros y era tímido en el trato con la gente. Como obispo me vi subyugado por la confianza de la gente. Los jóvenes acudieron a mí e hicieron que desapare­ciera toda desconfianza.

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La amistad es para mí algo precioso e infrecuente: es un don de Dios. Yo distingo entre amigo y amigable. Amigables deberíamos ser con todos, pero no po­demos ser amigos de todos. Un signo de amistad es cuando ves a alguien después de un año y puedes ha­blar con él o con ella como si los hubieses visto ayer. Los amigos no tienen que estar siempre juntos, pero siempre pueden intercambiarse cosas importantes.

¿Cómo hizo usted amigos personalmente?

Desde mi juventud he amado la montaña. Incluso siendo arzobispo utilizaba las pocas horas libres que tenía para hacer excursiones a la montaña, por lo menos medio día por semana. Mis más viejos amigos tienen que ver con las montañas. Juntos nos hemos esforzado, superado peligros que no hemos olvidado. Hemos compartido la comida y también el brindis en la cumbre. Pero también hemos hablado sobre asuntos personales con una apertura como casi sólo es posible hacerlo en la montaña. Pensemos en la vivencia que los discípulos tuvieron con Jesús en el monte de la transfiguración, donde querían quedarse y construir tiendas, donde se abrió el cielo. Después hay que des­cender, trabajar y esforzarse mucho. Pero con nuevas fuerzas y sabiendo que se tiene amistad.

¿Es realmente difícil hacer amigos? También en

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circunstancias habituales es posible acercarse a otras personas. Una vez, siendo yo todavía mucho más jo­ven, me senté en un banco de un parque junto a un joven que tenía un aspecto muy descuidado. En algún momento, el muchacho despertó de su embriaguez y me miró horrorizado: «¿Quién eres?». La pregunta me pilló desprevenido: «Soy sacerdote. ¿Puedo hacer algo por ti?». Fuimos entonces juntos a un café, pues el muchacho tenía hambre. De ese modo se inició una relación en la que tuve acceso por primera vez al mundo de las drogas y de la terapia. Y realmente pude conseguir que lo recibieran en una casa que estaba a cargo de religiosas.

La amistad es algo grande, pero comienza con cosas pequeñas. Cuando era prefecto en una escuela ofrecí clases de apoyo de latín fuera de mis propias horas (siempre me gustaron las lenguas), y pude así ayudar a algunos alumnos que andaban flojos. Hice amigos porque pude acompañar a esos jóvenes en sus preocu­paciones escolares. Entretanto, probablemente hayan olvidado el latín, pero no la amistad. Esa amistad fue para mí especialmente importante en ese entonces, porque la confianza que me brindaron los alumnos de esas clases de apoyo se extendió a toda la clase. Tal vez haya que partir simplemente de las dificultades y preguntas de los jóvenes y no de lo que se les quiere enseñar.

Pero todavía no he mencionado el recurso más

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fuerte para ganar amigos, un recurso que fue espe­cialmente importante para mí en la pastoral juvenil. La palabra mágica es: haz de los otros tus ayudantes. Como siempre tenía mucho que hacer porque mis es­tudios no me dejaban mucho tiempo libre, necesitaba apoyo. Fueron los jóvenes los que más me ayudaron a enfrentar esa excesiva exigencia. A uno u otro le pedí que se hiciera cargo de una reunión de grupo. Al co­mienzo dudaron: «Yo no puedo», dijeron, o bien: «Soy demasiado joven». Les aseguré que contarían con la ayuda necesaria y preparé junto con ellos la reunión. Más adelante hice lo mismo con grupos enteros de dirigentes. Necesitaban también un ámbito en el que pudiesen hablar sobre sus éxitos y plantear preguntas; necesitaban conversaciones en las que pudiesen asu­mir y asimilar sus fracasos.

A través del acompañamiento de los jefes de grupo hice amigos importantes: algunos participaron des­pués en ejercicios espirituales y siguieron creciendo cada vez más. Cuando alguien aprende a partir de sus experiencias, crece con ellas y llega a ser feliz, y cuan­do otra persona ha podido contribuir a ese crecimien­to interior, se la designa ciertamente como amigo. Un amigo hace crecer al otro. Descubre sus talentos y le ayuda a formarlos y emplearlos.

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¿Qué podemos enseñar a los jóvenes?

No podemos enseñar nada a los jóvenes: podemos, sí, ayudarles a escuchar al maestro interior. Esta es la palabra de san Agustín, y suena extraña. El dice expresamente que sólo podemos crear condiciones en las cuales un joven puede alcanzar comprensión. La comprensión tiene que dársele desde dentro.

¿Qué necesitan los jóvenes de la Iglesia, qué pueden es­perar?

Los jóvenes están interesados en aprender si notan que, de ese modo, pueden asumir más responsabilidades y se los toma en serio. El testimonio de fe es algo simple pero tiene que ejercitarse. Sobre todo es importante que los jóvenes adquieran coraje para ese testimonio. Todavía hoy, antes de pronunciar un sermón o una conferencia, pido a mis amigos -preferentemente más jóvenes- que me transmitan ideas y deseos. Es algo que he hecho con frecuencia antes de hablar a los cardena­les. En efecto: queremos que las preocupaciones de los hombres y de la juventud sean nuestra preocupación, y queremos buscar las respuestas de la Iglesia a esas preocupaciones. Por supuesto, mis amigos jóvenes ya no son tan jóvenes. Tanto más interesado estoy, por eso mismo, en el diálogo con los jóvenes de hoy, tengan quince, veinte o veinticinco años de edad.

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Lo importante es que despertemos en ellos antes que nada su sentimiento de seguridad personal, que prestemos atención a sus talentos, que les brindemos confianza, que los ganemos como amigos. Entonces acudirán con las preguntas que les plantea la vida, y de ese material se tejerá nuestro temario de enseñan­za. Esta es la fuente más profunda de la que brota el interés.

Se trata de dar testimonio. Jesús no enseñó a sus discípulos de otra forma. ¿Cómo lo hizo? Les dio par­ticipación en su vida y en su trabajo. Ellos tuvieron el privilegio de poder plantearle preguntas en las horas de retiro y tranquilidad. Él les enseñó para hacer de ellos apóstoles a los que pudiese enviar al mundo en­tero. Les enseñó a ver las dificultades y a vincularse a los necesitados. Este vínculo especial despierta la inventiva. Si amo a alguien que sufre o que es tratado injustamente, se despertará en mí la inventiva. En­tonces tengo que prestarle mi ayuda. Y el espíritu, el espíritu de consejo y de fortaleza, el espíritu de con­suelo, no se cierra a esa necesidad de ayudar.

Cuando los jóvenes asumen tareas, necesitan ayuda y apoyo. Como en la mayoría de las profesiones, tam­bién en estas tareas hay que aprender alguna que otra herramienta de trabajo. Por ejemplo, es importante aprender a presentarse ante un grupo o en una sala. Esto comienza por la colocación correcta de los asien­tos, pasando por la prueba de los micrófonos, hasta la

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sugerencia de que, en las primeras presentaciones, las filas delanteras de la sala estén ocupadas por amigos, amigos que me inspiren confianza y me den respal­do. El entrenamiento en la oratoria es importante, hay que conocer las reglas de la dinámica de grupos y, sobre todo, no olvidar la adecuada preparación. ¿Cuál es el mensaje que quiero transmitir? ¿Cuál es mi objetivo? ¿Qué quiero alcanzar? ¿Qué puntos quiero incorporar en mi mensaje? Un orden preciso y una sucesión clara de las ideas resultan útiles. ¿Cómo comienzo un discurso? La figura retórica de la capta­do benevolentiae es un arte en sí mismo: ¿Cómo me conquisto la benevolencia de los oyentes? Son cosas prácticas que hemos aprendido en la formación y que también hoy resultan útiles.

Pero también otras cosas son importantes: ¿Cómo puedo reunir y organizar mis tareas según prioridades, de modo que no me pierda en un caos de obligacio­nes? ¿Cómo puedo organizar las tareas? ¿Cómo puedo obtener la colaboración de otros, qué trato debo dar­les, cómo encuentro el tono apropiado? ¿Cómo puedo darme nuevos ánimos a mí mismo cuando me siento acobardado y exigido más allá de mis fuerzas?

Si alguien ha decidido llegar a ser jefe de grupo, debe buscarse un maestro de quien pueda aprender todo lo pertinente a ese servicio, que le ayude a sa­lir adelante en las dificultades y que, sobre todo, lo acompañe en las relaciones, en el desarrollo personal

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así como en todo lo bueno y todo lo difícil que un responsable de grupo experimenta en el plano perso­nal. Son capacidades y requisitos externos que hacen posible la comprensión.

¿Cómo podría la Iglesia abrir las puertas a la juventud?

Sólo podemos abrirnos a los jóvenes partiendo de ellos mismos. ¿Cuáles son sus intereses? ¿Dónde viven? ¿Cómo viven ellos sus relaciones? ¿Qué critican y qué compromiso exigen de nosotros? Aquí pueden encon­trarse muchas inquietudes en las que los colaborado­res eclesiásticos pueden participar. Al comienzo, los jóvenes están en el centro: sólo después pueden intro­ducirse los adultos y las estructuras eclesiásticas para ofrecer su apoyo y sus correcciones. Por cierto, este ca­mino no funciona si comenzamos prescribiéndole a la juventud cómo ha de vivir y después la juzgamos con la intención de captar a aquellos de entre los jóvenes que corresponden a nuestras reglas y representaciones. La comunicación debe iniciarse en libertad, pues, de otro modo, no es comunicación. Sobre todo, así no puede conquistarse a nadie -a lo sumo, de ese modo se lo puede reprimir-. El ser humano con el que me encuentro es desde el comienzo un interlocutor en pie de igualdad y un sujeto. En el diálogo con él llegamos a concebir nuevas ideas y a dar pasos en común.

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La cuestión en la que los jóvenes son más sensibles y susceptibles es si los tomamos como interlocutores en pie de igualdad o si queremos hacerlos objeto de nuestras enseñanzas como si fuesen tontos o estu­viesen equivocados. Nosotros creemos que todos los hombres son criaturas de Dios y tienen una misma dignidad. Este es un requisito decisivo para toda co­municación en la que participemos.

Pero, ¿no hay acaso diferencias entre las generaciones? ¿Cuál es la aportación especial de los jóvenes?

Por supuesto que hay diferentes situaciones de vida y diferentes edades, tal como las describe la psico­logía evolutiva moderna. El conocimiento de estas diferentes fases de la vida está también en la Biblia, en el Nuevo Testamento y ya antes, en el Antiguo Testamento. Es así como Pedro recurre en el discurso de pentecostés a una frase del profeta Joel, que actuó en el siglo IV antes de Cristo, y describe la acción del Espíritu Santo como una acción diferenciada en tres fases de vida: «Vuestros hijos y vuestras hijas profeti­zarán, vuestros ancianos tendrán sueños y vuestros jóvenes visiones».

Los jóvenes serán profetas, es decir, tienen que cri­ticar. La juventud no cumpliría su tarea propia si, en su espontánea naturalidad y en su intacto idealismo,

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no criticara y desafiara a los gobernantes, a los respon­sables, a los maestros. De ese modo nos hace avanzar y, sobre todo, hace avanzar a la Iglesia.

El profeta dice después que la generación interme­dia, es decir, los que cargan con responsabilidades, tendrán visiones. Un obispo, un párroco, un padre, una madre, un empresario, deberían tener metas para una comunidad, para una familia, para una empresa. Los responsables tienen que saber cómo seguir y qué tareas deben asumir.

Y es hermoso cómo el profeta asigna también a los ancianos una tarea. No es de esperar que sean sobre todo críticos y proféticos. Tampoco puede exigirse de los mayores que asuman cargas, forjen y lleven a cabo planes como lo hace la generación intermedia. Ellos han merecido dejar en manos de otros los negocios y la conducción y dedicarse a algo nuevo: a soñar. Así lo dice el profeta, y Pedro retoma la idea cuando des­cribe el actuar del Espíritu Santo y desea ese Espíritu en la Iglesia de todos los tiempos.

Esta convergencia y correspondencia podría hacer hoy interesante el diálogo entre las generaciones, puesto que muestra qué debe aportar cada una de diferente, aunque de igual valor.

La aportación de la juventud es esencial. ¿Están interesados todavía hoy los jóvenes en criticarnos a nosotros, a la Iglesia, a los gobernantes, o se alejan sin decir palabra? Donde todavía hay conflictos, está

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ardiendo el fuego, está actuando el Espíritu Santo. En la búsqueda de colaboradores y de vocaciones re­ligiosas deberíamos prestar tal vez especial atención a aquellos que resultan incómodos y preguntarnos si no son justamente estos jóvenes críticos los que tienen la capacidad para convertirse alguna vez en responsa­bles y, por último, en soñadores. En responsables que conduzcan a la Iglesia y a la sociedad a un futuro más justo, y «soñadores» que nos mantengan abiertos a las sorpresas del Espíritu Santo, que nos den ánimos y nos hagan creer en la paz cuando los frentes están endurecidos.

Usted pertenece ahora a la generación mayor: ¿qué sueños

tiene usted sobre la Iglesia?

El profeta recuerda a los ancianos que deben trans­mitir a la posteridad sus sueños, y no las decepciones de su vida. Yo estoy contento de que hoy puedo soñar aquí, en Jerusalén, como Jacob, que vio subir y bajar a los ángeles por la escala del cielo. Hoy me encuentro con muchas personas de todo el mundo y de diferen­tes religiones. Entre ellos están los ángeles con los que se nos concede reunimos aquí en la tierra.

Antes tenía sueños sobre la Iglesia. Soñaba con una Iglesia que recorre su camino en la pobreza y la humildad, con una Iglesia que no depende de los

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poderes de este mundo. Soñaba con que se extirpara de raíz la desconfianza. Con una Iglesia que diera espacio a la gente que piensa con más amplitud. Con una Iglesia que diera ánimos, en especial a aquellos que se sienten pequeños o pecadores. Soñaba con una Iglesia joven.

Hoy ya no tengo más esos sueños. A los 75 años me decidí a orar por la Iglesia. Miro hacia el futuro. Cuando llegue el reino de Dios, ¿cómo será? ¿Cómo me encontraré después de mi muerte con Cristo, el Resucitado? Siempre he sido un entusiasta de Teil-hard de Chardin, que ve encaminarse el mundo hacia una gran meta donde Dios es todo en todo. Su utopía es una unidad que otorga a cada uno su lugar perso­nal, transparente y aceptado por todos los demás. Lo que es personal sigue en pie, pero todos somos uno en Dios. La utopía es importante: sólo si tienes una visión, el Espíritu te eleva por encima de los pequeños enfrentamientos.

¿Hay también algo que le preocupe en los jóvenes, o está de acuerdo con todo?

Para ser franco, lo que me preocupa es la falta de co­raje. Es verdad que hay muchas cosas positivas: hoy en día muchos estudian teología, y el interés por la Bi­blia nunca había sido tan grande en la Iglesia católica

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como hoy. Hay muchos movimientos sociales. No creo que, en nuestra infancia y juventud, hayamos estado tan sensibilizados ante las injusticias como lo están hoy en día muchos jóvenes. Ellos se empeñan por los sin techo, por los niños de la calle, parten a Latino­américa y a la India para ayudar a los más pobres. Esta disposición es sorprendente. Los jóvenes tienen tam­bién pocos miedos en el contacto con extranjeros, con otras religiones e Iglesias. Estas observaciones suscitan en mí una gran esperanza. Y, sin embargo, no estoy del todo contento. Probablemente, mi generación no podía hacer tan grandes experiencias; tal vez, también la guerra y la pobreza impidieron que se dieran o las reemplazaron por otras. Pero muchos de nosotros hemos extraído consecuencias, hemos tomado deci­siones. Con ellos entré al noviciado de los jesuítas. Llenos de entusiasmo, queríamos poner toda nuestra vida al servicio de Dios. Queríamos servir a la Iglesia, hacer muchas cosas mejor que los antiguos.

¿Por qué será que, hoy en día, habiendo libertad y bienestar, se articula cada vez menos crítica y sólo raras veces se toman grandes decisiones? A menudo tengo que pensar en Jesús y el joven rico. Jesús lo vio como candidato ideal para su círculo de discípulos, trató de atraerlo y lo alabó. Pero el joven rico no po­día seguir ese camino y se fue lleno de tristeza. Jesús no le hizo reproches ni lo condenó, pero seguramente fue para él un sufrimiento el no poder conquistar a ese

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joven como colaborador y hacer de él un apóstol. Esa es también la dificultad de la Iglesia en la actualidad. Sobre todo en torno a esta pregunta que me tortura procuro establecer un diálogo con los jóvenes. Sólo ellos nos darán una respuesta y mostrarán a la Iglesia si las órdenes religiosas podrán seguir con vida y de qué manera.

Lo que yo quisiera decir a la juventud y a la Iglesia es: ¡Tened coraje! ¡Arriesgad algo! ¡Arriesgad vues-tra vida! ¿Quién habría de colocar su vida en juego, sino aquellos que están arraigados en Dios? Yo amo la palabra «amén», que contiene toda nuestra fe y nuestra oración en cuatro letras. Proviene del hebreo, y traducida significa algo así como: yo confío, yo creo, estoy afianzado.

Usted espera de los jóvenes más coraje, más certidumbre

en la confianza. ¿Puede un obispo estar alegremente dis­

puesto a correr riesgos?

Ciertamente, un obispo tiene que tomar más recaudos que un hombre joven, debe sopesar con más cuidado las palabras y pensar detenidamente sus decisiones. Pero, en cuanto a mí, espero haber arriesgado algo de vez en cuando. Fue así como, contra todo tipo de re­sistencias y advertencias, me encontré con terroristas de las Brigadas Rojas en la cárcel. Los escuché, los

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contemplé con la mirada, oré por ellos. Hasta bauticé hijos de terroristas, mellizos, concebidos durante el proceso.

Los terroristas ganaron confianza en mí, y a partir de allí se desarrolló algo sorprendente: un día recibí el envío de unas cajas llenas de armas. Provenían de los terroristas, que querían poner fin a su lucha asesina. El mensaje había sido dado por los terroristas presos a sus correligionarios integrantes de las células secretas fuera de la prisión. Las cajas con armas eran una señal de que el terrorismo en Italia se encaminaba a su fin.

De esos encuentros me quedaron relaciones amis­tosas. Y los niños que bauticé se han convertido en buenos jóvenes.

¿No tuvo usted nunca miedo de tomar decisiones erró­

neas?

Sin duda, hay que reflexionar sobre algunas de las decisiones que se han tomado. Pero si me preguntan mi opinión, prefiero una decisión errónea a ninguna decisión. Y, regresando a los jóvenes: se trata de sal­tar al agua, más aún siendo así que muchos cuentan con las mejores condiciones para hacerlo. Somos ricos, contamos con seguridades, muchos jóvenes tienen una buena formación. Uno puede perderse la vida por el miedo a tomar decisiones. Si alguien ha

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decidido algo erróneo por precipitación o descuido, Dios le ayudará a corregir el paso dado. A mí no me asustan tanto las defecciones de la Iglesia o el hecho de que alguien abandone el ministerio eclesiástico. Mucho más me oprime cuando las personas no pien­san, cuando se dejan arrastrar sin más. Yo quisiera hombres pensantes. Esto es lo más importante. Sólo entonces se plantea la pregunta de si son creyentes o no creyentes.

Quien reflexiona no dejará de experimentar una conducción. Yo confío en ello.

¿Cómo podemos, cómo puede la Iglesia promover entre ¡os

jóvenes la audacia de decidirse?

Tal vez, nuestra cercanía y amistad hacia ellos debería hacerse más incondicional y más fuerte. Sin duda, ciertos empleados u obispos de la Iglesia en nuestros países occidentales se encuentran todavía demasiado atrincherados detrás de gruesos muros, en oficinas nuevas o en antiguos palacios. Cuando veo lo que significa para los jóvenes el saco de dormir y cómo viajan ellos, me viene a la memoria el experimento de vida mendicante que nosotros hicimos durante el noviciado y que nuestros novicios siguen realizando todavía en la actualidad. Se ponen en camino, en pe­regrinación, por lo menos por un tiempo determinado.

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A menudo me encuentro con ellos en Tierra Santa. Los jóvenes parten al desierto y asumen muchas in­comodidades. Es como recomienda Jesús: no lleves nada contigo: ni bolsa, ni alforja, ni dos túnicas. Esta palabra es por lo menos una invitación dirigida a la Iglesia a hacer hoy experimentos con la vida sencilla, con menos burocracia. ¿Cómo están las cosas con las visitas a las casas? ¿Quién se atreve a interpelar direc­tamente a los hombres? Con formas sencillas resultará seguramente más fácil ser misionero y hacer nuevos contactos que con una agenda llena y horas oficiales de despacho.

La vida en el bienestar abre muchas posibilidades a los jóvenes, más de las que tenía mi generación. Cuantas más posibilidades tiene uno abiertas, tanto más difícil son también las decisiones. Quisiera dar a los jóvenes ánimos para elegir y no esperar demasiado. A quien no toma decisión alguna se le escapa la pro­pia vida. Este es hoy el mayor peligro. Frente a ello, el riesgo de tomar una decisión errónea que haya que corregir es mucho más pequeño.

Quien tiene coraje comete errores. Pero más im­portante es el hecho de que sólo los audaces cambian el mundo hacia el bien. A los audaces se les regalan auténticos amigos. Ellos hacen la experiencia de que el poder proviene de las manos de Dios.

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¿De dónde ha sacado usted sus fuerzas y su coraje?

Yo he tenido en el camino de mi vida una gran ven­taja, porque la tarea relacionada con mi profesión consistía en la Biblia y las lenguas bíblicas. Aparte de la ocupación científica con la Biblia, creo que el Evangelio es el acervo más rico al que puede recurrir un hombre que asume responsabilidad por otros. Y esto no vale solamente para el dirigente juvenil, sino también para una madre y un padre, así como para todos los que actúan en la pastoral. Conozco también dirigentes del ámbito económico que leen a diario la Sagrada Escritura a fin de extraer de ella ideas, for­taleza, y también consuelo. No es preciso que haya estudiado teología para que se me abran los tesoros de la Sagrada Escritura. Sólo hace falta el ánimo de comenzar a leerla. Después se llega a disfrutarla. Es más fácil cuando no se lo hace solo, cuando se lee y escucha con otros. Yo recomiendo mucho hacer una pausa de silencio después de escuchar la palabra. En el ámbito del silencio se suscita una respuesta en cada oyente. Tal vez surjan también preguntas. Yo confío totalmente en el corazón que escucha. A él se abre Jesús también hoy. Si se busca el acceso a la Biblia de forma totalmente individual, lo mejor sería fijarse antes un programa de lectura: reservarse cada día un par de minutos en un tiempo determinado, o cada semana meditar o incluso aprenderse de memoria el

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evangelio del domingo, o bien leer la Biblia de prin­cipio a fin, subrayando o copiándose quizá algunas palabras y anotándose preguntas o descubrimientos personales que puedan surgir de la lectura. De tales iniciativas han surgido las escuelas bíblicas. La más célebre es por cierto la que se gestó en torno a Jesús. En el judaismo es una antigua tradición, y justamente esta ciudad de Jerusalén está llena de escuelas bíblicas todavía en la actualidad. Los que tienen preguntas acuden a un maestro, a su rabbi, y aprenden la Biblia. Algo así sería importante precisamente hoy en día para que los cristianos se hiciesen independientes. En realidad, todo cristiano que vive con la Biblia debería encontrar respuestas propias en las preguntas decisivas, a fin de poder dar testimonio de su fe y responder por ella de forma convincente frente a los demás. La parroquia y la gran iglesia serían después el marco que da impulsos y apoya, y no un magisterio del cual el cristiano termina siendo dependiente y que con frecuencia toma como excusa, aunque no como excusa para apartarse de la Iglesia. Los responsables en la Iglesia, también los obispos, necesitan un inter­locutor consciente y seguro de sí mismo. Y es probable que, en la gran mayoría de los casos, la Biblia ayude a formar la propia opinión y la conciencia, es decir, a obtener fortaleza interior.

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¿Hay hombres en la Biblia que le resulten especialmente cercanos?

En horas de temor he pensado a veces en David. Da­vid experimentó todo lo que cabe en una vida huma­na. Tuvo alegría, cayó en el pecado, hizo oración. Era humilde, tenía respeto y fidelidad. Era osado.

Siendo todavía casi un niño tenía que cuidar las ovejas de su familia en Belén. Tal vez de ese modo aprendió lo más importante para su vida: proteger a los débiles, conducir a los fuertes, mantener a todos unidos. Debió demostrar coraje. El profeta Samuel vino a ver a su padre a fin de elegir entre los ocho hijos al nuevo rey. El padre le presentó a todos, con la sola excepción del pequeño David, el más joven, que estaba en el campo. El profeta preguntó por el más pequeño, a quien el padre no había llamado. Lo trajeron y fue elegido como el próximo rey. ¿Cuáles habrán sido sus sentimientos al verse colocado frente a un destino semejante y una tarea tan enorme? Tal vez le ayudó la despreocupación juvenil. Pronto se en­contró frente a los hostiles filisteos. Su jefe Goliat, un gigantón, era considerado invencible. David no tuvo miedo, sino que venció a Goliat, más poderoso que él, con su honda y su habilidad. A partir de ese momen­to, debió luchar a menudo y demostrar su coraje.

Era servidor del rey Saúl, a quien debía suceder. El rey sufría depresiones, y David lo alegraba con la

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música de su cítara. Podía componer poemas y hacer música: por eso, los salmos siguen llevando todavía hoy su nombre. David debió partir a la guerra por el rey, y tuvo éxito. Más que el mismo rey. Eso le acarreó la admiración de la gente, sobre todo de las mujeres. Pero el rey sintió que le hacía competencia y se puso celoso. Sin embargo, el hijo del rey, Jonatán, salvó a David de los planes malvados de Saúl.

Saúl y su hijo cayeron en una batalla, y David lloró por ellos. Ya rey, conquistó Jerusalén e hizo de ella su ciudad. Liberó el Santo de los santos, el arca de la alianza, de las manos de los enemigos y la llevó a Je­rusalén en medio de danzas de alegría. Todo el poder estaba entonces en sus manos. Un día vio, desde la azotea, a una hermosa mujer en el jardín del vecino. Quiso poseerla, de modo que envió a su esposo a la guerra, a una posición en la que tenía que caer en la batalla. Tomó para sí a su mujer Betsabé. Pronto Betsabé dio a luz un hijo, pero este murió siendo aún pequeño. David no tenía consuelo. En su dolor tomó consciencia de su pecado y de su injusticia. La pareja tuvo un segundo hijo, Salomón, que como rey fue mucho más poderoso y glorioso que el padre. David reunió grandes reinos y erigió en Jerusalén el primer altar dedicado a Dios. Salomón hizo construir más tarde en ese lugar el templo.

A pesar de todos los éxitos exteriores, el rey Da­vid sufrió duros golpes del destino en su familia y

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en su pueblo. Su hijo Absalón se levantó contra él y lo expulsó del trono. David debió huir y fue objeto de escarnio. Yendo de camino hacia el monte de los Olivos, el loco Semeí le arrojó piedras y lo maldijo. El real fugitivo demostró su grandeza soportando el escarnio y renunciando a defenderse.

Después de que sus fieles seguidores devolvieran a David el poder, les rogó que respetaran en la lu­cha a Absalón, con el que se había enemistado. Los soldados no lo hicieron y, una vez más, David quedó desconsolado. Hizo duelo junto a la puerta de su pa­lacio, al que había regresado. Sus generales debieron insistirle para que se hiciera cargo nuevamente del gobierno.

David asumió también su culpa personal y se con­virtió. Más aún, aprendió de sus faltas y derrotas. Lo que me atrae de este hombre es que no demostró el mayor coraje en sus éxitos, sino en la forma en que sobrellevó las dificultades de la vida, las enemistades y los insultos. Luchó sin prestar atención a sus heridas y dio su vida por la tarea que Dios le había encomenda­do. David muestra a los jóvenes no sólo un modelo de vida fascinante, sino que podría infundir coraje tam­bién a los hombres que tienen tareas de dirección.

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La amistad es un motivo central de la Biblia. ¿Pueden los hombres de la Biblia acompañarnos también hoy a noso­tros en nuestra vida?

Los amigos y las amigas de la Biblia me han acompa­ñado toda la vida. Pienso en Juan, el discípulo amado de Jesús. Tal vez haya sido él quien me condujo a Milán, a mi tarea como arzobispo. Cuando estaba por determinarse quién habría de hacerse cargo del go­bierno de la archidiócesis de Milán, se discutió sobre muchos nombres, pero no se llegó a ninguna decisión. El papa Juan Pablo II acababa de leer en ese tiempo mi libro sobre Juan. Según se afirma, eso le inspiró la idea de hacer de mí el arzobispo de Milán.

Mi libro trataba sobre la amistad. Mi pregunta fundamental era: ¿Cómo podemos llegar a ser amigos de Jesús? En la respuesta a esa pregunta veo el único motivo que puede llevar a un joven cristiano a poner toda su vida a disposición de Dios. Ni la obligación, ni la presión, ni siquiera una situación de emergencia o necesidad pueden llevar a una decisión semejante, sino sólo el amor, un amor como el que recibió el dis­cípulo Juan de Jesús. Juan respondió al encuentro con Jesús con su amistad, con su vida y su palabra, con el Evangelio. De ese testimonio vive hoy la Iglesia. Juan y su hermano Santiago se contaban entre los prime­ros discípulos a quienes Jesús llamó. Ellos dejaron su familia, su trabajo y sus posesiones y siguieron a Jesús.

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Allí destella una determinación sin condiciones, una determinación de la que sólo el amor es capaz.

Al principio, Juan y Santiago eran dos muchachos pendencieros de una ambiciosa familia. La madre pujaba para que sus hijos tuviesen la posibilidad de sentarse a la derecha y a la izquierda de Jesús. Jesús preguntó a los dos jóvenes: ¿podéis beber el cáliz? Su respuesta, ingenua y magnánima, fue: ¡podemos! Es una sana seguridad en sí mismos que la vida posterior habría de purificar. Juan era uno de los «tres amigos íntimos de Jesús», como lo ha formulado Albert Schweitzer. Estuvo con él en el monte, cuando se abrió el cielo. Ellos fueron los primeros en reconocer quién era Jesús y qué había venido a traer al mundo. También en el huerto de Getsemaní, al pie del monte de los Olivos, estuvieron junto a Jesús, en la hora de la lucha y de la angustia. A Juan se le concedió reposar junto al corazón de Jesús en el cenáculo. Sólo él pudo plantear, por encargo de Pedro, la pregunta: «Señor, ¿quién es el que te va a entregar?». En el Evangelio se designa a Juan como el discípulo «preferido» de Jesús. Era el privilegiado, tal vez mimado como algunos hijos únicos, pero también ambicioso y luchador. Juan vivió y padeció horas de confusión y de miedo, estuvo al pie de la cruz, fiel y desvalido, junto a la madre de Jesús, de quien habría de ocuparse en adelante. Cuando Ma­ría Magdalena informó a los discípulos que se habían llevado a Jesús del sepulcro, Juan y Pedro corrieron,

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a cual más velozmente, hasta el lugar. Juan llegó pri­mero, Pedro era más lento, pero más sólido y preciso a la hora de examinar el sepulcro vacío. Juan «vio y creyó», lleno de entusiasmo juvenil.

¿Cómo ve Juan a Jesús en su condición de amigo? ¿Qué podríamos aprender de su perspectiva?

Es interesante ver a Juan y su carácter en compara­ción con los demás discípulos de Jesús. Juan es el ami­go, Pedro es la figura del que guía, la roca; Natanael es el estudiante; Tomás, el crítico; Judas, el trágico; Andrés y Santiago son los mayores, que llevaron a los más jóvenes hasta Jesús. Todos tenían talentos y rasgos de carácter diferentes y recibieron de Jesús tareas distintas.

Al discípulo preferido de Jesús se lo designa como el autor del Evangelio de Juan. Él sabía cómo habían descrito la vida de Jesús los otros evangelistas y escri­bió un Evangelio totalmente diferente. Con su amor pudo mirar a lo hondo. Como ningún otro había escrutado el corazón de Jesús, y nos regaló un relato sobre lo que movía a Jesús en lo más hondo. Juan elige con audacia una forma literaria artística a fin de sacar a relucir las inquietudes del corazón de Jesús.

La Iglesia tiene que buscar hoy corazones ardientes como el de Juan. De ellos puede surgir algo nuevo.

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El concilio Vaticano II fue convocado, en contra de muchos temores, por un Papa que había tomado el nombre del amigo de Jesús. Ese Papa estaba tan entu­siasmado por Jesús que saltó por encima de todos los muros y dio amplio espacio a la acción del Espíritu, que sopla donde quiere. Su audacia provenía del amor. No hay otra cosa que yo desee con tanto anhelo como que hoy en día encontremos entre los jóvenes a algu­nos que sientan ese amor, que lo reconozcan y que, después, se arriesguen a tomar una gran decisión.

La visión del evangelista Lucas es diferente de la de Juan, ¿En qué reside su peculiaridad para nosotros?

Vivimos con los hombres de la Biblia. Ellos son nues­tros amigos invisibles. No nos dejan en paz si es que estamos en una posición cómoda o andamos ciegos. Lucas provoca, es de izquierda. Simpatiza con los pecadores y los oprimidos. Se empeña a favor de los enfermos. Jesús le devuelve a la viuda de Naín la vida de su hijo, que había muerto. Su sensibilidad por los que sufren no sorprende, puesto que era médico. Lu­cas centra su atención en Jesús como salvador. Narra cómo cura y va detrás de los perdidos. De allí extrae Lucas, el discípulo de Jesús, su seguridad personal y su confianza cierta. Con su Evangelio y los Hechos de los apóstoles inscribe en la memoria de la Iglesia la

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dimensión social. La hospitalidad, la sorpresa depara­da por los no creyentes, el aprendizaje a partir de los propios errores y la maldición de la falta de misericor­dia hacen de Lucas un maestro que hoy tiene acceso a los corazones de los jóvenes.

Pero, ¿cómo describe Lucas a Jesús? Hay muchos aspectos que tocan de forma inmediata a los jóvenes: Jesús se independiza, los padres tienen que dejarlo partir. En el desierto encuentra a su maestro, que tiene la osadía de criticar la riqueza y al rey inicuo. En su propio discurso, Jesús se ocupa de los exitosos: «¡Ay de vosotros, los que ahora estáis hartos... los que ahora reís! ¡ Ay de vosotros cuando os alaben todos los hombres!».

Dios «ha derribado a los poderosos de sus tronos y ha encumbrado a los humildes», canta la joven Ma­ría. Quien se planta tan fuertemente a favor de los hombres humillados tiene que criticar a los poderosos y ricos. Es aquí donde más me asombro de Lucas. Es radical en su mensaje pero no hiere a nadie. Ensalza a los pobres y muestra a los que poseen bienes un ca­mino para tratar con su riqueza, más aún, les indica cómo pueden, con esos bienes, hacer felices a otros y llegar a ser felices ellos mismos. Todos entienden su palabra.

Lucas simpatiza con los samaritanos, a quienes se desacreditaba como herejes. Juzga con severidad el

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miedo y la cerrazón de quienes así pensaban y presen­ta al samaritano misericordioso como ejemplo para todos. El buen samaritano ve al prójimo, a quien el sacerdote ignora.

Lucas ve hasta en el administrador deshonesto algo ejemplar. Haceos amigos con el dinero injustamente adquirido, dice Jesús. Según Lucas, tenemos que aprender del juez impío, de la pobre viuda y del publi-cano Zaqueo. Sólo Lucas nos narra cómo el Resucita­do sale al encuentro de los entristecidos discípulos en el camino de Emaús. Jesús les presta oídos y les hace preguntas. Los jóvenes iban de camino junto con Je­sús sin saberlo. Sólo retrospectivamente reconocieron a Jesús en la mesa.

Tal como lo describe Lucas, Jesús está del lado de los hombres que tienen la audacia de levantarse en contra de la injusticia. Además, Lucas ignora menos que los otros evangelistas a las mujeres que acompa­ñan a Jesús. Escribe cómo Jesús gana amigos y busca compañeros de lucha. Criticar en el amor es un arte. Lucas es capaz de criticar de tal manera que no hu-milla al otro, sino que lo hace más fuerte. El tiende un puente entre pobres y ricos, de modo que puedan intercambiar bienes.

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Según usted dice, el coraje es una virtud para los cristia­nos. Usted extrae este coraje de los textos de la Sagrada Escritura. ¿Es este el apoyo de su vida?

En otro tiempo yo era un montañero entusiasta. Cuando se quiere superar una pared vertical hay que tener por lo menos tres fijaciones en la roca. De ese modo es posible elevarse más hacia lo alto y alcanzar un cuarto punto. Si sólo se tiene una fijación, se está colgado de la roca y sin ayuda. De ese modo es impo­sible moverse. Tampoco dos fijaciones son suficientes: sólo tres elevan. Tales fijaciones son para mí los textos de la Sagrada Escritura. Ellos se modifican a lo largo de la vida. Es interesante preguntar qué tres textos de la Sagrada Escritura son importantes para mí, cuáles eran importantes tiempo atrás, cuáles ahora. Dios, que sacó a Abrahán de su tierra, fuera de su patria, a lo desconocido. Dios es paciente, deja crecer la cizaña junto con el trigo. Jesús confía su madre al discípulo predilecto. Jesús disfruta de la hospitalidad de Marta y María: una de ellas le sirve, la otra lo escucha. La semilla cae en medio de las zarzas, junto al camino y en tierra buena. (En mi trabajo pienso a veces en esta palabra). Jesús dice: no he venido a traer la paz, sino la espada. Es decir: la fe llama a tomar decisiones, no está para falsas tranquilidades. La fe confronta, puede llevar también a que los hombres se separen porque, a raíz de la fe, siguen caminos diferentes. Deberíamos

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preguntarnos, una y otra vez: ¿Qué textos de la Biblia me sostienen? ¿Cuáles son para mí una provocación? ¿Quiénes son mis acompañantes más allegados? ¿Da­vid? ¿Juan? ¿Lucas? ¿Quién está hoy cerca de mí?

A usted le gusta hablar de la amistad con Jesús. Pero, ¿cómo son sus relaciones con sus contemporáneos, con los hombres de su entorno?

Las relaciones, también las amistades, pueden surgir de las más variadas formas. Por ejemplo, siendo un joven estudiante comencé ya a visitar presos todas las semanas. Esa práctica la proseguí hasta el tiempo en que ya era arzobispo de Milán. Como obispo sentía más mi vocación cuando visitaba a los hombres en la cárcel. Es una tarea fácil, ya que a esos hombres, el desamparo les desborda del corazón. Los presos tienen hambre de relaciones humanas, de una visita, de alien­to y, muy a menudo, de perdón. Tienen miedo por sus seres queridos, de los que están separados. No pueden ayudarlos. ¿Les mantendrán la fidelidad? A menudo hallan así el camino que lleva a la oración de petición y a la confianza en el ángel de la guarda. «Estuve preso y me visitasteis»: yo he experimentado de forma inme­diata esta palabra pronunciada por los labios de Jesús. Las visitas a la prisión se convirtieron para mí en una fuente de fuerza. Regresaba fortalecido a casa.

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Usted es popular en Italia, su patria. Durante más de veinte años fue arzobispo de Milán. ¿Por qué a los 75 años se mudó a Jerusalén?

El deseo de vivir en Jerusalén lo tuve por primera vez cuando era un niño de diez años, cuando un padre jesuíta nos contó cosas acerca de san Ignacio. Inme­diatamente después de su conversión, Ignacio quería partir a Jerusalén, y después tuvo siempre el anhelo de hacerlo. ¿Por qué no quería peregrinar a Santiago de Compostela o a algún otro de los grandes lugares de peregrinación de su tiempo? Porque quería seguir las huellas de Jesús. De ese anhelo me he hecho eco yo. Por el camino hacia Jerusalén he rezado los «salmos de las subidas», los Salmos 120 a 134. Entretanto, se ha convertido en una costumbre mía el hacerlo cada vez que subo a Jerusalén. Digo, entonces, de todo corazón: «Pedid la paz para Jerusalén». «Por mis her­manos y compañeros, diré: "La paz esté contigo"».

Cada día a las cuatro de la madrugada abro la venta­na de mi habitación y contemplo la ciudad vieja de Jerusalén. Veo la basílica del Santo Sepulcro, que los cristianos ortodoxos llaman Anástasis, la basílica de la Resurrección. Miro hacia el monte Sión, hacia el cenáculo de la Ultima Cena y de Pentecostés. Veo la explanada del templo, con la cúpula de la Roca y la mezquita de Al Aqsa, dirijo la mirada hacia abajo, al

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valle de Hinón, y luego la extiendo hasta el monte de los Olivos. En días claros vemos desde Jerusalén hasta el desierto de Judá, el mar Muerto y, detrás de Belén, la tumba de Herodes. Estoy rodeado de personas y lu­gares bíblicos de los que me he ocupado durante toda una vida en las ciencias escriturísticas pero, sobre todo, en la predicación y en la meditación personal. Ahora tengo aquí mi casa, como dice el Salmo 87: «Todos han nacido en Sión».

En esta ciudad tengo los salmos en la punta de la lengua: «¡Qué hermosa es tu morada, Señor omnipo­tente! Mi alma suspira y desfallece por los atrios del Señor, mi corazón y mi carne se entusiasman en busca del Dios vivo. Dichosos los que viven en tu casa y es­tán siempre alabándote; dichoso el hombre que tiene en ti su fortaleza y lleva en su corazón tus caminos» (Salmo 84).

En Jerusalén tiene su patria el judaismo desde Abrahán, Isaac y Jacob. El rey David construyó la ciudad y Salomón el primer templo. En Jerusalén Dios toca el mundo. Hasta el día de hoy, judíos, cris­tianos y musulmanes luchan por este lugar en el que Dios está tan cerca. La cercanía de Dios hace entrar en escena al antagonista, al perturbador, al diábolos. La ciudad de la paz experimenta el odio. A primera vista, Jerusalén no es la ciudad del ecumenismo ni del diálogo religioso, sino la ciudad del enfrentamiento. Aquí se concentra la falta de paz del mundo entero,

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pero, asimismo, la esperanza. Aquí experimentamos también una y otra vez que el trabajo por la paz es un proceso doloroso.

El mensaje de Jerusalén no es ajeno al mundo ni a la vida: es un mensaje muy realista. Aquí tomó David la mujer de otro. El fue expulsado del trono y perseguido por su propio hijo. Abrahán ató a su hijo Isaac para el sacrificio y lo llevó al monte donde hoy se levanta el templo. Pero aquí también se ha manifestado que Dios no quiere sacrificios de niños, sino nuestra entrega a fin de que los niños vivan. En Jerusalén son maltra­tados los profetas. El profeta Jeremías fue mantenido preso en un profundo pozo. En Jerusalén Jesús dio su vida por nosotros. La vía dolorosa, que conduce a tra­vés de la ciudad, se extiende a lo largo de la historia de la humanidad hasta el día de hoy.

Jerusalén es la ciudad de la entrega y de la esperanza. Con la entrega de su Hijo, Dios ha vencido el pecado y la muerte de los hombres. El mensaje de la ciudad reza: la luz es más fuerte que la tiniebla. De Jerusalén se difunde la fuerza del Espíritu al mundo entero. Jun­to al monte de los Olivos Jesús rezó y sudó sangre en solidaridad con todos los hombres que atraviesan por el miedo y el dolor. Tanto los musulmanes como los cristianos veneran hasta el día de hoy en el monte de los Olivos el santuario de la ascensión de Jesús. Juntos

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confesamos que Dios nos eleva con Jesús. El hombre está llamado a aspirar a lo más alto y, en toda humi­llación, elevar la mirada hacia el cielo. La ascensión dice a todos los hombres que el juicio sobre la historia será pronunciado desde lo alto. La Jerusalén celeste es nuestro futuro e inunda todas las dificultades que tenemos en el camino con la luz de la esperanza. To­das las cosas, pequeñas y grandes, adquieren aquí un dinamismo celestial. Jerusalén es una imagen de la fe con todas las dificultades. Pero la esperanza es más fuerte.

Jerusalén es mi patria. Antes de llegar a la patria eterna.

IV

En familiaridad con Dios

¿Qué es lo jesuítico? ¿Son estrictos los jesuítas? ¿Son de izquierda? ¿Sólo admiten a los inteligentes? ¿Son piadosos? ¿Tienen todos los jesuítas algo en común? Quisiera conocer el secreto de los jesuítas.

Roben

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Sin duda, usted debe también su biografía religiosa a una casa paterna de cuño religioso. ¿Cuál es, si arroja usted ahora una mirada a toda su vida, el núcleo de su espiri­tualidad?

Mi madre era muy creyente, pero sin beatería. Mi pa­dre tenía un cuño menos religioso, pero era un hom­bre muy consciente del deber, un hombre sincero.

Es a mis padres a quienes debo mis raíces religiosas y el respeto por los que piensan diferente. También en los encuentros con otras religiones he conocido muchas cosas buenas y, sobre todo, a muchas buenas personas. Mucho más importante que una religión de­terminada y una forma exterior es para mí el hecho de que busquemos a Dios, que lo hagamos con sinceridad y dispuestos a entregarnos a él.

En la Contemplación para alcanzar amor, san Ignacio nos enseña una oración que yo rezo cada día. Se ha convertido en mi oración predilecta:

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«Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer. Vos me lo distes, a Vos, Señor, lo torno. Todo es vuestro, disponed de ello según vuestra voluntad. Dadme vuestro amor y gracia, que esta me basta».

¿Cómo tuvo la idea de hacerse jesuíta?

A los nueve años entré en el «Istituto Sociale» de Turín, una escuela de los jesuitas en mi ciudad natal, Turín. Allí me encontré con los jesuitas, que eran muy sinceros. Decían lo que pensaban y traducían el amor en acciones concretas. Se empeñaban y entregaban por los jóvenes. Por supuesto, no todos los hombres en la Iglesia son tan sinceros. Pero podemos dejar que sea Dios quien los juzgue. Quien ha vivido y trabaja­do tanto tiempo en la Iglesia como yo, seguramente ha tenido que tratar con muchos hombres difíciles. Pero, a pesar de todos los problemas, prefiero dirigir

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la mirada a los muchos hermanos a los que debo horas y años hermosos.

¿Qué le ha fascinado en esta orden?

Desde el tiempo en que mis padres me enviaron a la escuela de los jesuitas no me he separado más de esta orden. Desde el comienzo encontré buenos prefectos y maestros. Muchos eran estrictos, y la mayoría se em­peñó por completo por nosotros. Estas personalidades y su entrega me impresionaron mucho como joven, mucho más que sus debilidades, que, como es natural, también descubríamos.

Ciertamente también me resultó atractivo que en la Compañía de Jesús la formación desempeñara un papel importante. Primeramente, todo estudiante puede recibir en nuestra orden una buena y prolon­gada formación en filosofía, en teología y, a menudo, también en alguna otra ciencia. Pero el estudio se vincula siempre a la praxis, sobre todo con jóvenes y, hoy, en el compromiso social. Ignacio de Loyola otor­gó una importancia especial en su propia vida y en la fundación de la orden al servicio a los niños y jóve­nes y a su formación, pero también a la orientación social. El fundó en Roma la Casa Santa Marta para prostitutas y también escuelas para los muchos niños huérfanos y abandonados. La labor se inició con las

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necesidades. Por supuesto, Ignacio supo también con­seguir los medios y la influencia política necesarios para ello. Lo que me fascina es que, durante su vida, él logró despertar en más de mil jóvenes el coraje para dedicar su vida por completo a la Compañía de Jesús.

¿Cómo puede dejar huellas en la actualidad el carisma de Ignacio? ¿Qué cosas hay que encarar ahora?

La atención que Ignacio prestaba a cada uno y su audacia para encarar grandes tareas cuando aún te­nía pocos medios y pocos hermanos de comunidad podrían ser una huella semejante. Ignacio se dejó alcanzar por los hombres y sus necesidades; ellos hi­cieron de él un visionario. Y él contaba con el poder de Dios: «Comprometerse como si todo dependiera de ti, pero saber que todo depende de Dios». De esta tensión recibió él una fuerza casi inagotable.

Los papas confiaron una y otra vez a la Compañía grandes tareas, justamente excesivas: en épocas re­cientes, el enfrentamiento con el ateísmo; hoy, el diá­logo con el Islam. Una de las últimas congregaciones generales colocó en primer plano la relación entre «fe y justicia» y fundó muchas obras y movimientos socia­les. El llamado Jesuit Refugee Service era una inquietud especial del superior general Pedro Arrupe, y hoy es

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más actual que nunca. También para el problema del s

sida hay una red jesuítica en África.

E Georg, su obra con los niños de la calle corresponde por completo a nuestra misión actual. Usted comen­zó en el momento de dificultad que coincidió con la caída del telón de acero. Sin vacilar reaccionó usted a un problema que Europa no conocía antes. Yo admiro el valiente compromiso de los jóvenes.

Las transformaciones que se viven en Europa son una oportunidad para la Compañía de Jesús. Ella tiene que tener la audacia de salir al escenario de esas trans­formaciones y arriesgarlo todo. Tiene que tener coraje, pues, de otro modo, no será lo que Ignacio quería. Una vez dijo Ignacio que sólo le preocupaba la orden si no se la perseguía. Los hermanos le preguntaron qué que­ría decir con eso. Si no causamos ninguna extrañeza, es que hemos abandonado nuestra misión.

Tal vez nos falte hoy este radicalismo. Tal vez sea ese uno de los motivos por los cuales los jóvenes ya no sienten el coraje para decidirse por completo por una vida de jesuítas.

¿Cuál es la tarea de los jesuítas actualmente?

Los jesuítas deberíamos ayudar a los hombres a en­tender el sentido de la vida. Tenemos la invitación de

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Jesús a ser sus amigos, a vivir con él y a trabajar con él. Quien busca pobreza en lugar de riqueza, quien acepta insultos y desprecio en lugar de buscar honores del mundo y quien sabe que las dificultades hacen madurar humanamente, se torna en el ser humano más valioso. Llegará a tener seguridad en sí mismo, sabrá para qué está en el mundo, tendrá un corazón alegre. Esta plenitud y la esperanza de lo que todavía habrá de venir es la ganancia dada por Jesús. «El que pierda su vida por mí la encontrará» (Mt 10,39b). En esa palabra queremos confiar y avanzar.

Los jesuítas cuentan con un instrumento especial en la vida espiritual: ¿en qué consiste la actividad de los Ejerci­cios instituidos por san Ignacio?

Con los Ejercicios, que él mismo redactó y nos dejó como herencia, Ignacio creó no sólo para su orden, sino para todos los hombres un método para ejercitar­se en la familiaridad con Dios y con Jesucristo, para aprender a discernir los espíritus y tomar decisiones de conciencia. En los Ejercicios hay reglas para hacer una elección sana y buena. Hoy adquieren una nueva actualidad.

Con los Ejercicios, Ignacio señaló a los cristianos el camino por el cual, en una relación inmediata con Dios, pueden llegar a ser personas autónomas y

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capaces de formular juicios propios. Por eso muchos jóvenes hacen todavía hoy los Ejercicios como prepa­ración a una decisión de vida. En la definición de la siguiente etapa de su camino de vida no quieren verse manejados desde fuera o guiados por intereses a corto plazo, sino que, desde la hondura de sí mismos, desde el diálogo con Dios, quieren llegar a una decisión en la que pongan en juego toda su vida.

¿Cuál es su experiencia personal con los Ejercicios?

Yo mismo he hecho los Ejercicios como alumno del Instituto de enseñanza media de los jesuítas. Parti­cipé en ellos y me agradaron, pero, en realidad, no fueron aún verdaderos Ejercicios porque, por la edad y la situación escolar, todavía no sabíamos muy bien qué hacer con ellos, además de que eran demasiado cortos. Normalmente sólo duraban tres días y con­sistían simplemente en que dedicábamos a diario un cierto tiempo a la reflexión y al trato de las historias bíblicas. En toda su profundidad e importancia, como los llamados «grandes Ejercicios», los viví después en el noviciado de los jesuítas. Por segunda vez también hice los grandes Ejercicios en el último año de mi for­mación en St. Andrá, en el valle del Lavant, Austria. En esos casos duraron cuatro semanas enteras.

Los grandes Ejercicios son un tiempo de silencio, un

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tiempo que cada uno tiene totalmente para sí. Cuando éramos novicios sólo nos reuníamos para la oración co­mún. Durante el resto del tiempo estábamos solos. Una vez por semana, cada uno de nosotros se encontraba con el maestro de novicios para una reflexión personal. La pregunta a tratar era cómo le había ido a uno con los Ejercicios durante la última semana.

Los Ejercicios consisten en cuatro diferentes temas, a cada uno de los cuales se le dedica una «semana». No se trata necesariamente de siete días: un tema de los Ejercicios puede requerir menos o también más tiempo. Todo depende del adelanto espiritual que haya hecho el ejercitante.

¿Cómo se desarrollan esos Ejercicios?

Cada día se celebra la santa misa. Después, el maestro de Ejercicios da una introducción al programa del día. Presenta puntos sobre los que cada uno medita durante una hora. Esa meditación lleva a la oración. Para la hora de meditación Ignacio ofrece ayudas en forma de ejercicios preliminares o «preámbulos». Qué tiempo se necesita para uno de esos preámbulos o si se permanece en ellos toda la hora del ejercicio se deja libre a la conducción del Espíritu Santo y, con ello, a cada uno.

El primer preámbulo consiste en ponerse en pre-

IV 131 E N FAMILIARIDAD CON D I O S

sencia de Dios. Dirijo mi mirada hacia Dios, busco la relación con él. En todas las religiones puede en­contrarse alguna forma breve de este colocarse en presencia de Dios. En la Iglesia católica utilizamos el agua bendita, nos persignamos con la señal de la cruz, hacemos una genuflexión. Cuando he encontrado el lugar de mi oración, levanto mi mirada en silencio hacia Dios. A partir de esa práctica se desarrolla una actitud de vida. Ignacio la describe como el «principio y fundamento» en un texto que coloca al comienzo de su libro de los Ejercicios: «El hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor». Dicho en lenguaje profano: el hombre está llamado a algo más elevado, se le concede dirigir su más allá y más arriba de la vida cotidiana y de las preocupaciones mundanas. Tiene razones para ser optimista.

En el segundo preámbulo se evoca en la memoria la materia de meditación propuesta por el maestro de ejercicios. En la primera semana, esta materia está directamente relacionada con la propia vida. Ignacio exige que el ejercitante se ocupe con la realidad del pecado. Pero no se trata de algo opresivo, sino de una gran liberación. Contemplo mis debilidades, mis fallos, la historia de mi vida, y en todo ello descubro también cuánta suerte he tenido en que hoy en día me vaya tan bien. La meta de la meditación de los pecados es que se me abran los ojos para reconocer cómo se me

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ha colmado de regalos, cuánta compañía y ayuda he experimentado. Eso amplía mi visión y no me quedo detenido en la consideración de mis debilidades.

En la segunda semana meditamos en los Ejercicios una historia del evangelio para cada día. El maestro de ejercicios ofrece una interpretación del texto y una preparación para la meditación. En esta semana tratamos preguntas en las que podemos tomar una decisión personal. Pido a Jesús que me llame a su se­guimiento. Con la ayuda de mi imaginación despliego la escena bíblica ante la mirada interior. La meta de las meditaciones bíblicas es seguir a Jesús con más audacia y fidelidad.

En la segunda semana conocemos también las «reglas para la discreción de espíritus», ayudas que san Ignacio nos da para realizar con vistas al futuro próximo una elección sana y llena de sentido.

En las semanas tercera y cuarta de los Ejercicios me presento tal como me he reconocido en las dos primeras semanas ante Jesús y medito su pasión y su resurrección. Comparto con él mis problemas y difi­cultades y recibo de él alegría y optimismo.

El primer preámbulo era el ponerse en presencia de Dios; el segundo, la meditación de la propia vida y de la vida de Jesús. El tercer preámbulo es una breve oración: según dice Ignacio, se trata de «demandar lo que quiero». A partir de la segunda semana, esa petición reza: «Demandar conoscimiento interno del

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Señor, que por mí se ha hecho hombre, para que más le ame y le siga».

El ejercicio en cuanto tal consiste en contemplar, en meditar, en detenerse y permanecer en esa con­templación. Debo y al mismo tiempo se me concede presentarme ante Dios y ante Jesucristo con las pre­guntas y los deseos que me mueven, y elaborar así en relación con ellos mis esperanzas personales.

Al final del ejercicio, Ignacio nos encarga buscar el diálogo personal, sea con Jesús o con el Padre del cie­lo, y concluir esa oración con una plegaria formulada. Ignacio menciona como posibilidades el Padrenuestro, el Avemaria y el Anima Christi:

«Alma de Cristo, santifícame. Cuerpo de Cristo, sálvame. Sangre de Cristo, embriágame. Agua del costado de Cristo, purifícame. Pasión de Cristo, confórtame. ¡Oh Buen Jesús, óyeme! Dentro de tus llagas, escóndeme. No permitas que me aparte de ti. Del maligno enemigo, defiéndeme. En la hora de mi muerte, llámame. Y mándame ir a ti para que con tus santos te alabe por los siglos de los siglos».

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Un jesuita hace normalmente todos los años Ejerci­cios espirituales de ocho días. De ese modo aprende también a dar ejercicios a otros. Como he dicho, los Ejercicios son una ayuda no sólo para jesuítas, sino también para otras personas, a fin de construir una vida espiritual, encontrar una práctica de oración personal y desarrollar su capacidad de decisión.

Quien hace Ejercicios se ve conducido de forma personal a una relación con Jesucristo. Aprende a meditar su propia vida en la presencia de Dios y, de ese modo, desarrolla el gusto por la oración, por el silencio y por la Biblia.

Hay que tener claro que los Ejercicios son un ins­trumento exigente de la vida espiritual. Mucho más difundida se encuentra otra tarea y otro arte, prove­niente también de los ejercicios: el acompañamiento espiritual. Las personas que han hecho Ejercicios se buscan a continuación un acompañante espiritual con el que puedan hablar periódicamente sobre su situación y su desarrollo.

¿Qué es el acompañamiento espiritual? ¿Dónde puede ser de ayuda?

La pregunta que plantea un acompañante espiritual será siempre ante todo: ¿cómo te ha ido en la última semana? Entonces se entra a dialogar sobre los pro-

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pósitos y planes formulados al comienzo de la semana anterior y sobre el curso que todo ello tuvo a lo largo de la semana, relacionado con la pregunta de qué he podido observar y aprender de ese modo. Se trata de las pequeñas cosas de mi vida cotidiana, de la práctica de la oración, de la plasmación del trabajo y de la vida en el seno de la familia o de la comunidad hasta los puntos que me molestan y sobre los que quiero traba­jar. Ningún tema debe quedar excluido.

Mis relaciones más profundas han surgido de esta forma de acompañamiento espiritual con padres de más edad que eran mis confesores, así como con aquellos a quienes he podido acompañar. De ese modo han surgido amistades, una relación mutua que ha constituido un regalo para ambos.

Creo que ese tipo de relaciones son una gran opor­tunidad para la Iglesia a fin de conquistar jóvenes y formarlos como verdaderos apóstoles de Jesús.

Los ejercicios para jóvenes son una variante del programa original de los Ejercicios, el intento de in­dicar a los jóvenes en un período de pocos días una forma para adquirir claridad y coraje, para presentarse ante Jesucristo y preguntarle, con corazón magnáni­mo: ¿dónde me necesitas? ¿Adonde quieres enviarme? Tengo la gran esperanza de que todos los jesuítas jóvenes y también otros sacerdotes sigan cultivando este valioso instrumento y aprendan a manejarlo, que lleguen a ser maestros en el acompañamiento de jóve-

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nes. Es una alegría constatar que hoy en día también mujeres y laicos asumen esta tarea.

La Iglesia no necesita nada con mayor urgencia que ese tipo de maestros o acompañantes que sepan con­ducir a otros a la relación con Dios. Necesita hombres que liberen en otros el coraje o la magnanimidad, de modo que se pongan a disposición de Dios y al ser­vicio de los hombres. Por supuesto, eso implica ante todo el descubrimiento de los propios talentos.

Eso suena a supervisión, tal como se ha extendido también ampliamente en el mundo de los negocios y en la psico­logía.

Esta difusión de la supervisión -o sea, del acompaña­miento experto de procesos relaciónales- es un desa­rrollo positivo y muy provechoso para muchas perso­nas. Tal vez suene a una apropiación pretenciosa, pero los líderes religiosos, comenzando por los rabinos, los padres del desierto, los confesores, y sobre todo no­sotros, los jesuítas, podemos reivindicar ciertamente haber encontrado el original que ha sido copiado y extendido en la supervisión moderna. En el fondo, todo ser humano necesita, en situaciones de decisión o frente a cargas y desafíos especiales, un acompaña­miento espiritual. Los acompañantes espirituales son amigos en el sentido del evangelio: lo acompañan, le

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plantean preguntas, lo apoyan pero nunca se interpo­nen entre él y Jesús, sino que promueven ese diálogo. Si la Iglesia quiere servir más a la juventud y ser más atractiva para los jóvenes de lo que es actualmente en Europa occidental, tendrá de todos modos que formar y poner a trabajar a muchos acompañantes espiritua­les. Si podemos ofrecer al ser humano este servicio, también a través de nuestro ejemplo y de nuestras propias prácticas espirituales, eso no quedará sin re­sultados. Una inmensa gratitud siento en el encuentro con aquellos a quienes me unen prácticas espirituales o el acompañamiento espiritual.

Los Ejercicios y el acompañamiento espiritual, ¿están reservados a una élite? ¿O existe también una aplicación para el «hombre común»?

Tenemos que ver que san Ignacio pensó los Ejercicios en su forma completa sólo para algunos: para aquellos que se ponen completamente a disposición de Dios. Para la mayoría bastan a menudo los ejercicios de la primera semana, una retrospectiva de la propia vida y la meditación del pecado, a fin de encontrar un nuevo camino. En esto se basan los «ejercicios en la vida cotidiana», que se ofrecen cada vez más. Se me antojan como una posibilidad a través de la cual mu­chas personas pueden tener acceso a la espiritualidad.

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En esos ejercicios, los participantes se encuentran una vez a la semana para un coloquio con el director espiritual o acompañante; él les da una introducción a las meditaciones, que se realizan diariamente durante la siguiente semana.

Los Ejercicios no son algo intelectual y de alto ni­vel de reflexión a lo que no pudiesen tener acceso los hombres normales. Son ejercicios prácticos y sencillos que mantienen vivo el amor. Es semejante a lo que sucede en la vida familiar, donde, durante un prolon­gado matrimonio, el amor permanece vivo no tanto a través de grandiosas declaraciones sino en la plasma-ción en la vida cotidiana del amor: por la forma como se desarrolla el desayuno, por el arreglo de la casa, por el tiempo y la imaginación que se dedican unos a otros, por el modo en que los miembros de la familia se saludan y se despiden. Así, también el amor a Jesús y la familiaridad con Dios viven a partir de un hacer cotidiano. Mi vida es impensable sin el agua bendita, y en la vida de todo cristiano está arraigado el Padre­nuestro. Aquí hay muchas prácticas que son fáciles y no requieren mucho tiempo, pero que sostienen una vida espiritual y hacen que en el hombre manen las fuentes que brotan desde lo profundo.

V

Aprender a amar

Ya hace dos años que convivo con mi novio. Es un buen chico. Por supuesto, también reñimos, pero, en realidad, nos entendemos bien. No obstante, a veces me descubro pensando si no habrá uno más adecuado para mí. ¿Seré feliz junto a él? ¿En qué podré notar si es el hombre de mi vida?

Andrea

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La Iglesia sigue teniendo fama de ser hostil al cuerpo o de estar alejada de la vida. Una expresión de esto mismo es la encíclica «Humanae vitae», de la que sólo ha calado en la opinión pública la prohibición de la pildora y de la anticoncepción. Hay que preguntarse si esa prohibición sigue siendo sostenihle en un mundo con epidemia de sida y con medicina moderna. De todos modos, la Iglesia ha erigido con ella una barrera hacia la juventud.

Con esta crítica me he encontrado desde hace mu­chos años y en todos los frentes, también entre cien­tíficos y políticos serios, si es que acaso buscaban el diálogo con la Iglesia. Lo más triste es que la encíclica es en parte culpable de que muchos ya no tomen más en serio a la Iglesia como interlocutora o como maestra. Pero sobre todo a los jóvenes de nuestros países occidentales ya casi ni se les ocurre acudir a representantes de la Iglesia para consultarlos en cuestiones atinentes a la planificación familiar o la sexualidad. Debo admitir que la encíclica Humanae

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vitae ha suscitado también un desarrollo negativo. Muchas personas se han alejado de la Iglesia, y la Iglesia se ha alejado de los hombres. Se ha producido un gran perjuicio.

La relación personal y corporal es un ámbito esen-cial en la vida del hombre, en el que sobre todo la juventud debe hallar su camino. A partir de la púber' tad, los jóvenes experimentan muchas turbulencias en este tema. Muchas grandes decisiones implican también cuestiones sobre la sexualidad, el matri­monio o el celibato. Es en cierto modo algo trágico que la Iglesia se haya alejado tanto de los afectados por estas cuestiones y de los que buscan respuestas para ellas. La encíclica Humanae vitae es obra de la pluma del papa Pablo VI. Yo lo he conocido bien y lo he tenido en gran estima. He tenido la ocasión de predicarle ejercicios a él y a sus colaboradores en el Vaticano, unos ejercicios que fueron los últimos que realizó antes de su muerte en el año 1978. Este Papa escuchaba con atención, trataba respetuosamente a las personas. Con la encíclica quiso ser respetuoso con la vida humana. A sus amigos personales les ex­plicó su inquietud mediante una comparación con el lenguaje. No se debe mentir, decía, y, sin embargo, a veces es imposible evitarlo. Tal vez hay que disimular la verdad o no podemos evitar una mentira para salir del paso. Los moralistas deben aclarar dónde comien­za el pecado, en especial en los casos en que existe un

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deber de relevancia mayor, como lo es la transmisión de la vida.

A mí me resulta doloroso que el papa Pablo VI haya quedado marcado de forma tan negativa en la opinión pública a causa de la «encíclica de la pildora», como se la ha dado en llamar. Él asumió de su predecesor Juan XXIII la tarea del Concilio y lo prosiguió con gran prudencia. A su equilibrio se debe la apertura de la Iglesia, para la cual él pudo conquistar a una gran mayoría. Tampoco quiero dejar de mencionar su gran interés por la Biblia. La encíclica ha desta­cado correctamente muchos aspectos humanos de la sexualidad. Pero hoy en día tenemos un horizonte más vasto para plantearnos las preguntas sobre la sexualidad. También hay que tener mucho más en cuenta las necesidades de los confesores y de la gente joven. No debemos dejar solos a esos seres humanos. Ellos tienen derecho a recibir lineamientos o palabras esclarecedoras sobre los temas de la corporalidad, del matrimonio y de la familia. Buscamos un camino para hablar con solidez acerca del matrimonio, del control de la natalidad, de la fecundación artificial y de la anticoncepción.

Gente joven y muchos confesores me manifiestan a menudo su preocupación y sus temores en estas pre­guntas tan importantes para la vida. Al mismo tiempo

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pienso que en estas conversaciones se nota una nueva cultura de la ternura y un acceso más natural y libre a los prejuicios de la sexualidad. Estos desarrollos van en todo caso en la línea de una convivencia cristiana.

¿Cómo podría la Iglesia señalar un camino a la juventud y hacia la juventud a través de un nuevo pronuncia­miento?

Ya en 1964, una comisión formada por especialistas de los campos de la medicina, la biología, la sociología, la psicología y la teología presentó al papa Pablo VI un extenso informe sobre los temas que después fueron tratados en Humanae vitae. Pero el Papa, movido por una consciencia del deber vivida en íntima soledad y por un profundo convencimiento personal, publicó la encíclica. Él retiró conscientemente el tema de las de­liberaciones de los padres conciliares: en este campo quería asumir la responsabilidad de manera absoluta­mente personal. No cabe duda de que tal soledad de la decisión no fue a la larga una condición favorable para el tratamiento del tema de la sexualidad y de la familia. Su sucesor, Juan Pablo II, una imponente per­sonalidad, siguió el camino de una estricta aplicación. En este punto no quería que surgiera duda alguna: más aún, se afirma que pensó en una declaración so­bre el tema con carácter de infalibilidad pontificia.

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Después de la encíclica Humanae vitae, los obispos austríacos, alemanes y muchos otros publicaron de­claraciones llenas de preocupación encaminadas en una dirección que nosotros deberíamos continuar en la actualidad. Casi cuarenta años de distancia -un tiempo tan prolongado como la marcha de Israel por el desierto- podrían permitirnos una nueva perspec­tiva.

¿En qué dirección orienta usted esa nueva perspectiva? ¿Qué urgencia reviste la formulación de nuevas respues­tas?

Abramos el Evangelio y escuchemos la voz de Jesús. El llama a la entrega. El que se entrega obtiene la vida. ¿Dónde se entrega alguien para edificar a otras personas? Esta es la pregunta central en el trato mu­tuo, también en el campo de la sexualidad. Cuando se exige renuncia, sólo puede ser resultado de amor y de entrega. No puedo exigir renuncia alguna sin mostrar qué atractivo es el objetivo. La renuncia vale la pena para el amor.

Estoy firmemente convencido de que la conduc­ción de la Iglesia puede mostrar un camino mejor del que logró mostrar la encíclica Humanae vitae. La Iglesia recuperará con ello credibilidad y competencia. ¡Cuánto ayudó el papa Juan Pablo II a dar nueva vida

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a la relación entre la Iglesia y el judaismo, del mismo modo que a la relación entre la Iglesia y la ciencia, por haber pronunciado las inolvidables peticiones de perdón que hoy tienen una gran repercusión, siglos después de la injusta condena de Galileo o de Darwin! En los temas en que se trata de la vida y del amor no podemos esperar de ninguna manera tanto tiempo. Es un signo de grandeza y de seguridad en sí mismo que alguien pueda admitir sus faltas y la estrechez de su visión de antaño.

Supongamos que el Papa pronunciara una petición de perdón y retirara la encíclica «Humanae vitae»: aun así sigue pendiente que la Iglesia diga hoy algo positivo sobre el tema de la sexualidad.

Probablemente, el Papa no retirará la encíclica. Pero puede escribir una nueva e ir en ella más lejos. El deseo de que el magisterio diga algo positivo sobre la sexualidad es justificado. En otros tiempos hubo tal vez demasiados pronunciamientos oficiales de la Iglesia en el ámbito del sexto mandamiento. A veces hubiese sido mejor guardar silencio.

El amor toca a los hombres de manera inmediata: no se los puede excluir de la búsqueda de una respues­ta y de un camino. Pensemos en el episodio bíblico en el que los escribas arrastran a una mujer adúltera ante

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la presencia de Jesús y le preguntan si hay que ape­drearla. Jesús no responde a la pregunta, sino que juz­ga a los mismos escribas porque han convertido a esa mujer en un objeto y no la han escuchado. Además, el varón implicado en el adulterio no estaba presente. En cualquier caso, la Iglesia debería tratar las cuestio­nes de la sexualidad y de la familia de tal modo que la responsabilidad de los que aman desempeñe un papel protagonista y decisivo. Con independencia de lo que la Iglesia pueda decir, lo que diga tendría que apoyarse en muchas espaldas: las de los cristianos adultos que quieren ser respetuosos en el amor. Cuando pienso en la problemática del sida (según la ONU, alrededor de cuarenta millones de personas están infectadas con el VIH, la mayoría de ellos en África; el mismo informe contabiliza en el año 2006 tres millones de muertos), entran en juego no sólo la medicina, sino también la política y la cooperación para el desarrollo. Si la Iglesia pudiese hacer que todos esos ámbitos se pronunciaran, planteándoles preguntas y escuchando con atención, se trataría ciertamente de una iniciativa positiva.

En el Vaticano se discute sobre la utilización de preservativos, en especial porque la epidemia del sida preocupa mucho al Papa. Aun cuando se permitieran los preservativos como «mal menor» en el caso de matrimonios infectados, eso no bastaría. Esta toma de posición me ha hecho entrar a mí en enfrentamientos.

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Me he convertido en el «cardeal da camisinha», como me decía riendo un sacerdote de Brasil. Es decir, el «cardenal del preservativo». Es así como sobre todo algunos periódicos me colocan a veces bajo sospecha.

¿Cuál es su visión personal acerca de estas cuestiones de la sexualidad? ¿Puede ayudar usted como teólogo ofrecien­do una orientación?

Para mí reviste una importancia fundamental el he­cho de que la entrega es la clave del amor. El hombre está llamado a ir más allá de sí mismo. Eso significa existir para otros y estar en dependencia de ellos. Pero la entrega tiene que ver también con la trascendencia. En ella podemos ascender de un nivel dado a otro más elevado. El amor matrimonial lleva ínsita una diná­mica que parte de lo animal y de la reproducción de la especie, pero esa dinámica tiene una meta. La tras­cendencia pasa por la amistad y la relación de pareja, por la protección del débil, por la educación, hasta llegar el reino de Dios. En la entrega, los hombres se abren a Dios. Hacia esa meta tendemos nosotros en el encuentro corporal. Mirar hacia esa meta es más importante que preguntar si se trata de algo permitido o de un pecado. La sexualidad tiene una dinámica que no te deja satisfecho con lo que has alcanzado. Te des­truyes y destruyes la relación si te quedas donde estás.

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Pablo se refiere a la trascendencia en el encuentro, al crecimiento del amor corporal y espiritual cuando dice: el cuerpo no está para la fornicación, sino para Jesucristo.

Viendo cómo viven los jóvenes hoy en día la sexualidad, ¿cómo puede la Iglesia entrar en diálogo con ellos sobre ese punto? ¿Qué debería acentuar? ¿A qué debería hacer referencia?

En comparación con la época de mi juventud, el mundo de hoy es totalmente distinto: por lo menos, es más sincero y abierto. Antes no se quería casi ni hablar del tema de la sexualidad: se lo reservaba para el confesionario y para el ámbito de la culpa. Prima­riamente no es ese el ámbito al que pertenece; sólo secundariamente corresponde tratarlo allí cuando realmente se trata de culpabilidad y de problemas. Hoy me encuentro con una gran naturalidad y liber­tad de prejuicios. En esta convivencia de padres, hijos e hijas, de adultos y niños, veo una gran oportunidad para una sexualidad sana y humana.

La misma comienza en la responsabilidad conscien­te por el niño. ¿Puedo responder del hecho de traer un niño al mundo o no traerlo? Sobre eso reflexionan los jóvenes y hablan con personas de su confianza. Ningún obispo ni sacerdote ignora hoy que se da la

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cercanía corporal de los hombres antes del matrimo­nio. Aquí tenemos que cambiar de mentalidad si es que queremos proteger la familia y promover la fide­lidad matrimonial. Con ilusiones o prohibiciones no se puede ganar nada. Entre mis amigos y conocidos he podido ver cómo los jóvenes salen de vacaciones y duermen juntos en una misma habitación. A nadie se le ocurría ocultarlo o plantear problemas al res­pecto. ¿Debería yo decir algo? Es difícil. No puedo entenderlo todo, aun cuando percibo que, tal vez, en este punto está surgiendo un nuevo respeto mutuo, un aprender unos de otros y una convivencia más intensa de las generaciones. Esto hace felices a los jóvenes y a los mayores y no desatiende ni a unos ni a otros en sus preguntas sobre el amor y la soledad. Yo quiero acompañar este desarrollo con benevolencia, formulando preguntas y con oración.

Creo que no es tiempo de intentar dar en este punto respuestas de validez general. Siempre traigo a cola­ción un principio pastoral o psicológico fundamental: las respuestas sólo caen en terreno fértil si antes se ha puesto sobre la mesa una pregunta, si antes he obser­vado o he escuchado. Especialmente en estas cuestio­nes tan profundamente humanas como la sexualidad y la corporalidad no se trata de recetas, sino de caminos que comienzan en el hombre y que conducen hacia delante. Un célebre médico dijo una vez que mucha

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gente en este campo sufre de una «ignorancia inocen­te». No podemos exigir de los niños y jóvenes todo lo que sería ideal. Poco a poco encontrarán su camino. Los caminos no pueden dictarse desde arriba, desde escritorios o pulpitos. La conducción de la Iglesia se sentirá liberada de una carga si presta oídos a la juventud y confía en el diálogo con ella. Lo decisivo es que promovamos a los cristianos en su capacidad individual de juicio.

Pero, en última instancia, la Iglesia puede y debe invocar la Biblia. En afirmaciones sobre la sexuali­dad, la Biblia se limita de forma llamativa. Frente al adulterio marca una línea clara. Está absolutamente prohibido irrumpir en el matrimonio ajeno. La Biblia es también muy clara cuando se trata de violencia contra las mujeres. Está prohibida. Jesús coloca en el centro a los niños y a todos los que necesitan pro­tección. En el trato con ellos se muestra qué niveles de humanidad tiene una sociedad. Pero, más allá de estas líneas claras que la Biblia traza, se nos remite a la propia responsabilidad y al discernimiento de los espíritus.

No debemos perder de vista que, a pesar de todo, en la Iglesia se ha dado un desarrollo positivo en la comprensión de la sexualidad. Antes se la veía de ma­nera muy restringida, orientada exclusivamente a la procreación. Los moralistas hablaban del finis prima-ñus, del fin primario de la sexualidad. También el con-

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cilio Vaticano II creó un horizonte mucho más vasto y atribuyó conscientemente la misma importancia a la vida de pareja y al amor mutuo de los cónyuges.

¿Rige ese mismo enfoque liberal para el tema Iglesia y homosexualidad 1

Permítanme que en la respuesta a esta pregunta ob­serve la misma discreción y reserva que exijo de la Iglesia en el tema de la sexualidad. En mi círculo de conocidos hay parejas homosexuales, personas muy respetadas y muy sociales. Nunca se me preguntó ni tampoco se me habría ocurrido condenarlas. La cues­tión es cómo tratamos ese tema. Cuando conozco a alguien personalmente es más fácil encontrar un ca­mino que si tengo que sostener tesis generales sobre el asunto. La Biblia condena la homosexualidad con vigorosas palabras. El trasfondo de tal condena es la problemática praxis, usual en la Antigüedad, de que los hombres, aparte de su familia, tenían por amantes a muchachos y a hombres adultos. Alejandro Magno es un caso célebre al respecto. Frente a esto, la Biblia quiere proteger a la familia, a la mujer y el ámbito de los niños. En la Iglesia ortodoxa la homosexualidad es una abominación. En la Iglesia evangélica el trato es mucho más liberal. Hay parejas homosexuales, también de pastores, que pueden ejercer su ministerio mientras

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no hagan pública su forma de vida. Ya sabemos acerca de la difícil prueba que atraviesa la Iglesia anglicana a raíz de este tema. En el judaismo, los ortodoxos pro­hiben estrictamente la homosexualidad, mientras que en el judaismo reformado hay sinagogas propias para homosexuales.

Nosotros buscamos nuestro camino en medio de esta multiplicidad. Pero la protección de la familia y el ámbito sano para los niños, que, quiérase o no, provienen de parejas heterosexuales, es la inquietud más profunda de la Sagrada Escritura. A partir de allí, yo tiendo personalmente a una jerarquía de valores en estas cuestiones y no apunto fundamentalmente a una igualdad de derechos. Ahora he dicho más de lo que debería. Recorramos juntos y con respeto nuestros caminos, que difieren entre sí. Pero no debemos ha­cernos la guerra a causa de esa diferencia. Los límites que traza la Biblia ya los he mencionado.

No obstante, en la Iglesia tenemos que reprochar­nos en el trato con la homosexualidad el hecho de que, a menudo, hemos sido insensibles. Pienso en un joven que luchó por su orientación sexual. El tema le resultaba una carga. No podía hablar con nadie por­que se avergonzaba. Se sentía excluido si admitía sus inclinaciones homosexuales. Ese joven ha enfermado porque no le hemos ayudado. Aquejado de depresio­nes acudió a un psiquiatra en el que encontró un oído abierto y a alguien que le diera aliento.

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¿Qué debe aprender la Iglesia de todo esto?

La Iglesia debe trabajar en el desarrollo de una nueva cultura de la sexualidad y de la relación. Tiene que hacerlo también como una aportación a un profundo problema: en los países occidentales, uno de cada dos o tres matrimonios termina divorciado. No debería­mos culpabilizar a determinadas personas. En cam­bio, sí podemos y deberíamos desarrollar una nueva cultura que promueva la ternura y la fidelidad. Sólo en un mundo semejante podrán los niños ser niños y crecer felices.

Esa cultura implica también la crítica a la comer­cialización de la sexualidad, que halla acceso a los cuartos de estar de todas las casas por medios que van desde la propaganda hasta la pornografía. De ese modo se amenaza el misterio del amor, y las relaciones pierden su tensión. Antes hablábamos del respeto en el trato con los demás y con el propio cuerpo. En la formación en el noviciado se nos hablaba mucho del respeto como virtud general, que incluía el trato recíproco, la discreción y la reserva. Aun cuando esta palabra resulte pasada de moda, hoy adquiere una nueva crítica actualidad. El respeto toca también la sexualidad y tiene que ver de forma inmediata con la dignidad del ser humano. Yo quisiera agregar de todos modos esta provocación a la reflexión.

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A menudo se atribuye al celibato las faltas cometidas por los sacerdotes, también el abuso de niños tal como se ha puesto al descubierto en los últimos años.

Aquí se mezclan temas que, si bien tienen que ver con la sexualidad, deben considerarse por separado. Es tremendo que se abuse de niños. Es en especial tremendo cuando son sacerdotes los implicados en estos hechos, hombres que deben enseñar y proteger a los niños. Son lobos vestidos de piel de oveja, están enfermos. Es doloroso, pero la Iglesia debería aprender a tratar con ellos de forma más abierta y honesta.

El celibato es otro tema. Esta forma de vida es extremadamente exigente y presupone una profunda religiosidad, una buena comunidad y personalidades fuertes, pero sobre todo la vocación a la vida célibe. Tal vez, no todos los hombres que están llamados al sacerdocio tengan este carisma. En nuestro caso, la Iglesia deberá desarrollar inventiva. Hoy en día se confían cada vez más comunidades a un solo párroco, o las diócesis importan sacerdotes de culturas forá­neas. Esto no puede ser una solución a largo plazo. De todos modos hay que discutir la posibilidad de orde­nar a viri probati, es decir, a hombres experimentados y probados en la fe y en el trato con los demás.

A mí me resulta llamativa la observación de que mu­chos, sobre todo jóvenes, se interesan por el tema del

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celibato a pesar de que no están directamente afec­tados por él. Eso muestra qué fuerza tiene este signo y qué grande es la decepción cuando no se lo vive honestamente. Aquí está en juego la credibilidad del anuncio de la fe. Los religiosos hacen el voto de casti­dad con independencia del sacerdocio; no se trata de un celibato obligatorio. Esta forma seguirá existiendo como signo evangélico y es especialmente valiosa en un mundo que sufre de sexualización y anda en busca de cultura. El desafío que entraña la valla del celibato me da ocasión para orar por mis hermanos religiosos y para dar ánimos a los jóvenes para que asuman el riesgo.

VI

Por una Iglesia abierta

El Papa atacó a los musulmanes, después criticó a los protestantes, y ahora viene de nuevo la misa en latín. Todo va en la misma dirección, y se me hace dema­siado estrecho. Probablemente, también a Dios se le haga demasiado estrecho.

Rene

La Iglesia misógina no debe admirarse de que la gente salga escapando de ella. En nuestros cánticos habla­mos del «banquete de hermanos». ¿Y dónde han que­dado las hermanas? En el altar y en el Vaticano hay sólo varones. ¿Es que los varones aplican la Biblia de forma sexista? ¿Dónde están las mujeres en la Biblia? Sólo las fieles servidoras son santas.

Evelina

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El concilio Vaticano 11 proclamó la apertura de la Iglesia al mundo. Hoy parece que las puertas se cierran nueva­mente. Los que han quedado en la Iglesia y la conducción de la Iglesia apuestan en su mayoría más por una nueva reestructuración que por dar pasos hacia fuera.

Ciertamente existe la tendencia a apartarse del Con­cilio. El coraje y las fuerzas ya no son tan grandes como en tiempos del Concilio e inmediatamente después. Seguramente, algunos tesoros se tiraron por la borda en los primeros tiempos de la liberación, y la Iglesia experimentó un debilitamiento a causa de eso. Los enfrentamientos que siguieron al Concilio han tenido también un costo de energía. No obstante, esas acaloradas discusiones eran necesarias. Recuerdo a teólogos controvertidos como Karl Rahner, Pierre Teilhard de Chardin, Henri de Lubac y otros más jó­venes. Ellos contribuyeron a la elaboración teológica del Concilio y después lo aplicaron en sus libros y sus cátedras. Debieron enfrentarse a aquellos que tenían

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miedo y querían salvar algo de la teología neoescolás-tica. Puedo entender bien los reparos de estos últimos cuando pienso cuántos sacerdotes abandonaron el ministerio en ese tiempo, cómo el número de las per­sonas que asistían a misa decreció cada vez más, cómo en la sociedad y también en la Iglesia salió a la luz una libertad falta de juicio. Es comprensible que sobre todo obispos y docentes conservadores quieran conte­ner las manifestaciones de disolución y estén tentados de regresar a los buenos viejos tiempos. No obstante, tenemos que mirar hacia delante. Aun cuando todo cambio radical exige sacrificios y no es posible evitar exageraciones, creo en la perspectiva de largo plazo y en la repercusión positiva del Concilio. El Concilio se expuso con valentía a las preguntas de la época. Entró en diálogo con el mundo moderno tal como es, sin cerrarse por temor. Y sobre todo vio dónde esta­ban en el mundo las fuerzas positivas que persiguen el mismo objetivo que nuestra Iglesia, a saber, ayudar al hombre así como buscar y adorar al único Dios. Las grandes religiones y, por supuesto, las diferentes confesiones cristianas no quieren algo diferente que orientar a quienes buscan, curar a los heridos, empe­ñarse a favor de la justicia y por unas condiciones que hagan posible a todos los niños y jóvenes una buena educación y un futuro humano. Quieren anunciar la fe en el único Dios a fin de hacer que cada ser huma­no tenga fortaleza y se sienta seguro de sí mismo por

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saberse creado, llamado y conducido por Dios. Bajo este único gran interés de los hombres encontramos a muchos hermanos y hermanas en el mundo, tanto entre los creyentes como entre los no creyentes.

En Milán yo había instituido la Cattedra, la cátedra de los no creyentes a fin de escuchar qué aportan ellos a la salvación del mundo y qué tienen que decir a los hombres. Para mí es inolvidable lo que dijo un célebre psicoanalista sobre la oración de los no creyentes. Yo quería gente pensante que interviniese con su bús­queda de la verdad. A los no creyentes les pregunté de dónde obtenían su fundamentación ética. Un famoso periodista respondió: «No lo sé. No he tenido fundamento alguno para vivir y para servir, pero lo he hecho. ¿Por qué?». Era el más franco de todos.

A menudo insistí en que me importaba el sujeto, que los no creyentes eran los docentes en esta cáte­dra. Ellos tenían algunas aportaciones críticas para hacer que llevaron a la Iglesia a introducir correc­ciones y, sobre todo, a una ampliación del horizonte. Ellos me señalaron algunos problemas e injusticias en mi propia diócesis. Ellos trataban con tolerancia a los jóvenes y les quitaban sus miedos, porque todos experimentábamos que no eran enemigos, sino que compartían con nosotros metas esenciales y, a veces, tenían mejores ideas y encontraban mejores cami­nos que nosotros mismos. A través de esta Cattedra,

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muchos católicos y, sobre todo, jóvenes críticos de nuestras filas aprendieron la disposición al diálogo y el intercambio sobre la fe. En esos diálogos con los no creyentes, algunos descubrieron los tesoros de su fe y las dolorosas limitaciones de la Iglesia. No se sentía nada de hostilidad: antes bien, se sentía amistad. Lo más importante es que desaparecieron los miedos y los prejuicios. De esos diálogos surgió también mi correspondencia con Umberto Eco, publicada con el significativo título ¿En qué creen los que no creen? Si la Iglesia quiere ser misionera -y hoy tiene que serlo si contemplamos la reducción del número de sus miembros-, pero sobre todo si recordamos el encargo fundacional de Jesús «id al mundo entero y enseñad a los pueblos», tal encargo nos obliga a entrar en diálogo con todos los hombres, a regalar a todos nuestra amistad y a buscar la colaboración con todos. Entonces podemos encontrar inquietudes comunes, escucharnos con atención unos a otros y aprender unos de otros. De otro modo es imposible imaginarse cómo la Iglesia puede llevar al mundo sus tesoros y la Buena Nueva, si es que no se establecen ni se cultivan esas relaciones humanas. Un cristiano se caracteriza justamente por el hecho de que entra valientemente en contacto con gente de otras ideas y de otras creencias, con gente que pregunta y que busca.

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En esa apertura a los extraños -en su tiempo eran los paganos y los soldados romanos- nuestro maestro es Jesús. El sintió admiración por la fe del centurión pa­gano y la consideró mayor aún que la fe que había en su propio pueblo. Se admiró de la mujer pagana que esperaba de él la salvación más de lo que la esperaba su propio entorno inmediato. Jesús mantuvo impor­tantes conversaciones con miembros del sanedrín. Ellos tenían ante él una actitud crítica y de rechazo. También su amistad con José de Arimatea, que le puso a disposición su tumba y junto con Nicodemo se ocupó de la unción y sepultura del cadáver, muestra cómo Jesús tenía amistad con personas que pensaban diferente. No es casual que el ladrón crucificado a la derecha y el centurión romano al pie de la cruz sean poderosos testigos de la importancia de Jesús. Ellos pusieron la esperanza en Jesús. Esta línea era para Jesús un programa que después el apóstol Pablo llevó al mundo con audacia y compromiso. Tampoco en este caso debemos olvidar qué enfrentamientos tuvo por consecuencia esto mismo entre los apóstoles, y qué dificultades tuvieron que superar en sus comien­zos el mensaje de Jesús y la Iglesia. Frente a ello, los enfrentamientos que siguieron al concilio Vaticano II aparecen envueltos en una luz suave. Al coraje que tuvieron los apóstoles en aquel entonces debemos el florecimiento y la difusión de la Iglesia. Ese mismo coraje necesitamos hoy: no retroceder ante las difi-

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cultades, sino avanzar y permanecer en diálogo con todos.

No pocas mujeres de hoy critican a la Iglesia por el do­minio masculino que impera en su seno. Los temas men­cionados son, por ejemplo, la falta de presencia visible de las mujeres o la relación entre mujer y pecado. ¿Qué dice al respecto usted, que trabajó y vivió toda la vida con la Biblia?

La Biblia puede ayudarnos en esta cuestión, a pesar de que algunos colegas, tanto hombres como mujeres, dirigen el reproche feminista también contra la Biblia. Ellos dicen que la Biblia fue escrita por hombres y que son hombres los que ocupan el primer plano en los relatos, mientras que las mujeres permanecen en segundo plano. Por supuesto, es verdad: eran otros tiempos. No obstante, las mujeres en la Biblia mere­cen más atención de la que se les ha prestado hasta ahora. Hay que poner gran cuidado a fin de apreciar las huellas de las mujeres en la Biblia. Realmente se han cometido errores, probablemente masculinos, cuando, por ejemplo, se degradó a María de Magdala a la condición de pecadora o prostituta, a pesar de que nada dice el texto al respecto. Hay una peca­dora cuyo nombre no conocemos que baña con sus lágrimas los pies de Jesús, los besa y los unge. Pero

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no es María de Magdala. No se justifica hacer de ella una pecadora. Ciertamente llevaba su propia carga o estaba psíquicamente enferma, poseída por siete demonios, como lo expresa el lenguaje bíblico. Jesús la curó. De allí surgió una profunda relación entre ella y Jesús. La encontramos en el círculo femenino más estrecho en torno a Jesús. Ella le guarda fidelidad junto con su madre al pie de la cruz, es la primera persona que se encuentra con Jesús resucitado, él la llama por su nombre, Miriam, y ella le responde llena de amor y respeto diciéndole rabuni, una expresión aún más familiar que rabbi, maestro. Es una relación de amor llena de belleza y fidelidad, una relación que cura y fortalece, una relación abierta que irradia al interior de la comunidad en la que María de Magdala ocupaba un lugar central después de la ascensión de Jesús al cielo. Puedo entender que novelas y películas intenten hasta en época reciente convertir esta íntima relación en un escándalo. A veces se depositan en ello deseos y fantasías humanas. Lo que sabemos y lo que yo creo es lo siguiente: María de Magdala es un mode­lo de creyente. Lo es porque ama hasta el exceso. No ama a medias, no ama en una medida razonable, sino totalmente. A través de la curación y de la amistad, Jesús le abrió los ojos del amor. María de Magdala era una mujer sensible. Existe el exceso en el bien como en el mal. María de Magdala representa el amor al que está llamado un cristiano o una cristiana de for-

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ma total e ilimitada en el bien. Ella era para Jesús un ser humano lleno de vida. Todos podemos buscar ese tipo de personas y estar agradecidos por ellas si las en­contramos. Pienso en las mujeres que se dedican a la oración, que representan la mayor fuerza de la Iglesia; pienso también en las colaboradoras que -debo admi­tirlo- se encuentran a menudo detrás de los hombres. Miro con esperanza a las mujeres que intervienen con creciente autoconciencia y seguridad en la Iglesia, en las comunidades eclesiales y en nuestra sociedad. Las mujeres son compañeras desde el comienzo: como varón y mujer creó Dios al ser humano. Los hombres de Iglesia tienen que pedir perdón a las mujeres por muchas cosas, pero sobre todo deben verlas hoy en día más como compañeras. En los últimos años, las mujeres han luchado mucho: un cierto feminismo es necesario. Por eso, los hombres no deben temer ni dejarse empujar a una posición opuesta. Las mujeres quieren hombres, no softies, me decía una impetuosa dama con admirable franqueza. En lo tocante a la conducción de la Iglesia quisiera pedir paciencia. Ella descubrirá cada vez más las posibilidades de las mujeres. Muchas cosas se han movido y más aún se habrán de mover, sobre todo si nos tratamos mutua­mente como iguales. Como dato para tener en cuenta quisiera agregar que las distintas Iglesias tienen ritmos diferentes en este proceso. Nuestra Iglesia es un tanto tímida.

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Los hombres modernos tendrían que amar más a Ma­ría, la madre de Jesús. Dios no ha dado a ningún otro ser humano una importancia mayor para el Mesías que a esta mujer. Si contemplamos el árbol genealó­gico de Jesús, encontramos mujeres llamativas que la Sagrada Escritura coloca como eslabones en la cadena a la que Dios enlaza la familia del Mesías. Entre ellas descubrimos también a mujeres con papeles inusuales, con un coraje impresionante y con mucha imagina­ción salvífica. La Biblia fortalece a las mujeres y ayuda a la Iglesia a seguir adelante su camino

¿Cómo sigue el camino? ¿Y hacia dónde?

En toda la Iglesia puede constatarse que las mujeres asumen cada vez más tareas de conducción. Admítase que este desarrollo positivo se ha dado más por ne­cesidad que por convicción clerical. Pero es un desa­rrollo auspicioso. La conducción de comunidades por parte de mujeres es un dato bíblico: pienso en Lidia en Filipos y en las numerosas colaboradoras de Pablo que estaban a cargo de las comunidades del Apóstol. En el Nuevo Testamento encontramos las diaconisas, que existieron en la primera Iglesia y hasta la Edad media. Las teólogas han descubierto en los últimos años la importancia de esas mujeres para la Iglesia.

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En lo tocante al sacerdocio, tenemos que tener en cuenta el diálogo ecuménico con los ortodoxos y las mentalidades de Oriente y de otros continentes.

En la década de 1990 visité en Canterbury al ar­zobispo George Leonard Carey, entonces primado de la Iglesia de Inglaterra. Su Iglesia sufría bajo las ten­siones que generaba el tema de la ordenación de mu­jeres. Yo intenté darle ánimos para asumir ese riesgo, algo que podría ayudarnos también a nosotros a ser más justos con las mujeres y a entender cómo puede seguir el camino en el futuro. No tenemos por qué sentirnos desdichados de que las Iglesias evangélicas y anglicanas ordenen a mujeres y que, de ese modo, hagan una aportación esencial en el concierto de la gran ecúmene. No obstante, esto tampoco es una ra­zón para uniformar las diferentes tradiciones.

Usted quiere una Iglesia abierta. Tiene audacia para el riesgo. ¿En qué deposita su confianza para hacerlo?

Sí, quiero una Iglesia abierta, una Iglesia cuyas puertas estén abiertas a la juventud, una Iglesia que dirija su mirada hacia un horizonte amplio. La Iglesia no se hará atractiva por adaptación ni por ofrecimientos tibios. Yo confío en la palabra radical de Jesús, esa palabra que nosotros tenemos que traducir a nuestro mundo como ayuda para la vida, como Buena Nueva que Jesús quie-

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re traer. Traducirla no significa hacerla inofensiva. A través de nuestra vida, con el coraje de prestar oídos a la palabra y de dar testimonio de ella, la palabra de Jesús tiene que mostrar su perfil en la actualidad. Jesús quiere aliviar a los cansados y agobiados, quiere señalar a los ricos sus posibilidades y oponerse a los injustos.

A mí me impresiona el hecho de que Jesús pregunte: «El hijo del hombre, cuando venga, ¿encontrará fe en la tierra?». No pregunta: ¿Encontraré una Iglesia grande y bien organizada? Sabe valorar también una Iglesia exigua y pequeña, que tiene una fe fuerte y ac­túa según ella. No debemos hacernos dependientes de guarismos y de éxitos. Así seremos mucho más libres para seguir la llamada de Jesús.

En mis tiempos de obispo reflexioné a menudo so­bre los nuevos movimientos eclesiales. Muchos han partido de Milán. He luchado con la pregunta de si nos conducen al futuro. Y, por supuesto, también me he preguntado si no hacen que los católicos buenos de siempre se vean colocados a la sombra.

Como obispo usted ha tenido que tomar siempre muchas decisiones con consecuencias para el futuro. ¿Cuáles son los criterios para una decisión buena y duradera?

Lo decisivo es que escuchemos al Espíritu Santo, que

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preguntemos tanto a Dios como a nuestros hermanos y hermanas. Junto con ellos podemos desarrollar un programa para el futuro. No funciona si un obispo parte de su opinión y la aplica sin más. Un don nece­sario es el valor cívico y el coraje de decir la verdad. Es importante reconocer el momento apropiado para hacerlo. Este reconocimiento es un regalo del Espíri­tu Santo. No siempre podemos proclamar la verdad en voz alta hacia fuera. La verdad presupone amor y sensibilidad. Los obispos no están solos, pueden es­cuchar la voz de sus hermanos y hermanas, la de sus colaboradores y colaboradoras.

La Iglesia necesita reformas internas. La fuerza de renovación tiene que venir desde dentro. No sólo el individuo, sino también la comunidad, la Iglesia local puede hacer ejercicios espirituales, arrojar una mirada retrospectiva a su camino, ver lo que se ha logrado, considerar los pecados. Puede meditar el camino de Jesús y dejarse llevar por él, dejarse plasmar por su muerte y resurrección. De allí resulta la capacidad de futuro y de allí proviene también la respuesta a la pregunta acerca de cómo y dónde se nos necesita en el mundo, en dónde quiere Jesús que lo sirvamos.

Martín Lutero fue un gran reformador. Lo más impor­tante es por cierto su amor por la Sagrada Escritura, de la que extrajo buenas ideas. Yo mismo debo mucho

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a los grandes autores protestantes de las ciencias bíbli­cas. Lo que hallo problemático en Lutero es el punto en que hace de las necesarias reformas y de los ideales un sistema propio. La Iglesia católica se dejó inspirar por las reformas de Lutero en el concilio Vaticano II y ha suscitado un movimiento de renovación desde dentro. Los tesoros de la Biblia fueron abiertos por primera vez a los católicos a nivel más amplio. Hemos adquirido una nueva relación con el mundo, con sus dificultades y sus conocimientos. Una consecuencia de las reformas es también el movimiento ecuménico.

La caída del telón de acero ha producido movimientos también en la vida eclesial. El Espíritu sopla como el viento del Oeste y como el viento del Este. ¿Ve usted en ese sentido un despertar?

Un obispo de Europa del Este agradeció una vez con enfáticas palabras a nuestra diócesis todo lo que Ca­ritas hizo por su país después de la apertura del telón de acero. A mí me quedó en la memoria una frase que agregó el prelado: «Hemos recibido muchas cosas buenas: sólo que no queremos recibir la inmoralidad de Occidente». El obispo citó como ejemplo que, en su diócesis, los fieles hacen cola delante de los con­fesionarios, y que nadie iría a comulgar sin haberse confesado inmediatamente antes. Según él, en algu-

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nos países de Occidente se ha perdido la importancia de la confesión. Yo tuve que coincidir en gran medida con su afirmación. Y sin embargo, me resistía. Sólo pude desearle que los tiempos felices de su diócesis perduraran y que resistieran al materialismo que irrumpe en esos nuevos países de la Unión Europea. Existe la esperanza de que esos países aprendan de nuestros errores. No es preciso que suceda como en una granja de los Alpes, en la que, de un día para otro, el rezo del rosario, al caer la tarde, fue reempla­zado por el televisor.

Pero quejarse no ayuda nada. Las presiones, la moral y la obligación han agotado su fuerza, pero la demanda por el gran ofrecimiento continúa. Más que nunca los hombres buscan un alivio y una ayuda en el diálogo. Esta necesidad llena hoy en día las salas de espera de los psicólogos y consejeros. Este es el ámbito de la Iglesia: ahí reside su gran oportunidad. Ella tiene una gran tradición y competencia con la confesión, con el ámbito del discernimiento, del acompañamien­to personal, y con el regalo de la absolución. Hoy en día ese ofrecimiento ha dejado de ser evidente: hay que explicarlo. En la confesión, el hombre experi­menta que Dios lo perdona. Es algo que no podemos fabricar, es una gracia. Hoy en día se buscan sacerdo­tes que entiendan de acompañamiento espiritual. La formación de nuestra gente tendrá que tenerlo más en cuenta que hasta ahora. Me temo que también

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mi colega obispo en Oriente tendrá que cambiar de posición: dejar la posición defensiva e ir en busca de nuevas ideas. ¿Cómo podemos liberar la praxis de la penitencia eclesial de las cargas del pasado y sacar a relucir el ofrecimiento de Dios?

«Tenemos que llevar la delantera», solía decir el papa Juan Pablo II. No quejarse y pronunciar discur­sos morales, sino descubrir y fortalecer lo bueno y lo nuevo: eso significa evangelio, Buena Nueva. Y eso no vale solamente en el diálogo personal, sino también en la liturgia y en la predicación. La confesión termi­na con la frase: «Yo te absuelvo de tus pecados. Vete en paz». Es una afirmación sin condiciones y sin «tú debes...». Jesús lo dice en indicativo: «Vosotros sois la luz del mundo. Vosotros sois la sal de la tierra. Tus pecados te son perdonados». Cuando me encuentro con jóvenes me resulta fácil pronunciar esa misma afirmación indicativa. Veo su jovialidad, su alegría de vivir, su idealismo, su riqueza de ideas, su coraje, su imaginación artística. Pero escucho también la crítica justificada que nos llega con fuerza desde la juventud. Quien contempla a los jóvenes con la mirada de Jesús experimenta reacciones sorprendentes.

Los jóvenes pueden aprender de Jesús a ser evange­listas, descubrir y fortalecer lo positivo de los demás. La Iglesia necesita ese servicio de la juventud. Enton­ces, los hombres experimentan de nuevo que tienen suelo bajo sus pies, un suelo que los sostiene. Su mi-

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rada se orienta hacia la fe y no se queda fijada en lo negativo. La Buena Nueva es el camino alternativo al discurso moralizante.

¿Qué distingue, según su visión, a un cristiano en la si­tuación actual?

Un cristiano se distingue por su coraje, por el coraje que le viene de la fe. Sabe que Dios lo conduce y lo sostiene. Del mismo modo habla Dios a través de la boca de los otros. Por tanto, vale la pena escuchar también la opinión de otros. Los cristianos no tienen miedo del diálogo, buscan la cooperación con personas de ideas diferentes, con los buscadores y los descon­tentos. Junto con ellos y en competencia con ellos, los cristianos llevan al mundo luz, orientación, sanación, protección, paz y alegría de vivir. Las necesidades del mundo exigen y promueven la unión de los cristianos en el ecumenismo y el diálogo interreligioso.

¿Qué forma podría adquirir una unión semejante? ¿Y dónde tiene su centro?

En Gaza, Palestina, torturada hoy en día por sufri­mientos y conflictos, vivió en el siglo VI Doroteo de Gaza. De él proviene una conocida imagen sobre los creyentes: «Imaginaos el mundo como un círculo en

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cuyo centro está Dios y cuyos rayos son las diferen­tes modalidades de vida de los hombres. Si todos los que quieren acercarse a Dios van hacia el centro del círculo, se acercan al mismo tiempo a los otros y a Dios. Cuanto más se acercan a Dios, más se acercan mutuamente. Y cuanto más se acercan mutuamente, más se acercan a Dios».

¿Cómo ve usted las relaciones interreligiosas? ¿Cuáles son los objetivos de la misma? ¿Cuáles los modelos?

El papa Benedicto XVI retomó la iniciativa de su pre­decesor, el diálogo interreligioso y la oración comuni­taria en Asís, en la que han orado juntos no sólo las grandes religiones monoteístas, sino también budistas e hindúes. Fue un valiente movimiento de paz que provino de la hondura de los corazones. En el otoño de 2007, Benedicto XVI retomó el diálogo: represen­tantes de máximo nivel del judaismo, del Islam y del cristianismo aceptaron la invitación, al igual que el patriarca de Constantinopla y el arzobispo de Canter-bury. Fue un encuentro de paz a nivel interreligioso e internacional. Esto es una fuente de esperanza en un mundo beligerante.

Veo también qué grande es la veneración de la que goza el Dalai Lama entre los cristianos. Ha recibido

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invitaciones a jornadas de Iglesia; también políticos cristianos lo han invitado. Quienes lo invitan se jue­gan la relación con la potencia mundial que es China. También yo he recibido la visita del Dalai Lama: es un hombre modesto. Su personalidad nos desafía a la apertura y a la paz. Podemos conocer las sendas de la espiritualidad oriental, aunque tal vez no podamos entenderlas. No debemos imitar o mezclar con livian­dad diferentes tradiciones. Los jóvenes aprecian en el budismo la tolerancia y el respeto por todos los seres vivientes, por los hombres, los animales y las plantas. También la doctrina bíblica de la creación ilumina esta perspectiva. A mí personalmente me han impre­sionado en el otoño de 2007 los monjes de Birmania con su protesta: miles de monjes jóvenes descalzos, con la cabeza rapada y vestidos con túnica monacal hacían su demostración pacífica por la libertad. Ellos arriesgaron su vida por la libertad y la justicia. ¿Quién se arriesga hoy en día entre nosotros a comprometer su vida de forma tan decidida?

Un gran modelo es para mí también Mahatma Gan-dhi, que nunca ocultó que era de Jesús de quien había recibido el impulso para su trabajo por la paz y para la resistencia no violenta. El vivía según el Bhagavad-Gi-ta, uno de los escritos centrales del hinduismo, y tenía en alta estima el sermón de la montaña de Jesús. Fue un gran luchador por medio de la palabra, recorrió la

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senda de un hindú, el camino hacia Dios, hacia quien Jesús nos conduce a nosotros, los cristianos.

Los monjes de Birmania y Gandhi son modelos lejanos. Pero tenemos problemas ecuménicos en nuestra cerca' nía.

Eso ayuda a ver nuestras tensiones ecuménicas en un horizonte más amplio. En última instancia, se trata de la pregunta: ¿quién enseña a nuestros jóvenes la fe? ¿Quién les indica el camino hacia la paz, quién hace que su vida tenga claridad, quién los fortalece para el compromiso por la justicia? El desarrollo que se está dando dentro del cristianismo es esperanzador: el ecumenismo es sostenido y vivido por las bases. Pero el Papa tendrá que tomar siempre en consideración a las Iglesias de Oriente, a los ortodoxos, cuando discute con las Iglesias evangélicas las cuestiones del ministerio sacerdotal, de la ordenación de mujeres y de la aceptación de la homosexualidad.

En Europa el Islam se torna cada vez más en un desafío tanto político como religioso. ¿Qué tarea especial se le presenta entre nosotros a la Iglesia frente al Islam?

Yo reflexiono mucho sobre el Islam. A menudo con­verso con Rula Jebreal, hija del imán de la mezquita

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de Al Aqsa en Jerusalén. Ella es periodista, vive tam­bién en Italia y se ocupa de temas sociales. Hace poco escribió un libro sobre los inmigrantes en Italia. Nues­tros países, de cuño cristiano, han traído trabajadores extranjeros de países musulmanes y han invitado a otras personas del mundo musulmán a establecerse en Europa. Entretanto, son ya tantos los musulmanes que viven en Europa que aquí tenemos que plantear­nos realmente la pregunta por la relación entre el Islam y el cristianismo. Para la paz mundial se trata de una pregunta importante y con consecuencias. Yo veo tres grandes tareas: lo primero que tenemos que hacer los cristianos es desmontar los prejuicios y las imágenes que nos hemos formado de los musulmanes como enemigos. Los terroristas no pueden invocar el Corán. Fundamentalistas hay tanto entre nosotros como entre ellos. Sólo la educación y el progreso social pueden arrebatarles el poder. He aquí una pregunta de actualidad para nosotros, los cristianos, a fin de hacer justicia a nuestro papel de anfitriones, por ejemplo, en los problemas que los hijos de los tra­bajadores de origen musulmán tienen en la escuela y con la lengua.

Yo me alegro de los progresos que se registran en la enseñanza de la religión cristiana, en la que hoy en día se transmiten a nuestros niños enseñanzas sobre las grandes religiones. Así sabrán que los musulmanes creen en la virgen María y en Jesús como mesías, que

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los veneran, así como lo hacen también con santos cristianos de la época bizantina. Ellos buscan sana-ción y ayuda en el santuario mañano de Efeso. Es interesante qué cercana es la forma de oración de la mezquita respecto de la liturgia siria.

En segundo lugar, contemplamos las diferencias en­tre nuestras religiones. Los enfrentamientos entre cristianos y musulmanes han surgido por diferentes concepciones de la Trinidad. Desde la Biblia y desde el Corán podemos encontrarnos en la doctrina; del mismo modo, el Islam y el judaismo están cerca en cuanto a sus raíces. El gran pensador del judaismo de la Edad media, Maimónides, sostenía que, durante la persecución, un judío podía convertirse por cierto tiempo en musulmán a fin de protegerse, aunque no en cristiano, porque la Trinidad está en contradic­ción con la fe en un único Dios. Queda claro, por lo menos, que la relación con el Islam es para nosotros, como cristianos, un desafío permanente a la fe en el único Dios.

En tercer lugar consideramos la praxis, el diálogo en­tre los diferentes musulmanes y cristianos, la mutua hospitalidad con la valentía de hablar sobre cuestio­nes religiosas. ¿Deberíamos invitar a amigos musul­manes a orar en la Iglesia, y asistir como invitados a la oración en la mezquita? Sueños como estos nos

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permiten presentir que el Islam es, como religión, hija del cristianismo, del mismo modo que el cristianismo es, como religión, hija del judaismo. La cercanía de las religiones monoteístas se hace tangible en el concepto bíblico central de la justicia: la justicia es el atributo fundamental de Dios. En el discurso del juicio final, Jesús formula como criterio de distinción entre el bien y el mal la justicia, el empeño por los más pequeños, por los hambrientos, por los sedientos, por los desnudos, por los presos, por los enfermos. El justo lucha contra los desequilibrios sociales. El Corán llama al justo «temeroso de Dios». Quisiera poner en conocimiento de los cristianos un pasaje tomado de la segunda sura: «La piedad no estriba en que volváis vuestro rostro hacia el Oriente o hacia el Occidente, sino en creer en Alá y en el último Día, en los ángeles, en la Escritura y en los profetas, en dar de la hacienda, por mucho amor que se le tenga, a los parientes, huérfanos, necesitados, viajeros, men­digos y esclavos, en hacer la azalá y dar el azaque, en cumplir con los compromisos contraídos, en ser pacientes en el infortunio, en la aflicción y en tiempo de peligro. ¡Esos son los hombres sinceros, esos los temerosos de Alá!».

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Usted, como obispo católico, ¿aprobaría la construcción de un minarete y permitiría que una maestra llevara la cabeza cubierta con el velo?

La función de un minarete es asegurar que los musul­manes puedan ser llamados a la oración. La pregunta es: ¿cuántos musulmanes hay en la comunidad y practican los cinco momentos de oración? Si son mu­chos o la mayoría, necesitarán el minarete, del mismo modo que los cristianos necesitan las campanas de la iglesia cuando son muchos. Los cristianos tampoco pueden exigir que haya campanas en la iglesia si sólo son un pequeño grupo en medio de personas de otras creencias.

El velo en la cabeza es un signo de confesión de fe. En eso no estoy necesariamente en contra. Que una docente o una estudiante lleve el velo a la escuela es una cuestión planteada al Estado. La democracia tra­tará en plano de igualdad a las grandes comunidades religiosas.

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VII

Luchar contra la injusticia

No quisiera llegar a ser como los mayores. Sólo les im­porta ganar dinero y hacer carrera; todo lo demás no existe para ellos. Les da igual que se destruya el medio ambiente. Para mí son más importantes las personas. Prefiero vivir más sencillamente. Estoy contra la ex­plotación de los pobres y quisiera que las cosas fueran más justas en el mundo. ¿Quién me estima a mí?

Benjamín

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¿Qué influencia ejerce la fe en la política?

Como cristianos, nuestra mirada se dirige a Jesús. El es el fundamento de algo totalmente nuevo: la Iglesia. Jesús realizó el encargo de Dios de construir un segun­do instrumento para la paz junto al pueblo elegido de Israel. Con ello, Jesús se sitúa en la primera línea de combate. Él se enfrentó con todas las autoridades po­líticas: con Herodes, con Pilato, con el sanedrín, con los partidos de los fariseos y los saduceos. Se empeñó apasionadamente por la justicia y quiso cambiar el mundo. La Iglesia de Cristo debe trabajar para que el mundo llegue a ser más justo y más pacífico.

Justicia es para la Biblia más que derecho y mise­ricordia: es el atributo fundamental de Dios. Justicia es comprometerse por los que no tienen protección y salvar su vida, luchar contra la injusticia. Justicia es intervenir de forma activa, tomar la ofensiva a favor de una convivencia en la que todos vivan en paz. La justicia debe velar por que el derecho, tal como está

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formulado en las leyes, haga posible una existencia buena para todos los hombres. Jesús entregó su vida por la justicia. Él buscó asimismo el diálogo con los poderosos... o ellos sintieron que él los molestaba. Je­sús se colocó de parte de los pobres, de los sufrientes, de los pecadores, de los paganos, de los extranjeros, de los oprimidos, de los hambrientos, de los presos, de los deshonrados, de los niños y de las mujeres. Quien lo hace, choca contra el entorno. Quien se coloca de parte de los hombres que andan como ovejas sin pastor, quien reúne a esos hombres y los hace cons­cientes y seguros de sí mismos, se torna peligroso para los que tienen el poder. Donde los cristianos asumen la «opción por los pobres» de Jesús, tienen que con­tar, también hoy, con persecución. Los teólogos de la liberación en Latinoamérica y hasta los trabajadores sociales en los países del bienestar se encuentran for­zosamente con resistencias, puesto que viven a partir de la convicción de que el encuentro con los pobres y la lucha contra la pobreza es el lugar privilegiado para el encuentro con Dios en nuestro mundo.

¿Tuvo Jesús una estrategia política?

«Dad al cesar lo que es del cesar y a Dios lo que es de Dios» (Mt 22,21). Tal fue la respuesta de Jesús a la pregunta sobre el modo en que han de separarse los

VII 187 LUCHAR CONTRA LA INJUSTICIA

poderes. La cooperación entre instituciones religiosas y estatales, entre asociaciones humanitarias, iniciati­vas sociales particulares y organizaciones del Estado es importante. Necesitamos todas las fuerzas hasta que no haya más hombres que sufran hambre.

Lo característico de Jesús es el amor a los enemi­gos. El teólogo judío Pinchas Lapide lo ha dicho aún mejor: él habla con sumo respeto acerca del «amor des-enemistador» de Jesús. De ese modo se explícita con más claridad el lado activo, inventivo, que es necesario para el proceso de paz. Al que te abofetea en una mejilla, ofrécele también la otra. Es decir: sor­prende a tu enemigo y fíjate qué pasa. Una aportación previa, una sorpresa, un ir al encuentro del otro hace que más de una enemistad se venga abajo.

Si arrojamos una mirada al sermón de la montaña, nos desvela lo siguiente: ¿a quién declara Jesús di­chosos? No a los vencedores, sino a los perseguidos. No a los felices, sino a los tristes. No a los que poseen bienes, sino a los pobres y a los hambrientos. No a los adaptados, sino a los maltratados. Jesús despertó las fuerzas interiores de los pobres e hizo a partir de eso política. La estrategia política de Jesús comienza con el hecho de que percibe las necesidades de los hombres. Es que él vive con ellos. Son muchísimos los hombres que piden su ayuda, pero él no se re­signa, sino que busca jóvenes y los forma como sus colaboradores, como apóstoles. Esta formación de sus

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discípulos era enteramente política. Ellos aprendieron lo que Jesús quería justamente a través de los enér­gicos enfrentamientos que Jesús mantuvo o tuvo que mantener con los opositores políticos. Jesús orientó la mirada de sus discípulos a las necesidades de los paganos, que no conocían a Dios ni la dignidad del hombre. Sus discípulos debían ir a los que buscaban ayuda y hacerles sentir el amor de Dios, que tiene por destinatarios a todos los hombres.

La vida de Jesús culmina en la cruz. Él pagó su compromiso con la vida. Tal vez haya que renunciar al éxito para tener éxito. Y eso es más que una estra­tegia inteligente contra el mal. La entrega de la vida no puede explicarse fácilmente de forma racional. Esa entrega es posible con la confianza en Él.

¿Tiene sentido interrogar a la política eclesiástica en cues­tiones atinentes a la justicia?

El papa Juan Pablo II avanzó valientemente en el ámbito de la política eclesiástica. Lo que él dijo sobre los temas de la paz, de la justicia y de la preservación de la creación fue recibido con gratitud por todas las instancias, en especial por los políticos sociales. Su invitación a los grandes encuentros de oración en Asís, en los que no sólo estuvieron presentes y oraron los representantes de las religiones monoteístas, sino

VII 189 LUCHAR CONTRA LA INJUSTICIA

también budistas e hinduistas, fue una aportación vigorosa a la paz mundial. No es ningún secreto que este Papa desempeñó un papel importante en la caída del telón de acero. Los sufrimientos que él tuvo con y en su patria no lo quebraron, ni él los olvidó, sino que, a través de ellos, llegó a ser un gran luchador.

Dentro de la Europa unida se ha abierto un nue­vo frente: el llamado choque de civilizaciones. Ese choque lo experimentamos de la forma más fuerte en el modo en el que se enfrentan el cristianismo y el Islam. Muy concretamente: ¿cómo tratamos a los musulmanes en Europa? ¿Es la religión la que se inter­pone entre Europa y Turquía? ¿Es la Iglesia demasiado elástica, o debería ir más a la lucha? De todos modos, tenemos que llegar a ser mejores cristianos. El resul­tado del enfrentamiento podemos dejarlo en manos de Dios.

En nuestros países, que llamamos cristianos, la Iglesia siente todavía poco estas luchas. ¿O es que no se las per­cibe?

Si no se las percibe, estamos ante un signo inquietan­te. El pecado del mundo -como Juan Bautista designa las injusticias con las que se encontraba- asume un rostro amable. Pero es una amabilidad engañosa. El

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peligro del pecado se hace borroso. Tenemos que poner al descubierto cómo les va entre nosotros a los que solicitan asilo político, cuánto tiempo pueden pa­sar los padres con sus hijos, qué poca es la esperanza de muchos jóvenes, qué estresados están los traba­jadores -y también gente muy bien pagada-, lo que conlleva a menudo la ruptura de las familias. Tampoco debemos habituarnos a los pecados globales: ellos nos desafían: la epidemia de sida, las catástrofes del medio ambiente y del hambre, la pobreza, las guerras y la mi­seria de los fugitivos, los niños que no tienen acceso a la medicina y a la educación, las mujeres maltratadas. Quien conozca y quiera a un ser humano que sufre bajo este tipo de pecado se horroriza y quiere hacer algo. Aquí en Jerusalén vivo en medio del conflicto entre cristianos, judíos y musulmanes, que no parece tener solución. Aquí es donde más claramente se per­cibe la confrontación entre ellos. Yo intento mantener el contacto con todos los frentes y prestar oídos a los sufrimientos. Cada día rezo por la paz.

A menudo pienso en san Francisco Javier, que en su tiempo vio la miseria que había en la India. Él que­ría regresar a las aulas de la Sorbona y gritar allí: ¿no os dais cuenta de qué grande es la penuria, cuánto clama el mundo por vuestra intervención?

No hay que minimizar el pecado del mundo ni tam­poco reducirlo a las debilidades personales. ¿Quién está dispuesto a luchar con Jesús contra la injusticia?

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¿Quién llega tan lejos en esa lucha que, como Jesús, asume desventajas, injurias y sufrimientos? El mundo clama por jóvenes audaces.

¿No es impotente el individuo frente a la penuria y la injusticia en este mundo?

Si sólo sigo los acontecimientos de una catástrofe por televisión o a través de un periódico, me siento abatido y desvalido. Pero si ayudo a un ser humano, percibo mi fortaleza. El mirar causa opresión, la ayuda sorprende con la vivencia de que puedo salvar una vida, de que se me concede contar con la ayuda y el poder de Dios. La primera tarea de las institucio­nes sociales y caritativas es conseguirles a todos los hombres de buena voluntad -y en primer lugar a los jóvenes- el acceso a personas y a situaciones donde se los necesite. Tender esos puentes es un arte que las modernas profesiones sociales pueden desarrollar aún más. Todos los jóvenes tienen el derecho de participar en la lucha contra las injusticias.

¿Qué pueden hacer los jóvenes para adquirir confianza y ser incorporados a la acción a favor de la justicia?

Preferiría invertir la pregunta. ¿No es verdad que somos más bien nosotros, los adultos y mayores, los

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que tenemos que conquistarnos la confianza de los jóvenes? Los jóvenes nos llevan la delantera en la dirección de la justicia. ¿Quiénes advierten a la in­dustria acerca de la destrucción del medio ambiente, y quiénes protestan? La juventud tiene una concien­cia nueva y sensible de lo que nosotros, los teólogos, llamamos la creación. En este punto sólo podemos dejarnos arrastrar por ellos.

Yo espero la puesta en marcha, sobre todo por parte de los jóvenes. El año de trabajo social, la buena ac­ción cotidiana, los grupos cristianos intensivos, con­tienen un enorme potencial. A veces es sólo un ardor inicial que tenemos que soplar para atizar el fuego.

¿No es peligroso utilizar el nombre de Dios en la política? ¿No es soberbia que hs partidos se denominen cristianos?

Todo lo bueno puede ser objeto de abuso, hasta lo más excelso. Cuando se libran guerras ofensivas en nombre de Dios, cuando el cristianismo se utiliza de manera populista en la campaña electoral, saltan en mí las alarmas. Nuestro cristianismo se demuestra pri­meramente en acciones justas. Jesús nos da ejemplos muy concretos en el discurso del juicio final: dar de comer a los hambrientos, vestir a los desnudos, visitar a los enfermos y a los presos, consolar a los tristes, acoger a los extranjeros, y todas las dificultades rela-

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cionadas con esas acciones hasta soportar incluso la persecución. Sería hermoso que los demás pudiesen reconocernos como cristianos en acciones como esas. A la inversa, es espantoso cuando hablamos de Dios y no correspondemos a su atributo principal, la justicia. Desde esa perspectiva veo también la discusión en torno a la pregunta de si la palabra «Dios» debe apa­recer en la constitución de la Unión Europea. Si los gobiernos quieren llegar hasta esa profesión de fe, no deberían dejar de prestar atención a la ecúmene, a la apertura frente a los musulmanes y también frente a los judíos. Nos une la fe en el único Dios, el Dios jus­to. Si se habla de Dios, tiene que ser en serio. De otro modo, es mejor no poner su nombre en los labios.

¿Podría indicar usted de qué manera deben los adultos ir al encuentro de la juventud, a fin de que el cristianismo sea transmitido y pueda experimentar un nuevo floreci­miento?

Entrega a tus hijos un mundo que no esté destruido. Ándalos en la tradición, sobre todo en la Biblia. Léela con ellos. Ten una profunda confianza en los jóvenes: ellos solucionarán los problemas. No olvides colocar también límites a tus hijos. Así aprenderán a soportar cosas difíciles e injurias, si es que la justicia es para ellos más valiosa que todo lo demás.

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índice

Págs.

Prefacio 5 Por una Iglesia audaz 7

I. Lo que sostiene toda una vida 13 II. Audacia para la decisión 61 III. Hacer amigos 85 IV En familiaridad con Dios 121 V Aprender a amar 139 VI. Por una Iglesia abierta 157 VIL Luchar contra la injusticia 183