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MARTÍN PAZ DE JULIO VERNE

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de Julio Verne

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  • MARTN PAZ

    DE

    JULIO VERNE

  • Martn Paz Julio Verne

    CAPTULO PRIMERO

    ESPAOLES Y MESTIZOS El dorado disco del sol habase ocultado tras los elevados picos de las

    cordilleras; pero a travs del transparente velo nocturno en que se envolva el hermoso cielo peruano, brillaba cierta luminosidad que permita distinguir claramente los objetos.

    Era la hora en que el viento bienhechor, que soplaba fuera de las vi-viendas, permita vivir a la europea, y los habitantes de Lima, envueltos en sus ligeros abrigos y conversando seriamente de los ms ftiles asuntos, recorran las calles de la poblacin.

    Haba, pues, gran movimiento en la plaza Mayor, ese foro de la antigua Ciudad de los Reyes. Los artesanos disfrutaban de la frescura de la tarde, descansando de sus trabajos diarios, y los vendedores circulaban entre la muchedumbre, pregonando a grandes voces la excelencia de sus mercancas. Las mujeres, con el rostro cuidadosamente oculto bajo la toca, circulaban alrededor de los grupos de fumadores. Algunas seoras en traje de baile, y con su abundante cabello recogido con flores naturales, se paseaban grave-mente en sus carretelas. Los indios pasaban sin levantar los ojos del suelo, no creyndose dignos de mirar a las personas, pero conteniendo en silencio la envidia que los consuma. Los mestizos, relegados como los indios a las ltimas capas sociales, exteriorizaban su descontento ms ruidosamente.

    En cuanto a los espaoles, orgullosos descendientes de Pizarro, llevaban la cabeza erguida, como en el tiempo en que sus antepasados fundaron la Ciudad de los Reyes, envolviendo en su desprecio a los indios, a quienes haban vencido, y a los mestizos nacidos de sus relaciones con los indgenas del Nuevo Mundo. Los indios, como todas las razas reducidas a la servidum-bre, slo pensaban en romper sus cadenas, confundiendo en su profunda aversin a los vencedores del antiguo Imperio de los incas y a los mestizos, especie de clase media orgullosa e insolente.

    Los mestizos, que eran espaoles por el desprecio con que miraban a los indios, e indios por el odio que profesaban a los espaoles, se consuman en-tre estos dos sentimientos igualmente vivos.

    Cerca de la hermosa fuente levantada en medio de la plaza Mayor, haba un grupo de jvenes, todos mestizos, que, envueltos en sus ponchos, como manta de algodn de cuadros, larga y perforada con una abertura que da paso a la cabeza, vestidos con anchos pantalones rayados de mil colores, y cubiertos con sombreros de anchas alas hechos de paja de Guayaquil, hablaban, gritaban y gesticulaban.

  • Martn Paz Julio Verne

    - Tienes razn, Andrs deca un hombrecillo muy obsequioso, llamado Milflores.

    Este Milflores era una especie de parsito que padeca Andrs Certa, joven mestizo, hijo de un rico mercader que haba cado muerto en uno de los ltimos motines promovidos por el conspirador Lafuente. Andrs Certa haba heredado un gran caudal, que derrochaba en obsequio de sus amigos, de quienes, a cambio de sus puados de oro, slo exiga complacencias.

    - Los cambios de poder, los pronunciamientos eternos, para qu sir-ven? - pregunt Andrs en alta voz -. Si aqu no reina la igualdad, poco im-porta que gobierne Gambarra o Santa Cruz.

    - Bien dicho, bien dicho! exclam el pequeo Milflores, quien con go-bierno igualitario o sin l jams habra podido ser igual a un hombre de ta-lento.

    - Cmo! aadi Andrs Certa -. Yo, hijo de un negociante, no podr tener carroza sino tirada por mulas? No han trado mis buques la riqueza y la prosperidad a este pas? Es que la aristocracia del dinero no vale tanto como la de la sangre que ostenta sus vanos ttulos en Espaa?

    - Es una vergenza! respondi un joven mestizo -. Vean ustedes, ah pasa don Fernando en su carruaje tirado por dos caballos. Don Fernando de Aguillo! Apenas tiene con qu mantener a su cochero y se pavonea orgullo-samente por la plaza. Bueno; ah viene otro, el marqus de Vegal!

    Una magnfica carroza desembocaba en aquel momento en la plaza Ma-yor: era la del marqus de Vegal, caballero de Alcntara, de Malta y de Car-los III, que iba slo al paseo por aburrimiento y no por ostentacin. Abis-mado en profundos pensamientos, ni siquiera oy las reflexiones que la envi-dia sugera a los mestizos, cuando sus cuatro caballos se abrieron paso a travs de la multitud.

    - Odio a ese hombre! dijo Andrs Certa. - No ser por mucho tiempo! respondi uno de los jvenes. - No, porque a todos esos nobles va a conclurseles pronto el lujo, y

    hasta puedo decir a dnde van a parar su vajilla y las joyas de la familia. - Efectivamente, t debes saber algo, porque frecuentas la casa del

    judo Samuel, en cuyos libros de cuentas se inscriben los crditos aristocr-ticos, como se amontonan en sus cofres los restos de esas grandes riquezas; cuando todos los espaoles sean unos mendigos como su Csar de Bazn, lle-gar la nuestra.

    - La tuya, sobre todo, Andrs, cuando te encarames sobre tus millones - respondi Milflores-. Y ahora ests a punto de duplicar tu capital A pro-psito: cundo te casas con la hija del viejo Samuel, esa hermosa limea que no tiene de juda ms que su nombre de Sara?

  • Martn Paz Julio Verne

    - Dentro de un mes respondi Andrs Certa -, en cuya fecha ser mi caudal el mayor de todo el Per.

    - Pero pregunt uno de los jvenes mestizos -, por qu no has elegido por esposa a una espaola de alto rango?

    - Porque desprecio tanto como aborrezco esa clase de gente. Andrs Certa no quera confesar que haba sido desdeado por varias

    familias nobles en las que haba tratado de introducirse. En aquel momento recibi un fuerte empujn de un hombre de elevada

    estatura y algo canoso, cuya corpulencia haca suponer que tena gran fuerza muscular.

    Aquel hombre, que era un indio de las montaas, vesta chaqueta parda, debajo de la cual se vea una camisa de gruesa tela y cuello alto que no ocul-taba por completo su pecho velludo; su calzn corto, rayado de listas ver-des, se una por medio de ligas rojas a unas medias de color de tierra; cal-zaba sandalias de piel de vaca e iba tocado con sombrero puntiagudo, bajo el cual brillaban grandes pendientes.

    Despus de haber tropezado con Andrs Certa, lo mir fijamente. - Miserable indio! exclam el mestizo, alzando el brazo en actitud

    amenazadora. Sus compaeros lo detuvieron. -Andrs, Andrs, ten cuidado!- exclam Milflores. - Atreverse a empujarme un vil esclavo! - Es el Zambo, un loco. El Zambo continu mirando al mestizo, a quien haba empujado inten-

    cionadamente; pero ste, que no poda contener su clera, sac un pual que llevaba en el cinturn, e iba a precipitarse sobre su agresor, cuando reson en medio del tumulto un grito gutural y el Zambo desapareci.

    - Brutal y cobarde murmur Andrs Certa. - No te precipites aconsej Milflores y salgamos de la plaza. Las li-

    meas se muestran aqu muy orgullosas. Luego, el grupo de jvenes se dirigi al centro de la plaza. El sol haba desaparecido ya en el horizonte, y las limeas, con el rostro

    oculto bajo el manto, continuaban discurriendo por la plaza Mayor, que es-taba todava muy animada.

    Los guardias a caballo, apostados delante del prtico central del palacio del virrey, situado al norte de la plaza, hacan grandes esfuerzos para man-tenerse en su puesto en medio de aquella multitud bulliciosa. Pareca que los industriales ms diversos se haban dado cita en aquella plaza, convertida en inmenso bazar de objetos de toda especie. El piso bajo del palacio del virrey y el prtico de la catedral, ocupados por un sinnmero de tiendas, hacan de

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    aquel conjunto un mercado inmenso, abierto a todos los productos tropica-les.

    En medio del ruido de la muchedumbre reson el toque de oraciones del campanario de la catedral, e inmediatamente ces el bullicio, sucediendo a los grandes clamores el murmullo de la oracin. Las mujeres cesaron de pa-sear y se pusieron a desgranar el rosario.

    Y, mientras todos los transentes acortaban el paso o se detenan, in-clinando la cabeza para orar, una anciana, que acompaaba a una joven, pug-naba por abrirse paso entre la multitud, provocando grandes protestas.

    La joven, al or las increpaciones que se les dirigan por perturbar el rezo de las personas piadosas, quiso detenerse; pero la duea la oblig a se-guir.

    - Hija del demonio! murmuraron cerca de ella. - Quin es esa condenada bailarina? - Es una pelandusca. La joven se detuvo confusa. Un arriero acababa de ponerle de pronto la mano en el hombro para

    obligarla a arrodillarse; pero en aquel momento, un brazo vigoroso lo ech a rodar por tierra. A esta escena, rpida como un relmpago, sigui un momen-to de confusin.

    - Huya usted, seorita le aconsej una voz suave y respetuosa a la jo-ven.

    sta, plida de terror, volviese y vio un joven indio, de elevada estatu-ra, que, con los brazos cruzados, esperaba a pie firme a su adversario.

    - Por mi alma, estamos perdidas exclam la duea, arrastrando consi-go a la joven.

    El arriero, maltrecho a consecuencia de la cada, se levant; pero no creyendo prudente pedir cuentas a un adversario tan vigoroso y resuelto como pareca ser el joven indio, dirigise a donde estaban sus mulas, murmu-rando intiles amenazas.

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    CAPTULO II

    LIMA Y LAS LIMEAS

    La ciudad de Lima est situada en un rincn del valle del Rimac, y a nue-ve leguas de su embocadura. Las primeras ondulaciones del terreno, que forman parte de la gran cordillera de los Andes, comienzan al Norte y al Este. El valle est formado por las montaas de San Cristbal y de los Amancaes. Estas montaas se levantan detrs de Lima y terminan en sus arrabales. La ciudad, que se encuentra en un lado del ro, se comunica con el arrabal de San Lorenzo, que est en la orilla opuesta, por un puente de cinco arcos, cuyos pilares anteriores oponen a la corriente su arista triangular.

    Los posteriores ofrecen bancos a los paseantes en los que se sientan los desocupados en las tardes de verano, para contemplar desde all una hermosa cascada.

    La ciudad tiene dos millas de longitud de Este a Oeste, y milla y cuarto de anchura, desde el puente hasta las murallas. stas, de doce pies de altu-ra y diez de espesor en su base, estn construidas con ladrillos secados al sol, formados de tierra arcillosa, mezclada con paja machacada, capaces de resistir los temblores de tierra, bastante frecuentes en aquel pas. El re-cinto tiene siete puertas y tres postigos y termina en el extremo sudeste por la pequea ciudadela de Santa Catalina.

    Tal es la antigua Ciudad de los Reyes, que el conquistador Pizarro fund el da de la Epifana del Seor de 1534. Desde entonces ha sido y contina siendo teatro de revoluciones, siempre renacientes. Lima fue en otro tiempo el principal depsito del comercio de Amrica en el ocano Pacfico, gracias a su puerto del Callao, construido en 1779 de un modo singular. Se hizo en-callar en la playa un viejo navo de gran tamao lleno de piedras, de arena y de restos de toda especie, y en torno de aquel casco se clavaron en la arena estacadas de manglares enviadas de Guayaquil e inalterables al agua, for-mndose as una base indestructible, sobre la que se levant el muelle del Callao.

    El clima, ms templado y suave que el de Cartagena o Baha, situadas en la costa opuesta de Amrica, hace de Lima una de las ciudades ms agrada-bles del Nuevo Mundo. El viento tiene all dos direcciones invernales: o sopla del Sudoeste y se refresca al atravesar el ocano Pacfico, o sopla del Su-deste, refrescando el ambiente con la frescura que ha recogido en los hela-dos picachos de las cordilleras.

    En las latitudes tropicales son puras y hermosas las noches, durante las cuales desciende el benfico roco que fecunda el suelo, expuesto a los ra-yos de un cielo sin nubes. As, cuando el sol desaparece tras el horizonte, los

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    habitantes de Lima se congregan en las casas, refrescadas por la oscuridad, quedando en seguida desiertas las calles, y apenas si algn caf o taberna es visitado por los bebedores de aguardiente o de cerveza.

    La noche en que comienza la accin de este relato, la joven, seguida por la duea, lleg sin dificultad ninguna al puente del Rimac, prestando atencin al menor ruido cuya naturaleza no le permita distinguir su emocin, pero slo oy las campanillas de una recua de mulas o el silbido de un indio.

    Aquella joven, llamada Sara, volva a casa de su padre, el judo Samuel. Vesta falda de color oscuro con pliegues medio elsticos y muy estrechos por abajo, lo que la obligaba a dar pasos muy menudos con esa gracia delica-da, particular de las limeas. Aquella saya, guarnecida de encaje y de flores, iba en parte cubierta por un manto de seda que suba hasta la cabeza, cu-brindola con un capuchn. Bajo el gracioso vestido aparecan medias finsi-mas y zapatitos de raso; rodeaban los brazos de la joven brazaletes de gran valor, y toda su persona tena ese poderoso atractivo a que en Espaa se da el nombre de donaire.

    Milflores haba estado acertado al decir que la novia de Andrs Certa no deba tener de juda ms que el nombre, porque era el tipo exacto de las admirables seoras cuya hermosura es superior a toda alabanza.

    La duea, vieja juda en cuyo rostro se reflejaban la avaricia y la codi-cia, era una fiel sirvienta de Samuel, que apreciaba sus servicios en su justo valor y los pagaba con equidad.

    Al llegar las dos mujeres al arrabal de San Lorenzo, un hombre con hbito de fraile, que llevaba la cabeza cubierta con la cogulla, pas al lado de ellas, mirndolas con atencin. Aquel hombre, de gran estatura, tena uno de esos semblantes apacibles que respiran calma y bondad. Era el padre Joaqun de Camarones, y al pasar dirigi una sonrisa de inteligencia a Sara, que mir a su sirvienta, despus de hacer al fraile una cariosa seal con la mano.

    - Muy bien, seorita dijo la anciana con voz spera -, cmo, despus de haber sido insultada por los hijos de Cristo, se atreve usted a saludar a un clrigo? Es que hemos de verla a usted algn da, con el rosario en la mano, practicar las ceremonias de la Iglesia Catlica?

    Las ceremonias de la Iglesia eran la ocupacin principal de las limeas, las cuales las seguan con ferviente devocin.

    - Hace suposiciones extraas respondi la joven, ruborizndose. - Extraas como la conducta de usted. Qu dira mi amo Samuel si se

    enterara de lo que ha ocurrido esta noche? - Soy, acaso, culpable de que un arriero brutal me haya insultado? - Yo me entiendo, seorita dijo la vieja, moviendo la cabeza -, y no

    hablo del arriero.

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    - Entonces, aquel joven hizo mal al defenderme contra las injurias del populacho?

    - Es la primera vez que encontramos a ese indio en nuestro camino? - pregunt la duea.

    Afortunadamente, la joven tena en aquel momento el rostro cubierto con la mano, porque, de otro modo, la oscuridad no habra sido suficiente para ocultar la turbacin de su semblante a la mirada investigadora de la vieja sirvienta.

    - Dejemos al indio donde est repuso sta -. Mi obligacin es vigilar la conducta de usted, y de lo que me quejo es de que, por no molestar a los cristianos, quiso usted detenerse hasta que ellos hubieran hecho su oracin y hasta ha experimentado usted deseos de arrodillarse como ellos. Ah, se-orita! Su padre de usted me despedira tan pronto como supiera que he permitido semejante apostasa.

    Pero la joven no la escuchaba. La observacin de la vieja respecto al jo-ven indio, haba trado a su memoria pensamientos ms agradables. Crea que la intervencin del joven haba sido providencial y habase vuelto muchas veces para ver si la segua. Sara tena en el corazn cierta audacia que le sentaba perfectamente. Orgullosa como espaola, si se haban fijado sus ojos en aquel hombre, era porque aquel hombre era altivo y no haba solici-tado una mirada como premio de su proteccin.

    Al suponer que el indio la haba seguido con la vista, Sara no se haba equivocado. Martn Paz, despus de haberla socorrido, quiso asegurar la re-tirada y, cuando el grupo de gente se dispers, se puso en seguimientos sin que ella lo advirtiese.

    Martn Paz era un hermoso joven, que vesta el traje nacional del indio de las montaas; de su sombrero de paja, de anchas alas, escapbase una hermosa cabellera negra, que contrastaba con el tono cobrizo de su rostro. Sus ojos brillaban con dulzura infinita, y su boca y su nariz eran correctas, cosa rara en los hombres de su raza. Era uno de los ms valerosos descen-dientes de Manco Capac, y por sus venas deba correr sangre ardorosa, que le impulsaba a la realizacin de grandes hazaas.

    Vesta, con aire marcial, poncho de colores brillantes y en la cintura llevaba uno de esos puales aztecas, terribles en una mano ejercitada, por-que parece que forman una sola pieza con el brazo que los maneja. En el nor-te de Amrica, a las orillas del lago Ontario, aquel indio habra sido jefe de una de las tribus errantes que tan heroicamente lucharon con los ingleses.

    Martn Paz saba que Sara era hija de Samuel el judo y novia del opu-lento mestizo Andrs Certa; pero saba tambin que, por su nacimiento, po-sicin y riquezas, no podan casarse, aunque olvidaba todos estos imposibles para seguir los impulsos de su corazn hacia ella.

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    Abismado en sus reflexiones, apresuraba la marcha, cuando se acerca-ron a l dos indios que lo detuvieron.

    - Martn Paz le dijo uno de ellos -, no vas a volver esta noche a las montaas donde estn nuestros hermanos?

    - Cierto respondi framente el indio. - La goleta Anunciacin se ha dejado ver a la altura del Callao, ha dado

    algunas bordadas, y despus, protegida por la punta, ha desaparecido. Segu-ramente se habr acercado a tierra, hacia la embocadura del Rimac, y ser conveniente que nuestras canoas vayan a aligerarla de sus mercancas. Es preciso que ests all.

    - Martn Paz har lo que deba hacer. - Te hablamos en nombre del Zambo. - Y yo respondo en el mo. - No temes que le parezca inexplicable tu presencia en el arrabal de

    San Lzaro a estas horas? - Estoy donde me place. - Delante de la casa del judo? - Los que no crean buena mi conducta, me hallarn esta noche en la

    montaa. Los ojos de aquellos tres hombres lanzaron chispas. Los indios enmudecieron y volvieron a la orilla del Rimac, perdindose el

    ruido de sus pasos en la oscuridad. Martn Paz habase acercado apresuradamente a la casa del judo, casa

    que, como todas las de Lima, tena un solo piso, construido de ladrillos y te-chado con caas unidas entre s y cubiertas de yeso. Todo el edificio, dis-puesto para resistir los temblores de tierra, imitaba por medio de una hbil pintura los ladrillos de las primeras hiladas; y el techo, de figura cuadrada, estaba cubierto de flores, formando una azotea llena de perfumes.

    Se llegaba al patio penetrando por una gran puerta cochera, situada entre dos pabellones, que, como era costumbre, no tenan ninguna ventana que se abriese a la calle.

    Daban las once en la iglesia parroquial, cuando Martn Paz se detuvo frente a la casa de Sara, en cuyas inmediaciones reinaba un profundo silen-cio.

    Por qu permaneca inmvil el indio delante de aquellas paredes? Era que una sombra blanca haba aparecido en la azotea, entre las flores, a las que la oscuridad de la noche daba una forma vaga sin quitarles su perfume.

    Martn Paz levant las dos manos involuntariamente y las cruz sobre su pecho.

    La sombra blanca desapareci como asustada. Martn Paz se volvi y se encontr frente a Andrs Certa.

  • Martn Paz Julio Verne

    - Desde cundo pasan la noche los indios en contemplacin? pregunt iracundo Andrs Certa.

    - Desde que los indios pisan el suelo de sus antepasados respondi Martn Paz.

    Andrs Certa avanz hacia su rival, que permaneca inmvil. - Miserable! Me dejars libre el sitio? - No contest Martn Paz. Y, dicho esto, ambos adversarios sacaron a relucir los puales. Los contendientes eran de igual estatura y parecan de igual fuerza. Andrs Certa levant rpidamente su brazo, dejndolo caer ms rpi-

    damente an. Su pual haba encontrado el pual azteca del indio y rod en seguida a tierra, herido en el hombro.

    - Socorro, socorro! grit. Se abri la puerta de la casa del judo y acudieron varios mestizos de

    una casa inmediata, algunos de los cuales persiguieron al indio, que hua r-pidamente, mientras los otros levantaron al herido.

    - Quin es este hombre? pregunt uno de ellos -. Si es marino, lle-vmoslo al hospital del Espritu Santo; y si es indio, al hospital de Santa Ana.

    En aquel momento acercase un anciano al herido, y apenas lo hubo mira-do, exclam:

    - Lleven a este joven a mi casa! Vaya una desgracia extraa! Aquel anciano no era otro que el judo Samuel, quien acababa de reco-

    nocer en el herido al novio de su hija. Mientras tanto, Martn Paz corra con toda la rapidez que sus robustas

    piernas le permitan, confiando en poder librarse de sus perseguidores mer-ced a su ligereza y a la oscuridad de la noche. Le iba en ello la vida. Si hubiera podido llegar al campo, se habra encontrado seguro; pero las puer-tas de la ciudad, que se cerraban a las once, no volvan a abrirse hasta las cuatro de la maana siguiente.

    Al llegar al puente de piedra, los mestizos y algunos soldados que iban en su persecucin estaban ya a punto de alcanzarlo, cuando una patrulla desemboc por el extremo opuesto. Martn Paz, no pudiendo adelantar ni retroceder, subi al parapeto y se lanz a la corriente del ro, que se desli-zaba sobre un lecho de piedra.

    Los perseguidores abandonaron el puente y corrieron hacia las orillas del ro para apoderarse del fugitivo en el momento en que saliera a tierra; pero fue intil; Martn Paz no volvi a aparecer.

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    CAPTULO III

    POR SEGUIR A UNA MUJER Cuando Andrs Certa, que fue conducido a la casa de Samuel y acosta-

    do en una cama preparada a toda prisa, recobr los sentidos, estrech la mano del viejo judo.

    El mdico, avisado por un criado, no tard en presentarse. La herida era leve; el hombro del mestizo haba sido atravesado de tal

    modo por el pual de su adversario que el acero slo haba penetrado entre la piel y la carne. Andrs Certa no deba tardar muchos das en poder aban-donar el lecho.

    Cuando Samuel y Andrs Certa se encontraron solos, dijo ste: - Quiere usted hacerme el favor de cerrar la puerta que conduce a la

    azotea, maese Samuel? - Pues qu teme? pregunt el judo. - Temo que Sara vuelva a mostrarse a la contemplacin de los indios.

    No es un ladrn el que me ha atacado, sino un rival de quien me he librado milagrosamente.

    - Ah! Por las santas tablas de la ley exclam el judo usted se enga-a! Sara ser una esposa perfecta, que mantendr inclume su honor.

    - Maese Samuel repuso el herido, incorporndose sobre el lecho -, us-ted no recuerda que le pago la mano de Sara en cien mil duros.

    - Andrs Certa exclam el judo con cierta sonrisita de avaro -, lo re-cuerdo tanto que estoy dispuesto a cambiar este recibo por dinero contante y sonante y, al decir esto, Samuel sac de su cartera un papel que Andrs Certa rechaz con la mano.

    - No existe trato entre nosotros mientras Sara no sea mi esposa, y no lo ser jams si he de verme obligado a disputrsela a semejante rival. Us-ted sabe, maese Samuel, cul es mi propsito. Me caso con Sara para igua-larme a toda esa nobleza, que no tiene para m sino miradas de desprecio.

    - Y se igualar usted, Andrs Certa, porque, una vez casado, ver a los ms orgullosos espaoles acudir apresuradamente a sus salones.

    - Dnde ha ido Sara esta noche? - A orar al templo israelita, con la vieja Ammon. - Por qu la obliga usted a seguir sus ritos religiosos? - Soy judo replic Samuel y Sara no sera mi hija si no cumpliera los

    deberes de mi religin. El judo Samuel era un infame, que traficaba con todo y en todas par-

    tes, como descendiente en lnea recta de aquel Judas que entreg a su

  • Martn Paz Julio Verne

    maestro por treinta dineros. Haca ya diez aos que se haba instalado en Lima, fijando su morada, por gusto y por clculo, en el extremo del arrabal de san Lzaro, donde con mayor facilidad poda dedicarse a sus vergonzosas especulaciones. Despus, poco a poco, fue ostentando gran lujo, a cuyo efec-to haba montado su casa suntuosamente, contratado numerosos criados y adquirido brillantes carrozas, que inducan a creer que posea riquezas in-mensas.

    Cuando Samuel fue a establecerse a Lima, Sara slo tena ocho aos de edad. Nia graciosa y bella, agradaba a todos y pareca ser el dolo del judo. Algunos aos despus, su hermosura atraa todas las miradas, y el mestizo Andrs Certa se enamor de ella. Lo que pareca inexplicable era que hubie-se ofrecido cien mil duros por la mano de Sara, pero aquel contrato era se-creto.

    Por lo dems, Samuel traficaba no slo con los productos indgenas, si-no con los sentimientos, y banquero, prestamista, mercader y armador, tena el talento de hacer negocios con todo el mundo. La goleta Anunciacin, que aquella noche deba atracar junto a la embocadura del Rimac, perteneca al judo Samuel.

    ste, a pesar del mucho tiempo que dedicaba a los negocios, no dejaba de cumplir, por obstinacin tradicional, todos los ritos de su religin con su-persticin religiosa, y su hija haba sido cuidadosamente instruida en las prcticas israelitas.

    As, cuando hablando con el mestizo, ste le manifest su disgusto res-pecto a este punto, el anciano permaneci mudo y pensativo. Andrs Certa fue quien rompi el silencio, diciendo:

    - Olvida que el motivo que me mueve a casarme con Sara, la obligar a convertirse al catolicismo.

    - Tiene razn respondi Samuel, entristecido -; pero juro por la Biblia que Sara ser juda mientras sea mi hija.

    En aquel momento se abri la puerta de la habitacin dando paso al ma-yordomo.

    - Han capturado al asesino? pregunt Samuel. - Todo induce a creer que ha muerto respondi el interpelado. - Muerto! exclam Andrs Certa, con manifiesta alegra. - Vindose entre nosotros, que le bamos a los alcances, y una partida

    de soldados que vena de la ciudad, se ha arrojado al Rimac por el parapeto del puente.

    - Pero quin te asegura que no ha podido salir a la orilla? pregunt Samuel.

    - La mucha nieve derretida que desciende de las montaas ha aumenta-do la corriente del ro, hasta convertirlo en un torrente en aquel paraje

  • Martn Paz Julio Verne

    respondi el mayordomo -. Adems, nos hemos apostado en las dos orillas, y el fugitivo no ha vuelto a aparecer, y he puesto centinelas en las orillas del Rimac, con orden de que pasen toda la noche vigilando.

    - Bien dijo el anciano - : se ha hecho justicia a s mismo. Lo habis conocido en su fuga?

    - Perfectamente, era Martn Paz, el indio de las montaas. - Acaso ese hombre segua a Sara desde hace algn tiempo? pregun-

    t el judo. - Lo ignoro respondi la duea -; pero cuando los gritos de los criados

    me han despertado, he corrido a la habitacin de la seorita, y la he encon-trado casi sin sentido.

    - Contina dijo Samuel. - A mis reiteradas preguntas respecto a la causa de su malestar, no ha

    querido responder, se ha acostado sin aceptar mis servicios y me ha manda-do retirar.

    - Ese indio, la segua con frecuencia? - No puedo asegurarlo, seor. Sin embargo, lo he encontrado muchas

    veces en las calles del arrabal de San Lzaro, y esta noche ha socorrido a la seorita en la plaza Mayor.

    - Que la ha socorrido? Cmo? La vieja refiri lo ocurrido. - Ah! Mi hija quera arrodillarse entre los cristianos, y yo ignoraba to-

    do eso! T quieres que te despida? - Seor, perdneme usted. - Mrchate repuso con acritud el anciano. La duea sali de la estancia. - Ya ve usted que es necesario casarnos al momento dijo Andrs Cer-

    ta; pero necesito descansar, y le ruego que ahora me deje solo. Al or esto, el anciano se retir lentamente; pero antes de volver a su

    cuarto, quiso cerciorarse del estado de su hija, y entr sin hacer ruido en la habitacin de Sara, que dorma con sueo agitado entre las cortinas de seda desplegadas a su alrededor.

    Una lmpara de alabastro, suspendida del techo pintado de arabescos, esparca una suave luz en el aposento, y la ventana, entreabierta, dejaba pasar al travs de las persianas corridas la frescura del aire, impregnado de los perfumes penetrantes de los loes y de las magnolias.

    Los mil objetos de arte y de exquisito gusto que haba esparcidos so-bre los muebles, preciosamente esculpidos, de la habitacin, revelaban a los vagos resplandores de la noche el gusto criollo. Pareca que el alma de la jo-ven jugaba con aquellas maravillas.

  • Martn Paz Julio Verne

    El anciano acercse al lecho de Sara y se inclin sobre ella para con-templar su sueo. La joven juda pareca atormentada por un sentimiento doloroso, que le hizo exhalar un suspiro, despus de lo cual murmuraron sus labios el nombre de Martn Paz.

    Samuel volvi a su aposento. Cuando, transcurridas algunas horas, la aurora abri al sol las puertas

    del oriente, Sara se levant a toda prisa, y Liberto, indio negro, su servidor especial, acudi a recibir sus rdenes, e inmediatamente ensill una mula para su ama y un caballo para l.

    Sara acostumbraba pasear por las montaas, seguida de un criado, que le era muy adicto.

    Se visti una saya de color pardo y un manto de cachemira de gruesas bellotas; psose en la cabeza un sombrero de paja de alas anchas, dejando flotar sobre la espalda sus grandes trenzas negras, y, para mejor disimular su turbacin, se coloc un cigarrillo de tabaco perfumado entre los labios.

    Jinete ya sobre la mula, Sara sali de la ciudad y ech a correr por el campo con direccin al Callao. El puerto estaba muy animado; los guardacos-tas haban estado batallando toda la noche con la goleta Anunciacin, cuyas maniobras indecisas revelaban el propsito de cometer algn fraude. La Anunciacin pareca que haba esperado algunas embarcaciones sospechosas hacia la embocadura del Rimac; pero antes de que stas llegasen a ella, haba huido, burlando la persecucin de las chalupas del puerto.

    Circulaban diversos rumores respecto al destino de aquella goleta, que, segn unos, iba cargada de tropas de Colombia, encargadas de apoderarse de los principales buques del Callao, para vengar la afrenta inferida a los soldados de Bolvar, expulsados vergonzosamente del Per.

    Segn otros, la goleta se ocupaba nicamente en el contrabando de la-nas de Europa.

    Sara, sin prestar atencin a estas noticias, ms o menos ciertas, por-que su paseo al puerto no haba sido ms que un pretexto, regres a Lima, lleg cerca de las orillas del Rimac y subi costeando el ro hasta el puente, donde haba numerosos grupos de soldados y mestizos, apostados en diver-sos puntos.

    Liberto haba referido a la joven los sucesos ocurridos durante la no-che anterior, y por orden suya interrog a varios soldados que estaban incli-nados sobre el parapeto, por quienes supo no solamente que Martn Paz se haba ahogado, sino que no se haba podido encontrar su cadver.

    Sara, prxima a desmayarse, se vio precisada a hacer un poderoso es-fuerzo de voluntad para no abandonarse a su dolor.

  • Martn Paz Julio Verne

    Entre las personas que estaban a la orilla del ro, vio a un indio de fiso-noma feroz, que pareca dominado por la desesperacin. Este indio era el Zambo.

    Sara, al pasar cerca del viejo montas, oy estas palabras: - Desgracia! Desgracia! Han matado al hijo de Zambo, han matado a

    mi hijo! La joven levant la cabeza, indic por seas a Liberto que la siguiera, y,

    sin cuidarse de si la vea o no, se dirigi a la iglesia de Santa Ana, dej su cabalgadura al indio, entr en el templo cristiano, pregunt por el padre Joaqun, y, arrodillndose sobre las losas de piedra, encomend a Dios el alma de Martn Paz.

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    CAPTULO IV

    EL NOBLE ESPAOL

    Cualquier otro que no hubiera sido Martn Paz, habra perecido en las aguas del Rimac; pero l, que estaba dotado de una insuperable fuerza de voluntad y de una extraordinaria sangre fra, cualidades propias de todos los indios libres del Nuevo Mundo, logr salvarse de la muerte, aunque no sin gran esfuerzo.

    Martn Paz saba que los soldados agotaran todos sus recursos para prenderle debajo del puente, donde la corriente era casi inevitable; pero cortndola vigorosamente por esfuerzos repetidos, lleg a dominarla y, hallando menos resistencia en las capas inferiores del agua, logr llegar a la orilla y ocultarse detrs de una espesura de manglares.

    Pero una vez fuera del agua, qu resolucin podra tomar que no lo comprometiera? Si los soldados que lo perseguan cambiaban de opinin y suban por la orilla arriba, Martn Paz sera infaliblemente capturado; pero como l no era hombre que tardara mucho en adoptar una resolucin, decidi en seguida entrar en la ciudad y ocultarse en ella.

    Para evitar que lo viesen los paseantes que haban demorado el regreso a sus casas, Martn Paz sigui una de las calles ms anchas; pero al entrar en ella, le pareci que lo espiaban, y no pudiendo detenerse a reflexionar, mir en torno suyo, buscando un refugio. Sus ojos se fijaron en una casa todava brillantemente iluminada, y cuya puerta cochera estaba abierta para dar paso a los coches que salan del patio y llevaban a sus diferentes domicilios a las eminencias de la aristocracia espaola.

    Martn Paz se introdujo sin ser visto en aquella casa, y apenas hubo en-trado se cerraron sus puertas. Subi apresuradamente una rica escalera de madera de cedro, adornada con tapices de mucho precio, y lleg a los salo-nes, que estaban todava iluminados pero enteramente vacos; los atraves con la celeridad de un relmpago y ocultse, en fin, en un oscuro cuarto.

    Poco despus, extinguise la luz que brillaba en aquellos lujosos aposen-tos y la casa qued en silencio.

    Martn Paz ocupse entonces en reconocer el sitio en que se encontra-ba, y vio que las ventanas de aquella habitacin daban a un jardn interior.

    Ya se dispona a huir por all, creyndolo factible, cuando oy que le de-can:

    - Seor ladrn, por qu no roba usted los diamantes que estn sobre esa mesa?

    Al or esto, se volvi Martn Paz rpidamente y vio a un hombre de alti-va fisonoma que le mostraba con el dedo un estuche lleno de diamantes.

  • Martn Paz Julio Verne

    Martn Paz, insultado de aquel modo, se acerc al espaol, cuya sereni-dad pareca inalterable, sac su pual y, volviendo la punta contra su pecho, dijo sordamente:

    - Seor, si repite usted semejante insulto, me dar muerte a sus pies. El espaol, admirado, contempl con atencin al indio, y sinti hacia l

    una especie de simpata, en virtud de lo cual dirigise a la ventana, la cerr suavemente y, volvindose hacia el indio, cuyo pual haba cado en tierra, le pregunt:

    - Quin es usted? - El indio Martn Paz. Me persiguen los soldados porque me he defendi-

    do contra un mestizo que me atacaba y lo he derribado a tierra de una pua-lada. Mi adversario es el novio de una joven a quien amo; y ahora, que sabe ya quin soy, puede usted entregarme a mis enemigos, si lo cree convenien-te.

    - Muchacho replic simplemente el espaol -, maana salgo para los baos de Chorrillos. Puedes acompaarme si quieres, y estars por el mo-mento al abrigo de toda persecucin. Si lo haces, no tendrs nunca que que-jarte de la hospitalidad del marqus de Vegal.

    Martn Paz se limit a inclinarse con respeto. - Puedes acostarte en esa cama y descansar esta noche aadi el

    marqus -, sin que nadie sospeche que te encuentras aqu. El espaol sali de la estancia dejando al indio conmovido con su gene-

    rosa confianza. Despus, Martn Paz, abandonndose a la proteccin del marqus, se durmi tranquilamente.

    Al da siguiente, al salir el sol, el marqus dio las rdenes necesarias para la partida, y envi recado al judo Samuel de que fuese a verlo; pero antes fue a or la primera misa de la maana.

    sta era una piadosa prctica que no dejaban de observar todos los miembros de la aristocracia peruana, porque Lima, desde su fundacin, haba sido siempre muy catlica, y adems de sus muchas iglesias, contaba todava con veintids conventos de frailes, diecisiete de monjas y cuatro casas de retiro para las mujeres que no pronunciaban votos religiosos. Como cada uno de estos establecimientos tena una iglesia particular, existan en Lima ms de cien edificios dedicados al culto, donde ochocientos clrigos seglares o regulares, trescientas religiosas y hermanos legos, celebraban las ceremo-nias del culto catlico.

    Al entrar en Santa Ana el marqus de Vegal, vio a una joven arrodillada, que oraba fervorosamente y lloraba con desconsuelo. Pareca presa de dolor tal, que el marqus no pudo contemplarla sin cierta emocin, y ya se dispona a dirigirle algunas palabras de conmiseracin, cuando lleg el padre Joaqun, y le dijo en voz baja:

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    - Seor marqus, por favor, no se le acerque usted. Luego, el fraile hizo una seal a Sara y sta lo sigui a una capilla oscu-

    ra y desierta. El marqus dirigise al altar y oy la misa, despus de lo cual regres a

    su casa, pensando involuntariamente en aquella joven, cuya imagen haba quedado profundamente grabada en su imaginacin.

    En el saln de su casa encontr al judo Samuel, que estaba esperndo-le, y pareca haber olvidado los sucesos de la noche anterior. Su semblante estaba iluminado por la esperanza del lucro.

    - Qu manda usa? pregunt al espaol. - Necesito treinta mil duros antes de una hora. - Treinta mil duros! Y quin los tiene? Por el santo rey David, seor

    marqus, va a costarme ms trabajo encontrarlos que lo que usa se imagina. - Aqu tengo joyas de gran valor repuso el marqus, sin hacer caso de

    las palabras del judo -, y adems puedo vender a usted por poco precio un terreno muy extenso que tengo cerca del Cuzco.

    - Ah, seor! exclam Samuel -, las tierras nos arruinan, porque nos faltan brazos para cultivarlas. Los indios se retiran a las montaas y las co-sechas no producen lo que cuesta la recoleccin.

    - En cunto valora usted esos diamantes? pregunt el marqus. Samuel sac del bolsillo una balanza pequea de precisin, y psose a

    pesar las piedras con minuciosa detencin, pero sin dejar de hablar, despre-ciando, como de costumbre, la prenda que se le ofreca.

    - Los diamantes! Mala hipoteca! No producen nada. Es lo mismo que enterrar el dinero Observar usa, seor, que el agua de este diamante no es de una limpieza perfecta Ya sabe usa que estos adornos tan costosos no son fciles de vender, por lo que me vera obligado a enviarlos a las pro-vincias de la Gran Bretaa. Los norteamericanos me los comprarn segura-mente; pero ser para cederlos a los hijos de Albin. Quieren, por consi-guiente, y es justo, ganar una comisin honrosa, que cae sobre mis costillas Supongo que diez mil duros contentar a usa. Es poco, sin duda, pero

    - Ya he dicho repuso el espaol despectivamente que necesito mucho ms de diez mil duros.

    - Seor, no puedo dar un centavo ms. - Llvese las joyas y enveme inmediatamente el dinero. Para completar

    los treinta mil duros que necesito, le dar esta casa en hipoteca. No le pa-rece bastante slida?

    - Ah, seor, en esta ciudad, donde son tan frecuentes los terremotos, no se sabe quin vive ni quin muere, ni quin cae, ni quin se mantiene en pie!

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    Y mientras deca esto, Samuel empinbase sobre la punta de los pies, dejndose luego caer sobre los talones varias veces, para apreciar la solidez del piso.

    - En fin, como tengo verdaderos deseos de servir a usa dijo -, pasar por lo que quiera, aunque en este momento no me conviene desprenderme de metlico, porque voy a casar a mi hija con el caballero Andrs Certa Lo conoce usa?

    - No lo conozco, y le ordeno a usted de nuevo que me enve en seguida la cantidad que le he pedido. Llvese esas joyas.

    - Quiere usa un recibo? pregunt el judo. El marqus, sin responderle, pas a la habitacin inmediata. - Orgulloso espaol! murmur Samuel, entre dientes -. Quiero con-

    fundir tu insolencia del mismo modo que voy a disipar tus riquezas. Por Sa-lomn, soy hombre hbil, porque mis intereses corren parejas con mis sen-timientos!

    El marqus, al separarse del judo, encontr a Martn Paz profunda-mente abatido.

    - Qu tienes? le pregunt cariosamente. - Seor, la joven a quien amo es la hija de ese judo. - Una juda! exclam el marqus, con sentimiento de repulsin que le

    fue imposible dominar. Pero, al advertir la tristeza del indio, aadi: - Marchemos, amigo mo, ya hablaremos de esas cosas con detenimien-

    to. Una hora ms tarde, Martn Paz, disfrazado, sala de la ciudad en com-

    paa del marqus, que no llevaba consigo a ninguno de sus criados. Los baos de mar de Chorrillos encuntrense a dos leguas de Lima. Es

    una parroquia india que posee una bonita iglesia, y durante la estacin del calor es el punto de reunin de la sociedad elegante limea. Los juegos p-blicos, prohibidos en Lima, estn abiertos en Chorrillos durante el verano, y a ellos concurren las seoras de dudosa moralidad, que, actuando de diabli-llos, hacen perder a ms de un rico caballero su caudal en pocas noches.

    Como Chorrillos estaba a la sazn poco frecuentado an, el marqus y Martn Paz, retirados en una casita edificada a orillas del mar, pudieron vi-vir en paz, contemplando las vastas llanuras del Pacfico.

    El marqus, miembro de una de las ms antiguas familias del Per, era el ltimo descendiente de la soberbia lnea de antepasados, de la que con razn se mostraba orgulloso; pero en su rostro advertanse las huellas de una profunda tristeza. Despus de haber intervenido durante algn tiempo en los asuntos polticos, haba experimentado una repugnancia infinita hacia las revoluciones incesantes, hechas en beneficio de ambiciones personales, y

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    habase retirado de la poltica y apartado de la sociedad, viviendo casi en retiro, slo interrumpido a raros intervalos por deberes de estricta corte-sa.

    Su inmenso caudal base disipando poco a poco. El abandono en que que-daban sus tierras por la falta de brazos, obligbale a hacer emprstitos onerosos; pero la perspectiva de una ruina prxima no le espantaba. La indo-lencia natural de la raza espaola, unida al aburrimiento de su existencia intil, le haba hecho insensible a las amenazas del porvenir. Esposo en otro tiempo de una mujer adorable, y padre de una nia encantadora, habase en-contrado de pronto solo, a consecuencia de una horrible catstrofe que le arrebat aquellos dos objetos de su amor Desde entonces, ningn afecto le una al mundo, y dejaba deslizarse su vida al impulso de los acontecimientos.

    Crea que su corazn haba muerto por completo, cuando lo sinti palpi-tar de nuevo al contacto de Martn Paz. Aquella naturaleza ardiente desper-t el fuego encubierto bajo la ceniza; la orgullosa presencia de nimo del indio repercuta en el noble caballero, que, cansado de los espaoles de su clase, en quienes no tena ya confianza, y disgustado de los mestizos egos-tas, que queran equipararse con l, complacase en aproximarse a aquella raza primitiva, que tan valientemente haba disputado el suelo americano a los soldados del conquistador Pizarro.

    El indio pasaba por muerto en Lima, segn las noticias que el marqus haba adquirido; pero ste, considerando el amor de Martn Paz hacia una juda como cosa peor que la muerte misma, resolvi salvarlo de nuevo, de-jando casar a la hija de Samuel con Andrs Certa.

    As, mientras que Martn Paz estaba profundamente apenado y la tris-teza le invada el corazn, el marqus evitaba toda alusin a lo pasado, y hablaba al joven indio de cosas sin importancia.

    Un da, sin embargo, agitado por sus tristes pensamientos, le pregunt: - Por qu, amigo mo, una pasin vulgar te ha de hacer renegar de la

    nobleza de tus abuelos? No desciendes del valiente Manco Capac, a quien su patriotismo elev a la categora de hroe? Qu papel representara un hombre que se dejara abatir por una pasin indigna? Acaso habis desisti-do los indios de reconquistar algn da vuestra independencia?

    - Para eso trabajamos, seor contest Martn Paz -, y no est lejos el da en que mis hermanos se levantarn en masa.

    - Ya te entiendo. Aludes a esa guerra sorda que tus hermanos estn preparando en las montaas. A una seal bajarn a la ciudad con las armas en la mano; pero sern vencidos, como lo han sido siempre. Ya ves cmo vuestros intereses desaparecen en medio de las revoluciones perpetuas de las que es teatro el Per; revoluciones que perdern al mismo tiempo a los indios y a los espaoles, en beneficio de los mestizos.

  • Martn Paz Julio Verne

    - Nosotros salvaremos al pas repuso Martn Paz. - S, lo salvaris, si comprendis vuestra misin dijo el marqus. ye-

    me, pues que te amo como a un hijo. Lo digo con dolor, pero a nosotros, los espaoles, hijos degenerados de una raza poderosa, nos falta la energa ne-cesaria para levantar un Estado, y, por consiguiente, a vosotros os toca triunfar de este desdichado americanismo que tiende a rechazar a los colo-nos extranjeros. S, sbelo; slo una inmigracin europea puede salvar el antiguo Imperio peruano, y, en vez de esa guerra intestina que preparis, y que tiende a excluir todas las castas, a excepcin de una sola, debis tender francamente la mano a los hombres trabajadores del Viejo Mundo.

    - Los indios, seor, considerarn siempre como enemigos a los extran-jeros, cualesquiera que sean, y jams han de permitir que respiren impune-mente el aire de sus montaas. El dominio que ejerzo sobre ellos quedara sin efecto el da en que no jurase la muerte de sus opresores. Adems, qu soy ahora? aadi Martn Paz con gran tristeza. Un fugitivo que no vivira tres horas si me encontraran en Lima.

    - Amigo, es preciso que me prometas que no has de volver a salir. - Ah! No puedo prometrselo a usted, seor marqus, porque si lo pro-

    metiese mentira. El marqus enmudeci; la pasin del joven indio acrecentbase de da

    en da, y el noble caballero temblaba ante la idea de verlo correr a una muerte cierta, si volva a presentarse en Lima, por lo que deseaba que se celebrara cuanto antes el matrimonio de la juda, matrimonio que, si le hubiera sido posible, habra l apresurado, segn sus deseos.

    Para cerciorarse del estado de las cosas, sali de Chorrillos una maana y fue a la ciudad, donde supo que Andrs Certa, restablecido de su herida, sala ya a la calle, y que su prximo matrimonio era el objeto de todas las conversaciones.

    El marqus quiso conocer a la joven amada por Martn Paz, y con este objeto dirigise a la plaza Mayor, donde a ciertas horas haba siempre una gran multitud, y donde encontr al padre Joaqun, su antiguo amigo. El vene-rable fraile quedse profundamente sorprendido cuando el marqus le dijo que Martn Paz no haba muerto, apresurndose a prometer que velara por la vida del joven indio, y que le dara todas las noticias que le interesaran.

    De improviso, las miradas del caballero se dirigieron a una joven arre-bujada en un manto negro que iba sentada en una carretela.

    - Quin es esa hermosa muchacha? pregunt al padre Joaqun. - La hija del judo Samuel, prometida de Andrs Certa. - Ella! La hija de un judo! El marqus quedse profundamente admirado y, estrechando la mano

    del padre Joaqun, volvi a tomar el camino de Chorrillos.

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    Su sorpresa era natural, porque haba reconocido en la pretendida ju-da a la joven a quien haba visto orar fervorosamente en la iglesia de santa Ana.

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    CAPTULO V

    PREPARATIVOS DE INSURRECCIN

    Cuando las tropas de Colombia, que Bolvar puso a las rdenes del gene-ral Santa Cruz, fueron arrojadas del Bajo Per, cesaron las sediciones mili-tares en este pas, que empez a disfrutar de calma y tranquilidad; las am-biciones particulares no volvieron a turbar el reposo pblico, y el presidente Gambarra habase afianzado en su palacio de la plaza Mayor. Sin embargo, el peligro verdadero, inminente, no proceda de las sediciones, que se extingu-an tan pronto como estallaban y que parecan complacer a los americanos por sus ostentaciones militares.

    El peligro no lo vean los espaoles, demasiado altos para poder verlo, ni tampoco los mestizos, que jams descendan a mirar lo que se hallaba por debajo de ellos.

    Esto no obstante, agitbanse de un modo extraordinario los indios de la ciudad, mezclndose con frecuencia con los habitantes de las montaas, co-mo si hubieran sacudido su apata natural. En vez de envolverse en su poncho con los pies hacia el sol, extendanse por el campo, se detenan uno a otro, se entendan por seales particulares y frecuentaban las posadas ms de-siertas, en las que podan hablar sin peligro de ser escuchados.

    Aquel movimiento era ms visible en una de las plazas apartadas de la ciudad, en donde haba una casa que slo tena una habitacin baja, y cuya apariencia miserable llamaba la atencin de las gentes.

    Era una taberna de nfima categora, propiedad de una vieja india, que serva a sus parroquianos cerveza de maz y una bebida hecha con caa de azcar.

    Los indios no se reunan en esta plaza sino cuando en el techo de la ci-tada taberna se pona un palo largo, que serva de seal. Entonces, los ind-genas de todas profesiones, conductores de carros, arrieros y cocheros en-traban uno a uno y desaparecan inmediatamente en la gran sala. La taberne-ra dejaba entonces a su criada el cuidado de la taberna, y corra a servir personalmente a sus parroquianos.

    Pocos das despus de la desaparicin de Martn Paz, celebrse una asamblea numerosa en la sala de la taberna, donde apenas podan distinguir-se los rostros de los concurrentes, a causa de la oscuridad que en ella rei-naba y que el humo del tabaco haca aumentar. En torno de una larga mesa, haba unos cincuenta individuos, mascando los unos una especie de hoja de t mezclada con tierra odorfera, y bebiendo los otros en grandes jarros el licor de maz fermentado; pero estas ocupaciones no les distraan de la

  • Martn Paz Julio Verne

    principal, que era escuchar atentamente el discurso que les estaba pronun-ciando un indio.

    El orador era el Zambo, cuyas miradas tenan una extraa fijeza. Despus de examinar uno por uno a todos sus oyentes, el Zambo tom

    la palabra y dijo: - Los hijos del Sol pueden hablar de sus asuntos, porque no hay aqu o-

    dos prfidos que puedan escucharnos. En la plaza, algunos de nuestros ami-gos, disfrazados de cantores, distraen a los transentes para que nos dejen disfrutar de entera libertad en esta casa.

    Y as era, efectivamente, porque fuera de la taberna resonaban los acordes de una guitarra.

    Los indios, satisfechos de encontrarse seguros, prestaron gran aten-cin a las palabras del Zambo, en quien ponan toda su confianza.

    - Qu noticias puede darnos el Zambo, de Martn Paz? pregunt uno. - Ninguna. nicamente el Gran Espritu puede saber si ha muerto o no;

    pero estoy esperando a algunos hermanos que han bajado por el ro hasta su embocadura, y quizs hayan encontrado el cuerpo de Martn Paz.

    - Era un buen jefe dijo Manangani, indio feroz y muy temido -. Pero por qu no se encontraba en su puesto el da en que la goleta nos traa las armas?

    El Zambo, sin responder, inclin la cabeza. - No saben mis hermanos continu diciendo Manangani que la Anun-

    ciacin ha sido atacada por los guardacostas y que la captura de ese buque habra frustrado todos nuestros proyectos?

    Un murmullo de asentimiento acogi las palabras del indio. - Harn bien dijo entonces el Zambo los que esperan para juzgar.

    Quin sabe si mi hijo Martn Paz se presentar entre nosotros dentro de pocos das! Od ahora lo que tengo que deciros: las armas que nos han en-viado de Sechura han llegado a nuestro poder, estn escondidas en las mon-taas de la cordillera y dispuestas para desempear su oficio cuando voso-tros estis preparados para cumplir vuestro deber.

    - Acaso hay algo que nos detenga? pregunt un joven indio -. Hemos afilado nuestros puales y esperamos.

    - Esperad, pues, que llegue la hora respondi el Zambo -. Saben mis hermanos cul es el enemigo a quien primero deben herir?

    - Los mestizos, que nos tratan como esclavos repuso uno de los asis-tentes -. Esos insolentes que nos azotan con la mano y con el ltigo, como a mulas falsas.

    - De ningn modo repuso otro -. Nuestros mayores enemigos son los que monopolizan todas las riquezas del suelo.

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    - Estis equivocados. Nuestros primeros golpes deben herir a otros dijo el Zambo, animndose -. Esos hombres no son los que se atrevieron, hace trescientos aos, a poner el pie en la tierra de vuestros antepasados. Esos ricos no son los que han hecho sucumbir a los hijos de Manco Capac. Los orgullosos espaoles son los verdaderos vencedores y los que os han re-ducido a la esclavitud. Si no tienen ya riquezas, tienen autoridad y, a pesar de la emancipacin peruana, conculcan nuestros derechos naturales. Olvide-mos, pues, lo que somos, para recordar lo que nuestros padres fueron.

    - S, s prorrumpi la asamblea, con murmullo de aprobacin. Al asentimiento general de los concurrentes sucedieron algunos mo-

    mentos de silencio que interrumpi el Zambo para preguntar a diversos con-jurados si sus amigos de Cuzco y de toda Bolivia estaban dispuestos a levan-tarse, como un solo hombre.

    Despus, prosiguiendo su discurso, dijo: - Valiente Manangani, si todos nuestros hermanos de la montaa tienen

    en el corazn el mismo odio y valor que t, no caern sobre Lima como una tromba desde lo alto de las cordilleras?

    - El Zambo no se quejar de su audacia el da sealado respondi Ma-nangani -. Si el Zambo sale de la ciudad no necesitar ir muy lejos para ver surgir en torno suyo indios que arden en deseos de venganza. En las gargan-tas de San Cristbal y de los Amancaes, ms de uno, envueltos en su poncho y con el pual en la cintura, estn esperando que se confe a sus manos una carabina, porque tampoco han olvidado ellos que tienen que vengar en los espaoles la derrota de Manco Capac.

    - Perfectamente, Manangani repuso el Zambo -. El dios de la venganza habla por tu boca. Mis hermanos no tardarn en saber quin es el elegido de sus jefes, y como el presidente Gambarra slo trata de consolidarse en el poder, Bolvar est lejos y Santa Cruz ha sido derrotado, podemos obrar sobre seguro. Dentro de pocos das se entregarn nuestros opresores al placer, con motivo de la fiesta de los Amancaes, y, por consiguiente, deben disponerse todos nuestros hermanos a marchar, haciendo antes que la noti-cia llegue hasta las aldeas ms remotas de nuestra raza.

    En aquel momento entraron tres indios en el saln, e inmediatamente se acerc el Zambo a ellos.

    - Qu noticias trais? les pregunt. - El cuerpo de Martn Paz no ha sido hallado respondi uno de aquellos

    indios -. Hemos sondeado el ro en todos los sentidos; nuestros ms hbiles nadadores lo han explorado detenidamente y creemos que el hijo del Zambo no ha muerto en las aguas del Rimac.

  • Martn Paz Julio Verne

    - Lo habrn asesinado! Qu habr sido de l? Oh, desdichados los que hayan dado muerte a mi hijo! Seprense mis hermanos en silencio, y vuelva cada cual a su puesto, mire, vigile y espere.

    Los indios salieron y se dispersaron. El Zambo quedse con Manangani, que le pregunt:

    - Sabe el Zambo por qu haba ido aquella noche su hijo al barrio de San Lzaro? Est el Zambo seguro de su hijo?

    Los ojos del indio despidieron tales relmpagos de clera que Managani retrocedi asustado.

    Pero el Zambo se contuvo, y dijo: - Si Martn Paz traicionara a sus hermanos, yo matara a todos aquellos

    a quienes ha dado su amistad y a todas aquellas a quienes hubiese dado su amor; despus lo matara a l y, por ltimo, me matara yo, para no dejar en este suelo un solo miembro de una raza deshonrada.

    En aquel momento abri la tabernera la puerta de la sala, se acerc al Zambo y le entreg un billete.

    - Quin te ha encargado esto? pregunt. - No lo s respondi la tabernera -. Este papel ha debido quedrsele

    olvidado a algn bebedor, porque lo he encontrado sobre una mesa. - No han venido aqu ms que indios? - Nadie ms que indios. La tabernera sali, y el Zambo desdobl el billete, que ley en alta voz: Una joven ha orado por Martn Paz, porque no olvida al indio que ha

    expuesto su vida por ella. Si el Zambo tiene noticias de su hijo o esperanza de encontrarlo, tese al brazo un pauelo encarnado como seal. Hay ojos que lo ven pasar todos los das.

    El Zambo estruj el billete entre sus manos. - El desgraciado se ha dejado seducir por una mujer. - Y quin es esa mujer? pregunt Manangani. - No es india respondi el Zambo, mirando el billete -. Es, sin duda,

    una mujer elegante Ah, Martn Paz, ests desconocido! - Hars lo que esa mujer te pide? - No respondi rpidamente el indio -. Debe perder toda esperanza

    de volver a ver a mi hijo, para que muera de dolor. Y, dicho esto, el Zambo rompi el billete con rabia. - Sin duda alguna ha sido un indio quien ha trado este billete observ

    Manangani. - Oh, no puede ser de los nuestros! Se habr sabido que yo vena con

    frecuencia a esta taberna, pero no volver a poner los pies en ella. Regrese

  • Martn Paz Julio Verne

    mi hermano a las montaas, mientras yo vigilo en la ciudad. Veremos para quines resultar alegre la fiesta de los Amancaes, si para los opresores o para los oprimidos.

    Los dos indios se separaron. El plan no poda estar mejor combinado ni la hora de la ejecucin mejor

    elegida. El Per, casi despoblado entonces, slo contaba con un reducido n-mero de espaoles y de mestizos. La invasin de los indios, que acudiran desde los bosques del Brasil y desde las montaas de Chile, como de las lla-nuras del Ro de la Plata, deba cubrir con un ejrcito formidable el teatro de la rebelin. Despus que quedaran destruidas las grandes ciudades, Lima, Cuzco y Puno, no era de temer que las tropas de Colombia, recientemente vencidas por el Gobierno peruano, acudieran en socorro de sus enemigos, por grave que fuese el peligro en que stos se encontraran.

    Aquel trastorno social deba, por consiguiente, efectuarse sin resisten-cia, si los indios guardaban fielmente el secreto, y as deba ocurrir, porque entre ellos no haba traidores.

    Sin embargo, ignoraban que un hombre haba obtenido una audiencia particular del presidente Gambarra; ignoraban que aquel hombre le haba notificado que la goleta Anunciacin haba desembarcado en la embocadura del Rimac armas de toda especie en piraguas indias, y que aquel hombre iba a reclamar una fuerte indemnizacin por el servicio que haba prestado al Gobierno peruano, denunciando aquellos hechos.

    Indudablemente, aquel hombre jugaba con cartas dobles, porque des-pus de haber alquilado su buque a los agentes del Zambo a un precio muy elevado, haba vendido al presidente el secreto de los conjurados.

    El hombre que tal infamia haba cometido no era otro que el judo Sa-muel, a quien suponemos que el lector habr reconocido en este rasgo.

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    CAPTULO VI

    EL JUEGO Y LAS CONFIDENCIAS

    Andrs Certa, completamente restablecido y creyendo que Martn Paz haba dejado de existir, apresuraba su matrimonio, deseando que llegara el da de pasear por las calles de Lima a la joven juda.

    Sara no dejaba de tratarlo con altiva indiferencia, pero l no haca ca-so, porque consideraba a la joven como un objeto de valor que haba com-prado por cien mil duros.

    Sin embargo, Andrs Certa desconfiaba del judo, y no le faltaba moti-vo para ello, porque si el contrato era poco honrado, los contratantes lo eran menos.

    El mestizo, pues, quiso tener con Samuel una entrevista secreta, a cuyo fin lo llev un da a Chorrillos, deseando tambin probar su suerte en el jue-go antes de la boda.

    Los juegos haban empezado pocos das despus de la llegada del mar-qus de Vegal, y desde entonces se vea constantemente concurrido el cami-no de Lima. Algunos, que iban a Chorrillos a pie, volvan en carruaje, mien-tras otros dejaban all los ltimos restos de su fortuna.

    El marqus y Martn Paz no tomaban parte en aquellos placeres; el jo-ven indio estaba profundamente preocupado por causas ms nobles.

    Despus de pasear con el marqus, volva todas las noches a su aposen-to y se pona de codos en la ventana, donde pasaba largas horas meditando.

    El marqus no olvidaba a la hija de Samuel, a quien haba visto orar en el templo catlico; pero no se haba atrevido a revelar aquel secreto a Mar-tn Paz, aunque le iba instruyendo poco a poco en las verdades cristianas. Tema reanimar en su corazn sentimientos que deseaba extinguir, porque el indio proscrito deba renunciar a toda esperanza de contraer matrimonio con la hija del judo. Mientras tanto, la Polica haba concluido por abandonar la persecucin de Martn Paz, y, transcurrido algn tiempo, merced a la in-fluencia de su proteccin, el indio quiz lograra ocupar un puesto en la so-ciedad peruana.

    Pero sucedi que, Martn Paz, desesperado, resolvi averiguar qu haba sido de la joven, y, con este propsito, se introdujo, vestido con un traje espaol, en una sala de juego para escuchar las conversaciones de los concurrentes. Andrs Certa, que era hombre muy conocido, y su matrimonio, que seguramente estara ya prximo, deban ser objeto de alguna conversa-cin.

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    As, pues, una noche, en vez de encaminarse, como de ordinario, a la orilla del mar, se dirigi a las altas rocas donde estn situadas las principa-les casas de Chorrillos, y entr en una de ellas, dotada de una ancha escale-ra de piedra.

    Aqulla era una casa de juego, donde aquel da haban perdido grandes cantidades algunos limeos, y donde otros, fatigados de la tarea de la noche precedente, descansaban en el suelo, envueltos en sus ponchos.

    A la sazn, no faltaban jugadores delante del tapete verde, dividido en cuatro cuadros por dos lneas, que se cortaban en el centro en ngulo recto. En cada uno de estos cuadros se hallaban las primeras letras de las palabras azar y suerte: A. S. Los jugadores apuntaban a una u otra de aquellas letras, y el banquero tena las puestas, mientras arrojaba sobre la mesa dos dados, cuyos puntos combinados hacan ganar a la A o a la S.

    La partida estaba muy animada, y un mestizo apuntaba al azar con ar-dor febril.

    - Dos mil duros! exclam. El banquero agit los dados y el jugador estall en imprecaciones. - Cuatro mil duros! dijo de nuevo, y volvi a perder. Martn Paz, protegido por la sombra del saln, pudo ver el rostro del

    jugador. Era Andrs Certa. Al lado de ste se encontraba el judo Samuel. - Bastante ha jugado usted, seor le dijo Samuel -, y ya ha podido

    convencerse de que hoy no tiene suerte. - A usted qu le importa? respondi con acritud el mestizo. Samuel se inclin a su odo para decirle: - Si a m no me importa, a usted le interesa abandonar esas costumbres

    en los das que preceden a su matrimonio. - Ocho mil duros! grit Andrs Certa, apuntando a la S. Sali la A y el mestizo lanz una blasfemia. - Juego! volvi a decir el banquero. Andrs Certa sac un puado de billetes de su bolsillo para aventurar

    una suma considerable al juego, llegando a ponerla en uno de los cuadros. El banquero agitaba ya los dados, cuando una sea de Samuel lo detuvo. El ju-do volvi a inclinarse al odo del mestizo, y le dijo:

    - Si no le queda a usted la cantidad necesaria para llevar a efecto nuestro contrato, esta noche quedar roto.

    Andrs Certa se encogi de hombros, hizo un gesto de rabia y, reco-brando su dinero, sali rpidamente de la estancia.

    - Contine usted ahora dijo Samuel al banquero -; ya arruinar a este seor despus de que se haya casado.

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    El banquero se inclin con sumisin ante Samuel, que era fundador y propietario de los juegos de Chorrillos. Dondequiera que haba algo que ga-nar, se encontraba aquel hombre.

    Samuel sigui al mestizo, y cuando hubieron llegado a la escalinata, le dijo:

    - Tengo cosas muy graves que decirle. Dnde podemos hablar sin que nos oigan?

    - Donde usted quiera respondi bruscamente Andrs Certa. - Tenga calma y no pierda el porvenir por un momento de mal humor. No

    me inspiran confianza los aposentos mejor cerrados, ni las llanuras ms de-siertas, porque lo que tengo que decir a usted es un secreto que vale la pena que se guarde.

    Mientras hablaban, los dos hombres haban llegado a la playa, frente a las casetas destinadas a los baistas; pero ignoraban que tras ellos iba Mar-tn Paz, deslizndose en la oscuridad como una serpiente.

    - Tomemos una canoa y salgamos al mar dijo Andrs Certa. Andrs Certa desat de la orilla una pequea embarcacin, despus de

    dar algunas monedas al guarda; Samuel y el mestizo se embarcaron, y el l-timo empuj la barca mar adentro.

    Martn Paz, al verla alejarse, se ocult en el hueco de unas peas, se desnud apresuradamente, se arroj al agua y nad hacia la canoa, llevando consigo su cinturn y su pual.

    El sol acababa de sepultar sus ltimos rayos en las olas del Pacfico, y el cielo y el mar estaban envueltos en las tinieblas.

    Martn Paz no haba pensado siquiera en el peligro que corra, a causa de los tiburones que surcaban aquellos funestos parajes.

    Se detuvo, no lejos de la embarcacin en que iban el mestizo y el judo y al alcance de su voz.

    - Pero qu prueba de la identidad de la joven puedo yo dar a su padre? preguntaba en aquel momento Andrs Certa al judo.

    - Puede usted recordarle las circunstancias en que perdi a la nia. - Y cules son? - Voy a decrselo. Martn Paz, sostenindose sobre las olas, escuchaba, pero sin compren-

    der por completo lo que hablaban. - El padre de Sara, que es el gran seor que usted conoce dijo el ju-

    do-, viva en la Concepcin, comarca de Chile; pero entonces su caudal corra parejas con su nobleza. Obligado a venir a Lima para asuntos de inters, sa-li solo de la Concepcin, dejando all a su mujer y a su hija; esta ltima de quince meses de edad. Como el clima del Per le convino, envi a la marquesa orden de que viniera a reunirse con l. La marquesa se embarc en el San

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    Jos, de Valparaso, con algunos criados de su confianza, y en el mismo bu-que vena yo al Per. El San Jos deba hacer escala en Lima; pero a la altura de la isla de Juan Fernndez, se desat un huracn terrible que lo desarbol y lo arroj sobre la costa. Los hombres de la tripulacin y los pasajeros se refugiaron en la chalupa; pero al ver el mar tan enfurecido, la marquesa se neg a embarcarse en ella; estrech a su hija entre sus brazos y se qued en el buque; yo me qued con ella. La chalupa se alej, y a cien brazas del San Jos se sepult en el mar con toda la gente que llevaba y nos quedamos solos. La tempestad ruga cada vez con mayor violencia; pero como mi caudal no iba a bordo, no perd la esperanza de salvarme. El San Jos, que tena cinco pies de agua en la cala, fue arrastrado por la corriente y se estrell contra las rocas de la costa. La marquesa fue arrojada al mar con la nia: pero, afortunadamente, pude apoderarme de sta, y, mientras la madre pereca a mi vista, yo, sano y salvo, con la nia, pude ganar la orilla.

    - Todos esos detalles son exactos? - Completamente exactos, y el padre no lo desmentir. Yo realic aquel

    da un buen negocio, porque me va a valer los cien mil duros que usted ha de entregarme.

    Qu quiere decir esto?, se preguntaba asombrado Martn Paz. - Aqu tiene mi cartera con los cien mil duros respondi Andrs Certa. - Gracias, seor dijo Samuel, apoderndose del tesoro -. Tome usted

    este recibo, en el que me comprometo a restituirle doble cantidad de la que me ha entregado si en virtud de su matrimonio no llega usted a formar parte de una de las primeras familias de Espaa.

    El indio, obligado a sumergirse para evitar el choque de la embarcacin, no haba odo esta ltima frase; pero al ocultarse bajo las aguas, sus ojos pudieron ver una masa informe, que se deslizaba rpidamente hacia donde l estaba.

    Era una tintorera, tiburn de la especie ms cruel. Martn Paz vio que el animal se aproximaba y se sumergi profundamen-

    te, mas pronto se vio obligado a volver a la superficie del agua para respirar. El tiburn dio entonces un coletazo a Martn Paz, que sinti que las escamas viscosas del monstruo le rozaban el pecho. El tiburn se volvi sobre la es-palda, entreabriendo su mandbula, armada de una triple fila de dientes, pa-ra morder su presa; pero Martn Paz, al ver brillar el vientre blanco del ani-mal, lo hiri con su pual.

    La sangre del monstruo marino ti de rojo las aguas, y Martn Paz, al advertirlo, volvi a sumergirse.

    Cuando, algunos instantes despus, sali de nuevo a la superficie, a diez brazas de all, la embarcacin del mestizo haba desaparecido. El indio se

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    dirigi entonces a la costa, a la que no tard en llegar, pero despus de haber olvidado que acababa de librarse de una muerte terrible.

    Al amanecer del da siguiente abandon Martn Paz la quinta de Chorri-llos sin despedirse de su protector, y el marqus, lleno de inquietud, volvi a toda prisa a Lima para buscarlo.

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    CAPTULO VII

    LA BODA INTERRUMPIDA

    El matrimonio de Andrs Certa con la hija del judo Samuel era un ver-dadero acontecimiento, y las seoras no se daban punto de reposo, confec-cionando los lujosos trajes que se proponan lucir en la fastuosa ceremonia.

    En casa del judo Samuel, que deseaba celebrar con gran pompa el ma-trimonio de Sara, se hacan tambin grandes preparativos. Los frescos que adornaban su morada, segn la costumbre espaola, haban sido restaurados suntuosamente; los tapices ms ricos caan en anchos pliegues sobre los huecos de las ventanas y las paredes de la habitacin; los muebles, esculpi-dos de maderas preciosas u odorferas, se amontonaban en los grandes salo-nes impregnados de deliciosa frescura; los arbustos exticos, los productos de las tierras calientes se elevaban serpenteando a lo largo de las balaus-tradas y de las azoteas.

    La joven haba perdido la esperanza de volver a ver a Martn Paz, pues-to que el Zambo no la tena, como lo demostraba el hecho de no llevar en el brazo la seal de la esperanza. Liberto haba espiado los pasos del viejo in-dio, pero no haba logrado descubrir nada.

    Ah! Si la pobre Sara hubiera podido realizar sus deseos, se habra re-fugiado en un convento para acabar en l su vida. Impulsada por atraccin misteriosa e irresistible hacia los dogmas del catolicismo y convertida se-cretamente por el padre Joaqun a la nica religin verdadera, haba ingre-sado en el seno de nuestra santa madre la Iglesia, que tanto simpatizaba con las creencias de su alma.

    El padre Joaqun, a fin de evitar todo escndalo, y sabiendo leer mejor en su breviario que en el corazn humano, haba dejado a Sara en la creencia de que Martn Paz haba muerto, porque lo ms importante para l era la conversin de la joven, que crea asegurada con el matrimonio con Andrs Certa, ignorando, naturalmente, las condiciones en que se haba concertado.

    El da, pues, de la boda, tan alegre para unos y tan triste para otros, haba llegado. Andrs Certa haba invitado a la ceremonia a toda la ciudad; pero sus invitaciones no fueron atendidas por las familias nobles, que se ex-cusaron, pretextando motivos ms o menos plausibles.

    Llegada la hora en que deba efectuarse el contrato, la joven no compa-reci.

    El judo Samuel estaba profundamente disgustado, y Andrs Certa frunca el ceo, mostrando su impaciencia. Una especie de confusin se re-flejaba en los rostros de los invitados, mientras millares de bujas, cuya

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    imagen multiplicaban los espejos, inundaban los salones de resplandeciente luz.

    En la calle, un hombre se paseaba presa de una ansiedad mortal. Era el marqus de Vegal.

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    CAPTULO VIII

    LA FUGA

    Mientras tanto, Sara, profundamente angustiada, permaneca sola en su habitacin, de donde no se atreva a salir. Sofocada por la emocin, se apoy en el balcn que daba a los jardines interiores, y all estaba abismada en sus pensamientos cuando vio, de pronto, a un hombre que procuraba ocul-tarse en las calles de magnolias. Aquel hombre era Liberto, su servidor, que pareca espiar a algn enemigo invisible, ya ocultndose detrs de una esta-tua, ya echndose a tierra.

    De repente, Sara palideci. Liberto luchaba con un hombre de alta es-tatura, que lo haba derribado a tierra, y algunos suspiros ahogados, que se escapaban de la boca del negro, revelaban que una mano robusta le apretaba el cuello.

    La joven iba a gritar en demanda de socorro, cuando vio levantarse a los dos hombres: el negro miraba a su adversario y le deca:

    - Usted, usted! Es usted? Y sigui a aquel hombre que, antes que Sara pudiera lanzar un solo gri-

    to, se present ante ella como un fantasma del otro mundo. As como el ne-gro, derribado bajo las rodillas del indio, no haba podido hablar sino lo que hemos anotado arriba, la joven, bajo la mirada de Martn Paz, no pudo a su vez decir sino las mismas palabras:

    - Usted, usted! Es usted? Martn Paz, con los ojos clavados en ella, dijo: - Oye la novia los ruidos de la fiesta? Los invitados se congregan en

    los salones para ver irradiar la felicidad en su rostro. Es por ventura una vctima destinada al sacrificio la que va a presentarse a sus ojos? Puede la novia mostrarse a su prometido con ese rostro plido y fatigado por el do-lor?

    Sara apenas oa lo que Martn Paz estaba dicindole. El joven indio prosigui: - Puesto que la joven llora, mire ms all de la casa de su padre, ms

    all de la ciudad donde padece. Sara levant la cabeza, y Martn Paz, adoptando una actitud altiva, con

    el brazo extendido hacia las cordilleras, le mostraba el camino de la liber-tad.

    Sara se sinti arrastrada por un poder irresistible; las voces de algu-nas personas que se acercaban a su habitacin llegaron hasta ella; su padre iba a entrar sin duda, y tal vez su novio lo acompaaba. Martn Paz apag de

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    repente la lmpara suspendida sobre su cabeza, y se oy un silbido, seme-jante al que se haba odo ya en la Plaza Mayor.

    De pronto, se abri la puerta de la estancia y entraron en sta Samuel y Andrs Certa. La oscuridad era profunda; acudieron algunos servidores con luces y encontraron el aposento vaco.

    - Maldicin! exclam el mestizo. - Dnde est? pregunt Samuel. - Usted me responde de ella dijo brutalmente Andrs Certa. Al or esto, el judo se sinti inundado de un sudor fro que le penetra-

    ba hasta los huesos. - Venid conmigo! grit. Y seguido por sus criados se lanz corriendo fuera de la casa. Mientras tanto, Martn Paz hua por las calles de la ciudad con cuanta

    rapidez era posible. A doscientos pasos de la casa del judo encontr a va-rios indios, a quienes el silbido lanzado por l haba reunido all.

    - A nuestras montaas! exclam. - A casa del marqus de Vegal! dijo una voz detrs de l. Se volvi Martn Paz, al or esto, y vio al espaol detrs de l. - No quieres confiarme esa joven? pregunt el marqus. El indio inclin la cabeza y dijo sorprendido: - A casa del marqus de Vegal! Martn Paz, cediendo al ascendiente del marqus, le haba confiado la

    joven, seguro de que en casa del espaol no corra el menor riesgo; pero, comprendiendo lo que el honor exiga, no quiso pernoctar bajo el techo del marqus.

    Sali, pues, presa de violenta excitacin, que le haca hervir la sangre en las venas.

    Pero no haba andado an cien pasos, cuando cinco o seis hombres se arrojaron sobre l y, a pesar de su tenaz resistencia, lograron atarlo. Mar-tn Paz lanz un rugido de desesperacin; crea haber cado en poder de sus enemigos.

    Pocos instantes despus, le quitaron la venda con que le haban cubierto los ojos, y se encontr en la sala baja de la taberna en que sus hermanos haban organizado la rebelin.

    El Zambo, que haba presenciado el rapto de la joven, se encontraba all, rodeado por Manangani y los dems indios sediciosos. Los ojos de Mar-tn Paz despidieron relmpagos de clera.

    - Mi hijo no se apiada de mis lgrimas dijo el Zambo -, puesto que du-rante tanto tiempo me deja en la incertidumbre de si est vivo o muerto.

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    - Es acaso la vspera de una insurreccin cuando Martn Paz, nuestro jefe, debe encontrarse en el campo de nuestros enemigos? pregunt Ma-nangani.

    Martn Paz no respondi a su padre ni al indio. - Es decir, qu nuestros ms graves intereses han sido sacrificados en

    holocausto de una mujer? Y, mientras deca esto, Managani se acerc a Martn Paz con el pual en

    la mano; pero Martn Paz no lo mir siquiera. - Hablemos primero dijo el Zambo -; despus de las palabras vendrn

    los hechos. Si mi hijo ha faltado a sus hermanos, sabr castigar su traicin; pero que tenga cuidado, porque la hija del judo Samuel no est tan oculta que se nos pueda escapar. Mi hijo reflexionar: est condenado a muerte, y no hay en la ciudad una piedra donde pueda reclinar su cabeza. Si, por lo contrario, liberta a su pas, para l sern el honor y la libertad.

    Martn Paz guard silencio, pero en su corazn se libraba un terrible combate, porque el Zambo haba hecho vibrar las cuerdas de su altiva natu-raleza.

    Los insurgentes tenan necesidad de Martn Paz para llevar a la prcti-ca sus proyectos de rebelin, porque l ejerca la autoridad suprema entre los indios de la ciudad, los manejaba a su capricho, y una sola seal suya po-da llevarlos a la muerte.

    Se le quitaron las ligaduras por orden del Zambo y Martn Paz se levan-t.

    - Hijo mo le dijo el indio, que lo observaba con atencin -, maana, durante la fiesta de los Amancaes, nuestros hermanos caern como una tromba sobre los limeos desarmados. ste es el camino de las cordilleras, y este otro el de la ciudad; eres libre, y puedes ir adonde te plazca.

    - A las montaas! exclam Martn Paz -. A las montaas, y ay de nuestros enemigos!

    Y cuando, aquel amanecer, apareci el sol por el Oriente, ilumin con sus primeros rayos el concilibulo que los jefes indios celebraban en el seno de la cordillera.

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    CAPTULO IX

    EL COMBATE

    Y como todo llega al fin en la vida cuando debe llegar, tambin lleg el 24 de junio, da de la gran fiesta de los Amancaes, en el que todos los habi-tantes de Lima, a pie, a caballo o en carruaje, se dirigieron a la clebre me-seta, situada a media legua de distancia de la ciudad. Mestizos e indios se mezclaban en la fiesta comn y marchaban alegremente por grupos de pa-rientes o de amigos. Cada uno de estos grupos llevaba sus provisiones e iba precedido por un tocador de guitarra que cantaba los aires ms populares. Avanzaban a travs de los campos de maz, cruzando los bosques de banane-ros o por entre las calles de sauces en busca de los bosques de limoneros y naranjos, cuyos perfumes se confundan con los aromas suaves de la monta-a. A lo largo del camino, haba puestos ambulantes que ofrecan a los pa-seantes aguardiente y cerveza, siendo tan numerosas las libaciones de estos lquidos, que indios y mestizos rean a carcajadas, medio ebrios. Los que iban a caballo hacan caracolear sus monturas en medio de la multitud, compi-tiendo unos con otros en celeridad, habilidad y destreza.

    Reinaban en la fiesta, que toma el nombre de las florecillas de la mon-taa, un ardor y una libertad inconcebibles, a pesar de lo cual jams se pro-mova una disputa que turbara la alegra pblica. Algunos lanceros a caballo, con corazas resplandecientes, mantenan el orden.

    Cuando la multitud lleg a la meseta de los Amancaes, se oy un inmen-so clamor de admiracin, que fue repetido por los ecos de la montaa.

    A los pies de los espectadores se extenda la antigua Ciudad de los Re-yes, cuyas torres y campanarios llenos de sonoras campanas, se elevaban osadamente hacia el cielo. San Pedro, San Agustn y la catedral atraan las miradas hacia sus torres, que brillaban heridas por los rayos del sol. Santo Domingo, la rica iglesia cuya Virgen no lleva jams dos das seguidos el mis-mo manto, levantaba ms que sus vecinas la flecha elegante de su campana-rio. A la derecha, el ocano Pacfico haca ondular sus extensas llanuras azu-les al soplo de la brisa, y la vista, volviendo del Callao a Lima, se deleitaba en la contemplacin de todos aquellos monumentos funerarios que contenan los restos de la gran dinasta de los Incas. En la lejana, el cabo Morro-Solar encerraba como en un cuadro los esplendores de aquel espectculo.

    Pero mientras los limeos contemplaban admirados tan esplndidos pa-noramas, se preparaba un drama sangriento en las heladas cumbres de la cordillera.

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    Efectivamente, al paso que los habitantes de la ciudad la iban abando-nando, penetraban gran nmero de indios, que vagaban por sus calles. Los hombres, que, por lo general, tomaban parte activa en la fiesta de los Aman-caes, se paseaban entonces silenciosamente y con aire singularmente pensa-tivo. De vez en cuando, algn jefe les daba apresuradamente una orden se-creta y reanudaban su marcha; pero todos se iban reuniendo poco a poco en los barrios ms ricos de la ciudad.

    Cuando el sol comenz a desaparecer en el horizonte, la aristocracia limea emprendi el camino de los Amancaes, luciendo sus trajes ms costo-sos y sus ms valiosas alhajas. Una interminable fila de coches desfil entre los rboles, confundida con las gentes que marchaban a caballo o a pie.

    En el reloj de la catedral dieron las cinco. Un gritero inmenso reson en la ciudad. De todas las plazas, de todas

    las calles, de todas las casas, salieron indios con las armas en la mano. Los barrios ms hermosos fueron inundados de insurrectos, algunos de los cua-les agitaban por encima de sus cabezas teas encendidas.

    - Mueran los espaoles! Mueran nuestros opresores! se oa gritar con voces estentreas.

    Casi al mismo tiempo, se cubrieron las cimas de los cerros tambin de indios, que se dispusieron a unirse a sus hermanos de la ciudad.

    Lima ofreca en aquel momento un aspecto extrao. Los insurrectos se haban esparcido por todos los barrios y a la cabeza de una de sus columnas iba Martn Paz, agitando la bandera negra, en direccin a la Plaza Mayor, mientras los dems indios atacaban las casas previamente designadas para ser demolidas. Cerca de l, Manangani lanzaba feroces aullidos.

    En la plaza, los soldados del Gobierno, prevenidos contra la rebelin, se haban formado en orden de batalla delante del palacio del presidente, y los insurgentes, al entrar en la plaza, fueron recibidos por una nutrida graniza-da de balas.

    Sorprendidos al principio por aquella descarga, que estaban muy lejos de esperar, y que arrebat a muchos la vida, se lanzaron contra la tropa con mpetu insuperable, producindose una horrible confusin en que los conten-dientes llegaron a pelear cuerpo a cuerpo. Martn Paz y Manangani hicieron prodigios de valor; pero slo por milagro se libraron de la muerte.

    Necesitaban tomar el palacio y fortificarse en l a todo trance. - Adelante! grit Martn Paz. Y a su voz se precipitaron los indios al asalto. Aunque de todas partes eran rechazados, lograron los indios a su vez

    hacer retroceder a la tropa que rodeaba el palacio, y ya Manangani se lan-zaba a los primeros escalones del prtico, cuando se detuvo repentinamente.

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    Las filas de los soldados se haban abierto y por el espacio que haban dejado libre asomaban sus bocas dos piezas de artillera, colocadas all para ametrallar a los sitiadores.

    No haba tiempo que perder. Era absolutamente preciso saltar sobre la batera y apoderarse de ella, antes que disparase.

    - Vamos los dos! exclam Manangani, dirigindose a Martn Paz. Pero ste acababa de alejarse y no escuchaba ya nada, porque un negro

    le haba dicho al odo estas palabras: Estn saqueando la casa del marqus de Vegal, y quizs asesinndolo. Al or esto, Martn Paz retrocedi; y Manangani quiso arrastrarlo con-

    sigo hacia delante; pero, en aquel momento, los caones dispararon y la me-tralla diezm las filas de los indios.

    - Seguidme! grit Martn Paz. Varios compaeros, que le eran muy adictos, se unieron a l, y con la

    ayuda de stos consigui el indio abrirse paso entre los soldados. Aquella fuga tuvo todas las apariencias y resultado de una traicin,

    porque, creyndose los indios abandonados por su jefe, fue imposible re-unirlos de nuevo, a pesar de los esfuerzos que realiz Manangani para llevar-los al combate. Envueltos en una nube espesa de tropas que los fusilaban sin piedad, se produjo una espantosa confusin y su derrota completa. Las lla-mas, que se elevaban al cielo en ciertos barrios, atrajeron a algunos fugiti-vos sedientos de pillaje; pero los soldados los persiguieron espada en mano, dando muerte a gran nmero de ellos.

    Entretanto, Martn Paz lleg a casa del marqus, donde se sostena una lucha encarnizada, dirigida por el mismo Zambo. El indio tena sumo inters en entrar all, porque, combatiendo al espaol, deseaba al mismo tiempo apo-derarse de Sara, prenda de la fidelidad de su hijo.

    Derribadas la puerta y las paredes del patio, se present el marqus con la espada en la mano, rodeado por sus servidores para rechazar a la turba que invada su palacio. La altivez de aquel hombre y su valor tenan algo de sublimes. No slo no trataba de evitar el peligro, sino que pareca buscarlo con tal de sembrar la muerte en su derredor.

    Pero, qu poda hacer contra aquella multitud de indios que, lejos de disminuir, aumentaba por momentos con la llegada de los vencidos de la Pla-za Mayor?

    Viendo el marqus disminuir sus fuerzas y sus defensores, estaba ya decidido a dejarse matar sin oponer resistencia, en vista de la inutilidad de sus esfuerzos, cuando Martn Paz, con la rapidez del rayo, acometi a los agresores, obligndolos a volverse contra l y, consiguiendo llegar hasta el marqus, en medio de las balas, para servirle de escudo con su cuerpo.

  • Martn Paz Julio Verne

    - Bien, hijo mo, bien! dijo el marqus a Martn Paz, estrechndole la mano.

    Pero el joven indio estaba triste y no desarrugaba el ceo. - Bien, Martn Paz! repiti otra voz que le lleg al alma. Conoci a Sara, y su brazo traz un ancho crculo de sangre en torno

    suyo. La tropa del Zambo empezaba a ceder. Aquel nuevo Bruto haba dirigi-do por segunda vez los golpes contra su hijo sin poder alcanzarlo, en tanto que Martn Paz, cuando en el ardor de la lucha vea que el enemigo sobre quien iba a descargar el hacha era su padre, desviaba el arma para no herir-lo.

    De repente, Manangani, cubierto de sangre, se puso al lado del Zambo, dicindole:

    - Has jurado vengar la traicin de un infame en sus parientes, en sus amigos y en l mismo, y ha llegado el momento de que cumplas tu palabra, porque los soldados se acercan y el mestizo Andrs Certa viene con ellos.

    - Ven, pues, Manangani dijo el Zambo, rindose ferozmente -; ven. Y saliendo ambos de la casa del marqus, corrieron hacia la tropa que

    llegaba al paso de carga. Las tropas les apuntaron; pero el Zambo, sin inti-midarse, se fue derecho al mestizo.

    - Si es usted Andrs Certa le dijo -, sepa que su novia se encuentra en casa del marqus, y Martn Paz va a llevrsela a las montaas.

    Y, dicho esto, los indios desaparecieron. El Zambo haba puesto frente a frente a los dos enemigos mortales, y

    los soldados, engaados por la presencia de Martn Paz, se precipitaron co-ntra la casa del marqus.

    Andrs Certa, loco de furor y de celos, se arroj contra Martn Paz, tan pronto como lo vio.

    - Ahora nos las entenderemos nosotros dos grit el joven indio, y abandonando la escalera de piedra, que tan valientemente haba defendido, corri hacia donde se encontraba el mestizo.

    All se encontraron pecho contra pecho, tocndose las caras y confun-dindose las miradas en un relmpago de odio. Ni amigos ni enemigos podan acercarse a ellos, que, estrechamente abrazados, ni respiraban siquiera.

    Andrs Certa se irgui contra Martn Paz, a quien se le haba cado el pual; pero, al levantar el brazo el mestizo, logr el indio asirlo antes de que le hiriese. Andrs Certa intent intilmente desprenderse de su enemigo, quien, volviendo su pual contra aqul, se lo clav hasta el puo en el cora-zn.

    Despus, se arroj en brazos del marqus de Vegal. - A las montaas, hijo mo! exclam el marqus -. Huye a las monta-